Politicamente Incorrecto

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POLÍTICAM ENTE INCORRECTO Razones y pasiones de Néstor Kirchner

POLITICAMENTE INCORRECTO Razones y pasiones de Néstor Kirchner

ALBERTO FERNANDEZ

B arcelo n a « B ogotá • B uenos A ir e s . C a ra c a s « M a d r id «M é x ic o D.F. • M o n te v id eo « M ia m i « S a n tia g o d e C h ile

Fernández , Alberto Primer Kirchnerista. - la e d . - Buenos Aires : Ediciones B, 2011. 304 p . ; 15x23 cm. ISBN 978-987-627-268-1 1. Ensayo Político. I. Título CD D 32Ó

Diseño de portada c interior: Donagh | M atulich

Políticam ente incorrecto Alberto Fernández 1ra edición © Alberto Fernández, 2011 © Ediciones B A rgentina SA., 2011 Av. Pasco Colón 221, piso 6 - C iudad Autónom a de Buenos Aires, Argentina

www. edicionesb. com.ar ISBN: 978-987-627-268-1 Impreso por Printing Books, M ario Bravo 835, Avellaneda, en el mes de diciem bre de 2011. Q ueda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. Libro de edición argentina.

A Néstor Kirchner. In memoriam.

PRÓLOGO

Este no es para mi tan solo un libro. Encierra un enorme signifi­ cado en tanto supone el cierre de una etapa en mi propia vida. Com o toda fase que concluye conlleva reflexiones y desafíos. Reflexiones que ayudan a acumular críticamente la experiencia y desafíos que aso­ man ante un futuro siempre impredecible. Por las circunstancias que se viven en nuestro país, no ha sido sen­ cillo para mí determinar la fecha de su publicación. Si bien concebí la idea de escribirlo a los pocos días de dejar mi cargo en el gobierno nacional, la decisión de contar algunos episodios que involucran hechos recientes, me exigió explayarme respetando ciertas premisas que me autoimpuse. Así, quise que nada de lo aquí relatado p udiera. ser utilizado con el objeto de poner en crisis un proceso político del que fui uno de sus fundadores y al que aún hoy, marcando mis dife­ rencias, sigo perteneciendo para el pesar de algunos. Es cierto que la historia se reescribe continuamente. En ese juego dinámico siempre asoman voces especuladoras que se apropian de los hechos como si hubieran sido sus protagonistas. En contraparti­ da, hay otros que sintiéndose responsables por haber estado en el centro de la escena, manipulan el pasado para poder adaptarlos a sus necesidades políticas del presente. U nos y otros acaban siempre por tergiversar la realidad. He cuidado que nada de eso ocurra en este trabajo. Haber dejado que el tiempo transcurra, ha servido finalmente para atemperar las pasiones. C on la máxima prudencia he intentado recorrer un período de nuestra historia del que he sido un actor central. He cuidado ser rico en detalles y anécdotas tratando de ilustrar mejor las circunstan­ cias que rodearon los hechos de esta historia y he buscado no perder



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de vista el análisis reflexivo preservando el absoluto apego a los suce­ sos tal como verdaderamente acaecieron. Yo he sido protagonista privilegiado de un m aravilloso período del cual quiero dejar testimonio. H ay en él muchísimas enseñanzas y experiencias de las que no puedo adueñarme. Pretendo m ostrar un lado del poder que m uy pocos atienden y en el que transitan seres humanos que deciden sin lograr escapar a sus fortalezas y debilida­ des; a sus dudas y a sus convicciones. He puesto en este trabajo la m ayor honestidad intelectual evitando que los ardores del presente me hicieran perder la necesaria objetividad que la labor reclama. C on todo el d olor que lleva consigo decir estas palabras, h oy N éstor K irchner ya no está entre nosotros. Fue mi amigo y mi jefe político, y cuando fue Presidente tuvo la generosidad de elegirme para ocupar el cargo público de más responsabilidad y más próxim o a él durante todo su gobierno. Cada palabra y cada acción suya, se im pregnaron en mi para que pudiera entender m ejor el arte de la construcción política y la complejidad que conlleva la adm inistra­ ción de la cosa pública. C uando este libro sea publicado, Cristina estará finalizando su prim er mandato como Presidenta y se aprontará a asumir su segun­ da presidencia p o r decisión de los argentinos. D urante los prim eros siete meses y medio de esa gestión que estará concluyendo, fui su Jefe de Gabinete de M inistros. Ella ha debido afrontar situaciones m uy difíciles a lo largo de ese tiempo que la obligaron a reorganizar su gobierno y a elegir nuevos colaboradores para trabajar en su más estrecha confianza. A pesar de las diferencias que nos han distancia­ do y que han sido públicas, tengo por ella respeto p or su condición política. También le reservo el afecto que uno guarda para aquél con quien alguna vez protagonizó una etapa im portante de la vida. Este trabajo que hoy concluye no hubiera sido posible sin el aporte de muchos que me ayudaron a hacerlo o me dieron ánimo cuando la ingratitud de algunos me desalentaban. N o lo hubiera ini­ ciado sin el impulso leal que siempre me brindaron Claudio Ferreño, C arlos Lorges, Cristian A sinelli y muchos otros compañeros de militancia. N o hubiera logrado el exacto equilibrio sin el aporte siempre reflexivo de Vilma. N o hubiera podido term inarlo de otro modo que no hubiera sido sustrayéndole tiempo que Estanislao merecía. N o hubiera tenido la calidad gramatical que tiene, si A na Galán no hubiera hecho su aporte con una paciencia casi infinita.



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Un nuevo gobierno se inicia y también una nueva etapa para la Argentina. Este libro habla de lo que ya pasó. Lo que viene es parte del desafío que enfrentamos los argentinos. C om o militante que soy, esos tiempos que vienen me encontrarán en el debate público y en la construcción política. Pondré en ello la pasión, dedicación y esfuerzo que K irchner supo inyectar en mi alma. Buenos Aires, octubre de 2011



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INTRODUCCIÓN 1883

N o dorm í bien aquella noche. U n malestar persistente perturbó mi sueño. H oy sé que ese desasosiego se debía a la sensación, todavía no consciente pero claramente instalada en mi ánimo, de que estaba cerrando un capítulo de mi vida sin tener certezas aún de lo que se avecinaba. En esa mezcla penumbrosa y alerta de la vigilia pude repa­ sar lo ocurrido en cinco días interminables. O , tal vez, en cuatro meses interminables, no estoy seguro. En cualquier caso, sentía que durante mucho tiempo había estado atrapado en un debate perpetuo, casi infi­ nito. Días o meses — da igual— en los que todos los argumentos y todas las acciones habían quedado enredados en una madeja que, al desenrollarla, exhibía con crudeza que aún el más sólido de los funda­ mentos de las decisiones adoptadas por el gobierno había sido devo­ rado por la confrontación y la incomprensión. La noche del 23 de julio de 2008 se cumplía el día mil ochocientos ochenta y tres de mis funciones como Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación. Había llegado al cargo con cuarenta y cuatro años, menos kilos y menos canas, y había logrado el ínfimo récord de ser el único que en esa función acompañó a un Presidente durante todo su mandato. También, el de haber sido el Jefe de Gabinete de dos presidentes. Asum í las tareas cargado de ilusiones por cambiar la realidad ago­ biante que se vivía. C reí tener fuerza, vocación e ideas para colaborar con N éstor Kirchner en la construcción de una Argentina doblegada por una crisis política, económica y social que no reconocía parangón en la historia nacional. Fueron días en los que el grito “que se vayan todos” resonaba aún en los pueblos más alejados de nuestro país. La desconfianza hacia la política y los políticos era constante. El descrei­ miento en el sistema judicial, fundado en la existencia de una C orte



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Suprema con “mayoría automática” que invariablemente acompañaba al poder, minaba toda decisión institucional. Peor aún: los jerarcas militares culpables del terrorism o de Estado que tuvo lugar entre 1976 y 1983 estaban cerca de materializar un plan que les garantizaba la impunidad por sus crímenes aberrantes. En aquel mayo de 2003, cuando asumimos nuestras funciones, casi seis de cada diez argentinos eran pobres. U no de cada cuatro compa­ triotas no tenía un trabajo que le proporcionara el sustento para él y su familia. Argentina, en default, había dejado de cumplir sus obliga­ ciones financieras con el mundo. Las reservas monetarias solo repre­ sentaban ocho mil millones de dólares. Nuestra deuda externa era equivalente al 150 por ciento de nuestro Producto Bruto Interno (pbi). M il ochocientos ochenta y tres días después, la Argentina era dis­ tinta. Habían disminuido sensiblemente la pobreza y la desocupación. Nuestra deuda externa estaba regularizada y se había vuelto sostenible económicamente. Durante cinco años logramos que nuestra eco­ nomía creciera a un prom edio del orden del ocho por ciento anual. Renovamos la C orte Suprema de Justicia integrando, en un proceso participativo y plural, a juristas de calidades técnicas y morales inta­ chables. Y, además; pudimos rom per el cerco de impunidad que los genocidas establecieron en torno a ellos. Había, claro está, muchas deudas pendientes, pero el balance era claramente positivo. A pesar de los logros, a pesar de los gigantescos cambios realiza­ dos, esa noche no podía dormir. Sentía que estábamos dilapidando una parte de lo mucho y valioso que habíamos construido durante ese tiempo. El miércoles anterior, el 16 de julio de 2008, se había desarro­ llado un extenuante debate en el Senado Nacional. Fue la última jo r­ nada de una larga discusión parlamentaria que, en su conclusión, echó por tierra nuestra propuesta de aplicar derechos de exportación m óvi­ les sobre los granos. El voto “no positivo” del vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, le infligió al gobierno una herida profunda y lo dejó sumido en una enorme confusión. Muchos sentimos que esa nueva y difícil realidad política nos seña­ laba un punto de inflexión, exigiéndonos otra mirada hacia el futuro, que diera cuenta de las demandas, los reclamos y los enojos que nos transmitía una parte importante de la sociedad, y que, en alguna por­ ción no despreciable, se correspondía con nuestros votantes. Otros, muy confundidos por la coyuntura, creían que la realidad había pues­ to un punto final a nuestro proyecto. Finalmente, también asomaron quienes sostenían que, a partir de la crisis, los enfrentamientos debían



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profundizarse hasta la contradicción extrema, para capitalizar más voluntades, en un escenario cuya polarización debíamos forzar. Revisé una y otra vez lo sucedido y me convencí más aún de la necesidad de introducir cambios y atender la demanda social respecto de la forma de encarar nuestro gobierno. En ese repaso hacia atrás pude ver cómo se habían construido héroes entre un conjunto de opacos dirigentes rurales devenidos, repentinamente, paladines de la lucha popular; cómo, mientras cruzaba el país de este a oeste, un vicepresi­ dente era vitoreado en cada pueblo por haber votado en contra del p ro ­ yecto de la Presidenta a la que había acompañado en la fórm ula presi­ dencial nueve meses antes; vi opinadores interesados proclamando el triunfo de la República porque se había frustrado la posibilidad de apli­ car mayores tributos a la renta extraordinaria provocada por el alza excepcional de los precios internacionales de los granos. Y vi cómo una gran parte de la dirigencia autodefinida como progresista, en unión con los sectores más reaccionarios de la sociedad argentina, celebraba el daño asestado al gobierno. También pude ver el enojo genuino y p ro ­ fundo de muchísima gente, incluso de quienes nos habían votado. Era gente que reclamaba el fin de la disputa entre el gobierno y la dirigen­ cia rural porque deseaba la pronta recuperación de la tranquilidad alte­ rada en los días del conflicto; gente común que llamaba la atención, entre otras cosas, sobre la suba de los precios y la credibilidad del INDEC y que cuestionaba, al mismo tiempo, las formas que el gobierno utilizaba para realizar su labor y su construcción política. Entendí que ese malestar de un sector im portante de la sociedad explicaba en parte la algarabía de muchos ante la derrota oficialista en el debate sobre las retenciones móviles. N o se trataba solo de una dis­ cusión sobre la imposición de derechos de exportación; eso solo no podía explicar la dura caída de la imagen del gobierno y de la Presi­ denta enfrentada a los sectores de más altos ingresos del país p o r una cuestión tributaria. Tampoco explicaba que quienes no eran alcanza­ dos p o r esos tributos estuvieran en las calles golpeando las cacerolas. Había, en mi opinión, un fuerte reclamo al gobierno, que excedía la coyuntura, y nosotros debíamos dar cuenta de ello. N éstor y Cristina tenían una mirada y una interpretación distintas y los enojaba mi vocación de revisar lo hecho y de hacer autocrítica, así como mi insistencia en introducir modificaciones en el elenco del gobierno y en la form a de afrontar el debate público. Siempre creí que en la actividad política uno debe permanecer en un alto cargo en tanto comparta, con los máximos responsables políticos,



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los objetivos buscados y los métodos de esa búsqueda. De otro modo se les quita legitimidad a los roles que se ejercen y se vulnera ética y moralmente a quien acepta esas condiciones. C on conciencia plena de nuestras diferentes miradas sobre el momento que estábamos vivien­ do, no creí conveniente seguir adelante como Jefe de Gabinete. Por un lado, yo hacía una lectura distinta de la de la Presidenta y, al mismo tiempo, tenía la convicción de que era necesario transitar un camino diferente del que se estaba transitando. Esa noche tomé la decisión de renunciar. Supe que ya no existiría mi día mil ochocientos ochenta y cuatro como Jefe de Gabinete de Minis­ tros y este libro, aunque entonces no pudiera ni siquiera imaginarlo, nació en aquella madrugada de inquietud insomne. Alberga instantes de mi vida que se han vuelto imborrables en mi memoria. N o tiene otra aspiración que convertirse en un testimonio de un tiempo de nuestra historia reciente contado de un modo personal, aunque objetivo. En el poder solo hay gente. Hombres y mujeres. C on sus fortale­ zas, debilidades y miserias. Este libro no juzga. Solo cuenta cómo ocu­ rrieron los hechos y cómo fueron las reacciones humanas ante los múltiples dilemas que los hombres y las mujeres enfrentan cuando acceden al lugar donde se toman las decisiones públicas. Tengo la certeza de haber participado, acompañando a N éstor Kirchner, en la construcción de un país que en mucho se parecía al de nuestros sueños jóvenes. Sé que logramos gran parte de aquello que nos propusimos alcanzar, y que, si no hicimos más, no fue por falta de ideales o de esfuerzo. Pusimos todo, sin escatimar ni el cuerpo ni el alma: compromiso, ideas, convicción, coraje y pasión. Cometimos también errores y no es mi intención disimularlos. Estas páginas intentan la escritura de ese relato, que no es una crónica, sino la narra­ ción de mi propia experiencia, la de un protagonista de aquella etapa. Inicio este recorrido con la m ayor sinceridad intelectual, buscan­ do ser fiel a lo vivido y a lo pensado, no solo porque los años trans­ curridos junto a Kirchner se constituyen en un periodo importante de mi vida, también porque fue un tiempo trascendente y excepcional para la vida de nuestro país. Buenos Aires, octubre de 2011



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I “— A h í tiene a un hombre que ha con­ seguido lo que pocos. N o solo ha fo r­ mado una orquesta sino un público. ¿N o es admirable?” “Las Ménades” Julio C ortázar

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HAZ TU MENTE AL INVIERNO DEL SUR

E n l a m is m a s i n t o n í a p o l í t i c a En 1996 conocí a N éstor Kirchner. Fue en Buenos Aires, en una cena convocada por Eduardo Valdés, un amigo que estaba empeñado en que Kirchner y yo nos conociéramos. Kirchner viajaba casi todas las semanas a Buenos A ires por sus propias obligaciones de gobernador. Cristina era senadora nacional por Santa C ruz y pasaba varios días de la semana en la Capital. Yo no había tenido aún ocasión de cruzarme con ellos. Sabía m uy poco del pensamiento de Kirchner; p o r entonces habí­ an trascendido sus opiniones sobre el estado general del país, sus crí­ ticas al menemismo y también su apego a las políticas económicas de prom oción que aplicaba en su provincia. A mi juicio, todo ello lo con­ vertía en un personaje políticamente atractivo. En ese primer encuentro, ya había madurado su distanciamiento de Carlos Menem. Lo consideraba una falsa expresión del peronismo, más atento a las políticas conservadoras de Reagan y Thatcher que a las lógi­ cas desarrollistas que Perón tanto había prom ovido. Comenzaba a advertir la insuficiencia de la convertibilidad para resolver las asimetrí­ as de la economía y temía que semejante cuadro abriera paso a un p ro­ yecto político que solo profundizara la crisis. Aunque ya se hablaba de un fin de ciclo del menemismo, Kirchner no creía que De la Rúa fuera el hombre indicado para proponer un modelo alternativo. Pensaba que Duhalde, que por esos días ya tomaba distancia del gobierno menemista, estaba en condiciones de encarar un proyecto de cambio. Kirchner sabía lo que yo había hecho como Superintendente de Segu­ ros, cargo que asumí en 1989, a comienzos de la primera presidencia de



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Menem, y al que llegué de la mano de Guido Di Telia y de Rodolfo Frigeri, dos economistas de la mayor confianza de Antonio Cafiero, vincu­ lados a la Renovación Peronista. Y estaba al tanto de que, en el momen­ to de la apertura del mercado, yo había sido m uy cuidadoso en preser­ var a las empresas nacionales. También conocía mi tarea en el desarrollo de las empresas del Grupo Bapro (Banco de la Provincia de Buenos Aires), en favor de la transparencia de las organizaciones públicas y pri­ vadas, y, por supuesto, mis críticas a la administración de Menem. En aquella ocasión nos reunimos en Teatriz, ubicado en Riobamba casi esquina Arenales, un restaurante que, con el tiempo, se convirtió en parte de nuestros hábitos. Aunque nos presentamos y hablamos un poco de nuestros asuntos personales solo para iniciar la charla, dedicamos casi toda la noche a la política y la economía. Desde el inicio, los dos adver­ timos que teníamos muchos puntos en común. Compartíamos la idea que, aunque los mercados debían desarrollarse en un marco de razona­ ble libertad, el Estado necesitaba arbitrar allí donde la misma libertad generaba desequilibrios. También, la necesidad de implementar con cier­ ta urgencia diversas políticas activas ante una recesión que, aún incipien­ te, terminaría generando años más tarde una enorme crisis. Durante toda la cena, Kirchner se esmeró por dejarme en claro su pensamiento, profundamente racional. Yo también hice un esfuerzo por transmitirle lo que pensaba. A medida que la charla transcurría, era visi­ ble que los dos encontrábamos mutuas razones para vincularnos. Me impresionó lo que estaba haciendo en Santa C ruz, una p ro ­ vincia escasamente atendida por el interés porteño. Me contó que la había recibido con más de mil millones de dólares de déficit y con una huelga generalizada de los empleados estatales, y que sus primeras medidas habían apuntado a reducir los salarios, ajustar los gastos y prom over las fortalezas de la provincia: hidrocarburos, turismo y desarrollo lanar. Sin embargo, no quería aparecer ante mí como un fiscalista impiadoso. Se ocupó de remarcar que, en cuanto pudo equili­ brar las cuentas provinciales, reintegró a cada sueldo el im porte que se le había quitado con sus respectivos intereses. A h í advertí un sello que lo caracterizaba: no soportaba la idea de convivir con déficit fiscal. Kirchner se presentó aquella noche como un defensor de los dere­ chos humanos, un crítico de los indultos y de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Se reía porque el mensaje que aparecía en el contestador automático de mi teléfono concluía diciendo: “Si usted ha sido indultado, corte ya, nos sentimos más tranquilos pensando que usted sigue preso”.



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Lo escuché con toda atención. Me impresionaba su convicción acerca de lo que debía hacerse. Le confesé mi desilusión con el menemismo, mi malestar con la corrupción que traslucía ese gobierno y la frivolidad con que su dirigencia se exhibía en un tiempo en que muchos argentinos atravesaban una situación crítica. Coincidimos en nuestra preocupación por el desempleo y por cuestiones instituciona­ les y por la corrupción imperante. A un cuando creía que en esa admi­ nistración se había avanzado en algunos aspectos importantes, como la contención inflacionaria, se habían postergado otras discusiones trascendentes del ámbito económico. Ya entonces la continuidad de la convertibilidad era incierta; se trataba de un plan que solo tenía el propósito de derrotar a la hiperinflación pero que, como modelo económico, era insuficiente, porque renunciaba a un elemento importante: la política monetaria. Estaba seguro de que todo sería más difícil en el futuro si no se implementaban acciones precisas para recuperar la moneda como herramienta de la economía y, así, devolverle la competitividad al sistema productivo. Recuerdo que hablamos sobre la postergación de las economías regionales mientras se concentraba la expectativa en m uy pocos opera­ dores o se fomentaban formas de cartelización en áreas trascendentes como la de salud y destacamos que la “desregulación” había conducido a una ausencia total de reglas y por lo tanto el Estado había dejado de arbitrar en la economía. Por eso coincidimos prom over las llamadas “reformas de segunda generación”, es decir, innovaciones en el Estado que permitieran colocarlo en el rol de árbitro con reglas claras para los operadores. Ello derivaría en un mejor funcionamiento de la economía. K irchner escuchó con atención mis ideas y y o las de él. Encontrá­ bamos fuertes coincidencias, en especial cuando destacamos la insufi­ ciencia que evidenciaba el plan ideado por Cavallo. La sobremesa se prolongó con varios cafés de mi parte, y otras tantas tazas de té para Néstor, que siempre prefirió esa infusión. Bien pasada la medianoche, al dejar el restaurante, subí al auto de Eduardo Valdés, que no soportaba demorar un minuto más para saber cuál era la impresión que me había causado Kirchner. En realidad, no solo me había sentido cómodo en el encuentro. Había conocido a un gobernador que planteaba dos cuestiones que yo consideraba m uy importantes: una posición crítica y bien diferencia­ da de Menem y la idea de que Duhalde podía ser una alternativa de cambio en el proceso electoral que se avecinaba. Sobre esos dos acuer­ dos, empezamos a amalgamar una relación estrecha, de gran confianza



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política y personal, que aunó esfuerzos y logró llevar finalmente a Kirchner hasta la misma presidencia de la Argentina.

Las

e l e c c io n e s d e

1999

En 1998, Duhalde me convocó para colaborar con su campaña presidencial; quería que organizara un sistema genuino de recepción de aportes. Estaba al tanto de mi trabajo en el programa ejecutado en las empresas del G rupo Bapro y ese dato reforzaba su confianza en mi desempeño. Yo lo conocía poco, hasta ese momento había tenido un trato escaso con él. El punto clave de acercamiento era su actitud crí­ tica hacia el menemismo. La prensa de entonces trataba bien mi trayectoria. En 1991 había sido premiado como uno de los Diez Jóvenes Sobresalientes de la Argentina. M i inserción en el empresariado era muy buena, tanto que alguna vez hasta me premiaron como el mejor empresario del año en el sector asegurador. Duhalde creía que la incorporación de nuevas caras lo ayudaría a oxigenar su campaña. Además de mostrarse como el opositor más firme de Menem, contaba con la fuerza suficiente para enfrentarlo. Era, al fin y al cabo, quien gobernaba la poderosa provincia de Buenos Aires. A pesar de ello, la ciudadanía no tenía una buena percepción de Duhalde. Los injustos cuestionamientos que recibió, imputándole vínculos con el negocio de la droga, dañaron seriamente su imagen pública. Todo ello hacía que nadie lo viera como el gran rival de Menem. N o evaluaban su postura crítica respecto de su ex compañe­ ro de fórmula presidencial, ni que había sido él quien había enterrado definitivamente las pretensiones reeleccionistas del riojano. Por otro lado, Duhalde había sido el prim ero en cuestionar el Plan de Convertibilidad y dejar al descubierto sus debilidades. C ontradi­ ciendo la conocida expresión de Menem, “estamos mal pero vamos bien”, Duhalde solía decir “estamos bien pero vamos mal”. Por esa vía, buscaba reflexionar sobre el agotamiento del modelo económico. Sin embargo, a aquellos cargos que pesaban sobre él se sumaba su rol de ex socio de Menem. Muchas voces “autorizadas” repetían, como una suerte de verdad revelada, que sus críticas eran una ficción con el solo propósito de garantizar la continuidad del peronismo. Duhalde era el candidato opositor más claro de Menem pero, a su vez, tenía la desventaja de integrar la misma estructura partidaria. En el



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imaginario público se generaban muchas dudas sobre su decisión de contribuir en una genuina transformación. En ese contexto y a instancias de A lberto Iribarne, Duhalde me citó una mañana en sus oficinas de Corrientes y Junín. Luego de elo­ giar mi trayectoria, me reclamó colaboración para su campaña presi­ dencial. A partir de entonces, me ocupé de hacerlo y con ello terminé vinculado políticamente con Duhalde. En mayo de 1998, Duhalde nos convocó a A lberto Iribarne — por entonces su jefe de campaña— , a Julio Bárbaro y a mí. — Estamos perdiendo mucha gente que originalmente nos votaba —nos dijo— . Muchos peronistas se están yendo detrás de “Chacho” Álvarez. Tenemos que hacer algo para parar ese drenaje de gente. Ustedes cuentan con muchos amigos cercanos al progresismo. Tienen que ayudarme a reunir a los peronistas progresistas para demostrar que también nos acompañan. La idea nos pareció razonable. Más aún: era una iniciativa que nos entusiasmaba. A muchos de nosotros nos inquietaban algunos perso­ najes que rondaban a Duhalde, quien, además, operaba desde la forta­ leza del peronismo bonaerense, una estructura anquilosada y corpora­ tiva poco interesada en los conceptos más progresistas de la política. Tanto se trasuntaba ese malestar, que varios dirigentes duhaldistas de la provincia nos miraban como a “sapos de otro p o zo ” y se encar­ gaban de hacernos sentir como los forasteros del pueblo. N o entendí­ an que el mismo Duhalde advertía la necesidad electoral de adoptar las formas propias del progresismo, en un momento social en el que todos lo reclamaban, y que el drenaje de votos a favor de “C hacho” Á lvarez era una evidencia innegable. Casi inmediatamente comenzamos a reunimos, en mis oficinas del G rupo Bapro, A lberto Iribarne, Julio Bárbaro y yo. Enseguida se sumó Jorge A rgüello, un amigo con quien siempre militamos en el peronismo porteño. De allí en adelante, convocamos a los que serían parte del grupo. Cuando empezamos a trabajar, se sumaron varios compañeros que, a la condición de peronistas, le añadían el carácter de progresistas y una pro­ cedencia variada, ^iigue} Talento y Norberto Ivancich eran hombres del campo académico; Ignacio Chojo Ortiz y Juan Carlos Sánchez Arnaud provenían de las ciencias económicas; Mario Cámpora y Juan Pablo “Poli” Lohlé se desenvolvían con solvencia en las relaciones exteriores. Esteban Righi, un penalista de nota, se sumaba con su extraordinaria capa­ cidad como un referente de la primavera camporista. Oscar Valdovinos y i



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Carlos Tomada ofrecían su visión desde el derecho del trabajo y Mario Oporto y Jorge Coscia, en su condición de cineasta, desde la culturad Cuando Kirchner se enteró, me pidió que incorporara a^Cristina^ al grupo. Para entonces, Cristina era una legisladora más conocida p or su crítica al menemismo que por su vínculo conyugal con el goberna­ dor santacruceño. A sí fue que un día, conversando con Duhalde, le planteé la idea de invitar a una diputada nacional p or Santa C ruz que se acercaba al perfil buscado y que sería de gran ayuda no solo por su discurso sino también porque acreditaba una excelente exposición mediática. Además, se trataba de la esposa del único gobernador que explícitamente apoyaba la candidatura presidencial de Duhalde. La propuesta fue rápidamente aceptada. — La flaca es m uy buena para eso — dijo Duhalde. Com o Cristina residía en Buenos Aires por sus funciones de dipu­ tada nacional, mi relación con ella era entonces más próxima que con Néstor. Cuando se sumó a lo que sería finalmente el G rupo Calafate, comenzamos a vernos y a trabajar con frecuencia. Ya era fácil enton­ ces advertir en Cristina a una mujer con carácter e inteligencia. Empezamos a organizar un encuentro de debate de política e ideas. Necesitábamos que trascendiera y llegara a la gente. Además de las definiciones políticas que buscábamos, debíamos encontrarle repercu­ sión mediática; instrumentar nuestra tarea de tal modo que Duhalde pudiera exhibir que tenía tras de sí a ese grupo de dirigentes para o to r­ garle a la política el sentido diferencial que la sociedad demandaba. Partiendo de esa premisa, decidimos organizamos para debatir durante dos días en presencia de un grupo de periodistas. A lgo pare­ cido a un retiro de reflexión donde todos presentarían sus ideas y los periodistas podrían escuchar los diálogos y el debate. Redactamos un temario en el que expresábamos nuestras expectativas de crecimiento de la Argentina, cuáles eran nuestros sueños no realizados y cómo pensábamos que el peronismo debía asumir semejante desafío tras diez años de régimen menemista. Cuando presenté el diseño que imaginaba para la reunión, bus­ caba prom over una discusión de cara a la gente. Para ello, el núm e­ ro de asistentes debía ser necesariamente reducido, no más de 25 o 30 personas. También propuse que se hiciera durante dos días y en un lugar alejado, para articular un vínculo definido entre los asisten­ tes. Todos estuvieron de acuerdo; la cuestión era encontrar ese lugar apartado y distinto. Fue entonces que Cristina hizo su ofrecimiento:



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— Podemos ir a Calafate. Es un lugar m uy bonito y bastante ale­ jado que está cerca de los hielos continentales. Podemos hacerlo allí — nos confirm ó. A unque no era fácil llegar hasta El Calafate, rápidamente acepta­ mos la invitación. Adem ás de tratarse de un lugar de un enorm e atractivo, era la única oferta con la que contábamos. Finalmente, ese sitio recóndito, escasamente conocido p o r nosotros, fue el que le dio el nom bre al grupo.

J unto

al

Lago A

r g e n t in o

Duhalde aprobó inmediatamente la iniciativa de trasladarnos al sur. Le sugerimos que cerrara el debate con un discurso y empezamos a preparar la reunión para que generara muchas expectativas en la sociedad, tanto p or los asistentes como por la organización que exhi­ bía. La selección de los invitados fue cuidadosa. Todos aportamos nombres y así la lista fue creciendo hasta consolidarse. N o resultó fácil llegar hasta ese pequeño pueblo situado a orillas del Lago Argentino, convertido entonces en un exclusivo lugar turís­ tico. C om o no había vuelos directos, volamos prim ero hasta Río Gallegos y desde allí hasta El Calafate en unos aviones m uy pequeños que, por efecto de los fuertes vientos, convirtieron el viaje en una tra­ vesía definitivamente inolvidable. Cada asistente tenía asignada su habitación; habíamos contratado tres hoteles y los encuentros se realizaban exclusivamente en uno de ellos: Los Álamos. María y Viviana Cantero, mis secretarias de siem­ pre, trabajaron arduamente para que no hubiera contratiempos. Juan Pablo Luque, un amigo de toda la vida, se ocupó de que el debate se desplazara por los más aceitados andariveles. Fue un encuentro al que concurrieron figuras m uy reconocidas. Alejandro Dolina, especialmente invitado, no viajó aduciendo su poca simpatía p or los aviones. A un así, envió un video grabado con su ponencia en el que rescataba la necesidad de construir una A rgentina con un modelo com prometido éticamente con la gente. Tras esta exhibición, hubo dos intervenciones que siempre recor­ daré: la primera fue la de Elvio Vitali. Citando a Jauretche, puso de relieve la condición provocadora y transform adora del peronismo, con la inteligencia de quien, habiendo soportado el exilio y la perse­ cución, proponía terminar con un conformismo pragmático que por entonces pregonaba de modo implícito la Alianza.



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El gran debate se centró en temas esenciales para el momento: derechos humanos, política militar, política internacional, economía, cultura. El encuentro comenzó un viernes a la mañana y concluyó la tarde del sábado. Hubo definiciones interesantes, sobre todo en lo que concernía a economía y corrupción, si se quiere, dos puntos de extre­ ma debilidad de la gestión menemista. Hablamos mucho de la corrupción que el gobierno menemista exhibía casi sin pudor. Pero por encima de ello rescatamos la trascen­ dencia de la ética en la política. En esa primera reunión, las palabras de Esteban “Bebe” Righi operaron como un punto disparador del debate: — N osotros vivim os en un estado de cosas donde los presidentes sostienen que si ellos dicen la verdad pierden las elecciones. Y tenemos un Presidente que dice que ganó porque no contó ló que iba a hacer, porque si lo contaba, no lo votaba nadie. Eso, en términos éticos, es infinitamente más perverso que todo lo que se está hablando — dijo, con la solvencia moral que siempre lo ha caracterizado. Recuerdo ese instante con nitidez, porque ésa fue la idea con la que asumí por primera vez como Jefe de Gabinete de Ministros. Debíamos hacer aquello que habíamos prometido. El día de mi jura, un periodista me atrapó en el tumulto y me preguntó que haría de ahí en más. “Solo resta mejorar todos los días la vida de la gente y cumplir con nuestro compromiso. Si eso no ocurre, la culpa será nuestra”, fue la respuesta. Cristina, por su parte, sostuvo un concepto que le oí decir hasta en sus días de Presidenta: — Lo que hay que tener en claro es a quién se representa cuando uno ejerce la política. Porque el m ayor problema ocurre cuando bus­ camos el voto de alguien que luego, cuando se tiene el poder, se deja de representar — dijof] El debate en torno a los intereses que la política representa no ocu­ paba el centro de la escena en la sociedad de entonces. N o estaba ins­ talado porque la política de los 90 se había desarrollado con un crite­ rio extremadamente utilitarista. Sin embargo,, con el G rupo Calafate empezamos a pensar en cuestiones que habían sido, inmerecidamente, dejadas de lado. En aquella reunión profundicé mi relación con Kirchnerj a pesar de que él asistió al encuentro solo esporádicamente. Algunos partici­ pantes del G rupo — como C arlos K unJ^gl.— conocían a Kirchner p or­ que habían militado juntos en sus años de juventud en La Plata. Esta­ ban además quienes lo conocían de sus años de gobernador. Final­ mente, la mayoría estaba conociéndolo en esos días.



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La fuerte presencia de los porteños causó malestar en el establishment duhaldista. Ello derivó en que el propio Duhalde, para evitar problemas, prohibiera participar del evento a los peronistas bonaeren­ ses. A sí quedó afuera, entre otros, M ario O porto, quien había traba­ jado intensamente en el arranque del G rupo pero a quien Duhalde le pidió que se abstuviera de asistir al encuentro. Por supuesto, no faltaron los dirigentes que nos definieron como una intromisión de sectores porteños y progresistas en la campaña de Duhalde. José María Díaz Bancalari nos llamaba, irónicamente, el G rupo Cachivache. En realidad, no se podía negar que estaba mayoritariamente com ­ puesto por porteños, tanto al inicio como con el correr del tiempo. Pero la causa determinante de esa realidad fue que en la Capital la política tenía formas m uy distintas de las del interior del país. A llí, los dirigentes operan como auténticos caudilllos y el expandido clientelismo no favorece las mejores prácticas. Lo cierto es que la aparición del G rupo Calafate fue un éxito mediático. Todos lo consideraron un equipo de reflexión que estaba detrás de Duhalde y que pensaba al país desde otro enfoque. A sí lo expresaba el documento final del encuentro, titulado “H ay una Argentina que espera

T a n t i Y D ESPU ÉS... Tras aquel prim er encuentro, hubo otro en agosto de 1999 en la ciudad cordobesa de Tanti. La reunión se llevó a cabo en la C olonia de los Empleados del Banco Provincia. Era un lugar también alejado, en medio de las sierras, adecuado para reflexionar en un momento en que la campaña presidencial anticipaba enormes dificultades. C om o Calafate había sido un rotundo éxito mediático, en la segunda reunión contamos con una cantidad de asistentes aún mayor. Todos querían ser parte de la experiencia pues veían que el grupo era competente en la organización del evento y había mostrado la capaci­ dad imprescindible para transmitir sus posiciones. A pesar del éxito de la convocatoria, sabíamos que las posibili­ dades de un triunfo electoral de Duhalde eran mínimas ya que, des­ pués de una década de menemismo, la sociedad argentina buscaba candidatos de otro estilo y de distinto signo político. Además, Duhalde tomaba decisiones un tanto confusas; p or ejemplo, había desplazado a A lb erto Iribarne de la jefatura de campaña para ubicar



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en ese rol a Julio César A ráoz, un dirigente menemista con un pasa­ do bastante cuestionado. El objetivo de Duhalde seguía siendo la integración de un grupo que pudiera confrontar con el ya avanzado “chachismo”. Eso era lo que cen­ tralmente lo preocupaba. Nunca supe cuánto valoró lo que nosotros hacíamos, más allá de que al principio solía escucharnos con atención. Inicialmente, nosotros pensábamos que Duhalde se había planta­ do frente al menemismo como un contestatario dispuesto a revisar sus aspectos sustanciales. Sin embargo, a esa altura de la campaña, su dis­ curso electoral mostraba alguna ambigüedad y una débil relación con nuestros planteos. Para nuestro asombro, veía en Ramón “P alito” Ortega a su mejor candidato a vicepresidente. Aquella vez Duhalde llegó a Tanti para cerrar el encuentro. Lo hizo acompañado por Chiche Aráoz, una presencia casi provocadora para nosotros. Kirchner, al verlo, lo recibió con mucha frialdad. Es más: hizo lo necesario para que todos se percataran de su actitud. Ya en el salón donde se desarrollaba el encuentro, Duhalde se sen­ tó entre Cristina y yo , en la cabecera de una gran mesa rectangular. Frente a él, en la cabecera opuesta, se sentó Kirchner, cargado de furia. Casi de inmediato, Duhalde empezó su discurso, que transitó el mismo terreno de siempre, pero era evidente que esta vez Kirchner no tenía ánimo como para detectar algo bueno en sus palabras. Cuando promediaba la intervención de Duhalde, noté que, repen­ tinamente, Kirchner se había levantado y se iba del lugar. Salí a bus­ carlo, intentando detenerlo. Me daba cuenta de que toda la prensa estaba mirando con asombro su proceder. A l darle alcance, me aclaró que no regresaría al salón. Tratando de sobrellevar tanto malestar, me propuso caminar por el inmenso parque del hotel. Mientras marchá­ bamos, me explicó el porqué de su reacción: — N o me vo y a quedar escuchándolo, es una vergüenza. De inmediato empezó a detallar cada uno de los temas que lo ale­ jaban de Duhalde y me confirmó que la presencia de “Chiche” A ráoz al frente de la campaña era para él el peor de los síntomas de esa cues­ tionada realidad. — Algún día tenemos que dejar de ser un apéndice de los otros. Siempre somos el “ala progresista” dentro de un peronismo que se torna menemista o duhaldista. ¿Y ahora, de quién vamos a ser el ala? ¿P or qué no nos dejamos de ser el ala y nos hacemos el cuerpo? — me dijo lleno de indignación mientras atravesábamos un sendero bordea­ do de inmensos árboles.



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Parecía más que razonable lo que decía. Era absolutamente cierto que el peronismo había postergado sistemáticamente un debate profun­ do sobre su ideología y sus prácticas políticas. Aunque entendía su eno­ jo y participaba de su idea, estimé oportuno marcarle que no parecía ser ese el mejor momento — las vísperas de una elección— para expresarlo. —|Alberto, si no nos animamos vamos a seguir siendo siempre el ala de los otros. Llegó la hora de ponernos a trabajar p or nosotros. Mirá todo el esfuerzo que hicimos buscando compañeros, im pulsán­ dolos, inyectándoles ganas de creer otra vez en el peronismo] para ter­ minar con Ruckauf en la gobernación, con “Chiche” A raóz como jefe de campaña y con “Palito” Ortega para vicepresidente — sentenció. Despreocupados de la reunión en la que todos habrían advertido nuestras ausencias, caminamos tres o cuatro kilóm etros sin detener­ nos. A unque entonces no lo hubiese podido conjeturar, esa camina­ ta marcaría mi vida y mis años p o r venir. Cuando regresamos a la sala, Duhalde ya había terminado. A l día siguiente los diarios dieron cuenta de lo ocurrido. El grupo tom ó distancia de Duhalde, pero la m ayoría quedó trabajando con él. A lgunos, m uy pocos, empezamos a trabajar con Kirchner, a quien considerábamos más genuino y cla­ ro en su conducta política. Finalmente, llegaron las elecciones de octubre de 1999, que Duhalde perdió sin femedio. C on Fernando de la Rúa como presi­ dente electo, K irchner empezó a verse como el referente de una alter­ nativa del peronismo para las elecciones de 2003. (E l G ru p o Calafate no vo lvió a reunirse como tal. D e ahí en más, los encuentros se redujeron al núcleo integrado p o r Tomada, Valdovinos, Righi, Ivancich, Talento, A rgüello, B árbaro y yo . Algunas veces, se sumaba Cristina."^ A pesar de todo, mi relación con Duhalde se mantuvo y, de hecho, nos apoyó en la elección de la ciudad de Buenos Aires del año 2000. Hizo campaña junto a quienes representábamos al duhaldismo en la ciudad, entre otros, Argüello, Iribarne, Digón y yo. En ese tiempo, mantuve el vínculo político tanto con K irchner como con Duhalde, porque no existían contradicciones insalvables en sus aspiraciones. Aunque la experiencia fallida de la candidatura presidencial de Duhalde fue una gran desilusión, no resultó menor la frustración que generó, a poco de haber asumido, el gobierno de la Alianza. Durante la campaña a jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Jorge Telerman — seguidor por entonces de Aníbal Ibarra— me



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había tentado con sumarme a la Alianza. Por esos días, Telerman esta­ ba activamente involucrado en ese proyecto, en general, y en la can­ didatura de A níbal Ibarra, en particular. Recuerdo que me citó en el Café Bidou, en la calle Perú, frente a la Manzana de las Luces. H izo un enorm e esfuerzo por convencerme de las bondades que la A lian ­ za ofrecía ante un escenario absolutamente som brío para el peronis­ mo. A unque le agradecí el tiempo que me dedicaba* no com partí su visión. Es más, le recordé aquella frase de Julio Bárbaro que sinteti­ zaba irónicamente nuestro sentimiento ante esa posibilidad: “dejar al peronism o para irse con De la Rúa es como divorciarse de la m ujer para casarse con la suegra”. Nunca pensé que la A lianza lograra una construcción política positiva y eficiente, porque a ese espacio progresista le pasaba algo que vi muchas veces en otras fuerzas similares de Am érica Latina: nacen y llegan al gobierno como contestatarios y, ante el desafío de gobernar, copian y se valen de las mismas formas políticas que se proponían combatir. Ésa era la percepción que teníamos desde nuestro lugar. N o crei­ mos que De la Rúa fuera progresista. Y, aunque apreciábamos la cali­ dad política de “Chacho” Álvarez, presentíamos que poco iba a poder hacer ante los conservadores que ocupaban los lugares centrales. Muchos de nosotros habíamos militado cerca de él, le profesábamos respeto y cariño, pero no pudimos convencernos de que su sociedad. con De La Rúa arribara a buen puerto. '

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EL ARRIBO DE KI RCHNER A LA ESCENA N A C I O N A L

U n p e r o n is m o c o n f u n d id o Llegado el año 2000 y, en la pelea electoral por la ciudad de Bue­ nos A ires, D om ingo C avallo y G ustavo Beliz asomaban com o los nombres principales para enfrentar a A níbal Ibarra, candidato de la Alianza. Dada la amplia aceptación de la candidatura de Ibarra, surgió la posibilidad de unir a Cavallo y Béliz para sumar m ayor cantidad de votos. “En las listas que se compongan, nos dijo Duhalde, ustedes deben involucrar a un número importante de dirigentes propios”. Aquel Cavallo, aun con las críticas que hacíamos a sus políticas y la mala reputación que cosechó después, se había ido del gobierno de Menem denunciando a A lfredo Yabrán y a varias de sus corporacio­ nes, y había presentado denuncias judiciales por corrupción, en el mismo sentido que lo habían hecho “Chacho” Á lvarez y Graciela Fernández Meijide. En cualquier caso, esa construcción política era la mejor herramienta con la que contábamos en la ciudad para terminar definitivamente con el menemismo, colocar cinco o seis diputados en la Legislatura local y comenzar a reform ular una alternativa. Quienes en la ciudad reportábamos a Duhalde seguimos su conse­ jo de buscar puntos de acuerdo con Cavallo y desde allí construir un frente opositor. El objetivo era m uy simple: concentrar la m ayor can­ tidad de votos que no adhirieran a la Alianza. Parte del G rupo Calafate nos hizo conocer sus críticas. Algunos, mal predispuestos con Cavallo, creían ver en Béliz a un representante del peronismo progresista solo por su fama — bien ganada, además— de hombre honesto.



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Aunque las discusiones entre nosotros fueron intensas, el debate devino inútil en el mismo instante en que Cavallo y Beliz sellaron un acuerdo electoral. Repentinamente, del enfrentamiento pasamos a ser socios. Todos quedamos cubiertos bajo el “paraguas” que brindaba el “Encuentro por la Ciudad”, tal el nombre de la agrupación que los incluyó a ambos. En el G rupo Calafate, yo era el único que conocía a Cavallo. Había trabajado en su ministerio en los días que estuve a cargo de la Superintendencia de Seguros. A partir de ese dato real, en el imagina­ rio público se construyó la falsa idea de que Cavallo y yo teníamos una relación muy fluida, una apreciación por demás errónea. Cuando cerramos nuestro acuerdo por la ciudad, Cavallo registra­ ba una imagen positiva que superaba el 75 por ciento de aceptación. A un así, Cristina y Néstor mantenían una postura crítica respecto de Su figura. Kirchner, particularmente, estaba m uy quejoso con ese acuerdo. —Vos no podés ir en esa lista — me decía. — Néstor, si no logramos presencia legislativa, el peronismo desa­ parece del mapa de la ciudad — le respondí, tratando de convencerlo. Yo le aseguraba que, aun perdiendo, íbamos a hacer una buena elección, que nos permitiría ocupar seis o siete escaños de la Legisla­ tura porteña. Pero Kirchner no quería conocer mis argumentos, aun­ que tuviesen asidero. Ante mi definición de seguir adelante con el acuerdo Cavallo-Béliz, Kirchner adoptó una posición equilibrada: —Yo no v o y a hacer nada en tu contra, no vo y a decir nada públi­ camente. Pero quiero que sepas que no estoy de acuerdo. Después de que pase la elección, hablamos — me dijo. Mientras se desarrolló la campaña, Kirchner no vino a Buenos Aires. En el mismo momento en que Cavallo decidió participar del gobierno de la Alianza, abandoné “Encuentro por la Ciudad” para form ar el bloque “11 de m arzo” junto con mi colega, Julio Vitobello. La exclusiva razón que nos había movilizado para trabajar con él era enfrentar al gobierno, por lo cual, si Cavallo se sumaba a esa adminis­ tración, se desvanecía el único motivo de unión que reconocíamos. La alianza con Cavallo fue el resultado de una búsqueda riesgosa en un distrito electoral que siempre nos fue adverso. Visto desde este presente, luego del desempeño de Domingo Cavallo como ministro de Fernando de la Rúa y de las medidas económicas que adoptó, es una experiencia que no repetiría. Los costos que debí pagar por aquella decisión, siendo ya Jefe de Gabinete, fueron indudablemente importantes. Los medios, con el



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único propósito de lesionar mi credibilidad, se encargaron de crear en la opinión pública la idea de que yo integraba el partido de Cavallo. Sin embargo, nunca fue así. Tampoco fue Cavallo quien me designó al frente de la Superintendencia de Seguros, aun cuando mantuve con él un trato cordial pero absolutamente form al y esporádico. Ibarra ganó la jefatura de gobierno de la Ciudad de Buenos A ires por primera vez el 6 de agosto de 2000, en una elección p or la que se impuso, en primera vuelta, con una cifra cercana al 50 por ciento de los votos. La noche de la derrota Cavallo se mostró iracundo ante todos los m icrófonos denunciando un manejo espurio de los resulta­ dos del comicio por parte de los “partisanos del f r e p a s o ” , tal fue el epíteto que utilizó. Le costó asimilar la derrota. Su actitud fue dura­ mente criticada por la ciudadanía, por los medios y también p o r la propia fuerza política que lo había acompañado. A pesar del resultado de las elecciones, quedé consagrado como legislador de la ciudad. En la noche del martes siguiente a los com i­ cios, recibí el llamado telefónico de Kirchner. M uy circunspecto, rom ­ pió el silencio de los treinta días anteriores. — Bueno, ya te diste el gusto, ahora quisiera ver qué hacemos hacia delante. ¿Desayunamos mañana en Ópera Prima? — me propuso. — C laro que sí — respondí sin dudar.

El

p u n t a p ié in ic ia l

En la mañana del miércoles 9 de agosto de 2000, N éstor K irchner y y o nos encontramos en Ópera Prima, un bar ubicado frente a la Pla­ za Vicente López. Muchas veces lo elegíamos para desayunar. Cuando no era allí, nuestro punto de encuentro era M oliere, en Juncal, entre Talcahuano y Libertad, muy cerca de las Cinco Esquinas. Y si queríamos alm or­ zar o cenar, nos decidíamos por El Plata (uno de los restaurantes .pre­ feridos de Raúl Alfonsín), ubicado en Rodríguez Peña y Santa Fe, o por el ya mencionado Teatriz. En cada uno de esos lugares siempre había una mesa que era nues­ tra. En eso K irchner era m uy conservador. Adoptaba un sitio para desayunar o comer y lo hacía propio. Invariablemente iba allí. Las innovaciones, en esa materia, no le gustaban. En eso siempre nos pare­ cimos. A ún hoy, cuando vo y a Teatriz, sigo ocupando la misma mesa que supe compartir con él.



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Aquel miércoles, al llegar a Ópera Prima, él me estaba esperando. En una mesa cercana, Daniel M uñoz y Pepe Salvini, asistentes perso­ nales de Néstor, tomaban café mientras bromeaban. Nos saludamos y enseguida tom ó la iniciativa. — Lo prim ero que te v o y a decir es que han hecho una elección bastante buena y han logrado un número importante de legisladores. En ese análisis tenías razón. Pero aún así, no sé cuál es el costo que va a pagar Cavallo al dejar en evidencia su locura tras la d errota... Y tam­ poco sé cuánto de eso cargarán a tu cuenta — dijo, mezclando severi­ dad y cariño. Hizo una pausa, tal vez para darme tiempo para procesar lo escu­ chado, y retom ó la conversación. — A hora quiero hablarte de otra cosa. C reo que terminó la hora de las aventuras. Necesito que me acompañes porque en el 2003 quiero ser presidente. A l prim ero qu'e le hablo es a vos, porque necesito tu ayuda en la ciudad de Buenos Aires. Si estás convencido, nos ponemos a trabajar hoy. Si no estás convencido, discutámoslo y veamos qué podemos hacer. Lo que no podemos repetir es vivir de aventura en aventura para ver cómo llegamos a lugares que no conocemos. N oso­ tros debemos ser el progresismo. Estoy cansado de ser el ala progre­ sista de los duhaldistas, de los menemistas o de los peronistas inmostrables. Y es hora de que lo que haya que hacer lo hagamos nosotros. Q uiero saber si vos me podés ayudar y si me vas a acompañar. De nuevo, guardé un breve silencio. ¿Había imaginado ese momento? ¿Esperaba, desde Tanti, que me propusiera ese lugar casi central del armado político, esa voluntad de impulsar lo que podía ser una nueva utopía? N o sabía cómo expresarle mi acuerdo y mi entusiasmo. • — A partir de este instante hay un diputado kirchnerista en la ciudad de Buenos Aires — dije sonriendo— . Ya me pongo a trabajar en lo que vos digas. Entiendo que lo que estás planteando es más que interesante y me entusiasma muchísimo. Yo también quiero que esta elección porteña haya sido mi última aventura. Avancemos — le respondí, lo confie­ so, más motivado en el plano de las emociones que en el de la razón. Era la primera vez que desde el peronismo alguien me invitaba a construir una epopeya. N o había ventajas para aprovechar ni oportunismo alguno en sus conceptos. La propuesta se fundaba solo en las convicciones y en nuestra capacidad de hacer. Nuestras ideas, nuestra inteligencia y nues­ tro esfuerzo eran las únicas armas con que contábamos. Tranquilo por mi respuesta, Néstor terminó de afinar su invitación.



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— Si vos mé acompañás, me pongo al frente. Necesito a alguien que me ayude en Buenos Aires, porque Santa C ruz está a dos mil kilómetros, y a la distancia es difícil seguir lo que pasa en el centro del país. A sí empezamos. Nos quedamos hasta tarde conversando sobre el proceso eleccionario en la ciudad y sobre el pobre desarrollo del gobierno de la Alianza, asumido hacía casi un año. P or esos días, toda­ vía no se podía anticipar lo que finalmente sucedió a fines de 2001. A l llegar el mediodía, entusiasmados con la conversación, decidi­ mos seguir la charla durante el almuerzo en El Plata. Siempre sentí que ese encuentro fue decisivo. Lo percibí casi como un instante fundacional. En mi fuero más íntimo resultó, además, muy conmovedor. Confirm é algo que hasta allí solo presentía: que, por encima de las diferencias generadas por la elección metropolitana, K irchner confiaba en mí y me demostraba su generosidad. Experi­ menté un entusiasmo súbito, casi épico, propio de quien se siente actor en la construcción del futuro. Sin embargo, no perdí de vista que había llegado a la diputación porteña representando al duhaldismo e integrando una lista de legisla­ dores de acuerdo con las instrucciones políticas recibidas del jefe del peronismo bonaerense. Precisamente por eso, me sentí obligado a contarle a Duhalde la conversación mantenida con Kirchner. En ese tiempo, Duhalde estaba ’ encantado con Ruckauf. Solía decirnos que con él los peronistas porteños habíamos encontrado un candidato que sabía interpretar a la clase media urbana. Esa construc­ ción de Duhalde partía, prácticamente, de una única premisa: ante la preocupación por la inseguridad, Ruckauf era, con su “mano dura” y su “meta bala”, quien mejor respondía.a la demanda ciudadana de entonces. Nunca participé de semejante visión y de la misma manera se lo transmitía. Fui a ver a Duhalde en las oficinas que ocupaba en un edificio pegado al mítico Café Tortoni. A l llegar, lo encontré acompañado por m uy poca gente, solo su grupo más cercano. Me recibió con la calidez que siempre me prodigó y cambiamos opiniones sobre la situación general del país. Pero a poco de hablar, fui directamente al grano. Le conté que había tenido una larga charla con K irchner y que yo creía que había llegado el momento de ayudarlo a conform ar un espacio propio que lo tuviera como referente. * — N o quiero que se lo cuente otra persona, quiero ser yo quien se lo transmita. A partir de este momento, v o y a trabajar con N éstor K irchner — le informé, procurando que lo dicho no sonara rupturista.



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Con cierta prevención, esperaba que Duhalde se sorprendiera con mi comentario. Me equivoqué. Tal vez, después de su derrota electo­ ral, estaba dispuesto a restarle importancia al alejamiento de un com ­ pañero de ruta. — Está m uy bien, metele con el Flaco... Es un loco, pero es un amigo. Ayúdalo — me respondió de m uy buen modo. En realidad, presentí que me estaba respondiendo con ligereza, que pensaba que todo era parte de nuestra locura y que, finalmente, creía que no llegaríamos demasiado lejos. Con el tiempo confirmé mi presentimiento. En charlas posteriores me di cuenta de que Duhalde daba por sentado que no nos estábamos yendo a ningún lado, sino que nos habíamos embarcado en una aventura, algo así como el sueño de una noche de verano, y que al chocarnos con la realidad, volveríam os indefectiblemente a su lado. Me impresionó esa respuesta de parte de un hombre al que siempre le he guardado consideración y respeto. A pesar de sus gestos afectuo­ sos, descubrí que, a su manera, me había tratado como a un loco rom án­ tico a quien no iba a contradecir. Nunca tuve ocasión de contarle mi impresión, pero estoy seguro de que, si él recordara ese encuentro, reflexionaría sobre la liviandad con la que analizó el asunto. A l margen de mis sensaciones, mi relación personal con Duhalde se prolongó en el tiempo. Siempre nos respetamos y nos tratamos con afecto. Pero, aun cuando permanentemente nos dispensamos una rela­ ción amable, nunca me sentí parte plena de su intimidad política. Creo que ello obedeció, en alguna medida, a que su grupo más cercano me observó en todo momento con reticencia. Ese peronismo bonaerense, tan verticalista y con poca vocación por el debate, siempre ha rechaza­ do a quienes proponemos revisar conceptos y descreer de los dogmas. La misma noche de mi encuentro con Duhalde, le conté a K irch­ ner cómo se había desarrollado la conversación. Seriamente convenci­ do de que podíamos lograr nuestros objetivos, quise evitar especula­ ciones, dobleces o dudas. Kirchner me escuchó con atención. Valoró mi sinceridad y mi compromiso. Solo le vi cierto gesto de malestar cuando le conté la reacción de Duhalde. Sintió que no lo creía capaz de semejante empre­ sa y que, en alguna medida, lo “ninguneaba”. A partir de ese m om ento nunca hice en política algo que no lo supiera Kirchner. Él empezó a viajar desde Santa C ru z a Buenos A ires, se quedaba dos o tres días y en ese tiempo nos dedicábamos a trabajar juntos.



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De Kirchner sabían poco en la ciudad. Quienes lo conocían tení­ an de él la imagen de un hombre intelectualmente honesto, buen administrador y políticamente combativo. De todos modos, a él le lla­ maba la atención que para el porteño común fuera prácticamente un desconocido. Solía preguntarse cómo era posible que, después de tres mandatos como gobernador de Santa C ruz, supieran tan poco de él. En parte, comprobar esa realidad lo predisponía mal hacia quienes vivíamos en la ciudad. Una tarde, en mi casa, le mostré unas encuestas. Apenas dos de cada diez personas del área metropolitana — Capital y Gran Buenos Aires— lo reconocían. Observé un inusual gesto de frustración que poco a poco devino en desazón, a medida que avanzaba sobre el estudio. — A sí son los porteños — me dijo malhumorado— . En la Patagonia me conoce el noventa por ciento de la gente y aquí me ignoran. — A q u í todos somos anónimos y es más difícil que nos registren — expliqué, a modo de disculpa— , pero no podés ignorar que en las cuatro manzanas que rodean este departamento vive tanta gente como en Río Gallegos. La comparación terminó por profundizar su disgusto, pero le per­ mitió entender de otro modo no solo esa realidad, sino, lo que era más importante, el enorme desafío que nos proponíamos enfrentar. Lo cierto es que, por entonces, éramos m uy pocos los que estába­ mos involucrados en la aventura. Solo N éstor y yo. Cristina, por supuesto, sabía de la empresa, pero desconfiaba de su éxito. Muchos santacruceños estaban concentrados en la gestión del gobierno. Era el caso de Héctor Icazuriaga, Julio De Vido y Carlos Zannini. O tros, que residían durante más tiempo eñ'Buenos Aires, como Sergio Acevedo, Daniel Varizat o Dante Dovena, solían conver­ sar con K irchner algunos asuntos puntuales. Com o todo comienzo, no fue un lecho de rosas. Todos se encar­ gaban de hacerme notar que, era una locura que K irchner pudiera, algún día, presidir la Argentina. Cristina misma solía preocuparme diciéndome que, impulsándolo a N éstor en esa aventura, ponía en riesgo el gobierno santacruceño. Pero y o no escuchaba. Estaba convencido de lo que hacíamos. Veía que en la Argentina se estaba viviendo un momento único, abso­ lutamente crítico para la política establecida y favorable para el surgi­ miento de una dirigencia alternativa. Kirchner era un político diferen­ te, al que había que m ostrar tal cual era. N o se trataba de un político ■hecho a la medida de la demanda mediática y social. Era mucho más



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que eso. En él anidaba un dirigente sin pasado cuestionable, que ofre­ cía, como garantía, una buena gestión al frente de una gobernación, y cuyo discurso confrontativo desnudaba la decadencia política que atravesábamos. Aunque su oratoria no era de las mejores, la lógica que exponía con sus palabras terminaba por seducir a quien lo oía. A sí, con todas esas dificultades y con todos esos sueños, afronta­ mos la tarea de marchar hacia la Presidencia de la Nación. ‘

E l ju e g o d e l a s d if e r e n c ia s Los contrastes que la política ofrecía eran inmensos y cada vez me convencía más de que Kirchner podía ubicarse en el resquicio form a­ do por un peronismo en proceso de atomización y una Alianza que ya estaba defraudando las expectativas sociales. Algunos hechos me hicieron sentir que nuestro proyecto era posible. El prim ero de ellos ocurrió a comienzos del año 2001. Duhalde convocó a una cena a sus seguidores en la Capital. El personaje cen­ tral era Ruckauf. Le informé a Néstor que participaría junto con todo el duhaldismo porteño: Jorge Arguello, A lberto Iribarne, Roberto Digón, Julio Vítobello y unos pocos más. Con su habitual estilo pausado, Duhalde, mientras saboreábamos unos exquisitos mariscos servidos en Oviedo, repentinamente nos hizo una incomprensible invitación: — Miren, tenemos el candidato a presidente de la Argentina: es Ruckauf. Fia ganado la provincia de Buenos A ires cómodamente y está m uy bien visto en la Capital. Los invité para que ustedes se pon­ gan a trabajar con él con miras a 2003 — dijo. Inmediatamente después, Ruckauf ensayó un breve discurso en el que expresó su vocación de ser candidato presidencial y, para sorpre­ sa de unos cuantos, reivindicó su política de “mano dura” como meca­ nismo útil de combate a la inseguridad. Estaba azorado. N o entendía bien qué hacía yo, como algunos otros, en ese lugar. Y menos comprendía el discurso de “oportunismo repre­ sor” pronunciado por Ruckauf. M i cara ya estaría mostrando mi males­ tar con Duhalde cuando, entre atónito e indignado, tomé la palabra: — Todos saben que estoy trabajando con Kirchner y cómo pienso respecto de las cosas que se están diciendo. Confieso sentirme bastan­ te confundido. Es más, creo que se equivocaron al invitarme. Carlos — dije mirándolo a Ruckauf—, pensando de ese modo no creo que



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seas el candidato que la Argentina necesita y, menos aún, el candidato ideal para los porteños — le advertí. — ¿Por qué decís eso? — me dijo, asombrado. — En la Capital, el discurso “mano dura” no gusta. N o es que sue­ ne mal al oído: nos parece que carece de sentido técnico y filosófico. —No, nene — me dijo, mientras me daba un abrazo casi paternal— , los porteños quieren que les saques a los delincuentes del medio, lo que te piden es que no les cuentes cómo lo hacés — concluyó. — Si es así, no cuentes conmigo — respondí rápido, para no dar margen a dudas. El enojo me había ganado y la tensión se hizo notoria. Duhalde intentó superar el clima, clausuró el tema y dijo que eran visiones dis­ tintas, que se imponía un debate más profundo. La cena continuó y la conversación se fue por otras ramas mucho menos tensas. Casi todos ellos pensaban, y así me lo transmitieron, que la idea de que Kirchner pudiera ser presidente era lisa y llanamente una locura. Agregaban, entre sonrisas, que solo yo podía sostenerla. Lejos de desalentarme, escucharlo a Ruckauf me confirm ó que estaba en el camino correcto. Concluida la cena, lo llamé a Kirchnen — Más que nunca hagamos algo, porque si éste es el candidato que nos van a proponer en reemplazo de De la Rúa, estamos muertos — le dije esa noche. Kirchner se reconfortó con mis dichos. Solo lo preocupó que Duhalde estuviera involucrado en semejante proyecto. De todos modos, los dos sentimos que la marcha iniciada tenía, más que nunca, razón de ser. En ese escenario, el 6 de octubre de 2001, el progresism o debió enfrentar su mom ento más crítico. C arlos “C hacho” Á lvarez renun­ ció a la vicepresidencia de la República, a raíz de la denuncias de coi­ mas en el Senado para la aprobación de la ley de flexibilización labo­ ral. A unque institucionalm ente la decisión era problemática, porque muchos vieron allí el comienzo del fin de D e la Rúa, para nosotros esa renuncia podía ser un punto de inflexión, una oportunidad para que la política recuperara cierta esencia ética perdida. A u n así, aumentaba la incertidum bre porque con el alejamiento de Á lvarez también se consolidaba en el poder una estructura viciada a la que él mismo aparecía combatiendo. Una semana después, escribí un artículo en Clarín en el que anali­ cé el contexto creado y planteé lo que a mi juicio era el verdadero



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desafío que esa renuncia encerraba. Se titulaba “Una nueva política empieza p or la ética”, en cuyas últimas líneas expresaba: “Se ha abierto una nueva instancia en la política argenti­ na y su causa eficiente ha sido la decisión personal de C arlos Álvarez. H oy, todos los límites partidarios se han relativizado y, en sintonía con el reclamo general, somos muchos los decididos a acompañarlo en la fundación de otra política en la que el logro de objetivos solo sea el resultado de consen­ sos transparentes y no de dádivas obscenas. Una semana des­ pués, entre tantas declaraciones altisonantes, una renuncia parece haberse convertido en la génesis de una nueva p o líti­ ca, más atenta a la gente y a sus carencias que a las miserias de quienes ejercen el poder. A C arlos Á lvarez le cabe el m éri­ to de ser el abanderado de ese tiempo que todavía es' una expectativa y la responsabilidad de no convertirlo en el sue­ ño de una noche de verano”. En la nota delineé por primera vez mi idea de la transversalidad, la relativización de los límites partidarios y la necesidad de refundar un nuevo modo de hacer política, donde podíamos encontrarnos militan­ tes y dirigentes de distintos orígenes. Creía que en los grandes parti­ dos aparecían elementos claramente antagónicos: espacios más p ro ­ gresistas junto a otros definitivamente conservadores, amparados bajo el manto del radicalismo o del peronismo. Advertía la necesidad de construir nuevos espacios fundados en ideologías y valores comunes antes que en la búsqueda partidaria del poder. ‘ La renuncia de Chacho no logró impulsar la consolidación de esa revolución ética reclamada por millones de argentinos. Aunque siem­ pre reconocí en él a un hombre de conducta, después de la renuncia su propia fuerza política lo llenó de culpa y lo obligó a privilegiar la per­ manencia en el poder antes que a profundizar las diferencias de las que podía emerger un nuevo tiempo político. Sin embargo, Chacho tuvo un gesto digno que merece ser reivindicado. Dejó sus funciones cuan­ do entendió que sus ideas y su conducta no le interesaban al gobierno que integraba. Cuando observó que sus convicciones lo convertían en un obstáculo, abandonó el poder y volvió a la vida austera de siempre. Su proceder fue tan distinto del cruel sentido especulativo demostra­ do por Ruckauf en aquella cena, tan dignamente despojado, que siem­ pre destacaré su valor político.



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Años más tarde, cuando Kirchner llegó al gobierno, le propuse reinsertar a Chacho en la política argentina, porque todavía tenía mucho para ofrecerle al progresismo. Chacho aceptó y y o creí perci­ bir que sentía sobre sus espaldas — y tal vez aún la sienta— la carga de aquella decisión que lo alejó de la vicepresidencia. Cuando la crisis aumentó, K irchner empezó a destacarse del resto de los gobernadores por sus posiciones cada vez más confrontativas. La tensión alcanzó su máxima expresión cuando el gobierno nacional, como producto del plan económico de Machinea, reclamó la firma de nuevos pactos fiscales con las provincias. Kirchner entendía que esos pactos vulneraban el federalismo, que el Estado nacional concentraba todos los recursos en desmedro de las provincias. Además, existía una amenaza constante de quitarle a las provincias patagónicas los subsi­ dios al gas y a la electricidad y eso lo inquietaba particularmente. Después de que Machinea llevara adelante su reforma al impuesto a las ganancias y concentrara con ello el enojo de toda la clase media argentina, el inicio de su fin fue fácil de vislumbrar. Cuando llegó en su reemplazo Ricardo López M urphy, la suerte del gobierno de la Alianza parecía sellada. El nuevo ministro tardó quince días en elabo­ rar su plan económico y cuando lo presentó, generó tal revuelo p olí­ tico y social que debió renunciar. A sí de efímera y patética fue esa ges­ tión, de la que participaron Daniel Artana y Manuel Solanet, habitua­ les analistas de la realidad nacional. En ese momento comenzó a circular la versión de que Cavallo asumiría como presidente del Banco Central. A l enterarme, fui a ver­ lo junto a Iribarne y le anticipé que no iba a seguir acompañando su bloque de legisladores, porque, inexplicablemente, se convertiría en funcionario de una gestión a la que, junto con nosotros, se había opuesto poco tiempo antes. Cavallo nos pidió “entender lo que estaba pasando”. Nos presen­ tó un panorama que lo colocaba a él en el sitio de un salvador de la Patria. Disfrutaba con la idea de sentirse un luchador heroico ante la adversidad. Sostenía que, si se hacía cargo de la economía, su nombre bastaría para que la Argentina recuperara el crédito internacional. Cuando concluyó ese encuentro, A lberto Iribarne y yo camina­ mos varios metros en silencio reflexionando sobre lo que habíamos oído. Era obvio que la designación de Cavallo no tenía vuelta atrás. — La primera cosa que tengo en claro es que me vo y del bloque, y la segunda, que si la que ha dado Cavallo es la visión predominante en el gobierno, estamos defintivamente m uy mal — le comenté a A lberto.

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En poco tiempo vivencié tres realidades m uy distintas de la políti­ ca: el oportunismo amoral de Ruckauf, la honestidad sin destino p olí­ tico de Chacho Á lvarez y el voluntarismo narcisista de Cavallo. Todo ello me ayudó a entender m ejor hacia dónde quería encaminarme.

K

ir c h n e r y

C

avallo

Cavallo y Kirchner siempre se dispensaron un respeto distante. A Kirchner le llamaba la atención la actitud innovadora y desafiante de Cavallo. Pensaba que con su convertibilidad había puesto fin — a un alto costo— a muchos años de inflación galopante en el país y lo veía como un representante inteligente de la derecha argentina, que le había otorga­ do contenido intelectual a la aventura conservadora del menemismo. Para Cavallo, Kirchner era, por sobre todas las cosas, un buen admi­ nistrador. En la Argentina de fines del siglo X X, signada por el descon­ trol fiscal, un gobernador que ahorraba recursos, que preservaba el equilibrio de las cuentas públicas y que no enfrentaba problemas serios de desocupación merecía el respeto de un técnico de la economía. Para comprender estos conceptos, retrocederé unos años. En 1999, y sin comulgar con su pensamiento, Kirchner llegó a considerar a Cavallo un buen compañero de fórmula de Eduardo Duhalde para aquellas elecciones nacionales en las que finalmente lo acompañó Pali­ to Ortega. Explicaba su razonamiento desde una óptica absolutamen­ te pragmática. Decía que si el progresismo y la centroizquierda habí­ an encontrado en la Alianza un proyecto confiable, el peronismo debía proponerse como una alternativa para el resto de los ciudada­ nos, definitivamente más conservadores. — A l fin y al cabo, es preferible Cavallo a Palito Ortega — solía decir justificando su pensamiento. Convencido, llegó a plantearle su parecer al mismo Duhalde y hasta se ocupó de organizar una reunión con Cavallo para que los tres analizaran su propuesta. Aunque la idea no prosperó, Cavallo se com ­ prometió a retirar a sus candidatos de la contienda bonaerense, lo cual fue útil para que Ruckauf se alzara con la victoria en el distrito más populoso del país. Irónicamente, ese resultado, que para nada alegra­ ba a Kirchner, parecía darle la razón a su criterio. De ahí que, cuando Cristina cuestionó la postulación de Cavallo como jefe de gobierno porteño, me perm ití recordarle la historia que acabo de contar.



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— N o te entiendo — le dije entonces— . Resulta que Cavallo no puede gobernar la ciudad y ustedes querían hacerlo vicepresidente de la República — le reproché con ironía. El día anterior a su asunción como ministro de Economía de De la Rúa, Cavallo me llamó para pedirme que organizara una reunión con Kirchner y Ramón Puerta. N o estábamos en nuestro mejor momento. Él sabía bien cuánto le objetaba su ingreso al gobierno de la Alianza. Sin embargo, Cavallo no tuvo en cuenta esa situación. Le interesaba reor­ ganizar la economía y hablar con los gobernadores peronistas; quería acordar con ellos lo que él llamaba “las bases de la gobernabilidad”. Le prometí transmitirle a Kirchner su inquietud, pero le anticipé su dis­ gusto con la propuesta de López M urphy de quitar los subsidios al gas y a la electricidad a las provincias del sur. Solo después de que Cavallo me aseguró que él daría marcha atrás con esas medidas, me ocupé de hablar con Néstor y de organizar el encuentro. El mismo día en que Cavallo juraba p o r segunda vez como minis­ tro de Economía, nos reunimos al mediodía en mi departamento de la Avenida Callao. A llí llegaron Kirchner, Puerta, Carlos Bastos y C ava­ llo. Fue una charla singular. Todos advertimos una enorme ansiedad en Cavallo. La cara de Kirchner denotaba incredulidad ante todo lo que Cavallo decía. Tanto era así que hasta el propio Cavallo lo advir­ tió y trató de tranquilizarlo. — ¿N o me creés? N o te preocupes, ahora estoy más keynesiano que vos — le dijo a K irchner dibujando una sonrisa en su rostro. — ¿Y por qué debo creerte? — preguntó K irchner lleno de des­ confianza. —Vamos a cambiar todo lo que haga falta. Debimos abandonar la convertibilidad hace ya mucho tiempo. El piloto automático de Menem fue mortal. A h ora hay que salir de ella impulsando una canas­ ta de monedas para favorecer nuestras exportaciones. Estoy seguro de que podremos salir adelante — cerró Cavallo. Lo escuchamos con atención. Cuando advirtió nuestro interés, lanzó una batería de ideas sobre el futuro, con el mismo tono exalta­ do y optimista que había gobernado hasta allí todo el encuentro. — Tienen que estar tranquilos. Está todo el mundo pendiente de que nosotros podamos salir de esta crisis. Mañana, cuando digan que yo soy el nuevo M inistro de Economía, todos los capitales americanos van a mirar a la Argentina y van a venir — repitió, sin reparos, para nuestro asombro.



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Quedamos absolutamente desorientados. Era tal su convicción que hasta lograba hacernos dudar. Las encuestas de esos días decían que Cavallo contaba con una imagen positiva superior al 75 por cien­ to. Muchos pensaban que el creador de la convertibilidad era el único capaz de desmontarla; la inoperancia del gobierno de la Alianza p ro ­ fundizaba esa sensación de confianza en él. Ya en funciones, fue evidente que los objetivos de Cavallo eran difíciles de alcanzar. Su canasta de monedas denotó su decisión de ponerle fin a la convertibilidad y ello generó una sangría de divisas que en poco menos de nueve meses permitió que emigraran más de vein­ titrés mil millones de dólares. El colapso financiero determinó la con­ creción del megacanje, del corralito y, finalmente, de la crisis terminal de diciembre de 2001. Cuando el clima ya se había enrarecido porque era evidente que Cavallo no lograba dar en la tecla con sus decisiones, un día fui llama­ do de urgencia desde el Consejo Federal de Inversiones. Cavallo y los gobernadores estaban compartiendo una reunión m uy tensa. Daniel M uñoz, secretario de Kirchner, me lo advirtió y agregó que Kirchner se estaba poniendo nervioso, de ahí el llamado. El debate se centraba en la participación de las provincias en los ingresos fiscales. Cavallo buscaba un nuevo Pacto Fiscal que dejara más recursos en la Nación y Kirchner cargó duro contra esa posición. El debate fue adquiriendo una temperatura peligrosa. — Vos no entendés nada de los que estamos hablando — le dijo en un momento Cavallo a Kirchner, subestimándolo. Kirchner perdió la paciencia y la compostura y casi se lanzó a una pelea cuerpo a cuerpo. — ¡Me cansaste, no me trates más como un chico! ¡Sé m uy bien de lo que te estoy hablando! El que no entiende sos vos y y o vo y a hacer­ te entender — le gritaba, mientras se acercaba amenazante a Cavallo. Lo frenó Rubén Marín, que lo tomó del brazo y logró calmarlo. La reunión quedó allí mientras Cavallo trataba de disculparse sin suerte. Atribuía la trifulca a su habitual intemperancia. Con todo, nada parecía frenarlo. Reiteró su pedido de intermedia­ ción con K irchner antes de la presentación de un nuevo paquete de medidas: pedía la sanción de una ley para reform ular el Estado, que le diera facultades extraordinarias como M inistro de Economía para disolver entidades, crear y aumentar impuestos y hasta privatizar empresas públicas sin intervención del Congreso— , mientras prevenía que la suerte del gobierno del que era parte estaba seriamente minada.



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Para convencerme, me propuso algo aún más insólito: me pidió que el gobierno de Santa C ruz retornara sus ahorros a la Argentina para financiar el déficit de las provincias. A su juicio, la gestión finan­ ciera de Kirchner era deficiente, porque estaba obteniendo el 1,5 o 2 por ciento de interés cuando en la Argentina podían darle el 30 o el 40 por ciento. Prestándole el dinero a las provincias argentinas a esa tasa, obtendría mejores resultados y acabaría p or condicionarlas. — ¿Q ué es lo que me está planteando? — pregunté, perplejo. — Kirchner tiene que traer la plata que la provincia de Santa C ruz resguardó en el exterior y hacer un fondo para prestarle a las demás pro­ vincias — me explicó, como si estuviera exponiendo una idea brillante. — ¿C óm o le vo y a plantear una cosa semejante a Kirchner? — sos­ tuve, azorado. — Si Kirchner no condiciona a los gobernadores, nunca va a ser Pre­ sidente— , remató Cavallo, ya en un tono que denotaba poca tolerancia. — Una cosa es condicionar políticas y otra es tirar la plata, en un pozo ciego — alcancé a argumentar defintivamente espantado p or lo que estaba oyendo. — Entonces vos no tenés confianza — gritó. — El problema no es mi falta de confianza, es la falta de confianza de los que a diario sacan sus recursos del país — respondí, ya molesto. Inmediatamente después volvió a despotricar contra todos y, en prim er lugar, contra el radicalismo, con el que estaba m uy fastidiado porque no lo apoyaban en el Congreso Nacional. Me rogó que hiciera la consulta con Néstor. Solo me comprometí a transmitirla pero le anticipé la casi segura negativa. Imaginaba de antemano la respuesta ante lo insostenible del planteo. A l día siguiente llamé por teléfono a Kirchner y le comenté lo suce­ dido. Obviamente, reaccionó como yo pensaba y compartió mi análisis. Yo sabía que cuando él había comprado bonos de la Reserva Federal Norteamericana había resignado puntos de tasa de interés a cambio de seguridad. Muchas veces habíamos hablado del tema. En una época en la que los bancos argentinos prestaban dinero a las provincias a una tasa superior al 30 por ciento y con la garantía de la cuota de coparticipación, Kirchner había preferido no arriesgar los ahorros provinciales. Estaba convencido de que era preferible ganar poco con seguridad que preten­ der ganar altos intereses con dinero prestado a insolventes. N o le trasmití a Cavallo la rotunda negativa de K irchner y nunca más llamó para conocer la respuesta a lo que había propuesto.



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La

debacle

Aquella fue la última vez que Kirchner se cruzó con Cavallo. Cuando sobrevino el fin de la Alianza, en la noche del 19 de diciem­ bre de 2001, Kirchner estaba en su casa de Juncal y Uruguay. Lo escu­ ché ansioso cuando me llamó. — A cá abajo hay unos tipos peleándose — me dijo. — ¿C óm o peleándose? — pregunté. — Sí, hay un ruido enorme. N o sé que pasa. La gente está saliendo a la vereda. Cuando corté, me asomé a la calle y escuché un alboroto crecien­ te. Recuerdo que estaba en el balcón y empecé a ver una multitud cada vez más compacta gritando, golpeando sus cacerolas. Lo llamé desde el teléfono inalámbrico. — N o es gente aislada peleándose; estalló la crisis, Néstor. A los pocos minutos, me llamó nuevamente. En todas partes había manifestaciones, gente decidida a marchar hacia la Plaza de M ayo. Me pidió que fuera a su casa. Cuando salí, la marea humana era incontenible. Me llamó la atención la composición social de la protesta en los barrios que atravesé: eran ciudadanos de clase media y alta que habían votado a De la Rúa. Ese gobierno acababa de des­ pojarlos de sus ahorros. Caminé hasta la casa de Kirchner y desde allí fuimos hasta M olie­ re. Analizamos lo que sucedía, sin parar de tom ar té y café. Pasada la medianoche, regresamos caminando a su casa. Encontramos hombres y mujeres que volvían de Plaza de M ayo. Algunos, al reconocerlo, lo impulsaban a que tomara distancia de los políticos. Lo dejé a N éstor en su departamento y seguí hasta el mío. Am bos nos fuimos a dorm ir sin saber aún que Cavallo había renunciado, una decisión con la que se intentaba descomprimir el estallido. Tampoco previmos que al día siguiente comenzaría la debacle con la represión y la renuncia de De la Rúa. Finalmente, De la Rúa se fue. Kirchner estaba ganando un prota­ gonismo más sólido; era uno de los gobernadores peronistas del inte­ rior con m ayor presencia nacional. En ese momento existía lo que algunos llamaban la “liga de los gobernadores”, una suerte de canal común prom ovido por todos los gobernadores peronistas, en el que Kirchner asumía cierta posición de liderazgo. Esa “liga” había traba­ jado tenazmente para impulsar a Ramón Puerta como Presidente P ro­ visional del Senado, previendo la inestabilidad del gobierno aliancista.



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A De la Rúa lo reemplazaron, sucesivamente, Ramón Puerta y Eduardo Camaño. Ninguno de los dos permaneció más de cuarenta y ocho horas en el cargo. En medio de lá crisis, la asamblea legislativa eli­ gió a A dolfo Rodríguez Saá para ejercer la presidencia, quien, cuando se hizo cargo del poder, le propuso a Kirchner la Jefatura de Gabinete. Por supuesto, la negativa fue rotunda. Ya entonces K irchner pen­ saba que el puntano tenía cierta personalidad impredecible. El mismo día en que Rodríguez Saá asumió la presidencia — el 23 de diciembre de 2001— y dio su discurso ante el Congreso, nosotros habíamos convocado una reunión de La Corriente, el nom bre con el que bautizamos nuestro espacio político. Nos reunimos en un local alquilado de la calle Alberti, entre Rivadavia e H ipólito Y rigoyen. A llí estábamos muchos de los que inicialmente habíamos conform ado el G rupo Calafate; entre ellos, Talento, Vitali e Ivancich. Recuerdo que antes de ir a la reunión, mientras esperábamos la lle­ gada de Kirchner, escuchamos en un bar el discurso de Rodríguez Saá. A llí oímos, para nuestro asombro, la insólita declaración de default y el extraño plan de gobierno que pensaba llevar adelante alguien que se hacía cargo de una gestión provisional. Poco después de que Rodríguez Saa concluyera su discurso, Kirchner llegó desolado a nuestro punto de encuentro. — Esto es un desastre y va a terminar m uy mal. Este hombre está haciendo locuras — nos dijo. Casi desanimados, comenzamos nuestra asamblea. Éramos alrede­ dor de 200 militantes. Hice un análisis de la situación, planteé la nece­ sidad de prepararnos para las próximas elecciones que, esperábamos, fueran convocadas para los noventa días subsiguientes. A d vertí a todos que debíamos prepararnos para impulsar una propuesta genuina, que representara nuestras convicciones y expectativas. Luego habló Kirchner. Su discurso fue crítico hacia la situación política, tanto por el rol cumplido por la Alianza como por las distin­ tas salidas que los gobernadores peronistas proponían frente a la cri­ sis. Acordam os, entonces, que Kirchner fuera nuestro candidato a Presidente y que, para lograrlo, había que comenzar a trabajar de inmediato en la conformación de nuestro propio partido político. Aunque nada de lo que se vislumbraba era simple, todos sentimos un gran alivio porque habíamos dado un paso m uy importante: com­ prometernos en la pelea por la próxima elección presidencial. U n día después de que Rodríguez Saá asumiera la Presidencia, Kirchner lo visitó en la Casa Rosada. En las calles ya se hablaba del



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llamado a elecciones y se comentaba que K irchner podía ser uno de los candidatos. En ese tiempo, en el hall de ingreso a la Casa Rosada solía haber un m icrófono de pie. A llí se detenían a hacer declaraciones ante la prensa quienes visitaban al Presidente. Com o esa costumbre se había consolidado, le anticipé a K irchner que se preparara para el interroga­ torio periodístico. —Te van a preguntar si vas a ser candidato, ¿qué vas a contestar? — le dije apurando una definición. — N o lo sé — respondió, haciéndose el distraído. — Deberías prepararte porque te lo van a preguntar — insistí. . — ¿Y por qué me lo van a preguntar? — retrucó con un dejo de malestar. — Porque es lo único que puede interesarles saber de vos. Ahora, si no estás convencido, decímelo porque tal vez estoy poniendo mi esfuerzo en el lugar equivocado — rematé, buscando azuzarlo. Sin darme respuesta, marchó a la reunión. Lo esperé en un bar de la esquina de Bolívar e H ipólito Yrigoyen. A llí vi cuando los perio­ distas lo abordaban y, obviamente, le form ularon la pregunta que Kirchner no hubiera querido escuchar en ese momento. — ¿Va a presentarse como candidato? — preguntó un periodista acreditado en Casa de Gobierno. — Sí — contestó Kirchner, lacónico. Dejó pasar un instante y agre­ gó que lo haría para representar a quienes nadie defendía. Así, por primera vez, hizo público su deseo de competir en las urnas p or la Presidencia. Llegó al bar exultante. Parecía un alumno que acababa de dar su última materia. Se acercó a la mesa en la que saboreaba mi café y, son­ riente, me preguntó si lo había visto por televisión. — Te vi. A hora no hay posibilidades de dar marcha atrás, vas a ser presidente! — le dije, lleno de alegría. Yo creo que en ese momento, en el medio de la enorme crisis que vivía la Argentina, de verdad creía­ mos que lo íbamos a lograr. ■ Brevemente me contó la reunión con Rodríguez Saá, pero ese encuentro había pasado a un segundo plano. Kirchner sentía que aca­ baba de ocurrir algo mucho más importante: había hecho pública su vocación p or ser candidato y sabía que, de allí en más, la marcha hacia la presidencia se volvería inexorable. Hablaba rápido, sin parar. Tanto que sus palabras por momentos se superponían. Quería sacar de adentro todos los proyectos que se cruzaban



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por su cabeza; me daba indicaciones desordenadas tratando de insuflar­ me la sensación de que empezábamos nuestra gesta tan soñada. En ese instante, la pantalla de Crónica T V mostraba su clásico anuncio de fondo rojo y un texto con “letras catástrofe” que decía: “ KIRCHNER

se r á c a n d id a t o

”.

— ¿Viste? Era lo único que les interesaba — dije, tratando de p ro ­ bar el acierto de mi análisis. Estábamos contentos, y así em prendim os viaje hasta su depar­ tamento. A l vernos llegar, Cristina lo encaró sin darle respiro. —Te vi, ¿cómo dijiste eso? — preguntó mientras fruncía el ceño. — Dije la verdad, vo y a ser candidato — contestó con cierta displi­ cencia. — Vos sabés que del ridículo no se vuelve — sentenció Cristina, tratando de preservar el buen tono— . N o sé cómo vas a salir de esto. Yo guardaba silencio ante el diálogo. Solo dibujaba una sonrisa buscando la indulgencia de Cristina. Pero cuando N éstor fue a dejar su saco a su habitación, me encaró dejando de lado el buen tono. — ¿N o te das cuenta de lo que están haciendo? Están poniendo en riesgo la gobernación de Santa C ruz — me recriminó sin vueltas. —Vamos a poder, no tengas miedo— respondí con una suficiencia que, en verdad, dejaba al descubierto que teníamos mucha más voca­ ción que argumentos fácticos de acumulación de poder. Yo no compartía los reparos de Cristina, por eso no oculté mi ale­ gría por la actitud tomada por K irchner minutos antes; era imposible ayudar a ser presidente a alguien que no estaba persuadido de sus posibilidades. Intenté convencerla señalándole que, si hacíamos bien las alianzas electorales, por las características del contexto social y político que se vivía, la victoria no sería un sueño inalcanzable. Yo hablaba y Cristina solo me miraba con descreimiento. Llegó a recomendarme que tratara con un analista mi excesivo voluntarism o. Años más tarde, nos reiríamos juntos al recordar esos momentos. Cuando N éstor regresó al office, nos sentamos a alm orzar y no volvió a tocarse el tema.

B a r a ja r

y d a r de n u e vo

Transcurridos los siete días de presidencia, Rodríguez Saá aban­ donó el cargo y Duhalde fue elegido en asamblea legislativa. El día de



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su asunción, convocó a Kirchner a una reunión en el Senado. A l lle­ gar, nos encontramos con Jorge Remes Lenicov, luego, su ministro de Economía. Le preguntamos qué iban a hacer en materia económica. — La convertibilidad no se puede tocar, debemos ser cuidadosos — nos respondió Remes sin dejar espacio a duda. En ese momento, Kirchner pasó a un despacho para entrevistarse con Duhalde. Recuerdo que Graciela Camaño y Ruckauf entraban y salían de la oficina en la que estaban reunidos, ocupados en los reto­ ques de lo que sería el discurso de asunción de Duhalde. A l rato, Kirchner salió de la oficina y mientras nos retirábamos me transmitió su preocupación. — ¿Viste que Remes Lenicov nos avisó que no iban a tocar la con­ vertibilidad? Bueno, Duhalde dice que ahora va a anunciar que sali­ mos de la convertibilidad... Vámonos que aquí están enloqueciendo. Kirchner visualizaba un serio deterioro económico si se abandona­ ba la convertibilidad de un modo insuficientemente delineado. Nadie entendía cómo haría el gobierno para garantizar, simultáneamente, que iba a devolver sus ahorros en la misma moneda depositada. Este tema se transform ó en un serio problema que enturbió la relación entre Kirchner y Duhalde. Muchas veces Kirchner cuestionó la improvisación en la salida de la convertibilidad. Y, si se tiene en cuenta que la devaluación desató una recesión m ayor y una acelera­ ción enorme de la inflación, habría sido justo darle la razón. El 2 de enero, Duhalde juró como Presidente y tomo posesión del gobierno. Después de la jura, se reunió nuevamente con Kirchner y le propuso que fuera su Jefe de Gabinete. A nte la oferta tuvimos un lar­ go debate entre nosotros. Cristina se oponía tenazmente a que Kirchner se convirtiera en fun­ cionario de Duhalde. Creía que eso perjudicaría su imagen social. Pero, por encima de ello, temía que el gobierno de Duhalde no tuviera un buen final, impresión fundada esencialmente en lo que había sido su modo de construcción política en la provincia de Buenos Aires. Contrariamente a su opinión, yo pensaba que era una gran oportu­ nidad. Si uno de los mayores problemas que Kirchner enfrentaba era su bajo nivel de conocimiento público, en un cargo como el de Jefe de Gabi­ nete del gobierno nacional rápidamente alcanzaría notoriedad. Otros compañeros compartieron esta postura. Recuerdo a Eduardo Luis Duhalde, Dante Dovena y hasta al mismo Julio Bárbaro, a quien, además, lo enojaba la idea de que Kirchner rechazara la propuesta de Duhalde. Esa misma noche Néstor, Cristina y yo fuimos a cenar.



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— ¿C óm o vo y a ser Jefe de Gabinete después de todo lo que hemos vivido en los últimos dos días ? — fundamentó Kirchner— . Por un lado, Remes Lenicov me anuncia que va para un lado. Entro al despacho del Presidente y me dice que va a tomar el rumbo contrario. ¿Cóm o puedo hacerme cargo de esa responsabilidad ante semejante cuadro? — N osotros tenemos un problema central — le contesté, pensando solo en la elección nacional— . Tenemos que lograr que te conozcan. Si vos accedés a la Jefatura de Gabinete, vas a tener una exposición pública que nos permitirá llegar más fácilmente a la elección. — Tenés que entender algo — retrucó— . Yo no me vo y a hacer conocer a cualquier precio porque para eso mato a mi madre y me van a conocer todos mañana. ¿De qué sirve que me conozcan en el medio de esta hecatombe? A l término de esa noche no se tomó decisión alguna. A l día siguien­ te volvim os a encontrarnos en el café Moliere. Cuando Kirchner llegó, me llevó a una mesa aparte y me dijo que había decidido no aceptar el cargo. Entendí entonces que el parecer de Cristina había prevalecido. Concluido el desayuno, lo acompañé a la Casa Rosada, para comunicarle su decisión a Duhalde. N o me equivoco si digo que Duhalde quedó desubicado; esperaba que todos los gobernadores lo acompañaran en el gobierno nacional con funciones ejecutivas. Par­ tiendo de esa premisa, ya que Kirchner era el único gobernador que lo había apoyado desde el prim er momento en su candidatura a presi­ dente en 1999, que aceptara estar al frente de la Jefatura de Gabinete debía parecerle un hecho indiscutible. Cuando Kirchner le dijo que no, Duhalde no se sintió bien trata­ do. A partir de allí, la relación entre ambos se volvió tensa. Duhalde comenzó a cuestionar algunas actitudes de Kirchner. C om o parte de esos cuestionamientos, en algún momento Duhalde le comentó a un periodista que Kirchner era un empleado de los petroleros cuyos inte­ reses protegía. Cuando Kirchner se enteró, no dejó de expresar su enojo a todo aquel que quisiera escucharlo. Siempre entendió, con bastante razón, que una imputación de esa naturaleza era tan injusta que solo conducía a un enfrentamiento ineludible. U n día, Duhalde convocó a los gobernadores a úna reunión en Olivos. K irchner llegó tan tarde que ya se había iniciado el encuentro de trabajo. Apenas entró, se acomodó en su lugar en la extensa mesa de reuniones. Y, sin demasiados rodeos, lo increpó a Duhalde: —Vos andás diciendo que yo trabajo para los petroleros y eso no te lo v o y a permitir. Vos no estás gobernando bien y cuando te das



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cuenta de que estás haciendo las cosas mal, descargás tus errores en otro — dijo, gritando. Duhalde lo escuchó, desde la cabecera de la mesa, sin quitarle la mirada. Era evidente que hacía un enorme esfuerzo por mantener la calma. C on tono pausado, le pidió a Kirchner que dejara esa discusión para otro momento. A partir de ese día, la relación entre ambos se quebró y Kirchner, que estaba convencido de las afirmaciones de Duhalde sobre su ética, empezó a maltratarlo públicamente.

L enta

pe r o d e c id id a m e n t e

Llegó junio de 2002. U na protesta piquetera derivó en los terri­ bles asesinatos de M axim iliano K osteki y D arío Santillán en el Puente Pueyrredón, un duro embate para el gobierno de Duhalde, ya que esas muertes fueron la consecuencia de la feroz represalia policial. El hecho determ inó el fin del gobierno de emergencia ins­ tituido a fines de 2001. A ún seguía muy presente el eslogan “que se vayan todos” y se evi­ denciaba el masivo rechazo de la sociedad a las viejas estructuras polí­ ticas. Los porcentajes de las encuestas electorales eran, cuanto menos, representativos de esa ofuscación general y denotaban la falta de lide­ razgos. Menem, el candidato mejor posicionado, apenas alcanzaba 15 puntos de intención de voto. Kirchner aparecía como un desconocido en la sociedad, y acumulaba poco menos de 3 puntos. A d olfo R odrí­ guez Saá era el tercer candidato. Junto a ellos, el peronismo veía dan­ zar a otros candidatos posibles: Carlos Ruckauf, quien virtualmente había escapado de la gobernación bonaerense para convertirse en can­ ciller del gobierno duhaldista, y Carlos Reutemann y José Manuel de la Sota, gobernadores de Santa Fe y Córdoba respectivamente. Pero emergieron nuevas figuras: Elisa Carrió, una radical crítica del gobierno de la Alianza, y Ricardo López Murphy, también radical pero del ala profundamente liberal, que buscaba convocar a los secto­ res más conservadores de la sociedad. Con N éstor nos dimos entonces una estrategia: avanzar lenta­ mente, pero fijando a cada paso posiciones claras frente a los aconte­ cimientos. Recuerdo que en cuanto^decidimos trabajar para la instala­ ción de Kirchner, convoqué a dos amigos profesionales: Adrián Kochen y Artem io López^De ellos requería ayuda en las cuestiones de prensa y seguimiento de la opinión pública.



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Una tarde, los cité en mis oficinas para que conocieran personal­ mente a Kirchner. Ninguno de los dos mostraba demasiado entusias­ mo por la empresa a la que habían sido convocados, teniendo en cuen­ ta los resultados exiguos de la encuesta inicial preparada por Artem io. Ambos marcaban las dificultades para imponer, en tan poco tiempo, a alguien públicamente desconocido. Yo solo les pedí que no hiciéramos análisis, que en el encuentro con K irchner procuraran individualizar todos los aspectos a resaltar como virtudes y nos pusiéramos a traba­ jar inmediatamente en su instalación como candidato. En ese momento, Kirchner entró en mi despacho. Los presenté y conversaron sin salirse de las formas que la circunstancia exigía. Cuan­ do Kirchner se fue, los dos se quedaron conmigo. Los miré, pero se mantenían en silencio. Ansioso por conocer lo que pensaban, les recla­ mé una opinión. — N o se le entiende mucho lo que dice — afirmó López. — A lberto, ¡tiene un ojo desviado! N o se sabe dónde mira — agre­ gó riendo Kochen. — Kirchner es exactamente lo que se ve — dije, en cuanto me repu­ se de esas observaciones. Puede gustar o no, pero no es nada más que lo que se ve. Ese va a ser nuestro concepto: votá lo que ves. A partir de allí, comenzamos el derrotero. Los dos fueron una ayuda importante para alcanzar el éxito. Kirchner renegaba de lo que expresaba el peronismo en esos días. Lo veía como un partido antiguo, fuertemente corporativo, que no atendía los reclamos de una sociedad absolutamente disconforme con la política. Una mañana de los últimos días de junio de 2002, quiso hacerse car­ go de esa demanda ciudadana: tomó la decisión de impulsar la revoca­ ción de todos los mandatos vigentes de legisladores, gobernadores e intendentes. Pensaba que lo ideal era impulsar la convocatoria desde un espacio claramente progresista, pararse con más énfasis en ese lugar y confrontar con un peronismo enteramente aburguesado y sostenedor de un sistema que, aunque instituido, era cuestionado por la sociedad. En esa búsqueda, decidimos form alizar el reclamo en compañía de Aníbal Ibarra, por entonces Jefe de G obierno de la Ciudad de Buenos Aires, y de Elisa Carrió, ya escindida del radicalismo y jefa de un A R I incipiente. La tarea quedó en mis manos. Con Ibarra fue más simple. Teníamos un buen trato a partir de mi condición de legislador porteño y en cuanto le propuse la idea, inme­ diatamente se mostró dispuesto a participar de la iniciativa. C on Carrió fue más difícil. Para interesarla, llamé a Rafael “Balito” Romá, por



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entonces su mano derecha, y con quien había logrado una buena rela­ ción personal cuando se desempeñaba como vicegobernador de Duhal­ de en la provincia de Buenos Aires Hablé con él, le propuse la idea y le gustó. Me pidió un día para hablarlo con Carrió, me dijo luego que le costó convencerla pero que finalmente le había dado el visto bueno para avanzar. U n día más tarde, pusimos en marcha la propuesta. A la semana siguiente, el viernes 12 de julio de 2002, Kirchner, Ibarra y Carrió firmaron un documento en el que reclamaron la caducidad de todos los cargos electivos ante los comicios que ya habían sido con­ vocados. Luego dieron una conferencia de prensa en la Casa de Santa Cruz. Tanto Ibarra como Carrió miraban con desconfianza que la con­ ferencia se llevara a cabo en las oficinas de la provincia, ubicadas en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, a ambos los convenció el hecho de que allí contábamos con la mejor infraestructura necesaria. Cuando concluyó la conferencia, Kirchner y yo percibimos que habíamos avanzado y colocado otro mojón: un peronista se hacía eco de un reclamo de los sectores progresistas de la Argentina. Carrió, por su parte, advertida del paso dado, salió rápidamente a presentarse como líder del progresismo mientras negaba enfáticamente un probable acuer­ do electoral con Kirchner. Ibarra, sin embargo, no cerró esa posibilidad. N osotros estábamos satisfechos con la acción emprendida, ubica­ dos en un lugar en el que nos sentíamos cómodos y que era, exacta­ mente, el espacio que la gente exploraba para avanzar en el cambio. Además, nos mostrábamos como el prim er atisbo de un peronismo progresista que, interviniendo en su vida partidaria, no participaba de sus malos hábitos políticos ni aceptaba la impunidad de los genocidas. Algo definitivamente inimaginable en los días que transcurrían.

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EL C A N D I D A T O

P r im e r a s

i n t e n c io n e s

La figura de Kirchner sumaba adhesiones pero no las necesarias como para pensar en el éxito de la misión. Y las elecciones estaban demasiado cercanas para confiar solo en que el tiempo completaría el trabajo. A llí nos percatamos de que su postulación necesitaba algún tipo de alianza. Del conjunto de los candidatos, Menem y López M urphy queda­ ban excluidos. Rodríguez Saá también, porque los votantes de K irch­ ner no se sentían cómodos con un candidato conservador que solo exaltaba la liturgia del peronismo más ortodoxo. C on Carrió, K irch­ ner ya había tenido un acercamiento en el reclamo por la caducidad de los mandatos, pero una alianza entre ambos difería en sus resultados según quién encabezara la fórmula. Cuando se indagaba sobre una fórm ula Kirchner-Carrió, se sumaban prácticamente todos los votan­ tes de ambos candidatos. Pero si la fórm ula era C arrió-K irchner, nos abandonaba un número importante de nuestros votantes identificados como peronistas. — C arrió nunca va a querer secundarme ¿C óm o le vamos a plan­ tear esto? — preguntó Kirchner. — Yo puedo tantear el tema para ver qué posibilidades hay — res­ pondí— , pero existe otra alternativa que no estamos evaluando. — ¿Cuál? — indagó Kirchner. — Lograr el apoyo de Duhalde. Todas las encuestas muestran que hay un número importante de personas que no se definen por ningu­ no de los candidatos que compiten. En ese número no olvides que hay muchos bonaerenses que están sin su candidato. Y además De la Sota está estancado, no crece.



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Varios encuestadores rae habían comentado el nivel de reconoci­ miento social de Duhalde en la provincia de Buenos Aires. Si el análi­ sis era correcto, debíamos captar esos votos duhaldistas logrando su acompañamiento. Pero había dos problemas que parecían insalvables: el mal momento que atravesaba la relación entre Kirchner y Duhalde y la insistencia de este por lograr la candidatura de Reutemann, sobre la cual insistía una y otra vez. Com o segunda alternativa, Duhalde tra­ taba de impulsar el ascenso del cordobés José Manuel de la Sota quien no lograba posicionarse en las preferencias de los argentinos. — I C óm o se te ocurre que Duhalde va a acompañarnos si nuestra relación es un desastre? — reconoció Kirchner— . Será mejor hablar con C arrió para ver si juntos podemos hacer algo. —Yo me ocupo de ver lo de Carrió. Pero pensá en un acerca­ miento con Duhalde. Tal vez podamos avanzar en alguna de esas alter­ nativas — le respondí, tratando de moderar su apreciación. Lo vi preocupado y dudoso. Comencé la tarea tratando de informarme sobre la vocación de C arrió de conform ar una alianza. Nuevamente apelé a Rafael “Balito” Romá para conversar sobre el tema. Conociendo el egocentrismo des­ medido de Carrió, lo hice con escasas expectativas. A un así, le conté nuestra voluntad de acuerdo con las prevenciones que surgían de los estudios de opinión pública con que contábamos. — C arrió no va a aceptar ser la vicepresidenta de Kirchner ni por casualidad — me advirtió— . Igual, dejame que lo hable con Graciela Ocaña y con ella para ver cómo nos va. Por entonces yo no conocía a Graciela Ocaña, aunque sabía que se trataba de una persona a quien C arrió escuchaba. Su presencia en esa discusión podía ser ventajosa. Dos días más tarde, Romá me llamó. Lo escuché desalentado. Me confirmó que era imposible lograr un acuer­ do porque C arrió quería dar testimonio en el proceso electoral sin aspiración a.victoria alguna. Era el inicio de su época mística. La primera alternativa quedó rápidamente desechada. Antes de seguir con mi gestión, le pregunté a Kirchner si seguía decidido a avan­ zar en un acuerdo con Duhalde. Sabía que para él ésa no era una idea prometedora, tampoco para Cristina. Ella tenía muchos reparos. Pensa­ ba que era un retroceso en nuestro proyecto ya que representaba, en su lógica, lo mismo que aquel peronismo que nosotros queríamos superar. Cuando nos pusimos de acuerdo, Kirchner me avaló en el plan Duhalde, aunque en su gobierno sumábamos pocas adhesiones. Es más, muchos de sus miembros acompañaban otros proyectos presidenciales.



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Aníbal Fernández adhería a la postulación presidencial de De la Sota; Juan Carlos M azzón impulsaba a Reutemann. Solo contábamos con José Pampuro, por entonces Secretario General de la Presidencia. Cuando lo consulté, me expresó que no veía simple lograr que Duhalde, después de las discusiones que había tenido con Kirchner, quisiera acompañarlo. Como noté escéptico a Pampuro, opté por llamar directamente a Duhal­ de. Me comuniqué con Fito Bujía, su secretario privado. A l rato, Bujía me informó que Duhalde me recibiría al día siguiente, a la tarde. Comenzaba el día D de nuestra batalla p or el gobierno.

D uh alde

a l l a n a el c a m in o

— Eduardo, necesitaba verlo para ver cómo nos ayuda — le dije sin rodeos. Duhalde estaba sentado en la mesa principal de su despacho presi­ dencial. Unos minutos antes, tomando café, habíamos hablado generali­ dades sobre la realidad del país, hasta que pude ir al meollo de mi visita. Cuando llegamos al tema, no hizo nada por ocultar su incom odi­ dad por lo que consideraba un discurso agresivo de Kirchner hacia su gobierno. Recordaba perfectamente el incidente de Olivos. Además, decía no entender el esfuerzo de Cristina en el Senado por evitar que la Ley de Subversión Económica fuera derogada. Esa ley había sido san­ cionada en 1974 y utilizada p or la dictadura para penalizar o perseguir a empresarios nacionales opuestos al régimen militar. Pero en 2002, después de la crisis financiera, los jueces se valían de ella para investi­ gar la responsabilidad de los banqueros en causas vinculadas a la fuga de divisas. Que esa ley fuera derogada era una de las condiciones que había puesto el FMI al gobierno de Duhalde para lograr la asistencia del organismo en aquellos días en que la Argentina estaba en default. Cristina se opuso tenazmente y con mucha exposición pública, porque — merced a una gestión de Vilma Ibarra— llegó a poner el avión de la gobernación de Santa C ruz a disposición de un senador correntino, para que llegara a votar a tiempo contra la derogación. N o triunfó por m uy poco. Finalmente, la ley fue derogada el 30 de mayo de 2002. Intenté explicarle a Duhalde que ya era hora de dejar de lado esas desavenencias. A l fin y al cabo, Kirchner había sido el único goberna­ dor que lo había acompañado en su campaña presidencial. La dureza inicial de Duhalde fue cediendo poco a poco y empezó a mostrarse más permeable. Finalmente, accedió a encontrarse con Kirchner para limar asperezas y buscar puntos de acuerdo. Creí que mi tarea empezaba a



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rendir frutos. Sin embargo, cuando todo parecía encaminarse, apare­ ció un nuevo problema: ¿en qué lugar se encontrarían? Duhalde pretendía conversar en la Casa Rosada. “Soy el Presiden­ te”, me dijo. Aunque era razonable su pedido, le comenté que K irch­ ner no quería que los medios reflejaran su visita a Duhalde cuando todos sabían la tensión que mediaba entre ambos. Lo que no me ani­ mé a contarle a Duhalde era que Kirchner insistía en que fuera a ver­ lo a su departamento de la calle Uruguay. C reo que adivinó mi inten­ ción, porque avanzó increpándome. — ¿Vos esperás qué y o lo vaya a ver a él a su departamento? — p re­ guntó Duhalde sin ocultar el tono enojoso. — Bueno — respondí dubitativo y negociador— yo, en esencia, espero que me ayude, porque es importante que usted y N éstor hablen para ver si podemos encontrar una salida común. Si no lo logramos le estaremos allanando el camino a Menem o a Rodríguez Saá. Este comentario sirvió para que Duhalde saliera de su terquedad. Yo sabía que ésas eran las dos preocupaciones centrales del entonces Presidente. En silencio repensó mis palabras. — Yo siempre quise acompañarlo, pero es el Flaco quien no se deja acompañar. Son sus modales, sus enojos, los que nunca me dejan ayu­ darlo — agregó con tono de reproche. — Eso ya es casi secundario. Importa poco. Los dos tenemos el mismo objetivo de salir adelante en esta elección. Estamos en él mis­ mo barco. Necesitamos su ayuda — insistí. — Mirá, yo estoy dispuesto a conversar y a ayudar — dijo— , pero si empezás mandándome a hablar con Kirchner en su departamento debo decirte que no me parece un buen comienzo. Entendí rápidamente. Le propuse que el encuentro se organizara de otro modo. Me pidió que lo llamara al día siguiente para encontrar una solución. Ese día vi a un Duhalde dolido, cargando la salida del gobierno como una pesada mochila. Era un político que había alcanzado el poder en momentos de emergencia, que trabajaba duro y se esforza­ ba pero que, al mismo tiempo, sentía que las cosas no le salían del todo bien. Ese Duhalde me decía que K irchner lo estaba m altratan­ do. A u n así, cuando me iba, le pregunté con quién debía hablar si no podía encontrarlo. — Solo hablás conm igo... Si hablás con otro esto termina en los diarios — contestó tajante y eliminando la ocasión para cualquier intermediario.



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A Kirchner no le conté exactamente los términos de la reunión. Temí que tomara mal las prevenciones de Duhalde y fracasara el úni­ co camino que nos podía llevar a la Presidencia. Dos días después de ese encuentro, Duhalde me convocó para seguir nuestra charla. Tenía previsto firm ar un acuerdo de obras públicas en O livos con todos los municipios patagónicos. En ese acto estarían presentes los intendentes y gobernadores de las provincias del Sur. — Hagamos lo necesario para que a ese acto vayan K irchner y los gobernadores patagónicos — dijo Duhalde— , y después te vas disimu­ ladamente con él a las oficinas de la Jefatura de Gabinete de O livos y allí nos reunimos. Me encontré con Kirchner en las oficinas de la Casa de Santa Cruz. Le conté la propuesta de Duhalde y la importancia de empezar a construir el acuerdo. — ¿Y de qué vamos a hablar? — dijo K irchner con un tono que mezclaba enojo con preocupación. — Vos hablá de lo que tengas que hablar. Pero no te olvides de que nuestro problema ahora es que él se sume a nuestra campaña. Saldá las diferencias que existan entre ustedes para que nos acompañe, porque si no todo será más difícil — le recomendé. La principal preocupación de K irchner era que esa reunión se difundiera y él apareciera “yendo al pie” de Duhalde. Inmediatamen­ te lo interrum pí y le advertí que la reunión no se iba a conocer. — Hemos hecho todo esto para que nadie interprete que vos fuis­ te a pedirle auxilio a Duhalde — expliqué— . Vas a participar de un acto institucional. Cuando el acto termine, te quedás hablando con D uhal­ de sin que nadie se entere. Y K irchner aceptó.

U n a SEÑAL POSITIVA

El viernes 13 de septiembre de 2002 todo ocurrió como se había acordado. Se hizo el acto e inmediatamente después los dos se fu e­ ron a la Jefatura de Gabinete. Logramos así que el encuentro se con­ cretara sin testigos. C onversaron durante casi una hora mientras yo esperaba en los jardines de la Q uinta Presidencial. A l concluir, subí junto a K irchner al auto que nos sacaría de O livos. Apenas cruzam os el portón de salida, le pregunté cómo le había ido. Estaba con gesto adusto y en silencio.



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— N o sé — me dijo mientras fruncía el ceño— . Dice Duhalde que te va a llamar para poner en marcha el acuerdo. Me pidió que deje de cuestionarlo públicamente porque piensa que es injusto lo que digo... N o sé si está hablando en serio, dudo de que te llame. N o parecía muy convencido del encuentro. Me daba la impresión de que esperaba una definición más clara sobre la adhesión de Duhalde a su candidatura. Y eso no ocurrió porque Duhalde insistía en el mal­ trato público que Kirchner le dedicaba. Además, en ese momento, Duhalde no estaba seguro de cómo garantizar el triunfo del peronismo. Cuando cruzábamos la puerta de salida de la residencia de O livos, sonó mi celular. Era Fito Bujía, secretario privado de Duhalde. Me avisó que Duhalde me invitaba a desayunar al día siguiente. Kirchner escuchaba sorprendido. Pensaba que la convocatoria de Duhalde nunca llegaría. — M irá — le dije a Kirchner— , no debe haber estado mal el encuentro porque ya me llamaron para que mañana desayune con él. Terco como era, no admitió que se había equivocado en el p ro ­ nóstico. Hasta se animó a hacer un gesto de incredulidad ante lo que acababa de ocurrir. Esta vez, el viernes 13 había sido un día de suerte. El sábado por la mañana llegué a la Quinta de O livos manejando mi auto. Duhalde me esperaba en el chalet, el lugar donde vive el Pre­ sidente. En su planta baja hay un enorme living en el que se distribu­ yen dos sillones blancos de cuatro cuerpos, dos sillones individuales franceses dorados a la hoja muy importantes, ubicados a cada lado del hogar a leña, y dos sillones individuales más pequeños. Cuando ingresé al living, Duhalde me esperaba sentado en uno de esos sillones de cuatro cuerpos. Recostaba su espalda en uno de los brazos del sillón y tenía sus pies apoyados en los almohadones. Esta­ ba en mangas de camisa y una corbata azul colgaba de su cuello sin anudar. A l verme ingresar se incorporó y me dio un abrazo. — Hola Eduardo, ¿cómo va todo? — pregunté como para iniciar la charla. — A q u í me ves — me respondió con tono cómplice, mientras cru­ zaba sus manos detrás de la nuca— , estoy en el peor de los mundos. Fruncí mi ceño tratando de entender a qué se refería. Entonces siguió explicando: — H ay cinco candidatos peronistas que pretenden alcanzar la Pre­ sidencia de la Nación. Dos de ellos, si ganan, van a querer terminar conmigo porque me echan la culpa de todo lo que les pasó. El que a



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mí me gusta no quiere candidatearse. El que quiere ser no mueve el amperímetro. Y el candidato restante, el único que queda, no para de maltratarme — reseñó con un formidable poder de síntesis. Era m uy claro de qué hablaba. Los dos primeros eran Menem y Rodríguez Saá. Le atribuían haberles boicoteado sus planes presiden­ ciales. Su candidato preferido era Reutemann, pero nadie lograba con­ vencerlo. De la Sota quería ser el candidato, pero, por encima de cual­ quier esfuerzo publicitario, no lograba crecer. El restante era Kirchner. — Entonces ha dado con la persona indicada — dije sonriendo— . Justamente, para empezar a resolver sus dilemas es que estoy aquí. C reo que puedo ayudarlo —le dije. Aunque se rió de mi ocurrencia, Duhalde dudaba. Seguramente pensaba que lo mío era puro voluntarismo y que no sería posible avanzar en un acuerdo. — ¿Vos estás seguro de que podemos resolverlo? — me inquirió con gesto cómplice. — Si usted nos ayuda, Kirchner será presidente. Necesitamos p ro ­ poner a alguien diferente para que llegue a la Presidencia de la Nación y Néstor, por su historia y porque gobierna a dos mil kilóm etros de esta ciudad, se ha mantenido distanciado, en los últim os años, de los problemas políticos del centro del país. Usted — continué argumen­ tando— tiene que ayudarlo porque él fue el único que lo apoyó en su campaña presidencial. Cuando usted quiso ser presidente ni Reute­ mann ni De la Sota le dieron su apoyo. Fue K irchner quien estuvo a su lado, y ahora es su turno y debe ayudarlo — concluí fundamentan­ do con las razones más sólidas con que contaba. Guardó silencio un instante y de inmediato manifestó su deseo de ayudar. — Yo estoy dispuesto a hacerlo porque en lo que decís del Flaco tenés razón. P or encima de las diferencias, siempre me ha acompaña­ do lealmente. Pero necesito tener la tranquilidad de que va a dejar de maltratarme. Es m uy injusto en eso — remató, con tono de reproche. —Para Kirchner fue muy dura la acusación que lo vinculaba con los intereses de las petroleras. Ese es, para él, el peor de los agravios. Por si fuera poco, su relación con las petroleras es desastrosa — señalé. —Yo nunca dije eso. N o sé quién lo habrá dicho — negó, a modo de justificación. — Eso ya no importa. N o tiene sentido ahondar en el tema porque si lo hacemos solo profundizarem os el problema. Hablemos de lo que nos importa, ¿cómo avanzamos? — dije, apurando una respuesta.



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— Para poder avanzar, hay que resolver el problema del peronis­ mo. Tenemos que procurar que una elección interna en la que debe­ mos debatir con Rodríguez Saá y con Menem no nos aleje de la socie­ dad — me explicó. En ese momento estiró su brazo y tom ó una carpeta del sillón en el que estaba recostado. — La idea es ésta — dijo al tiempo que me alcanzaba la carpeta— . Debemos hacer que alguien presente en la justicia electoral nacional el planteo que está en esta carpeta. Si aceptan ese criterio, resolvemos el prim er problema, que es el de evitar la interna cerrada. A llí por primera vez habló de los “neolemas”. — N osotros debemos permitir que vayan a la elección todos los candidatos peronistas que quieran ir. De ese modo, evitamos la elec­ ción interna y convertimos las internas cerradas en abiertas. Cada uno deberá constituir un frente con otros partidos y el peronismo será par­ te de todos esos frentes. — ¿Eso es posible? — pregunté lleno de dudas. — Leelo — me recomendó— , pero ya está todo analizado. Haga­ mos el planteo y empecemos el trabajo — contestó seguro y confiado. — Y a Néstor, ¿qué le digo? — Decile que vamos a trabajar juntos, pero antes debemos resol­ ver esto, porque de lo contrario mi ayuda no va a servir. A l salir de O livos, me detuve en un bar a tom ar un café y a leer la presentación de la que hablaba Duhalde. El planteo era franca­ mente innovador. Deparaba una consecuencia valiosa: la disputa interna quedaba sometida a la consulta de todos los ciudadanos en el mismo instante en que se desarrollaba la elección general. A llí, los aparatos no valían de nada. Esa misma tarde hablé con Kirchner. Le dije que Duhalde pedía que dejara de agredirlo públicamente y que, en mi opinión, la disputa entre ellos razonablemente podía ceder pues no se había instalado en la opi­ nión pública. No tenía sentido prolongarla. Kirchner pareció compartir la idea. Después le expliqué el fundamento de los “neolemas”. Durante la semana siguiente preparamos la presentación judicial de acuerdo con los antecedentes que Duhalde me había entregado. Cuando estuvo lista, les entregué copias a Duhalde y a Kirchner, y cuando todos expresaron su conformidad, hicimos la presentación ante la justicia electoral. A sí comenzó la ruta del acuerdo. Nunca supe por qué Duhalde los llamaba “neolemas”. En verdad, el sistema.elec­ toral de los lemas establece que los votos que cada candidato obtiene



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en las internas de un mismo partido se suman a favor de aquel que resulte más votado. En este caso no ocurría, porque cada candidato solo acumulaba los votos que le eran propios. Lo llamativo era que el Partido Justicialista liberaba a sus afiliados para que constituyeran diversos frentes electorales invocando su presencia. De ese modo, el justicialismo era parte de tres frentes que competían entre sí. La justicia convalidó el planteo y tiempo más tarde Menem fue candidato del Frente por la Esperanza, Kirchner del Frente para la Victoria, y Rodríguez Saá del Frente Justicia y Libertad. En la intimidad, Duhalde dudaba de que Kirchner pudiera llegar. Todos sabíamos que Menem sería el candidato más votado en la p ri­ mera vuelta. El secreto era entrar segundo. Quien lo lograra doblega­ ría a Menem en el balotaje debido al alto rechazo expresado por la sociedad hacia él. Pero Duhalde no estaba seguro de que pudiera ser Kirchner y seguía creyendo que Carlos Reutemann podría llegar más cerca del objetivo. En algún lugar de su conciencia, albergaba la espe­ ranza de que finalmente Reutemann aceptara la candidatura. Durante tres meses Duhalde mantuvo la incertidúmbre. Nada decía públicamente de su preferencia por, Kirchner. Eso nos inquieta­ ba. Varias veces hablé con él y traté de descubrir su verdadero juego. Y aunque siempre expresó su voluntad de acompañar a Kirchner, no obtuve una definición tajante.

A

c u e r d o c o n a l t ib a jo s

La vacilación se mantuvo hasta diciembre. Teníamos que acordar con Duhalde un viaje a Santa C ru z para visitar la mina carbonífera de Río Turbio. Era ésa una buena ocasión para tantear su apoyo y lograr una definición. Organizam os el viaje y me invitó a viajar con él en el Tango 01. Llegamos a Santa C ruz el sábado 14 de diciembre de 2002, partici­ pamos de los actos en la mina e inmediatamente después volamos a El Calafate. A llí pasamos la noche. Tanto durante el viaje como al arribar al aeropuerto, Duhalde siguió expresándose de modo ambiguo. Dijo ver en Kirchner “un gran candidato” pero, al mismo tiempo, dijo que “el gobierno no apoyaba a nadie”. Esas expresiones solo confundían y malhumoraban a un Kirchner que no lograba comprender el juego. En la mañana del domingo 15, Duhalde y Kirchner emprendieron una larga caminata por El Calafate. Allí, Duhalde le propuso de un modo

más claro seguir juntos para ver cómo evolucionaba su candidatura, pero no le dio indicios de que su apoyo estuviera decidido. La zona gris de indefinición consistía en que él acompañaba mientras medía la tempera­ tura de adhesiones que Kirchner sumaba. Ante la incertidumbre, K irch­ ner me pidió que en el viaje de regreso a Buenos Aires lo abordara y tra­ tara de sacarle alguna respuesta de mayor contundencia. En el avión, los acompañantes expresaban opiniones diferentes. Pampuro seguía recomendando acordar pronto para empezar más rápi­ do la campaña. Pero otros, como Jorge Matzkin o Eduardo Camaño, se mostraban escépticos ante la idea de que Kirchner fuera presidente. En cuanto estuvimos solos y apareció la oportunidad, le pregunté a Duhalde cómo había visto todo. — Estamos bien, pero Vayamos despacio. Sigamos trabajando — con­ testó lacónicamente, como para cerrar todo comentario. Llegué a Buenos Aires y le conté a Kirchner. N o logré despejarle las dudas que lo tensionaban, al contrario. Hacia fines de 2002, las conver­ saciones con Duhalde continuaron en el orden de los titubeos. Cristina, por su parte, descreía absolutamente de la posibilidad de ese acuerdo. N o dejaba de recriminarnos cierta inocencia por confiar en Duhalde. N o obstante, y aunque no se definía, yo presentía que Duhalde finalmente iba a acompañarnos. Tal vez, en esa certeza personal pesa­ ba el hecho de que — en mi análisis— N éstor se iba quedando, poco a poco, sin candidatos competitivos. Esto sucedía más por un efecto de las circunstancias que por propia voluntad o convicción; y o creía que el apoyo de Duhalde llegaría inexorablemente. Sin embargo, cuando concluía el año 2002, y a medida que crecía nuestra incertidumbre, apareció una noticia en los diarios que daba cuenta de cierto pacto entre duhaldistas y menemistas para impulsar una ley de lemas aplicable en las elecciones programadas. Aunque en ese momento un acuerdo entre Duhalde y Menem resultaba inverosí­ mil desde todo punto de vista, los gestos eran tan elocuentes que des­ moronaban mi análisis. Cristina pareció encontrar las razones para insistir en lo que ya venía pensando desde hacía un tiempo. Cuando la noticia apareció en la primera plana de los diarios, nos desconcertamos. Desde El Calafate, Cristina me llamaba por teléfono y nos recriminaba a K irchner y a mí haber sido dos tontos por creer en Duhalde. — Actuaron como tontos y han perdido un tiempo precioso tra­ tando de alcanzar ese apoyo — nos dijo con la acidez que muestra en sus momentos de enojo.



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Con algunas dudas, Kirchner empezó a aceptar la tesis de C risti­ na y a sentir que, efectivamente, nos habían tendido una trampa. A favor de su razonamiento pesaba el silencio inexplicable en el que se habían encerrado Duhalde y sus principales colaboradores. Estábamos a menos de cuatro meses de las elecciones y repentina­ mente Duhalde había desaparecido de la escena. A Pampuro y M azzón se los había tragado la tierra. La única noticia del accionar del duhaldismo provenía del diario Clarín, que refería el acuerdo con el menemismo. Ese fin de semana fue espantoso, N o solo por las dudas y la incomprensión en las que habíamos quedado atrapados, sino también por el reproche persistente e implacable de Cristina, absolutamente justo si uno se atenía a los anuncios periodísticos. Aunque con K irch­ ner nos costaba resignarnos, las evidencias parecían incontrastables. — ¿Pueden habernos hecho semejante cosa? Cristina tenía razón — empezaba a declinar un desorientado Kirchner. —N o es posible. N o es razonable que lo hagan. N o puede ser que favorezcan de ese modo a Menem — le decía yo , tratando de hallar una respuesta. K irchner me reclamaba que lo buscara a Pampuro o al propio Duhalde. Lo hacía. Pero nadie contestaba. ¿Era posible que Duhalde no pensara con nuestra lógica y predominara en él la vocación de reverdecer su viejo pacto con Menem? ¿No estaba, entonces, en la meta de Duhalde, reestructurar las viejas dinámicas partidarias contra las que millones de argentinos se expresaban en esos días? ¿Habría revivido el Duhalde encerrado en su fortaleza — rodeado de sus leales, los barones bonaerenses— , su preferencia p or la seguridad de su terri­ torio antes que por la prosperidad de todo el país? Solo si todo eso había ocurrido, era posible admitir el pensamiento de Cristina. El miércoles Io de enero de 2003, al atardecer, me llamó Kirchner. Se lo escuchaba ansioso. Se reía mientras hablaba. — A lberto, ¿a que no sabés quién me llamó? — N o sé — respondí desconcertado. V olví a escuchar su risa nerviosa. — Me llamó Duhalde — confesó lleno de alegría. — ¿Duhalde? ¿Y qué te dijo? — Me dijo que estaba en Chapadmalal con Solá y que largamos. Que ya está todo listo para empezar. Que en la semana nos vemos en O livos y largamos — me resumió desbordando alegría. — ¿C óm o que largamos ya? ¿Y todo lo que salió en los diarios? ¿Y el acuerdo entre Eduardo Camaño y Eduardo Menem? — pregunté, aludiendo a los dos operadores de ese mentado acuerdo.



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— Preferí no averiguar porque la charla fue tan buena que temí poner una piedra con la pregunta... Es más: me pasó con Felipe Sola que estaba a su lado y Solá me felicitó diciéndome que iba a ser el futu­ ro presidente. ¿Q ué querés que le pregunte? — se excusó K irchner y agregó de inmediato— : Llamalo vos a Duhalde y pregúntale qué pasó. Lo hice. Cuando me atendió le expresé mi alegría por la noticia y, en cuanto la ocasión me lo permitió, le pregunté cómo se entendía el anuncio de Clarín. — Eso es cosa de Eduardo Camaño y corre por su cuenta. Nunca le dije que hiciera algo así. Vos conocés bien lo que yo pienso y vamos a hacer lo que te dije que íbamos a hacer. N o lo dudes — me respon­ dió con contundencia. Cristina callaba abrumada por la realidad. Igual seguía poco con­ vencida. C on Kirchner recuperamos oxígeno y seguimos firmes en nuestra idea de trabajar con Duhalde como paso previo para lograr nuevas adhesiones en el peronismo de todo el país. Ya iniciado el año 2003, Duhalde nos citó a Kirchner y a mí, en Olivos. Fue el viernes 3 de enero a las cuatro de la tarde. Nos recibió con un té servido en el balcón vidriado del primero piso del chalet pre­ sidencial. Nos abrazó, con la cordialidad de siempre. — Hora de trabajar, Flaco — le dijo a Kirchner. De inmediato comenzó a esbozar tácticas electorales y recomen­ daciones sobre la campaña. Lo preocupaba que vieran en la candida­ tura de Kirchner un acto de imposición de su parte. Creía que debía darse como un movimiento de dirigentes jóvenes que impulsaban a Kirchner presidente. — A notá — me ordenó mientras empezaba a dar nombres— . Tenés que estar vos, Daniel Scioli, Jorge Capitanich, Cristina Á lvarez R odrí­ guez... Vos pónete al frente de esa organización. Ocúpate de armar el encuentro, tiene que salir m uy bien. C om o cuando armaste el G rupo Calafate — concluyó. Le propuse sumar algunos nombres más, como el de Gustavo Béliz. Duhalde sugería que se acercaran a Kirchner los dirigentes de alre­ dedor de cuarenta años. Calculaba que detrás de esa propuesta él mismo iba a aparecer con un acompañamiento. Aunque la idea parecía intere­ sante, Kirchner se mostraba intranquilo porque seguía ausente el apoyo explícito de la provincia de Buenos Aires. Cuando lo planteó, Duhalde lo tranquilizó y tuvo un gesto que francamente me impresionó. — ¡Fito! — llamó Duhalde a su secretario— . Comunicate con los intendentes y andá pasándome los llamados.



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De inmediato desfilaron en el teléfono todos los intendentes. A todos ellos, les “inform aba” que había que “ponerse a trabajar junto con K irchner”. D el otro lado del teléfono no hubo objeciones. Todos acataron, aun cuando reservadamente algunos “pataleaban”. Si bien muchos de ellos nos hicieron sentir como advenedizos a un poder que genuinamente le correspondía a Duhalde, de todos los que lo rodeaban y expresaban por lo bajo su disconformidad, quien más nos preocupaba era su esposa, Hilda “Chiche” Duhalde. Ella mani­ festaba grandes diferencias tanto con N éstor como con Cristina. Y lo cierto es que, interiormente, uno siempre tenía esa prevención de cuánto pesaba en Duhalde la opinión de su mujer. El tiempo nos demostraría que esa prevención era válida. En todos los casos, quienes nos objetaban creían que Duhalde debía ser el candidato. Si así no era, pensaban que su esposa debía secundar a Kirchner en la fórm ula presidencial. En realidad, Duhalde había desistido de la idea de ser candidato convencido de que la gente lo veía como alguien capaz de apagar el incendio pero no como un constructor del futuro. Él mismo se había encargado de que la gente lo juzgara de ese modo. Sin ir más lejos, había dicho hasta el cansancio que era parte de una generación políti­ ca a la que calificaba como “mierda”. Pero además, en su sobreactuación, inauguró un ridículo registro de políticos que firmaban actas protocolares jurando retirarse de la política después del acto electoral que se avecinaba. Todo ello sin contar cuánto lo habían afectado las muertes de Kosteki y Santillán. Para ese momento, solo ambicionaba alejarse de la presidencia con el menor costo posible.

Un

co m pañ ero de fó rm ula

A fines de enero comenzamos a preocuparnos p or determinar quién sería el candidato a vicepresidente de Kirchner. Duhalde ambicionaba que fuera su esposa “Chiche”. Nunca nos lo dijo expresamente, pero algunas veces nos llegaba a través de los medios y otras, lo inferíamos de algunos vetos a bonaerenses que podí­ an ser los candidatos. Así, se opuso tenazmente a A lberto Balestrini, entoncesin ten d ente de La M atañzarBalestrini había-sido el-prim er dirigente_peronista importante en acompañar a Kirchner en la carrera presidencial. Pese a ello, Duhalde se opuso, ya que le molestaba su



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autonomía. Lo,mismo.ocurrió^con Julio A lak, en esos días intendente . de La Plata. Es que Duhalde pensaba en su mujer como vicepresiden­ te porque le permitía poner un pie en el armado del Ejecutivo y cus­ todiar, en alguna medida, el poder de Kirchner. Cuando la versión comenzó a tomar cuerpo, Kirchner se ocupó de poner en claro su posición sobre ese tema. — N o podés pretender que lleve a tu mujer en la fórmula porque eso sería como si me colocaras un comisario político en el gobierno. N o puedo perm itirlo porque no vo y a ser el títere de nadie — le dijo telefónicamente una tarde en que habló desde su despacho de la Casa de Santa Cruz. Duhalde lo escuchó y negó que hubiera pensado en su mujer para la fórm ula presidencial. A l mismo tiempo, le juraba a K irchner un apoyo incondicional. Descartados esos nombres, aparecieron los de Roberto Lavagna y Daniel Scioli. Lavagna era visto como un hombre que aportaría experiencia y racionalidad. Era el ministro más importante del gabinete de Duhalde. Desde allí, se lo veía prestigioso y serio, y contaba a su vez con la sim­ patía de Cristina y también con la mía. Am bos pensábamos que le sumaría seriedad y confianza a la fórmula. Duhalde no estaba tan seguro de la conveniencia de que Lavagna fuera el compañero de fórmula de Kirchner, pero sí de la necesidad de asimilarlo a la futura tarea de gobierno. Kirchner tuvo una primera reunión con Lavagna. Desde un pri­ mer momento vio en él a una persona impredecible que le despertaba enorme desconfianza. N o dudaba de su capacidad sino de su lealtad. C óm o no le había caído bien en la primera reunión, me encomendó que volviera a conversar con él. Cuando lo hice, no compartí su impresión. Lavagna prometía expe­ riencia y conocimiento. Sin embargo, cierta autosuficiencia en sus pala­ bras volvía atendible el rasgo de individualismo que Kirchner le atribuía. En febrero de 2003 me reuní con Lavagna nuevamente. A llí sostu­ vo que, según su consideración, no podía aportar mucho desde la vice­ presidencia. Cuando le pregunté cómo veía él mismo su permanencia en un eventual gobierno de Kirchner, se mostró dispuesto a continuar pero no como ministro de Economía sino como Canciller, para mane­ jar desde allí la solución final del problema de la deuda externa. La charla fue cordial; se lo notaba optimista y transmitía ese optimismo a quien lo escuchaba. Y, si bien Cristina y yo seguíamos creyendo que Lavagna podía ser un buen candidato a vicepresidente, él solo aceptó



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quedarse en Economía al menos uno o dos años más. Descartó cual­ quier hipótesis de com partir la fórm ula con Kirchner. Así, y a pesar de que Daniel Scioli se había comprometido con la formas políticas del menemismo, poco a poco Kirchner empezó a sen­ tir simpatía por él y a percatarse de que era un político popular, dos razones importantes para invitarlo a integrar la fórmula. Estábamos en esa decisión cuando nos .enteramos .de que Ruckauf se~reuniría_en la tarde del sJbaHo 22 de febrero, en^Pinamar, con Lavagna y con Duhalde, y que desde allí harían circular la versión de Lavagna como candidato a vicepresidente de Kirchner. Sin.duda,_estábamos asistiendo a una tremenda maniobra política y_mediática, Claudio Escribano — entonces secretario de redacción del (diario— era_el redactor de la operación, y La Nación, su difusor. La idea era hacer aparecer a Lavagna impulsado p or varios sectores del oficialismo, como el compañero de fórm ula ideal para Kirchner. Pero la operación se concretaría, a la vez, cuando Lavagna rechazara la o fer­ ta infligiendo, con ello, un enorme daño al candidato presidencial. , _ Ese sábado La Nación publicó la operación en su misma tapa bajo el título: “Duhalde le pide hoy a Lavagna que acompañe a K irchner”. La nota, firmada por el propio Escribano, anunciaba que esa tarde iban a tomar un té, en la casa de Ruckauf, en Pinamar, Lavagna y Duhalde. Y agregaba que había muchas dudas sobre las ventajas de lle­ var a Kirchner como candidato presidencial. Hablaba no solo de la oportunidad de que Lavagna lo acompañara en la fórm ula sino que insinuaba a su vez la conveniencia de que directamente lo reemplaza­ ra como candidato presidencial. El artículo, además, hacía referencia a las dificultades que enfren­ tábamos para conseguir un compañero de fórm ula de Kirchner, y contaba que el ofrecim iento había llegado a Juan José Á lvarez pero que él había puesto condiciones para aceptar. Finalmente, aseguraba que le ofreceríamos la candidatura a vicepresidente a Lavagna pero que él no aceptaría. En realidad, la estrategia clave en la operación no era llevar a Lavagna de vicepresidente sino que reemplazara a K irchner en la can­ didatura presidencial. Se buscaba que Lavagna apareciera rechazando la propuesta de acompañar a K irchner para desgastarlo y sustituirlo, convirtiéndose así en el candidato a presidente de otros grupos del peronismo que apostaban -a.la,caída j e la postulación-de Kirchner, entre ellos los llamados G ordos, gremialistas como C arlos W est- .Ocampo y Armando Cavalieri. Com o parte de la “operación desgaste”,



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la nota de La Nación contenía una declaración del M inistro de Ju sti­ cia de Duhalde, Juan José Á lvarez, en la que afirmaba que si K irch ­ ner le proponía acompañarlo en la fórm ula lo pensaría, ya que sus ideas le provocaban serias dudas. Aquel sábado de febrero de 2003, Kirchner me llamó a primera hora de la mañana y me preguntó si había leído La Nación. Inmedia­ tamente, salí hacia su departamento. — Nos están haciendo trampa y La Nación es claramente la p ro ­ motora de la acción. Debemos tom ar una decisión ya para abortar este plan que quiere presentarnos como descalificados por el duhaldismo — dijo Kirchner, sin dar lugar a reflexión alguna. — ¿Y cuál es la decisión? — pregunté. — Resolvamos hoy quién va a ser nuestro vicepresidente — me res­ pondió sin vueltas. Llegamos a la conclusión de que teníamos que decidirnos por Scioli ese mismo día y trabajar con toda premura para que Escribano y La Nación no finiquitaran la operación periodística que buscaba ^dejarnos descolocados. De inmediato, invitam os a Scioli a alm orzar en el departamento de Néstor. El pedido que íbamos a hacerle no era fácil de atender porque al día siguiente Scioli participaría de la elección interna en el peronism o porteño para ser el candidato a Jefe de G obierno de la ^Ciudad de Buenos Aires. Tras hablar con él, le dije a Kirchner que para salir airosos debía­ mos hacer el anuncio y frustrar el intento mediático de La Nación. Kirchner me pidió entonces que buscara que Clarín publicara al día siguiente que Scioli sería el candidato a vicepresidente. Para eso debí­ amos concederle la primicia. Siguiendo el plan delineado, me comuniqué con Eduardo van der _Kooy. Estaba en su auto camino al Lawn Tennis para presenciar un partido. Le pedí que viniera con urgencia a mi casa. Me preguntó de qué se trataba y cuál era el m otivo de mi apuro, porque no estaba deci­ dido a resignar un partido que le interesaba por algún tema menor. — Es importante — sinteticé. Una vez en mi casa, lo enteramos sin rodeos. — Eduardo — le dijo Kirchner— , después del almuerzo, a primera hora de la tarde, A lberto te va a llamar. Vamos a darte el dato de quién va a ser mi compañero de fórmula. Te damos la primicia pero solo si le brindan la atención que merece. Ahora, si no me lo pueden garanti­ zar, si el asunto no te interesa, esta charla nunca existió.



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Van der K o o y consultó con la dirección del diario y de inm edia­ to aceptó. N os dijo que si le dábamos la primicia tendría un desplie­ gue im portante ese domingo. Solo le pedí que no hiciera nada hasta la noche. Q uería que la tapa y la nota cerraran el diario para que La Nación consumara su operación. La idea era ganarle la partida con Scioli y que La Nación se quedara “patinando” con el rechazo de Lavagna. Nos despedimos de van der K oo y y volvimos al departamento de Kirchner. A llí nos esperaba Scioli para almorzar. En cuanto nos senta­ mos a la mesa, Kirchner le propuso ser su vicepresidente. Scioli se mos­ tró perturbado e inquieto. Casi angustiado, dijo que él quería apoyar, que estaba comprometido con la candidatura de N éstor y que por. supuesto lo iba a acompañar. Pero de inmediato sinceró la causa de su gran preocupación: ¿qué iban a decir los porteños, que al día siguiente irían a votar a una interna por un candidato que ya no existiría como tal? K irchner lo tranquilizó. “Los porteños van a festejar porque van a poner a un vicepresidente”, le decía insuflándole confianza. Antes de irse, Daniel reafirmó una vez más su compromiso con la candidatura y la campaña y se mostró agradecido hacia Kirchner, pero sin abandonar el gesto de preocupación que lo había acompañado en todo el almuerzo. Lo acompañé hasta la salida y allí dejó al descubier­ to su angustia. —Alberto, ¿me querés decir cómo les explico esto a los compañeros? — Olvidate, vas a ser vicepresidente y todos van a entender lo que has hecho — respondí, en un intento por darle ánimos y repitiendo la lógica de Néstor. H ay que reconocerle a Scioli que en esa ocasión — como en otras, posteriores— tuvo un comportamiento transparente y leal. Hasta ese momento, había experimentado cierto resquemor hacia él, esencial­ mente por su simpatía menemista. Pero desde ese día y hasta hoy veo en él a una persona sana y consecuente. Y esa condición la mantuvo siempre, a pesar de los momentos difíciles que debió atravesar como vicepresidente. A las cuatro de la tarde le comuniqué la primicia a Eduardo van der Kooy. En el diario, nadie se enteró hasta bastante avanzada la noche. Era lo pactado. Para evitar cualquier fuga informativa, K irchner le transmitió su decisión a Duhalde cerca de la medianoche, cuando ya no había modo ni tiempo de interferir en la tapa del diario dirigido por Escribano ni en la tapa de Clarín.



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El objetivo se cumplió. Las dos tapas salieron de acuerdo con lo que habíamos preparado. Así, mientras La Nación afirmaba: “Lavagna rechazó ser el segundo de K irchner”, Clarín tituló: “Scioli irá como candidato a vice de K irchner”.

O p e r a c ió n L a N a c ió n Una vez resueltas las candidaturas, nos abocamos al diseño de la campaña. Cristina, que participó activamente, repetía a quien quisiera escucharla que eLmensaje^político debía predominar por .sobre el mensaje publicitario. PartiéñHo de esa premisa, nos reunimos una tarde con ella y con K irchner en su departamento y discutimos sobre el núcleo del recla­ mo de los argentinos. Los sondeos de opinión daban cuenta de que m ayoritariamerite los argentinos deseábamos vivir en un país donde hubiera, trabajo. A modo de síntesis del sentimiento y de los reclamos del argenti­ no medio, Cristina hizo la pregunta exacta y se respondió a sí misma: — ¿Qué es lo que quiere la gente? Quiere levantarse a la mañana para ir a trabajar y poder darles un beso a sus hijos cuando se van al colegio y quedarse tranquilos de que, si sus abuelos necesitan atención de salud, la tendrán, y que al cabo de un mes de trabajo les pagarán un sueldo. En rigor de verdad, lo que la gente quiere es vivir en un país en serio. .AsLsurgió nuestrc^eslogan: “Argentina, un país_en serio”. El segundo punto era cómo presentar a Kirchner en imagen._Pepe A lbistur tomó las riendas del desafío. Sabíamos que K irchner era poco fotogénico y, consecuentemente, m uy reacio a posar. Nos costó sobre­ llevar la primera sesión de fotos para la campaña gráfica de afiches callejeros y publicidad en diarios y revistas. El tema no era menor. Yo vivía obsesionado por descubrir el modo de imponer a Kirchner en el conocimiento público. Cuando empeza­ mos la campaña solo tenía 2,7 por ciento de intención de voto y ape­ nas lo conocía el 23 por ciento de la gente. En enero de 2003, registra­ ba el 9 por ciento de la intención de voto y lo conocía el 35 por cien­ to de las personas. N uestro m ayor problema era que solo faltaban unos pocos meses para la elección. Q uería encontrar un símbolo que entrara fácilmente en el imaginario de la gente, como el “R A ” de Raúl Alfonsín. A sí .fue que Fernando Braga Menéndez, siguiendojni idea, convirtió el mana de Argentina en unTletra K.



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Hubo un solo momento de zozobra a lo largo de toda la campaña. Cuando faltaban apenas diez días para la jornada electoral, en plena Semana Santa de 2003, el diario La Nación difundió una serie de encues­ tas que revelaban un crecimiento singular de Ricardo López Murphy, el candidato de origen radical que había ocupado los ministerios de Defensa y de Economía durante la gestión de Fernando de la Rúa. Esas encuestas, realizadas por Julio A urelio, demostraban una progresión exponencial de López Murphy. Tan enorme era ese creci­ miento que las radios y los restantes medios señalaron la posibilidad dé que alcanzara la segunda posición en la ronda inicial de la elección, desplazando de ese lugar a N éstor Kirchner. Duhalde, que creía mucho en Julio Aurelio, nos remarcó su impre­ sión de que efectivamente López M urphy estaba creciendo de un modo asombroso y que se nos iba a hacer muy difícil remontar la situación. Durante aquella Semana Santa el diario La Nación publicó diver­ sas encuestas de Julio A urelio y de Eduardo Fidanza, todas ellas con idénticos números, que revelaban la sorpresa que representaría López M urphy en los próximos comicios. Com o no contábamos con datos que avalaran lo afirmado por el diario, decidimos lanzar una serie de encuestas específicas para inte­ riorizarnos de la cuestión. D urante esos días hablamos en varias oca­ siones con Duhalde. También con .nuestros ^equipos .encuestadores. Artem io López y Analía del Franco desarrollaron un campo preciso para ver la situación en diversos lugares “testigos” del país. En todos los casos, las encuestas daban el segundo lugar de la_elección a K irch­ ner,_cinco-puntos arriba de López Murphy. Aunque esas cifras nos tranquilizaban, La Nación no cesaba de escribir números que privilegiaban la posición de López Murphy. En su edición del 21 de abril de 2003, publicó un enorme título que decía: “A seis días de las elecciones cambia el eje de la campaña el avance de López Murphy. El ascenso del candidato del Movimiento Federal Recrear (MFR) causó especial impacto en el gobierno de Eduardo Duhalde, donde existe el temor de que el oficialista Néstor Kirchner quede fuera del balotaje, según reconocieron fuentes de la Casa Rosada”. A pesar de ello, no entendíamos en qué se fundaba La Nación para hacer lo que hacía. Cuando nos dispusimos a investigar lo ocurrido, tres versiones llegaron a nuestros oídos. Alguien nos dijo que se había montado una operación de prensa con la intención de desarticular las posibilidades de Kirchner en la elección. En esas acciones habrían esta­ do involucrados, además del mismo López Murphy, los encuestadores



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Julio Aurelio y Eduardo Fidanza, el entonces director del diario La Nación, Claudio Escribano, y el radical cordobés Ricardo Yofre. De haber sido así, lo que se pretendía era inducir al electorado a la idea de que López M urphy podía crecer, y evitar que la elección se dirimiera entre dos peronistas. O tra versión aseguraba que se trataba de una maniobra de D uhal­ de para generar tem or en los sectores de izquierda a partir del hecho de que dos candidatos de derecha pudieran llegar a la segunda vuelta. Si eso ocurría, solo podría elegirse entre dos caras de una misma moneda y no entre proyectos alternativos. Finalmente, una tercera versión daba cuenta de que la Embajada norteamericana en la Argentina buscaba encumbrar en las encuestas a López M urphy para ubicarlo en el segundo lugar del resultado final. En esa componenda, se habría contado con la anuencia de Escribano. Nunca supimos qué pasó. Solo sentimos la operación en contra. Kirchner tuvo, desde un inicio, una relación m uy difícil con el dia­ rio La Nación. Sentía que apostaba claramente a su derrota presentán­ dolo como un hombre de izquierda, autoritario y desatento a las cues­ tiones institucionales de su provincia. Tan difícil era esa relación que, cuando la primera vuelta había con­ cluido y faltaban pocos días para el balotaje, me comuniqué telefónica­ mente con José Claudio Escribano, para invitarlo a compartir un desa­ yuno con Kirchner. N o teníamos otro objetivo que morigerar el destra­ to al que el periódico nos sometía. Una mañana, en torno a la mesa de mi comedor nos sentamos Kirchner y yo, ambos enfrentando a Escribano. Vi a Escribano como a un hombre de otro tiempo. Modales cui­ dados, un trato distinguido y un lenguaje que por momentos rayaba con lo florido. Apenas se inició la charla, tomó distancia de nosotros. Casi para que no nos confundiéramos, ocupó su lugar y desde allí comenzó a hablarnos. Nos advirtió que descreía de nuestro futuro como gobierno si no accedíamos a revisar diversas cuestiones que se planteaban en la Argen­ tina. C ontó que acababa de llegar de los Estados Unidos y que allí todos le daban un año de vida al gobierno que resultara electo si no se consideraban los aspectos que inquietaban al mundo central. Siguien­ do con esa lógica de pensamiento, para finalizar el mandato constitu­ cional, nos impuso los deberes que, a su juicio, debíamos hacer. Ten­ dríamos que garantizar que la C orte Suprema de Justicia declarara la constitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y debía descartarse la revisión de los indultos. En el mismo sentido,



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sugería que se llevara adelante una política de claro acercamiento con las Fuerzas Armadas y se terminara con los reclamos vinculados con las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura. Hubo también recomendaciones en materia económica: lograr un rápido acuerdo con el Fondo M onetario Internacional y un alineamiento cla­ ro con las políticas impulsadas por el gobierno de los Estados Unidos. Fue francamente asombroso el tenor de su discurso. Lo escucha­ ba y me parecía estar hablando con uno de los dueños de la A rgenti­ na. Kirchner, con su espontánea irreverencia, fue descartando, una a una, las increíbles propuestas que acababa de oír. — M ire usted — dijo Kirchner a modo de conclusión— , si eso es lo que debo hacer para durar más de un año, entonces vo y a durar solo un año porque no pienso hacer nada de eso. Pero no se preocupe, que haciendo todo lo contrario la gente va a acompañarnos y vamos a poder gobernar. Escribano escuchó con atención y sonrió ante el colofón que le había puesto Kirchner a la charla. N o hizo ningún tipo de retruque. M inutos después, tom ó su impermeable y su paraguas y, dándole rigor de ceremonia al encuentro, se despidió de nosotros. Dos veces más conversé con Claudio Escribano: me anticipó la decisión de Menem sobre el balotaje y, la segunda, cuando y o estába­ mos en el gobierno. Esa vez, trató de minimizar sus expresiones con­ trarias a nuestra gestión. Recuerdo haberle reclamado ácidamente su nota sobre el discurso de Kirchner el día en que se proclamó ganador. La última vez que lo vi, él ya no estaba en el diario La Nación y yo ya había renunciado a mi cargo en el gobierno.

L a e l e c c ió n y el t r iu n f o

El 27 de abril de 2003jlos argentinos concurrimos a las urnas para elegir a nuestro nuevo Presidente y todo salió de acuerdo con lo que habíamos planeado. Desde las once de la mañana las bocas de urna de todo el país nos iban anunciando que Menem no superaba el 25 por cien­ to de los sufragios y que Kirchner alcanzaba el segundo lugar a poco menos de tres puntos del riojano. Confirmábamos también que Ricardo López Murphy, pese al fenomenal esfuerzo de La Nación, había queda­ do relegado al tercer lugar, cinco puntos por debajo de Kirchner. Mi departamento se había convertido en el centro de información desde el que todos los encuestadores enviaban los datos. Néstor estaba



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en Río Gallegos. Estuvimos en contacto permanentemente, intercam­ biando información. A las cinco de la tarde de aquel domingo ya conocíamos el resultado. Fue entonces que marché hasta el .H otel Interco¿itin.e,ntaLen. el. que .habíamos, m ontadoel comando. A l llegar, los periodistas me abordaron. N o quise hacer declara­ ciones. A sí había quedado con Néstor. Solo atiné a fundirme en un abrazo desbordante de alegría con Miguel Núñez, para que todos entendieran que estábamos logrando el objetivo. A l caer la tarde, hice unas breves declaraciones que transmitían nuestra confianza. Más tarde, cuando los resultados ya se conocían y la noche había avanzado, K irchner habló desde Santa C ru z y agra­ deció a todos por la votación. En ese mom ento, la Presidencia de la Nación parecía estar al alcance de la mano de Kirchner. Solo nos quedaba dar un paso: la segunda vuelta electoral. Retomé mi tarea de Jefe de Campaña enco­ mendando una serie de encuestas que nos perm itieran evaluar cómo se perfilaba el balotaje. Cuando tuve los resultados, advertí que todas daban cuenta de que Kir.chner-obtendría entre un-70 y un 80. por ciento-deJos-votoSí-En ningún caso Menem obtenía más votos de los logrados en-la prim era vuelta. Caminábamos confiados hacia el triunfo, cuando empezó a difundirse la noticia de que Menem no se presentaría. N os costaba creer que eso pudiera ocurrir y seguimos trabajando haciendo caso omiso a las versiones. Una semana antes de la segunda vuelta electoral, K irchner había sido invitado a una reunión convocada por lá Asociación de Entida­ des Periodísticas Argentinas. Aceptó concurrir a regañadientes, p o r­ que estaba m uy molesto con el entredicho mantenido con Escriba­ no. Era él, precisamente, quien invitaba a Kirchner, como presiden­ te de esa asociación de empresarios de prensa. En la mañana del 14 de m ayo de 2003, salí temprano de casa para empezar la tarea. Quedaban solo cuatro días para el balotaje. C am i­ naba p or Arenales, acababa de cruzar las Cinco Esquinas, cuando frente a un viejo mercado, oí sonar mi celular. — A lberto, levantemos la cena de esta noche — dijo del otro lado de la línea Claudio Escribano, después de saludarme con su cortesía extrema. Solo pude balbucear algunas palabras, tratando de elucu­ brar alguna razón para lo que acababa de oír. Escribano lo advirtió y retom ó la palabra.



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— A lberto, tenemos que suspender nuestro encuentro en A D E P A porque ustedes no van a poder venir. Acabo de enterarme de que no va a haber segunda vuelta. Menem va a anunciar su decisión de no pre­ sentarse. A sí me lo transmitió Eduardo Menem. A sí que prepárense para asumir el gobierno, me dijo en tono cordial, antes de felicitarme.. Quedé desorientado. Si su información era cierta, K irchner era ya el Presidente electo. Ratifiqué la noticia con un allegado a Menem. Estaba paralizado. Tomé aire tratando de reponerme durante unos segundos. Entonces lo llamé a Kirchner para comunicarle la novedad. — Acaba de llamarme Escribano y me dijo que no va a haber segun­ da vuelta porque Menem se baja. Sos el nuevo Presidente — le dije. Me preguntó si estaba seguro de lo que decía. Cuando le advertí que lo había confirmado, se quedó mudo. A l cabo de un segundo v o l­ vió a hablar. N o transmitía alegría sino enojo, un profundo enojo. — Menem no puede hacer eso. Más daño que el que hizo le quiere hacer al país... Venite a casa por favor. Mis pasos adquirieron una velocidad única. Llegué m uy rápido. Presiento que mis pies volaban. A l llegar al departamento de la calle Uruguay, no se respiraba un buen clima. Néstor y Cristina estaban molestos. Se daban cuenta de que la renuncia de Menem nos condenaba a llegar a la Presidencia con un voto intuido del 80 por ciento, pero con un voto real de apenas el 22 por ciento. Les pedí que no nos detuviéramos ahí y que empezáramos a pensar en nuestros próximos pasos porque todo se había precipitado. Ellos estaban demudados. Indignados con el proceder de Menem. Entendían, con razón, que en esa acción había un profundo desprecio hacia la institucionalidad ya m uy resquebrajada de la Argentina. Nerviosos, almorzamos rápidamente. Apenas terminamos, le enco­ mendé a Albistur que preparara el escenario desde donde Kirchner hablaría. Cristina y yo fuimos a mis oficinas de la calle Callao a escribir el primer discurso que Kirchner pronunciaría como presidente electo. Cerca de las cinco de la tarde, después de escuchar el discurso ver­ gonzoso de Menem, marchamos los tres hacia el H otel Panamericano. Kirchner estaba inquieto y yo trataba de levantarle el ánimo diciéndole que habíamos alcanzado nuestro objetivo. Pero me daba la sen­ sación de que él no me oía. A l llegar al hotel, nos condujeron hacia una suite en el último piso, preparada para alojar al nuevo presidente. Kirchner bajó pocos minutos después y le habló al pueblo argen­ tino. Sus palabras castigaron con enorme severidad la decisión de Menem. Cerca de trescientas personas se habían agolpado en el m ayor



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salón del hotel para escucharlo y vitorearlo. Medios locales e interna­ cionales pujaban por alcanzar la mejor imagen del nuevo presidente de los argentinos. ' — Estuviste m uy bien, Presidente — le dije al oído cuando nos abrazamos. Volvimos a la suite para tom ar algo y recuperarnos. A llí estaban Daniel Scioli, Felipe Solá, Ginés González García y José Pampuro. Todo era festejo, aunque Kirchner seguía preocupado. Fue en ese momento cuando Kirchner, Cristina y y o recibimos la invitación de Daniel Scioli para cenar esa noche en su casa. Era la p ri1 mera cena de Kirchner como Presidente. A l llegar a la casa de Scioli, estaban todos sus amigos. Se mezcla­ ban artistas, modelos y deportistas que rodearon a Kirchner y C risti­ na con cierto gesto de admiración. N oté cuánto les costaba a ambos disfrutar de esa situación. Cuando llegó la hora de la cena, los tres nos sentamos en un ángulo de la mesa, como auténticos ermitaños. A llí empecé a entender que los dos mundos, el de Scioli y el de los K irch ­ ner, no serían fáciles de contemporizar. A l día siguiente, el diario La Nación publicó en tapa un enorme título que decía: “Kirchner es el nuevo Presidente porque se bajó Menem”. Claudio Escribano, por su parte, había escrito una nota eno­ josa y durísima contra Kirchner. A llí dijo lo que nos había anticipado en aquel desgraciado desayuno. Además, criticando el tono del prim er discurso después del reconocimiento del triunfo, opinó que debía echar como asesores a quienes lo hubieran escrito, sin saber la res­ ponsabilidad que en eso teníamos Cristina y yo. Pero a esa altura poco importaban las palabras de Claudio Escri­ bano. Ya habíamos entendido que eran las de alguien ideológicamen-. te posicionado m uy lejos de nuestras convicciones.



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“'VENGO A PROPONERLES UN S U E Ñ O ”

Se

h a c e c a m in o a l a n d a r

Después de su consagración com o Presidente, acompañé a K irchner a Río Gallegos, donde trabajamos en la form ación del equipo de gobierno. A l llegar, me hospedé en el hotel Santa C ruz, ubicado a pocas cuadras de la residencia del gobernador. En su bar, nos reuníamos durante las pausas de nuestro trabajo. En los escasos metros que separaban al hotel de la residencia oficial, conocí la inclemencia del viento y del frío del sur. Iniciamos nuestra tarea en la mañana del lunes 19 de m ayo de ' 2003. K irchner ya había tom ado la decisión de que algunos ministros del gabinete de Duhalde continuaran en sus cargos. Ellos eran Ginés G onzález García, al frente del M inisterio de Salud, y R oberto Lavagna, en el de Economía. Había decidido organizar un ministerio de Planificación Federal que impulsara la infraestructura vial, habitacional y energética. Q ue­ ría que al frente estuviera Julio de Vido, un viejo colaborador de toda su administración provincial. K irchner veía que allí, en ese m iniste­ rio, debía funcionar el centro neurálgico del plan “neokeynesiano” t que reivindicaba. . Después decidió que su hermana Alicia condujera las políticas sociales del gobierno. En esas mismas funciones lo había acompaña­ do eficazmente en la gobernación santacruceña, por lo que valoraba su enorme capacidad de trabajo, que confirm é cuando la vi cum plir con su tarea en la Nación.



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En ese viaje conocí a^Carlos Zannini, por entonces miembro del Superior Tribunal de Santa C ruz. Kirchner confiaba en sus conoci­ mientos jurídicos y en su criterio político, por eso lo invitó a hacerse cargo del asesoramiento legal y técnico del Presidente. A Oscar ParriJli,jim dirigente del peronismo neuquino que siempre nos había acom­ pañado, le encomendó la Secretaría General de la Presidencia y, a ins­ tancias de Cristina, le confió a Sergio Acevedo el manejo de la Secre­ taría de Inteligencia del Estado. Existían dos personas a las que Kirchner quería incorporar al equi­ po ministerial pero le costaba definir sus destinos: uno era José Pampuro, por quien sentíamos una enorme gratitud. Había sido el único hombre del gobierno de Eduardo Duhalde (ocupaba la Secretaría General de la Presidencia) que había tomado partido por nosotros sin especulaciones. Conversamos largamente sobre su perfil y recién allí Kirchner me encomendó que lo llamara y le propusiera el ministerio de Defensa, un área clave en un gobierno decidido a revisar la responsabi­ lidad de los miembros de las Fuerzas Armadas comprometidos en la sistemática violación de los derechos humanos entre 1976 y 1983. La segunda duda de Kirchner era A.nibal Fernández. Sabíamos m uy poco de él pues se había acercado a nosotros solo después de que Duhalde nos expresara claramente su apoyo. Hasta entonces, había prom ovido sin restricciones la candidatura presidencial de José Manuel de la Sota. K irchner veía en Aníbal (por entonces M inistro de la Producción de Eduardo Duhalde) a un político hábil y le divertía cierta picardía que transmitía al hablar. A l conocer su opinión, le p ro ­ puse a Kirchner encomendarle la cartera política por excelencia: el Ministerio del Interior. Me pareció que allí podría hacer su m ayor aporte en una'étapa en la que no contábamos con estructuras partida­ rias propias y dependíamos del acompañamiento del peronismo bona­ erense. Kirchner estuvo de acuerdo. Hice los dos llamados. Aníbal Fernández aceptó en el acto y agra­ deció la propuesta. A l oírlo tan contento, le pasé el teléfono a K irch­ ner para que lo saludara. Pepe Pampuro dudó al escucharme. Su deseo era, precisamente, ser M inistro del Interior. Me pidió un tiempo para pensarlo que, obviamente, le concedí. Diez minutos después llamó a mi celular y confirmó que podíamos contar con él. ~Para los demás cargos vacantes, propuse que Gustavo Béliz,-fuera al Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, y Carlos Tomada al de Trabajo. Después, a Rafael Bielsa como Canciller y a



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Daniel Filmus en Educación. Kirchner había tratado poco a Bielsa y no sabía quién era Filmus. Respecto de Bielsa, le dije que creía conveniente que la Argentina tuviera al frente de sus relaciones exteriores a un intelectual progresista. Le recordé que México había confiado su diplomacia a Jorge Castañeda, un hombre brillante, autor de una de las más extraordinarias biografías del Che Guevara. A Cristina le pareció bien mi argumentación. C on Daniel Filmus fue más difícil. Kirchner no lo conocía y C ris­ tina solo sabía de él p or la prensa. Y yo, como legislador porteño, había visto la tarea de Filmus en la ciudad. Estaba seguro de su soli­ dez, de su reputación académica y de que podía aportar una visión innovadora a un ministerio de tanta relevancia. El elenco ministerial estaba virtualmente armado. Solo restaba determinar quién sería el Jefe de Gabinete. — ¿Y vos, adonde vas a ir? — me preguntó K irchner mezclando sonrisa y complicidad. — Yo ya llegué a la meta el día que te eligieron Presidente — respon­ dí, siguiendo su broma— . ¿Adonde querés que vaya ahora? — pregunté. — Quisiera que seas el Jefe de Gabinete, aunque no sé si te anim á s ...— me dijo, desafiante. — ¿Anim arme? ¡C óm o no me vo y a animar! Deciles que vengan de a uno — respondí riendo. Recién entonces conocí cuál sería mi destino en el gobierno. Espontáneamente, Kirchner y yo nos confundimos en un abrazo lle­ no de emoción. Ya en Buenos Aires, me encontré con Daniel Filmus en Tolón, un bar tradicional ubicado en el cruce de la Avenida Santa Fe con C o ro ­ nel Díaz. P or esos días se había anunciado que acompañaría a Aníbal Ibarra en la fórm ula que competiría con Mauricio Macri en la jefatu-, ra de gobierno porteño y se lo veía involucrado en ese proyecto. Cuando le comenté nuestra intención, lo noté inquieto, confundido y por momentos incómodo. Repetía que ningún gobierno estaba intere­ sado en cambiar el sistema educativo y dotarlo de recursos para llevar adelante un cambio, por lo que temía sumar un fracaso en su vida. A l verlo dudar, traté de darle coraje: — Daniel, sentite seguro de que vas a poder cumplir tus planes — le dije— . Para Kirchner es central mejorar el tema educativo. — Pero A lberto — planteó lleno de dudas— , ¿conocés algún ministro de Educación que haya salido bien parado de la función?



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— ¡C laro que sí! Sarm iento... Y solo era Jefe del Departamento de Escuelas — respondí presuroso, para impedir que siguiera elucubran­ do argumentaciones. — ¡Pero eso fue en el siglo XIX — me retrucó mientras sonreía p or lo tozudo de mi argumento— , en este tiempo no hay ninguno. — Es que el ministro de Educación exitoso de este tiempo vas a ser vos — le aseguré entre risas. A nte mi insistencia, me pidió que intermediara con Aníbal Ibarra. El no se animaba a decirle que no lo acompañaría en la elección. V ilma Ibarra, la hermana de Aníbal, me ayudó para que su hermano moderara su resistencia al abandono de Filmus. Esa misma noche supe que Filmus sería el nuevo ministro de Educación de la Argentina. También me enteré, por los dichos de Ibarra, de que su vacante en la fórm ula de la Ciudad sería cubierta p or Jorge Telerman. A Rafael Bielsa lo cité en mi casa. Vino acompañado por Eduardo Valdés. Cuando se enteró del motivo, no pudo ocultar su decepción. Su deseo no era ser canciller sino ministro de Justicia. Eduardo Valdés y yo nos miramos desconcertados. N o entendíamos su reacción, ya que le ofrecíamos un cargo de m ayor relevancia. Preferí ir en busca de unos cafés y dejarlo pensar. A l regresar, cinco minutos después, Val­ dés hahía hecho su parte. Bielsa tocaba una de mis guitarras y mien­ tras punteaba sus cuerdas dijo exultante: —Todo bien, Alberto. Agradécele a N éstor la confianza. ¡Voy a la Cancillería!

S a b e m o s a d ó n d e v a m o s y a d ú n d e n o q u e r e m o s ir

Cuando llegó el momento de asumir la Presidencia, el 25 de M ayo de 2003, Kirchner quiso ser contundente en su mensaje. Tenía la inten­ ción de dejar en claro lo que pensaba hacer en el mismo instante en que el pueblo escuchara sus primeras palabras. Nuestra legitimación política — dada la imposibilidad inicial de lograr m ayor apoyo en una segunda vuelta electoral— provendría de una buena gestión, correcta­ mente transmitida a la gente. Verificaríamos el acompañamiento ciu­ dadano dos años después, en ocasión de las elecciones parlamentarias. Consciente de esas carencias, le adjudicó un valor supremo a su discurso inicial. Sentía que con él dejaba por escrito su compromiso público con la transformación que la Argentina reclamaba. Su .llegada al^poder representaba un cambio en la dirigencia políti­ ca de nuestro país, y la derrota electoral de Carlos Menem, el fin de —

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una etapa política. Recuerdo que ya en la Casa de Gobierno, sentados en mi despacho, una vez concluidas las ceremonias de rigor, le comen­ té a K irchner la trascendencia que yo le asignaba a su llegada. Le con­ té por qué creía que con él asumía una nueva generación política. —Pensá en el 25 de M ayo de 1973 — le dije— . En aquel año, m íen-. tras Cámpora llegaba a la presidencia, Menem ya era gobernador de La Rioja, Duhalde era intendente de Lomas de Zamora, A lfonsín le disputaba a Balbín la candidatura presidencial por el radicalismo y De la Rúa era senador de los porteños. De todos ellos, actores de la p olí­ tica argentina en las últimas tres décadas, el único que estaba aquel 25 de M ayo de 1973 en la Plaza de M ayo con la gente eras vos... Y hoy sos vos el que está en el balcón de la Casa Rosada. Ese es el cambio. K irchner me escuchó con atención. Ocultaba su emoción hurgan­ do con sus dedos la venda que cubría la herida causada minutos antes p or una cámara de televisión, al registrar las imágenes de sus abrazos con la gente. — Tal vez sea como vos decís — me concedió perdiendo su mirada más allá de las ventanas. Beatriz Sarlo, en su libro sobre N éstor Kirchner, ha cuestionado la existencia de ese instante fundacional que tuvo la llegada de Kirchner al poder. Ella interpreta que en los primeros años de gestión solo fu i­ mos la continuidad del proceso de ordenamiento que Duhalde había iniciado en enero de 2002. Para fundar su posición, explica la conti­ nuidad de algunos ministros — Lavagna, por ejemplo— y la prosecu­ ción de ciertas políticas — los planes de Jefes y Jefas de Hogar. Sin embargo, desatiende que Duhalde no resolvió los problemas centrales del país. Lo dicho no conlleva un reproche a su gestión, p o r­ que nadie sensatamente puede olvidar la magnitud de la emergencia que le tocó enfrentar. Pero lo cierto es que, cuando K irchner llegó al poder, el país estaba en default, carecía de acuerdos de asistencia con Jos organismos internacionales de crédito, atesoraba en el Banco C en­ tral solo 8 mil millones de dólares de reservas, registraba una desocu­ pación del 25 por ciento y uno de cada dos argentinos estaba en situa­ ció n de pobreza. Además, el máximo tribunal del país se aprestaba a declarar la constitucionalidad de las leyes que garantizaban la impuni­ dad de los militares genocidas. Lo verdaderamente fundacional de K irchner consistió en evitar la prolongación de ese estado de excepción. Tampoco pensó en preser­ var las formas políticas que hasta allí regían. Contradiciendo lo “p olí­ ticamente correcto”, enfrentó los problemas con la definitiva decisión



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de resolverlos. Los identificó, señaló sin prevenciones las causas que los determinaban y avanzó buscando un acompañamiento popular que condicionara a esa generación política hasta entonces establecida en los lugares de decisión. A l cabo de los dos primeros años de gobier­ no, Kirchner resolvió el default de la deuda y reordenó la relación con .el Fondo M onetario Internacional y los demás organismos de asisten­ cia financiera (BID y Banco Mundial), .multiplicó por-tres-las reservas ■monetarias_y_redujo.sensiblemente la desocupación y la pobreza. En ese.misjrio lapso,.los genocidas comenzaron a rendir cuentasante los diferentes.tribunales del país. En la fundación de ese nuevo tiempo que quería protagonizar, Kirchner se valió de sus primeras palabras ante el Congreso Nacional para comenzar a construir confianza, consolidar apoyo social y forta­ lecer su poder. Pronunció un discurso antológico en el que trabajó intensamente junto a Cristina y Carlos Zannini. No presentó un Plan de Gobierno. Prefirió hablar sobre una serie de temas sustanciales que, de ser atendidos, harían de la Argentina un país mejor. N o quiso anticipar medidas. Le importaba que la gente supiera que él conocía cabalmente las cuestiones que aquejaban a los argentinos. Kirchner sabía que las grandes transformaciones sociales a lo lar­ go de la historia no habían sido el resultado de la vocación individual de un político o de un dirigente, sino de decisiones colectivas. En aquel discurso, claramente, convocó al pueblo a protagonizar un cambio sustancial. “Nos planteamos construir prácticas colectivas de coope­ ración que superen los discursos individuales de oposición. En los países civilizados, con democracias de fuerte intensidad, los adversarios discuten y disienten cooperando. P or eso los convocamos a inventar el futuro. ”[...] Venimos desde el Sur del mundo y queremos fijar, jun­ to a ustedes, los argentinos, prioridades nacionales y construir políticas de.Estado a largo plazo para, de esa manera, crear futu­ ro y generar tranquilidad. Sabemos adonde vamos y sabemos adonde no queremos ir o volver. El 27 de abril, las ciudadanas y los ciudadanos de nuestra Patria, en ejercicio de la soberanía popular, se decidieron por el avance decidido hacia lo nuevo, dar vuelta una página de la historia. N o ha sido mérito de uno o varios dirigentes, ha sido, ante todo, una decisión consciente y colectiva de la ciudadanía argentina. El pueblo ha marcado una



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fuerte opción por el futuro y el cambio. En el nivel de participa­ ción de aquella jornada se advierte que, pensando diferente y res­ petando las diversidades, la inmensa y absoluta mayoría de los argentinos queremos lo mismo aunque pensemos distinto. ”[...] Concluye en la Argentina una form a de hacer políti­ ca y un modo de cuestionar al Estado. Colapso el ciclo de anuncios grandilocuentes, grandes planes seguidos de la frus­ tración por la ausencia de resultados y sus consecuencias: la desilusión constante, la desesperanza permanente.” Las grandes definiciones en materia económica también form aron parte de aquel discurso. K irchner quería profundizar un capitalismo nacional en un marco fiscal de acumulación de reservas, superávit y menor endeudamiento. D entro de ese esquema, dejó planteado que.el . Estado,dejaría de ser un espectador de la economía para convertirse en un sujeto activp. “El resultado debe ser la duplicación de la riqueza cada quince años, y una distribución tal que asegure u n am ayor dis­ tribución del ingreso y, m uy especialmente, que fortalezca nuestra clase media y que saque de la pobreza extrema a todos los compatriotas. ”Para alcanzar tales objetivos respetaremos principios fundamentales que ayuden a consolidar lo alcanzado y perm i­ tan los avances necesarios. La_sabia regla de no gastar más de lo.que.entra debe,observarse. El equilibrio^fiscal debe cuidar­ se. Eso implica más y mejor recaudación y eficiencia y cuida­ do en el gasto. El equilibrio de las cuentas públicas, tanto de la Nación como de las provincias, es fundamental.” Dedicó varios párrafos a la imperiosa necesidad de justicia. Siem­ pre repetía que era imprescindible borrar de la Argentina los ámbitos de impunidad que desalentaran el cumplimiento de la ley. A llí, por primera vez, anticipó lo que luego sería su política de enjuiciamiento a las violaciones a los derechos humanos. “N o habrá cambio confiable si permitimos la subsistencia de ámbitos de impunidad. Una garantía de que la lucha contra la corrupción y la impunidad será implacable fortalecerá las instituciones sobre la base de eliminar toda posible sospecha sobre ellas.” —

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A l término de la exposición sobre el futuro que nos esperaba, Kirchner hizo una convocatoria a los argentinos a convertirse en p ro ­ tagonistas de una epopeya. “Vengo a proponerles un sueño; quiero una Argentina ,ur)ida, quiero una Argentina normal, quiero que seamos un jpaís serio, pero, además, quiero un país más justo. "Anhelo que por estos caminos se levante de la faz de la Tierra una nueva y gloriosa Nación: la nuestra. "Muchas gracias. ¡Viva la patria!” Concluida su lectura, una increíble ovación se oyó en el C ongre­ so. Todos sentimos que otra historia comenzaba a vivirse. El discurso, inmensamente conmovedor para nosotros, cosechó elogios desde todos los sectores. Tan emblemático me pareció, que durante toda mi gestión mantuve sobre mi escritorio una copia del texto como un per­ manente recordatorio de aquello a lo que nos habíamos comprometi­ do ante todo el pueblo argentino.

¡A

t r a b a ja r !

El prim er decreto que Kirchner firm ó fue el de mi designación; así debía ser porque lo indica el protocolo: yo refrendé las designaciones de los demás ministros. Después de que me tomara juramento, recuerdo que lo abracé: — Llegamos, Néstor. Gracias por tu confianza. — Gracias a vos... Y a trabajar — respondió con afecto. Ese día estaba exultante. Teníamos plena conciencia de que solo en las condiciones políticas que la Argentina había afrontado después de la crisis de 2001 era posible que un gobernador santacruceño pudiera acceder a la primera magistratura. Cuando concluimos las ceremonias en el Congreso Nacional, cruzó a la Plaza de M ayo para estrecharse en abrazos con quienes festejaban su asunción. Muchos de ellos eran parte de la generación diezmada de los 70 que se sentían representados en la cumbre del poder de la República. En medio de las muestras de afecto de la gente, un camarógrafo lo golpeó con su cámara en la cabeza infligiéndole una herida en su fren­ te. Rápidamente, los médicos cerraron la herida y la cubrieron con una gasa. A l ingresar a la Casa de G obierno para tom ar juramento a su



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gabinete, Kirchner no había perdido el buen humor, pese a ese episo­ dio que tomó como un anticipo de lo que vendría. — ¡M irá como me tratan los medios y todavía no empecé! — decía entre carcajadas. A partir de entonces comprendí, sin vacilar, que me concernía el desafío de ayudar a construir el apoyo del que nos había privado la fal­ ta de la segunda vuelta. Todo debía ser hecho a gran velocidad, pues en dos años debíamos preguntarle a la ciudadanía si continuaba depo­ sitándonos su confianza. La tarea no era fácil, pero eso no me asustaba. Toda mi vida había soñado con la posibilidad de ocupar un lugar de protagonism o que me perm itiera trabajar para m ejorar la vida de la gente. Sentí que estaba precisamente en ese sitio. También confiaba en que K irchner iba a m otorizar una transform ación enorm e en la Argentina. La vida me daba una oportunidad única que, de ningún m odo, estaba dis­ puesto a desaprovechar. Pero el mismo día de la asunción, en un momento en que quedamos solos en su despacho, Kirchner me hizo notar lo débiles que éramos. — Qué daño que ha hecho Menem — me dijo— . En la calle tene­ mos miles de argentinos reclamando planes sociales. La política nos mira de reojo. El poder económico desconfía de nosotros. Solo tene­ mos esta banda y este bastón. Vamos a tener que trabajar mucho. En el mundo del poder económico, los empresarios nos veían como “izquierdistas advenedizos” a los que les retaceaban toda con­ fianza. El poder sindical, que en la elección había acompañado a otros candidatos — Hugo M oyano, por ejemplo, acompañó a A d o lfo Rodríguez Saá:—, nos miraba con recelo, porque temían que avanzá­ ramos sobre sus posiciones. Además de todas esas dificultades, debía­ mos gobernar con un Parlamento que no nos era afín. Lo único que estaba en nuestras manos era demostrar que nuestras políticas respon­ dían a las demandas ciudadanas. Com prendí su inquietud. A los pocos días de asumir mis funcio­ nes, el diario La Nación me hizo un reportaje. Me preguntaron cuál iba a ser mi tarea central en el gobierno. “Mi función prim ordial es construir poder para que este proyecto pueda autosustentarse”, res­ pondí sin dudar. Ésa era mi m ayor obsesión. La necesidad de afianzar el poder en acciones concretas es lo que explica el vértigo de los prim eros meses de gestión, caracterizados por ese aluvión de medidas cuyo arco comprendía desde la pelea con el Fondo M onetario Internacional hasta el reemplazo de algunos



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miembros de la C orte Suprema de Justicia de la Nación y el fin de las leyes de impunidad. Fue ese caudal de decisiones firmes lo que le hizo sentir a la gente que algo estaba cambiando en la política argentina. En ese tiempo, la debacle de los partidos políticos imponía la nece­ sidad de buscar mecanismos de vinculación entre el gobierno y la gen­ te. Creíamos que esa relación, ante las crisis partidarias, debía mate­ rializarse ligando la gestión con los ciudadanos de modo directo, sin intermediaciones. Además, la base de sustentación política debía ser ampliada al máximo. Por eso fuimos a buscar políticos ajenos al peronismo; era un modo claro de expresar nuestra vocación de amplitud y de com pro­ meter a todos los sectores en la labor transformadora. Kirchner insistía con la percepción de fragilidad que experimentá­ bamos desde el gobierno. Solía decir que debíamos trabajar solucio­ nando problemas minuto a minuto. “Algún día será día a día y alguna vez podremos proyectar en el tiempo nuestras políticas”, se ilusiona­ ba. Ello suponía admitir la debilidad y la precariedad sobre las que estábamos instalados. La construcción del poder se apoyaba en el vín ­ culo directo entre el gobierno y la sociedad. Y gran parte del diseño de esa tarea estaba en mis manos. El gobierno de Duhalde había preservado el orden institucional del país y sofocado los incendios económicos. Pero había postergado otros aspectos. En materia de política económica, por ejemplo, no podíamos mantener la precariedad heredada. A un cuando eran ciertos algunos logrosanteriores, esa precariedad se volvía evidente en la fal­ ta de un acuerdo con el Fondo M onetario Internacional o de una solu­ ción eficaz para salir del default. Nos asistía la certeza de que representábamos los intereses de quienes nos habían votado. La preservación de esos intereses se garan­ tizaba cumpliendo los cinco puntos basales del gobierno. El primero, que ninguna acción podía favorecer la impunidad de quienes habían violado los Derechos Humanos durante la dictadura militar. El segun­ d o , nos obligaba a.no obstaculizar la independencia del Poder Judicial, Era imperioso ^devolverle credibilidad a la Justicia. En_ tercer lugar, no queríamos que ninguna acción de.gobierno provocara m ayor endeuda­ miento, lo que suponía reducir drásticamente los niveles de deuda ya existentes y superar la condición de deudores morosos..El cuarto pun­ to estaba dirigido a promover_el superávit fiscal y comercial,'lo" cual suponía.estimular.el trabajo y la producción con un sentido exportador,



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valiéndonos de una moneda competitiva. Finalmente, el gobierno debía eludir las acciones que perpetuaran el sometimiento internacio­ nal que Argentina padecía por entonces. En ese punto, precisamente, inscribimos la integración regional y la relación con el Fondo M one­ tario Internacional y demás organismos de crédito.

D e l o s d ía s d e c r is is a l t ie m p o d e l d e s a r r o l l o

A mediados de 2003, cuando asumimos, la situación económica era particularmente difícil. En la gestión de Eduardo Duhalde, muchos aspectos habían mejorado como efecto de ciertas condiciones internacionales favorables y de los propios esfuerzos de su gobierno, pero la economía seguía mostrando síntomas preocupantes. P or esos días, en la Argentina circulaban 17 monedas. Se trataba de bonos que los estados provinciales habían emitido para hacer fren­ te a sus obligaciones con sus empleados y proveedores. Aunque las señales recesivas comenzaban a caer, en la Argentina de 2003 uno de cada cuatro habitantes activos no tenía trabajo, el ingreso per cápita había caído de 7000 a 2200 dólares, el índice de pobreza era cercano al 57 p o r ciento y el de indigencia oscilaba en los 30 puntos. Financieramente, el país reflejaba una situación crítica. Nuestra deuda externa representaba un 150 p o r ciento de nuestro PBI. A d e­ más, la Argentina no solo persistía en el default que A d olfo Rodríguez Saá había declarado un año antes, sino que, aún peor, no había logra­ do un acuerdo extendido con el Fondo M onetario Internacional, lo cual condicionaba notablemente nuestras posibilidades de acción. Duhalde solo había obtenido — tal vez era mucho para el momen­ to que le tocó vivir— que durante doce meses ese organismo interna­ cional no reclamara el pago de la deuda. El mundo nos miraba con recelo por el incumplimiento de los contratos. Y p or si ello fuera poco, España, el único país que nos había ayudado en la crisis aportándonos un préstamo de 1000 millones de dólares, expresaba enormes dificultades para poder cobrarlos en vir­ tud del default en que había caído nuestra deuda con el Club de París. El cuadro era por demás desalentador. A l llegar al gobierno, Kirchner se había fijado el objetivo de impulsar una acción en materia de política económica que consistía en preservar inalterables una serie de pautas. A modo de común denomi­ nador, toda medida de contenido económico debía tender a favorecer



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la .producción -y- el .trabajo. Afirm aba que si auxiliábamos con políticas activas del Estado la actividad.privada, aumentaríamos la produccióny,.consecuentemente, la demanda de trabajo. Sabía que debía p rofun ­ dizar las acciones que Lavagna había tomado en ese sentido durante la gestión de Duhalde. En segundo lugar, esas políticas activas del Estado también debían, encaminarse.a.promover el_consumo interno, lo que implicaba no so]o darle trabajo a quienes no lo tenían, sino también recom ponedlos ingresos de,las clases medias y^bajas para que accedieran a bienes y ser­ vicios que-hastaese. momento les estaban vedados. El tercer basamento era eminentemente fiscal. Ya como goberna­ dor pensaba que resultaba prim ordial que las cuentas del Estado estu­ vieran en orden. Con.sentido.com ún.solía .decir que n o s e debía gas­ tar m ás dinero que el que entraba. De ahí que, desde un primer momento, haya prom ovido la idea de trabajar con un nivel de superá­ vit fiscal que garantizara tanto el desarrollo de la obra pública--—vital para volver a movilizar una economía estancada— como el cumpli­ miento de nuestros compromisos externos. En cuarto lugar, debíamos desendeudar a la A rgentina. En mayo de -2003, nuestro país registraba una deuda en situación de default que sobrepasaba-los_ci_en.roil.millones.de.dólares. Había, además, ochenta mil millones de dólares de deuda pública contraída como consecuencia de las medidas adoptadas a partir de la salida de la convertibilidad y del “corralito bancario”. Ello implicaba que nuestra deuda estatal represen­ taba más de 150% de nuestro PBI y que más de la mitad, contraída con anterioridad al 31 de diciembre de 2001, estaba en condición de default. Finalmente, la Argentina debía incrementar su capacidad de aho­ rro y llevar adelante un proceso de acumulación de reservas. Si lo lográbamos, íbamos a estar en condiciones de negociar mejor nuestra deuda y de enfrentar con comodidad eventuales crisis globales. Sobre estos cinco postulados se desarrolló la acción de gobierno en materia económica. Kirchner nunca permitió que una medida pusiera en riesgo esas premisas. Seguía obsesivamente, día a día, la evolución de los distintos indicadores económicos: las reservas acumuladas en el Ban­ co Central, el crecimiento de la recaudación impositiva y el desarrollo del superávit fiscal y comercial. Gracias a esa conducta, pudo concluir su mandato exhibiendo excelentes resultados económicos.



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"PROCEDA”

E l f in d e d o s l e y e s o p r o b io s a s

Ya habíamos alcanzado la altura de crucero y esperábamos que, de un momento a otro, comenzaran a servir la cena en la pequeña ofici­ na que el Tango 01 tiene reservada para el Presidente. Era la noche del .24 de julio de 2003. Habíamos despegado del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y empezábamos el regreso de aquel viaje en el que Kirchner y Bush se habían visto la cara por primera vez. En ese pequeño despacho, form ado por dos butacas de avión y un escritorio que las separa del sillón presidencial, Kirchner y yo hojeá­ bamos las noticias publicadas en la Argentina. Los dos leíamos los comentarios que dejaban al descubierto la sorpresa causada en el periodismo por un gesto inusual que él había tenido hacia su par n o r­ teamericano: palmearle la pierna mientras le recordaba su condición de peronista, ante la preocupación de Bush por su filiación política. Mientras reíamos y bromeábamos por la reacción mediática, la repentina aparición de un asistente de la tripulación nos interrumpió. — Perdón, Presidente — dijo, disculpándose— , hay un llamado del ministro Pampuro en el teléfono de la cabina. Kirchner frunció el ceño y dibujó en su rostro cierta perplejidad. Durante unos segundos indagó en su memoria tratando de descubrir la causa del llamado. Pero no la encontró. — Fijate qué pasa — me pidió, mientras su mano dibujaba círculos cerca de su oreja en un gesto que simulaba atender un teléfono. Acompañado por el tripulante, me encaminé hacia la cabina de la aeronave cruzando el pasillo que formaban las dos hileras de asientos



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ocupadas por los ministros y los secretarios que integraban la com iti­ va. En el trayecto, Rafael Bielsa atrapó mi brazo y me preguntó qué pasaba, con un tono de voz preocupado. — N o lo sé — alcancé a responder sin detener mi marcha. A l llegar a la cabina, alguien me alcanzó el teléfono con toda premura. — Hola, Pepe, ¿qué anda pasando? — dije, sabiendo que estaría Pampuro del otro lado de la línea. — Estamos mal, en el fondo del mar — respondió, con ese lacóni­ co pesimismo que lo vuelve, di vertido— . Canicoba C orral ordenó la detención de 46 oficiales de las tres fuerzas. Baltazar G arzón es el que pide la medida. Están todos. Desde Videla a Bussi — concluyó. Escuché con atención sus palabras. Hablaba del “Juicio de M adrid”, que el magistrado español impulsaba desde 1999. Entendí rápidamente que los hombres de las tres armas temían el avance de la justicia española en la investigación de los crímenes de lesa hum ani­ dad y que ello generaba un clima de mucha inquietud. La voz de Pampuro trasuntaba preocupación. A pesar de todo, me dejó tranquilo saber que los mismos jefes del Ejército, de la Arm ada y de la Aeronáutica se habían mostrado dispuestos a cumplir con el mandato judicial. Antes de cortar, acordamos con Pampuro que al aterrizar el avión en Ezeiza todos los militares requeridos por el Juez Federal se encon­ trarían ya detenidos. Colgué el teléfono visiblemente preocupado. De regreso al despa­ cho presidencial, Bielsa volvió a pararme, pero esta vez para pregun­ tarme si Pampuro me había hablado del “exhorto español”. Cuando oyó mi respuesta afirmativa, solo atinó a advertirme, con un gesto, que estábamos en problemas. A l regresar a mi asiento, le conté en detalle a Kirchner la conversa­ ción y lo tranquilicé señalándole que, a nuestro arribo, los requeridos quedarían privados de su libertad mientras se tramitaba el exhorto. Casi sin pensarlo, Kirchner opinó que debíamos mandar a los militares a España. Después quedó a la espera de mis comentarios sabiendo que en materia de Derecho Penal algo podía aportarle des­ pués de tantos años de enseñarlo. Desde luego, habría que afrontar dificultades legales. En principio, le recordé que p or una regla general de nuestra legislación la Argentina no cede ciudadanos nacionales para su juzgamiento en el exterior. Además, debíamos considerar la vigen­ cia de un decreto, dictado durante la presidencia de Fernando de la Rúa, que prohibía las extradiciones de ex militares acusados en otras



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naciones por crímenes de lesa humanidad consumados durante la dic­ tadura que había gobernado el país desde 1976 a 1983. — Deroguémoslo — me replicó de inmediato. — Aunque lo hiciéramos, no resolveríamos la impunidad de la que gozan. Nos enfrentaríamos con las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final. Si bien fueron derogadas por el Congreso, mientras tuvieron vigencia, generaron los efectos derivados de la aplicación de la ley más benigna — me apuré a señalarle. P or esos días, la C orte Suprema estudiaba la solicitud de inconstitucionalidad de ambas normas, aunque había pocas expectativas res­ pecto de que se acogiera el pedido teniendo en cuenta la integración del Tribunal, pero aun en ese supuesto, quedaban dudas sobre el alcance que podría alcanzar ese veredicto. ¿Esa inconstitucionalidad podría hacer fenecer la invocación de una norma más benigna que los militares invocarían? K irchner entendió entonces que la solución pasaba por anular ambas leyes; una medida que, en principio, debía ser objeto de debate judicial. Entonces, la conversación se detuvo. K irchner volcó su cara sobre la ventanilla del avión y pareció perder su mirada en la oscuri­ dad de la noche. G uardó silencio durante unos pocos segundos y volvió a mirarme. — H ay que pedirle al Congreso que las anule — me dijo. Su propuesta era de una enorme osadía. Siempre había naufragado todo intento por anular las leyes de impunidad en el Congreso. Las mayorías necesarias para lograr semejante objetivo nunca se habían juntado para acompañar esa iniciativa. — ¿Estás proponiendo que el Congreso advierta hoy que ambas leyes reconocían vicios de fondo y que en función de esos vicios se han vuelto susceptibles de ser anuladas? — N o lo sé. N o me preguntes cómo hacerlo. Pero es eso lo que debemos hacer. Los argumentos para anularlas deben ser muchos. Vamos a decirle a Zannini que prepare la derogación del decreto de De la Rúa. Vos ocúpate de hablar con los presidentes de nuestros bloques de senadores y diputados y comunicales nuestra intención de que ambas leyes sean anuladas — concluyó. Nos quedamos callados. Cada uno reflexionó sin hablar. El ruido provocado por el camarero que acomodaba copas, platos y cubiertos para nuestra cena y el zumbido m onótono de las turbinas se convir­ tieron en la extraña música de fondo de ese instante eterno.

— A lberto, la Argentina probó con el olvido de Alfonsín y con el perdón de Menem y no ha podido resolver la injusticia que supone ver a los genocidas disfrutando de la libertad y a los familiares de las víc­ timas reclamando justicia por los pasillos de los Tribunales. ¿N o vini­ mos al gobierno para poner las cosas en orden? Si no vamos a hacer­ lo, m ejor volvamos a casa — sentenció. Solo podía darle la razón. La tenía. Sentí entonces una profunda admiración por el hombre que tenía frente a mí. Inmediatamente pensé las posibles estrategias para evitar cuestionamientos de la corporación militar y sus históricos socios civiles cuando conocieran la decisión. — N o te preocupes por eso — me dijo— . Van a entender que es m ejor que los juzguemos en la Argentina. Para ellos, España siempre será la peor alternativa. Los dos sonreímos. P or esos días, la Justicia española investigaba a A lfredo Scilingo y a Ricardo Cavallo, dos represores que esperaban durísimas condenas de cientos de años de prisión en la jurisdicción madrileña. A l llegar a Buenos Aires cité a mi despacho a Miguel Pichetto y a José María Díaz Bancalari, presidentes de los bloques de senadores y diputados, respectivamente. Sentados los tres en tom o a la mesa de reuniones, les relaté la novedad. C on la mejor disposición, sin oponer reparos, ambos aceptaron avanzar en el tratamiento del tema. Cuando la reunión estaba a punto de concluir, Kirchner ingresó por la puerta que unía nuestros despa­ chos y se sumó unos instantes al encuentro. —Muchachos, pongamos las cosas en orden de una vez por todas. N o dejemos que la historia nos recrimine por lo que no hicimos — dijo Kirchner en un tono que transmitía cordialidad y aliento. A llí comenzó la acción. Ya existían proyectos de ley al respecto impulsados por opositores como Patricia Walsh y Elisa Carrió. Tam­ bién, proyectos propios de las bancadas oficialistas. U n mes después, el 20 de agosto de 2003, el Congreso Nacional sancionaba la ley que declaraba nulas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. El reconocimiento judicial de la inconstitucionalidad de ambas normas llegaría dos años después, el 14 de junio de 2005, con un fallo unáni­ me e histórico de la C orte Suprema de Justicia. A sí comenzó a transitarse el camino judicial para conocer la ver­ dad sobre lo ocurrido y responsabilizar a los autores de las violacio­ nes masivas a los derechos humanos cometidas entre 1976 y 1983.



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K irchner siempre le adjudicó particular importancia al tema. Esta­ ba tan seguro de que era imposible avanzar en el desarrollo social de la Argentina sin encontrar una solución definitiva al problema, como de que el olvido y el perdón no eran el camino que nos conduciría a la calma social. Solía repetir que el sendero a recorrer pasaba por el reco­ nocimiento de lo sucedido para que después los tribunales actuaran juzgando a los responsables. También quería que el juzgamiento no escapara de las manos de los jueces naturales y que el respeto al debido proceso no se viera vu l­ nerado. Tanto fue así que, en las postrimerías de su gobierno, Cristina comentó la existencia de un proyecto de ley escrito p o r Ricardo G il Lavedra y Andrés D ’Alessio en el que se proponía darle otra agilidad a los procesos seguidos contra los militares. Kirchner se negó enfáti­ camente a tratarlo. “Si cualquier ladrón debe soportar años de proce­ so judicial, cómo los acusados de un genocidio van a beneficiarse con juicios más ágiles”, aducía.

Una

fuerza r e n o vad a

Antes de que Carlos Menem defeccionara en la segunda vuelta electoral, Kirchner me encomendó entrevistarme con dos enviados del Ejército por pedido del entonces Presidente Eduardo Duhalde. Me visitaron en mis oficinas de la Avenida Callao. Una vez cum­ plidos los saludos de rigor, me transmitieron el deseo del Ejército de que la C orte Suprema reconociera la constitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. A ello le añadieron cierta inquie­ tud antes la posibilidad de que eso no sucediera. Cum plí al pie de la letra las órdenes impartidas p or Kirchner. Los escuché con atención sin darles señales precisas sobre cuál sería nues­ tro proceder. Les advertí que de ningún modo podíamos influir sobre el máximo tribunal para que dictara sentencias en un sentido o en otro. “N o nos interesa perseguir injustamente a nadie, solo queremos que la Justicia resuelva”, concluí con cierta parquedad. Kirchner también pensaba por entonces en prom over un profun­ do cambio en las Fuerzas Armadas. Buscaba que los jefes de las tres fuerzas no estuvieran involucrados en hechos emparentados con la represión de la segunda mitad de los años 70, para evitar los obstácu­ los a la revisión judicial de ese tiempo. En lá semana previa a su asunción, en m ayo de 2003, cuando via­ jamos a Río Gallegos para conform ar el gabinete, Kirchner me había



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sugerido conversar con Roberto Bendini. Fue entonces que conocí, en la casa de Julio de Vido, a un militar agradable, de tono calmo y respe­ tuoso, que permanentemente destacaba la necesidad de integrar las Fuerzas Armadas al proceso democrático. Se ocupó de informarme que en los años de plomo había cumplido funciones en los Estados Unidos y así, indirectamente, intentaba remarcar que nada había tenido que ver con la acción represiva del Ejército. Bendini fue cuidadoso en sus pala­ bras y muy cordial en su trato, una particularidad que mantuvo cuando debí frecuentarlo por razones funcionales en los años ulteriores. A la mañana siguiente le transmití a Kirchner esa buena impresión. De inmediato me comentó su deseo de colocar a Bendini al frente de la jefatura del Ejército y me inform ó los tres nombres que tenía para encabezar las jefaturas de la Armada, la Aeronáutica y el Estado M ayor Conjunto. Entonces me enteré que pretendía ubicar al Briga­ dier Jorge A lberto Chevallier como Jefe del Estado M ayor Conjunto; al Alm irante Jorge Ornar G odoy al frente de la Armada, y al Brigadier Carlos A lberto Rodhe, en Aeronáutica. Todos ellos, sumados a Roberto Bendini, eran los hombres a los que Kirchner les confiaría la conducción de las Fuerzas Armadas. Asimismo, me encomendó ordenar estas designaciones. Sabía, de antemano, que provocarían cierto “ruido” en tanto obligaban a pasar a retiro a un número importante de oficiales; una docena de oficiales de la Armada, algunos pocos en la Fuerza Aérea, y, estimaba, algunos más en el Ejército. De regreso a Buenos Aires, le pedí a José Pampuro una reunión para resolver esta cuestión. Aunque me pidió que le adelantara algo telefóni­ camente, no le anticipé ninguna de las decisiones que el Presidente ya había tomado, porque sabía que el tema requería particular cuidado. En la noche del 23 de mayo, solo dos días antes de que N éstor Kirchner asumiera la Presidencia, me reuní con Pampuro. Me recibió en la Casa Rosada, en el despacho que ocupaba como Secretario General de la Presidencia de Duhalde, si bien ya era, virtualmente, nuestro ministro de Defensa. A llí conversamos largamente, en una maravillosa oficina que algu­ na vez fue dorm itorio de presidentes, cubierta de boisserie ornamen­ tada y con ventanas adornádas con vitraux. — Pepe, tengo los nombres de los jefes de las Fuerza. Veámoslos — le dije con tono amigable, sabiendo que lo que vendría no sería fácil. Suponía que el nombre de Chevallier sería bienvenido. Se trataba de un aviador prestigioso, héroe en la G uerra de Malvinas. También,



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que las designaciones de Rodhes y G odoy no conllevarían el pase a retiro de más de doce oficiales en cada arma. Una decisión razonable. El caso de Bendini era diferente. Por eso preferí dejarlo para el final. Pampuro contaba con un listado de oficiales de cada arma que le había entregado Horacio Jaunarena, entonces M inistro de Defensa. Rápidamente, cotejaba los nombres que yo le daba con esas listas para verificar cuántos oficiales debían pasar a retiro para despejar la jefatu­ ra. Tal como lo suponía, Chevallier, Rodhes y G o d oy no generaron mayores sobresaltos. Cuando finalmente pronuncié el nombre de R oberto Bendini, Pampuro indagó la nómina de oficiales del Ejército. L eyó dos veces y el nombre no aparecía. — Debe de estar mal ese nombre, aquí no aparece — me dijo, pidiendo que revisara el dato. — N o, Pepe... Está bien, buscá mejor — le dije con cierto cuidado para no herir su susceptibilidad. La lista de Pampuro contenía los nombres de los primeros veinte ofi­ ciales del Ejército. Allí, efectivamente, el nombre de Bendini no aparecía. Cansado de buscar, y cuando sus nervios parecían colmarse, Pampuro optó por comunicarse con Jaunarena confiando en que era yo el equivo­ cado. Pero su incertidumbre terminó cuando el mismo Ministro de Defensa le confirmó que Roberto Bendini era un general que estaba a cargo de la Brigada Mecanizada XI con asiento en Río Gallegos. Recién entonces entendió que Bendini efectivamente existía y que su designa­ ción suponía el pase a retiro de veintisiete altos oficiales del Ejército. — Me están matando antes de entrar. ¿C óm o vo y a conducir a estos tipos si llego guillotinando a veintisiete de sus jefes? — gritaba molesto Pampuro. N o pude contener una sonrisa. Aunque esa escena la había imagi­ nado, no dudaba de que la tensión inicial no pasaría a mayores por el compromiso y la lealtad que Pampuro reservaba hacia Kirchner. Pero a pesar de ello, nuestro futuro M inistro de Defensa se mostraba m uy nervioso. Para calmarlo le expliqué que había conocido a Bendini y que me había dejado una excelente impresión. Además, estaba seguro de que Kirchner sabía por qué confiar en ese general de cuya vocación democrática no dudaba. Poco, a poco, Pampuro fue recobrando la calma y la charla se recom­ puso. Cinco días después Bendini era el nuevo jefe del Ejército Argentino. Kirchner procuró, como parte de su política de derechos huma­ nos, que ningún militar en actividad estuviera en coñHicioneTHe tener que responder por crímenes de lesa humanidad. —

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Dos r e t r a t o s

m e n o s en el

C

o l e g io

M

il it a r

También buscó terminar con la simbología que vinculaba el pre­ sente democrático de las Fuerzas Armadas con aquellas que asaltaron el poder en 1976 y terminaron con la vida de miles de argentinos. M antuvo en este tema una ajustada visión del problema y un coraje para enfrentarlo que lo hizo merecedor de grandes elogios. En esa dirección, convirtió a la Escuela de Mecánica de la Arm ada y a otros edificios que en su momento habían sido utilizados como centros clandestinos de detención, en lugares destinados a la memoria. De la multitud de símbolos que contrariaban el espíritu democrá­ tico y de justicia ya instalado entonces, los que más lo inquietaban eran los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone que, a modo de “patronos de aula”, colgaban de las paredes del Salón Principal del Colegio Militar. Kirchner esperó que se cumpliera el primer 2 4: de m atzo en el gobierno para ejecutar un deseo largamente añorado. Así, al conme­ morarse 28 años de aquel fatídico golpe de Estado que dio origen al autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, ordenó recor­ darlo en el Colegio Militar de la Nación. Ese día llegamos al lugar en helicóptero. Pampuro y Bendini reci­ bieron al Presidente en los jardines del Colegio. Tras los saludos p ro ­ tocolares, ingresamos al edificio y nos dirigimos a un salón en el que los ministros departían tomando bebidas junto a otros invitados. De inmediato, Kirchner se perdió entre los concurrentes mientras que Pampuro y Bendini me abordaban tratando de dilucidar un tema que los inquietaba: ¿quién sería el encargado de descolgar los cuadros? Bendini proponía que lo hiciera el D irector del Colegio o uno de sus edecanes. Pampuro escuchaba en silencio esperando una respues­ ta de mi parte que se demoraba en llegar simplemente porque y o no compartía el motivo de tanta preocupación. A l fin y al cabo, estaban descolgando la imagen de dos genocidas. Kirchner intuyó que algo pasaba y se acercó hasta donde los tres conversábamos. — ¿Q ue pasa, A lberto? — me increpó con toda la autoridad que su presencia imponía. — Me preguntaban quién sería el encargado de retirar los cuadros — respondí. Kirchner me miró como si no entendiera cuál era el problema y dirigiéndose a Bendini le dijo:



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— Retírelos usted, General. Va a pasar a la Historia cuando lo haga. N o le tema a sus camaradas. Piense en los millones de argentinos que se lo van a reconocer — lo invitó, con tono tan firme como simpático. Palmeó el hom bro de Bendini y volvió a com partir el momento con los concurrentes, restándole importancia a lo ocurrido. — ¿Vieron qué fácil era? — atiné a decirles a Pampuro y a Bendini, tratando de descomprimir una situación difícil. Todos reímos nerviosos. Unos minutos después marchamos hacia el salón principal del Colegio M ilitar en donde los cadetes esperaban formados. Kirchner pronunció un discurso de enorme valor. Les dijo ¿ esos futuros oficiales que se mezclaban con viejos generales que estaba allí para recordarles que nunca más debía subvertirse el orden institucio­ nal y para rescatar el espíritu sanmartiniano del Ejército, invitándolos a reconstruir “el país con democracia, pluralidad y justicia social”. — El terrorism o de Estado es una de las cosas más sangrientas que le pueden pasar a una sociedad. N o hay nada que lo habilite y menos la utilización de las Fuerzas Armadas — concluyó. A l cerrar su discurso, Kirchner buscó a Bendini para que lo acom­ pañara hasta el lugar en el que los cuadros estaban colgados. Subió un piso por las escaleras y se detuvo ante los retratos. El silencio era sepulcral. Mientras él señalaba los cuadros con su mano derecha en alto, le ordenó al Jefe del Ejército que los retirara. Solo dijo “proceda”. Y todos entendieron que en esa palabra había mucho más que una orden. Indudablemente, era otro tiempo el que empezaba a escribirse en la Argentina.

LA R E L A C I Ó N C O N EL FMI

Id e o l o g í a

p o l ít ic a y p o l ít ic a e c o n ó m ic a

Kirchner siempre fue un crítico del Fondo M onetario Internacio­ nal. C on mucha razón, veía en ese organismo a uno de los principales causantes de la crisis argentina. Solía recordar los días en que Michel Camdessus elogiaba la política económica impulsada en nuestro país durante la década de 1990, exhibiendo como ejemplo ante el mundo el gobierno de Carlos Menem. N o se reservaba dudas. Kirchner creía que el FMI había sido el gendarme responsable de garantizar la implementación en nuestro país de las medidas económicas aprobadas en lo que dio en llamarse el Consenso de Washington, una lista de diez políticas originalmente pensadas para América Latina (disciplina fiscal, reordenamiento del gasto público, reform a impositiva, liberación de los tipos de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio internacional, liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, priva­ tizaciones, desregulación de mercados y preservación de los derechos de propiedad) pero que posteriormente trascendieron a todo el mun­ do como un programa general. Tenía razón cuando afirmaba que esas políticas neoliberales se habían desarrollado en todo el mundo y habían dejado en nuestro con­ tinente consecuencias m uy negativas. En los años 90, el aumento real del-PBI en la región fue solo del 1'por ciento'durante toda la década. En ese contexto. de_mínimo crecimiento, el desempleo y la pobreza aumentaron. Latinoamérica ingresó en el tercer milenio con un tercio de su población viviendo en condiciones de pobreza con ingresos infe­ riores a los 2 dólares diarios y con.casi 80 millones de indigentes que debieron resignarse a subsistir con ingresos inferiores a 1 dólar diario.



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Cuando Kirchner renegaba de aquellas premisas, yo solía decirle que no habían sido íntegramente acatadas en la Argentina por quienes se autoproclamaban liberales respetuosos de los mercados. Así, fueron paladines en la liberalización.comerci_al que favoreció lajiestrucción de nuestra industria, en la admisiónjndiscriminada de importaciones y en la privatización de los servicios públicos. Sin embargo, desobe­ decieron los mandatos que recomendaban el equilibrio fiscal y un tipo de cambio competitivo para favorecer el superávit comercial, aspectos centrales de nuestra propuesta económica. Yo participaba de las críticas que el Consenso de Barcelona (un espa­ cio del que participaban algunos amigos economistas cercanos al socia­ lismo español como Miguel Sebastián o Guillermo de la Deheza) había formulado al Consenso de Washington. Siempre he creído que a la hora de instrumentar políticas económicas uno debe moverse con absoluto pragmatismo y así actué cuando debí opinar ante la toma de decisiones en el gobierno. En algunas ocasiones, uno debe moverse ortodoxamen­ te, por ejemplo, respetando la disciplina que permite alcanzar el superá­ vit fiscal. En otras, la heterodoxia es la solución, como cuando debimos formular la oferta para escapar al default de la deuda externa. A esta altura de los acontecimientos, aniquilado el comunismo y con el capitalismo en grave estado, se deben revisar todos los dogmas que rigieron este tiempo en materia económica. Concebir la economía como un mecanismo que equilibra el desarrollo social y actuar con la raciona­ lidad que la búsqueda de ese objetivo impone es el secreto del presente. P or eso, un Estado que gasta más de lo que sus ingresos le perm i­ ten camina inexorablemente al endeudamiento desmedido que condi­ cionará el desarrollo social de quienes lo habitan. De igual modo, pos­ tergar la inversión social para hacer frente a los intereses usurarios de una deuda es inmoral porque empuja a la marginalidad a muchos sec­ tores sociales y privilegia la deuda ante los acreedores económicos en desmedro de la deuda social. A Kirchner le cabía toda la razón en ese punto: los Consensos de Washington solo sirvieron para patentizar un modelo de centraliza­ ción del poder mundial. De ahí que su planteo político encontrara eco en muchos sectores. P or encima de todas estas disquisiciones, siempre creyó que era necesario confrontar con el Fondo M onetario Internacional, cargán­ dole la responsabilidad de haber apoyado el modelo económico que provocó en la Argentina la explosión de diciembre de 200.1.



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L O S PRIMEROS ADELANTADOS DEL F M I Eduardo Duhalde había logrado un acuerdo m uy precario con el FMI. El com prom iso, que se extendía durante doce meses y vencía a mediados de 2003, preveía que en ese lapso el gobierno nacional debía ordenar la economía sin auxilio externo de ningún tipo. P or su parte, el organismo no demandaría a lo largo de ese año el pago de deuda vencida. Durante la campaña presidencial, A noop Singh visitó la A rgenti­ na para conocer el parecer de los distintos candidatos. El Fondo bus­ caba obtener una idea aproximada sobre qué iba a ocurrir en el país en materia económica a partir de entonces. Además, estaba entre sus p re­ tensiones reordenar el caso argentino, ya que el acuerdo de transición cerrado por el gobierno de Eduardo Duhalde, si bien le había perm i­ tido a la Argentina postergar sus obligaciones con los organismos de crédito, también había dejado sin resolver cuestiones de trascendental importancia para el reordenamiento financiero del país. En la tarde del martes 6 de marzo de 2003, a poco más de un mes de las elecciones presidenciales, Oscar Tangelson, Julio De Vido, José María Las Fieras y yo nos reunimos con Singh en el H otel Sheraton de Retiro. Ese día Singh no cesó de hacer preguntas puntuales mien­ tras tomaba nota de todas las respuestas. A diferencia de lo que había ocurrido en Brasil, en donde el FMI había conseguido el compromiso de todos los candidatos presidencia,les brasileños — incluido el de Lula da Silva— de avalar el acuerdo .cerrado con Fernando Henrique Cardoso por una asistencia financie­ ra de unos treinta mil millones de dólares, Singh debió escuchar en la Argentina un sinfín de críticas al rol del organismo en las causas que habían determinado la crisis. Su m ayor preocupación residía en conocer si los planes de gobier­ no preveían una suba escalonada del superávit fiscal primario, un componente esencial para que el país comenzara a cumplir con sus compromisos externos. Fuera de eso, Singh se ocupó de hacernos conocer la conveniencia de mejorar el diálogo con el FMI, tal como en su momento lo habían hecho los entonces candidatos a presidentes de Ecuador y Brasil, Lucio Gutiérrez y Lula da Silva, respectivamente. Aunque compartimos con Singh la necesidad de construir una eco­ nomía sana basada en el equilibrio fiscal, dejamos en claro nuestro pare­ cer sobre la responsabilidad del Fondo Monetario Internacional en la



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crisis recientemente vivida. Ese era exactamente el mensaje que Kirch­ ner quería que les transmitiéramos a los funcionarios del organismo. Había pedido puntualmente que fijáramos nuestra idea de que la hete­ rodoxia en materia económica no necesariamente debía ser vista como irracionalidad. Para explicarla, me recomendó usar los resultados eco­ nómicos alcanzados en Santa C ruz durante su gestión, que demostra­ ban cómo un Estado muy activo en la economía podía preservar un equilibrio fiscal envidiable en las cuentas públicas. A sí lo hicimos. Cuando observó que sus recomendaciones tenían un eco limitado, Singh buscó congraciarse detallándonos los “procesos de cambio de mano en el poder” que se experimentaban en Latinoamérica. Y fue más allá: nos aseguró que, según las encuestas que conocía, Kirchner “encabezaba las preferencias del electorado”. A aquel encuentro no solo faltó Kirchner. Tampoco asistió A d o l­ fo Rodríguez Saá. Concurrieron Menem y López Murphy. Ellos asig­ naban particular relevancia a la relación de la Argentina con el orga­ nismo. Elisa C arrió no estuvo ni envió emisarios. Sabía que los argen­ tinos nunca le encomendarían la tarea de presidir el país.

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A poco de asumir el gobierno nacional, el acuerdo firmado por Duhalde estaba próxim o a su fin. C on la mala predisposición que K irchner evidenciaba hacia el Fondo, Roberto Lavagna debió hacerse cargo de llevar adelante el diálogo. Kirchner nos había instruido respecto de su propósito central: lograr un acuerdo extendido de tres años que nos permitiera desarro­ llar el plan de activación de la economía y hacer una oferta para salir del default sin interferencias del Fondo. Aunque Roberto Lavagna fue quien debió cargar el peso de la negociación del convenio, yo me sumé a la tarea solo cuando el acuer­ do parecía estancarse debido a algunas diferencias surgidas a raíz de ciertas demandas del FMI. La primera de esas discrepancias se originaba en las exigencias del organismo de someter a la banca pública a un proceso de privatización como paso previo a la reorganización del sistema financiero. En ese mismo orden de ideas, pretendía que los bancos fueran compensados p or los desfasajes generados con la pesificación. Lavagna se mantu­ vo firm e en ese punto y rápidamente le hizo com prender a nuestra



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contraparte la imposibilidad de tal pretensión, ya que K irchner inten­ taba valerse de la banca oficial para favorecer el acceso al crédito de la pequeña y mediana empresa con fines productivos. P or otra parte, respecto de los bancos que acababan de quedarse con el ahorro de sus clientes, les expresó la inconveniencia política de acceder a compensa­ ciones como las que reclamaban. La segunda diferencia residía en los precios de los servicios públi­ cos. Durante el gobierno de Duhalde se había dispuesto un aumento de las tarifas que no prosperó por distintas decisiones judiciales que impi­ dieron la aplicación de la medida. Lavagna era propenso a ajustarlas, coherente con aquella decisión del gobierno al que había pertenecido. Sin embargo, Kirchner se mostró contrario a esa idea. Creía que duran­ te los años 90 las empresas de servicios públicos habían logrado excesi­ vas utilidades y que ello era consecuencia de que habían tenido sus tari­ fas dolarizadas y postergado inversiones necesarias escudándose en la recesión que sumergió al país a partir de 1997. Después de muchas dis­ cusiones, los técnicos del Fondo accedieron a quitar ese reclamo. Finalmente, el tercer punto que nos enfrentaba con el FMI estaba en el superávit fiscal. Los negociadores del organismo querían que el país se comprometiera a alcanzar un superávit fiscal primario consolidado del orden del 4 por ciento del PBI. Para nosotros, que observábamos que con mucho esfuerzo el superávit podría ser del orden del 3 por cien­ to, admitir aquella exigencia implicaba restringir el gasto social y pos­ tergar la inversión pública en un momento en que el país demandaba políticas sociales y obras que sostuvieran el incipiente crecimiento. Para nuestro pesar, Brasil acababa de comprometerse a obtener un superávit fiscal semejante al que nos reclamaba el Fondo Monetario Internacional. Kirchner me pidió que indagara cómo era posible que hubiera ocurrido y fue entonces cuando le pedí telefónicamente a M ar­ co Aurelio García — un gran amigo y principal asesor de Lula en cues­ tiones internacionales— que me explicara las causas de esa decisión. A llí nos enteramos de que, en el cálculo del superávit, Brasil incluía los ingresos provenientes de la recaudación previsional y que esos mismos recursos eran los que financiaban la inversión de las empresas brasileñas a través del Banco Nacional de Desarrollo Social ( b n d s ). Cuando Kirchner conoció ese cuadro, empezó a alimentar la idea de estatizar nuevamente el sistema previsional argentino. A partir de ese dato, en la negociación, empezamos a usar a nuestro favor el argumento de que no contábamos con los recursos previsionales. Así, como Argentina carecía de esos ingresos porque el sistema estaba en

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manos de la adm inistradoras de fondos de jubilaciones y pensiones (AFJPS), era im propia la exigencia que se nos petendía imponer.

En el momento en que los técnicos del organismo abandonaron la Argentina, no habíamos acordado el alcance del superávit fiscal a com­ prometer. Tres días después de concluida aquella misión negociadora en la Argentina y de que el FMI dispusiera la liberación de un crédito puente de 320 millones de dólares, llegó al país Horst Kóheler, el ale­ mán que revestía la condición de Director Ejecutivo del organismo. En la noche del 23 de junio de 2003, Kirchner invitó a K óheler a cenar en la residencia presidencial de Olivos. De esa cena participamos también Lavagna, Zannini y yo. Kóheler pudo conocer esa noche el malhumor que Kirchner arras­ traba con el FMI. Apenas ingresó en el living de la residencia y mien­ tras todos éramos invitados a compartir un aperitivo, K irchner comenzó a desplegar su artillería. — Yo sé que usted esperaba encontrarse hoy con otro presidente de la Argentina. Pero los argentinos han decidido que sea yo quien presida el país. Q uiero que sepa que nada será como fue y que perso­ nalmente considero al FMI particularmente responsable de lo que le pasó a mi país — dijo Kirchner en tono firme. ""^Kóheler quedó en silencio escuchando cómo Kirchner, una a una, iba desgranando las responsabilidades que le atribuía al organismo. Cuando concluyó, con mucha diplomacia, Kóheler reconoció, con una sonrisa que reclamaba piedad, que venía preparado para escuchar esas críticas. Inmediatamente después dijo haber entendido m uy bien todo lo que había escuchado y, para distender el clima, propuso un brindis y seguir conversando sentados a la mesa servida en su honor. Ya en la cena, Kóheler se comprometió a ayudar al país después de dejar en claro su parecer sobre gran parte de los planteos de Kirchner. — Presidente, yo ya me acostumbré a andar por el mundo y que se diga que el FMI es el culpable de todos los males. Pero no creo que sea bueno para Argentina echarle toda la culpa al FMI, porque muchos de los problemas que existen radican en el país — remarcó, ponién­ dole un límite a los dichos de K irchner— . Seguramente el FMI tuvo fallas — prosiguió— pero los argentinos deben revisar su propia con­ ducta. Yo le aseguro que el Fondo no le dirá al G obierno lo que tiene que hacer. Solo intentaremos negociar con ustedes un acuerdo para los próximos tres años en el que se comprometan, junto con las provincias, a una rígida disciplina fiscal que garantice superávit suficiente para cum­ plir con el repago de la deuda. También queremos una estrategia para

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definir las compensaciones a los bancos, necesarias para paliar los efec­ tos de la pesificación de los depósitos. Finalmente, queremos que entien­ dan que es necesario reconstruir un clima de confianza para los inverso­ res y en ello la revisión de las tarifas tiene mucho que ver — concluyó. A l día siguiente, en conferencia de prensa, K oheler le dedicó elo­ gios a Kirchner, a quien calificó como un presidente que demostraba una correcta visión de la situación del país. De regreso a Washington, emitió un informe muy favorable sobre la situación de la Argentina reconociendo, implícitamente, cómo el FMI había subestimado el estado en que se hallaba el país. H orst K oheler fue un hom bre que ayudó mucho al diálogo con la Argentina, y era perfectamente consciente de la incidencia negati­ va del FMI durante la década del 90, pero aun así nos advertía sobre cómo nuestro país repetía errores que de modo indefectible lo con­ denaban a su postergación. Su com prom iso fue evidente cada vez que debió requerir al directorio del organismo que apoyara el plan de acción suscripto p o r la Argentina. Pese a todo, la negociación seguía generando complicaciones. El FMI había admitido la inconveniencia tanto de producir cambios en la banca pública como de compensar a la banca privada, en los tér­ minos pedidos y hasta había aceptado a regañadientes que el Estado no asumiera compromisos en materia de revisiones tarifarias. Q ue­ daba aún sin resolver cuál sería el porcentaje de superávit admisible. K irchner no quería com prom eterse con un superávit que poster­ gara la obra pública y la atención social. A unque no le quitaba razón a sus argumentos, Lavagna se mostraba preocupado. Temía que por ese aspecto no llegáramos a un acuerdo en un m om ento en que el país lo necesitaba. Cuando la negociación pareció caer en un pantano, Kirchner se comunicó telefónicamente con K oheler para reafirmarle nuestra posi­ ción y buscar la comprensión del alemán. — Q uiero un acuerdo con el FMI — com enzó diciéndole— pero no v o y a com prom eter más de 3 puntos de superávit. Eso es lo que la Argentina puede cum plir sin postergar su crecimiento. Espero que me entiendan, pues de lo contrario caeremos en default también con ustedes y deberán seguir pagando los costos de condenar a la A rg en ­ tina — sentenció. Koheler, que estaba de gira por el mundo, le pidió tiempo. Tenía enormes problemas para convencer a un directorio del organismo en el que japoneses, italianos y holandeses se mostraban contrarios a la

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pretensión argentina. Mientras Kóheler usó ese tiempo, la Argentina corrió el riesgo de caer en default con el FMI, al demorar el pago de 2.900 millones de dólares. Ese lapso fue de mucha tensión ya que K irchner había dado la orden de no seguir las negociaciones después de su conversación con Kóheler. Estaba tensando la negociación al límite pero no quería dar señales concesivas hacia quienes eran, para él, los responsables de la calamitosa situación del país. Pero Kóheler logró finalmente que el directorio aceptara el recla­ mo argentino y así, el 10 de septiembre de 2003, logramos suscribir los acuerdos.

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n a c o n f r o n t a c ió n q u e n o c e sa

Hubo un segundo momento de tensión con el FMI. Fue cuando lle­ gó el momento de aprobar la segunda revisión de aquel acuerdo suscrip­ to en septiembre de 2003. En esa ocasión, las negociaciones entre Bue­ nos Aires y Washington se intensificaron. Kirchner permaneció recluido en su despacho de la Casa de Gobierno y Lavagna y yo lo acompañamos al tiempo que lo manteníamos informado sobre lo que ocurría. En ese momento la Argentina debía desembolsar al FMI 3100 millones de dólares, pero Kirchner había dado la orden de no hacerlo hasta que el organismo aprobara la segunda revisión del acuerdo vigente. Pensaba que, habiendo cumplido con el compromiso asumi­ do, era necesario que el FMI hiciera su parte de no interferir en nues­ tra política económica. La noche del lunes 8 de marzo de 2004, el gobierno envió una p ro ­ puesta sobre el cumplimiento futuro del acuerdo firmado en septiem­ bre de 2003. Antes, el FMI había planteado nuevas exigencias para la renegociación de la deuda argentina con acreedores privados morosos por unos 100 mil millones de dólares. Nuestra oferta reclamaba que no se condicionara la negociación, aunque se enfatizaba la vocación por resolver el problema. Para ordenar el pago de los 3100 millones de dólares al FMI, Kirchner esperaba una clara señal de que el organismo aprobaría la segunda revisión de las metas establecidas en el acuerdo que nos per­ mitía diferir pagos. Esa señal ocurrió el martes 9 de marzo de 2004, cuando Anne Krueger le inform ó telefónicamente que la segunda revisión sería aprobada. El riesgo del incumplimiento había sido eludido. —

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A la semana siguiente, el 15 de marzo, Kirchner viajó a Brasil y se entrevistó con Lula, para establecer entre ambos países una estrategia de negociación común ante el organismo de crédito. Tanto antes del viaje como durante el vuelo, K irchner me comen­ tó su deseo de buscar un acuerdo con Brasil para impulsar una nego­ ciación regional conjunta ante los acuerdos con el FMI. Era tal su p re­ ocupación que me encomendó que me involucrara de lleno en las negociaciones porque temía que la diplomacia no operara con sufi­ ciente convicción. Estaba m uy molesto por la presión ejercida desde el organismo. Confiaba en que, si Brasil nos acompañaba, se facilita­ ría nuestra posición negociadora. En el gobierno de Brasil, la situación estaba dividida. A ntonio Palocci, M inistro de Hacienda, entendía que las negociaciones con el FMI no debían reconocer elementos comunes pues las realidades de ambos países eran distintas. Contrariamente, Marco A urelio García veía con simpatía la idea de desarrollar una negociación partiendo de parámetros comunes. La cancillería brasileña, finalmente, había tom a­ do una posición ambivalente. Objetivamente, las situaciones de Brasil y Argentina eran diferen­ tes. Mientras que en 2003 el PBI de la Argentina había crecido más del 8 por ciento, el de Brasil había caído cerca del 0,2 por ciento. La oposi­ ción, los- sectores empresariales y sindicales y el mismo Partido de la Trabajadores que presidía Lula lo atribuían al fuerte ajuste fiscal pro­ movido por el gobierno para alcanzar un superávit del 4,25 por ciento. En la misma noche del día de nuestro arribo a la ciudad de Río de Janeiro, cenamos con Lula da Silva en uno de los salones del Hotel Copacabana. Aunque la conversación transcurrió por los canales p ro­ pios de lo social, Kirchner encontró un hueco para poner de relieve nues­ tras preocupaciones y nuestro deseo de concluir el encuentro con una manifestación conjunta que expresara la vocación no solo de establecer pautas negociadoras ante el FMI, sino también de limitar públicamente las cuestiones discutibles, en especial las relacionadas con los gastos computables, con el fin de determinar el superávit y su alcance final. A l día siguiente, durante un desayuno del que participamos K irch­ ner, Lula, Marco A urelio García y yo, el presidente brasileño escuchó las observaciones de su par argentino y comenzó a variar su posición. Sin vueltas, expresó su apoyo al parecer de Kirchner. No obstante, cuando me sumé a la reunión de trabajo observé que allí imperaba otro espíritu. Palocci parecía decidido a no hacer nada conjuntamente con la Argentina. Para él, Brasil debía ser un alumno

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disciplinado del sistema financiero internacional mientras que la Argentina había optado por ser, cuanto menos, un “díscolo” miembro de ese sistema. ¿Por qué Brasil debía hacerse cargo de la indisciplina argentina? ¿Por qué Brasil debía negociar conjuntamente con la Argentina, si tenía en orden su relación con el FMI y su deuda no esta­ ba en default? La cancillería brasileña se mostraba distante del debate y la nuestra no creía oportuno forzar posiciones. Solo Marco A urelio García acordaba con nuestra postura. Sin embargo, en privado, Kirchner me comentó que el acuerdo con Lula era un hecho, y me pidió que diseñara un documento que expresara, entre otras consideraciones, una posición conjunta para negociar ante los organismos de crédito. Las cancillerías habían redactado un documento que proponía mejorar la relación bilateral y la relación comercial entre el MERCOSUR y la U nión Europea, y en el que se abordaba superficialmente la idea de una posición común frente a las negociaciones con los organismos internacionales. Pero ese documento inicial incluyó, finalmente, algu­ nos párrafos en los que se reclamaba una revisión conceptual para redefinir los modos de medición del superávit fiscal primario, de manera que no se computaran como gasto ni las inversiones destina­ das a obras de infraestructura ni el gasto social. A sí nació el Consenso jie Río, del que.surgió.la “Declaración sobre la cooperación para.el crecimiento económico con equidad”. Una vez firmada la declaración, Kirchner me encomendó convo­ car a una conferencia de prensa junto a Celso A m orim para comuni­ car la posición argentina. Busqué por todos los medios dejar en claro nuestro punto de vista: de ningún modo íbamos a comprometernos a obtener más de un 3 por ciento de superávit pues ello significaba pos­ tergar el crecimiento argentino. En Brasil, el acuerdo le permitió a Lula recuperar banderas p ro ­ gresistas después de haber desarrollado una política económica criti­ cada por ortodoxa que, en alguna medida, lo había enfrentado a diver­ sos miembros de su propio partido.

EL DÍA QUE EL FM I DEJÓ DE SER U N PROBLEMA PARA LOS ARGENTINOS Kirchner estaba convencido de que cualquier política económica sería imposible si el FMI mantenía su poder de interferencia en los

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planes del país. Com enzó así a fom entar la idea de desembarazarse del organismo saldando la deuda pendiente, para que, quitándole a la Argentina la condición de país deudor, el poder auditor del Fondo quedara minimizado. El pago total de la deuda al FMI insumió meses de debates y dis­ cusiones. Lavagna dudaba del momento. Temía que la decisión de la liberación de la deuda por parte de la Argentina se viera en el mundo como un gesto hostil hacia el sistema financiero internacional. A d e­ más, cuestionaba la decisión de valernos de reservas del Banco Central para hacer frente a ese pasivo. Cristina compartía las prevenciones de Lavagna aun cuando acor­ daba con Kirchner en la necesidad de hallar mecanismos que favore­ cieran nuestra desvinculación del FMI. De cualquier modo, K irchner no dejaba de analizar esa posibili­ dad. Periódicamente revisaba el cuadro de situación de deuda con el FMI. Tenía la obsesión de desligarse del organismo acreedor para impulsar una política económica alejada de los reparos y las observa­ ciones de los funcionarios de esa entidad. Cuando Lavagna dejó el gobierno, el Presidente presintió que a su idea se le había allanado el camino. Entonces me encomendó que viajara a Europa para solicitar el apoyo del gobierno español para hacer frente al pago total de la deuda con el FMI. De ese viaje parti­ cipó también Felisa Micceli, designada pocos días antes al frente del ministerio de Economía. Para la prensa argentina, el m otivo central de nuestro viaje era ordenar la cuestión tarifaria con las empresas españolas prestadoras de servicios públicos en la Argentina. Pero no era así. En Madrid, mantuvimos una primera reunión con Miguel Sebas­ tián, por entonces al frente del gabinete económico de Rodríguez Zapatero. Le adelantamos nuestro deseo de hacer frente al pago inte­ gral de la deuda existente con el FMI y le pedimos que analizara el tipo de ayuda que podían brindarnos. Mientras esa reunión transcurría, recibí el llamado telefónico de Kirchner. A llí me anticipó que teñía noticias de que Brasil pagaría su deu­ da y me pidió que verificara esa información con Marco Aurelio García. Me comuniqué de inmediato con Marco A urelio García, quien me confirmó la decisión de Brasil de cubrir la deuda que mantenían con el FMI. Cuando lo enteré a Kirchner, me pidió que le planteara a M ar­ co A urelio presentar conjuntamente la decisión de ambos países. Bra­ sil debía esperarnos 24 horas.

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A sí lo hice. Después de consultarlo a Lula, Marco A urelio García me transmitió la conformidad del gobierno de Brasil de encarar una presentación conjunta. Enterado Kirchner y a su pedido, regresamos de inmediato a Bue­ nos Aires. Esa misma noche tomamos el vuelo desde Madrid. A las once de la mañana del día siguiente, recién arribado, llegué a la Casa de Gobierno y puse en marcha la presentación pública de la medida. En el despacho de Kirchner, nos reunimos con Zannini, Miceli y Redrado, quienes quedaron encargados de redactar las normas pertinentes. A las siete de la tarde de ese día, Kirchner hizo el anuncio en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. A lln n fo rm ó , en un extenso dis­ curso, que la Argentina cancelaría en un solo pago, antes de concluido'él año 2005, la deuda de 9.810 millones de dólares que mantenía con el Fondo M onetario Internacional. El desendeudamiento con el Fondo fue una de las marcas de la política económica del gobierno. En aquel discurso, Kirchner no per­ dió la oportunidad de volver a apuntar con dureza contra el organis­ mo internacional. Lo acusó de haber presionado a la Argentina para que se aplicaran “políticas que perjudicaban el crecimiento” y que provocaban “dolor e injusticia” en el país. El pago resuelto representó cerca del 9 por ciento del total de la deuda pública argentina — que por entonces era de 120 mil millones de dólares— y significó comprometer poco más del 35 por ciento del total de las reservas que el país acumulaba en el Banco Central, que por entonces alcanzaban los 27 mil millones de dólares. C on el pago adelantado aj^FMI, el país logró ahorrar casi mil millones de dólares .en concepto de intereses. K irchner será recordado como el hombre que más hizo para dejar al descubierto las falencias de criterio y los abusos políticos que el Fondo M onetario Internacional desarrolló en sus años de apogeo. Muchos vieron en esa posición el accionar de un aventurero irres­ ponsable. Pero cuando la crisis internacional arrasó con los dogmas liberales que imperaban en la economía global a partir de la “revolu­ ción conservadora” iniciada por Reagan y Thatcher, los mismos críti­ cos debieron aceptar el acierto de sus afirmaciones. Kirchner lo vio antes. Luego, el mundo ya era distinto.



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HACIA UNA J US T I C I A MÁS JUSTA

Cuando en mayo de 2003 Kirchner asumió la presidencia, la Justi­ cia enfrentaba un cuadro de creciente deterioro. Era muy preocupante ver el nivel de descalificación social que la magistratura enfrentaba. Tan­ to era así, que en todas las encuestas que entonces circulaban, el Poder Judicial asomaba como una de las instituciones con menor prestigio. Era razonable que así fuera. Durante la presidencia de Carlos Menem, una serie de designaciones — prom ovidas en la Justicia Fede­ ral y en la C orte Suprema de Justicia— justificaban absolutamente ese malestar ciudadano. Una sucesión de casos que afectaban a funciona­ rios públicos y que en los tribunales federales se ventilaban en dilata­ dos trámites, prom ovían la convicción de que la impunidad del poder estaba garantizada por los mismos a los que se les había encomenda­ do el juzgamiento de tales procederes. En el máximo tribunal del país, la situación no era mejor. En 1990, a poco de asumir su presidencia, Carlos Menem había ampliado de cinco a nueve el número de sus miembros y así, a los tres ministros sobrevivientes de la corte plural designada por Raúl A lfonsín (Enri­ que Petracchi, Augusto Belluscio y Carlos Fayt), se sumaron dos jue­ ces reconocidos por sus lealtades menemistas: Julio Nazareno y Eduardo Moliné O 'Connor. El prim ero de ellos había sido socio del entonces presidente y de su hermano Eduardo en un estudio jurídico en La Rioja. Moliné O 'C onnor, p or su parte, registraba un extraño antecedente curricular para acceder a semejante cargo: era un alto fun­ cionario de la Asociación Argentina de Tenis. U n año después Menem sumó a la C orte Suprema a A ntonio Boggiano, un jurista que, a diferencia de los nombrados en el párrafo pre­ cedente, era académicamente reconocido en el ámbito del derecho

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internacional privado. A pesar de ello, su prestigio se vio salpicado cuando en 1993 fue acusado por sus colegas de robar una sentencia desfavorable para el gobierno. Así, pasó a la historia como el creador del “recurso de arrancatoria”. En 1994, como resultado del Pacto de Olivos, se sumaron al máxi­ mo tribunal Guillermo López y Gustavo Bossert. López, especialista en derecho laboral, se integró sin problemas a la mayoría automática, mientras que Bossert, un reconocido académico del derecho de familia, había llegado hasta allí de la mano de Alfonsín. De esa manera, para hacerle lugar a un hombre del radicalismo, la “mayoría automática” perdió un miembro, pero a pesar de ello su eficacia no se vio alterada. Tiempo después se sumaría A d olfo Vázquez, un juez laboral devenido en ministro de la C orte Suprema solo p or su amistad con Carlos Menem. C on todos esos cambios, el menemismo consolidó la idea de que la C orte debía servir como herramienta de gobernabilidad y dar legi­ timidad a las decisiones del Poder Ejecutivo. C on esa prédica, obtuvo el aval jurídico para todas sus decisiones políticas y económicas. A nuestro arribo al gobierno, el tribunal estaba integrado por Petracchi, Belluscio, Fayt, Nazareno, Moliné O ’Connor, Boggiano, López, Vázquez y Juan Carlos Maqueda (un reconocido constitucionalista cordobés que había accedido al cargo en reemplazo de G usta­ vo Bossert tras haber ocupado la Presidencia Provisional del Senado durante la presidencia de Eduardo Duhalde). En esos días, la C orte Suprema tenía bajo análisis una serie de temas que indudablemente incidían en nuestra gestión. Las cuestiones derivadas de la pesificación asimétrica, la devolución de los depósitos afectados por el corralito y el riesgo de una nueva dolarización ponían en jaque nuestra política económica. Además, la posible declaración de consti'tucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final podía consolidar la impunidad de los genocidas. La información con la que contábamos decía que los miembros de aquella “mayoría automática” trabajaban afanosamente para condi­ cionar al nuevo gobierno, amenazando con reponer la dolarización de la economía y convalidar las leyes de impunidad. Temerosos de ser desplazados de sus funciones, hacían circular todo tipo de versiones tratando de abrir una puerta de “negociación” con el gobierno que les permitiera permanecer en sus cargos. Aunque todo eso nos preocupaba, Kirchner nos había encomenda­ do especialmente que no atendiéramos ni las llamadas ni los emisarios

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que enviaran esos jueces. Temía que haciéndolo abriéramos las puertas a esa extorsión que, estaba seguro, ellos querían poner en marcha. Además, ya en el gobierno, conocíamos una serie de fallos escan­ dalosos que preanunciaban momentos difíciles para algunos miembros de la C orte Suprema de entonces. El más llamativo había sido dictado en un caso en el que la empresa Meller, ex editora de Páginas Amarillas durante la etapa de ENTel, había demandado al Estado — aparente­ mente fuera de término— un resarcimiento millonario por presuntos incumplimientos contractuales. María Julia Alsogaray, como interventora en ENTel, había admi­ tido el reclamo y ordenado indemnizar a M eller con treinta millones de dólares. Aunque posteriormente la Procuración del Tesoro había declarado nula esa decisión y ordenado su revocación, la ex interven­ tora de ENTel llevó el caso al Tribunal A rbitral de Obras Públicas, siguiendo la recomendación jurídica de R odolfo Barra (ex ministro de justicia de Carlos Menem). A llí, los dos representantes del gobierno también fallaron a favor del pago. Tardíamente, ENTel, en liquida­ ción, prom ovió un recurso de queja ante la C orte y fue entonces cuan­ do la denominada “mayoría automática” dictaminó que los fallos de los tribunales arbitrales son inapelables y rechazó el recurso con un argumento formal, negándose a revisar un proceso administrativo cla­ ramente fraudulento. A sí quedaba consolidada la orden de pago a favor de M eller que — actualizaciones, modos de liquidación im pro­ pios y costas mediante— hacía trepar la cifra indemnizatoria hasta los 400 millones de pesos ya pesificados. U n verdadero escándalo. El “Caso M eller” lo teníamos en carpeta. Era m uy demostrativo del modo como operaba la “mayoría automática” en coincidencia con espurios intereses del menemismo. Junto a ese antecedente, se acumu­ laban otros fallos del tribunal igualmente vergonzosos. En ese contexto, una mañana, repentina e inesperadamente, Julio Nazareno — entonces presidente de la C orte Suprema— negó su renuncia ante una requisitoria periodística. Confesó sentirse tan “cuestionado como los legisladores” y el resto de los funcionarios, y señaló desafiante que los argentinos habían votado para elegir un pre­ sidente y no “para elegir representantes para la Justicia”. Nazareno concluyó sus declaraciones lanzando un dardo contra la misma hono­ rabilidad del gobierno: “Si ahora sacan a esta C orte, ¿qué cree usted que van a poner? ¿A jueces enemigos?”. . Cuando Kirchner conoció las declaraciones de Nazareno entendió que ese era el momento de iniciar la embestida contra los miembros de

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la “mayoría automática”. Llevábamos poco más de una semana de gobierno y era notoria la demanda ciudadana reclamando una justicia independiente. En el mañana del 4 junio de 2003, mientras desayunábamos en O livos, conversamos con Kirchner el caminó a seguir. Escuchando la opinión de Cristina, rápidamente resolvió requerirle al Congreso Nacional que iniciara el enjuiciamiento político de los miembros cues­ tionados del máximo tribunal del país. Entendió que su reclamo, dada la gravedad institucional que suponía, debía preservar formas acordes a lo delicado del tema que trataba. Entonces, decidió grabar un dis­ curso cuya redacción encomendó a Cristina y a Carlos Zannini para que fuera emitido en cadena nacional esa misma tarde. La jugada pensada por Kirchner era realmente audaz. M uy poco tiempo antes, la Cámara de Diputados había rechazado el pedido de juicio político a los mismos jueces cuya remoción ahora él reclamaba. Sin embargo, confiaba en que podía ponerse al frente de la demanda popular y desde allí condicionar a la “corporación política” lo sufi­ ciente para que reviera su anterior decisión. “Pedimos con toda humildad, pero con coraje y firmeza, que los señores legisladores, que el Congreso de la Nación marque un hito hacia la nueva Argentina preservando a las instituciones de los hom ­ bres que no están a la altura de las circunstancias”, dijo Kirchner en lo que, finalmente, sería el único discurso que leería por cadena oficial fuera del protocolo presidencial. Kirchner no quiso salirse en ningún momento de las formas insti­ tucionales para prom over su reclamo sabiendo que separar a uno, o varios miembros de la C orte Suprema, no era tarea que pudiera concre­ tar el Poder Ejecutivo. “N o queremos nada fuera de la ley. Es la puesta en marcha de los mecanismos que permitan cuidar a la Corte Suprema como institución de la Nación, de alguno o algunos de los miembros de la tristemente célebre ‘mayoría automática’ ”, dijo entonces. Finalmente, en obvia alusión a Nazareno, aclaró que no era nues­ tro deseo “contar con una corte adicta”, sino con ’jna_“Cor.te-Supre=_ ma.capaz de sumar_calidad institucional”. “Es escandaloso y constituye el más grande agravio a la seguridad jurídica el solo hecho de que algunos especulen con tomar de rehén a la gobernabilidad para la obtención de ventajas o garantías personales o institucionales”, dijo Kirchner. Desde la oposición algunas voces se alzaron poniendo en tela de juicio la sinceridad de las palabras de Kirchner. O tros creyeron que el objetivo último era garantizarse una nueva mayoría automática. —

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Nazareno, apremiado por la cantidad de cargos que pesaban en su contra ante la comisión de juicio político de la Cámara de Diputados, decidió renunciar cuando aquel mes de junio culminaba. Luego llega­ ron las renuncias de A d olfo Vázquez y Guillerm o López y tiempo después las destituciones de Moliné O ’C onnor y A ntonio Boggiano. Cuando el proceso de renovación de los miembros de la C orte se inició, Kirchner_tuvo la firme vocación de dotar al país de un tribunal cuyos miembrosju e ra n éticamente incuestionables y técnicamente m uy ^sólidos. Estaba convencido de que Argentina no podía prosperar si no ,se le,garantizaba a su máximo tribunal de justicia absoluta independen­ cia en la función jurisdiccional. Quería desalentar categóricamente aquello que había insinuado Nazareno, y que muchos medios le endil­ gaban haber hecho en Santa Cruz: designar jueces que le fueran afines. Su idea contaba con un apoyo social m uy alto. Además, quien era entonces nuestro ministro de justicia, Gustavo Béliz, venía también reclamando lo mismo que entonces se estaba proponiendo. Contaba, en ese sentido, con muchas propuestas que tenían su mismo propósito. Una de ellas, por la cual había batallado Cristina sin éxito en la Cámara de Senadores el año anterior, fue la de cambiar el sistema de selección y designación de los miembros de la C orte Suprema. Esa idea había sido inicialmente propuesta en un documento titulado “Una C orte para la Democracia”, impulsada por diversas O N Gs: A D C , CELS, Poder Ciudadano, Fundación Am biente y Recursos Naturales y U nión de Usuarios y Consumidores, a las que luego se sumó INECIP (Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Pena­ les y Sociales); allí, estos organismos cuestionaban que las designacio­ nes de los ministros de la C orte se llevaran a cabo prácticamente sin control ciudadano y proponían la implementación de un mecanismo de audiencias públicas con “amplio debate y participación”; sostenían también que el Senado podía implementarlo a través de una resolución interna, o el propio Poder Ejecutivo, a través de un decreto, cada uno dentro.de su ámbito de competencia. La iniciativa había sido recogida en el Senado en un proyecto de resolución presentado en el año 2002 por la entonces Senadora por la Capital Federal, Vilma Ibarra, y fue incorporado por Cristina en el dictamen emitido p o r la comisión de Asuntos Constitucionales que ella presidía, para realizar diversas modificaciones al Reglamento Interno de esa Cámara. Este ha sido un caso singular, porque esas modificaciones reglamentarias, sancionadas durante el gobierno de Eduardo Duhalde, fueron todas votadas afir­ mativamente y a libro cerrado, con la sola excepción del artículo que



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contemplaba, precisamente, el mecanismo de audiencias públicas para la aprobación de los pliegos de los ministros de la Corte. Ese artículo 23 debió votarse por separado por pedido del Bloque del Partido Justicialista, y fue rechazado en la votación, con una expresa oposición del senador Eduardo Menem. - Cuando N éstor asumió la presidencia, decidió impulsar esta mis­ ma propuesta e implementarla en el ámbito del Poder Ejecutivo, para abrir las puertas a la participación ciudadana y a la publicidad de los criterios y procedimientos en la selección de pliegos de los ministros de la Corte. Esta medida suponía un recorte de las atribuciones del Presidente de la Nación que hasta allí proponía sus candidatos al Sena­ do para lograr su acuerdo, sin que mediara ningún mecanismo de con­ trol social efectivo. Kirchner tomó la idea y la convirtió en el decreto N ro. 222/03, con el que reglamentó el mecanismo de designación de los integrantes ^e la C orte Suprema de Justicia de la Nación. Desde entonces, todos los candidatos a integrar el máximo tribunal del país debieron superar vuna etapa de exposición pública y subsiguiente debate y control. Los antecedentes curriculares de los nominados empezaron a ser difúndidos en diarios y en Internet para que pudieran ser analizados y discu­ tidos en el ámbito de la sociedad civil. Solo después de tres meses, el Presidente, sopesando los apoyos y rechazos a la candidatura que p ro ­ pusiera, podía quedar habilitado para presentar la nominación al Sena­ do, a efectos de su eventual aprobación. Apenas 15 días después del dictado del decreto presidencial, el Senado de la Nación, que pocos meses antes había votado negativa­ mente esta iniciativa, volvió a considerarla y esta vez la aprobó, con­ sagrando también en el ámbito parlamentario la participación y el control ciudadano en el procedimiento de aprobación de pliegos. Esto nos demostraba, una vez más, que la decisión y la iniciativa política eran parte central en la construcción del poder, y que el secreto resi­ día en conectar esas iniciativas con la demanda social. El primer nombre que barajó Kirchner para ser designado en la nueva C orte Suprema fue el de Eugenio Raúl Zaffaroni, sin duda uno de los penalistas de habla hispana más reconocidos en el mundo entero. A ún recuerdo el instante en que Kirchner, aprovechando la presencia de Béliz en mi despacho, ingresó sonriente para informarnos su decisión. — Acaba de aceptar mi propuesta la persona que vo y a proponer como juez de la C orte en reemplazo de N azareno... es Zaffaroni, nos dijo.

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Los dos guardamos silencio. Debe haber sido tan singular nuestro ges­ to de asombro, que Kirchner, molesto, rompió nuestro silencioso asom­ bro preguntándonos de mal modo: “¿qué pasa? ¿no les gusta la idea?”. Lejos de disgustarnos, estábamos absortos. Nos parecía increíble que un presidente argentino pensara en un hombre con la personali­ dad de Zaffaroni para ocupar un cargo de tal envergadura. Yo, parti­ cularmente, guardaba por él una inmensa admiración desde mi juven­ tud, cuando y o comentaba libros y revistas en “Doctrina Penal”, una publicación especializada en la que Zaffaroni habitualmente escribía. vPero había algo más que me atraía de la propuesta: Zaffaroni había sido un muy duro crítico de Kirchner en los años en que había gober­ nado Santa Cruz. Siendo así, era evidente que en su ánimo no estaba pri­ vilegiar la “obediencia judicial”, sino construir una magistratura incues­ tionable. Ello se condecía con un concepto que siempre le recordaba a Kirchner cuando aparecía alguien insinuando la necesidad de contar con una justicia afín a nosotros: “es mejor contar con jueces probos, porque los jueces que hoy compremos mañana se venderán a otros”. A la designación de Zaffaroni, sobrevinieron las de Carmen A rgi-bay, Elena Highton de Nolasco y Ricardo Lorenzetti. En todos los casos, K irchner consultó mi opinión antes de proponerles el cargo. Suponía que, por mi profesión y por mi actividad docente en la U ni­ versidad de Buenos Aires, podía ofrecerle más información sobre esos nombres y así, ayudarlo a forjar un mejor criterio sobre todos ellos. En cualquier caso, se trataba de nombres tan sólidos que en mi caso poco y nada podía agregar. A Carmen Argibay la había conocido cuando ella litigaba y yo era empleado judicial. Le recordé a Kirchner lo que le había tocado pasar tras el golpe militar de marzo de 1976 cuando, después de haber sido des­ tituida de su cargo de Secretaria de Sala en la Cámara Nacional del C ri­ men, terminó varios meses detenida a disposición del Poder Ejecutivo. A Elena Highton de Nolasco solo la conocía por su trayectoria pública. Marcela Losardo, que en esos años era mi Jefa de Asesores en la Jefatura de Gabinete, solía hablarme de ella con evidente admira­ ción. En mis días de estudiante, había cursado y aprobado Derechos Reales en su cátedra de la Universidad de Buenos Aires. Sabía, ade­ más, de su impecable trayectoria judicial en donde había desarrollado criterios francamente innovadores. Entre ellos, la formulación de la “Teoría del esfuerzo com partido” que se había impuesto para equili­ brar las obligaciones derivadas de los contratos dolarizados tras la pesificación asimétrica.



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De Ricardo Lorenzetti, conocía menos, tal vez por su procedencia santafesina. A ún así, había podido leer algunos de los muchos traba­ jos que había publicado en materia de derecho civil. Sin dudas, su nombre no solo jerarquizaba al Tribunal, sino que también le otorga­ ba un tinte más federal. Esos cuatro nombres, sumados a los de Petracchi, Belluscio, Fayt y Maqueda terminaron conformando una magistratura de singular calidad técnica y de absoluta confianza ética. Acompañé a Kirchner en algunas de las reuniones en las que les propuso a sus candidatos integrar la C orte Suprema. En todos los casos, destacó la importancia que él le asignaba a la independencia de criterio del tribunal. A nte ellos se comprometió a no interferir en sus decisiones, pero se encargó de dejar en claro su preocupación p o r la cuestión económica y por los temas vinculados a derechos humanos. Pretendía transmitirles la trascendencia que esos temas tenían en el contexto político y social de Argentina. Con su nueva integración, Kirchner aportó una dosis de revulsión notable para modernizar los criterios imperantes en la justicia, conso­ lidando un tribunal superior equilibrado, tanto ideológicamente como en materia de género. A sí no solo facilitó la presencia en la máxima magistratura judicial de un jurista de conocidas ideas progresistas, catalogado políticamente como de centroizquierda y cultor de lo que la derecha argentina despectivamente ha dado en llamar “garantismo”, sino que tam bién,posibilitó-la-irrupción_de.m ujeres en un ámbito reservado hasta.entonces solo a varones, a católicos y a conservadores. _En.mis.años.de Jefe de.Gabinete, jamás se.me.requirió interceder ante alguno de sus miembros buscando influir en sus.decisiones. Tam­ poco conocí el sentido de alguno de sus fallos antes de que ellos adqui­ rieran trascendencia pública. Nadie en el gobierno estaba autorizado a llevar adelante una conducta semejante. Con su nueva integración, la C orte Suprema de Justicia ha dicta­ do incontables fallos que no respondieron a las expectativas del gobierno. Algunos afectaron el manejo de los recursos fiscales, como aquellos que reconocieron el derecho a la actualización de los haberes jubilatorios. O tros pusieron en crisis sistemas indemnizatorios fijados por ley, como ha sido el caso de las reparaciones por accidentes del trabajo. Finalmente, ha habido sentencias que contradijeron el interés político del gobierno, como ocurrió con aquella que hizo lugar al reclamo del estado chileno para extraditar a Sergio Apablaza y que obligó al gobierno argentino a darle refugio impidiendo que se lo sometiera a la jurisdicción del país trasandino.



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Tras la destitución de Boggiano y la renuncia de Belluscio (uno de los tres jueces que la conformaban desde la restauración democrática de 1983), se generaron dos nuevas vacantes en la C orte Suprema. Ello impulsó a la oposición política, y a muchas organizaciones de la socie­ dad civil, a demandar del gobierno la prom oción de dos candidatos que permitieran la completa integración del tribunal. Sin embargo, Kirchner, preocupado p o r no dar señales equí­ vocas a la sociedad, prefirió reducir el número de miembros de la C o r­ te Suprema de Justicia a su número original de 5 integrantes. De ese modo, no solo no cubrió aquellas vacantes, sino que además se com ­ prom etió a no ocupar las futuras vocalías que quedasen libres, en el momento en que dos de los entonces miembros abandonasen sus fun­ ciones. Esa decisión, propuesta p o r Cristina, tuvo la enorme cualidad de insuflar confianza social respecto de la plena autonomía judicial. La reformulación de la C orte Suprema tal vez haya sido la única decisión de N éstor Kirchner que ha merecido un reconocimiento definitivamente unánime. C on preocupación, en los últimos tiempos, se observaron desde el Poder Ejecutivo, actitudes de confrontación para con la Justicia. En el fragor de la disputa entre el gobierno de Cristina y el G rupo Clarín, hubo severos cuestionamientos del oficialismo a fallos judiciales que eran adversos a sus intereses. Inclusive, muchas voces cercanas al o fi­ cialismo llegaron a poner en tela de juicio la labor de la C orte Supre­ ma en la solución de esa disputa. La enorme reform a efectivizada en el más alto tribunal del país, no estuvo acompañada de una mejora en las designaciones de los juzga­ dos de instancias inferiores. Aunque no es razonable generalizar — en la Justicia Federal se han conocido sentencias de enorme trascenden­ cia, fundamentalmente en procesos vinculados con violaciones a los derechos humanos que han evidenciado la calidad de los jueces— , en ese terreno se ha observado un evidente deterioro en el cual el funcio­ namiento corporativo del Consejo de la Magistratura tiene una enor­ me responsabilidad. Tal vez lo actuado respecto de la C orte Suprema de Justicia debería servir como modelo, tanto en lo que hace a la firme decisión política adoptada, como al contenido de las reformas, para lo que aún resta hacer en procura de contar con una mejor administración de justicia.

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DE L A V A G N A A MORENO

La s a lid a d e l d e f a u lt . La deuda externa argentina creció exponencialmente desde 1976 en adelante. Cuando los militares asaltaron el poder constitucional, el 24.dejn a rz o de ese año, nuestro país reconocía una deuda externa de 4.000 millones de pesos. Restaurada la democracia, en diciembre de 1983, el monto había crecido diez ve c e s.D e allí en más, nuestro endeudamiento.no se detuvo^ En el momento en que Fernando de la Rúa abandonó el poder, la deuda era inmanejable y, cuando la crisis de 2001 arrasó con la convertibilidad y la economía se derrumbó, llegó a representar el 150 por ciento de nuestro PBL ""AÍ asumir el gobierno, debimos enfrentar una situación adicional ya conocida: la declaración unilateral de default de la deuda externa en la semana en que A d olfo Rodríguez Saá ejerció la presidencia. Ese default nos había dejado sin crédito y las demandas en contra del país florecieron en los distintos tribunales internacionales del mundo. Kirchner era partidario de hallar una salida inmediata para esa deuda y, a la vez, pretendía que los compromisos que asumiera para saldarla no condicionaran el desarrollo que el país reclamaba. Tan rotundo era ese peso para nuestra economía, que si el país hubiera tenido que atender en el año 2003 los compromisos que ella generaba, habría necesitado un superávit fiscal primario de casi el 9 p or ciento. Kirchner veía una sola salida: que la Argentina les propusiera a sus acreedores una quita sustancial sobre el monto adeudado. Esa quita no debía ser inferior al 75 por ciento. Confiaba en que los reclamantes aceptarían la oferta porque las posibilidades de cobrar la totalidad eran definitivamente imposibles.



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Roberto Lavagna había aceptado continuar en la cartera de Eco­ nomía y su gestión fue de mucha importancia en los primeros años de gobierno kirchnerista. A un en su condición de ministro aparentemen­ te “heredado” del ciclo provisional de Duhalde, y de los reparos de Kirchner a los que haré referencia, coincidía casi enteramente con nuestros enfoques. Durante su campaña presidencial, Kirchner se manifestó en favor de su continuidad y en ningún momento evaluó otro nombre. Me había encomendado la tarea de proponerle continuar, pedido que cumplí un día que invité a Lavagna a desayunar en mi casa. En esa oca­ sión, y para mi sorpresa, me comentó su deseo de ser canciller, para gestionar m ejor desde ese cargo la solución de la deuda externa. Le sugerí dejarlo para más adelante, porque su aporte sería más positivo al frente del ministerio de Economía. Y lo aceptó de buen grado. Tan­ to valorábamos su continuidad, que fue el único, además de Kirchner, que apareció en los spots televisivos de la campaña. Las imágenes lo mostraban trabajando junto a su equipo y una voz en off lo presenta­ ba como una garantía para el /nievo ciclo. En cuanto a la deuda, Lavagna acordaba con la idea de N éstor aunque ponía en duda que los tenedores de bonos argentinos resig­ naran semejante porcentaje de sus créditos. N otaba que en algunos mercados, como Alem ania, Italia, Holanda o Japón, era evidente la resistencia a una quita. Bastaba observar la hostilidad con que los mercados financieros internacionales trataban al país para com pren­ der su preocupación. A un así, Lavagna trabajó con su equipo respetando las premisas impuestas por Kirchner. Junto a G uillerm o Nielsen y Leonardo Madcur, diagramó diversas alternativas para reestructurar la deuda. Cuando creyó que su trabajo estaba concluido, nos propuso un aná­ lisis con todo el equipo. En la quinta de Olivos, junto con sus colaboradores, Lavagna nos presentó una serie de cuadros que proyectaba sobre una pantalla ante Kirchner, Cristina, Carlos Zannini, Sergio Acevedo y yo. Mientras los cuadros y los esquemas se sucedían, advertíamos que su impecable dis­ curso técnico preservaba la condición política impuesta por Kirchner: que la deuda reestructurada no condicionara el crecimiento proyectado de nuestra economía. Todas las propuestas ofrecían quitas de distinta magnitud y, en algún caso, pagos efectivos para reducir el capital. Kirchner tenía dudas de que las propuestas garantizaran la quita que él pretendía. Insistió en que la oferta implicara con toda claridad

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una reducción del 75 por ciento del valor nominal de la deuda. A ello le incorporó una exigencia más: debía lograrse sin que la Argentina adelantara parte del pago de modo efectivo. Lavagna no lo contradecía pero no dejaba de mostrarse preocupa­ do, temiendo que esa oferta no fuera viable. G uillerm o Nielsen, por esos días virtual viceministro de Economía, se sentó a mi lado y, mien­ tras escuchaba el planteo de Kirchner, comentaba en voz baja su pre­ ocupación. Presentía que sería dificultoso lograr la adhesión de los bonistas proponiéndoles una quita de semejante magnitud y sin nin­ gún tipo de pago efectivo. El debate quedó rápidamente clausurado. A nte la insistencia de Kirchner, Lavagna se avino a perfeccionar la propuesta. La ingeniería final de la oferta fue compleja. Había que canjear más de 150 tipos de bonos emitidos en siete monedas diferentes, regidos por ocho legislaciones distintas. La deuda a canjear alcanzaba un monto superior a los 102 mil millones de dólares. La propuesta final redujo a cuatro las monedas en las que los nuevos bonos serían emitidos — dóla­ res, euros, yens y pesos argentinos— y también a cuatro las legislacio­ nes a las que quedarían sometidos — Estados Unidos, Inglaterra, Japón y Argentina— . Los bonos emitidos en moneda nacional se ajustarían por el índice de Precios al Consumidor. Los otros podrían obtener una utilidad adicional directamente ligada con el crecimiento de nuestro PBI. N o habría pagos en efectivo y los intereses vencidos desde el ins­ tante de declarado el default no serían reconocidos, lo que traería apare­ jada una quita adicional de 14.000 millones de dólares. Sobre estas bases, Lavagna presentó la propuesta en Dubai el 22 de septiembre de 2004. En el marco de la Asamblea Anual del FMI y del Banco Mundial y con un discurso de neto corte político, Lavagna res­ ponsabilizó de la crisis a “los errores de juicio” de ambos organismos durante los años 90. “A hora hay que enfrentar esta realidad y hacer un reparto equitativo de las pérdidas”, dijo. Mientras él desplegaba su propuesta en Dubai, y o me encargué de presentarla ante las fuerzas políticas con representación parlamentaria. Lo hice en la Sala de Situación de la Casa de G obierno, ante los presi­ dentes de los bloques parlamentarios oficialistas y opositores. Quería­ mos que nuestra propuesta contara con la anuencia del Congreso, que finalmente logramos. Inmediatamente después de ambas presentaciones, comenzaron las críticas de economistas locales e internacionales y también de políticos opositores. Elisa_Carrió, por ejemplo, pocos días antes de vencer-el



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término para aceptar nuestra oferta, llegó a decir que era “absurda” y que estábamos “estafando” a los argentinos haciéndoles creer que los acreedores la aceptarían. Durante algunos meses, Guillermo Nielsen recorrió los principales centros financieros del mundo haciendo conocer y defendiendo nuestra propuesta. N o fue un trabajo fácil. En casi todas partes lo recibieron con una visible hostilidad. Su labor, silenciosa y muy poco difundida en la Argentina, adquirió relevancia a la hora de lograr que los acreedores admitieran que sus acreencias mermarían un 75 por ciento. Hubo, además, momentos de zozobra, originados casi siempre p or los bancos colocadores de los nuevos títulos. Tratando de mejorar sus posiciones, presionaron de diferentes modos y multiplicaron los resquemores que de por sí tenían los tenedores de títulos. Pero, finalmente, cuando el proceso concluyó, la operación del can­ je de la deuda en cesación de pagos alcanzó una aceptación superior al 76 por ciento del monto total. De ese modo, la deuda pública total se redujo sensiblemente. Ahora, representaba cerca del 70 por ciento de nuestro PBI. Además, gran parte de la nueva deuda contraída con los privados fue tomada en pesos argentinos. Los niveles de adhesión al canje oscilaron desde el 64 por ciento, en importantes centros europeos como Londres y Frankfurt, hasta el 86 por ciento, en la Argentina. La presentación de estos resultados se realizó en el Salón Blanco de la Casa Rosada. Roberto Lavagna había alcanzado exitosamente su objetivo y así lo expresó aquel día. Cuando llegó el momento de su intervención, Kirchner calificó como “un hito” la reestructuración de la deuda. A provechó la oportunidad para apuntar contra los econo­ mistas que habían pronosticado la inviabilidad de la oferta argentina e incluyó en su crítica a los medios de comunicación que les habían cedido espacio a esos augurios. C oncluyó su discurso agradeciéndo­ nos a Lavagna y a mí por haber concretado el objetivo de salir del default. A Lavagna no le gustó que el reconocimiento del Presidente me incluyera y los medios lo reflejaron: al día siguiente, los diarios comentaron la mirada penetrante que me había dirigido.

K ir c h n e r y L a v a g n a DE LA DESCONFIANZA

en el terren o

Durante todo el tiempo que trabajé con Lavagna valoré sus apor­ tes y su gran capacidad de trabajo. Todas sus ideas reconocían dos condiciones centrales: sustento técnico y razonabilidad de criterio.

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K irchner compartía mi opinión. Pero en él, sin embargo, siempre anidaron reservas y prevenciones. Tal vez, las mismas prevenciones y reservas que Lavagna guardaba hacia él. Aquella desconfianza había germinado al poco tiempo de haber recibido N éstor el apoyo de Duhalde, pero creció en el mismo momento en que descubrimos operaciones políticas y mediáticas que buscaban encumbrar a Lavagna como el candidato presidencial que lo sustituyera en la confianza de Duhalde, durante los meses previos a las elecciones presidenciales de 2003. A un así, durante los años de traba­ jo en el gabinete, K irchner siempre reconoció públicamente su capa­ cidad técnica para el desempeño en el M inisterio de Economía. Lavagna, por su parte, también sostenía un vínculo tenso con Kirchner. Aunque percibía que su opinión era valorada, no le agrada­ ba quedar fuera del círculo decisional del gobierno. Le molestaba que sus propuestas fuesen sometidas a la consideración del núcleo íntimo del Presidente. Además, por su propia personalidad, era ostensible que Lavagna tendía a colocarse un escalón por encima del mismo pre­ sidente al que asistía y aconsejaba, y eso lo irritaba mucho a Kirchner. Se trataba de un resquemor que, de alguna manera, los igualaba. Desconfiaban mutuamente. En las reuniones, sus intercambios verba­ les se asentaban en una actitud de estudio permanente del otro. Los dos cuidaban sus palabras al extremo y recibían y desmenuzaban los dichos del otro con la precisión de un cirujano. Sin embargo, en públi­ co, esa rispidez no asomaba. Tal vez por esa sensación de falta de pertenencia ,completa, Lavag­ na fue convirtiéndose, poco a poco, en ün funcionario que buscó tomar distancia del gobierno. Su obstinación en ese sentido fue tan grande que, paulatinamente, comenzó a sentirse víctima de las más extrañas persecuciones, impulsadas, a su juicio, por el mismo gobierno. Tenía en su mira a quien consideraba su principal adversario: Julio de Vido, el M inistro de Infraestructura y Planificación Federal, res­ ponsable de la obra pública a quien Lavagna, hablando en off con la prensa, descalificaba y reprochaba su gestión. Cuando K irchner advirtió que sus fricciones con Lavagna se habí­ an vuelto evidentes, sutilmente me colocó entre ellos dos y empecé a trabajar como una suerte de “amortiguador” que atenuaba los efectos de los choques. De un día para otro, en el momento en que Lavagna tenía alguna propuesta, Kirchner lo escuchaba y luego le pedía que lo consultara conmigo. Así, después de conversar con Lavagna, y o le devolvía a Kirchner mis observaciones casi siempre coincidentes con

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el parecer de Lavagna. Ese era el mecanismo que Kirchner había idea­ do para aplacar los resquemores que ambos se dispensaban. C on el paso del tiempo, comencé a observar que a Lavagna le molestaba mi injerencia. Era obvio que no creía en mi labor concilia­ dora y suponía que Kirchner buscaba desgastarlo sometiendo sus pareceres a mi consideración. Casi sin que me diera cuenta, su malestar fue creciendo. Tanto fue así, que empecé a padecer personalmente sus operaciones mediáticas en mi contra. Supe entonces que les transmitía a los periodistas que era y o quien buscaba alejarlo de su cargo. Cuando el año 2004 estaba finalizando, los rumores sobre su remoción habían ganado mucho terreno. Sin duda, en algún lugar del gobierno se alimentaba esa idea y le llegaba a la prensa la inminencia de su reemplazo. En la convicción de que esa escalada de versiones provenía del mismo gobierno, Lavagna les había transmitido a algunos periodistas la certeza de que era y o quien las echaba a rodar. Y tanto fue así, que una mañana me visitó en mi despacho Joaquín Morales Solá, el columnista central del diario La Nación, para inquirirme sobre mi participación en la campaña de desgaste de Lavagna. Escuché con asombro semejante imputación. El mismo Morales Solá me expresó sus dudas sobre la verosimilitud de la versión, pero me aseguró que la misma se originaba en el propio Ministerio de Eco­ nomía. De modo explícito y tajante, negué la acusación. El domingo 28 de noviembre de 2004, Morales Solá transcribió el episodio de un modo detallado en una nota que tituló “Una tormenta de versiones sobre Lavagna”. “Una furia de versiones golpeó sobre Lavagna en el acto. ¿Había fracasado, acaso? ¿Dónde había quedado su empaque de pocos días antes? ¿Es su equipo un grupo de funcionarios eficien­ tes para manejar la mayor deuda en default de la historia? ¿Kirch­ ner se preparaba para el relevo de su ministro más prominente? Vamos p or partes. Kirchner tiene la boca fácil, de donde salen siempre envalentonados desafíos, pero nunca, hasta aho­ ra, se metió campante en un campo minado. Debe padecer vér­ tigo político, porque se aparta de la oquedad no bien la intu­ ye. Puede asegurarse, además, que nunca se le escuchó, ni en sus conversaciones reservadas, una frase de crítica o de subes­ timación para su ministro de Economía. En rigor, K irchner no se imagina, hasta donde se sabe, un gobierno sin Lavagna.

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A l jefe de Gabinete, A lberto Fernández, también lo seña­ ló el rumor, pero como autor intelectual de las versiones con­ tra el ministro de Economía. Fernández y Lavagna han anda­ do más de una vez a los codazos porque sus facultades suelen rozarse. Por ejemplo, Lavagna administra el presupuesto, pero Fernández es el responsable constitucional de su aplicación. Sin embargo, Fernández aseguró en las últimas horas que él no hizo girar ningún rum or sobre el fin de Lavagna. Si Lavagna se fu era del Gobierno, me quedaría sin el brazo dere­ cho. ¿Sepuede v iv ir sin el brazo derecho? Sin duda que sí, pero es preferible v iv ir con él, respondió. Fernández sabe que sus palabras exponen el pensamiento del Presidente. A sí las cosas, Lavagna puede dorm ir tranquilo; nadie, en la más empinada cresta del poder, proyecta mandarlo a su casa”. Cuando leí la nota, quedé convencido de que cesaría en Lavagna su sensación de perseguido. El propio Morales Solá le recomendaba “dor­ mir tranquilo”. Esperaba que esos problemas hubieran concluido allí. Sin embargo, no fue así. Lavagna siguió convencido de que era objeto de operaciones de prensa que pretendían desestabilizarlo en su rol ministerial. Yo, mientras tanto, seguía ofreciéndole gestos de amis­ tad y de acompañamiento que nunca eran bien recibidos. El problem a continuó, hasta que una mañana del mes de m ayo de 2005, Lavagna le pidió una reunión a Kirchner. A nte él se quejó de una operación mediática que presentaba a su hijo com o vendedor de influencias ante el M inisterio de Economía. C om o le atribuía a Román Lejtman haber difundido el rum or y suponía que entre el periodista y y o existía una amistad, cargó sobre mí la responsabili­ dad de lo ocurrido. — Atendelo a Lavagna... N o sé qué le pasa, está m uy enojado con vos porque dice que le hiciste una operación de prensa — me dijo K irch­ ner por el teléfono interno, molesto con los dichos de su ministro. Cuando corté la comunicación, Lavagna ya estaba en mi despa­ cho. Le pregunté cómo podía pensar así. Para responderme, expuso una historia de intrigas increíble que partía de una prueba capital: yo conocía al periodista que había echado a rodar la información. Confundido, no sabía cómo deshacer la madeja en la que Lavagna estaba enredado y que comenzaba a enredarme también a mí. Fue entonces cuando le propuse llamar en ese mismo momento a Lejtman, en su presencia.

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Hacía mucho tiempo que yo no tenía contacto con Román Lejtman, por lo que pude comprender su sorpresa al oírme. Sin embargo, su desconcierto aumentó al escuchar la razón de mi llamado. — Román, no sé qué dijiste hoy sobre el hijo de Lavagna, pero te ruego que verifiques ese tipo de versiones. Lavagna está siendo obje­ to de distintas operaciones mediáticas y no queremos que se vea afec­ tado. Además, piensa que soy yo el que las promueve — le expliqué ante un Lavagna que atentamente seguía cada una de mis palabras. Lejtman no podía ocultar su perplejidad. Hacía mucho tiempo que no hablábamos y se sintió desorientado ante esa polémica en ciernes. Para despejar cualquier sospecha, comentó que se contactaría con Lavag­ na la próxima vez que debiera dar una información que lo involucrara. Entonces pensé que las dudas se habían disipado. Pero no fue así. Lleno de desconfianza y sintiendo que había “corroborado” mi relación con Lejtman, se fue de mi oficina con gesto adusto y trato distante. Internamente, seguía convencido de la verosimilitud de su imputación. A nte semejante reacción, me di cuenta de que sería m uy difícil recom poner nuestro vínculo. Fue entonces cuando, tras contarle lo sucedido a Kirchner, le pedí que me eximiera de seguir intercediendo entre ambos. K irchner le restó importancia al tema y sugirió que no le prestara atención a los reclamos de Lavagna, pero yo comencé a tomar distan­ cia del lugar de intermediación en el que Kirchner me había colocado. Ese fue el inicio del fin. Poco a poco las diferencias entre ambos se hicieron más notorias y la incomodidad se profundizó. El choque ya era inevitable. Lavagna, obsesionado, decía a cuanto periodista que se cruzara en su camino que era víctima de múltiples operaciones de prensa que yo ejecutaba en su contra. A esos mismos periodistas yo les explicaba que mi vocación era totalmente diferente: para mí, Lavagna era un hombre importante y valioso para el gobierno. En la elección de octubre de 2005, Cristina Fernández competía con Hilda “Chiche” Duhalde en las elecciones legislativas para el mis­ mo cargo en la provincia de Buenos Aires. Lavagna mantuvo una sin­ gular prescindencia de esa disputa. En uno de los almuerzos televisi­ vos de M irtha Legrand, cuando ésta le preguntó a cuál de las dos pre­ fería, se limitó a elogiar a ambas candidatas desatendiendo su condi­ ción de ministro del gobierno. . N o cayó bien esa suerte de imparcialidad. Dejaba en evidencia su tibio compromiso con el gobierno. A partir de allí, Kirchner comen­ zó a madurar la idea de prescindir de Lavagna.

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Pero el final terminó de definirse el 23 de noviembre de ese mis­ mo año. En un discurso ante más de 500 empresarios reunidos con m otivo de las jornadas anuales organizadas por la Cámara de la C ons­ trucción, Lavagna denunció que algunas empresas constructoras “cartelizadas” se ponían de acuerdo para cobrarle sobreprecios al Estado a la hora de hacer obras públicas. A l oír los cables noticiosos que reproducían esas expresiones, fui a verlo a K irchner a su despacho. Justamente, él estaba preparando el discurso que daría al cierre de esas jornadas. — ¿Leiste lo que dijo Lavagna? — le pregunté. — N o — respondió Kirchner, sorprendido. Le mostré los cables. Solo pretendía hacerle conocer el tema por si la prensa lo abordaba y le preguntaba sobre los dichos de su ministro. Pero el resultado fue otro. El rostro de K irchner se transform ó y, lle­ no de furia, marchó hacia el seminario. A l regresar del acto, entró a mi despacho y con tono imperativo me ordenó que lo acompañara a cenar a Olivos. Cuando nos sentamos a la mesa junto a Cristina y Carlos Zannini, Kirchner lanzó impiadoso su decisión. — Lavagna se va... Y no intenten convencerme de que no lo haga, es una decisión tomada, hoy colmó mi paciencia — dijo. Cristina y y o intentamos aplacarlo y pedirle tranquilidad para decidir con menos presión. Pero ya no había retorno. La decisión era irreversible. Desde esa misma noche, K irchner comenzó a pensar en el nombre de quien sucedería a Lavagna. Pensó en Redrado, pero las observacio­ nes que formulamos Cristina y y o lo hicieron desistir de la idea. Me pidió que consultara con A lfonso Prat Gay. Pude ubicarlo telefónica­ mente fuera del país y ante mis insinuaciones aseguró que no quería involucrarse en la función pública. Dos días después, Kirchner nos hizo saber que pensaba en Felisa Miceli, una persona que trabajaba bien con nosotros y que había alcanzado un buen nivel de diálogo con el Presidente. En 2002, duran­ te la gestión de Duhalde, Miceli había integrado el equipo de trabajo de Lavagna como representante del ministerio de Economía ante el Banco Central. Y el 30 de mayo de 2003, Kirchner, a instancias del mismo Lavagna, la había designado presidenta del Banco Nación. Com o no encontró reparos a su idea, Kirchner se reunió con Miceli en O livos para proponerle el ministerio de Economía. Ella aceptó de inmediato.

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La mañana del 28 de noviembre de 2005, cuando Kirchner me comentaba que había citado a Lavagna a su despacho a las diez de la mañana para anunciarle su decisión, sus secretarios le anunciaron el arribo del ministro. De inmediato, dejé la oficina del Presidente. Apenas quince minutos después, Kirchner entró en mi despacho. Estaba inquieto y con una sonrisa nerviosa me contó que había cum­ plido su cometido. Pidió un té y, sentado junto a la mesa principal, me contó que la breve conversación había sido cordial. Lavagna había comprendido el deseo de Kirchner de reform ular el M inisterio e inmediatamente había redactado su renuncia. La conversación no había durado más de diez minutos. Ahora, debíamos comunicar los cambios. En una sala de conferencias casi vacía, ante no más de diez periodistas, anuncié que el ciclo de Roberto Lavagna había concluido.

'N . M o r e n o

J

Sobre el final de su gestión, Lavagna había expresado su preocu­ pación por los primeros síntomas inflacionarios. Era evidente que, superada la devaluación y restablecido el ritm o de crecimiento, los precios relativos comenzaban a corregirse. Además, la recuperación económica y los recursos que permanentemente volcamos al merca­ do en form a de aumentos salariales o jubilatorios incrementaban el consumo de tal modo que acababan presionando la oferta e im pul­ sando el aumento de los precios. Ese panorama abrió un debate interno. Lavagna advertía que, con un consumo creciente, inexorablemente los precios seguirían ten­ diendo al alza, por lo cual debíamos asegurarnos una merma en el rit­ mo de crecimiento para desascelerar la economía. Era aquello que lla­ maba “un aterrizaje lento”, después de haber crecido a un ritmo p ro ­ medio del 8 por ciento entre 2003 y 2005. A su juicio, era necesario que la Argentina lentificara su economía para crecer entre un 4 o 5 por ciento anual. Lavagna estimaba que el problema era de naturale­ za macroeconómica y que era necesario atenuar el crecimiento eco­ nómico restringiendo el consumo. Para Kirchner, que siempre pensó que el consumo era la fuerza del desarrollo económico, ese criterio implicaba un enfriamiento que repetiría malas experiencias ya vividas en el país. Rechazó esa opción. A mi juicio, había movimientos que excedían ese reacomodamien­ to, y aun cuando pensaba que parar el consumo secando de recursos

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los mercados no era más que repetir recetas que nos habían deparado malos resultados, no podía dejar de preocuparme. Kirchner proponía desarrollar un seguimiento cuidadoso en la cadena de valor de cada producto para determinar dónde estaban las distorsiones. Se trataba de contar con información suficiente para actuar allí donde el precio se desajustaba para influir sobre el precio final del producto. N o era una tarea fácil. Aunque lo lográramos, tal vez resultaría insuficiente. Por esa razón propuse una política activa en busca de inversiones en aquellos sectores de la economía que habían alcanzado un nivel de saturación en su capacidad de producción. Pretendía que una m ayor oferta derivara en m ayor competencia y así en el desvanecimiento de los aumentos de precios. Si enfriar la economía no era la salida, la opción que quedaba era prom over nuevas inversiones que m otorizaran una m ayor competen­ cia entre los oferentes. Kirchner compartió mi idea. A sí creamos la Agencia de Inversiones y nombramos a Beatriz N ofal a su cargo. Pre­ tendíamos hacer propias las experiencias ajenas exitosas en la búsque­ da de inversiones para el desarrollo de la economía real. El año 2005 concluyó con una inflación cercana al 9 por ciento. Y la del año 2006 casi rozó el 10 por ciento, contra los pronósticos que ase­ guraban una inflación mayor. Ya era evidente que la presión sobre los precios existía. Por otra parte, el contexto internacional también favore­ cía el alza como consecuencia de la suba de la carne, la leche y los granos. Fue entonces cuando Guillerm o M oreno abandonó la Secretaría de Comunicaciones que dependía de Julio de Vido para hacerse cargo de la Secretaría de Comercio, con el objetivo de contener la escalada de precios. Kirchner confiaba en su firmeza para “poner en caja” a quienes impulsaban la inflación. Estaba convencido de que los precios subían por el acomodamiento relativo luego de la devaluación, pero también y principalmente por la vocación abusiva de empresarios y comerciantes a los que nunca les bastaban las ganancias obtenidas. Moreno logró contener los precios durante el primer año de su ges­ tión. C on el explícito apoyo de Kirchner, absolutamente involucrado en el tema, suscribió diferentes acuerdos sectoriales que fueron respetados debido al alto poder político del gobierno. Pero poco a poco ese pano­ rama fue cambiando. El contexto electoral agregó una tensión política m ayor y los precios comenzaron a trepar marcadamente. M oreno, con la formidable capacidad simplificadora que lo carac­ teriza, creyó encontrar la causa de tales movimientos en la modalidad

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utilizada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos — INDEC— para estimar el índice de precios al consumidor. Era absolutamente cierto que ciertas metodologías en él relevamiento de los precios resultaban por demás deficientes. Precisamente por ello, por orden de Kirchner, a instancias de G uillerm o M oreno y con muchas prevenciones mías y de Felisa Miceli, al concluir ese año comenzamos a revisar diversos aspectos vinculados con las formas de medir la evolución de los precios. A l iniciarse 2007, Kirchner decidió cambiar la conducción del INDEC y encomendarle a un grupo de gente vinculada con Guillerm o M oreno la revisión del funcionamiento del organismo. M oreno soste­ nía ante el mismísimo Kirchner que los precios no aumentaban como lo reflejaba el organismo de estadísticas, sino que el sondeo se hacía de tal modo que permitía generar resultados equívocos. Aunque Kirchner se entusiasmó con la llegada de N ofal al gobier­ no, siguió prestando particular atención a la recomendación dada a M oreno para que su gente revisara la metodología del INDEC, tenien­ do en cuenta las conclusiones a las que acababa de llegar la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). N uestro país, por espacio de casi cinco décadas, había organizado un sistema de seguimiento del costo de vida que consistía en relevar alrededor de 450 productos que, de acuerdo con la Encuesta Perma­ nente de Hogares, eran los más consumidos en la Argentina. El siste­ ma analizaba la evolución de los precios del 80 por ciento de los p ro ­ ductos elegidos por distintos sectores sociales. A l promediar la década del 90, ese método fue alterado con la inclusión de servicios y bienes importados. Así, los datos a relevar se multiplicaron por dos. Ello se había hecho durante la vigencia del Plan de Convertibilidad, tratando de equilibrar los efectos que deparaba una producción argentina que había perdido toda competitividad. De ese modo, el efecto alcista de los precios internos se compensaba incluyendo en la encuesta los valores de los productos importados. En plena gestión, advertimos que los relevamientos demostraban alguna falta de rigor. Así, por ejemplo, se analizaba la evolución de un precio sin reparar que variaba de acuerdo con la zona donde se vendía o p o r la forma de comercialización utilizada. A veces, simplemente, no se tenía en cuenta que lo que variaba era el modelo del producto. Esto últim o era constante cuando se cotejaba el preció de electrodo­ mésticos, computadoras o automóviles.

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. Aunque todo ello resultaba evidente y hacía recomendable su corrección, el modo como irrum pió el equipo designado por M oreno generó muchos problemas. Nadie aludía a la necesidad de una nueva metodología ni al acierto teórico que la explicaba. Todo la atención se concentró en el accionar desplegado por M oreno desde la Secretaría de Comercio Interior. Fue así que, a poco de iniciar la gestión esa nue­ va conducción del I n d e c , arreciaron las quejas de los empleados del organismo y de los comerciantes encuestados. Se sentían presionados porque, tras someterse al relevamiento de precios que hacía el orga­ nismo, padecían el control de inspectores de la Secretaría de C om er­ cio Interior, invocando la Ley de Abastecimiento, lo cual los sometía a peculiares persecuciones. Para entonces, el tema hacía foco en la conducta de M oreno y, como era de prever, aparecieron los cuestionamientos. Cuando el cambio de metodología estuvo listo y los medios del país seguían criticando el accionar del IN DEC, Cristina, ya en ejercicio de la Presidencia de la Nación, me pidió que me ocupara de su pre­ sentación pública. C reo que mi rostro no pudo disimular mi preocu­ pación, pero entendí que tras su pedido estaba reconociendo el p ro ­ blema de credibilidad que arrastraban M oreno y su equipo. Decidí dar una explicación sobre los lincamientos generales del cambio y reclamé que las autoridades del I n d e c se ocuparan de des­ brozar públicamente los aspectos técnicos de ese cambio. Antes de hacerlo, había reclamado los textos que daban cuenta del cambio a implementar y con ese material, una mañana de los primeros días de mayo de 2008, me había entrevistado con el economista Joseph Stiglitz, Mientras desayunábamos, fui presentándole todas las dudas que me generaba el nuevo método de medición. Stiglitz había conducido un equipo que modificó el modo de cál­ culo del índice de Precios al Consum idor en los Estados Unidos durante la gestión de Bill Clinton. Pude ver entonces que gran parte de los problemas que se observaban en el I n d e c y que pretendíamos ajustar eran m uy similares que había debido sortear y corregir Stiglitz en su labor reformista. Una vez que él hubo aventado todas mis dudas, me dediqué a estudiar la metodología con total cuidado; Y solo entonces me decidí a presentarla. Esa nueva metodología volvió a recuperar los 450 productos que originalmente medía el IPC. Además, amplió la zona de relevamiento (antes más concentrada en la ciudad de Buenos Aires) y alcanzó el 75

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por ciento del consumo total de la Argentina. Tal vez todos estos aspectos no deberían haber presentado observaciones pero el accionar de M oreno desde la Secretaría de Comercio y de sus funcionarios en el I n d e c terminaron por echar un manto de dudas sobre el procedi­ miento, a lo que se sumó el desconocimiento y desconfianza sobre la veracidad de los datos que se cargan. La Argentina de los últimos años ha debatido incansablemente sobre el alcance de la inflación en nuestra economía. Puesta en duda la seriedad del IN DEC, han florecido distintas mediciones privadas que dan cuenta de una inflación que duplica la medición oficial. Hasta la oposición, en la Cámara de Diputados, ha construido un índice p ro ­ pio. En realidad, es probable que las mediciones se realicen sin dema­ siado rigor. Lo cierto es que la falta de credibilidad de los datos del Indec se ha convertido en un problema político que debió resolverse hace ya tiempo y fue una de las expectativas esperadas al inicio del gobierno de Cristina. Este tema irresuelto significó una herida p ro ­ funda y abierta en los momentos de m ayor debilidad del gobierno. Pero a esta altura de los acontecimientos es primordial prestar atención a la contención real de los precios. Si estos han aumentado lo que señala el Indec, ello significa que nuestro país enfrenta una infla­ ción que duplica el prom edio de Latinoamérica y triplica el mundial. Semejante dato debería llamar la atención de gobernantes y opositores y ocuparlos en un problema inquietante. La discusión instalada se parece a un diálogo en el que dos médi­ cos discuten sobre la temperatura corporal del enfermo pero se desen­ tienden de establecer la causa de la enfermedad y los posibles remedios para su cura. Por esa vía, la suerte del paciente parece echada. Argentina poco hace para contener la inflación. N o controla el gasto público y prom ueve el consumo tratando de que la economía no se enfríe pero no prom ueve la inversión tratando de m ejorar la oferta. Durante el año 2010, nuestro país, generador del tercer PBI de Latinoamérica, solo recibió el 6 p or ciento de la inversión exter­ na directa de la región. La persistencia de la inflación da cuenta de la insuficiencia de las políticas desarrolladas para controlarla. M oreno no ha sabido hacerlo y su accionar refleja un nivel de ineficiencia merecedor de todo reco­ nocimiento. Tuvo la' misión de controlar la inflación y no lo logró. Cuando los acuerdos de precios fracasaron y no supo qué camino seguir cuestionó las mediciones del Indec, se hizo cargo del organismo y logró echar por tierra la credibilidad del sistema estadístico oficial.

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Cuando advirtió su nuevo fracaso, ideó un sistema de “compensacio­ nes” m uy poco transparente que deparó un incremento notorio del gasto público, una fuerte concentración de los mercados y un form i­ dable deterioro de parte de la producción primaria. Finalmente, ha buscado condicionar los precios internos cerrando, muchas veces con marcada arbitrariedad, la llave de las importaciones. A esta altura de los acontecimientos, valdría la pena explorar otros caminos porque aquellos que estamos transitando nos pueden colocar en el lugar donde las malas experiencias pueden repetirse.

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LA A R G E N T I NA DE KI RCHNER EN EL MUNDO

L A DESCONFIANZA NORTEAMERICANA La Argentina siempre mantuvo una relación difícil con los Esta­ dos Unidos. Desde el famoso “Braden o Perón” en adelante, nuestro país vivió casi traumáticamente ese vínculo. En el inicio del gobierno de Kirchner, uno de los aspectos que sus­ citó m ayor expectativa fue el futuro desenvolvimiento de esas relacio­ nes. Acabábamos de dejar la década en la cual desde la misma canci­ llería argentina, se jactaban de mantener “relaciones carnales” con ese país que, en la década de 1990, vivió la sucesión de un gobierno repu­ blicano prim ero — el de George Bush padre— , y el demócrata de Bill Clinton después. Los norteamericanos aguardaron las elecciones de 2003 con algu­ nos resquemores y no era un secreto que el gobierno de George W. Bush demostraba m ayor simpatía por las posibilidades de retorno al poder de Carlos Menem. En idéntica línea estaban el Fondo M oneta­ rio Internacional y los demás organismos de crédito. Kirchner era, para ellos, un candidato desconocido y difícil de encasillar, que había administrado bien su provincia pero cuya tendencia progresista lo dis­ tanciaba de las expectativas norteamericanas. Cuando Kirchner ganó las elecciones de 2003 y asumió el gobier­ no nacional cuestionando severamente las políticas económicas neoli­ berales y la impunidad de los genocidas de la última dictadura, las p re­ sunciones norteamericanas se confirmaron. Desde el primer momento, Kirchner se esmeró para que nuestra diplomacia comprendiera que solo debíamos trabajar en defensa de los intereses argentinos. Así, si existían puntos en común para conciliar

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posiciones con los Estados Unidos, solo entonces se actuaría en con­ senso. Para explicar su postura, se valió de ciertos ejemplos. En la lucha contra el tráfico internacional de drogas manteníamos un inte­ rés común, que permitía unir esfuerzos. También en la lucha contra el terrorism o internacional. N uestro país ya conocía, desafortunada­ mente, su accionar, por haber padecido los brutales atentados contra la embajada de Israel y la AM IA, dos experiencias dolorosas que exigí­ an el enérgico castigo a los culpables. En esa lucha y en ese reclamo se debían coordinar acciones para obtener justicia y garantizar el com ­ promiso de trabajo conjunto en el concierto de las naciones. M uy distintas eran las premisas en materia económica. Para K irch­ ner, la prioridad era prom over el consumo, para favorecer la produc­ ción y el trabajo. Los republicanos estadounidenses, en cambio, dese­ aban conservar cierto statu quo, sin reparar en que así continuaría la flagrante situación de desigualdad social. Kirchner siempre prefirió priorizar los intereses del país antes que forzar consensos globales en desmedro de la Argentina, y por ello delimitó de un modo tan tajante la capacidad de intervención externa en nuestros asuntos. Debíamos ser los argentinos quienes resolviéra­ mos nuestro futuro. Precisamente fueron esos conceptos, que colocaban límites a la injerencia norteamericana, los que más enamoraron al presidente venezolano Hugo Chávez. Él vio en Kirchner no solo un potencial aliado político, sino también un legitimador intelectual de su revolu­ ción bolivariana. En esa prédica originada en la Argentina — un país al que el resto de Latinoamérica le reconoce importante peso cultural— , su proyecto encontraba el aval que, en alguna medida, necesitaba. Ambas realidades eran para Chávez formidables cartas en su enfren­ tamiento con los Estados Unidos. Desde luego, el discurso de Kirchner lo presentaba ante los obser­ vadores del N orte como un mandatario impredecible. N o habían sido ' suficientes las visitas realizadas durante la campaña a los presidentes de Chile y Brasil, Ricardo Lagos y Lula da Silva, dos socialistas mode­ rados que ofrecían menos intranquilidad a los Estados Unidos. El día de su asunción, K irchner pronunció un discurso contun­ dente, cargado de consideraciones negativas sobre los años 90. C ri­ ticó las políticas económicas aplicadas debido a la crisis de 2001 y les atribuyó una responsabilidad directa a los organismos interna­ cionales de crédito. D enunció la carencia de medidas sociales que habían condenado a la pobreza a millones de argentinos y reclamó

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la revisión de los diversos artilugios legales que avalaban la im puni­ dad de los genocidas. A los oídos argentinos, aquel discurso reivindicaba valores que la política había olvidado. Pero para los americanos, preanunciaba un gobierno fuertemente ideologizado, riesgoso para sus intereses. Esas mismas palabras sem braron resquem or en la derecha argentina que, en consonancia con la visión norteam ericana, se ocu­ pó de señalar una m atriz izquierdista en la posición de Kirchner. Siempre creí que semejante visión no era más que la consecuencia de la enorm e distorsión conceptual que aquejó al conservadurism o argentino. En realidad, siguiendo su lógica de pensamiento, no exis­ ten los gobernantes progresistas interesados en reordenar las cuen­ tas públicas y evitar el déficit fiscal. Para ellos, un dirigente de izquierda es el que acepta adm inistrar discrecionalm ente el gasto del Estado con total desapego p o r la recaudación im positiva. C on el mismo prim itivism o, piensan que desde la izquierda la deuda p úb li­ ca no merece ser honrada sino que es una razón de ruptura con los organismos de crédito. Pero Kirchner no pensaba así. Era un hombre particularmente preocupado por preservar el equilibrio fiscal. Lo inquietaba gobernar un país en default y quería desligarse de las políticas impulsadas des­ de el FMI saldando la deuda con el organismo. El suyo era un alegato económico que, desde lo fiscal, bien podría conceptuarse como o rto ­ doxo, pero que se volvía innovador en el impulso al consumo, la p ro ­ ducción y el trabajo. A los pocos meses de asumir nuestras funciones en el gobierno nacional, viajamos a los Estados Unidos. A llí K irchner se vio por p ri­ mera vez, cara a cara, con George W. Bush. En esa ocasión, Kirchner no alteró su habitual discurso. Señaló la urgencia argentina por salir del estado de default y la necesidad de sacar de la marginalidad a quie­ nes habían sido alcanzados por la pobreza, además de poner fin a la impunidad de los militares genocidas. Cuando culminó su presentación, Bush lo miró inquieto y, segu­ ramente pensando que tenía delante a un político de izquierda — tal vez acólito de Chávez— , le pidió que se definiera políticamente. K irchner sonrió y, mientras palmeaba amistosamente la pierna izquierda de Bush, le recomendó que se quedara tranquilo y le dijo: “N o se inquiete, yo soy peronista”. Entre sonrisas, cambiaron de tema. Bush dudaba del verdadero pensamiento político de Kirchner; no obstante, siempre se respetaron.

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Algunos años más tarde, visitó la Argentina un alto diplomático, Nicholas Burns, segundo en la jerarquía del Departamento de Estado norteamericano, después de Condoleezza Rice. Una vez concretada la reunión con las autoridades de la cancillería argentina, Kichner me encomendó que lo recibiera en la Casa de Gobierno. Burns llegó hasta allí al caer la tarde, distendido y acompañado p o r Tom Shanon, sin dudas, el diplom ático americano que he cono­ cido más com prom etido p o r m ejorar la relación entre el norte y el sur de las Américas. Se notaba que, conmigo, Burns concluía su jo r ­ nada de trabajo. C on la simpatía propia de los diplomáticos, me planteó su preo­ cupación p or el “eje” político conformado por Kirchner, Chávez y Evo Morales. A llí advertí que las dudas del gobierno americano sobre nosotros se mantenían intactas. M unido de no escasa paciencia, le expliqué que en tal caso ese “eje” se formaba por ciertos intereses comunes en un marco de respeto por las diferencias reconocidas. Nos sentíamos actores de una misma región frente a un mundo que se globalizaba y respetábamos lo que nuestros pueblos decidían interna­ mente. Además, Venezuela nos había ayudado financieramente cuan­ do estábamos “fuera del mundo” y Bolivia compartía con nosotros una visión continental común y nos vendía energía proveniente de sus reservas de gas, lo mismo que a Brasil. Era bastante ostensible que Burns solo tenía el propósito de advertirme sobre la visión que su gobierno tenía de nosotros. “Usted no puede negar que hay en ese ‘eje’ una clara afinidad política, y usted también sabe lo reactivos que son Chávez y Morales hacia nuestro país”, me dijo, sincerándose ante la mirada atónita de Shanon. Molesto por su tono de superioridad, le pregunté si quería que habláramos en términos diplomáticos o que le diera mi opinión p olí­ tica. Sonrió complaciente, como autorizándome a salir de los carriles que transitan los embajadores. Sin medias tintas, le recomendé revisar todo cuanto había dicho porque me parecía que encubría una hipo­ cresía difícil de soslayar. A nuestro juicio, nadie hacía más por la revo­ lución bolivariana que los Estados Unidos. “¿Acaso no son ustedes quienes tienen intercambios comerciales con Venezuela por más de 25 mil millones de dólares?”, pregunté desafiante. Burns se sorprendió, no esperaba una respuesta de ese tenor. Sin darle tiempo a reaccionar, hice idéntico paralelo con Bolivia. Si el pueblo de ese país había elegi­ do p o r primera vez un presidente auténticamente boliviano como Evo Morales, se debía a que. antes los Estados Unidos habían apoyado a

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políticos como Sánchez Losada, un hombre que ni siquiera hablaba fluidamente el español y que representaba intereses alejados de los genuinos intereses bolivianos. “Antes de cuestionarnos, revisen su conducta. Los pueblos de Bolivia y Venezuela son pueblos hermanos que tienen los gobiernos que han elegido libremente. En momentos muy difíciles para nosotros, esos gobiernos nos han proporcionado energía y apoyo financiero que otros países, como el suyo, nos nega­ ro n ”, le dije a Burns cuando la conversación promediaba y había tomado un cariz duro. Su gesto de atención no se alteró con mis palabras, aun cuando era evidente que le costaba retrucar mis argumentos. Repentinamente, para probar su “teoría del eje”, me recordó que Estados Unidos tam­ bién veía con preocupación la relación de nuestro gobierno con los medios de comunicación. N o tuvo mayores reparos en comparar la situación argentina con lo que sucedía entre Chávez y la prensa vene­ zolana. Tampoco pude ocultar mi malestar por la desproporción del comentario. “¿Usted seriamente cree que en la Argentina no existe libertad de prensa?”, pregunté trasuntando malhumor. Aquel encuentro se extendió más de lo esperado y duró casi dos horas y media. P or primera vez percibí de parte del gobierno de Bush el resquemor, real y sostenido, por nuestro acercamiento a Chávez y a Evo Morales. N o obstante, hubo momentos claves en los cuales Estados U ni­ dos, a pesar de la actitud de su diplomacia, acompañó las necesidades argentinas. P or ejemplo, fue decisiva su contribución en ciertos pun­ tos del primer acuerdo que debimos negociar con el FMI. El organis­ mo reclamaba que la Argentina se comprometiera a garantizar un superávit fiscal de casi cuatro puntos, fuertes compensaciones a los bancos por los “daños” derivados por la pesificación asimétrica, la p ri­ vatización de los bancos públicos y la corrección de las tarifas de los servicios públicos. En todos esos puntos, Estados Unidos se mostró inusualmente comprensivo en comparación a la inflexibilidad de los funcionarios del Fondo. En ello Bush y Kirchner encontraron un punto de coincidencia: ambos detestaban las presiones del organismo. Las pretensiones argentinas fueron aceptadas y, finalmente, se fir­ mó un acuerdo extendido p or tres años por el que no se pagaría capi­ tal y se renegociarían los intereses. Fue entonces cuando Estados U n i­ dos nos apoyó y pareció con ello proponer una relación amigable, una situación que se complicaba cada vez que pretendían “encerrarnos” en su cuadro ideológico.

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En noviembre de\2005f cuando la Argentina ya había salido del default, tuvo lugar, en M ar del Plata, la Cumbre_de Jas Américas, un evento gue.se.realiza desde 1994 y que reúne a los mandatarios del continente . Cada vez que esta reunión se lleva a cabo, grupos contestatarios protagonizan la “Cumbre de los Pueblos de Am érica” y promueven una serie de protestas callejeras que de algún modo inciden en el desa­ rrollo del encuentro. En la Cumbre anterior, realizada en Québec, se habían desplegado operativos de seguridad como nunca se había visto en la historia de Canadá. Pese a ello, se produjeron serios disturbios. En M ar del Plata, nos propusimos adoptar medidas de seguridad preservando el derecho a la protesta. Kirchner sabía que un escenario que reuniera a dos presidentes como Bush y Chávez era, desde ya, un escenario cruzado por la tensión. Fue entonces cuando nos plantea­ mos una metodología organizativa que ahuyentara la posibilidad de choques y que, al contrario, permitiera una convivencia relativamente pacífica. N o ignorábamos que Bush despertaba mucha resistencia en ciertos sectores, y que esa resistencia era alimentada por la exposición pública y el carisma del propio Chávez. Precisamente, para sortear las dificultades que se avecinaban y garantizarle a Bush un lugar seguro y ordenado que no ofreciera ries­ gos, les ofrecimos a los impulsores de la "Cumbre de los Pueblos de Am érica” realizar su acto en el Estadio de M ar del Plata. Nuestro deseo era contener la inevitable protesta en un marco ordenado y ale­ jado del lugar en el que se reunían los Presidentes. De ese modo, mientras en los salones del Hotel Hermitage, los líderes americanos debatían los problemas del continente, en el Esta­ dio de M ar del Plata se sucedían los discursos críticos a Bush y a sus políticas hacia América Latina. A llí Chávez pronunció una vez más un discurso de confrontación con los Estados Unidos. Con esa “contracumbre”, disipamos la posibilidad del conflicto. A un así, debimos sofocar algunos disturbios callejeros marginales protagonizados p or los sectores más radicalizados de la izquierda. Sin embargo, contra nuestra intención, ese esfuerzo fue mal inter­ pretado por la diplomacia americana, que creyó que el gobierno argentino había montado un escenario especial para que Chávez des­ potricara contra Bush, cuando en realidad nuestro único propósito había sido garantizar la seguridad del acto oficial.

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En ese clima, K irchner y Bush volvieron a verse. El encuentro, del que participaban también las delegaciones de ambos países, se desa­ rrolló con normalidad. Pero, repentinamente, mientras K irchner hablaba y alguien traducía sus palabras al inglés para favorecer la com ­ prensión de nuestros visitantes, el gesto de Bush se alteró. Nadie ati­ naba a entender cabalmente el origen del enojo, que había sido la pala­ bra “hegemonic”. A nte el gesto de molestia de Bush, K irchner dudó en seguir hablando. A un así, articuló algunas frases que le perm itieron concluir su alocución. Cuando Bush tom ó la palabra dijo con tono enérgico que Estados Unidos no era un país hegemónico. Reivindicó su democracia y la libertad de la que gozan sus habitantes. Poco después comprendimos el m otivo del disgusto: K irchner se había referido a los Estados Unidos como un país hegemónico para poner de relieve su condición de indiscutible “prim era potencia m undial”. Tanto era así, que reclamaba que desde ese lugar trabajara en apoyo de Sudamérica y dejara de tratarla como el “patio trasero del continente”. Para los americanos, “hegemonic” es un atributo dictatorial. Una nación hegemónica era la Alem ania nazi, un país antidemocrático que buscaba im poner su autoridad en form a totalitaria a los demás. Solo así se entendió la reacción de Bush, que no dejaba de pregun­ tarle al traductor si exactamente eso era lo que había dicho Kirchner. Hegemonic, the United States hegemonic?”, repetía, incrédulo, requiriendo una respuesta. P or supuesto, en esos escasos segundos nadie com prendió que allí radicaba el m otivo. K irchner tuvo la voluntad de explicar m ejor sus conceptos, pero Bush ya se había ofuscado y no pudo cambiar su mal talante. Pocos minutos después, la reunión concluyó en el mis­ mo punto en el que se había iniciado. Sin embargo, hubo un tercer incidente que predispuso aún peor a los estadounidenses. Ello ocurrió en la instancia que más interés había concitado: el debate y la posterior votación por la aceptación o no del A L C A , el Á rea de Libre C om ercio de las Américas, un p ro ­ yecto impulsado p or Bush que originaba resistencias entre los países latinoamericanos por tem or al desequilibrio comercial. El día previo a la votación, Bush dio un discurso en el que hizo una encendida defensa del acuerdo, fundada en la necesaria unión de todos los países americanos frente al crecimiento desmedido de un gran com petidor comercial cuyas reglas de juego, a su juicio, nos desfavorecían: China.

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Pocos prestaron atención a sus argumentaciones; evaluaban que el crecimiento de China era solo un riesgo para los intereses norteame­ ricanos. Los representantes de Brasil y Argentina no creíamos en lo que Bush decía. Pensábamos que el A L C A solo serviría para profundi­ zar las enormes asimetrías comerciales que median entre Latinoamé­ rica y los Estados Unidos. Precisamente, por eso, nuestro principal objetivo era que no se aprobara. Condoleezza Rice le había asegurado a Bush el éxito de su objeti­ vo. Equivocadamente, había previsto un triunfo en la votación a favor del A L C A como consecuencia del voto acumulado por los países del Caribe. Sin embargo, cometió un error fundamental: no tuvo en cuen­ ta que en el seno de la Cum bre las decisiones se tomaban p o r consen­ so y no por la simple mayoría de los votos. Eso implicaba que, para que fuera aprobado, todos los delegados debían estar de acuerdo. La noche previa a la votación, Kirchner me convocó a la suite pre­ sidencial. Le comenté que los norteamericanos confiaban en sus argu­ mentos y en una suma de votos positivos a partir de una mala inter­ pretación de la modalidad de votación. Me encomendó que expusiera la inconveniencia de avanzar con el tema ante semejante cuadro. Lo preocupaba que Bush se fuera de la Argentina derrotado en su pre­ tensión y que se enturbiara aún más la relación entre los dos países. A la mañana siguiente, antes de que la Cum bre se iniciara, hablé con Lino Gutiérrez, entonces Embajador de los Estados Unidos en la Argentina, y con Tom Shannon, y les planteé el problema que se ave­ cinaba. Shannon entendió en el acto el sentido de mi advertencia. Me pidieron que transmitiera nuestra preocupación a Rice y así lo hice, aunque, convencida de que contaba con los votos necesarios, desatendió mis argumentos. Ella pensaba que por la oposición de solo tres o cuatro países la firma del A L C A no podía fracasar. Lo que no eva­ luaba — más allá del régimen estatutario de la Cumbre— era que esos “tres o cuatro países” de los que despectivamente hablaba representa­ ban más del 70 por ciento del PBI latinoamericano. La situación era particularmente incómoda. Aunque nuestra posi­ ción de rechazo al A L C A se mostraba inflexible, anidaba en nosotros el deseo de no infligir una herida a las ya m uy difíciles relaciones con los Estados Unidos. ' Cuando le transmití a Kirchner el resultado de la gestión, me pidió que intentara que todo el MERCOSUR — Brasil, Uruguay, Paraguay, Venezuela y Argentina— votara en un mismo sentido. A sí lo hice y, con la ayuda inestimable de A lfredo Chiaradía — un funcionario

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excepcional de nuestra Cancillería— , logramos acordar un texto que suscribieron los países miembros. Después de que Vicente Fox, el presidente mexicano, prom oviera la aprobación del A L C A , fue Tabaré Vázquez el encargado de fijar la posición del MERCOSUR en aquella Cumbre. Lula se había ausentado, ya que debía recibir al día siguiente a Bush en Brasilia, por lo que le resultaba imperioso preservar la buena relación con los Estados Unidos después de que el conjunto de los países sudamericanos hubiesen rechazado su más ambicioso proyecto comercial: la constitución de un mercado libre desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.

E L LIDERAZGO DE L U L A En el primer tiempo del gobierno de Kirchner, la preocupación cen­ tral y excluyente era la deuda argentina. Con frecuencia, se podían leer u' oír comentarios acerca de nuestro desinterés por la situación internacio­ nal. Lo cual no era enteramente falso, porque el país estaba “incendiado” y la situación interna había devenido el m ayor de nuestros problemas. En esas ocasiones, se solía comparar la gestión y la actitud de Kirch­ ner con la gestión y la actitud de Lula, un presidente dedicado a ubicar a su país en un lugar de privilegio en el mundo. Pero nuestra situación era muy distinta de la de Brasil. Habíamos quedado fuera del concierto de países occidentales por la decisión de no pagar nuestra deuda y no era fácil reingresar en él. La consigna de trabajo de Kirchner radicaba en hacer internacional­ mente solo aquello que nos conviniera. Com o teníamos en claro nues­ tra pertenencia a esta región de América del Sur, priorizamos el inter­ cambio dentro de los límites del M E RCO SU R en general y con Brasil en particular. Kirchner pensaba, con razón, que si esa relación se consoli­ daba, era factible que América Latina mejorara su posicionamiento como región, aun con las asimetrías que padecía respecto del mundo central. Si Argentina y Brasil acordaban buenas políticas para el desa­ rrollo, las ventajas serían compartidas por los demás países de la región. En el núcleo de esa decisión, jugaron un papel importante dos rea­ lidades incontrastables: la supremacía económica de Brasil y la acepta­ da supremacía cultural de la Argentina. Kirchner y Lula coincidían en que Brasil y Argentina no debían competir entre sí, por tratarse de países que predominaban en la

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región en cuestiones bien diferenciadas. N o se podía poner en duda el potencial económico de Brasil, llamado a ser el m otor de empuje del resto del continente. Lo que Alemania representó para la U nión Euro­ pea Brasil debía representarlo para América del Sur. La,Ar-gentina, en la lógica de Kirchner, estaba llamada a.influir política y culturalmente en j:l resto del continente, por la imagen que habitualmente proyectamos, la de un país que, por su formación cul­ tural sostiene, desde hace mucho tiempo, un liderazgo simbólico. Nunca cuestionó la supremacía económica brasileña; al contrario, debíamos entablar un vínculo estratégico con ellos para favorecer la reindustrialización argentina. Lula también lo entendió así y facilitó visiblemente esa estrategia. Sin Lula, sin sus excepcionales condiciones de liderazgo, ese tácito acuerdo no habría sido posible. Porque no fue solo un gran presiden­ te de su país, fue más allá y entendió al continente en su totalidad, con un criterio integrador como pocas veces he visto. Nuestras conversaciones con Lula habían comenzado antes de que K irchner asumiera como presidente. Lo visitamos en mayo de 2003, cuando aún hacíamos campañá por la segunda vuelta electoral. En esa ocasión, nos recibió con su habitual simpatía y hasta le regaló a K irch­ ner una camiseta del Corinthias que en la espalda llevaba estampado el nombre de Carlos Tévez, figura del equipo en aquel momento. Desde entonces quedó en claro que toda disputa por el liderazgo continental era inútil. Los dos creían en la posibilidad de conform ar una sociedad comercial y políticamente productiva. Sabían que si los dos países más fuertes del C ono Sur lograban conciliar intereses, obtendríamos el impulso que América Latina entera estaba necesitan­ do para despegar y crecer. Durante el mandato de Kirchner, Lula cumplió con su palabra y con nuestras expectativas. Conservo en mi memoria múltiples pruebas de su colaboración para que la Argentina lograra recuperarse tras la crisis de 2001. Estuvo junto a nosotros cuando debimos negociar el ya mencio­ nado acuerdo extendido con el FMI. En contra de las recomendacio­ nes de su equipo económico, reclamó a los organismos internaciona­ les que sus demandas con la Argentina no nos impidieran recuperar la inversión en obra pública necesaria para prom over la producción, el trabajo y el consumo. Y cuando decidió saldar la integridad de la deu­ da con ese organismo, esperó que la Argentina también pudiera hacer­ lo para demostrar una decisión conjunta. Porque, desde siempre, las

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deudas de los países con los organismos de crédito se han juzgado des­ de un solo punto de vista: el de los propios acreedores, que anteponen sus intereses a los del país que sufre las consecuencias de esa deuda. Del mismo modo, cuando debimos resolver cuestiones comercia­ les bilaterales, no dudó en confrontar con los industriales paulistas para atender los reclamos de una Argentina que aún necesitaba auxi­ lio para ponerse de pie. Recuerdo su reproche a Evo Morales, después de que el mandata­ rio boliviano nacionalizara las plantas de gas de PETROBRAS en B olivia. “Yo te he apoyado para que llegues a la presidencia de tu país y ahora haces esto sin avisarme previamente. Dicen los industriales de Brasil que y o he encumbrado a nuestro verdugo... N o importa, y o pago el costo de lo que hice y v o y a seguir apoyando tu gobierno, p o r­ que tendrás razones para haber tomado esa medida, pero no deberías actuar así en lo sucesivo con los que te apoyamos y te guardamos res­ peto”, le dijo a viva voz, ante los demás presidentes de los países sig­ natarios del MERCOSUR. A nte el reclamo de Lula, M orales expresaba tercamente su parecer, repitiendo que su decisión era irreversible. Desde luego, tenía sus razones, afincadas en la voluntad política de preservar el valor de los recursos naturales de su país. Pero Lula también esgrimía las suyas: todo el gas producido por Bolivia era comprado entonces por Brasil. Tanto era sí que habían sido los propios brasileños los que habían construido el gasoducto para transportar el fluido hasta San Pablo. A l mismo tiempo, entendíamos que no se le podía pedir a Bolivia que no llevara adelante su política de nacionalización. Éramos cons­ cientes de que estábamos ante un país que había sufrido demasiados atropellos como para pretender condicionar su libertad en la toma de las decisiones que le fueran más favorables. La voluntad política del gobier­ no de Morales de recuperar sus propios recursos explicaba su indiscuti­ ble determinación. Pero lo que no se podía comprender era por qué lo había decidido sin advertir previamente a uno de sus más leales aliados. Lula ha sido un personaje m ayor en Latinoamérica. Tuvo la virtud de convertirse en líder del continente sin hacerle sentir a nadie su con­ dición de tal. Dejó a Brasil en un lugar de privilegio dentro del m un­ do y con su fuerza económica favoreció el desarrollo de toda la región. Precisamente, en la búsqueda de ese objetivo, tuvo en Kirchner al más cercano de sus socios.

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Tabaré V ázq u ez. U

n c o n f l ic t o d e pape l

Cuando el Frente Am plio triunfó en Uruguay y Tabaré Vázquez llegó a la presidencia, en la Argentina nos auguramos casi un rom an­ ce político con nuestros vecinos rioplatenses. Después de las hostili­ dades verbales recibidas de parte de Jorge Batlle, lo previsible era una afinidad que derivaría en excelentes relaciones entre ambos estados. U n poco antes, cuando Vázquez era aún candidato presidencial, visitó a Kirchner en la Casa Rosada. De aquella reunión también par­ ticipamos Gonzalo Fernández, después Secretario General de la Pre­ sidencia y Canciller del gobierno de Tabaré Vázquez, Rafael Michelini, hijo del recordado Zelmar Michelini, y yo. En ese momento, el planteo de Vázquez estaba dirigido a lograr facilitar el derecho de voto de los 400.000 ciudadanos uruguayos con radicación en la Argentina para que se movilizaran hacia su país el día de las elecciones nacionales. Escuchamos su pedido y nos abocamos a dictar un decreto a partir del cual se licenció a aquellos extranjeros que, residiendo en nuestro país, debieran votar en el suyo. Tabaré Vázquez triunfó en aquellas elecciones. Tiempo después, algún político uruguayo me recriminó que los 50.000 votos de dife­ rencia obtenidos p or Vázquez, en relación con el segundo candidato, seguramente encontraban su explicación en esa “contribución m ovilizadora” del gobierno argentino. Todo el mundo conocía nuestra clara preferencia por la candidatura del Frente A m plio; quisimos también facilitar que los uruguayos de nuestro país pudieran ejercer su derecho al voto, una decisión que favoreció a todos los extranjeros que residen en Argentina. Cuando ya había asumido la presidencia, Tabaré Vázquez volvió a visitarnos. Esta vez, oficialmente, y nos planteó dos problemas. El prim ero era de orden tributario. A n c a p , la empresa petrolera uruguaya, tenía una deuda litigiosa en la A rgentina con la AFIP, y si ese reclam o avanzaba, el riesgo de quiebra de la empresa era inminente. N o nós fue difícil ordenar el tema porque la AFIP estaba dispuesta a aceptar los argumentos que la empresa uruguaya invocaba en su defensa.

El segundo tema que inquietaba a Tabaré era la construcción de dos papeleras en la zona de Fray Bentos. N o nos precisó el problema. Solo nos anticipó que se había autorizado una inversión significativa para Uruguay y que se habían depositado en ella muchas expectativas, sobre todo por los puestos de trabajo que creaba. También nos advir­ tió que tenía dudas sobre cómo el gobierno de Batlle había otorgado

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los permisos para la construccción de las plantas en función de lo dis­ puesto por el Tratado del Río Uruguay, y nos recordó que, partidario de preservar el medio ambiente, debía garantizar que la inversión no acarreara riesgos ecológicos. Solo nos llamó la atención cierta angus­ tia que mostró al presentar el tema. “A hora que gobernamos, tenemos entre manos este ‘presente griego’ que nos dejó Batlle”, nos dijo. Kirchner y yo desconocíamos entonces el tema. Fue el gobernador entrerriano Jorge Busti, el prim ero en expresar preocupación porque consideraba que la construcción de las plantas era un hecho. Poco des­ pués supimos que nuestra representación en la Com isión Adm inistra­ dora del Río Uruguay (C A R U ) había advertido sobre los riesgos con­ tam inantes de esa planta procesadora de celulosa. Todo se nos había presentado repentinamente. Ignorábamos que la autorización para la instalación de la planta no había respetado las reglas de aquel tratado binacional. Las autoridades uruguayas asegu­ raban haber informado al canciller Bielsa, pero éste lo negaba y afir­ maba que D idier Opertti, el canciller uruguayo de Battle, solo se lo había comentado de modo absolutamente incidental. A l poco tiempo, acordamos una nueva reunión, de la que partici­ paron Bielsa, Busti, Tabaré Vázquez, Gargano — canciller uruguayo— y G onzalo Fernández. En ese mom ento se acordaron 180 días para el análisis del tema. El problem a central era el incum plim iento de las normas del tratado, que los mismos uruguayos aceptaban guardan­ do silencio ante los planteos de Busti y de Bielsa. Su reclamo era, básicamente, de tolerancia. Aseguraban, además, que la form a de producción de pasta de celulosa no generaría contam inación en el medio ambiente. Cuando ese lapso se cumplió, el avance había sido nulo. A un así, seguimos buscando una salida común. La movilización de los habi­ tantes de la ciudad entrerriana de Gualeguaychú les permitió a los medios interiorizarse del conflicto y presentarlo como una transgre­ sión uruguaya. De allí en más, todo fue tomando un cariz perentorio y distintas voces demandaban volver todo a fojas cero y frenar la cons­ trucción misma de las papeleras. Distinta era la realidad que vivían los uruguayos. Para ellos, una inversión de diez mil millones de dólares que daría trabajo a cerca de diez mil personas njo podía desdeñarse por una demanda propia de la “soberbia argentina”. N o obstante las precauciones, el clima se iba enrareciendo. La ausencia de estudios de impacto ambiental parecía justificar la demanda

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de los vecinos de Gualeguaychú, que poco a poco abandonaron el dis­ curso crítico para empezar a interrum pir el tránsito en el puente inter­ nacional. En marzo de 2006, aprovechando la circunstancia de la asunción de Michelle Bachelet, organizamos un encuentro entre K irchner y Vázquez. A l cabo de la reunión, ambos presidentes anunciaron la voluntad de encontrar una salida al problema. Decidieron exhortar a los habitantes de Gualeguaychú a suspender los cortes del tránsito en el puente internacional y a la empresa a detener la construcción de las plantas. Se buscaban 90 días de tregua para desarrollar un estudio real que permitiera conocer el impacto ambiental de las obras. Aunque los manifestantes entrerrianos aceptaron la propuesta, del otro lado del río la situación fue distinta. La evidente debilidad jurídi­ ca del planteo uruguayo llevó a una de las dos empresas (Botnia, de capitales finlandeses) a iniciar una contraofensiva para preservar sus derechos. Primero amenazó a Uruguay advirtiéndole que si las obras se detenían denunciaría el incumplimiento del tratado de inversión recíproca firmado por Uruguay y Finlandia. Después, recurrió a la U nión Europea. Su Comisario Comercial, Peter Mandelson, se reunió conmigo en la Casa de G obierno en abril de 2006 y me advirtió que deberíamos soportar el aislamiento europeo si insistíamos con nuestro planteos sobre Botnia. En una conferencia de prensa, con mucho malestar por el proce­ der de Botnia, Gonzálo Fernández anunció la imposibilidad de cum­ plir con el compromiso asumido en Chile. El anuncio de que no se detendrían las obras disparó a los manifestantes entrerrianos, que repitieron la toma del puente. La reacción de los entrerrianos fue útil para que Tabaré Vázquez consolidara su cuadro interno. Había detectado que la política u ru ­ guaya hacía causa común contra la Argentina y que su mejor carta era no ceder ante nuestros planteos. Cuanto peor hablaba de los reclamos argentinos, mejor le iba. Las encuestas lo favorecían y el pueblo lo apoyaba. En medio del conflicto autorizó a Botnia a construir un puerto que agilizaba su operatoria. A nte semejante cuadro de situación, y tal como lo reclamaban los vecinos de Gualeguaychú, en m ayo de 2006 la Argentina presentó en la Sede de la C orte Internacional de Justicia, en La Haya, una deman­ da contra Uruguay por la construcción de dos plantas industriales de producción de pasta celulósica en la margen este del río Uruguay, que el país vecino había autorizado violando el Estatuto que reglamenta

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este recurso compartido. Argumentamos que la situación era particu­ larmente grave, pues esa autorización unilateral se había producido tres días después de que en una reunión de la Com isión Asesora del Río Uruguay se cuestionara el m ayor proyecto industrial jamás pre­ visto sobre el tramo común del río Uruguay. Silenciosamente y con la ayuda del R ey Juan Carlos de España, logramos que la planta restante (ENCE, una sociedad de capitales espa­ ñoles) decidiera construirse en un lugar distinto del elegido original­ mente. En diferentes reuniones que mantuve en M adrid y en Buenos Aires con el presidente de la empresa, Juan Luis Aguirre, fuimos ana­ lizando la posibilidad de relocalizar la planta. En septiembre de 2006, E n ce anunció su decisión de instalarse en Colonia, a orillas del Río de la Plata. C on ello, habíamos logrado reducir a la mitad el impacto ambiental que originalmente amenazaba a Gualeguaychú. De un modo legal y para nada subrepticio, una de las dos papele­ ras había conseguido instalarse en tierra uruguaya sin que ello deter­ minara un conflicto con la Argentina. Era una manera de transmitirle a Uruguay un mensaje: existía la posibilidad para la encrucijada surgi­ da del reclamo entrerriano. Antes de concluir ese año, Kirchner le manifestó al R ey Juan C ar­ los nuestro deseo de concluir el conflicto con Uruguay y de que fue­ ra él quien intercediera ante ambos países tratando de buscar una sali­ da. El Rey aceptó “facilitar” el encuentro entre ambos gobiernos pero tomó distancia del tema para no convertirse en mediador o árbitro. Esa fue la recomendación recibida por el canciller español Miguel Ángel Moratinos. El Rey recurrió al embajador español ante Naciones Unidas, Juan A ntonio Yañez-Barnuevo, un brillante diplomático de carrera que se había destacado como jurista en temas internacionales. En tres ocasio­ nes Yañez-Barnuevo visitó Buenos Aires y M ontevideo, antes de fo r­ malizar la primera convocatoria conjunta. Se lo veía moverse con sin­ gular diplomacia, tratando de acercar posiciones tan distantes entre sí. Finalmente, el 19 de abril de 2007, convocó a las partes en conflic­ to a una primera reunión en el Palacio de la Quinta del Prado, a 15 kilómetros de Madrid. Yañez inició el encuentro con un prolongado discurso de bienve­ nida en el que nos exhortaba a buscar puntos de acuerdo. Inmediata­ mente después, le cedió la palabra al canciller uruguayo Reinaldo Gargano, quien, con una actitud de fastidio y altanería, solo se dedicó

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a reiterar los derechos soberanos de su país sobre la orilla oriental del Río Uruguay, y a remarcar la “reprochable” actitud argentina, según él en contra de las inversiones de su país. Del lado argentino, estábamos Jorge Taiana (canciller por enton­ ces), Sergio U ribarri (en ese momento M inistro de G obierno de Entre Ríos) y yo. A l concluir Gargano su presentación, Yañez-Barnuevo me cedió la palabra. N o pude ocultar el malestar provocado por la intran­ sigencia de Gargano. “Yo no soy diplomático, soy un político que defiende los intereses de la Argentina. Vengo con voluntad y actitud de buscar una salida al conflicto. Pero si hemos viajado catorce mil kilómetros para oír los mismos argumentos que aparecen publicados en los diarios argentinos y uruguayos, pero expresados esta vez con m ayor altanería, tal vez no tenga sentido hacer esta reunión”, dije, dirigiéndome al diplomático español pero mirando fijamente a Garga­ no. Después, me debí ocupar de contestar los argumentos que había planteado Gargano y señalé la manera flagrante en que U ruguay había transgredido el tratado bilateral. Gonzalo Fernández oyó con atención mi planteo. Me notó moles­ to. En cuanto hicimos un cuarto intermedio, se acercó tratando de con­ ciliar pareceres. Durante dos días trabajamos chocándonos con la tozu­ dez de Gargano. Finalmente, logramos pergeñar una declaración en la que Uruguay se avenía a revisar la negativa de medir el impacto ambien­ tal y, eventualmente, a evaluar que la pastera se reinstalara en otro lugar. Con posterioridad, Uruguay no cumplió con lo prometido. Hubo una segunda reunión convocada por Yañez-Barnuevo en N ueva York, que coincidió con la Asamblea A nual de Naciones Unidas. Una vez más, sus esfuerzos por acercar posiciones resulta­ ron inútiles. Entonces, ya nadie dudaba de que el trabajo encarado por los espa­ ñoles no sería conducente. A sí fue que nuestro vínculo con Uruguay se resintió y el tema se resolvió en el Tribunal Internacional de La Haya. A pesar de los esfuerzos de muchos, no hubo modo de encontrar una salida al problema. Gonzalo Fernández y Francisco Bustillo, el embajador uruguayo en la Argentina, comprometieron todo su empe­ ño por ofrecer alternativas. Sin haberlo admitido jamás, porque fue­ ron leales defensores de la posición de su gobierno, presiento que intuían las irregularidades cometidas por el gobierno de Batlle en la instalación de las pasteras. El mismo Tabaré Vázquez, en una reunión del MERCOSUR celebrada en Córdoba en julio de 2006, me había aborda­ do y me había pedido ayuda para encontrar una solución al conflicto.

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“A lberto, somos amigos, no podemos estar peleados”, me dijo en un tono absolutamente sincero. El resto es una historia conocida. La relación entre K irchner y Tabaré Vázquez se enfrió definitivamente. Tan tirante fue ese vínculo que años después el mismo Tabaré Vázquez se opuso expresamente a que N éstor Kirchner se convirtiera en el Secretario G eneral de la > U nión de Naciones Sudamericanas. H izo falta que Pepe Mujica asu­ miera la presidencia para que U ruguay modificara aquella objeción.

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II “Es difícil reconstruir lo que ya pasó, la verdad de la memoria lucha contra la memoria de la verdad”. “Bajo la lluvia ajena” Juan Gelman

EL PORQUÉ DE CRISTINA

M

o m e n t o d e d e c isió n

Cuando Ricardo Lagos concluyó su mandato presidencial, en marzo de 2006, viajamos con Kirchner y con Cristina a Santiago de Chile, para asistir a la asunción de su sucesora, la presidenta electa Michelle Bachelet. C om o se sabe, Lagos dejó el poder con un altísimo nivel de adhesión popular. El día del traspaso de los atributos presidenciales, una m ultitud lo vitoreó y un aplauso sostenido lo acompañó por el largo pasillo del Parlamento chileno por el que emprendió su aleja­ miento — real y simbólico— del poder político de Chile. Conm ovido por el afecto y el reconocimiento del pueblo chileno, lo miré a Kirchner y le dije: “¿Te das cuenta de cómo se va Lagos? A sí tenés que irte vos. Si lo logramos, habremos hecho una revolución en la A rgentina”. N o era la primera vez que se lo decía, insinuando la posibilidad de no buscar la reelección. Tenía la certeza de que nuestra sociedad necesitaba de ciertos gestos de grandeza que renovaran la visión de la gente acerca de la política. K irchner compartía mi razona­ miento. Lo seducía la idea de no pelear p or un segundo mandato pudiendo hacerlo, marcando un hito altamente diferenciador con la ambición menemista, pero a la vez quería garantizar que los logros alcanzados y las transformaciones que estaban en marcha no se pusie­ ran en riesgo. A un cuando la Constitución argentina permite que un mandatario sea reelecto una vez, Kirchner, barajaba firmemente la opción de dar un paso al costado. Su primera preocupación se centra­ ba en el riesgo de desatar disputas internas en el peronismo. Cuando me lo comentó, coincidí con su visión y le añadí que la única que estaba en

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condiciones de reemplazarlo era Cristina. N o dudo que él tenía en mente que ella lo sucediera, pero creo que quería corroborar que otros también pensaban así. A mí no me cabían dudas sobre la enorme popularidad de Kirchner, también sabía que Cristina registraba una alta ponderación aunque un tanto menor que su marido. M uy por debajo de ellos dos, la ciudadanía ubicaba al resto de la dirigencia. “En el mundo de la política argentina vos estás en un lugar de privilegio, luego viene Cristina y después, por debajo de ella, todos los mortales”, le dije riendo, en una oportunidad. Comenzamos a evaluar cada vez con más entusiasmo las ventajas y obstáculos de la posible candidatura de Cristina. En varias oportunida­ des, en conversaciones con terceras personas, dirigentes, sindicalistas, empresarios o amigos, Kirchner lanzaba un comentario sobre la posible candidatura de Cristina, para ver la reacción que provocaba. Lo hacía como al pasar, y como si fuera un juego con sus interlocutores: escu­ chaba argumentos y opiniones, retrucaba, preguntaba y contestaba. Pero nunca confirmaba. Lo usaba como una suerte de tubo de ensayo y era un recurso al qué recurría m uy a menudo, cuando quería chequear el impacto de alguna idea transgresora que amasaba lentamente. Llegó a sondear la impresión que esa candidatura causaba entre periodistas como Eduardo van der K o o y y Joaquín Morales Solá. Yo también hacía mis propios sondeos. Hablaba con algunos periodistas y les transmitía mi parecer sobre el tema. Muchos me mira­ ban con recelo pensando que estaban siendo víctimas de una operación política. O tros observaban que era tan evidente mi deseo de impulsar a Cristina que empezaron a calificarme como un “cristinista”. En nuestras reuniones reservadas, cuando planteábamos el tema, ella no se mostraba, en principio, m uy entusiasmada. Kirchner trata­ ba de explicarle la conveniencia del cambio y me buscaba como aliado para estimular su decisión. Una noche, mientras cenábamos, sinceré mi parecer. La Argentina del “estado de emergencia” deparado por la crisis de 2001 estaba en el pasado y habíamos concretado aquel eslogan de campaña que asegu­ raba “un país en serio”. En ese nuevo país, sus habitantes habían subi­ do sensiblemente sus expectativas. A diferencia del tiempo en que asu­ mimos, la gente reclamaba una política más abierta y una mejor institucionalidad En ese escenario, Cristina, con la experiencia legislativa que acumulaba, parecía reunir mejores condiciones que Néstor. A todo ello se sumaba un argumento más sobre el cual K irchner insistía. Si él era reelecto, se convertiría, inexorablem ente, en un

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presidente a plazo fijo. En esa hipótesis, apenas iniciara su mandato final, el peronismo desataría la batalla por su sucesión, lo cual com pli­ caría la acción de gobierno. A su vez, a Cristina la detenía el temor de que la sucesión se valora­ ra socialmente como un burdo arreglo conyugal. Yo no compartía su visión. Cristina era quien era no por su condición de esposa de Néstor Kirchner sino por la autonomía política adquirida y por sus méritos legislativos que, por otro lado, la sociedad reconocía ampliamente. Mientras ella maduraba la decisión, K irchner no dejaba de alen­ tarla. Sentía por ella un profundo amor que, obviamente, le era corres­ pondido. Contrariamente a las habladurías que hicieron circular varios pasquines, integraban un matrimonio unido en el que los dos se respetaban, se admiraban y se dispensaban un cariño profundo. Recuerdo que cuando un canal transmitía algún discurso de C ris­ tina, Kirchner se asomaba a mi oficina y, sabiendo que interrumpía una reunión, cuidadosamente me sugería que lo acompañara a su des­ pacho. Una vez allí acomodaba dos sillones frente a la televisión para compartir esa intervención de Cristina. — ¡Néstor, estoy m uy ocupado! — le decía yo. — ¡Dale! ¿Q ué tenés que hacer más im portante que acompañar­ me?... Sentate y veamos a la Flaca... ¿Querés un café? — ofrecía, pidiéndome comprensión a su condición de hombre enamorado. Finalmente, llegó el momento en que Kirchner manifestó su real intención de que Cristina lo sucediera. Y ella seguía dudando. N o deja­ ba de evaluar el riesgo de ser vista como un títere de su marido, sin vue­ lo propio, no solo por el vínculo afectivo sino por su condición de mujer. Estaba convencida de que, por razones de género, encontraría muchos obstáculos a la hora de gobernar. En el inicio de su gestión — hay dis­ cursos que lo atestiguan— sintió que varios de los tropiezos que debió sortear provenían de los reparos que los diferentes sectores anteponí­ an por su condición femenina. Las discusiones entre nosotros se prolongaban. Pero una noche, cenando en O livos, Kirchner me comunicó la decisión de Cristina de competir por la Presidencia de la Nación. La noticia me llenó de ale­ gría. Era lo mejor para el tiempo por venir y permitiría seguir adelan­ te con el proyecto iniciado cuatro años antes. Guardamos esa confirmación para nosotros y solo la dimos a conocer dos meses antes de las elecciones en un acto realizado en el Teatro Argentino de La Plata, en donde Cristina pronunció un dis­ curso maravilloso en el que destacó la necesidad de ingresar en otro

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tiempo signado por la m ayor institucionalidad. También, p o r prim era vez, habló de construir un gran acuerdo social que clausurara la dis­ puta entre empresarios y trabajadores y que permitiera alcanzar una sociedad más equitativa.

Un

r a d ic a l

K

Una vez decidida Cristina, las consideraciones estuvieron orienta­ das hacia la elección de su vicepresidente. K irchner buscaba institucionalizar la concertación, el espacio en el que debía nuclearse el progresismo, porque creía que la A rgentina del bipartidismo peronista-radical estaba colapsada. En esencia, sen­ tía que los grandes partidos habían postergado un debate absoluta­ mente necesario y habían dejado de representar los intereses que les habían dado vida. . Su idea me resultaba atractiva. Era cierto que en el peronismo con­ fluían elementos antagónicos y que exactamente lo mismo pasaba en el radicalismo. Eso explicaba las sucesivas rupturas que esas estructu­ ras habían sufrido en las últimas décadas. A nte ese cuadro, se hacía imperioso proyectar nuevas estructuras políticas, ideológicamente más definidas y capaces de saltar los límites impuestos por los partidos vigentes. De eso trataba, precisamente, la transversalidad de la que tantas veces hablamos. C on Kirchner soñábamos con que Argentina edificara un nuevo escenario político en el que confrontaran progresistas y conservado­ res. “Una fuerza de centroizquierda contra otra fuerza de centroderecha, como en España”, solía decir, explicando su idea. En esa lógica, si Cristina representaba una propuesta superadora, era necesario que ella se convirtiera en el referente de ese nuevo espa­ cio político, más amplio, más abarcativo. U n espacio democrático que amparara a aquellos argentinos que pensaban el país de un modo simi­ lar al que nosotros lo hacíamos. Tanto Kirchner, como Cristina y yo, estábamos convencidos de que en ese proyecto debíamos incluir no solo a los sectores que provenían del Frepaso, sino también al radicalismo. Durante la gestión, habíamos forjado una buena relación con vastos sectores radicales y comenzamos a evaluar la idea de completar la fórmula presidencial con un radical K que hubiera tenido una exitosa gestión en su provincia.

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En ese momento, contábamos con cinco gobernadores radicales que, p or su afinidad con el gobierno, habían sido denominados “radi­ cales K ”. Ellos eran: Miguel Saiz (Río Negro), Eduardo Brizuela del M oral (Catamarca), A rtu ro Colom bi (Corrientes), G erardo Zamora (Santiago del Estero) y Julio Cobos (Mendoza). Una tarde K irchner los convocó a su despacho. Tras reivindicar la transversalidad como un diagnóstico acertado de la realidad política, les expresó su deseo de institucionalizar ese espacio progresista que tanto anhelaba construir. El sistema político había quedado sumido en un pozo de mucha confusión en el que ya no se distinguían claramen­ te las banderas partidarias, y semejante desconcierto solo servía para atomizar la sociedad en pequeños sectores poco representativos, lo cual complicaba la acción de gobierno. Repentinamente, les propuso que eligieran, entre ellos, quién sería el compañero de fórmula de Cristina. Quedaron impactados. Cobos agradeció la generosidad de K irchner y dijo que era consciente de que Cristina no los necesitaba para alcanzar la victoria. Pero Kichner no lo dejó continuar, no se trataba de una dádiva. Era parte de una decisión política cuyo objetivo consistía en ampliar la base de sustentación del futuro gobierno y en avanzar decidida­ mente hacia la construcción de aquel espacio progresista. Los cinco oyeron complacidos las palabras de Kirchner y de inmediato-señalaron que convocarían a un congreso de la dirigencia afín a su postura de apoyo a nuestro gobierno, con el propósito de elegir al can­ didato. Todos sabíamos que Cobos sería el elegido. Tenía una buena relación con Kirchner y, además, era el único de los gobernadores radi­ cales que no contaba con la posibilidad de ser reelecto en su provincia. A un así, celebraron el congreso en Vicente López y allí postularon a Julio Cobos como compañero de fórm ula de Cristina. Desde enton­ ces, ese espacio radical organizó distintos encuentros en los que enfa­ tizaron su voluntad de continuar en la concertación sin perder su identidad partidaria. La publicidad de la campaña estuvo dirigida a resaltar la vocación plural del espacio político que llevaba a Cristina como candidata, un mensaje conciliador por encima de las pertenencias partidarias. A sí lo afirmaba el eslogan elegido: “Cristina, Cobos y vos”. La llegada de Cristina al gobierno le añadiría ál proyecto kirchnerista. una apertura reclamada. A l mismo tiempo, su postulación garan­ tizaba m ayor institucionalidad en un momento en que el modelo hiperpresidencialista empezaba a ser cuestionado.

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Las elecciones resultaron tal como lo habíamos previsto. Cristina ganó en primera vuelta con una ventaja de 25 puntos sobre Elisa C arrió, la segunda candidata más votada.

E l CAMBIO Tras su triunfo, Cristina comenzó a delinear su gabinete, para el que creía que había que convocar a nuevas figuras. Yo mismo ofrecí abandonar la Jefatura de Gabinete pero no lo aceptaron. En diversas oportunidades insistí en ello. Kirchner me decía, molesto, que la expe­ riencia acumulada en cuatro años de gestión era un capital del que Cristina no podía prescindir. Y ella estaba de acuerdo con ese argu­ mento. Sin embargo, a mí me parecía que los cuatro años de gestión ya habían sido desgastantes para quienes habíamos estado en cargos de mucha exposición y era oportuno aprovechar el cambio de gobier­ no para construir un gabinete que no cargara con ese desgaste, lo que redundaría en un m ayor margen de maniobra para Cristina. A propósito, recordaba aquel eslogan “cambiar en el cam bio”, usado p o r el PSOE español, eslogan al que nosotros recurríam os en nuestras charlas para explicar la llegada de Cristina, y que suponía también profundizar la transform ación mediante la sustitución de los actores. Además, las expectativas sociales generadas p or C ristina eran tan altas que se corría el riesgo de crear un nivel de demanda política difícil de satisfacer. La discusión se saldó del modo menos esperado. Una tarde y o estaba conversando en mi oficina con C arlos O m inami, un gran amigo chileno que había sido electo senador por la Concertación. Mientras la charla se desarrollaba de manera m uy inform al, K irchner ingresó en mi despacho, saludó a Ominami, pidió un té y se sumó a nuestra conversación. — Estábamos hablando de los problemas de Bachelet y de su gobierno — le dijo Ominami a Kirchner, incluyéndolo en la charla— . En verdad, creo que fue un error de la Presidenta incluir muchos jóve­ nes en su gabinete y no aprovechar la experiencia de quienes venían trabajando con Lagos. K irchner escuchaba con atención. De tanto en tanto volvía la vis­ ta y me fulminaba con su mirada. La conversación siguió y un rato después Ominami se despidió de nosotros.

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Cuando quedamos solos, Kirchner dibujó una irónica sonrisa en su rostro. — ¿Vas a insistir en cambiar el gabinete? — me preguntó. Entonces me di cuenta de que había perdido la batalla. Cuando faltaba poco tiempo para que Cristina asumiera la P re­ sidencia de la Nación, K irchner me pidió que encontrara la manera de darle al nuevo gobierno una im pronta propia, para que la gente no sintiera que la llegada de Cristina solo representaba un cambio de figura en el presidente. Yo sabía que ella quería mantener a un número importante de los ministros de su marido. Siendo así, me pareció oportuno un cambio en la Ley de Ministerios para crear dos nuevas carteras que significa­ ran una señal clara de un nuevo tiempo. En prim er término, propuse crear el M inisterio de Seguridad. La persistencia del delito y la sensa­ ción de tem or difundida entre la gente eran fundamentos suficientes como para asignar a un nuevo organismo la función específica de pre­ venir y perseguir la delincuencia. Cristina dudó y Kirchner directa­ mente la descartó. A dujo que no era conveniente hacerlo porque con­ solidaría en el imaginario social la idea de que existía un problema de inseguridad mucho m ayor que el real. Distinta fue mi suerte con la segunda propuesta. Expliqué que en la nueva etapa debíamos asignarle un rol preponderante al conoci­ miento. Argumenté que la ncjueza.de..las sociedades modernas reside en el saber. D e ahí que el desarrollo científico debía ser programado y prom ovido desde el Estado. C on la conformidad de ambos, impulsa­ mos el M inisterio de. C iencia y Tecnología. Del conjunto de ministros de Kirchner, solo Miguel Peirano, A lberto Iribarne y Ginés González García no continuaron en sus car­ gos. El prim ero decidió alejarse cuando no encontró eco en Cristina para corregir los desvíos estadísticos del In d e c . El segundo dejó el Ministerio de Justicia con la pretensión de representar a nuestro país ante el Vaticano, pero no fue aceptado por su condición de divorciado, pese al enorme esfuerzo que se hizo desde el gobierno para lograr su designación; y, finalmente, Ginés González García abandonó el M inis­ terio de Salud para hacerse cargo de la Embajada argentina en Chile. Había alguna duda sobre la continuidad de Aníbal Fernández. Kirchner le atribuía haber realizado algunos movimientos con militares en ejercicio para acceder a la cartera de Defensa, y Cristina no parecía dispuesta a sostenerlo. A mi no me parecía justa la decisión. Entonces sopesé su compromiso con nuestra gestión y reclamé preservarle un

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lugar en el gabinete. Se me ocurrió proponerle el Ministerio de Justicia y trasladar a su órbita el área de seguridad. Kirchner estuvo de acuerdo porque mi propuesta liberaba el Ministerio del Interior para Florencio Randazzo, a quien él quería incorporar a la gestión. Para el área de Salud, propuse a Graciela Ocaña. Aunque no era médica, contaba con excelentes antecedentes acumulados durante su ges­ tión en el P a m i . Defendí su designación convencido del trabajo necesario para poner fin a la cartelización en el área. Cristina se entusiasmó con la idea y rápidamente se reunió con ella para conversar. Tan entusiasmada estaba con Graciela, que en su discurso de asunción ante el Congreso Nacional fue a la única ministra a la que le dedicó palabras elogiosas. Mucho tiempo después supe que Cristina se lamentaba de esa designación y creía que había sido un error haber ubicado al frente del Ministerio de Salud a una persona que no era médica. Cuando lo dijo, tal vez no haya evaluado que, en esta época, el m ayor problema en la gestión de salud, es su administración. Una demanda creciente de gen­ te con m ayor expectativa de vida que busca transitar sus días con bue­ na atención médica, y el desafío de incorporar más y mejores presta­ ciones a millones de personas frente a ofertas cada vez más costosas y especializadas ubican a la salud ante el desafío de la buena administra­ ción de sus recursos. La faceta más crítica no es el desenvolvimiento específico de la medicina sino el costo económico que representa y, por lo tanto, las decisiones políticas que se adoptan. Tal vez por estos fundamentos Barack Obama haya confiado a un licenciado en A d m i­ nistración la reforma en la gestión de la salud norteamericana. Finalmente, restaba encontrar al nuevo ministro de Economía. K irchner había pensado en Martín Redrado. Yo le expresé, una vez más, mis dudas por el perfil monetarista que lo caracteriza. Cristina participó de mi opinión y entonces Kirchner insinuó la conveniencia de que fuera yo quien me hiciera cargo de ese ministerio. Rechacé de inmediato la oferta. C onocer algunos aspectos de la gestión económi­ ca no convierte a una persona en un entendido. El ministerio de Eco­ nomía tiene un rol crucial en cualquier gobierno y allí la tarea cotidia­ na exige continuas decisiones de política económica. — Néstor, a mí me gusta mucho el cine, pero no sé si con eso estoy capacitado para dirigir películas — le dije sonriendo y tratando de hacer un paralelo entre mi afición por las cuestiones económicas y mis condiciones para ejercer como ministro del área. Cuando no aparecieron otros nombres, propuse evaluar dos opciones: Mercedes Marcó del Pont y M artín Lousteau.

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En el caso de Mercedes, ya se había vinculado con el gobierno, p ri­ mero como diputada nacional y después como Presidenta del Banco Nación. Sobrina de Rogelio Frigerio, venía de trabajar activamente en la Fundación,de Investigaciones para el Desarrollo ( f i d e s ), desde don­ de había sido una crítica tenaz a la política económica desplegada durante la década de 1990. Martín Lousteau era menos conocido entre nosotros. Graduado con honores en la Universidad de San Andrés, exhibía un master en Ciencias de la Economía en la prestigiosa London School o f Economics and Political Science, la universidad más progresista en materia econó­ mica, p or la que pasaron personajes como George Bernard Shaw, Bertrand Russell o el mismísimo Paul Krugman. De aspecto jovial, había sido M inistro de la Producción en el gobierno bonaerense de Felipe Solá y se desempeñaba en ese momento como presidente del Banco de la provincia de Buenos Aires. A pesar de las buenas credenciales de Marcó del Pont, fue el nom ­ bre de Lousteau el que quedó en pie. Contaba, además, con el aval de Carlos Bettini, nuestro embajador en España, una persona querida por los Kirchner. Creado el Ministerio de Ciencia y Tecnología, Cristina ubicó al frente a Lino Barañao, un investigador reconocido y prom ovido por Daniel Filmus. El día en que Cristina asumió, y dio aquel discurso de apertura verdaderamente extraordinario en el Congreso, fue, a la vez, la despe­ dida de Kirchner y un momento, para mí, m uy conmovedor. Recuer­ do que tras la jura en el Congreso, Cristina, N éstor y y o nos reunimos en el despacho de Julio Cobos. Kirchner advirtió mis ojos enrojecidos y me preguntó la razón. Solo atiné a abrazarlo. “Fuiste un gran Presi­ dente”, alcancé a decirle con mi voz quebrada. A él se le humedecie­ ron los ojos y volvim os a abrazarnos como aquel día que en Río Gallegos me había propuesto ser su Jefe de Gabinete.

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LA 125

U n a v isió n e rr ó n e a A dolfo Suárez solía decir que, más allá de los poderes políticos, existían en las democracias modernas eso que él llamaba “poderes fácticos”. Hablaba de los mismos grupos de interés a los que mucho antes se había referido el francés Tocqueville: sujetos que se agrupaban en procura de preservar sus propias rentas por encima del interés general. Cuando esos sujetos asoman con preponderancia en el escenario públi­ co, la disputa política se canibaliza y los partidos suelen volverse fun­ cionales o refractarios a aquellos sectores polarizando el debate. Después de dictada la Resolución 125, esos poderes fácticos se ins­ talaron en el centro del escenario político y durante cuatro meses ope­ raron tratando de dejarle en claro a la autoridad democráticamente instituida que no iban a perm itir que sus intereses se vieran afectados. Aunados p or ese propósito, asomaron la corporación agropecuaria y luego la corporación mediática. A ellos, se sumaron los partidos de oposición. Todos querían hacerle llegar el mismo mensaje al gobierno. Para los kirchneristas, los hechos suscitados a partir del dictado de aquella famosa resolución representaron el cierre de un capítulo importante en el ciclo político que, desde luego, debería dejarnos enseñanzas sustanciales. Para el resto, lo ocurrido durante esos cuatro meses de tensión y polémica no proporcionó ventaja alguna, salvo el resultado electoral de 2009 que finalmente no pudo capitalizar una oposición dividida que solo se juntaba para enfrentar al oficialismo frente a cada decisión oficial. El gobierno no solo no consiguió los recursos para cuya recaudación se había dictado la resolución 125, sino que terminó coparticipando lo

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recaudado a través de las retenciones a los granos y oleaginosas con las provincias sojeras, reduciendo esos ingresos con los que ya contaba. Por eso, cuando sobrevino la crisis internacional, el déficit fiscal que en su momento habíamos previsto solo pudo ser formalmente salvado con la incorporación a las arcas del Estado de los fondos prévisionales. Los hombres del campo, que en aquellos días especulaban con que el precio de la soja alcanzaría los mil dólares por tonelada, un año des­ pués del conflicto soportaron una enorme sequía que redujo en más de un tercio su cosecha. Entonces, la tonelada de soja no alcanzaba a valer ni siquiera la mitad de lo que habían añorado tan solo unos meses antes. Ante ese cuadro, de haberse mantenido las retenciones móviles, ellos se habrían beneficiado. . En esos días la confrontación se adueñó de las calles. Los escraches se volvieron operaciones repetidas que sirvieron para ridiculizar y amedrentar a sus destinatarios. A la testarudez de los hombres del campo, opusimos desde el gobierno un discurso agresivo que deslució la apertura demostrada en las compensaciones y subsidios para los pequeños productores o en el hecho de someter lo decidido a la con­ sideración parlamentaria. Ese discurso, potenciado por los medios de comunicación, sirvió para ahuyentar a muchos argentinos que hasta allí nos habían acom­ pañado. Pero también facilitó la tarea de quienes se empecinaron en mostrar a N éstor Kirchner como un sujeto intemperante e irracional capaz de empujar el poder político hasta el mismo precipicio. Historias de desencuentros. Los mismos tropiezos con los que cíclicamente chocamos en una Argentina a la que mucho le cuesta capitalizar experiencias y que, como siempre ocurre, no deja victorio­ sos a la vista. Alguna vez le pregunté a N éstor por qué razón debíamos extre­ mar tanto las posiciones si durante su presidencia nunca habíamos procedido de ese modo. Le recordé nuestra actitud frente a las demandas de seguridad lideradas por Juan Carlos Blumberg o la vuelta atrás con las reelecciones gubernamentales en las provincias tras la derrota que en Misiones nos infligió un obispo. C on cierto dejo de ofuscación, me respondió que esta situación era distinta, porque estaba en juego el poder político en la Argentina. Él opinaba que era ese un conflicto del que había que salir airoso para que C ris­ tina pudiera afianzarse en el poder. Sostenía que enfrentábamos la reacción de la oligarquía agrícola que en las primeras décadas del siglo X X se había adueñado del país.

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Esa era la visión del campo que se había formado en Santa C ruz, don­ de los apellidos patricios de nuestra sociedad son dueños de miles de hectáreas en las que pastan algunas ovejas. A mi entender simplemen­ te experimentábamos las mismas reacciones que se sucedieron a lo lar­ go de la historia cada vez que a alguien se le impuso una m ayor pre­ sión tributaria, pero esta vez los intereses se habían aunado sólida­ mente y habían logrado convocar en su defensa un importante sector social y al poder mediático. Los chacareros que cortaban rutas eran minifundistas y arrendatarios de campos que no querían perder las ganancias excepcionales que les ofrecía la coyuntura de la economía mundial. Seguramente actuaban con cierta avaricia y con m uy poca solidaridad. Pero no eran oligarcas. Será útil recordar la cronología de los hechos para poder com ­ prender cómo fue que se desató aquella crisis que cerró un ciclo.

La

lle g ad a de

L o u st e a u

Cristina había ganado con holgura las elecciones presidenciales de octubre de 2007. A un así, esa fortaleza política no nos evitaba afron­ tar un futuro con algunas dificultades. Cuando N éstor culminaba su mandato, habíamos advertido la posibilidad de que los ingresos no acompañaran el ritm o del gasto que el presupuesto había previsto. Ya Miguel Peirano, por entonces M inis­ tro de Economía, nos señalaba el problema. Para salvar esa situación, a solo un mes de la asunción de Cristina, Kirchner dispuso incrementar los topes de las retenciones: primero, para la exportación de productos agrícolas, y después, para las expor­ taciones del petróleo y sus derivados. La medida se justificaba plena­ mente por el aumento que los commodities habían experimentado en el mercado global y por la necesidad de garantizar que los precios internos no escalaran debido a la suba de los valores internacionales. Una de las preocupaciones de Kirchner se centraba en la economía; quería evitar las dificultades en las cuentas públicas. Su principal objeti­ vo era que Cristina no sufriera sobresaltos en esa materia. Había logra­ do una formidable experiencia en el manejo de la hacienda pública. Dia­ riamente, supervisaba la evolución de los ingresos y de los gastos. Tenía dos propósitos insoslayables: ampliar al máximo el margen del superávit y bajar del mismo modo el endeudamiento. Solía decir que con recursos y sin deudas no existía el gobierno fácil de abatir. Por ello, advertido de

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lo ajustado que se mostraba el futuro en materia de ingresos y egresos, resolvió aumentar las retenciones tratando de dejarle a Cristina una mayor solvencia fiscal en el primer año de su gobierno. A l iniciarse el mes noviem bre de 2007, en una reunión en O livos convocada p o r Cristina y de la que participamos Kirchner, Peirano, M oreno y yo , el entonces M inistro de Economía dejó en claro su preocupación por ciertos temas puntuales que lo inquietaban más allá de las cuentas públicas. Hacía foco en algunas políticas desarro­ lladas para el campo — en el sector lácteo, fundamentalmente— la oscilación de los precios en los mercados y la form a en que el INDEC registraba ese movimiento. Esos comentarios no le cayeron bien a Cristina, quien interpretó que estaban encaminados directamente a afectar la “línea de flotación” del Secretario de Comercio, G uillerm o M oreno. Enseguida le recordó a Peirano que ella era la Presidenta, que en consecuencia marcaba la agenda de los problemas y era quien decidía cuándo se tomaban las medidas para resolverlos. De un modo inesperado nos encontramos con la renuncia del ministro de Economía, cuyo alejamiento del gobierno ya no revestía duda. Cuando digerimos el alejamiento de Miguel Peirano, debimos evaluar quién lo sucedería. C om o ya relaté, tres nombres empezaron a danzar en nuestras charlas: Redrado, Mercedes Marcó del Pont y Martín Lousteau. Se trataba de gente joven, y en el caso de los dos últimos, con una formación económica progresista. Finalmente, Martín Lousteau asomó como el elegido. La decisión la tomó Cristina. Así, con apenas treinta y cinco años de edad, llegó a convertirse en uno de los ministros de Economía más jóvenes de la historia argentina. U n día de principios de 2008, durante un enero agobiante, Lous­ teau me propuso conversar. Se lo notaba inquieto por la situación. Me advirtió que el incipiente problema que se observaba en Miami, en torno a las llamadas hipotecas subprime, terminarían generando una crisis a escala mundial. En su análisis, ese trance contagiaría a Europa y determinaría una recesión global. A nte ese cuadro, nuestras expor­ taciones caerían en cantidad y precio y en 2009 el déficit fiscal se con­ vertiría en una realidad inexorable. Le pedí precisiones sobre aquella crisis tan enorme que anticipa­ ba. Contestó todos mis requerimientos. Me confió que, a su juicio, para evitar el déficit futuro, era necesario empezar a desmontar paula­ tinamente algunos gastos del Estado. Hablaba de eliminar poco a poco

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los subsidios al transporte y a la energía que en ese momento repre­ sentaban casi cuatro puntos del PBI. A som brado ante semejante visión, le recomendé que hablara con la Presidenta. U n par de días más tarde, Cristina me convocó a su despacho para oírlo a M artín. Entonces, él volvió a repetir en detalle su análisis. Después de escucharlo, Cristina nos pidió que hablára­ mos el tema con N éstor y, seguramente porque conocía los resque­ mores que él guardaba hacia Lousteau, me pidió que fuera y o quien organizara el encuentro. A l día siguiente Lousteau y yo visitamos a Kirchner en sus ofici­ nas de Puerto Madero. M artín volvió a repetir sus observaciones y y o a oírlas p or tercera vez. N éstor escuchaba con atención y miraba a Lousteau con no escasa displicencia. N o emitió juicio sobre lo que oía. Pero en cuanto concluyó la exposición, habló con aire sobrador. — Pero vos estás hablando de filosofía y ese problema que planteás es un tema político que se arregla políticamente — dijo. — N o es así — le respondió con firmeza Lousteau— . Estamos en los prolegómenos de una crisis financiera de una magnitud que nadie sabe dónde va a terminar. — M artín — retrucó Kirchner— , esto lo va a arreglar Bush emi­ tiendo dólares. N o te inquietes. N o va a llegar a mayores. — N o se crea — replicó Lousteau, que no lo tuteaba— , no va a haber dinero en el mundo que alcance para parar esta crisis. Cuando la sangría financiera pase, vendrá el parate económico y eso a nosotros nos va a afectar. Aunque era evidente que a K irchner no le gustaba el tono admonitorio de Lousteau, tom ó nota de cuanto había dicho y, a pesar de minimizar ese sombrío pronóstico, advirtió que no estaba de acuerdo en bajar el gasto pues eso suponía “enfriar la economía”. — Antes de bajar el gasto — dijo— , mejoremos los ingresos... A l campo le está yendo m uy bien y puede hacer un aporte aún mayor. Enseguida entendimos su idea. Yo conocía el concepto de K irch­ ner respecto de moderar el gasto. Y, como hasta ese momento había sido un simple espectador del debate, me animé a recordarle algo que siempre le decía: “Es cierto que los motores se quiebran por el frío, pero también que se funden cuando se recalientan”. Terminamos la reunión llevándonos el mensaje de N éstor: lo que hubiera,que hacer para enfrentar la crisis no debía pasar p o r reordenar ellgasto. y

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A LAS PUERTAS DE UN CONFLICTO MAYOR

Una semana más tarde, nos enteramos de que G uillerm o M oreno estaba trabajando en un plan para aumentar las retenciones a las exportaciones agropecuarias y ganaderas. Pretendía que aportaran en ese concepto el 60 por ciento del valor del precio de exportación, una cifra que, al oírla, nos pareció desmedida. Suponía aumentar significa­ tivamente la tasa de retenciones de ese momento. Su idea era que solo con lo que el campo generaba se pudiera sostener el ritmo de gasto previsto ante una crisis eventual. Lousteau se inquietó. Mostraba una copia del plan de M oreno sin dejar de criticarlo. A nte lo que asomaba como una amenaza, se puso a trabajar en lo que Kirchner quería: que los ingresos aumentaran a expensas de un m ayor sacrificio del campo sostenido por la renta extraordinaria que efectivamente estaba percibiendo. A sí surgieron las retenciones móviles. La idea consistía en recla­ marle al campo m ayor esfuerzo si el precio de los commodities subía, y asociarnos con el sector bajando nuestros ingresos, si los precios se deprimían. De ese modo, las retenciones variarían siguiendo lo dis­ puesto en una “tablita”. En el caso de la soja, el precio de ese momen­ to llevaba a imponer una retención un poco superior al 40 por ciento — cinco puntos porcentuales más que lo que se disponía en ese ins­ tante— , y si el poroto llegaba a tocar los 6 10 dólares por tonelada, la participación del Estado en el negocio alcanzaría el 50 por ciento. Com o el plan consistía en captar parte de una ganancia extraordinaria derivada de un alza inesperada de los granos, todo llevaba a pensar que los productores verían retroceder el precio efectivamente percibido por la venta de la soja a los niveles de diciembre de 2007, asegurándo­ se aun así una .ganancia importante. Lousteau preparó el proyecto y cuando concluía febrero de 2008, ya estaba en condiciones de someterlo a la consideración de la Presi­ denta. Le pidió una reunión para tratar el tema. Cristina escuchó la propuesta. Tardó varios días en tomar una deci­ sión. Finalmente, en la tarde del 11 de marzo, me llamó a su despacho. A llí estaba el Ministro de Economía acompañado por Javier de U rquiza, Secretario de Agricultura, y Gastón Rossi, Secretario de Política Económica. Lousteau explicó en detalle en qué consistían las retencio­ nes móviles que subían para la soja y el girasol y por qué apenas baja­ ban las retenciones sobre el trigo y el maíz. Con razón, decía que el m ayor problema que enfrentábamos era la “sojización” del campo. En

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ese momento, el 50 por ciento de la superficie sembrada en la Argenti­ na estaba ocupada por la producción de soja, una oleaginosa que se exportaba casi en su totalidad. Solo un 5 por ciento quedaba en el país para producir aceite, que también se exportaba casi íntegramente, y algu­ nos alimentos de consumo local, como las harinas con las que se produ­ cen las milanesas de soja y la leche de soja. Com o el valor de exportación de la soja había crecido de manera exponencial y su costo de producción era singularmente bajo, los productores agropecuarios se volcaban a su siembra pues lograban una rentabilidad significativa. Sobre esa premisa, era razonable aplicar mayores retenciones al precio de venta internacio­ nal del grano ya que de ese modo se desalentaba esa producción y se favorecían otras que estaban relegadas e interesaban más al consumo argentino: carne, leche, maíz y trigo, fundamentalmente. Hubo, además, una aclaración política. Lousteau explicó que en el tiempo que vendría el precio de los alimentos sufriría aumentos consi­ derables. China e India se estaban convirtiendo en fuertes demandan­ tes de leche, carne y granos y esa iba a ser la causa de la suba de los commodities alimenticios. Com o los precios internacionales treparían con­ siderablemente, era oportuno fijar un horizonte de previsibilidad para los productores agropecuarios. C on las retenciones móviles cada uno sabría a qué atenerse si los precios se alteraban en cualquier sentido. La explicación sonaba convincente. Javier de U rquiza escuchaba en silencio y recién cuando Lousteau concluyó con su relato, dijo que, aunque no sabía cómo iba a reaccionar el sector pues él no había tra­ bajado en la nueva medida y no había podido tantear el ánimo de las entidades gremiales que nucleaban a los productores, el análisis de Lousteau le parecía correcto. Por mi parte, solo atiné a hacer una pregunta: ¿habían sido con­ sultadas las entidades de campo? Lousteau me confirmó que solo había realizado “consultas inform ales” porque, debido a que tenía órdenes de trabajar la cuestión con la máxima reserva, no había podi­ do verificar el parecer de los dirigentes del sector. — ¿Y no van a reaccionar? — pregunté, inquieto. — Entiendo que no deberían reaccionar mal porque participan de nuestra visión sobre el desmedido auge de la soja, pero no pude con­ sultarlos directamente — respondió con cierto tono de resignación ante la orden que había recibido de trabajar en absoluto secreto. Cristina intervino. D ijo que era imposible consultarlos porque hubieran ejercido presiones de todo tipo para impedir que la medida se pusiera en marcha. Era una apreciación razonable; e ingenuo, de mi

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parte, pensar que alguien a quien iba a exigírsele un m ayor aporte im positivo se mostrara complacido con la idea. La decisión se tomó y M artín Lousteau la anunció en conferencia de prensa en la misma Casa de Gobierno. Inicialmente, no pareció despertar el interés de la prensa. Todos los diarios del día siguiente colocaron la noticia en la sección de economía. Clarín le otorgó un título secundario dentro de una tapa: “Cambian las retenciones para controlar los precios y recaudar más”. En esa tapa los “autos truchos de cancillería” — vehículos importados adquiridos irregularmente p or diplomáticos— ocupaban el espacio central. A pesar del bajo interés del periodismo, la medida no tuvo la recepción deseada por parte de las patronales del campo. U n día des­ pués del anuncio, las cuatro entidades — Sociedad Rural, Confedera­ ciones Rurales Argentinas, Federación Agraria y C O N IN A G R O — reac­ cionaron en conjunto declarando un paro agropecuario. La Mesa de Enlace acababa de reaparecer en la Argentina. Me sorprendió semejante decisión. Me comuniqué telefónicamente con Eduardo Buzzi (FA) y Luciano Miguens (SRA), tratando de cono­ cer las razones del paro. Ambos me anticiparon el gran enojo de los pro­ ductores. Su principal crítica se basaba en lo que ellos consideraban una “intromisión desmedida del Estado”, que generaba una alteración de las reglas de juego en la producción y comercialización de granos. Se los oía preocupados. Les pedí que, cuando concluyera la medida de fuerza, me contactaran para resolver los aspectos que los inquietaban. Públicamente había sostenido la misma vocación de conversar que la que les transmití, en privado. En ambos casos, reclamé que ese diá­ logo se llevara adelante previa cesación del paro. Estaba claro que no podíamos aceptar ninguna negociación bajo la presión de una medida de fuerza que se exhibía como virulenta. Las declaraciones a los medios de los dirigentes del campo tam­ bién exacerbaban el ambiente. “N o vamos a retroceder. Este paro es a todo o nada”, decía Eduardo Buzzi. “Tenemos los huevos para no aflojar. Queremos que se cambie esta política agropecuaria y que el gobierno dé marcha atrás. Recién ahí podemos empezar a negociar”, bramaba el titular de la C R A , M ario Llambías. Era difícil entender tanta intemperancia. A l fin y al cabo, éramos nosotros los que habíamos evitado, al asumir el gobierno, el remate de 44.000 campos hipotecados durante los tiempos de crisis. Y fue durante nuestro gobierno que la actividad agropecuaria y la agroindustria habían alcanzado su máximo desarrollo. ¿Eran merecidas

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tantas palabras destempladas por parte de quienes habían logrado tan buenos resultados en sus emprendimientos? Cuando la medida de fuerza concluía, la Mesa de Enlace dispuso prolongarla “p or tiempo indeterm inado”. Según me había anticipa­ do telefónicamente Buzzi, la situación estaba dando señales de des­ control. En todo el país empezaban a observarse conflictos cargados de malestar. El 20 y 21 de marzo de 2008 fueron jueves y viernes de Semana Santa. Así, la Pascua transcurrió en un clima de absoluta conmoción. Los cortes de ruta dificultaban el tránsito de turistas que querían apro­ vechar esos días para distraerse. El conflicto del campo perturbaba la tranquilidad de la clase media urbana que, además, cargaba su ánimo mirando las pantallas de los canales de noticias. Eran los días en que Todo Noticias llamaba “paro histórico” a una rebelión rural que no solo no aceptaba pagar más impuestos sino que, además de cortar las rutas, había paralizado el tránsito en todo el país y comenzaba a desa­ bastecer de alimentos a las grandes ciudades.

U n a sit u a c ió n pr e o cu pa n t e El clima se fue enrareciendo sensiblemente. Com o parte de ese malestar, Cristina pronunció un encendido discurso en un acto en la Casa de Gobierno en el que, ante la decisión del campo de prolongar el paro por tiempo indeterminado, les advirtió que no se iba a someter a ninguna extorsión; calificó las protestas como “piquetes de la abundan­ cia” y “pasos de comedia” de los mismos sectores que habían logrado “la m ayor rentabilidad” con las políticas que en su momento implementara Néstor Kirchner. Todo lo que dijo entonces era cierto, pero el mal humor que se había instalado no quería oír semejantes palabras. Las reacciones, como se sabe, no se hicieron esperar. La oposición vio allí un buen resquicio para montarse. Elisa C arrió fue la primera en hacerlo. “La presidenta de la República ha desatado el incendio. Le pido a la Ciudad que acompañe al campo y les ruego a los pequeños y medianos productores que, frente a esta provocación violenta, tengan una reacción no violenta. Ruego que res­ pondan con bandera blanca”, dijo metiéndose de lleno en el conflicto. A ella la siguieron De Narváez, Macri y Duhalde. Cuando los opositores se sumaron al campo, el conflicto comenzó a politizarse para adquirir otra dimensión. Ya estaba claro que la demanda

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no se limitaba al reclam o original que buscaba aliviar la presión tributa­ ria sobre los chacareros. A h ora, en la vo z de los adversarios políticos, comenzaban los cuestionamientos a las “form as crispadas” del discurso gubernamental y ya las retenciones al agro eran tan solo parte de un p ro ­ blema m ayor en donde se mezclaban reclamos p o r la inflación, p o r el proceder del Indec y p o r presuntos hechos de corrupción.

Traté de que ese clima no me contaminara. Pese a la escena que en alguna medida, habían creado, seguí conversando con los dirigentes rurales pidiéndoles la suspensión del paro y una reunión para hallar la salida al conflicto. La Presidenta entendía — con toda razón— que no se podía dialogar con quienes mantenían en pie una medida de fuerza pues eso era, precisamente, ceder a la extorsión. Pude lograr que el viernes 28 de marzo se levantara la medida de fuerza y que se concretara el encuentro. A las cinco de la tarde de ese día, tres representantes de cada entidad llegaron hasta la Sala de Situa­ ción y veinte minutos después de lo previsto, empecé la reunión ju n­ to con M artín Lousteau, Javier de Urquiza y Guillerm o M oreno. N o fue un encuentro fácil. Cristina pasó al inicio del encuentro, saludó a los dirigentes del sector con cordialidad e inmediatamente se retiró, dejando en mis manos la negociación. Desde el inicio, G u i­ llerm o M oreno exhibió su habitual comportamiento. Caminaba y les hablaba a los dirigentes de la Federación Agraria y de C O N IN A G R O induciéndolos a ceder en su planteo a cambio de recibir subsidios para la producción de leche. A unque absurdamente pensaba que de un modo tan prim itivo podía “rom per” la unidad que ya exhibía la Mesa de Enlace, parecía excitado con la idea. Caminaba p or el salón hablando en voz m uy alta. Repentinamente, se detenía detrás de Eduardo Buzzi, titular de la Federación Agraria, y lo incitaba a modificar su posición a cambio de ventajas para sus representados, ante la mirada atónita de todos los presentes. Tan burdo fue todo, que a los pocos minutos de verlo proceder, le recomendé firm em en­ te a M oreno que cediera con su conducta y se sentara a mi lado para comenzar seriamente la reunión. A partir de allí, los representantes del agro se expresaron, uno a uno, con sus propios argumentos. Cuando le tocó el turno a Eduardo Buzzi, hizo una pregunta que llamó mi atención. — ¿Podrás explicarme por qué han dispuesto algo que afecta a todos los chacareros por igual, cuando el 20 p or ciento de los produc­ tores de soja generan el 80 p or ciento de soja mientras que el 20 por ciento restante lo genera el 80 por ciento de los productores? — dijo— .

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Ataquen a los que concentran la producción de soja porque ellos son los que hacen el negocio — concluyó. Escuché con atención sus palabras. De inmediato tomé una hoja y le pasé en silencio un mensaje a Lousteau, que estaba sentado a mi izquier­ da. “¿Lo que está diciendo Buzzi es correcto?5’, escribí sobre el papel. El ministro lo leyó. G iró su cabeza hacia mí y en voz baja me res­ pondió con un escueto “puede ser”. Empecé a entender a partir de allí dónde estaba el problema mayor. En esa mesa no estaban sentadas las grandes corporaciones agropecuarias. N o estaban allí los “pools de siembra” que hacían extraordinarios negocios financieros alquilando los campos y sem­ brando de soja vastas extensiones. Buzzi estaba expresando la queja de los pequeños y medianos chacareros, para quienes no habíamos teni­ do una política diferenciada. Después de Buzzi, los dirigentes de C O N IN A G R O cerraron la ronda de reclamos. Todos insistieron en expresar que la medida había alterado significativamente las reglas de juego y les estaba arrebatando a los pro­ ductores una parte importante de su ganancia. Ese era el cuestionamiento central de la Mesa de Enlace. N o otro. Y en ese punto estaban abroquelados. Por eso los dirigentes de la Sociedad Rural plantearon primero la suspensión temporaria de la medida y después, ante nuestra negativa, reclamaron postergar 90 días la vigencia de la resolución. Era evidente que lo único que buscaban era poder escapar al corsé que representaban para ellos las nuevas retenciones, ganando tiempo con la suspensión y comercializando en ese lapso toda la producción. La solución del conflicto no parecía simple. Pasada la medianoche de ese viernes, me comuniqué telefónicamente con la Presidenta. Le anticipé mi convicción de que, debido al modo como se distribuía la producción de soja, había que revisar el impacto de la medida sobre los productores más pequeños. Me dio la impresión de que también para ella era llamativo, por lo que admitió avanzar en esa senda. Cuando regresé a la Sala de Situación, les propuse a los dirigentes rurales seguir conversando para evaluar algunos de los aspectos que se cuestionaban. Les expresé nuestra entera voluntad de evitar efectos negativos sobre los pequeños productores compensándolos con el costo de fletes hasta puertos o incentivándolos con subsidios si se v o l­ caban a la producción láctea o ganadera. También propusimos una m ayor apertura de las exportaciones de leche y carne. Para darles plena garantía de nuestra vocación, les expresé incluso mi deseo de dedicar un día a la semana a la cuestión agropecuaria y

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trabajar por un acuerdo integral de concertación con el sector, que podíamos firm ar en celebración del 25 de M ayo que se acercaba. Nada los convenció. Eduardo Buzzi se mostraba abrolquelado en la Mesa de Enlace y no parecía convencerlo nuestra atención inmedia­ ta a los pequeños y medianos productores. En conjunto las entidades no se mostraron dispuestas a tomar nuestro planteo como punto de inicio. Sin los resultados esperados, nos despedimos ignorando cómo seguiría el conflicto. Llegué a casa cerca de las dos de la madrigada. Unos sándwiches que habíamos comido durante el encuentro se habían convertido en mi cena. Era suficiente para el estado de nervios vivido. Sin sueño, trabajé algunas horas sobre la cuestión. Revisé datos, planillas, informes y redacté un pequeño documento que recogía algunos datos vinculados a lo que habíamos hablado en la reunión de ese día, entre otras cosas con­ firmé que 14.000 productores producían el 80% de la soja cosechada en Argentina y cerca de 60.000 solo sembraban el 20% de aquel total. Imprimí los datos que mostraba la pantalla y los guardé en una carpeta. A las once de la mañana de aquel sábado 29 de marzo, Cristina me recibió en Olivos. También estaban allí Lousteau, de Urquiza y M ore­ no. Juntos vimos aquella información y en cuanto la confirmamos, decidimos avanzar estableciendo reintegros y compensaciones a los pequeños productores. Lo hicimos sin esperar nuevas reuniones con las entidades, como un gesto de buena voluntad. Solo dos días más tarde comunicamos la decisión en el Salón Blan­ co de la Casa de Gobierno. Después de que Cristina llamara a la cor­ dura y a terminar con los cortes de ruta, Martín Lousteau tuvo a su cargo el anuncio de las medidas. “Está clarísimo que hay que diferen­ ciar al pequeño productor”, señaló en esa ocasión. De inmediato, detalló que el propósito del gobierno era favorecer al 80 por ciento de los productores que generaban el 20 por ciento de la cosecha total de soja y girasol. De ese modo, 61.300 chacareros que explotaban super­ ficies de no más de 200 hectáreas y lograban una producción cercana a las 500 toneladas, pagarían retenciones similares a las anteriores al 11 de marzo. Además, se reconocían compensaciones para el flete que debían afrontar, principalmente, los productores del norte. En conse­ cuencia, sin resignar demasiados ingresos fiscales, ya que todos esos beneficios solo llegaban al 20 por ciento de la cosecha, la medida pre­ tendía atender las necesidades de la m ayoría de los productores y de ese modo desalentar también su propuesta.

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Aunque confiábamos en que el anuncio llevaría tranquilidad a los pequeños productores, la inmediata reacción de los representantes de las entidades agrarias nos hizo pensar que la medida no llegaría a buen puer­ to. Sin el menor análisis, los líderes del campo rechazaron la oferta con singular virulencia. “Seguimos creyendo que el Gobierno no entiende la raíz del problema. H oy se habla de soja, pero la gente critica también las políticas en lechería, ganadería, trigo y muchas economías regionales. La gente dijo ‘basta, no va más’”, aseguró Mario Llambías. Las intransigencia que trasuntaban las palabras de los dirigentes hallaban su correlato en el espacio público. Las rutas seguían cortadas por chacareros tan ofuscados como lo estaban los vecinos del Barrio N orte que, “espontáneamente”, seguían golpeando sus cacerolas en la privilegiada esquina de Santa Fe y Callao gritando todo tipo de im pro­ perios contra el gobierno. Nadie quería oír argumentos y todo se radicalizaba. Cada vez se hacía más difícil encontrar un espacio para el diálogo y la reflexión. A un así, los dirigentes ocultaban la verdadera causa que los lleva­ ba a cuestionar las compensaciones. En realidad, muchos chacareros en la Argentina operaban eludiendo sus responsabilidades im positi­ vas. Producían y vendían sus cosechas registrándose como m onotributistas y pagando una ínfima parte de los impuestos que legalmente les correspondía afrontar. C om o las resoluciones exigían que para poder acceder al beneficio compensatorio era necesario estar en orden con las obligaciones fiscales, era evidente que quienes no lograran superar esa condición no podrían alcanzar la ventaja. Tan evidente como que quienes decidieran presentarse sin tener sus papeles en regla podrían quedar expuestos a la fiscalización del Estado.

LO S UNOS Y LOS OTROS A l día siguiente del anuncio, y como reacción a la actitud intran­ sigente de los productores rurales, llevamos adelante nuestra primera movilización popular en apoyo del gobierno. La Plaza de M ayo se había colmado con más de ochenta mil personas. En las gradas se ubi­ caban los gobernadores, ministros y secretarios. Fue allí donde M ore­ no pasó su dedo índice p or su cuello simulando un degüello mientras hablaba con Lousteau. Todos creyeron ver en ese gesto una amenaza al joven ministro. Pero no era así. M oreno hablaba de los exportado­ res de carne. A ellos quería “cortarles la cabeza”.

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Llevábamos para entonces 20 días ininterrumpidos de huelga agraria y, en ese contexto, Cristina pronunció su cuarto discurso dedi­ cado al tema en menos de siete días. — Nunca había visto, en tan corto tiempo, tantos ataques, tantas ofensas, tantos insultos a un gobierno surgido del voto popular —dijo Cristina. . Inmediatamente, caracterizó a la dirigencia rural como golpista y, en un claro mensaje a los medios de comunicación, sostuvo que a esos golpistas los acompañaban “generales multimediáticos” que habían hecho un “lockout a la información” y que eran los mismos que mos­ traban una caricatura suya donde tenía “una venda cruzada en la boca”. Ese dibujo de Hermenegildo Sábat era, a su juicio, un mensaje “cuasimafioso” de los directivos del diario Clarín. “¿Q ué me quieren decir? ¿Q ué es lo que no puedo hablar? ¿Q ué es lo que no puedo con­ tarle al pueblo argentino?”, se preguntó ante la multitud. Cuando el día concluyó, fuimos a cenar a Olivos. A llí analizamos cómo había transcurrido la jornada. Sentimos que habíamos dado un paso adelante en el debate fijando posiciones claras y expresando nuestra vocación de dialogar. — N o entendí tu mención al dibujo de Sábat — le dije a Cristina ante el silencio de Néstor. — ¿N o te das cuenta de que me están pidiendo que no hable? Me quieren hacer callar para que no avance — respondió, segura. —Tal vez quieran que no avances... Solo que no creo que hayan elegido a Sábat para enviarte un mensaje. N o lo conocés a Sábat. Tiene demasiada independencia como para cum plir órdenes de ese tipo. Tengo la im presión de que el dibujo intenta fijar la idea de que cuando vos hablás quien en verdad habla es N éstor; en todo caso es una crítica al “N éstor en la som bras”, es un dibujo que intenta rea­ firm ar la perversa idea del “doble com ando”. Me parece que es ese el sentido — insistí. N éstor escuchaba el diálogo sin abrir juicio. Entonces Cristina me miró fijo y terminó la charla acusándome de “ingenuo”. Sonreí meneando mi cabeza y luego seguimos hablando, N éstor se alejó de la mesa para atender el teléfono. Su m ayor preocupación resi­ día en moderar el malestar que imperaba y plantearle al G rupo Clarín que reviera su posición frente al conflicto y procurara acercarse al enfoque del gobierno. Dos días más tarde, la dirigencia rural dispuso suspender por 30 días el paro previsto por tiempo indeterminado.

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La dimensión del conflicto ya empezaba a hacer crujir nuestra propia fuerza. Algunos gobernadores habían exhibido gestos de dis­ conformidad. Lo mismo sucedía con varios legisladores. El miércoles 9 de abril recibimos una carta firmada por los líderes de la Mesa de Enlace en la que solicitaban un encuentro con la Presi­ denta con la “firme intención de trabajar en forma mancomunada con el Poder Ejecutivo en la búsqueda de un país mejor para todos los argentinos, sin excepción”. Concluía destacando la disposición del sector para “contribuir a elaborar el plan estratégico para el sector agropecuario, en el marco del Bicentenario”. Cristina se dispuso a recibirlos en la mañana del viernes siguiente. Su idea era reiterarles la propuesta del prim er encuentro: buscar un acuerdo integral para el campo y presentarlo el 25 de M ayo, enmarca­ do en los festejos del Bicentenario. La reunión finalmente se hizo y generó un clima de descompre­ sión m uy fuerte. A lo largo de tres horas de conversación, sentados en torno a la mesa principal del despacho presidencial de la Casa de Gobierno y con dos rondas de café servidas, Cristina dejó en eviden­ cia allí su enorme capacidad. Se había interiorizado porm enorizadamente de cómo funcionaba cada uno de los sectores rurales. Explicó los problemas del agro, de la ganadería y del sector lácteo, y hasta ofreció salidas m uy razonables para cada uno de ellos. Com entó su intención de aumentar un 50 por ciento la producción anual de granos y de mejorar la agroindustria para exportar algo más que la produc­ ción primaria y obtener así mejores resultados económicos. Propuso, además, analizar en conjunto todas las cuestiones políticas que hicie­ ran falta y me delegó la búsqueda de una solución técnica al conflicto. A l finalizar la reunión, los dirigentes rurales vinieron a mi oficina. Estaban deslumbrados, después de ver cómo Cristina se había infor­ mado de las particularidades de la explotación rural. Solo los preocu­ paba no haber podido conmoverla respecto de las retenciones móviles. Para todo lo demás, habían encontrado una buena recepción; pero que­ daba en sus manos comunicar públicamente los resultados del encuen­ tro. Temían transmitir lo que íntimamente sentían: haber participado de una reunión en la que se habían abordado temas de fondo y haber recibido una señal clara de que no se tocarían las retenciones móviles. Cuando el encuentro concluyó, cerca de las dos de la tarde, viaja­ mos con Cristina a Olivos, donde N éstor nos esperaba para almorzar. Yo estaba muy satisfecho con el resultado de la reunión y creo que tam­ bién Cristina lo estaba. A l llegar, advertimos que Néstor no pensaba

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igual. Ácidamente nos recriminó haberles dedicado tanto tiempo a los dirigentes.de la Mesa de Enlace. Creía que de ese modo les estábamos reconociendo una entidad que, según él, no tenían. Con cierto asombro por la escena que me tocaba presenciar, traté de explicarle que el encuentro había sido muy bueno y que no debía inquietarse. Sin perder la calma y sonriéndome, le advertí que, a la salida de la reunión y como prueba de mi parecer, los mismos diri­ gentes rurales se habían mostrado satisfechos con la actitud de C risti­ na. Pero N éstor no oía razones. — Vos cediste — le dijo a Cristina. Y luego, mirándome, agregó con tono severo:— Y vos no debiste dejar que Cristina se expusiera ante esos tipos— . — ¿Ceder? — pregunté asombrado. De inmediato le planteé mi parecer y le advertí que las cosas no habían sucedido como él las rela­ taba. Mi tono era tan firme como respetuoso: — Lo de hoy ha servido para descomprimir un clima m uy enrarecido que está empezando a ser m uy adverso... Y Cristina no se expuso... Estuvo brillante, hasta dejó sin respuesta a los mismos dirigentes que hasta ahora solo la habían maltratado — sostuve. Kirchner me oyó con recelo. D ejó pasar un rato y detuvo su ofen­ siva. Recuperó de a poco su buen hum or y solo cuando su ánimo cam­ bió, me pidió que le contara el encuentro. Trataba, así, de superar el mal momento. Elogié la actitud y las palabras de Cristina para final­ mente pedirle que confiara en mi planteo. A partir de ese día comenzamos a trabajar con el sector tratando de ofrecerle respuesta a cada uno de sus reclamos. Fueron reuniones tediosas, signadas por un ambiente en el que, además de lidiar con los planteos de Guillerm o M oreno, debía enfrentar la agresividad de los dirigentes. C on todas esas dificultades, avanzamos. A sí fue que p ri­ mero liberamos los cupos exportables de carne y después los de trigo. Mientras las negociaciones transcurrían, el escenario se complica­ ba. De un día para otro, Buenos Aires se llenó de humo como p ro ­ ducto de una quema indiscriminada de campos en el sur de Entre Ríos que no tuvo en cuenta hacia dónde soplaba el viento. Muchos vieron en ello una acción deliberada del campo en perjuicio del gobierno. Por si esto fuera poco, Martín Lousteau había entrado en una clara disputa con Moreno. Pretendía que dejara de acaparar poder y que no se involucrara en el control de las exportaciones del campo, porque M ore­ no interfería activamente en el registro de operaciones de exportaciones de granos y carnes. Además, Lousteau desde hacía un tiempo, le venía

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planteando a Cristina la necesidad de revisar ciertas medidas económicas para evitar que el déficit comercial originara problemas en el modelo. Precisamente, esas propuestas preocupaban a Kirchner. C reía que detrás de ellas se ocultaba el propósito de enfriar la economía y detener el crecimiento. Su preocupación ya trascendía la intimidad de O livos. Lo repetía públicamente en reuniones con dirigentes. Lousteau decía que, además, la pluma de algunos periodistas de C la­ rín y de Ám bito Financiero habían empezado a escribir el pensa­ miento vivo de Néstor. Sabía que, sin el apoyo de Kirchner, sus días en el gobierno serían difíciles. Escuché su disconformidad una tarde en que tuvimos una larga charla en mi despacho. Entendí que había empezado la cuenta regre­ siva de su permanencia en el gobierno. P or eso, esa misma noche, cenando en O livos, previne a N éstor y a Cristina sobre la posibilidad de que Lousteau abandonara el ministerio. — N o puede hacerlo en este momento — dijo Kirchner, ofuscado. — Es m uy difícil permanecer en este gobierno si no se cuenta con tu ap oyo... Estemos preparados para su reemplazo y mientras tanto, tratemos de desalentar las operaciones contra él desde el propio gobierno — sugerí. K irchner entendió enseguida que enfrentábamos un nuevo p ro ­ blema. Propuso nuevamente que M artín Redrado asumiera la cartera de Economía. Y otra vez reiteré mi opinión adversa p o r su concepción ideológica. Pero Kirchner creía poder influir sobre él e inducirlo a actuar de un modo más heterodoxo. — Yo he pensado en un hombre que puede llevarse m uy bien con vos: C arlos Fernández — le dije.

Se

va

L o u st e a u ,

llega

F ernández

K irchner sabía poco de Carlos Fernández. Había trabajado en la Secretaría de Hacienda junto a Carlos Mosse, un hombre m uy valora­ do por Néstor. Después, había estado al frente del Ministerio de Eco­ nomía provincial, en la gestión de Felipe Solá. Durante un tiempo me había secundado en la Jefatura de Gabinete y, al asumir Cristina la presidencia, se había convertido en el titular de la Adm inistración Federal de Ingresos Públicos. K irch n er escuchó con atención y debe de haberle parecido razonable mi propuesta. Valoraba el bajo p erfil de Fernández y su

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obstinación por cuidar el equilibrio en las cuentas públicas, un tema que a K irchner lo inquietaba. Solo había un problema: no existía un trato de confianza entre ellos. A l día siguiente organicé una reunión entre ambos invocando el interés de K irchner por conocer su parecer sobre el contexto fiscal. C onversaron sobre la recaudación fiscal y el gasto. A l terminar el encuentro, Kirchner me transmitió su satisfacción. Solo dos días después, Lousteau vino a verme a mi despacho y me inform ó su decisión de renunciar. N o hubo modo de que revisara su determinación. Sabía que K irchner le había quitado su confianza y ya no había manera de seguir en el gobierno. Se fue de mi despacho mal­ humorado por la frustración, garantizándome que evitaría complicar nuestra gestión. Sabía perfectamente lo delicado del contexto. C on la salida de Lousteau del ministerio, el 24 de abril de 2008, le propuse a Kirchner la revisión de la resolución 125, pero no quiso hacerlo. A su juicio, ya se había disparado una disputa de poder y solo podíamos pelear hasta ganarla sin alterar nada de lo dispuesto. La llegada de Carlos Fernández abrió una nueva expectativa aun­ que nada pudo cambiarse. Tuvimos un prim er encuentro con los diri­ gentes agrarios que, ante el nuevo ministro, insistían en suspender la aplicación de la resolución 125. Cuando el campo terminó su tregua, volví a convocar a las entida­ des a una reunión reservada. Buscaba que tomaran conciencia de la magnitud del problema y de la necesidad de encontrar una salida acor­ dada en donde el tema de las retenciones no se alterara sustancialmen­ te. Durante más de tres horas nos reunimos en un hotel en Pilar y les transmití la imposibilidad de negociar con la amenaza de los cortes. Su queja era recurrente: que liberáramos las exportaciones de trigo y sus­ pendiéramos la aplicación de la 125. Me comprometí a resolver lo p ri­ mero y reclamé que analizáramos los efectos negativos de la medida en los mercados del futuro. Los cuatro representantes del campo se comprometieron a suspender los cortes y encontrar una salida. Cuando empezó mayo, la Mesa de Enlace puso a los productores en estado de alerta y anunció la decisión de acampar al costado de las rutas. El clima otra vez volvía a enturbiarse. Los convoqué nueva­ mente y, liberadas las exportaciones de carne y trigo, les propuse fir­ mar un acta en la que nos comprometiéramos a organizar un plan inte­ gral de desarrollo del sector en el que se incluyera la revisión de los efectos negativos provocados p or la imposición de las retenciones móviles para las operaciones futuras.

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A l fin de la reunión, Buzzi declaró ante la prensa que el gobierno se había comprometido a revisar la aplicación de las retenciones m óvi­ les. A l oírlo, lo llamé para pedirle explicaciones. — N o puedo hacer otra cosa, entendeme, tengo la presión de De Ángeli — respondió. • Tanto me m olestó su gesto, que lo desautoricé públicamente. A sí, todo vo lvió al punto de partida. M ientras K irchn er no paraba de quejarse p o r la actitud de Buzzi, sentí íntimamente que el esfuer­ zo había naufragado. A l día siguiente se registraron doscientos cortes de ruta protago­ nizados por chacareros que anunciaban otro lockout a la comerciali­ zación de granos y mil gendarmes salieron a controlar los desbordes. La situación comenzaba a resquebrajar el bloque de diputados y empezaba a adquirir dimensión pública. Schiaretti, Binner y Scioli pretendían que el diálogo se restableciera. En ese contexto, Kirchner asumió la presidencia del justicialismo. Lo hizo en un encuentro en el estadio de Alm agro, donde hubo inclu­ so algunos balazos y forcejeos protagonizados por camioneros y obreros de la construcción. Fue un acto realizado ante una multitud en la que se mezclaban, básicamente, hombres del sindicalismo y del peronismo bonaerense. Tanto M oyano como Cristina — que habló cuando N éstor le cedió el discurso central— tuvieron palabras con­ temporizadoras y llamaron al diálogo a los ruralistas. Lo sucedido el 25 de M ayo está en el recuerdo de muchos argen­ tinos. El campo convocó a miles de personas en el M onum ento a la Bandera de Rosario y reunió un arco opositor amplio. Los discursos fueron, sin excepción, encendidos y agresivos. Buzzi llegó a plantear que el principal obstáculo que tenía el país para su desarrollo era “el gobierno de los K irchner”. El gobierno, por su lado, conmemoró el día patrio en Salta con un marco importante, con mucha gente al pie del monumento a M artín Miguel de Güemes. Cristina, tras recordar los logros del campo desde 2003 en adelante, reclamó con tono conciliador “seguir construyendo un país con inclusión social y distribución del ingreso”, colocando, en primer lugar, “los intereses del país y de la Patria”. N o sabíamos en ese momento la dimensión que había alcanzado la protesta en Rosario. Nos enteramos al regresar a O livos. También confirmamos que el reclamo había adquirido una trascendencia políti­ ca que superaba el contorno sectorial de la queja. Nuestra m ayor preo­ cupación era ver cómo se reflejaría mediáticamente. M uy ofuscado,

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N éstor propuso terminar el diálogo e impulsar las medidas unilateral­ mente. Cristina y y o estuvimos de acuerdo. A sí fue como, tras moderar los efectos del impuesto para el caso de que el precio subiera desmesuradamente, incluimos a los chacare­ ros m onotributistas como posibles beneficiarios de las compensa­ ciones. Más tarde propusimos aplicar los recursos originados en las mayores retenciones a un plan social destinado a construir escuelas y hospitales. Era evidente que nosotros cedíamos y la protesta, en cambio, era cada vez más firme. Nada sirvió. Toda la acción del gobierno recibía, en respuesta, tremendos discursos que encerraban amenazas cada vez más explícitas. Quedaba claro que la dirigencia rural buscaba terminar con las retenciones móviles y conquistar al mismo tiempo, una victo­ ria política. El objetivo era apropiarse de la ganancia extraordinaria que había sido el resultado de una suba exponencial del precio de la soja y no estaban dispuestos a compartir con el resto de los argentinos parte de esas utilidades.

C o b o s in g r e sa en l a escen a U n domingo por la tarde, Cobos me anticipó telefónicamente que los radicales K darían a conocer, a través de los medios, una carta con la petición de que fuese el Congreso Nacional el que se abocara al tema de las retenciones. Estaba muy nervioso. Se advertían sus deseos de colaborar pero, a la vez, no sabía cómo contener a sus legisladores, inquietos por la magnitud del conflicto. En cuanto recibí el texto del pliego, se lo comenté a Cristina. Inmediatamente, hice lo propio con Néstor, que no se mostró con­ form e con el procedimiento pero, aun así, evitó convertir el hecho en un nuevo foco de disputa. De cualquier modo, la carta llamaba al campo a encontrar la solución del problem a a través del diálogo y proponía, como Cobos me lo había anticipado, que el Parlamento participara del asunto. La carta no tuvo demasiada trascendencia. Sin embargo, Cristina venía madurando la idea de enviar al Congreso la misma resolución 125 buscando el aval parlamentario. Cuando se convenció, nos lo dijo a N éstor y a m í mientras almorzábamos en Olivos. — C reo que lo mejor es que el Congreso intervenga. Mandémosla para su aprobación y que ellos decidan. Parece que en este país haber

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ganado con el 46 por ciento de los votos no da autoridad suficiente. Que ellos decidan — dijo, sin disimular cierto enojo. N éstor me preguntó cóm o estábamos en el Congreso. Le adver­ tí que en diputados relativam ente bien pero que en el Senado crujía el bloque. — H ay que ponerse a trabajar ya — dijo, con ese impulso que siempre tuvo— . Vamos a convocarlos desde la Presidencia del justicialismo y a ordenarlos para que no se marginen — ordenó. A sí fue como Cristina anunció el envío de la resolución 125 al Congreso Nacional. A partir de entonces, mantuvimos reuniones con K irchner y los legisladores, para que avalaran nuestra decisión. Los encuentros se sucedieron una y otra vez. Para facilitar la comprensión del problema, recurrí a una presentación en pow erpoint, pero con ello no conseguí sacar del tedio a nuestros espectadores. P or su parte, K irchner argumentaba políticam ente sobre las razones que justificaban sostener la medida y no dejaba ocasión para marcar su liderazgo cuando se alzaba alguna voz que recomendaba cambiar la estrategia. En tanto, Cobos se mostraba exultante con la decisión. Pensaba que Cristina la había tom ado atendiendo al reclamo de los radicales K. Tan protagonista se sentía de la situación, que en cuanto llegó a su despacho en el Senado tras el anuncio de Cristina, llamó a una conferencia de prensa y anunció que conversaría con todos los gobernadores de las provincias afectadas por la. decisión del gobier­ no. Esta actitud cayó m uy mal entre nosotros. Personalmente, le transm ití a Cobos nuestro disgusto por su proceder y aunque me oía con atención, parecía no entender. La sojización del campo, la caída en la producción de los granos y cereales que consumimos los argentinos, el deterioro de la activi­ dad ganadera y láctea y las ganancias extraordinarias que el campo estaba recibiendo como consecuencia del alza internacional del p re­ cio de los grano, eran los argumentos centrales de nuestra explica­ ción técnica y política. Siempre mencionábamos la búsqueda de una m ejor distribución de la riqueza y solo tangencialmente se hablaba del riesgo fiscal que se vislum braba com o producto de la ruptura de la burbuja hipotecaria en Estados Unidos. Kirchner exponía sus fundamentos políticos. Planteaba el escena­ rio como una disputa de poder entre quienes explotaban campos y el poder político del país. Explicaba, también con razón, la manera en que la oposición y otros factores de poder — la Iglesia, los principales

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grupos mediáticos, los industriales— se habían plegado al reclamo encubriendo un interés preciso: mellar el poder instituido. Asentado sobre ese razonamiento entendía que la contienda debía ganarse sin concesiones y ello tornaba inútil cualquier diálogo. Si bien yo com ­ partía sus argumentos, creía que había caminos alternativos a la radicalización extrema del conflicto. Para Néstor, en cambio, no sostener íntegramente el esquema dispuesto por las retenciones móviles equi­ valía a una derrota. A un así, Kirchner intentó personalmente encontrar una salida en un intercambio que sostuvo con dirigentes cordobeses de Confedera­ ciones Rurales Argentinas. N o tuvo éxito. Su exigencia era la misma que yo había escuchado anteriormente: querían que se anulara la deci­ sión tomada oportunamente. Com o se sabe, nuestro bloque comenzó a perder a los legisladores del interior, cuya representatividad quedaba expuesta precisamente en un conflicto que involucraba los intereses de sus representados. El mismo Felipe Solá, que inicialmente había acompañado el proyecto, pidió la revisión de la resolución y propuso la implementación de medidas que modificaban el corazón de las retenciones móviles. Cuando el tema comenzó a ser tratado en las comisiones de la Cámara baja, Agustín Rossi me advirtió las dificultades que tenía para que el proyecto fuera aprobado respetando exactamente su texto ori­ ginal. Me propuso algunos cambios dirigidos a ampliar la base de des­ tinatarios de los reintegros, m ejorar las compensaciones a los peque­ ños productores e incrementar el subsidio por flete. El mismo día que me lo planteó traté esos cambios con N éstor y Cristina. Acordamos cenar con Rossi y con José María Díaz Bancalari para hablar del tema. Aceptamos gran parte de sus propuestas. Las modificaciones introducidas al proyecto facilitaron su aprobación en las distintas comisiones. Pocos días después, el tema quedó en condii ciones de ser tratado por el cuerpo en pleno. iEl malestar social, sin embargo, no cedía; tampoco los escraches continuos a los legisladores del gobierno, aun en sus domicilios parti­ culares y las ofensas verbales, provenientes de sectores ruralistas. En el mismo momento en que se abría la sesión de Diputados, Rossi me anticipó que si no accedíamos a otros cambios en nuestro proyecto no estaba en condiciones de garantizar su aprobación. Según me transmitió, diputados propios de Santa Fe y Córdoba reclamaban flexibilizar los reintegros a los pequeños productores y mejorar aún más los subsidios por flete.

Su mensaje fue m uy apremiante y cargado de angustia, pero se lo escuchó conocedor de la situación y resuelto a sacar las cosas adelan­ te, así que acepté empezar el debate con esas modificaciones, previen­ do que N éstor y Cristina se molestarían, porque no querían modificar nada de nuestras retenciones móviles. Solo le pedí que me asegurara que con ello nos garantizábamos la m ayoría de los diputados a la hora de la votación del proyecto. Me afirmó que así sería. Y así fue. Juan C arlos Mazzón, un viejo dirigente peronista que asesoraba a la Presidencia tanto de Néstor como, luego, de Cristina, y que había con­ tribuido a convencer a los bloques parlamentarios, escuchó, con noto­ ria tensión, mi conversación con Rossi. Temía que Cristina y N éstor no quisieran apoyar más cambios. Me deseó suerte y se fue de mi despa­ cho. Pocos minutos después, me llamó para avisarme que se iba de la Casa de Gobierno. Estaba muy preocupado. Llamé a Kirchner: —Néstor, Rossi me ha dicho que debimos aceptar más cambios para que pudiera tratarse el proyecto — le anticipé, esperando su reacción. — ¿Y qué cambios hizo? — preguntó con brusquedad. — Han flexibilizado más el sistema. N o te inquietes. Lo importante ahora es que se apruebe el proyecto — dije, buscando tranquilizarlo. A los pocos minutos, Cristina irrum pió en mi despacho. — ¿Por qué cambiaron el proyecto? — indagó, malhumorada. — Han ampliado un poco más los beneficios. Nada m uy distinto de lo que estaba. Solo que si no lo hacíamos h oy no teníamos la apro­ bación en la Cámara de Diputados — respondí. — Sin embargo, a mí me dicen desde adentro del bloque que los votos están y que no hay necesidad de introducir ningún cam bio... — N o es así, Cristina. Rossi conduce el bloque, y él sostiene que este es el único camino. D ejó mi despacho mascullando bronca. A un así, me dio la im pre­ sión de que advertía que estábamos en una situación límite. El debate empezó cuando la tarde del 4 de julio empezaba a caer. Llegué a mi casa de noche y fue desde allí que, en permanente contac­ to con Cristina, seguí la votación. Además, le había pedido a Claudio Ferreño, el Subsecretario de Asuntos Institucionales que trabajaba conmigo, que estuviera en el recinto y siguiera de cerca la sesión para garantizar que el número de diputados propios no se alterara. Cuando ya la noche se había adueñado del cielo porteño, Cristina me llamó por última vez en el día. — ¿Está todo bien? ¿Estás seguro de que tenemos el número? — pre­ guntó inquieta, observando, ahora sí, que había poco margen y temiendo que la información aportada por Rossi estuviera equivocada.

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— S í... Quedate tranquila. Fue una noche m uy larga. Los discursos en uno y otro sentido se sucedían sin parar. Ferreño me iba señalando todos los movimientos. En cuanto un diputado se ausentaba de su banca, me avisaba y yo, en el acto, llamaba a Agustín Rossi para verificar que todo estuviera en orden. Confirm é entonces que él controlaba perfectamente la escena. A las ocho de la mañana del día siguiente, Rossi me anticipó que se votaría cerca del mediodía y que todo proseguía según lo planeado. Una hora después me llamó Cristina. La tranquilicé una vez más. Volvió a llamarme cuando' la votación ya había culminado y pudo verificar nuestra supremacía: 129 votos propios habían superado los 122 logrados por la oposición, que sumaba 14 diputados desertores de nuestras filas. Entonces me preguntó si me parecía bien que lo llama­ ra a Rossi para felicitarlo. — Es lo menos que podemos hacer — respondí, con firmeza.

L a d e fin ic ió n El prim er paso había sido dado. A hora restaba que el Senado nos acompañara. A llí las cosas asomaban mucho más difíciles. Juan Carlos Romero, Carlos Reutemann, Roxana Latorre y Sonia Escudero, entre otros, ya habían expresado su decisión de no sumarse al proyecto ofi­ cial. Con ello, nuestro número de senadores languidecía rápidamente. Para empeorar la situación, algunos legisladores, como las senadoras de Chaco y Formosa que siempre nos habían acompañado, tom aron distancia de nuestra p ostu ra.1 José Pampuro y Miguel Pichetto, vicepresidente provisional del Senado y presidente de nuestro bloque de senadores respectivamente, me advirtieron sobre las dificultades para conciliar el número de votos que garantizara el éxito. Por su parte, los dirigentes rurales seguían de cerca las alternativas y habían comenzado a ejercer una preocupante presión sobre los miem­ bros de la Cámara alta. Ya no solo continuaban con los escraches públi­ cos de inusitada agresividad, sino que además habían conseguido que muchos obispos de diversas provincias transmitieran la “preocupación de la Iglesia” por la posible aprobación de las retenciones móviles. A pedido de diversos senadores, Guillermo Moreno concurrió entonces al Senado a explicar ciertos aspectos vinculados con las expor­ taciones de trigo y carne. Poco después de finalizada su intervención,

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Cristina ingresó a mi despacho y me dijo que había hablado con un senador de su confianza y que este le había dicho que la exposición de M oreno había sido m uy buena. Me lo comentó sonriente, conocedo­ ra de mi poca simpatía por el Secretario de Comercio. Yo me quedé tranquilo con la información. Sin embargo, al rato, me llamó el perio­ dista Joaquín Morales Solá y me recriminó ácidamente la actitud de M oreno en el Senado; me dijo entonces que un senador de nuestro bloque le había dicho que la presentación había sido un “desastre”. Grande fue mi sorpresa cuando me dijo el nombre del senador y supe que era el mismo que a Cristina le había hecho comentarios elogiosos. Llamé entonces a ese senador a su celular y le pregunté cómo había sido la intervención de Moreno. — U n desastre — me contestó— N o se puede mandar tipos así a hablar con los senadores. U n par de los nuestros, después de escu­ charlo definió su voto negativo. — Pero Cristina me dijo que vos le habías comentado que M oreno estuvo bárbaro... , — ¿Y qué querés? ¿Q ue le diga que fue un desastre y se la agarre conmigo? Descubrí allí que teníamos dos problemas graves. C on su presen­ tación cargada de ironías, M oreno acabó consolidando la negativa de algunos senadores que hasta allí solo dudaban; pero además, en nues­ tras filas, comunicaban a la Presidenta una visión edulcorada de la situación que luego desmentían ante los periodistas. En tanto, dos nuevos actos colmaron las calles de Buenos Aires. En Palermo se congregaron quienes acompañaban al campo y a la oposición. En el Congreso lo hicieron los partidarios del gobierno. De cualquier modo, ambos eventos solo profundizaron aún más la rispi­ dez de la que se había impregnado el conflicto. Cuando el tratamiento del tema llegó al recinto del Senado, sabía­ mos que solo contábamos con dos votos de diferencia a favor. A un así, Pichetto se mostraba inquieto. Me señalaba permanentemente su pre­ ocupación por la conducta de un senador radical K de Santiago del Estero, Emilio Rached. Sin embargo, G erardo Zamora, gobernador de esa provincia, a quien Rached respondía, me aseguraba que contába­ mos con ese voto. La sesión se inició la tarde del día 17 de julio de 2008. Pichetto insistía con su intranquilidad por la conducta de Rached. Pampuro también se sumó a Pichetto y me transmitió idéntica preocupación.

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Cerca de las ocho de la noche, cuando el debate llevaba ya un par de horas, Pichetto me llamó y me pidió que me ocupara de Rached porque nadie sabía de él. Temía que ya no contáramos con su voto. Llamé de inmediato a Zamora. Se mostró sorprendido y me pidió algunos minutos. El gobernador estaba ese día en Buenos Aires acom­ pañando a su madre, internada en un sanatorio porteño, y su cabeza no podía atender lo que ocurría en el Senado. A los pocos minutos, Zamora llamó a mi celular. . — Estoy preocupado. N o puedo encontrarlo. Nadie sabe dónde está. N o creo que este chango nos esté jugando una mala pasada, pero tam­ poco puedo asegurarte que no sea así — dijo con algún desconcierto. A llí comprendí de lo que hablaba Pichetto. Unos minutos después me llamó Zamora para decirme que lo había ubicado a Rached pero que se negaba a atenderlo. Entonces tuve la certeza de que no contá­ bamos con su voto. En cuanto lo supe, me comuniqué con Pichetto y con Pampuro. A esa altura, la votación estaba empatada. Si así ocurría finalmente, el voto de Julio Cobos sería decisivo y, por lo que había sido su conduc­ ta durante los días previos, era muy posible que votara en contrá de los intereses del gobierno. Pampuro personalmente habló con Cobos y le transmitió su per­ cepción. Cobos se sobresaltó al conocer el lugar en el que había que­ dado parado. Durante más de dos horas envió a sus operadores a hablar con senadores que votaban en contra de la decisión guberna­ mental para que se retiraran del recinto o para que cambiaran su voto. A dvertía la dificultad de que la votación resultara empatada y tuviera que ser él quien la decidiera. Cuando todos sus esfuerzos fueron vanos, se recluyó en su despacho junto a una de sus hijas. El tiempo apremiaba. Cuando se aprestaba a volver al recinto para dirigir la votación, Cobos se comunicó conmigo a través del teléfono de Pampuro. — A lberto, ¿qué hago? — me preguntó angustiado. Era la misma angustia que después dejó al descubierto en el recinto ante todas las cámaras televisivas. — ¿C óm o me preguntás eso? Julio, vos sos parte del Poder Ejecu­ tivo y debés acompañar sus decisiones. Si querés, dejá a salvo tu pare­ cer. Pero p or respeto a la institucionalidad debés votar el proyecto o fi­ cial — respondí con firmeza. La conversación fue larga. Cobos me decía que no podía votar a favor del gobierno y que no hubiese querido quedar en la situación de

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tener que desempatar. Yo intenté, una y otra vez, convencerlo de que no podía votar contra la Presidenta a quien había acompañado en la fórm ula nueve meses antes, pero C obos no escuchaba; solo pensaba en cómo salir él de esa situación. Me pidió, finalm ente, que se vo ta­ ra un cuarto interm edio para buscar una alternativa. Le dije que ya no había alternativas; el gobierno ganaba o perdía la votación. U n cuarto intermedio se leería como una derrota y la Mesa de Enlace sería dueña de la situación. — Es que no puedo, A lberto. M i hija me dice que si voto con el gobierno no podremos caminar en paz por las calles — insistió, con la voz quebrada. — De haber sabido esto, conversaba con tu hija, pero y o pensaba que el vicepresidente eras vos. N o tengo más que decirte, Julio, solo espero que no te equivoques — concluí. Cuando supe cómo votaría Cobos, se lo comuniqué a Néstor. Me escuchó en silencio y me dijo que habláramos después de la votación. A las cuatro de la mañana, C obos com unicó al país su “vo to no p ositivo” y con ello el entierro de la resolución 125. La pantalla de TN mostraba la algarabía de los dirigentes rurales ante la decisión del vicepresidente. Q uince minutos después, K irchner llam ó a mi teléfono y me transm itió su desazón p o r el desenlace. Se lo escuchaba mal. M ezcla de agobio y enojo. Me pidió que al día siguiente preparara un lugar para que juntos diéramos una conferencia de prensa. Lo noté m uy angustiado. — A h o ra descansá. Mañana lo hablamos — le dije, tratando de tranquilizarlo. N o lo logré. C on su tem peram ento, era im posible m antenerlo calmo en semejante circunstancia.

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NOS OTROS Y LA PRENSA

U n p r e s i d e n t e s in m e d io s U n presidente que llega al poder con poco más del 20 por ciento de los votos y sin estructuras políticas que le respondan, está obliga­ do a buscar en la prensa en general un punto de apoyo sólido y serio. K irchner conocía perfectamente la im portancia que los medios adquieren en esas circunstancias, de ahí la preponderancia que le o to r­ gaba al tema. Creía que debíamos realizar acciones precisas para arre­ batarles la posibilidad de instalar la agenda pública. La experiencia adquirida en Santa C ruz no le bastaba. El escena­ rio nacional era distinto y exigía una mirada más profunda. En aque­ lla provincia, solo un diario, La Opinión Austral, proporcionaba información a los habitantes de una sociedad pequeña, y la fuerte con­ centración del poder político provincial minimizaba sus posibilidades de confrontar mediáticamente. En el orden nacional, con medios que gozaban de m ayor autonomía, el peso de la información adquiría ribe­ tes singulares y podía influir en la conciencia pública, un aspecto del que K irchner se percató a poco de empezar nuestra marcha electoral. A sí fue que él y y o nos ocupamos de llevar adelante un vínculo con editorialistas y cronistas de las diversas empresas de comunica­ ción. Contrariamente a lo que se ha dicho siempre, esa fue una rela­ ción franca, que permitía que la prensa conociera de primera mano el pensamiento del gobierno y que el gobierno, a la vez, debatiera cier­ tos contenidos periodísticos vinculados con la gestión, que estimába­ mos incorrectos o falaces. Debo de haber sido quien más inquieto se mostró por el rol de los medios. Para alguien que siempre se dedicó a estudiar el Derecho

Penal y la criminología, no fue difícil comprender cómo operan den­ tro del sistema de control social que rige en toda comunidad. Apenas recibido, participé en la primera investigación que se hizo en la A rgen­ tina sobre la form a en que la prensa presentó — y tácitamente avaló, en la mayoría de los casos— las acciones de la última dictadura militar. Denuncié a Aníbal Vigil por haber publicado en la revista Para Ti una falsa entrevista a una madre que, buscando a su hijo, terminó secues­ trada en la Escuela de Mecánica de la Armada. La entrevista la m os­ traba dialogando libremente en un bar, cuando en realidad, en ese mis­ mo momento, sus captores la privaban ilegalmente de su libertad. De acuerdo con las reglas de juego impuestas por la sociedad moderna, los medios de comunicación siempre nacen por razones de oportunidad y conveniencia, económica o política. Cuando Bartolo­ mé M itre.cr.cójLa Nación, quiso que fuera una “tribuna de doctrina” de su pensamiento. C on el correr del tiempo, defendió intereses eco­ nómicos concretos y por eso siempre se paró “firme junto al campo”. R oberto N oble fundó Clarín en los albores del peronismo, tratando de ocupar la franja que quedaba libre entre la prensa oficialista y la más crítica. Después, se convirtió en un medio de divulgación del desarróllismo frondizista. El gobierno nacional cuenta actualmente con un canal de expresión propio: el del grupo mediático desarrollado p or Sergio Spolsky, destinado a sostener la posición oficial. Cuando iniciamos la campaña presidencial de Kirchner, en el año 2002, una de nuestras inquietudes era afianzar en el imaginario social su figura de buen político y administrador, ya que la m ayor parte de los argentinos poco y nada sabían de él. Era imperioso darnos un sis­ tema que nos permitiera lograrlo y los medios, en la búsqueda de ese objetivo, eran definitivamente necesarios. Ya en el gobierno, supimos que cualquier dato que saliera al exte­ rio r podía ser objeto de un tratamiento intencionado y que la fragili­ dad institucional nos exigía escamotear ese flanco. Kirchner definía nuestra gestión como un “gobierno de opinión pública”. Ello suponía que no debíamos estar atentos a las demandas dirigenciales sino solo a los reclamos ciudadanos. Se trataba de oír a la gente y de transm itir­ les, en políticas concretas, que los estábamos escuchando. Cuando asumió la presidencia aquel 25 de M ayo de 2003, se pudo com probar el recelo de la prensa. La Nación se mostraba decidida a enfrentarnos. Y, contrariamente a lo que se podría pensar hoy, Pági­ na/12 tampoco nos veía con mucha simpatía.

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Horacio Verbitsky, que no ahorraba elogios a la efímera presidencia de A dolfo Rodríguez Saá, tenía entonces una visión negativa de K irch­ ner. Lo presentaba como un gobernador con rasgos autoritarios. Yo mismo propicié una charla con Verbitsky, en la que este se mostró poco convencido y distante. Su retórica “progresista” le impedía confiar en que Kirchner fuera capaz de conducir el cambio que la Argentina recla­ maba. Pero una vez que Kirchner asumió el poder y él pudo apreciar nuestra acción de gobierno — en especial nuestra política de derechos humanos— , su postura y la de Página /12 fueron virando lentamente.

E l d i f í c i l v í n c u l o c o n L a N a c ió n Existían razones concretas para pensar que La Nación no celebra­ ba nuestra llegada al gobierno. N o solo aquel desayuno con Claudio Escribano nos reafirmaba en la idea. Antes, el 26 de febrero de 2003, con la firma de Graciela M ochkofsky, el diario había publicado un extenso artículo titulado “El feudo austral: Santa C ru z”. M ochkofsky había viajado a Río Gallegos y relevado, según cuen­ ta, la opinión que los santacruceños le transmitían — en voz baja, como informantes “espías”— sobre la modalidad de gestión de K irch ­ ner, a quien acusaban de un dominio hegemónico del poder político, sustentado en el asistencialismo, la obra pública — la construcción de viviendas— y el control del Poder Judicial. La extensa nota de M ochkofsky refería también la remoción del Procurador General Eduardo Sosa, un cargo disuelto al que una ley reemplazó por dos cargos nuevos: el de jefe de fiscales y jefe de defen­ sores. C om o no se los habían ofrecido, reclamó por vía judicial su reposición. Sosa le habría manifestado a la periodista que había sido echado porque “tenía independencia”, argumento que le bastó a la autora para afirmar que el gobierno provincial de Kirchner demostra­ ba una clara vocación por manipular el funcionamiento de la Justicia. Tras el artículo, K irchner dio a conocer una solicitada en La Nación. El texto tenía un tono profundam ente crítico hacia el diario. Y explicaba que recurrían a pagar ese espacio para dar a conocer la verdad porque ellos carecían de un diario y no habían tenido la suer­ te de heredarlo, refiriéndose, sin eufemismos, a la tradición fam iliar del periódico. Con motivo de esa solicitada, Fernán Saguier nos recibió a Cristina y a mí en las oficinas que ocupaba en el edificio del diario. Cristina le

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manifestó personalmente sus críticas a la nota de M ochkofsky. Saguier escuchó con atención y se mostró dispuesto a publicar la réplica del gobierno santacruceño. Tuvo una actitud gentil y se mostró amplio en sus criterios. Negó cualquier animosidad del diario hacia K irchner y, para probarlo, le recordó a Cristina la buena relación que ella había mantenido con Germán Sopeña, un periodista del diario que avaló con sus notas de opinión la defensa de los hielos continentales. En el verano de 2003, cuando la candidatura de Kirchner era un rum or pero con visos de futura concreción — ya que el acercamiento de Duhalde era un hecho— , La Nación comenzó a urdir una intriga basa­ da en una supuesta idea del duhaldismo de desplazar a Kirchner de la candidatura presidencial. U n síntoma de esa operación fue una visita de Felipe Solá, quien en el departamento de la calle Uruguay, le contó a Kirchner la fuerte presión que existía para postularlo como candidato a presidente y desplazarlo de la candidatura a la gobernación bonaerense. Solá se había hecho eco de ese rumor. Poco convencido de la suerte elec­ toral de Kirchner, aseguraba que su interés era mantenerse en la provin­ cia de Buenos Aires. Sin embargo, sus movimientos indicaban que la operación mediática estaba germinando en parte de la dirigencia. M uy poco tiempo después, Claudio Escribano publicó en la tapa de La Nación aquella nota que anunciaba que Lavagna no admitiría ser candidato a vicepresidente y cuyo contenido reconocía un solo propósito: desgastar la postulación de Kirchner. Pero todo ello se complicó definitivamente en el año 2004. Sobre el fin de ese ejercicio, Kirchner decidió conceder una entrevista a los tres diarios más importantes: La Nación, Clarín y Página/12. Estos dos últimos concretaron el reportaje sin problemas. Pero La Nación envió a tres periodistas (Héctor D ’Am ico, Jorge Fernández Díaz y Joaquín Morales Solá) desatendiendo la condición de Kirchner de que participara Fernán Saguier, como un reaseguro, ya que temía que su edición o el modo de titular la nota desvirtuara sus expresiones. Saguier no pudo concurrir y la entrevista de La Nación no se realizó. Traté de convencer a Saguier para que se acercara a la Casa de Gobierno y participara de la charla. Pero él respondía que aceptar nuestra demanda implicaba una injusta desautorización a los periodis­ tas del diario, a la sazón, los tres mayores responsables periodísticos del medio. Escuchó cada una de mis explicaciones con la mesura y la cordialidad que siempre me dispensó. Pero no hubo manera de que accediera a mi pedido. Así, La Nación se quedó sin la entrevista y la relación sumó una herida nueva.

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Estas actitudes nos impulsaron a fijar otra estrategia en la relación con los medios. Si de los dos diarios más importantes, uno de ellos asumía una posición más agresiva, solo podíamos pensar que Clarín tal vez pudiera transmitir nuestros pareceres sin animosidad. Página/12 era un diario con menor penetración que no estaba dirigido hacia nuestros votantes. Muchos de sus lectores, simpatizantes de la izquierda independiente de la Argentina y nos veían como peronistas asociados con Duhalde. Nuestra idea fue, entonces, generar un mecanismo para reconducir el vínculo con la prensa. Debíamos hablar con los “form adores de opinión” para que ellos, en sus análisis de coyuntura, manifestaran, entre otras, nuestra propia visión. Así, logramos tender un puente con el diario Clarín y establecer un diálogo con Julio Blanck y Eduardo van der Kooy. Ocasionalmente, Joaquín Morales Solá, editorialista de La Nación, también dialogaba con nosotros. Lo mismo sucedía con M ario W infeld y Horacio Verbitsky de Página/12. En esas conversaciones buscábamos ganar terreno transmitiendo nuestra visión sin intermediaciones. Kirchner no quería voceros, era la suya la única palabra valedera, y, en su ausencia, la mía. Este vínculo con los columnistas principales de los diarios se ini­ ció antes de la elección y se mantuvo en el gobierno. Durante la cam­ paña, Kirchner siempre participaba de esos encuentros. En el gobier­ no, solía ser yo quien hablaba con los columnistas dominicales, pero en muchas ocasiones él ingresaba en mi despacho y se sumaba de manera totalmente informal. C om o lo dice Beatriz Sarlo en su últim o libro, las experiencias comunicacionales de los presidentes anteriores, caracterizadas por la sobreexposición o una mala exposición — con demasiado “ruido” en el canal de comunicación— , nos hicieron evaluar la elección de estra­ tegias simples pero eficaces para que llegara a la gente lo que quería­ mos transmitir. Luego vinieron las reuniones con los responsables empresariales de los medios: Héctor Magnetto, Julio y Fernán Saguier, Daniel Haddad y Daniel Vila, encuentros centrados en el tema político. Contrariam en­ te a lo mucho que se ha dicho, allí no aparecían demandas empresariás ni se ofrecían concesiones gubernamentales. En todo caso, el espíritu de esas convocatorias no era otro que lograr la simpatía y la confian­ za de los dueños de empresas mediáticas. N o obstante, a poco de iniciada nuestra gestión, los mayores embates seguían viniendo de La Nación. Era de esperar. Kichner no

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dejaba de responder a sus críticas. Lo hacía en los actos protocolares parado detrás de su “atril”. Los periodistas se quejaban de esa m oda­ lidad. Muchas veces me enfrenté a esos reproches de la prensa y defen­ dí públicamente nuestro derecho a cuestionar la opinión publicada. Me resultaba insostenible la idea de que el periodismo no pudiera ser objeto de críticas como lo era cualquier persona con responsabilida­ des sociales o políticas. También los críticos podían ser criticados. Tal vez haya sido Joaquín Morales Solá quien más se quejó de que Kirchner “maltratara periodistas” desde su atril. Y, seguramente, fue el columnista más regañado por Kirchner. Más de una vez le reprochó públicamente las opiniones que los domingos vertía en La Nación. C on todo, tras cada columna, siempre se daba un tiempo para dialo­ gar en privado con Morales Solá y cambiar opiniones con franqueza. N o existía entre ellos una relación rispida. Tanto era así que en su último día de Presidente, tras abandonar para siempre su despacho entre el aplauso y el saludo de los empleados, se acercó a mi oficina para despedirse con un abrazo de Morales Solá. — N os vam os a seguir viendo, Presidente — dijo el periodista.

— N o, durante unos meses hago silencio, solo debe hablar C risti­ na... Después seguiremos discutiendo en el café literario — cerró Kirchner, entre risas y abrazos y con la calidez que lo caracterizaba. Muchas veces reflexioné sobre la línea editorial de La Nación. Aunque marcaba una posición crítica sobre nuestros actos, en sus páginas se volcaban opiniones que a veces contradecían aquella postu­ ra. Llegué a entender que la razón era en cierto modo comercial. El lector promedio del matutino estaba poco identificado con el perfil político de Kirchner que, además, no satisfacía ciertas pautas en cuan­ to a su aspecto, de riguroso cumplimiento para ese público; lo cual explica las observaciones que trascendían lo político y que rozaban aspectos tan banales como el modo de vestir o de calzar.

E l d il e m a d e l a s l ic e n c ia s

La difícil relación que existía entre el gobierno y los medios esta­ ba instalada en el debate público. Era tema de análisis en todos los programas matinales de las radios y en las páginas de opinión de todos los diarios del país. En ese contexto, debimos resolver problemas que afectaban a la televisión abierta. En el año 2005, algunos medios registraban deudas considerables que habían quedado al descubierto como resultado del proceso recesivo

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vivido p or el país entre 1987 y 2001 y, fundamentalmente, después de la caída de la convertibilidad. De los cinco existentes, dos canales de aire enfrentaban situaciones de extrema complejidad que los coloca­ ban al borde de la quiebra: América y Canal 9. Los dos, con el prop ó­ sito de sortear sus crisis, habían reclamado ante tribunales comercia­ les el concurso voluntario, un paso judicial extremo que intenta pre­ servar la continuidad de una empresa que no puede pagar sus deudas, buscando que sus acreedores accedan a una quita de su crédito y o to r­ guen un plazo m ayor para cobrarlo. Los magistrados intervinientes, teniendo en cuenta la buena dispo­ sición de los acreedores, estaban de acuerdo en acceder al concurso, pero el tiempo para cumplir las obligaciones reconvenidas excedían el de las concesiones otorgadas. Siendo así, solo prorrogando esas conce­ siones podía aprobarse el concurso de acreedores y sortear la quiebra. Era un momento económico aún difícil. De no haberse ampliado el plazo de concesión, ambos licenciatarios habrían quebrado y difí­ cilmente habrían existido oferentes. Además, si se llamaba a licitación, se corría el riesgo de que aparecieran como interesados grupos vincu­ lados con o subsidiarios de Clarín y Telefónica (licenciatarias, a su vez, de Canal 13 y 11, respectivamente). Fue entonces que, para no correr ese riesgo, se decidió otorgar la prórroga de la licencia no solo a quie­ nes estaban al borde de la quiebra, sino a todos los licenciatarios. Esta­ ba claro que, de haber circunscripto esa prórroga a quienes atravesa­ ban una situación de máxima falencia, habríamos favorecido a quienes no habían administrado la situación del mejor modo. La decisión se plasmó a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia, el N° 527/2005, firmado por todos los ministros, que exten­ dió las licencias de todos los servicios de radio y televisión por un pla­ zo de diez años desde el momento eñ que caducaran las ya otorgadas. El 18 de julio de 2007, la Cámara de Diputados declaró su validez y dos años después, el 28 de octubre de 2009, lo hizo el Senado, después de aprobar la Ley de Medios. Cuando presentamos oficialmente la medida, el 20 de mayo de 2005, a pedido de Kirchner, improvisé unas palabras en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. Dirigiéndome a los empresarios, señalé: “La visión del negocio es diferente de la de hace un tiempo. Les estamos per­ mitiendo planificar a diez años más para que pongan en orden sus finan­ zas. Queremos también comprometerlos con los valores culturales de una Argentina que va a cumplir dos siglos y les pediremos que dediquen parte de su programación a proyectos culturales y educativos”. Les

recordé, además, que sabía que estábamos hablándole a empresarios que nos reprochaban cierto maltrato a la prensa. “A spiro a que lleven adelante su negocio — les dije— y a que trabajen con tranquilidad en un país cuya libertad de expresión es absoluta”. D os años después de haber tom ado esta medida, debimos enfrentar un nuevo problem a con las licencias, pero esta vez de las empresas de cable. A nuestro arribo al gobierno, Cablevisión y Multicanal ya eran parte del G rupo Clarín. De ese modo, acumulaban cerca del 70 por ciento de la distribución de televisión por cable de Capital y Gran Buenos Aires. Gozaban, además, del m onopolio televisivo del fútbol. En octubre de 2006, el G rupo Clarín anunció públicamente la conformación del “primer sistema regional de video y banda ancha”, integrado por Cablevisión, Multicanal, Teledigital y Prima. Los accio­ nistas del sistema fueron el propio G rupo, con un 60 por ciento de las acciones, y un fondo de inversión americano llamado Fintech A d visory, propietario del 40 por ciento restante. Durante dos años ambas empresas reclamaron la autorización para ser sometidas a una administración común. La Secretaría de Comunica­ ciones, dependiente del Ministerio de Planificación Federal, no había expresado observaciones. El tema estaba demorado en la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, un organismo que funcionaba en la órbita de la Secretaría de Comercio, conducida por Guillermo Moreno. Fue en esa Comisión donde aparecieron algunas objeciones provenientes de José Sbatella, por entonces Director del organismo. Sbatella expresaba una opinión propia, con fundamentos diferentes de los esgrimidos por otros miembros de la Comisión, como Humber­ to Guardia Mendonga y Diego Pablo Pavolo, que habían llegado de la mano de Moreno. Precisamente fue este último quien se quejó ácidamente ante Kirchner por el parecer que Sbatella había esbozado en su voto. Decía que con su posición contradecía una decisión política. Kirchner me pidió que me interiorizara de las razones de Sbatella, quien me explicó el riesgo de que se estableciera una posición domi­ nante en el mercado de la transmisión de imágenes por cable y, funda­ mentalmente, en la televisación del fútbol. Se mostraba dispuesto a acce­ der al pedido formulado por el G rupo Clarín, pero entendía que era necesario imponer algunas obligaciones a la empresa y dejar a salvo la televisación monopólica del certamen de fútbol. Sus explicaciones me parecieron absolutamente razonables. M oreno se irritó por mi aval al criterio de Sbatella porque, además, Kirchner confiaba en mi parecer.

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Finalmente, la Comisión de Defensa de la Competencia admitió la demanda empresaria. Según su resolución, Cablevisión y Multicanal podrían administrarse conjuntamente siempre y cuando cumplieran con una serie de restricciones y obligaciones separadas en tres rubros: inversiones, programación y compromiso social. En el prim ero de los casos, tendrían la obligación de llevar adelante un m illonario plan de inversiones para la ampliación y modernización de su infraestructura y extender la base tecnológica de la operadora en todas las localidades donde estuviera, para que más usuarios accedieran a los sistemas de última generación (Internet, banda ancha y televisión digital). Tam­ bién, garantizar el pluralismo inform ativo y de programación, asegu­ rándoles un lugar en la grilla a todos los proveedores de señales, aun aquellos que pudieran ser considerados competidores de algunas empresas controladas por el G rupo Clarín. El 7 de diciembre de 2007, el mismo día en que la Com isión emi­ tió su dictamen, se dictó la Resolución 257, que aprobó la operación, supeditada a las condiciones mencionadas. El firmante fue G uillerm o M oreno, Secretario.de Comercio Interior. De las observaciones de Sbatella, la que más me había llamado la atención era la que concernía a la televisación del fútbol. El tema me inquietaba y desde hacía tiempo le había encomendado a Rosario Lufrano recuperar para Canal 7 la posibilidad de transmitir en vivo un partido de fútbol los viernes a la noche. Lufrano había iniciado las tratativas con Televisión Satelital C od i­ ficada, la empresa del G rupo Clarín que monopolizaba los derechos televisivos del fútbol argentino. Después de casi un año de negocia­ ciones, logró acordar un buen precio por los derechos de transmisión: ciento cincuenta mil pesos por partido. Sin embargo, en un aspecto no logramos conformarnos: nos negaron contractualmente televisar los partidos disputados por los seis equipos más importantes: Boca, River, Independiente, San Lorenzo, Rácing y Vélez Sársfield. Aunque no era lo mejor, sabía que estábamos dando un primer paso. Cristina ya era Presidenta cuando nuestra negociación culminó y pudo firmarse el contrato. Se trataba de un avance hacia el objetivo que Sbatella había remarcado: la democratización del fútbol. La ceremonia de la firma se concretó en el despacho de la Presiden­ ta. Estaban presentes Julio Grondona, Marcelo Bombau (presidente de TSC), Rosario Lufrano y yo. En ese momento, me pareció oportuno comentarles a los “dueños de la pelota” que el deseo del gobierno era que en algún momento desapareciera la restricción impuesta a la transmisión

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en los encuentros protagonizados por los grandes equipos, si no los lla­ mados “clásicos”, los disputados con otros planteles. Mientras G rondona guardaba silencio, el representante de TSC comenzó a hablar de números, tratando de demostrar las dificultades económicas de mi pedido. Fue entonces cuando intervino Cristina. C on su mano le hizo un gesto a Bombau para que detuviera su expli­ cación y, dirigiéndose a mí, dijo con la misma cordialidad que tiene una maestra con el alumno al que reconviene: “A lberto, ya tenés tu fútb ol... Terminá con este tem a... Me vas a hacer pelear con todos”. G rondona y Bombau sonrieron complacidos, en tanto Rosario y yo nos llenamos de desconcierto. Cuando la reunión concluyó y quedé a solas con Cristina, le repro­ ché sus palabras. Insistió en que era mi condición de “hincha de fútbol” la que me inducía a reclamar más, pero que lo conseguido era suficiente. U n año después, cuando yo ya no estaba en el gobierno, el Estado m onopolizó la televisación del fútbol y por cada partido pagó diez veces más de lo acordado entonces. En ese mismo año se revocó la autorización a Cablevisión y M ulticanal, debido al incumplimiento de las obligaciones que en su momento se les impuso siguiendo la recomendación de Sbatella.

L A RELACIÓN CRUJE Nunca fue fácil la convivencia entre el poder y los medios. Ya lo teníamos en claro cuando Cristina asumió la presidencia. Lo habíamos vivido cuando la prensa instaló debates sobredimensionados, como el otorgamiento de los llamados “superpoderes” al Jefe de Gabinete, que fueron usados con mesura y en forma eficiente, o las reformas intro­ ducidas al funcionamiento del Consejo de la Magistratura, que, según decían, buscaban manipular el funcionamiento judicial. También sen­ timos la fricción cuando amplificaron problemas como el Caso Skanska o la valija de Antonini W ilson o, en otro orden, respecto de la inse­ guridad, cuando potenciaron la natural reacción social por el secues­ tro y posterior muerte de Axel Blumberg, en 2004. N o obstante ello, nunca vivimos m ayor hostilidad desde los medios que la desatada p or el conflicto surgido de la resolución 125. Cristina llevaba entonces solo tres meses de Presidenta. Hasta ese mom ento, la prensa no había observado la imposición de las retenciones móviles. Sin embargo, la rápida reacción de los

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dirigentes rurales y la salida de los chacareros a las rutas argentinas convirtieron el tema en un foco de atención periodística. A l inicio, los diarios informaban tomando relativa distancia del reclamo. Pero la televisión procedió de otra manera: concentraba su atención en las múltiples expresiones de los hombres del campo durante la protesta al costado de las rutas del país. Las imágenes eran incesantes. La televisión iba de uno a otro extremo del país y allí, donde se detenían, encontraban alguien a quien poner al aire para que manifestara su queja. De ese modo, en los cua­ tro puntos cardinales había siempre una voz de un trabajador rural que, disconform e, enfatizaba que no quería que el Estado le robara el fruto de su trabajo. De todo£ los_canales de noticias fue TN — Todo Noticias, del ■GrupoJClarín— el que presentó el conflicto de un modo más sesgado. Desde el inicio catalogó como “paro histórico” una medida de fuerza con cortes de rutas que impedían el libre tránsito de la gente y ponían en riesgo el normal abastecimiento de las ciudades. La relación del G rupo Clarín y el gobierno sufrió entonces un enorme resquebrajamiento. La excusa para explicar su proceder — que los demás canales de noticias apelaban a la misma lógica por una demanda de mercado— solo sirvió para dinamitar cualquier posibili­ dad de comprensión. Kirchner hablaba con los directivos del grupo y su enojo aumentaba. Yo hacía lo propio con los periodistas y ellos solo me hacían notar que el mensaje gráfico era diferente del televisivo. Muchos hasta se lamentaban de cómo TN abordaba la noticia. Esa actitud periodística solo sirvió para que Cristina reafirmara una presunción que siempre la acompañó: que el G rupo Clarín no quería que fuera presidenta. Decía haberlo percibido tras un almuer­ zo desarrollado en O livos antes de que se conociera su postulación. En esa oportunidad Héctor Magnetto, que desconocía la decisión ya tomada de que Cristina sería candidata, había explicado las razones por las que N éstor debía ser reelecto. Tal vez hacía exactamente lo que hacen casi todos los empresarios cuando se enfrentan al Presidente: dicen lo que éste quiere escuchar. Cristina, sin embargo, no lo enten­ dió así. Lo interpretó como un rechazo a su persona. Esa percepción de hostilidad derivó en aquellas feroces palabras que dirigió ante una multitud convocada en la Plaza de Mayo, cuando se refi­ rió al dibujo de Hermenegildo Sábat como de “mensaje cuasi-mafioso”. Los reproches a su interpretación fueron tan airados que hasta el mismo Horacio Verbitsky censuró sus palabras. “Rozar con la sombra



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de una sospecha al gran maestro del periodismo, que desde hace cua­ renta años regala excelencia y ética, a una persona exquisita como Menchi Sábat, que cuestionó las peores atrocidades cuando nadie se anima­ ba, es una tontería indigna de quien la cometió. Sábat no es Clarín, como antes no fue La Opinión, ni Prim era Plana, ni Atlántida. Es un artista maravilloso y el mejor analista político del país”, sostuvo. Verbitsky concluyó diciendo que “en cualquier caso, Sábat tiene derecho a opinar lo que quiera sin que nadie ponga en duda que lo hace de bue­ na fe, como cada acto de su vida, de trabajador austero y obsesivo”. Pero hubo otro episodio, anterior al conflicto con el campo y cuando Kirchner era aún presidente, que ubica el inicio de esa relación rispida entre el gobierno y Clarín. Un día domingo, N éstor me llamó por teléfono, furioso, p or un titular de tapa de Clarín que decía: “C orrupción en la Secretaría de M edio Am biente”. Era el año 2007 y Romina Picolotti estaba al fren­ te de esa Secretaría. Sorprendido, le reclamé a Picolotti — quien había llegado a ese cargo acreditando un solvente trabajo en el controvertido tema de las papele­ ras uruguayas— que me aclarara el tenor de semejante nota. Picolotti me explicó que había que buscar el origen de esa noticia en una acción diri­ gida por su Secretaría contra Papel Prensa y que tenía por objeto detener la contaminación provocada por la empresa, que procedía a enterrar la corteza de la madera desechada en la producción de celulosa. A l día siguiente, Picolotti me presentó la documentación que avalaba sus dichos. Después de verlos en detalle, les anticipé mi dis­ gusto a N éstor y Cristina y mi deseo de explicar el tema en una con­ ferencia de prensa. En la tarde del día siguiente dimos la conferencia en la que denuncié al G rupo C larín por eludir sus responsabilidades en la con­ taminación ambiental. Fui desgranando una a una las imputaciones y Ies reclamé que, tras la máscara de difundir una noticia, no encu­ brieran sus intereses económicos. C larín acusó el golpe y en los días subsiguientes bajó el perfil de la noticia no sin antes dedicarme algunos conceptos claramente descalificatorios. El editor general adjunto del diario, Ricardo Roa, expresó que “en tiempos de democracia y en tiempos que no lo fue­ ron, el com portam iento de los funcionarios exhibe patrones que se repiten. U no de ellos es la descalificación del periodista o de sus fuentes, siempre y cuando la inform ación publicada no gusta o no conviene”. A sí trató mis reproches.

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Le pedí a K irchner ocupar un lugar en el directorio de Papel Prensa solo para garantizar que los socios privados atendieran el reclamo de la Secretaría de M edio Am biente. P or esa presión que ejercí, los accionistas privados de Papel Prensa construyeron la planta de tratam iento de corteza con un costo cercano a los ocho millones y medio de dólares.

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' P e r i ó d i c o s y p e r io d ist a s

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El conflicto del campo provocó una división de aguas. H ubo un antes y un después en la gestión de Cristina. Durante la controversia, se patentizó el enfrentamiento entre el gobierno y los medios de m ayor circulación. Hubo quienes señalaron las dificultades que generaba un sistema mediático que, por su perte­ nencia a los grupos comunicacionales, lograba im poner conceptos con relativa facilidad. La posibilidad de regular normativamente esa reali­ dad propició la idea de un cambio en la denominada L ey de Radiodi­ fusión, un conjunto de normas que regían el funcionamiento de radios y canales de televisión desde la dictadura. En mis últimos días como Jefe de Gabinete, se sucedieron algunas reuniones con personalidades de la cultura y de la radiodifusión que coincidían en la búsqueda de estos cambios. En esos encuentros se hablaba de la actitud de los medios ante el conflicto, sin analizar p ro ­ yecto en concreto alguno. Todo era incipiente aún. Cuando Cristina me pidió alguna vez mi opinión, le comenté que con Julio Bárbaro habíamos planteado, sin suerte, reform ular la Ley de Radiodifusión, pero que un cambio de esa magnitud debía proponerse en un marco de amplio debate y fuertes consensos. Por eso sugería repetir la expe­ riencia de la Ley de Educación, cuando, para su aprobación, fueron consultados todos los actores del sistema. El camino recorrido luego fue m uy largo y no me tuvo como p ro ­ tagonista. La Ley de Medios Audiovisuales fue elevada al Congreso Nacional después de que Kirchner fuera vencido en las elecciones de junio de 2009 y cuando y o llevaba un año fuera del gobierno. Aquel proyecto original — que luego sufrió numerosas modifica­ ciones en el tratamiento parlamentario— presentaba algunas aristas a mi juicio discutibles. La m ayor crítica era la inclusión de las empresas telefónicas como probables actores en el mercado de los medios, p ro ­ puesta presidencial que luego fue expresamente dejada de lado. O tros

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aspectos parecían olvidar el criterio de rentabilidad común a toda empresa. Sobre comunicación en Internet nada se proponía. F inal­ mente, lo más atractivo y consistente que deparó fue la inclusión de varios preceptos que avanzan en la dem ocratización en la emisión de opiniones, pluralizando el acceso. Sin perjuicio de las imperfecciones de la ley que finalm ente resultó aprobada — la desatención de cuestiones económicas y una suerte de fiscalización de los contenidos parecen ser las más n o to ­ rias— , es im portante destacar que la discusión parlamentaria instaló un debate social m uy rico y necesario en torno al funcionam iento de los medios en la sociedad moderna, al trabajo periodístico y a la pos­ tura ética de las empresas. Todo ello facilitó la admisión de ciertas ideas que durante mucho tiempo habían sido negadas. Ya nadie duda de que los medios de comunicación son empresas y que como tales reconocen fines de lucro e intereses concretos. Esos intereses marcan límites, señalan líneas edi­ toriales y les dan sentido a determinadas opiniones que, además, no están libres de la autocensura. A veces esos límites son expresos; otras, están implícitos, pero el periodista no los desconoce. El debate ha permitido ver que los medios no solo pretenden reproducir la realidad, también la construyen. A sí ocurre con los epi­ sodios relativos a la inseguridad o cuando indagan sobre el trámite de los juicios. Difícilmente acceden a pruebas certeras. Sacan rápidas conclusiones que se fundan en personas que dan su versión de los hechos ante una cámara, a veces testigos ocasionales en búsqueda de sus diez minutos de fama, otras, víctimas atravesadas por un dolor desgarrante, o también simples ciudadanos temerosos de ser los p ró ­ ximos alcanzados por un hecho delictivo, generalmente violento. N o ponderan los dichos vertidos en juicios orales con el rigor que el sis­ tema procesal reclama. Pero siempre fallan absolviendo o condenando e influyendo así sobre la opinión pública, continuamente receptora de estas imágenes repetidas una y otra vez. De este modo se pierden, con frecuencia, los criterios de objetividad. Cristina Kirchner, más allá de determinadas críticas, ha hecho un aporte importante a ese debate. Sin embargo, desde su gobierno, se ha desarrollado la idea de que existe un sistema mediático instituido, un periodismo opositor militante que funciona casi como partido políti­ co, y que reclama otro, que debe contraponérsele como alternativo. De ahí que hayan creído necesario edificar un periodismo que res­ ponda a su lógica y que se haga cargo del relato oficial.

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Esa idea reafirma aquello de que el periodism o no inform a sino que comunica, que ninguna comunicación es objetiva sino que todo está teñido de intencionalidad. Por lo tanto, estos nuevos medios pro gobierno no buscan m ostrar lo que ocurre, sino construir una reali­ dad diferente de la que muestra el sistema mediático tradicional. Esto explica que allí no trabajen periodistas “a secas”, sino los “periodistas militantes” defensores del gobierno que también son “empleados a sueldo”, como el resto. ' La militancia supone una toma de posición, la pertenencia a deter­ minada ideología, grupo o partido. Nada está más lejos de la objetivi­ dad, o al menos, de la búsqueda de la objetividad, que la militancia. Por ello, “periodismo militante” es una definición oximorónica, en tanto fusiona conceptos antagónicos. Además, si es rentada, deja de ser solo militancia y tiene los componentes propios de cualquier empleo. Sin embargo, desde ese lugar se desacredita al resto del perio­ dismo. Se lo presenta como servil, como parte de una prensa que mala­ mente manipula la realidad para hacer daño al gobierno. A quienes trabajan en esos medios se los asocia a la historia y a la conducta per­ sonal de los dueños de las empresas, sin reconocerles el trabajo de periodistas, sino imputándoles la condición de “empleados de la cor­ poración”. De este modo, toda opinión que enfrenta el “relato” oficial lleva la sospecha de haber sido sostenida por oscuros intereses. Sin embargo, no parece acertado extremar el análisis de los hechos, desatendiendo el contexto en el que se desarrollan. Una anécdota puede servir para explicar mejor lo que quiero plantear. Conocí a Diego Gvirtz, actual productor de 6-7-8, Televisión Regis­ trada y Duro de domar, en el año 2002, cuando salía al aire con “Perio­ distas, la era del hielo”, conducido por Marcelo Zlotowiagzda y Ernes­ to Tenembaum. Siempre lo consideré un hombre hábil en su profesión. A mediados del año 2005, G virtz vino a pedirme ayuda a mi des­ pacho de Jefe de Gabinete. América le había levantado Televisión Registrada cuando en uno de sus programas había invitado a M ario Pontaquarto, el denunciante de la ruta de las coimas pagadas en el Senado durante el gobierno de De la Rúa. Me contó que, sin aire tele­ visivo, los compromisos contractuales que había asumido lo colocaban en un serio aprieto. Lo escuché con atención. Solo pude proponerle aquello que estaba a mi alcance: llevar el programa a Canal 7. Le garan­ ticé plena libertad para trabajar. Su respuesta fue negativa. Me explicó que no podía trabajar en un canal del Estado porque le restaría credi­ bilidad. Lo despedí lamentando no poder ofrecerle otra salida.

Dos días después, G virtz volvió a mi despacho, para pedirme que le abriera las puertas de Canal 13. N o era un lugar donde y o tuviera conocidos, pero aun así, y delante de él, le pedí a Jorge Rendo, Direc­ tor de Asuntos Institucionales del G rupo Clarín, que lo atendiera. El encuentro se concretó casi de inmediato y sin demoras acordó llevar su programa a ese canal. Durante dos años, G virtz produjo Telvisión Registrada en Canal 13. Inmediatamente después, se inició el conflicto con el campo. A u n ­ que al comienzo lo presentó con sus habituales informes y tomando relativa distancia, rápidamente viró a una posición crítica hacia el gobierno. El mismo camino de todas las pantallas del G rupo Clarín. Ironías de la vida pública: actualmente G virtz produce los tres programas más oficialistas de la televisión argentina. U no de ellos se emite en el canal público, 6-7-8, pero ya no le im porta que lo tilden de oficialista. G virtz se dedica a producir programas periodísticos. Ese es su tra­ bajo. N o es mejor ni peor por el medio en el que lo hace. Crea conte­ nidos que, a su juicio, encuentran un mercado — la gente— que lo consume. Del mismo modo, cualquier periodista no es bueno o malo por el medio en el que trabaja, sino por la producción que realiza. Las habrá más o menos valiosas, según las miradas. Lamentablemente, no existen normas que enmarquen una actividad tan significativa en la esfera social, política y económica, que puedan defender a la ciudada­ nía y cuestionar la pérdida intencional de la imparcialidad en la labor de prensa, esto es, la simple manipulación en el arte de comunicar, sin im portar si ello responde'a la acción de la noble militancia o a la bús­ queda de otros intereses más mezquinos. En el año 1985, Julio Ramos, el fundador y director de Am bito Financiero, hizo una falsa imputación a Enrique Vázquez, aquel notable periodista de la revista Humor. Ramos le atribuía a Vázquez haber trabajado para el gobierno militar, escribiendo en medios que le eran afines. En realidad, en esos años Vázquez escribía para una agencia noticiosa extranjera y una revista ligada a Emilio Eduardo Massera — Cambio— había reproducido uno de sus cables. Ese era el fundamento de la absurda imputación. En una de las audiencias, prestó su testim onio Daniel Divinsky, dueño y director de Ediciones de la Flor. C on pocos argumentos en sus manos y cum pliendo con las formalidades, el abogado de Julio Ramos preguntó: “Para que diga el testigo si sabe y le consta que Enrique Vázquez escribió en Somos, de editorial Atlántida, cómplice

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de la dictadura”. D ivinsky guardó silencio un instante. Cuando reto­ mó la palabra, dirigiéndose al Secretario del tribunal, dijo textualmen­ te: “Tome nota, Señor secretario: un periodista, entre otras cosas, escribe para v iv ir”. La frase de D ivinsky sintetiza una realidad: la prensa se consti­ tuye en empresas periodísticas y los periodistas se emplean en ellas. Esas empresas han surgido p o r la decisión de realizar un p royecto y p or la conveniencia económica o política, y mantienen ese interés que les es inherente y les dio vida. Han nacido tentadas en el lema que invoca M ariano M oreno en su Plan de Operaciones, “los pue­ blos nunca saben ni ven sino lo que se les enseña y muestra, ni oyen más que lo que se les dice”. Entonces, la vocación de inform ar decre­ ce mientras se incrementa la necesidad.de comunicar para influir. Sin embargo, la ciudadanía, cuando vota, demuestra su gran margen de independencia. Y eso es necesario tenerlo presente para no cometer groserías comunicacionales.

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6 7,8 Desde marzo de 2009, Canal 7 emite 6-7-8. Cuando salió al aire, tuve la impresión de que solo repetía la fórm ula de Televisión Regis­ trada. Su contenido consistía, precisamente, en el repaso de las con­ tradicciones más notorias en que incurrían los principales actores políticos y sociales en diferentes programas televisivos. La producción periodística detectaba esos fallidos y los editaba tal como antes lo habían hecho Las patas de la mentira y Perdona nuestros pecados, y se exhibían apelando a ejercer la memoria, y también el humor. Su salida al aire coincidió con la decisión de adelantar a junio de 2009 las elecciones parlamentarias que debían realizarse en octubre de ese mismo año. Era ostensible que existía la intención de acompañar la campaña electoral y de amplificar las políticas del gobierno. En ese momento, la gestión de Cristina sufría los embates de un discurso opositor tan injusto como virulento, iniciado durante el con­ flicto con el campo y al que se sumaron, sin detenerse, otros hechos que mellaron la imagen presidencial y las posibilidades electorales de 2009, una instancia plebiscitaria para su gestión. C on el paso de los días, el program a se desentendió de la im parcialidad y se m ostró definitivam ente com prom etido con las políticas del gobierno nacional. C om o una suerte de gendarme del

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“relato oficial”, desplegó claras acciones de propaganda política. A sí, escudriñando archivos — no solo televisivos, también gráficos y radiales— , detectaron imágenes y audios que, tras una cuidadosa edición, sirvieron para m ostrar una realidad diferente de la que exhi­ bían los medios tradicionales y los periodistas que en ellos trabajan. La repetición sostenida de los informes editados dejaba al televiden­ te la sensación de que existía otra versión de la realidad, intensifica­ da en sus rasgos más vergonzantes. Tras los comicios, el program a se dedicó a exhibir el resultado electoral adverso para el gobierno como el triunfo de la Argentina infame. Fue entonces cuando K irchner fue presentado como un gla­ diador incansable, capaz de renacer de sus propias cenizas, sin repa­ rar ni analizar los errores en los que había incurrido a lo largo de esa campaña y que determinaron, en cierta medida, su derrota. Una p ri­ mera premisa del program a es evitar cualquier necesidad de autocrí­ tica desde el oficialismo. Ya ubicado en un lugar de enfrentam iento hacia todo aquello que no se declara abiertamente kirchnerista, 6, 7, 8 se muestra como la contravoz de los medios de m ayor penetración. Lo hace sin pudores y con encendido fervor. Este program a se dedica a expresar, sin medias tintas, su clara adhesión al gobierno y a castigar a medios o personas que lo cuestionan. Ese “periodism o m ilitante” ha encontrado eco en las redes socia­ les. El m ovim iento de apoyo al program a impulsado a través de Facebook perm itió reunir a miles de sus seguidores, hombres y mujeres críticos de la lógica periodística imperante en los medios tradicionales, que han visto en sus formas operativas un artero ata­ que al gobierno democrático. H oy, 6, 7, 8 es un espectáculo de culto kirchnerista. A unque no se trata de un programa periodístico sino de un difusor de las ideas de un sector político, de un programa propagandístico, nadie podría negar seriamente que su irrupción en la televisión argentina repre­ senta otra form a de abordar la lectura del presente. Ha servido para que pensemos qué intereses se preservan en los medios tradicionales y de qué manera esos mismos medios presentan la realidad tratando de inducir a la opinión pública. Sin embargo, el maniqueísmo con el que observan la realidad y la manipulación de imágenes — que busca consolidar la idea de un mundo en el que se enfrentan los buenos y los malos— aparecen por mom entos como una práctica ardidosa y manipuladora. En él no

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asoman observaciones a los errores en la gestión ni a los problemas que nuestra sociedad enfrenta cotidianamente. Solo hay palabras para un país idílico forjado por una militancia heroica. U n programa de estas características está construido, necesariamente, sobre un texto de fuertes características místicas. A l kirchnerismo, nacido como un revulsivo de la política argenti­ na, esa lógica discursiva, a esta altura, le resulta además, poco útil. Tra­ sunta ausencia de debate, búsqueda de mirada única y así se exhibe como irreflexivo, verticalizado y signado por la obediencia. Pero de todas las recomendaciones que pudieran hacérsele, lo que 6, 7, 8 debería revisar es el lugar desde donde cuestiona la ética de los grandes medios de comunicación y la profesionalidad de los periodis­ tas que trabajan en ellos. La utilización de un medio público para “escrachár” como “enemigos sociales” a quienes expresan otra visión del presente, y la engañosa edición de imágenes con las que potencian las flaquezas de personajes a los que se les reprocha pensar distinto expresan una rara integridad de quienes declaman la búsqueda de la verdad. En ese sentido, el programa se iguala en las formas y, conse­ cuentemente, en los resultados, con aquellas prácticas periodísticas que pretende combatir. A llí radica, tal vez, su m ayor falencia.

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LOS INTELECTUALES Y LOS JÓVENES

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u i e n p i e n s a se c o m p r o m e t e

El kirchnerismo nació como una reacción ante el discurso único que el posibilismo menemista había logrado instalar en la política argentina. Los que no encontrábamos razón para asociarnos con el peronismo de la Internacional Liberal fundada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan; los que pensábamos que la convertibilidad se había transformado en una trampa después de haber controlado la hiperinflación; los que descreíamos de las bondades de un modelo económi­ co que solo prom ovía la concentración del ingreso mientras condena­ ba al desempleo y a la pobreza a millones de argentinos; los que rene­ gábamos de la impunidad que beneficiaba a los genocidas; y los que confiábamos en que la política no era un mecanismo idóneo para enri­ quecer funcionarios, sentíamos el deber de ser capaces de rom per el corsé en el que el pensamiento había quedado encerrado. K irchner renegaba de aquella lógica impuesta p or el menemismo que buscaba persuadirnos de que el mundo se había hegemonizado en un solo pensamiento y que todos debíamos abrevar en él. Convenci­ do de la necesidad de poner en crisis ese “pensamiento único”, buscó prom over un debate abierto y enriquecedor en torno a los principales problemas argentinos. El mismo día de su asunción, tras tomar juram ento a quienes fu i­ mos sus colaboradores, Kirchner desgranó esas ideas. A d virtió que no había llegado al poder para dejar la mochila de sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada, pero también que no se sentía un ilumina­ do ni el dueño de la verdad. “Todos tenemos una verdad relativa que, contrastada con la verdad de los otros, puede ayudarnos a alcanzar una verdad superadora”, afirmaba.

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El debate y la confrontación de opiniones fueron una práctica constante en el origen de lo que luego se denominó kirchnerismo. Nos unía un mismo sueño para el país y las convicciones necesarias para emprender su búsqueda. Teníamos por delante los vatares y los inte­ reses que nos proponíamos representar. La manera de alcanzar ese país y el modo de construirlo, siempre fueron materia de discusión entre quienes sosteníamos ese proyecto. Kirchner, Cristina y los que estábamos detrás de esa propuesta, advertimos desde un primer momento que la política suponía una con­ tradicción de intereses. Nunca creimos en lo que los americanos llama­ ron “democracia consensual”, básicamente, porque en toda sociedad existen intereses en pugna que pueden administrarse pero que difícil­ mente puedan consensuarse. En democracia, las elecciones sirven, pre­ cisamente, para determinar cuáles son los intereses predominantes. La argumentación ideológica siempre estuvo presente en el accio­ nar kirchnerista. Todos cargábamos con años de militancia partidaria y muchos de nosotros, además, disfrutábamos con el análisis y la intelectualización de la política. Haber asomado a la actividad en la déca­ da del setenta explica la vocación p or esa práctica. Es innegable que aquellos años estuvieron signados por la polémica. Aunque Kirchner gobernó con una alta dosis de pragmatismo, sus decisiones siempre fueron el correlato de sus convicciones. Reconocía reglas de pensamiento de las que jamás se apartaba y su pragmatismo le permitía interactuar con quienes pensaban distinto y sacar provecho de esa relación. En esos casos, privilegiaba la conveniencia antes que el dogmatismo, en la medida en que con ello no vulnerara sus valores. Cristina siempre exhibió un discurso político de m ayor densidad. Solía decir — y repetirse a sí misma— que en política nunca deben olvidarse los intereses representados. Creía con firmeza en la contra­ dicción de intereses. Ese pensamiento era genuino, espontáneo. N o era el resultado de haberse adoctrinado en la lógica, del “conflicto social” de la que hablaba Cari Schmitt como algún medio periodístico pretendió difundir. Simplemente pensaba que debíamos estar prepara­ dos para afrontar, en la gestión, el choque de esos intereses. Yo participaba de la idea. Pero un gobierno elegido democrática­ mente no solo debe administrar los intereses de sus votantes, sino también los de quienes disienten. La función de gobernar, en mi opi­ nión, debe ser ejercida pensando en el bien de todos y no solo en el bien de los votantes propios. El sentido común y la racionalidad son centrales a la hora de administrar intereses en pugna.

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Un mediodía de verano, mientras almorzábamos en Olivos, C risti­ na volvió sobre este punto. Y una vez más insistí en la premisa de que quien gobierna se ve obligado a profundizar los criterios de equidad. A propósito, le comenté que acababa de leer un libro de Chantal Mouffe, En torno a lo político, que de algún modo participaba de nuestro deba­ te. En él la autora sostiene que ningún tema ingresa en el dominio públi­ co ni requiere de una decisión política si no se presenta como conse­ cuencia de aspiraciones rivales o intereses en conflicto. La política, entonces, es una práctica concebida en una dimensión antagónica que actúa resolviendo el conflicto entre esos intereses enfrentados. Sin embargo, señala algo que le da la razón: la solución del conflicto debe hacerse de tal manera que se siga preservando el bien del conjunto de la sociedad. Dos días después le regalé a Cristina el libro de Mouffe. K irchner participaba de nuestras charlas, pero para él era difícil ingresar en esos debates, p or su propia naturaleza y porque lo absor­ bía la responsabilidad de gobernar. Creía que la dinámica de adminis­ trar un país era m uy diferente de la de analizarlo. Solía decir que, mientras otros teorizan sobre el conflicto, el que gobierna debe resol­ verlo. Para lograrlo, uno debe involucrarse en el sórdido ámbito en donde la lucha de intereses descuida los “buenos modales”. Quien disfrutaba del análisis político pero tenía a la vez tareas de gobierno no podía menos que darle la razón. Recuerdo haberle recri­ minado al periodista Ernesto Tenembaum alguna de sus críticas. M uy molesto, le señalé que hablaba de ese modo porque no cargaba con ninguna responsabilidad y formulaba su crítica desde la comodidad de quien es un espectador. “Me hacés acordar a esos plateístas que, mirando un partido de fútbol, critican a todos los jugadores, pero en su vida jamás tocaron una pelota ni pisaron el césped de una cancha”, le dije. Él, p or su parte, decía que su función de periodistsa le exigía estar afuera del ámbito de las decisiones.. José Pablo Feinman, en su libro El Flaco, cuenta que un día ingre­ só en mi despacho y nos encontró a K irchner y a mí señalando sobre un mapa de la provincia de Buenos Aires las zonas donde operaban nuestros punteros políticos y aquellas en donde nos faltaban. La esce­ na incluye un diálogo entre Kirchner y y o en la que discutimos sobre cómo “com prar” un puntero en Escobar. Está claro que esa burda escena nunca existió. Pero la creación ficcional del autor le ha servido para desarrollar con buen criterio la idea de que los intelectuales tran­ sitan una espacio — el del pensamiento— totalmente distinto del de la esfera práctica en la que se mueve la gestión política.

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C

arta

A

b ie r t a

La crisis desatada tras el dictado de la resolución 125 conmocionó a gran parte de la sociedad argentina. En ese marco, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, se vieron repentinamente asediados por ün discurso uniforme proveniente de la mayoría de los medios de comunicación. En poco tiempo, quienes habían sido descalificados electoralmen­ te unos meses antes recuperaron un lugar en las pantallas televisivas, centímetros en los diarios y aire radial para propagar mensajes descalificatorios hacia el gobierno que acababa de asumir y que estaba res­ petando las reglas democráticas y republicanas. Algunos sectores afines al gobierno quedaron paralizados. N o encontraban un resquicio a través del cual pudieran hacer llegar su disenso a los demás. Esa parálisis inicial fue transformándose poco a poco en un malestar que solo pudo ser superado cuando estos despla­ zados de los medios, juntaron fuerzas para autoconvocarse y transmi­ tir al conjunto social su propia visión del conflicto. Algunas personas vinculadas con el quehacer cultural comenzaron a movilizarse, como respuesta al asedio mediático y la prepotencia opositora y, a la vez, trataron de acercarle su apoyo al gobierno y de generar una usina de pensamiento distinta de la que ofrecían los medios de m ayor llegada. Una mañana, a pedido de Nicolás Casullo (excelente sociólogo y buen amigo ya fallecido) y Horacio González, recibí en la sala de situación de la Casa de G obierno a un grupo de intelectuales, entre los que se encontraban ellos. Se mostraban molestos y un poco indignados por el momento que atravesábamos, debido a la confrontación con los intereses rurales y la forma en que los medios de comunicación abordaban el conflicto, en especial por lo que ellos llamaban la estrategia informativa de Clarín y La Nación que, a su criterio, consistía en ubicarse en la vereda de enfrente y absorber un discurso que descalificaba al gobierno y des­ creía de su gestión. Comentaron también que habían comenzado a reunirse en los salo­ nes del tercer piso de la Biblioteca Nacional un grupo de intelectuales — docentes universitarios, músicos, artistas— que pretendían asumir un rol más activo en el debate público. Ellos veían que algunos dirigentes que defendían al gobierno en las pantallas televisivas solo lograban perjudicarlo, p o r el tenor de sus discursos, y que ellos podían asu­ mir esa defensa con mejores argumentos. Pocos días después, Horacio

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Verbitsky sumó un comentario sobre ese grupo de intelectuales, que ya contaba con un nombre que los identificaba: Carta Abierta. Sus debates y declaraciones comenzaron a tomar estado público. Así, instalaron la idea de que los medios de comunicación habían defini­ do su postura en contra del gobierno. Sin embargo, su m ayor aporte radicó en la denuncia dirigida a gran parte de la oposición que, en con­ sonancia con los medios, ayudaba a generar un raro clima. N o se referí­ an a un golpe de Estado. Habían tenido el cuidado de acuñar una expre­ sión léxica perfecta: “clima destituyente”. El concepto transmitía la idea de que se estaba ejerciendo una presión social y política de enorme mag­ nitud con el objetivo de inducir el malhumor ciudadano para remover de sus cargos a las autoridades constitucionalmente establecidas. El martes 13 de mayo de 2008, presentaron su primera Carta A bier­ ta, firmada por más de 750 intelectuales, en la que severamente repro­ chaban la acción opositora y la conducta de los medios de comunicación. “C om o en otras circunstancias de nuestra crónica contem­ poránea, hoy asistimos en nuestro país a una dura confronta­ ción entre sectores económicos, políticos e ideológicos histó­ ricamente dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la renta y estrate­ gias de intervención en la economía. La oposición a las reten­ ciones — comprensible objeto de litigio— dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que tiene el gobierno de C ris­ tina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses de ser elegido por la m ayoría de la sociedad. U n clima destituyente se ha instalado, que ha sido considerado con la categoría de golpismo. N o, quizás, en el sentido más clásico del aliento a alguna form a más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tie­ nen parecidos ostensibles con los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un m uy reconocible desprecio p or la legitimidad gubernamental”. Después de aquel primer encuentro, fueron varias las veces que me reuní con Casullo y González. Ellos me advertían que, por encima de la defensa puntual del gobierno frente al conflicto desatado con el campo,

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en el debate aparecían otras críticas a nuestra gestión. M e señalaron la disconform idad de los participantes con la insuficiencia de nuestras políticas sociales y con los datos estadísticos salidos del INDEC.

Por mi parte, iba transmitiéndole el desarrollo de cada una de estos encuentros a Kirchner y le señalaba mi opinión sobre la im por­ tancia de ese grupo de pensadores que se identificaban con nosotros. Verbitsky, por su lado, también le había hablado de los encuentros. Cuando Kirchner advirtió la coincidencia de opiniones, se decidió a asistir a la siguiente reunión de Carta Abierta. . En una mañana de sábado fui a O livos a buscarlo y desde allí, ju n ­ tos, marchamos hacia la Biblioteca Nacional. Durante dos horas Kirchner conversó con los asistentes. El público preguntaba y K irch­ ner respondía. Cuando uno de ellos quiso saber por qué había p ro ­ rrogado las licencias de los canales de televisión, largó una carcajada y, sintiéndose “apurado” por la requisitoria, solo atinó a decir: “eso es cosa A lb erto ”. Todos aplaudieron su salida. Después, alguien le p re­ guntó por la situación del INDEC, y aduciendo no ser entonces parte del gobierno, me cedió la palabra para que contestara. Las risas se o ye­ ron nuevamente en el salón. Finalmente, otro participante cuestionó que Canal 7 no dedicaba toda su programación a competir con los canales de noticias y Kirchner volvió a cederme el micrófono. “Me trajiste para que me haga cargo de todas las preguntas difíciles”, dije, mirándolo a los ojos. Lanzó una carcajada y todos aplaudieron. Cuando dejé el gobierno, Kirchner siguió vinculado con Carta Abierta. Para entonces, la asamblea ya había adherido al kirchnerismo y se expresaba desde ese lugar. El día que se conoció mi renuncia, Nicolás Casullo, uno de los artífices de Carta Abierta, escribió en Página/12 bajo el título “Reali­ dad negativa”. “La renuncia del Jefe de Gabinete debe ser considerada como una realidad negativa. C reo que él se planteó siempre como un excelente negociador, capaz de actuar en diferentes frentes, con una personalidad tendiente al diálogo, una inter­ pretación correcta de las situaciones y con un estilo pluridimensional. Me parece que es un funcionario de m uy difícil reemplazo dentro de las características de lo que podemos entender como el gobierno de la presidenta Cristina Fernán­ dez de Kirchner. A cá no se trata de una renovación del gabi­ nete, que puede venir oportunamente, sino de su personalidad,

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que más allá de las críticas, nunca fue cuestionado por haber­ se apartado de su función lógica. De ninguna manera es la pie­ za que está esperando el país que se vaya, eso puede ocurrir con otros ministros. A lberto Fernández siempre dem ostró efi­ cacia en los momentos más difíciles. A cá hubo otros temas, tengo la sensación de que no se va por sus errores, ni por su carácter, ni por su talante y manera de plantarse. Podría haber otros motivos que desconozco.” G u ard o estas palabras de C asu llo com o un galardón de m i paso p o r la función pública.

Algunos meses después, un grupo de miembros de Carta Abierta me visitó en mis oficinas de la Avenida Callao. Entre ellos recuerdo a David “C o co ” Blaustein, Carlos G irotti y Ricardo Forster. Se mani­ festaron interesados en conocer mi mirada sobre la situación y pre­ guntaron por las causas que habían determinado mi renuncia. C on todo detalle les expliqué la razón de mi alejamiento del gobierno. Aclaré mi deseo de que se produjeran los cambios necesarios para seguir con la tarea sin mayores sobresaltos y les describí un cuadro de situación que dejaba traslucir algunas de mis preocupaciones. Me escucharon con atención. Hubo quien cuestionó cierto pesi­ mismo en mis observaciones. Era posible que así fuera. Pero mi análi­ sis no debe de haber estado tan equivocado a la luz de los resultados electorales de junio de 2009. Cuando Forster me preguntó cómo veía el desarrollo de Carta Abierta, tuve la oportunidad de expresarles, sin medias tintas, mi opi­ nión. Les recordé que alguna vez les había manifestado el valor que le daba a su aparición en el escenario público, rememoré nuestros encuentros y ponderé sus opiniones. Pero les aclaré que la m ayor tras­ cendencia que le otorgaba a Carta Abierta era la de que se convirtiera en la “conciencia crítica” del kirchnerismo. Si lo lograban, su existen­ cia sería m uy bien recordada. Por esos días, me preocupaba una intelectualidad que, observando determinados errores del gobierno, prefería callar para no convertirse en objeto de cuestionamiento por parte del poder. Les confesé que, con mucho pesar, había visto mermar las críticas que inicialmente Carta Abierta había dirigido a las políticas erradas del gobierno. N o me parecía feliz la idea de tolerar esos desvíos porque uno compartie­ ra los objetivos generales del gobierno.

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— Pero ¿no existe el riesgo de que esas críticas sean funcionales a los opositores? — preguntó alguien. — Nada más funcional a la oposición que m ostrar un kirchnerismo acrítico, — fue mi respuesta— . N o nacimos para eso. Tenemos gobernantes capaces de reaccionar ante nuestras quejas y de corregir políticas cuando se sienten cuestionados por los propios. Ese es, a mi juicio, el m ejor rol que debería tener Carta Abierta — respondí. Y continué, para cerrar la idea: — N osotros estamos esperando que la intelectualidad, que no se aferra a los cargos públicos, sea severa a la hora de custodiar la gestión de un gobierno en el que han confiado millones de argentinos y que hasta aquí no se han visto defraudados. Ahora, si esos intelectuales han decidido pensar como políticos que preservan espacios de poder y silenciar las carencias que asoman bajo el falso argumento de no ser funcionales a los opositores, entonces es mejor que no sigan... Exis­ ten demasiados “justificadores intelectuales” de los errores del gobier­ no como para que ustedes se sumen a esa cofradía de aduladores. Forster tomó la palabra y de inmediato aclaró que no era ese el sentido que los mantenía vigentes. Sus acompañantes argumentaron en la misma dirección. Me' sentí aliviado con sus palabras. Pero lo cierto es que con el correr del tiempo tuve la sensación de que Carta Abierta se había que­ dado a mitad de camino. Sus debates se cerraron y hoy solo salen a la luz pública las palabras que defienden cualquier decisión del gobier­ no, frente a sus atacantes. Y cuando se conocieron algunas críticas por el resultado electoral porteño, debieron disculparse por la trascenden­ cia pública de esas quejas en lugar de exigir correcciones, si así las cre­ ían necesarias. Son formas de acción difíciles de entender en gente valiosa que piensa y hace pensar.

L A IRRUPCIÓN JUVENIL La disputa con el campo también m ovilizó a los jóvenes. Miles de ellos observaron el problema como la reedición de aquella Argentina en la que el gobierno democráticamente instituido chocaba con los factores de poder. Antes, fui testigo del enorme esfuerzo de Kirchner por amigar a la juventud con la política. Habiendo iniciado su militancia en los 70, una de las décadas más politizadas de nuestra historia, no comprendía

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el escepticismo que había atrapado a los jóvenes. ¿C óm o entender que ante tanto desequilibrio social y ante tanta injusticia las nuevas gene­ raciones no reaccionen?, solía decir. Sin embargo, la juventud venía observando en Kirchner algo que apreciaba particularmente: su desapego a hacer lo “políticamente correcto”. Sus trajes cruzados y sus mocasines de Guido encontraban perfecta correspondencia con sus discursos frontales, que cuestionaban la intencionalidad periodística, reclamaban a los jueces el castigo a los genocidas o señalaban la avaricia empresaria en el alza desmedida de los precios. Todo ello se fusionó en el imaginario público hasta consolidar esa imagen irreverente y corajuda que valoraban los jóvenes. Cuando el conflicto del campo adquirió trascendencia y Kirchner lanzó sus dardos contra los medios de comunicación, muchos jóvenes verificaron esa vena revulsiva que ya admiraban. Entonces acompaña­ ron aquella prédica en actos públicos portando los carteles que reza­ ban “Clarín miente” o “TN. Todo N egativo”. A llí, p o r vez primera, La Cámpora irrumpió en la escena. Por entonces, se trataba de una agrupación menor que convocaba a los sectores juveniles más radicalizados del kirchnerismo. En su inte­ rior no había peronistas orgánicos. La m ayor parte de sus miembros provenían de organizaciones sociales o de agrupaciones identificadas con la lucha por los derechos humanos y eran sumamente ácidos a la hora de criticar al justicialismo. El nombre elegido para la agrupación remitía a H éctor J. Cám po­ ra, aquel peronista que llegó a la Presidencia de la Argentina cuando Perón, proscripto aún por la dictadura militar liderada por Lanusse, no pudo participar de las elecciones de marzo de 1973. Cámpora per­ maneció en el cargo solo cuarenta y nueve días. Para algunos, repre­ sentó la llegada de la izquierda peronista a la cima del poder político de la Argentina. Para otros, solo fue un conservador m uy leal a Perón al que la historia vinculó con la izquierda porque sus días de presi­ dente coincidieron con el protagonismo de una juventud combativa que teñía toda la realidad política de un tinte revolucionario. En ver­ dad, su paso por el sillón presidencial fue tan breve que hasta resulta difícil definir su postura política. A partir del conflicto con el campo, La Cámpora adquirió noto­ riedad. La presunción de que estaba dirigida por Máximo K irchner la calificaba como un excelente y fluido puente hacia el centro de las decisiones de gobierno. Su capacidad de m ovilización fue puesta a

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prueba en cada uno de los actos desarrollados para confrontar con la dirigencia rural. Sin embargo, su momento de m ayor visibilidad y trascendencia coincidió con la muerte de N éstor Kirchner. Los mismos jóvenes que tanto habían valorado aquella insolencia para codearse con el poder descubrieron, con su muerte, que estaban perdiendo al político de referencia, al que los había entusiasmado para que se involucraran en el compromiso y la militancia. La prematura desaparición de Kirchner dejó en muchos la sensa­ ción de una labor inconclusa, la percepción de que su caudal aún esta­ ba lejos de agotarse. Esa fue la razón, quizás, del nacimiento del mito de N éstor Kirchner y de algunas de sus derivaciones, como la creación de Nestornauta, que rememora al legendario personaje El Eternauta, creado por Héctor Oesterheld. Aunque la presencia juvenil en una Plaza de M ayo enlutada sensi­ bilizó a todos, parece haber sido Cristina quien más conmovida se mostró con aquellas escenas. Estremecida, señaló a La Cámpora como la causa de la movilización juvenil, convirtiéndola así en una agrupa­ ción elegida p or el poder. De ahí en más, al compromiso y al empuje iniciales, no tardó en sumarse el grupo de advenedizos que siempre existe y se tienta ante el poder fácil. Muchos miembros de La Cámpora son jóvenes luchado­ res y capaces, comprometidos con su país, pero otros devinieron, repentinamente, en jerarcas de una organización colmada de recursos provistos por el Estado. Así, la agrupación adquirió, en muchos aspec­ tos, las formas de una “organización de cuadros” con poco desarrollo en barrios periféricos y fábricas y con un poco más de presencia en colegios secundarios y universidades. Los brazos de La Cámpora se han extendido por la estructura burocrática del Estado y poco a poco, algunos de sus referentes logra­ ron instalarse en lugares estratégicos. Sus máximos líderes han ocupa­ do la Subsecretaría de Reform a Institucional, la Secretaría de Justicia, las presidencias de la Corporación Puerto Madero y de Aerolíneas Argentinas, la intervención de Fabricaciones Militares y ciertos luga­ res en los directorios de A l u a r , T e l e c o m y T e c h i n t . O tros, ingre­ saron en las listas oficialistas para legisladores locales o nacionales. Lejos de lo que algunos analistas consideran, La Cámpora no reconoce un sustento ideológico cohesionado ni trabajado, aunque exhibe cierta simbología propia de los años 70, ya que procura reme­ morar a las agrupaciones revolucionarias cercanas a aquella Juventud

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Peronista. Sin embargo, su dirigencia exhibe una escasa formación política, a lo cual se suma, una conducta particularmente sumisa fren­ te al poder político. N o son, como fue la Juventud Peronista de los años setenta, interpeladores del poder, sino sus celosos guardianes. Su discurso exalta las figuras de Kirchner y de Cristina y construye una mística emotiva. Irónicamente, más allá de su apariencia revoluciona­ ria, ese discurso duro que solo encumbra los aciertos gubernamenta­ les y que demanda “un alto sacrificio militante” no se condice con ese modo de ejercer la política silenciando las críticas, parándose en el centro mismo de las superestructuras, disfrutando de las comodidades de transitar por las mullidas alfombras del poder sin desafiarlo. Sin embargo, esas formas y esa retórica, hasta hoy, les han permiti­ do consolidar un espacio juvenil de fuerte presencia e impacto, pero no les ha permitido conquistar la adhesión del electorado, porque tampo­ co han desarrollado un texto de pensamientos propios y de nuevos desafíos que los identifique como protagonistas de algo distinto que no fuera la defensa de los actos de gobierno y de sus funcionarios.

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III “Del mar, a la montaña, por el aire, en la tierra, de una boca a otra boca, dando vueltas, girando, entre muebles y sombras, displicente, gritando, ha perdido la vida, no sé dónde, ni cuándo” “V órtice” O liverio G irondo

me

Vo y

Sit u a c ió n

l ím it e

A lo largo de aquella interminable sesión del Senado en la que se clausuraba el debate en torno a las retenciones móviles, mi celular sonó en forma incesante. Casi siempre estaba K irchner del otro lado de la línea. En cada una de esas llamadas su voz trasuntaba cansancio y enojo, más notorios a medida que nos acercábamos al desenlace. El voto “no positivo” fue la incontrastable evidencia de la realidad más temida y, a la vez, la explosión de la bronca acumulada;. K irchner estaba furioso, dolido y amargado. Su indignación alcanzaba a mucha gente y tenía recriminaciones interminables por hacer. A mí, en cambio, me había asaltado la sensación de desasosiego que aparece cuando uno se da cuenta de que todo salió mal y de que en ese resultado queda comprometida la propia conducta. Sin duda, el voto de Cobos fue un acto desleal hacia el gobierno. Pero antes que él, muchos legisladores propios habían desertado y nosotros mismos, además, debíamos reprocharnos nuestro aislamiento. Cuando terminé de atender el últim o llamado de Kirchner, el reloj marcaba diez minutos pasados de las cinco de la mañana del 17 de julio de 2008. En vano intenté conciliar el sueño. Sólo lo lograba por momentos porque la inquietud de la jornada aún estaba latente. Ese sueño entrecortado concluyó tres horas después, cuando C ristina nuevamente me reclamó en el teléfono. C om o había nota­ do en Kirchner, el tono de su vo z también dejaba al descubierto su estado de ánimo. Estaba dolida e irritada p o r el proceder de su vice­ presidente y, p o r mom entos, desconcertada sobre el rum bo que debíamos tomar.

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Entonces me puse en pie para dar comienzo a una jornada difícil. Aquel voto de Cobos, que enterró definitivamente la resolución 125, auguraba mucho más que un día con problemas. Los mismos intendentes y gobernadores que, a lo largo del conflic­ to, me elegían para transmitirme sus preocupaciones, su pesimismo y su sensación de que estábamos cada vez más aislados de la gente y de muchos de nuestros dirigentes de base, ahora me llamaban para contar­ me la algarabía generada en las calles ante la derrota del gobierno. N in­ guno de ellos transmitía esas sensaciones ni a Néstor ni a Cristina. Temían encontrar una respuesta destemplada. Me elegían como desti­ natario de sus percepciones porque sabían que yo, finalmente, acabaría transmitiéndoselas a ellos. Por mis funciones y por el sincero afecto que les dispensaba a los Kirchner, nunca callé lo que ellos debían saber. La lealtad, a nii juicio, así lo exige. Nunca postergué la verdad para que el otro escuchara lo que quería escuchar. Prefiero a quienes, con capacidad crítica, ofrecen su mirada honesta sobre las cosas aun cuan­ do esa mirada duela. A sí he actuado siempre, también a lo largo de la crisis rural, pero en este caso eso había significado un fuerte desgaste en mi relación con Kirchner. Junto a N éstor y Cristina fui la principal figura de defensa de la resolución 125, de las decisiones del gobierno y del debate público que llevamos adelante. Me expuse en esa defensa sin especulaciones de nin­ gún tipo. Pero, puertas adentro, tuve que pagar costos políticos y per­ sonales por alertar sobre los cambios del humor social. Debí también señalar el hartazgo de una parte importante de la sociedad respecto de nuestros métodos de disputa, y recomendar con insistencia una salida conciliadora para poder mantener en pie una medida que, al dictarla, no tenía la entidad y el peso que adquirió con el paso de los días. Para mí, fue un enorme aprendizaje observar cómo el cuerpo social viraba su mirada hacia nuestro gobierno. A pasos acelerados, abandonaba la complacencia inicial para estacionarse en la vereda más crítica. A un los mismos que conceptualmente coincidían con noso­ tros, de un día para otro cuestionaban el modo en que habíamos lle­ vado adelante la disputa con el campo y el debate público. Señalaban soberbia en nuestras palabras e intolerancia en nuestras acciones. Entendí que, en el poder, en situaciones en las que el conflicto se agudiza, las miserias humanas afloran sin mesura. Entonces, la convic­ ción le abre paso a la terquedad; el acuerdo, a la imposición; y la lealtad, a la obsecuencia. Aprendí que es necesario cargar con una fuerte dosis de templanza para no perder el equilibrio en ocasiones adversas.

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El resultado final de ese cúmulo de situaciones no fue bueno. A un número importante de la población se la veía harta y enojada con nosotros y cualquier cosa que dijéramos o hiciéramos era usada en nuestra contra. Poco tiempo después, leyendo un cable de noticias que lo criticaba severamente, K irchner descubriría esa realidad. “Digo las cosas que siempre dije, sólo que antes caían bien y ahora, n o ”, nos confesó desconcertado al diputado C arlos Lorges y a mí. A ese clima social, se le sumaba la agitación que se vivía en el pero­ nismo. U n número importante de dirigentes se distanció de nosotros y sufrimos bajas m uy serias en el Parlamento, que preanunciaban mayores dificultades en la gobernabilidad. Todo había evolucionado de tal manera que, irónicamente, el momento de menor popularidad de la Presidenta coincidía con el de mejor imagen positiva del vicepresidente, que había votado en su contra. Cuando observé el encono por el “voto no positivo” y advertí que se me reprochaba mi vocación de diálogo, me di cuenta de que allí estaba el corolario de un derrotero que había funcionado como una profecía autocumplida. Las circunstancias que sucedieron a la defección de Ju lio Cobos fueron vertiginosas, dolorosas y quedan en mí como las más duras de mi paso p o r la gestión pública. Sentí que no era tan severa la derrota como la confusión que ese fracaso estaba generando en el interior del gobierno. . En ese momento crucial, Kirchner revisó lo ocurrido y observó los hechos de un modo profundamente distinto del mío. Leyó la mis­ ma realidad de otra manera. C om o no creyó ver errores en nuestras acciones, entendió que el problema radicaba en una suerte de “incom­ prensión social”. Hasta la muerte de un gran amigo — víctima de una larga enfermedad— , ocurrida a la misma hora en que el vicepresiden­ te votaba con la oposición, quedó adherida al conjunto de hechos negativos que parecieron consecuencia del desenlace del conflicto. Cuando Cristina, dubitativa al principio sobre la crisis que vivía­ mos, manifestó com partir la misma visión de Néstor, entendí que mi lugar en ese espacio se estaba desvaneciendo. En su lógica, una gran conjura universal parecía haberse ensañado con nosotros. Esas horas y las que siguieron me enredaron en duras discusiones con Kirchner y con Cristina. La polémica no cejó en cada conversa­ ción; apenas iniciada, aparecían las diferencias. Cuando dejé Olivos, a primera hora de la tarde del 17 de julio de 2008, Kirchner estaba parado en las escalinatas del chalet presidencial.

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Solo y en silencio. Su mirada se perdía en los jardines de la residencia. Me acerqué y, cruzando mi brazo izquierdo sobre su hombro, traté una vez más de tranquilizar su ánimo. Le dije palabras de aliento e intenté con­ vencerlo de que se trataba de una derrota circunstancial que podríamos remontar rápidamente si sacábamos alguna enseñanza de lo sucedido. Me escuchó; pero su mirada sólo me transmitió irritación y enojo. Apenas pudo responderme con un gesto que evidenciaba toda su bronca.

Mi

r e n u n c ia

A partir de allí, hubo llamados de urgencia y reuniones apuradas. Idas y vueltas inquietantes. Esas horas minaron la posibilidad de que yo continuara en el gobierno porque cruzamos opiniones y propues­ tas, prim ero de parte de Néstor, luego de Cristina, a las que desafié convencido porque estaba en franca oposición. Seguramente fueron mi larga experiencia en el cargo y mi espíritu contemporizador los que me permitieron sobrellevar los días ulteriores que, finalmente, se desarrollaron en forma menos dramática de lo esperable. Pero yo ya había pagado el costo anímico, político y personal. Pasado el tiempo, entendí que mi alejamiento del gobierno sobre­ vino cuando advertí que, en el sendero común que transitamos a raíz de la resolución 125, Kirchner, Cristina y y o habíamos percibido una realidad diferente. En ellos prim ó una mirada trágica, como si se tra­ tara del fin de un ciclo. Sus ánimos estaban m uy radicalizados y opta­ ron por extremar posiciones para enfrentar lo que vivían como una suerte de conspiración de muchos actores contra el gobierno. Si era así, yo no lo advertía. A partir de allí, difirieron nuestras opiniones respecto de lo ocurrido y, más im portante aún, lo que quedaba por hacer hacia el futuro. . Mi mirada tenía una voluntad autocrítica, reclamaba correcciones a nuestro método de disputa, propiciaba el cambio de algunas figuras desgastadas, entre ellas la mía, por las dimensiones del debate público al que me vi expuesto, e insistía en relanzar la gestión con medidas que superaran la derrota sufrida. N o era difícil hacerlo. O tros líderes mundiales han atravesado momentos políticos semejantes y, a pesar de ello, lograron sobrepo­ nerse. Repetía dos historias que avalaban mi visión. El primer antecedente era el de Bill Clinton. Había llegado a la pre­ sidencia de los Estados Unidos prometiendo una profunda reforma en

la sanidad pública. En 1993, y con su esposa H illary como principal vocera del proyecto, intentó aprobar un sistema universal de salud que extendiera la cobertura médica a todos los ciudadanos del país. Ésa había sido su principal promesa de campaña. El “H illarycare”, como despectivamente lo llamaron los republicanos, nunca fue votado y, en septiembre de 1994, terminó archivado. Ese estrepitoso fracaso repre­ sentó el punto final de una serie de errores políticos y torpezas mediá­ ticas que hasta allí habían empañado la presidencia de Clinton. A par­ tir de entonces, el presidente demócrata recompuso su gestión y ter­ minó su mandato con una altísima popularidad. El segundo ejemplo fue Lula. A l finalizar el año 2007, el Senado brasileño no prorrogó la llamada Contribución Provisional sobre los Movimientos Financieros (CPMF), que cada año le permitía recaudar el equivalente a 22500 millones de dólares. Pese a semejante recorte en los ingresos, Lula salió airoso y concluyó su gestión con el reconoci­ miento de casi el 80 por ciento de la ciudadanía. Los dos casos tenían puntos en común con el nuestro: se trataba de derrotas parlamentarias que habían puesto en jaque la sustenta­ ción política de los respectivos gobiernos. Asim ism o, esa situación crítica había sido superada con políticas negociadoras y exitosas. El resultado de esas experiencias era exactamente el mismo: el recono­ cimiento social. Esas reflexiones fueron vanas ante la mirada pesimista que N éstor y Cristina compartían sobre el futuro. Después, no faltaron las discu­ siones, en esos días cruzados por los llamados de amigos y compañe­ ros. Muchos pedían, como yo, corregir y avanzar; y otros, por su p ro ­ fundo enojo, pedían decisiones dramáticas y una radicalización extre­ ma de la lucha política. En el mediodía del viernes 18 de julio, Cristina y y o firmamos el decreto que instruía al M inistro de Economía sobre la derogación de la resolución 125. Lo anuncié junto a Carlos Fernández en la sala de conferencias de la Casa de Gobierno. Cuando se conoció la decisión, el clima comenzó a distenderse. De ahí en más seguí con atención el devenir de los hechos. Para nuestro malestar, los diarios mostraban la “marcha victoriosa” de Julio Cobos desde Buenos Aires a Mendoza. Poco a poco empezamos a hablar con Cristina del futuro, pero la realidad mediática permanen­ temente nos devolvía a aquella perturbadora noche en el Senado. Tam­ bién intenté hacerlo con Kirchner, pero no lo conseguí. Interpreté que su ánimo no era el mejor y que tal vez no querría hablar con nadie.

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A la semana siguiente, me atrapó un estado febril. Sospeché que estaba somatizando lo vivido. Aunque guardé el reposo indicado, mi cuerpo no lograba procesar la intranquilidad y el desasosiego de los días anteriores. Seguía compartiendo con Cristina la evolución de la situación pero todos mis intentos por hablar con Kirchner fueron inú­ tiles. Finalmente, supe por boca de Cristina que Kirchnér no atendía mis llamados disgustado por mi posición contemporizadora. En soledad, empecé a reflexionar sobre lo sucedido. Era evidente que ni N éstor ni Cristina compartían mi visión sobre lo que nos había pasado ya no en el Parlamento, sino en el seno mismo de la sociedad. Pensé una y otra vez el camino a seguir mientras veía que el sol de esa tarde de invierno se ocultaba en el río hacia el que mira la ventana de mi escritorio. Me di cuenta de que todas las alternativas conducían a un mismo destino. Fue entonces cuando me senté frente mi computadora y redacté mi renuncia. . “Buenos Aires, julio 23 de 2008 Señora Presidenta de la Nación Argentina, Dra. Cristina Fernández de Kirchner Presente Tengo el agrado de dirigirme a la señora Presidenta, a efec­ tos de presentar mi renuncia al cargo de Jefe de Gabinete de Ministros con el que oportunamente me distinguiera. • Desde el 25 de mayo de 2003, fecha en que el entonces Pre­ sidente Kirchner me confió las tareas de la Jefatura de G abi­ nete, he puesto mi más absoluta dedicación en la convicción de que estábamos protagonizando un profundo cambio en la rea­ lidad argentina. La certeza de que se abre una nueva instancia en su gobier­ no, en la cual usted pueda contar con un nuevo elenco de cola­ boradores para enfrentar la etapa, me impulsa a poner en su consideración mi renuncia con el sano propósito de facilitarle la selección de sus equipos de trabajo. Reiterándole que ha sido para mí un inmenso honor haberla acompañado en la enorme tarea que afronta, la saludo con el afecto y la distinción de siempre. Sinceramente, A lberto Fernández.”

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T

U

n a c a r t a pe r so n al

Después, escribí una extensa carta explicándole en detalle a C ris­ tina la causa de mi decisión, con la esperanza de entregársela en mano en cuanto la viera. “Querida Cristina: Creo que no hace fa lta decirte de todo el compromiso que he puesto a lo largo de estos años tratando de acompañar un proceso de cambio que nuestro país necesita. Creo haber dado muestras suficientes de tesón y si, humildemente se me perm i- ' te, de capacidad para poder ir sorteando todos y cada uno de los escollos que a lo largo del camino fuimos encontrando. El haber sido protagonista central a lo largo de la gestión encabezada por Néstor ha sido para m í una experiencia sin igual. El que hayas confiado en m í para acompañarte en tu tarea de presidenta ha sido un inmenso honor, aun cuando siempre creí —y así se los dije— que debías asumir tu etapa con un nuevo equipo que le diera una identidad propia a tu gobierno. A ambos les estaré, lealm ente agradecido p o r el resto de m i vida. Sin embargo, debo confesarte que estos ocho meses que han transcurrido desde tu asunción me han representado un esfuer­ zo singular. Como suelo decir a modo de broma, los primeros tres meses trabajé de abogado penalista (resolviendo las inci­ dencias del caso Antonini Wilson) y los segundos debí trabajar de ingeniero agrónomo (tratando de enfrentar el debate sobre las retenciones). Seguramente no hace fa lta que destaque el esfuerzo que puse, ni que repita en esta hora mis diferencias con la manera en que muchas situaciones se abordaron, fundam entalm ente en los temas vinculados al campo. Fui acusado de blando, de timo­ rato, de tibio... Pero lo cierto es que con la “dureza ”, de nues­ tras retenciones móviles nada ha quedado. Todas esas realidades, que me significaron esfuerzos y dife­ rencias, han terminado por convencerme de que es necesario dar vuelta la página. No se trata sólo de mi íntima convicción, sino también de una serie de hechos que evidencian distintas visiones entre vos y yo y, también, un claro distanciamiento entre Néstor y yo

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que, además de resultarme absolutamente incomprensible, afecta seriamente mi ánimo. Si a ello le sumo el vértigo periodístico que, impulsado p o r alguien, desde hace días me da por destituido, sumado a los ya incesantes ataques de políticos mediocres, siempre acompaña­ dos de un silencio inexplicable, es fácil entender el acierto de mi convicción. Sabés bien que soy de los que dicen lo que piensan puertas adentro. No soy de los que les dan la razón en la intimidad y salen diciendo que ustedes se “han vuelto locos”. Y tal como te lo he dicho en otras ocasiones, creo que hemos llegado a un punto en el que la confianza se ha minado a partir de diferencias que hemos tenido aun cuando también las hemos llevado bien. Con todo, estoy convencido de que dando yo un paso a l costado ahora, vos podrás aprovechar p ara rearm ar tu equipo de gobierne y dotarlo de cualidades que lo distingan. Es cier­ to que la gente no quiere grandes cambios en relación a lo que fu e el gobierno de Néstor. Pero es cierto también que vos fu is­ te visualizada —y así te "presentam os” en la campaña— como una instancia superadora con más transparencia y más calidad institucional. Los cierres intempestivos de las exportaciones no tienen nada que v e r con la transparencia; sólo nos dejan mal parados externamente. La complacencia hacia los supermercados que remarcan pre­ cios no tiene nada que v e r con la transparencia. Sólo maltrata a los productores e industriales y castiga, a los consumidores. Los mecanismos de compensaciones, muchas veces arbitra­ rios, no tienen nada que v e r con la transparencia, sólo se con­ vierten en un gasto que “intranquiliza” a los supuestos benefi­ ciarios y afecta sensiblemente el resultado fiscal. Las locuras internas del IN D E C y los insólitos resultados que algunas estadísticas reflejan (no hablo del IP C ) no tie­ nen nada que v e r ni con la transparencia ni con la m ejor institucionalidad. ' Dirigentes marginales explicándole a la gente lo que hace­ mos no ofrecen una imagen renovadora que denote mejores calidades, más bien muestran a un gobierno sin figuras de relie­ ve y sin explicación suficiente. Dejo en claro que esos dirigentes sólo cumplieron las instrucciones que alguien les daba.

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La descalificación que padece todo aliado que discrepa en algo con nosotros, lejos de ser tomado como una apertura, sig­ nifica una traición. Este es un punto llam ativo: han sido más los peronistas que defeccionaron que los aliados que nos restaron apoyo. Sin embargo, gracias a la actitud de Cobos, nosotros afirmamos que la traición es de nuestros aliados. Todo cuanto aq u í te he dicho sólo ha rememorado — exclu­ sivamente para nosotros— cosas que te dije en otros momentos. Aunque estoy seguro de que todo puede resolverse, creo opor­ tuno señalarlas otra vez a l solo efecto de explicar mejor el sen­ timiento de desaliento que hoy albergo. Sinceramente pienso que tenés una muy buena oportuni­ dad para darle un giro a tu gobierno de modo tal que se vu el­ va identificablemente tuyo y conduzca a la Argentina a una mejor situación. Para lograrlo, entiendo que es imperioso cam­ biar algunos de tus colaboradores. Sólo con a l ánimo de ayudarte, me he permitido acompa­ ñarte esta nota llena de reflexiones y adjuntarte mi renuncia. No hace fa lta que te diga que podés contar conmigo para todo lo que necesites. Con mi incondicional afecto de siempre, sinceramente... ” El día de mi alejamiento del cargo hablé tres veces con Cristina. En la primera oportunidad me increpó acerca de mi decisión. Fue una conversación corta y de reproches mutuos. Volvió a llamarme cerca del mediodía para contarme que Sergio Massa sería mi reemplazante. A l caer la noche, se comunicó conmigo pidiéndome que participara del acto de asunción, y accedí inmediatamente. De allí en más, se sucedieron incontables llamados de amigos que cumplían funciones en el gobierno y que habían llegado de mi mano. Me preguntaban qué camino debían tomar. A todos les respondí que siguie­ ran colaborando con Cristina y que me alejaba de mis funciones pero no del espacio político. La única que vino a verme con su renuncia en la mano fue Graciela Ocaña. Le advertí que no compartía su posición y que ella debía seguir trabajando como hasta ese momento. Se fue de casa diciéndome que iba a presentar su renuncia. Dos días después supe que Cristina le había pedido especialmente que siguiera en funciones. Estuve en la Casa de Gobierno media hora antes del horario previsto para la jura ministerial de Massa. Tardé en llegar al despacho presidencial

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porque me abordaron los empleados que trabajaban en el edificio. Todos ellos me testimoniaron su reconocimiento y afecto. A l llegar al antedespacho presidencial, fue el turno de los ministros y los gober­ nadores. A llí también recibí pruebas de cariño y solidaridad. Final­ mente, Cristina me saludó con un abrazo. Me pareció que no era ése el momento para entregarle la carta que guardaba en el bolsillo inter­ no de mi saco. De inmediato, todos marchamos al Salón Blanco. Cuando la locutora oficial anunció mi presencia, todos los asistentes se pusieron de pie y me brindaron un estruendoso aplauso que se pro­ longó en el tiempo. Fue, para mí, un momento imborrable. Después, Sergio Massa prestó juramento. Saludó a la Presidenta y luego giró y se confundió en un abrazo conmigo. “Ayúdame”, me dijo al oído. Cuando pude mirarlo a los ojos, le dije que podía contar conmigo. En ese momento Cristina se acercó hasta mí y me saludó con un beso, pero sin palabras. Tampoco ése era el momento de entregarle mi carta. Fue ésa la última vez que la vi. Los días posteriores no fueron fáciles. Legisladores, intendentes y gobernadores me visitaban tratando de conocer mi visión sobre el momento que atravesábamos. En ellos anidaba cierto temor por el rumbo que tomaría el gobierno. Empresarios y sindicalistas también se contactaban conmigo. Expre­ saban muchas dudas sobre lo que el contexto les generaba. En todos los casos, traté de inspirarles seguridad. Repetía incansablemente que debí­ amos confiar en la inteligencia de Cristina y en la audacia de Néstor, una combinación que, en mi estimación, permitiría remontar la crisis. El periodismo intentó conocer detalles de mi alejamiento tras aquella fatídica jornada en la que Cobos había emitido su “voto no positivo”. Después de la asunción de Sergio Massa como Jefe de G abi­ nete, declaré en un programa televisivo que mi renuncia al cargo no suponía abandonar el espacio político que alguna vez habíamos fu n ­ dado N éstor K irchner y yo. También puse de relieve mi vocación de seguir acompañando a Cristina y así evitar que se hicieran especula­ ciones acerca de mi supuesto enfrentamiento con el gobierno. Durante ese tiempo sólo atendí algunos fríos llamados de K irch­ ner. En todos los casos, buscaba conocer temas puntuales de la gestión que aparentemente lo preocupaban. A pocos días de iniciarse la primavera de 2008, me invitó a tom ar un café en Olivos. Acepté de inmediato pero sólo le pedí que nuestro encuentro fuera privado y no trascendiera a la prensa. Tenía la sana intención de poder hablar libremente.

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Cuando llegué, quedé “refugiado” en uno de los despachos del lugar. Kirchner, en el salón principal, estaba reunido con Sergio Urribarri y un grupo de intendentes entrerrianos. Repentinamente, la puerta de la ofi­ cina en la que yo esperaba se abrió. Kirchner entró y ante los ojos de sus visitantes me saludó con un abrazo m uy cálido. Ostensiblemente, bus­ caba que todos vieran quién era el que lo esperaba. “Qué suerte verte aquí”, me dijo en voz baja Urribarri cuando se acercó a saludarme. De inmediato nos fuimos con K irchner a conversar en el escrito­ rio que habitualmente usa el Presidente en O livos. C om o era habitual, me ofreció una visión m uy alentadora del momento político. Era tal el optimismo que irradiaba que hasta se animó a remarcar lo mucho que había mejorado su imagen positiva. En ningún momento habló de mi renuncia. Parecía no querer tocar el tema. Es más: me transmitió su deseo de que volviera a ayudarlo y a involucrarme con la gestión de gobierno. Su gesto se alteró sólo cuando me planteó la necesidad de que hablara con Cristina. Sin decírmelo, pareció insinuarme que había en ella algún encono que yo debía ayudar a superar. Cuando fue mi turno, le expuse mi alegría de volver a verlo y mi total disposición para ayudarlo en todo lo que estuviera a mi alcance. Quise comenzar a hablar sobre las razones por las cuales me había apartado del gobierno y le pedí que revisáramos lo ocurrido; de otro modo iba a ser m uy difícil que me sintiera en condiciones de colabo­ rar. Contrariamente a lo que K irchner decía, y o sabía — y así se lo señalé— que la popularidad del gobierno en general y de Cristina en particular habían mermado notablemente, y que era im perioso recon­ ciliarnos con la sociedad si nuestro deseo era recom poner la base de sustentación de nuestro proyecto político. En cuanto a Cristina, le dejé en claro que no sentía enojo y que estaba a su disposición para cuando ella lo dispusiera. Fue ése el ins­ tante que aproveché para entregarle la carta que le había escrito el día de mi renuncia. Le pedí que fuera él quien se la entregara. K irchner tom ó la carta, la leyó de mala gana y finalm ente la ro m ­ pió con envidiable cuidado. Había en él un lado p rotector que sólo se explicaba p o r su condición de hom bre enamorado. N o quería que Cristina fuera contrariada p o r ningún m otivo. Él pensaba que de esa form a preservaba a su m ujer de situaciones dolorosas evitables con su sola intervención. —Tenés que llamarla a Cristina y hablar con ella, pero no debés contarle tus quejas ni volcarle tu visión negativa de este momento, esas cosas conversalas conmigo — me dijo en cierto tono confidente.

— Néstor: fui su Jefe de Gabinete. ¿C óm o no vo y a hablarle a Cristina de los motivos de mi renuncia? — respondí. — Yo necesito que hables con Cristina, pero no de eso — insistió. — Entonces no tiene sentido que hable con ella. Lo haré cuando pueda darle mi opinión sincera y hablar de las cosas que pasan — dije, tratando de poner fin al tema. De entonces, cada vez que hablé con Kirchner me reclamó ese encuentro con Cristina. Nunca me negué a tenerlo, sólo no acepté los límites que me imponía. Tal vez, por eso, ese encuentro nunca llegó.

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T I E MP O DE D E S C U E N T O

L A DISTANCIA Y EL AFECTO Después de aquel reencuentro en Olivos, varias veces nos com u­ nicamos con Kirchner. Sin embargo, nuestras charlas no tuvieron la misma espontaneidad de antes. Se había instalado entre nosotros una suerte de incomodidad implícita. En esas conversaciones, Kirchner me reclamaba que volviera a ayudarlo en la gestión política y en cada ocasión le expresé mi plena disposición a hacerlo, pero y o necesitaba que antes nos pusiéramos de acuerdo sobre el rum bo de nuestra acción. Él, en cambio, no quería ingresar en debates. Me planteaba la idea de colaborar con el gobier­ no haciendo “gestiones inform ales”, y allí, nuevamente, asomaban diferencias inexorables. “Los medios ya dicen que sos el presidente en las sombras, no sumemos también ministros alternos”, solía responderle entre risas que intentaban disimular mi negativa. C reo que él comprendía mi postura, pero insistía porque pensaba que ése podía ser un modo para recomponer, poco a poco, la relación con Cristina. En varias ocasiones hablamos sobre cómo encarar el futuro en la política. Él reclamaba un esfuerzo m ayor de mi parte, lo que a su jui­ cio suponía olvidar los m otivos por los cuales yo me había apartado del gobierno y, nuevamente, pasar por alto una charla profunda con Cristina. Más aún: creo que K irchner deseaba que nada hubiera suce­ dido y por eso buscaba el modo de volver a ser los que habíamos sido. Pero, inexorablemente, nos chocábamos con los hechos. N éstor Kirchner imaginó mi activo reingreso trabajando a su lado. Una tarde me propuso un plan: que lo acompañara a un acto en el

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Gran Buenos Aires y me sentara junto a él. “Cuando te vean a mi lado, nada más deberemos agregar”, decía con esa calidez que le era tan p ro ­ pia y que siempre recordaré. De ese modo, confiaba en que la imagen tornara innecesaria cualquier explicación. Y, también, en que así todo volvería a ser como antes. Sin embargo, sus ideas naufragaban cuando yo volvía a plantear una imprescindible reunión con Cristina, para la cual él me pedía que eludiera la discusión sobre el rumbo político del gobierno. Ése era el momento exacto en el que nuestra conversación se trababa. Yo sabía que Cristina estaba muy enojada pero se me hacía m uy difícil enten­ der la causa de su enojo. Ella conocía tan bien como y o cuáles habían sido las causas de mi alejamiento. Supuse que la insistencia de Kirchner en que yo mantuviera esa reunión con Cristina respondía a su necesidad de preservar su víncu­ lo con ella. Tal vez temía que ella se molestara al interpretar que, hablando conmigo, él desautorizaba su enojo. Desde esa óptica su demanda se hacía razonable. Yo estaba dispuesto a mantener esa reu­ nión pero me parecía incomprensible que me exigiera eludir aquellos puntos en los que teníamos pareceres diversos y que, precisamente, eran los que habían determinado mi alejamiento. Evidentemente, para Kirchner fue difícil sortear esa situación. También lo fue para mí. Y en esos enredos quedaban atrapados nues­ tros encuentros, siempre afectuosos pero incapaces de resolver nues­ tro distanciamiento político. Cada vez que conversábamos, el debate político acaparaba la m ayor parte de la charla. A un así, en algunas oportunidades aborda­ mos también aspectos vinculados con la gestión del gobierno. Recuer­ do lo exultante que estaba cuando se nacionalizaron los fondos de pensión y se disiparon así los riesgos fiscales preanunciados por la cri­ sis internacional de noviembre de 2008. Precisamente, cuando se acercaba la Navidad de ese año, me llamó su hijo Máximo, desde Río Gallegos. —Alberto, termina el año y no podemos seguir alejados — me dijo. Me alegró oírlo. Siempre guardé por él un sincero afecto aun cuan­ do las circunstancias políticas nos alejaran. Tenía de él la imagen de un joven particularmente criterioso. Bromeando con Kirchner, solía decirle que Máximo era nuestra “conciencia crítica”, en alusión a la agudeza y la acidez que caracterizaban sus comentarios. En aquella ocasión, intenté explicarle el dolor que sentía por ese dis­ tanciamiento y me sinceré confesándole cuánto extrañaba las charlas y

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las caminatas con sus padres. Sin embargo, no obvié lo difícil que me resultaba retomar una relación profunda si no podía proponer una mirada y una opinión distintas. — N o podemos seguir así — insistió— . En un rato vo y a la casa de mis viejos, te llamo desde allí y te paso con papá... Él se va a alegrar de oírte... Sólo te pido que tratemos de arreglar esto — me dijo. Media hora después Máximo llamó a mi celular y me comunicó con Kirchner. Estábamos contentos. La charla giró en torno a nuestra voluntad y decisión mutuas de superar las diferencias. C om o lo había hecho en otras ocasiones, me pidió que después de las fiestas lo ayu ­ dara a poner fin al distanciamiento con Cristina. Le dije que así lo haría y me despedí pidiéndole que le transmitiera a ella mis saludos. Tuve entonces la sensación de que podíamos recuperar la relación estrecha que nos había unido. Ésa era mi m ayor preocupación. Me las­ timaba comprobar que nuestras diferencias sobre el momento políti­ co y los desafíos enfrentados nos alejaran después de tantos años y tantas situaciones incomparables que habíamos compartido.

A

l g u n a s d if e r e n c ia s in sa l v a b l e s

El año comenzó y con K irchner volvim os a vernos y a hablar de política. Me agradeció mi apoyo público a la propuesta de adelanta­ miento de las elecciones. Él decía que era imperioso poner fin a la incertidumbre política que se había instalado en la Argentina a partir del infausto voto de Julio Cobos. “Vamos a todo o nada”, me asegu­ raba, convencido de que saldría airoso de la batalla. R esolvió ser candidato en la contienda y me pidió colaboración én la campaña. Sin embargo, se lo notaba m olesto cada vez que y o le comentaba mi preocupación sobre la estrategia electoral. A mi juicio, había que revisar aquellos aspectos del gobierno que m ayo­ res críticas sociales recibían, pero no estuvo de acuerdo con mi op i­ nión y percibí que le molestaba incluso que se lo dijera. Y o temía que el resultado electoral pudiera resultarle adverso en esas condi­ ciones. C on la vehemencia de siempre, con la misma tozudez y la misma pasión, encaraba la etapa electoral que se presentaba, con­ vencido de que los resultados le serían propicios. Era la época en que muchos dirigentes cuestionaban las decisiones estratégicas de K irchner en las reuniones políticas, pero pocos, o tal vez nadie, se las criticaba personalmente.

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Después vinieron su postulación y las “candidaturas testimonia­ les”. También entonces me agradeció que apoyara las razones con las que públicamente él justificaba esas nominaciones. Yo solía explicar que no debían tomarse las candidaturas de esos intendentes, ministros y gobernadores llamados “testimoniales” como un gesto de desprecio institucional, sino como un compromiso militante. Se trataba de diri­ gentes que, sin necesidad de someterse a la compulsa popular, preferí­ an hacerlo para legitimar el proyecto político del que eran parte en un momento en que ese proyecto parecía debilitado. Sin embargo, yo intuía que otros motivos estuvieron presentes a la hora de articular semejante ingeniería electoral. Kirchner advertía que varios intendentes estaban tejiendo acuerdos con Francisco de N arváez, tratando de preservar la gobernabilidad de sus municipios. Así, incorporaban candidatos a concejales en listas que competían entre sí y de esa manera se garantizaban el dominio de sus concejos delibe­ rantes. Si se lograba que los intendentes se postularan en la lista del oficialismo, estarían obligados a hacer todo lo necesario para no per­ der y dejarían de impulsar listas alternativas. Pero así como apoyé las llamadas “candidaturas testimoniales”, hubo dos circunstancias en las cuales marqué mis diferencias durante aquella campaña. La primera de ellas fue cuando Kirchner pronunció un discurso en el Luna Park y dijo que si el oficialismo perdía la mayoría parlamen­ taria, “la Argentina volvería a caer en el vacío y en la crisis de 2 0 0 1 ”. Sentí que se estaba cayendo en el error que tanto habíamos criticado en elecciones anteriores, cuando la alternativa se presentaba como “nosotros o el caos”. Pero, además, interpreté que se exhibía una fal­ sa debilidad en los cambios profundos que su gobierno había incor­ porado. Definitivamente, y o entendía — y así también lo entiendo hoy— que la causa central que volvía imposible esa eventual crisis era que Kirchner le había dado a la Argentina una solidez económica y una tranquilidad social distintas. “N o hace falta aventar esos miedos para ganar una elección”, dije entonces. A Kirchner no le gustaron mis palabras. Me llamó y me lo dijo. Me pedía que apoyara su estrategia electoral y también su discurso de campaña. Yo entonces discutí su visión. ¿C óm o entender que después de seis años de gobierno todo lo que habíamos hecho pudiera desmo­ ronarse p o r el solo hecho de perder la mayoría parlamentaria? ¿Eran tan frágiles los resultados obtenidos como para que un comicio diera por tierra con ellos y nos dejara en una situación caótica?

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El segundo desencuentro ocurrió cuando el juez Federico Faggionato Márquez citó a Francisco de Narváez a prestar declaración inda­ gatoria en una causa en la que se investigaba el “camino de la efedri­ na”. Kirchner irrumpió entonces en la escena reclamándole a su opo­ sitor que dejara de “victimizarse” y se presentara ante el juez dando “un ejemplo cívico y republicano”. Seriamente, nadie creía en la veracidad de semejante imputación y en el imaginario público todas las miradas acusatorias se depositaban en Kirchner. En su mayoría, los medios presentaron el tema como una escandalosa operación política; el magistrado que citaba a De Narváez acumulaba en ese momento 36 pedidos de juicio político en su contra ante el Consejo de la Magistratura. Se sospechaba que su decisión se correspondía con un cambio de favores con el oficialismo. “El juez está más sospechado que el presunto acusado y presiento que esa citación termina siendo más útil a De Narváez que al mismo G obierno a quien le atribuyen haber sido parte de esta operación”, opiné entonces. Lo sucedido después me dio la razón. Aquella requisitoria judicial a De Narváez fue más útil a su contrincante que al propio Kirchner, U n año después, Faggionato M árquez fue separado de su cargo con el voto unánime del ju ry que lo enjuició. En la sentencia, se invocaron la arbitrariedad y la pérdida de imparcialidad como causas centrales de su remoción. La campaña siguió desbarrancándose. Cada vez era más clara la percepción de que el oficialismo podía perder la elección en la p ro ­ vincia de Buenos Aires. Las encuestas que privadamente circulaban daban cuenta de ese deterioro, que se profundizaba en algunos im por­ tantes distritos del interior del país. Ese clima adverso era definitivamente palpable. A ún recuerdo la inquietud del actual presidente uruguayo José “Pepe” Mujica cuando lo visité durante su campaña presidencial y me transmitió su sincera preocupación por la eventual derrota de Kirchner. “¿Ese colorado puede ganarle a K irchner?”, preguntaba, lleno de asombro. El 28 de junio llegó y sólo confirm ó lo que muchos anticipaban. U n día después, Kirchner renunció a la presidencia del justicialismo. Lleno de enojo, Kirchner decía haber confiado en aquéllos que finalmente lo habían traicionado, prefiriendo encontrar la causa cen­ tral de la caída en el doble juego de una parte im portante del peronis­ mo bonaerense, sin poder ver que ese doble juego precisamente se había producido debido al deterioro de la imagen del gobierno, m ar­ cado por todas las encuestas. Pero N éstor no quiso revisar si había

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errores propios. Miraba hacia el interior del peronismo bonaerense y principalmente el accionar crítico de los medios que, a su juicio, habían sido determinantes en el voto de gran parte del electorado.

La

p a s ió n s e g ú n

K

ir c h n e r

A partir de ese momento, el tiempo político se volvió arrollador. El gobierno desató el trámite reformista del sistema que regulaba el fun­ cionamiento de los medios y en poco tiempo logró aprobar una nueva ley. Más allá de que la norma sancionada haya desatendido aspectos económicos centrales para el desarrollo de las empresas de comunica­ ción, nadie puede negar que su debate fue un importante aporte social para que la ciudadanía pudiera entender el rol y la trascendencia de los medios en la sociedad moderna. Se desnudó su condición de empresas de negocios y fueron puestas en discusión las invocadas “objetividad” e “independencia” a la hora de adoptar las decisiones editoriales. Kirchner, liberado de la presidencia del justicialismo, comenzó a moverse con la autonomía propia de un militante. Donde iba propo­ nía profundizar el debate y se ponía él mismo en el centro de la esce­ na. Carta Abierta, el programa televisivo 6-7-8 y diversos' encuentros de militancia fueron ámbitos en los que divulgó su parecer. Mientras lo hacía, se esforzaba por contener el éxodo de la dirigencia peronista y asumía, tras muchas dificultades, la secretaría general de la UNASUR. Entonces volvió a quedar de relieve su condición política. La peor derrota sólo le había servido para insuflarle ánimo. Fue un luchador incansable. Casi empezando de cero, se ocupó de remontar tanta adversi­ dad con el esfuerzo físico y con sus convicciones de siempre. Esa testaru­ dez que a veces lo llevaba al error en condiciones adversas se convertía en un maravilloso combustible para remontar la cuesta. A sí era Kirchner. Seguramente, el ritmo de trabajo que asumió fue minando poco a poco su salud. En febrero de 2010 fue sometido de urgencia a una cirugía de alta complejidad por una obstrucción en la arteria carótida derecha. Siete meses después, su cuerpo le hizo un segundo llamado de atención cuando debieron someterlo a una angioplastia coronaria. Seguí con mucha preocupación su deterioro físico. U no de sus colaboradores me confió, preocupado, el ritmo alocado que caracteri­ zaba sus jornadas de trabajo, y un médico que lo atendió en su segun­ da internación me contó lo delicado de su cuadro clínico y su asom­ bro ante la displicencia con que N éstor asumía su enfermedad.

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Tanto fue así que, en el segundo episodio arterial, su ansiedad por volver a la acción lo llevó a abandonar el sanatorio antes de alcanzar el alta médica. Los médicos, a su pedido, sólo le concedieron el “alta ins­ titucional”. Era obvio que su m ayor preocupación residía en partici­ par del acto que la juventud había organizado en el Luna Park antes que lograr su recuperación. D ejó el sanatorio al anochecer de un domingo y al anochecer del martes siguiente estaba presidiendo aquel acto. Su mirada perdida y su singular palidez daban cuenta del enor­ me esfuerzo que estaba haciendo. Los días pasaron. Algunos amigos contaban el d olor profundo que le había causado a Kirchner la muerte de Mariano Ferreyra, un joven militante del Partido O brero asesinado por una patota de la Unión Ferroviaria. ' £A las ocho de la mañana del 27 de octubre de 2010^ sonó mi celu­ lar. Del otro lado reconocí la voz de un amigo. — Tengo que darte una mala noticia... ¿Estás sentado? — me preguntó. N o supe si estaba hablando seriamente o sólo bromeaba. — S í — le dije— .¿ Q u é pasó? — Se murió K irchner — respondió sin rodeos. Quedé mudo unos instantes. N o podía ser verdad. Le pedí que me repitiera lo que me había dicho. Y así, una vez más, volvió a anunciar­ me la muerte de Kirchner. Me contó que se había descompensado al levantarse por la mañana y que no había podido reponerse. — Quería que vos lo supieras — agregó. C orté la comunicación y quise dudar de la veracidad de lo que había escuchado. Pero, precisamente, debido a quien me estaba dando la noticia, no cabía espacio para esa duda. Busqué información en los portales de Internet pero a esa hora de la mañana nadie conocía lo sucedido. N o sabía a quién consultar porque temía que trascendiera un dato trágico que no sabía cómo corroborar. Sólo me animé a con­ társelo a Vilma, quien al principio no lo quiso creer temiendo que alguien estuviera haciendo una operación política. A l instante com­ prendió y quedó demudada. Intenté hablar con Máximo, pero sólo lograba acceder a su contes­ tador automático. Después llamé a Daniel Scioli. A l oír su voz me di cuenta de lo irreparable. Él me confirmó lo que yo ya sabía. N os.que­ damos conectados a la línea telefónica sin poder pronunciar palabra. En absoluto silencio. Tras algunos segundos escuché que Daniel repe­ tía “es increíble” con una cadencia que casi lo volvía un murmullo.

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Me despedí de Daniel un instante antes de que mi voz se quebra­ ra. En ese estado me desmoroné en el sillón del living de mi casa. Recién entonces los canales de noticias comenzaron a inform ar que K irchner había sido internado de urgencia. Ninguno de ellos daba cuenta del fatal desenlace. Preferí salir de casa pretendiendo que la noticia oficial nunca lle­ gara. Subí a mi auto y remonté Paseo C olón sin rumbo fijo. En A ve­ nida del Libertador, mientras cruzaba Retiro, mi celular me indicaba que me requerían algunos programas periodísticos. Entendí entonces que ya todos conocían la noticia. Manejé el auto como si no hubiera querido volver a mi casa. Sen­ tía que allí me esperaba la realidad que no quería ver. Giraba en cada esquina que podía tratando de demorar mi regreso. C uando llegué a mi casa, reuní fuerzas y encendí el televisor. Los canales se inundaban de imágenes de Néstor. En algunas de ellas, y o lo acompañaba. Oscar G onzález O ro me mandó un mensaje de texto pidiéndo­ me que atendiera su llamada y conversáram os al aire. Accedí pen­ sando que mi llanto se había agotado y la tem planza me mantendría incólume. Pero no fue así y a poco de em pezar la charla otra vez me invadieron las lágrimas. , Esa entrevista alcanzó una difusión enorme. Muchos de los que la habían escuchado me llam aron solidarizándose con mi pesar. Los mensajes de texto se sucedían uno tras o tro y todos ellos transm ití­ an afecto. Cerca del mediodía empezaron a llegar a casa algunos amigos con la sola intención de hacerme más llevadero un momento tan ingrato. Esa tarde volqué en el papel el sentimiento que me embargaba para que algún diario lo publicara en la siguiente edición. Pasé una mala noche. A l despertar me comuniqué con Florencio •Randazzo y le informé que en la tarde asistiría al velatorio, en la Casa de Gobierno. Le pedí que le transmitiera mis condolencias a Cristina y a sus hijos y le advertí que sólo estaría presente unos instantes para despedirme de K irchner con un perfil m uy bajo, para evitar situacio­ nes difíciles o lecturas antojadizas de la prensa. A las seis de la tarde llegué hasta allí caminando. Vilma me acom­ pañó. También Claudio Ferreño. Juntos pudimos ver las miles de per­ sonas que esperaban para ingresar ordenadamente a la capilla ardien­ te, buscando el momento de despedirse de K irchner y de expresarle su solidaridad y apoyo a la Presidenta.

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A l salir me estreché en un abrazo con personas con quienes habí­ amos recorrido alguna parte de esa maravillosa aventura política a la que nos habíamos lanzado con Kirchner hacía ya más de diez años. Recuerdo que me abracé con Marco Enríquez Ominami, quien había llegado desde Chile para asistir a las exequias. La prensa me abordó a la salida y respondí sólo unos instantes. Finalmente regresé, también caminando, a mi casa. A l llegar, recibí un mensaje de texto que solo decía: “Gracias A lberto por venir. A licia”. U n día después, C larín publicó lo que y o había escrito la tarde anterior, mi “Carta abierta por N éstor K irchner”. “Cuando lo recuerdo, los momentos comunes me atoran. Las cenas compartidas en el restaurante Del Plata, el mismo en el que solíamos cruzarnos con Raúl Alfonsín. Las mañanas en su departamento de la calle Uruguay, revisando cómo los dia­ rios mostraban una realidad cambiante en las postrimerías de la Alianza. Las reuniones de trabajo en mis oficinas de la ave­ nida Callao, la misma en donde escribimos con C ristina aquel discurso que pronunció cuando Carlos Menem renunció a protagonizar la segunda vuelta. En mi vida personal, Néstor Kirchner ocupa un lugar de pri­ vilegio . Durante muchos años trabajamos juntos y desde enton­ ces el cariño fue entre nosotros una suerte de común denomina­ dor. Tenía la obsesión de constituir un peronismo progresista cansado de ser el ‘ala revoltosa’ de un partido casi conservador que hasta se había animado a ser parte de la ‘Internacional Libe­ ral’. Participamos del Grupo Calafate, un intento por dar testi­ monio de otro peronismo que renegaba de los indultos y las amnistías y hasta de un plan de convertibilidad que había sumer­ gido a nuestra economía en una increíble recesión. Una mañana de agosto de 2000, desayunando frente a la Plaza Vicente López, me invitó a acompañarlo en la maravi­ llosa aventura de alcanzar la Presidencia. ‘Si me ayudás desde Buenos Aires, me largo’, me dijo. Era tan grande la convicción que transmitía, que sólo pude decirle que sí. Nadie creía posible que pudiéramos coronar esa empresa. Contra los pronósticos, se convirtió en Presidente. C on un apoyo inicial precario debido a un balotaje frustrado, fue cons­ truyendo su poder haciendo aquello que la gente esperaba que

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hiciera. Entonces prom ovió cambios en el máximo tribunal del país, sentó a los genocidas en el banquillo, sacó a la econo­ mía del default en el que estaba atrapada y hasta saldó íntegra­ mente la deuda con el FMI. La historia dirá que Néstor Kirchner fue ese presidente revul­ sivo que se animó a trastocar todas las lógicas de la democracia desde el instante de su recomposición. Fue esa osadía, determina­ da por convicciones m uy férreas, la que lo impulsó a hacer lo que sonaba imposible para la cultura política de entonces. A prendí a su lado cómo debe administrarse racionalmente la cosa pública. Me enseñó que toda decisión es fácil de tomar cuando encuentra fundamentos sólidos basados en la convic­ ción propia. Com prendí que es también parte de la mejor p olí­ tica intentar que lo imposible se vuelva viable y, cuando algu­ na vez me pregunté si no estábamos jugando en exceso, me tranquilizó: ¿para qué queríamos gobernar si no era para cam­ biar esta realidad ? Terminó protagonizando batallas que no llegué a entender y por eso mismo tomé distancia de esas decisiones. Cuando algunas diferencias habían asomado entre nosotros, me recri­ minó amargamente mis críticas. ‘¿Pero, no me enseñaste que no debemos renunciar a nuestras convicciones?’, le retruqué mientras su mirada me penetraba con resignación. Cuando ayer, alguien me dijo del otro lado del teléfono que Néstor se había ido, un enorme vacío acabó por atraparme. Entendí entonces que un amigo se había marchado y que al dejarme me estaba transmitiendo una última enseñanza: si la muerte te alcanza cargando la mochila de tus convicciones, habrá tenido sentido tu vida.” La muerte de Kirchner despertó en la sociedad argentina la nece­ sidad de un reconocimiento que no le había brindado en sus últimos meses de vida. Su imagen positiva casi se duplicó de un día para el otro por la sola razón de su deceso. Tuve una ambigua sensación ante esa realidad. Tal vez exista en los argentinos una valoración mágica de la muerte y, ante la ausencia eter­ na, reconozcamos en las personas virtudes que en vida les negamos. ¿Acaso no sucedió lo mismo con Raúl Alfonsín el día de su desapari­ ción física? Si eso es así, habrá que aceptar que entre nosotros la muer­ . te parece tener la capacidad de revertir fantásticamente amores y odios.

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Pese a ello, quiero pensar que no es la muerte la que logra tamaña reversión de los afectos. Prefiero creer que es el ímpetu que caracteriza la vida de los argentinos, que sólo se amansa ante la pérdida irreparable. Entonces, las descalificaciones merman y le abren una puerta a la valo­ ración reflexiva. Sólo así encontramos virtudes en aquellos que mueren, los mismos a los que en vida nuestra vehemencia ha maltratado.



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REFLEXIONES FINALES

R e f l e x io n e s f in a l e s

“A q u í acostumbramos a jerarquizarnos p or orden de frustración”. La frase es un verso de una vieja canción que Fito Páez alguna vez dedicó a quien pudiera ser su hijo. Fue conocida en los albores de esta moderna democracia y describía de un modo sorprendente el ánimo social que en ese momento contagiaba a los argentinos. El restablecimiento de la república generó entre nosotros enormes expectativas y muchos confiaron en que, a partir de allí, podríamos emerger del cúmulo de desdichas en las que nos había hundido la más cruel de las dictaduras* Eran los días en que Raúl Alfonsín, conocedor de esas esperanzas sociales, anunciaba que con la democracia se podía comer, educar y hasta curar. Los años siguientes no corroboraron esa afirmación y, aun cuan­ do demostraron que la democracia propiciaba un mejor escenario para lograr el desarrollo, su mera vigencia se exhibió insuficiente para, por sí sola, impulsar las transformaciones que lo permitieran. Las dos décadas iniciales de esa democracia —grosso modo, 1980 y 1990— no resultaron alentadoras en términos de conquistas económi­ cas y sociales. A la primera, algunos ensayistas la calificaron como “la década perdida”. Fue en'ese lapso cuando, luego de los históricos juicios a las juntas militares, las leyes de impunidad favorecieron la libertad de muchos genocidas y cuando nuestro endeudamiento externo creció en un marco económico inflacionario de extrema gravedad. Aquellas expectativas con las que habíamos iniciado la década terminaron con­ vertidas en un enorme desengaño que nos hizo sentir que habíamos “rifado” una gran oportunidad para avanzar.



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En Am érica Latina, y también en la Argentina, la renovación de los mandatos presidenciales de la década de los 90 se caracterizó p o r las críticas severas lanzadas contra los planes neoliberales. C on esos discursos que denunciaban el crecimiento de la pobreza y la marginalidad alcanzaron la presidencia Carlos Andrés Pérez en Venezuela; Jaime Paz Zamora en Bolivia; Fernando C o lo r de M ello en Brasil; A lberto Fujimori en Perú y Carlos Menem en Argentina. Todos ellos tuvieron algo en común: una vez que fueron electos, asumieron como propio el programa conservador que antes habían criticado. “Si hubie­ ra dicho lo que iba a hacer, nadie me habría votado”, confesó Carlos Menem con una impudicia que hoy provocaría más que asombro. En nuestro país, los años que sobrevinieron marcaron la necesidad de poner fin a una inflación galopante, en el marco de un modelo eco­ nómico que prescindió de la moneda, debilitó nuestra competividad en un mundo que se globalizaba, quebró el sistema productivo, precarizó el trabajo tras la falsa excusa de la eficiencia y facilitó un desem­ pleo creciente que determinó la debacle social. A ese tiempo, muchos lo recordaron como “la segunda década infame”. C uando el siglo X X llegó a su fin, millones de argentinos creye­ ron encontrar una alternativa transform adora en la A lianza, que tanto había combatido la corrupción menemista y sus políticas eco­ nómicas. Pero apenas dos años después todo quedó convertido en un nuevo naufragio. “A q u í acostumbramos a jerarquizarnos por orden de frustración” pudo haber vuelto a escribir entonces Fito Páez con muchos y m ejo­ res argumentos. Habría sumado veinte años de nuevos desencantos. En la primera década del siglo XXI, la Argentina evolucionó nota­ blemente. Nadie puede negar que, tras la crisis que selló el fin de la convertibilidad y la emergencia que le tocó gobernar a Duhalde, nues­ tro país atravesó una etapa de formidable desarrollo. Esa recuperación no sólo fue económica sino también política y social. Lo que finalmente se conoció como kirchnerismo cobró vida en ese momento en el que una sociedad descreída de la política buscaba el desarrollo en un marco plural y socialmente más equilibrado. N éstor K irchner siempre entendió la trascendencia de la p o líti­ ca. C reía que era la herram ienta idónea para concretar transform a­ ciones sociales. C riticó la banalidad de la dirigencia y reclamó a los suyos la com postura que no tenían los que exhibían su superficiali­ dad ante una sociedad desesperanzada. Si algo detestó en su vida fue la frivolidad. Trabajó incansablemente para hacer que la política



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fuera observada socialmente como un acto de servicio antes que como un espectáculo baladí. Con sus propuestas, trascendió todas las fronteras partidarias. C onvocó argentinos que, más allá de sus filiaciones, pretendían cons­ truir el mismo país que nosotros soñábamos. En esa apertura estaba su vocación plural y desde allí protagonizó una batalla colosal contra el discurso único entonces instituido. El debate estuvo en la esencia misma del kirchnerismo. N o sólo sirvió para confrontar con pareceres contrarios, existió, fundam ental­ mente, para dejar en evidencia la falacia del imposibilismo imperante y para demostrarnos que en nosotros mismos residía la capacidad de cambiar. C on la fuerza de un discurso simple y llano, dejó sin amparo muchos alegatos que entonces dominaban el escenario público. La necesidad social de la discusión pública era tan evidente que ni siquiera K irchner se animaba a plantear la suya como la única opinión autorizada. “C on mis verdades relativas, en las que creo profunda­ mente pero sé que se deben integrar con las de ustedes para producir frutos genuinos, espero la ayuda de vuestro aporte”, dijo el día en que asumió la Presidencia. Pese a todo, con el correr del tiempo, esa vocación plural fue per­ diendo fuerza y el debate adquirió formas de disputa profunda. El “voto no positivo” de Cobos dinamitó la transversalidad y nos retrotrajo a un diseño más prim itivo y cerrado en el que sólo tuvieron cabida los disciplinados antes que los leales. “N o me im porta lo que pienses o hayas hecho, me im porta que ahora hagas lo que y o orde­ n o”, diría la nueva regla impuesta en form a mucho más verticalizada. Y así los debates tienden a ser truncos y unidireccionales, y cualquier mirada alternativa justifica la exclusión. A quel frente transversal y plural, en el que convivieron peronistas, radicales, socialistas e inde­ pendientes, acabó convertido en una acumulación de sellos partidarios gobernados solamente por cierto sentido de la oportunidad. A h ora corremos el riesgo de que un nuevo discurso único se esta­ blezca entre nosotros. Es cierto que conceptualmente es una expresión renovada respecto de aquélla que tanto combatimos en la segunda mitad de la década del 90, pero, en cualquier caso, ambas exhiben un elemento común: el destrato y la descalificación hacia quienes reflejan pensamientos diferentes del que oficialmente se impulsa. La posibilidad de revisar el presente tiende a clausurarse p o r esta vía. Los diversos matices políticos que confluyeron inicialmente

han ido virando hasta hacer que en la fotografía prevalezca una tonalidad uniform e. También la gestión económica varió para volverse más lábil. La economía empezó a acomodarse a nuevas exigencias derivadas del contexto internacional y a los nuevos mandatos políticos. En el comienzo, Kirchner había definido un modelo de desarrollo económico preservando cinco recaudos centrales que operaban en el ámbito fiscal y que se respetaron como una suerte de mandato bíbli­ co: 1) no hay desarrollo cuando se gasta más de lo que ingresa. El défi­ cit público sólo condiciona negativamente a la política. Quien gasta lo que no tiene no puede sentirse artífice de su futuro. El superávit fiscal debe estar siempre asegurado; 2) comercialmente, en un mundo globalizado, es necesario trabajar para que ingresen divisas como resulta­ do de nuestras ventas (exportaciones), en un número superior a las que egresan con motivo de nuestras compras (importaciones); 3) para garantizar la colocación de nuestros bienes y servicios en el exterior, es primordial que el Estado intervenga para que el valor de la divisa (dólar gerenciado) haga competitiva nuestra capacidad de producir frente a otros operadores transnacionales; 4) la deuda es un fuerte con­ dicionamiento para el desarrollo. Quien carga con importantes pasi­ vos difícilmente encuentre un camino que le permita crecer con auto­ nomía, pues la presión de los acreedores limita, y mucho, el campo decisional. Bajar la deuda pública (desendeudamiento) es un imperati­ vo si es que aspiramos a desarrollarnos sin imposiciones externas; y, 5) para poder decidir libremente es imprescindible mejorar nuestra apti­ tud para atesorar recursos (acumulación de reservas). Con recursos disponibles, nuestra capacidad de acción se amplía notoriamente pues no requerimos del auxilio de terceros para afrontar nuestras obliga­ ciones y emprender nuestros proyectos. Esta suerte de pentálogo, propuesto por K irchner y respetado a rajatabla a lo largo de todo su mandato, evidencia la racionalidad que dom inó sus años de gestión. Para algunos, esas reglas reflejaban una visión ortodoxa del manejo de la economía. Para nosotros, sólo eran la im posición del sentido común en la administración de la cosa pública. En la Argentina, ver gobernar a un presidente que reclamaba la mínima condición de no gastar más que lo que ingre­ saba representaba un hecho cuanto menos novedoso. Tan llam ativo com o acumular reservas y saldar deudas en un país que antes había dilapidado sus activos y dejado crecer su endeudamiento hasta el instante mismo de su quiebra.



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Esas cinco reglas no fueron un fin en sí mismo. Siempre actuaron como instrumentos que, bien usados, facilitarían el desarrollo tan anhelado. El superávit fiscal se alcanzó con ahorro y m ayor presión tributaria sobre los sectores de la economía más aliviados y sin ajustar el ingreso de los más débiles como hasta entonces había ocurrido. Nuestros acreedores se resignaron a recuperar sólo el 25 por ciento de sus acreencias cuando advirtieron nuestra decisión política de no seguir afectando recursos al pago de la deuda y en desmedro del tra­ bajo y la producción interna. Del mismo modo que la política establecía cómo m ejorar los ingresos, también disponía cómo aplicar los recursos excedentes. Y así, cuando pudimos acumular ahorros, los destinamos al m ejora­ miento de la infraestructura productiva (caminos, energía) y social (viviendas, cloacas), y no nos preocupamos p o r cubrir intereses de una deuda impagable sino por m ejorar el financiamiento de la seguridad social y de la educación. La administración de Cristina siguió declamando el respetuoso acatamiento de las cinco reglas, aun cuando en la realidad fue descui­ dándolas poco a poco. Así, los llamados “superávits paralelos” lentamente entraron en crisis. La Argentina fue comprometiendo su equilibrio fiscal aunque -ha podido sortear el riesgo del déficit aprovechando el efecto genera­ do por la nacionalización de los fondos de pensión. A su vez, la balan­ za comercial se deterioró cada vez más a partir de la crisis global desa­ tada tras la caída de Lehmann Brothers, aun cuando el gobierno impulsó una serie de medidas restrictivas para la importación. El país ha sufrido, además, una sostenida salida de divisas que ha impedido el crecimiento de las reservas monetarias. El Banco Central atesora hoy prácticamente la misma cantidad de recursos que registraba en diciembre de 2007. Si bien es cierto que se han utilizado las reservas para hacer frente a obligaciones externas en un marco signado por la permanente fuga de divisas, debemos tener en cuenta que durante el gobierno de Cristina Kirchner escaparon del sistema más dólares que los que la Argentina acumula en concepto de reservas monetarias. Finalmente, aunque se cumplieron todos los pagos originados en la deuda externa, el proceso de desendeudamiento se paralizó. El com ­ prom iso con el Club de París, el único que Cristina recibió en condi­ ciones de incumplimiento, hasta hoy no ha logrado regularizarse. Seguramente, la zozobra permanente en que vive el mundo central desde noviembre de 2008 ha colaborado para complicar nuestra realidad

económica. U na serie de políticas activas, dispuestas en su m om en­ to p o r el gobierno, perm itieron recuperar el crecim iento tras una leve caída del P B i . Pero es necesario advertir que todas esas medidas, destinadas a favorecer el consumo local, im pulsaron la demanda de tal modo que, ante una oferta constante, la suba de los precios no pudo ser controlada. La A rgentina tiene allí un problem a irresuelto. ¿C óm o actuó K irchner durante su gestión cuando detectó el problem a inflacionario en un escenario político diferente? Él p erso­ nalmente negoció con los diferentes sectores de la producción, com prom etiéndolos a contener los precios. Así, firm ó incontables acuerdos que^permitieron controlar el problem a durante los años 2006 y 2007^D espués, creyó ver errores en las estadísticas estatales y amparó un cambio en los sistemas de medición inflacionaria. A u n así, buscó una solución de fondo acorde con su lógica heterodoxa: creó una agencia destinada a buscar inversores capaces de m ejorar la competencia entre los oferentes. El gobierno de Cristina actuó de manera distinta. Simplemente negó el problema con la perspectiva de que en algún momento la situación podría revertirse. Convencida de que los precios aumenta­ ban p o r “expectativas”, supuso que, evitando hablar del conflicto, ayudaba a superarlo. Sin embargo, el efecto logrado con ese proceder no fue el buscado y la pasividad del gobierno no alcanzó para tran­ quilizar los mercados y terminar con la incertidumbre. N o existe en el gobierno de Cristina un flanco más débil que ése. Para algunos, esa actitud se exhibe como un gesto de tozudez que nie­ ga lo evidente. Para otros, revela una desaprensión frente a un proble­ ma de envergadura que descalifica la calidad de su administración. La versión oficial dice, en cambio, que la inflación no es un problema para los argentinos. "IC'En consecuencia, uno podría admitir la existencia de dos tiempos en el proceso iniciado en m ayo de 2003. En el prim ero, el objetivo central fue ordenar el escenario político y económico. D evolverle a los argentinos una perspectiva de creci­ miento con dignidad y equidad implicó hacer mucho más que ordenar una economía quebrada. Reclamó también fijar nuevas reglas con un Estado mucho más activo. El congelamiento de las tarifas de servicios públicos, por ejemplo, fue una muestra gestual de ese Estado que imponía a quienes habían obtenido enormes ganancias en los años anteriores el deber de aliviar a los usuarios en la crisis.



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En esa etapa inicial, se concentran la m ayor parte de los éxitos del modelo kirchnerista. A llí, entre otras muchas cosas, se resolvió el ju z­ gamiento del genocidio, se jerarquizó a la C orte Suprema, se sacó a la economía del default y se ordenaron las cuentas públicas. Todas esas decisiones se convirtieron en sólidos pilares hasta el presente. El momento ulterior mvo otras características. Estuvo signado por dificultades que se iniciaron a los pocos días de que asumiera Cristina, cuando se desató un enorme conflicto con Estados Unidos a raíz de las investigaciones sobre Guido Antonini W ilson, luego de que éste pre­ tendiera ingresar por la Aduana una valija — que fue incautada— con ochocientos mil dólares no declarados. Después sobrevinieron el con­ flicto rural, el derrumbe financiero global y la derrota electoral de 2009. Esta etapa se cerró dramáticamente con la muerte de Néstor Kirchner. A unque la gestión de Cristina m antuvo una m ayor laxitud en el manejo económ ico, nadie puede negar que adosó al p royecto una im portante fortaleza política. Ella tuvo el enorm e m érito de haber im pulsado también transform aciones que lo “políticam ente correc­ to ” recom endaba no hacer. Es cierto que, en muchos de esos casos, esas innovaciones se llevaron a cabo en climas de fuerte tensión social. Pero, en cualquier caso, el m ayor im pulso a la ciencia y a la tecnología, la estatización de los fondos de pensión, el debate desa­ tado en to rn o a la regulación sobre el funcionam iento de los medios audiovisuales, el m atrim onio igualitario y el otorgam iento de la asignación universal p o r hijo han representado un cambio sideral en las lógicas políticas de la A rgentina. Todos estos logros explican en gran parte el fuerte apoyo popular para su reelección. A ún no se ve con claridad qué es lo que nos deparará la tercera fase del proceso. Sería ideal que operara como síntesis de las precedentes para sumar, a la disciplina fiscal y al impulso económico del inicio, el coraje transform ador de la segunda etapa. Pero también sería importante revisar los vicios que el modelo ha generado y entender que es imperioso acabar con el discurso único impuesto. Ya es hora de abrir un debate franco que sirva para solidifi­ car lo hecho y apuntalar lo que se hará. Contrariam ente a lo que muchos creen, no es la subordinación lo trascendente porque ningún sometimiento perdura en el tiempo. “La obediencia es el instinto de las muchedumbres; el motín es su reflexión”, dijo alguna vez N apole­ ón. La política no consiste sino en lograr el concurso de las volu n ta-’ des y por ello lo verdaderamente trascendente reside en la convicción y el compromiso de quienes acompañan.

En una realidad cambiante, es necesario entender las mutaciones y encontrar nuevos fundamentos conceptuales para poder hacer frente a los nuevos desafíos sin alterar los valores. En este “pantano global” en el que se ha convertido el mundo, es difícil fundar un modelo alterna­ tivo de crecimiento sobre meras consignas coyunturales o elecciona­ rias. Esa práctica se relaciona más con la publicidad que con la políti­ ca, y son los jóvenes los que más la captan. El riesgo radica en que, cuando la publicidad prevalece, la política se deteriora. A la publicidad no le importa convencer, sólo le preocupa vender un producto sin atender que la política no es precisamente una mercancía. La política perdura mientras que la publicidad es efímera. “Ya nadie va a escuchar tu remera”, preanuncia, fatal, el título de un tema del rock nacional. Con una economía más estabilizada y una sociedad más tolerante y plural, el desafío argentino se centrará en acceder definitivamente a la modernidad. Ello no significa aceptar el “fin de la historia” o negar la existencia de las ideologías, como algunos pretenden simplificar. Implica, sí, asumir el desafío que el presente nos impone para poder progresar en un mundo que se centraliza apropiándose del conoci­ miento y de la tecnología. Entender nuestra historia como enseñanza, asumir el presente como parte de un mundo en crisis y concebir, definitivamente, que la construcción de nuestro destino está en nuestras manos, es lo que pue­ de impulsarnos hacia el progreso. Es posible hacerlo. Cuando lo logremos, ya no correremos el ries­ go de jerarquizarnos por orden de frustración.



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índice Prólogo ..................................................................................................

9

Introducción 1883 .........................................................................................................

15

I 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Haz tu mente al invierno del sur ................................................. El arribo de Kirchner a la escena nacional ................................ El candidato ...................................................................................... “Vengo a proponerles un sueño” ................................................. "Proceda” ........................................................................................... La relación con el FMI ................................................................... Hacia una justicia más justa .......................................................... De Lavagna a M o r e n o ..................................................................... La Argentina de K irchner en el m u n d o ................... ...................

23 37 63 89 103 115 129 141 159

II 1. 2. 3. 4.

El porqué de Cristina ................................................................ La 125 ................................................................................................ N osotros y la p r e n s a ....................................................................... Los intelectuales y los jóvenes ......................................................

181 193 223 245

III 1. Me vo y .............................................................................................. 261 2. Tiempo de d escu en to............... .............. ........................................ 275 3. Reflexiones finales ........................................................................... 289

Esta fo to es la síntesis de una relación personal y p olítica, inm ensa­ m ente fecunda. Y es, tam bién, a su m anera, la síntesis de este libro. En el año 20 0 3 , N ésto r K irch n er — tod avía candidato a la presid en ­ cia de la N ación— y A lb e rto F ernández — su leal com p añero en la co n stru cción de lo que fue después el k irch n erism o— vuelan a B rasil, a en trevistarse p o r p rim era vez con el entonces presidente L ula Da Silva. Eran tiem pos abism ales en la A rgentina, de decepcio­ nes y h o rizo n tes b orrados, y el encuentro de ellos había em pezado a hacer pie en la esperanza, con la pasión que solo un hom b re com o K irch n er sabía y podía p o n er en la acción. A lb e rto F ern án dez fue el jefe de su cam paña presidencial y después fue su jefe de gabinete du ran te los más de cuatro años que d u ró la adm inistración de K irchner. Fue, tam bién, jefe de cam paña de C ris ­ tina y su jefe de gabinete en los prim eros ocho meses de su gobierno. R enunció a su cargo tras la crisis de la R esolución 125. C o n o ce com o pocos —q u izá, com o nadie— la fo rja de una fu erza p olítica que em ergió desde el peronism o para ganarse un nom b re p ro p io : kirch nerism o. U na m anera de gestionar, pensar, dirigir, co n vo car y hacer, sin antecedentes en la h istoria del país y que m uchos tild aron , con m irada crítica, com o políticam ente incorrecta. En este lib ro , sin em bargo, esa in corrección es un elogio, p orq u e fue cim iento de un nuevo estilo de liderazgo. F ernández trae a estas páginas a un K irch n er íntim o: audaz, hum ano, jocoso, desafiante, cabrón, incansable, estadista. Y abre — com o nunca antes— el c o ra ­ zón de la fundación del kirchnerism o.

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