Pintando al converso. La imagen del morisco en la península ibérica
 9788437640433

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Table of contents :
Agradecimientos
Prólogo
Prefacio
Parte I. La alteridad sobre el papel
Capítulo primero. Pintando al converso: cuestiones preliminares
Representando la conversión en la Edad Media: un caso de estudio
Breves nociones sobre la raza en el mundo medieval y moderno a propósito de la imagen del converso
El problema de la identidad morisca
Sobre estereotipos y arquetipos: el morisco y el mundo islámico. Problemas de representación
De orientalismo, maurofilia y maurofobia: a vueltas con la moda a la morisca
Parte II. El morisco descrito
Capítulo 2. Imágenes literarias del morisco. Una aproximación
Moriscos imaginados, moriscos percibidos: géneros y expresiones de la literatura maurofílica
De viajeros e idealizaciones: las representaciones periegéticas
De novelas y romances: el género morisco
Las narraciones de la guerra de Granada: una literatura de trincheras
Fabricando un morisco amable
Las imágenes de la maurofilia
La maurofilia literaria: ¿un fenómeno de excesiva filia?
Quiénes, cuándos y porqués de un debate en liza
La maurofobia en construcción: de Cervantes al corral de comedias
Capítulo 3. El morisco real: aproximaciones a su aspecto físico
¿Hubo un morisco percibido?
Autorretratos (¿deformados?) del morisco
El morisco observado por sus contemporáneos
El morisco en el archivo. Retratos desde lo punitivo
La vigilancia cotidiana o cómo construir un morisco identificable
Rasgos físicos del morisco vigilado
Un morisco no tan diferente... que sepamos
Capítulo 4. Vistiendo al converso: moriscos a la cristiana, cristianos viejos a la mora
Sobre legislaciones, códigos y costumbres. Un recordatorio
El morisco vestido
Un morisco que no parece morisco
¿Vestidas para la ocasión? Comportamientos indumentarios de la morisca en un contexto de cambio
Capítulo 5. Los moriscos en las fiestas y en el arte efímero
Las relaciones de fiestas y la alteridad: cuestiones introductorias
Los juegos de cañas: ¿evento maurofílico o maurofóbico?
Las representaciones visuales de los moriscos en las decoraciones festivas
La ausencia del morisco: ¿una omisión premeditada?
Parte III. El morisco representado
Capítulo 6. La imagen «útil» del morisco: sobre los relieves de la Capilla Real de Granada y la serie de lienzos de la expulsión de la Fundación Bancaja
Breves consideraciones previas
Los relieves de la Capilla Real de Granada y otras escenas de bautismo
Los lienzos de la expulsión de los moriscos de la Fundación Bancaja
Capítulo 7. Moriscos y turcos en las Alpujarras: ¿formas híbridas de alteridad?
El turco en la historiografía europea. Cuestiones previas
El interés por el turco y «lo turco» en España. Breves consideraciones
La revuelta de las Alpujarras, la conceptualización del morisco y de los mártires cristianos
De Justino Antolínez de Burgos, Francisco Heylan y Girolamo Lucenti: notas sobre la Historia eclesiástica de Granada y sus ilustraciones
Modelos visuales y conceptuales de las ilustraciones de la Historia eclesiástica
Capítulo 8. El morisco oculto. La pintura de encubrimiento en momentos de crisis
Las Germanías y la nobleza valenciana en la asimilación del morisco. Breves consideraciones
Joan de Joanes, la creación de un discursovisual panegírico a Juan Bautista Agnesio y la figura del morisco simbólico
Otros moriscos «invisibles» en la obra joanesca
Conclusiones
Fuentes
Bibliografía
Créditos

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Borja Franco Llopis Francisco J. Moreno Díaz del Campo

PINTANDO AL CONVERSO LA IMAGEN DEL MORISCO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA (1492-1614)

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Índice AGRADECIMIENTOS PRÓLOGO PREFACIO PARTE I LA ALTERIDAD SOBRE EL PAPEL CAPÍTULO PRIMERO. Pintando al converso: cuestiones preliminares Representando la conversión en la Edad Media: un caso de estudio Breves nociones sobre la raza en el mundo medieval y moderno a propósito de la imagen del converso El problema de la identidad morisca Sobre estereotipos y arquetipos: el morisco y el mundo islámico. Problemas de representación De orientalismo, maurofilia y maurofobia: a vueltas con la moda a la morisca PARTE II EL MORISCO DESCRITO CAPÍTULO 2. Imágenes literarias del morisco. Una aproximación Moriscos imaginados, moriscos percibidos: géneros y expresiones de la literatura maurofílica De viajeros e idealizaciones: las representaciones periegéticas De novelas y romances: el género morisco 3

Las narraciones de la guerra de Granada: una literatura de trincheras Fabricando un morisco amable Las imágenes de la maurofilia La maurofilia literaria: ¿un fenómeno de excesiva filia? Quiénes, cuándos y porqués de un debate en liza La maurofobia en construcción: de Cervantes al corral de comedias CAPÍTULO 3. El morisco real: aproximaciones a su aspecto físico ¿Hubo un morisco percibido? Autorretratos (¿deformados?) del morisco El morisco observado por sus contemporáneos El morisco en el archivo. Retratos desde lo punitivo La vigilancia cotidiana o cómo construir un morisco identificable Rasgos físicos del morisco vigilado Un morisco no tan diferente… que sepamos CAPÍTULO 4. Vistiendo al converso: moriscos a la cristiana, cristianos viejos a la mora Sobre legislaciones, códigos y costumbres. Un recordatorio El morisco vestido Un morisco que no parece morisco ¿Vestidas para la ocasión? Comportamientos indumentarios de la morisca en un contexto de cambio CAPÍTULO 5. Los moriscos en las fiestas y en el arte efímero 4

Las relaciones de fiestas y la alteridad: cuestiones introductorias Los juegos de cañas: ¿evento maurofílico o maurofóbico? Las representaciones visuales de los moriscos en las decoraciones festivas La ausencia del morisco: ¿una omisión premeditada? PARTE III EL MORISCO REPRESENTADO CAPÍTULO 6. La imagen «útil» del morisco: sobre los relieves de la Capilla Real de Granada y la serie de lienzos de la expulsión de la Fundación Bancaja Breves consideraciones previas Los relieves de la Capilla Real de Granada y otras escenas de bautismo Los lienzos de la expulsión de los moriscos de la Fundación Bancaja CAPÍTULO 7. Moriscos y turcos en las Alpujarras: ¿formas híbridas de alteridad? El turco en la historiografía europea. Cuestiones previas El interés por el turco y «lo turco» en España. Breves consideraciones La revuelta de las Alpujarras, la conceptualización del morisco y de los mártires cristianos De Justino Antolínez de Burgos, Francisco Heylan y Girolamo Lucenti: notas sobre la Historia eclesiástica de Granada y sus ilustraciones Modelos visuales y conceptuales de las ilustraciones de la Historia eclesiástica 5

CAPÍTULO 8. El morisco oculto. La pintura de encubrimiento en momentos de crisis Las Germanías y la nobleza valenciana en la asimilación del morisco. Breves consideraciones Joan de Joanes, la creación de un discursovisual panegírico a Juan Bautista Agnesio y la figura del morisco simbólico Otros moriscos «invisibles» en la obra joanesca CONCLUSIONES FUENTES BIBLIOGRAFÍA CRÉDITOS

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Agradecimientos Es complicado concentrar en pocas líneas a todas las personas y entidades que han sido partícipes de la investigación que ha dado lugar a la publicación de este libro. En primer lugar, esta no hubiera sido posible sin la Beca Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales 2016, Fundación BBVA de la que ha disfrutado Borja Franco. Dicha ayuda fue clave en la realización de estancias de investigación en Estados Unidos y Europa, así como en la organización de eventos científicos (Madrid, Alcalá de Henares, Lleida, Barcelona, Boulder, Berkeley, Harvard, Tufts, Ottawa, Iowa, Illinois at Champaign, Chicago, Columbia, Nueva Orleans, Florida, París, Macerata o Génova) que sirvieron para testar el contenido y orientación de distintos capítulos y enriquecerlos con las aportaciones de investigadores expertos en la materia. La beca también ha ayudado a costear diferentes gastos relacionados con la producción de este libro y la obtención de los derechos de publicación de las imágenes que nos sirven como fuente para ilustrar las representaciones de los moriscos en la cultura visual hispánica de la Edad Moderna que estudiamos en las siguientes páginas. Nada de lo escrito aquí hubiera sido posible sin el apoyo de nuestros respectivos departamentos, el de Historia del Arte de la UNED y el de Historia de la Universidad de Castilla-La Mancha. Su paciencia con la gestión del día a día y con los papeleos de las numerosas estancias y actividades realizadas ha sido vital, de tal manera que, sin ello, todo hubiera sido más complicado. Quisiéramos dar las gracias de manera especial a todos 7

aquellos compañeros que han leído con detenimiento nuestro libro, aportando ideas interesantes o reflexiones que han enriquecido mucho el resultado final. Entre ellos nos gustaría destacar a nuestros colegas de los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Por un lado, a Laura Stagno, Ivana Capeta Racik, Luis Bernabé, José M. Perceval, Youssef El Alaoui, Giuseppe Capriotti e Iván Rega, miembros del proyecto «Las imágenes del musulmán en la península ibérica (siglos XVI-XVII) y sus conexiones mediterráneas» (HAR2016-80354-P). También a Jerónimo López-Salazar Pérez, Manuel M. Martín Galán, Ramón Sánchez González, Porfirio Sanz Camañes, Ana Isabel LópezSalazar Codes y Claude B. Stuczynski, quienes forman parte del proyecto «La Monarquía Hispánica y las minorías: agentes, estrategias y espacios de negociación» (HAR201570147-R). Otros profesores que fueron imprescindibles en la redacción de estas páginas son Elena Díez Jorge, Ana M. Rodríguez, Javier Irigoyen, Ana Echevarría, Cristelle Baskins, María Lumbreras, Adam Jasienski, Seth Kimmel, James Nelson Novoa, Amadeo Serra, Mercedes Gómez-Ferrer, Mercedes García-Arenal, Jorge Sebastián, Felipe Pereda, Inés Monteira, Miguel Ibáñez Aristondo, Ximo Company, Doron Bauer, David Nirenberg, Alicia Cámara, Paco Orts, Bernard Vincent, David Martín López y Francisco Fernández Izquierdo. No solo por su apoyo científico, sino también por el moral, quisiéramos destacar a Antonio Urquízar, Fran García y Elena Paulino, quienes han sido nuestros ángeles de la guarda durante estos años. Ni este libro ni nuestra carrera investigadora hubiera sido igual sin su aportación. Por último, a los amigos (imposible nombrarlos a todos 8

aquí) y a la familia. Solo ellos saben lo que costó sacar adelante este proyecto y lo difícil que era separarnos del ordenador para disfrutar de esos pequeños placeres que nos mantienen vivos. A nuestros padres, hermanas, pareja y, sobre todo, a Isabel, Mireia y Martín, esos locos bajitos que con su amor incondicional hicieron mucho más fáciles los años de investigación y redacción del presente texto.

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Prólogo Pintando al converso encierra dentro de sí cierta fascinante paradoja. El converso no es una realidad eterna, sino, al contrario, el resultado de un proceso de cambio, sea este individual o colectivo, forzoso o impuesto. Siendo ese proceso de por sí inaprensible, lo que se atrapa es o un momento fijo del mismo o lo que a alguien le parece que debía ser ese resultado. En el caso de los moriscos, el punto final del proceso habría de ser su asimilación completa a los cristianos, lo que en teoría les haría indistinguibles de estos. Mas no fue así. Porque el converso no «despareció», sino que fue muy visibilizado social y políticamente precisamente para evitar su confusión con los cristianos viejos. Para ello se construyó a un morisco «diferente» que triunfó en el imaginario español durante siglos. La realidad era por supuesto mucho más compleja, y este libro lo muestra a las claras. El acierto es plantear el tema desde la perspectiva de «pintar al converso», ya que el morisco, por definición, no puede ser sino un ser «pintado», es decir, un «ser» que existe en razón de esa definición como objeto histórico. Esto también rompe la línea de relato un tanto angustioso de cierta historiografía que estudia un sujeto morisco para islamizarlo y negar su conversión, obviando cuestiones que nuestros dos profesores destacan: la variedad del morisco real, invisibilizado por la unificación, y cómo los ideólogos de los programas iconográficos —como los literarios— plantearon diferentes discursos visuales de la alteridad. Igualmente, esta paradoja tiene su lado irónico, que ha sido frecuente en los estudios de al-Ándalus y sus 10

epígonos: estudiarlo como un objeto sobrepuesto en una realidad esencialmente hispana. Si se nacionaliza a una entidad autónoma y coherentemente extraña, a los moriscos —o «el morisco»—se les extranjeriza como cuerpo extraño sin atender al proceso asimilador que, también paradójicamente, era concebido como ideal. Este análisis sobre las imágenes de los moriscos era muy necesario para trascender de la usual consideración de estas como mera ilustración o traza sociológica. El estudio de los profesores Franco Llopis y Moreno Díaz del Campo es el primero que analiza globalmente la imagen del morisco como un objeto de estudio en sí mismo. Lejos de situar la imagen como ilustración, ejemplificación o casualidad, a veces molesta, el presente libro deconstruye las imágenes de los moriscos y al tiempo reconstruye las voluntades que las hicieron posibles. Del programa ideológico detrás de las imágenes de la Capilla Real a la voluntad ejemplarizante de los cuadros de la expulsión, pasando por las láminas de las Alpujarras, el morisco aparece sobre todo en momentos de tensión, cuando entra y sale de la visión «cristiana» de la sociedad mayoritaria. Fuera de esa tensión, las imágenes de los moriscos, hechas sobre todo por extranjeros, son escasas. Los finos análisis que acompañan a estos cuadros y láminas desvelan cuántos propósitos, cuántas ideas y cuántos juicios anidaban detrás de las imágenes de los moriscos y cómo esa diferencia esencial que se impuso alrededor de la expulsión final se revela muy pálida ante la variedad de situaciones de los moriscos y la compleja miríada de percepciones que estos provocaban. La maurofilia, las fiestas, las vestimentas, la literatura, los turcos y los sucesos eran solo unos cuantos de los elementos que proyectan la imagen del morisco: este puede ser, como analizan los autores, visible o invisible, «útil», diferente…​ o no tanto. La alteridad se da en ellos como 11

discurso superpuesto frente a unos archivos que obstinadamente nos hablan de una ¿inquietante? nodiferencia. Puede pensarse en la alteridad como exotismo, como atracción, como modelo a cambiar, pero alteridad en definitiva. Una extrañeidad que los puede llevar hasta el umbral de la integración, pero que les impide cruzarlo si no es en la forma de travestismo o carnaval. Ahora bien, los moriscos de las imágenes tan profundamente estudiadas aquí eran tan reales como el imaginario que deseaban implantar sus autores, fueran estos asimilacionistas o partidarios de la expulsión, o como el morisco granadino que tan morosamente dibujó Francisco Núñez Muley. Tan reales como la misma estática esencia de la sociedad cristiana que quería asimilarlos y al mismo tiempo los diferenciaba para excluirlos: su esencia inamovible era una apariencia, claro, pero las apariencias también hacen funcionar una sociedad. Todos esos entes existían al tiempo y eran reales porque así los vieron y los conceptualizaron algunos de los que no es que retrataran a los moriscos, sino que tenían que decir algo sobre ellos. Los autores del presente libro han tomado una perspectiva original a la hora de analizar un «problema» morisco con el que se dio de bruces la sociedad española de los siglos XVI y XVII. Su perspectiva los ha llevado a enfrentarse con las aristas de un discurso visual cuyo propósito en ocasiones no es muy claro; un discurso visual, además, que forzosamente se mezcla con las representaciones de moros y de turcos, de santos árabes y moriscos pretendidamente ausentes. Pero los profesores Franco Llopis y Moreno Díaz del Campo han sabido deslindar perfectamente los límites de los discursos de alteridad: los moriscos son una alteridad cotidiana, bien conocida, y, por tanto, susceptible de ser modelada para 12

hacerla extraña en lo posible. Como ellos muy bien explican, lo que hay en sus representaciones no es un proceso de mímesis, sino una construcción metafórica que impele al investigador a indagar cómo pudo llegar a hacerse. Es este un libro sobre la construcción visual de la alteridad en la España de los siglos XVI y XVII que merece mucho la pena leer. Su riqueza de análisis —este sí— interdisciplinar invita a una seria reflexión sobre las formas de autopercepción de una sociedad y sobre los modos de construcción de un discurso excluyente. A través de él se asiste a cómo esa alteridad entra dentro de la sociedad cristiana con el propósito de desaparecer, cómo en ella se mantiene y cómo finalmente es expulsada como un cuerpo extraño. Los moriscos son «pintados» en ese proceso a la vez querido y rechazado por los cristianos viejos como un ejemplo de alteridad que puede permanecer latente. Como señalara Covarrubias en su definición de los moriscos, su conversión al catolicismo no era una merced de Dios solo para ellos, sino asimismo para los cristianos viejos, que en su definición («gran merced les ha hecho Dios, y a nosotros también») seguían siendo obviamente diferentes. JOSÉ MARÍA PERCEVAL LUIS F. BERNABÉ PONS

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Prefacio El don de pintar cuadros vibrantes, animados por figuras humanas, cuyo recuerdo se imprime en la memoria del lector como el de una presencia sensible, es una de las aportaciones de Pérez de Hita al arte de novelar 1 .

Durante los últimos cincuenta años, la historiografía se ha interesado de un modo bastante intenso por analizar la imagen del islam y, por extensión, la de sus conversos al cristianismo, los moriscos. Para ello, principalmente, se han utilizado diversas fuentes como la literatura y ciertos documentos de archivo, que sirvieron como respaldo a las pocas manifestaciones pictóricas conservadas hoy en día. En esta tarea de «describir» al otro se han empleado metáforas vinculadas con la cultura visual para analizar los estereotipos que se fueron creando a lo largo de los siglos en las fuentes citadas. Los escritores «pintaban cuadros brillantes», «dibujaban imágenes del otro», hacían visible lo diferente. La retórica de la imagen pictórica se empleó de modo indiscriminado para defender los procesos literarios de construcción de la otredad. A pesar de la insistencia de historiadores, filólogos y antropólogos en definir la representación de los cristianos nuevos de moros en la cultura escrita, pocos historiadores del arte se han cuestionado si esta imagen literaria se corresponde, en realidad, con la que se puede extraer de las pocas manifestaciones visuales de la alteridad que se conservan a día de hoy. A ello cabe añadir que, salvo en contadas ocasiones, tampoco ha habido una especial preocupación por confrontar esos mismos testimonios con la información que se conserva descrita en los archivos acerca de la cultura material e imagen de los cristianos nuevos de moros. Ya lo advertía Fernando Marías 14

en 1989: De las imágenes de los bautismos colectivos del retablo mayor de la Capilla Real granadina, de Felipe Bigarny, se pasa casi de un salto al dibujo de la Expulsión de los moriscos, de Vicente Carducho, que realizara en 1627 […]. En más de un siglo, los moros solo aparecieron para sucumbir bajo las armas de los españoles en Orán, Túnez o Lepanto y las de Santiago Matamoros; los moriscos, por su parte, solo como personajes exóticos anecdóticos, en las vistas de Granada de Joris Hoefnagel (1563), como elemento pintoresco de las Civitates Orbis Terrarum, dibujados en su antiguo reino para ser contemplados como rareza, por toda Europa, a partir de las prensas de Amberes 2 .

El citado investigador, en este breve fragmento, resumió en pocas palabras los principales problemas que la historiografía parecía no haber resuelto o que no habían sido cuestionados. A día de hoy disponemos de muy pocas obras de arte que ilustren a los moriscos. Ocurre, además, que las que se conservan fueron objeto de un claro proceso de instrumentalización que se prolongó más allá de su creación y que se ha mantenido vigente hasta no hace tanto. Cada una de las imágenes citadas por Marías fue convertida por la historiografía artística en una suerte de «representación real» de la alteridad, sin que surgieran preguntas acerca de la verosimilitud de las mismas y de las intencionalidades que subyacieron a su gestación. Así fueron los moriscos y de este modo los representaron los artistas, se pensaba. No parecía existir un doble nivel de significación ni, tampoco, en muchos casos, un intento por parte del artista o patrono que las encargó de difundir un mensaje que pudiera casar con la realidad. El proceso de estereotipación historiográfico al que nos venimos refiriendo no ha sido algo aislado, ni puede decirse que tenga un único origen. En realidad, siempre ha estado acompañado de la postergación de determinadas fuentes, cuyo estudio podría esclarecer mucho en relación a la citada escasez de imágenes pictóricas y escultóricas. Más arriba se ha hecho referencia a la necesidad de frecuentar la documentación de archivo, algo a lo que hay que añadir, desde una óptica especialmente ligada a la historia del arte, el 15

empleo de la información que nos proporciona el estudio de las manifestaciones efímeras que se dieron en catafalcos, entradas reales o festividades locales. Pinturas, esculturas o incluso tableau vivant que formaron parte de la vida cotidiana de la sociedad hispánica, pero que, por no conservarse más que en descripciones dispersas, han permanecido en el olvido, o han sido sacadas a colación de modo tendencioso, solo cuando interesó a tal o cual autor. Estas representaciones nos parecen fundamentales en la conceptualización y comprensión de la visión cultural y popular de la alteridad, pues fueron aquellas que, en su momento, estuvieron más cerca de la población, partícipe activa de todos los eventos en los que se dispuso de ellas. Realizar un estudio de la imagen del islam y del morisco en la península y obviar estas fuentes, pensamos, es dejar el camino a medio recorrer. De ahí que les hayamos prestado una atención especial en las líneas que siguen. El presente libro surge de dos preguntas clave: ¿existió un morisco real y otro imaginario?, ¿en qué se distinguían —si es que realmente hubo dicha distinción— étnica y etnológicamente un cristiano viejo y un morisco? Partiendo de estas primeras cuestiones, un análisis detenido de las fuentes nos ha obligado a plantear nuevos interrogantes, sobre todo a la hora de discernir de qué modo se plasmó esa diferenciación en la literatura y en la cultura visual del mundo moderno hispánico. Relacionado con ello, también nos hemos planteado si las estrategias conceptuales utilizadas por los literatos en la definición del converso fueron similares a las que presentaron las manifestaciones visuales de la alteridad o si, por el contrario, se dieron caminos independientes, que, en determinados momentos, pudieran entrecruzarse entre ellos debido a la confluencia de intereses entre los artistas, escritores e intelectuales que las forjaron. 16

A pesar de que estas han sido las problemáticas generales y el punto de partida y motor de nuestra investigación, no hemos querido dejar de lado otras cuestiones que hemos trabajado de modo tangencial para completar todo lo anterior. En primer lugar, se ha considerado la importancia que reviste la figura del espectador o espectadores implícitos de esas obras, entendiendo que, tal vez, las estrategias citadas pudieron variar en función de quién fuera el posible receptor. Junto a ello, se ha intentado entender en qué medida la historiografía ha contribuido a la creación y deformación de las imágenes que se dieron en la cultura literaria y visual de los siglos XVI y XVII con el fin de aprehender y determinar la concepción que, supuestamente, tuvo la sociedad de dicho grupo poblacional. Para tratar de responder a estas preguntas, el libro se ha dividido en tres bloques en principio separados, pero cuyo contenido está interconectado. En el primero (primer capítulo) planteamos cómo la historiografía se ha enfrentado al asunto de la alteridad. Partimos de una tabla medieval donde se presumen ciertas dificultades a la hora de hacer visible al converso para plantear, a continuación, los asuntos de la «raza», la «identidad», el proceso de «estereotipación» y el supuesto «orientalismo» y «exotismo» de la España medieval y moderna. Estos conceptos han sido recurrentes en la mayor parte de las publicaciones que hemos manejado y era necesario repensarlos de cara a su correcta inserción y empleo en nuestro trabajo. De hecho, pensamos que el mal uso de nociones preestablecidas o descontextualizadas ha entorpecido, en determinados momentos, la verdadera comprensión del asunto morisco y de su representación, pues parte de la historiografía se ha dedicado a repetir, sin cuestionárselos, diversos postulados subjetivos e históricamente infundados que incluyen en su desarrollo la 17

utilización de los conceptos citados con anterioridad. Con todo, debemos advertir, antes de comenzar, que no se trata de un estudio detenido de los mismos. No haremos un análisis exhaustivo del uso, pertinente o no, de términos como, por ejemplo, «raza» y «orientalismo», pues esto nos llevaría a una nueva publicación. Más bien, nuestra intención ha sido la de situar el asunto morisco dentro de unos parámetros metodológicos y de una problemática historiográfica concretos, donde el término que podamos escoger o no puede influir en el resultado que finalmente se obtenga. Con ese objetivo, también nos hemos preocupado de advertir al lector acerca de los problemas en los que se ha incurrido (y en los que, incluso, podemos caer nosotros mismos) al no atender a la casuística particular que envuelve las piezas literarias y artísticas a las que nos enfrentamos. El segundo bloque incluye los capítulos segundo a quinto. El primero de ellos se ocupa de definir las líneas maestras que han presidido la construcción literaria y textual de la «alteridad morisca». Se trata de un tema conocido, sobre el que han corrido ríos de tinta, lo que ha obligado a una ingente labor de revisión historiográfica y de contextualización de términos y conceptos de acuerdo a los principios metodológicos que hemos empleado y que han presidido la redacción del libro en sí mismo. Por tanto, no se trata de una mera relectura de todo cuanto se ha escrito al respecto. Nuestro objetivo ha sido emplear la literatura como fuente, pero no para conocer el problema morisco, ni para entender su representación, ni tan siquiera para conocer cómo eran realmente los cristianos nuevos. Hacerlo (solo) así, nos habría llevado a incurrir en un error interpretativo. La literatura sobre moriscos tiene muchas virtudes, pero entre ellas no está su realismo, su verosimilitud. Es ficción y como tal debe tomarse. Como tal se ha tomado, de hecho. Partiendo 18

de dichas consideraciones hemos intentado que este capítulo sirva para comprender no al morisco, sino a quienes representaron con las letras al propio cristiano nuevo. Sin embargo, sí hubo un morisco real. De él nos ocupamos en los capítulos tercero y cuarto. Primero para analizar su aspecto físico; luego para conocer algo más acerca de su vestuario, de su autorrepresentación individual y colectiva. Se trata de la parte de nuestro libro en la que se ha hecho uso de un mayor volumen de documentación de archivo. El objetivo ya se ha señalado: conocer al morisco real, a aquel que no solo tuvo que lidiar con su marginación efectiva y tangible, sino que, en ocasiones, vio cómo su propia imagen era instrumentalizada en beneficio de aspiraciones notablemente más elevadas que las suyas propias. Como puede suponerse, el contenido de estos apartados resulta clave porque nos aproxima a un morisco de carne y hueso, que viste, vive y se comporta como un individuo más en el seno de su sociedad y que, como tendremos ocasión de comprobar, no siempre se corresponde con el morisco construido de la literatura y de las representaciones artísticas. En ese marco, se han empleado fuentes documentales procedentes de archivos judiciales y de protocolos notariales, acaso dos de los conjuntos documentales que más han contribuido en los últimos años a depurar la imagen clásica del morisco. Su estudio nos ha permitido completar la información que nos ofrecen los relatos periegéticos y los relatos literarios. El objetivo ha sido ofrecer un contrapunto de primer orden por cuanto las informaciones que hemos extraído de tales documentos se corresponden, muchas veces, con testimonios directos, sacados de la vida más cotidiana de los propios conversos, reflejo, pues, de su existencia más cotidiana. En el último capítulo de este bloque nos enfrentamos a la representación del morisco en el arte efímero. Lo hemos 19

incluido como bisagra entre estos epígrafes eminentemente literarios y los artísticos, dado que conservamos muy pocas ilustraciones de lo que las relaciones festivas nos describen. Por ello, nos hemos visto obligados a realizar un ejercicio de reconstrucción mental de qué fue lo que los cronistas detallaron. Se trata de algo totalmente necesario, pues habría sido un error limitar el estudio de la imagen visual del converso únicamente a las pocas manifestaciones pictóricas o grabadas que han sobrevivido al paso de los siglos. Como se explicará con detenimiento, este tipo de fiestas, creadas para conmemorar la llegada del monarca a la urbe, su fallecimiento, sus conquistas militares o determinadas canonizaciones fueron herramientas de diálogo entre el poder y las ciudades. De hecho, las imágenes que allí se expusieron fueron amplias difusoras de la ideología del momento. Olvidarlas en la tarea de «pintar» al converso habría supuesto un déficit insalvable. Merecen, pues, ser tratadas en paralelo a las que se expondrán en el bloque siguiente. El libro finaliza con un último bloque dedicado al estudio de la imagen visual del converso. Para ello, hemos definido ex profeso tres categorías que, pensamos, nos ayudarán a interconectar las obras conservadas y a entenderlas en los contextos precisos que las vieron nacer, uno de los objetivos principales de nuestro trabajo. En el capítulo sexto hablamos de la figura del morisco «útil» y lo hacemos a través de los relieves que realizó Felipe Bigarny para la Capilla Real de Granada. Su análisis se ha tratado en paralelo a los conocidos lienzos de la expulsión conservados en la Fundación Bancaja. El entrecomillado de arriba no es baladí, pues es el elemento que une ambas representaciones artísticas, comprendidas en nuestro libro como el alfa y omega de la imagen del converso. Según la Real Academia Española, el término «útil» hace referencia a aquello que «trae o produce provecho, 20

comodidad, fruto o interés». Partiendo de esta idea, en este epígrafe se planteará cómo la imagen del morisco fue utilizada por la Corona con fines políticos y «propagandísticos» 3 , principalmente en dos momentos clave de la historia de dicha minoría: los primeros conatos de asimilación durante el reinado de Carlos V y la justificación de su expulsión con Felipe III. Así pues, nuestra intención es comprender cómo estas imágenes fueron manipuladas o seleccionadas con un fin publicístico, modificando ciertos rasgos físicos y etnográficos de dicha minoría para hacer más comprensible el mensaje que se quería difundir. Posteriormente nos centraremos en uno de los leitmotiv del pensamiento del siglo XVI en torno a los moriscos: su vinculación con los turcos. Lo haremos a través de los dibujos de Girolamo Lucenti sobre la revuelta alpujarreña de 1568, que fueron grabados por Francisco Heylan. Precisamente, mientras escribimos este texto nos encontramos inmersos en las conmemoraciones del 450 aniversario de aquella contienda (1568-2018), lo cual dota de mayor actualidad a las cuestiones que aquí planteamos. Nuestro interés radica en entender por qué se seleccionó una imagen pasiva de las mujeres y niños moriscos en estos grabados, mientras que la figura masculina del converso se encuentra fagocitada por la del musulmán, turco o berberisco. Para intentar dar respuesta a esta cuestión, planteamos posibles problemas de hibridismo cultural y la justificación del pensamiento de Pedro de Castro, arzobispo de Granada en el momento en el que se encargó este conjunto de imágenes. Para finalizar nos adentraremos en una de las grandes olvidadas de la historiografía: la figura del morisco oculto o simbólico. El interés por parte de los historiadores del arte a la hora de buscar una representación categórica y modélica 21

del converso ha provocado que no se hayan cuestionado otras en las que, atendiendo a los textos o a la propia historia de las imágenes, los moriscos puedan aparecer representados de modo metafórico, sin los trajes o atuendos que los caracterizaron. Solo dentro de un discurso catequético en unos casos, y redencionista en otros, podremos entender estas obras de arte que analizamos. Para ello, nos serviremos de dos tablas del valenciano Joan de Joanes, uno de los pintores más importantes del momento. No queremos finalizar este breve prefacio sin recordar que el objetivo principal del libro no es delimitar y acotar cómo era el morisco. Nos oponemos a la existencia de «una» única representación literaria y visual del converso. Solo abogamos por la toma en consideración de la extensa pluralidad de opciones planteadas en la época, que oscilaron dependiendo de la finalidad de las obras o del momento histórico que las vio nacer. Para ello, presentamos un relato en el que los moriscos no siempre son los protagonistas, sino donde también adquieren gran relevancia los propios artistas o literatos que los hicieron «visibles». No en vano, si hoy es difícil reconstruir cómo se percibió la alteridad en el siglo XVI, más lo fue retratarla. Hubo tantas imágenes de moriscos como conversos o cristianos viejos existieron. Es justamente esta visión unívoca y estereotípica del problema historiográfico que nos ocupa lo que nos ha impulsado a ofrecer una alternativa, a reescribir la historia de las visiones (literarias y artísticas) que se tuvieron del converso. La que ha llevado a un historiador y a un historiador del arte a trabajar conjuntamente para superar fronteras metodológicas y disciplinares e intentar responder a nuestra pregunta inicial: ¿es posible «pintar» al converso? 1 M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos y Ginés Pérez de Hita, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2006, pág. 40.

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2 Fernando Marías, El largo siglo XVI: los usos artísticos del Renacimiento español, Madrid, Taurus, 1989, pág. 202. 3 Entendemos que el uso de este término es anacrónico en los albores de la Edad Moderna, pero hemos recurrido a él de modo consciente teniendo en cuenta la manera en la que se creó la imagen del morisco, proceso que corresponde a la perfección con los cánones que siglos más tarde sirvieron para llenar de contenido dicho epíteto.

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PARTE I LA ALTERIDAD SOBRE EL PAPEL

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CAPÍTULO PRIMERO Pintando al converso: cuestiones preliminares

REPRESENTANDO LA CONVERSIÓN EN LA EDAD MEDIA: UN CASO DE ESTUDIO REPRESENTAR: hazernos presente alguna cosa con palabras o figuras que se fixan en nuestra imaginación (Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, 1611).

El 12 de octubre de 1419 Bernard Copons firmaba el contrato de obras con Antonio Peris, ilustre pintor valenciano, para la ejecución de un retablo para la capilla de san Bernardo (anteriormente de san Gregorio) en la catedral de Valencia 1 . En él se especificaba que debían ser pintadas escenas de la vida de san Gregorio y san Bernardo de Alzira por un precio de cuarenta y cinco florines de Aragón, más otros veinticinco al finalizar la obra. De todo el conjunto, solo conservamos una pequeña tabla que representa el martirio de este último, tratándose de la primera representación del mártir alzireño, o al menos la primera que conservamos. Bernardo, cuyo nombre musulmán era Ahmed ibn AlMansur (más conocido como Amete), nació cerca de Carlet (Valencia) hacia el año 1135. Fue hijo del emir de dicha ciudad, hecho que propició que se educara en la corte del rey de la taifa de Balansiya (Valencia). De acuerdo con la leyenda, en su juventud fue enviado como embajador a Barcelona para negociar con Ramón Berenguer IV la liberación de diversos prisioneros de guerra. De camino se perdió en la montaña hasta que una corte angélica hizo que llegara hasta el monasterio de Santa María de Poblet. Allí pidió alojamiento y 25

comenzó su proceso de cristianización, que culminó cuando se ordenó monje cisterciense. Desde entonces su máxima fue la de convertir a sus antiguos correligionarios, empezando por su familia: su tía de Lleida y, más tarde, sus hermanas en Valencia, Zaida y Zoraida, quienes fueron bautizadas como María y Gracia 2 .

Fig. 1. Martirio de San Bernardo y sus hermanas, Antonio Peris, 1419, Museo de la Catedral, Valencia.

Este hecho enfadó enormemente a su padre y hermano, quienes promulgaron una orden de captura. Los tres futuros santos fueron descubiertos por un barquero en las proximidades de Alzira (Valencia), quien avisó rápidamente a Almanzor, hermano de Bernardo. Este llegó y arrojó una lanza contra él. Según la leyenda, protegido por Dios, la lanza impactó en una piedra, que todavía es venerada como reliquia de este milagro. Sorprendido por este hecho, Almanzor intentó de nuevo convencerlo y le ofreció clemencia si recapacitaba y volvía al islam, opción que obviamente desechó, dando pie al inicio del martirio. Bernardo fue maniatado y conducido a un recodo del río donde lo esperaban sus hermanas. Los verdugos ataron sus brazos a un árbol, poniéndolos en forma de cruz, y el propio barquero le 26

dio un golpe con un clavo en la frente. Tras su fallecimiento, las hermanas fueron obligadas a volver a la fe del islam, religión que repudiaron, siendo martirizadas por decapitación, acto que se muestra en paralelo al de Bernardo en la tabla que nos ocupa. Todos ellos fueron enterrados por los mozárabes en los arrabales de Alzira hasta que en 1242, poco después de que esta ciudad volviera a manos de los cristianos gracias a la conquista de Jaume I, se encontraron sus restos. El monarca aragonés, impresionado por su historia, mandó construir en su memoria una ermita en el lugar de su martirio. Su leyenda fue recordada por los cronistas valencianos Pedro Antonio Beuter y Gaspar Escolano 3 , entre otros, para ejemplificar, por una parte, la victoria definitiva ante el islam y, por otra, la terquedad de los musulmanes ante la conversión, tanta como para asesinar a aquellos que abandonaron el culto mahomético por abrazar el cristianismo 4 . Así lo vio Jaime Bleda en su Corónica de los moros 5 u Honorato Gilbau y Castro, quien, llevado por el mismo odio antiislámico, tildó a la oligarquía musulmana que martirizó a Bernardo y continuaba siendo reacia al cristianismo de «infieles paganos […] ministros de Sathanas» 6 . Este relato no se popularizó solo en el plano histórico-local, sino que llegó también al teatro y a los Gozos religiosos. En este sentido destaca la obra Buen moro, buen cristiano: gran comedia, en tres jornadas (1648), de Felipe Godínez (15851659) 7 , concebida para ser representada en las fiestas de la Asunción de la Virgen y conmemorar la santidad de personajes ilustres vinculados a la historia del Monasterio de Poblet. Esta composición teatral sirvió de modelo a otras tantas, como la conocida Los tres hermanos del cielo y 27

Mártires de Carlete, adaptación de la misma realizada en 1660 por el zaragozano actor y autor Francisco de la Calle, y que sería representada en Valencia por dichas fechas 8 . Para María Soledad Carrasco Urgoiti, la obra de Godínez es clave en el enfrentamiento entre cristianos y musulmanes en la península ibérica, pues fue escrita en un momento en el que, tras la expulsión de los moriscos, el temor al criptoislamismo había desaparecido parcialmente de la mente de los políticos y clérigos, pero la población se enfrentaba a las consecuencias de dicho exilio forzoso. Todavía los nobles, e incluso la clase media, sufrían económicamente las pérdidas que supuso la decisión tomada por Felipe III, cuestionándose si realmente había sido tan lícita como se había querido mostrar. Por ello el título de la pieza teatral, Buen moro, buen cristiano, da la vuelta a una expresión muy utilizada en dicho momento, principalmente por los apologistas del destierro: «Nunca de buen moro buen cristiano», junto con la de: «Mi padre moro, yo moro» 9 , y ofrece, por el contrario, una imagen un tanto idealizada y positiva del fenómeno converso 10 . Por lo expuesto hasta aquí, comprobamos la importancia de la historia de Bernardo de Alzira, aquel musulmán que se tornó cristiano y convirtió a diversos personajes ilustres, ese mismo príncipe del cual los Gozos dijeron que cuando iba a ser martirizado su frente era «tersa y clara con un clavo taladrado» 11 . Esta observación nos interesa enormemente: tenía la testa de color claro. Bernardo, que debió poseer los típicos rasgos físicos de los moros españoles del siglo XIII (de piel oscura), es descrito como blanco. También así está representado en la tablita de la catedral de Valencia de Antonio Peris, pero no solo él es pintado de esa manera; también sus hermanas e, incluso, los verdugos 12 . Creemos que aquí el artista se 28

encontró con un problema: ser cristiano implicaba ser «blanco», era lo «canónico» para un siervo de Cristo, pero Almanzor, su hermano, debía ser físicamente similar a Bernardo, pues era sangre de su sangre, de su «raza», «linaje» o «etnia». ¿Cómo podía pintar la conversión? ¿Debía el artista fijarse en estos Gozos o en los cánones prescritos por la tradición visual medieval? Y, en este caso, ¿cómo representar al resto de su familia? Creemos que estas preguntas son sumamente interesantes y hasta ahora la historiografía artística no se ha detenido, al menos en el caso hispánico, a responderlas. La distinción entre ellos son la barba y los vestidos. ¿Era este el único modo de diferenciarlos? Sobre estas ideas reflexionaremos a continuación.

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BREVES NOCIONES SOBRE LA RAZA EN EL MUNDO MEDIEVAL Y MODERNO A PROPÓSITO DE LA IMAGEN DEL CONVERSO

Acabamos de anotar que Almanzor y Bernardo eran de la misma «raza», «etnia» o «linaje». La selección de dichos términos no es peregrina y un estudio detallado de los mismos nos puede ayudar a comprender el dilema con el que se encontró Antonio Peris a la hora de representar la conversión, y también el problema metodológico al que nos enfrentamos ahora al estudiarlo. Mucho se ha escrito durante los últimos años sobre la licitud del término «raza» aplicado al periodo de coexistencia de distintos credos en la época medieval y moderna. Principalmente se debate entre aquellos que consideran que es un término creado con tintes segregacionistas durante los siglos XVIII y XIX y, por tanto, anacrónico para nuestro caso de estudio; y los que justifican su uso en España debido a sus particularidades específicas. En este sentido, debemos ir con mucho cuidado tanto en este asunto como en otros similares, por lo que podría suponer la traslación de conceptos contemporáneos al estudio del pasado, pues puede resultar contraproducente y nocivo para nuestro cometido, tal y como ha sucedido previamente con otros conceptos como «tolerancia», «convivencia» o «aculturación». Por desgracia, es una tendencia habitual entre muchos historiadores actuales que se dedican a las relaciones islam-cristianismo trasladar terminología contemporánea al estudio del pasado. Estos, pese a las críticas que conlleva su posicionamiento, todavía siguen utilizando esquemas anacrónicos 13 . Como se ha indicado, gran parte de la historiografía conviene en que es durante la Ilustración cuando el término 30

«raza» se utiliza más para definir al «otro», entendido «otro» como aquel distinto, habitualmente por cuestiones físicas, biológicas y morales. Es entonces cuando se gesta el racismo moderno, tal y como lo entendemos a día de hoy. Anteriormente esta palabra se había empleado atendiendo casi exclusivamente a cuestiones biológicas, donde el color de la piel no era un elemento básico, único o diferenciador 14 . Por ejemplo, en las principales obras publicadas durante el periodo moderno sobre la nobleza se habla de «linaje» (gens) o de nexos sanguíneos vinculados con el término raza, como algo hereditario («la nobleza de raza») 15 . Un significado racial que condicionará incluso el comportamiento, más o menos distinguido, dependiendo del estrato social al que se pertenezca. Con este significado la define, por ejemplo, Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611) 16 . Partiendo de esta base, para la hispanista Pamela Patton el uso de dicho término aplicado a las sociedades anteriores al XVIII con un significado distinto a este sería no solo anacrónico, sino incluso epistemológicamente inútil 17 . En esta línea, William Chester Jordan opinó que su uso indiscriminado oscurecería más que ayudaría a la comprensión del pasado 18 . Para Barbara Fuchs, ser negro o de tez morena, por ejemplo, no implicaba pertenecer a una u otra raza o etnia en la Edad Moderna española 19 ; la cuestión no estaba en el color, sino en el linaje como se ha expuesto anteriormente. Tal vez por ello, Julio Caro Baroja habló del morisco no como miembro de una «raza» distinta, sino como parte de un «grupo étnico» 20 . En estas aproximaciones se puede saborear un regusto del concepto de «raza» que Michel Foucault y la historiografía francesa desarrollaron en sus escritos. De modo sintético, y corriendo el peligro de ser demasiado reduccionistas en dicha simplificación, para el 31

autor francés este término muestra una unidad ficticia que sirve para poner en un cajón diversas teorías, prácticas institucionales y relaciones entre los seres humanos que no siempre fueron así, entendiendo que la identidad racial nació como una normalización del poder temporal que creó diversas categorías «postizas», que no siempre funcionan históricamente 21 . Así pues, para Foucault, el nacimiento del racismo vino dado como consecuencia de una lucha por la soberanía. Retomando esta idea, Robert Barlett opina que en la Edad Media, cuando la religión era el elemento de cohesión de una comunidad 22 , ser cristiano, musulmán o judío era cuestión de nacimiento, no tenía ese significado racial moderno. Partiendo, pues, de esta postura, la representación de Bernardo como «blanco» estaría relacionada no con el color de su piel, sino con su pertenencia al cristianismo, al ser incluido en dicho «grupo» religioso. Esto podría funcionar, pero, entonces, ¿por qué pintó también blanco a Almanzor cuando pertenecían todos al mismo «linaje»? Matizando estas apreciaciones destacan las investigaciones de David Nirenberg. Para el profesor de la Universidad de Chicago podría ser lícito referirnos a «raza» cuando trabajamos el diálogo interreligioso en la España medieval y moderna (aunque no en el sentido actual ni decimonónico, sino contextualizado en su periodo) 23 ; para ello se cuestiona su estatus ontológico, e intenta comprender los conceptos y categorías que los sujetos históricos y sus identidades grupales tuvieron en sus propias sociedades 24 . Parte de su justificación se inicia con una crítica a Foucault, por considerar que su «historia» de la raza, como sus otras historias, era explícitamente estratégica. Con ello Nirenberg sabe que se opone a la mayor parte de la historiografía del siglo XX e inicios del XXI, que ya no estudiaba los conflictos 32

interreligiosos en España como la lucha de cristianos frente a musulmanes y que rechazaba el uso del término «raza» para definir esta confrontación. Para defender su postura comienza criticando el uso que de dicho término hiciera Américo Castro a inicios del siglo XX 25 . Castro, que escribió sus textos dentro de un contexto muy específico, durante el triunfo de Franco y la Falange, describió la existencia de una «raza hispánica», pura, claramente diferenciada de las castas (no razas, término expuesto entre exclamaciones) judía y mora. Para él, «el problema español era de castas y no de razas, algo hoy solo aplicable a quienes se distinguen, como dice el Diccionario de la Academia, “por el color de su piel y otros caracteres”» 26 . Así pues, para Castro, los musulmanes o judíos no podían ser considerados de razas diferentes, al no distinguirse fisiológicamente de los cristianos viejos, aludiendo, pues, a ese concepto biológico-étnico que se desarrolló durante la Ilustración y que todavía el actual diccionario de la Real Academia Española recoge en su segunda acepción. En esencia, Nirenberg, criticando esta ideología, se posiciona en contra de la visión unívoca de raza como un elemento exclusivamente biológico y defiende que implica más asuntos. Posteriormente el citado investigador se centra en el asunto terminológico. Disecciona su aparición en la literatura castellana, primero referida al mundo animal, entendida como «pedigrí». A su vez destaca cómo en el siglo XV su uso se hizo extensivo a la descripción de una variedad de defectos vinculados con el habla poética y la sexualidad. Estos defectos eran utilizados en muchas ocasiones para definir al judaísmo, encontrándose en este paralelismo la clave para entender que el concepto racial puede ser empleado en el ámbito hispánico dentro del conflicto interreligioso. Por ello insta a los historiadores a usarlo y no dejarse amedrentar por el peligro 33

del anacronismo que pudiera implicar 27 . Remarca el importante y consabido papel que dicho factor tenía en los textos legales, una de las fuentes que menor atención ha recibido por parte de los historiadores del arte en el análisis de este fenómeno. Por ejemplo, en los fueros la religión aparece como elemento de identificación por lo que sus prácticas, los comportamientos y las creencias subyacentes reflejaron en la identidad de cada comunidad. Así pues, este tipo de documentación demuestra una principal preocupación por aspectos «raciales», muchos de ellos vinculados a los reajustes que las conversiones producían en las relaciones interétnicas 28 . Este hecho se puede ver, por ejemplo, en algunas ordenanzas de oficios, donde se negaba el acceso a ciertos cargos por el color de la piel. Por citar un ejemplo interesante, Mercedes Gómez-Ferrer documentó cómo en la legislación de los contratos de aprendizaje de maestros de obras en Valencia, en 1568, se especificaba que no se admitiría ningún aprendiz «negre algú ço es de terra de Guinea o color de chinche [sic] ni de codony pera que aquell haja de aprendre lo offici de obrer de la vila» 29 . El color «codony» (membrillo) estaba relacionado con los conversos del islam, por lo que tiene una implicación étnica e incluso racial, si se quiere. La amplitud del concepto de «raza» y las precauciones en su uso fueron también cuestionadas por Geraldine Heng, quien opina que nos hemos dejado influenciar en demasía por la problemática que implica trasladar una idea de la modernidad a la Edad Media o al Renacimiento. Considera que no es correcto ceñirse solo al concepto de «linaje» y obviar que aspectos como la religión, el modo de vestir o el color de la piel eran fundamentales como elementos identitarios en el Medioevo y todavía a día de hoy. Aspectos, 34

pues, que trascienden su significado primigenio y que justificarían que no sea anacrónico el uso de dicho vocablo, siempre y cuando se tengan en cuenta las condiciones específicas en las cuales es aplicado. Con la creación de prejuicios sobre el uso del término estamos dejando de profundizar en un debate muy fructífero para nuestras disciplinas 30 . En una línea similar a esta idea, Nirenberg arguye que mucho antes de que surgiera una terminología racial consistente, los españoles medievales ya habían empleado una variedad de mecanismos legislativos, sociales y religiosos, desde la regulación comercial hasta las leyes de pureza de la sangre, para identificar y controlar a los pueblos judío y musulmán 31 , quienes eran definidos como de «mala raza» 32 . Prácticas que, como veremos en el presente libro, se reforzaron mutuamente por la creación de estereotipos o arquetipos populares que no solo endurecieron los perfiles de identificación de los grupos bajo vigilancia, sino que justificaron su subordinación en términos que fueron mucho más allá de lo religioso 33 . Siguiendo esta línea, Max S. Hering opina que, ya que en el siglo XV el término «raza» significaba «linaje» y «defecto», ambas acepciones pueden conjugarse en la definición de la alteridad, dentro de un discurso de la «pureza de sangre» sobre el que volveremos más adelante. De este modo, entiende que el defecto se hace, mediante el linaje, hereditario, en el sentido de una impureza genealógica, de ahí que se pueda aplicar a judíos, moros y heréticos, mediante esta simbosis semántica. Ser moro tenía unas connotaciones negativas que eran hereditarias: eran distintos, poseían unos defectos morales de los que no podían separarse. Es decir, el término raza no solo se sitúa como algo «físico externo», sino 35

como propio e inherente al ser humano, acercándose a una concepción biológica del mismo, a algo que se hereda y que conlleva unas virtudes o defectos 34 . Partiendo de unos posicionamientos similares, Childers es más comedido y utiliza el término «proto-raza» a la hora de estudiar al morisco, teniendo en cuenta los aspectos citados con anterioridad 35 . Estos problemas van siendo más evidentes durante el siglo XVII debido a la mixtificación de etnias por medio de los matrimonios entre distintos grupos sociales o al descubrimiento de nuevos territorios. Como indicara Cristian Berco, fue entonces cuando el color de la piel, el pelo y otros fenotipos asociados culturalmente con la llamada minoría racial asumen una mayor importancia cognitiva a medida que se perciben los rostros ambiguos 36 , lo que a menudo conduce a la clasificación como algo racialmente separado del observador. Para él, siguiendo la estela de Nirenberg, en el caso hispánico la combinación del fenotipo y las características morales tuvieron una importancia fundamental en el asunto de la raza desde el punto de vista legal y cognitivo 37 . Estas argumentaciones parecen estar basadas en la idea ya expuesta por Joyce MacDonald, quien opina que el término «raza» es mutable, polisémico y que puede ser utilizado en diversas situaciones dependiendo de los contextos 38 . Las ideas de Nirenberg han sido compartidas también en el estudio de otros ámbitos geográficos. Tal es el caso de la dramaturgia inglesa de los siglos XVI y XVII, donde José LópezPeláez asume que, dado que el lenguaje ayudaba a crear diferencias en la sociedad, es posible encontrar ejemplos reales de definición y clasificación racial en algunos de los escritos de dicho periodo (definiciones que, con demasiada 36

frecuencia, han sido explicadas o borradas como ejemplos de las convenciones culturales), que establecen una jerarquía y consolidan la desigualdad 39 . De hecho, su argumentación, aunque centrada principalmente en asuntos ingleses, muestra la relación entre la Corona hispánica y el islam, la importancia del color en dicho diálogo y, con ello, el valor racial de la alteridad. Por último, y volviendo al discurso de Niremberg, las conversiones y los estatutos de limpieza de sangre que se dieron durante los periodos medieval y moderno también fueron significativos en la creación del concepto de raza en la península ibérica, aspecto que nos interesa, pues está relacionado con el problema de representación de la tabla de san Bernardo y de los moriscos en general. La noción genealógica de que los cristianos descienden de los judíos fue reemplazada por la idea de que los cristianos descendientes de los conversos judíos (cristianos nuevos o marranos) eran esencialmente diferentes de los «cristianos por naturaleza» (cristianos viejos). Además, el apuntalamiento ideológico de estas nuevas discriminaciones exigía que la explicación se enraizara en realidades naturales. Con ello se hace un guiño a quienes utilizaron el concepto de raza únicamente desde el punto de vista «biológico». Los estatutos de limpieza de sangre 40 , que distinguían a los cristianos viejos de los nuevos, entrañaban en su seno dicho fundamento «biológico», pues la raza «religiosa» se entroncaba con el linaje («biológico») dándose aquí la clave justificativa del uso de dicho término en el ámbito hispánico 41 . Con ello no queremos indicar que el término raza se aplicara a aspectos físicos remarcables, al color principalmente, como se hizo en siglos posteriores, pero su uso implicaba algo más que el linaje. Al entender la religión como algo hereditario, el término raza es aplicable a musulmanes, judíos o, incluso, herejes. Era algo que se podía 37

incluso transmitir mediante la leche materna, idea compartida por gran parte de los textos polemistas antimoriscos. Esta idea es también expuesta por Antonio Feros en su estudio sobre la identidad hispánica y el valor de la alteridad en la conformación de la misma. Para ello, se basa en los textos de Pedro de Valencia, en especial en el memorial que envió a Felipe III en 1605, donde instó a apoyar la mezcla biológica en España. Esto erradicaría las diferentes etnias y las uniría en un nuevo cuerpo y nombre de comunidad 42 . Según Feros, Valencia rogó al rey encontrar un camino para persuadir a sus súbditos (principalmente a los moriscos) de que todos eran hermanos de una sangre y un linaje, nativos de una misma tierra, para que pudieran pensar en ella como una madre y desearan defenderla. Con ello, estaba instando a inventar una nación española, en la que compartirían orígenes comunes y mixtos y en la que todos amarían y defenderían una sola patria. Se ve, pues, la importancia del elemento biológico unido al religioso, como aspectos indisociables, y ambos equiparables al asunto racial. En el estudio de Feros sobre la identidad española se aprecia el conocimiento de las teorías de los autores citados anteriormente y su proyección en la obra de Pedro de Valencia, justificando, a nuestro entender, las particularidades «raciales» e identitarias de la Corona hispánica. Esta idea es compartida por otros autores como el propio morisco Miguel de Luna, en su Historia verdadera del rey Don Rodrigo, o por Fray Agustín de Salucio, quien en su crítica a los estatutos de limpieza de sangre insistía en la constante mezcla entre distintos grupos que se había ido produciendo desde comienzos de la invasión árabe 43 . De todas maneras, Feros tampoco considera que los 38

españoles tuvieran una visión clara y coherente de la humanidad dividida en razas radicalmente distintas. Esto lo ejemplifica a través de los contactos con judíos, musulmanes, indios y africanos. Para él, si tal teoría racial hubiera sido interiorizada y compartida por la sociedad, esta habría determinado el asunto de quién era español y quién podría disfrutar el derecho asociado con ser español, una de las preocupaciones máximas que este investigador plantea en su libro 44 . Entiende que los españoles, como otros europeos de la época, usaban el término raza, pero sus connotaciones diferían de las que comenzarían a adquirir en el siglo XVIII. Esta era una indicación de «calidad», con referencia a los animales y especialmente a las telas, pero también a los grupos sociales, como, por ejemplo, pertenecientes a un linaje noble, aspectos que ya hemos citado anteriormente. Aun así también remarca que, en todo caso, si se pudiera usar, adquiriría un talante peyorativo para criticar las religiones consideradas inferiores al cristianismo. Sus ideas son muy similares a las que defiende Tamar Herzog, quien en sus investigaciones plantea un interesante estado de la cuestión sobre el debate que aquí simplemente presentamos 45 . Para continuar matizando estas ideas es necesario acudir a otros contextos. En este sentido nos interesan las apreciaciones de Rotem Kowner, si bien no centradas en el ámbito hispánico 46 . Para él, por una parte, el concepto de raza, que incluiría aspectos biológicos y religiosos, había aparecido mucho antes del siglo XVIII, debido a que la etnicidad, el linaje y la propia raza se superponen y casi no se distinguen. Pero, por otro lado, reconoce que hasta una etapa tardía de la Ilustración la raza había sido una noción difusa, rara vez explicada explícitamente salvo en contadas ocasiones. Según su opinión, el discurso racial se basa en asociar un 39

número de características físicas particularmente visibles con el carácter no físico de un grupo dado. Esto es así porque, en cualquier encuentro con el otro, siempre se hace un intento de identificar y ordenar las similitudes de dicho individuo, pues el reconocimiento de las diferencias de grupo, ya sea inventado o real, se utiliza para marcar los límites y formar una identidad colectiva entre los observadores. Sus juicios se ven afectados no solo por el perfil general del otro que construyen, sino también por la naturaleza de la relación, y particularmente por el equilibrio de poder que forjan con ellos, aspectos que analizaremos en capítulos sucesivos. Esta discusión sobre la raza puede parecer casual en el estudio de la tabla de Antonio Peris, pero no es así. Bernardo y su hermano Almanzor, así como los esbirros, proceden biológicamente de la misma sangre, por lo que pertenecerían, desde una u otra postura expuesta, a la misma «raza», pero les diferencia la religión. En este caso la diferenciación no se hizo por el color de la piel. El artista «blanqueó» no solo el color del santo, sino el de todos los personajes para crear una mayor verosimilitud en la escena. Lo mismo sucede en algunas de las pinturas de moriscos que estudiaremos en el presente libro. Barbara Fuchs resumió cómo los moriscos fueron definidos en la literatura del Siglo de Oro y en algunas fuentes legales 47 . Indicaba, por ejemplo, que en toda venta de esclavos era necesario señalar su color, y que en dichas fuentes suelen aparecer como «de color moreno», de «colores negros», «de color blanco que tira un poco a tintes membrillo» o «membrillo cocido», o cómo, incluso, con frecuencia, eran descritos como blancos 48 . Por esto, debido a tal profusión descriptiva es complicado, o casi imposible, establecer un modelo de apariencia física estándar para los moriscos, 40

motivo por el cual podemos entender que muchas veces sean confundidos con los cristianos viejos. Bernard Vincent, por su parte, utilizó otras fuentes para intentar discernir cómo fue físicamente el morisco. En esta ocasión, el historiador francés empleó un censo de granadinos instalados en Córdoba entre 1569 y 1571, donde se puede comprobar que casi el mismo número de sujetos son descritos como de color oscuro y como de tez blanquecina 49 . Las indicaciones de este tipo de censos son comparadas, a su vez, con las apreciaciones de Pedro de Valencia, quien, ya en el XVII, justificó la similitud entre viejos y nuevos cristianos debido a largos años de convivencia en el mismo territorio 50 . Así pues, podríamos decir que tan solo el vestido 51 , uno de los elementos más polémicos de persecución por parte de las autoridades políticas y religiosas, pudo ser la clave para su reconocimiento, aspecto al que dedicaremos todo un capítulo del presente volumen 52 . Por todo lo comentado: ¿la representación de la conversión se convierte en un problema «racial», entendida raza no solo como «linaje biológico», sino también vinculada a la religión y a las costumbres? Cuando los artistas tuvieron que pintar al converso, ¿cómo resolvieron dicha diatriba? Esta es una de las múltiples preguntas que trata de responder o, al menos, plantear este libro. Muchas de estas cuestiones parten del estudio de la tabla del martirio de San Bernardo con la que lo iniciamos. Aspectos relativos a la importancia del color de la piel y las implicaciones morales y sociales que conlleva, el valor de los vestidos como identificadores de un grupo poblacional o las modificaciones étnicas con fines ideológicos son fundamentales en nuestros planteamientos metodológicos, en nuestra tarea de conocer cómo fue representado y percibido el morisco 53 . 41

Por otro lado, debemos recordar que dicho tono de piel puede implicar no solo diferenciaciones raciales sino también ideológicas, partiendo de la conocida semiótica del color, que influye incluso en la construcción de identidades 54 . Desde la antigüedad se produjo un debate entre el «blanco» y el «negro», ejemplificando el «bien» frente al «mal», no solo en la tradición clásica latina, sino también, y principalmente, en el mundo cristiano 55 . La literatura bíblica no incluye esa persona de piel oscura en su repertorio de metáforas que representan el mal, pero en el periodo posbíblico el uso más extenso de la metáfora de la oscuridad como pecado aplicado a la piel oscura fue desarrollado por los padres de la Iglesia en sus interpretaciones alegóricas de la Biblia 56 . La relación binaria entre la luz y la oscuridad, la negrura y la blancura, estuvo ligada a los discursos cristianos sobre el bien y el mal. La negritud a menudo se describía como sinónimo de fealdad, monstruosidad y pecado 57 . De esta guisa oscura describía por ejemplo santa Teresa al demonio con su frente cornuda y pies de cabra 58 . Satanás y los condenados a menudo eran retratados como negros, dibujando las asociaciones simbólicas entre la oscuridad y la oscuridad del pecado. Cuando meditaba sobre el color negro de la piel de los africanos subsaharianos, el misionero franciscano Juan de Torquemada denigraba la negritud como una deformidad, como un castigo de Dios 59 . En este sentido pueden ser analizados, por ejemplo, los negros etíopes en las Cantigas 60 o, por citar otro ejemplo, el esbirro negro que pintara Juan de Flandes en su Cristo ante Pilatos de la catedral de Palencia (1513-1521) 61 . El color «negro» es una prueba «ocular» de distinción y de diferenciación racial y, con ello, de crítica a la alteridad 62 . Esto mismo sucede en otros muchos textos, donde los musulmanes son descritos como feos, torvos, barbudos, y, 42

principalmente, «negros como Satanás» o «negros como Lucifer» 63 , como denuncia de su no aceptación en el seno de la sociedad occidental y sus malas costumbres 64 . La piel blanca era la de las élites cristianas 65 , aquellas que defendían los intereses del pueblo frente al enemigo político o moral, que solía venir representado de otro color 66 . Tomando el color y las deformidades atribuidas a los musulmanes expuestas en fuentes medievales, Inés Monteira 67 e Illaria Sabbatini 68 remarcaron cómo estas asociaciones se basaron en múltiples factores: el carácter demoníaco otorgado a este color, la llegada de contingentes africanos a la península para la guerra contra los cristianos del norte en los siglos XI y XII; y la voluntad de construir una imagen del otro en oposición a la de uno mismo. No en vano, los escritos de época carolingia se sitúan en el origen de la animadversión hacia la piel oscura. Fue entonces cuando se empezó a hacer referencia a la misma en virtud de los conflictos con el islam. Tanto Flori Jean 69 como Jean Pierre Jardin 70 hablan de una sacralización de la guerra como punto fundamental de esta demonización del adversario. Esta sacralización se puede realizar, por una parte, mediante la exaltación y glorificación del enemigo para enaltecer al vencedor; y, por otra, deformándolo con una mentalidad reduccionista, buscando la repulsión por parte del espectador, formando parte de la consiguiente estrategia de la Iglesia y el Estado para fomentar el odio hacia lo no cristiano 71 . Un ejemplo del uso de dicho color con significado peyorativo se puede encontrar en las propias Cantigas de Santa María (siglo XIII). Como indicara Mercedes García-Arenal, en este texto la alteridad negativa se acrecienta hacia los musulmanes granadinos y norteafricanos frente a los mudéjares andaluces. A los granadinos se le considera enemigos antagónicos 43

«negros, barbudos, feos», quienes tenían usurpada sin derecho una parte del territorio hispánico. La visión peyorativa que ofrece Alfonso X el Sabio del islam salpica a los musulmanes granadinos, pues estos, como su falso profeta, practicaban una religión satánica y engañosa 72 . De hecho, es curioso destacar cómo pensaban que el color de la piel incluso podría «contagiar» deficiencias morales, tal y como analiza Sheetal Lodhia 73 en la historia de Cosme y Damián, en la que se le trasplanta una pierna de un moro (o etíope) a un sacristán para sanarle, y este muestra la preocupación de que dicho fragmento intoxique de manera efectiva su identidad, su condición moral, pues tal elemento trasplantado podría llevar cargados dichos valores en su seno y, con ello, «contaminaría» su alma pura 74 . Este ejemplo es muy importante para entender el valor del color vinculado con la moral en dicha época. Carmen Fracchia demuestra cómo, en la península ibérica, autores como Pedro de Berruguete, entre otros, intentaron ocultar el momento del milagro de la pierna. La ausencia del «donante de órganos» etíope en la pintura de dicho personaje es un recordatorio de la ley promulgada por los Reyes Católicos a principios del siglo XVI ordenando la expulsión de los moros de la Corona de Castilla. No en vano, el etíope también está ausente en la versión contemporánea de este milagro pintada por el Maestro de Balbases, quien ha sido identificado con el rico comerciante-pintor Andrés Sánchez de Oña 75 . Los santos, pues, «debían» ser blancos, pues ese color de piel representa conceptos universales y es entendido como modelo de virtud. Como indican Molly Bassett y Vicent Lloyd 76 , la «creación» del santo es un acto público, dependiente de su publicidad, así como la marca de su racialización depende de un público real o imaginario. En 44

ambos casos, los guiones sociales se ven reforzados por el aparato de autorización, donde el marcado de la raza parece realizarse colectivamente. Así pues, que tanto Bernardo (como constructo social de dicha santidad) como Almanzor fueran pintados como «blancos» implica una decisión consciente del artista, quien los «blanquea», evitando la dicotomía entre el bien y el mal marcada por el color, y recurre a otros elementos como el vestido para distinguir lo bueno de lo malo, abriendo el abanico de posibilidades en la representación de la alteridad a algo más que un simple asunto étnico. En otro orden de ideas, se podría pensar que la tez de Almanzor y la de los santos se pintó de dicho color en relación con su estirpe, por su nobleza, descendientes de una de las más insignes familias del mundo árabe 77 . Atendiendo a su linaje se decidió utilizar el color más «noble» para su rostro. Esto ya ocurría, como se ha dicho, en las Cantigas de Alfonso X, en cuyas miniaturas a los moros importantes se les representa blancos, barbados, con turbante 78 . A los criados: negros, con el pelo muy rizado, destocados, mientras que, en los ejércitos musulmanes son blancos y enturbantados los caballeros y más oscuros, los infantes. Según García-Arenal, ello no es, de nuevo, sino una observación de la amalgama entre la realidad histórica y de distinción social, pues las tropas africanas contaban con importantes contingentes de color oscuro. Además, se trata de un intento de diferenciar a los nobles de la plebe y, en conjunto, relacionar con la coloración oscura al musulmán y al mal. Esto mismo sucede siglos más adelante, en los textos de Ginés Pérez de Hita, en las baladas de frontera o en otros autores que idealizaron el islam ennoblecido 79 . En pos de demostrar la nobleza de los moriscos, que aún ennoblece más 45

a los cristianos que los vencen y «poseen» 80 , se «des-etniza» a dicho grupo, y le atribuyen rasgos más seductores, más blanquecinos en algunos casos. Es decir, siguiendo esta idea, tal vez pudiéramos pensar que este proceso se aplica a la pieza que estudiamos. Si entendemos que solo se remarca su valor como nobles, no encajaría el blanqueamiento de los dos soldados portando las adargas; pero si atendemos a este segundo factor, a ese ennoblecimiento del musulmán como tal, como estrategia de hacer aún más digna la victoria contra el infiel, cabría la posibilidad de que el artista hiciera visible tal concepto que se comenzó gestando en el Medioevo y se hizo más visible a inicios del Renacimiento. A partir de lo todo lo expuesto puede entenderse por qué insistimos en la importancia de cotejar de modo paralelo y no yuxtapuesto la literatura escrita y las obras de arte, pues aunque comparten esquemas de creación de la alteridad, cada género recurre a unos recursos propios en el proceso de gestación de la misma. De hecho, estas escenas de «blanqueamiento» facial no solo pueden verse en este caso para mostrar su conversión o pertenencia a la élite política y militar, sino que fueron bastante usuales en el mundo hispánico, tal y como trató de demostrar Fracchia tomando como ejemplo diversas historias hagiográficas. Dicho rostro claro sería una metáfora del «alma blanca» del personaje cristianizado que, en las leyendas por ella estudiadas, solía estar vinculada con los esclavos. Estos, mediante el sacramento del bautismo como justificación moral de su blanqueamiento, dejarían de ser infieles y enemigos de la nación 81 . Este recurso, pues, plantea un doble plano de representación: el factual y el simbólico. Con un valor similar, Luis Méndez estudia el frontispicio de la obra de Alonso de Sandoval, realizado por Jan van Noort, De instauranda Aetihiopum Salute (Madrid, 1647), 46

donde flanqueando la escena de la Adoración de los Magos, en la cual justamente el rey negro es el primero en adorar a Cristo, aparecen dos representaciones de bautismos de etíopes totalmente blancos, como si el bautismo tuviera ese efecto que hemos citado con anterioridad. Este investigador lo atribuye a una remodelación de los mecanismos simbólicos de la representación del negro en dialéctica con el blanco en el siglo XVI, en la que el agua del bautismo actúa desde el interior y remite al sacrificio de Cristo que blanquea simbólicamente el alma del negro. Insiste en que lo que ocurre en España es único, pues no se dio en otros países europeos. No queremos con ello decir que el «blanqueamiento» de la faz de Bernardo sea un claro precedente, sino incluirlo en una corriente anterior a la citada por el investigador sevillano, que otorgaba ese valor al sacramento iniciático en la Iglesia 82 . Lo que sí que es cierto es que este hecho no se traslada a los modos de representación desarrollados durante la Edad Moderna en torno al morisco. Como veremos a lo largo del presente libro, salvo en el caso de las moriscas del retablo de la Capilla Real de Granada, siempre se otorga al converso un color distintivo. Para finalizar, este mismo proceso de «occidentalización» no se dio solo con el debate entre blancos y negros, sino también en otros lugares, a favor de la santificación de algunos personajes. Un claro ejemplo podríamos tenerlo en los mártires jesuitas del Japón, que fueron: san Pablo Miki (o Miqui), Diego Guisay (o Kisai) y Juan de Gotoo, beatificados en 1627, tras ser martirizados el 5 de febrero de 1597 en Nagasaki por orden de Toyotomi Hideyoshi. Pablo, Diego y Juan eran oriundos del país nipón, pero habían sido convertidos gracias al hacer de la Compañía de Jesús en las misiones iniciadas por san Francisco Javier y Cosme de Torres el 15 de agosto de 1549 en Kagoshima. Estos tres personajes eran conocidos por ser los más fervientes 47

defensores del cristianismo tras la evangelización recibida por los padres españoles. Su martirio fue rápidamente descrito y difundido en numerosas crónicas del momento, principalmente salidas de las prensas italianas. Estos textos recorrieron toda Europa con el fin de justificar la necesidad de aumentar las campañas de evangelización en dicho territorio y de combatir la intransigencia nipona, creándose una imagen canónica de su representación, que sirvió para ilustrar las historias escritas y engrandecer más aún si cabe su valentía 83 . Si analizamos dichas imágenes nos damos cuenta de que se repite lo mismo que sucede en el caso de Bernardo de Alzira: los japoneses conversos son representados como occidentales, como blancos, incluso se unifica su edad (Miki tenía 33, Guisay 74 y Gotoo 19) con el fin de mostrar una idea universal: ante los ojos de Dios todos son iguales, y el «modelo» de igualdad que se dio en el Medioevo y Edad Moderna fue el occidental y el de hombres de mediana edad. De hecho, los jesuitas no se centraron en describir las diferencias raciales de dichos personajes en sus escritos, sino en plasmar su conversión y valentía en la defensa del cristianismo 84 . Volviendo al problema del color, en especial del negro, no podemos obviar que existen excepciones que podrían haber sido utilizadas en el caso de Bernardo para representar su vinculación con el islam. Durante la Edad Media tenemos otros casos similares que causaron un amplio debate. El más significativo podría ser el de san Mauricio, caballero etíope que defendió el cristianismo en el Imperio romano. Existen representaciones de este personaje desde el siglo XIII, siendo una de las más conocidas la que se conserva en la catedral de Magdeburgo 85 , realizada en paralelo al desarrollo de las cruzadas y de las peregrinaciones a Tierra Santa, cuando ese «otro» era justamente de color. A su alrededor aparecieron 48

toda una serie de escritos que justificaban su tez oscura y que servirían, más tarde, también para argumentar la inclusión del rey negro en las escenas de Epifanía 86 . Por una parte es utilizado para demostrar la conversión y la universalidad de la salvación y, por otra, se remitía al Cantar de los Cantares, donde aparece la expresión: «Soy morena, pero hermosa» (Ct 1:5), con lo que se retoma el topos platónico de que lo bello es bueno y, por tanto, no siempre la negritud física tiene una connotación negativa 87 . Aun así es cierto que gran parte de los hagiógrafos de santos de color tienden a disimular o a mitigar este aspecto físico, principalmente cuando se escriben las principales biografías de dichos personajes durante la Edad Moderna 88 , momento en el que las cofradías de estos personajes sacros proliferan en la península ibérica 89 . Lo mismo sucedería con las «Vírgenes negras», siendo el caso más conocido el de Montserrat que, curiosamente, hasta el siglo XV no viene descrita de dicho color y que, a la vez, tuvo un papel fundamental en la lucha y defensa de las costas ante el islam 90 . Así pues, resulta interesante ver que tenemos diversos ejemplos de santos de «color» en el mundo medieval y moderno, pero que, por el contrario, en el caso de Bernardo se prefirió seguir un estándar de representación occidentalizado. También es paradigmático que las representaciones de tal ilustre personaje no sufrieran una profusión en los periodos de evangelización contra el infiel. El ejemplo de un santo converso, de un miembro de la realeza que dejó el islam y se hizo cristiano podría haber servido como modelo para el adoctrinamiento de los moriscos tras las conversiones forzosas hispánicas, pero no fue así. Tras este pequeño fragmento de retablo, no hemos podido localizar más representaciones hasta bien entrado el siglo XVII. ¿Por qué 49

mientras que las fuentes textuales utilizaron el valor propagandístico de Bernardo no lo hizo así la pintura? Tal vez tenga algo que ver con los problemas artísticos y conceptuales: ¿cómo pintar a un santo que debió ser de «raza» mora, pero que los escritos dictaminaron que era blanco? ¿Cómo diferenciarlo de su hermano, sangre de su sangre, pero no converso? Obviamente aducir que fue por este asunto por lo que no hubo una profusión de esta iconografía sería especular sin una base documental clara. Seguramente pudo haber algún otro motivo, pero dicho vacío es muy sintomático y tal vez puede venir dado por la dificultad expuesta. Además, este ejemplo nos sirve a la perfección para plantear dos cuestiones que planean a nuestro alrededor durante todo este libro: ¿qué opciones tenía el artista para pintar la conversión y qué recursos fueron los más habituales?; y ¿pudieron influir los problemas artísticos y conceptuales en la difusión o no de una iconografía en un momento preciso de nuestra historia? Hasta aquí se ha mostrado la importancia de este elemento en la hagiografía, pero ¿qué sucede con los «otros» conversos que no fueron santos, pero sí representados en diversos altares, como en el de la Capilla Real de Granada? ¿Y con los moriscos nobles, como la familia Granada Benegas, cuya serie de retratos presenta una evidente función de mostrar su linaje? 91 . Investigadores como Zayas, pero sobre todo Perceval, ya entendieron el asunto morisco como problema racial o étnico 92 , pero ningún historiador del arte se ha cuestionado el valor que dicho tema pudo tener en la conceptualización visual de la alteridad en territorio peninsular. De ahí que consideremos necesario replantear los enfoques y evitar crear retratos robots que partan de los textos y se proyecten hacia las imágenes.

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El estudio de este problema étnico o racial vinculado con el asunto morisco y su visualización ha contado con casos ilustres que sí han producido todo un abanico de publicaciones que nos puede servir para nuestro cometido. Bien es sabido el revuelo que supuso en la historiografía de finales del siglo XX el análisis del retrato de Juan de Pareja, a manos de Velázquez, conservado en el Metropolitan de Nueva York 93 . En este caso, lo que se representa es el ayudante del pintor cortesano, esclavo, hijo de una mujer morisca, que conserva sus rasgos oscuros, pero que es plasmado como un noble, señorialmente vestido, con la rica valona de encaje de Flandes, prohibida en España y que hasta el propio Felipe IV, en su comportamiento austero, intentaba evitar. Fue una pintura que obtuvo un gran éxito ya desde su primera exposición, como mostró Antonio Palomino, por su calidad pictórica 94 . Como indica Victor Stoichita, Palomino menciona de manera muy explícita la condición de esclavo del retratado, su pertenencia racial y el color de su piel. Este último detalle se menciona mediante un eufemismo, «el negro no se nombra, pero sí se sugiere en la fórmula “color extraño”, esto es: color extranjero, diferente, indefinido o indefinible. Ante este artificio cabe la explicación de que, siendo mestizo, Pareja no es ni negro, ni blanco, sino mezcla de los dos» 95 . El investigador suizo incluye este hecho dentro de las corrientes humanistas de «aclarar», pero no borrar la «negrura» de los personajes que se quieren homenajear. Stoichita insiste en que Palomino consideraba la esclavitud y el color oscuro como un mal, pero con la liberación de Pareja, gracias a la intercesión del propio Velázquez 96 , se consigue que este se convierta en un nuevo ser, que renazca y adquiera una nueva posición positiva dentro de la sociedad 97 . Así pues, mediante este ejemplo, apenas esbozado en estas páginas, se puede demostrar que el problema de pintar al converso (o al 51

hijo de conversos, como en este caso) es un asunto «racial» o «étnico», que se mantiene incluso tras la expulsión de los moriscos y que está íntimamente relacionado con la condición social de los personajes implicados. El retrato de Pareja no solo impactó o todavía sorprende a los historiadores por su buena factura, sino por el modo dignificante en que se representa al «otro» y, no solo eso; también en cómo se percibe en términos retratísticos en el siglo XVII. Con ello se insiste en la importancia de enfocar con esta metodología el estudio de las imágenes del morisco en la península ibérica, porque era un asunto candente en dicho momento, en el cual la elección de una solución u otra implicaba un claro posicionamiento por parte del artista a la hora de plasmar su visión del problemático mundo multicultural y pluriétnico en el que vivía 98 .

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Fig. 2. Juan de Pareja, Diego Velázquez, 1650, Metropolitan Museum, Nueva York.

EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD MORISCA El hecho de modificar racial o étnicamente los rasgos de los conversos tanto en los textos escritos como en los discursos visuales está íntimamente relacionado con la representación de su identidad 99 . Como es bien sabido, dicha palabra deriva del latín identitas, que, a su vez, etimológicamente proviene de ídem, que significa «el mismo». Dicho término encierra una relación mutua entre uno mismo (mismidad) y un 53

vínculo latente de alguno de sus caracteres con los demás que circundan a dicho individuo, aspectos compartidos en algunos casos y diferenciadores en otros 100 . Se trata, en esencia, de semejanzas y disimilitudes que marcan unos patrones de conducta que son analizados, principalmente, desde la antropología. En este sentido podemos hablar de una identidad individual, que está vinculada a las relaciones de un ser con el mundo que le rodea; y de una colectiva, que se crea en confrontación con otro grupo social donde dichos individuos aparecen englobados 101 . Para estudiar tanto la una como la otra es necesario contextualizar las relaciones entre individuos y grupos, teniendo en cuenta todos los agentes que condicionan su coexistencia. En este proceso, el arte tiene un valor fundamental, pues es un modo de hacer «visible» el «yo» y distinguirse del «otro» 102 . En este sentido, son muchas las fuentes que se pueden estudiar para conocer estas distinciones, pero, tal vez, la más atractiva es la narrativa de viajes. En ella, de modo más o menos objetivo, el sujeto viajero se construye frente al de los habitantes de los países que visita, algo que estudiaremos con detenimiento cuando hablemos de cómo se gesta la imagen del morisco con la llegada de nobles o intelectuales, principalmente de Centroeuropa, quienes incluso ilustraron sus obras, construyendo un imaginario de la alteridad 103 que todavía a día de hoy continúa siendo el más recurrente. Uno de los problemas que suceden en el análisis de la identidad, del que no han escapado ni la historia ni el arte, ha sido el de caer en una mera realización de un catálogo de semejanzas y diferencias entre los grupos estudiados 104 . Este catálogo produce la estandarización de estereotipos o comportamientos que parten de una idea preconcebida de superioridad de una comunidad sobre otra, hecho que puede 54

ser nocivo. Estos catálogos provienen habitualmente de la mente del propio historiador, como ser clasificador, que necesita de herramientas para crear unas identidades que fueron mucho más permeables de lo que esta metodología reduccionista permite ver 105 . Tradicionalmente, los historiadores han actuado como inquisidores: el morisco era así, y, por tanto, debía ser representado de dicho modo, obviando, con ello, las particularidades geográficas y cronológicas de las que hablaremos. Consideramos que para conocer la identidad del converso (o sus identidades, entendiendo las diferencias anteriormente citadas), primero hay que bucear en el individuo como tal, en su vida, en su cultura material y en sus relaciones con el resto de sus correligionarios, para, finalmente, contrastar las conclusiones extraídas con el comportamiento y el legado patrimonial del cristiano viejo. En este viaje hay que tener en cuenta que llevamos un incómodo equipaje, pues la historiografía de los siglos XVII al XX ha ido construyendo unas percepciones identitarias del morisco que resultan anacrónicas 106 y que están basadas en el problema que implica el cruce voraz de críticas entre ambos grupos que se dio en diversos periodos de intransigencia religiosa. Esto ha producido que la verdadera identidad del converso quede diluida y desdibujada y, con ello, que el historiador tienda a la simplificación y a trabajar este asunto como una historia de contrarios, cuando la vida de cristianos viejos y moriscos fue, habitualmente, en paralelo, y con ello la construcción de su identidad 107 . Este fenómeno ha sido definido por Ron Barkai como el del «enemigo en el espejo» 108 o por Stoichita mediante el concepto de «l’iconosphère de la différence» 109 . Dichas construcciones no han sido testigo de la realidad, sino expresión de las inquietudes, intereses y objetivos del poder 55

político y religioso del momento 110 ; pues, como indicó Fernand Braudel 111 , toda guerra colonial implica inevitablemente el choque entre dos civilizaciones y la intromisión de pasiones ciegas, violentas e insidiosas. Un choque que, para Fuchs, incluso, sirvió para crear una identidad nacional, basada en la destrucción o difuminación de las prácticas culturales del «otro», con el fin de remarcar la hegemonía de los colonizadores 112 . De hecho, sobre la presencia del morisco en la identidad española, como miembro del imperio hispánico, reflexionaremos en el presente libro, principalmente cuando analicemos las manifestaciones artísticas realizadas durante el periodo de Carlos V. Estas dificultades han producido una serie de problemáticas historiográficas a la hora de trabajar la identidad morisca, o al menos de caracterizarla de forma general. Se ha tratado de buscar una «imagen tipo» que sirviera para definirlos y encasillarlos de algún modo, tratando de encontrar una serie de adjetivos no anacrónicos que englobaran la pluralidad de comportamientos. También se ha cuestionado si los moriscos poseían o se comportaban según algún patrón o patrones que los identificaran de forma significativa frente a otros grupos humanos de su época y de su territorio 113 . La mayor parte de las respuestas a dichas preguntas siguen siendo debatidas, pero si en algo existe unanimidad a la hora de analizar las imágenes del morisco es en que estas, como se ha dicho, han sido un constructo imaginado y producido por unas élites a quienes les interesó que este fuera unificado bajo un único paraguas para dominarlo y finalmente expulsarlo 114 . Uno de los investigadores que mejor han mostrado dicho proceso es José María Perceval. Partiendo de las premisas de 56

los apologistas de la expulsión, que utilizaron la sentencia «todos son uno», el investigador citado ha expuesto que esta idea lo que encierra es la no comprensión por parte del cristiano viejo de la sociedad, tendiendo a simplificarla. Esta unificación sirvió para mostrar a un morisco espiritualmente insincero, traidor enmascarado y confabulador contra la cristiandad 115 , que se resistía a admitir la verdad y tenía en su mente posibles alianzas contra el turco, alianzas que fueron fundamentales en la creación de su imagen negativa y justificación de su expulsión 116 . En palabras de Caro Baroja, los moriscos eran considerados como un grupo apóstata en conjunto, enemigo de la cristiandad, relacionado con los herejes protestantes y otros enemigos de la monarquía española 117 . Así pues, los moriscos estaban condenados psicológica y socialmente solo por el mero hecho de serlo, con independencia de su actuación, de su pasado o de su auténtica fe religiosa 118 . Estas ideas pueden encuadrarse dentro de la citada teoría de la «imagen en el espejo», pues implican una exageración de los elogios a la autoimagen, por una parte, y una imagen diabólica para el grupo adversario, por la otra. En palabras del propio Perceval, para gran parte de la sociedad moderna, e incluso para la historiografía que posteriormente la estudió, no existió el morisco, sino en el discurso de los opresores en el discurso dominante 119 . Para demostrarlo toma como ejemplo el memorial de Francisco Núñez Muley ante las pragmáticas reales, quien, para ser entendido, tuvo que hablar desde los parámetros de una identidad construida por los cristianos viejos. En él, el notable morisco dejó de lado su propia identidad para utilizar aquella que fue creada para definir a los suyos, considerando que así sería mejor comprendido y podría obtener el beneplácito de las 57

autoridades 120 . Por ello Perceval nos recomienda «quitar la máscara» al morisco para buscar a su inventor, proponiendo un análisis de su imagen literaria no a través de la víctima sino del verdugo, aquel verdugo que muchas veces no tuvo, ni tan siquiera, una curiosidad etnológica en el estudio del pueblo que oprimió 121 , algo que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XVIII 122 . Esta visión unitaria, además de en los textos de los apologistas de la expulsión, se pudo ver también en los procesos inquisitoriales, tal vez, la mayor máquina de creación de identidades. No entraremos aquí a discutir si se trata de una fuente envenenada o no 123 , pero sí que es cierto que es fundamental a la hora de analizar la percepción que se tenía del morisco. Esta institución unificó y estandarizó las prácticas «mahométicas» por las que los moriscos fueron condenados: destrucción de imágenes, comer carne al estilo musulmán, celebraciones religiosas prohibidas, hechicería, poseer libros arábigos, la no confesión, la ayuda a los turcos en sus labores de asedio, negar la trinidad, etc. Para Deborah Root 124 , tres fueron los momentos clave en la creación de dicha imagen del morisco: el primero vino marcado por la conquista de la Granada musulmana en 1492. Los conquistadores cristianos pudieron afirmar la soberanía política y religiosa, lo que hizo posible circunscribir la «infidelidad» y, con ello, que la Inquisición ajusticiara a los conversos. El segundo fue tras los bautismos forzosos, que, según ella, permitieron que la infidelidad fuera reinscrita dentro de la herejía. Y, por último, el tercero, cuando era necesaria su expulsión, dado su no arrepentimiento y posterior rechazo por la comunidad. La metodología de creación de la identidad del morisco para ajusticiarlo desde un estamento legal es muy similar a la de los apologistas de la 58

expulsión, o incluso a las ideas vertidas en los distintos libros de polémica antiislámica o antialcoranos del mundo moderno. Todos ellos unifican y magnifican los aspectos más negativos de dicho pueblo con el fin de condenarlos, sin entrar en aquellos matices que pudieran resultar realmente muestras de su verdadera identidad, algo que no les interesaba lo más mínimo. Esta visión monolítica se encuentra también en los propios diccionarios de la época. Un ejemplo significativo, estudiado por Mohamed Saadan 125 , es que Covarrubias en su Diccionario de 1611 utilizara la voz «moriscos» y no la de «morisco» en su definición del término. Este hecho puede ser leído como que el morisco debe ser entendido siempre como un ser incluido en un grupúsculo, eliminando su individualidad, aniquilándola. Siguiendo la estela del «todos son uno», se construye la identidad desde el pueblo colonizador al colonizado. El morisco no existe como un individuo autónomo, sino que debe formar parte de una colectividad. No importa si dicho converso procede de un área geográfica u otra; o si su nivel de asimilación o conversión es diverso; el morisco «individual» solo existe en relación al resto de sus correligionarios. Con ello se comete un error muy grave a la hora de definir al «otro», se vuelve a caer en la estandarización y estereotipación, se ignora la pluralidad de opciones. De hecho, ya nos advertía Peter Burke 126 que es una equivocación hablar del hombre medieval o del francés en términos generales, como si no hubiera importantes diferencias en las actitudes de los habitantes de Francia, como si fueran un único colectivo con un proceder idéntico. No hay razón por la que una mentalidad se deba atribuir a una clase social o a un grupo determinado en vez de a una sociedad entera, pero esta táctica conlleva problemas similares a menor escala. Para estudiar la identidad (o 59

identidades) morisca debemos tener en cuenta el uso de singulares y plurales, lo mismo que cuando estudiamos su imagen. La historiografía ha tendido a buscar una imagen, aquella que más le convenía en dicho momento y que encajaba con los textos, sin tener en cuenta la propia vida de la obra de arte o la mutabilidad de la cultura visual. Igual que no creemos que exista una única identidad morisca, tampoco pensamos que haya una única representación del mismo. Su imagen cambiará dependiendo de quién la ordene realizar, con qué fin y de a quién esté destinada. En resumen, podríamos concluir diciendo que durante los siglos XVI y XVII se conceptualizó al morisco, «lo morisco» y su identidad no solo en la península ibérica, sino también en los territorios de ultramar 127 . En una sociedad en la que la religión lo movía todo 128 , su concepción creció en paralelo a la del islam imaginado. Las imágenes que de él se tuvieron en la literatura y en otras fuentes escritas fueron creadas para ser a veces entendidas como algo ajeno a nuestra sociedad y, por ello, fruto de extrañamiento por su «exotismo». En otras ocasiones, responden a una estrategia de aprehensión y sometimiento 129 , una hibridación entre la realidad y lo que los altos estamentos sociales y económicos deseaban hacer visible del infiel 130 . Así pues, durante el siglo XVI, pero especialmente tras la expulsión de los cristianos nuevos, se dio una necesidad de «retratar al morisco», creando un dibujo de un ser que no existía como tal, convirtiéndolo en un ente medio imaginado, medio real, creado en buena medida por quienes los abominaron. Tanto los apologistas de la expulsión como aquellos que, en parte, buscaron otras soluciones, como Pedro de Valencia, partieron de los mismos presupuestos y fuentes, pero llegando a conclusiones muy distintas, hecho que dificulta el 60

estudio objetivo de la identidad morisca y sus particularidades. Este es uno de los grandes problemas, pues las fuentes documentales a partir de las cuales intentamos aproximarnos a la mentalidad de la época fueron creadas por un núcleo elitista muy determinado, con una visión bastante unívoca de lo que el morisco era, o de lo que el morisco «debía ser» 131 . Se trata de escritos que habían sido gestados directamente en los círculos cortesanos situados en sus alrededores o cercanos a ellos; de representaciones e imágenes elaboradas —directa o indirectamente— al servicio del poder, como fórmulas para construir o fortalecer sus decisiones 132 . Daba igual que se tratara de moriscos recientemente convertidos, que de descendientes de segunda o tercera generación. No importaba si eran fruto de matrimonios mixtos o de estirpe totalmente conversa 133 . El constructo de su identidad fue mucho más cerrado y reduccionista. Por ello, en muchas ocasiones es casi imposible distinguir al morisco real del imaginado 134 . No solo durante la Edad Moderna, sino incluso siglos después, se le convirtió en un enemigo útil, al cual se recurría para justificar distintas decisiones políticas. Esto, que en origen podría suponernos un problema, no lo es tanto desde nuestro punto de vista. Nuestra intención no es mostrar cuál fue la identidad «real» del morisco, algo que creemos que jamás podremos saber, sino cuál fue la que crearon aquellos que se encargaron de difundir la imagen de los conversos, quienes encargaron obras teatrales y pinturas, pues es ahí donde está la clave de la construcción de las imágenes que analizamos en el presente volumen. En este sentido, el estudio de la identidad del otro a través de la historia del arte ha sufrido los mismos problemas que la historia o la antropología: una visión partidista que depende de la procedencia casi unívoca de los encargos. Las fuentes empleadas para el estudio de este constructo fueron palas de 61

altar, retratos realizados por viajeros, con un sesgo orientalista y no siempre tomados del natural, o piezas conmemorando la expulsión. En los últimos años se están encontrando nuevas posibles vías de análisis de la identidad y autorrepresentación morisca, algo similar a lo que sucede con la literatura aljamiada, a través de una serie de grafitis en casas granadinas o en cárceles inquisitoriales del sur de Italia. Esto supone un avance significativo en la disciplina 135 , pero se trata de investigaciones que todavía se encuentran en un estado bastante seminal y que presentan conclusiones parciales que deben ser cruzadas con un espectro mayor de ejemplos para constatar su posible objetividad. Volviendo al problema de las fuentes textuales, para José A. González Alcantud 136 , parte de este proceso de estereotipación del otro estuvo relacionado con la necesidad de crear unas fronteras que no existieron, pues fueron siempre permeables y mutables. Para ello fue necesario la aparición de limes y topos, límites y lugares comunes, que dieran sentido pleno a la confrontación política y militar. Se creó una suerte de mitografía que podría relacionarse en su origen con las figuras de los santos matamoros o los mártires de Córdoba, una mitografía y un islam imaginado del que fueron también partícipes los propios moriscos, propiciando historias como la de los plomos del Sacromonte 137 . San Cecilio fue entendido entonces como un contrafacto de Santiago Matamoros, y un proyecto de semantización de la propia Granada 138 . La creación de esta mitografía identitaria está vinculada, obviamente, al papel de la memoria. No en vano, tanto las estrategias cristianas como las moriscas se basaron en buscar, en la Tardoantigüedad y Medioevo, justificaciones para entender su presente o cambiarlo 139 . Para Jan Assmann, la 62

memoria es creadora de la identidad, tanto individual como colectiva 140 . Esta se basa en puntos fijos del pasado, en elementos simbólicos que puedan marcar dicho pasado y servir para el presente. En el contexto de la memoria cultural, la distinción entre mito e historia se desvanece. El pasado no es lo que realmente sucedió, sino lo que reconstruyen los historiadores. La memoria cultural retrocede al pasado solo en la medida en que el pasado puede ser reclamado como «nuestro». Así, el conocimiento sobre dicho pasado adquiere las propiedades y funciones de la memoria si está relacionado con un concepto de identidad, con un recuerdo colectivo. Lo mismo sucede con la percepción y análisis de dicha memoria, que no puede reducirse a una mera facultad biológica individual, a través de la cual la imagen invisible se extrae de la imagen visible; sino que está organizada por la suma de una serie de parámetros que tienen que ser analizados de modo paralelo, en los que el individuo funciona de modo único, como parte de una comunidad y como miembro de toda la sociedad 141 . Así pues, la memoria del morisco no solo debe ser estudiada desde su gestación por parte del cristiano nuevo, sino también desde el intento de crear su propia memoria cultural. En este sentido creemos que en los últimos años ha sido muy fructífero el análisis con mayor profundidad de la literatura aljamiada 142 , así como de fenómenos como el anteriormente citado de los libros plúmbeos del Sacromonte, que nos han revelado unas imágenes e identidades con muchas más capas de las que podría pensarse a priori. Capas que incluyen su percepción propia, pero también sus relaciones complejas con la sociedad que les rodeaba. Es algo más que una simple identidad religiosa 143 , de ahí la necesidad de estudiar su conformación con el fin de entender cómo y por qué los moriscos fueron representados de uno u otro 63

modo. Más allá de la mitografía y leyendas creadas 144 , la relación entre cristianos viejos y moriscos, como expuso incisivamente Perceval, fue muy similar a la leyenda de la Prostituta de Babilonia 145 , pues si no hubiera existido el cliente no existiría la prostituta. No es posible entender al morisco sin la comunidad cristiana que lo somete, lo explota, lo bautiza, lo estudia, lo unifica, planifica su integración y, finalmente, lo expulsa. No se trataba, pues, de que los moriscos cumplieran religiosamente como cristianos, sino que se les exigió que se asemejaran en todo su comportamiento a los cristianos viejos, que renunciaran a su identidad 146 . No en vano, la asimilación, aquella postura más pacífica, no es lo mismo que la integración, pues bajo la primera, el «otro» no es aceptado sin un cambio radical en su ser y su comportamiento, que supone la renuncia a la propia identidad. Los musulmanes se enfrentaron a las alternativas de un etnocidio potencial o virtual, ya que su historia, características y costumbres se intentaron modificar sistemáticamente con la intención de que en un futuro fueran comunidades identificables históricamente y, con ello, etiquetadas como distintas dentro de la historia de este territorio. A todo ello hay que añadir un factor que todavía complica más la situación: como apuntaba a mediados del siglo XX Américo Castro, la España cristiana se construyó mientras incorporaba e injertaba en su vida lo que su enlace con la muslemía le forzaba a hacer 147 . No creemos que se diera un «robo de identidad» como exponen algunos autores 148 , sino más bien un constructo donde el odio y la admiración por lo islámico se hacía presente 149 . A todo ello habría que unir la necesidad de enmarcar al enemigo interior dentro de un marco mediterráneo de disputas contra el turco, que fue 64

fundamental en la creación de las identidades y su evolución, antes y después de la expulsión. Todo ello nos incita a trabajar la identidad del morisco en paralelo a la propia conciencia de nación y de pertenencia a una comunidad específica del cristiano viejo 150 . Este uso del pasado islámico, entre la admiración y el rechazo, conjuntamente con los periodos de coexistencia más o menos pacífica (que produjo intercambios culturales, económicos e incluso religiosos), no puede ser obviado en todo este proceso 151 . De todos modos, no es nuestra intención aquí resolver el problema de las identidades moriscas o cristiano-viejas, sino plantear la importancia que las mismas pudieron tener en la creación de la imagen de los conversos, para encuadrar el estudio de dichas representaciones. Más allá de la visión estereotípica del morisco como «uno», idea que pervivió durante siglos, debemos conocer de modo más detallado qué suponía sentirse miembro de dicha comunidad. Para García-Arenal ser morisco dependía exclusivamente de la voluntad de serlo, de sentirlo y de ser percibido así por los otros, tal y como demuestran sus propios textos 152 . Los moriscos eran totalmente conscientes de las diferencias y tensiones con el mundo cristiano, haciendo de su fe el último baluarte de su resistencia. Como defendió Louis Cardaillac 153 , no es que la sociedad de los cristianos no les atrajera, pues algunos casos de conversiones sinceras han podido ser documentados, pero no podían resignarse a abandonar una tradición y una cultura que sobrepasaba los límites propios de la religión. Esta resistencia a la conversión, vinculada con la defensa de su identidad, no siempre fue violenta, pues trataron de sobrevivir sin choques estridentes 154 , ayudados, en gran medida, por la debilidad de la acción evangelizadora de la Iglesia (ignorancia general del clero, incomunicabilidad 65

lingüística, poca mella de las creencias cristianas en la fe islámica, etc.). Además, según Mikel de Epalza, acostumbrados por la enseñanza coránica del respeto general al cristianismo y a sus ministros (lo que no excluía burlas en temas concretos), los musulmanes se acomodaban fácilmente a la coexistencia con los eclesiásticos 155 . A estos factores citados deberíamos añadir, por último, la clandestinidad y las teorías del disimulo, que, a veces, nos impiden analizar este juego de espejos, pero que son, en esencia, la base de la cohesión identitaria morisca, así como del alto grado de solidaridad que existió entre ellos 156 . Para autores como el propio Luis Bernabé, con mecanismos como el del disimulo religioso que se les otorgó (no solo en aquel momento sino también la historiografía posterior), el morisco es presentado de forma inefable como alguien muy poco de fiar, como si nadie más disimulase sus creencias en la España de los siglos XVI y XVII. Para este autor los «moriscos han sido convertidos en unos profesionales (¿vocacionales?) de la ocultación» 157 . Con esta actitud, los altos estamentos políticos y religiosos no solo trataban de que los moriscos cumplieran religiosamente como cristianos, sino que les exigían que se asemejaran en todo su comportamiento a los cristianos viejos, en esencia, que renunciaran, en parte, a su identidad. Algo que, como veremos, sucede gracias a diversos procesos de hibridación bien por obligaciones legales, bien por intentos de supervivencia ante el acoso inquisitorial. Así pues, se dan dos fenómenos de modo paralelo e imbricado: por un lado, la defensa de sus propias tradiciones, que permite al morisco seguir cumpliendo con sus preceptos islámicos, y, a su vez, la propia necesidad de hacerlo de modo oculto, de puertas adentro, para evitar ser apresado. Por tanto, como se ha dicho anteriormente, debemos 66

entender la comunidad morisca no como una y uniforme, sino con diversas variantes en su seno. Principalmente, esta distinción debe realizarse desde el punto de vista geográfico, pues justamente su procedencia estaba en relación con su grado de conversión, tal como indicaran tanto el propio predicador jesuita Ignacio de las Casas 158 como Francisco Núñez Muley en su memorial. Por su origen son distinguibles los moriscos castellanos, caracterizados por tratarse, a grandes rasgos, de comunidades pequeñas más cristianizadas. Esta última particularidad sería también compartida por los catalanes y aragoneses, si bien estos últimos fueron fundamentales en el tránsito de los granadinos hacia Francia tras su expulsión, por lo que en algunos momentos fueron problemáticos 159 . Muy distinta a las dos comunidades anteriores fue la de los valencianos, altamente beligerantes y arabizados, cualidades que compartían con los granadinos. Por último, no podemos olvidar a los musulmanes del sur de Portugal que presentaron una filiación al islam bastante menor que los del resto de la península, pero que resultan igualmente interesantes por la oscilación política que se produjo en aquel momento, en el que dicho país alternaba su independencia con momentos de inclusión en la Monarquía Hispánica, hecho que condicionó también su conversión 160 . Esta subdivisión, que se conocía, como se ha dicho, justo en el momento de los procesos de conversión ya creaba un prejuicio a la hora de enfrentarse a las tareas de evangelización e, incluso, sirvió para crear estereotipos sobre cómo eran los habitantes de una región sin haberla visitado nunca o aplicar planes de adoctrinamiento sin tener en cuenta las particularidades del territorio 161 . Por todo lo comentado, pese a algunas críticas, a la hora de cartografiar la «España morisca» para aprehenderla 162 , es 67

necesario conocer estas diferencias cuando nos enfrentamos al estudio de la imagen que de este colectivo se creó desde su conversión a su expulsión en 1609. Dentro de las tipologías citadas también habría que distinguir distintos aspectos, como, por ejemplo, el de la cronología. Hay que tener en cuenta, como veremos a lo largo de las siguientes páginas, que no es lo mismo hablar de un morisco a quien se le obligó a convertirse a la fuerza en los primeros años del siglo XVI, que de aquellos que, tras dos o tres generaciones, vivían en distintos enclaves de la geografía española. Todos son moriscos, pero el grado de conversión y asimilación o rechazo de la cultura cristiana era muy diverso y eso debería haber influido en la creación de su imagen, así como el asunto de los matrimonios mixtos o los procesos de ascenso social y económico. Lo que sí es cierto es que existen algunos hitos fundamentales que marcaron el devenir de su imagen, un antes y un después, que tuvo su influjo incluso en la cultura visual del momento. Un caso claro sería el de la segunda revuelta de las Alpujarras, que no solo condicionó su dispersión por el resto del territorio peninsular, sino que también afectó a las comunidades receptoras que veían desestabilizado su orden por la llegada de ciertos grupúsculos bastante más islamizados y beligerantes que la propia población autóctona, produciendo una radicalización de la actitud de la Corona ante el morisco y, a su vez, una demonización aún mayor del mismo 163 . Si ya con anterioridad se había cuestionado la dificultad de su asimilación, entonces se transforma en un enemigo militar, en un ser que presenta un salvajismo y violencia igualable a la del turco, ávido de venganza, «infame gente que de Dios blasfema, y con mal passo sin verdad camina» 164 ; una imagen, en definitiva, que los tratadistas posteriores a 1610 explotaron para justificar su expulsión 165 . Podríamos decir, así, que el 68

morisco dejó de ser visto como un objeto de conversión, y que pasó a ser el centro de un proceso de hibridación con el turco, algo a lo que la pintura, la escultura y el grabado no fueron ajenos, como veremos en el presente libro. De hecho, los primeros cronistas que se refieren a este hecho nos lo pintan vestido como tal en sus obras. Esta identificación con el turco será recuperada siempre que se intenten justificar las causas del destierro y, sobre todo, su filiación con la Quinta Columna 166 . Estamos hablando, pues, de una identidad híbrida que traspasará el ámbito de la literatura y llegará a la cultura visual y al arte efímero, ya que tras estas revueltas el morisco asume un papel significativo en las entradas reales, en las que Felipe II y Felipe III aparecen pacificándolo como Miles Christi. Tampoco debemos olvidar que incluso dentro de los distintos subgrupos se podrían establecer distinciones, tal y como intentara hacer Antoni Furió en su análisis de los moriscos valencianos, mostrando la pluralidad de casos que rompen el estatus monolítico que el poder trató de crear 167 . Esta distinción geográfica y cronológica es muy necesaria para contextualizar las obras pictóricas que analizaremos, pues representan un tipo de morisco que se dio en un lugar concreto en un momento preciso, pero no solo eso. También es importante este hecho porque el propio morisco pudo ser espectador de dichas manifestaciones y su grado de rebeldía o acatamiento del cristianismo pudo hacerle reaccionar de un modo más positivo o crítico ante las mismas. Se hace, pues, necesario repensar la imagen del morisco también teniendo en cuenta a quienes la disfrutaron. Para finalizar esta reflexión preliminar, una de las mejores maneras de conocer la identidad del cristiano nuevo es a través de su cultura material. En este sentido no solo es 69

necesario conocer qué poseían, sino en qué se diferenciaban de los cristianos viejos. Si bien es un asunto que poco a poco está recibiendo una mayor atención por parte de la historiografía, todavía continúa ocupando un lugar marginal si lo comparamos con el número de textos que analizan asuntos literarios o políticos. Este es un aspecto que ya denunciara Fuchs hace años, y que sigue presentando un campo de análisis relativamente virgen 168 . Por medio de la cultura material se crea la memoria colectiva, pues esta se exterioriza y se objetiva; incluso, a través de ella se almancenan formas simbólicas que, a diferencia de los sonidos de las palabras o de los gestos, son estables y trascendentes en la situación. Dichos objetos se transmiten de una generación a otra y en ellos se proyectan sus tradiciones o valores sociales. Incluso pueden formar parte de importantes procesos de apropiación y reutilización por parte de otros grupos de población, en este caso, por los cristianos viejos, tal y como sucedió con diversos géneros literarios, festividades, piezas textiles y bienes muebles. Los objetos son, en esencia, portadores de la memoria colectiva e individual 169 . Así, la reconstrucción del interior de las casas es fundamental para conocer la imagen que proyectó el morisco hacia dentro y hacia fuera, y con ello su percepción y representación visual.

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SOBRE ESTEREOTIPOS Y ARQUETIPOS: EL MORISCO Y EL MUNDO ISLÁMICO. PROBLEMAS DE REPRESENTACIÓN

El Diccionario de la Real Academia Española define «estereotipo» como: «Imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable»; esto es, define el término como una idea (imagen) aceptada por un grupo o sociedad (en nuestro caso la cristiana), que posee un carácter inmutable 170 . Este último hecho sería interesante matizarlo, pues los estereotipos cambian y se modifican dependiendo de cómo cada sociedad percibe el elemento tipificado. No es el estereotipo en sí lo que es inmutable, sino la imagen que se tiene sobre el mismo, pues no se acepta la potencialidad de cambio en ella. Hay distintos estereotipos sobre los moriscos que se fueron creando en diversos periodos históricos, pero estos, cada vez, se perciben como cerrados e inmunes al cambio, incluso aunque convivan con otros estereotipos que puedan resultar conflictivos. Este hecho consideramos que es interesante. El estereotipo es inmutable en un momento concreto, pero no a lo largo de distintos momentos históricos. No olvidemos, por ejemplo, lo que sucedió tras la revuelta de las Alpujarras, cuando después del alzamiento armado, la concepción sobre el morisco comenzó a ser modificada, a radicalizarse, en aras de la construcción de un ser inasimilable y cruel. Lo mismo ocurrió antes con la visión del musulmán, que no fue, para nada, estable ni creada con un fin unívoco. Para Paul T. Lavin este proceso de creación de estereotipos está íntimamente relacionado con la formación de una «contraidentidad» 171 , de ahí que el presente epígrafe vaya justo tras el que dedicamos a la identidad en el ámbito morisco. El cristiano viejo 71

necesitaba definir y encasillar al «otro» como contrario a él, de ahí que Lavin insista en que dichos estereotipos, que se construyen en un proceso más o menos anónimo, a menudo carecen de apoyo observacional directo, y tienen una asociación afectiva negativa, pues parten de la ignorancia y de la malicia 172 . Son mecanismos de confrontación, que funcionan, en parte, para simplificar nuestra comprensión e interacción con una multitud de otros disímiles al agruparlos bajo un mismo paraguas. Es una estrategia para entender y poseer al objeto estereotipado 173 , incluso utilizando dicho recurso para distanciarse de él 174 . Autores como Ana Corbalán opinan que puede ser para ocultar la sensación de inferioridad cultural de los cristianos y el miedo de lo que el islam suponía para el cristianismo, aspecto que no suele ser habitualmente remarcado, pues siempre se parte de la supuesta superioridad de la sociedad cristiana que crea arquetipos como elemento de dominación 175 . Así pues, como las relaciones entre islam y cristianismo, entre neoconversos y cristianos viejos fueron cambiando, también su estereotipación —literaria o visual— sufrió variaciones en el tiempo. Burke nos dio la clave de cómo estudiarlas 176 . Para ello hay que combinar los agentes externos e internos, estudiar el objeto que se estereotipa y sus relaciones con la sociedad que lo «crea», en nuestro caso con las estructuras internas ibéricas y las relaciones paneuropeas con el islam, es decir, entre el morisco y el cristiano viejo; y entre la cristiandad y el enemigo musulmán en la sociedad tardomedieval y moderna 177 . En este aspecto las representaciones visuales son tan importantes como las metáforas literarias, pues, como indicara Fernando Bouza, «ni la tradición oral puede ser excluida de la cultura de las élites, ni los analfabetos dejaron de poder acceder de muchas 72

maneras a la lectura y a la escritura, de la misma forma que el recurso al conocimiento a través de las imágenes vertebra toda la comunicación de la época con su enorme fuerza expresiva» 178 . Otros investigadores, como Miguel Ángel de Bunes o Manuel Barrios 179 , han preferido utilizar el término «arquetipo» y no «estereotipo» en sus aproximaciones a la imagen del musulmán y morisco en el ámbito hispano. Este término viene descrito en el Diccionario de la Real Academia como: «Representación que se considera modelo de cualquier manifestación de la realidad». Así como: «Imágenes o esquemas congénitos con valor simbólico que forman parte del inconsciente colectivo». Tal vez su uso sea más adecuado que el de «estereotipo», ya que inserta en su significado el valor «simbólico» o el esquema «congénito», pues la imagen del islam es la suma del valor que de este pueblo o religión se tuvo en el Medioevo, actualizada por los problemas contemporáneos, hecho que matiza y amplifica el contenido de las metáforas utilizadas para definir al morisco. Se combina la fijación de lo lejano y de lo próximo, con todos los tópicos y prejuicios que tal definición trae consigo, pues, en el fondo, como se comentó, la imagen del morisco, su identidad y su codificación es un juego entre mito y realidad. En este juego el arte tiene un papel fundamental, no solo como visualizador o prueba empírica del subconsciente. Un subconsciente que a veces muestra al «otro» como un ser monstruoso, lo denigra por sus defectos morales, como si de un espejo deforme o cóncavo se tratara 180 ; también como creador de arquetipos o estereotipos. Muchas «imágenes» del otro fueron gestadas antes en la cultura visual (y con ello asimiladas por todos los estratos poblacionales) que en la literatura escrita. El hombre tiene la necesidad de plasmar visualmente aquello que le preocupa o sobre lo que quiere 73

reflexionar y no siempre se tiene que entender que una pintura responde a un texto escrito, sino también que en otras ocasiones sucede lo contrario: una imagen visual inspira una imagen escrita. La función del historiador, ante ello, será la de deslindar la realidad de la ficción, descargar parcialmente los efectos de subjetivismo que hayan podido intervenir en la formación de un testimonio ideologizado, interpretado o manipulado 181 . Mucho se ha escrito sobre la creación de los estereotipos y arquetipos de representación literaria o artística de los musulmanes o, principalmente, turcos en la historia, sobre todo más allá de nuestras fronteras. Por ello no nos detendremos aquí en demasía en ahondar en este aspecto, sino en resumirlo con el propósito de crear un marco metodológico en el cual insertar la historia de los moriscos y su representación 182 . Se trata de una historia que comienza a forjarse a finales del siglo IX en Occidente, si bien, ya desde mucho antes, tenemos diversos ejemplos escritos de teólogos, como Juan Damasceno, que, a través de obras de refutación y de ataque doctrinal contra el islam, se encargaron de criticar y demonizar al enemigo político y religioso. Estos primeros textos fueron el caldo de cultivo para toda aquella literatura polemista que tuvo gran éxito durante el Medioevo y se hizo visible a través de los antialcoranes entre los siglos XV y XVII. En el caso hispánico, Fuchs determina como fecha fundamental para la estigmatización de lo moro el momento de la construcción propagandística que los cronistas de Isabel la Católica hicieron del reinado de Enrique IV de Castilla (14541474) en las últimas décadas del siglo XV, donde se planteó rectificar las tendencias maurófilas de su predecesor y se instó a la conquista de Granada. Según esta autora, fue entonces 74

cuando se retomó la crítica voraz frente al islam 183 . En este sentido, como en los casos anteriores, se utiliza la demonización moral y visual del otro para reafirmar la supremacía cristiana 184 . Se trata de una denigración caricaturesca y desdeñosa del enemigo musulmán, cuyo momento álgido, a nivel europeo, se dio con el desarrollo de las Cruzadas, momento en el que, para algunos autores, nace ya el sentimiento de «islamofobia», que se acrecienta con el paso de los años 185 . Con ello se crea una imagen del sarraceno como ajeno y malvado, tanto en la literatura popular como en la erudita e, incluso en las historias biográficas que reafirman los linajes caballerescos medievales 186 . Los musulmanes fueron retratados como paganos, mentirosos, lujuriosos e idólatras, epítetos que se mantuvieron para los turcos en la Edad Moderna y que también fueron utilizados con los moriscos. De un modo un tanto extremista y trágico, Benedetta Belloni cree que todo ello es consecuencia de una conducta de profunda intolerancia y persecución por parte del acervo cristiano-viejo, que se trata de «una posición fanática y sectaria, conscientemente planeada por las autoridades políticas y eclesiásticas de la época, cuyo último y definitivo acto desembocaría en la decisión final de la expulsión de la minoría» 187 . De hecho, aunque en el mundo moderno algunos musulmanes fueran importantes en la política de Carlos V en la conquista y defensa del norte de Túnez, y aparezca en la documentación el término de «moro amigo» 188 , la percepción mayoritaria del islam continúa siendo altamente crítica 189 . En el siglo XVI, el sarraceno se transforma en el feroz turco y esta es la imagen que prevalece 190 . Salvo en contadas ocasiones, en las que se cita la procedencia del musulmán en la literatura con el objetivo de «clasificarlo» y con ello de comprender su comportamiento 75

dentro de la narración, la realidad es que no se puede entender el arquetipo del moro o del morisco en el siglo XVI sin la fuerte carga semántica que arrastró durante siglos 191 . Para finalizar con estas ideas preliminares, es necesario indicar que este proceso de crítica al otro se produce de modo paralelo en ambos credos. Como indicara Charles L. Tieszen 192 , los cristianos van creando imágenes arquetípicas del otro mientras que ese otro también las fomenta en sus escritos. Es una historia de interacciones, un proceso dialéctico, que afecta a la conformación de dichas visiones de la alteridad. De ahí la necesidad de estudiar ambas de modo conjunto y en paralelo para la creación de los arquetipos y estereotipos 193 . Además, siguiendo las palabras del propio Tieszen, en este proceso de diálogo es interesante comprender las ideas que se vierten, pues a menudo estas imágenes son creadas con una intención específica de inspirar una reacción de los espectadores. Fue así como algunos textos antiislámicos intentaron que si el lector era musulmán se convirtiera al ver los errores de la fe; mientras que, si era cristiano, una visión antiestética del islam terminara por confirmar en su mente una imagen deseable del cristianismo y, por lo tanto, la superioridad de su religión. Así pues, una imagen negativa del islam puede ser producida por autores cristianos para reflejar una imagen positiva del cristianismo, y a su vez, esta reflexión podría poner sobre la mesa las fronteras que distinguen a las comunidades religiosas. Lo mismo sucedería con los textos musulmanes de polémica cristiana. Por otro lado, como se ha dicho, la estereotipación que estamos analizando siempre ha estado ligada a la construcción de la imagen identitaria del otro y al mundo medieval. Sin embargo, y como también se ha expuesto, es un hecho mutable, que se vio influenciado por las nuevas 76

contiendas bélicas, principalmente Lepanto, como objetivación del terror turco 194 , o por revueltas internas. En el caso del morisco fue tras las Alpujarras pero, sobre todo, en fechas cercanas a la expulsión y tras ella, cuando la mayor parte de estos clichés se estandarizaron, se estabilizaron de un modo mucho más evidente y fueron difundidos con mayor rapidez y consistencia en todos los estratos de la sociedad 195 , hecho que viene determinado por la publicística empleada por la Corona y la Iglesia en la condena del enemigo, infiel o apóstata 196 . Bunes ha descrito dicho proceso de modo muy ilustrativo y claro 197 . Para él, este camino no empieza en la literatura moderna y de ahí se estandariza en la sociedad o mentalidad colectiva del momento, sino que el proceso es justamente el inverso: las vivencias de soldados cautivos (como Cervantes), de religiosos predicadores, de la misma población que compartía espacio con los moriscos o los viajeros son el medio por el que la sociedad hispana crea una serie de caracteres sobre los musulmanes, que luego pasarán a las obras literarias. Es un sistema de retroalimentación, y como sucede en el caso de las identidades, no existe un viaje unidireccional. Todas estas vivencias se sustentaron en la existencia de una imagen anterior de los musulmanes, la que emana de la propia experiencia medieval de enfrentamientos y contactos con el islam, de los romances fronterizos y de la literatura de avisos, y se combinaron con las citadas opiniones de aquellos que todavía en el XVI estaban en contacto con el islam mediterráneo o el criptoislam peninsular 198 . Siguiendo las palabras de Bunes, a diferencia de lo que habitualmente se ha creído, el hombre de los siglos XVI y XVII cuando se aproxima a lo diferente no es siempre bajo el prisma de la curiosidad, sino con el convencimiento de la necesidad de unificarlo según los modelos que él considera que son superiores. Para este autor, el conocimiento del otro, si alguna vez se produce 77

tal y como hoy lo entendemos, está demasiado condicionado por los propios deseos para que se genere una curiosidad que sea capaz de apreciar lo divergente y lo distinto. De ahí la necesidad de dicha estereotipación. Tras esta breve reflexión, como sucedía en el caso de la «raza», no es nuestra intención tratar aquí todos los estereotipos o arquetipos que se crearon durante la Edad Moderna sobre el morisco, pues de ello ya se encargaron investigadores como Bunes 199 o Perceval 200 . Solo pretendemos remarcar los más significativos, que fueron utilizados por los artistas y clientes a la hora de crear una imagen estandarizada de este colectivo, así como situarlos dentro de unas coordenadas cronológico-espaciales. Una de las estrategias de estandarización más importante que se dio durante las edades Media y Moderna fue la «animalización» del converso infiel. Como opuesto a la fe católica, su alma fue rebajada a un estatus inferior al del ser humano: al del animal. En el caso del morisco y su literatura, dicha animalización ha sido trabajada con detalle 201 , pero no en el campo de las artes visuales, donde se ha considerado que no era tan evidente 202 . Esto no es cierto, pues si analizamos la representación de musulmanes y moriscos en las artes efímeras producidas para las entradas reales y catafalcos de la monarquía erigidos tras la muerte del rey o de la reina vemos que era un procedimiento totalmente habitual. A pesar de que esto supone alejarnos del mundo de lo tangible, de lo que podemos reconstruir de modo visual gracias a que ha permanecido, los relatos que nos legaron sobre cómo fueron dichos eventos son fundamentales para completar la cultura visual que se tenía en aquel momento, y qué papel jugaba en su imaginario la figura del musulmán o del morisco. Por ello, a este aspecto dedicamos un capítulo del presente libro, si 78

bien no nos resistimos en este epígrafe a introducir las principales tipificaciones del musulmán y morisco para encuadrarlas dentro del fenómeno de estereotipación que se dio entre los siglos XV y XVII. Teniendo en cuenta la procedencia norteafricana de los musulmanes que conquistaron la península, y más tarde lucharon por el control del Mediterráneo, es habitual que estos sean descritos como camellos, elefantes y serpientes. Esta animalización no siempre tiene un sentido negativo, pues recordemos que el elefante aparece en algunos retratos de Muley Hassan, rey de Túnez gracias a la benevolencia de Carlos V, realizados años más tarde 203 . Dicho animal posee cierto valor decorativista, pero a su vez, como se ha indicado, señala su procedencia geográfica. En estas representaciones no es pisoteado ni ridiculizado; no en vano, dentro de la emblemática moderna tiene un significado positivo. Valeriano lo identifica como símbolo de la piedad o religión 204 , al igual que Álvar Gómez de Castro, quien lo sitúa como animal piadoso por el acto de adoración que parece hacer al elevar la trompa hacia el cielo 205 . La elección de la serpiente como referencia al islam, por el contrario, es mucho más crítica, y se relaciona con el pecado original y con el mal en general. Así apareció en la entrada de Carlos V en Florencia en 1535 simbolizando el problema africano 206 . Lo mismo sucedió en las entradas de las principales esposas de Felipe II en Madrid, donde siguiendo la simbología de Pierio Valeriano (libro 17) se vinculan con el deseo y la lujuria. Debemos recordar que dicha lujuria era uno de los atributos más populares que fueron utilizados para definir a turcos y musulmanes.

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Otro animal con tintes malignos en el imaginario colectivo del mundo moderno fue el zorro, altamente relacionado con el islam durante el reinado de Felipe III. Así lo vemos en dos ocasiones en las exequias de dicho monarca en Sevilla. Esta representación se mantuvo incluso en el siglo XVIII, como podemos observar en las fiestas del quinto centenario de la conquista de Valencia, aludiendo a la disputa entre el rey moro, identificado por dicho animal, y Jaime I el Conquistador 207 . La animalización del musulmán o morisco fue algo habitual en estas ceremonias de conmemoración de la conquista de las ciudades; no en vano en las celebradas por el cuarto centenario en esta misma ciudad se les relaciona con un gato que intenta cazar al murciélago, símbolo de Jaime I (jeroglífico XVI, altar del Colegio de San Pablo) 208 , animal que también lucha contra otras aves sin especificar (jeroglífico IX) que simbolizan, de nuevo, el infiel 209 . Por último, en estas festividades se define al musulmán como un ratón (jeroglífico III, altar de los Duques de Mandas) 210 , buscando la risa fácil 80

del espectador. Acabando con este elenco de animales peligrosos que simbolizan al musulmán o al morisco debemos indicar que uno de los más importantes, en este caso mítico, fue el dragón, elemento clave en la iconografía de san Jorge, que fue estandarte en la lucha contra el infiel en la Corona de Aragón. De hecho, los bestiarios medievales lo identifican con el demonio, idea que se recupera de san Agustín, quien lo vincula con el hereje en sus Enarrationes in Psalmos (Sermón 2, 9: «quando haeretici insidiantur, draco est subrepens»). También lo citan algunos creadores de emblemas, como Alciato, quien lo relaciona con los enemigos de la fe (Emblema 131). El dragón, a su vez, puede ser tomado como el Anticristo, que también puede ser encarnado por la figura de Mahoma, quien, en gran parte del imaginario del mundo moderno, es utilizado como trasunto de la figura del turco en su conjunto 211 . Otro modo de crear un arquetipo negativo del musulmán y del morisco es mediante su relación con los trabajos de Hércules, como ya publicó Rafael Lamarca 212 . Bien conocido es el interés de todas las monarquías europeas a la hora de encontrar paralelismos entre sus orígenes y los del héroe tebano, quien, en su periplo por el Viejo Continente, para cumplir los trabajos que le fueron encomendados, fue fecundando a las princesas que dieron origen a las distintas dinastías. Hércules era además un modelo de virtud y de fortaleza; de ahí que fuera recuperado con fines legitimadores y simbólicos. Las principales historias que se relacionan con el islam son la del gigante Gerión, la Hidra de Lerna, el jardín de las Hespérides, y de modo más dudoso, la de la lucha contra el Cancerbero, aspecto, que como dijimos, desarrollaremos con detenimiento en un capítulo monográfico dedicado al 81

arte efímero. Por último, convertir al musulmán y al morisco en un monstruo fue muy habitual y se trata de una técnica de tradición medieval. Lo monstruoso era atribuido a lo que se salía de la norma, habitualmente en sentido negativo, pues supone una deshumanización del sujeto y su no aceptación por parte de la sociedad 213 , produciéndose un proceso similar al que sufrió el judío como devorador de hostias o recrucificador de Cristo en el Medioevo 214 . Con este tipo de actitudes, volviendo al asunto de los musulmanes, se intenta marcar su bajeza moral, pero también la actitud poco piadosa y brutal que, según los cronistas 215 , mostraban en la batalla; una fiereza que, incluso, puede verse en los cartones para tapices que Jan Cornelisz Vermeyen realizó sobre la conquista de Túnez, con los otomanos cortando cabezas despiadadamente. Esta fiereza y monstruosidad llegó a crear figuras míticas en la mente de originales escritores barrocos como Lope de Vega, quien en un manuscrito todavía sin publicar, datado hacia 1599, nos cuenta terroríficas historias de cómo de la unión sexual de una cristiana con un otomano salió un ser monstruoso, deforme y horripilante, relacionable con el Anticristo 216 . De hecho, esta unión del enemigo con el demonio ya quedó incluso plasmada en diccionarios de la lengua castellana, como el de Covarrubias, quien define el primero de los dos términos del siguiente modo: «el que no solo no es amigo, pero es adversario, absolutamente se toma por el demonio, por ser enemigo universal del linaje humano y nuestro adversario» 217 . Dejando de lado este último caso, las fuentes no tratan siempre de convertir al musulmán en un monstruo fantasioso, como sucede en las entradas triunfales. También intentan deformar su cuerpo o caricaturizar su rostro como 82

burla y crítica ante su actitud. Desde el siglo XII puede comprobarse, por ejemplo, el desmesurado tamaño de su boca, incluso acrecentado cuando la tiene abierta. François Garnier 218 indica que los dientes visibles, exagerados o groseros, son propios de la imagen de diablos y condenados, aumentando su aspecto temible y de agresividad, tal y como expusieron tanto Isidoro de Sevilla en sus Etimologías 219 como otros autores medievales, entre los que estaban Bernardo de Claraval, Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury. De todas maneras, no solo a través de textos de disputa teológica se podía justificar dicha caricaturación. Era algo mucho más cotidiano, con un amplio recorrido social, puesto que las obras de arte se mostraban en paralelo a la celebración de sermones públicos y obras de teatro, que no requerían alfabetización por parte de sus oyentes y espectadores. Este mismo concepto de fealdad monstruosa tuvo una amplia repercusión desde el propio Medioevo en aquellos textos que intentaron reconstruir el pasado cristiano hispánico contra el enemigo. Un ejemplo muy claro sería la crónica de España escrita por el arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada hacia 1236. En una de sus historias protagonizadas por el rey Rodrigo, se contaba que en Toledo había un palacio misterioso que había estado cerrado desde tiempo inmemorial. A pesar de que ningún rey anterior se había atrevido a abrirlo, este personaje, contra el criterio de todo el mundo, terminó entrando pensando que iba a encontrar grandes tesoros en su interior. Allí encontró un cofre con un paño donde estavan pinturas, omes de caras e de parecer, e de vestido así como agora andan los alárabes, e tenían sus cabeças cubiertas de tocas, e estavan cavalleros en caballos, e los vestidos dellos eran de muchas colores, e tenían en las manos espadas e ballestas e señas alçadas, e el color delas figuras dellos eran de muchas guisas, e eran espantosa 83

gente de Rostro e de acataduras. E el Rey e los altos omes fueron mucho espantados por aquellas pinturas que vieran en aquel paño 220 . En 1545, la historia de Ximénez de Rada tuvo una edición impresa latina, pero ya desde el siglo XV circulaban copias manuscritas de la traducción castellana que había preparado el obispo de Burgos, Gonzalo de Hinojosa (ca. 1240). Este autor repetía el texto de Rada con fidelidad, aunque resaltaba tanto la diferencia de aspecto de los árabes como el temor que su representación había causado en los cristianos: la diversidad que expresaba Rada a través del color de los vestidos y su caracterización como «espantosa gente de rostro e de acataduras» 221 . Así pues, estas ideas sobre el aspecto del musulmán se difundieron (o consolidaron en algunos casos) rápidamente en el mundo moderno y sirvieron de fermento no solo de los citados antialcoranes, sino, sobre todo, de los textos justificativos de la expulsión de los moriscos, donde se creó esa imagen arquetípica del morisco, como ser distinto al cristiano, ajeno a nuestra cultura, que debía ser expulsado, un ente deleznable por sus posibles alianzas turcas 222 . Los moriscos fueron descritos, deshumanizados, en las obras teatrales de Gaspar Aguilar como «furias, demonios, serpientes, bárbaros, locos, soberbios, pobres, infieles, malditos, fieros, perjuros, blasfemos, malnacidos, viles, bajos, precitos, impíos, protervos; y al fin, por decirlo todo, hombres de razón ajenos» 223 . Se trata de epítetos similares a los que utilizó Pérez de Cuya, quien en sus publicaciones defendía que: «Alegre de que ya queda extinguida, este canalla infiel, bárbara, fiera, que loca, que inhumana, que atrevida, fatal mago del cristiano era. Gozoso queda, de que ve cumplida, su gloria colmada, y más entera» 224 . Este tipo de textos, como los 84

de Jaime Bleda, Pedro Aznar Cardona o Damián Fonseca, entre otros, se esforzaron, como se ha dicho, en deshumanizar al morisco, en verlo como un monstruo, como infiel, como musulmán convencido de su religión y opuesto a la conversión 225 . De todos modos, resulta sumamente interesante observar cómo esta imagen literaria del morisco no se materializa en el plano visual. No encontramos, más allá de las citadas manifestaciones de la cultura visual efímera, pinturas que muestren de modo simbólico la monstruosidad del morisco. Se produce una disociación entre imagen y texto. Las plumas fueron mucho más incisivas que las producciones artísticas. Sus largas descripciones, que seguramente fueron difundidas en sermones, como se indicó, quedaron en el plano festivo, teatral, y no en el figurativo. Este hecho resulta cuando menos paradigmático, una estereotipación escrita, pero no visual. Sin embargo, no será el único caso donde veremos esa omisión. Sobre este aspecto volveremos más adelante. Dejando de lado la habitual construcción del «otro» como un ser horrendo, un modo distinto de hacer visible y tipificar la inferioridad del infiel, converso o no, fue el de representarlo como inocente o infantilizado. El morisco se entendió como un neófito, un nuevo cristiano a quien había que enseñar acerca de la fe y se le debía dar orientación y protección. Los predicadores, especialmente aquellos que buscaban su integración y aún confiaban en ella, como Juan Bautista Agnesio 226 , lo consideraban como un niño endeble, una nueva planta en el jardín de la Iglesia, hecho que viene marcado por numerosas metáforas literarias que parafrasean diversas parábolas bíblicas. Dicha infantilización coincide con diversas actitudes colonialistas como la que sufrió el nativo americano desde la llegada a La Española o el negro del sur de 85

los Estados Unidos en el siglo pasado. Estas teorías también pueden relacionarse con aquellas que defendían la no expulsión de los niños moriscos del territorio peninsular, quienes a pesar de ser del mismo «linaje» o de «haber mamado la sangre impura de sus madres musulmanas» se consideraron inocentes de haber nacido en una familia infiel 227 . Por último, también podría vincularse con las políticas fallidas de creación de escuelas moriscas para la instrucción de los neoconversos 228 . Esta unificación del morisco, este arquetipo o estereotipo simbólico que lo simplifica y casi lo anula fue algo denunciado en los estudios históricos y literarios, pero ha corrido menor suerte en lo que a la historia del arte se refiere. Salvo contadas excepciones 229 , pocos trabajos se han cuestionado los problemas de representación que se comentaron con anterioridad, problemas propios de la historia del arte, vinculados a la elección por parte de artista y cliente de modelos y valores simbólicos. Gran parte de los investigadores que se han aproximado a este asunto han actuado como ávidos «buscadores» de imágenes de moriscos sin inquirirse sobre el contexto histórico y geográfico que las vio nacer y sus posibles mutaciones. En esencia, la labor del historiador del arte ha sido la de buscar en los textos explicaciones de las imágenes 230 , realizando un viaje unidireccional, no centrándose en la propia vida de las manifestaciones visuales, en que las imágenes son un lenguaje autónomo y una fuente más que permite un viaje de ida vuelta: del texto a la imagen y de la imagen al texto. Este rastreo en una sola dirección es altamente nocivo y lo que produce es una segunda estereotipación: la de imaginar a los musulmanes y moriscos en el arte como un nuevo estereotipo del cliché literario. Además, como indicara Patton, la creación de una iconografía de la alteridad está basada en la propia 86

retórica de las imágenes: más que meramente identificar a miembros de grupos sociales específicos, las imágenes que se realizaron de los «otros» adaptaron y volvieron a colocar sus temas para adaptarse a los espectadores y las ideologías que los rodeaban 231 . De ahí la necesidad de interacción entre fuentes visuales y textuales englobadas en un estudio común del contexto social en el que los artistas y patrones moldearon los conceptos de identidad según su percepción local y la comprensión de la alteridad. Es necesario individualizar, por tanto, y tener en cuenta todos los factores endógenos y exógenos que participaron del proceso, incluyendo los materiales y la situación de unas obras u otras (espacios públicos o privados, regios o monacales, laicos o religiosos, etc.) para entender su significado 232 . Por ello, a pesar de que ya citamos distintas manifestaciones efímeras que formaron parte de la cultura visual del musulmán o morisco y que, por desgracia, solo podemos analizar a través de algunos grabados dispersos, creemos necesario dedicar algunas páginas a entender cómo se crearon los estereotipos del morisco en la historia del arte español para luego matizarlos y desmitificarlos en la tercera parte del presente libro. Como se ha dicho anteriormente, desde el mismo Medioevo, el artista ya tuvo que lidiar con la codificación de estos estereotipos a la hora de crear las imágenes del «otro», principalmente si su procedencia racial o étnica era distinta. Robert Barlett opina que fueron tres los modos de hacerlo: el primero convirtiendo en «invisible» dicha diferencia, siendo necesaria la existencia de un texto para poder identificar en la imagen los personajes; el segundo, mediante la diferenciación fisiológica remarcando las características corporales distintivas (la conocida nariz aguileña judía o los labios gruesos africanos, etc.); y, por último, centrándose en el vestido como elemento diferenciador, sin atender únicamente 87

a los citados rasgos físicos 233 . Todas estas tipificaciones se mantuvieron en el mundo moderno y fueron la base de la creación de la cultura visual sobre el musulmán o morisco. Muchas veces se produjo una mezcla de varias de ellas, dependiendo del grado de proximidad del artista a estas comunidades o de las necesidades de su cliente de remarcar un aspecto u otro con fines políticos o religiosos. Es decir, el modo en que se pinta al otro dependerá, por una parte, del conocimiento que de él se tenga y, por otra, de las necesidades del cliente y de la función de la obra de arte. El interés etnológico, por una parte, o el rechazo, por otra, no son explicaciones que por sí solas se mantengan o que justifiquen el uso de una imagen más «realista» o más «estereotípica», pues son muchos más los factores que entran en juego en la construcción de la alteridad, y que para algunos historiadores no dejan de ser algo casual 234 . Además, es muy complicado a día de hoy deslindar cuánto procede de la observación de los esquemas mentales y visuales y cuánto de la imaginación, pues las fuentes muchas veces no lo indican y, en ocasiones, pueden falsearlo para dar más veracidad a su relato o grabado, lo cual implica una mayor relatividad, si cabe 235 . Un ejemplo claro sería el de la literatura de viajes. Se ha entendido que las descripciones y las imágenes que allí aparecen podrían ser clave a la hora de conocer cómo fueron observados los moriscos por los embajadores e intelectuales que llegaron a la península ibérica, pues su mirada podría estar menos «contaminada» por la propia problemática religiosa que se vivía dentro de las fronteras peninsulares y los conflictos históricos con el islam de dicho territorio. Para Fuchs 236 , estos viajeros son una de las herramientas más útiles para el estudio del morisco, pues sus descripciones hacían hincapié en lo que les diferenciaba del resto de la población. Aunque, sin duda, tiene parte de razón, no deberíamos obviar 88

que, por un lado, la representación del musulmán era algo muy difundido en la mayor parte de los lugares de procedencia de dichos viajeros (Francia o Centro-Europa) y, por otro, el temor al turco, del que el morisco era considerado aliado. También hay que recordar que algunos de estos viajeros vinieron a España no siempre por asuntos diplomáticos, sino por la búsqueda del exotismo, de ahí que predominen las ilustraciones de lo «peculiar», y que se produzca una insistencia en las mujeres moriscas de Granada (lugar de máximo contenido «oriental» para el viajero centroeuropeo) y no de otros territorios por los que pudieron pasar. Ya advertía Burke del problema que supone analizar las fuentes periegéticas 237 . Para el investigador inglés hay que aprender a leerlas, pues lo que realizaron gran parte de los historiadores que se aproximaron a las mismas fue imaginarse que estaban viendo todo con los ojos del escritor y escuchando con sus oídos y, por tanto, percibiendo una cultura remota tal y como era realmente. Burke insiste en cómo los viajeros se contradicen entre sí o con la propia sociedad que vivieron, de ahí la necesidad de contrastar las fuentes. Además, habría que añadir que los grabados que acompañan a estos libros de viajes no pueden ser considerados como ilustraciones científicas, y que los textos no son descripciones espontáneas y objetivas de sus experiencias, como gran parte de la historiografía ha considerado hasta nuestros días, de la misma manera que las autobiografías no son testimonios espontáneos y objetivos de una vida. Algunas narraciones fueron escritas pensando en su ulterior publicación y seguían ciertas convenciones literarias. Otras simplemente reflejan prejuicios en el sentido literal de la palabra, como opiniones formadas antes de que los viajeros salieran de su país, como fruto tanto de conversaciones como de lecturas. Así pues, confiar en estas narraciones, o en sus 89

ilustraciones —que también sirvieron para los distintos libros de trajes tan habituales del siglo XVI y XVII 238 —, es caer en una segunda estereotipación y aún más grave, pues parte de una utilización acrítica de las fuentes para obtener el propósito de «asir», «poseer» y clasificar al morisco aludiendo a una supuesta «objetividad» que justificaría una metodología científica del estudio del neoconverso y su representación. Como veremos, el morisco de Cristoph Weiditz y de los otros viajeros no es siempre un morisco «real», sino otro de los muchos constructos existentes a los que la historiografía contemporánea ha contribuido. Otro gran problema ha sido el de considerar al cristiano nuevo como exponente de un islam oculto, como una continuación y mutación de la imagen de otro «enemigo» de la fe en el mundo medieval: el judío 239 . Algunos historiadores han entendido que asumió el rol del mismo, una vez este fue expulsado, como principal problema para la unidad religiosa peninsular. Este problema lo podemos encontrar incluso en la tabla de san Bernardo con la que iniciamos nuestro discurso. Justo en el centro de la composición aparecen dos soldados que contemplan la acción sin actuar. Podrían relacionarse con los dos sirvientes o criados de Almanzor que, según el texto de Alonso de Castillo, conducen a Bernardo a su martirio 240 . Ambos portan una adarga. Este armamento defensivo es un escudo de cuero —generalmente de piel de vaca o de antílope — que solía cubrir el cuerpo, caracterizado por su peculiar forma bivalva. Sabemos que en la Edad Media había sido usado especialmente por los musulmanes, principalmente durante el siglo XIII, cuando se introdujo en la península ibérica con las tropas musulmanes procedentes del norte de África 241 . Las adargas empleadas por los andalusíes tenían forma de corazón o de dos óvalos superpuestos. Cada una de 90

ellas presenta una decoración distinta. El que se encuentra a la izquierda, que además viste un tocado a la moda musulmana, viene decorado con la khamsa o mano de Fátima, uno de los iconos más importantes para el islam, particularmente para los chiíes, siendo un símbolo de providencia divina, generosidad, hospitalidad y fuerza/poder, de ahí que sirviera para decorar un armamento defensivo. Así pues, debido a su vestimenta, así como a la iconografía de su escudo, no dudamos de que sea un musulmán de la corte del hermano de Bernardo quien acudió a martirizarlo, si bien, en la iconografía hispánica, las adargas de la Edad Media y Moderna suelen estar decoradas con motivos vegetales o grutescos, elementos heráldicos y, ya más tarde, en algunos casos con el símbolo de la media luna 242 .

Fig. 5. Detalle del Martirio de San Bernardo y sus hermanas, Antonio Peris, 1419, Museo de la Catedral, Valencia.

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Por el contrario, el otro personaje que lo acompaña nos plantea mayores problemas. Este no parece portar un tocado a la moda musulmana (o al menos no se conserva, pues se dan lagunas en la película pictórica), y en su escudo se puede ver la estrella de seis puntas, elemento muy común en la decoración ornamental de las artes suntuarias nazaríes hispánicas basado en un motivo estrellado generado por dos cuadrados girados 45 grados. Pero, a su vez, también podríamos relacionar dicho elemento con el conocido sello de Salomón o estrella de David, aspecto que puede hacer repensar la identificación de dicho personaje. El hecho de que este no aparezca caracterizado como el resto ha generado que se identifique como una imagen de los hebreos, pues, de este modo, se representarían los dos máximos enemigos del cristianismo juntos, martirizando a santos ejemplares. Esta interpretación, que podría encajar con el sentir medieval, tal y como representó el artista Joan Reixach en esta misma zona geográfica en las diversas escenas de la Pasión, donde judíos y moros castigan a Cristo, debe ser tomada con cautela por distintas razones. Según Joan Molina y Giuseppe Capriotti 243 , este tipo de símbolos no son definitorios para clasificar a los distintos personajes. Es necesario atender a la recontextualización de las imágenes en función de sus usos, localización y público, pues el estudio de la representación del hebreo casi siempre acaba siendo un fin en sí mismo, obviando el interés por determinar el objetivo que condicionó la concepción de las obras o el propio estatus y espectadores de las mismas. Para el investigador italiano, individualizar la imagen del judío en una clave de lectura única que dé sentido a todos los temas antisemíticos del territorio seleccionado es una operación no solo difícil, sino también epistemológicamente poco correcta, porque se tendería a reducir la complejidad histórica de 92

fenómenos presumiblemente muy peculiares dentro de teorías sistemáticas preconstruidas, como aquella del chivo expiatorio 244 . En este caso no poseemos más referentes que su situación en una capilla lateral de la catedral y, aunque es habitual este tipo de prácticas condenatorias ante las religiones opuestas al cristianismo situando ambos enemigos en una misma tabla, no existe ninguna fuente, o al menos no ha aparecido a día de hoy, referida a esta obra que nos indique que ciertamente se representan ambos credos en la historia de Bernardo. Por si fuera poco, la estrella de David o sello de Salomón es un símbolo complejo en sí mismo y no perteneciente únicamente al judaísmo. Así lo indica claramente Scholem en su libro dedicado a tal símbolo 245 . Según este autor, las fuentes de la estrella no podemos encontrarlas ni en el judaísmo bíblico ni rabínico, ni tampoco en aquellos escritos dedicados a la vida religiosa, sino más bien en textos ligados a la magia y la cabalística. Es decir, aunque en muchos ejemplos de la cultura visual medieval y moderna se relacione el hexagrama con los judíos, no fue siempre algo connatural a ellos como representación de su religión en conjunto. No en vano, recordemos que en territorios como Italia se prefirió utilizar el escorpión en el pecho para identificarlos y no la estrella de David. Además, por otro lado, los árabes, que en general también mostraron un interés extraordinario en todas las ciencias ocultas, sí que emplearon a menudo el sello de Salomón y el escudo de David sin hacer distinción de los dos emblemas. Así pues, por todo lo expuesto, creemos que la intuición de considerar que en esta tabla se representan los enemigos de la cristiandad a partir de un solo símbolo y sin más atributos que este para hacerlo, no se sostiene. Tal vez esta hipótesis de identificación únicamente se 93

podría sustentar si se trabaja de modo paralelo con el verdugo que va a introducir el clavo en la testa de Bernardo, que lleva un tocado distinto al resto y bastante similar (que no exactamente idéntico) al que el IV Concilio de Letrán (1215) obligara a portar a los judíos, si bien también podría relacionarse con ciertas prendas de origen borgoñón que fueron utilizadas por nobles del momento. Dicho personaje, además, presenta una posición bastante similar a las escenas de recrucificaciones de Cristo que, desde hacía algunos años, se habían popularizado en diversos ámbitos peninsulares 246 , como sucede, por ejemplo, en el Retablo de Felanitx de Guillem Sagrera, si bien este está datado en el siglo XIV, aunque recogiendo una tradición anterior. Además, curiosamente, es el individuo que porta las vestiduras más ricas de todo el conjunto, que podríamos relacionar más con la figura de un príncipe, como fue Almanzor, o con un prestamista —oficio con el que eran identificados los hebreos — que con los atuendos de un barquero, hecho bastante significativo. Tampoco ayuda a nuestro cometido comparar esta tabla con otras del mismo territorio o incluso del resto de la península ibérica donde sabemos que aparecen judíos de modo fehaciente 247 . Por citar algunas piezas consultadas, poco tiene que ver el modo de representar este personaje con el retrato que Reixach hace de los judíos en sus diversas tablas de la Pasión de Cristo, o con cómo lo hiciera Lluís Borrassà en 1415 en el Retablo de San Francisco conservado en el Museo Episcopal de Vic, o, por citar un par de ejemplos más, con su visualización en el frontal de Vallbona de les Monges o en la predela de Sigena, conservados ambos en el Museu Nacional d’Art de Catalunya. Esta falta de similitud nos lleva a reafirmar el difícil paralelismo entre la representación «convencional» del judío en la Edad Media hispánica y la que 94

aparece en la tabla de la catedral de Valencia. Toda esta digresión sobre el problema en la identificación de un personaje como musulmán o judío viene dada por el amplio poder de los estereotipos, que nos incitan a crear cajones estancos en los que incluir cada una de las imágenes que trabajamos. Como ya hemos indicado, diversos autores plantearon que el musulmán y, con ello, el morisco como ejemplo del criptoislamismo, fue heredero del rol visual y textual del judío como enemigo de la fe 248 . Así, por ejemplo, lo ve Enrique Olivares cuando trabaja el ataque a las imágenes milagrosas valencianas o la conformación de los santos caballeros 249 . Esta comparación puede funcionar en algunas geografías y cronologías, como demostró Capriotti con diversos retablos centroitalianos 250 , donde el turco asume el rol del judío. Pero en el contexto español es algo más complicado. Solo hemos localizado un caso, y con unas particularidades especiales, al cual dedicaremos parte del último capítulo del presente libro, donde un morisco vestido a la turca aparece entre judíos rechazando la palabra de Dios. Se trata del retablo de san Esteban de Joan de Joanes (Museo del Prado). Más allá de este, los pequeños casos de hibridación aparecen en escenas de pasión o de epifanía, donde los judíos portan tocados musulmanes para referir su procedencia oriental, pero sin una traslación específica de significados 251 . Desde los primeros estudios sobre judíos y musulmanes de las Cantigas de Santa María se han desarrollado dichas asociaciones estereotípicas, demostrando que no funcionan de modo sistemático y que, además, dependen en gran medida de la sociedad y de la predilección de la Corona ante una comunidad religiosa u otra 252 . Por un lado, como indicó Feros, los conversos judíos no representaban una amenaza 95

social o política, ni reaccionaron del mismo modo a los desafíos presentados por la ideología dominante. Las revueltas moriscas fueron mucho más violentas y el papel de los propios conversos como quintacolumnistas fue decisivo en su condena, algo que no sucede en el caso de los judíos 253 . De ahí que, como indicara Matthew Dimmock, trasladando este problema al ámbito europeo, tras la conquista otomana de Constantinopla, el estatus relativo del judaísmo y del islam comenzó a requerir diferentes estrategias polémicas. La percibida amenaza militar del islam —ejemplificada por el turco otomano— condujo a la imagen prevaleciente del belicoso y ricamente vestido musulmán masculino, valiente y a menudo noble en la tradición romántica, cualidad que se le otorgó junto a la ferocidad y lujuria en las baladas populares y los dramas. Esta fue una caracterización muy diferente a la del judío, a menudo representado como un anciano y asociado con el comercio y la usura 254 . Con ello concluimos que la idea de estereotipar al musulmán o morisco como heredero del problema hebreo en la península, tanto desde el punto de vista textual como visual, no funciona de modo automático y es necesaria, como en los casos que se citaron con anterioridad, una contextualización de cada obra, aspecto fundamental en todo análisis histórico. Antes de acabar este apartado dedicado a los estereotipos o arquetipos creemos necesario, atendiendo a lo expuesto con anterioridad, hacer una última reflexión de algo que nos parece significativo. La literatura conocida como «maurofílica», sobre la que trataremos en el siguiente capítulo, fue la encargada de retratarnos una mayor diversidad de imágenes idealizadas de los moriscos y/o musulmanes. Gran parte de estos escritos presentan al moro desde una perspectiva positiva y humanitaria, como persona honrada y valiente con la que los cristianos supuestamente 96

podían identificarse. Pérez de Hita nos describe a moras hermosas, engalanadas, con sentimientos positivos y sin atisbo de esa lujuria que se le atribuye al moro malvado en otros escritos 255 . Por tanto, nada tiene que ver esa visión con los rostros asombrosos que Ximénez de Rada plasmó en su historia de España. Como expusiera Francisco Márquez Villanueva, se trata de la reivindicación de dos civilizaciones confluyentes de igual a igual en un ensoñado mundo de amores y caballerías 256 . Si nos preguntábamos qué había sucedido en el mundo moderno con las representaciones del moro/morisco envilecido, convertido en monstruo, animalizado, que solo aparece como arquetipo demoníaco en la literatura polemista antiislámica y en relatos sobre entradas triunfales, no podemos más que inquirirnos también dónde están estas bellas doncellas y nobles guerreros granadinos de la literatura de tinte maurófilo y por qué tuvieron tan poco éxito en la cultura visual del siglo XVI. Como se ha dicho, la ausencia de una idea, de una representación, es tan significativa como el uso repetido de ella 257 . No convino, por lo que se ve, a los estamentos políticos y religiosos su visualización en las obras de arte que patrocinaron. Las imágenes que a día de hoy nos quedan de los moriscos, o de los que creemos que podrían ser moriscos, son mucho menos poliédricas que las que nos ofrecen los textos. Mientras, los nobles disfrutaron utilizando estructuras arquitectónicas islámicas de gran belleza, o de vestidos ricos «a la morisca», en el arte se presentaron unas imágenes mucho más planas y politizadas del morisco, al menos a simple vista. La supuesta maurofilia de la que hablaremos en otras artes, como la demonización, no tuvo su repercusión en el proceso de crear arquetipos idílicos del morisco hispánico, que escapó a esta estandarización. Creemos que no es una casualidad que esto suceda, sino 97

que es fruto de la presión a la que este grupo estaba siendo sometido. No se podría representar como un ser monstruoso, como en las piezas medievales, porque era espectador y consumidor de esa misma cultura visual. No en vano, como indicó Monteira refiriéndose al Medioevo, aunque también aplicable al periodo que estudiamos, fue justo en las zonas más islamizadas donde aparece una menor temática antiislámica 258 . Por ejemplo, las representaciones de Santiago Matamoros nos pueden dar alguna clave a este aspecto. Su imagen es habitual en diversa documentación privada o nobiliaria, como los privilegios reales en zonas de frontera. Pero, por el contrario, no aparecerá, al menos en lugares públicos poblados por moriscos, de un modo más evidente, hasta mediados del XVI cuando la coexistencia comenzó a ser menos pacífica. Su difusión en estos espacios no encajaría con la idea de integración ni con los procesos de evangelización desarrollados por Hernando de Talavera en Granada o Francisco de Borja en Valencia. No se podría ridiculizar visualmente al musulmán o al morisco por las posibles consecuencias (como alzamientos o la neutralización del mensaje asimilacionista de la conversión). Pero, a su vez, también es reseñable que tampoco se recurre a ilustrar esas historias de príncipes y princesas musulmanes idílicos que narra la literatura de la época, metáforas muy lejanas de la vida rural y empobrecida que estas comunidades desarrollaron, salvo en casos muy concretos. Fueron pocos los moriscos que pertenecieron a las élites urbanas en la Edad Moderna. Salvo en familias como la de los nobles Núñez Muley o los Granada Benegas, la imagen real de los moriscos era un contrapunto a la representación idílica que nos dejaron los romances fronterizos o las imágenes soñadas de Pérez de Hita. Mientras que las novelas maurofílicas podrían servir como entretenimiento para el público letrado, las pinturas 98

eran elementos educativos y de «propaganda» entre los menos doctos, poseían un fuerte poder de seducción y servían para difundir cierta ideología en las clases sociales más bajas que no tenían acceso a la lectura. El «disfrute hedonista» de estas representaciones visuales no era algo propio del arte hispánico del XVI, aunque algunos historiadores hayan querido proyectar esta idea hacia el pasado. La dificultad de pintar la conversión, de hacerla visible, comprensible y fácilmente identificable, como vimos en el caso de san Bernardo, junto al importante papel de los moriscos como espectadores (quienes podrían reaccionar de modo violento antes dichas representaciones, como así lo hicieron ante otras imágenes como demuestran los procesos inquisitoriales) 259 , sin olvidar los propios usos educativos y políticos de las artes visuales en el mundo moderno fueron las causantes, a nuestro entender, de la ausencia de estos dos polos radicalizados: la burla o escarnio y la idealización. Es el gris, en sus distintos matices, lo que más se repite en el ámbito artístico, como veremos de modo detenido en el presente libro. Concluyendo, en este epígrafe hemos visto de un modo más o menos exhaustivo la creación de estereotipos a lo largo de la historia, su variabilidad e incluso las divergencias en su visualización. El estudio de la pintura del mártir Bernardo, entre otros ejemplos, nos indica cómo todavía en los siglos XX y XXI seguimos creando arquetipos de la alteridad por la necesidad clasificadora del ser humano, de «asir» el objeto de estudio, o incluso de actualizarlo 260 . En los últimos años, principalmente tras el aluvión de publicaciones que nacieron a finales del siglo XX y que se intensificaron con el cuarto centenario de la expulsión de los moriscos, se ha podido comprobar cómo estos estereotipos han ido mutando, apareciendo y desapareciendo, o poniéndose más o menos de 99

moda según las metodologías de análisis del hecho histórico, o incluso según las relaciones con el mundo islámico. La utilización de estas categorías discursivas ha provocado a lo largo de la historiografía —sobre todo la decimonónica— la asunción de un modo a veces automático y poco reflexivo de mitos en torno a la figura del morisco: el morisco cruel, el morisco inasimilable y el morisco traidor aliado con el turco. Se trata de mitos que el historiador del arte ha intentado proyectar en el análisis de las pinturas, forzando el diálogo entre fuentes escritas y visuales, algo que no siempre es posible. Esta postura creadora de clichés ha obviado, incluso, cómo la ausencia en los programas artísticos de una idea o concepto que pueda determinar o describir a un grupo religioso puede ser sintomático de una posición específica e intencionada de quien las creó. La omisión puede ser un intento de maquillar, silenciar u obviar tales características específicas con las que la sociedad «determinaba» y «clasificaba» a dichos colectivos. Este no es un hecho casual y es digno de investigación 261 . Debemos dejar de comportarnos como inquisidores, tal y como se ha dicho, y superar (o modificar) las barreras conceptuales creadas durante siglos de estudio de la alteridad. Porque, pese a que en torno a la validez de dichas teorías y a su perpetuación a lo largo de los textos posteriores se ha discutido mucho, todavía predominan posturas claramente enfrentadas. De un lado, la que contribuye a forjar la imagen de un morisco plenamente musulmán y que, por lo tanto, da cierta coherencia a dichas categorías, aunque admitiendo sus exageraciones. De otro, la que defiende la plena integración del morisco, encabezada por el propio Márquez Villanueva, y que, por ende, ha denostado con claridad y acerbo todo lo relacionado con el mito conspiratorio, la maldad y la herejía del morisco 262 . En este libro intentaremos relativizar dichas estereotipaciones 100

mostrando todas sus variantes y aportando nuevas opciones de estudio de esta comunidad religiosa.

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DE ORIENTALISMO, MAUROFILIA Y MAUROFOBIA: A VUELTAS CON LA MODA A LA MORISCA

Si la imagen del morisco ha sido estudiada de modo estereotipado y su análisis no ha recaído en el valor poliédrico de su representación literaria o artística, lo mismo sucede con otros términos que han envuelto su examen. Términos con los que pretendemos cerrar esta introducción metodológica, pues su reflexión nos aportará un bagaje necesario para conocer cómo se desarrolló el constructo de la alteridad en el mundo hispánico. Cuestiones sobre el supuesto «orientalismo» 263 de sus vestidos y costumbres heredadas del pasado andalusí y su proyección en los siglos XVI y XVII han ido aspectos que han preocupado bastante a la crítica y sobre los que aún se puede ahondar. Para entenderlo comenzaremos con el asunto de la moda, sobre el cual volveremos en capítulos sucesivos. Junto a las prácticas sobre higiene y alimentación, el vestido ha sido uno de los elementos que más se han asociado con una identidad cultural islámica, separada y diferenciable de las demás identidades religiosas peninsulares 264 . En el ámbito de la representación artística, además de los rasgos fisonómicos, ha sido uno de los instrumentos clave en la diferenciación visual de un «otro» 265 . Sin embargo, la realidad de la «moda morisca» resulta enormemente compleja y menos lineal de lo que un mero estudio del estereotipo sin contextualizar podría dar a entender. En el caso de la península ibérica, por un lado, hay que destacar el uso extendido de los trajes y los tejidos «a la morisca» entre la población noble de cristianos viejos, desde hacía ya varios siglos 266 . Por otro, hemos comentado cómo en las 102

representaciones visuales se produjeron variados casos de hibridación, en los que judíos podían aparecer representados con tocados musulmanes, o moriscos vestidos como turcos. En general, habría que destacar que el uso de estos vestidos podía implicar una serie de connotaciones que, ni mucho menos, se limitaban a lo étnico o religioso, y que, además, podrían ser percibidas de forma distinta por el espectador, lo que complica la tarea analítica del investigador. Así pues, a la hora de analizar la representación del morisco y de valorar el significado que la aparición o la ausencia de ciertas piezas textiles pueden tener, hay que considerar de forma más amplia las tradiciones sartoriales hispánicas, el uso de determinados tejidos en su contexto social y económico, o en qué medida la aparición de ciertos trajes se asocia a identidades religiosas o culturales. A todo ello habría que unir, además, las connotaciones positivas o negativas que se vinculan a determinadas modas vestimentarias y que aparecen reflejadas en las fuentes de la época. Para ello, es necesario aproximarse a una gran variedad de medios y géneros: pintura, representaciones de carácter teatral, festivo o carnavalesco, crónicas, relatos de viajes, novelas y romances. Cada una de estas manifestaciones posee su propia tradición, cronología diversa y evolución temporal muy precisas, un público determinado y contextos muy variados de producción y recepción. Por ello, no podemos utilizar de forma acrítica la aparición del «vestido a la morisca» en unos ámbitos para explicar automáticamente otros y debemos ser muy cuidadosos a la hora de establecer conclusiones absolutas. Uno de los principales problemas, que ya hemos ido señalando en estas páginas, deriva de la interpretación de las representaciones pictóricas a partir de textos literarios de la Edad Moderna sin considerar las tradiciones y recorridos 103

históricos diferenciados propios de cada uno y supeditando dichos aspectos materiales a los textuales. Como consecuencia, se ha aplanado la interpretación de una realidad mucho más compleja y poliédrica. Conviene detenerse un momento en este asunto, que debe enmarcarse de forma global dentro del debate científico sobre la maurofilia literaria, que ha condicionado en cierta medida la forma de interpretar la cultura material, y especialmente el uso de tejidos y ropajes «a la morisca» durante el siglo XVI. El término «maurofilia», como veremos detalladamente en los siguientes capítulos, fue acuñado por Georges Cirot en el campo de los estudios literarios 267 para referirse a la representación positiva, en términos de valor y nobleza, de los moros en la literatura española del XVI. Y desde ahí se ha empleado, no exento de matizaciones y redefiniciones, para analizar desde prismas diversos la producción literaria de la Edad Moderna primero y de la Baja Edad Media castellana, después. Sin ánimo de profundizar en el desarrollo historiográfico de este concepto, en esta breve exposición de problemas metodológicos conviene destacar dos aspectos. En primer lugar, una de las principales críticas a las que se enfrentaron los partidarios de la existencia de una maurofilia literaria fue la incapacidad de explicar de forma satisfactoria las motivaciones, posibles recepciones y razones de su éxito, en gran medida por la inicial separación entre el estudio de este tipo de literatura y su contexto específico histórico y social 268 . El panorama ha cambiado radicalmente en las últimas décadas con estudios que han pretendido contextualizar esta producción dentro de la sociedad, experiencias religiosas, vivencias cotidianas y prácticas de consumo 269 . Sin embargo, aún queda un largo recorrido en el análisis de las relaciones 104

entre arte y literatura, que en estos nuevos estudios filológicos centrados en la contextualización social de la maurofilia en los textos ha quedado relegada al margen. En segundo lugar, habría que destacar una tendencia hasta cierto punto opuesta desde el campo de la historia del arte. Partiendo de estudios anteriores, este concepto se ha extrapolado y ha gozado de un gran éxito para definir el ámbito cultural de la corte castellana de finales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna 270 , siguiendo a Ramón Menéndez Pidal, quien ya adelantó la idea de que «la maurofilia se hizo moda» 271 . La idea de que los cristianos sistemáticamente, y a lo largo de siete siglos, idealizaron el desarrollo cultural y artístico andalusí, y concretamente de la corte nazarí, ha sido una de las bases para justificar la existencia de una supuesta maurofilia cultural, asociada a sentimientos de ansiedad e inferioridad. Esta idea reduccionista, que limita el espectro de intercambios y motivaciones posibles, conlleva dos problemas fundamentales para el historiador. Por una parte, excluye las posibilidades de evolución temporal, al dar una explicación unitaria a más de setecientos años de historia, relaciones y cambios territoriales y evolución artística y cultural. Por otra parte, promueve la visión de una frontera radical entre cristianos y musulmanes, que quedan situados en dos extremos no solo políticos y religiosos, sino también culturales y artísticos, entre los que solo se reconoce la posibilidad de intercambio a partir de este tipo de conceptos vagos de admiración y maurofilia, sin considerar la posibilidad de existencia de códigos culturales compartidos. El punto de partida en el campo de la historia del arte fue la acuñación del término «mudéjar» por parte de Amador de los Ríos a mediados del siglo XIX, en un contexto muy específico 105

de institucionalización de la historia del arte y de búsqueda nacionalista de un estilo definitorio del arte español 272 . Excede los objetivos de este estudio profundizar en el problema terminológico del «arte mudéjar» pero, en el ámbito que estamos tratando, es interesante señalar cómo a mediados de los años treinta del siglo pasado, dentro de la academia francesa, en el campo de la historia del arte, Élie Lambert estableció la distinción entre «mudejarismo popular» y «mudejarismo cortesano» 273 , con cuya definición pretendía trascender la problemática asociada a la concepción del «mudéjar» como un estilo artístico. Este investigador proponía la existencia de un «ambiente cultural» asociado a las élites castellanas (dejando significativamente al margen al resto de los reinos peninsulares) que estaría altamente influido por el ambiente cortesano andalusí, lo que le permitiría explicar unas prácticas artísticas (arquitectónicas y artes suntuarias) y una serie de costumbres a la hora de comer, vestirse, sentarse, etc., que, como en el caso de la literatura, se percibían como contradictorias con el devenir histórico y político de los reinos peninsulares y que, además, marcaban el carácter diferenciado y exótico de España respecto al resto de Europa a comienzos del siglo XX. Así pues, dentro de las primeras aproximaciones a una literatura y un arte hispano diferentes y diferenciados, tuvieron un papel protagonista las miradas y los estudios procedentes de Francia desde la visión de los viajeros primero, y de los estudiosos después. En este sentido habría que destacar, muy brevemente, dos aspectos en los que no podemos profundizar, pero que no pueden ser obviados en esta discusión sobre el problema de análisis de nuestro estudio. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la historiografía francesa partía de una tradición, iniciada en el siglo anterior, de consumo de productos culturales y de ocio 106

españoles (principalmente música y representaciones teatrales), que se acompañaron también de producciones literarias de la mano de viajeros por la península 274 . Pero esta reconfiguración de la identidad hispana que se dio justamente fuera de nuestras fronteras respondía, a su vez, a una reacción interna en busca de la «autenticidad» propia frente a la creciente hegemonía cultural francesa 275 . En segundo lugar, habría que hacer hincapié en que dentro de este nuevo discurso historiográfico se integró a la península ibérica en un planteamiento generado en el contexto colonialista francés y su expansión mediterránea 276 . Esta orientación, además, era acorde a la corriente nacida desde las instituciones científicas españolas en las que la recuperación del pasado islámico y judío se enmarcaba en un movimiento nacionalista que no era ajeno a la expansión colonial española por el norte de África 277 . En este complejo contexto de miradas cruzadas, intereses convergentes y formación de los estados nación comienza a establecerse el estudio, paralelo en un primer momento y convergente después, de la literatura maurofílica y de las prácticas culturales y artísticas definidas como «mudéjares» o «mudejaristas» de finales de la Edad Media e inicios de la Edad Moderna. ¿Por qué importan estas relaciones preliminares cuando nos adentramos en nuestro objeto de estudio? Principalmente porque es interesante destacar cómo en el desarrollo historiográfico sobre el arte y el «ambiente» mudéjar y maurofílico de la corte castellana en los contextos citados, desde un principio se otorgó un papel ciertamente relevante al uso de tejidos andalusíes y a la aparición de una «moda morisca». Muchas de estas publicaciones se centraron en la corte y el entorno de Isabel la Católica 278 , tal vez seducidos 107

por las posibilidades que el conocimiento de este fascinante personaje ofrecía. Este reinado, por razones obvias, se percibió como un punto de inflexión en el desarrollo histórico, político y cultural en la península ibérica y su análisis resultó fundamental para asentar los conceptos sobre los que estamos reflexionando, especialmente a partir de los años cuarenta del siglo XX. En ese sentido, nos gustaría destacar aquí dos aspectos concretos, sin pretensión más que de plantearlos como problemas aún abiertos que han condicionado y condicionan nuestras reflexiones. En primer lugar, habría que señalar que el reinado de los Reyes Católicos se ha constituido como una frontera historiográfica infranqueable. La fecha clave de 1492 se considera a la vez culminación y cierre de una serie de procesos puestos en marcha durante la Edad Media y, al mismo tiempo, inicio de un nuevo camino en la modernidad. Estas fronteras historiográficas, aunque comprensibles, han supuesto una dificultad añadida a la hora de valorar la construcción de la figura de los moriscos y su representación en las fuentes escritas y pictóricas. Desgraciadamente, en este proceso, no se ha considerado el desarrollo anterior como una parte integral del ambiente social, político, cultural y visual del mundo moderno, aunque indudablemente quedara transformado tras la conquista de Granada, la rebelión de las Alpujarras, Lepanto, etc. Creemos que es necesario insertar la larga tradición medieval a la hora de analizar prácticas, usos pictóricos, convenciones de género y continuidades para conocer las rupturas y transformaciones que se dieron conceptualmente en torno a la alteridad en todas sus facetas. Este análisis de larga duración puede arrojar luz sobre el complejo fenómeno de la representación del morisco en la península ibérica. La necesidad de reconocer lo congénito, lo heredado desde la centuria anterior, cobra especial relevancia 108

a la hora de estudiar el problema de la maurofilia, las interrelaciones entre literatura, arte y sociedad y el problema de la moda como uno de los elementos definidores del morisco en el arte. De ahí que comenzáramos nuestro libro con un ejemplo de la tradición medieval que presentaba unos problemas histórico-artísticos que el mundo moderno resolvió de muy diversa manera. En segundo lugar, nos gustaría señalar otro aspecto asociado al desarrollo de las investigaciones sobre arte y cultura material en el ámbito hispano. En general, se ha tendido a diferenciar la maurofilia asociada a prácticas culturales y estéticas, y la maurofilia/maurofobia perceptible a través de actitudes políticas de tolerancia o intransigencia religiosa por parte de reyes y cortesanos. Esta distinción entre la maurofilia política y la cultural, que en algunos casos se alinea, pero en otros no, es lo que permite navegar en la aparente disyuntiva a la que se enfrentan historiadores del arte y filólogos: la percepción como divergente o contradictoria de las prácticas culturales, la producción artística, la valoración que del arte y la cultura de al-Ándalus aparece en las fuentes, la imagen idealizada reflejada en la literatura o el desarrollo político y el devenir histórico en los territorios peninsulares. Ya Marías 279 se posicionaba firmemente en contra de la identificación directa entre el denominado «arte mudéjar», la valoración positiva del arte andalusí y la maurofilia literaria 280 , algo que, como hemos estado viendo, presenta más problemas que soluciones y no contribuye a aclarar el panorama cultural hispano, sino que artificialmente lo reduce a una serie de categorías dicotómicas y artificialmente planas. Un caso paradigmático, que ilustra la complejidad del horizonte hispano medieval y moderno y nos previene contra 109

el uso indiscriminado de estas categorías, puede ser situado en los reinados de Pedro I y Enrique II, a finales del siglo XIV. La historiografía tradicional ha exaltado frecuentemente la «maurofilia» política del primero de los dos monarcas, frente a las actitudes de su antecesor, Alfonso XI, y desde luego de su sucesor, Enrique II. En función de crónicas y textos políticos se ha tendido a enfatizar las conexiones de Pedro I con Granada y las de Enrique II con Francia y, además, estas actitudes políticas se han empleado para explicar las orientaciones culturales y las actuaciones artísticas de cada uno 281 . De esta forma, textos, política exterior y producción artística quedarían alineados en un marco interpretativo sin fracturas. En el estado actual de las investigaciones sobre Pedro I, hay unanimidad en atribuir la imagen política islamófila, como «acrescentador e enriquecedor de moros» que aparece en las fuentes a una elaboración muy consciente del entorno Trastámara durante y después de la guerra civil que permitió el ascenso al trono de Enrique II 282 . Sin embargo, en el campo de lo artístico sigue prevaleciendo la construcción historiográfica de la excepcionalidad de Pedro I y de su «maurofilia» cultural, atribuyéndole una relación de amistad personal con Muhammad V y un interés fuera de lo común por el mundo intelectual y estético nazarí, forzando en muchas ocasiones el acuerdo entre una selección de fuentes escritas y de restos materiales. Diversos autores han tratado de matizar esta «excepcionalidad» de Pedro I, situándolo en un marco mucho más complejo y han demostrado convincentemente que ni sus relaciones diplomáticas ni sus intereses culturales resultan en realidad tan distintos de las prácticas habituales de su época, ni se distanciaron de forma fundamental de las 110

actitudes de Alfonso XI 283 o Enrique II. Resulta, además, significativo que, en los textos de la época, las acusaciones de islamofilia de Pedro I que se han utilizado para justificar una cierta orientación de su patrocinio artístico aparezcan restringidas solo a contextos políticos y sociales y que sus prácticas culturales y estéticas no aparezcan nunca connotadas, como sucede al analizar las crónicas de los reinados precedentes y sucesivos. Enrique II, durante la guerra que lo enfrentó con su hermanastro y tras la subida al trono, potenció la imagen de Pedro I como aliado de los musulmanes y, por tanto, como un traidor, hereje y subversor del orden social. Sin embargo, en el campo de las prácticas estéticas en la construcción visual del poder, su comportamiento no difirió tanto del de su hermanastro 284 . El nuevo rey fundó una nueva capilla funeraria en la catedral de Córdoba para enterrar los restos de su abuelo, Fernando IV, y trasladar desde Sevilla los restos de su padre, Alfonso XI. La construcción de esta capilla, como muchos autores han señalado, supondría una exaltación de su linaje y una acción orientada a establecer y asegurar su legitimidad como rey. Sin embargo, a la hora de configurar este espacio se emplearon modelos arquitectónicos y elementos ornamentales con los que ya había experimentado Pedro I y que habían caracterizado sus principales edificios representativos: el modelo de qubba, o espacio centralizado cubierto por una cúpula, la incorporación de motivos ornamentales concretos en la decoración de yesería, la inclusión de epigrafía en árabe o la introducción de novedades formales procedentes de al-Ándalus, como los mocárabes 285 . Así pues, cuando nos acercamos de forma directa a los monumentos artísticos y los encuadramos en su propia 111

evolución temporal, sin supeditarlos a textos claramente intencionados, vemos cómo las ideas de maurofilia cultural o la propia definición de arte mudéjar no bastan. Monumentos como la Capilla Real de Córdoba deben ser explicados más allá de la idea de una vaga «admiración», de la idea de triunfo y botín o de los presupuestos de inferioridad cultural y, sin duda, deben trascender las alineaciones entre identidades religiosas y estéticas. Efectivamente, uno de los grandes problemas de los que adolece la aplicación de términos como «maurofilia» o «mudejarismo» desde el punto de vista de la historia del arte es que a la hora de describir estos fenómenos falta una definición precisa de lo que estos significan para el historiador. Como indicara Gombrich, el hombre es un ser clasificador, por lo que, como historiadores, necesitamos de una terminología como instrumento de análisis, como si así pudiéramos poseer de un modo más objetivo y completo el objeto de estudio, pero ello lo que produce es que se pierdan unas gradaciones que en una investigación de larga duración y sin fronteras cronológicas y geográficas serían mejor comprendidas. Con ello, todo se convierte en un reduccionismo, que produce explicaciones unitarias a fenómenos distintos que quedan, así, descontextualizados. Este es un problema que ya señalamos al presentar la cuestión de la identidad morisca y que, como vemos, afecta a distintos aspectos del estudio que nos planteamos aquí. En general, «mudejarismo» y «maurofilia» se han empleado para referirse a una vaga «fascinación por el otro» y por su producción cultural y material en dos sentidos prácticamente opuestos: por un lado, se utilizan para definir de forma extremadamente problemática una admiración general por «el lujo y el exotismo de la cultura oriental» 286 . Por otro, se 112

concibe, hasta cierto punto de forma paralela a lo que ha sucedido con la literatura morisca, en términos de apropiación, domesticación, triunfo y victoria sobre un «otro» con el que la única relación posible se plantea en términos de conflicto irresoluble 287 . Así, se convierten en explicación, causa y consecuencia de fenómenos muy variados y se utilizan para implicar lo mismo idealización que apropiación, identificación que extrañamiento, exhibición, copia, imitación pasiva, hibridación (con toda la problemática que entraña esa palabra), traducción, reelaboración y un largo etcétera de actitudes y procesos que son fundamentalmente diversos. Además, en la historiografía artística, esta idea de maurofilia cultural, esta «fascinación» genérica por el arte claramente diferenciada del «otro», explicaría la imitación por parte de los castellanos de la forma de vida de al-Ándalus, concibiendo la cultura andalusí desde visiones contemporáneas, en ocasiones claramente exotizantes y orientalizantes (se habla de palacios más confortables, de una vida placentera y sensual). Esta concepción de la vida lujosa y «oriental» andalusí surgió, como era propio de su tiempo, en la historiografía de los años cuarenta del siglo XX en un primer momento de búsqueda de contextualización social de la creación artística 288 , pero se ha mantenido como una constante historiográfica hasta nuestros días 289 . Es decir, se trata de un concepto anacrónico con connotaciones orientalizantes que ha tenido graves repercusiones a la hora de aproximarnos críticamente a la realidad medieval y moderna en la península ibérica. De esta forma, se concibe la cultura andalusí como una categoría estable, cerrada, monolítica y atemporal que puede diferenciarse claramente y en todo momento y lugar de la cultura castellana y cristiana. Así, excluye la posibilidad de existencia de elementos 113

comunes y de complejos procesos multidireccionales de integración, resemantización y realterización que pueden sufrir las obras de arte a lo largo del tiempo. Durante la última década, diversos estudios, especialmente desde el campo del arte medieval, han criticado esta aproximación dicotómica y exotizante, que fragmenta más que integra las complejas relaciones artísticas y culturales que cruzaron la frontera en varias direcciones 290 . Como diversos autores han propuesto en otras ocasiones, los elementos de raigambre andalusí, incluyendo arquitectura, tejidos y armamento, deben despojarse del exotismo con el que frecuentemente han sido cubiertos historiográficamente y deben ser contextualizados en su entorno cultural de creación, de recepción y de consumo, sin restringirlos a la mera ilustración de formulaciones políticas o religiosas, algo que ya reivindicaron Jerrilynn Dodds, al hablar de arquitectura medieval 291 , o Maria Judith Feliciano, tanto para hablar de tejidos medievales como del legado estético de la cerámica ibérica 292 . Marías, al estudiar la arquitectura moderna en Granada y Sevilla 293 , demostraba que el uso de diversos recursos arquitectónicos no necesariamente era percibido en términos de diferencia de estilos y lenguajes. Antonio Urquízar, en su reciente libro, expande y apoya esta idea al analizar los textos modernos y la diferencia que aparece en ellos en la percepción e interpretación de la arquitectura propiamente andalusí, frente a los edificios cristianos contemporáneos que integraban elementos que hoy consideramos islámicos, pero que, a ojos de sus contemporáneos, no presentaban necesariamente conexiones con el pasado político o religioso del sur peninsular 294 . Volviendo al caso de la supuesta maurofilia de Pedro I y de sus elecciones estéticas, ya hemos visto cómo, por una parte, 114

no se diferenciaron tanto de las actuaciones de su sucesor y enemigo político, Enrique II. Pero por otra, Urquízar 295 ya destacó cómo el estilo del alcázar de Sevilla, que ha sido considerado como uno de los principales ejemplos de la maurofilia cultural y política del rey, no supuso ningún conflicto para los humanistas de principios del siglo XVI, que no tuvieron problema en adscribirlo a un rey cristiano. Al contrario de lo que sucedía con los monumentos propiamente andalusíes, estos edificios no planteaban un problema conceptual a la hora de clasificarlos, y sus elecciones estéticas tampoco entrañaban ninguna disyuntiva política o moral. Justo lo contrario de lo que sucedió a finales del siglo XIX, cuando el discurso histórico artístico se enfrentó a nuevos parámetros de clasificación y sistematización. Pese a que en la última década diversos estudios, tanto desde el punto de vista del arte como de la literatura y de la sociedad, han ido planteando nuevas opciones de análisis, aún queda un largo camino y numerosas lagunas que la investigación debe ir abordando, para obtener una visión más amplia de los procesos culturales, artísticos, literarios, sociales y políticos que actuaron de forma dinámica y multidireccional en el ámbito transcultural de la península ibérica. Otro aspecto que habría que destacar, especialmente relevante para el estudio que nos ocupa, es que la maurofilia artística siempre se ha asociado a la arquitectura (especialmente a la arquitectura doméstica) y a determinadas producciones de artes suntuarias: textiles, cerámicas y ebanistería. La pintura y la escultura, por el contrario, han quedado fuera de este tipo de discursos y, como mucho, se han centrado en escenas de victoria y derrotas del enemigo musulmán. Es necesario integrar literatura, sociedad, religión, 115

arquitectura, pintura, artes suntuarias y efímeras para tener una visión global que solo puede ser abordada a partir de un discurso comparativo, pluridisciplinar y necesariamente matizado. En este caso, el estudio de la representación del morisco y de los elementos de su cotidianidad material permite añadir un nuevo factor más de análisis a este complejo asunto y problematizar algunas visiones demasiado reductoras o demasiado aisladas y, por tanto, descontextualizadas. Ya hemos mencionado cómo ni el moro cotidiano ni el idealizado de las obras literarias aparecen representados en la pintura. Sobre este aspecto profundizaremos mucho más en este libro, pues es uno de los ejes vertebradores de nuestro trabajo, que intenta romper con ciertos estereotipos que se han ido consolidando en la historiografía. La reivindicación de dos civilizaciones confluyentes de igual a igual en un ensoñado mundo literario de amores y caballerías 296 y que, pretendidamente, tuvo su reflejo en los modos de vida cortesanos, no tuvo ninguna consecuencia directa en el mundo de la representación pictórica del morisco. Al contrario, la imagen pictórica del musulmán, como se analizará más adelante, resultó mucho más plana y politizada de lo que los textos, los usos materiales y las costumbres sociales parecerían indicar. Las convergencias y divergencias de esta representación con las otras fuentes literarias e históricas que nos hablan de la figura del morisco en la España moderna dificultan la interpretación de ciertos elementos caracterizadores, como el traje. No obstante, merece la pena detenerse en este punto, pues es precisamente esta capacidad de la pintura de crear discursos divergentes lo que nos interesa aquí y cómo la representación de los moriscos posee una problemática 116

específica, en gran medida directamente relacionada con esta citada divergencia entre representación visual y textual, y entre creación de un arquetipo del otro y la realidad cotidiana de la que esta minoría formaba parte. Como ya hemos ido desgranando en las páginas anteriores, en el proceso de configuración de la imagen del morisco habría que destacar la interacción de diversos medios: literatura, cultura visual, cultura material, espacio social y mentalidad colectiva y así lo hemos intentado hacer en el presente libro. Aunque por la estructura del mismo parece que se muestren en «compartimentos distintos», todos estos aspectos aparecen imbricados y van siendo retomados según la casuística u objeto que se trabaje. Como ya se ha destacado 297 , esta interacción entre los diversos medios fue pluridireccional y no necesariamente partió de la literatura o el arte, sino que las experiencias directas de la sociedad tuvieron un papel protagonista. En ese sentido, son fundamentales las experiencias y recorridos previos a la conquista de Granada y la imagen del otro que se fue forjando durante la Edad Media. Este aspecto es especialmente interesante a la hora de analizar el problema de los vestidos denominados «a la morisca», su uso por parte de diversos grupos sociales y la interpretación que de ellos se ha hecho en la historiografía tradicional. Las fuentes escritas de la Edad Moderna mencionan con cierta frecuencia el uso, por parte de caballeros cristianos, de trajes denominados «a la morisca». Este término, asociado a las prácticas sartoriales, puede rastrearse con bastante comodidad hasta el siglo anterior, concretamente al momento de la minoría de Juan II 298 , y a lo largo del siglo XV veremos aumentar exponencialmente su presencia en las fuentes escritas asociado a elementos festivos y carnavalescos: justas, 117

juegos de cañas, momos y representaciones teatrales. Ciertamente, el término «morisco» tiene un recorrido anterior, durante gran parte de la Edad Media, que debe ser reconocido. Las primeras menciones pueden ser rastreadas hasta el Cantar del Mio Cid, como ya demostró María Soledad Carrasco Urgoiti 299 , en relación tanto a la población islámica peninsular como a sus objetos y actitudes. Como una calificación asociada a elementos artísticos, en el siglo XI ya aparece el término referido a tejidos 300 y a partir del siglo XIII se van multiplicando cada vez más menciones. Es un vocablo que a partir de 1300 aparece relacionado con determinados elementos de arquitectura. Concretamente en el libro del caballero Zifar se indica que «estava labrada una alcoba muy alta a bóveda e la bóveda era toda labrada de obra morisca» 301 . A partir de este momento lo encontraremos en fuentes muy dispares y asociado a elementos muy diversos: relacionados con tejidos, armas o elementos muebles, como arquetas, en inventarios, hasta relacionado con técnicas específicas de pintura en varias ordenanzas de Córdoba y Granada 302 . Habría que destacar que aún falta una revisión en profundidad de dicho término, con un amplio arco cronológico y analizando con detalle en qué contextos se usa y a qué elementos califica. No obstante, pese a la falta de datos, se pueden intuir una serie de elementos para el debate, que deberán ser corroborados o refutados por futuros trabajos y que expondremos a continuación. En primer lugar, habría que destacar la diferencia entre las fuentes escritas: crónicas, novelas y libros de viajes. En las primeras aparecen muy pocas referencias al término morisco y, salvo la muy intencionada crítica de Palencia a Enrique IV, no se suelen relacionar con las costumbres de la corte a la hora de sentarse, vestirse o comer. Tampoco lo encontramos 118

relacionado con elementos artísticos, aunque eso no es de extrañar, dada la escasez de terminología estética que se manifiesta en este tipo de obras. Por el contrario, sí que aparece el término «morisco» o «la usanza morisca» asociado a algunas prendas de vestir (aljubas y borceguíes moriscos) y sobre todo a cantos, bailes y formas de cabalgar o guerrear. Los libros de viajes y las descripciones de ciudades son mucho más ricos en este tipo de denominaciones, pero en este caso nos encontramos con una fuente diversa, con un contexto de producción y un objetivo diferente 303 . En estas obras es mucho más frecuente hallar el término «a la morisca» tanto para elementos arquitectónicos, técnicas artísticas (formas de realizar el estuco o emparamentar muros con tapices, por ejemplo), como para sedas, trajes y tocados, además de formas de cabalgar y luchar. Es interesante constatar cómo a medida que avanza el siglo XV y, especialmente en las fuentes que describen con ojos foráneos las costumbres hispanas, el término se va haciendo cada vez más frecuente. Ciertamente el término «a la morisca» asociado a elementos materiales y artísticos en las fuentes escritas resulta enormemente resbaladizo: puede referirse a una estética determinada, bien por el uso de ciertos diseños o por el empleo diverso de los colores, a un contexto de producción específico, a una calidad superior, como sucede en ocasiones con las vestiduras 304 , o incluso a una técnica artística, como en el caso de las arquetas a la morisca de finales de la Edad Media 305 . Lo que sí parece claro por las fuentes es que cuando a partir del siglo XV se encuentra la referencia «vestidos a la morisca» se está refiriendo a algo que trasciende el mero uso de textiles andalusíes, ya que implica no solo el uso de estos tejidos, sino una determinada calidad y una forma de 119

llevarlos, además del uso de tocados, calzado y armas que se perciben como diferenciados. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la propia materialidad de los tejidos no importara, y sobre esto volveremos más adelante, pero sí que el término «vestido a la morisca» aludía no solo a tejidos, sino fundamentalmente a trajes y formas de autorrepresentarse a través de los mismos, según unos códigos vestimentarios que eran perfectamente entendidos en la sociedad de su tiempo. El hecho de que estos aparezcan asociados en su mayor parte a eventos cortesanos específicos debe ser tenido en cuenta a la hora de interpretar estos códigos. A la hora de estudiar la moda «a la morisca» a finales de la Edad Media y durante la Edad Moderna es necesario considerar, como se ha dicho, la cultura material y visual, las fuentes primarias y la literatura como un todo multifacético, pero no necesariamente convergente, en el que la intencionalidad y el contexto específico de producción de cada una de las fuentes debe ser tenida en cuenta. Así, el análisis de los inventarios puede indicar un determinado uso de los tejidos, asociados a una clase social y sin connotaciones religiosas específicas, mientras que la iconografía de los retablos, elaborados en unas circunstancias geográficas, cronológicas y para unos determinados espectadores, puede sugerir un uso diferente del mismo material. De la misma manera, las referencias que aparecen en la literatura caballeresca y fronteriza 306 , sobre cuya naturaleza y problemas historiográficos trataremos en este libro, resultan complementarias, pero no pueden equipararse acríticamente a las representaciones y descripciones en las que destaca un primer interés por la acumulación y clasificación de material etnográfico 307 . En este punto se hace necesaria una aclaración, como ya 120

señaló Irigoyen 308 . Habría que establecer una distinción entre los vestidos «a la morisca», así categorizados y que encajan dentro de las prácticas culturales ibéricas, de los vestidos de los moriscos. Esta distinción resulta muy espinosa cuando nos acercamos a la pluralidad de las fuentes escritas y restos materiales. El término «morisco» se emplea para calificar varias realidades que resultaban radicalmente diferentes entre sí. Pragmáticas legales, descripciones de la población e incluso ilustraciones de literatura de viajes parecen apuntar hacia la ausencia de diferenciación evidente entre las poblaciones morisca y cristiana en la península ibérica, aunque este tipo de afirmaciones siempre deben matizarse en función de la cronología y el lugar específico que estemos analizando. Seguramente también habría que establecer matices a la hora de hablar de género 309 . Esta diferenciación podía ser creada si interesaba, y así aparece en las fuentes en dos momentos clave: la rebelión de las Alpujarras y la expulsión, con dos motivaciones y seguramente correspondiendo a dos realidades materiales en tejidos y joyas muy diversas. En cualquier caso, de forma general, la realidad cotidiana de las vestiduras moriscas no se diferenciaría enormemente de las vestiduras de cristianos viejos de las mismas poblaciones y, sin embargo, sucesivas leyes inciden en la prohibición de que este sector de la población lleve «vestidos a la morisca». ¿En qué consistía, pues, este tipo de vestidos? ¿Por qué se prohibía su uso a los moriscos? Y ¿qué nos indica el término «a la morisca» para calificarlo si no parece que tenga necesariamente una relación directa con una identidad religiosa o étnica? Como ya estudió Irigoyen 310 , a principios del siglo XVI las ropas «a la morisca» estaban asociadas a justas y juegos de cañas y eran conscientemente empleadas por cristianos viejos, por lo que no deben ser identificadas tanto con la práctica del 121

islam, sino con la expresión de lujo e identificación de clase social en el contexto ibérico. Las restricciones impuestas por Felipe II a los ropajes moriscos deben ponerse en el contexto de su política de leyes suntuarias y las restricciones a vestidos de seda y metales preciosos. En este contexto, impedir el acceso de los moriscos a estos bienes de lujo implicaba una restricción en el acceso a identificadores de clase social y de nobleza y, por la misma razón, su uso por parte de cristianos viejos en el contexto de eventos caballerescos, justas y juegos de cañas, frecuentemente citados como excepciones en la aplicación de las leyes suntuarias, no debería ser causa de sorpresa ni necesariamente servir de base para genéricas interpretaciones de «hibridismo» o «influencia» cultural en la península, más relacionadas con miradas orientalizantes externas que con las prácticas y connotaciones que las fuentes parecen sugerir. Algunos autores han puesto de manifiesto cómo este tipo de galas asociadas a festividades se convirtieron, a su vez, en una tradición literaria y se plasmaron en la descripción del moro idealizado de la literatura desde el siglo XV, incluso cuando aparece como guerrero. Los materiales que encontramos en crónicas de viajes y su traslación a tapices y obras de arte efímeras 311 , como los ya mencionados arcos en las entradas reales, comportan una serie de actuaciones (selección, traducción, recontextualización, integración de diversas fuentes, etc.) que deben ser analizadas en detalle. Por otra parte, este tipo de prácticas textiles asociadas a la nobleza no son, ni mucho menos, exclusivas de la península ibérica. El uso de la moda, definida como «a la turca», como medio de diferenciación en el complejo contexto cortesano de la Europa moderna ha sido documentado en otras zonas 312 que, por su consideración periférica y transfronteriza dentro 122

de los discursos tradicionales, han quedado fuera de la historiografía general y de estudios comparativos que puedan arrojar luz sobre este fenómeno desde un punto de vista más amplio e interconectado. Esta marginalización, que también afecta a la península, conlleva una cierta visión de estos fenómenos como elementos aislados, exóticos y particulares que, sin embargo, quizá deberían ponerse en contexto, dentro de unos parámetros cortesanos particulares en una Europa interconectada y cosmopolita. Consideramos que profundizar en el uso de estos trajes en distintos lugares de Europa, así como en las distintas maneras de percibirlos (tanto en contextos internos como en la esfera internacional), podría contribuir a elaborar un discurso comparativo que es aún necesario para comprender el panorama hispano de la Edad Moderna. Esta visión comparativa permitiría profundizar en el problema de la identificación de estos trajes «a la morisca», junto a determinadas prácticas festivas o de autorrepresentación, con la existencia de una determinada identidad cultural. Es decir, más allá del uso de este tipo de moda por parte de una élite nobiliaria como forma de expresar su conciencia de pertenencia a un determinado grupo y de obtener reconocimiento social, la cuestión que se plantea es si expresaba también una determinada identidad cultural que se pretende o se percibe como diferenciada. En este sentido se han pronunciado Fuchs, Benito y otros autores 313 , haciendo hincapié en la existencia de un proceso bidireccional de integración de elementos de la cultura andalusí por parte de la sociedad cristiana, a medida que se iba diferenciando, excluyendo y, finalmente expulsando, a la minoría morisca. Quizá en este debate convendría introducir estas prácticas en un arco cronológico más extenso en el que los precedentes medievales, tan frecuentemente olvidados, 123

pueden arrojar luz. Así, los trabajos de Feliciano sobre el uso de tejidos islámicos en contextos ibéricos ya profundizaron en la problemática del término «morisco» 314 , que oscila entre lo cotidiano y lo teatral y que debe ser entendido en función de los usuarios de los trajes, las circunstancias en las que se exhibe y la audiencia a la que se dirige. Por otra parte, la propia autora ya señaló cómo el uso y circulación de estos tejidos trascendía largamente las fronteras religiosas, que oscurecían más que aclaraban el contexto de producción y consumo de estas piezas y cómo debemos pensar en prácticas culturales panibéricas en las que, más allá de lo religioso y lo etnográfico, se incluyan otras consideraciones, como el aprecio por los materiales, las técnicas o la calidad del producto. En la misma línea, el reciente trabajo de Pamela Patton sobre san Isidoro y la identificación del textil islámico que viste el demonio que se aparece ante san Martín como un ropaje asociado con la realeza (separándolo de la etnicidad y las connotaciones negativas del personaje), resulta extremadamente sugerente 315 . Los trabajos sobre la Edad Media apuntan hacia la separación de estas prácticas de nuestra mirada contemporánea sobre «el otro», en ocasiones simplificadora y colonialista, e incitan a integrarlas en su propio contexto cultural, social y económico, con unos recorridos y tradiciones que generalmente superan las barreras cronológicas impuestas por la historiografía. Separar estas prácticas de la «racialidad» del personaje y del barniz «exótico» que la mirada contemporánea impone, e integrarlas en su contexto cultural, social y económico será, pues, algo fundamental. Esta última idea resulta clave, pues una de las vías más productivas de investigación tanto para la circulación de 124

objetos en el contexto transcultural de la península ibérica medieval como para el análisis de la maurofilia literaria 316 ha sido el estudio de los contextos de producción, modificación, circulación y consumo, más allá de las identidades religiosas o culturales. Nuevas aproximaciones sobre maurofilia literaria dentro de los parámetros de producción, prácticas lectoras y consumo pueden ayudarnos dentro del estudio de los vestidos «a la morisca» y, recíprocamente, el estudio de las representaciones visuales de los moriscos es fundamental a la hora de comprender mejor todos estos fenómenos en su contexto. El análisis de las fuentes pictóricas puede contribuir a conocer en qué contextos, con qué propósitos y para qué público se emplea el traje como elemento connotativo asociado a una identidad religiosa y cultural y en qué ocasiones, por el contrario, se usan otros elementos de distinción. Además, es necesario reflexionar en qué medida la representación visual del morisco se corresponde o no con la realidad material y cotidiana de los moriscos en la península, y cuáles son sus relaciones con las imágenes más o menos estereotipadas que aparecen en la literatura. En definitiva, nos permite avanzar no tanto en el conocimiento directo de la minoría, pero sí en la forma y proceso de construcción de un imaginario cultural marcado por tendencias religiosas, culturales, políticas y sociales en ocasiones opuestas y siempre en tensión dinámica. El cruce entre fuentes pictóricas, literarias y de archivo y su contextualización desde las prácticas medievales —analizando continuidades y rupturas— y desde las tradiciones festivas modernas puede ser enormemente productivo. En ese sentido, resultará muy atractivo aplicar tales parámetros a la hora de dilucidar temas tan controvertidos como la 125

significación de las prácticas sartoriales en la península, dentro del debate sobre la integración de determinados elementos islámicos en la conformación de una identidad hispana. También, y en último término, acerca de cómo se relacionan con el devenir histórico y político peninsular que desembocó en la expulsión de los moriscos. Así pues, con estas palabras no hemos querido más que denunciar que el uso indiscriminado que cierta historiografía ha realizado de asuntos como la «maurofilia», el «exotismo» e incluso lo «oriental» se ha centrado en aspectos inconexos porque servía para responder, de modo fácil, a una serie de preguntas de investigación en cualquier periodo cronológico. Como se ha dicho, esta aproximación es nociva y solo realizando itinerarios de «larga duración», e individualizando, posteriormente, contextos geográficos y cronológicos podremos entender tanto su uso como la particularidad del mismo en la creación de la alteridad. Consideramos que el abuso de dicha terminología nos apartó de una visión más rica y objetiva del morisco y «de lo morisco». Por tanto, en esta publicación intentaremos, de modo multidisciplinar, reconstruir distintos casos de estudio donde empleamos una metodología mucho menos reduccionista y más abierta a distintas casuísticas que parte, precisamente, de la reflexión de los conceptos citados con anterioridad y de su aplicación en unos contextos muy concretos de nuestra historia. 1 Sobre las vicisitudes y condiciones del contrato, así como de la atribución de la obra, véanse Leandro de Saralegui, «El Maestro del retablo montesano de Ollería», Archivo Español de Arte, 52, 1942, págs. 244261; Luis Cerveró, «Pintores valentinos: su cronología y documentación», Anales del Centro de Cultura Valenciana, 48, 1963, pág. 87, y Mathieu Hériard Dubreuil, «Le gothique à Valence I», L’oeil, 234-235, 1975, págs. 15-16. 2 Un primer estudio sobre la importancia de este pasaje en la iconografía y la historia del arte medieval ha sido publicado en Borja Franco Llopis, «Notas sobre la iconografía del martirio de San Bernardo de Alzira: a propósito de la tabla homónima del Museo de la Catedral de Valencia», Revista Digital de Iconografía Medieval, 16, 2016, págs. 101-118. En este artículo citamos las fuentes principales para su análisis, así como los principales investigadores que se han ocupado de ellas. 3 Pedro A. Beuter, Primera part d’la Historia de Valencia que tracta deles antiquitats de Spanya y fundacio de Valencia…, Valencia, 1536, págs. 45-46; Gaspar Escolano, Décadas de la Insigne y Coronada

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Ciudad y Reino de Valencia, Valencia, Pedro Patricio Mey, 1610, libros 24 y 25. 4 Jaime Goig, Historia de los ilustres mártires de Alcira. Bernardo, María y Gracia, Alzira, Imprenta de José Muñoz Ferriz, 1880; Ángel Fabra, Bernardo, María y Gracia. Hijos de Carlet. Mártires de Alzira, Carlet, Cofradía Santos Patronos, 1994, y Bernardo Montagud, Sant Bernat Màrtir. Fuentes literarias e iconográficas, Alzira, Falla Plaça Major d’Alzira, 1995. 5 Jaime Bleda, Corónica de los moros, Valencia, Felipe Mey, 1618, libro 7, capítulo 33. 6 Honorato Gilbau y Castro, Libro de la Vida, Martyrio, y algunos milagros de S. Bernardo martyr…, Valencia, Junto al Molino de Rovella, 1600, págs. 47-48. 7 Biblioteca Nacional de España (en adelante BNE), Mss/16437. Felipe Godínez, Buen moro, buen cristiano: gran comedia, en tres jornadas, 1648. Para un estudio detallado, véase M. Soledad Carrasco Urgoiti, «De Buen moro, Buen cristiano: Notas sobre una comedia de Felipe Godínez», Nueva Revista de Filología Hispánica, 30 (2), 1981, págs. 546-573. 8 http://catcom.uv.es/browserecord.php?-recid=4734&-mode=indice&-fromLetter=12 (consulta: 15 de noviembre de 2016). 9 Mercedes García-Arenal, «Mi padre moro, yo moro: The Inheritance of Belief in Early Modern Iberia», en Mercedes García-Arenal (ed.), After conversion: Iberia and the Emergence of Modernity, Leiden, Brill, 2016, págs. 304-335. 10 José M. Perceval, Todos son uno. Arquetipos, xenofobia y racismo. La imagen del morisco en la Monarquía española durante los siglos XVI y XVII, Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 1997, pág. 190. Este tipo de pieza teatral convive con otra donde el morisco aparece ridiculizado en tono cómico tanto en entremeses como en obras dramáticas, hecho que denota el carácter ambivalente de la figura del morisco y la existencia de distintas percepciones del mismo en la literatura del XVII. Véase M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Notas sobre el romance morisco y las comedias de Lope de Vega», Revista de Filología Española, 62 (1), 1982, págs. 51-76. 11 Dichos Gozos fueron reunidos en Bernardo Montagud, Sant Bernat Màrtir…, op. cit. 12 En la pintura puede parecer que el de la izquierda posee rasgos negroides, pero es debido al estado de conservación de la pieza. 13 Sobre este problema, véanse Manuel García Fernández, «Sobre la alteridad en la frontera de Granada. (Una aproximación al análisis de la guerra y la paz, siglos XIII-XV)», História, Revista de Faculdade de Letras, 6, 2005, págs. 213-235, y Ian Almond, The new Orientalists. Postmodern representations of Islam from Foucault to Baudrillard, Nueva York, I. B. Tauris, 2007, pág. 195. 14 Es amplia la bibliografía que analiza dicho aspecto, pero destacamos: Werner Sollors, Neither black nor white, yet both. Thematic Explorations of Interracial Literature, Oxford, Oxford University Press, 1997, pág. 113, y Benjamin Lieberman, Remarking identities. God, Nation, and Race in World History, Plymouth, Rowman, 2013. 15 André Devyver, Le Sang Épuré. Les préjugés de race chez les gentilshommes français de l’Ancien Régime (1560-1720), Bruselas, Éditions de l’Université de Bruxelles, 1973. Este autor, en el prólogo de su obra, realiza un recorrido por las principales publicaciones que, desde el siglo XVI, utilizaron el término raza con dicho valor. 16 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Luis Sánchez, 1611, pág. 1248. 17 «To apply the term “race” in any fixed sense to perceived human differences at all, much less before the eighteenth century, may well seem at least anachronistic, if not epistemologically futile». Pamela A. Patton, «Introduction: Race, Color and the Visual in Iberia and Latin America», en Pamela A. Patton (ed.), Envisioning Others. Race, Color, and the Visual in Iberia and Latin America, Leiden, Brill, 2016, pág. 6. En conversaciones mantenidas recientemente con esta investigadora, quien continúa trabajando este aspecto, considera que fue demasiado tajante en esta afirmación y que es un término todavía por explorar y reconsiderar, como exponemos en el presente capítulo. 18 William Chester Jordan, «Why “Race”?», Journal of Medieval and Early Modern Studies, 31 (1), 2001, págs. 165-173. Este autor considera que los escritores medievales utilizaron el término raza para referirse a

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aspectos de linaje: la gens latina. 19 Barbara Fuchs, «Virtual Spaniards: The Moriscos and the fictions of Spanish Identity», Journal of Spanish Cultural Studies, 2 (1), 2001, págs. 13-26; de la misma autora, Exotic Nation: Maurophilia and the Construction of Early Modern Spain, Pennsylvania, Pennsylvania University Press, 2009, pág. 118. La propia Fuchs considera que España puede ser tildada, por otro lado, como el «otro racial» (other racial) de Europa por los diversos linajes, castas, etnias y razas que habitaron allí en el mundo moderno. En este análisis de la alteridad, aspectos como la «maurofilia» son traídos a colación a la hora de definir su postura. Véase también Barbara Fuchs, «The Spanish race», en Margaret Greer et al. (eds.), Rereading the Black Legend. The Discourses of Religious and Racial Difference in the Renaissance Empires, Chicago, University of Chicago Press, 2007, pág. 88. 20 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, Madrid, Alianza, 1985, pág. 9. Esta idea de grupo étnico ha sido compartida por otros investigadores. Véanse Mercedes García-Arenal, «El problema morisco: propuestas de discusión», Al-Qantara, 13, 1992, págs. 494-495; Youssef El Alaoui, «L’évangélisation des Morisques ou comment effacer les frontiers religieuses», Cahiers de la Méditerranée, 79, 2009, págs. 1-22. Todas estas posturas han sido analizadas en detalle en Bernard Ducharme, De la polémique au catéchisme: les methods d’évangélisation des Morisques en Espagne (XV e -XVI e siècle), tesis doctoral inédita, Université Paul Valéry-Montpellier III, 2014, págs. 36-41. 21 Estas ideas pueden encontrarse en Michel Foucault, «The subjet and power», en James Faubion (ed.), Power: The essential works of Foucault 1954-1984, vol. III, Nueva York, The New Press, 2000. Así como en Society must be defended: Lectures at the College de France, 1975-1976, Nueva York, Picador, 2003, capítulo 5. Para algunas interpretaciones interesantes de sus teorías, consúltese Ladelle McWhorter, «Sex, Race, and Biopower: A Faucauldian Genealogy», Hypatia, 19 (3), 2004, págs. 38-62, y Chloë Tyloer, «Race and Racism in Foucault’s Collège de France Lectures», Philosophy Compass, 11, 2011, págs. 746-756. 22 Robert Barlett, «Medieval and Modern Concepts of Race and Ethnicity», Journal of Medieval and Early Modern Studies, 31 (1), 2001, pág. 42. Véase también Kevin Pat Fong, Le rôle de l’altérité dans la construction de l’identité raciale, tesis de máster inédita, Simon Fraser University, 2008. 23 Si bien el asunto de la «raza» aparece en sus numerosas publicaciones, son principalmente dos las que sintetizan su postura al respecto: David Nirenberg, «Was there race before modernity? The example of “Jewish” blood in late medieval Spain», en Miriam Eliav-Feldon et al. (eds.), The Origins of Racism in the West, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, págs. 232-264, y, del mismo autor, «Race and the Middle Ages: The Case of Spain and Its Jews», en Margaret Greer et al. (eds.), Rereading the Black Legend…, op. cit., 2007, págs. 71-87. 24 David Nirenberg, Neighboring Faiths. Christianity, Islam and Judaism in the Middle Ages and Today, Chicago, The University of Chicago Press, 2014, pág. 171. 25 Américo Castro, The Spaniards: An Introduction to their History, Berkeley, Univesity of California Press, 1971, pág. 20. 26 Américo Castro, La realidad histórica, México, Porrúa, 1965, pág. 5. Esos mismos rasgos, el color de la piel, junto con otros aspectos negativos del islam, fueron los que produjeron que Marcelino Menéndez Pelayo tildara a dicho colectivo, por el contrario, no de «casta», sino de «raza inadmisible». Véase Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Santander, CSIC, 1947, vol. 4, pág. 339. Por último, el uso del término «casta» en los moriscos no es una invención de Castro, pues ya aparece en las topografías atribuidas a Diego de Haedo y Antonio Sosa hacia los años noventa del siglo XVI: «Todos estos se dividen, pues, entre sí en dos castas o maneras, en diferentes partes, porque unos se llaman mudéjares, y estos son solamente los de Granada y Andalucía; otros Tagarinos, en los cuales se comprehenden los de Aragón, Valencia y Cataluña». Antonio de Sosa, Topographia e historia general de Argel, Valladolid, Diego Fernández de Córdoba y Oviedo, 1612, cap. 9, fol. 9r. Sobre este aspecto volveremos en el capítulo tercero. 27 A conclusiones similares llegó Heng con el estudio de los judíos en territorio inglés, demostrando la licitud del término raza aplicado a dicho territorio antes del siglo XVIII. Véase Geraldine Heng, «Reinventing Race, Colonization, and Globalism across Deep Time: Lessons from the Longue Durée», PMLA, 130 (2), 2015, págs. 358-366. También opina lo mismo Dursteler en su estudio del territorio mediterráneo: Eric Dursteller, «Identity and coexistence in the Eastern Mediterranean, ca. 1600», New Perspectives on Turkey, 18, 1998, págs. 113-130.

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28 Andrea Mariana Navarro, «Imágenes y representaciones de moros y judíos en los fueros de la Corona de Castilla (siglos XI-XIII)», Temas medievales, 11, 2002-2003, págs. 113-150. Según esta historiadora, el derecho local delineó la personalidad jurídica de cada grupo étnico poniendo el acento en las diferencias culturales, étnicas, sociojurídicas y religiosas y que pesaron según distintas situaciones de contacto. 29 Agradecemos a la profesora Mercedes Gómez-Ferrer Lozano habernos facilitado esta noticia. Dicha legislación se encuentra en el Archivo Municipal de Valencia, en el Libro códice de los maestros de obras de la ciudad de Valencia, 1415-1640, códice 15. Ha sido publicada en Arturo Zaragozá y Mercedes GómezFerrer, Pere Compte: arquitecto, Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 2007, pág. 226. La importancia del color de la piel y su vinculación con la esclavitud fue una preocupación en los gremios españoles, principalmente en los andaluces. Por ejemplo, el gremio de los carpinteros sevillanos manifestó no querer esclavos o negros para no mancillar la honra de sus maestros ni de su profesión. Véase Carmen Heredia Moreno, Estudio de los contratos de aprendizaje artístico en Sevilla a comienzos del siglo XVIII, Sevilla, Diputación Provincial, 1974, págs. 14-25. 30 Geraldine Heng, The invention of the Race in the European Middle Ages, Cambridge, Cambridge University Press, 2018. Este es uno de los libros más importantes en el estudio de la raza que ha visto la luz en recientes fechas, donde se plantea el debate que aquí mostramos y los planteamientos historiográficos más novedosos al respecto. 31 La vinculación entre poder y raza, donde la historia del color y la estigmatización social es fundamental, ha sido recientemente estudiada en Jean Frédéric Schaub, Pour une histoire politique de la race, París, Éditions du Seuil, 2015. 32 Karoline P. Cook, «Moro de linaje y nación. Religious Identity, Race and Status in New Granada», en Max S. Hering et al. (eds.), Race and Blood in the Iberian World, Viena, Lit Verlag, 2012, pág. 92. 33 Esta estereotipación de las características raciales también fue defendida por la otra corriente de pensamiento a la que contradice Nirenberg, unos estereotipos que se mantienen a pesar de la conversión de dichos individuos judíos o musulmanes al cristianismo. Véase William Chester Jordan, «Why “Race”?», op. cit., págs. 166-167. 34 Max S. Hering Torres, «Purity of Blood. Problems of Interpretation», en Max S. Hering et al. (eds.), Race and Blood…, op. cit., págs. 18-19. 35 William Childers, «Disappearing Moriscos», en Michal Robzbicki y George Ndge (eds.), CrossCultural History and the Domestication of Otherness, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2012, pág. 55. En su caso, lo liga a un aspecto interesante, como es la filiación que algunos moriscos quisieron crear con los primeros conversos del reino de Granada, volviendo a darse esa relación entre linaje, religión y conversión. Fundamental para la comprensión de sus teorías sería la definición que de raza desarrolla Perceval en su conocido libro Todos son uno…, op. cit. 36 Como se ha indicado con anterioridad, el rostro del morisco comienza a ser ambiguo en las fuentes textuales debido a la diversidad de opciones y de características físicas que no dieron una visión unívoca de su apariencia física. 37 Cristian Berco, «Perception and the Mulatto Body in Inquisitorial Spain: A Neurohistory», Past & Present, 213 (1), 2016, págs. 33-60. Algunos autores como Cook insisten en que en el siglo XVI realmente se dio una distinción fenotípica del morisco en los procesos inquisitoriales, conjuntamente con su pureza de sangre, costumbres o vestidos. Véase Karoline P. Cook, «Moro de linaje y nación…», op. cit., pág. 82. 38 Joyce G. MacDonald, «Introduction», en Joyce G. MacDonald, Race, Ethnicity, and Power in the Renaissance, Londres, Associate University Press, 1997, págs. 7-16. 39 Jesús López-Peláez Casellas, «Race and the Construction of English National Identity: Spaniard and North Africans in English Seventeenth-Century Drama», Studies in Philology, 106 (1), 2009, pág. 34. 40 Rachel Burk considera en el estudio de la raza también el asunto de la limpieza de sangre, pero aun así no la aprecia tan significativa como el color de la piel o los rasgos físicos para la defensa de dicho término en el análisis de tal territorio, por lo que remite al trabajo citado anteriormente de Fuchs para justificar que no deba ser utilizada. Rachel L. Burk, «Purity and impurity of blood in Early Modern Iberia», en Javier Muñoz-Basols et al. (eds.), The Routledge Companion to Iberian Studies, Nueva York, Routledge, 2017, pág. 176. Esta idea podría basarse en los estudios previos de Sicroff. Véase Albert A. Sicroff, Les

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controverses des statuts de pureté de sang en Espagne du XV e siècle, París, Didier, 1960, especialmente págs. 92 y 207. Sobre el significado histórico del término «limpieza de sangre» y su vinculación con los temas raciales, véase Max S. Hering Torres, «Purity of Blood....», op. cit., págs. 11-38. 41 Para investigadores como Benítez Sánchez-Blanco en el caso morisco nos encontramos ante una «nación» o «naciones» (por su diversidad) en el sentido de linaje, de ahí la importancia de dicho término. Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «Las relaciones entre moriscos-cristianos viejos: entre la asimilación y el rechazo», en Antonio Mestre y Enrique Giménez (eds.), Disidencias y exilios en la España Moderna, Alicante, Universidad de Alicante y Asociación Española de Historia Moderna, 1997, pág. 339. 42 Casta, según el diccionario de Covarrubias era entendida como: «Vale linage noble y castizo, el que es de buena línea y decendencia». Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua…, op. cit., pág. 209. 43 Antonio Feros, Speaking of Spain. The evolution of Race and Nation in the Hispanic World, Cambridge, Harvard University Press, 2017, pág. 88. Esta idea no fue compartida por todos los literatos del momento. Como demuestra Wulff, si uno analiza las obras del siglo XVI y comienzos del XVII, es bastante difícil encontrar referencias a los moriscos como uno de los pueblos que, a través de mezclas y asimilaciones, había permitido la creación del linaje o nación española. Aunque los debates sobre los orígenes de los españoles fueron intensos y complejos, la conclusión de una mayoría de los intelectuales del periodo es que no todos los pueblos que habitaron en Iberia a través de los siglos, invasores o aborígenes, tuvieron parte en la constitución demográfica y carácter espiritual de la nación española. Fernando Wulff, Las esencias patrias. Historiografía e historia antigua en la construcción de la identidad (siglos XVI-XX), Barcelona, Crítica, 2003, págs. 72-73. Véase también María J. Rodríguez Salgado, «Christians, Civilised and Spanish: Multiple Identities in Sixteenth-Century Spain», Transactions on the Royal Historical Society, 8, 1998, págs. 235-251. 44 Antonio Feros, Speaking of Spain…, op. cit., pág. 113. 45 Véase Tamar Herzog, «Beyond Race. Exclusion in Early Modern Spain and Spanish America», en Max S. Hering et al. (eds.), Race…, op. cit., págs. 151-168. 46 Rotem Kowner, From White to Yellow. The Japanese in European Racial Thought, 1300-1735, Montreal, McGill-Queen’s University Press, 2014. 47 Barbara Fuchs, Mimesis and Empire. The New World, Islam, and European Identities, Cambridge, Cambridge Univesity Press, 2001, pág. 153. Esta idea la vuelve a desarrollar en otras de sus publicaciones donde insiste en que la condición de musulmán o morisco en la península ibérica no era equivalente a negritud. Véase, de la misma autora, Exotic Nation…, op. cit. 48 En este sentido, Cerdà de Tallada, a inicios del XVII, revindicó su aspecto físico similar al cristiano al exponer que: «Cregueren que eren crestians, i quant foren més prop conegueren ser moriscos, perquè invocaven a Maoma, los quals eren cosa de sinquanta». Maximilià Cerdà de Tallada, «Relació verdadera molt en particular de todo lo que ha pasat en la extració dels moriscos del present Regne de València y depopulació de aquell», en Manuel Lomas (ed.), El desterrament morisc en la literatura del segle XVII (els «autors menors»), Valencia, Universitat de València, 2010, pág. 57. 49 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», en Andalucía en la Edad Moderna: economía y sociedad, Granada, Diputación de Granada, 1985, pág. 306. 50 Véase, en el mismo sentido, y con referencias tanto a Valencia como a Lope de Vega, Calderón de la Barca y otros clásicos de nuestro Siglo de Oro, Trevor. J. Dadson, Los moriscos de Villarrubia de los Ojos (siglos XV-XVIII), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2007, págs. 260 y ss. 51 Beatriz Alonso, Sultanes de Berbería en tierras de cristiandad. Exilio musulmán, conversión y asimilación en la Monarquía hispánica (siglos XVI y XVII), Barcelona, Edicions Bellaterra, 2006. 52 Investigadores como Ann Stoler incluyen el vestido, así como otros rasgos culturales propios de diversos grupos poblacionales, dentro de la distinción racial, entendiendo que esta no solo se basa en la fisonomía y aspectos biológicos. Véase Ann Laura Stoler, «Racial Histories and Their Regimes of Truth», Political Power and Social Theory, 11, 1997, pág. 191. 53 Sobre este aspecto, véase Sheetal Lodhia, Material Self-Fashioning and the Renaissance Culture of Improvement, tesis doctoral inédita, Queen’s University, 2008.

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54 Esta identificación de la raza con el color es algo que se ha hecho de manera casi automática en gran parte de la historiografía de los últimos años, cuando, como se ha visto, existen otros condicionantes más allá de la piel, que son fundamentales en estos aspectos. Este hecho ha sido denunciado en Jean Frédéric Schaub, Pour une histoire politique…, op. cit., pág. 248. También en Renato G. Mazzolini, «Il colore della pelle e l’origine dell’antropologia física», en Renzo Zorzi (ed.), L’Europa delle scoperte, Venecia, Olschki, 1994, págs. 229-237. Para el asunto de la semiótica del color vinculado con la identidad, véase Jesús LópezPeláez, «Race and the Construction...», op. cit., pág. 40. 55 David Goldenberg, «Racism, color symbolism, and color prejudice», en Miriam Eliav-Feldon et al. (eds.), The Origins of Racism…, op. cit., pág. 93. 56 Ibídem, págs. 94-95. Véase también Benjamin Braude, «The Sons of Noah and the Construction of Ethnic and Geographical Identities in the Medieval and Early Modern Periods», The William and Mary Quarterly, 54 (1), 1997, págs. 103-142. 57 Anthony G. Barthelemy, Black face, maligned race: the representation of blacks in English drama from Shakespeare to Southerne, Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1987. Una amplia reflexión sobre el valor de este color en el mundo de las artes y su significado vinculado con aspectos como raza y etnia puede encontrarse en Paul H. D. Kaplan, «Introduction», en David Bindman y Henry Louis Gates Jr. (eds.), The Image of the Black in Western Art, vol. II: From the Early Christian Era to the «Age of Discovery», parte 1: From the Demonic Threat to the Incarnation of Sainthood, Cambridge (MA), Harvard University Press, 2010, págs. 1-30. 58 Este pasaje es recogido en Gilbert Lascault, Le monstre dans l’Art Occidental, París, Klincksieck, 1973, pág. 408. 59 Erin K. Rowe, «Visualizing Black Sanctity in Early Modern Spanish Polychrome Sculpture», en Pamela A. Patton, Envisioning Others…, op. cit., pág. 57. 60 Pamela A. Patton, «An Ethiopian-Headed Serpent in the Cantigas de Santa María: Sin, Sex, and Color in Late Medieval Castile», Gesta, 55 (2), 2016, págs. 213-238. La figura del etíope como enemigo, en este caso turco, y objeto de conversión se dio más tarde en el mundo moderno, como demuestran las obras de Lope de Vega, donde son diversos los personajes negros de dicha área que sufren un proceso de conversión que es doblemente milagroso y efectista por su procedencia. Véanse Benedetta Belloni, «“Soy turco firme, roca incontrastable”: sobre la conversión del protagonista musulmán en la comedia El santo negro Rosambuco de Lope de Vega», Artifara, 17, 2017, págs. 181-199; Elvezio Canonica de Rochemonteix, «La figura del negro santo y su contrapunto burlesco en El santo negro de Rosambuco de Lope de Vega», en Françoise Cazal et al. (eds.), Pratiques hagiographiques dans l’Espagne du Moyen Âge et du Siècle d’Or, Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail, 2005, págs. 301-314. 61 Este ejemplo ha sido estudiado en Luis Méndez Rodríguez, Esclavos en la pintura sevillana, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2011, págs. 160-161. 62 Amily Bartels, «Othello and the Moor», en Garrett A. Sullivan Jr. et al. (eds.), Early Modern English Drama: A Critical Companion, Oxford, Oxford University Press, 2006, pág. 149. 63 Este color se le atribuye también al propio Mahoma como cabeza visible del islam. Véase Albert Mas, Les turcs dans la littérature espagnole du Siècle d’Or, París, Centre de Recherches Hispaniques, 1967, pág. 61. 64 Debra H. Strickland, Saracens, Demons and Jews. Making monsters in Medieval, Princeton, Princeton University Press, 2003, pág. 8. 65 Geraldine Heng, «The invention of Race in the European Middle Ages: Race Studies, Modernity, and the Middle Ages», Literature Compass, 8 (5), 2011, pág. 318. 66 Paul H. D. Kaplan, «Black Turks: Venetian artists and perceptions of Ottoman ethnicity», en James Harper (ed.), The Turk and Islam in the Western Eye, 1450-1750. Visual Imagery before Orientalism, Farham, Ashgate, 2011, págs. 41-66. Véase también Hugh Honour, L’image du Noir dans l’art occidental. De la révolution américaine à la première guerre mondiale, París, Gallimard, 1989. 67 Inés Monteira, El enemigo imaginado. La escultura románica hispana y la lucha contra el islam, Toulouse, CNRS-Université de Toulouse-Le Mirail, 2012, págs. 479 y ss. Estos rasgos negroides ya fueron

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estandarizados y clasificados años antes por otros investigadores. Véase Ruth Melinkoff, Outcasts: Signs of Otherness in Northern European Art of the Late Middle Ages, Berkeley, University of California Press, 1993, vol. 1, pág. 67. 68 Ilaria Sabbatini, «“Finis corporis initium animae”. La qualità morale del nemico nella rappresentazione del corpo tra epica crociata e odeporica di pellegrinaggio», Micrologus, 20, 2010, páginas 1-18; de la misma autora, «The Physiognomy of the Enemy: The Image of Saracens in Travel Literature», Coldnoon: Travel Poetics, International Journal of Travel Writing, 4 (2), 2015, págs. 136-159. 69 Jean Flori, La guerra santa. La formación de la idea de Cruzada en el Occidente cristiano, Madrid, Trotta, 2003, págs. 221-222. 70 Jean Pierre Jardin, «Les représentations du Maure dans la littérature chrétienne du XIIIème siècle», en Augustin Redondo (dir.), Les représentations de l’Autre dans l’espace Ibérique et Ibéro-Américain (perspective synchronique), París, Presses de la Sorbonne Nouvelle, 1991, págs. 23-32. 71 Sobre la importancia de la deformidad en la creación de la alteridad, así como el asunto del color, véase Madeline Caviness, «From the Self-Ivention of the Whiteman in the Thirteenth Century to The Good, The Bad, and The Ugly», Different Visions: A Journal of New Perspectives on Medieval Art, 1, 2008, págs. 1-33. 72 Mercedes García-Arenal, «Los moros en las Cantigas de Alfonso X el Sabio», Al-Qantara, 6, 1985, pág. 133. 73 Sheetal Lodhia, Material Self-Fashioning…, op. cit., pág. 38. 74 En páginas anteriores ya hablamos del término «limpieza de sangre». En relación con él estaría el de «pureza de sangre». Fue algo que causó importantes debates en el mundo moderno, como se observa en el caso de Cosme y Damián, cuando los hagiógrafos remarcan esa posible contaminación. Por ello algunos autores, como el humanista Pedro de Valencia, insistieron en que la sangre no era elemento determinante con el pecado ni deshonra, de ahí que considerara que los matrimonios mixtos no eran problemáticos, ya que, al fin y al cabo, muchos musulmanes tenían una sangre más noble e «hispánica» (por su estirpe enraizada en la conquistada al-Ándalus), que la de algunos cristianos viejos. Véase Pedro de Valencia, «Tratado a cerca de los moriscos de España», en Obras completas de Pedro de Valencia, León, Universidad de León, 1999, pág. 126. Frente a su postura, podríamos incluir otras muchas como las de los apologistas de la expulsión. Para ello, consúltese Mohamed Saadan Saadan, Entre la opinión pública y el cetro: la imagen del morisco antes de la expulsión, Granada, Universidad de Granada y Universidad de Alcalá de Henares, 2017, pág. 290. 75 Carmen Fracchia, «Spanish depictions of the miracle of the black leg», en Kees Zimmermann (ed.), One Leg in the Grave Revisited. The miracle of the transplantation of the black leg by the saints Cosmas and Damian, Groningen, Barkhuis, 2013, pág. 80. Esta autora indica, incluso, que en algunas pinturas de dicho tema aparecían «granadas» en relación a la conquista de la ciudad, realizándose un verdadero alegato racial entre las dos facciones, cristiana y musulmana, que se encontraban enfrentadas. Además, para ella, este milagro de Cosme y Damián y la pierna negra codifica el discurso cristiano sobre la esclavitud, que permite la inclusión violenta de los esclavos africanos en el imperio español y, al mismo tiempo, los mantiene a ellos y a sus descendientes al margen de la sociedad. 76 Molly H. Bassett y Vincent W. Lloyd, «Introduction», en Molly H. Bassett y Vincent W. Lloyd (eds.), Sainthood and Race. Marked Flesh, Holy Flesh, Nueva York, Routledge, 2015, pág. 5. 77 Sobre el concepto de nobleza, el valor del color y otros aspectos de su clase social, véase Ellery Schalk, From valor to pedigree: ideas of nobility in France in the sixteenth and seventeenth centuries, Princeton, Princeton University Press, 1986. 78 Mercedes García-Arenal, «Los moros en las Cantigas…», op. cit., pág. 149. 79 Mary B. Quinn, The Moor and the Novel. Narrative Absence in Early Modern Spain, Nueva York, Palgrave, 2013. 80 Este hecho es muy evidente en algunos géneros como las crónicas biográficas de los nobles españoles del Tardomedioevo, principalmente de los que participaron de la conquista cristiana del sur peninsular. Véase Francisco García Fitz, «La confrontación ideológica con el adversario musulmán a través de las biografías nobiliarias del siglo XV: la percepción del “otro”», en Carlos de Ayala e Isabel C. Fernandes

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(coords.), Cristãos contra Muçulmanos na Idade Média Peninsular.Bases ideológicas e doutrinais de um confronto (séculos X-XIV), Lisboa, Edições Colibri-Universidad Autónoma de Madrid, 2015, págs. 271-294. 81 Carmen Fracchia, «La problematización del blanqueamiento visual del cuerpo africano en la España Imperial y en Nueva España», Revista Chilena de Antropología Visual, 14, 2009, pág. 72. 82 Luis Méndez Rodríguez, Esclavos en la pintura sevillana, op. cit., pág. 201. 83 Hitomi Omata Rappo, Des Indes lointaines aux scènes des collèges: les reflets des martyrs de la mission asiatique en Europe (XVI e -XVIII e siècle), París, Cerf, 2017. 84 Rotem Kowner, From White to Yellow…, op. cit., pág. 83. 85 Geraldine Heng, «An African Saint in Medieval Europe: The Black Saint Maurice and the Enigma of Racial Sanctity», en Molly H. Bassett y Vincent W. Lloyd (eds.), Sainthood and Race…, op. cit., págs. 18-44; Erin K. Rowe, «Visualizing Black Sanctity…», op. cit., pág. 55; Valentin Groebner, «The carnal knowing of a coloured body: sleeping with Arabs and Blacks in the European imagination, 1300-1550», en Miriam Eliav-Feldon et al. (eds.), The Origins of Racism…, op. cit., págs. 217-231; Jean Devisse, «A Sanctified Black: Maurice», en David Bindman y Henry Louis Gates Jr. (eds.), The Image of the Black in Western Art…, op. cit., págs. 139-184. 86 Paul Kaplan, The Rise of the Black Magus in Western Art, Ann Arbor, UMI Research Press, 1985. 87 Larissa Brewer-García, «Imagined Transformations: Color, Beauty, and Black Christian Conversion in Seventeenth-Century Spanish America», en Pamela A. Patton, Envisioning Others…, op. cit., págs. 111141; Grace Harpster, «The Color of Salvation: The Materiality of Blackness in Alonso de Sandoval’s De instauranda Aethiopum salute», ibídem, págs. 83-110. 88 Erin K. Rowe, «Visualizing Black Sanctity...», op. cit., pág. 58. 89 Otro ejemplo interesante que ha sido estudiado más desde el punto de vista histórico sería el del santo negro y esclavo Benito de Palermo, que no tratamos aquí para no desviarnos del asunto que nos compete. En relación con ello, véase Giovanna Fiume, Il Santo Moro. I processi di cannonizzazione di Benedetto di Palermo, Milán, Franco Angeli, 2002. 90 Elisa A. Foster, «The Black Madonna of Montserrat: An Exception to Concepts of Dark Skin in Medieval and Early Modern Iberia?», en Pamela A. Patton, Envisioning Others…, op. cit., páginas 18-50. También sería interesante para el estudio de este elemento trabajar la apertura hacia el Nuevo Mundo y el conocimiento de nuevos grupos étnicos, aspecto que no tratamos en este libro por no separarnos del objeto de estudio. De todos modos, las investigaciones de profesoras como Sílvia Canalda (Universitat de Barcelona) demuestran que la mayor parte de las Vírgenes negras peninsulares como la de Guadalupe y Montserrat en sus representaciones en el tardogótico y el siglo XVI eran de color algo más oscuro de lo habitual, pero no negras. Que fuera en el XVII cuando se difundió esa iconografía puede ser por el ennegrecimiento de la piel por la oxidación de los pigmentos u otros factores vinculados con el gusto. Por ello no es correcto exponer que la Virgen de Montserrat como una figura «negra» fuera utilizada paradójicamente como «arma» ante el islam, sino que hay que tener en cuenta que en dichos periodos de confrontación religiosa todas ellas no poseían ese color sino, como mucho, una pequeña pátina parda que pasa casi desapercibida en sus representaciones. Agradecemos los debates mantenidos con esta investigadora al respecto sobre dicho aspecto, todavía inédito. 91 Enrique Soria Mesa, «De la conquista a la asimilación. La integración de la aristocracia nazarí en la oligarquía granadina. Siglos XV-XVI», Áreas, 14, 1992, págs. 51-64; del mismo autor, «Una versión genealógica del ansia integradora de la élite morisca: el Origen de la Casa de Granada», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, págs. 213-221; José Antonio García Luján (ed.), Simposio nobleza y monarquía. Los linajes nobiliarios en el Reino de Granada. Siglos XV-XIX. El linaje de Granada Venegas, marqueses de Campotéjar, Huéscar, Asociación Cultural Raigadas, 2010; Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un Oriente español. Los moriscos y el Sacromonte en tiempos de Contrarreforma, Madrid, Marcial Pons, 2010, págs. 95-105. 92 Rodrigo de Zayas, Les Morisques et le racisme d’État, París, La Différence, 1992; José M. Perceval, Todos son uno…, op. cit. Una visión actualizada de las teorías de este último investigador sobre este aspecto puede leerse en El racismo y la xenofobia. Excluir al diferente, Madrid, Cátedra, 2013. Por otro lado, autores como Saadan opinan que ni racismo ni xenofobia, términos empleados por ambos autores, encajan en el

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discurso morisco. Prefiere hablar de «maurofilias, maurofobias, moriscofilias y moriscofobias». Mohamed Saadan, Entre la opinión pública… op. cit., págs. 118-120. 93 Parte de dicho debate historiográfico puede verse resumido en Victor I. Stoichita, «El retrato del esclavo Juan de Pareja: semejanza y conceptismo», en Velázquez, Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado, 1999, págs. 367-381. 94 Antonio A. Palomino, El Museo Pictórico y escala óptica, Madrid, Aguilar, 1988, vol. 3, páginas 238239. 95 Victor I. Stoichita, «El retrato del esclavo Juan de Pareja...», op. cit., pág. 376. 96 Jennifer Montagu, «Velázquez Marginalia: his slave Juan de Pareja and his illegitimate son Antonio», The Burlington Magazine, 135 (968), 1983, págs. 683-685. 97 Sobre la figura de los esclavos dentro de los talleres y su consideración social, para poder contextualizar la importancia del caso de Pareja, recomendamos Luis Méndez Rodríguez, Esclavos en la pintura sevillana, op. cit., págs. 119-153. 98 Para conocer más sobre esta importante figura recomendamos la lectura de Carmen Fracchia, «The Fall into Oblivion of the Works of the Slave Painter Juan de Pareja», Art in Traslation, 4 (2), 2012, págs. 163-183. De la misma autora, todavía más importante para el asunto que nos ocupa: «Metamorphoses of the self: slave portraiture and the case of Juan de Pareja in imperial Spain», en Lugo Ortiz y Angela Rosenthal (eds.), Slave Portraiture in the Atlantic World, Cambridge (UK), Cambridge University Press, 2013, págs. 147-169. Así como: «(Lack of) Visual representation of black slaves in Spanish Golden age painting», Journal of Iberian and Latinamerican Studies, 10 (1), 2004, págs. 23-34. 99 Sobre este aspecto ya hemos publicado unas primeras reflexiones en Borja Franco Llopis, «Identidades “reales”, identidades creadas, identidades superpuestas. Algunas reflexiones artísticas sobre los moriscos, su representación visual y la concepción que los cristianos viejos tuvieron de ella», en Borja Franco Llopis et al. (eds.), Identidades cuestionadas. Coexistencia y conflictos interreligiosos en el Mediterráneo (ss. XIV-XVIII), Valencia, Universitat de València, 2016, págs. 281-300. 100 «The term identity expresses such a mutual relation in that it connotes both a persistent sameness within oneself (selfsameness) and a persistent sharing of some kind of essential character with others». Anita Jacobson-Widding, «Introduction», en Anita Jacobson-Widding (ed.), Identity: Personal and SocioCultural. A Symposium, Upsala, University of Upsala, 1983, pág. 14. 101 Mariassunta Cuozzo y Alessandro Guidi, Archeologia delle identità e delle differenze, Roma, Carocci Editore, 2013, págs. 10-23. Van Dijk habla incluso de una representación social, entendida como la suma de algunas propiedades de la mente social que se comparten entre los miembros de un grupo: Teun A. van Dijk, Racismo y discurso de las élites, Barcelona, Gedisa, 2003, pág. 31. Sobre estos aspectos, véase también Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Madrid, Siglo XXI, 1996. 102 Pamela A. Patton, «The other in the Middle Ages. Difference, identity, and iconography», en Colum Hourihane, The Routledge Companion to Medieval Iconography, Nueva York, Tylor and Francis, 2017, pág. 492. Uno de los estudios más clarificadores y recientes sobre el problema de la identidad, la alteridad y su representación visual del «otro» es Doris Banchmann-Medick, «Alterity: A Category of Practice and Analysis. Preliminary Remarks», On Culture. The Open Jounal for the Study of Culture, 4, 2017, págs. 1-12. 103 Una primera aproximación puede encontrarse en Pedro Martínez García, El cara a cara con el otro: la visión de lo ajeno a fines de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna a través del viaje, Frankfurt, Peter Lang, 2015. 104 Sobre este aspecto, aplicado al caso morisco, véanse Mercedes García-Arenal, «Dissensió religiosa i minories. Moriscos i judeoconversos, qüestions d’identitat», Afers, 62-63, 2009, pág. 17; Amalia García Pedraza, Actitudes ante la muerte en la Granada del siglo XVI. Los moriscos que quisieron salvarse, Granada, Universidad de Granada, 2002, pág. 31. 105 Mustafa Soykut, «A practical application of the “Otherness” in Political History: The Italian Case and the Ottoman Empire (15th-18th Centuries)», en Nedret Kuran-Burçoglu y Susan Gilson Miller (eds.), Representations of the «Other/s» in the Mediterranean World and their impact on the Region, Estambul, The Isis Press, 2005, pág. 93; Eric Dursteler, «Identity and coexistence…», op. cit.

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106 Desde el punto histórico y social, el mejor estudio realizado sobre la percepción historiográfica del morisco podríamos decir que fue el realizado por Miguel Ángel de Bunes, que ha servido para otros tantos posteriores. Véase Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos en el pensamiento histórico. Historiografía de un grupo marginado, Madrid, Cátedra, 1983. Véase también Mohamed Saadan, Entre la opinión pública y el cetro…, op. cit. 107 Esta simplificación, no solo en el caso morisco, ha sido criticada por varios historiadores, quienes han propuesto modelos de construcción cultural de la alteridad. Véase Rolena Adorno, «El sujeto colonial y la construcción cultural de la alteridad», Revista Crítica Literaria Latinoamericana, 28, 1998, págs. 55-68. 108 Ron Barkai, Cristianos y musulmanes en la España Medieval. El enemigo en el espejo, Madrid, Rialp, 1984. 109 Victor I. Stoichita, L’image de l’Autre. Noirs, Juifs, Musulmans et «Gitans» dans l’art occidental des Temps modernes, París, Hazan, 2014, pág. 18. Hay traducción española: La imagen del Otro. Negros, judíos, musulmanes y gitanos en el arte occidental en los albores de la Edad Moderna, Madrid, Cátedra, 2016. 110 Gregorio Colás Latorre, «Los moriscos de la Corona de Aragón: La Conversión», en Actas del VIII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 2002, vol. 2, páginas 783796. 111 Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Madrid, Fondo de Cultura Económica de España, 2001, vol. 2, pág. 184. Esta idea puede verse también en Marc Augé, La guerra de los sueños, Barcelona, Gedisa, 1998, pág. 89. Para Blanks y Frassetto, el musulmán se convirtió en un negativo fotográfico de la autopercepción de una autoimagen cristiana ideal, que retrataba a los europeos como creyentes valientes y virtuosos en el único Dios y la única fe verdadera. David R. Blanks y Michael Frassetto, «Introduction», en David R. Blanks y Michael Frassetto (eds.), Western Views of Islam in Medieval and Early Modern Europe. Perception of Other, Nueva York, St. Martin’s Press, 1999, pág. 3. 112 Barbara Fuchs, «Virtual Spaniards...», op. cit., pág. 13. En este mismo estudio alude al uso del término raza con fin «pseudobiológico» que se dio en dicho momento, siguiendo, por tanto, el carácter crítico ante el uso del mismo que se citó en capítulos anteriores. Véase también, de la misma autora, Passing for Spain. Cervantes and the Fiction of Identity, Champaign, University of Illinois Press, 2002, págs. 3 y ss. 113 Luis F. Bernabé Pons, «¿Es el otro uno mismo? Algunas reflexiones sobre la identidad de los moriscos», en Borja Franco et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 205-224. 114 Serafín Fanjul, Al-Andalus contra España. La forja de un mito, Madrid, Siglo XXI, 2000. 115 Bernard Vincent, «Convivencia difícil», en Santiago Castillo y Pedro Oliver (coords.), Las figuras del desorden. Heterodoxos, proscritos y marginados, Madrid, Siglo XXI, 2006, pág. 70. 116 Algunos autores como Ehlers siguen manteniendo una actitud feroz de los moriscos en territorios como el valenciano por basarse, principalmente, en fuentes como estas. Véase Benjamin Ehlers, «Violence and religious identity in Early Modern Valencia», en Kevin Ingram (ed.), The Conversos and Moriscos in Late Medieval Spain and Beyond: The Morisco Issue, Leiden, Brill, 2012, págs. 103-120. 117 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 15. 118 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes», eHumanista/Cervantes, 2, 2013, pág. 164; Mercedes García-Arenal, «The converted Muslims of Spain. Morisco cultural resistance and engagement with knowledge (1502-1610)», en Roberto Tottoli (ed.), Routledge Handbook of Islam in the West, Nueva York, Routledge, 2015, pág. 40. 119 En el fondo se trata de un constructo intelectual que se adapta y adecua principalmente por el interés del poder político que lo quiere oprimir. Véase Stefano Andretta, «Note sulla natura dell’immagine del nemico in età moderna tra identità e alterità», en Francesca Cantú et al. (eds.), L’immagine del nemico. Storia, ideologia e rappresentazione tra età moderna e contemporanea, Roma, Viella, 2009, pág. 39. 120 José M. Perceval, Todos son uno…, op. cit., pág. 21. Muy significativa es la periodización que realiza sobre las fases de creación de este «todos son uno», distinguiendo un periodo «mudéjar», cuando se trata de identificar fácilmente al otro, y, otro, «morisco», cuando se quiere borrar la identidad del que es diferente. A todo ello podríamos añadir una tercera fase, siguiendo las ideas de González Alcantud, que

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será la de «petrificación del arquetipo», que correspondería al periodo posterior a la expulsión. José A. González Alcantud, La extraña seducción. Variaciones sobre el imaginario exótico de Occidente, Granada, Universidad de Granada, 1993, pág. 93. 121 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El orientalismo español de la Edad Moderna: la fijación de los mitos descriptivos», en José González Alcantud (ed.), El Orientalismo desde el sur, Barcelona, Anthropos, 2006, pág. 40. 122 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «El espejo del rey. Felipe III, los apologistas y la expulsión de los moriscos», en Porfirio Sanz Camañes (ed.), La Monarquía Hispánica en tiempos del Quijote, Madrid, Sílex, 2005, pág. 232; Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos y turcos de Cervantes, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2010, págs. 240 y ss. 123 Sobre este problema, véanse Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico de los moriscos», Bulletin Hispanique, 86 (1-2), 1984, pág. 114; Mercedes García-Arenal, «Dissensió religiosa…», op. cit., págs. 15-40; Bernard Vincent, «Convivencia difícil», op. cit., págs. 57-69; Louis Cardaillac, Moriscos y cristianos. Un enfrentamiento polémico (1492-1640), Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1979. 124 Deborah Root, «Speaking Christian: Orthodoxy and Difference in Sixteenth-Century Spain», Representations, 23, 1988, pág. 119. 125 Mohamed Saadan, Entre la opinión pública y el cetro…, op. cit., pág. 33. 126 Peter Burke, Formas de historia cultural, Madrid, Alianza, 2000, págs. 217-219. Sus ideas han sido aplicadas de modo exitoso en el estudio de la percepción del turco en Europa, siguiendo un esquema que nos es útil en el caso morisco. Véase Paul T. Levin, From «Sarecen Scourge» to «Terrible Turk»: Medieval, Renaissance, and Enlightenment images of the «other» in the narrative construction of «Europe», tesis doctoral inédita, University of Southern California, 2007, especialmente págs. 65 y ss. 127 Ana Díaz Serrano, «Moriscos en todos los mares. Difusión del imaginario morisco en los territorios de la Monarquía Hispánica, siglos XVI y XVII», en Santiago Castillo y Pedro Oliver (coords.), Las figuras del desorden…, op. cit., pág. 11. 128 Carlos M. Eire, War against the Idols. The reformation of worship from Erasmus to Calvin, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, pág. 11. 129 Mercedes García-Arenal, «Dissensió religiosa...», op. cit., pág. 28; Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes en el Siglo de Oro: las bases de una hostilidad», Torre de los Lujanes, 47, 2002, pág. 67. 130 Jo Ann Hoepner Moran Cruz, «Popular Attitudes Toward Islam in Medieval Europe», en David R. Blanks y Michael Frassetto (eds.), Western Views of Islam…, op. cit., págs. 55-82; más en concreto esta creación imaginaria exótica del morisco ha sido estudiada con detenimiento en José María Perceval, «Las relaciones entre cristianos y moriscos: la construcción del “otro” que fue expulsado en 1609», en Antonio Moliner Prada (ed.), La expulsión de los moriscos, Barcelona, Nabla, 2009, págs. 57-59. 131 Mateo Ballester Rodríguez, La identidad española en la Edad Moderna (1566-1665), Madrid, Tecnos, 2010, pág. 41. La Parra remarcó cómo los miembros de la sociedad hispánica, principalmente lo más iletrados, eran presa de las manipulaciones de las clases dominantes. Véase Santiago La Parra, «Moros y cristianos en la vida cotidiana: ¿historia de una represión o de una convivencia frustrada?», Revista de Historia Moderna, 11, 1992, págs. 153-154. 132 Francisco García Fitz, «La confrontación ideológica…», op. cit., págs. 271-272. 133 Sobre este aspecto reflexionan diversos autores. Una buena síntesis puede encontrarse en William Childers, «Disappearing Moriscos…», op. cit., págs. 57-58. 134 Ryan Szpiech, «Preaching Paul to the Moriscos: The Confusión o confutación de la Secta Mahometana y el alcorán (1515) of Juan Andrés», La corónica. A Journal of Medieval Hispanic Languages, Literatures and Cultures, 41, 2012, pág. 319. 135 Gianclaudio Civale, «Animo carcerato. Inquisizione, detenzione e grafitti a Palermo nel secolo XVII», Mediterranea. Ricerche Storiche, 40, 2017, págs. 250-294; María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle: the women of the “Other” through images of Moriscas», Il Capitale Culturale, suplemento 6, 2017, págs. 49-86; Ignacio Barrera Maturana, «Representación de una mujer morisca en un grafiti del Albayzín

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(Granada)», Anaquel de Estudios Árabes, 18, 2007, págs. 65-91; del mismo autor, Grafitos históricos en la arquitectura doméstica granadina, siglos XVI-XVIII: documentación, estudio y catalogación, tesis doctoral inédita, Universidad de Granada, 2017. 136 José A. González Alcantud, Lo moro. Las lógicas de la derrota y la formación del estereotipo islámico, Barcelona, Anthropos, 2002, pág. 38. 137 Se ha publicado mucho sobre los plomos, pero recomendamos especialmente Mercedes GarcíaArenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un Oriente español…, op. cit.; Manuel Barrios Aguilera, Los falsos cronicones contra la historia, Granada, Universidad de Granada, 2004, pág. 23; Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal, Los plomos del Sacromonte. Invención y tesoro, Valencia, Universitat de València, 2006; Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal (eds.), ¿La historia inventada? Los libros plúmbeos y el legado sacromontano, Granada, Universidad de Granada, 2008; Luis F. Bernabé Pons, «Estudio preliminar», en Miguel de Luna, Historia verdadera del rey Don Rodrigo, Granada, Universidad de Granada, 2001; Julio Caro Baroja, Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España), Barcelona, Seix Barral, 1992; Elizabeth Drayson, The Lead Books of Granada, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2013; A. Katie Harris, «Forging History: the Plomos of Granada in Francisco Bermúdez de Pedraza’s Historia eclesiástica», Sixteenth Century Journal, 30 (4), 1999, págs. 945-966; de la misma autora, «The Sacromonte and the Geography of the Sacred in Early Modern Granada», Al-Qantara, 32 (2), 2002, págs. 517-543; y por último, también From Muslim to Christian Granada: Inventing a City’s Past in Early Modern Spain, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2012. 138 José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit.; Antonio Feros, «Retóricas de la Expulsión», en Mercedes García-Arenal y Gerard Wiegers (eds.), Los moriscos: expulsión y diáspora. Una perspectiva internacional, Valencia, Universitat de València, 2013, págs. 67-102. Burke prefiere utilizar el término «mitogénesis», que, según él, se explica fundamentalmente por la percepción (consciente o inconsciente) de una coincidencia en algunos aspectos entre un individuo determinado y un estereotipo de un héroe o villano —gobernante, santo, bandido, bruja, etc. Esta coincidencia cautiva la imaginación de la gente y por ello comienzan a circular historias sobre ella. Peter Burke, Formas de historia cultural…, op. cit., pág. 75. 139 Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe. Morisco Buildings and Identity Negotiations in Early Modern Spanish Historiography, Oxford, Oxford University Press, 2017. 140 Jan Assman, «Communicative and Cultural Memory», en Astrid Erll et al. (eds.), Cultural Memory Studies. An International and Interdisciplinary Handbook, Berlín, Walter de Gruyter, 2008, pág. 109. 141 Brigit Meyer, «Picturing the Invisible. Visual Culture and the Study of Religion», Method and Theory in the Study of Religion, 27, 2015, pág. 346. 142 Luis F. Bernabé Pons, Bibliografía de la literatura aljamiado-morisca, Alicante, Universidad de Alicante, 1992; Álvaro Galmés de Fuentes, Estudios sobre la literatura española aljamiada-morisca, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2004; Safiya Maouelainn, The Crossroads of the time and culture. Moriscos’ voices through their narratives, tesis doctoral inédita, Johns Hopkins University, 2012. 143 Sobre este aspecto, véase Wout J. van Bekkum y Paul M. Cobb, «Introduction: Strategies of Medieval Communal Identity», en Wout J. van Bekkum y Paul M. Cobb (eds.), Strategies of Medieval Communal Identity: Judaism, Christianity and Islam, Lovaina, Peeters, 2004, págs. 3-5; así como Charles L. Tieszen, Christian Identity amid Islam in Medieval Spain, Leiden, Brill, 2013, págs. 2 y ss. 144 Sobre estos mitos recomendamos la lectura de M. Elizabeth Perry, The Handless Maiden. Moriscos and the politics of religion in Early Modern Spain, New Haven, Princeton Univesity Press, 2005. Así como John Tolan, Sarracenos. El Islam en la imaginación medieval europea, Valencia, Universitat de València, 2007; Patricia E. Grieve, The Eve of Spain: Myths of Origins in the History of Christian, Muslim, and Jewish Conflict, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2009. 145 José M. Perceval, Todos son uno… op. cit., pág. 42. En esta misma línea podemos entender las apreciaciones de García-Arenal sobre la relación que se dio en ambos colectivos y la conformación de la identidad. Véase Mercedes García-Arenal, «El problema morisco: propuestas de discusión», Al-Qantara, 13, 1992, págs. 491-503. 146 L. P. Harvey, Muslims in Spain, 1500 to 1614, Chicago, Chicago University Press, 2005, página 13. 147 Américo Castro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos, Buenos Aires, Losada, 1948, pág.

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61. La comprensión de este pasado islámico en la conformación de la identidad cristiana, como analizara Wulff, ha experimentado altibajos a lo largo de la historia. No en vano, muchos autores del siglo XVI insistieron en que, durante los años de ocupación árabe de la península, los cristianos se aislaron de los invasores y rehusaron mezclarse con ellos, y que una vez se constituyeron los nuevos reinos cristianos, se intentó esconder el verdadero poso que esta sociedad legó a la cultura hispánica. Fernando Wulff, Las esencias patrias…, op. cit., pág. 75. Este tema ha sido también analizado en Justin Stearns, «Representing and Remembering al-Andalus: Some Historical Considerations Regarding the End of Time and the Making of Nostalgia», Medieval Encounters, 15, 2009, páginas 355-374. 148 Luce Lope-Baralt, «¿Qué imagen tenían los moriscos de sí mismos?», en Abdeljelil Temimi, Images des morisques dans la littérature et les arts, Zaghouan, Fondation Temimi pour la Recherche Scientifique et l’information, 1999, pág. 152. 149 Esta dicotomía ha sido trabajada en Maxime Rondinson, La fascinación del Islam, Madrid, Ediciones Júcar, 1980, págs. 11 y ss., y en Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe…, op. cit. 150 Como bien estudiara Bernabé, los propios moriscos se consideraron a sí mismos como una nación. Véase Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus. ¿Musulmanes sin España? Los moriscos y su personalidad histórica», eHumanista, 37, 2017, págs. 249-267. 151 Eugenio Císcar, «La vida cotidiana entre cristianos viejos y moriscos en Valencia», en Ernest Belenguer (coord.), Felipe II y el Mediterráneo. Los grupos sociales, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999, pág. 569; Beatriz Alonso Acero, Sultanes de Berbería…, op. cit., pág. 18. 152 Mercedes García-Arenal, «El problema morisco…», op. cit., pág. 496; Christopher Taylor, «Preter Hohn, Christian enclosure, and the spatial transmission of Islamic alterity in the twelfth-century wets», en Jerold C. Frakes (ed.), Contextualizing the Muslim other in Medieval Christian Discourse, Nueva York, Palgrave, 2011, pág. 44. 153 Louis Cardaillac, «El enfrentamiento entre moriscos y cristianos», Chronica Nova, 20, 1992, pág. 36. 154 Augustin Redondo, «L’image du morisque (1570-1620), notamment à travers les pliegos sueltos. Les variations d’une altérité», en Augustin Redondo (dir.), Les représentations de l’Autre…, op. cit., pág. 17. 155 Mikel de Epalza, «Problemas teológicos musulmanes y cristianos en el enfrentamiento de los últimos musulmanes de España con los poderes cristianos», Sharq Al-Andalus, 8, 1991, pág. 95. 156 Son numerosos los estudios que hablan sobre la taqiyya y el disimulo morisco, pero de todos ellos destacamos el compendio de artículos monográficos al respecto publicados en 2013 dentro del número 34 (2) de la revista Al-Qantara. 157 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes…», op. cit., pág. 164. 158 Youssef El Alaoui, Jésuites, Morisques et Indiens. Étude comparative des méthodes d’évangélisation de la Compagnie de Jesús d’après les traités de José de Acosta (1588) et d’Ignacio de las Casas (1605-1607), París, Honoré Champion, 2006, págs. 126-129. Véase también Henri Lapeyre, Géographie de l’Espagne morisque, París, SEVPEN, 1959; Mikel de Epalza, «Musulmans originaires d’Al-Andalus dans les sociétés hispaniques Européennes: mozarabes, mudéjares, morisques, crypto-musulmans (XI e -XVIII e siècles)», en Chrétiens et musulmans à la Renaissance, París, Honoré Champion, 1998, págs. 149-162. 159 Mercedes García-Arenal, Inquisición y moriscos. Los procesos del Tribunal de Cuenca, Madrid, Siglo XXI, 1978, pág. 82; Gregorio Colás Latorre, «Los moriscos aragoneses: una definición más allá de la religión y la política», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, págs. 147-161; Mary Halavais, Like wheat to the Miller: Community, convivencia, and the Construction of Morisco Identity in Sixteenth Century Aragon, Nueva York, Columbia University Press, 2007; Bárbara Ruiz-Bejarano, «La resistencia identitaria morisca en Aragón: la palabra y las armas», en Borja Franco et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 261279; Santiago Valldepérez Castaño, «Muchos moros en la costa y pocos moriscos en el interior catalán», en Ernest Belenguer (coord.), Felipe II y el Mediterráneo…, op. cit., págs. 593-610. 160 Sobre los moriscos en Portugal se ha publicado mucho. Destacamos: Maria Filomena Barros, «Muslims in the Portuguese Kingdom: Between Permanence and Diaspora», en José Alberto Silva Tavim et al. (eds.), In the Iberian Peninsula and Beyond. A History of Jews and Muslims (15th-17th Centuries),

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Newcastle upon Tyne, Cambridge Scholars Publishing, 2015, págs. 64-85; de la misma autora, «Conviver na Cidade: muçulmanos na Mouraria de Lisboa nos séculos XV e XVI», en Flocel Sabaté (coord.), Formes de convivència a la Baixa Edat Mitjana, Lleida, Pagès editors, 2015, págs. 127-142. 161 Un ejemplo de la aplicación de dicha metodología de análisis puede verse en cómo se ha trabajado el caso de los moriscos vallisoletanos, donde si se tienen solo en cuenta su porcentaje poblacional, escaso y bastante cristianizado, y las políticas generales realizadas en Castilla se creería que tuvieron una aceptación e integración social elevada, cuando no fue así, pues sufrieron una fuerte represión. Véase Stephanie M. Cavanaugh, The Morisco problem and the politics of belonging in sixteenth-century Valladolid, tesis doctoral inédita, University of Toronto, 2016, pág. 71. 162 Autores como Saadan opinan que hacer de ello un proceder historiográfico para abordar el conflicto entre las dos comunidades es «una huida hacia delante», cuando a nuestro parecer es realmente indispensable en pos de su objetivación. Véase Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 95. 163 Seth Kimmel, Parables of Coercion: Conversion and Knowledge at the End of Islamic Spain, Chicago, Chicago University Press, 2015, págs. 138-145; Manuel Fernández Chaves y Rafael Pérez García, «La imagen de los moriscos: de Cervantes a Sevilla», eHumanista/Conversos, 3, 2015, pág. 118. 164 Juan Méndez de Vasconcelos, «Liga dehecha por la expulsión de los moriscos de los reynos de España», en Manuel Lomas (ed.), El desterrament morisc…, op. cit., pág. 192. 165 Alexandra Merle, «Les Espagnols et le monde ottoman jeux de construction (XVI e -XVII e siècles)», en Jacques Soubeyroux (dir.), Rencontres et construction des identités (Espagne et Amérique latine), SaintÉtienne, Pulications de l’Université de Saint-Étienne, 2004, págs. 11-21. 166 Andrew Hess, «The Moriscos: An Ottoman Fifth Column in Sixteenth-century Spain», The American Historical Review, 74 (1), 1968, págs. 1-25; Juan Francisco Pardo Molero, La defensa del imperio. Carlos V, Valencia y el Mediterráneo, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, y Seth Kimmel, «Local Turks: Print Culture and Maurophilia in Early Modern Spain», Journal of Spanish Cultural Studies, 13 (1), 2012, págs. 21-38. 167 Antoni Furió, Història del País Valencià, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1995, pág. 307. 168 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., págs. 19-20. En este sentido cabe indicar que algunos proyectos de investigación están intentando paliar dicho problema. Quisiéramos destacar el titulado «De puertas para adentro: vida y distribución de espacios en la arquitectura doméstica (siglos XV-XVI)», bajo la dirección de Elena Díez Jorge (Universidad de Granada). 169 Carla M. Antonaccio, «(Re)defining ethnicity: culture, material culture and identity», en Tamar Hodos y Shelley Hales (eds.), Visual Culture and Social Identity in the Ancient Mediterranean, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, págs. 32-53; Mariassunta Cuozzo y Alessandro Guidi, Archeologia delle identità…, op. cit., pág. 23. 170 Esta inmutabilidad es defendida, entre otros, por Barkai. Para ello justifica la tendencia de la mayoría de los seres humanos a la consistencia cognoscitiva (cognitive consistency) y a sus intentos de impedir confrontaciones y violaciones del equilibrio entre las imágenes y sus percepciones, por un lado, y las nuevas informaciones (cognitive dissonance), por el otro. Ron Barkai, Cristianos y musulmanes…, op. cit., pág. 13. Sobre el valor del estereotipo como algo inmutable en relación con el moro, véase Josep Lluís Mateo Dieste, Moros vienen. Historia y política de un estereotipo, Melilla, Ciudad Autónoma de Melilla, 2017, especialmente págs. 40 y ss. 171 Paul T. Levin, From Sarecen Scourge…, op. cit., pág. 10. 172 J. A. Prögler, «The utility of Islamic Imagery in the West. An American Case Study», Al-Tawhid: A Journal of Islamic Thought, 15 (4), 1997, pág. 1. 173 Daniel J. Viktus, «Early Modern Orientalism: Representations of Islam in Sixteenth and Seventeenth Century Europe», en David R. Blanks y Michael Frassetto (eds.), Western Views of Islam…, op. cit., pág. 207. Sobre el proceso general de creación de estereotipos en la historia, véase Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Madrid, Siglo XXI, 1997. 174 William Childers, «Disappearing Moriscos…», op. cit., pág. 51.

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175 Ana Corbalán Vélez, «Aproximación a la imagen del musulmán en la España medieval», Lemir, 7, 2003, pág. 23. 176 Peter Burke, Formas de historia cultural…, op. cit., pág. 226. 177 David R. Blanks, «Western Views of Islam in the Pre Modern Period: a Brief History of Past Approaches», en David R. Blanks y Michael Frassetto (eds.), Western Views of Islam…, op. cit., páginas 1154. 178 Fernando Bouza, «Los contextos materiales de la producción cultural», en Antonio Feros y Juan Gelabert (eds.), España en tiempos del Quijote, Madrid, Taurus, 2004, pág. 331. Véase también, del mismo autor, «Ardides del arte. Cultura de corte, acción política y artes visuales en tiempos de Felipe II», en Felipe II. Un monarca y su época. Un príncipe del Renacimiento, Madrid, Museo del Prado, 1999, págs. 57-82. 179 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes…», op. cit., págs. 61-72. Véase también, del mismo autor, «Los otomanos y los moriscos en el universo mental de la España de la Edad Moderna», en Michele Bernardini et al. (ed.), Europa e Islam tra i secoli XIV e XVI. Europe and Islam between 14th and 16th centuries, Nápoles, Istituto Universitario Orientale, 2002, págs. 685-708; Manuel Barrios Aguilera, «Ser morisco: definición de un arquetipo», Andalucía en la Historia, 4, 2004, págs. 9-15. 180 Ruth Melinkoff, Outcasts: Signs of Otherness…, op. cit., pág. 121. Según Eloy Benito: «Todo espejo mental, todo testimonio o composición históricos devuelven, en efecto, una imagen relativizada de la respectiva realidad a la que enfocan: subjetivada a través de los filtros inherentes a la identidad perceptora; deformada, y aun falseada, cuando los condicionantes que inciden sobre esta no consiguen ser neutralizados o superados por sus propios mecanismos de objetivación», Eloy Benito Ruano, De la alteridad en la Historia, Madrid, Real Academia de la Historia, 1988, pág. 22. 181 Ibídem, págs. 100-101. 182 La bibliografía que se ha encargado de este asunto es ingente, pero seleccionamos los que más útiles nos fueron para nuestra investigación: Mustafa Soykut, Image of the «Turk» in Italy. A history of the «Other» in Early Modern Europe: 1453-1683, Berlín, Klaus Schwarz Verlag, 2001; Marina Formica, Lo Specchio Turco. Immagini dell’Altro e riflessi del Sé nella cultura italiana d’età moderna. Roma, Donzelli Editore, 2012, pág. 20; Suzanne Coclin, Idols in the East. European representations of Islam and the Orient, 1100-1450, Íthaca, Cornell University Press, 2009; Victor Segesvary, L’Islam et la Réforme. Étude sur l’attitude des reformateurs zurichois envers l’Islam (1510-1550), Lausanne, Éditions l’Âge d’Homme, 1978, y John Tolan, Sarracenos. El Islam…, op. cit. 183 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., pág. 43. 184 Inés Monteira Arias, «Alegorías del enemigo: la demonización del Islam en el arte de la “España” medieval y sus pervivencias en la Edad Moderna», en Alegorías. Imagen y discurso en la España Moderna, Madrid, CSIC, 2014, págs. 57-72. La mayor parte de los estudios que han versado sobre este asunto han tenido como referencia Debra H. Strickland, Saracens, Demons and Jews..., op. cit. 185 Simon Barton, «Islam and the West: a View from Twelfth-Century León», en Simon Barton y Peter Linehan (eds.), Cross, Crescent and Conversion. Studies on Medieval Spain and Christendom in Memory of Richard Fletcher, Leiden, Brill, 2008, pág. 168. 186 Francisco García Fitz, «La confrontación ideológica…», op. cit. Según este autor, en tales textos, se produce una verdadera fobia contra el musulmán, un sentimiento que no solo no se oculta ni se disfraza, sino que por el contrario se ensalza y se valora; incluso se ven con agrado las prácticas crueles frente a ellos. 187 Benedetta Belloni, «La evolución de la figura del morisco en el teatro español del Siglo de Oro», en Carlos Mata y Adrián J. Saéz (eds.), Scripta manent. Actas del I Congreso Internacional Jóvenes Investigadores Siglo de Oro, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2012, pág. 37. 188 Beatriz Alonso Acero, Sultanes de Berbería…, op. cit.; de la misma autora, «Judíos y musulmanes en la España de Felipe II: los presidios norteafricanos, paradigma de frontera», en José Martínez Millán (dir.), Felipe II (1527-1598): Europa y la Monarquía Católica, Madrid, Parteluz, 1998, vol. 2, págs. 11-28. De todas maneras, no hay que esperar a estas alianzas del emperador. Ya anteriormente, los musulmanes, por ejemplo, habían ayudado a los aragoneses en su lucha contra castellanos en el Medioevo. Véase Ana

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Echevarría, The Fortress of Faith. The attitude towards Muslims in Fifteenth Century Spain, Leiden, Brill, 1999, pág. 194. 189 Sobre la mutabilidad del concepto de aliado y enemigo en este periodo, véase Henri Mechoulan, Razón y alteridad en Fadrique Furio Ceriol, Madrid, Editora Nacional, 1973, pág. 69. 190 John Tolan et al. (eds.), Europe and the Islamic World. A History, Princeton, Princeton University Press, 2013, pág. 164. 191 Ronald E. Sturtz, «La imagen del moro en el teatro peninsular del siglo XVI», en Abdeljelil Temimi (ed.), Images des morisques…, op. cit., pág. 254. 192 Charles L. Tieszen, Christian Identity…, op. cit., pág. 9. Alcantud habla incluso de unas fronteras permeables donde se produce dicho proceso de creación de la alteridad. Véase José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit., págs. 165-166. 193 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La construcción del Imperio otomano y la visión del enfrentamiento mediterráneo según los musulmanes», en Pedro García Martín et al. (coords.), Antemurales de la Fe: conflictividad confesional en la Monarquía de los Habsburgo, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid y Ministerio de Defensa, 2015, págs. 93-103. 194 Rick Scorza, «Messina to Lepanto 1571. Vasari, Borghini and the Imagery of Moors, Barbarians and Turks», en Elizabeth McGrath y Jean M. Massing (eds.), The Slave in European Art. From Renaissance Trophy to Abolitionist Emblem, Londres-Turín, The Warburg Institute-Nino Aragno Editore, 2012, págs. 121-163. 195 Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco en los españoles del Siglo de Oro», en Felipe B. Pedraza y Rafael González (eds.), Los imperios orientales en el teatro del Siglo de Oro, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1994, pág. 25. 196 Fra-Molinero apunta entre los máximos ideólogos de esta identificación del morisco con el turco al propio Duque de Lerma como acto de «propaganda». Baltasar Fra-Molinero, «Don Quijote attacks his Muslim Other: The maese Pedro episode of Don Quijote», en Jerold C. Frakes (ed.), Contextualizing the Muslim other…, op. cit., pág. 133. 197 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El orientalismo español de la Edad Moderna: la fijación de los mitos descriptivos», en José A. González Alcantud (ed.), El Orientalismo…, op. cit., pág. 49. Estas ideas con completadas en otro texto del mismo autor, «Cristianos y musulmanes ante el espejo en la Edad Moderna. Los caracteres de hostilidad y de admiración», Quaderns de la Mediterrànea, 8, 2007, págs. 151-156. 198 Sobre la influencia de dichos aspectos en el arte, véase Julián Gállego, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid, Cátedra, 1991, pág. 125. 199 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos en el pensamiento histórico…, op. cit. 200 José M. Perceval, Todos son uno…, op. cit. 201 José M. Perceval, «Animalitos del Señor: Aproximación a una teoría de las animalizaciones propias y del otro, sea enemigo o siervo, en la España imperial (1550-1650)», Áreas, 14, 1992, páginas 173-184. 202 Sobre esta discusión, véase Borja Franco Llopis, «Images of Islam in the Ephemeral Spanish Art: a first approach», Il Capitale Culturale, volumen extraordinario 6, 2017, págs. 87-116. También muy interesante al respecto Francesco Sorce, «Il drago come immagine del nemico Turco nella rappresentazione di età moderna», Rivista dell’Istituto Nazionale d’Archeologia e Storia dell’Arte, 62-63, 2007-2008, pág. 173. 203 Nos referimos, por ejemplo, al grabado del rey de Túnez realizado por Nicholas van der Horst y Paul Pontius fechado hacia 1620. En él, en la parte superior, aparecen dos elefantes sosteniendo una corona. En otros casos, el elefante se convierte en un regalo diplomático, relacionado con el lujo y la riqueza por su exotismo. 204 Giovanni Pierio Valeriano, I Ieroglifici overo commentrii delle occulte significationi de gl’Egipttii, et altre Nationi, Venecia, G. B. Combi, 1825, libro 2, pág. 25. 205 Carlota Fernández Travieso, «Un programa iconográfico para la entrada de Isabel de Valois en Toledo», en Carlota Fernández Travieso (ed.), Recebimiento que la imperial ciudad de Toledo hizo a la

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magestad de la reina nuestra señora doña Isabel, hija del rey Enrique II de Francia, cuando nuevamente entró en ella a celebrar las fiestas de sus felicíssimas bodas con el rey don Filipe N. S., II deste nombre, A Coruña, Sielae & Sociedad de Cultura Valle Inclán, 2007, págs. 37-46. 206 Ordine pompe, apparati, et cerimonie, delle solenne intrate, di Carlo V Imp[eratore] sempre aug[usto] nella citta di Roma, Siena, et Fiorenza, Florencia, 1536, pág. 29. 207 José V. Ortí y Mayor, Fiestas centenarias, con que la insigne, noble, leal y coronada ciudad de Valencia celebró en el día 9 de Octubre de 1738. La quinta centuria de su christiana conquista, Valencia, Antonio Bordazar, 1740, pág. 216. 208 Víctor Mínguez, Emblemática y cultura simbólica en la Valencia barroca, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1997, pág. 39. 209 Ibídem, pág. 36. 210 Ibídem, pág. 36. 211 Albert Mas, Les turcs dans la littérature…, op. cit., pág. 510. 212 Rafael Lamarca, «La representación del no creyente en los emblemas de las decoraciones festivas barrocas. De la bestia del Apocalipsis de San Juan a la tradición hercúlea de la Hidra de Lerna», en Fernando Bores y Sagrario López Poza (dirs.), La fiesta. Actas del II Seminario de Relaciones de Sucesos, Ferrol, Sociedad de Cultura Valle Inclán, 1999, págs. 187-200. 213 Claude Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, Madrid, Akal, 1986, pág. 235; Debra H. Strickland, Saracens, Demons and Jews…, op. cit., pág. 8; Rudolf Wittkower, «Marvels of the East. A Study in the History of Monsters», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 5, 1942, págs. 159-197; Matthew Dimmock, «“A Human Head to the Neck of a Horse”: Hybridity, Monstruosity and Early Christian Conceptions of Muhammad and Islam», en Matthew Dimmock y Andrew Hadfield (eds.), The religions of the Book. Christian Perceptions, 1400-1600, Nueva York, Palgrave, 2008, págs. 66-88. 214 Todo este tipo de ideas y procesos, tanto en el caso de los musulmanes como de los judíos, han sido expuestos en Christina H. Lee, The anxiety of sameness in Early Modern Spain, Manchester, Manchester University Press, 2015. 215 Luis Fernández Gallardo, «Imágenes del turco en la Castilla del siglo XV», en José Nieto Soria y Óscar Villaroel González (eds.), Pacto y consenso en la política peninsular: siglos XI al XV, Madrid, Sílex, 2013, pág. 480. 216 Anjela María Mescall, «Staging the Moor: Turks, Moriscos, and Antichrists in Lope de Vega’s “El Otomano famoso”», Renaissance Drama, 39, 2011, págs. 37-67. 217 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua.., op. cit., pág. 237. Sobre la representación del enemigo en el mundo moderno vinculado con su moral, véase María Victoria López-Cordón, «Enemigos, rivales y contrarios: formas de antagonismo en los tiempos modernos», en Francesca Cantú et al. (eds.), L’immagine del nemico…, op. cit., págs. 57-76. 218 François Garnier, Le language de l’image au Moyen Âge. Signification et Symbolique, París, Le Léopard d’Or, 1982, pág. 136. 219 Isidoro de Sevilla, Etimologías, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2009, libro XI, cap. III, verso 7. 220 Quisiéramos agradecer a Antonio Urquízar esta referencia. Rodrigo Jiménez de Rada, «De rebus Hispaniae (Historia Gothica)», en Colección de documentos inéditos para la historia de España, trad. de G. de Hinojosa, Madrid, José Perales, 1893, pág. 105. 221 Hay que tener en cuenta que el término «espanto» en el siglo XVI no estaba únicamente relacionado con el «horror» o aspecto terrible de aquel sujeto a quien se le aplicaba este epíteto, sino también con la «admiración» que podía producir. Es decir, «espantoso» no siempre conlleva una carga negativa, sino también de «sorpresa», «asombro» y/o «consternación», términos que todavía hoy la Real Academia de la Lengua aplica al significado de dicha palabra. 222 Augustin Redondo, «L’image du morisque…», op. cit., pág. 24.

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223 Gaspar Aguilar, Comedia Famosa de El Gran Patriarca Don Juan de Ribera, arzobispo que fue insigne de Valencia, en Poetas dramáticos valencianos, Madrid, 1929, tomo 2, pág. 256. 224 Cfr. Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos en el pensamiento histórico… op. cit., pág. 48. 225 Sobre estos aspectos no incidiremos debido a la cantidad ingente de bibliografía publicada. Recomendamos la lectura de Isabelle Poutrin, «Ferocidad teológica o estrategia política: la exterminación de los moriscos en la Defensio fidei (1610) de Jaime Bleda», Áreas, 30, 2011, págs. 111-120. 226 Sobre esta figura volveremos en el último capítulo del libro. Es un personaje fundamental en la zona valenciana por su vinculación con la familia de los Borja o Centelles, piezas clave en la política asimiladora en dicho territorio. 227 Miquel Barceló, «Els nins moriscos», Primer Congreso de Historia del País Valenciano, Valencia, Universitat de València, 1976, tomo 3, págs. 325-332. 228 Borja Franco Llopis, «Pedagogías para convertir. Gandía y los colegios de moriscos jesuíticos», Revista de Humanidades, 29, 2016, págs. 61-87. 229 María Elena Díez Jorge, «Algunas percepciones cristianas de la alteridad artística en el Medioevo peninsular», Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, 30, 1999, págs. 29-47. 230 Esta actitud es justificada en modo positivo por algunos investigadores. Véase, por ejemplo, Nicolás Cabrillana, Santiago Matamoros. Historia e imagen, Málaga, Diputación de Málaga, 1999, pág. 44. Una de las críticas más voraces a esta actitud generalizada en la historia del arte puede leerse en Georges DidiHuberman, Confronting Images. Questioning the Ends of a Certain History of Art, Pennsylvania, Pennsylvania State University Press, 2005. 231 Pamela A. Patton, «The other in the Middle Ages. Difference, identity…», op. cit., pág. 465. 232 María Elena Díez Jorge, «Algunas percepciones cristianas…», op. cit., pág. 34. 233 Robert Barlett, «Illustrating ethnicity in the Middle Ages», en Miriam Eliav-Feldon et al. (eds.), The Origins of Racism…, op. cit., págs. 132-134. 234 En este sentido, por ejemplo, nos parecen muy curiosas las palabras de Marisa Astor al indicar: «No sé si por obligación o por pura convicción, lo cierto es que el estamento árabe siempre aparece representado en la pintura con sus prendas particulares y claramente identificables». Dudar sobre la «obligación» o la «convicción» en una representación es tener una concepción muy naif del valor de la imagen y del tan renombrado poder que el vestido posee. Véase Marisa Astor Landete, Valencia en los siglos XIV y XV. Indumentaria e Imagen, Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1999, págs. 66-67. 235 Giovanni Curatola, «L’immagine del musulmano. Il caro nemico», en Storia per parole e per immagini, Udine, Forum, 2006, pág. 115. 236 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., pág. 49. 237 Peter Burke, Formas de historia cultural…, op. cit., págs. 127-128. 238 Como veremos en futuros capítulos, se ha publicado mucho sobre estos libros y sus modelos, pero para encuadrar metodológicamente nuestro posicionamiento recomendamos una de las primeras obras al respecto: Jo Anne Olian, «Sixteenth-Century Costume Books», Dress, 3, 1977, págs. 20-48. 239 Incluso en otros estudios se ha hablado de que la imagen del morisco está influenciada por otros «otros», como son los indios tras la conquista, algo difícilmente demostrable o que tiene una influencia más bien epidérmica. Una cosa es que se empleara un método de evangelización similar (véase Mercedes García-Arenal, «Moriscos e indios. Para un estudio comparado de métodos de conquista y evangelización», Chronica Nova, 20, 1992, págs. 153-175, así como José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit., pág. 159) y otra bien distinta es que realmente influyera en la creación del imaginario del morisco hispánico. Para tal afirmación, véase Josep Lluís Mateo Dieste, Moros vienen…, op. cit., pág. 77. 240 Alonso de Castillo Solórzano, Patrón de Alzira el Glorioso Mártir San Bernardo de la Orden del Císter, Zaragoza, Pedro Verges, 1636, pág. 178. 241 Álvaro Soler del Campo, «Adarga», en Alfredo J. Morales (com.), La fiesta en la Europa de Carlos V,

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Sevilla, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, pág. 228. 242 Para un estudio detallado de la iconografía de las adargas en el mundo medieval, véase Basilio Pavón, «Arte, símbolo y emblemas en la España musulmana», Al-Qantara, 6, 1985, págs. 397-450. 243 Joan Molina Figueras, «La imagen y su contexto. Perfiles de la iconografía antijudía en la España Medieval», en Els jueus a la Girona medieval (XII ciclo de conferencias Girona a l’Abast), Gerona, Bell-lloc, 2008, págs. 33-85; del mismo autor, «Las imágenes del judío en la España medieval», en Memoria de Sefarad, Toledo, Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, 2002, págs. 373-379; Giuseppe Capriotti, Lo scorpione sul petto. Iconografia antiebraica tra XV e XVI secolo alla periferia dello Stato Pontificio, Roma, Gangemi Editore, 2014. 244 Giuseppe Capriotti, Lo scorpione sul petto…, op. cit., pág. 9. 245 Gerhom Scholem, La stella di David. Storia di un simbolo, Milán, Giuntina, 2008. 246 Carlos Espí Forcén, Recrucificando a Cristo. Los judíos de la Passio Imaginis en la Isla de Mallorca, Mallorca, Objeto Perdido, 2009. 247 Sobre la imagen del judío en el arte español, véanse Paulino Rodríguez Barral, La imagen del judío en la España medieval. El conflicto entre cristianismo y judaísmo en las artes visuales góticas, Barcelona, Universitat de Barcelona, 2008; Amadeo Serra Desfilis, «Imágenes de conversión y justicia divina hacia 1400: el retablo de la Santa Cruz del Museo de Bellas Artes de Valencia», en Borja Franco Llopis et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 301-320; Maria Portmann, «The Conversion of Jews, Muslims and Gentiles depicted on Spanish Altarpieces during the 15th Century», ibídem, págs. 321-336. 248 François Soyer, «The Recycling of an Anti-Semitic Conspiracy Theory into an anti-Morisco one in Early Modern Spain: The Myth of El Vengador, the Serial-Killer Doctor», eHumanista/Conversos, 4, 2016, págs. 233-255. 249 Enrique Olivares Torres, L’Ideal d’evangelització guerrera. Iconografia dels cavallers sants, tesis doctoral inédita, Universitat de València, 2016, pág. 675. Una visión menos sesgada de dicho asunto puede encontrarse en Luis Arciniega García, «La Passio Imaginis y la adaptativa militancia apologética de las imágenes en la Edad Media y Moderna a través del caso valenciano», Ars Longa, 21, 2012, pág. 86. 250 Giuseppe Capriotti, «Il problema ebraico e turco nella pittura delle Controriforma. I dipinti di Simone de Magistris per la Cappella del Santissimo Sacramento nella Collegiata di San Ginesio», en Alberico Gentile. Atti dei Convegni nel Quarto Centenario della Morte, Milán, Giuffré, 2012, págs. 343-363. 251 Se ha publicado mucho al respecto, pero en el caso español destacamos, por su cronología, Guadalupe Ramos de Castro, «Notas documentales y aspectos judíos e islámicos en Pedro Berruguete y su hijo Alonso Berruguete», en Pedro Berruguete y su entorno, Palencia, Diputación de Palencia, 2004, págs. 73-78. Véase también Ivana Čapeta Rakić, «Distinctive features attributed to an infidel. The political propaganda, religious enemies and the iconography of visual narratives in the Renaissance Venice», Il Capitale Culturale, número extraordinario 6, 2017, págs. 117-143. 252 David Nirenberg, Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media, Barcelona, Península, 2001, pág. 277. Véanse también Mercedes García-Arenal, «Los moros en las Cantigas…», op. cit., pág. 149; Francisco Prado Vilar, «The gothic anamorphic gaze: regarding the worth of Others», en Cynthia Robinson y Leyla Rouhi (eds.), Under the influence: Questioning the Comparative in Medieval Castile, Leiden, Brill, 2005, págs. 67-100; Peter K. Klein «Moros y judíos en las Cantigas de Alfonso X el Sabio: imágenes de conflictos distintos», en El legado de Al-Andalus. El arte andalusí en los reinos de León y Castilla durante la Edad Media, Valladolid, Patrimonio Histórico de Castilla y León, 2007, págs. 241-364. 253 Antonio Feros, Speaking of Spain…, op. cit., págs. 100-101. Véase también Manuel F. Fernández Chaves y Rafael Pérez García, En los márgenes de la ciudad de Dios. Moriscos en Sevilla, Valencia, Universitat de València, 2009, pág. 310. 254 Matthew Dimmock, «“A Human Head to the Neck”…», op. cit., pág. 67. 255 «El cabeçon de la camisa era baxo, muy labrado, al parecer de oro y grana, de suerte que el blanco y liso cuello se descubría bien y claramente, el qual estava rodeado de un hermoso collar que parecía al vivo ser hecho de orientales perlas y pieças de oro, y de las hermosas orejas, unas pendientes arracadas que

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parecían ser hechas de finos rubíes […]. Las hermosas Moras que estaban con la bella dama estaban riquíssimamente vestidas de hermosas telas de damasco de diversos colores». Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos (segunda parte de las Guerras Civiles de Granada), ed. de P. Blanchard-Demouge, estudio preliminar de J. Gil Sanjuán, Granada, Universidad de Granada, 1998, pág. 156. 256 Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos…, op. cit., pág. 163. Para autores como Delgado, estas narraciones poseen una contradicción en su interior, un contraste entre la pintura idealizada y bizarra del moro noble proyectado al pasado típica de la novela maurófila y la realidad cotidiana del morisco buñolero o albañil. José M. Delgado Gallego, «Maurofilia y Maurofobia, ¿dos caras de la misma moneda?», en Narraciones moriscas, Barcelona, Biblioteca de cultura andaluza, 1986, pág. 15. 257 Sobre este proceso de hacer «invisible» a un grupo —principalmente cuando se trata de asuntos de la alteridad—, se ha teorizado en los últimos años, indicándose el trasfondo ideológico que ello implicaba. Véanse Steven Feirman, «Colonizers, Scholars, and the Creation of Invisible Histories», en Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn: New Directions in the Study of Society and Culture, Berkeley, University of California Press, 1999, págs. 182-216. 258 Inés Monteira Arias, El enemigo imaginado…, op. cit., pág. 27. 259 Sobre este aspecto, véase Borja Franco Llopis, «Los moriscos y la Inquisición. Cuestiones artísticas», Manuscrits, 28, 2010, págs. 87-101. 260 Como indicara Burke, tanto la historia como la memoria parecen cada vez más problemáticas. Recordar el pasado y escribir sobre él ya no se consideran actividades inocentes. Ni los recuerdos ni las historias parecen ya objetivos. En ambos casos, los historiadores están aprendiendo a tener en cuenta la selección consciente o inconsciente, la interpretación y la deformación. Peter Burke, Formas de historia cultural…, op. cit., pág. 18. 261 Este aspecto se ha trabajado de manera muy interesante en los mapas, hecho que nos sirve para crear un modelo metodológico de base. Véase J. B. Harley, «Silences and Secrecy: The Hidden Agenda of Cartography in Early Modern Europe», Imago Mundi, 4, 1998, págs. 57-76. 262 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «El espejo del rey. Felipe III, los apologistas…», op. cit., pág. 235. 263 Partimos de la concepción del término tal y como fue acuñado por Edward Said, Orientalism, Nueva York, Pantheon, 1978. Aunque este autor deja fuera la península ibérica y se centra exclusivamente en el periodo contemporáneo, especialmente a partir de 1798, varios autores han retomado sus ideas para hablar de los problemas de la España moderna y se ha debatido sobre la existencia de un preorientalismo o un orientalismo peninsular que, además de complicar la propia noción saidiana, permite abrir el campo de los estudios hispanos. Una aproximación a este tema en John Tolan, Sarracenos…, op. cit.; Miguel Ángel de Bunes, «El orientalismo español…», op. cit., y Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit. Este asunto también ha sido fruto de una profunda revisión en el trabajo inédito de Miguel Ibáñez Aristondo, principalmente en su introducción, donde reflexiona sobre la visión saidiana del orientalismo y su aplicación en la península ibérica. Aprovechamos esta nota para agradecerle el haber compartido su tesis doctoral antes de su defensa y haber discutido sobre esta terminología en diversas charlas mantenidas en Columbia University. Véase Miguel Ibáñez Aristondo, Disclosing the Far East: Transpacific Encounters and the Beginnings of Global History in the Early Modern Iberian World 1565-1670, tesis doctoral inédita, Columbia University, 2018, especialmente págs. 1-17. 264 Olivia R. Constable, To Live Like a Moor. Christian Perceptions of Muslim Identity in Medieval and Early Modern Spain, Filadelfia, Univesity of Pennsylvania Press, 2018. 265 Robert Bartlett, «Illustrating ethnicity…», op. cit., págs. 132-134. 266 Sobre el uso del término «a la morisca», especialmente en arquitectura, uno de los pocos análisis se encuentra en Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe…, op. cit., págs. 1-19. Si nos centramos en asuntos netamente referidos al vestido también es muy interesante la aproximación realizada por Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit. 267 Georges Cirot, «La maurophilie littéraire en Espagne au XVI e siècle», Bulletin Hispanique, 40, 2, 1938, págs. 150-157; 40, 3, 1938, págs. 281-296; 40, 4, 1938, págs. 433-447; 41, 1, 1939, págs. 65-85; 41, 4, 1939, págs. 345-351; 42, 3, 1940, págs. 213-227; 43, 3-4, 1941, págs. 265-289; 44, 2-4, 1942, págs. 96-102; 46,

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1, 1944, págs. 5-25. 268 Barbara Fuchs, Exotic Nation, op. cit., pág. 5. 269 María Soledad Carrasco Urgoiti, «Menéndez Pelayo ante la maurofilia literaria del siglo XVI: comentarios al capítulo VII de los Orígenes de la novela», en Raquel Gutiérrez Sebastián y Borja Rodríguez Gutiérrez, Orígenes de la novela: estudios, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo y Universidad de Cantabria, 2007; Seth Kimmel, «Local Turks: Print Culture…», op. cit., págs. 21-38. 270 Ramón Menéndez Pidal, «Romancero nuevo y maurofilia», en España en su historia, Madrid, Minotauro, 1957, vol. 2, págs. 153-279, ya adelantaba esta idea de la maurofilia aplicada a las costumbres y al arte. Torres Balbás, por las mismas fechas, hablaba de Isabel la Católica y de la maurofilia cultural de su predecesor, Enrique IV, en Leopoldo Torres Balbás, «El ambiente mudéjar en torno a la Reina Católica y el arte hispanomusulmán en España y Berbería durante su reinado», en Curso de conferencias sobre la política africana de los Reyes Católicos, Madrid, CSIC, 1951, vol. II, págs. 81-125. Sin embargo, ha sido Barbara Fuchs quien de forma sistemática ha aplicado este término como herramienta analítica de las costumbres, trajes y arquitectura hispanos de la Edad Moderna; Barbara Fuchs, Exotic Nation, op. cit. 271 Ramón Menéndez Pidal, «Romancero nuevo…», op. cit., pág. 276. 272 Juan Carlos Ruiz Souza, «Le “style mudéjar” en architecture cent cinquante ans après», Perspective, 2, 2009, págs. 266-286; Antonio Urquízar, «La caracterización política del concepto mudéjar en España durante el siglo XIX», Espacio, Tiempo y Forma, Serie VII, Historia del Arte, 22-23, 2009-2010, págs. 201216. 273 Élie Lambert, «L’art mudéjar», Gazette des Beaux Arts, 9, 1933, págs. 17-33. 274 Samuel Llano, Whose Spain? Negotiating Spanish Music in Paris 1908-1929, Oxford, Oxford University Press, 2013, págs. 147 y ss. 275 Jesús Torrecilla, España Exótica. La formación de la imagen española moderna, Colorado, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 2004, págs. 1-28. 276 José A. González Alcantud, «La fábrica del estilo hispano-mauresque en la galería de los espejos deformantes: Marruecos, España y Francia en época protectoral», en José A. González Alcantud (ed.), La invención del estilo Hispano-Magrebí. Presente y futuros del pasado, Barcelona, Anthropos, págs. 15-79. 277 Bernabé López García, Orientalismo e ideología colonial en el arabismo español (1840-1917), Granada, Universidad de Granada, 2011, y González Alcantud, «La fábrica…», op. cit., págs. 38 y ss. 278 Leopoldo Torres Balbás, «El ambiente…», op. cit., y Noelia Silva Santacruz, «Maurofilia y mudejarismo en época de Isabel la Cátolica», en Fernando Checa Cremades (ed.), Isabel la Católica. La magnificencia de un reinado, Valladolid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2004, págs. 141-154. 279 Fernando Marías, El largo siglo XVI…, op. cit., pág. 196. 280 Sobre este particular, véase Francisco Márquez Villanueva, «On the concept of Mudejarism», en Kevin Ingram (ed.), The Conversos and Moriscos in Late Medieval Spain and Beyond, Leiden, Brill, 2009, págs. 23-50. 281 Una profunda crítica a la supuesta «maurofilia» de Pedro I, así como a los variados constructos historiográficos en torno a su imagen, en Clara Estow, Pedro the Cruel of Castile, 1350-1369, Leiden, Brill, 1995. 282 Emilio Mitre Fernández, «La historiografía bajomedieval ante la revolución Trastámara: propaganda política y moralismo», en Vicente Ángel Álvarez et al. (eds.), Estudios de Historia Medieval: Homenaje a Luis Suárez, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1991, págs. 333-347; Julio Valdeón Baruque, «La propaganda ideológica, arma de combate de Enrique de Trastámara (1366-1369)», Historia, Instituciones y Documentos, 19, 1992, págs. 459-468; María Pilar Rábade Obradó, «Simbología y propaganda política en los formularios cancillerescos de Enrique II de Castilla», En la España Medieval, 18, 1995, págs. 223-239, y Carlos Estepa Díez, «Rebelión y rey legítimo en las luchas entre Pedro I y Enrique II», Annexes des Cahiers de linguistique et de civilisation hispaniques médiévales, 16, 2004, págs. 43-61. 283 Clara Estow, Pedro the Cruel…, op. cit., págs. 155-179. En el aspecto de las prácticas artísticas y la

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revisión amplia y problematizada de la Castilla del siglo XIV, enlazando a Alfonso XI y Pedro I, resulta fundamental el trabajo de Rosa Rodríguez Porto, «Courtliness and its Trujamanes: Manufacturing Chivalric Imagery across the Castilian-Grenadine Frontier», Medieval Encounters, 14, 2008, págs. 219-266. 284 Elena Paulino Montero, «Architecture and Artistic Practices in Fourteenth Century Castile: The Visual Memory of Alfonso XI and Pedro I under the First Trastamaran Kings», La corónica: A Journal of Medieval Hispanic Languages, Literatures, and Cultures, 45 (2), 2017, págs. 133-163. 285 Juan Carlos Ruiz Souza, «Capillas Reales funerarias catedralicias de Castilla y León. Nuevas hipótesis interpretativas de las catedrales de Sevilla, Córdoba y Toledo», Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, XVIII, 2006, págs. 9-29. 286 Manuel Jódar Mena, «El gusto por lo morisco como símbolo de identidad del poder. El caso del Condestable Iranzo en el reino de Jaén», Revista de Antropología Experimental, 12, 2002, páginas 335-348. 287 Esta doble aproximación, en la que la integración de elementos artísticos de al-Ándalus se plantea como una consecuencia tanto de la maurofilia como de la maurofobia política de los reyes, se ve claramente en Fairchild Ruggles, «The Alcazar of Seville and Mudejar Architecture», Gesta, 43, 2, 2004, págs. 87-98. 288 Muy significativa es la cita de Menéndez Pidal: «Los castellanos, lejos de sentir repulsión hacia los pocos musulmanes refugiados en su último reducto de Granada, se sintieron atraídos hacia aquella exótica civilización, aquel lujo oriental en el vestuario, aquella espléndida ornamentación de los edificios, aquella extraña manera de vid, aquel modo de cabalgar de armarse y de combate […] la maurofilia, en fin se hizo moda», Ramón Menéndez Pidal, «Romancero…», op. cit., pág. 276. 289 A modo de ejemplo, véanse Manuel Jódar Mena, «El gusto…», op. cit.; Pablo Gumiel Campos, «Causas y consecuencias de la maurofilia de Pedro I de Castilla en la arquitectura de los siglos XIV y XV», Anales de Historia del Arte, 26, 2016, págs. 17-44. Desde otra aproximación, véase la recapitulación sobre el estado de la cuestión en materia de arte de Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro: maurofilia y maurofobia literaria como productos de consumo cristiano», en Belén Bistué y Anne Roberts (eds.), Disobedient practices: Textual Multiplicity in Medieval and Golden Age, Newark, Juan de la Cuesta Hispanic Monographs, 2015, págs. 103-128. 290 Como planteamientos metodológicos generales, véanse, entre otros, María Judith Feliciano y Leyla Rouhi, «Introduction: Interrogating Iberian Frontiers», Medieval Encounters, 12, 3, 2006, págs. 317-328; Rosa Rodríguez Porto, «Courtliness…», op. cit., y, por último, Juan Carlos Ruiz Souza y Maria Judith Feliciano, «Al-Andalus and Castile: Art and identity in the Iberian peninsula», en Alina Payne (ed.), Blackwell Companion to Renaissance and Baroque Architecture, Oxford, Blackwell, 2017. 291 Jerrilynn Dodds, «Mudejar tradition and the Synagogues of Medieval Spain: Cultural Identity and Cultural Hegemony», en Thomas F. Glick et al. (eds.), Convivencia. Jews, Muslims and Christians in Medieval Spain, Nueva York, G. Braziller, 1992, págs. 113-131. De forma general, véanse Jerrilynn Dodds et al., The Arts of Intimacy. Christians, Jews and Muslims in the making of Castilian culture, New Haven, Yale, 2008, y Maria Judith Feliciano, «Medieval textiles in Iberia: Studies for a New Approach», en David Roxburgh, Envisioning Islamic Art and Architecture, Leiden, Brill, 2014, págs. 46-87. 292 Maria Judith Feliciano, «Medieval textiles…», op. cit., y, de la misma autora, Mudejarismo in its colonial context: Iberian cultural display, viceregal luxury consumption, and the negotiation of identities in sixteenth-century New Spain, tesis doctoral inédita, University of Pennsylvania, 2004. 293 Fernando Marías, El largo siglo…, op. cit. 294 Antonio Urquízar, Admiration and Awe…, op. cit. 295 Ibídem, págs. 17-18. 296 Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos…, op. cit., pág. 163. Para autores como Delgado, estas narraciones poseen una contradicción en su interior, un contraste entre la pintura idealizada y bizarra del moro noble proyectado al pasado típica de la novela maurófila y la realidad cotidiana del morisco buñolero o albañil. José M. Delgado Gallego, «Maurofilia y Maurofobia…», op. cit., pág. 15. 297 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El orientalismo español…», op. cit., pág. 49. Estas ideas son completadas en otro texto del mismo autor: «Cristianos y musulmanes…», op. cit., págs. 151-156.

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298 Véanse María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., págs. 49 y ss., y Manuel Jódar Mena, «El gusto por lo morisco…», op. cit. 299 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Apuntes sobre el calificativo “morisco”y algunos textos que lo ilustran», en André Stoll (coord.), Averroes dialogado y otros momentos literarios y sociales de la interacción cristiano-musulmana en España e Italia, Kassel, Reichenberger, 1998, págs. 187-209. Respecto a la diversa terminología empleada para calificar a la población y sus diversas connotaciones, véase Ana Echevarría, The Fortress of Faith…, op. cit., págs. 103 y ss. 300 Luis F. Bernabé Pons y María J. Rubiera Mata, «La lengua de mudéjares y moriscos», VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Instituto de Estudios Mudéjares, 1999, pág. 599. Véanse las visiones generales proporcionadas por María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., págs. 51-52, y Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe…, op. cit., págs. 3-5. 301 Libro del caballero Zifar, ed. de Julio González Muela, Madrid, Castalia, 1990, pág. 427, citado también en Juan Carlos Ruiz Souza, «El Palacio especializado y la Génesis del Estado Moderno. Castilla y Al-Andalus en la Baja Edad Media», en Jean Passini y Ricardo Izquierdo Benito (eds.), La ciudad medieval: de la casa principal al palacio urbano, Toledo, Consejería de Educación, 2011, pág. 93. 302 Carmen Rallo Gruss, Aportaciones a la técnica y estilística de la pintura mural en Castilla a final de la Edad Media. Tradición e influencia mudéjar, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2002, pág. 23. 303 Sobre esta cuestión, introduciendo además la problemática de género, y en particular referido a los «trajes a la morisca», véase Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., especialmente págs. 112-126 y 142-156, así como María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit. 304 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed…, op. cit., pág. 25. 305 Luis Pérez de Guzmán, «Un inventario del siglo XIV de la Catedral de Toledo. (La Biblia de San Luis)», Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo LXXXIX (1926), pág. 373. 306 Sobre este tema, véase Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Vestir a la mora en Castilla. La cuestión del vestuario morisco y su reflejo en la literatura del Siglo de Oro», Actas del XIII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2017, págs. 283-302. 307 Cecilia Paredes, «Du texte à l’image. Les tapisseries de la Conquête de Tunis et les gravures des Moeurs et Fachons des Turcs», en A. Servantie y R. Puig de la Bellacasa (eds.), L’Empire ottoman dans l’Europe de la Renaissance, Lovaina, Leuven University Press, 2005, págs. 123-150. 308 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 3-26. 309 Ibídem, págs. 109-160. 310 Ibídem. 311 Sobre este tema en particular, véase Cecilia Paredes, «Du texte à l’image…», op. cit. 312 Adam Jasienski, «A Savage Magnificence: Ottomanizing Fashion and the Politics of Display in Early Modern East-Central Europe», Muqarnas, 31, 2014, págs. 173-206. 313 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit.; Ana I. Benito, «La ubicua presencia…», op. cit. 314 Maria Judith Feliciano, «Muslim shrouds for christian kings? A reassessment of andalusi textiles in thirteenth-century castilian life and ritual», en Cynthia Robinson y Leyla Rouhi (eds.), Under the influence…, op. cit., págs. 101-131, y, de la misma autora, «Medieval textiles…», op. cit. 315 Pamela Patton, «Demons and Diversity in León», Medieval Encounters (en prensa). 316 Seth Kimmel, «Local Turks…», op. cit., págs. 21-38.

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PARTE II EL MORISCO DESCRITO

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CAPÍTULO 2 Imágenes literarias del morisco. Una aproximación La configuración «ideográfica» 1 del morisco reviste tal complejidad que resulta difícil establecer con precisión todos los factores que coadyuvaron en esa creación. Sea como sea, no cabe duda de que, en esa tarea de reconstrucción de los elementos —de todo tipo— que sirvieron para representar al morisco no basta por sí solo el concurso de una única disciplina, el acercamiento monográfico a una sola faceta de la realidad que se representa. Nadie pone en duda que toda manifestación literaria constituye una expresión cultural de primer orden y un recurso de enorme potencial a la hora de comprender no tanto la época histórica a la que se refiere, sino más bien el momento en el que ve la luz. Así las cosas, el recurso a la literatura constituye tan solo una parte del análisis de conjunto que pretendemos ofrecer. No solo se trata de presentar de manera sucesiva los distintos acercamientos que consiente el estudio de la imagen del morisco. No solo, al menos. Más bien, se aspira a lograr un retrato conjunto, que no haga «reposar la fuerza de un análisis únicamente en un segmento de la realidad» 2 , sino que yuxtaponga las distintas imágenes de que disponemos; que, en la medida de lo posible, supere la «falsa dicotomía» entre Historia, Literatura y Arte y que sea reflejo de un verdadero trabajo de conjunto de las tres disciplinas 3 . De lo contrario, podría caerse en un reduccionismo imposible de superar, miope, a veces incluso 150

malintencionado, por cuanto estaría seleccionando fuentes, visiones e interpretaciones en aras de acomodar discursos preconcebidos a realidades que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, fueron más plurales y complejas que lo que quienes estudiamos el asunto nos empeñamos en definir. En este caso concreto, nuestro objetivo último es relacionar los «retratos» literarios con el fenómeno histórico que representan y hacerlo de igual modo a como se han concebido los capítulos paralelos relativos a las manifestaciones artísticas, que se desarrollarán justo tras los epígrafes que ahora iniciamos. Se trata de un ejercicio necesario en la medida en que no solo puede ayudar a registrar esas imágenes que nos ocupan aquí, sino a saber cómo se imaginaron, cómo se proyectaron 4 . Solo así podremos estar en condiciones de asumir que la idea que nos ha llegado del colectivo morisco dependió no solo (casi nunca en realidad) del representado, sino más bien de aquel que describió. Así lo vio hace años Raphael Carrasco, para quien dicho ejercicio consiste en «explorar […] las posibilidades de diálogo entre historiadores y literatos, de prolongar el carácter de la literatura y de buscar pautas de historicidad en ella, no en los hechos narrados, sino en el trasfondo psicológico y social que se deriva de esas composiciones 5 , convirtiéndose así en “material historiable”» 6 . Por tanto, los reflejos literarios son útiles no para reconstruir el pasado per se, sino, y, sobre todo, para pulsar estados de ánimo, perfilar opiniones y acercarse a psicologías particulares y colectivas en torno al momento literaturizado. En todo caso, ese uso de la literatura con un trasfondo histórico no equivale a negar la validez de otras fuentes solo por el hecho de que «emanen» del poder dominante porque, 151

si considerar la literatura como vehículo que porta la voz de los conversos es útil y necesario, no lo es menos considerar los documentos de archivo, por mucho que solo (y supuestamente) muestren la visión de quien domina. Arrinconarlos, menospreciarlos… supondría no prestar atención a «la otra cara de la moneda» (en este caso la de los cristianos viejos) y contribuiría, de nuevo, pero a la inversa, a silenciar a un colectivo que también tuvo voz. Como se indicó en el prefacio, la intención que preside el capítulo que sigue no es hacer un repaso pormenorizado de todas y cada una de las obras, autores y corrientes que formaron parte del espectro literario tardorrenacentista y del Siglo de Oro de nuestro país. La historia de la literatura y la crítica especializada han rendido cuentas suficientes acerca de tales cuestiones y no parece este el lugar ni el momento más apropiados para glosar tales aspectos. Más bien se persigue contextualizar dichas manifestaciones en el marco más amplio del asunto morisco con el objetivo de comprender cómo y en qué medida la literatura se convirtió en un recurso cultural de primer orden al que acudieron, con diferentes objetivos, moriscos y cristianos viejos, partidarios de la causa de los primeros, seguidores de la vía del entendimiento o simples individuos anónimos que utilizaron la fuerza de la letra para dejar constancia de su adhesión o animadversión a unos y a otros. Debido a eso, las líneas que siguen servirán para analizar cuatro formas literarias diferentes de acercarse al fenómeno morisco en general y a la cuestión del aspecto físico de los miembros de la minoría en particular. Descripciones periegéticas, maurofilia literaria, narraciones de guerra y teatro áureo son los géneros que más de cerca trataron el asunto morisco, que impregnaron versos, relatos, diálogos y prosística con referencias de distinto calado, alcance y 152

significación, motivo por el cual deben tenerse en cuenta en tanto que, como el resto de manifestaciones que observaremos, constituyen un trasunto concreto, específico y particular, pero igualmente importante, de cómo fue visto el morisco en la España de los siglos XVI y XVII. MORISCOS IMAGINADOS, MORISCOS PERCIBIDOS: GÉNEROS Y EXPRESIONES DE LA LITERATURA MAUROFÍLICA

De viajeros e idealizaciones: las representaciones periegéticas Una de las fuentes literarias más interesantes para conocer la imagen del morisco que se fue gestando no solo en nuestro país sino, principalmente, fuera de nuestras fronteras es la literatura periegética. Desde la Antigüedad, el hombre ha tenido la necesidad de conocer, explorar y definir aquello que le rodeaba y también lo que le era ajeno; no es un rasgo propio de la época moderna, sino connatural a nuestra condición. Estos textos demuestran justamente ese interés por descubrir lo desconocido, describirlo e incluso ilustrarlo. Además de legarnos testimonios de ciudades o edificios perdidos, de sumo interés para nuestro objetivo son aquellas apreciaciones en torno a los habitantes de las zonas que visitaron. Es algo especialmente atractivo cuando se abordan viajes a Turquía y Jerusalén, donde se analiza cómo eran allí los musulmanes o turcos, intentando, en algunos casos, vincular esos testimonios con la concepción del islam existente en la península ibérica. También nos resultan útiles, por otro lado, las apreciaciones que los viajeros extranjeros realizaron de nuestro territorio, y de los moriscos en particular, llevados, en muchos casos, por la curiosidad por aquel pasado mítico y multicultural del sur peninsular 7 . En 153

este sentido, las fuentes que trabajaremos serán, como hemos anunciado, las de aquellos españoles o extranjeros que viajaron a territorio islámico y cuyas obras llegaron a la península 8 ; y, por otro lado, las de foráneos, principalmente europeos, que llegaron a España atraídos por diversas razones y que plasmaron en sus escritos las percepciones que de la población del lugar tuvieron 9 . Los testimonios de los primeros muestran unas sensaciones contrapuestas ante lo que se encuentran, que basculan entre la admiración y el odio. Se sorprenden de la riqueza y lujo de gran parte de los enclaves que visitan, pero, a su vez, quizás llevados por sus prejuicios, también exaltan la supuesta crueldad otomana, idea que se recupera de la cronística de las cruzadas y que emerge con las primeras guerras de religión contra el infiel en los albores de la Edad Moderna. Un buen ejemplo de ese «equipaje» estereotipado del que hicieron uso algunos viajeros son las palabras con las que Francisco Guerrero encabezó la descripción de su viaje a Jerusalén: Desembarcamos en la dicha ciudad de Limisol, començamos a tratar con los turcos: y aunque al principio de nuestra entrada andábamos con miedo, dende a pocas horas ya los mirábamos y saludábamos sin miedo: porque como los venecianos tienen paz con ellos, y nosotros los peregrinos vamos a título de veneciano hablando en esta lengua no avía que temer 10 . Esta literatura de viajes a Turquía o a Tierra Santa engloba en su seno textos de muy diversa índole: a veces más cercanos a la postura del viajero anticuario, otras —como se ha dicho— más fantasiosas y alejadas de la realidad 11 . Lo que sí es cierto es que tuvieron una amplia difusión desde fechas muy tempranas y que su lectura nos ayuda a entender algunos de los esquemas de pensamiento o de conducta que fueron 154

aplicados a los moriscos como miembros con un pasado islámico y posibles colaboradores con el Imperio otomano. Como indicara Bunes, el español conocía, por su proximidad, cómo era la religión que profesaban los musulmanes y cuál era su modo de vida. Una y otro intentaron ser definidos con el objetivo de ser perseguidos después sobre la idea de no conversión. Sin embargo, la vida de los turcos era completamente desconocida, tanto en sus formas cotidianas como en el ejercicio del poder por parte de los sultanes 12 . Estos eran considerados los mayores enemigos de la fe y fueron relacionados con los berberiscos que asolaban las costas con sus ataques y robos. Estas descripciones, donde se mezcla la realidad con la imaginación, también funcionaron a modo de literatura «de aviso», como muestra de lo que turcos y norteafricanos podrían llegar a hacer si las tropas hispánicas no frenaban su avance en el Mediterráneo 13 . De hecho, gran parte de estos libros no fueron escritos por simples viajeros, sino por militares o literatos cautivos que contaron su experiencia en primera persona, motivo por el cual su visión está totalmente mediatizada por su experiencia vital 14 . También, y aunque no escritos por españoles, deben incluirse aquí aquellos libros de viajes a estos lugares situados en el norte de África y Turquía, que circularon por toda Europa difundiendo sus experiencias. En ellos, además, se puede contrastar el propio conocimiento del otro por parte de aquellos países que tuvieron un pasado con menor carga islámica que las poblaciones de la península ibérica. En sus comentarios existe un menor número de comparaciones con los musulmanes conocidos, pero las que hay comparten ese sentimiento de atracción y repulsión por ellos. Otras veces las ilustraciones de turcos y musulmanes afincados en estos lugares no van acompañadas de textos, sino de plasmaciones interesadas por parte de los artistas, quienes, a su vuelta a 155

Europa, intentaron difundir lo observado mediante grabados u otros soportes para satisfacer la curiosidad de los nobles que no podían viajar hasta allí. Sobre ello nos centraremos más adelante en este libro, cuando analicemos la repercusión visual de la imagen del turco en el arte español. Dentro de estos géneros, haremos especial mención a las relaciones topográficas, muy habituales durante el reinado de los primeros Austrias. Nos situamos ante obras que no solo fueron escritas por cuestiones estratégicas o debido a la necesidad de conocer el territorio que tenía que defenderse o atacarse (algo fundamental en la política militar de este monarca) 15 , sino también debido a razones etnológicas; no en vano, Felipe II profesó una amplia admiración hacia lo desconocido y hacia la cultura islámica. De hecho, fue el rey prudente quien encargó al cosmógrafo Andrés García de Céspedes varios proyectos al respecto 16 o quien, como es conocido, impulsó las famosas Relaciones Topográficas de los pueblos de España. Además, coleccionó todo tipo de libros sobre cartografía, viajes y descripciones de lugares en la biblioteca de El Escorial, destacando algunos donde, desde la metodología del anticuariado humanista, se intentaban describir monumentos islámicos enlazándolos con la propia historia cristiana de las ciudades, como Las antigüedades de España de Ambrosio de Morales (Alcalá de Henares, 1575) 17 . También, y para terminar con estos ejemplos, puede decirse que fue del propio monarca de quien partió la iniciativa de enviar a Antoon van den Wijngaerde a realizar un viaje por la península y retratar las ciudades más ilustres, proyecto sobre el cual volveremos más adelante. Entre estas topografías, las que nos ha sido más útil fue la publicada por Diego Haedo sobre Argel, donde a través de unas descripciones muy cuidadosas se reconstruye la 156

percepción que se tenía de los musulmanes argelinos, sus rasgos físicos y vestidos, apreciaciones que son de sumo interés no solo para contrastar la moda de los moriscos hispánicos y si se dieron algunas relaciones entre ellos, sino también para conocer la percepción que del «otro» islam, aquel más alejado de la península, se fue forjando en aquellos años. Sobre el segundo grupo, el de extranjeros que visitaron España, tenemos la fortuna de que se han publicado diversas compilaciones que engloban estas narraciones, si bien la mayor parte de ellas están datadas en el siglo XIX, cuando se dio un resurgir de este tipo de viajes a España, y especialmente a Granada que, con el sueño romántico, se convirtió en un lugar de visita obligatoria 18 . Gran parte de estos libros de viajes no estaban ilustrados y debemos fiarnos de las descripciones para reconstruir la percepción y la experiencia que supuso el contacto con los moriscos, pero afortunadamente conservamos otros en los que sí que aparecen imágenes que nos ayudan para tal fin. Tal vez, uno de los más conocidos sea el Civitatis Orbis Terrarum (1572), realizado sobre comentarios de Georg Braun y dibujos, en la parte referida al periplo español, de Georg Hoefnagel. Su estancia en Andalucía tuvo lugar en la década de 1560, coincidiendo con los años previos a la guerra de las Alpujarras, en los que los moriscos aún eran mayoría en Granada, lo que dio lugar a representaciones varias en las que se percibe cierto detallismo en cuestiones de vestimenta 19 . Tanto es así que algunos autores opinan que llega a sublimar a este como ejemplo de pueblo marginado 20 . Anterior a este sería el Trachtenbuch, de Cristoph Weiditz, quien viajó a la península ibérica entre 1529 y 1532, pero cuyo texto no se publicó hasta el siglo XIX, por lo que tuvo poca 157

transcendencia en la difusión europea de los modelos visuales empleados 21 a pesar de mostrar a los moriscos en actitudes muy diversas. Curiosamente, pese a legarnos las imágenes más detalladas de los conversos andaluces, no tenemos ningún dato que certifique que realmente visitó esa zona para tomar sus diseños 22 . Su intención era describir los diversos enclaves y, sobre todo, las poblaciones que formaban parte del imperio español, algo que le interesaba mucho a Carlos V, quien, como veremos, en los programas iconográficos de diversas entradas triunfales, se interesó en dejar patente que, bajo su control, se encontraban pueblos de muy diversa índole. Finalmente, y con una repercusión menor en lo referido a las figuras que aparecen en sus pinturas, puede señalarse el viaje de Antoon van den Wijngaerde, de cronología muy similar al de Hoefnagel y cuyos diseños han sido reunidos y estudiados con detenimiento en los últimos años 23 . Esta visión del viajero que llega a la península ibérica debe ser tomada con mucho cuidado, pues, como ya indicáramos en la introducción del presente libro, los moriscos, en palabras de Marías, eran contemplados como rareza y esta concepción fue difundida por toda Europa a partir de las prensas de Amberes 24 . En esencia, se trata de representaciones inspiradas por la curiosidad acerca de esa población hispánica, que incluye a cristianos de origen musulmán mezclados con aquellos otros considerados de pura cepa. Así pues, no dejan de ser visiones sesgadas, dado que, incluso, muchos de ellos ni tan siquiera estuvieron en todas las regiones que describen en sus tratados. Si nos atenemos a sus narraciones, podríamos defender esa presencia de un exotismo y orientalismo que expone Fuchs en todos sus escritos, quien toma las palabras de 158

«extrañamiento» ante la cultura hispánica de los embajadores que viajaron con Carlos V o Felipe el Hermoso como claros ejemplos de la percepción de la coexistencia con el legado islámico que se estaba produciendo, cuando para un cristiano viejo español esta observación no produciría ese sentimiento, pues desde hacía siglos compartía esos mismos espacios con los musulmanes 25 . Además, también habría que cuestionarse por qué siempre las mujeres moriscas que aparecen descritas (más que los hombres) se adscriben a la ciudad de Granada o a Andalucía en general. Sean relatos de los primeros años del siglo XVI o de inicios del XVII siempre se repite este cliché. ¿Se ocultaron los conversos a la llegada de estos transeúntes en el resto de las ciudades españolas? ¿Estaban tan mimetizados en Valencia o Aragón, por citar dos ejemplos, que no fueron capaces de reconocerlos? La respuesta obvia es no, pero es una muestra más de las pretensiones de estos textos y de las ideas preconcebidas con las que realizaban su periplo. Buscaban algo en concreto: plasmar esa diversidad en unos lugares claves del pasado andalusí hispánico, relacionado con aquellas ciudades que todavía lo custodiaban, pues recordemos que en otras se destruyó de manera casi sistemática tras la conquista 26 . Estas obras reflejan, en muchos casos, prejuicios, opiniones formadas antes de que los viajeros salieran de su país 27 . Los expedicionarios suelen centrarse en lo más exótico, en lo que difiere de lo propio, principalmente por esa necesidad de narrar lo extraordinario y crear su identidad a partir de la confrontación con la del otro 28 . A veces, llevados por esa distinción, incluso lo radicalizan tanto que llegan a deformarlo, dejando una imagen reflejada en un espejo cóncavo. 159

Sea como fuere, estas fuentes tuvieron una amplia trascendencia. Como indicamos, por un lado, importaron a España una imagen de lo que existía fuera, y, por otro, cuando fueron los viajeros extranjeros los que hablaron de este territorio, se encargaron de difundir unos estereotipos que traspasaron el propio género de la literatura de viajes y llegaron a otros tan distintos como los libros de indumentaria. Importantes literatos como Cesare Vecellio o Eneas Vico se basaron en las impresiones de viajeros, nobles, embajadores o eruditos, para componer sus conocidos volúmenes sobre los distintos hábitos de los pueblos europeos. Como podrá observarse más adelante, la literatura de viajes ofrece al lector una imagen complementaria a la que puede extraerse de la literatura y de los relatos que nos han legado los cronistas de la guerra. De aquellas que se conservan, y dejando aparte los ejemplos en los que contamos con ilustraciones —de los que hablaremos más adelante— consideramos que las tres que más aportan al estudio de la representación del morisco y de su indumentaria son las de Jerónimo Münzer, quien viajó a España justo meses después de la conquista de Granada 29 ; la de Antonio de Lalaign, que formó parte del séquito de Felipe el Hermoso durante su viaje a Castilla 30 y la de Andrés Navagero, embajador veneciano de Carlos V 31 . Sin duda, nos situamos ante ejemplos tempranos, lo cual puede suponer un acicate a la hora de observar si hubo una evolución entre las primeras narraciones escritas y las imágenes que, ya a finales del siglo XVI, se utilizaron para visualizar al morisco, no solo en las descripciones periegéticas sino, más allá, en el conjunto de las manifestaciones procedentes del mundo de las letras. Junto a los anteriores, y como se ha indicado, cabe 160

considerar los testimonios en los que la descripción escrita vino acompañada de representaciones iconográficas. De todas ellas, la más temprana es las que nos legó Christoph Weiditz. El alemán es quien repara en mayor medida en el folclore y sus tradiciones, ya que opta por no representar a los moriscos en actitud estática, sino en el desarrollo de sus actividades laborales o enfrascados en actividades lúdicas y cotidianas, que luego inspirarán a viajeros posteriores 32 . En sus dibujos destacará, sobre todo, el colorido de las vestiduras, algo que, por otra parte, es común a prácticamente todos los ilustradores de conversos y que, frente a la sobriedad y monotonía cristiano-vieja, refuerza la aparente preferencia morisca por esta estética, también perceptible en inventarios, dotes y otras fuentes manuscritas. Otro elemento interesante de las ilustraciones de Weiditz es que distingue las clases sociales de los representados. Así, en los dibujos de las mujeres de la clase alta individualiza su blanca almalafa con franja gris, que deja entrever otra túnica con decoración realizada con hilo de oro. Además, representa las piernas estrechamente envueltas por unas medias grises, gruesas y arrugadas, enrolladas hasta las pantorrillas, similares a las bandas de colores de lana o algodón que ya usaban desde el siglo XII las mujeres mudéjares de la corte de Alfonso X el Sabio y que la moda morisca, de la que hablamos en el capítulo introductorio, recuperó como elemento de lujo 33 . Este interés costumbrista es compartido también por Hoefnagel 34 , quien, incluso, incluye al lado de la ilustración de aquellas moriscas nobles el término «daifa», que significa «señora», como si mediara un intento explícito de distinguir y dignificar a la representada, algo que ha hecho que autores como Joaquín Gil Sanjuán lo tilden de maurófilo, cuando, en el fondo, no hace sino recoger una tradición anterior, como se 161

ha visto 35 . De todos modos, como se indicó anteriormente, no fueron los primeros que realizaron dicha distinción, ya que Münzer lo había hecho casi un siglo antes 36 .

Fig. 6. Los moriscos en el reino de Granada, dando un paseo en el campo con mujeres y niños, en Christoph Weiditz, Trachtenbuch, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474, fols. 105-106.

Fig. 7. Vestido de paseo de la mujer morisca, en Christoph Weiditz, Trachtenbuch, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474, fols. 97-98.

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Fig. 8. Alhama en el tiempo de Elena de Céspedes, en Georg Braun y Franz Hogenberg, Cities of the World. Complete Editions of the Colour Plates of 1572-1617, ed. de S. Füssel y J. Althoff, Colonia, Taschen, 2008.

Por otro lado, y como bien indicara Elena Díez Jorge, Weiditz es el único que habla de «mujeres moriscas» 37 , diferenciándolas de manera evidente de los hombres, como si ellas mantuvieran la ortodoxia religiosa en el cripstoislam mucho más que ellos 38 . Por su parte, ni Hoefnagel ni Wyngaerde realizaron dichas apreciaciones, entendiendo al morisco como algo más homogéneo, si bien sí que mostraron una cristianización del traje del morisco varón, que, como veremos más adelante, era ya evidente mucho antes del destierro a Castilla.

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Fig. 9. Donna di Granata, Cesare Vecellio, extraída de: Margaret Rosenthal y Ann R. Jones, Cesare Vecellio’s Habiti Antichi et Moderni. The Clothing of the Renaissance World, Nueva York, Thames & Hudson, 2008.

Sea como fuere, y como se indicó, todos ellos influyeron en los denominados «libros de trajes» que circularon por Europa. Cesare Vecellio, por ejemplo, fue uno de los que pudo hacer uso de ellos en su Habiti antiqui et moderni di tutto il mondo (Venecia, 1590) 39 , pero el contenido de su obra denota su desconocimiento directo sobre la «mujer de Granada». Muestra de ello es el uso de locuciones como «a quanto a me pare» —«a mi parecer»—, empleada cuando, por ejemplo, se refiere al hábito de los moros de Berbería. También se constata que sus descripciones no coinciden con las de los otros viajeros, contribuyendo con ello a crear una imagen totalmente falseada de la realidad, ilusionista y personal, en especial cuando describe el calzado y el modo en el que las propias mujeres se cubrían la cabeza 40 . Por lo tanto, analizando sus descripciones y sus dibujos 164

puede concluirse, como se ha dicho, que su obra es, más bien, una mixtura de aquellas noticias que le llegaron a través de los libros de viajes. A partir de ellas, e influido notablemente por una idea de España pluricultural, el italiano optó por remarcar únicamente aquello que le causó extrañeza, inventando e imaginando, de acuerdo a su objetivo personal, todo lo demás 41 . Con todo, el Habiti antiqui… fue uno de los libros que mayor repercusión tuvo en la Europa moderna y España no escapó a su influjo. De hecho, fue un texto que gozó de la simpatía de los compradores, aspecto que, sin duda, contribuyó a crear una dicotomía entre el morisco «conocido» y el «creado» por los extranjeros 42 . A diferencia de Vecellio, Eneas Vico sí viajó a España y esto le hace ser algo más certero en sus descripciones, si bien tampoco tenemos constancia de en qué ámbitos o ciudades se movió. En su caso utiliza directamente el término «mora» para definir a la mujer morisca, pero en sus grabados repite el mismo esquema de representación que Vecellio, por lo que, tal vez, haya que admitir que lo que más les interesaba era difundir una imagen que estaba siendo asumida y estereotipada de modo homogéneo en Europa 43 . Por todo ello, cabe plantearse si, atendiendo a los testimonios de que disponemos, podemos extraer una imagen realmente fidedigna de cómo fueron aquellos moriscos que los viajeros quisieron retratar. Para poder estudiarlas sin caer en los errores que hemos criticado en la introducción de este libro, hay que señalar la distancia cronológica entre unos libros y otros. También el diferente objetivo con el que cada viajero pisó nuestro país. Incluso, su propia procedencia y dedicación. Sin duda, cabe considerar dichas diferencias como un factor que pudo influir en la creación de una imagen estereotipada del morisco en sus dibujos. Cierto es que todos 165

los moriscos descritos fueron moriscos; de eso nadie duda, pero tampoco de que no es lo mismo hablar de aquellos cristianos nuevos que lo fueron en primera o segunda generación, que de aquellos otros que ya nacieron en medio de una sociedad mucho más mixta y donde se habían dado casos de conversiones verdaderas. Lo mismo cabrá apuntar más tarde, cuando veamos casos relativos a los granadinos ya afincados en Castilla. Aunque todos estos viajeros se centren en Granada —salvo Joly, que lo hace en Valencia—, tampoco la ciudad era la misma en un periodo que en otro, por lo que esta evolución en la representación étnica o racial de los moriscos en los libros de viajes, que incluso traspasa a los de trajes (como ocurre en Vico o Vecellio), puede ser un claro indicativo, dentro de la subjetividad de esta fuente, de una realidad cambiante. De novelas y romances: el género morisco Después del punto de inflexión que supone el año 1526, con la Junta de la Capilla Real de Granada, el asunto morisco se sume en un letargo de cuatro décadas en el que, merced a una abigarrada mezcla de negociación política, pacto fiscal y tolerancia consentida, el statu quo entre moriscos y cristianos viejos logra mantenerse prácticamente sin modificaciones 44 . La situación comenzará a cambiar lentamente, pero de manera muy perceptible a partir de mediados de siglo. La abdicación del emperador y el incremento de la tensión en el Mediterráneo, unidos al fracaso religioso que supone la firma de la paz de Augsburgo y la consiguiente fragmentación confesional de Europa, son factores que, de una u otra forma, terminarán por afectar al asunto morisco. Así, los años centrales del siglo XVI verán sucederse medidas de diferente 166

calado que minarán la delicada entente mantenida hasta entonces entre la Monarquía Hispánica y sus súbditos cristiano-nuevos y desembocarán en la rebelión protagonizada por los moriscos alpujarreños. En medio de ese clima enrarecido ve la luz la Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa, cuya primera edición conocida se publica en Toledo en 1561, si bien todo indica que pudo ser compuesta en el transcurso de la década anterior. Con ella se inaugura el género morisco, caracterizado por la exaltación del moro granadino de los últimos años de la reconquista 45 y por privilegiar el escenario nazarí 46 y las narraciones en las que prima el entendimiento entre cristianos y musulmanes. Como es sabido, su desarrollo y posterior influencia en otros géneros literarios serán claves en la configuración de la maurofilia literaria y a la hora de entender la imagen que se ofrece del musulmán/moro/morisco en las letras hispanas del Siglo de Oro. Es posible, no obstante, que las raíces de esa exaltación puedan situarse antes y que, como indica Carrasco Urgoiti por boca de Menéndez Pidal, pudieran haber tenido cierta responsabilidad en ello los pliegos sueltos 47 y, sobre todo, los romances fronterizos. Con todo, se trata de un tema complejo, largamente estudiado desde que Cirot acuñara el propio término de maurofilia. Como se ha remarcado en la introducción, desde entonces han corrido interminables ríos de tinta, a veces difíciles de vadear, si bien no faltan interesantes puestas al día que conviene retener de cara a plantear con precisión el estado actual de las investigaciones 48 . También abundan trabajos más densos, particulares y específicos que ahondan en el sentido último de cada obra, en las influencias posteriores de cada texto, en las circunstancias personales de 167

cada autor, así como en las condiciones sociales y políticas que alumbraron las composiciones. Como puede suponerse, la bibliografía es extensísima. Hacer uso de ella, revisarla de manera sesuda y considerar las implicaciones literarias y filológicas de cada composición es algo que rebasa la intención última de este apartado. Las letras hispanas medievales no habían sido ajenas a los musulmanes 49 , pero no es hasta finales del XV cuando la figura del moro adquirirá los caracteres que han permitido a la crítica hablar de los romances fronterizos como el germen popular de la maurofilia literaria 50 . Según Augustin Redondo, los más antiguos de los que se tiene constancia aparecen fijados por escrito a mediados del Quinientos y se refieren a acontecimientos relativos al siglo XIV, aunque la mayor parte de ellos narran hechos datados en el XV 51 . Dentro del contexto general dominado por la idea de enfrentamiento entre moros y cristianos 52 , todos ellos coinciden a la hora de presentar al mundo musulmán como una «civilización brillante». En relación con ello, Carrasco Urgoiti duda de su valor como fuente histórica 53 . Cosa bien distinta es que la caracterización que se hace de los personajes sirva para observar cuál es el punto de vista desde el que la sociedad castellana observa al moro. Sí puede decirse, no obstante, que la poesía de frontera —y de manera mucho más especial la relativa a la toma de Granada— es válida como punto de arranque de la «visión poética de las formas de vida de los moros granadinos» 54 . Bajo ese punto de vista, el moro entra en la literatura española tardomedieval de la mano de una serie de recursos estilísticos y narrativos muy definidos: los gestos galantes, el lenguaje poético, la música, la descripción de las armas del caballero, el color, etc. 55 . También el vestido, aspecto que 168

cobra una especial relevancia a la hora de evocar ese mundo idealizado que más tarde se percibirá de manera tan clara en el género morisco 56 . Como continuación de los propios romances fronterizos, y enmarcados en esos precedentes del género morisco, Redondo también fijó su mirada en los episodios de frontera en el norte de África 57 , justo, y precisamente en un momento en el que, como se ha comentado, la orilla sur del Mediterráneo se convierte en un hervidero y se manifiesta como un problema para la Monarquía Hispánica 58 . No obstante, la importancia de estas narraciones reside, más bien, en su incidencia directa a la hora de consagrar la «otra imagen» del morisco, la negativa y satanizadora, que será transmitida vía pliegos sueltos, pero recogiendo información de las relaciones de sucesos y apoyándose en aspectos tales como la lengua, los cantos y danzas 59 . Curiosamente casi nunca en el vestuario ni en el aspecto externo. Al igual que el propio fenómeno que narra, la novela morisca es, en el contexto de la literatura europea del tardoRenacimiento, algo «privativo» de España 60 . Junto al romance, es la forma poética en la que se «vertió durante el Siglo de Oro la imagen estilizada de una caballeresca sociedad mora —inventada—» 61 . En puridad, y tal y como indicó hace tiempo Luis Morales, la cronología de la novela morisca deberá abarcar desde 1502 hasta 1609, pero «el adjetivo morisco admitió algunos ensanchamientos cronológicos en la temática novelesca, ampliando prudentemente sus límites temporales» 62 . Tal afirmación es la que sirvió al autor para clasificar las novelas de tema moro en dos tipos. Por un lado, están las que se relacionan con el reino de Granada (divididas a su vez en «fronterizas» —ambientadas antes de 1481— y «granadinas», con argumento coetáneo y posterior a los Reyes 169

Católicos). Junto a ellas, se situarían las «de cautividad» 63 . Con todo, lo más importante es tener en cuenta que, sean cuales sean su tema y cronología, presentan unas características comunes que se repiten de manera sistemática y que sirven para reforzar el mensaje de tolerancia y para rememorar los valores de la época en la que, de manera supuesta, ambos colectivos convivían en relativa paz. El propio Morales las define de la siguiente manera: optimismo idealista, condensación argumental, estilización clasicista, ambientación lingüística, belleza decorativa, amplitud de alma y singularidad peninsular 64 . Todo ello, dice, se manifiesta en composiciones generalmente cortas, con un lenguaje cuidado y un marcado gusto por las imágenes «ideadas e idealizadas» 65 . Las tres grandes novelas moriscas son, por este orden: El Abencerraje y la hermosa Jarifa, de autor anónimo 66 ; la primera parte de las Guerras Civiles de Granada, que debemos a la pluma de Ginés Pérez de Hita, y la Historia de Ozmín y Daraja, inserta en el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. De ellas, la primera y la última son historias muy cortas. Por su parte, el texto de Pérez de Hita es más largo, pero Lama y Peral defienden que, en realidad, no se separa demasiado de las anteriores porque es la suma de diferentes escenas de corta presentación, de «pequeños cuadros en los que el preciosismo descriptivo-documental es el elemento prioritario» 67 . He ahí una de las principales características del género y lo que hace a estas composiciones especialmente valiosas a la hora de hablar de la representación del morisco en nuestro siglo XVI: las novelas moriscas son retratos colectivos, aproximaciones minuciosas que reflejan no cómo es el morisco, sino cómo se presenta con una clara intencionalidad 170

de tipo político-cultural el mundo islámico en general y el andalusí en particular. Vista así, la novela morisca del XVI llama a la tolerancia y para defender esa postura se sirve de idealizaciones y retratos no reales, pero tampoco imaginados. Más bien pensados con un objetivo claro. No es, pues —y también ocurre así en el resto de la literatura—, un reflejo de la vida del XVI. Su historicidad no radica en los hechos narrados, sino en la expresión de los deseos de autores y lectores en pro de la admisión del morisco como un español más, por muy lejos que se estuviera de ello y muy minoritarios que fueran quienes estaban interesados en que ello fuese así 68 . De ahí el esfuerzo por mantener vivas una serie de imágenes en pro de una convivencia cultural (no religiosa). Se trata de algo muy propio de personajes que o bien no eran cristianos viejos, o bien se situaron cerca de la minoría. Estos últimos individuos siempre fueron muy conscientes de estar asistiendo a la «frustración» no solo de una clase media morisca, como acertadamente defiende Francisco López Estrada, sino, más allá, de un grupo creciente y cada vez más proclive a instalarse en esa sociedad que le negaba un hueco particular 69 . A pesar de ese sustrato común, las novelas moriscas de tema granadino presentan singularidades, especificidades propias que distinguen e individualizan unas de otras y que permiten observar cómo, a remolque de la propia cronología, su contenido, enfoque y modo de afrontar el asunto morisco quizás no sean tan semejantes como se ha querido ver. Como se ha indicado, la primera que ve la luz es El Abencerraje, tema que, desde este momento, será recurrente en el resto de la literatura maurófila, especialmente en el romancero morisco 70 . Calificada por Morales Oliver como uno de los mejores ejemplos del «arte en miniatura» 71 que 171

supone el propio género, la novelita fue compuesta entre 1550 y 1560, años de relativa calma en el asunto morisco, y vio la luz en sucesivas ediciones fechadas entre 1561 y 1565 72 . Su estilo es, posiblemente, el más sobrio de las tres, pero también se presenta como más depurado 73 . Con todo, en sus páginas se hace muy presente la reflexión de Redondo en relación a los «tópicos» de comportamiento y actitud de los personajes, como en el asunto del traje, siendo muy generales y pocos «los elementos complementarios que aluden al universo moro» 74 y concentrándose más en los valores que podríamos definir como psicológico-culturales. Es posible que, en la base de ello, esté la situación que se vive en el momento de su redacción. Como se ha indicado, la década de los cincuenta del siglo XVI se caracteriza, en relación al asunto morisco, por una calma tensa, en la que nada ocurre, pero todo parece estar a punto de precipitarse. En ese contexto, Anwar defiende que El Abencerraje «parece dirigirse a la aristocracia española (los que contribuyen en la toma de decisiones políticas) y a los cristianos señores de vasallos, que no necesitan tanto comprender una estética, sino más bien asimilar un mensaje claro, sencillo y directo 75 . En el extremo opuesto se ubica la Historia de Ozmín y Daraja. La obra de Mateo Alemán ve la luz en 1599 y está ambientada en Sevilla, claro mensaje para los contemporáneos, conocedores de que la ciudad del Guadalquivir era, a finales del XVI, la localidad andaluza con más moriscos 76 . No fue algo casual. Como no lo fue nada en su concepción, muy separada de aquella llamada a la tolerancia que se hiciera cuarenta años antes en El Abencerraje y más imbuida del espíritu de unos tiempos marcados por la conciencia de que el asunto morisco (visto ya como un problema insalvable) se dirigía hacia su ocaso. De 172

hecho, y como defiende Bernabé Pons, el cambio es patente. Algo se percibe en sus líneas que la separa del género de la novela morisca y nos anticipa un cambio de mentalidad que ya era más que patente en el momento en el que vio la luz, en los estertores del XVI. En ese sentido, puede estarse de acuerdo en que, desde el punto de vista temático, mantiene ciertas similitudes con la historia de Abindarráez y Jarifa, pero el desarrollo ulterior de su argumento la acerca más al texto de Pérez de Hita y, sobre todo, a la realidad social del momento 77 . Inevitablemente, todo ello tiene una traslación clara en el tema que nos ocupa. Es cierto que se sigue manteniendo la estética mora y que los arquetipos (galante y garboso él; bella y prudente ella) continúan presentes; incluso, también, las ambientaciones coloristas y el recurso a la naturaleza (recreada aquí en el jardín de la casa sevillana donde vive Daraja). Sin embargo, hay matices. Dos llaman poderosamente la atención: el idioma y el vestido. En relación al primero porque lo que destaca es el bilingüismo interesado de los protagonistas, perfectamente capaces de hablar castellano con soltura, pero arabohablantes cuando la privacidad de la escena lo facilita o el secreto lo requiere 78 . Por su parte, y en lo que toca al vestido, esa ambivalencia calculada intenta ser borrada por Alemán, quien prefiere obviar las referencias a lo moro en la indumentaria. En ese sentido, no deja de ser significativo —ni gratuito— que Ozmín vaya en busca de su amada «en traje andaluz» 79 , caracterización que, no sin intención, recuerda (y de qué manera) al argumentario de Núñez Muley en su famoso Memorial. Esa españolidad en el vestido también es utilizada por Pérez de Hita al narrar las luchas de zegríes y abencerrajes, 173

pero de una manera diferente a como la concibe el escritor sevillano, más imbuida de hibridismo cultural, de tal forma que en lo relativo a la indumentaria, el escritor murciano mantiene más nexos con El Abencerraje que con Mateo Alemán 80 . En realidad, Pérez de Hita tiene un posicionamiento particular frente al asunto morisco. Su novela se publica en 1595, aún en el reinado de Felipe II, pero cuando ya parece demasiado tarde para desviarse del camino marcado por quienes eran favorables a la expulsión. La Historia de los bandos… 81 es ficción, por supuesto, pero recoge una época, narra una realidad social que el propio Hita percibe y de la que él mismo es parte 82 . Literariamente pertenece a la misma generación que Cervantes y Mateo Alemán 83 , que tanta atención prestaron también al asunto morisco en sus obras. Por eso, Pérez de Hita se muestra abierto al entendimiento con los moriscos dispuestos a la conversión, pero solo con aquellos que de verdad la desean. Según Anwar, todo ello tiene una clara traslación en la primera parte de las Guerras Civiles de Granada. Es aquí donde el propio Pérez de Hita «desmonta el modelo utópico de convivencia y respeto mutuo que ofreció El Abencerraje» para distinguir entre «malos» y «buenos moros», diferenciados por su predisposición a la propia conversión 84 . Tal idea ha llevado a dicho autor a defender que Pérez de Hita solo es portador de una «maurofilia estética» 85 y a calificar la novela de islamófoba. Se trata de una postura no exenta de polémica, dado que se opone a la tesis tradicional, que considera que el texto realza lo que de común tienen moros y cristianos, especialmente en lo relativo a sus valores 86 . Sea como sea, no cabe duda de que, en esta primera parte, el autor murciano se vuelca en las descripciones hasta conseguir una auténtica «pintura novelesca» 87 con «grandes cuadros al aire 174

libre» 88 , en la que aparece reflejada una importante cantidad de personajes moriscos de todo tipo y condición, desde soldados a campesinos, pasando por mujeres (nobles y plebeyas), líderes militares, etc. El gusto por el detalle, casi un impresionismo en prosa, se manifiesta en las caracterizaciones físicas, en la descripción de los atuendos, incluso, y como veremos, en el interés por recrear los ambientes musicales. Y a pesar de ello, todo resulta artificial, sobreactuado, de tal manera que el cuadro de esta primera parte más bien parece un posado, como si las reflexiones de Pérez de Hita resultaran ya anacrónicas en un momento en el que no parece haber lugar para las medias tintas ni para los entendimientos. Hasta llegar a esa situación la novela se había erigido en puntal sobre el que se había sustentado la defensa literaria de la opción integradora. Una variable popular, no excluyente, fueron los romances moriscos que prácticamente puede decirse que aparecen por las mismas fechas y que, en esencia, habrían servido para complementar la visión «culta» que habría supuesto la propia novela. En la base de dicha distinción no hay ninguna consideración de orden temático ni estilístico. Más bien la creencia de que, en aquella España del XVI, el romance fue empleado para llegar, vía oral, allí donde no pudo llegar la novela, posiblemente más maniatada en tanto que ligada, como expresión literario-ideológica, a un público lector más selecto. Como género, el romance morisco es posterior al perfeccionamiento de la novela homónima 89 , dado que las composiciones asociadas al mismo se hacen visibles a partir de 1575, justo después de la guerra de las Alpujarras. Aunque en su mayoría son poemas anónimos, la crítica ha demostrado que, por su complejidad y vocabulario, por los 175

temas tratados y por su oportunidad en determinados contextos, sus autores fueron personajes cultos y, en ocasiones, conocidos, tal y como ocurre con Lucas Rodríguez o Joan de Timoneda, que contribuyeron con sus respectivas compilaciones, y, sobre todo, con Lope o Góngora, acaso los dos poetas más reconocidos en ese sentido. Como señaló en su día Manuel Alvar, el apogeo del género romanceril coincide con la publicación de las Flores de Romances 90 . Al respecto, no falta quien, retomando la «lectura idealizante» 91 de Menéndez Pelayo, defiende que su aparición se da en un contexto de interés por «impulsar la determinación de finalizar la tarea de la Reconquista iniciada muchos siglos antes y que la mirada de supuesta simpatía hacia el moro no es más que otro acto de condescendencia hacia el perdedor de una guerra» 92 . Sin embargo, parece más sensato insertar dicha génesis en el contexto general previamente marcado por la publicación del Abencerraje y conectarla con el asunto morisco, candente, y de qué manera, en aquellos años. En ese sentido, el propio Alvar indica que su aparición podría explicarse como «moda provocada por los sucesos de la Guerra de las Alpujarras y […] como colofón de la maurofilia literaria» 93 , si bien es cierto que, tal y como hemos tenido ocasión de señalar, recogen toda una tradición literaria previa procedente de los romances fronterizos, del cancionero y de la primera parte de las Guerras de Pérez de Hita 94 . Con todo, y a pesar de la relevancia que la crítica literaria le ha concedido a la hora de insertarlo en el desarrollo del asunto morisco, nos situamos ante una manifestación literaria de corto recorrido cronológico. Su ocaso definitivo coincidirá con el cambio de siglo 95 , justo cuando la capacidad de hacerse oír por quienes defendían la opción integradora comienza a 176

disolverse de manera definitiva. En cierto modo, casi podría decirse que es el género de la literatura morisca que, en la particular historia de la minoría, coincide con el cambio que se opera en la política de Felipe II en el último tramo de su reinado. De manera mayoritaria, los romances moriscos narran dos tipos de historias: sucesos amorosos e incidentes bélicos de más o menos intensidad, pero casi siempre localizados cronológicamente en los últimos años del dominio nazarí de Granada. Casi todos se desarrollan en escenarios «generalmente cortesanos», localizados en el entorno del pequeño emirato o sus alrededores, por lo que tampoco resulta raro el encuadramiento en escenas lúdicas y festivas, de entre las cuales, como veremos, el juego de cañas aparece en una posición, si no recurrente, sí al menos frecuente 96 . Por otra parte, y como complemento a lo dicho, también es nota relevante que, en ellos, y dada la temática ya señalada, el conflicto religioso aparezca simplificado 97 , sobre todo teniendo en cuenta que nos situamos ante composiciones redactadas y publicadas de manera coetánea o con posterioridad al conflicto de las Alpujarras, máximo exponente de ese choque de creencias. Igualmente, conviene no olvidar que el ambiente cortesano, la correcta gestión de los buenos modos y lo idílico y refinado de la mayoría de las escenas presentadas no esconden lo que, por otra parte, es tónica general a toda la literatura de género morisco: «el dolor y la queja de los vencidos» 98 . Recargados de lenguaje exuberante y tendentes a mostrar una realidad histórica agotada décadas antes, los romances moriscos presentan unas características estilísticas que son de sobra conocidas y en las cuales no es necesario seguir insistiendo 99 . No obstante, sí conviene centrar nuestra mirada 177

en qué aspectos se destacan en relación a la caracterización de personajes y ambientes. En ese sentido, y como prolongación de lo observado en la novela, los varones son revestidos de bizarría y virilidad, mientras que en las mujeres se enfatiza, sobre todo, la belleza, contexto que es aprovechado para centrar la atención en los cabellos rubios y la tez blanca y «trasponer» con ello los modelos de belleza femenina ideal del mundo castellano a los personajes de las moras 100 . Junto al aspecto externo, también resulta fundamental la indumentaria. Sin duda, se trata del recurso más empleado en el ciclo morisco comprendido en el Romancero, hasta tal punto que muchos poemas solo se explican en función de la aparición de este tipo de descripciones 101 . En cualquier caso, la reiteración es la tónica general. También el recurso a los modelos de caracterización empleados en El Abencerraje, incluso en los poemas de frontera ya señalados: alfanjes, turbantes y adargas en ellos; tocas, velos y almalafas en ellas, son algunas de las prendas y complementos más repetidos en un universo indumentario caracterizado por la aparición de sedas, perlas, hilos de oro y plata, letras arabescas y medias lunas en todas sus vertientes; también por la reiterada presencia de colores vivos y llamativos, que, por sí solos, constituyen un recurso estilístico de primer orden en cuanto «expresión de los estados anímicos» de los personajes. Por lo demás, y como se ha dejado ver, las referencias son comunes tanto a los hombres como a las mujeres, si bien los ambientes en que son descritos unos y otros son distintos: escenas bélicas en ellos, ambientes festivos y cortesanos para ellas 102 . Ambientes, diseños, colorido, escenas…: todo, en definitiva, constituye la base de un sistema de representación que podríamos caracterizar como de escenográfico, orientado a reforzar el mensaje de tolerancia, convivencia y coexistencia 178

que procede de las escenas narradas y que complementan a lo cristiano, pero sin pretender anularlo por mucho que, con posterioridad, fueran utilizados por «panfletistas y demagogos antimoriscos» para fundamentar sus propias críticas 103 . En todo caso, tal circunstancia no se producirá antes de los años noventa del siglo XVI, cuando el romancero morisco alcanza su cénit y comienza su inexorable decadencia. Es justo en ese momento cuando se asiste a un cierre de ciclo que afecta no solo al romance sino, en general, a todas las manifestaciones literarias de corte maurófilo y que es perfectamente observable en la progresiva reducción numérica de este tipo de composiciones que se observa una vez publicadas las primeras Flores de romances 104 . Visto así, y como indica Bernabé Pons, el propio Romancero actuó «como hilo conductor entre esa visión material, parcial, pero fascinante, del moro guerrero y cortesano y la visión del moro/morisco como epicentro de la maldad» 105 que va a terminar inundando calles y corrales de comedias en el XVII, especialmente a partir de la promulgación de los bandos de expulsión por parte del tercero de los felipes.

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Las narraciones de la guerra de Granada: una literatura de trincheras La guerra de las Alpujarras, como hemos venido repitiendo a lo largo del presente libro, supone un antes y un después en la consideración del asunto morisco. Como es sabido, desde noviembre de 1571 el problema morisco granadino, confinado hasta aquel momento en apenas treinta mil kilómetros cuadrados, se convierte en un asunto castellano. Los cuarenta años que siguen representan el camino hacia la expulsión definitiva decretada por Felipe III y en el plano sociocultural la apertura de una nueva etapa en la que el morisco será considerado, en términos generales, como elemento incómodo, hostil. Pese a los intentos de integración y los episodios de buena voluntad protagonizados por individuos anónimos de uno y otro lado, desde este momento, y de manera más aguda desde la década de los ochenta en adelante, se impone la línea dura. Los intentos de concordia que propone la literatura morisca comienzan a quedar relegados y Castilla será clave en ese sentido. El desarrollo y consecuencias directas de la guerra son un tema bien conocido gracias a los trabajos iniciales de Braudel, Caro Baroja y Domínguez Ortiz y Vincent 106 , que, posteriormente, se vieron completados con aportaciones más concretas y pormenorizadas, de entre las cuales cabe destacar los trabajos de Valeriano Sánchez Ramos, entre otros 107 . También se posee un conocimiento amplio acerca de cómo se abordó la narración de aquellos años de conflicto en el antiguo emirato nazarí. Entre los ejemplos conocidos, se cuentan crónicas de diverso tipo y consideración, algunas inéditas hasta hace poco como el Alzamiento y guerra del 180

reyno de Granada, cuya redacción es situada de manera paralela al propio conflicto por parte de Castillo Fernández 108 . Junto a las anteriores, opúsculos y escritos de alcance diverso 109 , amén de otras aportaciones locales, bastante posteriores en el tiempo 110 , que completan las narraciones mayores y la información que puede obtenerse mediante el empleo de otras fuentes, literarias o no 111 . Casi todas son de una trascendencia historiográfica menor y de una extensión más reducida, lo que hace complicada su comparación 112 . Dejando al margen las consideraciones en torno a su mayor o menor valía literaria, lo realmente significativo es que en su base siempre se sitúan los tres grandes cronistas de la guerra, convertidos en fuente imprescindible para su conocimiento. No en vano, y de manera directa o indirecta, puede decirse de ellos que ejercen influencia en más de una decena de autores entre los que se cuentan nombres tan sobresalientes como Juan Rufo, Justino Antolínez de Burgos, Francisco Bermúdez de Pedraza o Jaime Bleda. En ese sentido cobran especial relevancia las figuras de Diego Hurtado de Mendoza y Luis del Mármol 113 . Por su parte, el papel de Ginés Pérez de Hita en ese «caldo primigenio» es menor, si bien el autor murciano aporta en su relato la viveza de las descripciones y la preocupación por el detalle cultural, que tan importantes resultan en nuestro trabajo. Minusvalorados de manera tradicional con «ligereza esteticista», Barrios defiende su fiabilidad como fuente de primer orden para conocer la guerra 114 . Los denominados tres cronistas mayores se alzan como analistas privilegiados de un conflicto que observaron desde distintas atalayas y en el que «combatieron» también desde distintas trincheras, bien fueran palaciegas e intelectuales, bien estuvieran situadas a pie de campo 115 . 181

Se trata, en definitiva, de los mejores ejemplos de una narración que podríamos denominar «circunstancial», que no es estrictamente literaria pero que, al igual que hemos visto que ocurre con los libros de viajes, debe tenerse en cuenta como fuente de primer orden, por escasas que fueran las menciones relativas al aspecto que presentó el morisco. En ese sentido, y como tendremos ocasión de observar más adelante, no puede decirse que resulten especialmente pródigos en las descripciones que hacen. De hecho, aquellas representaciones que nos han legado son similares en lo general y solo difieren unas de otras en tanto que denotan una diferente actitud frente a la narración del conflicto mismo. * Diego Hurtado de Mendoza es el autor de Guerra de Granada, la última de las tres grandes obras de cronística que se entrega a la imprenta, dado que no fue publicada hasta 1627 en Lisboa 116 . Posiblemente no vio la luz con anterioridad debido a la crítica que sus líneas suponen hacia la política de Felipe II, incluso teniendo en cuenta que Hurtado «no dice todo que sabe y lo que piensa» 117 . Dicho proceder es lo que ha llevado a considerarla como una obra «oscura y tendenciosa» en algunos pasajes, fruto de la más que intencionada selección de hechos narrados en sus páginas. El manuscrito original sí circuló de manera más o menos clandestina e incluso fue «plagiado sin escrúpulos» 118 , por lo que no resulta equivocado afirmar que todo lo que se escribe de la guerra de las Alpujarras está, en cierto modo, presidido por la obra del noble Mendoza hasta tal punto que sigue siendo clave para su comprensión 119 . Entre las obras sobre las que la Guerra de Granada ejerció influencia figura la Historia de Mármol y Carvajal. Bleda también utilizó páginas enteras de Hurtado, pero en este caso, 182

y al contrario de lo que hizo Mármol, sí citó a Hurtado. Varo Zafra apunta que también hay rastros de la influencia de Hurtado en La Austriada de Juan Rufo y en la Historia eclesiástica del Reino de Granada de Justino Antolínez 120 , sobre la que volveremos en capítulos sucesivos por sus extraordinarias ilustraciones. La narración de don Diego es cuidada y utiliza un lenguaje que anticipa al barroco, pero que no resulta recargado 121 . Castillo Fernández coincide con el argumento ya citado de Barrios a la hora de destacar su objetividad, pero llama la atención en torno a la realidad en la que el autor escribe: desterrado y bajo el particular prisma que le impone la progresiva pérdida de influencia de su familia en la vida de Granada 122 . Eso le confiere un sesgo particular, en el que los sucesos bélicos pasan a un segundo plano y adquiere más importancia la alta política. Sin embargo, lo más interesante de ese argumento es que abre la puerta a reflexionar en torno a la inclinación del autor hacia los moriscos. Se trata, por otra parte, de un tema acerca del que no cabe insistir mucho, pero que nos servirá para incidir en que ese buen entender a la minoría entronca con tres escenarios situados en otros tantos planos temporales. El primero de ellos es el contexto inmediato referido al parentesco directo que don Diego tiene con el marqués de Mondéjar, sin duda uno de los más perjudicados por la aparición en el campo de batalla de don Juan de Austria 123 . Junto a ello, y en un nivel cronológico intermedio, resulta obligatorio hacer referencia al contexto de pérdida de poder de la nobleza castellana radicada en Granada frente a la burocracia de Felipe II, aspecto del que quizás Hurtado no fue consciente de manera directa 124 , pero que, de una u otra forma, debió influir en su concepción de la obra. Ambas situaciones explicarían las críticas más o menos 183

veladas del noble Mendoza a Felipe II y harían buena aquella reflexión que defiende que, escribiendo acerca de la guerra, don Diego se liberó de su disgusto 125 . Sin embargo, los argumentos anteriores no parecen suficientes para explicar su actitud hacia los moriscos, lo cual nos lleva a considerar un tiempo más largo, más relacionado con la tradicional relación que los Mendoza habían mantenido con la minoría. Su papel de intermediación con la élite morisca 126 , su tradicional vinculación a la Alhambra y la defensa de la capacidad militar y fiscal de la Corona que la minoría morisca aseguraba, fueron razones que explican que, incluso yendo más allá de lo puramente altruista 127 , los Mendoza se erigieran como un elemento clave en el mantenimiento de la paz social del reino de Granada, al menos durante el reinado del emperador. Conocedor de esa situación e imbuido por un humanismo más o menos arraigado en su formación intelectual, don Diego no dudó en componer su particular historia erigiéndose en el iniciador, o al menos en el germen, de una efímera corriente de pensamiento que existió en aquella Granada de finales del siglo XVI 128 y que Castillo ha definido como «humanismo morisco» 129 . Así vista, tal manifestación intelectual habría encontrado algunas de sus fórmulas más destacadas en los intentos de mistificación de Miguel de Luna 130 y, en lo literario, en la novela y romance moriscos que ya hemos examinado más arriba. Por su parte, Hurtado de Mendoza habría contribuido a la dispersión de estas ideas con su Guerra de Granada, texto en el que, desde el punto de vista de la narración circunstancial, aportó su particular visión de lo que el mundo morisco podía ofrecer a aquella España que, irremisiblemente, se adentraba en la Contrarreforma. Partiendo de dichos presupuesto, cabe preguntarse qué es 184

lo que describe el noble Mendoza; qué le interesa a la hora de hablarnos de los antiguos musulmanes de Granada. En ese sentido, puede decirse que Hurtado se detiene de manera especial en el tratamiento de los grandes personajes que toman parte en la contienda, aspecto que cabe ligar con la propia concepción clásica de la obra. Junto a ello, «introduce […] consideraciones de naturaleza psicológica sobre el modo de combatir de los musulmanes» 131 y no olvida las descripciones paisajísticas, algo que es relativamente habitual en la historiografía renacentista y en lo que, por cierto, se verá superado por Mármol y Carvajal. Así, puede decirse de él que es el menos pródigo en descripciones, toda vez que son, apenas, una decena escasa, las referencias que pueden localizarse en su obra relativas al vestuario o aspecto de los moriscos y casi todas ellas se vinculan a los grandes personajes del bando moriscos como Hernando el Zaguer, «el héroe» Aben Humeya 132 y Farax Aben Farax. En ellas se insiste en los retratos psicológicos de los descritos y se utilizan las referencias al vestuario para engrandecer tales figuras con un tono que, en el caso concreto del líder rebelde, sirve para destacar su proceso de «orientalización» 133 . Como en el caso de Hurtado, Mármol se muestra interesado en identificar y conocer a los líderes moriscos. Ahí está, por ejemplo, y entre otros, el retrato que traza de Aben Humeya en Valor, con su turbante y a lomos de un caballo blanco con aljuba grana 134 . Sin embargo, en las descripciones que hace, que tampoco se caracterizan por presentar un panorama totalmente novedoso en relación a lo que ya conocemos, el granadino Mármol se preocupa —y de qué manera— por la controversia generada desde el momento mismo de las conversiones en relación al hábito de moros. 185

Así, serán constantes las referencias a las quejas de los moriscos por verse obligados a abandonar su traje tradicional 135 ; también los llamamientos de las autoridades y grupos colaboracionistas a aceptar ese abandono 136 . Por ello, las descripciones que hace de las indumentarias y complementos no son meras comparsas del relato. Para él, el vestuario tiene una clara función: identificar y significar a quien lo lleva, de manera que las imágenes que emplea son un instrumento que la narración pone a su alcance para llevar a buen puerto su objetivo: presentar a dos grupos antagónicos. Ocurre, además, que su particular visión no está reñida con la realidad, ya que Castillo Fernández ha logrado confrontar esos testimonios con informaciones procedentes de Simancas y ambas son coincidentes en gran medida 137 . La Historia del rebelión… apareció en 1600 y tiene una estructura muy similar a la obra de Hurtado de Mendoza 138 , de quien ya sabemos que pudo tomar parte (no todo) de su argumentario. Castillo Fernández destaca que es un libro especialmente valioso para conocer el reino de Granada en el siglo XVI. A su calidad como «repertorio geográfico» se unen el pormenorizado análisis que hace de la sociedad granadina y la utilización de fuentes documentales «que rastrea y copia en archivos y oficinas públicas», lo cual debería granjearle un lugar destacado en la historiografía de nuestro país 139 . No se olvide que, como indica el propio Castillo, fue Mármol quien publicó la versión del Memorial de Francisco Núñez Muley que estuvo vigente hasta que, a finales del XIX, fuera editado por Foulché-Delbosc. También fue el primero de sus contemporáneos que proporcionó la única (y controvertida por insegura) explicación a la reacción oficial al propio Memorial 140 . Nos situamos ante la que podría considerarse como 186

«versión oficial» de la guerra, donde «todo es más concreto y ajustado a la realidad» con «profusión de datos» y «realismo» 141 , especialmente en lo relacionado con los hechos de armas 142 . Tales cuestiones han servido para considerar a su autor como el mejor cronista de la guerra de las Alpujarras 143 . La obra y figura de Mármol ha sido sometida de manera reciente a una profunda revisión, en parte gracias al excelente trabajo de Javier Castillo sobre la figura del propio Mármol, al que acompaña una cuidada edición de la Historia 144 . Siempre se ha visto en él a un personaje que justificó la guerra, con una mentalidad de soldado, que solo contempló la victoria como solución a la rebelión —que consideraba injusta— y como medio para la integración 145 . Durante tiempo, esa idea llevó a considerarlo como un personaje movido por el odio 146 . Dicho eso, también cabe admitir que Mármol no mostró una animadversión a lo musulmán. Es cierto que en sus comentarios se atisba un deseo de justificación de la guerra, pero en su fuero interno no entiende ni comparte la represión per se 147 . De hecho, siempre que puede, proporciona datos y elementos que resultan claves para la comprensión de la minoría 148 . En la raíz de lo anterior se encuentra el pasado africano del autor. Es ese posicionamiento el que permite caracterizarlo como un «profundo admirador de la cultura árabe y un acérrimo enemigo de la religión islámica» 149 y ubicarlo, bien que con matices, en ese «humanismo morisco» del que se ha hablado más arriba en relación a Hurtado de Mendoza y que tan presente está en su obra tal y como demostró Rodríguez Mediano 150 . En cualquier caso, conviene precisar, junto con Castillo Fernández, que el origen de esa preocupación no fue intelectual, toda vez que Mármol fue «ajeno al mundo universitario, no perteneció ni al círculo de los teólogos, ni al 187

de los juristas ni al de los humanistas, grupos académicos que se disputaban la primacía política, social e intelectual en la España de la época» 151 . Su interés por lo musulmán fue, pues, estrictamente vital y estuvo más relacionado con la convivencia directa que con un ejercicio de tolerancia pensada. En última instancia, fueron esos elementos los que le llevaron a «disociar» lo cultural de lo religioso-político 152 y a mostrarnos una imagen de la sociedad morisca que, hoy, se admite que fue menos monolítica y estática de lo que durante largo tiempo se pensó 153 . En dichas consideraciones coincide con Pérez de Hita, el tercero de los cronistas de la guerra, de quien ya se ha hablado más arriba, pero cuyo perfil conviene retomar, dado el cambio operado en su obra. Como es sabido, La Guerra de los moriscos ve la luz en 1619, casi un cuarto de siglo después que la Historia de los bandos… En ella, los intentos de conexión con la primera parte son evidentes, pero solo sirven para recordar al lector el patetismo de la guerra 154 y para acentuar el hecho de que no estamos ante narraciones comparables. Salidas de la misma pluma, son dos obras complementarias, pero en las que «prevalecen modos de escritura claramente diferenciados» 155 . Sin embargo, y como defiende Márquez, «en lo sustancial», técnicas y recursos no cambian mucho 156 . Como Mármol, el Pérez de Hita que se adentra en la segunda parte de las Guerras de Granada es un personaje que conserva cierta idealización del mundo árabe-musulmán, pero que desprecia la rebelión; comprende a los moriscos, pero vitupera a quienes han hecho un mal uso de la guerra, entre ellos a los monfíes y los turcos 157 . Con ello, se posiciona a favor del morisco pacífico y pone de manifiesto las grietas que hubo en el propio bando rebelado. Esas «defensas asimilacionistas» 158 son las que le llevan a fluctuar entre la 188

condena a la rebelión y la simpatía por los moriscos 159 , algo que, en palabras de Gil Sanjuán, «debe interpretarse más bien como condena de la desatinada guerra, dada la dificultad para manifestaciones críticas en la España de la época» 160 . Es, como señala muy gráficamente Bernabé Pons, una manera muy peculiar de acercarse a la Historia, a través de su historia 161 . De las tres grandes crónicas alpujarreñas, la de Pérez de Hita es la menos fiable como fuente historiográfica. Con todo, y como indicó Bunes, «todavía sería consultado como autoridad, si don Diego Hurtado de Mendoza y Luis de Mármol Carvajal no nos hubieran dejado sendas historias con los mismos acontecimientos» 162 . Se trata, pues, de una obra de menor calidad, en la que el artificio literario es sustituido por una mayor preocupación a la hora de narrar los hechos 163 y en la que hay menos concesión a la fantasía 164 . Con todo, no estamos ante una crónica al uso, sino ante una narración de noticias en la que se intercalan episodios adaptados con mayor o menor acierto por su autor. Quizás, uno de sus mayores méritos sea que refleja muy bien lo popular 165 , pero de una manera más cruda, más real 166 en la que la experiencia directa en la recogida de testimonios tuvo mucho que ver, dado que, según sus propias palabras, se documentó acudiendo a testimonios directos de los granadinos afincados en La Mancha 167 . En ese contexto es donde cabe situar las descripciones que el autor murciano hace de los granadinos. Como se ha indicado, el asunto del vestido morisco en Pérez de Hita fue estudiado en profundidad por Martínez Ruiz, para quien no hay duda de que Pérez de Hita conocía los entresijos de la minoría y de que, a la hora de «pintar el ropaje», dejó poco margen a la imaginación 168 . El impresionante trabajo hecho 189

en su día por Martínez Ruiz nos excusa de profundizar más en este aspecto. Baste señalar que, en su catalogación, distingue dos categorías: vestuario civil (masculino y femenino) por un lado, y ropas caballerescas por otro. Del primero cuenta hasta 171 referencias, siendo las prendas más mencionadas las libreas (44 ocasiones) y las marlotas (40). Por su parte, los atavíos soldadescos son mencionados en 66 ocasiones y destacan los jacos (9 veces) y las adargas y jacerinas (8 cada una) 169 . La posterior comparación con la documentación de inventarios custodiados en el Archivo de la Alhambra le permitió afinar en la consideración que hacíamos más arriba al afirmar que no inventó nada 170 . Dicho eso, tampoco puede decirse que Pérez de Hita fuera totalmente inocuo en esas presentaciones porque, como hemos visto, la primera parte idealiza esos retratos, o cuando menos focaliza su atención en la pompa y suntuosidad de lo moro medieval, mientras que, ahora, en la narración del conflicto alpujarreño, se descuelga de idealizaciones y afronta una descripción más ajustada a lo real. El autor ya no es deudor de las fuentes que le ayudaron a componer la primera parte. Aunque puede parecer que las prendas, atavíos y escenarios descritos son similares, no es menos verdad que en la segunda parte todo está impregnado de un regusto por la estética turca y que se percibe un cierto abandono —no completo aún— del colorido nazarí. Algo ha cambiado. FABRICANDO UN MORISCO AMABLE Las imágenes de la maurofilia A la hora de hacer visible al morisco, tanto la cronística como los viajeros y las fuentes literarias resultan dispares. No 190

hay un patrón claro en la forma en que cada género desarrolla sus ideas y las plasma. En esencia, y como punto de partida, puede decirse que viajeros y poetas nos ofrecieron una imagen del convertido que, sin corresponderse al cien por cien con la realidad, tampoco puede ser calificada como falsa. Como se ha indicado más arriba, el particular retrato que nos legó cada género, colectivo o autor concreto siempre dependió de sus particulares intereses a la hora de construir esa imagen. No estamos, pues, ante modelos fundados en un intento de falsificar la realidad, sino más bien ante constructos particulares, parciales en la medida en que se dirigieron a públicos específicos. Solo la posterior confrontación con las fuentes documentales y con las representaciones artísticas nos permitirá obtener una imagen más aproximada de cuál fue el verdadero aspecto del morisco y de cómo cristianos viejos y moriscos observaron el reflejo del otro en sus respectivos espejos cotidianos. Quienes primero se acercaron a los moriscos, concretamente a los de Granada como se ha dicho, fueron los viajeros. De ellos, solo Lalaing mostró una verdadera sorpresa ante el vestuario de los cristianos nuevos, principalmente de las mujeres, cuyos trajes encontró «muy raros», similares a los de espíritus y fantasmas, sin duda por el color blanco de sus almalafas 171 . Dicho eso, también es necesario apuntar que quien verdaderamente se afanó por distinguir el atuendo de hombres y mujeres fue Navagero. Se trata de una cuestión no menor, dado que el colectivo femenino fue, casi con toda probabilidad, el que menos transformaciones experimentó, al menos desde el punto de vista del vestuario. Como podremos comprobar, también son frecuentes las descripciones femeninas en los cronistas, algo menos en la novela y relativamente escasas en los romances. Sin duda, y 191

dado el carácter de estos últimos, es aquí donde se localizarán las caracterizaciones más idealizadas del caballero moro, mientras que el soldado más real (o menos imaginado) es aquel acerca del cual nos ilustran los cronistas. Por su parte, y aun formando parte del contexto general, novela y poesía harán uso de una serie de artificios literarios que se repetirán de manera frecuente y que contribuirán a construir esa imagen idealizada tan del gusto del lector culto, pero que acabaría siendo denostada por los sectores populares. Las referencias al idioma son uno de ellos 172 . El árabe es empleado, en primer término, como recurso que sirve para remarcar la pertenencia a la cultura musulmana y, en principio, no genera una crítica importante, al menos no siempre y no hasta que aparezcan las narraciones relativas a la guerra, cuando el habla sí adquirirá un matiz diferenciador. No obstante, es cierto que, en ocasiones, esta es empleada como un instrumento del que dispone el moro para burlar la presión del cristiano. Tales argucias se observan en varias ocasiones y de manera muy clara en la historia de Ozmín y Daraja. Por ejemplo, cuando esta última utiliza su lengua en las conversaciones que mantiene con el «jardinero» Ozmín, algo que despierta cierta desconfianza en la casa sevillana de don Luis de Padilla 173 , o en el caso del propio protagonista de la novela, quien «poco a poco, con cuidadoso descuido, se fue paseando por delante, cantando en tono bajo como entre dientes una canción arábiga, que para quien sabía la lengua eran los acentos claros y para la que no y estaba descuidada, le parecía cantar el lala, lala» 174 . Mateo Alemán también hizo a sus criaturas moras depositarias de un bilingüismo evidente y para reforzar su argumento lo contrapuso con el monocultivo idiomático del cristiano viejo, situación que, como se ha indicado más arriba, 192

generó desconfianza. Tras su viaje a Granada, Navagero afirmó que los moriscos hablaban su lengua nativa y que eran muy pocos los que querían aprender castellano 175 . Su diagnóstico no fue erróneo; solo incompleto, ya que al referirse únicamente a los granadinos estaba obviando la variedad de grados lingüísticos que debió darse en las comunidades moriscas repartidas por el resto de Castilla y la Corona de Aragón 176 . Con todo, lo cierto es que el bilingüismo (quizás, incluso, trilingüismo, en algunas zonas del Reino de Valencia) 177 fue una realidad que pudo alcanzarse solo al final de un largo proceso de mestizaje idiomático, que siempre dependió de la geografía y la cronología. He ahí uno de los más importantes quebraderos de cabeza a los que tuvieron que hacer frente tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas porque lo que hoy se observa como riqueza cultural y es presentado como un exponente de alta cualificación, en la época (y en el contexto morisco más aún) fue observado como un peligro. Sea como fuere, el caso es que, salvando esos temores — obviándolos, tal vez—, al conferir a sus personajes moros la capacidad de entenderse y hacerse entender en ambos idiomas, Mateo Alemán estaba avalando esa defensa del mestizaje cultural entre moriscos y cristianos viejos tan propia de la maurofilia literaria. Las palabras con las que describe tal situación no dejan lugar a dudas: Daraja hablaba el castellano «tan diestramente […] que con dificultad se la conociera no ser cristiana vieja, pues entre las más ladinas pudiera pasar por una de ellas» 178 . Líneas más abajo el argumento se repite con Ozmín: «tan diestro estaba en la lengua española, como si en el riñón de Castilla se criara y hubiera nacido en ella» 179 . Por tanto, la capacidad bilingüe de la pareja protagonista 193

no es vista nunca como signo de diferencia, sino que se reviste de un carácter positivo. No ocurre así en Pérez de Hita, quien hace uso de los mismos conceptos, pero introduciendo la duda en torno a la honestidad de quienes se sirven de esa capacidad idiomática 180 . Quizás uno de los ejemplos más peculiares sea el moro Tuzaní, quien abandona su nombre árabe para convertirse en Fernando de Figueroa y que, al fin, termina siendo considerado un héroe por los cristianos, pero que, con carácter previo, había liberado a los moriscos de Tíjola y se había internado entre las tropas de don Juan de Austria «confiado en su hablar claro y cortesano» con el objetivo de vengar la muerte de su amada 181 ; todo por ser «muy ladino y aljamiado» al haberse «criado de niño entre Christianos viejos» 182 . El cambio es evidente. El Tuzaní se presenta aquí como un hermano de Ozmín y el Abencerraje 183 y con su historia de amor se identifica con los héroes de las novelas moriscas clásicas, pero Pérez de Hita también aprovecha su historia para dejar caer lo peligroso que puede ser que los rebelados se comuniquen en una lengua solo conocida por ellos y que, por el contrario, sepan la de sus enemigos cristiano-viejos. No en vano, es conocedor de las tremendas implicaciones que para el uso del árabe tuvo la promulgación de la pragmática de 1572 y de las sucesivas normas sinodales que ratificaron su contenido 184 . Hita ha querido que sus moriscos sean bilingües, lo cual podría demostrar que estaba convencido de la pertinencia de dicha situación. Sin embargo, también se sirve de su novela para alertar de lo que puede suponer un mal uso de la lengua de Mahoma. Muy relacionada con el idioma se encuentra la música o, como la denominó Morales Oliver: la «escala auditiva» 185 . Bien mirado, nos situamos ante una cuestión que, como 194

veremos, «compite sin desventaja» con las descripciones de prendas e individuos y que se manifiesta, principalmente, en la literatura, si bien también hay espacio para dicho aspecto en los libros de viajes y en las crónicas de la guerra. Lo habrá, incluso, en el teatro posterior. En ese sentido, es fácil que venga a la mente la archiconocida imagen en la que Weiditz presenta a un grupo de moriscos danzando, tañendo instrumentos y en actitud festiva 186 . En realidad, este tipo de escenas no eran desconocidas para los cristianos viejos, quienes llegaron a compartirlas con los conversos de moros a partir de 1502, sobre todo desde que el propio Hernando de Talavera autorizara las zambras en las festividades locales 187 . No fueron, pues, algo excepcional. En el epicentro mismo de tal escenario se situó siempre la idea de que la música y los bailes no poseyeron un trasfondo religioso, sino que simplemente constituyeron expresiones de tipo cultural. En ese sentido se manifestaría justo antes de las Alpujarras Núñez Muley 188 , pero el propio Weiditz ya lo vio de manera muy clara años antes al comparar las danzas granadinas con las que se realizaban en otros territorios ibéricos. Es más, parece admitido que los autores y viajeros europeos — Weiditz entre ellos— las conocieron también gracias a que fueron exportadas a Europa y utilizadas en diversas entradas triunfales de los Austrias en territorio germánico y flamenco 189 .

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Fig. 10. Danza morisca, en Christoph Weiditz, Trachtenbuch, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474, fols. 107-108.

Con todo, también es claro que existió un factor de diferenciación y que cronistas, viajeros y literatos supieron explotarlo, bien que en diferentes contextos. Así, el recurso a la música, a los instrumentos y a las danzas es evocado como algo no exclusivo de los moriscos. No en vano, los distintos autores también hacen partícipes de esa «escala auditiva» a los cristianos, casi con toda seguridad en un intento de reforzar el empleo de elementos tradicionales musulmanes como medio para hacer llegar más claramente órdenes y mensajes. Valga como ejemplo el muy significativo momento en el que, al comenzar 1567, se promulgó la «nueva premática […] con gran solemnidad, de atabales, trompetas, sacabuches, ministriles y dulzainas» 190 . Sin embargo, y aun dando por válido lo anterior, no cabe duda de que el recurso al sonido musical —a veces convertido en ensordecedor ruido de guerra— se liga con más facilidad y de manera mucho más evidente al morisco y a su identidad cultural. También está fuera de toda duda que hay un 196

evidente cambio de actitud en los autores y que, nuevamente, el conflicto alpujarreño parece trastocarlo todo. Donde más claramente se ve ese cambio de tono es en Pérez de Hita. Así, los laúdes, trompetas y clarines de la primera parte 191 son sustituidos por «instrumentos de guerra, añafiles y dulçainas, atabales y otras cosas dignas de alegrar semejantes fiestas [de Purchena]» 192 . Allí, según Pérez de Hita, hubo mucho «saltar al son de mucha música», danzas bailadas al socaire de laúdes y sonajas, cánticos de mujeres que, al no saber tocar el laúd, fueron provistas de adufes y «sonajas a la usança mora» 193 , incluso de un plato de estaño, con el que danzó e hizo «un son muy sordo y triste», aquella mora que, justo antes de morir de «un grandíssimo suspiro, que pareció avérsele rasgado el coraçón», cuenta su historia a Aben Humeya y predice su caída en desgracia 194 . Esa música juega un papel clave en las fiestas moras organizadas por el líder morisco, pero ya no alegra a sus protagonistas, ni deleita al lector. Se emplea para tranquilizar a los moriscos enfrascados en la guerra. El tono, pues, es muy diferente. Si en Bibrrambla había desenfado, amabilidad y alegría en el repicar de los instrumentos, en Purchena, el cronista emplea la música para reafirmar lo moro, para marcar diferencias e, incluso, para tensionar la propia narración. También, y fuera de esa propia escena, para alentar la lucha contra el enemigo cristiano 195 , como si esa música — siempre a «la morisca» 196 —, solo pudiera contrastar con sonidos de cajas militares, cargas de arcabucería y chocar metálico de espadas 197 o con las grandes algazaras de placer de las que habla Mármol al relatar la entrada de Hernando de Valor en el Albaicín 198 . Sin duda, ya nada suena igual. Finalmente, otro de los recursos empleados con cierta fruición es el color 199 , cuyo manejo resultará clave en la 197

manifestación simbólica de los sentimientos. Mateo Alemán lo utiliza de un modo genérico, pero mostrando muy claramente su intencionalidad, en las fiestas de toros que don Luis de Padilla organiza a Daraja para mitigar su tristeza. Allí «juntáronse las cuadrillas, de sedas y colores diferentes cada una, mostrando los cuadrilleros en ellas sus pasiones, cuál desesperado, cuál con esperanzas, cuál cautivo, cuál amartelado, cuál alegre…» 200 . También se observa, y de manera más frecuente, en el Pérez de Hita que relata la historia nazarí. En ese sentido, uno de los pasajes más significativos es aquel en el que el moro Zayde se sirve de la policromía de sus trajes para mostrar sus sentimientos a su amada, quien por no dar enojo a sus padres se escusava todo lo que podía de hablar con su caballero Zayde, el qual muchas vezes mudava trages y vestidos conforme la passión que sentía. Unas vezes vestía negro solo; otras vezes, negro y pardo; otras, de morado y blanco, por mostrar su fe; lo pardo y negro por mostrar su trabajo. Otras vezes vestía azul, mostrando divisa de rabiosos celos; otras, de verde, por significar su esperança; otras de amarillo, por mostrar desconfiança, y el día que hablaba con su Zayda se ponía de encarnado y blanco por mostrar su alegría y contento. De suerte que muy claro se echava de ver en Granada los efectos de su causa y de sus amores 201 . Nuevamente, pues, y al igual que ocurre con el idioma, la literatura ha hecho uso de la aparente riqueza y variedad mora, esta vez particularizada en el color, y la ha opuesto al mundo sobrio, austero y monocromo del cristiano viejo, algo que también sucederá en la pintura y la escultura. Como veremos, Felipe Bigarny no pintó en la Capilla Real de Granada a las moriscas con almalafas negras, sino de los más distintos colores para diferenciarlas justamente de los citados cristianos viejos y demostrar, además, su riqueza. 198

Todo ello nos introduce en el análisis del vestuario, cuestión que, entre los elementos de orden cultural que sirvieron para caracterizar al morisco, resulta menos simbólica que los colores y más tangible que el idioma o la música. ¿Hubo contraste de algún tipo entre la indumentaria de viejos y nuevos cristianos? ¿Se construyó? ¿Se imaginó? Si lo hubo, ¿cómo se materializó ese afán diferenciador en trajes y vestidos? ¿Fueron las letras capaces de transmitir una determinada imagen —real o construida— del morisco? Como es lógico suponer, los viajeros tuvieron mucho que decir en este sentido, sobre todo en relación a la indumentaria femenina. Baste con señalar por ahora que sí existió una clara manifestación de diferencia, al menos en los primeros tiempos y, sobre todo, en el caso ya señalado de las prendas que vistieron las mujeres. También en el modo en el que cada comunidad daba forma a sus propias prendas 202 . De entre los literatos que prestan atención al aspecto físico e indumentario de los moriscos, sin duda alguna, fue Pérez de Hita quien más se afanó por mostrar una imagen concreta y definida de la mujer. La primera parte de sus Guerras Civiles contiene innumerables escenas en las que esta es centro de descripciones más o menos idealizadas. Su sentido último traspasó las fronteras de la novela y se manifestó muy pronto en la literatura en verso, pero, como podrá deducirse rápidamente, estos relatos chocaron de manera evidente con las escenas costumbristas que pretendieron trasladar los viajeros. A la hora de retratar el aspecto físico de la mujer cristianonueva, los recursos más utilizados por la novela y el romancero moriscos son la tez blanca y rosada 203 y el pelo rubio. También se destacan cualidades más subjetivas como la belleza y otras no estrictamente físicas como la discreción, la 199

pureza, la «voz amorosa» 204 , el saber estar y la prudencia… que son casi siempre preludio de referencias a la corrección de la dama en cuestión 205 , cuya imagen suele considerarse, tal y como le ocurre a Daraja, «perfecta y peregrina» 206 . Una de las escenas más significativas es la que narra las fiestas de toros en la plaza de Bibrrambla, donde el séquito femenino de la corte nazarí es descrito con todo lujo de detalles. La propia reina es presentada con una marlota de brocado de tres altos, con tantas y tan ricas labores, que no tenía precio su valor; porque la pedrería que por ella tenía sembrada, era mucha y rica. Tenía un tocado extremadamente rico, y encima de la frente hecha una rosa encarnada, por maravilloso arte, y en medio engastado un carbunclo que valía una ciudad 207 . Y junto a ella, sus damas: Galiana de Almería, con un vestido de damasco blanco que tenía una labor «hasta entonces no vista»; Fátima, cuya ropa «era muy costosa, por ser de terciopelo morado, y el aforro de tela blanca de brocado»; o Daraja, toda de azul, su marlota era de un muy fino damasco; la marlota estaba toda golpeada por muy delicado modo, y estaba aforrada en muy fina tela de plata; de modo que por los golpes se parecía su fineza, y todos los golpes tomados con lazos de oro. Su tocado era muy rico, tenía puestas dos plumas cortas al lado, la una azul y la otra blanca, divisa muy conocida de los Abencerrages 208 . El contraste es evidente cuando acudimos a la segunda parte en busca de testimonios equiparables. En la narración de la guerra alpujarreña, Pérez de Hita intenta no apartarse de la caracterización dulce y amable de la mujer, pero los testimonios en ese sentido son menos numerosos y el resultado será diferente. En busca de esa estética idealizante, el novelista recurre a los juegos de Purchena, verdadero trasunto de las fiestas granadinas. Por ello, continuarán 200

apareciendo ricos trajes bordados de mil y una maneras y se seguirán idealizando los rostros y figuras de las damas moras de la corte rebelde. Así ocurre, por ejemplo, en el retrato que un «grande pintor que estava en Argel» hizo de la dama que el caballero Caracha (lugarteniente de Aben Humeya) llevaba en su escudo 209 o en la descripción de Luna, la joven que gana la competición de baile organizada para las damas 210 . Hita escribe, pues, en busca de una estética que rememore los gloriosos tiempos del emirato nazarí, pero la realidad narrada termina por mediatizar su discurso. Más allá de tal o cual descripción o caracterización particular, lo verdaderamente importante es el lacónico mensaje que el autor murciano deja caer al afirmar en determinado momento que eran ropas poco menos que excepcionales porque los moriscos estaban recuperando una estética ya pasada, prohibida, vigente solo en la medida en que únicamente podían ser lucidas en el contexto de la guerra, que autorizaba, en el bando morisco, a un regreso retador a la usanza mora 211 . No en vano, consta por las fuentes documentales de la época que las prendas de vestir de tradición específicamente musulmana (al menos por lo que a los varones se refiere) estaban en franco retroceso desde principios de siglo, antes incluso del levantamiento morisco y de la llegada de los propios granadinos a Castilla. La mención de lo proscrito se combina con otras referencias en las que, sin personalizar, Hita confiere al colectivo femenino cualidades más ásperas. Una de ellas es la valentía, puesta de manifiesto en la narración de la toma de Galera, donde muchas de las granadinas «murieron como varones peleando» 212 . Sin salir de dicho escenario, en oposición al arrojo con el que se comportan las mujeres, y como gesto de humanización, el cronista pone lágrimas y 201

lamentos en los varones, como en el caso del joven moro enviado por Maleh para comprobar el estado en el que se encontraba Maleha, su hermana. Al encontrarla muerta, el soldado no pudo reprimir su tristeza echando un «raudal de lágrimas» 213 . Precisamente, el momento en el que se localiza el cadáver de la joven morisca se eleva como una de las escenas en la que todos los recursos analizados hasta aquí se ponen en liza y logran combinarse con cierta armonía. La joven es presentada como «hermosa en demasía» y «una de las más bellas damas que tenía el mundo», en parte gracias a sus «cabellos rubios como hebras de oro tendidos alrededor de su cuello», que le hacían parecer «un bellísimo ángel» 214 . La escena que relata el joven moro que la encuentra no está exenta de dramatismo y ternura, pero sirve a Pérez de Hita para remarcar el origen morisco de sus ropas —«a su usança» — y, sobre todo, y en un plano más literario, para acentuar la dignidad del vencido, pues aunque estava muerta de tres días, se conservava tan bella como si estuviera viva, fuera de la estrema palidez que ocasionó la falta de la sangre que avía vertido de las heridas. Estaba en camisa la hermosa Maleha, en la qual manifestó el Christiano que la mató ser de ánimo noble, pues, aunque la avían quitado la ropa la dejaron la camisa, que era rica y labrada, de seda verde, a su usança 215 . Hasta aquí el esquema descriptivo de Pérez de Hita, prácticamente el único narrador que presta atención al aspecto y vestuario de la mujer morisca. Su planteamiento, basado en la añoranza de un pasado idílico y en la reconstrucción incompleta del ambiente bélico alpujarreño, presenta algunas carencias que justifican la desconfianza con la que la crítica ha tratado al autor a la hora de dar por buenas sus descripciones. De ellas, la principal es que, en su intento de idealización de lo moro/morisco, no se preocupa por abarcar toda la realidad material e indumentaria de los 202

cristianos nuevos. Más adelante tendremos ocasión de incidir en ello, pero, si en el caso de los varones solo prestó atención a los líderes rebeldes y a los soldados, puede decirse que, al hablar de las mujeres, Hita no se muestra especialmente interesado en conocer a la morisca de a pie. Dicha carencia es también observable tanto en Mármol como en Hurtado de Mendoza, especialmente en este último, dado el perfil bajo que adoptó a la hora de caracterizar a los individuos que aparecen en su relato. Es por ello por lo que, cuando se examina el discurso de los viajeros, comienzan a aflorar contrastes que, en todo caso, no cabe considerar como contradictorios, sino como muestra de diversidad y fruto de los distintos niveles sociales en que unos y otros —cronistas, poetas y viajeros— centraron su atención. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el aspecto físico del morisco, pero, en ese sentido, puede decirse que, a buen seguro, los cabellos rubios y la piel clara que cronistas y literatos se empeñaron en conferir al morisco, quizás no fueron raros, pero tampoco, y ni mucho menos, la tónica general. Esos mismos contrastes se dan en el vestuario. Antes se ha señalado el carácter cotidiano de las descripciones de los viajeros y el hecho de que ese costumbrismo quedara reforzado en las representaciones gráficas de Weiditz y Hoefnagel, por ejemplo. Nos situamos ante descripciones que, sin ser totalmente inocuas, sí que introducen la imagen de lo cotidiano, al tiempo que tienden a alejarse de la riqueza y del sentir idealizado que se desprende del particular cosmos de zegríes y abencerrajes o del ambiente reconstruido con la rebelión de las Alpujarras como telón de fondo. De hecho, conviene recordar que la cuestión del vestido —su mantenimiento— (sobre todo el femenino) fue uno de los aspectos centrales que dio lugar al malestar morisco que desembocó en los acontecimientos de 1568. Es algo que, sin 203

duda, no pasó desapercibido a los cronistas de la rebelión, quienes, al margen de descripciones más o menos amplias (y generalmente escasas) introdujeron consideraciones de orden político referidas al vestido. En ese sentido, Mármol fue muy explícito toda vez que se implicó en el debate, lo analizó y puso sobre la mesa un tema central en la política de asimilación desplegada por la Monarquía. De sus palabras se deduce que el asunto indumentario fue utilizado por muchos moriscos como una cuestión clave en el debate identitario: Las novias, que los curas les hacían llevar con vestidos de cristianas para recibir las bendiciones de la Iglesia, las desnudaban en yendo a sus casas y, vistiéndolas como moras, hacían sus bodas a la morisca con instrumentos y manjares moros 216 . Frente a la idealización y al relato selectivo de los cronistas, el conocimiento que podamos tener acerca del vestuario femenino encuentra un importante soporte en los relatos periegéticos. Nos situamos ante un asunto estudiado en detalle y de manera modélica por Díez Jorge 217 , de ahí que nosotros hayamos optado, simplemente, por hacer algunos apuntes que nos servirán para comparar con las fuentes literarias y, sobre todo, con la documentación de archivo que utilizaremos más adelante. Una de las ropas que primero captó la atención de los extranjeros que visitaron Granada fueron las calzas. De su uso dieron cuenta tanto Hoefnagel como Weiditz, actitud que contrasta sobremanera con la de los artistas españoles, pues ni Felipe Bigarny en sus relieves ni las pinturas de la expulsión plasmaron el empleo de esta prenda. Los viajeros de principios de siglo ya se habían percatado de su uso. Lalaing hizo, incluso, un intento de clasificación, pues distinguió entre las que tenían forma de collar —las más habituales— y 204

aquellas otras, «como una moronita», que se sujetaban por delante con una aguja 218 . Fue ese tamaño ampuloso el que también sorprendió a Münzer, especialmente por el grosor que adquirían las piernas de quienes las vestían 219 . Navagero también se fijó en el modo en que se portaban, atadas a la cintura, si bien lo más significativo de sus comentarios es que nos dice que se fabricaban en lino y no solo en paño, como había indicado Münzer 220 . Junto a las calzas, la almalafa era otra de las prendas más habituales. Todos los testimonios coinciden en su coloración blanca, en su longitud (extendida hasta casi rozar los pies) y en que apenas si dejaban ver los ojos de quienes las vestían. Las diferencias entre los distintos viajeros son únicamente de matiz. De hecho, Münzer solo añadió que algunas disponían de una cenefa que podía estar bordada con oro, lo cual daba un aspecto más original y lujoso al conjunto, mientras que Navagero se centró de nuevo en los materiales para hacer notar que podían tejerse con seda, lino y algodón. Fueron estos autores quienes profundizaron algo más a la hora de describir las ropas que podríamos calificar como interiores, las que se vestían debajo de las almalafas. En ese sentido, Navagero fue bastante escueto: «sobre las calzas se visten una camisa larga, de lino, y encima, una túnica de lana o de seda, según sus posibilidades» 221 , mientras que el alemán descendió a un nivel de detalle ciertamente reseñable al fijar su atención en los colores y decoraciones y en prendas como camisas, jubones, mangas y cuellos, generalmente labrados con cenefas que, en el caso de los más nobles, podían llegar a estar bordadas en oro 222 . Otra peculiaridad de Münzer es que es el único que detalla el uso de un turbante redondo en los moriscos, algo que nos ha parecido significativo en la medida en que el resto de 205

viajeros no se hace eco de esta cuestión. Quizás pueda aducirse el factor cronológico —fue el primero en «desembarcar» en Granada—, algo que podría explicar que el complemento pasara desapercibido entre los demás, dado el posible y progresivo abandono de su uso, toda vez que en las pinturas de inicios del XVI como las de la capilla de Granada sí hay algunos moriscos —no todos— que lo portaban 223 . Finalmente, el calzado. A pesar de que los libros ilustrados que se publicaron con posterioridad —el de Weiditz en particular— sí se hicieron eco de este aspecto, solo Münzer se fijó en esta cuestión a principios de siglo, quizá sorprendido por la apariencia tan diferente que presentaban los moriscos, quienes «no usan pantuflas, sino escarpines pequeños y ajustados», una especie de zuecos que, como se ha indicado, debió resultar llamativo por su contraste con el de los cristianos viejos 224 . Por el contrario, y a tenor de lo visto, todo parece indicar que el viajero se ocupó poco de las joyas, adornos y complementos. No es una cuestión fácil. Es conocido que el mundo de la bisutería jugó un papel relativamente importante en la Granada del siglo XVI y que los moriscos hicieron uso de alhajas de todo tipo fabricadas en materiales de lo más diverso. La novela morisca supo hacerse eco de esa estima mora por las joyas y abalorios; por ejemplo, cuando Mateo Alemán nos describe a Daraja secándose sus lágrimas con «un precioso lienzo […] matizado de oro y plata con muchas otras varias colores, entretejidas en ellas aljófares y perlas de mucha estimación» 225 . Pérez de Hita también se fijó en este aspecto al narrar los asedios de Huécija, Félix o Inox. En este último lugar, las moras vencidas huyeron «cada una tomando lo que mas estimauan como dinero, oro, plata, aljofar, ropa de seda, y otras cofas ricas» 226 , mientras que, en 206

Félix, collares, zarcillos y manillas constituían algunos de los «muchos despojos de la gente muerta» que recogieron los soldados tras la batalla 227 . Del valor de dichas piezas da, pues, idea el hecho de que fueran algunas de las más estimadas como botín de guerra. Por eso extraña que unos observadores tan agudos como fueron los viajeros pasaran por alto algo que, si lo comparamos con la información que nos ofrecen las fuentes de archivo, constituyó un rasgo diferencial muy propio de los moriscos. Quizás, la explicación a dicho silencio radique en un hipotético uso íntimo de tales prendas, algo que, de ser así, privó a Münzer, Lalaing y los demás de observar en toda su complejidad las diferencias que en otros aspectos sí supieron captar. Al margen de los viajeros, el interés diferenciador se observa, principalmente, en los cronistas. Como en las descripciones de tipo periegético, será muy manifiesto a la hora de abordar el vestuario de hombres y mujeres, pero también se percibe en escenas generales. Por ejemplo, en las siempre recurrentes fiestas de Purchena donde, como es sabido, Hita presenta a un Aben Humeya empeñado en reforzar su posición mediante el recurso a lo moro. Las diferentes competiciones organizadas por el líder morisco son, en sí mismas, prueba de ello. Como también lo es la particular escenografía de la que se hace uso en tales juegos, plagada de toda una serie de adornos cristianos que son vejados o, cuando menos, desprovistos de cualquier carácter sacro. Es así como Hita dispone el engalanado de la plaza donde se iban a desarrollar las fiestas y lo hace con «ricas telas de sedas y lienços labrados y bancos», parte de los cuales, en concreto el dosel en el que se sentaría el propio Aben Humeya, se hizo con palios procedentes de las iglesias saqueadas por los moriscos 228 . No es algo gratuito. De hecho, el recurso a la degradación utilitaria de los elementos sacros 207

cristianos es algo que, en Pérez de Hita, vuelve a repetirse, al menos, en otras dos ocasiones: primero, en el propio capítulo XIV, cuando el lector se entera de que la piedra de cuatro quintales que tenían que levantar los participantes de la prueba de fuerza procede de una pila de agua bendita 229 ; y más adelante, en el momento en el que se hace referencia al jaez del caballo abandonado por Aben Humeya, «cuya mochila era de terciopelo carmesí, hecha de casullas de iglesias, y muy rica, franjada de muchos pasamanos de oro» 230 . Todas estas descripciones cobrarán amplia relevancia en los grabados que Heylan y Lucenti hicieron sobre la contienda, a los que dedicaremos un capítulo en el presente libro. Junto al ultraje —que, a pesar de resultar llamativo, es un elemento menor—, Hita insiste en la diferenciación buscada por los moriscos rebeldes a través de la indumentaria. Para ello, emplea el recurso a lo turco con el objetivo de reforzar los elementos icónicos e iconográficos que más fuerza pueden conferir a ese intento de marcar distancias con los cristianos. Sin salir de las propias fiestas de Purchena, lo hace a la hora de describir los premios otorgados a los ganadores de cada torneo, entre los que destacaban, por ejemplo, y entre otros, «ropa de seda fina hecha en Argel» 231 o marlotas y almaizares guarnecidos de oro 232 . Y lo hace, finalmente, en el desarrollo de escenas menos amables, más relacionadas con el desarrollo de la guerra, caracterizando a sus moros rebeldes a lo turco 233 , e incluso haciendo que los cristianos infiltrados en las tropas alzadas se vistiesen «a la usança mora» 234 . Donde cobran más fuerza las descripciones masculinas es en el contexto de las narraciones alpujarreñas o en aquellas otras que, sin estar relacionadas directamente con el conflicto, presentan a sus protagonistas como soldados o en el ejercicio 208

de actividades relacionadas con el cultivo de las artes caballerescas. Por todo ello, no resulta extraño que la mayor parte de las caracterizaciones procedan, aunque con un tono diferente, de los cronistas y de la literatura morisca, especialmente de los romances en el caso de esta última. Con ello parece más una decisión basada en la propia tradición del género literario que una descripción de la realidad. De hecho, no poseemos datos de archivo ni pruebas fehacientes de la importación para la contienda de prendas a la usanza mora o turca y, aún menos, de su custodia en las casas humildes de los moriscos alpujarreños. Así las cosas, podría decirse que la literatura estaba construyendo una realidad basada en las ansiedades propias de los autores, incluso en la tradición previa, pero nunca en la realidad. Más arriba se ha señalado la relativa poca importancia que los viajeros concedieron al vestuario masculino. Se trata de un tema no menor, para el cual pueden ofrecerse diferentes explicaciones que, en todo caso, siempre desembocan en argumentos relacionados con los procesos de integración de la propia minoría. Distinta cuestión es que pueda decirse que la equiparación indumentaria de los varones moriscos y cristianos viejos obedeciera solo a factores de índole religiosa porque, de lo contrario, estaríamos dando por sentado una diferenciación social, ritual y cultural en función del género y ese no parece ser el caso. Sin duda, la cuestión es compleja y requiere de investigaciones que sepan ofrecer una respuesta coherente al porqué de esa temprana equiparación indumentaria en los varones, aunque, bien mirado, tampoco está totalmente claro en qué medida las mujeres moriscas se separaron de la moda indumentaria del resto de territorios peninsulares. No en vano, la propia legislación dictada al respecto en la Granada anterior a la rebelión de las Alpujarras no siempre tuvo claro quiénes eran los destinatarios de cada 209

una de las normas que se fueron haciendo públicas en aquellos años: si los moriscos, las moriscas o toda la comunidad sin distinción de sexo 235 . Sea como fuere, la apariencia «cristiana» de los varones moriscos no mereció mucha atención por parte de los viajeros. Únicamente Münzer abordó el tema, y de manera escueta para referirse a las calzas. Al margen de lo visto en el caso de las mujeres, solo dijo que era una prenda extraña en los varones y, a continuación, añadió ciertos comentarios que relacionaban su uso con actividades de tipo ritual, dado que las que había observado iban «anudadas a la parte de atrás, con objeto de podérselas quitar fácilmente para hacer las abluciones antes de entrar en el templo» 236 . Poco más. Debido a ello, hemos de recurrir, de nuevo, a literatos y cronistas para intentar averiguar algo más acerca de cómo fue percibido el aspecto externo del morisco varón y ya son conocidos los problemas que se derivan del particular planteamiento que cada autor hizo al respecto. Los cronistas prestan una atención especial a dos cuestiones muy concretas: el vestuario de los soldados combatientes en la guerra y el aspecto de los grandes líderes rebeldes. En relación a este último asunto, Pérez de Hita nos ofrece un retrato inicial de Aben Humeya, quien «era mancebo de veinte y dos años. Era de poca barba, de color moreno, verdinegro, cejunto, los ojos negros, grandes, gentilhombre de cuerpo; mostrava en su talle y garvo ser de real sangre (como era verdad que lo era…)» 237 . Por su parte, Hurtado de Mendoza y Mármol se detienen en la ceremonia de su entronización, siendo el primero quien más datos aporta en relación al vestuario utilizado por el líder rebelde: «Vistiéronle de púrpura, y pusiéronle a torno del cuello y espaldas una insignia colorada a manera de faja. Tendieron cuatro banderas en el suelo, a las cuatro partes del 210

mundo, y él hizo oración inclinándose sobre las banderas, el rostro al oriente (zalá llaman ellos), y juramento de morisco en su ley y en el reino» 238 . Son caracterizaciones que, bien miradas, no resultan determinantes, dado que tan solo informan acerca de aspectos generales y en las que lo más revelador es el uso del color púrpura. La precisión, en este caso, no carece de importancia porque, según Varo Zafra, se trata del tono cromático de la realeza granadina y, en segundo término, porque ni Mármol ni Hurtado de Mendoza, en especial este último, se mostraron proclives a aludir de manera directa a la vestimenta de los personajes 239 . No obstante, la escena vuelve a repetirse, casi en los mismos términos, cuando el propio Aben Humeya nombra a Farax Aben Farax como su alguacil: […] declaró por capitán general a su tío Aben Xahuar que llamaban don Fernando el Zaguer, y por su alguacil mayor a Farax Aben Farx: (alguacil dicen ellos al primer oficio después de la persona del rey, que tiene libre poder en la vida y muerte de los hombres sin consultarlo). Vistiéronle de púrpura, pusiéronle casa como a los reyes de Granada 240 . El propio Aben Humeya también es descrito en el desempeño de sus funciones como lugarteniente morisco y siempre imbuido de esa estética de la que hacen uso de manera recurrente los cronistas de la rebelión. Don Diego vuelve a insistir en el color cuando, en medio del campo de batalla, «veíase andar entre ellos cruzando Aben Humeya bien conocido, vestido de colorado, con su estandarte delante» 241 , observación que resulta complementaria a aquella otra que nos facilita Mármol al describirlo en Valor montado en un caballo blanco, con una aljuba de grana vestida y un turbante turquesco en la cabeza 242 . Esa estética turca es recurrente a lo largo de las líneas que 211

se dedican a la guerra y vuelve a aparecer de manera significada en los juegos de Purchena, donde moriscos y otomanos son individualizados en relación a su procedencia y filiación, pero comparten espacio y son descritos de manera muy parecida y en paralelo a como lo habían sido en la primera parte de las Guerras los miembros de los diferentes linajes moros de Granada. Es decir, a pesar de su idealización y de la más que probable adaptación de la realidad a sus intereses, los cronistas distinguen, sin duda, a unos y a otros: no todos vistieron «a la mora» o «a la turca». Cada cual portó sus atuendos y esto se hace más evidente en los juegos citados. No todos fueron uno ni se dio un hibridismo cultural como muestran las representaciones de la batalla que analizaremos en capítulos posteriores. Como se ha señalado más arriba, en todos ellos destaca una caracterización muy particular, imbuida de otro espíritu y que, en definitiva, no hace sino separarse de aquellas otras descripciones que hiciera Hita al narrar las luchas de zegríes y abencerrajes 243 . En ese sentido, merece particular atención el encuentro de Aben Humeya con los soldados que el «Ochalí rey de Argel» envía en su ayuda, a los que el líder granadino consigue identificar de manera rápida gracias a su particular estética: […] mas como viese que aquel gallardo esquadrón venía todo bien adereçado y todos con çapatos, y borceguís datilados y leonados, y todos con bonetes colorados y turbantes blancos y alquizeles blancos, y açules a los hombros, y todos con largas, y lucidas escopetas, luego conoció que aquella gente no era granadina, y entendió que eran turcos, y con esto algo consolado se estuvo quedo hasta ver en qué parava la venida de tan luzido esquadrón 244 . Igualmente interesantes son las caracterizaciones particulares, como, por ejemplo y entre otros, los retratos que 212

traza de Abenaryx, «capitán de Cantoria»: […] bizarramente galán, vestido de una hermosa marlota de grana franjada con muchos fresos y franjas de plata, con bonete de seda de la misma color, con una pluma blanca y otra roja, un rico alfanje ceñido. Calçava un gallardo borceguí azul argentado con fuego de tal forma que parecía el morisco tan bien y tan gallardo quanto otro pudiera serlo 245 y de Puertocarrero, «el moço, hijo del Alcayde de Gérgal, el qual venía todo vestido de una ropa encarnada toda guarnecida con fresos de oro; su borceguí datilado hecho en Argel y un rico alfanje colgado del hombro, de un hermoso y rico tahalí. Llevava un bonete turquesco y en él un rico penacho blanco y encarnado» 246 . Con todo, no se trata de algo propio y exclusivo de Pérez de Hita. Las líneas que Mármol dedicó a la caracterización de los personajes de su relato también participan de ese gusto por lo otomano. Un ejemplo de ello puede localizarse en el momento en el que el autor intenta rememorar los momentos iniciales de la revuelta. En ese contexto, los moros del Albaicín marchan a la ciudad y a la Vega de Granada con bonetes y tocas «turquescas […] porque pareciesen turcos o berberiscos» 247 . Páginas más adelante, cuando algunos rebeldes van en ayuda de los alzados y quieren acceder al propio barrio alto, se les invita a dejar «sombreros y monteras» —prendas muy de la usanza castellana— y a cambiarlas por «bonetes colorados» y «toquillas blancas encima para que pareciesen turcos» 248 . Sin duda, el gusto por lo turco es evidente. Probablemente fue más intencionado que real y, aunque nos situamos ante imágenes alejadas de la idealización literaria que veremos más adelante en novelas y poemas, no cabe duda de que comparten con ellas una manera muy concreta de observar el 213

conflicto alpujarreño, imbuidos por el espíritu del morisco como quintocolumnista y aliado del Imperio otomano. El embellecimiento forzado del que hizo uso la literatura morisca también dio lugar a una particular estética: más mora que morisca; más idealizadora y abstracta, posiblemente también más autóctona, pero siempre igual de interesada en busca de la difusión de un mensaje muy concreto. Sirva al respecto el párrafo que sigue: […] llevaba el bravo Moro su cuerpo bien guarnecido, sobre un jubón de armar una muy fina y delgada cota, qual dicen jacarina, y sobre ella una muy fina coraça, toda aforrada en terciopelo verde, y encima della una muy rica marlota del mismo terciopelo, muy labrada con oro, por ella sembradas muchas DD 249 de oro, hechas en arábigo. Y esta letra llevaba el Moro por ser principio del nombre de Daraxa, a quien él amava en demasía. El bonete era ansí mismo verde con ramos labrados de mucho oro, y laçadas con las mismas DD arriba dichas. Llevava una muy fina adarga hecha dentro en Fez, y un listón por ella travessado ansí mismo verde, y en medio una cifra gala, que era una mano de una doncella, que apretava en el puño un coraçón, tanto al parecer que salía del coraçón unas gotas de sangre, con una letra que dezía: ¡Más merece! 250 . El autor de estas palabras es el mismo que años después dio a la imprenta una crónica de la guerra construida en torno al binomio cristiano viejo bueno/morisco malo. Como se ha señalado, en aquel contexto, Pérez de Hita comprendió a los cristianos nuevos dispuestos a transigir con los planes de asimilación de la Corona, pero se mostró muy crítico con aquellos otros que vieron en la rebelión una oportunidad de dar un paso atrás y de acabar con la posibilidad de entendimiento, algo que compartió años más tarde Pedro de Castro, uno de los impulsores de la Historia eclesiástica de 214

Justino Antolínez, donde se plasma de modo visual esta contienda bélica. Él distinguió claramente a aquellos conversos que aceptaron y asumieron su asimilación de los que se mantuvieron rebeldes. Para llegar a esa situación, ya se ha señalado, Pérez de Hita protagonizó una evolución que partió de unos presupuestos intelectuales que nos permiten encuadrarlo en la maurofilia literaria, testimonio de lo cual es la cita que acabamos de ver. En ella se atisba una imagen muy particular, concreta y específica de lo que dicha corriente quería para los personajes varones de sus relatos y poemas: gentileza, valentía, devoción por la amada… Las cualidades de Ozmín tampoco dejan duda al respecto: rico, galante, discreto y valiente. Ya se ha señalado que su manejo del castellano le equiparaba en talento al más inteligente de los cristianos y que esa agudeza es presentada por Mateo Alemán como un signo más de su nobleza. Algo parecido ocurre con su pericia a la hora de montar a caballo, claro exponente de su bonhomía 251 . Más allá de los ejemplos anteriores, el ideal de moro galante con el que se pretendía convencer a los más escépticos con la necesidad de asimilar, debe mucho a la figura de Abindarráez, quien encarna a la perfección los valores del caballero musulmán que la literatura pretende transmitir 252 . Para ello, y como se ha señalado, la novela se sirve de toda una serie de recursos como la descripción física, el vestuario, las armas… La primera y más clara referencia al aspecto del protagonista moro de la novela se da al poco de comenzar, cuando los soldados de Rodrigo de Narváez encuentran al propio Abindarráez gentil moro […] grande cuerpo y hermoso de rostro […] [que] traía vestida una marlota de carmesí y un albornoz de damasco del mismo color, todo bordado de oro y de plata. Traía el brazo derecho regazado y labrada en él una hermosa dama y en la mano una gruesa y 215

hermosa lanza de dos hierros. Traía una adarga y cimitarra, y en la cabeza una toca tunecí que, dándole muchas vueltas por ella, le servía de hermosura y defensa de su persona 253 . Más adelante, en el transcurso de la escena en la que el propio Abindarráez cuenta su historia a Rodrigo, se refuerza el carácter del traje como elemento de visualización de la otredad, así como la habilidad de los abencerrajes para marcar moda («ellos inventaban los trajes») 254 . A partir de esta inicial caracterización, el tema del Abencerraje será abordado en los romances moriscos de manera repetida durante el último tercio del XVI. De entre quienes se ocuparon de perfilar los caracteres del moro ideal, destacaron poetas como Lucas Rodríguez 255 y Pedro de Padilla, quien dedicó a este asunto cinco romances 256 . También abordó el tema Juan de Timoneda, cuyo poema al respecto «no pasa de mediano» según la nota que Fernando José Wolf incorporó a la versión española del repertorio de Depping en el que fue publicado en el siglo XIX. A pesar de ello, el romance vio la luz «por el mérito de contener “más cabal” la famosa historia de los amores de Abindarráez y de Jarifa» 257 . Nuevamente, la caracterización del protagonista se da cuando lo encuentran los hombres de Rodrigo de Narváez 258 :

75 Desde a poco rato vieron venir con gran osadía un valiente y gentil moro de linda fisonomía, en un caballo ruano 80 poderoso a maravilla, amenazando los vientos con la furia que traía; que la silla con el freno eran de grande valía

85 con muchas borlas de grana demostrando el alegría que llevaba el fuerte moro, y en lo demás que traía; las cabezadas de plata 90 labradas a la Turquía, un caparazón bordado de aljófar que

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relucía, y los estribos dorados, aciones de seda fina 95 el moro venía vestido con estrema galanía, marlota de carmesín muy llena de pedrería, un albornoz de damasco 100 cortado de fantasía, una fuerte cimitarra a su costado ceñía, el puño de una esmeralda, pomo de piedra zafira, 105 la guarnición es de oro, la vaina de perlería, una adarga ante sus pechos de fuerte piel Granadina, a la Morisca labrada;

110 una luna por divisa lleva el brazo arremangado, que muy fuerte parecía; una lanza con dos hierros que veinte palmos tenía, 115 con aquel brazo Hercúleo fuertemente la blandía. Rica toca en su cabeza que Tunecí se decía, con las vueltas que le daba 120 de armadura le servía, con rapacejos colgando de oro de Alejandría, parecía el moro fuerte 124 un Héctor en valentía.

En lo que a nuestro tema atañe, los retratos que se hacen de las vestimentas son numerosos. Uno de los más detallistas es el Romance de la sortija…, de Pedro de Padilla 259 . En él se describe a Abindarráez y al moro Muça en una típica escena festiva de la Granada nazarí «loçanos» ambos, vestidos con los colores de Xarifa y Aça, sus amadas. El retrato que el poeta jienense hace de la fiesta de sortija (típicamente cortesana, por otra parte) se centra no solo en los protagonistas del romance y sus amadas. Junto a ellos, también son descritos los pajes «con plumas diferenciadas de la suerte del vestido las cubiertas adornadas» 260 , los carruajes y sus monturas (también ataviados con plumas y aderezos dorados), las tiendas de campaña dispuestas para la ocasión, los padrinos «con marlotas encarnadas, y flor de lises de oro y medias lunas de plata. Ricos alfanjes ceñidos y las cabeças tocadas con tocas listadas de oro dentro de Túnez labradas» 261 y los propios contendientes, Muça incluido. Sin duda, el protagonista es Abindarráez, quien llega al juego en un caballo blanco con silla bordada en oro, plumas de argentería, capellar y manto leonado rematados con el nombre de su amada, toca blanca con rubíes y esmeraldas y «vn tahelí beruerisco en que colgando lleuaua vn alfange damasquino» guarnecido de oro 262 . No es raro, en relación 217

con este último aspecto, que ciertas estrofas se centren en la riqueza de las prendas descritas. De hecho, el propio Abindarráez es presentado por Lucas Rodríguez en términos muy similares a los ya vistos en el caso de Padilla 263 :

1 Por una verde espessura que junto a Cartama auía, aminaua Auindarraez, por vna fragosa vía, 5 en vn cauallo castaño muy preciado que tenía; dorado lleua el jaez, de escarlata la mochila las estriueras de plata, 10 espuela de oro traya, y el lazo e borzeguí vn coraçón parecía, dos saetas le atrauiessan y dos manos le rompían; 15 lleua marlota açul clara labrada de plata fina, el capellar era verde cubierto de pedrería, y vna toca azeytunada 20 que siete vueltas tenía, con rapazejos de oro que se los puso Xarifa y aunque el moro yua gallardo, por de dentro armado yua

25 con caxco de fino azero y vna cota jazerina adarga de Ante embrazada, la lança larga y tendida, el puñal con cabos de oro

30 y al lado una damasquina […] Dada la naturaleza de sus protagonistas (caballeros en conflicto o enamorados), novela y romances moriscos presentarán al moro encuadrado en una serie de escenarios cuya ambientación también será recurrente y se repetirá por doquier allá donde se dirija la mirada. En ese contexto, algo se ha dicho ya, los ambientes en que se desarrollan los romances moriscos no solo se relacionan con episodios bélicos o escenas dominadas por el cortejo amoroso. El caballero «a la morisca vestido / y rica adarga embrazada» también aparece 218

en escenas lúdicas en las que se desarrollan corridas de toros y, sobre todo, juegos de cañas 264 . Así lo presenta, por ejemplo, Lucas Rodríguez al narrar el «desafío campal que tuvo don Manuel con el moro Mudafar» 265 . Sin embargo, quien resulta más prolífico es Pedro de Padilla en su Romance de un juego de cañas que hicieron los moros de Granada. En él se describen con profusión telas de todo tipo y prendas como almaizares, tocas, borceguíes, etc. También banderas y pendones, incluso el arreo de los caballos, algo que, por cierto, tampoco es extraño en el resto de composiciones examinadas. Es así como se presenta a los principales linajes granadinos: Gomeres, de morado y con medias lunas y estrellas; Almoradíes, de verde y oro, con flores de plata; Zegríes, aturquesados con soles de oro y Abencerrajes, con ropajes leonados repletos de granadas de plata y flores «de seda verde y oro» 266 . Se trata, por otra parte, de una escena muy similar a la recogida en la segunda parte de la Flor de romances, esta vez ambientada en Toledo en el contexto de la firma de la paz entre «Zayde, rey de Belchit y del Valenciano Tarde» 267 . Por lo demás, los temas y recursos que se emplean en este contexto son muy similares a los ya vistos. Es así como, «en trage noble / un Genízaro pechero» lucha por su amada tras su destierro de Toledo 268 o como algunas historias se abren paso en Sevilla, Jerez y las tierras de Medina Sidonia 269 o en el reino de Jaén 270 . La idealización de los caballeros sigue siendo la tónica general, tal y como puede observarse en la propia vestimenta del ya mencionado Azarque, con bonete rojo, cimitarra, volantes, medalla, plumas, albornoz, marlota y malla 271 . También la ambientación cortesana, aunque los temas de desamor parecen más presentes que en la novela, como si la marcha forzosa a la que son obligados algunos de 219

los caballeros se convirtiera aquí en un trasunto del propio destierro granadino. En todo caso, ello no es óbice para constatar la profusión de detalles, el gusto por la descripción de ricos ropajes, incluso el ya citado interés por conectar las tradiciones y gustos indumentarios de ambos lados del estrecho de Gibraltar. Tales rasgos son visibles, por ejemplo, en el moro Gazul, quien, a su regreso de Gelves «de correr celosas cañas», llega a Sanlúcar «de morado y recamado un roxo alquicer traya y un bonete verde obscuro / con la toca Tunezina» 272 . También en el romance con el que se abre la segunda parte de la edición de 1591 de la Flor, que narra la historia de desamor de Abenzulema, moro victorioso de batallas, quien se enfrenta a un destierro decretado por su rey: […] 21 el gallardo Abeçulema sale a cumplir el destierro a que le condena el Rey o el amor, que es lo más cierto […] 45 con un hermoso jaez, bella labor de Marruecos las pieças de filigrana, la mochila de oro, y negro sobre una marlota negra 50 un blanco almaizar se ha puesto por vestirse las colores de su innocencia y su duelo, bonete lleua Turqui, derribado al lado izquierdo:

55 y sobre tres plumas presas de un preciado camafeo: no quiso salir sin plumas porque vuelen sus desseos si quien le quita la tierra 60 también no le quita el viento bordo mil hierros de lanças por el capellar, y en medio en Arábigo una letra que dize: «estos son mis yerros» 65 no lleva más de un alfanje que le dio el Rey de Toledo, porque para un enemigo él le basta y su derecho 273

[…] Con todo, no siempre se sitúa al lector (o al escuchante de poemas) ante escenas idílicas. A veces, el moro es descrito tras el combate, o tras haber salido airoso de una hazaña, algo que refuerza su humanidad, su carácter vencible. Ejemplo de ello puede verse en el Romance del sentimiento que hizo por 220

Vindarraja el Rey moro de Granada, donde el emisario que se presenta ante Boabdil logra vencer todo tipo de dificultades para llevar al «rey Chico» la noticia de que la bella mora ha sido hecha prisionera: […]

15 Y cuando aquestos plazeres a todos más gusto dauan, por vna verde espessura de arboledas bien plantada vino vn moro de a cauallo 20 haciendo gran algazara, con vestido turquesado y almalafa plateada, el alfanje trae desnudo, la barua toda messada,

25 con el tocado deshecho y sin lança y sin adarga sospirando viene el moro, que se le arrancaua el alma, heridas traye de muerte 30 y la cara ensangrentada 274 , […]

Este tipo de descripciones sirven, por otra parte, para reforzar las victorias cristianas frente a enemigos reconocidos por su valentía en el campo de batalla, como el «valiente moro Tarfe / en la guerra señalado, hermano del Rey chiquito de Granada tan nombrado», quien es presentado como «de grande estado» y vestido con paño de oro, marlota y albornoz colorado 275 . Insertas en estas escenas, es frecuente —y hasta lógico— que se incorporen descripciones de armas, escudos y pertrechos soldadescos. Lucas Rodríguez lo hace en «Cómo el moro Muza mató cinco cristianos» 276 ; también en los versos que narran los amores de Urgel y Bradamante 277 , mientras que Juan de Timoneda las utiliza para vestir a Alatar 278 , quien es presentado con: 8 […] Una lanza con dos fierros

10 que treinta palmos pasaba 221

aposta la hizo el moro para bien señorearla; una adarga ante sus pechos. Toda muza y cotellada;

15 una toca en su cabeza que nueve vueltas le daba, los cabos eran de oro con seda de fina grana; […]

Tampoco pasan desapercibidas las monturas, como la del caballo del moro alcaide de Ronda, que Rodríguez describe como «hermoso» y «ricamente aderezado cubierta de oro la silla, conforme con el vestido / que el moro lleva aquel día» 279 , o la recurrente presencia de leyendas en las adargas y las referencias a objetos ofrecidos como prendas de fidelidad hacia tal o cual dama 280 . La riqueza, suntuosidad y perfección estética de las composiciones poéticas contrasta, de nuevo, con las recreaciones militares de Pérez de Hita, quien, como se ha dicho, incorpora a la estética romanceril toda una serie de elementos «orientalizantes» 281 que, en ocasiones, «no eran familiares a los españoles» y que a base de no cuadrar con la realidad también terminaron por restar autoridad a las propias escenas 282 . Así, el uso que el autor murciano hace de la estética militar en su Guerra de los moriscos es peculiar porque pretende rememorar las escenas nazaríes presentes en su primera parte, pero también desciende a un nivel más prosaico. Como se ha visto líneas arriba, no deja de insistir en presentar a los soldados con «hábito diferente». Emboscadas, frente de batalla, episodios de venganza e infiltración en las líneas enemigas son momentos propicios para remarcar esa diferencia 283 , si bien no se desdeñan otras oportunidades como las fiestas de Purchena antes descritas, donde, además, se introduce toda una serie de descripciones físicas que 222

mezclan la idealización de romances y novelas con ese realismo tan particular del propio Hita. Es así como las caracterizaciones de los soldados, con «trages y libreas de mucha hermosura, todos de color verde, con muchas guarniciones de plata y franjas de oro, y todos tiradores de arcabuzes» 284 , comparten espacio con la peculiar representación de Maleh, uno de los capitanes granadinos de Aben Humeya, «tan solo cubierto con unos delgados paños de oro y seda» 285 , de quien se destaca su robustez y hermosura, su belleza, sus miembros «no blancos, ni morenos», poblados de «hermoso bello» y de «unas azules y hermosas venas» 286 . Él es quien lucha con Caracacha, otro de los lugartenientes del reyezuelo granadino. Embadurnados de aceite y «en carnes vivas», su imagen contrasta sobremanera con los ropajes coloridos de los soldados que les acompañan y observan su ejercicio gimnástico y, sobre todo, con aquella idealización física tan propia de mediados de siglo. A base de querer ser más humano, más imperfecto y pretendidamente más cercano a la realidad, Hita da paso a la «fuerza bruta» 287 y termina siendo más grosero. Nueva muestra de la progresiva metamorfosis de un género que, poco a poco, va cediendo ante la realidad.

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La maurofilia literaria: ¿un fenómeno de excesiva filia? La maurofilia literaria ha generado tal cantidad de páginas que constituiría un error y una muestra de pretenciosidad intentar aportar algo nuevo a un debate que tiene ya casi un siglo de existencia. De manera tradicional, como se ha dicho en la introducción a este libro, se ha considerado a la figura de Georges Cirot como el padre intelectual del concepto; también como uno de los grandes precursores del estudio de la figura del moro en la literatura. Según dicha opinión, el punto de origen aparece claro y se data entre 1938 y 1944, fechas que marcan la aparición de la primera y última entregas que el historiador galo dedicó al asunto 288 . A resultas de tales trabajos, el concepto de maurofilia comenzó a ser utilizado para definir la corriente literaria surgida en el transcurso del siglo XVI, especialmente desde mediados de siglo en adelante y que, simplificando mucho, se caracterizaba por poner en valor el mundo andalusí (especialmente en relación y desde lo nazarí), exaltando los valores musulmanes, empleando la estilización de la imagen del moro cortesano y haciendo uso de la idealización de las relaciones entre estos y sus vecinos cristianos. Con todo, aún cabría hablar de unos precedentes inmediatos a Cirot y situados tanto en nuestro país — Carrasco Urgoti no duda en afirmar que Menéndez Pelayo ya «había desbrozado el campo» en ese sentido 289 — como en el seno del hispanismo francés del XIX y principios del XX. Sus puntas de lanza habían sido Raymond Foulché-Delbosc, editor en 1899 del Memorial de Núñez Muley y estudioso en profundidad de la Guerra de Granada de Hurtado de Mendoza 290 , y la nunca bien ponderada Paula Blanchard224

Demouge, artífice de la primera edición moderna de Pérez de Hita, que vio la luz entre 1913 y 1915. Sin duda, se trata de precedentes intelectuales que cabe encuadrar en el marco de recuperación del interés por los estudios árabo-islámicos que se da a finales del Ochocientos en el cual tuvieron cabida autores archiconocidos para todo lector familiarizado con el asunto morisco como Pedro Longás Bartibás, Eduadro Saavedra o Henry Charles Lea, entre otros, prácticamente las únicas excepciones loables en un panorama historiográfico en el que, por otra parte, el abandono del tema morisco era más que patente 291 . A ellos, y en el caso concreto del tema maurofílico, aún cabría añadir dos nombres más que el propio Cirot marcó como precursores de su trabajo: H. Mérimée y Henry A. Deferrari, autores de sendos trabajos sobre El Abencerraje firmados en 1923 y 1927 292 . De hecho, existe unanimidad absoluta a la hora de reconocer, en este último texto, el inicio del fenómeno de la maurofilia y en acompañar a la pequeña novela otros dos: las Guerras Civiles de Ginés Pérez de Hita y la Historia de Ozmín y Daraja (novelita inserta en el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán), claves todas ellas para comprender el posterior desarrollo del romancero, el otro gran género del que participó la literatura referida a moriscos durante la segunda mitad del XVI 293 . En resumidas cuentas, la definición del concepto de maurofilia, tal y como se ha expuesto, se perfiló a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, momento en el que comenzaron a aflorar diferentes tomas de postura en torno al origen, desarrollo, alcance y significación de este tipo de escritos. Las preguntas se orientaron, entonces, en varias direcciones. Básicamente, trataron de insertar el fenómeno en el contexto más amplio de la literatura española tardorrenacentista y del 225

Siglo de Oro. En ese sentido, puede decirse que el concepto mismo se perfiló como antítesis a la maurofobia surgida a partir de los años noventa del propio siglo XVI 294 , pero por aquel entonces aún no estaban claras las razones que dieron lugar a uno y otro movimiento. De hecho, Cirot fue el primero en constatar que la guerra de las Alpujarras no condenó la figura del moro en la literatura, pero, como se ha indicado, no logró dar una explicación satisfactoria al respecto 295 . En la raíz de dicho silencio puede que estuviera su tendencia a separar la literatura de su contexto histórico 296 . Según aquella inicial (y tradicional) interpretación, habría sido la guerra la causa de esa vuelta de lo granadino al romance, pero, precisamente en esta literatura, la guerra alpujarreña y los motivos que la causaron (la religión, principalmente) están totalmente ausentes 297 , lo cual no habla muy a favor del citado argumento. Tampoco el desfase cronológico, toda vez que El Abencerraje —que, recuérdese, inaugura el género morisco y es base del propio romancero— aparece más de un lustro antes que el estallido de la propia rebelión 298 . A pesar de ello, con ello más bien, lo más agrio del debate surgió no tanto en relación a la cronología, sino en torno a todas aquellas cuestiones que explicaban su existencia misma, los motivos que empujaron a su redacción y la autoría de dichos textos. Aunque lo moro había sido objeto de estudio en trabajos anteriores, fue Carrasco Urgoiti quien abordó el asunto de manera más detenida. Ella dedicó gran parte de su vida al estudio de la cuestión morisca. De esa preocupación proceden, por ejemplo, los trabajos sobre la minoría en Aragón durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, fue la literatura la que acaparó sus mayores esfuerzos. Dentro de la época que nos ocupa, fueron objeto de atención preferente 226

sus trabajos sobre Pérez de Hita y sobre el Abencerraje 299 . Su obra más reseñable es El moro de Granada en la literatura (del siglo XV al XIX) 300 . El libro fue alabado en el fondo y en la forma 301 . De hecho, las opiniones favorables y reseñas que mereció y el hecho de que aún siga siendo utilizado por quienes se acercan a la literatura morisca, son muestras de lo acertado de sus planteamientos, convertidos en texto clave a la hora de entender el asunto que aquí nos ocupa, incluso teniendo en cuenta que la autora concedió mucha más relevancia en su libro a los siglos XVIII y XIX. En relación con este tema, defendió que la idealización del pasado moro de España no era sino una refutación del presente en el que las obras fueron compuestas y que, observados «en su conjunto, tales estudios establecen como una de las motivaciones de la maurofilia las tensiones surgidas a lo largo del siglo XVI en torno a la minoría morisca» 302 . No obstante, la autora fue mucho más allá que Menéndez Pelayo y planteó que tales fricciones no tuvieron un origen ligado exclusivamente a la conquista de Granada ni a la guerra de las Alpujarras, sino al trasfondo intelectual previo y posterior igualmente ligado al problema morisco. Junto a Carrasco, el otro autor de referencia a la hora de intentar comprender la literatura morisca es Márquez Villanueva. Gran parte de su pensamiento teórico en torno a la cuestión quedó recogido en el artículo que publicó en 1982 en Cuadernos Hispanoamericanos 303 . En dicho trabajo, el autor sevillano descendió al asunto de la cronología para enmarcar el fenómeno de la novela morisca entre la publicación del estatuto de Silíceo para la Catedral Primada (1547) y el «progresivo ensombrecerse de la cuestión morisca» 304 . Lo dicho entonces se refería en exclusiva a la novela morisca y al proceso de gestación de la historia de 227

Abindarráez y la hermosa Jarifa, pero, dado que la novelita es punto de partida del fenómeno maurófilo, el argumento puede extrapolarse sin dificultad al contexto general y más amplio de la literatura de este tema. Al ampliar la cronología de la génesis de la literatura morisca, Márquez se dotó de argumentos para defender que aquella fue un movimiento auspiciado por la «intelligentsia conversa» 305 en alianza con los moriscos, pero en el que estos pudieron jugar un papel secundario. Sea como fuere, esa «literatura de resistencia» fue obra, a juicio de Márquez, de un «sector intelectual responsable», equidistante de musulmanes irreductibles y de fanáticos católicos 306 , un grupo especialmente preocupado por rescatar la opción de la asimilación bajo fórmulas culturales no heterodoxas, pero sí disidentes 307 . Conjunto humano que, en definitiva, es consciente de que el problema religioso es salvable, que lo aborda de manera muy tangencial para no despertar suspicacias, pero que, al final, ve cómo la guerra trastoca la hoja de ruta y echa por tierra gran parte del discurso largamente rumiado en pro de esa integración. A los anteriores, todavía puede añadirse una interpretación más, cuyo valedor fue Juan Goytisolo 308 . En esencia, la teoría «psicológica» —como la ha denominado Ricardo García Cárcel— considera que la literatura de tema morisco surge como un intento de ensalzar al otro, vencido en la guerra de conquista, no por su valor, ni por su refinada cultura; tampoco como una estrategia subrepticia y hábilmente orquestada para intentar el entendimiento, sino únicamente en base a la idea de «ensalzamiento del contrario» 309 , como «si la admiración [por el moro pudiera] excusar a ojos del público el menosprecio y rechazo» hacia el morisco con el que se convivía a diario en el siglo XVI 310 . En realidad, Goytisolo 228

fue más allá del ámbito hispano y reconoció que se trataba de una postura intelectual no exclusiva de España, sino propia de «todas las literaturas del mundo» 311 , pero su aportación al debate resultó atractiva debido a su intento de conectar la narración literaria con el morisco de a pie. Sin embargo, nos situamos ante una interpretación que se asienta en la consideración inicial de que los moriscos vivieron en un marcado contexto de pobreza intelectual y cultural, de marginalidad absoluta en la sociedad. Por fortuna, la historiografía más reciente ha demostrado que el cuadro socioeconómico y cultural de los cristianos nuevos fue más amplio y diverso y que los convertidos de moros dispusieron de herramientas para hacer oír su voz en ámbitos políticos y culturales de diversa consideración. También que las posibilidades de entendimiento con los cristianos viejos fueron más amplias de lo que se daba por sentado a principios de los años ochenta. Sin embargo, eso no es lo realmente importante a la hora de intentar comprender la teoría de Goytisolo. Más allá de la inexacta consideración del morisco, creemos que la principal tara con la que carga es el hecho de no hurgar en planteamientos sociológicos con el objetivo de averiguar quiénes quisieron liberarse de esas culpas históricas a través de la literatura. Visto lo anterior, no cabe duda de que el marco teórico de la maurofilia fue definido en sus líneas generales por filólogos e historiadores de la literatura. Las últimas interpretaciones que se han sucedido también proceden de ese marco, y están moldeadas por la aportación de nuevas corrientes historiográficas 312 . Todas ellas insisten en ligar a la maurofilia los conceptos de hibridismo y orientalismo hispano autónomo, «yuxtaponiendo» el análisis de textos y representaciones materiales. Su objetivo es demostrar que ese amor por lo moro surge en un contexto de mezcla cultural 229

que se hace presente en todas las facetas de la realidad y no solo en el plano teórico-historiográfico y ofreciendo como respuesta a ese comportamiento el deseo español de asumir —incluso de potenciar— su propia diferencia 313 . Los modelos interpretativos que acabamos de ver encontraron su contrarréplica en la obra de Claudio Guillén, para quien el concepto de maurofilia es, en sí mismo, artificial y no responde a la realidad literaria española del Quinientos 314 . En esencia, su razonamiento partía de una constatación: el moro representado en la novela morisca no era un moro verdadero, dado que en él es muy complicado encontrar rasgos específicamente musulmanes más allá del recurso al vestido, monótonamente idealizado, tal y como hemos visto. Es más, Guillén solo ve al otro a partir del momento en el que finaliza la guerra de las Alpujarras, se apagan los ecos idealizadores de lo moro y se da paso a una nueva etapa dominada por un cambio radical en la consideración del morisco 315 , visto como enemigo, y en su representación, aturquescada a partir de ahora, sin duda, y en gran medida, por los efectos de la propia guerra y no tanto debido a un conocimiento teórico que, a pesar de estar presente, no caló en la configuración de esa imagen 316 . En términos similares se ha manifestado en repetidas ocasiones García Cárcel, quien, en cierto modo, recoge el argumento de Guillén al desconfiar de las interpretaciones que, desde la literatura, se han ofrecido al supuesto fenómeno maurofílico 317 . No en vano, aboga por utilizar el concepto de «permeabilidad cultural» calificando la maurofilia literaria como de «concepto equívoco» 318 . Y en parte, es esa ambigüedad la que nos obliga a emplear la sensatez a la hora de reflexionar y utilizar la literatura, porque al igual que se pueden localizar ejemplos claramente inclinados a defender 230

lo moro/morisco, también los hay contrarios a todo lo que representaba el universo musulmán. Y no solo son más numerosos, sino que, incluso, coinciden con el sentimiento más general del pueblo, percibido en el documento del día a día. Es así como su razonamiento también entra de lleno en la cuestión que se plantea en estas líneas: la historicidad de la literatura morisca y su valor como fuente; en otras palabras, la discusión en torno a si aquel conjunto de géneros tuvo la capacidad de hacer visible la realidad histórica de los cristianos nuevos de moros o si, por el contrario, sirvió para moldear un conjunto de imágenes determinadas en pro de un objetivo concreto, en cuyo caso un segundo nivel de análisis debe conducir a intentar averiguar el porqué de esas construcciones. Se trata, pues, de historiar lo literario. Quiénes, cuándos y porqués de un debate en liza La maurofilia no es algo inocente 319 ni es un movimiento «políticamente inerte» 320 . No cabe duda de que, como corriente estilística, ofrecía toda una serie de posibilidades poéticas que fueron relativamente bien valoradas en la época 321 . Sin embargo, si lo que realmente se pretende es comprender su significación y las conexiones que pudo tener con el asunto morisco, no debe perderse de vista que, aparte de ser un movimiento cultural y estético, también fue una manifestación política y un sistema de ideas que reflejó un sentir. Y detrás de los sentimientos hay fechas, acontecimientos y, sobre todo, personas. La clave de la maurofilia reside, a nuestro juicio —y no somos los primeros que lo advierten—, en que forma parte del problema morisco y este es «ante todo, un problema 231

histórico» 322 ; por eso y porque «no puede olvidarse la historia», es más que pertinente recordar que, con todas sus virtudes, con sus aciertos y con la ingente cantidad de expresiones que nos propone, «la literatura no tiene por qué ser la representación de la historia» 323 , sino solo una compañera de camino que ayude a comprenderla. Hablemos, pues, de las tres componentes que hemos señalado más arriba. Miremos a la literatura maurófila como un movimiento histórico y no solo estético. Intentemos separar narración y hechos relatados y analizar cronologías y personajes no en base a los protagonistas de los relatos, sino a los autores y su época 324 . La maurofilia literaria es producto de una generación. En concreto, puede decirse que pertenecieron a ella autores nacidos, en su inmensa mayoría, en el segundo cuarto del siglo XVI, momento en el que, tras la reunión de la Junta de la Capilla Real de Granada y oficializada la conversión de los mudéjares aragoneses, comienza un periodo de relativa calma en el asunto morisco. Se trata de un conjunto humano que se enfrenta al asunto morisco con la creencia de hacerlo a un «problema» que puede arreglarse, pero que, alcanzada su plenitud, observa cómo el clima político-social comienza a enrarecerse. Es, pues, la generación que, hasta la guerra de las Alpujarras, mantenía cierta confianza en ver solucionada la cuestión morisca mediante cauces pacíficos, pero también la que fracasa en el intento de evitar la guerra y la que, después, tiene que replegarse, no sin luchar desde el punto de vista intelectual. ¿Cabe situar ahí los orígenes sociales de la maurofilia? El contexto en que vive la España de mediados del siglo XVI parecía propicio para el surgimiento de toda una corriente de pensamiento proclive al entendimiento entre viejos y nuevos cristianos, dedicada a «deslizar mensajes de 232

concordia» 325 y que «albergaba la posibilidad crítica de ser leída en clave, como proclama velada de una convergencia de valores guiada por la virtud humana, por encima de las diferencias religiosas» 326 . En ese contexto, y bajo esos parámetros, su meta era conseguir el entendimiento con los moriscos y hacer oficial el respeto a su tradición cultural. Para ello, no dudaron en reclamar que la Corona contase con las élites moriscas y cristianas como instrumento de conversión y concordia. Es así como el mensaje de amistad que se derivaba de las escenas de nobles guerreros cristianos y moros se equipara al que podrían alcanzar esas élites inmersas en el conflicto del XVI. Es una idea conocida, expuesta en repetidas ocasiones y que encaja a la perfección con aquella otra reflexión de Guillén, quien —ya se ha visto— se mostró totalmente contrario al concepto de maurofilia, pero para quien no había duda de que, detrás de cada una de las líneas dedicadas a ozmines y darajas, a abencerrajes y abenamares se «ofrece una imagen de paz y concordia en un momento en el que reina la discordia» 327 . Detrás de este movimiento hay toda una serie de hombres a los que puede considerarse comprometidos con esa idea de «convivencia». ¿Quiénes son estos «ilustrados moriscos»? 328 . La crítica ha planteado que detrás de estos autores pudo haber personajes de origen musulmán. Recuérdese la discusión ya vista en torno al pasado de Pérez de Hita. Así vista, la literatura morisca de corte morófilo no sería sino una prolongación de la «literatura de resistencia» que representan las manifestaciones aljamiadas que tan bien analizaron en su día, entre otros, Bernabé Pons o López-Baralt. Con todo, no parece propio restringir la paternidad de este tipo de composiciones exclusivamente a autores de origen musulmán, máxime cuando sabemos que muchos de ellos 233

fueron cristianos viejos. De hecho, en ella pudieron estar implicados, incluso, conversos de origen judío. En ese sentido se manifestó hace años Márquez Villanueva 329 . He ahí lo que quizás puede resultar más interesante de la teoría del propio Márquez, que, no obstante, también conviene contextualizar en relación al alcance y significación de este tipo de manifestaciones y autores: nos situamos ante un grupo de intelectuales que, desde la literatura (pero no solo), abogan por la tolerancia, o cuando menos por la convivencia cultural. Una corriente literaria que, por otra parte, puede compararse con la artística, pues nace de modo coetáneo a la realización de las pinturas de la Capilla Real de Granada donde, como veremos en capítulos sucesivos, se lanza un mensaje asimilacionista mediante una serie de recursos propios de la cultura visual coetánea, como puede ser la aceptación de la diversidad morisca (mediante la plasmación de diversas etnias o modos de vestir) y su actitud pacífica ante la conversión. En ese amplio y heterodoxo grupo cabría incluir al anónimo autor (o autores) de El Abencerraje. También a Pérez de Hita, quien, independientemente de su origen, parece que estuvo bien relacionado con la mesocracia granadina de origen árabe y con la nobleza protectora de moriscos 330 que, por cierto, tiene en Hurtado de Mendoza a uno de sus representantes más destacados, pero también postrero. Por su parte, Mateo Alemán se situó en el círculo de Cristóbal Pérez de Herrera, uno de los impulsores, a finales del XVI, de lo que podría calificarse como una política alternativa para tratar de integrar a los moriscos en el seno de la sociedad hispana 331 . En ese grupo también podría incluirse a Martín González de Cellorigo. Hasta aquí, los ejemplos que facilita el propio Márquez, pero aún cabría aportar algunos datos más que nos invitan a pensar que, más allá de 1568, 234

incluso con la sensación de fracaso de por medio, los autores comprometidos con esta causa continuaron sus aportaciones. Es ahí donde puede hablarse de algunos de los poetas maurófilos. Por ejemplo, de Padilla, jienense, de origen cristiano-viejo, pero bien relacionado con el propio Hurtado de Mendoza y su círculo intelectual 332 . También de Joan de Timoneda, quien fue comisionado para escribir el Auto de la oveja perdida que iba a ser representado en Valencia en 1557 333 , obra en la que no hay referencias explícitas a los moriscos, pero que cabe encuadrar a la perfección en el contexto de llamadas al refuerzo de la evangelización de los cristianos nuevos levantinos que se estaba desarrollando en aquellos años. Se trata, pues, de un conjunto de autores relativamente heterogéneo en cuanto a su origen, pero que mantuvo cierta comunión de intereses a la hora de intentar «influir en la opinión española a favor de la comunidad morisca» y cuyas ideas García Cárcel sitúa más allá de la literatura 334 . No en vano, entre ellos también pueden situarse intelectuales como Miguel de Luna, acaso el mejor exponente de la visión sincretista del fenómeno morisco granadino del que nos habló hace años García-Arenal 335 . Resultado de todo ello, podría decirse que nos situamos ante una «literatura de desacato al plan sociopolítico de homogeneización» 336 o como Márquez la definió: una literatura «conversa», no heterodoxa, pero sí critica 337 , fruto del cruce de intereses diversos, procedentes muchas veces de ámbitos muy distintos y unidos solo por el anhelo de integrar. Así pues, y a su juicio, no fue fruto de una moda estética 338 , sino voz de una corriente intelectual de llamamiento a la concordia desde postulados moderados. Y si así fue, y en ese sentido todo indica que hay un 235

consenso relativo, ¿por qué no triunfó? ¿Por qué, entonces, esa escasa «vena política» de la que nos habla Vincent? 339 . Vistos los protagonistas, y llegados a este punto, quizás sea pertinente considerar ahora el tiempo y los destinatarios para intentar averiguar —plantear al menos— cómo se fraguó el fracaso de esta corriente. Desde una óptica estrictamente temporal, la maurofilia tiene una cronología relativamente definida. Lo esencial se sabe y todo el mundo está de acuerdo en señalar que comenzó a manifestarse a mediados del XVI y que con la guerra de las Alpujarras inició un lento declive que le llevó, de la mano del romancero morisco, hasta no mucho más allá de los primeros años noventa. Más arriba se ha señalado el origen generacional de los autores que contribuyeron a la defensa de lo moro. También son conocidas las fechas de publicación de las obras. Sin embargo, no está demás situar obras y autores en el contexto más amplio de aquella España del siglo XVI. La plenitud vital de los escritores de la maurofilia llega justo en el momento en el que el asunto morisco comienza a enrarecerse y los acontecimientos se precipitan uno tras otro 340 . En 1554 tuvo lugar el sínodo de Guadix, clave para entender el inicio de la ofensiva religiosa contra los moriscos de Granada 341 . Poco tiempo después, se producirían los desarmes de los moriscos aragoneses, en 1559, y de los valencianos, en 1563, así como la posterior insistencia que se observa en años sucesivos en completarlos 342 . Sin apenas salir de ese escenario, cabe recordar la Junta de Madrid, el fracaso del memorial de Francisco Núñez Muley y el consabido alzamiento de 1568, que desembocó en la expulsión de los granadinos y su posterior reparto por toda Castilla 343 ; a ello cabe unir las expulsiones parciales llevadas a cabo desde la misma Granada con posterioridad al gran destierro de 236

1570 344 . Antes, incluso, desde 1574, se había asistido al inicio de una ofensiva inquisitorial, especialmente visible en aquellos tribunales en los que la minoría estaba sólidamente arraigada en el territorio 345 y aunque en 1577 el Consejo de Estado advirtió de la imposibilidad de que el turco pudiera llegar a España, la psicosis en torno a aquel asunto alcanzaba, ya por entonces, una consideración importante 346 . A todo ello cabe añadir la incomodidad surgida por el enfrentamiento entre los moriscos aragoneses y los montañeses en 1585 347 , el inicio de una nueva estrategia de evangelización de la minoría 348 , las primeras voces a favor de la expulsión y, cómo no, el problema en el Mediterráneo y la coyuntura internacional, claves para comprender cómo evoluciona la visión del musulmán en la península ibérica y, más concretamente, del morisco y del turco 349 . Sin duda alguna, este breve repaso puede ser completado con otros acontecimientos y decisiones posteriores que terminaron por afectar al problema morisco. Ahí están, por ejemplo, el descubrimiento de los plomos sacromontanos 350 , la llegada al trono de Felipe III o los memoriales dirigidos al nuevo monarca por el patriarca Ribera 351 . Sin embargo, creemos que recogen lo básico y principal de toda una serie de acontecimientos que pueden explicar el fracaso de la maurofilia como movimiento político. A ello cabría añadir su derrota social, aspecto al que no se le ha prestado toda la atención que requiere y que, incluso, ha sido silenciado con el objetivo de amplificar los ecos de la propia maurofilia. Como se ha señalado, la maurofilia literaria es un fenómeno de corto alcance cronológico. Nos situamos ante manifestaciones de una generación de autores y pensadores que no se extienden mucho más allá del reinado de Felipe II. Para entonces, ya había visto la luz la Historia de Ozmín y 237

Daraja, acaso la última muestra de esta corriente, y el romancero morisco estaba siendo sustituido progresivamente por composiciones de corte más agresivo, abiertamente críticas con la minoría y portadoras de un mensaje más claro y de unas formas literarias pensadas para un público más popular 352 . ¿A qué se debe el cambio? La componente política —ya se ha visto— tiene mucho que decir en ese sentido, pero miremos a los destinatarios de esa «historia cantada». Miremos a la sociedad hispana de la época y a continuación preguntémonos si esa literatura, su mensaje y la imagen icónica de moros y moriscos que pretendía trasladar llegó a todos. Conecta esta reflexión con lo dicho hace años por Francisco López Estrada 353 , para quien la lectura de la literatura maurófila pudo ser del gusto de los hidalgos castellanos y de aquel lector de clase media-alta que intentó asumir lo moro como lenguaje que pudiera sustentar y justificar su propia posición social 354 . No ocurrió así con las clases populares, más próximas al morisco de a pie, ajenas a la literatura culta y más identificadas con el romancero nuevo, el que contiene ya el germen de la maurofobia que, además, no se recopila para ser leído sino para ser escuchado 355 . Visto así, cabe admitir que el destinatario potencial de esa literatura promorisca fue mucho más reducido que el dispuesto a asumir el mensaje de crítica al cristiano nuevo. Como quiera que, además, el movimiento no gozó de fuerza política y no dispuso de una verdadera capacidad de ser escuchado 356 , es fácil comprender el agotamiento temprano al que se abandonaron las ideas que defendían la necesidad de integrar al morisco, no solo en lo religioso, sino también en lo político y cultural. Así, historia y literatura acuden a un camino común en el que, vistas en conjunto, las ideas y 238

aspiraciones de un grupo humano bienintencionado y posiblemente justo en sus demandas chocaron con la realidad de su tiempo. No cabe, pues, negar la existencia de ese pensamiento promorisco. Hacerlo sería faltar a la verdad. No obstante, tampoco nos vemos obligados a llegar a consensos política y académicamente correctos y llegados a este punto se impone considerar todo lo visto en sus justos términos, huir de posiciones maximalistas y aceptar que ese pensamiento promorisco existió, pero que fue minoritario. Partiendo de esa consideración, cabe admitir también que sus miembros pudieron ser oídos, pero rara vez escuchados, al menos por aquellos en cuya mano estuvo la capacidad de asumir fácticamente ese mensaje.

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LA MAUROFOBIA EN CONSTRUCCIÓN: DE CERVANTES AL CORRAL DE COMEDIAS 357 Si hay un género en el que la imagen del morisco cabalga entre la idealización y la más furibunda de las críticas es el poético. Tanto es así que, como veremos en las líneas que siguen, puede considerarse que el romance supone el cénit de la imagen positiva de lo moro/morisco, pero también su ocaso; incluso, el de la visión opuesta, que termina por imponerse desde finales del siglo XVI, casi en paralelo al declive del reinado de Felipe II. A pesar de esa aparente continuidad, la literatura maurófoba no nace de cero. Tiene un desarrollo muy evidente a partir de los años ochenta del siglo XVI y, bajo ese punto de vista, coexiste con el romancero morisco, incluso con los preceptos de esa maurofilia «tenue y accidental» sobre los que Pérez de Hita debió escribir la segunda parte de las Guerras de Granada 358 . Más arriba, se ha señalado que La Guerra de los moriscos contiene innumerables ejemplos en los que se percibe una nueva forma de ver el problema morisco. Por las mismas fechas, algo antes, salió de la imprenta de Hugo de Mena un pliego suelto en el que, según Kimmel, dentro del universo literario relativo a lo moro, empieza a perfilarse una «constelación particular», donde moriscos y turcos son emparejados 359 y se percibe la preferencia por una estética que prima lo turco a lo moro-castellano. Es en ese contexto donde comienza a fraguarse la maurofobia literaria, cuyo máximo apogeo llegará de la mano del género dramático ya en el XVII, momento en el que, además, se beberá de la particular efervescencia generada en torno a la expulsión. Una maurofobia que contagia también las representaciones visuales del otro, como veremos en capítulos sucesivos. 240

El romance maurófobo alcanza su cénit en la década de los noventa, momento en el que la literatura abandona el «entusiasmo de la poetización» 360 relativa a lo moro y emprende lo que Benito ha presentado como un intento de corrección de la desestabilización de la alteridad que propugnaba la maurofilia literaria 361 . En ese sentido, se han señalado como algunos de los más tempranos y relevantes, determinados poemas firmados por Luis de Góngora: «Triste pisa y afligido» (1586) y «Ensílleme el asno ruzio» (1585), donde «el potro se traduce en asno, el rango de alcaide en la posición de alcalde aldeano, la adarga de Fez en tapador de corcho, la jacerina en gabán de paño verde, la lanza de dos hierros […] en lanzón oxidado, la cuadrada medalla en rústica patena» 362 . Cuantitativamente los romances de tipo maurófobo no son muchos, pero suponen un claro antecedente de lo que reflejarán los apologistas de la expulsión y el teatro mismo: la burla y el ataque abiertos hacia el morisco 363 . Manuel Ruiz Lagos ha publicado lo esencial y más significativo de esa crítica. Son, apenas, una veintena de composiciones 364 en las que, no obstante, puede seguirse la pista de esa hostilidad, en cuyo surgimiento Carrasco Urgoiti considera que hay «estímulos de índole extraliteraria» 365 , especialmente de tipo político. El ataque que se despliega a partir de ese momento tiene un triple destinatario: por un lado, el morisco; por otro, la estética maurofílica; finalmente, y sobre todo, se dirige contra todos aquellos que defendían la imagen idílica de esta última corriente. «¡Ah! Mis señores poetas» 366 es, en palabras de la propia Carrasco, una de las composiciones que más claramente recoge los argumentos a los que se viene haciendo referencia 367 : una crítica al romancero morisco y una llamada 241

de atención acerca del verdadero carácter del moro idealizado, que el poeta no duda en identificar con los moriscos, criticando sus costumbres culturales, atacando sus oficios o negando la manida e idealizada convivencia entre viejos y nuevos cristianos 368 . Como se ha indicado, las críticas principales se orientan a poner en evidencia las exageraciones del exceso de idealización del que había hecho uso el romancero morisco en los años previos. Un ejemplo, destacado por lo ácido, es el representado por «Tanta Zaida y Adalifa», el romance antimorisco más veces reimpreso 369 , en el que, ya desde su inicio, puede observarse el tono mordaz que inundó este tipo de composiciones:

1 Tanta Zaida y Adalifa tanta Draguta y Daraja, tanto Azarque y tanto Adulce, tanto Gazul y Abenámar; 5 tanto alquicer y marlota, tanto almaizar y almalafa, tantas empresas y plumas, tantas cifras y medallas; tanta ropería mora

10 y en banderillas y adargas tanto mote y tantas motas, ¡Muera yo si no me cansan!

[…] En el marco definido por este tipo de obras, las referencias al vestuario morisco y a la imagen con la que es presentado el cristiano nuevo no van a resultar extrañas y se utilizarán siempre como contrapunto a la idealización presente en las 242

composiciones maurófilas. Ocurre, por ejemplo, en la burla que el excesivo peso de adornos, complementos y vestidos supone para el jumento en «Ese moro ganapán» 370 . Ocurre también en «Colérico sale Muza» (1595), a cuyo protagonista «… duelen ya los lomos de andar cargado de trajes, que los poetas novicios se desvelan en sacarme, compuesto de más colores / que tapete de Levante» 371 ; y vuelve a acontecer en el ya mencionado «Triste pisa y afligido», donde, según Ruiz Lagos, se parodia el tradicional «Moro alcaide, moro alcaide / el de la bellida barda» 372 :

1 Triste pisa y afligido las orillas del Pisuerga, el ausente de su dama, el desterrado Zulema, 5 moro alcaide, y no bellido amador con ajaqueca, arrocinado de cara, y carigordo de pierna. No lleva por la marlota 10 bordadas cifras, ni letras en el campo de la adarga, ni en la banderilla letra; porque es moro idiota, y no ha tenido poeta 15 de los sastres de este tiempo, cuyas plumas son tijeras.

[…] En medio de todo ese escenario, surge la figura de Miguel de Cervantes. De su relación con el mundo musulmán se ha escrito lo suficiente como para que no sea preciso extenderse más allá de lo que, creemos, deben ser unas consideraciones de orden general que nos llevarán a ver en él un caso «nada fácil de encasillar» 373 . Poco más. Al menos aquí y ahora porque, a decir verdad, el morisco de Cervantes no tiene representación iconográfica más allá de la que podemos 243

encontrar en un par de ejemplos, muy generales por otra parte. Así las cosas, en relación a don Miguel hemos de contentarnos con un morisco sin rostro, sin rasgos físicos definidos y que tampoco va especialmente caracterizado a través de sus ropas y complementos. En realidad, el morisco de Cervantes es un morisco construido como resultado de lo que el autor pudo pensar, defender y plasmar en sus obras. El problema reside en que la historiografía no ha logrado ponerse de acuerdo a la hora de definir cuál fue el perfil del alcalaíno. La crítica lleva años enfrascada en mil y una diatribas acerca de la relación de Cervantes con los moriscos y, lejos de aclararse, las posiciones no parecen estar cerca de llegar a un punto común porque en el intento de definición de lo que Cervantes pudo pensar en torno a la minoría morisca hay mucho de ideología y otro tanto de miedo a la incorrección política. Por ello, y porque probablemente lo quiso así, «nadie ha conseguido dar una lectura que convenga a todos porque la sutileza, la ambigüedad y la ironía de Cervantes no facilitan la interpretación» 374 . En ese sentido, lo más sensato es admitir, con Bernabé Pons, que en Cervantes «pululan» por igual diferentes puntos de vista en relación a los moriscos y que es casi imposible obtener de sus textos lo que pudo pensar de la minoría 375 . Aun así, ha habido intentos de encuadrar al autor en la realidad morisca de su tiempo. Según Michel Moner, la opinión de la crítica en torno a la actitud de Cervantes se divide en tres grandes grupos 376 . Por un lado, cabría hablar de los autores que se ubican en la tradición de Menéndez Pelayo y Marcel Bataillon, grupo donde se sitúan quienes identifican el pensamiento de Cervantes con las palabras de Berganza en El coloquio de los perros. Son, pues, quienes ven a Cervantes como portador de los postulados cristiano-viejos más intransigentes y como un defensor de la política desarrollada 244

por la Corona. Frente a ellos, Moner ubica a los autores que siguen el pensamiento de Américo Castro y que «optaron por la tesis de la famosa “hipocresía” cervantina» para identificarlo como un hombre obligado a mentir por las circunstancias políticas de su época y por su propia vida y carrera. Finalmente, cabría hablar de la línea de trabajo que no solo pone el acento en Cervantes, sino que también se fija en los moriscos, en la política de su tiempo y en la sociedad que le circunda y que hace recaer sobre tales factores el peso de lo que el autor pudo o no pudo pensar, decir o hacer en relación a la minoría. Tal forma de afrontar el asunto, calificada por Moner como de «escapatoria», puso en liza el pensamiento de Márquez Villanueva en relación al propio Cervantes 377 , quien habría distinguido a buenos y malos moriscos y, sobre todo, al morisco como tipo y como colectivo de los cristianos nuevos como individuos a título particular. Sin duda, se trata de una cuestión compleja, que rebasa los objetivos que nos hemos marcado en estas líneas. Adentrarse en la mente de Cervantes solo enmarañaría cualquier tipo de explicación, máxime teniendo en cuenta que quienes escriben aquí no son ni cervantistas ni teóricos literarios ni, mucho menos, expertos en la mente humana. Por todo ello, y aun a riesgo de que nuestra opinión pueda tomarse como acomodaticia y poco definida, creemos que lo más acertado en este contexto es considerar la opción de que el autor del Quijote solo reprodujo el pensamiento de la época, prejuicios incluidos, en «una postura más bien continua y relativamente coherente» 378 en la que se dedicó a trasladarnos lo que vio a su alrededor mostrándose como testigo de su tiempo. Tal postura no implica negar la ideología de Cervantes, al que, visto lo visto en su obra, podríamos calificar como «un observador preocupado», ni islamófilo ni islamófobo 379 , sino 245

simplemente «moderado», en la línea de otros contemporáneos suyos como Pedro de Valencia 380 . A lo largo de su vida, Cervantes tuvo un contacto discontinuo pero habitual con el islam. De ello se deriva una imagen compleja 381 , que hizo de su discurso en relación a lo musulmán algo lleno de matices 382 , donde la evolución es evidente y camina, poco a poco, a una dosis de simpatía que, con los años, se va reduciendo 383 , lo cual tampoco implica que necesariamente hubiera antipatía explícita. Para observar cómo vio don Miguel a los moriscos, quizás haya que retrotraerse a la imagen que tuvo del mundo musulmán en general. La relación de Cervantes con los moriscos tiene unos antecedentes claros. Comienza a fraguarse en los años que Jean Canavaggio definió como de «encuentro con la historia», aquella parte de su vida que cabe encuadrar entre 1569 y 1580 y en la que toma contacto con el mundo musulmán (viaje a Italia, Lepanto y cautiverio argelino) 384 . Se trata, por otra parte, y conviene no olvidarlo, de los años que coinciden con la guerra de las Alpujarras, conflicto que el de Alcalá vivió desde la lejanía, pero cuyos ecos, a buen seguro, debieron llegarle. De hecho, la amenaza del islam «ocupó un lugar central» en la obra de Cervantes y se manifestó en muchas de sus composiciones, dejando traslucir la imagen de un autor comprometido en la lucha contra los infieles 385 . Por ello, no es de extrañar que fuera en el transcurso de aquellos años cuando se fraguó lo principal de sus novelas de cautivos 386 , que vieron la luz desde la década de los ochenta en adelante y que, en principio, cabría desligar de los otros tres textos en los que aborda el tema morisco 387 . Con todo, y aunque su obra sobre cautivos y musulmanes tuvo una trascendencia política muy reducida 388 , sí fue de un calado importante a la hora de influir en autores posteriores, 246

Lope en especial 389 . Con su trayectoria vital como soporte, Cervantes afronta el problema morisco en la plenitud de su vida. Se trata de un aspecto que está presente en tres de sus obras de madurez: El coloquio de los perros, el Persiles y el Quijote, aunque, como indica Moner, es un tema que implica la totalidad del «corpus cervantino» 390 , ya que puede rastrearse también en otras de las Novelas ejemplares e, incluso, en La Galatea. Sin embargo, y tal y como se ha comentado, la imagen que se deriva de ellas dista de ser homogénea, al menos en apariencia. Sin duda es en El coloquio… donde más claramente se observa una percepción negativa de la «morisca canalla». A pesar de ello, y como indica Bernabé, son acusaciones «universales» y de «trazo grueso» 391 , basadas en toda una serie de conceptos que se resumen en su incansable entrega al trabajo (vista como algo negativo), su «desaforada» reproducción y su falta de empatía con las empresas de la Monarquía y con la religión católica y que, en lo esencial, recogen «un topos absolutamente generalizado entre los escritores que trataron sobre los moriscos» 392 . El esquema vuelve a repetirse en el Persiles, donde el autor pone en boca del Jadraque Xarife palabras muy similares a las de Berganza e, incluso, en el Quijote, lo que no solo hace «factible pensar en una especie de unidad de discurso marcado por la definición (más bien la antidefinición) de la figura del morisco» 393 , sino también hablar de un Cervantes coherente con su tiempo y con la política oficial. Los propios textos presentan matices que nos pueden ayudar a comprender esa «antidefinición» de la que habla Bernabé Pons. Sin duda, es en el Quijote donde se encuentran las referencias más explícitas a esa representación que Cervantes imagina. Como es conocido, las palabras que don Miguel 247

dedica a la minoría se localizan en los capítulos LIV, LXIII y LXV de la segunda parte y «constituyen un verdadero dossier sobre los moriscos» 394 . En ellos, se observan lo que podría definirse como distintos niveles de gradación en la consideración que el cristiano nuevo merece al autor. Así es como puede decirse que, en las figuras de Ana Félix y Ricote, Cervantes refleja dos niveles de confianza 395 : en ella, perfecto exponente de la nación desdichada 396 , el autor reconoce al morisco que resulta amable, que es digno de piedad por su buena predisposición a la conversión 397 ; en él, a aquel acerca del cual reina la duda, al que sitúa entre su propia hija y su cuñado Tiopieyo, el más claro exponente de la «canalla» de la que hablaba Berganza 398 . Como quiera que padre e hija tienen su trasunto en el Jadraque y en Rafala, puede decirse que Cervantes cierra con ellos ese «programa» en el que ha logrado exponer todos los matices y las «fisuras» de la minoría 399 y ha quedado abierto a la compasión, claramente perceptible en el tratamiento que reciben las dos jóvenes, pero de manera, si cabe, más especial en Rafala 400 . Dicho eso, cabe preguntarse cómo son los moriscos de Cervantes. Y aquí no hay una respuesta clara. O sí, según se mire, porque al tenor de lo poco que se nos dice cabría pensar dos cosas, no incompatibles entre sí, a decir verdad: bien que al autor le interesó jugar con la ambigüedad en la fisionomía de sus personajes 401 , bien que no hubo mucha diferencia entre los tipos reales en los que pudo inspirarse. Sea como fuere, el caso es que a los moriscos de Cervantes se les puede acusar de cargar con mil y un defectos (a excepción del de cometer delitos) 402 y con una enorme variedad de tachas, pero son realmente pocas las referencias a su imagen física o las menciones relativas a su vestido y aspecto externo. Debido a ello, la imprecisión es lo general. Así, la belleza y 248

hermosura de Ana Félix bien podría recordarnos a la imagen idealizada de la novela y el romance moriscos. No obstante, también es cierto que, aunque Cervantes conocía tal referente, lo más probable es que no pensara en él a la hora de dar forma a los caracteres de la hija de Ricote. Simplemente estaría describiendo a una joven que, por otro lado, y fuera cual fuera su origen, en poco o nada debió distinguirse de las demás de su pueblo manchego. Lo mismo ocurre con su padre: no hay rasgo que lo diferencie de Sancho; como no lo hay, finalmente, en el caso de la ya mencionada morisca del Persiles, si bien es cierto que Cervantes se sirve aquí de un objeto especialmente importante a la hora de caracterizarla: una humilde cruz de caña que refuerza el mensaje de sinceridad cristiana de la joven 403 . En este último contexto es donde, por otra parte, se ubica una de las escenas más definidas en las que Cervantes se ocupa, aunque de manera breve, de la indumentaria morisca, en este caso de la de los valencianos. El marco general es conocido. Se trata del capítulo en el que «el escuadrón de discretos peregrinos del Persiles rinde una de sus jornadas en cierto pueblecito costero valenciano» 404 , poblado exclusivamente por unos moriscos que planean incendiarlo, abandonarlo y embarcarse rumbo al norte de África en las naves de unos corsarios turcos 405 . Con dicho telón de fondo, «salió a servirlos una hija suya, vestida en traje de morisco, y en él tan hermosa, que las más gallardas cristianas tuvieron a ventura el parecerla» 406 . La referencia es escueta. Quizás demasiado, pero, dada la escasez de menciones cervantinas a este asunto, creemos que es lo suficientemente importante como para reparar en ella. De hecho, confirma al lector que, a pesar de su buen hacer con los peregrinos e, incluso, a pesar también de su buena cristiandad (recuérdese la cruz de caña), es muy posible que Cervantes quisiera presentarla ex profeso 249

ataviada con su indumentaria tradicional morisca, quién sabe si en un intento de remarcar el solo y exclusivo sentido cultural que el traje tenía entre los cristianos nuevos. Finalmente, hay otro aspecto que llama la atención en el padre del Quijote y acerca del cual podría repararse, como antesala de lo que pueda comentarse más adelante, cuando nos detengamos en el género dramático. Se trata de la confusión (¿intencionada?) que, en ocasiones, se observa a la hora de caracterizar al morisco, al cual se le reviste indistintamente de caracteres moros, turcos y específicamente moriscos, algo que no es exclusivo de Cervantes y que, sin duda, cabe achacar a los ya mencionados contactos que mantuvo con el mundo otomano y a su excelente conocimiento del ambiente norteafricano. El mejor ejemplo al respecto es el propio capítulo en el que Ana Félix y Ricote se encuentran en la playa de Barcelona. En esta ocasión, el juego de Cervantes es de una destreza y de una maestría tales que, en unas pocas líneas, disfraza de arráez a una mujer de tez blanca y pálida; a un renegado español de «cristiano encubierto» 407 y a un «mancebo caballero» manchego — Gaspar Gregorio— de bella mora. Lo hace en el tramo final del capítulo LXIII, cuando el bajel en el que Ana Félix viaja rumbo a España es interceptado y la joven hija de Sancho (extremo que el lector desconoce en ese momento) se ve obligada a dar explicaciones al Virrey: Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado? A lo cual, el mozo respondió en lengua asimesmo castellana: Ni soy turco de nación, ni moro ni renegado. Pues ¿qué eres? —replicó el Virrey. Mujer cristiana —respondió el mancebo. ¿Mujer, y cristiana, y en tal traje, y en tales pasos? Más es cosa para admirarla que para creerla 408 .

Cervantes no fue una excepción. Como ya se ha visto, esa particular representación indumentaria «a la turca» ya había comenzado a manifestarse en la Granada coetánea a la 250

revuelta alpujarreña. En adelante, constituirá no solo un recurso literario, sino también el soporte de toda una particular e interesada forma de ver la realidad morisca que parte de aquella época y que se manifiesta, además de en el propio don Miguel, en otros autores como Pérez de Hita e, incluso, Lope. Dentro de la obra del Fénix pueden encontrarse referencias a este aspecto en El arenal de Sevilla (1618), en cuyo primer acto aparecen ciertos individuos a los que la didascalia que precede a su entrada en escena describe como «turcos de galera con sus almillas y grillos», para, más abajo, «vestirlos» con capas 409 . Algo más preciso fue Vicente Espinel. Aunque es cierto que la obra del rondeño no se caracterizó por incluir muchas referencias a los cristianos nuevos de su tierra, no es menos verdad que «la presencia del pueblo morisco, oculta bajo distintos camuflajes, está latente en la Andalucía recreada en la autobiografía del escudero» 410 . En este caso concreto, Marcos de Obregón convive con el mundo turco-berberisco e, incluso, llega a establecer lazos de amistad con un morisco valenciano que reniega de la fe cristiana y huye a Argel 411 . El encuentro de ambos se produce después de que el protagonista salga de Sevilla. El naufragio de la nave en la que viajaba da con sus huesos en Cabrera y allí el escudero y sus compañeros son apresados por unos corsarios turcos, entre los que se encuentra el «morisco-moro» al que se ha hecho referencia 412 . En el episodio que se relata en ese contexto, Espinel marca las diferencias entre los cristianos apresados y los corsarios, quienes llevan «bonetes colorados y alquiceles blancos» 413 , y se esfuerza por dejar patente que la indumentaria constituía un elemento diferenciador de primer orden, dado que, antes de embarcar, los piratas obligan a sus prisioneros a quitarse «el traje español» 414 . 251

Ese marcar diferencias también está presente en otras obras de nuestra literatura; por ejemplo, en Los cautivos de Argel, de Lope, concretamente en dos acotaciones de la jornada primera. La primera de ellas introduce el diálogo que mantienen Francisco, «morisco del Reyno de Valencia» que anda «en su hábito, como ellos andan», y Dalí Turco de una galeota» 415 . La otra es más incisiva, pues ahonda directamente en dos de las cuestiones que, en la época, se consideraron claves para establecer diferencias con el morisco: el idioma (aquí presente en el nombre) y el propio vestido: «Sale Dalí, y el morisco que salió al principio, ya en hábito de Moro, y llamado Fuquer» 416 , acotación que precede al intercambio de pareceres en el que se relata el regreso al islam del propio Fuquer: FUQUER: Paréceme mejor este vestido. DALÍ: Estás, Francisco, más galán el doble. FUQUER: No me llames Francisco. DALÍ: No es posible llamarte de otra suerte, hasta que vayas a la Mequita, y niegues, como suelen los Christianos, la Fe que allá tomaste. FUQUER: Pues si yo era Morisco. DALÍ: Esso qué importa, que en efecto te dieron el Bautismo; ve donde digo, porque juntos vamos a la Mequita, y nuestra Seta jures. FUQUER: Pues voy a hablar al Faquí. DALÍ: Yo aguardo 417 .

En otras ocasiones, la distinción entre lo moro/turco y lo morisco se diluye. Lope incide en ello cuando Hipólito e Isabel, personajes de Virtud, pobreza y mujer (1625), salen a escena «en hábito de moros», artificio que, según reconoce 252

más adelante el propio Hipólito, ha sido suficiente para no ser identificados como cristianos en tierras musulmanas: HIPÓLITO: Con la nueua que tuue que viuía Carlos en Tremecén, doblando el Cabo, vine a vista de Argel y Bugía. ISABEL: La población de aquesta costa alabo. HIPÓLITO: Deshizo a Tremecén de Argel la embidia que le trataua como a propio esclauo. Tanto, Isabel, la sujeción fastidia. ISABEL: Pequeño Reyno. HIPÓLITO: Quinze millas tiene desde el mar a los montes de Numidia. Estos pocos castillos entretiene por las guerras del Turco, y Carlos Quinto. ISABEL: Veloz el río al mar huyendo viene: ya mi cautiuo e la memoria pinto del Africano Sol todo abrasado, y de la suya mi valor distinto. HIPÓLITO: Que notable es la industria que has pensado de fingirnos Moriscos Españoles, para buscar a Carlos sin cuidado. DALÍ: Ya voy sintiendo los ardientes Soles de aquesta tierra vil 418 .

Si la presencia del moro y del turco resulta habitual en los textos de los autores áureos, el morisco, individualizado como tal, no lo es menos. Distinta cuestión es que la forma literaria que adquiere pueda ajustarse a unos cánones más o menos realistas 419 . En ese sentido, no cabe duda de que, entre los autores, siempre estuvo más o menos clara la existencia de diferencias y que estas debieron ser lo suficientemente explícitas como para que no fuera obligatorio ni necesario añadir nada más. Amar después de la muerte es uno de los textos en los que más presente se hace ese morisco vestido de morisco que 253

aparece en el teatro áureo. Calderón nos proporciona la primera referencia a dicho aspecto en una acotación temprana. La escena, primera de la obra, tiene lugar en casa de Cadí, quien charla con Alcuzcuz en presencia de otros granadinos, a los que el autor imagina «vestidos a lo morisco, [con] casaquillas, y calçoncillos, y las Moriscas, [con] jubones blancos» 420 . El empleo de la didascalia fue uno de los recursos de los que los dramaturgos se sirvieron a la hora de individualizar al cristiano nuevo. Lo encontramos, por ejemplo, en El baile de los moriscos (1616), obrita de la que da noticia Auladell, donde se prescribe que los músicos que participan en una de sus piezas vayan «en hábito de moros» 421 . Calderón lo empleará de nuevo en la segunda jornada del Tuzaní de la Alpujarra, cuando intenta caracterizar como «moriscos» a los actores que, tras el diálogo mantenido por Alcuzcuz y Garcés, acompañan a Válor e Isabel en la escena 422 y muchos años después en El gran príncipe de Fez 423 . Junto a este tipo de informaciones, quizás demasiado generales, hubo otras más concretas. Entre ellas pueden destacarse las relativas al uso de joyas, prendas que sabemos que fueron muy apreciadas por las moriscas granadinas. Dicho extremo, ampliamente documentado a través de las fuentes de archivo, es presentado en La pícara Justina (1605), donde López de Úbeda hace uso de cierta socarronería al poner en liza la supuesta avaricia morisca, uno de los argumentos ya presentes en el ideario popular por aquel entonces y del que harían uso más tarde los apologistas: El mayor presente que por entonces pensaba yo que se podía hacer a una mujer de mi estofa era una sortija de latón morisco y, a lo sumo, de plata, y cuando llegaba a ser sobredorada, venía a perder la senda de la consideración y pensaba que era el finis terrae de los presentes, que, como dice el refrán, En estómago villano, no cabe el pavo 424 .

Dicho recurso también es presentado en Amar después de la muerte, pero con un tono más dramático y opuesto, dado 254

que, para dignificar al morisco, Calderón invertirá los términos y hará avaro a Garcés, el soldado a manos de quien fallece Clara, la amada de Tuzaní 425 : GARCÉS: Entré tras ella; y estaba tan alhajada de joyas, tan guarnecida de galas, que más parecía que amante prevenía, y esperaba bodas que exequias. Yo viendo tal belleza, quise darla la vida, como al rescate saliese fiadora el alma. Apenas, pues, me atreví a asirla una mano blanca, cuando me dijo: «Cristiano, si es más ambición que fama mi muerte —pues con la sangre de una mujer más se mancha que se acicala el acero—, estas joyas satisfagan tu hidrópica sed, y deja limpio el lecho, la fe intacta de un pecho, donde se encierran misterios que aún él no alcanza». Llegué a los brazos…

Como puede observarse, solo son ejemplos puntuales, que apenas sirven para contextualizar escenas concretas y que ahondan en esa visión de un morisco excesivamente genérico, poco caracterizado en lo indumentario, que ya hemos visto que procede del propio Lope. Su importancia, por tanto, es relativa, a veces incluso anecdótica, dado que, en modo alguno, puede decirse que contribuyan a definir al cristiano nuevo de manera categórica. En otro nivel de apreciación, sí parece ser más importante para los dramaturgos el hecho de que el vestido, como el resto de las manifestaciones socioculturales de la minoría, constituyó un elemento disonante con la realidad legal que se quiso imponer a la minoría. En ese sentido, las menciones no son más numerosas, pero sí es cierto que los autores se hacen 255

eco de una realidad que, en la época, fue muy tenida en cuenta. Nuevamente es Calderón quien se afana por presentar el asunto del vestido como una de las causas que motivó el alzamiento morisco. Las referencias a tal asunto, puestas en boca de Juan Malec, viejo morisco que forma parte del cabildo granadino, son claras en ese sentido y recuerdan mucho al discurso, ya comentado, que Hurtado de Mendoza puso en boca de Hernando el Zaguer: MALEC: Reportaos todos, amigos, del susto que el verme os causa. Hoy entrando en el cabildo, envïó desde la sala del rey Felipe Segundo el presidente una carta, para que la ejecución de lo que por ella manda de la ciudad quede a cuenta. Abriose, empezó en voz alta a leerla el secretario del cabildo; y todas cuantas instrucciones contenía, todas eran ordenadas en vuestro agravio. ¡Qué bien pareja del tiempo llaman a la fortuna, pues ambos, sobre una rueda y dos alas, para el bien o para el mal, corren siempre y nunca paran! Las condiciones, pues, eran algunas de las pasadas, y otras nuevas que venían escritas con más instancia; en razón de que ninguno de la nación africana —que hoy es caduca ceniza de aquella invencible llama en que ardió España— pudiese tener fiestas, hacer zambras, vestir sedas, verse en baños, ni oírse en ninguna casa hablar su algarabía, sino en lengua castellana 426 .

El discurso de Malec hace referencia a un momento muy 256

concreto de la particular historia de los moriscos granadinos, que no pasa desapercibido al Calderón que intenta hacer comprender a los españoles del XVII las causas que motivaron la rebelión alpujarreña. En ese sentido, y en lo que concierne al tema que nos ocupa ahora, son de especial interés los últimos versos de la cita que presentamos, donde zambras, fiestas y algarabía son colocados al mismo nivel que el «vestir sedas». Con todo, ese testimonio encuentra su opuesto al comienzo de la segunda jornada, cuya acción —según Checa — se desarrolla en un «lugar indeterminado de la región montañosa de las Alpujarras granadinas […] unos tres años después de los sucesos referidos en la jornada primera» 427 . En el transcurso de esa escena, don Juan de Mendoza, uno de los líderes militares cristianos 428 , narra los pormenores de la guerra al mismo don Juan de Austria: MENDOZA: Pues oye atentamente.

[…] Coronado pues el Válor, la primera cosa que ordena fue, por oponerse en todo a las pregmáticas nuestras —o por tener por las suyas a su gente más contenta—, que ninguno se llamara nombre cristiano, ni hiciera ceremonia de cristiano; y porque su ejemplo fuera el primero, se firmó el nombre de Abenhumeya, apellido de los reyes de Córdoba, a quien hereda. Que ninguno hablar pudiese sino en arábiga lengua, vestir sino traje moro, ni guardar sino la secta de Mahoma… 429 .

Se trata de dos testimonios complementarios. Tanto el morisco que se queja de los agravios de los cristianos viejos 257

como el soldado que da cuenta de los desórdenes moriscos son empleados por el literato para informar a su público de una realidad demasiado alejada en el tiempo. No en vano, la rebelión alpujarreña tuvo lugar décadas antes de que se publicara la obra. Corrían nuevos aires en torno a la consideración que el cristiano nuevo merecía al público de aquella España barroca y ya conocemos que Calderón afrontó su redacción libre de los prejuicios de aquellos autores que habían convivido con el asunto morisco. También desprovisto de presiones político-sociales. No obstante, y a pesar de ello, el autor se comporta como una suerte de cronista para su público, tratando de informar de aquellos aspectos que pueden resultar claves para la comprensión del fenómeno histórico que se sitúa en las bambalinas de su texto. Es en ese marco donde cabe situar las referencias al uso de la «arábiga lengua» y al vestido, porque, de entre todos los caracteres que podían recordar al morisco, ambos fueron los que resultaron más visibles y se asociaron más fácilmente a la configuración del estereotipo ligado al cristiano nuevo, siquiera para caracterizarlo inicialmente. Sin embargo, más allá de ese uso meramente descriptivo, la neutralidad de Calderón es evidente. Quizás también su interés en dignificar a los personajes conversos. Los tiempos en los que el empleo negativo de tales caracteres estaba en liza ya habían quedado atrás. El morisco en el que lengua y vestimenta se empleaban para identificar al mal cristiano nuevo eran cosa del pasado 430 . Tanto que el autor hace uso de ese estereotipo para caracterizar a sus moriscos, pero termina por superarlo, ya que, con su empeño personal, el Tuzaní representa no solo los valores de su pueblo sino «ideas universales, aplicables en cualquier contexto histórico o geográfico» 431 y no solo en la Granada del último tercio del XVI. 1 Mercedes Abad Merino y Juan F. Jiménez Alcázar, «Ítem si sabe…: el testigo morisco en los pleitos

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civiles castellanos», en M. José Rubiera Mata (coord.), Carlos V, los moriscos y el islam, Madrid-Alicante, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V-Universidad de Alicante, 2001, pág. 28. 2 Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus…», op. cit., pág. 251. 3 Joaquín Gil Sanjuán, «Estudio preliminar», en Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., págs. lxxxvi-lxxxvii. 4 Francisco Alía Miranda, Métodos de investigación histórica, Madrid, Síntesis, 2016, pág. 162. 5 Raphael Carrasco, «Historia y Literatura», en Irene Andrés-Suárez (ed.), Las dos grandes minorías étnico-religiosas en la literatura española del Siglo de Oro: los judeoconversos y los moriscos, París, Les Belles Lettres, 1995, págs. 16-17. 6 Ibídem, pág. 27. 7 Joaquín Gil Sanjuán y Juan A. Sánchez López, «Iconografía y visión histórico-literaria de Granada a mediados del Quinientos», Chronica Nova, 23, 1996, pág. 74. 8 Una importante aproximación desde el estudio de la alteridad que nos puede servir de base se encuentra en François Crémoux, «Le pèlerin au XVI ème siècle: images de l’Autre accepté et refusé», en Augustin Redondo (dir.), Les représentations de l’Autre…, op. cit., págs. 107-120, y en Ilaria Sabbatini, «“Io ci vidi molti saracini”. La rappresentazione del mondo musulmano del Vicino Oriente nell’odeporica di pellegrinaggio tardo medioevale», Giornale di storia, 4, 2010, págs. 1-18. 9 En el caso español, una de las más recientes publicaciones al respecto ha sido Pedro Martínez García, El cara a cara con el otro…, op. cit. Véase también Joaquín Gil Sanjuán, «Relatos históricos y representaciones visuales del Siglo de Oro según los viajeros extranjeros», en Joaquín Gil Sanjuán y M. Isabel Pérez de Colosía Rodríguez, Imágenes del poder. Mapas y paisajes urbanos del Reino de Granada en el Trinity College de Dublín, Málaga, Junta de Andalucía, 1997, págs. 151-356. 10 Francisco Guerrero, El viaje de Hierusalem, Alcalá de Henares, A. Sánchez de Ezpeleta, 1611 (1590), cap. 1, fol. 3. 11 Amanda Wunder, «Western travelers, Eastern antiquities, and the image of the Turk in Early Modern Europe», Journal of Early Modern History, 7 (1-2), 2003, págs. 89-119. 12 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El imaginario sobre los turcos en el mundo hispánico: El Viaje de Turquía y sus fuentes», en Alain Servantie (ed.), L’Empire ottoman…, op. cit., págs. 47-65. Sobre las primeras incursiones de la Corona catalanoaragonesa en el Mediterráneo para conocer al turco, véase Joan Molina Figueras, «Sotto il segno d’Oriente. La Monarchia Catalano-Aragonese e la ricerca del sacro nelle terre del Levante Mediterráneo», en Ingrid Baumgârtner et al. (eds.), Representations of Power at the Mediterranean Borders of Europe (12th-14th Centuries), Florencia, ISMEL / Edizioni del Galluzzo, 2014, págs. 71-90. 13 Emilio Sola, «La frontera mediterránea y la información: claves para el conocimiento del turco a mediados del siglo XVI», en Alain Servantie (ed.), L’Empire ottoman…, op. cit., pág. 305; Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Cristianos y musulmanes ante el espejo…», op. cit., págs. 151-156. 14 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes…», op. cit., pág. 66. 15 Se ha publicado mucho al respecto, pero recomendamos la lectura de Alicia Cámara (ed.), El dibujante ingeniero al servicio de la monarquía hispánica. Siglos XVI-XVIII, Madrid, Fundación Juanelo Turriano, 2016. 16 Richard L. Kagan, «La corografía en la Castilla moderna. Género, historia, nación», Studia Historica. Historia Moderna, 13, 1995, págs. 47-59; del mismo autor, «Clío y la corona: escribir historia en la España de los Austrias», en Richard L. Kagan y Geoffrey Parker (eds.), España, Europa y el mundo Atlántico. Homenaje a John H. Elliott, Madrid, Marcial Pons, 2001, págs. 113-147. 17 Sobre esta obra y otras similares, véase Antonio Urquízar Herrera, «Gregorio López Madera y las falsas antigüedades fenicias de Granada (1601) en el contexto metodológico de los estudios anticuarios de Ambrosio de Morales y Pedro de Ribas», en Borja Franco et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 409-424; del mismo autor, Admiration and Awe…, op. cit.; Fernando Marías, «Haz y envés de un

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legado: la imagen de lo islámico en la cultura del Renacimiento y el Barroco», en La imagen romántica del legado andalusí, Granada, 1995, págs. 105-113. 18 Entre otras ediciones, hemos utilizado José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros por España y Portugal, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1999; así como Javier Liske, Viajes de extranjeros por España y Portugal en los siglos XV, XVI y XVII, Madrid, Casa Editorial de Medina, 1878. 19 M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos…, op. cit., pág. 177; Georg Braun y Franz Hogenberg, Cities of the World. Complete Editions of the Colour Plates of 1572-1617, ed. de S. Füssel y J. Althoff, Colonia, Taschen, 2008, pág. 36. 20 Autores como Gil Sanjuán opinan que, incluso, es desmesurado el número de representaciones que hace de moriscos en comparación con los cristianos viejos, tildándolo de maurófilo por ello. Véase Joaquín Gil Sanjuán, «Relatos históricos y representaciones visuales…», op. cit., pág. 19. 21 Andrea McKenzie Satterfield, The assimilation of the marvelous other. Reading Cristoph Weiditz’s Trachtenbuch (1529) as an ethnographic document, tesis doctoral inédita, University of South Florida, 2007; Ulinka Rublack, Dressing Up. Cultural Identity in Renaissance Europe, Oxford, Oxford University Press, 2010, págs. 59-60 y 186-191. Sabemos que en recientes fechas se ha defendido una tesis doctoral sobre este asunto en Cambridge University, a cargo de Katherine Bond, a la que no hemos podido tener acceso, a pesar de haber mantenido contacto con la autora, quien nos garantizó su publicación inminente. Esta podría ayudarnos a aportar nuevos datos a nuestra propuesta de estudio. 22 Joaquín Gil Sanjuán, «Relatos históricos…», op. cit., págs. 202-203; Ulinka Rublack, Dressing Up…, op. cit., pág. 188. 23 Entre otros, véanse Richard Kagan (dir.), Ciudades del Siglo de Oro. Las vistas españolas de Anton Van den Wyngaerde, Madrid, El Viso, 1986; Montserrat Galera i Monegal, Antoon van den Wijngaerde, pintor de ciudades y de hechos de armas en la Europa del Quinientos. Cartobibliografía razonada de los dibujos y grabados, y ensayo de reconstrucción documental de la obra pictórica, Barcelona, Fundación Carlos de Amberes e Institut Cartogràfic de Catalunya, 1998. 24 Fernando Marías, El largo siglo XVI…, op. cit., pág. 202. 25 La publicación en la que defiende esta postura de un modo más extenso es Barbara Fuchs, Exotic Nation..., op. cit. 26 Véase, por ejemplo, Amadeo Serra Desfilis, «La belleza de la ciudad: el urbanismo en Valencia, 13501410», Ars Longa, 2, 1991, págs. 73-80; del mismo autor, «Convivencia, asimilación y rechazo del arte islámico en el Reino de Valencia desde la conquista cristiana hasta las Germanías (ca. 1230-ca. 1520)», en Luis Arciniega (ed.), Memoria y significado: uso y recepción de los vestigios del pasado, Valencia, Universitat de València, 2013, págs. 33-60. 27 Christine Gadrat, «La description des religions orientales par les voyageurs occidentaux en Orient et son impact sur les débats théologiques», en José Martínez Gázquez y John Tolan (coords.), Ritvs infidelivm. Miradas interconfesionales sobre las prácticas religiosas en la Edad Media, Madrid, Casa de Velázquez, 2013, págs. 73-83. 28 Estas ideas son defendidas con mayor ímpetu por algunos investigadores, como McKenzie, quien entiende que se da un juego de construcción de identidades en estas representaciones. Véase Andrea McKenzie Satterfield, The assimilation of the marvelous other…, op. cit., pág. 26. 29 Lo hizo aproximadamente entre 1494 y 1495, aunque su obra permaneció inédita hasta el siglo XX, por lo que no tuvo gran trascendencia en su momento. Hemos utilizado la siguiente edición: Jerónimo Münzer, Viaje por España y Portugal, Madrid, Polifemo, 1991. 30 Antonio de Lalaing (Señor de Montigny), «Primer viaje de Felipe el Hermoso a España en 1501», en José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros…, op. cit., vol. I, págs. 402-517. 31 Andrés Navagero, «Viaje por España del magnífico Micer Andrés Navagero, embajador de Venecia, al Emperador Carlos V», en José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros…, op. cit., vol. II, págs. 13-47. Las descripciones de los moriscos las expone no solo en este texto, sino en otro similar con las mismas palabras: Andrés Navagero, «Cartas de Micer Andrés Navagero, gentilhombre veneciano, a M. Juan Bautista Ramusio», en José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros…, op. cit., vol. II, págs. 47-62.

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32 Catherine Gaignard, «La société andalouse au XVI e siècle d’après les dessins d’Enea Vico, de Weiditz et de Hoefnagel», en Jean Louis Guereña (dir.), Image et transmission des savoirs dans les mondes hispaniques et hispano-américains, Tours, Presses Universitaires François-Rabelais, 2007, pág. 19. 33 Sobre este aspecto, y como punto de partida, véanse Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno de la mujer granadina», en Las mujeres y la ciudad de Granada en el siglo XVI, Granada, Ayuntamiento de Granada, 2000, págs. 177-188, y Rachel Arié, «Acerca del traje musulmán en España», Revista del Instituto de Estudios Islámicos en Madrid, 13, 1965-1966, págs. 103-118. 34 Catherine Gaignard, «La société andalouse…», op. cit., pág. 21. 35 Joaquín Gil Sanjuán, «Relatos históricos y representaciones…», op. cit., págs. 203-204. 36 Jerónimo Münzer, Viaje por España…, op. cit., pág. 129. 37 M. Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 60. 38 Sobre la idea de la mujer como mantenedora del islam en la vida privada se ha escrito mucho, pero para un análisis sintético y certero, véase Mary Elizabeth Perry, «Moriscas and the Limits of Assimilation», en Mark Meyerson y Edward English (eds.), Christian, Muslims, and Jews in Medieval and Early Modern Spain. Interaction and Cultural Change, Indiana, University of Notre Dame Press, 2000, págs. 274-289. 39 Para el estudio de este tratado hemos utilizado la versión de Margaret Rosenthal y Ann R. Jones, Cesare Vecellio’s Habiti Antichi et Moderni. The Clothing of the Renaissance World, Nueva York, Thames & Hudson, 2008. 40 Para él, pues, la figura de la morisca es una curiosidad etnológica que se refuerza, por ejemplo, en la representación que hace de la mujer soltera granadina. El tratamiento que presenta de su figura es equiparable, en la forma de abordarlo y en el interés preorientalista que se deduce del mismo, al de otras mujeres peninsulares. Así ocurre en el caso de la mujer toledana, a la que hace portadora de una suerte de turbante turco. Dicha moda no era nada habitual en la península ibérica, pero el mero hecho de plasmarla sirve a Vecellio para conectar con el pasado islámico de la ciudad, como si quisiera dar un toque islamizante a todas las mujeres que habitaron en lugares donde persistieran huellas patrimoniales musulmanas. Lo mismo sucede cuando define a la «citella» española, cuando habla de que llevaban un manto como las venecianas (otra zona donde el elemento oriental estaba presente por los contactos con los turcos). 41 Es habitual esta conformación de la alteridad de «gabinete», para nada objetiva, sino creada a través de relatos que sirven para concebirla. Sobre este asunto ha trabajado ampliamente Todorov, quien estableció tres planos de construcción de la alteridad, en la que destacaba el epistemológico, donde se plasmaba o no el conocimiento de la otredad. Véanse Tzvetan Todorov, La Conquista de América. El problema del otro, México, Siglo XXI, 1998, págs. 195-212; Rolena Adorno, «Todorov y De Certau: la alteridad y la contemplación del sujeto», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 33, 1991, págs. 5158. 42 Sobre la influencia de este tratado en España, véanse Cristina Igual Castelló e Inmaculada Rodríguez Moya, «Sultanes, guerreros y mercaderes: tipos orientales en el Real Colegio Seminario del Corpus Christi de Valencia», en Esther Almarcha et al. (eds.), El Greco en su IV Centenario: patrimonio hispánico y diálogo intercultural, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2016, págs. 487-505; José Julio García Arranz, «Entre el miedo y la curiosidad: tendencias y variantes en la imagen europea del turco durante los siglos XV y XVI», en Rosario Camacho Martínez et al. (eds.), Fiestas y mecenazgo en las relaciones culturales del Mediterráneo en la Edad Moderna, Málaga, Universidad de Málaga, 2012, págs. 231-259. 43 Para su estudio nos hemos basado en la colección de estampas conservadas en la Biblioteca Nacional de Francia (referencia: FRBNF40356727), así como en las apreciaciones que hiciera al respecto Díez Jorge en «Under the same mantle…», op. cit., pág. 61. 44 Para mayor detalle, véase Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos. Vida y tragedia de una minoría, Madrid, Alianza, 1997, págs. 17-33. 45 Augustin Redondo, «L’image du morisque (1570-1620), notamment à travers les “pliegos sueltos”. Les variations d’une altérité», en Augustin Redondo (dir.), Les représentations…, op. cit., pág. 27. Véase

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también Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura española», en Actas del XIII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2017, pág. 139. 46 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «El romancero morisco de Pedro de Padilla en su Thesoro de varia poesía», en Isaías Lerner et al. (coords.), Actas del XIV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Madrid, Juan de la Cuesta, 2004, vol. II, pág. 92. 47 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada en la literatura, Granada, Universidad de Granada, 1989, pág. 49. Cuestión de la que también se hacen eco Augustin Redondo y, más recientemente, Mohamed Saadan en Entre la opinión pública…, op. cit., págs. 235 y ss. 48 Véase, por ejemplo, el trabajo citado más arriba de Bernabé Pons, construido en torno a lo que el autor denomina paradoja literaria hispana, donde conviven dos formas contrapuestas y, por momentos coetáneas, de ver al morisco. 49 Juan Manuel Cacho Blecua, «Entre la atracción y el rechazo: apuntes sobre el moro en la lengua y la literatura castellana medieval», en Actas del XII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2013, págs. 5-36. 50 Manuel Alvar, El Romancero. Tradicionalidad y pervivencia, Barcelona, Planeta, 1970, pág. 93. En similares términos se manifiesta José M. Perceval, Todos son uno…, op. cit., pág. 197. Dentro de la poesía culta del XV, Carrasco Urgoiti da noticia de una de las serranillas incluidas por Marcelino Menéndez Pelayo en su Antología de poetas líricos castellanos (Santander, CSIC, 1944-1946, vol. VII, págs. 101-102), recuperada, a su vez, por el autor cántabro del discurso de contestación de Aureliano Fernández-Guerra al de ingreso de su hermano Luis en la Academia Española: Memorias de la Academia Española, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1873, tomo IV, págs. 570-572. La composición, anónima, se ambienta en Antequera en el momento en el que una mora invita a un soldado castellano a que tome la ciudad y contiene una breve descripción del atuendo con que va vestido el marido de la protagonista, un tipo «non muy pequenno» y «barbicano» en quien destacan sus borceguís de cordobán y su aljuba «de seda y oro texida»: «(47) ¡Sí, ganada es Antequera!… / Es un moro barbicano De cuerpo non muy pequenno; (50) Y aunque vive non muy sano, Tien’ el gesto falagüenno. Mi palabra y fe t’empenno Que aljuba lleva vestida, De seda y oro texida, (55) D’aquesta misma manera. ¡Sí, ganada es Antequera!… / Porque non padezcas yerros, / Lleva más (escucha e cata) Una lanza con dos fierros, (60) Qu’ al que hiere luego matà; Caparaçon d’ escarlata Con el caballo alaçán, Borceguís de cordován, (64) Y de plata la grupera». 51 Augustin Redondo, «Moros y moriscos en la literatura española de los años 1550-1580», en Irene Andrés-Suárez (ed.), Las dos grandes minorías…, op. cit., pág. 54. 52 Mary B. Quinn, The Moor and the Novel…, op. cit., pág. 11. 53 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. 36. En torno a este asunto, Angus Mackay, «Los romances fronterizos como fuente histórica», en Cristina Segura Graíño (coord.), Relaciones exteriores del Reino de Granada, Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 1998, páginas 273-285. 54 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. 40. 55 Ibídem, pág. 36. 56 Víctor de Lama y Emilio Peral Vega, «Introducción», en El Abencerraje y la hermosa Jarifa, ed. de Víctor de Lama y Emilio Peral Vega, Madrid, Castalia, 2000, pág. 19. 57 A modo de ejemplo, se fija en la relativa a esos enfrentamientos en Orán y publicada en Sevilla en 1554. Augustin Redondo, «Moros y moriscos…», op. cit., págs. 58-64. 58 Augustin Redondo, «L’image du morisque…», op. cit., pág. 21. 59 Ibídem, pág. 22. 60 Francisco Márquez Villanueva, «La criptohistoria morisca (Los otros conversos)», Cuadernos Hispanoamericanos, 390, 1982, pág. 521; Mary B. Quinn, The Moor…, op. cit., pág. 67. 61 José M. Perceval, Todos son uno…, op. cit., pág. 197. 62 Luis Morales Oliver, La novela morisca de tema granadino, Madrid, Universidad Complutense, 1972, pág. 23.

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63 Ibídem, págs. 26-31. 64 Ibídem, págs. 24-26. 65 Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 101. 66 Acerca de su autoría, Eugenia Fosalba Vela, «Notes on the possibility of Jerónimo Jiménez de Urrea being the author of “The Abencerraje”», Crítica Hispánica, 37 (2), 2015, págs. 7-32, y Antonio Rey Hazas, «Sobre los romances moriscos de Padilla y “El Abencerraje”: ¿era Padilla morisco?», Edad de Oro, 32, 2013, págs. 327-350. Sobre las razones que pudieron empujar a su autor a ese anonimato y el contexto contrarreformista de la época, véase André Stoll, «Abindarráez y Narváez. El último de los Abencerrajes, un cristiano noble y la persecución de los judíos conversos: un cuento del Renacimiento español», en André Stoll (coord. y dir.), Averroes dialogado…, op. cit., págs. 155-156. Acerca de los autores que han abogado por un origen converso o morisco, Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit., pág. 109. 67 El Abencerraje…, op. cit., pág. 28. 68 Francisco López Estrada, «Siglos de Oro: Renacimiento», en Francisco Rico (ed.), Historia y crítica de la literatura española, Barcelona, Crítica, 2004, pág. 312. En torno a la «personalidad histórica» del morisco, Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus…», op. cit., pág. 252. 69 Francisco López Estrada, «Siglos de Oro…», op. cit., pág. 314. 70 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. 49. 71 Luis Morales Oliver, La novela morisca…, op. cit., pág. 24. 72 En torno a sus primeras ediciones, véanse Ashraf Anwar, El elemento islámico en la literatura castellana renacentista: cruzada, conversión y convivencia, tesis doctoral inédita, Universidad de Córdoba, 2010, págs. 96-97, y Lisette Balabarca Fataccioli, «El enemigo musulmán en “El Abencerraje”: Abindarráez, los moriscos y la personificación de la derrota», eHumanista/Conversos, 3, 2015, páginas 230-232. 73 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. 58. 74 Augustin Redondo, «Moros y moriscos…», op. cit., pág. 67. 75 Ashraf Anwar, El elemento islámico…, op. cit., págs. 98-99. 76 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 147. Sobre la presencia morisca en la ciudad, Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, En los márgenes de la ciudad…, op. cit., y Michel Boeglin, Entre la Cruz y el Corán. Los moriscos en Sevilla (1570-1613), Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 2010. 77 Así, y como indica el propio Bernabé, el engaño en el que desarrollan su historia los protagonistas es más propio de la vida de los propios moriscos que de la existencia de dos enamorados moros de finales de la Edad Media. Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 146. 78 Sirvan al respecto dos ejemplos: de la primera situación el uso que, del árabe, hace Daraja con el jardinero Ozmín, que llega a despertar desconfianza en la casa sevillana de don Luis de Padilla. De lo segundo la descripción del propio Ozmín: «tan diestro estaba en la lengua española, como si en el riñón de Castilla se criara y hubiera nacido en ella». Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, ed. de E. Miralles, Barcelona, Bruguera, 1983, págs. 110 y 105, respectivamente. 79 Ibídem, pág. 106. 80 Luis Morales Oliver, La novela morisca…, op. cit., págs. 163-164. Morales habla de la «españolidad suntuaria» de los moros de Granada para definir un tipo de vestuario asociado a la tradición islámica hispana, propia de al-Ándalus, pero utilizada también en el mundo cristiano. 81 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de zegríes y abencerrajes (primera parte de las Guerras Civiles de Granada, ed. de P. Blanchard-Demouge, Granada, Universidad de Granada, 1999. 82 Juan Martínez Ruiz, «Estudio preliminar», en M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. xxv. Sobre la vida y orígenes de Pérez de Hita, así como su convivencia con el fenómeno morisco y las circunstancias en que se escribieron las Guerras Civiles, véase M. Soledad Carrasco Urgoiti,

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«Experiencia y fabulación en las Guerras Civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita», Miscelánea de estudios árabes y hebraicos, 42-43 (1), 1994-1993, págs. 49-56. También Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 121. 83 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Experiencia y fabulación…», op. cit., pág. 50. 84 Anwar Ashraf, El elemento islámico…, op. cit., pág. 109. 85 Ibídem, pág. 110. 86 Francisco Márquez Villanueva, «La criptohistoria…», op. cit., pág. 529. El propio Márquez defendió que, en la primera parte, caballeros moros y cristianos comparten esa ética y que únicamente les diferencia el traje, cuestión que califica como una adiaphora, un mero accidente, y que refuerza su teoría de que el enfrentamiento entre moriscos y cristianos viejos pudo tener mucho más de cultural que de religioso. Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 122. 87 Francisco López Estrada, «Siglos de Oro…», op. cit., pág. 315. 88 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Experiencia y fabulación…», op. cit., pág. 58. 89 Sobre el romancero morisco se ha escrito muchísimo. Basten las referencias siguientes, ya antiguas, para introducirse en un tema en el que, por otra parte, y dadas las características de nuestro trabajo, no es necesario repetir ideas ya conocidas: José Fradejas Lebrero, «El romancero morisco», Cuadernos de la Biblioteca Española de Tetuán, 2, 1964, págs. 39-74; Manuel Alvar, El Romancero…, op. cit.; Amelia García Valdecasas, El género morisco en las fuentes del «Romancero General», Alzira, UNED, 1987. Más reciente, José Luis Eugercios Arriero, «Cuando la corte mira a la frontera. Génesis y disolución del romancero morisco», en Antonio Rey Hazas et al. (coords.), La Corte del Barroco. Textos literarios, avisos, manuales de corte, etiqueta y oratoria, Madrid, Polifemo, 2016, páginas 655-681. 90 Manuel Alvar, El Romancero…, op. cit., pág. 95. 91 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 144. 92 Ana Corbalán Vélez, «Aproximación a la imagen…», op. cit., pág. 27. 93 Manuel Ruiz Lagos (ed.), Moriscos. De los romances del gozo al exilio, Alcalá de Guadaíra (Sevilla), Editorial Guadalmena, 2001, pág. 9. 94 Manuel Alvar, El Romancero…, op. cit., págs. 95-101. 95 Amelia García Valdecasas, El género morisco…, op. cit., pág. 25. 96 Ibídem, págs. 77-80. 97 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «El romancero morisco de Pedro de Padilla en su Thesoro de varia poesía», en Isaías Lerner et al. (ed.), Actas del XIV Congreso…, op. cit., vol. II, pág. 92. 98 Juan Goytisolo, Crónicas Sarracinas, París-Barcelona, Ruedo Ibérico-Ibérica de Ediciones y Publicaciones, 1981, pág. 11. 99 Sobre este asunto, véase M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., páginas 51-53. En relación a su conexión con los de género fronterizo, Antonio Rey Hazas, «Sobre los romances…», op. cit., págs. 337-338. 100 Amelia García Valdecasas, El género morisco…, op. cit., págs. 102-103. 101 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., págs. 51-53. También en Amelia García Valdecasas, El género morisco…, op. cit., pág. 82. 102 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., págs. 82-84. 103 Juan Goytisolo, Crónicas Sarracinas, op. cit., pág. 10. 104 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., pág. 51. Los cambios solo afectan a la frecuencia con que aparecen poemas de tema moro porque, a decir verdad, desde el punto de vista estilístico hay pocas modificaciones. Tan solo cabe observar que las localizaciones de algunos poemas cambian ligeramente, dado que la Granada nazarí comparte ahora espacio con Castilla y el resto de

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Andalucía, como si los anónimos romancistas también hubieran desterrado a los protagonistas de sus historias. 105 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 143. 106 Fernand Braudel, El Mediterráneo…, op. cit., vol. II, págs. 545-554; Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., págs. 175-201; Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 35-56. 107 Valeriano Sánchez Ramos, «La guerra dentro de la guerra: los bandos moriscos en el alzamiento de las Alpujarras», en Actas del VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1999, págs. 507-520; del mismo autor, «La guerra de las Alpujarras (1568-1570)», en Manuel Barrios Aguilera (ed.), Historia del Reino de Granada, tomo II: La época morisca y la repoblación (15021630), Granada, Universidad de Granada / El Legado Andalusí, 2000, págs. 507-542, y «La II campaña del marqués de los Vélez contra los moriscos: las acciones en la Baja Alpujarra (finales de abril al 28 de julio de 1568), Farua, 6, 2003, págs. 35-60. Con un enfoque más internacional, véase también Bernard Vincent, «La guerre des Alpujarras et l’islam méditerranéen», en Ernest Belenguer Cebriá (coord.), Felipe II…, op. cit., págs. 267-276. Para el reparto de los granadinos por Castilla sigue siendo clave y obligada la lectura de Bernard Vincent, «L’expulsion des Morisques du Royaume de Grenade et leur répartition en Castille (1570-1571)», Mélanges de la Casa de Velázquez, 6, 1970, págs. 211-246. Más reciente, puede consultarse también Miguel F. Gómez Vozmediano, «La Guerra de las Alpujarras y la dispersión de los moriscos granadinos. Logística militar y movimientos de población», en Fernando Puell de la Villa y David García Hernán (coords.), Los efectos de la guerra. Desplazamientos de población a lo largo de la historia, Madrid, Instituto Universitario «General Gutiérrez Mellado», 2017, págs. 155-178. 108 Javier Castillo Fernández, La historiografía española del siglo XVI: Luis de Mármol Carvajal y su «Historia del rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada». Análisis histórico y estudio crítico, Granada, Universidad de Granada, 2014, págs. 296-298. 109 Javier Castillo Fernández, «La guerra de los moriscos granadinos en la historiografía de la época (1570-1627)», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (eds.), La historia del Reino de Granada a debate. Viejos y nuevos temas. Perspectivas de estudio, Málaga, Centro de Ediciones de la Diputación Provincial de Málaga, 2004, pág. 694. 110 Antonio Linage Conde y Adela Tarifa Fernández, «La guerra de las Alpujarras y el drama morisco en la mentalidad de dos cronistas jienenses de la época moderna», en José L. Pereira Iglesias et al. (coords.), Felipe II y su tiempo, Cádiz, Universidad de Cádiz / Asociación Española de Historia Moderna, 1999, vol. I, págs. 361-371. 111 Por ejemplo, a través de los testimonios escritos de personajes que fueron testigos directos del conflicto tal y como puso de manifiesto Bernard Vincent al publicar la correspondencia de la comunidad jesuita de Granada durante la propia guerra. Véase Bernard Vincent, «Les Jésuites Chroniqueurs récits de la guerre des Alpujarras», Chronica Nova, 22, 1995, págs. 429-466. Como ejemplo de fuente literaria al margen de los cronistas, puede verse María Sánchez Pérez, «La Guerra de las Alpujarras y la propaganda antimusulmana a través de los pliegos sueltos poéticos del siglo XVI», en Jorge García López y Sónia Boadas Cabarrocas (coords.), Las relaciones de sucesos en los cambios políticos y sociales de la Europa Moderna, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona, 2015, páginas 55-82. 112 Manuel Barrios Aguilera, «La guerra de los moriscos de Granada en el Sumario de Prohezas y casos de guerra de Juan de Arquellada», Chronica Nova, 22, 1995, págs. 410 y 412. 113 Véase en relación a este asunto el ilustrativo esquema de autores e influencias que realiza Javier Castillo Fernández en «La guerra de los moriscos granadinos en la historiografía de la época (1570-1627)», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (eds.), La historia del Reino de Granada…, op. cit., pág. 684. 114 Manuel Barrios Aguilera, Granada morisca, la convivencia negada: historia y textos, Granada, Comares, 2002, pág. 486. 115 Se ha dicho mucho sobre los escritores de la guerra de las Alpujarras. Sin perjuicio de lo que pueda encontrarse en los estudios de carácter específico que más adelante se citarán, pueden mencionarse como útiles para introducirse en el tema los trabajos de Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., págs. 22-31; M. Luisa Candau Chacón, Los moriscos en el espejo del tiempo. Problemas históricos e

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historiográficos, Huelva, Universidad de Huelva, 1998, págs. 24-29; Joaquín Gil Sanjuán, «Estudio preliminar…», op. cit., págs. lx y ss.; Manuel Barrios Aguilera, «Una aproximación biblio-historiográfica a los moriscos granadinos», en Moriscos y repoblación. En las postrimerías de la Granada Islámica, Granada, Diputación Provincial, 1993, págs. 23 y ss., y Javier Castillo Fernández, «La guerra de los moriscos granadinos en la historiografía de la época (1570-1627)», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (eds.), La historia del Reino de Granada…, op. cit., págs. 677-703. 116 Sobre la vida de Hurtado de Mendoza existe una amplia bibliografía, desde los estudios clásicos de Eloy Señán y Raymond Foulché-Delbosc, publicados a finales del siglo XIX, a la monografía de Erika Spivakovsky, de 1970. Del mismo año, puede consultarse también Bernardo Blanco-González, «Introducción», en Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada, Madrid, Castalia, 1970, págs. 7-53. Para más detalle en torno a dichas obras, véanse referencias básicas en Javier Castillo Fernández, «La guerra de los moriscos granadinos…», op. cit., págs. 685-686. En relación a las ediciones del texto, además del anterior, puede consultarse Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza y la Guerra de Granada en su contexto histórico, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2012, págs. 49-67. 117 Francisco López Estrada, «Siglos de Oro…», op. cit., pág. 268. 118 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., págs. 22-23. 119 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 120. En relación a la narración de la guerra, Erika Spivakovsky, Son of the Alhambra: Don Diego Hurtado de Mendoza, 15041575, Austin, University of Texas Press, 1970, págs. 381-396. 120 Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza…, op. cit., págs. 51-52. 121 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., pág. 15. 122 Javier Castillo Fernández «La guerra de los moriscos…», op. cit., págs. 686-687. 123 Sobre la caracterización del hermanastro real, véase Jenny Jordan, Imagined Lepanto: Turks, Mapbooks, Intrigue and Spectacular in the Sixteenth Century Construction of 1571, tesis doctoral inédita, Los Ángeles, University of California, 2004, pág. 131. 124 Bernardo Blanco-González, «Introducción…», op. cit., págs. 68-69; Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., pág. 25. 125 Erika Spivakovsky, Son of the Alhambra…, op. cit., pág. 395. 126 Erika Spivakovsky, «Some notes on the relations between D. Diego Hurtado de Mendoza and D. Alonso de Granada Venegas», Archivum, 14, 1964, págs. 212-232. 127 Antonio Jiménez Estrella, «Nobleza y servicio político a la Monarquía en el siglo XVI: los Mendoza y su vinculación al reino de Granada», Obradoiro de Historia Moderna, 18, 2009, página 31. 128 Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza…, op. cit., pág. 27. 129 Javier Castillo Fernández, «Hurtado de Mendoza: humanista, arabista e historiador», El Fingidor, 21, 2014, pág. 27. Sobre los frutos intelectuales del Renacimiento en Granada, véase también Juan Martínez Ruiz, «El humanismo en Granada (referencias al Inca Garcilaso)», Chronica Nova, 16, 1988, págs. 101-115. 130 Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un Oriente español…, op. cit., páginas 4574; Fernando Rodríguez Mediano, «El arabismo y los límites de la representación. Sobre la erudición orientalista en época moderna», en José A. González Alcantud y A. Stoll (coords.), El Mediterráneo plural en la Edad Moderna: sujeto histórico y diversidad cultural, Barcelona, Anthropos, 2011, págs. 171-190. 131 Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza…, op. cit., pág. 95. 132 Bernardo Blanco-González, «Introducción…», op. cit., pág. 67. 133 Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza…, op. cit., pág. 108. 134 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada, Málaga, Juan René, 1660, libro VII, cap. III, pág. 890. Se cita por la edición de Castillo Fernández (2014), indicando el número de página del texto modernizado. 135 Por ejemplo, y entre otros, en Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión…, op. cit., libro III,

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cap. I, pág. 632, y libro III, cap. IX, pág. 656. 136 Ibídem, libro VI, cap. XVII, pág. 849. En ese contexto, Castillo Fernández defiende que no es casual que incluya referencias concretas a los pactos (incumplidos) de capitulación o al Memorial (versionado) de Muley. Véase Javier Castillo Fernández, La historiografía española…, op. cit., páginas 329-330. 137 En concreto se refiere al episodio en el que El Habaquí comienza la negociación de los términos de paz con los enviados de la Corona, momento en el que se presenta a los moriscos «vestidos a la turquesca, y ellos con sus ropas turcas y sus turbantes en muy buenos caballos». Javier Castillo Fernández, La historiografía…, op. cit., pág. 965, nota 2801. 138 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., pág. 27. 139 Javier Castillo Fernández, «La guerra de los moriscos…», op. cit., págs. 688-689. 140 Vincent Barletta (ed.), A Memorandum for the President of the Royal Audiencia and Chancery Court of the City and Kingdom of Granada, Chicago, University of Chicago Press, 2007, pág. 4. 141 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., págs. 26 y 28. 142 Javier Castillo Fernández, La historiografía española…, op. cit., pág. 364. 143 Valeriano Sánchez Ramos, «El mejor cronista de la guerra de los moriscos: Luis del Mármol Carvajal», Sharq Al-Andalus, 13, 1996, págs. 235-255, y «Luis del Mármol y sus problemas de contabilidad militar», Chronica Nova, 27, 2000, págs. 305-314. También en Ángel Galán Sánchez, «Introducción», en Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión…, op. cit., pág. 9. 144 Sobre Mármol, y aparte del trabajo citado, véanse las aportaciones de Rodríguez Mediano, que inciden en una línea similar a partir del análisis de su vinculación con África: Fernando Rodríguez Mediano, «Luis de Mármol Carvajal. Veintidós años en África», en Exploradores españoles olvidados de África, Madrid, Sociedad Geográfica Española, 2001, págs. 49-80. Del mismo autor, «Luis de Mármol y el humanismo. Comentarios sobre una fuente de la Historia del rebelión y castigo de los moriscos del Reyno de Granada», Bulletin Hispanique, 105 (2), 2003, págs. 371-404, y «El arabismo y los límites de la representación. Sobre la erudición orientalista en época moderna», en José A. González Alcantud y A. Stoll (coords.), El Mediterráneo…, op. cit., págs. 171-190. 145 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., pág. 26. 146 M. Luisa Candau Chacón, Los moriscos…, op. cit., pág. 26. Por otra parte, no ha faltado quien, sin entrar en consideraciones acerca de la relación del autor con los moriscos, ha defendido que el alineamiento de Mármol con la Corona en contra de los rebelados obedece a un deseo del autor de ascender socialmente. Véase Anthony M. Puglisi, «Escritura y ambición: la Historia del rebelión y castigo de los moriscos de Luis del Mármol Carvajal», Investigaciones Históricas, 28, 2008, págs. 141-158. 147 Castillo Fernández lo resume con acierto: «queda de manifiesto que nuestro autor no podía admitir la traición política (insurrección militar) y religiosa (apostasía) de un importante sector de la minoría, pero al mismo tiempo intentaba salvar lo que de positivo tenía esta cultura». Javier Castillo Fernández, La historiografía española…, op. cit., pág. 209. 148 Ángel Galán Sánchez, «Introducción…», op. cit., pág. 14. 149 Javier Castillo Fernández, La historiografía española…, op. cit., pág. 206. 150 Fernando Rodríguez Mediano, «Luis de Mármol…», op. cit., págs. 371-404. 151 Javier Castillo Fernández, La historiografía española…, op. cit., págs. 201-202. 152 Ibídem, pág. 208. 153 Siguiendo la estela de Vincent, Castillo hace un interesante estudio de los apelativos referidos a los moriscos y musulmanes en la Historia del rebelión… (tabla 7, pág. 350) y llega a la conclusión de que en la obra existe una amplia mayoría de términos despectivos o que denotan rechazo a la minoría, pero liga la aparición de los mismos a la cronología referida en el propio libro y demuestra que lo negativo siempre se localiza en los hechos narrados en relación a la rebelión de 1568 (pág. 352). En torno a su visión de la sociedad morisca, véase ibídem, págs. 349-358.

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154 M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos y Ginés…, op. cit., págs. 69-70. 155 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Experiencia y fabulación…», op. cit., pág. 49. 156 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 122. 157 José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit., págs. 53-54. En el mismo sentido, Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos…», op. cit., pág. 161, y M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos y Ginés…, op. cit., págs. 53-54. Sobre el cambio operado en Pérez de Hita y la posterior influencia que el mismo tendrá en la literatura posterior, véase Christina H. Lee, The anxiety of sameness…, op. cit., pág. 191. 158 M. Luisa Candau Chacón, Los moriscos…, op. cit., pág. 27. 159 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Experiencia y fabulación…», op. cit., pág. 69. 160 Joaquín Gil Sanjuán, «Estudio preliminar», en Ginés Pérez de Hita, La Guerra…, op. cit., pág. lxxxv. Al respecto, Carrasco añade que la simpatía de Pérez de Hita por los moriscos no es religiosa, sino social. Véase M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Ginés Pérez de Hita frente al problema morisco», en Eugenio de Bustos Tovar (coord.), Actas del IV Congreso Internacional de Hispanistas, Salamanca, Asociación Internacional de Hispanistas-Universidad de Salamanca, 1982, vol. 1, pág. 278. 161 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos…», op. cit., pág. 161. 162 Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., págs. 15 y 28-29. 163 Luce López-Baralt, Islam in Spanish Literature. From the Middle Ages to the Present, Leiden, Brill, 1992, pág. 243. 164 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 146. 165 M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos y Ginés…, op. cit., pág. 114. 166 Luce López-Baralt, La literatura secreta de los últimos musulmanes de España, Madrid, Trotta, 2009, pág. 75. 167 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Ginés Pérez de Hita frente al problema morisco…», op. cit., págs. 272 y 274-275. También en M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Experiencia y fabulación…», op. cit., pág. 69. Las referencias concretas en Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XII, pág. 127, y cap. XXIV, pág. 339. 168 Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos, según Pérez de Hita y los documentos de la Alhambra», Cuadernos de la Alhambra, 3, 1967, pág. 61. 169 Ibídem, págs. 62-63. 170 Martínez Ruiz solo hace una precisión en relación al uso del término «marlota», que no aparece en los inventarios consultados por él, pero que sí era conocido en España en aquel momento tal y como prueba el hecho de que Nebrija lo emplee (véase Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria…», op. cit., pág. 63). De hecho, y tal y como podremos comprobar en capítulos sucesivos, no era una prenda desconocida en la Castilla rural de finales del siglo XVI, si bien, y curiosamente, no hemos podido documentar su uso en moriscos, sino en cristianos viejos. 171 «Y parecen espíritus, cuando se las encuentra por la noche». Antonio de Lalaing (Señor de Montigny), «Primer viaje de Felipe el Hermoso…», op. cit., pág. 445. 172 La bibliografía sobre el idioma de los moriscos es muy amplia. Sin ánimo de exhaustividad, y solo a título introductorio, véanse José M. Perceval, «Algarabía, ¿lengua o alboroto callejero?», Manuscrits, 3, 1986, págs. 117-127; Bernard Vincent, «Reflexión documentada sobre el uso del árabe y las lenguas románicas en la España de los moriscos (siglos XVI-XVII)», Sharq Al-Andalus, 10-11, 1993-1994, págs. 731-748; Eugenio Císcar, «“Algarabía” y “algemía”. Precisiones sobre la lengua de los moriscos en el Reino de Valencia», Al-Qantara 15 (1), 1994, págs. 131-162; Luis F. Bernabé Pons y M. Jesús Rubiera Mata, «La lengua de mudéjares y moriscos. Estado de la cuestión», en VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 1999, págs. 601-608; Luis F. Bernabé Pons, «“Por la lengua se conoce a la nación”. Los moriscos y sus idiomas», Alborayque, 3, 2000, págs. 114-119; Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Notas sobre la escritura árabe y documentos escritos de los moriscos manchegos antes y

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después de la expulsión», Ámbitos, 22, 2009, págs. 51-63, y «El árabe de los moriscos castellanos. ¿Herramienta ritual o vehículo de cohesión sociocultural?», en José A. Silva Tavim et al. (eds.), In the Iberian…, op. cit., págs. 164-185. 173 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 110. 174 Ibídem, pág. 132. 175 Andrés Navagero, «Viaje por España…», op. cit., pág. 31. 176 Bernard Vincent, «Reflexión documentada…», op. cit., pág. 739. 177 Ibídem, págs. 742-743. 178 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 104. 179 Ibídem, pág. 105. 180 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XXII, pág. 294. 181 Ibídem, cap. XXIV, pág. 325. 182 Ibídem, cap. XXII, pág. 297. 183 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Perfil del pueblo morisco según Pérez de Hita (Notas sobre la “Segunda parte de las guerras civiles de Granada”)», Revista de dialectología y tradiciones populares, 36, 1981, págs. 53-84. Acerca de la influencia del Tuzaní de Pérez de Hita en la literatura posterior, véanse Jorge Checa, «Introducción», en Pedro Calderón de la Barca, Amar después de la muerte, ed. de Jorge Checa, Kassel, Edition Reichenberger, 2010, págs. 39-46, y Raphaël Carrasco, «Contra la guerra: Calderón y los moriscos de las Alpujarras», en Felipe B. Pedraza Jiménez et al. (eds.), Guerra y paz en la comedia española, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2007, págs. 141 y ss. 184 Sobre la incidencia de la pragmática, Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha: sociedad, economía y modos de vida de una minoría en la Castilla moderna, Madrid, CSIC, 2009, págs. 278-281. Para lo relativo a las sinodales tras la llegada de los granadinos a Castilla, véase Juan M. Magán García y Ramón Sánchez González, «Los nuevos convertidos del reino de Granada en las sinodales de las diócesis castellanas», en Antonio Mestre Sanchís y Enrique Giménez López (eds.), Disidencias y exilios…, op. cit., págs. 393-409. 185 Luis Morales Oliver, La novela morisca…, op. cit., págs. 179 y ss. 186 La ilustración va acompañada por un texto que define el proceder de los moriscos: «De esta manera los moriscos bailan el uno al otro, chasqueando con los dedos al mismo tiempo […]. Esta es la música de baile morisco que hacen ruidos también como terneros». 187 Mercedes Castillo Ferreira, «Chant, Liturg and Reform», en Tess Knighton (ed.), Compain to Music in the Age of the Catholic Monarchs, Leiden, Brill, 2017, págs. 317-319. 188 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 124. 189 Andrea McKenzie Satterfield, The assimilation of the marvelous other…, op. cit., pág. 87. 190 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro II, cap. 8, págs. 619-620. 191 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de zegríes y abencerrajes…, op. cit., cap. IV, págs. 27-28, y cap. VI, págs. 56 y 59, entre otros. 192 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, pág. 154. 193 Ibídem, cap. XIV, págs. 179-183. 194 Ibídem, cap. XIV, págs. 185-186. Se trata de una de las escenas de más carga emotiva de toda la novela, calificada por Blanchard-Demouge como de «joya poética». Véase Paula Blanchard-Demouge, «Introducción», en Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., pág. xxvii. 195 Por ejemplo, en la batalla de Huécija o en el cerco a Inox donde los añafiles tocan «a la morisca». Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. VI, págs. 64-65, y cap. X, pág. 100.

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196 Ibídem, cap. X, pág. 100. 197 Ibídem, cap. XXI, pág. 281. 198 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro IV, cap. VII, pág. 678. Más ejemplos en libro VI, cap. 20 (pág. 856), y libro VII, cap. 12 (pág. 971). 199 Sobre el uso del color como expresión simbólica y su identificación con los sentimientos de los protagonistas, véanse Francisco López Estrada, «Siglos de Oro…», op. cit., pág. 268, y Amelia García Valdecasas, El género morisco…, op. cit., pág. 85. 200 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 120. 201 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos…, op. cit., cap. VI, pág. 45. 202 Baste el ejemplo de Lalaing, quien en su descripción de la alcaicería granadina distingue muy claramente los paños «a la morisca», de seda y trabajados de manera muy especial. Antonio de Lalaing (Señor de Montigny), «Primer viaje de Felipe el Hermoso…», op. cit., pág. 443. 203 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 109. 204 Lucas Rodríguez, Romancero historiado con mucha variedad de glosas y sonetos y al fin una floresta pastoril, ed. de A. Rodríguez-Moñino, Madrid, Castalia, 1967, pág. 155, Romance de Abindarráez. 205 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos…, op. cit., cap. IV, pág. 27. La correspondencia entre ambas facetas no es, en cualquier caso, exclusiva de las descripciones femeninas. En la misma escena a la que hacemos referencia, donde Fátima es calificada de «hermosa y discreta», Abenhamete es caracterizado como gallardo y gentil. 206 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 103. 207 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos…, op. cit., cap. VI, pág. 56. 208 Ibídem, cap. VI, pág. 56. 209 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, pág. 156: «hermoso escudo dorado, el campo rojo claro a manera de claro rubí y en medio dibujado un rostro de una hermosa Turca que parecía de un ángel, con un tocado maravilloso hecho a la turquesca que parecía estar enlazado con cadejos de sus dorados cabellos. El cabeçón de la camisa era baxo, muy labrado, al parecer de oro y granada, de suerte que el blanco y liso cuello se descubría bien y claramente; el qual estaba rodeado de un hermoso collar que parecía al vivo ser hecho de orientales arracadas que parecían ser hechas de finos rubíes». 210 Ibídem, cap. XIV, pág. 181: «… vestida ricamente de una marlota de damasco verde alcachofado, toda guarnecida con muchos fresos de oro; sacó un çaraguel de cambray muy delgado y muy arrugado, con un çapato de terciopelo azul guarnecido con oro que era cosa de ver su hermosura. Un tocado maravilloso de bueno con el cabello, tal que bastava a enlaçar con él al mismo dios de amor; una delgada toca encima, tan clara, que no impedía a la vista que lo debaxo no se viese claramente; sacó a las manos un rico almayçal labrado en Túnez». 211 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, pág. 156. 212 Ibídem, cap. XXI, pág. 281. 213 Ibídem, cap. XXII, págs. 293 y 295. También llora «amargamente» Maleh cuando se le notifica la muerte de su hermana. 214 Ibídem, cap. XXII, pág. 290, y cap, XXIV, pág. 331. 215 Ibídem, cap. XXII, pág. 293. El testimonio se completa más adelante con las palabras que Pérez de Hita pone en boca del soldado que le dio muerte (Francisco Garcés se dice más adelante que se llama), quien la califica como «mora de valor», alabando los vestidos que llevaba puestos, y la riqueza de las sedas verde y grana de su camisa «y manillas y arracadas de oro». Lo único que conserva el soldado que la mató son las arracadas y una sortija y el Tuzaní su amado las compra (ibídem, cap. XXIV, págs. 331-332). 216 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro II, cap. 1, pág. 606. Las

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referencias a la polémica también son frecuentes en Hurtado, quien utiliza este asunto para destacar y engrandecer la figura de Hernando El Zaguer, «uno de los personajes más celebrados» de la obra de Hurtado de Mendoza a juicio de Varo Zafra. Véase Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado…, op. cit., pág. 99. El discurso de El Zaguer rebate, en lo esencial, el contenido de la pragmática de 1567. 217 M. Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., págs. 49-86. 218 Antonio de Lalaing (Señor de Montigny), «Primer viaje de Felipe el Hermoso…», op. cit., página 445. 219 Jerónimo Münzer, Viaje por España…, op. cit., pág. 129. 220 Andrés Navagero, «Viaje por España…», op. cit., pág. 31. 221 Ibídem. 222 Jerónimo Münzer, Viaje por España…, op. cit., pág. 129. 223 Ibídem. 224 Ibídem. 225 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 116. 226 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. X, pág. 100. 227 Ibídem, cap. VIII, pág. 81. 228 Ibídem, cap. XIV, pág. 154. 229 Ibídem, cap. XIV, pág. 177. 230 Ibídem, cap. XV, págs. 194-195. 231 Ibídem, cap. XIV, pág. 153. 232 Ibídem, cap. XIV, pág. 154. 233 No solo Hita. Mármol también recurre a la estética turca para reafirmar la rebeldía morisca. Por ejemplo, cuando Aben Aboo prende a El Habaquí, quien «hubiérease escapado del peligro si sus propios vestidos no le acusaran, porque estando en una quebrada, otro día de mañana devisaron los que le buscaban el cafetán de grana que llevaba vestido y el turbante blanco en la cabeza». Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro IX, cap. 9, pág. 1023. 234 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XII, pág. 122. 235 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 101-110. 236 Jerónimo Münzer, Viaje por España…, op. cit., pág. 340. 237 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. I, pág. 8. El «realismo novelado» de Pérez de Hita contrasta con la idealización de la que hace uso en su primera parte al describir, entre otros al moro Zayde Abencerraje, de «gentil talle y gracia», hábil en danzas, cante y tañer de instrumentos. Galán, valiente, «blanco rubio por estremo», tal y como era de esperar dado su linaje, pues «jamás huvo Abencerrage que tuviesse mal talle ni mal garbo, y no se halló Bencerrage que cobarde fuesse, ni de mala disposición». Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos…, op. cit., cap. VI, págs. 48, 49 y 55. 238 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada…, op. cit., pág. 122. En las citas se sigue la edición de Bernardo Blanco-González (Madrid, Castalia, 1970). La misma escena, sin apenas detenerse en el vestuario, también aparece en Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión…, op. cit., libro IV, cap. 7, págs. 675-679. Las caracterizaciones de los cabecillas granadinos contrastan con la que el propio Pérez de Hita hace de don Luis Fajardo, más sobria. Según el autor murciano, el marqués de los Vélez era moreno cetrino, tenía ojos grandes y rasgados, una altura de doce palmos, «recios miembros, tres palmos de espalda y otros tres de pecho». Igualmente, se le califica de fornido, pero con piernas delgadas, de tal manera que «jamás pudo calçar bota de cordouán». Se detiene también el autor en su vestuario y ademanes como soldado: «usava siempre la brida, parecía en la silla un peñasco firme, cada vez que subía al cavallo le hazía temblar, y orinar, entendía bien qualquier suerte de freno; su bestido de monte, era pardo, y verde, y

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morado, las botas que calçava auían de ser blancas y abiertas, abrochadas con cordones […] si era verano siempre sin gorra, y si era invierno con un sombrero de monte muy pespuntado; la ropa de vestido de lo mismo». Véase Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. IV, págs. 43-44. 239 Juan Varo Zafra, Don Diego Hurtado de Mendoza…, op. cit., pág. 108. 240 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada…, op. cit., pág. 139. 241 Ibídem, pág. 269. 242 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión…, op. cit., libro VII, cap. 3, pág. 890. 243 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, págs. 171 y ss. 244 Ibídem, cap. III, pág. 33. 245 Ibídem, cap. XIV, pág. 168. 246 Ibídem, cap. XIV, pág. 171. 247 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro IV, cap. I, pág. 661. 248 Ibídem, libro IV, cap. 4, pág. 668. 249 Muy común la referencia a la inicial del nombre de la amada en escudos, adargas y vestuario. 250 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos de zegríes…, op. cit., cap. IV, pág. 28. Similar y orientada en el mismo sentido, aunque más breve, es la descripción que del Rey Chico se hace junto a la anterior: «El Rey, se puso aquel día muy galán, conforme a su persona Real convenía. Llevava una marlota de tela de oro tan rica que no tenía precio, con tantas perlas y piedras de valor que muy pocos Reyes las pudieran tener tales…». 251 La frase que lo resume todo no deja lugar a dudas: «De la destreza en subir a caballo en ambas sillas, del proceder en las lecciones, del talle, compostura, término, costumbres y habla de Ozmín le nació a don Alonso un pensamiento: ser imposible llamarse Ambrosio ni ser trabajador, sino trabajado, según mostraba». Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache…, op. cit., pág. 126. 252 Sobre la imagen y caracteres de Abindarráez, véase Lisette Balabarca Fataccioli, «El enemigo musulmán…», op. cit., págs. 235-239. 253 El Abencerraje y la hermosa Jarifa, op. cit., págs. 52-53. 254 Ibídem, pág. 59. 255 Por ejemplo, y entre otros, en «Romance de don Rodrigo de Naruáez, y del moro Auindarráez» y en «Otro romance de la batalla que Abindarráez tuvo con Rodrigo de Narváez yendo una noche a ver a Jarifa». Véase Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., págs. 141-142 y 156-158, respectivamente. 256 Aurelio Valladares Reguero, Pedro de Padilla: una singular aportación giennense a la poesía española del siglo XVI, Jaén, Publicaciones de la Universidad de Jaén, 2010, pág. 108. 257 George B. Depping (comp.), Rosa de Romances, o Romances sacados de las «Rosas» de Juan Timoneda, que pueden servir de suplemento a todos los romanceros, asi antiguos como modernos y especialmente al publicado, Leipzig, F. A. Brockhaus, 1846, pág. 107. 258 Ibídem, págs. 96-97. 259 El Thesoro de Padilla, uno de los pocos libros que Cervantes salvó de la quema en el donoso escrutinio quijotesco (Quijote, I, VI), no fue, nunca, en palabras de Valladares Reguero, una de sus obras más valoradas, a pesar de que constituyó un hito notable en la evolución del género romancístico del Siglo de Oro (Aurelio Valladares Reguero, Pedro de Padilla…, op. cit., pág. 110). La obra vio la luz en 1580 y, a juicio de Carrasco Urgoiti, es una muestra más de la simbiosis cultural y literaria de su autor, incapaz de separarse de su época, de su Andalucía natal y de las influencias recibidas en la Granada anterior a la guerra de las Alpujarras. Véase M. Soledad Carrasco Urgoiti, «El romancero morisco de Pedro de Padilla en su Thesoro de varia poesía», en Isaías Lerner et al. (coords.), Actas del XIV Congreso…, op. cit., vol. II, págs. 89-91. Sobre Padilla, véase el «estudio preliminar» que hicieron en 2008 Labrador y Di Franco a la edición del Thesoro. También, y en relación a su posible origen morisco, «Vituperio y parodia del romance morisco

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en el romancero nuevo», en Culturas populares: Actas del coloquio celebrado en la Casa de Velázquez, 1983, Madrid, Casa de Velázquez, 1986, págs. 115-138 y, sobre todo, 128-131, y Antonio Rey Hazas, «Sobre los romances moriscos…», op. cit., págs. 340-350, además de Aurelio Valladares Reguero, El poeta linarense Pedro de Padilla. Estudio bio-bibliográfico y crítico, Úbeda, UNED, 1995. Del mismo autor, «Una notable contribución de la provincia de Jaén en las letras renacentistas: Pedro de Padilla», en Actas de las II y III Jornadas de Humanismo y Renacimiento, Úbeda, UNED, 1996, págs. 137-206. Sobre el episodio del escrutinio, Manuel Peña Díaz, «El donoso y grande escrutinio o las caras de la censura», Hispania, 221, 2005, págs. 939-956. 260 Pedro de Padilla, Thesoro de varias poesías, ed. de J. J. Labrador y R. A. Di Franco, México, Frente de Afirmación Hispanista, 2008, págs. 621-622 (vv. 104-106). 261 Ibídem, pág. 622 (vv. 126-132). Timoneda también se detiene en la supuesta influencia norteafricana de algunas de las prendas que llevan sus personajes. Así ocurre, por ejemplo, en el «Romance del casamiento de Fátima y Xarifa»: «Y lleuan en las cabeças tocaduras estremadas, vnas hechas de almayçares, con gran artificio y gala, y otras de tocas hermosas, dentro de Túnez labradas, vnas listadas de oro, y otras de color leonada, con rapacejos açules y las orillas de plata los braços derechos todos con empressas de quien aman, en muy hermosos cauallos, las sillas adereçadas del color de la librea que cada moro sacaua. Adargas ante los pechos con borlas diferenciadas, lanças largas berberiscas». George B. Depping (comp.), Rosa de Romances…, op. cit., págs. 562-563. 262 Pedro de Padilla, Thesoro de varias…, op. cit., págs. 622-623 (vv. 135-160). 263 Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., pág. 126 (romance XI). Descripción muy similar, por otra parte, a la que aparece caracterizando al moro Albenzaydos cuando sale de Granada. Véase Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., págs. 150-151 («Romance como fue un mensajero de parte del rey de Granada, prometiendo dones al Maestre»). 264 Sobre este aspecto y sus conexiones con lo cristiano viejo, Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 36 y ss. 265 Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., págs. 135-136. 266 Pedro de Padilla, Thesoro de varias…, op. cit., págs. 582-585. En torno a este asunto, M. Soledad Carrasco Urgoiti, «El romancero morisco de Pedro de Padilla…», op. cit., pág. 95. 267 Pedro de Moncayo (comp.), Flor de varios romances nuevos. Primera y segunda parte, Barcelona, Jaime Cendrat, 1591, fols. 71v-73v («Ocho a ocho y diez a diez»). 268 Ibídem, fols. 3v-5v («Azarque vive en Ocaña»). 269 Ibídem, fols. fols. 8v-10r («Sale la Estrella de Venus»). 270 Ibídem, fols. 24v-25v («Con dos mil ginetes Moros»). 271 Ibídem, fol. 2v («Azarque indignado y fiero»). 272 Ibídem, fols. 16v-17v («Después que el fuerte Gazul»). 273 Ibídem, fols. 63v-65r («Aquel rayo de la guerra»). 274 Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., pág. 154. 275 Ibídem, págs. 138-140 («Romance de una hazaña que hizo Garcila, caballero castellano, con el moro Tarfe», vv. 47-50 y 21-24). 276 Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., pág. 110 (romance I). 277 Ibídem, págs. 129-131 (romance XIV). 278 George B. Depping (comp.), Rosa de Romances…, op. cit., págs. 89-90. 279 Lucas Rodríguez, Romancero historiado…, op. cit., pág. 127 (romance XII). 280 Véase, en relación a este aspecto, el romance II de la propia colección de Lucas Rodríguez. Ibídem, pág. 112 (romance II).

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281 Entrecomillamos este término a sabiendas de su complejidad. Existe un debate entre los partidarios de la existencia de un orientalismo en la cultura moderna hispánica y aquellos que prefieren utilizar el término «pseudo-orientalismo» o «pre-orientalismo», tal y como indicamos en el prefacio. Hemos intentado utilizar una solución intermedia, incluyéndolo para la mejor comprensión de la idea que se quiere plasmar, pero, a su vez, entrecomillado al no estar completamente de acuerdo con dicha denominación por las implicaciones ideológicas que supone y el anacronismo que esconde, pues es mucho más adecuado para la cultura del siglo XIX que para la que aquí estamos analizando. 282 Paula Blanchard-Demouge, «Introducción», en Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., págs. xxx-xxxi. 283 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XXIV, pág. 339. 284 La profusión de ropajes en los soldados y capitanes de la fiesta de Purchena también contrasta con las «galas» de los soldados del «tercio roto» de Murcia y Lorca que acompaña al marqués de los Vélez: «todas sus galas eran armas, pólvora y plomo, y más probavan un palmo de cuerda para la escopeta que una camisa». Ibídem, cap. XV, pág. 193; incluso con las desvirtuadas ropas a la morisca que vestían los soldados del conde Tendilla en el recibimiento que se le hizo a don Juan de Austria. Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión y castigo…, op. cit., libro VI, cap. 5, pág. 825. 285 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, pág. 155. 286 Ibídem, cap. XIV, pág. 156. 287 Paula Blanchard-Demouge, «Introducción», en Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., pág. xxix. 288 Georges Cirot, «La maurophilie littéraire en Espagne au XVI e siècle…», op. cit. Sobre la aparición del concepto, véase Augustin Redondo, «Moros y moriscos en la literatura española de los años 15501580», en Irene Andrés-Suárez (ed.), Las dos grandes minorías…, op. cit., pág. 52. 289 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Menéndez Pelayo ante la maurofilia…», op. cit., pág. 280. 290 Para un completo repaso a su obra, véanse Julio Puyol, «Bibliografía de R. Foulché-Delbosc», Boletín de la Real Academia de la Historia, 97 (2), 1930, págs. 963-1125, e Isabel Foulché-Delbosc y Julio Puyol, «Bibliografía de R. Foulché-Delbosc», Revue Hispanique, 81 (1), 1933, págs. 70-192. 291 Ricardo García Cárcel, «La historiografía sobre los moriscos españoles. Aproximación a un estado de la cuestión», Estudis, 6, 1977, pág. 73; M. Luisa Candau Chacón, Los moriscos…, op. cit., pág. 55. 292 Georges Cirot, «La maurophilie…», op. cit., 40 (2), 1938, pág. 153. 293 Aun así, el constructo que del morisco se hizo desde entonces y durante gran parte de la Edad Moderna encuentra unos precedentes que, como se verá más adelante, tiene unos orígenes complicados de establecer, pero que, en lo literario, puede remontarse, como mínimo, y con matices, al género del romance fronterizo. Con todo, y como indica Goytisolo, se trata de un fenómeno que abarca todos los géneros. Véase Juan Goytisolo, Crónicas Sarracinas, op. cit., pág. 13. 294 Sobre la coexistencia de ambos movimientos, Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit. 295 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 117. 296 Al respecto, Fuchs apunta, incluso, a que en su interpretación del fenómeno pudo centrarse excesivamente en los textos obviando el clima cultural en el que se produjeron esas manifestaciones. Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., pág. 5. 297 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «El romancero morisco…», op. cit., pág. 92. 298 A favor de esa idea se manifestaron, entre otros, Alvar y García Valdecasas. Véase Manuel Ruiz Lagos (ed.), Moriscos. De los romances…, op. cit., págs. 8-9. 299 Sobre su evolución como autora: Juan Martínez Ruiz, «Estudio preliminar», en M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., págs. xxi-xxxiv. 300 Madrid, Revista de Occidente, 1956. Versión ampliada de The Moor of Granada in Spanish

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Literature of the Eighteenth and Nineteenth Centuries, su tesis doctoral, que defendió en 1954. 301 Juan Martínez Ruiz, «Estudio preliminar», en M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro de Granada…, op. cit., págs. ix-xviii. 302 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Menéndez Pelayo ante la maurofilia…», op. cit., pág. 280. 303 Francisco Márquez Villanueva, «La criptohistoria…», op. cit., págs. 517-534. 304 Ibídem, págs. 522-524 y 531-532. Sobre la cuestión de los estatutos, a modo de introducción, y entre otros, véanse Albert Sicroff, Les controverses…, op. cit.; Antonio Domínguez Ortiz, «Documentos sobre los estatutos de limpieza de sangre de las catedrales españolas», Miscelánea de estudios árabes y hebraicos, 1415, 1965-1966, págs. 33-42; John Edwards, «“Raza” y religión en la España de los siglos XV y XVI: una revisión de los estatutos de limpieza de sangre», Anales de la Universidad de Alicante: Historia Medieval, 7, 1988-1989, págs. 243-262; Juan Hernández Franco, Cultura y limpieza de sangre en la España moderna. Puritate Sanguinis, Murcia, Universidad de Murcia, 1996, y Sangre limpia, sangre española. El debate de los estatutos de limpieza (siglos XV-XVII), Madrid, Cátedra, 2011; Rica Amran, «De Pedro Sarmiento a Martínez Silíceo: la génesis de los estatutos de limpieza de sangre», en Rica Amran (coord.), Autour de l’Inquisition. Études sur le Saint-Office, París, Université de Picardie-Indigo, 2002, págs. 33-56, y «La evolución de los conceptos fidelidad e infidelidad en relación a la problemática conversa: el estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo», en Rica Amran (coord.), Les minorités face au problème de la fidélité dans l’Espagne du XV au XVII, París, Université de Picardie-Indigo, 2013, págs. 83-103. 305 Francisco Márquez Villanueva, «La criptohistoria morisca…», op. cit., pág. 522. 306 Ibídem, pág. 531. 307 Ibídem, pág. 129. 308 Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco…», op. cit., pág. 18. 309 Juan Goytisolo, Crónicas Sarracinas, op. cit., pág. 11. 310 Ibídem, pág. 13. 311 Ibídem, pág. 12. 312 Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus…», op. cit., pág. 254. 313 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., pág. 5. El estudioso que más abiertamente se ha mostrado en contra de tales planteamientos en los últimos años ha sido Mohamed Saadan, para quien estos textos no representan el sentir popular hacia los moriscos. Véase Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., págs. 113-114. 314 Claudio Guillén, Literature as System. Essays Toward the Theory of Literary History, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1971, págs. 192-193, nota 39. También en «Individuo y ejemplaridad en “El Abencerraje”», en El primer Siglo de Oro, Barcelona, Crítica, 1988, págs. 112-113 y 134. 315 Claudio Guillén, El primer Siglo de Oro…, op. cit., págs. 133-134. 316 Como indica Bunes, el pensamiento español había iniciado una línea de estudio y comprensión de la realidad turca desde inicios del siglo XVI, pero los efectos de esa preocupación por comprender al otro no derivaron en la asunción de ideas y tópicos intelectuales, ni en la adopción de prototipos visuales identificados con lo otomano. Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Los otomanos y los moriscos en el universo mental de la España de la Edad Moderna», en Michele Bernardini et al. (eds.), Europa e Islam…, op. cit., págs. 689-690. 317 Ricardo García Cárcel, «La memoria histórica sobre la expulsión de los moriscos», eHumanista/Conversos, 2, 2014, pág. 124. 318 Ibídem. 319 Luce López-Baralt, Islam in Spanish Literature…, op. cit., pág. 214. 320 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit., pág. 8. 321 Juan Martínez Ruiz, «Estudio preliminar…», op. cit., pág. ix.

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322 Bernard Vincent, El río morisco, Valencia, Universitat de València, 2006, pág. 132. 323 Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco…», op. cit., pág. 19. 324 Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 104. 325 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 145. 326 Ibídem. 327 Claudio Guillén, Literature as System…, op. cit., pág. 178. 328 Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 98. 329 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., págs. 126 y ss. 330 Ibídem, pág. 128. 331 Francisco Márquez Villanueva, «La criptohistoria morisca…», op. cit., págs. 522-523. 332 En los últimos años, investigadores como Enrique Soria están descubriendo el pasado converso de diversos nobles que supuestamente descendían de estirpe cristiano-vieja. Con ello queremos indicar que tal vez, en un futuro, aparezcan nuevos documentos que modifiquen el linaje de «sangre cristiana pura» de algunos de los personajes que estamos aquí tratando como tales. 333 Javier Irigoyen, Sheep Herding, Pastoral Discourse, and Ethnicity in Early Modern Spain, Toronto, University of Toronto Press, 2014, pág. 51. Para la referencia y contexto en que se escribe el auto, véase también Cyril Merique, «Un mensaje rescrito: los cuatro introitos del Aucto de la oveja perdida de Joan de Timoneda», Criticón, 102, 2008, pág. 70. 334 Ricardo García Cárcel, «La memoria histórica…», op. cit., pág. 128. 335 Véase en ese sentido Mercedes García-Arenal, «El entorno de los plomos: historiografía y linaje», Al-Qantara, 24 (2), 2003, págs. 295-326. Posteriores y con aportaciones en el mismo sentido, Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un oriente español…, op. cit. 336 Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit., pág. 123. 337 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 129. 338 Ibídem, pág. 127. 339 Bernard Vincent, El río morisco, op. cit., pág. 137. 340 Para contextualizarlo, véase Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 28-72. 341 Antonio Gallego Burín y Alfonso Gámir Sandoval, Los moriscos del reino de Granada según el sínodo de Guadix de 1554, Granada, Universidad de Granada, 1968. 342 Rafael Benítez Sánchez-Blanco, Heroicas decisiones. La Monarquía Católica y los moriscos valencianos, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2001, págs. 176-181; Gregorio Colás Latorre, «Los moriscos aragoneses…», op. cit., pág. 154, nota 19; M. Soledad Carrasco Urgoiti, El problema morisco en Aragón al comienzo del reinado de Felipe II: estudio y apéndices documentales, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2010, pág. 31. 343 Bernard Vincent, «L’expulsion des morisques du Royaume…», op. cit., págs. 211-246. 344 Manuel Barrios Aguilera, Granada morisca…, op. cit., pág. 404. 345 Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco…», op. cit., pág. 17. Para un contexto general de la actuación inquisitorial contra los moriscos, véase, del mismo autor, «Los moriscos y la Inquisición», en La expulsión de los moriscos del Reino de Valencia, Valencia, Fundación Bancaja, 1998, págs. 145-166, y Louis Cardaillac (dir.), Les Morisques et l’Inquisition, París, Publisud, 1990. 346 Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco…», op. cit., pág. 17. 347 Henri Lapeyre, Géographie de l’Espagne…, op. cit., pág. xxx.

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348 En torno a este asunto y sus diferentes ramificaciones, Francisco J. Moreno Díaz del Campo y Borja Franco Llopis, «Los cristianos viejos laicos y la evangelización de los moriscos granadinos en Castilla (1570-1610)», en L’Église des laïcs. Attentes et objectifs de l’investissement dans le sacré, Madrid, 4-6 de julio de 2016 (en prensa); M. Josefa García Gómez, «Contribución de la Iglesia a un proyecto político de Felipe II: la integración de los moriscos granadinos deportados a Castilla (1570-1610)», en Iglesia y religiosidad en España: historia y archivos, Guadalajara, Asociación Nacional de Arqueólogos, Bibliotecarios, Archiveros y Documentalistas, 2002, págs. 1421-1453; Rafael M. Pérez García y Manuel F. Fernández Chaves, «La política civil y religiosa sobre el matrimonio y la endogamia de los moriscos en la España del siglo XVI», Dimensioni e problemi della ricerca storica, 2, 2012, págs. 61-103. 349 Seth Kimmel, «Local Turks…», op. cit., pág. 21. 350 Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal (eds.), Los plomos del Sacromonte…, op. cit. 351 Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «El escamoteo del tercer papel del Patriarca Ribera a favor de la expulsión de los moriscos», Revista de Historia Moderna, 27, 2009, págs. 179-191. 352 En relación con dicho asunto Suárez Díez apunta que, a diferencia del romancero posterior, los romances de Padilla, Timoneda y Rodríguez responden a un modelo compositivo «erudito», compuesto para ser leído y no para escucharse: «largas tiradas de versos octosílabos; un léxico culto y rebuscado; tema principalmente cronístico o histórico; estilo narrativo en el que predominan los verbos de acción; historias completas que comprenden un planteamiento, nudo y desenlace» . Véase José M. Suárez Díez, «Antecedentes del “Romancero nuevo pastoril” (1560-1589): Juan de Timoneda, Lucas Rodríguez y Pedro de Padilla», en Antonio Rey Hazas et al. (coords.), La Corte del Barroco…, op. cit., pág. 648. 353 Francisco López Estrada, El Abencerraje y la hermosa Jarifa. Cuatro textos y su estudio, Madrid, Publicaciones de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1957. 354 Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit., págs. 111 y 123. 355 Daniel Eisenberg, «Who Read the romances of Chivalry?», Kentucky Romance Quarterly, 20, 1973, págs. 209-233. 356 Bernard Vincent, El río morisco, op. cit., pág. 137. 357 Una parte del apartado que sigue fue defendida en el XIII Simposio Internacional de Mudejarismo en forma de comunicación que ha sido recientemente publicada en Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Vestir a la mora en Castilla…», op. cit. 358 Christina H. Lee, The anxiety of sameness…, op. cit., pág. 191. 359 Seth Kimmel, «Local Turks…», op. cit., pág. 27. Como hemos tenido ocasión de observar, hasta este momento la imagen del turco había permanecido alejada de la literatura española, pero el recrudecimiento de la actividad bélica en el Mediterráneo se dejó sentir y terminó por afectar a la imagen que del propio problema morisco se tuvo. Para más detalle, véase Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Los otomanos y los moriscos…», op. cit., pág. 687. 360 Manuel Alvar, El Romancero…, op. cit., pág. 130. 361 Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit., pág. 120. 362 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Vituperio y parodia…», op. cit., pág. 118. 363 Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos en la literatura…», op. cit., pág. 141. 364 Manuel Ruiz Lagos (ed.), Moriscos…, op. cit., págs. 159-212. 365 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Vituperio y parodia…», op. cit., pág. 116. 366 Aparecido en 1592, pero reimpreso en el Romancero General, cuya autoría es asociada a Gabriel Laso de la Vega por Márquez Villanueva. Ibídem, pág. 123. 367 Ibídem, págs. 123-126. 368 Por ejemplo, en los versos: «¿Saben si alguna nación Persa, Escita u Otomana, a nuestros nombres celebran y cantan nuestras hazañas? Si dicen que no lo ignoran, ¿por qué las cuentan y cantan en nombre

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de los moriscos, abatiendo nuestras lanzas, y cubren nuestras naciones de alquiceles y almalafas y mil falsos testimonios / a los moriscos levantan?» (vv. 33-44). Reproducido en Manuel Ruiz Lagos (ed.), Moriscos…, op. cit., págs. 166-167. 369 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Vituperio y parodia…», op. cit., pág. 121. 370 Publicado en la Flor VIII (1595). Reproducido en Manuel Ruiz Lagos (ed.), Moriscos…, op. cit., págs. 178-181. 371 «Colérico sale Muza» (vv. 17-22). Flor VII. Reproducido ibídem, págs. 191-193. 372 Ibídem, pág. 175. 373 Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos…, op. cit., pág. 16. 374 Bernard Vincent, «Cervantes, los moriscos y su tiempo», eHumanista/Conversos, 3, 2015, pág. 1. De entre las últimas aportaciones, véanse las sugerentes reflexiones de Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «La historia de los moriscos en la obra de Cervantes: apología de la expulsión, crítica de la limpieza de sangre», en Michele Maria Rabà, Il Mediterraneo di Cervantes, 1571-1616, Cagliari, Istituto di Storia dell’Europa Mediterranea, 2018, págs. 37-55. 375 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes…», op. cit., pág. 156. 376 Michel Moner, «El problema morisco en los textos cervantinos», en Irene Andrés-Suárez (ed.), Las dos grandes minorías… op. cit., págs. 88-89. 377 Para abordar el tema en profundidad, véase Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, Madrid, Taurus, 1975, y más concretamente en su último capítulo: «El morisco Ricote y la hispana razón de Estado», págs. 143-209. 378 Michel Moner, «El problema morisco…», op. cit., págs. 99-100. 379 Francisco Márquez Villanueva, Moros, moriscos y turcos…, op. cit., pág. 313. 380 Francisco Márquez Villanueva, «El problema historiográfico…», op. cit., pág. 124. 381 Barbara Fuchs, Passing for Spain…, op. cit., pág. 11. 382 Baltasar Fra-Molinero, «Don Quijote attacks his Muslim Other: The maese Pedro episode of Don Quijote», en Jerold C. Frakes (ed.), Contextualizing…, op. cit., pág. 132. 383 Bernard Vincent, «La sociedad española en la época del Quijote», en Antonio Feros y Juan Eloy Gelabert (eds.), España…, op. cit., pág. 305. 384 Sobre la vida de Cervantes se ha escrito mucho y largo. Una primera e inexcusable aproximación puede encontrarse en el volumen del que tomamos la referencia a estos años: Jean Canavaggio, Cervantes, Barcelona, Austral, 2015. 385 Sobre este asunto, véase Manuel Rivero Rodríguez, «¿Monarquía Católica o Hispánica?: la encrucijada de la política norteafricana entre Lepanto (1571) y el proyecto de la jornada real de Argel (1618)», en Porfirio Sanz Camañes (coord.), La Monarquía Hispánica…, op. cit., págs. 593-594. «Su análisis —dice el propio Rivero— fue abiertamente crítico con la política desarrollada por la corona en el Mediterráneo» porque desde su posición «castellanista» no comprendía la relativa poca importancia que la Corona concedía a la lucha contra el turco en el norte de África. 386 En relación con la novela de cautivos en Cervantes, véase Florence Madelpuech-Toucheron, «Turcs, maures et morisques dans Don Quichotte: interpréter et traduire, pour une poétique de l’alterité», en Anne Duprat y Émilie Picherot (coords.), Récits d’orient dans les littératures d’Europe: XVI e -XVII e siècles, París, Presses de l’Univesité Paris-Sorbonne, 2008, separata s.p. 387 Con todo, no se trata de una imagen homogénea, dado que el turco siempre merece una peor consideración que el moro de Berbería y que el propio morisco. Hay, pues, una gradación, que no solo es pareja a su época, sino, y sobre todo, a su trayectoria vital y personalidad. Véase Albert Mas, Les turcs…, op. cit., pág. 331. 388 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Musulmanes y moriscos en la obra de Cervantes: beligerancia y

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simpatía», Fundamentos de Antropología, 6-7, 1997, pág. 68. 389 Albert Mas, Les turcs…, op. cit., pág. 507. 390 Michel Moner, «El problema morisco…», op. cit., págs. 85 y 88. 391 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes…», op. cit., pág. 167. 392 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «La imagen de los moriscos…», op. cit., págs. 120-121. 393 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes…», op. cit., pág. 167. 394 Bernard Vincent, «Cervantes, los moriscos…», op. cit., pág. 1. 395 Christina H. Lee, The anxiety of sameness…, op. cit., pág. 207. 396 Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de La Mancha, II, 63. 397 Antonio Medina, Cervantes y el Islam, El Quijote a cielo abierto, Barcelona, Ediciones Carena, 2005, págs. 176-177. 398 Bernard Vincent, «Cervantes, los moriscos…», op. cit., pág. 1, y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha…, op. cit., págs. 359-387. 399 Bernard Vincent, «Cervantes, los moriscos…», op. cit., pág. 3. 400 Antonio Medina, Cervantes y el Islam…, op. cit., pág. 125. 401 La idea de la ambigüedad no es nueva y, entre otros, ya la puso de manifiesto Joaquín González Cuenca cuando, en relación al «lugar de La Mancha», advirtió que Cervantes no lo desveló, dado que para el desarrollo de su trama valía cualquier pueblo de la región. Véase Joaquín González Cuenca, «El Quijote: dos libros y una glosa interminable», en Consolación González et al. (eds.), Descubriendo La Mancha. Paisajes y rutas de don Quijote, Toledo, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 2003, pág. 32. Citado en Jerónimo López-Salazar Pérez, «El mundo rural en La Mancha cervantina: labradores e hidalgos», en Porfirio Sanz Camañes (coord.), La Monarquía Hispánica…, op. cit., pág. 19. 402 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Musulmanes y moriscos…», op. cit., pág. 74. 403 Miguel de Cervantes Saavedra, Los trabajos de Persiles y Segismunda (ed., introd. y notas de J. B. Avalle-Arce), Madrid, Castalia, 2001, libro III, cap. XI, pág. 358. La cruz y la morisquilla no solo suponen un contrapunto a Jadraque y su discurso, sino, tal y como defiende Catherine Infante, a toda la literatura antimorisca que se publicaba en las mismas fechas en que apareció el Persiles. Véase Catherine Infante, «Los moriscos y la imagen religiosa: la cruz de Rafala en el Persiles rebatiendo a los apologistas de la expulsión», eHumanista/Cervantes, 1, 2012, pág. 286. 404 Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas…, op. cit., pág. 286. 405 Miguel de Cervantes Saavedra, Los trabajos de Persiles…, op. cit., lib. III, cap. XI, páginas 350-359. El capítulo es analizado en Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas…, op. cit., págs. 285-295. 406 Ibídem, pág. 354. 407 Que desembarca en la playa con Ana Félix «en hábito de cristianos» y del cual —dice la morisca— «se viene con más deseo de quedar en España que de volver a Berbería». Véase Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote…, op. cit., II, 63. 408 Ibídem, II, 63, pág. 1039. 409 Lope F. de Vega Carpio, Comedias. Parte XI, ed. de PROLOPE, Madrid, Gredos, 2012, pág. 500. 410 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «Reflejos de la vida de los moriscos en la novela picaresca», En la España Medieval, 4, 1984, pág. 213. 411 A pesar de las posteriores referencias al tema, ya en este pasaje, Marcos adelanta parte de la identidad del morisco cuando intenta ganarse su favor: «Púseme a recibir con buen semblante a los turcos que iban bajando, y en llegando al que hablaba español, con mayor sumisión y humildad, llamándole caballero principal, dándole a entender que lo había conocido: de que él holgó mucho, y dijo a los turcos

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sus compañeros, que yo le conocía por noble y principal, porque él, como después supe, era de los moriscos más estimados del reino de Valencia, que se había ido a renegar, llevando muy gentil pella de plata y oro». Vicente Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón, ed. de M. Soledad Carrasco Urgoiti, Madrid, Castalia, 1972, libro II, descanso VIII, vol. 2, pág. 58. 412 Ibídem, págs. 55-65. 413 Ibídem, pág. 57. 414 Ibídem, pág. 59. 415 Lope F. de Vega Carpio, Los cautivos de Argel, Barcelona, Linkgua Ediciones, 2007, pág. 11. Sobre el proceso inquisitorial de Abdelá Alicaxet, que Lope reconstruye en la comedia, véase Natalio Ohanna, «Los cautivos de Argel de Lope de Vega y la expulsión de los moriscos», Hispanic Review, 84 (4), 2016, págs. 361-379. 416 Lope F. de Vega Carpio, Los cautivos de Argel, op. cit., pág. 47. 417 Ibídem, págs. 47-48. 418 Lope F. de Vega Carpio, Virtud, pobreza y mujer, Alicante-Madrid, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes-Biblioteca Nacional, 2002, acto III, fol. 222r. 419 Sobre el conocimiento superfluo del islam por parte del teatro español del Siglo de Oro, véase Grace Magnier Heney, «The veneration of images and other religious polemics between morisco and cristiano viejo as reflected in Golden-Age drama», en Abdeljelil Temimi (ed.), Actes du VI Symposium international d’études morisques sur état des études de moriscologie durant les trente dernières années, Zaghouan, Zaghouan, Fondation Temimi pour la Recherche Scientifique et l’information, 1995, págs. 173-198. 420 Pedro Calderón de la Barca, Amar después de la muerte, op. cit., pág. 133. En calzones blancos presenta también Lope al «buñolero perro morisco» del que habla Claudio en El saber por no saber, y vida de San Julián. 421 Miguel Ángel Auladell, «Los moriscos, sociedad marginada en el teatro español del siglo XVII», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, pág. xx. 422 Pedro Calderón de la Barca, Amar después de la muerte, op. cit., pág. 185: «Vanse. Salen todos los que pudieren de moriscos, y los músicos, y después don Fernando Válor y doña Isabel Tuzaní como Reyes vestidos». 423 «Sale S. Ignacio vestido de peregrino, y un moro de morisco como andaban en España…». Pedro Calderón de la Barca, El gran príncipe de Fez, en Comedias, IV, ed. de S. Neumeister, Madrid, Ediciones de la Fundación José Antonio de Castro, 2010, pág. 611. 424 Francisco López de Úbeda, La pícara Justina, ed. de L. Torres, Madrid, Castalia, 2010, libro II, 2.ª parte, cap. 1, núm. 1, pág. 416. 425 Previamente, las joyas habían centrado el argumento de la escena en la que don Álvaro Tuzaní entrega sus arras nupciales a la propia doña Clara. Véase Pedro Calderón de la Barca, Amar después de la muerte, op. cit., págs. 188-189. 426 Ibídem, págs. 136-137. Sobre las fuentes de Calderón, véase Erik Coenen, «Las fuentes de Amar después de la muerte», Revista de Literatura, 69 (138), 2007, págs. 467-485. 427 Jorge Checa, «Introducción…», op. cit., pág. 5. 428 Ibídem. 429 Pedro Calderón de la Barca, Amar después de la muerte, op. cit., págs. 169 y 175-176. 430 Pueden localizarse otros ejemplos en El cubo de la Almudena, del propio Calderón, donde Alcuzcuz es presentado como «… simple villano, aljamiado morisco tan bárbaro, como muestra / su lenguaje, y su vestido». Pedro Calderón de la Barca, El cubo de la Almuena, ed. de L. Galván, Pamplona-Kassel, Universidad de Navarra-Reichenberger, 2004, pág. 113 (vv. 317-320). También, y en paralelo, en Alonso, mozo de muchos amos (1624-1626), alguno de cuyos pasajes nos sirven para constatar que la literatura picaresca también se hizo eco de esa asociación entre el traje y la creencia musulmana. En relación con ello,

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véase Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Vestir a la mora en Castilla…», op. cit., pág. 300. 431 Erik Coenen, «Las fuentes de Amar…», op. cit., pág. 485.

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CAPÍTULO 3 El morisco real: aproximaciones a su aspecto físico ¿HUBO UN MORISCO PERCIBIDO? La imagen que se tiene de los moriscos es una imagen deformada. Se inspiró en la tradición medieval de lucha contra el musulmán y fue erigida tomando como base un modelo visual e ideológico desde el que se construyó la fisionomía colectiva de los convertidos con una clara intencionalidad diferenciadora. Como tendremos ocasión de comprobar en capítulos sucesivos, la representación visual del converso tiene unos caracteres muy definidos y se enmarca también en unas coordenadas espaciales muy concretas, pero no siempre ha sido igual. Los diferentes tiempos moriscos condicionaron mucho el empleo de esa imagen y mediatizaron la visión que hoy puede tenerse acerca del cristiano nuevo de moro. Más arriba se ha visto cómo la literatura del siglo XVI instrumentalizó una idea muy precisa de lo que fueron (o debían ser según los criterios de la época) las relaciones entre moros y cristianos. Fue así como los textos del Renacimiento hispano jugaron con una imagen amable del morisco y la adaptaron al particular mensaje de concordia que la maurofilia quiso transmitir. En aquel contexto, aparecieron moros que en nada se distinguían de los cristianos y cristianos que pretendían parecerse a los moros. La diferencia se anuló, se minimizaron las discrepancias y se ensalzaron aquellas regiones visuales e ideológicas que podían contribuir a la conformación de una 282

entente cordial entre ambas comunidades. La derrota granadina en las Alpujarras, el desarrollo de los postulados tridentinos y la política de confesionalización desplegada en la España de Felipe II dieron con un nuevo escenario en el que las palabras se volvieron más punzantes y el morisco comenzó a ser visto como un enemigo. El capítulo que ahora comenzamos no se interroga acerca de ese «morisco representado» en las letras y las artes plásticas, sino en torno al «morisco real». Aborda, pues, el tema del aspecto físico de los cristianos nuevos de moros y lo hace a partir de las descripciones físicas que de los distintos individuos cristiano-nuevos ofrecieron los contemporáneos de la época. Para ello se revisarán las noticias que proporcionaron viajeros y cronistas, se acudirá a los testimonios de los propios moriscos y, sobre todo, se hará uso de las informaciones procedentes de diferentes registros poblacionales elaborados en Castilla en los años que se sitúan a caballo entre los siglos XVI y XVII, cuando la Corona reactivó su política de control de la movilidad de los granadinos. Justo en el preciso instante en el que, debido a ello, interesaba conocer con exactitud cuáles eran las verdaderas características del «morisco vigilado». El interés por conocer más acerca del aspecto físico de los moriscos ha sido una cuestión soslayada por gran parte de la historiografía. Desde que, a principios de los años ochenta, Vincent llamara la atención acerca de la necesidad de abordar dicho análisis 432 , de cuando en cuando, han ido apareciendo aportaciones de distinto calado. En su inmensa mayoría han sido meras referencias, que, apenas, han ido más allá de caracterizaciones particulares, referidas a individuos concretos, o de intentos de definición global que, por excesivamente generalizadores, tampoco han logrado dar con 283

una caracterización concreta de cuáles fueron —si es que las hubo— las peculiaridades físicas del cristiano nuevo de moro. En ello pensamos que ha tenido mucho que ver la ausencia de una fuente concreta, de fácil acceso y consulta, que sea lo suficientemente extensa y rica y que pueda localizarse en todos los territorios donde estuvo presente la minoría. Dicho de otro modo: no existe documentación que pueda resolver de manera fehaciente y categórica las dudas que se plantean en torno a las características físicas de los moriscos, bien porque no es lo suficientemente explícita, bien porque no permite extender al conjunto de la población cristiano-nueva hispana las características observadas en comunidades y momentos concretos. Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, se trata de un aspecto que, poco a poco, se va resolviendo, en parte porque la investigación ha comenzado a plantearse preguntas en torno al tema en sí mismo y en parte también debido a que han aparecido documentos que, a pesar de presentar problemas metodológicos, sí puede decirse que proporcionan una información relativamente fidedigna a la hora de reconstruir los caracteres físicos de los moriscos. Antes de abordar esa cuestión, y como paso previo, quizás quepa interrogarse, siquiera brevemente, acerca de las circunstancias que pudieron estar en la base de esa ausencia (poca presencia, al menos) de descripciones físicas en las fuentes archivísticas de la época de los Austrias. Quizás quepa recuperar, al respecto, algunas de las ideas de Feros en relación a la configuración de lo español durante los siglos del Antiguo Régimen. De acuerdo con dicho autor, y tal y como tuvimos ocasión de señalar en las líneas introductorias, el concepto de diferencia étnica no tuvo un peso específico en la configuración del discurso en torno a lo español; al menos no durante el periodo de los Austrias. Así las cosas, durante la 284

primera Edad Moderna, la identidad «española» se asoció a dos conceptos muy concretos: la fidelidad al monarca y el seguimiento a la dinastía y a la religión que esta profesaba. En ese contexto, el asunto morisco constituyó una suerte de prolongación de la lucha contra el moro, que había sido elemento clave desde los tiempos medievales 433 . Bajo ese punto de vista, no falta quien defiende que la importancia del elemento musulmán (como la de los judíos), la de los «no cristianos» en definitiva, no puede ser subestimada en el proceso de construcción de la identidad española durante los tiempos modernos 434 . En términos muy similares se manifiesta Rodríguez Salgado, quien añade al tándem judeoislámico el elemento amerindio 435 , para concluir que estos «otros» fueron necesarios para crear una identidad común entre los súbditos de la Monarquía Católica. Distinta cuestión es que esa identificación tuviera una apoyatura clara en las diferencias raciales. Tanto es así que parece totalmente admitido que el recurso a la diferencia étnico-racial estuviera tan desarrollado en el ámbito hispánico como pudo estarlo en el resto de países de la Europa del Antiguo Régimen, especialmente durante los siglos XVI y XVII. No en vano, como defiende el propio Feros, el concepto de «raza blanca» permaneció bastante alejado del debate intelectual español durante la Edad Moderna, donde no se hizo presente hasta finales del XVIII 436 . No puede decirse, por tanto, que la raza fuera el eje central del debate en torno a la «españolidad» del morisco; no al menos en los términos actuales (que son los que se implantaron desde el XVIII) 437 . Con todo, y llegado el caso, el aspecto físico sí pudo llegar a constituir una de las «notas» que, a juicio de Domínguez Ortiz, coadyuvaron en la vertebración y cohesión del grupo morisco 438 , cuando menos en el caso de determinadas 285

comunidades en las que los rasgos externos sí estuvieron especialmente marcados por el motivo que fuera. En ese sentido, el historiador sevillano no negó la posible influencia bereber (no árabe) en la configuración racial de la población musulmana española. A su juicio, eso podría explicar que algunos testimonios, como los del propio Joly, de quien hablaremos más adelante, coincidieran en señalar que los moriscos tuvieron una tez más oscura que la de sus vecinos cristiano-viejos. Admitido eso, el propio Domínguez Ortiz se encargó de minimizar las diferencias étnicas entre viejos y nuevos cristianos, toda vez que la mayoría de los musulmanes hispanos procedían de la conversión de la población asentada en el territorio con carácter previo a la invasión del siglo VIII. Eso le empujó a considerar que la raza no fue un factor determinante a la hora de explicar las resistencias a la asimilación 439 . En términos similares se expresó también Bramon, quien, como veremos, se apoyó en textos contemporáneos referidos a los moriscos de Valencia para considerar casi nula la «posibilidad de identificación automática» de aquellos 440 . Dicho todo ello, y teniendo en cuenta que la existencia de diferencias físicas no fue lo suficientemente potente como para constituir la base de una verdadera separación entre moriscos y cristianos viejos, cabría plantearse también si este tipo de cuestiones preocuparon tanto como para generar un corpus documental lo suficientemente extenso y sólido. AUTORRETRATOS (¿DEFORMADOS?) DEL MORISCO Ni tan siquiera los moriscos fueron explícitos en ese sentido. Las pocas manifestaciones escritas que dejaron tras de sí proceden, en su inmensa mayoría, de los códices 286

aljamiados, escasos, subjetivos y normalmente parcos a la hora de proporcionar datos relativos al aspecto externo de los propios cristianos nuevos. Con ese punto de partida, debe convenirse en que el «reverso de la moneda» al que se refiriera en su día López-Baralt presenta una superficie más bien roma, con pocos relieves. La literatura morisca aljamiada tiene un carácter netamente islámico, pero dentro de esa aparente monotonía temática cabe una variada tipología de textos que Bernabé Pons ha clasificado atendiendo a un cuadro en el que se distinguen más de una decena de categorías. De entre ellas, los textos puramente religiosos ocupan un lugar central, aunque no son menos importantes los sermonarios, los textos jurídicos, las composiciones piadosas y rituales o los relatos morales y de viajes, entre otros 441 . En ese contexto, cabe admitir que las referencias al aspecto físico podrían localizarse en cualquier bloque temático, si bien es cierto que los textos que contienen recetas médicas e higiénicas, los relativos a la magia y adivinación y aquellos otros papeles de uso particular pueden contener las referencias más explícitas. Por su parte, la propia López-Baralt acude a una taxonomía textual notablemente más sencilla, pero que, enmarcada en el contexto de descripción del cuerpo humano, le permite acercarse con mayor precisión a la cuestión del aspecto físico de los cristianos nuevos, tanto de los presentes en territorio ibérico como de aquellos otros que residían en el exilio. Es así como diferencia entre escritos «imaginativos de ficción» y aportaciones testimoniales 442 . Los primeros son «parcos» en las descripciones hasta el punto de que puede decirse que en ellos se observa una manifiesta «economía descriptiva», de la que se deriva una «imagen borrosa, de rasgos indefinidos» donde lo más significativo es el «blanqueamiento» literario 287

del morisco 443 , que, ya en el exilio, llega, incluso, a «usurpar» los modelos de belleza cristianos y a despreciar el color moreno 444 , como si hubiera un intento consciente de querer «parecerse al opresor» 445 . Por su parte, los escritos testimoniales tienen un carácter más prosaico. Se ocupan de cuestiones cotidianas como el ayuno, pero que tornan en urgentes en un contexto de proscripción. Son, como indica la propia López-Baralt, textos «utilitarios» y en ese marco es cierto que suelen hacer referencia al cuerpo, pero no al aspecto físico 446 . EL MORISCO OBSERVADO POR SUS CONTEMPORÁNEOS Como hemos tenido ocasión de observar en capítulos precedentes, los testimonios literarios tampoco resultan clarificadores. En la Edad Media se había hecho uso de una imagen del moro asociada a lo demoniaco y lo animal, con la que se definió al musulmán como un ser despreciable en su doble rol de rival militar y antagonista religioso 447 . Por su parte, ya se ha visto cómo a excepción de algún que otro escueto ejemplo al que nos hemos referido con anterioridad, ni las manifestaciones maurofílicas ni la literatura antimorisca del Siglo de Oro se preocuparon en exceso por este tipo de cuestiones. Con todo, sí hubo individuos que repararon en la fisionomía morisca. Tal preocupación no fue, ni mucho menos, gratuita. Tampoco resultó unánime a la hora de ser instrumentalizada. No en vano, hubo autores que describieron al morisco para remarcar la existencia de diferencias, por pequeñas y nimias que pudieran parecer a ojos del observador actual. Junto a ellos, otros testimonios ahondaron en la idea de que el morisco apenas si se separó externamente del cristiano viejo. Los hubo, incluso, que no se 288

refirieron a ese aspecto concreto, y aquí hemos de convenir en que los silencios resultan tan elocuentes o más que las propias palabras. La cuestión también ha sido analizada por LópezBaralt 448 , de quien retomamos lo esencial en estas líneas añadiendo algún otro ejemplo que nos ha parecido especialmente interesante y que, pensamos, completa lo dicho por ella. Uno de los testimonios iniciales de que disponemos son las famosas sentencias incluidas en los sermones del maestro inquisidor Martín García, quien predicó en la Granada de los Reyes Católicos. Para él, los moriscos eran «hispanos» y «compatriotas», nacidos y criados entre los propios españoles de la época 449 . El juicio del que terminó siendo obispo de Barcelona no es gratuito. Se trata de uno de los primeros testimonios específicamente referidos a los moriscos y, aunque no contiene ninguna mención concreta de la caracterización física del cristiano nuevo, no deja de ser interesante en la medida que esa «hispanidad» es lo suficientemente elocuente como para advertir, si cabe de manera inicial, acerca de la existencia de pocas diferencias entre ambas comunidades. Más adelante tendremos ocasión de observar con calma algunas de las descripciones que ofrecieron los viajeros que visitaron los distintos reinos ibéricos desde finales del XV: Joly en Valencia y Guicciardini y Lange en Granada son, en ese sentido, los ejemplos más destacados, si bien sus testimonios tampoco resultan determinantes a la hora de caracterizar físicamente al morisco. De hecho, sus palabras ofrecen algún que otro resquicio de desacuerdo, aunque no lo suficientemente explícito como para que no podamos extraer una primera impresión en la que impera la idea de escasa diferencia ya comentada con anterioridad. Así parecen 289

confirmarlo también algunas de las informaciones que proceden del propio reino de Valencia. De allí viene un pequeño texto de 1582, que Bramon toma de Halperin Donghi. En él, se nos informa de que, como medida preventiva ante posibles conjuras, las autoridades abogaron por infiltrar a cristianos viejos entre los propios moriscos, siendo «las únicas características que estos “espías” debían reunir […] que vistiesen “ábito turquesco”» y que «entendiesen la lengua aráviga» 450 . No parece, pues, que hubiera rasgo distintivo alguno que fuera digno de consideración a la hora de advertir diferencias de relevancia entre moriscos y cristianos viejos. También lo percibió de esa manera Pedro de Valencia. Como muchos de sus contemporáneos, el pacense era partidario de eliminar los rasgos culturales de raíz islámica que aún presentaban los moriscos a comienzos del siglo XVII. Sin embargo, dicho anhelo no le impidió considerar la españolidad del morisco 451 . Es esta una de las máximas de su obra, presente en todo el texto, pero reflejada de manera totalmente explícita en la cita en la que invita al lector a considerar que todos estos moriscos, en cuanto a la complexión natural, y por el consiguiente [en] cuanto al ingenio, condición y brío son españoles como los demás que habitan España, pues ha casi novecientos años que nacen y se crían en ella y se echa de ver la semejanza o uniformidad de los talles con los demás moradores de ellos 452 . Se trata de un testimonio harto conocido, repetido en múltiples ocasiones, pero que siempre conviene recuperar para situar en sus justos términos cuál era la percepción del morisco a principios del Seiscientos. También porque, acaso, constituye «la primera vez que se afirmaba de manera tan rotunda la naturaleza española de la nación de los cristianos 290

nuevos» 453 . De ahí que Vincent la haya considerado «capital», porque confirma que, en la época, los moriscos eran vistos como «ordinarios habitantes de España» 454 , al menos por parte de algunos sectores de la sociedad no especialmente sospechosos de dejarse llevar por juicios livianos. Sobre este aspecto volveremos más adelante, cuando trabajemos el retablo de Bigarny para la Capilla Real. Para cuando Pedro de Valencia escribió aquellas palabras, Cervantes ya había publicado la primera parte del Quijote, donde la historia del cautivo dejaba ver que el alcalaíno no observaba (o no quiso observar) rasgo diferenciador alguno 455 , actitud que se repitió en el ya mencionado capítulo del morisco Ricote 456 , publicado con posterioridad a los bandos de Felipe III. Tampoco incidieron en este aspecto los textos contemporáneos a la expulsión. No en vano, y aunque los Bleda, Guadalajara y compañía se dedicaron a denigrar la vida cotidiana de los moriscos, lo andrajoso de sus vestidos y lo «bestial» de sus costumbres, no hicieron referencias concretas al aspecto físico de los desterrados, todo lo contrario que, veremos, sucede en los lienzos de la expulsión de la Colección Bancaja, de los que hablaremos en epígrafes sucesivos 457 . El conocido texto de Aznar Cardona en el que el fraile habla de la condición, oficios, vestuario y costumbres alimenticias de los moriscos es muy sintomático 458 , pues no hay ninguna referencia al color de la piel, altura o aspecto físico de los cristianos nuevos, algo que empuja a LópezBaralt a considerar que realmente debió haber pocas diferencias, ya que resulta difícil creer que el autor no hubiese intentado sacar partido de un hipotético contraste físico en el caso de que realmente hubiera existido 459 . Se trata de uno de esos silencios a los que hacíamos referencia más arriba, 291

clarificador en la medida en que es indicativo de que, de existir, las disimilitudes físicas entre moriscos y cristianos viejos fueron reducidas, cuando no mínimas, y de que, como se ha señalado, apenas si hubo posibilidad de que fueran empleadas como arma arrojadiza, ni en el día a día más prosaico, ni tan siquiera en el contexto de un hipotético y más elevado debate intelectual. La inexistencia de diferencias de calado aflora nuevamente en el caso de Maximilia Cerdà, uno de esos «autores menores» de la apología de los que hace años dio cuenta Manuel Lomás. Para Cerdà, que observó la expulsión de los moriscos valencianos, la única forma de distinguir a los cristianos nuevos era oírlos rezar a Mahoma 460 . Mayor impresión parece que causó la minoría morisca en Francia, cuando algunos de los desterrados se asentaron en localidades de la ladera norte de los Pirineos. Las noticias que tenemos acerca de este asunto proceden de un conjunto de sesenta y tres cartas fechadas entre 1610 y 1611 que, según LópezBaralt, fueron documentadas por Temimi en archivos italianos, principalmente florentinos. De ellas, más de una veintena fueron escritas por diferentes personajes de la burocracia italo-francesa del siglo XVII y son útiles en este contexto solo en la medida en que insisten en la belleza de los moriscos, pero más allá de tales apreciaciones —subjetivas por otra parte— tampoco aportan una información que pueda ser calificada de relevante en relación al aspecto externo de los desterrados. En todo caso, no son los únicos documentos que se centran en este asunto. Cuando la propia López-Baralt informa sobre las cartas descubiertas por el historiador tunecino, cita también a Charles d’Aigrefeuille, cronista galo del XVII que, por las mismas fechas, se refería a los moriscos llegados a Montpellier como gente de «buenos rostros» 461 . 292

Más jugosas parecen ser, finalmente, las noticias que llegaron de África, donde parece probable que la piel blanca de los moriscos contrastara con la de los musulmanes afincados al otro lado del Mediterráneo 462 . El asunto fue parcialmente abordado por de Bunes en un trabajo en el que los moriscos son considerados solo como una parte de la más amplia visión que el mundo agareno mereció en la España de los siglos XVI y XVII 463 . En dicho libro, el autor constató que los cristianos nuevos fueron «despreciados» por parte de los autores hispanos al considerarlos un pueblo vencido, argumento que no evita que se les considere también mejores que al resto de los musulmanes, solo por tener un origen peninsular 464 . Es algo que, por cierto, también constituye la tónica predominante en el pensamiento español tocante al mundo norteafricano, incluso después de la expulsión 465 . El más clarividente de todos esos autores fue Antonio de Sosa, padre de la famosa Topographia e historia general de Argel 466 . La obra, cuya estructura y sentido último se enmarcan en una larga tradición procedente de la época medieval 467 , contiene una utilísima descripción de los colectivos sociales que poblaban la ciudad. Son apenas dos páginas en las que, como no podía ser de otra manera, el autor no solo reparó en el aspecto físico. También en las prendas de vestir y formas de comportamiento 468 . En un primer momento, distinguió como moradores de la ciudad a tres grandes grupos: turcos, judíos y moros. En el caso de estos últimos, diferenció a los propios nativos de Argel, de los «cabayles» y «azuagos», también argelinos, pero procedentes del interior montañoso. De los primeros dijo que eran «de color pardo», si bien precisó que los «nacidos en las montañas más altas del Cuco o del Labes (do todo el año está la nieve), son casi del todo blancos y no mal proporcionados» 469 . Junto 293

a ellos, y en tercer lugar, prestó atención a los «alarbes», «vil canalla», «feísimos, mal agestados y de pocas carnes» y «muy pardos y morenos», cuyo aspecto contrastó con el de la «quarta manera de moros», quienes desde los reynos de Granada, Aragón, Valencia, y Cataluña se pasaron a aquellas partes, y de continuo se pasan con sus hijos y mugeres, por la vía de Marsella, y de otros lugares de Francia, do se embarcan a placer, a los quales llevan los franceses de muy buena gana en sus vajeles. Todos estos se dividen pues entre sí en dos castas o maneras, en diferentes partes, porque unos se llaman Modejares, y estos son solamente los de Granada, y Andalucía. Otros Tagarinos, en los quales se comprehenden los de Aragón, Valencia, y Cataluña. Son todos estos blancos y proporcionados, como aquellos que nacieron en España o proceden de allá 470 . EL MORISCO EN EL ARCHIVO. RETRATOS DESDE LO PUNITIVO Los moriscos que Sosa vio en Argel habían llegado al norte de África después de ser expulsados de la península ibérica. En su inmensa mayoría procedían del reino de Valencia y del Levante peninsular 471 . De hecho, gran parte de ellos se instalaron allí alentados por el recuerdo de la ciudad del Turia, tan similar por aquel entonces a la urbe norteafricana 472 . La blancura de sus rostros debió contrastar con las teces pardas de los «cabayles» y los rostros morenos de los «alarbes» y nos permitiría dar por buenos, al menos de manera inicial, los testimonios, ya mencionados, en los que las autoridades valencianas se mostraban incapaces de distinguir a los moriscos de los cristianos nuevos no solo en el momento de la expulsión, sino, incluso, décadas antes. Gracias a esas noticias, también puede intuirse la constante 294

preocupación que las diferentes instancias de poder de la Monarquía mantuvieron en torno a la necesidad de controlar a los miembros de la minoría morisca 473 . En ese contexto es donde cabe encuadrar el despliegue de la activa política de vigilancia que se desarrolló desde el último cuarto del siglo XVI en adelante y que tuvo su manifestación más visible en la realización de toda una serie de censos y padrones cuyo objetivo fue evitar que la población morisca se moviera libremente por el territorio. Tal estrategia tuvo una de sus principales manifestaciones en Castilla, donde los granadinos fueron sometidos a un férreo control ideado desde Madrid. Parte de estos censos fueron realizados por la Inquisición y las autoridades eclesiásticas en el tramo final del siglo XVI y, en su inmensa mayoría, han sido analizados con una finalidad estrictamente demográfica, dado que, aunque desiguales, contienen datos acerca de la edad, condición sociolaboral y estado civil de los registrados en ellos 474 . La utilización de este tipo de listas ha sido escasa en relación al análisis físico de los censados. Bien sea por la poca uniformidad de la fuente, bien debido a que su contenido demográfico es más rico, puede decirse que los estudios poblacionales y socioprofesionales han acaparado la atención de la mayor parte de los historiadores en ese sentido 475 . La vigilancia cotidiana o cómo construir un morisco identificable Junto a los censos generales a los que acabamos de referirnos, cabe mencionar también los padrones locales, cuyo contenido comienza a ser conocido últimamente. Su elaboración fue consecuencia directa de la pragmática de 1572, que, como es sabido, reguló la vida de los granadinos 295

asentados en Castilla con posterioridad a la rebelión alpujarreña 476 . Comparten con los anteriores su contenido demográfico. Sin embargo, presentan diferencias, pues son más escuetos a la hora de proporcionar información de tipo socioprofesional y, por el contrario, aportan datos indudablemente más ricos en relación a la cuestión del aspecto físico de los moriscos, que es la que interesa aquí. En ese sentido, las descripciones incluyen datos acerca de su presencia, altura, color de pelo, tono de piel y toda una serie de peculiaridades externas de tipo particular (cicatrices, manchas, heridas, disposición dental…) que sitúan al lector moderno ante verdaderas «encuestas policiales» 477 . Como se ha indicado, su importancia como fuente estadístico-poblacional ha sido puesta de manifiesto en repetidas ocasiones, lo cual ha dado lugar a la aparición de interesantes estudios de tipo local en los que se han podido constatar las resistencias y ocultaciones que protagonizaron los moriscos 478 . Entre ellos, se cuentan el relativo a Écija, estudiado por Fernández Chaves y Pérez García 479 , o aquel otro, analizado por este último autor, que fue registrado ante las autoridades locales de Antequera 480 . Del mismo modo pueden citarse las matrículas parciales elaboradas en Toledo en diferentes momentos del siglo XVI 481 y alguna otra como la relativa a la villa de Almagro, fechada en 1602 y estudiada por Gómez Vozmediano 482 . Gracias a tales estudios, contamos con datos de calidad para analizar en el corto y medio plazo el impacto de la llegada de los granadinos a Castilla. También para conocer cómo fue su evolución demográfica y en qué condiciones se produjo su inserción en las estructuras sociolaborales de las localidades en las que quedaron asentados tras la finalización de las sacas granadinas. Por desgracia, el empleo de tales 296

registros con un objetivo meramente antropológico no ha merecido la misma atención y ha quedado reducido, casi siempre, a un mero apéndice anecdótico, complemento del análisis de las estructuras poblaciones que de tal o cual padrón podían extraerse en relación a cada localidad. En ese sentido, sí cabe destacar el trabajo ya citado de Vincent y basado en la matrícula de moriscos realizada en Córdoba en 1573, los análisis llevados a cabo para la propia ciudad califal por Aranda Doncel 483 y los trabajos de Prieto Bernabé en relación a la comunidad de Pastrana 484 , completados más tarde por el propio Vincent 485 . Gracias a ello contamos con información suficiente para contrastar y comparar los datos que utilizamos aquí, correspondientes a algunas de las comunidades de granadinos asentados en Castilla la Nueva. Nuestra muestra se corresponde con una serie de padrones elaborados en diferentes momentos entre 1570 y 1610. Concretamente, los censos elegidos pertenecen a las localidades de Almodóvar del Campo y Campo de Criptana (en la actual provincia de Ciudad Real), Mota del Cuervo (ubicada en el suroeste de Cuenca) y la ciudad de Toledo. De ellos, el padrón almodovareño está datado en 1589-1590 y los de Criptana y Mota del Cuervo en 1583-1584. Por su parte, la lista de Toledo es más temprana. Está fechada en 1573 y, además, contiene la particularidad de censar a moriscos esclavos 486 . No es una elección al azar. Se trata de localidades en las que se asentaron comunidades de moriscos granadinos de cierta entidad y en las que la presencia de la minoría marcó un punto de inflexión en el día a día previo al final del conflicto alpujarreño 487 . Los padrones moriscos a los que nos referiremos en adelante incluyen datos de un total de 1.169 individuos. De ellos, disponemos de información relativa al aspecto físico para 843 (72,1%), dándose un casi general 297

equilibrio por sexos, aunque la distribución final se inclina de manera favorable a las mujeres (51% de los descritos). Se trata de un número de individuos lo suficientemente amplio como para que, a partir del análisis de sus descripciones, estemos en condiciones de acercarnos a ese retrato físico que nos ofrecen las fuentes de archivo. No en vano, son datos que completan los relativos a Córdoba y Pastrana a los que haremos referencia de manera paralela a los que aquí presentamos. La muestra que procede de la villa de los Éboli parte de la toma en consideración de un grupo humano superior a mil doscientos individuos. De ellos, Prieto Bernabé obtuvo descripciones para no menos de 743 488 . Por su parte, los datos que ofreció Vincent para la Córdoba de 1573 estudian a un grupo de 633 individuos 489 . Finalmente, Aranda Doncel, quien también se centra en los granadinos cordobeses, no ofrece cifras concretas, dado que analiza los padrones de 1579 y 1583 de manera conjunta y, como hace Prieto, solo se refiere al número de individuos descritos en cada faceta concreta. Sea como fuere, y por los datos que facilita puede decirse que su muestra supera con creces el millar de personas 490 . Como complemento a ello, cabe considerar también el origen geográfico de los censados. Se trata de un dato que, visto con la perspectiva que impone el hecho de que solo trabajemos con individuos de origen granadino, puede parecer accesorio. A pesar de ello, hemos creído necesario incluir una sucinta mención de este aspecto, por si acaso esa diferente procedencia pudiera explicar la existencia de hipotéticas disimilitudes. En sus análisis de los padrones cordobeses de 1573-1574, Aranda Doncel estableció que la mayor parte de los individuos libres censados en Córdoba procedían de Granada y su vega (75,6%), aunque también había un grupo importante que había llegado a la ciudad 298

desde la Ajarquía malagueña (8,5%) 491 . Granada también fue comarca que más moriscos llevó a Pastrana, aunque, en este caso, no fueron menos significativos los aportes procedentes de Guadix y, en menor medida, del marquesado de Cenete y de las zonas almeriense y malagueña 492 . Finalmente, y por lo que se refiere a la muestra que nosotros hemos trabajado, no poseemos datos en relación al caso concreto de la villa de Almodóvar, aunque, como todas las localidades de la zona occidental de La Mancha, debió recibir a granadinos procedentes de la ciudad del Darro y de la propia vega 493 . Por su parte, prácticamente todos los censados en las localidades de Criptana y Mota del Cuervo procedían de la zona oriental del antiguo reino nazarí. En concreto, fueron mayoría los procedentes de Cuevas de Almanzora y Portilla, aunque no faltan quienes residían antes de la guerra en localidades como Turre, Filabres o Cabrera, entre otras. Finalmente, y en relación a Toledo, el reparto entre las diferentes comarcas granadinas no responde a un criterio articulado por las rutas seguidas por las columnas de deportados, sino que se corresponde, más bien, con aquellas zonas donde la sublevación adquirió tintes más violentos, situación que también observó en su día Aranda Doncel cuando analizó la procedencia de los esclavos que recalaron en Córdoba 494 . Con todo, y aun admitiendo que la fuente y las muestras no son todo lo homogéneas que sería deseable, no es menos cierto que, de una u otra manera, contamos con datos relativos a un conjunto humano que podría rondar los tres mil individuos de ambos sexos, de diferentes edades y procedentes de prácticamente todas las comarcas del reino de Granada. No obstante, la información de que disponemos no siempre es uniforme. Esa disparidad es muy perceptible en 299

tres aspectos concretos. En primer lugar, cabe admitir que las descripciones de individuos adultos resultan más prolijas que aquellas otras referidas a niños y jóvenes. Junto a ello, también se ha detectado una mayor meticulosidad a la hora de presentar datos (no solo relativos a las características físicas) de los individuos que eran cabeza de casa, independientemente de si eran varones o mujeres, aunque por motivos obvios estas últimas están infrarrepresentadas en ese sentido. Se trata de un aspecto relevante, pues refuerza el carácter punitivo y policial de este tipo de encuestas al fijar la atención en los individuos a cuyo cargo estaba el mantenimiento y control del resto de los que convivían en cada casa. De hecho, tanto en los adultos como en los ancianos, la diferencia entre hombres y mujeres en la relación censados/descritos siempre ronda los diez puntos, mientras que en los jóvenes apenas es perceptible y, además se inclina a favor de las mujeres. En segundo término, es necesario advertir que algunos de los individuos descritos no necesariamente se encontraban presentes en el momento en el que las autoridades efectuaron el recuento y procedieron a la recogida de datos. Tal situación es especialmente llamativa en el caso de las matrículas correspondientes a Campo de Criptana y Mota del Cuervo, donde ha podido documentarse que no se personaron ante las autoridades más de una quinta parte de los moriscos inicialmente llamados a cumplir con dicho trámite. En todo caso, y aunque es cierto que a los ausentes se les suele describir de manera más somera —cuando así ocurre—, tal situación tampoco supone un escollo insalvable porque, como se ha indicado, nuestro objetivo no es proceder a un análisis cuantitativo en sentido estricto. Por último, debe hacerse una pequeña referencia a la 300

calidad de la información. En ese sentido, tres de los cuatro censos manejados ofrecen descripciones correspondientes a dos años consecutivos (son en realidad dos censos diferentes por cada localidad). Rara vez esa información es contradictoria 495 . Lo más normal, en ese sentido, es que los datos resulten complementarios y que, de haber novedades, el segundo censo ofrezca adicciones al realizado en primer lugar 496 . Como tendremos ocasión de observar más adelante, y desde una óptica estrictamente cualitativa, los datos que acaparan más atención son los relativos al aspecto general de cada individuo. No obstante, y antes de descender al análisis concreto de cada una de esas parcelas, es necesario reparar en que gran parte de las descripciones que vamos a analizar están asentadas sobre una carga subjetiva de consideración, toda vez que dependieron del propio agente censal y de cuáles eran los rasgos que, a su juicio, debían retenerse de cara a la posterior y más correcta identificación de tal o cual morisco. En ese sentido, el texto de la pragmática era claro y exigía que se anotaran «los nombres de todos, y de donde fueron traydos y son naturales […] poniendo ansí mismo la edad y señas de estatura y rostro, y el oficio, o tracto que tuuiere, y la casa y parrochia donde viuiere» 497 . Sin embargo, la realidad fue por otros derroteros y derivó en una recogida de datos que no solo presentó diferencias de una localidad a otra, sino que, incluso, no trató por igual a individuos pertenecientes a una misma comunidad. Se trata de un aspecto no menor, que conviene retener de cara a las conclusiones del presente capítulo en tanto que condiciona —y de qué modo— la imagen que podamos tener acerca de los moriscos. De hecho, hemos podido detectar cómo en el caso de los adultos importó mucho más retener datos en relación a su altura y complexión, mientras que los individuos más jóvenes fueron 301

descritos, de manera mayoritaria, por el color de su piel. En último término es una cuestión que debe hacernos caer en la cuenta de que, por el motivo que fuera, se privilegió la consignación de determinados rasgos cuya importancia, acaso, fue menor de la que podemos pensar a raíz del análisis de estos padrones. Rasgos físicos del morisco vigilado De los tres elementos definitorios del aspecto general de un individuo (color de la piel, altura y complexión), es el relativo a la pigmentación el que, a priori, podría pensarse que fue clave en la identificación de los moriscos. Sea como fuere, si hubo diferencias, estas no debieron ser lo suficientemente importantes como para generar una separación clara y determinante entre viejos y nuevos cristianos. Apartados de toda influencia interna, la opinión de los viajeros que recorrieron nuestro país resulta importante. Entre esos observadores se contaba Johannes Lange, quien, con motivo de su visita a la ciudad de Granada en 1526, afirmó que la mitad de los habitantes de la ciudad eran moros blancos 498 . Parece que esa fue la sensación que intentaron trasladar a los libros de viajes y de trajes los autores que escribieron desde mediados del siglo XVI en adelante, aunque es preciso señalar que Weiditz sí marcó cierta diferencia al respecto. La sensación de inexistencia de diferencias que se da en estos autores también contrasta con la percepción de Bartolomé Joly, quien visitó el Reino de Valencia. Para él los moriscos de aquella región «ordinariamente son más morenos que los españoles, semejantes a esos gitanos que corren el mundo; pero, sin embargo, el nombre de moro en España nada tiene de común con el color; los que nosotros llamamos moros de 302

la Mauritania, ellos los llaman negros simplemente…» 499 . Aun cuando establecía una aparente gradación cromática en la piel de los diferentes colectivos a los que se refería, lo verdaderamente interesante de la reflexión del francés es que, nuevamente, quedaba claro que color de la piel y práctica religiosa no iban de la mano. Por lo demás, su descripción resulta interesante en la medida en que se refiere a los moriscos valencianos. En todo caso, sus palabras permitirían caracterizar a los cristianos nuevos como «blancos, pero con la tez oscura» 500 , comentario que, en sí mismo, no deja de representar una curiosa y no menos interesada descripción y que encuentra cierto paralelismo con las palabras que Guicciadirni escribiera casi un siglo antes, ya que el embajador florentino aplicó el color oscuro a todos los españoles sin distinción 501 . De este relativismo tampoco se salvaron las representaciones visuales que acompañan a estos libros de viajes. Un aspecto que cabe reseñar en todas las ilustraciones que decoran la literatura periegética e, incluso, los libros de trajes que se basaron en ellos, es que, salvo en el caso de Weidtz, hombres y mujeres moriscas tienen la tez clara, del mismo color que los cristianos viejos, como si este hecho no hubiera llamado la atención lo suficiente o debido a que realmente fueran indistinguibles, como hemos dicho. Para poder estudiar estas imágenes de modo objetivo y no caer en errores que hemos criticado en la introducción de este libro, hay que señalar la distancia cronológica entre estas fuentes, dado que las ilustraciones de Hoefnagel, donde se muestra totalmente blanco al morisco, son de la década de los años sesenta, mientras que Weiditz viajó a la península cuarenta años antes. A partir de ahí cabría pensar en una hipotética influencia de los matrimonios mixtos y en que su 303

generalización —si es que se produjo con la suficiente fuerza — pudo haber facilitado una mayor hibridación de las poblaciones de origen musulmán y cristiano 502 . Sin embargo, dicho argumento se nos antoja carente de fuerza, difícil de mantener en tanto que todo indica que las diferencias entre moriscos y cristianos viejos no tuvieron la suficiente entidad como para poder modificar de manera tan radical los caracteres fenotípicos de un grupo dado. De hecho, y mirado a la inversa, esa situación también podría haber oscurecido la piel de los cristianos viejos y, en todo caso, los cambios no habrían afectado al conjunto de la población, sino solo a aquellos que fueran descendientes de esos matrimonios mixtos. Pensar que fueron justo estos individuos los representados sería mucha casualidad, cuando no un argumento demasiado forzado. Como explicación complementaria, cabría acudir a una cuestión de orden mental, con un trasfondo cultural y político, y relacionada, más bien, con los tiempos moriscos a los que nos hemos referido antes: toda vez que la inmensa mayoría de los testimonios inciden en presentar al morisco como un individuo similar al cristiano viejo, una posible explicación a la representación «oscurecida» de Weiditz podría relacionarse con la necesidad de marcar una diferencia que, es cierto que no existía (o que pudo ser casi imperceptible), pero que necesitaba crearse (o mantenerse) con un afán justificador de la política de asimilación emprendida por el emperador, apenas unos años antes de que el alemán llegara a Granada. Sea como sea, no parece que estemos en condiciones de dar una respuesta clara a esa dualidad cromática en la representación del morisco. Quizás, y en último término, la explicación a todo ello resida en la propia apreciación 304

subjetiva de cada autor, en su procedencia, en la consideración particular de las diferencias que hubo entre nuevos y viejos cristianos y en el mensaje que cada cual quiso transmitir con sus dibujos. Como demostraremos en las siguientes páginas, la información que procede de las fuentes archivísticas ni confirma ni desmiente a los viajeros. Más bien, podría decirse que deja en el aire la posibilidad de ofrecer una respuesta categórica, lo cual, bien mirado, también permitiría afirmar que no hubo un rasgo mayoritario entre los encuestados. En ese sentido, los padrones castellanos resultan poco explícitos. Es cierto que los individuos morenos son mayoría y que en todos los grupos de edad representan una proporción cercana al 60%, parecido que no deja de ser llamativo. Junto a ello, cabe considerar también que los descritos como blancos sean uno de cada cuatro y que ese porcentaje sea especialmente significativo en los menores de quince años y en mujeres, independientemente de su edad 503 . El cuadro que se observa a partir de tales cifras es muy similar al que Vincent y Aranda obtuvieron en Córdoba, donde más del noventa por ciento de los descritos eran morenos o blancos, siendo también los primeros mayoría 504 . Con todo, hay que retener un último dato: los 353 individuos de los que se nos facilita el tono cutáneo suponen poco más del 30% de los censados. Se trata, es evidente, de un porcentaje significativo, pero no lo suficiente como para extraer conclusiones definitivas, lo cual avala la inseguridad que mostrábamos más arriba, pues hay un importante número de moriscos de los que no sabemos nada, ni en un sentido ni en otro. Por ello no resulta aventurado admitir, de acuerdo con Vincent, que quienes anotaron tales rasgos centraran su atención en aquellas personas cuyo color 305

resultaba más llamativo, más digno de retener (recuérdese el carácter policial de las encuestas). El resto de vecinos, la inmensa mayoría, pues, debió corresponderse «a una norma» situada entre ambos y «difícil [de] definir» 505 , pero que en poco o muy poco debió diferenciarse también de cómo debieron ser los cristianos viejos. ASPECTO GENERAL DE LOS MORISCOS GRANADINOS DESCRITOS POR CATEGORÍAS Y GRUPOS DE EDAD (ALMODÓVAR DEL CAMPO, TOLEDO, CAMPO DE CRIPTANA, MOTA DEL CUERVO) ALTURA RASGO FÍSICO

hasta 15

de 16 a 45

más de 45

s/d

TOTALES

núm.

%

núm.

%

núm.

%

núm.

%

núm.

%

Alto

9

50,0

84

40,8

13

43,3

1

50

107

41,8

Espigado

5

27,8

1

0,5

6

2,3

13

6,3

1

3,3

14

5,5

Buena estatura Mediano

3

16,7

61

29,6

9

30,0

73

28,5

Pequeño

1

5,6

43

20,9

7

23,3

51

19,9

Bajo

3

1,5

4

1,6

Enano

1

0,5

1

0,4

206

100

256

100

Total descritos (altura)

18

100

1

30

100

50

2

100

COMPLEXIÓN RASGO FÍSICO

hasta 15

de 16 a 45

más de 45 núm.

núm.

%

núm.

%

Pequeño de cuerpo

1

5,9

10

7,1

Delgado

2

11,8

16

11,3

Mediano de cuerpo

1

5,9

13

0,0

Buen cuerpo

s/d

núm.

%

0

11

6,3

1

5,9

19

10,8

9,2

2

11,8

17

9,7

34

24,1

7

41,2

41

23,3

%

núm.

TOTALES

1

%

100

Recio

8

47,1

37

26,2

5

29,4

50

28,4

Otros

5

29,4

31

22,0

2

11,8

38

21,6

306

Total descritos (complexión)

17

100

141

100

17

100

1

100

176

100

COLOR DE LA PIEL RASGO FÍSICO

Moreno

hasta 15

de 16 a 45

más de 45

s/d

núm.

%

núm.

%

núm.

%

núm.

%

núm.

%

85

55,6

107

59,8

9

52,9

3

75

204

57,8

0,0

8

4,5

3

17,6

11

3,1

14

3,9

19

5,4

5

1,4

84

24,9

12

3,4

353

100

Moreno/colorado Colorado

1

0,7

13

7,3

Buen color

5

3,3

11

6,1

Blanco/colorado

3

2,0

2

1,1

Blanco

56

36,6

30

16,8

Otros

3

2,0

8

4,5

153

100

179

100

17

100

4

484

41,4

546

46,7

75

6,4

64

Total descritos (color de la piel)

TOTALES

3

2

17,6

11,8 1

25

Total censados

5,5

100

1.169 Total descritos (general)

304

36,1

475

56,3

55

6,5

9

1,1

843

100

* Sombreados: rasgos más destacados en cada grupo de edad y conjunto total.

Algo similar debió ocurrir con el cabello. El reducido número de casos documentados y el hecho de que, en su inmensa mayoría, se refieran a varones, solo puede interpretarse como una llamada de atención hacia aquellos rasgos que constituyeron la excepción a lo considerado como más estereotipado en el conjunto de la sociedad. En ese sentido, las referencias a individuos rubios, pelirrojos 506 , canos y entrecanos 507 , incluso a calvos o con una incipiente alopecia solo pueden ser entendidas como una forma más de señalar rasgos que, en el marco definido por la necesidad de 307

controlar, ayudaran a identificar de manera más efectiva a quienes eran descritos de aquella manera. El canon más repetido debió corresponderse con el de personas con el pelo castaño y moreno, rasgo que parece que fue habitual tanto en Córdoba como en Pastrana y que, por cierto, tampoco pasó desapercibido para Münzer cuando se refirió de manera concreta a las mujeres moriscas granadinas 508 . Nada se indica, sin embargo, acerca de la longitud o tipo de peinado. Por el contrario, sí resultan llamativas las alusiones concretas a la forma de rasurar la barba y a los espesores de quienes optaron por dejar crecer su vello facial. Nuevamente, puede destacarse la polarización de las menciones: por un lado, las que inciden en la «poca» barba (28 citas); por otra parte, aquellas que se refieren a la «espesa» y «mucha» (12 casos documentados), incluso, y dada su curiosidad, la referencia a un individuo con bigote. Por lo demás, sí debe señalarse que este constituyó un rasgo en el que, quienes elaboraron los censos, se detuvieron con cierta frecuencia, algo que no deja de resultar contradictorio en la medida en que, de entre todos los indicadores manejados, constituye uno de los más efímeros y fácilmente modificables y, por lo tanto, menos efectivos para identificar a nadie en concreto. En oposición a ello sí podríamos referirnos a aquellas otras descripciones que abundan en el color negro o muy negro y rojo/bermejo, aunque no faltan las llamadas de atención acerca de individuos que comenzaban «a barbar» o a aquellos otros que eran ralos o lampiños. El resto de elementos del rostro son explicados con cierto detenimiento y llaman la atención por su relativa abundancia, pues este tipo de descripciones afecta a un total de 451 individuos (más del 53% de los descritos). Junto a ello, también podría afirmarse que es una información de la que 308

no cabe desconfiar debido a su inicial carácter objetivo. Dentro del grupo de signos fisionómicos cabe mencionar, en primer lugar, los ojos. De su disposición se dice poco: apenas unas referencias aisladas a individuos tuertos (6) y alguna más (11 en total) relativa al estrabismo. Más frecuentes son las tocantes al color de las pupilas, donde llama la atención la vehemencia con la que los encuestadores se refieren a los ojos zarcos, aspecto que, al parecer, también resultó llamativo para el corregidor y los alcaldes ordinarios de Pastrana 509 . También destacan en las matrículas castellanas las alusiones a los dientes, que llegan a repetirse en más de medio centenar de ocasiones. De ellas, treinta y cuatro son para confirmar que el individuo en cuestión estaba mellado o privado de alguna pieza bucal. Menos habituales son las referencias al color de los dientes, aunque destaca que la mención de los «claros» se repita hasta en ocho ocasiones. No se puede dejar de hacer mención del tamaño y forma de la cara. El primero es invocado en más de medio centenar de ocasiones, siendo el perfil que más llamó la atención el correspondiente a los rostros de tamaño grande (19 gordos, 5 grandes, 2 recios…). Por su parte, las descripciones relativas a la forma y disposición del semblante aparecen repetidas en más de doscientas ocasiones y de entre ellas las más numerosas son las que hacen referencia al «buen rostro» (142 ocasiones) y a la redondez (34), esta mucho más objetiva que la primera. En algunos casos, la mención de este tipo de rasgos precedió a la inclusión de alusiones relativas a la mayor o menor belleza de tal o cual individuo. En el caso concreto que nos ocupa, la aparición de este tipo de descripciones no es excesivamente frecuente, aunque sí ha llamado la atención el empleo exclusivo del término «hermosa» para caracterizar a mujeres (hasta en 12 ocasiones), el no menos habitual uso de 309

«feo» (10 veces) y las referencias también usuales a la expresividad de los ojos (ojos tiernos, ojos temerosos, ojos tristes…). Con todo, pensamos que son rasgos especialmente subjetivos y que, en modo alguno, tienen validez a la hora de ser empleados para intentar definir un ideal de belleza que no podemos construir, dado que desconocemos cuáles serían los elementos de comparación en los que basar ese hipotético análisis. Las referencias a la cara pueden completarse con las relativas al tamaño de los individuos, importantes por el número de veces que aparecen, pero de cuyo valor a efectos de identificación de los rasgos colectivos de la minoría morisca también dudamos. Y es así porque están apoyadas en conceptualizaciones abstractas que no se basan en dato objetivo alguno y que, por lo tanto, no pueden tomarse como absolutamente fiables en la medida en que están inspiradas por la apreciación particular de quien redactó los padrones que hemos empleado aquí. Con todo, y como puede verse en la tabla que hemos incorporado al texto, las autoridades prestaron bastante atención a ambos aspectos. De ellos, el relativo a la constitución es empleado en más de ciento setenta ocasiones, principalmente a la hora de describir a individuos adultos, a los que se suele caracterizar de manera mayoritaria como «recios» y de «buen cuerpo». Por su parte, la altura es el rasgo que más se repite. De nuevo, el conjunto más numeroso de menciones se da en relación a los individuos adultos (especialmente en los varones), aunque las referencias más polarizadas aparecen en los menores de 16 años, donde «altos» y «espigados» suponen más de tres cuartas partes del total de individuos descritos. En todo caso, y aunque resulte repetitivo incidir en ello, conviene no olvidar que aquellos de quienes se proporciona este tipo de información apenas si son uno de cada cinco de los censados, 310

motivo por el cual cabe pensar en una distribución real en la que los individuos medianos pudieran ser mayoritarios 510 . Las señales y marcas sí constituyen un rasgo mucho más objetivo, sobre todo en el caso de aquellas que eran permanentes, como cicatrices, tatuajes o marcas de esclavo. Ocurre, además, que en el conjunto de los cuatro censos que estamos analizando, este tipo de información aparece de una manera muy frecuente, dado que se localiza en tres de cada cuatro individuos de los que se proporciona información. Dejando aparte la enorme variedad de caracteres que se describen (nos ocuparemos de ellos más adelante), cabe señalar, en primer lugar, que su mera presencia refuerza, de nuevo, el carácter policial de las propias encuestas, puesto que son indicadores que permitían una rápida y muy eficaz individualización. Al margen de ello, también cabe hacer una doble distinción a efectos de consideración de los propios descritos. En primer lugar, habría que referirse a los prisioneros de guerra, portadores de la marca por excelencia: el hierro de esclavo. Ese es uno de los motivos que nos ha llevado a incluir en este análisis la lista de Toledo de 1573 y que ha facilitado que dispongamos de una información de primera calidad en relación a este asunto. No obstante, y por llamativo que pueda resultar, no todos los granadinos incluidos en dicha lista estaban herrados. De hecho, el número de no marcados es superior al de los que sí lo estaban (255 de un total de 370). Entre ellos, se incluían individuos de tan corta edad que su mera adscripción al grupo de esclavos fue puesta en entredicho por las propias autoridades de la ciudad de Toledo, tal y como prueban los numerosos expedientes de horro forzoso que acompañan al propio censo 511 . También, y junto a ellos, adultos de edades relativamente avanzadas y, 311

sobre todo, mujeres (más de un 75% del total) 512 , si bien no parecen advertirse especiales diferencias de tipo físico con respecto a los individuos libres 513 . En todos los casos pueden documentarse marcas comunes a las que, en similares circunstancias y cronología y para el mismo colectivo, podrían localizarse en cualquier ciudad de Castilla con posterioridad a la rebelión alpujarreña. De hecho, fue un recurso que no solo se contempló para ser utilizado con los esclavos. En algunas localidades, Sevilla, por ejemplo, se propuso hacerlo extensible a todos los miembros de la comunidad, a quienes, en caso de aprobarse dicho arbitrio, se habría tenido que marcar con «letra o señal en el rostro donde no se pueda encubrir para que sea conocido por morisco» 514 . Las marcas utilizadas en el caso toledano fueron hierros (en el rostro, en la barbilla o en los carrillos), clavos de diverso tipo y señales grabadas a fuego, de entre las cuales las más repetidas fueron la «T» de Toledo y la «S» de siervo. En el segundo de los grupos a los que nos referimos, el de los individuos libres, las señales son de otro tipo. Prácticamente todas comparten su carácter accidental y fortuito, no intencionado. La variedad es enorme. Tanta que es posible que su mera enumeración solo pueda contribuir a acumular datos de manera farragosa. En cualquier caso, sí puede señalarse que las más habituales son marcas de viruelas, verrugas, lunares, «hoyos» y señales de herida (cicatrices) y que, en su inmensa mayoría, se localizaban (al menos las descritas) en la cara (sien, frente, carrillos, barbilla…). Cuando no ocurría así, y a pesar de su reducido número, también estuvieron presentes en otras zonas corporales, principalmente, en las manos o piernas 515 . A ellos, cabe unir las referencias a las discapacidades físicas de algunos de nuestros protagonistas. Nos situamos aquí 312

frente a un conjunto de rasgos identificativos tan objetivos como, a veces, descarnados. En realidad, apenas si representan un mínimo porcentaje del total de individuos descritos (20 de 843), pero su mera presencia sirve, una vez más, para confirmar la búsqueda de lo específico. En dicha línea, lo más frecuente es encontrar a individuos con lesiones en las manos (el dedo cortado o lesionado se repite en ocho ocasiones), posiblemente fruto de accidentes de índole profesional. Junto a ellos aparecen dos individuos ciegos, uno cojo, uno gibado, tres tullidos (de los cuales uno portaba muletas), uno manco, otro más sordo, dos tuertos y un tartamudo, además de los dos que son descritos simplemente como «enfermos» 516 . UN MORISCO NO TAN DIFERENTE… QUE SEPAMOS A efectos de conocer cómo fue el morisco, los alistamientos que se elaboraron para intentar controlar a los granadinos llegados a Castilla ofrecieron unos resultados dispares. Fue así porque, como hemos tenido ocasión de observar, la información que nos legaron no privilegió ningún rasgo en particular, ni pretendió fijar las características antropométricas de cada individuo en función de criterios homogéneos. Cierto es que la pragmática de 1572 ordenó que se prestara especial atención a aspectos como la estatura o las marcas y señales en cara y cuerpo. También es verdad que la inmensa mayoría de los representantes de la autoridad ejercieron la labor de identificación que se les encomendó de una manera altamente satisfactoria. Sin embargo, no es menos cierto que, aun respetando el modus operandi fijado por la Corona, cada cual trasladó su particular impronta al padrón que gestionó. Así, lejos de focalizar su atención en un 313

aspecto concreto, las matrículas elaboradas por las autoridades civiles de aquella Castilla de finales del XVI y principios del XVII únicamente pretendieron poner de relieve los caracteres físicos que resultaran más fiables a la hora de identificar a los granadinos. Bajo ese punto de vista no interesaba incidir en una descripción completa de todos y cada uno de los individuos. Debía ser pormenorizada, sí, pero lo más importante fue que permitiera identificar al individuo con precisión, huyendo de lo general y de lo habitual para concentrarse en lo específico, en lo raro. No se trataba, pues, de construir ninguna imagen, ni de idealizarla o denigrarla. Tan solo de retenerla de cara a su utilización en el control mismo de la minoría. Partiendo de tales consideraciones, podría decirse que los padrones que hemos empleado en nuestro intento de reconstruir al morisco real muestran lo específico, lo particular de cada individuo y aquello que pudo resultar definitorio a la hora conocer a cada persona, pero que esa información no siempre tiene que resultar determinante a la hora de caracterizar al grupo cristiano-nuevo. Visto así, lo realmente importante para conocer el aspecto físico de los moriscos es lo que no se dice en esos mismos registros, puesto que es ese silencio el que está informando acerca de lo habitual, de lo común, de lo general. Llegados a ese punto, cabe hacer un llamamiento a la prudencia y aceptar, con Vincent, que lo ideal sería poseer «unos buenos puntos de comparación» 517 . Por tanto, se trata de una cuestión que, a la luz de la documentación que poseemos, no permite un acercamiento más en profundidad porque, por desgracia, las descripciones «masivas» y «generalizadas» de los cristianos viejos no son habituales y la ausencia de datos de entidad que genera esa situación impide 314

que podamos establecer comparaciones 518 , algo vital para saber si hubo diferencias o no. Con todo, y tras examinar la documentación, sí queda clara una cosa: vistos «en negativo», invirtiendo la imagen que nos ofrecen, los registros de moriscos que se redactaron en la Castilla de finales del Quinientos no sirven para establecer una imagen arquetípica del morisco (si es que la hubo), pero sí para constatar que, con toda probabilidad, los rasgos físicos de los descendientes de moros no debieron diferenciarse mucho de los que presentaron sus vecinos cristiano-viejos, al menos por lo que sabemos hasta ahora 519 . Nos situaríamos así ante una nueva pieza en el puzle iconográfico del morisco. Se trata de un fragmento que, en esta ocasión, era perceptible en el día a día, que se visualizó en el trato cotidiano y que vino a unirse a los referidos al morisco imaginado e instrumentalizado en el seno del debate político (el de los testimonios literarios) y a aquel otro construido frente al cristiano viejo y utilizado para definirse a sí mismo (el de los propios moriscos). Todas esas representaciones constituyen diferentes formas de aproximarse al cristiano nuevo y son complementarias y permeables en la medida en que nos muestran los distintos lados de un cubo que, a fuerza de ser lanzado una y otra vez, termina con los bordes desgastados, dando paso al siguiente sin solución de discontinuidad. A esos planos se unen las representaciones iconográficas que tendremos ocasión de observar en capítulos sucesivos, allí donde el converso de moros fue construido para ser visualizado de tal modo que pudiera salvarse la sensación de homogeneidad que extraemos del análisis de los papeles que informan acerca de su aspecto físico y de su vestuario, cuestión a la que tendremos ocasión de acercarnos en el capítulo que sigue. 315

432 En «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», en Andalucía en la Edad Moderna: economía y sociedad, Granada, Diputación de Granada, 1985, págs. 303-313. 433 Antonio Feros, Speaking of Spain… op. cit., págs. 18 y ss. 434 Mary B. Quinn, The Moor and the Novel…, op. cit., pág. 6. 435 M. José Rodríguez Salgado, «Christians, Civilised…», op. cit., pág. 249. 436 Antonio Feros, Speaking of Spain…, op. cit., pág. 50. 437 Ibídem, pág. 49. 438 Junto a la vivienda, la especialización profesional, la endogamia, la alimentación y el idioma. Amalia García Pedraza, «Antonio Domínguez Ortiz y la historia de la minoría morisca», Historia Social, 40 (7), 2003, págs. 71-96. 439 Antonio Domínguez Ortiz, «Notas para una sociología de los moriscos españoles», Miscelánea de estudios árabes y hebraicos, 11, 1962, págs. 46-47. 440 Dolors Bramon, Contra moros y judíos, Barcelona, Península, 1986, pág. 129. 441 Luis F. Bernabé Pons, «Los manuscritos aljamiados como textos islámicos», en Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2010, pág. 33. 442 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., págs. 77 y ss. 443 Ibídem, pág. 84. 444 Ibídem, pág. 86. 445 Luce López-Baralt, «¿Qué imagen tenían los moriscos de sí mismos?», op. cit., págs. 149-163. 446 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., págs. 87-88. 447 Ilaria Sabbatini, «The Physiognomy of the Enemy…», op. cit., pág. 140; de la misma autora, «“Io ci vidi molti saracini”…», op. cit., con referencias precisas a este asunto en los cantares de gesta. 448 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., págs. 69-76. 449 «Sunt hispani, non armenii, nec africani»; «sunt compatriotes hic nati et nutriti et conservati inter nos». Citado por Louis Cardaillac, Moriscos y cristianos…, op. cit., pág. 327. 450 Dolors Bramon, Contra moros…, op. cit., pág. 129. 451 Grace Magnier, Pedro de Valencia and the Catholic Apologists of the Expulsion of the Moriscos. Visions of Christianity and Kingship, Leiden, Brill, 2010, pág. 387. 452 Pedro de Valencia, Tratado acerca de los moriscos de España, ed. de R. González Cañal, Badajoz, Unión de Bibliófilos Extremeños, 2005, pág. 85. 453 Rafael González Cañal, «Introducción», ibídem, pág. 34. 454 Bernard Vincent, «La disidencia morisca», en Ángel Vaca Lorenzo (ed.), Disidentes, heterodoxos y marginados en la Historia, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1998, pág. 110. 455 Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote…, op. cit., I, caps. 39 y 40, y cap. 54. 456 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., pág. 74. 457 Ibídem, pág. 91. 458 Pedro Aznar Cardona, Expulsión justificada de los Moriscos españoles, y suma de las excellentias christianas del nuestro Rey Don Felipe et Cathólico Tercero, Huesca, Pedro Cabarte, 1612, parte II, cap. 10, fol. 32v («De la condición, trato, traje, comida, officio, vicio, y pestilencia pegajosa de los Moriscos»). 459 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., pág. 73.

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460 Maximilià Cerdà de Tallada, «Relació verdadera molt en particular…», op. cit., pág. 57. Sobre el autor y su obra, véase Josep Lozano, «La Relació verdadera de Maximilià Cerdà de Tallada», Caplletra, 31, 2001, págs. 41-74. 461 Luce López-Baralt, La literatura secreta…, op. cit., pág. 70. 462 Ibídem, pág. 72. 463 Miguel Á. de Bunes Ibarra, La imagen de los musulmanes…, op. cit. 464 Ibídem, págs. 126-127. 465 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes…», op. cit., pág. 63. 466 Antonio de Sosa, Topographia…, op. cit. Sobre la Topografía existe una amplia, conocida y bien fundamentada bibliografía a la que pueden añadirse los textos recientes de Diana Galarreta-Aima, «Topografía e historia general de Argel: testimonio de un cautivo desde el otro lado del Mediterráneo», eHumanista, 30, 2015, págs. 260-274, y de Steven Hutchinson, «Topografía de los caminos del Islam en el Mediterráneo», en XIII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2017, págs. 5-18. 467 Ana María Rodríguez Rodríguez, Letras liberadas. Cautiverio, escritura y subjetividad en el Mediterráneo de la época imperial española, Madrid, Visor, 2013, pág. 87. 468 Antonio de Sosa, Topographia…, op. cit., cap. XI, fols. 8r-9v. 469 Ibídem, fol. 8v. 470 Ibídem, fol. 9r. 471 Mikel de Epalza, Los moriscos antes y después de la expulsión, Madrid, MAPFRE, 1992, páginas 218219. Sobre el proceso de expulsión y las rutas seguidas en el destierro, véanse Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 225-245, y Jorge Gil Herrera y Luis F. Bernabé Pons, «Los moriscos fuera de España: rutas y financiación», en Mercedes García-Arenal y Gerard Wiegers (eds.), Los moriscos: expulsión y diáspora…, op. cit., págs. 213-231. Para un estado de la cuestión en torno al tema, véase Luis F. Bernabé Pons, «Las emigraciones moriscas al Magreb: balance bibliográfico y perspectivas», en Ana I. Planet y Fernando Ramos (coords.), Relaciones hispano-marroquíes: una vecindad en construcción, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006, págs. 63-100. 472 Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., pág. 239. 473 Mercedes García-Arenal, Inquisición y moriscos…, op. cit., pág. 12. 474 Para más información sobre ellos, Henri Lapeyre, Géographie de l’Espagne…, op. cit., págs. 125-130, y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha…, op. cit., págs. 129-130. 475 Claude Le Flem y Jean Paul Le Flem, «Un censo de moriscos en Segovia y su provincia en 1594», Estudios Segovianos, 16, 1964, págs. 433-464; Jean Paul Le Flem, «Les morisques du nord-ouest de l’Espagne en 1594 d’après un recensement de l’Inquisition de Valladolid», Mélanges de la Casa de Velázquez, 1, 1965, págs. 223-243; Julio Fernández Nieva, «Un censo de moriscos extremeños de la Inquisición de Llerena (año 1594)», Revista de Estudios Extremeños, 29 (1), 1973, págs. 149-176; Bernard Vincent, «Les morisques d’Estremadura au XVI e siècle», Annales de Démographie Historique, 11, 1974, págs. 431-448, y Mercedes García-Arenal, «Los moriscos de la región de Cuenca según los censos establecidos por la Inquisición en 1589 y 1594», Hispania, 38 (138), 1978, págs. 151-199. Se conservan también algunas aportaciones de índole local que no parecen ser sino los documentos preparatorios y posteriormente remitidos a las autoridades episcopales, tal y como puede comprobarse en Hilario Rodríguez de Gracia, «Un censo de moriscos de finales del siglo XVI», Toletum, 11 (II época), 1981, págs. 521-542, y en Aurelio García López, «La comunidad morisca granadina de Guadalajara según un censo de la Inquisición de Toledo de 1595. Algunos problemas de asimilación», en Actas del VI Encuentro de Historiadores del Valle del Henares, Alcalá de Henares-Guadalajara, Institución de Estudios ComplutensesDiputación Provincial de Guadalajara-Centro de Estudios Seguntinos, 1998, págs. 219-237. Por su parte, Michel Boeglin publicó en 2007 el referido a la ciudad de Sevilla, datado también en 1589, el único conservado al completo en la capital hispalense: Michel Boeglin, «Demografía y sociedad moriscas en Sevilla. El padrón de 1589», Chronica Nova, 33, 2007, págs. 195-221. Sobre los problemas de conservación y

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alcance de los censos sevillanos, véase también Ruth Pike, «An Urban Minority: the Moriscos of Seville», International Journal of Middle East Studies, 2 (4), 1971, págs. 368-377. 476 Hay, incluso, algún ejemplo temprano, anterior a la promulgación de la propia pragmática, como el elaborado en la localidad madrileña de Griñón, aunque con datos poco significativos, dado el reducido tamaño de la muestra analizada. Véase Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Algo más sobre los moriscos de Madrid», Tiempos Modernos, 8 (34), 2017, pág. 324. 477 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., pág. 306. 478 Rafael M. Pérez García, «Moriscos en Antequera, 1569-1574», Al-Qantara, 37 (1), 2016, página 83. 479 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Notas sobre la destrucción de las comunidades moriscas malagueñas y su reconstrucción en la campiña sevillana, 1569-1610», Áreas, 30, 2011, págs. 121-139. Para Écija, véase también Juan Aranda Doncel y Marina Martín Ojeda, «Evolución demográfica y estructura de la población morisca en la ciudad de Écija», en Actas del III Congreso de Historia «Écija en la Edad Media y Renacimiento», Sevilla, Universidad de Sevilla, 1993, págs. 228-253. 480 Rafael M. Pérez García, «Moriscos en Antequera…», op. cit. 481 Hilario Rodríguez de Gracia, «Moriscos expulsados de Granada y “avecindados” en Toledo», Hispania Sacra, 65 (extra I), 2013, págs. 153-188. 482 Miguel F. Gómez Vozmediano, Mudéjares y moriscos en el Campo de Calatrava. Reductos de convivencia, tiempos de intolerancia (siglos XV-XVII), Ciudad Real, Diputación Provincial, 2000, págs. 134147. 483 Publicados en Los moriscos en tierras de Córdoba, Córdoba, Publicaciones del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1984, y, más recientemente, en Moriscos y cristianos en Córdoba. El drama de la expulsión, Córdoba, Ilustre Sociedad Andaluza de Estudios Histórico-Jurídicos, 2010. 484 José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas de la minoría morisca asentada en Pastrana en el último tercio del siglo XVI», Wad-al-Hayara, 14, 1987, págs. 355-362, y «Los moriscos de Pastrana según un censo de 1573», en Conflictos sociales y evolución económica en la Edad Moderna (I), Toledo, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1988, vol. VIII, págs. 269-282. 485 Bernard Vincent, «Morisques et mobilité. L’exemple de Pastrana», en Anne Dubet y Stéphanie Urdician (dirs.), Exils, passages et transitions. Chemins d’une recherche sur les marges, Clermont-Ferrand, Université Blaise Pascal, 2008, págs. 17-24. Existe versión en castellano en «Moriscos y movilidad. El ejemplo de Pastrana», Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna, 42, 2010, s.p. 486 El padrón de Almodóvar se conserva en el archivo municipal de la localidad. Por su parte, los relativos a Mota del Cuervo y Campo de Criptana proceden de Archivo Histórico Nacional. Sección Órdenes Militares. Archivo de Toledo, leg. 7356; y el de Toledo del archivo municipal de la ciudad con referencia Libros Manuscritos. Sección B, núm. 174 (asiento núm. 9). 487 Para cifras concretas, véase Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha…, op. cit., págs. 458 y 465. Para Toledo, Julio Porres Martín-Cleto y Linda Martz, Toledo y los toledanos en 1561, Toledo, Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios Toledanos, 1974, páginas 9-11; Esperanza Pedraza Ruiz, Población morisca en Toledo en la segunda mitad del siglo XVI, Toledo, s.e., 1985, y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Toledo, mísera», en Francisco J. Aranda Pérez y David Martín López (coords.), La Toledo que alentó al Greco. Paseos por la ciudad que confortó a un artista sorprendente, Toledo, Antonio Pareja Editor, 2017, págs. 364-365. 488 La cifra corresponde a las personas de las cuales se conoce su altura. Para el resto de variables (piel, cara, cabello…) se dispone de información relativa a menos individuos, aunque destacan las que reparan en el color de la cara (406 descripciones), el pelo (351), la barba (341) o las marcas y señales de todo tipo, superiores a 500. Todo indica que, como ocurre en los casos analizados por nosotros, hubo individuos cuya descripción se refirió a diferentes aspectos. Dado que Prieto no informa de cuántos son los individuos que incorporan como mínimo una mención, es imposible conocer el porcentaje final de descritos en relación al total. No obstante, la cifra mínima que ofrecemos nos habla de un nivel de detalle comparable a aquel otro del que disponemos para nuestro ejemplo. Para datos en relación a Pastrana, véanse José M. Prieto Bernabé, «Los moriscos de Pastrana…», op. cit., pág. 270, y «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 357.

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489 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., pág. 306. 490 Juan Aranda Doncel, Moriscos y cristianos en Córdoba…, op. cit., págs. 32-34. 491 Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., pág. 101. 492 Aurelio García López, Señores, seda y marginados. La comunidad morisca en Pastrana, Guadalajara, Ediciones Bornova, 2009, pág. 58. 493 Bernard Vincent, «L’expulsion des morisques…», op. cit., págs. 221, 246a y 246b (mapas), y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha…, op. cit., pág. 86. 494 Juan Aranda Doncel, Moriscos y cristianos en Córdoba…, op. cit., págs. 30-31. 495 Por ejemplo, Ginés Ricote, alistado en Criptana, aunque inicialmente lo fue en Miguel Esteban es calificado en 1583 de pequeño, mientras que en 1584 es descrito como «enano». En otras ocasiones sí se detectan diferencias, aunque cabría considerarlas de matiz como en el caso de Magdalena Banegas, también de Criptana, descrita como mediana en 1584, mientras que un año antes era «pequeña». 496 Sin embargo, también puede deberse a situaciones sobrevenidas como la aparición de heridas o marcas, que dan lugar a descripciones cuya vigencia podría calificarse como de «temporal». Como ejemplo de todo ello sirva el caso de Diego e Isabel Rael, ambos de Criptana, quienes en 1583 no presentan «señal particular», pero en 1584 sí porque uno tiene una herida y la otra es mejor descrita. 497 Pragmática y declaración sobre los moriscos del Reyno de Granada, Madrid, 1572. 498 Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno…», op. cit., pág. 179. 499 Bartolomé Joly, «Viaje hecho por M. Bartolomé Joly. Consejero y limosnero del rey en España, con el señor de Boucherat, abad general de la Orden de los cistercienses», en José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros…, op. cit., vol. 2, pág. 176. 500 Antonio Feros, Speaking of Spain…, op. cit., pág. 97. 501 Francisco Guicciardini, «Relación de España», en José García Mercadal (ed.), Viajes de extranjeros…, op. cit., vol. 1, pág. 578. 502 Sobre matrimonios mixtos, véanse Ragnhild Jonshrud Zorgati, Pluralism in the Middle Ages. Hybrid Identities. Conversion, and Mixed Marriages in Medieval Iberia, Nueva York-Londres, Routledge, 2012, especialmente los capítulos «Mixed Marriages in Islamic and Christian Laws» (págs. 92-128) y «Hybrid Identities» (págs. 171-178), y Max Deardorff, «The ties that bind: intermarriage between Moriscos and Old Christians in Early Modern Spain, 1526-1614», Journal of Family History, 42 (3), 2017, págs. 250-270. 503 Para abundar en el argumento puede señalarse que de los 59 niños y jóvenes que son descritos así, 27 son menores de 5 años. En el caso de las mujeres, 24 de las 30 que son caracterizadas con piel blanca tienen entre 16 y 45 años. 504 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., pág. 306; Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., pág. 103. En Pastrana, la proporción es igualmente alta, aunque ligeramente inferior al caso cordobés, pues morenos y blancos apenas si son tres de cada cuatro, aunque nuevamente hay mayoría de pieles blancas en las mujeres. Véase José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características…», op. cit., pág. 358. 505 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., pág. 306. 506 De nuevo con especial énfasis en niños, púberes y mujeres. Nótese que Vincent llamó la atención en torno a una posible influencia bereber en el caso concreto de los individuos pelirrojos. Véase Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., pág. 309. 507 Prieto señala que es una de las descripciones relativas al cabello que más se repite en el caso de Pastrana. Véase José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 358. 508 Jerónimo Münzer, Viaje por España…, op. cit., pág. 129. 509 José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 359. En

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el caso de Córdoba las menciones de ojos claros también son frecuentes (hasta un 23% en el caso de los varones), pero los redactores del padrón prestaron más atención a los ojos negros y oscuros, posiblemente, y de nuevo, porque tanto ese color como el pardo o marrón fueron los más frecuentes. Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., pág. 104. 510 Porcentajes y situación general muy similares a los observados en Córdoba y Pastrana, donde, en términos generales, se destaca más la altura en varones y menos en mujeres. En relación con ello, tanto Prieto Bernabé como el propio Aranda Doncel observan que las proporciones suelen invertirse, dado que el porcentaje de hombres altos es superior al de mujeres y el de estas últimas supera al equivalente en varones cuando se hace referencia a personas de menor estatura. Véanse Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., pág. 103, y José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 357. 511 Archivo Municipal de Toledo. Libros Manuscritos. Sección B, núm. 174, fols. 174r y ss. Para un estudio inicial de los mismos, véase Esperanza Pedraza Ruiz, Población morisca de Toledo durante la segunda mitad del siglo XVI: nuevas aportaciones, Memoria para la obtención del grado de licenciatura, Universidad Complutense de Madrid, 1975. 512 Junto a los niños, y como ocurre en otros núcleos, fueron el colectivo más demandado y presente en el censo. Véase Michel Boeglin, «Demografía y sociedad moriscas…», op. cit., pág. 211. 513 Consideración que también observó Garrido García en el caso de Guadix. Véase Carlos J. Garrido García, «Guadix y su tierra durante el primer año de la rebelión de los moriscos (1569): guerra y esclavitud», Boletín del Centro de Estudios «Pedro Suárez», 24, 2011, págs. 73-108. 514 Extractos del informe de Alonso Gutiérrez acerca de la cuestión morisca. Sevilla, 6 de septiembre de 1588. Texto completo en Michel Boeglin, Entre la Cruz y el Corán…, op. cit., páginas 151-154. 515 Por ejemplo, en el caso de Diego Ramírez, de 27 años, alistado en Criptana, con una «señal de herida» en la palma de la mano derecha; como Benito Rojas, censado y nacido en Almodóvar del Campo, de 24 años, con una cicatriz en la mano derecha, «sobre el índice», o como Luis Marín, también de Criptana, quien tenía un lunar grande en la pierna junto a la rodilla. 516 Comunes a otros lugares como Pastrana, donde además se localizó a individuos zurdos y mudos. Véase José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 361. 517 Bernard Vincent, «¿Cuál era el aspecto físico de los moriscos?», op. cit., págs. 312 y 309. 518 Juan Aranda Doncel, Moriscos y cristianos en Córdoba…, op. cit., pág. 34, y José M. Prieto Bernabé, «Aproximación a las características antropológicas…», op. cit., pág. 356. 519 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 87.

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CAPÍTULO 4 Vistiendo al converso: moriscos a la cristiana, cristianos viejos a la mora El vestido ha sido de manera tradicional (¿acaso lo es aún hoy?) uno de los indicadores más significativos a la hora de identificar a un individuo, de encuadrarlo socialmente. Durante el Antiguo Régimen, su mero porte sirvió para concretar la pertenencia de tal o cual persona a una determinada comunidad o grupo social 520 , especialmente en el caso concreto de los grupos privilegiados o en aquellos individuos que aspiraron a ingresar en ellos. Por tanto, y más allá de constituirse en una mera «expresión de los gustos particulares» 521 o de resultar algo frívolo 522 , el atuendo y los usos vestimentarios imprimieron carácter individual, definieron a las personas y contribuyeron a encuadrarlas socialmente 523 . El estudio del vestuario español durante la Edad Moderna goza de unos claros (y nunca bien valorados) precedentes, que encuentran en la figura de Carmen Bernis al mejor exponente de ese interés que comenzó a despertar en nuestro país mediado el siglo XX 524 . Desde entonces, y a pesar de que últimamente está adquiriendo más importancia, el análisis de las costumbres sartoriales ha ocupado un papel secundario en la historiografía española. Con unos orígenes especialmente ligados a la antropología y a la historia del arte, la particular historia del vestido acusó la influencia de los estudios sobre historia del consumo que empezaron a destacar en los años noventa. En los últimos lustros, ha adquirido cierta 321

importancia como consecuencia no solo del desarrollo experimentado por los estudios de corte económico mencionados más arriba, sino también gracias a la pujanza que han tenido tanto el análisis de todo lo relativo al desenvolvimiento cotidiano de las familias del Antiguo Régimen como las distintas aportaciones provenientes de la historia de la Corte. Debido a ello, puede decirse que nos situamos ante un tema que se ha introducido en la historiografía modernista de manera transversal y que, sin constituir una línea de trabajo tan definida como lo puedan ser otras, ha terminado por afectar a una cada vez más creciente cantidad de enfoques. Ahí radica, según Bouza, una de las principales complicaciones que se derivan de su análisis 525 . En todo caso, no parece que exista impedimento alguno para constatar que la alta Edad Moderna en general, y dentro de ella el reinado de los Reyes Católicos y el Siglo de Oro en particular, son una época relativamente bien tratada en el caso español 526 . Con todo, falta mucho por saber, en parte porque el tema no ha dispuesto de la suficiente continuidad. Así, puede afirmarse que el conocimiento de la moda y los usos vestimentarios en la Edad Moderna hispana adolecen de un doble desequilibrio. En primer lugar, temporal, dado que se conocen bien las etapas de los Reyes Católicos y el siglo XVIII, especialmente en su tramo final, cuando el Antiguo Régimen deambulaba por sus últimos estertores, pero poco se sabe, sin embargo, de los años comprendidos entre ambos extremos, aunque, como veremos, no faltan aportaciones. A ello cabe añadir un déficit más vertical, relacionado con el propio objeto de estudio y con una componente social, que ha determinado que, en el análisis evolutivo de los gustos indumentarios, la corte y los estamentos privilegiados sean 322

mejor conocidos que las «gentes comunes y ordinarias», quienes por su condición y, en lo relativo al mundo del vestido, formaban un mundo aparte 527 . En ese sentido, no es menos cierto que se han producido avances significativos, especialmente en relación al tratamiento que están recibiendo determinados sectores sociales como el campesinado, donde, entre otros, cabe destacar el trabajo que desarrolla en Aragón Israel Lasmarías Ponz, también dedicado al mundo morisco, tal y como tendremos ocasión de ver más adelante 528 . A todo ello, podría añadirse que la inmensa mayoría de las aportaciones relativas al estudio de la apariencia externa en nuestro país ha focalizado su atención en el empleo exclusivo de la fuente iconográfica. En cierta medida, dicho enfoque ha contribuido a la generalización de esa imagen estereotípica a la que se ha hecho referencia, tan arraigada en los usos aristocráticos del vestido, y que ha incidido poco en las diferencias interestamentales y regionales. Se trata de un aspecto capital, que, bien mirado, no ha escapado a ninguna época, pero que, en la Edad Moderna, está influenciado por el surgimiento de formas vestimentarias de factura más compleja y especializada, socialmente hablando 529 . Debido a ello, y a causa también de las enormes transformaciones de tipo social que se van a desarrollar durante estos años, el vestido y los usos indumentarios, la moda, en una palabra, se verán inmersos en la «batalla» de las emulaciones 530 . En última instancia, ello acentuó el uso social de la ropa y situó a determinados grupos sociales ante la necesidad de descuidar la tarea del bien vestir 531 . Así, el mero hecho de vestir dejó de ser importante en cuanto acción básica de supervivencia, para pasar a cumplir una función simbólica y trascendente desde el punto de vista social, que, evidentemente, y por razones obvias, se situó al 323

margen de la «capacidad de gasto» de cada cual o de los «vaivenes del gusto» colectivo 532 . Tanto fue así que aquellos que persiguieron emplear lo indumentario como signo de distinción se vieron obligados a no descuidar dicha tarea 533 , incluso a invertir en ella capitales que hasta este preciso instante se habrían derivado a otros cometidos mucho más prosaicos. En relación al tema que nos ocupa interesa señalar una variable más: al menos desde la época medieval —incluso, antes— la ropa sirvió para identificar a determinados creyentes. En realidad, es algo que no afecta en exclusiva a los musulmanes; también están englobados aquí los judíos, incluso los cristianos que vivieron en territorio musulmán. Tampoco es una cuestión que se refiera solo a los cuadros de mando y élites de una determinada confesión. No hablamos de sacerdotes, clérigos, imanes o rabinos, sino de algo tocante al colectivo de creyentes, a la comunidad. Ya fuera por el porte de prendas ligadas a la propia tradición cultural y religiosa, ya porque las autoridades marcaron con determinados distintivos a los miembros de las minorías, el vestido fue empleado como una herramienta que, llegado el caso, podía contribuir a identificar al otro, cuando no a segregarlo. Bajo ese punto de vista nos situamos ante un elemento más de diferenciación sociocultural y religioso, que, en cierta medida, contribuyó a definir a los individuos, tanto desde un punto de vista interno (el deseo de autodefinirse frente al otro) como debido a condicionantes exógenos (la imposición por parte del conjunto social dominante) 534 . En realidad, es un aspecto que no solo afectó al vestido, sino que se hizo extensivo al propio aspecto físico. Se trata de una cuestión que, como es lógico suponer, adquiere una significación especial en el marco de nuestro trabajo. No en 324

vano, y como ya se ha señalado en los primeros capítulos de este libro, a lo largo del Quinientos, se produjo un fenómeno doble, que obligó al morisco a vestir a la cristiana, pero que empujó al cristiano viejo a disfrazarse de moro, sobre todo si tras esa particular forma de vestir se escondía una estrategia clara de promoción y autodefinición social. El vestuario de los musulmanes —más tarde moriscos— se asoció durante largo tiempo a la práctica religiosa islámica. Se trata de una generalización no carente de cierta base, pero sometida al imperio de lo iconográfico y que terminó por construir un tipo social muy definido, claramente identificable con una serie de prendas que lo ligaban a la práctica religiosa de Alá. Con todo, es un aspecto matizable porque, al contrario de lo que algunos contemporáneos pensaron 535 , el Corán no ordena vestir de una manera específica y concreta 536 . El padre Longás lo sintetizó de manera muy acertada y, dado que su libro se refiere al morisco musulmán, conviene retener sus indicaciones para aclarar este aspecto 537 . En ese sentido, el morisco debía procurar que su vestido estuviese limpio, que fuese «honesto» y tapase las partes vergonzosas y las piernas, siendo «saludable» y cubriendo también, como mínimo, desde el ombligo hasta las rodillas. Únicamente debía ocultar el conjunto corporal (salvo cara y manos) en el caso de las mujeres. Por lo demás, en ningún momento se habla de prendas específicas. Tan solo se indica que el vestido empleado en el rezo debe ser de una sola pieza y cubrir, como mínimo y en el caso de que fuera estrecho, desde la cintura hasta las rodillas 538 . Solo en el caso de las mujeres se contempla que vista el cuerpo entero, si bien en las oraciones «privadas» se permitía disponer de prendas más cortas. Finalmente, dice Longás, se establece una salvedad en el caso de la «alcandora», una suerte de manto largo, de fábrica de 325

seda o lino y decorado con colores, cuyo uso se permitió a las mujeres más ricas. A pesar de que lo dicho más arriba pueda resultar arriesgadamente generalizador, y advertidas las peculiaridades que ya se han indicado, conviene señalar que nos situamos ante un escenario teórico, en el que las ropas de moros y moriscos siempre se han visto con un carácter netamente religioso cuando, en realidad, nada indica que tales categorías tuvieran un peso determinante. Más adelante tendremos ocasión de analizar los argumentos de los que se sirvió Francisco Núñez Muley para intentar minimizar los efectos de la pragmática de enero de 1567, pero vaya por delante que, en la época, y al menos entre los propios moriscos, ese carácter religioso del vestido nunca fue exclusivo ni excluyente de otras realidades. La pregunta, entonces, fue si los cristianos viejos también percibieron esa situación. Y en ese sentido, y lejos de generalizaciones, todo indica que las diferencias fueron más construidas que reales y que, acaso, pudieron magnificarse, sobre todo una vez que pasaron los años inmediatamente posteriores a la conquista granadina. En ese sentido, conviene retomar los conceptos de «vestido morisco» y «moda a la morisca» de los que hemos hablado más arriba, para advertir que, en lo relativo a la práctica cotidiana de los cristianos nuevos (y por extensión en todo lo referido a su imagen y aspecto externo), no fue tan importante el mandato religioso como los usos culturales y la tradición local. SOBRE LEGISLACIONES, CÓDIGOS Y COSTUMBRES. UN RECORDATORIO Las normas legales relativas al vestido de los cristianos nuevos de moros son de sobra conocidas y han generado una 326

literatura lo suficientemente extensa como para que no sea necesario analizarlas en detalle. El objetivo de las líneas que siguen no es, pues, desgranar el contenido de tales disposiciones. Introducirse en dicha labor sería de poco provecho, dado que los análisis ya publicados explicitan con claridad cuándo se dictaron esas medidas, qué fue lo reglamentado en cada momento y quiénes eran los destinatarios de dicha política. A pesar de ello, y dado que nos situamos ante un tema sensible a la hora de abordar el asunto del aspecto externo y la imagen de los propios moriscos, hemos creído conveniente introducir unas breves consideraciones que nos ayuden a situar el asunto y a plantear tanto las líneas maestras de esa política como el marco teórico en el que se desenvuelve en la actualidad el análisis de los usos y tradiciones vestimentarias de los moriscos. Comencemos por la cronología. En relación al vestido existen diferentes hitos, puntos de inflexión legislativos que se suceden desde el reinado de los Reyes Católicos hasta la rebelión de 1568, dado que, con posterioridad al conflicto alpujarreño, las referencias a la indumentaria de los cristianos nuevos de moros desaparecen de la esfera normativa. En realidad, los intentos de reglamentación no son muchos, pero se suceden con cierta regularidad y su contenido es más o menos recurrente, lo cual invita a pensar que, casi con toda probabilidad, el desarrollo de esa política sostenida en el tiempo fue una consecuencia directa del incumplimiento reiterado de las mismas. Se trata de una cuestión en la que se ha reparado con frecuencia y de la que tendremos ocasión de hablar más adelante. Baste indicar, por ahora, que la aparición de este tipo de leyes tampoco es propia ni exclusiva de la España de finales del XV y del XVI, sino que, por lo que toca a su génesis, debe ser encuadrada en el contexto general europeo de marginación y persecución de judíos y 327

musulmanes que tiene lugar desde finales del siglo XIII en adelante. Hace años, Louis Cardaillac pasó revista a lo más significativo del registro legislativo relativo al intento de reglamentación de la vestimenta de los individuos pertenecientes a las minorías sociorreligiosas europeas. A resultas de ello, tuvo oportunidad de señalar que las normas relativas a tal asunto pueden darse por inauguradas ya desde la celebración del IV Concilio de Letrán, que afectaron por igual a musulmanes y judíos y que, no obstante su inicial carácter segregador, sufrieron vaivenes condicionados por factores de diverso tipo. A pesar de que los cánones de Letrán tuvieron un efecto limitado, la España bajomedieval evolucionó hacia posiciones cada vez más beligerantes, en las que las Cortes —llevadas muchas veces por la actitud popular— y las autoridades religiosas coartaron la libertad de elección de vestido de moros y judíos y, más tarde (a partir del siglo XIV), desarrollaron una política infamante al establecer como obligatorio el porte de marcas distintivas para los miembros de uno y otro grupo 539 . En ese contexto, la política de corte restrictivo se completó con la promulgación de disposiciones que también prescribieron la prohibición de vestir ropajes que destacaran por su riqueza, limitaron el uso de colores y prestaron una especial atención a la mujer. Todo ello no es sino muestra de que, aunque con matices, no puede hablarse de un verdadero y significativo cambio entre las leyes anteriores y posteriores a la conversión de los moros de Granada. Distinta cuestión es analizar el espíritu de cada norma, sus motivaciones y el contexto en el que cada ley se promulga. En ese sentido, los cambios parecen de mayor enjundia y se orientan no tanto a la separación entre comunidades, sino más bien a la asimilación de la minoría 540 , en parte por la propia conversión, pero también debido a 328

otros factores a los que tendremos ocasión de referirnos más adelante. Como se ha indicado, el corpus legal relativo al vestido de los moriscos comienza en tiempos de los Reyes Católicos y se enmarca en el contexto de la política de evangelización desarrollada por Hernando de Talavera en Granada 541 . Su final también aparece más o menos claro y se liga a la pragmática publicada en Granada el 1 de enero de 1567, antesala de la sublevación alpujarreña. En medio, la política de «pequeños pasos» desarrollada por la reina Juana entre 1508 y 1513 542 , los decretos emanados de la Junta de la Capilla Real de Granada en 1526, las disposiciones eclesiásticas del sínodo de Guadix (1554) y del concilio provincial de Granada organizado por el arzobispo Pedro Guerrero en 1565. Se trata —conviene recordarlo— de normas que no solo hacen referencia al vestido, sino que forman parte de un programa de actuación más amplio 543 , en el que también fueron objeto de reglamentación específica cuestiones como el porte de armas, el desarrollo de las actividades socioprofesionales, el uso del árabe, el sacrificio de reses para el consumo alimenticio, la práctica del baño e, incluso, otras, menos conocidas, pero igualmente importantes para el desarrollo de la cotidianidad como las referidas a la vida privada y la configuración de las casas y del entramado urbano 544 . Con frecuencia se ha hecho hincapié en el hecho de que su reiterada promulgación es síntoma de su no cumplimiento, aspecto que no deja de tener fundamento, pero que cabe matizar a partir de las ligeras modificaciones que experimenta el contenido de las disposiciones que se suceden a lo largo del siglo. En ese sentido, las menciones explícitas de prendas de raigambre musulmana —tales como las almalafas— están presentes en todo momento, pero no siempre aparecen 329

alusiones a los sastres y profesionales de la seda ni al empleo de este material. Tampoco son permanentes las referencias a los destinatarios de cada norma, cuestión en la que tendremos ocasión de detenernos más abajo. Por tanto, y aparte del hipotético incumplimiento por parte morisca, cabe considerar también el contexto en el que se dicta cada norma porque, como indicaron en su día Domínguez Ortiz y Vincent, cada medida es «fruto de tensiones permanentes» 545 , responde a demandas particulares por parte del legislador y genera resistencias que también cabe encuadrar de manera específica en el seno de la propia minoría morisca, especialmente de la granadina, que es donde se desarrolla el ciclo legislativo al que prestamos atención ahora. En ese sentido, el conjunto de disposiciones en que se basó la reglamentación del vestido morisco en el antiguo reino nazarí debe encuadrarse en la coyuntura propia de aquel territorio en el transcurso del siglo XVI. Evidentemente, forman parte de la política de integración de la minoría y, como tales, no pueden desligarse de otros acontecimientos ligados al propio asunto morisco. Así vistas, las normas de Granada deben contextualizarse también en el seno de un ciclo político de amplio arco cronológico, que abarca los tres cuartos de siglo comprendidos entre la propia conquista de Granada y el surgimiento de las tensiones que desembocaron en la guerra de las Alpujarras a finales de 1568. Bajo ese punto de vista, el problema morisco no debe desligarse, en primer lugar, de la política de reafirmación del poder estatal emprendida por los propios Reyes Católicos y culminada, en sus trazas más generales, por su bisnieto. Tampoco de la lucha contra el islam en el Mediterráneo y en el norte de África, que, cual Guadiana, aparecía de tanto en tanto en la escena doméstica y enconaba los ánimos de unos y otros. Por supuesto, tampoco cabe separarla de los otros asuntos 330

moriscos y de la capacidad de la minoría misma para autoorganizarse y crear estructuras «de resistencia» frente a los intentos de la Corona por asimilarla 546 . Todo, pues, confluye en un marco general en el que es relativamente complejo adivinar a qué se debe la promulgación de unas normas y a qué obedece el dictado de otras. A todo ello cabe unir la confusión entre lo que era y no era y suponía o no vestir a la morisca. Más arriba hemos tenido ocasión de referirnos a este asunto 547 , pero no sobra retomar el argumento para incidir en una cuestión que resulta clave y que, con frecuencia, es pasada por alto hasta el punto de confundir conceptos e, incluso, de invertir los términos. En ese sentido, conviene recordar las palabras de Irigoyen cuando advierte de que lo moro no tiene el mismo significado cuando se aplica a moriscos y cristianos viejos. Todo parece indicar que en el propio siglo XVI la cuestión estaba clara y que ambas comunidades supieron diferenciar. En el caso de estos últimos, vestir a la morisca era una determinada forma «extravagancia» 548 en la indumentaria y respondía a motivaciones de orden simbólico relacionadas con el ansia de promoción social y la necesidad de mantenimiento del estatus. Por su parte, y en lo relativo a los cristianos nuevos, significa ataviarse de una manera tal que les identificaba como musulmanes 549 o que, al menos, hacía uso de prendas de raigambre islámica o tradicionalmente asociadas a dicha cultura; y eso en el mejor de los casos porque, como veremos, a las diferencias regionales que el propio Irigoyen señala, se unen las cronológicas. Estas últimas consideraciones dan pie a hablar de otro de los puntos de fricción que la investigación debe depurar: el relativo a los nombres de los objetos y sus consiguientes usos. Nos situamos ante de una de esas cuestiones historiográficas 331

que pueden afrontarse con expectativas de éxito solo a partir de una consideración metodológica interdisciplinar. Así lo han demostrado las aportaciones más recientes, que, en cierto modo, retoman los trabajos clásicos de Joaquina Albarracín Navarro 550 y que tienen sus dos puntales básicos en el empleo conjunto de técnicas de análisis e interpretación procedentes de la historia y la historia del arte, pero también de la filología 551 . En último término, esta vertiente de análisis debe permitir que quienes investigan acerca del tema relacionado con el vestido tengan claro hasta qué punto prendas con factura similar, pero fabricadas a partir de materiales diferentes y empleadas en contextos geográficos y sociales también distintos pudieron satisfacer idénticas necesidades. Ello debería llevarnos a observar —y a comprender— que quienes vistieron una determinada prenda (en este caso los moriscos) pudieron hacerlo por tradición o debido a cuestiones de orden cultural y religioso, pero que no siempre tuvo que ser así o, al menos, no exclusivamente, toda vez que, a veces, el único motivo para portar tal o cual vestidura era su inmediata disponibilidad en los mercados locales. Se trata, evidentemente, de una cuestión que afecta de manera muy concreta a la forma en que debemos observar el proceso de cambio indumentario que experimentaron los moriscos granadinos que se instalaron en Castilla después de 1570. En ese contexto, es determinante resolver la siempre delicada cuestión del traje femenino, posiblemente la que más recorrido tiene por delante. Un primer vistazo a la bibliografía existente sobre el tema ofrece la idea de que fueron los varones quienes, en el conjunto morisco, mostraron una mayor capacidad de adaptación a la indumentaria castellana. Sin embargo, no es 332

menos cierto que, como indicara en su día García Pedraza, es necesario profundizar no en el estudio de la mujer morisca, sino también en el de la cristiana vieja 552 . Solo así estaremos en condiciones de confirmar si ese proceso de adaptación fue realmente más lento en el caso de la mujer o si, por el contrario, ha sido la ausencia de datos la que ha ralentizado nuestra comprensión de dicho asunto. Con todo, no es menos cierto que la propia legislación fue tremendamente confusa. Irigoyen ofrece una panorámica bastante completa del asunto 553 . Nos informa de la ausencia de referencias concretas a los varones en las normas dictadas por la reina Juana, así como en las disposiciones de 1526 emanadas de la Junta celebrada en la Capilla Real de Granada. Sin embargo, el mencionado autor advierte acerca de esa aparición a partir del texto que salió del sínodo accitano, algo que interpreta como un intento por parte de las autoridades de extender al conjunto morisco una serie de normas que, en principio, parece que afectaron de manera mayoritaria a las mujeres 554 . Para complicar más el análisis, conviene no olvidar toda una serie de factores que, aparentemente, se sitúan al margen de la legislación pero que, pensamos, pudieron condicionarla. Es ahí donde entran juego la geografía y los tiempos moriscos. Qué duda cabe de que las diferencias regionales entre moriscos eran más que evidentes. En ese sentido, Cardaillac nos dice que los castellanos y los catalanes perdieron sus signos de identidad de manera temprana, pero que granadinos y valencianos no y que en una posición intermedia se situaron los aragoneses 555 . Bajo ese punto de vista, y considerando esos diferentes procesos de asimilación, no cabe duda de que el vestido del que hicieron uso los moriscos de Castilla a comienzos de siglo pudo distar mucho 333

del que emplearon los valencianos a mediados o los granadinos antes y después de la propia guerra de las Alpujarras. No puede, pues, generalizarse la existencia de un comportamiento exclusivo ni excluyente en relación a las prendas de vestir. El tiempo no solo fue determinante en ese aspecto. También influyó, y en no poca medida, en la configuración del concepto de lo que pudo ser punible o no. Nuevamente nos situamos ante una cuestión delicada, en la que la opinión que el investigador pueda formarse al respecto solo será aproximada y estará condicionada por las fuentes que consulte. El mero hecho de aprehender esa actitud ya constituye un reto, y todo ello sin contar con la propia evolución del asunto morisco y con la percepción que de él tuvieron no solo los cristianos viejos de a pie, sino también, y sobre todo, las autoridades civiles, religiosas y judiciales. En relación a los propios granadinos, los matices a los que nos venimos refiriendo también se hacen presentes cuando se analiza la estructura socioprofesional de las zonas de acogida, cuestión que, normalmente, se ha pasado por alto, pero que pudo condicionar la adopción de un determinado modo de vestir. Aquí es donde afloran las diferencias entre campo y ciudad, pero también otro tipo de desequilibrio, de ámbito geográfico más largo, que podría llevarnos a diferenciar entre las costumbres indumentarias de la España mediterránea y aquellas otras del interior castellano o de la Granada posnazarí, tan diferentes, todas ellas, entre sí. No en vano, y como es conocido, el propio Núñez Muley se hizo eco de esos contrastes regionales e insistió en ellos a la hora de justificar que los cristianos nuevos de Granada pudieran seguir vistiendo su indumentaria tradicional 556 . Conviene añadir ahora que, para comprender el asunto del 334

vestido, también es necesario tener en cuenta la riqueza de los propios moriscos. No en vano, es fácil advertir que las posibilidades de vestir una prenda u otra, de que esta fuera más o menos lujosa o de que el guardarropa de tal o cual individuo fuera variado no dependió ni de las modas ni de las limitaciones legales, ni tan siquiera de la capacidad de adaptación al medio o la economía locales, sino de la situación económica de cada individuo o familia. Sin duda, es un factor que, en nuestro caso, cobra especial importancia a partir del destierro a Castilla y que, al menos hasta mediados de los años ochenta, cuenta entre sus principales víctimas a las propias élites granadinas. Precisamente fue en este grupo en el que, según Irigoyen, se contaron algunos de los más firmes defensores del mantenimiento del statu quo legal previo a 1567. No en vano, dichas medidas atentaban contra su promoción social y equiparación con los cristianos viejos 557 . Paradójicamente, la guerra destrozó esas ansias de promoción y consiguió algo que las leyes no habían logrado: igualar a todos los moriscos por la base, aunque en esta ocasión de una manera violenta. Incluso teniendo en cuenta la asombrosa capacidad de recuperación de este colectivo, su capacidad para reinventarse en la Castilla de finales del XVI y el surgimiento de una nueva élite morisca en el exilio, resulta muy complicado abstraerse del enorme perjuicio que generó el conflicto bélico y de cómo pudo influir en los procesos mismos de adaptación indumentaria 558 . En lo relativo al vestido y a los usos indumentarios no es, pues, lo mismo enfrentarse al análisis de los moriscos en la década de los setenta y ochenta que hacerlo a comienzos del XVII o justo antes de la expulsión. También, y en parte, porque la documentación de la que se dispone no es la misma, ni para Granada, ni para Castilla ni para el resto de territorios peninsulares. 335

Por tanto, y a raíz de las consideraciones ya apuntadas, hay que convenir en que el asunto del traje morisco es más complejo de lo que podría parecer, debido a que tiene implicaciones de muy diverso tipo y dado que estas lo configuran como parte de un proceso que no es ni uniforme ni estático. Tales factores han terminado por condicionar el surgimiento de diferentes interpretaciones en relación no tanto al propio vestido —que también—, sino en torno a la propia sucesión de normas legales que tiene lugar durante el Quinientos. En relación con ello, la historiografía tradicional ha insistido en el carácter religioso y cultural de este conjunto de medidas y en cómo el traje musulmán constituía una muestra identitaria de primer orden 559 . En un intento de ofrecer una explicación complementaria y específica para el asunto del vestido, Irigoyen ha ligado su desarrollo al de las leyes suntuarias. Gran parte de las ideas que sustentan su teoría han sido analizadas más arriba, pero conviene retomar el asunto. En relación con ello, lo más novedoso de su reflexión es que considera que las distintas normas que regularon el vestuario de los cristianos nuevos fueron más allá de la propia cuestión morisca y conectaron con las leyes que, durante el siglo XVI, intentaron limitar el acceso a prendas de lujo por parte de los grupos más humildes de la sociedad. En ese contexto, dice el autor, Felipe II no prohibió que los cristianos nuevos vistieran a la morisca solo por razones de tipo religioso, sino porque dicho proceder fue considerado un signo evidente de pertenencia a los estratos más elevados de la sociedad ibérica 560 . Se trata, a la vista queda, de una propuesta que inyecta un soplo de aire fresco en el abigarrado y repetitivo debate en torno a la identidad de los antiguos moros y que, independientemente de las adhesiones que pueda generar, demuestra que el asunto del vestido es una cuestión llena de preguntas sin resolver, en parte porque aún 336

queda por considerar algo que resulta clave: el descenso a las fuentes y el desarrollo de metodologías que permitan comparar los comportamientos de viejos y nuevos cristianos. EL MORISCO VESTIDO A principios de 1623, Antonio de Santa María fue juzgado por la Inquisición de Toledo acusado de prácticas islámicas y de intentar pasarse a África cuando, años antes, vivía en la ciudad de Sevilla. Servía como cochero para el duque de Maqueda y, a pesar de hacerse pasar por moro, la acusación logró demostrar que había sido bautizado. Tras un proceso más bien rápido, fue condenado a tres años de cárcel 561 . De sus declaraciones (y de las de quienes testificaron en su proceso) se deduce que en el Madrid de entonces se había formado un grupo de gentes de diversa condición a quienes unía su pasado (¿y presente?) islámico. Algunos de ellos eran cautivos esclavizados. Otros, moriscos granadinos que, debido a su corta edad, habían logrado quedar en la Villa y Corte en el momento de la expulsión. Todos, en definitiva, habían logrado formar un grupo que se reunía con cierta frecuencia en lugares como «el prado de San Jerónimo» a bailar y cantar y cuyos miembros pudieron haber participado de «juntas» islamizantes más o menos activas y frecuentes 562 . Dejando aparte las vicisitudes del proceso, Hamete, como se hacía llamar nuestro accidental protagonista, había paseado su creencia islámica por las calles de la capital y para ello no había dudado en vestirse con bonete y alquicel, comportamiento que, ya de por sí, había resultado, cuando menos, llamativo. Su caso resulta anecdótico, llamativo por los testimonios, incluso osado por lo inconsciente de su comportamiento, 337

pues se terminó demostrando que vivir como moro no era aceptable en aquel Madrid posterior a la expulsión, máxime si sobre el acusado recaía la sospecha de no ser musulmán, sino cristiano nuevo. Sin embargo, el relato y condiciones de la vida de Antonio/Hamete no son en absoluto representativos de cómo el morisco se mostró a través de sus ropas. Tampoco lo son los comentarios que algunos de los más acérrimos apologistas de la expulsión vertieron a propósito de la indumentaria de nuestros protagonistas. Vaya por delante que, al tenor de lo que conocemos, y aun dando por admitido que fueron opiniones generalmente tibias, no parece que hubiera un pensamiento unánime 563 . Más arriba, hemos tenido ocasión de mencionar que Pedro de Valencia creía firmemente que los moriscos intentaban diferenciarse de los cristianos viejos. En ese proceso de separación, está bien confirmado con experiencias de cada día […] que no solamente no procuran ni quieren parecer Christianos, sino que antes, de propósito y como cosa de que se precian, hacen en todo por distinguirse y apartarse de los antiguos Christianos en la lengua, en el trage, en las comidas, en los casamientos, en el huir de las Yglesias y oficios divinos… 564 . Por su parte, Damián Fonseca no dudó en acusarlos de ponerse sus «vestidos más andrajosos, las camisas, y cuellos más suzios que tenían» siempre que acudían a misa 565 . En términos muy similares parece que se expresó Gaspar de Aguilar en su Expulsión de los moros e España, donde, según Martínez Góngora, la ropa andrajosa de los moriscos expulsados es presentada como un detalle indicativo tanto de su diferencia étnica como de su inferioridad 566 . Sin embargo, quien se manifestó con más vehemencia en ese sentido fue Pedro Aznar Cardona. Su diatriba, por conocida, no deja de ser indicativa de la actitud que el autor de la Expulsión 338

justificada… tuvo hacia los moriscos. Para él, eran torpes en sus razones, bestiales en su discurso, bárbaros en su lenguaje, ridículos en su traje, yendo vestidos por la mayor parte, con greguesquillos ligeros de lienço, o de otra cosa valadí al modo de Marineros, y con ropillas de poco valor, y mal compuestos adrede, y las mujeres de la misma suerte, con un corpecito de color, y una saya sola, de forraje amarillo, verde, o azul andado en todos tiempos ligeras y desembaraçadas, con poca ropa, casi en camisa, pero muy peynadas las jóvenes, lavadas y limpias… 567 . A pesar de lo exacerbado del comentario anterior, todo indica que en la España que vio cómo se fraguaba y consumaba la expulsión, el asunto vestimentario no generó excesivas dudas ni fue tomado como leitmotiv que sirviera para justificar la maldad morisca ni para apoyar la necesidad de la expulsión 568 . El propio Fonseca, al que hemos visto criticando el poco cuidado que los cristianos nuevos tenían a la hora de velar por su aspecto, no incluyó referencia alguna al vestido en el relato que hizo de los principales agravios que cometían los moriscos del Reino de Valencia, ni por sí mismo ni a través de los testimonios que puso en boca de otros, entre ellos el mismísimo Patriarca Ribera 569 . Apenas unos años antes, en 1604, Lupercio Leonardo de Argensola informaba sobre los sucesos de Aragón y dejaba claro que los moriscos de aquel reino no se diferenciaban en nada de los cristianos viejos ni «en hábito y en lengua de los demás hombres» 570 . Si hemos de creer a Guadalajara y Xavier, la cuestión no fue ni tan siquiera tratada en las cortes de Madrid celebradas entre 1592 y 1598 571 . De hecho, es el propio carmelita quien relativiza la importancia del vestido y nos da a entender que, en sí mismo, no era importante a la hora de definir al cristiano nuevo: De manera, que lo que es sustancia del 339

negocio, ninguna diferencia se puede dar, si bien en lo que es accidente, como es andar unos vestidos como Christianos, y otros a la usança de los Moros, saber unos hablar de ordinario Aljamia, y otros no; vivir unos en lugares apartados donde no hay mas que Moriscos, y otros mezclados entre los Cristianos viejos. Pero todos estos sabemos con evidencia moral, que son Moros, y que viven en la secta de Mahoma… 572 . Por sorprendente que parezca, el autor aragonés mantuvo un argumento muy similar al que cuarenta años antes había defendido Núñez Muley, de tal manera que, aunque partían de presupuestos totalmente contrarios, ambos llegaron a la misma conclusión: «la cristiandad no va en el auito» 573 . No importaba el vestido. Solo las actitudes. Para Guadalajara, estaba claro que los moriscos siempre serían malos cristianos, independientemente de cómo vistieran. Por su parte, el notable granadino también tenía muy claro que sus correligionarios no iban a ser mejores cristianos si abandonaban sus vestimentas tradicionales y las cambiaban por otras confeccionadas a la usanza castellana. Los argumentos que empleó el que fuera paje de Hernando de Talavera son de sobra conocidos: el perfil cultural del problema, la ausencia de motivaciones de orden religioso, la imposibilidad de modificar hábitos de manera abrupta e imperativa, el carácter regional de la vestimenta… son ideas que se deslizan a lo largo del memorándum que elevó a don Pedro de Deza y sobre los cuales no conviene insistir. Baste con señalar que, entre otras cosas, el viejo morisco defendió el mantenimiento de las costumbres indumentarias que los suyos habían ido perpetuando a base de negociaciones desde el mismo momento de la conquista de Granada por parte de los Reyes Católicos. Nunca hubo respuesta. O sí, pero en forma de enfrentamiento armado. Por fortuna para él, la muerte le sobrevino antes de que la propia guerra comenzase, 340

de manera que nunca pudo conocer el trágico desenlace de los acontecimientos que, a buen seguro, intuía cuando redactó las líneas que ahora comentamos. Tampoco el destierro de los suyos a Castilla, ni el progresivo diluirse de sus costumbres entre las de los cristianos viejos. De haberlo hecho, se habría dado cuenta de que lo castellano terminó por fagocitar toda una serie de costumbres cuya mera existencia había sido invocada como obstáculo para la asimilación de los antiguos moros de Granada. El vestido fue una de ellas, pero llegados a este punto cabe plantearse si realmente fue así. Las líneas que siguen intentan demostrar que es cierto que los usos indumentarios de los moriscos de Granada experimentaron transformaciones tras la instalación de los cristianos nuevos en Castilla. Sin embargo, y junto a ello, creemos que es importante aprovechar esta oportunidad para incidir en algo en lo que pocas veces se insiste: el abandono de esas costumbres no solo fue consecuencia de la guerra y del posterior destierro, sino parte de un proceso más complejo, que probablemente venía de mucho antes y cuyas causas últimas no nos son conocidas en su integridad. Tal situación obliga a ser cautos en nuestro análisis porque la mayor o menor presencia de objetos de raigambre islámica no necesariamente implica que las personas que los empleen tengan que ser unos herejes impenitentes. Como tampoco indica lo contrario la ausencia de esos mismos objetos 574 . Y es que, «las ropas, no necesariamente cuentan historias “verdaderas”» 575 , al menos, no siempre. Con todo, y como hemos visto, la legislación persiguió acabar con cualquier resquicio de duda y fijar los parámetros vestimentarios en que tanto nuevos como viejos cristianos debían desenvolverse en su día a día. Con el objetivo de definir en qué medida se estaban produciendo esos cambios, de qué manera afectaron al 341

conjunto de la población morisca y en qué colectivos y bajo qué circunstancias se produjeron, hemos recurrido al análisis de los inventarios nupciales que los granadinos afincados en Castilla rubricaron ante notario entre 1570 y 1610. Como quiera que en la Granada anterior a 1568 también disponemos de fuentes similares, la posibilidad de establecer comparaciones y de observar ese proceso de cambio queda totalmente abierta 576 . Los ejemplos que proponemos y los datos que aportamos se refieren a las localidades novocastellanas de Almagro y Ciudad Real (en la provincia homónima) y de Alcaraz (en Albacete). También poseemos informaciones complementarias relativas a otras localidades como las villas toledanas de Quintanar de la Orden y El Toboso, pero por desgracia solo se refieren a cristianos viejos 577 . Junto a ello, y para completar esta particular aproximación, hemos incorporado las reflexiones e interpretaciones que nos proporcionan los autores que, de una u otra manera, se han aproximado a este asunto. En general, y salvo excepciones, no son trabajos monográficos dedicados al vestido, ni tan siquiera a la cultura material. Sus datos se incluyen en obras de carácter general referidas a comunidades muy concretas y definidas, aspecto gracias al cual estamos en condiciones de llevar a cabo un ejercicio de comparación que, a todas luces, resulta necesario. Los trabajos de Birriel, García Pedraza y Díez Jorge, entre otros, para Granada 578 , los de Fernández Chaves y Pérez García para Sevilla 579 , así como las aportaciones de Aranda Doncel en el caso cordobés, han resultado claves para conocer la situación de las comunidades de cristianos nuevos antes y después de las Alpujarras. Fuera de Castilla, el asunto del vestuario morisco ha sido analizado por Lasmarías Ponz, quien, como ha quedado indicado, ha 342

centrado su atención en los territorios aragoneses 580 . Para ello, ha hecho uso no solo de protocolos notariales, sino también de procesos judiciales e inquisitoriales, visitas pastorales y relaciones de sucesos que le sirven para describir a un morisco varón que no se diferenciaba en nada del cristiano viejo 581 . En esencia, su trabajo ha servido para ratificar que la forma de vestir del morisco estuvo muy condicionada por factores de orden económico y que, en lo esencial, se adaptó a los modelos imperantes entre los grupos populares no solo del resto de territorios de la península ibérica, sino de toda Europa 582 . Junto a ello, cabe considerar también las reflexiones que Irigoyen ha incorporado a su reciente trabajo en relación a los moriscos de Orihuela, Magacela y Ricote 583 y, finalmente, los datos que aportó hace tiempo Manuel Lomas acerca de las comunidades de granadinos expulsados de Palencia y de San Lorenzo de la Parrilla (en la actual provincia de Cuenca) 584 . Evidentemente nos situamos ante un estudio de caso en el que, dadas las características del presente libro, tampoco hemos creído conveniente incluir un aparato estadístico sesudo y pormenorizado, pero que, pensamos, puede ser más que suficiente a la hora de definir las líneas maestras de ese proceso de cambio al que venimos refiriéndonos. También para caracterizar a ese «morisco vestido», complemento del «morisco descrito» que hemos visto más arriba, ambos alter ego de aquellos otros que tendremos ocasión de comprobar que se construyeron para ser exhibidos en retablos, grabados y relieves. Un morisco que no parece morisco Como ha quedado dicho más arriba, los usos 343

indumentarios experimentaron una transformación muy evidente a lo largo del siglo XVI, especialmente desde el reinado del emperador Carlos en adelante 585 . Se trató de un movimiento que afectó de manera predominante a los ámbitos cortesanos, pero cuya influencia también se extendió a las clases populares, si bien con el retraso, lógico, que impusieron tres factores muy concretos: las limitaciones legales ya comentadas, las economías particulares y los procesos de emulación material, que, como es lógico, requieren de un mínimo tiempo en hacerse efectivos. En esencia, y en lo relativo a los varones, esos cambios se materializaron en el progresivo abandono de las prendas de cuerpo entero con faldas y en el uso de otras que cubrían de manera diferenciada el torso y las extremidades inferiores 586 . El vestuario de los hombres de a pie de la España del Quinientos hizo gala de una notable facilidad para adaptarse a las circunstancias particulares de cada cual, pero, en general, y una vez operados los cambios que se han apuntado más arriba, puede decirse que gozó de cierta uniformidad, solo rota por las distintas variables regionales 587 . Se trataría, pues, de un vestuario estático, alejado de «la moda» imperante en la Corte 588 . Al parecer, los moriscos se adaptaron con relativa facilidad a esos usos vestimentarios. Llegados a este punto cabe plantearse si sus ropas no eran, ya por entonces, las de los cristianos viejos. Por las informaciones que los propios moriscos nos facilitan cabe pensar que, en la Granada de inicios del siglo XVI, ya había pocas diferencias. En ese sentido, quizás quepa recuperar las palabras de Núñez Muley donde insistió en que la adaptación indumentaria de los moriscos (varones) granadinos no solo era un hecho en 1566, sino que se trataba de algo claramente perceptible en 1526, cuarenta 344

años de que su Memorial viese la luz 589 : Y para que Vuestra señoría esté más satisfecho e informado de todo lo susodicho, en lo que toca el áuito y traxe y calçado […] coligirá Vuestra Señoría de que todos los onbres Barones, viejos y moços y niños, an tomado y vestido y calçado todo el áuito castellano; pues si fueran obstinados sus corazones, auían de pensar que mudado el áuito dellos auía de dañar a su seta; pues que los varones an de mirar en esto y no las mujeres; que lo e alcançado de ancianos viejos y sabios; y no lo usauan como lo an usado y usan en general. Entre las razones que aducía, resulta llamativo, y muy interesante, que el notable granadino no mencionase nada relacionado con la moda, ni con los usos culturales o religiosos. Solo centró su atención en el hecho de que era más cómodo vestir trajes castellanos y en que eran más fáciles de reemplazar que los tradicionales granadinos. Las imágenes que nos han legado los libros de Weidtiz y Hoefnagel confirman esa castellanización, o al menos ese cambio en las costumbres a los que se refiere Núñez Muley, ya que mientras que en el caso del primero destacan las vestiduras bicolores y el empleo de prendas de ascendencia granadina, en las estampas que nos dejó el flamenco, el morisco aparece cristianizado. Tanto que es difícilmente reconocible. Parece lógico admitir que el proceso se había iniciado a principios del propio siglo XVI, tal y como tendremos ocasión de observar más adelante, cuando analicemos los relieves incluidos por Bigarny en la Capilla Real de Granada. Allí, las mujeres vestían trajes totalmente islámicos, con las almalafas como elemento más destacado, mientras que, en el caso de los varones, puede decirse que hay cierto hibridismo entre los usos de tradición musulmana y los cristianos/castellanos 590 . La posterior llegada de Weiditz debió 345

producirse en un contexto en el que ambas modas convivían aún, pero en el que se estaba produciendo una rápida adaptación de los varones a los usos y tradiciones importados por el conquistador. Por tanto, la adaptación fue mucho más visible en el caso de los varones 591 y, en mayor o menor medida, debió alcanzar a todas las comunidades moriscas de la península, si bien en distinta medida en función de los tiempos y las geografías 592 . Lamentablemente, la información de la que disponemos para cronologías anteriores a la guerra de las Alpujarras es escueta en el caso que aquí nos ocupa. Las fuentes, y quienes han estudiado el asunto 593 , nos hablan de una situación muy similar, en la que apenas si se dan diferencias de calado en relación a la factura y forma final de las prendas. Tampoco en lo que se refiere a su menor aparición con respecto a las prendas femeninas y los objetos del hogar. Tan solo, y como atestiguan Fernández Chaves y Pérez García, podría hablarse de una mayor inclinación hacia las decoraciones de tradición islámica —similares, por otra parte, a las empleadas en las ropas de mujer—, con complementos y ornatos de aljófar y bordados en oro 594 , tal y como las describe también el propio Martínez Ruiz a partir de los inventarios de la Alhambra 595 . Por lo demás, y dadas la sencillez general imperante en tales vestidos y la rapidez con la que admitimos que se produjo el proceso, lo más sensato es pensar que la inmensa mayoría de las prendas vestidas por los moriscos de Granada eran muy similares a las que portaron tras su establecimiento en Castilla. Gran parte de ellas debieron ser de fabricación doméstica 596 o adquiridas en los mercados locales, aunque también se ha documentado el empleo de tejidos de importación regional. En La Mancha, por ejemplo, no fue extraño recurrir a los telares de Cuenca y Segovia, tal y como 346

hemos comprobado que ocurre con algunas de las prendas inventariadas tanto en Ciudad Real como en Alcaraz, si bien es cierto que las referencias en ese sentido no dejan de ser pocas 597 . Así, predominan los tejidos de lienzo casero, pero no son raras las holandas, las cotonías y los ruanes. Solo en algunas ocasiones, y sobre todo en el caso de vestidos femeninos, pueden localizarse tejidos de mayor valor que, no obstante, veremos que son más habituales en el caso de las cristianas viejas. En ese sentido, tanto sedas y tafetanes como terciopelos y otras telas de cierto valor también están presentes en los vestidos de los hombres moriscos, pero siempre en menor proporción que en el caso de las mujeres y, casi siempre, limitados a los inventarios más ricos y diversificados, cosa lógica, por otra parte. Por lo que sabemos hasta ahora, su valor no alcanzó volúmenes importantes en el conjunto de los patrimonios familiares de los moriscos. Así parece desprenderse, por ejemplo, y entre otros, de los datos que conocemos para el caso concreto de Ciudad Real, una de las muestras más amplias de la que disponemos. Allí, las ropas de los varones apenas si suponían un 6% del valor conjunto de los bienes que se invertían en la conformación de los hogares de las parejas casaderas, cifra que, no obstante, es muy superior a la que, en los mismos términos, se asocia a los cristianos viejos 598 . Como puede suponerse, el valor no lo es todo. Sin duda, se trata de una variable que debe tenerse en cuenta, pero que cabe encuadrar en un contexto más global, relativo a la conformación misma de los patrimonios familiares, a su estructura y a la cuantía que estos alcanzaron en el seno de cada grupo concreto. También a las preferencias que nuevos y viejos cristianos mostraron por cada categoría de objetos y a 347

las posibilidades económicas de cada grupo. Ello podría explicar esa diferencia o, al menos, parte, porque cabe no olvidar la presencia de otros factores. De entre el resto de variables que deben considerarse, cabe hablar del número de prendas inventariadas, de su variedad, calidad, estado de conservación y materiales. En ese sentido, los inventarios de que disponemos muestran un retrato muy particular, en el que hay bastantes claroscuros y en el que los contornos aparecen bastante desdibujados. Frente a una información que, en el caso de la ropa femenina, resulta más variada y concreta, la ropa masculina es descrita con cierta monotonía, casi con apatía, por parte de los escribanos y tasadores que participaron en la validación y redacción de estos documentos. Al fin y al cabo, no debe olvidarse que nos situamos ante instrumentos de tipo legal, con un cometido muy bien definido, en los que lo más importante era especificar el objeto incluido en cada carta de dote o arras y su valor. Sin embargo, dicha consideración no resta fuerza al hecho de que, frente a otros conceptos inventariados (principalmente joyas, prendas femeninas y objetos del hogar), los ropajes masculinos sean descritos solo de manera superficial. Si atendemos a la clasificación hecha por Lasmarías, podríamos diferenciar entre dos tipos de prendas: la ropa blanca (o interior) y la de encima. En el caso de la primera, y en consonancia con lo defendido por dicho investigador, destaca la redundancia en un número muy limitado de piezas, dado que el conjunto está dominado por camisas y cuellos 599 . A ellas se unen, en el caso de los inventarios manchegos que hemos empleado, los camisones de hombre (muy frecuentes), las calzas y gorgueras —menos habituales— y alguna que otra pieza, como pañuelos (de nariz o genéricos), cofias para 348

hombre y valones y valonas, cuya aparición resulta prácticamente anecdótica. Como puede observarse, se trata de un conjunto reducido, que apenas si permite ir mucho más allá, dado que las descripciones son escasas y, en la mayor parte de las ocasiones, se limitan a indicar el precio, los materiales y poco más. Por su parte, la ropa exterior es algo más variada, pero tampoco parece existir diferencia alguna con la empleada por los cristianos viejos. Como ocurre en Córdoba, jubones, sayos, greguescos, valonas, coletos… son las piezas más repetidas 600 . Los inventarios manchegos nos dejan ver que la inmensa mayoría de las prendas eran de lienzo o algodón y que, en lo general, se huyó de tejidos delicados, haciendo buena esa adaptación a los usos cotidianos y al mundo sociolaboral de los que ya hemos tenido ocasión de hablar más arriba y que, según Caro Baroja, ya habían comenzado a darse en el reino de Granada 601 . De hecho, nada indica que la ropa de estos individuos fuera muy diferente de la que utilizaban artesanos y arrieros 602 o campesinos 603 . ¿Vestidas para la ocasión? Comportamientos indumentarios de la morisca en un contexto de cambio El cambio en la vestimenta que acaece a lo largo del primer tercio del siglo XVI y que hemos visto que afecta a los varones también se hizo presente en las mujeres. En este caso concreto, la nota predominante fue el paulatino abandono de las prendas talares, tan de moda en la época medieval, así como su progresiva sustitución por conjuntos de dos partes 604 . El proceso fue, por tanto, muy similar al que hemos visto que se dio con las prendas de los varones. Enmarcados en ese contexto, los usos vestimentarios de las moriscas 349

participarán de la evolución general arriba descrita, pero también de la adaptación de su forma de vestir al modelo castellano. Por tanto, se trata de una evolución doble que, evidentemente, implica transformaciones forzosas, pero que también supone participar de un fenómeno más amplio de adaptación a los cambios que la moda y las costumbres vestimentarias estaban experimentado en toda la península ibérica. No es, pues, un momento de renuncias. No solo, al menos, porque detrás de muchos de los cambios que experimentará el vestido de las cristianas nuevas (primero en Granada; más tarde en Castilla) pudo haber reacciones inducidas por la legislación, pero también adaptaciones más o menos voluntarias e inscritas en un proceso de mímesis sociocultural. Si en los varones es importante, en el caso de las mujeres la información proporcionada por las cartas de dote resulta vital 605 . Como hemos tenido ocasión de señalar en alguna que otra ocasión, el empleo de los contratos nupciales resulta de una clarividencia pasmosa no solo a la hora de adentrarse en el conocimiento de la realidad material e indumentaria, sino del conjunto de la sociedad. También, y sobre todo, para averiguar cómo funcionaron los mecanismos de transmisión del patrimonio y para conocer en qué medida sus objetivos son indicativos del uso cultural que se hizo de la materialidad. No en vano, y como ha defendido en repetidas ocasiones García Fernández, las cartas dotales reflejan lo que queda arraigado en los patrimonios familiares, aquellas prendas, como vestidos y joyas, cuya mera pertenencia evocaba el pasado y la tradición familiar 606 . El empleo de cartas de dote y arras de las moriscas granadinas constituyó uno de los puntos de anclaje de los trabajos de Juan Martínez Ruiz y, sobre todo, de Joaquina 350

Albarracín Navarro 607 . Desde la aparición de aquellos trabajos pioneros, las aportaciones no han dejado de sucederse y, aunque es cierto que el conocimiento que tenemos de la realidad vestimentaria de las moriscas es mucho mejor que hace apenas veinte años, no es menos verdad que aún existen desequilibrios tanto cronológicos como, y sobre todo, geográficos. Junto a ello, cabe lamentar también la escasa presencia de trabajos de corte comparativo, que permitan ahondar en la existencia de semejanzas y diferencias entre las cristianas viejas y las propias moriscas 608 . El vestido de la mujer estuvo sujeto a una evolución más lenta que el de los varones. Tal situación ha sido interpretada, en ocasiones, como un fracaso de las políticas castellanas 609 . Sin embargo, la resistencia de las moriscas en relación al vestuario tuvo una derivada importante en el rol socioeconómico, familiar y religioso-cultural que las diferencias de género impusieron en la época moderna en general y en el contexto morisco en particular. También debe tenerse en cuenta que las fuentes no nos muestran una conducta estática, sino formas de ser y de comportarse que reproducen y se sirven de influencias mutuas entre los usos indumentarios que habían sido de musulmanes y que, en adelante, serían de los cristianos 610 , sobre todo en Granada. En medio de esa mezcolanza de situaciones vividas y de factores explicativos, tanto los textos oficiales como la literatura y los testimonios de los contemporáneos que vivieron el fenómeno más de cerca nos informan de una realidad que, en la época se daba por sabida y que, como tendremos ocasión de comprobar, también confirman las fuentes archivísticas, siempre en la medida de sus posibilidades 611 . Lalaing encontraba «muy raros» los vestidos de las mujeres 351

granadinas, hasta el punto de que, como hemos visto más arriba, las asemejaba a «espíritus» que vagaban por las calles. Eran varias cosas las que le llamaban la atención: el blanco generalizado de las ropas, su longitud y el hecho de que se cubrieran el rostro, algo que, sin embargo, no era tan desconocido en la época en otras regiones más septentrionales de la península ibérica. Se fijó, por tanto, en uno de los elementos más típicos de la Granada islámica: la almalafa, que, debido a su empleo generalizado entre las mujeres del antiguo reino nazarí, ha sido presentada de forma recurrente como la prenda más representativa de los usos vestimentarios moriscos 612 . El suyo es solo uno de los varios testimonios que ya conocemos que nos legaron los viajeros. Resulta importante —aunque no menos que los del resto de autores— en la medida en que omitió toda referencia a los varones. También, y he ahí lo que más puede interesar en este caso, porque fijó su atención en los elementos más prototípicos de la indumentaria femenina cotidiana, algo que coloca el prisma en un nivel muy diferente, alejado de la idealización de la literatura. Recuérdense, en ese sentido, a Pérez de Hita y a su descripción de los juegos de Purchena 613 . Tráigase a la memoria a la dama de Maleh, la joven bella que protagonizará más adelante el triste capítulo del moro Tuzaní. En las fiestas, Luna observa el espectáculo desde una ventana. Según el autor, iba ricamente vestida porque encima de una marlota, llamada azedría, que era de seda labrada en telas de muy diversos colores, la qual estava toda sutil y artificiosamente colchada, tenía puesta otra riquísima marlota, la media de terciopelo azul y la otra media de terciopelo carmesí, toda golpeada de unos golpes, con mucho orden dados, que hazían una hermosa obra llamada escaramuza, y la parte que era carmesí estava aforrada con una tela de seda fina amarilla, 352

que salía su color por las cuchilladas maravillosamente de bien, y la parte que era azul estava aforrada con una tela de seda plateada, que también hazía maravillosa obra. Tenía un çaragucel blanco de un delgado ruan muy plegado. Los çapatos, los medios azules y los medios colorados, y de todas partes argentados de fino oro 614 . Es muy posible que, con el testimonio que acabamos de ver, Pérez de Hita situara al lector ante una imagen muy particular. Dado que es algo conocido, no cabe insistir en el objetivo idealizador del autor murciano, pero sí llamar la atención acerca de su más que posible sobreactuación, de una selección intencionada del sujeto descrito, sobre todo porque resulta complicado admitir al cien por cien que todas las jóvenes granadinas fueran vestidas en su día a día tal y como el retrato de Luna nos muestra. Dicho eso, y a pesar de las dudas que genera, el testimonio de Pérez de Hita resulta interesante porque, al ser cruzado con las fuentes de archivo, confirma que algunas —no pocas— de las piezas de vestuario que las moriscas de Castilla incorporaron a sus dotes mantuvieron parecidos más que razonables con las que el murciano describió en su novela. No se trata de ropas susceptibles de ser utilizadas cotidianamente, pero sí de aquellas otras —en modo alguno extrañas— que formaron parte del guardarropa de las moriscas en cuanto prendas «de galería», poseídas para ser mostradas solo en aquellas situaciones que así lo requerían por su excepcionalidad festiva. Su carácter puntual muestra, por otra parte, que su uso estaba en franca decadencia entre las moriscas granadinas de Castilla a la altura de finales del siglo XVI. Como hemos visto, los testimonios procedentes de la Granada de medidos de siglo abundan de manera implícita en la dificultad que, para 353

los cristianos nuevos, conllevó abandonar esas prendas. También contamos con noticias que informan acerca de los problemas y decepciones que ese lento evolucionar estaba generando en otros territorios ibéricos en el tránsito entre centurias. Entre quienes se mostraron más desconcertados en ese sentido estaba José Esteve. Según Irigoyen, a finales del XVI, el obispo de Orihuela reconoció a Felipe II la existencia de diferencias indumentarias entre moriscos y cristianos viejos, pero también sugirió que la polémica era un «tema nominal» y que afectaba no tanto al vestuario en sí mismo, sino al uso que de determinadas prendas se hacía en contextos muy concretos, como las bodas 615 . El seguimiento de la política desarrollada tanto por Esteve como por Andrés Balaguer, su sucesor en la mitra oriolana, da cuenta de los avances que la política de evangelización y persecución de las costumbres sartoriales islámicas estaba generando. También de que, entre el clero alicantino, pesaba como una enorme losa la sospecha de que la actitud morisca cambiaba en cuanto la vigilancia se relajaba, sin que ello supusiera tener en cuenta la progresión de las propias costumbres indumentarias que se estaba dando en aquel momento 616 . No en vano, el vestido —morisco o no— había evolucionado de manera muy visible a lo largo de la segunda mitad del XVI, y de manera muy especial durante los últimos años de aquella centuria. Y no solo en Castilla. A la diócesis de Orihuela puede sumarse, aunque solo sea a título de ejemplo, lo observado en los propios cuadros de la expulsión que forman la serie de la colección Bancaja, y de los cuales tendremos ocasión de hablar con más detalle en sucesivos capítulos. En ellos, y más concretamente en el que relata el Embarque de los moriscos en el puerto de Denia, Vicent Mestre muestra a las moriscas con vestidos formados por prendas diferenciadas en cuerpo y extremidades y tocadas 354

con sombreros de clara inspiración cristiana. Es cierto que esos mismos vestidos conservan colores vivos y que, como indica Bernis, las mangas anchas son claramente asociables a la tradición más puramente morisca, pero no es menos verdad que el propio lienzo es una clara muestra de esas influencias recíprocas a las que venimos haciendo referencia 617 . Las correspondencias e intercambios se hicieron especialmente visibles en el caso castellano, sobre todo desde 1570 en adelante, cuando el destierro posalpujarreño impuso el progresivo abandono de las prendas más usadas en Granada. Entre aquellas se contaban la almalafa (el vestido morisco por antonomasia), la marlota, la çadria (una suerte de corpiño morisco), el quitare, los zaragüelles o la alcandora. A ellos habría que unir chapines y servillas para los pies y toda una extensa gama de piezas de joyería, acaso uno de los pocos rasgos distintivos —bien que modificado— que los moriscos lograron mantener tras su llegada a Castilla 618 . De todos ellos, poseemos referencias lo suficientemente detalladas y representaciones lo bastante explícitas como para que no sea necesario detenerse en su mera descripción 619 . Baste señalar que, en su inmensa mayoría, se perdieron, dado que su aparición deja de ser habitual en los inventarios nupciales, tanto andaluces 620 como estrictamente castellanos 621 . Solo algunas de esas prendas —pocas en realidad— lograron sobrevivir en los ajuares de las granadinas afincadas en Castilla por lo que, en sentido estricto, no puede hablarse de una absoluta y radical desaparición. Más bien, habría que referirse a un uso particular, específico, limitado al ámbito de lo privado y, casi siempre, ligado a patrimonios más saneados, cuestión a la que, sin duda, habrá que prestar atención en el futuro. En dicho conjunto se situarían todas 355

aquellas prendas de las que sospechaba el obispo Esteve en Orihuela 622 , pero que, bien miradas, no siempre tenían por qué estar específica y concretamente ligadas a lo religioso. Semejantes constataciones nos permitirían clasificar las ropas de las que hicieron uso las moriscas ibéricas de finales del XVI en dos grandes tipos 623 . Por un lado, las empleadas en el desarrollo de las actividades cotidianas. Se trataría del conjunto de vestimentas que se fueron tomando poco a poco de la moda castellana y que sensu stricto no pueden ni deben ser asociadas ni a viejos ni a nuevos cristianos. Por lo que respecta a los propios moriscos puede decirse, incluso, que ya estaban presentes en los inventarios datados en Granada, aunque no formasen parte de una tradición puramente autóctona como prendas en sí mismas (al margen de su decoración) 624 . Son camisas, mangas, pechos, tocas y tocados, cofias, sayas, basquiñas… 625 , ropas totalmente arraigadas en la costumbre vestimentaria de la meseta, que responden a ese nuevo modelo de vestidos de doble pieza que se imponen desde principios de siglo y que eran prácticamente desconocidas en Granada antes de la llegada de los castellanos y, por ende, totalmente «inéditas» en las dotes granadinas 626 . Junto a ellas, y en un segundo grupo, aquellas otras vestiduras y complementos cuyo uso estuvo circunscrito a la esfera de lo privado. Aquí se contarían las piezas de origen y filiación musulmana a las que nos hemos referido más arriba. Hablamos de prendas que, por su propio significado y función, estuvieron sometidas a una mayor estabilidad y que se transmitieron de generación en generación 627 . Por ello, no es de extrañar que muchas moriscas las conservaran en su periplo castellano tras haberlas llevado de Granada y no solo como recuerdo cultural de su vida allende Sierra Morena; también, y dado su alto valor, ante la posibilidad de que 356

pudieran ser empeñadas en caso de necesidad. Entre ellas, las que se documentan con más frecuencia son las mangas y las albanegas. Las primeras son de clara tradición castellana, pero, observadas a través de las descripciones que se incorporaron a los inventarios, se muestran influenciadas por la estética mora-morisca. En ese sentido, el rasgo que permite hablar de tal adscripción es la presencia de decoraciones con una gama cromática amplia y vistosa y con rayas y listas, muy similares, por otra parte, a las que se pueden observar en el cuadro de Pere Oromig relativo al embarque en el Grao de Valencia 628 . Por su parte, y en relación con las albanegas, destaca la presencia de tejidos castellanos como el lienzo, pero también el empleo de sedas de colores, material y decoración que, de nuevo, podríamos ligar a la estética granadina. Sin embargo, llama la atención la escasa aparición de calzas 629 . A juicio de Bernis, eran uno de «los elementos más extravagantes y llamativos» del traje de las moriscas granadinas. De factura ancha y con pliegues, conferían a las moriscas un aspecto muy particular, con unas piernas aparentemente muy gordas. Como hemos visto, Lalaing se hizo eco de esa extraña costumbre; también Münzer y más tarde harían lo propio Montigny y Navaggero, incluso el propio Weiditz las reflejó en sus dibujos. Sin embargo, su presencia resulta totalmente anecdótica entre los moriscos (granadinos y mudéjares) de Castilla 630 . Como lo es localizar en los inventarios analizados otras piezas como almalafas, almaizares o alquiceles, solo documentados bajo propiedad y al uso de cristianos viejos. En relación con ello no deja de resultar atractivo que las prendas que los moriscos no pudieron o no quisieron usar fueran empleadas por aquellos. Procesos de transferencia cultural, hibridismo indumentario, pauta de diferenciación social… son conceptos e ideas cuyo desarrollo trae a colación 357

el ya conocido debate acerca de la asimilación morisca, de la integración de las formas moras en el día a día veterocristiano y de los intentos elitistas de algunos sectores de este último grupo por utilizar el vestido «a la morisca» como uno de los puntos de anclaje de su programa de diferenciación social. Lo más importante de dicho proceso ha quedado dicho en capítulos precedentes y no conviene insistir en ello. Tan solo cabría añadir que, sea cual sea la interpretación final que se le quiera dar, el escenario descrito más arriba es síntoma de un cambio significativo en el modo en el que los moriscos concibieron su autorrepresentación tras la guerra de las Alpujarras. En ese sentido, y en confrontación a lo ya dicho, solo cabe señalar que, al tenor de lo visto, las moriscas granadinas intentaron resolver sus ajuares manteniendo en ellos todos los recursos y objetos que no entraron en conflicto ni con las disposiciones sociorreligiosas dictadas por Corona e Iglesia, ni con las leyes suntuarias que afectaban al uso que podían hacer de sus prendas consideradas de mayor tradición, enjundia y riqueza. Así, parece admitido que se potenciaron determinadas prácticas indumentarias y decorativas. Entre ellas, el empleo de una variedad cromática más amplia que la utilizada por los propios cristianos viejos, la fruición con la que se emplearon decoraciones a base de listas y motivos geométricos o los añadidos de encaje, pasamanería, hilo de oro y pedrería semipreciosa con el objetivo de minimizar el impacto que también supuso el empleo obligado de tejidos más bastos y humildes. Como puede suponerse, nos situamos ante una forma diferente de afrontar la realidad, pero que, a juzgar por su uso recurrente, no fue propia de un solo grupo 631 . Estamos, por tanto, ante una respuesta que no fue ni exclusiva ni excluyente y que tampoco se limitó al mundo de la indumentaria. No en balde, se ha observado que acaecieron 358

procesos de corte muy similar en el seno del hogar 632 , sin duda, el espacio donde el morisco pudo desarrollar con más soltura la parte privada/proscrita de ese doble rol que se vio obligado a desempeñar desde 1570 en adelante. En ese sentido, todo indica que los gustos, preferencias y estrategias en la construcción del patrimonio doméstico no experimentaron cambios significativos 633 . Antes, al contrario, puede afirmarse que esa forma de proceder fue un subterfugio empleado para seguir marcando diferencias, aunque solo fuera en la esfera de lo privado y con vistas a una autoproyección en términos de lógica interna. A ello cabe añadir que se observa en un momento en el que el morisco y lo morisco parecían diluirse en un contexto marcado por el cambio, por la mutación de actitudes y la necesidad de definirse frente a un opuesto que jugó a unificar a base de construir, utilizar y generalizar una imagen intencionadamente deformada del morisco mismo. 520 Amalia Descalzo Lorenzo, «Vestirse a la moda en la España moderna», Vínculos de Historia, 6, 2017, pág. 108. 521 Adam Jasienski, «A Savage Magnificence…», op. cit., pág. 176. 522 M. Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 58. 523 Amanda Wunder, «Western travelers, Eastern antiquities…», op. cit., pág. 115. Véase cómo observaba el asunto, a finales del siglo XVI, Francesco Sansovino en su Venetia città nobilissima, donde insistía, precisamente, en el carácter cultural e identitario de la ropa. En relación con ello, Bronwen Wilson, «Foggie diverse di vestire de’ Turchi: Turkish Costume Illustration and Cultural Translation», Journal of Medieval and Early Modern Studies, 37 (1), 2007, págs. 97-139. 524 De entre los múltiples títulos que nos ofreció son de obligada consulta para la época que tratamos: Indumentaria medieval española, Madrid, Instituto Diego Velázquez, CSIC, 1956; «Modas moriscas en la sociedad cristiana española del siglo XV y principios del XVI», Boletín de la Real Academia de la Historia, 144, 1959, págs. 199-218; Indumentaria Española en tiempos de Carlos V, Madrid, Instituto Diego Velázquez, CSIC, 1962; Trajes y modas en la España de los Reyes Católicos, Madrid, Instituto Diego Velázquez, CSIC, 1978-1979; «La moda en la España de Felipe II a través del retrato de Corte», en José M. Serrera (ed.), Alonso Sánchez Coello y el retrato en la Corte de Felipe II, Madrid, Museo del Prado, 1991, págs. 66-111. A ellos puede unirse, como colofón a toda su carrera, El traje y los tipos sociales en el Quijote, Madrid, El Viso, 2001. 525 Fernando Bouza Álvarez, «Vivir en hábito de. La cultura de la indumentaria en el Siglo de Oro», en La moda española en el Siglo de Oro, Toledo, Fundación Cultura y Deporte (JCCM), 2016, pág. 21. 526 De entre las aportaciones más recientes, y para el contexto general hispano, véanse Francisco de Sousa Congosto, Introducción a la historia de la indumentaria en España, Madrid, Istmo, 2007; M. Concepción Solans Soteras, La moda en la sociedad aragonesa del siglo XVI, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2009; Miguel Herrero García, Estudios sobre indumentaria española en la época de

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los Austrias, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2014; José L. Colomer y Amalia Descalzo Lorenzo (eds.), Vestir a la española en las Cortes Europeas (siglos XVI y XVII), Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2014; Arianna Giorgi, De la vanidad y la ostentación. Imagen y representación del vestido masculino y el cambio social en España, siglos XVII-XIX, tesis doctoral inédita, Universidad de Murcia, 2013; Máximo García Fernández, «El vestido y la moda en la Castilla moderna. Examen simbólico», Vínculos de Historia, 6, 2017, págs. 135-152, y Amalia Descalzo Lorenzo, «Vestirse a la moda en la España moderna…», op. cit., págs. 105-143. 527 Amalia Descalzo Lorenzo, «La moda en tiempos de Miguel de Cervantes», en La moda española…, op. cit., pág. 48. 528 Israel Lasmarías Ponz, «Labradores a la moda, labradores al uso: el lenguaje del traje en Aragón en la Edad Moderna», en VI Congreso de Moda «Comunicar moda, hacer cultural», Pamplona, Universidad de Navarra, 2004, págs. 201-209; «Vestidos “a su honra, estado, costumbre y condición”: el traje de los labradores en Aragón en la Edad Moderna», en Juan J. Bravo Caro y Luis Sanz Sampelayo (coords.), Población y grupos sociales en el Antiguo Régimen, Málaga, Universidad de Málaga-Fundación Española de Historia Moderna, 2009, págs. 869-885, y «El traje popular en el siglo XVI», Ars Longa, 18, 2009, págs. 133142; «Acumular, custodiar, transmitir, reutilizar, empeñar y vender: prácticas indumentarias en el Aragón del XVII», en Juan José Iglesias Rodríguez et al. (eds.), Comercio y cultura en la Edad Moderna, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2015, págs. 1427-1439. 529 Amalia Descalzo Lorenzo, «Vestirse a la moda…», op. cit., pág. 109. 530 Sobre este asunto, Fernando Bouza Álvarez, «Vivir en hábito de…», op. cit., pág. 22. 531 Máximo García Fernández, «El vestido y la moda…», op. cit., pág. 139. 532 Fernando Bouza Álvarez, «Vivir en hábito de…», op. cit., pág. 22. 533 Máximo García Fernández, «El vestido y la moda…», op. cit., pág. 139. 534 Olivia R. Constable, To Live Like a Moor…, op. cit., pág. 15. 535 Entre ellos, y como veremos, el mismísimo Pedro de Valencia o, por ejemplo, Pedro Guerra de Lorca, para quien no había duda de que el musulmán deseaba siempre distinguirse por sus ropajes. Véase Cándida Ferrero Hernández, «De habitu et lingua relegandis. Los ritos de los moriscos según Pedro Guerra de Lorca», en José Martínez Gázquez y John Tolan (coords.), Ritvs infidelivm…, op. cit., pág. 266. 536 Más allá de constatar que el vestido es concebido para cubrir aquellas partes del cuerpo cuya exhibición resulta impúdica y para proteger de las inclemencias del tiempo, el libro revelado apenas contiene unas pocas referencias a este aspecto y siempre de manera genérica: primero para recomendar que se eviten excesos («torpezas externas»); junto a ello, para exhortar a que se vistan «galas en cualquier oratorio». En ese sentido, una de las aleyas más restrictivas es la que limita el comportamiento femenino y obliga a las mujeres a mostrarse, básicamente, solo ante los varones de su familia. Corán, 16: 83; 24: 31; 7: 26, 29, 31. 537 Pedro Longás Bartibás, Vida religiosa de los moriscos, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1915, págs. 33-36. 538 Se trata, por otra parte, y como no podía ser de otra manera, de indicaciones similares a las que ofrece el Mancebo de Arévalo en su Tratado. Véase Mancebo de Arévalo, Tratado [Tafsira], ed., introd. y notas de M. Teresa Narváez Córdova, Madrid, Trotta, 2003, págs. 378-379. 539 Louis Cardaillac, «Le vêtement des Morisques», en Signes et Marques du Convers (Espagne, XXV ème -XVI ème siècles), Aix-en-Provence, Publications de l’Université de Provence, 1993, págs. 16-18. 540 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 6. 541 Louis Cardaillac, «Le vêtement des Morisques…», op. cit., pág. 20. Tiene su inicio, pues, antes incluso de la propia conversión, dado que su primera manifestación afectó, aunque de manera indirecta, a un asunto tan sensible como fue la utilización de prendas tejidas con seda, cuyo uso fue inicialmente permitido a los musulmanes granadinos, acaso como una suerte de fórmula compensatoria por el establecimiento de otras normas limitadoras de su libertad. Tocante a este asunto, y para ver las conexiones de este tipo de normas con la política posterior desarrollada en relación al vestido de los propios moriscos y

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a la suntuosidad en el vestido de los estratos sociales populares, véase Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 101-102. 542 Louis Cardaillac, «Le vêtement des Morisques…», op. cit., pág. 21. 543 Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., pág. 21. 544 Bernard Vincent, «Espace public et espace privé dans les villes andalouses, XV e -XVI e siècles», en Bernard Vincent, L’Islam d’Espagne au XVI e siècle. Résistances identitaires des morisques, París, Éditions Bouchene, 2017, págs. 161-173. 545 Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., pág. 22. 546 Bernard Vincent, «El peligro morisco», en El río morisco, op. cit., págs. 65-66. 547 Véase supra, el apartado «De orientalismo, maurofilia y maurofobia: a vueltas con la moda a la morisca». 548 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 99. 549 Ibídem. 550 En relación al tema que nos ocupa, Joaquina Albarracín Navarro, «Ropas hispanomusulmanas de la mujer tetuaní (Marruecos)», en Actas de las II Jornadas Internacionales de Cultura Islámica, Madrid, Ediciones Al-Fadila, 1990, págs. 235-247; «Una carta morisca de dote y arras. Granada (1540) y Juan Martínez Ruiz», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, págs. 263-276; y «Nueve cartas moriscas de dote y arras de Vera (Almería) (1548-1551)», en Pedro Segura Artero (coord.), Actas del Congreso «La frontera oriental nazarí como sujeto histórico (s. XIII-XVI)», Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 1997, págs. 513530. 551 Entre otros, y sin necesidad de ser exhaustivos, véase Ana Labarta y Carmen Barceló, «Indumentaria morisca valenciana», Sharq Al-Andalus, 2, 1985, págs. 49-73. También Dolores Serrano Niza, «El adorno femenino en Al-Andalus: fuentes lexicográficas para su estudio», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, 30, 1994, págs. 229-238; «Fuentes para el estudio de la indumentaria andalusí», Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, 14, 1997, págs. 217-224, y, por último, de la misma autora, «Amueblar la casa con palabras. Fuentes lexicográficas árabes para el estudio del ámbito doméstico», en M. Elena Díez Jorge y Julio Navarro Palazón (eds.), La casa medieval en la Península Ibérica, Madrid, Sílex, 2015, págs. 307-335. 552 Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz: las mujeres moriscas», en M. José Osorio Pérez y M. Elena Díez Jorge (coords.), Las mujeres y la ciudad de Granada en el siglo XVI, Granada, Ayuntamiento de Granada, 2000, pág. 64. 553 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 106-107. 554 Ibídem, págs. 111 y 226 (nota 59). 555 Louis Cardaillac, «Le vêtement des Morisques…», op. cit., pág. 23. 556 Kenneth Garrad, «The original “Memorial” of don Francisco Núñez Muley», Atlante, 2 (1954), pág. 211. 557 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 112. 558 Sobre esta cuestión, véase Rafael M. Pérez García y Manuel F. Fernández Chaves, Las élites moriscas entre Granada y el reino de Sevilla. Rebelión, castigo y supervivencia, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2015. 559 Rachel Arié, «Acerca del traje musulmán en España…», op. cit., pág. 109. 560 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 11. 561 AHN, Sección Inquisición, leg. 195, exp. 16. 562 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Algo más sobre los moriscos…», op. cit., pág. 338. 563 Israel Lasmarías Ponz, «Cultura material de los moriscos aragoneses: vestido y apariencia», en M. Jesús Casaus Ballester (coord.), Los moriscos en los señoríos aragoneses, Teruel, Centro de Estudios

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Mudéjares, 2013, págs. 231-232. 564 Pedro de Valencia, Tratado acerca de los moriscos…, op. cit., pág. 82. 565 Damián Fonseca, Justa expulsión de los moriscos de España, Roma, Iacomo Mascardo, 1612, pág. 90. 566 Mar Martínez Góngora, «El vestido del morisco como signo de la diferencia en la Expulsión de los moros de España, de Gaspar Aguilar», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 34 (3), 2010, págs. 497516. 567 Pedro Aznar Cardona, Expulsión justificada…, op. cit., parte II, cap. 10, fols. 32v-33r. Reproducido en Mercedes García-Arenal, Los moriscos…, op. cit., pág. 230. 568 Irigoyen advierte sobre la relación de estos «silencios» y la necesidad de justificar el uso de la vestimenta «a la mora» por parte de los cristianos viejos. Véase Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 24. 569 Damián Fonseca, Justa expulsión…, op. cit., págs. 89-142. 570 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El problema morisco en Aragón…, op. cit., pág. 39, y Gregorio Colás Latorre, «Los moriscos aragoneses…», op. cit., pág. 154. 571 Marcos de Guadalajara y Xavier, Prodición y destierro de los moriscos de Castilla hasta el valle de Ricote, Pamplona, Nicolás de Assyain, 1614, fols. 3r-v. 572 Marcos de Guadalajara y Xavier, Memorable expulsión y justísimo destierro de los moriscos de España, Pamplona, Nicolás de Assyain, 1613, parte II, cap. 4, fol. 77r. Similar argumento en Damián Fonseca, Justa expulsión…, op. cit., pág. 135. 573 Francisco Núñez Muley, Memorial. Utilizamos la versión publicada por Kenneth Garrad en «The original “Memorial”…», op. cit., pág. 211. Sobre el Memorial y dejando aparte el ya citado trabajo de Garrad, véanse C. Gaignard, «Les morisques grenadins et le pouvoir royal: de la fidélité à la rébellion», en Rica Amran (coord.), Les minorités face au problème…, op. cit., págs. 31-42; Bernard Vincent, «Et quelques voix de plus: de Francisco Núñez Muley à Fatima Ratal», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, págs. 131-145; Youssef El Alaoui, «“Siempre leales vasallos y obedientes a su Majestad” (Francisco Núñez Muley). Los moriscos y la fidelidad debida a la Corona y a la Iglesia», en Rica Amran (coord.), Les minorités face au problème…, op. cit., págs. 105-116, y Vincent Barletta (ed.), A Memorandum for the President…, op. cit. 574 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 144. 575 Ann R. Jones y Peter Stallybrass, Renaissance Clothing and the Materials of Memory, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pág. 272. 576 Sobre las fuentes para analizar el vestuario morisco, Carmen Bernis Madrazo, El traje y los tipos sociales…, op. cit., págs. 462-463. 577 Las informaciones que utilizamos proceden de las secciones de protocolos notariales de los archivos históricos provinciales de Albacete, Ciudad Real y Toledo y están siendo objeto de estudio pormenorizado en un volumen de próxima aparición donde se abordará con detenimiento el conjunto de la cultura material morisca granadina entre 1570 y 1610. 578 Sobre todo, en Margarita M. Birriel Salcedo, «Entre una ley y otra: la transmisión del patrimonio entre los moriscos granadinos», en Marie Catherine Barbazza y Carlos Heusch (eds.), Familles, Pouvoirs, Solidarités. Domaine méditerranéen et hispano-américain (XV e -XX e siècles), Montpellier, Université de Montpellier III, 2002, págs. 227-236; Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz…», op. cit., págs. 55-68, y M. Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit. 579 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Las dotes de las moriscas granadinas y sevillanas. Cambios y adaptaciones de una cultura material», en Maria M. Lobo de Araujo y Alexandra Esteves (coords.), Tomar estado: dotes e casamentos (séculos XVI-XIX), Braga, Centro de Investigação Transdisciplinar «Cultura, Espaço e Memória», 2010, págs. 121-145. 580 Israel Lasmarías Ponz, «Vestir al morisco, vestir a la morisca: el traje de los moriscos en Aragón en la Edad Moderna», en 30 años de mudejarismo: memoria y futuro (1975-2005), Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2007, págs. 629-641, y «Cultura material de los moriscos aragoneses: vestido y apariencia», en

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M. José Casaus Ballester (coord.), Los moriscos en los señoríos aragoneses, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2013, págs. 211-244. 581 Israel Lasmarías Ponz, «Vestir al morisco, vestir a la morisca…», op. cit., págs. 632-633. 582 Ibídem, pág. 236. 583 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 132-141. 584 Manuel Lomas Cortés, «Aixovar, diners i contraban. L’equipatge dels moriscs expulsats segons els registres de béns de Castella», Recerques, 61, 2010, págs. 5-24. 585 Amalia Descalzo Lorenzo, «Vestirse a la moda…», op. cit., pág. 114. 586 Israel Lasmarías Ponz, «Cultura material de los moriscos aragoneses…», op. cit., pág. 219. 587 Manuel Lomas Cortés, «Aixovar, diners i contraban…», op. cit., pág. 16. 588 Israel Lasmarías Ponz, «Vestir al morisco, vestir a la morisca…», op. cit., pág. 236. 589 Sobre el discurso de Muley y las críticas y objeciones que se le pueden hacer, véanse Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., págs. 122-123, y Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 114-118. 590 Algo que, según Lecerf, confirman las escrituras dotales otorgadas entre 1502 y 1570. Véase Florence Lecerf, La vie quotidienne des morisques entre 1502 et 1570 selon les protocoles notariés des archives de Grenade, tesis doctoral inédita, Universidad de Granada, 2006, págs. 340-341. 591 Bernard Vincent, «Ser morisco en España en el siglo XVI», en El río morisco, op. cit., pág. 156. 592 De hecho, el propio Caro Baroja se cuidó de afirmar que, al menos en Granada, pudo ser un proceso más visible en la ciudad que en el medio rural. Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 138. Por su parte, y al comparar las ropas de palentinos y conquenses, Lomas percibe determinadas especificidades (marcadas por la aparición de prendas muy concretas) en el caso de los granadinos de San Lorenzo de la Parrilla. Manuel Lomas Cortés, «Aixovar, diners i contraban…», op. cit., pág. 16. 593 Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz…», op. cit., págs. 59-60. 594 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Las dotes de las moriscas granadinas y sevillanas…», op. cit., pág. 135. 595 Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos…», op. cit., págs. 76-77. 596 Aurelio García López, Señores, seda y marginados…, op. cit., pág. 176. De manera análoga se documentan en Córdoba, donde Aranda Doncel destaca la sobriedad de las prendas, solo rota por algunos deshilados y randas. Véase Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., pág. 262. 597 También Lomas documenta ropas de manufactura segoviana o «frailesca» entre los moriscos palentinos y conquenses. Manuel Lomas Cortés, «Aixovar, diners i contraban…», op. cit., pág. 14. 598 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Asimilación y diferencia a través de los patrimonios nupciales de los moriscos y los cristianos viejos (Ciudad Real, 1570-1610)», Obradoiro de Historia Moderna, 26 (2017), pág. 55. 599 Israel Lasmarías Ponz, «Vestir al morisco, vestir a la morisca…», op. cit., págs. 632-633. 600 Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., págs. 633-635. Existen varias obras de referencia que informan sobre la forma, factura y características de cada prenda concreta. De entre ellas, resulta siempre útil recurrir a los ya citados Estudios sobre indumentaria española, de Miguel Herrero García. 601 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 137. 602 Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., págs. 62-66 y 359-374. 603 Ibídem, págs. 393-450. Para observar la casuística regional, véase, en relación a Aragón, Israel Lasmarías Ponz, «Vestidos “a su honra, estado, costumbre y condición”…», op. cit., págs. 871-874. Para el

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caso castellano, M. Catherine Barbazza, «Les paysans et la dot: un exemple de quelques pratiques en Nouvelle Castille (1580-1610)», Mélanges de la Casa de Velázquez, 25, 1989, págs. 161-174; de la misma autora, La société paysanne en Nouvelle-Castille. Familie, Mariage et Transmission des biens à Pozuelo de Aravaca (1580-1640), Madrid, Casa de Velázquez, 2000. 604 Israel Lasmarías Ponz, «Cultura material de los moriscos aragoneses…», op. cit., pág. 219. 605 Irene Bernardo Parra, «Traje e identidad de los moriscos granadinos», en M. Inmaculada Montoya Ramírez (coord.), Las referencias estéticas de la moda, Granada, Universidad de Granada, 2001, pág. 46. 606 Máximo García Fernández, «Los bienes dotales en la ciudad de Valladolid, 1700-1850. El ajuar doméstico y la evolución del consumo y la demanda», en J. Torras y Bartolomé Yun Casalilla (dirs.), Consumo y condiciones de vida y comercialización. Cataluña y España, siglos XVII-XIX, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1999, pág. 135, y «La dote femenina: posibilidades de incremento del consumo al comienzo del ciclo familiar. Cultura material castellana comparada (1650-1850)», en Isabel dos Guimaraes Sá y Máximo García Fernández (dirs.), Portas adentro. Comer, vestir, habitar na Península Ibérica (ss. XVIXIX), Valladolid, Universidad de Valladolid-Universidade de Coimbra, 2010, pág. 119. 607 Siguen siendo claves los estudios de Joaquina Albarracín Navarro, entre los que podrían destacarse: «Ropas hispanomusulmanas de la mujer tetuaní (Marruecos)», en Actas de las II Jornadas Internacionales de Cultura Islámica, Madrid, Ediciones Al-Fadila, 1990, págs. 235-247; «Una carta morisca de dote y arras. Granada (1540) y Juan Martínez Ruiz», Sharq Al-Andalus, 12, 1995, págs. 263-276; «Nueve cartas moriscas de dote y arras de Vera (Almería) (1548-1551)», en Pedro Segura Artero (coord.), Actas del Congreso «La frontera oriental nazarí como sujeto histórico (s. XIII-XVI)», Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 1997, págs. 513-530, y «El traje y adorno de la mujer granadina», en M. José Osorio Pérez y M. Elena Díez Jorge (coords.), Las mujeres y la ciudad de Granada…, op. cit., págs. 177-188. En la estela de los anteriores, Carmen A. Martínez Albarracín, «Léxico de algunas ropas y joyas de una carta de dote y arras de una morisca granadina del siglo XVI (24-I-1563)», en VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares (Instituto de Estudios Turolenses), 1999, págs. 679-689, y «Las moriscas en el reino de Granada (siglo XVI)», en Manuel Cabrera Espinosa y Juan A. López Cordero (eds.), II Congreso Virtual sobre Historia de las Mujeres, Jaén, Asociación de Amigos del Archivo Diocesano de Jaén, 2010, s.p. [disponible en red (consulta: 3 de mayo de 2018)]. Véase también Florence Lecerf, La vie quotidienne des morisques…, op. cit., págs. 305-374. 608 Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz…», op. cit., pág. 64, y M. Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 54. 609 Dolores Segura del Pino, «Solidaridad y signos de identidad de la población morisca de Almería», Sharq Al-Andalus, 14-15, 1997-1998, págs. 256-257. 610 Florence Lecerf, La vie quotidienne des morisques…, op. cit., pág. 341. 611 Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno…», op. cit., págs. 177-179, y Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz…», op. cit., pág. 58. 612 No obstante, no escaparon de su atención otros elementos de los cuales tendremos ocasión de hablar más adelante como las calzas. Antonio de Lalaing (Señor de Montigny), «Primer viaje de Felipe el Hermoso…», op. cit., págs. 444-445. 613 Véase capítulo 2, «Fabricando un morisco amable». 614 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, pág. 156. 615 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 139. 616 Ibídem, pág. 140. 617 Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 486. 618 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 137; Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno…», op. cit., págs. 180-184. En relación a las joyas, Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Asimilación y diferencia…», op. cit., págs. 57-59. 619 Como se ha indicado en varias ocasiones, son referencia inexcusable en ese sentido los trabajos de Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos…», op. cit., y, sobre todo, Inventario de bienes

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moriscos del Reino de Granada (siglo XVI), Madrid, CSIC, 1972. Véase también Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno…», op. cit., págs. 180-185. Como indica la propia Albarracín, conviene retrotraerse también a los estudios de Carmen Bernis sobre la época de los Reyes Católicos para observar la evolución desde tiempos mudéjares. Para ello, nos remitimos a Carmen Bernis, Trajes y modas en la España…, op. cit. 620 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Las dotes de las moriscas granadinas y sevillanas…», op. cit., pág. 135. 621 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «El hogar morisco: familia, transmisión patrimonial y cauce de asimilación», Al-Kurras. Cuadernos de estudios mudéjares y moriscos, 1 (1), 2015, pág. 111. 622 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 139. 623 Pero no a la manera en que los clasificó Pedro Guerra de Lorca, para quien las mujeres moriscas de Granada poseían, por un lado, prendas «para practicar sus rituales» y, por otro, las que empleaban para «practicar de forma más fácil su sexualidad». Véase Cándida Ferrero Hernández, «De habitu et lingua relegandis…», op. cit., pág. 269. 624 Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos…», op. cit., págs. 91 y ss. 625 Joaquina Albarracín Navarro, «El traje y adorno…», op. cit., págs. 184 y ss. 626 Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Las dotes de las moriscas granadinas y sevillanas…», op. cit., pág. 136. 627 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 137. 628 Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 487. 629 Carmen Bernis, Trajes y modas en la España…, op. cit., pág. 53. 630 En Ciudad Real aparecen casi una treintena de veces, pero nunca en moriscos y con una descripción y características que permiten intuir una factura alejada de los modelos granadinos. Tampoco hay rastro de ellas en Almagro y en Alcaraz solo hemos podido documentar un caso. 631 Todas ellas son cuestiones que, de una u otra forma, han podido documentarse en comunidades tan distantes entre sí como las ya mencionadas de Sevilla, Córdoba, Pastrana o La Mancha, por poner solo los ejemplos en los que venimos basando nuestra argumentación. Véanse Manuel F. Fernández Chaves y Rafael M. Pérez García, «Las dotes de las moriscas granadinas y sevillanas…», op. cit., págs. 135 y ss.; Juan Aranda Doncel, Los moriscos en tierras…, op. cit., págs. 262-263; Aurelio García López, Señores, seda y marginados…, op. cit., pág. 176, y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos en La Mancha…, op. cit., págs. 270-273. 632 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «El hogar morisco…», op. cit., págs. 107-109. 633 Margarita M. Birriel Salcedo, «Entre una ley y otra…», op. cit., págs. 231-232.

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CAPÍTULO 5 Los moriscos en las fiestas y en el arte efímero LAS RELACIONES DE FIESTAS Y LA ALTERIDAD: CUESTIONES INTRODUCTORIAS A medio camino entre la literatura y la cultura visual se encuentran los textos que narran las festividades y celebraciones que se realizaron en distintos lugares de la península ibérica. Relaciones de entradas triunfales, sepelios solemnes, festividades locales, etc., son fuentes sumamente necesarias y útiles para reconstruir la percepción de la alteridad en el mundo moderno. Desgraciadamente, frente a lo que sucede en otros territorios, donde estos textos aparecen ricamente ilustrados, en el caso hispánico, salvo en contadas ocasiones, simplemente conservamos las descripciones de estos eventos 634 . Es por ello por lo que, aunque hablemos de arquitecturas y pinturas efímeras —o incluso de otros elementos de la cultura inmaterial como bailes o batallas fingidas—, hemos decidido incluir este epígrafe como bisagra entre las fuentes textuales y las manifestaciones visuales de la alteridad, dado que se trata de hacer una reconstrucción de la cultura visual festiva a través de las narraciones escritas que hablan precisamente de obras de arte. El estudio de lo efímero, de la fiesta y su vinculación con la sociedad que lo generó ha sido un asunto del que se ha ocupado ampliamente la historiografía europea en la última centuria, principalmente desde los seminales estudios de Burkhardt publicados ya en 1860 635 . En estas páginas es imposible realizar ni siquiera un breve estado de la cuestión 366

de todo lo escrito al respecto, pues desde entonces han sido abundantes las publicaciones que, partiendo de perspectivas complementarias entre sí —como podrían ser la historia del arte, antropología, literatura o, incluso, musicología—, se han acercado al fenómeno de la fiesta y más en concreto al de las entradas triunfales y catafalcos reales. No solo es extensísima la producción científica al respecto, sino también las fuentes que cabe consultar, pues estamos hablando de más de un siglo de historia, y de un territorio realmente amplio, en el que las fiestas locales (religiosas o laicas) y aquellas emanadas de la Corona (bien para conmemorar una victoria o la llegada de una comitiva regia) fueron abundantísimas, encontrándonos, además, con numerosas relaciones de sucesos de una misma manifestación 636 . Así las cosas, se ha tratado de reconstruir estos eventos a través de las relaciones festivas, cuya principal virtud fue transformar una ceremonia efímera en un espectáculo perenne 637 , así como de las fuentes archivísticas locales e incluso de las crónicas históricas. De todas ellas, los que mayor atención han merecido hasta ahora han sido las entradas triunfales y los sepelios regios, al ser entendidos por la historiografía como ceremonias de legitimación dinástica y de interrelación entre la monarquía y la población que participaba en ellas. Estas unas veces fueron ideadas por la propia Corona y otras por las ciudades, que buscaban, por una parte, agasajar al rey o a su familia y, por otra, mostrar sus preocupaciones para conseguir mayor apoyo económico o logístico. Según Carrasco Urgoiti, estas festividades poseían una influencia edificante o, si se quiere, doctrinaria, y contribuían a moldear la mentalidad colectiva 638 . En el caso que nos compete, veremos cómo la crítica al islam o a los moriscos 367

pretende erradicar los alzamientos contra la Corona, mientras que en otros su intención integradora parte de una política «asimilacionista» del morisco a través de la fiesta, de hacerlo partícipe de la sociedad en la que vivió. La entrada regia o las conmemoraciones de victorias militares acabaron convirtiéndose en un artefacto cultural, en un proceso de comunicación entre los ciudadanos y sus gobernantes 639 . Como indicara Strong 640 , en una Europa dominada por el problema de credos religiosos enfrentados y la quiebra de la Iglesia católica, a través de estos eventos se puede comprobar cómo el monarca no solo se convirtió en árbitro de los asuntos religiosos, sino que también fue adulado como el único capaz de garantizar la paz y el orden dentro del estado. En este sentido, la fiesta adquiere un gran valor en el proceso de acercamiento al estudio de la sociedad, ya que traduce simbólica y visualmente las relaciones políticas y sociales del entorno que las creó 641 . Según García Bernal 642 , en ellas se plantearon toda una serie de dispositivos para arrancar emociones del público — algunas tan significativas como la repulsión y la mofa del enemigo infiel— o para mostrar una adhesión a la causa monárquica. En estas representaciones se señalaba la superioridad física y moral de los cristianos frente al otro, fuera protestante o musulmán. Por lo dicho, en ellas se difundió un imaginario de los principales enemigos de la Monarquía Hispánica y, en este sentido, el morisco, como pueblo que había que asimilar y como posible quintacolumnista, tuvo un valor muy importante y estuvo en el epicentro de la propaganda política 643 . De todos modos, todavía a día de hoy resulta complicado saber hasta qué punto la población que participó en estas festividades entendió los jeroglíficos, emblemas o alegorías 368

que conjuntamente con imágenes cotidianas o pinturas de historia sirvieron para engalanar la ciudad 644 . No existe unanimidad entre los investigadores que han trabajado este asunto, pues más allá de las fuentes cronísticas, legales u oficiales tenemos muy pocos documentos que nos ayuden a conocer la percepción popular. Con todo, sí que podemos intuir, si comparamos con otros elementos de la cultura literaria y visual del momento, algunos niveles de significación y aprehensión por parte de la sociedad menos letrada. Tal vez no comprendieron todo, pero la reiteración en diversos espectáculos y piezas teatrales de cierta simbología haría entendible la mayor parte del mensaje. Partiendo de este análisis comparativo intentaremos adentrarnos en la representación del morisco y su participación no solo como espectador en la cultura festiva popular española de los siglos XVI y XVII. Antes de comenzar es necesario advertir también que no solo nos encontramos con un número inabarcable de fuentes y celebraciones (lo que nos ha obligado a realizar un vaciado selectivo de más de un centenar de eventos en función de su importancia cronológica o geográfica), sino que la veracidad o el talante descriptivo de las mismas varía mucho, dándose contradicciones entre ellas. Muchas veces no coinciden en asuntos que nos interesan y nos preocupan, al confundir o mezclar en las descripciones —no sabemos si siempre de modo intencionado— a los moriscos, musulmanes en general o incluso a los turcos, como si todos fueran uno. Por ello, se deben tomar con cautela algunos de los textos consultados y es necesario estudiarlos en paralelo con algunas de las imágenes que se conservan. Lo que es realmente evidente es que, en la mayor parte de los festejos, la imagen del morisco se asemeja a la del turco, principalmente en aquellos lugares donde existía un menor número de espectadores conversos. 369

Este tipo de hibridaciones o mixtificaciones nos demuestra que, en algunos lugares, había una frontera permeable y poco nítida en las distinciones que había entre ambos grupos poblacionales, y que, además, en muchos casos, lo que se intentaba era mostrar al morisco como un musulmán que, en esencia, jamás podría llegar a ser buen cristiano 645 . A pesar de la trascendencia que supone este fenómeno de creación de la imagen del otro, del enemigo, en el arte efímero europeo, hasta el momento, su aproximación siempre se ha realizado de modo tangencial y solo en algunas publicaciones de investigadores como Victoria Soto, Yvette Cardaillac, Víctor Mínguez o Teófilo Ruiz, entre otros 646 . Tal vez, el estudio de mayor calado al respecto, debido a que focaliza su atención en aspectos concretos como la participación de los propios moriscos en las festividades citadas sea la reciente publicación de Irigoyen, titulada Moors Dressed as Moors. Clothing, Social Distinction, and Ethnicity in Early Modern Iberia 647 . Este investigador, siguiendo la estela de Fuchs 648 , analiza fuentes muy diversas para mostrar el hibridismo cultural y religioso que se dio en tales festividades, principalmente mediante los juegos de cañas y en las batallas fingidas que allí se realizaron. La obra de Irigoyen nos ha servido como ejemplo metodológico y punto de partida, si bien vamos a mostrar, a continuación, cómo no solo fueron estos juegos de cañas —de los que también hablaremos— los únicos que incluyeron a los moriscos en el aparato festivo y efímero, principalmente a partir de la segunda mitad del siglo 649 XVI y en paralelo con lo que sucede en el teatro . LOS JUEGOS DE CAÑAS: ¿EVENTO MAUROFÍLICO O MAUROFÓBICO? Las pinturas, tapices, esculturas y grabados que 370

representaron a moriscos y musulmanes fueron acompañadas por toda una serie de representaciones teatrales que sirvieron para acrecentar el significado de lo que allí se quería representar. De todas ellas, una de las más habituales fueron los «juegos de cañas». De ellos se han ocupado de modo extenso diversos investigadores que nos precedieron, por lo que nuestra aproximación se basará justamente en crear ese marco festivo dentro del cual podamos insertar las decoraciones efímeras que componían una «obra de arte total» avant la lettre, donde teatro, bellas artes, arquitectura y música rodearon al monarca y a los ciudadanos de la urbe conmemorando la victoria frente a los enemigos de la fe. Como es bien sabido, las representaciones de luchas entre musulmanes y cristianos en espacios públicos o cortesanos tienen su origen en el mundo medieval. En la entrada de Alfonso XI en Sevilla, por ejemplo, se realizó una suerte de juego de cañas o combate ecuestre para conmemorar su llegada 650 , tradición que compartiría también la Corona de Aragón. En ese sentido, según Massip, la documentación más antigua se remonta a 1373, cuando Pedro IV de Aragón recibió en Barcelona a Matha d’Armanyac, prometida de su hijo Joan 651 . Este tipo de celebraciones se mezclaron con la moda borgoñona en las fiestas regias a partir del momento en el que Felipe el Hermoso impuso este ceremonial. Así, las confrontaciones bélicas se combinaron con las justas y torneos flamencos que dicha tradición implicaba 652 . El combate, que enfrentaba a dos grupos antagónicos, fue adquiriendo similitudes con los conocidos juegos de cañas moriscos o de tradición islámica. Como estudiara Ruiz 653 , los miembros de las cofradías burguesas de Burgos desfilaron a través del pueblo bohordando, es decir, lanzando cañas de 371

juncos y guiando a sus caballos a través de elaboradas maniobras de ataque y retirada. Esta asimilación e hibridación se dio en muchos aspectos de la vida cotidiana, pues no debemos olvidar que el propio Hernando de Talavera permitió las zambras o danzas árabes en las festividades del Corpus y que, incluso, este tipo de baile tuvo una amplia repercusión en la cultura cortesana. De todas maneras, no debemos confundir los primeros combates de raíz medieval con los juegos de cañas modernos, incluso a pesar de sus similitudes. Como defendiera Irigoyen, los segundos trataban de un combate simulado que, a menudo, se concibió como un ejercicio militar donde, por lo general, todos los participantes vestían como moros, turcos, o «a la morisca». Insistimos: todos ellos. No existía un bando cristiano y uno musulmán, pues era un tipo de manifestación bélica de tradición islámica, sin implicaciones ideológicas de lucha religiosa. A medida que los monarcas cristianos lo conocieron y entendieron su valor dentro de la estrategia militar comenzaron a fomentarlo. De hecho, ellos mismos participaron en diversas ocasiones en estas «refriegas». Todo ello hizo que comenzaran a codificarse en distintos tratados sobre ejercicios estratégicos previos a la guerra. También es cierto que, a pesar de este origen, poco a poco, principalmente en lugares de frontera, fueron adquiriendo un valor más de confrontación interreligiosa, como demuestra el estudio que realiza el investigador citado de las fiestas celebradas en 1463 en Jaén por el condestable de Castilla, Miguel Lucas de Iranzo. Según una crónica anónima, el alguacil organizó un juego de bastones carnavalesco en el que la mitad de los participantes se vestían de moros y la mitad como cristianos, y en el que la batalla simulada finalizaba con la victoria del bando cristiano y el bautismo del ficticio rey musulmán. De modo paralelo, se dio un fenómeno muy interesante: no 372

fueron solo los nobles los que participaron ataviados con lujosos trajes a la morisca y montados a la jineta en bellos corceles, sino también los moriscos, como demuestran los estudios de William Childers, Moreno y el propio Irigoyen 654 . A los conversos, herederos de esta tradición islámica, mediante autorización real, se les permitió de modo excepcional que pudieran portar armas, algo que las ordenanzas reales habían prohibido por miedo a sus insurrecciones. Este tipo de eventos sirvió, además, para evitar la prohibición de llevar esos mismos vestidos moriscos que habían sido censurados por mandato real. Eran unas ceremonias donde todo lo que se les había negado estaba permitido. Nos encontramos, pues, con un fenómeno curioso: los cristianos viejos se apropian de una tradición de origen islámico, y, una vez hecha suya, permiten que aquellos que la inventaron pudiesen participar dándole este tipo de «prebendas». Pero no solo eso, en muchas ocasiones, incluso en aquellas donde se disputaba una lucha entre cristianos y moros, los nobles insistieron en hacer de «enemigos de la fe». Son incontables las ocasiones en las que esto sucede. En este sentido, el caso que más nos llamó la atención es el que estudiara James Casey sobre las fiestas celebradas en Valencia y Denia con motivo de los desposorios de Felipe III, donde distintos nobles y ricos gandienses se vistieron «a la morisca» y contaron con el apoyo de diversos ancianos moriscos vasallos suyos que también participaron en el evento ataviados con unas vestiduras similares 655 . A partir de tal situación, estos juegos pueden verse no tanto como un espacio de enfrentamiento, sino también de diálogo. No se trata de una tradición carnavalesca, sino de una hibridación de costumbres, de espacios o gustos compartidos. Un ejemplo de que la sociedad no siempre se organizó en torno a la existencia de grupos antagónicos y de que hubo momentos de 373

coexistencia pacífica. Por ello, autores como Carrasco Urgoiti entienden estos simulacros bélicos como una suerte de maurofilia, mediante la actualización de las prácticas caballerescas de los moros dentro del ceremonial áulico 656 . Obviamente, con ello no pretendemos vaciar de contenido político los juegos de cañas, pues la idea resultaría un tanto pueril. Pero sí que conviene matizarlo y distinguirlo de las batallas fingidas y de las guerras teatralizadas de moros y cristianos, tan habituales desde el Medioevo, como demuestra el estudio de la liturgia de lo caballeresco en la literatura previa 657 . Aunque gran parte de la historiografía las estudió en paralelo e imbricadas, cada una de ellas tenía un fin distinto. Si los juegos de cañas eran una manifestación festiva, un espectáculo donde se mostraba la riqueza, la pericia y la estrategia militar, en los segundos se visualizaba el miedo ante la piratería y el carácter sanguinario de los otomanos, sobre todo con el fin de remarcar y defender la política exterior del monarca en su lucha contra el infiel, algo que, por cierto, estaba acarreando un aumento de la presión fiscal 658 . Por ello, los cronistas describieron estas manifestaciones festivas con el mismo ímpetu que de si una batalla real se tratara, para intentar transmitir al lector las vibraciones y el estado anímico que pudieron sentir los espectadores, tanto en el fragor de la batalla como en el jolgorio de la victoria 659 . De hecho, estas celebraciones se hicieron más habituales tras las guerras de Túnez o Lepanto. Es interesante observar, además, cómo en muchas ocasiones este tipo de eventos sustituyó la construcción de arcos triunfales o estructuras efímeras. En poblaciones con menos recursos se prefería celebrar las festividades por medio de espectáculos militares antes que mediante la construcción de todo un aparato teatral mucho más costoso. 374

Esta visión bipolar, de lucha de contrarios, que ha caracterizado no solo el estudio de este hecho, sino el análisis del morisco en general (de asimilable a indomable, de cristiano a criptomusulmán, etc., sin término medio), es un problema cuando se trabaja su imaginario, algo que no escapa al estudio de lo efímero. Insistimos en que es necesario individualizar en qué casos el espectáculo que se contempla es realmente una lucha de musulmanes contra cristianos, y en cuáles es un juego tomado como exhibición recreativa y como práctica militar de la que los nobles disfrutaban por su talante lúdico y en las que, incluso, solicitaban vestirse «a la morisca», por la riqueza que implicaba tal moda 660 . Como se ha dicho, hablamos de una práctica que se convierte en tradición no solo en las entradas regias, sino también en las fiestas nupciales 661 , que poco a poco se «ritualiza» 662 y en la cual los propios consistorios y concejos costearon los gastos en ricos vestidos 663 . De hecho, incluso en aquellos casos en los que se dio esa lucha de antagónicos, en los que el morisco y musulmán se convierten en enemigos en los juegos de cañas, podría existir un trasfondo pedagógico, extensible no solo a territorio peninsular, sino también a las nuevas posesiones americanas 664 . Se buscaba, con ello, una adhesión de la población a la actitud de la Corona con respecto al enemigo, y a la vez, mostrar la magnanimidad de la Monarquía frente a los vencidos. No se trata de un espectáculo en el que se señale e individualice al morisco, como indicara Lamarca 665 , pues, en algunos casos, su trasfondo es más complejo. En muchas ocasiones, además de ensalzar la bravura y la valentía de los enemigos combatientes, como hemos visto que hacía la novela maurófila 666 , estos espectáculos finalizaban con conversiones donde la Virgen intercedía para integrarlos en el 375

seno del cristianismo, modelo que, por otra parte, se toma de las Cantigas de Alfonso X 667 . Así pues, el hecho de fomentar la participación del morisco en el espectáculo no debe entenderse únicamente como la visualización de una disputa bipolar entre cristianismo e islam 668 (hecho que no negamos que se diera en más de una ocasión), sino que debe encuadrarse en un entramado bastante más complejo con gradaciones, donde se desdramatizan los estereotipos 669 , pues estos eventos poseían un valor socializador muy alto, toda vez que cristianos viejos y moriscos compartían un mismo espacio de disfrute 670 . Además, como defendiera Carrasco Urgoiti, fue justamente en los lugares con mayor densidad de población morisca, como Sevilla o Valencia, donde más arraigaron estas tradiciones de juegos de cañas 671 . Mediante estas celebraciones, los nuevamente convertidos se integraban en la sociedad, y, a su vez, la cabalgata de moros apresados, que ponía fin algunas veces a la fiesta, se convertía en una clara alusión a lo que sucedería si no abandonaban sus ritos islámicos y abrazaban el cristianismo. El espectáculo tenía un claro fin pedagógico. LAS REPRESENTACIONES VISUALES DE LOS MORISCOS EN LAS DECORACIONES FESTIVAS Fagocitadas por las representaciones de turcos y protestantes vencidos, las imágenes pictóricas y escultóricas de los moriscos pueden pasar desapercibidas a simple vista, como así lo han hecho, para la historiografía que se ha acercado al estudio de lo efímero. Es cierto que no hablamos de una presencia perenne y continua desde la conquista de Granada hasta mediados del siglo XVII, pero no es menos verdad que, cuando aparece, sirve como barómetro de la 376

percepción que de ellos se tiene. De ahí que hayamos intentado hacer una suerte de cartografía geográfica y cronológica para establecer dónde y cuándo emergen estas representaciones. También, y de igual modo, para averiguar las razones por la que se dieron. Para ello, en primer lugar, analizaremos cuáles fueron las representaciones visuales más comunes en todo el territorio peninsular y luego nos centraremos en ciertos momentos históricos que despertaron una especial presencia morisca. Como se indicó en los capítulos introductorios, la forma más habitual de representar a los moriscos y musulmanes en la literatura festiva fue mediante su animalización. Muchas veces, no se nos describe específicamente qué animales fueron, como sucedió en la entrada de Ana de Austria en Madrid, donde solo se indica su procedencia norteafricana 672 . Frente a esta generalización, elefantes y serpientes aparecen habitualmente vinculados con los conversos o con sus antiguos correligionarios. El mamífero, por ejemplo, se utilizó en las exequias de Felipe II en Sevilla (1598), acompañando a una alegoría de África vencida 673 , siendo la escena coronada por un águila en una clara alusión al monarca. Otras veces este animal puede ir junto a los camellos 674 , tal y como sucede en el arco de la Rua Nova, en la entrada que hiciera el propio Felipe II en Lisboa, siendo en este caso el rey representado en forma de león acechando a sus presas africanas 675 . Esta iconografía fue recuperada por la misma ciudad portuguesa para la entrada de su sucesor en el arco de los hombres de negocios 676 . Con un valor mucho más negativo encontramos la elección de la serpiente, relacionada con el pecado original. La primera vez que tenemos noticia de su utilización durante el periodo de los Austrias fue en la entrada de Carlos V en Florencia en 377

1535, donde representa el mal africano, no siendo, obviamente, una alusión directa a los moriscos, sino al turco en general 677 . En el caso de su hijo, dos fueron los momentos fundamentales donde aparece esta imagen, principalmente acompañada por las cigüeñas. La primera de ellas es la entrada triunfal de Ana de Austria en Madrid 678 . En el primer arco se representaron sendas cigüeñas, que tenían una culebra en los pies por dos causas, según el propio cronista. La primera hacía referencia a Pierio Valeriano (libro 17), quien señaló que estas aves se encuentran en guerra perpetua contra las serpientes. El motivo de dicho enfrentamiento es que, al ser animales que viven en las alturas, y por ende cercanas a Dios, se rebelan contra el deseo y la lujuria de las culebras, que viven con el pecho por tierra, representando con ello la victoria de Dios frente al pecado. La segunda de las referencias estaba vinculada con la alegoría de la Concordia que coronaba la composición, al ser las cigüeñas aves que se caracterizan por una buena comunicación y amor entre ellas, dos de las virtudes del buen gobierno. La agresividad contra el mal y concordia son dos de los aspectos básicos del concepto de la virtud heroica, tan bien definidos en la imagen propagandística de Carlos V, y que Felipe II quiso remarcar a través de la entrada real de su esposa. Esta iconografía tuvo amplia repercusión, traspasando incluso el Atlántico. En ese sentido, es bien conocida la adarga amanteca de México, que representa cuatro de las victorias principales de la Monarquía española ante el islam: la batalla de las Navas de Tolosa (1212), la conquista de Granada (1492), la victoria de Túnez (1535) y el triunfo de Lepanto (1571). Con ello se pretendía mostrar la continuidad política y el sentido de defensa de la fe que caracterizó a la Monarquía Católica 679 . En esta adarga, de nuevo, la serpiente lucha contra la cigüeña, que la vence, representando la victoria del bien frente al mal. Se podría 378

reflexionar, además, sobre el valor que este animal tuvo en la cosmogonía azteca. Si bien creemos que, como apunta la historiografía, se trata de una traslación a América de esta cultura visual, no podemos dejar de plantearnos cierto hibridismo con la cultura prehispánica en su representación en este caso concreto 680 . También aparece este animal en diversos jeroglíficos del túmulo funerario de Felipe II, si bien las cigüeñas fueron sustituidas por el águila, otra ave altamente vinculada a la Corona por su nobleza e identificación con Júpiter 681 . Frente al carácter positivo del águila o de la cigüeña, en este caso el morisco será representado como un cuervo, animal huraño y siniestro, que solo busca el dinero y su beneficio, metáfora que el propio Patriarca Juan de Ribera utilizó en sus textos tras la expulsión de los cristianos nuevos del Reino de Valencia. Esto ocurre en las exequias de Felipe II en Sevilla, haciendo alusión a la revuelta de las Alpujarras, donde el rey, de nuevo en forma de águila, lucha contra una bandada de cuervos que escapa 682 . En este caso, es el color aquello que los define, aludiendo a los presumibles aspectos «raciales» que indicamos en epígrafes anteriores, pues el cronista insiste en cómo al esconderse del monarca salpicaron de dicho color el paisaje y causaron refriegas y problemas en aquellos lugares a los que huyeron. Se trata, pues, de una de las pocas alusiones étnicas que podemos encontrar en dichas animalizaciones, algo altamente significativo y para nada peregrino. También es recurrente la figura del zorro vinculada con el islam, principalmente durante el reinado de Felipe III. Así lo vemos en dos ocasiones en sus exequias en Sevilla. La primera junto a las pinturas de la toma de Larache (1610) 683 , donde no solo se hace alusión al enemigo turco, sino también a piratas y corsarios, que, en su mayoría, proceden del ámbito 379

musulmán y que, durante el reinado de dicho monarca, fueron identificados con los moriscos, quienes presumiblemente les ayudaron en el ataque a las costas. Aún hay una segunda representación, en este caso dentro de un jeroglífico en el que se pintó a Felipe III y a Enrique IV lanzando sendas cuerdas al papa Paulo V, mientras que este hacía con ellas una gran lazada y se la ponía a una zorra que tenía a sus pies, en este caso en clara alusión a los herejes 684 , entre quienes también se incluyó al morisco en la teología del XVI. Esta representación todavía permanecía vigente años más tarde, en las fiestas del quinto centenario de la conquista de Valencia, concretamente en el altar del convento de San Sebastián, donde se aludía a la disputa entre el rey moro, identificado por dicho animal, y Jaime I el Conquistador 685 . Además, en este mismo altar, también el lobo sirvió para representar alegóricamente al musulmán, que huía ante el empuje de un mastín, que representa el ejército cristiano. La imagen del lobo como enemigo había cobrado fortuna en la zona valenciana, entre otras razones por las alusiones que Juan Bautista Agnesio hizo en sus textos de defensa de los niños moriscos, donde indicó que había que protegerlos como corderos de los lobos hambrientos, en relación a los musulmanes que negaron su conversión, aspecto que trataremos en el último capítulo del libro. De hecho, es en relación con Agnesio y con esta visión del morisco como individuo indefenso como podemos entender la iconografía del arco tercero de la entrada de Ana de Austria en Madrid, justo después de la guerra de las Alpujarras. Allí, el morisco tomó forma de cordero 686 , mientras que el rey es representado por un león, que, tras los altercados de la revuelta, no ha querido devorar a sus presas, debido a su 380

magnanimidad, dado que ha entendido que los granadinos son un pueblo indefenso que necesita evangelización. Con un significado similar, en este caso en forma de polluelo, se representa al cristiano nuevo en el túmulo de Felipe III en Sevilla aludiendo a cómo el monarca intentó protegerlos, si bien aquí no hubo más alternativa que expulsarlos debido a su rebeldía 687 . Tal vez, el recurso más utilizado para definir de modo animalístico al morisco y al turco sea emparentarlo con el dragón, monstruo que resulta clave en la iconografía de san Jorge, quien fuera el estandarte en la lucha contra el infiel en la Corona de Aragón. Fueron muchas las veces que dicho ser fantástico apareció en las entradas triunfales, si bien hemos podido comprobar que su momento álgido se dio en tiempos de Felipe II, coincidiendo con la creación de una imagen mucho más alegórica, seguramente relacionada con el conocido mesianismo filipino y su necesidad de justificar repetidamente la lucha contra el turco y la política represiva ante el morisco 688 . Fue en la fiesta de 1570, justo tras la revuelta de las Alpujarras, momento de inflexión en la política contra los conversos, cuando esta iconografía se hizo más evidente. No en vano acudió a la capital del Guadalquivir debido, precisamente, a la propia rebelión 689 . En este evento el dragón se dispuso cerca del alcázar y es descrito por los cronistas con detenimiento: poseía escamas verdes, tenía las alas tendidas y una cola enroscada que ardía bravamente mientras despedía abundantes fuegos y cohetes por la boca. Juan de Mal Lara explicaba el espectáculo como «presagio de la braveza del Turco y enemigo universal de la cristiandad, que en tiempo de tan venturoso Rey se debe acabar con sus mismas llamas de soberbia» 690 . De hecho, para acrecentar ese sentimiento de necesidad de lucha contra el 381

infiel se magnificó esta figura, ya que, como cuenta el propio Mal Lara, cuando se le abrieron las entrañas, rompieron bolas ardiendo por todas partes, como si fueran balas dispuestas a derribar fortísimos muros causando el terror entre los que se encontraban en la plaza envueltos de polvo. Vemos, pues, una estrategia política muy clara en esta entrada triunfal: no solo se intenta mostrar el poder del monarca en la victoria contra el infiel mediante una animalización, sino que, además, se expone su fiereza para que la población apoyara las campañas que el propio rey estaba llevando a cabo y que culminarían con la batalla de Lepanto. Con todo, no fue la de Sevilla la que creó dicho estándar de representación, pues tenemos noticias de que en la entrada de este mismo monarca en Barcelona en 1564 ya se utilizó con tal fin en el carro del gremio del algodón, descrito en las fuentes como algo «muy espantable» 691 , si bien la profusión descriptiva de la entrada sevillana supera a esta que acabamos de comentar. Este artificio fue repetido en fiestas locales, incluso tras la expulsión de los moriscos y cuando el ambiente contra el turco se había relajado sensiblemente, tal vez manteniendo ese valor festivo e impactante al que se ha hecho referencia más arriba. Así sucedió en las conmemoraciones por la canonización de san Isidro en Madrid, donde «dragones, serpientes y gigantes guardaban la montaña. Un ejército romano, la secta de Mahoma en figura de turco, la Herejía y el Judaísmo intentaron combatirlos siendo finalmente vencidos y aprisionados. Será san Isidro, por fin, quien ayudado por los ángeles logrará la victoria» 692 . Para finalizar con este recorrido de alusiones genéricas a los moriscos y musulmanes en el arte efímero, nos centraremos en su aparición en los trabajos de Hércules. Se ha podido documentar la representación del enemigo musulmán 382

como Gerión en dos decoraciones. La primera, a mediados de siglo XVI, en la entrada de Felipe II y de Isabel de Valois en Toledo, justo al lado de la plaza de Zocodover, a través de una escultura gigante acompañada por la propia figura de Hércules y Caco. En ella, se hace alusión a las tres religiones que habían coexistido en la península ibérica, siendo, obviamente, el héroe tebano una imagen del cristianismo que luchó contra los dos otros gigantes 693 . La segunda de las representaciones a las que nos referimos se dio con motivo de las exequias de Margarita de Austria en Córdoba, en este caso no en relación al musulmán en sí, sino al morisco. Para exaltar la religiosidad de la reina, Basilio Vaca realizó un jeroglífico donde se pintó una mano saliendo de una nube deteniendo la guadaña con que una Muerte amenazaba a Margarita. Esta aparecía cortando con una sierra una de las tres cabezas de Gerión con el mote: «Ne totum pereat, melius est abscindere parte donec abscindat manum, quae scandalizat» (Mat., 18), y la letra: «Detén Muerte la guadaña hasta que la mano la sierre y los Moriscos destierre, que escandalizan a España» 694 . Cada una de las cabezas se identificaría con los distintos enemigos de la fe cristiana que acecharon al poder peninsular: judíos, protestantes y musulmanes (en este caso, como se indicó, moriscos). Así pues, en su pompa funeraria se exaltó el importante papel de la reina para limpiar España de musulmanes gracias a la expulsión de esta minoría, acontecimiento clave de la política de su esposo, que, en lo sucesivo, aparecerá habitualmente como pintura de historia en diversas entradas triunfales y catafalcos funerarios. La idea de un ser con varias cabezas representando a los enemigos de la fe la encontramos también en la historia de Hércules frente a la Hidra de Lerna. Una de las primeras veces que se utilizó fue en la entrada triunfal de Carlos V en 383

Florencia tras su victoria en Túnez. Estas fiestas fueron realizadas por encargo de Alejandro de Medici, quien participó en dicha contienda bélica y estaba casado con Margarita de Austria, hija del emperador. En este caso, el programa fue ideado por Vasari, siendo Tribolo quien realizó la escultura en materiales preciosos: plata en el caso de Hércules y oro (o, al menos, de color dorado) en el de la Hidra 695 . El conjunto no solo iba acompañado de una inscripción latina relacionando al héroe tebano con Carlos V y el César, sino también por una pintura que representaba a Barbarroja huyendo tras su derrota en la Goleta y, justo al lado, la coronación del rey de Túnez, Muley Hassan. No existe alusión a otros enemigos de la fe como los protestantes, pues lo que importaba era celebrar la primera victoria naval contra el infiel a manos del emperador. Desde entonces, su presencia fue muy habitual en la mayor parte de los espectáculos efímeros hispánicos 696 . De todas maneras, siempre que aparezca este animal mitológico no debemos identificarlo de modo automático con los herejes o musulmanes, incurriendo en el error de la sobreinterpretación y cayendo en una doble estereotipación. La Hidra podía hacer alusión al mal en general o servir como artificio pirotécnico en los bailes y batallas fingidas. Así aparece, por ejemplo, en el torneo cortesano y caballeresco celebrado en honor a Felipe II en Valladolid en 1544, donde la fiesta comenzó con la aparición de una «hidra con siete cabezas con alas de raso verde y echando fuego por todas las bocas» 697 y, encima de ella, un enano vestido de rojo que llevaba a la reina una carta explicativa del torneo y las razones de la lucha. Algo similar se encuentra veinte años más tarde en la entrada de Isabel de Valois, en Toledo, donde se habla de dicho animal mitológico luchando contra Hércules, pero sin ninguna identificación directa con un trasunto musulmán 384

o herético 698 . Dentro de este valor polisémico, y dada la dificultad a la hora de identificar todas las historias hercúleas con luchas contra el infiel (musulmán o morisco), encontraríamos la representación de la batalla de dicho personaje contra el Cancerbero. Conservamos un caso en la entrada de Felipe III en Portugal, donde se nos describe este perro mitológico de tres cabezas, cada una de ellas con una inscripción donde se podía leer: «gula, lujuria y avaricia» 699 . Estos tres epítetos, pero, sobre todo, el primero y el segundo son utilizados, como se ha dicho, con mucha asiduidad para describir el comportamiento de los turcos y de los musulmanes, cuya imagen estereotipada se asociaba a grandes festines, desenfreno sexual y poligamia. Por ello, y aunque Lavanha, el autor de dicho relato, no realice tal identificación, podríamos entender, mediante un ejercicio de comparación con la literatura de la época, que dicha representación se refiriera (o pudiera ser asociada a ojos de los espectadores de la época) a dicha religión. Una vez realizado este panorama general de metáforas visuales del islam y los moriscos en el arte efímero de la península ibérica, nos centraremos en determinar en qué cronologías y geografías se dieron los principales discursos donde se critica al segundo de ellos, para entender por qué sucedió esto. En ese sentido, dos momentos son claves en la visualización del converso: la segunda revuelta de las Alpujarras y la expulsión. Curiosamente, ni la primera contienda alpujarreña, ni las Germanías ni ningún otro de los periodos clave de la relación entre moriscos y cristianos viejos produjeron su plasmación en las manifestaciones efímeras. Se trata de un silencio que nos parece importante y que puede estar vinculado con los intentos asimilacionistas para con la 385

minoría. Por un lado, el morisco no podía autoidentificarse como un enemigo justo cuando se promulgaba su conversión y se dedicaban amplias cantidades de dinero para aculturarlo. Por otro, hay que tener en cuenta la alta densidad de población de origen musulmán en la península que, obviamente, sería partícipe de tales celebraciones. Los ideólogos tenían que estudiar la creación de los programas iconográficos para que estos tuvieran una buena recepción entre el público y para que se diera el diálogo comentado con anterioridad. Unas imágenes críticas contra el morisco podrían producir tensiones, principalmente en zonas como Valencia o Granada, donde este colectivo era especialmente numeroso y muy beligerante. Por tanto, se debía cuidar qué representaciones elegir para tal fin e, incluso, cuándo omitir ciertas referencias a los discursos triunfalistas. Si entendemos este evento como un fenómeno de comunicación, no debemos olvidar nunca al receptor, hecho que en muchos casos la historiografía ha dejado de lado, centrándose únicamente en los creadores del programa y no en su posible repercusión. Sobre la ausencia, creemos que premeditada, del morisco en algunas festividades y el arte efímero volveremos más adelante. Como se ha dicho, el primer momento clave para su aparición fue la segunda revuelta de las Alpujarras. En 1570, poco después de que acaeciera, y a petición del cabildo de la ciudad, Felipe II acudió a Sevilla a conocer la situación de primera mano. Es la primera entrada regia tras la insurrección morisca 700 . En ella, el morisco no aparece representado como tal, pero sí que son múltiples las alusiones a los turcos. Esta insistencia en los otomanos no es casual por dos motivos: el primero, las conocidas disputas mediterráneas que acabaron, meses más tarde, con la batalla de Lepanto. El segundo lo consideramos más interesante: el alto valor 386

simbólico que el turco mismo adquirió en la contienda alpujarreña, ya que, pese a ayudar con un ejército reducido a los moriscos insurrectos, este hecho fue magnificado en algunas fuentes. Con esta alusión directa al turco, como enemigo cristiano y aliado del converso, se pretendía infundir miedo en la población y magnificar las alianzas que, entre ellos y los otomanos, se estaban forjando. El humanista sevillano Mal Lara, quien también se encargó de la decoración de la Galera Real de don Juan de Austria para Lepanto 701 , era conocedor de la situación; de ahí que insistiera en el elemento turco como esencial en esta festividad. El artificio más espectacular de la entrada regia, como se indicó líneas atrás, fue el gran dragón que simbolizaba al enemigo, como muestra de su bravura y por ser «enemigo universal de la christiandad, que en tiempo de tan venturoso Rey se debe acabar con sus mesmas llamas de sobervia» 702 . En ese mismo año, en el mes de noviembre de 1570, se produjo una de las entradas triunfales más fastuosas en la historia de la Monarquía Hispánica, donde importantes artistas como el escultor Pompeo Leoni o el pintor Alonso Sánchez Coello se encargaron de realizar gran parte de las decoraciones efímeras 703 . Nos referimos al recibimiento de Ana de Austria que se celebró en Madrid. Felipe II se preocupó personalmente de organizar el protocolo, aunque su figura quedara en segundo plano 704 . Como estudiara Jorge Sebastián 705 , el monarca enfatizó cada vez más la majestad de estas entradas, aminorando en cambio las suyas propias, motivado por su deseo de sustraerse a los ritos de compromiso institucional entre el rey y las ciudades y enfatizando los aspectos festivos, dinásticos y propagandísticos. Además, en este caso, tomando como base las investigaciones de Fernando Checa 706 , con la boda con 387

Ana de Austria, el monarca pretendía reforzar los lazos con el Imperio, continuamente amenazado por los protestantes y por la política de tolerancia que Maximiliano II (el padre de Ana) estaba llevando a cabo en aquellos lugares. Por ello, en diversos arcos se representaron alusiones a la Concordia con los aliados y al buen entendimiento en la lucha contra los protestantes. Así pues, los herejes protestantes, conjuntamente, con turcos y moriscos fueron los temas principales de aquella entrada, donde se comparaba a los monarcas, de modo paralelo, con todos sus ancestros que lucharon contra el infiel durante siglos, como una suerte de legitimación de los frentes militares que el propio Felipe II tenía abiertos 707 . Autores como Andrew Hess opinan que fue justo el problema de las Alpujarras el que empujó al monarca a insistir tanto en esta entrada en motivos bélicos frente a los turcos y musulmanes del norte de Europa 708 . El enemigo podría estar dentro y aliarse con el islam poniendo en dificultades a la Corona hispánica. Además, gran parte de los ejércitos que participaron de las batallas simuladas y escaramuzas que acompañaron la celebración formaron parte, según Juan López de Hoyos (el propio cronista del evento), de los ejércitos comandados por Juan de Austria en la insurrección granadina, por lo que se hace una concomitancia mayor entre batalla real y fingida 709 . De modo explícito y no solo relacionado con el turco, el morisco apareció figurado en forma animal en esta entrada, como se indicó en capítulos precedentes. En el tercer arco, donde se visualizaba a Felipe II circundado por las alegorías de la Religión y la Clemencia, el nuevo convertido, insurrecto en las Alpujarras, tomó forma de cordero, vinculado con la última de las alegorías citadas. López de Hoyos escribió al 388

respecto: No es menos notable la clemencia con que su Magestad, como padre de la república ha perdonado y acomodado por todo este reyno a los rebeldes vasallos del reyno de Granada, teniéndolos ya en punto de destruirlos, con gran destroço no dexar un mas con su real clemencia, deteniendo el justo castigo, con grande humanidad perdono a tan gran número de rebeldes. Por lo qual a esta figura en que se representa esta tan excelsa virtud de su Magestad pusimos un león y un cordero, para denotar que esta virtud, assí los discordes, como a los rebeldes, humildes, baxos illustres, príncipes y grandes atrae, y de todos triumpha. Y para denotar, que la verdadera clemencia consiste en refrenar la yra, y no executar la potencia con que el rey puede destruyr y assolar, y arruinar los rebeldes y malos vassallos, desseando mas reconciliarlos con amor 710 . Así pues, la lectura del morisco en este evento es doble y compleja. Como se ha anotado, por una parte, es posible aliado del turco, el máximo enemigo de la cristiandad, que viene representado encadenado y humillado en numerosos arcos de esta entrada regia. A su vez, todavía se observa un atisbo de intento de asimilación por medio de esta metáfora, que concuerda con los textos promoriscos escritos en dicho periodo 711 . Las Alpujarras reaparecen de nuevo con fuerza, tras varios años ausentes, en las ceremonias y pompas fúnebres del monarca 712 . De todos los catafalcos erigidos fue, de nuevo, el de la capital hispalense el que presentó una mayor visualización del morisco a través de escenas simbólicas y narrativas. Unas y otras sirvieron para situar el conflicto granadino al mismo nivel que las batallas contra los turcos, las guerras de religión en los Países Bajos o, incluso, las conquistas americanas (en este caso simbolizadas mediante 389

alegorías de los continentes). En la parte alta de la construcción arquitectónica se representó la huida de los rebeldes granadinos a las montañas, mediante una vista panorámica ilusionista del territorio alpujarreño donde se veía a «cautivos moros y moras con sus ropas a cuestas y muchos soldados y refriegas en muchos lugares y como su magestad que esté en el sielo los castigaba» 713 , mientras que, en la parte superior, el águila real atacaba a una banda de cuervos, como indicamos con anterioridad. Todo ello iba acompañado por una inscripción que reforzaba esta idea: «Como el Aquila Reyna de las Aves va en alcance de los cuervos que le huyen, assí Philipe el mayor de los Reyes, porque los moriscos lebantados que a la sierra se acogen, que no resisten basta echarlos de Granada, castigando a los más culpados» 714 . Además de esta representación bélica, en otra parte del catafalco el morisco vuelve a aparecer representado de modo simbólico como enemigo de la fe. En el remate de la última columna por la parte del coro de la iglesia, aparecían cuatro vencidos, atados y encadenados: la «Iudaica Perfidia Heretica malicia, Idolatria ciega, mahoetica erronia». Del mismo modo que las cabezas de la hidra de Lerna en otros aparatos efímeros simularon los antagonistas de la Corona cristiana, aquí quedaron plasmados quienes intentaron hacer zozobrar el poder del monarca prudente: judíos, protestantes, musulmanes y moriscos. Los musulmanes son entendidos como «idólatras ciegos» 715 , mientras que los conversos eran asimilados con el error mahomético al no darse cuenta de que el verdadero camino para la salvación era la conversión al cristianismo. Junto a ellos, Felipe II triunfante, «al natural armado con su ceptro y corona», los sometía con unas cadenas bajo una representación del propio Cristo, 390

ratificando esa idea del monarca como caballero cristiano. Para finalizar el conjunto, acompañando al monarca, se encontraba una alegoría de la Religión, que, con severo gesto, pegaba fuego con un hacha encendida a los encadenados, como si los condenara a arder para siempre en el infierno. Todo ello venía descrito por una inscripción latina cuya traducción nos la da el propio cronista: «El rey defensor de la fe christiana a los contrarios de ella atados con cadena, haze inclinarse arrodillados, porque si quiera teman a quien no aman y la pena acabe lo que el amor no puede acabar» 716 . La iconografía del enemigo encadenado podría relacionarse de modo casi exclusivo con tres modelos de ascendencia italiana: el primero el que crearan Pompeo y Leone Leoni con su Carlos V contra el furor (si bien este furor no se refiere al musulmán); en segundo término, con las representaciones que hizo Tiziano de Felipe II con el moro encadenado a los pies tras la victoria de Lepanto 717 y, por último, con aquellas de las fiestas efímeras que presentaron al turco a los pies del monarca, siendo humillado, siguiendo un esquema compositivo cercano al conocido de Santiago Matamoros. Justo así aparecieron en la entrada del emperador en Zaragoza junto a Isabel de Portugal, donde se pintó a Carlos con el pie derecho posado sobre un orbe de oro y el izquierdo pisando a diversos turcos rendidos 718 . Además, este esquema es muy similar al que años más tarde se utilizó en la entrada del propio emperador con su hijo en Milán. En este caso, aparecía una figura que tenía en las manos un globo terráqueo y bajo los pies dos hombres vestidos a la turquesca «a manera de sojuzgados» (humillados). En ese mismo arco, había otras figuras: la primera tenía un cetro en la mano, a sus pies diferentes gentes en posición de sumisión pidiendo misericordia y encima del conjunto el escrito: «Felipe, 391

Príncipe de España, hijo del emperador Don Carlos Quinto», estando esta inscripción acompañada de la representación de diversos personajes históricos que lucharon contra el infiel 719 . Es interesante ver, pues, cómo dentro del propio reinado del monarca, la representación del morisco bascula de asimilable y frágil (en la entrada de Ana de Austria) a enemigo de la fe, equiparable a turcos y protestantes (en la entrada sevillana y su catafalco), una evolución que no podemos atribuir solamente a las Alpujarras, sino también al creciente malestar que la actitud de los nuevos convertidos fue produciendo en estamentos nobiliarios y religiosos, donde muchas voces clamaron por su expulsión. El morisco no aparece representado como pueblo bajo control español, tal y como veremos que sucedía en las pinturas de las nupcias de Isabel de Portugal con el emperador Carlos V, sino que se convertirá en un ser deleznable, que se pudriría en el infierno tras haber sido tan ciego que no supo ver el camino para la salvación. Así pues, a través de lo efímero, hemos visto una evolución conceptual equiparable a lo que sucede en la literatura escrita, que sirve para complementar aquellas imágenes —simbólicas o no— que han llegado hasta nosotros. El siguiente hecho histórico que tuvo una amplia repercusión en estas festividades fue la expulsión de los moriscos. En 1611, justo dos años después de que se promulgara el edicto que ordenaba el éxodo obligatorio de los moriscos, y cuando todavía no había finalizado el mismo (1614), falleció Margarita de Austria, esposa de Felipe III. De entre todos los túmulos erigidos destacaron dos con un mensaje político de apoyo a esta decisión: el de Sevilla y el de Salamanca. En el primero de ellos, a través de distintos lienzos con un estilo muy naturalista, como si pretendieran ser una 392

crónica verdadera de lo acaecido 720 , los pintores mostraron el destierro, sin dejar de lado aspectos propios de la religiosidad del momento, pues es el Ángel de la Guarda quien, espada en mano, conduce al exilio a los propios moriscos, que no aparecen descritos de modo detallado en las crónicas del túmulo. Así pues, se dio un paralelismo entre la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y la de los cristianos nuevos, de ahí que sea una mezcla entre esa pintura cronística y los cuadros de religión. Esta escena aparecía en paralelo a la de la Batalla de las Navas de Tolosa, como mostrando el alfa y omega del proceso de lucha contra el islam en la península ibérica, justificando así, como se ha dicho, la decisión del monarca 721 . Es reseñable que estos programas sean anteriores a los lienzos conservados actualmente en la Fundación Bancaja, única muestra que ha sobrevivido al paso de los siglos, a los cuales dedicaremos un capítulo más extenso en páginas sucesivas. También cabe señalar que el interés por las batallas marítimas como Lepanto desaparece de los citados programas y que es justamente la necesidad de mostrar al sarraceno inasimilable expulso lo que centra la atención del ideólogo del conjunto, remarcando que fue uno de los hechos más significativos, si no el que más, del reinado del monarca y su esposa. En el caso salmantino las exequias estuvieron vinculadas con la universidad, una de las más prestigiosas de la península. La referencia a los moriscos se da, a modo de grisalla, en el basamento del túmulo, donde aparece, de nuevo, el morisco de forma real y simbólica. Por una parte, se ilustra a Felipe III empuñando con una mano la espada y con la otra una rama de olivo, mientras expulsaba a un «escuadrón de moros»; todo ello se ve acompañado por una cita del Cantar de los Cantares donde se relaciona al morisco con los zorros: «capite nobis vulpes parvulas quae demoliuntur vinneas» («atrapen a las zorras, a esas zorras pequeñas que 393

arruinan nuestros viñedos, nuestros viñedos en flor», Cant. 2: 15) 722 . Como hemos visto en páginas anteriores, esta animalización del morisco también se dio en los catafalcos de Felipe III y se convirtió en una de las técnicas de representación preferidas a finales del siglo XVI e inicios del XVII, pues recordemos que en el túmulo de Felipe II ya tomaban forma de cuervo. La fortuna visual de la expulsión de los moriscos llegó más allá de nuestras fronteras en las exequias de Margarita de Austria. Un ejemplo claro es el túmulo levantado en Florencia, del que aún se conservan algunos dibujos en los depósitos de los Uffizi (Depósito de las Galerías, inv. 1890, núm. 7801 y siguientes). En ellos aparece descrita de modo muy breve una escena donde se celebra este hecho histórico, gracias a la intercesión de los monarcas. Esta obra viene acompañada de otros lienzos donde la lucha contra el islam fue representada de modo narrativo conjuntamente con distintas batallas ante los enemigos de la fe como los protestantes. En este caso, el modo de representación parece mucho más idealizado y algo menos cronístico, ya que los artistas italianos no habían sufrido de primera mano los hechos que plasmaron para el túmulo. Debido a ello, aquello que se representa bien podría haber sido cualquier otra figuración de temática similar, pues son pocos los atributos que ayudan a identificar de modo fehaciente lo que viene descrito en los textos. No olvidemos, además, que estos lienzos con temas bélicos eran habitualmente reutilizados de unas a otras celebraciones 723 . La expulsión de los moriscos volvió a ser uno de los asuntos más importantes años más tarde, en las celebraciones de la llegada de Felipe III a Lisboa. Esta entrada fue una de las más ricas que disfrutó el monarca. Además, presenta la 394

peculiaridad de que alguna de sus relaciones festivas fue ilustrada con grabados, hecho que no sucede habitualmente en territorio peninsular 724 . La entrada lusa tenía una gran carga simbólica, pues se utilizó para recordar al monarca la importancia del territorio portugués en la lucha contra el infiel (fuera protestante o musulmán) tanto desde el punto de vista histórico —a través de monarcas que participaron en la contienda— como real, por parte de las tropas que acompañaban a las castellanas en las distintas guerras mediterráneas. Por otra parte, también se buscaba loar a Felipe III con el objetivo de conseguir mayores prebendas, al sentirse los portugueses desvalidos por el poco interés que creían que los monarcas españoles prestaban a su reino. Dadas las dos cuestiones mencionadas, es fácil comprender la amplia parafernalia que rodeó la entrada del rey en Lisboa en 1619 725 . Este mensaje parece que fue captado y reutilizado por el propio monarca, pues García Bernal considera que la estancia de Felipe III en Portugal puede entenderse como una demostración de su voluntad soberanista, apoyada en el principio del derecho de sangre y la justificación divina del poder de los reyes 726 . En este caso las escenas de la expulsión iban incluidas en un discurso triunfalista de victoria ante el islam 727 . En el conocido Arco de los italianos, dos grandes tablas con dicho tema coronaban la estructura arquitectónica. Su elección fue explicada por Lavanha, al indicar que «el proveedor Diego de Povoas, i los oficiales desta Real casa celebraron la felice entrada de su Magestad con la representación de una de las mas heroicas acciones, o la mayor dellas, que ha sido la expulsión de los moriscos, reliquias de los Conquistadores de España del poder de los Godos, con lo qual sosegó su Magestad sus Reinos i confirmó en paz su monarquía» 728 . Es 395

entendida, pues, como la culminación de la reconquista, como una acción heroica por todo lo que implicaba política y económicamente. De hecho, el propio Lavanha recuerda cómo los moriscos intentaron aliarse con los moros y turcos en las Alpujarras y compara la fuerza del rey con la de Júpiter, capaz de eliminar de su territorio a los enemigos a través de su enérgico mandato. Con ello se produce un proceso de glorificación del monarca, justamente en uno de los momentos más complicados de la Corona, tras varias batallas perdidas y con una fuerte crisis económica en ciernes 729 . Esta escena, además, iba acompañada de referencias a otras contiendas bélicas contra el islam en las que se obtuvieron victorias parciales, como fueron la toma de Larache (1610) y Mámora (1614), donde Felipe III es ensalzado como el gran monarca defensor de la fe y aquel que limpió de sangre impura el territorio hispánico 730 .

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Fig. 11. Arco de los italianos, Juan Schorquens, ca. 1622, en Juan B. Lavanha, Viage de la Cathólica Real Magestad del Rei D. Filipe III. N. S. al Reino de Portugal i relación del solene recebimiento que en él se hizo, Madrid, Thomas Iunti, 1622, fol. 33r, Biblioteca Nacional de Portugal, Lisboa.

Fig. 12. Detalle del Arco de los italianos.

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Lavanha, al describir las tablas, alaba que la expulsión se hiciera «sin derramar sangre», por la magnanimidad del monarca 731 , algo relativamente falso. Él no la derramó, pues no mandó su aniquilación, pero sí que gran parte de los conversos murieron en su éxodo marítimo o al llegar a las costas de Orán, a manos de tribus beduinas. En la primera de ellas se pintaba la salida de barcos de los moriscos con la siguiente inscripción: «Embarcados partimos de España, rebeldes a ella, i a la Fee santa». Este texto no hace más que reafirmar la negativa de los moriscos a la conversión, al considerárseles rebeldes y tan musulmanes como los que vivían en el norte de África, uno de los argumentos que, nuevamente, más defendió la apologética de inicios del siglo 732 XVII . En el grabado conservado simplemente se aprecia a una mujer con dos niños (uno en brazos) subiendo a una especie de barca, mientras le siguen otros personajes cargados de bultos. A pesar de ser una grisalla no se vislumbra ningún elemento de distinción étnica, ni el artista recurre a los bien conocidos trajes «a la morisca», moda que también fue compartida por parte de la nobleza lusa. Con la presentación de esta madre con sus hijos intenta dar dramatismo a la escena, pues la mujer mira atrás como triste, añorando la tierra que va a abandonar. En la otra tabla, se representó la llegada a África de los desterrados, concretamente el desembarco en las costas de Orán. A través de otra inscripción los propios moriscos asumen el aciago destino que tuvieron al llegar a aquel territorio, donde sufrieron el acoso por parte de distintas tribus musulmanas. La cartela rezaba: «Nuestra Calamidad es la salud para España, i fama para Felipe» 733 . Compositivamente parece guardar simetría con la anterior, al representarse el barco arribando a las costas y distintos 398

personajes saliendo de las embarcaciones y caracterizados de modo parecido al de la otra tabla. Poco más se puede extraer del análisis de las imágenes conservadas y de las breves descripciones que Lavanha nos da de las mismas, pues no se recreó ni en su composición ni factura. A pesar de ello, sí que es apreciable que guardan pocas semejanzas con los cuadros que, sobre este hecho, se conservan actualmente en la Fundación Bancaja y que se aproximan algo más al boceto que Carducho realizara para el concurso convocado por Felipe IV, que finalmente venció Velázquez. Aquello que realmente interesa, tanto a este cronista como al resto de los literatos que describieron esta entrada regia y repararon en las tablas sobre la expulsión y destierro de los moriscos, fue mostrar ese hecho como crucial en el reinado del monarca, compararlo con otras contiendas bélicas. Se convierte así en un panegírico visual por parte del pueblo portugués, a través del cual se intenta esconder que se trata de un monarca caduco y que, magnificando su gobierno, reclama sus servicios 734 .

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Fig. 13. La expulsión de los moriscos, Vicente Carducho, ca. 1627, Museo del Prado, Madrid.

Como era de esperar, fue tanto en los catafalcos funerarios del mismo Felipe III como en los de su esposa Margarita de Austria donde la expulsión de los moriscos también ocupó un lugar importante. En las exequias salmantinas apareció un jeroglífico que nos resulta muy interesante: en él se representa a un león partiendo una media luna, acompañado del siguiente lema: «Las rayces Aragenas [sic], De España las arranqué Para que crezca la Fe», aludiendo claramente a la expulsión de los moriscos 735 . Se entiende que el león, típico animal trasunto del poder monárquico por su fortaleza, destruyendo la más conocida insignia del islam, es una clara metáfora de cómo el rey consiguió extirpar las malas hierbas que no permitían la limpieza de sangre en territorio hispánico. No será la única vez en que este jeroglífico aparecerá vinculado a la expulsión. Más adelante, en las ya citadas conmemoraciones por el IV centenario de la conquista de Valencia, volverá a ser utilizado, si bien 400

relacionando al propio león con Jaime I y con la toma de la ciudad. La retórica de la imagen se repite en la lucha contra el infiel, aunque con distintos actores (jeroglífico XI, altar del Palacio de los Duques de Mandas).

Fig. 14. Jeroglífico XI del Altar de los Duques de Mandas de 1638, ilustrado en: Marco Antonio Ortí, Siglo Qvarto de la Conqvista de Valencia, Valencia, Iuan Bautista Marçal, 1640.

De nuevo es en el catafalco de Sevilla donde encontramos más representaciones relativas al destierro morisco. Este es visualizado principalmente a través de su animalización, dentro de los distintos jeroglíficos que acompañaron la estructura. Así, será comparado con lobos, zorros, ratas o, incluso, con crías de pájaro que un águila real lanza de su nido, de un modo muy similar a como hizo el monarca expulsando a los moriscos de su casa 736 . En este caso no existen elementos narrativos de la decisión tomada por el monarca, si bien la escena se inserta dentro de distintas inscripciones donde se recuerdan, nuevamente, las victorias militares citadas con anterioridad, así como la lucha contra herejes y corsarios 737 . Se trata de un programa mucho más intelectual y tal vez menos directo que los anteriores por su escaso carácter narrativo. Esta tendencia se fue intensificando con el paso de los años no solo en aquellos temas relativos al infiel. Las decoraciones de las entradas triunfales y catafalcos 401

a finales del siglo XVI, y sobre todo en el XVII, tienden al empleo de imágenes conceptuales a través del jeroglífico y abandonan las grandes escenas pictóricas. Con ello el ideólogo intentaba, por una parte, dignificar a la ciudad otorgándole un carácter humanístico distintivo de aquellas que, todavía, continuaban apegadas a una tradición con menor relación con la emblemática. Por otra, y como complemento a lo anterior, también creaban unos juegos de comunicación intelectuales que, por otra parte, encajan a la perfección con la retórica visual del barroco pleno 738 . Estas manifestaciones efímeras de la expulsión de los moriscos no solo se dieron en entradas regias o catafalcos de monarcas. También tuvieron una plasmación en otro tipo de festividades nobiliarias de personajes relacionados con la Corona. En este sentido, es paradigmática la conocida fiesta o máscara de la expulsión celebrada en Lerma en 1617 gracias a la promoción del propio Francisco de Sandoval y Rojas, valido de Felipe III, quien, como se ha indicado, fue uno de los máximos defensores de la promulgación de los bandos de expulsión. Para ella se crearon piezas teatrales y una suntuosa escenografía de la que, por desgracia, no conservamos ningún rastro físico más allá de la documentación de archivo 739 . El objetivo del duque de Lerma con este tipo de eventos era mostrar su poder y continuar tejiendo redes con otros nobles españoles debido a cierta campaña de desprestigio que se estaba dando en la corte 740 . Además, con la temática elegida, intentaba justificar la propia expulsión, precisamente en un lugar donde el número de moriscos fue mucho menor que en el resto de la península y, además, presentaban un perfil mucho más cristianizado. Es interesante reseñar que no encontramos ninguna celebración de este tipo en zonas como Granada o Valencia, ni siquiera en Denia, uno de los territorios predilectos de Lerma, donde llevó al propio 402

monarca para su desposorio. Tal vez, en esos enclaves la pérdida de los moriscos era demasiado fuerte como para mostrarla y mofarse de ella. Los nobles valencianos, tras publicarse el edicto de expulsión, acudieron a pedir al monarca que recapacitara por la crisis que podría suponer en sus feudos 741 . Realizar este tipo de obras teatrales en un lugar azotado por este tipo de problemas y donde el recuerdo de un hecho tan gravoso aún permanecía muy vivo no era lo que más recomendaba la prudencia. Por ello, el valido eligió una ciudad que él mismo había mandado reconstruir con la ayuda de los mejores arquitectos reales y que experimentó un importante resurgir a inicios del siglo XVII, un lugar, en definitiva, donde esta representación no podía levantar ampollas entre los espectadores, sino solo adhesiones y una participación muy activa en las fiestas. De todos modos, esta estrategia buscaba tener un calado más allá del ámbito local. El propio duque se aseguró de que aquellas piezas dramáticas —que fueron representadas durante diez días y que habían sido encargadas a reputados literatos e intelectuales— fueran enviadas como regalo diplomático a diversas cortes europeas con el objetivo de mostrar cómo España festejaba la consecución feliz del destierro, incluso a pesar de lo dramática que había resultado la propia expulsión 742 . La imagen (efímera) del converso que se dio en el conjunto de las celebraciones que acabamos de citar es híbrida y poliédrica. En primer lugar, y con el objetivo de dar una legitimación histórica a la política de Felipe III, es comparado con los primeros musulmanes derrotados por don Pelayo, emparentando las conquistas de ambos monarcas. Esta misma estrategia se dio en diversas entradas triunfales, donde personajes como don Pelayo, el Cid, Fernando III el Santo o 403

los Reyes Católicos eran puestos en relación con los Austrias. Como ni Felipe III, ni Lerma como valido, habían obtenido grandes triunfos como los de la Navas de Tolosa, Túnez o Lepanto, decidieron utilizar la imagen de la expulsión de los moriscos para colocarse al nivel de los reyes citados. Por otro lado, también se advierte una imagen orientalizada, pero decadente, portadora de una suerte de exotismo trasnochado por el modo en que son descritos los vestidos o actitudes de los moriscos, como si se tratara de desmitificar los relatos maurófilos del Abencerraje o las baladas de frontera que tanto éxito habían tenido hasta tan solo unos pocos años antes. El valor del moro (o del morisco, por extensión) jamás se puso al nivel del cristiano; siempre fue visualizado como un ser inferior por sus creencias religiosas. Se convierte en algo cómico, similar a la figura literaria del morisco «gracioso» que ya hemos visto que aparece en la dramaturgia de inicios del siglo XVII y que puede tener su referente en la obra de Lope de Vega 743 , un morisco disfrazado y muchas veces ridiculizado 744 . Para Marchante, esta actitud está relacionada con la intención de Lerma de convencer a la sociedad castellana de que no era ni había sido híbrida 745 , de que el morisco provenía de sangre manchada e impura y que no era realmente español. Lerma negaba una vinculación entre cristianos y moriscos a través de la deformación de este último y su humillación. Es, si así se quiere ver, el contraprograma a la imagen maurófila. No en vano, todo el espectáculo teatral tuvo como colofón una batalla fingida donde el moro acabó siendo expulsado del escenario 746 , ya no convertido como en otras ocasiones. * Más allá de la segunda revuelta de las Alpujarras y la expulsión del morisco (los dos temas históricos que marcaron 404

la representación del converso) es posible encontrar otros con una importancia menor, pero dignos de reseñar. Se trata de casos aislados, concretos, y por ello relevantes, pues sirven para representar la ideología de los monarcas no solo en los momentos de tensión, sino también de negociación con los conversos, dando una escala de grises contrastable a lo que hasta ahora hemos mostrado. Como es bien sabido, tras la conquista de Granada, la expansión americana y la unificación de los territorios centroeuropeos bajo el mandato de Carlos V, hubo un intento de integrar al nuevo convertido como una parte más de los pueblos que habitaban los dominios de la Monarquía Hispánica. Fue una idea que poco a poco, a medida que se radicalizaron las posturas ante el infiel, quedó postergada y terminó por desaparecer. De hecho, el tipo iconográfico que vamos a analizar se puede encuadrar solo en una cronología concreta: la tercera década del siglo XVI, coincidiendo con el programa conmemorativo que se erigió en Sevilla para el matrimonio del futuro emperador con Isabel de Portugal en 1526 y la finalización del retablo de la Capilla Real de Granada, donde se muestra la conversión de los moriscos a principios de siglo 747 . En el séptimo y último arco de las festividades sevillanas, cerca de la denominada Pila de Hierro, destinado a demostrar el gran poder que ostentaría la pareja, se representaba pintado un español vestido con capuz y collar, de jubón y borceguíes a la antigua con una espada en mano […] un romano vestido también a la antigua, un alemán, un morisco con un vaso y con una sobrerropa, y el indio, vestido de plumas, con un plato y fuentes llenas de perlas. Se observaban, asimismo, muchas otras gentes de extrañas provincias y reinos. En la otra parte de este arco, un grupo de mujeres vestidas a la española, romana, alemana, morisca e india, con las insignias ya referidas. De unas nubes de encima de ellas y ellos salía 405

esta letra: Vincit Regnat Imperat 748 . Las fuentes italianas fueron algo más parcas 749 , pero insistieron en el vestido como elemento de diferenciación. En este sentido, la nación morisca se integra dentro de la Monarquía como una más, pero no española. De hecho, ya por aquel entonces se discutía si se les podía considerar como tal, algo que la historiografía contemporánea ha intentado dilucidar sin llegar a un consenso claro 750 . Sea como fuere, al morisco se le identifica y se le distingue por su vestido, pero no se le somete por debajo de los otros cristianos que forman parte del Imperio hispánico, hecho muy importante en aquel momento porque no mucho antes había tenido lugar el movimiento agermanado en Valencia y se había dado por concluida la conversión de los mudéjares de la Corona de Aragón, en torno a cuya pertinencia y validez se seguía discutiendo por aquel entonces 751 . Por lo demás, en dicho periodo no hemos podido localizar otras manifestaciones efímeras en las que el morisco se represente como parte de los territorios dominados por el monarca, ni tan siquiera como un enemigo que hay que exterminar. En los arcos erigidos en honor al emperador y su hijo en su periplo por Italia y los Países Bajos, cuando se representan los contrincantes de la Monarquía Hispánica, se insiste en el turco o incluso en el indio americano como tal. Así sucede, por ejemplo, en la entrada de Carlos V en Milán en 1541, donde este aplasta a tres gigantes: «L’indiano a figura, le Terre nove Giunte all’imperio novamente presse Il Barbaro Africano quelle prove Che la Goletta a terra si distesse Il Turcho l’altro, che si stran si muove / sopra il Danubio, con el fiamme accese» 752 . En el fragmento citado vemos cómo, a pesar de haber una diferencia entre los norteafricanos y los turcos, no hay 406

mención del tercer enemigo de origen islámico de la Corona, si bien justamente el hábito morisco era el utilizado no solo en Italia, sino también en España, en las alegorías que de dicho continente se incluían en las festividades efímeras. De esta guisa, «con turbantes moriscos», es vestida la figura femenina que alegóricamente representó al continente africano en la Porta Capuana en la entrada triunfal de Carlos V en Nápoles (1535) tras vencer en Túnez 753 o en el ingreso de Isabel de Valois en Toledo (1560) tras sus nupcias 754 . Todo ello nos hace incidir en la particularidad de la iconografía del morisco en los desposorios de Isabel de Portugal con Carlos V, en un momento donde la concordia era una de las máximas en la política carolina, coincidente, por otra parte, y tal y como se ha dicho, con las obras de Bigarny para la Capilla Real de Granada, que trabajaremos más adelante. Al morisco se le incluye, pues, en este momento como parte de las posesiones del emperador, pero, poco a poco, cuando las tensiones con este colectivo se hacen más evidentes, dicha imagen no persiste y muta. LA AUSENCIA DEL MORISCO: ¿UNA OMISIÓN PREMEDITADA? Como se indicó al inicio del presente libro, no solo nos interesa conocer la representación del morisco en la literatura o en diversas manifestaciones visuales. También pretendemos escudriñar e intentar conocer cuándo este pudo ser ocultado u omitido. Si bien no es una tarea fácil (es una cuestión que solo podremos esbozar), merece la pena preguntarse acerca de esos silencios. En el capítulo que ahora se cierra se ha visto que el morisco, más bien «lo morisco» —con los juegos de cañas, por ejemplo— tiene un valor importante en las fiestas populares o celebraciones regias. Si nos centramos en las 407

manifestaciones efímeras, su figura aparece en momentos clave de la historia hispánica. Surge en el matrimonio de Carlos V (como parte de los pueblos que domina el emperador). Se hace más popular tras la segunda revuelta de las Alpujarras y se intensifica en los años inmediatamente posteriores a la expulsión. Ya anotamos que nos parecía curioso que el asunto de las Germanías no se representara, ni siquiera en Valencia. Pero no es la única ausencia. De hecho, hay distintos momentos de silencio, tal vez porque en esos instantes lo morisco resulta fagocitado por el temor a los turcos. En este caso, nuestras pesquisas no se han centrado simplemente en las celebraciones regias, sino también en otro tipo de festividades locales desarrolladas especialmente en territorios como el valenciano, uno de los más «islamizados» y con mayor presencia de conversos de la zona peninsular. Durante el periodo en el cual los moriscos coexistieron con los cristianos viejos solo hemos podido constatar el uso de una iconografía menos beligerante ante el infiel en dicho territorio. Escenas de sumisión como la de Santiago Matamoros o san Jorge pisando a infieles no fueron habituales ni en lo efímero ni en la cultura visual del momento. Muchas de las manifestaciones de victoria contra el turco se crearon mediante figuras alegóricas y, además, la presencia de lienzos de temática bélica frente a los musulmanes en las entradas regias fue relativamente inferior a las que se pueden contar en Sevilla o Madrid. Como ya hemos expuesto en más de una ocasión 755 , consideramos que los ideólogos de estos eventos pudieron tener en cuenta la figura del morisco como espectador implícito (como así se ha constatado con su participación en los juegos de cañas); también su talante beligerante. De hecho, ni tan siquiera se realizaron grandes espectáculos en dicho territorio para conmemorar las 408

distintas victorias cristianas; todo a pesar del potencial militar y comercial que atesoró la ciudad. La primera noticia que tenemos de una conmemoración de victoria es la de la conquista de Granada, donde no se erigieron arcos de triunfo, sino que solamente se solemnizó con luminarias, disparos de cohetes y serenatas de juglares, al modo en que se había hecho con las celebraciones de las victorias parciales de las distintas ciudades previas a la toma de la capital nazarí. Esta poca ostentación, según Salvador Carreres Zacarés 756 , fue debida al interés del propio Fernando el Católico, quien, haciéndose cargo de la penuria de sus reinos, escribió a los Jurados de la ciudad para que no hicieran ningún gasto por causa de la misma, siendo seguramente este el motivo de que el fin de la «reconquista» española se festejara tan sencillamente 757 . De modo similar fueron festejadas las victorias de Carlos V en el norte de África a pesar, incluso, de la alta participación de nobles valencianos. Por lo que respecta a Lepanto, el fasto desplegado fue algo mayor, principalmente por la implicación de Miguel de Moncada al frente de un tercio de soldados valencianos. También por la intervención atribuida a las Vírgenes del Remedio y del Rosario, a las que, se dice, aclamó Juan de Austria. Por todo ello, se dieron cuatro días de luminarias, vuelos de campanas, juego de cañas en el mercado y procesión a la Virgen de Gracia 758 . Todo parece cambiar una vez el morisco es expulsado y ya no participa de estas celebraciones. Un ejemplo paradigmático serían las fiestas por el IV centenario de la conquista de Valencia, que ya hemos citado en más de una ocasión. En este caso, cualquier sutileza contra el islam es obviada y las imágenes infamantes frente a moriscos y musulmanes estuvieron a la orden del día, principalmente porque estaban vinculadas con un hecho claro: la victoria frente a los musulmanes y la toma de la ciudad. 409

Más allá de este evento, en el siglo XVII las imágenes de conversos se diluyen y desaparecen en territorio valenciano en cuanto a representaciones efímeras se refiere. Resulta muy significativo que en las celebraciones por la canonización de Raimundo de Peñafort (1602) 759 , uno de los santos que mayor relación tuvo con la conversión de musulmanes y el cautiverio cristiano en territorio islámico, no se hiciera ninguna representación de su labor contra el infiel, sino que solo se insistiera en cómo los dominicos, orden a la que pertenecía, lucharon contra los herejes protestantes. Tal vez esto pueda estar relacionado con la actitud de tal orden antes de la expulsión morisca: en los últimos años del siglo XVI e inicios del XVII fueron acérrimos detractores de la conversión de dicha minoría e, incluso, insignes predicadores, como Luis Beltrán, se negaron a catequizarles 760 . Por ello, tampoco nos extraña que en las fiestas realizadas para la beatificación de este último sean los indios americanos quienes copen sus representaciones y no los moriscos, a quienes el propio Beltrán criticó ferozmente 761 . Tan solo aparecen turcos, junto con negros, en las tradicionales y festivas danzas de «gigantes y cabezudos», baile que nació a finales del Medioevo como crítica a la alteridad, pero que, en el siglo XVII, se utilizaba de modo indiscriminado como elemento de jolgorio y distracción 762 . Esta omisión de representación del musulmán no creemos que se deba al público en sí, todavía formado en gran parte por moriscos, sino que alude al anteriormente citado desinterés de los dominicos ante los nuevamente convertidos. Para ello, nos remitimos al concepto de memoria colectiva citado en los primeros capítulos del presente libro, que justifica que la omisión representa el olvido y el olvido el menosprecio 763 . Obviándolo en su política visual el morisco es ninguneado. 410

Lo mismo sucedió en las fiestas por la canonización de santo Tomás de Villanueva (1620) 764 , arzobispo fundamental en las primeras tareas de conversión de los moriscos valencianos. En las mismas, no aparecen referencias a turcos o moriscos, a pesar de que la conversión de estos últimos formó parte de su labor pastoral y llegó a ser considerada como uno de los aspectos fundamentales de su arzobispado. Su política se centró en el perdón por las injurias del pasado y en ejercer una presión moderada que impidiera las ceremonias islámicas públicas y que llevara a realizar prácticas cristianas. Mientras esto sucedía, dio un plazo prudencial para su instrucción, antes de que volvieran a quedar bajo la jurisdicción inquisitorial. Además realizó un acción pastoral centrada en reformar y reforzar la red parroquial por medio de un comisario extraordinario dotado de amplios poderes, que inhibía incluso al de la propia Inquisición 765 . Por todo ello, resulta significativo que no aparezca ninguna mención de los moriscos dentro de sus celebraciones festivas y que hablemos, por tanto, de una omisión totalmente consciente, como si el problema se hubiera olvidado o no fuera una buena idea recordarlo debido a las consecuencias sociales y económicas que conllevó la expulsión de este segmento de población. Por todo lo expuesto hasta aquí, la imagen «efímera» del morisco, con sus presencias y ausencias, responde a un fin propagandístico vinculado con el valor dialéctico de este tipo de celebraciones. El converso sirvió para mostrar la riqueza de los reinos y su pluralidad (como en los desposorios de Carlos V); como divertimento y espejo de lujo, ostentación y ejercicio militar (con los juegos de cañas); sirvió también para demostrar el poder universal del monarca mediante su control bélico y victoria en las Alpujarras; igualmente se utilizó para ilustrar la complicada y «valiente» decisión de la 411

expulsión (en las fiestas y túmulos de Felipe III, su esposa Margarita de Austria; sin olvidar las mascaradas de Lerma). Estos fueron los momentos en los que interesó representar al morisco, siempre como ser sometido al poder real. Los escritos conservados, fuentes de diversa índole que hablan de estos eventos, no nos exponen problemas «raciales» o étnicos de representación. Algunas veces solo habríamos sido capaces de identificarlos mediante la lectura de las propias crónicas porque en diversas celebraciones ni la ropa los definió. Su imagen, o mejor dicho, sus imágenes, se van convirtiendo poco a poco en más simbólicas y, con ello, en todavía más inaccesibles para el espectador menos letrado que disfrutaba de estas construcciones efímeras. Su uso fue propagandístico, sí, pero solo para una minoría, pues por lo que hemos comprobado, salvo en el caso de las nupcias de Carlos V, donde aparecen con su atrezzo habitual, poco o nada los difiere del resto de los personajes representados, dado que no portan grandes turbantes como los turcos ni tampoco las típicas marlotas o hábitos con los que eran identificados. Es una imagen útil, como todas aquellas que nacieron de la propia Corona, una imagen efímera que nos sirve para comprender aquellas que todavía perviven y que estudiaremos a continuación. 634 Patrick Leneghan, Images for the Spanish Monarchy. Art and the State, 1516-1700, Nueva York, The Hispanic Society of America, 1998, pág. 9. 635 La edición utilizada ha sido Jacob Burkhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Ediciones Zeus, 1968; véase especialmente el capítulo quinto dedicado a la «fiesta y vida social». 636 Como texto de referencia para su estudio y clasificación, es necesario acudir, sin duda, a Jenaro Alenda y Mira, Relaciones de Solemnidades y Fiestas públicas de España, Madrid, Establecimiento Tipográfico Sucesores de Rivadeneyra, 1903. Además, en muchos territorios se ha hecho un catálogo propio de sus festividades y celebraciones realizadas durante siglos. Tal vez el más cuidado sea el que llevara a cabo Carreres Zacarés en el ámbito valenciano: Salvador Carreres Zacarés, Ensayo de una bibliografía de libros de fiestas celebradas en Valencia y su Antiguo Reino, Valencia, Imprenta Hijo de F. Vives Mora, 1926. Actualmente se están haciendo numerosas ediciones ilustradas sobre estos eventos, destacando la serie dirigida por Víctor Mínguez y publicada por la Universitat Jaume I sobre la fiesta barroca, de la que ya han visto a la luz cuatro volúmenes. 637 Joan Molina Figueras, «De la historia al mito. La construcción de la memoria escrita y visual de la entrada triunfal de Alfonso V de Aragón en Nápoles (1443)», Codex Aquilarensis, 31, 2015, pág. 212.

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638 M. Soledad Carrasco Urgoiti, «La escenificación del triunfo del cristiano en la comedia», en Marlène Albert-Llorca y José A. González Alcantud (eds.), Moros y cristianos. Representaciones del otro en las fiestas del Mediterráneo Occidental, Granada, Diputación de Granada, 2003, pág. 25. Sobre este aspecto, véase también Victor W. Turner, El proceso ritual, Madrid, Taurus, 1989, págs. 14 y 53; y, por último, José Jaime García Bernal, El Fasto Público en la España de los Austrias, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2006, pág. 131. 639 Teófilo Ruiz, A King Travels: Festive Traditions in Late Medieval and Early Modern Spain, Princeton, Princeton University Press, 2012, pág. 35. 640 Roy Strong, Arte y poder. Fiestas del Renacimiento 1450-1650, Madrid, Alianza, 1998, pág. 35. Véase también Helen Watanave-O’Kelley, «Early Modern European Festivals-Politics and Performance, Event and Record», en J. Ronnie Mulryne y Elizabeth Golding (eds.), Court Festivals of the European Renaissance. Art, Politics and Performance, Aldershot, Ashgate, 2002, págs. 15-25. 641 Francesc Massip Bonet, La Monarquía en Escena, Madrid, Comunidad de Madrid, 2003, pág. 28. 642 José J. García Bernal, El Fasto Público…, op. cit., pág. 543. 643 Si bien sabemos que el término «propaganda» es un anacronismo para la época que trabajamos, podemos justificar su uso, como defiende Nieto basándose en las teorías de Lapierre, en el hecho de que en estos espectáculos se dieron procesos de comunicación por cuyo medio se difundieron los valores, las normas y las creencias que forman las ideologías políticas. Así pues, en nuestro texto utilizaremos como sinónimos los términos «propaganda» y «publicística» para referirnos a este proceso comunicativo y de adoctrinamiento de ciertas ideologías de modo vertical, del poder político y religioso hacia los estamentos menores. Véase José M. Nieto Soria, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid, Nerea, 1993, págs. 24-25. 644 Este debate se puede seguir en Teresa Ferrer Valls, «Las fiestas públicas en la monarquía de Felipe II y Felipe III», en Glorias efímeras. Las exequias florentinas por Felipe II y Margarita de Austria, Valladolid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, págs. 43-52; Pedro Gómez García, «Hipótesis sobre la estructura y función de las fiestas», en Pierre Cordoba y JeanPierre Étienvre (coords.), La fiesta, la ceremonia, el rito, Granada-Madrid, Universidad de Granada-Casa de Velázquez, 1990, págs. 51-62; Patricia López Don, The politics of Spectacle: Royal Festivals at the Spanish Habsburg Court, 1528-1649, tesis doctoral inédita, University of California Davis, 2000; Santiago Martínez Hernández, «Cultura festiva y poder en la Monarquía Hispánica y su mundo: convergencias historiográficas y perspectivas de análisis», Studia Historica. Historia Moderna, 31, 2009, págs. 127-152; Pilar Pedraza, Barroco efímero en Valencia, Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1982. 645 Sobre estos aspectos ya hemos publicado algunos artículos que pueden servir de base para el estudio que aquí presentamos. Véase Borja Franco Llopis, «Images of Islam in the Ephemeral Art…», op. cit., págs. 87-116. Además, se encuentra en prensa Borja Franco Llopis y Francisco de Asís García García, «Confronting Islam: Images of Warfare and Courtly Displays in Late Medieval and Early Modern Spain», en Borja Franco Llopis y Antonio Urquízar Herrera (coords.), Another Image: Jews and Muslims Made Visible in Christian Iberia and beyond, Fourteenth to Eighteenth Centuries, Leiden, Brill, 2019, págs. 235264. 646 Victoria Soto Caba, «Fiestas y fastos: arte efímero y teatro en la España del Barroco. Notas sobre el reflejo de Oriente en los escenarios festivos del Siglo de Oro», en Felipe B. Pedraza y Rafael González (eds.), Los imperios orientales…, op. cit., págs. 129-142; Yvette Cardaillac, «Le maure, morisque et turc dans les “dances” et les fêtes en Espagne», en Abdeljelil Temimi, Images des morisques…, op. cit., págs. 83-98; Víctor Mínguez, Infierno y gloria en el mar. Los Habsburgo y la imagen artística de Lepanto (1430-1700), Castellón, Biblioteca Potestas-Universitat Jaume I, 2017; del mismo autor, «Iconografía de Lepanto. Arte, propaganda y representación simbólica de una monarquía universal y católica», Obradoiro de Historia Moderna, 20, 2011, págs. 151-180; Teófilo Ruiz, A King Travels: Festive Traditions…, op. cit., págs. 212-245. 647 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit. 648 Barbara Fuchs, Exotic Nation…, op. cit.; de la misma autora, «Virtual Spaniards…», op. cit., págs. 13-26. 649 Teresa Ferrer Valls, La práctica escénica cortesana: de la época del Emperador a la de Felipe II, Londres, Tamesis Books Limited, 1991, pág. 43.

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650 Teófilo Ruiz, «Festive traditions in Castile and Aragon in the late Middle Ages: ceremonies and symbols of power», en Javier Muñoz-Basols et al. (eds.), The Routledge…, op. cit., pág. 7. 651 Francesc Massip Bonet, La Monarquía en Escena…, op. cit., pág. 109. 652 Julián Gállego, Visión y símbolos…, op. cit., pág. 125. 653 Teófilo R. Ruiz, A King Travels…, op. cit., pág. 215. Este autor dedica un capítulo de su libro a analizar las tipologías de combate dentro del tradicional juego de cañas morisco y los eventos donde fueron más significativas estas representaciones. 654 William Childers, «Manzanares 1600: Moriscos from Granada Organize a Festival of “Moors and Christians”», en Kevin Ingram (ed.), The Conversos and Moriscos in Late Medieval Spain and Beyond…, op. cit., págs. 287-310; Francisco J. Moreno Díaz del Campo, Los moriscos de La Mancha…, op. cit., págs. 323326; Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 168. 655 James Casey, «Patriotismo en Valencia durante la Edad Moderna», en Richard Kagan y Geoffrey Parker (eds.), España, Europa y el mundo Atlántico…, op. cit., págs. 251-278, especialmente pág. 269. 656 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro retador y el moro amigo. Estudios sobre fiestas y comedias de moros y cristianos, Granada, Universidad de Granada, 1996, pág. 78. 657 Pedro M. Cátedra, «Fiestas caballerescas en tiempos de Carlos V», en Alfredo Morales (com.), La fiesta en la Europa…, op. cit., pág. 102. 658 Sobre estos espectáculos, véanse Marie-Claude Canova-Green, «Lepanto Revisited: Water-fights ad the Turkish Threat in Early Modern Europe (1571-1656)», en Margaret Shewring y Linda Briggs (eds.), Waterborne Pageants and Festivities in the Renaissance, Farnham, Ashgate, 2013, págs. 177-198; David Sánchez Cano, «Naumachie at the Buen Retiro in Madrid», ibídem, págs. 313-328; Víctor Mínguez, «Ríos y mares festivos. Naumaquias y espectáculos acuáticos en las cortes mediterráneas», en Rosario Camacho Martínez et al. (eds.), Fiestas y mecenazgo…, op. cit., págs. 163-184; Francisco Pizarro Gómez, Arte y espectáculo en los viajes de Felipe II, Madrid, Encuentro, 1999, págs. 23 y ss. 659 Salvador Carreres Zacarés, Ensayo de una bibliografía…, op. cit., págs. 153-154, y Henri Mérimée, El arte dramático en Valencia, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1985, págs. 390 y ss. 660 Noelia Silva, «Maurofilia y mudejarismo en época de Isabel la Católica», en Fernando Checa Cremades (com.), Isabel la Católica. La magnificencia de un reinado, Valladolid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y Junta de Castilla y León, 2004, pág. 142; José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit., págs. 130-147. 661 Esther Borrego, «Matrimonios de la Casa de Austria y fiesta cortesana», en M. Luisa Lobato y Bernardo J. García García (coords.), La fiesta cortesana en la época de los Austrias, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2003, pág. 100; Alicia Cámara Muñoz, «El poder de la imagen y la imagen del poder. La fiesta en Madrid en el Renacimiento», en Madrid en el Renacimiento, Madrid, Comunidad de Madrid, 1986, pág. 84; C. A. Mardsen, «Entrées et fêtes espagnoles au XVI e siècle», en Jean Jacquot, Les fêtes de la Renaissance: Fêtes et cérémonies au temps de Charles Quint, París, Centre National de la Recherche Scientifique, 1960, págs. 389-411. 662 José M. Díez, «Los textos de la fiesta: “ritualizaciones” celebrativas de la relación del juego de cañas», en Pierre Cordoba y Jean-Pierre Étienvre (coords.), La fiesta, la ceremonia…, op. cit., páginas 181-193. 663 González Hernández explica cómo en el recibimiento en Denia a Felipe III fue el Consell d’Alacant el que costeó los gastos. Véase Miguel Á. González Hernández, Moros y cristianos. Del alarde medieval a las fiestas reales barrocas (ss. XVI-XVIII), Alicante, Diputación Provincial de Alicante y Ayuntamiento de Monforte del Cid, 1999. 664 Sobre este aspecto, véase Demetrio Brisset, Representaciones rituales hispánicas de conquista, tesis doctoral inédita, Universidad Complutense de Madrid, 1998, págs. 426 y ss. También Max Harris, Aztecs, Moors and Christians. Festivals of Reconquest in Mexico and Spain, Austin, University of Texas Press, 2000, especialmente págs. 3-18. 665 Rafael Lamarca, «La representación del no creyente…», op. cit., pág. 187.

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666 Joan Amades, Las danzas de Moros y Cristianos, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1966. 667 Pedro Córdoba, «Territoire et générations. Les fêtes de Maures et Chrétiens en Espagne», en François Delpech (ed.), L’imaginaire du territoire en Espagne et au Portugal (XVI e -XVII e siècles), Madrid, Casa de Velázquez, 2008, pág. 304; M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro retador…, op. cit., pág. 49. 668 Yvette Cardaillac, «Le maure, morisque et turc…», op. cit., pág. 94. 669 José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit., pág. 162. 670 Mateo Ballester Rodríguez, La identidad española…, op. cit., pág. 303. 671 M. Soledad Carrasco Urgoiti, El moro retador…, op. cit., pág. 79. Sobre esto también habla Javier Irigoyen en «Poco os falta para ser moros…», op. cit.., pág. 356. 672 Sucede en el arco 3. Juan López de Hoyos, Real apparato y sumptuoso recebimiento con que Madrid… rescibió ala Sereníssima reyna D. Ana de Austria, Madrid, Juan Gracián, 1572, pág. 176. 673 Vicente Lleó Cañal, Nueva Roma: mitología y humanismo en el Renacimiento sevillano, Sevilla, Diputación Provincial, 1979, págs. 145-46. 674 Los camellos vinculados con África aparecieron por primera vez en la entrada de Carlos V en Nápoles de 1535 sobre la Porta Capuana, rodeando los trofeos militares, simbolizando, a nuestro entender, el camello como un triunfo más en alusión a las riquezas del territorio. Il triomphale apparato per la entrata de la cesarea maesta in Napoli: co[n] tutte le particolarita [et] archi triomphali…, s.l., Paolo Danza, ¿1535?, pág. 7. 675 Alfonso Guerreiro, Das festas que se fizeram na cidade de Lisboa na entrada del Rey D. Philippe primeiro de Portugal, Lisboa, Francisco Correa, 1581, págs. 49-50; Isidro Velázquez, La entrada que en el reino de Portugal hizo la SCRM de Don Philipe invictíssimo Rey de las Españas, segundo de este nombre, primero de Portugal…, Lisboa, Manuel de Lyra, 1583, pág. 138. 676 Juan B. Lavanha, Viage de la Cathólica Real Magestad del Rei D. Filipe III. N. S. al Reino de Portugal i relación del solene recebimiento que en él se hizo, Madrid, Thomas Iunti, 1622, pág. 15. 677 British Library, Ordine pompe, apparati, et cerimonie, delle solenne intrate, di Carlo V Imp[eratore] sempre aug[usto] nella citta di Roma, Siena, et Fiorenza, Florencia, 1536, pág. 29. 678 Juan López de Hoyos, Real apparato…, op. cit., pág. 70. 679 Fernando Checa Cremades, «(Plus) Ultra Omnis Solisque Vias. La imagen de Carlos V en el reinado de Felipe II», Cuadernos de Arte e Iconografía, 1, 1988, pág. 65. Véase también, del mismo autor, Felipe II. Mecenas de las artes, Madrid, Nerea, 1992. 680 La serpiente tiene un valor polisémico en la cultura maya y azteca, no siempre con tintes negativos, hecho que dificultaría, pues, hablar de dicho hibridismo citado. Para el estudio del significado de este animal en las culturas citadas nos basamos en Mary Miller y Karl Taube, An illustrated dictionary of The Gods and Symbols of Ancient Mexico and the Maya, Londres, Thames & Hudson, 1993, págs. 147-151. 681 En el ámbito portugués, dicho animal que lucha contra el infiel es sustituido por un pelícano, emblema de Juan II de Portugal, para relacionarlo con héroes locales, tal y como sucede en la entrada de Felipe III en Lisboa. Juan Bautista Lavanha, Viage de la Cathólica…, op. cit., pág. 35. 682 Vicente Lleó Cañal, Nueva Roma…, op. cit., pág. 144. 683 Biblioteca Capitular y Colombina (BCC), Ms. 58-5-36. Historia desta ciudad de Sevilla que escribió el Lizenciado Collado…, pág. 200, y M. Adelaida Allo Manero, Exequias de la casa de Austria en España, Italia e Hispanoamérica, tesis doctoral inédita, Universidad de Zaragoza, 1992, pág. 139. 684 M. Adelaida Allo Manero, Exequias…, op. cit., pág. 140. 685 José Vicente Ortí y Mayor, Fiestas centenarias…, op. cit., pág. 216. 686 Juan López de Hoyos, Real apparato…, op. cit., pág. 136. Sobre la importancia de la revuelta de las Alpujarras en la entrada de Ana de Austria, Teófilo R. Ruiz, A King Travels…, op. cit., pág. 110.

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687 M. Adelaida Allo Manero, Exequias…, op. cit., pág. 440. 688 Beatriz Alonso y José Luis Gonzalo, «Alá en la Corte de un príncipe cristiano: el horizonte musulmán en la formación de Felipe II (1532-1557)», Torre de los Lujanes, 35, 1998, pág. 133. 689 Francisco Javier Pizarro Gómez, «Antigüedad y emblemática en la entrada triunfal de Felipe II en Sevilla en 1570», Norba-Arte, 6, 1985, pág. 74. 690 Juan Mal Lara, Recebimiento que hizo la muy noble y muy leal Ciudad de Sevilla, a la C. R.M. del Rey D. Philipe N.N. Va todo figurado con una breve descripción de la Ciudad y su Tierra, Sevilla, Alonso Escrivano, 1570, pág. 66. Este caso ha sido estudiado en Francisco Javier Pizarro Gómez, «Antigüedad y emblemática…», op. cit., pág. 66. 691 Baltasar del Hierro, Los triumphos y grandes recebimientos de la insigne ciudad de Barcelona a la venida del famosíssimo Phelipe rey de las Españas con la entrada de los serenísimos príncipes de Bohemia, Barcelona, Jayme Cortey, 1564, s.p. 692 BNE. Mss. 2351. Sucesos del año 1620: Relación de las fiestas de San Isidro, fols. 538-539. Citado también en Teresa Ferrer, «Producción municipal, fiestas y comedia de santos: la canonización de San Luis Bertrán en Valencia (1608)», en José Luis Canet (ed.), Teatro y prácticas escénicas, Londres, Tamesis Books, 1986, pág. 169. 693 Relaciones históricas de los siglos XVI y XVII, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1896, pág. 89. 694 M. Adelaida Allo Manero, Exequias…, op. cit., pág. 383. 695 Ordine pompe…, op. cit., pág. 27. 696 Rafael Lamarca, «La representación del no creyente…», op. cit. 697 Fernando Checa Cremades, Felipe II…, op. cit., pág. 27. 698 Álvar Gómez de Castro, Recebimiento que la Imperial ciudad de Toledo hizo a la Magestad de la Reyna nuestra señora doña Ysabel… qua[n]do nueuamente entró en ella a celebrar las fiestas de sus felicíssemas bodas con el Rey don Philippe nuestro señor II, Toledo, Juan de Ayala, 1561, pág. 43. 699 Juan Bautista Lavanha, Viage de la Cathólica…, op. cit., pág. 33. 700 Para su estudio nos hemos basado en Juan Mal Lara, Recebimiento que hizo la muy noble…, op. cit. Además de las referencias que hace Lleó Cañal en Nueva Roma…, op. cit. El estudio monográfico más completo de la misma se encuentra en Francisco Javier Pizarro Gómez, «Antigüedad y emblemática…», op. cit., págs. 65-83. 701 No analizaremos la iconografía de esta galera, si bien estuvo ampliamente relacionada con la entrada triunfal sevillana, pues nos alejaría de nuestro asunto de estudio. Se ha publicado mucho al respecto, por lo que recomendamos la lectura de María Dolores Aguilar García, «El barco como objeto artístico y viaje alegórico: la galera real de Lepanto», Espacio, Tiempo y Forma, 2, 1989, páginas 93-114; Rocío Carande Herrero, «“Donde las enzinas hablavan”. Símbolo e ideología en la Galera Real de Lepanto», Acta/Artis, 1, 2013, págs. 15-27; Sylvène Édouard, «Argo, la galera real de Don Juan de Austria en Lepanto», Reales Sitios, 172, 2007, págs. 4-26; Víctor Mínguez, Infierno y gloria..., op. cit., cap. 17. 702 Juan Mal Lara, Recebimiento que hizo la muy noble…, op. cit., págs. 179-181. 703 María José del Río Barredo, Madrid Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial Pons, 2000, pág. 56. 704 Ibídem, pág. 66. 705 Jorge Sebastián Lozano, «El género de las fiestas. Corte, ciudad y reinas en la España del siglo XVI», Potestas, 1, 2008, pág. 57-77. 706 Fernando Checa Cremades, Felipe II…, op. cit., pág. 186. 707 El mejor estudio crítico de este evento puede encontrarse en Isabel Velázquez Soriano et al., La relación de la entrada triunfal de Ana de Austria en Madrid de Juan López de Hoyos. Estudios, edición

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crítica y notas, Madrid, Universidad Complutense, 2007. Para sus fuentes iconográficas, véase Teresa Chaves Montoya, «La entrada de Ana de Austria en Madrid (1570) según la relación de López de Hoyos. Fuentes iconográficas», Boletín del Museo e Instituto «Camón Aznar», 36, 1989, págs. 91-106. 708 Andrew C. Hess, «The Moriscos…», op. cit., pág. 25. 709 Este hecho es tomado por Ruiz como una de las conexiones más evidentes entre propaganda política y recuerdo de la reciente victoria contra el islam dentro de las fronteras españolas. Véase Teófilo R. Ruiz, A King Travels…, op. cit., pág. 110. 710 Juan López de Hoyos, Real apparato y sumptuoso…, op. cit., pág. 136. 711 José M. Perceval, «Attraction and repulsion of the other: Muslim descendants in the Iberian Peninsula», en David Tomas (coord.), Christian-Muslim Relations 1500-1900, Leiden, Brill, 2019, págs. 1726. 712 Para un estudio conjunto de todas ellas, véase Antonio Bonet Correa, «Las exequias de Felipe II», en Felipe II y su época, San Lorenzo de El Escorial, Estudios Superiores de El Escorial, 1998, vol. 1, págs. 310321. 713 BCC. Ms. 58-3-12. Historia de la mui noble y más leal Ciudad de Sevilla…, 1610, s.p. Una descripción completa del túmulo puede encontrarse también en Vicente Lleó Cañal, Nueva Roma…, op. cit., págs. 144-146. 714 Ibídem. 715 Sobre la creación del mito del musulmán como idólatra, véase John Tolan, Sarracenos…, op. cit., págs. 72-73 y 99. En otra publicación ya estudiamos cómo esta idea de la idolatría musulmana fue traspasada al imaginario del morisco. Véase Borja Franco Llopis, «Identidades “reales”…», op. cit., págs. 281-300. 716 BCC. Ms. 58-3-12. Historia de la mui noble…, op. cit. 717 Sobre la representación del turco o musulmán encadenado en la obra de Tiziano, uno de los principales modelos para el tipo iconográfico que estudiamos, véanse Giuseppe Capriotti, «Dalla minaccia ebraica allo schiavo turco. L’immagine dell’alterità in area adriatica tra XV e XVIII secolo», en Borja Franco et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., pág. 368; Miguel Falomir, «Tiziano. Alegoría, política y religión», en José Álvarez Lopera et al. (eds.), Tiziano y el legado veneciano, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2005, págs. 154-157; Alexandra Merle, «Les Espagnols et le monde ottoman…», op. cit., págs. 11-21; Víctor Mínguez, «El Greco y la sacralización de Lepanto en la corte de Felipe II», en Esther Almarcha et al. (eds.), El Greco en su IV Centenario…, op. cit., págs. 215-234; del mismo autor, «Iconografía de Lepanto…», op. cit., págs. 151-280; Rosemery Mulcahy, «Celebrar o no celebrar: Felipe II y las representaciones de la Batalla de Lepanto», Reales Sitios, 168, 2006, págs. 2-15. Inmaculada Rodríguez y Víctor Mínguez, «Iconografía de los defensores de la religión: Felipe II de España versus Isabel I de Inglaterra», en Pedro Barceló et al. (eds.), Fundamentalismo político y religioso: de la Antigüedad a la Edad Moderna, Castellón, Universitat Jaume I, 2003, págs. 197-225. Más recientemente, Laura Stagno ha buscado precedentes a esta iconografía en otras fuentes vinculadas a la familia Doria. Véase Laura Stagno, «Triumphing over the Enemy. References to the Turks as Part of Andrea, Giannettino and Giovanni Andrea Doria’s Artistic Patronage and Public Image», Il Capitale Culturale, suplemento 6, 2017, págs. 145188. 718 Alberto del Río, Teatro y entrada triunfal en la Zaragoza del Renacimiento, Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, 1988, pág. 37. 719 Alonso de Santa Cruz, Crónica del Emperador Carlos V, Madrid, Imprenta del Patronato de Huérfanos de Intendencia e Intervención Militar, 1922, vol. 4, pág. 245. Fernando Checa realizó un exhaustivo estudio de dicho arco insistiendo en la importancia del mismo en el conjunto festivo. Fernando Checa Cremades, «La entrada en Milán de Carlos V el año 1541», Goya, 151, 1979, págs. 24-31. 720 Autores como García Bernal opinan que se emplea un «estilo documentalista» similar al que se dio en los primeros grabados calcográficos de la batalla. Jaime J. García Bernal, «Velas y estandartes: imágenes festivas de la Batalla de Lepanto», Revista científica de Información y comunicación, 4, 2007, pág. 204. Estas ideas son ampliadas en José J. García Bernal, «Memoria funeral de los Austrias. El discurso histórico y las noticias políticas en las exequias sevillanas de los siglos XVI y XVII», en Krista de Jonge et al. (eds.), El

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Legado de Borgoña. Fiesta y Ceremonia Cortesana en la Europa de los Austrias (1454-1648), Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2010, págs. 673-703, especialmente pág. 689. 721 A diferencia de cómo se narra el túmulo de Felipe II en Sevilla, en este caso los cronistas son algo más parcos en palabras, con descripciones menos detalladas que impiden profundizar más en los asuntos citados. Las fuentes consultadas han sido: BCC. Ms. 58-3-12: Historia de la mui noble…, op. cit., cap. 85: «Del la traça del túmulo que se hisso / en esta siudad en las honrras de la Reina nuestra señora doña Margarita de Austria». Un estudio comparado de ambos túmulos, si bien no focalizado en el asunto que nos ocupa, es Víctor Pérez Escolano, «Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la catedral de Sevilla», Archivo Hispalense, 185, 1977, págs. 149-176. 722 Emilia Montaner, «Las honras fúnebres de Margarita de Austria y de Felipe III en la Universidad de Salamanca», en Santiago Sebastián (coord.), Actas del I Simposio Internacional de Emblemática, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1994, pág. 520. 723 Estas pinturas han sido estudiadas en Monica Bietti, «Los lienzos con historias de la vida de Margarita de Austria, reina de España. 3 de octubre de 1611-6 de febrero de 1612», en Glorias efímeras…, op. cit., págs. 225-288. En este mismo libro Anna Maria Testaverde opina que el modelo que se seguiría fue el de las celebraciones de Ana de Austria que trabajamos con anterioridad. Anna M. Testaverde, «Margarita de Austria, reina y dechado de virtudes», ibídem, págs. 213-225. 724 David Sánchez Cano, «(Failed) Early Modern Madrid Festival Book Publication Projects: Between Evidence and Reconstruction», en Marie C. Canova-Green y Jean Andrews (eds.), Writing Royal Entries in Early Modern Europe, Turnhout, Brepols, 2013, págs. 93-112. 725 Para un estudio detallado de estas entradas, así como de su significado político, nos hemos basado en Ana Maria Alves, As Entradas Régias Portuguesas. Uma Visão de Conjunto, Lisboa, Horizonte, 1983; Fernando Bouza, «Amor Parat Regna. Memória visual dos afectos na política barroca», en Festsa que se fizeram pelo casamento do rei D. Afonso VI, Lisboa, Quetzal Editores, 1996, págs. 7-26; António Camones Gouveia, «La fiesta y el poder. El rey, la corte y los cronistas del Portugal del siglo XVI», en Alfredo J. Morales (comp.), La fiesta en la Europa…, op. cit., págs. 175-208; Ana P. Torres Megiani, O rei Ausente. Festa e cultura política nas visitas dos Filipes a Portugal (1581 e 1619), São Paulo, Alameda, 2004; Miguel Soromenho, «Ingegnosi ornamenti. Arquitectura efémeras em Lisboa no tempo dos primeiros Filipes», en João Castel Branco, Arte efémera em Portugal, Lisboa, Fundação Calouste Gulbenkian, 2000, págs. 21-38. 726 José Jaime García Bernal, «La Jornada de Felipe III a Portugal: ceremonia y negociación política», en Iberismo. Las relaciones entre España y Portugal, Llerena, Sociedad Extremeña de Historia, 2007, pág. 107. 727 Las imágenes del islam en esta entrada las trabajamos en Borja Franco Llopis, «Images of Islam…», op. cit. 728 Juan Bautista Lavanha, Viage de la Cathólica…, op. cit., fol. 9. Esta idea es repetida por otro cronista anónimo del cual Pedro Gan transcribe su crónica de la entrada. Véase Pedro Gan Giménez, «La jornada de Felipe III a Portugal (1619)», Chronica Nova, 19, 1991, pág. 419. 729 Julián Gállego, Visión y símbolos…, op. cit., pág. 125. 730 Laura Fernández González, «La representación de las naciones en las entradas reales de Lisboa (1581-1619). Propaganda política e intereses comerciales», en Bernardo J. García García y Óscar Recio Morales (eds.), Las corporaciones de nación en la Monarquía Hispánica (1580-1750). Identidad, patronazgo y redes de sociabilidad, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2014, página 445. 731 Cuestión en la que coincide con el argumentario desarrollado por los apologistas de la expulsión. Véase Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «El espejo del Rey. Felipe III, los apologistas y la expulsión de los moriscos», en Porfirio Sanz Camañes (coord.), La Monarquía Hispánica…, op. cit., págs. 245-246. 732 Isabelle Poutrin, «Éradication ou conversion forcée? Les expulsions ibériques en débat au XVI e siècle», en Isabelle Poutrin y Alain Tallon (dirs.), Les expulsions de minorités religieuses dans l’Europe des XIII e -XVII e siècles, París, Éditions Bière, 2015, págs. 45-67; Mercedes García-Arenal, «Mi padre moro, yo moro…», op. cit., págs. 304-335. 733 Juan Bautista Lavanha, Viage de la Cathólica…, op. cit., fols. 32-34. 734 El resto de las fuentes consultadas son más parcas aún en las descripciones sobre este arco. Véanse

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Jacinto Aguilar y Prado, Certíssima Relación de la Entrada que hizo su Magestad y sus Altezas en Lisboa y de la Jornada que hizieron las galeras de España, y de Portugal desde el Puerto de Santa María, hasta la famosa ciudad de Lisboa, Lisboa, Pedro Craesbeeck, 1619, y Francisco de Arce, Fiestas reales de Lisboa, desde que el rey Nuestro Señor entró, hasta que salió, Lisboa, Jorge Rodríguez, 1619. 735 Biblioteca de Palacio Real de Madrid, X-771, Exequias funerales que la Antigua y Noble Ciudad de Salamanca cabeça de Estremadura hizo en la muerte del Católico Rey Don Felipe de Austria Tercero. Este túmulo ha sido estudiado también en M. Adelaida Allo Manero, Exequias…, op. cit., pág. 436. 736 BCC. Ms. 58-5-36. Historia desta ciudad…, op. cit., fols. 199-207. 737 Estas exequias han sido estudiadas en José Manuel Baena Gallé, Exequias reales en la Catedral de Sevilla durante el siglo XVII, Sevilla, Diputación Provincial, 1992, págs. 75 y ss.; así como en Adelaida Allo Manero, Exequias…, op. cit., págs. 435 y ss. 738 Sobre este aspecto, véanse Jesús M. González de Zárate, «La tradición emblemática en la Valencia de 1640», Traza y Baza, 8, 1979, págs. 109-118; Víctor Mínguez, Emblemática y cultura…, op. cit.; del mismo autor, «Un género emblemático: el jeroglífico barroco festivo. A propósito de unas series valencianas», Goya, 222, 1991, págs. 331-338. 739 Teresa Ferrer Valls, La práctica escénica…, op. cit., pág. 35. 740 María José Río Barredo, «El ritual en la corte de los Austrias», en María Luisa Lobato y Bernardo J. García García (coords.), La fiesta cortesana…, op. cit., págs. 29-30. Véase también Bernardo J. García García, «Las fiestas de corte en los espacios del valido: la privanza del duque de Lerma», ibídem, págs. 3578, en especial pág. 67. 741 Sobre este asunto, Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «La nobleza valenciana y la expulsión de los moriscos», en La nobleza en tres momentos de la historia del Reino de Valencia, Valencia, Fundación Banco de Santander, 2014, págs. 43-54. 742 Lucas A. Marchante-Aragón, «The King, the Nation, and the Moor: Imperial Spectacle and the Rejection of Hybridity in The Masque of the Expulsion of the Moriscos», Journal for Early Modern Cultural Studies, 8 (1), 2008, pág. 99. 743 Ahmed Abi Ayad «La representación de los moriscos en la literatura del Siglo de Oro», en Abdeljelil Temimi, Images des morisques…, op. cit., págs. 18-20; Benedetta Belloni, «La evolución de la figura del morisco en el teatro español del Siglo de Oro», en Carlos Mata y Adrián Sáez (eds.), Scripta manent…, op. cit., págs. 35-46; Bruno Bruno, «Personajes orientales en el teatro clásico español: aspectos lingüísticos», en Felipe B. Pedraza y Rafael González Cañal (eds.), Los imperios orientales…, op. cit., págs. 95-96; Josette Riandière La Roche, «Quevedo et l’Autre religieux», en Augustin Redondo (dir.), Les représentations de l’Autre…, op. cit., págs. 139-156. 744 Sobre este aspecto, véanse Chantal Colonge, «Reflets littéraires de la question morisque entre la guerre des Alpujarras et l’expulsion (1571-1610)», Boletín de la Real Academia de las Buenas Letras de Barcelona, 33, 1968-1970, págs. 139-165, y Francisco Javier Moreno Díaz del Campo, «Vestir a la mora en Castilla…», op. cit., págs. 283-302. 745 Lucas A. Marchante-Aragon, «The King, the Nation…», op. cit., pág. 123. 746 Bernardo J. García García, «Las fiestas de Lerma de 1617. Una relación apócrifa y otros testimonios», en Bernardo J. García García y María Luisa Lobato (coords.), Dramaturgia festiva y cultura nobiliaria en el Siglo de Oro, Madrid, Iberoamericana, 2007, pág. 238. 747 Un estudio detallado de todo el ceremonial de estas nupcias puede encontrarse en Juan A. Vilar Sánchez, 1526. Boda y luna de miel del emperador Carlos V. La visita imperial de Andalucía y al Reino de Granada, Granada, Universidad de Granada, 2000. 748 Mónica Gómez-Salvago, Fastos de una boda real en la Sevilla del Quinientos. Estudio y Documentos, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1998, pág. 147. Véase también Alfredo J. Morales, «Recibimiento y Boda de Carlos V en Sevilla», en Alfredo J. Morales (comp.), La fiesta en la Europa…, op. cit., pág. 40; así como Inmaculada Rodríguez Moya y Víctor Mínguez, Himeneo en la Corte. Poder, representación y ceremonial nupcial en el arte y la cultura simbólica, Madrid, CSIC, 2013, pág. 18. 749 «Et simile parole eran dall’altra parte in Spagnolo, erano in detto archo molte figure cosi de Homini,

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come de Donne vestite alla Romana, alla Spagnola, alla Alamana, alla Moresca, & alla indiana con sue insigne». Feste et archi triumphali furono fatti nella intrata dello inuittissimo Cesare Carolo V re de Romani [et] imperatore… et de la serenissima [et] potentissima signora Isabella imperatrice sua mogliere… fidelissima cita de Siuiglia a III de Marzo…, s.l., 1526, pág. 6. 750 Serafín Fanjul, «¿Eran españoles los moriscos? El mito de Al-Andalus», en España, un hecho, Madrid, FAES, 2013, págs. 269-285; Tamar Herzog, Defining Nations. Immigrants and Citizens in Early Modern Spain and Spanish America, New Haven, Yale University Press, 2003, y Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus…», op. cit., págs. 249-267, especialmente págs. 258 y ss. 751 En torno a este asunto, Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «¿Cristianos o bautizados? La trayectoria inicial de los moriscos valencianos, 1521-1525», Estudis, 26, 2000, págs. 11-36. Del mismo autor, y sobre las conversiones, «El verano del miedo: conflictividad social en la Valencia agermanada y el bautismo de los mudéjares, 1521», Estudis, 22, 1996, págs. 27-52. 752 Cfr. Fernando Checa Cremades, «La entrada en Milán…», op. cit., pág. 28. Véase también al respecto Paola Venturelli, «L’ingresso trionfale a Milano dell’imperatore Carlo V (1541) e del Príncipe Filippo (1548): Considerazioni sull’apparire e l’accoglienza», en José Martínez Millán (coord.), Carlos V y la quiebra del humanismo político en Europa (1530-1558), Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, vol. 4, págs. 51-83. 753 Il triomphale apparato…, op. cit., pág. 3. Otras veces estas alegorías van acompañadas con «trofeos moriscos» en alusión a adargas y armas de los vencidos norteafricanos como sucede en el túmulo funerario de Carlos V en Valladolid. Véase Juan Cristóbal Calvete de Estrella, El túmulo imperial, adornado de Historias y Letreros y Epitaphios en Prosa y verso Latino, Valladolid, Francisco de Córdova, 1559, fol. 15. 754 «Debaxo de la España estava una África vestida al morisco con la color hosca: en forma de quien tiene temor: mirando por do avía de huyr». Álvar Gómez de Castro, Recebimiento que la Imperial ciudad de Toledo…, op. cit., fol. 51. Fernández Travieso en su estudio sobre esta entrada es menos imprecisa, exponiendo que vistió «a lo moro», cuando, en realidad, como vimos en los primeros capítulos del libro, la distinción de «a la morisca» o «a lo moro» en el siglo XVI era evidente y conocida. Véase Carlota Fernández Travieso, «La cultura emblemática en la entrada de Toledo de Isabel de Valois de 1560», en Anthony Close y Sandra M. Fernández Vales (eds.), Edad de Oro Cantabrigense. Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro (AISO), Cambridge, Iberoamericana-Vervuert-AISO, 2006, pág. 253. 755 Borja Franco Llopis, «Images of Islam…», op. cit. 756 Salvador Carreres Zacarés, Ensayo de una bibliografía…, op. cit., págs. 96-98. 757 Para realizar un estudio comparativo con otros territorios al respecto, véase José A. González Alcantud y Manuel Barrios Aguilera (eds.), Las Tomas: Antropología histórica de la ocupación territorial del Reino de Granada, Granada, Diputación Provincial, 2000. 758 Salvador Carreres Zacarés, Ensayo de una bibliografía…, op. cit., pág. 139. Tampoco fue muy ostentosa la celebración realizada en Madrid, por las desavenencias entre Felipe II y Juan de Austria. Véanse Víctor Mínguez, «Iconografía de Lepanto…», op. cit., págs. 151-280, y Manuel Rivero, La batalla de Lepanto. Cruzada, guerra santa e identidad confesional, Madrid, Sílex, 2008. 759 Vicente Gómez, Relación de las famosas fiestas que hizo la ciudad de Valencia a la canonización del bienaventurado S. Raymundo de Peñafort, en el Convento de Predicadores, Valencia, Juan Crisóstomo Gárriz, 1602. 760 Emilio Callado Estela, «Dominicos y moriscos en el Reino de Valencia», Revista de Historia Moderna, 27, 2009, págs. 109-134. Sobre la política visual de esta orden en relación al islam ya publicamos un texto. Véase Borja Franco Llopis, «Art for conversion? Visual Policies of the Jesuits, Dominicans and Mercedarians in Valencia», en Mercedes García-Arenal y Gérard Wiegers (eds.), Polemical Encounters. Polemics between Christians, Jews and Muslims in Iberia and beyond, Pennsylvania State University Press, 2019, págs. 179-202. 761 Vicente Gómez, Los sermones y fiestas que la Ciudad de Valencia hizo por la beatificación del glorioso padre Fray Luis Betrán, Valencia, 1608. 762 Teresa Valls, La práctica escénica cortesana…, op. cit., pág. 196.

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763 Sobre este aspecto, véase Israel Burshatin, «The Moor in the Text: Metaphor, Emblem and Silence», Critical Inquiry, 12 (1), 1985, págs. 98-118. 764 Jerónimo Martínez de la Vega, Solenes i grandiosas fiestas que la noble, i leal Ciudad de Valencia a echo por la beatificación de su santo pastor, i padre D. Tomás de Villanueva, Valencia, Felipe Mey, 1620. 765 Guillermo Hijarrubia y Lodares, «Los tiempos del pontificado de Santo Tomás de Villanueva vistos por un poeta latino valenciano del siglo XVI», Anales del Centro de Cultura Valenciana, 43, 1959, págs. 3652, y Arturo Llin Cháfer, «Santo Tomás de Villanueva y los moriscos», La ciudad de Dios. Revista Agustiniana, 217 (1), 2003, págs. 39-62.

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PARTE III EL MORISCO REPRESENTADO

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CAPÍTULO 6 La imagen «útil» del morisco: sobre los relieves de la Capilla Real de Granada y la serie de lienzos de la expulsión de la Fundación Bancaja BREVES CONSIDERACIONES PREVIAS Cuando analizamos las pinturas que ilustraron los libros de viajes o de trajes expusimos cómo estas, pese a no ser representaciones totalmente objetivas, se convirtieron en un referente para visualizar cómo fueron los moriscos, dejando de lado si se trata o no de manifestaciones totalmente acordes con la realidad. Lo mismo ha sucedido en lo referido a los relieves realizados por Felipe Bigarny para la Capilla Real de Granada y, sobre todo, con los lienzos de la expulsión de los moriscos de la Fundación Bancaja. Ambos ejemplos se han entendido como obras «realistas», que representan momentos clave en la historia peninsular. Han interesado a múltiples investigadores por el modo en que son plasmados los trajes, con toda su riqueza cromática y ornamental y, principalmente, porque estandarizaron unos modelos narrativos de representación que encajaban con lo que gran parte de los textos sobre la historia de esta minoría habían expuesto. Pocos de estos estudios se han detenido a reflexionar acerca de cómo estas imágenes estuvieron muy mediatizadas por el contexto que las vio nacer y por el mensaje que se quería transmitir con ellas. Con todo, no negamos su utilidad, pero no podemos compartir que realmente se trate de un «retrato real» de los moriscos. En este 423

capítulo expondremos algunas cuestiones relativas al valor «útil» y político de estas obras, que pudo condicionar los recursos estilísticos empleados por los artistas dependiendo de la publicística política que las vio nacer y de los espectadores a quienes iban dirigidas. LOS RELIEVES DE LA CAPILLA REAL DE GRANADA Y OTRAS ESCENAS DE BAUTISMO Tras la conquista de 1492 y la firma de las capitulaciones por parte de los Reyes Católicos 1 , comenzó un periodo de evangelización pacífica de los moriscos gracias a la acción de Hernando de Talavera. Mediante el uso seriado de obras de arte y un programa de aproximación a los alfaquíes, el monje jerónimo intentó asimilar a las élites musulmanas para que se convirtieran en buenos cristianos 2 . Este programa fue interrumpido por otras soluciones menos conciliadoras como las que presentaba el cardenal Cisneros. El confesor de Isabel la Católica impuso una política represiva que desembocó en una primera revuelta granadina (1499-1501), que acabó gracias a la acción negociadora de Talavera y del conde de Tendilla, quienes consiguieron la rendición sin represalias a cambio de la conversión de los moriscos 3 . Fue entonces cuando Cisneros impulsó los bautismos forzosos de los mudéjares granadinos y propuso la quema pública de todos los escritos árabes que existieran en la ciudad, salvo aquellos con un contenido relevante (medicina, astronomía, etc.), que fueron llevados a la Universidad Complutense de Alcalá. Tras ello, se inició un periodo de cierta estabilidad «tensa» en el que se intentó asimilar a los moriscos granadinos de muy diversas formas 4 . El nerviosismo reinante se resolvió en dos niveles: el legal (mediante la publicación de una serie de capitulaciones o pragmáticas) y el cotidiano, mucho más 424

complejo de estudiar debido a que existen menos textos para seguirlo, y a que la mayoría de ellos proceden de las élites cristianas, con las dificultades interpretativas que ello puede llevar implícitas. Algunos autores como Juan Antonio Vilar definen la primera mitad del siglo XVI como un periodo triste para los moriscos 5 . Bien es cierto que, tras la conquista, su situación no fue la mejor, pero tal vez el mencionado autor peca de cierto victimismo, lo que le impide ver realmente cuáles fueron las relaciones entre cristianos viejos y conversos, pues el contacto cotidiano continuó y unos y otros desarrollaron su vida en diversos espacios de coexistencia, tal y como defiende Díez Jorge 6 . Paralelamente al proceso de conversión se dio otro de castellanización del territorio basado en una repoblación que llevó al antiguo reino nazarí a entre 35.000 y 40.000 colonos de los reinos castellanos que intentaron progresar socialmente imponiéndose a los moriscos, aunque su distribución no fue homogénea ni regular. A todo ello habría que unir la existencia de las élites conversas, en gran medida colaboracionistas, grupo al que, entre otros, pertenecieron los Granada Benegas, de quienes ya hablamos someramente en capítulos precedentes 7 . Estas familias, arraigadas en la Granada tardoislámica y portadoras de un gran ascendiente sobre el resto de la población, lucharon por defender los derechos de los moriscos y, en cierto modo, contaron con el beneplácito de Carlos V en numerosas ocasiones. De hecho, durante el reinado del nieto de los Reyes Católicos se instaura el conocido «modus vivendi carolino», basado en una aproximación poco violenta y en una actitud negociadora con los conversos, muy influenciado por sentimientos erasmistas, de concordia y de piedad ante el vencido, atributos que suelen aparecer en algunas de las manifestaciones efímeras que estudiamos con anterioridad. 425

A pesar de ello, no puede negarse que existiera cierta represión. Destacó la acción de la Inquisición, que, pese a los edictos de gracia que se fueron promulgando, dejó sentir su acción coercitiva, sobre todo desde 1526 en adelante. Al tiempo, se procedió a una paulatina supresión de privilegios, lo que también desembocó en el surgimiento de ciertas actitudes abusivas con los moriscos, a veces totalmente injustificadas. Aun así, y a pesar de estos problemas, es bien sabido que el gobierno del emperador no fue el más agresivo contra la minoría, dado que, al contrario de lo que ocurriría años después, el morisco no era considerado aún un enemigo de la Monarquía. A todo ello habría que unir la existencia del citado «humanismo morisco» del que hablamos en páginas anteriores. De hecho, poco tiene que ver la Granada de las décadas de los años treinta y cuarenta del Quinientos con aquella otra que se observa a partir de mediados de siglo, especialmente tras la convocatoria y celebración del Sínodo de Guadix de 1554 y del Concilio Provincial de Granada de 1565 8 . Esta diferenciación es, por otra parte, fundamental para entender el programa iconográfico que nos ocupa y así poder individualizar la representación del converso que vamos a analizar a continuación. Adentrándonos ya en el estudio de las obras de arte que realmente nos interesan, debemos comenzar por dar unas breves notas sobre el espacio arquitectónico donde se encuentran, para así comprender el significado de las mismas dentro de su conjunto. La construcción de la Capilla Real de Granada se debe a los Reyes Católicos, quienes quisieron crear un espacio funerario anejo a la catedral. Todo ello se hizo mediante una real cédula fechada el 23 de septiembre de 1504, iniciándose las obras en 1505 bajo la supervisión de Enrique Egas, el arquitecto de la Corona, y finalizándose en 1517 con la intervención de otros importantes artistas como 426

Juan Gil de Hontañón, Lorenzo Vázquez de Segovia y Juan de Badajoz el Viejo. El espacio posee ciertas concomitancias con el monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo en cuanto al estilo y a los elementos decorativos, adecuados en este caso al ámbito funerario. Se enmarca, pues, dentro del conocido tardogótico isabelino, que dio unidad a las construcciones comisionadas por la realeza española. Su planta es de cruz latina, cerrada en su crucero por una reja de hierro forjado y policromado con oro, obra de Bartolomé Jaén, que separa los sepulcros reales del resto del templo. Estos se encuentran en el centro de la estructura. Los sepulcros de los Reyes Católicos fueron realizados por el italiano Domenico Fancelli, mientras que los de Juana la Loca y Felipe el Hermoso proceden de la mano de Bartolomé Ordóñez y fueron ubicados en este espacio en 1522 9 . La construcción de la capilla despertó mucho interés para Carlos V por su concepción como panteón de sus antepasados, así como por ser un ejemplo más de la dominación cristiana de la ciudad. De ahí que, por una parte, el emperador insistiera a los canónigos en la necesidad de mantenerlo en buenas condiciones y en la obligación de realizar anualmente ceremonias en honor de los difuntos monarcas. Por otra parte, Carlos V se preocupó también por dotar de cierta unidad estilística al conjunto. Así, quiso decorarlo lo más ricamente posible según su gusto, en este caso más cercano a las corrientes clasicistas, vinculadas con los propios sepulcros citados con anterioridad 10 . Para ello contó con la colaboración de dos de los más afamados artistas poseedores del lenguaje más moderno del momento: Alonso de Berruguete y Felipe Bigarny, quienes, desde el 7 de enero de 1519 y durante un periodo de cuatro años, trabajaron juntos en régimen de mancomunidad en diversas piezas de dicho espacio. 427

Del retablo mayor se encargó, principalmente, el segundo de ellos, de quien no sabemos a ciencia cierta cuándo se instaló en Granada a pesar de haber recibido un primer y suculento pago para su realización en 1519 11 . Algunos estudios afirman que debió llegar en torno a febrero de 1521, fecha que conocemos gracias a un documento donde aparecen referencias a distintos miembros de su taller, que solían vivir muy cerca del maestro, lo que hace suponer que, para entonces, todos estarían en la ciudad 12 . El trabajo de Bigarny destaca por su calidad, por su sentido volumétrico y su carácter narrativo, siendo uno de los pintores-escultores que presentó un ascenso más fulgurante a las primeras décadas del siglo XVI 13 . El retablo guarda ciertas similitudes con las novedades arquitectónicas que Diego de Sagredo escribió en su tratado Las medidas del Romano (Toledo, 1526), aunque su factura fuera anterior. Ello nos invita a pensar en un Bigarny conocedor de este texto teórico, que estaba siendo escrito en aquel momento, así como de las novedades arquitectónicas y escultóricas que estaban llegando a la península 14 . Además del clasicismo de las tallas de bulto redondo, es importante el gran conocimiento del mundo clásico que denota la factura de sus columnas y balaustres corintios, así como por el uso de elementos como los grutescos. Este lenguaje clásico fue el que despertó el interés por parte del monarca y motivó la confianza depositada en Bigarny. Adentrándonos en el programa iconográfico, en la parte baja del mismo, en el sotobanco, se representan los acontecimientos históricos de la toma de Granada, con la llegada de las tropas cristianas al mando de los Reyes Católicos y del Cardenal Mendoza, Boabdil rindiendo las llaves de la ciudad y las dos escenas en las que nos 428

centraremos con posterioridad: el bautismo de los moriscos y moriscas. Sobre ellos se erige una estructura monumental que enfatiza, en el centro, a los santos protectores de Isabel y Fernando, que sirvieron de advocación de la capilla: Juan Bautista y Juan Evangelista, así como, sobre ellos, la crucifixión de Cristo, que ocupa el mayor espacio de todo el conjunto. Estas escenas principales aparecen rodeadas de diversas representaciones de la vida del Salvador, enmarcadas por diversas esculturas de los cuatro evangelistas, san Pedro y los Padres de la Iglesia católica de Occidente: san Gregorio Magno, san Jerónimo, san Ambrosio y san Agustín. Coronando la composición, en la parte baja del ático, se aprecian las figuras de la Virgen María y del arcángel Gabriel, una a cada extremo, ilustrando el episodio de la Anunciación. Y, en el tímpano, la figura de Dios Padre con la paloma del Espíritu Santo, justo encima de la imagen de Cristo en la cruz. Como complemento a la iconografía del cuerpo central, bordeando la estructura principal, en la parte baja, aparecen sendos retratos escultóricos de los Reyes Católicos, uno a cada lado y en posición orante, que refuerzan el significado piadoso y funerario de toda la capilla. Estos fueron incluidos con posterioridad y son obra de Diego de Siloé. El añadido de estas figuras pretende mostrar el interés de unir la historia del reinado de los monarcas católicos y su talante piadoso (de ahí su actitud orante) con la propia historia evangélica representada en el resto del conjunto. No en vano, en la parte más cercana al espectador se sitúan las escenas de la conquista de la ciudad y la conversión de los moriscos, elementos claves de la política de los monarcas homenajeados. Historia eclesiástica, civil y devoción cristiana se combinan en esta gran obra 15 . Esta idea debe ser puesta en relación con las tumbas de los 429

monarcas que se encuentran dentro de la capilla. Como defiende David Nogales, una lectura conjunta permite entender el espacio como un programa eminentemente propagandístico. Para este autor, la conquista granadina supuso la pérdida de interés en remarcar la victoria de los reyes frente a Alfonso V de Portugal y se reorientó hacia una publicística netamente religiosa, basada en la exaltación de la monarquía cristiana y la derrota del islam. No se vencía a un rey cristiano, sino al enemigo que había ocupado las tierras españolas durante siglos 16 . La Capilla Real se convertía así en un instrumento de la construcción de la memoria regia, un claro precedente de los catafalcos fúnebres que ya hemos estudiado con anterioridad. Si en aquellos casos se insistía en elementos como la victoria ante el turco o la expulsión de los moriscos, aquí se sitúa como piedra angular la toma de la ciudad y la sumisión de su pueblo a través de los bautismos años más tarde 17 . Y es justamente en esa clave como debemos leer las dos escenas donde se representa a los moriscos recibiendo dicho sacramento: como ejemplos del poder de los Reyes Católicos en la unificación de credos en la España tardomedieval. Para entender esta afirmación, nos detendremos en el análisis de estos relieves. Tal y como se ha indicado, las dos representaciones de los bautismos de moriscos que ocupan el sotobanco del retablo han interesado a muchos historiadores, por el rigor «histórico» con el que se tallan y policroman los trajes de los conversos, justo en un momento en el que estos elementos identitarios externos estaban siendo perseguidos por la Monarquía, principalmente desde la pragmática de 1501, emanada de los propios Reyes Católicos, y, más tarde, a partir de los decretos de 1509 y 1513 que estudiamos con 430

anterioridad 18 . De ambas tablas, la que mayor expectación causó fue la dedicada a las mujeres por ilustrar de modo mucho más evidente su condición de moriscas al portar vistosas almalafas (de vivos tonos azules, blancos, rojos y verdes), zaragüelles y zuecos, tallados en un estilo similar, aunque más próximo a la realidad, al de las ilustraciones de los viajeros que llegaron a España 19 . Díez Jorge ha estudiado estas imágenes en relación con los inventarios conservados en la capital granadina y otras fuentes coetáneas para concluir que constituyeron una de las figuras más fidedignas del traje morisco femenino 20 .

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Fig. 15. Bautismo de las moriscas de Granada, Felipe Bigarny, ca. 1521, Capilla Real de Granada.

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Fig. 16. Bautismo de los moriscos de Granada, Felipe Bigarny, ca. 1521, Capilla Real de Granada.

Como se ha insistido, de su representación destacan los ricos colores de sus vestiduras. No encontramos ninguna morisca ataviada con una almalafa negra. Ello se debe, por un lado, a que la utilización de este tinte no debía ser frecuente. Así parecen demostrarlo los inventarios conservados, donde son pocas las casas en las que se conserva ropa de esta guisa. Sin embargo, y al mismo tiempo, creemos que el artista lo evita de manera consciente para diferenciar el vestuario de las conversas de uno de los modelos de esta prenda más utilizado por las cristianas viejas, que solía poseer dicho color, hecho que podría haber causado algún equívoco por parte del espectador y motivar una pérdida de claridad en el mensaje que se intentaba transmitir 21 . Se trata de algo que, por otra parte, seguirá totalmente vigente a finales del siglo XVI. No en vano, y como hemos tenido ocasión de señalar más arriba, el color, la abundancia y variedad cromática, fue una de las notas distintivas de parte del vestuario de los granadinos 433

afincados en Castilla, algo que, ya en la época contrastó con la tendencia al monocromatismo indumentario de los cristianos viejos. Por lo comentado hasta aquí, podemos entender estas imágenes femeninas como un claro ejemplo de la moda morisca, conocida de primera mano por el escultor y justificar con ello cierto rigor histórico por su parte. Bigarny tiene la intención de identificarlas, de señalarlas 22 . Resalta la ropa, el elemento más conflictivo y que, a su vez, las distingue. Estos colores vistosos poco tienen que ver con las representaciones de los viajeros, pues todos ellos, ya se ha visto, incidieron en la almalafa blanca, aunque el resto de su vestimenta fuera de diversos tintes. Aquí se muestra todo un mosaico de tonalidades más cercano a la realidad, como muestra de riqueza y diferenciación, sin darse una seriación a través del neutro blanco. Se da una variedad que contrasta con lo que ocurre con sus rostros. En los pocos fragmentos de sus caras que apenas se vislumbran tras las almalafas, todas las moriscas poseen el mismo color de tez. Este hecho nos sorprende, pues se aparta de la realidad, de los rasgos étnicos de este grupo, restando la veracidad que el artista intentaba retratar, algo que también sucede, curiosamente, en el rostro de los cristianos viejos, que tanto en esta tabla como en las otras que la acompañan poseen un color uniforme, hecho que no solo no sucedía en el caso de los conversos, sino también en el del resto de la sociedad española. Con ello se da una doble estereotipación en estas pinturas: la de las mujeres moriscas y la imagen del cristiano viejo como blanco, sin gradación cromática en su tez. Sobre este aspecto volveremos más adelante con detenimiento. Por lo que respecta a la escena que las acompaña, la que representa los bautismos de los hombres, consideramos que, 434

todavía, la historiografía no ha dado con una interpretación clara del modo en que son visualizados, y que, por ello, deben ser estudiados con algo más de profundidad, o, al menos, planteando nuevas preguntas. García Pedraza resaltó la diversidad de vestidos que portan los varones y su carácter menos islamizante que el de las mujeres, pues el colectivo masculino pronto adoptó la indumentaria cristiano-vieja 23 . Salvo por algunos turbantes, los moriscos del retablo parecen cristianos que acuden de modo «voluntario», aunque en tropel, acompañados por clérigos, a recibir el santo sacramento. De hecho, el tipo de turbante que aquí vemos representado dista del que lleva Boabdil en la entrega de las llaves a los vencedores cristianos, escena que, como se ha dicho, se encuentra en el mismo sotobanco, como si así se quisiera diferenciar a los conversos de los musulmanes vencidos, separar a los moriscos de los musulmanes que lucharon contra los Reyes 24 .

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Fig. 17. Entrega de las llaves de Granada, Felipe Bigarny, ca. 1521, Capilla Real de Granada.

Además de esta disimilitud citada, ¿qué código visual utiliza el artista para demostrar que eran de moriscos? En este caso deberíamos centrarnos en sus rostros, que presentan tanta diversidad de tonos como los vestidos de las mujeres. El interés por mostrar la pluralidad de colores, la falta de uniformidad «étnica» entre los personajes que aparecen representados nos resulta interesante, pues en el caso de las mujeres, como se ha dicho, no sucede así. Consideramos que este hecho no es fruto de la casualidad, o de que el artista quiera encajar con las teorías albertianas de la varietà a la hora de contar historias, sino que lo que intenta es identificar de este modo a un colectivo, el morisco masculino, que por su vestido no hubiera podido ser distinguido. Tal y como se ha indicado, los varones moriscos vestían más «a la cristiana» y guardaron menor número de referencias islámicas que en el caso del sexo opuesto, motivo por el cual el traje no podía ser un elemento de distinción y de lectura rápida y fácil para los espectadores de los relieves de la capilla. En esas condiciones, se hacía más complicado componer un hecho histórico, más o menos objetivo a partir de elementos referenciales como el atuendo. Por el contrario, esta diversidad étnica concuerda con los estudios citados en capítulos precedentes, en los que mostramos cómo el número de moriscos de tez oscura y clara era realmente similar, y que, tal y como debió ocurrir en el caso de los cristianos viejos, pudo darse cierta gradación cromática, acaso levemente matizada en este caso por los matrimonios mixtos y la inmigración. Así las cosas, y como hemos visto, hubo moriscos blancos, de piel aceitunada y también negros, estos últimos no estrictamente peninsulares, sino más bien relacionados con los esclavos que llegaron a Castilla y Aragón desde Etiopía y el norte de África 25 . Partiendo de esta idea, consideramos que este modo de 436

representación está íntimamente relacionado con tres aspectos: el primero, como ya se dijo, el deseo de distinguirlos de los cristianos viejos, cuestión difícil de llevar a la práctica a través de una caracterización solo basada en el vestido. De esta forma, con el color de la piel, el artista conseguía señalarlos como moriscos que acudían a recibir el bautismo. El segundo estaría relacionado con las teorías de Childers sobre su estatus legal. Con una diferenciación étnica más evidente se distinguía su condición social, inferior salvo en casos contados, dentro del diálogo intercultural que se dio en las primeras décadas de coexistencia tras la conquista 26 . Y, por último, este abanico racial encajaba con la visión universalista que intentó dar Carlos V a su gobierno en relación a los pueblos conquistados. Como indicamos en capítulos precedentes, en el último arco erigido para celebrar sus desposorios con Isabel de Portugal, el pueblo morisco fue presentado incorporado a la Corona hispánica del mismo modo que los alemanes, españoles o indios, mediante una representación geminada, de hombres y mujeres a cada lado del vano, portando sus propios elementos distintivos. La asimilación del converso estaba en la mente del monarca, y quería hacerlo a través de una política integradora. El morisco, pese a poseer un origen musulmán, formaba parte de la idea de «nación» española. En este arco, los ideólogos no «borraron» los rastros propios de este pueblo, pues los cronistas fueron capaces de identificarlos justamente por cómo fueron representados. Lo mismo cabe pensar que sucedió en estos relieves. No poseemos documentación que nos indique que la decisión de pintar de este modo las testas de los conversos fue tomada de modo unilateral por parte del artista, o que resultara algo premeditado por parte del futuro emperador, pero el estudio comparado de la producción realizada en torno a su figura, el hecho de que se interesase 437

por las alianzas con los musulmanes de lugares como Túnez en su lucha contra los turcos, o la demostrada voluntad de pacificar mediante el diálogo podrían ser elementos suficientes para justificar este tipo de imágenes. Sin embargo, no solo puede resultar significativo este modo «étnico» de representación morisca. También es interesante señalar que la edad de los personajes representados es dispar. Esto nos recuerda a un recurso que ya se había dado en la misma historia del arte. Nos referimos a la iconografía de los Magos de Oriente, en las escenas de Epifanía. La representación de este pasaje bíblico sufrió un cambio con el paso de los años. En un primer momento, se recurrió a tres personajes blancos en distintos momentos de su vida: uno púber, otro de mediana edad y un anciano, representando las edades del hombre, con la intención de mostrar que toda la sociedad loaba al Hijo de Dios. Con el paso de los años se introdujo el rey negro, un intento, similar al anterior, de hacer visibles los principales lugares del «mundo conocido» 27 . Tal vez aquí se combinen ambos recursos: distintas edades y diversas etnias para mostrar cómo todo el colectivo morisco acudía a los bautismos y se sometía al poder de la Iglesia. Así pues, en estas dos tablas el artista recurre a dos modos de distinguir a los moriscos, de diferenciarlos de los cristianos viejos, pero también de integrarlos en el discurso asimilacionista, sobre todo en el segundo caso. Esta actitud no crítica, basada en la diversidad, encajaría, por tanto, con el anteriormente citado «modus vivendi carolino», basado en la permisividad y tolerancia del monarca propia del primer irenismo del futuro emperador 28 , así como con el «humanismo morisco». Otro aspecto que nos llama la atención del presente relieve y de la representación de los moriscos es la existencia de dos 438

personajes que señalan directamente a la pila bautismal. Uno que mira hacia delante, en la parte central del grupo, y otro hacia atrás. Ambos poseen unas características muy peculiares que los distinguen del resto. El primero de ellos cubre su cabeza con una suerte de textil que no parece un turbante, sino más bien un gorro frigio, elemento utilizado en múltiples ocasiones para indicar la procedencia oriental de aquellos que lo portan. La posesión de dicho complemento también puede estar relacionada con aspectos crematísticos, pues era llevado por comerciantes adinerados para demostrar su condición social debido al dinero adquirido por sus relaciones con territorios lejanos. Esta riqueza también se aprecia en el otro personaje del primer plano que señala el bautismo, vestido en este caso con una capa que lo diferencia del resto de los moriscos del primer plano. Esta prenda también es sinónimo de distinción social. A la vista de los elementos que los individualizan del resto, cabría plantearse la posibilidad de que el artista se estuviera refiriendo a esos cristianos nuevos pertenecientes a una clase social más alta de los que ya hemos hablado y que, gracias a negociaciones con la Corona, lograron mantener su estatus social y facilitaron las tareas de conversión del resto de sus correligionarios. No olvidemos que, en el primer viaje de Luis Hurtado de Mendoza para encontrarse con el recién llegado Carlos V, el noble fue acompañado por conversos que formaban parte de la élite granadina como Alonso de Belves o Alonso Benegas, lo que denota la implicación de estas familias en la pacificación y conversión del territorio 29 . Son únicamente ellos, los que poseen estos elementos distintivos, los que dirigen al resto hacia la pila bautismal, los que remarcan la importancia del bautismo, los que son individualizados entre los conversos por su importante papel en estos primeros años del siglo XVI 30 . 439

Fig. 18. Detalle del Bautismo de los moriscos de Granada, Felipe Bigarny, ca. 1521, Capilla Real de Granada.

También es de reseñar la presencia de los padres franciscanos o jerónimos (ambos comparten el hábito marrón y solo con la parte superior del mismo es imposible precisar si son de unos u otros) en la escena que nos ocupa. Si se tratara de los primeros, cabría decir que la intención del artista fue dejar patente la importancia concedida al cardenal Cisneros, 440

miembro de esta orden, en los bautismos forzosos. Se trataría también de una forma de dotar a la escena de mayor historicidad, como si se estuviese ante una crónica de lo que sucedió en Granada entre 1499 y 1501. No obstante, tampoco sería de extrañar la representación de los jerónimos, una de las órdenes más ricas e implicadas en la conversión pacífica de los mudéjares en Granada y congregación de Hernando de Talavera, el otro gran protagonista eclesiástico de la conversión de los musulmanes. Por otro lado, aún quedan algunas otras incógnitas que despejar en ambas escenas, o, al menos, aspectos que cabría reseñar y que, pensamos, deberían tenerse en consideración. En ninguna de las fuentes consultadas sobre los bautismos forzosos se habla de una hipotética separación por sexos a la hora de recibir el sacramento. Sin embargo, los relieves de la capilla presentan una segregación clara que no encaja con el aspecto cronístico citado con anterioridad. Tal vez responda a dos aspectos. El primero sería el deseo de señalar la diversidad dentro de la unidad. Como se ha indicado, por un lado, se individualizó a las mujeres por sus vestidos, mientras que los hombres fueron distinguidos por su color de piel. En ambos casos se estaba indicando inequívocamente que unos y otros eran moriscos. Si se hubieran mezclado todos ellos en una misma escena, los modos de representación señalados más arriba hubieran perdido la carga semántica citada con anterioridad. Se hubiera desdibujado la claridad que se pretendía dar al conjunto, por medio de los diversos modos de vestir y de representación de los cristianos en el siglo XVI. Pero, además, esta visión bipartita también encaja, de nuevo, con cómo aparecieron los propios moriscos, pocos años más tarde, en las bodas de Carlos V en Sevilla: las mujeres y los hombres separados por la luz del arco de triunfo. En este caso, los cronistas se detuvieron en explicar el modo de vestir 441

de cada uno de ellos, hecho que diferenciaba a los cristianos nuevos de los alemanes, españoles e indios; que marcaba la individualidad dentro de la colectividad. Nuevamente, aquí sucede lo mismo: se segrega para luego individualizar y remarcar la identidad particular de algunos de los conversos 31 . Otro aspecto que nos parece interesante es que se representan dos tipologías de bautismo. En el caso de las mujeres, mediante aspersión, tal y como las crónicas cuentan que sucedió, no de modo personalizado, sino en masa. Por su parte, en el caso de los hombres se imponen las manos y no aparecen los hisopos como en el de las féminas. Este segundo procedimiento debió ser el menos habitual debido a la premura que se tenía en cumplir con los designios de Cisneros, pero tal vez es introducido en la escena para mostrar una mayor diversidad de manifestaciones visuales de las posibilidades de bautismo, de los distintos modos que desde 1501 hasta la fecha en que se finaliza el retablo se utilizaron para materializar la conversión morisca. Volviendo al asunto de la visión «integradora de la nación morisca en el Imperio español» y a su vez «unificadora» del morisco a través de la diversidad étnica que aparece tanto en los relieves de Bigarny como en el arco de los desposorios del monarca, debemos recordar otros aspectos relativos al espacio donde se enclava el retablo. Pocos años más tarde de su inclusión en este lugar, la capilla fue testigo de un acontecimiento histórico muy significativo. Como puede suponerse, nos referimos a la reunión de notables e intelectuales cuyas conclusiones fueron ratificadas por el propio Carlos V en 1526. A ella acudieron representantes de los moriscos y durante su transcurso se debatieron asuntos relativos a la minoría no solo en el plano religioso, sino 442

también tocantes, sobre todo, a cuestiones de orden cultural y social. Gracias a aquellas deliberaciones el emperador conoció de primera mano la particular experiencia morisca, así como la situación social del reino granadino, uno de los más problemáticos por aquellos años. De hecho, una de las consecuencias más inmediatas del encuentro fue la creación de una comisión de cinco miembros, entre los que destacaron Gaspar de Ávalos y fray Antonio de Guevara, predicadores de moriscos, que intentaron estudiar en profundidad las raíces del asunto y compararlo con lo que sucedía en otros enclaves importantes como Valencia 32 . Durante las diez sesiones que duró este evento se gestó un programa de actuación que perseguía borrar las peculiaridades identitarias de los moriscos (vestidos, lengua, etc.), entendiendo que así se facilitaría una conversión más rápida y eficaz 33 . Además, se insistió en el papel de la Inquisición en el control de la aplicación de las decisiones tomadas, otorgándose un plazo de tres años de gracia para que los moriscos admitieran sus errores y abrazaran la fe cristiana. Por último, se recordó la importancia de la educación de los cristianos nuevos, de lo que se derivó la creación del Colegio Imperial de San Miguel para la conversión de los niños moriscos. Hasta aquí, poco puede parecer que encaje este discurso «pacífico» del que hablamos. Para entenderlo hay que tener en cuenta que el monarca permitió a los moriscos defenderse, denunciando los abusos que sufrían a través de insultos y vejámenes físicos por parte de los cristianos viejos y por medio de la indebida presión fiscal a la que fueron sometidos. Carlos V escuchó estos problemas; estaba interesado en conocer bien las disputas y puntos de tensión entre sus súbditos, fueran viejos o nuevos cristianos 34 . Gracias a ello, el emperador emitió hasta cuarenta cédulas eliminando o limitando lo que se había constatado por parte de las 443

autoridades y vecinos cristiano-viejos. Además, otorgó ciertos privilegios a familias cristiano-viejas para que habitaran en territorios plenamente moriscos y así intentar una suerte de convivencia entre ambos grupos que, no obstante, se mostró inoperativa. Las decisiones que se derivaron de las reuniones de la Junta de la Capilla Real tuvieron amplia trascendencia y marcaron el inicio de una nueva dinámica de relaciones entre ambos grupos. Su calado también determinó una nueva toma de postura oficial en relación a la minoría. Si bien es cierto que las medidas propuestas fueron postergadas una y otra vez hasta la década de los sesenta, el cambio de actitud era manifiesto, algo que ya advirtieron los cronistas y contemporáneos como Sandoval, Mármol o Núñez Muley años más tarde 35 . El inicial talante conciliador de Carlos V por los moriscos en cuanto individuos desfavorecidos ante los «abusos» de los cristianos viejos fue exaltado por personajes importantes para la historia de este colectivo como Miguel de Luna, quien, a finales del siglo XVI, en su Historia verdadera del Rey don Rodrigo, honró al citado monarca por su política, clemencia y preocupación por la paz dentro de su reino. Luna, incluso, relacionó su figura con los más insignes soberanos musulmanes, aquellos más destacados por su buen gobierno 36 . Esta visión positiva de Carlos V, dada por uno de los cristianos nuevos que más defendió el pasado árabe de Granada, que narró en sus textos el valor de las conversiones y de los supuestos vínculos de los linajes moriscos con los godos, es prueba de cómo fue recibida la política del emperador entre los conversos, algo que también apuntó el Memorial de Núñez Muley, del cual hablamos con anterioridad 37 . También es interesante destacar que la permisividad de 444

Carlos V con respecto a los trajes moriscos tuvo un precedente íntimamente ligado al discurso de la Capilla Real y del retablo. Nos referimos a Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, marqués de Mondéjar desde 1512, alcaide de la Alhambra y capitán general del Reino de Granada. En palabras de Cristina Hernández Castelló, este «mantuvo una actitud permisiva hacia esos rasgos identitarios incluso cuando las medidas represivas de la Corona contra ese tipo de manifestaciones de los moriscos aumentaron especialmente a partir de 1511 y de 1513» 38 . De hecho, el conde fue autor de diversas misivas en las que exponía que no era correcto prohibir la belleza de estos vestidos, argumentando que las tradiciones en el vestir y en el comer no pertenecían al ámbito de la religión, sino al de la cultura, contradiciendo la política pastoral que, al respecto, había seguido Talavera, quien, como vimos, estuvo en contra del mantenimiento de los mismos. Según la investigadora citada, la postura de López de Mendoza debe ser entendida desde la perspectiva de quien, insistimos, siendo la máxima autoridad militar de los nuevos territorios, debía evitar tensiones innecesarias 39 . Su conocimiento del islam y del pueblo granadino eran amplios, al ser descendiente de una familia que se dedicó a la defensa del cristianismo ante el infiel, de ahí que se viera en la obligación de intentar aconsejar a Carlos V acerca de la necesidad de un plan menos agresivo, que evitara alzamientos como los que había vivido tras las conversiones forzosas surgidas en tiempos de Cisneros 40 . No olvidemos, por último, que este personaje aparece representado en el mismo retablo acompañando a los Reyes Católicos en la entrega de las llaves de Boabdil, algo que debe hacernos recordar el papel relevante que tuvo en dicho momento, lo que, sin duda, le concedió el «derecho histórico» a aparecer acompañando a los monarcas y a ser recordado en 445

el Retablo Mayor de la Capilla Real años más tarde 41 . Todo ello incita a pensar que la política asimilacionista de Carlos V no solo puede ser representada mediante la perpetuación del hábito morisco como elemento distintivo en los bautismos femeninos en los relieves granadinos, sino que también podría ser una alusión a la política del primer capitán general, quien, como hemos visto, ocupa un lugar privilegiado en este discurso visual que supone el trabajo de Bigarny. Tras exponer distintos aspectos sobre el contexto que vio nacer estos relieves, así como los diversos factores que influyeron en su concepción, nos parece interesante plantearnos ahora otras razones por las cuales se representa así al morisco 42 . Esta visión más o menos realista, sin atisbo de crítica, se dio también en el caso de los judíos en otros territorios europeos. Capriotti ha expuesto cómo la imagen del hebreo no adquiere un tinte peyorativo y aparece representado de un modo más realista cuando se muestra que deja de ser un enemigo y se integra, tras el bautismo, a la fe cristiana. Para ello analiza una serie de pinturas que se encuentran en los Estados Pontificios (actuales Umbria y Marche), a través de las cuales se intenta convencer al otro mediante el diálogo y la integración visual, sin caricaturas. Con ese discurso, la Iglesia acoge en su seno a todos sin distinción; ese es el mensaje 43 . Esta iconografía no infamante, además de encajar con la política de Carlos V y del primer capitán de Granada, es menos agresiva que la llevada a cabo por Cisneros años antes y puede relacionarse también con cómo gestionaron la cristianización de los espacios musulmanes y el desarrollo de una iconografía que se utilizó para decorar distintos enclaves del urbanismo de la ciudad. Diversos investigadores que se han aproximado a las imágenes realizadas para los moriscos 446

granadinos durante la primera mitad del siglo XVI han insistido en la inexistencia de una iconografía antiislámica. Antes, al contrario, advierten del uso de una crítica velada, sutil, ante la nueva situación social que se estaba viviendo. Díez Jorge analizó cómo las imágenes fueron muy escogidas y pensadas tanto en los espacios religiosos como en los palatinos 44 . Como ejemplo utiliza la conocida Virgen con el Niño de la Puerta de la Explanada (conocida tradicionalmente como Puerta de la Justicia), situada en uno de los accesos más importantes a la Alhambra. Para cristianizar este espacio, en lugar de recurrir a la figura del Matamoros —lo que hubiera implicado un mensaje de sumisión y lucha agresiva contra los musulmanes que por allí transitaran—, se sitúa una Virgen justo encima de una gran inscripción en árabe. No se borra el pasado, sino que se cristianiza. Esta inclusión encajaría con el primer programa pacífico de asimilación de los moriscos iniciado por Talavera, quien consideró que, mediante la figura mariana, podrían encontrarse elementos de contacto entre el islam, cuyos correligionarios la veneraban como la madre del profeta y modelo de virtud, y el cristianismo, donde representa la madre de Dios 45 . Esta imagen sirve, como se ha dicho, para cristianizar el espacio y se impone ante los restos árabes, pero no implica un mensaje agresivo ante el infiel. Que se diera esto no quiere decir, sin embargo, que la figura del Matamoros no se utilizara, pues existen otros retablos realizados para la Alhambra donde el apóstol tiene un papel principal 46 . Simplemente implica, a nuestro juicio, que en ciertos lugares de «convivencia», de acceso cotidiano de la población recientemente convertida, se tuvo especial cuidado en la selección de representaciones iconográficas 47 , principalmente durante las primeras décadas del siglo XVI. Este 447

hecho explicaría la difusión tardía de la figura de Santiago en el sur, que no se hace tan profusa hasta los últimos treinta años de dicho siglo, más allá de sus representaciones en pragmáticas o documentos nobiliarios privados que sí que se decoraron con tal iconografía, pero que, como decimos, eran de uso privado. Esta idea encajaría, además, con las teorías expuestas por Inés Monteira en el estudio de la escultura románica castellana 48 , quien defiende que en las zonas más islamizadas se dio, habitualmente, un número de obras menor de lo que pudiera esperarse en las que se representase de modo virulento el enfrentamiento ante el infiel. Se trata de una idea que compartimos en cuanto al ámbito valenciano se refiere 49 y que Díez Jorge también aplicó en su estudio relativo al sur de la península 50 . Admitirla, supone aceptar que nos encontramos ante una política visual ciertamente asimilacionista y poco agresiva a inicios del siglo XVI, que contrasta con la profusión de imágenes más infamantes a medida que el conflicto morisco-cristiano se radicaliza tras diversas insurrecciones de los conversos y el temor al turco, tal y como veremos en capítulos sucesivos. Para entender la particularidad del retablo de Granada debe ser comparado con otras imágenes de temática similar que se dieron durante todo el siglo en dicha área. Díez Jorge demuestra su similitud, a pesar de lo esquemático de la composición, con el dibujo contenido en el Libro I de los Bautizos de la parroquia de Santa María La Alhambra, que documenta los realizados entre 1518 y 1570, y donde se ilustra a un hombre barbado, ataviado con una suerte de turbante asistiendo al sacramento de iniciación de su hijo, vislumbrándose a lo lejos unas montañas, seguramente en alusión a Sierra Nevada. El modo de pintar al personaje, ambiguo, donde su identidad religiosa se desdibuja y cuyo modo de vestir es muy próximo al cristiano, puede 448

relacionarse con las imágenes que Bigarny realiza para la Capilla Real en el caso de la imposición de los sacramentos a los hombres 51 .

Fig. 19. Bautismo de los moriscos, Libro de Bautizos de la parroquia de Santa María La Alhambra (bautizos entre 1518 y 1570), Archivo de la Parroquia de San Cecilio. Arzobispado de Granada. Fotografía de Pepe Martín.

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Fig. 20. Bautismo de los moros de Fez, Francisco Heylan, ca. 1610, Museo Casa de los Tiros, Granada, ref. CE07998.

Mucho más islamizados aparecen los hombres en los grabados de Heylan y Lucenti para la Historia eclesiástica de Granada de Antolínez de Burgos, escrita en la primera década del siglo XVII pero que no vio la luz hasta siglos más tarde 52 . Dado que sobre esta obra hablaremos de modo detenido en el siguiente capítulo, no nos detendremos en demasía aquí en su fortuna e ideología implícita, pero no nos resistimos a 450

avanzar algunas ideas con un fin meramente comparativo. Para entender este sucinto análisis, es necesario recordar que la intención del autor fue la de ensalzar la diócesis de Granada y criticar, por otro lado, la acción de los moriscos y turcos alzados en las Alpujarras, reivindicando el reconocimiento por parte del papado de los mártires cristianos que murieron en la rebelión de 1568. Del conjunto de dibujos realizados por los artistas citados, uno estuvo vinculado al bautismo de los moros que habían huido de Fez por la peste en 1606. Este fue llevado a cabo por el arzobispo Pedro de Castro, máximo impulsor de la obra citada e ideólogo del conjunto. Estas pinturas no estaban previstas en la primera versión del libro, pero se han convertido en las más famosas de la serie, como ejemplo de conversión, aunque poco tienen que ver con los relieves de Bigarny. En este caso se ha borrado la identidad de los musulmanes que reciben el sacramento y no por desconocimiento de la sociedad española acerca de cómo vestían los moriscos de Fez, sino por interés mismo del ideólogo. El modelo con el que se pintó a estos personajes norteafricanos no es el de la Capilla Real, que hubiera servido —y mucho— a los artistas, pues como indica Mármol y Carvajal: «esto es lo que brevemente se ha podido decir de los trajes de Fez, que son una misma cosa con los que usaban los moriscos del reino de Granada» 53 . Los artistas bien podrían haber reutilizado estos ejemplos para hacerlos más comprensibles a los espectadores, pues, si era conocido que los oriundos de Fez vestían como los conversos de la zona, ¿por qué no pintarlos como lo había hecho Bigarny? No lo hacen. En sus dibujos, todos los representados son «blancos» y visten «a la cristiana» portando rosarios y una suerte de casullas totalmente distintas a su atuendo como musulmanes. Es como si los artistas, y los ideólogos de su trabajo, quisieran hacer ver que, como nuevos 451

cristianos, los antiguos musulmanes de Fez renunciaron a su vida anterior, algo que no sucedió en el caso de los primeros bautizados granadinos. Si esta historia se representara sola, sin la inscripción que explica lo que sucede y sin el fondo con las cruces que nos recuerda a los mártires alpujarreños —que sitúa la acción—, no sabríamos qué es lo que aquí se está ilustrando. Es interesante, pues, observar cómo los autores están borrando las señas culturales y étnicas de los representados. Esto nos ayuda a comprender y encuadrar la imagen del converso en dos momentos distintos, aunque en una misma ciudad. En el caso de Bigarny, durante el reinado de Carlos V, se intenta mostrar la universalidad del bautismo dentro de la diversidad de los catecúmenos: la Iglesia es una, pero con distintos pueblos en su interior (blancos, negros, de rostros aceitunados, etc.). Los relieves de la Capilla Real deben ser leídos en paralelo al programa iconográfico de las nupcias del monarca, donde el morisco era uno más dentro de los dominios de la Corona. En el caso de Heylan y Lucenti se evita esto. Hay no solo una «limpieza visual étnica» (pues no vemos diferenciación en el color de sus rostros), sino también cultural y etnológica, a través de la selección de los vestidos. El converso, si realmente quiere formar parte de la Iglesia, tiene que ser totalmente cristiano y abandonar su pasado. Tras años de lucha contra los moriscos, Castro entiende que la permisividad que tuvo Carlos V con prebendas o edictos de gracia no resultó efectiva. No elude presentarse a sí mismo como un arzobispo redentor, que perdona los pecados a los infieles que han llegado a Granada huyendo de la peste, pero les «impone» el modo en que deben comenzar a ser miembros de la Iglesia. Como sucede en el caso de Bernardo de Alzira, con el que iniciamos el libro, su cristianización ha supuesto borrar cualquier rasgo identitario, tal y como promulgaban 452

todos los edictos que hemos ido citando, y, sobre todo, el último, el de 1567, motivo último del alzamiento alpujarreño que es descrito en la Historia eclesiástica de Antolínez. Heylan y Bigarny presentan dos modos de contar historias paralelas, pero no coincidentes. En el caso de la Capilla Real se intensifican los rasgos identitarios del morisco mediante el vestido y los colores de los rostros, insistimos, dentro de un mensaje rendencionista y asimilacionista. No «todos son uno», pero sí todos forman parte de la nación española. Por su parte, en el de Heylan y Lucenti, se ensalza el valor del arzobispo a la hora de perdonar y asimilar mediante el bautismo a los musulmanes, pero se hace de un modo distinto: se borra su pasado árabe y se «desetniza». Dos imágenes de moriscos, el alfa y la omega, que nos ayudan a entender el valor publicístico de ambos casos y la evolución visual que tiene la plasmación del morisco, acorde con las políticas que hacia ellos se fueron configurando. LOS LIENZOS DE LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS DE LA FUNDACIÓN BANCAJA Si los relieves de Bigarny o los grabados de Heylan se han utilizado de modo muy recurrente para ilustrar historias de moriscos, unas veces como portadas de libros y otras como mero acompañamiento a textos de diverso calado, lo mismo ha sucedido con el conjunto de obras que ahora estudiaremos, uno de los documentos más interesantes para conocer cómo fue vista y entendida la expulsión de los moriscos de Valencia. Estas pinturas, actualmente en la Fundación Bancaja, comenzaron a ser conocidas principalmente gracias al primer trabajo divulgativo de Juan Tormo (1977), dado que seis de ellas formaban pate de la colección de su padre (Elías Tormo) desde 1917 54 . Desde 453

entonces, fueron estudiadas por distintos investigadores, dado su alto valor «documental» en relación a los sucesos acaecidos en 1609, tras la pragmática del rey Felipe III que obligaba a los moriscos a abandonar la tierra donde habían vivido desde hacía siglos y empezar una nueva andadura en el norte de África, principal destino tras su extrañamiento 55 . Las primeras investigaciones que se publicaron tras el texto de Tormo trataron de estudiar tanto la autoría de los lienzos como los pormenores que rodearon al encargo que dio con su factura final. Estas primeras indagaciones demostraron que todo el conjunto debe su existencia a una petición de Felipe III realizada de manera personal en el otoño de 1612 al virrey de Valencia, Luis Carrillo de Toledo, marqués de Caracena, a quien se le solicitó que encargase una serie pictórica que ilustrase la expulsión 56 . Hay que tener en cuenta que, para entonces, ya había finalizado la expulsión de los moriscos valencianos, pero no la del resto de los cristianos nuevos del país (que acabó en 1614) y que, además, la península ibérica estaba ya dentro de una crisis económica que la propia expulsión había agravado en territorios de alta densidad morisca al perderse una mano de obra barata y hábil en el trabajo de la tierra, si bien no podemos considerar que fuera la causa principal de la misma. Debido a estos problemas, y a la necesidad de justificar la propia medida, el monarca se vio impelido a plasmar visualmente, mediante cuadros de gran formato, uno de los aspectos que marcaron su reinado. Si Carlos V difundió sus victorias en Túnez y Felipe II hizo lo propio con las de Lepanto, el tercero de los felipes tuvo que centrarse en presentar la «heroica decisión» como clave fundamental de su reinado. Para ello, dispuso de un dinero limitado, extraído del patrimonio regio, del que el marqués solo podía hacer uso previa petición al monarca.

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Partimos, en nuestro estudio de los lienzos, del contexto que los vio nacer, así como de su relación con las celebraciones efímeras que tuvieron lugar repartidas por distintos puntos de la geografía ibérica y con los propios catafalcos funerarios regios. Bajo ese punto de vista, pensamos que estas obras surgen con el fin no solo de justificar la expulsión de la minoría, sino, y sobre todo, de dejar constancia de una acción política que debía ser recordada como clave en el reinado de Felipe III. Los moriscos lo vieron así en palabras del propio Escolano 57 , aspecto que retomaremos más adelante y que debe quedar en nuestra mente mientras leemos y analizamos los textos e imágenes que ilustran el exilio morisco. Como se ha apuntado, las primeras investigaciones realizadas sobre esta serie pictórica insistieron en cómo el primer cometido del marqués fue el de seleccionar a los artistas que debían desarrollar el programa iconográfico. Para ello eligió a una serie de pintores que no tuvieron una fortuna artística muy considerable, a pesar de ocupar cargos relevantes en distintos organismos locales o en el recientemente fundado Colegio de Pintores de Valencia. Todos ellos vivieron eclipsados por la figura de Francisco Ribalta y, más tarde, por la de su hijo Juan, quienes llegaron a la capital del Turia acompañando al séquito de Felipe III para los desposorios del monarca con Margarita de Austria, que se celebraron en 1599. Estos dos pintores monopolizaron la producción artística del momento e importaron las nuevas modas italianas a dicho territorio, pero no tuvieron una influencia muy considerable en los autores de los lienzos que nos ocupan: Pere Oromig 58 , Vicent Mestre 59 , Jerónimo Espinosa 60 y Francisco Peralta 61 . Los temas elegidos para esta serie pueden dividirse en tres: 455

la expulsión misma desde los principales puertos del lugar: Vinaroz-Moncofa y los Alfaques (Oromig y Peralta), el Grao de Valencia (Oromig), Denia (Mestre), Alicante (Oromig y Peralta) y las revueltas moriscas que se produjeron ante tal decisión: la de la Sierra de Laguar (Espinosa) y la de Muela de Cortes (Mestre). A ambos argumentos se une el del último lienzo, que fue elaborado por Mestre y se dedicó a la llegada a Orán de los expulsados. Si bien todos los autores coinciden en el origen del encargo y en señalar al monarca como máximo responsable del mismo (aunque no se conserve el contrato de obras), resulta más complicado conocer cuál iba a ser la localización definitiva de estos lienzos, así como la de las diversas copias que de ellos se encargaron. La primera investigadora que abordó de un modo más objetivo su ubicación fue Asunción Alejos 62 . Su trabajo fue clave para los que siguieron ahondando en el tema. En un principio, se creyó que estas pinturas fueron depositadas en el alcázar real de Madrid, donde residió el monarca y que permanecieron allí, al menos, hasta 1620, pues no aparecen descritas en ninguno de los inventarios que se fueron redactando tras esta fecha. En algún momento pudieron ser reubicadas en otro lugar (como el Palacio Real de Valencia o alguna casa nobiliaria particular) porque se vieron eclipsadas por el concurso que se produjo en 1627 para realizar otro cuadro que plasmara la expulsión. Dicho lienzo iba a decorar la Sala Nueva del citado alcázar y fue motivo para la convocatoria de un concurso en el que compitieron importantes artistas como Eugenio Cajés, Angelo Nardi, Diego Velázquez y Vicente Carducho. Actuaron como jueces Giovanni Battista Crescenzi y Juan Bautista Maíno. Si bien el vencedor fue Velázquez, su obra se perdió en el incendio del edificio de 1734, y solo conservamos el boceto que realizara Carducho como testimonio de dicho 456

concurso pictórico 63 . Aunque a día de hoy no se haya podido responder de manera satisfactoria a las preguntas relativas a la localización original de estas pinturas y aunque tampoco sepamos las razones por las que no aparecieron en los inventarios del alcázar tras la segunda década del siglo XVII, recientes investigaciones han arrojado nuevas informaciones sobre el origen del contrato y la supuesta ubicación de los cuadros, hecho que condiciona enormemente el valor de los mismos. La profesora Yolanda Gil ha sumado un tercer elemento al binomio formado por Felipe III y el marqués de Caracena en la gestación del conjunto: la figura de Rodrigo Calderón 64 . Este personaje ostentaba el título de marqués de Siete Iglesias y conde de la Oliva de Plasencia, capitán de la Guardia Alemana, secretario de cámara del rey y embajador extraordinario en los Países Bajos. Fue uno de los más poderosos y controvertidos personajes del reinado de Felipe III, colaborador del duque de Lerma y acérrimo defensor de la expulsión morisca. Por su papel como embajador en Flandes, se le encargó que gestionara la producción de una serie de tapices, supuestamente basados en las pinturas que estamos trabajando, algo que nunca llegó a materializar y por lo que fue denunciado. A la apropiación indebida del dinero, Rodrigo Calderón unió otras causas que arrastraba con anterioridad y que condicionaron un proceso que acabó con su ejecución pública en la plaza Mayor de Madrid el 21 de octubre de 1621. La profesora citada estudia la casuística de dicho proceso judicial y, sobre todo, la importancia que supone que no solo hablemos de unas pinturas para disfrute del propio monarca en su palacio, sino de unos tapices que hubieran sido expuestos en diversos lugares como complemento a las arquitecturas efímeras. Esto mismo también sucedió con la espléndida crónica visual de las tomas 457

de La Goleta y Túnez por Carlos V (1535), que constituyeron los cartones para tapices realizados por Jan Cornelisz Vermeyen en colaboración Pieter Coecke van Aelst, tejidos por Willem de Pannemaker, por designio de María de Hungría entre 1548 y 1554 con el beneplácito de su hermano, el emperador 65 .

Fig. 21. Desembarco en Túnez, Jan Vermeyen y Pieter Coecke van Aelst, 1543-1548, Patrimonio Nacional, Madrid.

Aquellos tapices sobre las primeras victorias carolinas tuvieron como finalidad principal publicitar las victorias y la grandeza del Imperio hispánico frente a los infieles. De hecho, Carlos V, consciente de la trascendencia que podía tener su empresa tunecina, siguió el modelo de los césares romanos, quienes llevaron cronistas y artistas para plasmar sus victorias, y consiguió que pintores de origen flamenco viajaran con él para dar fe de su actividad militar. Con este fin, los propios artistas se autorretrataron en uno de los tapices. La mayor parte de la historiografía que se ha aproximado al análisis de dichas piezas resalta el deseo de verosimilitud que habría guiado tanto a los Vermeyen y Coecke, como a los cronistas reales que se desplazaron hasta el territorio norteafricano para describir esta gran gesta 66 . 458

Estas publicaciones han defendido su supuesto valor cronístico y de propaganda histórica. No en vano, cada uno de estos tapices cuenta con una serie de inscripciones que sirven para explicar lo sucedido, de un modo similar a como lo cuentan los textos históricos. Este recurso también se da en las pinturas que ahora analizamos, de ahí que sea necesario relacionarlas en cuanto a sus recursos narrativos y a su intención de exponer la historia de la Monarquía Hispánica, pues ambas, presumiblemente, bebían del mismo interés.

Fig. 22. Detalle del Desembarco en Túnez.

Aun así, avezados observadores y conocedores de lo que sucedió en dichas batallas, así como de la moda turca, como son Miguel Ángel de Bunes y Miguel Falomir, han insistido en que la obra de Vermeyen no es totalmente objetiva en la ilustración de la contienda bélica 67 . Para entender esta subjetividad hay que tener en cuenta la dificultad que 459

entrañaba para los artistas pintar musulmanes aliados (los tunecinos del ejército de Muley Hassan) frente a musulmanes enemigos (los turcos), que guardaban ciertas concomitancias étnicas e incluso de atrezzo entre sí, pero que, evidentemente, desempeñaron papeles distintos. Si los tapices debían exaltar la victoria de Carlos V frente a los turcos, los pintores debían seleccionar aquellos personajes que hicieran mucho más comprensible el mensaje a los posibles espectadores. Para ello, los artistas flamencos insistieron en la despiadada figura del jenízaro otomano, soldado de infantería que llevaba armamento moderno, semejante al de los cristianos, que fue retratado en repetidas ocasiones decapitando a los servidores imperiales y mostrando la crueldad de los turcos, una constante en la historiografía, como veremos en el capítulo siguiente. Junto a ellos, aparecen otros combatientes musulmanes portando armas a la antigua, con la excepción de los siphais otomanos que manejan arcos de procedencia oriental y pequeños arcabuces. Para Bunes, Vermeyen, llevado por su interés en diferenciar e individualizar, comete el error de retratar con frecuencia a los aliados hafsíes de Carlos V, caballería que no tuvo relevancia en la campaña, pero que es la excusa por la que el cuerpo expedicionario español se encontraba en Túnez 68 . Con esta apreciación del investigador citado no se niega la veracidad del conjunto, pero sí se matiza. Como se ha dicho, creemos que este «error» proviene de la dificultad de pintar un conflicto donde enemigos y aliados son, en algunos aspectos, similares, pero, sobre todo, de la necesidad de mostrar todos los agentes que participaron activamente en la batalla, fuera en un primer o segundo plano. La figura del «moro amigo» o «aliado» fue fundamental en la política visual de Carlos V tras la victoria, cuando entronizó a Muley Hassan como rey de Túnez. De hecho, son varias las imágenes que se encuentran del monarca 460

tunecino en diversos arcos triunfales tras el regreso a Italia del emperador 69 . Del mismo modo, por su fin propagandístico se escondió al máximo enemigo, Barbarroja, que no aparece visualizado, y al que se ninguneó, al mismo tiempo que se ensalzaba la colaboración de las tropas norteafricanas con Carlos V. Con todo ello vemos que la construcción visual de la contienda no encaja totalmente con lo que realmente sucedió ni, mucho menos, con las crónicas históricas, a pesar de sus parecidos y paralelismos. Volvemos, así, a algunas de las preguntas con las que iniciábamos el libro: ¿cómo se gestó en la mente del artista y su cliente la imagen del otro?, ¿qué problemas histórico-artísticos tuvo que sortear? y, por último, ¿cómo se resolvió, al final, dicha cuestión? Si antes nos cuestionábamos la dificultad de hacer visible la conversión, el problema ahora residiría, más bien, en discernir cómo se pudo distinguir al aliado del enemigo, algo que obligó a los artistas a realizar una serie de cambios que pueden pasar desapercibidos a simple vista, pero que conforman en sí mismos la propia idea o valor del conjunto. Además de estas modificaciones del relato cronístico, otras fuentes pudieron influir en la concepción de los tapices. Al respecto, Checa opina que el verismo flamenco se combina con tradiciones moriscas como los juegos de cañas, de los que hablamos en capítulos precedentes. Para él, el tumulto de la guerra se presenta en muchas ocasiones en un estilo típico de un «torneo moro», combinado con posiciones y expresiones de diversas figuras que se inspiraron en la cultura helenística y romana. Se trataría, pues, de una mixtura de referencias culturales y artísticas a la Antigüedad, además de otras de naturaleza morisca y oriental que la corte española no había olvidado de periodos precedentes y que fueron recuperadas 461

con motivo de la conquista de Carlos V de Túnez 70 . A todo ello habría que unir la presumible censura que María de Hungría impuso a la composición original con el fin de matizar el resultado final, que tal vez incidió en estos aspectos citados 71 . El inciso que hemos dedicado a los tapices de la contienda tunecina no es peregrino, pues nos ayuda a reflexionar sobre algunos aspectos fundamentales de las pinturas de la expulsión de los moriscos. Si aceptamos las hipótesis de Gil, quien defiende que estas pinturas (u otras de temática similar, ya que no conservamos el contrato de obra) no eran pinturas per se, sino cartones para tapices, no estaríamos hablando de unas obras de disfrute propio del monarca, de su corte o de los embajadores que podrían observarlos de cerca. Más bien, nos estaríamos situando ante unas composiciones con un público potencial mucho mayor, pues sabemos que era habitual utilizar este tipo de elementos para decorar arquitecturas efímeras en eventos festivos. Al pensar en un espectador mucho más heterogéneo, el estudio de los códigos de representación utilizados por los artistas varía, pues estos se verían obligados no solo a realizar una crónica visual de la realidad, sino a difundir un mensaje claro y comprensible, que encajara con la publicística del monarca. Gran parte de la población que los iba a disfrutar no era, ni mucho menos, una avezada conocedora de la historia de la minoría morisca, y menos de este hecho en particular. Muchos de ellos ni tan siquiera tuvieron por qué ver marchar a los expulsos. Además, el hipotético espectador que se iba a enfrentar a estos dibujos evolucionaría con el paso del tiempo, de tal manera que, pasados los primeros años, se corría el riesgo de mostrar un acontecimiento no vivido, pero que tenía que ser recordado mostrando la heroica decisión del monarca. Eso 462

explica que Felipe III buscara un conjunto de imágenes que dieran eternidad a su política con respecto a los moriscos; una serie de obras que hicieran inmortal su supuesta proeza, entroncando, como se ha dicho, con el discurso triunfalista que estudiamos en los catafalcos del monarca y su esposa o con la propia retórica de los apologistas del destierro morisco 72 . Igual que sabemos que durante los años siguientes a la finalización de los tapices de la contienda tunecina se realizaron distintas copias para su difusión y que, incluso, algunas de ellas fueron solicitadas por los Borbones en el siglo XVIII, en el caso de los cuadros de la expulsión sucedió lo mismo. Villalmanzo insistió en cómo el propio Felipe III ordenó que fueran reproducidos en diversas ocasiones para obsequiar a quienes habían participado en la operación político-militar (no solo en la expulsión, sino también en la represión de las revueltas de Muela de Cortes y la Sierra de Laguar), en agradecimiento por sus servicios. Cita entre los beneficiarios al duque de Lerma, como primer ministro y señor de Denia, al mismo marqués de Caracena (que aparece retratado), así como a una serie de generales implicados en la contienda. A día de hoy, no sabemos si lo que se conserva son los originales, las copias realizadas para la nobleza y altos estamentos militares o los propios cartones para tapices que se iban a enviar a Flandes, pero sí que su producción se dio de una forma muy similar a lo sucedido con los textiles carolinos 73 . En segundo lugar, el hecho de considerar que estas pinturas fueron creadas como crónica visual de un hecho para ser expuesto de modo itinerante, nos plantea los mismos problemas que el estudio de la obra de Vermeyen. En este caso, se ha indicado cómo los artistas flamencos modificaron 463

algunos aspectos de la contienda bélica con el fin de hacer más entendible el discurso. Dieron relieve a ciertos aliados tunecinos que no participaron activamente en la batalla, radicalizaron la visión del turco y exaltaron el papel de los españoles en la victoria. De este modo, si consideramos que las pinturas de Vermeyen no son realmente una crónica de la realidad fidedigna al cien por cien, hemos de plantearnos si pudo ocurrir lo mismo con las pinturas que nos ocupan ahora. Este fin propagandístico podría ser un argumento más para justificar ciertas variaciones con respecto a lo que realmente sucedió, motivo por el cual pudieron perder valor cronístico, algo que ha sido defendido por la mayor parte de los investigadores que se han aproximado al conjunto. Por ejemplo, para el propio Villalmanzo, nunca estuvo en los planes del rey encargar unos grandes cuadros en honor de la Monarquía y con el fin de exaltar el triunfo de las armas cristianas sobre los moriscos sublevados, sino más bien, tener a su alcance unos lienzos de tipo descriptivo donde se resaltasen los elementos topográficos de los puertos y las montañas, escenarios del gran acontecimiento de su reinado. Para este investigador, dichos espacios adquirirían, además, un valor narrativo del hecho histórico en sí mismo, por medio de las cartelas que explicarían lo que allí sucedió 74 . Incluso opina que todo está retratado con una «exactitud fotográfica», no dando pie a una posible subjetividad en la representación 75 . Esta opinión es compartida en gran medida por Dopico, quien considera que formaron parte de una historiografía legitimadora de la expulsión. La citada investigadora insiste en el componente cronístico de la serie y en su función de exponer el cómo y el cuándo de lo sucedido 76 . Para ambos autores, pues, el valor de la crónica o descripción topográfica, sobrepasa a la propaganda que 464

habría supuesto el hecho de contar con una serie de obras itinerantes que podrían haberse expuesto en diversos actos festivos. No olvidemos que estas pinturas pudieron haber servido como modelo para otras representaciones posteriores como las que se realizarían en los arcos de la entrada de Felipe III en Portugal o los catafalcos suyo y de su esposa, de los que hablamos con anterioridad. A partir de todo lo dicho, entendemos la postura de estos dos autores, pero creemos que debería matizarse. El hecho de que no se vilipendie (al menos a primera vista) a los moriscos no significa que no se exalte la decisión tomada y que, con ello, el valor de propaganda supere al cronístico. En otras palabras, el hecho de que el morisco, según estos autores, sea retratado fielmente (aspecto que no compartimos) y que los entornos paisajísticos parezcan una corografía perfecta del litoral valenciano, no es justificación para que se les otorgue a estas pinturas un valor «cronístico», muestra de una realidad que supuestamente fue como tal 77 .

Fig. 23. Desembarco de los moriscos en Orán, Vicente Mestre, ca. 1614, Fundación Bancaja.

No en vano, la propia Dopico parece contradecirse en 465

algunos fragmentos de su artículo, pues, si bien no asume plenamente el valor de propaganda de estas composiciones en general, sí que considera que hay una ideología implícita que se quiere transmitir, principalmente cuando se analiza el lienzo en el que se representa la llegada de los moriscos a Orán 78 , donde no se omiten las distintas noticias e informes que llegaron a España acerca de las atrocidades cometidas contra los moriscos al desembarcar en África 79 . Esta pintura tiene un mensaje contradictorio, complicado de entender a simple vista. Por un lado, tendría un tono festivo, que se ilustra mediante las salvas que disparan en paralelo los barcos y el castillo, como saludándose y celebrando la llegada del primer contingente de moriscos 80 . Hay que entender que la propia fortaleza era, a su vez, un icono de la victoria del cristianismo y de la Corona en el norte de África, pues fue construida tras la conquista de Cisneros en 1509. Este diálogo entre los barcos capitaneados por los marinos españoles y la propia construcción militar inunda el lienzo de celebración. Recordemos, además, como cuenta Escolano, que algunos de estos navíos habían luchado en el mar contra corsarios tunecinos justo antes de deportar a los moriscos a Orán, por lo que, para ellos, se convertía en una maniobra más de lucha contra el infiel y victoria ante él 81 . Sin embargo, y por el contrario, en el cuadro se muestran las duras escenas de adaptación de los conversos a su nuevo hogar, donde las tribus nómadas los atrapan, persiguen y martirizan, tal y como se ve en detalle, donde con espadas curvas atacan a los recién llegados. Sin duda, se trata del reflejo de un momento de choque cultural para los moriscos, quienes, llegados a ese punto, tuvieron que volver a plantearse quiénes eran y cuál era su lugar en la nueva sociedad en la que les tocó vivir 82 . Dopico opina que estas imágenes «llevarían a 466

los espectadores […] a simpatizar e identificar con los expulsados o, cuando menos, a comprender que los moriscos españoles fueron tan maltratados en tierras extranjeras porque fuera de España, ellos eran extranjeros, porque eran, a fin de cuentas, españoles» 83 . Con ello, como indicamos, parece que para dicha autora este lienzo sirve para defender la españolidad de los moriscos —cuestión que no era nueva y sobre la que se debatía entonces— y para generar empatía con el público, quien no conoció de primera mano este suceso. Consideramos que esta idea no es acertada, principalmente por el hecho de asumir la «españolidad» del morisco, justo cuando todas las fuentes coetáneas nos muestran que era algo que se estaba poniendo en entredicho en aquellos años. Estas mismas fuentes nos empujan a pensar que, por aquel entonces, esa imagen amable no era real y que, más bien, el colectivo morisco era visto como un enemigo, un espía, confabulador y aliado turco, antes que súbdito de la Monarquía Hispánica, al menos desde los círculos oficiales. Como indicamos, esta imagen negativa se forjó, principalmente, tras las Alpujarras, cuando el morisco se retrata ya como alguien inasimilable. No en vano, como veremos al analizar la representación de las revueltas granadinas de 1568, en la Historia eclesiástica llega a tildárseles de «extranjeros». ¿Por qué, de repente, en esta serie se iba a intentar remarcar su «españolidad» e intentar generar una suerte de empatía positiva del espectador con la obra? Lo erróneo de la apreciación creemos que viene determinado por la tendencia a considerar que la imagen del converso fue estática y por la negativa a aceptar que, aunque estereotípica, fue mutable. De hecho, y como ya se ha indicado, no se pensaba lo mismo de los cristianos nuevos en 1521, cuando se esculpió el retablo de la Capilla Real de Granada, que en el momento en que se hicieron públicas las distintas 467

manifestaciones efímeras previas a Lepanto y al alzamiento alpujarreño o que en 1614, cuando apenas si quedaban moriscos, salvo excepciones conocidas, en territorio hispánico. Si acaso, esta visión de «piedad» podría llegar a entenderse mejor en la obra de Carducho, más lejana en cronología, encargada por un monarca que no fue partícipe directo de la expulsión y en un momento en el que el propio destierro estaba siendo sometido a revisión desde la Corte 84 . Para Felipe III, como para su valido y para gran parte de los teólogos e intelectuales del momento, los moriscos no solo eran infieles, herejes y apóstatas, sino que tampoco formaban parte de la nación española. Sobre este asunto ha reflexionado recientemente Luis Bernabé. En su trabajo, queda claro que los moriscos siempre han sido un objeto un tanto incómodo para el pensamiento y la historiografía. Fueron considerados demasiado musulmanes para ser asimilados sin más a la sociedad española y demasiado hispanizados o «iberizados» para ser contados como prolongación de la historia de alÁndalus. Bernabé afirma, en este sentido, que, de forma parcial, los mudéjares y los moriscos han sido vistos en varias ocasiones como una cierta anomalía sociohistórica, tanto por parte de la historiografía europea como de la árabe 85 . Creemos, pues, que Dopico, en su interpretación, obvia este razonamiento y, por ello, cae en un error en su interpretación. Por el contrario, pensamos que Bernabé acertó de pleno. Los moriscos eran considerados demasiado musulmanes para vivir en la península, de ahí que en otros cuadros de la serie se retraten detenidamente sus costumbres. Al tiempo, y sin solución de discontinuidad, cabe admitir también que fueron lo suficientemente cristianos para no ser aceptados como tales en la que iba a ser su nueva casa. El lienzo al que nos referimos muestra a la perfección la diatriba e intenta historiar el suceso, plasmando visualmente el problema. El 468

cuadro encierra un mensaje mucho más profundo de lo que parece a simple vista; tanto que no tenemos certeza de si fue realmente comprendido por los espectadores a quienes iba dirigido. Tal vez, a la hora de argumentar su postura, la investigadora citada tenía en mente las palabras del morisco Ricote en el Quijote, quien sobre este pasaje escribió: Finalmente con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos; pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos, lloramos España, que en fin nacimos en ella, y es nuestra patria natural: en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África, donde esperábamos ser recogidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan 86 . Bien es cierto que este pensamiento pudo planear en la mente de aquellos espectadores más cualificados cultural e intelectualmente, quienes pudieron ver las palabras de Ricote plasmadas visualmente, incluso la defensa de su españolidad, pero este discurso, aunque coincidente en cronología, no se correspondía con el defendido por la Corona, tal y como demuestran los propios documentos que justifican su expulsión. Antes al contrario, estas imágenes se concibieron como exponente de un sentimiento de castigo divino por el mal comportamiento de los propios moriscos y por sus pactos con los piratas y turcos 87 . Podría ser una plasmación del sueño truncado por sus propios correligionarios que, mal vestidos y ennegrecidos físicamente del mismo modo que los propios moriscos, con espadas los atacan. Por tanto, la idea de castigo que se desprende del párrafo cervantino sí que podría estar representada, pero no la otra, la de una españolidad 469

defendida desde la propia Corona con la aprobación de esta escena, contraria a los ideales de Felipe III y de su valido. De hecho, estos lienzos, en su conjunto, plantean una memoria selectiva de lo sucedido. Mientras que retratan la imagen de un recibimiento cruel por parte de los propios musulmanes norteafricanos, omiten las vejaciones que sufrieron los moriscos camino del destierro, antes de embarcarse. Como describe Escolano, gran parte de ellos fueron degollados por los propios cristianos viejos, quienes pretendían quedarse con sus bienes, hecho que, entre otros incidentes, motivó la conocida y también retratada revuelta de la Muela de Cortes 88 . Este sería, acaso, otro ejemplo más de la descripción partidista que se da en los lienzos, donde se magnifican unos sucesos y se ocultan otros para encajar representación visual y mensaje oficial. Más allá de este asunto sobre la «hispanidad» del pueblo y el mensaje «empático» con el otro que ha sido defendido por parte de la historiografía, a día de hoy es difícil reconstruir cómo fue realmente esta llegada a Orán, salvo por las palabras de Al-Maqqari que citamos a pie de página con anterioridad. Casi no existen relatos escritos por los propios expulsados a pesar de la importancia de este hecho. No sabemos si estos se han perdido o el acontecimiento en sí mismo fue tan traumático como para ser silenciado, borrado de sus escritos y apartado de su memoria colectiva. En ese sentido, son escasísimos los textos aljamiados que hacen referencia a este hecho, sobre todo, si se comparan con otros asuntos de la propia vida de la minoría. Aun así, no es menos verdad que la mayoría incide en las atrocidades que sufrieron a manos de las tribus nómadas que los vieron llegar. Volviendo a las obras en sí, para autores como Kimmel, estas no solo responden a una autopromoción iconográfica, 470

sino que, junto con la literatura, se insertan en una estrategia en que esta se entrecruza con la exégesis sagrada, la reforma religiosa y social y la investigación económica. El debate sobre la conversión musulmana y judía al cristianismo había dejado al descubierto los usos instrumentales del Derecho Canónico. La larga lucha para eliminar las últimas huellas del judaísmo y del islam en España y para convertir a los pueblos indígenas en las Américas estaba revolucionando no solo las leyes, sino también el estudio del idioma y la escritura de la historia. Para él, esta revolución conllevó falsedad y fuerza bruta 89 . De nuevo, el término «falsedad» parece vinculado a este discurso triunfalista, aspecto sobre el que volveremos más adelante. La importancia de este conjunto de lienzos como posible prueba documental o propagandística de la licitud del destierro morisco ha hecho que algunos historiadores se hayan aproximado a los mismos desde una vertiente anacrónica y hayan propuesto teorías de lo más peregrinas en torno a los mismos. Un claro ejemplo es el estudio de E. Michel Gerli. Su punto de partida consiste en entender este conjunto de pinturas como un ejemplo de la decisión nefanda de expulsar a los conversos, convirtiéndose en una crítica a la «limpieza étnica» que supuso la expulsión. El autor vio en los artistas, que describieron con todo lujo de detalles la deportación, metáforas visuales complejas que muestran no solo sus ansiedades particulares, sino también las de los cristianos en general e, incluso, las del pueblo expulsado 90 . Por ello, no duda en considerar que la fuente de inspiración de la serie de lienzos que analizamos sean los suicidios de los judíos en el asedio romano de Masada, tal y como los narra Flavio Josefo (capítulos 8-9), así como la representación que Botticelli hizo del Infierno de Dante, lleno de torturas, luchas y sufrimientos 91 . Se trata de algo totalmente imposible, pues no eran lecturas que los artistas a quienes se les encargaron las 471

obras ni sus comitentes conocieron. En la Valencia del XVII, el conocimiento de Flavio Josefo o de las reproducciones de las ilustraciones de Dante no eran de consumo habitual, por lo que fue poco plausible que los cuadros a los que nos referimos tuvieran esa fuente de inspiración. Debemos recordar que estamos hablando de pintores que no ocuparon una primera fila en el panorama nacional. Por aquel entonces, la escuela valenciana estaba monopolizada por los Ribalta y alrededor de ellos pululaban artistas locales como los autores de estos dibujos, con una menor formación intelectual y capacidad artística, tal y como denota el estudio detenido de su técnica y sus deficientes dotes para plasmar no solo las emociones, sino también el fulgor de la batalla en las escenas relacionadas con las insurrecciones moriscas en los montes valencianos. El desconocimiento de esta realidad también lleva a Gerli a plantear otras hipótesis aparentemente atractivas, pero infundadas, sobre todo si conocemos la naturaleza del encargo. Recordemos, al respecto, que este conjunto de pinturas fue realizado para el monarca, y que, gracias a las investigaciones de Gil, sabemos que iban a ser trasladadas a tapiz, como sucedió con la serie de batallas de Vermeyen. Este hecho parece ser desconocido por el investigador americano, quien elucubra acerca de que el hecho de que las pinturas no posean marco es un recurso expresivo, pues dicha moldura habría reforzado la noción de la integridad de la mirada, al tiempo de perfilar los puntos focales dramáticos y psicológicos, el primer plano y el fondo. Al no existir tal elemento, para él, la pintura se siente desplazada e inaccesible, crea confusión, algo que parte de la propia ansiedad de los artistas, de la necesidad de ilustrar la naturaleza brutal del conflicto 92 . Por ello denuncia que son unas pinturas poco entendibles para los espectadores que ahora se aproximan a ellas, algo totalmente incierto, pues justamente la intención 472

de las mismas era contar una «versión» de la historia que algo tenía que ver con la realidad, pero que encajaba a la perfección con el discurso de la justificación del destierro y la infidelidad de los moriscos.

Fig. 24. Expulsión de los moriscos desde el puerto del Grao de Valencia, Pere Oromig, ca. 1614, Fundación Bancaja.

Fig. 25. Expulsión de los moriscos desde el puerto de Denia, Vicente Mestre, ca. 1614, Fundación Bancaja.

Volviendo al estudio en sí mismo de los lienzos y dejando 473

de lado tales reflexiones, nuestra investigación se basa en una pregunta: ¿qué hay de objetivo en todo este conjunto de pinturas? La respuesta es fácil: los fondos paisajísticos, principalmente aquellos que retratan los puertos valencianos. En principio, es el único elemento del que podemos afirmar rotundamente que está basado en la realidad y en la observación directa del entorno. Se trata de una perfecta corografía del territorio, hecho que supuso que autores como Benito opinaran que el posible artista de la serie fuera Mancelli, uno de los cartógrafos más afamado de la Valencia de inicios del siglo XVII 93 . Su suposición se basa, principalmente, en dos aspectos: su estilo, que poco o nada tiene que ver con lo que se estaba haciendo en la zona en dicho periodo; y, por otro lado, el detallismo con el que describe tanto las fortificaciones como las casas y el paisaje. De hecho, el propio Benito creyó que primero se pintaron los fondos y más tarde las figuras. Esta objetividad en la plasmación del territorio es importante, pues lo mismo sucede en el caso de Vermeyen y la conquista tunecina. Si los tapices fueron concebidos para recordar lo sucedido, era necesario que fueran identificables las principales edificaciones y accidentes geográficos que caracterizan cada espacio. Se trataba de crear una escenografía reconocible en la cual pudieran situarse después las figuras y los hechos. Esta objetividad legitimaba aquello que allí se representaba y le daba carácter verosímil. A pesar de constatarse que no fue Mancelli quien diseñó estas pinturas, las apreciaciones de Benito son sumamente interesantes a la hora de estudiar el valor de los lienzos y las herramientas que los artistas utilizaron para hacer más creíble lo que en ellos se expone. Más allá de eso, y de la aparición de distintos nobles, como el propio marqués de Caracena, ataviado con su hábito de la Orden de Santiago mientras intentaba dar fe de la 474

expulsión 94 , el resto es un constructo visual de la alteridad. Uno de esos elementos construidos del que no tenemos verdaderas pruebas objetivas sería el de las danzas, fiestas y celebraciones que realizan los moriscos, principalmente a su salida del puerto de Denia. En teoría, tales representaciones mostrarían la alegría morisca por volver al norte de África, unirse a sus correligionarios y abandonar el estado de opresión y control político y religioso al que estaban sometidos. Así lo habrían descrito también los apologistas de la expulsión, entre ellos Jaime Bleda: Llegaban con tanta alegría y alboroço como si fueran a las más alegres fiestas y bodas que hubo entre ellos. Yvan cantando y tañendo con flautas, tamborines y dulçaynas y otros instrumentos que solían tener, relinchando, y diciendo: viva el Turco que nos ha de recibir en su tierra, y nos ha de dexar vivir libremente en nuestra ley. Y viva Mahoma, que nos ha dexado ver estos tiempos tan felices, en los cuales vamos a vivir a tierra, de donde vinieron nuestros pasados […]. Muchos que por el camino se casaron contra las leyes de la Iglesia, llegados a Alicante celebraron las bodas con mucho regozijo de bayles y danças y música de laudes y dulçaynas, las moriscas yvan vestidas lo mejor que podían… Dezían que yvan con gusto adonde el Rey los echava; mas que presto volverían, y nos echarían a nosotros 95 . Los lienzos reparan ciertamente en estos aspectos, que ocupan un gran espacio en el conjunto final. Esta creación visual de un felicísimo retorno no concuerda solo con la de los apologistas; también es similar a la que se observa en algunas fuentes árabes que, justamente, reafirman la condición de extranjería de los cristianos nuevos para transmitir esta sensación de jolgorio y celebración. Uno de los autores que describe de ese modo este suceso es el jerife Mohammad ibn Abd al-Rafi 96 , morisco de origen murciano, 475

que salió de su ciudad natal pocos años antes de la promulgación del edicto de expulsión, por lo que no vivió de primera mano lo que sucedió y nos presenta una visión igual de subjetiva y sesgada que los textos apologéticos. Su relato comenzó a escribirse hacia 1611 y fue concluido el 25 de enero de 1635, pudiendo haber conocido de primera mano alguna de las historias de los que llegaron al norte de África. Este autor oculta cualquier atisbo de dolor o drama del destierro. Cuando parece que va a tratarlo, lo evita porque hacerlo cambiaría esa visión triunfalista del hecho que narra. Presenta el proceso de salida de su pueblo como la emancipación de la gran cárcel cristiana que era aquella España, que impedía a los moriscos ser ellos mismos y les imponía todo tipo de presiones religiosas, sociales y económicas. Como indica Houssem E. Chachia, esta ocultación está basada en una aproximación del relato a la expulsión como una bendición de Dios. Referirse a las desgracias moriscas en tierras musulmanas habría resultado contraproducente con ese mensaje y había roto con la imagen que se pretendía transmitir en ese sentido 97 . Muy distinta es la versión que nos dejó Pedro Aznar Cardona, cuyas palabras creemos que tuvieron más influencia en las pinturas realizadas para el concurso organizado por Felipe IV que las que estamos analizando. A pesar de considerar justo el destierro morisco, retrata el dolor de su pérdida, describe a los cristianos nuevos como unos desarrapados, con las vestiduras hechas girones, tal y como muestra el boceto conservado de Carducho: Salieron pues, los desventurados moriscos, por sus días señalados por los ministros reales, en orden de procesión desordenada mezclados los de a pie con los de a caballo, yendo unos entre otros, reventando de dolor y de lágrimas, llevando grande estruendo y confusa vocería cargados de sus hijos y mujeres 476

de sus enfermos y de sus viejos y niños, llenos de polvo, sudando, y carleando, los unos en carros apretados allí con sus alhajas y espuertas, aguaderas, arrodeados de alforjas, botijas, tañados, cestillas, ropas, sayos, camisas, lienzos, manteles, pedazos de cáñamo, piezas de lino y otras cosas semejantes, cada cual lo que tenía. Unos iban a pie, rotos, malvestidos, calzados con una esponteña y un zapato, otros con sus capas al cuello, otros con sus farderillos y otros con diversos envoltorios y líos, todos saludando a los que los miraban. El señor los ende guarde: señores, queden con Dios 98 . En las pinturas, tales sucesos ocupan un lugar mucho más reducido. Podríamos citar algunas escenas donde se observa claramente ese dolor y sufrimiento de los moriscos, así como la diversidad de actitudes de los representados. Por ejemplo, en el lienzo de la expulsión del Grao de Valencia aparece en primer plano un padre arrodillado despidiéndose de su hija, que, hipotéticamente, se habría quedado bajo el cuidado de los cristianos viejos, siguiendo lo que indicaba la pragmática 99 , y que, justamente por quedarse con los cristianos es retratada como blanca y no con el color oscuro de su padre, síntoma, pues, de conversión. O, un poco más arriba, se aprecia a dos hombres trasportando en brazos a un anciano que no puede entrar por sí solo al mar a tomar la barca 100 . Son escenas de piedad, de dolor, que contrastan con la sobriedad que se muestra en la esquina opuesta del lienzo, donde los nobles y militares están organizando a caballo la deportación morisca. Con esa composición, el artista parece querer crear una lectura en paralelo, entre los hechos políticos, las decisiones del monarca y la realidad morisca. El resto de la población parece ser espectadora. Como si de una obra de teatro se tratara, el pintor sitúa en los balcones un universo de cabezas y cuerpos arremolinados que contemplan 477

lo que allí estaba sucediendo. En cualquier caso, estas escenas son mínimas comparadas con lo que debió haber sido la realidad.

Fig. 26. Detalle de una niña morisca despidiéndose de su padre en la expulsión de los moriscos desde el puerto del Grao de Valencia, Pere Oromig.

Más allá de las representaciones citadas tampoco encontramos en los lienzos alusiones de ningún tipo a aquellas otras escenas, narradas por Escolano, en las que los moriscos subían rápidamente a los barcos mientras los soldados les robaban o les increpaban para que reaccionaran violentamente y tener así una justificación para actuar contra ellos. Hombres y mujeres atemorizados, según este cronista, intentaban llegar lo antes posible a los barcos, no por la felicidad de abandonar este territorio, sino para evitar mayor número de vejaciones. Los ejemplos expuestos son meras anécdotas dentro de una narración visual totalmente partidista y sin rigor histórico 101 . Por citar un último ejemplo textual que describe este destierro, nos centraremos en Gaspar Aguilar. Si bien, en otra 478

de sus composiciones teatrales, Aguilar criticó duramente a los moriscos 102 , en este caso, el modo en el que describe a los conversos es de cierta admiración por la riqueza de sus vestiduras y porte personal, algo que sí que podemos ver retratado en las pinturas que trabajamos. Tal vez, Aguilar, por su ideología antimorisca, intentase idealizar negativamente la escena y la deformase como descripción sarcástica del morisco, como una burla en la que pretendía mostrar a los expulsados vistiendo unas prendas supuestamente ricas cuando, en su mayoría, estos estaban situados en las capas más humildes de la sociedad. Por desgracia, a día de hoy es imposible conocer las razones por las que el poeta caracterizó así a los moriscos, pero no podemos obviar la posible dosis de sarcasmo que podrían esconder sus palabras 103 : Un escuadrón de moras y de moros Va de todos oyendo mil ultrajes; Ellos con las riquezas y tesoros, Ellas con los adornos y los trajes. Las viejas con tristezas y con lloros Van haciendo pucheros y visajes, Cargadas todas con alhajas viles De ollas, sartenes, cántaros, candiles 104 .

Esta teórica admiración fue compartida por otros romances anónimos que denunciaron cómo los moriscos dejaron de lado sus vestidos pobres y se vistieron con sus mejores galas para la expulsión: El morisco se ponía duro alpargate de esparto, ahora trae borceguíes argentados alosados, vestido de terciopelo en tafetán aforrado y espada plateada y puñal sobredorado 105 . Partiendo de las metáforas expuestas por los apologistas y cronistas de la expulsión que narraron el destierro de un modo más o menos personal, vamos a analizar cómo se representaron visualmente los moriscos, qué aspectos fueron los que más interesaron a los artistas e ideólogos y cómo podríamos incluirlos dentro del debate sobre etnia y estereotipo que expusimos al inicio de este libro. Los primeros investigadores que se aproximaron al asunto, 479

simplemente se limitaron, una vez identificadas las fuentes citadas con anterioridad, a describir muy epidérmicamente el conjunto. A narrar, sin profundizar, cómo eran las vestiduras y sus expresiones y a destacar el anecdotismo de las composiciones. Para gran parte de estos académicos, los moriscos eran «uno» y lo más natural y fácil para su estudio era aplicar las características citadas en los manuales de trajes y fisonomía para identificar a los conversos como tales. Otros, como Olivia R. Constable, resaltaron que los moriscos «realmente» vistieron así para mostrar su resistencia; también para adecuarse al nuevo país donde iban a ser deportados. Es decir, se trataba de una elección consciente y premeditada que los lienzos recogieron 106 . Dopico, en su debate entre la crónica y la propaganda, se cuestiona que las cristianas viejas, diferenciadas por sus hábitos, pudiesen participar en los bailes moriscos. Para esta autora, este modo de retratarla es una muestra de mala fe histórica: un esfuerzo por subrayar o romantizar la otredad de los moriscos (quienes podían ponerse a bailar en medio de una espectacular tragedia), para encubrir su similitud —un último estallido de color local que tal vez fuera (especialmente dada la danza imitatoria de las cristianas viejas y el deseo mimético que la subyace), un tanto demasiado local 107 . No creemos que estas afirmaciones tengan un verdadero fundamento histórico. A nuestro entender, quien mejor se ha aproximado a un estudio objetivo de estos lienzos y del valor de la distinción a través del traje fue Irigoyen. Este investigador enlazó sus reflexiones sobre el modo de vestir de los conversos con las fuentes textuales y las imágenes que nos ocupan. Como conclusión, opina que, al no representar a los moriscos como «moros», los pintores, y especialmente quienes encargaron las obras, defendían una cierta noción de realismo pictórico, si bien también intentaron crear una 480

distinción en la vestimenta entre cristianos viejos y moriscos para demostrar que pertenecían a diferentes clases sociales, tal y como hemos tenido ocasión de señalar cuando hemos hablado del vestido femenino. Para él, representar a los moriscos como plebeyos podría hacer que la expulsión fuera más aceptable al oscurecer la integración de muchos moriscos y presentarlos como una población sacrificable. Además, este modo de ilustrar el asunto encajaría con el estereotipo literario que se creó entre 1609 y 1614, cuando el teatro y estas pinturas orientaron la representación del morisco a la presentación de modelos que lo caracterizaban como un sujeto socialmente diferente al cristiano viejo 108 . Toda esta estrategia, que es observable tanto en las pinturas como en la literatura, se produjo, según este autor, no solo gracias a la acción de la Corona, sino también a la de los dramaturgos, grupo en el que podríamos incluir a partir de ahora también a algunos artistas. Aun así, consideramos que quedan algunas preguntas por responder. Volvamos a mirar atentamente los lienzos. Lo primero que nos llama la atención es cómo se desdibujan los rostros y las formas, no creemos que por la falta de pericia de los artistas, que fueron capaces de crear un fondo arquitectónico de cierta calidad, sino tal vez por «despersonalizar» a los moriscos representados, mostrando una masa de población cuyos rostros no debían ser retratados. En las dos pinturas de las revueltas apenas se insinúan. A todo ello es posible que contribuyera también el cometido que se les iba a dar en cuanto cartones para tapices. Pero no solo eso. Al morisco no se le diferencia del cristiano solo por el traje, sino por el color de la piel. Si comparamos los rostros de cristianos viejos y nuevos, justo en aquellos grupos que se encuentran en diálogo, es evidente el oscurecimiento de las faces de estos últimos. Se trata de algo 481

que se hace todavía más evidente en el conjunto de personajes musculados que, antes de ser embarcados, pelean en el puerto de Denia. Son casi negros, como mucho mulatos, cuando era bien sabido que el morisco podría tener la piel aceitunada, pero no de color tan oscuro a no ser que fuera de procedencia etíope, en cuyo caso el trato recibido también fue diferente debido a esa distinta posición social, pues fueron principalmente esclavos. Ya hemos indicado en capítulos previos la diversidad de apariencias que existían dentro de los conversos. A través de las fuentes de archivo se ha demostrado la variedad fisiológica que presentó la población morisca en función de factores diversos tales como su procedencia, los matrimonios mixtos y toda una amplia gama de factores que determinaron que el morisco fuera, en muchos casos, idéntico al cristiano viejo. Si recordamos, en las pinturas de la Capilla Real de Granada, Bigarny mostró tal diversidad con un fin diferenciador, pero a su vez integrador, al intentar incluir a los moriscos bajo el signo del cristianismo, de esa nación hispánica que defendía Carlos V. Con ello el artista buscaba plasmar la asimilación relativamente pacífica que este monarca propugnó en algunos momentos de su reinado. Esta distinción se pierde en los cuadros de la expulsión. Al morisco se le estereotipa y cosifica, es uno y de piel oscura. De hecho, el color de la piel de estos moriscos antes de partir hacia el norte de África es idéntico al que se utiliza para representar a los moros nómadas que los reciben en Orán. Se les está relacionando, igualando, mostrando que, aunque los conversos hubieran vivido durante años entre cristianos, su fisonomía tenía que ser, por fuerza, como la de los moros norteafricanos, los infieles, los enemigos. Es este un claro ejemplo en el que el color de la piel tiene un papel importante, nos atrevemos a decir, incluso, que intencionadamente «racial» (con todas las 482

implicaciones biológicas y morales que ello significa) en su planteamiento, de ahí que insistiéramos en capítulos precedentes sobre este término.

Fig. 27. Detalle de las luchas moriscas en la expulsión desde el puerto de Denia, Vicente Mestre.

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Fig. 28. Detalle de los bailes moriscos en la expulsión desde el puerto de Denia, Vicente Mestre.

Fig. 29. Detalle del combate entre moriscos y bereberes en Orán, Vicente Mestre.

Ocurre, además, que este aspecto, vinculado con el asunto de la expulsión, es algo más propio de la pintura y no tanto de la literatura. En las descripciones de los apologistas poco encontramos al respecto cuando se describe la salida de los barcos. De hecho, los autores se detienen en los vestidos, sus actitudes, su número, etc., y ni siquiera de una manera 484

profunda. Es cierto que en páginas previas a la narración de los embarques, algunos de ellos, como Bleda, hablaban de asuntos de distinción, de cómo su sangre, incluso su leche materna, eran portadoras de maldad, pero en los pasajes que nos ocupan, poco dicen de este asunto. Son los artistas y sus clientes quienes estuvieron interesados en hacer hincapié en esa estandarización, como si se tratase de un símbolo opuesto a lo que ideara casi un siglo antes Carlos V para la Capilla Real. Con ello, se estaba «etnizando» al morisco con la intensificación de la diferencia, para señalarlo como cuerpo extraño de la sociedad y, así, justificar su expulsión. No hay rasgos de esa «españolización» de la que hablaba Dopico, sino de una construcción del converso como una masa, desdibujada, pero identificada por un color no basado en la realidad. De ahí que, solo por este hecho, estos lienzos no puedan ser tratados como una crónica histórica fidedigna, sino como un constructo bien ideado de segregación y justificación de una distinción étnica y social entre ambos colectivos. Lo mismo sucedió con el asunto del vestido, que ya citamos brevemente. El modo de representar a las mujeres dista de la moda canónica; no es exactamente aquella que encontramos en las fuentes archivísticas. Solo los colores vivos, el textil de sus faldas o el hecho de llevar cubierta la cabeza les puede distinguir a priori. Poco tienen que ver con los relieves citados de Bigarny o con los modelos que «retrataran» los viajeros a territorio peninsular. Sus hábitos fueron mucho más pobres, como ya reseñó Irigoyen, quien además utilizó otros textos para afirmar que, justamente en Valencia, en dicho periodo, el número de conversos que vestía completamente a la morisca era realmente ínfimo debido a todas las leyes que se habían ido promulgando con anterioridad y a la represión que habían sufrido por su incumplimiento 109 . La elección del 485

vestido, aquí, es un claro recurso para distinguirlos 110 . Pero no solo eso. Aún hay otro asunto que nos interesa como parte de su contraposición con las cristianas viejas. Estas llevan trajes de gala, pero ninguna de ellas viste a la morisca. No hay rastro de esa moda, que era la habitual en los festejos locales, en las imágenes de danza dibujadas en la expulsión del puerto de Denia. Indicamos en capítulos precedentes que la propia Isabel la Católica vestía a la morisca y que los hombres en los juegos de cañas querían llevar los atuendos por su riqueza. Y aquí, estas mismas cristianas visten según la moda más castiza, sin ningún atisbo de elementos islámicos en su indumentaria. Incluso en la escena citada donde una familia se despide de su hija, a esta ya la han vestido como una cristiana vieja. De nuevo importa la distinción, el mensaje claro. Con el color de la piel y los trajes se hace a los moriscos más musulmanes y a los cristianos más cristianos, un fenómeno que, como hemos visto, comienza a producirse tras las Alpujarras y que aquí se hace evidente. Aunque estemos hablando de pintores que no poseen una excelente factura, ocupan cargos importantes en los gremios del lugar, saben muy bien a lo que se enfrentan y conocen las técnicas comunicativas con el espectador. Están contando una historia, pero es un relato particular. Se encuentra pervertido por su contacto con las fuentes textuales que clamaban por la expulsión. También por los propios recursos pictóricos de contraponer los estereotipos físicos y de indumentaria, de hacer visible y palpable la diferencia a pesar de que todo se situara en una corografía realista, donde todos los accidentes geográficos eran identificables. Tal vez, donde todo esto se haga más visible, es en las dos pinturas dedicadas a las revueltas de Muela de Cortes y del 486

Valle de Laguar, entendiéndose esta última como la que cerraba la serie, pues en cronología corresponde con hechos acaecidos con posterioridad al desembarco en Orán y no antes, como se ha querido ver. En estas, los hombres no visten como moriscos, sino como musulmanes, de un modo muy similar a como fueron definidos en el alzamiento alpujarreño. Los turbantes, a pesar de representar una moda que había sido desterrada, reaparecen y los trajes y complementos son muy diferentes de aquellos otros que los que debieron poseer en sus casas tras un siglo de vigilancia civil y control inquisitorial 111 .

Fig. 30. Detalle de las vestiduras de los moriscos en la revuelta del Valle de Laguar, Jerónimo Espinosa.

Algo similar debió ocurrir con la representación de la figura del rey de los moriscos, Turigi, al que se muestra apresado y coronado en la Muela de Cortes, de un modo muy naif, que nada tiene que ver con cómo un dignatario musulmán portaría tal atributo. Aquí, el artista intenta que el espectador comprenda la escena y para ello utiliza unos códigos visuales compartidos, que no son realistas, pero que sirven para el objetivo de esta pintura. Es una construcción visual didáctica, moralizante, donde cartela e inscripciones lo 487

explican todo, donde con una sola mirada distinguimos a los que son cristianos de los que no, sin un fin asimilacionista, sino con la intención clara de justificar el destierro. Este constructo visual es posterior a las pinturas que hiciera Lucenti y grabara Heylan para la Historia eclesiástica de Granada, de las que hablaremos en el capítulo siguiente y a algunas portadas de las distintas ediciones de las obras de Pérez de Hita, donde el morisco aparece «islamizado», y con ello señalado y criticado como miembro infiel. Los artistas no hicieron sino recoger una tradición visual que se estaba popularizando en los primeros años del siglo XVII. Finalmente, tampoco debemos perder de vista otros detalles de estas pinturas que podrían indicarnos cómo estas revueltas deben ser estudiadas como el fin del ciclo pictórico, contrariamente a lo que se opina, pues se suele indicar que fue la llegada a Orán el epílogo del conjunto. En ellas vemos a diversos moriscos despeñándose por los montes. Los primeros desembarcos en el norte de África fueron bien asimilados en la fortaleza o encaminados hacia el interior argelino, principalmente gracias a las negociaciones del gobernador. Sin embargo, cuando los recién llegados dejaron de ser admitidos dentro de la fortaleza, comenzaron los enfrentamientos con los beduinos, cuyas primeras noticias llegaron rápidamente a Valencia y se produjeron conatos de alzamiento entre aquellos que aún no habían embarcado. Es decir, lo que se representa en la serie no es el primer desembarco en Orán, sino los sucesivos, aquellos que produjeron alzamientos casi simultáneos en las sierras valencianas. Así podemos entender el suicidio de los moriscos citados, hecho que se correspondería también con un texto literario, el de Gaspar Aguilar, donde se leía: Cuántas pobres Moriscas mal logradas, por ver los suyos de defensa faltos, con sus tiernos hijuelos abrazadas se despeñaron de los 488

montes altos 112 . Por todo lo comentado, tanto los cuadros de la Fundación Bancaja como los relieves de la Capilla Real suponen el alfa y el omega de la política cultural y de representación de la Monarquía Hispánica frente al morisco: dos modos distintos de retratarlo, de utilizarlo para mostrar su integración o no en la sociedad que los intentaba asimilar. En ambos casos el morisco se estereotipa, para asirlo, aprehenderlo y más tarde, en el segundo caso, expulsarlo sin remordimiento. Tanto en un caso como en el otro, el tema del color de la piel y el vestido tiene un papel fundamental, pero utilizado con un mensaje diverso, opuesto. Sin embargo, nos ayuda a entender la evolución de la imagen de los moriscos en el imaginario español, una imagen donde literatura, política, religión y sociedad se retroalimentan para formar un conjunto que presenta al morisco (y a lo morisco) como un constructo mutable a lo largo de su siglo de historia. 1 Miguel Garrido Atienza, Las Capitulaciones para la Toma de Granada, Granada, Paulino Ventura, 1910. 2 Véanse Isabella Iannuzzi, El poder de la palabra en el siglo XV: fray Hernando de Talavera, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2009; Felipe Pereda, Las imágenes de la discordia. Política y poética de la imagen sagrada en la España del 400, Madrid, Marcial Pons, 2007. 3 Véanse Ángel Galán Sánchez, «Notas para una periodización de la historia de los moriscos granadinos. De las capitulaciones de la conversión a las medidas de la Capilla Real», en Actas del III Coloquio de historia medieval andaluza, Jaén, Diputación de Jaén, 1984, págs. 77-98; Miguel Ángel Ladero Quesada, Granada después de la conquista: repobladores y mudéjares, Granada, Diputación Provincial, 1988. 4 Una de las iniciativas que ganó más peso fue la creación de escuelas para tal fin. Véase Miguel Martínez López, «El Colegio de los niños moriscos de Granada (1526-1576)», Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, 25, 1976, págs. 33-68; sobre la situación de los moriscos en dicha área, véase Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, «Los moriscos del Reino de Granada», en Antoni Moliner (coord.), La expulsión de los moriscos…, op. cit., págs. 65-108. El proceso completo y la explicación más razonable y amplia de los años comprendidos entre la conversión y la revuelta alpujarreña se encuentra en Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit. 5 «Es la historia de un perdedor nato, del condenado a muerte, mantenido en vida, pero consciente de su futuro próximo; es la historia de una muerte anunciada». Juan Antonio Vilar Sánchez, 1526. Boda y luna de miel…, op. cit., pág. 19. 6 María Elena Díez Jorge, «Algunas percepciones cristianas…», op. cit., págs. 29-47; de la misma autora, «Arte y multiculturalidad en Granada en el siglo XVI. El papel de las imágenes en el periodo mudéjar y hasta la expulsión de los moriscos», en José Policarpo Cruz Cabrera (coord.), Arte y cultura en la Granada renacentista y barroca: la construcción de una imagen clasicista, Granada, Universidad de Granada, 2014,

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págs. 170-174. 7 Junto a ellos destacaron otras familias importantes como los Fez, Zegrí, Muley, Aben Humeya, Avís, Dordux, etc., que se repartieron entre las principales ciudades del reino, si bien la mayoría tuvo predilección por la capital. Véanse Enrique Soria Mesa, «De la conquista a la asimilación…», op. cit., págs. 49-64; Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un Oriente español…, op. cit., págs. 75105; María Jesús Rubiera Mata, «La familia morisca de los Muley-Fez, príncipes meriníes e infantes de Granada», Sharq Al-Andalus, 13, 1996, págs. 159-167, y Bernard Vincent, El río morisco, op. cit., en especial el capítulo titulado «Las élites moriscas granadinas». 8 Antonio Gallego Burín y Alfonso Gámir Sandoval, Los moriscos…, op. cit.; Ignacio Pérez de Heredia y Valle, El Concilio Provincial de Granada en 1565: edición crítica del malogrado concilio del Arzobispo Guerrero, Madrid, Instituto Español de Historia Eclesiástica, 1990. 9 El primer estudio serio y documentado sobre la Capilla Real corresponde a Gallego Burín, en dos publicaciones monográficas. Véase Antonio Gallego Burín, La Capilla Real de Granada, Granada, Paulino Ventura, 1931; del mismo autor, Nuevos datos sobre la Capilla Real de Granada, Madrid, 1953. Partiendo de esta primera aproximación han sido diversos los autores que la han trabajado. Citamos a continuación algunos textos de referencia: Begoña Alonso Ruiz, «Los arquitectos de la Capilla Real de Granada», en Luis A. Ribot García et al. (eds.), Isabel la Católica y su época, Valladolid, Univesidad de Valladolid, 2007, vol. 2, págs. 1241-1261, y, de ella misma, «Un nuevo proyecto para la Capilla Real de Granada», Goya, 318, 2007, págs. 131-140. 10 Sergio Fernández Larraín, «Carlos V y la Capilla Real de Granada», Chronica Nova, 11, 1980, págs. 89-98. 11 Este asunto ha sido tratado en Jesús Suberbiola Martínez, «Felipe de Borgoña autor del Retablo Mayor de la Capilla Real de Granada. Prueba documental», Boletín de Arte, 13-14, 1992-1993, págs. 391393. 12 Manuel Gómez-Moreno, «Sobre el Renacimiento en Castilla, II: La Capilla Real de Granada», Archivo Español de Arte y Arqueología, t. I, núm. 3, 1925, págs. 245-288. 13 Fernando Marías, El largo siglo XVI…, op. cit., pág. 150. 14 Isabel del Río de la Hoz, El escultor Felipe Bigarny (h. 1470-1542), Salamanca, Junta de Castilla y León, 2001, págs. 155-163. 15 Diversos autores defienden el retablo como una triple unidad: las escenas de la vida de Cristo representan la unidad religiosa; la representación de los santos, la política, y la de los Reyes Católicos, la unidad territorial. Véase, por ejemplo, Antonio Calvo Castellón, La Catedral de Granada, la Capilla Real y la Iglesia del Sagrario, Granada, Cabildo Metropolitano de la Catedral de Granada, 2005. 16 David Nogales Rincón, «La memoria funeraria regia en el marco de la confrontación política», en El convicto en escenas. La pugna política como representación en la Castilla bajomedieval, Madrid, Sílex, 2010, págs. 323-355. 17 David Nogales Rincón, «La Capilla Real de Granada. Fundamentos ideológicos de una empresa artística a fines de la Edad Media», en Diana Arauz (coord.), Pasado, presente y porvenir de las humanidades y las artes, Zacatecas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014, pág. 202. 18 Investigadores como Arié se deleitan exponiendo la fidelidad de los trajes con la realidad que supuestamente representan. Entienden estas imágenes como una muestra de las costumbres que quisieron erradicar los decretos citados, así como los que se dispondrían en la Capitulaciones de la Capilla Real, firmadas en ese mismo espacio, a la llegada de Carlos V, en 1526. Véase Rachel Arié, «Acerca del traje…», op. cit., págs. 108-109. Algunas de estas ideas fueron retomadas y actualizadas de modo muy inteligente por Irigoyen en Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 113. 19 Sobre este aspecto, véase Mary Elizabeth Perry, The Handless Maiden…, op. cit., págs. 7-9. 20 María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., págs. 70-71. 21 Sobre las almalafas negras y su uso en las cristianas viejas, véase Laura R. Bass y Amanda Wunder, «The veiled ladies of the Early Modern Spanish World: seduction and scandal in Seville, Madrid, and Lima», Hispanic Review, 77 (1), 2009, págs. 97-144.

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22 Sobre el asunto de la almalafa como distinción, véase un análisis detallado en Olivia R. Constable, To Live Like a Moor…, op. cit., págs. 47-49. 23 Amalia García Pedraza, «Entre la media luna y la cruz…», op. cit., pág. 58. 24 Esta distinción de turbantes ya fue señalada con gran acierto en María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 71. 25 Carmen Fracchia, «Constructing the Black Slave in Early Modern Spanish Painting», en Tom Nichols (dir.), Others and outcasts in Early Modern Europe picturing the social margins, Burlington, Routledge, 2007, págs. 179-195; Luis Méndez Rodríguez, Esclavos en la pintura, op. cit. 26 William Childers, «Disappearing Moriscos…», op. cit., pág. 51. 27 Paul Kaplan, The Rise of the Black Magus…, op. cit. 28 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, «Los moriscos del Reino de Granada…», op. cit., pág. 72. 29 Emilio Meneses García, «Luis Hurtado de Mendoza, Marqués de Mondéjar (1489-1522)», Hispania Sacra, 36, 1976, pág. 547. El autor resalta al hablar de estos personajes que eran cada «uno de una raza», como indicando la diversidad de linajes de los distintos acompañantes de Hurtado de Mendoza. 30 Agradecemos al profesor Luis Bernabé sus recomendaciones en la observación de estos hechos, así como la lectura detenida de las hipótesis que aquí presentamos. 31 De todas maneras, y a pesar de haber analizado de este modo ambos relieves, todavía nos resulta una incógnita por qué en el caso de las mujeres el autor no pinta rostros aceitunados y negros y se centra en sus vestiduras, las distingue por ellas. Tal vez hubiera sido mucho más efectivo haber utilizado la misma técnica de diferenciación étnica en ambos casos, algo a día de hoy difícil de conocer. 32 Se ha publicado mucho sobre este evento, destacamos Joaquín Gil Sanjuán, «El parecer de Galíndez de Carvajal sobre los moriscos andaluces (año 1526)», Baética, 11, 1988, págs. 385-401, y Kenneth Garrad, «La Inquisición y los moriscos granadinos, 1526-1580», Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, 8 (1), 1960, págs. 55 y ss. 33 Gracias a un servicio de 80.000 ducados por parte de las élites moriscas, Carlos V, que necesitaba fondos, aceptó que la Inquisición no secuestrase sus bienes y hubiera mayor permisividad en cuanto al traje. Sobre estas discusiones, véase Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 24-27. 34 Augustin Redondo, Antonio de Guevara (1480?-1545) et l’Espagne de son temps, Ginebra, Droz, 1976, págs. 262-289. Sabemos, además, que los moriscos prepararon un memorial denunciando todos estos problemas y que fue entregado al monarca gracias a la acción de Fernando Venegas, Miguel de Aragón y Diego López Benaxarra, regidores de Granada y miembros de la élite morisca de la ciudad. 35 Un estudio exhaustivo de todo el proceso se encuentra en Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «La política de Carlos V hacia los moriscos granadinos», en José Martínez Millán (coord.), Carlos V y la quiebra…, op. cit., vol. 1, págs. 415-446. Véase también Olivia R. Constable, To Live Like a Moor…, op. cit., págs. 6-7. 36 Para un análisis detallado de este aspecto, consúltese Luis F. Bernabé, «Estudio preliminar», en Miguel de Luna, Historia verdadera del Rey don Rodrigo, Granada, Universidad de Granada, 2001, págs. lxlxiv. Del mismo autor, «Miguel de Luna, pasado de Granada, presente morisco», Studia Ispanici, 32, 2007, págs. 57-70. 37 Sobre el valor de la conversión en la obra de Luna, acerca de cómo justifica el trato preferente y no marginal de los conversos, véase Javier Albarrán Iruela, «El yugo de tu obediencia: La Verdadera Historia del rey don Rodrigo de Miguel de Luna y la narración del pasado como reivindicación de un modelo social y de conversión», en Borja Franco et al., Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 233-246. 38 Agradecemos a esta investigadora que nos dejara utilizar un artículo que se encuentra en prensa en la revista Sharq Al-Andalus titulado «Mudéjares y moriscos en los primeros años de la Granada cristiana. La visión de su primer capitán general», donde expone la política realizada por este personaje en los primeros años del siglo XVI en la antigua capital nazarí. Véase también Ángel Galán Sánchez, «Herejes consentidos: la justificación de una fiscalidad diferencial en el Reino de Granada», Historia. Instituciones. Documentos,

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33, 2006, págs. 187-188. 39 Es interesante recordar que, incluso, pocos meses antes de fallecer, el conde de Tendilla aconsejaba a su agente Francisco Ortiz que tratase de nuevo el tema de las costumbres y tradiciones de los nuevamente convertidos en la Corte para evitar insurrecciones innecesarias. 40 Véase José Szmolka Clares, El Conde de Tendilla, primer capitán General de Granada, Granada, Universidad de Granada, 2011. 41 Sobre la identificación de este personaje en el retablo, véase Elías Tormo, «El brote del Renacimiento en los monumentos españoles y los Mendoza del siglo XV», Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, 25, 1917, pág. 62. 42 Algunos autores como Agustín Martínez estudian este retablo en relación a la Puerta del Perdón de la catedral de Granada, vinculado a un mensaje de reconciliación con el morisco a través del bautismo, muestra, a su vez, de la victoria ante el infiel. Su análisis consideramos que es certero, pero su aproximación a los relieves de Bigarny peca de cierta estereotipación y de asumir gran parte de las conclusiones dadas por la historiografía sin cuestionarla. Véase Agustín Martínez Peláez, «Iconografía del perdón en la conversión de musulmanes al cristianismo en la Granada del XVI», en Rica Amran y Antonio Cortijo (eds.), Minorías en la España medieval y moderna (siglos XV al XVII), Santa Barbara, University of California Santa Barbara, 2016, págs. 11-128. Sobre la representación «pacífica» del morisco en esta obra, consúltese también Nicolás Cabrillana Ciézar, «Imágenes de moriscos: del simbolismo al realismo (1519-1650)», en Abdeljelil Temimi, Images des morisques…, op. cit., pág. 65. 43 Giuseppe Capriotti, Lo scorpione su petto…, op. cit., pág. 139. Relativo al caso español sabemos que existe una tesis en curso por parte de Rubén Gregori, tutorizada por Amadeo Serra (Universitat de València) donde estudia representaciones similares vinculadas con los judíos. 44 María Elena Díez Jorge, «Arte y multiculturalidad…», op. cit., págs. 172-173. 45 Sobre este aspecto reflexionamos ya en Borja Franco Llopis, «Aproximación al carácter polisémico e intercultural de la representación mariana en el imaginario valenciano del siglo XVII», en Sílvia Canalda y Cristina Fontcuberta (eds.), Imatge, devoció i identitat a l’època moderna (ss. XVI-XVIII), Barcelona, Universitat de Barcelona, 2014, págs. 101-115. 46 Sonia Caballero Escamilla, «De la Edad Media a la Edad Moderna: los Reyes Católicos, el arte y Granada», en José Policarpo Cruz Cabrera (coord.), Arte y cultura…, op. cit., págs. 242-244. 47 María Elena Díez Jorge, «Arte y multiculturalidad…», op. cit., pág. 162. Con ello no queremos decir que se evite mostrar la victoria ante el infiel (pues el programa iconográfico de las fachadas del Palacio de Carlos V muestra sus victorias navales y armas musulmanas como trofeos en los relieves inferiores de los arcos), sino que, dependiendo de qué espacios, y de la función de los mismos, se intentó ser menos agresivos en la lucha «visual» contra él. Sobre los relieves del Palacio de Carlos V, véase Earl E. Rosenthal, El Palacio de Carlos V en Granada, Madrid, Alianza, 1988. 48 Inés Monteira Arias, El enemigo imaginado…, op. cit., pág. 127. 49 Borja Franco Llopis, «Identidades “reales”…», op. cit. 50 «There are many possibilities that transcend depictions of the victors and vanquished, and also entail thinking beyond oppressive men and women victims, as there were pacts and transgressions that sought to produce other threads with which to weave the mantle of coexistence». María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 73. Sobre este aspecto, véase también Manuel García Fernández, «Sobre la alteridad en la frontera…», op. cit., págs. 213-235. 51 María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 63. 52 La edición utilizada ha sido Justino Antolínez de Burgos, Historia eclesiástica de Granada, Granada, Universidad de Granada, 1996. 53 Luis del Mármol y Carvajal, Descripción general de África, Madrid, CSIC, 1953, vol. II, pág. 461. 54 Juan Tormo Cervino, «Siete grandes lienzos de la expulsión de los moriscos valencianos», Valencia atracción, 505, 1977, págs. 8-9. La última de las pinturas que formaban el conjunto inicial es propiedad de la familia valenciana de los Mercader.

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55 En 1997 se produjo un creciente interés por los mismos, pues, con anterioridad, como criticara Bernabé, no habían recibido la atención merecida. Véase Luis F. Bernabé Pons, «Una crónica de la expulsión de los moriscos valencianos. Los cuadros de la Fundación Bancaja», Sharq Al-Andalus, 14-15, 1997-1998, pág. 563. Uno de los estados de la cuestión más serios sobre la historiografía que los estudió procede de ese mismo año: Jesús Villalmanzo Cameno, «La colección pictórica sobre la expulsión de los moriscos», en La expulsión de los moriscos…, op. cit., pág. 37. 56 Georgina Dopico Black, «Espectros de la nación. La serie pictórica de La expulsión de los moriscos del reino de Valencia», en Eduardo Subirats (coord.), Américo Castro y la revisión de la memoria. El Islam en España, Madrid, Ediciones Libertarias, 2003, pág. 176. 57 «El mayor que fue el emperador Carlos Quinto, nos mordió el primero, y nos hizo tomar el bautismo por fuerça. El mediano, fue el Rey Philipe segundo su hijo que, mandando desarmarnos, nos dexó desjarretados y sin fuerças. Pero el que, como ravioso por el zelo de su Religión y aborrecimiento de la nuestra, nos ha mordido de muerte, es el perro pequeño que agora reyna Philipe tercero». Gaspar Escolano, Segunda parte de la Década primera de la Historia de la Insigne y Coronada Ciudad y Reyno de Valencia, Valencia, Pedro Patricio Mey, 1611, pág. 1878. 58 Fue miembro de la dirección del Colegio de Pintores de Valencia (1607) desde 1616. Si bien su estilo no es excelente, sí que recibió numerosos encargos relacionados con pinturas de devoción para conventos, así como decoración de elementos efímeros para actos cívicos. Su vida estuvo marcada, tras la finalización de los lienzos de la expulsión, por un supuesto caso de asesinato, el de su esposa Vicenta Pérez, hecho que aparece documentado en diversos documentos judiciales. Gran parte de ellos pueden consultarse en Jesús Villalmanzo Cameno, «Apéndice documental», en La expulsión de los moriscos…, op. cit., págs. 70-108. 59 Uno de los primeros encargos significativos de este artista fue la decoración, junto a otros pintores como Sariñena, Requena o Porta, de los muros de la Sala Nova del Palau de la Generalitat. Tal vez se formó con el primero de ellos o, al menos, su estilo es deudor del mismo, pues no poseemos mucha información de sus primeros años. Véanse Salvador Aldana, El Palacio de la Generalitat de Valencia, Valencia, Consell Valencià de Cultura, 1992, tomo I, págs. 137-139, y Luis Tramoyeres, Pinturas murales del Salón de Cortes, Valencia, Librerías París-Valencia, 1980, págs. 61-63. 60 Más conocido por ser el padre del también pintor Jerónimo Jacinto de Espinosa. Se formó en Castilla hasta 1596, cuando se desplazó a Cocentaina, desarrollando su carrera artística entre esta ciudad y Valencia, donde aparece documentado como miembro del Colegio de Pintores en 1616. Su estilo es muestra de los últimos coletazos del renacimiento español mezclado con las nuevas corrientes italianas barrocas y el influjo de Ribalta. Véanse Fernando Benito Doménech, «Jerónimo Jacinto de Espinosa en sus comienzos como pintor», Ars Longa, 4, 1993, págs. 59-63; Juan Agustín Ceán Bermúdez, Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, Madrid, Real Academia de San Fernando, 1800, vol. 4, págs. 220-221. 61 Tal vez sea el artista menos conocido de todos. Se formó en el círculo de Juan Sariñena y Francisco Ribalta. Como el resto, también formó parte del Colegio de Pintores en 1616. Villalmanzo lo sitúa trabajando en el taller de Oromig y afirma que, por ello, recibiría el encargo de pintar en este ciclo. Jesús Villalmanzo Cameno, «La colección pictórica…», op. cit., págs. 44-45. 62 Esta investigadora realiza un recorrido de los mismos desde mediados del siglo XIX, cuando se encontraban en la casa de Campo de los Ferrero hasta la compra por la Caja de Ahorros de Valencia. Asunción Alejos Morán, «Crónica pictórica de la expulsión de los moriscos valencianos», Cimal, 16, 1982, págs. 50-59. 63 Sobre el dibujo de Carducho, así como acerca de las pocas referencias que tenemos al lienzo de Velázquez, no profundizaremos en este libro, pues se escapa de la cronología en la que nos movemos. El reinado de Felipe IV posee bastantes diferencias con el de su predecesor, por lo que merecería un estudio más detallado, monográfico, que escapa de los objetivos de nuestra investigación. Esperamos, en futuras publicaciones, ahondar en las relaciones existentes entre las pinturas de la Fundación Bancaja y el concurso organizado por el monarca años más tarde. Una de las primeras aproximaciones a este concurso, basándose en las descripciones de lienzo de Velázquez que hiciera Palomino fueron José Camón Aznar, Diego Angulo y Emilio Pérez Sánchez. Véanse José Camón Aznar, «Algunas precisiones sobre Velázquez», Goya, 53, 1963, págs. 296-297; Diego Angulo y Alfonso E. Pérez Sánchez, Historia de la pintura española. Escuela madrileña del primer tercio del siglo XVII, Madrid, Instituto Diego Velázquez, 1969, pág. 320.

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64 Agradecemos el habernos avanzado algunas de sus ideas antes de escribir su texto, que recientemente vio la luz: Yolanda Gil, «La tapicería de la expulsión de los moriscos: un proyecto frustrado de Rodrigo Calderón», Locus Amoenus, 16, 2018, págs. 133-153. Sobre Rodrigo de Calderón recomendamos la lectura de Santiago Martínez Hernández, Rodrigo Calderón. La sombra del valido. Privanza, favor y corrupción en la corte de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2009. 65 Madrid, Palacio Real, TA-13/1-12, Patrimonio Nacional. Sobre estas obras es ineludible citar su mejor catálogo razonado: Hendrik J. Horn, Jan Cornelisz Vermeyen. Painter of Charles V and his Conquest of Tunis, Doornspijk, Davaco, 1989. También la revisión de los mismos realizada en Wilfried Seipel (ed.), Der Kriegszug Kaiser Karls Vgegen Tunis. Kartons und Tapisserien, Milán, Skira, 2000. 66 En una reciente publicación se pone de manifiesto la relación entre textos cronísticos e imágenes en la concepción de los tapices. Véase Antonio Gonzalbo, «Tapices y crónica, imagen y texto: un entramado persuasivo al servicio de la imagen de Carlos V», Potestas, 9, 2016, págs. 109-134. Otro de los investigadores que más insiste al respecto es Priego Fernández del Campo, La pintura de tema bélico del siglo XVII en España, tesis doctoral inédita, Universidad Complutense de Madrid, 2002, págs. 154 y ss. 67 Miguel Falomir y Miguel Á. de Bunes, «Carlos V, Vermeyen y la conquista de Túnez», en Juan Luis Castellano (ed.), Carlos V. Europeísmo y universalidad, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, vol. 5, págs. 243-258. Autores como Bernis se dedicaron a realizar un estudio detallado de las vestiduras, pero no apreciaron las pequeñas modificaciones que expusieron los investigadores anteriormente citados. Véase Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 499. 68 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Vermeyen y los tapices de la conquista de Túnez. Historia y representación», en Bernardo J. García García, La imagen de la guerra en el arte de los antiguos Países Bajos, Madrid, Editorial Complutense y Fundación Carlos de Amberes, 2006, pág. 120. 69 Sobre la figura del «moro amigo» se ha avanzado mucho en los últimos años. Entre lo más destacado queremos citar a Beatriz Alonso Acero, Sultanes de Berbería…, op. cit., y Cristelle Baskins, «De Aphrodisio expugnato: The Siege of Mahdia in the Habsburg Imaginary», Il Capitale Culturale, número extraordinario 6, 2017, págs. 25-48. 70 Fernando Checa Cremades, «The language of triumph: Images of war and victory in two Early Modern tapestry series», en Fernando Checa Cremades y Laura Fernández-González (eds.), Festival Culture in the World of the Spanish Habsbsurgs, Farnham, Ahsgate, 2015, pág. 34. 71 Véase Juan Luis González García, «“Pinturas tejidas”. La guerra como arte y el arte de la guerra en torno a la empresa de Túnez (1535)», Reales Sitios, 174, 2007, pág. 38. 72 Autores como Saadan estudian cómo se produjo dicho proceso de comunicación entre imagen oficial e imagen pública. Véase Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 339. 73 Jesús Villalmanzo Cameno, «La colección pictórica…», op. cit., pág. 48. 74 Ibídem, pág. 39. Estas afirmaciones las repitió en otra publicación y fueron defendidas a ultranza por el editor de la misma. Véase Jesús Villalmanzo Cameno, «Descripción de los cuadros», en Osama Raghib Deeb (coord.), ¡¡¡Cuando la muerte se convirtió en «collar de salvación»!!! Crónicas visuales y noticias de las tragedia de expulsión de los moriscos del reino de Valencia y el rapto de sus niños (1609), Madrid, Letras de Autor, 2016, págs. 27-42. 75 Jesús Villalmanzo Cameno, «La colección pictórica…», op. cit., pág. 53. 76 «Aun en su aparente ingenuidad, en sencillamente re-representar, más que glorificar, la diáspora morisca, los óleos que componen la serie La expulsión de los moriscos del reino de Valencia exceden cualquier programa ideológico o legitimador que pudo haberlos motivado. La conmemoración que desempeñan es, cuando mucho, de una radical ambivalencia». Georgina Dopico Black, «Espectros de la nación…», op. cit., págs. 178 y 199. Autores como Gerli, sobre el que volveremos más adelante, incluso hablan de dos planos, el oficial, más comedido, y otro relacionado con la dureza del etnocidio que se dio. Véase «The result is a forced confrontation between two planes: the immediate official proceedings and their brutal background». Michael E. Gerli, «The expulsion of the Moriscos: seven monumental paintings from the Kingdom of Valencia», en Javier Muñoz-Basols et al. (eds.), The Routledge Companion…, op. cit., pág. 197.

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77 Utilizamos el término «cronístico» no como sinónimo de objetivo, pues también las crónicas históricas poseen un cierto halo más o menos evidente de subjetividad dependiendo de las condiciones del encargo y la intención del autor y su círculo. 78 Sobre este aspecto se ha publicado mucho. Destacamos Luis F. Bernabé Pons, Los moriscos: conflicto, expulsión y diáspora, Madrid, Catarata, 2009, págs. 140-185; Houssem E. Chachia, «La instalación de los moriscos en el Magreb: entre el relato oficial y el relato morisco», Actas del II Congreso Internacional de Descendientes Andalusíes Moriscos, Murcia, Ayuntamiento de Ojós, 2015, págs. 125-142; Mikel de Epalza, «Moriscos y Andalusíes en Túnez durante el siglo XVII», Al-Andalus, 34 (2), 1969, págs. 247-327; Mikel de Epalza Ferrer y Luis F. Bernabé Pons, «Els moriscos valencians a l’exili després de l’expulsió de 1609», Afers, 4 (7), 1988-1989, págs. 207-214; Mikel de Epalza y R. Petit, Recueil d’études sur les Morisques Andalous en Tunisie, Madrid, Dirección General de Relaciones Culturales, 1974. 79 Bernard Vincent destacó las palabras del escritor Hamceni Al-Maqqari sobre su llegada a este territorio: «en sus itinerarios terrestres a partir de Orán se apoderaron de ellos beduinos y gente que no teme a Dios, en tierras de Tremecen y Fez: les quitaron sus riquezas y pocos se vieron libres de estos males». El problema fue tan grave que los siguientes expulsados buscaron evitar la llegada al presidio. Si bien, más tarde, el sultán de Marruecos decidió enviar a un ejército para proteger a los exiliados, tras los primeros momentos tan duros que muchos de ellos vivieron. Bernard Vincent, «Moriscos», en Jordi Canal (ed.), Exilios. Los éxodos políticos en la Historia de España. Siglos XV-XX, Madrid, Sílex, 2007, pág. 67. 80 Estos hechos aparecen narrados en los capítulos XII y XIII del libro de Damián Fonseca, Relación de la expulsión de los moriscos, Valencia, Editorial de Valencia, 1878, págs. 184-201. Sobre cómo se organizaron dichos navíos, véase Manuel Lomas Cortés, «La organización naval hispánica y la expulsión de los moriscos (1609)», Estudis, 31, 2005, págs. 301-320. 81 Escolano dedica todo un capítulo de su crónica histórica justamente a esta lucha previa a la expulsión, más en concreto el 37, titulado «La armada de los Galeones del mar Océano quema una de corsarios cerca de Túnez y se viene a juntar en nuestra costa con la que se haze para la expulsión de los Moriscos». Gaspar Escolano, Segunda parte de la Década..., op. cit. Además, como se indicó anteriormente, el padre del Marqués de Santa Cruz había luchado en Lepanto, por lo que la propia memoria histórica de las naves que se encargaron de la deportación es un ejemplo de esta lucha contra el infiel. 82 Houssem E. Chachia, «The Moment of Choice: The Moriscos on the Border of Christianity and Islam», en Claire Norton (ed.), Conversion and Islam in the Early Modern Mediterranean: The Lure of the Other, Londres, Routledge, 2017, págs. 129-154. 83 Georgina Dopico Black, «Espectros de la nación…», op. cit., pág. 109. 84 Autores como Irigoyen o Cruz sitúan esta pintura, además, dentro de un ambiente histórico particular que motivó también la imagen un tanto subjetiva que dio de los moriscos y el islam en general y en particular en Calderón de la Barca. Véanse Anne J. Cruz, «Making War, Not Love: The Contest of Cultural Difference and the Honor Code in Calderón’s Amar después de la muerte», Calíope, 6 (1-2), 2000, págs. 17-33, y Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 187. 85 Luis F. Bernabé Pons, «Musulmanes sin Al-Andalus…», op. cit., pág. 249. 86 Quijote, II, 54. 87 Véase Manuel Lomas Cortés, «Corsarios, patrones y moriscos: la lucha por el Mediterráneo en el transfondo de la expulsión de los moriscos (1609)», en Ricardo Franch y Rafael Benítez Sánchez-Blanco (eds.), Estudios de Historia Moderna en homenaje a la profesora Emilia Salvador Esteban, Valencia, Universitat de València, 2008, vol. 1, págs. 305-322. 88 Gaspar Escolano, Segunda parte…, op. cit., pág. 1887. 89 Seth Kimmel, Parables of Coercion…, op. cit., pág. 173. Sobre este aspecto también reflexiona Poutrin en «Éradication ou conversion forcée?…», op. cit., págs. 45-67. 90 E. Michael Gerli, «The expulsion of the Moriscos…», op. cit., págs. 188-189. 91 Ibídem, pág. 189. 92 Ibídem, pág. 198.

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93 Fernando Benito Doménech, «Un plano axonométrico de Valencia diseñado por Mancelli», Ars Longa, 3, 1992, págs. 32-33. 94 Son diversos los nobles representados. Por ejemplo, junto al citado marqués y virrey, Oromig pinta a caballo al general Agustín Mejía, comandante de las fuerzas militares que llegaron a Valencia para evitar sobresaltos y rebeliones en la expulsión. También se representa a Francisco Pablo Vaziero, miembro del Consejo Real del Virrey, oidor de causas criminales en la Audiencia de Valencia e ideólogo del proyecto que financiaría la expulsión de Valencia, de ahí que porte en sus manos un documento en el que se puede leer 15.615, en relación al número de moriscos que comenzaban su viaje en esos días. En el lienzo del embarque en Vinaroz destacan las figuras de Jofré de Blanes, comisario regio (del cual habla la propia cartela explicativa); de Pedro de Toledo, general de las galeras, o de Gaspar Vidal, capitán de las milicias de la costa. En otros casos no aparece el noble, pero sí sus banderas o emblemas, como en Denia, donde se representa la galera de Álvaro de Bazán y Benavides, Marqués de Santa Cruz e hijo de Álvaro de Bazán y Guzmán, quien participó en la batalla de Lepanto, donde tuvo un rol sumamente importante. 95 Jaime Bleda, Corónica de los moros de España, ed. de B. Vincent y R. Benítez Sánchez-Blanco, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2001, págs. 1002-1003. Gerli recupera este fragmento para mostrar la dependencia de las imágenes al texto, pero se equivoca al definir a Bleda como un cronista «escrupuloso», cuando es bien sabida su inquina contra los conversos. Véase E. Michael Gerli, «The expulsion of the Moriscos…», op. cit., págs. 192-193. 96 Para el estudio de su figura y sus textos nos hemos basado en Houssem E. Chachia (coord.), Entre las orillas de dos mundos. El itinerario del jerife morisco Mohammad ibn ‘Abd al-Rafi’: de Murcia a Túnez, Murcia, Universidad de Murcia, 2017. 97 Houssem E. Chachia, «Muhammad ibn Abd al-Rafi al mursi al-andalusí: su biografía y su relato de la expulsión y de la instalación», ibídem, pág. 52. 98 Pedro Aznar Cardona, Expulsión justificada…, op. cit., vol. II, fols. 5-6. 99 El propio lienzo indica que el número de niños que se quedaron de este lugar fue de 2.286, algo difícilmente constatable a día de hoy. Algunos autores basándose en este tipo de escenas hablan de etnocidio, o del uso del niño como un «juguete roto», véase Ignacio Gironés, «1609: Los morisquillos, la otra mirada de la historia. “Los niños se criarán mejor entre los cristianos viejos”», en Osama Raghib Deeb (coord.), ¡¡¡Cuando la muerte se convirtió…, op. cit., págs. 57-70. 100 Esta misma escena del hombre de elevada edad fue narrada por Bleda, lo que ha llevado a los investigadores a consolidar la idea de que los lienzos no son más que traslaciones visuales de estos textos. El monje dominico escribió: «En las taraçanas del Grao estaba un viejo boqueando y una palabra que habló a los otros quando se despedían dél para embarcar, aunque se muriera luego». A esta escena de sufrimiento, Bleda añade una apostilla para remarcar la condición de musulmán del mismo: «Y cumplióse su desseo: porque apenas llegó a la saetía, quando murió, invocando a Mahoma y le echaron en el mar». Jaime Bleda, Corónica de los moros…, op. cit., pág. 1000. Puede encontrarse un estudio crítico a las ideas de Bleda sobre la expulsión en Vicent Josep Escartí, Jaume Bleda y la expulsión de los moriscos valencianos, Valencia, Fundación Bancaja, 2009. 101 Gaspar Escolano, Segunda parte…, op. cit., pág. 1888. 102 Nos referimos, por ejemplo, a Comedia Famosa de El Gran Patriarca Don Juan de Ribera, arzobispo que fue insigne de Valencia (1616). De esta visión oscilante de este autor, a veces más incisivo y crítico, y otra más asimilacionista y misericorde, tal vez para distinguir entre el buen y el mal morisco, ya hablamos en Borja Franco Llopis, «Identidades “reales”…», op. cit., pág. 292. 103 Esta hipótesis es compartida por otros autores. Véase Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 176. 104 Citado en Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 181-184. Martínez Góngora, a pesar de estas palabras, opina que Aguilar contrapone la pompa y el boato de los soldados a los vestidos pobres moriscos, cuando este pasaje no cumple dicha norma. Véase Mar Martínez-Góngora, «El vestido morisco como signo de la diferencia en la Expulsión de los moros de España, de Gaspar Aguilar», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 34 (3), 2010, pág. 497. Mucho más interesante es el estudio que sobre este autor hace Mercedes Alcalá-Galán en «From Mooresses to Odalisques: Representation of the Mooress in the Discourse of the Expulsion Apologists», Converso and

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Morisco Studies, vol. 3, Leiden-Boston, Brill, 2015, págs. 197-216. 105 Anónimo, «De cómo y por qué el rey don Felipe III expelió a los moriscos de España y de la pena que les causó este destierro», en Romancero General o Colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII, ed. de A. Durán, Madrid, Rivadeneyra, 1877, págs. 190-192. Citado también en Yvette CardaillacHermosilla, «El moro y el teatro de Calderón: El Gran Príncipe de Fez», en Ignacio Arellano (ed.), Calderón 2000: homenaje a Kurt Reichenberger en su 80 cumpleaños, Kassel, Edition Reichenberger, 2002, vol. 1, pág. 96. 106 Olivia R. Constable, To Live Like a Moor…, op. cit., págs. 60-62. 107 Georgina Dopico Black, «Espectros de la nación…», op. cit., pág. 182. 108 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., págs. 176 y 182. 109 Ibídem, págs. 145-146. 110 Este recurso se ve también en diversas piezas literarias sobre la expulsión. Véase Mar MartínezGóngora, «El vestido morisco…», op. cit., pág. 499. 111 Uno de los cronistas que retrató, a posteriori, de modo más extenso este hecho y recoge textualmente unas ideas similares a la de las pinturas es Vicente Pérez de Culla, Expulsión de los moriscos rebeldes de la Sierra, y Muela de Cortes, Valencia, Juan Bautista Marçal, 1635. En comparación con las palabras de Pérez de Culla, puede parecer más objetivo, o al menos no tan partidista, la descripción que de este alzamiento realiza Escolano. Véase Gaspar Escolano, Segunda parte..., op. cit., páginas 1903-1995. 112 Gaspar Aguilar, Expulsión de los Moros de España por la S. C. R. Magestad del Rey Don Phelipe Tercero nuestro Señor, Valencia, Patricio Mey, 1610, pág. 189. Tanto esta obra del poeta y dramaturgo valenciano como las imágenes tienen una gran relación con fragmentos de textos de Ginés Pérez de Hita sobre las insurrecciones de las Alpujarras, pues en sus Guerras Civiles describe diversos pasajes donde las moriscas se despeñan para evitar la crueldad a la que estaban siendo sometidas. Véase Ginés Pérez de Hita, Segunda parte de las Guerras…, op. cit., págs. 79-80.

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CAPÍTULO 7 Moriscos y turcos en las Alpujarras: ¿formas híbridas de alteridad? EL TURCO EN LA HISTORIOGRAFÍA EUROPEA. CUESTIONES PREVIAS La figura del turco estuvo presente de modo ubicuo en el imaginario europeo de los siglos XVI y XVII 113 .

El estudio de la imagen del turco o de «lo turco» en Europa durante la Edad Moderna ha sido uno de los asuntos que más ha preocupado e interesado a la historiografía de los últimos veinte años. Dentro de esta corriente podemos incluir el libro de Victor Stoichita sobre la imagen del «otro» 114 , o, con una extensión y profusión gráfica mayor, el catálogo de la exposición titulada The Sultan’s world. The Ottoman Orient in Renaissance Art (2015) 115 , que puede servir de complemento al conocido volumen titulado The Sultan’s portrait 116 . En estas publicaciones se nos muestra un mosaico de imágenes de musulmanes y turcos nacidos de los ilustres pinceles de artistas de la talla de Gentile Bellini o Alberto Durero 117 . Curiosamente, en ellas, como en otras similares, su representación en territorio ibérico parece tener poca repercusión, pues en muchas de las principales compilaciones de estudios no existe ni un solo capítulo dedicado al tema. La historiografía europea se ha centrado principalmente en el caso italiano, pues Venecia fue la puerta hacia Oriente, una ciudad que atesoraba un crisol de culturas, un lugar de frontera 118 . Estos estudios plantean cómo fue creada y percibida la imagen del Imperio otomano en general, y del 498

turco o del sultán, en particular. Ahondan en cómo se produjo un hibridismo visual entre las tradiciones de representación propias del mundo árabe y las corrientes italianas o flamencas de los artistas que allí viajaron o que reinterpretaron las estampas de los que sí que lo hicieron. Subrayan su vinculación con la psicosis o terror ante el enemigo, el proceso de asociación a otros pueblos opresores del pasado. Desgranan cómo la creación de estas imágenes visuales o literarias encaja no solo en la teoría política heredada del mundo medieval y renovada por el Humanismo, sino también en la teología más ligada al Medioevo. Imágenes, en esencia, que bascularon entre lo real y lo imaginario. Las fuentes estudiadas son muy variopintas: relatos de viajeros, memorias de cautivos 119 , crónicas de los soldados que combatieron contra ellos, conjuntamente con dibujos y pinturas, etc. Ellas sirvieron para crear un amplio abanico de imágenes del otro, a veces pasadas por el prisma de ese espejo cóncavo que lo deforma, como hablábamos al inicio del libro. La mayor parte de los autores se han centrado en una historia de relaciones binarias: este/oeste, islam/cristianismo, etc. 120 . Un imaginario de contrastes y contrarios que se transmitió también en las celebraciones populares y el arte efímero del momento. Estos tienen como punto de partida la idea de que la percepción que hubo del turco varió según el área geográfica, de su contacto más o menos cercano a ellos o, incluso, de los intereses económicos. Se admiró de ellos la riqueza de sus vestidos, la valentía en el campo de batalla, su galantería, conocimiento de la arquitectura y la astrología, así como su buena estrategia militar 121 . Su imagen revelaba, sobre todo, la variedad y contradicción de ideas que existía sobre la práctica de la guerra religiosa, el enemigo y también de lo desconocido 122 . El Imperio otomano era el nuevo oponente 499

que emergía en el Mediterráneo, hecho que condicionó también sus representaciones visuales: se debía hacer manifiesto aquello que se quería vencer 123 . Así pues, debemos entender que, como indicara Bernard Lewis, el interés por este pueblo nació, principalmente, por la necesidad de aprehenderlo para derrotarlo. No fue únicamente una curiosidad antropológica u «orientalista» 124 . Las primeras representaciones visuales modernas de los turcos tienen una fecha bastante temprana y pertenecen a un libro de peregrinación a Tierra Santa, el escrito por Bernhard von Breydenbach (Peregrinatio in Terram Sanctam, Mainz, 1486) que fue ilustrado por Erhard Reuwich. A él le siguieron todo tipo de textos e, incluso, manuales de trajes, donde se combinaba un análisis detallado de la realidad y la fantasía. Tras estas primeras aproximaciones comenzaron a desarrollarse algunos estudios más «empíricos», sin olvidar que encierran, aun así, un velado tinte moral. Entre ellos, uno de los que más fortuna tuvo fue el Turcicarum rerum de Paolo Giovio, que vio la luz por primera vez en 1531, con rápidas ediciones y reimpresiones en italiano, latín, francés, alemán y checo entre 1537 y 1542. Su obra compartía el interés que otros humanistas como Erasmo o Lutero tuvieron frente a los turcos, pero tiene la peculiaridad de aparecer ilustrada, lo que complementa el estudio filosófico y antropológico que el escritor italiano realizara. EL INTERÉS POR EL TURCO Y «LO TURCO» EN ESPAÑA. BREVES CONSIDERACIONES Como se ha dicho, nos parece muy significativa la ausencia casi sistemática de publicaciones que ahondan en la creación de la imagen del turco en la península ibérica, principalmente porque en este territorio se dieron fenómenos como la 500

identificación de los otomanos con los moriscos como quintacolumnistas. Es interesante observar cómo la mayor parte de los estudios extranjeros se recrean en esa mixtificación de tradiciones pictóricas que se dio en Europa y dejan de lado el conocimiento de un territorio que fue totalmente fundamental en la guerra contra el infiel 125 , un territorio donde aparecieron imágenes tan curiosas como las que nos proponemos analizar tras esta introducción. Nos referimos a las representaciones de la segunda contienda de las Alpujarras que aparecen en la Historia eclesiástica de Granada de Antolínez de Burgos, ilustrada por Heylan y Lucenti. Con esta crítica ante cierta marginación historiográfica no queremos decir que no se haya publicado nada en torno a los turcos y el Imperio español, pues sí se ha hecho, pero el número de textos es ínfimo si lo comparamos con la eclosión observada en las dos últimas décadas en relación a otros territorios, principalmente en lo que a historia del arte se refiere, pues en otras disciplinas el déficit es menor. Obviamente no podemos pasar por alto los distintos ensayos sobre las batallas tunecinas o Lepanto, o aquellas investigaciones sobre las relaciones comerciales entre el imperio hispánico y el otomano. A lo que nos referimos es a que falta un verdadero corpus acerca de la creación de la «imagen» (visual y textual) del turco dentro de nuestras fronteras en todas sus facetas, y, además, de su imbricación en la conformación de las «imágenes» de otros grupos poblacionales relacionados con él. Estos nuevos trabajos tendrían que partir, inevitablemente, de las brillantes publicaciones de Bunes o Alonso, entre otros, que hemos citado en capítulos precedentes. Los pocos estudios que se aproximan desde la historia del 501

arte, en algunos casos, pecan de estar plagados de estereotipos y de realizar una traslación de esquemas representativos que funcionan en Italia o los Países Bajos, pero no en el territorio peninsular. Aunque existen excepciones. Mención especial, por su calidad, merecen el interesante y globalizador trabajo de García Arranz (no dedicado solo al ámbito hispánico, que también ocupa una parte reducida de su estudio) y, sobre todo, el atractivo libro de Mínguez, que ha visto la luz en recientes fechas 126 . Tal vez, en la península ibérica no existían tantos retratos como los que nos legara Bellini, pero justamente la ausencia de este tipo de imágenes revela una ocultación. Por otra parte, los fenómenos de hibridación citados pueden ser muy interesantes y convertirse en aportaciones importantes que completen los trabajos de carácter «europeísta» que se están produciendo en los últimos años. Es complicado poner una fecha clave o señalar un hecho específico, más allá de la conquista de Constantinopla, de las guerras de Túnez o de Lepanto, que nos sirva como barómetro para marcar una cronología del conocimiento del Imperio otomano o de su interés desde el punto de vista antropológico o militar en territorio peninsular, y con ello, vincularlo al inicio de su representación visual. Bunes opina que fue a inicios del XVI cuando realmente comenzaron a darse las primeras aproximaciones serias a este asunto, en gran parte gracias a traducciones y compilaciones de obras italianas que más tarde fueron almacenadas en la rica biblioteca del Monasterio de El Escorial 127 . Antes de 1520 es complicado encontrar textos al respecto y, aún menos, escritos por intelectuales nacionales 128 . El interés del cristiano peninsular ante el islam se limitaba al pasado o presente de los reinos andalusíes 129 . A partir de las fechas citadas fue 502

cuando comenzó a producirse un auge, principalmente a través de la literatura de viajes, que se combina con los escritos morales y/o militares que, como sucede en el resto de Europa, tratan de definir al enemigo o dejarse seducir por su belleza y ostentación 130 . El asunto del turco aparece en publicaciones sobre educación de príncipes, exponiendo cómo el monarca debe defender al pueblo de estos infieles, pudiendo ser un claro ejemplo de ello la obra de Francisco de Castilla titulada Práctica de virtudes de los reyes de España, dedicada a Carlos V 131 . Estas publicaciones sirvieron para la educación de Felipe II, quien tuvo una gran admiración hacia la cultura islámica y quiso conocerla bien de cerca, como demuestra un estudio de su biblioteca. Como describieran Alonso y Gonzalo, los libros con los que el monarca se formó en el tema son divisibles en tres grupos: por un lado, las obras de historia que describen las guerras entre el islam y la cristiandad; por otro, los discursos, sermones y otras obras de oratoria, política o religión, que abordan la problemática del conflicto; y, por último, los libros de viajes y costumbres, donde se describían las tierras orientales, como los Santos Lugares de Palestina 132 . Estos textos fueron coleccionándose también en las bibliotecas de los nobles españoles, muchas veces cautivados por esa alteridad seductora de bellas doncellas y valientes guerreros que los cristianos deben conquistar 133 . De modo paralelo a estas publicaciones ven la luz distintas relaciones de sucesos donde se relatan en prosa y frecuentemente en estilo epigráfico combates terrestres y navales en los que vencen los cristianos 134 , textos que insisten en la verosimilitud de los hechos, cuando no eran realmente narraciones objetivas, pero que, aun así, fueron moldeando el imaginario que de los turcos se tuvo. Estos relatos tienen 503

mucho que ver con los romanceros populares 135 , que difundieron ciertos tipos conceptuales del turco que, como hemos tenido ocasión de observar más arriba, recogió la dramaturgia más tarde, teniendo como principal fuente de inspiración no solo la literatura de viajes sino las propias narraciones de la contienda lepantina 136 . Se trata, ya se ha visto, de una dramaturgia que, a finales del siglo XVI e inicios del XVII, presenta una explosión de referencias a musulmanes y otomanos, principalmente debido a los encargos que se realizan para conmemorar victorias ante el infiel; también gracias a literatos que, como Cervantes, conocieron de primera mano el mundo turco desde su cautiverio. Será, pues, a finales del siglo XVI, pero, sobre todo, a inicios de la centuria siguiente, cuando la imagen literaria del turco se difunda en la península ibérica 137 , de modo paralelo a lo que las celebraciones efímeras van narrando, mediante figuras alegóricas de dragones o monstruos 138 . Según Bunes, la época dorada de estos textos alcanza hasta la expulsión de los moriscos (1609-1614) y la muerte de Cervantes, momento a partir del cual los impresos y las referencias novedosas sobre este tema se hacen más esporádicos 139 . Como se ha visto, es justamente en esos años finales del siglo XVI cuando el teatro comienza a relacionar a los moriscos con los turcos. Antes ya habían surgido distintos textos políticos o panfletos propagandísticos que definían a los conversos como quintacolumnistas, pero estas ideas tardaron algo más en llegar a las representaciones teatrales 140 . Como indicara Mas, fue justamente cuando los enemigos otomanos se hicieron más familiares, más cercanos, cuando comienzan a invadir todos los géneros, y a relacionarse ya fuera directa o indirectamente a través de temas granadinos como las Alpujarras y los sucesos internos de los conflictos 504

interreligiosos españoles 141 . Este es un aspecto que nos parece muy significativo y sobre el que volveremos más adelante cuando analicemos de modo detenido los grabados de Heylan. En la cultura visual moderna hispánica podemos encontrar más representaciones simbólicas del turco en los aparatos efímeros que ilustran las victorias contra el infiel que en otros soportes perecederos. La mayor parte de las imágenes del Imperio otomano se reducen a cuadros de batallas, realizados principalmente por artistas foráneos que toman como modelo lo que en sus países se realizaba. Sobre este tema profundizó Agustín Bustamante, lamentándose del poco interés que suscitó dicho asunto bélico en las manifestaciones visuales del mundo moderno español, hecho que se hace extensible a otras contiendas como las guerras de religión o contra el francés 142 . De hecho, como indicara Bunes 143 , muchas veces, el enfrentamiento contra los musulmanes fue más violento sobre las cuartillas impresas que en las batallas, lugares donde la realidad y la cotidianidad establecieron posiciones intermedias. En este sentido, sobresalen encargos como los de Francisco Jiménez de Cisneros sobre la toma de Orán para la capilla mozárabe de la Catedral Primada, los relieves del palacio de Carlos V en la Alhambra, los frescos de la Estufa o Peinador de la Reina del viejo palacio nazarí y los tapices de la Conquista de Túnez, así como las pinturas del Viso del Marqués, sin olvidar la plasmación de las contiendas bélicas en estampas, objetos y armamentos. No hemos incluido en este elenco los frescos de la Batalla de la Higueruela de El Escorial, pues, aunque se represente el islam, el tema escogido no está vinculado con la amenaza otomana (a pesar de que, a posteriori, se puede incluir en un discurso triunfalista ante el propio islam).

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Otro modo en el que el Imperio turco se hizo visible fue a través de los retratos de sultanes u otros personajes como mercaderes o capitanes de las tropas enemigas. El número de encargos dista considerablemente en cantidad y calidad del que este género tuvo en Italia o Centroeuropa. Habitualmente, responden a «recetarios» extraídos de los libros de vestidos o trajes que circularon por el Viejo Continente. De todos ellos, los que destacan son los encargados por el Patriarca Ribera, arzobispo de Valencia, ávido coleccionista de arte, antigüedades y todo tipo de curiosidades naturales. Esta serie, que originalmente estaba compuesta por diez retratos de medio cuerpo de autor desconocido (ahora dos de ellos perdidos), ha despertado el interés de diversos investigadores valencianos que se han preguntado cuáles fueron sus modelos y por qué fueron realizados. Destacan, en ese sentido, el trabajo de Fernando Benito, así como la reciente publicación de Cristina Igual e Inmaculada Rodríguez 144 . Estas pinturas fueron diseñadas para la estancia conocida justamente como de «los turcos» en su casa del huerto de la calle Alboraya, en las afueras de la capital del Turia. Más tarde, según Benito, tras la expulsión de los moriscos, tal vez fueran retiradas de su lugar original y transportadas al Colegio Seminario del Corpus Christi, institución educativa fundada por él, a donde fueron a parar la mayor parte de sus bienes por disposición testamentaria. El artista se inspiró en los libros de indumentaria que circulaban por Europa, principalmente en Degli habiti antichi et moderni di diverse parti del mondo (Venecia, 1590), de Cesare Vecellio; también en los distintos libros ilustrados de viajes a Turquía, obra del soldado y cosmógrafo real de Enrique II de Francia, Nicolás de Nicolay (1517-1583); así como las acuarelas de Jacopo Ligozzi (1547-1627), que aunaron los modelos descritos y dibujados por los dos autores 506

anteriores. De hecho, el viaje a Turquía de Nicolay, en su edición veneciana de 1580, se encontraba en la librería de Ribera, una de las más ricas de España. Mucho más complejo es saber por qué las encargó. Los investigadores citados entienden que responden al interés que generó la contienda de Lepanto y el conocimiento del enemigo. De hecho, Igual y Rodríguez las definen como «documentos etnográficos porque reflejan aspectos culturales de otros colectivos humanos como la indumentaria» 145 . No estamos seguros de que esa sea la única respuesta a la pregunta. Sabemos, como estos mismos autores indican, la cantidad de títulos vinculados con Tierra Santa que había adquirido años antes de la contienda lepantina, así como su relación con humanistas y teólogos españoles que se habían aproximado a la confrontación interreligiosa desde hacía años. ¿Se trata de un ejercicio de coleccionismo de «objetos» exóticos? ¿De una moda al estilo de los nobles italianos? ¿De una intención de «aprehender» y conocer al enemigo a través de estos retratos? Sea como fuere, ese no es el asunto de la presente investigación. Únicamente queríamos mostrar, brevemente, el interés que despertó el turco en España, tanto literaria como visualmente, y como ello resulta clave para comprender la representación de este pueblo. Tal vez si exhumáramos y contrastáramos todos los inventarios y los encargos que de esta temática se realizaron en la España moderna, estaríamos en condiciones de extraer más conclusiones al respecto, pues no sería Ribera el único noble que se interesó por este tipo de obras. LA REVUELTA DE LAS ALPUJARRAS, LA CONCEPTUALIZACIÓN DEL MORISCO Y DE LOS MÁRTIRES CRISTIANOS

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En capítulos precedentes hemos mostrado cómo la segunda revuelta de las Alpujarras tuvo un efecto muy significativo en el arte efímero hispánico, produciéndose un cambio en la representación del morisco y una intensificación de su paradigma negativo. Se ha visto también cómo este proceso se dio en la literatura y en el resto de obras teológicas y políticas del momento. Si ya existían muchas voces que reclamaban la expulsión de los conversos por sus dudosas costumbres y sus alianzas con el turco, esta revuelta fue la gota que colmó el vaso. En páginas anteriores hicimos un sucinto estudio de los principales cronistas de la contienda, y entre las obras que se vieron influenciadas por ellos citamos la Historia eclesiástica de Antolínez de Burgos, que contribuyó, por una parte, a consolidar el proceso de conceptualización del morisco tanto desde el punto de vista literario como de su representación visual, en este caso vinculado con la imagen de los mártires cristianos que fallecieron luchando en tierras granadinas a manos de los despiadados turcos y conversos insurrectos. Quisiéramos describir muy brevemente, pues a lo largo del presente libro ya se han ido anotando algunas noticias al respecto, qué sucedió en dicha contienda para encuadrar dicha conceptualización y entender mejor las imágenes que trabajamos. El alzamiento de los moriscos se dio el día de Nochebuena de 1568, si bien se estaba gestando desde meses antes. Los cristianos nuevos se sentían presionados debido a las distintas medidas represivas que las autoridades civiles y eclesiásticas estaban desarrollando en dicho territorio. La intranquilidad se vio acrecentada cuando se publicó la pragmática contra los usos culturales de los moriscos en enero de 1567. Hay que tener en cuenta, además, que esta zona geográfica poseía una historia peculiar. No se trataba de un territorio conquistado plenamente por los Reyes Católicos, sino que su inclusión en la Corona vino dada por una 508

negociación con Boabdil. En las capitulaciones se indicó que él gobernaría las Alpujarras, aunque bajo el control de los reyes castellanos. Así fue hasta octubre de 1493, cuando marchó a África, momento en el que los monarcas compraron y poseyeron definitivamente el terreno. Este hecho produjo que no se diera una verdadera repoblación castellana de las tierras serranas de Granada, sino que se mantuviera la población de origen islámico que vivía allí antes de la conquista. Tales hechos derivaron, pues, en una alta concentración de conversos que aglutinaba, en su seno, a gran cantidad de rebeldes aliados con tropas berberiscas, conocidos como los monfíes, mudéjares bandoleros que vivían en los escarpados montes granadinos 146 . Ante la escalada de odio producida por el intento de aculturación mediante la pragmática de 1567, que limitaba las costumbres moriscas hasta casi anularlas, los cristianos nuevos más ricos e influyentes del reino, esencialmente los de las zonas del Albaicín y las Alpujarras, se reunieron para tratar de llegar a una solución negociada con la Corona 147 . Estas conversaciones fueron infructuosas. Hubo un primer conato de insurrección, el Jueves Santo de 1568, del que fueron avisadas las distintas autoridades civiles y eclesiásticas, por lo que fue fácil sofocarlo. No olvidemos que, como estudiara Castillo Fernández, el monarca poseía diversos informadores que le iban contando de primera mano cómo se encontraban los ánimos de los cristianos nuevos alpujarreños, con figuras tan controvertidas como Francisco Torrijos, clérigo de ascendencia morisca, que actuó como una suerte de espía entre ambos bandos (de ahí que no fuera asesinado por los propios revolucionarios), pero que finalmente acabó luchando en las tropas de los Benegas y los ejércitos cristianos 148 . 509

Tras la pacificación de este primer conato de revuelta, el ímpetu de los líderes insurrectos no se detuvo y estos continuaron insistiendo en la necesidad de llevar a cabo una guerra, un alzamiento a mayor escala, que se decidió iniciar esa misma Navidad. Fueron liderados por Aben Humeya, a quien se escogió por ser considerado el representante del linaje califal por la línea más señera. En esta segunda insurrección, los moriscos presentaron mucha más resistencia de la esperada, al poseer un contingente de población mayor que los cristianos viejos, no solo por el gran número de insurrectos, sino también porque pudieron recibir ayuda desde Argel, Túnez e, incluso, Constantinopla, tal y como especularon los propios cronistas. Visto el peligro que esto suponía para la estabilidad del reino, Felipe II decidió poner al frente de los ejércitos a su hermano, don Juan de Austria, quien fue el encargado de sofocar definitivamente el alzamiento 149 . Tras esta victoria, que se completó con el asesinato de algunos líderes monfíes como Abenabó, y la firma de pactos de rendición con el pueblo morisco, el monarca decidió deportar a los moriscos granadinos que sobrevivieron y diseminarlos por Castilla, intentando que así tuvieran más complicado volver a tejer redes de comunicación entre ellos. Hasta aquí, el relato sucinto y, quizás, generalizador de los hechos. Cabe ahora preguntarse por las consecuencias visuales, artísticas e ideológicas del mismo. Como indicara Caro Baroja, los cronistas desarrollaron un proceso de caricaturización en el que «moros» y cristianos fueron reafirmados en sus respectivas creencias y, sobre todo, en la exteriorización de las mismas, incluso con ahínco. Con ello, «los símbolos de la cultura de unos y otros fueron empleados con constancia. La violencia se justificaba mediante una ideología y ambas se hicieron sistemáticas, o 510

más sistemáticas que hasta entonces» 150 . Esto produce un problema historiográfico a la hora de trabajar lo que allí sucedió, pues todas las fuentes están relativamente mediatizadas por uno y otro bando, no quedando exentas de subjetivismo, hecho que debemos tener en cuenta a la hora de analizar las creaciones visuales. Para Seth Kimmel 151 , negociar una historia sobre las condiciones sociales y religiosas a partir de las cuales surgió la guerra sirvió para crear un debate mucho más amplio sobre la disminución de las posibilidades de asimilación del morisco y la toma de decisiones políticas. Los primeros cronistas de la revuelta de las Alpujarras se dedicaron a experimentar sobre la formulación y encuadre histórico del cristiano nuevo, para comprender las motivaciones y las identidades de los rebeldes. Salvo Pérez de Hita, que nos presenta un relato mucho más onírico de lo sucedido 152 , el resto de los cronistas se encargó de desarrollar un vocabulario de exclusión y de coacción que bebió del mismo sentimiento antiislámico que el de los apologistas de la expulsión y que fue, obviamente, retomado por estos últimos en sus publicaciones, que vieron la luz en la segunda década del siglo XVII. Gran parte de los cronistas intentó mostrar cómo esta rebelión confirmaba la imagen de los moriscos como peligrosos enemigos domésticos, tomándose este evento y todo lo que acarreó como una piedra de toque del malvado converso, que anunciaba hechos nefandos para la política interior de Felipe II, un presagio de problemas y conflictos peores que, se suponía, estaban por venir y se debían evitar 153 . Por ello es complicado estudiar las crónicas hasta hoy conservadas como plenamente objetivas, hecho que tampoco facilita nuestra tarea de definir la múltiple y cambiante imagen del morisco en la cultura visual del mundo moderno hispánico. 511

De un modo muy preciso, Feros resumió cuáles fueron las conclusiones a las que llegaron los cronistas que narraron este hecho 154 . La primera era la evidente solidaridad entre las diversas comunidades moriscas de los diferentes reinos y regiones españolas, una solidaridad que podría ser nociva para la Corona si este tipo de eventos continuaba repitiéndose en distintos lugares de la geografía, pues demostraba que el enemigo estaba dentro y que conocía bien el terreno 155 . La segunda era la creencia de que la situación morisca, y su destino, eran inseparables de los conflictos políticos y militares en el Mediterráneo. Con ello se recuperaba la idea del converso como posible aliado de los turcos, por lo que debían ser tratados del mismo modo y con similar cautela a como se gestionaban las relaciones con los enemigos mediterráneos, más allá de nuestras fronteras 156 . Finalmente, las Alpujarras también demostraron algo más: las divisiones crecientes entre los propios moriscos, entre los que se integraron en la sociedad cristiano-vieja y los que insistían en la existencia de unas comunidades moriscas distintas y autónomas, una diversidad que citamos en los primeros capítulos del presente libro y que demuestra que no todos fueron uno, sino que existieron diversas maneras de asumir su condición y reaccionar ante su nueva situación política, religiosa y social. Así pues, la representación de los moriscos de las Alpujarras encaja a la perfección con el modo en el que Maravall define que se crearon las identidades y la acción psicológica entre ideólogos y el pueblo en el Barroco 157 ; ideas que Saadan aplicó a la estandarización de la imagen del converso 158 . El modo extremo en que se les describe sirve para infundir miedo en el público receptor de los textos y las imágenes de los mismos, para crear un efecto de repulsa ante 512

el enemigo. Este temor se combina con el «efecto de suspensión», que viene dado por ese aire «orientalista» y mítico que se le da a ciertos moriscos, un halo que les envuelve, que los hace misteriosos, pero que acaba jugando en su contra, al ser definidos como los enemigos de la fe cristiana, e incluso, como veremos, tildados de «extranjeros». Esta tendencia se vio acrecentada por el número de leyendas que rodearon a las crónicas de la contienda alpujarreña y por la profusión de estampas que ilustraron la guerra, que buscaban presentar al morisco como aliado de los turcos y de los piratas berberiscos. Durante el conflicto, como bien resumiera Caro Baroja 159 , predominaron tres actitudes rebeldes. La primera, más conocida y representada, la de los martirios que infligieron los moriscos a aquellos cristianos que no renegaron de su fe. La segunda, la destrucción de los principales lugares de culto cristiano, así como de los bienes muebles y devocionales que se conservaban en los espacios cultuales, dándose uno de los episodios iconoclastas y de bandolerismo más cruentos de nuestra historia 160 . Por último, destacó la burla y parodia de los moriscos ante los cristianos, incluso en el modo de martirizarlos. Actitudes que son, justamente, las que aparecen remarcadas en los grabados de Heylan que estudiamos. De todos ellos, el que más interesó a los cristianos a la hora de historiar y mitificar la contienda fue el primero: el de los martirios, un fenómeno que se dio en paralelo a la citada demonización del morisco como enemigo y aliado de los turcos. Junto a él, destaca otra exaltación martirial: la de los plomos del Sacromonte. En todos estos aspectos, uno de los actores principales fue Pedro de Castro, décimo arzobispo de Granada y fundador de la Abadía del Sacromonte, institución que nació como parte de una estrategia de legitimación de los martirios que aparecieron vinculados a los propios plomos 161 . 513

Su empuje fue seguido, años más tarde, por otra figura fundamental: Diego Escolano Ledesma, el vigésimo arzobispo de esta misma diócesis, quien, al igual que su predecesor, intentó unir ambos hechos, el de los plomos y los martirios alpujarreños, en una estrategia contrarreformista de dignificación de su arzobispado. De él dependió, además, la redacción de unas actas martiriales que recogieran todo lo sucedido. Se gestó, entonces, una documentación con valor de propaganda que, a día de hoy, constituye una de las fuentes más importantes de las estrategias episcopales de defensa del cristianismo frente al enemigo de que se tiene constancia. Como se ha expuesto en capítulos precedentes, el descubrimiento de los plomos sacromontanos se correspondió con una exaltación martirial del pasado «morisco» de la zona, con el fin de legitimar la importancia de Granada y de su historia como uno de los territorios más importantes de la Monarquía Hispánica, por sus vínculos con san Cecilio, mártir y supuesto primer obispo de dicha demarcación eclesiástica. Los textos y grabados —también realizados por Heylan— que ilustraron el hallazgo de estos plomos poseyeron un fin publicístico, de legitimación de este hecho histórico, narrado de un modo muy similar a la Historia eclesiástica que nos ocupa. Barrios unió la política de exaltación martirial que se dio mediante los citados plomos sacromontanos, así como en la descripción de las muertes y martirios alpujarreños, con la piedad y teología contrarreformistas de inicios del siglo XVII. Para ello, colocó en paralelo los textos publicados en Granada con la figura de Baronio y la difusión de su martiriológico, que vio la luz en 1588. La obra del teólogo romano debe incluirse dentro de la tendencia que existía entre las distintas órdenes religiosas por canonizar a sus santos que murieron 514

predicando la palabra de Dios en lugares tan alejados como Brasil, Japón o la India 162 . El martirio se había convertido en un espejo de vida y guía devocional, en el máximo ejemplo de la iglesia militante, que se expandía a pesar de los ataques de los infieles o protestantes. De todas maneras, si bien coinciden en cronología, no debemos obviar que ya desde el fin de la contienda alpujarreña, en los montes granadinos, se difundieron las leyendas de esos nobles cristianos que resistieron estoicamente las envestidas árabes y que la palabra mártir resonaba en el ambiente. Es una corriente que nació a finales del siglo XVI, pero que se intensificó, como dijimos, a inicios del XVII gracias a la acción de los arzobispos citados. El propio Barrios, en esa búsqueda de paralelismos con el mundo romano entiende que los textos, como las Actas de Ugíjar, ordenadas por Vaca de Castro, las publicaciones de Román de la Higuera y el padre Francisco Antolín Hitos 163 o la propia Historia eclesiástica del reino de Granada, que ya se ha mencionado, son una plasmación andaluza de la tendencia romanista de glorificación de los mártires en pleno periodo de la reforma católica. Para él, todas estas fuentes deben incluirse dentro de una perspectiva acrítica, de eruditos locales y clérigos, obsesionados en dorar los blasones de los lugares en que los mártires vivieron o que regaron con su sangre 164 . Unas fuentes que, durante el siglo XVII, gozaron de una difusión comparable a la de los propios relatos históricos que citamos con anterioridad. Es en estas coordenadas en las que nos movemos a la hora de estudiar los grabados que ilustraron la obra que nos ocupa. DE JUSTINO ANTOLÍNEZ DE BURGOS, FRANCISCO HEYLAN Y GIROLAMO LUCENTI: 165 NOTAS SOBRE LA HISTORIA ECLESIÁSTICA DE GRANADA Y SUS ILUSTRACIONES

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Justino Antolínez de Burgos (1557-1637) puede considerarse como uno de los intelectuales más significativo al servicio de Pedro de Castro para dignificar esta corriente martirial, fuera la alpujarreña o la sacromontana, lugares que él mismo visitó para dar fe de lo allí sucedido. Llegó a Granada de la mano de este arzobispo y gracias a él fue ascendiendo poco a poco dentro de la curia andaluza e, incluso, en la universidad de dicha ciudad. Antolínez fue el primer abad de la recién creada abadía del Sacromonte. La redacción de su Historia… se produjo a inicios del siglo XVII con el fin de justificar los sucesos citados con anterioridad. Su intención era buscar los orígenes míticos de la región para dar valor a la historia reciente del territorio. La obra estaba lista para imprimirse en 1611, pero por razones censorias no vio la luz durante varios años, adelantándosele otra publicación de carácter muy similar, la conocida Historia eclesiástica. Principios y progresos de la ciudad, y religión católica de Granada. Corona de su poderoso Reyno, y excelencias de su corona, de Francisco Bermúdez de Pedraza (Granada, 1638). La fama que adquirió este texto fue una de las razones por las que la obra de Antolínez finalmente no se imprimió, a pesar de poseer ya los dibujos de Lucenti estampados por Heylan. No quisiéramos detenernos más en la historia del texto de Antolínez en sí, sino pasar a la serie de grabados que iban a acompañarla. Hasta ahora esta ha sido estudiada principalmente desde el punto de vista formal y técnico dentro de la producción de la historia del grabado español, pero aún quedan muchas dudas por resolver. Por una parte, interesa todavía conocer los modelos visuales en los que se basaron, pero también hasta qué punto Heylan personalizó y modificó los dibujos realizados por Girolamo Lucenti. La historiografía actual no duda en remarcar la preponderancia artística del primero sobre el segundo, algo que consideramos 516

que no es posible constatar. Desgraciadamente este segundo problema historiográfico no hemos sido capaces de desentrañarlo, debido a la escasez de fuentes conservadas. Los estudios realizados sobre estos dos autores son muy dispares. Del pintor italiano apenas tenemos referencias, salvo que nació en Correggio, se formó en la Emilia Romagna primero y luego en Roma, hasta que se mudó a Sevilla, donde estuvo activo en las primeras dos décadas del siglo XVII. Ceán Bermúdez nos dio las primeras referencias de este artista indicando algunas obras realizadas en la capital del Guadalquivir y Granada, donde no incluye la ilustración de la de Antolínez, sino siete cuadros pequeños del descubrimiento de las reliquias del Sacromonte 166 . Pérez Sánchez lo localizó trabajando primero en Sevilla y luego en Granada entre 1602 y 1624, coincidiendo, pues, con el encargo que nos ocupa 167 . Lo describió como un pintor itinerante, que recupera la sensibilidad del arte veneciano, hecho que nos resulta de sumo interés, pues, la figura del turco, como se ha dicho, era uno de los asuntos más representados en dicho territorio. Este investigador también lo relacionó con una corriente de flamenquismo que se dio en el sur peninsular, hecho que haría más fácil la colaboración con el grabador, que procedía de dicho territorio. Por otro lado, no hay unanimidad sobre su calidad. Ceán expuso cómo no presenta el talento de Juan de las Roelas, pero sí corrección y cierta maestría, mientras que Pérez Sánchez lo definió como un pintor «ciertamente mediocre» que vino a España a enriquecerse antes de volver a su país de origen. Por su parte, Perret intentó relacionarlo con distintos artistas italianos que vivían por aquel entonces en España tales como Paolo Gioanotti o Juan Bautista Maíno, situándolo como un pintor y escultor de prestigio relativo en la Sevilla de 517

finales del siglo XVI 168 . Mucha mayor consideración y estudio ha tenido la familia de grabadores Heylan, principalmente en lo relativo a Francisco y su hermano Bernardo, de quienes se ha publicado mucho en la última década, no solo por los grabados que trabajamos, sino por la escuela que crearon en Sevilla y en Granada 169 . Nacido en Amberes en 1584, Francisco aprendió el arte del buril en su tierra natal, tal vez trabajando con los hermanos Wiericx o dejándose influenciar por su estilo, así como por el de otros grabadores como Sadeler. Todo ello se hace visible a través de sus formas ligeramente redondeadas y algo alargadas, así como por cierta acumulación de individuos en espacios reducidos 170 . Llegó, junto con su hermano, a la capital del Guadalquivir alrededor de 1606, donde estuvieron cinco años antes de trasladarse a Granada. Allí se establecería definitivamente, en un barrio de amplio pasado musulmán como fue el del Albaicín 171 . Su traslado a esta ciudad pudo venir determinado justamente por la obra que nos interesa, tal y como opina Ana María Pérez Galdeano 172 . Una vez en Granada realizaría diversas planchas de cobre para estampas pequeñas (tamaño folio o menos) y cuatro para estampas grandes (doble folio) basándose en los dibujos de Lucenti. Tal vez fue el propio grabador el que marcó dónde debían ir insertas estas ilustraciones dentro de la obra de Antolínez para conseguir explicar de modo didáctico aquello que venía narrado en el texto. Algunos de los investigadores que han analizado la serie han caído en ciertos tópicos inciertos en torno a cómo se representan las escenas de la Historia eclesiástica, pero que nos sirven de base a la hora de mostrar los supuestos modelos utilizados. Un ejemplo serían las apreciaciones sobre el modo de vestir de los moriscos. Según Nicolás Cabrillana, «es de 518

hacer notar que el pintor Girolano Lucenti apenas se molestó en indagar sobre los trajes típicos de los moriscos de las Alpujarras y nos muestra la estereotipada figura del turco, con sus enormes mostachos y exagerados turbantes tantas veces copiados en la pintura española de los siglos XVI y 173 XVII» . Este autor obvia, como veremos, las noticias que nos hablan de ciertos vestidos turcos portados por parte de los insurrectos granadinos en la revuelta; también que esto pudiera darse por una clara elección tanto del artista como del arzobispo de Granada para expresar una idea muy concreta sobre el papel de los berberiscos o los propios turcos en las guerras alpujarreñas. Más acertado estuvo al afirmar que los paisajes urbanos no corresponden con las pobres villas de la escarpada Alpujarra, sino con la arquitectura italiana. De todas maneras, la elección de estas arquitecturas tampoco es casual, pues responde a un fin escenográfico y dramático, hecho sobre el que profundizaremos más adelante para entender el porqué de dicha elección. No se trata de una despreocupación en representar los abruptos paisajes granadinos, como indica, sino de algo muy meditado por los artistas. Una de las investigadoras que más ha trabajado las ilustraciones de este libro es la anteriormente citada Pérez Galdeano 174 . Ella ha sido la encargada de encontrar las fuentes escritas que sirvieron como modelo para la obra de estos artistas. Una vez cotejada la rigurosidad y objetividad de su trabajo, que realmente ha sido ejemplar en este cometido, nos centraremos en las asociaciones por ella creadas para partir de ahí y abordar los asuntos que, como indicamos, todavía resultan inéditos de los mismos, principalmente en relación a lo que a la imagen de los moriscos, musulmanes o turcos ahí representados atañe. Para ello realizaremos una breve descripción general basándonos en la observación y en las 519

apreciaciones hechas por la propia Pérez, para después estudiar los posibles modelos que fueron utilizados para su concepción. La serie de grabados se inicia con la ilustración de los martirios de Ugíjar. Presenta un estilo muy narrativo en forma de viñetas paralelas, indicando la correspondencia con el asunto representado mediante el uso de letras, lo que ayuda a buscar la identificación con el texto de Antolínez. En la parte superior se retrata el martirio del abad Diego Pérez de Guzmán a cargo de los verdugos «bereberes», mientras que a la derecha se ve la quema y destrucción de la parroquial. La parte central es más interesante, a nuestro entender, debido a los modelos que se utilizan. Se representa el martirio de los canónigos de la ciudad delante de un grupo de mujeres veladas, supuestamente cristianas, que observan la escena llorando, de un modo similar a aquel otro en que se representa a las Marías en el Calvario. Al fondo, otro grupo de exaltados asesina a los niños acólitos. Esta página se completa en la parte inferior con otras dos escenas en paralelo. En la de la izquierda se muestra cómo los musulmanes arrancaron las entrañas a un clérigo (conocido como Gregorio Guirall) y las mostraron ante la Virgen mofándose de que no intercediera en su salvación física, mientras que al otro lado se queman todos los cuerpos de los religiosos martirizados conjuntamente con el del mutilado alcalde de Ugíjar, el alguacil mayor Diego de Vilarçan y el licenciado León 175 . La inscripción que acompaña a esta lámina es muy interesante, pues se trata del inicio de una epístola de san Pablo a los Hebreos (11, 34), que reza lo siguiente: «apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada». Por la economía habitual en este tipo de grabados, que extractan 520

solo la primera parte de los versículos debido al pequeño espacio del que disponen, deja de escribir las últimas palabras del texto bíblico, que son de gran interés para el asunto que nos ocupa: «sanaron de enfermedades, se mostraron valientes en la guerra y rechazaron a los invasores extranjeros». La elección de dicho pasaje no es peregrina: se alaba la actitud de la población cristiana, que apagó el fulgor de los enemigos, y sobrevivió a una muerte casi segura frente a «los invasores extranjeros». Este hecho, que ha pasado desapercibido a quienes analizaron las estampas, es muy importante. No en vano, es una de las pocas inscripciones que no trabaja Pérez Galdeano en su tesis doctoral 176 . Consideramos que la selección de tal sentencia explica o insinúa, mediante la figura retórica de la Biblia, que los que perpetraron estos hechos fueron «extranjeros».

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Fig. 31. La revuelta y martirio de las Alpujarras, lámina 1, dibujo de Girolamo Lucenti y grabado de Francisco Heylan, ca. 1610, Museo Casa de los Tiros, Granada.

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Fig. 32. La revuelta y martirio de las Alpujarras, lámina 2, dibujo de Girolamo Lucenti y grabado de Francisco Heylan, ca. 1610, Museo Casa de los Tiros, Granada.

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Fig. 33. La revuelta y martirio de las Alpujarras, lámina 3, dibujo de Girolamo Lucenti y grabado de Francisco Heylan, ca. 1610, Museo Casa de los Tiros, Granada.

Como hemos visto en el apartado dedicado a las entradas triunfales, el morisco era considerado pueblo bajo el dominio imperial durante el reinado de Carlos V (como los alemanes, indios, etc.). Además, como se ha indicado, los conversos contaron con el apoyo de berberiscos y turcos, por lo que bien puede hacer referencia a tres hechos. El primero, que el 524

morisco insurrecto con sus actos deja de ser miembro de la comunidad hispánica. También podría insinuar que aquellos que vivieron ocultos y evitaron los bautismos forzosos (como sucedió con los monfíes) jamás fueron parte de ella. El tercero estaría vinculado a la ayuda externa citada con anterioridad, pues en todas las escenas se insiste en una vestimenta más vinculada con el islam que con los conversos españoles. Con ello se exculparía de los actos más atroces a los moriscos, dejando en manos de turcos y berberiscos el destrozo y profanación de los espacios sacros. Se focaliza en ellos la idea de enemigos de la fe. Sobre estas interpretaciones, volveremos más adelante. La siguiente plancha presenta la rebelión de los moriscos de Aldarax (Huécija) el 28 de diciembre de 1568. El marco arquitectónico posee un friso con una inscripción latina extraída del Salmo 73 de la Biblia que resume bien lo que aparece representado en las escenas inferiores: «prendieron fuego a tu Santuario, derribaron y profanaron la morada de tu nombre». Antolínez cuenta que los rebeldes «entraron en la iglesia y destrozaron el templo, hicieron pedazos las cruces, rompieron las Imágenes, arcabucearon el arca del Santíssimo Sacramento; y pusieron fuego a la iglesia…» 177 . En la parte central no se narra una escena inmediatamente posterior, sino del 9 de enero, cuando la ciudad estaba bajo el control de Abenfarax. En ella se castiga al beneficiado Joan Lorenzo y a su hermano Martín por esconder y amparar a otros cristianos. Al primero lo desnudan, atan y queman. Mientras, a la izquierda, se incluye el martirio a cuchilladas de su hermano. La lámina concluye en su parte inferior con el asesinato de Juan Cerillo, Jerónimo Sierra y los hermanos Aguilar acaecido en el centro de la plaza, tras ser prendidos en Huécija y Fondón, pero martirizados en Andarax por no querer convertirse al islam 178 . 525

La tercera lámina presenta una única escena, aunque con distintos hechos figurados. Se trata del martirio del bachiller Juan Martínez Xáuregui, acaecido en Mairena 179 . En primer plano (representando de una sola vez, y no de modo seriado), el acuchillamiento, con las llamas con las que fue quemado en la parte inferior y las posteriores lanzas en el ángulo inferior derecho, mientras que al fondo también aparece el asesinato de los niños de once años Gonzalo y Melchor. Se recurre a una economía narrativa para resaltar el carácter martirial, criticando la ferocidad de los enemigos y su vinculación con otras iconografías similares, como la de san Sebastián, quien murió asaetado de un modo muy similar a como lo hizo Martínez Xáuregui. Mientras, a la derecha, se puede ver a distintas moriscas cubriéndose el rostro. En este caso la inscripción superior e inferior del marco arquitectónico también son muy significativas. En la segunda de ellas se lee un fragmento de los libros Sapienciales (14, 7): «Bendito es el leño por el que se hace justicia». Este pasaje se suele relacionar con la muerte de Cristo, pues la madera de su cruz proviene del árbol plantado sobre la tumba de Adán: del pecado original vino la salvación y se cumplió la justicia divina. Mientras, la superior es un complemento de la otra, al referirse a una cita de los Gálatas (3:13) donde el madero es fundamental, como en la escena de martirio: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero». Tras un visionado conjunto de las estampas, nos encontramos con algunas preguntas por responder. Tal vez, la más significativa sea la poca presencia de personajes moriscos vestidos según su moda en todas las escenas. Salvo en esta última, donde se aprecia un número elevado de conversos al fondo, principalmente mujeres y niños que acuden al 526

martirio, en el resto, los ataques más feroces son perpetrados por tropas vestidas a la turca o por musulmanes. Este hecho consideramos que es muy importante. ¿Qué nos dicen las fuentes sobre el modo de vestir durante estas batallas? Una de las primeras investigaciones al respecto fue la de Juan Martínez Ruiz, de la que hablamos ya en capítulos precedentes 180 . En su extenso estudio dedicado a Pérez de Hita remarcó la insistencia de este en definir los trajes turcos, como algo distinto al del moro. Este autor describe minuciosamente los atuendos de unos y de otros, maravillándose, principalmente, con los colores y riqueza de estos últimos y dándole ese toque exótico y nostálgico que caracteriza toda su producción. Incluso, nos habla del travestismo realizado por los generales cristianos Ponce de León, Alonso de Aguilar, Diego de Córdoba y Juan Chacón, quienes se vistieron «a la turca» para poder pasar desapercibidos en sus incursiones granadinas. Hita conoce a la perfección el nombre de las prendas, cómo suelen ser descritas en otros textos y su utilidad. Blanchard opina al respecto que el autor murciano tal vez se inspiró en las festividades efímeras realizadas a lo largo de todo el territorio hispánico, donde el turco aparecía casi siempre representado, tal y como se explicó en capítulos precedentes 181 . Entendemos que la intención clara de este autor fue no solo mostrar su admiración por los atuendos turcos, sino también diferenciarlos de los musulmanes, mostrando que el islam no era uno único, como defendían los apologistas de la expulsión, sino que había diferencias en costumbres entre turcos, musulmanes y moriscos 182 . Estas distinciones claras entre bandos son perfectamente apreciables en diversos pasajes de su texto, sea en las fiestas reales de Purchena, en el complot para acabar con Aben Humeya o en el conflicto entre el morisco Benalguacil y un capitán turco. 527

De modo paralelo, otros autores de la contienda también insistieron en los elementos turcos como factor de distinción. Así, por ejemplo, en los textos de Mármol, hemos visto que Aben Humeya aparece ataviado con un turbante turquesco y una aljuba de grana, montado en un caballo blanco 183 y en el ataque al Albaicín, Aben Fárax y los suyos se quitaron los sombreros y monteras y se pusieron bonetes colorados y toquillas blancas, siguiendo la moda turca 184 . Así pues, vemos que los líderes moriscos, según estas fuentes, se visten «a la turquesca» constatando el valor de los conversos como quintacolumnistas. Se da una suerte de hibridación, típica en sociedades de fronteras, como estudiara de modo detallado Burke, tanto a nivel general en Europa 185 como en el caso español en concreto 186 . Personajes de una creencia o procedencia que van tomando hábitos de otros es algo muy habitual en la literatura española, como nos demuestra el estudio que realizara Fuchs sobre la obra cervantina 187 o como quedó estudiado por nuestra parte también en publicaciones precedentes 188 . El valor del traje tenía muchísima importancia en la historia, el atuendo marcaba, diferenciaba e, incluso, infundía un valor especial en ciertos casos: dotaba de poder, construía la memoria 189 . Gracias a él se hacía visible la identidad, principalmente en periodos de confrontación con otras comunidades. Es una distinción social que, incluso, puede llegar a convertirse en elemento de propaganda 190 . Así pues, si tanto en los textos escritos como en las representaciones visuales que nos ocupan se incide en la indumentaria turca de los personajes, no es casual, sino que implica una decisión muy clara por parte de los autores magnificar o ratificar su presencia. Todo ello, mientras a día de hoy es complicado saber el número exacto de piratas 528

turcos y berberiscos que desembarcaron en Granada para ayudar a los moriscos y, todavía más, si fueron ellos quienes infligieron las torturas más cruentas a los cristianos alpujarreños. Con esta insistencia en el elemento turco se quiso señalar al enemigo y remarcar que este ha dejado de ser el morisco en sí, para extender dicha acusación al islam en su conjunto (de ahí que aparezcan también otros musulmanes junto a los turcos). No olvidemos que la escritura y los grabados que estamos estudiando son posteriores a la batalla de Lepanto, de ahí que el recuerdo de estos encontronazos marítimos estuviera más que presente en el imaginario colectivo y que aquí se radicalice la visión que se tenía de los enemigos, ya negativa de por sí. Cada cronista matiza o personaliza de un modo u otro a estos turcos. Es evidente que Mármol o Hurtado de Mendoza tienen como objetivo destacar la presencia de tropas enemigas aliadas con los conversos, así como presentar estos fenómenos de travestismo cultural como una estrategia de emparentar a los moriscos con los turcos, comparando su maldad y, con ello, la necesidad de reducirlos 191 . Por su parte, otros como Pérez de Hita, además, encierran una admiración por el lujo de sus vestidos y su fortaleza en la batalla 192 . Con ello, insistimos, lo que se está produciendo es una decisión personal acerca de cómo mostrar unos hechos históricos; se está identificando un enemigo que no fue realmente el que más participó en las revueltas, pero al que interesaba magnificar por todo lo que supuso en la lucha por la supremacía mediterránea. En él se proyectaron todos los estereotipos que pululaban en el imaginario colectivo, estereotipos que son compartidos por toda la Europa cristiana. ¿Qué modelos siguieron los artistas para plasmar los 529

vestidos de estos turcos? Obviamente una de las fuentes que seguramente pudieron tomar fueron los manuales de trajes, que tuvieron cierta repercusión en España, pues ya desde mediados del XVI se documenta la existencia de diversos de estos volúmenes. Tal vez el más conocido sea el códice Madrazo-Daza, perteneciente a una colección particular madrileña y fechable hacia el año 1540, donde se representan las diversas colecciones de trajes de distintos países, entre los que se incluye Berbería 193 . De todos modos, creemos que debido a la procedencia de los artistas —el pintor de Lombardía y el grabador de los Países Bajos—, no sería precisamente este el volumen que utilizaron en la concepción de sus obras, sino más bien los diversos manuales de trajes o escritos antropológicos sobre los turcos que fueron publicados en el Viejo Continente, como los de Vecellio, Giovio o Nicolay, entre otros, que seguramente formarían parte de su particular cultura visual. Tampoco pueden pasarse por alto las estampas de Durero que presentaron una temática apocalíptica, plasmando las luchas contra el Imperio otomano con composiciones movidas y donde la crueldad de este pueblo es manifiesta, como sucede en las imágenes que ilustran la Historia eclesiástica 194 . La procedencia de Heylan nos incita a pensar que también las podría conocer. Por último, tampoco podemos olvidar las vistas de Túnez que aparecen en el Civitatis Orbis Terrarum de Braun y Hoefnagel 195 , donde detrás de la ciudad se representa a diversos turcos en actitudes similares a las del grabado que nos ocupa, a caballo y con las cabezas ensangrentadas en sus manos. Recordemos, como vimos en capítulos precedentes, la amplia difusión de este libro, que sirvió de modelo en muchas obras de arte y manuales de trajes, por lo que no sería nada 530

extraño que formara parte de la cultura visual de ambos artistas. Por otro lado, como se ha dicho, estas imágenes de turcos se combinan en los grabados de Heylan con las propias de musulmanes, ilustrados o definidos como moros. Sobre este aspecto, uno de los investigadores que mejor se ha aproximado al asunto es Irigoyen. Sus apreciaciones se basaron en las declaraciones que un anónimo soldado dio al marqués de Mondéjar sobre los insurrectos, donde estos fueron definidos como «moros vestidos… como moros». El juego de palabras (intencional o no) revela que gran parte de los que participaron en la contienda llevaron ese tipo de ropa, y así lo hizo notar el soldado cuando tuvo la necesidad de definirlos, de distinguirlos 196 . Arié opinó que durante esta batalla hubo una suerte de resurgimiento de esta moda, aunque no renuncia a que se hubiera mantenido en el campo y lugares más retirados de las montañas que escapaban a la supervisión de los alguaciles reales 197 . En ello parece seguir las apreciaciones de Caro Baroja sobre el devenir de los hechos 198 y la suposición de la permanencia de un modo de vestir a la «musulmana» en algunos lugares ocultos alpujarreños que escaparon del control inquisitorial. A tenor de la información archivística de que se dispone, es algo que no parece muy probable, ni tampoco fácil creer que esta moda censurada se mantuviera oculta solo en algunos lugares de la península, cuando todo indica que el control fue realmente exhaustivo.

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Fig. 34. Vista de Túnez, Civitatis OrbisTerrarum, 1582, Heidelberg University Library.

Bien es cierto, por otro lado, que tanto la insistencia de los soldados en definir así al enemigo que se encuentra en los textos alpujarreños como el discurso de los propios textos al distinguir entre turcos, moros y cristianos nuevos pueden venir por ciertas similitudes que se dieron entre el traje de estos últimos y el que portaban musulmanes en el norte de África 199 . De todos modos, a día de hoy es imposible constatar si este modo de vestir se trata de un resurgir o de la importación de estos vestidos desde tierras situadas al otro lado del estrecho de Gibraltar con motivo de la propia contienda. Tal vez, otra opción sea que esta identificación pudiera haber servido para mostrar la adhesión de los moriscos a sus correligionarios, como algo opuesto al cristianismo, el enemigo común. Esta crítica a los musulmanes a través de sus trajes no se dio en todos los autores citados. Recordemos el enaltecimiento de los valores de nobleza y caballería que Pérez de Hita les otorga, a quienes considera como parte de la historia de Granada, concibiendo «lo árabe» con un significado mucho menos peyorativo. De hecho, es el único de todos los cronistas que resaltó y vilipendió que las tropas cristianas también mataron sin piedad a niños conversos en sus arremetidas contra los monfíes y turcos en las Alpujarras 200 . De todos modos, el sentimiento de distinción de Pérez de Hita no se hace visible en las planchas de Lucenti y Heylan, donde turcos y musulmanes, en igual medida, martirizan a los cristianos. Más allá de las fuentes literarias que hablan de este «moro», es interesante comprobar cómo se le ilustró en otras obras de arte coetáneas de temática similar. En este sentido podríamos citar la portada de la Historia de las Guerras civiles de Granada de Pérez de Hita publicada en París en 1606, 532

realizada por el pintor flamenco Petrus Firens 201 . En ella sucede lo mismo que anotamos en el caso anterior: la representación del musulmán se da en paralelo a la del turco, si bien en este caso los atuendos portados hacen difícil una clara identificación. No existe una distinción entre las prendas de vestir de los personajes que persiguen a los cristianos, sino que la identidad de los enemigos se encuentra desdibujada, pero con un gusto «arabizante». Parecen, más bien, musulmanes en general que turcos en particular. Esta falta de concreción, de señalización de los contingentes de uno u otro grupo aún da mayor relieve a la obra de Heylan y Lucenti, quienes ilustran de un modo mucho más detallado el atuendo físico de los combatientes y en los que es posible, incluso, distinguir su jerarquía militar.

Fig. 35. Portada realizada por Petrus Firens para la Historia de las Guerras civiles de Granada, París, 1606.

Volviendo brevemente a la ilustración de Firens, nos interesa destacar una iconografía bastante particular que merecería un estudio detenido. En ella vemos la presencia de 533

elementos mitológicos, como el águila en la parte superior o la representación de los barcos en relación a las contiendas bélicas contra los turcos. Recordemos que, como sucede con el caso de Heylan, este tipo de representaciones se realizaron no solo tras las Alpujarras, sino también después de Lepanto, por lo que el elemento marítimo siempre está presente, publicitando una de las últimas victorias frente a los otomanos en el Mediterráneo. Lo que aquí vemos, parece que sea una traslación de las representaciones que estudiamos en los aparatos efímeros por la muerte de Felipe II: escenas navales mezcladas con paisajes escarpados donde se representa una lucha contra el infiel. Todo ello, dentro de un contexto donde la mitología utilizada para exaltar al monarca está presente, al aparecer una suerte de águila coronando la escena. Dejando de lado este grabado, que esperamos trabajar en ocasiones futuras, queremos volver a una cuestión que nos interesa y preocupa, ya anotada con anterioridad: ¿qué ha sucedido con los moriscos en las ilustraciones de Heylan y Lucenti? Si nos fijamos en los dibujos, solo en una escena de martirio aparecen representados al fondo los conversos como meros espectadores, y son en su mayoría mujeres y niños, siguiendo un modo de representación muy similar al de las planchas dedicadas a las escenas de bautismo de moriscos en el monte Valparaíso, que también sirvieron para ilustrar este libro 202 . Así pues, se está siguiendo un estándar de representación de las moriscas que encaja con el modelo creado en la Capilla Real de Granada, modificado y difundido por los viajeros y que permanecía en el imaginario hispánico. Como vimos en capítulos precedentes, en el ajuar de muchos de los moriscos granadinos que posteriormente llegaron a Castilla, este tipo de prendas estaba presente, 534

aunque algunas fuentes coetáneas afirmaran que los moriscos de este lugar vestían ya casi como los cristianos, tal y como indicara Luis de Cueva 203 . Sea como fuere, la representación de la mujer morisca es totalmente estereotipada, facilitando su identificación, haciéndola visible de forma inequívoca. A su vez, se obvia al hombre, del cual no tenemos ni rastro en las tres planchas que hemos estudiado, hecho muy significativo, porque según las crónicas es imposible constatar una supremacía turca frente al número de soldados moriscos. Algunos autores como Harvey opinan que, de los 25.000 soldados, solo 4.000 eran berberiscos o turcos (cifras del todo estimativas) 204 . Esta magnificación del enemigo otomano que presentan los grabados citados, donde se minimiza la presencia morisca es perturbadora. Podríamos pensar que los artistas los vistieron del «otro», de turco y de musulmán, atuendo descrito por los propios soldados que lucharon en la contienda. Así, por ejemplo, lo vería Pérez Galdeano, para quien los moriscos son retratados «con rostro bárbaro barbas y bigotes» 205 en estas pinturas. Con ello, la autora citada asume que lo que aquí se narra es una muestra objetiva de la contienda alpujarreña y que todos los personajes masculinos ataviados con hábitos turcos son moriscos, algo difícilmente constatable. Esta doble posibilidad, la presentación de los moriscos como turcos o, por otro lado, su ocultación o minimización frente a una presencia omnímoda del turco como enemigo de la fe que martiriza a los cristianos viejos, nos plantea una diatriba que intentaremos resolver, entendiendo que hay alguna razón para tal decisión de los artistas y que esta pudo estar relacionada con el hecho de que se trata de grabados con un amplio valor publicístico 206 . La primera conclusión, tal vez la que acude más rápidamente a nuestra mente y que ya hemos insinuado, es que, como se indicó en diversas ocasiones, a los moriscos se 535

les ha «hibridado» con los turcos y musulmanes, como enemigos de la fe y aliados del Imperio otomano. Se les ha travestido portando trajes que no correspondían con su modo de vestir para señalarles y remarcar los lazos entre el enemigo interno y externo. Harper defendió que las imágenes de los otomanos en el arte de la Europa renacentista y barroca a menudo cuentan más sobre las culturas que las produjeron y las consumieron que sobre las culturas que pretenden representar 207 . En este caso, siguiendo un paralelismo, la imagen del morisco podría contarnos cuál era la concepción que existía en la mente de parte de la población cristiana española, cansada de los ataques berberiscos y turcos a la costa, una representación que retoman los apologistas de la expulsión con su «todos son uno» 208 . Con ello se pretendía subir a los altares a aquellos cristianos que murieron defendiendo su fe frente a los principales enemigos de la religión cristiana. Además, ya se ha indicado cómo en la literatura esta hibridación era habitual, y, como señalan Ann Rosalind Johns y Peter Stallybrass, las ropas no cuentan siempre «historias verdaderas», sino que pueden ser utilizadas para mentir, para hacernos ver lo que los autores quieren que veamos, tomando como ejemplo la escena bíblica de Jacob, donde estas sirvieron para engañar a su padre Isaac 209 . Frente a esta interpretación, planteamos otra, tal vez más compleja, pero que consideramos adecuada a los intereses de Castro, el arzobispo bajo el cual se escribe y graba este libro. El prelado estaba defendiendo la veracidad de los plomos sacromontanos, unos plomos que tenían como interés, entre otros muchos como la exaltación a la devoción mariana, demostrar los orígenes «moriscos» de la región. Con ello se daba una visión mucho menos agresiva del musulmán, que aparecía más integrado en la historia de España 210 . Partiendo de estas premisas, ¿por qué iba a fomentar y a difundir esta 536

asimilación del converso unívoca con el turco? Anotamos con anterioridad cómo en uno de los grabados existe una cita bíblica donde se relacionan los ataques con los «extranjeros». Indicamos que, tal vez, fuera porque ya no se consideraba a los moriscos como parte de la nación, al aliarse con los enemigos, o tal vez que lo que se quisiera señalar fuera que las barbaries alpujarreñas fueron perpetradas por esos «extranjeros», por los turcos que acudieron al auxilio de los monfíes. De ahí ese último grabado, donde arremolinadas, amontonadas, al fondo, aparecen las mujeres moriscas mirando la escena. Eran simples espectadoras de la barbarie, no partícipes, algo que no encaja con el papel que autores como Pérez de Hita dieron a las mismas. Como indicamos en capítulos precedentes, en la narración que este autor hace de la toma de Galera, muchas de las granadinas «murieron como varones peleando» 211 , actitud que no encontramos en las imágenes que ahora analizamos. Por todo ello nos planteamos que, con la marginación de la mujer morisca y su ubicación como espectadora, unida a la elección de un versículo bíblico en el que se resalta la participación mayoritaria de «extranjeros» en la contienda, tal vez, Castro, como ideólogo, estaría «exculpando» a los moriscos (en general) de las atrocidades acaecidas, apuntando como culpables a los turcos, musulmanes o moriscos no asimilados. Lo que habría intentado el arzobispo fue demostrar, al contrario que los apologistas de la expulsión, que no todos fueron uno; que, obviamente, hubo moriscos colaboracionistas, integrados en la sociedad cristiana, pero también otros insurrectos, los quintacolumnistas que fueron quienes contactaron con los turcos, de ahí que se centrara la elección en ellos para criticar las atrocidades acaecidas. Justamente estos últimos serían los que desarrollarían dicho papel cruento y por ello merecerían ser tildados de 537

extranjeros. Mediante esta apreciación, se les distingue y se les critica, a la vez que se los aparta del discurso del pasado musulmán y mítico de Granada que Castro había desarrollado en su defensa de los plomos sacromontanos. No tenemos documentos que justifiquen que los moriscos se vistieron de turcos, ni que constaten lo que acabamos de insinuar, pero, insistimos, resulta contradictorio o cuando menos paradójico que un arzobispo esté defendiendo un pasado filomorisco de su diócesis, y a su vez, creando una propaganda que justificara la expulsión de los conversos al identificarlos, sin distinción, con los turcos. A día de hoy es imposible ratificar una interpretación u otra, pero de lo que sí estamos seguros es de que la selección de la indumentaria de los personajes no fue casual, máxime teniendo en cuenta el valor que la obra de Antolínez tenía para Castro, su íntimo amigo 212 . De todas maneras, sobre este aspecto reflexionaremos de nuevo en páginas sucesivas. MODELOS VISUALES Y CONCEPTUALES DE LAS ILUSTRACIONES DE LA HISTORIA ECLESIÁSTICA

Analizado el trasfondo histórico y artístico de la obra y sus ilustraciones quisiéramos adentrarnos con detenimiento en las fuentes visuales que pudieron servir para crearlas, si bien algunas han sido ya esbozadas. Para Barrios y Sánchez Ramos, las Alpujarras constituyen uno de esos ámbitos geográficohistóricos en que es común recurrir al término «invención» cuando se trata de definirla: invención en su doble acepción de hallazgo e invento. No es el único caso: cuando algo rompe con la normalidad, por su peculiar idiosincrasia, por su misterio, por su particular belleza […], su aprehensión requiere de estos artilugios mentales o literarios 213 . 538

Lo que estos autores indican a nivel histórico, creemos que sucede también visualmente. Al inicio de este libro nos preguntábamos qué problemas tendrían los artistas a la hora de pintar al converso, cuando, muchas veces, era físicamente igual al cristiano viejo. Aquí debemos sumar uno más: cómo pintar la contienda bélica cuando ninguno de los artistas estuvo presente en ella (como sí que sucedió con Vermeyen en Túnez), no son de procedencia española (por lo que solo conocían el problema morisco a través de quienes les mandaron hacer los dibujos y planchas) y había, detrás de todo ello, una fuerte ideología propagandística que representar. Consideramos que los artistas se ven obligados a «inventar» a través de los medios que tienen a su alcance, de su propia formación como pintores o grabadores y de los recursos aprendidos o convencionalizados para representar la tragedia que aquí se quería exaltar. Vamos a intentar desgranar todos los modelos que consideramos que pudieron ser utilizados por Lucenti y Heylan, aquellos importados de Italia o Centroeuropa, o a los que pudieron tener acceso en la península, entendiendo que lo que aquí vemos no es una mera traslación de un relato «histórico», sino algo que se forja en paralelo, un constructo artístico que se basa en la propia vida de las imágenes. Comenzaremos con los fondos arquitectónicos. Ya indicamos cómo Cabrillana señalaba que nada tenían que ver estos con la arquitectura granadina, debido a cierto desinterés por parte de los pintores a la hora de tratar de ser realistas, motivo por el cual retomaron fondos clásicos, muchos más cercanos a su formación. También Pérez Galdeano anotó este hecho, denunciando una disimetría entre la realidad y lo que se representó 214 . Para ella todo pudo deberse a dos razones: una, que los artistas no disponían de un conocimiento del lugar que representaron y recurrieron a los recursos que 539

estaban a su alcance; o por el contrario, que intentaron manifestar el orden de la ciudad italiana, como imagen del cristianismo, frente a la barbarie y el horror de los moriscos. Esta interpretación peca de cierta ingenuidad a la hora de conocer las fuentes visuales con las que juegan Lucenti y Heylan. Lo que aquí vemos no es cualquier ciudad italiana, sino una recreación de los escenarios que Sebastiano Serlio indicó que serían los adecuados para representar las tragedias 215 . Y, ¿qué mayor tragedia que el asesinato de los cristianos viejos y la crueldad de la decapitación y mutilación de los niños que se aprecia en las diversas escenas? No es casual que los artistas recurran a esta arquitectura de fondo, dado que tiene un marcado valor conceptual, dramático, trágico. Sabemos que, desde finales del siglo XVI, comenzaron a llegar a España tanto los escritos del intelectual italiano citado como otras publicaciones que reelaboraron sus escenografías y las adecuaron a las necesidades de cada región 216 . Estos textos no solo explicaban o daban muestras visuales de cómo debían ser los escenarios, sino también de la distribución de las figuras, de su movimiento y disposición para aumentar la sensación trágica. Junto con los libros, además, viajaron diversos escenógrafos italianos que participaron en las fiestas y representaciones teatrales españolas, siendo también los encargados de difundir aquello que Serlio había plasmado inicialmente en su trabajo. Así pues, no es de extrañar que, en su «invención», los artistas seleccionaran este tipo de escenografía para enmarcar la mayor parte de las imágenes de combate que se representan, contribuyendo al dramatismo de la acción. No se trata de un error o de despreocupación por parte de los artistas, sino de una decisión totalmente consciente. De hecho, si analizamos el resto de las planchas para esta historia eclesiástica o las ilustraciones que hicieron sobre los plomos sacromontanos, 540

en ambos casos no utilizan un paisaje italianizado, sino unas escarpadas montañas que sí que nos recuerdan a la orografía granadina. Cuando quieren situar una escena en un contexto específico no utilizan unos fondos extraídos de la tratadística teatral del momento, sino de la propia observación del terreno. En este caso, estamos seguros de que su elección implica una carga simbólica importante.

Fig. 36. Detalle de la revuelta y martirio de las Alpujarras.

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Fig. 37. «Escenario para la tragedia», en Sebastiano Serlio, Los Siete Libros de Arquitectura, Toledo, 1552.

Pero no es este el único elemento que se toma «prestado» del mundo de la dramaturgia. Otro, muy significativo, sería el extraído de los conocidos juegos de cañas o batallas fingidas entre cristianos y turcos. La trascendencia de estas manifestaciones dramatizadas de la alteridad fue muy importante en la creación de la imagen del otro, ya que hacían visible para gran parte de la población ese enemigo que difícilmente se habría observado de cerca, pero cuyo temor estaba latente en sus mentes 217 . En este tipo de manifestaciones visuales, la representación del moro adquiere una inmediatez ausente en la novela cronística o en el romancero. Irigoyen ya anticipaba muy acertadamente que estos grabados presentaban una más que presumible relación con los juegos de cañas 218 . Para este investigador, en las escenas de Heylan y Lucenti, los moriscos se caracterizan 542

claramente como lo hacían los enemigos en las batallas fingidas, tanto compositivamente como en los atuendos. La vinculación de los juegos de cañas con los modelos de representación de las guerras granadinas ya había sido anotada de modo sutil por Bernis 219 , pero Irigoyen profundiza más aludiendo a la importancia misma de las fuentes en las que el texto de Antolínez o las imágenes de Heylan pudieron basarse (Pérez de Hita, Mármol, etc.), de ahí que consideremos que sus teorías encajan a la perfección en la «invención» visual de la batalla, que se enmarca en el escenario trágico serliano. Hay que tener en cuenta, además, el valor publicístico de estos grabados, que tenían que servir para hacer más comprensibles los acontecimientos históricos. La tradición de los juegos de cañas por una parte y la lucha de moros y cristianos por otra se mantuvieron en la sociedad hispánica, incluso después de la expulsión morisca o del declive de los problemas con los turcos 220 . El objetivo era mantener alerta a los cristianos sobre la amenaza otomana, principalmente en zonas como las Alpujarras, donde las batallas dejaron una situación muy desoladora. La fiesta servía, pues, como recuerdo de un hecho que conmocionó a la población, de ahí su trascendencia en la creación de una iconografía de las contiendas bélicas y por ello también que los artistas recurrieran a ellas para ilustrar la obra de Antolínez 221 . Pero no hay que mirar únicamente a las fiestas que los cristianos realizaron para difundir un modelo de traje turco que caló en el imaginario colectivo. También a las propias festividades que celebraron los moriscos, donde fue habitual el uso de dicha indumentaria «otomanizada». Si bien los conversos debían ser cautelosos a la hora de mostrar públicamente sus ritos o su adhesión a la causa otomana, en 543

algunos momentos sucumbieron a la euforia que les producía que las tropas enemigas derrotaran a la Corona hispánica o a la Santa Liga. Fournel-Guérin ha encontrado diversos procesos inquisitoriales surgidos por este hecho. El más representativo, contra el morisco de Híjar Jerónimo Monteagudo, está datado en 1549. Los testigos cristianos declararon que, cierta noche, todos los conversos residentes en aquella localidad aragonesa salieron vestidos como moros, con las caras cubiertas por máscaras y lunas azules pintadas en los brazos para celebrar la próxima llegada de los turcos. Esta denuncia se repite en diversas ocasiones, como con la pérdida de La Goleta, plaza fuerte española en Túnez 222 . Obviamente las fuentes inquisitoriales tienden a la subjetividad y a dar una visión intencionada y partidista de la alteridad y del enfrentamiento con el otro, por lo que no siempre deben tomarse como prueba fehaciente de ningún hecho. Sin embargo, resulta significativo cómo, de ser cierto, en sus propias celebraciones, los moriscos habrían seguido unos patrones festivos o de vestuario bien parecidos a los que los cristianos utilizaron. Además, tales festividades podrían estar relacionadas con las que analizara Caro Baroja vinculadas con las pequeñas celebraciones de los monfíes tras cada victoria en la Alpujarra 223 , expuestas por Pérez de Hita en su relato figurado de la batalla 224 . Se componían de danzas y torneos donde además se plasmó la rivalidad entre los conversos españoles y los aliados turcos que, según el investigador citado, también participaron en dichos eventos conmemorativos de las victorias parciales de la contienda alpujarreña. Aun así, consideramos que no solo las culturas festiva y dramática fueron el germen de las representaciones de batallas que aparecen en la obra de Lucenti y Heylan. Hay que 544

acudir, además, a la propia tradición de manifestaciones bélicas contra los infieles, donde se dieron modelos muy similares que, luego, fueron simplificados y reutilizados por los artistas. Dentro de todo el conjunto de obras que desde el Medioevo se encargaron de mostrar esta confrontación, consideramos que, tal vez, una fuente fundamental sean los tapices que realizaron Vermeyen y Coecke sobre la toma de La Goleta y Túnez, de los que dimos algunas notas en el capítulo precedente. Tal y como se indicó, en los mismos hubo una clara intención de señalar a los turcos y de separarlos de los «buenos musulmanes» o «moros amigos», aliados de Carlos V en la contienda bélica. Así, en ellos se muestra a un otomano muy agresivo e inhumano frente a unos cristianos y musulmanes mucho más comedidos 225 . Para comprender la fortuna de los tapices de la Conquista de Túnez como modelo para los grabados que trabajamos, es necesario conocer su uso en las celebraciones de la Monarquía y su contribución a la creación de una imagen dinástica, pues constituyen un caso paradigmático de los usos del textil y sus copias 226 . La temática victoriosa que presentan convenía singularmente a la dimensión publicitaria inherente a este tipo de piezas empleadas en ceremonias de muy diverso signo con fines magnificentes y de comunicación política 227 . De su ajetreada vida entre el Real Alcázar y de los amplios dominios hispánicos 228 nos interesan determinados contextos ceremoniales en los que la visualización del enemigo musulmán pudo cobrar especial resonancia. Antes de su llegada a Madrid, la serie original fue enviada a Inglaterra para el enlace matrimonial de Felipe II con María Tudor en la catedral de Winchester (1554), donde no llegó a ser expuesta 229 . Al año siguiente del enlace colgaron, esta vez sí, de los muros de un templo durante el capítulo de la Orden del 545

Toisón de Oro celebrado en la catedral de Amberes. La ocasión era especialmente propicia para recordar la hazaña del emperador atendiendo a la retórica cruzadista antiturca que había marcado la creación de esta orden en el siglo anterior. Si hasta entonces los tapices de la guerra de Troya habían acompañado las reuniones de sus miembros, la contemplación de las campañas de Túnez permitía revivir tal ideario desde la historia reciente 230 . Tanto la serie original como su copia, perteneciente a María de Hungría, se exhibieron públicamente en múltiples ocasiones, documentadas entre los reinados de Felipe II y Felipe III. Según Bunes y Checa 231 , estos fueron expuestos al menos en catorce ocasiones entre 1599 y 1665. Todo ello nos incita a pensar que su difusión fue amplia, convirtiéndose en elementos constitutivos de la cultura visual hispánica, de más de un taller como el de los Heylan o Lucenti, con un pasado itinerante. Las obras de Vermeyen podían constituir un buen modelo para los grabados granadinos, tanto por la indumentaria de los personajes como por los gestos violentos de moros cortando cabezas, una de las principales características de los sanguinarios turcos representados en ellos. Investigadores como el propio Checa 232 insistieron en cómo las pinturas escurialenses sobre la Batalla de la Higueruela, a pesar de basarse en otro tapiz medieval, poseen un regusto de estos textiles flamencos. Por su parte, Portús ha demostrado cómo influyeron en el modo en que fue representado el dolor en la obra del pintor cortesano Juan Bautista Maíno, principalmente en su lienzo para el Salón de Reinos 233 . De ahí que consideramos que, por su trascendencia y sus concomitancias formales, pudieran ser un ejemplo para el asunto que nos ocupa, principalmente debido a la escasez de otras fuentes visuales sobre turcos en territorio hispánico, así como por el valor propagandístico que a estas piezas se les 546

dio. Tal vez Heylan y Lucenti quisieron plasmar la contienda de las Alpujarras haciendo un guiño hacia el pasado, del mismo modo que sucedía en el arte efímero y en estas tapicerías citadas. Por último, hemos de añadir que tanto los tapices de Vermeyen como las pinturas de Lucenti hacen hincapié en algunos elementos más trágicos de los enfrentamientos: las decapitaciones dentro de la batalla, uno de los aspectos que más se enfatiza para demostrar la crueldad y falta de piedad de los turcos. La actitud de cortar las cabezas del enemigo era un asunto que históricamente se había resaltado en diversas ocasiones desde los inicios de la dominación islámica de la península. No en vano, los musulmanes andalusíes solían colgarlas en las murallas de sus víctimas para impresionar a otros posibles atacantes y utilizarlas, a su vez, como estandartes de la victoria 234 . Como se ha dicho, esta cualidad fue atribuida también a los turcos no solo en el ámbito español, sino en toda Europa, para mostrar su potencia militar. Brummet, por ejemplo, cita la crónica ilustrada de Ahmet Feridun Bey (1583) de la campaña de Sigütevar de 1566 en Hungría, donde se visualiza a los comandantes presentando cabezas a Sokollu Mehmet Pasha, quien aparece sentado frente a su tienda. Las testas de los derrotados sirvieron como una forma de tributo y como una petición de reconocimiento por la labor realizada. En estas obras, los cautivos cristianos solían aparecer vestidos con trajes europeos para una más fácil identificación y desfilan entre los turcos y el espectáculo de las cabezas de los caídos 235 . Esta crueldad también se visualiza, como se ha dicho, en la mayor parte de los textos hispánicos con el objetivo de criticar su mezquindad y pocos escrúpulos. Así, por ejemplo, 547

Díaz Tanco dedica los primeros capítulos de su Palinodia a dar una visión sesgada y monstruosa del otro, haciendo hincapié en sus aspectos más crueles, describiendo no solo batallas. Este texto expone cómo se cortaban las orejas entre padres e hijos en la monarquía para mostrar su poder y tiranía 236 . Estas características, poco a poco, van siendo asemejadas a las de los moriscos insurrectos que merecen ser expulsados, tal y como demuestran los textos de los apologistas. Así, por ejemplo, Pérez de Cuya definía a los moriscos en términos muy similares a los empleados en las crónicas históricas o en los relatos de viajeros cristianos a territorio otomano: «Alegre de que ya queda extinguida, este canalla infiel, bárbara, fiera, que loca, que inhumana, que atrevida, fatal mago del cristiano era. Gozoso queda, de que ve cumplida, su gloria colmada, y más entera» 237 . Curiosamente, este tipo de acciones crueles, cuando son perpetradas por cristianos, se contemplan como algo justificado, pues sabemos que, siguiendo la tradición islámica ya citada, las testas de los enemigos eran exhibidas como trofeo de guerra por las huestes cristianas, actitud exaltada en numerosos romances desde la Edad Media 238 . Bien conocida y representada visualmente era, por ejemplo, la leyenda cristiana de la batalla de Alcoraz. Dicha contienda finalizó con la decapitación de los monarcas musulmanes, cuyas cabezas fueron más tarde presentadas a Pedro I 239 . Esta representación, junto con la cruz roja, insignia de san Jorge, pasó a formar parte del escudo de la zona aragonesa, tal y como puede verse en el reverso de los plomos de las bulas de privilegios desde tiempos de Alfonso III (1265-1291). Posteriormente sería difundida no solo en retablos, sino en las portadas de crónicas de la región 240 . 548

A estos ejemplos de propaganda bélica tenemos que unir otros modelos de los que se sirvieron los artistas para representar las acciones más cruentas mostradas en los grabados. Si nos centramos en el asesinato de los cristianos de Ugíjar, es decir, en la escena central de la segunda plancha, se nos vienen a la mente diversos pasajes de la propia historia bíblica que están reelaborados y latentes en la composición. El modo de representar la carga de los turcos no solo repite el esquema de una batalla de juego de cañas, sino también la forma en que distintos artistas inmortalizaron la matanza de los inocentes, uno de los hechos más atroces de los inicios del cristianismo (Mt 2: 16-18). Los trozos de cuerpo despedazados, el movimiento de la acción, su dramatismo… siguen el mismo esquema compositivo que este tipo de representaciones bíblicas. Se trata de algo que no es baladí si recordamos que el objetivo de la publicística del prelado era conseguir que los mártires alpujarreños fueran reconocidos por el papado. Además, el asunto de la matanza de los inocentes ya había sido utilizado en contextos sociopolíticos de enfrentamiento con el islam, tanto en la península ibérica —donde el tema de la Matanza tendría un correlato en la contienda contra los musulmanes— como en la Europa de las Cruzadas, por la identificación de los inocentes como los primeros soldados mártires 241 , con su bautismo de sangre, tal y como ocurre en el caso de las Alpujarras, hecho sobre el que insiste Antolínez en su Historia eclesiástica. Ejemplos precisos como los de la capilla del Palacio Real de Huesca y determinadas dovelas de la portada de Santo Domingo de Soria 242 plantean una posible lectura política ajustada a las circunstancias históricas y personales de sus promotores para ilustrar esta matanza de los inocentes con la polémica interreligiosa. Estos ejemplos encajan a la perfección con el discurso visual que aquí se desarrolló. 549

Pero no solo eso, esta escena parece describir con detalle lo narrado en las propias Actas de Ugíjar, hecho acaecido el 28 de diciembre, festividad de los inocentes. En ellas podemos leer: «Día de los Santos Ynocentes, veinte y ocho de diciembre de dicho año, sacó los dichos christianos el enemigo de dicha iglesia al cementerio de ella, lo más junto a la puerta que mira al cierzo, mató y martirió doscientos quarenta de ellos con diferentes martirios. Dexaron salir a las mujeres de dicha iglesia» 243 . Así pues, eligiendo un modelo compositivo basado en las pinturas de la matanza de los inocentes e incluyendo en la escena a las mujeres como observadoras de la tragedia —lo que sirve también para intensificar su significado—, se conseguía cumplir el objetivo principal perseguido por Castro: emparentar los inocentes cristianos con los del Nuevo Testamento y con ello reforzar las propuestas hechas a Roma para su canonización. Estamos ante una estrategia visual con una carga conceptual muy grande, tanto por la selección del modelo como por su relación onomástica y la tradición en la representación de las luchas entre islam y cristianismo que se estaba dando en toda Europa desde las Cruzadas. Pero no solo eso, también reforzaba una devoción que se intensificó tras las revueltas granadinas, la conocida como de las «ánimas». Como cuentan Barrios y Sánchez Ramos, en días tan señalados como el 28 de diciembre, se realizaban distintas ceremonias que recordaban el dolor de la pérdida de los cristianos en las luchas contra los moriscos, relacionándolo con el sufrimiento de las almas del purgatorio 244 . De todos modos, no es el único referente basado en la tradición cristiana que encontramos en el panel central de la segunda plancha de la obra gráfica de Heylan. Justo a la izquierda aparece un caballo pisoteando los cuerpos. Es 550

imposible no crear una relación con un tipo iconográfico muy conocido: el de Santiago Matamoros. No en vano, fue a finales del siglo XVI cuando hubo una mayor profusión de dicha iconografía, que se caracterizaba por mostrar cabezas de turcos o musulmanes por el suelo, que habían caído víctimas del ataque de las tropas cristianas en Clavijo 245 . En este caso, no es Santiago el representado, sino un turco atropellando a los cristianos. Se da un giro conceptual, pero justamente es esa brutalidad con la que irrumpe la que justifica la intervención de las tropas cristianas contra los infieles, unas tropas que se movían bajo el grito de «¡Por Santiago!», dándose, pues, aquí un ejemplo de enemigo en el espejo 246 .

Fig. 38. Detalle de la destrucción de imágenes en la revuelta de las Alpujarras.

Una vez analizada, para nosotros, la escena más compleja de todas, pasaremos a trabajar de modo más somero otros modelos que sirvieron para la realización de alguno de los episodios representados. Comenzaremos con otro que tiene una fuerte influencia europea, en este caso no italiana, sino flamenca. Nos referimos a aquel que tiene que ver con la destrucción de imágenes y de iglesias. En los talleres de Amberes se estamparon, antes de la venida a España de Heylan, gran cantidad de piezas que mostraban los ataques de protestantes y calvinistas en los Países Bajos. Tal vez, la que más se aproxime al caso que nos ocupa es la archiconocida obra de Frans Hogenberg, Iconoclastia (1566), de la cual se conservan diversas versiones, como la del Kunsthalle de 551

Hamburgo 247 , donde las escaleras son utilizadas para llegar a lo alto de las iglesias y saquearlas, mientras que en el suelo yacen diversas esculturas o pinturas hechas pedazos por los actos protestantes. Grabados de este tipo circularon rápidamente por toda Europa para criticar la actitud herética de los cismáticos 248 y es obvio que los artistas que aquí estudiamos, en la creación de esa «invención» visual de las Alpujarras, se sirvieron de ella y de otras semejantes. Este tipo de representaciones tuvieron una utilidad doble: por un lado, sirvieron como puro modelo formal, y también conceptual. Desde los orígenes de la Reforma los protestantes fueron concebidos como los grandes destructores de imágenes, rol que la Inquisición también otorgó a los moriscos, como hemos demostrado en publicaciones anteriores 249 , e incluso parecido al que se dio a los musulmanes en la literatura humanística, sobre todo cuando se cuentan sus conquistas peninsulares 250 .

Fig. 39. Iconoclastia, Frans Hogenberg, 1566, Kunsthalle, Hamburgo.

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Por otro lado, estamos de acuerdo con Pereda e Infante, para quienes esta representación recoge, por un lado, la impresión dejada por los cronistas de la guerra de las Alpujarras, al tiempo que proyectan el retrato de los moriscos como un grupo cegado por el instinto iconoclasta 251 . El ejemplo alpujarreño sirve a ambos autores para crear una teoría sobre la destrucción de obras de arte por parte de los conversos para indicar que se trató de una destrucción selectiva que, muchas veces, estaba más relacionada con un intento de visualización y crítica ante las costumbres impuestas que con un verdadero odio hacia la manifestación visual de la divinidad. Podríamos decir que es la única imagen que poseemos de moriscos profanando cruces, algo más habitual en los textos inquisitoriales y en los escritos de los apologistas, donde se hace evidente este odio hacia el morisco. Sin embargo, afirmar esto sería caer en la convención de identificar a los moriscos textuales con los turcos o musulmanes que aparecen representados perpetrando estos atentados contra la fe; sería aceptar que se vistieron de ese modo para disfrutar vejando las imágenes. Como se ha comentado, no podemos saber si son moriscos «travestidos», piratas berberiscos o turcos, por lo cual simplemente debemos analizarlo como un ejemplo más de la batalla, sin considerar con certeza que se trate de una verdadera imagen de cristianos nuevos destruyendo el patrimonio eclesiástico. Sea como fuere, tanto para Antolínez como para otros cronistas como Román de la Higuera, el asunto de las imágenes destruidas o el hecho de que, incluso, estas mismas imágenes pudieron servir como aumento y fermento de los fieles cristianos que lucharon contra el islam, fue de suma importancia; de ahí que ocupe un lugar superior en la página. Quien ataca a la representación de la divinidad merece ser 553

castigado. Y estas imágenes sirven como prueba de condena, como ejemplo de las actitudes propias de los enemigos de la fe. Por ello, insistimos en que esa referencia al grabado flamenco de los procesos iconoclastas centroeuropeos no sea baladí o meramente formal, sino que al igual que sucedía con el uso de los fondos de Serlio responde a una estrategia muy bien premeditada por parte de los artistas para mostrar un contenido intelectual que complete las narraciones textuales. Por último, nos centraremos en la única imagen que aparece ocupando una página completa, donde se representa la tortura de Juan Martínez Xáuregui en primer plano y al fondo la de los niños Gonzalo y Melchor. Tal vez esta sea la más fácil de analizar y en la que todos los historiadores han coincidido más. Las referencias a las mujeres moriscas que aparecen al fondo ya las trabajamos en páginas anteriores, mientras que la escena central con los padecimientos del cristiano atado al árbol tiene como modelo obvio el martirio de san Sebastián. Para Barrios esto no es casual. En primer lugar, arguye referencias formales obvias, ya que ambos murieron a causa de las saetas lanzadas por los infieles. Por el otro lado, se debe a la propia devoción al santo que se dio tras la llegada de las tropas de don Juan de Austria en ciudades como Bubión, Fondón, Jubiles, Lanjarón, Laroles, Órgiva, Tíjola, Olula del Río Bayacas y Yátof 252 . El modo de proceder del martirio de este ilustre alpujarreño encaja, por un lado, con el tipo de organización militar de los monfíes y su uso de las ballestas 253 ; así como con el modo en que Vermeyen representa la contienda bélica en Túnez, donde este elemento aparece repetido en múltiples ocasiones, en ese intento de presentar a los turcos como los causantes de las mayores atrocidades de la contienda alpujarreña. En líneas generales estos son los modelos principales de los 554

que se sirvieron los artistas a la hora de crear esta «invención» para plasmar una contienda que no vivieron y cuyas fuentes textuales fueron de muy diversa índole. Por desgracia, no conocemos el resto de la producción que se creó desde finales del siglo XVI en Granada —sobre todo durante el arzobispado de Castro— para justificar el martirio y difundir la heroicidad de los cristianos, si bien los textos conservados indican que fueron bastantes las obras que reprodujeron esta contienda. Su conservación hubiera sido interesante por dos razones: en primer lugar, para ver cómo resolvieron los artistas locales el problema de la diversidad étnica y geográfica de las tropas que lucharon contra los cristianos y para comparar esa hipotética representación con lo que hicieron los extranjeros siguiendo recursos de lo más variopintos. Junto a ello, también, en el caso de que fueran posteriores a la Historia eclesiástica, se podría conocer qué trascendencia tuvieron los grabados estudiados en la cultura visual del momento, a pesar de que no fueron publicados, pero tal vez sí conocidos entre los artistas granadinos. De todos modos, sí que poseemos otras fuentes, principalmente las ya mencionadas Actas de Ugíjar, para leer descripciones de lienzos o estampas, a día de hoy perdidos, sobre este tema. Son generalmente muy vagas, superficiales, y no entran en los problemas de representación que hemos citado, pero quisiéramos incluirlas como complemento a lo expuesto. Estas pinturas fueron principalmente encargadas por los propios descendientes de los martirizados como distinción social, ya que se enorgullecían del padecimiento y valentía de sus antepasados. Barrios Aguilera y Sánchez Ramos recogieron distintos testimonios al respecto, lamentándose de la inexistencia, todavía a día de hoy, de un estudio pormenorizado y sistemático de dicha iconográfica martirial, algo que hemos intentado paliar con el presente 555

capítulo 254 . Los autores citados destacaron la colección pictórica de Luis Quijada Salcedo, abad de Ugíjar, cuyas pinturas tenían la particularidad de poseer, además, cartelas explicativas realizadas por el licenciado Antonio Benet, beneficiado de Válor, para hacerlas más comprensibles, siguiendo un modelo similar al que hemos estudiado. Además, anotaron la existencia de otros ejemplos parecidos en enclaves como el antecamarín de la propia iglesia de Ugíjar o el monasterio agustino de Huécija 255 . Las descripciones conservadas incidían en dos aspectos: en el modo en que vestían los malhechores, destacando sus medias lunas — cuestión esta última sobre la que no reparan los grabados de Heylan 256 —; y, también, en las armas con las que martirizaron a los cristianos, en este caso sí, idénticos a los representados por Heylan y Lucenti 257 . Entre los pocos ejemplos que se conservan de toda la producción posterior, destaca el lienzo de la Virgen del Martirio, pintura al óleo de autor desconocido, pero que se podría datar hacia inicios del siglo XVIII, actualmente custodiada en la iglesia parroquial de Ugíjar. En ella, a su derecha se representa la profanación y extracción del pozo de la imagen de la Virgen del Rosario de Ugíjar, patrona de las Alpujarras, bajo la advocación de Virgen del Martirio tras los acontecimientos que estamos estudiando. Se trata de una pintura mucho más simple, del pincel de un artista local, que no posee la carga ideológica que hemos analizado anteriormente. Concluyendo este epígrafe, hemos tratado de mostrar diversas propuestas de interpretación que encajen con las fuentes escritas y la cultura visual de los siglos XVI y XVII, de la imagen del turco y del morisco, así como de la dramaturgia y literatura a favor de la canonización de los mártires 556

alpujarreños. Las historias eclesiásticas que vieron la luz en la Edad Moderna siguieron un mismo esquema: partieron de la Antigüedad para llegar al tiempo en que fueron escritas y justificar las riquezas de la zona, explicando relaciones bien mitológicas —sobre fundación de ciudades—, bien cristianas, relacionadas con la presencia de mártires o santos hombres en la zona. Así fue como se concibió también la obra de Antolínez. A estas características generales, de crónica subjetiva y panegírica, hay que añadir la intención de Castro por conseguir que Roma aceptara los martirios alpujarreños como algo excepcional. Por ello, utilizó a todos los hagiógrafos o intelectuales a su alcance. En este caso, tenemos la suerte de conservar los dibujos que ilustraron el texto del eclesiástico, realizado bajo la supervisión arzobispal. Si hemos dicho que este género literario intentaba relacionar pasado con presente, los grabados no son menos. Las referencias a los santos inocentes, san Sebastián o a Santiago Matamoros, se emplean con este fin de legitimar una historia vinculada con la propia tradición visual eclesiástica. A estas fuentes más tradicionales, pero que adquieren un significado nuevo al emparentarlas con las Alpujarras, se unen otros aspectos más contemporáneos con su redacción, como las contiendas iconoclastas de los Países Bajos, las guerras contra el infiel representadas en tapices, frescos y óleos por artistas extranjeros o la propia dramaturgia festiva. En este complicado entramado de referencias que hemos intentado desgranar se inserta la figura del morisco, turco o berberisco; una figura que se complementa con las inscripciones que acompañan a las pinturas, donde se habla de aspectos tan importantes como que los cristianos debían soportar los envites de los «extranjeros». A día de hoy simplemente podemos especular sobre la estrategia visual que se siguió, entendida como un intento de 557

denunciar la barbarie de los turcos, como pueblo enemigo de la fe, una imagen que fagocita al morisco y lo sitúa como espectador de la acción y no como partícipe, idea que encajaría con otra historia martirial que el propio Castro defendió, como fue la de los plomos. Este arzobispo quiso separar a los «moriscos buenos» de los malos. Distinguir a aquellos aliados con los turcos de los que realmente se integraron en la sociedad, demostrando que no todos fueron uno. Si no aceptamos esta propuesta, estaríamos hablando de un travestismo o hibridismo visual, en el que sí que todos fueron uno, como sucede en la apologética de la expulsión. Por eso se unifica en la medida de lo posible su modo de vestir. Hacerlo supondría una simplificación del estudio de los grabados, además de obviar todo el discurso que rodeó la concepción de los mismos. Sería acusar a unos moriscos de vestirse de turcos para atemorizar a la población. Obviamente, los conversos se insurreccionaron en las Alpujarras, pero entender que lo que aquí se representa es simplemente esto y no la presencia de un ejército extranjero en tal contienda sería esquematizar y perder las múltiples gradaciones cromáticas que estas imágenes esconden. De lo único que estamos seguros es que estos grabados no son una mera traslación del texto, una ilustración de la Historia eclesiástica, sino que encierran un mensaje que parte de la propia historia de la pintura y de los tipos iconográficos de la tradición cristiana. Los artistas tuvieron que «crear», «inventar», una propaganda promartirial, una representación de la victoria del cristianismo contra el infiel, que dejó como daños colaterales la muerte de fieles y la destrucción de los principales enclaves de las Alpujarras. La ideología de Castro emerge a través de estos grabados, una ideología que los pintores personalizaron e hicieron visible mediante los recursos aprendidos en sus 558

lugares de origen y el conocimiento de distintas tradiciones festivas que disfrutarían en su estancia en Granada o en el sur de la península. 113 Palmira Brummet, Mapping the Ottoman. Sovereignt, Territory, and Identity in the Early Modern Mediterranean, Cambridge, Cambridge University Press, 2015, pág. 43. 114 Victor I. Stoichita, L’image de l’Autre…, op. cit. 115 Robert Born et al. (eds.), The Sultan’s world. The Ottoman Orient in Renaissance, Bruselas, Hatje Cantz, 2015. 116 Ayse Orbay (ed.), The Sultan’s portrait. Picturing the House of Osman, Estambul, Isbank, 2000. 117 Es ingente el número de textos que han estudiado la obra de estos artistas y otros que, como ellos, retrataron a los turcos. A continuación, solo citamos algunos de ellos que nos parecen paradigmáticos por su enfoque conceptual y metodológico y que nos sirvieron en el presente libro, si bien el número debería ser mucho mayor. Molly Bourne, «The turban’d Turk in Renaissance Mantual: Francesco II Gonzaga’s interest in Ottoman fashion», en Philippa Jackson y Guido Rebbechini, Mantova e il Rinascimento italiano, Mantua, Sometti Editoriale, 2011, págs. 53-64; Giuseppe Capriotti, «Dalla minaccia ebraica allo schiavo turco. L’immagine dell’alterità in area adriatica tra XV e XVIII secolo», en Borja Franco et al. (eds.), Identidades cuestionadas…, op. cit., págs. 357-374; Marco Rosario Nobile, «L’immagine del Turco nella Sicilia del Cinquecento», Quintana, 14, 2015, págs. 15-21; Rick Scorza, «Messina to Lepanto 1571. Vasari, Borghini and the Imagery of Moors, Barbarians and Turks», en Elizabeth McGrath y Jean Michel Massing (eds.), The Slave in European…, op. cit., págs. 121-163. 118 Al igual que sucede con el estudio de artistas italianos y centroeuropeos que retrataron a sultanes o turcos. La repercusión de la imagen del turco en Italia o en la zona este de Europa ha producido muchísimas publicaciones en los últimos años, por lo que es imposible citarlas todas, pero quisiéramos destacar las siguientes, por su repercusión en la comunidad científica: Giovanni Curatola, «L’immagine del musulmano…», op. cit., págs. 115-130; Marina Formica, Lo Specchio Turco…, op. cit.; James G. Harper (ed.), The Turk and Islam…, op. cit.; Nedret Kuran-Burçoglu, Reflections on the image of the Turk in Europe, Estambul, The Isis Press, 2009. En este caso, es interesante cómo al final del libro presenta un resumen bibliográfico de las representaciones del otomano en Europa y en esa relación las imágenes hispánicas se encuentran casi ausentes del elenco. En este sentido, véanse también Nedret Kuran-Burçoglu y Susan Gilson Miller (eds.), Representations of the «Other/s»…, op. cit.; Gert Melville, «L’immagine dei turchi in Occidente alla fine del Medioevo», en Hubert Houben, La conquista turca di Otranto (1480) tra storia e mito, Lecce, Congedo, 2008, págs. 65-78; Robert Schwoebel, The Shadow of the Crescent: The Renaissance image of the Turk (1453-1517), Nueva York, St. Martin’s Press, 1967, y Mustafa Soykut, Image of the «Turk» in Italy…, op. cit. 119 Las memorias de cautivos son una de las fuentes más interesantes para estudiar la percepción del turco. Como indicara Ana M. Rodríguez, son textos dirigidos a un lector implícito español al que se desea transmitir su conocimiento y valoración de un mundo desconocido, lo cual plantea una triple negociación: con las expectativas de los lectores, con lo aprendido en su periodo de contacto directo con el islam y con las transformaciones sufridas por el sujeto de la escritura durante su inquietante experiencia en el mundo musulmán. Sus autores deben enfrentarse al desafío de comunicar su experiencia y su conocimiento y, simultáneamente, negociar su reinserción en el mundo cristiano mientras tratan de entender sus propias transformaciones, reveladas en su escritura. Ana M. Rodríguez-Rodríguez, Letras liberadas…, op. cit., pág. 15. 120 Eric Dursteler, «Identity and coexistence…», op. cit., pág. 113. 121 Gábor Ágoston, «The Ottoman Empire and Europe», en Hamish M. Scott (ed.), The Oxford Handbook of Early Modern European History: 1350-1750, Oxford, Oxford University Press, 2015, vol. II, pág. 612. 122 Norman Housley, Religious Warfare in Europe, 1400-1536, Oxford, Oxford University Press, 2002, pág. 131.

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123 Ulrike Ilg, «On the difficulties of depicting a “real” Turk: reflections on the ethnographic Orientalism in European art (14th to 16th centuries)», en Gérard Wolf et al. (eds.), Islamic artefacts in the Mediterranean World: trade, gift exchange and artistic transfer, Venecia, Marsilio, 2010, pág. 231. 124 Bernard Lewis, Islam and the West, Oxford, Oxford University Press, 1993, pág. 72. Véase también James W. Nelson Novoa, «Double Alterity in a Celebratory Sonnet on the Battle of Lepanto», eHumanista, 21, 2012, págs. 421-436. 125 Las alusiones a estos problemas suelen ser marginales, pero en las pocas ocasiones en que ocurren, son acertadas. Existen algunas excepciones que se pierden en medio de la gran cantidad de estudios que marginan estos aspectos. Un ejemplo sería la investigación de Harper, quien en la introducción de su libro esboza el asunto de las adargas como objetos compartidos entre cristianos y musulmanes, como muestra de una historia de contaminaciones y resemantizaciones. James G. Harper, «Introduction», en James G. Harper (ed.), The Turk and Islam…, op. cit., pág. 9. 126 José Julio García Arranz, «Entre el miedo…», op. cit.; Víctor Mínguez, Infierno y gloria…, op. cit. 127 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Los otomanos y los moriscos…», op. cit., págs. 689-690. 128 Alexandra Merle, «Les Espagnols et le monde ottoman…», op. cit., pág. 13. 129 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El imaginario sobre los turcos…», op. cit., pág. 47. 130 Uno de los primeros que analizó detenidamente estas fuentes y las clasificó fue Albert Mas, Les turcs…, op. cit. 131 Sobre este aspecto, véase Beatriz Alonso Acero y José Luis Gonzalo, «Alá en la Corte…», op. cit., pág. 123. Otros tratados que exhortaron al emperador a luchar contra los turcos han sido estudiados por Seth Kimmel en Parables of Coercion…, op. cit., págs. 59 y ss. 132 Beatriz Alonso Acero y José Luis Gonzalo, «Alá en la Corte…», op. cit., pág. 120. 133 Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit.; Albert Mas, Les turcs…, op. cit., pág. 507. 134 Augustin Redondo, «El mundo turco a través de las Relaciones de Sucesos de finales del siglo XVI y de las primeras décadas del siglo XVII: la percepción de la alteridad y su puesta en obra narrativa», en Antonia Paba (ed.), Encuentro de civilizaciones (1500-1750): informar, narrar, celebrar, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2003, págs. 235-253. 135 Paloma Díaz Más, «La visión del otro en la literatura oral: judíos y musulmanes en el romancero hispánico», Studi ispanici, 23, 2007, págs. 9-36, especialmente pág. 27. 136 Sobre este aspecto, véanse Miguel Á. de Bunes Ibarra, «El imaginario…», op. cit.; Emilio Sola, «La frontera mediterránea y la información: claves para el conocimiento del turco a mediados del siglo XVI», en Alain Servantie (ed.), L’Empire ottoman…, op. cit., págs. 297-316, y Amanda Wunder, «Western travelers, Eastern antiquities…», op. cit., págs. 89-119. 137 Bruno Camus, «Personajes orientales en el teatro clásico español: aspectos lingüísticos», en Felipe B. Pedraza y Rafael González (eds.), Los imperios orientales…, op. cit., pág. 94. 138 Miguel Herrero García, Ideas de los españoles…, op. cit., págs. 527-548. Véase también Manuel Fernández Álvarez, La sociedad española en el Siglo de Oro, Madrid, Editora Nacional, 1984, páginas 557 y ss. 139 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes…», op. cit., pág. 64; véase también Ronald E. Sturtz, «La imagen del moro…», op. cit., págs. 251-260. 140 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Los otomanos y los moriscos…», op. cit., pág. 687; Francisco Márquez Villanueva, El problema morisco (desde otras laderas), Madrid, Ediciones Libertarias, 1991, págs. 141-166; Ricardo García Cárcel, «La psicosis del turco…», op. cit., pág. 17. 141 Albert Mas, Les turcs…, op. cit., pág. 264. Véase también Mercedes Alcalá-Galán, «From Mooresses to Odalisques…», op. cit., pág. 208. 142 Es extensa la bibliografía que analiza dicho déficit y disecciona las pocas obras conservadas. De entre ella recomendamos Agustín Bustamante García, «Hechos de armas. La guerra en el siglo XVI

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español», en Arte en tiempos de guerra, Madrid, CSIC, 2009, págs. 87-98; del mismo autor, «Hechos y hazañas: representaciones históricas del siglo XVI», en María J. Redondo Cantera, El modelo italiano en las artes plásticas de la Península Ibérica durante el Renacimiento, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2004, págs. 99-130; Fernando Marías y Felipe Pereda, «Carlos V. Las armas y las letras. Una introducción», en Carlos V. Las armas y las letras, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Carlos V y Felipe II, 2000, págs. 19-41; Javier Portús, «Miserias de la guerra: de Brueghel a Velázquez», en Bernardo J. García García, La imagen de la guerra…, op. cit., págs. 3-28, y José Priego Fernández del Campo, «La pintura de tema bélico en la teoría del arte del siglo XVII», Militaria, 6, 1994, págs. 115-130. 143 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «La visión de los musulmanes…», op. cit., pág. 72. 144 Fernando Benito Doménech, «Una enigmática serie de pinturas de turcos en Valencia», Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, 57, 1981, págs. 285-294; Cristina Igual Castelló e Inmaculada Rodríguez Moya, «Sultanes, guerreros…», op. cit., págs. 487-505. 145 Cristina Igual Castelló e Inmaculada Rodríguez Moya, «Sultanes, guerreros…», op. cit., página 505. Sobre el valor del vestido turco como herramienta de conocimiento etnológico recomendamos la lectura de Cecilia Paredes, «Du texte à l’image…», op. cit., y Bronwen Wilson, «Foggie diverse di vestire de’ Turchi…», op. cit., págs. 97-139. 146 Sobre este aspecto, véase Manuel Fernández González, Los monfíes de las Alpujarras, Granada, Albaida, 1990. 147 Dentro de los propios moriscos hubo discusiones acerca de cómo llevar a cabo el alzamiento. Sobre este aspecto, véase Valeriano Sánchez Ramos, «La guerra dentro de la guerra…», op. cit., págs. 507-522. 148 Javier Castillo Fernández, «El sacerdote morisco Francisco de Torrijos: un testigo de excepción de la Rebelión de las Alpujarras», Chronica Nova, 23, 1996, págs. 465-492. 149 Sobre las pérdidas que se dieron en dicho suceso, véanse Miguel Á. Rivas Hernández, «Repercusiones del levantamiento morisco de 1568 en la diócesis de Guadix-Baza y Alpujarra: Nuevos datos para su estudio», en Actas V Centenario de la entrada en Guadix de los Reyes Católicos (1489-1989), Guadix, Ayuntamiento, 1989, págs. 69-77; Manuel Barrios Aguilera, «Historia, leyenda y mito en la Alpujarra: de la guerra de los moriscos a la repoblación viejo-cristiana», en José A. González Alcantud (ed.), Pensar la Alpujarra, Granada, Diputación de Granada, 1996, págs. 13-35. 150 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 165. 151 Seth Kimmel, Parables of Coercion…, op. cit., págs. 141-142. 152 Barbara Fuchs, Mimesis and Empire… op. cit., pág. 63. 153 Matthew Carr, Blood and Faith. The Purging of Muslim Spain, 1492-1614, Londres, Hurst, 2009, pág. 187. 154 Antonio Feros, Speaking of Spain…, op. cit., págs. 102-103. 155 Algunos autores han tratado de demostrar el temor que se dio durante la revuelta granadina a una posible alianza entre moriscos murcianos, granadinos y valencianos que dificultaba la pacificación del territorio. Véase Javier Castillo Fernández, «“Tenemos los enemigos en casa”: un supuesto complot entre moriscos murcianos, valencianos y granadinos para unirse a los rebeldes de las Alpujarras (1569)», Mvrgetana, 130, 2014, págs. 65-87. 156 Joaquín Gil Sanjuán, «Moriscos, Turcos y Monfíes en Andalucía mediterránea», Baética, 2 (2), 1979, págs. 133-167. 157 José A. Maravall, La cultura del barroco: análisis de una estructura histórica, Barcelona, Ariel, 1983, en especial el capítulo titulado «Los recursos de acción psicológica sobre la sociedad barroca», págs. 419498. 158 Mohamed Saadan, Entre la opinión pública…, op. cit., pág. 397. 159 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 177. 160 De los que, por cierto, hizo uso el propio Pérez de Hita. Véase supra, el apartado «Las imágenes de la maurofilia».

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161 Para adentrarnos en su ideología, fundamental en el estudio de las ilustraciones que nos ocupan, hemos utilizado una de sus biografías más famosas: Nicolás de Heredia Barnuevo, Mistico ramillete historico, chronólogico, panegírico, texido de las tres fragrantes flores… Ambrosio de Granada, segundo Isidoro de Sevilla y segundo Ildefonso de España; Synopsis chronológica y authéntica de… Don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones, Granada, Imprenta Real, 1741. 162 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial en las Alpujarras. De la rebelión morisca a las «Actas de Ugíjar», Granada, Universidad de Granada, 2001, pág. 122. 163 Real Academia de Historia, Colección Salazar y Castro L-13 (9/749): J. Román de la Higuera, Historia del levantamiento y marcha de los nuevamente convertidos de Granada y algunos ilustres martirios que en ella padecieron algunas…; Francisco Antolín Hitos, Mártires de la Alpujarra, Madrid, Linkgua, 2010. 164 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., págs. 99 y 104. 165 Parte del material que trabajamos de aquí en adelante ha sido expuesto en tres congresos realizados en París, Nueva Orleans y Florida State University, donde se discutió sobre las conclusiones extraídas. Quisiéramos agradecer a los profesores Felipe Pereda, Mercedes García-Arenal, Benito Navarrete, Antonio Urquízar, Elena Paulino, Bernard Vincent, Cristelle Baskins, Luis Bernabé, Youssef El Alaoui, José M. Perceval y Doron Bauer sus recomendaciones e ideas surgidas durante los debates de dichos seminarios. 166 Juan Agustín Ceán Bermúdez, Diccionario histórico…, op. cit., vol. III, pág. 53. 167 Alfonso E. Pérez Sánchez, Pintura barroca en España, 1600-1750, Madrid, Cátedra, 2000, págs. 66, 76 y 169. Nos parece significativa la ausencia de un estudio pormenorizado de este artista. No aparece en el extenso volumen escrito por Valdivieso sobre la Historia del Arte Sevillano (Sevilla, Fundación Fondo de Cultura de Sevilla, 1986) ni tampoco en la obra Pintores españoles y extranjeros en Andalucía escrita por Luis Quesada (Sevilla, Ediciones Guadalquivir, 1996). 168 Patrick Perret, «Nuove informazioni su Girolamo Lucenti e Paolo Gioanotti tra Correggio, Roma e il re di Spagna», en La ricerca storica locale a Correggio, Correggio, Amicis Historiae, 2014, págs. 39-54; del mismo autor, «Girolamo Lucenti da Correggio: pintor y escultor nella Siviglia del Siglo de Oro», en La ricerca Storica Locale a Correggio, Felina, La Nuova Tipolito, 2012, págs. 15-27. 169 Entre otras publicaciones, destacamos Manuel Gómez-Moreno, «El arte de grabar en Granada», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 8 y 9, 1900, pág. 469; Francisco Izquierdo (coord.), La estampa devota granadina. Siglos XVI al XIX, Granada, Junta de Andalucía, 2003, págs. 34-36; María José Pinilla, «“Melius est ergo duos esse simul”: la iconografía singular de un grabado de Francisco Heylan», en Estudios de Historia del Arte. Homenaje al profesor de la Plaza Santiago, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2009, págs. 377-381; Carlos Sánchez Martín y Cándido de la Cruz Alcañiz, «Un nuevo grabado de F. Heylan», Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, 37, 2006, páginas 385-389. 170 Antonio Moreno Garrido, «La etapa sevillana de Francisco Heylan», Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, 16, 1984, págs. 349-358; Ana M. Pérez Galdeano, «La función de la estampa en los impresos de Francisco Heylan. El caso de los Porcones», en Esther Almarcha et al. (eds.), El Greco en su IV Centenario…, op. cit., págs. 671-692. 171 María José López-Huertas Pérez, «La consolidación de la imprenta. El siglo XVII», en Cristina Peregrin Pardo (ed.), La imprenta en Granada, Granada, Universidad de Granada, 1997, páginas 82-83. 172 Ana M. Pérez Galdeano, «Francisco Heylan. Revisión biográfica del calcógrafo e impresor flamenco asentado en Andalucía», Anales de Historia del Arte, 2014, 24, pág. 109. 173 Nicolás Cabrillana Ciézar, «Imágenes de moriscos…», op. cit., pág. 69. 174 Ana M. Pérez Galdeano, La historia de la Abadía del Sacromonte a través de sus grabados, Granada, Ideal-Fundación Abadía del Sacromonte, 2016. 175 Ibídem, pág. 36; de la misma autora, Los descubrimientos del Sacro Monte y los inicios del grabado calcográfico en Andalucía: nuevas aportaciones a los grabadores peninsulares y flamencos que lo hicieron posible, tesis doctoral inédita, Universidad de Granada, 2013, vol. 4-1, págs. 170-172, y Nicolás Cabrillana

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Ciézar, «Imágenes de moriscos…», op. cit., pág. 66. 176 Ana M. Pérez Galdeano, Los descubrimientos…, op. cit., vol. 4-1, pág. 169. 177 Cfr. Ana M. Pérez Galdeano, La historia de la Abadía del Sacromonte…, op. cit., pág. 38. 178 Nicolás Cabrillana Ciézar, «Imágenes de moriscos…», op. cit., pág. 66. 179 Para Antolínez, esta escena «puede ser epílogo de sus crueldades del reyezuelo Alfaraz, el atroz martirio que dieron al bachiller Joan Martínez Xauregui vizcaíno de nación, y beneficiado dellugar de Mayrena, en cuyo cuerpo no quedó arma ninguna que no probase sus filos ni verdugo que no executase su saña […]. Sacáronle desnudo al campo y eras del lugar […]. Amarráronle a una higuera y con una lanza abrieron el costado derecho […]. Embravecidos […] le atravesaron con dos xaras (saetas) el vientre y pecho izquierdo, y viendo que no habían sido poderosas para acabar de matarle, le desjarretaron ambas piernas […]. [Le sembraron] el rostro y el cuerpo de pólvora y pegaron fuego; y aunque abrasado quedó con vida, y para acabar de quitársela, cansados ya de tanta resistencia lo atravesaron con dos balas». Cfr. Ana M. Pérez Galdeano, La historia de la Abadía del Sacromonte…, op. cit., pág. 40. Véase también, de la misma autora, Los descubrimientos…, op. cit., vol. 4-1, págs. 180-182. 180 Juan Martínez Ruiz, «La indumentaria de los moriscos…», op. cit., págs. 55-124. 181 Ginés Pérez de Hita, Historia de los bandos…, op. cit., pág. 77. Véase también Ana I. Benito, «La ubicua presencia del moro…», op. cit. 182 Sobre este aspecto, véase José A. González Alcantud, Lo moro…, op. cit. 183 Luis del Mármol Carvajal, Historia del rebelión…, op. cit., libro VII, cap. 3, pág. 890. 184 Ibídem, libro IV, cap. 4, pág. 668. 185 Peter Burke, Hybrid Renaissance. Culture, Language, Architecture, Budapest, Central European University, 2016, pág. 3. 186 Ibídem, pág. 192. 187 Barbara Fuchs, Passing for Spain…, op. cit., pág. 76. 188 Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «Vestir a la mora en Castilla…», op. cit. Este proceso de travestismo puede a veces darse de modo inverso en la literatura del Siglo de Oro. Curioso es el caso de moriscos que se «disfrazan» de cristianos para pasar desapercibidos. Como se ha visto, esto sucede en Amar después de la muerte, de Calderón, donde don Álvaro Tuzaní y Alcuzcuz se disfrazan de cristianos con el objetivo de confundir, de hacer olvidar su filiación morisca y facilitar así que, en su viaje desde la Alpujarra, no pudieran ser reconocidos por las tropas cristiano-viejas, entre las que el primero pretende encontrar al asesino de su amada. 189 Ann Rosalind Jones y Peter Stallybrass, Renaissance Clothing…, op. cit., pág. 2. 190 Barbara Fuchs, Passing for Spain…, op. cit., pág. 4; Adam Jasienski, «A Savage Magnificence: Ottomanizing Fashion and the Politics of Display in Early Modern East-Central Europe», Muqarnas, 31, 2014, pág. 176; Ann Rosalind Jones y Peter Stallybrass, Renaissance Clothing…, op. cit., página 104; Amanda Wunder, «Western travelers…», op. cit., pág. 115. 191 Andrew Hess, «The Moriscos…», op. cit., pág. 18. 192 M. Soledad Carrasco Urgoiti, Los moriscos y Ginés Pérez…, op. cit. 193 Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 461. 194 Véanse Heather Madar, «Dürer’s depictions of the Ottoman Turks: A case of Early Modern Orientalism», en James G. Harper (ed.), The Turk and Islam…, op. cit., págs. 155-184; Larry Silver, «East is East: Images of the Turkish nemesis in the Habsburg world», ibídem, págs. 185-216. Igualmente, M. Paz López-Peláez, «La representación iconográfica de los musulmanes…», op. cit., y José Julio García Arranz, «Entre el miedo y la curiosidad…», op. cit., pág. 241. 195 Georg Braun y Franz Hogenberg, Cities of the World…, op. cit., pág. 198. 196 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 133.

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197 Rachel Arié, «Acerca del traje musulmán…», op. cit., pág. 115. 198 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 138. 199 Como ya indicamos en el capítulo precedente, Mármol Carvajal afirmó que: «Esto es lo que brevemente se ha podido decir de los trajes de Fez, que son una misma cosa con los que usaban los moriscos del reino de Granada». Luis del Mármol Carvajal, «De los vestidos…», op. cit., pág. 461. Estas apreciaciones son muy parecidas a algunas realizadas por Pérez de Hita en algunos de sus textos. Véase Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 476. 200 Luis F. Bernabé Pons, «De los moriscos a Cervantes…», op. cit., pág. 162; Mary B. Quinn, The Moor and the Novel…, op. cit., pág. 83. 201 Hemos utilizado el ejemplar de esta obra conservado en la Biblioteca Digital Hispánica, http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000015401. Agradecemos a la profesora Cristelle Baskins el haber compartido con nosotros esta portada, así como el haber discutido sobre ella. 202 Sobre este aspecto, véase María Elena Díez Jorge, «Under the same mantle…», op. cit., pág. 64. La autora, a través de los grabados de Heylan dedicados a los bautismos citados, insiste en la clara diferenciación entre la mora morisca y la turca y, con ello, en un conocimiento muy claro de los espectadores y artistas sobre los distintos modos de representación de uno y otro pueblo; por lo que el uso de unos vestidos u otros no era baladí. 203 «Los moriscos del Alpuxarra eran tenidos por descendientes de christianos, y lo mostrava su traje, que eran sayos plegados, y se llamaban Hernandos, Garcías, Torcuatos y Turrillos». Luis Cueva, Diálogos de las cosas notables de Granada, y lengua española, y algunas cosas curiosas, Sevilla, Fernando de Lara, 1603, fol. 3v. Sobre este aspecto, véase también Chantal Colonge, «Reflets littéraires de la question morisque…», op. cit., págs. 137-243. 204 L. P. Harvey, Muslims in Spain…, op. cit., pág. 481. 205 Ana M. Pérez Galdeano, Los descubrimientos del Sacro Monte…, op. cit., vol. 4-1, pág. 173. 206 Autores como la propia Pérez Galdeano dicen que estas estampas no dan pie a la interpretación, que son muestras de la crueldad de los rebeldes sobre sus pobladores, no hay ningún simbolismo más implícito, hecho sobre el cual no estamos de acuerdo. Véase Ana M. Pérez Galdeano, Los descubrimientos del Sacro Monte…, op. cit., vol. 4-1, pág. 170. 207 James G. Harper, «Introduction», en James G. Harper (ed.), The Turk…, op. cit., pág. 1. 208 Sobre este aspecto, vinculado también con las Alpujarras, véase Luis F. Bernabé Pons, «Introduction: Empires, wars, and languages. Islam and Christianity in 17th-century western and southern Europe», en David Thomas y John Chesworth, Christian-Muslim Relations. A bibliographical History. Western and Southern Europe (1600-1700), Leiden, Brill, 2017, vol. 9, págs. 1-16. 209 Ann Rosalind Jones y Peter Stallybrass, Renaissance Clothing…, op. cit., pág. 272. 210 Sobre la visión del islam y de lo «islámico» en la literatura humanística del momento recomendamos la lectura de Fernando Fernando, «Haz y envés de un legado…», op. cit., y Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe…, op. cit. 211 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XXI, pág. 281. 212 Estos fenómenos de ocultación en contextos plurireligiosos o multiculturales son bastante habituales, como demuestran estudios dedicados a otros ámbitos cronológicos y geográficos. Véase Nile Green, «The Global Occult: An Introduction», History of Religions, 54 (4), 2015, págs. 383-393. 213 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., pág. 85. 214 Ana M. Pérez Galdeano, Los descubrimientos del Sacro Monte…, op. cit., vol. 4-1, pág. 172. 215 Este asunto fue publicado en el libro II dedicado a la perspectiva, dentro de los conocidos Siete libros de Arquitectura que de modo escalonado se fueron publicando desde 1537 a 1551. El tratado fue traducido al español por el arquitecto Francisco de Villalpando en 1552 y publicado en Toledo por Juan de

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Ayala con las mismas ilustraciones que el italiano. Debido a su carácter útil para los arquitectos fue rápidamente reimpreso en 1563 y 1572, teniendo una amplia difusión y formando parte de la mayoría de las bibliotecas de los arquitectos españoles. El trabajo de Serlio no solo intentaba dar unas pautas que ayudaran a una buena representación de la obra teatral desde el punto de vista de la acción, sino también de la acústica, de ahí que la distribución de los edificios no sea casual, sino que permite una mejor difusión del sonido en el espacio. Sobre este aspecto, véanse Ferrucio Marotti, Lo spazio scenico. Teorie e tecniche scenografiche in Italia (dall’età barocca al setecento), Roma, Bulzoni, 1974, y Tiziana Mazzucato, «Idea del espacio escénico y lugares para la representación teatral entre los siglos XV y XVI. Modelos de teatro a la manera de Italia», Studia Aurea, 3, 2009, págs. 139-172. 216 Agustín Bustamante García y Fernando Marías, «La réception du traité de Serlio en Espagne», en Sylvie Deswarte-Rosa, Sebastiano Serlio à Lyon, architecture et imprimerie, Lyon, Mémorie Active, 2004, págs. 286-290, y Carlos Sambricio, «La fortuna de Sebastiano Serlio», en Todas las obras de arquitectura y perspectiva de Sebastiano Serlio de Bolonia, Oviedo, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Asturias, 1986, vol. 2, págs. 9-130. Quisiéramos agradecer la colaboración de Consuelo Gómez en el estudio de esta escenografía teatral. 217 Mateo Ballester Rodríguez, La identidad española…, op. cit., pág. 299; Carmen Sanz Ayán, «Representar en Palacio: Teatro y fiesta teatral en la Corte de los Austrias», Reales Sitios, 153, 2002, págs. 28-43, y Ronald E. Sturtz, «La imagen del moro…», op. cit., pág. 251. 218 Javier Irigoyen-García, Moors Dressed as Moors…, op. cit., pág. 183. 219 Carmen Bernis, El traje y los tipos sociales…, op. cit., pág. 477. 220 Un ejemplo de cristianos vestidos a la turca, descritos ricamente en las celebraciones festivas, podemos encontrarlo en Juan Antonio de Peña, Relación de las fiestas reales, y juego de cañas, que la Magestad Católica del Rey​ para honrar y festejar los tratados desposorios del sereníssimo Príncipe de Gales, con la señora Infanta doña María de Austria, Madrid, Juan González, 1623, pág. 4. 221 Pedro Gómez García, «Las funciones de moros y cristianos en la Alpujarra: antropología e historia», Chronica Nova, 22, 1995, págs. 141-163, y Valeriano Sánchez Ramos, «Fiestas de toros y cañas en Berja (primer cuarto del siglo XVII). Notas para el estudio de la fiesta barroca», en Actas del III Congreso de Folclore Andaluz, Almería, 1990, págs. 453-470. 222 Jacqueline Fournel-Guérin, «Fiestas profanas y diversiones de la comunidad morisca aragonesa», Nueva Revista de Filología Hispánica, 30, 1981, págs. 630-631. 223 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 180. 224 Ginés Pérez de Hita, La Guerra de los moriscos…, op. cit., cap. XIV, págs. 629-638. 225 Además de esta obra, Coecke realizó una serie dedicada a imágenes de turcos, incluso de sultanes, donde se aprecia una pluralidad de percepciones sobre el otro. No todo son imágenes sangrientas, sino que también nos legó un compendio de detallistas retratos que inciden en asuntos étnicos y de vestuario. Para un estudio detallado de su repercusión, véase Tamara Golan, Turks on the Border: Images of OttomanOccupied Space in Early Modern Europe, tesis de máster inédita, Tufts University, 2012, págs. 11-15. 226 Hendrik J. Horn, Jan Cornelisz Vermeyen…, op. cit., págs. 136-139. De este aspecto ya hemos hablado en Borja Franco Llopis y Francisco de Asís García García, «Confronting Islam…», op. cit. 227 Wolfgang Brassar, Tapisserien und Politik. Funktionen, Kontexte und Rezeption eines repräsentativen Mediums, Berlín, 1992. 228 Miguel A. Zalama Rodríguez, «The ceremonial decoration of the Alcázar in Madrid: The use of tapestries and paintings in Habsburg festivities», en Fernando Checa Cremades y Laura FernándezGonzález (eds.), Festival Culture…, op. cit., págs. 41-66, y Jesús F. Pascual Molina, «Un estilo español: los tapices de la colección real en los actos cortesanos, entre el siglo XVI y el XXI», en Miguel Ángel Zalama et al. (eds.), El legado de las obras de arte. Tapices, pinturas, esculturas… Sus viajes a través de la Historia, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2017, págs. 29-40. 229 Sobre la estancia inglesa de los tapices, véase Jesús F. Pascual Molina, «“Porque vean y sepan cuánto es el poder y grandeza de nuestro Príncipe y Señor”. Imagen y poder en el viaje de Felipe II a Inglaterra y su matrimonio con María Tudor», Reales Sitios, 197, 2013, págs. 16-23.

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230 Juan Luis González García, «Minerva en el telar. Iconografía cruzada y tapicerías ricas, de Troya a Lepanto», en Pedro García Martín, Roberto Quirós y Rosado y Cristina Bravo Lozano (coords.), Antemurales de la Fe: conflictividad confesional en la Monarquía de los Habsburgo, 1516-1714, Universidad Autónoma de Madrid, 2015, págs. 59-75. 231 Miguel Á. de Bunes Ibarra, «Vermeyen y los tapices de la conquista de Túnez…», op. cit., pág. 130. 232 Fernando Checa Cremades, «The language of triumph…», op. cit., pág. 36. 233 Javier Portús, «Miserias de la guerra: de Brueghel a Velázquez», en Bernardo José García García (coord.), La imagen de la guerra…, op. cit., pág. 11. Además, como expone Perret, Maíno y Lucenti se conocían, por lo que podrían haber compartido modelos en común. Véase Patrick Perret, «Nuove informazioni su Girolamo Lucenti…», op. cit., pág. 40. 234 Cristina de la Puente, «Cabezas cortadas: símbolos de poder y terror. Al-Andalus ss. II/VIII-IV/X», en Maribel Fierro y Francisco García Fitz (eds.), El cuerpo derrotado: cómo trataban musulmanes y cristianos a los enemigos vencidos, Madrid, CSIC, 2008, págs. 319-347. 235 Palmira Brummet, Mapping the Ottoman…, op. cit., pág. 197. 236 Vasco Díaz Tanco, Palinodia de los Turcos, ed. de A. Rodríguez-Moñino, Badajoz, Diputación Provincial, 1947. Véanse especialmente los tres primeros capítulos. Un estudio ejemplar de los estereotipos y arquetipos del otomano en el caso español es el que realizara Merle basándose en distintas fuentes escritas de los siglos XVI y XVII: Alexandra Merle, «Les Espagnols et le monde ottoman…», op. cit., págs. 11-21. 237 Cfr. Miguel Á. de Bunes Ibarra, Los moriscos…, op. cit., pág. 48. Existe bastante contradicción entre los viajeros a Turquía o Tierra Santa sobre la crueldad y perversidad del moro, pues no todos insisten en sus malas costumbres, sino que también presentan un carácter dialogante que dependió, en gran medida, del lenguaje con el que se dirigían hacia ellos. Véase Francisco Guerrero, El viaje de Hierusalem…, op. cit., cap. 1, fol. 3. Así como Françoise Crémoux, «Le pèlerin au XVI ème siècle…», op. cit., y, por último, Luis Fernández Gallardo, «Imágenes del turco en la Castilla del siglo XV», en José M. Nieto Soria y Óscar Villarroel González (eds.), Pacto y consenso en la política peninsular: siglos XI al XV, Madrid, Sílex, 2013, pág. 470. 238 Ana I. Corbalán Vélez, «Aproximación a la imagen…», op. cit., pág. 8. 239 Sobre el valor de este hecho dentro de la historia de la Corona de Aragón y su representación visual, véanse Ángel Canellas López, «Leyenda, culto y patronazgo en Aragón del señor San Jorge, mártir caballero», Cuadernos de Historia Jerónima Zurita, 19-20, 1966-1967, págs. 7-22; Lidwine Linares, Les saints matamores en Espagne du Moyen Âge au Siècle d’Or (XII e -XVII e siècles). Histoire et représentations, tesis doctoral inédita, Univesité de Toulouse, 2008, págs. 213 y ss.; Francisco Marco Simón et al. (eds.), El Señor San Jorge. Patrón de Aragón, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón, 1999; José M. Pérez-Soba, «San Jorge contra el Islam», Islam y Cristianismo, 413, 2006, págs. 1-16, y Enrique Olivares, L’Ideal d’evangelització guerrera…, op. cit. 240 Véase, por ejemplo, Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón, Zaragoza, Colegio de San Vicente Ferrer, 1562-1610. 241 Isabel M. Frontón Simón, «Propaganda y autoafirmación de una institución monástica medieval: aproximación al programa iconográfico del pórtico del monasterio de Silos», Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, 61, 1998, págs. 173-199. 242 Marta Poza Yagüe, «Liberum vobis damus et liberum custodite. El episodio de la Matanza de los Inocentes en Santo Tomé de Soria, ¿una instantánea de la Historia?», Codex Aquilarensis, 27, 2011, págs. 125-138. 243 Hemos utilizado la transcripción de las mismas que presenta como adjunto el estudio de Barrios y Sánchez Ramos. Véase Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., págs. 310-311. Hay que tener en cuenta que estas actas proceden de la investigación que realizara Antolínez para su Historia eclesiástica y se basaron, en palabras del propio Barrios, en un dudoso método de interrogar a naturales comarcanos que habían conocido de convecinos o familiares de martirizados, que conocían las leyendas por transmisión oral, de ahí la magnificación y subjetividad de la fuente. Véase Manuel Barrios Aguilera, La convivencia negada…, op. cit., pág. 343.

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244 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., pág. 175. 245 Nicolás Cabrillana Ciézar, Almería morisca, Granada, Universidad de Granada, 1989, páginas 225230. Además, hay que tener en cuenta que en dicho momento también se cuestionó la presencia del santo predicando en España, lo que dio pie a un aluvión de textos que defendieron este hecho. Tal vez el más conocido y cercano en cronología a la concepción de los grabados es Juan Fernández de Velasco, Dos discursos en los que se defiende la venida y predicación del Apóstol Santiago en España, Valladolid, Luis Sánchez, 1605. 246 Tampoco hay que olvidar que la moda de incluir a turcos en concreto, en lugar de una imagen del musulmán más aséptica, dentro de las representaciones de Santiago Matamoros tuvieron gran fortuna a finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII en la zona andaluza. El santo no vence al islam en general, sino al turco en particular. Este tipo de representaciones beben del mismo modelo de representación de la alteridad que el que podemos observar en las pinturas grabadas por Heylan, muestra de un mismo sentimiento político y religioso. Así pues, los vestidos que portan los turcos podrían también tener alguna relación con las múltiples representaciones del matamoros en España en dicho periodo. 247 El grabado de Hogenberg fue realizado para ilustrar un libro de historia titulado De Leone Belgico, de Michael Aitsinger (1588), publicado más de veinte años después del devastador ataque iconoclasta en los Países Bajos, obra que fue difundida y conocida por los artistas europeos. 248 A nivel general, véanse Sergiusz Michalski, The Reformation and the Visual Arts, Nueva York, Routledge, 1993; Robert W. Scribner, For the sake of Simple Folk. Popular Propaganda for the German Reformation, Oxford, Oxford University Press, 1981. Para el caso español, Cristina Fontcuberta, Imatges d’atac. Art i conflicte als segles XVI i XVII, Barcelona, Memoria Artium, 2011, y Werner Thomas, Los protestantes y la Inquisición en España en tiempos de Reforma y Contrarreforma, Lovaina, Leuven University Press, 2001. 249 La comparación entre la iconoclastia morisca y protestante la hemos trabajado en Borja Franco Llopis, «En defensa de una identidad perdida: los procesos de destrucción de imágenes en la diócesis de Valencia», Goya, 335, 2011, págs. 116-125; el caso morisco en particular en «Los moriscos y la Inquisición…», op. cit. 250 Sobre este aspecto, véase Antonio Urquízar Herrera, Admiration and Awe…, op. cit., páginas 30-48. 251 Felipe Pereda, Las imágenes de la discordia…, op. cit., págs. 351-354; Catherine Infante, Images at the Crossroads: Representing Christian-Muslim Encounters in Early Modern Spain and the Mediterranean, tesis doctoral inédita, University of Wisconsin-Madison, 2014, pág. 25. 252 El culto a san Sebastián estaba muy relacionado con el Reino de Granada en los avatares de la conquista y, desde luego con la peste. Véase Manuel Barrios Aguilera, Historia de la Conquista de la Nobilísima Ciudad de Loja, Granada, Ayuntamiento de Loja, 1983, págs. 20-22. 253 Julio Caro Baroja, Los moriscos del Reino de Granada, op. cit., pág. 168. 254 Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., pág. 168. 255 A. Llordén, «Los mártires agustinos de las Alpujarras», Almas nuevas, 36, 1968, pág. 4. 256 «… muchas figuras de moros, unos en forma de soldados, otros en forma de verdugos, los soldados con insignias que los denotan y algunos con banderas coloradas y medias lunas en ellas, […] muchas figuras de christianos, que en el traje se distinguen de los moros porque [estos] están vestidos a su uso, y con turbantes muchos de ellos, y los christianos están los más padeciendo diferentes tormentos por manos de los dichos verdugos». Manuel Barrios Aguilera y Valeriano Sánchez Ramos, Martirios y mentalidad martirial…, op. cit., págs. 308-309. 257 «… los verdugos [portan] varios instrumentos y armas ofensivas, como son alfanjes, puñales, picos, hachetas de manos, lanzas y martillos, y alabardas y espadas». Ibídem, págs. 308-309.

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CAPÍTULO 8 El morisco oculto. La pintura de encubrimiento en momentos de crisis 258 LAS GERMANÍAS Y LA NOBLEZA VALENCIANA EN LA ASIMILACIÓN DEL MORISCO. BREVES CONSIDERACIONES Hasta ahora se han analizado distintas tipologías de representaciones visuales de moriscos que han tenido bastante fortuna en la literatura artística, imágenes donde este se tipificó y estandarizó hasta el punto de convertirse en icono de un colectivo que, como se ha demostrado, era mucho más heterogéneo. Por el contrario, la historiografía no se ha ocupado de aquellas piezas donde el converso puede aparecer insinuado o de modo simbólico. Tampoco de aquellas otras en las que solo es comprendido e identificado por una parte de la sociedad a través de unos códigos de representación intelectualmente elevados. Unas y otras son un ejemplo más de la compleja tarea de hacer (in)visible al «otro». En este capítulo nos centraremos en la figura del morisco simbólico u «oculto», analizando dos casos de estudio que resultan altamente paradigmáticos y que sirven, a su vez, para contrastar con las tipificaciones que acabamos de señalar. El primero de ellos nace dentro de un ámbito geográfico y cronológico muy concreto: el área valenciana tras la Revuelta de las Germanías, contienda librada en la década de los años veinte del siglo XVI. Dicho conflicto fue crucial tanto para la configuración del estamento nobiliario valenciano del Quinientos como para definir la actitud del poder político y 568

religioso ante los moriscos, que se convirtieron en uno de los problemas sociales más preocupantes del periodo 259 . Muchos fueron los caballeros valencianos que participaron en la reorganización de la Iglesia que vino dada por los enfrentamientos entre nobles y campesinos que conllevaron la conversión forzosa de los mudéjares. Entre los más destacados debemos señalar dos familias por la cantidad de moriscos que vivieron en su territorio, así como por sus esfuerzos por intentar su conversión: nos referimos a los Borja y a los Centelles, que, por avatares del destino, años más tarde acabaron uniéndose, primero por el matrimonio de Carlos Borja de Gandía y Magdalena Centelles de Oliva; y, tras este, mediante un complejo proceso jurídico que finalizó con la anexión territorial de Oliva dentro del ducado de Gandía en 1594. Los duques de Gandía y los condes de Oliva mostraron una misma preocupación por actuar en pos de una integración pacífica del morisco. Ya hablamos en otras publicaciones del importante papel del santo duque, Francisco de Borja 260 , en todo este proceso, con la creación del Colegio de San Sebastián para la formación de moriscos y el complicado programa de evangelización a través del arte que, más tarde, desarrolló como general de la Compañía de Jesús 261 . Los Borja, desde muy temprano, acogieron en su seno a pensadores que centraron sus esfuerzos en luchar por la unidad de culto dentro del territorio. El caso más conocido es el de Bernardo Pérez de Chinchón, canónigo de la Colegiata de Gandía, quien publicara bajo la protección de los duques su Antialcorano (1532) y los Diálogos christianos (1535), que muestran el papel activo que jugó dicho eclesiástico, así como sus protectores 262 . Esta figura fue capital en las décadas centrales del siglo XVI en las campañas de conversión de los 569

infieles y en crear escritos que abogaban por la misma. De hecho, colaboró activamente con otros ilustres clérigos en dicho trabajo, tales como Bartolomé de los Ángeles, Gaspar Rubio o Juan Micó 263 . En el caso de Oliva, los condes de Centelles también promovieron no solo la creación de un plan de conversión de la minoría durante el siglo XVI, sino la consolidación de un sustento intelectual que sirviera para tal fin. Confiaron dicha labor al Venerable Juan Bautista Agnesio, a quien se le encomendó la formación de Francisco Gilabert de Centelles, sobrino de Serafín de Centelles, quien no tuvo descendencia. Su función fue la de guiarlo por el camino de la virtud y educarlo. Los vínculos que se crearon entre el noble y el intelectual fueron realmente considerables. De hecho, Francisco Gilabert lo presentó para un beneficio en la iglesia catedral que consiguió en 1539, cuando Agnesio tenía ya cincuenta y nueve años. Además, como indicara Ximeno 264 , el humanista murió en la casa que el segundo poseía en la calle Murviedro de Valencia, prueba de la estrecha relación que compartían. Según Llin 265 , el Venerable comenzó a tejer una red de contactos entre los distintos nobles que participaron en la Revuelta de las Germanías, con el fin de conseguir una actitud consensuada de actuación ante la conversión morisca. Sabemos que no solo instruyó al conde de Oliva, sino que fue también consejero espiritual del duque de Calabria y que mantuvo una estrecha relación con Francisco de Borja, especialmente entre 1542 y 1550, momento en el cual se forja la idea del anteriormente citado colegio para moriscos. En este periodo Agnesio dialogó y compartió diversos encuentros con el humanista Pérez de Chinchón, confrontando sus posturas y preocupaciones ante qué plan 570

adoctrinador seguir, intentando crear una postura intermedia entre la asimilación pacífica y la confrontación ideológica que ofrecía el segundo de ellos en sus escritos polemistas. Gracias al patrocinio cultural de los Centelles y a las relaciones citadas con otras familias nobiliarias, Agnesio publicó diversos textos que nos ayudan a conocer cuál fue su visión de las Germanías, germen del conflicto interreligioso del Quinientos valenciano 266 , así como su actitud evangelizadora, no solo a través de sus campañas en el Valle de Ayora, sino también con la importante publicación de la obra Pro Sarracenis Neophytis 267 . Este opúsculo fue encargado hacia 1543, como recogió Ximeno 268 y expuso Alonso Asenjo 269 , por el conde de Oliva, quien le demandó una elegante «Representación poética» cuyo tema debía ser la conversión de los moriscos. Dicha composición, de tan solo cinco páginas, pero de un altísimo nivel intelectual, incluyó referencias expresas y repetidas al propio conde de Oliva y a otros insignes caballeros como el marqués de Zenete y el duque de Gandía, instándoles a una pacificación del territorio. Pero no solo interpeló a dichos nobles, sino que incluyó, con el mismo fin, algunas líneas dedicadas a otros personajes. Entre ellos, estaba Jorge de Austria, que había sido nombrado arzobispo de Valencia en 1538 (sucediendo a Erardo de la Marca, que también aparece citado en este opúsculo), encargado, en dicho momento, de las campañas de evangelización morisca, y a quien Agnesio le dedicó, junto al conde de Oliva, la obra en su conjunto. También se dirigió en la introducción del mismo al canónigo Juan Gays, uno de los religiosos más involucrados en la educación de los moriscos. Conservamos una carta que envió Agnesio a dicho canónigo en 1539, donde mantuvo que aún confiaba en la verdadera conversión de los neófitos. En 571

dicha misiva expuso que, tras sus incursiones en el Valle de Ayora, veía finalmente los corazones de los moriscos preparados para entender el Evangelio y detalló cómo iban progresando día a día 270 . No se trata de una obra dirigida a predicadores o a los propios cristianos nuevos, sino más bien unas reflexiones de cómo se estaban llevando a cabo los procesos de conversión en una de las zonas con mayor presencia morisca y problemas con los piratas berberiscos. Los textos agnesianos muestran, por una parte, sus propias preocupaciones como intelectual y clérigo, así como las de su patrón, el conde de Oliva, quien, al fin y al cabo, fue el que le encomendó realizar esta obra. JOAN DE JOANES, LA CREACIÓN DE UN DISCURSO VISUAL PANEGÍRICO A JUAN BAUTISTA AGNESIO Y LA FIGURA DEL MORISCO SIMBÓLICO Como indicamos, Gilabert de Centelles, en agradecimiento a los servicios prestados, así como por la amistad que les unía, consiguió diversos privilegios para el humanista valenciano. Pero no solo eso. También encargó al mejor pintor valenciano, aquel con un lenguaje más puramente clásico y «latino», como los escritos del propio Venerable, una pintura en la que se le homenajeara. Joan de Joanes fue el elegido para crear un discurso visual donde se relacionara la acción pastoral del humanista valenciano y un enaltecimiento de su figura. Además, es necesario indicar que no fue la primera vez en la que Agnesio aparecía vinculado a la obra de Joanes, pues años antes fue representado en otra gran tabla para la misma catedral, en este caso todavía hoy situada sobre la pila bautismal a los pies de la Seo, de la cual hablaremos más adelante. Ambas, en su conjunto, nos presentan una clara alusión a esa idea del morisco «simbólico» u «oculto», dentro 572

de un discurso apologético ante la labor del humanista valenciano, siempre vinculada con la conversión pacífica del musulmán. También es importante recordar que Joanes era considerado el mejor pintor de la región, por lo que no es extraño que se le encomendara dicho cometido 271 . La tabla en la que nos centraremos decoraría la antigua capilla de san Jorge de la familia de los Centelles en la catedral de Valencia 272 y se titula Los Desposorios místicos del Venerable Agnesio 273 . Esta está compuesta por tres triángulos que encierran también tres escenas: el desposorio místico de Agnesio, una Virgen de los Inocentes y la conversión de Dorotea y Teófilo. Empezaremos su lectura de izquierda a derecha, como suele ser habitual en estos casos 274 . El pintor representa al predicador en su desposorio místico con santa Inés, como él mismo explica en una de las notas marginales de su Egloga in Nativitate Christi, donde justificó un cambio en su apellido original (Anyés) por Agnesio arguyendo que por línea paterna descendía de una familia italiana procedente de Génova, que se vanagloriaba de tener lazos de parentesco con ella. A esta leyenda, perpetuada por el propio humanista, la literatura posterior también añadió otra que lo vinculó con esta santa; se trata de un sueño místico en el que Inés se le ofreció en casto matrimonio, tal y como aparece aquí representado 275 .

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Fig. 40. Desposorios místicos del Venerable Agnesio, Joan de Joanes, ca. 1553, Museo de Bellas Artes, Valencia.

Esta escena de desposorio iba acompañada, en el marco original a día de hoy perdido, de una inscripción en latín: «Procul hinc mastix fuge Sardanapale subarror/agno agna, casco casta, pioque pia sponsa» esto es: «Lejos de aquí, huye oh Sardanápalo, pues me estoy desposando, una casta cordera para un cordero casto, para el piadoso una pía esposa», oponiendo el mundo lascivo y corrupto del sátrapa asirio con el desposorio casto de los personajes representados. Haciendo pareja, de modo paralelo, justo en el lado opuesto, se representa la conversión de Teófilo a manos de Dorotea, a nuestro parecer clave en la interpretación de la obra. Representa el momento en el cual dicha mártir se aparece al notario romano, entregándole un ramo de flores y una granada. Como recogió Santiago de la Vorágine, Teófilo, cuando Dorotea se encontraba camino del patíbulo, se le acercó, y burlándose, le indicó: «Oye, envíame alguna de esas rosas y manzanas que piensas coger en el huerto de tu esposo», a lo que ella respondió: «Te las enviaré» 276 . Según la narración de De la Vorágine, el mismo día en que fue martirizada, estando Teófilo en el Palacio de la Prefectura, recibió la visita de un niño, quien lo apartó del grupo y le dijo: «Vengo de parte de mi hermana Dorotea a traerte estas rosas 574

y estas manzanas procedentes del huerto de su esposo». Cumplido este encargo, este desapareció, y el prefecto, estupefacto, entendió el mensaje, no solo por haber sucedido aquello que le solicitó a Dorotea, sino por haber enviado flores y frutos que en febrero no solían crecer. La narración de esta historia se completaría con una inscripción del marco perdido del lienzo de Joanes donde se podía leer: «Theophile sum Christi Dorothea carpe hortices / supers Lilia, mala rosas» («Oh, Teófilo, soy Dorotea, esposa de Cristo, coge de los huertos celestes lirios, fruta y rosas»). Es interesante apreciar cómo el pintor valenciano cambió las manzanas, claves en el significado de la historia, al ser el fruto que no florecía en el momento en el cual fue entregado a Teófilo, por una granada. Tal vez dicho cambio no fue casual. La granada tiene un valor polisémico. Según Federico Revilla, si tomamos el texto del Cantar de los Cantares, podemos relacionarla con la castidad, que es, en el fondo, la cualidad martirial de Dorotea, quien murió por defender su virginidad 277 . Pero, además, representa otros valores que se podrían vincular con el complicado momento religioso que sufría la Valencia del XVI y la sociedad ibérica por extensión: la «concordia» y la «unidad de los diversos pueblos en el seno del cristianismo». La primera de ellas viene definida por Cesare Ripa como «Mujer hermosa y de mucha majestad, que lleva en la diestra un recipiente, en el que se verá una granada, y en la siniestra un cetro rematado por flores y frutos de las más diversas especies» 278 . Si bien la obra de Joanes es anterior al texto de Ripa, sabemos que el intelectual italiano resume o reescribe ciertas alegorías que estaban siendo utilizadas en el arte occidental, por lo que las similitudes citadas, realmente evidentes, podrían hacernos plantear que la intención de Joanes fuera situar a la vez una escena de conversión y una representación de la concordia entre los pueblos, morisco y 575

cristiano, que convivían en la zona valenciana y que fueron adoctrinados por el propio Agnesio. También relacionada con esta idea estaría la interpretación de la granada como elemento unitario dentro del cristianismo. Según Valeriano 279 , recogiendo las opiniones de los Padres de la Iglesia, su significado era una representación de la propia institución, pues al igual que la fruta encierra en una única corteza gran número de granos, así la Iglesia une en una única creencia pueblos diversos. Por ello también podríamos relacionarla con la diversidad de maneras de entender la religión que se dio en el seno del cristianismo valenciano y con la espiritualidad particular de los moriscos, quienes adecuaron a sus propias costumbres las distintas devociones que les fueron impuestas tras las conversiones forzosas 280 . Por último, es inevitable pensar que esta granada no pudiera hacer alusión a la propia ciudad conquistada en 1492 y cuyo proceso de evangelización inicial fue llevado a cabo por Hernando de Talavera, con un modelo muy similar al que Agnesio retomó, totalmente pacífico. Sabemos que dicho fruto apareció representado en muchas imágenes de los propios Reyes Católicos y fue un símbolo que se retomó en diversas entradas triunfales o decoraciones efímeras de las fiestas celebradas durante el siglo XVI 281 . Es obvio que el cambio iconográfico que introduce Joanes no es peregrino, y ahora, a posteriori, es complicado conocer la razón exacta de dicha variación, pero analizando los cuatro posibles significados históricos de la granada, entendemos que bien pudo hacerlo para remarcar la castidad de la santa representada y además insistir en la pluralidad de creencias que supuso la coexistencia de diversos pueblos en Valencia. Se defiende una conversión voluntaria, no a la fuerza, una 576

metáfora de aquello que buscaba el sabio valenciano y de la victoria contra el infiel. Esta idea que vincula a los conversos con la escena de Dorotea y Teófilo no había sido planteada hasta ahora, pues los investigadores que se habían aproximado a dicha pintura proponían una justificación menos elaborada desde nuestro punto de vista. Todas las fuentes y bibliografía consultadas repiten y defienden que dicha iconografía fue elegida en honor a la hija de Joanes, llamada Dorotea 282 . A nuestro parecer, esto resulta poco convincente. ¿Por qué en un homenaje a Agnesio, realizado por Joanes y comisionado por los Centelles iba el pintor, cuando nunca antes lo había hecho, a introducir un elemento autorreferencial en la composición? Además de lo expuesto anteriormente en cuanto se refiere al cambio iconográfico que realizó el artista, si se busca hacer un paralelismo entre las dos escenas que rodean a la Virgen de los Inocentes, debemos exponer un hecho que no anotan los estudios anteriores: Dorotea fue martirizada durante las persecuciones de Diocleciano, justo en el mismo periodo en que lo fue Inés o incluso san Jorge, que aparecerá detrás de la Virgen, delante de una representación de una suerte de teatro romano. La elección de estas figuras, mártires en las mismas campañas, se trata, sin duda, de un elemento que da cohesión cronológica al conjunto, muestra de uno de los momentos más complicados de la historia del cristianismo, como también lo fue el de los bautismos forzosos en España. Por otro lado, el hecho de que justo en la parte opuesta a donde Agnesio se encuentra, creando cierta simetría, se represente una escena de conversión es algo muy significativo, pues esta idea, la de conseguir que los musulmanes aceptaran la fe cristiana y fueran buenos fieles, era una de las máximas de la obra de dicho humanista. Si 577

entendemos que esta pintura es un panegírico comisionado por los Centelles y realizado por Joanes, conocido íntimo del escritor, todo parece encajar de un modo mucho más natural y comprensible, como intentaremos demostrar a continuación. La conversión que aquí se ejemplifica, mediante esa carga simbólica de la granada, viene acompañada por otros elementos, una serie de atributos, como son las flores y los frutos, que están, a su vez, vinculados, casi con toda seguridad, con la «corona florida» que sostiene la Virgen, de la que hablaremos más adelante. El papel del florecimiento de la religión entre los infieles, relacionado con la labor del predicador en la defensa no solo de dicha minoría, sino también de los propios cristianos viejos cuya vida estaba descarriada. Así pues, no es baladí que se escogiera una escena de una santa mártir donde el elemento vegetal estuviera presente, concordando con la corona florida que porta la Madre de Dios, corona que indica la salvación, creando cierta coherencia narrativa. No queremos negar que Joanes eligiera a Dorotea, entre otras mártires, porque fuera el nombre de su hija, sino tratar de ofrecer una lectura más acorde con el contexto histórico que la vio nacer y con las fuentes textuales que estuvieron al alcance del artista y del cliente. Hay más datos que nos incitan a relacionar la selección de esta escena con la sociedad en la que tanto Joanes como Agnesio vivieron. Justo antes del martirio, como también nos narró Santiago de la Vorágine, sucedió un milagro vinculado con una pieza artística, con un ídolo que Fabricio, prefecto que condenó a la santa por no acceder a copular con él, mandó construir en la sala del tribunal. Cuenta la leyenda que tan pronto como la joven oró, numerosos ángeles invisiblemente arremetieron contra el monumento y este desapareció sin dejar rastro, lo que provocó que «muchos 578

millares de paganos se convirtieran y manifestaran públicamente su fe en Cristo» 283 . Es decir, no solo se produjo la conversión de Teófilo, sino de millares de paganos, sucediendo todo por la actuación divina ante un caso de idolatría. Con la elección de esta escena se hizo hincapié en una doble conversión: la de Teófilo gracias a la acción milagrosa de la entrega de las flores y de los frutos; y, por otro lado, la de cantidad de infieles paganos, quienes gracias a una imagen y su destrucción se vuelven cristianos. Relacionado con este aspecto, no debemos olvidar la tan común acusación de «idólatras» que recibieron los propios musulmanes en el periodo medieval y moderno. Es decir, la leyenda de Dorotea critica el culto idolátrico, así como promueve la conversión a través de su condena, ideas que tanto Joanes como Centelles y Agnesio conocían y que vuelven a relacionarlos con el problema morisco y la visión que de ellos se tenía. Una vez explicados los dos laterales de la obra nos centraremos en la parte central, donde, consideramos, se representa al morisco simbólicamente si atendemos a la ideología de los Centelles y del propio humanista homenajeado. Presidiendo la escena aparece la Virgen con el Niño en brazos, rodeada de los inocentes y de los santos Juanes niños (san Juan Bautista y Evangelista). La historiografía tradicional ha relacionado esta imagen con la de la Virgen de los Inocentes, refiriéndose al precedente histórico de la Virgen de los Desamparados, patrona de Valencia. Esta representación bien pudiera haberse incluido en la composición para mostrar una de las devociones más significativas de dicha ciudad, pero nos resulta curioso el modo en el que Joanes modifica la iconografía tradicional, tal y como sucede en el caso de Dorotea y Teófilo, incluyendo 579

diversas variaciones que bien pudieran estar relacionadas no solo con el culto mariano, sino también con la situación social en la que Agnesio, Gilabert de Centelles y el propio pintor vivieron. La devoción a la Virgen de los Inocentes estuvo relacionada con la erección del sanatorio mental medieval de esta ciudad. El Hospital «dels Ignoscents, folls e Orats» 284 fue un centro de referencia internacional, y desde inicios del siglo XV su labor se vio protegida por la fundación de una cofradía que tuvo como objetivo tanto facilitar las labores médicas del hospital como proteger a los inocentes de la sociedad, término que se hizo extensivo a náufragos, desamparados sin sepultura o prostitutas 285 . Esta cofradía, en 1416, solicitó al pontífice Benedicto XIII la autorización para que la imagen de la Virgen María de los Inocentes se constituyera como titular de la referida entidad, lo que produjo que se creara una imagen devocional que representaba a la Madre de Dios rodeada de diversos niños que estaban relacionados con aquellos que fueron sacrificados por Herodes. Esta Virgen, además, portaría «un brot de lir e una creu de fust» 286 . Como complemento, los niños suelen sostener en sus manos unos cirios de gran tamaño que llegan a la altura de la imagen del Niño Jesús en brazos de su madre. Mediante la creación de esta imagen y el cambio en la advocación, como indica Andrés Ferri Chulio 287 , la Virgen de los Locos venía a ser también la de los Santos Inocentes Mártires por ejercer el canónico patrocinio sobre ellos. Con ello, según Federico García Sanchiz, la ciudad creaba una «curiosidad» iconográfica, mostrando los problemas sociales, a la sazón eclipsados por los puramente religiosos, militares y políticos. Según este autor, la innovación, todavía no subrayada por nadie, consistió en infundir a la piedad un sentido más 580

humano 288 , es decir, en crear una imagen que no solo estuviera relacionada con la defensa de los locos inocentes, sino con cualquier ser desfavorecido, dando mayor universalidad al término. Curiosamente, la imagen que centra la obra de Joan de Joanes no es una representación literal de la Virgen de los Inocentes creada por la cofradía, pues los niños no aparecen sosteniendo las velas, ni se representa el lirio en las manos de María, que aquí es sustituido por una corona de azucenas. Incluso podemos apreciar cómo el color de la cruz es distinto, ya que suele poseer una coloración más verdosa de la que aquí Joanes representa. Así pues, el artista valenciano realizó una versión muy diferente de la canónica; tanto que algunos historiadores de la cofradía no llegaron a relacionarla con la imagen devocional que la presidía 289 , hecho altamente significativo y que la historiografía obvió. José V. Ortí y Mayor expuso en el siglo XVIII que pintores como «los Ribaltas, Orrente, Sariñena, Castañeda, Espinosa, Zamora» 290 la plasmaron en sus lienzos. No existe ninguna referencia a la pintura de Joan de Joanes, algo que realmente sorprende, pues este pintor siempre fue un referente artístico señalado por poetas, tratadistas clásicos y barrocos como modelo a seguir por su calidad pictórica. Puede que dicha omisión estuviera relacionada, como indicamos, con la significativa variación de la iconografía mariana, hecho que produjo que no fuera identificada la pintura que nos ocupa con una representación de dicha devoción. La permeabilidad del término «inocente», unido a las variaciones iconográficas que el pintor valenciano realiza, así como la aparición junto a la figura de Agnesio, nos hace plantearnos qué significado podría tener dentro del conjunto de la obra. Para ello debemos adentrarnos en el análisis no 581

solo de la Virgen como tal, sino de la propia tradición representativa del inocente, desvinculado de la figura de María, así como el contexto histórico en el que se gestó el óleo y su posible vinculación con el humanista valenciano. Tanto Ferri como García Sanchiz nos dan la clave para su comprensión: el valor del «inocente» varía dependiendo de las necesidades o problemas sociales, acogiendo en su seno a nuevos individuos, hecho que es obviamente conocido por Joanes, uno de los pintores intelectualmente más solventes del renacimiento valenciano. Partamos desde el principio. Como recoge Silberger, entre los evangelios canónicos 291 , solo el de Mateo explica la matanza de los inocentes 292 . El relato conocido por la mayor parte de la población procede más bien de los Evangelios Apócrifos, donde se enriquece el texto del evangelista. Ejemplo de ello serían el Protoevangelio de Santiago (XXII, 1), el de Pseudo Mateo (XVII, 1), el Evangelio de Nicodemo (IX, 3) y el Evangelio árabe de la Infancia (IX, 1). Este hecho es interesante, pues en la pintura de Joanes aparece san Juan Evangelista, cuando en su texto no encontramos ninguna referencia a dicho pasaje, y, por lo tanto, no deberíamos relacionarlo directamente con tal iconografía; no está pintado porque sea el «narrador» de los hechos 293 . En estos escritos los inocentes eran vistos como los primeros cristianos mártires. Pese a no haber sido bautizados, su muerte fue considerada como un bautismo de sangre, tal y como demuestra el conocido texto de La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, que también recogió el acontecimiento de la Matanza en un capítulo dedicado a los inocentes, cuyo interés se centró en Herodes y en la edad de los niños en el momento de su asesinato 294 . Al igual que sucede con la imagen de la Virgen de los 582

Inocentes y Desamparados, que se vincula a momentos concretos y problemas sociales diversos en la historia de la propia cultura, lo mismo ocurre en el caso de los inocentes como mártires. Si recordamos, en el capítulo pasado expusimos diversos ejemplos en los que esta iconografía era utilizada para mostrar la confrontación entre el islam y el cristianismo, en la lucha de las cruzadas. Como estudiara Christiane Raynaud, en este contexto de luchas contra el enemigo musulmán, el término comienza a desarrollar un valor polisémico que sobrepasa el primigenio y que, incluso, se vincula con actitudes del buen y del mal soldado en la defensa de la fe 295 . En resumen, el tipo iconográfico de los inocentes, por tradición, estaba sujeto a una reiterativa alteración del significado, a una adecuación al momento preciso y a la sociedad concreta que lo representaba. Sucede, pues, lo mismo que con la Virgen de los Desamparados, que nació con un valor, relacionado con el sanatorio mental y los locos, pero que poco a poco va acogiendo en su seno a nuevos «inocentes». De ahí que nos preguntemos, teniendo en cuenta las variaciones iconográficas que presenta la tabla de Joanes, cuál es el referente con el que se vinculan tanto la Virgen como los niños que aquí aparecen pintados. Si acudimos a los textos del humanista valenciano podemos encontrar una relación más que evidente entre los inocentes y los niños moriscos. En su Pro Sarracenis Neophytis, este opúsculo encargado por el conde de Oliva, el mismo que solicitara a Joanes la pintura, definió en varias ocasiones a los moriscos como tales 296 . Los morisquillos se encontraban, según Agnesio, necesitados de atención y predicación personalizada, por lo que en su texto instó a las autoridades a ocuparse de ellos, al ser víctimas por haber nacido en el seno de una familia infiel: Si eres padre, ¡ay!, mira a tu alrededor los hijos perdidos, a duras penas han nacido con la sagrada 583

religión de Cristo, ¡ay, pobrecillos! No alimentados ninguno con la leche de la fe, a los cuales ninguna nodriza previsora les dio el pecho. Es, vamos, que no ha sido engendrado aquel que, en realidad, ha nacido. ¿Y aquel que todavía no ha nacido, quién lo alimentará?, me pregunto. No hay ningún motivo de fe para los que no quieren creer. ¿Quién les ha aconsejado que crean? ¿Quién enseñó los dogmas de Cristo a los que los ignoran? ¿Quién los engendra como hijos si no la Iglesia? Los engendró y uno y otro han procurado bienes. Pero la madre tuvo una mala concepción y un mal aborto 297 . De hecho, párrafos más adelante vuelve a definir a los inocentes niños moriscos como desamparados ante los lobos, siendo la educación, la predicación, el magisterio de la Iglesia el camino para protegerlos: Que [los pastores] sepan agrupar a los desperdigados, que, seguros, reconduzcan al redil a los errantes en la boca de los lobos. Que sepan también alimentar los tiernos cabritos con la leche fresca y los rígidos con una comida sólida. Que hagan salir el rebaño, que lo hagan bajar, lo conduzcan y lo vuelvan a conducir hacia el pasto en los elevados rediles. El sarraceno implora que lo hagas sin recursos y errante. Lo desea herido, se contenta medio enterrado 298 . Se podría realizar un paralelismo, pues, con la obra de Joanes, quien plasma en su óleo cuál debía ser el camino de la salvación, esto es, la cruz, tal y como reza la inscripción encima de la tabla con capitales latinas («Crux est innocuis ad stemmata florida trames») 299 . La cruz era la herramienta más utilizada en la predicación, el estandarte de la conversión, ya desde tiempos de san Vicente Ferrer. Además esta viene acompañada por una florida guirnalda, que aparece en forma de diadema en la pintura joanesca, sustituyendo al típico lírio que deberería portar la Virgen. Benito 300 relaciona esta corona 584

con los textos de san Pablo y el hecho de «coronar o acabar bien una empresa», que en nuestro caso podríamos entender como la conversión, pues en ninguna otra representación de la Virgen de los Desamparados aparece dicha modificación iconográfica 301 . El elemento vegetal, que también acompañaba a las granadas de santa Dorotea, además, está presente en todo el texto de Agnesio, relacionado con diversas parábolas bíblicas en las cuales se insiste en la necesidad de sembrar para recoger buenos frutos. Así, por ejemplo, critica que los predicadores de moriscos no consiguieran su fin por un mal plan catequético, pues «sembrando terrenos baldíos no trabajados, lanzan sus semillas a los pájaros y las mieses no bien cultivadas se pierden entre las hierbas» 302 . Volviendo al tema de los inocentes, no consideramos que el texto de Agnesio sea suficiente. Para mostrar esa variación iconográfica, debemos acudir a otros autores coetáneos que puedan ratificar que existía ese valor en la sociedad del momento. Tras el estudio de la figura del «niño morisco» en la historia de las campañas de evangelización, creemos que muestra una preocupación generalizada por la sociedad ante cómo aculturar a los menores, en teoría más puros y maleables. Son diversos los teólogos o clérigos que teorizaron sobre ello, pero nos centraremos en los más cercanos al ámbito geográfico que nos compete. Un ejemplo claro sería el jesuita Ignacio de las Casas, religioso que participó en las campañas de evangelización iniciadas años antes por san Francisco de Borja en el levante peninsular. Este hecho no es baladí, pues la conexión de las teorías jesuíticas con la obra de Agnesio es de gran importancia. Como hemos expuesto, el Venerable estuvo en contacto con el santo duque y conocía las publicaciones de Pérez de Chinchón sobre la minoría 585

conversa que la familia Borja había comisionado. Además, Agnesio apoyó el proyecto de colegio de niños moriscos que llevó a cabo en la ciudad de Gandía y fue su consejero en más de una ocasión 303 . No en vano, como indicamos, el duque de Gandía, junto con el marqués de Zenete, es uno de los personajes que viene citado en las apologías previas al Pro Sarracenis Neophytis. Los jesuitas, junto con Agnesio, pertenecían a la facción minoritaria que todavía creían posible la conversión. En este sentido, Ignacio de las Casas vio a estos niños obligados a convertirse sin evangelización como «ánimas desamparadas y destituidas, baptizadas y no convertidas ni con esperança de convertirse por falta de quien les predicasse y enseñasse de suerte que entendieran su engaño y la verdad» 304 . También defendió la inocencia del niño ante el padre apóstata: ¿Qué tienen que ver sus hijos baptizados en naciendo con esta fuerça? Dezir que la idolatría es hereditaria como el pecado original sería disparate; dezir que los baptizaron invitis parentibus, no es verdad pues ellos mesmos los llevaron a esto y, aunque fuera de mala gana, no se puede dezir que forçadamente pues los ofrecerían y offrecen a ello, y como se sabe, y es doctrina cierta, no se baptiza ninguno in fide parentum 305 . Por tanto, entendía como inocentes a aquellos niños moriscos que debían ser bautizados para salvarse: Porque muchos déstos así baptizados morirían en aquella edad e innocencia y se salvarían, y porque los que viniesen a edad adulta, por alguna vía entenderían que eran baptizados y gustarían de entender qué era aquello y así se convertirían más fácilmente, lo qual le dixeron que de facto sucedía porque, llamándolos por género de afrenta, los baptizados se informavan de los sacerdotes y se yvan a vivir entre 586

christianos y a professar la fe que recibieron. Último dixo, que porque el baptismo de suyo infunde luz en el alma y la haze más capaz de entender y admitir las verdades de la fe y de sus artículos 306 . El jesuita, de origen musulmán, defendía su bautismo, a pesar de las críticas de ciertos sectores rigoristas del poder, utilizando la metáfora del lobo y las ovejas 307 que Agnesio escribiera, comprobándose una clara relación entre sus textos. Pedro de Valencia, conocido humanista de finales del siglo 308 XVI, por citar otro personaje entre los muchos posibles , también veía a los niños neoconversos como inocentes, de ahí que estuviera de acuerdo con aquellas voces que querían expulsar a los moriscos no asimilados, pero no a sus hijos, pues podría convertírseles: La expulsión es el tercer medio de los que propuse, que es hecharlos de el Reyno para que se fuesen a Berbería, o a tierras del Turco, o donde todos o cada uno quisiesen. Y o se les habían de quitar los hijos y haciendas, o no. Quintándoles algo de lo que es suio es pena grande, viene a tocar a mayor número de personas, y entre ellas a muchos niños ynocentes 309 . Además de las fuentes textuales escritas por Agnesio y sus coetáneos, que muestran ese sentimiento de inocencia del niño morisco, debemos acudir a los propios hechos históricos, es decir, a las bien conocidas conversiones forzosas o las persecuciones y burlas a las que se vieron sometidos ya no solo los infantes, sino toda su familia, tras las Germanías 310 . Como explica Martínez surgieron numerosísimas peleas entre estos y los moriscos en el XVI 311 . Los primeros obligaban a los nuevamente convertidos a descubrir sus genitales y si estaban retajados les escupían y gritaban: ¡hijo de Agar! Esta actitud contrapuesta, es decir, la sociedad que acosaba 587

al infiel, al «otro», frente a aquellos clérigos que todavía confiaban en la conversión del inocente bien pudiera estar representada en la escena central. Esos niños que Joanes pinta con unos cortes profundos, estigmas de su padecimiento, podrían referirse a los niños moriscos, representados de modo sutil a partir de pequeños cambios iconográficos, que serían apreciados solo por los espectadores más avezados y que se separa de los grandes tópicos en la imagen de este colectivo. Por otro lado, también es necesario reflexionar sobre otros personajes que rodean la escena mariana para entender su posible vinculación con los moriscos. Tenemos que plantearnos qué valor tuvo en la composición joanesca la figura de san Juan Bautista, pues se trata de otro elemento iconográfico ajeno a la representación canónica de la Virgen de los Inocentes. En primer lugar, y como dato que nadie hasta ahora ha comentado, cabe señalar que en la apología escrita por Agnesio a los Centelles (1543), nuestro escritor realiza un paralelismo entre el Conde de Oliva y el primo de Cristo, por su labor de liderazgo y preocupación por su pueblo, principalmente en lo referente a las Germanías. Tampoco es baladí que, en esta misma apología, relacione a san Juan Bautista con la redención de los mismos niños que perdieron su vida cuando Herodes mandó su ejecución con el fin de evitar aquello que le indicaron las profecías. Además, esta comparación se encuentra justamente en las postrimerías del capítulo anterior al opúsculo dedicado a los musulmanes. Agnesio escribió: «Entre muchos, qué clase de garza fue el gran Juan Bautista, no ha nacido nadie más grande que este entre los descendientes (o hijos) de las mujeres, que despedazó el águila de ambición e impiedad al cruel e infanticida Herodes con el rostro de predicación severa?» 312 .

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De este modo vemos, de manera nada casual, una clara relación entre los Centelles, el Bautista, los inocentes y el Venerable clérigo, que Joanes plasmó en el cuadro. Además, el primo de Cristo apareció ya en la otra obra que el pintor valenciano hiciera para la catedral de Valencia, aún estando en vida el humanista, el conocido Bautismo de Cristo. En aquella tabla, Agnesio porta un libro en el que se puede leer, en hebreo, un pasaje del Éxodo (25, 40), cuando Dios le habló a Moisés sobre su templo: «Y mira y harás según el modelo de ellos que se te mostró…». Y, en griego, justo al lado: «Lo que se ha de obrar (hacer) (lo harás) tú del mismo modo. Y (en lo referente a) las cosas (lo) de los otros (las harás) bien (bellamente). Nada malamente en las disputas (judiciales) (¿arbitrajes?)» 313 . A través de estas palabras, que acompañaban el bautismo voluntario de Cristo, quien acudió ante su primo al Jordán, trata de hacer ver a los clérigos que allí bautizaron a los moriscos (pues la pintura estaba sobre la pila bautismal) que la conversión debía ser sin disputas, sin arbitrajes, de manera positiva y pacífica, como el propio Hernando de Talavera había realizado antes, pues solo así el morisco acudiría a la iglesia y dejaría de vivir en el criptoislam.

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Fig. 41. Bautismo de Cristo, Joan de Joanes, ca. 1535, catedral de Valencia.

Por último, otro aspecto importante de la figura de san Juan Bautista en relación con los inocentes lo podemos encontrar en la propia tradición italiana, fundamental en la formación del artista. Chiara Franceschini ha demostrado que 590

la presencia de este personaje, como niño virtuoso y puro, en relación con las imágenes de niños (inocentes o no) desnudos puede estar relacionada con su intercesión en el limbus infantium o puerorum en la pintura florentina, y más en concreto en la de Miguel Ángel 314 . Este santo sería el encargado de interceder en la salvación de sus almas como no bautizados, para encarrilarlos a la salvación eterna. Por todo lo expuesto afirmamos que san Juan no se encuentra de modo decorativo-compositivo, esto es, solo como miembro de la familia de Cristo, sino que es una ejemplificación del rito de iniciación a la religión cristiana. El Bautista empuja, como se ve en la obra, a los inocentes hacia la redención, pues dicho bautismo es el primer paso. El modo de llegar a ella: la cruz, tal y como reza el texto de la parte superior en latín. El fin del camino: la salvación, esto es, la corona florida. Una salvación a través de la conversión, ejemplificada por este elemento botánico. Por último, otro motivo interesante que aparece en la tabla lo encontramos tras la escena del desposorio de santa Inés y la Virgen de los Inocentes, en la lejanía, casi perdido entre el paisaje. Se trata de san Jorge y el dragón. Acertadamente se ha indicado que podría aparecer por la vinculación de la obra con la capilla, pues estaba dedicada a este santo en el momento en el que fue pintada la obra. Además, como señalamos, fue otro de los martirizados en las campañas llevadas a cabo por Diocleciano, donde fallecieron tanto Dorotea como Inés. Por último, san Jorge fue el equivalente, en la Corona de Aragón, del castellano Santiago Matamoros, es decir, ejemplo de la victoria del mal frente al pecado 315 , bien como el triunfo de la religión frente al islam por medio de la predicación y la labor de clérigos como Agnesio o como un recordatorio de lo que podría suceder si estos no se 591

convierten. De hecho, no es casual que Joanes lo sitúe en un plano alejado, ejecutando un claro artificio intelectual, al indicar que esa venida de las tropas celestiales contra el pecado de apostasía, representada por la batalla de Jorge frente al dragón, no se encontraba entre las preferencias del humanista, sino que era el último recurso ante la resistencia. Esta vinculación entre Santiago y Jorge, que tuvo mucho éxito en la arquitectura efímera moderna, ya existió en el sepulcro de los Reyes Católicos realizado por Domenico Fancelli, donde a un lado y otro aparecen ambos santos representados, imágenes que autores como Grace Magnier 316 identificaron con la sumisión de los conversos, sobre todo tras la revocación en 1502 de las Capitulaciones de 1492, por lo que el hecho de que Joanes la introdujera en su pintura no es una novedad iconográfica, ya que pertenecía a la cultura visual hispánica del siglo XVI. Concluyendo con esta tabla, nuestra interpretación de la pintura parte del propio carácter polisémico que posee una obra de arte y de los distintos niveles de significación que puede entrañar. Obviamente no todos «vemos» lo mismo ante una representación artística. Nuestra concepción está condicionada por nuestro bagaje cultural e intelectual, por lo que si queremos entender el seminal significado de esta composición debemos transportarnos al momento de su creación y conocer todos los agentes que participaron en dicho proceso. Es necesario analizar el emisor (esto es, el Conde de Oliva a través de Joanes), el canal y su código (basado en la propia historia de las representaciones) y, sobre todo, el receptor (o receptores), que fue bien variopinto: desde el humanista letrado hasta el fiel más inculto, hecho que pudo crear diversos niveles de lectura, todos ellos analizables. En este juego de construcción de significados es importante atender al concepto creado por Roman Ingarden 592

de los «lugares de indeterminación», que representarían todo aquello que la pintura o escultura no explica directa, explícita y objetivamente, esto es, todo lo que queda a la consideración de su espectador. Esta idea se basa en que una obra de arte funciona cuando el público llena los lugares de indeterminación que esta le ofrece, independientemente de si estos eran los que su autor había previsto 317 . Para ello debemos entender cuáles eran las preocupaciones del espectador y sus conocimientos para comprender el significado que se le otorgaba. Este es un ejemplo claro: durante años la historiografía ha definido la obra de Joanes como una imagen laudatoria del Venerable Agnesio en la que aparece una devoción tradicional valenciana en el centro, la Virgen de los Inocentes, y la conversión de Teófilo por intercesión de Dorotea, vinculada con la hija del propio pintor. Consideramos que este nivel de significación podría ser válido y funcionar, pero entendemos que debería reconsiderarse no atendiendo solo a los textos de los personajes representados, o la conexión entre aquellos que la comandaron y su ideología, sino a la visión propia de un problema que era muy significativo en la sociedad valenciana del XVI. Es evidente que gran parte de la población identificó a los inocentes con aquellos que fueron maltratados por Herodes y que dicha representación les recordó a la imagen de la patrona de la ciudad, pero no queremos obviar que, para otros espectadores, como el círculo de nobles o pintores que rodearon a Joanes o a los Centelles, esta tabla pudo ir más allá, como hemos querido demostrar relacionándola con la ideología de Agnesio y la visión del niño morisco en la literatura sobre esta minoría. Hay que tener en cuenta que esta obra estaba realizada en un entorno nobiliario, para una capilla específica y con un valor concreto: es un panegírico visual de Agnesio y hay que entender que el mensaje no sería 593

inidentificable por todos aquellos que compartieron estos códigos de representación, que conocían la teología de Agnesio y la historia evangelizadora de los condes de Oliva y duques de Gandía 318 . El proceso de percepción de cualquier hecho es complicado y está basado casi exclusivamente en el conocimiento previo de los espectadores. Percibir no consiste en permitir de manera pasiva a un órgano que reciba de fuera una impresión prefabricada, sino que como perceptores seleccionamos, de entre todos los estímulos, únicamente los que nos interesan, y nuestros intereses están regidos por la tendencia a construir modelos, a veces llamados schema. Es decir, en un caos de impresiones cambiantes, cada uno de nosotros construye un mundo estable en el que los objetos tienen formas reconocibles, están localizados en profundidad y tienen permanencia. Los hechos incómodos que se resisten a ajustarse a nuestro parecer tienden a ser ignorados o distorsionados de manera que no perturben estos supuestos establecidos. Cualquier cosa de la que tenemos noticia es preseleccionada y organizada en el acto mismo de la percepción. En este sentido Tolan 319 , cuando analizó las actitudes de los cristianos ante «el otro», principalmente musulmán tras la conquista, aludió a cómo la propia tradición cristiana tuvo que situar a dicho pueblo a aculturar dentro de alguna de las categorías preexistentes, bien ignorando o distorsionando aquellos «hechos incómodos» que no se ajustaban al schema preestablecido para no perturbar semejantes supuestos, o bien asimilándolos a esquemas que habían funcionado en otros casos. Así pues, si la Virgen de los Inocentes fue acumulando en su simbología no solo a esos «locos» con los cuales nació su advocación, e incluyó más tarde a prostitutas, pobres, etc.; también pudo perfectamente vincularse con otros inocentes del siglo XVI, 594

aquellos niños moriscos que nacieron en familia infiel y que debían ser incluidos en el seno de la Iglesia, que debían conocer el camino de la salvación y convertirse, como hiciera Teófilo. A través de esta tabla joanesca hemos expuesto otra manera de representación del morisco, otra forma de ver el cuadro, de percibirlo a través de la documentación y la reconstrucción no solo de una tradición visual sino de sus múltiples variantes. Consideramos que debemos plantearnos una relectura de la pintura y entender que tal vez lo que quiso pintar Joanes fue, en esencia, una plasmación de los intereses tanto del conde de Oliva como del propio humanista valenciano, pero con un discurso abierto, de manera que cada cual «viera» o «entendiera» aquello que su bagaje cultural le permitiera, dentro de unos cánones de representación. Joanes modifica la iconografía tanto de la Virgen como de Dorotea con una intencionalidad clara, que sería para cierto colectivo de población más o menos evidente. Al igual que el texto de Agnesio, Pro Sarracenis Neophytis, escrito en un latín humanístico de gran dificultad, no fue creado para cualquier predicador de moriscos, tampoco el significado que aquí exponemos estaba pensado para que fuera compartido por cualquier espectador, pero la maestría del artista y de su cliente consiguieron que en un mismo óleo confluyeran diversas maneras de concebir los iconos representados, igual de válidos, que dependen, en su esencia, de esos lugares de la indeterminación citados. Esta pluralidad de significados, que sirvieron para crear una imagen «simbólica» del morisco, comprensible solo para una minoría de la población letrada, podría relacionarse con la conocida «pintura de encubrimiento», término creado por Ximo Company 320 , como aquella que muestra de modo 595

«amable», «clásico» y positivo los momentos de crisis social valenciana. Una pintura que parece ajena de la sociedad, pero que muestra de modo sutil dichos problemas. De hecho, solo teniendo en cuenta dicho marco ideológico podemos entender el conjunto de la producción artística de este pintor, quien, enraizado en Valencia, supo «disimular» estos problemas de un modo muy sutil y crear pinturas de alto contenido ideológico e intelectual. OTROS MORISCOS «INVISIBLES» EN LA OBRA JOANESCA Los Desposorios no es la única vez en la que el problema morisco o la amenaza turca pueden ser visibles o localizables en una tabla de este artista. A continuación, presentamos otro ejemplo, que cabría vincular, incluso, con el asunto de la hibridación intelectual que se dio en la España del XVI entre moriscos y turcos, tal y como mostramos en el capítulo precedente. La pintura a la que nos referimos forma parte del retablo de san Esteban que se encuentra, actualmente, despiezado entre la iglesia parroquial con dicho título en Valencia y el Museo del Prado de Madrid (a consecuencia de su venta al rey Carlos IV en 1801). Esta pieza de altar estaba compuesta de seis tablas que narran diversos episodios de la vida de este santo y tres paneles más, a modo de predela, compuestos por una Cena central que también se trasladó a Madrid, así como relatos de la vida de Cristo. Muchas publicaciones han versado sobre el mismo, si bien la mayor parte de ellas focalizaron su atención en su atribución, pues contó el artista valenciano con la ayuda de otros pintores como Vicente Requena el Viejo 321 . Su cronología no está clara, aunque Gómez-Ferrer documenta un pago en 1562, por lo que 596

rondaría esas fechas 322 , pudiendo estar vinculada con la familia Aguiló, tal y como demuestra la documentación trabajada, así como una pequeña representación de su escudo en la tabla central del entierro de san Esteban. De todo el conjunto, la tabla que nos interesa es la que presenta a san Esteban acusado de blasfemo. Esta escena está narrada en los Hechos de los Apóstoles (7, 56-57), donde se especifica cómo fue el discurso que dicho santo dio para convencerles de la venida de Cristo. Más concretamente ilustra el pasaje de su parlamento ante el sanedrín, cuando expresó: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios». Tras oírle, los sacerdotes «prorrumpieron en grandes alaridos, se taparon los oídos y en tropel se lanzaron contra él». El modo en el que Joanes representa dichos aspavientos y alaridos fue criticado por Albi al considerar que es la menos creíble de todas las tablas. Este investigador cree que las expresiones de los personajes son completamente falsas, que presentan una veracidad altisonante, que Joanes «no supo cómo resolver la papeleta que se le planteaba» 323 . Consideramos que José Albi exagera en el modo en el que expone la posible falta de pericia por su parte, a pesar de que sí que se evidencia un intento por parte del artista de mostrar una repulsa del auditorio ante las palabras del santo. Tal vez esta exageración pueda tener que ver con el significado que quiso dar a la obra.

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Fig. 42. San Esteban acusado de blasfemo, Joan de Joanes, ca. 1560, Museo del Prado, Madrid.

Esta escena fue vista por Juan Luis González como una muestra de la actitud antisemita que existía en Valencia a mediados del siglo XVI. Para él, la rabiosa y virulenta actitud de los judíos, tan ostensible en esta pintura y la siguiente como innegable en las anteriores, reafirma un impresión antisemita en absoluto insólita, a juzgar por la pujante presencia de conversos y judaizantes en la Valencia renacentista de la que 598

da prueba, entre otras cosas, el hecho de que en época medieval llegaran a existir en la ciudad no menos de tres sinagogas 324 . Para argumentar esta idea recurre a todos los tratados de predicación que pudieron haber influido en la concepción de la pintura, así como al tipo de gestualidad que emplea el artista. No negamos que pudiera tener relación con el supuesto odio semítico subyacente en la cultura valenciana moderna, pero, al igual que sucedió con todos los que se enfrentaron a este importante retablo, se olvida de individualizar los personajes. Si nos fijamos detenidamente en sus vestiduras, no todos son judíos. Justo en el centro, aparece un hombre ataviado con un turbante, con la tez más oscura y con un mostacho prominente, hecho que lo relaciona con cómo se representaban los turcos en la pintura del momento. Pero no solo eso, si reparamos en él, vemos que posee unos rasgos peculiares: por una parte, presenta dos lunares o verrugas, y por otra, su lengua es de color negro. Tanto las verrugas como la lengua negruzca tradicionalmente se han identificado como símbolos de la monstruosidad, imperfecciones físicas que en este periodo estuvieron relacionadas también con deficiencias morales, tal y como expusimos en los primeros capítulos del presente libro 325 . No en vano, plásticamente, la generalidad de las imágenes que representan a los infieles desde el punto de vista cristiano son condenatorias y despectivas 326 . De hecho, en algunas pinturas, el propio Judas 327 , como traidor, aparece con dichos lunares; Eva, como germen del mal, posee la lengua afilada y negra cual serpiente y el propio Mahoma viene descrito en distintos tratados de polémica antiislámica con unas verrugas o lunares en su espalda. Pero no solo eso, también este tipo de imperfecciones físicas son utilizadas para representar el pecado, como sucede en las tentaciones de Cristo del retablo 599

de Fernando Gallego de Ciudad Rodrigo (1490). Como explicara Strickland 328 , la referencia a estas malformaciones tiene un fin educativo desde la Edad Media: mostrar cómo el mal es deforme y avisar con ello de los problemas que supone alejarse del cristianismo. En esta pintura se está criticando a este personaje vestido a la turca a través de este tipo de elementos. Se le está deformando. Se le sitúa en el centro de la composición y se le distingue del resto, al no ser judío. También presenta una postura interesante, tapándose los oídos, hecho que no solo encaja con la fuente textual bíblica, donde se remarca este hecho, sino que también constituye otro elemento típico de la cultura visual de la Edad Moderna de crítica al «otro». Podemos encontrar en diversas pinturas medievales imágenes en esa actitud a los judíos que no querían escuchar la palabra de Dios y vivían de espaldas a la llegada del Salvador, a la Nueva Alianza. Tal sería el caso, por ejemplo, de la miniatura del siglo XI del códice de la obra de Rabano Mauro De Universo, conservada en la Abadía de Montecasino, titulada Hostilidad de los hebreos a la fe cristiana. También medievales, y relacionados más concretamente con la historia de Esteban, serían los relieves en el templo de Sain Étienne de Cahors sobre la predicación del santo, donde aparecen diversas figuras tapándose los oídos, algunas con bonete cónico como los judíos, mostrándonos, pues, una tradición iconográfica de largo calado que aquí es reutilizada, algo bastante habitual hasta la Edad Moderna 329 . Mucho más complejo es encontrar dichas representaciones vinculadas con el islam. Monteira cree verla en algunos canecillos románicos del norte peninsular, pudiendo representar el musulmán ignorando la palabra de Dios, si bien no poseemos fuentes textuales que lo ratifiquen 330 . Esta 600

misma investigadora habla de una «sordera doctrinal», de un negarse a escuchar las prédicas cristianas. Todo este discurso visual podría encajar a la perfección con el momento histórico que vivía la Valencia de mediados del XVI, más allá del problema semítico que no era tan significativo en tales fechas, como sí que lo fue en el Medioevo 331 . La parroquia de san Esteban estaba muy cerca de la morería 332 , por lo que sería alto el número de moriscos que, obligados, acudirían a la celebración de la Eucaristía y a los sermones que allí predicaban los clérigos. Teniendo en cuenta el valor didáctico de los retablos desde el Medioevo, como complemento al discurso oral, así como el de la deformación como elemento educativo, no es de extrañar que Joanes realizara otro cambio iconográfico como el que hiciera en Los Desposorios místicos del Venerable Agnesio. En este caso sustituye a un judío por un personaje que, repetimos, podría parecer turco por el turbante y el bigote, al que critica con las deformidades citadas y al que señala en el centro, como elemento de atención para que el morisco entienda el peligro que corre si no escucha la palabra de Dios. Ya en el capítulo anterior explicamos esta vinculación de los moriscos con los turcos a través de la idea de la Quinta Columna. Por ello se puede insistir en que, si no escuchaban la palabra de Dios, si renunciaban a formar parte de la Iglesia, se convertían en enemigos, precisamente en esos turcos que tantos problemas estaban causando a la Corona hispánica en el Mediterráneo. Existe, pues, con estas deformidades y su situación en el centro, una necesidad por parte del pintor y el ideólogo de la tabla, tal vez miembro de la familia de los Aguiló, de señalar a este turco que se tapa los oídos como hacían los mismos moriscos ante las prédicas cristianas. Esta imagen en el espejo, 601

como opuesto a los cristianos, es muy habitual desde la Edad Media. Uno de los investigadores que más ha profundizado al respecto es Mitchell Merback 333 . Este autor, analizando diversos retablos sobre la crucifixión de Cristo, trabajó la figura del judío «ciego», que no quiere aceptar la venida del Salvador y al que por eso se le señala y se le individualiza. Una ceguera espiritual que se puede relacionar con la «sordera» de la tabla que nos ocupa. En los ejemplos expuestos por el investigador citado se ve una deformidad del hebreo, que toma un color más oscuro (como aquí) para mostrar su perversidad, además de exagerar sus rasgos físicos. Insiste en que esta deformidad es algo bien premeditado y defiende que hay que acudir a la propia historia del arte y a su narrativa visual, caracterizada por el uso de sofisticados modos de representación, con el fin de señalar a un personaje sobre otro, para asirlo. Se trata de narrativas que, según él, los historiadores del arte han tardado en captar, pero que son fundamentales en el diálogo entre la obra de arte y la comprensión reflexiva por parte del espectador, más aún cuando este espectador podría ser parte implicada. En su caso se trataría de judíos, a quienes se les advierte del problema de no «ver» que con Cristo llegó la redención. En el nuestro, de moriscos que entenderían los problemas de no escuchar la palabra de Dios, de taparse los oídos y permanecer ajenos a las prédicas. Se trata de unos espectadores que eran guiados por los predicadores en el descubrimiento de los personajes de la historia bíblica, en la búsqueda de la verdad 334 . Es un personaje deformado por un espejo cóncavo con un fin propagandístico y educativo, de ahí la importancia de su «reconocimiento», de situar elementos que faciliten su identificación, hecho que sucede en las tablas que Merback trabaja y que aquí se da igualmente 335 . En la tabla de Joan de Joanes no se representa a un 602

musulmán cualquiera, sino a un turco que sería fácilmente identificable. Hay que tener en cuenta que en la zona valenciana existían múltiples imágenes de personajes islámicos. Estos eran habituales en diversos retablos. Algunas veces aparecían vinculados con personajes lejanos u orientales (como los Reyes Magos) 336 y otras estuvieron relacionados con los propios musulmanes locales, tal y como vemos en dos tablas del retablo de San Vicente Ferrer para el convento de San Onofre de Museros (ca. 1520). Allí se les ve integrados entre la población cristiano-vieja escuchando las prédicas del santo dominico, dándonos una visión positiva del periodo de coexistencia religiosa 337 . Pero aquí lo que se representa es un turco, que sería conocido entre el público por los distintos relatos que de ellos se difundieron en España, y más aún en zonas costeras por los ataques al litoral. Para finalizar quisiéramos anotar tres aspectos más que son altamente interesantes. En primer lugar, no se trata de la única imagen de un personaje con turbante en el retablo. En otra tabla, en la predicación de san Esteban en la Sinagoga, aparece otro, pero sin ningún rasgo denigratorio, simplemente se le representa atendiendo a las argumentaciones del santo en la escena. Todo ello parece indicar que esta obra no nace como una crítica directa ante el islam, sino ante una actitud en concreto: la de taparse los oídos, de no escuchar. Vinculado con este primer aspecto, el segundo sería la ausencia de musulmanes en las escenas de martirio, algo habitual en la cultura visual medieval, donde junto con los judíos atentan contra Cristo o mártires cristianos. Es decir, en un mismo retablo se obvia el artificio tradicional de situar al musulmán como verdugo y es representado integrado con la comunidad judía, sin ridiculizarlo en las primeras prédicas 603

del santo. Es justo cuando el artista o su cliente deciden condenar la actitud intransigente del judío y de los moriscos, que no atienden a la idea de la llegada de Cristo cuando viene individualizado en el centro, mediante el turbante y el bigote, representación estereotípica del enemigo turco. No solo esto. También viene visualizado con esos rasgos deformes. Lo que el artista critica, como se indicó, es su negativa a la conversión, a creer en la llegada de Cristo, tal y como sucedía con los moriscos, que seguían fieles a su fe y hacían oídos sordos a los intentos, cada vez más desesperados, de los predicadores para su conversión. Pero aún más sorprendente sería el tercer factor. Si analizamos el dibujo preparatorio de esta obra, conservado en el Nationalmuseum de Estocolmo, en un primer momento no existía ningún personaje con turbante en la composición joanesca. Todos eran hebreos sin turbante y en una actitud similar. Este hecho nos hace preguntar por qué y cuándo se dio este cambio en la composición. ¿Qué pudo suceder para que el pintor o el cliente decidieran «islamizarlo» y denigrarlo? Pocos datos históricos concretos tenemos para poder pensar en un acontecimiento que marcará una cesura en la Valencia del momento. Tal vez podríamos citar que la situación ante el morisco no asimilado continuaba siendo tensa y cada vez más complicada. Así lo expone, por ejemplo, el memorial del Doctor Frago enviado a Felipe II en 1560, justo dos años antes de que la pintura estuviera acabada, donde este indica al monarca que se debe prestar más atención a nuestras Indias, que cada vez se encuentran en peor estado. En él podemos leer:

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Fig. 43. Dibujo preparatorio para San Esteban acusado de blasfemo, ca. 1560, Nationalmuseum, Estocolmo. Pues no hay gentes estrañas, ni nuevas Indias que convertir, donde puedan, ni devan con más obligación y mérito emplearse, que en reduzir estos miserables apóstatas próximos nuestros y Hespañoles como nosotros a la obediencia de la Santa Madre Iglesia y camino de salvación. Y aun quizá convernía a Vuestra Católica Magestat esto mucho más, assí por el buen descargo de su real consciencia, como por la quietud y beneficio de toda Hespaña, conponer y reduzir estos sus súbditos al gremio y obediencia de la Iglesia por esta o qualquiera otra vía y manera, que ganar de neuvo otras gentes y señoríos. Pues la dissimulación de las abominaciones y daños spirituales y tenporales de aquí se hazen, se veen, y palpan, podría causar muy gran furor y indignación de Dios contra los ministros que tal consienten hazen sin remediarlo 338 .

A todo ello deberíamos añadir, también, los textos 605

valencianos con fin didáctico que insisten en la vileza del turco y advierten a los moriscos de cómo no deben asemejarse a ellos. Estos tuvieron una amplia difusión en la cultura valenciana, destacando el Antialcorano de Bernardo Pérez de Chinchón, a buen seguro conocido por Joanes, pues, como se indicó, Agnesio estuvo en contacto con el humanista de Gandía y ambos participaron de la misma corriente de conversión de los moriscos. En este libro de polémica se explica a los conversos, en modo de diálogo, la vileza de los moros norteafricanos y de los turcos del siguiente modo: Buelvo a los moros de áfrica que vosotros mesmos dezís que son gente mala y traydora, lo qual no les viene, sino de la mala ley: porque si la ley fuesse buena, virtuosa y justa: haría a la gente buena, como veys que la ley de los christianos los haze bien criados, amorosos, conversables, ordenados, bien ataviados, discretos, sabios, honestos, pacíficos, religiosos, castos, templados, justos y fuertes. Pues si mirays los turcos muy peores los hallareys gente sin fe, sin ley, sobervia, bárbara, luxuriosa, bestial, robadora, matadora, cruel: mal ataviada: sin arte ni orden de vida honesta, sin temor de dios: que ni bien guarda una ley ni otra: gente sin letras sin sciencias: amiga de sangre y guerra, y todos estos males les vienen por no tener buena ley […] 339 . Esta visión amoral de los turcos, que encaja con la expuesta en páginas anteriores del presente libro, también tiene que ver con las degradaciones físicas que Joanes introduce en su pintura, quitándole el alma y equiparándolo a los traidores de la fe. Como se ha dicho, esta pintura tenía un fin didáctico, al igual que estos textos de polémica. Por ello creemos que, aunque a día de hoy hay pocas fuentes que nos sirvan para poder entender este cambio iconográfico, la suma de ambas y el conocimiento que tenemos de la tensa situación que se vivía en territorio valenciano pueden ser razones suficientes 606

para que se decidiera proceder de este modo. En resumen, sea como fuere, la inclusión de este personaje es evidente que encierra la idea gestada por el artista o comitente de una imagen del morisco (o musulmán) que no escucha la palabra de Dios, que se tapa los oídos. Debido al estilo «amable» del artista y a su supuesta condescendencia con el islam, que tal vez se produjo gracias a su relación con Agnesio, solo introduce rasgos sutiles que lo identifican y critican, rasgos que, de todos modos, estaban totalmente codificados en la cultura visual del siglo XVI. En este caso la obra se presta a menos niveles de significación que en el anterior. No es un mensaje elitista, dirigido a una minoría intelectual, ni creado para una capilla nobiliaria, sino que debe ser contextualizada como una tabla de altar de una parroquia en una zona con alta condensación de población de origen islámico, hecho que hasta ahora la historiografía ha obviado. Lo que estamos analizando aquí no es, pues, una imagen cualquiera del musulmán o del turco, sino un claro ejemplo de ese «morisco simbólico». No se encuentra oculto porque el artista lo camufle, pues es caracterizado de modo muy evidente, sino porque la historiografía ha estado obviándolo y ha permanecido «escondido» durante siglos. Los historiadores no nos hemos preguntado por qué se cambió el dibujo, por qué su inclusión en la obra definitiva y, principalmente, por qué esta degradación moral. Como sucede en el otro ejemplo, insistimos en la importancia de conocer los códigos visuales y de comunicación existentes en el mundo moderno, su valor pedagógico y los supuestos espectadores a quienes iba dirigido el retablo, y, con ello, abogamos por romper con la visión monolítica del converso. Con estos dos casos se ha podido demostrar cómo incluso dentro de una misma 607

sociedad, ciudad y producción artística de un pintor se toman decisiones de lo más variopintas. Joanes tuvo que hacer «visible» un problema, tuvo que «mostrar» al converso a públicos de muy distinta procedencia y condición social. Estas fueron sus dos soluciones: simbolizarlo como inocente (dentro de un programa asimilacionista vinculado a Agnesio y a la familia de los Centelles o Borja) o hacerlo turco en el segundo caso (debido a su valor pedagógico en el lugar exacto donde se encontraba la obra). Son dos apuestas totalmente opuestas, pero que ejemplifican la dificultad de representación de un asunto tan complejo: cómo pintar a un cristiano cuyo origen es musulmán. 258 El presente capítulo ha sido expuesto en diversos congresos o conferencias invitadas, gracias a los cuales el contenido se perfiló y mejoró considerablemente. Quisiéramos agradecer a los organizadores de los mismos o a aquellos que han colaborado en la lectura del mismo, especialmente los profesores Cristelle Baskins, Luis Bernabé, Mercedes Gómez-Ferrer, Javier Irigoyen, Adam Jasienski, Seth Kimmel, James Nelson Novoa, Felipe Pereda, Isabelle Poutrin, Ana M. Rodríguez, Amadeo Serra, María Lumbreras y Antonio Urquízar. 259 Todavía, a día de hoy, sigue siendo modélico el análisis del conflicto que hiciera Ricardo García Cárcel, Las Germanías de Valencia, Barcelona, Península, 1975. 260 Borja Franco Llopis, «Arte y misión. San Francisco de Borja y la difusión de la doctrina católica en las Indias interiores», en Enrique García Hernán, Francisco de Borja y su tiempo. Política, Religión y Cultura en la Edad Moderna, Roma, Institutum Historicum Societatis Iesu, 2011, págs. 695-710. 261 Borja Franco Llopis, «San Francisco de Borja y las artes», en Ximo Company et al. (eds.), San Francisco de Borja Grande de España, Catarroja, Afers, 2010, págs. 99-114; del mismo autor, «Pedagogías para convertir…», op. cit., págs. 61-87. 262 Para profundizar en el contenido teológico de esta obra recomendamos el estudio preliminar a la edición que se realizara de los escritos de Pérez de Chinchón a cargo de Francisco Pons Fuster: Bernardo Pérez de Chinchón, Antialcorano. Diálogos Christianos, Alicante, Universidad de Alicante, 2000. 263 Para una visión de conjunto de la labor de dichos religiosos, véanse Rafael Benítez Sánchez-Blanco, Heroicas decisiones…, op. cit., págs. 149 y ss.; Antonio Benlloch Poveda, «Tres idiomas para una reforma y un cuarto para la conversión. Evangelización de los moriscos valencianos en el siglo XVI», Anales valentinos, 44, 1996, págs. 347-478, y Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los moriscos…, op. cit., págs. 78-100. 264 Vicente Ximeno, Escritores del Reyno de Valencia, Valencia, Joseph Esteban Dolz, 1747, páginas 113-120. 265 Arturo Llin Cháfer, Juan Bautista Agnesio. Apóstol de la Valencia renacentista, Valencia, R. Alcañiz, 1992. 266 En un opúsculo titulado Apología sobre los caballeros que destacaron en Valencia durante la guerra de las Germanías, explica la actitud de los diversos nobles en la contienda bélica, exaltando el valor de las tropas de Oliva y la inteligencia del conde. Véase Juan B. Agnesio, Apologia in defensionem virorum illustr. equestrium, bonorumq. ciuium Valentinorum, In ciuilem Valentini populi seditionem, quam… Germaniam… appellantur; Secunda Apologia, in laudem… Rhoderici Zeneti…, Valencia, I. Baldouinum e I. Mey, 1543.

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267 Esta publicación aparece dentro del volumen citado en la nota anterior. Es curioso cómo recibe dos títulos distintos aunque similares en el propio texto: Pro Sarracenis Neophytis y Pro Agarenis Neophytis. 268 Vicente Ximeno, Escritores…, op. cit., pág. 117. 269 Julio Alonso Asenjo, «Optimates laetificare: la Egloga in Nativitate Christi de Joan Baptista Anyés», Criticón, 66-67, 1996, pág. 312. 270 Guillermo Hijarrubia y Lodares, «Los tiempos del pontificado…», op. cit., págs. 55-56. 271 La bibliografía sobre este pintor es abundantísima. Referiremos las dos últimas publicaciones más relevantes y con un carácter global al respecto: Fernando Benito Doménech (comp.), Joan de Joanes. Una nueva visión del artista y su obra, Valencia, Generalitat Valenciana, 2000, e Isidro Puig et al., El pintor Joan de Joanes y su entorno familiar, Lleida, CAEM Ediciones, 2016. 272 Como indicara Antonio Ponz (Viaje por España, Madrid, Aguilar, 1947, vol. IV, carta 3), este óleo correspondería, casi con toda seguridad, a un encargo para la familia de los Centelles, cuyo contrato de obras hemos perdido. Más tarde este espacio, debido a los lazos matrimoniales entre los condes de Oliva y los Borja, pasó a denominarse «Capilla de San Francisco de Borja», produciéndose también un cambio en la decoración de la misma, relacionada con la reforma neoclásica que sufrió la sede valentina. La pintura de Joanes llegó, mediante un proceso de testamentaría bastante complejo, a las colecciones del actual Museo de Bellas Artes de Valencia y su lugar fue ocupado por lienzos de Goya y Maella, en honor al santo duque gandiense. La ubicación de la pieza en una capilla concreta de la catedral fue lo que ocasionó que autores como Carlos Soler opinaran, con gran acierto, que el posible cliente fuera algún miembro de esta familia, más en particular Francisco Gilabert de Centelles. Véase Carlos Soler, Joan de Joanes, Valencia, Ministerio de Cultura, 1979, pág. 65. 273 Desde que Palomino la titulara: Desposorios que celebró el Venerable sacerdote Mosén Bautista Agnesio con Santa Inés (Acisclo Antonio Palomino, El Museo…, op. cit., vol. III, pág. 30) se han sucedido distintas denominaciones para esta pieza: Tabla que representa el Venerable Sacerdote Agnesio, Santa Inés y nuestra Señora con varios ángeles; El Venerable Juan Bautista Agnesio, Santa Inés y Nuestra Señora rodeada de ángeles; Bodas de santa Inés y del Beato Agnesio; Bodas místicas de Santa Inés, el Venerable Agnesio y de San Teófilo y Santa Dorotea. Para una datación más concreta de la obra y el debate en torno a este asunto, José Albi, Joan de Joanes y su círculo artístico, Valencia, Institución Alfonso el Magnánimo, 1979, vol. II, págs. 111 y ss. 274 Nuestra interpretación perfila, amplía y reconsidera un excelente estudio realizado por Daniel Benito Goerlich. Véase «Lectura iconográfica de los Desposorios místicos del venerable Agnesio de Juan de Juanes», Saitabi, 45, 1995, págs. 53-67. 275 Esta leyenda está basada en las palabras de Fr. V. Guillermo Gual que, a su vez, recogió Ximeno. Gual describe este desposorio místico y su validez. Vicente Ximeno, Escritores…, op. cit., pág. 114. 276 Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, Madrid, Alianza, 1996, págs. 918-920. 277 «Un jardín cerrado eres, hermana mía, mi prometida, un jardín cerrado, una fuente sellada. Tu plantel forma un vergel de granados y los frutos más excelentes». Cantar de los Cantares, 4, 12-13. Véase también Federico Revilla, Diccionario de iconografía y simbología, Madrid, Cátedra, 2012, pág. 231. 278 Cesare Ripa, Iconología, Madrid, Akal, 2007, vol. I, pág. 209. 279 Capítulo LIV: «De Malo punico. Multarum gentium societas», en Giovanni Pierio Valeriano, Hieroglyphica sive De sacris Aegyptiorum literis commentarii Ioannis Pierii Valeriani Bolzanii…, Basilea, Michael Isengrin, 1556. 280 Sobre este aspecto, véase Borja Franco Llopis y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, «The moriscos’ artistic domestic devotions viewed throught Christian Eyes in Early Modern Iberia», en M. Faini y A. Meneghin (eds.), Domestic Devotions in the Early Modern World, Leiden, Brill, 2018, págs. 107-125. 281 Por citar un ejemplo, esta fruta aparece en las manos de una representación de Isabel la Católica en la entrada de Isabel de Valois en Alcalá de Henares en 1560, aludiendo a dicha victoria contra el infiel. Álvar Gómez de Castro, El recebimiento que la Universidad de Alcalá de Henares hizo a los Reyes nuestro señores…, Alcalá de Henares, Iuan de Brocar, 1560.

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282 No solo fueron los historiadores del arte quienes expusieron esta idea. Incluso autores como Llin Cháfer, historiador y teólogo, lo argumentó así: «El artista para establecer un juego simétrico respecto a la Virgen […] se vio en la precisión de buscar dos personajes aptos para construir una escena semejante a la de santa Inés entregando el anillo nupcial al venerable Agnesio. Estos personajes fueron santa Dorotea y san Teófilo. Posiblemente el nombre de su hija, llamada Dorotea, le diera motivo para componer el grupo de los dos santos mártires». Arturo Llin Cháfer, Juan Bautista Agnesio…, op. cit., pág. 84. 283 Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, op. cit., vol. II, pág. 918. 284 El nombre de Hospital de los Inocentes estuvo vinculado al papa Benedicto XIII, quien había facilitado su construcción mediante distintos escritos, siendo el más significativo el firmado en Barcelona el 26 de febrero de 1410, en el que le asigna el título de Hospital de los Santos Inocentes, puesto que, como indica Aparicio Lomos, era condición ineludible la asignación de unos santos patrones que tuvieran alguna relación con la obra que debían patrocinar; por ello, «ningunos patronos podían hallarse más adecuados que los Santos Inocentes Mártires, tanto por la semejanza de nombre como por ser los únicos santos que no gozaron en la tierra uso de razón». Emilio Aparicio Olmos, Santa María de los Inocentes y Desamparados en su iconografía original, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1968, pág. 185. 285 José Rodrigo Pertegás, Historia de la Antigua y Real Cofradía de Nuestra Señora de los Inocentes, Mártires y Desamparados, Valencia, 1922. 286 Esta peculiaridad iconográfica es citada en todos los libros vinculados a la creación de la imagen de los Desamparados. Entre ellos destacamos Emilio Aparicio Olmos, La imagen original de Nuestra Señora de los Desamparados, Valencia, Tipografía Colón, 1955; del mismo autor, Nuestra Señora de los Desamparados. Patrona de la Región Valenciana, Valencia, Cofradía de la Virgen de los Desamparados, 1962; Rafael Blasco, La Virgen de los Desamparados. Historia de la Sagrada Imagen que con esta invocación se venera en Valencia, Valencia, Imprenta de José Rius, 1867, y Clara Ferrando de Kurz, «Tipología y símbolos en la iconografía de Sancta Maria dels Ignoscens», Saitabi, 29, 1979, págs. 181-187. 287 Andrés Ferri Chulio, Iconografía Mariana Valentina, Valencia, Signo Gráfico, 1986, página 186. 288 Federico García Sanchiz, Madre nuestra, Valencia, 1944, págs. 23-24. 289 Clara Ferrando, en su estudio sobre la iconografía de la Virgen de los Inocentes, indica que, en este caso, «claramente puede constatarse que los símbolos son colocados por el artista según su propio criterio iconográfico, desceñido ya de la mera y olvidada copia del icono original de la advocación». Clara Ferrando de Kurz, «Tipología y símbolos…», op. cit., pág. 186. 290 José V. Ortí y Mayor, Historia de la Sagrada Imagen de María Santíssima de los Inocentes y Desamparados, Valencia, Salvador Fauli, 1767, pág. 14. 291 Muy útil para el estudio de las fuentes sobre este asunto y los distintos modelos de representación de dicha iconografía fue la lectura de Henrieta Smyser Silberger, The iconology of the Massacre of the Innocents in Late Quattrocento Sienese, tesis doctoral inédita, Case Western Reserve University, 1999. Agradecemos a la investigadora Cloe Cavero habernos facilitado la referencia. Véase también Francisco de Asís García García, «La matanza de los Inocentes», Revista Digital de Iconografía Medieval, 5, 2011, págs. 23-37. 292 «Entonces, Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen». Mt 2: 16-18. 293 Daniel Benito lo relaciona con la devoción que existía en Valencia a los Santos Juanes, Bautista y Evangelista, que, además, estarían vinculados con el nombre de Agnesio: Juan Bautista, hecho que creemos totalmente plausible. Daniel Benito Goerlich, «Lectura iconográfica…», op. cit., pág. 60. 294 Kathleen Molan, «“Ploratus et Ululatus”: The mothers in the massacre of the innocents at Chartres cathedral», Studies in Iconography, 17, 1992-1996, págs. 95-141. 295 Christiane Raynaud, «Le massacre des Innocents: évolution et mutations du XIII e au XV e s. dans les enluminures», en Bernard Ribémont (dir.), Le Corps et ses énigmes au Moyen Âge, Caen, Paradigne, 1993, pág. 159. Mención especial del asunto de la matanza de los inocentes y el islam merece el ciclo de pinturas de Mondoñedo, donde aparecen las huestes romanas no solo decapitando a niños blancos, sino

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también a negros con madres con turbante defendiéndoles, aspecto que esperamos estudiar en futuros trabajos. 296 Un ejemplo sería cuando Agnesio escribe que los moriscos eran «Obstetricis inops, nutricis & indigus omnis», esto es: «inocentes desprovistos de comadrona y faltos de cualquier nodriza». Juan B. Agnesio, Pro Sarracenis Neophytis…, op. cit., pág. 50. Aprovechamos esta nota para agradecer a la filóloga Elena Parra la ayuda en las traducciones latinas. 297 «Si pater es, desolatos heu respice natos, vix Christi sacra religione satos, heu nullo fidei nutritos lacte misellos, nutrix queis mammam provida nulla dedit. Eia age non genitus, quom nam nascetur? & illum qui nondum est natus, quis precor enutriet? […]. Inuitis ne est ulla fides? quis credere suasit? Ignaros Christi dogmata quis docuit? Qui genere? tibi sed non Ecclesia natos. Progenuit, peperit commoda uterque sibi. Inde parens male concaeptum, male faecit abortum». Ibídem, pág. 50. 298 «Cogere qui sparsos, erranteis ore luporum tutos ad caulas qui revocare sciant. Haedos qui tenero norint quoque lacte tenellos. Tum solido rigidos atque cibare cibo. Educant, qui deducant, ducantque reducant incolumem ad pastum, septaque ad alta gregem. Hoc facias implorat inops Saracenus, & erro. Saucius exoptat, semisepultus avet». Ibídem, pág. 51. 299 «La cruz es para los inocentes la senda hacia la florida guirnalda». 300 Daniel Benito Goerlich, «Lectura iconográfica…», op. cit., pág. 59. 301 Además, al final del texto agnesiano encontramos más referencias a esta conversión y a la propia diadema: «Est coepisse parum, coeptis impone lacunar. Non caeptis, fini sed diadema datur. Gaius adest, Rubiusque operi tibi fidus, uterque dedalea gressus arte regentque tuos». Juan Bautista Agnesio, Pro Sarracenis Neophytis…, op. cit., pág. 51. Por último, como indica Perceval, la infantilización del morisco, como ser indefenso, fue una de las estrategias más comunes durante el mundo moderno, demostrando la fragilidad del neoconverso y la superioridad del cristiano ante él. Véase José M. Perceval, «Attraction and repulsion of the other…», op. cit., págs. 1-16. 302 «Tesca inarata sedens, avibus sua semina iactat. Inque herba pereunt non bene culta sata». Juan Bautista Agnesio, Pro Sarracenis Neophytis…, op. cit., pág. 50. 303 Arturo Llin Cháfer, Juan Bautista Agnesio…, op. cit., pág. 61. 304 British Library. Mn. Add. 10238, Ignacio de las Casas, De los moriscos de España. 1605-1607, fol. 4. La cursiva en el texto es nuestra. 305 Ibídem, pág. 32. 306 Ibídem, pág. 36. 307 «Es poner las inocentes ovejas en boca de los lobos rabiosos, y tal es el dexarlos sin el baptismo en poder de sus padres, o los an de entregar a píos christianos que les enseñen lo que les importa, y esto oxalá se pudiesse y se hallase congruo remedio para ello». Ibídem, pág. 37. 308 No quisiéramos hacer aquí un elenco de autores que hablan del término, pero queremos destacar las palabras de Antonio del Corral, quien refiriéndose al asalto de los soldados en Laguar descrita en su Relación de la rebelión y expulsión de los moriscos del Reino de Valencia (Valladolid, 1613) escribió: «Juntamente la mostrava a los demás, espectáculo y razones con que los provocó y avivó a tanta furia como en la prosecución de la jornada executaron, ensangrentando sus armas en inocentes, mugeres…». 309 Pedro de Valencia, Tratado acerca de los moriscos…, op. cit., pág. 111. 310 Como ejemplo de estas conversiones forzosas ponemos algunos extractos de estudios al respecto: «Poco tiempo antes que fuesse la conversión de los moros en la villa de Alzira este testigo hoyó como los Capitanes de la germanía yvan diciendo por la villa que si los moros no se hazían xpianos que los havían a degollar y quitarles lo que tenían» (cfr. Benjamin Elhers, Between Christians and Moriscos: Juan de Ribera and Religious Reform in Valencia, 1568-1614, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2006, pág. 165). «En Valldigna, los hombres de Alcira llegaron con dos frailes portando crucifijos y proclamaron que todos los moros tenían que hacerse cristianos o morir; saquearon el monasterio y el castillo […] dieron muerte a varios de los moros que habían buscado refugio en la montaña de Toro y concedieron al resto un plazo de dos horas […] para que escogieran entre el bautismo o la muerte […] hubo también un intento de convertir las mezquitas en iglesias. En unos pocos lugares se llegó a consagrarlas; en otros se colgó, o

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simplemente se fijó en la puerta, un grabado que representaba la imagen de Cristo o de la Virgen María» (Henry C. Lea, Los moriscos españoles. Su conversión y expulsión, Alicante, Universidad de Alicante, 1990, pág. 138). «Los agermanats atacaron a muchos musulmanes mudéjares, súbditos y protegidos de los señores feudales, y realizaron bautismos forzados en masas» (Mikel de Epalza, Los moriscos antes…, op. cit., pág. 32). Sobre este aspecto, véase también Isabelle Poutrin, «La conversion des musulmans de Valence (1521-1525) et la doctrine de l’Église sur les baptêmes forcés», Revue Historique, 2008, 648, págs. 819-855. 311 M. de los Desamparados Martínez San Pedro, «La práctica de la circuncisión, un pecado morisco», en VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 1999, pág. 470. 312 «Inter multos qualis Erodius fuit magnus ille Ioannes Baptista, quo inter natos mulierum nemo maior surrexit, qui Herodem cruentam naticidam ambitionis & impetatis aquilam, rostro severae praedicationis laniavit?». Juan Bautista Agnesio, Pro Sarracenis Neophytis…, op. cit., pág. 44. 313 Sobre esta pintura hemos publicado un artículo en el que desarrollamos más ampliamente estas ideas. Véase Borja Franco Llopis, «Releyendo la obra de Joan de Joanes, a propósito del Bautismo de Cristo de la Catedral de Valencia», Espacio, Tiempo y Forma, 25, 2012, págs. 73-88. La traducción y transcripción de los textos latinos ha sido extraída de José A. Oñate, «Algo inédito en una obra capital de los Juanes: “El Bautismo de Cristo” de la Catedral de Valencia», Goya, 228, 1992, págs. 358-360. 314 La presente autora realiza un recorrido por los principales tratados teológicos que analizan la relación entre los inocentes y el limbo, y, con ello, la importancia del Bautista niño en las representaciones de dicho asunto. Chiara Franceschini, «The nudes in Limbo. Michelangelo’s “Doni Tondo” reconsidered», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 73, 2010, págs. 137-180. 315 Representaciones de san Jorge en la zona catalano-aragonesa en periodo de conflictos interraciales son totalmente habituales, tal vez el ejemplo más palpable en el ámbito valenciano sea el Retaule del Centenar de la Ploma (Victoria & Albert Museum). Para mayor información, Amadeo Serra Desfilis, «Ab recont de grans gestes», Afers, 41, 2002, págs. 15-35. 316 Grace Magnier, Pedro de Valencia and the Catholic Apologists…, op. cit., pág. 99. 317 Roman Ingaren, «Concreción y reconstrucción», en Rainier Warning (ed.), Estética de la recepción, Madrid, Visor, 1989, págs. 35-54; del mismo autor, La obra de arte literaria, Madrid, Taurus, 1998. 318 Sobre estos niveles de lectura en el caso hispánico, véase Fernando Bouza, Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los siglos XVI y XVII, Salamanca, Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas, 1999, especialmente su primer capítulo: «Oír, ver, leer/escribir. Usos y modalidades de la palabra, las imágenes y la escritura». 319 John Tolan, Sarracenos…, op. cit., pág. 14. 320 «La pintura valenciana jugà el rol de “l’encobriment” de la realitat social valenciana […] amb l’idealitzador estil joanesc, la pintura es desmarca definitivament de qualsevol possibilitat de realisme social al País Valencià. […] l’art valencià del segle XVI esdevé bastant descontextualitzat del que veritablement succeeix al seu país». Ximo Company Climent, Pintura del Renaixement al Ducat de Gandia, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1985, págs. 26-27. 321 Fernando Benito Doménech, «Vicente Requena el Viejo, colaborador de Joan de Joanes en las tablas de San Esteban del Museo del Prado», Boletín del Museo del Prado, 19, 1986, págs. 13-29. 322 Mercedes Gómez-Ferrer Lozano, «Nuevas noticias sobre el retablo de la vida de San Esteban de Joan de Joanes», Boletín del Museo del Prado, 34, 1995, págs. 12-14. 323 José Albi, Joan de Joanes…, op. cit., 2, pág. 179. 324 Juan Luis González, «Ut pictura rethorica. Juan de Juanes y el retablo de San Esteban de Valencia», Boletín del Museo del Prado, 35, 1999, págs. 34-35. 325 Además de lo expuesto en relación al problema del «color» de la piel y a la monstruosidad del otro, como aspecto relacionado con la creación de la identidad, recomendamos para un estudio detallado del valor moral de la fealdad Umberto Eco, Historia de la fealdad, Barcelona, Lumen, 2007. Más en concreto vinculado con la alteridad conviene recordar la idea de Melinkoff, quien considera que los artistas han utilizado con asiduidad estas deformidades, caricaturizaciones raciales y modificaciones étnicas para difamar a individuos o grupos. Además, defiende cómo el grado de deformación está íntimamente

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relacionado con el nivel de hostilidad y miedo que existía entre el sujeto/pueblo representado y el/los emisor/es del mensaje. Véase Ruth Melinkoff, Outcasts…, op. cit., vol. I, pág. 121. 326 Eloy Benito Ruano, De la alteridad en la Historia…, op. cit. 327 Varios ejemplos son estudiados en Giuseppe Capriotti, «Il problema ebraico e turco nella pittura della Controriforma. I dipinti di Simoni de Magestris per la capella del Santissimo Sacramento nella colegiata di San Ginesio», en Le Marche al tempo di Alberico Gentili: religione, politica, cultura, Milán, Giuffrè, 2012, págs. 341-363. 328 Debra H. Strickland, Saracens, Demons…, op. cit., pág. 13. 329 Bernhard Blumenkranz, Il cappello a punta. L’ebreo medievale nello specchio dell’arte cristiana, Roma, Laterza, 2003, pág. 63. Esta idea ha sido recogida en numerosos escritos de Rodríguez Barral sobre la imagen del judío en la península ibérica, basándose siempre en las teorías de Blumenkranz. Mucho más específico y bien documentado desde el plano doctrinal sería el estudio realizado por Felipe Pereda en su artículo «Eyes that they should not see, and ears that they should not hear: literal sense and spiritual vision in the “Fountain of Life”», en Ralph Dekoninck et al. (eds.), Fiction sacreé, Spiritualité et Esthétique durant le premier âge moderne, Lovaina, Peeters, 2013, págs. 113-156. 330 Inés Monteira, El enemigo imaginado…, op. cit., pág. 449. 331 David Nirenberg, Neighboring Faiths…, op. cit., págs. 77-78, y Rafael Narbona, «Los conversos de Valencia (1391-1482)», en Flocel Sabaté y Claude Dejean (eds.), Cristianos y judíos en contacto en la Edad Media, polémica, conversión, dinero y convivencia, Lleida, Universitat de Lleida, 2009, págs. 101-146. 332 José Rodrigo Pertegás, «La morería de Valencia. Ensayo de descripción topográfico histórica de la misma», Boletín de la Real Academia de la Historia, 86, 1925, págs. 229-251, y Antoni Furió, «Los musulmanes valencianos, de la conquista a las Germanías», en Rafael Benítez Sánchez-Blanco y Juan V. García Marsilla (eds.), Entre tierra y fe. Los musulmanes en el reino cristiano de Valencia (1238-1609), Valencia, Universitat de València y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2009, págs. 55-72. 333 Nos centramos en uno de sus artículos más útiles al respecto: Mitchell B. Merback, «Recognitions: Theme and Metatheme in Hans Burgkmair the Elder’s Santa Croce in Gerusalemme of 1504», Art Bulletin, 96 (3), 2014, págs. 288-318. Agradecemos a María Lumbreras el que nos facilitara una copia del mismo y discutiéramos sobre dicho aspecto. 334 Sobre el valor de la «verdad» y el papel del arte en su reconocimiento, véase Felipe Pereda, Crimen e ilusión. El arte de la verdad en el Siglo de Oro, Madrid, Marcial Pons, 2017. 335 Para profundizar en este aspecto también recomendamos la lectura de Christine Göttler, Last Things: Art and the Religious Imagination in the Age of Reform, Turnhout, Brepols, 2010, páginas 157-215. 336 Como es bien sabido, era tradicional representar a judíos con turbantes para designar su procedencia oriental o lejana, hecho que sucede en múltiples retablos medievales y que se hace extensible a la figuración de los Reyes Magos. Somos conscientes de esta tradición y de que pudiera haber influido en las tablas del retablo que estamos analizando, pero las peculiaridades iconográficas que aquí hemos señalado, así como el propio contexto histórico en el que nació el conjunto pictórico nos impiden creer que se personalice de un modo tan evidente al judío en esta obra con un turbante solo para indicar su procedencia geográfica, sino que, más bien, con el turbante y su mostacho de ascendencia turca y su actitud de taparse los oídos está mandando un mensaje muy evidente al espectador que trasciende su supuesto orientalismo. 337 Sobre este retablo hemos publicado: «Algunas reflexiones sobre la alteridad religiosa en el arte moderno de la Corona de Aragón a través del retablo turolense de San Jorge de Jerónimo Martínez y el valenciano de San Vicente Ferrer de Miguel del Prado», Sharq Al-Andalus, 21, 2016, págs. 21-52. Véase también Mercedes Gómez Ferrer-Lozano, «Miguel del Prado, pintor de retablos en Valencia. Su fallecimiento en las Germanías (1521)», Archivo Español de Arte, 358, 2017, págs. 125-140. 338 «Memorial del Doctor Frago a Felip II, 22 de diciembre de 1560», en Magín Arroyas Serrano, «El “viratge filipí” en la política sobre els moriscos valencians, 1554-1564», Afers, 5-6, 1987, página 209. 339 Bernardo Pérez de Chinchón, Antialcorano…, op. cit., págs. 382-383. Agradecemos a Youssef El Alaoui la referencia y las discusiones que al respecto hemos mantenido.

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Conclusiones Pintar. Figurar en un plano, con el pincel y los colores, alguna imagen de cosa visible. Metaphóricamente vale describir por escrito u de palabra alguna cosa. Se toma algunas veces por imaginar a su arbitrio, o fingir en la imaginación a medida del deseo. Significa también fingir, engrandecer, ponderar o exagerar alguna cosa. Diccionario de la Real Academia Española (1737), pág. 276.

Las definiciones que encabezan este apartado son más de un siglo posteriores a la expulsión de los moriscos. A priori podrían parecer descontextualizadas, pero poseen la fuerza suficiente como para salvar la esclavitud del tiempo. Hemos decidido acabar con ellas porque pensamos que resumen a la perfección los distintos planos en que hemos pasado revista a ese «pintar el morisco» que ahora concluimos. A lo largo de las líneas que acaban ahora hemos planteado en más de una ocasión que el asunto morisco no se puede concebir de una manera unidireccional, sino que tiene que observarse y analizarse como la superposición interrelacionada de diferentes planos. Algo parecido hemos visto que pudo ocurrir con la necesidad de representar al cristiano nuevo. El mero hecho de interrogarse acerca de cómo se llevó a cabo dicha tarea ya implica considerar las diferentes vertientes que el estudio de la minoría lleva implícitas. También supone analizar con la mente abierta, dispuesta a no cerrar la puerta a ninguna realidad aneja al propio ser. Porque, como indican las propias definiciones que hemos traído aquí, pintar es «figurar», pero también «describir» con palabras, «imaginar» e, incluso, «fingir» y «exagerar». 614

Comenzábamos este libro preguntándonos si se puede pintar al morisco y ahora que concluye nuestra labor no solo podemos manifestar que no. O, cuando menos, que no hubo un único modo de representarlo, sino múltiples y vinculados con casuísticas de lo más diversas. Además, nos vemos obligados a firmar nuestro particular lienzo reconociendo que es muy posible que ni tan siquiera hayamos compuesto un esbozo de lo que realmente supuso esa tarea. En nuestro libro cada uno de los artistas que hemos trabajado hizo visible, mediante el pincel, buril o cincel a los moriscos. Unas veces en color y otras en blanco y negro. Nos legaron una serie de imágenes de los conversos que hasta no hace mucho habían sido analizadas de modo monolítico, como si de un mismo ser inmutable se tratara. No importaba que fuera un morisco granadino o valenciano, hombre o mujer, cristianizado a inicios del XVI o ya cercano a la expulsión. La historiografía artística se dejó seducir por el «todos son uno» de los apologistas de la expulsión. Estas aproximaciones dejaban, en parte, de lado las intenciones o estrategias que los ideólogos de los programas iconográficos tuvieron en mente cuando planearon los discursos visuales de la alteridad. Y, todavía más, el propio papel del artista como mediador, como emisor de un mensaje que, dependiendo de la audiencia, debería seguir uno u otro código. Cervantes, Lope de Vega y otros tantos literatos estudiados en estas páginas tuvieron el privilegio de matizar tanto el comportamiento como la evolución física y de costumbres de los moriscos. Como los pintores, pero con palabras y no con colores, nos legaron también su particular percepción del cristiano nuevo de moros. Revisar las manifestaciones literarias coetáneas al propio asunto morisco nos ha permitido ver que hubo sectores sociales, grupos de intelectuales, hombres comprometidos con su tiempo que 615

intentaron describir a «su» morisco, imaginándolo a su arbitrio, construyendo un perfil muy definido en pos de un objetivo: alcanzar la entente entre nuevos y viejos cristianos, lograr un acuerdo que, bajo el prisma de una única religión, fuera capaz de salvar diferencias culturales y sociales. También lo contrario, pues hubo otros muchos que utilizaron las letras para separar, para marcar diferencias, generar escarnio e, incluso, frustración. Este trabajo también nos ha permitido entender que imagen literaria y visual no siempre fueron de la mano, a pesar de que asuntos tan importantes como la segunda revuelta de las Alpujarras o la propia expulsión de los moriscos fueran capitales en la conformación de los retratos de la alteridad. Si de algo estamos seguros es de que estudiar las pinturas y los grabados que conservamos hoy en día como meras ilustraciones constituye un error, o cuando menos un riesgo historiográfico. Hacerlo así podría llevarnos a obviar varios de los agentes que intervinieron de manera directa en el proceso de construcción de la imagen del morisco mismo. Entre ellos los propios artistas, verdaderos protagonistas en el proceso de creación de un imaginario que, partiendo de su experiencia, tuvo mucha más difusión que el construido por los literatos, máxime si tenemos en cuenta el índice de analfabetismo de la población. La mayor parte de las representaciones artísticas que hemos trabajado estaban al alcance de todos los estratos de la población, principalmente cuando nos situamos ante festividades y ornamentos efímeros. Con ello no queremos decir que fueran siempre entendidas por todos, pero sí que tuvieron un papel mediador muy importante y una divulgación mucho mayor que las piezas literarias que siempre fueron tomadas como modelo para el estudio de la alteridad. Partiendo de esta cuestión, admitiendo cierta 616

independencia de la imagen del texto, nuestra investigación se ha centrado en conocer los problemas artísticos a los que se enfrentaron los pintores, grabadores y escultores que tuvieron la difícil tarea de retratar a los moriscos. Incluso, hemos podido percatarnos de que, en algunos aspectos, su tarea fue bastante más compleja que la de los literatos. Hay varias razones que lo explican. La primera, y tal vez más importante, la necesidad de crear una serie de iconos que, en muchos casos, tenían que ser comprensibles para el mayor número de espectadores posibles, que no indujeran a duda y que sirvieran como muestra de la publicística e ideología de la Corona española. Cuando los artistas que se encargaron de representar a los moriscos en las entradas triunfales o en los lienzos de la expulsión pintaron a los moriscos, no lo hicieron, como reza la definición, a imagen de algo visible, sino más bien, a través de los ojos de los ideólogos de un programa, para nada inocente, donde el converso fue cosificado para asirlo y convertirlo (como sucede en el caso de Bigarny y en los inocentes niños de la tabla de Joan de Joanes), mostrarlo como aliado de los turcos (en la pintura de este mismo artista valenciano para el retablo de san Esteban e incluso, en los grabados de Lucenti y Heylan, cuando se refieren a los insurrectos alpujarreños o moriscos «malos») y, por último, señalarlo como un cuerpo ajeno a la sociedad hispánica, tal y como lo hemos visto en las pinturas de la expulsión de la Fundación Bancaja. No se da un proceso de mímesis, sino de construcción metafórica de lo que suponía ser morisco para la sociedad española, algo que, obviamente, también se dio en la literatura. La cuestión no es solo conocer los porqués que llevaron a crear ese retrato imaginado, sino comprender cómo pudo llegar a hacerse. Por ello al inicio del libro nos planteábamos si era posible pintar al converso, hacerlo visible a través del pincel y los 617

colores. Nuestra pregunta, aunque partía desde una perspectiva histórica-social, buscaba una respuesta netamente artística, adentrarse en un asunto que había sido marginado por la historiografía que entendió la imagen de un modo servil al texto. Para ello comenzamos nuestro periplo, de modo nada casual, con la elección del caso de Bernardo de Alzira. El santo alzireño de origen musulmán cuyo rostro sufrió un proceso de blanqueamiento tras su conversión, que afectó, en la pintura, incluso a los miembros de su familia, para remarcar que todos ellos procedían de una misma estirpe. A pesar de que en las fuentes escritas solo Bernardo y sus hermanas tuvieron tal privilegio, esta fue una elección personal del artista, quien intentó, de este modo, solventar el problema. Fue justamente el color de la piel lo que marcó, metafóricamente, el cambio que supuso la conversión de Amete. Pintura y literatura fueron por caminos paralelos, pero no idénticos. El escritor siempre poseyó más instrumentos para describir, siempre dispuso de un texto y de recursos diferenciadores, que si bien resultan estereotípicos, son matizables y mutables en la narrativa de san Bernardo, que se «hizo blanco». El artista no cuenta con dicho privilegio. Y, por ello, cada uno de los creadores que hemos estudiado utilizó un método distinto para hacerlo. En el prefacio nos cuestionábamos si era posible «pintar al morisco». Llegados a este punto, cabe preguntarse qué morisco. Sin lugar a dudas, ambas preguntas están totalmente interrelacionadas, de ahí que mostráramos todo el abanico de fuentes en nuestras manos para responder, al menos en parte, a ambas cuestiones. Hemos podido comprobar cómo hubo moriscos «reales», cuyos rasgos trataron de ser observados, sistematizados y anotados. Ese morisco fue «descrito» y su imagen quedó registrada con el objetivo de permitir que las autoridades 618

cristianoviejas pudieran controlarlo de una manera efectiva. Las descripciones que hemos obtenido a partir de las matrículas moriscas ordenadas por la Monarquía son de lo más dispar. En su inmensa mayoría han logrado trasladar al observador actual una imagen muy concreta de los individuos descritos, focalizada en los rasgos más significados de cada cual, atenta, por tanto, a las especificidades particulares de la persona sometida a vigilancia. Porque, en realidad, más que descripciones al uso, los registros que se elaboraron en las villas y ciudades de aquella Castilla de finales del siglo XVI fueron concebidos para controlar. Quienes las llevaron a efecto no estaban persuadidos por un espíritu bienintencionado y altruista de conocimiento, sino por la necesidad de vigilar, incluso de castigar. Nunca pretendieron legarnos una descripción completa de cada persona, sino retener sus rasgos más representativos, sintomáticos y definitorios. Por eso no fueron completas. A ello hay que añadir que, más allá de las recomendaciones gubernativas que se ofrecieron para su elaboración, cada encuesta reflejó el particular sesgo de quien estuvo al cargo de programarla y llevarla a cabo, lo cual las convierte en subjetivas, si no siempre, sí, al menos, en bastantes ocasiones. Con todo, su información ha sido tremendamente útil porque nos ha permitido confirmar que en ellas se anotó lo insólito, lo particular y llamativo, lo excepcional. Había, pues, que redefinir los términos en que estaba concebido el retrato y observar «en negativo» la información, fijarse en las «no descripciones», en los silencios, lo que nos ha permitido descubrir —intuir al menos— que la inmensa mayoría de los moriscos de carne y hueso no eran muy diferentes de sus vecinos cristiano-viejos. Algo similar ocurrió con sus trajes. La literatura y la 619

pintura tendieron a fingir, a engrandecer y a exagerar algunos de los rasgos vestimentarios que se creían propios y exclusivos de la minoría. El morisco, como descendiente del musulmán, se pensaba que tenía que responder a un único y muy bien definido comportamiento indumentario. Y no fue así. No siempre, al menos. En las líneas que hemos dedicado al asunto del vestido hemos podido constatar que cristianos nuevos y viejos comenzaron el siglo XVI con códigos indumentarios divergentes. También que, a medida que avanzó el tiempo, algunas de esas diferencias tendieron a diluirse, cuando no a desaparecer. Otras permanecieron ancladas a las personas, a sus comportamientos y a sus formas de entender la existencia y de afrontar la realidad. Por eso tampoco puede hablarse de uniformidad en el morisco vestido. Los tiempos, los espacios y las personas determinaron que, en relación al traje, y tal y como ocurre en otros muchos aspectos del asunto morisco, no pueda hablarse de un único cristiano nuevo. De ahí la imposibilidad de pintarlo.

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Edición en formato digital: 2019 Ilustración de cubierta: Vestido de paseo de la mujer morisca, ilustración de Christoph Weiditz, Trachtenbuch, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg © Borja Franco Llopis y Francisco J. Moreno Díaz del Campo, 2019 © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2019 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15, Madrid

[email protected] ISBN ebook: 978-84-376-4043-3 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright. Conversión a formato digital: REGA www.catedra.com

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ÍNDICE Agradecimientos Prólogo Prefacio Parte I. La alteridad sobre el papel Capítulo primero. Pintando al converso: cuestiones preliminares Representando la conversión en la Edad Media: un caso de estudio Breves nociones sobre la raza en el mundo medieval y moderno a propósito de la imagen del converso El problema de la identidad morisca Sobre estereotipos y arquetipos: el morisco y el mundo islámico. Problemas de representación De orientalismo, maurofilia y maurofobia: a vueltas con la moda a la morisca

Parte II. El morisco descrito Capítulo 2. Imágenes literarias del morisco. Una aproximación Moriscos imaginados, moriscos percibidos: géneros y expresiones de la literatura maurofílica De viajeros e idealizaciones: las representaciones periegéticas De novelas y romances: el género morisco Las narraciones de la guerra de Granada: una 640

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literatura de trincheras Fabricando un morisco amable Las imágenes de la maurofilia La maurofilia literaria: ¿un fenómeno de excesiva filia? Quiénes, cuándos y porqués de un debate en liza La maurofobia en construcción: de Cervantes al corral de comedias Capítulo 3. El morisco real: aproximaciones a su aspecto físico ¿Hubo un morisco percibido? Autorretratos (¿deformados?) del morisco El morisco observado por sus contemporáneos El morisco en el archivo. Retratos desde lo punitivo La vigilancia cotidiana o cómo construir un morisco identificable Rasgos físicos del morisco vigilado Un morisco no tan diferente... que sepamos Capítulo 4. Vistiendo al converso: moriscos a la cristiana, cristianos viejos a la mora Sobre legislaciones, códigos y costumbres. Un recordatorio El morisco vestido Un morisco que no parece morisco ¿Vestidas para la ocasión? Comportamientos indumentarios de la morisca en un contexto de cambio 641

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Capítulo 5. Los moriscos en las fiestas y en el arte efímero Las relaciones de fiestas y la alteridad: cuestiones introductorias Los juegos de cañas: ¿evento maurofílico o maurofóbico? Las representaciones visuales de los moriscos en las decoraciones festivas La ausencia del morisco: ¿una omisión premeditada?

Parte III. El morisco representado Capítulo 6. La imagen «útil» del morisco: sobre los relieves de la Capilla Real de Granada y la serie de lienzos de la expulsión de la Fundación Bancaja Breves consideraciones previas Los relieves de la Capilla Real de Granada y otras escenas de bautismo Los lienzos de la expulsión de los moriscos de la Fundación Bancaja Capítulo 7. Moriscos y turcos en las Alpujarras: ¿formas híbridas de alteridad? El turco en la historiografía europea. Cuestiones previas El interés por el turco y «lo turco» en España. Breves consideraciones La revuelta de las Alpujarras, la conceptualización del morisco y de los mártires cristianos De Justino Antolínez de Burgos, Francisco 642

366 366 370 376 407

422 423 423 424 453 498 498 500 507

Heylan y Girolamo Lucenti: notas sobre la Historia eclesiástica de Granada y sus ilustraciones Modelos visuales y conceptuales de las ilustraciones de la Historia eclesiástica Capítulo 8. El morisco oculto. La pintura de encubrimiento en momentos de crisis Las Germanías y la nobleza valenciana en la asimilación del morisco. Breves consideraciones Joan de Joanes, la creación de un discursovisual panegírico a Juan Bautista Agnesio y la figura del morisco simbólico Otros moriscos «invisibles» en la obra joanesca

Conclusiones Fuentes Bibliografía Créditos

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538 568 568 572 596

614 621 622 639

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