Persona Y Democracia

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María Zambrano

Persona y dem ocracia historia sacrific

Ediciones Sím ela

1.a e d i c i ó n : m a y o d e 1996 2.a e d i c i ó n : e n e r o d e 2004

Todos puede ni p o r de

l os d e r e c h o s r e s e r v a d o s . N i n g u n a p a r t e d e e s t a p u b l i c a c i ó n ser r e p ro d u c id a, a lm a c e n a d a o tran sm itid a en m a n e ra alguna n i n g ú n m e d i o , ya s e a e l é c t r i c o , q u í m i c o , mec án ico, óptico, g rabación o de fo to c o p ia , sin p e r m is o pre vio del editor. D iseño gráfico: Gloria G auger © F u n d a c i ó n M a r í a Z a m b r a n o , 1958 © E d i c i o n e s S i r u e l a , S. A., 1996 P l a za d e M a n u e l B e c e r r a , 15. «El P a b e l l ó n » 28028 M a d r i d . Tel s .: 91 355 57 20 / 91 355 22 02 Fax: 91 355 22 01 [email protected] w w w .siruela.co m P r in te d a nd m a d e in Spain

ín d ic e

P ró lo g o

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P erso n a y d em ocracia Parte I Crisis en O c c id e n te 1. P e rp le jid a d a n te la h is to ria . La c o n c ie n c ia h is tó ric a . El tie m p o El tie m p o de la h is to ria . La h u m a n iz a c ió n d el tie m p o La re la c ió n co n el p a sa d o . El ir h a c ia el fu tu ro 2. El a lb a de O c c id e n te La m a n ife s ta c ió n de lo h u m a n o El a lb a h u m a n a 3. La h is to ria com o tra g e d ia El íd o lo y la v íc tim a 4. La h is to ria co m o ju e g o

19 29 32 37 41 47 53 56 61

Parte II La tesis de la historia occidental: el hom bre 71 1. El c o n flic to 77 2. La h u m a n iz a c ió n de la h is to ria 81 A n h e la r, e sp e ra r, q u e re r 89 E n s o ñ a rs e , e n d io sa rs e 93 El c rim e n en la h is to ria 96 U n a im a g e n de la v id a h is tó ric a 98 La e n a je n a c ió n 3. El a b so lu tism o y la e s tr u c tu r a sa c rific ia l 105 de la so c ie d a d 107 C o n s titu c ió n in te r n a d e l a b so lu tism o A te m p o ra lid a d y e te rn id a d en el a b so lu tism o 112 Parte III La hum an ización de la socied a d : la d em ocracia 1. La h u m a n iz a c ió n de la so c ie d a d 2. In d iv id u o y so c ie d a d P rim e ra a p a ric ió n d e l in d iv id u o C lase e in d iv id u o Caracteres de la sociedad donde el in d ivid u o es posible C o n c ie n c ia y s o c ie d a d A n ta g o n ism o e n tre s o c ie d a d e in d iv id u o El c o n tra p u n to d e la h is to ria 3. La p e rs o n a h u m a n a La vida h u m a n a

121 127 130 133 135 139 142 142 145 151

La in v e rsió n d e l s a c rific io La re la c ió n de la p e rs o n a co n la so c ie d a d La p e rs o n a h u m a n a y el tie m p o 4. La d e m o c ra c ia I

El p u e b lo La d e m a g o g ia La m asa Las m in o ría s La fu n c ió n de la m in o ría y d e l p u e b lo e n la d e m o c r a c i a n a c i e n t e

II III IV

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P rólogo

Apareció este libro por prim era vez en la isla de Puerto Rico en el año 1958 en circunstancias bien diferentes, al parecer, de las que hoy se muestran en el m undo. Parecía entonces abierto el camino de la democracia, mas ¿qué se entendía entonces en el m undo oc­ cidental por democracia?, ¿qué se entiende hoy, impuesto ya el sentido de la palabra democracia? Aparecía entonces la dem ocracia entrelazada con la idea de progreso que de m odo claro y obvio se m uestra hoy como algo por lo que no hay que luchar; mas para quien esto escribe, ni en aquel m om ento y todavía menos ahora, es claro, preciso y trans­ parente el sentido real, efectivo, de esc térm ino que filológica­ m ente aparece tan claro. Entonces, porque acabamos de asistir al triunfo, a la victoria, de las llamadas democracias sin acabar de vislumbrar, sacrilegio hubiera sido, que el sentido de la historia como sacrificio se revelaba una vez más a causa de la democracia precisamente, de un modo nítido y claro. Hoy, en cambio, esta re­ velación no aparece, es más obvio que nunca que la dem ocracia sea el único camino para que prosiga la llam ada cultura de Oc­ cidente y esta revelación pone al descubierto hoy más que antes la estructura sacrificial de la historia hum ana. Q uien esto escri­ be ha ido desde el comienzo de su vida, antes que de un m odo

consciente, a la búsqueda de una religión de régim en no sacrifi­ cial. El sacrificio se había ya cumplido. Hoy vemos que no ha arrojado los frutos del sacrificio cum plido, sino más bien de un cáliz que muy pocos están dispuestos a aceptar. «La crisis de Occidente» ya no ha lugar apenas. No hay crisis, lo que hay más que nunca es orfandad. Oscuros dioses han to­ mado el lugar de la luminosa claridad, aquella que se presentaba ofreciendo a la historia, al mundo, como el cumplimiento, el tér­ m ino de la historia sacrificial. Hoy no se ve ya el sacrificio: la his­ toria se nos ha tornado en un lugar indiferente donde cualquier acontecim iento puede tener lugar con la misma vigencia y los mismos derechos que un Dios absoluto que no perm ite la más le­ ve discusión. Todo está salvado y a la par vemos que todo está des­ truido o en vísperas de destruirse. Es mi sentir. Mostrarlo reque­ riría superponer una meditación entrecruzada y, especialmente, la reaparición de la m em oria perdida. Aquello, aquel m onstruo, no podía volver a suceder cumplido el sacrificio, m ientras hoy ve­ mos que sí, que es así, que no puede volver a suceder porque hoy se extiende como una llanura donde ni nostalgia ni esperanza pueden aparecer. Algo se ha ido para siempre, ahora es cuestión de volver a nacer, de que nazca de nuevo el hom bre en Occiden­ te en una luz pura reveladora que disipe como en un am anecer glorioso, sin nom bre, lo que se ha perdido. Hay que esperar, sí, o más bien, no hay que desesperar de que esto pueda suceder en es­ te planeta tan chiquito, en un espacio que se mide por años luz, que se repita el fíat lux, una fe que atraviese una de las noches más oscuras del m undo que conocemos, que vaya más allá, que el es­ píritu creador aparezca inverosímilmente a su m odo y porque sí. Es lo único que honestam ente puede enunciar quien esto escri­

be. Y entonces, ¿a cuento de qué viene la publicación de este li­ bro? Muy simplemente lo diré: como un testimonio, uno más, de lo que ha podido ser la historia, de lo que pudo ser, un signo de dolor porque no haya sucedido que no desvanece la gloria del ser vivo de la acción creadora de la vida, aun así, en este pequeño planeta. De que un triunfo glorioso de la Vida en este pequeño lugar se dé nuevamente. María Zambrano Madrid, julio 1987

Persona democracia

Parte I Crisis en Occidente

Perplejidad ante la historia. La conciencia histórica. El tiempo

II tener lo que se ha nom brado «conciencia histórica» es la cai ,i< tcrística del hom bre de nuestros días. El hom bre ha sido sieml»ic mi ser histórico. Mas hasta ahora, la historia la hacían solaiiiciile unos cuantos, y los demás sólo la padecían. Ahora, por diversas causas, la historia la hacemos entre todos; la sufrimos to­ dos también y todos hemos venido a ser sus protagonistas. No es la prim era vez que en nuestra tradición de pueblos occi­ dentales la multitud entra en la historia. Ha irrum pido en todos los peí iodos de imperialismo, que lo han sido también de incorporai ion, no solamente de diferentes pueblos a un poder unitario, sino de masas de hombres a la condición de ciudadano. Las guerras giK¡mleseas, las condenaciones en masa, vergüenza en nuestra época, Ii.iii traído, o han intensificado, este proceso de participación en la historia de multitudes enteras que perm anecían como al margen, pasivamente. I’ues el hom bre puede estar en la historia de varias maneras: pa­ rvam ente o en activo. Lo cual sólo se realiza plenam ente cuando hc acepta la responsabilidad o cuando se la vive moralmente. l .i i modo pasivo, todos los hombres han sido traídos y llevados V a u n arrastrados por fuerzas extrañas, a las cuales se ha llamado, a veces, «Destino», a veces «dioses» -lo cual no roza siquiera la

cuestión de la existencia de Dios-, Y nada hay que degrade y hu­ mille más al ser hum ano que el ser movido sin saber por qué, sin saber por quién, el ser movido desde fuera de sí mismo. Tal ha su­ cedido con la historia. Pues la prim era form a de encontrarse en una realidad hum a­ nam ente es soportarla, padecerla, simplemente. Y en esta situa­ ción se es, muchas veces, juguete de ella. Mas cuando el padecer una realidad, cualquiera que ésta sea, llega al extremo de lo so­ portable, entonces se manifiesta, cobra la plenitud de su realidad. Se diría que para el hom bre sólo son visibles ciertas realidades, más aún, sólo es visible la realidad en tanto que tal, después de ha­ berla padecido largamente y como en sueños; en una especie de pesadilla. Ver la realidad como realidad es siempre un despertar a ella. Y sucede en un instante. La realidad que es la historia ha sido larga, pesadamente pade­ cida por la mayoría de los hombres y especialmente por esos que integran la multitud, «la masa», pues le ha sido inasequible el úni­ co consuelo: decidir, pensar, actuar responsablemente o, al menos, asistir con cierto grado de conciencia al proceso que los devoraba. De esta pesadilla que dura desde la noche de los tiempos, se han querido sacudir rebelándose. Mas rebelarse, tanto en la vida perso­ nal como en la histórica, puede ser aniquilarse, hundirse en forma irremediable, para que la historia vuelva a recomenzar en un pun­ to más bajo aún de aquel en que se produjo la rebelión. Tal ha si­ do el riesgo corrido en estos años que están al pasar, en nuestra «Cultura de Occidente». El único modo de que tal hundim iento no se produzca es hacer extensiva la conciencia histórica, al par que se abre cauce a una sociedad digna de esta conciencia y de la persona humana de donde brota. Es decir, en traspasar un dintel jamás tras­

pasado en la vida colectiva, en disponerse de verdad a crear una so­ ciedad humanizada y que la historia no se comporte como una an­ tigua Deidad que exige inagotable sacrificio. Por medio de la conciencia histórica se podrá ir logrando más lentam ente lo que la esperanza pide y lo que la necesidad reclama. Pues se trata de todo lo contrario de una «Revolución», proce­ so instantáneo con el cual el hom bre occidental ha soñado y que­ rido librarse de la pesadilla histórica. Porque ha confundido el instante del despertar con la realización. Y despertar de una pe­ sadilla sucede en un instante, como todos sabemos por experien­ cia. Aparece entonces la realidad, la verdadera, encubierta por la pesadilla en la que surge un m onstruo, máscara de la realidad de­ satendida. Monstruo, pesadilla, ha llegado a ser la historia para nosotros en estos últimos tiempos; y más, porque unos cuantos habían ya despertado. Y hay dentro del instante un átimo, o subinstante, en que el m onstruo se convierte en Esfinge. La Esfinge milenaria que se alza en el desierto, porque todavía el tiempo aquel en que somos conscientes y pensamos, el tiempo sucesivo en que ejercemos la libertad, no ha comenzado a transcurrir. No transcurrirá m ientras no lleguemos a entrever la realidad que acecha y gime dentro de la Esfinge. Y es siempre la misma: el hom ­ bre. Y este instante, el prim ero del despertar, es el más cargado de peligro pues se pasa de sentir el peso del m onstruo de la pesadilla al vacío. Es el instante de la perplejidad que antecede a la con­ ciencia y la obliga a nacer. Y el de la confusión. Ya que nada azora tanto como encontrarse consigo mismo. ¿Qué hacer ante esa ima­ gen que de pronto me arroja el espejo y que tan mal se aviene con aquella que yo me he creado? Aunque sólo fuese por su precisión,

espanta. Y espanta porque está fuera; porque me mira, y la que yo tengo va dentro de mí y la miro yo. ¿Y qué hacer con mi propio ser, cuando me sale al encuentro? Por el solo hecho de que me salga al encuentro me reclama como un mendigo, como un condenado, al menos como un olvidado. Y también como un desconocido. Y lo primero que surge en mi áni­ mo es una queja dirigida a mí mismo: ¿qué he hecho de mí mismo que ando por ahí fuera, que me he quedado aquí, fijo y paralizado? C¡reo que se trata sólo del pasado y entonces el sentimiento de cul­ pa es inevitable y puede ser aplastante. Mas sucede que en la figura del hombre escondida en la Esfinge hay, sí, un condenado; hay tam­ bién un desconocido: el condenado es el que padeció tan largo tre­ cho; el desconocido es el que clama por ser; el porvenir. Pasado y porvenir se unen en este enigma. No podría suceder de otro modo, dado que el hombre se encuentra siempre así: viniendo de un pa­ sado hacia un porvenir. Y de todas las condenaciones y errores del pasado sólo da remedio el porvenir, si se hace que ese porvenir no sea una repetición, reiteración del pasado, si se hace que sea de ver­ dad porvenir. Algo un tanto inédito, mas necesario; algo nuevo, mas que se desprende de todo lo habido. Historia verdadera, que sólo desde la conciencia -m ediante la perplejidad y la confusión- puede nacer. Se llegará a ella apurando todos los componentes desde ese instante del «despertar de la pesadilla», confusión, perplejidad, va­ cío ante el desierto por un pensamiento que avanza en el tiempo y que lo tiene en cuenta, es decir: lo contrario de una Revolución. Mas, según parece, podemos esperar que los terribles aconteci­ mientos de que apenas hemos salido los occidentales, no hayan hecho sino intensificar la conciencia histórica que desde lejos se venía anunciando.

Con todos los descubrimientos extraordinarios de la física y de las ciencias todas, con los prodigiosos adelantos de la técnica, lo decisivo de nuestra época es sin duda la conciencia histórica, des­ de la cual el hom bre asiste a esta dimensión irrem ediable de su «ser» que es la historia. Eso hace que la perplejidad llegue al extremo. Conciencia es ya de por sí perplejidad, hacerse cuestión, dudar. Si se acepta algo co­ mo una fatalidad del destino o de los dioses, más aún, si ni siquie­ ra se ha sentido la necesidad de pensar en ellos como explicación de lo que nos sucede, lo soportamos simplemente, sin rebelarnos; se vive entonces resbalando sobre los acontecimientos que más nos atañen, que ni siquiera se nos presentan dibujados, ni siquiera tie­ nen un rostro, una figura ante nuestros ojos. No ha lugar entonces a la perplejidad. Vemos que lo que sucede de original en los días de hoy es que estamos asistiendo a la historia, a su proceso, con mayor lucidez que otras veces; que tenemos mayor y más clara conciencia de los conflictos que así se han convertido en problemas. Hoy los con­ flictos se presentan como problemas: ésta es la gran novedad. No es decir que cada época de la historia no haya tenido su mo­ ral vigente. Ni que en los llamados acontecimientos históricos no rigiera una cierta moral, o que hayan faltado alguna vez los ojos de un censor de las públicas costumbres, ni un juicio más o menos crítico ante las desdichas. Todo eso lo ha habido; mas el hom bre no pretendía «dirigir su historia»; no se hacía cuestión de ella sin­ tiendo que en ella se jugaba algo decisivo de su ser. Aceptar la his­ toria no era una cuestión moral: no era cuestión siquiera el acep­ tarla. Y no se escrutaba su sentido, como si se tratase de un dram a del cual la condición hum ana es la protagonista. Y esto es justa­

m ente lo que sucede hoy en lodos los que, cada día en mayor nú­ mero, se van sintiendo penetrados de conciencia histórica. Otra característica de la conciencia histórica es el tener en cuen­ ta, y aun el pretender abarcar, los acontecimientos todos que se re­ gistran en cualquier parte del planeta: el que el hombre de hoy vi­ va la historia universal en sentido horizontal; también, diríamos, el que sintamos ligados entre sí como partes de un mismo dram a los sucesos ocurridos en los lugares más alejados del país en que vivi­ mos. En cada época, además, un país daba la nota dominante. Eu­ ropa ha tenido siempre una cierta unidad, que se ha ido acentuan­ do en forma creciente hasta justificar la definición que Ortega y Gasset dará de ella al decir: «Europa es un equilibrio»; lo que lleva implícito que si deja de ser un equilibrio para ser lo contrario, no es. Y que sólo puede dejar de ser un equilibrio para ser una unidad. El continente americano, por su parte, nació históricamente bajo el signo de la unidad; de la unidad indiferenciada, primero; de la unidad constituida, más tarde, en lo que hace a Norteaméri­ ca. De una unidad de concepción y de analogía que se desmembra en países diferentes en Hispanoamérica. Pues Hispanoamérica es más bien -en su situación actual- la desmembración de una o al­ gunas grandes unidades. Un fondo común sobre el cual se dio la unidad de cada país al lograr su independencia. Hoy día estas dos mitades de ese continente form an parte del llamado m undo occi­ dental. De su parte, la Unión Soviética y algunos de los países asiá­ ticos forman el m undo oriental. Independientem ente de la suerte que corra la relación entre ambos y, en consecuencia, la suerte del m undo entero, nos toca observar que jam ás se ha dado una situa­ ción histórica tan complicada, y a la par, tan simple. Es decir: tan sistemática. El m undo hoy todo, o es un sistema, cualquiera que

sea la estructura de este sistema, o un género de unidad tal que se necesita contar con la totalidad para resolver los problemas que en cada país se presenten. En el supuesto de que haya sucedido así en la realidad alguna vez, no se sabía. Como en la vida de una perso­ na, puede acaecer que algo que está sucediendo en un país jamás habitado por ella, entre dos personas que ella no conoce, sea un suceso que integre su destino personal; más tarde lo sabrá. Por el momento, el enterarse de ello le deja indiferente, no se siente afectada por tal acontecimiento lejano habido entre dos vidas des­ conocidas. Cuando así sucede, llamamos Destino al conjunto de estas ma­ nifestaciones y al guía invisible que las preside. Mas, si lo sabemos de antem ano o si tenemos en la mente no importa qué aconteci­ miento habido en no im porta qué lugar del planeta, y aún en no importa qué m om ento del pasado tiene influencia en nuestras vi­ das, entonces el destino deja lugar a la conciencia y al afán de com­ prensión. La conciencia se ensancha, y no vivimos ya bajo el peso fiel destino, bajo su manto, sintiendo que lo desconocido nos ace­ cha. Vivimos en estado de alerta, sintiéndonos parte de todo lo que acontece, aunque sea como minúsculos actores en la trama de la historia y aun en la trama de la vida de todos los hombres. No es el destino, sino simplemente com unidad -la convivencia- lo que senlimos nos envuelve: sabemos que convivimos con todos los que aquí viven y aun con los que vivieron. El planeta entero es nuestra (asa. Convivir quiere decir sentir y saber que nuestra vida, aun en su i rayectoria personal, está abierta a la de los demás, no importa sean nuestros próximos o no; quiere decir saber vivir en un medio don­ de cada acontecer tiene su repercusión, no por inteligible menos

cierta; quiere decir saber que la vida es ella también en todos sus estratos sistema. Que formamos parte de un sistema llamado gé­ nero hum ano, por lo pronto. Es la condición esencial de la persona hum ana, que sentimos tan cerrada. Solemos tener la imagen inmediata de nuestra perso­ na como una fortaleza en cuyo interior estamos encerrados, nos sentimos ser un «sí mismo» incomunicable, hermético, del que a veces querríam os escapar o abrir a alguien: al amigo, a la persona a quien se ama, o a la comunidad. La persona vive en soledad y, por lo mismo, a mayor intensidad de vida personal, mayor es el anhe­ lo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, sea a la patria, al arte, al pensamiento. Esencial es a la soledad personal el ansia de comunicación y aun algo más a lo que no sabríamos dar nom bre. Pues este recinto cerrado que pa­ rece constituir la persona lo podemos pensar como lo más vivien­ te; allá en el fondo último de nuestra soledad reside como un pun­ to, algo simple, pero solidario de todo el resto, y desde ese mismo lugar nunca nos sentimos enteram ente solos. Sabemos que existen otros «alguien» como nosotros, otros «uno» como nosotros. La pérdida de esta conciencia de ser análogamente, de ser una uni­ dad en un medio donde existen otras, com porta la locura. Pues ese punto al que referimos nuestro ser, allí donde nos re­ fugiamos, nuestro «yo» invulnerable, está en un medio donde se mueve, rodeado del alma y envuelto en el cuerpo -instrum ento y muralla—. Está en un medio que es el tiempo. El tiempo medio am­ biente de toda la vida. El tiempo nos envuelve, nos pone en comunicación con todo medio y a la vez nos separa. Por medio del tiempo, y en él, nos co­ municamos. Es propio del hom bre viajar a través del tiempo.

Cada hom bre habita una zona del tiempo en el que convive propiam ente con los demás que en él viven. Convivimos en el tiempo, dentro de él. Y así sucede, que convivimos más estrecha­ m ente con quienes más alejados de nosotros viven en el espacio, viven en el mismo tiempo, que con otros más próximos que viven en realidad en otro tiempo; con ellos podemos entendernos, y aun sin entrar en relación directa, actuar de acuerdo, coincidir en ciertos pensamientos. Pero el tiempo es continuidad, herencia, consecuencia. Pasa sin pasar enteram ente, pasa transformándose. El tiempo no tiene una estructura simple, de una sola dimensión, diríamos. Pasa y queda. Al pasar se hace pasado, no desaparece. Si desapareciese totalmente no tendríamos historia. Mas, si el futuro no estuviese actuando, si el futuro fuese simple no-estar todavía, tampoco tendríamos historia. El futuro se nos presenta primaria­ mente, como «lo que está al llegar». Si del pasado nos sentimos ve­ nir, más exactamente, «estar viniendo», el futuro lo sentimos lle­ gar, sobrevenirnos, en forma inevitable. Aunque no estemos jamás ciertos de conocer el día de m añana lo sentimos avanzar sobre no­ sotros. Y sólo en la certeza o en el tem or de la m uerte, dejaremos de sentirlo así. Mas entonces sentimos la m uerte llegar ocupando todo este hueco del futuro. No nos sentimos pues nunca ante el vacío del tiempo. Quizá sólo en ciertas formas extremas de deses­ peración o de enajenación total. El que así sintamos el futuro nos perm ite vivir, estar vivos; no podríamos vivir sin esta presión del futuro que viene a nuestro en­ cuentro. Y sentimos no poder vivir tampoco cuando la presión del futu­ ro es excesiva, por la inminencia de acontecimientos que nos so­ brepasan. Entonces caemos en el estupor o nos sentimos aplasta­

dos, o aterrorizados, o simplemente inertes. Puede llegar una es­ pecie de parálisis causada por un futuro demasiado lleno o impre­ visible en grado sumo. Porque el vivir hum anam ente es, ante todo, una cierta medida en este nuestro tiempo concreto, en el de cada uno -en nuestra soledad- en el tiempo común. Y cabe imaginar un poco libremente que algún día pudieran medirse estas relaciones temporales, y pudiera establecerse una especie de ecuación límite más allá de la cual la vida hum ana se hace hum anam ente imposi­ ble. Cesa como vida, o bien deshumaniza. Existe análogamente la m edida del tiempo en la cual encon­ tramos la relación adecuada con el prójimo, en la vida personal, en la familiar, en la histórica. Pues en cada una de ellas vivimos en un tiempo diferente. La convivencia -ineludible- se verifica en un cierto m odo o form a del tiempo. No es el mismo tiem po aquel en que convivimos familiarmente que aquel en que convivimos en la historia toda que nos afecta. Y no es el mismo tiempo donde se da el modo de convivencia que llamamos amistad, que el que lla­ mamos amor, que el íntimo, intransferible, de nuestra soledad, donde, por momentos, estamos en comunicación con todos los tiempos; con todas las formas de convivencia. Es el tiempo de la convivencia social el que aquí nos interesa. Tiempo histórico sin duda, más bien sostén del tiempo histórico, pues sentimos la his­ toria a través de ese tiempo de convivencia con nuestra sociedad, con aquella dentro de la cual estamos y nos movemos; aquella cu­ yos cambios deciden nuestra vida.

El tiem p o de la h isto ria . La h u m a n iz ac ió n del tiem p o Vivimos en el tiempo en modo distinto en cada una de las for­ mas fundamentales de convivencia. De aquí que las actividades pú­ blicas y aun los modos de vida en el modo de vivir norm al de cual­ quier sociedad, sea una com unidad primitiva o en la más alta sociedad civilizada, sea discontinuo. En los modos de vida primarios de las comunidades más ele­ mentales, el tiempo sigue un ritmo marcado por las fiestas religio­ sas, pues la religión abraza todos los aspectos de la vida hum ana y nada hay en ella que corresponda a lo que llamamos «profano». Todo el tiempo, la vida entera de las gentes, está regulada, como lo sigue estando en las comunidades religiosas actuales; cuando la vida está consagrada -en los dos extremos de las religiones primi­ tivas y de las religiones cristianas, punto máximo de la humaniza­ ción religiosa- lo prim ero que se regula es el tiempo. Y toda civilización se inicia por un cierto ritmo marcado por el irato de la naturaleza, por las condiciones del clima, por el modo de subsistencia. Un cierto ritmo, pues, es la base de la civilización, de una so­ ciedad. Y hecho sorprendente, del cual no sabemos si se han saca­ do todas las consecuencias, el hom bre en estas formas primarias de civilización no tenía tiem po propio, no gozaba el individuo de un tiempo suyo; no existía, pues, eso que hemos llamado «tiempo tic la soledad». Este tiempo de la soledad es el que corresponde al hombre que se sabe y se siente individuo. Y en todas las épocas de nuestra historia occidental, lo prim ero que ha hecho el individua­ lista extremo, el que se ha querido retirar de la sociedad, o el que vive en ella en rebeldía, es disponer de su tiempo. El que se retira

del m undo por uno u otro motivo, el rebelde ante la sociedad, que se retira de ella, se retira a un tiempo propio, suyo. No podemos desarrollar aquí enteram ente, ni enunciar siquie­ ra en su complejidad, toda la estructura de los múltiples tiempos en que un hom bre de hoy vive sin darse cuenta. Cada uno con un ritmo diferente -lo que es más grave, con una articulación dife­ rente en cada uno, entre pasado, presente y porvenir. Pero es indispensable que quede señalado para com prender to­ do lo que va a seguir, especie de punto de partida en este intento de guía a través de la situación histórica actual. Actualmente, todo individuo vive un tiempo de soledad; de in­ timidad más o menos pura e intensa consigo mismo. Esto comen­ zó por ser privilegio de ciertas clases, de aquellos que gozaban del ocio, según dice Aristóteles, al señalar las condiciones favorables para el cultivo del «saber desinteresado», de la ciencia, de la filo­ sofía. Pues, el pensamiento está ligado, ya desde su origen, a este tiem­ po de soledad del hombre-individuo, a este apartam iento legítimo, pues que el pensar sirve después a todos, sirve universalmente. Y es algo que el individuo ha realizado apartándose, ganando distancia, alejándose de todo lo que le rodeaba para encontrar, en la soledad, un instante precioso que es el del pensamiento. Individuo hum ano lo ha habido siempre, mas no ha existido, no ha vivido, ni actuado como tal hasta que ha gozado de un tiem­ po suyo, de un tiempo propio. Y es éste un progreso evidente. Comenzó por ser privilegio de al­ gunos el disponer de este tiempo propio, fuera de los oficios de un cargo, del trabajo propio de una clase, del modo de vida que ello comporta. La cultura occidental ha ido progresando hacia el indi­

vidualismo, en este sentido con sus recaídas y marchas atrás inevi­ tables, con los riesgos de la confusión y la perplejidad y de tantas soledades sin salida, precio de la ganancia indudable. Lo que fue privilegio y más tarde lujo, se ha ido extendiendo. Al final del Mundo Antiguo eran muchos los hombres que vivían un tiempo propio, con la soledad consiguiente, con la necesidad de pensar adjunta a la perplejidad que la soledad del individuo tiene por dote. Era en el mom ento en que grandes grupos de personas desa­ rraigadas de la religión, escépticas ante los usos y costumbres here­ dados, no sumergidas en su clase, ni siquiera en su patria, tenían necesidad de pensar y de saber. El mom ento en que la filosofía des­ ciende y se hace asequible en formas tales como el estoicismo y el epicureismo. En ese mom ento, el más crítico de esa crisis que como todas marca un ensancham iento de la conciencia individual, es cuando surge la convicción de la unidad del género hum ano, cuando se presenta con toda evidencia el hom bre como tal. Es el em perador Marco Aurelio quien así lo dice y lo expresa en la suma del poder y en el ápice de la soledad del hombre, todavía no cristiano. Apareció entonces una forma más aguda, más sutil de concien­ cia histórica acom pañada por una congoja; el hom bre tenía sobre sí la inmensa carga de un poder universal. Pues, la conciencia va acompañada siempre de responsabilidad; no hay conciencia sin ella. Conciencia histórica es responsabilidad histórica. En aquel mom ento aparecen en la conciencia de un solo hom­ bre tres planos temporales de la vida humana; aún faltaba otro, que sólo para algunos pocos, los que se habían atrevido a abrazar la le cristiana, se había revelado.

Era la form a de convivencia familiar, la form a de convivencia con la sociedad a la que se pertenecía, la form a de convivencia con todos los hombres en cuanto ciudadanos, en cuanto individuos. La familia, la sociedad y, ya, la historia universal. Marco Aurelio pasa­ ba de uno a otro plano de convivencia, de uno a otro tiempo. Ba­ jo ellos, estaba su soledad de hombre-individuo que sufría perple­ jidad y angustia, que había de m editar a solas, de hablar a solas consigo mismo, en un continuo soliloquio, como hacen todos los que no tienen derecho a decir en voz alta sus íntimas dudas. El que tiene que m andar y actuar tiene que pensar a solas consigo mismo y a solas interrogarse, a solas hacer examen de conciencia, porque el hacerlo en voz alta ante todos les quitaría seguridad, la que el hom bre investido por un poder más alto que el hum ano, o colo­ cado por la tradición en el poder no compartido, ejerce. Mas, a medida que los hombres se van sintiendo individuos, y van teniendo tiempo de pensar, el que ejerce el poder va teniendo la posibilidad, y aun la exigencia, de dudar y hablar en voz alta. De ahí que todos los déspotas teman el pensamiento y la libertad, por­ que el reconocer esa instancia les obliga a confesarse no a solas, si­ no en voz alta, lo cual significa ser persona, actuar como persona cuando se manda. Pero m andar ¿no es algo que habrá de desapa­ recer, que estamos buscando desaparezca? No es ése el dintel ante el cual se encuentran los regímenes políticos de Occidente. La re la c ió n con el p asad o . El ir h acia el fu tu ro Aunque en todo m om ento de la historia -tanto personal como colectiva-, estemos viniendo del pasado y yendo hacia el futuro,

puede esto suceder de diversa manera. Pues en unos modos de vi­ da predom ina el pasado hasta cubrir con una especie de sombra el futuro, que parece como cegado. El pasado pasa y se vive bajo este peso; el tiempo transcurre externam ente y sólo es sentido co­ mo m onotonía y casi como materia. El tiempo, lo más fluido, se hace material, compacto. ¿Quién no ha sentido, en ciertas horas, este extraño condensarse del tiempo? Nada pasa, o más bien, es la nada lo que pasa. Oprime el pasado dejando sentir su peso íntegro y nada podemos discernir en él, na­ da podemos actualizar de su unidad compacta, como si todo acon­ tecimiento desdichado o venturoso hubiera sido anulado en esa es­ fera inmóvil. El futuro oprime también por no mostrarse y, entre el pasado y el futuro, el presente queda vaciado. Apenas es posible vivir y ni el deseo de morir puede aparecer por falta de ím petu y de esperan­ za; es simplemente la imposibilidad de vivir, de seguir viviendo. Son situaciones extremas que si rara vez, por fortuna, aparecen en la vida personal, aún aparecen menos en la vida colectiva. Pocos habrán sido los momentos históricos en que todo un pueblo, o parte de él, se habrá sentido de este modo. Los señalamos justa­ mente como situación límite que puede medir otras que se le acer­ can. Pues hay períodos, que han durado siglos, en que un pueblo ha vivido bajo el pasado, arrastrando el tiempo como un manto, en ocasiones glorioso, que no puede sostener. Es necesario sostener nuestro pasado, pero sólo se consigue cuando se avanza hacia el futuro, cuando se vive con vistas a él, sin dejarnos tomar de su vér­ tigo. Cuando en un equilibrio dinámico conseguimos unir pasado y futuro, en un presente vivo, como una ancha, honda pulsación.

Pues siendo el tiempo nuestro medio vital por excelencia, habría­ mos de saberlo respirar como el aire. Saber respirar es la prim era condición de saber moverse, caminar, atravesar el espacio. Los atletas han debido de saberlo siempre. Y hay una relación entre el saberse mover físicamente y el saberse mover en la historia. Por al­ go en Grecia los Juegos Olímpicos tuvieron carácter nacional y sa­ grado al mismo tiempo, el carácter de rito de la ciudadanía. En el modo de moverse de las multitudes, un observador avisa­ do podría sorprender la situación social de un país. Por el ritmo o la falta de ritmo, por el m odo de mover los pies, de dejarse espa­ cio o de aglomerarse. Y es el aturdimiento que precede a las grandes catástrofes, atur­ dimiento en tono m enor mezclado de lasitud, y es el ritmo extraño mecánico, del «paso de ganso» de los desfiles hitlerianos y... es fácil que cada uno revele en su memoria esas impresiones que en ella se registran y no siempre miramos, como negativos de una fotografía que no nos atrevemos a revelar. Hay un ritmo, un m odo de moverse que es el tempo, diríamos, de la finalidad. En él no hay participación ni pausa innecesaria. Y a un régimen político se le puede juzgar por el ritm o que impri­ me a todo el pueblo. No harían falta más declaraciones sino un filme que reprodujera el m odo de andar por la calle de las gen­ tes, un filme tomado a la salida de las fábricas, de las oficinas, de las diversiones, de las competiciones deportivas, de los espectácu­ los, de las fiestas religiosas y civiles para saber el estado de salud de un pueblo; el grado de humanización de la historia que está vi­ viendo. ¿Quién sabe si desde algún planeta nos vean así, y sepan de nuestra civilización más que nosotros mismos? Una crisis es el m om ento largo o corto, intrincado y confuso siempre, en que pa­

sado y futuro luchan entre sí. Es el m om ento de la Historia en que la m inoría sincroniza menos con las multitudes. Y aun las mino­ rías entre sí mismas. No toda minoría se sitúa de igual manera. Ante la inseguridad de los tiempos de crisis, que es propiamente lo que les caracteriza, existe una minoría creadora que se adelanta abriendo el futuro: en el pensamiento, en la ciencia, en la técnica, en la política, en el ar­ te, en suma: en cualquier género de actividad creadora. Pueden es­ tar a la vista o no, según el género de actividad y el momento. Pero hay otra clase de minorías formada por los que se retiran horrori­ zados ante la confusión, y buscan su refugio en el pasado, apegán­ dose a él, a un pasado, bien entendido, imaginario, pues ningún pasado nos es enteram ente conocido. Y además, sucede una cosa de las que tales gentes no parecen darse cuenta: que al situarnos en una época pasada elegimos de ella la situación más ventajosa, la que mejor iría con nuestras preferencias, eliminando de ella los as­ pectos negativos que en la realidad concreta tendría. Es decir, que se trata de una situación enteram ente irreal, pues de haber vivido en verdad en esa época, que consideramos incomparablemente mejor a la de ahora, no sabemos cuál hubiera sido nuestro naci­ miento, nuestra condición, y aun dados por iguales a los de ahora, ignoramos por completo el destino que nos hubiera tocado apurar. Es la «novelería» histórica que se apodera de algunas personas dotadas para imaginar y poco dotadas para sufrir el peso real de la vida. Es la raíz anímica del reaccionarismo, causa de esterilidad y de esa enferm edad que se manifiesta en un constante desdén a todo lo presente. Este último género de minorías desampara en verdad al pueblo y vive en modo inerte, que puede tornarse en pleno resentim ien­

to, en una incapacidad para descubrir la belleza en la vida, en una forma de deserción que puede llegar a la amoralidad, envuelta a veces, curiosamente, en una rígida moral. Moral hecha de desdenes persistentes, de negación a ver, pen­ sar, percibir; a vivir en modo íntegro. Pues nada podrá dispensar al ser hum ano de abrazar su tiempo, su circunstancia histórica, por mucho que le repugne. Es la cuestión que perseguimos desde el comienzo de estas pá­ ginas y que constituye el centro de la meditación vertida en este li­ bro. La persecución de una ética de la historia o de una historia en modo ético.

El alba de O ccidente

En medio de la tregua entre las dos guerras mundiales, apare­ ció un libro titulado La decadencia de Occidente, su autor, Spengler, había descubierto que las culturas m ueren, porque viven. Alcanzó tal libro enorm e difusión. Fue devorado más que leído, y lo que su­ cede con ciertas obras: fue citado y aceptado más aún de lo que lúe leído. Pues hay un cierto tipo de penetración intelectual que des­ borda del conocim iento efectivo. Un título a veces basta, y se con­ vierte en slogan, en tópico, adquiere carácter de dogma recién des­ cubierto y entra en circulación como m oneda asequible a todos; no hace falta entrar en posesión de una idea que, como m oneda al uso, pasa de mano en mano y se encuentra en todos los bolsi­ llos, hasta en los más desprovistos. Debe de ser por una especial fascinación que ejercen tales obras. La fascinación de la medio-verdad; de la verdad a medias; de una chispa de verdad envuelta en algo que brilla. Algo ambiguo en suma. Y así, la influencia que ejercen no se sabe si obedece a la verdad o a la deformación de la verdad. Im decadencia de Occidente ejerció su fascinación sobre la mayor pai te de quienes lo leyeron, a causa de la riqueza de su contenido, de la ilusión que proporcionaba el pasar revista, como si se trata­ se de especies botánicas, a un gran núm ero de Culturas, señalan-

do la analogía de su estructura y su proceso; una serie de esta­ ciones que marcan la curva de su ascensión y de su descenso has­ ta la muerte. La tesis de este libro form a parte de esa creencia en la m uerte de la Cultura Occidental que bajo diversas formas se ha extendido y por eso nos referimos a él. Se podría argüir que eso mismo prueba que hacia ella vamos históricamente los occidenta­ les; que un sentimiento de mortal desgana se venía am parando desde hacía tiempo en las minorías para ir descendiendo hasta la burguesía intelectual, mientras que las llamadas «masas» avanza­ ban en el escenario de la historia. Que por mom entos la oleada de la masa sube de nivel anegando formas de vida y estilos con esa po­ tencia devoradora que la masa tiene. Es cierto; en La rebelión de las masas se descubre este hecho. Mas ¿cuál es la verdad, la verdad de lo que está pasando? El mismo Or­ tega analizó más tarde el fenóm eno de la Crisis, y la literatura acer­ ca de ella no ha dejado de aumentar. Que estamos viviendo una crisis no parece que sea discutible. Y en una crisis algo muere. Creencias, ideas vigentes, modos de vivir que parecían inconmovibles. Grupos sociales y aun profesiones que pierden, minorías que pierden la fe en sí mismas porque ya no van a seguir viviendo o lo van a tener que hacer de otra forma. Y lo pri­ mero que sienten perder es la seguridad y el ancho tiempo que a ella corresponde. Cuando vivimos sobre bases inconmovibles, en un cuadro que creemos fijo, el tiempo es ancho y espacioso; los días se suceden con ritmo acompasado y creemos poder disponer de todos ellos. Se vive en una especie de presente dilatado. Se ven llegar los acontecimientos y aun se puede tener la sensación de ir hacia ellos: la vida es un ir hacia adelante con esfuerzo impercep­ tible o perceptible en forma de goce.

Mientras que en la crisis no hay camino, o no se ve. No apare­ ce abierto el camino, pues se ha em pañado el horizonte -acontecimiento de los más graves en una vida hum ana y que acompaña a las grandes desdichas-. Ningún suceso puede ser situado. No hay punto de mira, que es a la vez punto de referencia. Y entonces los acontecimientos vienen a nuestro encuentro, «se nos echan enci­ ma». El tiempo parece no transcurrir y de la quietud pantanosa, por una sacudida, por un salto llega en un instante lo peor. Se es­ tá a la vez vacío y aterrorizado. Es más amplia, sería mucho más amplia, la descripción de una vida en crisis, pero deliberadam ente sólo tenemos de ella un as­ pecto en relación con lo que nos ocupa; con ese sentir de m uerte 0 ese creer en la m uerte y dejándose prender de ella, extendido entre las minorías occidentales de estos tres últimos decenios. Pues ante la m uerte si no estamos «preparados» o «maduros» para ella la situación es ésa: sentirla venir a nuestro encuentro, co­ mo algo insoluble. Como un cuerpo sin forma que obstruye el ho1i/.onte; con algo fijo y que cierra el camino. De ahí, esa exaspera­ ción que en la vida cotidiana nace cuando alguien nos cierra el camino, el paso de una puerta, hecho que en su madurez, y sin que de ello nos demos cuenta, alude a esa muerte que llega a nues­ tro encuentro cuando no nos hemos madurado. Pues los sentires, sentimientos o impresiones tienen su fuente y su