Pensadoras del siglo XX
 843214343X, 9788432143434

Table of contents :
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
CITA
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
1. PENSADORAS EN TIEMPOS DE CRISIS
1. Una herencia sin testamento
2. Cultura magnífica, pero sin raíces
3. Los frágiles fundamentos de la Modernidad
4. El naufragio de la Modernidad
2. SIMONE WEIL: EL CORAZÓN QUE SUFRE
1. Breve reseña biográfica
2. La filosofía de Simone Weil: la gravedad y la gracia
3. Pensar con Simone Weil
4. Conclusión final
3. MARÍA ZAMBRANO: EL CORAZÓN QUE RECIBE
1. Breve reseña biográfica
2. La razón poética
3. Pensar con María Zambrano
4. Conclusión final
4. EDITH STEIN: EL CORAZÓN QUE AMA
1. Edmund Husserl y la fenomenología
2. Max Scheler y el mundo de los valores
3. Breve reseña biográfica
4. La filosofía de Edith Stein
5. Pensar con Edith Stein
6. Conclusión final
5. HANNAH ARENDT: EL CORAZÓN QUE COMPRENDE
1. Breve reseña biográfica
2. La filosofía de Hannah Arendt
3. Pensar con Hannah Arendt
4. Conclusión final
6. ELISABETH KÜBLER-ROSS: LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS
1. Breve reseña biográfica
2. El pensamiento de Elisabeth Kübler-Ross
3. Pensar con Elisabeth Kübler-Ross
4. Conclusión final
7. TIEMPOS PARA PENSAR
1. La pretensión de verdad
2. Existen muchos caminos
3. Reconstruir la persona
4. Ampliar la razón
5. Realismo y apertura a la trascendencia
8. DEL LOGOS AL MITHOS, Y DEL MITHOS AL LOGOS
EPÍLOGO

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IVÁN LÓPEZ CASANOVA

PENSADORAS DEL SIGLO XX UNA FILOSOFÍA DE ESPERANZA PARA EL SIGLO XXI

EDICIONES RIALP, S.A. MADRID

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© 2013 by IVÁN LÓPEZ CASANOVA © 2013 by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com)

Realización ePuv: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4326-7 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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A mi padre, que ahora sí puede leer este libro. A mi madre. A Iris, Juana y Begoña.

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«Ciegos para el misterio y, por lo tanto, tuertos para lo real (…)». Alianza y condena. (Claudio Rodríguez)

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ÍNDICE

PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA CITA PRESENTACIÓN 1. PENSADORAS EN TIEMPOS DE CRISIS

1. Una herencia sin testamento 2. Cultura magnífica, pero sin raíces 3. Los frágiles fundamentos de la Modernidad 4. El naufragio de la Modernidad 2. SIMONE WEIL: EL CORAZÓN QUE SUFRE

1. Breve reseña biográfica 2. La filosofía de Simone Weil: la gravedad y la gracia 3. Pensar con Simone Weil 4. Conclusión final 3. MARÍA ZAMBRANO: EL CORAZÓN QUE RECIBE

1. Breve reseña biográfica 2. La razón poética 3. Pensar con María Zambrano 4. Conclusión final 4. EDITH STEIN: EL CORAZÓN QUE AMA

1. Edmund Husserl y la fenomenología 2. Max Scheler y el mundo de los valores 3. Breve reseña biográfica 4. La filosofía de Edith Stein 5. Pensar con Edith Stein 6. Conclusión final

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5. HANNAH ARENDT: EL CORAZÓN QUE COMPRENDE

1. Breve reseña biográfica 2. La filosofía de Hannah Arendt 3. Pensar con Hannah Arendt 4. Conclusión final 6. ELISABETH KÜBLER-ROSS: LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS

1. Breve reseña biográfica 2. El pensamiento de Elisabeth Kübler-Ross 3. Pensar con Elisabeth Kübler-Ross 4. Conclusión final 7. TIEMPOS PARA PENSAR

1. La pretensión de verdad 2. Existen muchos caminos 3. Reconstruir la persona 4. Ampliar la razón 5. Realismo y apertura a la trascendencia 8. DEL LOGOS AL MITHOS, Y DEL MITHOS AL LOGOS EPÍLOGO

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PRESENTACIÓN

El objetivo central de este estudio consiste en exponer, de un modo sencillo, algunos trazos de la filosofía de varias pensadoras del siglo XX —Simone Weil, María Zambrano, Edith Stein, Hannah Arendt y Elisabeth Kübler-Ross—, con la intención de aplicar este conocimiento a la comprensión de la profunda crisis de la cultura en la que se encuentra nuestro tiempo presente, y proponer un mejor abordaje ético del mismo. Ya existen excelentes y numerosos estudios sobre las intelectuales reseñadas, pero este intento de aplicación ética a la actualidad, partiendo de los planteamientos de las filósofas citadas, es lo que dota a este ensayo de cierta originalidad, y acaso también de algún valor. La comprensión de las características individuales y comunes del pensamiento de las cinco intelectuales propuestas servirá como contrapeso de esperanza frente al fondo escéptico dominante en muchas parcelas de la cultura, en el que campea un fuerte relativismo. Quizás, el fondo filosófico común de estas pensadoras nos ofrezca una ayuda fecunda para salir del laberinto de desesperanza en el que el escepticismo sumerge al ser humano. Y exponer esta idea configura el núcleo central de este libro. Se tratará de argumentar sobre la base de que relativismo, en sus diferentes manifestaciones filosóficas y culturales, se nutre de muchos de los problemas filosóficos —la Modernidad, ahora en su último epígono postmoderno, la razón desencantada, débil—, que afrontaron, comprendieron y solucionaron filosóficamente las pensadoras que se estudian en esta obra. Por ello, su pensamiento resulta muy válido para la tarea propuesta. Me interesa subrayar que el interés de estas exposiciones no radica tanto en obtener un conocimiento extenso sobre las intelectuales tratadas cuanto en aprender a pensar a partir de lo que ellas nos ofrecen. Esta es, por ello, otra cuestión crucial: ayudar a cavilar por cuenta propia, partiendo de un conocimiento un poco más profundo, para evitar así ser arrastrados por la banalidad cultural que nos envuelve. ¿Por qué la nómina de autores escogidos está formada solo por mujeres? Para responder a este interrogante, empezaré relatando algo que puede parecer un rodeo. Uno de los libros que más veces he releído es El Principito, de Antoine de Saint Exupery; en sus páginas aparece este genial diálogo: —Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos. —Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse[1].

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Lo he reproducido para exponer mi persuasión de que en esta tarea de llegar a lo esencial, o de pensar con el corazón, las mujeres poseen una especial fecundidad. Como afirma Julián Marías en su Antropología metafísica, esto lo logra la mujer si consigue «abandonarse creadoramente a su propia inspiración», y deja «manar su peculiar forma de racionalidad». Y en ambas actitudes sobresalen las pensadoras elegidas para este libro. Además, me interesaba seleccionar a intelectuales que aportaran un pensamiento positivo, esperanzado, que ofrecieran soluciones. Con estas dos premisas, la elección resultó sencilla y me decidí por incluir los nombres ya citados[2]. Para la correcta comprensión del legado de estas intelectuales resulta imprescindible abordar, con alguna profundidad, el naufragio de la cultura al que tuvieron que hacer frente las pensadoras. Sin esto, se leerían sus vidas y pensamientos simplemente como historias bonitas con mensajes atractivos, pero no se entendería la genialidad que encierran. Por esta razón resulta necesario que en el primer capítulo del libro se exponga por qué la base cultural de los siglos XVII, XVIII y XIX se rompió en pedazos en los comienzos del siglo XX: ¿qué ocurrió en las sociedades occidentales para que se enfrentaran en la Primera Guerra Mundial, con el resultado global de veinte millones de muertos? A esta gran conmoción, nada menos, se enfrentaron nuestras intelectuales. Después de este esfuerzo, necesario para situar el contexto intelectual de la época de referencia, nos encontraremos en condiciones de analizar la vida y obra de cada una de las pensadoras, y finalizar con un balance sobre las herramientas intelectuales que nos ofrecen. Con esta antropología, se puede afrontar el siglo XXI con esperanza, y atisbar una postmodernidad no escéptica. Por último, el libro se cierra con un epílogo que contiene una muestra que ejemplifica cómo la antropología de las pensadoras sigue viva en nuestros días. Entre las múltiples formas con las que se podría realizar este objetivo, he elegido abordarlo mirando a mi tierra, a Canarias. Y para ello se reflexiona sobre la obra literaria de un poeta actual, Carlos Javier Morales, la cual permite lograr la meta propuesta y finalizar estas páginas sobre un fondo lírico deslumbrante.

[1] A. de Saint-Exupéry, El Principito, Círculo de Lectores, Barcelona 1989, 74. [2] Más tarde, he conocido la existencia del libro Pensar con el corazón, de Laura Botella, dedicado precisamente a las cuatro filósofas que aquí se comentan. Aunque ha sido escrito con una orientación muy diferente a la propuesta en estas páginas, y con la lógica exclusión de la psiquiatra Kübler-Ross, pues, en rigor, no se la puede considerar una filósofa, de alguna manera confirma el criterio de elección en el sentido que aquí se explica.

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1. PENSADORAS EN TIEMPOS DE CRISIS

1. Una herencia sin testamento «Nuestra herencia no viene precedida por ningún testamento». Esta expresión del poeta francés Renè Char, que la filósofa Hannah Arendt usaba con frecuencia, puede resumir bien el porqué de este breve ensayo: somos herederos de auténticos tesoros de cultura, de grandes y fecundas tradiciones de pensamiento, pero a cada uno de nosotros nos corresponde conocerlas y transformarlas en líneas de conducta concretas. Solo encontrando esas líneas maestras de nuestro testamento personal, propio, podremos recorrer una vida plena y transformar nuestro mundo en algo más habitable para las generaciones sucesivas. Ahora bien, la tarea no resulta sencilla, pues el ambiente cultural que nos ha tocado respirar se encuentra contaminado por una importante dosis de escepticismo en relación al conocimiento del bien, hasta el punto de que en muchos foros la palabra verdad resulta sospechosa —negativa—, propia de un pensamiento fuerte. Existen influyentes corrientes culturales que rechazan con dureza el cognoscitivismo moral ante el temor de que pueda generar violencia, ante la posibilidad de que pueda ser impuesto por la fuerza. De un modo general se puede afirmar que un relativismo hegemónico domina grandes espacios del mundo de la cultura actual, dejando a la persona en una heladora soledad ante las decisiones morales que acompañan el transcurso de toda vida humana. Aunque se pueden aportar razones que expliquen el fondo pesimista subyacente en la base de estos planteamientos, quizás la expresión tiempos oscuros, tomada de Bertolt Brecht —también muy utilizada por Arendt—, resulte una luminosa denominación para justificar, de nuevo, la importancia de nuestro recorrido por las pensadoras del siglo XX en busca de ayuda, de luz para el caminante, para afrontar esta situación. A lo largo de estas páginas se irán desplegando algunos rasgos del pensamiento de Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, Hannah Arendt y Elisabeth Kübler-Ross, que son las intelectuales a las que se dedicarán ensayos individuales. El elemento fundamental por el que se han seleccionado estos nombres propios ha sido, sin ninguna duda, el de su enorme capacidad filosófica para ofrecer una antropología plena de confianza en el ser humano, en contra de las modas dominantes del siglo XX. En este comentario sobre el mundo presente sería injusto olvidar otros muchos aspectos de nuestro tiempo en los que se evidencian grandes logros, tan importantes como, por ejemplo, la pertenencia a unas generaciones que no han vivido guerra alguna, o el haber sido testigos de cómo multitudes de pueblos y gentes han accedido a 10

condiciones de vida más dignas. Con no menos optimismo, se podría también indicar tantos descubrimientos y avances en los campos de la ciencia y de la técnica, que nos facilitan la vida, las comunicaciones, la atención de las personas en sus enfermedades, etc. Arroja mucha claridad reseñar el resumen sobre el estado de la cultura actual que realiza el Nobel Mario Vargas Llosa, en su reciente obra La civilización del espectáculo, en la que expone, con espléndidos trazos literarios, estas mismas cuestiones: «Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no». Pero, tras esta cruda descripción, no se detiene aquí, y pasa a relatar en qué ha quedado la cultura en las fechas presentes: «La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas. Hoy está exonerada de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble: una forma de diversión para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos de académicos e intelectuales de espaldas al conjunto de la sociedad». Después de estas contundentes palabras quedarán pocas dudas respecto a lo adecuado del uso de la expresión tiempos oscuros. Tampoco en relación a que el pensamiento de las filósofas elegidas resulte una tarea superflua. Pero una cosa es describir la profunda crisis de la cultura, y otra aportar soluciones. En este sentido, el autor Nobel referido se queda —en mi opinión— en una descripción honesta y literariamente bien lograda, pero no encuentra una antropología en la que apoyarse como suelo moral en el que construir algún cimiento para su solución: su ensayo está teñido de desesperanza, de luz crepuscular, de honrado pesimismo. Quizás tampoco intente ir más allá del diagnóstico y la denuncia, pues como él mismo afirma, su libro solo aspira «a dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró a la universidad…». En la obra Utopía y desencanto, escrita con ocasión del cambio de milenio, Claudio Magris apunta con gran agudeza hacia el núcleo de la crisis cultural, cuando usa la expresión «gelatinosas ideologías débiles». Merece la pena recoger un párrafo de ese ensayo: «La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible victoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover —a través de mitos, ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas— la autoidentificación de las masas, consiguiendo que, como escribe Giorgio Negrelli en sus Anni allo sbando [Años a la deriva], “el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno”. El totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones». De nuevo son palabras que golpean la conciencia, al desvelar y hacer patente rasgos culturales que todos atisbamos de algún modo, y que ponen de manifiesto la presente 11

modorra cultural. ¡Cuánto nos recuerdan a los versos de T. S. Eliot en Los hombres huecos, poemario que en 1925 parece como si ya previera los acontecimientos que ocurrirían medio siglo después!: Así es como acaba el mundo Así es como acaba el mundo Así es como acaba el mundo No con un estallido sino con un quejido. (Traducción de José María Valverde)[1] El empeño por exponer a la luz estos temas pretende subrayar una cuestión fundamental para la comprensión de las páginas que siguen: solo la convicción de encontrarnos en tiempos oscuros nos capacita para valorar —en su necesidad, en su genialidad— la herencia de esperanza que subyace en el pensamiento de las filósofas estudiadas más adelante, e ir a buscarlo con sed. Por sus hojas no aparecerán ricas princesas ni surcarán el cielo misteriosas hadas; no se oirán disparos ni tampoco se verán ladrones o asesinos. Pero su lectura esconde mucha más emoción y pasión que muchos de aquellos relatos, si se lee con la sed necesaria, con el ansia de luz que solo posee el que se sabe en tiempos oscuros. En palabras de Claudio Magris, en la obra citada anteriormente: «La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate».

2. Cultura magnífica, pero sin raíces Ante lo expuesto anteriormente, dos cuestiones necesitan ser atendidas con alguna urgencia. En primer lugar, algo tan sencillo como entender qué está sucediendo debe ser respondido. Y una vez comprendido esto, alguna pista de por dónde atisbar un comienzo de solución también requiere ser explicitado. Al primero de estos asuntos se responde explicando la crisis de la Modernidad: ha terminado una época cultural, que además se ha hecho pedazos. También se puede afirmar que todavía no ha surgido otra cultura común que la sustituya, por lo que resulta de primera necesidad proponer algunas ideas-guía que sirvan para tratar de solucionar esta conmoción del final de una época. A ese intento contribuirá el conocimiento de las pensadoras que se estudiarán, y esto responderá, de camino, a la segunda cuestión planteada en relación a la búsqueda de algún rastro de luz. La tesis que va a recorrer todas estas páginas se puede resumir en que la Modernidad —es decir la cultura base dominante desde el siglo XVII—, junto con sus logros innegables, encerró al hombre en la subjetividad, dejándole solo y confuso en sus decisiones morales. Esto le llevó a la pérdida de referencias éticas con las que orientar su conducta y, en consecuencia, las sociedades nacidas de la Modernidad llegaron a la gran crisis de la cultura referida, en la que creció masivamente el escepticismo y, con él, un paralizante relativismo moral. Pero a la vez, y ya durante el siglo XX, empiezan a surgir pensamientos que se alzan como faros de luz —entre ellos, los de las filósofas comentadas en este estudio— que nos permiten asentar algunos puntos fundamentales 12

para construir una época postmoderna no escéptica muy fecunda. Esta tarea necesita comprensión del pasado y reflexión sobre el futuro, y constituye la razón de este libro. La falta de raíces de la cultura occidental fue certeramente expuesta por Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas, del año 1936: «¿Cómo se ha podido creer en la amoralidad de la vida? Sin duda, porque toda la cultura y la civilización modernas llevan a ese convencimiento. Ahora recoge Europa las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces». Obsérvese que se declara culpable a la civilización Moderna, acusada de llevar en su núcleo una cierta tendencia a la inmoralidad. Parecen fuertes las palabras del pensador español, pero el curso posterior de la historia europea no ha hecho sino confirmar su duro veredicto. En el mismo tono de severidad también afirmaba Ortega: «Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna (…). El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema, y cualquiera alardea de ejercitarlo (…). El hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio y obligación. Pero acaso es un error decir “simplemente”. Porque no se trata solo de que este tipo de criatura se desentienda de la moral. No; no le hagamos tan fácil la faena. De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo falto hasta de gramática se llama amoralidad es una cosa que no existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene usted, velis nolis, que supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa que conserva de la otra la forma en hueco».

3. Los frágiles fundamentos de la Modernidad La Modernidad filosófica se apoya en dos planteamientos que se podrían resumir de este modo. El primero con la fórmula siguiente: una confianza absoluta en la Razón, la Ciencia y el Progreso. Efectivamente, parece existir en amplios círculos intelectuales dominantes la convicción de que solo hay que dejarse guiar por el avance de la Ciencia, y esto llevará aparejado el Progreso de la Humanidad hacia una sociedad ideal. Un segundo axioma de la Modernidad podría ser sintetizado con este enunciado: una apuesta total por la conciencia subjetiva como fuente de moralidad. O también, el hombre es soberano legislador de sí mismo, es decir, se da su propia ley moral de un modo autónomo, manteniendo una reticencia fuerte a que le impongan una moral desde fuera (heterónoma). Como es bien conocido, el pensador fundamental en relación con el dominio absoluto de la moral autónoma fue Emmanuel Kant. De modo muy resumido, este pensador alemán quiere construir una filosofía a la altura de los tiempos ilustrados, es decir, un pensamiento que no dependiera de las opiniones de unos y de otros, como en los anteriores tiempos históricos infantiles, en los que le parecía que no se usaba del todo la razón. Para ello, realiza un profuso análisis en el que trata de encontrar qué criterios dan validez a una ciencia. Divide el conocimiento en tres grandes áreas: el conocimiento matemático, el conocimiento físico (en sentido amplio, el conocimiento de las cosas 13

reales, física, química, ciencias naturales, medicina, etc.) y el conocimiento metafísico (aquellos objetos que no son accesibles a la experiencia: Dios, el alma, la libertad, etc.). Resumiendo y simplificando las conclusiones de este filósofo, se podría decir que afirma la posibilidad de un conocimiento objetivo de las Matemáticas y la Física, y este tipo de conocimiento se niega en relación a la Metafísica. Como recoge Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de filosofía: «La Crítica de la Razón pura nos conduce a la conclusión de que la metafísica es imposible. Pero la metafísica es imposible como conocimiento científico; nada más que como conocimiento científico». Pero nos podríamos preguntar algo obvio: si el hombre no puede encontrar un enganche metafísico-ético con algo objetivo, y esto le conducirá a una selva moral —en la que cada uno haría lo que le viniera en gana—, ¿cómo fundamentar entonces la moralidad? Esto es lo que cree resolver el filósofo de Königsberg. Para ello se fija en que, además del mundo físico con sus leyes, existe la ley moral en el interior de los hombres; y ahí le parece encontrar el engarce del mundo ético con algo que libere al individuo de hacer lo que le dé la gana. En la Crítica de la razón práctica anota: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí». A primera vista, el problema filosófico parece imposible de resolver: de un lado, cada persona debe seguir su razón y darse su propia ley moral, como corresponde a la autonomía moral propia de los tiempos ilustrados de madurez racional; por otra parte, hay que encontrar cómo hacer esto sin que cada uno haga lo que le dé la gana. Entonces Kant encuentra que existe una ley moral que dicta a todos los seres humanos unos imperativos categóricos de obligado cumplimiento: «Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal». O con otra formulación: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». Con esto, al filósofo de Königsberg le parece que queda resuelta la compleja cuestión planteada en relación a ser totalmente autónomos, pero no hacer lo que nos venga en gana en el ámbito moral. Estos imperativos categóricos dictarían fórmulas que cada individuo autónomo aplicaría al caso concreto moral. Para actuar correctamente, el hombre debería seguir únicamente los deberes que desde esa fórmula categórica le dicta su conciencia moral. Por eso se ha llamado a esta ética deontológica o «ética del deber»; y también «éticas formales», en contraposición de las éticas clásicas «materiales», en las que existirían materias morales malas o buenas. Aquí, por el contrario, nuestra conciencia moral autónoma nos ofrecería una fórmula, el imperativo categórico, para aplicar a cada problema moral concreto, y resolverlo.

4. El naufragio de la Modernidad Pero tras estas construcciones abstractas anidan debilidades estructurales de gran calado. Es ahora momento para, de modo breve, reseñar las grietas de los dos fundamentos señalados como apoyos de la Modernidad. Esto servirá para comprender 14

por qué toda la cultura derivada de la Modernidad terminaría en el suicidio de una Gran Guerra, cuyas ominosas consecuencias se tendrían que contabilizar en cifras millonarias. La confianza absoluta en la Razón, la Ciencia y el Progreso Para abordar la crítica al primero de los postulados de la Modernidad, en relación a la ciega confianza en la Razón y la Ciencia positiva, tan dominante en la última mitad del siglo XIX y los comienzos del siglo XX, se podrían citar las razones demoledoras de Friedrich Nietzsche. Efectivamente, este pensador alemán de la segunda mitad del siglo XIX, atisbó con lucidez que la Modernidad caminaba necesariamente hacia el Nihilismo, hacia la imposibilidad de fundamentar ningún valor (nihil = nada). Su célebre aserto sobre «la muerte de Dios» viene a expresar que el pensamiento moderno impide al hombre el apoyo sobre una moral recibida como tradición (religiosa, e incluso por tradición cultural), pues se consideraría contraria al imperio de la autonomía de la propia razón. Además, el pensador alemán también supo intuir que al final cada uno engañaría a su propia razón y acabaría haciendo lo que le dicta su voluntad. Esto daría lugar a la aparición de lo que denominó el superhombre, lo cual, en el fondo, potencia aún más la venida de una época de nihilismo absoluto, de falta total de valores, pues no existiría capacidad alguna para fundamentarlos. Como se aprecia, aparecen las mismas ideas de Ortega y Gasset, pero expuestas con medio siglo de anticipación. Ahora bien, en la filosofía de Nietzsche no se aporta ninguna propuesta ética que redima al ser humano de sus males, puesto que el superhombre, al imponer su voluntad de poder, conduce al mundo a un desierto moral en el que triunfa el fuerte sobre el débil. También, resulta de sumo interés reseñar alguna de las críticas realizadas por Edmund Husserl, filósofo alemán fundador de la escuela conocida como Fenomenología. En su obra La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, que recoge el contenido de unas conferencias de 1935, escribe: «La forma exclusiva con la cual la concepción del mundo del hombre moderno se dejó, en la segunda mitad del siglo XIX, determinar totalmente por las ciencias positivas y cegar por la “prosperity” a ellas debida, significó un dejar de lado indiferente las cuestiones decisivas para una humanidad auténtica. Ciencias que solo contemplan puros hechos hacen hombres que solo ven puros hechos. El cambio en la estimación pública de las ciencias fue inevitable sobre todo después de la guerra, y, como es sabido, dio lugar, en la generación más joven, a un sentimiento de hostilidad». En estas líneas se expresa bien la pobreza de fundamentos éticos que esconde el corazón de la Modernidad, en este caso en su epígono, el Positivismo. También añade el fenomenólogo alemán: «En la angustia de nuestra vida —oímos decir— esta ciencia no tiene nada que decirnos. Excluye por principio precisamente las cuestiones más candentes para los hombres de nuestra desdichada época, indefensos ante las convulsiones que más afectan a su destino: las cuestiones del sentido o sin sentido de toda esta existencia humana. (...) ¿Qué tiene la ciencia que decir sobre la razón y la sinrazón, y sobre nosotros los hombres como sujetos de esta libertad?». 15

La conciencia subjetiva como fuente de moral: la autonomía absoluta En cuanto al segundo de los postulados fundamentales de la Modernidad filosófica, es decir, la Ética del deber kantiana y el encierro del individuo en la subjetividad de su conciencia, dejándole sin posibilidad real de fundamentar una moralidad que lo cure de la locura de la arbitrariedad, se ofrecen dos censuras para cerrar esta cuestión. La crítica más a mano respecto al sistema teórico kantiano, y también a la moral del deber del pensador alemán, la recojo de Ortega y Gasset. Reproduzco la parte final del ensayo sobre «Kant 1724-1924, Reflexiones de centenario», de su libro Tríptico: No creo que en toda la historia humana se haya ejecutado una inversión más osada que esta. Kant la llama su «hazaña copernicana». Pero, en rigor, es mucho más (…). Kant se revuelve contra toda realidad, arroja su máscara de magíster y anuncia la dictadura. De contemplativa, la razón se convierte en constructiva y la filosofía del ser queda íntegramente absorbida por la filosofía del deber ser. Conocer no es copiar, sino, al revés, decretar. «En vez de regirse el entendimiento por el objeto, es el objeto quien ha de regirse por el entendimiento». Consideraba Platón que el filósofo no es más que un filotheamon, un amigo de mirar. Para Kant el pensamiento es un legislador de la Naturaleza. Saber no es ver, sino mandar. La quieta verdad se transforma en imperativo. Nosotros, gente mediterránea, y por tanto, contemplativa, quedamos siempre estupefactos viendo que Kant, en vez de preguntarse: ¿cómo habré yo de pensar para que mi pensamiento se ajuste al ser?, se hace la opuesta pregunta: ¿cómo debe ser lo real para que sea posible el conocimiento, es decir, la conciencia, es decir, Yo?[2] Y concluye con la conocida cita, celebrada también por su puntada de ironía: «He aquí lo que yo llamo una filosofía de vikingo. Cuando a lo que es se opone patéticamente lo que debe ser, recelemos siempre que tras este se oculta un humano, demasiado humano, yo “quiero”». En otras palabras, además de su falta de conexión con la realidad, el pensador madrileño aclara que, detrás del famoso «yo debo», con el que según Kant los imperativos categóricos ofrecían una ética a la vez autónoma y universal, se asoman los cuernos del «yo quiero», con el que cada uno se justifica y hace lo que le da la gana. Estamos, de nuevo en el superhombre y en el nihilismo moral, dando la razón a las predicciones de Nietzsche. Por último, se añaden como segunda crítica las consideraciones que hace Ortega en este mismo ensayo cuando, antes de exponer las conclusiones reseñadas anteriormente, anota: «Antes de conocer el ser no es posible conocer el conocimiento, porque este implica ya una cierta idea de lo real. Kant, al huir de la ontología, cae, sin advertirlo, prisionero de ella (…). Queramos o no, flotamos en ingenuidad, y el más ingenuo es el que cree haberla eludido». Me parece que son palabras maestras que explican, de una parte, que Kant, aunque cree que parte desde la neutralidad, en realidad lo hace desde una idea del hombre previa (y desde esa idea deduce cómo ese hombre despliega el conocer). En este texto se expone una cuestión crucial: todo pensamiento parte de algunos postulados en los que se apoya y que no puede demostrar, y precisamente por 16

eso son presupuestos, supuestos previos. Y a esto es a lo que llama, no sin cierta belleza, flotar en ingenuidad, en el sentido de que no son demostrables de forma absoluta. O sea, que Kant declaró el fin de la metafísica como conocimiento científico y, para realizar esta afirmación, lo que hizo fue utilizar otra metafísica, la suya. Esta trampa lógica es la que Ortega saca a la luz con brillantez. En definitiva, el edificio intelectual racionalista, construido durante tres siglos sobre muros abstractos, en gran medida desconectado de la realidad, de la vida concreta, apoyado de modo unilateral en el dominio moral de lo subjetivo, se resquebrajó hasta saltar en pedazos. Y por ello, todos los intelectuales en los comienzos del siglo XX estarán obligados a pensar qué ha fallado en la cultura en la que vivían. La reflexión filosófica se cargará de la urgencia por comprender y resolver esta dramática situación: este es el ambiente moral y cultural en el que se encuadran las vidas y obras de las pensadoras que vamos a abordar en los capítulos siguientes.

[1] T. S. Eliot, Poesías reunidas 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid 2006 (2ª), 106. [2] J. Ortega y Gasset, Kant 1724-1924, en Tríptico, Colección Austral, Espasa Calpe, Buenos Aires 1947 (4ª), 99-100.

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2. SIMONE WEIL: EL CORAZÓN QUE SUFRE (París, Francia, 1909 – Ashford, Kent, Inglaterra, 1943)

En 1957 se concedió el Premio Nobel de literatura a Albert Camus, novelista, dramaturgo, periodista y filósofo francés, por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy». Lo primero que hizo tras volver a París fue un gesto simbólico, con el que quería manifestar un profundo reconocimiento. Fue a visitar a la madre de una judía —poco conocida entonces— fallecida catorce años antes, a la edad de treinta y cuatro: Simone Weil. ¿Qué puede ofrecer la vida de esta joven francesa para que el recién laureado novelista, el filósofo del compromiso, realice esta elocuente visita? La respuesta se encuentra en que nadie como Weil ha sabido exponer con su vida y sus escritos que, para comprender un problema moral, hay que comprometerse. En otras palabras, que sin el compromiso y una vida moral que apunte a la excelencia, la reflexión ética es una realidad impenetrable para el filósofo, a pesar de sus buenas intenciones. La prioridad de la persona comprometida respecto a la literatura comprometida resultaba fundamental para Camus. Tal vez por ello realizara aquel gesto tan expresivo en relación con la filósofa parisina. ¿Qué es un genio? Quizás se pueda describir como alguien que posee una inteligencia excepcional unida a una sensibilidad también muy especial, en relación con alguna parcela de lo humano. Así, por ejemplo, donde todos veríamos un simple bloque de mármol, Miguel Ángel Buonarotti intuía la figura que ya estaba dentro, y le quitaba a la piedra, a golpe de cincel, lo que le sobraba. Aparecía entonces la genial obra de arte. La especial sensibilidad de Simone Weil surge de su capacidad excepcional para captar el dolor y el sufrimiento ajeno, hasta sentirlo y comprenderlo como propio, y entonces tratar de remediarlo. Sirva como una muestra de lo afirmado lo que escribe sobre ella Simone de Beauvoir, y que transcribo de sus memorias: Una gran hambre acababa de asolar a China y me habían contado que al enterarse de esta noticia se había echado a llorar: esas lágrimas forzaron mi respeto aún más que sus dotes filosóficas. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. Ya no sé cómo se inició la conversación; declaró en tono cortante que una sola cosa contaba hoy sobre la tierra: la Revolución que daría de comer a todo el mundo. Respondí de manera no menos perentoria que el problema no era hacer la felicidad de los hombres, sino encontrar un sentido a su existencia. Me miró de hito en hito: «Se ve que usted nunca ha tenido hambre», dijo. Nuestras 18

relaciones se detuvieron ahí. Comprendí que me había catalogado: «Una burguesita espiritualista»[1]. [...] Contaban que vivía en una posada de camioneros y que el primer día del mes ponía sobre la mesa su sueldo: cualquiera podía usarlo [...]. Su inteligencia, su ascetismo, su extremismo, su valor, me inspiraban admiración y sabía que, si ella me hubiera conocido, no habría sentido lo mismo por mí. No podía anexarla a mi universo y me sentía vagamente amenazada. Vivíamos a tal distancia la una de la otra que, de todos modos, no me atormentaba demasiado[2]. Algunos ejemplos concretos servirán para profundizar en esta actitud esencial de la intelectual parisina. Así, para comprender mejor el sufrimiento en muchas de sus facetas, y tratar de paliarlo, Weil no cesará en su empeño hasta conseguir trabajar un año en una fábrica como fresadora de una inhumana cadena de montaje; idéntico empeño la conducirá a ser voluntaria en la Guerra Civil española, e ir al frente; o a trabajar como campesina en la vendimia. Por ello, su labor intelectual y sus escritos, además de poseer una gran erudición, tendrán la fuerza de lo vivido en carne propia. Pero no se piense que una persona que conoce y comprende a fondo el dolor nos entregará un pensamiento sombrío y de tonos melancólicos. En este sentido, puede arrojar luz anotar algún aforismo de nuestra filósofa: «La misericordia del hombre no aparece más que con el don de la alegría». Es decir, que sin la alegría, no podemos unirnos al dolor del otro, y quizás no seamos capaces ni siquiera de percibirlo. Aunque también explica que una excepción a esta circunstancia acontece cuando hay que hacer sufrir al que está aprendiendo; aquí, también se obra por misericordia, pero de un modo distinto. La anterior afirmación contiene una idea sugerente: grandes dosis del amor humano necesitan partir de estar alegre para seguir avanzando; o dicho con otras palabras, si no estamos alegres no podemos querer; o para expresarlo finalmente de otro modo: de la persona a la que amamos lo que de verdad necesitamos es verla feliz, y luego vendrá todo lo demás. ¡Cuánta importancia tiene manifestarse habitualmente con alegría como forma primaria de nuestro saber querer a los demás! También Weil dejó escrito: «La inteligencia crece y proporciona sus frutos solamente en la alegría. La alegría de aprender es tan indispensable para el estudio como la respiración para el atleta».

1. Breve reseña biográfica Infancia y encuentro con la filosofía Simone Weil nace en 1909 en el seno de una familia judía liberal, sin casi ninguna práctica religiosa. Su padre es médico; su madre atesora una profunda formación cultural. Tiene un hermano tres años mayor que ella, André, que posee unas dotes intelectuales geniales, y al que admira mucho. De hecho, con el tiempo llegará a ser un matemático de renombre mundial, conocido por sus notables contribuciones a la teoría de los números y a la geometría algebraica, y uno de los fundadores del influyente grupo teórico conocido como Nicolás Bourbaki. 19

Simone y André eran niños normales, aunque con inquietudes sobresalientes en relación a las cuestiones intelectuales, fomentadas por el ambiente familiar. En la biografía sobre Simone Weil, escrita por su amiga Simone Pétrement, se recoge este recuerdo de 1916, cuando la pequeña protagonista casi cuenta con ocho años: «En los dos hermanos se desarrolló una gran pasión por la literatura (…). Empezaron a recitar escenas enteras de Corneille y de Racine, con la particularidad de que, cuando uno de los dos se equivocaba, recibía una bofetada del otro». A efectos de conocer las disposiciones filosóficas que acompañarán toda la vida a la filósofa judía, se recoge el testimonio de una carta autógrafa en la que hace referencia a su adolescencia: «A los catorce años pensé seriamente en morir a causa de la mediocridad de mis facultades naturales (…). No lamentaba los éxitos externos, sino el no poder abrigar esperanzas de acceso a ese reino trascendente (…), en el que habita la verdad. En la palabra verdad englobo también la belleza, la virtud y toda clase de bien». Con estas disposiciones inicia sus estudios para preparar el difícil ingreso en la Escuela Normal Superior, donde estudiará filosofía. Allí, en esa escuela de preparación (Henri IV), recibirá una influencia que marcará su vocación profesional: el encuentro con el profesor Alain (Emile Chartier). Este filósofo dejó una huella muy profunda en el pensamiento de Weil porque, lejos de instruir en la filosofía que había que saber, enseñaba cómo había que abordar las cuestiones filosóficas para acercarse a la verdad, la belleza y el bien. Alain admiraba la filosofía clásica y despreciaba toda abstracción teórica, alejada de la realidad, toda filosofía sistematizada y abstracta, que debía ser secundada simplemente por ser la «filosofía oficial». Alain era un pensador que ponía el acento en la búsqueda del bien, y en la tenencia personal de una voluntad firme, para con ella conquistar una vida virtuosa; en ese sentido, su antropología tenía una carga muy voluntarista, influencia que Simone Weil irá abandonando en su evolución filosófica. En el último y más conocido verso de la pensadora parisina se afirma: «Contemplamos la puerta; está cerrada, inquebrantable. / Fijamos en ella nuestros ojos; lloramos bajo el tormento; / No dejamos de mirarla; el peso del tiempo nos abruma. / La puerta está ante nosotros, ¿de qué nos sirve la voluntad?». Filósofa, sindicalista y pacifista Tras ingresar en la Escuela Normal Superior de París, se licencia en Filosofía. En esta prestigiosa institución universitaria recibió una extensa formación, terminando sus estudios con una importante cultura filosófica y literaria, así como con un dominio perfecto del griego y del latín. Tras licenciarse, trabajará como profesora en un instituto de Bachiller en una provincia del norte de Francia. Allí desarrollará su labor docente, junto con una labor de compromiso con las clases obreras, en aquellos años tan desfavorecidas, con duros horarios de trabajo y condiciones económicas muy injustas. A sus ensayos filosóficos sobre estos problemas irán unidas sus decisiones de no usar calefacción, de no ingerir alimentos que no puedan comer los asalariados de las fábricas, de realizar frecuentes donaciones de ciertas cantidades de su sueldo como profesora para las instituciones de subsidio obrero, etc. 20

En estos años de gran compromiso social Simone Weil nunca se afilió al Partido Comunista, cuya presencia era hegemónica en estos ámbitos, pues comprendió que este partido se apropiaba de las reivindicaciones justas de los obreros, utilizándolas para otros fines distintos. Era frecuente ver a Simone Weil con el periódico L´Humanité —propio de la izquierda revolucionaria— entre sus brazos o encontrarla encabezando una marcha obrera reivindicativa. Se la llegó a conocer como la virgen roja, por su mezcla de pureza moral y compromiso con las clases obreras. Pero al pasar el tiempo, su mente de filósofa y su corazón anhelante de compartir el sufrimiento de los desfavorecidos la llevaron a no saber qué solución se debería proponer para abordar el complejo mundo de las relaciones entre empresarios y trabajadores. No encontraba una explicación teórica para equilibrar el lógico deseo de obtener beneficios económicos por parte de los primeros, y el justo derecho a un trabajo digno por parte de los segundos. Si el binomio se desequilibraba por el lado del empresario, podría darse un capitalismo fuerte que abusara de ese poder y que generara unas condiciones de trabajo poco dignas. Pero, si el desequilibrio ocurría por parte de los asalariados de modo unilateral, estos podrían aprovecharse de las condiciones ventajosas y trabajar poco; en consecuencia, las empresas terminarían por echar el cierre y les dejarían sin empleo. Además, con la creciente industrialización las máquinas resultaban necesarias, pero entonces el trabajo humano se transformaba en una tarea muy impersonal, y el empleado llegaba a ser como una herramienta más en el montaje de producción, que se podría sustituir por otra, como una simple pieza mecánica. La complejidad de estos problemas llevará a Simone Weil a tomar la decisión de ingresar como trabajadora manual en Renault y, más adelante, en una fábrica de montaje en cadena, en la que permanecerá un año trabajando con una fresadora, cobrando un sueldo muy pequeño con el que únicamente se mantendrá. Solo terminará su labor cuando sus condiciones de salud llegaron a ser tan deplorables que no le permitieron seguir con él, y sus padres consiguieron que se tomara un descanso para reponerse física y mentalmente. Corre el año de 1935, o sea que todo este trabajo lo realiza a la edad de veintiséis años. Al poco tiempo, otra fuente de amarguras se entrecruza en la vida de Simone Weil: la guerra. Para una persona que quiere compartir los sufrimientos de los desfavorecidos y, con su vocación y su formación filosófica, pensar y escribir sobre ellos, la Guerra Civil española será una oportunidad para profundizar en esta disposición personal. Nada más comenzar el conflicto armado, cruzará la frontera y, con la excusa de realizar un trabajo como periodista, buscará la manera de instruirse como soldado voluntario. Al final, conseguirá pertenecer a una unidad de primera línea de combate, formando parte de la columna Durruti, de filiación anarcosindicalista. Con esta unidad acudirá a primera línea del frente, pero entonces pisará por descuido una sartén con aceite hirviendo y tendrá que ser evacuada a retaguardia. Quizás esta circunstancia, condicionada por su miopía, salvará su vida. En la biografía de Simone Pétrement se afirma: «Por penoso que fuera el accidente la salvó. En efecto, poco tiempo después, el grupo internacional en el que se había integrado, y que se había hecho más numeroso, fue destrozado en Perdiguera». También le ayudó a sobrevivir el hecho de que sus padres se desplazaran a España en su búsqueda, y dieran con ella tras superar múltiples adversidades. Gracias a que su 21

padre logra atenderla con grandes cuidados, ya que era cirujano, se pudo atajar a tiempo la importante infección de su miembro. Tras esta circunstancia vuelve a su Francia natal. Aprovecha su recuperación para viajar por Italia, y es a finales del año 1938, a la edad de veintinueve años, cuando un sorprendente suceso interior transformará su vida de un modo decisivo. La experiencia interior y los últimos años de vida Para finalizar el relato de la vida de Simone Weil nos servirán sus cartas al Padre Perrin, un sacerdote de Marsella que llegó a ser la persona con la que trató, a fondo y con confianza, todo lo relativo a sus experiencias espirituales. En esta correspondencia, que posteriormente se ha editado con el título de A la espera de Dios, ella misma expone, con la frescura y sinceridad de su pluma, todas estas cuestiones. Se reproduce un párrafo extenso que servirá para conocer de primera mano su bello estilo literario y para acceder a las experiencias interiores de esta filósofa: A los catorce años caí en una de esas situaciones de desesperanza sin fondo de la adolescencia y pensé seriamente en morir a causa de la mediocridad de mis facultades naturales. Las dotes extraordinarias de mi hermano, que tuvo una infancia y una juventud comparables a las de Pascal, me forzaron a tomar conciencia de ellas. No lamentaba los éxitos externos, sino el no poder abrigar esperanzas de acceso a ese reino trascendente, reservado a los hombres auténticamente grandes, en el que habita la verdad. Prefería morir a vivir sin ella. Tras meses de tinieblas interiores, tuve de repente y para siempre la certeza de que cualquier ser humano, aun cuando sus facultades naturales fuesen casi nulas, podía entrar en ese reino de verdad reservado al genio, a condición tan solo de desear la verdad y hacer un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla. Ese ser humano se convierte entonces en un genio, incluso si, por carecer de talento, tal genio pueda no ser visible al exterior. Más tarde, cuando los dolores de cabeza vinieron a añadir a las escasas facultades que poseo una parálisis que enseguida supuse con toda probabilidad definitiva, aquella misma certeza me hizo perseverar durante diez años en unos esfuerzos de atención sin apenas esperanza de obtener resultados. En la palabra “verdad” englobo también la belleza, la virtud y toda clase de bien, de forma que se trataba para mí de una forma de concebir la relación entre la gracia y el deseo. Había recibido la certeza de que cuando se desea pan no se reciben piedras, aunque en aquella época todavía no había leído el evangelio (…). Después del año de estancia en la fábrica, antes de volver a la enseñanza, mis padres me llevaron a Portugal; allí los dejé para ir sola a una pequeña aldea. Tenía el alma y el cuerpo hechos pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta entonces, no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que, por ser mía, me parecía de escasa importancia y que no era, por otra parte, sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y no social. Sabía muy bien que había mucha desdicha en el mundo, estaba obsesionada con ella, pero nunca la había constatado mediante un contacto prolongado. Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró 22

en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, pues había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un ser humano, quienquiera que sea y en no importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresión de que debe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. He recibido para siempre la marca de la esclavitud como la marca de hierro candente que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces, me he considerado siempre una esclava. Con este estado de ánimo y en unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era igualmente miserable, sola, por la noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadores del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos. En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas. En 1938 pasé diez días en Solesmes, del domingo de Ramos al martes de Pascua, siguiendo los oficios. Tenía intensos dolores de cabeza y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; un esfuerzo extremo de atención me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre. Se encontraba allí un joven católico inglés que me transmitió por vez primera la idea de la virtud sobrenatural de los sacramentos, mediante el resplandor verdaderamente angélico de que parecía revestido después de haber comulgado. El azar —pues siempre he preferido decir azar y no providencia— hizo que aquel joven resultara para mí un verdadero mensajero. Me dio a conocer la existencia de los llamados poetas metafísicos de la Inglaterra del siglo XVII y, más tarde, leyéndolos, descubrí el poema del que ya le leí una traducción, por desgracia muy insuficiente, y que lleva por título Amor [3]. Lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Creía repetirlo solamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas recitaciones, como ya le he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó.

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En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios no había previsto la posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios. Había oído hablar vagamente de cosas de ese tipo, pero nunca las había creído. En las Fioretti, las historias de apariciones me desagradaban más que otra cosa, lo mismo que los milagros en el evangelio. Por otra parte, en este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado. Nunca había leído a los místicos porque nunca había sentido nada que me ordenase leerlos. También en las lecturas me he esforzado siempre por practicar la obediencia. No hay nada más favorable al progreso intelectual; en la medida de lo posible, no leo más que aquello de lo que tengo hambre y en el momento en que la tengo, y entonces no leo, devoro. Dios me había impedido misericordiosamente leer a los místicos a fin de que me fuera evidente que yo no había fabricado ese contacto absolutamente inesperado. Sin embargo, todavía rechacé en parte, es decir, rechazó mi inteligencia, que no mi amor. Pues me parecía indudable, y aún hoy lo sigo creyendo, que no se puede resistir demasiado a Dios si se hace por pura preocupación por la verdad. Cristo quiere que se prefiera la verdad, pues antes de ser el Cristo, él es la verdad. Si uno se desvía de él para ir en pos de la verdad, no andará largo trecho sin caer en sus brazos[4]. En relación con esta narración, su biógrafa y amiga personal, Simone Pétrement, añade: «Quedamos aquí asombrados y como suspensos también ante este relato de un acontecimiento que resulta para nosotros impenetrable. Nos sorprende tanto como el acontecimiento le sorprendió a ella». Los últimos años de la vida de Simone Weil se vieron afectados por la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia por las tropas hitlerianas. Por su condición de judíos, sus padres se desplazaron a Marsella, al sur de Francia, y ahí la filósofa pudo trabajar en una granja como viñadora. Por medio del Padre Perrin, vivió un tiempo en la granja de Gustave Thibon, un filósofo francés dotado de un pensamiento original, poco académico, con el que sostuvo interesantes debates intelectuales. En este tiempo vivía en una casita en ruinas, dormía en el suelo y comía poco, para de este modo poder estar unida a la gran cantidad de personas que malvivían en los frentes de guerra. Finalmente la vida de Simone Weil le depara la posibilidad de cruzar el Atlántico para ir a Estados Unidos con la idea de regresar desde allí lo antes posible a la Europa no ocupada. Pronto puede volver a Londres, y desde allí trabajar y escribir de nuevo. Quería que la enviaran a una unidad de enfermeras en la primera línea del frente de guerra, pero era una solución poco práctica y sin ninguna viabilidad. También se dedicó a ofrecer sus ideas y sus escritos para colaborar en la reconstrucción de Europa, cuando llegara el fin de la Guerra Mundial. Pero su frágil salud, junto con su voluntaria mala alimentación, contribuyeron a que enfermara de tuberculosis, y a la edad de treinta y cuatro años murió sola, sin su familia. Fue enterrada en el cementerio de Ashford, en las afueras de Londres, en la sección destinada a los católicos, pues en varias ocasiones había manifestado su deseo de recibir el bautismo cuando la muerte estuviera muy próxima.

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2. La filosofía de Simone Weil: la gravedad y la gracia Simone Weil parte de una formación filosófica marcada por la huella de su maestro Alain, el cual concedía mucha importancia a la voluntad. Este pensamiento ético, recibido de su admirado profesor, se podría resumir en que cada persona debe poseer una voluntad fuerte, y con ella pelear por un mundo justo, superando las dificultades y poniéndose al lado de los vencidos. Pues bien, estos planteamientos iniciales voluntaristas serán modificados hasta establecer un pensamiento original, personal, en el que subyacen sus experiencias vitales y profundas reflexiones e intuiciones fecundas. En primer lugar, a raíz de su experiencia tras su año en la fábrica —en un trabajo duro, impersonal—, Weil escribe, en carta a un amigo dirigente sindicalista, que se suscitó en ella «lo que menos hubiera podido esperarme: la docilidad. Una docilidad de animal resignado. Me parecía haber nacido para esperar, para recibir, para ejecutar órdenes — como si toda mi vida no hubiera hecho otra cosa—. No me siento orgullosa de confesar esto». La conclusión extraída le produce asombro, en primer lugar, a ella misma, pues jamás hubiera suscrito este postulado de partida, sino que más bien hubiera pensado en sentido contrario. Así pues, el papel teórico de la voluntad se ve menguado en la experiencia real de trabajadora en una cadena de montaje que roza lo infrahumano. También resulta sorprendente la sinceridad de sus escritos en relación con sus experiencias en la Guerra Civil española, cuando anota que «los crímenes me horrorizaban, pero no me sorprendían; percibía en mí misma la posibilidad de cometerlos. Más aún: era esa percepción la que me causaba horror». En la citada biografía de Pétrement se recoge: «“No debías sentirte muy a gusto”. Y ella contestó: “pues sí, lo estaba, y es que en esos momentos todo parecía natural”». Por eso, en el poema antes citado escribe: «¿de qué nos sirve la voluntad?». Ella comprueba en su propia experiencia que, arrastrada por la desdicha social, puede llegar a funcionar como animal dócil o como alguien capaz de cometer vilezas morales. Por consiguiente, sin despreciar o no considerar el papel de la voluntad, intuye que la acción humana dependerá más de una gracia con la que superar la fuerza de la gravedad —más adelante se explicará el contenido filosófico que Weil da a este término—, que del puro y simple ejercicio de la propia y sola voluntad. Su biógrafa escribe: «Hablamos de Alain. Seguía profundamente apegada a su persona, pero pensaba que a su doctrina le faltaba algo. “El error de Chartier (Alain) —me dijo— es haber rechazado el dolor”»[5]. Para profundizar en el pensamiento de Simone Weil me serviré de la exposición de Begoña Eguiluz, en su artículo «Simone Weil: la vida como metáfora». En dicho escrito se expone que para la pensadora francesa: La filosofía es, como para los antiguos griegos, tarea de dilucidación de aquello que, de verdad, es. Un quehacer que, como entendía Platón, orienta la totalidad del ser humano, no solo su alma, hacia lo que, traspasando la pura apariencia, entronca firmemente en la realidad. Dos fuerzas reinan en el universo: la luz (la gracia) y la gravedad. En esta frase tan breve se condensa su intuición filosófica fundamental: la gravedad es el movimiento propio de lo material (un movimiento hacia abajo), la ley que rige el movimiento de los cuerpos. Es también la característica esencial del modo de ser en el mundo, es 25

decir, de la existencia. La gravedad es lo propio de la naturaleza. En el mundo todo está sometido a las condiciones de este movimiento incluso la materia psíquica del ser humano. La gravedad es, por decirlo de otra manera, el otro nombre de lo que desde antiguo la filosofía llamó necesidad. Este concepto apunta a todo aquello que no puede ser de otro modo y que, por consiguiente, puede existir solamente de un modo. Lo real necesario (lo existente en el mundo) expresa así el encadenamiento de causas y efectos a lo que lo existente no puede sustraerse de ninguna manera. A este concepto fundamental se asocia el de fuerza; el aspecto que la necesidad adopta en el marco de las relaciones humanas, ese elemento que, a lo largo de la historia, resulta siempre necesariamente vencedor, puesto que traduce en el plano de lo humano ese movimiento ciego y mecánico que es el propio de la naturaleza. El concepto contrario al de gravedad lo constituye eso que Weil llama luz (gracia). Este movimiento se asocia con el ascendente. El movimiento propio de las alas. Aquello capaz de elevar lo pesado, de hacer ascender lo grave, contraviniendo, así, el movimiento hacia abajo, propio de lo material. El pensamiento de Simone Weil fluye impulsado por el motor de conceptos contrarios como los que acabo de nombrar. Pero esto no significa dualidad simple ni maniqueísmo. Así como las alas son capaces de elevar el cuerpo todo, la gracia es capaz de elevar lo material transfigurándolo. La gracia no hace desaparecer la necesidad propia de lo existente, no elimina la fuerza, pero sí puede conseguir una operación aparentemente contradictoria; que la materia «deje de ser lo que es sin dejar de ser». Es decir, se eleve hasta otro plano más allá de lo natural. Esta operación es algo que ocurre única y exclusivamente en el interior del ser humano al que se entiende como puente de unión de ambos polos, gravedad y gracia. El ser humano pues, se constituye en el único «lugar» en que se hace perceptible lo que existe en el mundo y, a la vez, lo que aquí en el mundo existe «solo como ausencia». Lo humano es, pues, el espacio de la experiencia tanto de la necesidad y con ello, de la impotencia, como de la libertad, entendida como la capacidad de orientar su alma, única forma de libertad accesible al ser humano según la filósofa, hacia la ausencia de lo que se siente como una dolorosa y permanente hambre que el alma se niega a pretender saciar con lo que no es sino ilusión de alimento. Es el hambre de bien-belleza y verdad absolutos. El alma bien orientada se negará a satisfacer esa alma con sucedáneos, o, al menos, tomará conciencia dolorosa de que estos no son sino falsos alimentos, de que en este mundo no es posible encontrar el alimento que sacie, de verdad, esa hambre. Es esta orientación del alma la que hará posible la apertura hacia la gracia. El amor, como dirección, es lo que hace posible la actuación de la gracia. Solo entonces podemos evitar trasmitir el mal necesario. Sucede esto cuando en una situación de clara desproporción de fuerzas, el fuerte es capaz de tratar al débil como a un igual. Hace posible también que en situación de desgracia, el ser humano no sea destruido y no se vuelva, así, un cooperador necesario del mal respondiendo a la ley por la cual «Uno devuelve lo que recibe», de acuerdo a la «ley de la gravedad». Solo el amor puede impedirlo. 26

En resumen, Weil, al igual que sus admirados filósofos griegos estoicos, subraya la importancia de entender que la vida humana conlleva hacer algunas cosas, junto con el padecer otras muchas. Los griegos, afirma la filósofa francesa, captaron de lleno el núcleo de la vida humana al comprender que nuestra patria es nuestro destierro, y que, por tanto, hay que construir la vida contando con ello, sin engaños y sin decepciones cuando el destino, la gravedad, impone su ley y comprobamos la dureza de su fuerza. Quizás se perciba mejor esta cuestión recapacitando sobre el contenido de esta sentencia de Simone Weil, en la que se condensa mucha experiencia personal: «La capacidad de prestar atención al que sufre es muy rara y difícil; es casi un milagro; es una capacidad que casi ninguno de los que creen tenerla la tiene en realidad».

3. Pensar con Simone Weil El pensamiento de Simone Weil nos puede servir para reflexionar sobre el obrar ético personal y, por tanto, para lograr también la plenitud vital que todos deseamos. Como ya se ha sugerido, puede ayudarnos a valorar la dimensión pasiva del ser humano, y realizar una mirada sobre esta cuestión, que a la Modernidad filosófica le pasó prácticamente inadvertida. La aceptación La persona tiene que desplegar su libertad, y nadie es feliz si no actúa libremente. Pero la libertad humana tiene dos caras, como un Jano bifronte: una es la libertad de elegir, y otra la libertad de aceptar. Y tal vez, esta segunda actividad sea la más decisiva —por más frecuente— en el orden de nuestra felicidad. ¡Qué importante es comprender que en la vida humana hay que aceptar, como decisión libre, muchas circunstancias que no podemos cambiar! (El concepto de gravedad de Simone Weil viene aquí como de la mano). Entonces, al superar nuestra desdicha, se puede desplegar la gracia para con los demás, percibir sus dolencias y atenderlas. También trataremos de cambiar estas circunstancias, pero desde su aceptación, y en el tiempo en que ello sea posible. Por el contrario, si no aceptamos las situaciones que la gravedad nos impone —aunque en el momento parezcan duras o injustas—, estaremos en la situación que hoy se describe como la de una persona que se encuentra quemada. El que no acepta con realismo la dureza de la vida, con el paso del tiempo se va decepcionando —en el fondo, al comprobar el peso de la gravedad—, va perdiendo sus sueños, y acumula un cinismo cada vez mayor. Lógicamente, no percibirá la llamada del dolor ajeno y no podrá ejercer la gracia con los demás. La atención «Una condición de la extrema belleza es la de estar casi ausente, o por la distancia o por la fragilidad. Los astros son inmutables, pero están lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi destruidas». Otra de las conclusiones que podemos obtener de esta reflexión sobre la pasividad que conlleva el vivir humano, es la que encierra esta 27

proposición de Simone Weil: la belleza solo se revela a la persona que vive con atención. O visto desde el polo contrario: el frívolo, el superficial, el precipitado, el que pierde mucho tiempo, tal vez gastando muchas horas en el entretenimiento proporcionado por una televisión banal, o leyendo revistas insustanciales, nunca se verá enriquecido por la belleza. A este respecto puede resultar sugerente la siguiente historia real. En Nueva York se realizó un experimento, aprovechando que un célebre músico celebró un concierto de violín que resultó extraordinario, y que además fue ejecutado con un maravilloso stradivarius. Al artista le propusieron que tocara esas mismas piezas en el metro de Nueva York al día siguiente, pero disfrazado con ropas andrajosas de mendigo. Estuvo toda la mañana, recogió unos treinta dólares y solo dos personas se pararon a escuchar más de un minuto. Al terminar, relató que estaba impresionado porque había recibido una lección impagable: lo extraordinario puede estar pasando a nuestro lado y podemos no darnos cuenta si nos falta ilusión, capacidad de fijar la atención para descubrirlo. El compromiso «La experiencia de lo trascendente es algo que parece contradictorio, y sin embargo lo trascendente solo puede conocerse por contacto, puesto que nuestras facultades no pueden elaborarlo», escribe Simone Weil, y en este aforismo se esconde un filón para abordar las verdades de orden artístico, ético y religioso; en otras palabras, aquellas verdades que trascienden al hombre, pero que le resultan fundamentales. Estas verdades no se pueden asaltar activamente, sino que se nos dan pasivamente cuando nos ponemos en contacto con ellas por medio de nuestro compromiso. De nuevo, se nos ofrece otra consecuencia importante, nacida de la comprensión de la persona como ser pasivo. Entre las realidades que enriquecen al ser humano y lo trascienden se pueden señalar las siguientes: el amor; la amistad en sus diferentes formas; la plenitud que se obtiene cuando uno realiza una acción generosa respecto al prójimo; la experiencia estética que nos hace presentir la eternidad y nos deja rebosantes de gozo, de tal forma que desearíamos paralizar ese instante; la experiencia de lo religioso, de la cercanía de un Dios amado, que le da sentido al dolor, a la muerte, etc. Una última e importante consecuencia se puede extraer en relación a su conocimiento: no se puede esperar a comprenderlas totalmente y a priori, y desde ese dominio actuar en consecuencia; sino que, primeramente, hay que comprometerse con decisión personal —ejercer la gracia para romper el círculo de la gravedad—, y contactar con ellas a través del compromiso, sin tener aún la experiencia suficiente. A partir de ese contacto gratuito, entonces sí que nos llenaremos del contenido enriquecedor de estas verdades trascendentes, comprendiéndolas ahora a posteriori. (Un pensador español, Rof Carballo, las denomina con el término de realidades mensajeras, que puede resultar clarificador). A modo de ejemplo, sirva el siguiente. Si alguien decide asistir a un asilo y participar en una actividad de voluntariado ejerciendo la gracia —colocándose en el lado de las víctimas, se podría decir con el lenguaje de esta pensadora—, al principio no se posee la experiencia ética de gozo. Tal vez en estos primeros momentos de servicio a los 28

ancianos se sienta desagrado, repulsión ante los malos olores, etc. —el peso de la gravedad sin ninguna piedad, de nuevo en la terminología de Weil—. Pero será por este contacto realizado por donación generosa, por el que la gracia ejercida hará llegar a nosotros el éxtasis de la experiencia ética: una profunda felicidad invadirá nuestra vida, sin que por ello hayamos dejado de sentir el peso de la gravedad (los enfermos siguen oliendo mal, no son agradecidos cuando les hacemos algunas curas y se quejan, etc.).

4. Conclusión final Si hubiera que realizar un comentario crítico en torno a la obra de Weil, se podría señalar que su pensamiento queda condicionado por su excesiva dependencia respecto de las categorías de la filosofía platónica. Quizás este comentario solo puede ser comprendido por algunos lectores con más conocimientos filosóficos. Pero para el objetivo de este trabajo la cuestión no resulta de mucha importancia, pues aquí no se pretende aumentar la erudición filosófica, sino facilitar la tarea de aprender a pensar con un poco más de profundidad. En este sentido, la actitud de Simone Weil resulta ejemplar, y muchas de sus intuiciones se muestran muy fecundas. ¿Cómo se entiende que sus treinta y cuatro años de existencia hayan dejado una huella tan profunda? Acaso la explicación se encuentre al aplicarle —eso sí, literalmente— lo que escribe José Luis Martín Descalzo, en el libro Despierte el alma dormida, donde relata, a propósito de un verso del poeta cubano Nicolás Guillén, lo que le parece un programa de vida plena: Ardió el sol en mis manos, que es mucho decir; ardió el sol en mis manos y lo repartí, que es mucho decir. Y añade el escritor español unas palabras que me parecen la mejor manera de resumir la vida de nuestra pensadora: «Efectivamente, es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa (…). Solo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas. Porque tienen luz, porque sus almas están llenas y despiertas». Tal vez Simone Weil posea bastante de santa, de genio y, desde luego, mucho de gran amante. Estas cualidades son el tesoro con el que se enriquece el corazón que sufre con los demás.

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[1] S. de Beauvoir, Memorias de una joven formal, Pocket Edhasa, Barcelona 1989, 242. [2] S. de Beauvoir, La plenitud de la vida, Edhasa, Barcelona 1980, 139. [3] He aquí el poema de George Herbert, en una traducción que me han hecho: El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba, culpable de polvo y de pecado. Pero el Amor que todo lo ve, observando mi entrada vacilante se acercó hasta mí, diciéndome con dulzura: ¿hay algo que eches en falta? Un invitado, respondí, digno de encontrarse aquí. Tú serás ese invitado, dijo el Amor. ¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado! yo no puedo ni mirarte. El Amor tomó mi mano y replicó sonriente: ¿quién ha hecho esos ojos sino yo? Es cierto, señor, pero yo los ensucié; que mi vergüenza vaya donde se merece. ¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha tomado sobre sí la culpa? ¡Mi amado! Entonces, podré quedarme... Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis manjares. Así que me senté y comí. [4] S. Weil, A la espera de Dios, Trotta, Madrid 2009 (5º), 38-42. [5] En mi opinión, este olvido del dolor —de la experiencia del dolor en la propia vida— quizás sea una carencia del pensamiento de otros muchos filósofos.

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3. MARÍA ZAMBRANO: EL CORAZÓN QUE RECIBE (Vélez, Málaga, España, 1904 - Madrid, España, 1991)

«Porque hay música que llega sola, hay música que sale ella solita en el silencio, que brota como una flor increíble, como una flor impensable, como una flor sin programa, sin forma». En esta declaración de María Zambrano se encuentra resumido el núcleo de su pensamiento. En general, la filosofía ha buscado razonar activamente para comprender lo humano. Pues bien, ella parte de esta genial intuición: el conocimiento humano consiste en abordar la realidad con la razón, pero también es necesario saber recibir pasivamente en el silencio del corazón. Con otras palabras, si solamente se concibe el saber como actividad —como habitualmente han hecho los filósofos—, el hombre pierde esos tesoros de conocimiento que han recibido los poetas y los artistas, los cuales han sabido escuchar en lo hondo del corazón. A este mundo de sabiduría, que tiembla indefinido sobre nosotros, y que han sabido recibir los poetas y los contemplativos de todos los tiempos, María Zambrano lo denominará «lo divino». Y nos explicará cómo en ese aprender a conjugar lo activo —la razón— y lo pasivo —la recepción de lo divino—, nos jugamos la comprensión de la existencia en su plenitud, la felicidad. El hombre y lo divino, escrito en 1955, resulta el libro fundamental para la comprensión de la antropología de la filósofa española. De la tierra, de lo que el hombre puede hacer, al cielo, a lo divino, a lo que el hombre debe recibir: esa es la trayectoria esencial del pensamiento de Zambrano, como ella misma describe de un modo bello en una entrevista: «Y el movimiento, mi primer viaje, fue en los brazos de mi padre, que yo, claro, no sabía que era mi padre —era ello, eso, yo que sé, algo maravilloso—; y me llevaba desde el suelo hasta arriba, hasta la rama del limonero —él era muy alto—; y ese subir y bajar, ese ir hacia arriba y volver a descender fue mi primer, y yo diría esencial, viaje entre todos». A partir de estos presupuestos, nos ofrece una filosofía llena de originalidad, con la que dotar a la cultura europea de recursos y herramientas éticas para superar la crisis moral que la sacude, y a la que ella siempre se refiere con el término de la «crisis de Occidente». La filósofa española supo analizar magistralmente esta crisis de Europa y el fracaso de los sistemas filosóficos deshumanizados, dominantes en grandes parcelas de la cultura del siglo XX. Pero lo más sorprendente tal vez sea que, junto a estos juicios teñidos de dramatismo, Zambrano nos aporte un modo de entender a la persona que la capacita para superar dicha coyuntura. Para ello se apoya en esta nueva comprensión de 31

la racionalidad, la razón poética —la razón que actúa y el corazón que recibe—, repensando el hombre a partir de una mirada de piedad y esperanza. Esto le lleva a ofrecer una visión positiva, en un intento que podría describirse como hacia un saber sobre el alma, como tituló un célebre trabajo suyo. Otro de sus libros llevará por título Claros del bosque, palabras que por sí mismas nos ofrecen otra metáfora central en su pensamiento: hay que razonar, adentrarse en el bosque, pero también encontrar un claro en el que puedan entrar los rayos de sol, la claridad de la sabiduría que se recibe en el corazón cuando existe una mirada entrañable sobre lo real. Así, como en un proyecto de ida y vuelta, penetramos en y somos penetrados por las verdades artísticas, las éticas y las sagradas. Y estas realidades nos ofrecen una certeza que no podemos definir en su totalidad, pues sus contornos no se nos manifiestan de forma absolutamente inequívoca, como han pretendido muchos filósofos. Son conocimientos ciertos, pero se acompañan de un halo de claroscuro, de indefinición. Las metáforas de la aurora, en la que se empieza a ver sin la claridad del mediodía, junto con otras imágenes, como la del sueño, el delirio, el exilio, las ruinas y los signos, son muy propias de ese saber sobre el alma, tan característico del universo filosófico de la pensadora malagueña.

1. Breve reseña biográfica María Zambrano nace en 1904 en Vélez, un pueblo de la provincia de Málaga. Su padre, don Blas, es hombre de gran cultura y ejerce como profesor de Instituto. Pronto se trasladan a vivir a Segovia, donde este participa activamente en círculos intelectuales del mayor nivel cultural. Gran amigo de Antonio Machado, ambos fundan la Universidad Popular, en la que invitan a personajes de la talla de Unamuno, d’Ors o León Felipe. La infancia y primera juventud de María se nutren en un ambiente que favorece el desarrollo de una esmerada vida intelectual. En 1920 se matricula en Madrid y estudia Filosofía y Letras. Al año siguiente tiene la intención de vivir en la Residencia de Señoritas que dirige María de Maeztu, pero cae enferma y se frustra el proyecto. Así, en el corto espacio de tiempo comprendido entre los años 1924 a 1926, en que la familia Zambrano ya se ha trasladado a Madrid, cursa todas las asignaturas de su carrera. Asiste a clases en la Universidad Central de la capital de España, en la que imparten las materias profesores de la talla de Xavier Zubiri —del que se hace amiga—, García Morente, Gaos, Julián Besteiro y Ortega y Gasset. Tras unos meses de desánimo en relación a la filosofía y a la vida universitaria, se plantea hacer la tesis sobre el filósofo Spinoza, proyecto que nunca finalizará. Participa activamente en la vida social y política madrileña. De nuevo cae enferma, esta vez de tuberculosis. A principios de 1930 trabaja como profesora de Instituto y es nombrada profesora auxiliar de Historia de la Filosofía de la Universidad Central de Madrid. Esto le lleva a conocer muy de cerca y a admirar el pensamiento intelectual de Ortega. También continúa con su participación en diversas iniciativas políticas. Desde muy joven, Zambrano empieza a sentirse incómoda en relación al pensamiento de Ortega, del que, por otra parte, se reconoce discípula. Es conocida la anécdota de 1934 —ella cuenta con treinta años—, en la que le entrega el ensayo Hacia un saber 32

sobre el alma para que lo publique en la Revista de Occidente. A don José no le gustó el enfoque, y recibió una reprimenda. «Aunque haya recorrido mi pensamiento lugares donde el de Ortega y Gasset no aceptaba entrar, yo me considero su discípula», escribió en el libro que publicaría años después, con el mismo título del ensayo. Como es sabido, Ortega definió su pensamiento con el término de la razón vital, para subrayar la necesidad de conectar el pensamiento a la vida, a la realidad radical de mi vida: salvar la circunstancia, saber a qué debo atenerme, pensar para vivir mi vida concreta, circunstanciada, mi yo y mis circunstancias. De todos estos planteamientos parte Zambrano, y el punto de arranque de su filosofía lo debe a su maestro, pero ella va más allá, pues además de este esfuerzo activo por razonar, intuye que el alma debe apresar pasivamente todo lo divino que, de alguna manera, se encuentra como flotando intemporalmente. Posteriormente, le irá dando forma filosófica a esa intuición primordial y terminará por designarla como «razón poética», cuando vaya puliendo su vocabulario filosófico. Pero su germen ya se encontraba en la pensadora de treinta años que abandonaba la redacción de la Revista de Occidente con lágrimas en los ojos, al darse cuenta del alejamiento de su maestro, como consecuencia de caminar por la senda de sus propias intuiciones intelectuales. A partir de aquí la biografía de la filósofa malagueña se solapa con los dramáticos sucesos que surcan la historia de España: la Guerra Civil, en la que militó activamente en el bando republicano, junto con su marido Alfonso Rodríguez Aldave (del que más adelante se separó, hacia 1960). En plena Guerra Civil realiza un viaje a Chile, donde su marido es nombrado embajador, pero, sabiendo que la guerra está perdida, decide regresar. Al finalizar la contienda bélica con la derrota republicana, la filósofa tendrá que atravesar la frontera española por Francia, con su madre y su hermana, y vivir momentos duros cargados de inseguridad respecto al futuro. Comienza ahora la dolorosa experiencia de un largo exilio: Francia, México, Cuba, Puerto Rico, Italia y Suiza fueron los países en los que vivió hasta su definitivo regreso a España en 1984. Durante este tiempo escribió numerosas obras y trató a gran número de intelectuales. Fueron tiempos duros de pobreza económica, soledad, inseguridad, incomprensión y desarraigo. Solo al final de su vida recibió múltiples premios y reconocimientos. Entre ellos, destacan el premio Príncipe de Asturias de Humanidades y Comunicación en 1981, y el máximo galardón de las letras en lengua castellana, el premio Cervantes, en el año 1988, siendo además la primera mujer en recibirlo. Falleció en Madrid en 1991 y está enterrada en el cementerio de su pueblo natal, en Vélez.

2. La razón poética Un modo sencillo para conocer a los maestros de Zambrano consiste en fijarse en a quién se dirige con el tratamiento de don. Ella siempre reconocerá a «don Antonio Machado» y a «don Miguel de Unamuno», y, después de su fallecimiento, le repondrá el «don» a Ortega y Gasset, pues por motivos distintos a los puramente filosóficos se lo había retirado. Como es sabido, Ortega, que fue muy influyente para la instauración de la Segunda República en España, no tuvo un comportamiento activo en pro de la causa republicana durante la Guerra Civil española, quizás al atisbar el peligro de 33

manipulación totalitaria que subyacía ahora bajo esta causa. Este hecho alejó mucho a la joven e impulsiva Zambrano de su admirado maestro, pues ella no comprendió la actitud pasiva del intelectual madrileño. Si hubiera que escoger un poema para indagar sobre la influencia de don Antonio Machado respecto de la pensadora malagueña, sin dudarlo, elegiría el poema LXXXVIII de Las soledades: Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. En estos versos, el poeta de Castilla asocia la sabiduría con la música que llega como el sonido de la lira inmensa, como un eco del saber eterno del sembrador de estrellas, de lo divino. Este conocimiento es, por tanto, algo pasivo, intemporal, no bien definido, algo que no se alcanza solo con la razón activa. Esta influencia es muy clara en lo que, mas adelante, Zambrano denominará como la razón poética. De 1966 transcribo un texto de María Zambrano recogido en el libro La dama peregrina, de Rogelio Blanco, que ahora se entenderá bien: «Alienta en el fondo del corazón de cada ser viviente una llamada envuelta en el silencio, necesitada de voz y de palabra. Hay seres que atraviesan su vida mudos, pues al no ser proferida, esta llamada retiene las palabras más verdaderas, las más decisivas, las que podrían cambiar la suerte de estos seres». También se puede rastrear la influencia de Unamuno en el pensamiento de la filósofa malagueña. Para el rector de Salamanca, razón y corazón forman un binomio cuyas conexiones lógicas no logra dominar con lo que él entiende como categorías estrictamente racionales. A Unamuno el corazón le hace sentir la necesidad de la pervivencia eterna, pero con su razón no logra esgrimir un razonamiento lógicodeductivo que explique de modo razonado e irrefutable ese sentir del corazón. Esto le desgarra, y le lleva a ese descoyuntarse tan propio del sentimiento trágico unamuniano. A pesar de su gran capacidad intelectual, no puede dominar racionalmente esta cuestión de un modo que la resuelva del todo. Por eso abandona la filosofía, donde no consigue progresar, avanzar con razonamientos, y se expresa con poesías, en las que puede sortear las dificultades entre el sentir y el razonar, ofreciendo en ellas sus sentimientos paradójicos. Pues bien, este será el problema que Zambrano tratará de resolver, uniendo corazón y razón en el concepto de razón poética, o razón misericordiosa, mediadora. Pero la influencia filosófica más importante, sin duda, le llegará de su maestro don José Ortega y Gasset. Este catedrático supo formar a los alumnos de la Universidad Central en un nivel filosófico excepcional. Además, les llevó a comprender las insuficiencias del idealismo y del positivismo, que, apoyados en abstracciones, habían abandonado el mundo de la vida real. El raciovitalismo orteguiano ponía el acento en la realidad radical de mi vida. Esta era la tierra prometida del filósofo, la realidad que se podía conocer y la que le permitía la tarea de emprender una reforma del pensamiento. A este modo de unir razón y realidad, apoyado en el conocimiento de mi vida, Ortega lo 34

llamará razón vital, y desde ella irá construyendo un nuevo universo filosófico que será del que parta María Zambrano: la vida que tenemos que completar porque se nos da sin realizar; la vida que, al no estar hecha, conlleva necesariamente dramatismo; vivir que es convivir, porque no existe el yo aislado; la vida que debe ser vivida construyendo un proyecto, una vocación, y que por ello encierra esfuerzo por ser sí mismo; el ser humano singular, que necesita pensar en las circunstancias concretas para saber a qué atenerse en sus decisiones. Todos estos desarrollos, y otros muchos, de los que está impregnada la mirada filosófica de la pensadora malagueña, los debe a la huella que dejará en ella el filósofo madrileño. A partir de este suelo intelectual, la aportación de María Zambrano consistirá en avanzar hasta lugares por los que no había transitado su maestro. Y esto desde bien temprano, aunque al principio lo afronte con una terminología poco definida. Ella, quizás ayudada por su condición de mujer, y por las aportaciones de Machado y Unamuno, sumará a la razón vital la recepción de lo pasivo, la mediación de ese algo divino que se recibe en el corazón. Esta es la clave, el núcleo del pensamiento zambraniano. Para avanzar un paso más en la comprensión de la razón poética, quizás sea interesante remontarse hasta la Ilustración, donde culmina el racionalismo cartesiano en el pensamiento de Emmanuel Kant. Para muchos pensadores, esta filosofía idealista es la que se hace pedazos, en sus planteamientos éticos, en el momento en el que los países nacidos de la Ilustración terminan desangrándose en la Primera Guerra Mundial. En este momento histórico de crisis y revisión se enmarca el original desarrollo antropológico de la pensadora española. Como es conocido, el intento de las críticas de Kant se encamina a dilucidar las condiciones de posibilidad de entender la filosofía como Ciencia. En la Crítica de la Razón pura, Kant resuelve esta cuestión con una respuesta negativa. Así, una vez que la especulación metafísica se desliga del mundo de la Razón pura —al no ser posible su abordaje como Ciencia—, Kant encuentra una solución anclando el mundo ético a la Razón práctica. En ella existen unos deberes morales que imperan sobre nuestro actuar ético concreto, impidiendo —así lo pensaba Kant— el relativismo moral. Una pregunta, quizás anacrónica, pero no por ello carente de interés especulativo, podría ser la siguiente: ¿qué hubiera ocurrido si en lugar de plantear la Ciencia —y su metodología— como el ideal de conocimiento, y estudiar entonces las condiciones de posibilidad de equiparar Filosofía y Ciencia, se hubiera propuesto el Arte —y el lenguaje de la creatividad— como el ideal, y a partir de ahí se hubiera profundizado hasta sus últimas consecuencias en el estatuto de conocimiento racional de lo filosófico, equiparándolo entonces a lo artístico? Quizás esto es lo que genialmente haya realizado María Zambrano, algo más de un siglo después del intento de Kant. Zambrano, al equiparar el estatuto de conocimiento de lo artístico a lo filosófico —con su objetividad y con su subjetividad, con sus límites claros para los que saben escuchar, y oscuros para los que se cierran al misterio, con su síntesis de conocimiento y de amor —, nos abre de nuevo la posibilidad de recuperar la razón en relación a la vida ética, nos descubre un nuevo modo de usar la razón, más cercano a la complejidad de lo real. A la vez, nos posibilita una comprensión más consciente del propio carácter limitado de la 35

razón, que ya no es todopoderosa, que se mueve en el claroscuro, en el delirio, en la luz de la aurora, pero que nos da conocimiento cierto, que nos saca de la oscuridad del relativismo a la que nos llevó la decepción final de la filosofía moderna con su confianza absoluta en la Razón, la Ciencia y el Progreso. Razón mediadora, razón entrañada, razón poética. Ella nos libera de los delirios perversos de una razón todopoderosa que terminará en fracaso. Se trata de desafiar los diseños arquitectónicos de la razón, que llevan a un narcisismo en el que se sueña con la emancipación del hombre, con la utopía del progreso indefinido. En definitiva, apostar por una razón que no olvida que el hombre debe descubrir y aceptar al otro como compañero, como prójimo compañero, ante el que ya no hay solo razón, sino también recepción de su mensaje amoroso. Razón que se junta con ética, y esta ética no oye únicamente a nuestro razonar en solitario: razón polifónica. A este planteamiento se le puede describir como una ampliación de la razón, y supone una nueva y más profunda comprensión de la racionalidad humana.

3. Pensar con María Zambrano Es el momento de obtener algunas consecuencias éticas al considerar la vida humana desde esta antropología, al comprender lo humano analizándolo desde la razón poética de María Zambrano. Este enfoque posibilita conjugar elementos que, a primera vista, parecen contrapuestos, como la intrínseca insuficiencia humana y una mirada de piedad y esperanza sobre el mundo. Además, esta mirada con confianza, desde el bien, empuja ahora a la acción humana a la búsqueda de la excelencia ética. Delirio y destino: comprender la insuficiencia humana Una consecuencia concreta del binomio delirio/destino, que da título a uno de los muchos libros escritos por la intelectual malagueña, se puede ofrecer en forma del siguiente aforismo: en el presente no podemos comprender qué nos está sucediendo. Se quiere señalar con esta afirmación que la vida humana es parcialmente comprensible, pero en gran parte impenetrable, para cada uno de nosotros, pues se nos escapa la importancia futura de muchos de los sucesos del presente. Por tanto, la existencia humana comporta dramatismo ante un transcurso incierto que desconocemos. En este sentido, la María Zambrano comprendió bien la importancia del pensamiento cristiano para el desarrollo de Europa, pues con su confianza en un Dios providente ha dotado de esperanza a la acción del hombre, superando el fatalismo de otras concepciones del mundo. A la vez, esta confianza en el destino no ofrece sin más una seguridad completa. El ser humano se mueve siempre entre la niebla, en el delirio, pues aunque desearía asir un futuro que le fuera transparente, dominable, exacto, sabe que eso no lo alcanzará de un modo pleno. Comprender que el transcurso de la vida humana se mueve en estos parámetros, es importante para no problematizar en exceso los propios sucesos biográficos, aun cuando estos sean difíciles de asumir. También para no culpabilizarse en exceso o para no tratar de entender siempre lo que nos ocurre, pues, como se ha expuesto, esto no está del todo 36

en nuestras manos. Quizás, de la aceptación de esta insuficiencia, nace la búsqueda de Dios, «haciendo presentir un más allá del reino temporal que conocemos, o damos por conocido más bien», escribe Zambrano en Claros del Bosque. De esta circunstancia se comprende la experiencia religiosa como algo que desborda del hecho mismo de ser persona, de su necesidad de comprenderse a sí misma en su insuficiencia existencial, y no como una superestructura impuesta. Nuestra radical dependencia de los demás La antropología de Zambrano alcanza una gran hondura al abordar intelectualmente la conjunción entre la libertad y el amor. Con fuerza expone que si se ejerce la libertad como algo absoluto se llega a lo que describe como asfixiar el amor. Es decir, nos explica que nuestra libertad es una libertad vinculada, que solo se puede ejercer cuando libremente nos comprometemos por amor. Entonces ejercemos la libertad real. En Persona y Democracia, una obra temprana en el trabajo de la filósofa, ya se encuentra esta afirmación explícita: «El trato con los demás define el carácter social, de un ser que necesita vincularse». «Como si la libertad no fuese sino esa posibilidad, el ser posible que no puede realizarse, falto del amor que engendra. “En el principio era el verbo”, el amor, la luz de la vida, la palabra encarnada, futuro realizándose sin término. Bajo esa luz, la vida humana descubría el espacio infinito de una libertad real, la libertad que el amor otorga a sus esclavos», escribe en El hombre y lo divino. De nuevo, aparece la plenitud de la libertad entendida como donación pasiva que se da a los que son como súbditos del amor, a los que saben amar. Libertad y amor van de la mano, se podría resumir. Si se enfrentan entre sí, o van cada uno por su cuenta, se desintegran la una y el otro. Zambrano supo exponer con mucha claridad un profundo error, fruto de considerar al hombre ideal como aquel que se ha emancipado de todo compromiso, tan frecuente en muchos planteamientos filosóficos europeos nacidos de la Ilustración. Denominó pseudolibertad a la situación subsiguiente a la ausencia de vínculos que sigue a esa independencia, que no libertad verdadera. Con agudeza explica la filósofa que esta situación es como el lado negativo de la libertad. Así, cuando se separa la ética del amor, cuando se desconecta el ejercicio de la libertad de nuestra radical dependencia de los demás, se llega a planteamientos morales construidos sobre una mirada muy pobre en relación a lo humano. Y sobre este concepto erróneo de la libertad se asienta gran parte del diagnóstico de María Zambrano en relación a la crisis moral que sacudía a la sociedad de su tiempo. Con palabras de la obra citada, afirma: «De nuevo se encuentra el hombre encadenado a la necesidad, mas ahora por decisión propia y en nombre de la libertad: ha renunciado al amor en provecho del ejercicio de una función orgánica; ha cambiado sus pasiones por complejos, pues no quiere aceptar la herencia divina creyendo librarse, por ello, del sufrimiento, de la pasión que todo lo divino sufre entre nosotros y en nosotros». La libertad del corazón

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De nuevo toma la palabra la pensadora española: «Pues el amor que integra la persona, agente de su unidad, la conduce a su entrega; exige hacer del propio ser una ofrenda, eso que es tan difícil de nombrar hoy: un sacrificio. Y este abatimiento que hay en el centro mismo del sacrificio anticipa la muerte. El que de veras ama, aprende a morir». En definitiva, expone Zambrano que, para que el corazón esté en disposición de percibir ese algo divino, se necesita aprender a morir a sí mismo o, con palabras de nuestra autora, esa donación de lo divino solo la reciben «los que viven moralmente, solo moralmente». Una consecuencia directa de lo expuesto es la siguiente: la ética depende, y no en escasa medida, de la perfección del sujeto moral. Si este lleva una vida imperfecta o egocéntrica, no podrá percibir lo divino y, en consecuencia, sus juicios éticos nacerán distorsionados, frutos ácidos de la desesperanza o del resentimiento. El pensamiento de María Zambrano es radicalmente antropológico, y por ello no obvia la intrínseca insuficiencia que conlleva toda existencia humana, la vida del «rey mendigo de la creación». Pero en su filosofía late un fondo de esperanza, y aquella posibilita una ética optimista, auroral, como han señalado numerosos autores. Quizás este logro lo posibilite su clarividencia al hablar de sacrificio, de compromiso, para que el agente moral consiga no ser dominado por sus pulsiones, por sus vicios, y pueda tener dominio de sí, de sus pasiones. «El centro de gravedad de la persona se ha trasladado a la persona amada primero, y, cuando la pasión desaparece, quedará ese movimiento, el más difícil, de estar “fuera de sí’”. “Vivo ya fuera de mí”, decía Santa Teresa». Quien habla de luchar para dominar las pasiones, será quien luego ofrezca un pensamiento preñado de principio a fin de piedad y esperanza.

4. Conclusión final Para finalizar el estudio acerca de la antropología de María Zambrano se hará referencia a la idea que aborda en La confesión: género literario, donde expone que la vida es una pesadilla si no se da respuesta a las cuestiones esenciales, entre ellas a la inevitabilidad de la muerte. El pensamiento último también fue una realidad sobre la que ella dirigió su mirada atenta de filósofa. Para ahondar en este tema transcribo de la poeta polaca recientemente fallecida Wisława Szymborska, premio Nobel de Literatura de 2006, el poema «Entrevista con Átropos», del libro Dos puntos. Estos versos de sabor estoico —de algún modo, muy cercanos al mundo intelectual de María Zambrano—, se pueden leer también como un relato dialogado. Para su mejor comprensión, conviene conocer que en el mundo griego clásico se personalizaba al destino, y a estas personalizaciones se les daba el nombre de Moiras. En la época romana posterior se las llamó Parcas, que quizás sea un nombre más conocido para nosotros. Iban vestidas con túnicas blancas y su número llegó a fijarse en tres. Las Moiras controlaban el destino, el hilo de la vida de todos los mortales, desde su nacimiento hasta la muerte. Cuando fueron tres se llamaban: Cloto (hilandera), que hilaba la hebra de la vida desde su rueca hasta su uso; Láquesis (la que echa a suertes), que medía el hilo de la vida de cada persona con su vara de medir; y Átropos 38

(inexorable, o literalmente «que no gira»), que cortaba con sus tijeras la hebra de la vida, eligiendo la forma en la que moría cada persona. Entrevista con Átropos (Wisława Szymborska) «¿La señora Átropos? Sí, soy yo. De las tres hijas de la Necesidad tiene usted fama de ser la peor. Qué exageración, poeta mía. Cloto hila el hilo de la vida, pero es un hilo frágil, no es difícil cortarlo. Láquesis determina su longitud con una vara. No son precisamente angelitos. Pero es usted quien tiene las tijeras. Y ya que están, hago uso de ellas. Veo que incluso ahora, mientras estamos hablando... Soy adicta al trabajo, es mi naturaleza. ¿No se encuentra usted cansada, aburrida, somnolienta, al menos por la noche? ¿No, seguro que no? Sin vacaciones, sin fines de semana, sin celebrar las fiestas, o como mínimo con unas pequeñas pausas para fumar. Tendría trabajo pendiente y eso no me gusta. Un celo incomprensible. ¿Y ninguna prueba de reconocimiento, ningún premio, ninguna distinción, trofeo, medalla? ¿Ni siquiera unos diplomas enmarcados? ¿Como en la peluquería? Gracias, pero no. ¿Le ayuda alguien? ¿Si es así, de quién se trata? Graciosa paradoja. Precisamente vosotros, mortales. Diversos dictadores, numerosos fanáticos. Pero no soy yo quien los anima. Son ellos los que se apresuran a poner manos a la obra. Seguramente se alegra con las guerras, son una gran ayuda. ¿Alegrarme? No conozco ese sentimiento. 39

Y no soy yo quien conduce a ellas, no soy yo quien dirige su curso. Pero reconozco que sobre todo gracias a ellas puedo estar al día. ¿No le dan pena a usted esos hilos cortados demasiado pronto? Más cortos, menos cortos, solo hay diferencia para vosotros. ¿Y si alguien más fuerte quisiera quitársela a usted de en medio e intentara jubilarla? No entiendo. Habla más claro. Preguntaré de otra manera: ¿tiene usted un Superior? ... Otra pregunta, por favor. No tengo más preguntas. En ese caso, adiós. O para ser más exactos… Lo sé, lo sé. Hasta la vista». (Traducción de Abel A. Murcia Soriano)[1] María Zambrano evita la creación de un sistema filosófico cerrado y ofrece un universo de sugerencias veladas, de categorías alusivas en las que la persona ocupa la parte central: el ser humano que razona activamente y el alma que recibe de los demás. Como recoge María Teresa Russo, en su ensayo «El recorrido de la interioridad en la antropología de María Zambrano», del libro Propuestas antropológicas del siglo XX (II): «su pensamiento tiene un amplio aire metafísico y se coloca en las antípodas de la actual filosofía de la deconstrucción. Es este uno de los secretos del atractivo que sus textos ejercen, sobre todo, en los lectores jóvenes en búsqueda de una filosofía que no eluda los grandes interrogantes y no se refugie en abstractas disputas académicas». En ese mismo libro se aporta una cita de la filósofa malagueña en la que ella misma nos explica el secreto de su filosofía: «El filósofo es el que no habiendo conseguido lo que Josué, detener el sol, sabiendo ya que el sol no se detiene, quiere adelantarse a su curso y así, si no logra pararle, logra, al menos, lo que es decisivo, ir delante. Estar ya allí, cuando él llegue». Esta es la sabiduría del corazón que recibe y que se transmite con la pasión propia de alguien que no se para hasta conseguir lo imposible, detener el sol en su curso: hacia un saber sobre el alma.

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[1] W. Szymborska, Dos puntos, Ediciones Ígitur, Tarragona 2011 (2ª), 56-59.

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4. EDITH STEIN: EL CORAZÓN QUE AMA (Breslavia, Alemania (hoy Polonia), 1891-Auschwitz, 9 de agosto de 1942)

En el libro de prosa poética de Luis Cernuda titulado Ocnos, se encuentra un pasaje, «La Poesía», cuya lectura trasmite una profunda emoción, porque refleja una experiencia común, pero de difícil comunicabilidad: todos —alguna vez en la vida, al menos— nos damos cuenta de que existe algo místico que nos desborda, que nos trasciende. El poeta sevillano lo expresa así: En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música. ¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso. Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía. En el libro El verdadero rostro de Edith Stein, su biógrafa Waltraud Herbstrith resume la actitud filosófica de nuestra autora con unas palabras que se aproximan a lo narrado por el poeta andaluz, cuando afirma que el núcleo de su pensamiento fue «la pregunta por lo eterno que brilla en las cosas». También la propia filósofa alemana afirmará en su escrito autobiográfico Estrellas amarillas que descubrió «un ámbito de fenómenos que en lo sucesivo ya no podían seguir pasando desapercibidos para mí». Y esto la llevará a afirmar que «las limitaciones de los prejuicios racionalistas cayeron sin yo saberlo». En definitiva, la exploración filosófica de la apertura a los fenómenos trascendentes como la empatía, los valores espirituales o la experiencia religiosa conforman el fondo de la filosofía de Edith Stein. A través de una reflexión sobre aquello que forma parte real de nuestra vida, y que a la vez la trasciende, buscará la verdad sobre el ser humano. Esta es la esencia de su proyecto filosófico. 42

De esta manera, Edith Stein se propone superar el racionalismo explorando el mundo del corazón, el alma, lo espiritual que conlleva el ser persona, ese universo menos definido pero fundamental para la vida humana. En otras palabras, quiere comprender a fondo cómo es la constitución interior del ser humano. Y se aprecia que avanza filosóficamente por un camino paralelo al de las autoras estudiadas previamente —María Zambrano y Simone Weil—, partiendo en su comienzo de la escuela fenomenológica, que a continuación se abordará en una breve síntesis. Para exponer la antropología de esta pensadora, analizaremos primeramente la filosofía de sus maestros, Edmund Husserl y Max Scheler; posteriormente se expondrán su biografía y pensamiento; y, por último, se intentarán obtener algunas consecuencias éticas prácticas.

1. Edmund Husserl y la fenomenología En los años 1900 y 1901 se publican los dos tomos de las Investigaciones lógicas de Edmund Husserl, en las que este autor inicia un nuevo modo de pensar que rompe con la filosofía de corte racionalista de los últimos tres siglos. Esto supone el hallazgo de un nuevo lenguaje filosófico que explica la ciencia filosófica partiendo desde un punto de vista original. La clave es la búsqueda de una base objetiva en la que apoyar la filosofía de un modo que no dependa de la subjetividad, de la conciencia, como lo hacía toda la filosofía de corte moderno, idealista-positivista. Para ello habría que encontrar una base incuestionable, algo sobre lo que no se pueda ir más atrás; y ese punto de apoyo es el fenómeno, como objeto intencionalmente distinto del que percibe. El fenómeno es el darse cuenta en cuanto darse cuenta de la cosa misma, pues más atrás ya no nos sería posible ser conscientes, y por tanto no podríamos ir más allá. Por eso esta escuela se llamará la Fenomenología. Husserl ofrece un método para efectuar, con un gran esfuerzo intelectual, una descripción objetiva de los fenómenos tal como nos aparecen, haciendo una epojé — realizando una reducción—, que consistirá en poner entre paréntesis todos los juicios adquiridos previamente, para así poder describir el fenómeno en toda su pureza y de un modo objetivo. Después de este gran trabajo metódico se estaría en condiciones de captar la esencia objetiva de los fenómenos. Como se aprecia, en este modo de proceder filosófico se parte de una actitud de búsqueda de la verdad y supone un cambio de perspectiva filosófica en relación al idealismo subjetivo, porque se pretende «volver a las cosas mismas», por utilizar la expresión del propio Husserl. Este planteamiento era revolucionario porque suponía afirmar que lo fundamental estaba fuera del sujeto, de la conciencia, frente a lo que sustentaba la filosofía hegemónica desde el siglo XVII, de cuño racionalista. «El espíritu encuentra la verdad y no la produce», sentenciaba Husserl. Afirmaciones como esta aportaban una verdadera renovación y así era vivida por los filósofos que se desplazaban a la Universidad de Gotinga, formando lo que se conoció como el círculo de Gotinga. En su autobiografía Estrellas amarillas, Edith confirma esta idea anotando que «todos los jóvenes fenomenólogos éramos realistas convencidos». 43

Ahora bien, a pesar de esta intención inicial, la evolución posterior de Husserl lo condujo hacia un enfoque idealista, pues, en el fondo, el asiento fundamental de su filosofía no se apoyaba en la realidad objetiva del ser fuera de la conciencia, no se afianzaba en una mirada sobre las cosas tal como son. En el fondo le faltaba una confianza firme en la capacidad del ser humano para llegar a la verdad de las cosas con firmeza realista. Por tanto, su pensamiento necesariamente derivará hacia el idealismo no realista. En ámbitos filosóficos, se lo suele denominar como el segundo Husserl, para diferenciarlo del primer Husserl de las Investigaciones Lógicas. Y esta circunstancia, que aquí no podemos sino anotar sin más detención, llevó a Stein a abandonar su trabajo como asistente del renombrado filósofo, pues sus caminos intelectuales sencillamente se habían ido separando.

2. Max Scheler y el mundo de los valores «La primera impresión que Scheler producía era fascinante. Nunca se me ha vuelto a presentar en una persona el puro fenómeno de la genialidad. Desde sus grandes ojos azules trasparecía el brillo de un mundo superior», anota en su autobiografía Edith Stein en relación a Max Scheler, al que tuvo ocasión de escuchar al poco de llegar a la Universidad de Gotinga. El filósofo de Munich, Max Scheler, es conocido como el otro gran pensador de la escuela fenomenológica. Su tarea filosófica más original fue la de ofrecer una teoría ética novedosa, la ética de los valores, expuesta en su obra más famosa: El formalismo en la ética y la ética material de los valores (1913-1916). Para resumir su fondo filosófico se transcribe un texto del libro Cuatro filósofos en busca de Dios, de Alfonso López Quintás: Scheler vio con claridad que los fenómenos de rango superior solo pueden ser conocidos por el hombre que se abre a ellos con sencillez y con amor. Antes de poder ver el bien hay que aprender a quererlo. La moral y el conocimiento van entrelazados. El que ama los valores agradece que se le ofrezcan como un don. El hombre altanero que se cree autosuficiente es corroído por el resentimiento ante los valores que le superan. El resentimiento ciega para los valores, baja el nivel de creatividad de los pueblos, disminuye su poder de discernimiento y convierte a «la mayoría» en criterio de acción y moralidad. A través del estudio del resentimiento Scheler hizo un diagnóstico extraordinariamente lúcido del hombre moderno y de la crisis de la vida contemporánea. Pero ¿cómo liberarnos de la carcoma del resentimiento? La única salida airosa frente a aquello que nos supera es el amor. El hombre que ama es agradecido. El agradecimiento es el polo opuesto al resentimiento. El amor a lo más alto y perfecto abre al hombre al mundo de los valores, porque los ve como campos de posibilidades de autorrealización. El que ama los valores por lo que son en sí no teme entregarse a aquello que le supera[1]. En este mismo libro se añade una afirmación que voluntariamente se reseña por separado por su importancia: «Este mundo rebosante de valores es el que constituye a la persona». En esta afirmación de Scheler se encuentra una de las aportaciones 44

fundamentales para la búsqueda intelectual de Edith Stein, pensadora que trata de conocer la estructura interna de la persona. Por fin se topa con alguien de gran talla filosófica que profundiza sin reparos sobre estos asuntos, ofreciendo rigurosas exposiciones intelectuales, y que no obvia las cuestiones del alma, las del corazón espiritual. En el fondo, estas son las preguntas que ella desea abordar en profundidad, los temas que intuye de algún modo, y los asuntos que no puede eludir si quiere ser fiel a sí misma en su búsqueda de lo verdadero.

3. Breve reseña biográfica Edith Stein nace en 1891 en la ciudad alemana de Breslavia, cerca de la frontera con Polonia (hoy esta población pertenece a ese país), en el seno de una familia judía, y es la más pequeña de once hermanos, aunque en los primeros años de matrimonio fallecieron cuatro hijos. Al poco tiempo fallece su padre con solo cuarenta y ocho años, y su joven madre queda al cargo de siete hijos y del negocio de una maderería. Edith no tenía aún dos años de vida. Así pues, la infancia de la futura filósofa estará marcada por estas circunstancias dramáticas. Narran los biógrafos de Stein que, tras unos primeros tiempos de carácter vivo, a la edad de siete años se transforma en una niña callada y soñadora, con tendencia a un cierto aislamiento. Además, desde muy joven destaca por su gran inteligencia. No era especialmente religiosa, aunque sí disciplinada y con autodominio moral. Con catorce años y medio sorprende a todos el que Edith declare que quiere dejar los estudios, siendo, como se ha dicho, una alumna muy dotada. Quizás en ello influya el desmoronamiento de la fe judía de su infancia, junto a la crisis de la adolescencia. Por este motivo la enviarán a la ciudad de Hamburgo, para ayudar a una hermana mayor en las tareas domésticas; su escolaridad quedará interrumpida durante ocho meses. Después de este periodo, siguiendo el consejo materno, continúa con sus estudios y, con ellos, aparece en su interior algo que nunca la abandonará: la inquietud por la verdad. Tal vez sustituyó la fe infantil por esta búsqueda, como sugiere su biógrafa Herbstrith. A los veinte años terminó el bachillerato y se planteó ingresar en la Universidad, pues quería ser maestra. Ingresa entonces en la Universidad de su ciudad natal, Breslavia, para estudiar materias que la capaciten para ejercer el Magisterio. Se matricula en Historia y Lenguas Germánicas, pero también asiste a clases de Psicología. De fondo, su verdadero interés se concentra en comprender el fundamento y el sentido de la existencia humana. Piensa que en la disciplina de la Psicología puede hallar respuestas, pero queda muy decepcionada. Como recoge la biógrafa citada, «se encontró con un método científico– natural, mecanicista, que pretendía demostrar que no hay alma». Pero entonces llega a sus manos un libro que transformará su vida: las Investigaciones Lógicas de Husserl. A partir de ahora tiene claro que su futuro será cambiar de universidad, para conocer y trabajar con el autor de esa obra. «Tenía 21 años y estaba llena de expectación por lo que vendría… ¡La querida y antigua Gotinga! Creo que solo quien haya estudiado allí entre 1905 y 1914, el breve apogeo de la escuela fenomenológica de Gotinga, puede calibrar lo que para nosotros se 45

esconde en ese nombre», narra autobiográficamente en el libro Estrellas amarillas, con frases que contagian emoción, aun con la distancia de los años. A pesar de las lógicas dificultades, la madre por fin consentirá en separarse de su hija, y entonces empezará la aventura filosófica de Edith Stein. Aquí conocerá a muchos grandes intelectuales, y llegará a ser asistente de Husserl, e incluso le seguirá cuando este se traslade a la Universidad de Friburgo. Con este maestro escribirá su tesis doctoral sobre el concepto de empatía. La influencia más importante durante estos años, desde el punto de vista personal, será la de Adolf Reinach, filósofo asistente de Husserl, que fue quien la introdujo en el círculo de fenomenólogos. Lo que le impresionaba de Reinach era, además de su profunda bondad, su dedicación y generosidad, pues se ocupó de ella durante muchas horas hasta lograr introducirla en la fenomenología, logrando que se liberase de prejuicios y que realizase la apertura a los fenómenos sin resentimientos que pretendían los fenomenólogos. «Lo que Scheler enseñaba, lo vivía Reinach», afirma Herbstrith. Durante la estancia en Gotinga comienza la Primera Guerra Mundial, y Edith Stein interrumpirá todos sus estudios para colaborar como enfermera voluntaria. Por esta tarea recibirá la Medalla al Valor, y estas circunstancias tan peculiares le confirmarán en su convicción de que «lo último no es el conocimiento, sino la entrega personal», como reseña de nuevo Herbstrith. También en este tiempo ocurre un doloroso episodio de importancia crucial en la vida de la pensadora de Breslavia: la muerte en el frente de Adolf Reinach. Edith teme la reacción de su joven mujer, Ana, de la que era amiga personal. Pero observa algo que la sobrecoge y que le produce una impresión muy fuerte: la aceptación serena de la muerte de su marido. Encontró a una mujer con paz, con una honda confianza, que casi era alegría, y que era consecuencia de su fe en Cristo (Reinach y su mujer se habían convertido al cristianismo al poco tiempo de empezar la guerra). Para una fenomenóloga, buscadora de la verdad, abierta a los fenómenos, esto no podía dejar de interrogarla de un modo fuerte. «Porque ¿qué fin tiene este horror si no conduce a los hombres más cerca de Dios?», había escrito Adolf Reinach a su mujer en una carta durante la conflagración mundial. Y esto es lo que iba a ocurrir en el caso de su amiga Edith. De este modo, se va acercando a una profunda transformación religiosa. Tras seguir a Husserl hasta la Universidad de Friburgo, y trabajar como su asistente durante dos años, decide dejar al maestro, pues no puede acompañarlo en el curso idealista hacia el que conduce su filosofía. Por tanto, en 1919 vuelve a su ciudad natal y sigue meditando en su conversión religiosa. Lee a Kierkegaard, pero no le satisface. En 1921 Edith se encuentra en la finca del matrimonio Conrad Martius, acompañándoles en unos días de descanso. Allí, una tarde de verano, escoge un libro de la librería de sus amigos, aprovechando que estos no están en casa[2]. El título es Vida de Santa Teresa de Jesús. Al término de su lectura, que le ocupará toda la noche, exclama: « ¡Aquí está la verdad!». A partir de aquí, la vida de Edith Stein gira en torno a su conversión y su deseo de recibir el bautismo. A su vez, enseguida comprende que su decisión supondrá algo muy cruel para su madre, pues para una judía piadosa, como lo era Frau Stein, este hecho constituía una traición a sus más arraigadas tradiciones.

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El 1 de enero de 1922 Edith Stein recibe el bautismo en la Iglesia Católica, a pesar del sufrimiento y la incomprensión de su familia. La hasta ahora judía será acompañada por su madrina de bautismo, su amiga la filósofa evangélica Hedwig Conrad-Martius, en un acto muy ecuménico. Desde este momento, Edith abandonará su idea natural del matrimonio, porque sintió que su vida sería para consagrarla a Dios como monja de clausura. Cuando fuera posible, porque no veía preparada a su madre para un segundo golpe de este tipo. Además, comienza el estudio de la filosofía escolástica, en especial los escritos de Santo Tomás de Aquino, e intenta realizar una obra en la que pretende realizar una síntesis entre la filosofía escolástica y la fenomenología. Como resultado de este trabajo escribirá Ser Finito y ser eterno, su obra magna, en la que desarrollará una metafísica inspirada en la filosofía de Santo Tomás y la fenomenología de Husserl. Mientras, abandonará la universidad y se dedicará durante siete años a dar clase a alumnas de bachiller en un colegio de religiosas en Espira. Más adelante, entre 1930 y 1933, realizará un intento de habilitación universitaria, y de esta época proceden muchas de sus conferencias sobre temas relacionados con la mujer, así como una serie de charlas que luego reunirá en una obra publicada póstumamente con el título de La estructura de la persona humana. Pero el aire social alemán se enrarece y comienzan las humillaciones de los judíos. Esto le impedirá cualquier posibilidad de ingresar en algún puesto universitario: años atrás no había podido acceder a este trabajo por su condición de mujer y ahora se lo impedía su raza judía. Entonces aprovechará esta circunstancia para retomar la idea de ingresar en un monasterio. Su decisión supuso un profundísimo dolor para su madre. Así, en 1933 —con cuarenta y dos años de edad—, la prestigiosa filósofa ingresa como postulante en el carmelo de la ciudad de Colonia, con el nombre de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Allí siguió escribiendo algunas obras de tipo filosófico. En 1935 falleció su madre, la cual, en los últimos meses de su vida, ya había empezado a contestar las cartas de su hija con breves saludos. Al año siguiente, una hermana de Edith, Rosa, se convirtió a la religión católica. Como si fuera el guión de una novela, se dio la coincidencia de que, por una caída de una escalera, Edith está fuera del convento reponiéndose en un hospital. Por esta circunstancia, podrá hablar largas horas con su hermana para fortalecerla; además, obtendrá permiso para asistir a su ceremonia de bautismo. En diciembre de 1938, Edith es trasladada al carmelo de Echt, en Holanda, donde parecía que podía estar a salvo de la persecución judía, que en Alemania se había endurecido. Pero, con ocasión de la pastoral de los obispos holandeses contra la deportación de judíos llevada a cabo por los nazis, es arrestada por la Gestapo junto con su hermana Rosa —que ahora trabajaba como portera en el convento—, y llevada con otros cristianos conversos del judaísmo al campo de concentración de Amersfoort, y dos días más tarde al de Westerbork (Holanda). A los pocos días es enviada al campo de exterminio nazi de Auschwitz. Allí murió, el 9 de agosto de 1942, en una cámara de gas letal, junto con su hermana Rosa, ofreciendo su vida a Dios como víctima por su pueblo judío.

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Cuando fue detenida estaba concluyendo un libro sobre san Juan de la Cruz, que dejó casi terminado. Su título parece profético: La ciencia de la cruz. En sus primeras páginas recogió una sola estrofa del místico castellano, de su poema La noche oscura, cuya lectura impresiona, porque unos meses después la vivió en su propia muerte: ¡Oh noche, que guiaste!, ¡oh noche amable más que el alborada!, ¡oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada! Con mucha frecuencia en poesía se utiliza la noche como metáfora de la muerte. Aconsejo sustituir la palabra «noche» por «muerte» y «amado» por «Dios», y volver a leer el poema: quizás así es como vivió Edith el fin de su vida en la cámara de gas del campo de concentración de Auschwitz.

4. La filosofía de Edith Stein Se ha suscitado un interés creciente por la obra de Edith Stein en los últimos años, pues sus aportaciones habían quedado amortiguadas durante algún tiempo por dos circunstancias. La primera es el hecho de que su biografía nos lleva a fijar más la atención en su vivir que en su pensar. Tiene su lógica, pues en su vida concurren muchos de los grandes desafíos del siglo XX: su participación en el feminismo incipiente, su sufrimiento por las consecuencias de las utopías colectivistas (el nazismo, el racismo antijudío), formar parte de una corriente filosófica que renovó el pensamiento decimonónico, su conversión religiosa…, son algunas de las facetas vitales de esta autora que no dejan de suscitar una admiración creciente, pero que pueden ocultar — involuntariamente— su dimensión de pensadora con ideas propias. La segunda causa de por qué el pensamiento filosófico de Stein ha pasado algo inadvertido es la de que su obra intelectual se podría calificar como un pensamiento interrumpido. Efectivamente, con inmensas dotes filosóficas y con intuiciones propias muy sugerentes, en su vida se fueron truncando los diversos caminos de investigación filosófica emprendidos. En primer lugar, cuando es ayudante de Husserl, este deriva hacia el idealismo y Edith decide abandonarlo porque sus puntos de vista se han distanciado. Después, intentará optar a una cátedra pero le será negada por su condición de mujer. A partir de ahí, tras su conversión, abandonará el ambiente universitario y se dedicará a la enseñanza preuniversitaria durante varios años. Cuando por fin cambia la legislación y se permite a la mujer el acceso a la docencia universitaria, se topará con el impedimento de su condición judía. Entonces ingresará en un convento de clausura, donde seguirá con su dedicación a lo filosófico, pero lógicamente desconectada del mundo de la investigación universitaria de primer nivel. Por todo ello, su pensamiento se puede calificar como iniciador. Sus intuiciones abren caminos fecundos y constituyen un fundamento para la reflexión contemporánea en la que han ido profundizado otros autores. Por tanto, además de subrayar su actitud de

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apertura ante la verdad, sin la cual lo demás no hubiera aparecido, para comprender mejor su obra se la puede dividir en filosófica, pedagógica, psicológica y religiosa. En el campo filosófico, Stein es una referencia de la escuela fenomenológica, aunque con el matiz especial de que en toda su investigación siempre trasparece «a lo que siempre, en todos mis trabajos posteriores, me he dedicado: la construcción de la persona humana». En especial, su estudio sobre la empatía como vía de conocimiento resulta muy original. Quería comprender qué ocurría en una comunidad, como la establecida en la Universidad de Gotinga, en la que a veces se entendían sin decir palabras. No es difícil darse cuenta de que estas cuestiones conectan con desarrollos posteriores como, por ejemplo, los ofrecidos sobre inteligencia emocional, que han sido desarrollados muchos años después. También, tras su conversión religiosa, tradujo al alemán diversas obras, como por ejemplo las Quaestiones disputatae de veritate de Tomás de Aquino que, aún a fecha de hoy, siguen siendo la traducción de uso habitual en esa lengua. Además, abrió un camino fecundo: el intento de trazar puentes de unión entre la filosofía tomista y los puntos de vista fenomenológicos. Su obra Ser finito y ser eterno, trata de ser una síntesis entre el conocimiento tomista y el método de ahondar en la experiencia humana propio de la escuela fenomenológica. Este camino ha sido explorado por otros pensadores en el siglo XX, entre ellos Karol Wojtyla, el futuro Juan Pablo II[3]. De sus desarrollos pedagógicos llama la atención que siempre subraye que la educación debe servir a la persona y, por ello, dependerá de que la antropología sobre la que se parta apunte hacia la comprensión de lo personal por encima de toda otra cuestión (lo biológico, lo político, lo social, etc.). Además, también afirma el derecho inalienable de la familia a educar a los hijos, que precede a cualquier otro derecho, al de la comunidad y al del Estado. También es llamativo el gran respeto de Stein a la interioridad de los alumnos, y su mirada de confianza en ellos. En La estructura de la persona humana, escrito en el curso 1932-33, anota: «Hemos de tener en cuenta especialmente el carácter misterioso de la individualidad. Tampoco debemos olvidar que con cada generación aparece algo nuevo, no enteramente comprensible para la generación anterior (…). El educador necesita comprender el alma infantil. Pero solamente el amor y un respeto lleno de reverencia, que no intenten abrirse paso violentamente, podrán acceder a lo que encuentran cerrado». Quizás la influencia de mayor calado en relación al pensamiento de Edith Stein se encuentre en el campo de la psicología, donde la huella dejada por esta pensadora llega a nuestros días (psicología fenomenológica). Su libro La estructura de la persona humana sigue siendo una fuente de ideas sobre la persona y su estructura interna —sobre sus mecanismos psicológicos—, con las que se intentan superar la visión mecanicista del ser humano. El análisis de Edith Stein realizado en esta obra sobre el conocimiento propio, la libertad interior y la unión de entendimiento, voluntad y afectividad; su estudio sobre la influencia de las relaciones interpersonales, sin las cuales la persona no se entiende a sí misma; junto con su comprensión de la importancia de los valores trascendentes en la vida de una persona, han hecho de esta filósofa una fuente de inspiración e influencia de una importancia creciente.

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Además, esta judía, filósofa, monja y mártir fue beatificada por Juan Pablo II en Colonia, el 1 de mayo de 1987. Posteriormente, el mismo pontífice la canonizó el 11 de octubre de 1998, en la Basílica de San Pedro en Roma. El 12 de julio de 1999 la declaró patrona de Europa. Su fiesta se celebra en la Iglesia católica el 9 de agosto, el mismo día del calendario en el que murió en la cámara de gas del campo de concentración. Sus obras de carácter religioso, entre las que destaca La ciencia de la cruz, siguen siendo fuente de meditación para la comprensión de la vía mística de acceso a lo sagrado. También fue la primera traductora del inglés al alemán de autores de creciente importancia doctrinal y religiosa como el cardenal Newman.

5. Pensar con Edith Stein Algunas cuestiones resultan sugerentes para meditar a partir de las intuiciones planteadas por esta filósofa, unas de tipo más teórico y otras de consecuencias más prácticas. Los diferentes lenguajes de lo real La apertura sin prejuicios ante la realidad puede resultar un punto de partida para tratar esta cuestión. Me parece interesante subrayar la gran variabilidad de lo real, que roza la infinitud. Quizás nadie lo haya expresado de modo más certero que T. S. Eliot en este verso: «La especie humana / no puede soportar demasiada realidad». Estas palabras encierran una consecuencia importante: los diferentes tipos de realidad deben ser explorados con herramientas intelectuales distintas. Sin esta actitud se acaba por estar casi ciego ante lo real y se malogra la apertura a los fenómenos propuesta por el método fenomenológico: el mundo artístico, las cuestiones científicas, las relaciones interpersonales o la parapsicología son realidades totalmente reales, pero que hablan lenguajes enormemente diferentes. Por eso deben ser abordadas con una metodología apropiada a la realidad concreta en la que se quiere penetrar. Por el contrario —quizás por simplicidad—, el ser humano tiende a forzar con un método único el acceso a toda la realidad, pensando que así la domina. Y este asunto posee una gran relevancia debido a sus consecuencias a la hora de entendernos a nosotros mismos y al mundo real que nos envuelve. Un ejemplo que puede resultar clarificador, porque inmediatamente pulveriza las categorías habituales de clasificar lo real, lo puede ofrecer el mundo de la parapsicología. Aunque en este campo abunde la confusión, e incluso haya servido para manipular a personas débiles, su realidad no puede ser cuestionada. En España, por ejemplo, un referente ineludible ha sido durante muchos años un sacerdote católico, conocido como el Padre Pilón[4], nada sospechoso de querer confundir a nadie con irracionalismos. Me parece interesante reproducir algunas declaraciones suyas en torno a la parapsicología, recogidas en el libro Más allá de la muerte, de José Luis Olaizola, en el que narra algunas cuestiones banales y otras de mayor entidad: —No, solo sentí curiosidad. Siempre he sido bastante curioso. Me habían contado experiencias de gente que encontraba agua con una varita, y me dije: «A ver si sirvo yo 50

para eso». Tomé dos ramitas de avellano, las até por la punta, y me fui al patio interior que estaba sobre los depósitos subterráneos. Ponerme sobre ellos y comenzar a dar respingos la varita fue todo uno. Pensé: «Esto funciona». Quise asegurarme, tomé una tiza y tracé sobre el suelo un rectángulo que resultó ser de catorce por ocho, todavía me acuerdo de las medidas exactas, que era el espacio en que las vibraciones eran más intensas. Luego me fui donde el hermano coadjutor, encargado del mantenimiento de las instalaciones del edificio, quien me confirmó que los depósitos del agua tenían exactamente esas medidas. —¡Qué emoción!, ¿no? —le animó. —Qué emoción, o qué lata. Porque desde entonces me convertí en san Antonio bendito; cada vez que se perdía algo en el colegio, una pluma, un libro, cualquier objeto, decían: «A ver, que lo busque el hermano Pilón.» — ¿Cómo? ¿Es que también encontrabas plumas? —Claro —me dice con la paciencia de quien tiene que repetir siempre lo mismo ante gente indocta y, quizá, desconfiada—. La radiestesia es la ciencia o el arte de localizar todo aquello que existe, pero cuya ubicación se desconoce. Como el que suscribe es indocto, pero no desconfiado, se atreve a preguntar: —¿Se puede decir que se trata de percepciones extrasensoriales en las que no intervienen los cinco sentidos corporales? —Sí, se puede decir que se trata de percepciones extrasensoriales (…)[5]. Esta es una muestra de realidad que escapa al tratamiento habitual mediante el método científico y que, por tanto, no nos resulta dominable. Pero existen otras manifestaciones de realidades parapsicológicas que nos pueden sorprender aún más, las cuales transcribo de este mismo libro: —¿Pero es posible llegar a localizar el número exacto de la calle? —Claro que es posible —me dice haciendo una vez más gala de su paciencia—. En el secuestro de Antonio Oriol lo localicé, exactamente, en el número 378 de la calle Alcalá, de Madrid. Fue un trabajo tremendo; estuve durante una semana sin acostarme. Me acuerdo que me vencía el tiempo para asistir a los ejercicios espirituales que hacemos los jesuitas todos los años, y le dije al provincial: «¿Qué hago? ¿Sigo buscando a Oriol o hago los ejercicios?» «Siga buscándole», me dijo el provincial. —¿Quién te lo había pedido? ¿La familia? —Sí, pero en este caso también tuve relación directa con la policía. Recuerdo que en uno de aquellos tremendos días, me vinieron a buscar Felipe y Javier, los dos hijos pequeños de Antonio Oriol, y me rogaron que les acompañara a la Presidencia del Gobierno, que entonces estaba en el paseo de la Castellana, número 3; quería hablar conmigo el jefe de la policía que llevaba el caso, que resultó ser Casinello, un militar que más tarde sería capitán general de Burgos. Eso sucedía en el 77, siendo presidente Adolfo Suárez. A mí casi me daba vergüenza facilitar a una jerarquía tan señalada datos que yo obtenía de manera tan incomprensible, como es con un péndulo sobre un plano. Recuerdo que le dije: «Comprendo que todo esto que yo hago es tan raro, que no me ofendo porque no me crean o no le den ningún valor». «No, padre Pilón», me contestó, «le damos muchísimo valor. Toda la información suya que hemos ido 51

recibiendo a través de la familia, ha coincidido siempre con la que nosotros obteníamos por otros conductos. Es más, el dato que usted facilitó sobre el escondite de Alcalá 378 era completamente cierto». Lo que ocurrió —me explica el padre Pilón — es que en lugar de hacer la descubierta a las tres de la madrugada, lo dejaron para el día siguiente y los secuestradores, con su víctima, ya habían volado (…). —O sea que tardaron en fiarse de ti y llegaron tarde —le comento. —Bueno, lo importante es que el secuestro, por otros cauces, terminó bien que es lo importante. En cambio, el de Javier Ibarra fue tremendo. Logré localizar el caserío, en Navarra, donde lo tenían encerrado y estuve a doscientos metros de él, con un capitán, un teniente y un sargento de la Guardia Civil, más ocho números, y un montón de policías. Entonces estaba vivo. En aquella ocasión, gloso yo, no se consideró oportuno actuar, o no era prudente, y llega la noche del 18 al 19 de junio de 1977 que el padre Pilón no puede fácilmente olvidar. —Aquella noche dormí en casa de los Ibarra, de Bilbao, en la misma cama de Javier Ibarra... —¿Te servía de testigo radiestésico»? —le interrumpe quien pretende dársela de alumno aventajado en tan complejo arte. Ni afirma ni niega el padre Pilón, sino que amplía: —Siempre hay una «impregnación» o «remanencia» de todo objeto, persona o cosa, que ha permanecido durante un tiempo en un lugar. Decimos nosotros que deja una «huella». El caso es que pasé una noche durante la que apenas pude dormir y serían las ocho y veinte de la mañana, cuando volví sobre el plano del terreno que tenía extendido sobre una mesa, probé con el péndulo y noté unos movimientos negativos —en este momento las manos del padre Pilón rotan, a modo de explicación, en dirección contraria a las agujas del reloj— y sentí que estaba muerto. Efectivamente, en el caserío que te he dicho se encontró su cadáver[6]. Esta narración refleja la existencia de una realidad que no es abordable con las categorías habituales del pensamiento científico. Y me parece interesante acceder al universo mental de una persona con una capacidad cerebral que le permite su percepción, pues a los demás nos resulta invisible. De igual modo, existen realidades artísticas que no pueden ser abordadas por muchos de nosotros —solo por el que recibe esa inspiración y la realiza—, ni tampoco manejadas con categorías lógico-científicas. Tampoco se puede afrontar así el lenguaje religioso, la ética, las relaciones interpersonales, etc. Hemos llegado, de nuevo, a esta conclusión tan necesaria en el mundo del pensamiento: hay que ampliar la razón para no rechazar, por considerarlo no racional, a lo real que no se puede dominar con categorías lógico-objetivantes. Se necesita una racionalidad abierta ante los diversos lenguajes de lo real, y así se estará en condiciones de superar el binomio irracionalismo o escepticismo, cuando no podemos medir y pesar la realidad y dominarla. Conocimiento y moral 52

Una segunda observación puede ser objeto de reflexión a partir del pensamiento de Edith Stein: el conocimiento va unido a la vida moral. Y esto tiene la consecuencia de que para advertir los valores haya que superar el resentimiento, pues si en el interior asentara algún fondo de rencor, se estará ciego para su percepción. El resentimiento eclipsa la apreciación de los valores, se podría sentenciar. ¿Dónde puede anidar el resentimiento en nuestra sociedad occidental, tan alejada de guerras y en la que hay tan grandes dosis de libertad? Quizás, existan varias formas discretas, escondidas, sobre las cuales resulte interesante reflexionar: 1. El resentimiento de las personas mayores. En los ancianos —de modo inconsciente— puede asentar en algún grado esta actitud de rencor ante una cultura extraña, distinta a la que ellos conocieron en sus años de juventud y madurez. Esto les lleva a aislarse de muchas manifestaciones sociales y culturales, y a no prestarles ninguna atención. Cuando en alguna de esas iniciativas advierten consecuencias negativas, les confirman sus presentimientos sombríos sobre la cultura vigente, y así alimentan un círculo vicioso en el que aumenta el alejamiento de la actualidad. Además, si alguna manifestación cultural o social del tiempo presente resulta claramente positiva, su actitud de rechazo global les impedirán enriquecerse de los valores que encierran dichas expresiones. 2. El resentimiento del emigrante. Algunas personas que han tenido que abandonar su tierra natal y emigrar a otro país, quizás hayan sido tratadas con alguna indiferencia, y tal vez con desconfianza o desconsideración. Si se han sentido discriminados de este modo, esto les habrá dejado algún dolor que podrá transformarse en resentimiento. Entonces, existirá una mirada en la que no se percibirán los valores de la nueva sociedad. Ahora, sobre el nuevo país se realizan juicios abstractos, en los que solo se advierten aspectos negativos, que incluso se magnifican. De nuevo, estamos ante una mirada resentida, imposibilitada de enriquecerse de unos valores que no se captan. 3. El resentimiento podría también asentarse sobre una persona que lleve una vida religiosa y tenga que vivir en ambientes en los que mayoritariamente exista una actitud adversa a lo religioso, y en los que incluso se escuchen críticas duras contra las diferentes confesiones, o contra sus representantes. Como en los casos anteriores, podría crecer un rencor —también de modo inconsciente—, pues el creyente fácilmente realizaría una generalización y pensaría que la sociedad en bloque es antirreligiosa: a partir de ese dolor, no percibirá los elementos positivos de la cultura en la que vive. Esto le llevará a vivir con alguna dosis de malsano aislamiento, como en cualquier otro tipo de resentimiento. 4. Por último, existe la posibilidad contraria del resentimiento ante lo religioso. El prototipo sería entonces el de una persona que ha sido educada de un modo muy estricto en la doctrina religiosa, y luego sufriera una profunda decepción; también, quien por alguna razón pensara que tras una doctrina religiosa se escondiera algún tipo de manipulación o engaño. Al no comprender el lenguaje 53

de lo religioso y no haber penetrado en su misterio, se interpretaría toda manifestación de lo sagrado, especialmente si ocurre en el espacio público, como algo falso y negativo para el conjunto de la sociedad; y desde esa animadversión personal no se podría percibir ningún valor. Por tanto, se podría llegar incluso a sostener una actitud más o menos combativa ante lo religioso, apoyada en la ceguera ante unos valores que, para el afectado por este tipo de rencor, en efecto serían invisibles. La ayuda Edith Stein pone el acento en la comprensión del ser humano como alguien en relación, pues para ella el individuo aislado no es real. La consecuencia se traducirá en adoptar en la vida cotidiana una actitud activa de ayuda. Así, en vez de socorrer solo a quien solicita algún favor, se trataría de buscar activamente ocasiones de ayuda en el día a día. En primer lugar, para incorporar el objetivo propuesto, se debe aprender de la filósofa alemana su actitud ante lo de todos los días. Edith Stein ha destacado en lo que se podría denominar como el brillo de lo cotidiano. Como filósofa, no fue su actitud la de una pacífica pensadora a la que todo le parecía bien. Quizás, su crítica filosófica más radical, aunque absolutamente respetuosa, fue dirigida contra las tesis de Martin Heidegger. En concreto, este pensador, que comenzó asistiendo al círculo fenomenológico de Husserl cuando este era profesor de Friburgo, ha influido mucho en una comprensión tristona de la vida corriente, al cerrar al hombre a toda mirada hacia lo trascendente. Por el contrario, Edith Stein plantea una filosofía donde las cosas cotidianas —y más aún las personas— participan del brillo de lo eterno, y la rutina diaria consiste en la aventura de intervenir en el juego de su hermosura, aunque esta no siempre se revele de modo sencillo. En gran medida, este resplandor de belleza de lo ordinario nos alumbrará si ayudamos a los demás, aunque sea en cosas muy pequeñas. Para lograr la actitud abierta a la ayuda que solicitan los demás de nosotros, me parece necesario un punto de partida. Lo expondré con unas palabras del libro de Cormac McCarthy, Todos los caballos son hermosos, donde el autor anota: «Un hombre preocupado no puede amar». En la autobiografía de Stein comentada, Estrellas amarillas, hay un recuerdo que resulta conmovedor por la profundidad psicológica que refleja y por el modo sincero de narrarlo. «Había aprendido que solo rara vez se mejora a las personas diciéndoles la verdad. Eso solo puede ayudar cuando tienen un deseo auténtico de ser mejores, y cuando le conceden a uno el derecho a la crítica». Aquí se esconden dos condiciones importantes y necesarias para ayudar a los demás cuando esa tarea conlleva alguna corrección: cercanía cerrada y ausencia de juicio moral. Es decir, acompañar la corrección con gran empatía, con una cercanía tan fuerte que, por una parte, la persona no quede herida; y, por otra, facilitar el deseo de mejorar al no sentirse juzgado moralmente desde fuera. Por último, señalar que la ayuda, en muchas ocasiones, no suele ser solicitada por la persona que la necesita. Porque pedir ayuda comporta reconocer una cierta posición de 54

inferioridad. Por ello puede ser positivo el tener la actitud de ir por la vida con la intención activa de detectar pequeños favores no pedidos.

6. Conclusión final Para realizar una síntesis crítica en torno a la escuela fenomenológica, basta con resumir las diversas cuestiones que han ido apareciendo separadamente al describir la vida y el pensamiento de la intelectual alemana. La filosofía de Edith Stein nace de su intensa búsqueda de la verdad sobre el ser humano. Esta actitud de fondo comienza a desarrollarse cuando conoce la escuela filosófica de la Fenomenología, pues dicha corriente afirma la pretensión de ser una ciencia objetiva que termine con el idealismo subjetivo dominante en la cultura decimonónica, y volver a las cosas mismas. Ahora bien, este intento —al no estar apoyado en un realismo, en una teoría general de las cosas tal como son, con firmeza real, y al no partir del hombre con capacidad de conocer la verdad de esas cosas reales—, lleva inscrito en sí mismo su finalización en un solipsismo, en un idealismo, en que al final la conciencia tiene prioridad sobre lo real. Y este fue, de hecho, el camino filosófico que recorrió la Fenomenología, finalizando en un pensamiento idealista en el que la conciencia subjetiva dominaba sobre la realidad de las cosas. En este punto, Stein abandonó a su maestro, al no poder transitar por esta filosofía que ya no podía satisfacer su hambre de verdad. En resumen, me parece importante comprender que la Fenomenología como filosofía no resulta válida, y que su intento de presentarse como ciencia rigurosa resulta decimonónico y contradictorio en sí mismo. Pero la Fenomenología ha quedado como un valioso método que ofrece desarrollos interesantísimos para exponer y ahondar en la experiencia humana, y para complementar las argumentaciones filosóficas que se pretenden mostrar como válidas. Para cerrar este estudio sobre Edith Stein pueden servir unas palabras en las que se aprecia un conocimiento hondo del trasfondo filosófico en el que se nutrió nuestra autora. El que las emite realizó su tesis doctoral sobre el filósofo fenomenólogo Max Scheler, y llegó a ser director de la Cátedra de Ética en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Lublin, en Polonia. Ahora las pronuncia en la homilía de canonización de Edith Stein, con el nombre de Juan Pablo II: El amor y la verdad tienen una relación intrínseca. La búsqueda de la libertad y su traducción al amor no le parecieron opuestas; al contrario, comprendió que guardaban una relación directa. En nuestro tiempo, la verdad se confunde a menudo con la opinión de la mayoría. Además, está difundida la convicción de que hay que servir a la verdad incluso contra el amor, o viceversa. Pero la verdad y el amor se necesitan recíprocamente. Sor Teresa Benedicta es testigo de ello. La «mártir por amor», que dio la vida por sus amigos, no permitió que nadie la superara en el amor. Al mismo tiempo, buscó con todo empeño la verdad, sobre la que escribió: «Ninguna obra espiritual viene al mundo sin grandes tribulaciones. Desafía siempre a todo el hombre». Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos dice a todos: No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno 55

sin la otra se convierte en una mentira destructora. En el mismo discurso del papa polaco se añaden unas palabras que resumen la vida del corazón que ama: «Evitad concebir vuestra vida como una puerta abierta a todas las opciones. Escuchad la voz de vuestro corazón. No os quedéis en la superficie; id al fondo de las cosas. Y cuando llegue el momento, tened la valentía de decidiros».

[1] A. López Quintás, Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid, 1989, 134-135. [2] Así lo expone su primera biógrafa, sor Teresa Renata del Espíritu Santo. Existe otra versión sobre la procedencia del libro de Santa Teresa, pero la cuestión no afecta al fondo de lo narrado. [3] En la biografía de Juan Pablo II de George Weigel, Testigo de esperanza, se recoge la siguiente síntesis al respecto: «La cuestión que Wojtyla planteaba en su tesis de habilitación era si Scheler (y, por extensión, el método fenomenológico) podría hacer por la filosofía y la teología cristianas contemporáneas lo que Aristóteles había hecho por santo Tomás de Aquino. La respuesta, para el joven sacerdote, era esencialmente “no”». En resumen, reconociendo la Fenomenología como método que puede ofrecer intuiciones y elementos valiosos, rechazaba la fenomenología como ideología base por su falta de apoyo en un realismo firme. [4] José María Pilón nació en Madrid en 1924. Se licenció en Filosofía y en Teología por las universidades de Madrid y Granada respectivamente. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1945 y se ordenó sacerdote en 1957. Ha fallecido recientemente, en diciembre de 2012. [5] J. L. Olaizola, Más allá de la muerte, Planeta, Barcelona 1994, 96-97. [6] Ibidem, 103-104.

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5. HANNAH ARENDT: EL CORAZÓN QUE COMPRENDE (Linden-Limmer, hoy barrio de Hannover, Alemania, 1906-Nueva York, Estados Unidos, 1975)

Para abordar el pensamiento de Hannah Arendt y ofrecer algún destello de por qué su conocimiento puede resultar muy fecundo, empezaré realizando una afirmación que, si se comparte, nos proporcionará un punto de partida importante para afrontar dicho estudio: nuestro auténtico peligro ético es la indiferencia. No se quiere decir con esto que estemos inmunes a otras amenazas éticas más graves, sino que el peligro habitual, el de todos los días, el enemigo que no se ve —y que por eso mismo resulta el más ominoso— es el peligro de la indiferencia; o también, la suma de esta carencia moral con algo que suele ir asociado con ella, la irreflexión. La antropología arendtiana aporta algunas claves para aclarar el problema enunciado y para profundizar en sus importantes consecuencias morales. Sus conocidos planteamientos acerca de «la banalidad del mal» y sus múltiples deliberaciones sobre la culpa moral —en especial porque reflexionó sobre la responsabilidad de las personas que permanecieron pasivas ante lo que ocurría a su alrededor— resultan referencias firmes del pensamiento del siglo XX, y servirán para ahondar en las cuestiones planteadas en torno a la indiferencia moral. En los tiempos actuales, con frecuencia se observan situaciones de gran pobreza moral, algunas incluso escandalosas. Pero, sobre todo, abundan las decepciones morales en temas menos fundamentales. Además, esas conductas negativas se acompañan de comentarios, también superficiales, en múltiples foros mediáticos, en los que se les da publicidad, aprovechando el morbo que las acompaña para aumentar la audiencia. Al final, todo esto nos afecta, pues vivimos como empañados por los vapores de una constante pasividad ética. Hannah Arendt sufrió las dramáticas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, de un modo especial por su condición de judía. Fue una filósofa valiente y nada acomodaticia. Se preguntó con valor, en sus escritos, tanto por la ceguera de los intelectuales en aquellos momentos de tanta abyección como, posteriormente, por la invidencia de los mismos pensadores en relación al totalitarismo de los países comunistas. Pero también se cuestionó si los judíos pudieron haber sido responsables de su propio exterminio, por exceso de pasividad; e, incluso, se planteó en sus escritos preguntas inquietantes como por qué la mayoría del pueblo alemán creyó en Hitler. Fue una pensadora valerosa, que no se asustó ante las posibles dificultades que pudieran originarse por las conclusiones obtenidas. 57

Y, sobre todo, no se acobardó al realizar una pregunta que nos resulta incómoda, pero cuya contestación parece totalmente necesaria: ¿puede volver a ocurrir el totalitarismo? Especialmente porque hoy, medio siglo después, sabemos que la respuesta es afirmativa. Ella fue la primera que la hizo; fue valiente y no eludió adentrarse en las profundidades, aunque produzcan una cierta sensación de ahogo. Pero, finalmente, nos ofreció una antropología en la que la categoría fundamental es la natalidad, en la que subyace una mirada positiva y esperanzada sobre la acción humana. Además, al preguntarse sobre «el mal radical» —por utilizar, como ella lo hizo, la expresión de Kant—, supo descubrir que este anida en las pequeñas cesiones a la banalidad; y el transcurso del los años no ha hecho sino confirmar sus intuiciones. Por esto, conocer su vida y pensamiento resulta la mejor escuela para analizar la irreflexión, la indiferencia moral.

1. Breve reseña biográfica En todo el desarrollo de esta narración se seguirá la guía de la biografía de Hannah Arendt escrita por Laure Adler. Infancia y primeros estudios Hannah Arendt nace en 1906[1] en la ciudad alemana de Linden, pero muy pronto vive en la ciudad de Königsberg, famosa porque en ella pasó toda su vida Emmanuel Kant (hoy pertenece a Rusia con el nombre de Kaliningrado). Sus padres son judíos de costumbres poco observantes, por lo que recibe una escasa instrucción religiosa. A los siete años de edad queda huérfana, pues su padre fallece de una enfermedad sifilítica adquirida en sus tiempos de soltero, de la que parecía haberse repuesto cuando contrajo matrimonio. A los ocho años de edad vive el comienzo de la Primera Guerra Mundial y se desplaza a Berlín con su madre, pero, pasadas algunas semanas, vuelven a Königsberg. El ambiente familiar es culto y políticamente socialdemócrata de izquierdas, muy cercano a las posiciones más radicales. Así, en sus recuerdos infantiles está muy presente haber asistido a sus diez años, cogida de la mano de su madre Martha, a las manifestaciones por la muerte de Rosa Luxemburgo, fundadora y figura mítica del Partido Comunista Alemán, asesinada en Berlín y arrojada a un canal, como consecuencia de la revolución conocida como espartaquista, al término de la Primera Guerra Mundial en Berlín. En plena posguerra su madre contrae de nuevo matrimonio y Hannah, que ahora cuenta con quince años, tiene que convivir con las dos hijas de su padrastro, Eva y Clara, de diecinueve y veinte años respectivamente. En Königsberg realiza los estudios previos a la universidad y ya destaca por su talento. Estudia Filosofía en la Universidad de Berlín, pero también la teología cristiana de Romano Guardini, uno de los grandes teólogos y pensadores católicos del siglo XX. Estudios universitarios

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En 1924, a la edad de dieciocho años, se desplaza a la universidad de Marburgo, donde decide proseguir sus estudios. Aquí empieza una nueva vida para Arendt, pues asiste a las lecciones de Martin Heidegger, filósofo clave en su formación. Como se sabe, este pensador trata de refundar la filosofía partiendo desde una perspectiva distinta a las que hasta ahora se habían adoptado. Su punto de partida es el análisis de la existencia humana en el tiempo. Su obra fundamental, editada en 1927, Ser y Tiempo, que tanto influirá en toda la filosofía del siglo XX, tendrá como primera lectora y comentarista, antes de su publicación, a Hannah Arendt. Pero un suceso de distinto orden se entrecruza con lo académico, pues entre maestro y discípula surge una relación amorosa que les llevará hasta compartir la intimidad. Hannah tiene diecinueve años y su catedrático treinta y cinco; además, está casado. Finalmente, Heidegger rechaza la convivencia con su alumna y esta decide trasladarse a la Universidad de Friburgo, en la primavera de 1926. Allí sigue durante un semestre las enseñanzas de Husserl, fundador del movimiento filosófico conocido como Fenomenología. Al término de estos escasos meses, de nuevo Arendt decide cambiar su formación universitaria y se desplaza a la Universidad de Heidelberg, donde ejerce la docencia Karl Jaspers. La relación con este auténtico maestro, y su influencia, durará toda la vida. Jaspers también se mueve en el universo de la filosofía existencial, es decir, piensa que la filosofía debe buscar nuevas categorías para entender la experiencia humana y así superar el positivismo, al que acusa de estar en la base de la conmoción de la cultura causante del desastre de la reciente guerra europea. Con este profesor de Heidelberg defiende su tesis doctoral en 1928 sobre El concepto de amor en San Agustín, pues Hannah quedó fascinada con Agustín de Hipona desde que leyó su libro Las confesiones. Actividad y compromiso político En 1929 Hannah ha terminado sus estudios universitarios y contrae matrimonio con un filósofo, Günther Stern, asistente de Max Scheler —otro de los grandes nombres de la filosofía del siglo XX—, y se traslada a vivir a Berlín. Stern también es judío, primo de Walter Benjamin (un gran intelectual que influirá mucho en Arendt, sobre todo en su filosofía política y en su filosofía de la historia, que aquí no se abordará) y amigo personal de Gershom Scholem (un erudito de gran talla, que con el tiempo será un insigne filólogo e historiador). En Berlín, la filósofa se da cuenta inmediatamente de toda la maldad que subyace bajo la ideología hitleriana. Durante este tiempo se dedica a escribir para tratar de obtener algunos ingresos, pues los recursos económicos del nuevo matrimonio son escasos. Un año después la pareja de recién casados se traslada a la ciudad de Frankfurt, donde Günther espera recibir un puesto universitario. En dicha universidad se forjará lo que más adelante se conocerá como la Escuela de Frankfurt, núcleo de intelectuales que formarán lo que se podría denominar en conjunto como los maestros de la teoría crítica de la sociedad. Dirigida por Horkheimer, contará con figuras como Adorno y, más adelante, con Marcuse o Jürgen Habermas, autores muy influyentes en las ideas del siglo XX. En el año 1930 también se encuentran en esa ciudad Walter Benjamin y el propio 59

Stern, pero ambos son rechazados, y no serán bien tratados por el propio Adorno. De hecho, Günther no obtendrá su habilitación. Según afirma Laure Adler, en su biografía de Arendt, «su trabajo sobre la filosofía de la música, aunque bastante brillante, fue rechazado por Adorno, que “no lo encontró lo bastante marxista”. Günther está decepcionado y Hannah consternada ante tanta mediocridad». Así las cosas, se vuelven a Berlín, y ya desde entonces empiezan a manifestarse las primeras desavenencias en la pareja. Desde ahora, el compromiso político se convierte en un imperativo para ambos, pero de un modo distinto. Hannah, influida por la amistad y confianza que le inspira un conocido de la infancia, Kurt Blumenfeld, iniciador del movimiento conocido como sionismo, ingresa en la organización sionista que este preside (en realidad, se incorporó por amistad, pero nunca compartió en su interior las ideas sionistas). En cambio, su marido organiza reuniones con intelectuales en su propio domicilio, para analizar y contrarrestar las ideas del nacional socialismo hitleriano. Esto le aproximará a muchos teóricos próximos al partido comunista. También por este motivo Hannah y Günther se van alejando ya que, desde la mañana hasta muy entrada la noche, sus actividades políticas toman rumbos diversos. Asimismo en este año de 1933 rompe con Heidegger, pues este es nombrado rector de la Universidad de Friburgo; es decir, que se afilia al partido nazi y acepta el cargo. Además, como se sabe, en esta época Heidegger llegará a ser protagonista de conductas antisemitas. Mientras aumentan las humillaciones a los judíos —llegando, por ejemplo, a pegarles públicamente, e incluso al asesinato—, la actividad política de Arendt va aumentando en peligrosidad. Günther, en cambio, ha decidido exiliarse a París. En la biografía de Adler podemos leer: «Hannah se compromete entonces con su tarea clandestina poniendo en peligro su vida; a petición de Kurt Blumenfeld, recoge documentos antisemitas por todos los barrios de Berlín. Se trata de obtener una colección de todos aquellos testimonios llenos de odio hacia los judíos para difundirlos en el extranjero. Es una labor que la ley considera contrapropaganda, y está sujeta a la pena de muerte. Hannah lo sabe y acepta de inmediato: “Estaba muy contenta: al principio ya me había parecido una excelente idea, y además sentí que era realmente una forma de actuar”». Es el momento para hacer un breve alto en el camino y subrayar que, en el tiempo en que la dignidad humana está siendo pisoteada, la actitud de esta filósofa no es la de retirarse en la torre de marfil de sus estudios eruditos, sino la de jugarse la vida para cambiar la situación. Quizás esta conducta sea la clave de que más adelante sus intuiciones filosóficas sean tan fecundas: nacen de una experiencia vivida y no solo de una sesuda reflexión. Y hay que recordar que Arendt es para muchos autores la filósofa de mayor calado del siglo XX, o lo que es lo mismo, de toda la historia de la filosofía. Pero continuemos con su peripecia vital. Ella ahora vive con su madre en Berlín, desde que su marido decidió marcharse a París. Hasta que un día de la primavera de 1933 es arrestada y pasa ocho días en una celda. Allí fue sometida a todo tipo de interrogatorios a puerta cerrada. Pero, según refiere la biógrafa mencionada, bien sea por las mentiras creídas por un funcionario o por el poder de su seducción personal, fue dejada en libertad a la espera de juicio. En estas circunstancias, decide abandonar el país. «¡Al menos hice algo!», podrá repetir siempre. 60

Su vida transcurre ahora en París. Como para muchos judíos, fueron días muy difíciles, en los que muy pocos intelectuales les tendieron la mano (Gabriel Marcel, Raymond Aron y pocos más). Allí vive de nuevo con Günther y vuelve a encontrarse con otros judíos como Walter Benjamin. Retoma sus estudios de filosofía, escribe; pero se halla sumergida en unas condiciones de vida muy precarias. Encuentra trabajo en una asociación sionista haciendo saber que escribe a máquina, que conoce el francés y un poco de hebreo. Y de nuevo Günther obtiene un visado, cosa casi milagrosa, y se marcha a Estados Unidos, dejando otra vez a Hannah sola. Asombrosamente, en estas circunstancias, Arendt realizará un viaje a Palestina, del que casi nunca hablará. ¿Quizás sus futuras posiciones antisionistas tengan que ver con lo que vivió en esos días? Durante esta estancia en París, conocerá a Heinrich Buchler, alemán no judío, intelectual marxista de izquierdas, hombre de una erudición sólida, pero profundamente desconfiado respecto de los movimientos sionistas. Buckler quedará profundamente enamorado de Hannah. Tiene treinta y siete años cuando la conoce, siete más que ella. Desde 1936 ella responderá afirmativamente a su solicitud, y será ya su marido hasta el fin de sus días, pues más adelante obtendrá el divorcio de su primer matrimonio. En 1938 la vida de los refugiados políticos alemanes en París, y de los judíos en particular, se está convirtiendo en algo muy difícil de soportar. Por primera vez Walter Benjamin menciona la idea del suicidio. Además, la prensa vomita todos los días diversas infamias sobre los judíos. Los extranjeros que han entrado ilegalmente no pueden abrir empresas ni trabajar, y los que no tienen trabajo pueden ser expulsados del país en cualquier momento. Muchos refugiados alemanes son encarcelados, otros obligados a ser repatriados. Aumentan los suicidios. La madre de Hannah, Martha, llega a París, y cuatro meses después comienza la Guerra Mundial. La segunda guerra mundial Desde la declaración de guerra por parte de Francia, el 3 de septiembre de 1939, los emigrados alemanes se convierten en personas del país contra el que se combate. Les conceden veinte días para presentarse en una comisaría cercana al lugar donde residan. Heinrich Buchler, que acaba de presentar la petición de matrimonio con Hannah ante las autoridades francesas, es encerrado en el estadio de Colombes, en compañía de Benjamin y otros veinte mil refugiados. Días después, Hannah puede visitarlo y llevarle algún alimento y ropa. Dos semanas más tarde, los dispersan y Buchler es trasladado al campo de concentración de Villemalard. Su futura esposa tardará un mes en poder verle de nuevo. Las condiciones de vida son bastante degradantes, y en estos campos llegan a morir un número todavía indeterminado de refugiados. Hannah, por su condición de judía, ya no puede visitarlo. Heinrich es liberado por motivos de edad, al ser mayor de cuarenta años, y puede llegar libre a París, donde vuelve a ver a Hannah y Martha. Su primer movimiento será el de acudir al ayuntamiento y presentar los papeles que demuestran su divorcio, solicitando permiso para casarse. La ceremonia tendrá lugar el día 6 de enero de 1940. Pero la administración francesa no les entregará el certificado de matrimonio, indispensable para obtener un visado y poder partir para América. Se inscriben en las 61

organizaciones que pueden tramitar las autorizaciones para viajar, pero esos papeles nunca llegarán. En esta espera la situación se complica de nuevo. En mayo, cinco días antes de la ofensiva germana contra Francia, todos los alemanes residentes en Francia, hombres y mujeres entre diecinueve y cincuenta y cinco años, deben darse a conocer. Serán conducidos a distintos lugares, en donde permanecerán recluidos. Martha se queda sola en el apartamento de París, ya que sobrepasa esa edad. Hannah acudirá al Velódromo de invierno, donde estará una semana durmiendo en las gradas, encima de un colchón de paja, junto con doscientas cincuenta internadas. Heinrich irá al estadio parisino de Buffalo, donde estará encerrado de nuevo con tres mil refugiados, y será evacuado a otro campo unos días más tarde. También Hannah es trasladada en tren a otro lugar, a Gurs, en medio de insultos y humillaciones. En este campo conviven en barracones estropeados unas nueve mil mujeres detenidas. Con las primeras lluvias, el terreno se transforma en un lodazal y la vida de nuestra filósofa consistirá en luchar contra la suciedad, la miseria y la humillación. En la biografía que está sirviendo de referencia para seguir la vida de Arendt, Laure Adler escribe: «Todas las noches el oficial responsable viene con un látigo en busca de la chica más guapa. A cambio de sus favores, le da algo de comer» (transcribo estos detalles para que ayuden a valorar mejor el pensamiento posterior de la filósofa alemana, con su fuerte carga de esperanza y de confianza en la acción del ser humano). Continúa Adler: «Veinticinco personas morían allí cada día; cuatro mil niños intentaban subsistir al lado de las nueve mil mujeres y de los mil quinientos hombres mayores de setenta años, también ellos sometidos a unas condiciones espantosas». La ocasión para huir se presenta cuando Alemania invade el país francés y la Gestapo entra en el campo, a comienzos del mes de julio. En ese momento, aprovechándose del caos reinante, se hacen con unos documentos que les permiten abandonar la reclusión. Unas doscientas mujeres eligen el riesgo de la libertad y se escapan. Hannah huye con el cepillo de dientes, sola y sin saber nada de su marido. Camina hacia la población de Montauban, en la que vive una amiga con la que espera poder reunirse. En ocasiones trabaja de día en el campo para poder dormir por la noche en una granja. Finalmente llega a esta población y encuentra a su amiga. Allí se repone de un fuerte ataque de reumatismo. En cuanto recupera las fuerzas intenta conseguir noticias de Heinrich, pero sus pesquisas no obtienen frutos. En pocos meses Montauban se convierte en el refugio de todos los opositores políticos al nazismo. En esta población se reunirán muchos intelectuales, y en esos cenáculos es donde ella empezó a gestar lo que luego sería su libro Los orígenes del totalitarismo. Pero entonces ocurre lo increíble: en la calle mayor de Montauban nuestros protagonistas se reencuentran como un milagro del destino: «Se cruzan, se abrazan y se estrechan en mitad de la multitud. La historia de Hannah y Heinrich es una novela real, donde el amor fuerza al destino a que se cumpla», escribe Laure Adler. Seguidamente ambos se desplazan a Marsella. En esta ciudad tuvieron que superar numerosas dificultades para obtener un permiso de salida hacia Lisboa. Quizás, es importante destacar que allí se encontró de nuevo con Walter Benjamin, y que este le 62

entregó sus últimos manuscritos sobre el concepto de la historia, que tanta influencia van a tener en nuestra filósofa y en el pensamiento del siglo XX. Hannah transportará estos legados de Marsella a Lisboa, y de Lisboa a Nueva York, y no descansará en su empeño hasta conseguir su publicación, con la ayuda de Bertolt Brecht, el que luego será un reconocido dramaturgo alemán. Como es sabido, unos días después el pensador judío Walter Benjamin falleció, en circunstancias aún no esclarecidas del todo, pero que apuntan a su suicidio. Desde Lisboa partirán para el puerto de Nueva York. Esto supondrá el comienzo de una vida distinta, en la que, poco a poco, se irá abriendo paso el gran talento de Arendt como escritora y filósofa. Su existencia transcurrirá ya por cauces normales, los propios de una intelectual comprometida con todas las batallas culturales de su tiempo, y con la meditación sobre los tiempos oscuros a los que tuvo que sobreponerse, aprendiendo de las experiencias vividas. A partir de ahora residirá en los Estados Unidos y desde allí viajará hasta Europa. Algunos sucesos estarán cargados de mucha emoción, como el reencuentro con su madre, con Jaspers y, más adelante, también con Heidegger, del que siempre le quedará el recuerdo de un intenso amor juvenil.

2. La filosofía de Hannah Arendt Para presentar la filosofía de Hannah Arendt resulta interesante exponer —aunque sea de modo muy apresurado— las influencias fundamentales bajo las que se formó, es decir, la filosofía existencial de sus dos grandes maestros: Martin Heidegger y Karl Jaspers. Ambos pensadores se mueven en un suelo común que, con propiedad, se puede denominar filosofía de la existencia, aunque también posean cada uno por separado un universo filosófico propio. Por su mirada común en torno a la existencia se conocieron y se admiraron, y durante muchos años tuvieron una colaboración muy estrecha. Posteriormente, la colaboración de Heidegger con el nazismo los separó durante muchos años y, de alguna manera, toda la vida. Además, la mujer de Jaspers era judía, por lo que este vivió muy de cerca el racismo antijudío del régimen, al que Heidegger incluso contribuyó con alguna de sus actitudes, expresiones y acciones. En 1919 Jaspers, psiquiatra y filósofo de la Universidad de Heidelberg, escribe un libro de juventud que titula Psicología de las concepciones del mundo, en el que trata de encontrar una nueva filosofía con la que comprender y abordar la crisis que ha hecho posible que las sociedades occidentales se hayan enfrentado en la Gran Guerra. En esa temprana fecha —recién finalizada la conflagración que asoló Europa— Jaspers afirma que en el Positivismo que ha sustentado la cultura de los últimos años subyace un profundo error: se pretende objetivar el pensamiento filosófico. En otras palabras, se trata a la filosofía con categorías similares a las de las ciencias objetivas. Para el pensador de Heidelberg, esta ha sido la gran falla que ha hecho tambalear a toda la cultura. Y de una cultura enferma en su fondo, ha devenido, como consecuencia en la superficie, la reciente guerra vivida en Europa. Porque el mundo de lo humano pertenece a lo inobjetivo. No hay que entenderlo y dominarlo, sino comprenderlo e ir profundizando en él. Por tanto, para lograr esta nueva comprensión, hay que buscar otras categorías que nos expliquen la experiencia humana. 63

A Jaspers le interesa entonces la existencia humana con sus experiencias. Hay que olvidarse de las categorías filosóficas de la Modernidad y comenzar una nueva especulación filosófica, una búsqueda de otras categorías con las que, por fin, se pueda entender el ser humano, para sacar a las personas de la aguda crisis cultural en la que se encuentran y sanarlas. Acaba de nacer la filosofía de la existencia. En esta reflexión Jaspers encontrará unas experiencias de gran densidad existencial, muy penetradas de sentido, en las que el hombre toca fondo y aumenta su intensidad humana. Las denominara «situaciones límite»: el dolor (el sufrimiento), la lucha, la muerte, el azar y la culpa (más adelante volveremos sobre ellas). Además, en su estudio sobre el vivir existencialmente pleno, para sacar al ser humano del laberinto de ausencia de valores que le ha llevado a la gran conmoción sufrida en Occidente, este debe vivir la vida en el horizonte de lo abarcante, de la trascendencia. Jaspers es un pensador abierto a lo trascendente, pues sin ello no comprende la vida humana plena. Ahora bien, nunca empleará el término Dios, para no usar la terminología objetivadora que para él ha sido la causa de que la filosofía se embarrancara en un callejón sin salida. Pero sus escritos están transidos de una mirada de piedad, y le parece que sin esto el ser humano no lograría la densidad existencial necesaria para su plenitud. La filosofía de Heidegger discurre por esta misma búsqueda de categorías para comprender la existencia humana, y se dirige hacia la comprensión del hombre en su temporalidad. Además, el filósofo de la Selva Negra está dotado de mayor capacidad de penetración filosófica y maneja un saber enciclopédico, propio de una mente prodigiosa. Esto le permite hacer una crítica global a toda la historia de la filosofía, y proponer un nuevo comienzo de la misma —de la Ontología—, en el que podamos comprender — definitivamente— el ser, desvelar el ser concreto y temporal, a salvo ya de las abstracciones derivadas de escuelas filosóficas pretéritas. Sus análisis se hallan repletos de erudición, pero quizás no resulta sencillo su lenguaje, ni comprender en qué termina esa nueva posibilidad de desvelar el ser. Pero, en lo que interesa para este estudio, basta con lo expuesto para comprender la influencia de ambos pensadores sobre nuestra filósofa, y por qué el pensamiento de Arendt también se centrará sobre los aspectos existenciales. La importancia de Hannah Arendt como filósofa recae sobre todo en su faceta de filósofa política. Aunque toda su obra está entrelazada, mi intención es resumir solo los aspectos de su obra más relacionadas con la antropología. Esta se encuentra fundamentalmente en La condición humana, publicada en 1958. En las primeras páginas del libro ya aclara que su reflexión conecta con las circunstancias políticas del presente, pues, ante todo, Arendt es una filósofa que quiere aportar luces para caminar en los tiempos difíciles en los que le ha tocado vivir: «Lo que propongo en los capítulos siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias». Por tanto, el proyecto que se propone es investigar sobre la condición humana en esos tiempos en los que ya no existen ni autoridades filosóficas reconocidas ni escuelas filosóficas universales. Lo escribe con estos términos, en la obra que estamos comentando:

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Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos. En efecto, «lo que hacemos» es el tema central del presente libro (…). Ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferenciado del metafísico[2]. En esta declaración presenta la categoría fundamental sobre la que apoyar su antropología, su visión sobre el ser humano. Dos cuestiones aparecen subrayadas de un modo especial. En primer lugar, fija la atención en el hombre como ser que actúa (de nuevo trasparece el interés de Arendt por lo político). Después, lo hace en el ser humano que, con su libertad, construye un mundo nuevo, mágico, no previsto por nadie. Lo expresará con estos términos: «Por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido solo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo». Este párrafo está escrito en contra de todo planteamiento marxista-hegeliano de la Historia, en la que esta va siguiendo una especie de lógica interna, como suscribían muchos intelectuales en esos años. La filósofa alemana se sitúa, por tanto, en contra de la mirada marxista de la Historia, en la que esta tiene una lógica propia y conduce en su Progreso al desarrollo de la sociedad que propugnaba el comunismo, como consecuente fin de ese devenir histórico[3]. Además, al plantear así la condición humana, Hannah Arendt libra al hombre de todo encadenamiento al totalitarismo, porque la natalidad — su categoría fundamental— podría cambiar el curso de la imposición totalitaria. Ahora bien, con esa misma libertad, dependería de los mismos hombres el que pudiera de nuevo darse un regreso a la barbarie. Se ha subrayado también que, detrás de la categoría existencial y política de la natalidad, se esconde una mirada opuesta a la que articuló Martin Heidegger quien, como es sabido, expuso en numerosas ocasiones sus desarrollos filosóficos partiendo del hombre como ser para la muerte. De ahí su angustia existencial y las demás categorías con las que el pensador de la Selva Negra fue construyendo su filosofía. En este sentido, es interesante advertir el contraste existente entre la filosofía de categorías positivas presentada por Arendt —que sufrió en sus carnes la persecución y el destierro como consecuencia de la conflagración mundial—, y la ofrecida por Heidegger, que, aunque en la Segunda Guerra Mundial obtuvo importantes reconocimientos, construyó una filosofía cargada de pesimismo existencial. También destaca en la antropología de Hannah Arendt que, en su afán por la comprensión para posibilitar la acción, no se acompañe del oscuro escepticismo pesimista en el que se sumergió gran parte de la cultura y muchos intelectuales de su tiempo. En gran parte, esto se debe a la importancia que Arendt atribuye al conocimiento del pasado, a la cultura recibida. Al comienzo de estas páginas se reproducía el aserto de Renè Char —«Nuestra herencia no viene precedida por ningún testamento»—, que repetía, con alguna frecuencia, la filósofa alemana. Dicha cita se suele comentar poniendo la atención en la segunda parte, es decir, fijándose en que no existen reglas 65

fijas que solucionen nuestros problemas morales. Pero quizás se desatiende la primera parte de la frase, en la que se afirma taxativamente que tenemos una herencia o, lo que es lo mismo, que hemos recibido una gran tradición a partir de la cual hemos de pensar en lo que hacemos y obtener alguna luz. Y esto es lo que vacuna a Arendt contra el escepticismo timorato y contra el exagerado autonomismo moral en el que el agente autónomo se encuentra perdido sin referencia moral alguna con la que poder guiarse, y termina por hacer lo que le da la gana. Como afirma Manuel Cruz en la introducción a una edición española de La condición Humana, «se percibe entonces la diferencia entre la perspectiva arendtiana y la de las filosofías de la historia posteriores a Kant, empeñadas en devolvernos un mundo sin pasado». El universo de la filósofa alemana sí tiene un pretérito que conocer y en el que apoyarse para la comprensión de las cuestiones de orden ético (aunque eso no quiera decir que en él se encuentren las soluciones concretas ya escritas: esas las debemos pensar por nuestra cuenta). Un último aspecto de la antropología de la intelectual alemana que me parece interesante exponer es la importancia atribuida al perdón y a la promesa en su teoría de la acción. En el fondo, en su mirada realista sobre la acción humana, Arendt se percata de la fragilidad constitutiva en la que se mueve la persona y de que el ser humano no puede dominar las consecuencias de sus acciones. Lo denomina «la triple frustración de la acción» y señala los tres elementos de ese fracaso: «no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso y el carácter anónimo de sus autores». Efectivamente, en las acciones no podemos adivinar sus efectos, ni tampoco evitar sus consecuencias; por último, tampoco somos los dueños de todas las circunstancias a la hora de actuar. Y esto le lleva a obtener una conclusión muy fecunda: «La posible redención del predicamento de irreversibilidad —de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo— es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas». Así, el perdón y la promesa, para nuestra pensadora, constituyen dos realidades fundamentales para el desarrollo en plenitud de la condición humana.

3. Pensar con Hannah Arendt Dos cuestiones serán abordadas a partir del pensamiento de Hannah Arendt. En primer lugar, se realizará una reflexión en torno a la banalidad del mal; posteriormente, se ofrecerá un análisis sobre la antropología de la culpa, cuestión de la que dependen materias decisivas para la comprensión de la vida humana. ¿Existe un nuevo totalitarismo? La pensadora alemana acuñó la expresión banalidad del mal. Con este concepto quería expresar el hecho, a primera vista paradójico, de que personas mediocres puedan realizar acciones de una gran vileza. Además, al profundizar en su estudio sobre esta cuestión, no le tembló el pulso para afirmar que esto podría ocurrir de nuevo si se repiten 66

circunstancias similares a las que concurrieron en la Alemania nazi. Por tanto, interesa analizar el problema con atención. Para acercarnos al núcleo del asunto hay que comenzar por señalar que desde 1946, es decir, nada más recomenzar en Estados Unidos su tarea como intelectual, Hannah Arendt escribe una serie de artículos en los que pretende comprender las causas y los mecanismos del terror contemporáneo, por los que este se ha instalado en grandes países, como Alemania o Rusia. Esta labor dará lugar al libro de 1951, Los orígenes del totalitarismo, en el que trata de desentrañar qué lógica siguen estas perversas ideologías. Es el tiempo de los juicios de Nüremberg, tras el término de la Segunda Guerra Mundial. En su estudio va comparando en todo momento nazismo y estalinismo, de igual a igual, lo cual en esta temprana fecha dice mucho a favor de esta pensadora, pues por parte de muchos intelectuales existió cierta ceguera ante el totalitarismo de origen marxista. En la última parte de ese libro se pregunta por lo que Kant denomina «el mal radical». Arendt trata de comprender cómo surge y por qué se adhirieron a él millones de personas. Destaca la importancia que se concede en la génesis de los totalitarismos a la propaganda, y cómo esta despersonaliza al ser humano convirtiéndole en masa. También subraya el desprecio de lo real, frente a la cosmovisión que proporciona la ideología totalitaria. Otro elemento importante es la hegemonía del poder, pues sin él no se sostiene un totalitarismo. Además, ese poder opera de manera quasi etérea, y esta invisibilidad la subrayará como una regla primordial del totalitarismo: «el poder real reside donde reside el secreto», anotará. En nuestro acercamiento a la banalidad del mal, adelantamos ahora una década y encontramos a Arendt en Jerusalén— en el año 1961—, como reportera de la popular revista americana The New Yorker. Allí se celebra un juicio que tendrá en vilo a la opinión pública mundial. El acusado es Adolf Eichmann, un teniente coronel nazi arrestado por los servicios secretos judíos en Argentina. Ha sido trasladado al recién creado estado de Israel para ser juzgado por «crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, durante el periodo del régimen nazi y, en especial, durante la Segunda Guerra Mundial». La filósofa asiste con la curiosidad de quien pretende comprender un mal tan abyecto, para el que a priori no halla categorías lógicas de pensamiento para calificarlo. Pero se encuentra con lo que describe en su libro Eichmann en Jerusalén: Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común (…). En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo[4].

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Ambos párrafos recogen sencillamente lo que Arendt percibió de la actitud de Eichmann. Más tarde, esa primera impresión deberá analizarla y meditarla, para aportar sus conclusiones reflexivas. Pero de entrada asombra que en las líneas transcritas, junto al calificativo de mayor criminal de su tiempo, se encuentre asociada como causa directa la pura y simple irreflexión. En lugar de encontrar un ser abyecto y malvado, Arendt se topa con un hombre absolutamente vulgar. Y con penetración filosófica se volcará en este problema hasta que encuentre una explicación satisfactoria. Para nosotros, la pregunta inquietante podría ser la siguiente: ¿se pueden volver a dar este tipo de circunstancias, de tal manera que se banalice de nuevo alguna realidad? Téngase en cuenta que si esto fuera así, no se percibiría —de nuevo— el daño producido por la maldad de esas acciones, que, además, realizarían la mayoría de los individuos, y que el poder aplaudiría. Para responder con la debida profundidad a tan delicada cuestión, primero transcribo una cita de Hannah Arendt, en la que plantea unas preguntas. Después realizaré una interrogación semejante, prolongando las que inicia la filósofa. Esto servirá de punto de partida para una reflexión sobre la espinosa posibilidad de la existencia del problema de la banalidad del mal en nuestra sociedad actual. Los textos pertenecen a la biografía titulada El hechizo de la comprensión, escrita por Teresa Gutiérrez de Cabiedes: «Arendt conocía perfectamente la sutil frontera entre la irreflexión y el descalabro social amparado en una moral colectiva, y sobra decir cuál era el origen de sus reflexiones: «Aludo, por supuesto, a lo sucedido en la Alemania nazi y, hasta cierto punto, en la Rusia estalinista, cuando de repente se invirtieron las normas básicas de la moralidad occidental: ‘No matarás’ en el primer caso, ‘No levantarás falso testimonio contra tus semejantes’, en el segundo». Ahora, la especulación consistirá en continuar la argumentación, y plantear la posibilidad de un nuevo totalitarismo en el que no se percibiera la banalidad del mal, porque, en las sociedades occidentales del primer mundo, se hubiera invertido de nuevo otra norma básica de la moral occidental: «No cometerás actos impuros». La pregunta que nos plantea es la siguiente: ¿alguien alberga alguna duda de que sobre la realidad de la donación afectivo-sexual se ha abatido una rotunda banalización de la sexualidad? Pero antes de responder se debe aclarar una cuestión previa: el totalitarismo nazi construyó cámaras de gas; el estalinista, los gulags. ¿Qué consecuencia equiparable en orden de magnitud se podría atribuir a la banalización de la sexualidad? Porque, sin un resultado de cierta importancia cuantitativa, no se podría hablar de totalitarismo. Para contestar anotaré una declaración reciente —y rotunda, contundente— del eminente psiquiatra español Enrique Rojas: «La primera epidemia mundial que existe en la actualidad no son las drogas, ni el sida, ni las depresiones, ni el estrés, sino las rupturas conyugales». En otras palabras, como psiquiatra conoce a fondo la existencia de una gran multitud de niños y niñas que no han podido construir su mundo afectivo, porque no han tenido una familia estable. Y esta realidad la cataloga como la mayor plaga del planeta. La muerte del núcleo familiar que sufren tantos niños de los países del primer mundo es una realidad muy cruel, a la que quizás nos hemos acostumbrado, y por ello nos falta la sensibilidad moral necesaria para detectar el gran peligro que encierra. Pero el 68

psiquiatra español citado, que conoce y trata en su consulta médica la gran inmadurez en la que se ven sumidos tantos jóvenes —sin tener más culpa que la de estar desatendidos por sus padres—, nos viene a decir que esa realidad es la peor calamidad del tiempo presente. Y, por tanto, resulta muy fecundo ensayar la posibilidad de que la muerte de muchas familias, el efecto deletéreo de esta realidad y sus consecuencias, sea comparable a la que causaron los totalitarismos del pasado siglo XX. Pienso que no podemos seguir ciegos —ni mudos— ante la existencia de millones de niños que no poseen el ambiente familiar necesario para alcanzar la madurez psicológica a la que tienen derecho debido a su dignidad como seres humanos. El totalitarismo consigue que las personas inmersas en el sistema ideológico no perciban la perversidad de sus acciones, ni atisben las funestas consecuencias de las mismas. Afirmaba Walter Benjamin que es importante oír el relato de las víctimas, porque solo ellas conservan la capacidad para recordar el peligro que conlleva la conducta de la mayoría. Por eso es importante preguntarse quiénes serían las víctimas y tratar de oír su relato de la historia (en este caso, al ser niños, conviene oír su voz amplificada por el psiquiatra que los conoce y trata, porque ellos no pueden expresarse con profundidad). Lógicamente, la banalización de la sexualidad no es el único elemento en la génesis del problema señalado, pero a nadie se le esconde que ejerce una importante influencia sobre la fuerte fragmentación familiar, y sobre el cambio de mentalidad de los últimos decenios en lo relativo a la estabilidad familiar. La antropología de la sexualidad y la mirada sobre la familia han sufrido un giro copernicano en los últimos cuarenta años, influidas por corrientes filosóficas que interpretan la sexualidad como una actividad desconectada de la donación afectiva a la persona amada en el ámbito del matrimonio. En Los orígenes del totalitarismo, Arendt identifica una serie de elementos sobre los que se construye la ideología totalitaria. Quizás sea oportuno repasarlos y comprobar si en el totalitarismo del sexo, que se está ensayando, se dan dichos componentes. En primer lugar, Arendt avisaba de que era propio del totalitarismo tratar a la gente como masa en lugar de personas individuales. Pues bien, esto ocurre fundamentalmente en la banalización de lo sexual a través de los medios de comunicación masivos, donde es habitual presentar los aspectos más básicos de la sexualidad para aprovecharse del morbo que aparejan, y así ganar en audiencia. La audiencia es masa, porcentaje de televidentes, multitudes sin rostro que se registran numéricamente. Y, con frecuencia, la persona que emite esos contenidos quizás evite que los seres humanos —únicos, con rostro personal— que forman su núcleo familiar vean esos programas. A continuación, Hannah Arendt explicaba que el totalitarismo necesita despreciar lo real. ¿Alguien piensa que es real el ambiente de algunos programas y concursos, de ciertos reality shows que aparecen en las televisiones? ¿Pertenecen a la vida corriente de la mayoría de las personas las diferentes discusiones sobre líos de pareja de los diversos famosillos, que aparecen en los numerosos programas del corazón? De nuevo, la ideología sustituye a la vida corriente y se transforman las mentalidades. Así, se consigue que parezca lógica una idea; o sea, se sustituye la realidad por la ideología. Al cabo de un tiempo, ya sí pueden darse en la vida corriente unos líos de pareja similares a los presentados en las pantallas catódicas día tras día. 69

Por último, subrayaba la filósofa alemana la importancia de que exista un poder oculto, que opere como desde el secreto, para la constitución de un totalitarismo. Si algo causa asombro en el profundo cambio producido respecto al modo de comprender la sexualidad en las últimas décadas, es que se ha impuesto de un modo que se ha calificado como revolución silenciosa. Además, en muchos medios de comunicación existe un poder «mediático» que, desde la sombra, ridiculiza y tacha como mojigato al que comprende la sexualidad vinculada con valores afectivos y morales, presentando a esa persona como pacata y portadora de una conducta pobre con la que cercena su libertad. La pregunta, por tanto, sigue en pie: ¿puede existir un nuevo totalitarismo, inadvertido por irreflexión, en nuestras sociedades actuales? ¿No existirá mucha indiferencia moral, acostumbramiento y falta de respuesta, al ver situaciones indignas en la televisión, en la playa, o en las páginas de nuestros periódicos? Quizás se mantenga una actitud de despreciable indiferencia, que se contagia ante el hecho de que la mayoría no hace nada y de que el poder lo permite y lo aplaude. En el libro El amor y otras idioteces José Pedro Manglano resume las consecuencias de considerar que «el sexo se acerca más a la práctica de un deporte que a un lenguaje humano. No hay transgresiones de tipo moral». Y recoge en dicha obra esta otra consideración: «Octavio Paz ha tratado el tema con lucidez en La llama doble, y delata que la licencia sexual, la moral permisiva “ha degradado a Eros, ha corrompido a la imaginación humana, ha resecado las sensibilidades y ha hecho de la libertad sexual la máscara de la esclavitud de los cuerpos”». Por eso es importante repensar estas cuestiones, porque en su interior esconden materias cruciales para la plenitud de nuestra vida y el desarrollo de la sociedad que habitamos. Me parece que, tras la recuperación de una antropología que una de nuevo la sexualidad al afecto, se encuentra la posibilidad de que afloren los deseos verdaderos de donación que todo ser humano esconde en su interior, para así vivir la vida en plenitud. Esto es lo que impide la banalización de la sexualidad. Además, se podría mitigar la hemorragia de familias rotas en la que vivimos inmersos, y que quizás forme parte ya de nuestro paisaje, como otras realidades formaron parte de otros horizontes macabros, en los peores momentos del siglo XX, o quizás de toda la historia de la humanidad. Antropología de la culpa De un modo general, se puede afirmar que en la actualidad existen dos cosmovisiones —dos maneras de entender el mundo moral e interpretarlo—, las cuales engloban muchos elementos contrapuestos. Y resulta interesante conocer la estructura ética de ambas, para después ofrecer una reflexión y obtener alguna conclusión. Para esta labor me serviré del pensamiento existencial de Hannah Arendt y de sus maestros filosóficos. En un resumen muy conciso, se puede afirmar que grandes parcelas de la cultura moderna se asientan en un modo de entender el mundo moral en el que no existen verdades supraindividuales. Desde estos presupuestos, en el plano ético no se puede hablar de verdades, sino de deberes: los que cada individuo se da a sí mismo desde su propia autonomía. El hombre se ha emancipado de obligaciones externas a él, y se da a sí 70

mismo su propia ley moral. Es más, se interpreta que en la génesis de gran parte de los males y de las violencias históricas se encuentra la cuestión de que unos individuos se han sentido en posesión de ciertas verdades morales y han querido imponérselas a los otros. La religión solo tiene cabida en el ámbito privado de una ética de máximos, pero no puede influir en la vida pública, social, política o cultural, pues nadie debe imponer sus convicciones al resto. Básicamente, nos hallamos ante una cosmovisión postmetafísica, que parte de la muerte de Dios como presupuesto. No existe la posibilidad de un cognoscitivismo ético, es decir, de una especulación filosófica que encuentra presupuestos éticos con alguna pretensión de verdad. En esta lógica tampoco cabe que las tradiciones religiosas aparezcan como referencias morales. La otra cosmovisión a la que se hacía referencia podría ser definida, en sus rasgos fundamentales, como aquella que pretende la búsqueda de referencias éticas en las que trasparezca la verdad. Por ello se desconfía mucho de la subjetividad humana y se trata de buscar destellos de verdad en las tradiciones de pensamiento, en la literatura clásica, en las tradiciones religiosas, etc. En esta mirada se parte de una actitud como la que Robert Spaemann refleja en su libro Ética: cuestiones fundamentales: «Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree (…). En todas las culturas existen deberes de los padres para los hijos, y de los hijos para los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como virtud del guerrero». Además, todas esas referencias éticas deben ser comprendidas de un modo autónomo por cada uno y, por supuesto, no deben ser impuestas a nadie. Por consiguiente, nos movemos en una cosmovisión humanista, en la que la persona busca la verdad, la belleza y el bien, en un mundo real, que no es absurdo, al que se trata de comprender, abiertos al misterio, a lo trascendente. Resulta interesante tratar de encontrar cuál es la cuestión clave de disenso entre ambas formas de entender el mundo. Pues bien, el punto fundamental que separa ambas cosmovisiones, desde una mirada teórica, recae —sin duda alguna— en el problema de la verdad. Pero desde una dimensión existencial el punto de desencuentro apunta a la cuestión de la culpa. Es el mismo asunto pero visto desde otra óptica, quizás más accesible a la reflexión, porque poseemos experiencia propia. Entonces, si la culpa no es algo ficticio, o, dicho de otra manera, si la culpa es algo real, el edificio de la cosmovisión postmetafísica se queda sin una fundamentación sólida. En otras palabras, el sentido personal de la culpa devuelve al interior del ser humano su conexión con el cognoscitivismo moral: precisamente porque puedo saber qué está bien y qué está mal. Si existe la culpa es porque existe un bien y un mal por fuera del individuo, que le dota de responsabilidad al actuar, y que le deja algo similar a una huella interior cuando obra mal. Además, parece más sencillo indagar el tema de la culpa que el problema de la verdad, que resulta más etéreo, más teórico, por lo que se podrían cruzar argumentos y contraargumentos de un modo interminable. En la cuestión de la culpa también se podría procerder igual, pero todos tenemos una experiencia interior a la que acceder, y ahí nadie nos puede engañar.

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Para profundizar en este tema se necesita, en primer lugar, comprender por qué se ha negado la existencia de la culpa. En este sentido, y aunque sea con brevedad, hay que citar a dos autores cuya influencia ha sido fundamental durante todo el siglo XX: Nietzsche y Freud. En el caso de Nietzsche, la inexistencia de la culpa en su filosofía es consecuencia directa de la negación de la existencia de valor moral alguno. Durante la segunda mitad del siglo XIX, este pensador alemán llevó hasta sus últimas consecuencias las tesis de la Modernidad filosófica, que apoyaba la moralidad en la autonomía absoluta del agente moral. A esta situación se refiere Nietzsche con el término de la muerte de Dios. La consecuencia del intento idealista de hacer a cada hombre legislador soberano de su propio mundo moral, le lleva a intuir que esto terminará en la desaparición de toda fuente de moralidad, Dios incluido. Es decir, que esta circunstancia va a llevar al hombre a un nihilismo moral, o sea, a una imposibilidad de fundamentación ética. Es el tiempo del superhombre que se da a sí mismo su propia moral, que domina con su voluntad de poder, no con su razón, la cual ya no puede encontrar ninguna verdad en la que apoyar su acción. Y si ya no hay valores morales racionales, si no existe ni el bien ni el mal, no podrá existir culpa alguna, como su lógica consecuencia. Sigmund Freud, psiquiatra judío que fallece en 1939, es otro autor cuya influencia es necesario conocer. Para el psiquiatra vienés, la conciencia no existe como hasta ahora se comprendía, sino que realmente es una manifestación de la estructura psíquica que denomina superyo, conformada por las convenciones sociales. El superyo actúa reprimiendo las manifestaciones del ello, de lo primariamente instintivo, y de la tensión entre ambas dimensiones se expresa el yo, que es cada individuo. Lo que se considera como mal moral, por tanto, no es un mal en sí, sino un conflicto entre el yo y el ello, provocado por la censura que emite el superyo: la cultura enseña al superyo qué es bueno o malo, y este reprime los deseos primarios del ello. Pero esa represión para Freud puede ser una fuente de angustia, y puede incluso causar neurosis. En esta concepción del ser humano, el psicoanalista detectará algunos disfuncionalismos que podrán, incluso, causar neurosis; conseguirá relajar al paciente, e inhibir entonces la censura del superyo, para así conocer qué le crea malestar. Una vez reconocido el deseo reprimido habrá que aceptarlo sin ninguna consideración moral, liberando al paciente de la angustia que le produce su represión, curando así al enfermo de la fuente de su neurosis. Se comprenderá ahora que, para esta lógica, la culpa no tiene sentido, excepto el de ser causa de tensión reprimida, y lo mejor que puede hacer el ser humano es liberarse de ella para obtener una psique liberada de conflictos. Ahora se puede valorar con mayor rigor el pensamiento de Hannah Arendt, Karl Jaspers y del propio Heidegger, pues, además, estos pensadores son anteriores a lo que se ha descrito como dos cosmovisiones confrontadas en el actual siglo XXI. ¿Cómo va a negar la existencia del mal moral Arendt, que vivió tan de cerca los males derivados de la Segunda Guerra Mundial, y dedicó gran parte de sus esfuerzos filosóficos a comprender su génesis, o por qué todo un pueblo no supo reaccionar ante la mayor abyección moral que ha padecido el mundo desde sus comienzos? Porque, si no existe cognoscitivismo moral, si el ser humano no tiene capacidad de conocer qué está bien y qué está mal, no existiría tampoco responsabilidad alguna. 72

En La condición humana, Arendt expone sus pensamientos acerca del perdón y de la promesa. Y escribe: Las dos facultades van juntas en cuanto que una de ellas, el perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos «pecados» cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, al obligar mediante promesas, sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres. Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo[5]. Por tanto, esta pensadora expone que los actos negativos del pasado dejan una huella en el interior del hombre que ha de ser limpiada; algo así como una enfermedad que debe ser curada. Y esa sanación la logra el perdón. Ahora bien, para ser perdonados hay que reconocer la culpa. Y si esto es así, hay que subrayar la necesidad de recuperar en la cultura contemporánea la antropología de la culpa, pues, en gran parte, se encuentra difuminada. Quizás pueda resultar interesante recordar en este punto la intuición de su maestro, Karl Jaspers, en torno a lo que denominó «situaciones límite». Para el filósofo de Heidelberg estas experiencias dotaban de sentido profundo a la vida. Sin ellas, por el contrario, se podía llevar una vida pobre, irreflexiva, en la que fácilmente anidaba la superficialidad. Como se ha descrito más arriba, Jaspers señaló cinco «situaciones límite»: el sufrimiento/enfermedad, la lucha, la muerte, el azar y la culpa[6]. Tomando las cinco «situaciones límite» originales, se comprueba que solo una de ellas puede rellenar con profundidad la experiencia humana de una forma frecuente y habitual: la culpa. El resto suelen cruzarse en nuestra existencia de modo infrecuente, al menos en el caso de la mayor parte de las personas (exceptuando a los enfermos crónicos, como era el caso del propio Jaspers, por cierto). Por tanto, para el maestro de Heidelberg, el reconocimiento de la culpa resulta de una importancia enorme para paliar la posibilidad de llevar una vida insustancial. Tanto Jaspers como Heidegger, en sus escritos sobre la culpa, además de hablar de la culpa moral o consecuente, derivada de nuestros actos negativos, también hablan de otra culpa, a la que Jaspers denomina culpa metafísica —o deuda, según la traducción—, y Heidegger culpa existencial, que sería antecedente. Ambos pensadores son conscientes de que el hombre no ha decidido venir a la vida, sino que ha sido puesto. Y ese regalo de la existencia le carga de una deuda —o culpa sin culpabilidad, antecedente— que le hace responsable de los demás seres humanos. Me parece que en estos tiempos, en los que se tiende a difuminar cualquier culpa, resulta necesario volver a considerar estas reflexiones en torno a un tema que ha formado parte de la literatura universal, y que, como consecuencia del escepticismo, ha ido desapareciendo como un derivado lógico de unos presupuestos predeterminados. 73

De la mano de Hannah Arendt se puede también recuperar la belleza del perdón, que nos libera de la huella del mal moral cometido, si se reconoce la culpa, que cuelga como espada de Damocles, cuando nuestra conducta ética no ha sido digna. Por ello, la reflexión sobre la culpa nos ofrece luces para salir del doloroso laberinto del relativismo moral. El pensamiento de esta filósofa nos puede servir como medicina saludable para recuperar una mirada que aprenda de las lecciones del pasado sin caer en la oscuridad del pesimismo o de la indolencia.

4. Conclusión final El pensamiento de Hannah Arendt nace de la necesidad de comprender las circunstancias difíciles de la cultura y del tiempo que le tocó en suerte habitar. Supo afrontar este reto sin acomodarse a las opiniones mayoritarias y sin tener miedo a las críticas de las corrientes dominantes en su época. De este modo, fue muy atacada por los movimientos sionistas y las tendencias progresistas de izquierdas, por ejemplo. Quizás no logró mantener siempre un pensamiento homogéneo, lineal, sin ninguna contradicción. Pero no se quedó cruzada de brazos, agobiada por la dureza de las circunstancias o por las dificultades producidas al opinar en contra de las corrientes mayoritarias. Nunca fue una pensadora que pudiera ser clasificada en una escuela o designada con un marbete académico. Y me parece que de todas estas actitudes ya se puede aprender mucho. Quizás, de su amigo el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht se pueden tomar unas palabras, que en España son muy conocidas porque con ellas introduce Silvio Rodríguez su canción Sueño con serpientes. Expresan, posiblemente, la mejor manera de resumir la vida de Hannah Arendt: «Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles». Esta es la actitud del corazón que comprende la cultura en la que vive, y que lucha para mejorarla.

[1] Todo el relato de la vida de esta pensadora se sitúa, por tanto, quince años después del que se ha ofrecido sobre Edith Stein. Es decir, pertenece a la generación inmediatamente posterior. [2] H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 18. [3] Aquí se aprecia la huella de Walter Benjamín. [4] H. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Lumen, Barcelona 2003 (4ª), 416. [5] H. Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, 256-257. [6] Personalmente, siempre he echado en falta la ausencia del enamoramiento en el listado de esas «situaciones límite». También falta el embarazo/dar a luz, pero en esta desatención podría influir la condición de varón del filósofo.

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6. ELISABETH KÜBLER-ROSS: LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS (Zúrich, Suiza, 1926 - Arizona, EE.UU., 2004)

«La incomparable grandeza de Unamuno está en afirmar, en verso y en prosa, en ensayos filosóficos y en obras de teatro, en artículos de crítica y en novelas, la absurdez fundamental de este mundo si no hay un más allá». Este es el sentencioso resumen de Charles Moeller en su ensayo sobre la obra de Miguel de Unamuno, realizado en su estudio en seis tomos Literatura del siglo XX y Cristianismo. Para apoyar su afirmación, Moeller anota otros textos del rector de Salamanca: «La obsesión de la muerte viene de plenitud de vida; la tenemos los que sentimos que la vida nos desborda, y porque nos desborda la queremos inacabable. Se aferran a la vida los débiles. Lo que hay que inocular a los hombres es la fe en otra vida personal. Es tanto lo que amo la vida, que el perderla me parece el peor de los males. Los que gozan al día, sin cuidarse de si han de perderla o no del todo, es que no la quieren (…). En el fondo, los sensuales son más tristes que los místicos. Yo vivo contento con mis místicas». Resulta sugerente encabezar el estudio sobre Elisabeth Kübler-Ross con estas consideraciones, porque esta psiquiatra ha sido la persona que más directamente ha abordado la muerte, la que más horas ha pasado con los moribundos, escuchando sus confidencias y tratando de comprender qué es la muerte, qué significa y cómo trascurre el tránsito inmediatamente posterior a la muerte corporal, lo que ella denominó «experiencias en el umbral de la muerte». Una realidad se resiste al dominio del hombre de nuestros días: la muerte. Aunque su presencia se quiera sustraer a nuestra mirada, puede aparecer en cualquier momento, a cualquier edad, y afectar a cualquier persona —con independencia de su fortuna, de su situación profesional, sentimental o biográfica—. Tal vez por ello, en las sociedades actuales, la muerte constituye una realidad tabú, que se intenta ocultar para que su impronta se note lo menos posible. Meyer, en su libro Angustia y conciliación de la muerte en nuestro tiempo, ha calificado a nuestra sociedad como tanatofóbica. Los nuevos tanatorios se proyectan como espacios arquitectónicos en los que todo es soft, impersonal, en los que cada vez se tiene menos contacto visual con el cadáver. Tampoco parecen tener ya sentido las manifestaciones externas de duelo. Con todo esto se quiere disimular la presencia de algo que no podemos someter, máxime en estos tiempos en que, con los grandes avances tecnológicos, parece que somos dominadores de casi todo. ¿No habrá bastante de absurdo en todo este comportamiento? La pretensión de nuestro estudio será la de que si comprendemos mejor la muerte y la 75

transición entre la vida y la muerte —que, a través de las «experiencias en el umbral de la muerte», ya podemos conocer como ciencia empírica—entenderemos también mejor nuestra vida, y esto nos llevará, como de la mano, a ser más solidarios con los demás y abrirnos a la trascendencia. Así también podremos acompañar y consolar a otras personas a las que la cercanía de la muerte les sea una realidad próxima. Para ello puede ser útil el conocimiento de la vida y el pensamiento de la doctora Kübler-Ross, psiquiatra fallecida en 2004, con 28 doctorados universitarios honoris causa —no existen muchos científicos con tantas distinciones universitarias en todo el mundo— obtenidos por sus investigaciones en torno a la muerte y los moribundos, como reza el título de su libro más conocido. Este mismo universo real y misterioso, el de la muerte y sus aledaños, ha sido abordado filosóficamente por numerosos pensadores. Entre otros, por el francés Gabriel Marcel, desde una perspectiva existencial. Con estas emocionantes palabras suyas encabeza Charles Moeller el estudio sobre dicho filósofo, en la misma obra citada anteriormente: «Hay una cosa que he descubierto después de la muerte de mis padres, y es que lo que llamamos sobrevivir, en realidad es sub-vivir, y aquellos a quienes no hemos dejado de amar con lo mejor de nosotros mismos se convierten en un especie de bóveda palpitante, invisible, pero presentida e incluso rozada, bajo la cual avanzamos cada vez más encorvados, más arrancados a nosotros mismos, hacia el instante en que todo quedará sumido en el amor». A esta realidad se asomó desde una perspectiva científica la psiquiatra Kübler-Ross.

1. Breve reseña biográfica En el año de 1926, en la ciudad suiza de Zúrich, ocurrió un nacimiento muy especial, pues Frau Kübler vino a dar a luz a trillizas, la primera de las cuales pesó solo 900 gramos. Algún tiempo más tarde fue bautizada por el pastor de la iglesia local con el nombre de Elisabeth. Así narraba con el paso de los años este suceso su protagonista: «Nací como una niña “no deseada”. No porque mis padres no quisieran tener hijos, por el contrario, deseaban una niña, pero una niña bien robusta de unos cinco kilos. No esperaban tener trillizos. Y cuando aparecí yo, pesaba alrededor de un kilogramo y era muy fea». A los cuatro años la familia se traslada a una casa rural, a media hora de Zúrich, con huerto propio y rodeada de bosques y prados. En su autobiografía, La rueda de la vida, Elisabeth relata algún recuerdo imborrable de su infancia, como su ingreso en un hospital como consecuencia de una neumonía. En la cama de al lado yacía otra niña muy afectada: Entonces tuvimos una conversación muy hermosa, conmovedora y osada. Mi amiguita de porcelana me dijo que esa noche, de madrugada, se marcharía. Yo me preocupé. —No pasa nada —me dijo—. Hay ángeles esperándome (…). Me dijo que su verdadera familia estaba «al otro lado», y me aseguró que no había de qué preocuparse. Nos sonreímos y volvimos a dormirnos. Yo no sentía ningún temor por el viaje que mi amiga iba a emprender (…). 76

A la mañana siguiente vi que la cama de mi amiga estaba desocupada. Ninguno de los médicos hizo el menor comentario sobre su partida, pero en mi interior yo sonreí, sabiendo que antes de marcharse había confiado en mí�[1]. Otra anécdota interesante ocurre en su periodo escolar en relación con el profesor y ministro protestante del pueblo. Al parecer, el pastor era un hombre insensible y castigaba en exceso a sus cinco hijos, hasta el punto de que los otros niños de la escuela les guardaban bocadillos, o les prestaban sus jerséis, para que al sentarse no les dolieran los cardenales provenientes de las frecuentes palizas paternas, cuando se sentaban en los bancos de madera. A este respecto recoge Elisabeth en su autobiografía un hecho que refleja bien su carácter: Perdió totalmente mi aprecio, como la religión en general, el día que pidió a mi hermana Eva que recitara un salmo (...). La niña que estaba al lado de ella tosió, y el pastor R. pensó que le había susurrado al oído el salmo. Sin hacer ninguna pregunta, las cogió de las trenzas a las dos e hizo entrechocar las cabezas de ambas. Sonó un crujido de huesos que nos hizo temblar a toda la clase. Encontré que eso era demasiado y estallé. Lancé mi libro negro de salmos a la cara del pastor; le dio en la boca. Se quedó atónito y me miró fijamente, pero yo estaba demasiado furiosa para sentir miedo. Le grité que no practicaba lo que predicaba. —No es usted un ejemplo de pastor bueno, compasivo, comprensivo y afectuoso — le chillé—. No quiero formar parte de ninguna religión que usted enseñe[2]. En 1942 termina la enseñanza secundaria. Hay que recordar que Europa está en plena Segunda Guerra Mundial. De este tiempo data otro suceso que también refleja mucho la personalidad de la futura psiquiatra. Ella había decidido comenzar los estudios de medicina, pero su padre había resuelto que trabajaría como secretaria-contable de su empresa. Así refleja la conversación con su padre, en su autobiografía: —Si mi oferta no te parece bien, puedes marcharte y trabajar de empleada doméstica, bufó (…). —Trabajaré de empleada doméstica —dije[3]. Y así ocurrió. Durante algún tiempo tuvo que ocuparse en diversas faenas, con esfuerzo y muchas humillaciones, hasta poder empezar los estudios de medicina. Pero supo mantener sus ideas e ideales por encima de todo. En uno de sus trabajos, por fin, tuvo la oportunidad de realizar una promesa interior, la de acudir a Polonia para ayudar a su reconstrucción al término de la Segunda Guerra Mundial. Allí fue donde pudo ver los campos de concentración, como relatará en sus conferencias por el mundo, en años posteriores. Pero antes de esto ejerció como sanitaria atendiendo a la población civil de la posguerra y contando con muy pocos medios materiales. En su autobiografía relata un episodio que, de nuevo, refleja bien la fascinante personalidad de la futura doctora Ross. Mientras realiza tareas sanitarias en Polonia, en el campamento del Servicio de Voluntarios, se encuentra sola, sin la ayuda de los médicos habituales, pues habían ido lejos para atender unas urgencias. En esas circunstancias se presenta una mujer con su hijo de tres años que tiene fiebre tifoidea. No 77

queda ningún medicamento para su tratamiento. La madre le cuenta que el niño es el último de sus trece hijos, y que todos los demás los ha perdido en el campo de concentración de Madianek. Este no quiere perderlo ahora que han salido de allí. Entonces Elisabeth le propone ir al único sitio donde podía ser atendida, al hospital de Lublin, a treinta kilómetros de distancia caminando. Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al niño, que no estaba nada bien. A la salida del sol llegamos a las altas puertas de hierro del enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un guardia nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos caminado los 30 kilómetros para nada? (…). Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa. —Soy suiza —le dije moviendo el índice bajo su nariz—, caminé e hice autostop para venir a Polonia a ayudar al pueblo polaco. Atiendo yo sola a cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica de Lucima. Ahora he hecho todo este trayecto para salvar a este niño. Si no lo admite, volveré a Suiza y le diré a todo el mundo que los polacos son la gente más insensible del mundo, que no sienten amor ni compasión, y que un médico polaco no se apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece, sobrevivió a un campo de concentración. Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo, pero con una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí durante tres semanas. —Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o estará lo suficientemente recuperado para que se lo lleven —dijo (…)[4]. Más adelante recibirá una nota que decía: «De la señora W., cuyo último de sus trece hijos usted ha salvado, tierra polaca bendita». Y aclara que «recogió un puñado de tierra de su casa y buscó un sacerdote para que la bendijera. Dado que los nazis habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes, estoy segura de que tuvo que caminar bastante para encontrar uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios. Después de dejarme su regalo se volvió a casa. Cuando comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el más preciado regalo que había recibido en mi vida». En el libro La muerte, un amanecer, la propia Kúbler-Ross resume el curso de su vida a partir de este momento con las siguientes palabras: Yo misma visité los campos de concentración y vi con mis propios ojos vagones repletos de zapatos de niños, así como otros llenos de cabello humano que había pertenecido a las víctimas del campo de exterminio nazi. Se transportaba ese cabello a Alemania para confeccionar almohadas. No se puede seguir siendo la misma persona después de haber visto con los propios ojos los hornos crematorios y haber olido con la propia nariz los campos de concentración, sobre todo siendo entonces tan joven, como era mi caso, porque lo que se veía allí con toda claridad era la inhumanidad reflejada en todos nosotros (…). Antes de ir a América, yo practicaba la medicina en Suiza y me sentía muy feliz. De hecho, yo había preparado mi vida para ir a la India con el fin de trabajar como médico —como lo hizo Albert Schweitzer en África—, pero dos meses antes de partir se me informó que el proyecto había fracasado y en lugar de la jungla india yo desembarcaba 78

en la jungla neoyorquina, después de haberme casado con un americano que me llevó allí, donde menos ganas tenía de vivir. Esto tampoco fue una casualidad. No fue el azar. Encontré un trabajo de médico en el Manhattan State Hospital, que también es un sitio horrible. En aquella época yo no sabía gran cosa de psiquiatría y me sentía muy sola, miserable y desgraciada. Además yo no quería hacer desgraciado a mi marido, así que me dediqué completamente a mis enfermos y me identifiqué con su soledad, su desgracia y su desesperación. Como os decía, sabía poco de psiquiatría, y particularmente de psiquiatría teórica, que en mi posición tenía que conocer. A causa de mis insuficientes conocimientos lingüísticos, tenía dificultades para comunicarme con mis enfermos, pero nos amábamos mucho. Sí, verdaderamente, nos amábamos mucho. Al cabo de dos años, el noventa y cuatro por ciento de estos enfermos pudo abandonar el hospital y defenderse en Nueva York, y desde entonces muchos de ellos trabajan y asumen todas sus responsabilidades. Debo deciros que todos estaban condenados como «esquizofrénicos irrecuperables»[5]. Por diversas circunstancias se especializará en psiquiatría y comenzará a trabajar con moribundos. Tras varios años de experiencia, y después de superar muchas dificultades, llega a Clement Alexandre, jefe de redacción de la editorial Macmillan de Nueva York, un corto artículo escrito por la doctora Ross sobre «La muerte y el morir». A raíz de su lectura, viaja a Chicago y le presenta a Elisabeth un contrato de 7000 dólares a cambio de un libro de 50.000 palabras. Con cara de pasmo, y pidiendo tres meses para escribirlo, el contrato fue aceptado. En dicha negociación el libro ya tenía nombre: La muerte y los moribundos. Le gustó. El libro se convirtió en un best seller internacional, y en muchas instituciones médicas y residencias de ancianos fue considerado como una obra importante. Pero entonces apareció la Señora Schwartz, que de nuevo revolucionará la investigación de Kübler-Ross. Dejemos que sea ella misma quien nos lo narre, tomando la cita del libro La muerte, un amanecer: Su marido era esquizofrénico y cada vez que tenía una crisis intentaba matar a su hijo menor, que era el único de sus muchos hijos que vivía todavía en casa. La enferma estaba convencida de que si moría ella demasiado pronto su marido perdería el control y su hijo estaría en peligro de muerte. Gracias a una organización de ayuda social llegamos a colocar al hijo cerca de familiares, así la señora Schwartz dejó el hospital aliviada y liberada sabiendo que, aunque no viviera mucho tiempo, su hijo al menos estaba seguro. Esta enferma volvió a nuestro hospital después de un año, más o menos, y fue nuestro primer caso de una experiencia en el umbral de la muerte. Tales experiencias han sido publicadas estos últimos años en numerosos libros y periódicos y son por consiguiente conocidas por el gran público. Recuerdo que estaba muy delicada, y que la ubicaron inmediatamente en una habitación privada. Entonces comenzó a reflexionar sobre si debía desafiar una vez más a la muerte o si podía dejarse llevar tranquilamente para abandonar su envoltura. Fue entonces cuando vio entrar a la 79

enfermera, echar una mirada sobre ella y precipitarse fuera de la habitación. La señora Schwartz se vio deslizarse lenta y tranquilamente fuera de su cuerpo físico y pronto flotó a una cierta distancia por encima de su cama. Nos contaba, con humor, cómo desde allí miraba su cuerpo extendido, que le parecía pálido y feo. Se encontraba extrañada y sorprendida, pero no asustada. Nos contó cómo vio llegar al equipo de reanimación y nos explicó con detalle quién llegó primero y quién último. No solo escuchó claramente cada palabra de la conversación, sino que pudo leer igualmente los pensamientos de cada uno. Tenía ganas de interpelarlos para decirles que no se dieran prisa puesto que se encontraba bien, pero cuanto más se esforzaba en explicarles más la atendían solícitamente, hasta que poco a poco comprendió que era ella únicamente la que podía entender, mientras que los demás no la oían. La señora Schwartz decidió entonces detener sus esfuerzos y perdió la conciencia, como nos dijo textualmente. Fue declarada muerta cuarenta y cinco minutos después de empezar la reanimación y dio signos de vida después, viviendo todavía un año y medio más. Compartió su experiencia con mis estudiantes y conmigo en uno de mis seminarios. No necesito decir aquí que este caso representó para mí algo nuevo, puesto que yo no había oído hablar nunca de tal experiencia de muerte aparente, aunque era doctora en medicina desde hacía tiempo. Mis estudiantes se extrañaron de que no clasificase esta experiencia simplemente como una alucinación, una ilusión o como la desintegración de la conciencia de la personalidad (…). Estábamos convencidos de que la experiencia de la señora Schwartz no era un caso aislado. Esperábamos ahora descubrir otros casos similares e incluso eventualmente recoger suficiente información como para saber si la muerte aparente era un acontecimiento frecuente, raro o únicamente vivido por la señora Schwartz. No necesito decir, puesto que en la actualidad es notorio, que numerosos investigadores médicos y psicólogos, así como los que estudian los fenómenos parapsicológicos, se han propuesto el registro estadístico de casos como el nuestro, y en el transcurso de los últimos años han proporcionado más de veinticinco mil en el mundo entero[6]. A partir de aquí, la vida de Elisabeth Kübler-Ross transcurrirá entre conferencias, publicaciones y nuevos proyectos. Pero también, como ella misma narra en su autobiografía, la vida de la psiquiatra se introducirá en un terreno confuso: la participación en una serie de actividades de tipo espiritista que la ponen en contacto con «intermediarios hacia el otro lado». Es una parte de la vida de esta doctora en la que participa con el señor B. en unas curiosas sesiones de espiritismo, en las que resulta imposible distinguir lo que sea farsa y lo que pueda contener algo de verdad. Al final, el señor B., que termina por ser vecino suyo, parece convertirse en el causante de varios atentados contra la propia vida de la doctora. Como si de una novela negra se tratara, aprovechando un viaje en el que le deja una chaqueta para que duerma un poco, apoyando en ella su cabeza, Elisabeth se despertará esa noche con la cara deformada con dos picaduras de araña venenosa, estando a punto de morir. Más adelante, su coche se quedará sin frenos y también salvará su vida de forma milagrosa. Por último, su casa se

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encontrará envuelta en llamas, pero en ese momento Elisabeth no está allí. Parece que el incendio fue provocado. Después de este suceso, nuestra autora decidió terminar su relación con el vecino señor B., el que la inició en el espiritismo. Y en esos momentos algunas de las mujeres que aparecían como intermediarias en los trances del señor B., le confesaron que estaban entrenadas y pagadas por él. O sea, que detrás del supuesto contacto con el más allá existía un fraude. La conclusión recogida por la propia psiquiatra en su autobiografía puede servir para todos: «Durante el resto de mi vida seguiría pasando noches insomnes y haciéndome millones de preguntas, aunque sabía que solo obtendría las respuestas definitivas cuando hiciera la transición que llamamos muerte. La esperaría con ilusión». La última iniciativa de la inquieta doctora tuvo lugar con ocasión de la aparición de la enfermedad del Sida. El proyecto, que le acarreará importantes sufrimientos, consiste en instalar una granja para acoger a niños con sida en San Diego. Compró un terreno y lo fue dotando, pero se encontró con muchas cartas que decían: «Llévese a otra parte a sus bebés con sida. No nos infecte a nosotros». Además, le pinchaban las ruedas de la furgoneta, la insultaban, no le aprobaban las licencias de obras… Un año después debió renunciar al proyecto. Desde 1995 sufrió varios ataques de apoplejía, y los últimos años de su vida tuvo que sufrir internamiento en una institución sanitaria, al no poder valerse por sí misma, ni aun para sus cuidados más básicos. Anoto aquí los últimos párrafos de la autobiografía de Elisabeth Kübler-Ross, en los que apunta: En enero de 1997, cuando escribo este libro, puedo decir sinceramente que estoy deseando pasar al otro lado. Estoy muy débil, tengo constantes dolores, y dependo totalmente de otras personas. A pesar de todo mi sufrimiento, continúo oponiéndome a Kevorkian [a la eutanasia], que quita prematuramente la vida a las personas por el simple motivo de que sienten mucho dolor o molestias. No comprende que al hacerlo impide que las personas aprendan las lecciones —cualesquiera que estas sean—, que necesitan aprender antes de marcharse. En estos momentos estoy aprendiendo la paciencia y la sumisión. Por difíciles que sean estas lecciones, sé que el Ser Supremo tiene un plan. Sé que en su plan consta el momento correcto para que yo abandone mi cuerpo como la mariposa abandona su capullo. Nuestra única finalidad en la vida es crecer espiritualmente. La casualidad no existe[7]. Este dolor constante, al que ella hace referencia, no será algo pasajero. Lo encontrará como compañero habitual durante una larga temporada, pues Elisabeth fallecerá siete años después de escribir esas líneas, en 2004.

2. El pensamiento de Elisabeth Kübler-Ross Un buen hilo conductor para acercarnos a los planteamientos de esta autora es el de sintetizar el contenido de sus dos libros más conocidos y, posteriormente, reflexionar 81

sobre esos argumentos. La muerte y los moribundos Después de pasar muchas horas al lado de una multitud de personas moribundas, la doctora Kübler-Ross acumuló una gran experiencia en torno a una cuestión totalmente desatendida por la mayoría de sus colegas: la muerte y sus alrededores. En una conferencia pronunciada años más tarde, afirma: «Si uno se toma el tiempo de sentarse junto a la cabecera de la cama de los moribundos, ellos son los que nos informan sobre las etapas del morir. Nos muestran de qué modo pasan por los estados de cólera, de desesperación, del «¿por qué justamente yo?» y también la forma en que acusan a Dios, rechazándolo incluso durante un tiempo. Luego comercian con Él y caen seguidamente en las peores depresiones. Pero si a lo largo de estas fases están acompañados por un ser que les ama, pueden llegar al estado de aceptación». En este texto se esconde el núcleo de las enseñanzas de la obra escrita en 1969, titulada La muerte y los moribundos, en el que resume su experiencia. Como es sabido, este libro fue un éxito de ventas y asombró a la disciplina médica, que hasta entonces no se había parado a reflexionar sobre estas cuestiones. Todo esquema supone una distorsión de la realidad, pues esta lo desborda. Pero sin esa estructura artificial, la proporcionada por el esquema, la realidad sería difícil de abordar. Así pues, aceptando estas limitaciones, se tratará ahora de comprender la magnífica aproximación a la muerte, en cinco fases, ofrecida por la psiquiatra suiza. 1. Fase de negación: el paciente tiende a negar la realidad inminente de su fallecimiento. Encuentra un modo de no darse por enterado de esa circunstancia. En el fondo, esta actitud nace de un mecanismo de defensa del yo, que quiere protegerse contra el fatal desenlace. 2. Fase de cólera. Suele suceder a la anterior, en el momento en que ya no se puede ocultar el hecho del dramático desenlace. Entonces la aceptación de la muerte se transforma en una profunda furia. En este periodo suelen producirse continuas reacciones airadas. Al enfermo terminal le puede molestar la vitalidad de las otras personas sanas y le obsesiona una pregunta por encima de todas: ¿por qué a mí? 3. Fase de negociación. El paciente intenta posponer la muerte, y para ello acude a Dios o recurre a otros medios más o menos religiosos o pseudorreligiosos, realizando promesas, acudiendo a la Iglesia o a diversos gurús. A través de estas oraciones, devociones o pseudodevociones, pide a Dios una prórroga. El paciente es extremadamente débil ante cualquier esperanza de curación, aunque para ello tenga que afrontar gastos importantes, asistir a ritos, a medicinas alternativas, etc. 4. Fase depresiva. En este periodo predominan ya los sentimientos de pérdida, a veces de culpabilidad y vergüenza. La autora del esquema repara en este punto en que puede existir primero una depresión reactiva, y después una de tipo más adaptativa, preparatoria, en la que el paciente afronta una profunda 82

tristeza como preparación de sí mismo para abandonar el mundo. El paciente ya no quiere ver a las visitas, ya piensa más en el futuro que en el pasado, y suele estar envuelto en un silencio cada vez mayor. 5. Fase de aceptación. La mayoría de los moribundos alcanzan esta etapa en la que ya desaparece la depresión y la ira, y ambas son sustituidas por la aceptación del destino final. Disminuye el círculo de sus intereses, y el momento se asemeja al de la primera infancia, con la que se cierra el círculo de la existencia. La muerte, un amanecer Otra de las grandes aportaciones de Elisabeth Kübler-Ross a la cultura del siglo XX ha sido su investigación en torno a lo que ella denominó «experiencias en el umbral de la muerte», y que hoy ya forma parte de la terminología de los estudios psiquiátricos sobre tanatología con las siglas ECM, es decir, «experiencias cercanas a la muerte». Sobre ellas se han realizado muchas tesis doctorales. A pesar de todo, sigue resultando llamativo que sobre estas cuestiones el público general tenga muy poca documentación, o que, si la posee, la considere como una información que no es empírica, objetiva. Quizás, esta situación se deba al prejuicio racionalista consistente en eliminar todo lo que escape de la posibilidad material de ser medido o pesado y, por tanto, lo que se sale de este dominio, no puede ser real. Con esta reducción, en la educación general se ignora el tema de la muerte, y solo se dedican energías para que su realidad quede oculta o disimulada. El resultado final es que los educandos terminan sus estudios sin ningún bagaje al respecto, siendo auténticos analfabetos en lo que a la tanatología se refiere. En la breve reseña biográfica ofrecida, se ha mencionado cómo la doctora Kübler-Ross empieza a investigar en este campo, a partir del suceso de la Señora Schwartz. En la obra que estamos comentando afirma: Hemos estudiado veinte mil casos, a través del mundo entero, de personas que habían sido declaradas clínicamente muertas y que fueron llamadas de nuevo a la vida. Algunas se despertaron naturalmente, otras solo después de una reanimación. Quisiera explicaros muy someramente lo que cada ser humano va a vivir en el momento de su muerte. Esta experiencia es general, independiente del hecho de que se sea aborigen de Australia, hindú, musulmán, creyente o ateo. Es independiente también de la edad o del nivel socioeconómico, puesto que se trata de un acontecimiento puramente humano, de la misma manera que lo es el proceso natural de un nacimiento[8]. Algunas de las características referidas por todos los pacientes que, después de estar clínicamente muertos, vuelven a la vida corporal, son similares a estas: En el momento en que asistimos a nuestra propia muerte, oímos las discusiones de las personas presentes, notamos sus particularidades, vemos sus ropas y conocemos sus pensamientos, sin que por ello sintamos una impresión negativa. El cuerpo que ocupamos pasajeramente en ese momento, y que percibimos como tal, no es el cuerpo físico sino el cuerpo etérico. 83

En este segundo cuerpo temporal y etérico nos percibimos como una entidad integral, como ya he mencionado. Si nos hubiese sido amputada una pierna, dispondremos de nuevo de nuestras dos piernas. Si fuimos sordomudos, podremos de nuevo oír, hablar y cantar. Si una esclerosis en placas nos clavaba en la silla de ruedas con trastornos en la vista, con problemas de lenguaje y parálisis en las piernas, podremos cantar y bailar (…). Muchos de mis colegas piensan que este estado se explica por una proyección de deseos, lo que parece lógico. Si alguien está paralítico, sordo, ciego o minusválido desde hace años, espera sin duda el tiempo en que el sufrimiento termine, pero en los casos de que disponemos no se trata de proyecciones de deseo y esto se deduce de los hechos que relataremos seguidamente. En primer lugar, la mitad de los casos de experiencias en el umbral de la muerte que hemos recogido son el resultado de accidentes brutales, e inesperados, en los que las personas no podían prever lo que les iba a suceder. También hay una segunda prueba para eliminar la tesis de una proyección del deseo y nos llega por parte de los ciegos que a lo largo de este estado de muerte aparente dejan de serlo. Les pedimos que compartieran con nosotros sus experiencias. Si solo se hubiera tratado en ellos de una proyección del deseo, no estarían capacitados para precisar el color de un jersey, el dibujo de una corbata o el detalle de los dibujos, colores y cortes de prendas que llevaban los presentes. Interrogamos a una serie de personas con ceguera total y fueron capaces de decirnos no solamente quién entró primero en la habitación para reanimarlo sino describir con precisión el aspecto y la ropa que llevaban los que estaban presentes, y en ningún caso los ciegos disponen de esta capacidad[9]. En el libro La muerte, un amanecer, se narran algunos relatos que impresionan porque, en su misterio profundo, envuelven una realidad que parece incontestable, y que nos hablan del complejo mundo espiritual en el que flotamos. Se recogen ahora algunos párrafos: De la misma manera se nos han reclamado pruebas concluyentes por afirmar la existencia de guías espirituales, de ángeles de la guarda y de parientes que precedieron al muerto, presentes en el momento del pasaje para recogerles. Pero, sin embargo, ¿cómo probar científicamente una afirmación repetida tan a menudo? Como psiquiatra, para mí era interesante imaginar que miles de hombres sobre la tierra tenían la misma alucinación en el momento de su muerte, es decir, la percepción de la presencia de parientes o amigos muertos antes que ellos. Después de todo, había que intentar saber si detrás de esta afirmación de los moribundos no había una verdad. Hemos intentado pues encontrar los medios para verificar estas afirmaciones, y poder probarlas seguidamente como exactas o desenmascararlas sencillamente como proyecciones del deseo. Para ello pensamos que la mejor manera de estudiar este problema era sentarnos a la cabecera de la cama de los niños moribundos después de accidentes familiares. Centramos estas investigaciones en los días de fiesta, como el Cuatro de julio, el Memorial Day, el Labor Day, los fines de semana, etc., ya que familias enteras tenían 84

la costumbre de desplazarse en sus grandes automóviles. En estas colisiones frontales muchos miembros de la familia morían en el acto y otros eran llevados a diferentes hospitales. Puesto que me ocupo particularmente de los niños, me propuse como tarea el sentarme a la cabecera de los que estaban en estado crítico. Yo sabía con certeza que estos moribundos no conocían ni cuántos ni quiénes de la familia ya habían muerto a consecuencia del accidente. Para mí era fascinante, por ello, comprobar que conocían siempre muy exactamente si alguien había muerto y quién era. Yo me siento a su lado, los observo tranquilamente, algunas veces les tomo la mano. De esta manera percibo inmediatamente cualquier agitación que tengan. Poco antes de la muerte se manifiesta a menudo una apacible solemnidad, lo que representa siempre un signo importante. En ese momento yo les pregunto si están dispuestos y si son capaces de compartir conmigo sus actuales experiencias y me responden a menudo en los mismos términos de aquel niño que decía: «Todo va bien. Mi madre y Pedro me están esperando ya». Yo ya sabía que su madre había muerto en el lugar del accidente, pero ignoraba que Pedro, su hermano, hubiera muerto también. Poco tiempo después supe que su hermano Pedro había fallecido diez minutos antes.Durante todos estos años en los que hemos reunido tales casos no hemos oído nunca a un niño mencionar en esas circunstancias el nombre de alguien que no hubiera fallecido ya, aunque solo fuera unos minutos antes. Para mí eso se explica solamente porque esos moribundos han percibido ya a sus familiares. Estos los esperan para reunirse de nuevo con ellos en una forma de existencia diferente, que muchos todavía no pueden comprender. Otra experiencia me emocionó más aún que las de los niños. Se trata del caso de una india americana. En nuestros documentos tenemos pocos elementos referentes a los indios, puesto que ellos hablan muy poco del morir y de la muerte. Esta joven india fue atropellada en una autopista por un conductor desaprensivo que se dio a la fuga después. Un extranjero se detuvo para ayudarla y ella le dijo calmadamente que ya no había nada que hacer, salvo prestarle el siguiente favor: si un día, por casualidad, se encontraba cerca de la reserva india donde vivía, que fuera a visitar a su madre y le transmitiera el siguiente mensaje: «Que estaba bien y muy contenta porque ya estaba con su padre». Después murió en los brazos del extranjero, que quedó tan impresionado por lo sucedido que se puso inmediatamente en camino para recorrer una gran distancia que nada tenía que ver con su itinerario. Al llegar a la reserva india supo por la madre que su marido, el padre de la joven, había muerto de un fallo cardíaco solo una hora antes del accidente que había tenido lugar a más de mil kilómetros de allí[10]�. Un resumen de los rasgos comunes a todas las personas que atraviesan por estas circunstancias podría ser el siguiente: además de encontrarse flotando y con su cuerpo íntegro, pueden viajar a la velocidad del pensamiento; en ese viaje se ven acompañados por ángeles y familiares fallecidos anteriormente, y con esa compañía, en la que también puede aparecer la Virgen o los santos —si se es católico, lógicamente—, se avanza hacia una luz que se percibe como una fuente de amor muy fuerte (También existen testimonios de personas que han narrado la experiencia contraria, la de ausencia total de amor, la de acercarse a algo asimilable a la idea que asociamos con la de infierno). Por último, en ese estado se realiza una profunda revisión de la vida pasada, de tal manera 85

que todas las personas que regresan al estado corporal llevarán una vida moral que desea ser más plena, y que resulta más solidaria en relación con los demás.

3. Pensar con Elisabeth Kübler-Ross En primer lugar, el análisis ofrecido sobre las etapas de la muerte sirve para conocer un esquema por el que pueden pasar algunos enfermos terminales, sus familiares y, en general, cualquier persona que afronte una situación que conlleve una gran conmoción: una ruptura familiar, un problema económico grave, etc. Este esquema, por tanto, representa una ayuda importante para afrontar estas duras circunstancias, tanto para los enfermos que las padecen, como para sus familias. Lógicamente, no tienen por qué darse todas, ni siempre. Llama mucho la atención lo acertado del análisis y, quizás, la clave se encuentre en que en esta pensadora y psiquiatra se da una actitud de comprensión, nacida de un corazón cercano a los enfermos, a quienes no les reprocha que se encuentren en fase de ira, por ejemplo, sino que los trata de comprender y acompañar, para que así la puedan superar. Por ello, la primera consecuencia que se puede obtener acaso sea la de entender que estas fases expuestas no son negativas, como podría parecer a primera vista. En este sentido me parece que, en un análisis simple, podría parecer nocivo que el enfermo niegue su enfermedad, o que sienta ira, por ejemplo. Pero ahora se puede comprender que en nuestra condición humana el yo puede necesitar de esos mecanismos de defensa, para ir avanzando hacia la aceptación final. Entonces nuestra actitud ante un enfermo — u otra persona en un momento dramático de su vida— será la de realizar una escucha verdadera, sin juicios morales, aceptando la fase en la que se encuentre. En consecuencia, se evitará una actitud que intente dar lecciones de cómo nos parece que se debería afrontar esa situación, a no ser que desde la empatía la otra persona solicite nuestra opinión. En resumen, estamos en mejores condiciones de acompañar a estas personas en esas situaciones de dolor. Y tal vez esta sea la mejor manera de aliviar su pena. Sin caer en un mecanicismo excesivo, el esquema aporta ideas y puntos luminosos. Además, es necesario comprender que los familiares de las personas en situaciones dramáticas también pueden pasar por esas mismas fases. Kübler-Ross insiste en la importancia de acomodar las fases de pacientes y acompañantes, para poder así realizar el acompañamiento de modo ideal. Ayuda, por ejemplo, a captar que cuando alguien se encuentra en la fase de ira estará insoportable, intratable. Entonces no se cometerá el error de pensar que ese mal carácter va dirigido contra nosotros. Muchos pacientes en ese momento duro dejan de ser visitados porque los familiares piensan que el mal carácter del enfermo se debe precisamente a su presencia: deciden entonces dejar de visitar al paciente, aumentando así su soledad. Una segunda reflexión puede ser interesante en torno a los estudios empíricos para conocer y estudiar los testimonios de las personas que han experimentado experiencias transcorporales. En lugar de atribuir estas narraciones a delirios de los pacientes, la doctora Kübler-Ross supo afrontarlas con espíritu científico, sin miedo a las 86

conclusiones que pudieran obtenerse o a las complicaciones y calificaciones sobre su propia persona que, en una sociedad materialista, pudiera acarrearle el salirse del mundo de lo totalmente material. Las conclusiones a las que llega la psiquiatra suiza-americana confirman el fondo espiritual de todas las grandes religiones, pues en todas ellas subyacen las ideas de una vida espiritual al finalizar nuestro paso por la tierra. Junto a las aportaciones positivas de Elisabeth Kübler-Ross analizadas hasta ahora, alguna crítica me parece necesaria en relación a dos cuestiones que esconden sus desarrollos intelectuales: la amenaza de irracionalismo y el peligro de excesiva unidimensionalidad. Paso a exponer ambos argumentos. En diversas declaraciones y escritos de la doctora Ross se aprecia que pretende abarcar todo el misterio acerca de la muerte y su transición, incluyendo también la verdad sobre el destino eterno del hombre. Esto la llevó, de algún modo, a escribir y pontificar como alguien que posee una revelación casi profética, rozando lo irracional. En su deseo de ayudar a la humanidad a espiritualizarse, en estos tiempos complejos, cargados de tensiones y de amenazas de terribles guerras, donde hasta la vida del propio planeta estaba amenazada —como posibilidad real—, quiso aportar una solución global, nacida de sus experiencias en el umbral de la muerte. Y, de alguna manera, parece patente que fue demasiado lejos. Y cuando se traspasan las fronteras del propio saber se roza, cuando menos, el irracionalismo, aunque sea con la mejor intención, como en el caso de nuestra pensadora. (Este es un peligro que acecha al científico de todos los tiempos: el de meterse a teólogo y hablar de lo humano y lo divino como si poseyera una revelación que los mortales comunes no poseemos). Con la expresión excesiva unidimensionalidad, quiero hacer referencia a que la muerte es una realidad con múltiples dimensiones. Una de ellas —importante, sin duda— es la de conocer que su realidad no termina en esta vida, que existe un tránsito hacia una vida más plena, que además es narrada como acercarse a una fuente de amor. Estas circunstancias, cuyo acceso nos facilitó Elisabeth Kübler-Ross, nos proporcionan un gran consuelo. Pero esto no significa que al comprender todo esto la muerte no exista; o sea, que ya quede superado todo el problema de la muerte, como afirma la psiquiatra suiza. Porque la muerte tiene también otras dimensiones: biográfica, psicológica, afectiva, etc. Somos seres corporales y necesitamos ver y tocar a nuestros seres queridos. Y cuando los perdemos sufrimos. Aunque por los estudios de Kübler-Ross nos sintamos un poco más consolados —también por la fe religiosa, por ejemplo—, nos falta por recorrer otra parte del camino, la dimensión psicológica, afectiva, etc. La exposición de Kübler-Ross viene a decir que, como ya sabemos que existe vida después de la vida, no hay que apenarse porque fallezcan los seres queridos. Y en este planteamiento, que por eso he calificado de unidimensional, me parece que sencillamente se extirpan otras dimensiones de la vida humana real. «Compañero del alma, tan temprano», dice Miguel Hernández —en su famosa elegía— de Ramón Sijé, el amigo joven fallecido. Se nos muere un amigo y sentimos el desgarro profundo de su ausencia corporal. Como expresa el mismo poema: «que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero». Por ello, me parece que a la psiquiatra suiza se le escapa una visión más compleja de lo que es el ser humano, al no englobarlo como 87

realidad personal: alguien corporal en relación interpersonal con otros (ser-con), relaciones que se interrumpen con la muerte. Pero aquí aparece una tercera lección de la vida de Elisabeth Kübler-Ross, que conviene no pasar por alto, porque encierra tanta sabiduría como las dos primeras —sus enseñanzas en torno a la muerte y a la transición—, y es la que nos enseñó con su enfermedad padecida desde el año 1997 hasta su fallecimiento en 2004. Porque la muerte no es solo el morirse, sino que suele ir acompañada de un cortejo fúnebre: deterioro físico, que nos hace depender de los demás; vejez, que deteriora nuestras capacidades; y enfermedades, que nos hacen sufrir dolores físicos. Esta era la enseñanza que faltaba en las conferencias de la doctora Kübler-Ross. Pero nos la transmitió con los últimos siete años de su vida, en los que supo dejar un testimonio en contra de la muerte por compasión —en contra de la eutanasia—, atreviéndose a explicar que el dolor purifica. De nuevo nos encontramos con una mujer intelectual que nos ofrece un mensaje preñado de esperanza con raíces en el sufrimiento, en este caso brotando de la búsqueda de sentido del propio dolor.

4. Conclusión final El estudio expuesto acerca del pensamiento de Elisabeth Kübler-Ross supone un paso más en el camino hacia la superación de la crisis del racionalismo, ampliando la mirada sobre la realidad, para así comprender con mayor profundidad su complicado lenguaje. Esto aumenta las dificultades, porque su mayor complejidad nos impide un dominio absoluto sobre ella. Ahora bien, de nuevo se ofrece una argumentación en la que el no poder dominarla con argumentos objetivos y absolutos, no tiene por qué derivar hacia una desconfianza escéptica. Para poner fin a este estudio, se transcriben los versos del poeta americano E. E. Cummings, en los que subyace, bajo la forma de ironía, una feroz crítica al mundo racionalista-materialista contra el que Elisabeth Kübler-Ross tuvo que luchar toda su vida: Mientras tú y yo tengamos labios y voz para besar y para cantar, ¿qué nos importa si algún hijo de tal inventa un instrumento para medir la primavera?

[1] E. Kübler-Ross, La rueda de la vida, RBA, Barcelona 2006, 34-35. [2] Ibidem, 52. [3] Ibidem, 62. [4] Ibidem, 97-98.

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[5] E. Kübler-Ross, La muerte, un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 2008 (40ª), 47-50. [6] Ibidem, 81-84. [7] E. Kübler-Ross, La rueda de la vida, RBA, Barcelona 2006, 386. [8] E. Kübler-Ross, La muerte, un amanecer, Luciérnaga, Barcelona 2008 (40ª), 26. [9] Ibidem, 87-89. [10] Ibidem, 94-97.

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7. TIEMPOS PARA PENSAR

Después de conocer la vida y las ideas de las pensadoras del siglo XX, es ahora el momento de ofrecer una síntesis sobre las diferentes propuestas filosóficas para abordar el siglo XXI desde la perspectiva de esperanza que ellas cristalizaron. Se ofrecerán las herramientas del universo antropológico de estas pensadoras, las cuales facilitaron la superación de los tiempos oscuros que les tocó vivir. Aunque simplemente se apuntarán algunas ideas-guía, y de un modo breve, su exposición supondrá un balance global del núcleo central de todo este trabajo, pues contiene las claves para salir del laberinto del escepticismo que nos toca vivir a nosotros. Estas ideas de fondo, posibilitan el acceso a un tiempo postmoderno en el que la razón ya no domina de modo absoluto, pero en el que, por ello, no desaparezca hasta llegar a la sinrazón. Se trata de que la razón le dé la mano al corazón, a las relaciones interpersonales; en el que la razón se amplíe para dar cabida al misterio, y lo penetre, aunque ahora no pueda medir ni pesar toda la realidad. En el fondo, se trataría de superar la Modernidad y su falta de raíces, y acceder a una postmodernidad no escéptica que recoja las enseñanzas aprendidas de sus insuficiencias, pero que evite el irracionalismo relativista. Y para esta tarea, estas cuestiones resultan fundamentales. Entre los puntos básicos que se podrían señalar para lograr este objetivo — y que se engarzan sin artificio alguno en el suelo intelectual de nuestras pensadoras— se destacan los siguientes:

1. La pretensión de verdad «La única base desde la que se puede evitar el relativismo no es la verdad en sí misma, sino solo la pretensión de verdad y con ella el mantenimiento de la posibilidad de la verdad». Esta sentencia, recogida en el libro Metafísica tras el final de la metafísica, de Fernando Inciarte y Alejandro Llano, me parece que debe ser la primera pieza para reconstruir una cultura que dote al ser humano de una ética postmoderna fecunda. Ni subjetivismo moderno, ni objetivismo simplón, ni relativismo: pretensión de verdad. En otras palabras, perseguir la verdad, sabiendo que, sin dudar de su existencia, solo se la puede pretender y buscar con tenacidad. Unas palabras de Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo pueden servir para remarcar esta misma idea, al exponerla desde una perspectiva contraria: «La preparación [para el totalitarismo] ha tenido éxito cuando (…) los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el

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comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción, entre lo verdadero y lo falso».

2. Existen muchos caminos En el mismo libro citado de Inciarte y Llano también se afirma: «En toda metafísica, en cuanto que ninguna es la única posible, hay un momento de decisión. Resulta entonces que no se trata de un saber puramente teórico, ya que se eligen puntos de partida y caminos a seguir. Bien es cierto que la decisión no tiene por qué ser arbitraria». Por tanto, se subraya la importancia de conocer el pensamiento de las diversas corrientes filosóficas, culturales, etc., con una mentalidad amplia, tratando de adquirir cuanto de bueno exista en cada una de ellas. Ningún camino es el único posible y, a su vez, no todo discurso filosófico es arbitrario; o sea, que unos son más fecundos que otros. Pero parece difícil que no exista en cualquier corriente cultural o filosófica algún reflejo positivo de la apertura a la infinitud humana. De nuevo, estos mismos autores afirman que «lo que en todo caso cabe acometer no es la metafísica: es solamente, en cada caso, una metafísica, con aspiraciones de validez, mas sin pretensiones de exclusividad». Quizás fue Hannah Arendt la pensadora que mejor expresó la idea de que se habían terminado los tiempos de las escuelas filosóficas universales y de los filósofos que ejercían una autoridad indiscutible.

3. Reconstruir la persona En el ensayo de María Teresa Russo “El recorrido de la interioridad en la antropología de María Zambrano”, incluido en el libro Propuestas antropológicas del siglo XX (II), se encuentra esta brillante aseveración: «Repensar al hombre y a lo humano, repensarlo a partir del bien y no del mal: esta es la tarea más o menos explícita que Weil, Zambrano, Arendt y Stein se proponen. Recuperar una visión positiva y propositiva de la existencia humana, alimentada tanto por el homo homini lupus hobbesiano, como por la lucha de clases marxista y por la struggle for life darwiniana. Creer, en cambio, que el verdadero recurso sea la persona y que se pueda partir de la persona para descubrir nuevamente la cultura europea: lo que estas pensadoras tienen en común es la confianza en los lazos de comunidad para construir una auténtica ciudadanía». En efecto, en un periodo en el que la mayoría del pensamiento tiende al pesimismo, a la deconstrucción, estas pensadoras superan la lucha del hombre contra el hombre, la lucha por la adaptación al medio, la lucha de clases o de razas, y buscan aportar una antropología positiva para afirmar sobre ella una reconstrucción ética personal y social. El ser humano se entiende como persona: alguien con dignidad única — y por ello se lo mira positivamente— y como un ser en relación, con una libertad vinculada, no como individuo solitario.

4. Ampliar la razón «Reducir la realidad a las vertientes dominables por el conocimiento científico se muestra como una actitud elemental, pobrísima», afirma Alfonso López Quintás, en su 91

obra Cuatro filósofos en busca de Dios. Este autor reclama que actividades como el arte o la experiencia religiosa deben ser consideradas como plenamente racionales. Quizás convenga recordar las palabras anteriormente recogidas de Husserl, cuando recordaba que la ciencia no tiene nada que decirnos en la angustia de la vida. López Quintás añade, en este mismo sentido, que «en la vida del hombre son más fecundos los conocimientos desbordantes de riqueza, que los conocimientos seguros. Las realidades más elevadas no tienen límites rígidos; son abiertas, se entreveran entre sí, forman constelaciones llenas de sentido que acrecientan el acervo de la realidad. Por eso no pueden ser fijadas en el conocimiento de forma inequívoca». Por ello, para salir de la confusión moral del relativismo, hay que atender a este modo de comprender la racionalidad humana que amplía la mirada. En la obra La dama peregrina, de Rogelio Blanco, se recoge una carta de María Zambrano de 1944, dirigida a Rafael Dieste, en la que la filósofa afirma que, ya por los tiempos de la Guerra Civil española, sentía que lo que se necesitaba era «algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores».

5. Realismo y apertura a la trascendencia Nietzsche afirmaba: «Temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática». En un mismo sentido, Robert Spaemann, en su libro El rumor inmortal, llega a afirmar que «si queremos pensar lo real como real, tenemos que pensar en Dios». Me parece entenderlo así: si existe alguna norma moral, o existe algo que sea real siempre, algo que tenga un mínimo de objetividad, tiene que existir una causa por fuera, un Dios que lo justifique. Por esto, resulta importante la actitud de apertura a la trascendencia. Porque hay que partir de lo real. Curiosamente, sospecho que hay gente que recorre el camino contrario: primero niega la existencia de Dios y, en lógica consecuencia, rechaza la posibilidad del conocimiento con alguna objetividad, y terminan por negar la existencia de la realidad. Y me parece que mi sospecha quedaría confirmada simplemente con echar una ojeada por la historia del pensamiento. En relación con la importancia de lo real y su conexión con lo verdadero, María Zambrano ha escrito: «El primer paso de la esperanza es aquel en el que el trato con la realidad para todo hombre, ineludible, asciende a ser aceptación de la realidad como tal, lo que obliga a mirarla a la luz de la verdad». Aquí, el camino parte de la realidad, y entonces nace la esperanza, porque lo real se mira con pretensión de verdad: se abre la puerta de la trascendencia, y llegarán al corazón las «palabras más verdaderas».

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8. DEL LOGOS AL MITHOS, Y DEL MITHOS AL LOGOS

A lo largo de estas páginas han asomado múltiples cuestiones en la que los ámbitos filosóficos y teológicos se entrelazan. Por tanto, antes de finalizar este trabajo, me parece necesario responder a esta pregunta: ¿por qué afloran con frecuencia materias en las que se rozan la reflexión filosófica y los temas trascendentes? Hay que aclarar que el contexto en el que se han desenvuelto las reflexiones de este libro ha sido el de la antropología filosófica —y la ética— y, en consecuencia, no se ha entrado propiamente en el campo de la teología, en la fe. En otras palabras, aquí se han hecho referencias apoyadas en la razón y la interioridad humana, y no en las verdades de fe en cuanto reveladas. Pero me parece que conviene aprovechar la circunstancia para reflexionar sobre la relación fecunda, de ida y vuelta, que se puede establecer entre logos (razón) y mithos (aquí utilizamos la palabra mithos para exponer el valor de la fe solo en cuanto fuente de sabiduría de significación universal, o sea, sin entrar a considerar la verdad religiosa en cuanto revelada). Un primer argumento se podría exponer comentando la frase que con mayor frecuencia utilizó Juan Pablo II en su magisterio, y que procede de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: «En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»; también unas palabras más adelante se afirma que Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». Pues bien, quizás se pueda recorrer el camino inverso: al tratar de comprender el misterio del hombre —como consecuencia de recorrer la antropología de las pensadoras del siglo XX—, estaremos en mejores condiciones para comprender el misterio del Verbo. De camino, aprenderemos a valorar con alguna mayor profundidad que las consecuencias éticas que se derivan de las palabras del Maestro nos hacen más humanos, más hermanos de los otros hombres. Entonces, además de aceptarlas por la autoridad de quien las enuncia, las entenderemos con mayor hondura, y aumentarán acaso el agradecimiento y la cercanía respecto a su Autor. Una segunda razón se puede encontrar en unas palabras de Benedicto XVI que resultan particularmente clarividentes en relación a la cuestión planteada, porque son una buena muestra de que también desde la religión se pueden ofrecer razonamientos morales muy valiosos. El 28 de marzo de 2012, en la homilía de la Misa celebrada en la Plaza de la Revolución José Martí de La Habana, hizo referencia al relativismo que proclama «la incapacidad del hombre para alcanzarla (la verdad) o negando que exista una verdad para todos», y afirmó entonces algo sugerente y que da mucho que pensar: «esta actitud, 93

como en el caso del escepticismo y en el relativismo, produce un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí mismos». Quizás, las dos ideas referidas conducen a la necesidad de complementar la razón y la fe para que ambas se perfeccionen, como magistralmente supieron exponer el entonces Cardenal Joseph Ratzinger y el filósofo Jürgen Habermas, durante el encuentro llevado a cabo en enero del 2004, en la Academia Católica de Munich. En este debate, el filósofo de la Escuela de Frankfurt, sosteniendo posiciones divergentes a las de su interlocutor en diferentes cuestiones, manifestó también puntos de coincidencia. Para sorpresa de muchos, llegó a comentar la importancia de un aprendizaje recíproco entre razón y fe: «A la filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje». También hizo referencia a la necesidad por parte de la fe de realizar el esfuerzo necesario «para traducir las aportaciones relevantes del lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al público en general». El Cardenal Ratzinger, por su parte, comenzó reconociendo que «se han quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales», para plantear entonces la búsqueda de soluciones. Así, fue mostrando la insuficiencia de la Ciencia para ser el eje de una regeneración ética, para concluir que pueden existir patologías de la razón y patologías de la fe, si ambas —fe y razón— no se complementan: «Yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo ante el otro lado». En la primera página del citado libro de Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, en relación a la cultura de nuestro tiempo y a los diferentes ensayos que han abordado este asunto durante las últimas décadas, se lee que «todos ellos tienen un denominador común pues coinciden en que la cultura atraviesa una crisis profunda y ha entrado en decadencia». Por tanto, ahora que a la práctica totalidad de los intelectuales les resulta tan patente la crisis de la cultura en la que estamos envueltos, no así el porqué hemos llegado a esa situación —y menos aún cuáles sean los puntos clave para tratar de abordarla—, dan mucho que pensar las consideraciones de Robert Spaemann en un Simposio Internacional sobre Cristianismo y Cultura en Europa, celebrado en el Vaticano en octubre de 1991: «La Europa cristiana no estuvo formada predominantemente por santos. Al contrario. Pero existió en tanto no puso en duda que los santos habían elegido la mejor parte. Fueron ellos los que representaron la escala de valores válida en última estancia. Cuando Europa pierde este tesoro, solamente le queda el nihilismo banal, es decir, el fin de toda cultura digna de tal nombre». Pero este pensador alemán no se detiene aquí, sino que da otro paso adelante, y llega hasta la necesaria consecuencia de lo expuesto previamente: «Por eso, si en el plan de Dios estuviera volver a convertir a la Iglesia en Europa en una fuerza culturalmente significativa, solo será si se hace visible como la patria de aquellos que están hartos de banalidad, (…) como verdadera alternativa a la civilización de la banalidad, y eso significa: como Iglesia de los santos». De nuevo, a partir de esta consideración, resulta sencillo unir razón y fe.

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En esta misma línea de reflexión se mueve el poeta, ensayista y pensador T. S. Eliot, premio Nobel de Literatura, que anticipó de modo profético la crisis de la cultura en su obra poética vanguardista La tierra baldía, del año 1922. Esta cuestión también ocupó muchos de sus ensayos, el más importante el titulado Notes Towards the Definitions of Culture, de 1948. En él va analizando qué caracteriza a la cultura, para comprender así por qué está adviniendo una gran crisis, y advertir entonces a sus coetáneos cómo poder atisbar algún horizonte de solución. En este ensayo, cuya traducción al español tomo de la referida obra La civilización del espectáculo, escribe Eliot: «Nuestras artes se desarrollaron dentro del cristianismo, las leyes hasta hace poco tenían sus raíces en él y es contra el fondo del cristianismo que se desarrolló el pensamiento europeo. Un europeo puede no creer que la fe cristiana sea verdadera, y, sin embargo, aquello que dice, cree y hace, proviene de la fuente del legado cristiano y depende de ella su sentido. Solo una cultura cristiana podía haber producido a Voltaire o Nietzsche. Yo no creo que la cultura de Europa sobreviviría a la desaparición de la fe cristiana». Como es fácil percibir, de nuevo fe y razón parecen no poder vivir separadas del todo. Por último, y en este mismo sentido en el que estamos tratando de encontrar pistas en relación a la conmoción intensa de la civilización actual, resulta interesante el diagnóstico que, con tonos apocalípticos, ofrece Romano Guardini en unas conferencias pronunciadas entre 1947 y 1949, primeramente en la Universidad de Tubinga y luego en la de Munich, y que se recogieron después en un libro titulado El ocaso de la Edad Moderna. En ellas se afirma que la Modernidad ha vivido de unos valores que procedían del cristianismo de base en la que nació —en este sentido nótese la total coincidencia con Eliot—, pero asumiéndolos de modo fraudulento, como si fueran generados por ella misma. La Modernidad, entonces, se adjudica «la paternidad de la cualidad de persona y de la esfera de los valores personales, pero rechaza la revelación que constituía la garantía de esa cualidad y de esa esfera». A esto lo denomina «fraude intrínseco». Más adelante, Romano Guardini anota: «Los tiempos venideros arrojarán una claridad espantosa, pero salvadora, sobre estas cosas. Ningún cristiano puede alegrarse del progreso de esta actitud anticristiana, pues la revelación no es ciertamente una vivencia subjetiva, sino la verdad absoluta, consumada por aquel que, a su vez, creó el mundo; y todo momento histórico que hace imposible el influjo de esa verdad está amenazado en lo más íntimo. Sin embargo, es necesario que se descubra el fraude de que hablamos. Se verá entonces a qué realidad se llega si el hombre se desliga de la revelación y del usufructo que de ella venía teniendo». Estas impresionantes frases parecen escritas para responder a las inquietudes del citado escritor Nobel peruano, o también para entender mejor la crónica de sucesos del diario que hemos leído esta misma mañana. Robert Spaemann, T. S. Eliot y Romano Guardini, coinciden en afirmar que la causa de la crisis cultural diagnosticada en la actualidad por todos los intelectuales —hasta el punto de utilizar sin ambages la palabra «decadencia»— se debe a la pérdida del sentido de lo religioso. Estos autores, entonces, apuntan a que su solución tenga mucho que ver con volver a armonizar fe y cultura. En el citado ensayo Utopía y desencanto, Claudio Magris advierte de un modo genial del peligro que acecha al hombre actual de que «privado de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza el presente y no cree que este pueda cambiar, tachando de ingenuos utopistas a quienes piensan que puede cambiar el 95

mundo». O sea, que si se elimina lo religioso del horizonte de lo humano —al pensar que no es racional—, se acaba forjando un mito[1] quasireligioso sobre el presente que paraliza al ser humano en su fuerza para mejorar al mundo, nos viene a advertir Magris. Por ello, esta consideración, con su lacónico realismo sobre la posibilidad de que las utopías desemboquen en desencantos, nos aporta el mejor argumento sobre la necesidad de interconexión entre el logos y el mithos.

[1] En esta ocasión se emplea el término mito con un significado negativo, utilizando otra acepción de las que acepta la palabra en castellano, como algo falso, que no posee la realidad que se le atribuye.

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EPÍLOGO

VIDA, MUERTE Y TRASCENDENCIA EN LA POESÍA DE CARLOS JAVIER MORALES En varias ocasiones se ha mencionado en estas páginas la importancia de una postmodernidad no escéptica, como consecuencia de integrar la antropología y el universo moral de las pensadoras del siglo XX, y que esta filosofía fecunde el siglo XXI. Así pues, mostrar un pensamiento actual en el que se aprecie esta realización parece la mejor manera de finalizar el trabajo. Para llevar a cabo esta tarea se podría comentar cualquier parcela de la cultura actual en la que se encuentre algún ejemplo que cumpla los requisitos pedidos: alguna película, novela, obra pictórica, canción, etc. Pero esto requeriría que el lector conociera las obras tratadas. En el caso de la poesía resulta fácil reproducir algunos versos y poemas y, con ello, familiarizar al lector con la obra del poeta en unas pocas páginas. Por esto, se ha preferido este camino, el cual, además, suma las ventajas que aporta el valor interno y exclusivo del universo poético con su magia, hondura y emoción propias. El libro Nueva estación, penúltima obra del poeta Carlos Javier Morales, se cierra con el poema titulado “Poética”, del que copio algunos versos: El poema es un grito que me manda la muerte cuando todo es silencio en mi faena diaria: (…) El poema me avisa a cada rato de que soy polvo, y polvo en muchos siglos. El poema socava, pregunta y me contesta: de mí solo depende la pena o la alegría al oír sus palabras [1]. Esta conexión constante entre poesía y vida humana finita, vida que termina, pero cuyo fin podemos acoger con alegría —porque es vida que trasciende la vida—, servirá para mostrar la cercanía entre la antropología que subyace en la poesía de este poeta actual y el universo filosófico de las pensadoras del siglo XX expuestas en estas páginas. La propuesta consistirá entonces en ofrecer varias pinceladas sobre algunos aspectos de la obra de este escritor tinerfeño, en cuyo mundo poético laten sugerentes contenidos antropológicos.

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La poesía de Carlos Javier Morales aúna perspectivas muy diversas, planteamientos que pueden parecer contrapuestos, y esto la dota de notable originalidad y valor. Los poemas de este escritor muestran el uso de un lenguaje llano, nada rebuscado, y en ellos se narran múltiples experiencias cotidianas. Además, en el trato de estas intuiciones poéticas se parte de una razón limitada, con múltiples dudas, de un entendimiento que no es puro ni todopoderoso. Pero a estos dos rasgos tan actuales se les une un novedoso querer abordar los temas de siempre, dotándolos ahora de brillos desconocidos: el amor, la muerte, Dios… En esta poesía se entremezclan entonces, con unidad de fondo y con una voz poética propia —en ello radica su mérito y su fuerza—, elementos tan dispares como, por ejemplo, el relato de una conversación oída en el metro de Madrid, algún recuerdo de un amor infantil, la búsqueda de Dios, la indefinición de toda vida humana, o la pobreza del yo aislado (La luz conmigo mismo, a solas, / solo alumbra miserias de mí mismo) Y quizás, en esta conjunción de rasgos, de difícil mezcolanza a primera vista, radica su gran originalidad. En su poesía se fusionan, pues, las experiencias cotidianas y el discurso desde una razón postmoderna, con una constante presencia de lo trascendente, tanto en lo que respecta a salir de sí para comprenderse (Tú eres quien me define: / por eso corro el riesgo / de quedarme algún día indefinido) como en lo que concierne a la búsqueda de Dios (Le faltaba la luz y el aire y el sonido. / Buscaba a Dios por todas las esquinas). Además, en este punto resulta sencillo detectar una gran cercanía con la indagación sobre «lo eterno que brilla en las cosas», tan nuclear en la antropología de Edith Stein. Para analizar estas cuestiones me serviré del sencillo poema titulado «Cantar de amanecida», de su último libro, Este amor y este fuego, pues me parece que esconde en su interior toda una declaración de intenciones: Con sangre en el pensamiento se fue el poeta a buscar la orilla en que acaba el viento, que no es la orilla del mar [2]. En primer lugar, el poeta nos manifiesta que a su razón poética le es necesario añadir lo sanguíneo: los sentimientos, los deseos conscientes o inconscientes, el propio pasado personal, las circunstancias de lugar y tiempo… En definitiva, a través de la imagen de la sangre unida con el pensamiento, nos expone con belleza que su punto de partida es una razón postmoderna, que no resulta cristalina y dominadora, pero que no deja de ser razón, lo cual aleja al pensamiento de este escritor de las derivas irracionalistas. A continuación, el poema nos relata que la misión del poeta es de búsqueda. Lógicamente esto supone la confianza en que el pensamiento puede encontrar, pues sin esa esperanza no comenzaría a rebuscar. Además, en el verso se nos aclara que el objetivo de dicho intento es encontrar la orilla en que acaba el viento. Con este sugerente símbolo expresa la existencia de realidades mal definidas, espirituales, mensajeras —de nuevo en la bella expresión de Rof Carballo— o trascendentes, que son las que solo podemos conocer por «contacto», por compromiso, como señalaba Simone Weil. Y estas realidades son las más influyentes en el orden de búsqueda de la plenitud vital: la donación de sí, el manejo de nuestra temporalidad, los deseos de seguridad en el 98

frágil acontecer que conlleva la existencia, la interpenetración de las personas para escapar de la intrínseca soledad humana; la profunda necesidad de amar y ser amados y su conjunción con nuestra fragilidad constitutiva, el horizonte siempre presente de la muerte, la cuestión del rumor inmortal de Dios, etc. Además, para que quede constancia de que se refiere a esta búsqueda de lo divino en el hombre, por utilizar el concepto y la expresión de María Zambrano, el autor aclara que no se refiere a lo material, a la orilla física del mar, ni tampoco a esa asociación psíquica de lo natural con lo sagrado, que se podría realizar con una anacrónica asociación romántica. De modo que, entrelazando la experiencia ordinaria y la trascendencia sin falsos remilgos, la poesía de Carlos Javier Morales nos sumerge en un viaje literario hacia el misterio de lo humano. Posiblemente, la clave de este atrevimiento se encuentre en la posesión de este amor y este fuego con el que titula su último poemario: con ese calor inflama el lenguaje corriente, y con su luz alumbra al lector para que pueda mirar un más allá y caminar hacia el amor de lo imposible, tarea esta que, como afirma José Mateos, un poeta coetáneo, resulta ser la función esencial del alma. Después de conocer los trazos fundamentales de la poética de este escritor de lo cotidiano, puede ser el momento de apuntar algún comentario sobre la deslumbrante antropología que subyace bajo su poesía. Me serviré, para el intento del comentario, de algunos poemas de su libro, Nueva estación, en el que se encuentran originales intuiciones al respecto. La clave de la temporalidad humana Una primera sorpresa la ofrece el escritor tinerfeño al tratar el tema de la temporalidad humana, porque en tiempos sobrecargados de juvenilismo resulta fascinante. El filósofo español Julián Marías ha destacado en numerosas ocasiones cómo en el siglo XX se desarrolla una admiración absoluta del periodo vital de la juventud: todo el mundo quiere ser joven, o al menos parecerlo. Esta tendencia se denomina juvenilismo. En estos tiempos de absolutismo de lo juvenil, el poema «Contigo» revela una idea sugerente. Pero, antes de reproducirlo, quizás sea interesante anteponer otro pequeño comentario que contribuya a valorar mejor el poema de Morales. En este sentido, resulta interesante conocer que existen muchos autores que también plasman en su poesía diversas consideraciones en relación con la temporalidad humana. A través de imágenes, como el agua en los ríos o las fuentes, el tic-tac del reloj, la tarde que amengua la sombra de nuestro cuerpo, los recuerdos de la infancia, etc., ponen de manifiesto que la vida humana transcurre de modo irrevocable. Otros poetas, por ejemplo, inciden en que la juventud se va para no volver. También es clásico tratar la temporalidad aprovechando y disfrutando la juventud, porque pronto llegará la vejez. Para lectores avezados, no es difícil asociar a estas ideas nombres tan ilustres como Jorge Manrique, Antonio Machado, Rubén Darío, Horacio o Góngora, ejemplos de poetas clásicos con versos conocidos. Por esto resulta deslumbrante, lógicamente con el estilo personal del universo poético de Morales, el curso que toma el poema titulado «Contigo», del que se reproducen los versos finales: 99

CONTIGO Pasa la juventud como la vida, tal vez la única vida verdadera, como repiten muchos. Y si alguien me pregunta en un futuro cómo me fue la vida, diré sencillamente que fue lo que tú fuiste, que a mí no me pregunten. ¿Qué calor en mi carne, qué fuerza hubo en mis brazos, qué suavidad en mis labios, qué color en el rostro? Que a mí no me pregunten: nunca hacemos balance de lo que yo te doy o yo recibo. Pasa la juventud: ¡por mí que pase si la pasamos juntos! [3] Que la clave del transcurrir de la vida humana la ponga el poeta en el contigo, en el fue lo que tú fuiste, y no en la juventud, es lo que resulta sorprendente, además de muy original: lo que dota de significado profundo al transcurso de la existencia será el pasarla juntos, el cómo te fue a ti. En otras palabras, la juventud en cuanto juventud no es valorada por el poeta, no vale en sí misma, sino en cuanto que la pasamos juntos. Esto supone dar carpetazo al juvenilismo —pasa la juventud: por mí que pase…—, y resulta sencillamente genial, porque rompe todos los tópicos de antropologías pobres, que superficialmente valoran la juventud en sí misma. Si se piensa con algo más de detenimiento, el acento absoluto en lo juvenil encierra un cierto absurdo: ¿para qué sirve una juventud si se está solo, o si es una juventud llena de tristeza, o si no existe en esa época de la vida ningún proyecto que la cargue de felicidad, que lleve a la persona a poner toda su potencialidad juvenil en su consecución? ¡Cuánta fuerza poética transmite el que, para responder a la pregunta de la temporalidad —y, en concreto, en el periodo adorado hoy como un ídolo, el de la juventud—, la respuesta ofrecida sea una preciosa sugerencia!: Que a mi no me pregunten. Se remarca, entonces, que la solución está en el contigo, pero no se hace realizando una afirmación rotunda, sino ofreciendo una propuesta personal del autor. El núcleo del poema conecta con el hilo conductor que recorre todo este libro: superar la Modernidad, con su cerrada subjetividad que asfixia lo humano, ofreciendo una solución postmoderna, es decir, apoyándose en una comprensión de la razón —del acceso a la verdad, en el fondo— más amplia, pero quizás menos contundente, y preñada de esperanza. Esto es lo que anida en fondo del poema «Contigo»: superar el tiempo interior subjetivo, clave de la Modernidad, porque lo importante es el tiempo personal, o sea, el tiempo que se pasa juntos. En otras palabras, la clave del tiempo está fuera de la cárcel del yo: hemos abandonado la Modernidad, accediendo a una postmodernidad con solución, la que ofrece el contigo. En el lenguaje coloquial de Carlos Javier Morales se aborda un tema de siempre, la temporalidad, y lo hace en clave de una razón que responde sin contundencia. En ese pasar la vida contigo también asoman palabras líricas que crean —utilizo el verbo en todo su sentido— un ambiente poético que puede pasar inadvertido al lector poco 100

iniciado en poesía, y que lo llenan de auténtica emoción lírica: calor/carne, fuerza/brazos, suavidad/labios y color/rostro. El transcurso del vivir, las decepciones Pero no es este el único rasgo de la antropología implícita en los poemas del escritor comentado. Una vez analizada la temporalidad, se puede avanzar un paso más y realizar un comentario sobre el transcurso de la vida humana y sus decepciones. ¿Quién no afirmaría que en la infancia la imaginación se puebla de sueños, pero que la vida, en su transcurso, se encarga de derrumbarlos? «Una caña pensante» es el hombre, afirmaba Pascal, acentuando los desencantos y fatigas que conlleva su desarrollo. «Una mala noche en una mala posada», repetía Teresa de Jesús, subrayando esta misma cuestión, aunque tratando de espolear una mirada que lo trascienda y que favorezca poner las esperanzas por encima de lo mundano. Muchas respuestas han sido ofrecidas desde distintos puntos de vista filosóficos, oscilando quizás entre las posiciones polares del estoicismo y el epicureísmo. El poema que abre el libro Nueva estación, titulado «Playa de Berria (Cantabria)», aborda esta misma cuestión y, de nuevo, nos asombra por su fecundo desenlace. En el primer verso de este poema se recoge un conocido verso de Paul Valery en El cementerio marino: «La mer, La mer, tojours recomencée!». Nuestro poeta ofrece una original traducción: «¡El mar, el mar, siempre recomenzando!». Se transcriben algunos versos: PLAYA DE BERRIA (CANTABRIA) «El mar, el mar, siempre recomenzando”», y mi vida y la tuya, junto al mar, también vuelven ahora a su comienzo. De pequeño, en el mar, pude ver la grandeza del mundo y, pues vi lo mayor que se ve en esta tierra, yo me vi tan mayor que creí que mi vida algún día iba a ser aún mayor que este mar tan inmenso. De pequeño, en el mar, yo soñaba con tantos lugares, que creí que en mi reino jamás surgirían fronteras: (…) Pero después mi vida, lejos ya de esa playa, dejó de oír los rumores de su música suave hasta quedarse sorda y vagabunda por un mundo prestado donde había que pagar con la sangre cada plato de tiempo. ¡Qué pequeños los días desde entonces! ¡Y qué precio tan alto por cada jornada! (…) 101

Pero hoy llegamos juntos a ese mar, a un mar ya muy lejano de mi tierra de infancia, y siento que este mar es el mar que refresca la vida, es el mar donde todos olvidan su sedienta y oscura memoria, y siento que este mar es mi vida y la tuya y la vida de todos, que estas olas entonan un tiempo que va más allá de la muerte, y te ruego que vengas conmigo a este mar,a este mar, a este mar, siempre recomenzando [4]. En el poema se distinguen tres circunstancias vitales. En primer lugar, la infancia, con sus ensueños cargados de ilusiones futuras: un reino sin fronteras en el que los proyectos se despliegan, llegando en la imaginación a rozar la infinitud. Como es sabido, el mar es símbolo de lo infinito, y la imagen del niño, que mira desde la playa y sueña con su vida futura proyectando grandes ilusiones, es por ello usada con alguna frecuencia. En un segundo momento el poema nos traslada a la edad adulta —lejos ya de esa playa—, y entonces el mundo infantil, con todas sus ensoñaciones, se rompe en pedazos. Al poeta no le importa emplear ahora versos llenos de crudeza, y percibe el mundo como prestado, como algo de lo que no somos dueños, porque había que pagar con la sangre cada plato de tiempo. Y esta situación, que de alguna manera se reproduce en cada vida humana, nos conduce al tercer escenario vital, el que se abre ante la crucial pregunta de cómo abordarla. Entonces, el poema toma una deriva sorprendente y, con una interpretación creativa, profundamente original, del verso de Valery que lo encabeza, concluye: la clave está en comenzar y recomenzar. Empezar una y otra vez. No hay otro camino. Hay que enamorarse de esa dimensión pasiva, de esa fragilidad que conlleva toda vida humana y que comporta la necesidad de comenzar y recomenzar, porque en una vida no se consiguen realizar proyectos que, definitivamente y de un modo como a perpetuidad, se sustenten por sí mismos. Hay que estar toda la vida comenzándolos y recomenzándolos, podría decirse. Pero esto —se podría objetar— no parece posible, porque lo amenazaría, lo destruiría la rutina, el tedio; en algún momento, tarde o temprano, nos cansaríamos de tanto volver a empezar (quizás por esta razón no ha sido visto así en ningún poema que yo conozca). Entonces Morales nos desvela la otra gran intuición que nos ofrece el poema: para lograrlo, se necesita vivir una vida con un horizonte trascendente. En otras palabras, una vida con una mirada que trasciende lo inmediato, porque sabe mirar lo eterno, el sitio donde las olas entonan un tiempo que va más allá de la muerte: solo de ese lugar se obtiene la fuerza, la esperanza que hace posible el pasar la vida recomenzando. Si se comparte esa cosmovisión trascendente —te ruego que vengas conmigo a este mar—, entonces nos podemos enamorar del comenzar y recomenzar, superando el tedio y la rutina. Esa es la fuente de la esperanza que vence toda fatiga y cansancio. ¿Se entiende la conexión de este poeta, por ejemplo, con la pensadora Elisabeth Kübler–Ross, con una vida más allá de la muerte? ¿Se comprende por qué cuando Morales afirma que su poesía se identifica con un grito que me manda la muerte, el 102

poeta no está ofreciendo solo una frase bonita? Como el mar, que siempre recomienza sin cansancio, tiene que ser la vida. Así, por un lado, nuestros días están contados, y esto es lo que nos libra de la rutina; y por otro, la esperanza en una perdurabilidad futura nos alivia del peso que nos produciría esa finitud de nuestros días. La importancia de la comunicación Otro poema merece ser comentado para avanzar otro trecho más en la exploración de la antropología latente en esta poesía actual. En el poema titulado «Animal de lenguaje», del que se reproduce algún fragmento, se explora la necesidad que tenemos de comunicarnos, intentando realizarlo con sinceridad para que así podamos recibir el amor de nuestros semejantes. Para introducir el poema y comprenderlo mejor, transcribo un párrafo del libro ¿Por qué temo decirte quién soy?, de John Powell, porque puede arrojar luz al respecto: «Harry Stack Sullivan, uno de los psiquiatras más eminentes de nuestro tiempo en el campo de las relaciones interpersonales, ha propuesto la teoría de que todo crecimiento y maduración personal, al igual que todo deterioro y regresión personal, pasa a través de nuestras relaciones con los demás. La mayoría de nosotros, debido a una mala información, nos obstinamos en creer que podemos resolver nuestros propios problemas y gobernar la nave de nuestra vida, pero lo cierto es que, en lo que de nosotros depende, no podemos dejar de vernos abrumados por nuestros problemas y naufragar. Lo que yo soy, en cualquier momento dado del proceso de mi hacerme persona, vendrá determinado por mis relaciones con los que me aman o se niegan a amarme y con aquellos a los que yo amo o me niego a amar». Tras esta reflexión, copio un fragmento del poema: ANIMAL DE LENGUAJE Si pudiera sentir lo que tú sientes y escucharte en tu voz poderosa y entera y no en sus desnudos sonidos, esta noche cualquiera no sería otra noche que acabase de nuevo en despedida: sería una noche inmensa y una luna total sobre nosotros, o sería una noche tan breve en su transcurso que estaría por siempre amaneciendo. (…) Si pudiera sentir lo que tú sientes, yo te comprendería y tú comprenderías al instante lo que yo te dijera: y si dos se comprenden y se aman se salvan de la muerte en ese instante. Pero no, no es posible: nuestro ser de palabra 103

nos impide expresarnos de una vez para siempre, nos condena a alargar la palabra y el gesto, a decir una vez y otra vez esa frase para así consumir todo el tiempo que dura la vida en la tierra. Y si hemos de morir y esta vida, en el fondo, no es un sueño imposible, habrá una vida eterna donde Dios, sin palabras, nos permita entendernos [5]. Una honda lección sobre comunicación humana se encierra en este poema. En su comienzo se expresa una imposibilidad, utilizando para ello un verbo condicional —si pudiera—, que permite al poeta realizar una afirmación y, a la vez, le impide ser categórico, usando así su voz lírica propia, que ya ha sido de sobra comentada. Viene a decir algo sencillo, pero fundamental: no podemos conocer lo que sienten los demás de un modo transparente. Quizás, para incidir en la importancia de la afirmación, el verso aclara que si pudiéramos realizar esto —sentir lo que tú sientes—, ya no estaríamos existiendo en la tierra, donde siempre necesitaremos del lenguaje. En otras palabras — las del poeta—, si ya no precisáramos realizar una comunicación transparente, sería una noche inmensa, imagen de que ya habríamos fallecido —de nuevo la muerte recorre la poesía de Morales—, o estaría por siempre amaneciendo, metáfora de que nos encontraríamos ya en la eternidad. Por eso, una vez asentado que en esta vida yo no puedo sentir lo que tú sientes, el poema desvela que la clave de la comunicación es saber exponer sinceramente nuestros sentimientos; o sea, aproximarse todo lo que se pueda a la situación que se ve como imposible, pero en sentido inverso: yo sí te puedo dar a conocer mis sentimientos por medio de mi lenguaje. Hemos invertido la situación y así sí la podemos manejar. Es decir, eso que yo no puedo realizar de un modo cristalino, sentir lo que tú sientes, y que me llevaría a amarte de un modo total, lo puedo agarrar por el otro extremo: a través de mi lenguaje sincero puedo estar toda la vida diciéndote quién soy. ¡Qué lúcido resulta ahora el poema cuando canta: nuestro ser de palabra nos condena a alargar la palabra y el gesto! Y también cuando afirma que en esta tarea, la de lograr una comunicación sincera, hay que consumir todo el tiempo que dura la vida en la tierra (atiéndase también a la referencia a la palabra y el gesto: nuestro lenguaje no es solo oral sino también corporal, pues comunicamos con cada gesto, con cómo nos vestimos, cómo miramos, etc.). De nuevo, una decisiva cuestión antropológica aparece latiendo a través del poema comentado. La vida humana es personal, es decir, no es vida solitaria, totalmente autónoma, sino que somos seres en relación. Cada vida humana se encuentra necesariamente interpenetrada por la existencia de otras personas, y de ellas necesitamos recibir un hálito vital que complemente la nuestra, para así poder vivir una existencia plena. Vivir es convivir. Pero ese aliento que necesitamos de los demás depende de la comunicación, y esta a su vez del lenguaje. El mito de la autonomía absoluta, también propio de la Modernidad en su reclusión en la subjetividad, vuelve a saltar por los aires 104

al comprender que somos animales de lenguaje, que no nos entendemos sin pasar una vida dando y recibiendo, en una comunicación abierta a los demás. En el referido libro de John Powell también se afirma: «Lo que es seguro es que una relación solo será buena si es buena la comunicación en que se basa. Si tú y yo somos capaces de decirnos con toda sinceridad el uno al otro quiénes somos, es decir, qué es lo que pensamos, juzgamos, sentimos, valoramos, respetamos, estimamos, amamos, odiamos, tememos, deseamos y esperamos, en lo que creemos y con lo que nos comprometemos, entonces podremos ambos crecer. Entonces —y solo entonces— podrá cada uno de nosotros ser lo que realmente es, decir lo que realmente piensa y expresar lo que realmente ama». Y el psiquiatra americano que nos ha servido de guía, además, nos avisa contra el peligro de llevar una vida falsificada. Él nos resume la esencia de su libro respondiendo de modo figurado a la pregunta ¿por qué temo decirte quién soy?, y lo hace con esta sugerente respuesta: «Temo decirte quién soy porque, si yo te digo quién soy, puede que no te guste cómo soy y eso es todo lo que tengo». Powell afirma que esta es la verdadera causa de que nos limitemos a «interpretar papeles, a llevar máscaras y a ejecutar juegos», para esconder nuestros miedos. Pero esto es precisamente lo que nos impide una comunicación sincera, lo que «nos impide avanzar hacia la madurez, la felicidad y el amor». El ajetreo que acarrea esta lucha se gana —o se pierde— con el lenguaje, porque en la batalla de aprender a ser transparentes en nuestra comunicación es donde nos jugamos las relaciones interpersonales, donde vencemos o somos derrotados en nuestros amores. Para finalizar, el poeta aclara que en ese deseo tan humano de llegar a fundirnos en una comunicación sin palabras se halla una muestra más del rumor sobre lo eterno que existe en todos los hombres. Se dibuja la vida eterna como un sitio en el que todos apareceríamos totalmente transparentes para los demás. Nos entenderíamos enteramente pero sin necesidad de lenguaje hablado y eso sería el cielo: habrá una vida eterna donde Dios, sin palabras, nos permita entendernos. Un poema para el lector En resumen, tras el análisis de algunos poemas de Carlos Javier Morales, hemos avanzado algunos pasos hacia una antropología de cuño postmoderno, que nos ofrece soluciones positivas. De un lado, el poeta nos ha facilitado la compresión de la temporalidad humana como un tiempo personal, como un estar contigo: cuando la vida se llena de un aprender a amar, de un deseo de compartir, se empieza a entender a fondo la esencia de la temporalidad humana. Pero su logro no es el resultado de una decisión momentánea, sino que solo se puede realizar comenzando y recomenzando; y sin esa comprensión, sin esa convicción de que la vida la tendremos que estar —de algún modo — siempre empezando, la decepción paralizaría su desarrollo en plenitud. Y para superar esta fatiga o cansancio que trae consigo el continuo recomenzar, es necesaria la esperanza, que revierte sobre el que está abierto a la trascendencia. También resulta necesario para nuestro crecimiento interior lograr una comunicación transparente, pues así se vamos completando nuestra radical dependencia de los demás. 105

Por último, se añade otro poema sobre el que también se podría bucear y encontrar tesoros ocultos. Pero el lector ya habrá aprendido a conocer y disfrutar de los poemas de Carlos Javier Morales, por lo que se deja escrito para ser leído esta vez de la mano del mejor maestro de la poesía, el silencio. AMOR Y PSIQUE En una vieja iglesia católica, en Hamburgo (allí donde hay iglesias de todas las creencias y están todas vacías), me sorprendió una joven de cabellera rubia y pantalón vaquero rezando en soledad su oración más secreta. —¿Dónde está tu esperanza, mientras tu pelo crece en medio de la sombra? ¿No buscas otro sitio donde todos te escuchen y admiren tu belleza? —No estoy perdiendo el tiempo. ¿Piensas que solo vivo para nublar los ojos de los hombres y hacerlos aún más ciegos? ¿No crees conveniente llevarles el Amor de donde nace y darles algo más de lo poco que piden? —Para llevarles eso están las monjas, que no han visto su cuerpo brillar ante la luz del mediodía, y no lo verán nunca, por desgracia. —¿Y las demás debemos conformarnos con disfrutar tan solo del brillo de la carne en los días de sol de nuestra vida? —Sal a la calle y ve qué amores piden los muchos que te admiran. ¿No ves que es muy temprano para que te equivoques y desprecies los dones más seguros? ¿Has descubierto acaso algún secreto después de tantos siglos? ¿Te repugnan los besos de los hombres? Además de ignorantes, ¿tan podridos estamos? —Yo no tengo el derecho de aborrecer a nadie. Y ahora que me interrumpes, solo quiero decirte unas pocas palabras verdaderas, las que he aprendido a solas con mi Amado. —¿Y las demás palabras son mentiras? ¿Y aun todas las palabras de otros dioses están viciadas por el mismo engaño? ¿Por quién tomas a todos los que rezan con otras oraciones en esta ciudad misma 106

donde vives? ¿Están equivocados? —Mi Amado no responde a esas preguntas. Tan solo pide un poco de confianza a cambio de tantísima alegría [6].

[1] Carlos Javier Morales, Nueva Estación, Biblioteca Nueva, Madrid 2007, 173. [2] Carlos Javier Morales, Este autor y este fuego, Biblioteca Nueva, Madrid 2011, 41. [3] Carlos Javier Morales, Nueva Estación, 55. [4] Ibidem, 15. [5] Ibidem, 31 [6] Ibidem, 166.

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Roma, dulce hogar Hahn, Scott & Kimberley 9788432150098 200 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Scott y Kimberly Hahn -un matrimonio norteamericano- ofrecen el testimonio cálido, alegre y realista de su conversión al catolicismo. Formados en la Iglesia presbiteriana, inician una peregrinación espiritual que transforma toda su vida; es un camino de búsqueda de la verdad y adhesión a la voluntad divina, que culminó en la inmensa alegría de ser recibidos en la Iglesia católica. Desde entonces, los Hahn ofrecen charlas por todo su país y graban cintas que se difunden por el mundo entero. Miles de personas han podido así conocer tanto su experiencia, como las verdades y la belleza de la fe católica. Éste es el relato de su historia, y atrae al lector desde el comienzo. Es una motivadora invitación a tomarse más en serio la fe, a vivirla de forma más plena, y a compartirla con los demás. La edición original en inglés se ha traducido a otras muchas lenguas, como el francés, el italiano, el alemán o el chino. Cómpralo y empieza a leer

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Pensadoras para el siglo XXI López Casanova, Juan Luis 9788432149108 192 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Convivir con los que no piensan como yo, y convivir "bien", según el autor, requiere unas gotas de filosofía. Reflexionar para que la educación no fracase cuando los jóvenes llegan a la adolescencia también parece tarea urgente. Las propuestas educativas y morales de la sociedad contemporánea colisionan entre sí, con contenidos distantes. Podemos encontrar una buena tabla de náufragos en las aportaciones de varias mujeres, de mente bien diversa, pero portadoras de un mensaje valioso, balsámico y coherente. Cómpralo y empieza a leer

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En la tierra como en el cielo Sánchez León, Álvaro 9788432149511 392 Páginas

Cómpralo y empieza a leer El 12 de diciembre de 2016 murió en Roma Javier Echevarría. Esa noche fue trending topic. Era el tercer hombre al frente del Opus Dei. A los 84 años, el obispo español dejaba la tierra después de sembrar a su alrededor una sensación como de cosas de cielo. Menos de 365 días después de su fallecimiento, 45 de las personas que más convivieron con él, hablan en directo de su alma, su corazón y su vida. Sin trampa ni cartón.Este libro no es una biografía, ni una semblanza, ni un perfil, ni un estudio histórico. No es, sobre todo, una hagiografía… Es un collage periodístico que ilustra, en visión panorámica, las claves de una buena persona, que se implicó en mejorar nuestro mundo contemporáneo. Cómpralo y empieza a leer

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En diálogo con el Señor Escrivá de Balaguer, Josemaría 9788432148620 512 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Este volumen de las obras completas, primero de la serie Textos de la predicación oral, recoge el texto de veinticinco predicaciones de san Josemaría entre 1954 y 1975. Dirigidas en su momento a miembros del Opus Dei, sus palabras son ahora publicadas por primera vez para un público general, en el contexto de sus obras completas, para que "muchas otras personas —además de los fieles del Opus Dei— descubran una ayuda para tratar a Dios con confianza y afecto filial". Su título "manifiesta bien el contenido y finalidad de esta catequesis: ayudar a hacer oración personal", en palabras de Javier Echevarría. El estudio crítico-histórico ha sido llevado a cabo por Luis Cano, secretario del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer y profesor de Historia de la Iglesia en el Istituto di Science Religiose all'Apollinare (Roma) y Francesc Castells i Puig, licenciado en Historia y doctor en Filosofía, y miembro del mismo Instituto. Cómpralo y empieza a leer

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Escondidos González Gullón, José Luis 9788432149344 482 Páginas

Cómpralo y empieza a leer El inicio de la Guerra Civil española, en 1936, sorprendió al fundador del Opus Dei y a la mayoría de sus miembros en la zona republicana. Todos se escondieron para evitar la dura represión revolucionaria. Con el paso de los meses, los refugios y asilos dieron paso a las escapadas y expediciones. Gracias al desvelo de José María Escrivá, el Opus Dei sobrevivió en medio de la tragedia desencadenada por el conflicto armado. Cómpralo y empieza a leer

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Índice PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA CITA ÍNDICE PRESENTACIÓN 1. PENSADORAS EN TIEMPOS DE CRISIS 1. Una herencia sin testamento 2. Cultura magnífica, pero sin raíces 3. Los frágiles fundamentos de la Modernidad 4. El naufragio de la Modernidad

2. SIMONE WEIL: EL CORAZÓN QUE SUFRE 1. Breve reseña biográfica 2. La filosofía de Simone Weil: la gravedad y la gracia 3. Pensar con Simone Weil 4. Conclusión final

3. MARÍA ZAMBRANO: EL CORAZÓN QUE RECIBE 1. Breve reseña biográfica 2. La razón poética 3. Pensar con María Zambrano 4. Conclusión final

2 3 4 5 6 8 10 10 12 13 14

18 19 25 27 29

31 32 33 36 38

4. EDITH STEIN: EL CORAZÓN QUE AMA 1. Edmund Husserl y la fenomenología 2. Max Scheler y el mundo de los valores 3. Breve reseña biográfica 4. La filosofía de Edith Stein 5. Pensar con Edith Stein 6. Conclusión final

5. HANNAH ARENDT: EL CORAZÓN QUE COMPRENDE 1. Breve reseña biográfica 2. La filosofía de Hannah Arendt

42 43 44 45 48 50 55

57 58 63

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3. Pensar con Hannah Arendt 4. Conclusión final

66 74

6. ELISABETH KÜBLER-ROSS: LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS 1. Breve reseña biográfica 2. El pensamiento de Elisabeth Kübler-Ross 3. Pensar con Elisabeth Kübler-Ross 4. Conclusión final

7. TIEMPOS PARA PENSAR

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1. La pretensión de verdad 2. Existen muchos caminos 3. Reconstruir la persona 4. Ampliar la razón 5. Realismo y apertura a la trascendencia

8. DEL LOGOS AL MITHOS, Y DEL MITHOS AL LOGOS EPÍLOGO

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90 91 91 91 92

93 97