Parité!: la igualdad de género y la crisis de universalismo francés 9786071612304

Éste es un completo ensayo guiará a todo aquel interesado por la historia de la representació política, la lucha de las

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Parité!: la igualdad de género y la crisis de universalismo francés
 9786071612304

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Parité! La igualdad de género y la crisis del universalismo francés

Joan Wallach Scott Traducción de Guillermina Cuevas Mesa

Primera edición en inglés, 2005 Primera edición en español, 2012 Primera edición electrónica, 2012 Título original: Parité! Sexual Equality and the Crisis of French Universalism Licenced by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois D. R. © 2005 by The University of Chicago. All rights reserved ISBN: 0.226.74108.7 D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-1230-4 Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora Joan Wallach Scott, profesora en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, N. J., es una de las figuras más prestigiosas en el mundo de los estudios de género, la teoría feminista y los estudios históricos de mujeres. Es autora de Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of Man y Género e historia, publicado en 2008 por el Fondo de Cultura Económica.

Para Françoise y Claude

AGRADECIMIENTOS Es raro que una historiadora dedicada principalmente al siglo XIX llegue a conocer a las personas sobre las que escribe, más allá de las huellas que dejaron tras de sí. Por esa razón, este estudio sobre el movimiento de la paridad (parité) en Francia en la última década del siglo XX ha representado nuevos retos para mí. El primero fue dar sentido a un movimiento político en proceso y seguirle el rastro conforme enfrentaba nuevos desarrollos, forjaba nuevas estrategias, producía cantidades aún mayores de documentación y ofrecía valoraciones cambiantes de lo que había conseguido y lo que no, en otras palabras, cómo mantener la distancia histórica cuando los años no la marcan automáticamente. El segundo fue conservar la integridad de mis interpretaciones y equilibrarlas respecto de un profundo sentido de responsabilidad ante quienes me prestaron sus archivos y me dedicaron tiempo, y que no necesariamente coincidían (o podrían no coincidir) con mi interpretación de sus actos y sus palabras, es decir, cómo ser historiadora del presente y de un movimiento por cuyos miembros sentía cierta simpatía, sin perder la perspectiva crítica tan necesaria para la tarea. El tercero fue mantenerme enfocada en los aspectos que han sido el meollo de mi constante preocupación por la historia intelectual del feminismo, aun cuando me veía tentada a relatar anécdotas que había oído o presenciado, a ahondar en las biografías de algunos de los principales protagonistas o a proporcionar coloridos detalles sobre las personalidades y sus conflictos, compromisos y motivos. Esta tentación, siempre presente para los historiadores de cualquier periodo, que después de todo son narradores profesionales, es particularmente fuerte cuando los hechos se han vivido. Si logré vencer esos retos fue, cuando menos en parte, gracias a la ayuda de amigos y colegas, así como de algunas de las paritaristes que figuran en este relato. La asesoría crítica de Elizabeth Weed fue, como siempre, importantísima para la conceptualización de mi argumento. Su claridad inevitablemente me permite pensar con mayor claridad. David Bell, Eric Fassin, Paul Friedland, Denise Riley y William Sewell Jr. leyeron versiones del manuscrito completo y todos ofrecieron sugerencias diferentes, pero igualmente valiosas sobre cómo mejorarlo. Les agradezco su interés, generosidad y consejos. Conforme el libro tomaba forma, puse a prueba el material en diversas áreas y tuve la fortuna de recibir respuestas críticas de Andrew Aisenberg, Homi Bhabha, John Borneman, John Bowen, Warren Breckman, T. David Brent, Wendy Brown, Judith Butler, Frances Ferguson, Susan Gal, Catherine Gallagher, Clifford Geertz, Andreas Glaeser, Rena Lederman, Patchen Markell, Miglena Nikolchina, Danilyn Rutherford, Jordan Stein, Tyler Stovall, Judith Surkis y Lisa Weeden. Sus comentarios hicieron avanzar el proyecto y en ocasiones modificaron la dirección de algunas partes, exactamente como se supone que deben funcionar los intercambios académicos.

Agradezco a Yves Sintomer que haya compartido conmigo su tesis, a Anne Le Gall por las horas de entrevistas que me dedicó y a Debra Keates y James Swenson que hayan salido al rescate cuando me resultaba difícil traducir algunas de las citas. Paula Cossart resultó la asistente de investigación ideal, con sentido común, informada y sorprendentemente rápida para encontrar fuentes. Su inteligente atención a la sustancia y los detalles, en igual medida, me salvó de muchos errores, grandes y pequeños. Gratitud no es el término adecuado para el aprecio que siento por el trabajo que realizó. Margaret Mahan resultó ser una excelente editora de la University of Chicago Press, y David Brent me guió y apoyó desde el principio. El personal de la Historical Studies / Social Science Library del Institute for Advanced Study, en especial Marcia Tucker, bibliotecaria en jefe, me proporcionó incansablemente su ayuda. Mi secretaria, Nancy Cotterman, batalló con varias versiones del manuscrito, dominó nuevas técnicas electrónicas, encontró escurridizos artículos en Internet o en las bibliotecas y reaccionó de buen grado, con entusiasmo e impresionante habilidad, a presiones de último minuto. Si su paciencia y sus habilidades tienen límites, sigo sin conocerlos. Por último, unas palabras sobre algunas de las mujeres que desempeñan un papel muy importante en esta historia. Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber compartieron conmigo su experiencia y sus documentos. (De hecho, tuve la buena suerte de consultar y organizar los papeles de Gaspard antes de que los depositara en los archivos sobre la historia de las mujeres en la Universidad de Angers.) Ellas respondieron pacientemente a muchas de mis preguntas, me informaron sobre fuentes y libros que probablemente yo sola no hubiera encontrado y cuando no estaban de acuerdo con mis interpretaciones me lo dijeron francamente. Las conversaciones con ellas me permitieron afinar mi análisis, en ocasiones de forma tal que divergía aún más de sus propias consideraciones. Nunca me sentí obligada a adaptarme a sus opiniones ni a relatar la que podrían haber considerado como la historia oficial del movimiento. Fue justamente lo contrario, ellas sabían que yo contaría la historia como la había entendido, y eso hice. Es precisamente porque me inspiraron y me permitieron escribir un libro que toma una distancia analítica del movimiento que fundaron, por lo que les he dedicado esta obra; son feministas que entienden el poder crítico no sólo de la teoría y la política, sino de la historia.

INTRODUCCIÓN Hoy día, Francia está sumida en una crisis que se inició en las últimas décadas del siglo XX, una crisis que se define a través de la retórica del universalismo, un universalismo considerado exclusivamente francés y, por lo tanto, un rasgo característico del sistema de la democracia republicana, su valor más duradero, su activo político más preciado. Según sus defensores, el universalismo francés ha sido, desde la Revolución de 1789, garantía de igualdad ante la ley y se apoya en una noción de la política que toma al individuo abstracto como representante no sólo de los ciudadanos, sino de la nación. Y descansa también en el supuesto de que todos los ciudadanos, sin importar su origen, deben asimilarse a una norma singular para ser plenamente franceses. Durante las décadas de 1980 y 1990, la retórica del universalismo fue la respuesta a una serie de retos que implicaban la exigencia de reconocer los derechos de diferentes grupos (el derecho de las mujeres a acceder a puestos de elección, el derecho de los inmigrantes del norte de África y de sus hijos a ser plenamente franceses y los derechos de las parejas homosexuales que hacían vida conyugal a gozar de los mismos beneficios que las parejas heterosexuales, incluido el matrimonio) como forma de acabar con la discriminación en contra de ellos, discriminación que no se encaraba, o no se cubría, como invocación del universalismo. Los debates han sido violentos. Los defensores de la República han enarbolado la bandera del universalismo y tratado a quienes reconocerían la diferencia si no como traidores, como agentes del multiculturalismo estadunidense. Los propios críticos se han dividido; unos cuantos han insistido en que el principio del universalismo es en sí el problema, pero la mayoría ha argumentado que no discuten las premisas del universalismo, sino que las han plasmado en una forma incorrupta, más pura. Detrás de estos debates yacen interrogantes más profundas, no sólo para Francia, sino para los sistemas de democracia representativa surgidos en el siglo XVIII como alternativas al feudalismo. ¿Estos sistemas siguen siendo pertinentes en el siglo XXI, la era del poscolonialismo, la posmodernidad y el capitalismo globalizado? ¿Y qué alternativas tenemos? Esta obra está pensada para abrir una discusión sobre estas cuestiones analizando uno de los movimientos que significó un reto para la democracia representativa francesa en los años noventa al exigir que se reconociera la diferencia. El mouvement pour la parité fue un movimiento feminista que intentaba reconfigurar las condiciones del universalismo francés para incrementar el número de mujeres en los puestos de elección. El logro parcial de dicho objetivo llegó con la ley del 6 de junio de 2000, que ahora exige que la mitad de los candidatos para cualquier puesto político sean mujeres.

La “ley de la parité” (como popularmente se le llamaba) carecía de precedentes en Francia y, de hecho, en todo el mundo. Ahora son muchos los países que toman medidas para incrementar el número de mujeres en los puestos de elección, pero en general se considera a Francia como el primero en insistir en que 50% de los candidatos a los puestos de elección sean mujeres.[1] Esto ha ocasionado el asombro de muchos observadores que se preguntan cómo se las arregló el país que, durante toda la década de 1990, se mantuvo casi al final de la lista de las naciones europeas en cuanto a representación de las mujeres en el parlamento nacional, para aprobar una ley tan radical. En su concepción original de hecho era radical, pero incluso en su forma presente, la ley no sólo espera que los partidos políticos modifiquen drásticamente su enfoque, también desafía las nociones de representación republicana establecidas tiempo atrás basadas en el universalismo de un individuo abstracto singular. El nuevo universalismo, según quienes proponen la paridad, es que los individuos son hombres y mujeres. Los partidarios de la paridad (paritaristes) niegan que su ley sea una imposición de cuotas (como suponen muchos estadunidenses cuando oyen hablar de ello por primera vez); es más bien reconocer la universalidad de la diferencia física de los sexos. Tampoco es una acción afirmativa según la han concebido los estadunidenses; no es un programa que al favorecer a un grupo excluido remedie la discriminación anterior. Las mujeres no son una categoría social independiente; según los defensores de la paridad, las mujeres son individuos. Esto no es multiculturalismo (como veremos en lo que sigue, concepto muy vilipendiado en Francia), sino una forma de redefinir quién cuenta como individuo, una verdadera concreción de los principios de la democracia republicana. Cuando se aprobó la ley, en las publicaciones del gobierno fue aclamada como un triunfo; abría camino, era una “ruptura con el pasado”. “Por primera vez en la historia”, se anunciaba en un folleto publicitario oficial, “un país, Francia, tiene una legislación que fomenta el mismo número de mujeres que de hombres en las asambleas de elección”.[2] Este tipo de autofelicitaciones no podría haberse pronosticado antes de la aprobación de la ley. Cuando se lanzó la idea de una ley de paridad y durante la campaña en pro de su aprobación, hubo gran controversia, en ocasiones amarga. Intelectuales y políticos argumentaron ampliamente sobre las implicaciones de dicha ley para el futuro del feminismo y el republicanismo. La relación de la diferencia sexual con la ciudadanía republicana era el núcleo de ese debate, que ya llevaba una década. ¿Qué tan importante era la diferencia sexual? ¿Era la de las paritaristas una polémica esencial sobre la conexión entre biología y política o sólo insistían en que se tomaran en cuenta las construcciones culturales de género? Si, como acusaban, el individuo supuestamente neutro siempre había sido codificado como masculino, reconocer que los individuos son de dos sexos, ¿perpetuaría o acabaría con la discriminación en contra de las mujeres? ¿Y qué características tenía esa discriminación? Después de todo, a las mujeres se les había concedido el voto en 1944, de modo que ya se les consideraba ciudadanas. Las paritaristas protestaban por la exclusión sistemática de las mujeres de las filas de legisladores elegidos por una estructura de partidos que funcionaban, decían, como una fraternidad cerrada. No sólo era injusto, sino no democrático, afirmaban, que a las mujeres se les negara el acceso a la toma de decisiones. Con no democrático querían decir no representativo, pero el significado de representación equitativa no estaba muy claro. ¿Implicaba solamente que las mujeres tuvieran acceso al puesto de representante, miembro del

organismo encargado de formular las leyes en nombre de la nación? ¿O significaba algo más, que los legisladores que por sistema las ignoraban, tomaran explícitamente en consideración la voz de las mujeres y sus intereses? Pero ¿los intereses de las mujeres eran suficientemente uniformes y característicos como para requerir una representación independiente, y eran las mujeres las únicas que podrían representar esos intereses? ¿Era ésta una exigencia política plausible en un sistema republicano que, cuando menos en principio, rechazaba la noción de que los funcionarios electos hablaban en nombre de grupos distintos de la sociedad? Aquí el objetivo de un número cada vez mayor de mujeres en el poder confrontaba la teoría prevaleciente de la representación: los funcionarios electos no reflejan a posibles electores específicos, legislan en nombre de la nación como un todo. Entonces, ¿qué diferencia habría si se eligiera a más mujeres? ¿Y cómo apoyar (¿se puede?) la elección de más mujeres sin cuestionar el sistema de representación en que se basaba el republicanismo francés? Éstas fueron las interrogantes que atrajeron mi atención cuando tuvo lugar la campaña por la paridad en los años noventa. La primera vez que oí sobre el movimiento de la paridad fue en 1993, cuando trabajaba en un libro sobre la historia del feminismo francés. El New York Times publicó una historia en que una de las lideresas del movimiento, Claude ServanSchreiber, reconocía que si bien su objetivo podría ser “un poco utópico”, el objetivo de las paritaristas era lograr cambios fundamentales. “La exclusión de las mujeres ha sido parte de la filosofía política francesa desde la Revolución”, dijo; el sentido de la paridad era modificar esa filosofía y las prácticas que toleraba.[3] En su deseo de cambiar tanto la teoría como la práctica, el movimiento de la paridad se parecía a sus predecesoras feministas, acerca de las cuales estaba escribiendo, pero había una diferencia que tenía que entender mejor. Al contrario de esos primeros movimientos que aceptaban la inmutabilidad del republicanismo francés, el movimiento de la paridad intentaba cambiar las condiciones del republicanismo atacando el problema que para mí era inextricable: el problema de la diferencia sexual. Si los activistas sobre los que escribí en Only Paradoxes to Offer quedaron atrapados en una lógica de “igualdad frente a diferencia” al tratar de abogar por la igualdad entre mujeres y hombres, las paritaristas parecieron haber encontrado la forma de resolver la paradoja que yo había descrito como una de las contradicciones constitutivas del feminismo.[4] En lugar de decir que las mujeres eran iguales a los hombres (y por lo tanto tenían derecho a una participación igual en política) o que eran diferentes (y por lo tanto aportaban algo que faltaba en la esfera de la política), las paritaristas de plano se negaron a abordar los estereotipos de género. Al mismo tiempo, insistieron en que el sexo tiene que incluirse en toda concepción de individualismo abstracto para que prevalezca una igualdad genuina. El individuo abstracto, la figura neutra de la que dependía el universalismo, sin religión, ocupación, posición social, raza ni etnicidad, tendría que reconsiderarse como sexuado. Ésta era la innovación: a diferencia de los feminismos previos, las mujeres ya no tenían que adaptarse a una figura neutra (tradicionalmente imaginada como masculina), tampoco buscaban una encarnación independiente de la femineidad; más bien, el individuo abstracto en sí se reconfiguraba para incluir a las mujeres. Si el individuo humano se entendiera como de uno de dos sexos, razonaron las paritaristas, entonces la diferencia de sexo dejaría de considerarse como la antítesis del universalismo, y el alcance del universalismo se ampliaría a las mujeres. Pero con esto, ¿no se negaría la abstracción? No, respondieron las paritaristas, porque el dualismo

anatómico podría distinguirse de la diferencia sexual, no como la naturaleza de la cultura, sino como lo abstracto de lo concreto. Desde el principio, el argumento en favor de la paridad no era ni esencialista ni separatista; no era sobre las cualidades particulares que las mujeres llevarían a la política ni sobre la necesidad de representar los intereses específicos de las mujeres. Más bien, y esto era lo que más me intrigaba desde que empecé a leer al respecto, el argumento original de la paridad era rigurosamente universalista. Inicialmente, la distinción entre dualismo anatómico y diferencia sexual me pareció difícil de entender y supongo que será el caso de muchos lectores estadunidenses. En nuestra forma de pensar sobre la discriminación y la democracia entendemos que la política tiene que ver con conflictos de interés, con grupos y sus representantes. Y si bien los críticos de la acción afirmativa se han dedicado a discutir sobre los derechos de los individuos y los riesgos de pensar en los individuos sólo como miembros de grupos, en Estados Unidos la distinción de individuo y grupo no tiene que ver con la abstracción, más bien se relaciona con nuestra forma de concebir a la sociedad y la política, en términos concretos: como un grupo de individuos distintos o una amalgama de grupos situados de manera diferente que compiten entre ellos, como una mezcla pluralista o como un campo de fuerza marcado por luchas colectivas por el poder. Cuando hablamos de representación política y de los derechos de los ciudadanos, tenemos en mente a individuos específicos. Para nosotros, política y sociedad son instituciones interrelacionadas, y una supuestamente refleja y organiza a la otra. “Estados Unidos” es el resultado de su interacción.[5] En Francia, sociedad y política (a menudo contrapuestas como “lo social” y “lo político”) se consideran entidades independientes en tensión una respecto de la otra. Según la interpretación prevaleciente de la filosofía política republicana, tanto la nación como el individuo son abstracciones, no reflejo de grupos sociales o personas. Esto, como explicaré en los capítulos siguientes, es la clave para sostener un universalismo característicamente francés que considera que la abstracción es la base de la política de éxito. El dilema que enfrentaron generaciones de feministas fue cómo justificar la inclusión de mujeres (como ciudadanas, votantes, representantes elegidas) cuando la diferencia de género se consideraba un obstáculo para la abstracción y cuando se pensaba que las mujeres eran la personificación de la diferencia de género. Después de todo, personificación era lo opuesto de abstracción, por lo tanto, las mujeres no podían ser individuos abstractos. Si bien los primeros movimientos feministas eludieron los problemas de la abstracción y la personificación, ya sea insistiendo en que los organismos no eran pertinentes o atacando los requisitos de la abstracción, el movimiento de la paridad intentó que la diferencia de género fuera sensible a la abstracción. En un movimiento sorprendentemente original y paradójico, las paritaristas intentaron desexualizar la representación nacional sexualizando al individuo. Las dificultades que enfrentaron en el proceso fueron enormes, sin agregar que ni críticos ni partidarios del movimiento entendían bien a bien la idea en que se basaba. Distinguir entre la abstracción de la dualidad anatómica y las atribuciones culturales concretas del significado de los cuerpos sexuados (lo que en general se denomina “diferencia de género”) resultó una tarea complicada, sobre todo porque era un movimiento político reducido a las tareas cotidianas de crear seguidores y presionar a los políticos. Por otra parte, en un momento crítico de la campaña, la exigencia de la paridad coincidió con la exigencia de reconocimiento

político para los homosexuales, y la consiguiente controversia modificó las condiciones de la demanda original de una ley de paridad. Aun así, se logró que la paridad llegara a ser una causa popular, compartida no sólo por una amplia red de partidarios, sino por un entusiasta público general. Y sus defensores lograron la aprobación de una ley que, cuando menos, ahora tiene el potencial de limitar el comportamiento de los políticos que durante más de un siglo se las habían ingeniado, en nombre del universalismo, para excluir a las mujeres de la plena participación en la democracia representativa. En esta obra se da seguimiento al movimiento de la paridad, las controversias que provocó y los posibles electores que movilizó durante una historia sorprendentemente breve (19922000). Trata a la paridad como un comentario sobre la filosofía política francesa y la política práctica francesa; ambas difieren, pero en este caso las conexiones entre ellas son fascinantes. De hecho, es la conexión entre ellas lo que en última instancia da sentido al movimiento y, más allá de eso, a algunas de las principales interrogantes planteadas por la segunda ola de feminismo (tanto en Estados Unidos como en Francia): ¿la dualidad anatómica es susceptible de abstracción? ¿La diferencia de género (entendida como la atribución de significado psíquico, cultural, político) es un fenómeno fijo o mutable? ¿Los símbolos de la diferencia sexual pueden ser despojados de su significado, desimbolizarse, o sólo la resimbolización es posible? Para muchas feministas (para no mencionar a filósofos y psicoanalistas) esas interrogantes han implicado “una desviación obligatoria por medio de la filosofía”.[6] Mi enfoque, siguiendo la corazonada del movimiento de la paridad así como mi propia inclinación disciplinaria, toma una ruta diferente para anclarse no tanto en la filosofía sino en la historia. Con “historia” no me refiero a una narración del movimiento como un capítulo de una historia autocontenida de las mujeres, por supuesto que el movimiento por la paridad era una campaña feminista, aunque provocó serios desacuerdos entre quienes se consideraban defensores de los derechos de las mujeres; pero sería un error tratarlo sólo en esos términos. Más bien, el movimiento por la paridad tiene que entenderse (igual que cualquier movimiento) como un desarrollo dentro de un esquema más amplio de la política francesa y, más allá de eso, en el contexto de los importantes cambios experimentados por las democracias occidentales a finales del siglo XX. La exigencia de igualar el acceso de las mujeres a los puestos de elección surgió en un momento en que tanto la teoría como la práctica de la representación se percibían como en estado de crisis. Si bien (como veremos a continuación) en Francia adoptó una forma particular, la crisis era o es un fenómeno más general visible en muchas democracias occidentales. Aun cuando la democracia se había anunciado como la forma normativa de la organización política después de la caída del comunismo en 1989, se ha hecho presente el problema de tratar con exclusiones basadas en diferencias sociales, y estas exclusiones a menudo se enfocan en el estatus y el tratamiento de las mujeres o aluden a éste. El sistema de representación democrática diseñado en el siglo XVIII no ha logrado adaptarse al surgimiento de nuevas formas de corporativismo; las diferencias raciales, étnicas, religiosas y de otro tipo plantean retos políticos perturbadores a proyectos de nación alguna vez consolidados. Clifford Geertz se ha referido reveladoramente a un “mundo en pedazos” caracterizado por

migraciones masivas y en el cual las líneas de afiliación e identificación cruzan las fronteras nacionales, de tal forma que las naciones ya no rigen la lealtad primordial de grandes sectores de su población. “La heterogeneidad es la norma”, escribe, “el conflicto, la fuerza ordenante”. [7]

Las presiones internas que minan el sentido de la solidaridad cultural y por tanto nacional se agravan por las presiones externas: mercados globales que no siempre operan en función de los intereses nacionales; instituciones internacionales (Tribunal Internacional, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Naciones Unidas) cuyas resoluciones y políticas desafían al propio concepto de soberanía nacional aun si lo respetan formalmente, y, en Europa, el surgimiento de la Unión Europea, que ha empezado a derribar fronteras (policía fronteriza, pasaportes, política fiscal, divisas) y las políticas sociales (estado de bienestar, reglamentación del mercado laboral, relaciones de género) que por largo tiempo diferenciaron a una nación de otra. Si bien la retórica oficial y la opinión popular en general se han identificado con la unificación europea, así como la expansión de la Comunidad Europea más allá de las primeras naciones miembro, con el progreso, también hay pruebas de una profunda ansiedad respecto a lo que significaría perder o poner en riesgo la soberanía nacional. Una de las formas en que se manifiesta esa ansiedad es la preocupación por los procedimientos y procesos de la política interna, como si existieran aparte de las presiones externas sobre el Estado-nación. Pienso que la atención que los teóricos de la política y los políticos prestan a la “sociedad civil” como problema nacional es una desviación de este tipo. No que el creciente interés en las instituciones que median entre lo público y lo privado, o lo político y lo familiar, no sea en parte consecuencia de la caída del comunismo y del deseo de implantar la democracia en los países del exbloque soviético, también se han incluido referencias a la “sociedad civil” en muchas discusiones sobre la salud de las democracias de Europa occidental, y estas referencias tienden a funcionar como un indicador puramente interno del funcionamiento de los sistemas políticos nacionales. Es como si los sistemas nacionales (y por tanto el Estado-nación soberano) pudieran arreglarse con sólo prestar más atención a la sociedad civil; no hay mucha aceptación, cuando menos en las conversaciones sobre la sociedad civil, de que el problema exceda de este tipo de solución local. Las cuestiones sobre diferencia y sociedad civil se relacionan cuando menos por dos razones. La primera, las instituciones de la sociedad civil son supuestamente el lugar en que las diferencias encuentran una voz que después se escuchará en la esfera política. La segunda, los conflictos sobre si otorgar y cómo otorgar representación política a esas diferencias, así como los conflictos sobre la fuerza y representabilidad de la sociedad civil, pueden ser considerados tanto un síntoma como una causa de la coherencia debilitante de los Estadosnación democráticos. En 1988 y 1989 en Francia, durante el bicentenario de la Revolución francesa, los entendidos y los políticos declararon que había una “crisis de representación”. Provocadas por una sorprendente demostración del candidato de la extrema derecha a la presidencia (Jean-Marie Le Pen recibió 14% de los votos) en la primera vuelta de la elección presidencial de 1988, las conversaciones sobre la crisis se enfocaban en el fracaso de “la clase política” para cumplir con su mandato de representar a la nación. Los políticos aceptaron solemnemente la necesidad de prestar mayor atención a la “sociedad civil”; con esto se referían a las

diferentes instancias que constituían la unidad nacional, aun cuando rechazaban la idea de que los funcionarios electos atendían a los intereses particulares de los grupos sociales. La resistencia a representar las diferencias entre los grupos era especialmente intensa frente a las crecientes demandas de la población norafricana ya asentada en la Francia metropolitana para que se reconociera (y corrigiera) la discriminación en su contra, discriminación basada en prácticas culturales y religiosas consideradas como la antítesis de las normas francesas. De hecho, el bicentenario se caracterizó por una fuerte reafirmación de los que se decía eran los principios intemporales del republicanismo francés: la indivisibilidad de la representación nacional y, por tanto, la unidad de la nación francesa. Desde esta perspectiva, el sistema francés se basaba en una concreción única del universalismo cuya clave era el individuo abstracto, lo cual se traducía en una negación explícita a representar la diferencia. En el capítulo I analizaré con más detalle los términos de esta teoría. Aquí quiero señalar que la atención a la tradición histórica y a la singularidad del universalismo francés ocurría no sólo como prueba de la disidencia cultural interna cada vez más evidente, sino también, conforme la unificación europea avanzaba inexorablemente, amenazando con privar a Francia de muchos de los rasgos característicos de su soberanía nacional. El movimiento por la paridad surgió en la intersección de estas dos fuerzas opuestas, por una parte, la promesa de fortalecer a la nación haciendo realidad una visión más perfecta del universalismo francés (uno en el que reconocer las diferencias no significaría perder la coherencia cultural), y por la otra, el reto a la autonomía de la nación al incorporar la fuerza de las instituciones europeas para influir en el rumbo de la política francesa. El mouvement pour la parité francés fue producto del cabildeo feminista en la Comunidad Europea en pro de una mayor participación de las mujeres en la toma de decisiones, y fue una campaña nacional de las mujeres políticas francesas en pro de una ley que acabara con el arraigado control masculino del acceso a los puestos de elección. La sustancia de la campaña, sus formulaciones teóricas e intervenciones tácticas, constituye el meollo de este libro, pero también lo es la profundización que el movimiento imparte a la política francesa hacia finales del siglo XX. Cuando las paritaristas insistieron en que Francia se pusiera a la altura de los mandatos y las políticas de la Unión Europea, también apelaban a las peculiaridades del republicanismo francés para legitimar sus demandas. Con frecuencia, estas demandas eran más contradictorias que complementarias, y ése era el punto. Lo que caracterizó a la paridad fue precisamente la evocación de la amenaza de que disminuyera la soberanía y a la vez un ofrecimiento de contrarrestarla apuntalando la unidad nacional de forma diferente. Los éxitos estratégicos y las vulnerabilidades del movimiento se explican mejor en términos de una serie de movidas dobles, movidas que a la vez exponían y explotaban un momento de contradicción de la historia del Estado-nación francés. Si la paridad nos permite ver claramente esa contradicción y apreciar su fuerza es porque (como argumenté antes) los conflictos en que está implicada la diferencia de los sexos no son fenómenos aislados ni marginales, sino aspectos centrales o, cuando menos, factores clave, en la alineación y realineación del poder en el ámbito nacional e internacional. De hecho, las cuestiones del lugar de la diferencia sexual, en particular sobre la posición de las mujeres, el control de su sexualidad y su acceso a la política, constituye una preocupación internacional cada vez mayor. En ese sentido, Francia, por su singularidad, permite profundizar en un

fenómeno más general. El movimiento de la paridad es un ejemplo apremiante de la creciente importancia de la diferencia sexual para la política porque ha logrado que se apruebe una ley que literalmente hace del género un factor perdurable e innegable de la conciencia política francesa. Pero el significado de la paridad también yace más allá de la literalidad de la ley, en su demostración de lo inextricable de la diferencia de género y la política. Éste es el caso de Francia, donde el republicanismo y ciertos estilos de interacción heterosexual están tan entrelazados que criticar uno es atacar al otro. También insistiría en que Francia es un ejemplo particular de una propuesta más general: las historias que se enfocan en la diferencia de sexo no pueden escribirse fuera de las historias de la política dentro de la cual toman forma y a las cuales, a su vez, dan forma, si bien las historias de la política suelen estar iluminadas por las críticas feministas que, como mucho, sacan a la luz las contradicciones y las exacerban en un esfuerzo por transformar el statu quo.

[Notas]

[1] Bélgica también tenía una ley que imponía cuotas pero ahora las ha elevado a 50%, en Italia

hubo una ley sobre la paridad de corta duración, hasta que fue anulada. Encuentre información más completa en “Electoral Quotas for Women” en el sitio web de International IDEA y el del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Estocolmo, www.quotaproject.org o www.idea.int/quota. [2] La parité entre les femmes et les hommes à portée de main, Observatoire de la Parité entre les Femmes et les Hommes, septiembre de 2000. [3] “Frenchwomen Say it’s Time to be ‘a bit Utopian’ ”, New York Times, 31 de diciembre de 1993. [4] Joan W. Scott, Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of Man, Harvard University Press, Cambridge, 1996. [5] Para una discusión particularmente astuta sobre los contrastes entre Estados Unidos y Francia, véase Eric Fassin, “L’epouvantail américain: Penser la discrimination française”, Vacarne, núms. 4 y 5 (septiembre-noviembre de 1997); “The Purloined Gender: American Feminism in a French Mirror”, French Historical Studies, 22 (invierno de 1999), pp. 113138; y “Du multiculturalism à la discrimination”, Le Débat, núm. 97 (noviembre-diciembre de 1997), pp. 131-136. [6] Naomi Schor, “French Feminism is a Universalism”, en Schor, Bad Objects: Essays Popular and Unpopular, Duke University Press, Durham, 1995, p. 17. [7] Clifford Geertz, “The World in Pieces: Culture and Politics at the End of the Century”, en Geertz, Available Light, Princeton University Press, Princeton, 2000, pp. 218-264, y “What is a State If It Is Not a Sovereign? Reflections on Politics in Complicated Places”, Current Anthropology, 45 (diciembre de 2004), p. 584.

I. LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN LA EXIGENCIA de la paridad fue diferente de las demandas feministas de igualdad anteriores. Hasta 1944, el asunto del sufragio era primordial; la igualdad de derechos de ciudadanía era considerada, por encima de todo, la igualdad de derecho al voto. Obviamente, muchas feministas suponían que votar también significaba que las mujeres podrían postularse y ocupar un puesto; ser ciudadana era tener la posibilidad de fungir como representante. En 1849, Jeanne Deroin hizo campaña para obtener un escaño en la legislatura como parte de su insistencia en que la Segunda República permitiera que las mujeres votaran. Y cuando en 1885, Hubertine Auclert estableció un programa electoral en que se exigía que mujeres y hombres ejercieran el voto, también imaginó una asamblea legislativa “compuesta por tantas mujeres como hombres”.[1] Sin embargo, cuando se otorgó el voto a las mujeres, pocas pudieron tener acceso a puestos políticos. Después de algunos debates entre los miembros del gobierno provisional de De Gaulle en cuanto a que las mujeres fueran elegibles para ocupar cargos, en lugar del derecho al voto o a la par de éste (a algunos políticos conservadores les preocupaba que con hombres en el frente o en campos de prisioneros, el voto de las mujeres en las primeras elecciones posteriores a la Liberación desequilibrara el electorado), se decidió que “las mujeres forman parte del cuerpo de votantes y son elegibles para un cargo en las mismas condiciones que los hombres”.[2] Pero lo que en principio se concedió, difícilmente llegó a ponerse en práctica; en la segunda mitad del siglo XX, sólo ocasionalmente se postulaba a mujeres para algún cargo. Hasta 1997, no representaban más de 6% de los diputados de la Asamblea Nacional y rara vez el 3% del Senado.[3] Si bien ninguna ley ni disposición constitucional impedía que las mujeres fueran representantes, parecía haber un acuerdo tácito que lo impedía. Fue ese acuerdo tácito, considerado como síntoma del monopolio masculino en el núcleo mismo del poder político, lo que la paridad pretendía exponer y anular. El objetivo de las paritaristas era lograr acceso igual para las mujeres como representantes de la nación francesa. Igual que Hubertine Auclert, querían ver tantas mujeres como hombres en todos los cargos de elección de Francia, pero a diferencia de ella, enfrentaban una situación en que las mujeres ya tenían derecho al voto; la paridad no tenía que ver con ser representada, sino con ser representante. La demanda de incrementar el número de mujeres representantes fue muy frecuente en la década de 1980, sobre todo dentro de los partidos políticos, pero no se convirtió en un “movimiento” por la igualdad hasta los primeros años noventa, cuando también adquirió justificación teórica. En ese momento tenía lugar un auténtico debate, de hecho, una discusión. La forma de expresarlo era de urgencia, la situación se consideraba crítica. Aunque eran pocas las referencias directas a las presiones internacionales y a la europeización, prevalecía la

sensación (cuando menos en los medios y en los círculos políticos) de que el núcleo mismo de la soberanía nacional estaba siendo amenazado. La amenaza provenía de dos direcciones. La primera, del crecimiento de la población de origen norafricano, fenómeno poscolonial que dejaba ver las deficiencias de la asimilación cultural como vía hacia la ciudadanía francesa. La segunda era una amenaza interna al propio sistema político: los políticos parecían estar aislados de los ciudadanos cuyo mandato detentaban. Eran una casta profesional independiente, aparentemente inmune a las necesidades de la “sociedad civil”. Y eran corruptos. A finales de los años ochenta, una serie de escándalos coincidió con impresionantes demostraciones electorales del Frente Nacional populista de derecha, cuya plataforma se centraba en librar al país de su problema con los inmigrantes. En 1988-1989, los problemas con los inmigrantes y con la clase política se unieron en un debate sobre las deficiencias del sistema de representación para gobernar a la nación a finales del siglo XX.

EL TEMA DE LA REPRESENTACIÓN Los debates de 1988-1989 basaban sus argumentos en referencias a la Revolución francesa, hacían de su continuidad e inmovilidad un mito. Viendo la Revolución en retrospectiva, ignoraron muchos años de historia e identificaron el republicanismo francés con un compromiso inmutable de individualismo abstracto. Aquí es importante analizar el concepto de representación durante la Revolución para ver cómo fue concretado y utilizado en los años ochenta y noventa. Los revolucionarios concebían la República como dos abstracciones, la del individuo y la de la nación. Conforme desmantelaban el régimen feudal en 1789, remplazaban un sistema de privilegios corporativos con uno basado en los derechos individuales. En esa época, la soberanía supuestamente residía no en el rey, sino en “el pueblo”, en los ciudadanos que constituían la nación. Este cambio implicó no sólo reubicar la soberanía, del rey al pueblo, sino —según el historiador Paul Friedland— un cambio fundamental en el propio concepto de representación. La representación ya no significaba que la nación “se hiciera presente” en el cuerpo del rey (como la sangre y el cuerpo de Cristo “están presentes” en la Eucaristía), en ese momento, los representantes sencillamente hablaban en nombre de la entidad abstracta que era la nación. La Asamblea Nacional, cuerpo metafórico de la nación, había remplazado al cuerpo real del rey.[4] La nación ya era la personificación del pueblo, y sus leyes, la expresión de su voluntad. Dado que Francia era un país demasiado grande para que sus ciudadanos se reunieran en un lugar (como había ocurrido en las primeras democracias griegas, en las ciudades-Estado tan admiradas por Rousseau), los revolucionarios convinieron en que debía delegarse la autoridad soberana en quienes hablarían en nombre del pueblo. Estos representantes no serían, como en el Antiguo Régimen, voceros de intereses colectivos discretos, por el contrario, cada uno representaría los intereses generales de la colectividad en su conjunto. A diferencia de los arquitectos del sistema estadunidense (que estaba siendo articulado en ese mismo momento, sobre todo por el afamado James Madison, en los Documentos Federalistas), que consideraban a las legislaturas como arena para los conflictos

de interés y definía a los representantes como voces de grupos sociales y económicos específicos, los revolucionarios franceses tomaban la abstracción de la nación como referente de la representación. Los representantes eran la personificación tangible de la nación como un todo; era una nación “única e indivisible”. La capacidad de cualquier ciudadano para representar a la nación se derivaba de la interpretación de los individuos políticos como abstracción de sus atributos sociales, es decir, riqueza, familia, ocupación, religión, profesión. El abad Sièyes lo expresó sucintamente, “la democracia es el sacrificio total del individuo a la res publica, es decir, del ser concreto al ser abstracto”.[5] Y el líder jacobino Maximilien Robespierre agregó posteriormente que “para ser bueno, es necesario que el funcionario público [magistrat] se inmole en favor del pueblo”. [6] Los individuos abstractos eran unidades conmensurables e intercambiables que tenían en común sólo esa racionalidad independiente de la cual dependía, supuestamente, la vida política. La nación que constituían era igualmente abstracta, no un reflejo de las realidades dispares y divisivas de la sociedad, sino una entidad ficticia, una totalidad unificada, la personificación “del pueblo”. No había diferencias políticamente importantes en “el pueblo”, como sostenía Sièyes: Hay un solo orden en el Estado, o más bien, ya no hay órdenes porque la representación es común e igual para todos. Ninguna clase de ciudadanos puede esperar conservar para sí una representación parcial, independiente y desigual, sería una monstruosidad política; ha sido rechazada para siempre.[7]

Este punto de vista se había consagrado en la Constitución de 1791, en la cual se rechazaba incluso la noción de distinciones geográficas entre los representantes: “Los representantes elegidos en los departamentos representarán no a uno en particular, sino a toda la nación; no tienen mandato especial para el departamento”.[8] Si bien, por definición, cualquiera podía ser representante, la elección de hombres especialmente competentes (a menudo abogados en esa época y durante gran parte del siglo XIX) no estaba reñida con la teoría republicana liberal; si los individuos abstractos eran intercambiables, ¿por qué no elegir a los más aptos para expresar la voluntad de la nación? Para los revolucionarios, las cuestiones difíciles giraban no en torno a la competencia ni las cualidades, sino alrededor de la relación entre cada uno de los representantes y la nación. ¿Los representantes constituían a la nación o la nación delegaba su soberanía en sus representantes? Según la primera de estas posibilidades, los individuos eran responsables sólo ante ellos mismos; una vez elegidos, sus actos eran, por definición, una expresión de la voluntad general. De acuerdo con la segunda, los representantes se consideraban el reflejo de una voluntad existente de antemano; si sus acciones no coincidían con las expectativas del pueblo, se les podía retirar el mandato. La diferencia entre estas dos concepciones de la función de los representantes era el núcleo de la lucha entre girondinos y jacobinos durante la Revolución.[9] Liberales como el político y matemático Condorcet se aferraban a la idea de que la nación sólo existía a través de sus representantes. “Como representante del pueblo, haré lo que crea que le favorece. Estoy aquí para expresar mis ideas, no las de ellos: la independencia absoluta de mis opiniones es mi primer deber para con ellos.”[10] Robespierre, por el contrario, pensaba que la nación era anterior a los elegidos para representarla. Es por una extraña inversión de todas las ideas que los funcionarios públicos se consideran esencialmente destinados para

dirigir la razón pública; al contrario, es la razón pública la que debe reinar sobre ellos y juzgarlos. […] Por virtuoso que sea un hombre en su puesto, nunca será tan virtuoso como la nación entera.[11]

Aun cuando el terror impuesto por los jacobinos resolvió temporalmente esta diferencia de opinión, no la erradicó. Hasta la fecha, en las propuestas de reforma política pueden encontrarse aspectos de estas opiniones opuestas sobre el representante (agente independiente o delegado del pueblo). Friedland argumenta que a pesar de estas opiniones diferentes sobre el representante, “nunca se pretendió” que el edificio político de la democracia representativa “fuera democrático”. Por el contrario, “se basaba en la exclusión del poder político activo del propio pueblo en cuyo nombre su gobierno afirmaba regir”. Igual que en el teatro, la ciudadanía estaba dividida en actores y audiencia: “los actores políticos actuaban, los espectadores políticos observaban, de preferencia en silencio”.[12]El individualismo abstracto era la premisa legitimadora de esta separación efectiva del poder; lograba oscurecer la forma en que los espectadores políticos quedaban desprovistos de su poder, cuando no se les privaba de sus derechos. Los legisladores podían representar a los ciudadanos y a la nación precisamente porque eran individuos; la impresión de sinécdoque servía para distraer la atención de la desigualdad política. Las abstracciones de individuo y nación fueron la base de las teorías de representación; también eran la clave de un concepto de universalismo característicamente francés, fundamentado en una oposición entre lo político y lo social, lo abstracto y lo concreto. Las abstracciones permitieron que los revolucionarios sustituyeran las jerarquías corporativas del Antiguo Régimen por la idea de la igualdad política formal y el control de los reyes por la unidad republicana. Y prometieron inclusión universal en la vida política. La abstracción, después de todo, significaba hacer caso omiso de los atributos que distinguían a la gente en su vida cotidiana; con esta medida, cualquier individuo podía ser considerado ciudadano. De hecho, como ha señalado Etienne Balibar, el individualismo abstracto se entiende como una universalidad ficticia, “no la idea de que la naturaleza común de los individuos esté definida, más bien el hecho de que se produce en vista de que las identidades particulares se relativizan y se convierten en mediaciones para el logro de un fin superior y más abstracto”.[13] En este sentido, la universalidad no yace en la exclusión de lo particular, sino (social o políticamente) en una indiferencia acordada respecto a ciertas particularidades. Lo abstracto siempre debe tomar en cuenta las características sociales concretas, aunque sólo sea para descartarlas, de modo que se convierte en el sitio de discusiones acerca de si puede haber límites para la abstracción y en qué consisten esos límites. Jacques Rancière lo expresa de otra manera. La democracia, argumenta, se apoya en una tensión necesaria entre la abstracción de “el pueblo” y la realidad social que dicha abstracción oculta. La política democrática es la adjudicación de las demandas de grupos de votantes para representar o ser representados como pueblo.[14] Las tensiones entre lo político abstracto y lo social concreto estuvieron presentes en el debate político desde la Revolución, aunque existe un mito (muy evidente en las décadas de 1980 y 1990) que postula la abstracción pura como esencia perdurable del republicanismo francés. Confrontados por las implicaciones lógicas de su retórica y preocupados por las consecuencias prácticas de conceder el voto a todos los adultos (incluidos los analfabetas y los desposeídos sin participación en la sociedad), los políticos revolucionarios pronto

calificaron su universalismo: hicieron del vulgo un requisito de la abstracción, más que una consecuencia, y excluyeron a aquellos cuya diferencia, decían, no era susceptible de abstracción, aquellos cuya diferencia en cierta forma empañaba la pureza y la transparencia de la representación. En la década de 1790, los judíos eran aceptados como ciudadanos sólo cuando renunciaban a la lealtad a su “nación” y se convertían en individuos para los cuales la religión era un asunto privado. La formulación clásica de este principio es de ClermontTonnerre: “No otorgar nada a los judíos como nación y todo como individuos”.[15] La autonomía era otro requisito para la individualidad, de forma que las personas cuyas circunstancias las hacían dependientes —asalariados y mujeres— en un principio fueron declarados inelegibles para la ciudadanía. La dependencia, sin embargo, no era el único principio de exclusión. Cuando se eliminaron los calificativos de propiedad para la ciudadanía (en 1793 y nuevamente en 1848), la diferencia de sexo impidió a las mujeres gozar de los derechos de ciudadanía. No obstante, fueron excluidas no por ser mujeres, sino como personificación de la diferencia sexual. Según los argumentos de Rousseau, muchos de los revolucionarios tomaron la diferencia sexual como plantilla de una división y divisibilidad más general. “No hay paridad entre los sexos como consecuencia del sexo”, escribió Rousseau en Émile.[16] Donde había mujeres, había celos y rivalidad, pasión y pérdida de control entre los hombres. Sin mujeres, se eliminaba el riesgo de que se presentaran esos conflictos. “Los dos sexos deben reunirse en ocasiones, pero en general, vivir aparte”, aconsejaba Rousseau. En “un comercio que es demasiado íntimo […], nosotros [los hombres] perdemos tanto nuestra moral como nuestra constitución […]; las mujeres nos convierten en mujeres”.[17] Otros consideraban que la voz de las mujeres ya estaba representada por los hombres de su familia; sería redundante otorgar el voto también a las mujeres. Como decía un comentarista, “esposo y esposa forman una persona política y nunca podrán ser nada más, ni siquiera si son dos personas civiles. […] El voto de uno cuenta por ambos, el de la esposa está virtualmente incluido en el del esposo”. [18] Las razones para excluir a las mujeres de la ciudadanía se presentaban en conjuntos de oposiciones binarias que posicionaban a las mujeres en términos de lo concreto, lo emocional y lo natural (por tanto, no susceptibles de abstracción) y a los hombres en términos de la razón y la política (por tanto, operantes totalmente en la esfera de la abstracción). Pierre Rosanvallon sugiere que la diferencia de sexo (que para él, como para los revolucionarios, es una diferencia natural evidente por sí misma, no “un constructo social entre otros”) no puede adaptarse a la abstracción. “El individuo hombre y el individuo mujer no puede reconocerse políticamente en su equivalencia y en su diferencia al mismo tiempo.”[19] Por tanto, la diferencia sexual en la persona de la mujer no estaba incluida en la lista de rasgos que podían abstraerse con fines de ciudadanía. La exclusión de las mujeres no nada más era para eliminar su influencia, también ejercía una función simbólica importante como recordatorio de la existencia de una diferencia irreductible, un antagonismo irresoluble del organismo nacional que planteaba una amenaza para la abstracción y por tanto para la existencia misma de la unidad nacional.[20] La definición de universalidad se basaba en la posibilidad de un grupo de votantes reduccionistas. Algunos, como Condorcet, sostenían que para fines de ciudadanía, las mujeres no eran menos individuos que los hombres, pues en común con ellos tenían la razón.

Los derechos humanos pertenecen a todos los seres sensibles, capaces de adquirir ideas morales y de razonar al respecto. Como las mujeres tienen estas cualidades, necesariamente tienen los mismos derechos. O ninguno de los individuos de la especie humana tiene derechos, o los tienen todos. Sería difícil demostrar que las mujeres no tienen los derechos de los ciudadanos.[21]

Sin embargo, la mayoría de los revolucionarios argumentaba que la diferencia irreductible ejemplificada por la diferencia sexual tenía que ser reprimida si se quería lograr un grupo de votantes. “¿Desde cuándo se permite renunciar al propio sexo?”, preguntó a voz en cuello el jacobino Pierre-Gaspard Chaumette a un grupo de mujeres que se atrevieron a entrar a la Convención. “¿La naturaleza confió al hombre el cuidado del hogar? ¿Nos dio pechos para alimentar a nuestros hijos?”[22] Pierre-Joseph Proudhon hizo eco a esta opinión en 1849, cuando objetó el intento de la feminista Jeanne Deroin de postularse para un puesto público. Tiene tanto sentido una legisladora, bromeó, como una nodriza hombre. La respuesta de Deroin, “muéstreme qué órgano se necesita para las funciones del legislador y le concedo el debate”, expuso la investidura simbólica del argumento de Proudhon: más allá de cualquier criterio lógico o discusión sustantiva de la capacidad y las aptitudes de las mujeres, la diferencia sexual representaba la diferencia misma.[23] No cualquier diferencia, sino una tan importante, tan arraigada en la naturaleza, tan visible, que no podía ser subsumida por la abstracción. No obstante, las exclusiones específicas de los desposeídos, los trabajadores, las mujeres, contradecían la promesa de derechos universales y provocaban dudas (siempre inherentes al universalismo ficticio) sobre la influencia de la sociedad en el proceso de abstracción. ¿Había algún error en la forma de implementar la abstracción o el individuo abstracto no era la forma correcta de representar a la nación? ¿Debe la representación apegarse a un modo abstracto o a uno concreto, es decir, debe la nación concebirse como constituida por individuos intercambiables o por miembros de unidades socialmente diferenciadas? La tensión entre los modos de representación abstracto y concreto persiste hasta la fecha. Los partidarios del modo abstracto argumentan que en sí mismo garantiza la igualdad universal; los defensores del modo concreto no rechazan el universalismo, pero piensan que la igualdad se logra abordando y no ignorando las distinciones sociales. El debate se enfoca en el estatus de la diferencia: el modo concreto, en ocasiones denominado representatividad, reclama exponer las diferencias, de manera que pueda verse, literalmente, que todos ejercen sus derechos. El modo abstracto, algunas veces llamado representación, implica la asimilación de los previamente excluidos debido a sus diferencias; sólo cuando se incluya a los excluidos (despojados de sus atributos, visibles sólo como individuos) prevalecerá el verdadero universalismo (ausencia de diferencias, fin del conflicto). En el curso de la historia francesa, la representatividad ha ejercido presión constante sobre la representación, exponiendo sus límites y sus carencias y forzando a compromisos prácticos que en principio se consideraban imposibles. Cuando la presión va siendo demasiado fuerte, cuando la representatividad parece agobiar a la representación, el sistema está en crisis. Uno de esos momentos de crisis se presentó a finales del siglo XIX, cuando la cuestión de las clases puso en riesgo a la organización política de la Tercera República; a finales del siglo XX tuvo lugar otro, cuando los problemas sobre cómo representar las diferencias (esta vez la diferencia de la etnicidad y la de sexo) dividían a la nación. Rosanvallon habla de la primera

crisis cuando refiere los retos planteados por el movimiento de la clase obrera en el siglo XIX que resultó en la creación de un partido político identificado con un interés social específico. (Ignora las demandas paralelas de las feministas de ese mismo periodo, quizá porque era un movimiento mucho más pequeño que no lograba sus objetivos; sin embargo, los términos de la argumentación eran prácticamente los mismos.)[24] Rosanvallon señala que había siempre ambigüedad en la naturaleza de las demandas. Algunos líderes insistían (en el modo concreto) en que los trabajadores o las mujeres, por sus experiencias particulares, necesitaban defensores y, hacia finales del siglo XIX, sus propios partidos políticos.[25] Otros (apegándose al modo abstracto) sugerían que la inclusión de los trabajadores, históricamente destinados a ser la clase universal según una visión marxista, o de las mujeres, cuyos intereses ya habían sido identificados con la comunidad más amplia, sería indicio de la anulación definitiva de la diferencia y por tanto, de la realización del universalismo genuino. Fue en este sentido que Hubertine Auclert justificó la inclusión de las mujeres: “Las mujeres francesas se inclinan por una democracia utilitaria. Cuando voten o sean candidatas, impondrán asambleas administrativas y legislativas para entender las necesidades humanas y satisfacerlas”.[26] Una vez que se aprobó el sufragio masculino en 1848, la cuestión de cómo representar a los trabajadores, ya fuera como individuos o como miembros de un grupo de interés, se convirtió en tema de discusión, en tanto que las mujeres, aún excluidas como ciudadanas, presionaban para que el sufragio fuera verdaderamente universal. En 1864, en el manifiesto de un grupo de 60 delegados de los trabajadores socialistas que habían estado en la Exposición Universal de Londres (1862) cuestionaron la competencia de los funcionarios elegidos para representar a “todos”. Insistían en que no había manera de que esos burgueses “socialmente miopes” pudieran hablar con los trabajadores o en su nombre. “No estamos representados, y por eso nos atrevemos a plantear el asunto de candidatos de clase trabajadora.”[27] (Con argumentos paralelos, feministas como Auclert criticaban el sesgo masculino de los legisladores: “No es posible ser hombre y mujer al mismo tiempo. Se consideraría extraño que un hombre desempeñara el papel del padre y de la madre en una familia, y aun así se permite que los hombres desempeñen ese doble papel en la legislatura”.)[28] Estos comentarios sugieren que sólo trabajadores o mujeres podrían representar a sus respectivos grupos; pero había otras posibilidades: trabajadores y mujeres podrían funcionar como individuos que no representaran un interés en particular, o sus intereses podrían ser representados por individuos que no fueran miembros del grupo de interés pero que hubieran recibido un mandato específico. (Ésta era la tensión entre los representantes como individuos autónomos o como delegados de cierta porción de personas; ésta era también la tensión entre la realidad social concreta y la abstracción política.) El partido de los trabajadores, organización política basada explícitamente en un interés, se formó en los últimos años de la década de 1880, tomando a la representación como delegación de autoridad, pero de dos formas posibles. Christophe Thivrier, trabajador-diputado, llegó a la Asamblea Nacional ataviado con la bata y el pantalón propios de su clase, en tanto que el burgués Jean Jaurès, también elegido por el partido de los trabajadores, portaba el traje, el cuello y la corbata de su clase.[29] Esta diferencia en el vestir ilustraba la tensión continua entre las realidades concretas de lo social (Thivrier como trabajador) y las abstracciones de lo político (Jaurès era un individuo que sostenía cierto punto de vista), y entre el esencialismo (la identidad definía la política de cada

quien) y la política (las posiciones políticas establecían la propia identificación), aunque la inclusión de los intereses de la clase trabajadora (primero en la Sección Francesa de la Internacional Obrera, SFIO, y después de 1920, también en el Partido Comunista) en la legislatura ya se diera por hecho. En última instancia, la inclusión disminuía la tensión absorbiendo a los diputados de la clase trabajadora en las filas de los políticos; ya eran elegibles como individuos para ser representantes de la nación. El sistema formal de partidos se consolidó durante la Tercera República, y dio cierta estabilidad a la vida política francesa. Pero esa estabilidad se logró a costa de reconocer que el conflicto de clases dividía a una nación alguna vez entendida como “única e indivisible”. Ser representante ahora significaba ser vocero de algún interés social y económico, independientemente de los propios orígenes como individuo. Hubo intentos periódicos de introducir la representación proporcional en el sistema electoral para hacer que la política reflejara más directamente la diversidad política, y por tanto, social, pero enfrentaron resistencia en nombre del individualismo abstracto, que, aunque en riesgo, todavía se consideraba la mejor garantía de igualdad formal ante la ley. Si los funcionarios elegidos eran ahora delegados de los intereses de los votantes, voceros de ideologías opuestas, el tema de la representación seguía siendo la nación, aunque dividida por conflictos de clase. Paradójicamente había un rasgo concreto: su masculinidad compartida, que convertía a los representantes en conflicto, en unidades conmensurables e intercambiables, individuos abstractos susceptibles de encarnar a “Francia”. Igual que desde la Revolución francesa, la diferencia sexual simbolizaba la diferencia irreducible que debía estar excluida para que prevaleciera el universalismo. Cuando en 1944 se otorgó el voto a las mujeres, el general De Gaulle aprovechó esta inclusión para destacar la recientemente restaurada unidad de una nación muy dividida y su compromiso (después de la vergüenza del régimen colaboracionista de Vichy) de llevar de nuevo a Francia a la hermandad democrática internacional. Para 1944, la concesión del derecho al voto a las mujeres se había relacionado con las democracias “avanzadas” de Gran Bretaña y Estados Unidos, pero aun cuando las mujeres ahora tenían derecho no sólo a votar, sino a optar por un cargo, en cierta forma se consideraban seres menores cuando se trataba de elegirlas como representantes. Una cosa era emitir un voto y otra, muy diferente, representar a la nación. La presión para mantener a las mujeres fuera del cuerpo de la nación (negarse a permitir que el cuerpo se dividiera simbólicamente) fue enorme y efectiva hasta fines del siglo XX, cuando tuvo lugar otra crisis de representación, que es el tema de este capítulo. Durante el siglo XX, la política se tornó cada vez más una arena exclusiva. Los partidos políticos eran un campo de entrenamiento para los titulares de los puestos y controlaban el acceso a las candidaturas; los políticos podían tener varios cargos (por ejemplo, presidente municipal y diputado), para combinar y monopolizar las bases del poder local y nacional; durante la Quinta República, las credenciales técnicas (incluida la capacitación en la École Nationale d’Administration) profesionalizaban aún más el trabajo de representante. El hecho de que la representación nacional estuviera en manos de un cuerpo tecnócrata, burocrático, ejercía demasiada presión sobre el concepto de representación cuando menos en dos formas. Para quienes creían que el individuo era la unidad básica de la ciudadanía, la identidad de los políticos era exageradamente corporativista y eso interfería con su capacidad para representar

de manera abstracta. Según los revolucionarios originales, estaban descalificados como representantes porque ya no expresaban la voluntad general. Para los que pensaban que la diversidad social debía reflejarse más directamente en la política, estos hombres estaban tan preocupados con el negocio de las influencias y la reelección que habían perdido contacto con las necesidades de quienes los habían elegido. Si los votos eran mandatos delegados (soberanía asignada condicionalmente a los representantes), los políticos profesionales estaban traicionando la confianza de los votantes al sustituir con sus intereses corporativos egoístas una visión más universal. Hacia los años ochenta, la disparidad percibida entre los funcionarios elegidos y la representación nacional llegó a ser vista por los políticos, los periodistas y algunos académicos como un aspecto de una crisis. La crisis estaba compuesta por el surgimiento de movimientos sociales que insistían en el reconocimiento de la diferencia de sus seguidores. Mientras que la clase se había considerado la gran línea divisoria del siglo más o menos desde 1848 hasta la década de 1970, las diferencias de otro tipo, como género, raza, religión, etnicidad, empezaron a reclamar atención y hacia los años ochenta constituían el núcleo de los debates sobre la representación. En muchos sentidos, estos debates repetían las preocupaciones expresadas sobre la representación de la clase trabajadora a finales del siglo XIX, si bien muchos comentaristas no aceptaban ese hecho.[30] Por el contrario, trataban los problemas planteados por ex súbditos coloniales y por las mujeres como intentos totalmente nuevos de reconfigurar la nación no en términos de su unidad, sino de su diversidad. A diferencia de Estados Unidos, donde la acción afirmativa era la política ofrecida para acabar con años de discriminación basada en el género y la raza, Francia se resistía al “diferencialismo” en nombre del individualismo abstracto del universalismo republicano. Con la abstracción se podrían superar todas las diferencias, se argumentó; ésa fue la lección característica de la historia política de los franceses. Aunque no era cierto (como había demostrado el reconocimiento de la clase), el mito de un legado revolucionario se fortaleció conforme se incrementaba la presión para representar las diferencias. En la década de 1970 se aprobó una ley antidiscriminación que castigaba la expresión del racismo (propos racistes), pero no siguieron medidas positivas para remediarlo. Se consideró que singularizar a ciertos grupos para darles un trato especial no sólo sería contraproducente porque exacerbaría las divisiones y las convertiría en características permanentes del paisaje político y social, sino antirrepublicano, pues se socavaría el universalismo (el individuo abstracto, la abstracción de una nación unificada) pregonado como la característica definitoria del sistema político francés.[31] La negativa a otorgar reconocimiento oficial a las minorías se extendió a los perfiles estadísticos publicados, por ejemplo, en la información del censo.[32] En otras estadísticas gubernamentales no se tomaba en cuenta el género, a modo de mantener la ilusión de unidad nacional, tratando a todos sólo como individuos, pero ¿podían las diferencias específicas de raza y género (cuerpos marcados, identidades de grupo adscritas, intereses compartidos producto de la discriminación) ser integradas a las abstracciones universales de individuo y nación? ¿Era esto más deseable que representar la nación con toda su diversidad? Y de cara a los escándalos financieros de finales de los años ochenta que desacreditaron a políticos profesionales, casi todos hombres y blancos, en su calidad de representantes, ¿quiénes serían la personificación adecuada de la unidad nacional? Si la corrupción había remplazado a la

integridad y la avaricia a la razón, ¿era factible recurrir a la noción de autonomía individual para pensar en la conducta de los representantes? Insistiendo en el universalismo como única solución para la crisis política, políticos e intelectuales exacerbaron las tensiones entre lo social y lo político. Esto, a su vez, expuso los límites del universalismo cuando se trató de incorporar a esos “otros”, definidos inherente o irremediablemente como divisores ajenos al cuerpo unificado de la nación. En particular los dos grupos que llegaron a ser el centro de atención en las décadas de 1980 y 1990 y cuyas diferencias se consideraron como irreducibles, no susceptibles de asimilación ni de abstracción: los “inmigrantes” de origen no europeo, en especial norafricano (con lealtades comunitarias y religiosas que chocaban con la cultura dominante) y las mujeres (símbolo de división interna y antagonismo irreparable). ¿Podrían alguna vez aquéllos identificados como pertenecientes a comunidades culturales “ajenas” hablar en nombre de la voluntad general? ¿Ser mujer (personificada, sexuada) era la antítesis de ser un individuo abstracto? Si este tipo de diferencias no podía integrarse, ¿esta falla era indicio del agotamiento del modo abstracto de representación? ¿Era la diferencia irreducible el talón de Aquiles del universalismo francés, exponiendo su dependencia de ciertas formas de exclusión para definir su existencia? Implícita en las diversas respuestas a estas interrogantes estaba una evaluación de la utilidad continua del sistema de individualismo abstracto, designado como una alternativa al corporativismo del Antiguo Régimen, en las circunstancias tan diferentes (poscoloniales, multiétnicas, posmodernas) de finales del siglo XX. ¿Esta noción de universalismo tenía suficiente capacidad como para albergar las realidades políticas de la Francia posmoderna? Estas preguntas surgieron en una serie de encuentros cada vez más intensos en los cuales se planteaba, primero, el asunto de la ciudadanía para los “inmigrantes” norafricanos y después, la cuestión de la paridad para las mujeres dedicadas a la política.

CONDICIONES PARA LA CIUDADANÍA DE LOS “INMIGRANTES” NORAFRICANOS Si bien llevaba varios años cocinándose, el asunto de los “inmigrantes” hirvió en la década de 1980. El término “inmigrantes” era un apelativo poco apropiado, pues el centro del debate eran personas de origen norafricano, de antiguas colonias francesas. Por otra parte, muchos de los considerados como “extranjeros”, de hecho habían nacido en Francia. Era su supuesta lealtad a las prácticas culturales y religiosas de la comunidad foránea, relacionadas con el islam, lo que daba el carácter de problemática a su ciudadanía. Desde los primeros días del asentamiento colonial, los administradores franceses habían distinguido entre argelinos asimilables y los musulmanes, no asimilables. “Si tenemos un deber en Argelia, es combatir el islam, nuestro eterno enemigo, en todas sus manifestaciones”, escribió el vizconde Caix de Saint Aymour.[33] La “misión civilizadora” de Francia consistía en llevar los valores seculares al norte de África recuperando el territorio que había sido europeo y se había perdido a manos de los países islámicos siglos atrás. La perspectiva que definía al colonialismo francés continuó en la etapa poscolonial, pero con mucha menos precisión que en el pasado. Después de la independencia, tanto en la prensa popular como entre los políticos, era poca la distinción

que se hacía entre norafricanos seculares y “árabes”, y todos, religiosos o no, se consideraban como seguidores del islam. Para muchos franceses, el islam sigue siendo si no un “enemigo eterno”, cuando menos la antítesis de los valores republicanos franceses. La forma tan diferente en que trata el islam la diferencia sexual (códigos de modestia en público para mujeres y hombres, confinamiento de las relaciones sexuales a la esfera privada) también lo hace ajeno a la sensibilidad de los franceses, que aceptan y hasta disfrutan las manifestaciones públicas de la sexualidad.[34] Por tanto, aquéllos considerados como seguidores del islam son, por definición, irreduciblemente diferentes, ajenos a la nación, inelegibles para la ciudadanía. El término “inmigrante” no sólo designa a todos los norafricanos como seguidores del islam, sino que los define como eternamente “extranjeros”.[35] En la década de 1980, la intensidad y el divisionismo de los debates acerca de cómo tratar a estos inmigrantes enfrentó a miembros de la misma familia o del mismo partido político con una hostilidad poco característica; algunos comentaristas compararon esta situación con el caso Dreyfus (capitán del ejército francés de origen judío falsamente acusado de traición), que había polarizado a Francia en los primeros años del siglo.[36] La resolución de los debates — en la forma de un conjunto de políticas gubernamentales que reiteraban los principios de universalismo republicano (opuesto al racismo nacionalista de la extrema derecha y el multiculturalismo de la izquierda)— puso las condiciones para el trato de los inmigrantes y el contexto para plantear los argumentos de la paridad. Aun cuando Francia tenía una larga tradición de incorporación de extranjeros —el historiador Gérard Noiriel señaló que en los siglos XIX y XX fue un verdadero “crisol”[37] en que se asimilaron los nacidos en el exterior y se tornaron culturalmente indistinguibles de los franceses nativos—, en los años ochenta los norafricanos y entre ellos los seguidores del islam, fueron el foco de la controversia. “En Francia”, escribe Riva Kastoryano, “todas las referencias a la identidad o a algún tipo de comunidad remiten al islam”.[38] A diferencia de migrantes anteriores, los norafricanos eran personas de las colonias a quienes los franceses se dedicaron a “civilizar” y que no parecían asimilables; la religión en particular impedía la incorporación cultural que había hecho invisible la larga historia de emigración europea que Noiriel relata. ¿La presencia de una comunidad (supuestamente) minoritaria coherente amenazaba la unidad de Francia? ¿Sus compromisos culturales y religiosos colectivos, su identidad como comunidad, impedían que actuaran como individuos? ¿Cómo podría lograrse la integración de estos extranjeros en particular? En la década de 1980, estas amplias cuestiones filosóficas tendían a dominar la conversación y remplazaban los esfuerzos previos, más pragmáticos, de analizar las necesidades prácticas de los trabajadores extranjeros. La presencia perturbadora de poblaciones extranjeras en Francia, en particular las de origen norafricano, fue un fenómeno poscolonial. Según las condiciones de los Acuerdos de Evian, con los cuales concluyó la guerra de Argelia en 1962, los argelinos obtuvieron derechos de acceso especiales y los niños nacidos en Francia eran automáticamente ciudadanos franceses. (Esto se debió a que, al contrario de la mayoría de las colonias francesas, Argelia se había definido como “departamento”, unidad integrante de la nación). En 1970, los argelinos constituían el grupo de inmigrantes más grande en Francia; la mayoría eran hombres que trabajaban para sostener a sus familias que residían en su país natal o hasta que ahorraban lo suficiente para volver. En esa década se impusieron restricciones sobre la

inmigración y se admitía a pocos trabajadores inmigrantes, pero la cifra total se incrementó porque los miembros de la familia se unían a los migrantes originales como resultado de los acuerdos de la Unión Europea que hacían valer los derechos de los trabajadores a tener una familia. No hay duda de que en la década de 1980 argelinos y otros norafricanos (tunecinos y marroquíes) constituían una creciente población asentada en la Francia metropolitana. En conjunto, estos grupos representaban 39% de los inmigrantes. La cifra era tal, que los comentaristas que identificaban a todos los árabes con el islam, presumían que en Francia éste ya era la segunda religión más importante. Las familias estaban concentradas en guetos suburbanos de las principales ciudades, donde la pobreza y la forma de vestir, el idioma y las prácticas religiosas y culturales, las hacían claramente distinguibles y fáciles de señalar como fuente de inestabilidad económica y delincuencia. En un principio, el gobierno francés fomentó las diferencias culturales de los norafricanos, pues consideraba a esos extranjeros como una fuente de mano de obra de bajo costo y, muy importante, temporal. Siguiendo una política de insertion en los años setenta, se ofreció una serie de servicios de bienestar social, así como cursos de idiomas árabe y turco, a menudo en las escuelas públicas. So pretexto de tolerancia, estas medidas tendían a que los trabajadores conservaran sus vínculos con su país de origen, el cual solía proporcionar y pagar a los maestros y líderes religiosos, con la esperanza de que regresaran más adelante.[39] Como esperaba la eventual repatriación de estos trabajadores, el gobierno francés respetaba las leyes del país nativo aplicables al estado civil, en especial, el derecho familiar. De hecho, en las crisis económicas de 1977 y 1978, en un esfuerzo por aliviar el desempleo, el gobierno conservador de Valéry Giscard d’Estaing le pagó a miles de trabajadores norafricanos para que volvieran a casa.[40] En 1981, la elección del socialista François Mitterrand como presidente implicó algunos cambios en el trato de estos extranjeros residentes en Francia. Mitterrand declaró su solidaridad con la lucha de las naciones poscoloniales del Tercer Mundo y trató de regularizar el estatuto de los extranjeros que estaban en Francia con medidas como distinguir entre legales e ilegales. Se impusieron límites para los que llegaban, pero cesaron las repatriaciones; incluso se hizo una propuesta, que prácticamente no duró, para que pudieran votar en las elecciones municipales aunque no fueran ciudadanos, una forma de reconocer los derechos de los no ciudadanos, acorde con las recomendaciones de la Unión Europea y para instruirlos en la práctica de la democracia. (La propuesta se retiró debido a la oposición generalizada a la misma.) El gobierno de Mitterrand siguió apoyando los cursos de idioma árabe en las escuelas públicas, ahora en nombre del “derecho a ser diferente”, política de amplio espectro introducida en 1982 por Jack Lang, ministro de Cultura. La aprobación de Lang del derecho a ser diferente se aplicó en un principio a diversas minorías culturales presentes en el país (vascos, bretones, catalanes, corsos, occitanos, gitanos), como parte del objetivo de Mitterrand de preservar el legado lingüístico y otros legados de las regiones de Francia, a modo de combatir los efectos de homogeneización derivados del desarrollo urbano e industrial, aunque sus partidarios advertían acerca del riesgo del “micronacionalismo”[41] e insistían en que la identidad de las culturas minoritarias siempre debía supeditarse a la identidad nacional, pues el derecho a ser diferente podría verse como una amenaza a la unidad nacional, sobre todo al hacerlo extensivo a los musulmanes norafricanos.

El gobierno de Mitterrand no persistió en el reconocimiento de las minorías, el cual fue muy cuestionado en las elecciones municipales de 1983 por Jean-Marie Le Pen, populista de extrema derecha cuya postura en contra de los inmigrantes atrajo a un número considerable de seguidores, con lo cual se inició una nueva era en la política francesa. Cuando la derecha, aliada con el partido de Le Pen, se apoderó del pueblo de Dreux y obligó a la alcaldesa socialista Françoise Gaspard a renunciar a su puesto, muchos temieron por el futuro de la República. Le Pen y su Frente Nacionalista declararon que los inmigrantes ocupaban los puestos de los trabajadores nativos franceses, que el costo de sus prestaciones de seguridad social minaba los presupuestos nacionales y locales, que estaban acabando con la integridad de las ciudades. Describía a los inmigrantes como una nueva invasión comparable con la de la ocupación alemana. Estas personas “se reproducen como conejos”, decía. Sus seguidores advertían que alterarían el “equilibrio biológico”.[42] La solución: “Francia para los franceses”; expulsar a los extranjeros. En algunas ciudades, la derecha tradicional hizo alianzas con el Frente Nacional en un esfuerzo exitoso por derrotar a la izquierda, aun cuando repudiaba las ideas racistas extremas que Le Pen defendía.[43] La capacidad de este último para movilizar a los votantes en ciudades con poblaciones grandes de inmigrantes, para quitarle votos al Partido Comunista (el cual, en un intento por conservar a los posibles electores, también asumió una posición antiinmigrantes en ese periodo), y para hacerse escuchar por un público amplio, hizo del asunto de la inmigración la noticia política del momento. Pero la reafirmación del valor del universalismo de poco sirvió para contrarrestar el llamamiento de Le Pen. En Francia, la discusión sobre lo que en Estados Unidos se llamó multiculturalismo tuvo un aspecto muy diferente, dadas las diferencias en la historia política. Ahí, desde finales del siglo XIX, los que se oponían a la democracia, sus críticos más acerbos y sus más vigorosos antagonistas, insistían en que se aceptaran las diferencias raciales para proteger la pureza nacional. Negar la diversidad, afirmaban, era empeñarse en un universalismo engañoso, comprometido con una ilusión de igualdad y sus consecuencias: mezcla racial, debilitamiento de la cepa nativa, feminización de la nación. A partir del siglo XIX, el racismo de la derecha atacó al universalismo de la izquierda. En nombre del universalismo (paradójicamente, un universalismo peculiarmente francés), la izquierda hizo de la República un refugio para las víctimas de la discriminación provenientes de otros lugares,[44] pero este universalismo acogedor supuso la asimilación a las normas culturales francesas.[45] Ernest Renan había escrito en 1882 que un gran grupo de hombres, de mente clara y corazón cálido, crea una conciencia moral a la cual llamamos nación. Como esta conciencia moral demuestra su fuerza mediante sacrificios que exigen la abdicación del individuo por el bien de la comunidad, es legítima y merece existir.[46]

Con “comunidad”, Renan se refería a una cultura singular, compartida, con un pasado y un futuro comunes. Para Renan sólo había una comunidad, Francia. Si bien las circunstancias de los años ochenta hicieron menos defendible la firme oposición al racismo y el universalismo, o quizá por ello mismo, estas posturas seguían organizando gran parte del debate. Así, Louis Pauwels, editor de Le Figaro Magazine de extrema derecha, escribió que ser universalista

es aceptar y desear que sigan existiendo diferentes identidades étnicas y por tanto, culturas y sociedades específicas; es admitir, pagar tributo y proteger la diversidad humana. Ser racista es negar o rechazar dicha diversidad; es emprender la restauración de la singularidad de la humanidad.[47]

Habiendo revertido las asociaciones usuales, donde el racismo es equivalente al universalismo de la izquierda y la diversidad al verdadero universalismo, fue aún más allá y advirtió las consecuencias de permitir que los hijos de los inmigrantes se convirtieran en franceses: “cuando sabemos que eso podría resultar en el mayor trastorno biológico que haya experimentado nuestro país desde las invasiones francas, tenemos derecho a hacer preguntas al respecto”. Le Pen planteó un argumento singular sobre la necesidad de reconocer las diferencias raciales: Creo que el hombre blanco europeo se caracteriza por una alquimia de matices. […] Somos de la misma raza y del mismo espíritu. […] También respetamos al extranjero como parte de esa universalidad de la humanidad que hace de cada hombre, grupo y nación, un ser distinto.[48]

“Ser distinto” significaba no ser susceptible de asimilación ni abstracción. En la década de 1980, la mayoría de los republicanos repudiaban los argumentos de Pauwles y de Le Pen, pero ya no en nombre de la noción de asimilación cultural de Renan, más bien proponían la idea de intégration, que buscaba nuevas modalidades de equilibrio entre la diferencia cultural y la unidad nacional. La intégration se definía de diversas maneras. Una perspectiva minoritaria, la de Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber, futuras lideresas de la paridad, asumía una postura parecida a la perspectiva del multiculturalismo estadunidense, es decir, que las diferencias sociales deben ser aceptadas, no obliteradas. Los inmigrantes habían llegado para quedarse, decían; muchos de los llamados inmigrantes habían vivido en Francia por más de 10 años; los hijos de estas personas no eran de ninguna manera inmigrantes (no habían vivido nunca en otro lugar). Habían creado culturas híbridas por la mezcla de la influencia francesa y la norafricana; era necesario reconocer a estas culturas como lo que eran, parte de la realidad cotidiana francesa, no antagonistas sino componentes de la nación. Debían tener voz en la vida política. “Sí, estos jóvenes son distintos, afirman su existencia reafirmando su identidad. Es su forma de hacernos entender que su integración es menos un problema para ellos que una obligación para nosotros. […] Quieren ser reconocidos, más que asimilados.”[49] Gaspard y Servan-Schreiber definieron intégration como la aceptación social y política de la diferencia; no se trataba de que estos inmigrantes se convirtieran en franceses, ya lo eran. La abstracción de una nación unificada, “una e indivisible”, no correspondía a la realidad de su diversidad, tampoco a los problemas concretos planteados por esta población. No obstante, no fue ésta la perspectiva de la intégration que llegó a ser la respuesta oficial a Le Pen. Más bien, durante los años ochenta, políticos y filósofos llegaron a un compromiso basado, dijeron, en los principios perdurables del republicanismo, que otorgaba a la diferencia cultural el derecho a existir como un conjunto de compromisos privados (ya no se exigía la conformidad cultural como requisito para la ciudadanía), pero requería que los ciudadanos se consideraran sólo como individuos para fines de representación política. No sorprende que la intégration presupusiera un individualismo abstracto.[50] Esta teoría de la intégration se articuló entre finales de la década de los ochenta y

principios de los noventa. Se implantó en las enmiendas del Código de Nacionalidad de 1986 y de nuevo en 1993, conjuntamente con leyes que hacían más estricto el control de los extranjeros (conocidas como leyes Pasqua, por el ministro del Interior del gobierno conservador entonces en el poder). De los muchos acontecimientos que consolidaron el apoyo para la versión oficial de la intégration (revisión de las leyes sobre nacionalidad, militancia continua de Le Pen y sus seguidores, acaloradas discusiones sobre seguir tolerando o no, la excisión femenina o la poligamia y, de hecho, cualquier ley familiar no francesa), probablemente el más dramático fue l’affaire du foulard, que surgió en 1989 como un tipo de perversión de las celebraciones del bicentenario de la Revolución francesa (y que continúa, aún más dramáticamente, hasta la fecha).[51] El caso empezó cuando tres niñas musulmanas, que insistían en cubrirse la cabeza con pañoletas, fueron expulsadas de la escuela pública a la que asistían porque, afirmaba el director, su pañoleta era una expresión pública de su religión y por tanto, transgredía la separación de la Iglesia y el Estado. “La escuela es francesa”, proclamó, “está en el pueblo de Creil y es laica. No nos vamos a dejar asediar por problemas religiosos”. (Que a Ernest Chénière, el director, le preocupaba sobre todo el islam, quedó claro cuando más adelante se postuló para un escaño en la Asamblea Nacional y prometió acabar con “el insidioso yihad”).[52] Siguió una candente controversia. La extrema derecha sostenía que el caso demostraba la imposibilidad de integrar a estos extranjeros, incluso de que alguna vez llegaran a ser franceses. Oponiéndose a la extrema derecha, líderes religiosos, católicos, judíos, protestantes, defendieron que la tolerancia de los signos de pertenencia religiosa era parte de la misión de las escuelas laicas. Algunos republicanos insistieron en que la laicidad de las escuelas públicas excluía toda insignia religiosa. Las identidades comunales particulares eran un asunto privado, decían, que en última instancia no tienen que ver con el comportamiento en público, no tienen visibilidad pública. Sólo de esta manera se garantizaría la igualdad de los individuos ante la ley. “La figura de la democracia francesa se llama República, no es un mosaico de guetos donde la libertad para todos encubre a la ley del más fuerte.”[53] Régis Debray, ex radical que había estado con el Che Guevara en los años sesenta, así lo expresó: “lo universal es abstracto y lo local concreto, y esto confiere a cada uno su magnitud y sus limitaciones. Como la razón es su referencia suprema, el Estado republicano es, por naturaleza, unitario y centralizado”.[54] Al adoptar una postura más moderada, el historiador Jacques Le Goff se preocupaba por muchas cosas: si permitir la pañoleta para la cabeza contribuía a la subordinación de las mujeres; si expulsar a las niñas frustraba, en última instancia, la misión de la escuela pública de transmitir los valores franceses (los valores del universalismo laico) a los estudiantes “extranjeros”, en especial a los musulmanes; si acceder a (lo que él llamaba) “pluralismo blando” socavaría la unidad nacional. Algunas diferencias, pensaba, eran irreducibles y, por lo tanto, imposibles de descartar en el sistema republicano francés. “Debemos distinguir entre diferencias respetables e inadmisibles, en particular las que ponen en riesgo la necesaria cohesión de una sociedad y una nación. […] Pluralismo no quiere decir fragmentación y caos.”[55] En el debate sobre la pañoleta para la cabeza (en 1989, igual que más tarde, en 1994 y 2003), las mujeres se convirtieron en sinécdoque de islam, de esas “diferencias inadmisibles” que llevaban a Le Goff a preocuparse porque “ponen en riesgo la necesaria cohesión de […] una nación”. De esta forma, la antigua perspectiva de la diferencia sexual como línea divisoria se desplazó a los musulmanes y, al mismo tiempo, se

reforzó en relación con todas las mujeres. La diferencia sexual se utilizó para expresar ansiedad sobre las costumbres musulmanas y para sustentar una visión particular de la identidad nacional en la cual la diferencia de sexo era antagónica al universalismo. El affaire quedó resuelto temporalmente cuando el ministro de Educación, Lionel Jospin, pidió la opinión del Conseil d’État (o Consejo de Estado). El Conseil (tribunal administrativo de mayor nivel en Francia, cuya función es ocuparse de la legalidad de las medidas tomadas por los organismos públicos) encontró que cubrirse la cabeza con una mascada no implicaba transgredir la separación de la Iglesia y el Estado, pues la ley aplicaba a los edificios y el currículum, no así a los estudiantes, a menos que se dedicaran a actividades que alteraran la paz. De acuerdo con esto, los directores de las escuelas tenían la opción de prohibirla sólo si pensaban que se alteraba el orden en las aulas o los estudiantes hacían proselitismo. Este fallo no influyó en nada para sofocar la explosiva preocupación por el lugar de los inmigrantes en la sociedad francesa. Aún no ha disminuido. En 1990, Michel Rocard, primer ministro socialista, exigió que se revocara la aprobación de Mitterrand al derecho a la diferencia; la política gubernamental sólo debe apoyar “un derecho a la indiferencia”, declaró.[56] En 1993, cuando los conservadores volvieron al poder, entró en vigor esta noción de intégration. Según la versión revisada del Código de Nacionalidad de 1986 (en vigor hasta que volvió a ser revisada en 1998), la ciudadanía ya no se daba por sentada para los niños de padres extranjeros nacidos en Francia, por el contrario, al llegar a la edad adulta, cada niño tenía que solicitar su ciudadanía, como signo de su deseo como individuo de suscribir el “contrato social”. El concepto era que uno debe optar por ignorar lealtades comunales particulares para establecer la identidad política. Además, para los hijos de argelinos nacidos antes de la independencia (cuando Argelia todavía era francesa), se alargó el periodo de residencia necesario para optar por la ciudadanía; también se necesitaba una prueba de enracinement (arraigo). Adrien Favell describe las implicaciones del cambio de la siguiente manera: El acento simbólico en la volonté de los inmigrantes de abrazar la nacionalidad francesa […] es el primer paso hacia el establecimiento de una nueva concepción individualista del contrat social en Francia, contrato social que garantiza el orden político y social de Francia como entidad política. Al expresar su pertenencia voluntaria a la nación, los nuevos miembros se comprometen en una nueva relación moral con su nación de adopción, la cual pone el acento en sus derechos y responsabilidades individuales.[57]

Ser ciudadano, se argumentaba en un informe del Haut Conseil à l’Intégration de 1993, significa gozar de total libertad de asociación comunal privada, pero rechazar “la lógica de que existen minorías étnicas o culturales diferentes y, por el contrario, buscar una lógica basada en la igualdad de las personas como individuos”.[58] Francia podría tener diversidad cultural, garantizada por la libertad de asociación, pero políticamente era homogénea; los individuos eran iguales ante la ley, con derechos conferidos y protegidos por las leyes del Estado. Favell argumenta que el requisito de que los hijos de inmigrantes nacidos en Francia declararan su deseo de ser ciudadanos constituía su autonomía y su medio moral como individuos, e implicaba que la única identidad colectiva concebible en el ámbito de lo político era la de ser francés.[59] La intégration no sostenía la vieja norma de asimilación cultural, pero sí exigía una identificación nacional singular, pues para efectos de participación política sólo había individuos, y éstos eran la personificación no sólo de la ley, sino de la nación.[60] La identidad nacional era la antítesis de toda representación de la diferencia.

Harlem Désir, uno de los fundadores de la organización SOS Racisme en contra de la discriminación (que había protestado por la expulsión de las niñas que iban con pañoleta a la escuela), él mismo de dos razas (hijo de francés de Antigua y metropolitana), argumentó con elocuencia en favor del pluralismo, pero insistió también en la prioridad de una identidad política nacional única. La intégration, dijo, necesariamente reafirmaba una concepción de nación fundada “no en la identidad, sino en la ciudadanía, no en la sangre, la raza o la religión, sino en principios, en el contrato social, en los valores universales”.[61] El reconocimiento de las diferencias, sostenía, no debe interferir con la vida de la colectividad, es decir, la vida política.[62] Con ese fin, hizo un llamado a que los inmigrantes fueran tratados como individuos, de la misma manera que todos los demás, que no se les asignara un lugar distinto por su diferencia. Para Désir, el punto era “no negar la diversidad, sino rehusarse a restringir al individuo a las supuestas determinaciones de sus orígenes”.[63] Éste fue, en efecto, un argumento en pro de la asimilación última, si no en todos los aspectos de la cultura burguesa francesa, sí en los valores políticos, laicos, republicanos, supuestamente universales. Lo que muchos veían como poderes amenazadores del islam (representados por los fundamentalistas que trataban de minar al gobierno argelino o lanzaban fatwas contra Salman Rushdie y, con menos violencia, mediante formas diferentes de entender el género y la sexualidad) irían menguando lentamente a través de la escolarización republicana en Francia y por el eventual triunfo, individuo por individuo, de la identidad nacional francesa sobre la identidad comunal. Según lo expresa Favell, el nuevo sitio de la integración cultural ahora era la esfera política. [64]

El nuevo esquema de intégration, con hincapié en los derechos individuales y los valores universales, poco hizo por resolver el problema de los “inmigrantes” en la sociedad francesa. De hecho, alejó la atención de las realidades sociales y económicas enfrentadas por los norafricanos que vivían en Francia y perpetuaban la discriminación con base en valoraciones negativas de sus costumbres culturales diferentes y su amenaza para el estilo de vida “francés”. Si bien se toleraban supuestamente como compromisos privados, se consideraban desacuerdos respecto a los principios universales que definen lo que significa ser “francés”. Entonces, aun cuando formalmente adquirían la ciudadanía, los musulmanes (y los muchos norafricanos laicos, no musulmanes, a quienes se colgaba de todas maneras el atributo de “islámicos”) seguían siendo extranjeros en virtud de su etnicidad, “inmigrantes” cuyos intereses se percibían como tangenciales, irrelevantes o peligrosos para el interés colectivo de “Francia”. De más está decir que esas personas difícilmente serían candidatas a representar a la nación. Aunque totalmente franceses para la ley, esos “inmigrantes” seguían relacionados con una diferencia imposible de abstraer. La reafirmación del universalismo republicano en el contexto de las cuestiones de la inmigración en los años ochenta y el principio de los noventa se articulaba en términos mitológicos (convenientemente se olvidaba la historia de la adaptación de la representación de la clase trabajadora). Al reafirmar los principios perdurables de la Revolución, el universalismo se presentaba como única solución posible para los problemas planteados por la creciente diversidad cultural de la población francesa. La unidad nacional tenía que mantenerse de cara a esta diversidad mediante los principios incluyentes, no diferenciadores, del universalismo. No debía haber representatividad, sólo representación. Y si había

universalismo (igualdad de los individuos ante la ley), ¿cómo podría haber discriminación? Pero si había discriminación basada en adscripciones de la identidad de grupo, ¿cómo podría rectificarse dentro de las condiciones exigidas por el recientemente acuñado mito del republicanismo francés “tradicional”? ¿Había alguna manera de cambiar la noción de individuo, de ampliar su capacidad de abstracción para incluir diferencias alguna vez consideradas irreducibles? Éste era el reto lanzado por las feministas que fundaron el movimiento de la paridad.

MALAISE DANS LA REPRÉSENTATION Los continuos y amargos debates sobre los inmigrantes hicieron crisis durante la elección presidencial de 1988.[65] Si bien Mitterrand fue reelecto para otro periodo, Jean-Marie Le Pen, candidato del Frente Nacional, obtuvo cerca de 4.5 millones de votos (14% del total) en esta primera vuelta. En vísperas del bicentenario de la Revolución francesa, algunos intelectuales y periodistas se preguntaban si el futuro de la República estaba en riesgo; la insatisfacción era grande y la política común no parecía enfrentarla. Otros indicadores alimentaban su ansiedad: creciente abstencionismo, declinación del tipo de activismo de partidos y sindicatos que en general movilizaba a los votantes, pugnas internas en los partidos y una serie de escándalos financieros que “degradaban la imagen del mundo político”.[66] En 1989 las cosas empeoraron, cuando el parlamento ofreció amnistía a todos los políticos que habían estado implicados en los escándalos. Se ofrecieron varios diagnósticos de las causas del problema, pero todos apuntaban a aspectos estructurales internos y sugerían el debilitamiento de la democracia y del Estadonación: la “presidencialización”, iniciada por De Gaulle y continuada por Mitterrand, había minado la democracia parlamentaria al transferir poder y atención al jefe de Estado; la legislatura fue debilitada aún más por el aparato administrativo gaullista, incluido el uso del Consejo Constitucional para revertir leyes aprobadas por el parlamento; ahora el verdadero poder estaba en manos del gobierno, cuyos miembros no necesariamente eran funcionarios electos; los medios prestaban poca atención a los debates de la asamblea y se enfocaban en la opinión de “líderes” ajenos a la arena parlamentaria.[67] Los editoriales de los diarios y las encuestas de opinión pública parecían ser mejores indicadores de la “voluntad general” que lo que ocurría en el foro legislativo. Como resultado, todos los niveles de las asambleas elegidas habían perdido prestigio y poder. Para colmo de males, las instituciones encargadas de definir el republicanismo francés no estaban funcionando debidamente. El mundo de los políticos elegidos estaba fuera del alcance de los votantes; la brecha entre políticos y “sociedad civil” era enorme. El apelativo de “sociedad civil” había sustituido al de “lo social” del discurso de los siglos XIX y XX; se refería a las relaciones de los ciudadanos en la vida cotidiana, y significaba el mundo de los vínculos y las interacciones concretas frente a lo político, donde reinaba la abstracción y se despojaba a los individuos de su identidad social para que pudieran representar a la nación. La idea de que los políticos deben estar más en contacto con la sociedad civil no

necesariamente negaba el valor del individuo abstracto, pero sí sugería que debía haber más responsabilidad, se debía estar más atento a las necesidades de la nación. Ejerciendo su propia razón o detentando el mandato del pueblo, los políticos supuestamente eran la personalización de la voluntad general, pero esto parecía haber cambiado. Ya no hablaban por la nación; no eran individuos abstractos, sino ejemplo, en sí mismos, de diferencia y división. La legislatura debilitada era, a la vez, síntoma de la “presidencialización” y causa de su propia desaparición. Por otra parte, las instituciones que habían evolucionado durante la Tercera República para representar a “lo social” y que podían ejercer presión en la legislatura habían declinado. Los partidos políticos ya no podían contar con votantes estables y el número de miembros de los sindicatos se había reducido bruscamente, para ser sustituidos, según algunos comentaristas, por formas de afiliación fracturadas e individualizadas. En vez de que se analizaran las “fuerzas sociales”, se culpaba de los problemas de la nación a las características personales de los políticos. El mundo de la política había quedado tan desacreditado, que no podía desafiar al poder del presidente, aunque lo deseara. La “clase política” era un sistema cerrado que ya no desempeñaba una función de representatividad, preocupada como estaba con el asunto de aferrarse, en ocasiones, a varios puestos (un político podía ser al mismo tiempo, digamos, diputado y alcalde) y de los tecnicismos de la administración. Burócratas y tecnócratas habían tomado el lugar de los viejos guerreros ideólogos y sus valores e intereses diferentes los habían separado de la nación como un todo. Más que representar la integridad de Francia (integridad tanto en el sentido de totalidad como de rectitud), sólo se representaban a ellos mismos y no como individuos, sino como miembros de un grupo de interés. Habían perdido la capacidad de representar de forma abstracta. Como resultado, la ilusión de que un voto era una delegación de la voluntad soberana de la nación se desvaneció por un cinismo cada vez más profundo; se consideraba a los políticos irrelevantes y corruptos, no aptos para reflejar ni constituir la nación. Los crecientes índices de abstencionismo (junto con los votos a favor de Le Pen) pusieron en duda el proceso de la delegación de autoridad del votante al funcionario elegido, que legitimaba la función esencial de los representantes. En esa legitimidad se había apoyado todo el sistema parlamentario y, de hecho, el concepto de soberanía nacional.[68] Los votos a favor de Le Pen se consideraron como signo de un creciente populismo, consecuencia de la insensibilidad de los políticos en cuanto a las poblaciones que batallaban con la inseguridad económica, el desempleo y un futuro incierto. Rosanvallon opinaba que había “una brecha entre la vida real y la preocupación del sistema político”.[69] Michel Rocard, líder del Partido Socialista, concluyó que el aparato del Estado se “había alejado mucho de la sociedad civil”, y el presidente Mitterrand juró que en su segundo periodo, su gobierno estaría más abierto a la “sociedad civil”.[70] Sin embargo, nunca se aclaró exactamente qué se entendía por “sociedad civil”. Algunos, como Rosanvallon, argumentaron que la sociedad en sí se había fragmentado tanto y las identidades individuales eran tan fluidas, que no había intereses de grupo obvios que representaran los políticos. “Son grupos de individuos, ya no clases o profesiones, los que hoy expresan su descontento.”[71] Si había división, ya no adoptaba una forma social ni política reconocible: “Cada vez es más frecuente que las divisiones entre las masas y la élite tengan más credibilidad que las que separan a la

derecha y la izquierda”.[72] Marcel Gauchet agregó una nota con irónica nostalgia: “En retrospectiva, qué divertida la lucha de clases, qué bella la guerra civil”.[73] Las claras divisiones de clases se habían tratado legislativamente según las condiciones de una “voluntad general”, pero tal claridad no era posible en un mundo de voluntades muy individualizadas. De modo que aunque los políticos no fueran corruptos, tenían pocas oportunidades de hablar por una “sociedad civil”, o a ella. Otros, por supuesto, sí veían grupos en la “sociedad civil” y hablaban del problema planteado por la representación política a través de “minorías”, pero rara vez enfrentaban directamente las cuestiones de la discriminación o diferencias culturales a que hacían referencia las feministas o quienes hablaban en favor de los norafricanos en los años ochenta. Por el contrario, el término “sociedad civil” se acercaba a las “minorías” con un significado de heterogeneidad (fraccionamiento, individualización) de la población, pero no se abocaba al asunto de cómo los políticos podrían responder mejor a las necesidades de las minorías, representarlas de mejor manera. Quizá esto se debía en parte a que “la diferencia” no se percibía como equivalente de la categoría de clase que se había perdido, que había logrado legitimización y representación en el sistema político. Por supuesto, provenía también de la ecuación de individuos con representantes políticos, a partir de la insistencia en que el republicanismo francés tenía que ver con la representación, no con la representatividad. Pero estas hipótesis sólo eran implícitas, pues de manera sorprendente, en esos análisis de la crisis faltaba la cuestión de la diferencia y la del acceso a la influencia política de los grupos marcados como diferentes. Bernard Lacroix ha sugerido que esto se debió a que las conversaciones sobre la “crisis” realmente eran internas, propias de la clase política, de modo que imponían nuevos límites de poder entre los políticos de la vieja guardia, por una parte, y los periodistas y científicos sociales recién llegados, por la otra.[74] Desde su punto de vista, las verdaderas interrogantes de la democracia —que las elecciones pudieran alguna vez ofrecer una representación legítima a la diversidad de la población— faltaban en la discusión. [75] Yo agregaría que concentrarse tanto en el distanciamiento de la clase política de la nación como en el debilitamiento del poder del parlamento era, cuando menos en parte, una forma de desplazar las dudas sobre la representación de la diferencia irreducible que el “problema de la inmigración” había generado. Sin duda, la “sociedad civil” era una forma indirecta de reconocerlo, pero también de esquivar el asunto de la representación contra la representatividad. ¿Era la sociedad civil algo parecido a la voluntad general en cuyo nombre legislaban los políticos? ¿O era un área de diversidad rebelde que debe representarse como tal? Concebir a la “sociedad civil” como entidad distraía la atención del concepto más radical de representatividad y dejaba en su lugar al mito de un republicanismo intemporal, pero también provocaba dos preguntas inquietantes: si esta casta cerrada de políticos no era representativa de la nación porque no podía representar de manera abstracta, ¿qué se necesitaba para lograr una representación genuina? ¿Seguía siendo legítimo separar a la sociedad civil de la política? ¿Y la separación era la única forma de reparación? Por vagas que fueran las definiciones de sociedad civil, una vez citada como protagonista, se hacía de voces para hablar en su nombre. Destacaban las de las mujeres, activas de tiempo atrás para exigir un papel más importante en los partidos políticos y un mayor acceso a los puestos de elección.

[Notas]

[1] Hubertine Auclert, “Programme electoral des femmes”, La Citoyenne, agosto de 1885,

citado por Edith Taïeb, ed., Hubertine Auclert: La Citoyenne 1848-1914, Syros, París, 1982, p. 41. [2] Citado en William Guéraiche, Les femmes et la république: Essai sur la répartition du pouvoir de 1943 à 1979, Les Editions de l’Atelier / Editions Ouvrières, París, 1999, p. 43. Véase también las deliberaciones de la asamblea provisional: Débats de l’Assemblé Consultative Provisoire, 3 vols., Imprimerie des Journaux Officiels, París, 1943-1945. [3] En la Asamblea Nacional, la cifra se desplomó de un elevado 6.8% en 1946, a 1.5% en 1958, primera Asamblea de la Quinta República. En 1978 se elevó a 3.7% y después, con la elección de Mitterrand en 1981, fue superior a 5% y llegó a 6% en 1993. Véase Jane Jenson y Mariette Sineau, Mitterrand et les Françaises: Un rendez-vous manqué, Presses de la Fondation Nationale de Sciences Politiques, París, 1995, apéndices 7 y 8, pp. 368370. [4] Paul Friedland, Political Actors: Representative Bodies and Theatricality in the Age of the French Revolution, Cornell University Press, Ithaca, 2002. [5] Citado en Pierre Rosanvallon. Le peuple introuvable: Histoire de la représentation démocratique en France, Gallimard, París, 1998, pp. 48-49. [6] Maximilien Robespierre, “Sur le gouvernement représentatif”, Robespierre: Textes choisis, Editions Sociales, París, 1957, núm. 2, p. 142. [7] Citado por Alain Juppé en “Overture du débat sur la place des femmes dans la vie publique”, Assemblée Nationale, 11 de marzo de 1997. Manuscrito del discurso completo (tomado de documentos personales de Françoise Gaspard), p. 6. [8] Cap. 1, sec. 3, art. 7 de la Constitución de 1791. [9] Keith Michael Baker, “Representation Redefined”, en Inventing the French Revolution: Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century, Cambridge University Press, Cambridge, 1990. [10] Citado en Eric Millard y Laure Ortiz, “Parité et représentations politiques”, en Jacqueline Martin, comp., La Parité–Enjeux et mise en œuvre, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1998, p. 192. [11] Maximilien Robespierre, “Lettres à ses commettants”, núm. 2 (primavera de 1973), en Oeuvres complètes, vol. 5, Société des Études Robespierristes, París, 1962, p. 209. [12] Friedland, Political Actors, p. 12. [13] Etienne Balibar, “Ambiguous Universality”, Differences, 7 (primavera de 1995), p. 58. [14] Jacques Rancière, “Post-Democracy, Politics and Philosophy”, Angelaki, 1, núm. 3 (1994), pp. 171-178. [15] Citado en Pierre Birnbaum, Jewish Destinies: Citizenship, State, and Community in

Modern France, trad. de Arthur Goldhammer, Hill and Wang, Nueva York, 2000, p. 19. [16] Jean-Jacques Rousseau, Émile, ou De l’éducation, en Oeuvres complètes, vol. 4, Gallimard, París, 1969, libro 5, p. 697. [17] Jean-Jacques Rousseau, Lettre à d’Alembert, Garnier-Flammarion, París, 1967, pp. 195196. [18] Citado en Pierre Rosanvallon, Le modèle politique français: La société civile contre le jacobinisme de 1798 à nos jours, Seuil, París, 2004, p. 54. Rosanvallon es historiador y teórico político. En su obra busca adaptar la teoría liberal a las condiciones actuales. [19] Ibid., pp. 52 y 53. [20] Rosanvallon rechaza los análisis feministas de las razones de la exclusión de las mujeres porque está fundamentalmente de acuerdo con los revolucionarios respecto al significado obvio de la diferencia de sexo. Para él, el sexo “lo construye la sociedad” (idea imposible para los hombres de 1798 y para Rosanvallon) o es natural. La idea de que a lo natural se le impute un significado —los cuerpos sexuados no tienen significado obvio— parece no existir en su pensamiento sobre esta cuestión. Ibid., pp. 47-55. [21] Condorcet, “Sur l’admission des femmes au droit de cité” (1790), en Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot Frères, París, 1874, vol. 10, p. 122. [22] Citado en Darlene Gay Levy, Harriet Branson Applewhite y Mary Durham Johnson, Women in Revolutionary Paris, 1789-1795, University of Illinois Press, Urbana, 1979, pp. 220-221. [23] Jules Tixerant, Le féminisme à l’époque de 1848 dans l’ordre politique et dans l’ordre économique, Girad & Brière, París, 1908, p. 86. [24] Es asombroso que Rosanvallon ignore la historia de los movimientos feministas de los siglos XIX y XX (habiendo abundantes pruebas publicadas). Maneja la identidad que la paridad exigía para las mujeres como sujetos políticos con expresiones como “previamente inexistente o, cuando menos, no expresada”. Rosanvallon, Le peuple introuvable, p. 448. [25] Ibid., pp. 118-129. [26] Hubertine Auclert, Le vote des femmes, París, 1908, p. 20. [27] Citado en Rosanvallon, Le peuple introuvable, p. 108. [28] Hubertine Auclert, Le vote des femmes, p. 13. [29] Rosanvallon, Le people introuvable, pp. 266-283. [30] El argumento de Pierre Rosanvallon en Le modèle politique français es que estos conflictos han sido pasados por alto o ignorados en caracterizaciones del pensamiento político francés. Su proyecto es exponerlos sacando a colación los descubrimientos de la historia social en la historia de las ideas para crear un nuevo entendimiento del modelo político francés. Véase también Rosanvallon, Pour une histoire conceptuelle du politique, Seuil, París, 2003. [31] El registro de las minorías no es tan congruente como los republicanos afirman. De hecho, hubo un programa de acción afirmativa para norafricanos en los años cincuenta. Véase Todd Shepard, “Integrating France: Rethinking Equality during the Algerian Revolution”, documento inédito (en posesión del autor), junio de 2004. [32] Es intenso el debate al respecto entre los demógrafos. Véase, por ejemplo, François Héran,

“La fausse querelle des catégories ‘ethniques’ dans la statistique publique”, Débat: Démographie et Catégories Ethniques, 12 (noviembre de 1998). [33] Citado en Hafid Gafati, “Nationalism, Colonialism, and Ethnic Discourse in the Construction of French Identity”, en Tyler Stovall y Georges Van den Abbeele, eds., French Civilization and its Discontents: Nationalism, Colonialism, Race, Lexington Books, 2003, p. 198; véase también Herrick Chapman y Laura Frader, eds. Race in France: Interdisciplinary Perspectives on the Politics of Difference, Berghahn, Nueva York, 2004. [34] Joan W. Scott, “Symptomatic Politics: Banning Islamic Head Scarves in French Public Schools”, French Politics, Culture and Society, 23, núm. 3 (otoño de 2005). [35] Riva Kastoryano, La France, l’Allemagne et leurs immigrés: Négocier l’identité, Armand Colin, París, 1996, pp. 15-40. [36] Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber, La fin des immigrés, Seuil, París, 1984, p. 92; Adrian Favell, Philosophies of Integration. Immigration and the Idea of Citizenship in France and Britain, 2ª ed., Palgrave, Basingstoke, 2001, p. 40. [37] Gérard Noiriel, Le creuset français: Histoire de l’immigration XIXe-XXesiècle, Broché, París, 1988. [38] Kastoryano, La France, l’Allemagne et leurs immigrés: Négocier l’identité, p. 132. [39] Una consecuencia imprevista de esta costumbre de que los Estados de origen enviaran maestros a Francia fue la llegada de tres o cuatro mil estudiosos y activistas islámicos considerados indeseables en Marruecos o Argelia, que enseñaban a estudiantes norafricanos que vivían en Francia usando el Corán como libro de texto del idioma en sus cursos. [40] Patrick Weil, La France et ses étrangers: L’aventure d’une politique de l’immigration 1938-1991, Calmann-Lévy, París, 1991, p. 90. [41] Henri Giordan, Démocratie culturelle et droit à la différence, La Documentation Française, París, 1982, p. 48; véase también William Safran, “The Mitterrand Regime and Its Politicies of Ethnocultural Accommodation”, Comparative Politics, 18 (octubre de 1985), pp. 41-63. [42] Citado en Gaspard y Servan-Schreiber, La fin des immigrés, p. 70. [43] Esto ocurrió en Dreux. Véase Françoise Gaspard, A Small City in France, trad. Arthur Goldhammer, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1995. [44] Schor, “French Feminism is a Universalism”, en Bad Objects, pp. 3-27; Pierre Bourdieu, “Pour un corporatisme de l’universel”, en Les règles de l’art: Genèse et structure du champ littéraire, Seuil, París, 1992 [Pierre Bourdieu, Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario, Anagrama, Barcelona, 1995, 514 pp. (Colección Argumentos)]; y Bordieu, “Deux impérialismes de l’universel”, en Christine Fauré y Tom Bishop, eds., L’Amérique des Français, Bourin, París, 1992. [45] Françoise Gaspard y Farhad Khosrokhavar, Le foulard et la République, La Découverte, París, 1995; Gaspard y Servan-Schreiber, La fin des immigrés; y Gilbert Chaitin, “ ‘France is my Mother’: The Subject of Universal Education in the French Third Republic”, Nineteenth-Century Prose, 32 (primavera de 2005), pp. 129-159. [46] Ernest Renan, “Qu’est-ce qu’une nation?” (1882), en Oeuvres Complètes, Calman-Lévy,

París, 1947, vol. 1, pp. 905-906. Véase también Herman Lebovics, True France: The Wars over Cultural Identity, 1900-1945, Cornell University Press, Ithaca, 1992. [47] Citado en Gaspard y Servan-Schreiber, La fin des immigrés, p. 77. [48] Le Pen, en la primera edición de su periódico Identité en 1991, citado en P. Birnbaum, The Idea of France, trad. de M. B. De Bevoise, Hill and Wang, Nueva York, 2001, pp. 241242. [49] Gaspard y Servan-Schreiber, La fin des immigrés, p. 181. [50] Sobre la cuestión general de inmigración e integración, véase también John Crowley, “Immigration, Racism and Intégration: Recent French Writing on Immigration and Race Relations”, New Community, 19 (octubre de 1992), pp. 165-173; Jean Leca, “Welfare State, Cultural Pluralism, and the Ethics of Nationality”, Political Studies, 39 (1991), pp. 568-574; Martin A. Schain, “Policy-making and Defining Ethnic Minorities: The Case of Immigration in France”, New Community, 20 (octubre de 1993), pp. 59-78. [51] Aquí únicamente puedo citar unas cuantas de las muchas opiniones vertidas sobre este tema en 2003-2004: Charlotte Nordmann, ed., Le foulard islamique en questions, Ámsterdam, París, 2004; número especial del diario Prochoix sobre “le voile”, núm. 25 (verano de 2003); Etienne Balibar, Said Bouamama, Françoise Gaspard, Cathérine Lévy y Pierre Tévanian, “Oui au foulard à l’école laïque”, Libération, 20 de mayo de 2003; Etienne Balibar, “Dissonances dans la laïcité”, Mouvements: Sociétés, Politique, Culture, núms. 33-34 (mayo, junio, julio y agosto de 2004), y “Le voile, la laïcité et la loi”, Le Nouvel Observateur, 20-26 de noviembre de 2003, pp. 54-63. Véase también Scott, “Symptomatic Politics”. [52] Le Monde, 28 de octubre de 1993. [53] Elisabeth Badinter, Régis Debray, Alain Finkielkraut, Elisabeth de Fontenay, Catherine Kintzler, “Profs, ne capitulons pas!”, Le Nouvel Observateur, 2 de noviembre de 1989, pp. 58-59. [54] Régis Debray, “Êtes-vous démocrate ou républicain?”, Le Nouvel Observateur, 30 de noviembre de 1989, p. 51. [55] Jacques Le Goff, “Derrière le foulard, l’histoire”, Le Débat, núm. 58 (enero-febrero de 1990), p. 31. Una sección entera de este diario, pp. 21-76, fue dedicada a la discusión de la pañoleta para la cabeza. [56] Citado en Favell, Philosophies of Integration, p. 155. [57] Ibid., p. 68. [58] Ibid., p. 70. [59] Ibid., pp. 78-82. Véase también Rogers Brubaker, “The Return of Assimilation? Changing Perspectives on Immigration and Its Sequels in France, Germany, and the United States”, Ethnic and Racial Studies, 24 (julio de 2001), pp. 531-548. [60] Favell, Philosohies of Integration, p. 85. Ensalzando la nueva tolerancia religiosa en Francia, Birnbaum relaciona dicha tolerancia con la asimilación política: “Dada la desaprobación con la que Francia ve las múltiples y parciales lealtades políticas, que estos inmigrantes [musulmanes] acepten la plena ciudadanía francesa, con todos los atributos que acarrea una nacionalidad, es la única alternativa coherente con las concepciones francesas tradicionales”. The Idea of France, p. 251. (Aquí Birnbaum

contribuye a la mitificación de conceptos cuya historia es mucho más compleja que lo que permite la idea de “tradicional”.) [61] Harlem Désir, “Pour l’intégration: Conditions et instruments”, en Pierre-André Taguieff, ed., Face au racism, parte 1: Les moyens d’agir, La Découverte, París, 1991, p. 107. [62] Ibid., p. 108. [63] Ibid., p. 109. [64] Favell, Philosophies of Integration, p. 85. [65] El encabezado de esta sección “Malaise dans la représentation”, es el título de un artículo de Pierre Rosanvallon en François Furet et al., La République du centre, Calman-Lévy, París, 1989, pp. 133-182. [66] H. Portelli, “La crise de la représentation politique”, Regards sur l’Actualité, 164 (octubre de 1990), p. 4. [67] Ibid., p. 7. [68] Bernard Lacroix, “La crise de la démocratie représentative en France: Eléments pour une discussion sociologique du problème”, Scalpel, 1 (1994), pp. 6-29. [69] Rosanvallon, “Malaise dans la représentation”, p. 139. [70] Ibid., p. 135. [71] Ibid., p. 151. [72] Ibid., p. 142. [73] Marcel Gauchet, “Pacification démocratique, désertion civique”, Le Débat, mayo-agosto de 1990, p. 92. [74] Lacroix, “La crise de la démocratie représentative en France”. Este argumento parece tener cierto mérito cuando uno considera, por ejemplo, la sugerencia de Rosanvallon de crear un nuevo cuerpo de expertos para deliberar sobre temas de política social que actúe como intermediario entre los políticos y la “sociedad civil”. “El asunto no es la legitimidad social del poder político, sino la relación entre las poblaciones concretas y las políticas”, Rosanvallon, “Malaise”, pp. 181-182. Contiene la justificación de la Fundación SaintSimon, creada en 1982 y encabezada por Rosanvallon hasta que cerró, en 1999. Véase Pierre Rosanvallon, “La Fondation Saint-Simon, une histoire accomplie”, Le Monde, 23 de junio de 1999. [75] Lacroix, “La crise de la démocratie représentative en France”, p. 27.

II. EL RECHAZO DE LAS CUOTAS MIENTRAS periodistas y políticos analizaban la crisis de representación, las feministas aprovecharon el momento para exigir mayor presencia en la vida política; eran mujeres que por años habían provocado agitación en los partidos políticos y la legislatura para poner fin a la discriminación. Su objetivo era tener mayor acceso a la toma de decisiones. Desde cierta perspectiva, sus exigencias no tenían nada que ver con la causa de la crisis, la relación de la sociedad civil con los políticos ni el asunto de la ciudadanía de las personas de origen norafricano. Las mujeres ya eran ciudadanas; el problema era que los norafricanos pudieran serlo. Además, el problema con ellos, naturalizados o no, era su lealtad como comunidad, que parecía salirse del ámbito de lo privado, donde era tolerable, al de lo público, donde no lo era. El problema para las mujeres no era que pudieran ser francesas, sino su sexo, un atributo “natural” del cual no podían despojarse y que desde siempre se consideraba un obstáculo para su participación en política, primero como ciudadanas y después como representantes. Sin embargo, ambos grupos tenían algo en común: sus diferencias parecían resistirse a la abstracción, de tal forma que el espectro de división se extendía al organismo político. Aprovechando que las leyes sobre la nacionalidad habían admitido la posibilidad de abstraer a los extranjeros, sobre todo los argelinos y otros norafricanos, de su diferencia comunal, las feministas intentaron abstraer a las mujeres de su diferencia sexual, pero llegaron a esta estrategia sólo después de unos 20 años de esfuerzos infructuosos para modificar las reglas del juego político.

MUJERES ACTIVISTAS EN LOS PARTIDOS POLÍTICOS Como parte de la agitación feminista general de los años setenta y ochenta, las mujeres activistas ejercieron presión para obtener más posiciones de liderazgo en los partidos y mayor acceso a los puestos de elección. El movimiento feminista organizado tendía a evitar las instituciones de la política formal de los partidos y a condenar la participación en ellos, pero las mujeres que estaban en los partidos políticos, en especial los de izquierda, eran igualmente feministas en sus exigencias de acabar con la discriminación basada en el sexo. Para las activistas de partido era una cuestión de justicia y los objetivos eran numéricos: incrementar la cantidad de mujeres que ocupaban los puestos de elección y las posiciones de liderazgo en el partido. Entre los políticos había cuando menos un compromiso retórico con la idea de que más mujeres llegaran a ocupar un puesto, mientras que las mujeres activistas presionaban para pasar de compromisos de campaña a hechos. Pero el proyecto de incrementar el número de

mujeres representantes tenía aspectos inquietantes: ¿Con qué criterio podía medirse el avance hacia la igualdad? ¿Cuántas mujeres serían aceptadas? ¿Cuál sería la referencia para determinar la cifra? ¿Con las cuotas se lograría incrementar el número de mujeres en algún cargo y se revertiría permanentemente la discriminación? Y ¿la existencia de cuotas introduciría condiciones inaceptables de diferenciación en la representación nacional? ¿Las diferencias sociales concretas corrompían la regla necesariamente abstracta de la representación política? ¿La representatividad estaba sustituyendo a la representación? El “asunto de la mujer” en este periodo ilustra un problema clásico que la discriminación plantea a las democracias liberales: cómo remediar la exclusión basada en la identidad adscrita a grupos sin hacer de esa identidad la base de la inclusión. En cuanto al modo de representación abstracta, la interrogante era si las mujeres alguna vez podrían desprenderse lo suficiente de su asociación con la diferencia sexual como para convertirse en “individuos”. La historia de los esfuerzos para remediar la discriminación contra las mujeres en las décadas de 1970 y 1980 sugiere que la diferencia sexual representaba un obstáculo que la idea tradicional de individualismo abstracto no podía sortear. En un principio, la bandera de la “modernidad” cobijaba la atención a las condiciones de las mujeres, y en especial, los intentos para incrementar su participación en política.[1] François Mitterrand empezó (en 1965) su larga campaña para quitar el liderazgo político a los gaullistas y entregarlo a la izquierda relacionándose él mismo y a su partido con la “modernización” de Francia.[2] De Gaulle ya había hablado de modernización, que él entendía como desarrollo económico e industrial bajo la égida del Estado y su presidente. Desde su perspectiva, la modernización requería, o daría como resultado, el fin de las divisiones políticas; una clase dirigente, en lugar de un consenso nacional. Aunque Mitterrand, al igual que De Gaulle, equiparaba crecimiento económico con modernización, también hacía hincapié en la “democracia”. De haber crecimiento económico, iría acompañado de “igualdad”, de la inclusión de los trabajadores y sus sindicatos en la toma de decisiones políticas, de una mayor influencia partidista en política, de la ampliación de las libertades civiles y del reconocimiento de los derechos individuales, por ejemplo, el derecho de las mujeres a ejercer control sobre su cuerpo, que Mitterrand interpretaba como la necesidad de legalizar la anticoncepción y el aborto. En busca de votos, Mitterrand trató de movilizar a nuevos grupos de votantes para la coalición de partidos de extrema izquierda que estaba formando. Un blanco obvio eran las mujeres porque representaban cerca de 52% de los votantes, y por la discrepancia entre sus mayores logros educativos y profesionales, por una parte, y sus menores salarios y estatus social, por otra. Hacia la década de 1960, las mujeres con más estudios se desempeñaban como maestras, enfermeras, trabajadoras sociales y empleadas de cuello blanco en el sector público y privado. Aunque la ley imponía un trato igual, los salarios de las mujeres eran sistemáticamente más bajos (cerca de 34% en 1968) que los de los hombres.[3] Es más, aun después de la reforma de las leyes sobre el matrimonio, en 1965, la autoridad paterna regía el hogar (el padre era tenedor único de los derechos sobre los hijos y el esposo era el único que tenía derecho a decidir dónde viviría la pareja) y el adulterio femenino era (y lo había sido desde 1804) castigado más severamente que el del hombre. Si bien las prácticas sexuales habían empezado a cambiar, la ley de 1920 que prohibía tanto la anticoncepción como el

aborto seguía vigente. Si la “igualdad” era signo de “modernidad”, la situación de las mujeres era un indicador de atraso. En 1965, Mitterrand hizo público su compromiso de mejorar la condición de las mujeres en una entrevista para La France du 20e Siècle, (publicación de una “célula de mujeres”, el Mouvement Démocratique Féminin):[4] “Aun sin saberlo, las mujeres son el centro de la política moderna”, dijo. “Tienen que aprender que la política influye en su futuro.”[5] Esta declaración supone que las mujeres pueden ser absorbidas por el sistema como individuos, pero también revela de dos maneras la influencia del género en la política. Primero, hay un reconocimiento de la importancia creciente para la política de cuestiones típicamente relacionadas con las mujeres (vida, muerte, sexo, fertilidad, salud, a lo que Marcel Gauchet se refería como “l’ordre vital”).[6] Segundo, es Mitterrand, y no las mujeres, quien ve lo que es necesario hacer. Las mujeres son un grupo; Mitterrand, el “padre tutelar”,[7] un individuo líder. “Aun sin saberlo”, escribe, son el centro de la política moderna, aun cuando publica su artículo en un diario cuyo objetivo es abrir espacio para las mujeres en el centro de la izquierda no comunista. La insistencia de Mitterrand en que las mujeres estaban en “el centro de la política moderna” hizo eco entre los políticos de la derecha, en especial Valéry Giscard d’Estaing, que ganó la presidencia en 1974. En una apretada contienda electoral, donde cada voto contaba y los políticos estaban conscientes de que existía una “brecha de género” antes de que así se le llamara,[8] y donde en lo más álgido del movimiento de liberación femenina de la década de 1970, la presión sobre las mujeres era importante, ya fuera para abstenerse totalmente de participar en política (definida como irremediablemente patriarcal) o para que encontraran su propio partido político, a las mujeres se les cortejaba con promesas de una representación más adecuada, y se les hacían algunas concesiones. En el Partido Comunista, que pudo cosechar más de 20% de los votos en las elecciones de este periodo, la práctica de la “feminización” había empezado después de la segunda guerra mundial, y esta mayor preocupación aparente por permitir que las mujeres desempeñaran funciones de liderazgo y se postularan para puestos de elección sin duda impulsaba a los otros partidos a tomar medidas. Así, mientras Mitterrand llevaba a las mujeres a puestos de liderazgo nacional en su partido y fomentaba la formación de un comité para detectar y resolver los problemas de las mujeres, Giscard (y su primer ministro, Jacques Chirac) crearon el primer puesto de gabinete para las mujeres, secretaria de Estado para Asuntos de las Mujeres,[9] para el cual nombró a la periodista Françoise Giroud (fundadora, con Jean-Jacques Servan-Schreiber, de la revista noticiosa L’Express); por otra parte, nombró a Simone Veil (quien conduciría con éxito la batalla por la legalización del aborto) ministra de Salud.[10] La prerrogativa presidencial de nombrar a los ministros resultó una forma efectiva de superar la arraigada resistencia contra las mujeres en los partidos políticos. (Cuando fue elegido en 1981, Mitterrand también usaría esta estrategia.) Los nombramientos del presidente no hicieron mucho por fomentar el acceso de las mujeres a puestos de elección, pero demostraron que las mujeres eran individuos capaces de participar en el juego de la política e instituyeron la norma para futuros gobiernos. No obstante, Giscard estaba plenamente consciente de la resistencia de los políticos establecidos ante esta práctica (y de manera más general, de los límites al reservar cierto número de lugares para mujeres): “Los lugares son escasos y las promesas numerosas”, escribió, “en el ambiente de la política no se ve la necesidad de complicar este problema aún

más reservando lugares para ministras”.[11] El “ambiente de la política” era de tiempo atrás y por definición un cuerpo de hombres, cuyo estatus como representantes era automáticamente masculino. Si los políticos expresaban muy diversos motivos en sus interpelaciones a las mujeres, invariablemente invocaban justicia e igualdad. La igualdad se definía sin excesivo rigor como el fin de la discriminación; asociada con modernidad o modernización, la igualdad básicamente significaba justicia, más atención a los problemas femeninos susceptibles de definición, mejor trato (como asalariadas, esposas, madres, miembros de un partido político) y una mayor participación de las mujeres en el pastel político. Pero si igualdad pudiera querer decir que las mujeres serían consideradas individuos abstractos, la diferencia de sexo nunca estaba lejos de los cálculos de los políticos. Giscard, por ejemplo, para justificar sus innovadores nombramientos, hablaba de la clara contribución de las mujeres a la política en términos que subrayaban su diferencia colectiva respecto de los hombres: las mujeres dedicadas a la política, dijo, “podrían llevar a nuestra vida pública elementos de los que ahora carece: mayor realismo, más prudencia para llegar a un juicio, sensibilidad más precisa ante la realidad de la vida cotidiana”.[12] Esta declaración sugiere que las diferencias que encarnan las mujeres podrían ser útiles en la vida política, pero no apela a su capacidad para representar a otros, a su estatus como prototipos universales, como individuos. Más bien, las mujeres complementan con un conjunto específico de cualidades el negocio (universal) conducido principalmente por hombres. Mitterrand, menos esencialista, subrayaba la necesidad de poner fin a la explotación económica de la mujer y en 1982 dio su aval a un objetivo de inclusión política ofrecido más de 10 años antes, durante el Consejo General sobre la Mujer patrocinado por la revista de modas Elle. Los delegados que participaron en esa asamblea, argumentando que sólo se prestaría atención a los asuntos de las mujeres cuando su presencia fuera significativa en los órganos legislativos, habían puesto como objetivo una “representación [para las mujeres] que corresponda a su proporción actual en el electorado”. [13] Haciéndose eco de ellos (y de una corriente de feministas militantes de su propio partido), Mitterrand observó que “las mujeres deben tener acceso a las responsabilidades cívicas, completo y en estrecha relación con su papel en la sociedad y su número en la población”.[14] Aquí la idea de las diferencias sociales incluida en la representación nacional no necesariamente estaba reñida con la noción republicana de que los individuos abstractos eran intercambiables, porque la proporcionalidad era una forma de evaluar la justicia para los individuos, no un medio de representación grupal. En cualquier caso, el comentario de Mitterrand fue más una expectativa piadosa que una sugerencia práctica. Fueron las mujeres activistas las que propusieron atacar la discriminación con cuotas, como medio para corregir las distorsiones de la representación política.

CUOTAS La idea de que estableciendo cuotas voluntarias u obligatorias se corregiría la discriminación contra las mujeres fue inicialmente del Partido Socialista (PS), en 1974. Las cuotas también

estaban entre las recomendaciones de acción afirmativas presentadas en la conferencia de la Década de las Naciones Unidas para la Mujer en 1975. También en la convención internacional de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), que Francia ratificó en 1983, se especificaron medidas temporales, entre las cuales podían incluirse las cuotas, aunque no se mencionaron como tales.[15] En la postura de Naciones Unidas sobre las cuotas, se consideraba que la diferencia era inaceptable para fundamentar la exclusión, pero que era una medida temporal necesaria para lograr la inclusión. Paradójicamente, pues, la aplicación de cuotas identificaba a un grupo para permitir que sus miembros fueran con el tiempo abstraídos de la pertenencia al mismo y tratados como individuos. Sus partidarios argumentaban que se trataba de una técnica para acabar con la discriminación, una forma de discriminación positiva. En la década de 1980, la discusión sobre las cuotas entre los políticos franceses fracasó no por la cuestión de la diferencia en sí, sino por la cantidad. ¿Cual sería el porcentaje razonable de representación para las mujeres? ¿Las cuotas debían reflejar cierta realidad sobre el género, el número de mujeres miembros de un partido, las activistas del partido, los votantes? Como ninguno de los principales partidos llevaba estadísticas sobre el género de sus miembros (por aversión a reconocer una diferencia vinculada con su filosofía universalista), no estaba claro a qué se referían las cuotas.[16] Parecía que los diferentes grupos utilizaban referentes distintos; parecía que algunos habían escogido arbitrariamente una cifra. En el PS estaban más dispuestos a aceptar las cuotas para la estructura de liderazgo que para las candidaturas a los puestos. Pero independientemente de la referencia, toda la discusión sobre las cuotas implicaba maniobras tácticas que expresaban límites tolerables muy diferentes: los porcentajes ofrecidos por las feministas representaban apenas un mínimo aceptable, un punto de partida en la vía hacia la igualdad total (cuando la diferencia de sexo ya no fuera una razón para excluirlas y el número de hombres y mujeres elegidos para un cargo fuera más o menos el mismo); las máximas concesiones imaginables eran las que provenían de los líderes del partido (un reconocimiento a regañadientes de la necesidad de poner remedio a la discriminación de forma simbólica, pero sin concesiones para la idea de que las mujeres eran tan capaces como los hombres de representar a la nación como funcionarios elegidos). La lucha por las cuotas reveló a las activistas los límites del compromiso de los políticos de acabar con la discriminación y la inutilidad de las medidas voluntarias e incrementales. Repudiadas por “humillantes” y “hasta perniciosas”, las cuotas eran inaceptables para las activistas feministas. “Una vez que se logra una cuota, se hace casi imposible rebasarla porque no fue concebida para llegar a la igualdad”, escribió la jurista belga Eliane Vogel-Polsky al reflexionar sobre la experiencia de su país y la de Francia. “Su objetivo es llegar a un compromiso ‘aceptable’ y nada más.”[17] Las actitudes de los políticos respecto a las cuotas reveló la persistencia de relacionar a las mujeres con una división inaceptable del organismo político. A pesar de todo lo positivo que se dijo sobre la igualdad, la diferencia sexual de las mujeres seguía simbolizando un antagonismo en conflicto con las imágenes de unidad republicana. La lucha por las cuotas llevó a algunas feministas a la convicción de que para lograr igualdad genuina, se necesitaba algo más radical, algo que enfrentara ese simbolismo quitándole lo sexual a la representación política. En sus “Cien medidas para mujeres” (1976), Françoise Giroud sugirió que en las

elecciones municipales no hubiera más de 85% de candidatos del mismo sexo. Las elecciones municipales se consideraron un primer paso, una forma de educar a las mujeres y de empujarlas a que se integraran más a las actividades del partido a modo de crear un grupo grande de mujeres dedicadas a la política que compitieran por otros puestos de elección en el futuro. Dichas elecciones también se consideraron una arena femenina más apropiada, eran locales y tenían que ver con asuntos relacionados con la familia, la educación, el bienestar, además de estar geográficamente cerca de casa; de una manera u otra era como una extensión del hogar.[18] La forma de expresar la propuesta, que imponía límites a los candidatos de un sexo, tenía como fin evitar que aparentara proteger o favorecer a un sexo más que al otro. La redacción también hacía referencia al asunto de la idoneidad de la representación política. Si era abrumadoramente masculina, era particularista y por tanto, no representaba de manera abstracta. Una de las sucesoras de Giroud, Monique Pelletier, propuso en 1979 que hubiera un límite de 80% de candidatos del mismo sexo, que se traducía en una cuota de 20% de mujeres en las listas electorales de las elecciones municipales. El año siguiente, el primer ministro conservador Raymond Barre envió una ley a la Asamblea Nacional por la cual se habría implementado el plan de Pelletier. Pasó sin duda una primera lectura, pero nunca llegaría a otra votación, por lo que un comentarista de Le Monde concluyó que el esfuerzo había sido meramente un gesto simbólico para consolidar el apoyo de las mujeres en las siguientes elecciones presidenciales.[19] En el Partido Socialista, siempre en busca de la estrategia para ganarle a la derecha, el asunto de las cuotas se convirtió en un importante elemento de negociación entre los líderes del partido y las feministas. En 1975, interpretando literalmente los compromisos de igualdad de Mitterrand y el apoyo del partido a la cuota de 10% del año anterior, las activistas insistieron en estar más representadas entre los funcionarios del partido y en las listas electorales. Sin embargo, hasta 1977, nada se había ganado. Entonces, Yvette Roudy, veterana activista del partido, fue nombrada secretaria nacional del partido y las feministas volvieron al congreso del partido con un nuevo paquete de demandas, entre otras, esta vez una cuota de 20% (que supuestamente reflejaba el número de mujeres que militaba en el partido). Cuando una resolución de 15% se aprobó sin que se permitiera un debate, las feministas amenazaron con interrumpir la reunión con una manifestación y una conferencia de prensa.[20] Ansiosos por evitar el escrutinio público de la insatisfacción de las mujeres en sus filas, los líderes del partido delegaron en Roudy la solución del problema. Ella entabló intensas negociaciones con las feministas; se llegó a un acuerdo, por el cual se mantenía la cuota de 15%, pero el puesto de Roudy se elevaba al máximo nivel de la administración del partido y se convocaba a una convención (que se celebraría al año siguiente) para la redacción preliminar de una importante declaratoria política sobre las mujeres, la cual sería sometida a la consideración del partido. “Por fin se llegó a un acuerdo: tal vez ahora sólo tengan el 15%, pero tendrán su convención.”[21] Si bien el PS reconoció la necesidad de corregir el trato que daba a las mujeres, se negó (insistiendo en el 15%) a aceptar de manera general su capacidad para representar a la ciudadanía. En 1978, tras las victorias socialistas en las elecciones municipales de marzo de 1977, pero sin que se incrementara el número de mujeres elegidas para algún puesto (sólo 1.9% de

los alcaldes socialistas elegidos fueron mujeres), las feministas estaban de vuelta, esta vez en pos de formar una tercera “corriente” (o facción), le courant 3, dentro de un partido ya dividido. (Para tener reconocimiento oficial, las “corrientes” tenían que contar con el apoyo de cuando menos 5% de los delegados a un congreso del partido; en ese momento estaban en posición de ofrecer mociones y listas de candidatos.) Había entonces dos “corrientes”, la mayoría encabezada por Mitterrand y la minoría por Jean-Pierre Chevènement. El plan para una tercera llevó a un intenso debate sobre cuál sería la mejor forma de que se escuchara la voz de las mujeres en el PS, como miembros francos de las corrientes existentes, introduciendo las cuestiones de las mujeres en cada punto, o como un grupo de interés independiente. Incluso se hizo el intento de formar un grupo de presión, con mujeres de derecha y del Partido Comunista, a modo de incrementar su influencia dentro de los partidos en general. Françoise Gaspard recordó que cuando Mitterrand se enteró de este esfuerzo, la llamó y le preguntó “¿pero en nombre de quién están negociando?” Para ella, “la pregunta demostraba que el primer secretario del PS tenía miedo de que las mujeres hicieran política sin el mandato de sus líderes”.[22] A fin de cuentas, las feministas se dividieron en cuanto a mantenerse integradas o separarse. Y, otra vez, Roudy ofreció un compromiso: una cuota de 30% de mujeres en las listas del Partido Socialista para las próximas elecciones de diputados para el Parlamento Europeo. Gaspard, vocera de courant 3, respondió que 50% era la única cifra aceptable porque “en Europa, uno de cada dos ciudadanos es mujer”, pero después de una tensa conversación con Roudy en el corredor, durante una reunión de los líderes del partido, aceptó el acuerdo. (La norma de 50% tomaba como referente a los votantes, no a los miembros ni los activistas del partido, y hacía eco del eslogan igualitario del movimiento feminista de que “uno de cada dos hombres es mujer”.)[23] Para las elecciones europeas de 1979, el PS sí presentó una lista que incluía 30% de mujeres, pero la costumbre duró poco. En las elecciones de 1984, 1986 y 1989, si llegaba a haber candidatas, ocupaban los últimos lugares de las listas del partido.[24] Los líderes del partido pudieron justificar su inacción haciendo referencia a una decisión del Consejo Constitucional en 1982 que establecía que las cuotas eran anticonstitucionales.

FALLO DEL CONSEJO CONSTITUCIONAL En 1982, Mitterrand era presidente y los socialistas eran mayoría en la Asamblea Nacional. Durante las campañas para la presidencia y después para la asamblea, se habían hecho muchas promesas acerca de incrementar el número de representantes mujeres, pero de los 491 diputados elegidos en junio de 1981, sólo 26 fueron mujeres.[25] Cuando en julio se presentó una ley en la asamblea en la que se revisaban los procedimientos de las elecciones municipales y no se hacía mención de las cuotas, la abogada feminista Gisèle Halimi, diputada socialista (que en 1978 había formado su propio grupo, Choisir, para proponer candidatas, pero en 1981 se postuló como socialista), se levantó para protestar. Ofreció una enmienda en que se especificara que no más de 70% de los escaños del consejo municipal podría ser para miembros de un sexo (30% se consideró el mínimo necesario para crear una masa crítica de

mujeres que inclinaría el fiel de la balanza del poder).[26] El PS rápidamente modificó la cifra de Halimi a 75%. Después de algunos debates en que a los diputados les preocupaba que la libertad de opción de los votantes se estuviera limitando, que las mujeres se sintieran insultadas al tratárseles como una “categoría” y, lo más importante, que la enmienda fuera constitucional, la ley abrumadoramente pasó las dos lecturas requeridas.[27] En ese punto, varios diputados pidieron un fallo de constitucionalidad de una disposición de la ley que nada tenía que ver con las cuotas. El Consejo Constitucional, en el cual no había mujeres, conoció (contrariamente a su procedimiento habitual) y revisó toda la ley, no sólo la disposición cuestionada. El 18 de noviembre de 1982 anuló la referencia a las cuotas y dejó el resto de la ley como estaba.[28] En retrospectiva, las feministas consideraron que esta decisión había sido un aspecto particularmente mortificante del caso, una medida hipócrita de los políticos de derecha y de izquierda. Con toda seguridad durante los debates sobre la ley hubo signos de que los diputados recurrirían al Consejo Constitucional para anular una medida que pensaban que tendrían que aprobar. La jurista Danièle Lochak anotó el número de veces que los diputados (incluso los que votaron a favor) se habían referido a la dudosa constitucionalidad de las cuotas: minaba el sufragio universal, dividía a los ciudadanos en “categorías” inadmisibles e introducía nuevas formas de discriminación. El ministro del Interior incluso había pedido que la enmienda de Halimi fuera un artículo independiente, de modo que su eventual anulación no impidiera la aprobación del resto de la ley.[29] Y Françoise Gaspard, diputada recientemente electa, recuerda que Pierre Joxe, que encabezaba al grupo socialista de la Asamblea Nacional, se acercó a la oposición cuando se encuestaba a los diputados, para asegurar sus votos, garantizándoles que a la larga, el fallo sería que las cuotas no eran constitucionales.[30] Al diferir el asunto al Consejo Constitucional, podría parecer que la asamblea apoyaba la agenda feminista sin tener que implantarla nunca. Un diputado de la Unión para la Democracia Francesa (la UDF, partido de centro derecha fundado en 1978 por Giscard d’Estaing) declaró que votaría a favor de la ley, pero lamentaba que los socialistas se llevaran el crédito de abrir los escaños del consejo municipal a las mujeres, cuando en realidad había sido el gobierno anterior de Raymond Barre el que había actuado primero al respecto, si bien no de manera competente.[31] La base en que se apoyó el consejo para su fallo hacía referencia tanto a la Constitución de 1958 de la Quinta República como a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 (cuyo carácter era similar al de la Declaración de Derechos de Estados Unidos). El artículo 3 de la Constitución se refiere a la soberanía del pueblo, y estipula que el sufragio es “universal, igual y secreto”, está abierto (“según las condiciones determinadas por la ley”) a ciudadanos adultos de ambos sexos y no se les puede negar. En el artículo 6 de la Declaración se especifica que la ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar personalmente o a través de sus representantes en su formación. Debe ser igual para todos, ya sea que proteja o que castigue. Siendo a su luz iguales todos los ciudadanos, son igualmente elegibles para todos los puestos, lugares y empleos públicos, según su capacidad y sin más distinción que la de sus virtudes y sus talentos.[32]

Juntando estos dos artículos, el consejo falló que la Constitución ya consideraba a las mujeres como parte del pueblo soberano y que como las cuotas establecían una inadmisible

distinción de sexo, no sólo ponían en riesgo la unidad necesaria para la soberanía, también contravenían la noción de carreras abiertas al talento en el artículo 6 de la Declaración. Al unir los dos documentos, el consejo avaló una visión de la nación que se apoyaba en la inmutabilidad y la continuidad de la tradición revolucionaria basada en la abstracción: la soberanía del pueblo estaba personificada por individuos abstractos. Los miembros del consejo encontraron que los principios constitucionales “se oponían a toda división en categorías de los votantes o candidatos”, incluso si el fin que se pretendía alcanzar mediante las cuotas era precisamente lograr la igualdad en cuanto al acceso a un puesto.[33] Los críticos del fallo del consejo insistían en que las cuotas eran una cuestión política, no constitucional, diseñadas para equilibrar el campo de juego para aquellas mujeres cuyos “talentos y virtudes” como individuos habían sido invisibles durante más de un siglo. Después de todo, la Declaración de Derechos se había escrito para eliminar el privilegio feudal; sus autores ni siquiera aceptaban la idea de una ciudadana, de modo que no podían hacer referencia a la desigualdad basada en el sexo. Los críticos también señalaban la debilidad de las razones del consejo como evidencia de que el organismo judicial se había excedido de su función. La cuota era una medida práctica, un último recurso tendiente a concretar los derechos de las mujeres: “es el medio último de apertura de una situación cuando todas las demás medidas han fracasado”.[34] Y las cuotas por sí mismas no negaban el derecho al voto a nadie. Ya había límites en cuanto a la elegibilidad para un puesto: los parientes no podían prestar sus servicios en el mismo consejo municipal y los candidatos tenían que cumplir con el requisito de residencia. Más aún, la existencia en sí de una lista limitaba las opciones de los votantes en cuanto al libre ejercicio de su voto. La redacción de la ley no favorecía a un sexo en detrimento del otro; decía sencillamente que no podía haber más de 80% de un mismo sexo en una lista, lo cual no imponía una exigencia numérica imposible (como podría hacerlo para otros grupos genuinamente minoritarios), pues las mujeres constituían la mitad de la población. Y como la ley ya aceptaba el sexo como una de las características de los ciudadanos (por el contrario, no reconocía raza ni religión, aunque prohibía la discriminación basada en esas características), no se estaba introduciendo ninguna nueva división.[35] De hecho, más de un crítico del fallo del consejo argumentaba que como la diferencia sexual trascendía cualquiera otra categoría, las distinciones sociales del tipo de las que temían los autores de la Declaración de Derechos eran preocupaciones irrelevantes. “Estrictamente hablando, [las mujeres] no constituyen una ‘categoría’ social como los jóvenes o los ancianos o los inválidos.”[36] En otras palabras, son individuos cuyo sexo difiere del de los hombres. Esta reclamación ya se había hecho en la asamblea cuando se debatía la ley, pero aparentemente pasó inadvertida. Por el contrario, el consejo estuvo de acuerdo con el diputado Serge Charles de la Concentración por la República (RPR, heredera del gaullismo), quien se abstuvo en la votación final, pero que había advertido amenazadoramente del riesgo de multiplicar las categorías del ciudadano, “que es uno y así debe permanecer. El camino que quieren tomar es muy resbaladizo, y puede llevarlos un día a utilizar otras clasificaciones cuyas bases y naturaleza no me atrevo a imaginar”.[37] Si el argumento de la “cuesta resbaladiza” era de misóginos (las mujeres abrirán un inimaginable abismo fatal para la integridad de Francia) y elitistas (los efectos contaminantes de la presencia de “otros” miembros de la sociedad en la asamblea), de todos modos se apoyaba en referencias a los

principios sagrados del individualismo abstracto como están contenidos en la tradición revolucionaria. El ciudadano era un individuo, uno, y así debía seguir; debe haber oposición a todo intento por dividirlo o multiplicarlo. De hecho, el consejo sugirió que como la diferencia sexual era una diferencia irreducible, no susceptible de abstracción, no podía ser aceptada ni siquiera como fuente de discriminación. Después de 1982 ya no hubo más intentos de legalización de las cuotas, aunque se usarían como táctica de campaña en la década de 1990 y como forma de aparentar que se aceptaba a las feministas sin otorgar la paridad. En esos momentos, los partidos ignoraban el razonamiento del Consejo Constitucional, implicando con sus actos que las cuotas eran de hecho un asunto político práctico, una forma de dejar entrar a unas cuantas mujeres y al mismo tiempo obtener muchos votos de mujeres. Pero el asunto de la constitucionalidad siguió siendo un desafío para quienes pensaban que el egoísmo (quijotesco) de los partidos era inadecuado como garantía de acceso igual a puestos de elección para las mujeres; sólo una ley, concluyeron, podía acabar con la discriminación. Cuando el movimiento por la paridad tomó forma para exigir esa ley en los primeros años de la década de 1990, no sólo rechazaba explícitamente las cuotas (como límites arbitrarios de lo que deberían ser las mismas oportunidades para las mujeres), sino que hacía referencia a la relación entre diferencia sexual e individualismo abstracto. El fallo del Consejo Constitucional tuvo un efecto importante en la forma en que se implantaría la igualdad, pues en nombre de principios filosóficos abstractos tenía argumentos concretos en pro de acciones afirmativas difíciles de mantener. En nombre del universalismo republicano francés, se consideraba que las diferencias sociales eran una base no permisible de medidas para corregir la discriminación. La integridad de la nación dependía de la unidad: no podía aceptar diferencias. Entonces para lograr la aprobación de una ley, las estrategas de la paridad tuvieron que encontrar la manera de mantenerse dentro de los límites del republicanismo y aun así cambiar sus condiciones. A la larga lo lograron, avalando los principios del individualismo abstracto al mismo tiempo que se insistía radicalmente en la dualidad del individuo; el individuo no era uno, insistían, sino dos, hombre y mujer.

LOS AÑOS DE MITTERRAND La principal contribución de los 14 años de la presidencia de Mitterrand en cuanto a sentar las bases de la paridad fue quizá otorgar validez a los reclamos feministas sin resolverlos, cuando menos en el ámbito de los partidos políticos. La elección de Mitterrand en 1981 despertó grandes expectativas entre las feministas, en particular las que llevaban largo tiempo haciendo campaña para lograr cambios en el PS. Una de sus primeras medidas como presidente fue designar a Yvette Roudy delegada ministerial para los Derechos de la Mujer. (Que Mitterrand haya preferido el singular aunque se había recomendado el plural, dio qué pensar a algunas feministas ya en esa primera etapa.)[38] El hecho de que el puesto de Roudy reportara directamente al primer ministro indicaba que tenía más influencia que su predecesora, igual que un sustancial incremento del presupuesto (que, entre otras cosas, apoyó a estudiosas y

activistas feministas dedicadas a dar mayor visibilidad a las cuestiones relacionadas con mujeres). Roudy impulsó con éxito ciertas reformas de los códigos civil y familiar, así como rembolsos del Estado para mujeres que tuvieran abortos y leyes en que se declaraba que el acoso sexual y la discriminación laboral eran delitos.[39] Su oficina financió estudios sobre diferencias salariales y laborales para documentar las desigualdades entre hombres y mujeres a las que deberían poner remedio los legisladores. Los avances en estas áreas resaltaron aún más las demoras en el frente político; cuando se trataba de postular candidatas, y que se les eligiera, las socialistas apenas eran mejores que sus oponentes. Para las elecciones legislativas de 1981 (cuando el PS se combinó con otros partidos de izquierda), las mujeres constituían 8.5% de los candidatos de la izquierda; contando todos los partidos, la cifra era 11.9%. (De los que se eligieron, las mujeres representaron 5.3%.) El número de candidatas se incrementó significativamente en 1986 porque la ley electoral se había modificado el año anterior para que todas las elecciones se decidieran por representación proporcional.[40] En esa elección, las mujeres representaron 24.7% de los candidatos de todos los partidos, pero el número electo (5.9%) no correspondió a esa proporción porque estaban tan abajo en las listas del partido que rara vez tenían la oportunidad de ganar un escaño aunque su partido prevaleciera.[41] Dos especialistas en ciencia política comentaron esas elecciones. “La doble peculiaridad de marzo de 1986 parece ser el número récord de candidatas y el número de mujeres no elegidas.”[42] En discusiones sobre el efecto de la representación proporcional, Mitterrand había sugerido que las mujeres serían las principales beneficiadas con el nuevo procedimiento. (De hecho, la preocupación de los socialistas en ese momento era práctica: asegurar más escaños para su mayoría y debilitar a la centro derecha, pero poco se relacionaba con la representación de género.)[43] El resultado de la elección demostró que Mitterrand estaba equivocado y que Roudy, que no había estado de acuerdo con él, tenía razón: “Las elecciones proporcionales son buenas para las mujeres con la condición de que no se les deje a los líderes de los partidos locales”.[44] Mientras los jefes locales hicieran las listas, las mujeres tendrían pocas oportunidades de ser elegidas porque las colocaban demasiado abajo como para beneficiarse con una victoria del partido. De cualquier modo, la representación proporcional no ayudó a la izquierda en 1986; la derecha volvió al poder. Los partidos de extrema derecha restablecieron las elecciones por mayoría en 1988 y el número de candidatas volvió a las cifras anteriores; el porcentaje de elegidas para todos los partidos fue 5.7%. (El PS presentó 9.4% de mujeres y 6.1% resultaron electas.) En general, los años de Mitterrand fueron decepcionantes para quienes intentaban penetrar en la cultura masculina de la organización partidista; desde el punto de vista de las feministas, los años ochenta fueron (en palabras de Jane Jenson y Mariette Sineau, especialistas en ciencia política) “un rendez-vous manqué”. No hay duda de que hubo algunos nombramientos impresionantes del presidente, siendo el más visible el de Edith Cresson, que en 1991 llegó a ser la primera primera ministra en la historia de Francia, y el de Noëlle Lenoir, primera integrante del Consejo Constitucional.[45] Mitterrand utilizó su prerrogativa presidencial para que mujeres jóvenes ocuparan puestos en el gobierno. (Alejándose de la práctica normal, en la cual políticos elegidos ocupaban puestos del gabinete, él escogió a graduados de las escuelas profesionales de élite como sus protegidos, con nuevas caras para las filas de activistas del

PS; además, dadas sus referencias, incluyó a mujeres que parecían excepcionales, no típicas de

su sexo.)[46] Sin embargo, en el nivel institucional no se hizo mucho para proveer a las mujeres de las credenciales necesarias para ocupar puestos ministeriales, no se diga para ocupar puestos de elección. En la École Nationale d’Administration, por ejemplo, área de capacitación creada por De Gaulle para funcionarios de alto nivel, cada año se admitía a un número reducido de mujeres (10% en la década de 1970, no más de 25% en los años ochenta y noventa), y no se intentó remediar la situación. Aún más, los partidos funcionaban como siempre lo habían hecho, aparentemente haciendo caso omiso de los pronunciamientos del presidente sobre la necesidad de integrar a las mujeres al sistema. Las encuestas con mujeres electas en esos años informaron de la extrema hostilidad que experimentaban. Una de ellas comentó que “uno tiene que saber que ser mujer elegida en el PS es verdaderamente […] como una declaración de guerra”. Otra diputada confió que nunca se sentía como “verdadera” diputada porque era mujer. Otras mencionaron haber recibido amenazas e insultos obscenos (a menudo de miembros de su propio partido) cuando hacían campaña para ganar un escaño.[47] Aun así, cada vez era mayor la conciencia de la necesidad de arreglar la situación. El financiamiento para investigaciones feministas, la aprobación de leyes tendientes a contrarrestar algunas formas de discriminación de género, el nombramiento de otras mujeres para puestos de alto nivel en el gobierno y el llamado calculado (y en ocasiones por completo instrumental) a las votantes hizo la obstinación de los partidos políticos cada vez más evidente y más frustrante. La atención a la discriminación de género en Francia hizo eco y aprovechó la creciente preocupación observada en las instituciones europeas en ese periodo. Como el Consejo de Europa (organización intergubernamental que databa de 1949) y la Comisión Europea (parte de la rama ejecutiva de la Unión Europea que se encargó de preparar propuestas que analizaría el parlamento) recibieron solicitudes de membresía de países ex comunistas desde 1989, la discusión pasó a las normas de evaluación de la democracia. Los defensores de las mujeres argumentaron que esos países que estaban implantando normas debían demostrar su compromiso con la igualdad poniendo fin a la discriminación evidente contra las mujeres. “La democracia sin mujeres no es democracia”, se convirtió en su consigna. En 1989, el Consejo de Europa organizó un seminario sobre démocratie paritaire. Y en ese año, la Comisión Europea inició una investigación sobre las persistentes diferencias salariales entre mujeres y hombres. Un resultado de esta investigación fue el reconocimiento de que muy pocas mujeres ocupaban puestos de negociación y toma de decisiones. En respuesta a la presión de las feministas, se crearon grupos de trabajo para examinar la situación de las mujeres y hacer propuestas políticas. En 1992, se creó la Red de Expertos europeos sobre las mujeres en la toma de decisiones, para reunir información sobre el trato que daban las naciones miembro a las mujeres, y en particular, su acceso a puestos políticos; sin peso político, se pensaba, serían pocos los cambios en la posición económica y social de las mujeres en los países miembro. En la primera reunión de la red, en Atenas, en noviembre de 1992, se emitió una declaración de principios cuya intención se resumió en una grandilocuente declaración: “La democracia requiere paridad en la representación y la administración de las naciones”.[48] La reunión de Atenas desató la actividad en los países miembro y proporcionó tanto incentivos como información para los delegados en sus países y visibilidad para las mujeres en el contexto

político europeo. Las cifras comparativas de participación política de las mujeres en las naciones miembro demostraron que Francia estaba persistentemente casi al final de la lista, la “luz roja” de Europa, y tan baja calificación se convirtió en el clamor de las mujeres dedicadas a la política en ese país, que ahora tenían un foro europeo en el cual señalar los límites del objetivo de “modernización” de Mitterrand.[49] Aprovechando recursos europeos y demandando la implementación de políticas europeas, las activistas se dedicaron a mejorar la escena política en Francia.[50] La paridad tomó forma en este contexto como expresión de exasperación y determinación. Estaba claro que las cuotas no serían la solución, y era vana la esperanza de que los políticos abrieran voluntariamente sus filas a las mujeres. Las discusiones en las redes europeas apuntaban a la necesidad de legislaciones tanto locales como internacionales. Sólo se pondría fin a la discriminación, concluyeron algunas feministas, con una ley que acabara obligatoriamente con la creencia de que no era posible reconciliar a la diferencia de sexo con las abstracciones de individuo y nación. Cuando en 1988 se declaró que el sistema republicano de representación estaba en crisis, se abrió el camino para una nueva ofensiva feminista.

RESPUESTA A LA “CRISIS DE REPRESENTACIÓN” En 1988-1989, las feministas aprovecharon la discusión sobre la brecha entre políticos y sociedad civil y ofrecieron a las mujeres como solución. Reprendiendo al PS por su obstinación, Edith Cresson (que en 1989, cuando dio esta opinión, era ministra de Asuntos Europeos) advirtió que si el partido no avanzaba a más mujeres a puestos de liderazgo, como en el resto del mundo político, sería “una caricatura deformada de la sociedad […] sin relación alguna con la sociedad civil”.[51] La ausencia de mujeres se consideraba síntoma de la estructura oligárquica de la política de los partidos, que daba prioridad a quienes ya ocupaban un puesto político, en general en más de un nivel, e iba “en detrimento de la renovación del personal político francés, de abrirse a nuevos elementos más dinámicos, jóvenes, mujeres o activistas del mundo de los negocios”.[52] En un orden de ideas similar, Françoise Gaspard, explicando la base de la estrategia de la paridad, retomó el tema de la democracia en peligro. En 1992, en un seminario feminista, presentó una reinterpretación de la crisis. La clave de la “ruptura entre los representantes y los representados”, argumentó, está en la ausencia de mujeres en la política. “No es sólo la ausencia de trabajadores y jóvenes, es la ausencia de trabajadoras y mujeres jóvenes. Las mujeres trascienden toda la crisis de representación. Su ausencia es síntoma de la ruptura entre la política y la sociedad civil.”[53] Excluir a las mujeres (o, con más precisión, la diferencia sexual) era ignorar la necesariamente polémica diversidad de la sociedad y los retos que planteaba a la nación. Igual que Cresson, Gaspard no argumentó que las mujeres necesitaran una representación independiente de algún supuesto interés común; tampoco afirmó que las mujeres aportarían una perspectiva diferente a las operaciones de la política. No comparó la difícil situación de las mujeres con la de los inmigrantes; más bien, su situación era síntoma de todas las otras

exclusiones. Argumentó que la democracia prevalecería, que se cerraría la brecha entre representantes y representados si el universalismo genuino se hacía realidad, es decir, si se corregía la naturaleza distorsionada de la representación política (su masculinidad casi exclusiva, su falta de paridad de género) y se admitían las diferencias supuestamente irreducibles en asambleas elegidas. La cuestión no era la exactitud demográfica sino el poder, las formas en que el poder político y social se reforzaban mutuamente.[54] La ciudadanía estaba concebida no como parte de grupos de interés fijos, sino como grupos de individuos diferentes (algunos basados en identidades de grupo atribuidas). La abstracción de la nación permanecería, pero ya no destacaría como homogénea. El universalismo se ampliaría para incluir a los excluidos y así sería verdaderamente universal. Para lograr esta reconfiguración, se necesitaban no sólo nuevas políticas, sino un asalto a la estructura simbólica que legitimaba al sistema existente. El momento de crisis percibida proporcionaba exactamente la apertura que necesitaban las feministas y su solución era en cierta forma homeopática: resolver la crisis intensificándola. Ésta era la creatividad estratégica del movimiento por la paridad.

[Notas]

[1] Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises; Eric Fassin y Michel Feher, “Parité et P aCS:

Anatomie politique d’un rapport”, en Daniel Borrillo, Eric Fassin y Marcella Iacub, Audelà du P aCS: L’expertise familiale à l’épreuve de l’homosexualité, Presses Universitaires de France, París, 1999, pp. 13-44. [2] El partido de Mitterrand era el que ahora se conoce como Partido Socialista (PS), pero tuvo varios cambios de nombre durante ese periodo. Desde su fundación en 1905 hasta 1969 fue la Section Française de l’Internationale Ouvrière (SFIO); de 1969 a 1971, se llamó NPS (Nouveau Parti Socialiste); desde 1971 se llama Parti Socialiste (PS). [3] Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises, p. 38. [4] Este grupo, fundado en 1961, fue “un subgrupo de la Convención de Instituciones Republicanas dirigida por François Mitterrand”. De 1966 a 1970 lo encabezó una colega cercana a Mitterrand, Marie-Thérèse Eyqueim. Véase el relato de Denise Cacheux en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 191. Este número especial del diario contenía la transcripción de un seminario con duración de un año. Como no hay artículos individuales, me limité a citar los números de página. [5] “Interview de François Mitterrand”, La Femme du 20ième Siècle, 3 (junio-julio de 1965). [6] Gauchet, “Pacification démocratique, désertion civique”, p. 93. [7] Mariette Sineau, “Pouvoir, modernité, et monopole masculin de la politique: Le cas français”, Nouvelles Questions Féministes, 13, núm. 1 (1992), p. 57. [8] Jenson y Sineau señalan que a pesar de que la organización de la Quinta República puso un alto al avance político de las mujeres, su participación electoral se incrementó. Los

políticos también estaban conscientes de que las mujeres jóvenes y educadas ya no apoyaban las tendencias conservadoras que se les atribuían desde tiempo atrás. Mitterrand et les Françaises, p. 51. Sobre los otros cambios en el electorado femenil, véase ibid., pp. 37-38. Véase también Janine Mossuz-Lavau, “Le vote des femmes en France (1945-1993)”, Revue Française de Science Politique, agosto de 1993, pp. 673682. [9] En el gobierno francés, el puesto de secretario de Estado es menos importante que el de un ministro. [10] La ley de enero de 1975 que legaliza el aborto se conoce como la Ley del Velo (la loi Veil). [11] Citado en Guéraiche, Les femmes et la République, p. 229. Véase también su comentario sobre los nombramientos del presidente, p. 232. [12] Citado en Guéraiche, Les femmes et la République, p. 224. [13] Jean Mauduit, La révolte des femmes: Après les États généraux de Elle, Fayard, París, 1971, p. 184. [14] Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises, p. 197. [15] Estados Unidos aún debe ratificar esta medida. [16] Françoise Gaspard, “Les enjeux de la parité”, Parité-Infos, suplemento del número 10 (1995); y Gaspard, en Projets féministes, 4-5 (1996), p. 226. [17] Eliane Vogel-Polsky, “Les impasses de l’égalité, ou porquoi les outils juridiques visant à l’égalité des femmes et des hommes doivent être repensés en termes de parité”, ParitéInfos, edición especial, 1 (mayo de 1994), p. 9. [18] Esta buena disposición para contemplar la posibilidad de la participación de mujeres únicamente en elecciones municipales, basada en una asociación entre lo femenino y lo local, data de muchos años y precede al otorgamiento del sufragio, en 1944. [19] Laurent Zecchini, Le Monde, 23 de noviembre de 1980, citado en Danièle Lochak, “Les hommes politiques, les ‘sages’ (?) et les femmes (à propos de la décision du Conseil Constitutionnel du 18 Novembre 1982)”, Droit Social, núm. 2 (febrero de 1983), p. 132. [20] Françoise Gaspard y Philippe Bataille, Comment les femmes changent la politique et pourqoui les hommes résistent, La Découverte, París, 1999, p. 73. [21] Cacheux, en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 196. [22] Gaspard en ibid., p. 230. Sobre el courant 3, véase Guéraiche, Les femmes et la République, pp. 242-247; Marie-Odile Fargier, “Le temps des femmes…peut-être”, F Magazine, núm. 6 (junio de 1978), p. 28. [23] Guéraiche, Les femmes et la République, p. 245. [24] Bataille y Gaspard, Comment les femmes changent la politique, p. 77. [25] Esto sí representó un incremento significativo. Durante el reinado de De Gaulle, cuando la representación proporcional (scrutin de liste) fue remplazada por candidatos individuales (scrutin majoritaire), las mujeres constituían entre 1.5 y 2% de los diputados. En 1978, la cifra fue 3.7%. Aun así, los números ni siquiera se acercaban a lo prometido. Ibid., pp. 187 y 190. [26] Bérengère Marques-Pereira, La citoyenneté politique des femmes, Armand Colin, París, 2003, pp. 157-158; véase también Gisèle Halimi, La nouvelle cause des femmes, Seuil,

París, 1997, pp. 107-121; y Georges Vedel, “Le ‘quota’ aux élections municipales: Les 20% de femmes et la Constitution”, Le Monde, 3 de febrero de 1979. [27] Para consultar la versión completa de los debates, véase Journal Officiel, Assemblé Nationale, 1ª sesión, 26 de julio de 1982, pp. 4841-4843; 2ª sesión, 26 de julio de 1982, pp. 4860-4861; 3ª sesión, 27 de julio de 1982, pp. 4899-4918. [28] El Consejo Constitucional se creó en 1958, merced a la Constitución de la Quinta República. Es el cuerpo judicial designado para evaluar la constitucionalidad de leyes y referendos. (El mucho más antiguo Consejo de Estado, invención napoleónica, decide sobre controversias entre individuos o administradores y el Estado). De sus nueve miembros, provenientes en gran parte de los partidos políticos, tres son elegidos por el presidente del Senado, tres por el presidente de la Cámara de Diputados y tres por el presidente de la República (Code administratif, Constitution et pouvoirs publiques, Constitution, 1958, Titre VII, p. 10). En 1974, durante la presidencia de Giscard d’Estaing, se aprobó una ley que permitía a 60 diputados o senadores solicitar al consejo su veredicto sobre constitucionalidad antes de la publicación final de una ley. Los analistas de la vida política francesa a menudo señalan que esta ley (y el consejo mismo) es uno de los instrumentos que fortificaron las ramas ejecutiva y administrativa del gobierno a costa del sistema parlamentario. Este consejo se conoce menos como tribunal que como una “tercera cámara legislativa”. De hecho, el uso del Consejo Constitucional no electo para anular leyes aceptadas por una mayoría de la legislatura fue considerado una de las causas de la “crisis de representación” que preocupó a los comentaristas después de 1988. Véase, por ejemplo, Portelli, “La crise de la représentation politique”, p. 7. [29] Journal Officiel, 27 de julio de 1982, p. 4914; y Clarisse Fabre, ed., Les femmes et la politique: Du droit du vote à la parité, Librio, París, 2001, p. 68 (muy útil recopilación de artículos de Le Monde). [30] Entrevista con Gaspard. Véase también Lochak, “Les hommes politiques, les ‘sages’ (?) et les femmes”, pp. 131-137. [31] Journal Officiel, 27 de julio de 1982, p. 4917; véase también artículo de Le Monde en Fabre, Les femmes et la politique, pp. 131-137. [32] Code administratif, Constitution 1958, p. 16. [33] Fabre, Les femmes et la politique, p. 70. [34] Yvette Roudy, “La part qui revient à chacun”, Le Monde, 24 de noviembre de 1982. Otros críticos incluyen a Andre Laignel, “Le gouvernement des juges”, Le Monde, 27 de enero de 1983; y Lochak, “Les hommes politiques, les ‘sages’ (?) et les femmes”, pp. 132-133. [35] Como argumentaba el jurista Georges Vedel a propósito de la propuesta Pelletier, en 1979, “nuestro sistema legal sí proclama la igualdad de los sexos, pero la reconoce como legítima. Prohíbe la discriminación racial, pero niega ‘legitimidad’ a la noción de raza. Un censo de hombres franceses de color, aun si su objetivo fuera reforzar su capacidad para ejercer sus derechos, se consideraría tanto inconstitucional como intolerable”. Vedel, Le Monde, 3 de febrero de 1979. [36] Lochak, “Les hommes politiques, les ‘sages’ (?) et les femmes”, p. 135. [37] Journal Officiel, 27 de julio de 1982, p. 4917. [38] Para consultar un estudio de los diferentes ministerios para mujeres, véase Sian Reynolds,

“The French Ministry of Women’s Rights 1981-1986: Modernisation or Marginalisation?”, en John Gaffney, ed., France and Modernisation, Avebury, Brookfield, VT, 1988, pp. 149168. [39] Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises, pp. 360-366, dan una lista de las leyes clasificadas por año. [40] En vez de postularse como individuo y ser electo por mayoría de votos, los candidatos se postulaban en listas de partidos, y el número de escaños asignados correspondía a la proporción de votos recibida por el partido. En este sistema, la capacidad de los candidatos para obtener un escaño dependía del lugar que ocuparan en la lista (así como del éxito del partido en la obtención de votos). [41] Gaspard y Bataille, Comment les femmes changent la politique, pp. 187, 190. [42] Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises, p. 315. [43] Favell, Philosophies of Integration, p. 53. [44] Citado en Jenson y Sineau, Mitterrand et les Françaises, p. 315. [45] Ibid., p. 355. [46] “¿Para qué les sirve a esos líderes, si no para ocultar la opresión de otras [mujeres]?”, preguntó Eliane Viennot, “Femmes et partis politiques: Une greffe impossible”, Nouvelles Questions Féminists, octubre de 1981, p. 37. [47] Mariette Sineau, “Les femmes politiques sous la Ve République: À la recherche d’une légitimité électorale”, Pouvoirs, 82 (1997), pp. 49, 54-55. [48] Véase la versión de Gaspard, “De la parité: Genèse d’un concept, naissance d’un mouvement”, Nouvelles Questions Féministes, 15, núm. 4 (1994), p. 35. La Declaración de Atenas fue firmada por ministras de los Estados miembro de la Unión Europea en Atenas en la primera cumbre europea sobre “mujeres y toma de decisiones” el 3 de noviembre de 1992. [49] Es cierto que Francia envió más mujeres al Parlamento Europeo que a la Asamblea Nacional, pero fue una demostración de la poca estima que los políticos tenían por el PE; no era un sitio de poder, cuando menos la clase de poder que buscaban los líderes de partido. De hecho, en el PE los escaños a menudo resultaban algo así como un premio de consolación, un lugar temporal para que hombres derrotados en las elecciones nacionales esperaran el momento de ser elegidos. Sobre la Comisión Europea véase Agnès Huber, L’Europe et les femmes: Identités en mouvement, Apogée, Rennes, 1998; y Gaspard y Bataille, Comment les femmes changent la politique, p. 188. [50] Véase Laure Bereni, “Le mouvement français pour la parité et l’Europe”, en Sophie Jacquot y Cornelia Woll, eds., Les usages de l’Europe: Acteurs et transformations européennes, L’Harmattan, París, 2004. Véase también conferencias de la Comunidad Europea: “Premier sommet européen. Femmes au pouvoir”, Atenas, 1992; conferencias de Bruselas (1993) y Dublín (1995), y el congreso de Roma (1996). También Réseau Européen d’Expertes. “Les femmes dans la prise de décision”, Panorama: Données statistiques sur la participation des femmes à la prise de décision, Communautés européens, Luxemburgo, 1992. [51] Citado en Mariette Sineau, “Pouvoir, modernité, et monopole masculin”, Nouvelles Questions Féministes, 13, núm. 1 (1992), p. 47.

[52] Ibid., p. 46. [53] “Dialogues de Femmes, 18 de octubre de 1992”, transcripción, p. 3. (Dialogue de Femmes

era un grupo feminista que sostenía reuniones periódicas que grababa y transcribía Alice Colanis, quien después distribuía las transcripciones entre las participantes. Utilicé una copia de las minutas de la reunión del 18 de octubre de 1992 que estaba en los archivos personales de Françoise Gaspard.) [54] Daniel Gaxie escribió sobre esto en 1980: “El resultado inevitable de la contienda política no regulada será que los agentes privilegiados por las jerarquías sociales (no sólo jerarquías entre grupos sociales considerados en función del capital económico o cultural, sino jerarquías basadas en origen étnico, edad o sexo) monopolizarán los puestos de poder político y de ese modo reforzarán su supremacía social al mismo tiempo que la autoridad política que la sanciona”. “Les logiques du recrutement politique”, Revue Française de Science Politique, núm. 1 (1980), p. 6, citado en Frédéric Besnier, “La parité hommesfemmes en politique: Histoire d’une revendication”, Mémoire de diplôme approfondie, Université de París I, septiembre de 1996, p. 48.

III. EL DILEMA DE LA DIFERENCIA CONFORME se desplegaba el debate sobre la crisis de la representación democrática en 19881989, las feministas señalaban que la ausencia de mujeres en los puestos de elección era tanto el síntoma como la causa del problema. Su crítica tenía cuando menos dos aspectos. Uno elaboraba sobre el punto, mencionado por los políticos después de 1988, de que la clase política estaba desligada de la “sociedad civil”.[1] En la medida en que las mujeres formaban parte de la sociedad civil, su ausencia en las filas de los electos para un puesto (como la ausencia de miembros de otros grupos sociales) era un elocuente recordatorio de la brecha que separaba a los representantes de los supuestos representados. La idea no era que las mujeres (o, en ese caso, ningún otro grupo) necesitaran representantes propios que hablaran en su nombre, era más bien que la composición de las asambleas elegidas debía reflejar la diversidad de la población francesa. La extrema homogeneidad de los políticos titulares —el hecho de que el número de hombres fuera abrumador— distorsionaba la representación nacional invistiendo de poder a un grupo específico e impidiendo que sus miembros representaran de manera abstracta. No había contradicción, sostenían estas feministas, entre la idea de una Francia única e indivisible y un órgano representativo compuesto de personas con antecedentes sociales, razas, etnias y géneros diferentes. En una democracia, argumentaban, la participación en la toma de decisiones debía estar abierta a personas de todo tipo. Obviamente, los representantes actuarían como individuos (como la teoría republicana suponía que lo harían) en el interés de “Francia”, no de algún subgrupo o facción, pero sus diferentes experiencias ejercerían presión en las conversaciones que dieran como resultado nuevas leyes. Las feministas también atacaban el falso universalismo de las abstracciones de “individuo” y “ciudadano”. La falta de diversidad entre quienes toman las decisiones, decían, era producto de un monopolio disfrutado y defendido por la clase política. Que esta clase estuviera compuesta casi exclusivamente por hombres no era un accidente de la historia, sino resultado de que universalismo y masculinidad se consideraban sinónimos. O, como lo expresa la historiadora Michelle Perrot, lo universal es “de hecho […] una hoja de parra que apenas cubre la masculinidad que ha servido para excluir a las mujeres del sistema de gobierno”.[2] La disparidad de género en la representación nacional se traducía en que los funcionarios electos no eran individuos neutrales; se habían convertido en un grupo de interés especial, una clase política homogénea que protegía su monopolio excluyendo a quienes eran diferentes. La teoría republicana de la representación (que estas feministas admitían) se basaba en la idea de que los individuos eran unidades intercambiables, idénticas por su capacidad de razonar; no importaban otras características. La capacidad de las mujeres de

razonar se había establecido tiempo atrás (en las leyes que ofrecían la misma educación a finales del siglo XIX y el otorgamiento del voto en 1944), pero aún tenían que ser consideradas dignas de representar al electorado y, por extensión, a la nación. En otras palabras, no se aceptaba que eran idénticas a los demás individuos, no lo suficientemente universales como para trascender la diferencia de su sexo. Su exclusión sugería que podría haber también otras exclusiones, pues el individuo representativo resultaba ser miembro de un grupo de interés específico (“la clase política”), para nada la abstracción general imaginada como individuo republicano. En lugar de seguir los principios del individualismo abstracto e ignorar la diferencia, los políticos utilizaban su propia diferencia como criterio para mantenerse en el puesto y de esa forma corrompían los principios universalistas que supuestamente garantizaban la abstracción de la nación. Un grupo de mujeres dedicadas a la política que anunciaron su apoyo para una ley de la paridad en 1996, diagnosticaron el problema de la siguiente manera: Las funciones y el cumplimiento de la representación han sido tomados por un grupo dominante, reducido en número, y extremadamente homogéneo, como resultado de su formación en las grandes écoles y por su temprana inclusión en las ramas principales del servicio civil y los gabinetes ministeriales. De composición estable y difícil de penetrar, el grupo dominante constituye una ‘aristocracia democrática’ que pasa por élite republicana. Ya es hora de que acabemos con estos estereotipos y bloqueos.[3]

Las paritaristas propusieron acabar con los “estereotipos y los bloqueos” de forma inusual, garantizando que las mujeres ocuparían tantos puestos de elección como los hombres. Haciendo eco de los argumentos tradicionales para excluir a las mujeres, que su sexo distorsiona su capacidad de ser individuos abstractos, las paritaristas insistieron en que el monopolio masculino de los puestos políticos también distorsionaba, pero esta vez se trataba del órgano político de la nación, no del individuo. Igual que a las mujeres como individuos se les describía típicamente como incapaces de representación abstracta (no podían separarse de las particularidades de su sexo), igual las feministas insistían en que un órgano político compuesto abrumadoramente por hombres era incapaz de representar de manera abstracta. Si un reducido grupo de hombres habían declarado que ellos mismos eran la nación, la nación ya no era representativa del pueblo y el sistema republicano estaba en peligro. Como evidencia de que eso estaba sucediendo, las paritaristas señalaron el crecimiento del partido populista de extrema derecha, el Frente Nacional, así como los escándalos de corrupción en los partidos políticos dominantes. Para que se dejara de discriminar en la selección de representantes nacionales y locales, algunas feministas solicitaron una ley que instrumentara el derecho de las mujeres a la igualdad exigiendo que los puestos de elección se dividieran equitativamente entre mujeres y hombres.[4] En 1992 empezaron a hacer campaña por la paridad y rechazaron la sugerencia de que más bien trataran de que se aprobara una ley contra la discriminación porque, dijeron, ese tipo de leyes no fomentaban la igualdad total; es más, las leyes contra la discriminación daban por sentada la existencia de grupos minoritarios definidos por la biología o la cultura.[5] Según argumentos desarrollados entre feministas de la Comunidad Europea, las que proponían la paridad insistían en que las leyes contra la discriminación siempre eran parciales y lo único que se lograba era reinstaurar diferencias que debían ser abolidas. Más bien, se debía enunciar el principio de un derecho fundamental a la igualdad y después, instrumentarlo por

ley. No debía concebirse esta igualdad como entre hombres y mujeres porque esa noción suponía que los hombres eran la norma contra la que se medían las mujeres, sino como la igualdad de hombres y mujeres, porque ésta consideraba a la equivalencia humana como la base de la organización social.[6] Supuestamente, la paridad anularía las premisas misóginas en que se apoyaba el Estado liberal francés. Lo que Eliane Viennot, estudiosa de la literatura, llamaba el sueño fantasmático de los hombres de la asexualidad, se había hecho realidad al excluir a las mujeres de la política.[7] Desde Bodin hasta Rousseau, los teóricos habían argumentado que, en público, las mujeres introducían la diferencia sexual y, por lo mismo, el juego del deseo en un ámbito que debía ser regido por la razón. El punto de la paridad era crear un lugar para las mujeres en la esfera política, para democratizar la política sin hacer referencia al tipo de consideraciones extra políticas (como las ideas culturales acerca del género) que durante largo tiempo habían justificado la desigualdad.[8] Insistiendo en la igualdad de mujeres y hombres, al reconocer que cualquier individuo abstracto tenía sexo, las paritaristas esperaban asexuar la aglomeración de individuos abstractos que constituían el órgano político de la nación. Esa aparente contradicción —reconocer que los individuos abstractos eran seres sexuados para eliminar el sexo como consideración de representación— constituía el núcleo del impulso teórico del movimiento de la paridad. Françoise Gaspard lo expresó de esta manera: “Nuestra lucha por la paridad está situada en una perspectiva diferente, igualdad de sexos basada no en diferencias glorificadas ni en la negación de una diferencia, sino en una diferencia excedida, reconocida para mejor desecharla cuando resulte en desigualdad”.[9] Para que las mujeres lograran el estatus de individuos escapando de los límites de la identidad de grupo, pensaban las paritaristas, nada menos que igualdad plena era lo que se requería. Al desechar las cuotas como inadecuadas porque se acordaba menos que la igualdad, inicialmente exigieron que los escaños se dividieran 50-50; 50% no era una cuota, afirmaban, sino un reflejo de que independientemente de otras cualidades que pudieran tener, los individuos siempre eran de dos sexos. Las diferencias anatómicas eran universales, pero el significado que se les atribuía era social y cultural. Así, la filósofa Elisabeth Sledziewski distinguía entre un ser vivo y sus atributos sexuales, entre la identidad ontológica del sujeto (hombre y mujer) y las características adscritas a él por sus relaciones sociales. Este reconocimiento de la identidad sexual, como el de la individualidad física, es independiente del estatus y la importancia asignada por culturas específicas a la diferencia entre los sexos o la dimensión individual del sujeto humano. […] La idea de que no puede haber sustancia humana sin identidad sexual implica que no podemos definir legítimamente los derechos humanos, que son atributos de esta sustancia, más que como derechos del hombre y de la mujer.[10]

El origen de la desigualdad eran los significados adscritos. Hasta ahora, razonaron las paritaristas, el individuo abstracto universal ha sido conformado en función de símbolos que asocian la razón y la abstracción con la masculinidad, la pasión y lo concreto, con la femineidad. Para ampliar la posibilidad de abstracción a las mujeres, las diferencias anatómicas tenían que ser separadas de sus simbolizaciones; tenían que perder su calidad de símbolo. La forma de hacerlo era insistir en la dualidad de la especie humana (no en la diferencia entre los sexos): el individuo universal era hombre y mujer. Esto no era lo mismo que el argumento de naturaleza-cultura, sexo-género que las feministas estadunidenses utilizaron primero y después deconstruyeron, pues no se atribuía a la

dualidad anatómica ningún significado inherente sobre el cual estaba construido el género o al cual podía referirse. De hecho, la biología misma se entendía como “cultural”, concreta, no abstracta, como un discurso que intentaba dar cuenta del “hecho” brutal de la diferencia anatómica del sexo.[11] El objetivo de la reconceptualización era romper el vínculo entre la masculinidad y la individualidad extendiendo el estatus de individuo a las mujeres. Esto implicaba sexuar a individuos abstractos para desexuar la representación política, rechazando las nociones mismas de diferencia que conducían a la exclusión de las mujeres, no negando la diferencia sino rechazando la oposición entre igualdad y diferencia. Según lo expresó Eliane VogelPolsky, “una sociedad dominada por hombres es una sociedad en desequilibrio. La idea de paridad, que abarca semejanza y diferencia, permite un desplazamiento de los paradigmas prevalecientes”.[12] Un cambio de paradigmas, según lo describió Thomas Kuhn, era lo que las paritaristas tenían en mente. La igualdad de los sexos era el principio. El medio para implementarlo tenía que ser una ley, pues sólo la ley tendría poder para vencer la resistencia de los políticos y de los partidos políticos y para redefinir las condiciones de operación, simbólicas y prácticas, del ámbito político. Antes de que la ley pudiera hacer lo suyo, tenía que ser aprobada y para ello el requisito era acudir a los políticos y a la opinión pública. El llamado en nombre de las mujeres las consolidaba como grupo social, incluso mientras intentaban despojar al sexo de sus características sociales. Con la paridad, las mujeres se convertirían sencillamente en individuos femeninos, y en virtud de su carácter de individuos, en representantes capaces de personificar a la nación. Quienes proponían la paridad no afirmaban que las mujeres representarían sólo a las mujeres; tampoco sugerían que todas las mujeres elegidas para un puesto actuarían de la misma manera, argumentaban justamente lo contrario: que las mujeres eran tan capaces como los hombres de representar a la nación y que sus opiniones y sus evaluaciones eran tan variadas como las de los hombres. No es una cuestión de que las mujeres representen a las mujeres, sino de dar a las mujeres tantas posibilidades de influir en el destino común como a los hombres, de permitir que las mujeres piensen en el futuro global de la sociedad y no sólo en el problema de los cuidados diarios; de lograr que la sociedad se reconozca en ellas como lo hace con sus contrapartes masculinas.[13]

Esta concepción de la paridad es un ejemplo de lo que Etienne Balibar llama “universalidad ideal”. Él define la “universalidad ideal” como la existencia de “demandas absolutas o infinitas que simbólicamente se elevan contra los límites de cualquier institución”. [14] Balibar señala que el argumento en contra de la discriminación implica dar nombre a un grupo excluido, el cual, sin embargo, define su exclusión como una violación no de derechos específicos sino del ideal mismo de la universalidad humana. En vista de que las mujeres que luchan por la paridad transforman la resistencia en política, no están tratando de ganar derechos particulares para una “comunidad”, que sería la “comunidad de las mujeres”. Desde el punto de vista de la emancipación, el género no es una comunidad. O quizá debería decirse que el único género que es una comunidad es el masculino, puesto que los hombres crean instituciones y desarrollan prácticas para proteger añejos privilegios (y, debe agregarse: al hacerlo los hombres virtualmente transforman la “sociedad política” en una comunidad afectiva donde pueden tener lugar los procesos de identificación). […] No existe algo como una “cultura de las mujeres” en el sentido de que pudiera hablarse de ella como de la cultura de una comunidad (sea étnica o social-profesional). Pero por otra parte, cada comunidad se estructura por la relación de los géneros con formas específicas de sujeción sexual, afectiva y económica.

Por tanto, debe aceptarse que la posición de las mujeres (tanto la posición “real” en la división de actividades y la distribución de poderes como la posición “simbólica” que se representa en el discurso) es un elemento estructural que determina el carácter de cada cultura, sea la cultura de un grupo en particular, de un movimiento social o de toda una sociedad con su legado de civilización. […] Así, al ser la batalla de las mujeres por la paridad, una lucha compleja por la no indiferenciación dentro de la no discriminación, crea una solidaridad (o logra una conquista de ciudadanía) sin crear una comunidad. Según lo expresa Jean-Claude Milner, las mujeres son típicamente una “clase paradójica”, que no está unida por el imaginario del parecido del parentesco “natural”, tampoco por el llamado de alguna voz simbólica, que les permitiría verse a ellas mismas como grupo “elegido”. Más bien, esta lucha transforma virtualmente a la comunidad. Por tanto, es inmediatamente universalista, lo cual nos permite imaginar que podría transformar la mera noción de política, incluyendo formas de autoridad y representación, que repentinamente parecen particularizadas.[15]

Ésta fue exactamente la exigencia del movimiento por la paridad: lograr el verdadero universalismo en el sistema político francés, no aceptando ignorar las diferencias sociales (como en la universalidad ficticia), sino haciendo de la dualidad anatómica un primer principio de individualismo abstracto. Al articular la justificación para una ley de la paridad, las feministas encontraron lo que he llamado (tomando prestada la frase de Martha Minow, estudiosa de las leyes estadunidenses) “el dilema de la diferencia”.[16] Con esto me refiero a la dificultad de quitar lo simbólico a las diferencias entre los sexos, pensando en esta diferencia fuera de sus significados sociales comunes. Las paritaristas distinguían entre dos registros de pensamiento, el abstracto y el concreto. La abstracción, pensaban correctamente, era de lo que supuestamente dependía la política republicana. Por tanto, postulaban una distinción entre el dualismo anatómico y la diferencia sexual: una era una abstracción, la afirmación de la neutralidad, el sinsentido esencial, de los cuerpos sexuados; el otro era sustantivo, designaba el intento social, cultural y psicológico de establecer el significado. El problema era la dificultad para separar a los cuerpos de los significados que se les atribuían, especialmente porque los significados solían ofrecer a la naturaleza como justificación. Por tanto, la invocación de “hombres” y “mujeres” podría apelar a la propia simbolización que las paritaristas querían cambiar, la dualidad anatómica convertida en diferencia sexual. Por precisas que fueran sus formulaciones, las paritaristas con frecuencia eran malentendidas y sus argumentos distorsionados. Algunas feministas acusaron a las paritaristas de traicionar décadas de intentos de romper la conexión entre naturaleza y género, y algunos republicanos, de intentar sustituir el universalismo francés con el multiculturalismo estadunidense. Conceptualizada como una forma de igualitarismo humanista, los críticos de la paridad la entendían (y algunos de sus partidarios) nada más como política de identidad. En este capítulo se analizan los debates que la paridad provocó como dilema de la diferencia. No estoy sugiriendo que la paridad fuera un movimiento sobre la identidad de las mujeres o una buena alternativa a las justificaciones ofrecidas por la ley. Incluso si, como sugirió Françoise Gaspard en una conversación, se hubiera puesto un límite temporal a la medida 50-50, definiéndola como corrección estratégica temporal de la discriminación, más que como principio fundamental de la representación política, la exigencia de una ley de paridad hubiera provocado casi el mismo debate. Eso se debe a que mencionar a las mujeres, por cuidadosa que fuera la abstracción, evocaba precisamente los significados sociales que las paritaristas querían evitar. Los argumentos se deslizaban fácilmente del registro de la abstracción al de la personificación. Sin embargo, no había manera de dejar de mencionar a las mujeres en una campaña tendiente a acabar con su exclusión de los puestos de

representación política, como lo reconoció Eliane Viennot: En el último análisis, la paridad es más una batalla por la extinción que por la intensificación de la diferencia sexual como criterio principal para la identificación de los individuos. Pero en un principio, para que se inscribiera en la ley, debía haber una fase en la cual la diferencia se reconociera e incluso se exacerbara. […] Debemos explicar que al final del que probablemente será un proceso muy largo, cuando “hombre” y “mujer” dejen de marcar una diferencia política, social y simbólica, la ley dejará de ser necesaria y podrá olvidarse. Para que las mujeres lleguen a ser iguales a los hombres, debemos primero aceptar que no lo son.[17]

Para combatir la discriminación era necesaria la afirmación de una identidad política, “nosotras, mujeres”, cuyo objetivo no fuera demandar la representación de un interés comunitario particular, sino exponer y modificar las relaciones de poder que utilizaba el género para justificar la inclusión y la exclusión.[18] Pero se demostró que era difícil mantener la distinción entre diferencia sexual como causa de discriminación inaceptable y dualidad anatómica como base para la inclusión. Aun entre paritaristas, la línea entre las abstracciones de la teoría política y las nociones concretas de género con frecuencia era poco clara porque el movimiento por la paridad era sobre todo un movimiento político, no filosófico, de manera que las exigencias de contextos polémicos particulares con frecuencia hacían que argumentos matizados de manera coherente fueran difíciles de sostener. Desde luego, la dificultad para tratar la dualidad anatómica como abstracción en el discurso político, apartada de las atribuciones culturales (de la diferencia sexual), llevó a algunos de los partidarios originales de la ley a insistir, a menudo en retrospectiva, en que su hincapié en dos sexos había sido, desde un principio, un instrumento sin bases teóricas ni filosóficas. “La paridad”, comentó maravillosamente la filósofa Geneviève Fraisse en 1998, “es verdadera en la práctica y falsa en la teoría”.[19] ¡Estaba equivocada! Había una buena justificación teórica para la paridad como concepto universalista y para la estrategia de la ley como forma de conseguirla.[20] De hecho, fue la instrumentación práctica de la teoría lo que causó la mayor parte de los problemas.

SEXUALIZACIÓN DEL INDIVIDUO ABSTRACTO La prehistoria del movimiento de la paridad incluía el activismo feminista descrito en el capítulo II y la creciente atención a las mujeres en la política de la Comunidad Europea a finales de la década de 1980 y los primeros años noventa, pero el momento de su fundación ocurrió en 1992 y el texto fundador fue Au pouvoir citoyennes: Liberté, égalité, parité.[21] Las autoras de este texto, Françoise Gaspard, Claude Servan-Schreiber y Anne Le Gall, llegaron al proyecto desde distintas perspectivas. Ninguna se había formado como filósofa o como teórica; las tres eran activistas políticas. Sin embargo, era innegable que su pensamiento era teórico, ejemplo quizá, de la filosofía en la práctica o de la filosofía práctica y también de la primordial inseparabilidad de la teoría y la política. Gaspard tenía una larga experiencia en el PS; había fungido como alcaldesa del pueblo de Dreux (hasta 1983, cuando en una elección que llegó a ser el supremo significante de la política de la inmigración, fue destituida de su puesto por una alianza de la derecha tradicional y el Frente Nacional) y dos veces como diputada electa del departamento de Eure-et-Loire; además, había sido una activa feminista en

el PS en los años setenta y ochenta. En 1992 fue miembro de la Red de Expertos en “mujeres y toma de decisiones” de la Comisión Europea. Servan-Schreiber, periodista, había publicado en F-Magazine, contraparte de Ms, publicación feminista estadunidense en los años ochenta; en 1990, preparaba un estudio sobre la courant 3 feminista del PS.[22] Gaspard y ServanSchreiber eran socias y conocían a Le Gall de los círculos socialistas y feministas en cuyas filas militaba abiertamente. Como parte de su investigación, Servan-Schreiber había invitado a Le Gall a su casa de campo, en las afueras de Dreux, para una entrevista. Le Gall recuerda muchos detalles de la visita (el clima, la comida, el ir y venir de Gaspard durante el día, y su decepción ante la cautela inicial con que recibió su idea) con la claridad que se tiene sobre esos acontecimientos que empiezan a abrir camino. Según Gaspard y Servan-Schreiber, fue Le Gall quien apoyó una ley sobre la paridad. Tenía formación en leyes, y por eso insistía en que la dominación masculina era una función no tanto de la estructura social como de la jurídica, de modo que sólo podría invalidarse mediante una ley que instrumentara el derecho de las mujeres a participar en la representación política. Siguieron hablando durante varios días; de sus conversaciones surgió el libro. Le Gall dice que ella no escribió nada (“yo hablo, pero no escribo”), pero su participación fue crucial en la formulación del argumento.[23] Au pouvoir citoyennes contenía argumentos para establecer que la ley tenía un papel determinante. Rechazando las teorías funcionalista, culturalista y psicoanalítica de la dominación masculina que remitían las desigualdades del poder a los hechos de la diferencia sexual, las autoras insistían en que la ley, no la naturaleza, establecía esas desigualdades y, por tanto, podía abolirlas. La ley era constitutiva de los sujetos, sostenía y establecía las relaciones reales y simbólicas entre ellos. Gaspard escribió: Los prejuicios sociales y políticos resultado de las diferenciaciones construidas con base en el sexo biológico se quedan con nosotros, igual que un equilibrio desigual del poder (que favorece a los hombres), que encuentra particularmente su expresión en el campo de la representación política y los sitios donde se toman decisiones. Este desequilibrio muestra claramente que existe un “orden” no hablado de los hombres. El logro de la igualdad estricta entre hombres y mujeres en las asambleas representativas, nacionales o locales, tiene, por tanto, un gran peso simbólico.[24]

Las distinciones de sexo fueron introducidas en la política, no se derivan necesariamente de la biología. Los ámbitos de la biología y la política estaban separados, sólo se relacionaron por las leyes hechas por el hombre. La ley tenía poder formativo, pero también era mutable. El abad Sièyes lo reconoció así durante la Revolución francesa, cuando afirmó que las mujeres, “cuando menos por el momento”, no podían considerarse como ciudadanas activas (esa exclusión era, pues, “no natural, sólo temporal”).[25] El concepto de individuo que tenían los revolucionarios, según las autoras, era desfavorable a los derechos políticos de las mujeres. La ciudadanía de las mujeres fue reconocida en 1944, cuando, con una firma, De Gaulle les otorgó el derecho al voto, sin tomar en cuenta las declaraciones anteriores sobre sus incapacidades. Para las autoras, con esto se demostró que los argumentos utilizados para legitimar la exclusión de las mujeres eran mutables, pues eran “de naturaleza política. Puramente política”.[26] La subrepresentación de las mujeres en política no era un reflejo de la naturaleza (de las preferencias innatas de las mujeres por lo privado, lo doméstico, lo relacional o lo sexual), sino efecto de la discriminación derivada de la dominación masculina. La ley tenía el poder para rectificar la discriminación de dos maneras: invalidando el sexo como base para la

exclusión y extendiendo simbólicamente el estatus de individuo a las mujeres. Para garantizar un estatus genuinamente igual, la injusta distinción que lleva a las mujeres a ser inferiores a los hombres para fines de representación de la nación debe sustituirse por una ley que dictamine que los sexos son iguales y así haga posible imaginar a las mujeres en su papel de representantes. Las mujeres serían capaces de gobernar, argumentó Geneviève Fraisse, pero aún no se consideran como verdaderamente representativas. “La representación simbólica del pueblo no está abierta a las mujeres.”[27] Se necesita una ley sobre la paridad, agregó la filósofa Françoise Collin, para cambiar este simbolismo: “para hacer obvio y aceptar que las mujeres son representativas de lo universal en la misma forma que lo son los hombres”.[28] No había manera de alcanzar ese objetivo sin decidir (según las condiciones de la universalidad ficticia definida por Balibar)[29] qué diferencias se descartarían con fines de abstracción. “En las democracias”, señaló Gaspard, “el sistema legal toma constantemente en cuenta las diferencias para crear las condiciones que permitan la igualdad. Su función es imponer lo que no sucede ‘naturalmente’. La ley es ‘diferenciadora’ cuando se trata de erradicar las desigualdades producidas por la sociedad”.[30] Tradicionalmente, la ley ha enfocado las relaciones de poder de forma directa, dirigiéndose no al comportamiento, sino al campo de fuerza que habilita la discriminación. Con la ley de la paridad, escribieron otros partidarios de la misma, las mujeres serían reconocidas como individuos, no como “hombres”. “La lucha para establecer la paridad es para que se reconozca la legitimidad política de las mujeres.”[31] En lugar de ser la base para la exclusión, la diferencia anatómica se convertirá en “una condición normal de la vida política”.[32] Desde esta perspectiva, la ley sobre la paridad no es sólo una ley común, sino “una ley que cambiará precisamente las condiciones según las cuales se redactan las leyes”.[33] “El cambio en cuanto a la división cuantitativa de mujeres y hombres en la dirección de la paridad en el poder de representar conducirá al cambio cualitativo de esta representación, es decir, a un cambio en la concepción misma de la voluntad general.”[34] Para reconocer la legitimidad política de las mujeres como representantes era necesario abocarse a dos universales: la ficción legal del individuo abstracto y el hecho natural, por así decirlo, de la diferencia sexual. La diferencia sexual se utilizaba desde hacía tiempo para pasar por alto las acusaciones de discriminación. Se decía que la particularidad de las mujeres (su diferencia respecto al estándar masculino normativo) las marcaba de forma incompatible con la individualidad abstracta. Una manera de contradecir esta lógica era insistir en que el sexo era un criterio irrelevante, una característica física y social que no contaba en la definición del individuo político. Otra era redefinir la representación en términos más democráticos, como función no de los individuos abstractos, sino de los actores humanos localizados socialmente. (Estas dos posiciones eran de feminismos más convencionales, el que afirmaba que el género era enteramente cultural, relacionado con las así llamadas feministas de la igualdad; la otra insistía en las cualidades especiales que las mujeres pondrían sobre la mesa, apodadas “diferencialistas”.) Las autoras de Au pouvoir citoyennes tomaron una tercera vía: argumentaron que el sexo era pertinente para la definición del individuo abstracto, no como diferencia sexual, no como un conjunto de atributos definidos culturalmente, sino como una dualidad anatómica, el mero hecho de cuerpos con genitales distintos. Como los humanos tienen uno de dos sexos y como el sexo se había utilizado para

descalificar a las mujeres y favorecer a los hombres, el camino hacia la igualdad pasaba por la redefinición del individuo humano como plural, como uno de dos tipos. La estrategia de la paridad tenía como fin exponer la hipocresía de un universalismo que históricamente había privilegiado al sexo masculino (el género de las palabras francesas “individuo”, “ciudadano” y “representante” es masculino) equiparando a los hombres con lo general y lo abstracto (expresado por la razón), y a las mujeres con lo particular y lo concreto (expresado por el sexo). La estrategia también tendía a evitar la alternativa democrática más radical (multicultural) descartada por el consenso republicano establecido en torno a la inmigración. Sólo insistiendo en la necesaria dualidad de la especie humana podría existir un individualismo verdaderamente incluyente, en el cual el sexo ya no importara. “Es paradójico, pero interesante”, comentó Françoise Collin, “defender que fue el universalismo lo que mejor mantuvo la sexualización del poder y que la paridad, por el contrario, intenta desexualizar el poder ampliándolo a ambos sexos. Entonces, la paridad sería el verdadero universalismo”.[35] Las autoras de Au pouvoir les citoyennes estaban conscientes de las trampas planteadas por la “naturaleza” en discusiones sobre cuerpos sexuados, pero esperaban que la ley, una vez en vigor, desviara dichas trampas. Sin embargo, al justificar la necesidad de una ley, tenían que confrontar un entendido de sentido común que daba por sentada la determinación biológica del género. No había formulaciones comparablemente sencillas, en apariencia obvias, sobre la influencia de la cultura o la ley que fuera fácil exponer; por el contrario, las paritaristas buscaban de forma continua nuevas conceptualizaciones distinguibles de las opiniones esencialistas en que se había basado la discriminación contra las mujeres. Así, por ejemplo, en un seminario sobre Au pouvoir citoyennes, en octubre de 1992, Servan-Schreiber refutó la idea de que la paridad era una forma de reconocer “la verdadera naturaleza” de las mujeres, su “diferencia” esencial. El punto no era defender algún “interés especial de las mujeres”, o llevar una capacidad exclusivamente femenina a la legislación (“de esa forma caeríamos en un discurso diferencialista que definitivamente no acepto”),[36] más bien era convertir a las mujeres en representantes plausibles de la nación. Insistir en la dualidad anatómica del humano era una forma de afirmar el derecho igual de las mujeres a representar a la humanidad. “La especie humana es una unidad que se mantiene en pie en dos piernas, dos piernas que forman parte de un solo cuerpo y que no son intercambiables. Queremos el reconocimiento político de esta dualidad, no de la diferencia, sino de la dualidad. Eso es la paridad.”[37] Como “diferencia” lleva la carga de todo tipo de supuestos culturales sobre las aptitudes y características incuestionablemente biológicas de mujeres y hombres, Servan-Schreiber pensó que con “dualidad” evitaba esas asociaciones. En un sentido, mujeres y hombres no eran intercambiables; si lo fueran, las mujeres serían subsumidas y por tanto, borradas por los machos dominantes. El argumento contra esta obliteración (contra la discriminación) requería que las mujeres fueran claramente visibles. La igualdad implicaba reconocer la dualidad, en este caso, que el humano era hombre y mujer, para que las mujeres calificaran como individuos, eliminando el obstáculo de su sexo. No obstante, la dualidad no era un argumento sobre la complementariedad, tampoco sobre la base necesariamente heterosexual de la sociedad, éstas eran definiciones culturales, no abstracciones. Más bien, hombres y mujeres sencillamente existían como los dos tipos de humanos; la discriminación había impedido que las mujeres fueran representantes en

asambleas elegidas, lo cual era una violación, no de la naturaleza, la naturaleza no tenía nada que ver en ello, sino de los principios de la democracia: La democracia es una aspiración universal; la universalidad abarca a mujeres y hombres. Por tanto, no hay democracia representativa si la representación no es igual [paritaire]. Hoy, la subrepresentación de las mujeres en las asambleas electas es tan constante en su desproporción que revela una deficiencia del pensamiento y, en consecuencia, de la ley. Debido a esta desproporción se necesita un nuevo contrato social. La palabra “contrato” supone igualdad entre las partes contratantes. Sólo la adopción de una ley sobre la paridad garantizará que esta igualdad no sea una farsa.[38]

Anticipando objeciones de quienes veían a la paridad como la punta de un iceberg diferencialista o comunitario à l’américaine,[39] las autoras negaron que trataran a las mujeres como a una “clase” o “grupo social”. Dijeron que se oponían a “un corporativismo social que fractura la unidad del sufragio universal”. Aquí no estaban en juego “los intereses de las mujeres”, pues las mujeres cruzaban todos los grupos de interés. Elegir a mujeres no significaría introducir a la legislatura un elemento independiente, unificado; era probable que se encontraran en todos los partidos, en todos los lados de los asuntos en disputa. Era “pernicioso”, dijeron, poner a las mujeres en el mismo plano que las clases, las categorías sociales o las comunidades étnicas: Las mujeres están en todas partes. Están en todas las clases, en todas las categorías sociales. Son católicas, protestantes, judías, musulmanas, agnósticas. […] Y no pueden compararse con ningún grupo de presión […] que exija ser mejor representado. […] Las mujeres no constituyen un grupo ni son un grupo de presión, constituyen la mitad del pueblo soberano, la mitad de la especie humana.[40]

Blandine Kriegel también rechazó que se equiparara a las mujeres con un grupo minoritario. “La femineidad es universal”, escribió, “y así como uno es humano cuando es masculino, cuando una es femenina, es humana”.[41] La ley sobre la paridad estaba pensada para implantar no una visión diferencialista de las mujeres (como grupo con atributos definibles) sino los principios universalistas de la democracia. “Es obvio que la paridad”, afirmaba Gaspard, “concierne no sólo a las mujeres, sino a la construcción misma de la democracia”.[42]

LA RESBALADIZA PENDIENTE DEL ESENCIALISMO A pesar del rigor de sus argumentos, las paritaristas no podían evitar el dilema de la diferencia, que se hacía más prominente en las objeciones presentadas por los críticos, tanto feministas como republicanistas.[43] (Es interesante que la división entre partidarios y oponentes de la ley no siguiera líneas tradicionales de partido o ideológicas.) Por supuesto, había también algunos partidarios del movimiento que no podían oír las declaraciones en pro del derecho de las mujeres a ser representantes más que en términos esencialistas. “Las mujeres” para estos críticos (y algunos partidarios) eran una categoría permanente de identidad desbordante con atributos sociales considerados como “naturales” cuya existencia se confirmaba por el sentido común y, por lo tanto, no podía ser abstraída ni modificada mediante cambios en la legislación. La desimbolización no era posible para ellas en cuanto a las diferencias de sexo.

Partidarias de la paridad Conforme las paritaristes forcejeaban con los argumentos abstractos sobre el poder de la ley para transformar el acceso de las mujeres a puestos de representación, con frecuencia se les pedía que justificaran sus demandas de manera práctica. La igualdad era un excelente principio, pero ¿cuál sería la verdadera diferencia si hubiera más mujeres en los puestos de elección? La pregunta llevaba implícita cierta noción de la diferencia de las mujeres, de hecho, que ellas constituían un grupo con rasgos compartidos que subsanarían una omisión percibida en el ámbito político. Pero revelaba un malentendido fundamental del objetivo de la paridad: insistir, en contra de los supuestos vigentes, en que las mujeres eran, o podían ser, individuos, como lo eran los hombres. Para seguir siendo coherentes con su argumento, las paritaristas probablemente debían haberse negado incluso a tomar en consideración esta pregunta e insistir en que el principio de igualdad instrumentado por ley era su único objetivo. Éste fue el consejo del filósofo belga Jean Vogel, que hizo una advertencia en contra de cualesquiera argumentos “extrapolíticos”. “La paridad tiene que ver con la igualdad y la democracia; por tanto, está relacionada con el funcionamiento interno de la democracia, como una autocrítica de la democracia, que debe ser justificada, pero no en relación con consideraciones extrapolíticas.”[44] No obstante, era irresistible para las paritaristas intentar responder, en ocasiones porque un debate en particular parecía exigirlo y, por supuesto, algunas de ellas creían que, ya fuera por experiencia o por naturaleza, las mujeres eran esencialmente diferentes de los hombres, que la diferencia sexual era un antagonismo irreducible que la ley podría reflejar pero que nunca podría cambiar. Las autoras de Au pouvoir citoyennes cuidadosamente evitaron cualquier declaración acerca de la complementariedad de los sexos o sobre la forma en que una presencia femenina incrementaría la sensibilidad legislativa o llevaría mayor armonía a la legislación, sino que argumentaron (de manera muy razonable, me parece) que la discriminación había dado a las mujeres una perspectiva diferente del proceso político. “Es permisible pensar”, insistía Gaspard (entre sarcástica y a la defensiva), “que las mujeres llevarán una pericia particular como resultado de su experiencia específica”.[45] Esa experiencia, según el militante del PS Jean-Pierre Chevènement, derivaba de la relación de las mujeres con el poder, diferente de la de los hombres, y con ello puso nuevas preocupaciones sobre la mesa. Tuvo buen cuidado de agregar que “esto no significa que por naturaleza las mujeres tengan la clave para una práctica política alternativa, sino que su contribución ayudará a restructurar las cosas”.[46] Con base en esta misma noción de experiencia, Servan-Schreiber dijo en una reunión de feministas que ella estaba dispuesta a “apostar” que cuando las mujeres estuvieran en posiciones de poder “no siempre votarían en contra de los intereses de otras mujeres”, que habría cierta solidaridad en cuanto a los asuntos de las mujeres. Su uso del negativo “no siempre votarían en contra”, era una forma de evitar el argumento esencialista de que las mujeres necesariamente representarían los intereses de las mujeres. Este tipo de circunlocución evidencia la dificultad para conciliar consideraciones prácticas y conceptualizaciones abstractas.[47] Otras daban por sentadas las interpretaciones históricas o culturales de las diferentes

experiencias de las mujeres y generalizaban más ampliamente acerca de su posible contribución. Así, Yvette Roudy (que difícilmente cabía en su propia descripción), sugirió que “más allá de los estereotipos, las mujeres ven las cosas de la vida de manera diferente, resuelven los problemas de otra forma […] y se acercan a la política desde una perspectiva distinta”.[48] Como Roudy, Janine Mossuz-Lavau, científica política que llegó a ser una de las voces importantes de la campaña por la paridad, resumió los resultados de su investigación sobre las preferencias de los votantes invocando la distinción entre público y privado: las mujeres estaban más en sintonía con lo privado, los hombres, con lo público. “Los hombres definen la política por instituciones y partidos, en tanto que las mujeres hablan de la gente y de lo que puede hacerse por ella.” De ahí que “las mujeres se expresen menos sobre el desempleo que sobre los desempleados”. Ellas se preocupan por lo particular, no por lo abstracto.[49] Cuando en 1996 diez mujeres destacadas en política publicaron su manifiesto en favor de la paridad (Manifiesto de las Diez), llevaron aún más allá estas nociones, cuando menos en parte, en un intento calculado por apelar a conceptos de la diferencia de sentido común y quizá también para tranquilizar a su público en el sentido de que no pretendían trastocar el orden social simbolizado por la diferencia de sexo. En el manifiesto declaraban que la exclusión de las mujeres “por los jacobinos” cuando se fundó la República había introducido una desafortunada pero persistente oposición entre virilidad (jerárquica, centralizadora, arrogante, racional, abstracta) y femineidad (entender a los otros “como son”, sensibles, concretos y atentos a los intereses de la vida diaria). En vez de rechazar esta oposición, la aceptaron y lamentaron la falta de interés de las mujeres en los asuntos contemporáneos (“circulación de la información, difusión del conocimiento, relaciones entre individuos y relaciones colectivas”), arguyendo que “las mujeres, por su identidad y su historia están bien ubicadas, si no es que mejor que los hombres, para afrontar los retos que se presenten”.[50] Aun así, no argumentaron que las mujeres representarían únicamente a las mujeres, sólo que su participación aportaría una perspectiva diferente a las deliberaciones políticas comunes. El siguiente paso fue tomar estas oposiciones construidas en función de la historia y hacerlas aún más duraderas. De modo que fue la líder del Partido Verde, Dominique Voynet, quien hizo referencia a la necesaria complementariedad de mujeres y hombres “en todos los aspectos de la vida”.[51] Conforme aumentaba el ímpetu de la paridad y se convertía en un movimiento prominente y controvertido (véase cap. IV), atraía a seguidoras menos conscientes de las trampas del esencialismo y que, aun rechazando la política de la identidad, naturalizaban la oposición masculino-femenino que otros atribuían a la ley o la historia; combinaban la dualidad anatómica y la diferencia sexual, en tanto que las fundadoras del movimiento trataban de diferenciarlas. Había feministas, por ejemplo, que siempre habían creído que la diferencia de sexo, biológica, psicológica o simbólica, era “primordial e irreducible”. Para Julia Kristeva, bastaba con que uno analizara las “estructuras elementales del parentesco” para captar la conexión entre el reconocimiento de la diferencia sexual y la cultura humana. “En última instancia, la paridad refleja a la humanidad reducida a su dualidad constitutiva […], una humanidad que no ha perdido el sentido de lo sagrado, tampoco el del sacrificio ni el de la procreación.”[52] Este argumento no estaba lejos de otro (ni de otros escritos de Kristeva en que se subraya la maternidad como clave de la femineidad) en que sostenía que la

complementariedad en política reflejaría el orden natural de la pareja heterosexual. Esto es lo que la filósofa Sylviane Agacinski empezó a afirmar en su Politique des sexes, en 1998.[53] Escrita cuando se debatía una ley para reconocer los derechos de las parejas homosexuales (y con ese debate en mente), Agacinski fundamentaba su apoyo a la paridad en una característica que siempre había sido cultural; no sólo había dos sexos, sino que tenían una relación necesaria de heterosexualidad basada en la procreación. Mientras que las paritaristas originalmente intentaron despolitizar la diferencia entre los sexos (distinguiendo entre la realidad de la dualidad anatómica y la atribución de significado a la misma), Agacinski tornó esos significados atribuidos en fundamentales para la biología, la organización social y la política. En el capítulo V analizaré los argumentos de Agacinski en relación con la reforma de las leyes de lo familiar y sus repercusiones en los debates sobre la paridad. Esos argumentos constituyeron el momento decisivo, esencializante, de la campaña por la paridad. Aquí sólo quiero señalar la forma en que su intervención ilustra el dilema de la diferencia. Habiendo partido de las “mujeres” como objeto de su campaña, a las paritaristas podría haberles costado trabajo controlar sus significados; la diferencia de las mujeres (incluidos sus atributos culturales) llegó a ser vista no como efecto del poder político, sino como esencia natural a la cual debía referirse el poder. Incluso las más ardientes partidarias de la ley tendían a invertir la causalidad que Gaspard, Servan-Schreiber y Le Gall habían propuesto. Para Gaspard y sus coautoras, la ley podía cambiar las relaciones sociales entre los sexos; no había nada inherente en la dualidad anatómica que determinara lo que esas relaciones debían ser. Para Agacinski, la ley debe responder a un orden natural previamente existente que no era un dualismo abstracto, sino un conjunto de diferencias llenas de significado. En su pensamiento, hombres y mujeres no eran individuos que por casualidad eran sexuados, sino necesariamente opuestos: marido y mujer. El individuo universal no simplemente se pluralizaba sino se remplazaba por la pareja universal. Perversamente, el argumento de Agacinski terminaba fuera del marco del consenso republicano, negando a las mujeres la igualdad misma que como individuos, buscaban Gaspard y sus colegas.

Críticos de la paridad Los críticos de la paridad se clasificaban cuando menos en tres grupos, según el sociólogo Yves Sintomer. En uno estaban los antifeministas clásicos, como Philippe de Gaulle (hijo del general), quien afirmaba que desde el principio del tiempo (“depuis le monde est monde”) las mujeres existían para criar hijos, los hombres para crear al mundo.[54] Esta distinción tradicional entre lo público y lo privado articulaba perfectamente la jerarquía que las paritaristas, desde Gaspard hasta Agacinski, trataban de combatir. Un segundo grupo lo formaban principalmente los intelectuales identificados con la izquierda, que reconocían que la igualdad era deseable, pero objetaban tanto lo que entendían por esencialismo implícito en la paridad como su aprobación de los principios liberales de la democracia representativa que privilegiaba los derechos formales (legales) en detrimento de los sustantivos (sociales y

económicos).[55] Un tercer grupo de críticos, que si bien convenía en que era lamentable excluir a las mujeres de la política, pensaba que la paridad amenazaba con remplazar al individualismo republicano con un comunitarismo estilo americano. A este grupo me referiré como “republicanistas”. Dejando de lado a los antifeministas, cuyas reacciones eran totalmente predecibles (y que, irónicamente, aceptaban la paridad por lo que era, un intento de modificar las bases del poder basado en el género), las posiciones críticas del segundo y el tercer grupo iluminan el dilema de la diferencia. Cada uno entendía la exigencia de la paridad no como la corrección de un sesgo añejo, sino como un llamado a elegir a mujeres nada más porque eran mujeres, como una forma de “comunitarianismo” o política de identidad. Los republicanistas objetaban la idea de que se agregara un nuevo requisito a los criterios normales para ocupar un puesto (talento, aptitudes, habilidades), concretamente, “ser de sexo femenino”.[56] Y los de la izquierda reprendían a las paritaristas por tratar a las mujeres como grupo. “Las mujeres no constituyen una categoría social homogénea, como tampoco los hombres.”[57] Este comentario debió haberles parecido absurdo a las autoras de Au pouvoir citoyennes, pues ellas habían debatido de manera contundente en contra de la idea de que las mujeres fueran una categoría social homogénea, pero también demostraba la dificultad para conducir una lucha política con conceptos complejos (dualidad anatómica más que diferencia sexual, el poder de la ley para transformar las relaciones sociales y simbólicas entre los sexos o incluso quitar toda pertinencia al género) tendientes a modificar las bases sobre las cuales se apoyaban las prácticas discriminatorias. Si los críticos republicanistas consideraban peligrosa la atención que la paridad prestaba a la dualidad anatómica porque para ellos significaba diferencia sexual, los críticos de izquierda (que también combinaban dualidad anatómica y diferencia sexual) pensaban que la atención a la diferencia sexual era demasiado restrictiva, pues al reconocer esa diferencia se segaban otras diferencias más prominentes, como la clase. Pero ni ofreciendo sus propias alternativas, los críticos lograban resolver el dilema de la diferencia. No tenían solución para el problema de la discriminación, una discriminación basada en la creencia de que la diferencia de sexo de las mujeres no era susceptible de abstracción.

Crítica de la izquierda Los críticos de izquierda presentaron muchas objeciones a la campaña por la paridad; sobre todo, sostenían que la paridad, contrario a sus propias intenciones, sólo podía materializar, más que disolver, la oposición naturalizada entre mujeres y hombres. Entre otras cosas, esta materialización negaba a las mujeres la posibilidad de actuar como individuos o como miembros de otros grupos. Podría haber discriminación en contra de las mujeres, pero el argumento para acabar con ella no debía provenir de las mujeres como mujeres. “Ello dejaría la impresión de que las mujeres sólo pueden tener acceso a la política como miembros de un grupo homogéneo. […] Desde esta perspectiva, el potencial de contribuciones singulares a la vida pública por parte de un individuo, condición fundamental de la ciudadanía, sigue bloqueado.”[58] Estas feministas podían oír “mujeres” sólo con el significado de un grupo

social, de modo que pensaban que la legitimidad de las mujeres como representantes se debilitaría por haber sido elegidas por su identidad de grupo, no por su capacidad individual. [59] Así, la paridad confirmaría, más que afectar, el prejuicio que hacía casi imposible que las mujeres fueran representantes de Francia. Desde este punto de vista, la paridad era una ilusión para el feminismo; el reconocimiento de una diferencia basada en la biología llevaría inexorablemente a su reproducción y no a la igualdad prometida.[60] Si las mujeres realmente tenían una identidad, afirmaban estos críticos, no era por su constitución física sino por la opresión social y económica que habían sufrido; con esto hacían causa común con un grupo mayor de oprimidos. “Las únicas alianzas posibles son proyectos políticos que desarrollan una alternativa al mundo tal cual existe, basado en intereses y necesidades de hombres y mujeres, en múltiples opiniones sobre la dominación, a menudo contradictorias.”[61] Para estos críticos, era más importante señalar que las mujeres estaban exageradamente representadas entre los desempleados y como jefes de hogares empobrecidos que quejarse de que se les excluía de los puestos de elección. En un caso, el feminismo estaba dedicado a la justicia social, en el otro, a garantizar a algunas mujeres, por demás privilegiadas, el acceso a mejores empleos. A menos que se hiciera la distinción entre diferentes tipos de exclusión, se corría el riesgo de reducir todas las formas de antagonismo social a la diferencia sexual y de ignorar las dificultades de otros, como los inmigrantes y los desempleados. Se acusó a la campaña por la paridad de elitismo político, interesada solamente en el avance de la carrera de unas cuantas patriciennes que aspiraban a llegar al vestíbulo del poder con condiciones masculinas.[62] Pierre Bourdieu, de los primeros partidarios, se preocupó posteriormente por que las críticas de la paridad al universalismo “corren el peligro de incrementar los efectos de una forma distinta de universalismo ficticio, al favorecer la prioridad de las mujeres salidas de las mismas regiones del espacio social que los hombres que ocupan actualmente las posiciones dominantes”. Y urgía, por el contrario, a medidas contra “todos los efectos de dominación” en todas las instituciones de la sociedad (sin embargo, no especificaba qué forma concreta debían adoptar esas medidas).[63] Aun cuando los que lo proponen en realidad no apoyan la idea de que sólo mujeres pueden representar a las mujeres, la historiadora Eleni Varikas argumentó que la paridad lógicamente implicaba “que las mujeres deben ejercer su ciudadanía como mujeres”.[64] Después amplió la lógica a requerir que cualquier candidata debe ser preferible a un hombre. Pero esto sería una traición, añadió, que llevaría a las feministas a fomentar el voto por candidatas como MarieFrance Stirbois, del Frente Nacional, sólo por ser mujer. Este enfoque negaría la necesidad de apoyar políticas sustantivas que beneficiarían a esas mujeres (y hombres) víctimas de verdadera desigualdad. El hincapié de la paridad en asuntos políticos, representación y aprobación de una ley, parecía más una distracción liberal de las desigualdades económicas más básicas en la sociedad francesa. ¿Era la paridad un llamado a la justicia social o nada más a una reforma legal?, preguntaron estos críticos de izquierda. Si el punto fuera la justicia social, entonces debería hacerse presión en el comité para que hubiera una representación más democrática, es decir, que fuera más representativo. La crisis de la representación había abierto el camino hacia una genuina democracia; la paridad estaba cerrando las puertas a esa oportunidad de democracia aceptando las condiciones del viejo universalismo (el del individuo abstracto) en

lugar de redefinirlo. La paridad pretendía integrar a las mujeres al sistema republicano existente; los críticos de la izquierda querían una modificación del propio sistema para que todos los grupos subrepresentados pudieran tener voz. Esto no sucedería por los medios legales, insistían. “En el estado actual del mundo, esta idea mantiene la ilusión de que un cambio en las relaciones de poder entre hombres y mujeres es posible, que antagonismos como éste pueden transformarse sencillamente con la aprobación de una ley.”[65] Incluso si las mujeres ganan 50% de los escaños en las asambleas de elección, los hombres seguirán teniendo más poder porque la propia ley no podría cambiar las “relaciones de poder” existentes. Al argumento de que una asamblea con 50% de mujeres tendría un efecto simbólico y revertiría los estereotipos referentes a las mujeres, Varikas contestó que la relación entre los símbolos y la realidad “es mucho más compleja y mediada de lo que realmente se acepta”.[66] La impotencia económica y social de las mujeres influiría en la percepción que se tiene de las mujeres en todos los ámbitos, incluida la política. En este punto, el desacuerdo con las fundadoras de la paridad era fundamental. Para las críticas feministas de izquierda, la ley nada más seguía al cambio social, no lo precedía ni lo provocaba. La política era a lo social y lo económico, lo que lo simbólico era a lo real; lo político y lo simbólico siempre reflejaban (y nunca construían) las realidades de la vida social y económica. Más aún, mientras que las paritaristas entendían el cambio como incrementos, como una serie de avances acumulados en dirección de mayor igualdad, los críticos de izquierda tenían una idea más dramática y totalizadora, más revolucionaria, de cómo debía tener lugar el cambio y qué implicaría. Los críticos de izquierda de la paridad no negaban la necesidad de aceptar que las diferencias sociales dividían a la sociedad francesa; de hecho, suponían que esa aceptación era sólo la forma en que podrían organizarse los movimientos para transformar las estructuras de poder reinantes. Sin embargo, objetaban que el núcleo de la paridad fuera la dualidad anatómica (que para ellos era equivalente a la diferencia sexual) porque dejaba de lado otras diferencias más notables, como la de clases, y porque parecía asignar una causalidad más biológica que económica. Además rechazaban la idea de las paritaristas de que la ley era el origen de esa asignación de causalidad biológica y, por tanto, podía influir en ella. Su demanda de alianzas políticas entre los oprimidos (les dominés) evitaba la carga de esencialismo, pero no garantizaba un enfoque en la discriminación sexual como tal. Sin duda, como la propia Varikas admitía, en los movimientos de izquierda notables por ignorar jerarquías basadas en el género, que no se prestara atención específica a las mujeres perpetuaría la discriminación, más que acabar con ella.[67] Su solución era crear a largo plazo un mejor movimiento, más atento a las necesidades de los posibles electores, una nueva forma de política democrática. Según su propia lógica, quienes criticaban la paridad desde la extrema izquierda se habían quedado atrapados en el dilema de la diferencia: no podían pensar en las mujeres más que como una categoría social ya simbolizada. Y luchaban con dos alternativas insatisfactorias. La particularización de las mujeres reproducía las condiciones de discriminación contra ellas, al tiempo que las subsumía en la categoría de los dominés. Sin embargo, definir a las mujeres como dominés alejó la atención de la especificidad de la discriminación en contra de las mujeres basada en su sexo (que Varikas utilice la forma masculina “dominés” es síntoma del problema), especificidad que las feministas de izquierda aceptaban pero que, en última

instancia, no podían manejar.

Crítica republicanista Lo mismo que los críticos de izquierda de la paridad, los sedicentes defensores de la República (por supuesto, muchos formaban parte también de la izquierda política) no podían oír, o se negaban a aceptar, la diferencia entre abstracción (dualidad anatómica) y los significados atribuidos (diferenciación sexual) y, por lo tanto, objetaban fuertemente el esencialismo implícito del movimiento, pensaban que retrasaría generaciones de logros feministas. Así, Elisabeth Badinter insistía en que la paridad intentaba “concretizar” lo universal, que necesariamente debía ser abstracto.[68] Al modificar la exigencia de “igualdad de los sexos” a “igualdad entre los sexos”, declaró la profesora de leyes Evelyne Pisier, la paridad introduciría la diferencia en lo que debería seguir siendo un principio universal abstracto.[69] (En esto estaba equivocada: las paritaristas pedían “igualdad de los sexos”, no “igualdad entre los sexos”.) Tradicionalmente, argumentaba Pisier, el punto de las feministas había sido negar la importancia del sexo con fines de participación política. Como el dualismo anatómico estaba inevitablemente arraigado en la biología, se utilizaría para justificar todo tipo de tratamiento discriminatorio de las mujeres. Desde su punto de vista, lo concreto nunca podría separarse de lo abstracto. Los republicanistas objetaron lo que consideraban como el esencialismo inevitable de la paridad. “Apoyarse en determinaciones biológicas […] no crea una comunidad de existencia, una oportunidad de libertad, pero sí recrea las condiciones de discriminación que siempre amenazan con repetirse.”[70] La noción (plasmada en el Manifiesto de las Diez) de que había algo inherentemente femenino que trascendía a la clase, la educación y la afiliación política enfureció a Elisabeth Badiner, quizá la que más se hacía oír y la más citada de las críticas republicanistas. “Me siento mucho más cerca de un hombre que comparte mis valores que de una mujer que no los comparte.”[71] Y no encontró nada para confirmar sus ideas sobre su diferencia en la conducta de aquellas pocas mujeres que se las habían arreglado para formar parte de la asamblea o del gobierno. “Disculpen mi escepticismo, pero cuando me codeo con mujeres que tienen poder, graduadas de la ENA o del politécnico, me parecen muy similares a sus colegas hombres; mismos atributos, mismos defectos.”[72] Otra objeción era el riesgo de “comunitarismo”. A diferencia de las críticas de izquierda que la atacaban por conservadora, las comentaristas republicanistas menospreciaban la paridad por considerarla un intento de modificar radicalmente el sistema político francés para remplazarlo con “la democracia comunitaria de cuotas, importada de Estados Unidos”.[73] Este país era el complemento ideal de esas críticas, y su multiculturalismo una cruda advertencia para cualquiera que intentara alterar los principios del republicanismo francés. La paridad se comparaba con la acción afirmativa estadunidense, por definición un intento fallido de revertir la discriminación. “La discriminación nunca es positiva y siempre termina por voltearse en contra de la persona objeto de la discriminación”, afirmaba Badinter, y señalaba (sin mayor elaboración) a “los negros estadunidenses” como prueba de esta declaración.[74] También

Danièle Sallenave citaba el caso estadunidense y destacaba que sus críticos más severos eran los que supuestamente se beneficiaban con esas prácticas.[75] Los hechos complejos de la experiencia estadunidense no venían al caso en estos argumentos; era la imagen de Estados Unidos dividido por conflictos en comunidades raciales, étnicas y religiosas lo que hacía las veces de antítesis de la deseada unidad de Francia. Estados Unidos era diferencialista, Francia, universalista. Ante todo, los republicanistas consideraban que la paridad era peligrosa porque interfería con un universalismo ganado con gran esfuerzo. En la historia de la política francesa, recordaban, los discursos sobre la diferencia se relacionaban invariablemente con la derecha; por implicación, la paridad abría la puerta a enemigos de la República. Por esa razón, Badinter pensaba que la paridad llevaba aparejadas “mortales implicaciones para nuestra República secular y universalista”.[76] “Poner a la paridad en una ley es renunciar a la igualdad de los ciudadanos y aceptar el fin de la República francesa.”[77] Aunque concedía que la situación de las mujeres en el ámbito político era deplorable, ella prometía “luchar con todas mis fuerzas para proteger las bases de la República como una e indivisible”.[78] La base era necesariamente la idea tradicional del individualismo abstracto. Para Dominique Schnapper, la nación se define a sí misma por su ambición de trascender a membresías particulares: biológicas, históricas, económicas, sociales, religiosas o culturales; de definir al ciudadano como un individuo abstracto sin identidades ni aptitudes particulares, por encima de toda determinación concreta.[79]

La indivisibilidad de la nación, de hecho su mera existencia, aquí se apoyaba en que no se percibía la diferencia (fenómeno que desde 1789 se expresaba a manera de exclusión de la diferencia sexual en la forma de exclusión de las mujeres). Para el senador Robert Badinter, “la soberanía, igual que la República, es un todo indivisible”. Era tan incomprensible, afirmaba, concebir a la soberanía encarnada en dos mitades de humanidad, como poco plausible referirse a un “universalismo concreto”. “¡Universalismo es universalismo, nada más, nada menos!”[80] Para Elisabeth Badinter, “humanidad” era la abstracción que disolvía la diferencia: “La grandeza del concepto de humanidad es que es común a todos nosotros a pesar de todas nuestras diferencias”.[81] En la realidad puede haber todo tipo de diferencias, agregó Pisier, pero nunca se debe permitir que afecten “el principio legal de indiferenciación”.[82] Después de todo, era un llamamiento a sus derechos como seres humanos, no como mujeres, lo que les había valido su derecho al voto y que ahora debía invocarse para darles acceso a la política. Como el individualismo abstracto “trascendía” a las diferencias, era la garantía de inclusión; el reconocimiento de cualquier diferencia en el ámbito de la política era inevitablemente destructivo. Para Pisier, no podía haber abstracción del tipo ofrecido por las paritaristas porque no había una dualidad anatómica sin sentido inherente. La acérrima reafirmación de los principios de la República tendía a evitar no sólo la paridad, sino las exigencias de otros grupos de una representación más justa. Aceptar este sistema de “cuotas” (pues a los ojos de estos críticos la paridad no era más que una cuota) introduciría principios “corporativistas” y así abriría la puerta a todo tipo de exigencias de representación proporcional. “¿Qué es más difícil en una sociedad como la francesa, ser beur o mujer?”[83] En lugar de campañas en pro de los derechos, advirtió Sallenave, habría campañas para que se reconociera a todo tipo de colectividades diferentes. Entonces ¿dónde

poner el límite: “Negros o beurs, homosexuales o musulmanes, adventistas del séptimo día?”[84] Había diversas listas (suele mencionarse a los minusválidos, como para sugerir que los seres humanos menos favorecidos o con deformidades también tendrían que incluirse), aunque la mayor preocupación parecían ser los “inmigrantes”, los norafricanos cuyo estatus había sido el meollo de las discusiones sobre la nacionalidad en la década de 1980 y los primeros años noventa. La paridad amenazaba con reabrir lo que las reformas de las leyes sobre la nacionalidad de 1986 y 1993 habían negado: conceder reconocimiento especial a las necesidades y los intereses de los inmigrantes. De ahí la ansiedad de Elisabeth Badinter: Tendría que estar sorda o ciega para no ver que la presión comunitaria en Francia es enorme. ¿Y qué dirán las paritaristas a la “comunidad” norafricana que incluye a millones de personas que pueden voltear la mirada a la Asamblea Nacional y exclamar, indignadas: “¿Y nosotros qué, estamos excluidos de la República universalista?”[85]

La mayoría de estos críticos aceptaba el problema de la discriminación de las mujeres que se trataba de corregir con la paridad, pero proponían otros medios para mejorar el acceso de las mujeres a los puestos de elección. La cuestión, afirmaban, no estaba en los derechos para las mujeres, sino en el hecho de la discriminación en contra de ellas. La falla estaba en las prácticas, no en los principios. En una oposición basada en el mito de un republicanismo intemporal, los republicanistas planteaban los principios como inmutables, a diferencia de las prácticas, que cambiaban. Rechazaban por completo la idea propuesta por las paritaristas de que lo que estaba en juego era un principio de igualdad aún no establecido (de hombres y mujeres, más que entre hombres y mujeres). Por tanto, Elisabeth Badinter pensaba que el monopolio masculino del poder político, defendido por la misoginia de los partidos políticos, podría corregirse mediante medidas específicas. Si se eliminara la práctica de los puestos múltiples, habría más puestos disponibles para mujeres. Si el comportamiento de los partidos políticos dependiera de incentivos financieros, más mujeres podrían postularse como candidatas. Badinter apoyaba una revisión constitucional para exigir a los partidos políticos que realizaran los compromisos existentes respecto a la igualdad. Así se atacarían las “verdaderas causas” de la subrepresentación de las mujeres.[86] En cuanto al asunto de la causalidad, era fundamental el desacuerdo entre críticos republicanistas y paritaristas. Para los primeros, el universalismo del individualismo abstracto era la antítesis de la discriminación; para las paritaristas, habían sido mutuamente constitutivos desde la Revolución. Para el primer grupo, la discriminación podría superarse sólo con ignorar la diferencia, para el último, sólo la reinstauración de la diferencia como dualidad permitiría atacar la discriminación. Ambas posiciones ejemplifican el dilema de la diferencia. Si bien los republicanistas pronosticaban que la paridad sólo reproduciría la discriminación, no tenían una respuesta para la interrogante de cómo, o si, las mujeres podrían considerarse individuos frente a la discriminación basada en su sexo. ¿Podrían las ideas existentes sobre el universalismo eliminar las marcas de la diferencia sexual, diferencia tradicionalmente considerada como irreductible, no susceptible de abstracción? Alain Lipietz, activista del Partido Verde y defensor de la paridad, sugirió que no podrían: “Hay una enorme diferencia entre las mujeres y los trabajadores” como representantes electos, dijo. “Una mujer electa sigue siendo mujer porque está inmersa en relaciones sociales que la sumergen en esa identidad, mientras que un trabajador, una vez electo, deja de ser trabajador.”[87] Lo que las

paritaristas consideraban como la “verdadera causa” de exclusión, es decir, las concepciones de lo inadecuado de su papel como representantes de la nación basadas en la diferencia de sexo, nunca podría formar parte del remedio de los republicanistas. Por el contrario, para los republicanistas, la ficción de que los individuos no tienen sexo (y de que el sexo es equivalente a cualquiera otra característica social) tenía que mantenerse en política, incluso si el sexo (concebido como más fundamental que cualquiera otra característica social) era la base de la discriminación en contra de las mujeres. De la publicación de Au pouvoir citoyennes a la aprobación de la ley de la paridad en junio de 2000, los debates fueron encarnizados. Desde una perspectiva estadunidense, destacaban por su elevado nivel de compromiso filosófico (aun cuando estuvieran cargados de veneno y pasión) y por la participación de varios intelectuales importantes de Francia. Algunos comentaristas intentaron restar importancia a los debates calificándolos de disputa familiar en la Ribera izquierda de París, sugiriendo que con todo y su brillante retórica, en última instancia, la filosofía no tenía injerencia en la política. Si bien la ley se aprobó a pesar de la fuerza de las objeciones de los críticos, me parece que estos debates sí tuvieron relevancia política, no porque hayan o no influido directamente en los legisladores y la opinión pública, sino porque su propia indecisión demostró la necesidad de una ley. Sólo una ley, habían argumentado las autoras de Au pouvoir citoyennes, podría abrirse camino entre los argumentos que involucraban filosofía e ideología, epistemología y lealtad política. Sólo una ley que instrumentara un nuevo principio de igualdad podría iniciar el proceso del cambio estructural e ideológico necesario para la reconceptualización de las mujeres como individuos. Sólo mucho después de que entrara en vigor la ley podría finalmente saberse si había restado importancia a la diferencia sexual en la esfera de la representación política. En ese momento, el objetivo del movimiento era lograr la aprobación de la ley.

[Notas]

[1] Después de la primera vuelta de las elecciones de 2002 se hizo el mismo “diagnóstico”,

aunque esta vez pareció más bien un mero formulismo. [2] Le Monde, 25 de febrero de 1999. [3] “Le Manifeste des dix pour la parité”, L’Express, 6-12 de junio de 1996, pp. 32-33. [4] Françoise Gaspard, Claude Servan-Schreiber y Anne Le Gall, Au pouvoir citoyennes: Liberté, égalité, parité, Seuil, París, 1992, p. 10. [5] La Ligue des Droits des Femmes (organización relacionada con Simone de Beauvoir) ya había propuesto en 1975 una ley de ese tipo, inspirada en la ley contra la discriminación racial de 1972. Después de ser elegido, François Mitterrand impulsó la idea en 1982, en nombre de la tolerancia. Los esfuerzos para aprobar la ley antidiscriminación siguieron

siendo infructuosos más o menos hasta 1986, cuando fue evidente que la mayoría de los legisladores aún apoyaba el comentario de 1980 de Valéry Giscard d’Estaing de que “l’avenir de la condition féminine est dans les esprits plutôt que dans les textes”. Véase la versión de Alice Colanis, “La loi antisexiste”, Dialogue de Femmes, 31 de enero de 1988; y Eléonore Lépinard, “Les stratégies de légitimation de la parité en France”, Revue Française de Science Politique, 54 (febrero de 2004), pp. 71-98. [6] E. Vogel-Polsky, “Las tares génétiques du droit de l’égalité des sexes” (artículo inédito [¿1995-1996?], en los archivos personales de Françoise Gaspard). [7] Eliane Viennot, en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 142. [8] Jean Vogel, en ibid., pp. 127-139. [9] Françoise Gaspard, “La parité, pourquoi pas?”, Pouvoirs, junio de 1997, p. 13. [10] Elisabeth G. Sledziewski, “Report”, en The Democratic Principle of Equal Representation: Forty Years of Council of Europe Activity: Proceedings of the Seminar at Strasbourg, November 6 and 7, 1989, Council of Europe Press, Estrasburgo, 1992, p. 23. [11] Entre los escritos estadunidenses sobre sexo y género se incluye a (esta lista no es de ninguna manera exhaustiva) Gayle Rubin, “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of Sex”, en Rayna R. Reiter, ed., Toward an Anthropology of Women, Monthly Review Press, Nueva York, 1975, pp. 157-210; Donna Haraway, Simians, Cyborgs, and Women: The Reinvention of Nature, Routledge, Nueva York, 1991; Sherry B. Ortner y Harriet Whitehead, Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality, Cambridge University Press, Cambridge, 1981; Elizabeth Wilson, Neural Geographies: Feminism and the Microstructure of Cognition, Routledge, Nueva York, 1998; Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, Routledge, Nueva York, 1990, y Undoing Gender, Routledge, Nueva York, 2004. [12] Eliane Vogel-Polsky, “Les impasses de l’égalité, ou pourquoi les outils juridiques visant à l’égalité des femmes et des hommes doivent être repensés en terms de parité”, ParitéInfos, número especial 1 (mayo de 1994), p. 11. Vogel-Polsky cita a Kuhn en su conceptualización de un cambio de paradigma. [13] Giselle Donanrd, “Se réappropier la politique par la parité”, Parité-Infos, suplemento del núm. 8 (diciembre de 1994), p. 3; véase también Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 126. [14] Etienne Balibar, “Ambiguous Universality”, Differences, 7 (primavera de 1995), p. 64. [15] Ibid., pp. 67-68. [16] Martha Minow, “Learning to Live with the Dilemma of Difference”, Law and Contemporary Problems, 48, núm. 2 (1984), pp. 157-211. Sobre el tema general de la representación y la diferencia sexual, véase Philippe Maïtre, “Différence sexuelle et représentations de la politique dans la France contemporaine”, Mémoire de maîtrise: ethnologie, Université de París 8, Vincennes, 1997. [17] Eliane Viennot, “Parité: les féministes entre défis politiques et révolution culturelle”, Nouvelles Questions Féministes, 15, núm. 4 (1994), pp. 85-86. [18] Jacques Rancière, “Citoyenneté, culture et politique”, en Mikhaël Elbaz y Denise Helly, eds., Mondialisation, citoyenneté et multiculturalisme, L’Harmattan / Presses

Universitaires de l’Université de Laval, París / Quebec, 2000, pp. 55-68. [19] Geneviève Fraisse, citándose a sí misma; participó en una discusión sobre la ley de la paridad cuya transcripción se incluye en Catherine Tasca, Rapport fait au nom de la commission des lois constitutionelles, de la législation et de l’administration générale de la république sur le projet de loi constitutionnelle (no. 985) relatif à l’égalité entre les femmes et les hommes, Assemblée Nationale, París, 2 de diciembre de 1998, p. 48. Un análisis sobre algunos de los problemas filosóficos se encuentra en los artículos de Christian Lazzeri, Janine Mossuz-Lavau, Evelyne Pisier, Gwénaële Calvès, Françoise Gaspard y Gisèle Halimi en “Débat sur le principe de parité”, Cités: Philosophie, Politique, Histoire, 3 (2000), pp. 169-194. [20] En su introducción a un número especial de Politix, creo que Eric Fassin subraya exageradamente los aspectos estratégicos de la paridad en un esfuerzo por ir más allá de los debates filosóficos sobre el esencialismo y el universalismo ocasionados por ésta. Atribuye muchas de las dificultades para articular una posición teórica clara a las limitaciones impuestas por la necesidad de evitar el “multiculturalismo estadunidense”. Si bien son muchos los aspectos de la interpretación de Fassin sobre el movimiento con los cuales se puede estar de acuerdo, yo argumentaría que omite lo más original al respecto, su indudable intento teórico de desimbolizar la diferencia de sexo distinguiendo entre abstracción y personificación, dualidad y diferencia. Véase Eric Fassin, “La parité sans théorie: Retour sur un débat”, Politix: Revue des Sciences Sociales du Politique, 15, núm. 60 (2002), pp. 19-32. [21] Por supuesto, el libro no fue el único texto que abogara por la paridad; abrevando de los escritos y discusiones de feministas francesas y europeas de la época, ofrecía una síntesis importante, así como un argumento original propio. [22] Sobre courant 3, véase cap. II, en “Cuotas”. [23] Entrevista con Le Gall, París, 4 de julio de 1998. [24] Gaspard, “De la parité”, p. 42. Véase también Gaspard, “La parité, pourquoi pas?”, p. 13. [25] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 54. [26] Ibid., p. 144. [27] Citado en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 49. [28] Ibid., p. 38. [29] Véase cap. I, pp. 35-36. [30] Françoise Gaspard, “Le fratriarcart: Une spécificité française”, Après-demain, 380-381 (enero-febrero de 1996), p. 4. [31] Claude Servan-Schreiber, “La fausse-vraie maire de Vitrolles: Une insulte pour toutes les femmes”, Parité-Infos, núm. 17 (marzo de 1997), p. 5. [32] Alain Lipietz, “Parité au masculin”, Nouvelles Questions Féministes, 15, núm. 4 (1994), p. 62. [33] Viennot, “Parité”, p. 70. [34] Françoise Collin, “L’urne est-elle funéraire?”, en Michèle Riot-Sarcey, ed., Démocratie et représentation, Kimé, París, 1995, p. 71. [35] Françoise Collin, en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 103. [36] Claude Servan-Schreiber, “Dialogue de femmes” (manuscrito, 18 de octubre de 1992), p.

9. [37] Idem. [38] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 130. [39] El uso francés del término “comunitario” no es el mismo que en Estados Unidos; el francés se refiere a una identidad cultural corporativa, un sentido de pertenencia a un grupo étnico o religioso que no concuerda con la identidad individual protegida por el Estado. El Estado en Francia protege a los individuos de los reclamos de las “comunidades”. [40] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 166. [41] Le Monde, 17 de febrero de 1999. [42] Françoise Gaspard, “Des partis et des femmes”, en Riot-Sarcey, Démocratie et représentation, p. 239. [43] He utilizado el término “republicanista” para designar a quienes adoptaron como misión la defensa de la República y sus principios. En Francia, casi todos son republicanos, así que el término no hubiera sido suficientemente específico. Muchas de las personas a las que me refiero como republicanistas también se consideran de izquierda; de hecho, eran miembros del Partido Socialista o votaban por él. [44] Jean Vogel, en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 130. [45] Citado en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 133. [46] Idem. [47] Servan-Schreiber, “Dialogues de femmes”, p. 29. [48] Yvette Roudy, “L’autre regard”, Après-demain, 380-381 (enero-febrero de 1996), p. 40. [49] “Election présidentielle–le vote des femmes peut faire la décision: Entretien avec Janine Mossuz-Lavau”, Parité-Infos, núm. 9 (marzo de 1995), p. 2. [50] L’Express, 6 de junio de 1996, pp. 32-33. [51] Voynet, citada en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 132. [52] Le Monde, 23 de marzo de 1999, pp. 1, 16. [53] Sylviane Agacinski, Politique des sexes, Seuil, París, 1998. [54] Citado en Yves Sintomer, “Délibérer, participer, représenter: Vers une sociologie de la justification politique”, Mémoire d’habilitation, Université de París V, 2001, p. 17. [55] Sintomer, ibid., 16-26, cataloga mal esta crítica de la izquierda como una posición “deconstruccionista radical”. Ninguno de los relacionados con dicha postura eran deconstruccionistas en ningún sentido filosófico formal, más bien eran feministas tradicionales, feministas afiliadas a la extrema izquierda y científicos sociales como Pierre Bourdieu, para quien la importancia dada a la elección de mujeres era elitista porque ignoraba las condiciones sociales y económicas que empobrecían a las mujeres que no eran burguesas. [56] Assemblé Nationale, 2a sesión, 15 de diciembre de 1998, p. 10506. [57] Helena Hirata, Danièle Kergoat, Michèle Riot-Sarcey y Eleni Varikas, “Parité ou mixité?”, en Micheline Amar, ed., Le piège de la parité: Arguments pour un débat, Hachette Littérateurs, París, 1999, p. 12. (Este artículo fue originalmente publicado en 1993 como “La représentation politique en question: Parité ou mixité?”, en Futur Antérieur, y otra vez en 1994 como “Parité ou mixité?”, en Politix.) [58] Véase Hirata et al., en Le piège de la parité, p. 13. Si “hombres” se hubiera sustituido por

“mujeres” en estos comentarios, habrían salido a la luz las contradicciones de los críticos, pero siendo que hombres ya era sinónimo de individuo, la incoherencia les resultó evidente. [59] Eleni Varikas, “Une représentation en tant que femme? Réflexions critiques sur la demande de la parité des sexes”, Nouvelles Questions Féministes, 16, núm. 2 (1995), pp. 81-127. [60] Josette Trat, “La loi pour la parité: Une solution en trompe-l’oeil”, ibid., pp. 129-139. [61] Varikas, “Une représentation en tant que femme?”, pp. 120-121. [62] Michèle Le Doeuff, “Problèmes d’investiture (De la parité, etc.)”, Nouvelles Questions Féministes, 16, núm. 2 (1996), p. 14. [63] Pierre Bourdieu, Le domination masculine, Seuil, París, 1998, p. 124 [Pierre Bourdieu, La dominación masculina, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 141]. [64] Varikas, “Une représentation en tant que femme?”, p. 112. [65] Hirata et al., en Le piège de la parité, p. 13. [66] Varikas, “Une représentation en tant que femme?”, p. 114. [67] Ibid., p. 121. [68] Elisabeth Badinter, “La parité est une régression: Entretien avec Elisabeth Badinter réalisé par Isabelle Girard et Benoit Rayski”, en Amar, Le piège de la parité, p. 88. (Publicado originalmente en L’événement du jeudi, 4-10 de febrero de 1999.) [69] Evelyne Pisier, “Universalité contre parité”, en Amar, Le piège de la parité, p. 15. (Publicado originalmente en Le Monde, 8 de febrero de 1995.) [70] Danièle Sallenave, “Le piège de la parité”, en Amar, Le piège de la parité, p. 24. [71] E. Badinter, “La parité est une régression”, en ibid., p. 88. [72] Elisabeth Badinter, “Non aux quotas de femmes”, Le Monde, 12 de junio de 1996. ENA es la École Nationale d’Administration, donde se capacita a administradores, servidores públicos y políticos de alto nivel. [73] Idem. [74] Idem. [75] Sallenave, “Le piège de la parité”, p. 23. [76] E. Badinter, “Non aux quotas de femmes”. [77] Citado en L’Express, 6 de junio de 1996, p. 31. [78] E. Badinter, “La parité est une régression”, p. 88. [79] Dominique Schnapper, La communauté des citoyens, Gallimard, París, 1994, p. 49. [80] Robert Badinter, discurso en el Senado, 26 de enero de 1999, en Amar, Le piège de la parité, p. 36. [81] E. Badinter, “La parité est une régression”, p. 89. [82] Pisier, “Universalité contre parité”, p. 16. [83] E. Badinter, “La parité est une régression”, p. 89. [84] Sallenave, “Le piège de la parité”, p. 24. Beur se refiere a alguien nacido en Francia pero de padres norafricanos. No tiene connotaciones racistas y se deriva de una palabra en argot que significa árabe. [85] E. Badinter, “La parité est une régression”, p. 89. [86] Ibid., p. 88.

[87] Lipietz, en Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 114.

IV. LA CAMPAÑA POR LA PARIDAD LAS DIVISIONES entre intelectuales, evidentes en los intensos debates filosóficos sobre la diferencia sexual y el republicanismo, no se reproducían entre el público en general. Más bien, el término paridad parecía cada vez más conocido y popular debido a los debates. A menos de cinco años del lanzamiento de la campaña, las encuestas de opinión mostraban un abrumador apoyo (casi sin distinción entre hombres y mujeres) a la igualdad de género entre los representantes electos. Si bien los observadores de fuera del país tenían opiniones fuertes sobre el conservadurismo francés en materia de género, la opinión pública no se oponía al incremento del número de mujeres en política, quizá como resultado de múltiples factores, entre ellos la larga experiencia con mujeres como votantes, el disgusto público más inmediato con los políticos y la forma en que la campaña por la paridad hacía sus llamamientos. Sin importar las razones, la presión de la opinión pública era tal que diputados y senadores, así como los líderes de los partidos, se tragaban su hostilidad e incluían paridad en su vocabulario (aun cuando trataban de limitar la definición y el logro de sus objetivos). Entre la derrota del Partido Socialista en las elecciones legislativas de 1993 y su reconquista de la mayoría en la Asamblea Nacional en 1997, la paridad logró una enorme difusión como declaración de principios y compromiso con la acción. Los políticos entendieron que una posición respecto de la paridad podría traducirse en el éxito o la derrota electoral del partido y, de hecho, esa percepción parece haber sido acertada. Hacia finales de la década, el amplio apoyo del público hizo prácticamente inevitable la aprobación de algún tipo de ley. La popularidad de la paridad era resultado de una intensa campaña feminista contra la injusticia y en favor de la igualdad; no era un movimiento tendiente a establecer una identidad femenina coherente; lo que tenía en común provenía de la experiencia de la discriminación, evidente en la forma adoptada por el movimiento, una red apenas coordinada de asociaciones establecidas de mujeres con poco en común más allá de la crítica contra el sistema de representación existente y las características mínimas de su demanda: paridad significaba no más que “perfecta igualdad”. La igualdad perfecta tenía que ver con la justicia en el acceso a la toma de decisiones; no era aprobar una visión esencialista de la diferencia sexual. Sin duda había trampas esencialistas inherentes al dilema de la diferencia, pero el verdadero movimiento se las arregló para minimizarlas cuando estaba en auge.

PARITÉ: EL ESLOGAN Las lideresas del movimiento por la paridad adoptaron un término que ya estaba “en el aire”,

acuñado por el Partido Verde alemán y las feministas para referirse a la representación política igual de las mujeres, más tarde utilizado en discusiones en el Consejo de Europa y la Unión Europea y que estuvo en el centro del discurso público durante la década de 1990. La paridad era un objetivo, una alternativa al trato discriminatorio de las mujeres en política y, por tanto, una crítica del mismo. Hasta donde se puede determinar por su cronología (y es inevitable el desacuerdo en torno a esto), la paridad fue utilizada por primera vez en los círculos feministas franceses aproximadamente en 1986. Quienes estaban relacionados con Arc en Ciel, grupo conformado por ecologistas y miembros de la extrema izquierda, implantaron la paridad en el liderazgo y la conducción de su organización (hasta el tiempo asignado a los oradores en sus reuniones era el mismo para ambos sexos). En otro grupo feminista, Ruptures, Monique Dental y Odette Brun empezaron también a hablar de paridad. En 1988, el Partido Verde francés incluyó la paridad en sus estatutos y la aplicó en sus listas de candidatos. Dada la presión de la jurista Claudette Apprill, cuando menos desde 1989, en seminarios del Consejo de Europa se teorizó sobre la démocratie paritaire, con importantes contribuciones de la filósofa francesa Elisabeth Sledziewski y la jurista belga Eliane VogelPolsky. En 1992 se creó una red de expertos nacionales dedicados a la igualdad de oportunidades para las mujeres, esta vez por la Comisión Europea. Más tarde, en ese mismo año, la primera cumbre europea sobre las “mujeres en el poder”, reunida en Atenas, declaró que la “democracia necesita paridad en la representación y administración de las naciones”. El texto de la conferencia de Atenas llegó a ser el lema de las feministas europeas y la norma que podían utilizar conforme trabajaban para ampliar el papel de las mujeres en la política de sus propios países. (El término “paridad” llegó a ser tan popular, que Antoinette Fouque, que en los años setenta y para enojo de sus colegas feministas, registró la designación Mouvement pour la Libération des Femmes, nuevamente intentó obtener la exclusividad, pero como en la oficina de patentes consideraron que paridad era un término de uso común [como libertad o igualdad] y por lo tanto no era patentable, tuvo que darse por satisfecha con el registro de Parité 2000 como nombre de su grupo.) Las mujeres de la red europea empezaron a ejercer presión en pro de la paridad como algo más que la aprobación de la igualdad de derechos para las mujeres. También trataban de desarrollar una conciencia de lo inadecuado de las nociones formales de igualdad, vinculadas como estaban con las teorías de individualismo liberal implícitamente ligadas a normas masculinas. La democracia formal, la democracia igualitaria, es una ilusión porque permite que un reducido grupo de hombres haya hecho una profesión de “representar al pueblo” para quedarse con el poder, excluyendo, además de a las mujeres, a una vasta mayoría de la población francesa. Es una caricatura de la democracia.[1]

La paridad era la articulación de un nuevo concepto en el cual los derechos de las mujeres eran supuestamente los mismos de los hombres desde el principio. No se trataba nada más de acabar con la discriminación extendiendo con el tiempo los derechos de los hombres a las mujeres (si acaso una medida compensatoria), sino de que la igualdad de los sexos fuera un fundamento, un principio constitutivo sobre el cual se construyeran estructuras sociales y políticas. No es posible una democracia real […] si la cuestión de la igualdad entre hombres y mujeres no se plantea como condición

política previa tocante a los principios constitutivos del régimen, exactamente de la misma manera que el sufragio universal y la separación de poderes.[2]

En el título de su libro de 1992, Au pouvoir citoyennes: Liberté, égalité, parité, Gaspard, Servan-Schreiber y Le Gall se inspiraron en la red europea y atrevidamente reescribieron el lema nacional francés, sustituyendo significativamente fraternité (hermandad de los hombres) con parité (poder compartido por hombres y mujeres), demandando explícitamente una nueva ley para implantarla. La abstracción de derechos iguales no era garantía de verdadera igualdad, argumentaron; la paridad era un intento de contravenir la división entre el principio y la práctica, lo abstracto y lo concreto. “Paridad es la aplicación del principio de igualdad”, escribió Gaspard.[3] Como principio y práctica, era más que igualdad formal. En un folleto publicado en 1995 elaboraba al respecto: “El término ‘paridad’ significa ‘igualdad perfecta’. Por tanto, paridad de los sexos significa igualdad de hombres y mujeres no sólo ante la ley, sino en la realidad”.[4] La idea de que la paridad era el remedio para una igualdad defectuosa, pero también algo más que igualdad, se incluyó en la campaña conformada en enero de 1993 por la fundación del Réseau Femmes pour la Parité (a la cual sus miembros se referían simplemente como le réseau).[5] Si se eliminaba la diferencia sexual como criterio de participación insistiendo, paradójicamente, en sexuar al individuo abstracto, entonces, lo siguiente sería “una sociedad dirigida conjuntamente por hombres y mujeres”.[6] La visión de codirección (compartir las responsabilidades y el poder) tenía una larga historia entre las feministas, pero la noción de paridad como principio constitutivo o condición previa (un préalable) de la política era nueva. Era inevitable que hubiera disputas sobre la condición exacta del concepto: ¿Era un principio o un eslogan? ¿Se apoyaba en una filosofía solida o en la utilidad práctica? ¿Podía conciliarse con la teoría liberal? De hecho, las respuestas a estas interrogantes poco importaron en el curso de la campaña política (excepto entre los intelectuales). La paridad se afirmó porque no era posible explicarla en esquemas retóricos conocidos. De hecho, fue precisamente ese querer alcanzar algo nuevo lo que infundió al movimiento gran parte de su emoción y creatividad. No había un mapa detallado del futuro, sólo un conjunto de pautas dirigidas a un objetivo claro: una realineación importante de las relaciones de poder marcadas por el género en la sociedad francesa, empezando con los representantes electos. La descripción de la paridad como “apertura” aparece repetidamente en los comentarios de sus defensoras. “Para mí”, escribió Eliane Viennot, “la paridad representa una apertura, es una meta que nos permitirá reconsiderar por completo los diferentes intentos incoherentes que hemos hecho hasta ahora”.[7] Más allá de instalar la equidad de género, la paridad prometió arreglar un sistema político que había perdido la confianza de los votantes. Las encuestas mostraban con regularidad gran descontento con partidos y políticos, descontento que se hizo más profundo en la década de 1990.[8] La inclusión de mujeres era atractiva para muchos ciudadanos comunes porque parecía un primer paso hacia una representación nacional más representativa, tanto demográfica como socialmente. El asunto de la ciudadanía de las mujeres se había arreglado hacía tiempo, así que la idea de las candidaturas femeninas era bienvenida como alternativa al estancado gobierno de partidos. “En este coro de mediocridad imperante”, escribió un periodista, “el asunto de la representación para las mujeres en política parece una excepción. Ha pasado mucho tiempo desde que fuimos testigos de una vívida batalla de principios”.

Estaba en juego, agregó, la concepción misma de la nación.[9] La aprobación de la paridad no se limitaba a las votantes. De hecho, el esencialismo que los críticos atribuían a la paridad no era en esos años un factor importante con atractivo para el pueblo. Haciendo campaña en los mercados de poblaciones rurales en 1997 (cuando, tratando de conseguir votos a favor de la paridad, el PS se había comprometido a presentar 30% de candidatas), una de ellas informó a entrevistadores que inicialmente ella se había definido como candidata de las mujeres y había obtenido una buena respuesta. Cuando decía a las mujeres con las que se encontraba que era una de ellas, “una mujer para las mujeres”, le respondían “está bien, qué bueno, ¿por qué no?” Sin embargo, no era como mujer sino como símbolo de un nuevo enfoque de la política que atrajo el interés de ambos sexos. “Además, los hombres también dicen que esto puede cambiar las cosas.”[10] A otra candidata se le acercó un hombre de unos 40 años que le dijo: “votaré por usted porque somos iguales”. Según explicó, lo que quiso decir fue que “a ustedes las mujeres nadie las escucha, pero nadie me escucha a mí tampoco. Gracias a ustedes, tendré más oportunidad de ser tomado en cuenta”.[11]

PARITÉ: LA RED El atractivo de la paridad se incrementó por la forma de la campaña organizada en su nombre. De hecho, las entradas de diccionario escritas desde que la ley sobre la paridad entró en vigor en 2000 no dejan duda de que el movimiento y su objetivo son inseparables.[12] Pero “organizado” es un calificativo poco apropiado para este movimiento, pues fue precisamente la falta de organización formal lo que les valió sus muchos partidarios. El mouvement pour la parité consistía en unas cuantas activistas dedicadas que movilizaron a las lideresas de asociaciones de mujeres que ya existían (cuya membresía en conjunto llegaba a los dos millones) para enfocarse en una meta sencilla: la necesidad de mejorar el acceso de las mujeres a los puestos políticos. Las actividades se coordinaron para lograr el máximo impacto; los eventos que dieran notoriedad eran importantes. La idea era generar amplio apoyo y abrir el debate nacional sobre este aspecto. En los primeros tiempos del movimiento de la paridad, las actividades se iniciaron bajo dos diferentes auspicios, el Réseau Femmes pour la Parité y la Commissión Parité del Conseil National des Femmes Françaises (CNFF). Ambos grupos se inspiraron en la declaración de la conferencia de Atenas de 1992, “Mujeres en el poder”, que clamaba por démocracie paritaire en las naciones de la Comunidad Europea. La declaración (con fuerza simbólica, mas no legal) fue firmada por Edith Cresson y Simone Weil en nombre de Francia; el punto ahora era hacer realidad una recomendación.[13] El réseau nació en una reunión celebrada en la Maison de Femmes, en París, en enero de 1993, a la cual habían convocado Odette Brun y Monique Dental; estaba formado principalmente por grupos feministas existentes desde los años setenta y por representantes de los verdes y algunos partidos de izquierda, incluido el Partido Socialista. Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber pertenecían al réseau. El CNFF había sido fundado en 1901 y cobijaba a varias asociaciones tradicionales de mujeres.[14] Su comisión sobre la paridad

parece haber sido creada por Colette Kreder, directora de la reputada École Polytechnique Féminine (escuela de ingeniería para mujeres). La única otra miembro de la comisión era Françoise Gaspard, “experta” francesa de la Red de de la Unión Europea de Mujeres en la Toma de Decisiones. El título de experta desempeñó un papel crucial al establecer la legitimidad de la comisión y de las medidas emprendidas en su nombre, igual que el prestigio del CNFF. Kreder se refirió a ambos grupos cuando en diciembre de 1992 organizó en la Asamblea Nacional una reunión informativa sobre la conferencia de Atenas para representantes de asociaciones de feministas y de mujeres, así como para mujeres en la política. (La reunión en la Asamblea Nacional fue un esfuerzo tremendamente exitoso: reunió a más de 200 mujeres que desde la liberación no se habían congregado de esa forma.) Se dio continuidad y publicidad a la labor de los dos grupos a través de un boletín, Parité-Infos, fundado y editado por Claude Servan-Schreiber, cuyo primer número apareció en marzo de 1993.[15] Este boletín, medio clave de comunicación, incluía artículos filosóficos, estratégicos e informativos sobre desarrollos en Francia y Europa. Después de un año de organizar la publicación de un manifiesto y manifestaciones masivas en la Asamblea Nacional, el réseau se disolvió, dividido por pugnas internas y antiguas rivalidades personales y sectarias.[16] En 1994 fue sustituido por Demain la Parité, con nuevas lideresas y una visión diferente sobre las integrantes del movimiento. Françoise Gaspard aprovechó su posición de “experta” para llamar a asociaciones de mujeres tradicionales, entre otras, Elles Aussi, formada por una red de seis asociaciones: Action Catholique Générale Féminine; Alliance des Femmes pour la Démocratie; Fédération des Associations des Conseillères Municipales et Femmes Élues; Femmes d’Alsace; Union Féminine Civique et Sociale, y Grain de Sel-rencontres.[17] Trabajando conjuntamente con Kreder, a través de Demain la Parité, Gaspard logró reunir una amplia base. No era el tipo de integrantes que aportaran un número importante de miembros de organismos para reuniones masivas o manifestaciones, más bien, operaba por medio de las lideresas de organizaciones existentes que afirmaban ser representantes de sus seguidoras y encontrar apoyo en forma de peticiones y encuestas de opinión. La paridad aprovechó una base ya movilizada, táctica innovadora en la historia de los movimientos sociales. Las asociaciones afiliadas a Demain la Parité formaron la red por la cual se transmitiría la información y se tomarían medidas, en París y las provincias. La respuesta a la paridad con frecuencia provenía de fuera de la red, con medidas que ni iniciaba ni organizaba. La red parecía operar por consenso. No tenía vocera oficial; las políticas (si así se les podía llamar) se decidían caso por caso. Como la paridad era una idea cada vez más popular, con llamar a amigos periodistas que simpatizaban con la idea se podía conseguir la necesaria cobertura en la prensa, y la sencillez del objetivo del movimiento parecía haber consolidado sus bases. El término “paridad” inspiró a la acción, era el núcleo de afiliación, el objetivo compartido por los miembros; en su nombre se emprendieron proyectos comunes. Apoyar la paridad era tomar la posición de principios en favor de la igualdad de género en la política. En vísperas de las elecciones presidenciales de 1995, una petición que circulaba por la red (en nombre de “varias asociaciones grandes de mujeres”) era, de hecho, un compromiso de lealtad con la paridad: Sí, estoy a favor de la paridad. Estoy de acuerdo en que debe haber tantas mujeres como hombres electos como

representantes en la vida pública. Exijo que los partidos políticos que proponen candidatos para las elecciones, y los propios candidatos, aprueben públicamente la paridad y se comprometan a implantarla.[18]

La paridad tenía aquí un significado concreto, si bien limitado; no era, como algunos han sugerido, tan abierto como para invitar a cualquier tipo de atribución.[19] Claramente refrendaba un objetivo de cantidades iguales de hombres y mujeres en puestos de elección y llamaba a los políticos a llevarlo a la práctica; ni más (no la mayor capacidad ni los intereses especiales de las mujeres) ni menos (no una visión de complementariedad de género) estaba en discusión. En una frase del prefacio de la petición sí se observaba que “los diferentes puntos de vista y las diferentes experiencias” de las mujeres a menudo eran ignoradas por los hombres, pero no había exigencia de que esto significara un interés especial de las mujeres. Si algunos de los que apoyaban el movimiento realmente eran de esa idea, se veían limitados por la concreción tanto de la definición establecida de paridad como por el objetivo del movimiento. El punto era acabar con la discriminación e instituir la igualdad por tanto tiempo negada. La descripción de paridad ofrecida por sus partidarios expresaba la esperanza de que las líneas usuales de la división social, de clases e ideológica no prevalecería en su movimiento. Las mujeres deben unirse para elevar una protesta contra la discriminación compartida: ésa era la única concordancia que reconocerían. Incluso las mujeres que participaban en política vencerían los límites de la lealtad al partido en este asunto, eso se imaginaban las organizadoras de una reunión del Día Internacional de las Mujeres (8 de marzo de 1993) en la Asamblea Nacional.[20] (Tendrían que pasar tres años para que este deseo se hiciera realidad.) Al reunir a mujeres de todos los partidos, el movimiento tendía a la restructuración de “las reglas del juego” en política. El movimiento de paridad tiende a construir no un partido de las mujeres […] sino una coalición de mujeres efectivas, dentro de los partidos y fuera de ellos, para forzar, tanto en la arena partidista como en la sociedad entera, el reconocimiento del lugar político y simbólico que les es debido.[21]

Había toda la diferencia del mundo entre “un partido de las mujeres”, con sus implicaciones esencialistas o de identidad, y “una coalición de mujeres efectivas” tendiente a dar a las mujeres el reconocimiento vedado por una discriminación basada de forma ilegítima en la diferencia de sexo. El brillo de las manifestaciones ofrecidas por las voceras de la paridad también reflejaba este objetivo del movimiento, poner lado a lado a “mujeres de la derecha y la izquierda, mujeres que encabezan negocios pequeños y feministas militantes, para exigir juntas liberté, égalité, parité”.[22] Sería un tipo diferente de política, “no las típicas costumbres de los franceses”, según lo expresó una activista.[23] En vez de facciones enfrentadas, habría una concordancia común. Y de hecho, cuando los intelectuales debatían en París, una oleada de apoyo provino de las bases, no en la forma característica de los movimientos franceses, a través de organismos masificados en las calles, sino mediante las redes de asociación cuidadosamente construidas.

PARITÉ: EL MOVIMIENTO

1992-1993: inicio La movilización del apoyo público fue resultado del ingenio de las lideresas de la red, de su talento para tomar medidas que captaron la imaginación del público y explotaron el momento político. También había nuevos grupos formados en torno al tema de la paridad, entre otros, Parité 2000, encabezado por Antoinette Fouque, y Parité, de Régine Saint Cricq. Por otra parte, organizaciones existentes empezaron a apoyar la exigencia de paridad; Choisir: La Cause des Femmes, de Gisèle Halimi, fue un ejemplo destacado. Éstas, y otras, a menudo ofrecían apoyo para actividades organizadas por el réseau y después por Demain la Parité. Se emprendieron muchos y variados proyectos, como manifestaciones, coloquios, peticiones, anuncios, contactos en los medios, cabildeo, pero eran básicamente de dos tipos. El primero tenía que ver con la exposición detallada de la brecha entre los principios y la práctica en la República francesa, y el segundo, con exigir una respuesta pública de los políticos, ya fueran hombres en el poder o que aspiraban a él, a la interrogante de por qué las mujeres habían sido excluidas de la vida política por tanto tiempo. Ninguno implicaba la afirmación de una identidad positiva de las mujeres, lo que se buscaba principalmente era poner fin a la discriminación, la apertura a una nueva política. Las medidas de ambos tipos eran a la vez simbólicas y políticas, y necesariamente se mezclaban, por eso parece mejor tratarlas según su cronología. En su primera reunión, el réseau decidió pedir a todos los candidatos de las futuras elecciones legislativas que apoyaran la declaración de Atenas y su llamado a la paridad. Ésta fue la primera de muchas otras medidas tendientes a presionar a los políticos y atraer la atención de los medios hacia el movimiento, con éxito modesto: algunos candidatos respondieron y sus respuestas se publicaron en la prensa, pero lo que no se había podido anticipar era el resultado de las elecciones nacionales. En marzo de 1993, el Partido Socialista sufrió una ignominiosa derrota y perdió 205 de los 258 escaños que había tenido desde 1988 (y dejó al presidente Mitterrand “cohabitando” con un primer ministro conservador). Las paritaristas no habían esperado que esto sucediera, pero quizá más que ningún otro acontecimiento aislado, éste abrió el espacio político dentro del cual el llamado a la paridad tendría que ser tomado en serio por los líderes de los partidos. Conforme la paridad se tornaba una demanda cada vez más audible, los socialistas vieron en ella una oportunidad de redención. El éxito de la paridad no puede entenderse fuera del clima político creado por el impulso del PS para resarcirse de sus pérdidas, impulso que tuvo éxito en 1997 gracias, cuando menos hasta cierto punto, a la disposición de los líderes de dejar que más mujeres se postularan para un puesto de elección. Como la paridad pareció ser la única solución concreta a la crisis de representación, estar a favor de ella apuntaba a un compromiso no sólo con la modernización del sistema político, sino con tomar medidas efectivas para lograrla. Poco después de las elecciones, la comisión sobre la paridad publicó los resultados de un estudio que había patrocinado. (Si bien el CNFF, organismo padre, aceptó firmar el informe, se negó a pagar por ello; gran parte del trabajo se hizo a título gratuito.) En la búsqueda de información para apoyar las críticas del movimiento al sistema político desequilibrado, se

había formado un equipo de investigadores para analizar la suerte de las candidatas en las elecciones legislativas de 1993. Este equipo estaba encabezado por Françoise Gaspard, no sólo designada como “experta” francesa en la red europea, sino también con credenciales como socióloga e historiadora. Dado que ni el Estado ni los partidos políticos mantuvieron registros públicos (o, en ciertos casos, ni siquiera los tenían) en que se especificara el sexo de votantes y candidatos, el equipo se dio a la tarea de exponer los mecanismos por los cuales las mujeres eran excluidas de los puestos.[24] El estudio de Gaspard se publicó en abril con amplia publicidad, un canal de televisión lo presentó como primer artículo en las noticias de la noche. El estudio mostraba que mientras más grande y exitoso era un partido, menos mujeres presentaba para las elecciones; cuando los partidos grandes sí presentaban a mujeres, con mucha frecuencia eran asignadas a escaños considerados como perdidos de antemano. El fenómeno de la gran cantidad de mujeres postuladas para un puesto que no ganaban, no podía explicarse ni por preferencias de los votantes ni por debilidad de las candidatas. Las mujeres desaparecieron con la derrota de los partidos marginales de cuyas listas de candidatos solían formar parte.[25] La conclusión de Gaspard fue citada por Le Monde: “El sistema político funciona como un mecanismo que sistemáticamente excluye a las mujeres”.[26] Este comentario implicaba una crítica a las premisas y operaciones del sistema político y un llamado a reformarlo, la paridad era la norma según la cual se valoraron dichas prácticas. El comentario de Gaspard fue también una invitación a los partidos políticos, en especial al PS, al cual tiempo atrás había estado afiliada, para que aprovechara la iniciativa y recuperara el poder que acababa de perder. El 2 de abril, cuando la nueva asamblea volvió al trabajo, 300 mujeres reunidas por el réseau y que representaban cuando menos a una docena de organizaciones, recibieron a los diputados con pancartas que decían no a la “Asamblea naciomasculina”, sí a la paridad entre hombres y mujeres. En otras se ofrecía información sobre la asimetría de género en la asamblea: “Las mujeres conforman 53% de los votantes, 6% de los electos; encuentre el error”. Otras más presentaban comentarios irónicos sobre la división tradicional del trabajo: “Las mujeres dan la vida a los políticos, también pueden elevar el nivel del debate político”. Otras más jugaban con la homofonía para expresar su opinión: “Ustedes nos aman cuando somos madres (mères) o prostitutas (putains), ¿por qué no cuando somos alcaldesas (maires) o diputadas (deputées)?”[27] En ninguna se argumentaba que las mujeres pudieran hacer una contribución única al proceso político. La cobertura de prensa fue extensa; era un asunto que no desaparecería. A finales de abril, el réseau empezó a organizar lo que esperaban sería un evento de medios importante: la circulación y publicación de un manifiesto que firmarían 577 personas (número de escaños de la Asamblea Nacional), 289 mujeres y 288 hombres. El texto era breve y sin política de identidad; repetía las inequidades del sistema de representación (las mujeres votaban desde 1945, constituían 53% de la población y sólo 6% de la Asamblea Nacional) e insistía en que el minúsculo número de mujeres en la vida política era un punto en contra de la democracia, e internacionalmente significaba una deshonra para Francia. Este tema, la defensa del orgullo nacional, resonaba atronadoramente. Llegado el momento de la aprobación de la ley, muchos legisladores lo invocaron. El manifiesto clamaba por una ley que exigiera que todas las asambleas elegidas tuvieran tantas mujeres como hombres. Las representantes de los

grupos que formaban el réseau se ofrecieron a reunir firmas de todo el espectro político y social, y Servan-Schreiber emprendió la colecta de fondos necesarios para financiar la empresa; se las arregló para conseguir donativos de fuentes públicas y privadas (entre otras, de la diseñadora de modas Sonia Rykiel) y, a través de sus contactos con periodistas, un precio reducido para la publicación del manifiesto en Le Monde.[28] A finales de mayo, la atención de las paritaristas se concentró en el Partido Socialista, que había organizado una Asamblea General de representantes para julio, a fin de analizar su futuro. “Nos habían dado un duro golpe en la cabeza […] y se trataba de analizar las razones de la derrota.”[29] A diferencia de los congresos de los partidos, en los que se tomaban decisiones formales, esta asamblea era un órgano de deliberación para el intercambio de ideas, una oportunidad para que los electores expresaran sus opiniones. El asunto de las mujeres y la paridad destacaba en la agenda. Para prepararse, Yvette Roudy había convocado a las mujeres políticas de todos los partidos a una reunión en la Asamblea Nacional en junio, para analizar las relaciones entre el poder compartido y la democracia. En julio, un número importante de feministas se presentó en la reunión del PS, colocó pancartas referentes a la paridad en las mesas de información y pronunció elocuentes discursos, de los cuales se informó en los noticieros nocturnos. Cuando se oía la palabra “paridad”, pronunciada con frecuencia, la audiencia aplaudía y zapateaba. En un apasionado discurso, la ex diputada Denise Cacheux detalló cómo se marginaba a las mujeres en el partido y se les ridiculizaba por quejarse de ello. (Si hubiera mostrado de antemano su discurso a los líderes, comentó después, no le hubieran permitido subir al podio.)[30] Advirtió que las cosas estaban cambiando, que las mujeres se estaban organizando y que el partido no podía permitirse perder su apoyo. Su llamado a “atreverse” a aprobar la paridad era tanto una invitación como una amenaza.[31] Mientras los dirigentes del partido local la escuchaban en los corredores para manifestar su mezquino compromiso con la paridad, “algún día”, Michel Rocard, líder provisional del partido, ansioso por sorprender a los dirigentes del partido y demostrar su creciente sensibilidad ante los problemas contemporáneos, aprovechó el momento para prometer un futuro en el que “las mujeres no sólo serán votantes iguales, también serán elegidas para los puestos”.[32] Rocard estaba conmovido, dijo, por el sentido de la justicia, pero también por los resultados de una encuesta encargada por el PS en que se observaba que una porción importante de los interpelados estaban a favor de las listas apegadas a la paridad. [33] A fines de octubre tomó medidas de forma calificada, cuando sorprendió al congreso del partido (las mujeres estaban radiantes de alegría, los hombres, asombrados) con el anuncio de que en las listas del PS para las siguientes elecciones europeas la mitad serían mujeres, la mitad, hombres. Rocard no utilizó el término “paridad” (tal vez no quiso apoyar ni el principio ni su visión radical), tampoco prometió listas 50-50 para futuras elecciones; nada más esperaba, dijo, que en esas circunstancias, esa decisión para las elecciones europeas hiciera “avanzar las cosas”. Entre tanto, el réseau seguía con su campaña, organizando una “universidad de verano” en Normandía a finales de agosto, para afinar las habilidades políticas de las mujeres y enterarlas de la esencia de los procesos políticos. Au pouvoir citoyennes, que hacía hincapié en la ley y la política, nunca en la identidad de las mujeres, se volvió lectura obligatoria, “de modo que no perdamos tiempo en asuntos que ya han sido resueltos”.[34] Las sesiones estaban

dedicadas a cuestiones prácticas como ¿Qué es el sistema político? ¿Cuál es la diferencia entre un proyecto de ley y una propuesta de ley? ¿Cuáles son los diferentes tipos de votaciones? ¿Cómo se construye una lista para las elecciones europeas? Esta forma de capacitar a las futuras candidatas políticas había iniciado en los primeros años noventa por cuenta de Elles Aussi, y siguió durante varios años a través de foros de un día de duración en ciudades y pueblos de provincia para reclutar y apoyar a candidatas.[35] Durante 1944-1945, por ejemplo, Elles Aussi realizó 35 foros sobre la pregunta “¿Por qué no una consejera municipal?”, a los cuales asistieron entre 50 y 150 mujeres. Estas reuniones empezaron para preparar a las mujeres no sólo a fin de postularse a puestos locales, también recibían amplia cobertura en la prensa local y regional (Parité-Infos inventarió más de 200 artículos), así como en la radio y la televisión.[36] En las calles seguían las manifestaciones, reducidas pero visibles. La sesión inaugural de la Asamblea Nacional del 2 de octubre fue recibida por una vociferante multitud de feministas, organizadas por el réseau, que exigían paridad. En noviembre, un grupo de unas 200 mujeres, encabezadas por una delegación de Marsella, llegaron al Panteón cargadas de flores el día del 200 aniversario de la muerte de Olympe de Gouges en la guillotina. “A las grandes mujeres que ya no están con nosotras [aux grandes absentes], de una nación agradecida”, proclamaban en sus pancartas, feminizando la dedicatoria del Panteón (que dice “A los grandes hombres” [aux grands hommes]). Incluso la memoria de la nación, revelaban sus protestas, era obligada a minimizar o excluir la contribución de las mujeres, cuyos destacados logros se perdían a causa de su sexo.[37] Hasta entonces se había celebrado cuando menos un acto al mes para que lo cubriera la prensa. Después, el 10 de noviembre, se publicó el Manifiesto de las 557 en Le Monde.[38] El número y la reputación de los nombres (de las artes, las ciencias, la academia, la política) atrajo una extraordinaria cobertura de los reporteros de los medios impresos, la televisión y la radio. (En Francia, donde la esfera pública constituye una presencia más visible y coherente que en Estados Unidos, una declaración de estas características se convierte en un evento político importante.) Ya no se trataba de representar a la paridad como marginal, como la preocupación de femmes agissantes, de vehementes feministas, había llegado al centro del discurso político; o se estaba en favor o en contra. El tema estaba en muchas agendas; había programas de televisión y radio; la Gran Logia de Mujeres Masonas organizó un foro sobre el papel de la mujer en la política; el semanario Le Nouvel Observateur, liberal y de izquierda, publicó un número especial sobre “mujeres y poder”; los académicos organizaron una conferencia sobre la historia de la exclusión de las mujeres de la política francesa y después publicaron las actas en forma de libro; en París, Toulouse y Lyon hubo reuniones locales para discutir la paridad, encabezadas por quienes suscribieron el manuscrito.[39] El efecto del Manifiesto de las 577, en el cual se pedía una ley que exigiera un mismo número de mujeres que de hombres para todos los puestos de elección, fue provocar discusiones, casi todas prácticas. ¿Cómo se implantaría la ley? ¿Qué efectos tendría? ¿La mitad de funcionarios hombres tenía que ceder su puesto a mujeres? ¿El número de puestos de elección se duplicaría para garantizar representación igual por género? ¿Era factible una ley de esas características, era constitucional? ¿La diferencia de sexo tenía que ser representada? Independientemente de las respuestas específicas y fuera cual fuera el tono respectivo, no

había duda de que se había iniciado un profundo análisis de las instituciones de la política francesa. Era la “inauguración” de la reforma del sistema de representación política prometida por la paridad.

1994: presión a los partidos La campaña continuó en 1994 con su estrategia en varios flancos. Hubo manifestaciones: el 2 de abril el regreso de la asamblea fue recibido por mujeres que soltaron 577 globos con un mensaje: “Paridad: tantas mujeres como hombres en la Asamblea Nacional”. Se celebraron reuniones para instruir y ampliar la base de votantes: el 20 de abril, en una reunión para conmemorar los 50 años del sufragio para las mujeres se escuchó la propuesta de Simone Veil de enmienda constitucional por la paridad; el 23 y 24 de abril, la Asemblée des Femmes del Partido Socialista convocó a una Asamblea General de mujeres en la política. Se escribieron artículos en que se comentaba una amplia gama de temas; los autores de un artículo en que se respondía al anuncio de Mitterrand (el Día Internacional de las Mujeres) de que las cenizas de Marie Curie se trasladarían al Panteón se preguntaban si no iba a sentirse muy sola, como única mujer residente.[40] En un seminario convocado por feministas (entre otras Gaspard y la jurista Marie-Louis Victoire) en la Maison des Sciences de l’Homme durante el año académico 1994-1995 se reunieron estudiosos y activistas para sesiones extraordinarias. En el seminario, la historia afinó las estrategias; la investigación social nutrió al análisis político. Ahí se reunió la sabiduría colectiva al servicio de las políticas feministas.[41] En un gesto personal tendiente a atraer la atención del público, Françoise Gaspard se negó a aceptar la Légion d’honneur hasta que el grupo en que estaba nominada no constara del mismo número de mujeres y hombres.[42] La presión sobre los partidos continuó, en especial en torno a las elecciones europeas de junio, cuando el PS de hecho presentó listas de candidatos en las que uno de cada dos nombres era de una mujer. Sumadas, las listas de la derecha (RPR y UDF)[43] postulaban a un número mucho menor de mujeres (cerca de 21%), pero sacaron gran provecho de la colocación de una prominente académica (Hélène Carrère d’Encausse) en la segunda posición. Como no todos los partidos se apegaban a la paridad en la lista de candidatos, el incremento fue muy pequeño, de cerca de 7%, en el número de mujeres de la delegación francesa.[44] Pero los partidos que sí la respetaron y que ganaron escaños (el PS y el Partido Comunista, dos de los seis partidos que tuvieron éxito) incrementaron significativamente la representación de mujeres en sus grupos. En la lista del PS las mujeres constituían 49.4% de los candidatos, y de ellos, 46.6% resultó elegido; en la lista del Partido Comunista, 51.4 y 57.1%, respectivamente. Por otra parte, los datos de las encuestas indicaron que un mayor porcentaje de mujeres que de hombres votó por el PS, prueba, para las lideresas del movimiento pro paridad, de que su estrategia podría ampliar la brecha de género en favor de los socialistas. La atención de los medios a todo el esfuerzo encantó a los líderes del partido: “La movilización de los dos últimos años en torno a la exigencia de paridad produjo sorprendentes resultados”, escribió Gaspard. Pero el hecho de que la mayor parte de los partidos se haya negado a abrir el

proceso de nominación a más mujeres y que ningún partido, ni siquiera los que incluyeron la paridad en sus listas, hubiera apoyado a la red de mujeres europeas en favor del “voto por el equilibrio entre hombres y mujeres” significaba que todavía quedaba trabajo por hacer.[45] “La lucha por la paridad”, recordó Parité-Infos a sus lectores, “es también una lucha por más democracia y más transparencia en los mecanismos internos de la vida política francesa en general, que sigue siendo especialmente opaca”.[46] La intransigencia de los partidos era uno de los aspectos, la opinión pública, otro. Las encuestas indicaban un creciente apoyo sostenido para incluir la paridad en la Constitución y una notable disposición (84% en mayo de 1994) a contemplar a una mujer como presidenta de la República.[47] En una encuesta de Louis Harris se observó que la mayoría de los franceses prefería que el siguiente primer ministro fuera mujer (los conservadores nombraban a Simone Veil, los socialistas, a Martine Aubry).[48] Un cuestionario enviado a los alcaldes respecto a incrementar el número de mujeres en los consejos municipales mostró que más de la mitad estaban a favor. Las organizaciones no gubernamentales (ONG) de mujeres prepararon sus informes para la reunión de la década sobre las mujeres, que celebraría la ONU en Beijing en 1995, señalando el vergonzoso hecho de que Francia estaba en el extremo inferior de la escala internacional de inclusión de mujeres en la política y pidiendo que se ampliara su presencia en todos los niveles de la toma de decisiones. Conforme la atención se volcaba en la elección presidencial fijada para abril de 1995, la paridad se convirtió en un tema clave de discusión.

1995: políticas presidenciales Cuando el PS convino en nominar a su candidato para la presidencia, la delegación de París, aunque dividida, fue totalmente masculina. Había un clamor y cierto escarnio (“¡Ni siquiera una mujer como símbolo! ¡Paridad!”), que para consternación de los líderes del partido, fueron transmitidos al auditorio de la televisión.[49] En vísperas de la elección, en nombre de la comisión de paridad, Colette Kreder invitó a los principales candidatos presidenciales a hablar sobre la paridad, una primicia en los anales de la historia del feminismo.[50] Sentadas en el auditorio del Palais des Congrès, en París, estaban 1600 mujeres que representaban a las asociaciones de mujeres más importantes del país, y Kreder pidió a esos grupos que hicieran preguntas. Fue un gran evento mediático: Edouard Balladur, Jacques Chirac y Lionel Jospin aparecieron a su vez. En principio, todos los candidatos convinieron en la necesidad de conceder a las mujeres mayor acceso a la política. Y si bien gran parte de lo que dijeron puede desestimarse como oportunismo electoral, de todas formas es interesante ver qué tanto del lenguaje feminista se sentían obligados a utilizar. “Todos pronunciaron la palabra […] ‘paridad’. Edouard Balladur, Lionel Jospin y Jacques Chirac habían descubierto en sus campañas por Francia que no podían evitar el término si querían atraer al electorado femenino.”[51] Balladur consideraba que a largo plazo la paridad sería deseable “en el horizonte de la evolución de las costumbres nacionales”.[52] Chirac lamentó que las mujeres estuvieran subrepresentadas y el efecto que esto tenía en la República. (“Mientras siga así, tendremos una República lisiada, una democracia que cojea”.)[53] Corregir la situación era

cuestión de justicia, opinó, pero no se necesitaban ni leyes ni cuotas, sólo una lenta evolución de las mentalidades. Quizá el Estado podría contribuir a dicha evolución ofreciendo incentivos financieros a los partidos que incrementaran el número de mujeres candidatas. Jospin también aprobó la idea de incentivos financieros y, magnánimo, prometió en nombre de las mujeres y la democracia fomentar “esta gran idea de la paridad”.[54] Todos los candidatos prometieron que si eran elegidos emitirían una recomendación para que se creara un organismo oficial (Observatoire de la Parité) que vigilara el estatus de las mujeres y el avance de la igualdad de género, además de preparar con regularidad informes para el primer ministro y el parlamento. Chirac ganó las elecciones y nombró a Alain Juppé su primer ministro. Juppé incluyó a 12 mujeres en su gabinete, la mayoría como ministras secundarias (secretarias de Estado), pero de todas formas con grandes efectos mediáticos. La prensa las llamaba burlonamente les jupettes (juego de palabras con jupe, “falda”), pero el gesto fue considerado como prometedor. Entre las nombradas, varias tendieron a incrementar el número de mujeres administradoras en las áreas que representaban, Anne-Marie Idrac, secretaria de Estado para el Transporte, fue una de ellas.[55] En octubre, Juppé creó el Observatoire de la Parité y nombró a la diputada del RPR, Roselyne Bachelot, para encabezarlo. Entre los 18 miembros del Observatoire sólo había dos feministas, pero Bachelot aseguró a los lectores de ParitéInfos que era su intención patrocinar minuciosamente la investigación sobre la inequidad de género en la política y también en otras áreas.[56] (Esto no impidió que las feministas, encabezadas por Janine Mossuz-Lavau, crearan su propio organismo de control, el Comité de Vigilancia de la Paridad, para vigilar el trabajo del Observatoire.)[57] El 7 de noviembre, sólo unos meses después de asumir el cargo, Juppé reorganizó su gabinete frente a la creciente crisis económica y, para gran sorpresa del país, despidió a ocho de las 12 mujeres y las sustituyó por hombres. El primer ministro, que meses antes había insistido en que sus nombramientos de mujeres no eran meros adornos (“opté por mujeres no para añadir color a las fotos tomadas en las escalinatas de los edificios nacionales, sino porque las necesitaba para ayudarme a reformar nuestro país, para hacerlo más justo y unificarlo más”),[58] ahora explicó que la gravedad de las circunstancias nacionales lo había obligado a tomar esa medida. Necesitaba expertos con gran experiencia, ministros competentes, profesionales que se expresaran a una sola voz.[59] La ecuación de homogeneidad y masculinidad fue un claro recordatorio de que las diferencias de las mujeres no desaparecieron cuando se convirtieron en políticas. La brutalidad de la medida y su justificación aclararon el mensaje de las paritaristas sobre la marginalización y subrepresentación de las mujeres en política y les valió partidarios para su causa. En una entrevista con el científico político Frédéric Besnier, una de las despedidas habló de cómo la experiencia la había forzado a pensar que ella no era más que una mujer política. “Nuestra expulsión del gobierno provocó una profunda herida que humilló a las mujeres. Nuestro despido dio la impresión de que las mujeres como grupo se consideradan incompetentes.”[60] L’Express comentó el impactante efecto de la medida.[61] Los encabezados de los diarios retumbaban: “Mujeres en paro forzoso”, “Mujeres sacrificadas”. Y Françoise Gaspard observó con ironía que Juppé “había prestado un gran servicio al movimiento por la paridad”.[62] En el tumultuoso periodo que siguió, hubo mítines, manifestaciones, programas de

televisión y artículos en los periódicos. En diciembre de 1995, con una ola de huelgas en protesta por el intento de Chirac de revertir el Estado de bienestar francés, destacaron no sólo los problemas económicos, sino la continua crisis política de la representación. En ese momento de disgusto y descontento, la paridad pareció ofrecer un destello de esperanza, una oportunidad para restructurar un sistema político que, según todas las evidencias, no estaba funcionando.

1996: el Manifiesto de las Diez El tema de la renovación política continuó en 1996. En el primer informe del Observatoire de la Parité se diagnosticaron obstáculos importantes para la participación de las mujeres como causa del reducido número que obtuvo puestos de elección y se recomendaba que en la Asamblea Nacional se discutieran las propuestas de revisión de la Constitución y las cuotas. Entre tanto, en concierto con sus contrapartes europeas, las paritaristas plantearon estrategias que apuntaban a las elecciones. Frente a una inquietud política que no cedía, se ofreció la paridad como la mejor esperanza para la restructuración del sistema político quitándoselo de las manos a una casta cerrada y abriéndolo a nuevas caras y nuevas influencias. La asistencia a los coloquios fue muy abundante; dos se celebraron en las instalaciones de la UNESCO, uno organizado por Gisèle Halimi, el otro por Demain la Parité.[63] Se publicaban cada vez más libros sobre el tema de la paridad, entre otros, recuentos autobiográficos de las humillaciones y los maltratos que enfrentaban las mujeres en la política; continuaron las manifestaciones callejeras, igual que los mítines locales en las provincias; en Rennes y Marsella, las feministas empezaron a hacer campaña para cambiar los nombres de las calles y honrar a las mujeres que habían influido en la vida pública como otra manera de formar parte de la memoria nacional; la petición en pro de la paridad que hizo circular Demain la Parité contaba ya con miles de firmas y más mujeres políticas hicieron público su apoyo. En mayo, las mujeres en la política de los Estados miembro de la Unión Europea se reunieron en Roma (como lo habían hecho en 1992, en Atenas) y emitieron una declaración titulada “Mujeres para la renovación de la política y la sociedad”. (Corinne Lepage, ministra del Ambiente, fue la representante por Francia.)[64] En la declaración recomendaban medidas voluntarias y legislativas para hacer realidad el poder compartido por hombres y mujeres. Después, en junio, en un movimiento que las lideresas de la paridad llevaban largo tiempo preparando, pero en cuya organización no habían participado directamente, 10 de las principales mujeres políticas de Francia (que representaban a los principales partidos) publicaron un manifiesto en el semanario L’Express. Mucho menos radical que el Manifiesto de las 577 (y en nombre de las “mujeres” como grupo con rasgos supuestamente compartidos), el Manifiesto de las Diez llamaba a los partidos políticos a comprometerse voluntariamente con la paridad y a tomar medidas para incrementar el número de mujeres electas cuando menos a 30%, y a aprobar leyes contra el sexismo. También sugirieron un referéndum para revisar la Constitución, a modo de permitir la acción afirmativa. Si bien se habían comprometido nominalmente con el eslogan de la paridad, el Manifiesto

de las Diez modificó su significado de forma tal que parecía justificar que se le acusara de esencialismo. Después de detallar la magnitud de la discriminación en contra de las mujeres, la atribuyeron a la influencia del jacobinismo en la cultura republicana, que en un principio había sido sobre todo “asunto de hombres”. El jacobinismo “es un tipo de concentración de cualidades viriles”. Esto significaba la exclusión de las mujeres y la excepcional sensibilidad con que contribuían a la política: “relacionándose con los demás tal como son, sensibilidad, lo concreto, preocupación por la vida diaria”.[65] Aun cuando las paritaristas originales habían evitado escrupulosamente la atribución de cualidades específicas a los sexos (en el Manifiesto de las 577 denunciaban la discriminación y sencillamente hacían un llamado a la igualdad), en el Manifiesto de las Diez parecían apoyar precisamente las oposiciones sobre las cuales se había construido la discriminación. “Ya es hora de acabar con estos estereotipos y bloqueos feminizando a la República”, escribieron. Rechazando el estereotipo de la mujer apolítica, fueron más allá de las paritaristas, que habían insistido sólo en la dualidad anatómica y subrayaron la diferencia de sexo: “Cuando se desarrollan las leyes, es cruel la omisión del punto de vista de las mujeres, su experiencia y su cultura”.[66] Estas declaraciones pueden explicarse tanto como una especie de esencialismo reflejo y como producto de cierto oportunismo político, aprovechando conceptos obvios que podrían referirse a ideas de sentido común sobre el género. Al unirse a la campaña sobre la paridad, estas mujeres ayudaron al avance de la campaña y empezaron a transformar el mensaje, abandonando el registro de la abstracción (y el universalismo) por el ámbito de lo práctico y lo concreto. El efecto filosófico de este viraje fue mínimo en 1996, pero su efecto práctico fue muy amplio. Como resultado de meses de planeación de un grupo básico de mujeres que había ocupado puestos ministeriales (y cuyos nombres por tanto se reconocían de inmediato), el Manifiesto de las Diez fue un acontecimiento mediático y, en consecuencia, influyó en líderes políticos antes escépticos. Con una fotografía de las Diez en la portada, L’Express informó: “Desde la izquierda y la derecha, exigen tantas mujeres como hombres en los partidos políticos, en la asamblea y en el gobierno”. Al lado de la fotografía, con grandes letras anunciaba los resultados de su encuesta exclusiva: “71% de los franceses están de acuerdo”.[67] En páginas interiores se publicaba un intenso relato de los orígenes del manifiesto y un juicio definitivo de su significado: “este revolucionario texto, este acto político por excelencia”. La revista dio gran importancia al hecho de que las firmantes habían dejado de lado sus desacuerdos habituales para abrir “un gran debate nacional”; y presentó el resultado de dicho debate como ya había decidido: a favor. No sólo la encuesta sugiere que los franceses, hombres y mujeres (con pocas diferencias entre ellos), vieron en la paridad un remedio para otras desigualdades sociales y económicas; incluso los niños parecían inclinarse naturalmente por compartir el poder. L’Express citó el reciente informe de Ségolène Royal, diputada del PS, para la Asamblea Legislativa, de una encuesta general entre niños de escuela (de nueve a 11 años de edad que vivían en una muestra representativa de pueblos y ciudades); ellos “eligieron” a 305 niñas para ocupar escaños de un parlamento imaginario (de 577).[68] Los comentarios críticos de Elisabeth Badinter y Evelyne Pisier, que rechazaban los argumentos esencialistas del manifiesto porque contradecían al universalismo, se reseñaron en un artículo, pero fueron minimizados o descartados. Los argumentos de Pisier de que no se necesitaban nuevos derechos para lograr la igualdad fueron rebatidos por Elisabeth Schemla, autora del artículo

de L’Express. Como el sistema político existente no ofrecía una solución para el problema de la desigualdad, observó Schemla, se necesitaba algo más, “una profundización de la ley”. En otras palabras, la paridad no era una sencilla implantación de la igualdad ni una reafirmación de la misma; en cierta forma, excedía la igualdad. Este punto fue subrayado en la cobertura de L’Express, mucho más que la crítica del jacobinismo como forma de dominación masculina y su elogio de las cualidades especiales de las mujeres. En esta etapa de la campaña, la paridad se relacionó con aspirar a la igualdad y a una reforma política, con poner fin al vergonzoso récord de Francia comparada con el resto de Europa (ilustrado en L’Express mediante gráficas). Todavía no se equiparaba con las normas prevalecientes de la diferencia sexual. L’Express pidió la opinión de Lionel Jospin y Alain Juppé sobre el Manifiesto de las Diez y ambos se apresuraron a aprobar la paridad. (Las entrevistas se ilustraron con fotografías estilo americano de cada uno de ellos en cálida e íntima conversación con su esposa). Jospin lamentó no haber nombrado a rectoras de universidades mientras fungió como ministro de Educación y prometió trabajar por la paridad en su partido y en la nación. Pensaba que sería necesario revisar la Constitución para vencer las objeciones que el Consejo Constitucional había expresado en 1982 respecto de las cuotas; una vez hecho esto, en última instancia los partidos cumplirían. Un referéndum era arriesgado e innecesario. Él pensaba que la representación proporcional (con la cual el PS estaba de acuerdo desde hacía tiempo) en todas las elecciones incrementaría las posibilidades de las mujeres. A una pregunta del entrevistador de si la representación proporcional también podría beneficiar al Frente Nacional, Jospin respondió que el voto de las mujeres contrarrestaría la fuerza de la extrema derecha (argumento que no habían utilizado las paritaristas). Se oponía, dijo, a las recomendaciones del manifiesto sobre leyes antisexistas y acción afirmativa. “No quiero importar la ‘corrección política’ estadunidense a Francia.”[69] Para él, la paridad no tenía que ver con una comunidad o una minoría, más bien era un reflejo de la “complementariedad de la especie humana”. Mostraba gran optimismo sobre lo que podría lograrse, necesariamente en etapas. De manera realista, Jospin pensaba que la paridad tardaría 10 años en llegar a los representantes electos. Juppé, por su parte, prefería un referéndum si se iba a revisar la Constitución. Dijo que estaba en favor de la paridad y que creía que era posible empezar a implantarla en la siguiente vuelta de elecciones legislativas (entonces programadas para 1998). Explicó que había despedido a las mujeres de su gabinete no porque dudara de su capacidad, sino porque habían sido reclutadas fuera de los círculos usuales del partido y por tanto carecían de la necesaria influencia para ganar votos para su programa en la asamblea. La escasez de mujeres en el partido era un problema que tenía que resolverse, aceptó, quizá ofreciendo incentivos financieros a los partidos para encontrar y presentar candidatas. Juppé rechazó firmemente la idea de elecciones proporcionales para la legislatura, señalando que el experimento de 1986 de los socialistas no había aportado nada para incrementar la presencia de las mujeres entre los diputados. Como cabeza del RPR, reconoció su intención de incrementar el número de candidatas, incluso tendiendo a la paridad, en las listas para las próximas elecciones regionales. Jospin, el aspirante, parecía más en sintonía con las demandas paritaristas que Juppé, primer ministro titular; sin embargo, sus diferencias eran menos significativas que su

compromiso común de llevar más mujeres a la política en un futuro previsible. Ambos relacionaban la remoción de obstáculos para las mujeres en el sistema del partido con “modernización” (tema mencionado por Mitterrand ya en 1965). Por supuesto, ambos querían quedarse con la paridad para domeñarla, y lo hacían de varias maneras, sobre todo optando por cuotas más que por la “perfecta igualdad” que buscaban las paritaristas. Las cuotas, obviamente, podrían ser una solución práctica, pero les faltaba la característica a la cual aspiraba la paridad, un supuesto transformado en hecho respecto de la completa igualdad de hombres y mujeres como individuos y, por tanto, como representantes de Francia. En septiembre, Jospin anunció que para las elecciones legislativas, el PS había reservado unos 160 distritos (de 577) para mujeres. Las organizaciones locales del partido estarían en libertad de nombrar a sus candidatas, pero debían trabajar muy de cerca con el comité nacional encargado de la selección final de candidatos. L’Express especuló que de los 160 escaños, 40 serían ganables, lo cual incrementaría en 36 el número de diputadas socialistas (drástico, pero muy lejos del objetivo de 30% sugerido en el Manifiesto de las Diez).[70] El semanario también informó sobre las maniobras tras bambalinas que daban flexibilidad a los líderes del partido, como Laurent Fabius, que se quejaba de que su prioridad no era hacer cumplir el mandato, sino ayudar a los diputados derrotados en 1993 a recuperar sus escaños. Aquí había un conflicto no fácil de resolver entre los políticos de carrera y las mujeres que también tenían experiencia en política, de las cuales más de una tercera parte había ocupado puestos de diputada o diputada suplente (las seleccionadas para sustituir a los diputados que pasaban a ocupar cargos en el gabinete), o consejeras municipales. Muchas de las “recién llegadas” provenían de sindicatos o de otras asociaciones. Si bien no eran novatas en política, a menudo se les describía de esa forma por los jefes de los partidos locales para proteger los puestos de los hombres. Conforme el PS luchaba con la decisión de su líder, la presión del público seguía aumentado.

1997: debate en la Asamblea Nacional A principios de 1997, Demain la Parité anunció que su petición incluía más de diez mil firmas. En la asamblea y en el senado, los miembros de los partidos minoritarios (verdes, comunistas) empezaron a hacer propuestas para una ley sobre la paridad. El 8 de marzo hubo manifestaciones en todo el país en ocasión del Día Internacional de la Mujer. Si bien los políticos seguían resistiéndose a la idea, la presión del público era innegable. El 11 de marzo se inició en la Asamblea Nacional un debate sobre “el papel de las mujeres en la vida política”.[71] Juppé había hecho un llamado para esta deliberación de conformidad con las recomendaciones del Observatoire de la Parité, pero el debate fue más un gesto de cortesía que práctico, pues no habría votación. Era una forma de aparentar que se tomaba en serio la cuestión sin tener que hacer nada al respecto. En sus comentarios introductorios, Juppé propuso un plan a 10 años para acabar con la discriminación contra las mujeres. Implicaba una revisión constitucional y una ley temporal de cuotas que se aplicaría sólo en las elecciones en que prevaleciera la representación proporcional, y esto frente a una

encuesta entre los 577 diputados de la asamblea que había publicado Le Monde el 8 de marzo, en la cual se observaba una hostilidad abrumadora: de 54% que se molestó en contestar, 75% se oponía a la paridad; 60% no estaba a favor de las cuotas y 77% se negaba a un referéndum. Desde su punto de vista, no había necesidad de cambiar nada. La mayoría de las 32 mujeres de la asamblea estaba en contra de medidas para incrementar ese número (actitud no reflejada en sus discursos del 11 de marzo).[72] Los líderes iban a tener muchos problemas para ganar las medidas que proponían para apaciguar a la opinión pública. Se necesitaría otro año, y el éxito electoral del PS, para convencer a los legisladores de que era inevitable tomar algún tipo de medidas. No obstante, el 11 de marzo de 1997, el mero hecho de un debate en la Asamblea Nacional sobre el acceso de las mujeres a los puestos de representación tuvo un enorme significado simbólico; la paridad estaba en la agenda nacional gracias a las feministas “en la calle”. La sustancia del debate revelaba que si bien había empezado un proceso de recuperación, la paridad seguía entendiéndose como relacionada con el acceso de las mujeres a los puestos de representación, no con la identidad de las mujeres. Sin embargo, el gran sentido de una apertura a un nuevo tipo de política empezó a estrecharse cuando los profesionales de la política llevaron la paridad al ámbito de la política establecida. En el debate fue obvio que los partidos y cada orador tenían ideas muy diferentes sobre cómo rectificar una situación en la cual todos habían estado de acuerdo y que avergonzaba a Francia. (Laurent Fabius, ex primer ministro socialista y presidente del comité socialista de la asamblea, observó alarmado que Francia tenía una calificación más baja que Uganda en cuanto a los porcentajes de mujeres en puestos de elección.)[73] No sólo había un desacuerdo sobre la necesidad de revisar la Constitución (socialistas y comunistas pensaban que no era necesario, los oradores del RPR y la UDF pensaban que sí), sobre la conveniencia de las cuotas, la factibilidad de ofrecer incentivos financieros a los partidos por cumplir voluntariamente y la posibilidad de que la representación proporcional fuera mejor para los intereses de las mujeres (los comunistas y los socialistas decían que sí, los gaullistas se oponían con vehemencia a la representación proporcional en sí); ni siquiera había consenso en cuanto al significado del término “paridad”. Quienes participaban en estas discusiones solían utilizar “paridad” como sinónimo de cuotas, contrario a la forma en que las fundadoras del movimiento definían el término. Para las paritaristas, 50-50 significaba reconocer la dualidad anatómica del ser humano como principio de representación política; no se refería a diferencias sociales ni psicológicas entre los sexos. “Paridad” también se utilizaba de forma intercambiable con mixité, palabra que con mucha frecuencia se relacionaba con coeducación y complementariedad de los sexos y que no denotaba ni igualdad total ni el estricto 50-50 que las paritaristas habían exigido.[74] La idea de una ley que requiriera un resultado de 50-50 se dejó de lado y varias formas de acción afirmativa (en especial cuotas temporales) tomaron su lugar. El enfoque se trasladó de resultados electorales obligatorios a terrenos más inciertos de candidatas para los puestos. La Constitución tendría que revisarse, se argumentó, si las “cuotas” de candidatas tenían que acatar las objeciones de los reglamentos del Consejo Constitucional de 1982. (El hecho de que Francia hubiera ratificado en 1983 una convención de Naciones Unidas contra la discriminación no se consideraba suficientemente sólido para ir en contra del reglamento.) Conforme se incrementaba la presión para revisar la Constitución, la paridad se equiparaba

cada vez más a cuotas de candidatas. La cobertura de la prensa tendía a tratar el problema también como un asunto de negociación en los partidos, subrayando los problemas de las cuotas y la poca disposición de los hombres a ceder sus puestos a las mujeres. La République des Pirénées, por ejemplo, hacía notar “que nuestros diputados adoran a las mujeres, pero en otras partes, en el siguiente distrito, en el partido del vecino, todos están a favor de la igualdad, pero definitivamente no en casa”.[75] La renuencia, si no es que hostilidad, de los diputados (sin importar el partido), destacaba aún más por su comportamiento en el debate de la Asamblea Nacional. Casi todos los individuos hablaban según la línea de su partido. Más sorprendente aún fue la escasa presencia de políticos y el número cada vez más reducido de ellos conforme avanzaba el día. Fue abrumador el número de oradoras, indicio de que a pesar de todas las maniobras retóricas sobre el futuro de la democracia francesa, la mayoría de los diputados consideraba este debate como asunto de mujeres. Después de una elocuente denuncia del machismo de los jacobinos y de la desgracia para la civilización francesa de la composición de la asamblea en ese momento, el primer ministro Juppé se fue mucho antes de que concluyera la sesión, después de recomendar a las mujeres que empezaran desde abajo, en los municipios, antes de aspirar a puestos más elevados. Si en estos debates paridad se confundía con cuotas, de todas formas se pondría más atención en corregir la discriminación y menos en los argumentos esencializantes cuando se promulgó la revisión de la Constitución en 1998-1999.[76] Quienes estuvieron a favor de algún tipo de acción afirmativa, pero por supuesto no de estilo estadunidense, se apegaron al argumento de las paritaristas de que el problema no eran los intereses de las mujeres. Así, Juppé rechazó la idea de que las mujeres eran un grupo minoritario, más bien, “son una de las dos partes de la humanidad”, y citó el Génesis 1:27, “Dios creó al hombre a su imagen […] lo creó como hombre y mujer”, para destacar la igualdad de mujeres y hombres.[77] Una diputada de la UDF (Nicole Ameline) subrayó que las cuotas temporales no conducirían a la categorización de la sociedad (a la creación de cabildeos permanentes, como en Estados Unidos). Véronique Neiretz, que apoyaba la paridad desde hacía tiempo, insistió en que “el individuo es dual, hombre y mujer, y […] los derechos del hombre también son los derechos de la mujer”.[78] Recurriendo al lenguaje de las paritaristas sobre la dualidad del individuo, ninguna de estas declaraciones insistía en la complementariedad o en los rasgos esencialmente diferentes de mujeres y hombres. En este sentido, el debate seguía siendo genuino para el objetivo del movimiento: pensar en las mujeres como una variante del individuo, lograr acceso a la representación en las mismas condiciones que los hombres. La refundición de las cuotas con la paridad aún no quería restarle valor al hecho de que esta campaña tenía que ver con compartir el poder y no con la política de la identidad.

Junio de 1997: elecciones legislativas El 21 de abril de 1997, el presidente Jacques Chirac disolvió la Asamblea Nacional y convocó a elecciones un año antes. Fue una jugada tendiente a ganar un mandato para sus

intentos de alinear la economía francesa con las exigencias del Tratado de Maastricht (pues la derecha tenía la mayoría). Chirac quería la aprobación inmediata de ciertas medidas de austeridad que sólo empeorarían en la época de las elecciones legislativas programadas (marzo de 1998). Si la derecha dominaba en la Asamblea Nacional, no habría elecciones en cinco años, tiempo suficiente para empezar a dar marcha atrás al Estado de bienestar; si la derecha perdía, Chirac seguiría siendo presidente hasta 2002 y forzaría a los socialistas a llegar a un acuerdo en cualquier plan que tuvieran. Aun cuando la campaña para las elecciones se concentraba en aspectos económicos (sobre todo relacionados con los requisitos de pertenencia a la Unión Europea y al asunto de si se llegaría a establecer una moneda europea unificada), los partidos de izquierda, en especial el PS, atrajeron la atención por el número de mujeres incluidas en sus listas de candidatos, al mismo tiempo que el conjunto de los de derecha intentaba atraer a los votantes de extrema derecha del Frente Nacional. Este gesto hacia la paridad era importante para el PS, no sólo porque respaldaba un objetivo que gozaba de gran aprobación, sino también porque era una medida concreta, una verdadera reforma, en un momento en que abundaban las críticas pero escaseaban las soluciones prácticas para la situación económica. Si cumplía su promesa de abrir más puestos de elección a las mujeres, se consideraría que el PS demostraba un verdadero compromiso con el cambio.[79] Llegado el momento, el PS triunfó y ese triunfo también se atribuyó a su hincapié en la renovación, evidenciada, cuando menos en parte, por la “feminización” de su lista de candidatos. El PS obtuvo 250 escaños y cerró con 40% de los votos en la segunda vuelta; con otros partidos de izquierda, ahora tenía mayoría. El número de mujeres electas para la Asamblea Nacional casi se duplicó, de 35, o 6%, en 1993; a 59, o 10.2%, en 1997; en la delegación socialista, 41 de 251, o cerca de 16%, eran mujeres. Las paritaristas señalaron que esas cifras no eran suficientes para mejorar la posición internacional de Francia, pero lo fueron para convencer a los políticos de tomar en serio la cuestión de las mujeres en política. [80]

Fue grande la celebración entre quienes proponían la paridad cuando, según lo prometido, Jospin, nuevo primer ministro, escogió a 8 mujeres para su gabinete de 26 (30.7%), algunas para ministerios nunca antes ocupados por una mujer.[81] En el sentido de prestigio, Martine Aubry, como ministra de Trabajo y Solidaridad, sólo estaba por debajo del primer ministro; Elisabeth Guigou fue la primera mujer en ser nombrada ministra de Justicia, y Catherine Trautmann, vocera del gobierno, también fue nombrada ministra de Cultura. La cabeza del Partido Verde, Dominique Voynet, fue nombrada ministra del Ambiente. Todas estas mujeres habían adquirido mucha experiencia en el partido (Aubry era hija del renombrado político Jacques Delors y, según señalaba Le Figaro, hacía mucho había aprendido a ser homme politique); muchas se habían capacitado en la École Nationale d’Administration y obtenido puestos de alcaldesas, diputadas o representantes en el Parlamento Europeo; varias habían luchado durante años por mejorar la posición política de las mujeres.[82] En su cobertura, los medios comentaban sobre estas históricas “primeras veces”, así como la ausencia de “elefantes” (nosotros los llamaríamos dinosaurios) en el nuevo gobierno. La vieja guardia había sido desplazada por nuevas caras, muchas femeninas, y esto pareció concordar con la promesa de renovación a través de la paridad. Le Monde observó que Jospin había roto con una larga tradición de la izquierda y la derecha, que consistía en una

representación simbólica de las mujeres. “Esta vez hay muchas mujeres, 8 de 26, y tienen responsabilidades importantes.”[83] Le Figaro insistió en que Jospin sólo seguía a Alain Juppé, sin mencionar que éste había nombrado a mujeres para puestos definitivamente menores, ni que había despedido a casi todas en poco tiempo.[84] Aun así, en los periódicos abundaban las biografías de las mujeres y discusiones más generales sobre la “feminización”. Pierre Georges, columnista de Le Monde, informó que el tema era el mismo en todos los comentarios, común a todos los elogios, el mismo en todos los pensamientos: por fin mujeres. Mujeres por todos lados. Muchas mujeres. Mujeres no para embellecer las cosas o hacerlas más femeninas. No para hacer macramé para un secretario de Estado ni ocuparse de repartir flores en los pueblos o de los niños en riesgo, o para proporcionar “juppettes” o “jospinettes”. ¡Verdaderas mujeres en verdaderos puestos [de poder]![85]

Jospin, tomando la victoria del PS como un mandato de feminización del electorado, anunció que introduciría una revisión constitucional al año siguiente, a modo de preparar el camino para una ley sobre la paridad.[86] La modernización de la democracia exige no sólo reformas institucionales, sino profundos cambios culturales. Primero debemos permitir que las francesas se comprometan sin trabas en la vida pública. En este campo, el progreso es lo primero, con la evolución de la mentalidad y los cambios de comportamiento. Los socialistas y la mayoría pusieron el ejemplo y plantearon el camino, en especial desde las últimas elecciones. Debemos ir más allá. Propondremos una revisión de la constitución para inscribir en ella la meta de la paridad entre mujeres y hombres.[87]

En noviembre, Jospin, que no tenía ministro para los Derechos de las Mujeres en su gabinete, nombró a la filósofa feminista Geneviève Fraisse como su delegada especial (déléguée interministerielle) para supervisar la promoción de los derechos de las mujeres y la implantación de la paridad. Al mismo tiempo, resurgió una añeja demanda feminista de “feminizar” los títulos y funciones como resultado de debates sobre qué género debía tener la palabra “ministro”. ¿Se dirigiría uno a Elisabeth Guigou como la señora ministro o la señora ministra? La Académie Française se opuso ferozmente a la feminización de los títulos, insistiendo en el masculino, dijo, porque normalmente el género de las palabras no tiene nada que ver con el género de las personas, pero las feministas convencieron a Jospin de que optara por el femenino, argumentando que la presencia de las mujeres se oscurecía cuando se utilizaba el masculino para describir su trabajo. La cuestión del lenguaje fue sintomática de la amplia gama de problemas planteados por el compromiso de Jospin con la paridad.[88] No obstante, si se adoptaban posiciones puristas respecto del uso lingüístico, había llegado el momento de los compromisos de la política práctica. En las negociaciones para la revisión de la Constitución se había eliminado la palabra “paridad” del documento (condición para que el presidente Chirac diera su apoyo). Si bien era una gran pérdida para el movimiento y parecía negar su visión radical de igualdad de género, aparentemente ganar una ley justificaba hacer concesiones. (De hecho, cuando se aprobó la ley en 2000, incluso en las publicaciones oficiales del gobierno se hacía referencia a ella como ley de la paridad.) Igualmente significativa era la refundición de las cuotas con la paridad, y a esto se resistieron obstinadamente las autoras de Au pouvoir citoyennes, presionando insistentemente por su alternativa, una ley que implicara una representación de 50-50 para todos los puestos de elección. Aun así, por el momento, apoyaron los dóciles esfuerzos de Jospin porque el objetivo inicial del movimiento, tener mujeres definidas como tan capaces como los hombres de representar a Francia, parecía asequible. A finales de 1997, cuando Parité-Infos dijo adiós

a sus lectores, parecía haberse reducido la necesidad de redes coordinadas y de presión popular sostenida. Sin duda, seguiría habiendo negociaciones intensas, pero cierta forma de ley de paridad ya estaba a la vista. Cuando las políticas de revisión constitucional empezaron a tomar forma, nadie anticipaba que otro proyecto de reforma legal se incrustaría y conformaría profundamente las etapas finales de la campaña por la paridad. En 1998, ése fue el efecto de una gran controversia sobre los derechos de las parejas homosexuales. Cuando legisladores, sociólogos, antropólogos, moralistas y psicólogos argumentaban sobre lo que era una familia, las cuestiones de la diferencia sexual se discutieron ampliamente en términos que no podían dejar de influir en la comprensión de la paridad. Aunque desde el principio las posibilidades esencialistas habían rondado en torno a la idea de la paridad sobre la dualidad del individuo, no eran el ímpetu primario del movimiento. Sin embargo, en 1998, estas posibilidades esencialistas saltaron a primera plana, pero no en la forma en que algunos de los primeros críticos habían esperado. En lugar de que las mujeres ocuparan el centro de atención, con sus rasgos e intereses especiales, fue la pareja heterosexual la que llegó a considerarse base de la familia y el Estado y, por tanto, de la política igualitaria prometida por la paridad.

[Notas]

[1] “Manifeste des 577 pour une démocratie paritaire, 2 avril 1993”, Parité-Infos, suplemento

núm. 4 (diciembre de 1993). [2] Sledziewski, “Report”, en The Democratic Principle of Equal Representation, p. 26. [3] Françoise Gaspard, “La parité–principe ou stratégie?”, Le Monde diplomatique, noviembre de 1998, pp. 26-27. [4] Guide pratique en 25 questions et réponses, publicado por Parité-Infos, 1995. [5] Parité-Infos, núm. 1 (marzo de 1993), p. 7; y Bataille y Gaspard, Comment les femmes changent la politique, pp. 32-40, contiene la cronología. [6] Evelyne Pisier, “Parité”, en Pascal Perrineau y Dominique Reynié, eds., Dictionnaire du vote, Presses Universitaires de France, París, 2001, p. 720. [7] Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 217. [8] Por ejemplo, en una encuesta SOFRES del 23 al 25 de febrero de 1993 se observó que 62% de los encuestados expresó “no tener confianza” en los políticos y 67%, “no tener confianza” en los partidos políticos. Citado en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 127. [9] Philippe Petit, “Le grand réveil du deuxième sexe”, Marianne, 26 de mayo a 1º de junio de 1997, p. 62. En este número también se incluían artículos de Claude Servan-Schreiber y Danièle Sallenave en favor y en contra de la paridad.

[10] Bataille y Gaspard, Comment les femmes changent la politique, p. 146. [11]

“Résultats des élections législatives: Les femmes symboles du renouveau politique?”, Parité-Infos, núm. 18 (junio de 1997), pp. 5-6. [12] Pisier, “Parité”, pp. 720-721; y Hélène Le Doaré, “Parité”, en Helena Hirata, Françoise Laborie, Hélène Le Doaré y Danièle Senotier, eds., Dictionnaire critique du féminisme, Presses Universitaires de France, París, 2002, pp. 136-141. [13] Una copia de la declaración de Atenas aparece a manera de apéndice en Françoise Gaspard, ed., Les femmes dans la prise de décision en France et en Europe, L’Harmattan, París, 1997, pp. 207-210. [14] “Conseil National des Femmes Françaises”, tomado de L’historique des conseil nationaux affiliés (Conseil International, 1938), pp. 121-126. Véase también Laurence Klejman y Florence Rochefort, L’égalité en marche, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, París, 1989, pp. 149-158. [15] Se fotocopiaron 300 ejemplares del primer número y se enviaron sin costo con ayuda de la senadora Monique Ben-Guiga. Un año después, con fondos del Servicio de los Derechos de las Mujeres igualados por la Comisión Europea, el número se había elevado a 3 500. De éstas, cerca de 300 eran suscripciones pagadas, en tanto que el resto se enviaba sin costo a políticos, periodistas, bibliotecas y otros grupos e instituciones. De esta forma, la paridad estuvo a la vista de un público más amplio. [16] Las minutas del Réseau Femmes pour la Parité de abril a diciembre de 1993 y copias de la correspondencia y listas de contacto están en los archivos personales de Françoise Gaspard. [17] Entre otros grupos, se incluyen Association Française des Femmes Diplomées des Universités; Coordination Française pour le Lobby Européen des Femmes; Union Féminine Civique et Sociale; Union Professionnelle y Organisation Internationale des Femmes Sionistes. Véase el listado en Gaspard, Les femmes dans la prise de décision, p. 205. [18] Incluido como anexo en Parité-Infos, núm. 9 (marzo de 1995). [19] Ésta es la sugerencia de Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 54. [20] Anuncio para la “Table ronde: La Parité hommes / femmes en politique”, informe de un discurso de Françoise Giroud, que dirigió la reunión, en los archivos personales de Françoise Gaspard. [21] Eliane Viennot, “Pour un front de femmes dans et hors des partis”, Parité-Infos, núm. 3 (septiembre de 1993), p. 6. Véase también Claude Servan-Schreiber, “La prochaine étape”, Parité-Infos, núm. 6 (junio de 1994), p. 1, y Servan-Schreiber y Françoise Gaspard, “Au delà du clivage droite / gauche: Une alliance pour la parité?”, Parité-Infos, núm. 12 (diciembre de 1995), p. 2. [22] Le Monde, 6 de abril de 1993. [23] Eliane Viennot, “Le second souffle des femmes pour la parité”, Parité-Infos, núm. 5 (febrero de 1994), p. 5. [24] En el plan de acción de la cumbre de Atenas también se recomendó recopilar estadísticas sobre género para documentar la posición de desventaja de las mujeres. [25] Renée Lucie (seudónimo de Françoise Gaspard), “Législatives 93: Plus ça change, plus c’est pareil”, Parité-Infos, núm. 1 (marzo de 1993), pp. 1-4. En la p. 3 aparece el análisis

de cómo les fue a las candidatas en las elecciones legislativas en relación con el tamaño de su partido. [26] Le Monde, 6 de abril de 1993. [27] Coco Bonnier, “Choses vues: Devant l’Assemblée Nationale, la parité en fête”, ParitéInfos, núm. 2 (junio de 1993), p. 7. [28] Correspondencia en los archivos personales de Servan-Schreiber. [29] Gisèle Stievenard, Projets Féministes, 4-5 (1996), p. 210. [30] Denise Cacheux, ibid., p. 211. [31] Denise Cacheux, “Le Parti socialiste est-il prêt pour une vraie mixité?”, Parité-Infos, núm. 3 (septiembre de 1993), p. 5. (Texto del discurso de Cacheux en la reunión de la Asamblea General. Cacheux, antigua activista del partido del Départment du Nord, había sido diputada.) Véase también Hanem El Fani, “Les femmes du PS sortent de l’ombre”, ParitéInfos, núm. 3 (septiembre de 1993), p. 4; Claude Servan-Schreiber, “Le coup d’éclat paritaire des socialistes”, Parité-Infos, núm. 4 (diciembre de 1993), pp. 1, 2, 4. [32] “J’ai pris cette décision seul”, entrevista con Michel Rocard, Parité-Infos, núm. 4 (diciembre de 1993), p. 3. [33] Bataille y Gaspard, Comment les femmes changent la politique, p. 89; Claude ServanSchreiber, “La prochaine étape”, y Françoise Gaspard, “Formidable progression du nombre de candidates sur les listes françaises”, ambos en Parité-Infos, núm. 6 (junio de 1994), pp. 1 y 1-4. En este número de Parité-Infos también se cita un informe de Le Parísien (21 de abril de 1994), el cual muestra que 59% de los encuestados pensaban que la paridad era una forma efectiva de mejorar la representación de las mujeres en la política; 82% de ambos sexos dijo que estaban listos para votar por mujeres en las elecciones municipales y 80% dijo lo mismo para las elecciones legislativas (p. 5). [34] Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 10. [35] Véase el informe en Parité-Infos, núm. 2 (junio de 1993), p. 8. [36] Elisabeth Weissman, “La parité et les médias dans l’élection présidentielle”, Parité-Infos, núm. 10 (junio de 1995), pp. 3-4. [37] Réseau Femmes pour la Parité, “Compte rendu de la réunion du 11 Novembre 1993”, archivos personales de Servan-Schreiber. [38] El texto completo con todas las firmas también se publicó en Parité-Infos, suplemento núm. 14 (diciembre de 1993). [39] Eliane Viennot, ed., La démocratie à la française, ou les femmes indésirables, Cahiers du Cedref, París, 1996. [40] Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber, “La solitude de Marie Curie”, Libération, 22 de marzo de 1994, p. 6. [41] Las transcripciones de este seminario de un año de duración se publicaron en Projets Féministes, 4-5 (febrero de 1996) y constituyen una fuente invaluable de recursos para el estudio del movimiento de la paridad. [42] Cuando Gaspard fue nominada, sólo 7.8% de los nominados eran mujeres. Cuando por fin aceptó en 1998, Lionel Jospin (que en ese entonces era primer ministro) había nombrado tantas mujeres como hombres para recibir el honor. El grupo completo, sin embargo, no era paritaire porque apenas unos cuantos ministros siguieron su ejemplo. Parité-Infos,

núm. 9 (marzo de 1995), p. 8. [43] RPR = Rassemblement pour la République, Mitin por la República. UDF = Union pour la Démocratie Française, Unión por la Democracia Francesa. Ambos son partidos de centro derecha que datan de los setenta. [44] Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 139. [45] Gaspard, “Formidable progression du nombre de candidates”, p. 4. [46] “Elections européenes: Les raisons d’une bonne surprise”, Parité-Infos, núm. 7 (septiembre de 1994), p. 7. [47] En una encuesta de IFOP / Ministère des Affaires Sociales, del 28 de marzo al 11 de abril de 1994 (1502 personas), se observó que 62% de quienes respondieron estaban a favor de incluir la paridad en la Constitución. Véase “Une femme présidente de la République?”, Parité-Infos, núm. 9 (marzo de 1995), p. 4, donde se comparan las respuestas a esta pregunta en encuestas de 1974, 1981, 1987 y 1994 para mostrar cómo había evolucionado la opinión sobre este asunto. [48] Parité-Infos, núm. 9 (marzo de 1995), p. 8. [49] Idem. [50] Poco después de este evento, Kreder dejó el CNFF y se dedicó tiempo completo a Demain la Parité. [51] Françoise Gaspard y Claude Servan Schreiber, “Au delà du clivage droite / gauche: Une Alliance pour la parité?”, Parité-Infos, núm. 12 (diciembre de 1995), p. 1. [52] Citado en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 133. [53] Idem. [54] Ibid., p. 134; entrevista con Françoise Gaspard, julio de 2001. [55] Parité-Infos, núm. 10 (junio de 1995), p. 8. [56] Entrevista con Roselyne Bachelot, Parité-Infos, núm. 12 (diciembre de 1995), p. 4. [57] “Un comité de vigilance contre l’exclusion des femmes”, idem. [58] “Juppé II: Un gouvernement qui fait ‘mâle’, propos de Mariette Sineau, recueillis par Andrée Mézières”, Parité-Infos, núm. 12 (diciembre de 1995), p. 3. (Andrée Mézières era un seudónimo utilizado por Claude Servan-Schreiber.) [59] Ibid., p. 2. [60] Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 66. [61] L’Express, 6 de junio de 1996, p. 31. [62] Gaspard y Servan-Schreiber, “Au delà du clivage droite / gauche”, pp. 1-2. La cita de Gaspard se encuentra en Besnier, “La parité hommes-femmes en politique”, p. 66. [63] Las actas de la conferencia de Demain la Parité fueron publicadas como Les femmes et la prise de décision en France et en Europe, Françoise Gaspard, ed., L’Harmattan, París, 2000. [64] “Les femmes pour le renouveau de la politique et de la société”, cumbre europea, Roma, 18 de mayo de 1996. Una copia de los estatutos emitidos al final de esta reunión se publicó en Parité-Infos, núm. 14 (junio de 1996), p. 4, y también en Gaspard, Les femmes dans la prise de décision, pp. 211-215. [65] L’Express, 6 de junio de 1996, p. 32. [66] Ibid., p. 33.

[67] IFOP para L’Express, encuesta llevada a cabo el 29 y 30 de mayo; los resultados se

publicaron en L’Express, 6 de junio de 1996. [68] Ibid., p. 31. [69] Ibid., p. 36. [70] L’Express, 19 de septiembre de 1996, pp. 34-36. Hay cifras diferentes y probablemente más precisas en Bataille y Gaspard, Comment les femmes changent la politique, pp. 178181. [71] “Place des femmes dans la vie publique”, Assemblée Nationale, Compte rendu analytique officiel, 2a sesión, 11 de marzo de 1997, pp. 10-51. [72] “Le débat sur la parité hommes-femmes”, Le Monde, 8 de marzo de 1997, pp. 1, 6, 7, 17. [73] Laurent Fabius, “Débat sur la parité”, L’Hebdo des Socialistes, 14 de marzo de 1997, p. 10 (texto del discurso de Fabius ante la Asamblea Nacional el 8 de marzo). [74] Un reclamo emitido en febrero de 1997 por el grupo de Gisèle Halimi, Choisir: La Cause des Femmes, para une juste mixité entre femmes et hommes en politique atrajo una mordaz crítica de Françoise Gaspard, quien escribió haberse “ido de espaldas” por su confusión entre mixité y parité. La vocera de Halimi respondió, terriblemente ofendida, con una lista de las acciones de Halimi y Choisir en favor de la paridad y con la explicación de que el reclamo en cuestión era obra de varios grupos y, por lo tanto, un documento de acuerdo en cierta forma. Estos documentos están en los archivos personales de Françoise Gaspard. [75] La République des Pyrénées, marzo de 1997. El comentario fue incluido en una reseña de prensa proporcionada por un servicio contratado por Parité-Infos. [76] Véase capítulo V. [77] Alain Juppé, “Ouverture du débat sur la place des femmes dans la vie publique” (Assemblée Nationale, 11 de marzo de 1997), manuscrito del discurso completo (en los archivos personales de Françoise Gaspard), p. 8. Una sección de este discurso fue eliminada en Compte rendu analytique officiel (véase nota 71). [78] Assemblée Nationale, Compte rendu analytique officiel, p. 31. [79] Eric Fassin y Michel Feher, “Parité et P aCS: Anatomie politique d’un rapport”, en Daniel Borrillo, Eric Fassin y Marcella Iacub, Au delà du PaCS: L’expertise familiale à l’éprueve de l’homosexualité, Presses Universitaires de France, París, 1999, pp. 13-44. [80] Assemblée Nationale, http://www.assemblee-nationale.fr/connaissance/elections1997.asp. [81] Ya que sólo una de estas diputadas tenía una mujer como sustituta, el número de mujeres de la asamblea se redujo por estos nombramientos. [82] Le Figaro, 5 de junio de 1997, p. 6. [83] Le Monde, 6 de junio de 1997, p. 20. [84] Le Figaro, 5 de junio de 1997. [85] Georges pensaba que aún faltaba; véase el efecto de esta promesa en el liderazgo de Jospin. Il lui reste maintenant à gouverner, concluyó. Pierre Georges, “Harpes célestes”, Le Monde, 6 de junio de 1997, p. 36. [86] N. Gautier, “La parité a d’abord été imposée par l’opinion”, Libération, 18 de junio de 1998, p. 3.

[87] Citado en un paquete promocional (“De l’égalité à la parité; de la parité à la liberté”)

preparado y distribuido en junio de 1998 por la oficina de Geneviève Fraisse. [88] “La Ministre? Over the Immortals’ Dead Bodies”, New York Times, 1º de julio de 1998, p. A4. Entre muchos otros artículos publicados sobre este debate, véase Marc Fumaroli, “La querelle du neutre”, Le Monde, 31 de julio de 1998, p. 1; Michelle Coquillat, “Académie et misogynie”, Le Monde, 20 de enero de 1998, p. 15; Geneviève Fraisse, “La doublé évidence du féminisme”, Le Monde, 20 de enero de 1998, p. 15. Mucho antes, ParitéInfos había traído a colación el tema en una entrevista con Marina Yaguello, que había escrito un libro titulado Le sexe des mots (El género de las palabras) en 1989. “Le langage de l’égalité au service de la parité”, Parité-Infos, núm. 7 (septiembre de 1994), pp. 1-4. En el mismo número, véase Benoîte Groult, “Cachez ce féminin que je ne saurais voir…”, p. 2.

V. EL DISCURSO DE LA PAREJA “¿ES OBVIO que […] la preferencia sexual tendría que ser objeto de reconocimiento institucional?”[1] Esta pregunta retórica, de un opositor a una ley de sociedades domésticas propuesta, el Pacte Civil de Solidarité (o P aCS), durante el debate del 17 de marzo de 1999 en el Senado, fue el centro de una controversia pública que causaba furor desde hacía años. ¿Qué reconocimiento legal tendrían las parejas homosexuales, en caso de aceptarse? ¿Como contratos privados? ¿Como formas de cohabitación? ¿Como matrimonios? ¿Y qué implicaba el reconocimiento legal, la necesidad de enfrentar un cúmulo de asuntos prácticos que habían salido a la luz por la crisis del sida? ¿El fin de la discriminación basada en la elección de las propias parejas sexuales? ¿La aceptación del hecho de la homosexualidad como relación sexual y social? ¿Como una relación como cualquier otra o diferente por definición a partir de la norma heterosexual? Si el reconocimiento legal se asentaba en ciertos principios de universalidad (como debía ser en ese contexto republicano francés), ¿era este principio un derecho individual (privado) a elegir la propia pareja o un derecho colectivo (social) el de cualquier pareja que cohabita, a gozar los mismos beneficios de quienes contraen matrimonio formalmente? ¿Este derecho colectivo significaba que las parejas no casadas (incluidas las homosexuales) constituían una familia? ¿Que los homosexuales también podían procrear, adoptar y criar hijos? Era una caja de Pandora aún más peligrosa, desde cierta perspectiva, que la que se abrió con la paridad. Pues si durante un tiempo la paridad funcionó dentro del marco conocido de los derechos individuales, es decir, el derecho de las mujeres a ser representantes, individuos electos para encarnar a la nación (no para representar al sexo femenino), el P aCS tenía que ver con parejas y con las condiciones de reconocimiento que les otorgaba el Estado. ¿Qué era una pareja? ¿Un acuerdo doméstico práctico o una forma universal de unión amorosa? ¿Una categoría legal mutable o la personificación del hecho eterno de la diferencia sexual? Durante 1998 y 1999, la paridad y el P aCS, hasta entonces dos movimientos paralelos, se cruzaron, y el discurso de la pareja sustituyó al discurso del individuo en las discusiones sobre la diferencia sexual. En ese momento ocupó el escenario la relación entre mujeres y hombres, su necesaria complementariedad, ya no la posibilidad de intercambio entre hombres y mujeres como representantes de la nación. El significado de la demanda de paridad de representación de 50-50 adquirió un nuevo significado y se convirtió en la aprobación de un concepto esencialista-diferencialista de la diferencia sexual en lugar de una exigencia de igualdad antidiscriminatoria-individualista. En el entrelazamiento de los debates sobre el P aCS y sobre la paridad en torno al asunto de la pareja, se mezclaron en forma contradictoria los conceptos de igualdad, diferencia sexual y universalismo, con lo cual quedó demostrada no

sólo la maleabilidad, sino la contingencia histórica de estas abstracciones supuestamente inmutables. En este punto de la historia, parece necesario dedicar un tiempo al análisis de los debates sobre el P aCS para entender a fondo su impacto en la campaña por la paridad.

CAMPAÑA POR UNA LEY DE SOCIEDAD CONYUGAL Durante los años noventa, cuando las feministas exigían poner fin a la discriminación en contra de las mujeres en la política, los defensores de los derechos de los gays buscaban protección legal para las parejas homosexuales. Los movimientos eran paralelos, pero distintos, aunque ambos vinculaban su suerte con el éxito de la izquierda. Ambos movimientos pugnaban también por el dilema de la diferencia, pero de maneras diferentes. Mientras que a la paridad le interesaba el estatus de las mujeres como individuos abstractos, los activistas homosexuales se enfocaban en el aspecto social de la pareja; la paridad estaba formulada como una elaboración de los principios universalistas de la República, en tanto que el movimiento por los derechos de los gays intentaba reconciliar los derechos de un grupo específico (lo social concreto) con los requisitos del universalismo (lo político abstracto). Como individuos, los homosexuales ya gozaban de cierta protección legal. La criminalización de los actos homosexuales finalizó en 1982 y en 1985 entró en vigor una ley contra la discriminación. Conforme se hacía más visible la epidemia de sida, obviamente se hacía sentir más la preocupación por la necesidad de nuevas medidas antidiscriminación para proteger a los individuos positivos al VIH, pero el sida planteaba con mayor urgencia el problema del estatus de las parejas homosexuales en Francia, lo mismo que en otras partes.[2] No había protección legal para herencias, propiedades conjuntas, beneficios de salud compartidos, transferencia de arrendamientos, poderes legales ni derechos de visita en hospitales. No se logró la aprobación de unos cuantos intentos de reconocer a las parejas gay como ejemplos de cohabitación. Cuando en 1989 un tribunal rechazó una solicitud al respecto y resolvió que cohabitación (concubinage) “sólo puede referirse a una pareja formada por hombre y mujer”, sus partidarios concluyeron que se necesitaba una nueva ley para cambiar la definición de pareja.[3] ¿Pero cómo se formularía esa ley? Había varias posibilidades. La primera consistía en especificar sencillamente que las parejas gay tenían derecho a cierta protección financiera y de otro tipo; eran, en efecto, un caso o clase especial. Los que tenían interés por acabar con la discriminación sin normalizar el estatus de las parejas gay incluyéndolos en alguna categoría mayor ofrecían argumentos de ese tipo. (Este enfoque era el más parecido al de la legislación estadunidense sobre las sociedades conyugales: ley contra la discriminación para las necesidades especiales de un grupo en particular.) La segunda posibilidad era incluir a los homosexuales en una categoría general de “dúos” que cohabitan (que abarcaba desde señoras ancianas que compartían un hogar hasta un sacerdote y su ama de llaves que vivía en la casa, hermano y hermana o uno de los padres y su hijo), restando así especificidad a la sexualidad de los gays. Éste fue el enfoque de una propuesta para una sociedad civil presentada al Senado en 1990, para un Contrato de Unión Civil (CUC), por un grupo de diputados de izquierda a la

Asamblea Nacional en 1992, y para un Contrato de Unión Civil y Social (CUCS) presentado a la Asamblea Nacional en 1997. En una tercera posibilidad se agrupaba a todo tipo de parejas que cohabitaran íntimamente (gay o convencionales), a las cuales se les otorgaban algunos derechos económicos y sociales que antes eran propios de las parejas casadas. Ésta fue la sugerencia de grupos gay como AIDES, que propuso en 1995 un Contrato de Vida Social (CVS). Según la propuesta, la ley acogería a las parejas gay y de lesbianas bajo la rúbrica general de cohabitación. Aprobado por algunos diputados socialistas, el plan pronto se denominó Contrato de Unión Social (CUS), y luego —tomando el término “pacto” de la recomendación de un Pacto de Interés Común (PIC) ofrecido por una comisión especial para la reforma de la ley de cohabitación— como Pacto de Solidaridad Civil (P aCS), en 1998.[4] Una cuarta posibilidad (considerada por algunos como la consecuencia lógica de la tercera), fue abrir el matrimonio a las parejas gay. Conforme se desarrollaba la discusión, ésta fue la posición adoptada por AIDES, Act Up, el Gay and Lesbian Center y muchos otros de sus partidarios.[5] Estas posibilidades se discutieron en los años noventa, pero con la izquierda fuera del poder desde 1993, eran pocas las esperanzas de que se promulgara alguna legislación. (En 1995, Jacques Toulon, ministro de Justicia, rechazó en estridentes términos en pro de la natalidad una propuesta del CUC: “No es cuestión de crear un contrato de unión civil, por el contrario, es cuestión de fomentar el matrimonio y los nacimientos en este país, para que Francia se fortalezca”.)[6] No obstante, algunos diputados y senadores presentaron proyectos de ley y en el interior del PS se ejerció presión. En las mismas Asambleas Generales posteriores a la derrota, donde se escucharon intensas demandas de paridad en 1993, en la plataforma del partido se pedía incluir el reconocimiento de las parejas gay. En ese momento, esos llamados provenían de voces minoritarias en un ambiente abrumadoramente homofóbico. (Todavía en 1996, el primer secretario del PS, Henri Emanuelli, pudo desechar cruelmente a defensores de los derechos de los homosexuales: “Son ustedes un verdadero fastidio con sus historias de maricones; eso no le interesa a la gente”.)[7] En 1994, el Parlamento Europeo aprobó la igualdad de derechos para gays y lesbianas, con lo cual la campaña en curso tuvo más peso. En 1995, la organización AIDES, el Collectif pour le CUCS y otros grupos cabildearon entre varios cientos de alcaldes que aceptaron emitir certificados de vie commune sin importar el sexo de los integrantes de la pareja; éste fue el primer reconocimiento “oficial” del “vínculo homosexual”. En 1996, en un artículo de Le Monde firmado por influyentes intelectuales (Pierre Bourdieu, Jacques Derrida, Didier Eribon, Michelle Perrot, Paul Veyne y Pierre Vidal-Naquet) se citaban frecuentes casos de trato desigual y se exigía “reconocimiento legal de la pareja homosexual”.[8] También dentro del Partido Socialista fue cada vez mayor el apoyo. En enero de 1997, algunos diputados socialistas propusieron una ley para el CUS, y sólo una voz de la derecha los respaldó, Roselyne Bachelot, diputada del RPR que encabezaba el Observatoire de la Parité, así como algunas organizaciones que trataban de movilizar el apoyo de juristas, organizaciones familiares y otras semejantes. El gobierno conservador había estado suficientemente preocupado por los problemas prácticos que enfrentaban las parejas gay como para encargar un estudio, encabezado por el jurista Jean Hauser, de la forma en que podría reformarse el código civil para tratar esas cuestiones. (La comisión Hauser propuso que se permitiera a una pareja gay firmar un contrato relacionado con ciertos aspectos financieros y materiales de la vida en común, pero no recomendó otorgar reconocimiento

simbólico al hecho de que las partes contratantes formaban una pareja.) Cuando se disolvió la Asamblea Nacional en la primavera y la izquierda volvió al poder, renació la esperanza de que pudiera aprobarse el CUC, pero el primer ministro tardó un año en aceptar dar su apoyo a una ley. A finales de junio de 1997, unas 250 000 personas participaron en el Gay Pride Parade, en París, incluidos miembros del gabinete de Jospin (sobre todo las mujeres que habían sido nombradas para que el primer ministro cumpliera con su compromiso con la paridad, Elisabeth Guigou, Martine Aubry y Catherine Trautmann). El reconocimiento de las uniones gay fue un tema importante. Dominique Voynet, ministra del Ambiente, describió el CUS como la regularización de la situación de todas las parejas no casadas: “El CUS es uno de los elementos de la lucha en contra de la exclusión que afecta a cientos de miles de personas”.[9] En los meses siguientes, se presentaron varias propuestas. Guigou, ministra de Justicia, creó un grupo de trabajo (encabezado por Irène Théry, socióloga familiar) para estudiar las propuestas. Ya era evidente que se promulgaría algún tipo de ley en los meses siguientes. En junio de 1998, Jospin dio el visto bueno a lo que entonces se llamaba P aCS. Tanto el apoyo como la oposición se intensificaron. Doce mil alcaldes de ciudades pequeñas de toda Francia, alentados por la Iglesia católica romana, anunciaron que se negarían a presidir la firma de ese tipo de contratos; la conferencia de obispos lo condenó.[10] En enero de 1999, Christine Boutin, diputada de la UDF pro-vida, organizó una manifestación en contra del P aCS que atrajo a cientos de miles de personas. El Gay Pride Parade celebrado en París, en junio, se desbordaba con 200 000 partidarios de la propuesta de ley.[11] Día tras día, en los principales diarios aparecían artículos en que se analizaban las implicaciones y se pronosticaban los efectos de dicha ley. A la larga, el debate parlamentario absorbió unas 120 horas, muchas de ellas, tumultuosas.[12] Desde la primavera de 1998 hasta la aprobación de la ley el año siguiente (e incluso después), tuvo lugar una intensa y acalorada discusión pública sobre lo que significaba dar trato de pareja a dos personas del mismo sexo.

¿CUÁL UNIVERSALISMO? El movimiento en pro del reconocimiento legal de las parejas homosexuales invocó, sin sorprender, a la retórica del universalismo; buscaba igualdad para un grupo de interés, no trato especial. Como en las discusiones sobre inmigrantes y mujeres, el rechazo de una solución “comunitaria” à l’américaine fue una primera premisa, a la cual todas las partes se sintieron obligadas a recurrir. Presentando el P aCS en la Asamblea Nacional el 9 de octubre de 1998, la vocera del Partido Socialista, Catherine Tasca, hizo eco de una demanda de defensores de esa ley desde los primeros años noventa: “El espíritu de la República exige que inscribamos en la estructura legal un reconocimiento abierto a todas las parejas que cohabitan, sin importar su sexo, y no sólo a parejas homosexuales. No queremos una solución comunitaria”.[13] Y cuando Patrick Bloche, defensor de la ley desde tiempo atrás, aprobó el P aCS en marzo de 1999 en su capacidad de relator de la comisión sobre asuntos culturales, familiares y sociales de la asamblea, también destacó su aspecto universalista:

Es necesario recordar una y otra vez el carácter republicano de nuestro enfoque, que busca crear un marco global y unificado para parejas de sexos diferentes o del mismo sexo. Es el principio universalista de los derechos el que nos lleva a rechazar toda tendencia comunitaria de tipo anglosajón y así, no tener una ley sólo para parejas homosexuales.[14]

Hablando (con gran emoción) en pro del P aCS durante el debate en la asamblea, Roselyne Bachelot, diputada del RPR, felicitó a los grupos que habían agitado durante largo tiempo para que se aprobara: La virtud de estas asociaciones fue rechazar soluciones comunitarias, que son necesariamente estigmatizantes, para construir un proyecto que tiene lugar para todos y cada uno de nosotros, hombre o mujer, con nuestros hijos y nuestros padres, en un momento u otro de nuestras vidas; pues a fin de cuentas, reconocemos sólo una comunidad: la República.[15]

El tono congratulatorio de estos discursos restaba importancia a las evidentes contradicciones que contenía la ley y ocultaba las dificultades (lógicas y prácticas) que los defensores habían encontrado tratando de conciliar el reconocimiento de las diferencias sociales con el estándar de uniformidad exigido por el universalismo. ¿En qué términos serían bienvenidas las parejas del mismo sexo como tales en la singular comunidad de la República? Una de las primeras sugerencias de Pierre Pouliquen, Gérard Bach-Ignace y otros, defensores de los gays relacionados con el MDC (Mouvement des Citoyens, grupo socialista escindido y encabezado por Jean-Pierre Chevènement), que siguió vigente hasta la formulación final del P aCS pero que no fue incluida en la ley aprobada, era el lugar de las parejas homosexuales bajo el rubro general de “dúos”. Esto, argumentaban quienes lo proponían, era nada más una variante de la cohabitación, que ofrecía algo diferente al matrimonio como forma de visualizar la vida de una pareja. Pouliquen, presidente del Collectif pour le CUCS, explicó que este grupo no buscaba el reconocimiento legal de las parejas homosexuales como objetivo en sí, más bien “son dos personas con un proyecto de vida en común que nos conciernen”. Los homosexuales no quieren ser designados como una tercera categoría de pareja (en una jerarquía de heterosexuales casados y no casados). Estamos convencidos […] de que siempre es preferible optar por lo que es común a los individuos, más que apartarlos. Por supuesto, desde un punto de vista social […] existen diferencias. Así como un hombre no es mujer y una morena no es pelirroja, un homosexual o una lesbiana no es un heterosexual. Pero estos hombres y mujeres tienen algo en común, son ciudadanos […] Es cuestión de defender un concepto universalista.[16]

Los críticos de izquierda que participaban en el debate acusaron a Pouliquen y sus asociados de cierto oportunismo, de minimizar la homosexualidad para no alejar a los diputados que hubieran votado a favor de la ley. (Pero Frédéric Martel sugiere que el fin era más subversivo, más promiscuo: “no reducir el sexo a una pareja”.)[17] Para estos críticos, la estrategia del “dúo” eliminaba exactamente lo que tenía que aceptarse, que se trataba de uniones sexuales que básicamente no diferían de las heterosexuales.[18] Si se iban a enfrentar los problemas prácticos de las parejas gay, entonces tendrían que asimilarse a una categoría universal integral, fuera cohabitación o matrimonio. Los críticos de derecha acusaban a los partidarios de la ley de intentar encubrir arteramente un deseo comunitario bajo un manto universalista. El cargo de ocultamiento llevaba una connotación homofóbica, pues se basaba en caracterizaciones generales del comportamiento homosexual, como disimulo, subversión, engaño, abyección. Según Théry, que utilizó las páginas del diario L’Esprit y después una entrevista en Le Monde para denunciar el movimiento, “dejando de lado su principal

preocupación, este contrato disfraza la cuestión fundamental de la homosexualidad de ‘unión social’, por razones tácticas y con cierto desdén”.[19] Algunos vieron incluso una sexualización implícita de todos los hogares de dos personas, objetando a indicios de poligamia, incesto y otras perversiones que parecían vincularse (de forma fantasmática) a cualquier cosa relacionada con la homosexualidad.[20] Pouliquen expresó exasperación respecto a estas críticas en una carta abierta a Théry. Parecía no haber forma de encontrar el equilibrio adecuado entre identidad y diferencia, dijo. “Cuando homosexuales y lesbianas se manifiestan por las calles, se les reprocha que se exhiban. Cuando apoyan una propuesta que concierne a toda la sociedad, se les tacha de hipócritas. En pocas palabras, nunca son políticamente correctos”.[21] Dicho de otra manera, podríamos decir que los comentarios de Pouliquen ilustran la dificultad de reconocer las necesidades de grupos socialmente diferentes en los términos provistos por el universalismo republicano: la exigencia del mismo reconocimiento en nombre de la diferencia refuerza la particularidad del grupo, al mismo tiempo que exigir el mismo reconocimiento en nombre de la identidad plantea la objeción a la diferencia. El problema no era diferente cuando el grupo universal se limitaba a las parejas que cohabitan y tienen intimidad sexual, como en la ley que finalmente fue aprobada. En este caso, la idea era eliminar la discriminación entre heterosexuales no casados y su contraparte homosexual. Como se afirmó que el matrimonio pronto dejaría de ser institucional (siendo la prueba el incremento del número de divorcios y la cantidad de parejas heterosexuales que optaba por no contraer matrimonio), ahora la ley tendría que enfocarse a las realidades enfrentadas por todos aquellos que vivían juntos fuera de los límites acostumbrados. Desde este punto de vista, las parejas gay podrían asimilarse a la categoría de cohabitación, en cuyo caso, el vínculo sexual era explícito y el rasgo común entre las parejas heterosexuales y homosexuales era su calidad de no casadas. Algunos defensores de este enfoque señalaban que el número de parejas convencionales que cohabitan se había incrementado enormemente y que esto, como gran parte de las dificultades especiales que enfrentan las parejas homosexuales, justificaba una ley; había de hecho una categoría “universal” en la cual cabían las parejas gay. Otros sostenían que el amor, no lo práctico, era el denominador común de las parejas gay y las convencionales. Éste era el argumento de Bertrand Delanoë, a la sazón diputado socialista (y después alcalde de París), en las audiencias del Senado sobre el P aCS en 1999. Hay un vínculo de amor, el derecho a la ternura y, muy sencillamente, la dignidad de cada persona […] El PaCS reconoce que los vínculos del amor son universales; crea derechos y obligaciones entre dos personas que los aceptan seriamente, y al hacerlo se convierte en símbolo de una sociedad más abierta y desarrollada.[22]

Las relaciones amorosas no tienen que ser consagradas por el matrimonio, institución que de todas formas estaba perdiendo su estatus y cuyas asociaciones patriarcales llevaron a muchas feministas (entre ellas, lesbianas) a censurarlo. La igualdad de los concubinos tanto heterosexuales como homosexuales dependía de su calidad de no casados, pero había una diferencia significativa entre ellos. La opción del matrimonio estaba abierta para los heterosexuales, igual que el acceso a la tecnología reproductiva, pero ninguna de las dos estaba disponible para los homosexuales.[23] Si se otorgara reconocimiento legal (es decir, la sanción del Estado) a los concubinos como grupo, entonces ¿cómo negar el derecho a la reproducción a algún miembro de ese grupo? Y si las

parejas de gays y lesbianas fueran equivalentes a las relaciones de heterosexuales no casados, ¿dónde residiría la lógica de prohibirles el derecho a optar por el matrimonio? Estas interrogantes (que exponían los límites de la ley estrechamente confinada a las circunstancias compartidas de ser una pareja de concubinos no casados) las planteaban tanto quien se oponía al P aCS como quien lo defendía. Por una parte, los conservadores opuestos a la ley la censuraban por ser “casi un matrimonio”; por la otra, los radicales la descartaban por ser “un matrimonio fallido”. El senador conservador Bertrand Seillier expuso de esta forma lo que consideraba como la lógica peligrosa de la ley propuesta: En efecto, la cohabitación es en realidad un matrimonio, incluso si voluntariamente se renuncia a las formalidades del mismo. Las consecuencias evolutivas de esto para la ley ya han sido suficientemente demostradas en el pasado. Al incluir la cohabitación en el código civil, la distinguimos del matrimonio sólo por la intervención de un representante del Estado. En cierta forma, la diferencia es sólo el lujo de la ceremonia. Al mismo tiempo, como la cohabitación no se define en función del sexo, creamos indirectamente lo que decimos que no queremos, el matrimonio homosexual.[24]

Por otro lado, los activistas que favorecían los derechos de las parejas de gays y lesbianas (muchos separados del ámbito del parlamento y por tanto menos preocupados por ganarles a los políticos escépticos u hostiles) razonaron en favor de la coherencia lógica en la aplicación de argumentos universalistas. Por ejemplo, la jurista Marcella Iacub y el sociólogo Jean-Marc Weller señalaron que la preferencia sexual era precisamente el punto que tenía que tratarse y después descartarse como base del trato discriminatorio: Nadie ha desafiado la idea de que la libertad de contraer matrimonio con quien uno decida constituya uno de nuestros derechos más fundamentales. […] Si algún político imaginó alguna vez que podía evitar la aplicación de este derecho proponiendo que se prohíba la unión de dos personas de diferente color de piel o religión, por ejemplo, no hay duda de que un gran número de voces se elevaría en su contra, porque hay excelentes razones para querer garantizar la igualdad civil para todos. Pero esta consideración parece curiosamente eclipsada cuando se menciona el asunto del derecho al matrimonio de dos hombres o dos mujeres.[25]

Y el jurista Daniel Borrillo y su coautor, Pierre Lascoumes, concluyeron un libro sobre el P aCS afirmando que “el P aCS no será un verdadero avance hasta el día en que el matrimonio sea una posibilidad para parejas del mismo sexo”.[26] Muchos de los que compartían la postura de Borrillo y Lascoumes insistieron en que no era el matrimonio per se lo que les interesaba, sino un universalismo coherente. “La igualdad de derechos es una condición necesaria, entonces importa que el matrimonio y el parentesco se abran a parejas del mismo sexo.”[27] La ley que en última instancia se aprobó no resolvió estos problemas.[28] El P aCS es una relación legalmente sancionada entre dos personas de cualquier sexo que comparten el lecho y que pueden establecer de hecho una vida en común y un futuro compromiso al respecto. Celebrado ante un empleado de las cortes menores, el Tribunal d’Instance (para diferenciarlo simbólicamente de un matrimonio celebrado en la alcaldía por un alcalde), el P aCS establece reglas para la herencia, así como diversas protecciones fiscales y sociales que no son, sin embargo, tan favorables como las que ofrece un matrimonio. Cuando la ministra de Justicia Elisabeth Guigou presentó la ley a la Asamblea Nacional en octubre de 1998 y nuevamente cuando la presentó al Senado en marzo de 1999, declaró enfáticamente que el P aCS no era un matrimonio. Ante interrupciones hostiles, “es un submatrimonio”, “es un seudomatrimonio”, se

limitó a repetir que la ley no tenía que ver con el matrimonio: “El P aCS sólo se refiere a la pareja […] El P aCS no es un matrimonio. […] El gobierno del cual formo parte nunca apoyará la adopción o la reproducción asistida por medios médicos para parejas homosexuales”.[29] Catherine Tasca hizo eco de estas declaraciones en un artículo de Le Monde: El PaCS no tiene que ver con la adopción ni con reformas de la autoridad de los padres. No puede ser un paso potencial hacia la adopción o la reproducción asistida por medios médicos para parejas homosexuales. Hemos decidido excluir esas posibilidades. Nuestra opción es clara. No lleva otras motivaciones.[30]

Que una ley que permitía la cohabitación heterosexual, pero no la homosexual, para formar una familia pudiera ofrecerse “sin otras motivaciones”, derivaba del hecho de que esta exclusión (esta inequidad en una ley que en nombre del universalismo supuestamente eliminaba la discriminación contra las parejas homosexuales) se justificaba en términos de otra universal que llevaba prioridad, la de la diferencia sexual. El matrimonio, dijo Guigou a los diputados reunidos, “es la unión de un hombre y una mujer: es la institución que articula la diferencia de los sexos”.[31]

LA PAREJA HETEROSEXUAL En los debates sobre el P aCS, el principio del universalismo se aplicaba no a individuos, sino a parejas. Así como la raza, la religión o el sexo no se consideraban pertinentes para la ciudadanía y la abstracción de las características sociales garantizaba la igualdad de los individuos ante la ley, de la misma manera el sexo no era pertinente para las parejas reconocidas por el P aCS. El objetivo era acabar con la discriminación de las parejas homosexuales, garantizarles igualdad ante la ley, pero así como históricamente la diferencia de sexo había llegado a ser un aspecto espinoso para la ciudadanía de las mujeres (demoró más de un siglo su derecho al voto y cincuenta años más el acceso a puestos de elección), así las diferencias de sexo distinguían entre las parejas que tenían acceso al P aCS. La exclusión de las mujeres de la participación política había sido explicada como consecuencia de la naturaleza: el fenómeno universal de la diferencia sexual. La exclusión de los homosexuales de la “alianza”, todo lo relacionado con hijos, familia y parentesco, ahora se explicaba como consecuencia del fenómeno universal de la diferencia sexual. “El simbolismo del género, de lo masculino y lo femenino, existe en todas las sociedades”, escribió Théry, acérrima opositora del P aCS; “es la forma en que la cultura da sentido a la naturaleza sexual de las especies vivas”.[32] Si la ley hecha por el hombre tuviera que abstraer a las personas de determinadas categorías sociales, sugirió Théry, las parejas gay podrían caber en la categoría de los concubinos, pero esta ley no podría invalidar la ley de la diferencia de los sexos, que era prepolítica, no biológica, sino cultural y por eso, fundamental para la auto comprensión del ser humano. Como tal, era una diferencia que no podía admitir la abstracción para fines políticos. Con esto, Théry quería expresar un desafío, no sólo para el P aCS, sino para la paridad.[33] La diferencia de sexo (siempre cargada de significado cultural) no podría reducirse por ley a mera anatomía, pero si no había abstracción posible para las diferencias de sexo, ¿podría haber igualdad?

En la campaña por la paridad, la dualidad anatómica era concedida como “hecho natural”, pero la diferencia sexual se consideraba un concepto social mutable cuyo uso y significado tenía que cambiar si se iba a poner fin a la discriminación contra las mujeres. Tratar a las mujeres como iguales implicaba afirmar no que fueran individuos (como los hombres), sino que los individuos eran mujeres y hombres, que la dualidad anatómica era parte de la definición de los individuos abstractos. En los debates sobre el P aCS, en que la pareja era la unidad en cuestión, quienes invocaban la diferencia sexual suponían una relación fija entre mujeres y hombres: complementariedad de características, papeles y funciones, así como atracción arraigada en los imperativos perdurables de la reproducción de la especie. Para las paritaristas, la cuestión de la naturaleza supuestamente carecía de consecuencias sociales necesarias; sencillamente, los individuos eran de uno de dos sexos. En el discurso sobre la pareja relacionado con el P aCS, el hecho de que hubiera dos sexos en la naturaleza se convertía en la verdad incuestionable de la heterosexualidad normativa. Los críticos del P aCS advertían sobre los riesgos de ignorar las diferencias esenciales en nombre de una igualdad espuria. “Rechazamos la discriminación que entraña odio, pero la diferencia no puede ser neutralizada por exigencias de igualdad”.[34] O “¿tendríamos que llegar a la conclusión de que es normal considerar como discriminación todas las diferencias y que quienes deciden vivir su diferencia exijan al mismo tiempo que se neutralice en nombre de la igualdad?”[35] El consenso surgido entre quienes se oponían al P aCS y muchos de los que estaban en favor de considerarlo como contrato limitado de pareja doméstica fue que la ecuación total de parejas homosexuales y heterosexuales negaría el papel fundamental de la diferencia sexual en la constitución de la psique individual y la solidaridad social. La idea de solidaridad social, a su vez, descansaba en una definición orgánica de sociedad, en la cual los individuos estaban inextricable y mutuamente vinculados y en la cual, sus prácticas, por aisladas que estuvieran, inevitablemente afectaban al todo. Por supuesto, había una posición minoritaria que desafiaba la esencialización de la pareja heterosexual y denunciaba por homofóbicos a quienes intentaron evitar que las parejas gay formaran una familia.[36] Pero fue difícil contrarrestar la fuerza de testimonios de expertos, de prominentes sociólogos, antropólogos, psiquiatras y clérigos. Durante las furiosas propuestas contra el P aCS, la diferencia sexual llegó a quedar representada exclusivamente como pareja heterosexual, fracasó la analogía entre parejas e individuos que constituía el núcleo de la defensa de los gays (y de cualquier exigencia de igualdad de derechos). No había abstracción posible, dijeron los expertos, cuando la diferencia sexual era la clave de la vida misma. Fue Irène Théry, socióloga de la familia, quien primero presentó objeciones fundamentales en contra del P aCS (que aún se conocía como CUS) en esos términos en un artículo publicado en L’Esprit en 1997. Si bien Théry señalaba con gran solidaridad la discriminación enfrentada por los homosexuales y los problemas a los cuales tuvieron que hacer frente cuando la epidemia de sida provocó no sólo muertes prematuras sino injusticias, también hizo una advertencia respecto a que equiparar a las parejas homosexuales con las heterosexuales en cualquier aspecto era un grave error. Oponerse a la discriminación era una cosa, argumentaba, pero negar las diferencias era otra. Si bien defendía la reforma de las leyes de la familia, la necesidad de reconocer la existencia real de una pluralidad de formas de familias (se refería con frecuencia a familias mixtas y también a los problemas de los hogares de un solo padre),

Théry ponía el alto a las familias homosexuales porque la sola idea violaba el simbolismo de la diferencia sexual. “La pasión por restar valor a los símbolos, una de las pasiones más inquietantes de nuestro tiempo”, era peligrosa no sólo para la idea del matrimonio civil, “la gloria oculta de la Revolución francesa”, sino para todo “el orden simbólico” en que se apoyaba la diferencia de sexo.[37] En otro artículo advertía que “la cuestión de la pareja homosexual” planteaba “problemas antropológicos importantes”.[38] Los problemas prácticos de los diversos tipos de organizaciones domésticas (entre otros, la existencia real de gran número de hogares de un solo padre) no debía confundirse, continuaba, con la forma cultural que preserva y transmite el significado mismo de la identidad: la pareja heterosexual, que encarna la diferencia masculino-femenino, que es la diferencia primordial. Es “la oposición fundamental”, como lo expresó la antropóloga Françoise Héritier un año después en una entrevista de la revista católica La Croix, “que nos permite pensar. Porque pensar es, ante todo, clasificar, clasificar es primero que nada diferenciar, y la diferenciación fundamental se basa en la diferencia de los sexos”. Según Héritier, “nuestra forma de pensar y nuestra organización social se basan en la percepción de la diferencia de los sexos. Y no podemos argumentar razonablemente que esta diferencia pueda ser desplazada hacia la pareja homosexual”.[39] A pesar de que Claude Lévi-Strauss se negó a aprobar estos argumentos (sugirió que el problema no eran los hechos perdurables de la cultura, sino una lucha política sobre la organización social),[40] persistió lo que el sociólogo Eric Fassin había etiquetado como “la ilusión antropológica”.[41] El argumento de la antropología relacionaba a familias y sexualidad de una forma descrita por Michel Foucault en el primer volumen de su Historia de la sexualidad. “La familia”, escribe, “es el cambiador de la sexualidad y de la alianza: transporta la ley y la dimensión de lo jurídico hasta el dispositivo de sexualidad, y transporta la economía del placer y la intensidad de las sensaciones hasta el régimen de la alianza”.[42] El entrelazamiento de la familia (definida como alliance, linaje y parentesco) con la sexualidad (la ubicación del sexo dentro de la familia) a la vez protegía a la sociedad de los excesos del deseo sexual (representados en esos debates por la homosexualidad) y garantizaba la estabilidad, si no de todas las familias, entonces cuando menos de la norma de la familia nuclear heterosexual. Los que se oponían a las familias gay, insistían en que los impulsaba no la homofobia, sino un imperativo cultural. La idea de un imperativo cultural se convirtió tanto en la piedra angular de los ataques contra el P aCS como de la justificación de las exclusiones de la ley por quienes las apoyaban. La diferencia sexual, encarnada por la pareja heterosexual, llegó a considerarse como el código maestro simbólico de la humanidad, inmutable, “primordial”, no natural sino cultural, una realidad “objetiva” y “universal”.[43] La diferencia sexual desempeñó muchas funciones relacionadas con la descripción de la pareja heterosexual. Antes que nada, garantizó la reproducción de la especie y la reproducción social. Por eso, la pareja, equiparada con la familia y el matrimonio, no era sencillamente un acuerdo privado como el de las parejas homosexuales, era una institución socialmente útil; en la visión de Durkheim era la unidad clave de la solidaridad social. El alcalde del pueblo de Felletin, Michel Pinton, católico devoto que organizó las protestas de la alcaldía contra el P aCS, se negó incluso a referirse a los homosexuales como parejas, mejor pensar en ellas como “pares”, decía. “Estos pares no tienen ninguna utilidad social; son estériles por definición.”[44]

La senadora Anne Heinis repitió esta idea: la homosexualidad era una opción de vida, una relación afectiva, “sin función implícita en la sociedad”.[45] Y Théry se refirió a “las limitaciones” del “vínculo homosexual”, con lo cual hacía referencia no sólo a su imposibilidad para reproducirse, sino a su relación con la muerte (a través del sida).[46] Tony Anatrella, sacerdote de las Facultades Jesuitas de París y psicoanalista en activo (que también fungía como consultor del Consejo Pontificio para la Familia), se negó, como Pinton, a considerar a los compañeros homosexuales como parejas, pues según él, una pareja representaba la posibilidad, si no es que la realidad, de ser padres. Los homosexuales tenían derecho a expresar su deseo privado, pero “la relación homosexual no simboliza nada en el plano social y no puede ser sujeto de derechos sin que se manipule la realidad y se engañe a la sociedad en nombre de los buenos sentimientos”.[47] Las uniones homosexuales se definían como privadas, impulsadas por un deseo considerado por muchos como antinatural o perverso y, en última instancia, egoísta, en tanto que las parejas heterosexuales eran la base de las instituciones sociales y se caracterizaban por el amor desinteresado. Unas indicaban autoindulgencia destructiva (“comportamiento fatal para la sociedad”)[48] y las otras, compromiso con otra persona, con la vida y con el futuro. Por su propio interés, el Estado debía optar por la vida. “El P aCS”, opinaba la Académie des Sciences Morales et Politiques (organismo asesor gubernamental casi oficial), “es un proyecto que conducirá a la deformación de la herencia, de la nacionalidad, de los impuestos”.[49] Los que estaban dispuestos a conceder que los homosexuales podían ser designados parejas en forma limitada y como tales, ser sujetos de leyes, de todas formas compartían la opinión de que la ley no debe considerarlas familias, pues según lo expresaba Françoise Dekenwer-Defossez, asesora de Elisabeth Guigou (y defensora de la ley del P aCS), “la estructura misma de la sociedad […] se vería amenazada por familias demasiado anormales y por arreglos de parentesco demasiado atípicos”.[50] En esta visión orgánica de la sociedad, en la cual todas las partes, todos los hechos sociales, están indisolublemente vinculados uno con otro, el temor al contagio es endémico. Théry sugirió que el matrimonio no se relacionaba con parejas, sino con continuidad generacional; el matrimonio, dijo, es “la institución que liga la diferencia de los sexos con la diferencia de las generaciones”.[51] Estas declaraciones de expertos al servicio del Estado secular reiteraban una visión de la familia expresada por diversas organizaciones católicas. La Conferencia de Obispos y la Asociación de Familias Católicas, por ejemplo, subrayaban el hecho de que la familia nuclear (formada por el padre, la madre y los hijos) era la “célula germinal de la sociedad” que permitía “la renovación de las generaciones” y constituía “una de las estructuras fundamentales de la sociedad, cuya coherencia mantiene”.[52] Más allá del hecho literal de la reproducción, se decía que la pareja heterosexual encarnaba el hecho mismo de la diferencia sexual. No sólo era, anunciaba Théry, “una relación sexual”, era también “un vínculo sexual”, la institucionalización de la diferencia masculinofemenino, la diferencia que no sólo organiza la vida social, también humaniza a los seres individuales. (Fue precisamente esta humanización, dijo, lo que hizo cultural la diferencia sexual, no sencilla o crudamente biológica.)[53] De hecho, el significado simbólico de la pareja eclipsa sus funciones reproductivas literales en el discurso de esos años, en gran medida porque los hechos de la organización familiar (familias divorciadas y recombinadas,

familias de padre o madre solteros y familias en las que uno de los padres ha cambiado de preferencia sexual) distorsionan cualquier intento de dirigirse hacia una forma única que sea típica o normal. Las referencias a lo simbólico con frecuencia apuntaban al psicoanálisis lacaniano (sin mucho conocimiento de su complejidad), aunque algunos analistas lacanianos también sugerían que si se negara la diferencia primordial, ocurriría todo tipo de deformaciones en el desarrollo psíquico del individuo.[54] También en este caso, la idea del contagio social daba forma al debate, no podría tener lugar un hecho social sin afectar a los demás. Se decía que la homosexualidad era el emblema de la negación de la diferencia sexual; por tanto, reconocerla en la ley era borrar esta distinción primaria. Pareciera que si la ley reconocía a las parejas y familias homosexuales, desaparecerían todas las demás formas. Los límites de la diferencia sexual fueron declarados inmutables, pero la ansiedad, de hecho, la casi histeria por mantenerlos revelaba un profundo sentido de su vulnerabilidad a ojos de sus más ardientes defensores. Algunos psiquiatras hablaban como si el reconocimiento legal de las parejas homosexuales fuera a negar la existencia misma de la heterosexualidad y de la distinción física entre mujeres y hombres. Sin la distinción masculino-femenino, los individuos se mantendrían en un estado infantil porque su “construcción como sujetos depende de que estén inscritos en esta institución”.[55] La homosexualidad era la negación de la diversidad y, por tanto, de la posibilidad de relación con otro.[56] Más aún, de acuerdo con Anatrella, “la estructura psíquica del amor” no era comparable entre homosexuales y heterosexuales, pues el amor homosexual, si así se le podía llamar, era narcisista, era un amor por sí mismo. Anatrella prefería hablar de “los deseos, las inclinaciones o las intrigas subjetivas” de los homosexuales y reservar las nociones de pareja, matrimonio y amor para los heterosexuales. [57] La homosexualidad se representaba como una forma de narcisismo, incluso, sugirió un paidopsiquiatra en una audiencia del Senado, de vampirismo. La identificación vampírica es una identificación con su propia semejanza que, al mismo tiempo, impulsa a uno a destruirla. El asunto que tenemos delante es saber si, en caso de un sistema muy cercano a la clonación, donde hay dos padres y un hijo, todos del mismo sexo, no nos encontraríamos nosotros mismos confrontando esta misma configuración vampírica.[58]

Esta patología no podía confinarse a las propias parejas homosexuales; había algo contagioso para toda la sociedad al considerarlas familias: “Se corre el riesgo de desestabilización total de las relaciones familiares y sociales, y en última instancia, podría dañar la constitución psicológica de todos los niños, incluso los nacidos en familias normales”.[59] El narcisismo de la atracción homosexual, definido como la incapacidad para reconocer las demandas del otro, se consideraba una amenaza para la cohesión social. Pierre Legendre, jurista y psicoanalista, ex miembro de la Escuela Freudiana de Lacan, lo consideraba como “una lógica hedonista, legado del nazismo”.[60] Otros sostenían que el modelo de autoridad política que requería la democracia sería negado si los homosexuales se consideraran familias.[61] Théry invocó los “valores republicanos” y la legislación democrática, insistiendo en que, en último caso, éstos se apoyaban en los símbolos de la diferencia sexual.[62] El historiador Emmanuel LeRoy Ladurie consideraba el P aCS como un desafío a toda la tradición judeocristiana.[63] Había también quien denunciaba la legalización de las uniones

homosexuales como una invitación abierta a la “inmigración ilícita”, estableciendo un vínculo metonímico entre una “situación ilícita” y otra, sugiriendo de ese modo que los límites de la diferencia sexual eran en cierta forma vitales para los límites nacionales de Francia.[64] Algunos comentaristas han hecho notar cuán desesperados eran en esta discusión los intentos por naturalizar, antropologizar y universalizar la diferencia de sexo encarnada en la pareja heterosexual. Eric Fassin ha considerado la tautología como sintomática, “la sociología definió la diferencia de los sexos como heterosexualidad después de haber justificado la heterosexualidad en referencia con la diferencia de los sexos”, indicio seguro, dice, de que la política y la ideología, no la ciencia ni la razón, impulsan los argumentos.[65] Ya sea en última instancia como síntoma de homofobia o de tremendo malestar sobre la inestabilidad de lo que Daniel Borrillo llama “el modelo mítico de familia”, o ambos, el discurso sobre la pareja tuvo profundas repercusiones en el pensamiento político.[66] (Cabe hacer notar que la familia, mitificada como estable e inmutable, había experimentado una serie de cambios desde los años sesenta, entre otros, la liberalización del divorcio, que puso fin a distinciones como la legitimidad e ilegitimidad de los hijos, acabó con la idea de que el padre era el jefe de familia y dio acceso a las parejas no casadas a la procreación por medios médicos.)[67] El mito de la familia reintrodujo la irreducible (o inconmensurable) diferencia sexual en las discusiones sobre la igualdad, diferencia imposible de ser disuelta por abstracción o modificada por ley, diferencia tan obvia que no hay necesidad de justificarse para reconocerla. Como lo expresa Théry: la institución jurídica de la diferencia viene a ser lo mismo que esto, cuya inmensa importancia no hemos acabado de valorar: reconocer lo limitado de cada sexo, que necesita al otro para que la raza humana pueda vivir y reproducirse. Por eso en el núcleo de la diferencia simbólica de los sexos encontramos las instituciones del matrimonio y del parentesco. A través de ellas, la ley crea el orden genealógico, que inscribe a cada ser humano en una doble imagen paterna y materna. Es ahí donde se arraiga la diferencia entre lo masculino y lo femenino; esta diferencia no es natural (lo que es natural es la diferencia entre macho y hembra), sino cultural.[68]

En esta perspectiva, la pareja heterosexual era independiente de la dinámica del poder entre hombres y mujeres; diferencia inconmensurable no necesariamente significa desigualdad, pero la pareja heterosexual era (dependiendo de quién escribiera) una fuente de estabilidad, continuidad, cohesión, autoridad y democracia; era un principio guía del orden social, la base universal de la política en general y de la francesa en particular. De hecho, la apreciación de la diferencia sexual (de complementariedad, de seducción, de “los felices intercambios entre los sexos”) era supuestamente una característica distintiva del carácter nacional de los franceses (opuesto, especialmente, al puritanismo estadunidense).[69] Ya en 1995, como crítica de la paridad y el feminismo, la historiadora Mona Ozouf había ofrecido una genealogía de este atractivo sexual nacional, al que había apodado “singularidad francesa”. En los debates sobre el P aCS, el tema era reiterativo. La diferencia sexual, en la forma de la pareja heterosexual, llegó a ser una manera de representar la identidad nacional; así, proteger a esa pareja significaba defender los valores de la República, defender la integridad de Francia.[70] Lo que estaba en juego era la noción en sí del carácter nacional francés, en el cual el republicanismo y la diferencia sexual se mezclaban inextricablemente. En retrospectiva, era fácil trazar una línea de la pareja heterosexual a la representación nacional. Si la diferencia sexual, tal como se encarna en la pareja, era fundamental, ¿por qué

no insistir en que se reflejara como tal en los organismos de representación, en las asambleas elegidas a través de las cuales se expresaba la nación? Esto es exactamente lo que hizo Sylviane Agacinski, tomar como base el razonamiento utilizado en el P aCS para justificar el trato desigual para los homosexuales respecto a la formación de la familia, y argumentar en favor del trato igual para las mujeres aprobando la ley de la paridad.

POLITIQUE DES SEXES Sylviane Agacinski había abogado por la paridad durante mucho tiempo. En 1996 escribió una artículo de opinión en Le Monde para dar respuesta a la crítica que hacía Elisabeth Badinter del movimiento,[71] en el cual argumentaba en favor de medidas voluntarias de los partidos políticos para establecer gradualmente una representación de 50-50, de modo que las instituciones republicanas reflejaran la complementariedad de “toda la especie humana”. No había nada “comunitario” en esa solicitud, señalaba. Más bien, corregía el falso universalismo de un individualismo abstracto que había privilegiado el poder del hombre poniendo como ejemplo un solo modelo de humano (masculino). Un verdadero universalismo reconocería que los individuos son de dos sexos, que “la humanidad está universalmente sexuada”. La traducción de este universalismo a la política era la paridad, la inclusión de un número igual de mujeres en todas las instancias de la toma de decisiones políticas. Igual que las paritaristas originales, Agacinski insistía en que no se pedía la representación de los intereses de las mujeres de forma independiente; el punto era conceder el mismo valor a las contribuciones de las mujeres. Si bien hablaba mucho de mixité, que para ella era algo así como coeducación (o la misma posición para los diferentes sexos), en su artículo no mencionaba las relaciones entre los sexos, excepto en cuanto al acceso desigual al poder político. Tampoco se discutía la heterosexualidad ni las parejas, como sería en el caso de su obra Politique des sexes, publicada en 1998. En esa obra se muestra la influencia de los debates sobre el P aCS en su pensamiento, en especial del discurso sobre la pareja. “Pensar en la complementariedad”, escribió en 1998, “es considerar que hay dos versiones de hombre y representar a la humanidad como una pareja”.[72] Politique des sexes se presentaba como un informe sobre la paridad; también era un sólido argumento en contra de las familias homosexuales. Si bien Agacinski estaba totalmente en favor de un trato justo para las minorías (según una versión, fue ella quien en 1997 convenció a su esposo, Lionel Jospin, entonces primer ministro, de aceptar algún tipo de legislación de las sociedades conyugales),[73] de todas formas estaba resueltamente en contra de la idea de que el matrimonio y la familia podían conciliarse con la homosexualidad. La idea de la pareja servía para unir sus dos preocupaciones: podía oponerse a las familias homosexuales y apoyar la igualdad política de las mujeres en nombre de la mixité de la pareja heterosexual. La norma de igualdad se convirtió en complementariedad marital, en las familias y en la política. Las instituciones de un solo sexo, fueran parlamentos o matrimonios, sencillamente no eran aceptables porque no podían encarnar la igualdad. Citando a Françoise Héritier, Agacinski argumentó que la diferencia de los sexos “es un

modelo formativo para todas las sociedades”, incluso si hubiera variaciones culturales sobre el tema.[74] Esto no significaba que el género fuera una “construcción cultural”, más bien, la cultura daba significado al imperativo de la naturaleza. “La diferencia de los sexos, aun antes de desempeñar una función esencial en todas las organizaciones sociales, es el principio del amor, la muerte y la reproducción” (pp. 31-32). La exigencia de la reproducción se traducía en que los humanos fueran naturalmente heterosexuales. “El interés exclusivo en el mismo sexo es accidental, es una especie de excepción, aunque sea frecuente, que confirma la regla” (p. 108). De hecho, la identidad sexual, continuaba Agacinski, se establece a través de la experiencia de la reproducción. “Hay una especie de ‘conciencia sexual’, lo mismo que hay una ‘conciencia de clase’, que acompaña a la experiencia de la reproducción y que es diferente de la sexualidad” (p. 105). Los niños desarrollan esta conciencia del sexo en la familia, donde aprenden que son producto de una pareja masculina-femenina. Como hombres y mujeres, se dan cuenta de su identidad como padres. Agacinski rechazaba la lógica feminista, asociada con Simone de Beauvoir, que negaba “absurdamente” que la maternidad fuera una característica definitoria de las mujeres. Podría haber sido cierto que la maternidad se había devaluado en tiempos pasados, aceptaba, pero ahora tenía que reconocerse por lo que era, una fuente de poder para las mujeres (pp. 59, 80). Aun cuando insistía en el impacto de la experiencia real de la reproducción en la formación de la identidad de género, también aceptaba que las circunstancias podrían negar a los individuos esa experiencia. Lo más importante, insistía, es que “los órdenes simbólicos y legales del parentesco siempre deben ser sinónimo del orden natural de las generaciones” (p. 132). Los bebés de probeta, la clonación, los hogares de un solo padre podrían privar a los niños de la experiencia primaria que necesitaban, pero la protección del orden natural de la vida, del “derecho” de los niños a saber que nacieron de un hombre y una mujer dependía de la ley (p. 135). Agacinski no contemplaba de forma directa la posibilidad de que la ley realmente pudiera producir ese “orden natural”, más bien reflejarlo, pero la lógica de su argumento puede interpretarse exactamente como un intento de preservar lo “natural” que estaba siendo erosionado por nuevas tecnologías y nuevas concepciones de lo que podría contar como reproducción, de lo que se entendería por una familia. Al institucionalizar a la pareja de padres complementarios, la familia ofrece una representación simbólica del origen de la vida. […] De hecho, no podemos abandonar este modelo de procreación; excepto por la clonación, el origen biológico de un hijo es siempre dual. […] ¿Es deseable abandonar el modelo de la pareja de padres complementarios al establecer el parentesco? No lo creo. En principio, debe seguir circunscrito por su origen dual natural (p. 135).

Agacinski nunca aclaró por qué reconocer a las familias homosexuales suprimiría este conocimiento del “origen dual natural” de la vida, tampoco lo hicieron aquellos cuyos argumentos incorporaba a los suyos. Si las razones biológicas no bastaban, también había razones éticas para insistir en “el origen dual del hombre”. Esto tenía que ver con el hecho de que “el otro sexo es una figura fundamental para el otro”, sin lo cual la solidaridad social y la conexión humana serían imposibles (p. 136). Entonces, la pareja heterosexual se convierte en la base de todas las relaciones humanas, un modelo de complementariedad y lo que Durkheim había llamado solidaridad orgánica. Agacinski aceptó, citando escritos de Aristóteles, Freud y Lacan, que históricamente la noción de pareja no siempre se había basado en la igualdad de género, pero sostuvo que las

feministas habían supuesto equivocadamente que así debía ser siempre (pp. 48-49). Los sistemas binarios no eran inevitablemente jerárquicos, argumentó (en una curiosa corrupción del pensamiento de Derrida), y la diferencia no necesariamente implicaba falta o deficiencia de uno de los elementos binarios. Su noción de mixité era diferencia sin jerarquía; en lugar de presencia-ausencia, plenitud-falta, habría complementariedad, interdependencia de los diferentes sexos, aceptación de su necesidad del otro para estar completo. “A uno le falta lo que el otro tiene o es” (p. 50). Esta idea no era nueva en Francia, donde la noción de complementariedad heterosexual tenía una larga historia. Recurriendo a la obra de Mona Ozouf, Agacinski señaló que la cultura francesa era notable por la ausencia de guerra entre los sexos y que por el contrario, estaba marcada por la amistad, el amor, la seducción y hasta el libertinaje. Hombres y mujeres, aquí mucho más que en otras partes, han siempre tratado de entenderse y complacerse mutuamente y no han desdeñado tomar del otro las cualidades de que carece su propio sexo: un hombre sin gracia o una mujer sin fuerza de carácter nos molesta (p. 159).

Aquí, la especificidad de la historia cultural francesa se torna la mejor expresión de las intenciones de la naturaleza y Francia se convierte en la mejor personificación de los logros culturales humanos. Ya era hora de llevar esa noción de complementariedad al ámbito político, dijo Agacinski, era escandaloso no hacerlo y la democracia moderna lo exigía. En lugar de usar la diferencia entre los sexos para establecer esferas de competencia separadas, era el momento de compartir equitativamente el poder, de reconocer que la soberanía del pueblo viene de dos sexos, de introducir la complementariedad en la noción de soberanía. “La paridad debe ser la complementariedad de la ‘representación nacional’ en su totalidad para que represente íntegramente a la humanidad de la nación” (p. 196). Esto no significaba explícitamente que los hombres representan a los hombres, las mujeres a las mujeres. Más bien, usando de la teoría republicana de la representación y una analogía del teatro, la cual, según Aristóteles, afirmaba ella, no era un reflejo sino una imitación “del pueblo”. Agacinski señaló que la nación era una ficción hecha realidad a través de la representación política y la paridad tenía que ver con la explicación de esa representación. “La representación equitativa de hombres y mujeres […] debe, por lo tanto, ser una figura pertinente para lo que el pueblo es universalmente, es decir, un pueblo constituido por hombres y mujeres” (p. 202). Preocuparse por la idea de que representar a “el pueblo” como dual (hombre y mujer), y no con los términos singulares tradicionales, significaba desafiar la indivisibilidad de la soberanía nacional, era sencillamente desatinado. En esto repetía los argumentos de las paritaristas originales, pero sus diferencias con ellas eran fundamentales. Mientras la paridad quería sexuar al individuo abstracto como medio para desexuar al organismo político, Agacinski quería sexuar al organismo político instalando a la pareja heterosexual como modelo de complementariedad perfecta. Desde esta perspectiva esencialista de las cosas, la mixité no era división ni fractura, insistía, sino unidad, unidad ejemplificada por la pareja reproductora que se une para concebir un hijo. Las paritaristas originales batallaban con el problema de inscribir a las mujeres en la categoría del individuo abstracto y concluían que sólo se lograría con una ley que implantara

una “igualdad estricta” entre los sexos. El individuo humano tenía que ser representado como mujer y como hombre. Si la mitad de la Asamblea Nacional, organismo que encarnaba a la nación, estuviera constituida por mujeres, entonces, y sólo entonces, sería obvio que las mujeres eran ciudadanas (individuos) en iguales condiciones que los hombres. La visibilidad de las mujeres en el organismo de la nación tendría entonces ramificaciones positivas en muchas otras áreas de la vida. El objetivo era lograr que las mujeres fueran vistas como individuos, para así contrarrestar la discriminación basada en el sexo. Con la paridad, las relaciones de poder existentes serían modificadas por la ley, una ley, según las paritaristas, con capacidad para cambiar la forma en que se vivían las relaciones entre los sexos y la forma en que eran simbolizadas en las familias y en la sociedad. Para Agacinski, por el contrario, la diferencia sexual, expresada en los rasgos humanos invariables de las funciones de género complementarias y la atracción heterosexual, era una base natural que la ley no podría más que reflejar. En el contexto de los debates sobre el P aCS en 1998 y 1999, no sorprende que la visión de Agacinski de la paridad llegara a ser la dominante. Si las posibilidades esencialistas siempre rondaban en torno a los primeros argumentos en favor de la paridad, ni los impulsaban ni los definían. Fue el libro de Agacinski el que los sacó a la luz. En sus manos, la paridad llegó a ser la aprobación de la heterosexualidad normativa, así como del intenso ímpetu homofóbico que dio forma a la versión gubernamental del P aCS. Muy bien podría ser que su obra haya ayudado a convencer a los legisladores de que aprobaran ambas leyes. (Que fuera esposa del primer ministro en funciones no hizo daño; de hecho, es difícil imaginar que el libro hubiera recibido tal atención sin esa prestigiada relación marital.) No hay duda de que su versión de la paridad fue la dominante en los meses y años posteriores a la publicación del libro.

DESPUÉS DE AGACINSKI El 2 de diciembre de 1998, la Asamblea Nacional oyó un informe de Catherine Tasca sobre la propuesta de revisión constitucional.[75] Si bien el propio término de paridad había sido eliminado del texto, ahora se había agregado al artículo 3 la estipulación de que “la ley alienta la igualdad entre mujeres y hombres” en cuanto al acceso a puestos políticos. El 15 de diciembre, los diputados (un número sorprendentemente reducido, la mayoría mujeres) discutieron la propuesta del gobierno y la adoptaron a la primera lectura. Unas semanas después, a fines de enero, la comisión del Senado encargada de las leyes, rechazó la revisión constitucional propuesta. Entre los argumentos figuraba uno apoyado en una oposición entre mujeres y política. “¿Realmente les interesa la política?”, preguntó un senador.[76] Siguieron varias semanas de negociación sobre la forma de redactarla (por ejemplo, si los verbos más fuertes “garantizar” o “establecer” debían remplazar a “alentar”, más débil) y un mes de intensas discusiones en los medios en que se repitieron una y otra vez los pros y los contras de la paridad y de la revisión constitucional. El 16 de febrero de 1999 se debatió una nueva versión en la Asamblea Nacional. El 4 de marzo, el Senado aprobó esta versión y el 10 de marzo, en la Asamblea Nacional se adoptó por unanimidad el nuevo texto, con enmiendas al

artículo 3 (relacionadas con la soberanía nacional) a la letra, “la ley alienta la igualdad de acceso de hombres y mujeres a los puestos de elección”, y el artículo 4 (sobre partidos políticos) a la letra, “los partidos políticos contribuirán a la realización del principio mencionado en el último renglón del artículo tres, de conformidad con las condiciones determinadas por la ley”. Después, el 31 de mayo, ambas cámaras se reunieron en Versalles, en una sesión extraordinaria, para adoptar definitivamente estas enmiendas. En el curso de los debates tendientes a la aprobación de las revisiones se ventilaron muchísimas opiniones. La reforma fue defendida como una forma de discriminación positiva, un medio para otorgar a las mujeres plena ciudadanía y una manera de reducir la brecha entre la clase política y la sociedad civil. Hubo grandes desacuerdos acerca de la necesidad de reformar la Constitución en lugar de una sencilla ley. La reforma también fue aclamada como medio para hacer a Francia más moderna y más democrática. Sin embargo, en lo que quiero concentrarme ahora es en la forma en que los argumentos de Agacinski habían logrado dar una justificación para exigir acceso pleno e igual a las mujeres a los puestos de elección y cómo la propia Agacinski llegó a ser vocera de la paridad. No fue que los primeros argumentos o quienes los proponían hubieran desaparecido; la repetición del punto de que las mujeres constituían la mitad de la humanidad, además del rechazo de la idea de que las opiniones normativas sobre el género eran eternas y naturales, reflejaba una década de declaraciones de las paritaristas. Pero a estos argumentos se agregaban, si no es que los opacaban, cada vez más imágenes de la pareja apoyadas con gran vehemencia en la controversia sobre el P aCS. Antes de que se iniciara el debate en diciembre de 1998, Tasca llamó a varios testigos expertos, cuyos comentarios incluyó al final de su informe. La jurista Danièle Lochak insistió en los aspectos antidiscriminatorios de la revisión constitucional y señaló los riesgos de esencialismo que acechaban a todo intento de hablar sobre las mujeres y los hombres como dos caras de la humanidad. Más bien, ella buscaba justificaciones pragmáticas: dada la misoginia de los políticos franceses, la paridad era la mejor manera de llegar a una verdadera igualdad de oportunidades para las mujeres. Sin embargo, la de Lochak era la voz de una minoría en un campo que dominaba la retórica universalista. Monique Pelletier, que en 1979 había defendido las cuotas para las elecciones municipales, subrayó la complementariedad de la pareja. Ella era como muchas mujeres, dijo, “que se ven a sí mismas como diferentes y complementarias y, por lo tanto, con una función que desempeñar en la toma de decisiones, la cual se enriquecerá por su complementariedad”.[77] Gisèle Halimi, otra veterana feminista de los años setenta y ochenta, apoyaba una solución ofrecida antes para el problema planteado de un mayor número de mujeres respecto al de hombres que ya ocupaban un puesto. A la sugerencia de que el número de representantes de cada sección local del partido se duplicara, ella agregó la idea de que formarían “una pareja, es decir, un diputado hombre y una diputada mujer”.[78] Durante los debates en la asamblea, Elisabeth Guigou, ministra de Justicia, rechazó la crítica de que la ley era “comunitaria”, citando a Agacinski como autoridad para su declaración de que las mujeres formaban la mitad de la humanidad.[79] Cuando un diputado se refirió a las “mujeres y otras minorías”, le respondieron con indignación: “¿Las mujeres una minoría?”, gritó una diputada. “No somos una minoría, somos la mitad del mundo”, exclamó otra. “¡Lea a Sylviane Agacinski!”, replicó una tercera.[80] Si bien en algún momento habría sido posible imaginar que la afirmación de que las mujeres constituían la mitad de la

humanidad era una descripción demográfica, la referencia a la obra de Agacinski era ideológica (llena de significados culturales considerados como hechos naturales) y acarreaba la figura de una pareja. La noción de que la soberanía nacional (una e indivisible) no se dividiría si se encarnaba en dos sexos, ahora dependía de pensar en la pareja como unidad fundamental para la ciudadanía. Más allá de la imagen de la pareja, el esencialismo de Agacinski —su insistencia en que la comprensión social de la diferencia de sexo era equivalente a una regla prepolítica de naturaleza o cultura— llegó a caracterizar la paridad. El diario británico The Guardian apodó a la paridad la “creación” de Agacinski, en tanto que en un artículo (terriblemente desinformado) del New Republic estadunidense, se refirieron a la Politique des sexes de Agacinski como “la biblia del movimiento”.[81] Para los primeros críticos de la paridad, con este esencialismo se hacía realidad su profecía de que la exigencia de 50% de representación de mujeres necesariamente se consideraría como la aprobación de reglas normativas de género. Evelyne Pisier, que desde hacía mucho objetaba lo que para ella era el hincapié de la paridad en las mujeres (más que en los individuos), en 1998 pareció culpar a la campaña por la derrota de las posibilidades más radicales del P aCS. “Si la diversidad sexual es una ley de la naturaleza, ¿qué vamos a hacer con ‘lo mismo’ en el par?”[82] El filósofo Jacques Derrida, aunque apoyaba la paridad como forma de corregir la persistente subrepresentación de las mujeres en la política (era “menos mala” que la continua discriminación), de todas formas se preocupaba por los efectos de volver a introducir la diferencia de sexo (“la” con mayúscula) en el ámbito de la política. Cualquier concepto categórico homogeneizaba la diferencia dentro de categorías, advirtió, reproduciendo con ello “el juego del falocentrismo”.[83] (Parecía que para él no podía haber distinción entre la dualidad anatómica y la diferencia sexual, o cuando menos no le interesaba ese argumento, quizá porque ya no era visible como aspecto de las demandas de la paridad.) Por otra parte, Derrida objetaba que la paridad respaldara la fantasía de la soberanía (fuera indivisible o bisexual). Para las mujeres podía asociarse sin problema con cierto materialismo opuesto a la igualdad genuina.[84] Elisabeth Roudinesco (en una conversación con Derrida) se opuso a la paridad por la misma preocupación: su presunta concepción “maternocentrista” de la femineidad.[85] La socióloga Rose-Marie Lagrave tomó el esencialismo de Agacinski como emblemático de todo el movimiento de la paridad, caracterizándolo equivocadamente como “diferencialista” y negando su originalidad al describirlo como un capítulo más de una larga historia de conflictos feministas entre la igualdad y la diferencia.[86] Quizá donde la realineación de fuerzas se hizo más evidente fue en un conjunto de artículos de Le Nouvel Observateur, en enero de 1999, dedicados a la división entre las feministas en cuanto a la inminente revisión constitucional.[87] Las partes opuestas estaban representadas por Elisabeth Badinter, que se oponía a la paridad (como lo había hecho durante años) como un peligroso retorno al determinismo biológico y una amenaza para el universalismo de la República, y por Sylviane Agacinski, que insistía en que la diferencia sexual era “una diferencia universal” que debía ser la base de “nuevos modelos democráticos”.[88] (Que estas dos mujeres destacaran como principales en un debate feminista era, por decirlo más suave, irónico, pues ambas habían atraído la atención del público debido al prestigio de sus esposos: Agacinski, esposa del primer ministro; Badinter, reconocida escritora-filósofa con el nombre

de su esposo, Robert, abogado destacado que había detentado varios puestos políticos por elección o por nombramiento.) En un artículo sobre Agacinski y Badinter se citaba a Françoise Gaspard, que “se divertía con ese talento tan francés que prefería los argumentos dogmáticos al pragmatismo”.[89] Gaspard señaló que la paridad no era “un nuevo principio fundamental que debiera grabarse en el mármol de la Constitución, sino una simple estrategia para sacar a Francia de su atraso”. Sus comentarios, y su posición como espectadora de un debate entre el universalismo y el diferencialismo, eran indicio de su sensación de que era inútil intentar, en medio de una campaña en pro de reformas legales, apegarse a esas rigurosas distinciones entre dualidad anatómica y diferencia sexual inicialmente planteadas en Au pouvoir citoyennes. El “pragmatismo” era una forma de optar por un debate cuyas condiciones habían intentado cambiar sin éxito Gaspard y sus colegas, al mismo tiempo que perseguían el objetivo político que habían planteado. Pero era en realidad el pragmatismo, no la paridad, lo que constituía una “simple estrategia” para mantener el impulso necesario a fin de conseguir la aprobación de una ley. Más que ceder la paridad a la redacción esencialista de Agacinski, Gaspard la redefinió como “un paso necesario (que tal vez podría llevarse más allá) hacia la igualdad, una estrategia cuyo objetivo era acabar con la dominación masculina”.[90] Sin abandonar totalmente un nuevo universalismo, Gaspard aplazó el proyecto: “La exigencia de la paridad, un paso hacia el universalismo aún en proceso, es una solución más modesta y realista”.[91] Sería un error suponer (como el sociólogo Yves Sintomer)[92] que ésta había sido la postura de Gaspard desde el principio. Sería perder de vista la inventiva con que el movimiento había intentado reconceptualizar el individualismo abstracto (dentro de los términos de la abstracción), así como el hecho de que las ideas no sólo tienen una historia intelectual, sino también política. Por el momento, el debate filosófico no venía al caso, atrapado como estaba en la oposición igualitario-diferencialista que las paritaristas originales habían tratado de desplazar. Ahora la atención debía enfocarse totalmente no sólo en enmendar la Constitución, sino en la aprobación de leyes que abrieran la representación política a las mujeres. Como apuntó Gaspard en sus comentarios después de que se revisara la Constitución, “ahora el secreto está en los detalles”.[93]

[Notas]

[1] Hubert Haenel, “Pacte Civil de Solidarité: Discussion d’une proposition de loi”, Sénat, 17

de marzo de 1999. [2] Uno de los primeros análisis del impacto de la epidemia del sida fue el informe de un grupo de trabajo del Partido Socialista, escrito por Françoise Gaspard, “Face au sida: Verité, responsabilité, solidarité”, manuscrito, febrero de 1988, de los archivos personales de Françoise Gaspard. [3] Cour de Cassation, julio 11, 1989, citado en Gérard Bach-Ignasse, “Le contrat d’union

social en perspective”, Les Temps Modernes, 53, núm. 598 (1998), p. 164. La corte mantuvo su decisión en otro caso de 1997. Véase también Daniel Borrillo y Pierre Lascoumes, Amours égales? Le PaCS, les homosexuels et la gauche, La Découverte, París, 2002, pp. 25-29. [4] Se propuso “pacto” como término más preciso que “unión” y menos limitado que “contrato”. Un pacto es un acuerdo formal que connota alianza, una relación que existe antes de su formalización, mientras que un contrato es únicamente lo que consta en el documento. Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 35. [5] Para consultar una cronología del movimiento, véase Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, pp. 15-16, y Frédéric Martel, Le rose et le noir: Les homosexuels en France depuis 1968, Seuil, París, 2000, pp. 595-663, 719. [6] Citado en Martel, Le rose et le noir, p. 607. [7] Citado en Libération, 23 de septiembre de 1998, p. 12. [8] Pierre Bourdieu, Jacques Derrida, Didier Eribon, Michelle Perrot, Paul Veyne y Pierre Vidal-Naquet, “Pour une reconnaissance légale du couple homosexuel”, Le Monde, 1º de marzo de 1996. [9] Journal du Dimanche, 29 de junio de 1997. [10] Caroline Fourest y Fiammetta Venner, Les anti PaCS , ou la dernière croisade homophobe, ProChoix, París, 1999. Véase también “Comment les ultras catholiques menacent le P aCS”, Libération, 12 de agosto de 1998, p. 2. [11] Martel, Le rose et le noir, p. 742. [12] Ibid., cap. 18, con un informe detallado, así como Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, pp. 79-90. [13] “Discours de Madame Catherine Tasca, présidente de la Commission des Lois, vendredi 9 octobre 1998”, manuscrito de su presentación en la Asamblea Nacional (en los archivos personales de Françoise Gaspard), p. 5. [14] Assemblée Nationale, 2ª sesión, 30 de marzo de 1999. [15] “Principaux extraits de l’intervention de Madame Roselyne Bachelot-Narquin, députée (RPR) a la tribune de l’Assemblée Nationale, le 7 novembre 1998 (3éme Séance)”, Compte rendu analytique officiel. [16] Collectif pour le Contrat d’Union Civile et Sociale, “Lettre ouverte à Madame Irène Théry”, París, 5 de diciembre de 1997, firmada por Jean-Paul Pouliquen, presidente; fotocopia del manuscrito de los archivos personales de Françoise Gaspard. Véase también el artículo “Pour l’égalité sexuelle”, Le Monde, 26 de junio de 1999, el cual defiende el concepto universalista en los mismos términos: no pedir derechos especiales para los homosexuales, sino exigir “equidad sexual, entre los sexos y entre las sexualidades”. [17] Martel, Le rose et le noir, p. 603. [18] Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 32. [19] Irène Théry, “La fausse bonne idée du contrat d’union sociale, c’est de tout mélanger”, Le Monde, 25 de noviembre de 1997, y Théry, “Le contrat d’union sociale en question”, Esprit, 10 (1997), pp. 159-211. Véase también Hugues Moutouh, “Controverse sur le P aCS: L’esprit d’une loi”, en Les Temps Modernes, núm. 603 (1999), p. 205, citando a J.-Fr. Mattei, diputado de la oposición durante el debate de 1998: “Al presentar su texto como

universal con el afán de evitar que surja la cuestión de la homosexualidad, usted traspasa los tabúes sexuales fundamentales de nuestra sociedad”. Véase también Tony Anatrella, “Une précipitation anxieuse”, Le Monde, 10 de octubre de 1998. “En realidad, el P aCS se mantiene merced a un discurso perverso que usa la cohabitación como disfraz de la institucionalización de las relaciones homosexuales.” [20] Caroline Eliacheff, Antoine Garapon, N. Heinich, Françoise Héritier, A. Nouri, P. Veyne y H. Wismann, “Ne laissons pas la critique du P aCS à la droite!”, Le Monde, 27 de enero de 1999. Véase también Ali Magoudi, “Et la différence des sexes?”, Le Monde, 9 de octubre de 1998. [21] Collectif pour le Contrat d’Union Civile et Sociale, “Lettre ouverte à Madame Irène Théry”. Véanse comentarios al respecto en el trabajo del líder del movimiento homosexual Didier Eribon, un mordaz crítico de Théry. Eribon, Réflexions sur la question gay, Fayard, París, 1999, y Papiers d’identité: Interventions sur la question gay, Fayard, París, 2000. [22] Bertrand Delanoë, Sénat, 17 de marzo de 1999. [23] La adopción ya se había permitido desde hacía tiempo para individuos solteros, pero no para parejas no casadas. Sobre la tecnología reproductiva, véase Marcella Iacub, “Homoparentalité et ordre procréatif”, en Daniel Borrillo, Eric Fassin y Marcella Iacub, Au-delà du PaCS: L’expertise familiale a l’épreuve de l’homosexualité, Presses Universitaires de France, París, 1999, pp. 189-204. Iacub señala que con las leyes de 1994 sobre tecnología reproductiva se trataba de ocultar que no había tenido lugar el acto sexual para producir el embarazo. “Así, paradójicamente, el acto sexual, el gran ausente en las nuevas técnicas de procreación, se sustenta, se recrea por las ficciones y artificios de la ley” (pp. 195-196). [24] Bernard Seillier, Sénat, 17 de marzo de 1999. [25] Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 115. [26] Ibid., p. 122. [27] Eric Fassin “Pour l’égalité des sexualités”, en Sénat, Auditions publiques du 27 janvier 1999. Fassin, sociólogo que enseñaba en la École Normale Supérieure, era testigo “experto” en las audiencias del Senado sobre el P aCS. Sus numerosos artículos en favor del reconocimiento pleno de las parejas homosexuales incluyen “Ouvrir le mariage aux homosexuels”, Le Monde Diplomatique, junio de 1998, p. 22; “Homosexualité, mariage et famille”, Le Monde, 5 de noviembre de 1997, p. 21; “Usages de la science et science des usages: À propos des familles homoparentales”, L’Homme: Revue Française d’Anthropologie, número especial, “Questions de parenté”, núms. 154-155 (abrilseptiembre de 2000), pp. 391-408. Fassin también ha escrito incisivamente sobre las diferencias entre los movimientos homosexuales de Estados Unidos y Francia: “Homosexualité et marriage aux États-Unis: Histoire d’une polémique”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, núm. 125 (diciembre de 1998), pp. 63-73. [28] Caroline Mécary y Flora Leroy-Forgeot, Le PaCS , Presses Universitaires de France, París, 2001. [29] Citado en Martel, Le rose et le noir, p. 634. [30] Le Monde, 9 de octubre de 1998, p. 5.

[31] Elisabeth Guigou, Sénat, 17 de marzo de 1999. [32] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 178. [33] Como en el caso de la paridad, quienes apoyaban o se oponían al P aCS, no seguían líneas

políticas o ideológicas tradicionales, a pesar de que una gran concentración de católicos y conservadores se oponía al P aCS, pero a ellos se sumaban, de forma impredecible, republicanos seculares, profesionales liberales y otros de la izquierda que no suelen relacionarse políticamente con ellos. [34] Jean-Louis Lorain, Sénat, 17 de marzo de 1999. [35] Eliacheff et al., “Ne laissons pas la critique…”, Le Monde, 27 de enero de 1999. [36] Didier Eribon era una voz especialmente elocuente. Sus Réflexions sur la question gay fueron escritas al calor de la controversia. Véase su prefacio para la edición norteamericana del libro Insult and the Making of the Gay Self, trad. de Michael Lucey, Duke University Press, Durham, 2004. [37] Théry, “Le contrat d’union sociale”, pp. 170, 172, 174. [38] Théry, “La fausse bonne idée”, Le Monde, 25 de noviembre de 1997. [39] Françoise Héritier, “Aucune société n’admet de parenté homosexuelle”, La Croix, noviembre de 1998. [40] “El espectro de las culturas humanas es tan amplio y variado (y tan fácil de manipular) que en él es posible encontrar argumentos en favor de cualquier propuesta. El papel del etnólogo es catalogar y describir esas soluciones a los problemas de la vida en sociedad que, en ciertas condiciones, han demostrado ser viables. La familiaridad que este estudio permite con la más amplia variedad de costumbres nos enseña, en el mejor de los casos, cierta sabiduría que podría resultar útil para nuestros contemporáneos. Pero nunca debemos olvidar que las elecciones sociales no pertenecen al académico como tal, sino al ciudadano, y el académico mismo es uno de ellos.” En Borrillo, Fassin, y Iacub, Au-delà du PaCS, p. 110. [41] Eric Fassin, “L’illusion anthropologique: Homosexualité et filiation”, Témoin, núm. 12 (mayo de 1998), pp. 43-56; y Fassin, “P aCS socialista: La gauche et le ‘juste milieu’”, Le Banquet, 12-13 de octubre de 1998, p. 9. [42] Michel Foucault, The History of Sexuality, vol. 1, trad. de Robert Hurley, Random House, Nueva York, 1978, p. 108 [Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol.1, La voluntad de saber, 3a ed., Siglo XXI editores, México, p. 132]. [43] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 180; y Tony Anatrella, “Une précipitation”, Le Monde, 10 de octubre de 1998. [44] Le Monde, 10 de octubre de 1998. [45] Anne Heinis, Sénat, 17 de marzo de 1999. [46] Théry, “La fausse bonne idée”, Le Monde, 15 de noviembre de 1997. [47] Anatrella, “Une précipitation”, Le Monde, 10 de octubre de 1998. [48] Jean-Luc Auber, “Note sous arrêt Cour de cassation” (17 de diciembre de 1997), citado en Borrillo, Fassin y Iacub, Au delà du PaCS, p. 165. [49] Citado en Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 130. [50] Citado en ibid., pp. 109-110. [51] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 181.

[52] Acerca de la petición de la Asociación de Familias Católicas, véase el artículo de Le

Monde (10 de octubre de 1998); para leer los comentarios del vocero de los obispos, véase Hughes Moutouh, “Controverses sur le P aCS: L’esprit d’une loi”, Les Temps Modernes, núm. 603 (1999), p. 211. [53] Théry, “Le contrat d’union sociale”, pp. 173, 177. Véase también los comentarios de Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 100. [54] Los críticos de esta posición argumentaban que el psicoanálisis estaba siendo mal usado para protestar contra el P aCS. Véase Michel Tort, “Homophobies psychoanalytiques”, Le Monde, 15 de octubre de 1999; Geneviève Delaisi de Parseval, “La construction de la parentalité dans les couples de même sexe”, en Borrillo, Fassin y Iacub, Au-delà du PaCS, pp. 225-244, y Sabine Prokhoris, “L’adoration des majuscules”, en ibid., pp. 145-160. [55] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 174; Tony Anatrella, “P aCS: Pourquoi l’État ne peut pas être neutre”, Le Figaro, 1º de diciembre de 1998. [56] Véanse citas de la diputada católica Christine Boutin y de Xavier Thévenor, citado en Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 97. [57] Anatrella, “Une précipitation”, Le Monde, 10 de octubre de 1998. [58] Testimonio de S. Lepastier en el Senado, marzo 10 de 1999, citado en Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 101, n. 15. [59] Comentarios de Françoise Dekenwer-Défossez, citado en Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 109. [60] Pierre Legendre, citado en Le Monde, 23 de octubre de 2001; citado en Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 128. [61] Daniel Borrillo, “Fantasmes des juristes vs. Ratio juris: La doxa des privatistes sur l’union entre personnes de même sexe”, en Borrillo, Fassin y Iacub, Au-delà du PaCS, pp. 161-185, esp. p. 184, n. 2. Para consultar una discusión profunda sobre “la lógica de la conyugalidad”, forma en que los teóricos sociales de finales del siglo XIX y principios del XX relacionaban la complementariedad del matrimonio con el orden social, véase Judith Surkis, Sexing the Citizen: Morality and Masculinity in France, 1870-1920, Cornell University Press, Ithaca, 2006. [62] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 160. [63] Emmanuel LeRoy Ladurie, “Pourquoi le P aCS contredit l’héritage judéo-chrétien”, Le Figaro, 19 de octubre de 1998. [64] Informe sobre los comentarios de Thierry Mariani, diputado del RPR, en Le Monde, 25 de septiembre de 1998. El 9 de octubre de 1998, ante la Asamblea Nacional para la comisión de asuntos sociales, Patrick Bloche fue llamado “islamista” por un diputado de la oposición en el curso del debate sobre el P aCS. Véase Borrillo y Lascoumes, Amours égales?, p. 77. [65] Eric Fassin, “P aCS socialista”, p. 10. [66] Borrillo, “Fantasmes des juristes”, p. 138. [67] Ibid., p. 180; véase también Irène Théry, Le démariage: Justice et vie privée, Odile Jacob, París, 1993. [68] Théry, “Le contrat d’union sociale”, p. 180. [69] Mona Ozouf, Les Mots des femmes: Essai sur la singularité française, Gallimard, París,

1995, p. 395; Joan W. Scott, “Vive la différence”, Le Débat, 87 (noviembre-diciembre de 1995), pp. 134-139, y Scott, “La querelle des femmes in late twentieth-century France”, New Left Review, 26 (noviembre-diciembre de 1997), pp. 3-19. [70] En una colección de artículos sobre la idea jurídica de la familia, H. Lécuyer reiteró la urgencia de definir a la pareja porque “Sodoma estaba exigiendo derechos civiles”. Citado en Borrillo, “Fantasmes des juristes”, p. 161. [71] Sylviane Agacinski, “Citoyennes, encore un effort”, Le Monde, 18 de junio de 1996, pp. 1, 17. [72] Agacinski, Politique des sexes, p. 101. Véase también “Questions autour de la filiation”, entrevista con Agacinski por Eric Lamien y Michel Feher, Ex Aequo, julio de 1998, pp. 22-24. [73] Martel, Le rose et le noir, p. 618. [74] Agacinski, Politique des sexes, p. 20. Las referencias a páginas subsecuentes de este libro aparecen en el texto. [75] Tasca, Rapport (véase cap. III, n. 19). [76] Le Monde, 13 de marzo de 1999. [77] Citado en Tasca, Rapport, p. 61. [78] Ibid., p. 85. [79] Assemblée Nationale, 2ª sesión, 15 de diciembre de 1998, p. 10499. [80] Assemblée Nationale, 3ª sesión, 15 de diciembre de 1998, p. 10543. [81] “La parité, ce ‘so French’ sujet de curiosité internationale”, Le Monde, 2 de marzo de 2001; Judith Warner, “France goes nuts for parity: Same difference”, New Republic, 26 de marzo de 2001, pp. 16-17. [82] Evelyne Pisier, “P aCS et parité: Du même et de l’autre”, Le Monde, 30 de octubre de 1998, p. 18. [83] Jacques Derrida, “Mes ‘humanités’ du dimanche”, L’Humanité, 4 de marzo de 1999, p. 12. [84] Ibid., p. 13. [85] Jacques Derrida y Elisabeth Roudinesco, De quoi demain: Dialogue, Fayard, París, 2001, pp. 46-48. [86] Rose-Marie Lagrave, “Une étrange défaite: La loi constitutionnelle sur la parité”, Politix, 13, núm. 51 (2000), pp. 113-141. [87] “Vers la République des quotas? Parité, la révolution qui divise”, Le Nouvel Observateur, 14-20 de enero de 1999, pp. 80-83. La cobertura de prensa fluyó con exageración en el invierno de 1999. Entre otros, véase “Oui a l’égalité, non a la parité”, L’Express, 11 de febrero de 1999, pp. 50-55 ; Sophie Cognard, “La parité: Pour quoi faire?”, Le Point, 27 de febrero de 1999; número especial de Cultures: Sciences de l’Homme et Societés, “Les femmes – avenir de la cité: Parité, citoyenneté, pouvoirs”, febrero de 1999; y el número especial de Le Monde Diplomatique, “Femmes, mauvais genre?”, marzo-abril de 1999. [88] Sylviane Agacinski, “Le droit d’être candidates”, Le Nouvel Observateur, 14-20 de enero de 1999, p. 82. [89] “Vers la République des quotas?”, ibid., p. 81. [90] Françoise Gaspard, “Pourquoi revoir la Constitution?”, Le Monde Diplomatique, marzoabril de 1999, p. 80.

[91] Françoise Gaspard, “Ajuster la Constitution à la réalité sociale”, Le Monde des Débats,

abril de 1999, p. 20. Buen ejemplo de la noción antifundamentalista de la universalidad como la teoriza Judith Butler en “The End of Sexual Difference?”, en su Undoing Gender, pp. 189-192. [92] Véase cap. III, n. 54. [93] Françoise Gaspard, “La parité n’est pas la fin de l’histoire”, Pour, núm. 54 (marzo de 1999).

VI. EL PODER DE LA LEY EN EL movimiento por la paridad creían en el poder de la ley para cambiar las relaciones sociales. “En el ámbito de la política, por paridad se entiende el reconocimiento, por ley, de la representación igual de mujeres y hombres.”[1] El clamor común de Au pouvoir citoyennes era inequívoco: “Es esencial que se apruebe una ley”.[2] Las paritaristas tenían una concepción elaborada de la forma en que la ley funcionaba para efectuar cambios. Es claro que esperaban algunos resultados inmediatos; así como el sufragio había ampliado el voto a las mujeres, suponían que una ley de la paridad rápidamente llevaría a más mujeres al mundo de la política, pero también eran pragmáticas y estaban conscientes de que tomaría tiempo lograr la igualdad total que imaginaban. El objetivo inmediato era hacer visible la discriminación. “La demanda de la paridad”, advirtió Françoise Gaspard en vísperas de que se aprobara la revisión constitucional, “no tendrá efectos inmediatos, pero habrá planteado el asunto de la desigualdad de mujeres y hombres, indudablemente el más difícil de los así llamados asuntos sociales”.[3] El pronóstico de Gaspard resultó atinado. A corto plazo, la ley que se conocía como ley de la paridad desafió el control que ejercían los hombres sobre el poder político, pero no lo anuló. Al mismo tiempo, atrajo más la atención a la discriminación contra las mujeres y no sólo en el ámbito de la política. Era muy pronto para saber si se llegaría al fin último de que el género no fuera pertinente para la selección de representantes; tomaría mucho tiempo sentir los efectos de los cambios legales en la mentalidad y el comportamiento de los actores políticos.

COMPROMISO EN LA PREPARACIÓN DE LA LEY La ley que los autores imaginaban estaba basada en el principio de igualdad, pero también en cierto realismo; a menos que en la ley misma se especificara un resultado deseado, no vencería la resistencia al cambio de intereses arraigados. Por esa razón, en el texto presentado por las paritaristas se estipulaba que la composición de las asambleas por elección se dividiría equitativamente entre mujeres y hombres. “Las asambleas por elección, a nivel territorial y nacional, estarán compuestas de tantas mujeres como hombres.”[4] De qué forma se pondría en marcha una ley de esas características, digamos que duplicando el número de representantes o dividiendo en dos los distritos electorales, podría dejarse a deliberaciones legislativas; el punto era lograr el resultado deseado. “Los legisladores son tremendamente creativos cuando quieren poner principios en sus textos.”[5] En retrospectiva, este comentario, a manera de refutación para quienes afirmaban que dicha ley nunca sería factible, se tiñe de

ironía. Lo que había de creatividad legislativa se aplicó a la formulación e implantación de una revisión constitucional y después a una ley en que se minimizaba, si no es que se rebajaba completamente el objetivo planteado por el movimiento de la paridad. En la teoría republicana, por el contrario, las leyes son producto de negociaciones y compromisos, no de la articulación unánime de la voluntad general de un mero principio. El fraseo de la revisión del artículo 3 de la Constitución (la ley “alienta” el acceso igual de hombres y mujeres a los puestos políticos) era una versión diluida de posibilidades más fuertes sugeridas por las feministas, como “establece” o “garantiza”.[6] “Alienta” meramente sugiere una tendencia o una disposición que bien podría ser desacelerada o interrumpida por otros factores; a pesar de las objeciones de los legisladores, fue todo lo que el presidente Chirac y la mayoría de los demás políticos quiso aprobar. El artículo 4 revisado establecía que se esperaba que los partidos políticos “contribuyeran” a la realización de este principio de manera en que lo determinaran las nuevas leyes electorales. “Contribuir”, como “alentar”, era un término vago, sin la fuerza que en las versiones de las paritaristas se había previsto. Aun así, a pesar de su evidente decepción, las lideresas del movimiento por la paridad presionaron para lograr una ley que tradujera incluso esas débiles articulaciones de principio en un instrumento contundente de cambio. En un editorial de la publicación de Gisèle Halimi, Choisir: La Cause des Femmes, se decía claramente: “La reforma de la constitución […] no será una ‘reforma de la paridad’ hasta que no se traduzca en leyes y reglamentos”.[7] El compromiso del gobierno con algún tipo de ley era evidente. En una conferencia organizada por el Partido Socialista en septiembre de 1999, el primer ministro insistió (oponiéndose a quienes urgían la imposición gradual de cuotas) en que para él, “paridad es 50-50”.[8] Y en la Asamblea Nacional, cuando se debatía la nueva ley en enero de 2000, los voceros del gobierno hicieron caso omiso de las preocupaciones de los republicanistas y hablaron de la urgente necesidad de acabar con la discriminación. Así, Bernard Roman, relator de la comisión sobre leyes constitucionales, insistió en la necesidad de “soluciones eficaces”: El universalismo republicano es un valor esencial, una magnífica abstracción, una hipótesis formidable, un conjuro fundamental, pero esta fina teoría republicana, en principio sigue siendo atemporal. Ignora la realidad, el peso de las normas y el poder de las coacciones sociales. Como es necesario entender lo real para avanzar hacia el ideal, hoy enfrentamos este terrible hecho: ¡no habrá igualdad si la ley no la requiere![9]

Pero el tipo de igualdad que el gobierno tenía en mente estaba limitada por aspectos prácticos, la necesidad de lograr el apoyo de los diputados y senadores que trataban de proteger sus posiciones y su poder, y por la idea de mixité que Agacinski había planteado, las funciones complementarias de la pareja heterosexual. El concepto original de las paritaristas, que las mujeres podían ser abstraídas de la comprensión cultural de la diferencia de su sexo y, por tanto, ser consideradas individuos, por el momento había sido bloqueada.[10] De esta forma, se mantenía la conexión entre republicanismo y diferencia sexual. Irónicamente, dada la animadversión de los franceses por la acción afirmativa y la ley contra la discriminación, las reformas constitucionales y la ley del 6 de junio de 2000 se parecían mucho a esas políticas,[11] que designaban a un grupo excluido y buscaban su inclusión, pero sin referirse a las razones subyacentes de la exclusión; en este caso, la forma en que diferencia sexual se traducía en la antítesis tanto de abstracción como de unidad nacional. No hay duda de que la forma de ver la discriminación era otra; la ausencia de

mujeres en puestos de elección (y en otras posiciones altas de la sociedad francesa) fue más visible que nunca. Pero sin alguna forma de redefinirlas como individuos, se seguiría tratando a las mujeres de forma diferente, como representantes no de la nación como un todo, sino de un sector particular y de sus intereses, aún más, un sector cuya influencia, por ser particularista, debía limitarse, cuyo poder debía contenerse. A corto plazo el impacto de la ley fue exactamente ése: la admisión de un número creciente de mujeres en puestos de elección (de manera dispar, dependiendo de la importancia del puesto), pero en general como representantes de las mujeres, no de “Francia”. No obstante, ése no fue el fin de la historia. Incluso en el corto plazo, la ley ha sido perturbadora, expuso (si no es que trastornó) la forma de funcionar del poder masculino y puso sobre la mesa el asunto de la relación entre sexo y representación política. La contradicción planteada por el surgimiento de un número importante de femmes politiques y de mujeres consideradas hommes politiques, y algunas que caben en ambas categorías, ha desestabilizado la exacta correlación entre política y masculinidad, haciendo posible que las mujeres demuestren algo de la competencia de que supuestamente carecen en virtud de su sexo. La magnitud de este efecto corrosivo en las relaciones de poder establecidas no puede pronosticarse en esta primera etapa, pero podría decirse sin temor a equivocarse que se ha puesto en movimiento un proceso de cambio.

LEY DEL 6 DE JUNIO DE 2000 El gobierno presentó su propuesta de ley en enero de 2000, y el día 25 fue adoptada por la Asamblea Nacional con un solo voto en contra. En la asamblea, la discusión se concentró no en los elevados principios que antes habían dividido a sus miembros (lo que un diputado denominó “el falso debate sobre el universalismo”),[12] sino en la necesidad de corregir la discriminación. Incluso quienes se oponían a la ley (arguyendo que devaluaba a las mujeres o las convertía en mercancía) avalaron la “causa” legítima de la igualdad. La presión de la opinión pública y el deseo del Partido Socialista de complacerla llevaron a testimonios de diputados, que también eran alcaldes, sobre sus sinceros esfuerzos para reclutar mujeres para puestos municipales, el problema de encontrar candidatas competentes y la seriedad de su búsqueda. El 29 de febrero, el Senado rechazó la versión de la Asamblea Nacional de esa ley. Las subsiguientes negociaciones produjeron un proyecto de ley para una segunda lectura que tendría lugar el 30 de marzo. Ese proyecto fue adoptado por ambas cámaras el 27 de abril y validado por el Consejo Constitucional el 20 de mayo; el 6 de junio se proclamó ley de la nación. Finalmente, incluso sus opositores más enérgicos votaron a favor de la propuesta, jactándose, cuando se aprobó, de que entonces Francia ahora llevaba la delantera en el mundo respecto a la promoción de la igualdad entre mujeres y hombres. Así se expresó el diputado por el RPR, Thierry Mariani: “Lamento que hayamos tenido que recurrir a la ley; lamento que el tiempo sea tan corto, pero votaré por su proyecto de ley para mostrar mi apoyo a una mejor representación de las mujeres en la política”.[13] En un folleto del gobierno distribuido poco

después de la aprobación de la ley se aclamaba el revolucionario enfoque de Francia en cuanto a la igualdad de género. “Con esta ley se acelerará la modernización de la vida política y se reforzará la democracia.”[14] El tono triunfalista del folleto no dejaba traslucir los estrictos límites que la propia ley imponía al logro del objetivo de igual número de mujeres y hombres en las asambleas elegidas. La regla de 50-50 se aplicaba a los candidatos para un puesto, no a los resultados de las elecciones, y si bien había tenido el importante efecto de abrir la arena política a más mujeres que nunca, también permitía a los políticos proteger aspectos clave de su poder. La ley se aplicaba a diferentes tipos de elecciones de diferentes maneras. Francia tiene dos sistemas de elección, representación proporcional (scrutin de liste) y selección mayoritaria de candidatos únicos (scrutin majoritaire o scrutin uninominal). La proporcionalidad se aplica en las elecciones municipales, las asambleas regionales y la asamblea de Córcega, así como en los departamentos con tres o más escaños en el Senado y en la selección de delegados franceses al Parlamento Europeo. Los partidos entregan listas y obtienen cierto número de escaños, proporcional a los votos recibidos. El lugar que se asigna a una persona en la lista determina quién ocupará realmente el puesto. Habitualmente, la persona que ocupa el primer lugar (chef de file) de la lista ganadora será el alcalde en las elecciones municipales. Las elecciones municipales, regionales y corsas se deciden en dos rondas de votación; hay sólo una ronda para los escaños del Senado seleccionados de forma proporcional y para el Parlamento Europeo. El resto del Senado y todos los escaños de la Asamblea Nacional se escogen por scrutin majoritaire; aquí hay dos rondas antes de que se declare el resultado final. Según la ley del 6 de junio, las listas se aceptan sólo cuando los candidatos para el Senado y el Parlamento Europeo se alternan por sexo. Para los municipios con más de 3500 habitantes,[15] las asambleas regionales y la asamblea corsa debe haber tres mujeres en cada grupo de seis candidatos.[16] El desapego a la igualdad estricta se justificaba de varias maneras: facilitaba la fusión de las listas en la segunda ronda de elecciones, era menos restrictivo en cuanto a la opción del votante (aunque nunca se explicó claramente cómo) y daba más facultades a los líderes locales de los partidos, justo a quienes se pretendía controlar mediante la ley. En cualquier caso, alternancia estricta de género o grupos de seis, la ley hacía imposible colocar a todas las mujeres al final de la lista, por abajo del corte anticipado para ganar un escaño, pero no decía nada sobre la necesidad de poner a las mujeres al principio de la lista y, con ello, en línea para puestos de liderazgo. Respecto de las candidaturas únicas (para la Asamblea Nacional y parte del Senado), la ley era menos contundente; privaba de una parte de los estipendios del gobierno a aquellos partidos en los cuales la diferencia entre candidatos de sexo masculino y femenino en toda la nación fuera de más de 2% en la primera ronda, pero (como señalaban los críticos), al no haber penalización para el resultado final de las elecciones, los partidos podían sencillamente designar candidatas para los escaños que sabían perdidos.[17] Definitivamente la ley no se aplicaba en las elecciones de los cantones (que son unidades administrativas responsables del mantenimiento de caminos, transportes y otro tipo de infraestructura, así como de ciertas asignaciones para las escuelas), que se consideran como “semillero de todas las elecciones nacionales importantes” y donde las mujeres son notoriamente escasas.[18] En general, se puede decir que la ley del 6 de junio fue muy efectiva para las elecciones en

que prevalecía la representación proporcional y donde se consideraba que era menos probable que el poder se viera amenazado. Sus disposiciones sí daban mayor acceso a las mujeres a los consejos municipales y regionales y a los escaños del Parlamento Europeo, que si bien eran puestos de poder, lo eran mucho menos que los de la Asamblea Nacional. La asignación de funciones ejecutivas en los consejos municipales y regionales, donde supuestamente residía el poder, no estaba cubierta por la ley. En el ámbito nacional, el área de poder más elevada donde se escoge a los representantes por mayoría de votos, no había nada que impidiera que los partidos presentaran candidatas donde no tenían oportunidad de ganar y, como veremos, la pena financiera no era suficientemente onerosa como para obligar a los partidos más grandes a cumplir con la ley a la letra. Por otra parte, la ley no preveía la inventiva de los políticos, que si bien aparentaban cumplir lo estipulado, desobedecían su espíritu para retener esos escaños. Conforme un grupo de elecciones seguía al otro —municipales, senatoriales, legislativas, regionales y para el Parlamento Europeo— la debilidad de la ley se hizo cada vez más evidente y la euforia inicial con que muchos de los defensores de la paridad recibieron su aprobación, fue sustituida por el escepticismo, si no en cuanto a la fuerza de la ley en general, sí sobre la efectividad de esta ley en particular.

APLICACIONES DE LA LEY DEL 6 DE JUNIO Las elecciones celebradas desde la aprobación de la ley muestran una clara diferencia entre el sistema proporcional y el de elección por mayoría, pero incluso cuando predomina la representación proporcional y las mujeres tienen mejor suerte, las líneas de poder fueron claramente trazadas.

Elecciones municipales, marzo de 2001 Ya en enero de 2001, los diarios empezaron a informar de los preparativos para las elecciones municipales de marzo, primera prueba para la nueva ley. Las maquinaciones de los líderes de los partidos, la competencia de las mujeres por un puesto, los cálculos de los políticos y los pequeños dramas locales constantemente ofrecían a los lectores información sobre la experiencia de las mujeres en política. Le Monde publicaba una columna regular llamada “Place aux femmes”, llena de detalles de este tipo; otros diarios incluían artículos periódicos sobre la nueva generación de aspirantes a los puestos de consejero municipal. Oficialmente, los líderes de los partidos aceptaron la necesidad de cumplir con la ley; en una encuesta del Observatoire de la Parité, 76% de quienes encabezaban las listas para las elecciones municipales en poblaciones con más de 3 500 habitantes dijeron que aprobaban la ley.[19] Contrario al pronóstico de los escépticos, no faltaron mujeres dispuestas a competir por un puesto.[20] De hecho, las mujeres expresaron gran entusiasmo por las posibilidades que les ofrecía la ley y muchas aceptaron su hostilidad previa. “Yo me oponía a la paridad, la ley me parecía misógina y proteccionista, pero ahora la entiendo”, informó Hélène Fraisse-

Colcombet, que atribuía a la nueva ley su posición como número dos de una lista de la UDF del segundo arrondissement de Lyon.[21] La candidata del PS, Martine Bonvicini, quinta de una lista (Izquierda plural) del departamento de Aisne, confesó que había llegado a pensar que la ley “devaluaba” a las mujeres, pero ahora opinaba diferente: “Me doy cuenta de que la reforma acelera las cosas. ¿Estaría compitiendo sin esta ley? No estoy segura”.[22] No era nada más que la ley las invitara a postularse para un puesto, sino que se imponía a los líderes locales recalcitrantes que desde siempre se oponían a la participación de las mujeres. La existencia de la ley les daba valor para presionar por que se les incluyera en las listas del partido y para ofrecerse como voluntarias cuando los líderes anunciaran que encontraban candidatas. Un científico político observó que las mujeres en partidos conservadores, que habían enfrentado siempre la reticencia de sus líderes aun para apoyar el principio de igualdad, “las activistas ‘se apropiaron’ del concepto de paridad para, en cierta forma, desquitarse del aparato de su propio partido”.[23] Las mujeres del partido organizaban cenas para planear la estrategia; se proponían cursos con el fin de prepararlas para hablar en público y, las que tenían cierta experiencia, asesoraban a las demás sobre la mejor manera de venderse como candidatas.[24] En algunas ciudades hubo disputas desagradables sobre el orden de las listas del partido, pues los hombres que antes tenían garantizado un escaño en los consejos municipales estaban furiosos porque las mujeres tuvieran prioridad sobre ellos. Un grupo de jóvenes del PS protestó en mayo de 2001 porque la prioridad otorgada a las mujeres impediría que toda una nueva cohorte (de hombres) avanzara en el partido. Oponiendo género y generación, argumentaron que “la histórica exclusión a la que se sujetó a las mujeres durante tantos años no justifica la suplantación […] de nuevas generaciones de hombres. No aceptaremos un sistema que enfrenta a las mujeres con la nueva generación”.[25] Las negociaciones fueron tensas, pero los líderes del partido se sometieron a las reglas.[26] Los hombres desplazados por mujeres amenazaron con abandonar de plano la política, pero eran una minoría; la mayoría buscó otros puestos locales o se unió a las listas de disidentes, fracturando así la unidad del partido en algunas localidades.[27] La determinación de las mujeres para aprovechar la ley fue evidente, incluso en poblaciones muy pequeñas, donde no era aplicable. En un informe de Blésignac, aldea de 250 habitantes de la Gironda, se hablaba de una mujer que había luchado largamente con el alcalde en funciones. Dos veces había abandonado el consejo municipal por problemas con él. Cuando éste anunció en 2001 que no encontraba candidatas para su lista, ella se ofreció, pero como él declinó su ofrecimiento, se unió con otras cinco mujeres y registró una lista compuesta únicamente por mujeres para oponerse a la de él.[28] En Chamarande (1 026 habitantes), en Essone, también se presentó una lista de puras mujeres, no por “exigencias de exclusivamente mujeres”, sino porque las mujeres sentían que los hombres tendían a monopolizar los asuntos y nunca tomaban en serio las soluciones de las mujeres para problemas económicos urgentes.[29] En medio de estas expresiones de la determinación de las mujeres a aprovechar la nueva ley, se observaron expresiones igualmente categóricas de la determinación de los hombres a minimizar su impacto. Cuando empezaron a disputarse los lugares en las listas, los alcaldes en funciones dejaron muy en claro que no permitirían que las mujeres fueran más allá; podía escogerse a las mujeres como consejeras municipales, pero no como alcaldesas ni alcaldesas suplentes. Se acostumbraba que quien encabezaba la lista ganadora automáticamente fuera

nombrado alcalde (por un voto del nuevo consejo municipal) y los que seguían fueran sus suplentes, pero no había nada en la ley que exigiera el cumplimiento de esa práctica. Algunos alcaldes en funciones, desplazados del primer lugar en una lista, anunciaron su intención de desobedecer esa práctica habitual. Fue el caso del decimotercer arrondissement de París, donde una coalición de partidos de derecha decidió que el alcalde titular, Jacques Toubon, ex ministro de Justicia, iría después de Françoise Forette, catedrática de medicina que no tenía credencial de miembro del partido; los líderes la nombraron representante de la “sociedad civil” como concesión a la atmósfera general y a la ley. Según los reportes de la prensa, Toubon protestó con vehemencia porque lo hubieran relegado y aceptó el segundo lugar sólo con la condición de que si la lista de candidatos ganaba, volvería a ser alcalde. “Voy a dirigir (dirigerai) la lista unificada, que será encabezada (conduite) por Françoise Forette en primer lugar […] Si los resultados de la elección son favorables, volveré a ser alcalde del decimotercer arrondissement”. El reportero observó irónicamente que “uno encabeza, el otro dirige”. Pero Forette dijo que no tenía nada que objetar a dicho arreglo; después de todo, Toubon era el político experimentado. En muchas otras poblaciones, rara vez quedaban las mujeres a la cabeza de la lista; de hecho, como muchas ocupaban los tres últimos lugares de cada grupo de seis, incluso había cierta seguridad de que pocas podrían aspirar al puesto de alcaldesa. En vísperas de la elección, mujeres tanto de derecha como de izquierda estuvieron de acuerdo en que era improbable que alguna de ellas fuera alcaldesa. Colette CauvignéBourland, afiliada a la UDF de Chartres, dijo a un reportero que dudaba de que se eligiera a muchas mujeres como alcaldesas. Y Colette Bonnet, del grupo feminista Elles Aussi, pronosticó que “el número de alcaldesas sustitutas y diputadas titulares se incrementaría, ¿pero alcaldesas? Eso vendrá después”.[30] Esto a pesar de que en una encuesta (realizada en enero de 2001) se había observado que 66% de las mujeres y 63% de los hombres no ponían objeciones a las alcaldesas.[31] Como demostraría el resultado de las elecciones (las mujeres representaron 47.5% de los consejeros municipales y sólo 6.9% de los alcaldes en poblaciones de 3500 habitantes o más), la selección de alcaldes —como se vio y contrario al pronóstico de Bonnet— y también de los alcaldes sustitutos, no dependió del electorado general sino de los hombres que dirigían los asuntos de los partidos locales.[32] Estos hombres tenían también otras formas de conservar el control. Algunos utilizaban a las mujeres como elemento de negociación con grupos que intentaban ser incluidos en la lista de un partido, de este modo protegían las posiciones de los hombres incondicionales del mismo; un ejemplo fue el undécimo arrondissement de París, donde los partidos de izquierda unidos (la Gauche plurielle) querían incluir a un representante de una organización de norafricanos. En las negociaciones dejaron claro que esperaban matar dos pájaros de un tiro. Al líder del grupo norafricano le dijeron que “está bien que su grupo esté representado en nuestra lista, pero necesitamos una mujer, ¿no tienen una beurette?”[33] En Auxerre, una candidata atribuyó ser incluida en la lista a las muchas bases que su presencia podría cubrir: “Llegué en el momento oportuno […], como mujer, […] como miembro del PS y como negra de origen africano. […] En lugar de varias personas, tenían una que les costaba menos lugares”. [34] En ciertas poblaciones, los líderes recurrieron a mujeres que podían actuar en su favor: esposas, amantes, viudas de hombres destacados de la localidad (“paridad conyugal”, llamó a esta práctica uno de sus críticos); en algunos casos, estas mujeres participaban con su nombre

de soltera para disfrazar su conexión con hombres poderosos.[35] Otros líderes de partidos preferían a políticas noveles, más que experimentadas, pues dependerían de la experiencia de los hombres. Por una parte, eran indicio del compromiso del partido con la modernidad, y por la otra, supuestamente eran maleables y dependientes, no políticas, nada más mujeres en un puesto político. Un líder del PS comentó a un grupo de sociólogos que seguían las elecciones en Auxerre: yo soy quien las incluye y nadie me desafía, cuando menos no esas personas de la ‘sociedad civil’. Como no tienen experiencia en política, tienen una relación personal conmigo, es decir, soy su referente en el ámbito político. Se establece un entendimiento inmediato entre ellas y yo.[36]

La investigación de Auxerre mostró que si bien las recién llegadas disfrutaban la atención del público y se les encomendaban cosas como campañas de puerta en puerta (en cuyo caso la diferencia de sexo era un recurso que atraía la curiosidad y el interés de los votantes, y podía aprovecharse como signo de la apertura del partido a la sociedad civil), tenían poco acceso a las reuniones del salón de al lado, donde se establecían las estrategias y se intercambiaban favores. Un político avezado explicó a un entrevistador que “en la práctica, en los últimos seis meses, en cierta forma he estado iniciándolas y capacitándolas, pero no para el juego político, eso es otra cosa”.[37] Aunque los medios cubrían las campañas electorales e informaban algunos de los conflictos locales, ofrecían un panorama halagüeño de lo que sucedía y subrayaban la novedad de la presencia de las mujeres y sus implicaciones para el futuro. Los diarios dedicaban planas enteras a fotografías de las candidatas, a las diferencias entre ellas y a su relativa juventud, signos de esperanza para el rejuvenecimiento de la política. En la portada del semanario de negocios Le Point se anunció “una avalancha de mujeres”. En una página interior, un reportero citó la definición que diera Jospin de la inminente llegada de miles de mujeres a los consejos municipales como “una revolución suave y democrática”, y anunció el despertar de una nueva era en la política francesa.[38] (Es difícil no detectar en palabras como “suave” una alusión a la diferencia de la femineidad.) Alguna vez acusada de ser importación del extranjero (estadunidense), para los medios, la paridad ya era una nueva característica de la forma exclusivamente francesa de hacer política.[39] La campaña generó gran interés, incluso emoción, al anunciarse los resultados de las elecciones del 11 y el 18 de marzo. Cuando se contaron los votos, unas 38 000 mujeres detentaron 47.5% de los puestos en los consejos municipales en poblaciones de más de 3 500 habitantes, casi el doble de la representación anterior. En 1995, apenas habían alcanzado 25.7% de los consejos municipales en esas poblaciones. Los efectos de la ley también fueron evidentes en los municipios de menos de 3 500 habitantes, donde la ley no era aplicable; ahora, 30.5% de los consejeros municipales eran mujeres, frente a 21% de 1995. Como se había pronosticado, fue escaso el incremento en el número seleccionado de alcaldes, pues sólo en 6.9% de las poblaciones de más de 3 500 habitantes se nombró a una alcaldesa. En pueblos con un número menor de habitantes, el incremento fue mayor, 11.2% en 2001, comparado con 7.8% en 1995.[40] Si había dudas en cuanto a la necesidad de una ley sobre la paridad, en las elecciones cantonales celebradas al mismo tiempo, se demostró su importancia. En este caso (en el cual la mitad de la asamblea se escoge cada tres años), no se aplicó la paridad, y fueron

pocos los cambios observados en el número de mujeres elegidas. Si bien un número mayor de éstas que en el pasado compitió por los puestos (20.1 contra 15.1% en 1998), el incremento en la proporción de elegidas fue muy ligero, de 8.3% en 1998 a 9.4 en 2001.[41] El gran éxito de los partidos de extrema derecha en las elecciones municipales llevó a algunos de izquierda a concluir que la prometida reforma de la política había sido un fracaso, pero para otros comentaristas, el perfil de los nuevos consejeros sugería otra cosa, apertura para nuevos electores potenciales, sangre nueva en un añejo sistema. En promedio, las mujeres elegidas eran más jóvenes que los hombres y no una pieza más de la maquinaria del partido, pues muchas ni siquiera estaban oficialmente afiliadas a un partido. Las amas de casa y las mujeres “sans profession” representaban cerca de 15% de las recién elegidas; 13% eran maestras y, de los estudiantes elegidos, el número de mujeres era el doble que de hombres. La directora del Observatoire de la Parité hizo notar que los resultados en cuanto a género variaban poco de población a población, signo de que los líderes de los partidos habían respetado las reglas para hacer las listas. La secretaria de Estado para los Derechos de las Mujeres proclamó la victoria: “Que una porción importante de las mujeres elegidas no esté afiliada a un partido es signo de renovación”.[42] Pero las meras cifras no necesariamente significan renovación y la falta de afiliación a un partido podría ser indicio tanto de debilidad como de fortaleza. El Poder Ejecutivo seguía en manos de hombres. Con sólo pocas excepciones (París, Rennes y Estrasburgo), los nuevos alcaldes optaron por hombres como sustitutos. “La distribución de los puestos de alcaldes sustitutos”, dijo Gaspard, “está lejos de ser paritaire.”[43] Por otra parte, los nuevos consejeros recibieron asignaciones que tendían a depender de estereotipos de género, a las mujeres se les encargaron tareas más “domésticas”, como educación, tercera edad, salud pública, cultura, en tanto que los hombres se ocupaban de asuntos como finanzas, deportes, construcción y caminos.[44] La presencia de un número importante de “nuevas” mujeres fue indudablemente un logro, pero la división del trabajo parecía la de una pareja, los hombres seguían siendo jefes de familia.

Elecciones regionales, marzo de 2004, y elecciones para el Parlamento Europeo, junio de 2004 Las elecciones regionales y para el Parlamento Europeo, últimas de ese tipo hasta 2007, confirmaron el patrón de las elecciones proporcionales regidas por la ley de la paridad: un incremento importante de candidatas y su elección para los consejos acompañado de esfuerzos decisivos y exitosos de los hombres para conservar para ellos los puestos de más poder. En el caso de las elecciones europeas, con una nueva ley por la que los diputados se escogen según una base regional, más que nacional, se incrementaron las probabilidades de que se eligieran hombres, incluso si las listas de cada región eran paritarias. Las mujeres tenían mayor acceso a los puestos de los consejos regionales que en los municipales como resultado de una ley aprobada en abril de 2003, que exigía alternancia estricta de hombres y mujeres en las listas electorales para las elecciones regionales.[45] Las

listas se hacen por departamento, pero cada partido designa a una cabeza de la lista para toda la región, y es el rostro de esa persona el que adorna los carteles para la elección y su nombre el que los votantes identifican con una lista. Los puestos del consejo regional se asignan proporcionalmente, según los totales recibidos por los partidos. Para estas contiendas de 2004, como en las elecciones municipales de 2001, se hizo una clara distinción entre los puestos del consejo y las posiciones de poder. Aun cuando después de las elecciones de marzo de 2004 se proclamó a los consejos regionales como “las asambleas más feminizadas de Francia”, seguían siendo encabezados de modo abrumador por hombres.[46] La proporción de mujeres casi se había duplicado, de 27.5% en 1998 a 47.6, pero las presidencias de estos consejos, asignadas a quien estaba al principio de la lista, no mostraron una evolución similar. Los vicepresidentes también se elegían entre los primeros de las listas departamentales (en general, hombres). Los dos partidos principales, UMP (partido en que se aglutinaba la derecha) y PS, designaban sólo una mujer en sus listas como chef de file, aunque otros partidos en cierta forma hacían mejor las cosas. Las listas estaban encabezadas por mujeres en cuatro de 21 regiones de la UDF y cuatro de 18 para el Frente Nacional. Sólo la lista conjunta de dos partidos de izquierda pequeños, Lutte Ouvrière y Ligue Communiste, lograron paridad en las cabezas de sus listas.[47] Después de la elección, en toda Francia sólo una mujer presidió un consejo regional, la socialista Ségolène Royal. El hecho de que triunfara sobre el partido del primer ministro en funciones, Jean-Pierre Raffarin, llevó a los socialistas a hablar de su posible candidatura para la presidencia.[48] Las elecciones cantonales se llevaron a cabo al mismo tiempo que las regionales, pero en 2004 no se rigieron por la ley de la paridad. Sin embargo, los efectos positivos de la ley, si bien atenuados, fueron evidentes cuando los resultados de estas elecciones se compararon con los regionales. En la contienda cantonal, sólo 21.5% de los candidatos y apenas 10.9% de los elegidos fueron mujeres. Sólo tres de cien consejos generales quedaron presididos por una mujer. Arlette Arnaud-Landau, que como socialista se las había arreglado para ser alcaldesa en un pueblo conservador de Puy-en-Velay en 2001, y había encabezado la lista de su departamento en las elecciones regionales y así había llegado a vicepresidenta de su consejo regional, atribuyó su éxito a la ley de la paridad. Por el contrario, dijo, en las elecciones cantonales sólo llegó una mujer, por primera vez, al Conseil Général de la Haute-Loire. “Quizá sea lamentable, pero necesitamos herramientas como la ley de la paridad para que las mujeres entren a la política”, apuntó.[49] Conforme se acercaban las elecciones para el Parlamento Europeo, en la primavera de 2004, las feministas hicieron la advertencia de que una nueva forma de votación debilitaría el impacto potencial de la ley de la paridad. Hasta 2004, sin embargo, la nación había estado dividida en ocho distritos electorales, a cada uno se asignaba determinado número de diputados por elegir. Con la descentralización y la multiplicación de distritos se incrementó el número de listas presentadas y por tanto, la probabilidad de que sólo los primeros nombres de una lista obtuvieran un escaño. Como era muy probable que la mayoría de las listas estuvieran encabezadas por hombres y que se seleccionara un número impar de diputados, el resultado favorecería a los hombres, argumentó un grupo de mujeres, con lo cual se reduciría el porcentaje de mujeres de la delegación francesa. De hecho, los resultados fueron mejores de lo anticipado, si bien no tan buenos como podrían haber sido si se hubiera conservado un solo

distrito nacional. En 2004, aproximadamente la tercera parte de las cabezas de las listas de los partidos fueron mujeres. Después de la votación, de los 78 escaños por ocupar, 34 ahora estaban en manos de mujeres, que representaban 43.5% de la delegación, ganancia pequeña respecto a 40.3% detentado por mujeres en 1999, antes de la aprobación de la ley de la paridad.[50] En estas elecciones, la división de los distritos electorales ciertamente ayudó a reducir el impacto de la paridad.

Elecciones para el Senado, septiembre de 2001 Las elecciones para el Senado, mediante scrutin de liste, así como scrutin majoritaire, confirmaron que si bien la representación proporcional (cuando se aplicaban las reglas de la ley de la paridad) favorecía a las mujeres, no era una garantía de igualdad. Hay dos formas de votación para el Senado. En 2001, las contiendas en distritos con tres o más escaños para el Senado en juego, se decidieron proporcionalmente (scrutin de liste); los partidos tenían que presentar listas estrictamente paritarias (alternando hombres y mujeres). En los demás distritos, los candidatos se presentaban como individuos; quien obtuviera mayoría de votos era el ganador (scrutin majoritaire). El efecto de la paridad en el resultado de estos sistemas de votación diferentes no fue tan importante como debería para los 102 escaños en cuestión. Cuando mucho, la ley tenía un efecto incremental y elevó el porcentaje de mujeres en el Senado de 5.9 a 10.9%,[51] incremento significativo, sin duda, pero no el tipo de resultado que el movimiento por la paridad había esperado. Entre aquellos cuyo escaño tenía opción de reelección, sólo siete eran mujeres (6.9% del total); entre los elegidos, 22 fueron mujeres (o 21.6% del total de 102). Así que definitivamente aumentaron las mujeres en el Senado. En los distritos con scrutin majoritaire, el resultado de las mujeres fue, predeciblemente, mucho menos impresionante que en el caso del scrutin de liste, demostración de que el efecto diferencial de la ley de la paridad funcionaba mejor en las elecciones proporcionales que en caso de mayoría. De los 28 senadores elegidos por scrutin majoritaire, sólo dos fueron mujeres (7.14%); de los 74 elegidos por scrutin de liste, 20, o 27.03%, fueron mujeres. En este caso, sin embargo, la proporción hubiera sido mucho mayor, cercana al 50-50 si se hubieran respetado las reglas. ¿Dónde estuvo el error? Los líderes de los partidos locales aprovecharon una ley diseñada por el PS para incrementar su propia representación en el Senado, en el cual no había tenido mayoría desde 1958. Esta ley ampliaba la representación proporcional a los distritos con tres o más escaños en el Senado, a modo de minar la aplicación de la ley de la paridad (que exigía que uno de cada dos candidatos fuera mujer).[52] Obviamente, la posición más deseable cuando pocos escaños estaban en juego era ser el primero de la lista, y las mujeres rara vez ocupaban ese lugar en las elecciones para el Senado. Los hombres que podrían haber perdido un escaño por ser el tercero o el quinto de la lista (cuando las mujeres ocupaban el segundo y el cuarto lugar), hacían sus propias listas y se ponían en primer lugar. Le Monde presentó el departamento de La Manche como buen ejemplo del subterfugio. Había tres titulares con ese derecho en La Manche, dos hombres y una mujer, que cuando habían competido como

candidatos únicos, se habían apoyado mutuamente, aunque los hombres eran miembros del RPR y la mujer, de la UDF. Sin embargo, las elecciones proporcionales cambiaron el panorama, y los hombres hicieron cada uno su lista. En una de ellas, la mujer titular ocupaba la posición número dos, pero debido a la segunda lista (y a que los escaños se asignarían proporcionalmente, dando a la izquierda la oportunidad de ganar cuando menos uno), ella corría el riesgo de perder su escaño. “Hasta entonces, los tres habíamos trabajado juntos. Esta vez, los cambios en la forma de votar y la ley de la paridad nos obligaron a hacer listas diferentes”, se quejó y culpó, según informó un reportero, a las leyes aprobadas por los socialistas, no al comportamiento de sus colegas hombres.[53] El resultado de estas maniobras en La Manche fue que los dos hombres fueran reelegidos y la mujer no. También en la izquierda, rara vez las mujeres estaban a la cabeza de una lista. François Autain, entonces miembro del PS, declaró que “pocas mujeres son creíbles a la cabeza de una lista”. Los senadores titulares se negaron a aceptar el segundo lugar en las listas oficiales del partido cuando cumplían con la paridad y hacían nuevas listas de disidentes en las cuales aparecían a la cabeza. Esto fue muy notorio en el caso de Haute-Loire, donde el propio Autain organizó una lista de disidentes con los verdes. De esta forma derrotaron a la socialista MarieMadeleine Dieulangard, que ocupaba el segundo lugar de la lista de la izquierda plural.[54] Algunos comentaristas condenaron la hipocresía de los políticos que habían votado por la ley de la paridad y después no la cumplían en la práctica, pero tenían pocos remedios concretos que ofrecer.[55] El Senado no sólo era una institución más poderosa que un consejo municipal, sino que el número relativamente reducido de escaños en juego hacía de las listas independientes una estrategia plausible para los hombres que querían proteger sus posiciones y no había nada en la ley de la paridad para evitarlo. Por supuesto, también las mujeres podían ponerse a la cabeza de sus propias listas, pero en general carecían de peso y visibilidad como para actuar de forma independiente.[56] Sin algún tipo de apoyo del partido, casi siempre controlado por hombres, ese tipo de estrategia sería tanto difícil como inútil. En 2001, las elecciones para el Senado demostraron que la mera representación proporcional no podía garantizar igualdad para las mujeres, también demostró que la ley de la paridad sólo avanzaría con líderes de partido muy afianzados.

Elecciones legislativas, junio de 2002 La ley de la paridad fue menos efectiva en elecciones en que los candidatos eran elegidos por mayoría de votos y no es coincidencia que fueran las elecciones en que los puestos de más poder estaban en juego. Esto se demostró claramente en las elecciones legislativas de junio de 2002. Las circunstancias extraordinarias derivadas de las elecciones presidenciales de abril de ese año constituyeron una conveniente racionalización para que los principales partidos decidieran renunciar al apoyo financiero para sus campañas, en lugar de apegarse a la ley de la paridad. Pero dejando de lado la racionalización, las elecciones demostraron la debilidad de la ley aplicada al scrutin majoritaire. En estas elecciones, para las cuales la ley estipulaba que la mitad de los candidatos debían ser mujeres, si los partidos no cumplían, perdían fondos

del gobierno, no había otras sanciones. La elección presidencial de abril de 2002 se caracterizó por cierto aburrimiento del electorado: todos suponían que la contienda sería entre Jacques Chirac, titular de la derecha, y Lionel Jospin, primer ministro socialista. Entre los 15 candidatos de la primera ronda estaba Jean-Pierre Chevènement, que de tiempo atrás era una voz disidente dentro del PS, y JeanMarie Le Pen, perenne candidato del Frente Nacional. Otros candidatos representaban a varios grupos de izquierda y derecha, y se hablaba mucho, en especial en la izquierda, de emitir votos de protesta por uno de los partidos pequeños de extrema izquierda, en vez de votar por Jospin en la primera ronda. El día de la primera ronda de votaciones (21 de abril), el abstencionismo llegó a un récord de 27.6%.[57] Si bien las encuestas habían pronosticado que Le Pen podría alcanzar un puntaje superior a lo esperado, nadie parecía estar preparado para que llegara segundo, pero así fue, y desplazó a Jospin como candidato por vencer en la segunda vuelta, donde sólo contienden los dos candidatos que queden más arriba. Cuando se contaron los votos de la primera vuelta, Chirac tenía 19.8, Le Pen 17.2 y Jospin 16.3% de los votos emitidos.[58] Los especialistas en ciencia política explicaron la pobre actuación de Jospin como resultado de una débil campaña, lo cual, entre otras cosas, le impidió consolidar el apoyo de las votantes. Las encuestas mostraron claramente que Jospin había perdido el apoyo de las mujeres que le habían ayudado a llevar al partido a la victoria en 1997. Es cierto, dijeron estos comentaristas, que Jospin reclamaba su crédito por la paridad, pero él se dejó arrastrar a discusiones sobre la “inseguridad” nacional, entre ellos la ansiedad provocada por los terroristas y los inmigrantes se incrementó por los ataques del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Éstos eran los temas típicos de la derecha, que además permitieron que Le Pen planteara la agenda. Jospin hubiera estado mucho mejor, insistían algunas feministas, si se hubiera apropiado el tema de la inseguridad local en relación con problemas económicos y sociales, en especial respecto a las mujeres, como desempleo, desigualdad en los salarios, empleos de medio tiempo mal pagados y violencia familiar. Independientemente de que el éxito de Le Pen se considerara como una aberración o una advertencia sobre el creciente atractivo de la extrema derecha, la sensación de crisis era palpable. Algunos periodistas declararon que Francia había sido atacada por “un terremoto”: un número considerable de estudiantes salió a las calles a apoyar a la República democrática; los socialistas se reunieron a recoger los pedazos, resistiéndose al diagnóstico de que esta elección significaba el colapso definitivo de la izquierda. Como Chirac estaba bajo investigación por corrupción (y podría haber sido condenado sin la protección de la inmunidad presidencial), el semanario satírico Le Canard Enchaîné subrayó que la opción de Francia en la segunda vuelta había sido lamentable, “entre un sinvergüenza y un fascista”.[59] Cuando la nación se preparaba para la segunda vuelta de las elecciones, no había duda de que Chirac recibiría un número abrumador de votos, y a pesar de las reservas de quienes vivían el naufragio del PS y ciertos intentos de políticos de izquierda de negociar influencia a cambio de apoyo, eran pocas las dudas de que la forma de derrotar a Le Pen era eligiendo a Chirac. Eso sucedió el 5 de mayo. La cifra abrumadora de Chirac de casi 80% fue un alivio, y se consideró como la confirmación de la fuerza del republicanismo, pero el hecho de que Le Pen ganará más de 20% en toda la nación (con mayor fuerza en ciertas localidades) fue un

insistente recordatorio de su creciente atractivo populista. El gabinete de Chirac, nombrado poco después de su victoria, fue para las feministas un signo de lo que vendría: en un gobierno de 28, había sólo seis mujeres y ningún puesto dedicado a los derechos o las preocupaciones de las mujeres. Por otra parte, el hombre nombrado como ministro de salud y familia, JeanFrançois Mattéi, fue considerado por el Collectif National pour les Droits des Femmes como alguien que probablemente instituiría “una política particularmente moralista y reaccionaria” en asuntos como el aborto.[60] ¡Tanto para que el espíritu de la paridad rebasara los requisitos de la ley! Apenas decidida la elección presidencial, empezaron las campañas para las elecciones legislativas de junio. Avivados por la abrumadora victoria de Chirac, los partidos de derecha estaban decididos a recuperar la Asamblea Nacional, que estaba en manos de los socialistas. La contienda por la legislatura entre los principales partidos (los socialistas y sus aliados, por una parte, y la coalición de partidos conservadores, RPR, UDF y otros que formaban la UMP y la Union pour la Majorité Presidentielle, por la otra) los llevó a todos a negarse a obedecer la ley de la paridad. El PS, partido que más había apoyado la ley de la paridad, había anunciado en enero, mucho antes de la elección presidencial, que sólo incluiría 40% de mujeres entre sus candidatos. Después del desastre de la elección presidencial, los líderes redujeron esa cifra a 36%. La derecha se mostró aún más cautelosa y la UMP presentó 19.9% de mujeres para la primera ronda. (En los partidos menores, que difícilmente se podían permitir perder fondos del gobierno, se respetó la ley de la paridad: los comunistas incluyeron 44% de mujeres y en el Frente Nacional se logró que 48.9% de los candidatos fueran mujeres.)[61] Los líderes de los partidos tanto de izquierda como de derecha tendían a considerar a los hombres como “candidatos naturales”.[62] Para algunos, esto significaba sencillamente que ciertos candidatos eran personalidades con gran atractivo y cuyo nombre era conocido. Pero aun entre los recién llegados, se prefería a los hombres porque supuestamente tenían más probabilidades de ganar, eran una alternativa “más poderosa” para el Frente Nacional; se suponía que estaban más familiarizados con las exigencias de la política nacional. Cuando algún asunto “serio” estaba en juego, eran hombres los que expresaban una postura.[63] “Es más conveniente que se elija a hombres”, declaró Amaury de Saint-Quentin, director financiero y administrativo del RPR, “que tener mujeres derrotadas”.[64] Este comentario no sólo indica que los titulares de cargos (la mayoría hombres) eran una apuesta más segura, sino que la representación equivale a individualidad y masculinidad. Las elecciones legislativas, comentaba Marion Paoletti, especialista en ciencia política y una de las que contendió sin éxito por un puesto, evidenciaron “una brutal expulsión del tema de las mujeres en la política”. Los dos partidos principales siguieron la misma práctica, favorecer a los hombres en distritos susceptibles de ganarse y permitir que las mujeres contendieran donde tenían pocas probabilidades de éxito. Aunque las feministas argumentaron que en 1997 habían demostrado que las mujeres eran capaces de ganar en circunstancias difíciles y que podrían ser una mejor opción que los hombres en listas de partidos unificados porque tenían menos antecedentes de conflictos en los círculos políticos, los líderes de los partidos prestaron poca atención. En ocasiones, la discriminación era mayúscula, y se descartaba a mujeres perfectamente calificadas, como sucedió en la UMP en el decimoséptimo arrondissement de París. Ahí, la presunta candidatura de Françoise de Panafieu, alcaldesa, ex

ministra (una de las “juppettes” despedidas) y diputada, además de hija de una prominente familia gaullista, fue negada en favor de Bernard Pons, titular de 75 años de edad que según las reglas del partido ya debía haberse retirado. “Si quiere saber por qué se permite presentarse a tan pocas mujeres, observe los comités que nombran a los candidatos”, dijo Panafieu, “todos son hombres”.[65] Los líderes de algunos partidos afirmaban que no habían podido “encontrar mujeres con el nivel adecuado”. Otros sugerían que las propias mujeres decidían no postularse porque “están menos interesadas en la política nacional, donde se discuten conceptos y política”.[66] Sería aceptable que las mujeres trabajaran en el nivel municipal, pero para los grandes asuntos y el trabajo pesado se necesitaban no sólo hombres, sino hommes politiques. Muy pocas mujeres fueron designadas como candidatas a manera de reconocimiento por sus servicios al partido, en cuyo caso, las elecciones municipales resultaron el escalón para puestos de mayor nivel. En Caen, por ejemplo, Brigitte Lebrethon, la nueva alcaldesa, miembro del RPR, fue propuesta para un escaño legislativo en reconocimiento del trabajo que había hecho para conseguir votos para Chirac durante la campaña presidencial.[67] Para quienes pensaban en los efectos a largo plazo de la ley, su ejemplo fue alentador. Sin embargo, a corto plazo, el resultado de las elecciones legislativas fue una gran decepción. La UMP aplastó a los socialistas, y la proporción de mujeres en la asamblea apenas se incrementó, de 10.92% en 1997, a 12.2 en 2002. En un análisis de los resultados, el Observatoire de la Parité concluyó que “es difícil alegrarse con tan endebles avances”, pero más adelante pedía nuevas medidas para fomentar la cooperación de los líderes de los partidos.[68] Con este fin, en el informe presentaban cifras para desafiar la hipótesis de que las mujeres no eran elegibles. Si bien un mayor número de hombres que de mujeres titulares había sido reelegido (68.6% frente a 49.1), parte de la razón fue la pérdida general de escaños socialistas, pues muchas de las mujeres derrotadas habían sido elegidas cuando arrasaron los socialistas en 1997. Más revelador aún, las mujeres habían resultado candidatas más exitosas que los hombres en distritos que cambiaron de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Las mujeres (quizá vistas como agentes de cambio) derrotaron a hombres en 35.2% de esos reveses, en tanto que los hombres derrotaron a mujeres en sólo 26.5% de los casos. Pero el informe también concluía que los meros hechos no convencerían a los políticos mal dispuestos a cambiar de forma de pensar. Estos hombres justificaban su deseo de conservar el poder alegando la menor capacidad de las mujeres para representar a la nación. Si bien en las elecciones proporcionales las mujeres resultaron claramente favorecidas, fue políticamente imposible adoptar este sistema para las elecciones legislativas. Más bien, el Observatoire recomendaba que se fortaleciera la ley incrementando las penas financieras hasta el punto en que fueran punitivas para los principales partidos. También sugería que el sistema por el cual cada diputado tenía un sustituto en la asamblea se modificara, de modo que se exigiera que el sustituto fuera del sexo opuesto al del diputado, para incrementar así la presencia visible de mujeres en las listas electorales, pero, agregaría yo, también se corría el riesgo de confirmar la imagen de “pareja” de mujeres y hombres en los puestos políticos.[69] Además, se hacía un llamado a fomentar una “cultura de la paridad”, no sólo dentro de los partidos (donde “es deseable una distribución más equitativa de las posiciones de liderazgo en los partidos políticos” y donde los ajustes en los horarios de las

reuniones y la oferta de guarderías tomarían en cuenta las exigencias de la “vida cotidiana”), sino en la sociedad en general. Si se atendía a las desigualdades económicas y sociales entre los sexos (tasas diferenciales de desempleo, salarios diferentes, barreras sociológicas profesionales en el mundo corporativo y el profesional), más mujeres podrían tener acceso a puestos políticos en algún momento de su vida. Aquí se reconocía implícitamente que la ley por sí misma, cuando menos esta ley, no podía modificar el equilibrio del poder en razón del género, tal como sus defensores habían pronosticado que sucedería.[70] La lección inmediata de las elecciones legislativas fue que la ley de junio de 2000 no había ido demasiado lejos en cuanto a resolver la “crisis de representación” para lo cual había sido creada. El perfil de las candidatas revelaba una diversidad social mayor que entre los hombres; las mujeres eran maestras, profesionistas y empleadas del sector privado, en tanto que los hombres eran empleados del sector público o trabajaban en el comercio, la industria o la agricultura. Era dos veces más probable que un hombre ya hubiera ocupado algún otro cargo de elección; en promedio, tenían más edad que las mujeres. El hecho de que la mayoría de las “nuevas mujeres” no hubiera logrado un puesto confirmaba que la regla de los hommes politiques seguía vigente.[71] Como representantes de la sociedad civil y como mujeres, las candidatas habían sido bloqueadas. En los puestos políticos más altos, los partidos seguían funcionando como sistemas cerrados, dirigidos por una casta de hombres con poder. Francia aún ocupaba una posición muy baja (la 68, comparada con otras naciones) en cuanto a la presencia de mujeres en los organismos electorales nacionales.

PROPUESTAS PARA FORTALECER LA LEY DEL 6 DE JUNIO Conforme se celebraba elección tras elección y los límites de la ley se hacían evidentes, el organismo gubernamental encargado de la vigilancia de las mismas pidió sugerencias para mejorarla. Con el afán de acercar la práctica a los principios, de fomentar en los partidos políticos el respeto a la Constitución y al “espíritu de la ley”, en 2003 el Observatoire de la Parité pidió recomendaciones y comentarios de diversos grupos de Francia, incluidos los líderes de los diferentes partidos políticos. La discusión fue de gran alcance y con frecuencia interesada, como cuando Jean-Marie Le Pen recomendó, en nombre de la paridad, que las elecciones legislativas se decidieran proporcionalmente.[72] (Su objetivo, por supuesto, era ganar escaños para su partido, no fomentar la igualdad de las mujeres.) Hubo sugerencias para mejorar el funcionamiento de la ley, por ejemplo, incluir el requisito de que el alcalde y los comités ejecutivos de los municipios se escogieran en función de su lugar en la votación; ampliar la ley a las elecciones cantonales; resistirse a cualquier cambio que afectara adversamente la oportunidad de que las mujeres fueran elegidas, y agregar un incentivo financiero para los partidos que sí cumplieran con la paridad en las elecciones legislativas. El jurista Guy Carcassonne propuso tomar el dinero cobrado a los partidos que no presentaran 50% de candidatas y entregarlo a los que sí cumplieran. “En nuestra experiencia, si en última instancia a los partidos políticos no les afectan las multas, en especial si son modestas, reaccionarán muy negativamente a la idea de que el dinero que pierden vaya a sus

contrincantes.”[73] Él y otros propusieron una recompensa financiera para los partidos cuyos resultados electorales se acercaran a la paridad. Algunos de los oradores presentaron planes específicos para el reclutamiento y la capacitación de mujeres dedicadas a la política. La abrumadora sensación que se percibe al leer el informe del Observatoire es que el proceso de implementación plena será lento y exigirá el compromiso de cuando menos algunos políticos. No entusiasma la atención a los procedimientos, a las implicaciones de los cambios propuestos para las leyes electorales y a lograr, o forzar, la cooperación de políticos recalcitrantes. Una institución de vigilancia como el Observatoire de la Parité sólo puede recomendar, mas no exigir, que se hagan reformas. Para que se logre el pleno impacto de la ley de la paridad, debe utilizarse como instrumento para obtener gradualmente concesiones de quienes tienen el poder político. Esto significa atención constante a los detalles del cumplimiento por organismos “de adentro”, como el Observatoire y de las feministas “de fuera”, que pueden presionar movilizando a la opinión pública cuando la igualdad sea amenazada o tarde demasiado en llegar. El liderazgo obvio para un esfuerzo de esa envergadura debe provenir de las nuevas mujeres políticas, las que se han beneficiado directamente con la ley, pero su situación es difícil, pues apostar a la carta de “mujer” podría minar cuanta legitimidad tengan y poner en riesgo la necesidad de demostrar que no son nada más mujeres, sino políticas, como muchos hombres son políticos.

IDENTIDAD COMO MUJER: ¿ACTIVO O PASIVO? Si el objetivo de las paritaristas era eliminar las consideraciones sobre el sexo de la elección de representantes, el efecto inicial de la ley de la paridad, inevitablemente, fue subrayarlo. En esto, la ley funcionó como cualquier ley contra la discriminación o de la acción afirmativa, atrayendo atención positiva hacia aquellos cuya diferencia previamente llevó a la exclusión. Las campañas electorales posteriores a la aprobación de la ley demostraron todas las dificultades inherentes a la corrección de la discriminación: no hay forma de hacerlo evitando llamar la atención sobre las diferencias para no reproducir las condiciones mismas que uno desea eliminar. ¿Las candidatas eran mujeres o políticas? ¿Las mujeres podían ser políticas? ¿Eran diferentes o iguales a los hommes politiques? Durante las campañas se planteaban implícitamente (y en ocasiones explícitamente) estas interrogantes. Las candidatas se encontraron enfrentando un doble aprieto, uno descrito incisivamente por Marion Paoletti, especialista en ciencia política y miembro del PS, que se presentó sin éxito en las elecciones legislativas de 2002. Invocar su identidad de mujer (y madre), informó, fue definitivamente una ventaja para hacer campaña según la ley de la paridad, pero no para establecer la propia seriedad en los círculos del partido. A diferencia de sus colegas hombres, que aparentemente no se les presionaba para declarar su masculinidad, “en el contexto de 2002, a las candidatas se les imponía tácita y colectivamente, ser mujeres”. No obstante, “si uno tiene que ser mujer, se corre el riesgo de no ser política”.[74] Seguía existiendo el añejo problema de que no era posible abstraer la diferencia sexual de las mujeres. En el sendero de la campaña, la femineidad era un recurso estratégico. Con frecuencia a Paoletti le

recomendaban maquillarse y procurar un aspecto más femenino. “Tu cuerpo es un arma”, le dijo una colega. Sin embargo, dentro del partido, tal comportamiento podría ser una desventaja. El encanto (atributo femenino) no tenía nada que ver con el carisma (asignado a los hombres) y era muy delgada la línea entre explotar el propio género y usar el sexo para avanzar en la carrera política, “como si sólo las mujeres pudieran ser seductoras”.[75] La atención hacia su identidad de mujer, pensaba Paoletti, podría servir para naturalizar esa identidad, reforzar estereotipos sociales y proyectarla como dependiente de hombres más poderosos. La figura de una política, observó, era, en el mejor de los casos, “ambigua”, pero, yo agregaría, por esa razón potencialmente perturbadora de los mismos estereotipos que trataba de evitar. Durante esas mismas elecciones legislativas, la campaña de Roselyne Bachelot ejemplifica la ambigüedad de la mujer política, pero de diferente manera. Miembro del RPR desde hacía tiempo, diputada desde 1988, con impresionante linaje político, Bachelot “no le apostó a la carta del sexo” directamente en la campaña legislativa de 2002, como dijo Paoletti.[76] Por el contrario, como cualquier candidato, Bachelot hizo hincapié en aspectos que preocupaban a sus electores. Si bien era conocida en el ámbito nacional por sus posturas disidentes dentro de su partido (apoyando el P aCS, por ejemplo, y los objetivos feministas como primera dirigente del Observatoire), no sacaba provecho de ellos cuando hablaba en reuniones locales. Pero esas posturas sí contribuyeron a su imagen de persona valiente e íntegra. Era atípica, no una pirata partidista, y podría haber habido cierta resonancia implícita aquí por el hecho de que era mujer; convirtió su diferencia en un asunto de acciones y posturas, no de sexo. En la elección de 2002, dicen dos especialistas en ciencia política que siguieron su campaña, Bachelot sencillamente tenía más capital político y cultural que sus 11 rivales, de los cuales, cinco eran mujeres. De hecho, que tantas mujeres contendieran (resultado directo de la ley de la paridad) resultó en la “trivialización” del atractivo de su identidad de mujer; no era por ser mujer por lo que se distinguía, era en virtud de su profundo conocimiento de las cuestiones locales y su larga experiencia nacional.[77] Aun así, Pierre Leroux y Philippe Teillet hacen notar la complejidad de la estrategia de Bachelot, la cual, dicen, oscilaba entre eclipsar la importancia de su identidad como mujer y explotarla, aunque fuera de forma indirecta, y concluyen que el riesgo que aparentemente quería evitar es un riesgo “permanente” para las mujeres, “que se les recuerde su ilegitimidad en el ámbito de la política”.[78] La pregunta es, ¿qué tan permanente? ¿Bachelot necesita demostrar constantemente su legitimidad? ¿Es evidentemente la incomodidad de Paoletti ante las trampas de proclamar su identidad como mujer el destino de las mujeres en la política? Sólo si uno supone que el monopolio masculino del poder es eterno; sólo si uno supone que la masculinidad será siempre una característica definitoria del espacio político. Leroux y Teillet señalan que sería prematuro llegar a esas conclusiones: “La entrada de las mujeres a la política no puede llevar a la transformación total e inmediata de los valores de un mundo que sigue estando muy marcado por las consecuencias prácticas y culturales de una larga historia de monopolio masculino”.[79] Paoletti atribuye algunos de los problemas a la propia ley de la paridad, “en el mejor caso es un recurso frágil”, pero ninguna ley puede transformar instantáneamente una situación en la cual el género y el poder han estado entrelazados durante tanto tiempo.[80]

En este punto, lo interesante es observar la conexión entre masculinidad y política. La ley de la paridad introdujo confusión y consternación en la arena política. Están las reacciones defensivas de los hombres ante una invasión sin precedente de mujeres, reacciones que se apoyan en el despliegue de estereotipos, insultos y, como vimos en este capítulo, en el poder establecido para modificar la ley o impedir que se aplique. Por el contrario, está (rara vez, pero aun así importante) el aval de los políticos a la capacidad de las mujeres que refleja exactamente la desimbolización que las paritaristas tenían en mente. El alcalde de Rennes, por ejemplo, insistió en una entrevista en que hombres y mujeres compartían muchos problemas y perspectivas. “Personalmente, estoy muy comprometido con escuchar [a los votantes]. No nada más una mujer hace eso. Es una ciudadana, tiene que interesarse en todos. Yo estoy en contra de la instrumentalización. Uno se dedica a la política como ciudadano, nada más”.[81] Están también las confusas respuestas de las políticas, que enfrentan nuevas y complejas decisiones estratégicas y cuyas opciones varían. Si al ser identificada como mujer corre el riesgo de que se le considere sólo en términos de esencialismo, la implicación práctica en política fractura cualquier sentido de identidad coherente y singular para las femmes politiques. Paoletti describe, por ejemplo, la ambivalencia de mujeres más jóvenes, nuevas en el PS, respecto de la intervención de los comités de mujeres feministas en su nombre (y su propia ambivalencia ante su rechazo del feminismo). Si bien algunas agradecían el apoyo como signo de solidaridad entre mujeres, otras rechazaban cualquier identificación colectiva de esa naturaleza. “No estoy de acuerdo con la historia de que las mujeres hacen otro tipo de política. No es eso. Hacemos política de la misma forma”, fue el comentario en 2001 de una candidata para las elecciones cantonales, cuando tenía 24 años. Otra, elegida como consejera municipal, hizo eco de esta opinión: “No lo veo así, me molestan las comisiones para mujeres, no hay comisiones para hombres”.[82] En Rennes, una mujer que contendía para un escaño de consejera municipal con el boleto de la Lutte Ouvrière (militaba en política de tiempo atrás) insistió en que en todos sus años en la política había visto más semejanzas que diferencias entre mujeres y hombres. “En mi ambiente político veo mujeres y hombres y son exactamente iguales. Veo tanta agresión de las mujeres como de los hombres; no veo diferencia. […] No hay muchas formas diferentes de hacer política.”[83] Existe también una preocupación compartida de algunas mujeres por lo difícil que resulta impugnar al poder establecido. Comentaba una mujer que había sido miembro tanto de consejos municipales como regionales que en un consejo municipal hay relaciones de poder; la relación con los colegas ¡es muy difícil! No me lo hubiera imaginado antes. […] Las cosas están cambiando por la paridad, pero la dificultad persiste. Tienes que demostrar que no eres necesariamente estúpida. […] Es una relación de poder y a las mujeres no les gusta mucho esa relación.[84]

Pero también hay pruebas de una renovada determinación por aprender el funcionamiento, de que se aspira a cierta “profesionalización”. Quiero decir que al principio las mujeres son diferentes, pero no estoy segura de que al final de tres periodos sigamos interviniendo sólo cuando tengamos algo que decir. No estoy segura. Porque los partidos se encargarán de que nos integremos al mundo de la influencia y las alianzas.[85]

Es agudo el contraste entre la perturbación del ámbito político y la sorprendente facilidad con que los votantes aceptaron la nueva ley, a pesar de la cobertura de los medios que

aprovecha y recurre a los estereotipos de género. En una encuesta de marzo de 2004, por ejemplo, por lo menos 70% de los encuestados pensaba que debía incrementarse el número de mujeres en la política.[86] Este tipo de apoyo popular es, en sí, testimonio del impacto del movimiento de la paridad en la opinión popular más allá de la arena política. Hay también una nueva conciencia sobre la subrepresentación de las mujeres en los deportes, los negocios, la academia, en todos lados. Un comité formado por un número abrumador de hombres suele ser criticado por un miembro del grupo en sí, y la presencia del mismo número de mujeres y hombres es una razón para congratularse. Ahora los medios tienden a dedicar más tiempo a las deportistas y las políticas que en el pasado. La igualdad de género se ha convertido, por la ley, en una posición de principio. E incluso si suele infringirse en la práctica, el principio de acceso igual a los puestos de elección sigue firme y será el punto de referencia para los años de lucha política que están por venir. Dentro de sus limitaciones, la ley de la paridad ha logrado algo de lo que sus defensoras esperaban: exponer las injusticias de la discriminación y el potencial a largo plazo de la renovación de la vida política.

[Notas]

[1] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 129. Véase también Gaspard, “Des élections

municipales sous le signe de la parité”, French Politics, Culture and Society, 20, núm. 1 (primavera de 2002), p. 46. “El aspecto distintivo del movimiento de la paridad es proponer un método que necesita ser inscrito en la ley.” [2] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 173. [3] Gaspard, “De la parité comme révélateur de l’inégalité”, Cultures en Mouvement, núm. 14 (febrero de 1999), p. 31. [4] Gaspard et al., Au pouvoir citoyennes, p. 10. [5] Ibid., p. 173. [6] “Parité, es-tu là?”, L’Express, 3 de diciembre de 1998, p. 19. [7] Choisir: La Cause des Femmes, núm. 83 (diciembre de 1999), pp. 6-7. [8] “Intervention du Premier Ministre aux Journées parlementaires du Groupe Socialiste”, Estrasburgo, 27 de septiembre de 1999. [9] Assemblée Nationale, segunda sesión, 25 de enero de 2000, p. 340. [10] El objetivo original no era hacer de la representación un espejo de la sociedad (aunque había algunos políticos en ambos lados del debate que afirmaban que así era), sino abrir más el acceso a la representación (sin asociación con los hombres), por tanto, hacerlo más democrático. Véase Catherine Achin, “ ‘Représentation miroir’ vs. parité: Les débats parlementaires relatifs à la parité revus à la lumière des théories politiques de la représentation”, Droit et Société, núm. 47 (2001), pp. 237-256. [11] Laure Bereni y Eléonore Lépinard, “Les femmes ne sont pas une catégorie: Les stratégies

de légitimation de la parité en France”, Revue Française de Science Politique, 54, núm. 1 (febrero de 2004), pp. 71-98. [12] Mme Martine Lignières-Cassou, Assemblée Nationale, segunda sesión, 25 de enero de 2000, p. 358. [13] M. Thierry Mariani, Assemblée nationale, tercera sesión, 25 de enero de 2000, p. 382. [14] La parité entre les femmes et les hommes a portée de main. [15] Esto se aplicaba únicamente a un tercio de las 36 000 comunas de Francia, donde, sin embargo, residían dos tercios de la población francesa. Había propuestas para bajar a menos de 35 000, pero fueron rechazadas por el Consejo Constitucional. [16] En 2003 cambiaron los requisitos para las listas regionales: ahora debía haber alternancia estricta entre mujeres y hombres. Para el Parlamento Europeo, el voto sería ahora por región, en vez de nacional. Véase más adelante en este capítulo, la sección sobre las elecciones regionales y del Parlamento Europeo. [17] “Quel avenir pour la parité?”, Choisir: La Cause des Femmes, diciembre de 1999, pp. 67; testimonios de Marie-Jo Zimmermann, Assemblée Nationale, segunda sesión, 25 de enero de 2000, pp. 349-351, y de Roselyn Bachelot-Narquin, tercera sesión, 25 de enero de 2000, pp. 369-370. [18] Bachelot-Narquin, ibid. [19] Catherine Achin y Marion Paoletti, “Le ‘salto’ du stigmate: Genre et construction des listes aux municipales de 2001”, Politix, 15, núm. 60 (2002), p. 37, n. 10. [20] Ibid., p. 36, n. 8 (citas de los resultados de encuestas y entrevistas con los candidatos). [21] “Les femmes prennent le pouvoir”, Le Point, 9 de marzo de 2001, p. 41. [22] “Place aux femmes: La révolution des municipales”, suplemento de Le Monde, 9 de marzo de 2001, p. x. [23] Mariette Sineau, citada en Gaspard, “Des eléctions municipales”, p. 54. [24] “Place aux femmes”, Le Monde, 22 de febrero de 2001; 9 de marzo de 2001; y 13 de febrero de 2001. [25] Marion Paoletti, “L’usage stratégique du genre en campagne électorale”, Travail, Genre et Sociétés, núm. 11 (2004), p. 126. [26] Gaspard, “Des eléctions municipales”, p. 50. [27] “Place aux femmes”, suplemento de Le Monde, 9 de marzo de 2001, p. xi; véase también “Place aux femmes”, Le Monde, 7 de febrero de 2001. [28] “A Blésignac, Gisèle et les femmes en colère”, Le Journal du Dimanche, 11 de marzo de 2001, p. 7. [29] “Place aux femmes”, Le Monde, 3 de febrero de 2001. [30] “Place aux femmes”, Le Monde, 26 de enero de 2001; “Place aux femmes”, suplemento de Le Monde, 9 de marzo de 2001, p. iv. [31] Le Monde, 9 de enero de 2001. [32] Hay un buen número de estudios locales, con gran detalle, en Eric Fassin y Christine Guionnet, eds., “La parité en pratiques”, edición especial de Politix, 15, núm. 60 (2002). [33] “Place aux femmes”, Le Monde, 7 de febrero de 2001. Beurette, fem.; para beur (masc.) véase cap. III, n. 84. [34] Stéphane Latté, “Cuisine et dépendance: Les logiques pratiques du recrutement politique”,

Politix, 15, núm. 60 (2002), p. 69. [35] “Place aux femmes”, Le Monde, 24 de febrero de 2001. [36] Latté, “Cuisine et dépendance”, p. 70; Stéphane Latté y Eric Fassin, “La galette des reines: Femmes en campagne”, en Jacques Lagroye, Patrick Lehingue y Fréderic Sawicki, eds., Mobilisations électorales: A propos des élections municipales de 2001, Presses Universitaires de France, París, 2004. [37] Latté y Fassin, “La galette des reines”, p. 226. [38] Le Point, 9 de marzo de 2001, p. 37. [39] “Place aux femmes”, Le Monde, 2 de marzo de 2001. [40] Marie-Jo Zimmermann, Pourquoi la parité en politique reste-t-elle un enjeu pour la démocratie française, Rapport a M. le Premier Ministre (Observatoire de la Parité entre les Femmes et les Hommes, marzo de 2003). [41] “Les conseillères municipales sont plus jeunes que leurs collègues hommes”, Le Monde, 23 de abril de 2001, p. 6 , y Zimmermann, Pourquoi la parité, parte 1. [42] “Les conseillères municipales”, p. 6. [43] Gaspard, “Des élections municipales”, p. 52. [44] Véanse las variaciones en “La parité en pratique”. [45] Con esta ley se remplazó la disposición de la ley del 6 de junio de 2000 de tres mujeres en cada grupo de seis en las listas electorales para las elecciones regionales. [46] “Dans les conseils régionaux, les femmes sont mieux représentées mais restent loin du sommet”, Le Monde, 3 de abril de 2004. Véase también Mariette Sineau y Vincent Tiberj, “Conseils généraux: Où sont les femmes?”, Libération, 24 de marzo de 2004, p. 37; y L’appel aux femmes de Lepage”, Le Journal du Dimanche, 7 de marzo de 2004, p. 1. [47] http://membres.lycos.fr/sciencepolitiquenet/regionales2004 [48] www.ipsos.com: canal Ipsos, les rendez-vous de l’actualité: Politique et Elections, 9 de abril de 2004. Véase también “Ségolène, Michèle, les préférées des Français”, Le Journal du Dimanche, 7 de marzo de 2004, p. 7. Véase un análisis detallado de estas elecciones en una localidad específica en L’Assemblée des Femmes du Languedoc et du Roussillon, “Monsieur d’abord, Madame après”: La Parité en Languedoc-Roussillon, Elections régionales et cantonales, 2004: Rapport d’évaluation intermédiaire, marzo de 2004. Ségolène Royal es la compañera de François Hollande, líder del PS. Véase “Blow to the French Patriarchs: Babies May Get Her Name”, The New York Times, 20 de enero de 2005. [49] Le Monde, 17 de abril de 2004. [50] L’Assemblée des Femmes du Languedoc et du Roussillon, “Communiqué de presse: La fin des Françaises aux avant-postes de la démocratie européenne?”, 2004. Véase un reporte sobre los resultados de la elección en “Cahier résultats: Elections européenns”, Le Monde, 15 de junio de 2004, pp. 37-56. [51] Mariette Sineau, “La réforme paritaire en France, ou comment sortir par le haut d’un blocage politico-institutionel”, documento inédito presentado en la conferencia sobre “L’élection canadienne 2000 et la représentation des femmes: Quels enseignements le Canada peut-il tirer de l’expérience française de la parité?”, Ottawa, 29-30 de noviembre de 2001.

[52] Antes de 2001, la representación proporcional se aplicaba únicamente en los distritos con

cinco o más escaños; en ese año, los socialistas cambiaron la ley para que se aplicara en los que tuvieran tres o más; después de 2002, cuando la derecha recuperó el poder en la Asamblea Nacional, el número subió de tres a cuatro escaños. [53] “Le Sénat résiste à l’application de la loi sur la parité”, Le Monde, 22 de septiembre de 2001, p. 17; Zimmermann, “Rapport”, marzo de 2003, parte 1; François Maniquet, Massimo Morelli y Guillaume Frechetter, “Endogenous Affirmative Action: Gender Bias Leads to Gender Quotas”, artículo inédito, enero de 2005 (del archivo personal de Massimo Morelli). [54] “Le Sénat résiste à l’application de la loi sur la parité”. La lista de disidentes tenía a Autain en primer lugar y a Mireille Ferri (una mujer) del Partido Verde, en segundo. Autain prometió dar a Ferri su escaño después de tres años, algo que aún no había hecho en 2005. En octubre de 2001 la oficina nacional del Partido Socialista expulsó a Autain; ahora es miembro del Groupe Communiste Républicain et Citoyen. [55] Marie-Jo Zimmermann, Elections à venir: Faire vivre la parité, Rapport a M. le Premier Ministre de l’Observatoire de la Parité entre les Femmes et les Hommes (diciembre de 2003), pp. 9-10; y Zimmermann, Pourquoi la parité, conclusion. [56] Antes de la aprobación de la ley de la paridad, Gisèle Gautier (UDF) creó una lista de disidentes en las elecciones regionales de 1998. Su lista obtuvo tres escaños (no una buena participación). Ella obtuvo un lugar en las elecciones de 2001 para el Senado, pero participó en la lista del partido. No conozco a ninguna mujer que haya establecido su propia lista en las elecciones de 2001 para el Senado. [57] Un alto para Francia. En Estados Unidos, más de la mitad de los votantes se abstuvo en las elecciones presidenciales de 2000. [58] Al 5.4% de Chevènement se le atribuyó gran parte de la culpa de la cerrada derrota de Jospin. http://www.ipsos.fr.presidentielle.htm “Ipsos soirée présidentielle 2002-1er toir” (consultado el 1º de mayo de 2002). [59] “Escroc contre facho”, Le Canard Enchaîné, 24 de abril de 2002. [60] “Des féministes réclament un ministère des droits des femmes”, Le Monde, 12-13 de mayo de 2002; “Vingt-sept ministres pour cinq semaines”, Libération, 8 de mayo de 2002; “Le PS pointe le peu de place accordé aux femmes; les Verts dénoncent ‘le retour de la Chiraquie’ ”, Le Monde, 8 de mayo de 2002; “Jacques Chirac refuse toute concession à la gauche, malgré son soutien”, Le Monde, 2 de mayo de 2002; Michelle Perrot, “AGIR: Femmes, encore malgré son soutien”, Le Monde, 2 de mayo de 2002; “In ‘hidden vote’ for Le Pen, French Bared Growing Discontent”, The New York Times, 3 de mayo de 2002, p. A12. [61] Como castigo por no cumplir con la ley, la UMP perdió alrededor de cuatro millones de euros, el PS 1.3. Zimmermann, Pourquoi la parité, marzo de 2003, parte 2, “Application de la parité lors des élections législatives de juin 2002”. Véase también “Parité bien votée commence par les autres”, Libération, 13 de julio de 2002; “L’UMP ne présenterait que 20% de candidates”, Le Monde, 9 de mayo de 2002; “Les Verts présentent un projet de réforme de la société”, Le Monde, 7 de mayo de 2002; y testimonio del líder del PS, François Hollande, al Observatoire de la Parité, en Zimmermann, Elections à venir,

diciembre de 2003, p. 81. [62] Zimmermann, Pourquoi la parité, marzo de 2003, parte 2. [63] Paoletti, “L’usage stratégique du genre”, p. 135. [64] Le Monde, 10 de mayo de 2002, p. 9. [65] “French Politics Finds Little Room for Women”, The New York Times, 7 de junio de 2002. Remplazar a Panafieu con Pons fue también la forma de Chirac de igualar los resultados que tenían menos relación con el género que con políticas del interior de los partidos. [66] Idem. [67] “Pour las élections législatives la droite a relégué la parité au second plan”, Le Monde, 10 de mayo de 2002, p. 9. [68] Zimmermann, Pourquoi la parité, parte 1. [69] Zimmermann, Pourquoi la parité, parte 3. El suplente (suppléant) de un diputado electo en general toma el escaño únicamente si el diputado se convierte en ministro o muere, aunque en caso de muerte puede llevarse a cabo una nueva elección. [70] Idem. [71] Idem. [72] Zimmermann, Elections à venir, p. 11. [73] Ibid., p. 131. [74] Paoletti, “L’usage stratégique du genre”, p. 126. [75] Ibid., p. 128. [76] Bachelot tomó el puesto de su padre. Pierre Leroux y Philippe Teillet, “La domestication du féminisme en campagne”, Travail, Genre et Sociétés, núm. 11 (2004), pp. 143-162. [77] Ibid., p. 153. [78] Ibid., p. 160. [79] Ibid., p. 144. [80] Paoletti, “L’usage stratégique du genre”, p. 125. [81] Christine Gionnet, “Entrées des femmes en politique: L’irréductibilité du genre à l’heure de la parité”, Politix, 15, núm. 60 (2002), p. 145. [82] Paoletti, “L’usage stratégique du genre”, p. 137. [83] Gionnet, “Entrées de femmes en politique”, p. 116. [84] Ibid., pp. 141-142. [85] Ibid., p. 144. [86] Le Journal du Dimanche, 7 de marzo de 2004, p. 7. Este porcentaje representaba un incremento respecto a años anteriores: en 2003, 69% estaba de acuerdo con que debía incrementarse el número de mujeres en la política; en 2002 fue 66%.

CONCLUSIÓN Había una distancia considerable entre la concepción original de la paridad y la ley que se aprobó en su nombre. La distancia tenía que ver tanto con el significado como con el tiempo. Las paritaristas querían que la diferencia de sexo fuera susceptible de abstracción como forma de insistir en que las mujeres, como los hombres, eran individuos. El punto era despojar a la representación política de los símbolos de diferencia sexual para incluir por completo a la mujer en la figura de lo universal. Sin embargo, mantener la distinción entre dualidad anatómica y diferencia sexual estaba resultando extremadamente difícil porque las referencias a cuerpos sexuados abstractos no podía separarse plenamente de los significados históricos y sociales concretos atribuidos a ellos; aparentemente, los individuos con cuerpo femenino siempre eran “mujeres”, siempre lo habían sido y siempre lo serían.[1] Para hacerlo todavía más difícil, intervino la historia: las bases teóricas de la paridad fueron remplazadas durante los debates sobre los P aCS. En manos de Sylviane Agacinski, se dejó de lado la abstracción y la pareja heterosexual sustituyó al individuo abstracto como unidad universal de representación política. Las reformas constitucionales de 1999 y la ley mediante la cual se pusieron en marcha en junio de 2000 eran un reflejo de su razonamiento. Como resultado, se asemejaban a los tipos de medidas contra discriminación que las fundadoras del movimiento de la paridad habían esperado mejorar. A las mujeres se les dio acceso a los puestos de elección no como individuos, sino como mujeres; su acceso fue inequitativo, se reducía conforme se incrementaba el poder del puesto; aquellos políticos que subvertían o se resistían a la aplicación de la ley lo hacían reiterando la inevitabilidad de que prevalecieran los arreglos de género. ¿Y éste es el fin de la historia? Parte de la reflexión sobre la paridad así lo sugiere. Para una de las primeras seguidoras, Monique Dental, la ley no hace nada para lograr la igualdad en la composición de las asambleas electorales, por tanto, es insuficiente como “verdadero estímulo para una transformación social que conduzca a la redefinición de las relaciones entre la vida pública y la privada”.[2] Incluso si finalmente se admitiera a un número importante de mujeres, agrega la científica política Mariette Sineau, sólo será después de la “devaluación de la esfera de la política y de que los hombres la abandonen”.[3] Desde esta perspectiva, el verdadero poder siempre esquivará a las mujeres. Si lo consiguen en el nivel de la Asamblea Nacional, será porque el organismo ha perdido su prestigio y el poder ha llegado a residir en la oficina del presidente. La ley también es defectuosa por haber despreciado las desigualdades sociales y económicas entre mujeres y hombres. Según dos científicos políticos, en cada etapa de la movilización que ya ha durado una década, la política de la representación más amplia hizo lo necesario para que se redujera el significado de igualdad a lo político y para silenciar las demandas mediante las cuales se intentaba

corregir otros tipos de discriminación y otras formas de desigualdad, fueran sociales o económicas.[4]

Además, la paridad ha sido acusada si no de racismo, entonces de “haber fracasado en tomar en cuenta las diferencias entre las mujeres”.[5] “Las voces de las inmigrantes”, apunta un comentarista, “casi siempre estaban ausentes de los debates públicos que llevaron a la ley de la paridad”.[6] Para algunos de sus críticos, la negativa consciente del movimiento de sustituir visiones pluralistas de democracia por la insistencia del republicanismo francés sobre la unidad fue una oportunidad que se perdió, una concesión a las propias condiciones que por tanto tiempo habían marginado a las mujeres en la política. En vez de contribuir a la caída de una república en crisis, la paridad “se convirtió en instrumento de rescate de las instituciones democráticas liberales de Francia”.[7] Estas críticas eran doblemente ahistóricas; desatienden la historia del movimiento en sí, cuyas complejidades he tratado de delinear en estas páginas, y no toman en consideración la forma en que eventos como la adopción de leyes logran sus efectos. La ley, como insistían las primeras paritaristas, es un instrumento de cambio; como tal, su impacto de largo plazo no puede deducirse de sus aplicaciones de corto plazo. De manera similar, no hay una clara correlación entre las intervenciones estratégicas y sus resultados. Que el movimiento de la paridad operara dentro de los principios del republicanismo francés no significa que sencillamente los reprodujera; la iteración, como nos han dicho los filósofos y como demuestran constantemente los activistas políticos, no tiene que ser conservadora, también puede ser transformadora.[8] La exigencia de paridad fue una intervención estratégica en un momento de crisis de la República francesa, momento que de ninguna manera ha terminado. En respuesta a los desafíos de grupos organizados (“inmigrantes” norafricanos, homosexuales y otros) que querían no que se asimilaran sus diferencias, sino que se reconocieran y ante las presiones de la globalización y la europeización, los voceros del gobierno y los intelectuales públicos forzosamente reafirmaban los principios universalistas del individualismo abstracto, insistiendo en que no sólo eran el sello distintivo del republicanismo francés, sino vitales para preservar la integridad de la nación. Las fundadoras del movimiento en pro de la paridad aceptaron estos principios y al mismo tiempo los desafiaron, insistiendo en que diferencia, la diferencia de sexo, era compatible con abstracción. En sus intentos combinaban el recurso de la teoría política con esfuerzos pragmáticos para la aprobación de una ley que impondría nuevas reglas a los políticos y a los partidos políticos. En la medida en que tuvieran éxito, las paritaristas mostrarían que la noción del individuo abstracto era compatible con una diferencia hasta entonces considerada como irreducible. En la medida en que fracasaran, expondrían las deficiencias (de hecho, las particularidades) del universalismo francés y el vínculo de siglos entre la soberanía nacional y los acuerdos establecidos de la diferencia sexual. Pero es demasiado pronto para decir si tuvieron éxito o fracasaron, pues es más probable que nociones como la de individuo abstracto universal cambien merced a la experiencia práctica que a pronunciamientos teóricos. La lentitud de la entrada de las mujeres al sistema político, de abajo hacia arriba, a la larga tendría un efecto desimbolizador, y haría de la diferencia sexual una consideración sin importancia para la política y así modificaría el campo de fuerzas políticas de una manera que no podemos prever. (Ésta era la premisa de la acción afirmativa en Estados Unidos y la experiencia en política en los países escandinavos.)

[9] El influjo de un número importante de mujeres a los consejos regionales y municipales sin

duda desatará la imaginación de una nueva generación de niñas que, como sugiere Gaspard, ahora pueden soñar con ser alcaldesas de su pueblo.[10] (Baste como ejemplo, no necesariamente como chispa de inspiración, la propia carrera de Gaspard, entre otras, que fue alcaldesa y diputada mucho antes de la paridad.) Quizá sea más importante la presencia de una masa crítica de mujeres que ya empezó a influir en algunas de las costumbres relacionadas con la cultura partidista de la masculinidad. Por ejemplo, las mujeres del consejo municipal de París presionaron para que se cambiara el horario de las reuniones, de modo que las funcionarias elegidas pudieran combinar su tarea política con las responsabilidades del hogar. Algunos sociólogos han especulado que el gran número de recién llegados modificaría la política aún más, sustituyendo con cierto amateurismo y, por tanto, con una de las voces de la “sociedad civil”, a la casta de políticos profesionales que durante largo tiempo habían dominado la vida política francesa. Lo que está en juego aquí no es celebrar el retorno a los valores no profesionales, cuyo vector fundamental sería la influencia del feminismo. Sabemos cómo se ha utilizado histórica y socialmente la oposición profesional-amateur en las pugnas por la devolución y la legitimación del poder político. Es más bien una cuestión de deslizar la hipótesis de una comprensión de la temporalidad política diferenciada por sexo. En la medida en que las mujeres introduzcan la posibilidad de un nuevo amateurismo en política, que no convierta un periodo en funciones en una carrera política, podrían crearse […] fricciones en el frágil mecanismo de la profesionalización de la política.[11]

También hay otras posibilidades: los consejos locales pueden convertirse en el primer escalón de la carrera política nacional de mujeres cuya ambición está apoyada ahora por la ley de la paridad. De esta forma, la ley es efectiva tanto por lo que dispone realmente como porque ha obligado a hacer manifiesta la discriminación de género, para que pueda ser rastreada y difundida por las comisiones gubernamentales de supervisión y por activistas políticos. A largo plazo, la presencia de un número importante de mujeres en todos los niveles de la política (la mayoría de los analistas coincide en que lo mínimo debería ser 30%) podría, de hecho, influir en que las consideraciones de su sexo perdieran importancia; en ese momento, los políticos se considerarían como individuos, de sexo masculino o femenino, cuyas diferencias son ideológicas y programáticas, no sexuales. Si esta predicción peca de utópica, cuando menos puede decirse que si bien es seguro que las tensiones entre abstracción y personalización persistirán, de alguna manera disminuirán significativamente en el ámbito de la política, no porque haya desaparecido la diferencia sexual como objeto de identificación social, sino porque el sexo habrá perdido totalmente su simbolismo con fines políticos. De forma más sencilla, los estereotipos de género dejarán de tener importancia en la selección de representantes.[12] Las paritaristas consideraban la ley como una herramienta de eliminación del simbolismo. Tomaría tiempo crear un nuevo orden, pues el cambio iniciado por una ley era un proceso lento y a menudo imperceptible. No obstante, sin importar la forma, una vez ocurrida la transformación, parecerá inevitable un reflejo de la naturaleza de las cosas. Claude ServanSchreiber lo expresó de manera elocuente en 1994, en un discurso pronunciado en una reunión de mujeres. Terminaré recordando que los derechos de las mujeres, todos los derechos obtenidos en el curso de la historia, se han derivado de luchas que culminaron en la inscripción de dichos derechos en la ley. Hoy, esos derechos nos parecen obvios;

hemos olvidado, 50 años después de la institución del sufragio universal, que durante muchas, muchas generaciones, no era tan obvio que las mujeres tuvieran derecho al voto, para nada. Estoy convencida de que un día se dirá que la paridad se instituyó por ley precisamente porque era “evidente por sí misma”.[13]

Si Servan-Schreiber tiene razón, entonces, algún día, las mujeres, cuando menos en el ámbito de la representación política, serán tratadas como individuos universales tan susceptibles de abstracción como los hombres, capaces de representar a la nación. Cuando eso suceda, podrá decirse que prevaleció el universalismo. Obviamente, no será ése el fin de las exclusiones, pues es probable que algo, no la diferencia de sexo, llegue a encarnar la antítesis del universalismo, su “parte obscena”.[14] El universalismo se llena de significado comparado con el particularismo, una categoría que se dice que permanentemente se resiste a la abstracción. (El islam ya está en esa posición, como indica la lucha por las pañoletas de las niñas en las escuelas públicas y ahora mucho más poderosamente que en el pasado.) Por supuesto, proyectar este resultado implica pensar que el universalismo, como se mitificó en la década de 1990, permanecerá vigente de forma indeterminada, definido como la pura esencia del republicanismo francés y así fijará las reglas del compromiso político. No es tan obvio que así será. La batalla por la paridad, como por los P aCS y los derechos de los norafricanos a ser aceptados totalmente como franceses, también puede considerarse un conjunto de presiones para la democratización de la vida política francesa. Esta democratización implicaría no la abstracción de la diferencia, sino el reconocimiento de la misma, es decir, una visión más pluralista en la cual lo universal se representaría como un mosaico. Algunos partidarios del movimiento por la paridad pronosticaron que abriría una caja de Pandora respecto a la representación de las minorías porque se tratarían aspectos concretos de la injusticia social. Por ejemplo, Eric Millard y Laure Ortiz, profesores de derecho, argumentaron que los objetivos de la paridad en cuanto a la restructuración de las relaciones de poder trasladaban el problema de la abstracción política a la causa concreta de actores sociales reales. “Al colocarse ella misma en este terreno, la paridad se torna totalmente corrosiva para el modelo republicano de representación, obliga a considerar la posición social real de los protagonistas políticos y de la lógica de las relaciones sociales que aseguran su posición.”[15] Las arquitectas del movimiento por la paridad no vieron la contradicción entre el objetivo concreto de justicia social, y su insistencia en la abstracción, estaba firmemente comprometida con el universalismo y con la idea de que la abstracción era la clave de la igualdad; pensaban que las mujeres podrían llegar a formar parte de lo universal, más que seguir siendo su antítesis. Las posibilidades para la democracia, creían, se lograrían mejor a través de su versión del individualismo abstracto, pero las interrogantes para el largo plazo son si la implantación de la paridad afectará de alguna manera el funcionamiento de la democracia más allá del acceso gradual de las mujeres a los puestos públicos, y cómo se logrará ese incremento. Estas interrogantes sólo se responderán en años por venir. Termino con una nota no concluyente, pues la historia de la paridad espera su conclusión no en las especulaciones de los filósofos, sino en las contingencias de la historia.

[Notas]

[1] Éste es el argumento general que ofrece Judith Butler. “Precisamente porque lo trascendente

no puede y no debe mantenerse separado como un ‘nivel’ más fundamental, precisamente porque la diferencia sexual como base trascendente no sólo debe tomar forma dentro del horizonte de la inteligibilidad, sino estructurar y delimitar ese horizonte también, funciona activa y normativamente para definir lo que contará y no contará como alternativa inteligible dentro de la cultura. Así, como demanda trascendental, la diferencia sexual debe ser rigurosamente opuesta por la persona que quiera protegerse contra una teoría que prescribiría por adelantado qué tipo de arreglos sexuales serán y no serán permitidos en una cultura inteligible. La duda inevitable entre el funcionamiento trascendental y social del término hace inevitable su función prescriptiva.” Butler, “Competing Universalities” y en Judith Butler, Ernesto Laclau y Slajov Žižek, eds., Contingency, Hegemony, Universality: Contemporary Dialogues on the Left, Verso, Nueva York, 2000, p. 148. [2] Citado en Catherine Genisson, La Parité entre les femmes et les hommes: Une avancée décisive pour la démocratie, Rapport à M. le Premier Ministre, Observatoire de la Parité (marzo de 2002), apéndice 4, p. 29. [3] Citado en Sylvie Pionchon y Grégory Derville, Les femmes et la politique, Presses Universitaires de Grenoble, Grenoble, 2004, p. 207. [4] Isabelle Giraud y Jane Jensen, “Constitutionalizing Equal Access: High Hopes, Dashed Hopes?” en Jytte Klausen y Charles S. Maier, eds., Has Liberalism Failed Women? Assuring Equal Representation in Europe and the United States, Palgrave, Nueva York, 2001, p. 73. [5] Karen Bird, “Liberté, égalité, fraternité, parité… and diversité? The Difficult Question of Ethnic Difference in the French Parity Debate”, Contemporary French Civilization, 25, núm. 2 (2001), p. 278. [6] Ibid., p. 281. [7] Giraud y Jensen, “Constitutionalizing Equal Access”, p. 84. [8] Véase, por ejemplo, Jacques Derrida, Writing and Difference, trad. de Alan Bass, University of Chicago Press, Chicago, 1978; Luce Irigaray, Speculum: Of the Other Woman, trad. de Gillian C. Gill, Cornell University Press, Ithaca, 1985. [9] En Suecia, por ejemplo, grupos de mujeres poderosamente organizados dentro de los partidos políticos presionaron con éxito para obtener cuotas voluntarias. Hoy, las mujeres constituyen más de 40% de los funcionarios electos en el ámbito local y el nacional. Las paritaristas estaban muy al tanto de la experiencia sueca y de las diferencias estructurales entre Suecia y Francia. Véase, por ejemplo, Elisabeth Elgán, “La parité dans la vie publique: La différence suédoise”, Parité-Infos, suplemento del número 16 (diciembre de 1996). [10] Gaspard, “Des élections municipales sous le signe de la parité”, p. 54. [11] Latté y Fassin, “La galette des reines”, p. 239. [12] La paridad, en efecto, desafiaba la noción lacaniana de un proceso de simbolización y

resimbolización incesante e inexorable. Slavoj Žižek dice: “La diferencia sexual no constituye un grupo firme de oposiciones e inclusiones-exclusiones estáticas, sino el nombre de un punto muerto, un trauma, una pregunta abierta, algo que se resiste a todos los intentos de simbolización. Cada traducción de la diferencia sexual en un grupo de oposiciones simbólicas está destinada a fracasar y es esta misma ‘imposibilidad’ la que abre el camino a la lucha hegemónica de lo que significará la ‘diferencia sexual’ ”. Slavoj Žižek, “Class Struggle or Postmodernism? Yes, Please!”, en Ernesto Laclau y Slavoj Žižek, eds., Contingency, Hegemony, Universality: Contemporary Dialogues on the Left, Verso, Nueva York, 2000, p. 110. La paridad no era tanto sobre resimbolización como sobre desimbolización, despojar a la política y quizá eventualmente a todas las áreas de la vida social, de esas oposiciones simbólicas basadas en el sexo. [13] Claude Servan-Schreiber, “Pourqoui la parité est nécessaire et légitime”, Après-demain, núm. 380-381 (enero-febrero de 1996), p. 34. [14] Žižek, “Class Struggle or Postmodernism?”, p. 220. [15] Millard y Ortiz, “Parité et représentations politiques”, p. 202.

ÍNDICE ANALÍTICO abstracción: y la campaña por la paridad, 21, 134, 158; como esencia del republicanismo francés, 36; y dualidad anatómica, 21, 22; y objetivos del movimiento de paridad, 249, 252, 256; y universalismo, 15, 19, 21, 22, 25, 35, 39; y visión estadunidense de la política, 20. Véase también individualismo abstracto; nación abstracta acción afirmativa, 17, 20, 44, 74, 85, 125, 157, 160, 164, 165, 214, 242, 252 Agacinski, Sylviane: como vocera de la paridad, 206; y discurso de la pareja, 197, 206-210; esencialismo de, 116, 204, 207, 208, 209; y mixité, 200, 202, 203, 214; y pareja heterosexual, 116, 198, 249; Politique des sexes de, 116, 198-204, 207 AIDES, 175, 176 alcaldes(as), 222, 225, 229, 237-238, 241, 245, 253 Alliance des Femmes pour la Démocratie, 139 Ameline, Nicole, 165 Anatrella, Tony, 181, 191, 192, 194 Apprill, Claudette, 132 Arc en Ciel, 132 Arnaud-Landau, Arlette, 229 Asamblea General de las Mujeres en Política (PS), 145-146, 150, 176 Asamblea Nacional: y aplicación de ley de la paridad, 233-240; y aprobación de ley de la paridad, 215, 218; y campaña por la paridad, 131, 138-143, 145-149, 156-171; y compromiso de preparación de ley de la paridad, 212-215; y crisis de representación, 30, 31, 41, 56; y cuotas, 76, 79-81; y discurso de la pareja, 175, 177, 178-179, 185, 205; disolución de, 167, 177; y elecciones de 2002, 236-244; e impacto de ley de la paridad, 217, 218, 250; y ley de sociedades domésticas, 175, 177; mujeres elegidas para, 30; y universalismo, 178-179, 185. Véase también elecciones, por año asimilación, 30, 39, 46, 47, 48, 52, 54, 59, 60, 252 Asociación de Familias Católicas, 193 asunto de la pañoleta en la cabeza (l’affair du foulard), 55-57, 59, 255 Au pouvoir citoyennes (Gaspard, Serban-Schreiber y Le Gall): y campaña por la paridad, 130, 134, 147, 170; y dilema de la diferencia, 104-106, 108-109, 113-114, 118-119, 130; y necesidad de la ley de la paridad, 108-109, 113-114, 118-119, 211 Aubry, Martine, 152, 167, 177 Auclert, Hubertine, 29, 30, 40, 41 Autain, François, 232 Bach-Ignace, Gérard, 179 Bachelot, Roselyne, 154, 177, 179, 243-244 Badinter, Elisabeth, 124, 125, 126, 127, 128, 159, 198, 208 Badinter, Robert, 126, 209 Balibar, Etienne, 35, 100, 107 Balladur, Edouard, 153 Barre, Raymond, 76, 81 Beauvoir, Simone de, 200 Besnier, Frédéric, 155 Bloche, Patrick, 178 Bodin, Jean, 96

Bonnet, Colette, 222, 223 Bonvicini, Martine, 220 Borrillo, Daniel, 185, 196 Bourdieu, Pierre, 121, 176 Boutin, Christine, 178 Brun, Odette, 132, 137 Cacheux, Denise, 146 Caix de Saint Aymour, vizconde, 47 candidatos(as): y aplicación de la ley de la paridad, 220-225, 237; capacitación de, 147; y elecciones municipales, 220-222; hombres como “naturales”, 236; y límites de la ley de la paridad, 216-217; perfil de, en las elecciones de 2002, 240; selección de mujeres, 216-217, 223-225, 240 Carcassonne, Guy, 241 Carrère d’Encausse, Hélène, 151 Cauvigné-Bourland, Colette, 222 Charles, Serge, 83 Chaumette, Pierre Gaspard, 38 Chenière, Ernest, 56 Chevènement, Jean-Pierre, 78, 114, 180, 233 Chirac, Jacques: y aplicación de la ley de la paridad, 232-235, 238; y campaña por la paridad, 153-155, 166, 167, 169-170; cargos por corrupción en contra de, 235; como primer ministro, 71; y compromiso de preparación de ley de la paridad, 213; y cuotas, 71; disolución de Asamblea Nacional por, 166; y elecciones de 2002, 233-235, 236; y Estado de bienestar, 155, 166; gabinete de, 71, 235; y mujeres activistas en partidos políticos, 73 Choisir (publicación), 213 Choisir (organización), 79, 142 “Cien medidas para mujeres” (Giroud), 75-76 ciudadanía: y acceso a puesto político, 29; y diferencia sexual, 37-38, 47, 57; elegibilidad para, 37-38; exclusiones de, 37-38, 39; e individualismo abstracto, 15, 54-55, 126; el individuo como base única de, 43, 54-61, 120; para judíos, 36; para mujeres, 18, 41, 106, 186, 203, 205; para norafricanos, 46-61; pareja como unidad fundamental para, 207 clase social, 40, 41, 42, 43, 44, 64, 123 Código de Nacionalidad (1986), 55, 58 cohabitación, 174-175, 182-184 Collectif National pour les Droits des Femmes, 235 Collectif pour le CUCS, 176, 180 Collin, Françoise, 107, 109 Comisión Europea, 88-89, 105, 133 Comité de Vigilancia de la Paridad, 154 Comunidad Europea, 24, 26, 96, 104, 137 Comisión sobre la Paridad (CNFF), 137, 138, 143 comunistas, 23, 24, 42, 52, 71, 78, 89, 150-151, 161, 163, 236 comunitarianismo, 118, 125, 128, 178-181, 198, 206 complementariedad: y compromiso de preparación de ley de la paridad, 211-214; y dilema de la diferencia, 110, 111, 112, 113-117; y el discurso de la pareja, 173, 188, 197-204, 206; y el esencialismo, 112-114, 116, 118; y Politique des sexes de Agacinski, 198, 199, 200, 201, 202, 203 Condorcet, Marie Jean, marqués de, 34, 38 Conferencia de Atenas (1992), 89, 133, 137, 138 Conferencia de Obispos, 177-178, 193 Conseil National des Femmes Françaises (CNFF), 137, 138, 143 Consejo Constitucional, 62, 79-85, 87, 159, 164, 216 Consejo Pontificio para la Familia, 192 constituciones, francesas, 33, 81, 82, 212, 213 Consejo de Europa, 88, 89, 132

Consejo de Estado, 57 courant 3, 77-78, 105 Cresson, Edith, 87, 91, 137 crisis de representación: y campaña por la paridad, 23, 25, 90-91, 143, 155; y la ciudadanía para norafricanos, 25, 46-61, 65; y la democracia, 23-25, 31-34, 40, 43, 44, 50, 51, 56, 62, 64-65, 91; y diferencia sexual, 36-39, 42, 46, 57, 67, 68, 91; y dilema de la diferencia, 93, 122; paridad como respuesta a, 92, 143; y republicanismo, 25, 31, 33-36, 44-48, 54-57, 60-66 cuotas: y años de Mitterrand, 69, 70, 71-72, 73, 77, 78, 85-90; y campaña para la paridad, 84, 153, 156, 159-165, 170; como asunto constitucional, 79-84, 85; y Consejo Constitucional, 79-85, 159, 162; y crisis de representación, 68, 90-92; y discriminación, 68, 72, 73, 75, 83, 84, 88-89, 90; y necesidad de ley de la paridad, 17, 125-126, 127; y partidos políticos, 67-73, 76-79, 84-88; visión general de, 74-79 Debray, Régis, 56 Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), 81 declaración de Roma (1996), 156 De Gaulle, Charles, 29, 43, 62, 69, 88, 106 De Gaulle, Philippe, 117 Dekenwer-Defossez, Françoise, 192 Delanoë, Bertrand, 182 Delors, Jacques, 167 Demain la Parité, 139, 143, 156, 161-162 democracia: y campaña por la paridad, 133, 145, 151, 153, 164, 168; y ciudadanía para norafricanos, 50, 52, 56, 207; y crisis de representación, 22-24, 32, 34-35, 40, 43, 50, 52, 56, 62, 65-66; y cuotas, 68-69, 89; y dilema de la diferencia, 93, 95, 111, 112, 118, 122; y discurso de la pareja, 195, 197, 202, 205, 208; e individualismo abstracto, 32; y necesidad de la ley de la paridad, 107, 111, 112, 118, 122; y objetivos del movimiento de la paridad, 256 Dental, Monique, 132, 137, 250 derechos: y acción afirmativa, 19-21; y campaña por la paridad, 20, 96-98, 133, 159, 165, 169-170; y ciudadanía, 38, 50-51, 58, 60; colectivos, 172; y ley de sociedades domésticas, 175; para norafricanos-inmigrantes, 15 Deroin, Jeanne, 29, 39 Derrida, Jacques, 176, 202, 207, 208 Désir, Harlem, 59-60 Día Internacional de las Mujeres, 141, 150, 162 Dieulangard, Marie-Madeleine, 232 diferencia sexual: y abstracción, 20, 21, 37, 67, 96, 97, 104-112, 134, 203; y campaña por la paridad, 17-21, 26-27, 135, 142, 154, 159, 170, 186-189; y ciudadanía, 37-38, 47, 57; como patrón de división y divisibilidad, 37; y discurso de la pareja, 172-173, 186-203, 207, 208; y dualidad anatómica, 20, 21; mujeres como personificación de, 21; y necesidad de ley de la paridad, 106, 108, 113, 114-115, 119-130; y Politique des sexes de Agacinski, 197-198, 201, 203; y universalismo, 16-17, 37-38, 185, 209, 249 dilema de la diferencia: y abstracción, 94, 98, 101, 102-112, 114, 117, 119, 122, 124-129; y campaña por la paridad, 96, 121, 122-123, 132; y crisis de representación, 94, 121; y democracia, 94, 96, 107-108, 111, 112, 117, 122; y discurso de la pareja, 117, 173; y equidad, 95-103, 105-113, 117-129; y ley de sociedades domésticas, 173; y sexualizar al individuo abstracto, 102-112; significado del término, 101; visión general de, 93-104, 130 discriminación: y acción afirmativa, 17, 45; y campaña por la paridad, 17, 132, 133, 140-141, 143, 157, 162, 164, 187; y ciudadanía para norafricanos, 25, 52, 60, 61; convención de la ONU contra, 164; y crisis de representación, 25, 45, 52, 60, 61, 65; y cuotas, 68, 72, 73, 74, 80-81, 83, 84, 88, 89; y ley de sociedades domésticas, 173-174, 175; y mujeres activistas en partidos políticos, 67, 68, 72-73; y necesidad de una ley de la paridad, 107, 108, 109, 110, 114, 117, 123-124, 125, 128, 129; y objetivos del movimiento por la paridad, 17, 211, 250; y universalismo, 15, 182-187 discurso de la pareja: y abstracción, 173, 186-187, 189, 198, 202, 249; y campaña por la paridad, 172, 173, 186-198, 201-210; y diferencia sexual, 173, 185, 186-203, 206, 207; y esencialismo, 118, 173, 188, 198, 203, 206-209; e igualdad, 173, 176, 178, 183-187, 196, 199; y ley de sociedades domésticas, 173-178; y pareja heterosexual, 186-198; y Politique des sexes de Agacinski, 198-202, 204-210; y republicanismo, 172, 178, 195, 197, 202; y universalismo, 172, 173, 178-186, 196-198, 205, 209; visión general de, 172-173, 204-210 Dreyfus, caso, 48

dualidad anatómica: y abstracción, 21-22; y campaña por la paridad, 157, 163; y dilema de la diferencia, 98, 101, 102-103, 109-110, 116, 117, 119, 123-124, 127; y discurso de la pareja, 187, 207, 209 Durkheim, Emile, 191, 201 École National d’Administration, 43, 88, 125, 167 École Polytechnique Féminine, 125, 138 elecciones: para Parlamento Europeo, 78, 147, 150, 227-230; presidenciales, 25, 61, 140, 152, 233-236; regionales, 160, 227230. Véase también elecciones, por año elecciones cantonales, 225, 228, 229, 241, 245 elecciones, por año: de 1974, 71; de 1977, 77; de 1979, 78; de 1981, 50, 72, 79, 85, 86; de 1983, 51, 105; de 1984, 78; de 1986, 78, 86-87, 160; de 1988, 25, 61, 87; de 1989, 78; de 1993, 131, 143; de 1995, 140, 152; de 1997, 131, 136, 166-171; de 1998, 160, 166; de 2001, 219-227, 230-233, 245; de 2002, 233-240, 242, 243; de 2004, 227-230 Elles Aussi, 139, 147-148, 222 Emanuelli, Henri, 176 Eribon, Didier, 176 esencialismo: y abstracción, 114, 118, 123, 124; y campaña por la paridad, 18-20, 113-130, 132, 136, 141, 157, 159, 165, 170, 207, 208; y críticos de la paridad, 117-130; y diferencia sexual, 112, 114-116, 118-124; y discurso de la pareja, 118, 173, 188, 203, 204-206, 207; y partidarios de la paridad, 113-117; y Politique des sexes de Agacinski, 203, 206, 207; y republicanistas, 124-130 Fabius, Laurent, 161, 163 Fassin, Eric, 12, 190, 196 Favell, Adrien, 58, 59, 60 Fédération des Associations des Conseillères Municipales et Femmes Élues, 139 feminismo-feministas, 17-22, 26, 27, 40, 65, 85-90, 208, 245 feminización: de títulos-funciones, 169 Forette, Françoise, 222 Foucault, Michel, 190 Fouque, Antoinette, 133, 142 Fraisse-Colcombet, Hélène, 220 Fraisse, Geneviève, 103, 107, 169 Francia: carácter nacional de, 198; individuos abstractos como personificación de, 42; “misión civilizadora” de, 47; unidad nacional en, 23-24, 25, 26, 45, 48, 51, 53, 56, 61, 214 Frente Nacional, 31, 51, 61, 95, 105, 121, 159, 166, 228, 233, 236, 237 Freud, Sigmund, 201 Friedland, Paul, 12, 31, 34 F-Magazine, 105 Gaspard, Françoise: y aplicación de la ley de la paridad, 236; y campaña por la paridad, 134, 138, 139, 143, 150, 155, 209210; carrera profesional de, 105, 253; y la ciudadanía para norafricanos, 51-54; como “experta”, 105, 138, 143; y crisis de representación, 51-54, 91; y cuotas, 78, 81; y dilema de la diferencia, 97, 102, 104-106, 107, 112, 113-114, 117; y discurso de la pareja, 209-210; y la necesidad de ley de la paridad, 106, 112, 114, 117; y la política de integración, 54. Véase también Au pouvoir citoyennes Gauchet, Marcel, 64, 70 Geertz, Clifford, 12, 23 Georges, Pierre, 168 Giroud, Françoise, 71, 75-76 Giscard d’Estaing, Valéry, 50, 71-72, 81 Gouges, Olympe de, 148 Grain de Sel-rencontres, 139 Gran Logia de Mujeres Masonas, 149 Guigou, Elisabeth, 167, 169, 177, 185, 186, 192, 206

Halimi, Gisèle, 79-81, 142, 156, 206, 213 Hauser, Jean, 177 Haut Conseil à l’Intégration, 58 Heinis, Anne, 191 Héritier, Françoise, 190, 200 homosexualidad: y campaña por la paridad, 21, 170; y campaña por reconocimiento legal de las parejas homosexuales, 172210; y ley de sociedades domésticas, 173-178; y las políticas sexuales, 198-204; y Politique des sexes de Agacinski, 198-204; y el universalismo, 15, 178-186 Iacub, Marcella, 184 Idrac, Anne-Marie, 154 igualdad: y aplicación de ley de la paridad, 220, 230, 233, 239; y campaña por la paridad, 19, 97, 132, 133-134, 140, 153, 157, 159-161, 170, 211; y ciudadanía para norafricanos, 52, 56, 58, 61; y cuotas, 68-69, 70, 72, 75, 77, 82, 84, 89; definición de, 72; y definición de paridad, 211; económica y social, 239, 250; y necesidad de ley de la paridad, 106, 108, 109-111, 113, 117-130; y objetivos del movimiento de paridad, 256; “perfecta”, 132, 133-134, 159-161; y Politique des sexes de Agacinski, 199, 200, 201, 204, 206, 208 individualismo abstracto: y la campaña por la paridad, 135, 157, 210; y ciudadanía, 15, 55; y crisis de representación, 31-35, 42, 45, 46, 55, 63; definición de, 108-109, 186; y democracia, 32; y diferencia sexual, 19, 68; y dilema de la diferencia, 94, 97, 98, 101, 104-112, 120, 126, 127, 129; importancia del concepto de, 25; y masculinidad, 42; y objetivos del movimiento de paridad, 256; y republicanismo, 31-35; sexualización, 19, 97, 98, 104-112, 135, 199-203; y soberanía, 82; y universalismo, 15, 19, 25, 35 inmigrantes, 15, 46-61, 66, 109, 121, 127-128, 194, 252. Véase también norafricanos intégration, 48, 54-60 islam, 47, 48, 49, 56, 57, 60, 255. Véase también musulmanes jacobinos, 32, 34, 38, 115, 157, 159, 165 Jaurès, Jean, 42 Jenson, Jane, 87 Jospin, Lionel: y aplicación de ley de la paridad, 225, 233; y campaña por la paridad, 153, 159-161, 167-170; y ciudadanía para norafricanos, 57; y crisis de representación, 57; y cuotas, 159, 161; y discurso de la pareja, 176, 199; y elecciones de 2002, 233; y elecciones municipales, 234; gabinete de, 167-170, 177; y ley de sociedades domésticas, 177; y Manifiesto de las Diez, 159-161; y política presidencial en 1995, 153; y representación proporcional, 159 Joxe, Pierre, 81 Juppé, Alain, 154, 155, 159, 160, 162, 165, 168 Kastoryano, Riva, 48 Kreder, Colette, 138-139, 152-153 Kriegel, Blandine, 112 Kristeva, Julia, 118 Kuhn, Thomas, 99 Lacan, Jacques, 194, 201 Lacroix, Bernard, 65 Ladurie, Emmanuel LeRoy, 196 l’affaire du foulard (asunto de las pañoletas), 55-57, 59, 255 Lagrave, Rose-Marie, 208 Lang, Jack, 50 Lascoumes, Pierre, 185 Le Gall, Anne, 12, 104, 105, 117, 134. Véase también Au pouvoir citoyennes Le Goff, Jacques, 56-57 Le Pen, Jean-Marie: y aplicación de la ley de la paridad, 233-235; y ciudadanía para los norafricanos, 51-55; y crisis de

representación, 25, 51-55, 61, 64; y elecciones de 1988, 25, 61; y elecciones de 2002, 233-235; y propuestas para reforzar ley de la paridad, 240 Lebrethon, Brigitte, 238 Legendre, Pierre, 195 Lenoir, Noëlle, 87 Lepage, Corinne, 156 Leroux, Pierre, 244 Lévi-Strauss, Claude, 190 ley de la paridad: aplicación de, 219-240, 249-250; aprobación de, 16, 21, 130, 211, 215-219; compromiso para preparación de, 212-217; contenido de, 213-219; diferencia entre movimiento de la paridad y, 249-250; efectos del debate sobre, 130; impacto de, 16, 211, 213-215, 216-219, 229, 230, 231, 233-242, 247, 249-256; implantación de, 240-241, 255-256; límitesdebilidades de, 215-218, 219, 230-231, 232-233, 240-242; poder de, 215-248; propuestas para fortalecerla, 240-242; visión general de, 215-219 ley de sociedades domésticas: campaña francesa, 172, 173-178; en Estados Unidos, 175 Lipietz, Alain, 129 Lochak, Danièle, 80, 206 Manifiesto de las 577 (1993), 145, 149, 157-158 Manifiesto de las Diez (1996), 115, 124, 155-161 Mariani, Thierry, 216 Martel, Frédéric, 180 matrimonio, 15, 70, 172, 175, 176, 180, 181-186, 189, 191, 193, 194, 197, 199, 200 masculinidad, 42, 94, 98, 155, 215, 237, 242, 244, 253 maternalismo-maternidad, 116, 197, 200, 208 Mattéi, Jean-François, 235 Millard, Eric, 256 Milner, Jean-Claude, 101 Minow, Martha, 101 Mitterrand, François: y campaña por la paridad, 143, 150, 160; y ciudadanía para norafricanos, 50, 51, 58; compromiso para mejorar condiciones de las mujeres de, 69-71, 77; y crisis de representación, 50, 51, 58, 61, 62, 64; y cuotas, 69-71, 73, 77, 78, 79, 85-90; y elecciones, 61-62, 143; y “modernización” de Francia, 69-71; y mujeres activistas en los partidos políticos, 69-71; nombramientos presidenciales de, 71-72; y presidencialización, 61-62; protegidos de, 87; y representación proporcional, 85-86 mixité, 163, 199, 200, 202, 203, 214 Mossuz-Lavau, Janine, 114, 154 “Mouvement pour la Libération des Femmes”, 133 mouvement pour la parité, 16, 26, 137. Véase movimiento por la paridad movimiento por la paridad: y comunidad europea, 25-27, 104; críticos de, 117-130, 249-251; y elecciones, 131-132, 138-141, 143, 152-155, 165-171; objetivos de, 16, 18-19, 21, 25-26, 30, 112, 130, 140-141, 165, 170, 211-212, 249, 250-252, 256; opiniones de Agacinski sobre, 202-203, 204; surgimiento de, 18, 25-26, 104, 142-149; visión general de, 142-149. Véase también paridad (parité); ley de la paridad mujeres: ciudadanía para, 18, 21, 36, 41, 106-107, 187, 204, 206; como activistas, 67-73, 76; como “clase”, 111; como individuos, 17, 40-43, 97-98, 99-100, 106-109, 112-113, 117-130, 173, 187, 204, 214, 249; como personificación de la diferencia sexual, 21; en partidos políticos, 67 “Mujeres para la renovación de la política y la sociedad” (declaración de Roma, 1996), 156 multiculturalismo, 15, 17, 48, 52, 54, 102, 109, 125 municipios: y aplicación de ley de la paridad, 219-227; y campaña por la paridad, 152, 165; y ciudadanía para norafricanos, 50, 51; como escalones para puestos más altos, 238, 253 musulmanes, 47, 51, 57, 60, 127. Véase también islam nación, 15, 31-37, 203. Véase también nación abstracta nación abstracta, 21, 31, 35, 45, 54, 90, 92, 94

Naciones Unidas, 24, 74, 152, 164 Neiretz, Véronique, 165 Noiriel, Gérard, 48 norafricanos, 15, 25, 30, 46-51, 60, 65, 67, 128, 223, 252, 255. Véase también inmigrantes Normandía: “universidad de verano” en, 147 Observatoire de la Parité, 153, 154, 155, 162, 177, 219, 226, 238, 240, 241 ocupar un puesto: elegibilidad para, 68, 88, 118-119; varios (múltiples), 43, 63, 128 opinión pública: y campaña para la paridad, 130, 131, 139, 151-152, 162, 215, 241 Ortiz, Laure, 256 Ozouf, Mona, 198, 202 Pacto Civil de Solidaridad (PaCS): aprobación de, 178; campaña por, 173-178; y campaña por la paridad, 204-207, 249; contenido de, 183-185; contradicciones en, 179; debate sobre, 172-210, 249; enmiendas a, 204-207; y heterosexualidad, 186-198; objetivos de, 255-256; y universalismo, 178-186 Panafieu, Françoise de, 237 Paoletti, Marion, 237, 242, 243, 244, 245 paridad (parité): como aplicación del principio de igualdad, 133; como eslogan, 132-136, 157-158; como principio constitutivo, 135-136; implantación de la teoría de, 104, 168-170; justificación teórica de, 101-105; significado del término, 89-92, 97, 99-102, 132, 138-141, 163-164, 173-174, 198-199, 206-207, 211; uso original del término, 132. Véase también ley de la paridad; movimiento de la paridad “paridad conyugal”, 223-224 Parité-Infos (boletín), 138, 148, 151, 154, 170 Parité 2000 (organización), 133, 142 Parlamento Europeo: y aplicación de la ley de la paridad, 216-218, 227-229; y cuotas, 78; elecciones para, 78, 147, 150 Partido Verde, alemán, 132 Partido Verde, francés, 115, 129, 132, 138, 161, 167, 232 Partido Socialista (PS): y años de Mitterrand, 85-88; y aplicación de ley de la paridad, 220, 223, 227-238; y aprobación de ley de la paridad, 215, 220; y campaña por la paridad, 131, 136, 137, 143-147, 151, 152, 158-162, 166, 168; y cuotas, 74, 76-78, 81, 85-88, 90-91; y elecciones, 220, 223, 227-238; y ley de sociedades domésticas, 176 partidos políticos: y aplicación de ley de la paridad, 218-219, 220-226, 230, 236, 237, 238-240; y campaña por la paridad, 135-138, 141, 143-152, 157, 160-161, 163; como sistemas cerrados, 238-240; y cuotas, 67-73, 74, 75-79, 84, 85-86, 87, 88; divisiones internas, 62, 220; y elecciones municipales, 219, 220-226; mujeres activistas en, 67-73; y necesidad de ley de la paridad, 99, 111, 128-129, 252 Pauwels, Louis, 53 Pelletier, Monique, 76, 206 Perrot, Michelle, 94, 176 Pinton, Michel, 191, 192 Pisier, Evelyne, 124, 127, 159, 207 Politique des sexes (Agacinski), 116, 198-210 Pons, Bernard, 237 Pouliquen, Jean Pierre, 179, 180-182 Proudhon, Pierre-Joseph, 38, 39 Raffari, Jean-Pierre, 228 Rancière, Jacques, 35 raza-racismo, 19, 44, 45, 48, 52, 53, 58, 59, 83, 93, 186, 197, 251 Red de Expertos sobre Mujeres en la Toma de Decisiones (Comisión Europea), 88, 89, 105, 132, 133, 138, 143, 151 Renan, Ernest, 52, 53, 54 representación: y diferencia, 35, 39, 93, 94-97, 108, 198; masculinidad equiparada con, 233; y nación abstracta, 31-32; y perspectivas estadunidenses de la política, 20; representatividad versus, 39-41, 61, 64-65, 66, 68. Véase también crisis de representación; representación proporcional

representación proporcional: y años de Mitterrand, 86-87; y aplicación de ley de la paridad, 219, 227, 230-231, 239; y campaña por la paridad, 159, 162, 163; y elecciones para Parlamento Europeo, 227; y elecciones para Senado, 230-231; y elecciones regionales, 227; e impacto de ley de la paridad, 218-219; y límites de ley de la paridad, 214, 218-219 representatividad, 39, 40, 61, 63, 65, 66, 68 reproducción, 20, 183, 186, 188, 191, 193, 200, 201 republicanismo: abstracción como esencia perdurable del francés, 36; y campaña por la paridad, 17-18, 19, 26; y ciudadanía para norafricanos, 47, 48, 54, 56-57, 60, 61; y crisis de representación, 25, 31-36, 45-48, 54-57, 60-66; y dilema de la diferencia, 93-94, 95, 101, 109, 112, 117-119, 122, 124-130; y discurso de la pareja, 172, 179, 198, 202; e individualismo abstracto, 31-36; y universalismo, 15, 179, 256 Réseau Femmes pour la Parité, 134, 137, 138, 142, 144, 145, 147-148 Revisión constitucional: y campaña por la paridad, 155-165, 168, 169, 208; y el compromiso de preparación de ley de la paridad, 211-215; y las cuotas, 79-85; y divisiones entre feministas, 208; de 1999, 249-250; de 2000, 250 Revolución francesa, 25, 31, 42, 55, 61, 106, 189 Robespierre, Maximilien, 32, 34 Rocard, Michel, 57, 64, 146, 147 Roman, Bernard, 213 Rosanvallon, Pierre, 37, 40, 64 Roudinesco, Elisabeth, 208 Roudy, Ivette, 77, 78, 85, 87, 114, 146 Rousseau, Jean-Jacques, 32, 36, 37, 96 Royal, Ségolène, 158, 228 Rykiel, Sonia, 145 Saint Cricq, Régine, 142 Saint-Quentin, Amaury de, 237 Sallenave, Danièle, 125, 127 Schemla, Elisabeth, 159 Schnapper, Dominique, 126 secretaria de Estado para Asuntos de las Mujeres, 71 secretaria de Estado para los Derechos de las Mujeres, 226 Seillier, Bernard, 184 Servan-Schreiber, Claude, 13, 18, 54, 104, 105, 110, 114, 117, 134, 138, 145, 254, 255. Véase también Au pouvoir citoyennes Servan-Schreiber, Jean-Jacques, 71 sida, 172, 174, 189, 192 Sièyes, abad, 32, 33, 106 sindicatos, industria, 62, 63, 69, 161 Sineau, Mariette, 87, 250 Sintomer, Yves, 12, 117, 210 Sledziewski, Elisabeth, 97, 132 soberanía, 24, 25, 26, 30, 31, 33, 44, 64, 81, 82, 126, 202, 203, 207, 252 sociedad civil: y amateurismo de los políticos, 253; y crisis de representación, 25, 31, 62, 64, 66, 90-91; y democracia, 24; y diferencias, 24-25; y políticos / representantes, 25, 62-66, 67, 90, 93, 205, 222, 240; representatividad de, 24-25; significado del término, 62, 64, 66 Stirbois, Marie-France, 121 sufragio: masculino, 41; de las mujeres, 18, 43-44, 88, 106, 127, 149-151, 187, 211; universal, 43, 80, 111, 134, 255. Véase también votar sufragio universal, 80, 111, 134, 255 Tasca, Catherine, 178, 186, 204, 205 Teillet, Philippe, 244 Théry, Irène, 177, 181, 187, 189, 191, 193, 195, 197

Thivrier, Christophe, 41, 42 títulos-funciones, “feminización” de, 169 Toubon, Jacques, 222 trabajadores, 39, 40, 41, 42, 49, 50, 51, 69, 91, 129 Trautmann, Catherine, 167, 177 unidad nacional, francesa, 25, 26, 38, 45, 51, 54, 57, 61, 214 Unión Europea, 24, 26, 49, 50, 88, 132, 138, 156, 166 Union Féminine Civique et Sociale, 139 universalismo: y abstracción, 15, 19, 21, 25, 35, 39; y campaña por la paridad, 19, 21, 158, 159, 208; y ciudadanía, 15, 48, 52, 53, 57, 61; como rasgo definitorio del sistema político, 44; y democracia, 15, 16; y diferencia, 25, 94, 98, 101-102, 107109, 117, 121, 124-130; y discriminación, 15, 182-186; y exclusiones de la ciudadanía, 38-39; y masculinidad, 94; y norafricanos-inmigrantes, 15, 48, 52, 53, 57, 61; y significado del término paridad, 100-101 Varikas, Eleni, 121, 122, 123 Veil, Simone, 72, 150, 152 Veyne, Paul, 176 Victoire, Marie-Louis, 150 Vidal-Naquet, Pierre, 176 Viennot, Eliane, 96, 102, 135 VIH, 174 Vogel, Jean, 113 Vogel-Polsky, Eliane, 75, 99, 132 votar: y acceso a puestos políticos, 29; y campaña por la paridad, 18, 135, 150 Voynet, Dominique, 115, 167, 177 Weller, Jean-Marc, 184

ÍNDICE GENERAL

AGRADECIMIENTOS INTRODUCCIÓN I. LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN El tema de la representación Condiciones para la ciudadanía de los “inmigrantes” norafricanos Malaise dans la représentation

II. EL RECHAZO DE LAS CUOTAS Mujeres activistas en los partidos políticos Cuotas Fallo del Consejo Constitucional Los años de Mitterrand Respuesta a la “crisis de representación”

III. EL DILEMA DE LA DIFERENCIA Sexualización del individuo abstracto La resbaladiza pendiente del esencialismo

IV. LA CAMPAÑA POR LA PARIDAD Parité: el eslogan Parité: la red Parité: el movimiento

V. EL DISCURSO DE LA PAREJA Campaña por una ley de sociedad conyugal ¿Cuál universalismo? La pareja heterosexual Politique des sexes Después de Agacinski

VI. EL PODER DE LA LEY Compromiso en la preparación de la ley Ley del 6 de junio de 2000 Aplicaciones de la ley del 6 de junio Propuestas para fortalecer la ley del 6 de junio Identidad como mujer: ¿activo o pasivo?

CONCLUSIÓN

ÍNDICE ANALÍTICO