Para una meditación de la conquista

Citation preview

1977 Inscripción N” 46.923 Derechos exclusivos reservados para todos los países © EDITORIAL UNIVERSITARIA,

Texto compuesto con Lmotype Baskerville 10H3 Se terminó de imprimir esta 3a edición en los talleres de editorial universitaria San Francisco 454, Santiago de Chile en el mes de mayo de 1983 1.000 ejemplares Proyectó la edición Mauricio Amster Cubierta de Sergio Fontana

El Gobernador Oñez de Layóla luchando con el cacique Anaganamón Dibujo de Fray Diego de Ocaña Comienzos del Siglo XVII

i

IMPRESO EN CHILE / PR1NTED IN CHILE

PARA UNA MEDITACIÓN DE LA CONQUISTA SERGIO VILLALOBOS R.

EDITORIAL UNIVERSITARIA

INDICE

Entre dos épocas y dos mundos, 13

El hierro y la greda, 31 • Ciudades, tierras y hombres, 53

El estrépito de las armas, 79 El hombre ante el espacio geográfico, 91 - Etica y cultura en el ocaso de una época, 103

PRÓLOGO

Lejos de Chile, en el ambiente apacible de la Uni­ versidad de Cambridge, en sus claustros vetustos y en sus inmensos parques traspasados de humedad y tradi­ ción, ha tenido lugar la meditación de estas páginas. La distancia en el tiempo y el espacio han sido con­ diciones indispensables para revivir las empresas de la Conquista, recordar la infinidad de incidencias y dejar luego que el panorama, ya sereno, revelase su sentido esencial. A quien desea adentrarse realmente en el pa­ sado le es forzoso abandonar de trecho en trecho la carga abigarrada de datos y recogerse en sí mismo, apar­ tado de toda urgencia, para pensar, sintetizar y, final­ mente, interpretar la Historia. Los peligros de la erudición acechan al estudioso desde las páginas de cientos de libros y miles de docu­ mentos, ofreciendo la tentación de sus datos para es­ cribir densos capítulos del mayor rigor científico. Ese riesgo no ha existido para nosotros en la vieja univer­ sidad inglesa y, en cambio, la ocasión ha sido favora­ ble para ensayar una interpretación de la Conquista que, prescindiendo del aparato erudito, aunque basán­ dose en él, cogiese el sentido íntimo de aquel proceso histórico. El método ha resultado bueno, porque sin el detalle de los datos la distancia permite apreciar adecuada­ mente volúmenes y relieves. Una simple crónica de hechos no habría agregado nada al conocimiento de la época; por eso hemos bus­ cado interpretar el acontecer, de manera que éste resulte explicable y agregue algo a nuestra experiencia. Muchos elementos de la Conquista se muestran dismi­ nuidos y, en cambio, otros que permanecían semiolvidados o despreciados por los historiadores, son realzados hasta darles carácter primordial. Varios mitos de vieja y nueva data han sido desechados, ateniéndonos

10

solamente a la verdad que mana de los documentos Ast hemos superado la llamada «leyenda negra» que, inspirada en el liberalismo, recargó los tonos grises, sin buscar su explicación ni tratar de comprender. Del mis­ mo modo, superamos la «leyenda rosada» basada en una mentalidad conservadora y de sentido no menos político que la anterior, que ha tratado de glorificar a España torciendo el sentido de los hechos. Con una visión propia de nuestro tiempo, se ha en­ focado la Conquista como un gran proceso, en que no cuentan tanto los gestos deslumbrantes de los perso­ najes como una acción colectiva que fatalmente impul­ sa los hechos. Este es un enfoque ajeno a idealizaciones superficiales^^eclamaciones laudatorias, porque sim­ plemente hemos buscado la realidad. Al dejar presentado este ensayo, debemos agradecer a la Universidad de Cambridge la oportunidad que nos ha brindado de un trabajo sin apremio al desig­ narnos para ocupar su Cátedra de Estudios Latinoamericanos; también queremos reconocer el trabajo de nuestra secretaria, la señora Ana Gray, que ludhando con una letra hostil, mecanografió los originales. Cambridge.

Primavera de 1972.

11

I

ENTRE Y

DOS

DOS

EPOCAS

MUNDOS

El hombre europeo del siglo xv, acostumbrado a la vida recogida del feudo, la aldea o la urbe de calle­ juelas retorcidas, apenas sabía de otras regiones y de mares lejanos. Su mente abarcaba difícilmente el pro­ pio continente, una lejana isla llamada Islandia, la costa ardiente del norte de Africa, los puertos del Asia Menor y las tierras del Este, donde los pueblos asiáti­ cos, mal conocidos y peor conceptuados, entraban en contacto con la civilización europea. En el Mediterráneo, un comercio lento conducido por barquichuelos pesados y remolones unía los dife­ rentes puertos europeos, principalmente Génova y Venecia, con los del Cercano Oriente, donde concurrían las caravanas de dromedarios y caballos, salidas de quizás qué extrañas regiones, que portaban la seda, las perlas y, sobre todo, las codiciadas especias. Aquellas mercancías provenientes de la India, las islas Molucas, la China y otras regiones, antes de al­ canzar las orillas del Mediterráneo debían pasar por muchas manos, navegar mares hostiles y recorrer me­ setas, estepas y desiertos, bajo el acecho de tribus agre­ sivas siempre dispuestas a sacar su parte en el negocio; de manera que el¡ tráfico^ además de lento y caro, te­ nía mucho de aventura. Para peor de males, los mer­ caderes venecianos y genoveses con sus fieles capitanes señoreaban las aguas del Mediterráneo imponiendo la ley y el precio. Para los pueblos cristianos fue una desventura en el orden religioso y en el más prosaico del comercio la caída de Constantinopla en poder de los turcos el año 1453. El tráfico por aquel rumbo sufrió serias pertur­ baciones y las naves turcas, cada vez más numerosas e insistentes, infestaron las aguas del Mediterráneo, cru­ zando los derroteros más frecuentados, asaltando bar­ cos y poniendo en jaque a los puertos.

14



i '

.

Pero el comercio, como aluvión todopoderoso que destruye barreras y busca nuevos cauces para su cau­ dalosa corriente, debía ser la fuerza dinámica que rompíese los ceñidos horizontes del hombre europeo. En aquel mundo complejo del naciente capitalismo, con sus mercaderes, banqueros, armadores de barcos y su intrincada red de agentes, todos ellos creadores de em­ presas, expediciones y aventuras lucrativas, gestábanse A/ ^aS ^uerzas -P-™ de la Europa moderna, jV ¿Cómo alcanzar las islas de las especias y los puertos j| del Catay y del Cipango? ¿Cómo esquivar a los beduim nos y a Ios turcos< y también a los venecianos, que no ■ por ser cristianos resultaban menos enojosos? La respuesta sólo podían darla los conocimientos geográficos y el desarrollo de la técnica naval y de la navegación que, afortunadamente, por las necesidades del tráfico habían experimentado algunos avances y estaban en situación de rendir grandes servicios, pese a que aún era necesario hermanar la técnica con la va­ lentía y la fortaleza de espíritu, hasta en los viaies ru­ tinarios. Las naves habían mejorado sus condiciones marineras mediante arboladuras más complicadas y mayor super­ ficie de velamen, que permitían captar los vientos contrapuestos y hasta las más sutiles ráfagas, al mismo tiempo que el uso del timón o gobernalle facilitaba los rápidos cambios de rumbo. Dotados de esos elementos y disponiendo de mayor espacio para alojar tripula­ ción, carga y alimentos, los barcos del nuevo tipo, carabdas,urcasy galeones, parecían aptos para aden­ trarse en alta mar y vencer los grandes espacios oceáni­ cos.

4

La adopción de la aguja magnética permitió cono­ cer la dirección de los puntos cardinales, y la inven­ ción del astrolabio, un curioso y simple armatoste que 15

se apuntaba hacia el sol o hacia alguna estrella, deter­ minar la latitud de un lugar. Empleando hábilmente esos instrumentos, los pilotos lograban establecer la ubicación de la nave y determinar el rumbo valiéndo­ se además de los portulanos, antepasados de las cartas geográficas, donde aparecían groseramente dibujadas las tierras conocidas y otras imaginarias, según los datos recogidos por cada cosmógrafo o el vuelo de su fan­ tasía. En la nueva etapa de las exploraciones geográficas, Portugal y España jugaron un papel determinante co­ mo espolón de avanzada hacia el Atlántico. Su posi­ ción desmedrada para el comercio con Oriente y la pu­ janza de sus expediciones navales, protegidas por las autoridades, debían conducir sus barcos hacia nuevas regiones. En unas pocas décadas aparecieron en los mapas los nombres de las islas Azores, las • de Cabo Verde y las Canarias; y luego las naves^portuguesas, descolgándose unas tras otras por el litoral africano, reconocieron las formas macizas del continente avan­ zando en cada expedición un nombre: Cabo Bojador, Cabo Verde, la Mina, Guinea... Mientras los.portugueses]se afanaban en alcanzar el extremo de Africa, que les dio finalmente el paso a la India. ^Tolón; se empefió en buscar el rumbo por el occidente, logrando arrastrar a la corona de Castilla tras sus ilusiones y su voluntariosa determinación. 1 Curiosa expedición la de aquel genovés testarudo y hosco! Tres barquichuelos miserables para una empre­ sa descabellada que sólo podían impulsar la perspectiva de grandes riquezas, la obstinación y la mística de su autor. Pero así habría de ser toda la conquista. del Nuevo Mundo_: medios precarios, valentía y grandes ambicio­

nes.

16

Cuando la nao Victoria, última reliquia de la ex­ pedición de Magallanes, regresó a Sevilla después de dar la vuelta_a£jnundo, su capitán, SebastiánElcano, obtuvo entre otras recompensas un escudo de nobleza. La hazaña bien merecía esa distinción; pero el hecho curioso y significativo es que entre los símbolos nobi­ liarios campeaban el clavo de olor y la nuez moscada, dos nuevas figuras que saltaban así del tráfago del co­ mercio al campo de la heráldica. Eran indicios de una nueva época que cedía al paso arrollador de la expan­ sión capitalista. En la empresa de América debían confundirse gue­ rreros y mercaderes, aportando unos la espada y los otros la bolsa llena de doblones, ya fuese en grandes expediciones que necesitaban de fuertes recursos o en otras pequeñas, mal apertrechadas. En las primeras, el papel de los mercaderes, arma­ dores de naves y financistas, era primordial, mientras que en las segundas el pobre aporte de un prestamista de ínfima categoría o el dinero que difícilmente lo­ graba reunir el capitán, parecían insignificantes frente a la determinación de los expedicionarios. En las grandes empresas el propósito económico de la inversión con fines de lucro aparece muy claro. La misma expedición de Colón tiene ese sello si se piensa en las ganancias que el futuro Almirante y la Corona esperaban alcanzar, sin que fuese éste el único propó­ sito. Y, seguramente, no habría habido expedición sin el apoyo diligente de Martín Alonso y Vicente Yáñez Pinzón, dispuestos a entregar sus naves y a embarcarse en la aventura con la vista puesta en el futuro. Eran de aquellos marinos acostumbrados a los viajes lucrati­ vos, prestos a discutir el precio de la jarcia, el vino y la galleta marinera, regatones de mercado y hábiles nave­

17

J M b

e< >e

,

a,

gantes, siempre deseosos de poner sus barcos en el negocio. ^na vez producido el descubrimiento, las expediciones navales se multiplicaron y, aunque han sido 11amadas «viajes menores» y siempre se las ha estudiado desde el punto de vista de los descubrimientos geográficos, los fines principales eran muy diferentes. Juan de la Cosa, Juan de Ojeda, Rodrigo de Bastidas y tantos otros recorrieron los vericuetos de la costa caribeña, buscando entre los indios sus escasos colgajos de oro, las piedras preciosas y las perlas. Vespucio y SoÚs sé desplazaróñ~Haaa el sur, y Magallanes, con el fuerte respaldo de la corona, se lanzó a la búsqueda del paso que habría de conducirle a las islas de las especias y a la fama.

e Pero sin lugar a dudas, fue la conquista de Venen zuda, entregada por el rey de España a la compañía / de banqueros alemanes Welser, el caso más nítido de 1, / Ia influencia de los intereses financieros en la conquista ,£ delNtievo Mundo. :a Menos^aparente, aunque no menos real, es el papel del dinero en las expediciones terrestres de regiones apartadas, donde el carácter militar se presenta más s: fuerte. Infinidad de pequeños destacamentos, alejados [ de los principales focos de la conquista, no necesitaa ron más que unas cuantas vituallas, un poco de hierro, ti armas y escasos caballos, que algún pobre mercader, mitad negociante y mitad soldado, pudo proporcionar b o que el capitán, echando mano de cuanto dinero haí bía juntado en una conquista anterior, logró comprar a precio exorbitante. No era raro tampoco que cada 3 hombre se equipase-con su propio'~~esfuerzo, poniendo como capital un caballo muy sufrido, dos o tres cotas de malla y, en el mejor de los casos, un arcabuz. Esos r

18

elementos eran buenos para dominar un mundo que luego soltaría sus recompensas. La red de los negocios marchaba en la avanzada de cada expedición. En plena conquista de Nicaragua, cuando aún se luchaba fieramente, llegaba un comer­ ciante cargado de mercancías europeas adquiridas a crédito a agentes mercantiles genoveses establecidos en la isla de Santo Domingo. Y en relación con Chile, aún no poblaban los castellanos cuando los banqueros ale­ manes Függer, tan ligados a la gestión de Carlos v, y ciertos mercaderes genoveses, separadamente, tiraban sus líneas comerciales en proyectos que finalmente fraca­ saron. A través de todas esas gamas es perceptible la ma­ yor o menor influencia del capitalismo naciente, que en América, mejor que en ninguna otra parte, merece el nombre de capitalismo aventurero. Sin embargo, el cuadro no es tan simple. Otros ele­ mentos de la época y especialmente el carácter del pue­ blo español, matizaron el proceso de la conquista.

No fue sólo una coincidencia que el año de gracia de 1492 los Reyes Católicos rindiesen el último baluar­ te moro de Granada y, que Colón, en una mañana re­ gocijada, llena de luz tropical, descubriese las nuevas tierras de América. Con aquellos hechos concluía, por una parte, la gran empresa bélica que había unido el esfuerzo de los rei­ nos cristianos de España y, por otra, se abría un ho­ rizonte ilimitado, con sus sorpresas y hallazgos, hacia donde se volcaría el empuje del pueblo español. La tarea de América sería la continuación de la anterior y en ella se prolongarían las costumbres y el modo de

19

se m es ul se g£ til re ta Pi m ci ía ai r< IT V d n z; C

e I c t

1 s c a 1 5

ser de la sociedad hispánica forjada en la guerra secu­ lar y orientada por el espíritu bélico y el espíritu religioso. La lucha contra los árabes valoró todo lo relaciona­ do con la guerra y llegó a crear un tipo, el guerrero, que simbolizaba las mejores virtudes y constituyó un grupo privilegiado dentro de la sociedad. Sus activi­ dades estaban vinculadas solamente con la guerra o la preparación para ella y un sentimiento moral, la hon­ ra, guiaba su conducta. Su linaje debía ser puto, sin, mezcla de sangre mora ni jydía, no podía desempeñar oficios manuales propios de villanos o plebeyos, y debía cuidar su prestigio, viviendo con largueza si era po­ sible. j|El espíritu religioso, fortalecido en el alma española por la lucha contra el infiel, dio a aquella guerra el carácter de una cruzada, en la que se reconquistaban tierras y al mismo tiempo se destruía o dominaba a los enemigos de la fe. (Por eso, junto al caballero, blandiendo muchas veces la espada, se encontraba el sacerdote, y su figura llegó a ser símbolo de una acti­ tud colectiva. La nobleza guerrera tuvo una jerarquía que distri­ buía a los hombres ségún sus antecedentes, méritos y riquezas. En el primer escalón, una baja nobleza com­ puesta por infinidad de hidalgos pobretones, carentes de bienes, que debían pasar la vida arrimados a parien­ tes más ricos o empleando su espada y su caballo don­ de quiera hubiese lucha o aventura. La alta nobleza, compuesta de duques, marqueses, condes y barones, gozaba, en cambio, de grandes posesiones, castillos y palacios y llevaba una existencia holgada. Bajo esos dos grupos se situaban los villanos del campo y los plebeyos de las ciudades, formando un substrato sobre el cual descansaba todo el esfuerzo y 20

el trabajo productor que sustentaba a la sociedad. Allí estaban labriegos, herreros, sastres, carpinteros, pana­ deros, criados, arrieros de muías, andantes de las ca­ lles y buscavidas, en fin, todos «los que viven por sus manos». Nuevas concepciones y nuevas categorías como las del comerciante y el letrado, se diseñaban hacia la época del descubrimiento de América; pero quienes se lanza­ ron a las nuevas tierras traían principalmente las ideas, prejuicios y ambiciones propios de la vida señorial. Cuando las sorprendentes noticias de ultramar comen­ zaron a circular por España, la alta nobleza se conten­ tó con escucharlas y maravillarse, sin sentir una atrac­ ción tan fuerte como para abandonar la cómoda situa­ ción que poseía. En cambio, los grupos más bajos vie­ ron grandes posibilidades y, sin tener nada que perder, se arriesgaron en la aventura americana, que podía de­ pararles algún golpe de fortuna. El_orQ .de los indíge­ nas, los tesoros y las perlas brillaban en su imagina­ ción creyendo que rápidamente regresarían al terruño a instalarse como señores enriquecidos. Pasado el primer momento, en que la realidad es­ plendorosa y las alucinaciones se confundían, hubo que conformarse con menos y muchos vinieron con ánimo de instalarse, formar su casa, explotar lavaderos de oro, disponer de tierras y utilizar el trabajo de los na­ turales, alcanzando así una posición que jamás logra­ rían en España. Ese fue el ánimo de muchos hidalgos, que con su espada y capa solamente, pasaron aTÑuévb Mundo. El mismo propósito albergaban infinidad de villanos y plebeyos, que se mezclaron con los hidalgos coTrrpartierfdo'éníambre y la gloria. Ellos formaron el grueso de los contingentes y tratando de hacer olvidar su modesto origen se adueñaron del estilo de los hidal­ gos y de sus ambiciones.

21

/ /La época era de cambio^ y en el ambiente de Améri' ca, lleno de posibilidades, las viejas categorías se rela­ jaban sin remedio. El fenómeno comenzaba en la mis­ ma España, donde mercaderes, letrados y funcionarios estaban de alza, accediendo a la hidalguía y otros ho­ nores. No tiene nada de extraño que un villano consu­ mado como Diego de Almagro, amén de hijo natural, lograse por sus servicios la hidalguía, un escudo de nobleza y el alto rango de adelantado. Para la mayoría de los conquistadores, exceptuados los mercaderes y prestamistas, la riqueza no tenía el sentido capitalista de la inversión rentable multiplicadora de riqueza, sino que era el medio para alcanzar el más alto estrato de la vida señorial. Y en esa brega, si se quería tener honra y gozar de buena opinión, había que dejar de lado la tacañería, para llevar una vida ostentosa, gastar con magnificencia y mostrarse generoso con amigos y servidores. En el alma y en las actitudes del conquistador aún alentaba la ética medieval. La nueva atmósfera, sin embargo, se metía por to­ dos los poros y no es fácil diagnosticar cuándo un gue­ rrero o un gran señor había sido cogido por el espíritu capitalista. Hernán Cortés comenzó a tomar ínfulas de gran se­ ñor desde que el éxito de sus armas le dio renombre y holgura. En Ciudad de México hizo construir un gran palacio de piedra adornado con madera de apre­ ses, cuya suntuosidad produjo murmuraciones. En el interior había gran despliegue de tapices; la vajilla era de oro y plata y numerosos servidores atendían a los detalles dirigidos por un maestresala. Ni siquiera la ruda campana a las Higueras despojó a Cortés del séquito señorial. Allá le acompañaron un mayordomo, un maestresala, un despensero, un botiller. 22

un repostero, un encargado de la vajilla de oro y pla­ ta, un camarero, dos médicos, muchos pajes, ocho mo­ zos de espuela, un caballerizo, dos cazadores halcone­ ros, músicos que tocaban chirimías, sacabuches y dul­ zainas, un volteador y un prestidigitador y titiritero. El contraste con la realidad no pudo ser más duro. La expedición fue un desastre; el séquito fue raleado por los sufrimientos y el hambre, y en muchas ocasio­ nes no hubo ni granos de maíz que echar a la vajilla tan lucida. El aparato del señor debía sustentarse necesariamente de un esfuerzo productor, faenas, trabajadores indios, capataces y diligencias comerciales, que en la práctica no diferencian la formación de la riqueza entendida a la manera señorial de la riqueza capitalista. Los mis­ mos conquistadores parecen no separar ambos sentidos y sus empresas económicas se organizan cuidadosamen­ te, con gran preocupación por la utilidad creciente. Cortés comenzó regateando a sus soldados parte del botín a que tenían derecho, para hinchar su propia bolsa y fundar la base de su prosperidad. Asegurada la conquista, sus bienes se acumularon hasta constituir una inmensa fortuna. Parte considerable de la tierra quedó en sus manos, veintitrés mil indios tributarios le proporcionaban subidas rentas, y el trabajo de los na­ tivos le permitió establecer faenas variadas en sus po­ sesiones: crianza de muchos ganados de vacunos, caba­ llares y porcinos, cultivos de trigo y maíz, cañaverales e ingenios azucareros, plantaciones de moreras, campos de algodón y talleres textiles, minas de plata, lavade­ ros de oro y construcción de barcos. Preciso es reconocer que la magnitud de aquel im­ perio económico impide contemplar a Cortés exclusi­ vamente como un guerrero de ademanes caballerescos. Su actitud era general entre los conquistadores, y en

23

Chile el mismo Valdivia, dentro de la pequeñez del es­ cenario, hace crecer su fortuna; se asigna como chacra el sector norte del río Mapocho, todo el valle de Lam­ pa, gran parte de la comarca de Limache, el valle de Elqui, el valle de Arauco y una encomienda adicional en la ciudad de Valdivia. Además, sin quedarse corto, solicitó al rey la octava parte de la tierra descubierta, una ayuda de cien mil pesos, un salario anual de diez mil y licencia para introducir dos mil esclavos libres de derechos. Pero no solamente el oro y la búsqueda de una nueva situación social movían a los castellanos, sino toda una amplia gama de propósitos. La simple aventura, la embriaguez del peligro y la respuesta al desafío de la naturaleza y del hombre ame­ ricano, jugaron un papel significativo entre aquellos jóvenes orgullosos que fueron la mayoría de los con­ quistadores. También la curiosidad ante el enigma de las selvas, de la región que se escondía más allá de una cordi­ llera o de un desierto, era un estímulo poderoso, y la naturaleza americana, con su increíble variedad, jamás decepcionaba a los curiosos, como el cronista Fernán­ dez de Oviedo, que a fuerza de ver animales y plantas extrañas y de escuchar las descripciones de otros con­ quistadores, pudo escribir un libro sobre la materia cuando el rey se lo pidió. Otro buen ejemplo es el de Alonso de Ercilla que, como él escribiera, «siempre fue inclinado a inquirir y saber lo no sabido». En su vida hay un hecho elo­ cuente: cuando la expedición de Hurtado de Mendo­ za tocó el seno de Reloncaví, poniendo allí fin a la exploración, Ercilla con unos cuantos hombres se em­ barcó en una piragua y llegó hasta una pequeña isla que se divisaba enfrente, con el ánimo de alcanzar

24

más adelante que cualquier otro. Dejó a los hombres en la playa y, entrando algunos pasos en el bosque, grabó en el grueso tronco de un árbol: Aquí llegó donde otro no ha llegado, don Alonso de Ercilla que el primero, en un pequeño barco deslastrado, con sólo diez pasó el desaguadero... Ahí quedaba, en unos versos difícilmente escritos en la corteza rugosa, un buen testimonio del espíritu de aventura, de la curiosidad y del orgullo por la haza­ ña cumplida. En el espíritu del conquistador, junto a las ambicio­ nes personales y los deseos más egoístas, palpitaban tam­ bién algunos ideales de sentido superior; aunque mu­ chas veces simplemente se les utilizaba en provecho personal. Incorporar y someter las tierras americanas era servir a Dios y al rey, luchar contra infieles y expandir la fe, ampliar los dominios del monarca y acrecentar su poder. Todo ello iba confundido dentro de la menta­ lidad unificadora de la época, que traspasaba los actos de gobierno con la impronta de la religión, y por eso, quizás, los conquistadores se sentían profundamente justificados en sus acciones, incluso en las mayores bar­ baridades cometidas con los indios, que aparecían razo­ nables «porque así convenía al servicio de Dios y de Su Majestad», frase repetida hasta la saciedad en cró­ nicas y documentos. Después de la acción exitosa de los Reyes Católicos, que significó unidad y centralismo, y luego con el des­ bordamiento de España tras la aventura imperial de Carlos v y su misión universal, la monarquía aparecía realzada en su prestigio. |En todas partes España, con sus armas victoriosas y su poder en expansión! ¿No era aquél un momea25

to de gloria nacional, que los conquistadores vivían profundamente? Si habían probado el triunfo en los escenarios de Francia, Italia y Flandes, era natural que sintiesen la conquista como una prolongación de aque­ lla tarea y que la persona del rey se transformase en un símbolo orientador. Agregar un nuevo territorio a los dominios del mo­ narca era sentir sobre los hombros el peso de una res­ ponsabilidad hacia la corona y España. El servicio del rey no era ajeno a las propias am­ biciones, porque la causa del monarca permitía adqui­ rir mérito personal y acceder a las recompensas. Ex­ plorar, conquistar tierras, fundar ciudades y asentar el dominio español, realzaba a quienes participaban y les dejaba en buenas condiciones para solicitar favo­ res y gratificaciones. Si en esas tareas se había gastado el propio dinero o se había participado con un caba­ llo, arcabuz, cota de malla o cualquier implemento va­ lioso, el mérito era mayor. Las expectativas de recom­ pensa eran aun más fuertes si se había mantenido a algún compañero, participado con algunos negros y se habían sufrido grandes penurias y hasta daño físico. Sirviendo al rey, los capitanes obtenían gobernacio­ nes, diversos títulos, poder y riqueza, mientras los de­ más vivían a la espera del botín, una encomienda, tie­ rras y algún cargo menor. Dado que el rey, como soberano, era el que dispen­ saba todas las mercedes, sólo sirviéndole se podía me­ drar y alcanzar mejor situación. Por esta razón, los conquistadores, cuando creían haber alcanzado algún mérito, levantaban «informaciones de servicio» ante es­ cribano y con buen número de testigos. Allí se consig­ naban las hazañas realizadas, los gastos efectuados y cuanto hecho resultase meritorio, sin escatimar exage­ raciones y adjetivos. 26

Afanarse en la causa del monaroa era afanarse en la propia causa. El carácter religioso daba seguridad a los castellanos, pues tenían la certeza de cumplir una misión divina que no admitía vacilaciones. Así podían entrar a san­ gre y fuego, blandiendo la espada y la cruz, sin que les pareciese una enormidad. La protección celestial no les abandonaba jamás, y cuando en el fragor de la batalla la derrota amenazaba, el Apóstol Santiago, resplande­ ciente de blancura en su brioso corcel, se metía en el escuadrón y avanzaba cortando cabezas indígenas a diestra y siniestra, aunque ningún español pudiese ver­ lo, porque todos eran grandes pecadores... Si bien la multitud de conquistadores no percibía o no quería comprender al antagonismo entre la fe cris­ tiana y sus bellaquerías de cada día, no es menos cier­ to que la corona procuró suavizar la conquista e im­ poner la justicia, y que en .esto tuvo el apoyo de mu­ chos sacerdotes que con rara constancia libraron una lucha irremediablemente perdida. ¿Qué podían hacer unos cuantos sacerdotes venerables y algunos celosos funcionarios del rey que ordenaban respetar el hermo­ so contenido de diversas reales cédulas, contra el inte­ rés desbordado de los dueños del Nuevo Mundo? Cuan­ do mucho, introducir un temor o frenar momentánea­ mente los abusos, que debían reaparecer a la vuelta de los días. Tampoco el espíritu misional que guiaba a los hom­ bres de sotana contagiaba mucho a los rudos solda­ dos, sobre todo cuando en lugar de meditar en la sal­ vación de las almas era necesario enviarlas cuanto an­ tes al infierno, porque el ataque arreciaba y el propio pellejo vale más que todas las buenas intenciones. La presencia de los sacerdotes marcaba el propósito de expandir la fe de Cristo no obstante los riesgos de 27

cada momento. Ellos emprendieron esa tarea con mez­ cla de heroísmo y mística, procurando hacer de la con­ quista una misión elevada. Muchas figuras entregaron su vida a ese ideal y renunciando a la tranquilidad sobrellevaron penurias indecibles. Por otra parte, en esta Iglesia andante de América se generó un movimien­ to de protección del indio, que tuvo mil incidencias lo­ cales y que, planteado en España, tuvo repercusiones gubernativas; pero también hubo sacerdotes que con­ tradijeron el punto y que, poco adeptos a la causa de los indios, apoyaron el empleo de las armas contra ellos. En los hechos reales, muchas veces la conducta de los eclesiásticos fue oscura, y para entenderlo hay que recordar que aquélla era la época relajada en que se gestó la Reforma. La situación tenía que ser peor en las nuevas tierras, aún no organizadas y carentes de una sociedad estable, donde ocurrían todos los roces imaginables y donde acechaban todas las concupiscen­ cias, comenzando por el poder, la riqueza y la lasci­ via. Hubo sacerdotes que cohonestaron las crueldades de los conquistadores, que personalmente abusaron con los indios, se aprovecharon de su trabajo y sus bienes, y tratándolos como esclavos traficaron con ellos. El desorden en el clero fue parte también en las rivalidades y luchas de los castellanos, como recuerda Cieza de León, el cronista de las guerras civiles del Perú: «Ya es plaga y adolencia general en estos infeli­ ces reinos del Perú no haber traición, ni motín, ni se piensa cometer otra cualquier maldad que no se ha­ llen en ella por autores o consejeros clérigos o frailes». Está claro que la Iglesia, compuesta de hombres, no podía escapar a los contrastes del momento. Finalmente, en el vasto cuadro de la Conquista no 28

todos los hechos son actitudes colectivas anónimas, sino que hay en ella el rastro de fuertes individualidades, que marcaron su acción con gestos imperiosos. Aquel sello individual de las grandes figuras signi­ ficó marcar y remarcar la propia personalidad y al­ canzar en vida y también más allá de la muerte, una gloria que ambicionaban tanto como el poder y la riqueza. Juan Ponce de León busca entre manglares y selvas la Fuente de Juvencia, que habría de darle la eterna juventud y en ello, al fin, le va la vida. En el istmo de Panamá, cuando Balboa y sus hombres están a punto de alcanzar la cumbre desde donde se avizora la Mar del Sur, según anuncian los guías indígenas, el capi­ tán ordena detenerse al grupo y se adelanta a solas para ser el primer español que haya contemplado el nuevo océano. Y cuando los soldados se le juntan, pide al escribano que le dé testimonio de aquel hecho para memoria eterna. Se extiende el acta respectiva con el nombre de todos los expedicionarios y hasta es incluido un negro, subiéndolo así al carro de la gloria. Días más tarde, cuando han logrado descender hasta la playa, Balboa retiene una vez más a sus compañe­ ros para entrar el primero en el agua. Pero como el mar ha dejado gruesas capas de lama, espera sin prisa que vuelva a subir la marea para no ensuciarse —la gloria bien podía esperar un poco— y luego entra con el pendón de Castilla en una mano y la espada en la otra. Pronto se le reúnen los soldados, deseosos de palpar el triunfo, y beben el agua con las manos, como quien ¿ desea probar la gloria a sorbos, que al fin y al cabo les resulta bastante salada. Pero hasta en un hecho tan trivial encuentran la manera de señalarse: han com­ 29

probado que aquella agua es tan salada como la del otro océano. Un soldado de la última fila, enclenque y poco ami­ go de blandir la espada, Alonso Borregán, arrastró sus miserias en el Perú mientras pergeñaba una crónica sin estilo ni gramática, que fue la confidente de sus penas y de su orgullo herido. Obsesionado con la importancia de su testimonio, se dirigió a España como pudo para que se autorizase la publicación de su mamotreto y al­ canzar así «esta gloria de cronista*. En México, cuando el poderío indígena amenaza el campamento y el temor ronda los corazones, Hernán Cortés no encuentra mejor estímulo para sus hombres que prometerles en tono épico que allí ganarán más honra y gloria que ninguna generación hasta enton­ ces. Más tranquilo y político, mostrando su orgullo y su espíritu creador, Pedro de Valdivia escribe al rey que ha venido a Chile para dejar «memoria y fama de sí».

30

EL

HIERRO

Y

LA

GREDA

Al comenzar la conquista de Chile, el territorio estaba ocupado por diferentes pueblos indígenas con diversos niveles culturales, que se habían mezclado entre ellos o se habían superpuesto. Paralelamente con la lluvia y el frío, a medida que se avanzaba de norte a sur, aumentaba el primitivis­ mo de los pueblos, y en los últimos confines australes, bajo el clima más riguroso, vivían los grupos más atra­ sados. Eran los yaganes, onas y alacalufes, especie de nómades del mar, que en sus canoas hechas de corte­ za de árboles se adentraban en el laberinto de archi­ piélagos australes. Semidesnudos, cubriendo el cuerpo apenas con algún trozo de piel colgado a la espalda o la cintura, soportaban la nieve y las tormentas, mien­ tras recorrían fas playas y roqueños en búsqueda pe­ nosa de peces y mariscos; también cazaban el lobo ma­ rino y el guanaco’, qae les prapcircictnaban pequeños festines. Su vivienda, refugio íntimo lleno con el humo de unos cuantos palos húmedos que ardían difícilmente, era un cono muy reducido, formado con troncos del­ gados cubiertos con cueros, que en su lúgubre mero­ dear armaban y desarmaban rápidamente. En el inte­ rior se sentaban en el suelo, alumbrados por el tenue resplandor del fuego, que daba un aspecto fiero a los rostros y al pelo desgreñado, en medio de un ambien­ te nauseabundo con olor a grasa descompuesta, mien­ tras parecían aguardar indiferentes el paso de los si­ glos. Alguna similitud con los anteriores ofrecían los pa­ tagones, que habitaban la región continental al norte del estrecho de Magallanes. Vagaban por las llanuras frías cazando con boleadoras el guanaco, el zorro y el avestruz. Su estatura era más bien elevada, y como so­ lían cubrirse los pies con grandes envoltorios de cue­ 32

ro, que dejaban una amplia huella, nació entre los ex­ ploradores españoles, siempre dispuestos a encontrar lo maravilloso, la leyenda de un pueblo gigante. En Chiloé habitaban los chonos y los cuneos y en lo que hoy se llama Chiloé continental, los poyas. Todos los grupos que habitaban la región austral, excepto Chiloé, no tuvieron importancia en la forma­ ción de la población chilena. Quedaron aislados, arras­ trando una existencia ignorada, hasta que, al roce con una colonización muy tardía, en el siglo xix, desapa­ recieron casi por completo. El panorama indígena cambiaba notoriamente al pa­ sar al territorio continental, donde las mejores condi­ ciones climáticas creaban un ambiente más favorable; el arraigo del nativo en la tierra, la agricultura y la vi­ vienda estable, mostraban otros niveles culturales. Los indígenas que habitaban la región central y sur,, en­ tre el río Choapa y el seno de Reloncaví, hablaban un idioma común, pero ofrecían importantes variaciones culturales. Desde luego, el pueblo araucano, con su re­ cia fisonomía, abría un paréntesis muy significativo en­ tre los ríos Itata y Toltén. Ellos mismos designaban co­ mo picunches a los naturales situados al norte, y huilliches, a los del sur. La denominación general de picunches ha servido para designar a los indios que habitaban Chile cen­ tral, poseedores de ciertos rasgos culturales comunes, pese a las diferencias regionales. Eran agricultores y pastores que distribuían sus es­ fuerzos entre el cultivo del maíz, el poroto pallar, la quinoa, el zapallo, el mango, el madi y el ají, y el cui­ dado de ganados de llamas y alpacas, que les propor­ cionaban carne y lanas. Tenían una alfarería poco de­ sarrollada y tejían la lana para fabricar n^fiós iíe^ior-^ ma rectangular y ponchos. Usaban mafírios de piedra

33



,

¿r

y objetos de madera y disponían de uno que otro ins­ trumento de metal por influencia de los diaguitas de más al norte, que en éste y otros aspectos transmitie­ ron su técnica a los grupos más cercanos a ellos. Vivian en casas de base cuadrada, formadas con pa­ los y quincha, agrupadas en pequeños poblados, jun­ to a los ríos y arroyos. Fuera de esas agrupaciones lo­ cales, no había otro tipo de organización central y so­ lamente la necesidad de defenderse de enemigos co­ munes los unía transitoriamente. Para la guerra y la ca­ za empleaban arcos, flechas, mazas, lanzas y estólicas. Los huilliches presentaban un nivel cultural ligera­ mente inferior, acusado en aspectos tales como la vi­ vienda y la cerámica, pero eran muy numerosos. Los araucanos, que tan porfiada resistencia opusieron a los españoles, eran agricultores primitivos que unían a esa actividad la recolección de frutos silvestres y la caza de animales y pájaros. Sus cultivos incluían el maíz, la papa, los fréjoles, la quinoa, el madi, el mango, el ají y las calabazas. Los frutos que recolectaban eran el piñón de la araucaria y diversas raíces silvestres. Cria­ ban, además, rebaños de llamas y cazaban el puma y el guanaco, en aventuras que daban sabor al vagabun­ dear de los hombres y les obligaban a desplegar su as­ tucia y su valor. Los utensilios de greda, fabricados por las mujeres, eran rústicos y escasos; en cambio, elaboraban muchos artefactos de madera y cuero y sus tejidos de lana de llama y de guanaco, tales como ponchos, fajas y fraza­ das, mostraban vistosos colores combinados en adornos lineales y geométricos. La casa araucana o ruca tenía base circular, elíp­ tica o rectangular; estaba hecha de palos y ramas muy bien trabados, que defendían adecuadamente del viento y la lluvia. Se agrupaban en poblados pequeños no com­ 34

pactos, mediando buen espacio entre una y otra. 'Para la guerra y la cacería, el araucano empleaba el arco y la flecha, diversos tipos de hachas de piedra, hondas, lanzas y macanas, especie de palos largos y du­ ros con el extremo curvo. Los elementos defensivos eran petos de cuero endurecido, escudos y gorros del mismo material. Para alimentarse durante sus campañas lle­ vaban simplemente un morral con harina sazonada con sal y ají. El triunfo sobre los enemigos, igual que muchos otros acontecimientos, era celebrado con grandes comilonas y borracheras, que concluían con la dispersión de los guerreros y sus mujeres. Los vencidos eran torturados con crueldad hasta darles muerte. Sus cabezas eran en­ sartadas en lanzas, el corazón era extraído y pasaba de mano en mano entre los jefes, que mordían pequeños pedazos. Otras partes del cuerpo eran también comidas por los concurrentes. Para el araucano, el mundo de la naturaleza estaba animado por espíritus que se manifestaban en el vien­ to, el trueno, el revoloteo incesante de un insecto o el crujido de una tabla. Las enfermedades eran causadas por maleficios y era tarea de la machi descubrir al cul­ pable en la ceremonia médico-mágica del machitún; la acusación podía recaer sobre una simple sabandija, pero muchas veces la machi denunciaba a una persona y entonces la venganza se descargaba implacable. Los muertos habitaban durante un tiempo en los lu­ gares que les habían sido familiares y después marcha­ ban a un mundo lejano, más allá del mar o la cordi­ llera, donde experimentaban las mismas necesidades que los vivos, y por eso, dentro de sus tumbas, se colo­ caban alimentos, armas v utensilios. Cada agrupación te­ nía un pillán, encamación de los antepasados, que po­ día morar en las nubes o los volcanes, y cuando había

35

truenos y relámpagos o erupciones, significaba que los antepasados luchaban espectacularmente. Había tam­ bién un Pillán superior, especie de dios del bien y del mal, que era necesario mantener propicio mediante ce­ remonias especiales. Los espíritus malignos eran el huecuvu, el colocolo y el chiquehuecuvu. La organización social comenzaba con la familia, que, a la llegada de los castellanos, estaba pasando del ma­ triarcado al patriarcado. Cada hombre podía tener tan­ tas mujeres como pudiese mantener, y ello representa­ ba una ventaja, porque las mujeres eran quienes reali­ zaban casi todos los trabajos. Había diversas agrupaciones pequeñas que recono­ cían la autoridad de caciques y que en conjunto for­ maban los rehues o levos. Estos comprendían de mil seiscientos a cuatro mil hombres, todos los cuales tenían un antepasado común. No existía una organización cen­ tral que hubiese implicado unidad en el pueblo arau­ cano; pero la presencia de los cristianos les llevó a unirse circunstancialmente para la defensa. Los reíhues se agrupaban en los aillarehues, que eran alrededor de cincuenta, y en cuatro butalmapus, agrupaciones orien­ tadas longitudinalmente de norte a sur. Ante una emergencia bélica se elegía un toqui, bajo cuya autoridad se ponían varios rehues y agrupaciones aun mayores. En ciertas ocasiones, en la guerra contra los españoles, la alianza de las tribus fue muy fuerte y la lucha se generalizó en todo el territorio de la Araucanía; pero esas grandes rebeliones fueron contadas. (En la región cordillerana, frente a la Araucanía, ha­ bitaba un pueblo nómade, el pehuenche, que tenía co­ mo uno de sus principales alimentos ~el pehuén o pi­ ñón de la araucaria. Sus incursiones de guerra, caza, pi­ llaje y comercio se extendían a ambos lados de los Andes. Características parecidas ofrecían los chiquilla36

nes, situados más al norte, frente a los picunches, y los puelches, más al sur, frente a los huilliches. En la zona norte del país se encontraban pueblos de cultura muy superior a la que tenían los ya mencio­ nados. Siguiendo de sur a norte estaban en primer lu­ gar los diaguitas, que ocupaban los valles tibios del Norte Chico, entre los ríos Choapa y Copiapó. Eran agricultores que aprovechaban hábilmente los pocos te­ rrenos cultivables mediante canales de regadío y ande­ nes formados laboriosamente en los faldeos de las que­ bradas. También pastoreaban ganados de llamas y ca­ zaban el guanaco y diversas aves. Eran diestros tejedo­ res, trabajaban el cobre y el bronce y, en menor^éscala, el oro y la plata; pero los mejores logros aparecen en su hermosa y delicada cerámica de paredes del­ gadas. Escudillas, vasijas de paredes verticales, platos y jarros mostraban una abundante e imaginativa de­ coración geométrica realizada en blanco, rojo y negro. Algunos cacharros afectaban caras humanas y había ja­ rros que imitaban la figura de un pato nadando. Más al norte, en los pocos oasis del desierto de Atacama, vivían algunos grupos que ofrecían ciertas seme­ janzas con el anterior y que han recibido, en forma ge­ neral, el nombre de atacameño. El grupo mejor carac­ terizado era el de San Pedro. El rigor del clima y la pobreza de las tierras calcina­ das por el sol habían sido vencidos mediante un es­ fuerzo inteligente y una actividad infatigable, que ase­ guraban la supervivencia a esta escasa población indí­ gena. Sus casas estaban hechas de piedra rústicamente tra­ bajada y cubiertas con techos de ramas y totoras; jun­ to a ellas había pequeños graneros con una abertura cerca del suelo. Las viviendas se apretujaban esca­ lonadamente en poblados muy reducidos con calle37

juelas estrechas y vericuetos, que en algunos puntos to­ maban el carácter de cindadelas fortificadas, como los pucarás de Turi, Quitor y Lasaña. Generalmente, los pueblos se encontraban en faldeos o colinas inútiles pa­ ra no ocupar el menor espacio cultivable. La agricultura empleaba al máximo el fondo plano de los valles y quebradas y mediante andenes se apro­ vechaban las laderas hasta donde podía conducirse el agua de los mezquinos riachuelos. Entre sus productos se encontraban el maíz, la quínoa, la papa, el camote, los fréjoles, el zapallo y el ají, se aprovechaban tam­ bién las tunas y más de algún beneficio se obtenía del algarrobo y los cactos. Su metalurgia comprendía el cobre y el bronce, en menor medida la plata y excepcionalmente el oro. La alfarería y la cestería, en cambio, tenían excelentes ar­ tífices y sus productos abundaban; no menos interesan­ tes eran los tallados en madera, a pesar de que este elemento escaseaba en la región. Con ella fabricaban palas, cuchillones, dinteles, pequeñas vasijas, máscaras, vasos altos, tabletas y tubos para rapé. Los tejidos y la vestimenta eran notables. Fabrica­ ban especies de frazadas, camisas y ponchos multicolo­ res; hacían bordados con aguja, representando figuras estilizadas de hombres, animales y elementos geomé­ tricos. Vistosos gorros con aspecto de felpa y otros ador­ nados con plumas, coronaban la cabeza, mientras el pie era ceñido por una simple ojota. La insuficiencia de los oasis interiores obligaba a los hombres a aventurarse por las llanuras salitrosas y las frías mesetas cordilleranas para procurarse diversos elementos. Alcanzaban hasta la costa para obtener pes­ cado, cueros de lobo de mar, conchas y guano para abo­ nar sus terrazas de cultivo. Llevaban los productos de su artesanía al otro lado de la cordillera y al altiplano,

para cambiarlos por plumas de loro, hojas de coca y artículos diversos. En esos trajines recorrían con sus re­ cuas de llamas los senderos sutiles, por cascajos y are­ nales, que unían los pequeños oasis o tocaban de pa­ so uno que otro manantial. Igual que los otros aborígenes que habitaban Chile, carecían de una organización social superior y, al pa­ recer, no tenían más autoridad que unos consejos de mayores en cada localidad. En la costa del norte, constreñidos por el mar y el desierto, vivían los changos. Descendían de pobladores muy primitivos que habían bajado del norte por la línea costera y habían deambulado por las caletas más acogedoras, dependiendo totalmente de los productos del mar. La permanencia de esos antepasados había quedado marcada por grandes cónchales, residuo de sus alimentos, que encerraban, olvidados, sus rústicos instrumentos de piedra y conchas. Los changos no sólo vivían de los recursos del mar, sino que por influencia de otras culturas poseían algunos rudimentos de agricul­ tura, cazaban el guanaco y tenían una alfarería y una metalurgia muy simples. Su creación más curiosa eran las balsas de cueros de lobo marino inflados, que les permitían desafiar audazmente las olas y cuyo uso se generalizó hacia el sur hasta épocas más o menos re­ cientes. El panorama general que presentaban los aboríge­ nes de Chile era bastante variado y a causa de la dis­ persión geográfica, los desniveles culturales, la suspica­ cia, las luchas y quizás qué otros factores, no existía entre ellos un entendimiento ni una voluntad común. Vivían ocupados de sus quehaceres, sumidos en el des­ tino modesto de sus pequeñas comunidades, hasta que un pueblo indígena de cultura superior llegó a sobre­ poner su dominio y a enfrentarlos con otra realidad. 39

Aproximadamente el año 1463, precediendo en se­ tenta años a los castellanos, el inca Tupac Yupanqui comenzó a expandir hacia Ghile las fronteras del im­ perio peruano, cuya esplendente civilización había al­ canzado un pie de excelente organización. Venciendo focos aislados de resistencia, logró asentar su dominio en las comarcas del norte. En una paulatina expansión, los incas llegaron hasta el río Maulé, donde la magni­ tud del esfuerzo ya realizado y la presencia hostil de los araucanos frenaron la conquista. Los incas no tenían una voluntad de férrea subyu­ gación ni se proponían quebrantar la vida y las costum­ bres de los pueblos sometidos, sino que se contentaban con el reconocimiento de su soberano, el establecimiento de jefes propios en cada localidad, los curacas; el pa­ go de tributos, la prestación de ciertos servicios, etc. A cambio de ello, permitían el uso de la lengua autóctona, las prácticas religiosas y las costumbres de cada re­ gión, de manera que su dominación no era odiosa y los pueblos sometidos concluían por amoldarse. La influencia incásica no fue muy profunda, debido al corto tiempo que se dejó sentir; pero significó un ablandamiento del terreno que luego invadirían los es­ pañoles y estableció precedentes en muchos aspectos que más tarde los hombres blancos impusieron con ma­ yor rigor. El camino del inca, designación genérica para un conjunto de calzadas, senderos y a veces simples hue­ llas más o menos señalizadas, unió al territorio de Chi­ le con el corazón del imperio y permitió el desplazamiento rápido y seguro de viajeros y contingentes di­ versos. El camino estaba sembrado de tambos y tambillos, especies de posadas colocadas a distancia de unajornada, donde se podía alojar y encontrar leña y ali­ mentos, que los indígenas del lugar estaban obligados a

40

r

,



entregar. Uno de los caminos corría paralelo a la cos­ ta, otro discurría por los desiertos del interior, y un ter­ cero, quizás el más importante, cruzaba el altiplano bo­ liviano y seguía cerca del pie oriental de la cordillera de los Andes, ofreciendo ramales que atravesaban la ca­ dena montañosa por diversos lugares. Esas fueron las rutas que utilizaron los españoles en sus viajes a Chile y para ir al Perú en busca de socorros cuando no dis­ pusieron de barcos. La población autóctona debió participar en algunas de las obras realizadas por los incas bajo un régimen de trabajo regular, al mismo tiempo que masas de ha­ bitantes fueron trasladadas a otras regiones en calidad de mitimaes o colonizadores y, a su vez, llegaron otros contingentes para ser radicados en diversos lugares. La tributación consistía generalmente en prestación de servicios; pero también se exigían productos pro­ pios de la región, como el oro en el caso de Chile. El culto del sol, con sus templos y ritos, fue estable­ cido en los núcleos poblados por los incas, sin impo­ nerlo a los nativos; aunque esas actividades debieron llamar la atención de los lugareños, acostumbrados so­ lamente a los ritos mágicos de alcance limitado. En las cumbres más destacadas se levantaron santuarios, cuvas ruinas casi imperceptibles se han conservado hasta hov día, como en el caso del cerro de Tagua-Tagua y la montaña de El Plomo. Cuando los castellanos arribaron al Perú, una guerra civil entre Huáscar y Atahualpa por lar sucesión del trono, había provocado muchos trastornos en el impe­ rio e incluso las guarniciones destacadas en Chile ha­ bían sido llamadas al Cuzco. La ludha se resolvió a fa­ vor de Atahualpa, quien pronto cayó en manos de los españoles, que le dieron muerte, y antes de mucho la organización imperial se desmoronaba. El nuevo jefe 41

impuesto por los españoles, el Inca Manco, debió reali­ zar un doble juego, colaborando con ellos y preparando un levantamiento general. Pero todo estaba perdido desde el comienzo y el pue­ blo inca, igual que todos sus hermanos, debía caer con su destino truncado, sin esperanza, para arrastrarse por la senda pedregosa de los sometidos. A la vera del ca­ mino, en callejuelas terrosas de aldeas inmutables, en tierras desoladas y amargas, en todas partes, el rostro curtido del indio, alma petrificada y silente, guardó pa­ ra siempre el dolor del cataclismo traído por los hom­ bres de espada y armadura, como lo expresó un poeta maya: Ellos enseñaron el miedo; vinieron a marchitar las flores.

En los últimos días del verano de 1536, el valle de Copiapó se llenó de galopes y brillos metálicos. Era la expedición del adelantado don Diego de Almagro, hom­ bre viejo y achacoso, pero con el ánimo siempre dis­ puesto para grandes cosas, que había partido desde el Perú para conquistar las tierras de Chile. El inca Man­ co le había prometido un gran tesoro «en tejuelos de oro» y le había acordado su ayuda, dando órdenes para reunir indios auxiliares y facilitar la marcha de la ex­ pedición a través del imperio. No eran más de doscientos españoles, muy maltrechos con el largo viaje desde el Cuzco a través del altipla­ no y que cargaban la terrible experiencia de la trave­ sía de la cordillera, cuyas elevadas mesetas, faldeos y portezuelos quedaron señalados por hitos macabros: cadáveres de españoles, de auxiliares indígenas y negros,

42

caballos congelados y cargas abandonadas. El valle de Copiapó, con su amable vegetación, fue un paraíso tranquilo para reponerse, y la población aborigen, sa­ bedora ya de la próxima llegada de esa gente extraña, colaboró dócilmente. La expedición avanzó hasta el valle de Aconcagua y desde allí se practicaron diversos reconocimientos, aun­ que ya nadie podía dudar que éste no era el país cua­ jado de oro que habían descrito los incas. Un capitán con ochenta hombres fue enviado hacia el sur con el propósito quimérico de alcanzar hasta el estrecho de Magallanes; pero la crudeza del invierno y la porfiada resistencia que presentaron los araucanos en Reinohuelén, cerca del río Itata, le obligaron a regresar a Acon­ cagua con las más negras noticias. Tampoco se pudo atravesar la cordillera, y un barquichuelo, que apoyaba por mar a la expedición, con gran dificultad navegó hasta la bahía de Valparaíso. La desilusión se apoderó de los soldados, y aunque Almagro pensaba que debían permanecer y colonizar, que el país, si bien era escaso de metales preciosos, ofre­ cía otras ventajas que, a la larga, .podrían recompensar sus esfuerzos, terminó por seguir la opinión de sus hom­ bres y dispuso el regreso a Copiapó. En aquel valle encontró a dos de sus capitanes con un refuerzo de cien soldados, traído del Perú, que ele­ vó el número de los expedicionarios a cerca de cuatro­ cientos, y todos juntos iniciaron la travesía de los de­ siertos cercanos a la costa, que, a pesar del calor ago­ biante del día y la pobreza de los manantiales de agua, se les presentaba como una ruta menos penosa que la cordillerana. El viaje se hizo sin inconvenientes graves y en los primeros meses de 1537 llegaron al Cuzco, dejando tras su paso los denuestos y maldiciones contra una jorna­ 43

da tan sacrificada e inútil; pero aun la mala suerte no había concluido para ellos y su jefe. La posesión del Cuzco desencadenó la lucha con Francisco Pizarro -y sus hermanos hasta decidirse en la batalla de las Salinas el año 1538, con la más completa derrota de la hueste almagrista. El adelantado, enfermo de cuerpo y alma, ca­ yó prisionero y sus implacables enemigos le dieron muerte a los pocos meses. Desde entonces «los de Chile» quedaron desampara­ dos, sin jefe y sin futuro, viviendo con el deseo de un desquite. La mala suerte parecía hacerse extensiva al territo­ rio que habían pretendido conquistar, que cayó en tal desprestigio que nadie pensó efectuar una nueva in­ cursión. En todo caso, la expedición había dejado ex­ ploradas dos rutas que ahora se conocían con certeza y llevó al Perú vagas nociones sobre la naturaleza del país, su geografía y sus habitantes. Entre los jefes pizarristas que habían tomado parte en la campaña contra Almagro, se había destacado por su papel decisivo y su valor, el capitán don Pedro de Valdivia, que de esa manera había demostrado que su reputación, ganada en las luchas europeas, no eran sim­ ples palabras. 'El agradecimiento de Pizarro no se dejó esperar y, apaciguado ya el Perú, le entregó en enco­ mienda los indios del valle de la Canela, que deberían trabajar para él, y además, el cerro de Porco, cuyas en­ trañas encerraban buenas vetas de plata. Valdivia había nacido casi junto con el siglo, en una de las aldeas de la Serena de Extremadura y, muy jo­ ven, había ingresado en los ejércitos de Carlos V, enton­ ces en lucha con las fuerzas de Francisco I de Fran­ cia. En los campos de Flandes conoció el rigor de la lu­ cha bajo el mando de famosos capitanes y, también, pro­ bó la embriaguez del triunfo, como aquel día memo-

44

rabie en Valenciennes, cuando el propio Emperador, tan joven como él, encabezó la defensa, montando po­ deroso corcel y vistiendo reluciente armadura. Más tarde el escenario fue el norte de Italia y en Pa­ vía, después de dura lucha, presenció el momento inol­ vidable en que el rey francés rindió su espada. Ostentaba el título de capitán y apenas contaba vein­ ticinco años cuando regresó a las pobres tierras de Ex­ tremadura. Allí contrajo enlace con doña ¡Marina Ortiz de Gaete y vivió algunos años apacibles; mas la mo­ notonía de la existencia lugareña, repetida día tras día, no podía retener a un hombre ambicioso que ya había probado el gusto y las posibilidades de la aventura mi­ litar. El atractivo poderoso del Nuevo Mundo, con su rea­ lidad y sus fantasías, pronto le sedujo y un día cual­ quiera abandonó el hogar para probar fortuna en las tierras desconocidas. La situación que alcanzó en el Perú habría conten­ tado a cualquier otro, pero él no estaba hecho para en­ gordar viendo crecer su fortuna y mientras hubiese un territorio que despertase en su sangre las ansias de triunfo y gloria, no podía estar tranquilo. Resuelta­ mente abordó a Pizarro y le pidió autorización para marchar a la conquista de Chile, y el viejo conquistador del Perú, pasada la primera sorpresa, tuvo que conce­ der el permiso ante la insistencia de su capitán. Ahí comenzaron los problemas, como el mismo Val­ divia recordaría en una de sus famosas cartas: «cuando el marqués D. Francisco Pizarro me dio esta empresa, no había hombre que quisiera venir a esta tierra, y los que más huían de ella eran los que trujo el adelantado D. Diego de Almagro, que como la desamparó, quedó tan mal infamada, que como de la pestilencia huían de ella; y aun muchas personas que me querían bien, y

45

eran tenidos por cuerdos, no me tuvieron por tal cuan­ do me vieron gastar la hacienda que tenía en empresa tan apartada del Perú, y donde el adelantado no ha­ bía perseverado, habiendo gastado él y los que en su compañía vinieron, más de quinientos mil pesos de oro». Era decepcionante hacer comparaciones con la em­ presa de Almagro, porque Valdivia no dispuso más que de veinticuatro mil pesos, entre lo que él aportó y al­ gunos préstamos que difícilmente pudo obtener de mer­ caderes y otras personas. Por otra parte, después de mu­ chos meses de haber levantado bandera de enganche, no se le habían juntado más de diez hombres. Su única es­ peranza estaba en los soldados de algunas expedicio­ nes que exploraban al otro lado del altiplano, que po­ siblemente bajarían a reunírsele en el camino a Chile si la fortuna les era adversa por aquellos rumbos. Pese a las dificultades, Valdivia emprendió resuelta­ mente la marcha, seguido de sus pocos soldados, nu­ merosos indios auxiliares y de Inés Suárez, compa­ ñera fiel y apoyo decidido de la empresa. La columna bajó del Cuzco a los desiertos y arenales costeros del sur del Perú y, discurriendo lentamente, avanzó hasta la quebrada de Tarapacá, donde les esperaba una agra­ dable sorpresa: allí se les unieron más de cien hombres y varios capitanes de gran valer, entre ellos Francisco de Villagra y Jerónimo de Alderete. Sin tener ya nada que perder después de la espantosa expedición al otro lado del altiplano, aquellos aventureros habían decidi­ do unirse a Valdivia como último recurso contra el in­ fortunio. Más adelante, en Atacama, les aguardaba Francisco de Aguirre con otro grupo y la columna llegó de esta manera a ciento cincuenta y dos hombres. La conquis­ 46

ta de Chile, bajo tan pobre exordio, comenzaba a ser una posibilidad. Al cabo de un año de la salida del Cuzco, Valdivia arribó a la llanura regada por el rió Mapocho, y su buen ojo de estratega y poblador captó inmediatamente las ventajas del lugar: tierras planas manchadas con mato­ rrales y bosquecillos que darían leña y madera, bue­ nas condiciones para la agricultura, población indíge­ na abundante para utilizarla en el trabajo, pero no ex­ cesiva como para representar un gran peligro, proxi­ midad con el rico valle de Aconcagua y la posibilidad de las tierras que, sin obstáculos naturales, se abrían ha­ cia el sur hasta donde las ambiciones y el esfuerzo pu­ diesen alcanzar. En el lugar confluía, además, la actividad de los in­ dígenas comarcanos. La ruta de los incas, seguida por los españoles, llegaba desde el norte, cruzaba el río y continuaba al sur atravesando ligeramente por el po­ niente del lugar señalado para la ciudad. Un tambo en las cercanías del Mapocho era el centro de recursos pa­ ra los viajeros del imperio, y no muy lejos, el curaca designado por el monarca peruano, Quilacanta, ejercía su autoridad. Los caciques locales como Tobalaba, Huelén Huara, Apoquindo y otros, señoreaban diver­ sas parcialidades. Una buena tentación eran las tierras agrícolas de los naturales, debidamente despejadas y con un trabajado sistema de canales y acequias para el agua de riego. Se­ ría sencillo desplazar a sus dueños y colocarse en su lu­ gar. A decir verdad, los indios ya habían escogido el si­ tio de la ciudad. El campamento se formó cerca del río, cobijado por el cerro Huelén, que los españoles llamaron Santa Lu­ cía, y el 12 de febrero de 1541, Valdivia procedió a fun­

47

dar la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura. ■En el lugar destinado a la plaza se clavó la picota, un grueso madero que simbolizaba la justicia, y proclama­ da la fundación de la ciudad, un escribano extendió el acta respectiva. En los días siguientes un alarife traba­ jó diligentemente trazando a cordel las calles y seña­ lando cuatro solares en cada manzana, que fueron en­ tregados a los conquistadores. Inmediatamente, con la ayuda de los indígenas, se comenzaron a construir las casas con madera, barro y paja, y también se levantó una iglesia. Pocos días después, Valdivia fundó el ca­ bildo, nombrando dos alcaldes y seis regidores elegidos entre sus principales colaboradores. Las rápidas incursiones efectuadas por los castellanos en la comarca dejaron ver una población aborigen su­ misa y hasta fue posible enviar algunos hombres a ex­ plotar ciertos lavaderos de oro en el estero de Margamarga y a construir un bergantín en Concón; pero an­ tes de mucho apareció la inquietud entre los naturales, que arrasaron aquellas labores y dieron muerte a los españoles que se encontraban allí. Valdivia, por su par­ te, debió sofocar un intento subversivo entre algunos de sus hombres y, aplicando con rigor ejemplar su au­ toridad, ajustició a cinco de los comprometidos. Sin embargo, aquello no era más que el comienzo de las desventuras y más valía ir templando el ánimo. Los indios habían palpado ya la aspereza de la do­ minación española y, considerando el corto número de los invasores, decidieron deshacerse de ellos mediante un ataque decisivo. El día elegido fue el 11 de sep­ tiembre, en circunstancias que la ciudad estaba guar­ necida sólo con cincuenta hombres por haber salido el resto a incursionar con Valdivia. Al amanecer de aquel día, las hordas picunches, al mando del cacique Michimalonco, se lanzaron sobre la ciudad en medio de un 48

griterío ensordecedor que puso alerta a los castellanos. ■La defensa fue dirigida por Alonso de Monroy, jefe de­ jado por Valdivia; en los momentos más difíciles, Inés Suárez, vistiendo cota de malla y esgrimiendo la lan­ za, acudió a los puntos amagados, compitiendo en va­ lor con los hombres. Gracias a su determinación se de­ capitó a siete caciques mantenidos como rehenes y sus cabezas fueron lanzadas a los atacantes. La lucha duró casi todo el día, hasta que una carga a caballo dispersó a los indígenas. Pero la victoria re­ sultaba muy cara; entre las ruinas de la ciudad, comple­ tamente incendiada, quedaron deambulando los defen­ sores, con cuatro compañeros muertos y perdidos 23 caballos, los enseres y alimentos destruidos y sin otra vestimenta que la puesta. Al llegar, Valdivia pudo com­ probar la magnitud del desastre, y apurando el recuen­ to de lo salvado, no se encontró más que un cochinillo y dos porquezuelas, un pollo y una polla y hasta cua­ tro puñados de trigo. Con eso había que sustentarse y pasar hasta que llegasen socorros del Perú, que se man­ daron pedir con emisarios despachados a caballo. Durante casi tres años, los conquistadores debieron vivir en la mayor penutia, faltos de ropa y atenaceados por el hambre, pero Valdivia no amparaba flaquezas y mantenía a la gente ocupada en reconstruir la ciudad, buscar alimentos, sembrar y desbartar las amenazas de los indios, como él mismo lo relataba al emperador Car­ los V. «Los trabajos de la guerra, invictísimo César, puédenlos pasar los hombres, porque loor es al soldado morir peleando; pero los del hambre concurriendo con ellos, para los sufrir, más que hombres han de ser: pues tales se han mostrado los vasallos de V. M. en ambos, debajo de mi protección, y yo de la de Dios y de V. M., por sustentarle esta tierra. Y hasta el último año de es­ tos tres que nos simentamos muy bien y tuvimos harta

49

comida, pasamos los dos primeros con extrema necesi­ dad, y tanta que no la podría significar; y a muchos de los cristianos les era forzado ir un día a cabar cebolletar para se sustentar aquel y otros dos, y acabadas aque­ llas, tornaba a lo mesmo, y las piezas [indios], todas de nuestro servicio y hijos con esto se mantenían, y car­ ne no había ninguna: y el cristiano que alcanzaba cin­ cuenta granos de maíz cada día, no se tenía en poco, y el que tenía un puño de trigo, no lo molía, para sa­ car el salvado. Y de esta suerte hemos vivido, y tuviéranse por muy contentos los soldados si con esta pasa­ día los dejara estar en sus casas; pero conveníame te­ ner a la continua treinta o cuarenta de caballo por el campo, invierno y verano y acabadas las mochilas que llevaban, venían aquellos e iban otros. Y así andábamos como trasgos, y los indios nos llamaban Zupais, que así nombran a sus diablos, porque a todas las horas que nos venían a buscar, porque saben venir de noche a pe­ lear, nos (hallaban despiertos, armados y, si era menes­ ter, a caballo. Y fue tan grande el cuidado que en esto tuve todo este tiempo, que con ser pocos nosotros y ellos muchos, los traía alcanzados de cuenta». Desde 1543 comenzaron a llegar socorros y pequeñas partidas de soldados que, no obstante su escaso nume­ ro, permitieron a Valdivia ampliar la conquista. El año siguiente se fundó La Serena, que fue necesario re­ construir en 1549 después de un ataque indígena que la destruyó totalmente, y desde entonces pudo estimar­ se definitivamente sometida toda la región norte y cen­ tral del país. Después de los primeros levantamientos, los naturales no volvieron a alzar cabeza y puede consi­ derarse esta etapa de la conquista como relativamente fácil si se la compara con la de la Araucanía que co­ menzaría en breve. A partir de 1550 la conquista se desplazó hacia el 50

sur para someter al pueblo araucano, pensando los es­ pañoles que la tarea sería de esfuerzo, como la ante­ rior, pero sin imaginar la resistencia inquebrantable que opondría «el fiero pueblo no domado. Aquel año se fundó Concepción y, en los siguientes, Imperial, Valdi­ via, Villarrica, Angol y algunos fuertes. La lucha fue tenaz y los soldados designados vecinos de las nuevas ciudades debieron vencer grandes dificul­ tades para construir y mantener los poblados. En ca­ da lugar quedaban cincuenta o setenta hombres al man­ do de algunos capitanes, que debían desplegar maña y valor para subsistir; con la ayuda de los indios más su­ misos levantaban ranchos y empalizadas que no logra­ ban desmentir el aspecto de campamentos, pese al tí­ tulo de ciudad que ostentaban y estar dotados de ca­ bildos. La dispersión de fuerzas, provocada por el afán de dominar la mayor extensión de territorio era muy pe­ ligrosa y pronto se comenzaron a palpar los inconvenien­ tes de la situación. En la primavera de 1553 los nati­ vos dieron muestras de inquietud y Valdivia debió sa­ lir desde Concepción a apaciguarlos con sólo cincuen­ ta soldados. El día de Navidad llegó con sus hombres al fuerte de Tucapel y todos quedaron espantados al no encontrar más que ruinas humeantes y ningún ras tro de sobrevivientes. Casi al instante emergieron de los bosques cercanos los batallones indígenas mandados 'hábilmente por Lautaro y, en medio de una gritería infernal, se trabó el combate. Un día entero soportaron los castellanos la lucha, agobiados por el cansancio, la sed y el calor; pero el número de los atacantes y su oleaje renovado a cada instante, doblegaron la resistencia y, al caer la tarde, muertos casi todos los soldados, Valdivia comprendió que el fin estaba próximo. Trató de huir con unos po-

51

eos hombres por una ciénaga, pero la marcha de los ca­ ballos era casi imposible y pronto los guerreros arau­ canos se acercaron dando gritos de triunfo: eran los últimos momentos antes de una muerte horrorosa. Dejaba su obra inconclusa, sin haber alcanzado un momento de calma ni haber gozado del éxito, pero las bases ya estaban asentadas y la gloria que tanto ambi­ cionaba cubriría su figura. Su fuerte voluntad creado­ ra, la valentía y la esperanza habían dejado las semi­ llas de un pueblo nuevo en el largo surco de Chile.

52

Con la muerte de Valdivia no concluía la conquista de Chile, que se prolongaría hasta fines de siglo, derivan­ do en la vida colonial cuando la dominación quedó asentada y una relativa tranquilidad fue el tono de la existencia al norte del Biobío. Pero al mismo tiempo que los sucesos militares iban transcurriendo y el asen­ tamiento de los españoles tomaba consistencia, comen­ zaban a establecerse los elementos esenciales de una nueva sociedad, que más adelante el transcurso del tiempo desarrollaría en plenitud. El primer paso lo constituye la transformación de la hueste, grupo guerrero en marcha, en ciudad, que im­ plica arraigo y vida estable. ‘El jefe conquistador ad­ quiere plenamente el- carácter de gobernador y el sol­ dado llega a ser vecino, sin perder su primera condi­ ción. La hueste era un grupo explorador lanzado a la buena ventura, mientras que la ciudad significa áni­ mo de permanencia y el comienzo de una nueva vida. El proceso mismo de la conquista se efectuó sobre la base de fundación de ciudades, que constituyeron la célula inicial de las nuevas comunidades. La ciudad es campamento —con su Plaza de Armas en medio—, que cohesiona a los guerreros para su defensa y para el so­ metimiento de los indios comarcanos. El enclave urba­ no era la única forma posible de sobrevivir para los pe­ queños grupos de conquistadores, replegados sobre sí mismos en medio de tribus hostiles. Esa misma reali­ dad determinó que el proceso de dominación fuese una especie de fuerza centrífuga que, partiendo de la ciudad, se desplegaba hacia los territorios adyacentes. La ciudad representa, además, un esfuerzo organiza­ tivo de carácter práctico y teórico que provenía de la antigua Grecia en su raíz más remota. El hombre, co­ mo zoon politikon, encuentra el sentido de su existen­ cia viviendo en sociedad, para cuyo efecto es necesario

54

un orden regido por la ley y la autoridad. Era la «vida en policía» según el lenguaje de la época. La existencia social, por lo tanto, adquiría coheren­ cia a través de la ciudad. Naturalmente, los conquista­ dores no andaban con los viejos tratados bajo el brazo, pero eran portadores inconscientes del rico acervo cul­ tural hispánico, en el cual la vida urbana tenía un sen­ tido preciso. Dado que la ciudad representa un proceso de orde­ namiento y que en el Nuevo Mundo los centros po­ blados surgieron, en general, como un acto voluntario de los capitanes, la traza urbana fue dispuesta en un orden riguroso. El tablero de ajedrez, con su simetría perfecta, era el reflejo de una sociedad ideal, especie de geometría utópica. Las categorías sociales jugaron de manera decisiva en la distribución de los solares y de los ámbitos de la ciudad. Junto a la plaza y en sus inmediaciones, levan­ taron sus casas los capitanes más destacados y, desde allí hacia la periferia, los hidalgos de menor rango y los soldados corrientes y los villanos, para diluirse todo en las rancherías de los indios y mestizos. La plaza fue el espacio polvoriento y despejado donde convergía la vida urbana y las principales manifestacio­ nes de la actividad oficial, religiosa y social. En sus costados, se alzaban la casa del cabildo y de la autori­ dad local y también el edificio modesto de la iglesia. Cada cierto tiempo desaparecía la rutina y la plaza se transformaba a causa de algún acontecimiento espe­ cial. Se animaba con curiosos cuando en sus cuatro esquinas se pregonaban los bandos del gobernador o las disposiciones del cabildo; se adornaba y aparecían en ella los vecinos con sus mejores ropas cuando se re­ cibía a un gobernador o se efectuaba el paseo del es­ tandarte real. La fe y la unción dominaban su espa­ 55

ció con motivo de una procesión; el bullicio de la gente repercutía en sus costados mientras se realizaban tor­ neos caballerescos o corridas de toro, y la morbosidad más chocante atraía a los hombres para presenciar los azotes dados a algún delincuente o contemplar el ca­ dáver de un ajusticiado. Porque el rollo o picota, enhiesto en medio de la plaza, era el lugar donde se apli­ caban las penas ordenadas por la justicia para procla­ mar a todos los vientos el rigor de la ley. En ciertas ocasiones, en que la inquietud dominaba al vecindario a causa de algún rumor o noticia, la gente concurría a la plaza para buscar el contacto con los demás y estar atentos a las medidas de las autori­ dades. Inquietudes y alegrías hermanaban a los hom­ bres en los miserables poblados de la Conquista. En suma, la plaza era una rica síntesis de la conciencia de vida en común. La ciudad se manifestaba institucionalmente a tra­ vés del cabildo, que revestía el carácter de órgano re­ presentativo de los vecinos. Como tal, hacía oír su voz ante el gobernador y aun ante el rey, si era nece­ sario. Si algún asunto grave hería los intereses comu­ nes, el cabildo abría sus puertas a los vecinos de mayor categoría y se constituía en cabildo abierto, dando así más fuerza a sus decisiones. El concejo municipal, sin embargo, no representaba un indicio de democracia, porque sus componentes eran los miembros de los más altos círculos surgidos de la conquista, especialmente guerreros y encomenderos, por más que tomasen la voz del pueblo. En las nuevas ciudades el papel del cabildo fue esen­ cial como organizador de la vida en común. Mientras los gobernadores y sus capitanes atendían a la guerra, la institución municipal se ocupaba de infinidad de asuntos, que no sólo afectaban al diario vivir, sino a 56

cuestiones de mayor trascedencia. En Santiago, que vive alejado de la lucha y que no siempre cuenta con la presencia del gobernador, el hecho es más evidente. El cabildo se muestra diligente para dictar disposi­ ciones reglamentarias sobre la vida urbana: cuidado de las calles y veredas, obligación de efectuar el aseo, cuidado de las acequias, conducción del agua para la bebida, etc. También se preocupa de la distribución de solares y tierras agrícolas, la construcción y reparación de puentes y otras obras, dicta reglas para la recolec­ ción de leña y la explotación del bosque, con el fin de evitar el abuso y la desaparición de esos recursos. Re­ gula, igualmente, las actividades profesionales y artesanales, fijando aranceles y vigilando a quienes las de­ sempeñan. Sastres, herreros y carpinteros deben atenerse a precios fijos; parteras, médicos y «zurujanos» son examinados para determinar su competencia y se les advierte que están obligados a atender gratis a los po­ bres. La vida económica era también una preocupación constante para el cabildo. Fijaba el precio de los bie­ nes de consumo habitual, regulaba y vigilaba el siste­ ma de pesos y medidas utilizados por el comercio y au torizaba el funcionamiento de cada pulpería. La especulación y el acaparamiento eran perseguidos con tenacidad, llegándose al decomiso de las mercan­ cías para asegurar el abastecimiento normal. El cabildo de Santiago, en algunas ocasiones, llegó a prohibir el envío de trigo fuera del país mientras no se hubiesen llenado las necesidades del mercado interno. En todas esas actuaciones, los cabildos eran guiados por un principio básico que conformaba la existencia social, la idea del bien común, que ellos expresaban como el «bien y pro común*. No obstante poseer un sentido aristocratizante, los

57

concejos en sus gestiones observaban, por lo general, una ética superior. El bien común era defendido cada vez que entraban en juego los intereses de la colecti­ vidad frente al interés individual. En el campo econó­ mico, por ejemplo, debía primar el interés de todos y por eso se reglamentaban y vigilaban las actividades individuales. No se concebía la libertad para enrique­ cerse sin escrúpulos, y por eso el estado intervenía en los procesos económicos. La defensa de la comunidad iba aun más lejos, lle­ gando en ocasiones hasta violar la voluntad íntima de las personas, como ocurrió en Santiago con un he­ rrero que manifestó el propósito de alejarse en los di­ fíciles años del comienzo. Sabedor el Cabildo de que el hombre preparaba sus bártulos, le prohibió termi­ nantemente marcharse, bajo amenaza de una multa de quinientos pesos de oro y de hacerle volver por la fuerza. La razón para una medida tan dura era que siendo el único herrero que había en la ciudad, al alejarse no quedaría quién reparase o fabricase las herramien­ tas para sacar oro y los utensilios de toda clase, reci­ biendo un gran perjuicio el rey y los habitantes de la ciudad. Todas esas manifestaciones del concepto del bien co­ mún marcan un cambio de mentalidad durante la Con­ quista, que se habrá impuesto definitivamente al co­ menzar la vida colonial. El espíritu individualista de las etapas iniciales, que los grandes capitanes exhibían de manera arrogante, se fue limando a medida que la situación general se esta­ bilizaba. El elemento irracional de la aventura, la au­ dacia y la improvisación, ceden ante la vida en común, arraigada en la ciudad y que encuentra su mayor ex­ presión en los intentos de organización racional. El Ca­

58

bildo desempeña un papel protagónico en aquel esfuer­ zo cuotidiano, que cede sólo ante el avance organiza­ dor del estado centralizado y el esquema burocráti­ co. El choque entre las fuerzas espontáneas de la Con­ quista y la intención organizadora, tuvo episodios sig­ nificativos a la muerte de Valdivia, cuando hubo que decidir a quién correspondía el gobierno. En esa ocasión, el Cabildo santiaguino mantuvo a raya las aspiraciones de los capitanes más destacados, Francisco de Villagra, Francisco de Aguirre y Rodrigo de Quiroga, para buscar una solución que permitiese seguir adelante sin crear un conflicto grave. Para resistir las presiones y aun las amenazas, el con­ cejo debió actuar con maña, torcer voluntades y buscar soluciones inusitadas, demostrando una entereza y re­ solución basada sólo en la fuerza moral. Al fin de muchos días de incertidumbre, el Cabildo de Santiago, entregó el cargo de justicia mayor y capi­ tán general a Villagra, valiéndose de un subterfugio que salvaba su responsabilidad. (De esa manera, aquel destacado capitán reunió el mando que le habían otor­ gado las ciudades del sur con el de la capital. Sin embargo, aquella no sería una solución durade­ ra. Meses más tarde llegaba una orden de la Real Au­ diencia de Lima disponiendo que cada cabildo retu­ viese el mando de su respectiva jurisdicción mientras se designaba un gobernador. Esta curiosa disposición es una muestra más de la importancia de los cabildos y del papel que juegan las ciudades en la primera or­ ganización. La ciudad es mucho más que el simple distrito ur­ bano, pues ejerce jurisdicción sobre un enorme terri­ torio, donde los vecinos tienen sus tierras, explotan mi­ nas y disponen de los indígenas. A medida que se fue­ 59

ron fundando las ciudades, todo el país quedó dividi­ do entre ellas; en un primer momento Santiago ejer­ ció un dominio total, más teórico que práctico, pero luego la fundación de La Serena y de Concepción li­ mitaron su jurisdicción en el río Choapa, por el norte, y el Maulé, por el sur. Dentro de la ciudad y en la organización social y económica que comienza a desarrollarse, el vecino es el tipo clave, entendiendo por tal a la persona que posee casa puesta y tiene su existencia ligada a la ciu­ dad. Los primeros vecinos son designados por el fun­ dador y el cabildo considera a los que llegan poste­ riormente. Todos los vecinos deben colaborar con las autorida­ des, tienen que servir al rey y sobre ellos pesa la obli­ gación ineludible de acudir con sus propias armas y caballo, si lo tienen, cada vez que la defensa de la ciudad y de su territorio lo exijan. Cada vecino recibe en la ciudad un solar, la cüarta parte de una manzana, para edificar su casa, y se le otorgan tierras en el campo, según sus merecimientos. En los alrededores del poblado se trazan chacras de grandes o pequeñas dimensiones, que sus propietarios destinan al cultivo de las especies europeas: trigo, hor­ talizas y árboles frutales, pero sin descartar las autóc­ tonas como el maíz, la papa y el zapallo. El objeto de las chacras era producir los alimentos necesarios para los habitantes del poblado, que por ser tan reducidos, no exigían un gran esfuerzo agrí­ cola. En lugares más alejados, el cabildo y los gobernado­ res hacen mercedes de tierras que se destinan a la ga­ nadería de caballares, vacunos y ovinos, con prohibición de formar cercos, porque el uso del pasto y del agua era común.

60

La propiedad territorial se estableció en los lugares más a propósito, en las tierras planas y fértiles, junto a los cursos de agua, sin que hubiese interés por los suelos de menor calidad o los faldeos montañosos. Tampoco la ocupación del espacio fue continua, pues solía haber terrenos desocupados y linderos mal defi­ nidos, que por el momento no constituían un problema serio. Para dar lugar a la ocupación de la tierra, los indí­ genas debieron ser desplazados de los terrenos que cul­ tivaban o recorrían cazando y cogiendo frutos silves­ tres, que para ellos constituían una especie de domi­ nio privativo. Pero más importante que la posesión de tierras era el goce de encomiendas de indios, que proporcionaban la mano de obra y permitían poner trabajo en cual­ quier tipo de explotación, de manera que la fuerza de trabajo representada por ellos era indispensable al es­ pañol, que no había venido en busca de un campo para su esfuerzo y trabajo productor, sino que deseaba una posición señorial con vasallos que laborasen para él. La encomienda fue sinónimo de riqueza y vida holgada y, en el lenguaje de la época, disfrutar de una era «tener de comer». Valdivia hizo los primeros repartos de encomiendas entre los vecinos de las ciudades que se habían desta­ cado eiTla conquista y, posteriormente, los goberna­ dores recompensaron con ellas a quienes estimaron me­ ritorios. La concesión se daba por vida y para un des­ cendiente, pero en la práctica mudhas se mantuvieron por largos años en mano de las mismas familias. £ Según la teoría, la corona encomendaba a un súb­ dito un grupo de indígenas considerados menores de edad relativa, para que les cobrase en provecho propio los tributos que debían pagar al monarca, a cambio de

61

lo cual, el encomendero adquiría la obligación de pro­ tegerlos. Como en realidad los naturales no entendían el sentido de la tributación y desconocían el trabajo sistemático que no fuese de provecho inmediato para ellos, no podían cumplir con las obligaciones o sim­ plemente las resistían, y entonces el español optó por someterlos a un régimen de trabajo forzoso bajo su propia vigilancia o mediante capataces de confianza. Este último fue el régimen que imperó en Chile en un comienzo, y que fue regulado por la tasa de Santillán, es decir, un cuerpo de disposiciones elabo­ rado por el licenciado Hernando del Santillán en 1559. De acuerdo con sus normas, la gente de trabajo eran los hombres de 18 a 50 años de edad, de los cuales, ca­ da cacique debía proporcionar a su encomendero una sexta parte para las faenas mineras y una quinta para las agrícolas. Quedaban excluidos del trabajo las mu­ jeres y los caciques y sus hijos. El número de indios asignados a cada encomienda variaba mucho según la región y la calidad del en­ comendero: generalmente, sumaban algunos miles.’XLos repartos de La Serena fueron escasos debido a la poca densidad de la población nativa; los de Santiago fue­ ron regulares; sin embargo, la huida de los indios y su rápida disminución afectaron considerablemente el funcionamiento de las encomiendas. En cambio, en Concepción y las demás ciudades del sur, los repartos fueron excelentes por la gran abundancia de indios, pero los encomenderos difícilmente pudieron disponer de ellos a causa de la lucha permanente. Los indígenas encomendados fueron destinados de preferencia a los lavaderos de oro, que prometían una riqueza fácil e inmediata, y que, efectivamente, pro­ porcionaron buenas ganancias en algunas regiones; las actividades agrícolas y otras explotaciones destinadas 62

a cubrir las necesidades de la escasa población blanca, no requirieron en un comienzo de muchos brazos, y sólo el paso de los años, con el paulatino desarrollo y la disminución de la riqueza aurífera, llevó a un em­ pleo del indio en aquellas labores. Los naturales si­ tuados cerca de las ciudades fueron aprovechados en la construcción de casas y, los que poseían alguna habi­ lidad para cocer pan, manejar telares, trabajar la greda o para cualquier otra función, fueron utilizados en esas tareas por sus amos. Las mujeres más despiertas y de mejor presencia compusieron la servidumbre domés­ tica. El trato dado por los encomenderos a sus indios fue riguroso, y en ocasiones llegó a las crueldades más in­ humanas. Largas jornadas de trabajo, con tiempo mí­ nimo para descansar y siempre bajo la vigilancia y los gritos airados de los mayordomos, eran la rutina in­ quebrantable de cada día. Alejados de sus familias y de sus pueblos, carecían del calor amable de los suyos y, en cambio, la realidad de su existencia estaba com­ puesta por el barro, el agua fría de los lavaderos de oro o las paredes monótonas de un taller. El encomendero estaba interesado en conservar a sus indios y cuidarlos; pero la ambición nublaba la vista, y el deseo de obtener buenos rendimientos apuraba las exigencias al límite de la capacidad humana. Los cas­ tigos dados por los encomenderos eran despiadados y las penas que aplicaban las autoridades, por delitos corrientes, solían dejar marcados o lisiados a los cul­ pables. Para evitar la huida de los indios y su mezcla con los de otras encomiendas, se llegó a marcarles con hierro caliente o a zafarles el dedo grande del pie. La política de la corona y la acción de algunos sacer­ dotes y magistrados tendían a evitar esos abusos, y hubo una legislación protectora tan humanitaria co­ 63

mo nutrida. Desde luego, la corona no concibió la encomienda simplemente como una forma de trabajo o de tributación, sino que también procuró que fuese un instrumento de protección y estableció la obliga­ ción de los encomenderos de preocuparse de sus indios en el aspecto material y espiritual. Por una parte, de­ bían cuidar de su alimentación, vestimenta y salud y, por otra, de su adoctrinamiento y salvación. Sin em­ bargo, nada podían las buenas intenciones ni la lucha denodada de algunos espíritus humanitarios frente a la realidad concreta de los pequeños feudos manejados por los encomenderos.

Todo el siglo xvi fue una etapa vacilante de guerra y colonización mantenida fundamentalmente por la conjunción de dos elementos: la presencia de arenas auríferas en diversos puntos y la gran disponibilidad de trabajadores indígenas. La expedición de Almagro anduvo demasiado apre­ surada y con la impresión y el recuerdo de los teso­ ros peruanos, para descubrir rastros significativos del oro en Chile. Pero una vez que Valdivia y sus hombres se establecieron definitivamente, la tierra y los indios comenzaron a aflojar sus secretos. Pocos meses después de fundada la ciudad de San­ tiago, el cacique Michimalonco enseñó a los castella­ nos los lavaderos de Margamarga, que de inmediato comenzaron a ser trabajados con regular éxito. El oro obtenido permitió, después de la destrucción de San­ tiago, despachar seis jinetes al Perú con el encargo de traer hombres y recursos, para cuyo efecto el metal fue fundido y se fabricaron vasos, platos y estriberas para los expedicionarios. Así se lograba el doble propósito

64

I

de aligerar el peso y deslumbrar a los incautos con la riqueza de Chile. Después del levantamiento indígena y la destrucción de las faenas de Margamarga, el trabajo fue restable­ cido con igual éxito, permitiendo a Valdivia y a mu­ chos de sus hombres acumular cierta cantidad no des­ preciable, como que algunos de ellos pensaron dar la vuelta a España. Valdivia los autorizó, y cuando hubo un navio dis­ ponible, juntaron sus bártulos y sus pequeños tesoros en Valparaíso, sin contar con las malas artes del gober­ nador, que de improviso se apoderó del dinero y se embarcó hacia el Perú en busca de mayores recursos. No sabemos exactamente cuánto sumarían los tejue­ los de oro; pero años más tarde, en un campamento del sur, cuando todos los ánimos rebosaban alegría jun­ to a una fogata, un soldado gracioso y dicharachero, poco temeroso de Valdivia, que estaba allí presente, sentenció que al señor gobernador el nombre de Pe­ dro le correspondía por dos razones: la primera porque le había sido impuesto en la pila baustimal, y la se­ gunda, porque en cierta ocasión, igual que San Pedro, de una sola redada había cogido «ochenta mil dora­ dos». Cuando la conquista se expandió hacia el sur, nue­ vos lavaderos comenzaron a ser explotados, al parecer con mayor éxito que los de Margamarga. En Quilacoya, junto al Biobío y cerca de Concepción, hubo fae­ nas que desde el primer momento proporcionaron bue­ nas ganancias. También dejaron fama los lavaderos de Imperial, Valdivia y Villarrica o Ciudad Rica, como tan significativamente denominaron los conquistadores a una de sus fundaciones. El buen rendimiento de los lavaderos debe expli­ carse más que por su riqueza, que parece no haber sido

65

espectacular, por la utilización masiva de grandes con­ tingentes indígenas y la escasísima inversión que re­ querían. Un encomendero que disponía de cien o doscientos indios para el trabajo, necesariamente debía obtener al­ gún provecho de las arenas auríferas, por pobres que fuesen, y si pensamos que en un mismo riachuelo o quebrada trabajaban cuadrillas de diferentes encomen­ deros, el oro acumulado no podía ser insignificante. La mantención de los naturales no exigía mayores desembolsos: algún camisón o género ordinario en el año y eventualmente algunos alimentos, si es que el encomendero cumplía con las ordenanzas. Los indios construían sus propias viviendas con tron­ cos y ramas del lugar; sus mujeres preparaban las co­ midas con los alimentos que sacaban de sus tierras o los cultivos que hacían en las cercanías de los lavaderos cuando sus poblados quedaban lejos. Las faenas mismas requerían sólo unas cuantas ca­ naletas de madera para conducir el agua, pequeñas ba­ teas o chayas para el lavado de las arenas y cierta can­ tidad de palas y picotas. Con las ganancias del oro fue posible adquirir en el Perú las armas, géneros y toda clase de mercaderías que se necesitaban para la guerra y la vida en las na­ cientes ciudades. Sin el oro, la colonización habría sido muy difícil: no había otra riqueza explotable por en­ tonces y pasarían muchos años antes que los produc­ tos de la tierra constituyesen un rubro de exportación. La mantención del grupo español, por otra parte, no requería de un comercio muy intenso en razón de la escasa cantidad de personas que lo componían, y porque muchas de sus necesidades podían satisfacerse con los toscos productos elaborados en el país. Desde España se recibían armas, hierra, papel, quincallería y toda

clase de géneros para el vestir corriente, como bretañas y holandas, y los de lujo, como sedas, damascos, tercio­ pelos y encajes, para quienes pudiesen ostentarlos. En cambio, desde muy tempranos años, los artesanos locales pudieron proporcionar muebles rústicos, jarros y vasijas de greda, utensilios de hierro y cobre, sin ex­ cluir armas blancas, y toda clase de objetos de cuero, tales como calzado, petacas, monturas, bridas, etc. De esta manera, con un comercio reducido y una producción local también reducida, podía pasarse la existencia.

Los trabajos del campo tuvieron una importancia económica muy limitada en un comienzo. Sólo estaban destinados a llenar un consumo interno que se satis­ facía sobradamente con los escasos terrenos cultivados en las afueras de las ciudades. Tan reducidas eran las faenas agrícolas, que cuando el gobernador don Alonso de Sotomayor anunció su llegada con 200 hombres de refuerzo, el Cabildo de Santiago debió advertir a los vecinos que ampliasen los cultivos para tener alimen­ tos suficientes. Desde los primeros años de la Conquista, los españo­ les introdujeron las especies agrícolas de España, que se adaptaron perfectamente y se extendieron por todo el país, aclimatándose en las regiones apropiadas. Co­ mo en una larga lista de feria, podrían anotarse entre otros productos: trigo, lentejas, porotos, garbanzos, arvejas, habas, lechugas, coles, cebollas, zanahorias, san­ días, melones, duraznos, damascos, manzanas, limones, naranjas, ciruelas, cerezas, brevas, almendras, aceitunas, nueces y uvas. Por su parte, algunos productos autóctonos ganaron la mesa de los conquistadores, que a veces pasó por angustiosa estrechez, y merecieron algún cuidado en su

67

I cultivo: maíz, zapallos, papas, camotes, ají, piñones fresas, chirimoyas, papayas, lúcumas, etc. También hubo especies traídas por los castellanos desde otros puntos de América, como la palta y el to­ mate. El cultivo de la vid tuvo una importancia especial tanto para los españoles como para los indígenas. El vino y el aguardiente fueron dos elementos esenciales en el trato de ambos pueblos; para los naturales dis-i poner de bebidas alcohólicas de larga duración y obte­ nibles en gran cantidad, era librarse de la fastidiosa y lenta preparación de la ducha y de su limitada dii-i ración. Desde España también se trajeron muy tempranamen­ te las diferentes especies ganaderas: caballares, vacu­ nos, ovinos, porcinos, caprinos y asnales, y también las aves de corral. Todos ellos se reprodujeron con facili­ dad y se distribuyeron conforme las condiciones natu­ rales de las regiones, siendo también adoptadas por los indígenas. El sistema económico implantado por los conquista­ dores produjo cambios en la economía indígena, prin­ cipalmente en la región de fácil conquista al norte del Biobío, donde la subordinación pudo efectuarse de ma­ nera cabal. Las limitaciones impuestas al uso de la tierra y el desplazamiento hacia otras de inferior calidad, parecen haber tenido serias consecuencias en algunas regiones como el Norte Chico, donde la escasez de suelos agríco­ las y las dificultades del regadío creaban una situa­ ción angustiosa. En el valle central, en cambio, el pro­ blema fue menos duro a causa de la gran disponibilidad de tierras, que permitía compensar los cercenamientos efectuados por los españoles. De todos modos, el tras­ lado a tierras de menor calidad, la necesidad de habí68

litar nuevos suelos cultivables y construir acequias, eran un lastre negativo para los naturales. Por otra parte, muchos de esos desplazamientos y los trabajos consiguientes, no se realizaban para aten­ der estrictamente las necesidades de los pueblos de in­ dios, sino para alimentar a los hombres que debían concurrir a los asientos mineros u otras faenas esta­ blecidas por los dominadores. La disminución de la fuerza de trabajo, a causa de los servicios impuestos por la encomienda, fue otro factor negativo que a primera vista pareciese tener más peso. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que sólo una pequeña proporción de los hombres en estado de tra­ bajar laboraban para los encomenderos y, por otra par­ te, que desde antes de la llegada de los conquistadores muchas de las faenas más pesadas estaban en mano de las mujeres y, por lo tanto, sacar hombres para el tra­ bajo de los españoles no afectaba seriamente las acti­ vidades productivas de los aborígenes. Los esfuerzos oficiales para proteger la economía de los indios resultaron de poca eficacia: desde luego, sus tierras no les fueron respetadas y las disposiciones es­ tablecidas para dotarlos de ciertos bienes también fue­ ron burladas. Españoles y mestizos, encomenderos y fun­ cionarios de baja estofa, andaban alertas para tomar cualquier cosa de algún valor que encontrasen en po­ der de los indios, fuese mediante el robo más desca­ rado o las formas sutiles del derecho y las sinrazones coloreadas de altruismo. Una disposición de la tasa de Santillán, por ejemplo, destinada a guardar a los indígenas la sexta parte del oro que extrajesen para adquirirles útiles de labran­ za, vacas y ovejas o cualquier otra cosa que incremen­ tase su escuálido patrimonio, fue interpretada rápida­ mente por los encomenderos de manera que pudiese

69

dejarles un beneficio. En lugar de comprar con el di­ nero algunos bienes para los indios, que éstos quizás no sabrían aprovechar, según sus expresiones, obtuvie­ ron que les fuese concedido en préstamo con el com­ promiso de devolverlo con sus respectivos intereses. Lo que ocurriría después no es difícil imaginarlo, pese a que los contratos quedaban asentados con rú­ bricas y sellos en los libros de los escribanos. Las variaciones en la economía indígena no fueron todas perjudiciales; hubo algunas que significaron ven­ tajas, entre ellas la adopción de las especies vegetales y animales de los españoles y de algunos artículos ma­ nufacturados. £1 trigo, las legumbres, las hortalizas y los árboles frutales representaron una gran variedad y abundan­ cia en comparación con Ha reducida existencia de es­ pecies autóctonas y también una mayor riqueza ali­ menticia. Igualmente, los ganados introducidos por los castellanos significaron un sustancial avance: del sim­ ple pastoreo de las llamas, se pasó a la utilización de vacunos y ovejunos, que como productores de carne y lana resultaban superiores; además, el cerdo y la cabra abrieron nuevas posibilidades, y el empleo del caballo para trasladarse y combatir fue una innovación fun­ damental; la utilización del asno fue más modesta en sus resultados. Naturalmente, los indígenas no pudieron hacerse de los mejores ganados y, en general, debieron confor­ marse con los de pequeña alzada. 'La oveja y el cerdo, que necesitan de cortas tierras de pastoreo y pueden ser manejados con facilidad, fueron los animales pre­ dominantes entre los naturales del Valle Central, mien­ tras en el Norte Chico, la cabra y el asno resultaron más adaptables a los terrenos pedregosos y quebrados y a la hirsuta vegetación de suelos pobres y secos. En la Araucanía los nuevos ganados fueron emplea­ 70

r

I



dos por los indígenas desde que pudieron robarlos en los establecimientos españoles, siendo el caballo y la oveja los que más utilidad les prestaron y los que más se desarrollaron. El caballo fue adoptado desde muy tempranos años y se reprodujo en tal cantidad, que los araucanos muchas veces dispusieron de mayor nú­ mero que los españoles, con la consiguiente ventaja operativa. Si bien las especies vegetales y animales pudieron ser apropiadas por los indios, hubo otros bienes para cuyo suministro dependieron siempre de los españoles, es­ pecialmente para los artículos manufacturados y el vino y el aguardiente. El comercio de trueque con los blancos representaba para los naturales las posibilidades de adquirir hierro, cuchillos, hachas, azadones, tijeras, peinetas, botones, espejos, cintas, gorros, sombreros y cuanta chuchería es de imaginar. Disponer de esos bienes para ellos desco­ nocidos en un comienzo, y luego muy escasos, era de una enorme utilidad y a la vez un símbolo de rique­ za y de prestigio social. El hierro, que los indios obtenían sólo de manera muy limitada, fue de un valor inapreciable por su uti­ lización en herramientas y armas, y por eso procuraban adquirirlo de cualquier manera. Cuchillos, fragmentos de espada o piezas de armadura, tenían gran valor y eran transformados o fundidos para elaborar diversos artefactos, principalmente puntas de lanza. El vino y el aguardiente, cuya elaboración estuvo casi por completo bajo el control de los españoles, eran requeridos con interés, dados los inconvenientes para producir y mantener la chicha y la inagotable inclina­ ción hacia las bebidas alcohólicas. De esta manera, el contacto con los españoles signi­ ficó para los indios solucionar muchas de sus necesida­ des materiales y gozar de ciertas ventajas que hasta

71

entonces no habían conocido. Por esta razón, la con­ vivencia y el trato con los dominadores llegó a ser in­ dispensable, pese a los violentos estallidos de lucha y el odio latente. Este fenómeno de compenetración no sólo es percep­ tible en la región al norte del Biobío, sino que también al sur del río, donde el carácter bélico del contacto no fue un impedimento para la realización de trueque entre los bandos enemigos, que el tiempo iría intensi­ ficando hasta transformarlo en un verdadero sistema de relaciones. En Chile, como en todos los países donde ha habido una conquista, este hecho no sólo ha sido una imposi­ ción forzosa de una potencia, sino también un fenó­ meno de absorción protagonizado por el pueblo do­ minado para satisfacer sus propios intereses.

Mientras el duro batallar continúa en la Araucanía y los trabajos productivos se asientan con grandes tro­ piezos, las dos razas protagonistas no solamente luchan, sino que también conviven, se odian y aman, en un largo proceso de reacciones que confunde a los indi­ viduos en un mestizaje biológico y espiritual, juego de la sangre y la cultura de ambos pueblos. El grupo conquistador provenía en su mayor parte de las regiones central y sur de España, que eran las más próximas a los puertos de salida para América, y cuya ahurridora pobreza aguijoneaba a los hombres in­ quietos y aventureros a tentar suerte en horizontes le­ janos. León, Castilla la Nueva, Andalucía y Extrema­ dura, aportan los mayores contingentes con sus hom­ bres de alma fantasiosa, dicharacheros y bravucones, reticentes al trabajo y más dispuestos a confiar en un golpe de fortuna; mientras que la población esforzada 72

e industriosa de las frías regiones del norte, como As­ turias, el País Vasco y Cataluña, sigue apegacta a sus tierras montañosas sin sentir el llamado del Nuevo Mundo. En América, los hombres debieron superarse y des­ plegar un gran esfuerzo, dureza de carácter y constan­ cia, mostrándose a la altura de la empresa hasta que llegó la época más plácida —excepto en el sur de Chi­ le— de disfrutar del trabajo de los vasallos indígenas; pero ni esto hubiese sido posible si aquellos andalu­ ces, extremeños y castellanos nuevos, amigos del vivir lento y bien conversado, no hubiesen puesto el pecho duro a las dificultades. Sólo el transcurso del tiempo, ál apagar los sones épicos de la conquista y traer la existencia apacible a las comunidades, relajó la actitud tensa de los dominadores y el esfuerzo se diluyó en vida holgada. El número de conquistadores fue extremadamente pequeño y estuvo sujeto a fuertes pérdidas por las contingencias de la lucha y los obstáculos de la natu­ raleza. Valdivia llegó con 152 hombres, los refuerzos posteriores tardaron y fueron escasos, de manera que al concluir el siglo xvi, sesenta años después de inicia­ da la conquista, la población blanca apenas llegaba a los 10.000 individuos. El paso de los españoles a Chile estuvo regulado por la situación existente en el Perú en cada momento. En los primeros años, los tesoros peruanos y el reparto de granjerias, retenían allí a la gente y muy pocos estuvieron dispuestos a salir a la oscura conquista de Chile. Pero el poderoso atractivo del Perú, al concen­ trar allí unos cuantos miles de hombres que andaban a topones pese a la inmensidad del territorio, obligó a los descontentos que no alcanzaron buena situación, a partir hacia conquistas periféricas, como la de Chi­ le. Además, las luchas civiles que estallaron en el Pe­

73

rú cuando recién había sido dominado, dieron lugar a la formación de grupos de descontentos y derrota­ dos, muchos de ellos con cuentas pendientes con la jus­ ticia real, que buscaron la seguridad en otros rum­ bos. Como Chile clamaba por soldado». aquellos hombres, que sólo vivían el presente porque el pasado nada les había dado y el futuro les prometía menos, estuvie­ ron dispuestos a sumirse en una conquista remota e in­ segura. El transcurso de los años acentuó la importancia de la antigua tierra de los Incas, sobre todo, desde el ins­ tante en que la riqueza de la plata afloró abundante en las últimas décadas del siglo xvi. En esa etapa, el Perú adquirió fama por su vida fácil, y Lima actuó como un atractivo sobre los hombres, que en lugar de venir a Chile preferían quedarse allí «comiendo paste­ les». Una vez más, solamente los desplazados de la fortu­ na buscaron porvenir en Chile. Cuando el español trepaba a la carabela o el ma­ jestuoso galeón que habría de traerle al Nuevo Mun­ do, trataba de echar por la borda el estado social que había tenido en España, a sabiendas que la nave le conducía a una vida llena de posibilidades. El villano ocultaba sus manos endurecidas por el arado o el combo y esquivaba la mirada de quienes le habían conocido villano por los cuatro costados. El pobre hidalgo de gotera presumía de hidalgo notorio y aceptaba con fingida indiferencia que le llamasen don; cada vez que podía hablaba de la casa solariega de su familia, pero nadie habría reconocido aquella mansión en la casucha derruida de la aldea campes­ tre. Para ambiciones y mentiras, el océano ofrecía su an­ cho espacio.

74

r-

1

"

'En la playa americana, donde cada uno tenía que cargar sus bártulos y tener lista la espada para defenderse de los indios, comenzaba a operar cierto sentido de igualdad. Quizás todavía el caballero de gran pro­ sapia hacía valer sus ademanes altaneros, pero poco a poco el sufrir unos mismos trabajos y miserias y la lu­ cha desesperada junto al más indeseable para salvar la vida, le iban despojando de su halo aristocrático y los modales distinguidos quedaban en el aire, carentes de sentido. Aquí no bastaba el linaje heredado para sobresalir. Había que demostrar méritos reales, derrochando va­ lentía, carácter y tenacidad, con una dosis de buena suerte, porque si faltaban esas cualidades se pasaba al montón abigarrado de aventureros. En cambio, cual­ quier hombre de origen modesto, en virtud de sus ha­ zañas podía alcanzar prestigio y buena posición. Redistribuidos los hombres por el proceso de la con­ quista, pasaron a formar un grupo de guerreros privi­ legiados que se adueñaron de la tierra, las encomien­ das y los altos cargos, dando lugar al primer basamento de la aristocracia chilena. Ellos habían hecho la con­ quista mediante su propio esfuerzo y estimaban que el país les pertenecía. La misma corona reconocida de sus servicios, les otorgaba privilegios y honores y de esa manera se formó una fuerte conciencia de mérito: ser conquistador o de los primeros pobladores constituyó un título especial. Pasados los primeros años, el grupo aristocrático se vio aumentado lenta pero continuamente con nuevos personajes llegados de fuera con altos cargos y buenas relaciones de parentesco, que también lograron tierras y muchas veces disputaron a los primeros conquistado­ res o a sus descendientes el goce de las encomiendas. En una sociedad altamente influida por el espíritu militar, el mérito alcanzado en la ludia contra los in­

75

dios fue siempre un motivo de prestigio social que aseguraba la posición dentro del grupo aristocrático. Altos oficiales venidos con un nuevo gobernador, maes­ tres de campo y capitanes experimentados en la guerra de Arauco, obtenían tierras y encomiendas o contraían enlace con las hijas o las viudas de los primeros con­ quistadores. Y de esa manera, de generación en genera­ ción, el grupo rejuvenecía sus vastagos. La existencia de vasallos indígenas y de lavaderos oe oro permitían una vida señorial, antes que el trabajo de la tierra, el comercio y las funciones del estado hi­ ciesen surgir otra gente y otras aspiraciones. Un hecho muy significativo en el grupo de españo­ les avecindados en Chile es la presencia reducida el­ la mujer blanca. En la expedición de Valdivia no venia más que Inés Suárez, pero con los refuerzos poste­ riores el número creció. Algunos capitanes y soldados hicieron venir de España a sus esposas, hijos y parien­ tes, y ellos dieron el calor de la sociabilidad a las ciu­

dades dispersas de norte a sur. Reduciendo el fenómeno a cifras, se tiene que hasta 1565 habían llegado más de 800 mujeres, entre blan­ cas y mestizas. Estas últimas provenientes de regiones ya colonizadas. Si se tiene en cuenta que el número de hombres venidos al país era de menos de 3.000, la pro­ porción de mujeres resulta pequeña, aunque no tanto como han sugerido los historiadores. En verdad, el nu­ mero es relativamente alto para un territorio apartado y convulsionado por la más dura lucha. El papel de la mujer en la formación de la nueva sociedad fue de primera importancia. No sólo cons­ tituyó los hogares, sino que además fue un elemento básico en la trasmisión de la riqueza a causa de la alta mortalidad de varones en la guerra. _ Al enviudar, las mujeres quedaban en posesión de casas, tierras y encomiendas que les daban una situa­ 76

ción de privilegio. El asedio de los varones era enton ces insistente y no pasaban muchos meses antes que la viuda se consolase de su dolor. En estas condiciones, la viudez no era un estado du­ radero, siendo frecuentes las segundas y terceras nup­ cias. El escaso número de la mujer blanca llevó a los hom­ bres a tomar a la india en uniones furtivas o en con­ cubinatos más o menos prolongados facilitados por el sistema de encomiendas y el servicio doméstico. La ab­ soluta irresponsabilidad que amparaba a estas uniones y la desaprensión de una sociedad aún no bien consti­ tuida, produjeron un abuso sin freno, que rápidamente pudo apreciarse en el gran número de niñitos mestizos que pululaban en todas partes. Quizás no hubo un solo hombre que no dejase varios hijos mestizos y se da el caso del esforzado capitán Francisco de Aguirre que dejó cincuenta. La consecuencia inevitable de esta situación fue la aparición de una población mestiza abundante, que más adelante sería el sector mayoritario de la sociedad y que ya a fines del siglo xvi, con sus 20.000 individuos, duplicaba al grupo blanco. Tan importante como la formación del mestizaje fue la disminución de la raza autóctona, que acusó dramá­ ticamente el roce que sufría. A la llegada de los españoles, según cálculos estima­ tivos, la población indígena era de un millón, distri­ buido irregularmente de norte a sur. Muy escasa en la región desértica y en el Norte Ghico, aumentaba desde el río Aconcagua al sur y era muy abundante en la Araucanía y los territorios que siguen hasta el seno de Reloncaví. Nuevamente era escasa a partir de la isla de Chiloé y se diluía en los archipiélagos del confín aus­ tral. Las tribus picunches de la región central, especial­

77

mente las cercanas a Santiago, y las tribus araucanas, sufrieron mayormente el impacto de la dominación y experimentaron las bajas más cuantiosas. La lucha ar­ mada fue uno de los factores en la disminución de los indígenas; pero hubo otros de mayor importancia. Las enfermedades venéreas traídas por los conquista­ dores causaron estragos desde los primeros momentos y luego otras enfermedades contagiosas como la virue­ la, el tifus y la tuberculosis hicieron su avance mortal. La población aborigen, completamente inerme frente a esos nuevos azotes, sucumbió de manera alarmante y, como recuerda un cronista de la época, la primera pes­ te de viruela «inficionó el aire» de tal manera que la mortandad de indios obligó a suspender los trabajos en los lavaderos de oro, y en el sur los araucanos vieron diezmadas sus huestes. La explotación inhumana de los indígenas en traba­ jos duros y prolongados doblegó también su resistencia física, agravada a la vez por la deficiente alimentación y el uso del aguardiente. El quebrantamiento sufrido por la sociedad indígena fue también un freno a su desarrollo y contribuyó a disminuir el número de naturales. La separación de hombres y mujeres, el traslado a faenas distantes, el despojo de sus tierras y, en fin, la desintegración de sus familias y poblados, fueron de fatales consecuencias y sembraron en el alma del indio la incertidumbre y el derrotismo. En los últimos años del siglo xvi, la población indí­ gena estaba reducida a menos de la mitad, según los cálculos más optimistas.

78

EL ESTREPITO

DE

LAS ARMAS

El nuevo pueblo que nada, hijo del placer y del do­ lor, de la ambición y del fracaso, vio transcurrir sus primeros años entre el ruido destemplado de las ar­ mas. Todos los indígenas del territorio presentaron una fiera resistencia, en la medida de sus fuerzas, aunque no todos podían tener éxito. Las diversas característi­ cas del medio natural, de la población y del nivel cul­ tural, condicionaron el esfuerzo bélico y determinaron la duración de la lucha. No es que hubiese pueblos guerreros y otros pacíficos, sino que cada uno agotó las posibilidades de resistencia luchando, como lo hacen todos los hombres, por la^yida, por sus mujeres, sus hijos, sus viviendas, sus tierras y, en fin, el derecho a un destino propio. En las comarcas del norte, el marco geográfico no fa­ cilitaba la defensa. El indio era esclavo de los mezqui­ nos cursos de agua y de los manantiales; sus cortas tie­ rras en las quebradas o en el ensanchamiento de unos pocos ríos, les ataban sin remedio: no podían refugiar­ se largo tiempo en terrenos desérticos, páramos cordi­ lleranos o cerros agrestes. Al conquistador no le era di­ fícil, con sus caballos, dominar los espacios agrícolas, moverse con rapidez y obligar a los indígenas a some­ terse o vivir como alimañas en los vericuetos montaño­ sos. La población atacameña y diaguita era, además, muy reducida y se concentraba en comunidades aisladas. El contacto les resultaba difícil y jamás pudieron oponer gruesos contingentes al dominador, de manera que la resistencia se deshizo en bastiones separados. El valor y la astucia no faltaron en aquella brega inútil, como lo experimentaron los hombres de Valdi­ via al pasar por la región. En Atacama debieron asal­ tar un pucará y en todos los valles chocaron con las

80

débiles fuerzas de sus oponentes. Los indígenas, por su parte, en la imposibilidad de triunfar, desampararon sus tierras, destruyeron u ocultaron sus alimentos y se retiraron a escondrijos en la montaña. Era la única tác­ tica posible. Después de la fundación de La Serena, los castellanos sufrieron un duro contraste. En el valle de Copiapó fue aniquilado un destacamento y, luego, los indígenas de Huasco, Coquimbo y Limarí, concertados en secre­ to, cayeron de noche sobre La Serena y la arrasaron por completo. Solamente dos soldados escaparon con vida, debiendo huir por senderos extraviados. Los nativos de las cercanías de Santiago, del valle de Aconcagua, del Maipo y del Cachapoal mantuvieron viva la lucha por más de cuatro años, hasta que los re­ fuerzos llegados del Perú, permitieron a los españoles asegurar su dominio. Además de la destrucción de Santiago, que estuvo a punto de poner fin a la aventura de Valdivia, los in­ dígenas mantuvieron en continuos apuros a sus con­ tendores. Abandonaron las cercanías de la ciudad y de­ jaron de cultivar la tierra, obligando a los invasores a alimentarse de raíces, cebolletas, chicharras y sabandi­ jas. En diversos lugares atacaron a grupos de a caballo y de a pie encargados de buscar alimentos, proteger faenas y perseguir a las agrupaciones guerreras. Para defenderse construyeron albarradas de gruesos troncos y otros artificios bélicos, eligiendo los lugares con buen tacto. Comprendiendo perfectamente el papel de los caballos y sus limitaciones, se acogieron a los bosques y quebradas, hicieron sus fuertes en laderas escarpadas, construyeron fosos y derramaron el agua de las acequias para formar pantanos donde se pegasen los corceles o al menos se frenase el impulso de las embestidas. Sus pu­ caraes eran de maderos bien trabados, tenían un solo

81

acceso estrecho con una especie de puente removible y disponían de troneras para arrojar flechas sin peligro. Los destacamentos de los capitanes españoles debieron andar, así, de un lugar a otro, fatigando los caballos y batiendo las armas, en un esfuerzo que no podía ceder, porque a la menor debilidad la suerte de todos ellos quedaría concluida. Así transcurrió el primer tiempo, hasta que en 1550 la guerra se desplazó definitivamente al sur. Comen­ zaba la lucha contra los araucanos. La guerra de Arauco es el gran tema de la Conquis­ ta y la Colonia, que no sólo preocupa al gobernador y a los militares, sino a todos los habitantes, que en una u otra forma resultan afectados por ella. Concepción y las ciudades dispersas hacia el sur, soportan con rudeza el esfuerzo bélico que, al fin y al cabo, significa la exis­ tencia misma. La guerra es aliento de muerte, pero también de vida en esa conquista porfiada mantenida gracias a las campañas continuas del ejército y a las in­ cursiones de pequeños destacamentos. En toda aquella vasta zona, las estancias y los lava­ deros de oro viven asediados por el temor, que cada cierto tiempo recrudece con la noticia de un encuen­ tro armado, el asalto a un fuerte o la desaparición de algunos encomenderos y el incendio de sus ranchos. Hacia el norte, en cambio, la lucha repercute más apagada y se refleja en el temor de los hombres a un enganche semiforzoso, la resistencia de los encomende­ ros y mercaderes para contribuir a la mantención del ejército, la esperanza de los mineros y hacendados de nuevos indios cautivos y la congoja de viudas y huér­ fanos. La insistencia de la lucha no se debió a una espe­ cial aptitud guerrera de los araucanos, que combatie­

ron igual que los demás indios, sino a otras circuns­ tancias. El marco geográfico era un factor de presencia in­ soslayable. La cordillera de Nahuelbuta, con su gruesa barrera de cumbres, y la cordillera de los Andes, ofre­ cían refugios donde jamás podrían alcanzar los con­ quistadores. Los ríos interponían sus aguas correntosas y en los llanos se extendían pantanos como los de Lumaco y Purén, suficientes para detener a la caballería e inmejorables para desbandarse a pie en caso de per­ secución. No era menos útil la selva apretujada de ár­ boles, heléchos y arbustos, que ofrecía en todas partes escondrijos para estar al acecho. Los caballos no po­ dían penetrar el bosque, quedaban paralizados mien­ tras el jinete con su lanza se enredaba en las ramas y colgajos vegetales. Las lluvias intensas del invierno y el crecimiento de los ríos paralizaban las operaciones poniendo un com­ pás de espera, en que cada combatiente se retiraba a reparar los destrozos de la lucha y a preparar la pró­ xima ofensiva. 'De esta manera, la sucesión de las es­ taciones permitía tomar aliento y renovar el esfuerzo. La generosidad de la vegetación entregaba sus fru­ tos a los indígenas cuando sus sementeras quedaban arrasadas. Los piñones de las araucarias, las semillas de los arbustos, diversas raíces y papas podían encontrar­ se en todas partes. La existencia de llamas, guanacos y otros cuadrúpedos, como asimismo de aves, suplía a la alimentación en cualquier emergencia. La riqueza de los pastos en todas las estaciones y has­ ta en los lugares más apartados, facilitó el desarrollo de los ganados caballar, vacuno y ovino, que los indígenas utilizaron igual que los castellanos. En el aspecto humano, una de las características más impresionantes era el crecido número de la población 83

que de trecho en trecho esparcía sus rucas presentando una alta densidad relativa. Por esta razón bastaba que se concertasen varios caciques para reunir algunos mi­ les de guerreros que oponer al enemigo. La organización social de los araucanos ejerció tam­ bién gran influencia en la prolongación de la guerra. A falta de un estado centralizado y unitario, la auto­ ridad se diluía en mano de cada cacique, perdiéndose así la voluntad común. Más confuso se hacía el cua­ dro con la libertad de que gozaban los mocetones, que en sus disgustos llegaban a faltar el respeto a los ca­ ciques. La unidad que se producía en torno a un toqui se deshacía en cuanto terminaba la campaña y de esta ma­ nera la guerra tenía carácter circunstancial. Para los capitanes españoles este sistema o falta de sistema era un quebradero de cabeza. (El pueblo arau­ cano se les presentaba como una Hidra de mil cabezas y nunca sabían con certeza a quién atacar y dónde ha­ cerlo.

Mientras unos caciques permanecían en paz y otros colaboraban dócilmente, había parcialidades hostiles y caciques valentones que atacaban de sorpresa. Los des­ tacamentos españoles debían entrar en territorios su­ puestamente amigos, pero siempre con dudas, para ir a atacar a los rebeldes, que tendían emboscadas, resis­ tían o huían a refugios apartados. Aprovechando las circunstancias, otros caciques se alzaban y así el cuadro variaba de año en año. Para aumentar la confusión, entre las parcialidades había recriminaciones y eventua­ les choques, agravados por delaciones a los enemigos y traiciones, que dejaban perplejos a los conquistadores. ¿Con quiénes se contaba realmente? ¿Cuáles caciques eran amigos y cuáles enemigos encubiertos? La situación nunca fue clara. Faltando un conglo­ 84

merado homogéneo que obedeciese a una autoridad única, todas las victorias eran inútiles y la rebelión re­ aparecía en un lado u otro. La resistencia araucana era de tal manera un fantasma movedizo al que se dirigían golpes sin acertar jamás con un punto vital. El estado de guerra, no obstante ser permanente, tu­ vo momentos de diversa intensidad, desde las campa­ ñas rutinarias cumplidas sin variación, hasta las gran­ des rebeliones indígenas que prolongándose por cinco o seis años, destruyeron o pusieron en peligro la colo­ nización del territorio del sur. En toda la época colonial esas grandes rebeliones no fueron más de cuatro, y en la etapa que estamos tra­ tando, a pesar de ser la más dura, hubo sólo dos. La primera fue la iniciada en 1553 con la muerte de Val­ divia y de los hombres que le acompañaban, y la se­ gunda la que estalló en 1598, iniciada también con la muerte de un gobernador, Martín García Oñez de Loyola, que con sus fuerzas experimentó un fatal revés en Guralaba. El alzamiento que siguió a la derrota de Valdivia, dirigido por Lautaro, mantuvo aisladas y en duros aprietos a las ciudades de Valdivia e Imperial, y obligó a desamparar las de Villarrica, Angol y Concepción, que cayeron en poder de las huestes araucanas. Los prime­ ros triunfos indujeron a Lautaro a intentar cosas ma­ yores, mientras los españoles bajo el mando de Fran­ cisco de Villagra, organizaban nuevas fuerzas en San­ tiago. El choque definitivo se produjo a orillas del río Mataquito, donde Lautaro perdió la vida y sus hombres fueron dispersados. Pero solamente el arribo de don García Hurtado de Mendoza, que con una bien equipada expedición de­ sembarcó en Penco, permitió restablecer el prestigio de las armas españolas. Concepción y Angol fueron refun85

liadas, las otras ciudades fueron socorridas y dos nue­ vas aparecieron en el tosco mapa del país: Osorno y Cañete. Con posterioridad a este primer gran levantamiento, la lucha se desarrolló por largo tiempo sin variaciones importantes. Anualmente se repetía un ciclo en forma persistente y monótona: al llegar el buen tiempo, las ciudades y el gobernador aprestaban sus fuerzas, enganchando hombres y reuniendo alimentos y recursos de diversa especie; en cuanto cesaban las lluvias, hacia el mes de noviembre, por lo general, iniciaban la campaña con­ tra los indígenas más hostiles. Los naturales, por su parte, también se preparaban y con toda decisión presentaban batalla, tendían em­ boscadas o atacaban de sorpresa algún fuerte o destaca­ mento aislado antes que las tropas españolas estuvie­ sen en condiciones de operar. Además de combatir a las huestes araucanas, el ejér­ cito realizaba una guerra de devastación; su paso queda­ ba marcado por cadáveres de ancianos, mujeres y ni­ ños, rucas incendiadas, enseres destruidos y sementeras arrasadas. Los hombres jóvenes eran muertos o se les mutilaba atrozmente a manera de escarmiento. Tam­ bién se les tomaba prisioneros para venderlos a mine­ ros y hacendados en Concepción o en Santiago y mu­ chos eran remitidos al Perú en este buen negocio depa­ rado por las armas. De esta manera, la lucha era ensom­ brecida por toda clase de crueldades y por su natura­ leza se hacía odiosa. La llegada del otoño y las primeras lluvias ponían fin a las acciones. Los capitanes volvían con sus fuerzas a las ciudades y el gobernador regresaba a Concepción y luego a la capital. Los indígenas volvían a sus cam­ pos a resarcirse de las pérdidas. 86

En este ir y venir de tropas, el camino de Santiago a la Frontera se hizo temible para los dueños de ha­ ciendas y para todos los que vivían modestamente en sus cercanías. Grupos indisciplinados mandados por al­ gún sargentón, cuadrillas de picaros mal avenidos, ami­ gos de tomar lo ajeno, ladrones de mujeres y de su hon­ ra, no había bellaquería que dejasen de hacer. La fuerza militar de los españoles se basaba en la obligación de los vecinos de defender la ciudad y su territorio cada vez que un peligro la amenazaba y en un enganche improvisado de hombres pobres y de sol­ dados recién llegados. Un ejército compuesto en esa forma debía ser necesariamente ineficaz; no tenía disci­ plina ni organización estable, cada uno combatía como deseaba y con los elementos que podía conseguir; no había un régimen de ejercicios doctrinales y los hom­ bres en estado de cargar armas eran requeridos sólo cuando se presentaba una emergencia, para quedar li­ bres en seguida. Junto a los destacamentos españoles, solían también combatir algunos contingentes indígenas nada despre­ ciables, formados por los que residían al norte del Biobío, que por sus antiguas luchas con los araucanos es­ taban dispuestos a tomar las armas contra ellos. Lu­ chaban lealmente, armados con sus propios elementos, y con la esperanza de obtener algún botín. Los docu­ mentos españoles suelen no mencionarlos; pero su ayu­ da era muy útil: solían concurrir en grupos de varios cientos en cada expedición, mostrándose activos en la vanguardia, firmes en el apoyo y feroces en la perse­ cución. Las ciudades contribuían al mantenimiento del ejér­ cito con donaciones más o menos compulsivas que de­ bían efectuar sus principales vecinos; los encomende­ ros proporcionaban trigo, charqui u otros productos ali-

87

mentidos o vacunos y caballares, los comerciantes en­ tregaban géneros, hierro o cualquier otro tipo de mer­ cadería. Eventualmente se recibían armas y otros re­ cursos del Perú, ordenados por la corona; pero solíau ser insuficientes. Todo el siglo xvt tuvo esas modalidades en la lucha, hasta que grandes desastres de orden táctico y estraté­ gico produjeron una crisis en la guerra de Arauco. El descalabro comenzó con la muerte de Oñez de Loyola y sus hombres en Curalaba. Ensoberbecidos los naturales con ese triunfo, la guerra se extendió a todas las parcialidades y el movimiento pasó a tener un ca­ rácter general. Las fuerzas españolas fueron atacadas en diferentes puntos y las ciudades y los fuertes debie­ ron soportar un sitio muy penoso, sin que los refuer­ zos enviados de más al norte y las campañas del ejér­ cito evitasen el desastre. Hubo prodigios de valor y re­ sistencia, compartidos por hombres y mujeres, frailes y monjas, que se iban muriendo día en día con los ata­ ques de los indios y el estrago del hambre. En la Im­ perial, refiere el padre Alonso de Ovalle, «para alimen-

tarse hubieron de apelar a los animales domésticos, a los caballos, a los perros y gatos, mientras duraron, que en acabándose se sustentaron algún tiempo con cue­ ros de vaca; llegaron a comer cosas indignas de referir­ se, con que estaba ya la gente tan flaca y consumida que parecían retratos de la muerto. Una tras otra, las ciudades fueron despobladas o su­ cumbieron arrasadas por la furia indígena: Santa Cruz de Oñez, recién fundada, Imperial, Valdivia, Angol, Villarrica y Osorno. Así desaparecía toda huella de ocu­ pación al sur del Biobío y los hechos tomaron tal gra­ vedad, que en Santiago y Concepción se llegó a pen­ sar que toda la obra colonizadora estaba amenazada y que la rebelión se propagaría hacia el centro del país. 88

La catástrofe significó el fin de todo un sistema de guerra que tenía como fin estratégico la ocupación del territorio al sur del Biobío mediante la fundación de fuertes y ciudades. El revés sufrido era el desenla­ ce de continuos fracasos y confirmó la inconveniencia de abarcar todo el territorio diseminando las fuerzas, porque la resistencia araucana era una realidad proba­ da con demasiados quebrantos.

89

EL

HOMBRE

ESPACIO

ANTE

EL

GEOGRAFICO

La configuración del territorio que compondría la go­ bernación o capitanía general de Chile, fue el resul­ tado de la acción espontánea de los conquistadores y de disposiciones dictadas por la corona y sus autorida­ des para delimitar áreas de conquista y jurisdicción. El rey comenzó por señalar a diversos jefes conquis­ tadores algunos territorios en el sector sur del conti­ nente. basándose más bien en la imaginación que en un conocimiento de la geografía. Los accidentes de la naturaleza, sin embargo, desviaron a los capitanes por diversas regiones, y el fracaso o el éxito de sus empre­ sas fue la clave para la definitiva delimitación de las tierras. La realidad concreta terminó por imponerse. En un primer momento, el actual suelo de Chile que­ dó dividido en cuatro gobernaciones paralelas de este a oeste, que partiendo desde la costa, debían atravesar la cordillera y cruzar las regiones que hoy componen Bolivia, Paraguay y Argentina. Esas franjas, dispuestas en el sentido de los paralelos, contrariaban la orienta­ ción del territorio, que la cordillera marcaba abrup­ tamente de norte a sur, y por esta razón no quedaron sino en el papel. Además, dos de las expediciones des­ tinadas a conquistarlas por el Río de la Plata y la Patagonia, fracasaron, ya por las dificultades de la natu­ raleza y la carencia de verdaderos estímulos para los hombres, ya porque sus jefes eran personas de espíritu encogido, no aptos para la tarea. Muy diferente fue el destino de las expediciones de Valdivia y sus continuadores, que lograron recorrer y colonizar el espacio entre los Andes y el Pacífico y aun desbordarse al otro lado de la cordillera. Los capitanes de la conquista sabían que los lími­ tes fijados por la corona eran irreales y que no había mejor título para reclamar un territorio que haberlo recorrido y sometido. Por esta razón no se detuvieron 92

en las líneas que les habían sido señaladas. El único inconveniente era encontrarse con otra expedición y, por eso, era mejor andar rápido. Almagro tenía derecho a un territorio que por el sur no alcanzaba siquiera al valle de Copiapó y, sin em­ bargo, pasó adelante y exploró hasta donde pudo. Val­ divia no tenía título otorgado por el monarca y, res­ paldado por un simple permiso dado por Pizarra, ini­ ció la conquista de Chile, logrando posteriormente la confirmación real de sus derechos. La actitud básica de Valdivia y sus hombres fue es­ tablecerse en el largo Valle Central, que por su clima benigno, la fertilidad del suelo y la abundancia de la población indígena, prometía un buen pasar y un fu­ turo aceptable para la explotación agrícola y minera. Valdivia, que fue un enamorado de la tierra que se­ ñoreó, empleó frases de entusiasmo para describir la región de Santiago en su primera carta al emperador Carlos V: «Esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y per­ petuarse no la hay mejor en el mundo; dígolo porque es muy llana, sanísima, de mucho contento; tiene cua­ tro meses de invierno no más, que en ellos, si no es cuando hace cuarto la luna, que llueve un día o dos, todos los demás hacen tan lindos soles, que no hay pa­ ra qué llegarse al fuego. El verano es tan templado y corren tan deleitosos aires, que todo el día se puede el hombre andar al sol, que no le es importuno. Es la más abundante de pastos y sementeras, y para darse todo género de ganado y plantas que se puede pintar; mucha y muy linda madera para hacer casas, infinidad otra de leña para el servicio dellas, y las minas riquí­ simas de oro, y toda la tierra está llena dello, y donde quiera que quisieren sacarlo allí hallarán en qué sem­ brar y con qué edificar y agua, leña y yerba para sus 93

ganados, que parece la crio Dios a posta para poderlo tener todo a la mano». Con posterioridad, cuando la ocupación se despla­ zó hacia el sur, en una rápida incursión por la Araucanía, vislumbró esperanzado la tierra y su gente: «Lo que puedo decir con verdad de la bondad desta tierra es que cuantos vasallos de vuestra Majestad están en ella y han visto la Nueva España, dicen ser mucha más cantidad de gente que la de allá; es toda un pueblo e una sementera y una mina de oro, y si las casas no se ponen unas sobre otras, no pueden caber en ella más de las que tiene; próspera de ganado como la del Perú, con una lana que le arrastra por el suelo; abundosa de todos los mantenimientos que siembran los indios para su sustentación, así como maíz, papas, quinua, nare, ají y frísoles. La gente es crecida, doméstica y amigable y blanca y de lindos rostros, así hombres como mujeres, vestidos todos de lana a su modo, aunque los vestidos son algo groseros. Tienen muy gran temor a los caba­ llos; aman en demasía los hijos e mujeres y las casas, las cuales tienen muy bien hechas y fuertes con gran­ des tablazones, y muohas muy grandes, y de a dos, cua­ tro y ocho puertas; tiénenlas llenas de todo género de comida y lana; tienen muchas y muy polidas vasijas de barro y madera; son grandísimos labradores y tan gran­ des bebedores; el derecho dellos está en las armas, y así las tienen todos en sus casas y muy a punto para se defender de sus vecinos y ofender al que menos puede; es de muy lindo temple la tierra y que se darán en ella todo género de plantas de España mejor que allá; esto es lo que hasta ahora hemos reconocido desta gente». Movidos con el mismo entusiasmo que su jefe, los castellanos fundaron ciudades y fuertes, apurando la ocupación de la región. Fundar ciudades era domeñar la tierra, abarcarla y 94

"

]

4 j

poseerla, y por eso dieron en una verdadera locura fun­ dacional. Sesenta o setenta hombres ya no cabían en una ciu­ dad, las tierras adscritas y los indios de la localidad se les hacían pocos, no bastaban las granjerias, y era ncnecesario entonces ir más adelante, donde una nueva ciudad pudiese entregar buenas recompensas. Los recién llegados y cualquier socorro de hombres eran bien veni­ dos, pero se les dirigía hacia otros lugares, y ellos mismos preferían marchar a una nueva fundación, donde serían los primeros pobladores y, por lo tanto, alcanzarían los mejores beneficios. De este modo, creando ciudades, como quien avanza torres y peones en un tablero de ajedrez, el país quedó sometido entre La Serena y Osorno, hasta que el de­ sastre de fin de siglo retrajo la línea al Biobío. Como una continuación de aquella empresa, aunque en cierta medida desligada de la ocupación del territo­ rio continental, se llevó a cabo la incorporación de Chiloé en 1567, realizada por Martín Ruiz de Gamboa, que erigió allí la ciudad de Castro. Los primeros esfuerzos de Pedro de Valdivia y sus compañeros, cuando sólo habían fundado Santiago y la Serena, fueron reconocidos oficialmente por el repre­ sentante de la corona en el Perú, el licenciado Pedro la Gasea, que en 1548 delimitó las tierras en las cuales podían desenvolver su acción. iPor el norte, el valle de Copiapó, donde habían tomado posesión, y por el sur, la caleta de San Pedro, en los 41° de latitud, lugar hasta donde el marino genovés Juan Bautista Pastene había explorado con dos barcos, tomando posesión como «te­ niente de capitán general en la mar> de Pedro de Val­ divia. El ancho de la gobernación sería de cien leguas de la costa a) interior, con lo cual nuevamente la cordille­

95

ra de los Andes era traspasada y una enorme zona que comprendía Tucumán, Cuyo y la Patagonia, quedaba sujeta al gobernador de la Nueva Extremadura o Chi­ le. El interés por la región de allende los Andes fue me­ nor que por las ciudades del sur, pero jamás faltaron contingentes de hombres dispuestos a probar fortuna por esos lados: nunca se conocían las posibilidades rea­ les de una comarca y siempre había la esperanza de buenos hallazgos. La conquista de esos territorios tuvo siempre el ca­ rácter de marginal, como una oportunidad secundaria para los conquistadores de Chile, y no influyó mayor­ mente en los sucesos principales de la ocupación del país. Un capitán que desde el Perú había iniciado la con­ quista del Tucumán fundando allí una ciudad, fue obligado a reconocer la autoridad de Valdivia y, lue­ go, reemplazado por Francisco de Aguirre, que salió desde la Serena para tomar el mando de aquel territo­ rio como teniente del gobernador de Chile. Aguirre fundó la ciudad de Santiago del Estero, cen­ tró sus actividades en la región y, finalmente, logró que en 1563 se crease la gobernación de Tucumán, segre­ ga ndola de Chile. La región de Cuyo fue incorporada por el capitán Pedro del Castillo, que por orden de don García Hur­ tado de Mendoza, atravesó la cordillera por el paso de Uspallata y fundó en 1561 la ciudad de Mendoza. Po­ co tiempo después, otro capitán fundó la ciudad de San Juan y, al declinar el siglo xvi, fue erigida San Luis.

En la conquista deí territorio de Chile y el avance general de norte a sur, además del propósito de esta­ 96

blecerse en la parte rica y placentera del país, hubo otra inquietud poderosa que rondó en la mente de los jefes conquistadores: llegar al estrecho de Magallanes. Dominar aquella ruta era tener la llave del Pacífico y, por lo tanto, controlar el paso hacia las tierras re­ cién conquistadas en el lado occidental de América, y lo que era acaso más importante, al menos en el co­ mienzo, la navegación hacia las islas de las especias. Si se quería mantener imperturbable el dominio so­ bre las aguas del gran océano, era necesario clavar el estandarte de los reyes en el estrecho. El capitán que lo lograse ganaría fama y enorme poder, como asimis­ mo, el reconocimiento de la corona con su secuela de recompensas. Además de las razones de seguridad existía la po­ sibilidad de abrir aquella ruta al comercio con Espa­ ña. Todo el interés por el estrecho se basaba en el su­ puesto de ser el único paso del Atlántico al Pacífico, porque de acuerdo con la noción geográfica dejada por la expedición de Magallanes, la Tierra del Fuego era suelo continental que, sin interrupción, se alargaba hasta el polo mismo. La obsesión por el estrecho aparece ya con Alma­ gro, que desde Aconcagua envió por tierra a un capi­ tán con la vana esperanza de alcanzar aquella meta, sin otro resultado que una lastimosa marcha hasta el río Itata. Pedro de Valdivia, con mejor suerte, hizo que Francisco de Villagra cruzase la cordillera cerca de Villarrica y avanzase al sur por la Patagonia; pero dos ríos caudalosos se cruzaron en el camino y hubo de desistir por aquel rumbo. En cambio, dos pequeñas na­ ves sortearon los peligros de los archipiélagos austra­ les, y una de ellas, capitaneada por Francisco de Ulloa,

97

venciendo naufragios y tempestades, se puso en la boca occidental del estrecho. Tiempo después, en 1558, una segunda expedición, ordenada por don García Hurtado de Mendoza, y pues­ ta bajo las órdenes de Juan Ladrillero, penetró en el estrechó y desplegó allí la insignia real, tomando po­ sesión en nombre del rey y del gobernador de Chile. Aquellos logros, tan duramente conseguidos, fueron, no obstante, de escasa o ninguna utilidad, y hasta el recuerdo de las expediciones se borró entre los difusos y contradictorios datos de la época. El mismo Ercilia, que estuvo en Chile por entonces, escribiría veinte años más tarde su fantástica y sorprendente alusión al es­ trecho:

Por falta de piloto o encubierta, causa quizás importante y no sabida, esta secreta senda descubierta, quedó para nosotros escondida. Ora sea yerro de la altura cierta, ora que alguna isleta removida del tempestuoso mar y viento airado, encallando en la boca la ha cerrado.

El interés demostrado por los conquistadores de Chi­ le por el estrecho de Magallanes llevó a la corona, en 1554, a ampliar hasta aquel límite la gobernación, cum­ pliéndose así el sueño de Valdivia, que por entonces ya había muerto. La corte se interesó también por las tierras que se­ guían más al sur y encargó su reconocimiento a los go­ bernadores de Chile. La corona entendía que esa vas­ ta comarca, que llegaba hasta el Polo Sur, sólo podía ser dominada desde Chile, por la situación geográfica del país y porque sus conquistadores eran los únicos 98

que con éxito alargaban sus expediciones en aquella dirección. Las diversas reales cédulas que dieron el encargo a los gobernantes de Chile fueron notables por el espíri­ tu que demostraron frente a las tierras desconocidas. En una de ellas se expresaba a uno de los gobernado­ res: «Porque deseamos saber las tierras y poblaciones que bay de la otra parte del dicho estrecho y entender los secretos que hay en aquella tierra vos mando que dende las dichas provincias de Chile enviéis algunos navios a tomar noticia y relación de la calidad de aquella tie­ rra y de la utilidad de ella y a saber y entender qué poblaciones e gentes hay en ella, qué cosas se crian, e qué manera de vivir y costumbres tienen los que ha­ bitan e si es isla e qué puertos hay en ella y de qué manera se navega aquella costa y si hay monzones o corrientes e qué partes o qué curso hacen e qué mane­ ra de religión tienen y si son idólatras y qué manera tienen de gobierno e qué leyes y costumbres e qué mi­ nas y metales e qué otras cosas que sean provechosas hay en la dicha tierra y si comen carne humana y si hay o hubo entre ellos memoria de nuestra religión o de otra secta y si tienen reyes por elección o suceden por herencia o derecho de sangre e qué tributos pagan a sus reyes, y entendido el secreto de todo y sabido lo susodicho nos enviéis relación de ello>. Poco a poco el interés por la región magallánica y el estrecho fue decreciendo. Las dificultades de la nave­ gación y el rigor del clima eran excesivos y, por otra parte, las comunicaciones a través de Panamá se inten­ sificaron rápidamente, hasta quedar consolidada aque­ lla ruta, que además ofrecía la ventaja de ser más di­ recta y más segura. La obsesión del estrecho desapareció de las mentes, desapareció la preocupación y también el tema, hasta 99

que un nuevo suceso atrajo con violencia la atención hacia el paso austral. Un día de 1578 entró en la caleta de Valparaíso una altiva nave que después de echar anclas en el fondea­ dero, sorpresivamente vació su carga de temibles cor­ sarios. Era la Golden Hind del capitán Trancis Drake, que con el apoyo de la reina Isabel Tudor de Inglate­ rra, navegaba por las colonias de España con el fin de atacar sus puertos y saquear sus barcos. La presencia de los ingleses era una repercusión le­ jana de la lucha que libraban 'España e Inglaterra en Europa, en una especie de guerra encubierta, sosteni­ da por los ingleses, mediante golpes solapados, y en la que estaban en juego no sólo intereses económicos y la brega por el dominio naval, sino también las dife­ rencias religiosas. En Valparaíso, que no pasaba de ser un conjunto de pobres ranchos, unas cuantas bodegas y una capilla, los corsarios se apoderaron de un navio que cargaba un poco de oro y botijas de vino y de los vasos sagrados de la iglesia. Los escasos habitantes del lugar se aleja­ ron sin poder ofrecer resistencia y los ingleses actua­ ron sin ningún embarazo, reembarcándose luego para seguir al norte. 'Recalaron más adelante en las cerca­ nías de Coquimbo, donde los vecinos de la Serena, ar­ mados de cualquier manera, les atacaron y les obliga­ ron a retirarse. En las costas del Perú y México asaltaron varias na­ ves con buenos cargamentos y, finalmente, se lanzaron a la travesía del Pacífico para terminar de circunnave­ gar el globo y regresar a Inglaterra, cargados de teso­ ros. La nave de Drake era la primera vela inglesa que rompía la calma del Pacífico y, por el rumbo que traía, no cabía duda que había cruzado por el estrecho de Magallanes. Esta nueva realidad obligaba a replantear

100

el problema del dominio del Pacífico y a pensar en la seguridad de Chile y el Perú. La única solución, por difícil que pareciese, era con­ trolar la navegación del estrecho mediante la ocu­ pación de sus márgenes y la erección de fortalezas. Pa­ ra llevar adelante esta empresa, el virrey del Perú, que era la única autoridad que contaba con el dinero y el poder necesarios, dispuso que dos naves colocadas ba­ jo el mando de Pedro Sarmiento de Gamboa recono­ ciesen la región y estudiasen la posibilidad de levantar obras de defensa. Los barcos fueron separados por furiosas tempesta­ des en los archipiélagos australes, y uno de ellos, arras­ trado hacia el sur, alcanzó hasta el extremo del conti­ nente, regresando luego a Chile, donde la noticia se perdió o no fue debidamente apreciada. Sarmiento de Gamboa recorrió con su nave el estrecho y se conven­ ció no ser difícil fundar allí algunos establecimientos, concibiendo las más halagüeñas y ficticias esperanzas sobre la región. Decidido a realizar el proyecto, que para él comenzó a tomar el carácter de una empresa personal, salió al Atlántico para dirigirse a España a informar al rey y obtener la creación de una colonia. La corte le apoyó y dispuso la formación de una nu­ merosa flota que, con toda clase de armas, pertrechos y elementos de colonización, amén de soldados de guar­ nición y algunas familias de rudos gallegos, debía de­ jarle en el estrecho, cuya gobernación le fue conferida. La navegación de la flota fue una serie ininterrum­ pida de desastres hasta que al cabo de mucho tiempo, Sarmiento logró que unos pocos barcos le condujesen al estrecho con sus colonos y soldados. Allí fundaron dos establecimientos en la ribera septentrional, Nom­ bre de Jesús, cerca del Atlántico, y Rey don Felipe, en el curso medio. Las esperanzas que habían albergado y el entusiasmo

101

de los primeros trabajos, pronto se desvanecieron. Los ataques y robos de los indios, la dureza del clima, el fracaso de los cultivos y las disputas agravadas por la angustia, fueron dando cuenta de los colonos. Sarmien­ to, que en todo ponía sus afanes y su tenacidad, se vio alejado de su gente cuando el único barco que le que­ daba, a cuyo bordo se encontraba, fue llevado mar afue­ ra por continuas tempestades, sin que le quedase otro remedio que dirigirse al Río de la Plata y luego a Es­ paña a buscar socorro; pero esta nueva tarea fue otra cadena de penurias. Demorado su viaje a España por haber caído en manos de un pirata inglés y por una desesperante prisión en Francia, llegó después de cin­ co años, cuando no le quedaba sino orar por la suerte de sus hombres. Los colonos del estrecho fueron desapareciendo len­ tamente, y por terrible ironía, los últimos sobrevivien­ tes, que como-cadáveres envueltos en andrajos merodea­ ban por las playas del estrecho, fueron avistados por la expedición de Thomas Cavendish, el segundo corsario inglés que surcó las aguas de aquel paso. De esta manera, quedaron frustrados los esfuerzos de los españoles para dominar la entrada al Pacífico, y desde entonces las colonias del lado occidental de Amé­ rica permanecieron expuestas a los golpes sorpresivos de los extranjeros. La navegación y el comercio que­ daron envueltos en la inseguridad; la vida en los puer­ tos y caletas, sujeta a temores y, el desempeño de las au­ toridades, con una nueva preocupación, que en ciertos años tomaría matices muy reales. Después dfe la expedición de Cavendish todavía se hizo presente Richard Hawkins, corsario de gestos ca­ ballerosos, que fue derrotado por una escuadrilla equi­ pada por el virrey de Lima. Con su viaje se cerró el primer ciclo de corsarios ingleses, que luego, al pasar al siglo xvii, sería seguido por el de los holandeses.

102

ETICA

Y

OCASO

CULTURA DE

UNA

EN

EL

EPOCA

La gente que pasó al Nuevo Mundo no fue mejor ni peor que el común del pueblo español. Hubo desde ig­ norantes sin remedio, groseros en sus modales, hasta es­ píritus de alto vuelo y estilo cortesano. Todas las ga­ mas del hombre se distribuían en las huestes, sin que faltase, por cierto, la gavilla de malentretenidos, pica­ ros y huidos de la justicia que, al decir de Cervantes, encontraban en las Indias el amparo de sus fechorías. La masa de analfabetos componía el grueso de los contingentes, un gran número firmaba con dificultad y otros garrapateaban una rúbrica; pero también ha­ bían hombres con estudios, que manejaban la pluma con destreza y no temían enredarse en las páginas de un libro. Sacerdotes y letrados llegaron desde el primer momento, dando el tono del saber, porque eran per­ sonas instruidas y hábiles en latines. Algunos capitanes, como Hernán Cortés, Jiménez de Quezada y Valdivia usaron la pluma tan bien como la espada y de entre sus hombres surgieron cronistas, narradores, memorialistas y estudiosos que, deslumbra­ dos con el espectáculo de América, dejaron su testimo­ nio en obras enjundiosas. Las cartas de don Pedro de Valdivia, justamente fa­ mosas, admiten la comparación con otras acabadas epístolas de la Conquista por sus condiciones literarias, y si no han tenido repercusión en el mundo de habla hispana, se ha debido a su tardía publicación y a la pobreza del escenario. ¡Cómo comparar la acción en medio de Tenochtitlán, en el impresionante país az­ teca, que describen las cartas de Cortés, con el batallar oscuro de una conquista marginal donde los indios an­ daban semidesnudos, confundidos con el paisaje! El mérito intrínseco está en el buen decir de Valdi­ via, la habilidad para exponer situaciones y el mane­ jo político del relato para alcanzar los objetivos que

104

se ha propuesto. En todas las páginas campea el senti­ do de lo propio, porque el autor se había adueñado del país, de su naturaleza, su clima, de su gente, de los sucesos de su conquista y su destino final. Egoísmo, amor y encantamiento se expresan en las cartas. Ellas eran, además, el espejo en que el capitán miraba su figura y su hazaña, presintiendo la inmortalidad. La descripción de lo propio se hace cálida y el len­ guaje sabroso. Las expresiones son vividas e impresio­ nan con facilidad por el uso de imágenes del habla po­ pular. Para Valdivia, percibir el peligro es «ver las ore­ jas del lobo», sufrir escaseces, no es tomar «truchas a bragas enjutas», y la época de fuertes lluvias es «el ri­ ñón del invierno». Difícil sería encontrar una mejor síntesis del estilo de Valdivia, de su lenguaje y del tono emotivo, que el párrafo en que recuerda los diversos papeles que ha de­ bido asumir al frente de sus hombres: «capitán para los animar en la guerra, y ser el primero a los peligros, porque así convenía; padre para los favorecer con lo que pude y dolerme de sus trabajos, ayudándoselos a pasar como de ¡hijos, y amigo en conversar con ellos; zumétrico en trazar y poblar; alarife en hacer acequias y repartir aguas; labrador y gañán en las sementeras; mayoral y rabadán en hacer criar ganados, y, en fin, poblador, criador, sustentador, conquistador y descu­ bridor». Todo, en las cartas, se hace vivido y se cubre de emoción realzando el batallar del jefe conquistador contra un sinnúmero de dificultades. A través del es­ tilo es imposible descubrir al capitán de voluntad du­ ra y cálculo frío que manejó las situaciones con mano rigurosa. Su acción se ablanda, se hace simpática y se la comprende. No se puede dejar de estar a su lado y ése era, precisamente, el efecto que buscaba. Así el mo­

105

narca y las autoridades estarían dispuestos a reconocer sus méritos y darle buenas recompensas. Ninguno de los capitanes que sucedió a Valdivia lle­ gó a identificarse de tal manera con el país ni a expre­ sar con tanta finura el sentido de apropiación que em­ bargaba a los conquistadores. En el cuadro espiritual de la Conquista, los cronis­ tas ocupan un lugar destacado como narradores de los sucesos e intérpretes de una visión del mundo y de la vida. Los hubo de valor muy disímil. Algunos apenas supieron pergeñar sus escritos y otros desplegaron cua­ lidades intelectuales y cultura. En México, Bernal Díaz del Castillo se daba el lujo de glosar las coplas de Jor­ ge Manrique y de mencionar a su coetáneo Miguel An­ gel entre los grandes pintores, mientras en Chile, Jeró­ nimo de Vivar, recordaba al ‘‘Dante Aligero” con la mayor desenvoltura. Al escribir sus obras, los cronistas perseguían distin­ tos propósitos. Unos deseaban solamente dejar el re­ cuerdo de los hechos, otros buscaban ensalzar a su jefe o reivindicar el papel de sus compañeros. Varios hicie­ ron de la crónica el alegato de una causa, otros pre­ tendieron obtener favores de la corte o alcanzar la fa­ ma, y todos sentían el oigullo por la tarea cumplida. Algunos conquistadores, que no alcanzaron gran fi­ guración, relataron la conquista de Chile en obras que les salvaron del olvido. Entre las más amplias y com­ pletas están las de los capitanes Pedro Mariño de Lo­ bera, Alonso de Góngora Marmolejo y la de Jerónimo de Vivar, personaje tan carente de relieve que los his­ toriadores llegaron a dudar de su existencia. Sin em­ bargo, su obra es la más destacada por su excelente fac­ tura. La claridad y precisión del relato, la sencillez y corrección de la frase, la exactitud de la información y el equilibrio del conjunto, constituyen el mérito de 106

la Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile. El carácter general de las crónicas del siglo xvi es la monotonía de su tema: en ellas todo es guerra y es­ fuerzo bélico. Sangre y heroísmo se derrochan, los ca­ pitanes se suceden unos tras otros, llegan refuerzos, los indios atacan y destruyen, se fundan y refundan ciu­ dades y fuertes y, en definitiva, la lucha jamás se de­ fine. A los cronistas no les interesaban otros aspectos. No ven las tareas constructivas, la creación de una agricul­ tura, la vida de ciudad ni la administración. Están in­ mersos en esa realidad exenta de dramatismo. La sociedad estaba impregnada de un sentido heroi­ co que valorizaba antes que nada lo guerrero y, en tal forma, los cronistas fueron fieles intérpretes de una actitud colectiva. Sin embargo, aquella mentalidad era sólo una cásca­ ra superficial que ocultaba la realidad profunda de la vida económica bajo el imperio de la ganancia. La em­ presa de América se realizó con el impulso de esa fuer­ za dinámica, y al concluir la conquista de Chile, en las postrimerías del siglo xvi, la época del capitalismo y sus categorías se habían impuesto definitivamente. La transición se muestra con claridad en la mentali­ dad y los afanes de Hernán Cortés, imbricando las pre­ ocupaciones señoriales con las especulaciones económi­ cas y sin que aparezcan como términos contradictorios, porque los señores habían sido cogidos por la nueva ética, por más que las formas caballerescas siguieran recubriendo su personalidad. Bien se podía tener títu­ lo y escudo de nobleza, mantener gran boato y montar poderoso corcel en las ceremonias y al mismo tiempo estar preocupado de las plantaciones de caña de azú­ car y del despacho de algodón a España.

107

El caso de Cortés no es aislado ni único, constituye un símbolo de una actitud generalizada, que también se puede ilustrar en Chile con numerosos ejemplos co­ mo el de Juan Jufré, un antiguo conquistador que lle­ gó con Valdivia, Jufré era caballero hijodalgo notorio. Su familia en­ troncaba con los duques de Feria y estaba relacionado también con los condes de Oropesa. En la conquista de Chile, tuvo una actuación destacada y llegó a ser con­ siderado para el cargo de gobernador. Fue alcalde or­ dinario de Santiago, desempeñó numerosas comisiones, obtuvo el honor de ser designado teniente de goberna­ dor y capitán general de la provincia de Cuyo, con en­ cargo de concluir su sometimiento. Con igual función se le designó posteriormente en la ciudad de Santiago. Uno de los cargos de mayor lucimiento que recayó en Jufré y que vale la pena destacar por el sentido ca­ balleresco que encierra, fue el de alférez real. En vir­ tud de ese honor, le correspondía guardar en su casa el estandarte del rey y sacarlo en solemne cabalgata el día del apóstol Santiago, acompañado de todos los hom­ bres de prosapia. Era la mayor distinción que podía alcanzar un hombre de espada. La contrafigura de Jufré es la del empresario indus­ trioso, atento al desarrollo de su caudal. En recompensa de sus servicios, recibió tempranamen­ te una encomienda, que luego incrementó con otros repartimientos de indios. El trabajo de los naturales le deparó una riqueza inicial que invirtió en diversas empresas. Estableció trabajos agrícolas en sus tierras y se preocupó especialmente de la crianza de ganados; en Santiago hizo levantar un molino de dos ruedas y luego otro más; en Peteroa, en la comarca del Maulé, constru­ yó un obraje, que aprovechando el trabajo de los indios, fabricó paños ordinarios durante largo tiempo. Las fae-

108

ñas mineras no le fueron ajenas, y en los últimos años tle su vida, disfrutando ya de gran fortuna, estableció un astillero en el Maulé, que fabricó por lo menos cuatro naves. El objeto de estas últimas faenas se relaciona con un proyecto mayor: descubrir y colonizar ciertas islas del Pacífico, prometedoras de buenas ganancias, de las que se tenían noticias ambiguas. Para ello, Jufré contaba con la colaboración del piloto Juan Fernández. Aunque esta última tarea dio sólo un resultado a medias —Juan Fernández encontró unas islas, segura­ mente las de Nueva Zelandia—, es significativa en cuan­ to corona los esfuerzos empresariales de Jufré.

En el abigarrado equipaje de los conquistadores pa­ saron a América las novelas de caballería, cuyos paladi­ nes dominaban ya en Europa y se aprestaban ahora a seguir sus andanzas en las nuevas tierras. La mentalidad sencilla de la época satisfacía sus de­ seos de aventura, justicia y heroísmo en las hazañas de los caballeros legendarios y, escapando a una vida ceñida por la rutina, se solazaba con los relatos fantás­ ticos, donde cabían todas las maravillas. La afición al­ canzaba hasta los personajes más encumbrados, como Carlos V, que al retirarse al monasterio de Yuste para arreglar los últimos años de su existencia, no olvidó sus libracos de caballería. Y uno de sus más famosos capi­ tanes, el marqués de Pescara don Fernando de Avalos, que fuera jefe superior de Valdivia en las guerras de Italia, se había entregado con ardor a la milicia por la influencia que en él ejercieron los libros de caballe­ ría en la mocedad. Los espíritus menos cultivados sentían en forma ví109

vida las hazañas de los caballeros andantes, como un pobre soldado portugués en la India, que conmovido con un libro de caballería que noche a noche se leía en el corro de soldados, en el primer encuentro con el enemigo se lanzó espada en mano dispuesto a opacar todas las historias. Sus compañeros debieron rescatar­ lo a duras penas y retenerlo a la fuerza, porque jadeante y lleno de heridas pedía le dejasen continuar, pues no había hecho ni la mitad de lo que leían cada noche. Entre los conquistadores, gente moza y vehemente, el culto del heroísmo prendía fácilmente, y como las oca­ siones para lucirse abundaban, la realidad y la fantasía corrían de la mano. No es sólo un recurso literario el utilizado por Ercilla en La Araucana al desglosar los combates en muchos encuentros individuales en que cada guerrero pone en juego su audacia y la fuerza de su brazo. Sin embargo,’ el impulso caballeresco se agotaba y el nuevo sentido de la vida surgía poderoso. El tropel de amadises, palmerines y lizaurtes, reluciente de armadu­ ras y plumas, cedía el paso a la caravana alegre de la­ zarillos, guzmanes y rinconetes. Al mismo tiempo que las letras españolas acogían las bellaquerías de los picaros, en América se las practicaba como estilo de vida. El hecho era natural, porque el relajamiento y las circunstancias creaban un ambiente propicio para los truhanes. Un hombre de alta cuna que se destacó en la con­ quista del Perú, don Alonso Enrique de Guzmán, pi­ caro de auténtica vocación a pesar de su linaje, no sólo vivió como tal, sino que encantado de sus correrías, las describió en un relato memorable. La Vida de don Alonso Enrique de Guzmán, caballero noble y desbara­ tado, que por entonces permaneció inédita, exhibe toda clase de aventurillas y la simpática jactancia del perso­

no

naje, antes que en España apareciesen las novelas pica­ rescas. Si es cierto que las instituciones y costumbres gasta­ das terminan en el desván del folklore y de los jue­ gos, nunca fue más verídico que en el caso de la ca­ ballería. Poco a poco las prácticas caballerescas fueron cedien­ do en sus objetivos estrictamente militares. El uso de la pólvora terminó con las formaciones de caballeros premunidos de armaduras, al mismo tiempo que la in­ fantería, moviendo con versatilidad sus largas picas y apretando sus batallones erizados, detenía la embestida de las cabalgaduras. El combate singular sostenido lealmente por los ca­ balleros, es sustituido por la lucha sin reglas, masiva, en que la estratagema, la emboscada y los movimientos tácticos se emplean para derrotar al enemigo. El afán de obtener la victoria ha reemplazado, en el combate, al ideal de la honra. Las justas caballerescas se practicaron en América, igual que en el Viejo 'Mundo, para celebrar los gran­ des acontecimientos. En las plazas de las ciudades, los hidalgos lucían su destreza en el juego de lanzas, co­ rrer estafermos y otras suertes nada inocentes, que so­ lían dejar descalabrado a más de algún caballero. Para los conquistadores, las competencias eran suce­ sos importantes que tocaban su orgullo personal, según quedó bien demostrado en la ciudad de la Imperial con motivo de las justas que se iban a desarrollar para celebrar el ascenso de Felipe II al trono. En esa ocasión, en el cortejo de don García Hurtado de Men­ doza, que salía enmascarado a participar en el torneo, surgió una disputa entre don Alonso de Ercilla y otro caballero, que obligó al poeta a poner mano a la espada «nunca sin gran razón desenvainada», según sus pala­

111

bras. El hecho tuvo un desenlace inesperado por la reacción de don García, que movido por la ira y poco dispuesto a tolerar un desacato, arremetió contra los contendores. La .fiesta debió suspenderse mientras el «mozo capitán acelerado» disponía la muerte de ambos caballeros. Afortunadamente, la pena no llegó a consumarse y el hecho quedó como una muestra más del orgullo se­ ñorial. A la vuelta de los años, los torneos perdieron su prestancia y un espíritu de regocijo invadió la palestra. El tiempo se cumplía inexorablemente y no sería ne­ cesario aguardar muchos años después de la Conquista para asistir al espectáculo completamente transforma­ do en su sentido. En una fría meseta cordillerana del Perú, en el pue­ blo minero de 'Pausa, los caballeros ricos del lugar se concertaron én 1607 para disputar buenas preseas y celebrar así la llegada de un nuevo virrey. Los prepa­ rativos causaron expectación, y el día de la fiesta se reunió una gran multitud junto a los estrados de los jueces, autoridades y damas. Los caballeros, debidamente enmascarados, hicieron su presentación acompañados por los sones de las trom­ petas, chirimías y tambores: el Caballero Afortunado, el Intrépido Bradaleón, Belflorán, el Antártico Caba­ llero de Luzissor y otros que recordaban los nombres de la literatura caballeresca. ÍPtero las designaciones bor­ deaban también la mofa: el Galante Señor de Contumeliano, el Caballero de la Cueva Tenebrosa y el Te­ mible Loco. La nota más hilarante fue puesta por el Intrépido Bradaleón, que salió de su tienda acompañado de una mascarada en lugar de séquito. Su escudero, disfrazado de Baco, regordete, escaso de ropas y con la cabeza ce­ 112

*

,,

.

i 1

ñida de hojas de parra y pámpanos, era conducido en andas por un grupo de sus adoradores que apenas se tenían en pie. En medio del jolgorio general, el dios de nariz rojiza brindaba a todos lados con su copa, mientras era traído y llevado en triunfo. También se hizo presente el Caballero de la Triste Figura, con todo el aparato quijotesco y seguido de su fiel Sancho, caballero en su asno, el cura, el barbero y la infanta Micomicona. La competencia, que consistió en correr sortijas, estuvo lucida y los premios fueron bien ganados; pero ni aun en el momento final faltó el espíritu carnavales­ co. Debiendo dirimir un premio Sancho Panza con el dios Baco, ganó este último y siendo de rigor en un caballero galante entregar el trofeo a la dama de sus ideales, lo fue a depositar a los pies de una vieja, criada de una de las señoras. Sancho, mientras tanto, lanzaba unas coplas tan cru­ das, que el cronista del suceso no se atrevió a ponerlas por escrito. Así concluyó la fiesta en aquel apartado rincón an­ dino, que tuvo el sabor de una gran bufonada más que el de una justa caballeresca. Situado en la trama de la época, el hecho no era aislado y en la perspectiva general deja ver que se es­ taba en el ocaso de la caballería.

El año de 1557, entre las lluvias del invierno, una flo­ tilla de naves maltrechas puso en tierra una vistosa hueste en la bahía de Talcahuano. Era la expedición de don García Hurtado de Mendoza, nuevo gobernador, altanero y vehemente, que a impulsos de su excesiva

113

i

juventud pretendía refundar la ciudad de Concepción y someter a los araucanos. Nunca había llegado al país una compañía tan lu cida, por la riqueza del equipo y las armas, como tam­ bién por el linaje de muchos caballeros, entre otros don Alonso de Ercilla y Zúñiga, que a sus veinticuatro años agregaba el orgullo de haber sido paje del príncipe heredero don Felipe. Ercilla era hijo de un jurisconsulto de nota y de una dama de la corte, que buscando el mejor destino para él, había logrado incorporarlo al séquito del príncipe, con quien había compartido los juegos, el estudio y luego la vida cortesana. La amplitud de los dominios imperiales y los com­ promisos diplomáticos llevaron a Ercilla, junto con el príncipe, por diversos escenarios europeos, adquiriendo entonces cultura y alguna experiencia. Hasta el estrado del príncipe llegó un día un viejo conquistador, cargado de servicios, que con el relato de sus experiencias maravillaba a quienes le escucha­ ban. Aquel hombre era Jerónimo de Alderete, capitán de confianza de don Pedro de Valdivia, que había lle­ gado a la corte para informar de la conquista de Chi­ le y solicitar diversas mercedes. Su voz se animaba cuando hablaba de unos indios llamados araucanos, que habitaban la comarca más hermosa y la defendían con denuedo. Aquella fue la primera vez que el joven Ercilla escuchó hablar de los famosos indios, y luego en Londres, donde se encontraba en el séquito de don Felipe, porque hasta aquel lugar llegó Alderete con la noticia de la muerte de Valdivia. En aquel momento confluyeron los hechos que de­ terminaron la vida de Ercilla. Un desengaño amoro­ so, que tocó lo más íntimo de su ser, le determinó a dejar la corte y partir a la aventura de América, en

114

circunstancias que una rebelión entre los conquistadoíes del (Perú requería de los buenos súbditos para acu­ dir al servicio del rey. Al llegar a la tierra de los incas, los rebeldes habían sido derrotados; pero se presentaba la posibilidad de partir hacia Chile, donde los araucanos estaban a pun­ to de acabar con los castellanos y, de esa manera, se alistó junto con otros jóvenes en el ejército de don García. La estancia en Chile fue sólo de año y medio y trans­ currió enteramente en el sur del país. En aquel breve lapso se refundó Concepción y se efectuó una campaña a través de la Araucanía, que fue pródiga en contin­ gencias bélicas.

Hubo allí escaramuzas sanguinosas, ordinarios rebatos y emboscadas, encuentros y refriegas peligrosas, asaltos y batallas aplazadas, raras estratagemas engañosas, astucias y cautelas nunca usadas, que, aunque fueron en parte de provecho, algunas nos pusieron en estrecho. La expedición visitó las ciudades sitiadas, restauró fuertes y, en una durísima travesía por la selva virgen, alcanzó hasta el seno de Reloncaví. De regreso, se fun­ dó Osorno y, en la Imperial, tuvo lugar el incidente que casi costó la vida a Ercilla. Condenado a salir del reino, el joven caballero de­ bió sufrir una prisión humillante; sin embargo, «ar­ mado de paciencia y duro hierro», participó en cuanta refriega se halló comprometido el ejército, hasta regre­ sar a Concepción. Se despidió entonces del país, con el alma roída por el agravio, como recordaría posteriormente.

115

Y en un grueso barcón, bajel de trato, que velas altas de partida estaba, salí de aquella tierra y reino ingrato, que tanto afán y sangre me costaba.

En el (Perú estuvo algún tiempo a la espera de una buena situación, y como ésta no llegase, partió a Pa­ namá a empeñar su espada una vez más en servicio de su rey. La noticia de un nuevo rebelde, Lope de Aguirre, tenía convulsionados a los dominios españo­ les, y en Panamá se reunía gente para ir a su encuen­ tro. El levantamiento, sin embargo, se deshizo por sí mismo, y Ercilla continuó rumbo a España. El príncipe amigo se había convertido ahora en el todopoderoso Felipe n, y don Alonso, como súbdito tan cercano y lleno de merecimientos, podía albergar las mejores esperanzas. La estimación y el respeto de Ercilla hacia el monar­ ca sobrepasaban lo imaginable y se acrecentaban a cada paso identificando su figura con la gloria de España. Por eso, emprender cualquier misión, era, para él, es­ forzarse por su rey y su país y encontrar así un sentido al quehacer terrenal. Igualmente podía recorrer los ca­ minos de América, desempeñar una misión oficial o acuñar los versos de su poema. Tanta era la devoción de Ercilla al soberano, que en cierta ocasión al presentarse ante él se turbó de tal manera, que Felipe n debió tranquilizarle y sugerirle amablemente le pusiese por escrito lo que deseaba so­ licitarle. El soberano acogió a Ercilla con gran aprecio al re­ gresar del Nuevo Mundo y escuchó complacido el re­ lato de sus aventuras. Desde aquel momento, Ercilla vivió junto a la corte, ya fuese preocupado de sus asun­ tos personales o en espera de encargos oficiales. Su situación económica llegó a ser excelente por las recom­ 116

pensas que recibió de ia corona y más que nada por una cuantiosa herencia que le dejó una hermana y el ventajoso matrimonio con doña María de Bazán que, a más de joven y hermosa, descendía de linaje escla­ recido. Algunos viajes le ocuparon con distintos motivos, re­ corriendo entonces Italia, Francia, Alemania, Silesia, Moravia y la Panonia. Pasé y volví a pasar estas regiones, y otras y otras por ásperos caminos, traté y comuniqué varias naciones, siendo cosas y casos peregrinos...

Ercilla era un hombre ambicioso, que se creía lla­ mado a uaa gran figuración, sin que le faltasen moti­ vos para pensar de esa manera. Pareciera que incluso la redacción de su poema, sin dejar de representar una necesidad de expresión estética, formaba parte de sus esfuerzos por alcanzar un reconocimiento. Con el fin de asegurar su posición social y remar­ car la distinción de su hidalguía, dirigió algunas ins­ tancias al rey y al consejo de la Orden de Santiago para ser admitido en ésta en calidad de caballero. La solicitud fue despachada favorablemente después de he­ chas las investigaciones sobre la pureza de su linaje y los méritos de sus antepasados. Pero antes de ser in­ vestido caballero debió cumplir seis meses de servicio en las galeras de Barcelona y luego en las de Nápoles, esperando en vano una ocasión de lucimiento. Desde la última ciudad se dirigió a Roma y allí, antes de pro­ seguir a otros países, fue presentado al Papa, que le recibió con gran aprecio y se interesó vivamente por sus andanzas en América. De regreso en España tuvo que cumplir la última condición para profesar como caballero: recogerse en un convento por tres meses para entregarse a la medi­

117

tación y la oración. El escogido fue el convento de San Juan de Uclés, elección afortunada si le había, porque allí, entre el silencio de la piedra y el mármol, yacen los restos de Jorge Manrique. Fue, aquella, una ocasión propicia para volver a recordar el mensaje eterno de aquel otro caballero y poeta y meditar sobre las vanalidades de la vida, que como tema recurrente surgirá a cada paso en La Arau* cana. Después de obtener el hábito de la Orden de San­ tiago, Ercilla recibió de Felipe n un encargo de carác­ ter diplomático que constituía una misión tan delica­ da como honrosa: recibir en Zaragoza a los duques de Brunswick, que sin anuncio previo habían llegado a visitar al rey. Pero los visitantes resultaban molestos para su majestad católica, y la verdadera tarea confia­ da a Ercilla fue demorar cuanto pudiese la entrada de los duques én Madrid. Aguzando el ingenio, inven­ tando agasajos y dificultades, don Alonso retrasó dos meses el viaje, para encontrar al fin la indiferencia del monarca si no su desagrado. ¿Es que Felipe n consi­ deró que la misión había sido mal cumplida o reque­ ría de mayor tiempo para su juego político? El hecho es que desde entonces el antiguo paje se vio alejado del trono y aunque su «voluntad nunca cansada» estaba pronta para servir al soberano, la desi­ lusión fue amargando su alma mientras los años co­ rrían presurosos. La gran recompensa, la figuración se­ ñera no llegaba jamás. ¡Mientras tanto, los versos de La Araucana, comen­ zados en la misma Araucanía a veces en trozos insigni­ ficantes de papel, habían ido tomando forma defini­ tiva y las rústicas prensas de un taller habían entregado la primera y la segunda parte del poema. El éxito había sido inmediato. Las primeras edido-

118

nes fueron seguidas por otras y se hicieron traduccio­ nes a lenguas extranjeras, de suerte, que el nombre de Ercilla llegó a ser famoso. La reputación literaria, aun­ que debió satisfacer al poeta, no pareciera haber col­ mado su orgullo; su meta siguió estando en el mundo oficial, y es posible que no captase las dimensiones de su gloria, preocupado como estaba de los semblantes de la corte. Además del mérito literario, que Cervantes consagra­ ría en dictamen memorable, el poema interesa por el sentido íntimo que encierran sus páginas. En ellas se entrecruzan las viejas tendencias, la vida de Ercilla, el espíritu español y la crisis del ethos en el cambio de época, sin contar el valor y la .prestancia araucana. Ercilla cantó en sus versos, antes que nada, la gloria universal de España a propósito de la guerra de Arauco. Personalmente, fue partícipe de aquella aureola en la vida palaciega y contribuyó con su esfuerzo y valen­ tía en el oscuro batallar en un rincón de América. Desde una perspectiva encumbrada, el poeta debió ele­ var el tema, ennoblecerlo para que no desmereciese en. el panorama del imperio donde no se ponía el sol. El propósito básico de Ercilla está expresado con cla­ ridad meridiana en las estrofas iniciales, que hacen de presentación del tema. Dice allí que cantará .. .el valor, los hechos, las proezas de aquellos españoles esforzados, que a la cerviz de Arauco no domada pusieron duro yugo por la espada.

Pero el poeta no se atuvo estrictamente al asunto de Arauco, sino que, arrastrado por su visión hispánica, introdujo episodios que proclamaban el éxito de la monarquía en otros ámbitos y donde él quiso estar presente, aunque sólo fuese con sus versos aguerridos. Valiéndose de los artificios permitidos a los poetas 119

épicos, interrumpe la lucha en la Araucanía e introduce al lector en sucesos completamente ajenos, como la ba­ talla de San Quintín, que puso a las tropas de Felipe 11 a las puertas de París, y la de Lepanto, donde España, como campeona de la cristiandad, en alianza con otras fuerzas, detuvo el peligro naval turco. También Erci11a se dispuso a narrar la campaña de Felipe n contra Portugal, que daría al monarca la corona de aquel país y sus dominios, pero fatigado con su tarea, deja al lec­ tor alistado y a la vuelta de unas cuantas páginas con­ cluye el poema sin dar curso a la lucha ni regresar al escenario de Arauco, quedando todo inconcluso, como si la epopeya de España terminase en puntos suspensivos. Aquellos temas habrían quebrado la unidad de la obra si el sujeto hubiese sido el pueblo araucano; pe­ ro siendo el español, no se perdía el sentido unitario. El espíritu español que orienta las estrofas ercillanas queda de manifiesto también en la presencia tutelar de Felipe n, porque Ercilla, cada vez que tomaba y dejaba la pluma tenía en mente su imagen, y al hacer cual­ quier consideración se dirigía ya al lector, ya al monar­ ca. La dedicatoria puesta en los primeros versos es elo­ cuente:

Suplicóos, gran Felipe, que, mirada esta labor, de vos sea recibida, que de todo favor necesitada queda con darse a vos favorecida: es relación sin corromper sacada de la verdad, cortada a su medida, no despreciéis el don, aunque tan pobre, para que autoridad mi verso cobre. El homenaje rendido a España no desdice del que se rinde al pueblo araucano, que por su tenaz resisten-

120

cía era digno rival de los castellanos. Ercilla lo dice claramente en los primeros versos: Cosas diré también harto notables de gente que a ningún rey obedece, temerarias empresas memorables que celebrarse con razón merecen: raras industrias, términos loables que más los españoles engrandecen; pues no es el vencedor más estimado de aquello en que el vencido es reputado. Los rivales se merecían el uno al otro y por eso la gesta era honrosa para ambos, aun cuando los cris­ tianos fuesen los vencedores. El sentido heroico que conforma La Araucana, orien­ tando todo el acontecer, se contrapone a las tendencias de una época que había dejado atrás la mentalidad ca­ balleresca. En verdad, el poema había nacido fuera de tiempo y constituye, en esencia, una expresión literaria ideal y extraña a la ética del momento, por más que los hechos relatados efectivamente ocurrieron. Es, al fin y al cabo, una ficción creada por el alma de Ercilla, que insufló a una guerra cruel y sórdida un carácter superior difícil de encontrar en la realidad. La poesía es una forma de evasión, que dejando atrás la ruda prosa de la existencia, lleva al poeta por un mundo bellamente idealizado, un mundo perdido o que no existió más que en el sentimiento estético. Como forma literaria, el poema épico era también arcaico y, al resucitarlo, Ercilla mantuvo el espíritu del tiempo pasado. La antítesis embargó también la vida de Ercilla, que se desenvolvió entre la elaboración del poema y nego­ cios muy lucrativos. Mientras el poeta forcejeaba con la rima y daba a sus versos un noble tono épico, estaba

121

preocupado de operaciones comerciales para acrecentar su hacienda: adquisición y venta de muebles finos y de joyas de alto valor, préstamos con prenda y préstamos a intereses usurarios. El resto del tiempo andaba en busca del éxito oficial. Gracias a esos negocios, Ercilla disfrutó de una posi­ ción muy holgada que no tenía relación con el estilo heroico de su juventud y de su obra. Solamente faltó al poeta la gran situación palaciega para colmar sus ambiciones, y como jamás la alcanzase, cultivó en el pecho una amargura que en los últimos años de su vida le tenía postrado anímicamente. Dando salida a sus sentimientos, aludió en La Araucana al ... disfavor cobarde que me tiene arrinconado en la miseria suma... queriendo expresar así el olvido de que era objeto en ¡a corte y la situación moral en que creía encontrarse. En ningún caso alude a una pretendida pobreza. El monarca, a quien había dedicado su vida, ya no reparaba en su persona y todos sus esfuerzos parecían «haber dado en seco y en vació». (Los años finales se vieron ensombrecidos, además, por la muerte de su único hijo, por las enfermedades y los sinsabores que la vida acumula en sus últimos recodos. Con esas amarguras pesando en su alma, Ercilla preten­ dió superarse, y una vez más elevó el tono de su voz para cantar, al final de La Araucana, la gloria de su rey. Esta vez era la campaña de Portugal la que animaba su pluma, haciéndola brillar como en los mejores tiem­ pos.

¿Quién pudiera deciros tantas cosas como aquí se me van representando, tanto rumor de trompas sonorosas, tanto estandarte al viento tremolando,

122

las prevenidas armas sanguinosas del portugués y castellano bando, el aparato y máquinas de guerra, las batallas de mar y las de tierra? Pero el desengaño minaba el espíritu de don Alonso y ya no le quedaba más que el dolor, el despecho y el arrepentimiento final para quedarse a solas con Dios.

Canten de hoy más los que tuviesen vena y enriquezcan su verbo numeroso, pues Felipe les da materia llena y un campo abierto, fértil y espacioso; que la ocasión dichosa y suerte buena vale más que el trabajo infructuoso, trabajo infructuoso como el mío, que siempre ha dado en seco y en vacío.

¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones hacia el helado Norte atravesando y en las bajas antárticas regiones el antípoda ignoto conquistando! Climas pasé, mudé constelaciones, golfos innavegables navegando, extendiendo, Señor, vuestra corona hasta casi la austral frígida zona.

¿Qué jornadas también por mar y tierra habéis hecho que dejé de seguiros, a Italia, Augusta, a Flandes, a Inglaterra, cuando el reino por rey vino a pediros? De allí el furioso estruendo de la guerra al Perú me llevó por más serviros, do con suelto furor tantas espadas estaban contra vos desenvainadas. 123

Y el rebelde indiano castigado y el reino a la obediencia reducido, pasé al remoto Arauco que alterado, había del cuello el yugo sacudido, y con prolija guerra sojuzgado y al odioso dominio sometido, seguí luego adelante las conquistas de las últimas tierras nunca vistas.

Dejo por no cansaros y ser míos los inmensos trabajos padecidos, la sed, hambre, calores y los fríos, la falta irremediable de vestidos, los montes que pasé, los grandes ríos, los yermos despoblados no rompidos, riesgos, .peligros, trances y fortunas, que aún son para contadas importunas. Ni digo cómo al fin, por accidente, del mozo capitán acelerado fui sacado a la plaza injustamente a ser públicamente degollado, ni la larga prisión impertinente do estuve tan sin culpa molestado, ni mil otras miserias de otra suerte de comportar más graves que la muerte.

Y aunque la voluntad nunca cansada está para serviros hoy más viva, desmaya la esperanza quebrantada viéndome proejar siempre agua arriba, y, al cabo de tan larga y gran jomada, hallo que mi cansado barco arriba de la Fortuna adverso contrastado lejos del fin y puerto deseado. 124

Mas ya que de mi estrella la porfía me tenga así arrojado y abatido, verán al fin que por derecha vía la carrera difícil he corrido; y aunque más inste la desdicha mía, el premio está en haberle merecido y las honras consisten no en tenerlas, sino en sólo arribar a merecerlas.

Que el disfavor cobarde que me tiene arrinconado en la miseria suma, me suspende la mano y la detiene haciéndome que pare aquí la pluma; así doy punto en esto, pues conviene para la grande innumerable suma de vuestros hechos y altos pensamientos otro ingenio, otra voz y otros acentos.

Y pues del fin y término postrero no puede andar muy lejos ya mi nave y el temido y dudoso paradero el más sabio piloto no lo sabe; considerando el corto plazo quiero acabar de vivir antes que acabe el curso incierto de la incierta vida, tantos años errada y distraída. Que aunque esto haya tardado de mi parte y reducirme a lo postrero aguarde, sé bien que en todo tiempo y toda parte para volverse a Dios jamás es tarde, que nunca su clemencia usó de arte, y así el gran pecador no se acobarde, pues tiene un Dios tan bueno, cuyo oficio es olvidar la ofensa y no el senado. 125

Y yo que tan sin rienda al mundo he dado el tiempo de mi vida más florido, y siempre por camino despeñado mis vanas esperanzas he seguido visto ya el poco fruto que he sacado y lo mucho que a Dios tengo ofendido, conociendo mi error, de aquí adelante será razón que llore y que no cante. En esa forma, de rodillas ante su Dios y su rey, don Alonso de Ercilla dio término a su poema y se dispuso

al buen morir.

Los conquistadores'eran portadores de una cultura universal que bajo el signo del cristianismo debía in­ corporar a Chile a la corriente de la historia. Como cultura dominante, aquélla dio el sentido al acontecer, mientras las subculturas de los grupos in­ dígenas se contraían a sus comunidades y los grupos mestizos se nutrían de acervos mezclados que confor­ maban su existencia humilde e ignorada. La impronta de España marca todo el ordenamien­ to, no sólo en el plano oficial, sino también en las valoraciones que rigen la existencia y en el ambiente mental, desde las cuestiones trascendentes a las trivia­ les. Aún no podía existir la valoración de lo autóctono ni sentimiento lugareño, porque la realidad social del sector dominante estaba formada por contingentes de españoles y de sus hijos, que aunque naados en el país, no tenían otras ideas y sentimientos que los apren­ didos de sus padres. La Araucana fue la manifestación más destacada del espíritu hispánico y, en un plano más modesto, el

126

A rauco Domado, de Pedro de Oña, cuyas estrofas son aún más reveladoras. No obstante haber nacido en Angol y haber respira­ do el aire de la Araucanía durante la niñez, el primer poeta chileno fue un alma ajena a su país, que sólo vivió al palpitar de la cultura renacentista. Sus estudios en Lima y la cercanía al palacio virrei­ nal le dieron una formación clásica que le impidió sentir el mandato del suelo natal. El Arauco Domado, hecho por encargo de don García Hurtado de Men­ doza, fue un compromiso con uno de los adalides de España y, por lo tanto, se ligaba estrechamente con el espíritu de los conquistadores. Don García es el héroe de la epopeya, su gloria es cantada con ditirambos excesivos, la guerra de Arauco no alcanza a desarrollarse plenamente, y otros hechos de la vida del personaje se intercalan artificiosamente con menosprecio de la cronología. Pero donde Oña se muestra más alejado del terruño es en su descrip­ ción de la naturaleza y de algunas escenas de la vida araucana. El famoso baño de Caupolicán y Fresia constituye la falsificación más desaprensiva. El escenario está rodea­ do por la foresta de la Araucanía, apretada de sauces, álamos, fresnos y cedros, por donde discurren sátiros y faunos que persiguen a las ninfas silvestres. El bosque se encuentra poblado, además, por «el jabalí cerdoso y fiero», el gamo, el corzo, el tigre y el venado. El suave céfiro mece los coros de pajarillos, y Fresia se nos pre­ senta como la más hermosa doncella que ¡hubiese pin­ tado Boticelli:

Es el cabello liso y ondeado, su frente, cuello y mano son de nieve, su boca de rubí, graciosa y breve, la vista garza, el pecho relevado

127

Su tierno, y albo pie por la verdura al blanco cisne vence en la blancura.

Forzoso es reconocer que el mundo del poeta era el de las letras clásicas, y que su paisaje y los entes que lo poblaban eran los del Renacimiento temprano. Esta era la consecuencia de una cultura literaria que, trasplantada al suelo americano, impedía ver la reali­ dad y confundirse con ella. Se miraba el contorno sin verlo ni sentirlo, porque el espíritu se vinculaba con un mundo lejano donde las cosas estaban consagradas por el uso y el halo de la tradición. Frente a ello, lo americano y lo chileno resultaban nuevo, rudo y ca­ rente de prestigio. La lealtad a la tierra sólo germinaría cuando el hom­ bre nacido en el país suplantase al conquistador y sin­ tiese la raigambre de lo suyo. En este aspecto, como en todos los otros, difícilmen­ te Chile comenzaba a ser Chile.

128