¿Para qué trabajamos? Ser lo que hacemos o hacer lo que somos 9789501200133

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¿Para qué trabajamos? Ser lo que hacemos o hacer lo que somos
 9789501200133

Table of contents :
Portada
Legales
Dedicatoria
Cita
Introducción. El peor y el mejor trabajo
1. Matarse trabajando: informe desde el campo de batalla
2. La alquimia transformadora del trabajo
3. Si es recurso no es humano: la persona como medio
4. Esclavos modernos: conectados y sin memoria
5. Lo que hacemos y lo que el trabajo nos hace
6. ¿Para qué trabajamos? Hay respuestas felices
7. Vocación, responsabilidad y espiritualidad: tres herramientas básicas
8. Trabajo y descanso: el mutuo sentido
9. Nuestro trabajo, una huella en el mundo

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¿PARA QUÉ TRABAJAMOS?

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Sergio Sinay

¿PARA QUÉ TRABAJAMOS? ser lo que hacemos o hacer lo que somos

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Sinay, Sergio ¿Para qué trabajamos? : ser lo que hacemos o hacer lo que somos. - 1a ed. - Buenos Aires : Paidós, 2012. E-Book. ISBN 978-950-12-0013-3 1. Autoayuda. I. Título CDD 158.1

Diseño de cubierta: Gustavo Macri © 2012, Sergio Sinay Todos los derechos reservados © 2012, Editorial Paidós SAICF Publicado bajo su sello Paidós® Independencia 1682, Buenos Aires – Argentina E-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar Digitalización: Proyecto451 Primera edición en formato digital: octubre de 2012 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0013-3

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Para Marilen, que con amor acompaña e inspira mi trabajo. Para Iván, porque ser su padre es, todavía hoy, un bello trabajo. Para Horacio Guido, que trabaja para dar dignidad al trabajo. Para todos los que, en cualquier tarea, hacen lo que son y dejan el mundo un poco mejor.

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Amamos el mundo y lo hacemos objeto de nuestra voluntad concibiéndolo como una totalidad inmediata, espontánea. Hacemos objeto de nuestra voluntad al mundo, lo creamos en virtud de nuestras decisiones, de nuestro fíat, de nuestra elección. Y lo amamos, le dedicamos afecto, energía, fuerza de amor, y nos modificamos a medida que lo modelamos y lo cambiamos. Rollo May, Amor y Voluntad

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INTRODUCCIÓN El peor y el mejor trabajo Me encontraba en los tramos finales de la escritura de este libro cuando, una mañana, escuché a un par de comentaristas radiales afirmar con absoluta certeza que “no hay peor trabajo que el de presidente de un país”. La revelación estaba motivada por la sincrónica serie de cánceres que afectaba a mandatarios latinoamericanos. Me pregunté de inmediato si el trabajo de presidente sería peor que el de operario, empleado, barrendero, mucama, recepcionista, enfermera, chofer, personal de maestranza y tantos otros que diariamente viajan varias horas de ida y otras tantas de regreso, siempre en condiciones indignas, para cumplir con largas jornadas en ocupaciones que quizás no eligieron o no volverían a elegir, en las que el futuro es un punto oscuro y al cabo de las cuales sus condiciones de vida siguen estancadas en el mismo lugar. Me pregunté si puede ser el peor trabajo aquel por el cual se luchó con las mejores y con las peores armas, aquel para llegar al cual no se tuvieron a menudo reparos morales ni afectivos, aquel que, al cabo de su duración, deja en el mundo nuevos e inexplicados millonarios, decenas de compromisos incumplidos y nula asunción por las consecuencias de los propios actos. Según el razonamiento lineal de aquellos comentaristas, el cáncer va incluido, sí o sí, en los gajes del oficio presidencial. ¿Pero sabemos cuántos cánceres anónimos padecen trabajadores de distintos oficios, ellos sí por causa de su tarea? ¿Sabemos cuántas personas no pueden siquiera mencionar que se sienten mal porque podrían perder horas de trabajo y su consecuente remuneración y, por lo tanto, siguen adelante en silencio? ¿Alguien obliga a un presidente a ser presidente? ¿No es algo que ellos eligen? ¿No eligen con una libertad y una cantidad de recursos de las cuales carecen millones de personas atrapadas en un sistema laboral y económico perverso? Cuando un presidente se resfría, un país entero estornuda. Cuando un trabajador anónimo padece una enfermedad grave, es un problema de él y de su familia, aunque ese trabajador sea un eslabón imprescindible en la cadena que lleva a algunas personas a la presidencia de un país o en la producción de bienes que muchos otros consumen con satisfacción, sin preguntarse qué fue necesario para que eso llegara a sus manos. Escuchar aquella sandez fue oportuno. Esa mañana, yo estaba en el dial

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indicado y a la hora indicada. Entonces, ya no me cabía duda de que había valido la pena escribir este libro; que, como sospechaba, es urgente reflexionar sobre lo que el trabajo hace de nuestras vidas y de nuestras mentes, y sobre lo que hemos hecho del trabajo en su práctica cotidiana. A lo largo de las páginas que siguen se leerá una y otra vez que trabajar es una necesidad humana esencial. Que los humanos somos seres transformadores por naturaleza. Que una razón central de nuestro estar en el mundo es transformarlo, no solo para nosotros, en nuestro tiempo, sino también para quienes nos seguirán. Cuando hacemos nuestras labores, rentadas o no, creamos memoria. Nos decimos y decimos a quienes vienen que la vida de cada quien tiene un sentido y que parte de él se encierra en la tarea que desarrollamos. Se va a leer, también, que esto no es aplicable a cualquier tarea: no aplica a las inmorales, como la fabricación de armas, de drogas, de medicamentos a sabiendas peligrosos, ni a las que crean y fomentan adicciones, ni a las que estimulan el olvido de valores, ni a las que se sostienen en el egoísmo, ni a las que destruyen el ecosistema, ni a las que maltratan, depredan y hacen sufrir a otras especies. Y que tampoco es aplicable a cualquier modo de hacer una tarea: no aplica a los modos que van por fuera de la ley, de la cooperación, de la empatía, de la compasión, de la solidaridad; ni a las maneras que promueven la falta de respeto y mancillan la dignidad de otras personas, así sea en nombre de deberes, reglamentos o prioridades monetarias o políticas. No hay formas indignas de realizar trabajos dignos. No valen las malas prácticas en nobles oficios. Apliquemos estos conceptos a cualquier actividad o profesión. Es sencillo. Por motivos menos directos y obvios (el inconsciente tiene razones que la razón no comprende) mientras reflexionaba sobre todo aquello a partir del disparador radial, vino a mi mente el nombre de un escritor. En 1807, a los 58 años, Johan Wolfgang Von Goethe (1749-1832) publicó la primera parte de Fausto, obra cumbre, siempre vigente y palpitante, de la literatura universal. Inspirada acaso en el pasaje bíblico de Job, esta tragedia reflexiona y nos incita a explorar nuestras propias ideas acerca del mal, la ciencia, el tiempo, el poder, el amor, la moral. Lo sigue haciendo; no dejará de hacerlo. Iluminó a otros poetas, a dramaturgos, a filósofos. Y, sobre todo, marcó un significativo compromiso existencial para su autor. Goethe sabía, sentía, que a aquel primer texto le faltaba una segunda parte. Sabía y sentía que esa continuidad estaba germinando en él. Prolífico y versátil como era (“El último hombre universal que caminó sobre la tierra”, lo llamó la escritora inglesa Mary Ann Evans, que escribió bajo el seudónimo de George Elliot), siguió trabajando durante años en la segunda parte de Fausto, aun mientras se dedicaba a la poesía, a la ciencia, a la filosofía. Así, alcanzó a plasmar en el ínterin otras grandes novelas, como Las

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afinidades electivas. En los últimos años de su vida, Goethe estaba gravemente enfermo (además, tras la muerte de su amigo Schiller, decidió aislarse), al punto que ni los médicos entendían cómo sobrevivía. Había una razón. Se había prometido no morir mientras no terminara la segunda y culminante parte de Fausto. Cumplió. Goethe murió el 22 de marzo de 1832, a los 83 años, tres meses después de completar la escritura de esa obra. Lo había mantenido vivo el trabajo. Y, sobre todo, el saber que ese trabajo tenía un sentido. Que lo hacía para algo. Quien encuentra un sentido en su trabajo halla una pista que lo orienta en el descubrimiento del sentido de su vida. Cuando este sentido es ajeno a la preocupación, a la búsqueda y al derrotero existencial de una persona, el trabajo mejor pagado, el más prestigiador, el que otorgue más poder y más fama, el más envidiado, es apenas una trampa mortal, que a veces mata en un instante y otras veces lo hace lentamente. En el caso contrario, la más sencilla y humilde tarea ilumina el alma de las personas, las hace sentirse parte de un todo y les permite mirar las huellas de su trabajo con la satisfacción del vivir bien vivido. Es necesario revisar, insisto, lo que hemos hecho del trabajo. Y lo que hace él de nosotros. Es tiempo de preguntarnos, cada uno, cada quien, si somos lo que hacemos o si hacemos lo que somos. Convertirnos en lo que hacemos degrada la tarea y nos llevará a justificar cualquier medio que nos asegure el puesto o el cargo, porque sin él no somos. Pero si hacemos lo que somos, podremos ennoblecer cualquier oficio y, a través de él, el mundo. No deberíamos preguntarnos para qué trabajamos. Algo no está bien con el trabajo si cabe la pregunta. Trabajar es humano. Nadie pregunta para qué respirar, para qué amar, para qué comer. Aspiro a que la lectura de estas páginas ayude a devolverle humanidad al trabajo. Un síntoma de que esa condición se recupera será la sensación íntima de cada persona de que con su tarea (pública o privada, doméstica, individual, colectiva, sencilla o compleja) está dejando el mundo un poco mejor de como lo encontró. También esto se repetirá en las siguientes páginas como un mantra. Mientras tanto, me permito introducir a la lectura de ellas con una frase del querido Goethe: “Cuando he estado trabajando todo el día, un buen atardecer me sale al encuentro”.

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CAPÍTULO 1

MATARSE TRABAJANDO: INFORME DESDE EL CAMPO DE BATALLA

Como ocurre cada año desde hace más de dos siglos, en la noche del lunes 13 de julio de 2009, se iniciaban en toda Francia, con desfiles de antorchas, los festejos del Día de la Bastilla. Así se recuerda el alzamiento de un pueblo enfurecido que, en 1789, destronó a los reyes Luis XVI y María Antonieta, e hizo rodar literalmente las cabezas de quienes representaban a una monarquía obscenamente rica, arbitraria y desentendida del destino de los necesitados. Hace más de dos siglos, y aún sin redes sociales ni Internet, los indignados existían y se movilizaban. Volvamos al presente: esa misma noche de julio de 2009, en Marsella, al margen de los festejos, Michel D., ingeniero electrónico, escribía una breve carta. Este era el texto: “Me suicido a causa de France Télécom. Es la única causa de mi muerte voluntaria. No puedo más con las urgencias permanentes, con el trabajo excesivo, con la ausencia de formación, con la desorganización total de la empresa. Los directivos practican el ‘management’ del terror. Esa manera de trabajo ha desorganizado mi vida, me ha perturbado. Me he convertido en una ruina, en un desecho humano. Prefiero acabar. Poner fin a mi vida”. Michel D. dejó la carta bien a la vista y, a continuación, cumplió con lo que había anunciado. Poco más de un año antes de este episodio, el 26 de junio de 2008, Jean Michel L., otro empleado jerárquico de la misma corporación, se había suicidado con argumentos similares. Y, como Michel D., también él dejó un testimonio escrito. Este es un párrafo de su carta: “He aquí el fin de un largo calvario de problemas, no podía soportar más tiempo en este infierno, pasando las horas delante de una pantalla… Esta banda de hijos de puta me ha puesto contra la pared. Si solo este gesto pudiera servir para algo, aunque lo dudo, porque es la política actual”. Michel D. y Jean Michel L. no eran casos aislados, ni se trataba de un par de depresivos casuales. Entre febrero de 2008 y noviembre de 2009, veinticinco ejecutivos de France Télécom se suicidaron. Todos dejaron argumentos similares. Abundaban las frases del tipo “No aguanto más trabajar bajo este clima de gestión por el terror”, “No aguanto una nueva

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reestructuración”, “No puedo más”. Aunque la cifra es tenebrosa y asombra, France Télécom no tiene la exclusividad del fenómeno. Impulsados por motivos parecidos, tres ejecutivos de la francesa Renault y seis de PSA (Citroën-Peugeot) se mataron entre 2007 y 2008. Aunque impresionan, estos casos no son excepcionales. El Departamento de Trabajo del gobierno de los Estados Unidos comenzó a contabilizar en 1992 las muertes en el lugar de trabajo. De las cifras conocidas desde entonces, las del año 2008 eran las más altas (5071 víctimas) y 251 correspondían a suicidios. Jamás antes se había verificado semejante índice, que, de por sí, significaba un aumento del 28% respecto del año anterior. Aún no hay datos que muestren el estado actual de este fenómeno, en momentos en que la mayor crisis económica del último siglo se ha instalado para quedarse por un buen tiempo en el mismo Estados Unidos y en las grandes economías del mundo industrializado, que se creía a salvo de la historia y de responsabilidades. Pero cuando los puestos de trabajo se esfuman de manera creciente y dramática, y las condiciones de empleo empeoran en cuanto a salarios y en cuanto a maltrato, por aquello de que “si no te gusta, hay una fila de gente esperando por tu empleo”, solo se puede pensar en escenarios tenebrosos. Hay más, sin embargo. El mal no solo aqueja a los capitalistas de siempre, sino también a los nuevos. El 11 de junio de 2011, la agencia internacional de noticias Interpress Service narraba el caso de Ma Xianggian, un muchacho de 19 años, de la provincia de Henan, que trabajaba 11 horas todos los días de la semana, sin francos, acoplando partes electrónicas para Foxconn Technology, la mayor fabricante mundial de productos de tecnología de la información (tiene contratos con Apple, Sony, Motorola y otros gigantes mundiales). En los meses previos a su muerte, en enero, Ma trabajó un total de 286 horas, incluyendo 112 horas extra, tres veces más del límite legal permitido, señala la agencia. (1)Después de un altercado con un superior, fue enviado a limpiar los baños. Lo que siguió fue el encuentro de su cadáver. Oficialmente se trató de un suicidio, aunque no haya sido descrito el método. “Desde que fue encontrado el cadáver de Ma, otros 12 empleados de Foxconn se quitaron la vida o intentaron hacerlo en dos complejos industriales ubicados en la sudoriental localidad de Shenzhen, lo que despertó serias preocupaciones sobre las condiciones de trabajo, no solo en esas, sino en todas las fábricas que funcionan en China”, informó IPS. Días después de conocido el episodio, el aún entonces jefe ejecutivo de Apple, el masiva y livianamente adorado Steve Jobs, calificó de “perturbadores” a los suicidios, pero añadió que Foxconn no era una “fábrica explotadora”. Cabe preguntarse a partir de qué umbral de maltrato y despersonalización del trabajador empezaba para Jobs la explotación. Y

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queda abierta la pregunta acerca de si su escala de valores era modificable y dependía de que se hablara de una corporación asociada a la suya o no. En un mundo inclinado a crear ídolos a medida de su propia moralidad superficial, no sería raro que la respuesta a aquel interrogante fuera afirmativa. Después de todo, las propias biografías escritas por sus hagiógrafos muestran a Jobs como un hombre bastante inclinado al maltrato y al desprecio con sus subalternos. Estos hechos son apenas granos de arena en una montaña imponente. Si se busca suicidios laborales en Google, por ejemplo, aparecerán casi 2 millones de entradas (seguramente habrán aumentado desde que escribo esto hasta que el texto llegue al lector). Puede apuntarse como detalle curioso que no aparecen cifras sobre Argentina por mucho que se bucee en ese mar de información. La causa más posible es la inexistencia u ocultamiento de estadísticas al respecto más que la ausencia de un fenómeno que es hoy planetario.

EJÉRCITOS DE ZOMBIES En Vida breve de idiotas, (2)el escritor italiano Paolo Cavazzoni recogía, algunos años antes, algunas historias reales que encuentro emparentadas con las de los ejecutivos suicidas franceses y con el creciente y dramático fenómeno de los suicidios laborales. Por ejemplo, la de un apicultor que se mató haciéndose picar por sus abejas debido a que no le encontraba sentido a su vida ni a su trabajo; la de un escritor que no veía trascendencia en su obra y se suicidó con el gas de la cocina; la de un plomero que, desbordado por las presiones laborales, se arrojó a un canal atado a dos tubos de veintidós kilos cada uno y terminó con su propia historia; la de un domador de circo que, desalentado por la vida sin horizontes que veía desde su quehacer, se disfrazó de mono y entró a la jaula de los tigres que, por supuesto, lo devoraron. Y varias más. ¿Qué debe ocurrir para que el trabajo de una persona se convierta en la razón por la cual esta termina con su vida? ¿Qué proceso de degradación lleva a que la posibilidad y capacidad humana para transformar su propio entorno devenga un oscuro desierto privado de horizonte y de sentido? ¿Qué leyes básicas de la experiencia humana son traicionadas para que el trabajo pase de ser un generador de vida a una fuente de muerte? Ninguna de estas preguntas le preocupan, por ejemplo, a Jon Gordon, un egresado de la Universidad de Cornell, Estados Unidos, transformado en conferencista, consultor y gurú del mundo de los negocios, y dedicado a motivar y a transmitir energía (“positiva”, por supuesto) a “todo tipo de equipos”. ¿Por qué ocuparse de Gordon? No por su personalidad, que a la

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luz de las informaciones disponibles no tiene nada de especial, sino por lo que representa. Entre sus clientes, se encuentran el JP Morgan Chase, el PGA Tour, Campbell, y Northwestern Mutual, además de otras numerosas corporaciones. Su best-seller icónico tiene un título al que, por decir lo mínimo, llamaré autoritario: Prohibido quejarse. (3)Sin rubor y sin pudor, Gordon propone allí desarrollar energías “positivas” (¿para quién?) en las empresas. ¿Cómo? Sencillo: reprimiendo lo “negativo”. ¿Qué es lo negativo? La queja, el malestar, el mal clima laboral, la desconfianza mutua, la sensación de no saber para qué se hace lo que se hace, el sinsentido profundo y existencial de horas y horas de la propia vida dedicadas a la corporación que, junto con el trabajo, parece comprar la vida de las personas. Agréguense la ansiedad producida por las presiones sin fin (y sin fines), la competencia impiadosa, la angustia ante la inestabilidad, la sensación de ser un objeto más del mobiliario corporativo (como una computadora, una silla, un teléfono celular o un escritorio). ¿Cómo se reprime lo negativo para lograr un gran plantel de zombies sonrientes y felices? Gordon cuenta una pequeña y aleccionadora historia al respecto, la de una directora de Recursos Humanos de una gran corporación que atraviesa una doble crisis: la de su vida personal y la de la empresa, cuyo personal está desmotivado, desmoralizado, sin rumbo, todo esto mientras un producto estrella de la corporación no deja de ser defectuoso y de provocar quejas y más quejas de los clientes. Sobre llovido mojado, como pequeña venganza o válvula de escape, el personal, gracias a la web, divulga mundialmente, sucursal tras sucursal, este clima. Así las cosas, un día nuestra valiente protagonista (la de Gordon, para ser honesto) descubre que existe una solución sencilla y terminante que, además, está al alcance de la mano. Lanza una disposición que prohíbe totalmente toda queja, ya sea en voz baja o alta, hacia fuera o hacia adentro. Y hete aquí que aquella energía que se dispersaba vanamente se concentra ahora en una más alta productividad. Además de esta enternecedora historia, Gordon cuenta varias otras, todas, según él, “de la vida real” e igualmente preñadas de edificante moraleja. Lástima que los suicidas de France Télécom, de Renault, de Citroën-Peugeot, de Foxconn y tantos otros anónimos desesperados, deprimidos, trastornados e inminentes autoeliminados de tantas corporaciones de todo el mundo no se hayan encontrado (o no se encuentren) a tiempo con estas 140 páginas de estilo plano, lenguaje elemental e ideas tan terminantes. Hoy estarían todos vivos, entusiastas, poniendo “buena onda” y transpirando la camiseta con amor hacia quien los contrata. Como tanto gurú efímero, de esos que el mundo de las empresas y los negocios produce, consume, digiere y excreta antes de venerar al próximo

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profeta (seguramente creador de una nueva “categoría” que, a su vez, será tan volátil y olvidable como él y como los anteriores), Gordon importa menos por lo rudimentario de su pensamiento que por aquello que él mismo representa. Es uno más de los que prometen recetas para que los galeotes sigan remando, para que la nave siga navegando hacia la dorada costa de los beneficios a repartir entre accionistas anónimos. Como en Metrópolis (la cada vez más viva película que el director Fritz Lang filmó en 1927) o como en 1984 (la desencantada y magistral novela visionaria que el inglés George Orwell escribió en 1948), hay un mundo en el que solo queda callar, trabajar, competir, luchar y obedecer, sin cuestionar, sin sacar la cabeza para mirar qué hay afuera, en el universo. Hay que creer en la organización y en sus líderes (“líderes, organizaciones y equipos positivos”, pide Gordon y, como él, tantos talibanes del managment). Hay que hablar en plural (“nosotros”), sentirse parte de la corporación o la organización hasta creer (creer de veras) que no se existe sin ella, que no se es nadie si ella no da identidad, que no hay vida más allá de las cuatro paredes del hábitat laboral, del bonus prometido, de la fiesta de fin de año o del picnic que (alabado sea el Señor) juntará a todas las familias en la estancia o en el club que, por un día, la organización alquilará al efecto, sacrificando en ese “costo” una migaja de los profits. En ese contexto, ¿cómo quejarse? Imposible. Prohibido.

SOLDADOS DESCONOCIDOS Refiriéndose al libro de Gordon, y a algunas de las patéticas aplicaciones y consecuencias que este tiene en muchas empresas, Jorge B. Mosqueira, lúcido especialista en relaciones laborales, escribe: “Las relaciones humanas forman un tejido cuya complejidad no es fácilmente tolerada en las organizaciones empresarias. Por este motivo, todo reduccionismo es bienvenido y facilita la aparición de los gurúes salvadores o los textos de 140 páginas que, como los tónicos mágicos, curan todos los males bebiendo de un solo frasquito”. (4)Lo trágico del reduccionismo que menciona Mosqueira es que comprime a las personas a la mínima expresión de lo humano, las convierte en simples herramientas, las vacía emocional y espiritualmente y, cuando ya no sirven, las tira o las expulsa como envases vacíos. Los autoinmolados de France Télécom, de Renault y de Citroën-Peugeot no serán los últimos en el mundo hipermaterialista y productivista de hoy. Son apenas emergentes de una tragedia más honda y extendida, testimonio sombrío de una sociedad que ha perdido su rumbo moral en la búsqueda del dorado material. El mundo del trabajo es hoy, en una medida grande e inquietante, y

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aunque se lo disimule de mil maneras, un mundo de suicidas en potencia, de seres desvinculados, de autómatas despojados de su libertad última, de criaturas que, en su mayoría, navegan en el sinsentido, en el absurdo, en el vacío existencial, aunque, para disimularlo, se refugien detrás de bienes materiales, de supuestos logros económicos o profesionales, de excusas esforzadas. Ninguno de los suicidas franceses (y tantos otros de otras nacionalidades, que las corporaciones se esfuerzan por ocultar) se quitó la vida porque no tenía ni una moneda para comer. Les sobraban las monedas. No se mataron por desencantos afectivos. No sufrían de enfermedades dolorosas, degradantes y terminales. Fueron bajas de la cotidiana, feroz e hipócrita guerra del trabajo. Del trabajo sin sentido y sin humanidad. Por supuesto, equipos de psiquiatras funcionales a las corporaciones (y previamente desinfectados de toda posible empatía) salieron a explicar que esas personas se quitaron la vida por trastornos de conducta y emocionales que nada tenían que ver con las condiciones laborales ni con las tareas que desempeñaban. Con jergas confusas, esos “profesionales de la salud” terminaron por convertir a las víctimas en culpables de su propio martirologio. Sin duda, el suicidio acaece cuando el yo de una persona ha perdido su consistencia hasta quedar pulverizado. Pero esa pulverización no ocurre porque sí, como pretenden los justificadores cómplices. El sociólogo Richard Sennett, extraordinario crítico social y cultural y profesor de la London School of Economics, lo dice con todas las letras: “El capitalismo de corto plazo amenaza con corroer el carácter, en especial aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible”. (5)A su vez, el periodista Dominique Decèze, que investigó los suicidios de France Télécom en su libro La machine à broyer, (6)concluye que “el suicidio es la fase última de la violencia en el trabajo, cuando esta violencia se vuelve contra uno mismo”. Las razones que puntualiza Decèze son conocidas: reorganizaciones incesantes, reducción arbitraria y caprichosa de planteles, movilidad geográfica, actividades más estresantes, cambio de tareas sin nueva formación, ausencia de reconocimiento por parte de la jerarquía, ausencia de equipos de trabajo sólidos, estímulo de la competencia feroz y caníbal entre trabajadores. “Estas condiciones de trabajo son peligrosas para la salud. Es desesperante verse arrojado como un kleenex o tratado como un perro enfermo de rabia”. (7) Cuando los suicidios laborales no son episodios aislados sino manifestación de una tendencia creciente, no se los puede ver como arranques abruptos, sino como la culminación de un proceso de desgaste, de deshumanización progresiva. El gerente de recursos humanos de una gigantesca empresa de productos alimenticios me contaba su creciente

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preocupación por el progresivo malestar del personal, que se reflejaba en el desinterés hacia el trabajo, la ausencia de propuestas, el débil espíritu de participación. Como se observa, nada relacionado con los salarios, sino con el aspecto humano de la tarea. Una de las consecuencias de la situación era el creciente número de renuncias. Muchos empleados de la compañía elegían irse a otros trabajos, no siempre mejor pagos. Solo querían salir de allí. Cuando el gerente comunicó esta situación al Director General, este le respondió que no había que preocuparse, que aquello demostraba lo bien que la empresa capacitaba al personal y que ese era el motivo por el cual otras organizaciones los tentaban.

BOMBAS DE TIEMPO Semejante anemia de sensibilidad y empatía no es la excepción, sino que asoma como la regla. Conocemos a los suicidas de France Télécom, de Renault, de Citroën-Peugeot, de Foxconn, pero ignoramos cuántos otros suicidios, infartos, cánceres y accidentes previsibles tienen el mismo origen. “La actual situación económica lleva a que el ser humano deba abarcar cada vez más tareas, a veces de mayor complejidad que aquella para la que se encuentra capacitado, por lo que, al superar los límites de su propia eficiencia, sufre una mayor tensión y fatiga psíquica”, señala Alberto Chartzman Birembaum en una investigación sobre violencia laboral elaborada para el Equipo Federal del Trabajo, una asociación civil dedicada a estos temas. (8)“Su actividad –agrega– se sobrecarga en forma sostenida y prolongada en el tiempo, sin pausa, sometiéndolo a una fuerte presión, y esto requiere de una mayor exigencia intelectual, atención o de toma de decisiones de urgencia en muy escaso tiempo”. Y añade, por fin: “En el plano del desorden de conducta, la enorme presión emocional y psicológica hace que las personas, ante la imposibilidad de modificar el estresor, busquen como una válvula de escape adicciones diversas, como asimismo el consumo de analgésicos, estimulantes, etcétera. Investigaciones realizadas señalan la vinculación entre la actividad laboral o profesional y esas adicciones, depresiones e incluso conductas suicidas”. Solo basta con escuchar, leer y mirar para advertir que el trabajo, tal como se concibe hoy, es una guerra en la que las bajas se cuentan por decenas de miles, una guerra en la cual, como en todas, la gran mayoría de esas bajas son anónimas y se consideran solo “daños colaterales”. Otro gerente, esta vez de una empresa de informática, me habló, casi con orgullo, acerca del gimnasio de última generación que la corporación había construido para su personal en el último piso de su imponente sede central en Buenos Aires. Cuando le pregunté en qué momento podía el personal

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disfrutar de aquello, me respondió que antes o después del horario de trabajo o en la hora del almuerzo. Pensé que la empresa había construido, en realidad, una trampa de lujo para mantener a su personal ligado a ella durante más horas. Quien así no lo quisiera tenía una opción: no comer. Existen variantes cada vez más engañosas de esta aparente humanización del trabajo. Por ejemplo, hay organizaciones que permiten a su personal acudir a trabajar en bermudas o en camiseta, otras les ponen peloteros para que jueguen por un rato como niños, están las que les ofrecen terrazas o ventanales con magníficos panoramas de los escenarios externos (parques, río, etcétera) a los que no podrán acudir hasta su día franco (si es que ese día no los encuentra trabajando online por propia voluntad). La oficial de cuentas de un gran banco privado me cuenta, con visible angustia e impotencia, su hartazgo con las condiciones en que trabaja. Es una mujer joven, amable, con capacidad de escucha y empatía. Trata de atender bien a los clientes. Esto significa solucionar los problemas que puedan presentar, mantener una conversación con ellos, hacerles sentir que son algo más que un simple número de cuenta. El gerente ha advertido esto y la ha llamado varias veces al orden. Le dice que “pierde demasiado tiempo con cada persona”, que así el trabajo no rinde, que con cinco minutos por cliente es más que suficiente. “Son personas, me dice desalentada, y debo atenderlas como tales. Es mi modo de entender la vida”. Está buscando otro trabajo pero, perspicaz, sabe que no encontrará grandes diferencias. Para la gran mayoría de las empresas, el consumidor, usuario o cliente es apenas un número, un código de gestión, una clave, alguien de quien hay que obtener beneficios. Es lo que piden los accionistas, los dueños; es lo que han aprendido a exigir los directores y ejecutivos; es lo que transmiten al personal. Beneficios, rentabilidad, ganancias. Al menor costo posible, en términos monetarios, o a cualquier costo, en términos humanos. Si el cliente, consumidor o usuario, es solo un objeto, un mero instrumento al servicio de aquellos propósitos, no es, pues, una persona. Y quienes tratan con él tampoco deben serlo. Son todos objetos, todos instrumentos.

VISIONES, MISIONES Y DOGMAS En este contexto, las pomposas declaraciones de misiones y visiones que las corporaciones desparraman por aquí y por allá, los onerosos cursos, seminarios, conferencias y workshops, en los cuales engolados gurúes les dicen a los ejecutivos lo que estos quieren escuchar y les dan argumentos para justificar e incentivar la insensibilidad y la ineficiencia, no

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son más que estrategias vacías de contenido y de significado. Aunque es justo reconocer que las corporaciones, las empresas, las organizaciones no son entidades abstractas. Están integradas por personas. Son ellas quienes les transmiten su impronta, su visión de la vida y del mundo. Quienes cimientan a las corporaciones, empresas y organizaciones se muestran, con demasiada frecuencia, como personas carentes de empatía, sin sensibilidad hacia el semejante, con cosmovisiones egocéntricas, que se preguntan poco por el sentido de su propia vida más allá de la satisfacción inmediata de urgencias sensoriales, que se ceban con lo material y buscan llenar con esto insondables vacíos existenciales. Se exhiben (y esto es valorado en sus círculos) como personas que hacen del poder (y de los beneficios económicos o el lustre o influencia social que este provee) un fin en sí mismo. Son personas que (en demasiados casos y con honrosas excepciones) suelen declamar valores que no honran ni ejercen, mientras desoyen o desprecian necesidades, sentimientos o prioridades que no sean las propias o los de la organización. No las describo a partir de mi imaginación, sino de mi experiencia. He trabajado, a lo largo de mi vida, y en más de un país, en esos entornos. Y trato a diario con víctimas y victimarios de los mismos. Por lo demás, esas personas no solo se hallan en encuadres corporativos. Muchos individuos, desarrollando de manera individual sus oficios y profesiones, se conducen con aquellos mismos paradigmas. El vaciamiento espiritual del trabajo, la creencia de que este tiene un solo y único fin (ganar dinero, producir réditos y beneficios económicos) y que cualquier otro propósito debe subordinarse a aquel está ampliamente extendida y es un dogma de la sociedad en que vivimos. ¿Hay otra manera de enfocar al trabajo? En mi opinión, la hay. Podríamos pensar en él como el campo en que se expresan las fuerzas creativas de las personas, como un espacio en el que se manifiestan sus valores, como un lugar en el cual los individuos se reconocen, se aceptan, se revaloran y se potencian como personas. Podríamos considerarlo una maravillosa oportunidad para dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos. Como una posibilidad de respuesta a la pregunta por el sentido intransferible de la propia vida. Como un escenario en el cual se revela el alma y donde esa alma revelada es, también, honrada. Y nada de esto resulta contradictorio con la cuestión de que el trabajo sea el que nos proporciona los medios para vivir una vida digna, en la cual nuestras necesidades estén atendidas. Como explica de un modo sencillo y contundente el economista británico Raj Patel, graduado de Oxford, ex funcionario del Banco Mundial y actual asesor de Naciones Unidas en temas de alimentación, en su libro Cuando nada vale nada, (9)la actividad económica puede estar enfocada en

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satisfacer necesidades de la sociedad o en producir ganancias. Para atender necesidades, es necesario contemplar a las personas, ponerlas en primer lugar. Para producir ganancias, las personas se convierten en medios. Todas las personas: las que producen y las que consumen. También el medio ambiente es un medio. Este y las personas, vistos así, pueden ser usados como simples herramientas. Atender necesidades no significa no generar beneficios, explica Patel, pues sin estos (y sin su racional reinversión) no habría más actividad ni más trabajo. Por supuesto, abordar la economía desde esta perspectiva (generadora de empleos y vidas dignas) requiere abandonar el dogmatismo autoritario del modelo único, que niega toda otra posibilidad de producir que no sea bajo el fundamentalismo del “mercado”. Y requiere una visión del mundo compasiva, generosa y humanitaria.

OTRO TRABAJO, OTRA VIDA Nada de esto, claro está, figura en las remanidas (y casi nunca cumplidas o respetadas) visiones y misiones empresariales, corporativas y organizacionales. Su sola propuesta, en esos ámbitos, sería recibida como una manifestación ingenua y naif. O como una charada incomprensible. “Fuera de aquí con esas tonterías, no tenemos tiempo, estamos preparando el balance para nuestros accionistas”. ¿En qué lugar de ese balance figuran, si es que figuran, los suicidas, los enfermos, los deprimidos, los discapacitados físicos o psíquicos, los frustrados, los desencantados, los insatisfechos, los rabiosos, los de​salentados, los que han perdido sus familias en nombre del trabajo, los que han extraviado el norte existencial? No figuran, es obvio. Pero existen. Son cada vez más. Han perdido su humanidad, extraviaron el valor de su singularidad y se convirtieron en lo que hacen. Frente a un panorama tan empobrecedor de lo humano y de sus valores, solo cabe encarar el trabajo de otra manera. Es una prioridad. Se trata de hacer lo que somos, porque si somos lo que hacemos, basta con dejar de hacer para dejar de ser. Las razones para dejar de hacer son múltiples, aguardan a la vuelta de cada esquina y nadie está libre de ellas: un despido, una crisis existencial o de salud, un accidente, una hecatombe económica o financiera, la decisión arbitraria de un funcionario, de un directivo o de un accionista o, en fin, una larga serie de imponderables que están más allá de lo previsible o lo controlable. Muchos que, por diferentes razones, creyeron tener, como se dice, “la vaca atada”, se encontraron de pronto y penosamente, con que solo tenían en sus manos un pedazo de soga. La vaca, si alguna vez existió, ya no estaba. Y con esa soga, muchos se ahorcaron. Un objeto es descartable. Un sujeto

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no. El día en que quienes trabajan sean considerados sujetos dentro de los sistemas económicos y productivos, otra historia se contará y acaso ya no se escriban cartas de despedida como las de que dejaron los suicidas de France Télécom. Y como tantas otras, que quizás nunca llegamos ni llegaremos a conocer, pero que existen y existieron. Para que el cambio se produzca, será necesario, en el orden íntimo e individual tanto como en el público y social, hacer consciente nuestra condición de seres laboriosos, explorarla, contemplar sus aspectos trascendentes, salir del automatismo que convierte a nuestras actividades, rentadas o no, rentables o no, en meros hábitos repetitivos despojados de sentido. Habrá que preguntarse por primera vez, o volver a hacerlo si lo hemos olvidado, para qué trabajamos, qué es el trabajo en nuestra vida, cómo se relaciona con nuestros valores, qué papel juega en nuestros vínculos, qué tiene que ver con la moral y con la ética. Cuál es su sentido, en la concepción más profunda y vasta del término. No son preguntas ociosas, valga la paradoja, a la luz de lo que hemos visto hasta aquí.

1. Disponible en línea en: . 2. Buenos Aires, Eudeba, 1999. 3. Barcelona, Urano, 2009. 4. “En la empresa, prohibido quejarse”, en La Nación, sección Economía y Negocios, Buenos Aires, 20 de diciembre de 2009. 5. La corrosión del carácter (consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 2006. 6. París, Jean-Claude Gawsewitch Éditeur, 2009. 7. Entrevista disponible en línea en: . 8. Disponible en línea en: . 9. Buenos Aires, Marea, 2010.

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CAPÍTULO 2

LA ALQUIMIA TRANSFORMADORA DEL TRABAJO

Los humanos somos seres transformadores por naturaleza. No los únicos, por supuesto. También transforman los castores cuando construyen diques, los horneros cuando hacen sus perfectos nidos, las hormigas cuando cavan y trasladan a sus depósitos subterráneos diversos tipos de materiales a través de sus redes camineras, y las abejas producen de manera incesante (y maravillosa) su miel. Entre otras especies y la nuestra hay, sin embargo, una diferencia: su actividad transformadora es instintiva, no responde a un proyecto consciente. No podría ser explicada por sus protagonistas. Los humanos, en cambio, transformamos con propósitos. Y lo hacemos de manera permanente. A veces, con finalidades económicas; otras, con designios espirituales o afectivos. Lo cierto es que esta característica está en nuestra naturaleza y, cuando no somos fieles a ella, sufrimos. Transforma el ingeniero que diseña un puente, el albañil que construye una casa, el panadero que hornea pan, el cirujano que opera, el pintor que inunda de imágenes lo que era un espacio en blanco, el músico que crea una melodía donde había silencio. Transforma la abuela que une ingredientes para cocinar la torta con la que recibirá más tarde a sus nietos, la mucama que pone orden donde se había instalado el desorden, el conductor que lleva a personas de un lugar a otro y cambia así los componentes humanos de los escenarios. El escritor transforma palabras en pensamientos, imágenes, ideas o historias; el agricultor transforma espacios agrestes en campos que ofrecen alimento; el barrendero hace de una plaza que parece un vaciadero un espacio en el que los chicos pueden jugar y los enamorados besarse, mientras que el chapista devuelve la forma a un auto que la había perdido en un accidente; el fabricante de armas convierte piezas aisladas en mecanismos mortíferos; y el químico inmoral destila sustancias hasta producir drogas devastadoras. Un solo dedo, el pulgar, unido a características intelectuales y cognitivas que nos son propias, hace la diferencia respecto de otras especies. Ese dedo es nuestra primera herramienta. A ella se le suman otras, artificiales, y todas son conducidas por nuestra mente hacia fines específicos.

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LA RAZÓN DEL ESFUERZO Transformar es trabajar. ¿Para qué trabajamos? Si la respuesta tuviera que darla Juan Ruiz (1284-1351), que fuera Arcipreste de Hita, en Guadalajara (España), y escribiera una obra esencial de la literatura medieval en nuestro idioma, como es El libro del buen amor, diría (tal cual lo escribió): “Como dise Aristóteles/ cosa es verdadera/el mundo por dos cosas trabaja/ la primera por aver mantenencia/la otra era por aver juntamiento/ con fembra placentera”. Quizás la primera razón es y ha sido siempre ineludible, pero hoy no lo es tanto la segunda. Muchas tareas, incluso entre aquellas que enumeré en el párrafo anterior, no parecen tener un atributo inmediatamente seductor y, por otra parte, cada vez más mujeres trabajan (a veces a la par o por encima de los hombres en esfuerzo y cantidad), de manera que la razón del Arcipreste no las alcanzaría a ellas. Sarah Ban Breathnach, columnista del periódico The Washington Post y autora de El encanto cotidiano, (1)ve razones de mayor alcance. “Fuimos creados –dice– para dar una expresión lo más real posible de nuestra divinidad a través de nuestras capacidades personales. Compartir ese talento con el mundo es nuestro Gran Trabajo, sin importar en qué consiste objetivamente ni cuáles son nuestras aptitudes”. Por su parte, Liz Simpson, que ha explorado el tema en Trabajar con corazón, (2)encuentra más de una respuesta. Trabajamos, dice ella, para trazarnos un plan de vida, para procurarnos una actividad variada y valorada, para establecer contacto social, para buscar satisfacción, para desarrollar el sentido de lo que es de veras importante, para obtener seguridad económica, para alcanzar estatus, para tener certezas, para lograr un sentido de pertenencia. Algo menos contemplativa es la visión del terapeuta y ex sacerdote Thomas Moore, según quien “hay personas para quienes el trabajo es una forma de ganarse la vida, otras para las cuales es una actividad productiva y para otras es una labor dura y dolorosa. Estas diferencias sugieren que el trabajo no es simplemente un trabajo, sino que depende de la idea que tengamos de él y también de cómo la sociedad lo ve”. (3)Moore va más allá. “En nuestra sociedad –afirma–, el trabajo se concibe sobre todo como un extenuante esfuerzo, ejecutado bajo la atenta mirada de un jefe, para recibir un salario”. Los suicidas de nuestro primer capítulo habrían aprobado este párrafo. Y lo mismo habrían hecho con la opinión de José Antonio Pérez, inconformista y rebelde periodista español que escribe bajo el apelativo de Ciudadano Pérez y sostiene que “la mayoría de los trabajos son pesados, monótonos, y, lo peor de todo, sometidos a los caprichos de una voluntad ajena”. (4) Las sagas de opiniones que enaltecen el trabajo y las que lo deploran

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pueden ser interminables, y sus argumentos muestran incuestionable solidez a la vez que se convierten en simples exabruptos o panegíricos. Mientras tanto, seguimos trabajando, continuamos nuestra labor transformadora. Como si se nos hubiera dado un hábitat con la única condición de que no lo dejemos tal como lo recibimos. Mientras que otras especies se las arreglan con lo que tienen y como pueden para sobrevivir en un escenario físico que les impone sus límites, posibilidades y condiciones, pero jamás se proponen alterar las reglas de juego, los humanos lo hacemos diferente. Nosotros cuestionamos el mundo en el que vivimos. No nos basta con que sea como es. Lo tomamos como materia prima y, con esa materia prima, iniciamos nuestras tareas, esas que cobran innumerables formas y expresiones.

UNA CUESTIÓN ESPIRITUAL ¿Para qué trabajamos, entonces? ¿Cuál es la función del trabajo en nuestra vida? ¿Por qué tantas veces renegamos de aquello que hacemos o despotricamos contra la forma en que debemos hacerlo? ¿Por qué el no hacer nos sume en profundas depresiones, en una desesperación honda, en la sensación de no valer? El poeta alemán Friedrich Hiebel (1903-1989), a quien se conoció como Novalis, dijo que “la vida no es algo en sí, sino más bien la oportunidad para algo”. Quizás exista allí una pista que nos acerque a las respuestas para las insistentes preguntas que nos persiguen. Lo que Novalis decía es que la vida tiene un sentido, que no se agota en su mero transcurrir vegetativo. En efecto, compartimos con las especies animales dos dimensiones. Una es biológica y otra es psicológica. Y al igual que a las demás especies, esas dimensiones nos determinan. Como ellas, tenemos conductas y respuestas instintivas y reflejas. Y ellas, como nosotros, sienten, perciben, expresan emociones como el miedo, la tristeza o la alegría. ¿Por qué, entonces, no somos simplemente otra especie animal? La diferencia radica en lo que Viktor Frankl (1905-1997) llamó la “dimensión noógena” o dimensión espiritual. Para el padre de la logoterapia, médico y decisivo pensador existencialista, esta dimensión, en la que se instala la conciencia de ser un individuo en el mundo, alguien distinto de los demás pero inevitablemente ligado a ellos, da al hombre la noción de trascendencia. Trascender es ir más allá de uno mismo, encontrarse como parte de un todo que es más que la suma de sus partes y comprender que solo en ese contexto se es alguien. Si solo se lo ve desde lo social, el ser humano es el objeto de fuerzas económicas, explicó Frankl. Si se lo considera únicamente desde las ciencias biológicas, está determinado por sus glándulas, sus órganos y su

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cerebro. Estudiado nada más que desde la psicología, sería una presa de sus instintos. Cualquiera de esas miradas en sí misma o todas ellas combinadas ejercen un reduccionismo que convierte a la vida humana en una experiencia determinista. Pero lo que hace humano al humano es que, aunque determinado, resulta un ser libre para decidir. Puede oponer resistencia a aquello que lo determina y, aun cuando no alcance a cambiarlo, siempre está en sus manos cambiar su actitud ante ello. A esto Frankl lo llamó “el poder desafiante del espíritu humano”. La dimensión noógena es la que rompe el determinismo. Y cuando la vida de una persona ya no es el simple resultado de los condicionamientos, se presenta la inevitable pregunta por el sentido de esa vida, interrogante que acompaña, de manera consciente o inconsciente, a cada ser humano y que, cuando es desoído o desechado, lo sume en el vacío y la angustia existencial. Una angustia que Frankl llamaba precisamente “noógena” y que diferenciaba de la endógena (producto de motivos orgánicos, congénitos o de episodios puntuales de la vida). La depresión noógena – sostenía– es la que lleva legiones de personas a los consultorios psiquiátricos o psicoterapéuticos, y a otras tantas al suicidio, y es preciso abordarla antes como un problema filosófico y existencial que como un caso de salud mental con respuesta en técnicas y manuales encasilladores o en psicofármacos domesticadores. Se trata, pues, de una cuestión espiritual. En este caso, lo espiritual no debe reducirse a una concepción religiosa. Es lo que atañe a valores, ideales, metas, fines, cosmovisión, encuentro con el otro. Cuando advertimos que la vida es más que lo evidente, entramos en el campo de la espiritualidad. Y la vida es en verdad más que lo evidente en la experiencia de todos los humanos, creyentes o no. La prueba está en el profundo malestar existencial que nos aqueja cuando nos mantenemos en las dimensiones biológica, psicológica o económica sin trascenderlas. La sed prueba la existencia y la necesidad del agua, decía Frankl. La angustia existencial (la que en definitiva motoriza los suicidios laborales) denuncia la existencia del sentido de cada vida y advierte acerca de lo que sobreviene cuando este no es explorado.

CUANDO ASOMA EL SENTIDO El sentido de una vida no se construye: está en ella. Se busca. Y cuando nos conectamos con esa búsqueda, podemos percibirlo en al menos tres vías de manifestación. Una es el modo en que vivimos nuestros valores y nuestros vínculos, la forma en que esos valores están presentes en nuestras relaciones con el otro y con el mundo. También el sentido puede

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ser hallado en nuestra actitud frente a aquellas situaciones dolorosas y no deseadas que la vida pone ante nosotros, experiencias de pérdida, de dolor, en las cuales, pese a todo, podemos vislumbrar el sentido del sufrimiento (se trata de lo que esas situaciones trágicas nos permiten descubrir, lo que nos hacen valorar, lo que nos enseñan acerca de nosotros mismos y de nuestro estar en el mundo). Y la tercera vía de manifestación del sentido es la tarea a que nos abocamos y el modo en que la realizamos. Nuevamente, hay que entender aquí que se trata de todas las tareas, de cualquiera de ellas. Frankl insistía en que la búsqueda del sentido se inicia a nivel simple y cotidiano, como muy bien lo explica su dilecto discípulo Joseph B. Fabry (1909-1999) al decir que tanto se puede hallar el sentido al responder a una compleja situación que atravesamos como al aceptar sencillas tareas de la vida. (5)Fabry recuerda un diálogo entre Frankl y un carpintero que lo consultó en la Policlínica de Viena. El hombre no alcanzaba a ver qué sentido podía haber en una tarea intrascendente, como creía que era la suya. La respuesta fue que en todas las tareas (la del médico, la del artista, la del ama de casa, la del carpintero) se puede encontrar un sentido si se pone en ella lo mejor de uno y se realiza la labor de la mejor manera posible. Si el artista solo aspira a ganar dinero con su obra, estará siempre por debajo de su talento –dijo Frankl–, y al cabo su existencia será menos significativa que la del ama de casa que pone amor en cada una de sus labores porque sabe que mejorará la vida de sus seres queridos. Frankl insistía –recuerda Fabry– en que no es el radio que cubren nuestras actividades lo que importa, por muy abarcador que este sea, sino la forma en que habitamos ese círculo. Él enfatizaba que, a través de la tarea que realiza, el hombre recibe un llamado existencial a convertirse en un ser responsable y a expresarlo a través de aquello que realiza. Hay una misión en cada vida –recordaba– y el trabajo es un medio de cumplirla, solo un medio. Esa misión nunca se reduce al desempeño de la tarea profesional que cada quien ejerce o al fruto económico que de la misma extrae. (6)Acaso a eso se refería Hillel El Sabio (70 a.C.-10 d.C.), rabino y maestro nacido en Babilonia, el primero que interpretó las escrituras, cuando dijo: “Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?; si no lo hago ahora, ¿cuándo lo haré?; si lo hago solo para mí, ¿quién soy?”. Nadie está libre de estas preguntas, y no existe quien pueda remplazarnos en la respuesta. No hay, por lo demás, respuestas teóricas en este caso. Han de ser siempre existenciales y se expresan a través de actitudes, de acciones, de un modo de obrar. Se percibe así que cuando trabajamos la tarea que realizamos es apenas un emergente de algo más grande y más profundo, tan vasto como la respuesta a la pregunta que está siempre, visible o invisible, ante nosotros: ¿cuál es la razón de nuestra presencia en esta

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vida, en este mundo? Desde esta perspectiva, el trabajo deviene un proceso alquímico. La alquimia, sobre la que tanto se discute y a la que tanto se malentiende (al punto en que hay quienes apenas la conciben como una malograda precursora de la química), era una disciplina de origen hermético que integraba filosofía, rituales sagrados y conocimientos sobre la naturaleza, que se transmitían selectiva y cuidadosamente. Buscaba el punto de contacto entre materia y espíritu, y lo hacía a través de procedimientos que, en lo tangible, aparentaban transformar la materia basta (“prima materia” la llamaban los alquimistas) en oro. Para eso, se seguía una serie de siete pasos que incluían la dilución, la consolidación, la destilación, la putrefacción, la calcinación, la separación y la sublimación de aquello a partir de lo cual los alquimistas trabajaban. Más que el oro, la búsqueda final apuntaba a la piedra filosofal, capaz de trasmutar cualquier materia en oro (si la piedra era roja) o en plata (si era blanca). Los alquimistas adjudicaban a esa piedra una propiedad metafórica. Era más que materia; era el puente entre lo material y lo espiritual, el gran agente transformador. Cuando entendemos que el trabajo es más que trabajo, más que horarios, más que jefes, más que subordinados, más que trámites, más que códigos, más que reglamentos, más que proyectos, más que ascensos, más que clientes, más que proveedores, más que rendimiento, más que réditos, más que salarios, más que premios, competencias y demás, todo eso se convierte en la prima materia desde la cual partir para completar el proceso que permitirá llegar desde allí hasta la sublimación en la cual despunta el oro, es decir, el sentido de la propia vida expresado en la tarea.

1. Buenos Aires, Ediciones B, 2005. 2. Barcelona, Integral, 2000. 3. Un trabajo con alma, Barcelona, Urano, 2008. 4. 69 razones para no trabajar demasiado, Barcelona, Urano, 2009. 5. La búsqueda de significado, México, Ediciones LAG, 2008. 6. Psicoterapia y existencialismo, Barcelona, Herder, 2001.

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CAPÍTULO 3

SI ES RECURSO NO ES HUMANO: LA PERSONA COMO MEDIO

“El trabajo es uno de los grandes lugares comunes de la vida. Puede ser una bendición, un castigo, una ocupación, una plegaria, una fuente de alegría. Depende únicamente de nosotros. Podemos hacer cosas pequeñas con un alma grande; y las cosas grandes con un alma fría y mezquina. El secreto de la dignificación del trabajo está en el alma del que lo realiza”. (1)Esta definición del sacerdote Roque Schneider conduce a un tema central de la vida laboral de las personas. Dedicamos a nuestras tareas mucho tiempo de nuestra existencia. Tiempo y energía centrales y esenciales. Demasiado, para reducirlo todo a un mero resultado. Ponemos en el trabajo bastante más que habilidades o capacidades. Tampoco en este, como en ningún aspecto de la vida, estamos segmentados. En la tarea a la que nos dedicamos, se encuentran nuestro ego, nuestra sombra, los arquetipos que nos habitan, nuestro Yo y, así sea insondable, nuestra propia esencia, aquello que Carl Jung (1875-1961), genitor de la psicología profunda, llamó “el Sí Mismo”. Por lo general, quien se presenta “oficialmente” a cumplir con la tarea que realizamos es el ego. Esto es, la personalidad que hemos construido a lo largo de la vida y de las experiencias, y con la cual nos mostramos ante el mundo y actuamos en él. En el aspecto psíquico, el ego es nuestro ropaje. Lo hemos confeccionado con aquellas características que se nos requería para valorarnos o que detectamos que nos harían ser aceptados a medida que nos desarrollábamos. Es lo que llamamos nuestra personalidad. Esta palabra deriva de persona, término griego que designaba la máscara que cubría la cara de los actores y representaba los estados de ánimo del personaje. Del mismo modo en que la máscara no era el rostro real del intérprete, la personalidad que ostentamos no es nuestro Yo ni nuestra mismidad. También somos nuestra sombra, es decir, aquello que negamos de nosotros, eso que, de haber sido expresado, podría habernos dejado expuestos al rechazo, a la postergación, al desconocimiento. ¿Habría ocurrido de veras así? No lo sabemos, pero lo temíamos. Aún lo tememos. Del mismo modo en que es nuestro el cuerpo

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en el que nos manifestamos, también lo es la sombra que este proyecta. Tras nuestra personalidad se dibuja una sombra hecha de la mezquindad que decimos no poseer, del egoísmo que aseguramos es ajeno a nosotros, de la envidia que rechazamos como propia, del rencor que no asumimos, de los miedos que nos esforzamos por eliminar y también de tantos valiosos atributos que, de haberlos expresado, nos habrían dejado afuera de donde queríamos pertenecer (hay sensibilidades que determinados grupos o familias no aceptan, al igual que inclinaciones amorosas o artísticas, o habilidades consideradas no glamorosas ni rentables). Negar la sombra, desconocerla, no ser conscientes de ella nos debilita, nos deja incompletos, nos convierte en individuos limitados a unos pocos recursos con los cuales afrontar la existencia. Nos disocia. Y aun así, la sombra existe, nos sigue, tiene la forma (a veces exacta, a veces alargada, a veces comprimida) de lo que está a la luz. Cuando un trabajo de inmersión profunda en nuestro interior o circunstancias no elegidas ni previstas nos confrontan con la sombra (confrontación que, según los momentos, puede ser asombrosa, dolorosa, jubilosa, liberadora o decepcionante, pero siempre actualizadora), empieza a dibujarse lo que llamamos el Yo. Es el punto de encuentro entre lo manifiesto y lo oculto de nosotros. Ese encuentro marca un punto de revelación y de maduración, un salto existencial significativo que no se da ni por azar ni por simple evolución. Acceder al Yo es crecer y, según decía Jung, no se crece sin dolor. Es un momento de autogestación. Nos parimos. De los dolores del parto provendrá una nueva vida, como suele ocurrir. Allí no termina, sin embargo, el proceso de autoconocimiento. El Yo no representa, pese a todo, aquello esencial que nos hace ser una manifestación única de una totalidad que nos incluye y hacia la que trascendemos. Ese punto esencial tiene otro nombre: el Sí Mismo. El plazo de una vida, por prolongada que esta sea, quizás no alcance para que, logrando su amplitud total, nuestra conciencia perciba al Sí Mismo. Pero una vida durante la cual se hace el trabajo alquímico de intentar conocerlo tiene sentido por ello mismo.

LAS PERSONAS COMO MEDIO Este proceso no es mental. Es una travesía existencial que convoca a todos nuestros atributos, a nuestros sentimientos, a nuestra tarea. Y que va mucho más allá de donde se detienen las miradas que observan el fenómeno del trabajo de un modo sesgado. Algunas de esas perspectivas hacen hincapié en los aspectos productivos de las labores; olvidan que quienes trabajan son siempre personas; las ven como piezas de un

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mecanismo, piezas a las que es necesario afinar continuamente a través de técnicas específicas, de acondicionamientos, de entrenamientos y estímulos, piezas que son siempre medios y nunca fines. Para esta aproximación a lo que el trabajo significa, la personalidad de cada quien debe quedar en un cono de sombra. Importan, ante todo, los resultados y lo redituable que pueda resultar la organización. Las personas, meros componentes, deben adecuarse a ese sistema; sus características individuales tienen que uniformarse; sus aspiraciones propias deben desaparecer; su mundo emocional tiene que quedar neutralizado. De esa manera, convertido el individuo en pieza de un engranaje, deja de ser irremplazable: puede ser sustituido, en caso de necesidad, por otro de sus mismas características. Si no las tuviera, las técnicas desarrolladas para ello lo irán limando y burilando hasta hacerlo funcional al mecanismo. En este contexto, una persona se convierte en un recurso humano. Se trata de un curioso y significativo oxímoron. El oxímoron es una construcción gramatical cuyos términos son contradictorios y se niegan el uno al otro. Ejemplos: el negro blanco, la luminosa oscuridad, un frío candente, la calidez del invierno, una femenina masculinidad, etcétera. Cuando se dice de un gobierno que “roba pero hace” se expresa un oxímoron. Si roba no hace y si hace no roba. Ambas cosas solo pueden convivir en la mirada de quienes no quieren cargos de conciencia por su adhesión ideológica (o electoral) a una administración corrupta. De la misma manera, si es un recurso no es humano. De hecho, el diccionario de nuestra lengua (aunque esté confeccionado por una institución obsoleta) define la palabra “recurso” como “el procedimiento o medio del que se dispone para satisfacer una necesidad, llevar a cabo una tarea o conseguir algo”. Es una herramienta, algo de lo que se dispone. Un ser humano puede contar con recursos diferentes, con más o menos recursos, con recursos adecuados o inadecuados. Pero jamás puede ni debe ser él mismo un recurso. Si se lo concibe como tal, difícilmente amará su trabajo. A lo sumo, lo vivirá como un mal necesario, buscará las ventajas del mismo y aportará poco más de lo que se le pide o de lo necesario para que esa fuente de supervivencia se mantenga. Así como un martillo no le es fiel al carpintero, ni una brocha al pintor, un “recurso humano” no desarrollará fidelidad hacia sus empleadores. Las herramientas no tienen sentimientos. Y aquellos que una persona registre en un lugar de trabajo que lo considera como un simple recurso no serán, seguramente, los mejores sentimientos: resentimiento, ira, frustración, impotencia, humillación. Por muchos family days, gimnasios, casual days, cafeterías, bonus, torneos deportivos o demás estimulantes artificiales que se pergeñen para lograr un mayor rendimiento del “recurso humano”, hay algo en la base de

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la relación que será siempre una bomba de tiempo susceptible de estallar en cualquier momento. Llegado el caso de una crisis económica o financiera, de un cambio de estrategia corporativa, de cambio de accionistas, de búsqueda de mayores beneficios, el “recurso humano” será siempre la primera variable de ajuste por mucho que se lo haya mimado antes o que se le haya hecho aprender de memoria la visión y la misión de la organización, por mucho que se le haya enseñado a decir “nosotros” (en estos casos el “yo” suele quedar en la puerta de entrada cada día al llegar). A la hora de ajustar costos, lo menos doloroso en términos económicos para las organizaciones es recortar en lo “humano”, sin importar las consecuencias que esto tenga en la vida, los vínculos, la salud y la psiquis del “recurso”, que para eso es “recurso” y no otra cosa. Por supuesto, es muy común que el ajustador en algún momento sea a su vez víctima de un ajuste y compruebe en carne propia cómo es la experiencia del “recurso”. Esto resulta así cuando la actividad humana es concebida únicamente como la fuente de beneficio para pocos, que necesitan de los servicios de muchos para que su propósito sea exitoso. Los muchos se dividen en asalariados de aquellos pocos o en consumidores de los bienes o servicios que estos impulsan. George Soros, el feroz gurú financiero de origen húngaro que, como muchos de sus colegas, suele vestirse con ropas de cordero filantrópico (siempre que esa filantropía rinda réditos en materia de imagen, marketing y, por qué no, dinero), es muy sincero al respecto. Según él, en estos tiempos “las relaciones que los seres humanos mantenían entre sí han sido sustituidas por transacciones”. (2)Ahora vemos la dimensión del oxímoron. Las relaciones se tejen entre personas, las transacciones se hacen con recursos. “Recursos humanos” es una flagrante contradicción en los términos.

EL TRABAJO COMO GUERRA Lo que el capitalismo ha logrado al hacer esto de las personas es quitarle trascendencia, fuego sagrado, sentido y espiritualidad a dos de los más propios y valiosos atributos humanos: la necesidad y capacidad de transformar el mundo que habitamos. Antes de que alguien saque conclusiones sofísticas y apresuradas, quiero aclarar que cuando me refiero al capitalismo no lo hago desde la óptica del marxismo ni oponiendo a este o a sus malogrados derivados (comunismo, variopintos socialismos) como paradigmas de sistemas donde el trabajo es fuente de sentido y dignidad. Apunto al capitalismo porque, de un modo autoritario y totalitario, se lo propone (curiosamente en nombre de la “libertad”) como modelo

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único, indiscutible e irremplazable de producción en el mundo contemporáneo. Es el agua de la pecera que habitamos; afrontemos, entonces, su contaminación y su toxicidad. Los “calaveras” no deberían chillar, para ser fieles al refrán. Como muy bien lo hace notar Richard Sennett en otra de sus obras, si el capitalismo sobrevivió a sus caóticos inicios y extendió su vigencia hasta hoy, no fue precisamente porque su esencia fuera la libertad. (3)No fue el mercado libre lo que dio estabilidad al sistema, muestra Sennett, sino el modo en que las empresas se organizaron internamente. Entre esa organización y la de los ejércitos, hubo y hay una notable similitud. Los comandantes en jefe se llaman CEO; los oficiales son gerentes, se tejen estrategias para ganar mercados donde los ejércitos ganan territorios; hay espionaje; en la competencia por imponer un producto (o ganar un bastión) no existe la piedad; y la hipócrita convención de Ginebra que rige, cruel ironía, para la guerra (se puede matar con balas, pero no con gas pimienta, por ejemplo) se remplaza por códigos de ética que no necesariamente son códigos de moral y que se violan con el mismo cinismo tanto en los campos de batalla como en la disputa por los mercados. A los soldados de los ejércitos se les prometen medallas por sus actos de servicio y a los de las corporaciones compensaciones económicas, relojes o medallas por los suyos. Soldado que muere se repone. Con el empleado (jerárquico o no) que renuncia o del que se prescinde ocurre igual. Un soldado con miedo o prejuicios acerca de la guerra no sirve. En la guerra no se llora (salvo a un compañero caído) y la familia de los reclutas debe sacrificarse y comprender. Papá se fue a la guerra. En el mundo del trabajo contemporáneo, se espera lo mismo del “recurso humano” y de su entorno. Papá (o mamá en este caso, ya que así como los ejércitos han ido alistando mujeres, ellas son también parte del escenario corporativo y laboral hoy) se fue al trabajo. Como en la vieja y triste canción infantil (?) de Mambrú, no se sabe cuándo vendrá. Así como el general prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), que sentó las bases del militarismo occidental contemporáneo, sostenía que los resultados justificaban los medios, desde el fin del siglo XIX, recuerda Sennett, el capitalismo sistematizó sus procedimientos y estrategias orientándolos a la obtención del beneficio por sobre cualquier otra consideración. Así, cada vez más, el factor humano devino en “recurso”. La conversión del humano en “recurso” empezó quizás con Frederick Winslow Taylor (1856-1915), un ingeniero industrial estadounidense que introdujo el cronómetro en las fábricas (comenzando por la industria del acero) para ganar tiempo, estandarizar la producción, mecanizarla y quitar el protagonismo de manos de los trabajadores que, hasta entonces, eran quienes organizaban sus tareas, coordinaban entre ellos el modo de

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hacerlas y, sobre todo, conservaban los secretos y la tradición en cuanto al uso de las máquinas y herramientas. La taylorización llevó a la fijación de cupos, a una aceleración de la producción en serie, al fin de la especialización artesanal. Convirtió a los trabajadores en una pieza más del ciclo productivo, ya no en protagonistas humanos de la fabricación de bienes. Taylor sostenía que la tarea manual debía estar disociada de los procesos mentales. Este proceso se completó con la aparición de Henry Ford (1863-1947), padre de la industria automotriz, y también de la moderna cadena de montaje, que permitió la producción en serie, el abaratamiento de costos, el aumento del consumo. Ford pensaba que si las energías de los trabajadores se dirigían a la producción y se los incentivaba para que incrementaran su rendimiento y con ello su salario, estos volcarían sus salarios al consumo de los bienes que ellos mismos producían, lo que no solo mantendría la economía sino que, además, generaría paz social. No quería conflictos en sus fábricas, combatía a los sindicatos y puso al frente de esta tarea nada metafórica a Harry Bennett, ex marino y boxeador, un duro entre los duros.

LARGA VIDA A TAYLOR Y FORD Tanto Taylor como Ford apuntaban a la automatización de la tarea, y su consecuente mecanización para quienes la realizaban. Todo esto con el objetivo de generar mayor producción, mayor consumo y mayores ganancias. Ni la taylorización ni la fordización sobreviven hoy en sus versiones formalmente más crudas, pero lo hacen en el espíritu del capitalismo. El enorme desarrollo tecnológico ha desplazado en las últimas cuatro décadas (desde el canto del cisne de la fordización tal como nació) a nuevos problemas. Ya no se trata de domesticar y entrenar al trabajador. Ahora se lo remplaza por instrumentos tecnológicos. Pero es necesario que la gente siga teniendo ingresos para alimentar la rueda del consumo. Ahí se plantea un problema. Una forma de solución transitoria ha sido, quizás, la extensión de dos campos que, hasta mediados del siglo XX, no tenían el papel estelar que hoy ostentan: los servicios y las finanzas. Actividades en las que es más lo intangible que lo tangible. Aparecen otras especializaciones en los trabajadores de hoy. Y al no estar obligatoriamente “atados” a una máquina para producir lo que producen, varían las formas del trabajo. Se trabaja online, se estilan los horarios flexibles. Así como en el primer capitalismo la permanencia en un puesto e incluso la ambición de que su hijo lo continuara se convertían en propósitos y en motivos de orgullo para el trabajador, en las nuevas

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generaciones de trabajadores se advierte la labilidad, la búsqueda permanente de nuevos espacios, más “libres”, que les ofrezcan la ilusión de que son autónomos, de que deciden las condiciones de su hacer. Curiosamente, aspiran a parecerse a los viejos trabajadores que Taylor y Ford vinieron a domesticar y adiestrar. A diferencia de ese entonces, sin embargo, hoy se les alienta esa creencia. Lo importante no es tanto su rol de productores de bienes o servicios (de manera que se les puede permitir que se sientan “dueños” de su hacer). Lo importante, de veras y por sobre todo, es su rol de consumidores. Como los hámsteres en la rueda, corren incesantemente sin moverse del mismo lugar y con la fantasía de que avanzan hacia horizontes ilimitados. Cuando en 2001 estalló la burbuja de Silicon Valley, cuyos jóvenes (y a veces casi imberbes) gestores habían llegado a creerse los inventores del universo, Sennett observó que para muchos de ellos era una desilusión que nadie intentara conocerlos como personas. “Solos –escribe– descubrían de pronto el tiempo, el tiempo amorfo que tanto los había entusiasmado, la ausencia de reglas de procedimiento, de reglas para seguir adelante. Su nueva página estaba en blanco. En ese limbo, aislados, sin un relato vital, descubrían el trabajo”. Como un animal gigante, el capitalismo se acomoda en una posición y así permanece, hasta que se mueve y cambia para estirar sus músculos. Entonces, caen decenas de miles de pequeños seres que se creían adheridos a él porque el mismo los necesitaba y valoraba. En 2008, se inició una nueva versión de lo mismo. Esta vez, el movimiento parece más brusco, más intenso, más violento, tarda en cesar. Y como todo en la vida tiene ciclos inexorables, alguna vez el movimiento será un estertor, el último. Es vana la ilusión de creerse parte integrante del animal y tan inmortal como él.

TRABAJAR COMO PERSONA Immanuel Kant (1724-1804), el filósofo idealista alemán que sentó las bases de la filosofía moral, sostenía en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785): “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”. Desde esta óptica, si la dignidad de lo humano (eso que permite al hombre razonar, elegir y vivir con valores) es el fin, todo lo demás son medios y los medios valen solo en tanto su fin es lo humano. Lo que predomina en la actividad productiva de hoy está lejos de apuntar en esa dirección. Al internarse en esta cuestión, el periodista y escritor Carlos Abad señala que “la mayoría de los indignados que tomaron hace poco tiempo plazas y

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calles no son solo albañiles sudamericanos u obreros sin oficio claro: hay muchos graduados valiosos, con varias carreras y especializaciones que cuando se presentan para un trabajo les recomiendan que vayan con menos currículum, con menos antecedentes porque no van a poder conseguir una plaza”. (4) Abad observa de qué manera se ha diluido en los jóvenes la expectativa del trabajo, no solo como una vía de acceso a una experiencia de crecimiento y de formación, sino también como confirmación de su inicio en la adultez. “Conversando con sociólogos, médicos y psiquiatras –escribe–, estos me notificaron que son cada vez más los episodios y cuadros cardíacos, la frecuencia de accidentes, aneurismas cerebrales, muertes súbitas y problemas con el alcoholismo y las drogas que sufre este grupo etario. Contradiciendo a Rubén Darío, no están en la época de ‘juventud divino tesoro’ sino que atraviesan momentos muy difíciles, de enorme desconcierto y mayor tristeza. La promesa del progreso se ha alejado y está siendo interrogada”. Lo curioso es que los jóvenes indignados, a diferencia de quienes los precedieron en otras generaciones, como la de los años sesenta del siglo XX, no están contra el trabajo como una manifestación de un sistema que abominan. Pretenden un lugar en ese escenario. Un lugar que contribuya a forjar su personalidad (tal como la describí aquí a partir de Jung) a través de su quehacer. Es que, cuando el trabajo está entendido y asumido como una forma de degradar los más valiosos y venerables atributos humanos, acaso la reacción más transformadora y dignificante no sea la de cuestionar su propia existencia, como suele ser la postura de algunas corrientes radicales y filoanarquistas, sino acometer el propósito de recuperar su función ennoblecedora de lo humano. Un documento elaborado en 2006 por el Centro Universitario Obrero y Campesino de la Universidad Católica de Chile (CuocCL), instituto de excelencia en la formación de profesionales, lo dice con claridad: “Por ley natural, el ser humano debe crecer, pero a diferencia de los demás seres vivos, tiene el privilegio de saberlo y de precisar el modo de llevarlo a cabo a través de la profesión escogida”. En ese mismo documento, se puede leer lo siguiente: “El sentido del trabajo se configura como una actividad a desarrollar en el mundo, donde el hombre aparece realizando su profunda vocación de un ser llamado a perfeccionarse a través de su actividad en el mundo laboral. Pero ese camino hacia la perfección es distinto en cada uno, y debemos definirlo según nuestras propias capacidades e intereses. En este sentido, el trabajo dependerá de lo que cada uno pretenda ser como persona. No debemos olvidar que el trabajo es un medio que nos ayuda a llegar a esta perfección, al desarrollo de nuestras capacidades personales. Por eso,

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cada persona se va haciendo a sí misma cuando trabaja”. Transcribo estos párrafos porque coincido con su contenido y porque muestran hasta qué punto la taylorización y la fordización sutilmente continuadas en las estructuras laborales actuales desvirtúan el hacer humano y, con ello, la forja del carácter a través de la transformación del mundo. Muchas veces, junto con la dignidad se pierde la memoria. Y eso ocurre a menudo con el modo en que hoy se aborda el trabajo. Quizás sea necesario, como me propongo en el siguiente capítulo, bucear en la memoria perdida.

1. El valor de las pequeñas cosas, Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1985. 2. Crisis of Global Capitalism: Open Society Endangered, Londres, Little Brown, 1998. 3. La cultura del nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 2006. 4. “Jesús, el primer indignado”, en La Nación, Buenos Aires, 12 de agosto de 2011. Disponible en línea en: .

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CAPÍTULO 4

ESCLAVOS MODERNOS: CONECTADOS Y SIN MEMORIA

En el compromiso con un quehacer (no con una empresa u organización determinada, sino con aquello propio que cada persona desarrolla allí), se tejen y enriquecen vínculos y tramas humanas, se experimentan la permanencia y la pertenencia (dos de las necesidades que Abraham Maslow precisaba en su célebre y vigente pirámide de las necesidades humanas), se accede a la vivencia de la disciplina (no entendida como rigor arbitrario, sino como un modo de convivir con normas), se entrena en el compromiso, se profundiza en el ejercicio del respeto (pues como ámbito humano significativo, el laboral es un espacio de manifestación de la diversidad) y se gana experiencia, no por simple acumulación de hechos, sino por la posibilidad de transformarlos en motivos de desarrollo personal. A esto me refiero cuando afirmo que el espacio de trabajo en el que nos desenvolvemos es un campo de forja de la personalidad. Y aunque Jung nos advirtió acerca de no confundir personalidad con Sí Mismo, la primera nos permite estar plantados en el mundo para iniciarnos en la exploración del segundo. Cuando el trabajo atenta contra aquella forja y contra esta exploración, degrada su función en la vida humana. El trabajo online, las salas para dormir siestas (nunca más de 15 minutos, eso sí) o para practicar yoga (brevemente), ambas cosas in-company, la provisión de instrumentos tecnológicos (I-pads, celulares inteligentes, computadoras ultraportátiles, etcétera) y de medios de pago (tarjetas corporativas y demás), las capacitaciones que saturan la mente (¿o habrá que decir el disco rígido?) de las personas (¿o el personal?) con información inútil y técnicas pocas veces aplicables no han “humanizado” el trabajo por mucho que así se lo declame. Lo han taylorizado aún más y han dado un aspecto glamoroso a las cadenas de montaje de la fordización, aquellas que fueron genialmente exhibidas por Charles Chaplin en Tiempos modernos, obra maestra de 1936 que, en forma y espíritu, está viva aún hoy. Hoy se trabaja sin horario fijo, lo cual significa que se trabaja las veinticuatro horas del día, y que, en plena era de las conexiones, desconectarse, no ser detectado con un

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simple clic o un golpe en el teclado equivale a desertar y poder ser prescindible. Hoy no se exige presencia física y, muchas veces, tampoco el uso de uniforme, pero simplemente porque el lugar de trabajo se ha extendido; es ahora la propia casa, el avión en que se viaja, el hotel en que se duerme, la cama en que se hace el amor, el baño en el que se toma una ducha o se evacua lo evacuable, la mesa o el restaurante en el que se come, el auto que se conduce. Lo saben los grandes CEO y el soldado más raso del escalafón; el profesional independiente (no dependiente de jefes orgánicos y visibles) y el comerciante. Vale en todas las profesiones y actividades. La conexión es la nueva taylorización. La conexión es la cadena que ata al esclavo moderno a la noria que debe mantener girando. En el sitio web de la central obrera española UGT (Unión General del Trabajo) se puede leer un documento revelador y apasionante. Su título es sencillo: “Historia del 1º de mayo”.(1) La mayoría de las personas, especialmente los jóvenes, conocen hoy esa fecha como día no laborable. Como de tantos otros feriados, ignoran los motivos y tampoco les interesa averiguarlo. Basta con que no se trabaje. Incluso en el lenguaje de funcionarios, periodistas u otro tipo de personas de quienes se esperan criterios más sólidos, se les suele llamar días “festivos”.

NADA QUE FESTEJAR La “fiesta” que se conmemora el 1º de mayo no es tal ni tuvo nada de divertida. En noviembre de 1884, se había reunido en Chicago el IV Congreso de la Federación Americana del Trabajo (American Federation of Labor), y la propuesta central que emanó de allí fue un pedido al gobierno para que se aplicara por ley la jornada laboral de ocho horas a partir del 1º de mayo de 1886, con la advertencia de que si esto no se cumplía se declararían huelgas. Andrew Johnson, entonces presidente estadounidense, promulgó la ley, pero no fue acatada por las patronales, acostumbradas a imponer sus propias reglas de juego. El día que la ley debía entrar en vigencia, hubo huelgas y manifestaciones en todo el país. Se reprimieron duramente. El 3 de mayo, la policía, al mando del inspector John Blonfield, asesinó a ocho trabajadores como represalia por el estallido de una bomba que mató a siete agentes e hirió a sesenta y seis. Quedó para siempre la sospecha, nunca desmentida por los hechos, de que la bomba había sido parte de un plan de provocación policial. Además de los ocho obreros muertos, en ese episodio que se conoce como “La masacre de Haymarket”, se detuvo a ocho de los oradores y líderes de las manifestaciones y se los sometió a un juicio absolutamente arbitrario. Dos no habían estado en los actos, otros se habían retirado antes y tenían

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pruebas. De nada valió. Michael Schwab (alemán y tipógrafo) y Samuel Fielden (inglés, pastor metodista y obrero textil) fueron condenados a prisión perpetua, y Oscar Neebe (estadounidense y vendedor), a 15 años de trabajos forzados. A August Spies (alemán y periodista), George Engel (alemán y tipógrafo), Adolf Fischer (alemán y periodista), Albert Parsons (estadounidense y periodista) y Louis Lingg (alemán y carpintero) se los condenó a la horca. El 10 de noviembre de 1887, Lingg, que tenía 20 años, se suicidó en su celda. Al día siguiente, fueron ejecutados los otros cuatro. La nacionalidad de la mayoría de ellos no es azarosa. Tanto en los argumentos del fiscal como en las campañas de prensa de los grandes periódicos aliados a las patronales, se los intentaba mostrar como cabecillas de una conspiración internacional contra el American way of life. Lo de “muerto el perro se acabó la rabia” no funcionó esa vez. Pronto, cundió la solidaridad en todo el mundo y se extendió internacionalmente el reclamo por condiciones de trabajo dignas. Los Mártires de Chicago fueron la bandera. Encabezada por dirigentes socialistas y anarquistas, se efectuó en París la Reunión Obrera Internacional, que terminó con una decisión: “convocar una gran manifestación en fecha fija, de tal manera que simultáneamente en todos los países y en todas las ciudades en el mismo día convenido, los trabajadores pedirán a las autoridades oficiales la reducción, mediante una ley, de la jornada de trabajo a ocho horas y que se lleven a efecto las demás resoluciones del Congreso de París”. (2)Se eligió iniciar ese significativo ritual el 1º de mayo de 1890, fecha en que los trabajadores estadounidenses habían decidido volver a la carga por sus reivindicaciones.

ESCLAVOS AUTOCONTROLADOS En tiempos de fugacidad, de frágil memoria, de abundante superficialidad, de banalidad rampante, como son los presentes, viene a cuento recordar la historia y los nombres de los Mártires de Chicago, así como las razones de ese martirologio. Mientras cada 1º de mayo se convierte, simplemente, en una fecha en rojo en el calendario y un hueco oscuro en la memoria colectiva, aquellas ocho horas, finalmente conseguidas, se han esfumado. Hoy se trabaja mucho más que eso. Lo hacen quienes están en relación de dependencia y quienes se sienten libres de patrones y horarios. Así, lo que sobre fines del siglo XIX era aún una práctica salvaje es hoy un encantamiento sutil. El trabajo sin horario y sin días francos ya no es una imposición; hoy toma a menudo la engañosa forma de una elección. No estamos, por cierto, en el siglo XIX ni en los tramos iniciales del sigo XX, de manera que son

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otras las cosas que se ven y oyen. En un bar, en un restaurante, en una sala de espera, en el vagón del subterráneo, en la cola de un banco suenan los celulares y la mayoría de las conversaciones que se escuchan tienen que ver con trabajo. No hay placer en ellas, no hay disfrute ni inspiración. Se trata de diálogos ansiosos: hay irritación, urgencia, exigencia. Quienes los mantienen no están en un lugar de trabajo cautivo, pero están cautivos del trabajo. Si apagan el celular temen quedar afuera de un circuito, perderse algo (¿acaso el trabajo mismo?). Si no fuera así, si tomaran la decisión de desconectarse por un tiempo, quizás un tiempo necesario de introspección, de atender una cuestión personal prioritaria, de volver a la intimidad, es muy posible que se encuentren con todo tipo de reproches y reclamos por semejante insensatez. ¿A quién se le ocurre apartarse por un instante de la red de llamados, mensajes, correos electrónicos, muros, tweets, más aún en horas de trabajo? Horas de trabajo, hoy, son todas. Los discursos sobre autonomía, sobre ser dueño de los propios tiempos, sobre trabajar “cómodo” y demás cuestiones similares dicen otra cosa. Lo que prueba el éxito del marketing de la nueva y embozada taylorización. Ya no se necesitan tantos ni tan rigurosos controladores de tiempo y rendimiento, cronómetro en mano. Esos timecontrolers se han instalado ahora en el interior de las personas y funcionan desde allí. Como advierte con lucidez Thomas Moore en Un trabajo con alma, (3)hay una opción esencial que consiste en tener un trabajo para la vida o una vida para el trabajo. En el primer caso, se forja el carácter, se enriquece la personalidad, hay una comprensión de lo que se aporta al mundo y a los demás a través del propio quehacer. Es la suma de los atributos personales a la totalidad que se comparte. En el segundo caso, el trabajo (independientemente de lo que se haga, cómo, en qué entorno) se convierte en un embudo por el cual se escurren irremediablemente las energías que se quitan a los vínculos o a cualquier otra manifestación valiosa de la propia vida. Moore acude a recientes estudios acerca de cómo se sienten las personas en relación con su vida laboral, según los cuales hay una insatisfacción manifiesta a pesar de los avances proporcionados por las nuevas tecnologías. Un número creciente de personas –cita Moore– cree que su trabajo influye negativamente en su vida personal y tienen menos tiempo para dedicar a su familia, sus amigos, su salud, sus aficiones, sus intereses personales intransferibles. “Las tecnologías modernas –concluye– difuminan las fronteras entre el trabajo y el hogar”. Lo que conviene agregar es que esa difuminación no se agota en los planos temporal y espacial, sino que se transmite al psíquico y al emocional, al punto en que, aun con la ilusión de libertad, de manejar

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horarios y movimientos, una masa crítica de personas nunca dejan de estar en el trabajo, se han fundido con él en una cocción a fuego lento. Están conectados mientras comen, mientras duermen, mientras están de vacaciones; están conectados aun cuando por un instante dejan sus utensilios tecnológicos (aparatos que ya parecen extensiones de sus miembros). Porque sus mentes no se desconectan nunca. Muchas personas pueden no ver a sus hijos porque sus compromisos laborales se lo impiden o pueden separarse de sus parejas antes que separarse de su trabajo. Cuando esto ocurre, la capacidad (y necesidad) transformadora de los seres humanos deja de encontrar cauces creativos y fecundantes, se vacía de sentido (aunque luzca lucrativa, productiva y exitosa) y el trabajo ya no es medio de trascendencia, sino un fin en sí mismo.

A REMAR SE HA DICHO ¿Obedece esta obsesión simplemente a un desmesurado “amor” por la tarea que se realiza? ¿De dónde nace tanta infatigable aplicación? Quizás no sea hija del amor sino del espanto. El sábado 16 de enero de 2010, cuando el fantasma de la más globalizada crisis económica ya se aposentaba sobre las primeras economías del mundo y amenazaba a todas las demás (en la Argentina un sueño necio hacía decir a las autoridades y a sus corifeos que aquí ningún virus llegaría), el diario El País, de Madrid, citaba palabras del británico James Muir, flamante presidente de Seat, filial española de Volkswagen. Muir pedía a sus galeotes más ventas, más cifras, más réditos. Lo mismo que, a su vez, le exigían a él sus amos, los accionistas. “No todos reman en este barco en la misma dirección – bramaba–, de modo que echaré a quienes no remen. Necesitamos un equipo ganador”. Esa misma semana, apoyó su exigencia con hechos: despidió a 330 ejecutivos y cargos medios. “Implicar a los empleados y lograr así que sean más productivos es uno de los mandamientos del ejecutivo moderno”, comentaba el diario. (4)Allí mismo, Miguel Ángel García, profesor de Sociología en la Universidad de Valencia, explicaba que “las empresas estudian sistemáticamente el rendimiento de los trabajadores y la fórmula más habitual es analizar el rendimiento por objetivos”. Esto no quita que aun en los años de rendimientos más positivos los planteles se reduzcan de forma masiva en grandes corporaciones y bancos, señalaba el especialista. La decana de Psicología en la Escuela de Negocios IE University, Cristina Simón, aportaba lo suyo: las empresas, decía, tienden a descartar aquellos perfiles con menos capacidad de adaptación a una cultura más agresiva, más comercial. Solo

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que no lo llaman “despido”, sino, como prefirió denominarlo falazmente Muir, “estrategias para llevar a buen puerto un proyecto”. En el paradigma social predominante respecto del trabajo en la sociedad occidental, este se encuentra despersonalizado (lo que podría también entenderse como literalmente deshumanizado). Predominan conceptos como estrategias, reingenierías, objetivos, proyectos, planificación, rendimiento, rentabilidad y otros, todas abstracciones donde el ser humano como tal brilla por su ausencia, es subsidiario respecto de lo económico y, en fin, resulta la variable más fácil y rápidamente suprimible. El humano es, dicho está, un “recurso”. Aun así, “disimulado bajo su forma perversa de empleo, el trabajo constituye el cimiento de la civilización occidental, se confunde con ella hasta el punto en que, al mismo tiempo que se esfuma, nadie pone oficialmente en tela de juicio su arraigo, su realidad, ni aún menos su necesidad”. Esto dice la francesa Viviane Forrester, novelista y crítica literaria, en una demoledora crítica a los modelos y estereotipos económicos y laborales hegemónicos hoy, y a sus consecuencias habitualmente dramáticas para la mayoría y sustancialmente beneficiosa para una minoría cada vez más autista y voraz (“Somos el otro 99%”, clamaban los indignados en las calles estadounidenses en el segundo y explosivo semestre de 2011). (5) “El trabajo, considerado nuestro motor natural, la regla de juego de nuestro tránsito hacia esos lugares extraños a donde todos iremos a parar, se ha vuelto hoy una entidad desprovista de contenido”, escribe Forrester en su manifiesto implacable, que anticipó en tres lustros la realidad de la naciente segunda década del siglo XXI. Forrester desnudó de un modo insobornable lo que economistas y otros especialistas que aplican sus instrumentos a disimular la verdadera naturaleza que adopta hoy el trabajo en nuestra cultura intentan encubrir. Incluso en sus manifestaciones más glamorosas y aparentemente humanizadas –advierte Forrester–, el trabajo vinculado con los engranajes íntimos o públicos de la sociedad se ha convertido en un mito que oculta “transacciones cómplices hasta en la hostilidad y rutinas profundamente arraigadas” que dejan como saldo familias desgarradas y “vidas devastadas por el silencio, de las cuales nadie recuerda que cada una representa un destino”.

ABURRIMIENTO EXISTENCIAL Es una descripción dura, sin duda, pero necesaria y veraz. De manera más fría, la reafirman algunas cifras. Hacia finales de 2006, el Centro de Estudios de la Nueva Economía (CENE) de la Universidad de Belgrano

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(UB), en Buenos Aires, publicó los resultados de una investigación sobre satisfacción laboral efectuada entre 1715 casos que abarcaban todo el país y diferentes actividades. El 41% de las personas expresó su disconformidad con las condiciones en que trabaja y solo un 33% mostró satisfacción. En paralelo con esto, un 71% estaba satisfecho con otros aspectos de su vida, en comparación con un 21% que no. (6)Estas cifras encierran una inquietante realidad: en ellas se advierte que el lugar donde pasan más horas del día y al que consagran la mayor cantidad de tiempo de su vida es para las personas aquel en el cual se sienten menos felices. Algún tiempo antes, el diario mendocino Los Andes presentaba los resultados de una encuesta nacional realizada por la consultora D’Alesio IROL en empresas de todo el país y entre 18.700 personas. Dos de cada diez estaban muy disconformes con su trabajo. Solo el 36% se manifestó conforme. La falta de reconocimiento personal, la imposibilidad de crecer y desarrollar sus aptitudes, y las remuneraciones insuficientes encabezaban las razones del descontento en la mayoría. (7)El periódico, que agregó a esas cifras una investigación propia, señalaba que el fantasma del desempleo impedía a muchas otras personas manifestar su malestar laboral, abonado por las diferencias entre lo que el trabajo ofrecía y lo que finalmente brindaba, por el aburrimiento y la sensación de estancamiento y por la absoluta falta de conexión entre lo que el trabajo convida y el alma apetece. Hay mucha gente aburrida en los lugares de trabajo. Y ese aburrimiento no se palia con diversión, con peloteros, gimnasios, jornadas motivacionales, after-hours colectivos, coachings variopintos y recursos de ese pelaje. Los Andes recoge al respecto unas significativas palabras de Jorge Hambra, director de una consultora, para quien el aburrimiento no pasa por la cantidad de trabajo que se tiene sino por el sentido que se encuentra en la tarea. “‘No sé para qué hago esto’ es la frase más desmotivadora que existe”, señala. Los aspectos más significativos del trabajo, a pesar de todo, siguen sin tener que ver con la economía. Son cuestiones existenciales.

1. Disponible en línea en: . 2. Disponible en línea en: . 3. Barcelona, Urano, 2008. 4. Bolaños, A. y A. Trillas, “Despedidos por no remar con la empresa”, en El País, Madrid, 16 de enero de 2010. 5. El horror económico, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997. 6. La Nación, Suplemento de Economía, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2006. 7. “La falta de reconocimiento es la principal causa de insatisfacción laboral”, en Los Andes, Mendoza, 18 de noviembre de 2005.

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CAPÍTULO 5

LO QUE HACEMOS Y LO QUE EL TRABAJO NOS HACE

Un antiguo relato cuenta de tres albañiles a quienes, mientras estaban dedicados a su labor, se les preguntó qué hacían. “Yo pongo un ladrillo sobre otro”, dijo el primero. “Yo estoy levantando una pared”, respondió el segundo. “Yo construyo una catedral”, afirmó el tercero. La tarea de los tres era la misma. ¿Qué es, entonces, el trabajo? ¿Simplemente lo que hacemos de un modo mecánico? ¿Únicamente la descripción de nuestros movimientos? ¿Aquella parte que nos toca de un proceso que involucra a muchas otras partes y pasos? ¿Lo que nos ordenan? ¿Lo que nos piden? ¿Lo que soñamos? ¿Lo que imaginamos? ¿Lo que creamos? No habrá una respuesta definitiva. En cada vida, en cada experiencia, el trabajo es y será algo diferente. Pero si hay espacio para estos interrogantes, se puede pensar que el trabajo es mucho más que una formalidad, bastante más que un hacer como el de los castores, las abejas, los horneros, una máquina o un robot. Todos ellos trabajan y a ninguno le son pertinentes las cuestiones que aquí planteo. Es que más allá del registro consciente, entre cada persona y su labor hay una sutil interrelación modificadora. El trabajo nos aporta atributos, sensaciones, ideas, estados de ánimo, miradas que operan sobre nuestra personalidad y, por nuestra parte, dejamos en la tarea invisibles huellas dactilares de nuestro modo de ser, de sentir, de pensar, de imaginar y de circular por el mundo. Así, mientras trabajamos, damos lugar al desarrollo de una serie de valores esenciales que a continuación describiré.

LA PERTENENCIA Ocupémonos en principio de aquello que nos modifica de modos benéficos o disfuncionales (lo que dependerá de múltiples factores). Nuestra labor en la vida (que puede ser cambiante o puede ser la misma de una vez y para siempre) nos da lugares de pertenencia. Una pertenencia física, grupal, emocional, afectiva o profesional según la actividad, el modo

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y el lugar del desempeño. Abocarse a una tarea equivale en ciertos aspectos a fijar un domicilio, tangible o abstracto, dentro del universo que habitamos. La pertenencia es un ingrediente de la identidad. No se es en el aire, sino en un lugar. Como los árboles, existimos donde echamos raíces de algún tipo. Podemos pertenecer a un equipo o a una organización determinada, a la comunidad de todos aquellos que se dedican a lo mismo que nosotros, aunque no los veamos ni conozcamos ni desempeñemos el trabajo en un mismo entorno físico. Como fuere, hay una relación entre el trabajo y la pertenencia.

LA PERMANENCIA Del mismo modo, la permanencia en un determinado trabajo contribuye a la forja de la personalidad. Permanecer en el ejercicio de una labor física o intelectual no solo profundiza y robustece las habilidades respecto de la misma, sino que ofrece la posibilidad de conocerse a uno mismo a través de diferentes instancias de una misma actividad. Si la pertenencia nos recuerda la existencia del espacio, la permanencia nos remite al tiempo. Tiempo y espacio son dos condiciones esenciales de la existencia. Todo transcurre en el tiempo y en el espacio, aunque el desarrollo de la tecnología de la conexión y la virtualidad haya creado la ilusión de que esos requisitos pueden ser suprimidos. En términos de trabajo, permanecer no es sinónimo de aceptar, sino de conocer, porque aun aquello que hemos de dejar atrás debe ser conocido para saber qué es lo que se deja y por qué. La permanencia puede ser, aunque luzca paradójico, una manera de continuar el viaje hacia nuevos horizontes. Cuando el pasaje por un espacio es fugaz, se corre el riesgo de regresar a él por ignorancia. Es decir, de quedar entrampado en una caminata circular. Por este motivo, aprender a permanecer forja la personalidad.

EL RESPETO En el lugar donde estamos (mientras conocemos y somos conocidos) se crean las condiciones para experimentar el respeto. Respeto por la diversidad, por las diferencias, por aquel o aquello a lo que voy conociendo. Respeto que tengo derecho a exigir en la medida en que se me conoce, como consecuencia de mi permanencia, mi pertenencia y mi desempeño. Y también se trata del respeto por uno mismo, que se gesta y robustece en el desempeño de una labor y en la huella que se deja a través de ella. Richard Sennett, a quien ya he presentado, dice que “tratar

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a los demás con respeto no es algo que simplemente ocurra sin más, ni siquiera con la mejor voluntad del mundo; transmitir respeto es encontrar las palabras y los gestos que permitan al otro no solo sentirlo, sino sentirlo con convicción”. (1)El respeto, entonces, se construye. En este caso, se hace a través de los rituales compartidos que propone el trabajo. “Los intercambios rituales –dice Sennett– construyen el respeto mutuo […]. El respeto mutuo tiene consecuencias para las personas que lo practican; el intercambio vuelve a las personas hacia afuera, que es una actitud necesaria para el desarrollo del carácter”.

LAS DISCIPLINA También la disciplina apunta en esa dirección. Sobre este atributo, Carlos Castaneda, el autor las míticas Enseñanzas de Don Juan, decía que “intentar es muy simple, y al mismo tiempo, infinitamente complejo. Requiere imaginación, disciplina y propósito”. Aunque se la use como sinónimo de rigor y rigidez, la disciplina no es eso. Es la columna vertebral de nuestro quehacer transformador. El clérigo protestante Harry Emerson Foster (1878-1969), que dio memorables batallas contra corrientes fundamentalistas, sostenía que “ninguna vida se hace grande hasta que logra un objetivo, dedicación y disciplina”. Y Stephen Covey, escritor y célebre consultor en cuestiones de liderazgo, piensa de esta manera acerca del tema: “Disciplina es pagar el precio para traer una visión a la realidad. Es abordar los hechos duros, pragmáticos y brutales de la realidad y hacer lo que haga falta para que ocurran las cosas. La disciplina surge cuando la visión se une al compromiso”. (2)El trabajo es un campo fértil para forjar la disciplina vinculándola a un propósito y no a un simple ejercicio de autoexigencia. Es importante no confundir estos dos términos. La exigencia impone rigidez e inflexibilidad en la búsqueda de resultados. Hay que hacerlo o lograrlo, no importa cómo, “era para ayer”, de manera que nunca se llega a tiempo. Y si se llega y se logra, no hay mérito. ¿Por qué habría de haberlo si el logro era lo que se esperaba? El autoexigente actúa en este aspecto del mismo modo en que lo hace un exigidor externo. Hay poca gratificación, poca inspiración, y la disciplina, desde esa perspectiva, es obediencia. Aquella otra, de la que hablo aquí, es la disciplina hermanada, como dice Covey, al compromiso. El compromiso, a su vez, se liga con el propósito. Y cuando la tarea es compartida con otros, la disciplina encierra confianza mutua, se asocia con la responsabilidad.

LA EXPERIENCIA

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Donde el trabajo conjuga pertenencia, permanencia, respeto y disciplina, se cimenta una experiencia plena de significado. Habitualmente se entiende por experiencia la suma de vivencias, y de allí se concluye que quien más ha vivido (en tiempo) y quien por más situaciones diferentes ha pasado cuenta con más experiencia. Pienso que se puede ver la experiencia desde otra perspectiva, ya que demasiada gente que mucho ha vivido en cuanto a cronología y circunstancias termina por no ser la que demuestra mayor sabiduría (lo que confirma que “sabiduría” y “conocimiento” no significan lo mismo). La experiencia que da un trabajo en el que se pone el alma y en el que se encuentra sentido está íntimamente emparentada con la sabiduría, ha sido metabolizada y ya no es un saber técnico, sino una herramienta existencial.

EL TRABAJO COMO CAMINO DE ENCUENTRO En la medida en que el trabajo que realizamos nos hace explorar y transformar el mundo, contribuye a sacarnos de la separatidad esencial en la que nacemos y de la cual hablaba Erich Fromm. La separatidad es producto de la singularidad de cada ser. Saberse singular e inédito produce una profunda angustia. ¿Quién entenderá lo que siento? ¿Cómo podré explicar a otro aquello que me conmueve, que me convoca? ¿Qué haré a solas con mi tristeza intransferible o con una alegría que no puedo hacer repicar en alguien ajeno a mí? El camino que lleva de la separatidad hacia el encuentro del otro es el fundamento de la comunicación y del amor. Es la sangre que alimenta los vínculos. También para esto trabajamos, y no es una razón menor. Para vincularnos. Más allá de la labor específica a que nos dediquemos y del destino concreto de la misma, el trabajo nos relaciona con el otro y suele requerir lo que es esencial en cualquier vínculo humano: que, reconociéndonos diferentes (puesto que no hay dos seres humanos iguales), hagamos de esas diferencias un potencial de recursos para hacer mejor, y de un modo trascendente, aquello que nos convoca y para lo cual nos hemos encontrado. En este sentido, el propio Fromm realza el valor del trabajo (“no del trabajo como actividad compulsiva dirigida a evadir la soledad”, aclara). Lo destaca como actividad creadora en la que el hombre se unifica con su hábitat. Como en el amor, apunta Fromm, en el trabajo así concebido “se afirma la individualidad del yo y al mismo tiempo el individuo se une con los demás y con la naturaleza”. (3)Esa unión no atenta sin embargo contra la individualidad, sino que la realza al exponernos como necesarios para el otro y para el ámbito al que pertenecemos. “El yo es fuerte en la medida en que es activo”, recuerda Fromm. Y es activo cuando se vincula, cuando “el

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individuo se abraza al mundo”, al abrazar a los otros. El trabajo es un escenario posible para ese abrazo. Por último, nada consolida la presencia de una persona en el mundo ni contribuye a su sensación de integridad como la certeza de percibir un sentido en su vida. Viktor Frankl, que abordó la cuestión del sentido con una profundidad, un compromiso y una lucidez insuperables (como son los que provienen de la experiencia vivida), afirmaba que el sentido de la vida no se inventa, no se crea, sino que se encuentra. Y no se trata de un jeroglífico a descifrar, sino de algo real y específico que está relacionado de un modo indisoluble con la naturaleza de cada persona. “Cada uno tiene en la vida una misión que cumplir, cada uno debe llevar a cabo un sentido concreto”, escribió. (4)Nadie está autorizado a preguntar cuál es el sentido de su vida, sino que es la vida la que plantea continuamente preguntas. El encadenamiento de las respuestas conduce al descubrimiento del sentido de la propia existencia. En la tarea a la que nos abocamos, en el modo en que vivimos y somos consecuentes con nuestros valores y aun en las situaciones extremas de sufrimiento, el sentido puede manifestarse, según este gran humanista. No será en los momentos de contemplación que se dan durante el descanso que podremos advertir la presencia del sentido. Este despunta en la misma actividad cuando esta es más que un medio económico o material. Encontramos sentido al modificarnos y ayudar a modificar de alguna manera a otros en aspectos que los benefician. No es el tipo de trabajo que hacemos lo que tiene que ver con el sentido, insistía Frankl, sino la motivación que lo guía. Tampoco se trata de la supuesta importancia de nuestra actividad o de la repercusión pública o económica que esta tenga. Puede ser una labor anónima y en apariencia intrascendente, pero también a ella le cabe el concepto. “No es la magnitud del radio de nuestras actividades lo que importa, sino la forma en que llenamos el círculo”, insistía Frankl. Pertenencia. Permanencia. Respeto. Disciplina. Experiencia. Vínculos. Sentido. Siete atributos que el trabajo abordado con conciencia y con propósito forja en las personas. Decía Frankl que la tarea de cada persona es tan única como ella misma, y era obvio que no se refería a que cada uno desarrolla un trabajo que nadie más hace, sino al modo especial en que nos abocamos a este. Cuando no se trata de un simple hacer por hacer, cuando vamos más allá de la automatización de la tarea (por mucha eficiencia que esa automatización suponga), a través de ella dejamos en el mundo una huella que, como las dactilares, es única.

UNA CUESTIÓN DE VALORES

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Esa huella, a su vez, se reconoce en otros seis atributos en los que me detendré ahora. El primero es el de nuestros valores. Los valores no se expresan ni ejercitan recitándolos, sino viviéndolos. No hay otra manera de darles vigencia y presencia. Sobran las bellas palabras acerca de los valores y, a pesar de eso, a menudo estos brillan por su ausencia. Los valores son aquellas reglas que, en ejercicio de la razón, los grupos humanos (desde los más pequeños, como es una pareja, hasta una sociedad entera) acuerdan respetar porque sin ellas su propia supervivencia estaría en riesgo. Hay costumbres que pueden cambiar dentro de una sociedad o que puedan variar de una sociedad a otra, y de hecho así ocurre, pero las reglas morales (los valores) no pueden obedecer a momentos históricos o a situaciones geográficas porque sin esas reglas no hay existencia garantizada para nadie ni convivencia posible. En esa lista, necesariamente se incluyen consignas como: no asesinar; no mentir; no apoderarse de lo que es de otro; respetar la integridad personal de cada individuo en todos los aspectos, incluido el físico; no destruir el hábitat en el que existimos; no usar a otro como instrumento para fines propios; no atentar, excluir ni descalificar a nadie por diferencias de pensamiento, de color, de características físicas, de religión, de gustos, de raza, de origen, de nacionalidad o, como apunta el filósofo James Rachels (1941-2003) en su extraordinaria Introducción a la filosofía moral, (5)ni siquiera de especie, lo cual significa que estas normas morales deberían cubrir incluso nuestras conductas hacia los animales, con quienes compartimos el planeta. Si cualquiera de los valores enumerados desaparece, la vida individual y social tal como la conocemos está en riesgo. ¿Qué sería de la palabra, qué podríamos proyectar o planear, de qué manera sobreviviría cualquier vínculo si todos mintiéramos? ¿Cuánto sobreviviríamos si todos nos consideráramos con derecho a intervenir sobre el cuerpo de los otros? ¿Habría vida si dirimiéramos nuestros más extremos conflictos matando al otro? ¿Podríamos perdurar si se avalara el engaño como herramienta natural en la consecución de objetivos? Al exponer su propia visión de la moral y los valores, John Stuart Mill (1806-1873), uno de los impulsores del utilitarismo como corriente filosófica (conviene no dejarse engañar por el apelativo en este caso, puesto que no se trata del obsceno y salvaje utilitarismo egoísta que predomina hoy), sostenía que deberíamos actuar siempre de tal modo que nuestras acciones propendan al bienestar de todos. Esa sutil y profunda propuesta, que mira al mismo tiempo al individuo y al conjunto, sienta bases para la supervivencia y el desarrollo del uno y de los otros. Como agrega Rachels, si actuamos honrando a los valores (entre los cuales nombra al orgullo por el trabajo), todos estaríamos mejor. Es algo tan sencillo como habitualmente olvidado. Es cierto –dice Rachels– que no todos los

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ecosistemas humanos se pondrían de acuerdo del mismo modo acerca de la prioridad de unos valores por sobre otros y, en términos prácticos, ello sería imposible. “Pero podemos estar seguros de que todos aprobarían la inclusión de la amistad, la sinceridad y otras útiles virtudes conocidas”, señala. Y añade lo que me parece una norma moral fundamental: como agentes morales, debemos preocuparnos por todos aquellos a quienes nuestras acciones podrían afectar. El modo en que asumamos esta condición básica se reflejará en el trabajo que hacemos y en cómo lo hacemos. Esto es independiente de la voluntad. Aportamos nuestros valores a través de nuestra labor. Afectamos para bien o para mal, hacemos del mundo un lugar mejor o lo envilecemos. Que esto sea ajeno a la voluntad no significa que lo sea también a la conciencia. La ligazón que establecemos entre el trabajo y los valores es una cuestión de responsabilidad.

EL TRABAJO Y LAS CREENCIAS Nuestra tarea también se tiñe de las creencias que nos guían. Sobre las creencias, se funda la cosmovisión de cada quien, su modo de relacionarse con los demás y con el mundo. Las creencias provienen de experiencias vividas, de mandatos recibidos, de inspiraciones, de razonamientos elaborados, de comprobaciones. También de negaciones, de prejuicios heredados. Es riesgoso confundir una creencia con una verdad revelada e inmutable. Bertrand Russell era cauteloso al respecto: “Nunca moriría por mis creencias ya que podría estar equivocado”. A su vez, Groucho Marx, ácido como siempre, dijo en la película Un día en las carreras que “todo el mundo necesita creer en algo para vivir; yo creo que voy a seguir bebiendo”. El chiste viene al caso porque permite advertir el costado arbitrario de las creencias. Contrapuestas, ambas frases resuenan de un modo eficaz. Si creemos que las mujeres deben quedarse en casa a cuidar a los hijos, crearemos un ambiente de trabajo misógino. Si creemos que el dinero es un fin en sí mismo, es posible que en nuestra tarea admitamos el uso de cualquier medio. Si admitimos el valor del otro en nuestra vida, es probable que sepamos hacer de nuestra labor, la que fuere, una manera de servir. Dime cómo trabajas y te diré en qué crees.

TRABAJO Y EMOCIONES: UN DIVORCIO El paradigma masculino que aún prevalece en nuestras sociedades y que hace del trabajo un coto en el que los hombres prevalecen y deben

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ratificar sus credenciales de machos suele asimilar el mundo laboral a un campo de batalla y propone la supresión de sentimientos y emociones en las trincheras (léase talleres, fábricas, oficinas, despachos, etcétera). “En el trabajo no hay amigos”, dicen con orgullo muchos de los “combatientes”. Para la concepción machista de la vida (a la que muchas mujeres, sobre todo en ámbitos como el trabajo, los negocios, la política o el deporte, han adherido), las emociones debilitan, distraen, provocan dudas, desbaratan certezas, atentan contra los mandatos inapelables que exigen ganar, conquistar, producir, ejecutar. Por eso, la orden es dejarlas afuera, en casa o en la puerta del lugar donde trabajamos (aunque ese lugar sea nuestra computadora, en nuestro hogar, en un avión, en una playa o en un hotel). De todas maneras, es posible ocultar las emociones y hasta disfrazarlas, pero jamás erradicarlas. Las emociones no se planean, se sienten. Sobre su presencia, no tenemos responsabilidad, pero sí sobre el modo en que actuamos a partir de que se manifiestan en nosotros. Por eso, es necesario admitirlas y atenderlas. Quien se dice frío y desapasionado en su estilo laboral quizás es solo manipulador, calculador, perverso, injusto y arbitrario. Todo esto, producto de una gestión tóxica de sus emociones, como el miedo, la ira, la vergüenza, los celos, la culpa. O de la negación de la ternura, la compasión, la empatía o el cariño. Ya vimos en el primer capítulo de este libro, con la pandemia silenciosa de suicidios laborales, una de las consecuencias del bloqueo emocional en el trabajo. Las emociones son inherentes a todo ser viviente y, en los humanos, su complemento con la razón es esencial para la vida psíquica y espiritual. En nuestro trabajo están también nuestras emociones; es inútil negarlo. Incorporarlas es, también, nutrir las herramientas creativas y vinculares que toda tarea requiere.

TRABAJAR CON SENTIMIENTOS Lo mismo vale para los sentimientos, otro atributo devaluado para quienes ven a las personas como herramientas o mecanismos automáticos y programables. Aunque sea una perogrullada, en esta situación es necesario decirlo: las personas sienten. Aman, odian, temen, experimentan ternura o rechazo, confianza, cercanía, dolor, tristeza, alegría, esperanza. Lo hacen cuando duermen y cuando están despiertas, en reposo o en actividad, sanas o enfermas. Y, obviamente, cuando trabajan. Algunos de esos sentimientos están a flor de piel; otros nadan en aguas profundas. En ambos casos, tiñen las relaciones que se mantienen en los ámbitos laborales o aquellas que nacen a raíz de las actividades que desempeñamos.

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La psicoterapeuta y médica Jean Shinoda Bolen propone al respecto algunas preguntas que siempre vale la pena recordar: “¿Hoy vas a hacer algo que querías hacer? ¿Emplearás parte de tu tiempo en algo que amas? ¿Estarás con alguien a quien quieras? ¿Seguirás tus instintos hasta que encuentres tu lugar? ¿Realizarás algún trabajo de tu agrado? ¿Estimularás tu alma? ¿Cantará tu espíritu?”. (6)Potentes interrogantes para iniciar cada jornada. No se pueden responder a la ligera, ya que la respuesta dará, de algún modo, una orientación al día. Y el encadenamiento de los días es la vida. No son preguntas que pueda responder un autómata, tampoco un humano convertido en “recurso” y, mucho menos, aquel que lo convierte. No hay forma de abordar estos interrogantes prescindiendo del sentimiento. Pero si se los ignora, se esfuma buena parte del sentido del quehacer. “La motivación y la oportunidad de trabajar exigen que desarrollemos sentimientos de compasión y atención hacia los demás y también la satisfacción de hacerlo”, dice Bolen. Y agrega que este impulso es de naturaleza espiritual. A través del trabajo, recuerda, se ofrece siempre algo a la sociedad. Y ese ofrecimiento, cuando está conectado a nuestros sentimientos, tiene una cualidad sanadora. El resto lo diré con sus palabras: “Hacer un trabajo que nos realice espiritualmente tiene que ver con el respeto y el cariño hacia quienes colaboran con nosotros, con sentir que damos lo mejor de nosotros mismos y de nuestras capacidades, y que hacemos bien allí donde nos encontramos”. Los sentimientos y el trabajo son, definitivamente, vinculantes.

VERDADERAS RELACIONES HUMANAS También llevamos a nuestro mundo laboral y profesional el patrón vincular con el que habitualmente nos relacionamos con los demás. En sus Lecciones de ética, Immanuel Kant dice que hay un valor intrínseco en los seres humanos, valor que nos distingue de otras especies. Es la dignidad. Y plantea que, en virtud de este valor, un ser humano jamás debe ser usado por otro. Es decir, la humanidad de cada ser es siempre un fin. En sus palabras sobrevuela la idea de que esta es, en definitiva, la ley moral suprema. Y lo sería porque, cuando es respetada, todos los valores morales quedan comprendidos en ella. En función de las metas, propósitos y objetivos que cada quien se fija en diferentes momentos de la vida, distintas cosas (abstractas o concretas, materiales o virtuales) podrán servirle como medio. Y de acuerdo con esa utilidad, se les dará un valor. Pero jamás debería ocurrir esto con otra persona. Cuando alguien toma a un semejante como medio, se rompe un imperativo categórico. “Obra de tal

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modo que puedas desear que tus acciones se conviertan en ley universal”, decía Kant. Si uso a otro como medio, tengo que estar dispuesto a que así nos tratemos todos, lo cual significa que así se me usará también. Estos imperativos morales tienen una condición. Una vez establecidos, son absolutos. No puedo decir que con mis familiares, mis amigos, mis seres queridos tengo un trato de sujeto a sujeto, pero sí que mis códigos cambian cuando trabajo y entonces los otros pasan a ser medios para mis fines. Muchas personas creen que este doble estándar es posible. Y lo aplican. Cuando lo hacen, desaparecen los límites y son capaces de usar también a sus seres queridos. En este caso, para alivianar su conciencia, suelen contarse a sí mismos la fábula de que son personas cariñosas, buenos padres, mejores maridos o esposas, impecables amigos, correctos ciudadanos, etcétera. Pero usan a los demás al servicio de una imagen de sí mismos o del reconocimiento o la admiración que, especulativamente, esperan recibir de esas personas. Cuando tratamos a los otros como sujetos, cuando nos negamos a hacer uso de ellos, no puede ser a cambio de una recompensa. El premio de las acciones morales, advertía el filósofo alemán, está en la misma acción. Cuando el mundo de las transacciones laborales y profesionales se degrada y se vacía de sentido, las relaciones se hacen utilitarias. Este utilitarismo craso y feroz no es el de Stuart Mill, que propugnaba encarar las acciones que generaran el bienestar de todos, sino una salvaje ideología forjada al calor del contemporáneo “sálvese quien pueda y como sea”. Se trata de una suerte de darwinismo primitivo con acentuada influencia de Ayn Rand (1905-1982), la escritora rusa que, a través de obras como La rebelión de Atlas o El manantial, propuso como filosofía de vida un egoísmo terminal, con base en el cual cada persona debería apuntar en primer lugar a su propio beneficio y bienestar, olvidarse de quienes lo necesitan, despreciar al altruismo (ya que este solo beneficiaría a los indolentes y a los incapaces) y luchar contra el Estado o cualquier institución destinada a la creación y el mantenimiento de acuerdos sociales. Quienes apeguen a estos principios colaborarían con el florecimiento de una sociedad solo habitada por los “mejores” o “superiores”. Cualquier parecido con sombrías utopías que hayan dado pie a pavorosas y sangrientas tragedias colectivas, sobre todo en el siglo XX, no es caprichoso. La visión “randesca” de la relación entre las personas y del funcionamiento de la sociedad ha deslumbrado siempre a quienes tienen poder o aspiran a él y a quienes ven en los otros meros instrumentos, cuando no obstáculos a eliminar. Y es siempre seductora en el mundo del trabajo. Al respecto, decía Eduardo Marty, uno de los introductores del

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pensamiento de Rand en la Argentina: “Los CEO argentinos más inteligentes recién están empezando a descubrir ahora a Ayn Rand; varios la leyeron y se entusiasmaron, aunque no sé a cuántos les gustaría hacerlo público”. (7)¿Cuál sería la razón para no revelar la fascinación por estos pensamientos? ¿Qué tendrían de malo si contribuyeran a la cooperación, a crear mejores modos de competir, si expandieran los valores morales, si hicieran de las organizaciones y de los ámbitos de trabajo espacios de confianza e integración? En mi opinión, las ideas Rand predominan hoy, lamentablemente, en las relaciones humanas. Como señalan con dolorosa lucidez Miguel Benasayag (filósofo y psicólogo) y Gérard Schmit (especialista en psiquiatría infantil y adolescente) en su breve y poderoso ensayo Las pasiones tristes, (8)hoy nos preparamos, día a día, para un mundo amenazante y no para un mundo esperanzado. Cuando es así, todo debe “servir”, nada puede dejar de ser útil, tampoco un vínculo o una persona. Todos se vuelven usables, desechables u obstaculizadores, según el caso, y así hay que tratarlos. ¿Pero el mundo es amenazante de por sí o lo hemos convertido en eso? Si la codicia, la voracidad por lo material, la desesperación por escapar del vacío existencial a cualquier precio (y pasando por sobre el cadáver de quien fuere) fueron motores en la construcción de este mundo y de estos vínculos, el futuro amenazante es un producto humano y no una maldición divina. Todo producto humano, cultural, puede ser modificado por sus mismos creadores. Es una cuestión de propósito, visión y responsabilidad. Cuando quienes actúan utilitariamente en el plano de las relaciones se escudan en que “si uno no lo hace de esta manera, lo pasan por encima”, obran de mala fe. Como decía Jean-Paul Sartre, quien actúa de mala fe siempre sabe lo que hace. La mala fe, desde la óptica sartreana, consiste en hacer como que se ignora lo que está ocurriendo cuando se sabe perfectamente, y se hace de ese fingimiento una herramienta de manipulación y evasión de la responsabilidad. Si creemos en el ser humano como tal y si así vemos a aquellos con quienes nos relacionamos (en todos los planos de la vida), actuaremos dentro de un patrón vincular de respeto que honre nuestra condición. Los espacios abstractos y físicos, virtuales o reales, en los que desempeñamos nuestro trabajo pueden ser jardines donde cultivar vínculos trascendentes, independientemente de lo que hagamos y de nuestro lugar en las escalas y pirámides. O podrá ser un cementerio en el que cada día les echemos una palada más de tierra. Desde el momento en que los humanos somos seres que se definen y construyen su identidad a partir de sus vínculos y que la pierden cuando no los tienen, estos consituyen un ingrediente esencial en nuestra condición de transformadores. Inevitablemente, el modo en que nos vinculemos con

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el otro estará reflejado en el producto de nuestro quehacer. Para enriquecerlo o para empobrecerlo. Para alimentar su sentido o para diluirlo. Para trascender, yendo más allá de la simple tarea, o para quedar aprisionado en lo menos valioso de ella, así sea una fuente de jugosos ingresos materiales.

DESDE EL TRABAJO, MIRAR EL MUNDO Quiero citar aquí un párrafo de Benasayag y Schmit, a quienes nombré anteriormente. Cada persona es un modo de ser –dicen–, “cada uno de nosotros existe por su manera de habérsela con el mundo, con los otros, con el pensamiento, con el cuerpo, con el placer y con las obligaciones”. Ese modo descrito de habérsela tan bien no es, desde mi punto de vista, azaroso. Responde a una visión del mundo. Y esa visión, a su vez, se liga al para qué de nuestra existencia, a su sentido. La mirada de cada quien sobre el mundo, sus creencias acerca de las personas, sus valores morales y códigos éticos estarán presentes en su trabajo, en lo que haga y en cómo lo haga. Este no es un acto consciente ni voluntario. No se existe sin una cosmovisión y no nos despojamos de ella así como tampoco lo hacemos de nuestra piel. La cosmovisión, en la medida en que es objeto de reflexión, puede ser cuestionada, puede transformarse e incluso puede adquirir características cada vez más propias, menos dependientes de los mandatos (sociales, familiares, culturales) a los que responde. Pero nunca puede estar ausente. Se compone de experiencias, de vivencias, de prejuicios heredados y construidos, de convicciones nacidas de lo vivido. Muchas veces se la expresa como si se estuviera hablando de hechos objetivos e incontrastables, como si se tratara de leyes naturales inmodificables. Por eso, es importante saber que aquello que decimos del mundo lo expresamos sobre el mundo que vemos y no sobre el mundo “tal como es”. La antropóloga estadunidense Ruth Benedict (1887-1948), referente en los estudios sobre el relativismo cultural, autora de El hombre y la cultura, (9)decía que “la gran mayoría de los individuos de cualquier grupo están configurados a la manera de esa cultura. En otras palabras, la mayoría de los individuos están sujetos a la fuerza moldeadora de la sociedad en la que han nacido”. Si en esa sociedad prevalecen el autoritarismo, las creencias rígidas, el egoísmo, la intolerancia, si los conflictos se resuelven a través de la violencia, si son hegemónicos los paradigmas masculinos tóxicos, todos esos atributos serán “naturales” para la mayoría de los individuos que la integran y se reflejarán en sus relaciones e interacciones. Lo mismo ocurrirá si la cooperación es un valor, si hay claros propósitos

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compartidos, si se estimula la coexistencia en la diversidad, si está presente el respeto por los predecesores, si se enaltecen la sabiduría y la experiencia, si se honra la memoria. El trabajo, los negocios, la política, el deporte, los vínculos familiares y las relaciones entre los hombres y las mujeres suelen ser vidrieras en las que esas “fuerzas moldeadoras” exhiben su presencia y sus resultados. Valores. Creencias. Emociones. Sentimientos. Modelos vinculares. Visión del mundo. Seis elementos que inevitablemente proyectamos en el trabajo. Todo lo que hemos explorado en este capítulo parece conducirnos a la evidencia de que, definitivamente, como seres transformadores, comprometidos con una actividad y necesitados de ella como vehículo de expresión, de vinculación y de proyección, trascendemos más allá del instinto, de los determinismos, de la repetición mecánica de movimientos innatos. El trabajo nos hace humanos desde el momento en que es un escenario en el que reflejamos lo que somos y, mientras lo hacemos, dialogamos con el mundo que habitamos. No somos, en principio, ni animales domesticados que repiten mecánicamente un movimiento aprendido ni maquinarias, herramientas o adminículos programados y diseñados para la producción. Si menudean los casos y las ocasiones en que actuamos o se nos trata como tales, a diferencia de los animales y de las herramientas, contamos con la conciencia para observarnos en esa situación, preguntarnos qué nos llevó a ella, pensar en cómo transformarla o, en definitiva, aceptarla bajo nuestra propia responsabilidad. Porque somos responsables de cómo transcurre nuestra vida en el trabajo y de cómo el trabajo afecta nuestra vida.

1. El respeto, Barcelona, Anagrama, 2003. 2. El 8º hábito, Buenos Aires, Paidós, 2005. 3. La vida auténtica, Barcelona, Paidós, 2007. 4. El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 1979. 5. México, Fondo de Cultura Económica, 2007. 6. El sentido de la enfermedad, Barcelona, Kairós, 2006. 7. Di Marco, Laura, “¿Quién le teme a Ayn Rand?”, en La Nación, Buenos Aires, 23 de setiembre de 2007. 8. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010. 9. Barcelona, Edhasa, 1989.

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CAPÍTULO 6

¿PARA QUÉ TRABAJAMOS? HAY RESPUESTAS FELICES

¿Para qué trabajamos después de todo? Menuda pregunta. Revisemos posibles respuestas. Para labrarnos un porvenir. Para mantener una familia. Para dar un futuro a nuestros hijos. Para asegurarnos una vejez digna y protegida. Para ser reconocidos. Para comprarnos lo que nos gusta. Para tener la casa soñada. Para que nada nos falte. Para sentirnos útiles. Para prestar un servicio. Para devolver lo recibido. Para pagar deudas económicas. Para demostrarnos que somos capaces. Para ser libres. Cada persona tendrá una respuesta. Hay una, entre todas, que es dramática. La de quien trabaja para trabajar porque, de lo contrario, no sabría qué hacer consigo ni con su tiempo ni con su alma. Esto es independiente de la tarea que se realiza. Y hay otra respuesta que es, por decirlo de algún modo, desalentadora. La de quien dice que trabaja porque con algo hay que ganarse la vida. Mucha gente se gana sobradamente la vida, si por ello se entiende pagar los alimentos, el techo, las vacaciones, el auto, la ropa, los gustos, la educación de sus hijos, todos los seguros (de vida, de muerte, contra incendios, contra robos, contra accidentes, contra enfermedades, contra lo previsible y contra lo imprevisible, contra el riesgo de vivir). Y una vez “ganada” la vida, se abre el gran interrogante, la madre de todas las preguntas: ¿cómo vivir? Volveré sobre esta pregunta desde varios enfoques. Quien aspira a una vida en la que no falte todo lo que se ofrece en la orgía del consumo entra en un círculo vicioso. Siempre faltará algo, porque la oferta es astuta y tiene un propósito. Existe una rígida y autoritaria creencia según la cual el consumo mantiene las economías activas, crecientes y vivas. Si hay mucho consumo, habrá mucha producción para satisfacer esa demanda, dice el dogma. Si hay producción, habrá trabajo; si hay trabajo, habrá con qué seguir consumiendo (y los dueños del circo productivo seguirán percibiendo ganancias). Una vez que esta rueda alcanza velocidad de crucero, ya no se consume por necesidad sino por hábito, y ese hábito a su vez es estimulado por todo tipo de técnicas con las que se mantiene una industria dedicada a la creación e incentivación de

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deseos. Como los pollos a los que se mantiene con luz artificial durante las veinticuatro horas para que no duerman y no dejen de comer hasta que, engordados involuntariamente, alcancen el peso apropiado para yacer en las góndolas de los supermercados, también a los trabajadoresconsumidores se los mantiene en actividad durante cada minuto de su vida (así tenemos las descaradas promociones de los centros comerciales que abren en ocasiones durante toda la noche, de manera que los empleados, si quieren conservar sus puestos, deben resignar el derecho al descanso, mientras los clientes trabajan de consumidores igualmente sin pausa, acicateados incluso con perversos happy hours de cinco o diez minutos, lapso durante el cual deben correr a aprovechar desesperadamente la oferta de algo que no necesitan).

CONSUMO, LUEGO VIVO La voracidad consumista es funcional a una economía orientada a la rentabilidad salvaje y depredadora, como señala el economista inglés Raj Patel (citado en el primer capítulo), y tiene sustento en una extendida y complementaria sensación de vacío existencial. Los seres humanos tenemos conciencia de nuestra finitud, aunque pretendamos ignorarla. Sin embargo, de no ser por ese condicionamiento temporal, la vida no tendría valor y, de ser eterna, poco nos preocuparía que tuviese sentido. Como proponía Simone de Beauvoir en su novela Todos los hombres son mortales, (1)la perennidad nos crearía una angustia de signo contrario a la que nos instala la finitud, y lo único que querríamos, a partir de cierto momento, sería terminar con una vida tan imperecedera como carente de significado. Es decir, querríamos morir. Hoy morimos aun sin desearlo. Si todo se redujera a nacer, comer, dormir, trabajar, reproducirnos y morir, no se trataría más que de un monumental absurdo. Hay un sentido en el hecho de vivir, un sentido que solo puede descubrir el portador de cada vida. Y debe hacerlo mientras las horas, los días y los años se deslizan en la cuenta regresiva. Cada segundo vacío de sentido incrementa la angustia existencial. Ante la desesperación, buscamos prolongar el futuro. Inventamos ilusiones que nos permitan creer que, en efecto, lo vamos postergando. Se multiplican las ofertas de quienes nos venden analgésicos contra la angustia existencial y promesas de largos futuros. Hay que comprar esto y lo otro, probar lo de más allá, renovar los juguetes tecnológicos de los que nos rodeamos. Hay que estar a la moda, porque estar desactualizados equivale a enfrentar el paso del tiempo. Hay que perder la memoria para suponer que nada transcurrió, que no hubo pasado. Hay que dejar de tener edad. Se vive con

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ansiedad (esta es, ante todo, la era de la ansiedad, y allí están los productores y recetadores de ansiolíticos para celebrarla y alentarla). Tenemos miedo de estar perdiendo algo que podría mitigarla, algún nuevo objeto, alguna nueva oferta. Para atenderlas a todas, hay que tener fondos, hay que producir. Sumerjámonos entonces en un non-stop laboral o profesional que nos provea de esos fondos. El economista y filósofo belga Christian Arnsperger estudia este fenómeno con agudeza. (2)Si compro muchas cosas, tantas que me resulte imposible usarlas todas, al posponer su uso, se me promete tácitamente la inmortalidad. Ese pacto parte de la idea de que nadie puede morir antes de usar todo lo que compra, de manera que cuantas más cosas adquiera y con menos posibilidad de ponerlas en funcionamiento cuente, más grande será la ilusión de postergar el futuro inevitable. Por otra parte, quienes producen y quienes venden todo ese material superfluo “prometen” encargarse de que el consumidor no muera, dado que ha contraído (mediante cuotas, tarjetas, contratos, etcétera) el compromiso de pagar. A nadie le conviene su desaparición. Cuanto más consumista y más endeudado, más protegido estará contra la finitud. A su vez, el filósofo y explorador espiritual Alan Watts (1915-1973) dice: “La mayoría de nosotros estamos dispuestos a soportar maneras de vivir que consisten principalmente en el desempeño de trabajos aburridos, pero que nos procuran los medios para buscar alivio del tedio existencial en intervalos de placer frenético y caro”. (3)Si solo trabajamos para “ganarnos la vida”, no nos introducimos ni un milímetro en el sentido de la misma, disociamos trabajo y vida, y ambos se transforman en espacios vacíos. Nuevamente, entonces, se abre la opción: vivir para el trabajo o trabajar para la vida. De las dos opciones que enuncié en el párrafo anterior, se nos ofrece a diario la primera. La economía de mercado es la economía de la finitud. No hay para todos –nos dice–, y lo que hay no durará para siempre. Esto es para pocos. Olvídate de los otros, piensa en ti mismo, acumula lo que puedas mientras puedas, no pares, no te distraigas, dedícate a producir y a consumir. En ese engranaje, se trabaja de una manera obsesiva, utilitaria, carente de alma, independientemente de nuestra profesión, oficio, cargo, función o tarea. No existe la menor posibilidad de trascender, de ir más allá del propio ombligo, de encontrar al otro, de servir, de mejorar el mundo (mínima obligación moral hacia quienes nos lo legaron y hacia quienes nos sucederán). Y lo peor de todo es que, aunque se suba progresivamente la dosis del analgésico, la angustia existencial no hace más que extenderse y profundizarse.

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EL FIN SIN FIN Cuando el trabajo se ha convertido en una simple transacción económica (intercambio de fuerza, habilidad, conocimiento, tiempo o esfuerzo por dinero), su sentido se pierde por una alcantarilla, aunque, en términos económicos y materiales, ambas partes ganen mucho. Volvamos a preguntarnos para qué trabajamos. Si es, finalmente, para tener dinero y poder, y con ello seguridad, ¿cuánto dinero es suficiente? ¿Cuánto poder? Cuando el dinero, que es un medio, se convierte en fin, no solo ese fin empieza a justificar los medios, sino que nunca se alcanza. Observo que las personas abocadas a este proyecto están más preocupadas por lo que todavía no acumularon que por lo que ya tienen. Y, por otro lado, mientras más aumenta lo que se posee, más crece la angustia ante la posibilidad de perderlo, ya que con ello se dilapidaría todo, incluida la propia identidad. El mismo Arnsperger advierte que esa actitud “produce pobreza y miseria. Una pobreza espantosa. ¿Por qué? Porque la gente que genera la riqueza pone adentro de esa riqueza tanto sentido existencial, es su razón de vivir, que no quiere compartir eso”. Estas dos formas de vincularse con el trabajo, tan difundidas en nuestra cultura, lo convierten, al fin, en un hacer intrascendente. ¿Y qué es lo que da trascendencia a nuestro quehacer? No se trata de la tarea a la que nos dedicamos, sino, como insistía Viktor Frankl, de la manera en que lo hacemos. De este modo, no hay, en principio, trabajos que por sí mismos procuren felicidad. La felicidad es consecuencia de una manera de vivir, de actuar, de elegir, de decidir, de responder. Quien se propone trabajar o realizar una tarea determinada con el objetivo de ser feliz, ¿qué hará cuando no pueda trabajar o cuando dicha labor le esté vedada por cualquier motivo? Cuando se piensa en la felicidad de esta manera (como una meta a alcanzar), se da vía libre a la ansiedad. ¿Lograremos o no ser felices? En caso de conseguirlo, ¿cuánto durará? ¿Está la felicidad a salvo o la acechan? ¿Quién? ¿Qué? ¿Me tienen envidia porque soy feliz? ¿Conseguiré suficientes cintas rojas para preservar este trabajo de esa envidia? En verdad, se trata de poner lo más auténtico de nosotros en aquello a lo que nos dedicamos, de no confundir ese hacer con nuestra identidad (aunque esta deba expresarse allí), de no disociar el escenario laboral del resto de los espacios existenciales, sino de entenderlo como uno más entre ellos. No se puede ser otra persona mientras se trabaja, como tampoco se puede mantener nuestro trabajo incontaminado de lo que nos sucede fuera de él. Quien afirma que no lleva a su casa los problemas laborales no está en lo cierto. Una cosa es no hablar de ellos y otra, no traerlos consigo en el estado de ánimo, en el fluir emocional, en las actitudes y reacciones. Solo

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un 30% de la comunicación humana es verbal. El otro 70% discurre por diversos canales. Siempre “decimos”, aun cuando creemos que no. Por lo demás, si lo que el trabajo provoca en nosotros (alegría, preocupación, tristeza, orgullo, esperanza, dolor, incertidumbre, bronca, confusión) queda en el umbral de nuestro hogar, no solo tardará más en solucionarse cuando sea problemático, sino que también quedará en el umbral de nuestros vínculos. Un aspecto importante de nosotros mismos será fantasmal para los otros (pareja, hijos, amigos, familiares).

HACER EN EL MUNDO, CON EL MUNDO Se trabaja como se vive y se vive como se trabaja. Es imposible construir un muro que nos divida en dos. No hay que concluir de aquí que los temas laborales pueden desbordar sobre los puentes que unen a los demás hasta inundarlos y dejarlos sumergidos. El trabajólico que nunca puede abandonar el área “productiva” de su vida (aunque su cuerpo salga por un rato de allí), el obsesivo que no sabe hablar de otra cosa más que de lo relacionado con su tarea, el que asfixia sin pausa a los otros con sus cuestiones laborales o profesionales no están, por supuesto, integrando las diferentes áreas de su vida en un todo armónico, sino que provocan un desequilibrio disfuncional. Tal como ocurre con quien siempre tiene en su trabajo un escudo o una excusa para justificar reacciones, malos tratos, ausencias, olvidos, desatenciones o injusticias que lastiman a otros. Quien no trabaja se siente inútil. Los períodos de serias crisis sociales y económicas ponen esto en evidencia con toda crudeza. Ya lo había advertido Frankl durante la crisis de los años treinta del siglo pasado. En la Argentina, tenemos ejemplos más recientes y cíclicos de este fenómeno. Y se ha visto en los últimos tiempos en Europa y Estados Unidos, sometidos a una suerte de genocidio económico por la voracidad de los buitres financieros (que siguen impunes, vale la pena recordarlo, gracias a la complicidad y cobardía de los gobiernos involucrados, aun los así llamados “progresistas”). También se observan en esas circunstancias los casos de quienes se ven impedidos de hacer lo que hacían y, confundiendo identidad y actividad laboral o profesional, no hacen a cambio otra cosa (cualquier tipo de actividad). Son los que entran en crisis existenciales más profundas. Una vez más: no se trata de hacer una determinada tarea; se trata de hacer, de transformar, de involucrarse en el ritmo del mundo. En este aspecto, es ilustrativa la experiencia del psicólogo y logoterapeuta uruguayo Leonardo Buero, quien relata lo registrado en barrios periféricos de Montevideo en los que se situaron centros de atención logoterapéutica y psicológica. “Aquellos desempleados que caen

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en la desocupación –relata Buero– pierden el sentido, se abandonan, cada vez encuentran más obstáculos para presentarse en busca de un nuevo trabajo. En ocasiones consiguen entrevistas pero su aspecto y actitud general los conducen al fracaso. En cambio, los otros cuentan con muchas más posibilidades. En ocasiones, luego de su tarea como ‘voluntarios’ se los toma como asalariados”. (4) ¿Quiénes son los del segundo grupo? Los describe el propio Bruero: “Son aquellos capaces de mantenerse libres, sin caer ni en la apatía ni en la depresión. Gente que encuentra actividades fuera de las típicamente profesionales: trabajan como voluntarios en centros de ayuda comunitaria, merenderos, acuden a charlas, leen, se dedican a tareas hogareñas, están más con sus hijos, etcétera”. En un plazo determinado, estas personas consiguen otra vez trabajo y no necesariamente haciendo lo que hacían antes de la crisis. Han entendido que no son lo que hacen, sino que son capaces de hacer lo que son. A menudo, en el desempleo es cuando se descubre el valor existencial del trabajo, como advertía Frankl. Y es el valor existencial, no el económico, no el utilitario, el que explica por qué para un ser humano no es lo mismo trabajar que no trabajar. Por eso, así como quien no trabaja se siente inútil, quien solo vive para trabajar flota en el vacío existencial.

ORA ET LABORA El trabajo es un espacio esencial para la realización de los que Frankl llamaba “valores creativos”. “Creatividad” no es aquí sinónimo de “ingenio”. Con esa palabra se alude a la capacidad de incidir en el mundo y mejorarlo, de encontrarse con los otros, de servir a la humanidad de la que se forma parte. Una milenaria regla monacal aconseja: Ora et labora. Reza y trabaja. No dividas tu existencia espiritual de tu hacer terrenal. Entrega tu actividad, tu creatividad al mundo, pero sé capaz de detenerte a contemplarlo en toda su extensión, en toda su profundidad, en toda su belleza. No todos los trabajos garantizan un espacio de actuación creativo y significativo, acepta Elisabeth Lukas (discípula dilecta de Frankl), pero a todos se les puede imprimir un sello personal que les dé significado. Es muy ancho el horizonte del trabajo humano. “Las posibilidades creativas de la persona no se limitan al empleo ejercido –escribe Lukas–, y muchas cosas que suelen quedar a medias debido al trabajo, como proseguir estudios, renovar la vivienda, adquirir compromisos sociales, políticos o artísticos, se pueden retomar en las etapas de desempleo”. (5) El desempleo no solo es consecuencia de circunstancias ajenas. A menudo, suele ser también una elección. Alguien siente que la tarea en la

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que está encuadrado no tiene sentido y que empobrece su vida en aspectos más importantes que el económico. Alguna persona toma una decisión largamente meditada y asume responsablemente las consecuencias: no hará más lo que hacía, aunque eso le daba dinero, prestigio y seguridad. Pero no felicidad. “Las personas que achacan a su situación de desempleo toda la culpa de su infelicidad suelen ser las mismas que, cuando tienen empleo, atribuyen al trabajo toda la culpa de sus desdichas”, apunta Lukas con sagacidad. Ni cuando se lo tiene ni cuando se lo pierde el trabajo puede ser reducido a la condición de fin único y último. La ecuación debería ser siempre Ora et labora. Ninguno de los términos por sí solo genera armonía, paz y equilibrio. Los entornos y sistemas laborales competitivos, agresivos e híper exigentes, en los que las personas se transforman, como vimos, en recursos y son empujadas a ciegas carreras, como burros detrás de inalcanzables y prometedoras zanahorias, impiden la conjunción de los términos de la regla monacal. Lamentablemente, esos entornos predominan hoy, apenas disimulados por maquillajes “humanizadores” en los que ni sus mismos promotores suelen creer. Como no puede ser de otro modo, la ligazón que suele darse entre la infelicidad y el trabajo empieza a repercutir entre los grandes empleadores. Afectos a las siglas que luego les permiten hablar y escribir en jerga para dar la impresión de que poseen un saber al cual los mortales comunes son ajenos, ahora empiezan a hablar de RSC. Si la RSE condensaba la “Responsabilidad Social Empresaria” (entelequia que se usa para hacer marketing y reforzar la imagen, exhibiendo cómo se gasta el dinero que jamás se muestra cómo se gana), la RSC inaugura la “Responsabilidad Social Corporativa”. Se supone que esto atañe al cuidado físico y psicológico del personal que genera las ganancias, es decir, el “recurso humano”. Un estudio de la Fundación Adecco, organización que se dedica a la inserción laboral de personas con dificultades para conseguir empleo, señala que un 90% de ejecutivos encuestados coincide en señalar a los empleados como su principal motivo de interés. “Favorecer la satisfacción o felicidad laboral constituye uno de los mayores retos”. (6)El director general de la Fundación, Francisco Mesoner, propone: “Hemos de peguntarnos si nuestros empleados son felices”. Según el especialista Jorge B. Mosqueira, esto supone para muchos un giro de 180º.

FELICIDAD Y TRABAJO No es lo mismo, sin embargo, felicidad que satisfacción, placer o diversión, aunque a menudo se los confunda. En mi libro La felicidad como

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elección, (7)procuré desvirtuar habituales mitos en torno de la felicidad en un intento de devolver a ese concepto su dignidad, profundidad y trascendencia. Enfaticé especialmente que la felicidad no puede ser una meta ni un objetivo, sino que se trata de una huella que se deja según cada persona transita el camino de la vida. Si en ese camino se avizoró el sentido de la propia existencia, seguramente habrá habido varias instancias en las que se experimentó la felicidad. Al decir de la escritora estadounidense Edith Wharton (1862-1937), autora de La edad de la inocencia, la felicidad es como una mariposa que se nos posa en el hombro cuando nos hallamos inmersos en una actividad, un vínculo, un momento de intenso y profundo sentido y trascendencia. Es inútil pretender capturarla (podríamos fracasar o dañarla). Simplemente se trata de contemplarla, agradecer su presencia, disfrutarla y continuar en aquello que nos tenía comprometidos. Así como vino, la mariposa se irá y, así como se fue, seguramente regresará en otro momento como este. Su presencia dependerá, en todos los casos, de nuestras elecciones existenciales. Dependerá de nuestra actitud ante las sucesivas preguntas que la vida nos hace a través de las circunstancias con que nos topamos, de cómo vivamos nuestros valores y nuestros afectos, y de cómo afrontemos las circunstancias dolorosas. De todo ello, quedará un sedimento de paz interior, de plenitud vital, que podemos llamar “felicidad”. Nadie puede hacer felices a sus subordinados, desde mi punto de vista. Se les puede ofrecer condiciones de trabajo dignas, respeto, atmósferas de cooperación y no de competición obsesiva y compulsiva; pero la felicidad de cada individuo depende de su manera de vivir, de elecciones y respuestas personales e íntimas. También en el trabajo, pero no solo en el trabajo. Los “recursos humanos” de una organización no serán más felices porque practiquen yoga in-company, porque les habiliten un gimnasio en el último piso de las cocheras (que aprovecharán si se saltean el almuerzo o si llegan una hora antes al trabajo, hora que restarán de su vida familiar), no serán felices por un family day en el que llevarán a sus hijos a la oficina a verlos trabajar, ni por un casual Friday en el que podrán dejar un uniforme para calzarse otro (jean, zapatillas, remera). No serán felices porque trabajen tres días de la semana desde su casa (donde el horario y el espacio laboral se extienden sin límites bajo la apariencia de una discutible autonomía). El trabajo es un factor importante en la conformación de la felicidad de las personas, aunque no es el único. Por otra parte, tal felicidad no puede ser provista por un empleador. La pregunta acerca de para qué trabajamos solo puede ser respondida por cada uno de nosotros. Cada vez con mayor frecuencia, veo gente en sus lugares de trabajo con caras de hartazgo y tristeza. Los veo

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enzarzados en interminables conversaciones acerca de nada esencial (una crítica al cliente anterior, el relato de la última compra personal o de la compra futura, el chisme sobre un compañero ausente, la crítica a un jefe). Los veo hastiados por tener que hacer lo que hacen o tratar con quien tratan (llámese cliente, paciente, afiliado, proveedor, compañero, colega, etcétera). Observo esto en empleados y profesionales, en trabajadores independientes y en funcionarios. Es muy raro detectar satisfacción, amabilidad, interés, dedicación, orgullo. Cada vez que ocurre, me provoca dolor. Pienso en las horas de su vida que esas personas consumen en esos lugares y con esa energía. Se me ocurre que son vidas que van yéndose inexorablemente por un desagüe, sabe Dios adónde. Seguramente no a un destino feliz. ¿No hay nada mejor que esas miles y miles de personas puedan hacer? ¿Ninguna iniciativa ante la ausencia de interés hacia ellos por parte de empleadores, jefes, clientes, etcétera? Están en sus puestos. ¿Además de ocuparlos físicamente, no llevarán allí su alma, aquello que los hace únicos? ¿Solo se trata de recibir el sueldo (con el que la mayoría de ellos estará irremediablemente disconforme, con una disconformidad que, aunque no lo perciban, viene del alma antes que del bolsillo) y luego destinar ese sueldo a consumir febrilmente algo, cualquier cosa, todas las cosas que un marketing perverso estimula, para calmar el dolor de un corazón hambriento de sentido? ¿Qué harías si no tuvieras que ganarte la vida con eso que haces? ¿A qué te dedicarías si tuvieras asegurado el pago de tus gastos fijos? Estos sencillos interrogantes tienen un poderoso efecto. Me los he hecho en momentos de mi vida en los que debía corregir el rumbo. Se los he hecho a otras personas. Siempre ocurre lo mismo. En primer lugar, la sorpresa. “¡Oh! Nunca me lo había preguntado”. Luego, la inquietud, la movilización, la revisión de situaciones que exceden lo laboral. Y en algún momento, un nuevo interrogante inevitable, consecuencia de lo provocado por aquellas preguntas que planteé al comienzo de este capítulo: ¿Para qué seguir haciendo lo que haces? ¿Para qué seguir haciéndolo de ese modo? Responder no es siempre una experiencia cómoda. Pero es necesaria. Cuando veo a las personas que describí en el párrafo anterior trabajando como trabajan (o simplemente dejando transcurrir su vida en horarios laborales), siento la tentación de hacerles esas preguntas. Pero no soy un redentor. Y, en definitiva, todas las vidas son vidas elegidas. De maneras misteriosas, paradójicas, contradictorias, muchas veces inexplicables, pero son elegidas. Dice Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: “El hombre no solo existe, sino que decide siempre cómo ha de ser su existencia, lo que llegará a ser mañana. Del mismo modo, cada ser humano tiene la libertad de cambiar en cualquier momento”. Viene al caso recordar que este libro de Frankl narra su experiencia en los campos de

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concentración de Theresienstadt y Auschwitz, de los que sobrevivió, en buena parte, debido a que no olvidó esto. Y, más allá de metáforas y sensaciones, no creo que haya un trabajo equiparable a la experiencia de un campo de concentración, el más siniestro horror creado por una mente humana para aplicarlo a otro ser humano.

JUAN Y EL TRABAJO Un trabajo, cualquier trabajo, puede ser siempre algo más que un lugar en el cual perdurar o guarecerse del mundo, o desde donde sacar ventaja de ese mismo mundo y de los otros. Puede ser un lugar desde donde dignificar el planeta y dignificarnos o desde donde hacerlo más indigno mientras nos hacemos indignos. Juan es un muchacho corpulento, con cara de bueno (todos sabemos reconocer una cara de bueno). Sonríe desde temprano, luce un uniforme verde y da la impresión de que todo le va bien. Se llama así: Juan. Uso aquí su verdadero nombre para homenajearlo. Juan es barrendero. Limpia la plaza frente a la cual vivo y, con mi esposa, nos cruzamos con él cada mañana muy temprano. Juan dice que le gusta su trabajo, que le gusta ver cómo esa plaza que a lo largo de cada día y cada noche decenas de irresponsables convierten en un chiquero, queda cada mañana reluciente gracias a su trabajo. Cuando Juan llega a su casa, a la tarde, tras dos horas de viaje de regreso que se suman a las dos horas que emplea para llegar a la plaza a la mañana, organiza a la gente del lugar y entre todos limpian el barrio. Juan dice que está contento cuando hace algo bien y ese algo le hace bien a alguien. Juan dice que le gusta trabajar y que no se le caen los anillos; que se siente capaz de hacer cualquier tarea; que, si no sabe, aprende. Juan no pasa tarjetitas a fin de año. Hace su trabajo cada día y en su trabajo encuentra su recompensa. Juan no sabe quién fue Immanuel Kant, y no le hace falta. Kant decía que las acciones morales tienen su recompensa en la misma acción y que, si alguien actúa moralmente en busca de un reconocimiento, esa acción deja de ser moral. Juan hace moralmente su trabajo de barrendero. No sabe que está en este libro, pero lo sabrá. Mientras tanto, espero que, al incluirlo, él me haya ayudado a responder la pregunta con la que se abre este capítulo. Juan y Ralph Waldo Emerson (1803-1882), poeta y filósofo estadounidense, no se conocieron. Pero deben de haber sido tallados en la misma madera. Una madera que perdura en el tiempo, afortunadamente. Emerson dijo que aspiraba a “dejar este mundo un poquito mejor, ya sea a través de un hijo que goza de buena salud, de un jardín o de la redención de una condición social, saber que por lo menos una vida respiró con más

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facilidad porque tú viviste; eso es haber tenido éxito”. Quizás para eso trabajamos, cuando trabajamos con sentido.

1. Barcelona, Edhasa, 1997. 2. Crítica de la existencia capitalista, Buenos Aires, Edhasa, 2008. 3. La sabiduría de la inseguridad, Barcelona, Kairós, 1999. 4. Disponible en línea en: . 5. Paz vital, plenitud y placer de vivir, Barcelona, Paidós, 2001. 6. Citado por Jorge B. Mosqueira en La Nación, Buenos Aires, 13 de noviembre de 2011. 7. Buenos Aires, Paidós, 2011.

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CAPÍTULO 7

VOCACIÓN, RESPONSABILIDAD Y ESPIRITUALIDAD: TRES HERRAMIENTAS BÁSICAS

En todos los trabajos y profesiones hay personas exitosas. Algunas lo son porque ganan buen dinero, han hecho fortunas y no se privan de nada gracias a su trabajo. Otras lo son porque cosechan fama, reconocimiento, éxito, poder e influencia. Muchas de esas personas hacen lo que siempre quisieron hacer y no tienen mayores controversias respecto de la tarea. Otras se cuestionan su labor y están inconformes con ella a pesar de los buenos resultados en cualquiera de las áreas antes nombradas. Por supuesto, abundan quienes no obtienen gratificaciones ni espirituales, ni emocionales, ni afectivas, ni económicas ni prestigio, ni reconocimiento o nombradía haciendo lo que hacen. A los que conquistan notorias recompensas de algún tipo pero no están conformes como se supone que “deberían” estarlo cabría preguntarles si eso a lo que se dedican es lo que quieren hacer, o si es solo lo que deben, o lo que se espera de ellos. Si se aplican a esa tarea o a esa profesión para atender una necesidad íntima e intransferible o para satisfacer expectativas ajenas, para ser obedientes con mandatos familiares, sociales, grupales, culturales o de algún tipo. Si el trabajo que una persona realiza está enfocado a lograr fines económicos, poder, fama, o a cumplir con mandatos y expectativas, no importará el buen éxito que coseche. Esa persona estará, en definitiva, trabajando para trabajar. Cuando no se está conectado con un propósito interior trascendente, la tarea se convierte en el simple seguimiento de un protocolo. Como todas las acciones de la vida, también esta es una elección, solo que en este caso queda disociada de toda guía interna. Esa guía tiene un nombre: vocación. La palabra proviene del verbo latino vocare (llamar). En su acepción religiosa, alude a la llamada divina que orienta hacia una labor eclesiástica, de recogimiento y entrega. La concepción mundana del término remite a un llamado interno, que solo se da en los seres humanos, emitido por una voz profunda y propia que convoca a cumplir una determinada tarea o función. A veces, esta voz se expresa tempranamente y con fuerza desde los primeros años de la vida de

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un individuo. En otros casos, suele estar acallada por el bullicio externo que significan las presiones familiares, las modas, el “deber ser” (o “deber hacer”) que se impone, siempre de un modo autoritario, a través de diferentes voces o formas.

UNA VOZ MUY PROFUNDA Esta vocatio (llamada) no es ociosa ni caprichosa. Representa necesidades únicas de una persona única. Atiende a las potencialidades de esa persona, potencialidades que, si no encuentran su cauce, producirán sufrimiento psíquico y emocional. Cuando eso ocurre, sufre el alma. Y el alma no es una abstracción, una mera figura poética. Aunque mucho se ha dicho y escrito sobre ella, pocos han explorado el tema como un extraordinario humanista florentino del Renacimiento llamado Marsilio Ficino (1433-1499). De una vida y un carácter apasionantes, Ficino fue un verdadero hombre de este mundo, en el sentido de que nada le fue ajeno y a todo se aplicó con intuición, con lucidez, con sensibilidad, con inteligencia. La medicina, la astrología, la botánica, la geología, la filosofía, la arquitectura fueron solo algunos de los campos de su pensamiento, y en ninguno de ellos tocó ni de lejos ni de oído. Incursionó, puso la mente y puso el cuerpo. Y lo que aprendió lo enseñó; dejó un legado cuyos ecos están vivos hoy. Ficino definía el alma como aquella parte de nosotros que es “lo mayor adentro nuestro” y que permanece esencialmente inalterable aunque otros aspectos cambien. Aquello que nos permite entender y ser entendidos. “Cualquier desgraciado que esté tan engañado como para creer que la sombra del hombre es el hombre, como Narciso se disuelve en lágrimas” escribía Ficino en 1473 en una carta a Gismondo Della Stufa. El alma de una persona no es lo que sus apariencias muestran, no es su cuerpo (al que llamaba “sombra del alma”), no son sus actividades; es algo más esencial y propio. Todas las personas tienen talentos –señalaba Ficino– y tomar conciencia de ellos puede servir tanto para alimentar y nutrir al alma como para matarla. Depende de si escucha o no a la voz que habla de las necesidades y de los destinos que piden esos talentos. Esa voz es la vocación. Esa es la llamada. El ex sacerdote, terapeuta y filósofo contemporáneo Thomas Moore, a quien ya he nombrado, ha estudiado en profundidad a Ficino y aplicó sus ideas al trabajo. Moore advierte que la mayor parte del sufrimiento en el trabajo se debe a que se lo ejecuta sin amor, ni por la tarea ni por el producto, sin conexión con talentos o inclinaciones. No se trata solo del deseo de triunfar y de la posibilidad o la capacidad de ganar dinero –dice–,

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sino de que haya un interés profundo por expresar valores, por el resultado del esfuerzo, por honrar a las herramientas (materiales o intelectuales) que usamos en él. Se trata de algo más que cumplir con normas, acudir a citas o reuniones, desarrollar proyectos, ejecutar pasos, cobrar sueldos, honorarios o dividendos. “Ya sea que lo hagamos con arte y concentración o bien con una inconsciencia total, el trabajo afecta profundamente al alma”, advierte Moore. (1) “Quizás nuestro trabajo ha sido durante generaciones el trabajo al que se dedicó la familia –continúa–, o tal vez apareció en nuestra vida después de múltiples coincidencias y circunstancias casuales. En este sentido, cualquier trabajo es una vocación, una llamada desde un lugar que es la fuente del significado y la identidad, y cuyas raíces están más allá de la intención y la interpretación humana”. Esto nos ubica otra vez ante una pregunta clave: “¿Para qué estoy aquí? ¿Para qué hago esto?”. Al responderla, es preciso en primer lugar no ceder a la tentación de explicar (o explicarse) los porqué de la tarea. El tema es el para qué. Y luego, algo inevitable: la búsqueda de la respuesta conlleva un examen de la propia vida, de los valores con que la transitamos, de la percepción de sentido. El trabajo queda entonces inscrito en una dimensión diferente; ya no se trata de resultados, métodos, eficiencia, productividad, rendimiento. Si se redujera a eso, seríamos simples herramientas (“recursos”) o meros animales de trabajo (con todo respeto y amor por los animales, especialmente por aquellos a los cuales hacemos trabajar para nosotros sin que ellos lo necesiten). “Como no comprenden el alma –escribe Moore–, las empresas se fijan en el trabajo de otras culturas e intentan imitar sus métodos, sin darse cuenta de que el método no es lo único”. Así es como se van poniendo sucesivamente de moda técnicas para trabajar como los japoneses (sin serlo ni entender el alma de ellos), como los suecos, como los alemanes, como los chinos o como el país de turno. Pan para los gurúes oportunistas y cero de alma en el trabajo. Como recuerda Moore, hubo una época en la cual cada oficio era regido por un dios (Saturno, Mercurio, Venus, etcétera), como indicación de que existía conciencia acerca de que entre el trabajo cotidiano y el alma existe una relación.

MALDITOS LUNES El trabajo es un opus en el cual, alquímicamente, se transforma el mundo externo y el interno en una secreta armonía. Cuando el alma está erradicada del trabajo, esa armonía se rompe y en ambos mundos se perciben las consecuencias. Y si esa ausencia se convierte en una

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tendencia generalizada, sus efectos se pueden rastrear en todas partes, aunque no se los tome en cuenta como tales. Bernie Siegel, médico que innovó en el tratamiento del cáncer y que profundizó, desde el Yale New Haven Hospital, en el que trabajó durante muchos años, en un enfoque holístico de la enfermedad, hace notar que las tasas de enfermedad y mortalidad son más altas los lunes que cualquier otro día de la semana (contra cierta idea de que los fatídicos son los domingos en la tarde). “Esto es porque muchas personas tienen trabajos de los que no disfrutan – explica– y en los que continúan solo para ganarse la vida”. (2)Por mi parte, agrego que no es solo por ganarse la vida que las personas permanecen a menudo en sus tareas, sino por otras prebendas tentadoras que al cabo devienen ilusorias. Siegel cita al mitólogo Joseph Campbell, quien advertía que muchas personas abordan un camino laboral cumpliendo mandatos, expectativas ajenas o creencias propias acerca de ganar más dinero que el tipo de al lado, de tener más cosas que el de más allá o de gozar de más poder que el siguiente, trepando así por la escalera del éxito “para darse cuenta, al llegar arriba, de que está apoyado en el muro equivocado”. Durante toda la subida, la vocatio estuvo amordazada. Y en este punto, hay que aclarar que vocación y aptitud no son la misma cosa. Las habilidades y destrezas que una persona demuestre para una determinada profesión no indican necesariamente que esa sea su vocación. Al contrario, muchas veces pueden distraerla de explorar sus necesidades, de prestar atención a la voz de su alma, esa voz que lo guiará como una brújula. Ciertas destrezas abren y facilitan caminos. Los senderos de la vocación a veces no son fáciles y requieren el aprendizaje de pericias y maestrías que no se tienen. Tales aprendizajes pueden ser duros, y es ante la dificultad que la vocación suele confirmarse. El mundo está habitado por muchísimas personas que no son felices con lo que hacen pero que lo siguen haciendo porque tienen facilidad natural para ello. En estas condiciones, cuando el trabajo no es un significante de la vida, la vida acaba por estar destinada al trabajo, independientemente de las justificaciones que se esgriman. Que el porvenir de los hijos, que la nueva casa adonde nos mudaremos, que terminar con las deudas, que asegurarse una vejez tranquila, que cambiar el auto, que el viaje, que el ascenso al cargo superior o a la cima de la empresa, que esto o que aquello. El trabajo que deja afuera al alma y que no se articula con la exploración del sentido existencial acaba en una forma sutil de esclavitud.

MÁS ALLÁ DEL ÉXITO O EL FRACASO

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En circunstancias así, los éxitos aparentes pueden ser fracasos reales. Esto ocurre cuando se entiende por éxito solo lo mensurable. Dinero, ingresos, propiedades, títulos, honores, influencia, poder, figuración. Todo eso puede ir acompañado de sensaciones de despersonalización, angustia, ausencia de sentido y de propósito. También de preguntas como: “¿Todo esto para qué?”, “¿Por qué no soy feliz con lo que logré?”, ¿Por qué no me conforma lo que tengo?”. En la ecuación éxito-fracaso, como en todas las concepciones binarias, no hay opción ni matiz. Lo que no es una cosa es la otra. Sin embargo, se puede cruzar esa mirada con otra, como lo propuso Viktor Frankl: esta es la bisectriz sentido-vacío. Así, podríamos ver que muchas apariencias exitosas (que observadas desde una perspectiva efectivamente lo son) resultan solo la máscara de un profundo vacío existencial. Del mismo modo, hay trayectorias que se juzgan como mediocres o no exitosas desde lo monetario, lo inmobiliario, lo público o lo glamoroso, que son vividas con plenitud vital, con la sensación y la certeza de estar en un lugar elegido, haciendo aquello que la vocación pide o indica, dejando el mundo “un poquito mejor”, como pedía Ralph Waldo Emerson. Estas, desde otro punto de vista, son trayectorias exitosas. Y plenas de sentido. Todo esto no excluye, por supuesto, que el éxito, en cualquiera de sus concepciones, y el sentido puedan integrarse y complementarse, o que fracaso y vacío lleguen a formar, como suele ocurrir, una diada letal. Lo cierto es que donde entra el alma entra la espiritualidad, y esto incluye al trabajo. Es un error –puntualiza oportunamente el filósofo francés André Comte-Sponville– confundir espiritualidad con religión, ya que la religiosa es apenas una de las maneras de vivirla. (3)La espiritualidad concierne a la vida del espíritu, y espíritu tienen tanto los creyentes como los no creyentes. En todo caso, la espiritualidad es una dimensión de la existencia que nos hace humanos a los humanos, puesto que somos quienes la incluimos ontológicamente, más allá de la dimensión biológica y la psicológica, que compartimos con las especies animales. No todo lo psíquico es espiritual –recuerda Comte-Sponville–, ya que no todas las experiencias y vivencias psicológicas trascienden al individuo, ni son iluminadas por su conciencia y comprendidas en su completa significación. Pero sí todo lo espiritual es psíquico, ya que es registrado en el plano de la mente. La espiritual es la parte de la vida, el vértice de la pirámide psíquica, que nos conecta con la totalidad de la cual somos apenas una parte, nos lleva a confrontar con el sentido de la vida (o a angustiarnos cuando este no se vislumbra), es la que nos da conciencia del tiempo y de la finitud, la que nos permite convivir con los misterios de la existencia, aceptándolos como parte de aquello que nos excede, es la que nos hace contemplarnos como seres únicos que, irremisiblemente,

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necesitan del otro para consagrar su singularidad en el encuentro. La espiritualidad nos saca de la chatura de la simple existencia vegetativa, nos pone en diálogo (con Dios para los creyentes, con el universo, con el otro). La espiritualidad conduce hacia la trascendencia a quienes creen y a la inmanencia a quienes no creen. Desde ella, los primeros oran y los segundos contemplan el universo en el que habitan por obra de quien sea o de lo que fuere. La espiritualidad no se reduce al esoterismo ni a la religión. Es una experiencia humana intransferible.

UNA CUESTIÓN DE ESPÍRITU Cuando el trabajo se concibe como una forma de humanizar al hombre (es decir, de permitirle expresar aquello que lo hace ser lo que es, una criatura con capacidades transformadoras, creativas, capaz de amar) resulta, a su vez, una vía para la humanización del mundo no degradándolo o avasallándolo, sino convirtiéndolo en un lugar mejor para todas las formas de vida que lo habitan. Ese es el punto en cual la espiritualidad y el trabajo convergen. La espiritualidad riega el trabajo a través de tres canales: el que lo convierte en una forma de exploración y búsqueda del sentido de la propia vida; el de construir un contexto ético en el cual el trabajo, se trate del que se trate, resulte una actividad moral; y el de hacer del mismo una contribución al mejor desarrollo de la sociedad. He abundado en estas páginas en la importancia del trabajo como ámbito en el cual se puede manifestar y resonar el sentido de la vida de cada persona. En El Capital, Karl Marx dice al respecto algo muy claro: “Al mismo tiempo que actúa mediante el trabajo sobre la naturaleza exterior y la modifica, el hombre modifica su propia naturaleza y las facultades que dormitaban en él”. Después de cuarenta años de ejercicio como rabino y de haber acompañado los pasos finales de muchas personas, Harold Kushner llegó a la conclusión de que solo temían de verdad a la muerte aquellos que sentían que no habían hecho algo valioso a lo largo de su vida. (4)El trabajo da una oportunidad cotidiana de hacer algo que permita llegar a aquel instante inevitable en paz. Por supuesto, eso que cada quien puede lograr en su actividad no se refiere a llenar sus arcas, comer la porción más grande de la torta común, adelantarse a los demás a cualquier precio, desentenderse de las necesidades del entorno en que se vive, explotar la naturaleza hasta desequilibrarla o mirar el propio ombligo como el horizonte más lejano. Así como traemos hijos al mundo para cumplir con mandatos y expectativas familiares y sociales, también podemos traerlos para ser artífices en la gestación y el florecimiento de una vida que no es la nuestra

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y que alcanza a convertir sus potencialidades en acto, reflexiona Kushner. Y, del mismo modo, podemos trabajar para ganar dinero, pagar nuestras cuentas, darnos ilimitadamente nuestros gustos, llenarnos de cosas o podemos hacerlo, como muchas personas, “para cambiar el mundo de alguna manera, por pequeña que sea”. Si descubriéramos que a través de la tarea que nos toca realizar, en el momento en que nos toca realizarla (desde barrer una calle o poner un sello hasta escribir un libro o construir una casa, desde atender un reclamo hasta operar un apéndice, desde hacer una tarta hasta conducir un taxi, desde dirigir una empresa hasta entregar empanadas a domicilio), es posible hacer de este espacio común que llamamos universo un lugar más amable y fértil, acaso podríamos repetir merecidamente las palabras que Kushner toma del escritor y estadista inglés Joseph Addison (1672-1719): “Si puedo contribuir de alguna manera a mejorar el país en el que vivo, me iré de esta vida, cuando me lo indiquen, con la satisfacción de saber que no he vivido en vano”. El país del que habla Addison es el espacio concreto en el que transcurre nuestra vida; no se trata de una abstracción. Es en él donde existen nuestro barrio, nuestra casa, nuestros seres queridos más cercanos, donde convivimos con los otros, donde somos ciudadanos regidos por normas, reglas y leyes que debemos respetar, donde compartimos espacios comunes, públicos, que deberíamos cuidar sin que nos lo recuerden. Si se mira bien, no es tan difícil llegar a la conclusión de Addison.

MORAL, MORALISTAS, MORALEJAS En cuanto al segundo punto referido a la espiritualidad en el trabajo, no es un tema misterioso. Se trata, simplemente, de una cuestión de integridad. De llevar al trabajo los valores con que nos conducimos en la vida. Esto se llama, en términos sencillos, integridad. Es lo opuesto a la disociación. Abundan las personas que dicen ser “de una pieza”, que declaman sus valores, que despotrican contra la corrupción, contra los dobles estándares, que aseguran que la sociedad o el país serían diferentes (mejores) si “la gente” hiciera esto, lo otro o lo de más allá o si cumpliera con las normas. Esas mismas personas, instaladas en sus áreas laborales o profesionales, no cumplen con ninguno de aquellos requisitos y, si alguien se los hace notar, rápidamente desenvainan variados argumentos para justificar su incoherencia. El último de esos argumentos suele sostener que “no se puede ser el único tonto” que respete la palabra, que se ajuste a las leyes y que cumpla con las reglas. Si se hiciera eso, insisten, sería imposible trabajar. Lo que a estas personas se les olvida

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registrar es que los males que denuncian (y comparten) no son exógenos, no se imponen desde afuera, sino que se gestan a partir de actitudes como las de ellos. Estas personas, en fin, son moralistas. El moralista les dice a otros lo que deben hacer. La persona moral, en cambio, hace lo que se debe. Los moralistas enturbian los contextos éticos, los vacían de sentido. Las personas morales los fortalecen y ennoblecen. Ser moralista o actuar moralmente es algo que se elige y de lo que no se puede echar la culpa a nadie. Ambas opciones tienen consecuencias. Lawrence Kohlberg (1927-1987), quien, a partir de las ideas del psicopedagogo Jean Piaget, estudió a fondo el proceso por el cual se desarrolla en los seres humanos el razonamiento moral, comenzando desde la niñez, describió tres niveles en ese desarrollo, y dentro de cada nivel tres etapas. En el primer nivel (moral preconvencional), no hay reconocimiento de los intereses ajenos y solo se respetan normas por temor. En el segundo (moral convencional), existe noción del otro y se puede contemplar su situación y se hace lo debido en búsqueda de reconocimiento y en espera de que oportunamente así actuarán con nosotros. En el tercer nivel (moral posconvencional, basada en principios), se reconoce la necesidad de un pacto social que brinde normas de convivencia universales bajo las cuales todos desarrollemos nuestras capacidades mientras las necesidades de todos se respetan. En ese contexto, las reglas, normas y principios morales se siguen porque es lo justo, no porque habrá una recompensa o reconocimiento. No se actúa en este máximo nivel de desarrollo moral en función de solidaridad, intercambios o devoluciones, sino que se hace lo correcto porque es correcto. Como quería Kant, la recompensa de la acción moral está en la misma acción. Kohlberg, tras estudiar a muchos individuos en diversas culturas, llegó a la conclusión de que apenas un 5 por ciento de las personas adultas alcanza en su desarrollo moral el tercer nivel y la sexta etapa. Y apenas un 25 por ciento llega al tercer nivel y la cuarta etapa. Como explica con sencillez y gran sensibilidad el rabino Kushner, hay una pregunta que a todos nos sería útil hacernos: “¿Qué clase de persona quiero ser?”. Y a continuación, o antes, es necesario saber que si uno quiere ser una buena persona que viene al mundo equipado para ello, pero que deberá trabajar constantemente en ese emprendimiento porque a él solo se llega si logramos superar y remontar todos los factores con los cuales también venimos equipados, para ser malas personas. La moral es una elección. Actuar dentro de ella en nuestro trabajo también. Muchas empresas y organizaciones hablan de sus “códigos de ética”, los despliegan junto a sus visiones y misiones, se los repiten a sus miembros y los enarbolan ante clientes, interlocutores o comunidad en la

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que se desempeñan. Ingenuamente, o no, creen que al hablar de ética hablan de moral. No es así. Mientras la moral se relaciona con aquello que es correcto o incorrecto, justo o injusto, bueno o malo, con aquellas conductas y valores que acordamos honrar como condición esencial de respeto hacia el otro y de supervivencia colectiva, la ética se restringe a los modos en que las personas o instituciones eligen posicionarse ante aquellos valores. La moral manda no robar, mientras que la ética de los ladrones hace del robo un elemento central. La ética del asesino va en contra del valor de respetar la vida. Los estafadores tienen una ética en la cual la mentira no es un desvalor. Cuando se dice que se tiene una ética, eso es verdad, pero no significa que se actúa moralmente. Desde esta perspectiva, en todos los ámbitos de la vida nos conducimos éticamente. Cabe preguntar y preguntarnos cuál es esa ética y si es moral. No es la declaración de intenciones lo que hace moral a una ética, sino el modo en el cual se actúa. Por ello es que la creación de contextos éticos que hagan de nuestro trabajo una actividad moral es algo que depende de una elección y de una actitud y no de un manual, un papel, un discurso, una campaña de marketing o una presentación en PowerPoint. Y como la responsabilidad es un valor moral, no se le puede echar la culpa a otro (gobierno, jefe, regulaciones, competencia, tendencias sociales, urgencias, presiones de accionistas, pedidos de clientes, exigencia de proveedores, etcétera) cuando se actúa contra esos valores o lejos de ellos.

¿ESTÁ MEJORANDO EL MUNDO? El tercer componente espiritual del trabajo es aquel por el cual nuestro quehacer mejora el mundo en el que vivimos. La señora Guo Ling (19091984), que creó en China el Club para la Convalecencia de los Pacientes de Cáncer (con unos 50 mil miembros), estaba convencida de que parte de la recuperación consiste en tener algo para ofrecer a la sociedad a través de una tarea. No lo decía desde la teoría. Ella misma, tras sobrevivir a un cáncer de útero, tuvo un notable restablecimiento paralelo a la creación de un instituto en el que reflotó la práctica del Chi Qong, una antigua disciplina de caminata saludable. Al reflexionar sobre esto, la médica y psicoterapeuta Jean Shinoda Bolen, nombrada en un capítulo anterior, apunta que “hacer un trabajo que nos realice espiritualmente tiene que ver con el respeto y el cariño hacia quienes colaboran con nosotros, con sentir que damos lo mejor de nosotros mismos y de nuestras capacidades y que hacemos el bien allí donde nos encontramos”. (5)No es, como resulta obvio, algo inalcanzable. Cada persona, haga lo que haga, puede cotejar si su experiencia laboral

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cotidiana tiene algún punto de contacto con el pensamiento de Bolen. Tanto en la escuela como en el trabajo y en los mandatos familiares –dice Bolen–, solo se estimulan y premian ciertas destrezas y aptitudes. Son, generalmente, aquellas que permitirán una mejor adaptación a las exigencias productivas, económicas y sociales de un mundo utilitario. Eso produce a menudo personas eficientes y a su manera exitosas, pero no serán ellas las que mejorarán el mundo mientras se sientan contrariadas respecto de sus verdaderas aspiraciones y potencialidad, de sus anhelos y aptitudes. “Cuando lo que hacemos es lo que amamos, el trabajo se convierte en expresión de nuestra verdadera naturaleza”, afirma. Entonces, estamos en armonía y sintonía con el entorno en que vivimos y esto redunda en el mejoramiento del mismo. Mejorar la sociedad a través de la labor realizada es un fin en sí mismo, y el trabajo es un medio. Importa aclarar esto porque hay quienes ponen otros fines como prioridad, y la contribución al entorno deviene como un beneficio secundario (que, por lo tanto, a menudo puede no producirse). Cuando una corporación afirma que se preocupa por el medio ambiente y por la gente, dice una verdad a medias. Y las medias verdades son, inevitablemente, medias mentiras. Las corporaciones se preocupan ante todo por obtener beneficios y réditos económicos, porciones mayores de mercado, más influencia y poder, altas ganancias y, en lo posible, costos reducidos. Si crece en el mundo la preocupación por el medio ambiente y si se claman condiciones de trabajo más respetuosas así como una consideración hacia los consumidores y ciudadanos como personas y no como números, cuentas o legajos, esas corporaciones orientarán sus políticas (y sobre todo sus estrategias de marketing) para alinearlas con esa tendencia. Harán de eso un medio para el fin principal. Su preocupación no es mejorar el mundo, pero saben que corren riesgos si continúan empeorándolo tanto en lo ecológico, como en lo social y en lo humano. No hay allí nada espiritual en el genuino sentido de la palabra. En Trabajar con el corazón, Liz Simpson señala que poner el corazón en el trabajo nos hace más competentes en lo que hacemos, pero por sobre todo hace del mundo un mejor lugar para vivir y para trabajar. Mientras tanto – advierte–, frases del tipo “Nuestros empleados son nuestro patrimonio más preciado” “permanecen como una manifestación vacía en muchas de las organizaciones actuales, que prefieren que los individuos actúen como una computadora”. (6) Como en tantos otros campos (la política, el deporte, la cultura, la ciencia) no serán las instituciones las que lideren los cambios que mejoren a la sociedad, sino que lo harán las personas, en la medida en que, ejerciendo responsabilidad sobre sus vidas, esto es sobre sus elecciones, sobre el modo de vivir sus valores y mantener sus principios, sobre sus

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prioridades existenciales, actúen de una manera coherente con todos esos factores. Insta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: “Es necesario un cambio de actitud. Tenemos que aprender, y luego enseñar a los más desesperados, que no importa lo que esperamos de la vida sino lo que la vida espera de nosotros”. A la vida se le responde con acciones y actitudes; siempre es necesario repetirlo y recordarlo. Y como la vida es, en sí, una abstracción, la respuesta real se la debemos a las personas. Es nuestra actitud ante los otros la que empieza a dibujar la respuesta. No hay trabajo, se trate del que se trate, que esté al margen del otro, del prójimo, del semejante. La responsabilidad es siempre individual; por lo tanto, no serán otros, y mucho menos una institución, una empresa, una organización o un gobierno, los que descubran y orienten el sentido de nuestro trabajo. Mientras ellos hablan, a menudo con frases vacías –como dice Simpson–, en cada trabajo cada persona tiene un deber hacia los demás. Lo tiene aunque no lo digan los reglamentos ni los convenios. Trabajamos para trascender. Trascender es ir más allá de nosotros, plasmar el encuentro con otro y, en ese encuentro, enaltecer el espacio en el que existimos, honrarlo, dejar en él una huella que siempre estará ante ojos que la vean. Las verdaderas vocaciones llaman a eso.

1. El cuidado del alma, Barcelona, Urano, 1993. 2. 101 ejercicios para el alma, Barcelona, Ediciones Obelisco, 2009. 3. Diccionario filosófico, Barcelona, Paidós, 2005. 4. Dar sentido a la vida, Buenos Aires, Emecé, 2002. 5. El sentido de la enfermedad, Barcelona, Kairós, 2006. 6. Barcelona, Integral, 2000.

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CAPÍTULO 8

TRABAJO Y DESCANSO: EL MUTUO SENTIDO

Después de todo, y más allá de la vocación, los deberes morales y demás cuestiones: ¿hay que trabajar? Es una buena pregunta, aunque un tanto riesgosa para plantear a esta altura del texto, después de tantas páginas dedicadas a la cuestión. En Contra la cultura del trabajo, (1)compilación de ensayos destinada a cuestionar la validez del trabajo en la sociedad capitalista y a defender a la pereza como vía de liberación, el historiador Eduardo Sartelli, responsable de la antología, responde de manera taxativa al interrogante: “Los autores de este libro –dice–, los marxistas, los socialistas consecuentes, no queremos trabajo, queremos pereza. Somos adoradores del Gran Dios Reposo”. Sostiene que en el marco del capitalismo cuanto más se trabaja peor se vive, que la cultura del trabajo es un ardid para someter a los obreros, mientras la burguesía se sume “en la barbarie de la pereza”. La propuesta de Sartelli y de los autores que lo acompañan, todos ellos científicos sociales, apunta a la creación de una sociedad en la que, como paso intermedio, haya trabajo para todos de manera que todos trabajen menos y finalmente se pueda “liberar a la humanidad de la tiranía de la necesidad”. Claman por más tiempo libre para el amor, el arte, la creación y la amistad; denuncian que trabajar hace más ricos a los ricos y aumenta la miseria de los trabajadores; denuncian como perversa a la idea de que el sentido de la vida sea trabajar e insisten en lamentar la brevedad de la vida por lo que se niegan a perder preciosos minutos de ella en algo tan absurdo como es el trabajo. Como rayos de una rueda, los diversos textos del libro van a dar a un mismo centro: el célebre opúsculo El derecho a la pereza, publicado en 1883 por Paul Lafargue (1842-1911), periodista, médico y acérrimo revolucionario anticapitalista yerno de Karl Marx. Lafargue (que se suicidó en 1911 junto a su esposa Laura) propone que el trabajo lo hagan las máquinas, argumenta que la naturaleza humana tiende a la pereza y que el trabajo es una imposición del capitalismo. A través de las décadas, sus ideas han sido retomadas reiteradamente y, entre los textos que cuestionan al capitalismo, posiblemente solo El Capital (obra magna de su suegro) haya sido más leída y tomada como argumento base.

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Cualquier persona que viva su trabajo como una condena, que sienta que en sus horas laborales la vida se le escurre por una alcantarilla, que transcurra su vida laboriosa en un ámbito de maltrato emocional y de anemia moral seguramente encontrará en todos estos argumentos una bandera a recoger. De hecho, el capitalismo, sobre todo en boca de sus teóricos y de sus más fanáticos sostenedores (como suele ocurrir, los más beneficiados), puede verse como una expresión fundamentalista. Hace de sus argumentos los únicos válidos y crea un universo que gira forzosa y forzadamente en torno de ellos. Excluye a quienes lo cuestionan, amenaza con inimaginables sufrimientos eternos a quienes propongan apartarse de él, se presenta como modelo único y, en tanto tal, pretende tener respuestas y soluciones para todos los temas, dudas y cuestiones, desde las económicas hasta las éticas. Los modelos únicos acaban siempre por ser trágicos, empobrecedores, embrutecedores, generan desigualdades, corrupción y autoritarismo. Además, sancionan a quienes los cuestionan, se degradan y cierran los horizontes. Tanto es así en este caso que, tratándose apenas de un modelo económico, el capitalismo se pretende como sistema político, ideológico y filosófico. Para quienes creen en el dinero por sobre todas las cosas, el capitalismo es, al final de las cuentas, también una corriente religiosa. Sin embargo, la panacea prometida no parece tal, y el tramo inicial del siglo XXI se presenta como una época sombría para los creyentes en ella. Adoptado por China y su irredento autoritarismo comunista (que los dirigentes de Pekín sostienen con puño de hierro), el capitalismo queda en evidencia como una herramienta económica adaptable a variadas ideologías (hasta en Cuba se empieza, en puntas de pie y en la oscuridad, a tomar algunas de sus piezas). Algo bastante menos trascendente, pomposo y holístico de lo que se pretende en sus libros sagrados, libros que, en el fondo, son simples manuales de economía. Llevadas sus técnicas al extremo, se evidencian como instrumentos peligrosos cuando carecen de sustento moral. Y que lo digan, si no, los gobiernos socialdemócratas o socialistas europeos que, apartándose de orígenes ideológicos y poniéndose la bikini del pragmatismo, se quemaron feamente bajo el sol capitalista. Ni hablar de los Sarkozy, los Gordon y los especímenes de esa otra familia. En la Santa Sede del sistema capitalista, las cosas no han ido mejor a pesar de las patéticas piruetas del oficiante Obama en su afán de darle un rostro progresista (?). Y cuando por fin se observan las cifras del mundo llamado “capitalista” (u occidental), se ve que el hambre se extiende, que las asimetrías sociales alcanzan proporciones de tragedia, que los ricos depredan y acumulan sin vergüenza, sin conciencia y sin moral mientras la brecha que los separa de los pobres es ya un oscuro e insondable abismo que crece y crece

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mientras de un lado se apretujan y asfixian cada vez más personas y del otro exhibe su impudicia una minoría irredenta.

UNA DUALIDAD PELIGROSA Con este panorama, ¿para qué trabajar? ¿Por qué no echarse con rebeldía y goce en los brazos de la pereza? Si hasta Bertrand Russell (1872-1970), el gran filósofo y matemático que incidió en la marcha de ambas disciplinas y a quien nadie tildaría de comunista, escribió un Elogio de la ociosidad (2)donde dice que “la moralidad del trabajo es la moralidad de los esclavos y el mundo de hoy no necesita esclavitud”. Y el padre Carlos González Valles, un pensador jesuita tan profundo como lúcido, original y estimulante, dice en Disfruta tu ocio que, antes que preguntarle a alguien qué hace para ganarse la vida, habría que preguntarle qué hace para disfrutarla. (3) Con tantos buenos abogados, el ocio llama. ¿Por qué no? Sin embargo, hay algo en estos argumentos contra el trabajo que, en mi opinión, no cierra. Asoman como expresión del paradigma dualista, aquel que en lugar de integrar los opuestos los enfrenta. Según ese paradigma, la muerte es enemiga de la vida, la oscuridad de la luz, el frío del calor, los sentimientos de los pensamientos, y así con todo hasta reducir la vida a una pobre expresión bidimensional que transcurre como una lucha. Es la concepción según la cual solo se puede existir contra y no con el opuesto. Pero quizás es al revés. Decía Carl Jung que todo lo que existe puede ser nombrado, aunque no solo eso: todo lo que puede ser nombrado y conocido tiene su opuesto, de lo contrario no existiría. Es una condición sine qua non, aun en aquellos casos en los cuales las diferencias pueden parecer extremas e insostenibles. Trabajo y descanso, actividad y ocio componen una dualidad de opuestos complementarios. Si solo trabajáramos, jamás tendríamos una perspectiva de lo que hacemos ni un punto desde el cual valorarlo y comprobarlo. Convertidos en autómatas, podríamos caer en la manía y, al no tener conciencia sobre nuestra acción, seríamos fácil presa de los manipuladores y explotadores que tanto se mencionan en los argumentos antitrabajo. Si, por lo contrario, viviéramos en el ocio perenne, no habría que vencer ninguna dificultad, ninguna capacidad se desarrollaría en nosotros, dejaríamos de hacernos muchas preguntas importantes y movilizadoras, quedaríamos por entero a merced de lo imponderable (“Dios proveerá”) y, a fuerza de flotar cotidianamente en un ininterrumpido dolce far niente, posiblemente terminaríamos ahogados en una suerte de tedio existencial. Se me dirá que no es así, que todas las energías y el tiempo hoy

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malversados en trabajar, transformar, producir, se aplicarían al goce perpetuo, a la creatividad incontenible, al diálogo interminable. Que trabajen las máquinas, dicen los rebeldes. ¿Pero acaso las máquinas crecen en los árboles? ¿No son fruto de la creatividad? ¿No hay que trabajar para producirlas? ¿Es posible un argumento tan endeble en gente que piensa? ¿Cuál sería la creatividad con la que sueñan los pro perezosos? ¿Una en la cual los pintores solo reflejaran paisajes bucólicos, los poetas escribieran rimas balsámicas, los músicos parieran melodías hipnóticas, los filósofos solo reflexionaran sobre los aspectos luminosos de la vida, los santos gobernantes velaran por el bien común sin necesidad de opositores ni intelectuales que los mantengan despiertos y encarrilados? ¿Estaríamos otra vez en el Paraíso? ¿Pero no nos habían echado de allí para que adquiriéramos conciencia y conocimiento, para que maduráramos, para que dejáramos de ser dependientes de un Dios-papá que todo lo proveería hasta que entre nosotros y un vegetal no hubiera diferencias? ¿Es esto lo que se propone con la eliminación de la necesidad? ¿Un mundo chato e infantil? ¿No es la necesidad un poderoso impulsor de muchos movimientos en que las personas, individual y colectivamente, expresan a menudo lo más poderoso que hay en ellas? ¿No es la necesidad la madre del deseo (no de los deseos artificiales creados por la industria del marketing) y este, a su vez, el combustible esencial de la vida? ¿No hay, como de un modo profundo y lúcido estudia el psicoterapeuta existencial Rollo May (1909-1994), una línea que nace del deseo, toma forma con la voluntad, se orienta existencialmente en la intencionalidad o el sentido y se plasma en el amor? (4) La propuesta de eliminar el trabajo es hija, quizás, de un pensamiento que no reconoce más que una posibilidad en cada cosa o fenómeno. Ese tipo de pensamiento simplifica, da certezas, evita vivir con la incertidumbre, cierra los interrogantes antes de que se produzcan y ofrece tranquilidad ante las fuentes de la angustia existencial. Quienes lo esgrimen descreen de la espiritualidad, se oponen a las religiones y no solo creen que Dios ha muerto. Proclaman que nunca existió. Sin embargo, su actitud termina en lo que critican. Son creyentes dogmáticos, han encontrado un pensamiento que les asegura un paraíso. La única diferencia es que el de ellos está en la tierra mientras que el de los dogmáticos religiosos se encuentra en el cielo. Cuando religiosos y antirreligiosos, capitalistas y marxistas u opuestos de cualquier tipo se aferran a sus creencias como al único salvavidas que podrá mantenerlos a flote en la incertidumbre de la existencia, cierran las puertas al misterio de la vida, reducen la misma a una suerte de viaje que va por rieles prefijados, empobrecen el pensamiento (ese maravilloso don humano) y vacían el sentimiento.

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Todas esas limitaciones llevan a ver una sola dimensión o posibilidad del trabajo. Quienes critican la experiencia de explotación e indignidad humana en que las leyes férreas del capitalismo y del mercado convierten al trabajo (hecho cierto) tienen una visión tan férrea y limitada como la de los capitalistas y mercadócratas. Todos ven una sola manera posible de trabajar: la que propone el capitalismo. Por distintos caminos, llegan al mismo punto de encuentro. Unos amenazan con que quienes propongan otra visión de la actividad productiva, creadora y transformadora serán vistos como saboteadores, subversivos y quedarán excluidos de los beneficios el día (siempre prometido, siempre en fuga, como la zanahoria del burro) en el que el maná capitalista finalmente se derrame sobre la tierra. Los otros proponen lisa y llanamente suprimir el trabajo de las posibilidades humanas, convertir a la nuestra en una especie más que ande por los campos y viva inconscientemente a la espera de la muerte, mientras que los capitalistas, sin nadie para explotar, se cuecen en su propio jugo. Ni en el paradigma de los unos ni en el de los otros cabe la posibilidad de replantear los contenidos y el sentido del trabajo, la posibilidad de su humanización, de su riqueza espiritual y transformadora. Cabría decirles, remedando a aquel funcionario clintoniano: No es el trabajo, estúpidos, es el sentido de la vida de cada persona, es la angustia que se extiende como una sombra cuando ese sentido no asoma y es la posibilidad de que lo que cada uno hace en el mundo se convierta en una herramienta de exploración del sentido.

MENTES QUE PIENSAN No se trata de que debamos trabajar o no, de que haya que hacerlo o no. Se trata de que trabajamos. Somos humanos y trabajamos. No lo hacemos por estúpidos ni porque nos gusta que nos exploten. Lo hacemos porque necesitamos pertenecer, ser parte de algo, sentirnos partícipes del mundo que habitamos, transformarlo, explorarlo, conocerlo, bucear la razón de nuestra presencia en él. Y necesitamos comunicárnoslo. Hay en nosotros potencialidades que necesitan expresarse, porque cuando eso no ocurre, nuestra alma se empobrece primero y se intoxica después. Cada vez que transformamos algo, que participamos activamente del entorno que nos contiene, que agregamos al contexto en que habitamos algo que es propio y único de nosotros, asoma la percepción del sentido de nuestra existencia. Tomás Moro, gran humanista inglés del siglo XV, autor de Utopía, donde describía una isla en la que la vida y las cosas alcanzaban la perfección (influencia de las ideas de Platón), sostenía, como he mencionado, que una

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jornada laboral de seis horas bastaba para que toda la población recibiera lo necesario para una vida digna. El resto del tiempo –decía– queda al arbitrio de cada uno, “pero no para que lo disipe en la molicie y la pilgricia, (5)sino para que, liberado de su oficio, lo invierta buenamente, según su deseo, en alguna otra ocupación”. En la Utopía de Moro existía el trabajo, pero también la equidad. Él proponía que también trabajaran los “pelafustanes embroquelados”, esos que se sirven de la tarea de los demás, que los usan como herramientas, que generan la injusticia. “El trabajo real no está reñido con la libertad de elección”, dice José Antonio Pérez (ya convocado aquí como Ciudadano Pérez, con su 69 razones para no trabajar demasiado). (6) Viene al caso, porque se trata de un ardiente detractor del trabajo. “La mayoría de la gente trabaja en lo que puede, no en lo que le gustaría”, añade. La combinación de ambas afirmaciones ofrece un camino. No es el trabajo la maldición, sino lo que cultural, social y políticamente hemos hecho de él. Se ha convertido a menudo en un espacio de denigración de lo humano, y no de dignificación. El pensamiento único, un verdadero y peligroso veneno para el funcionamiento de las sociedades y el desarrollo de las personas, ha llevado a creer que hay un solo modo de trabajar. Y el pensamiento único es “democrático”: abarca a la derecha y a la izquierda, a conservadores y progresistas. Otras mentes, más amplias, ricas y enriquecedoras, como la de Herman Hesse (1877-1962), de cuyo trabajo son fruto Demián, Siddharta y El lobo estepario, nos recuerdan que “la verdadera profesión del hombre es encontrar el camino hacia sí mismo”. Podríamos glosarlo diciendo que la búsqueda del sentido de su vida y su Sí Mismo es la tarea que cada persona tiene encomendada desde que nace. Y que tiene plena libertad para elegir a través de qué trabajo (entre otros instrumentos) se abocará a esa labor existencial y de qué manera, en qué condiciones, bajo qué normas, con qué valores llevará a cabo la tarea. La libertad es costosa. No significa ausencia de obstáculos, como livianamente se cree, sino capacidad y conciencia para elegir ante el obstáculo y ante los límites. Incorporar el trabajo a la búsqueda del sentido de la vida es incorporar riesgos, opciones, situaciones difíciles, decisiones de riesgo, toma de opciones. Quienes lo hacen desafían a los modelos únicos, rompen con ellos, proponen nuevos paradigmas y permiten, a la larga, recuperar la dignidad perdida del trabajo humano. Pero no proponen eliminarlo ni se entregan a livianas propuestas de rebeldía adolescente.

NI TRABAJO NI DESCANSO

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Muchos han logrado lo que proponen quienes denigran al trabajo (es decir, vivir sin ninguna tarea por delante). Algunos lo han hecho a riesgo de la indigencia y las privaciones, otros a costa del esfuerzo y la honestidad ajenos, apoderándose de bienes y de realizaciones que no son suyos, llenando sus alforjas gracias a la especulación financiera que nada produce para la sociedad que los cobija, o vampirizando el esfuerzo de otros. Muchos de estos últimos se dicen filántropos (hay bastante para decir sobre la filantropía como sofisma y como atajo para escapar de los deberes morales, pero no será hoy y aquí), otros se muestran como mecenas, los hay que dejan migajas de sus postres en obras “benéficas” mientras se siguen beneficiando a manos llenas del esfuerzo de otros en tanto lucen sus sonrisas en páginas de sociales que reproducen esos fastuosos eventos caritativos. No es nuevo, de todos modos. El gran León Tolstoi (Ana Karenina, Guerra y Paz, La muerte de Iván Illich) narraba en el siglo XIX cómo las damas de la aristocracia rusa lloraban en los teatros, conmovidas por las tramas, mientras afuera sus cocheros se helaban bajo la nieve o la lluvia. ¿Han mejorado el mundo? ¿Han encontrado el sentido de su vida? ¿Están libres de la angustia existencial? ¿O solo pueden pagar terapias más caras, consumir antidepresivos y psicotrópicos de última generación y suicidarse con métodos más sofisticados o caros en mejores lugares? En la sociedad humana, los zánganos no producen lo que sus semejantes necesitan. Parte de la tarea humana propuesta por Hesse consiste en recuperar, cada quien en su medida y desde su quehacer, el potencial trascendente y moral del trabajo. Es necesario mencionar también el uso espurio que suele hacerse del descanso. Ocurre con frecuencia en la Argentina. Cuando los diputados y senadores a quienes se elige (y se paga sueldos obscenamente elevados) para que se aboquen a temas esenciales para la sociedad se alían para ausentarse sistemáticamente de sus bancas, vaciando su trabajo de propósito y el Congreso de razón de ser, esos personajes erosionan la dignidad del descanso y del trabajo. Peor aún cuando, en las pocas horas de sesión (siempre disfuncionales y de espaldas a sus empleadores, los ciudadanos), postergan leyes necesarias y veloz y obsecuentemente decretan nuevos feriados con razones que serían cómicas si no resultaran absurdas, patéticas e insostenibles. Esto se fragua habitualmente en connivencia con otro Poder (el Ejecutivo), en una alianza oportunista que termina en un resultado inevitable: desvirtuar en una sola maniobra el sentido del trabajo y del descanso. Se adultera la noción de homenaje y conmemoración que hay en los días no laborables. Se incita a un consumo sin límites, depredador, a una población frecuentemente dispuesta a creer que se puede consumir sin producir, olvidando que quien más consume más dinero necesita para solventarse, por lo que más deberá trabajar.

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¿Cuándo lo hará si uno de cada tres días del año son feriados? Probablemente deba hacerlo en horas que robará a la familia, que sustraerá de su sueño, que requisará de algunas actividades necesarias para su paz mental y espiritual y para su autorrealización. A los “adoradores del Gran Dios Reposo” no les faltarán oportunidades, en este tétrico contexto, para hincarse ante la imagen de esa divinidad. Solo que, como tantos, también este dios será una deidad falsa, sin trascendencia ni contenido.

LA DANZA DE LOS OPUESTOS ¿Hay que trabajar? Mi respuesta personal es sí. Hay que hacerlo porque cuando el trabajo mejora el mundo, cuando lo transforma para hacerlo más habitable y más moral, cuando deviene en una vía para manifestar lo más rico de cada persona, es una afirmación de la condición humana. “Cada día es precioso porque en esencia es el microcosmos de tu vida entera. Te ofrece promesas y posibilidades jamás vistas. El nuevo día profundiza lo que ya sucedió y presenta lo que es sorprendente, imprevisible y creativo. Aunque quieras cambiar tu vida, hagas terapia o adquieras una religión, la nueva visión será pura cháchara hasta que la incorpores a la práctica del día”. Este bello y potente párrafo pertenece al poeta y sacerdote irlandés John O’Donohue. Las dice al referirse al trabajo “como poética del desarrollo”. (7)La clara visión de O’Donohue no ignora las injusticias, la inequidad, la explotación, la manipulación y la indignidad que existen en el mundo del trabajo tal como lo concibe la sociedad contemporánea más allá de los discursos hipócritas que pretenden disimularlo. Se interna sin piedad en ese terreno para desnudarlo y denunciarlo. Lo hace porque sabe que, sin pasar por ello, no será posible rescatar la trascendencia y los aspectos sagrados y espirituales no religiosos que tiene el trabajo humano. “El alma humana tiene bellas potencialidades de crecimiento”, dice. Y el trabajo es tierra fértil para que se manifiesten. Sin él, muchas de esas potencialidades se abortan. Quizás, quienes se oponen al trabajo contraculturalmente no reparan en que el desarrollo de sus argumentos en tal sentido es, en sí mismo, un trabajo. No hay actividad humana que no lo sea. Trabajamos cada vez que transformamos algo material o una idea, trabajamos cuando nos internamos en nuestras emociones y en nuestros sentimientos, trabajamos cuando pensamos. El trabajo es inherente a la condición humana. Y si conocemos el descanso, si podemos hacer de él una experiencia significativa es porque conocemos el trabajo. La realidad que nos contiene y nos da significado, aquella en la que

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exploramos el sentido de nuestra existencia, tiene características dialécticas. Se mueve pendularmente entre polaridades. El trabajo y el descanso conforman una de esas tesis y antítesis que en su danza impulsan la respiración de la vida. La cuestión es transitar con conciencia y compromiso entre ambos términos para construir la síntesis que los integre de una manera creativa, superadora y fecundante. Esto no será posible mientras el trabajo, cualquiera y en cualquier condición, sea una experiencia que degrade a las personas o mientras el descanso se viva como una revancha y el resentimiento sea su sedimento. Devolver la dignidad y el sentido al trabajo donde los ha perdido, resguardarlos y honrarlos donde los tiene y los promueve, son dos compromisos básicos que las personas se deben en su condición de tales. La psicoterapeuta y escritora austríaca Elisabeth Lukas piensa que “quizás sea este el milagro del trabajo: les falta a quienes lo rehúsan y humilla a quienes se ponen por debajo de él, pero da alas a quien lo realiza para conseguir una obra que lo ha estado esperando, a él y a su actuación, durante toda una vida y siempre como algo nuevo”. (8)Muchas veces –dice Lukas–, esa obra que nos esperaba y que desentrañamos mediante el trabajo es un misterio aun para nosotros, hasta que está culminada. “Y para saber en qué consiste – dice–, no hay método más preciso que el sosiego”. Allí está, otra vez, la armoniosa danza de los dos opuestos complementarios que se dan razón de existir el uno al otro.

CÓMO Y PARA QUÉ TRABAJAR ¿Hay que trabajar? La pregunta regresa insistente. La respuesta vuelve a lo mismo. No se trata de si hay que. Se trata de cómo. Se trata de para qué. Son muchas las personas que viven su trabajo como un quehacer titánico, una actividad rutinaria y monótona, un esfuerzo ingrato que no conduce a ninguna parte, un empeño inútil que está condenado al fracaso, como advierten los terapeutas junguianos Connie Zweig y Steve Wolf. (9)Esto obedece en buena medida a lo que las instituciones (corporaciones, empresas, gobiernos, diversos tipos de organización) y sus burócratas (funcionarios, ejecutivos, tecnócratas y mercadócratas, gurúes eficientistas) han hecho del trabajo en nuestra cultura. Es hora, según proponen oportunamente Zweig y Wolf, de debatir las creencias más cuestionables del mundo laboral, esas que proponen un modelo único de obrar, “para recuperar un sentido del trabajo que nos permita profundizar el contacto con nuestra alma. Es preciso volver a colocar al trabajo en el contexto de la vida y ayudar, de ese modo, a que cada gobierno convierta a su vida en un verdadero trabajo”.

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Esto remite, a su vez, a algo que no por repetido pierde consistencia, fuerza y vigencia: vivir para trabajar equivale a postergar todas las necesidades más profundas y a cerrar los horizontes existenciales; trabajar para vivir nos conecta con la pregunta acerca de cómo queremos vivir, qué sentido encontramos en ello, cómo hacerlo de una manera moral y trascendente y transforma a la misma vida en una materia prima esencial de nuestro trabajo.

VIVIR PARA TRABAJAR, LA PROPUESTA FÁUSTICA Cuando se vive para trabajar, se suele acabar en un punto que Zweig y Wolf describen sin piedad. En la renuncia a los más genuino y sagrado de la propia individualidad, en la especulación permanente a cambio de réditos que siempre serán pocos, en el sacrificio de la creatividad más profunda (a la que no hay que confundir con ingenio) en aras de la seguridad, en la postergación o transacción de afectos a cambio de migajas de poder. Así, se firma un pacto fáustico. Son esos los caminos que llevan a las personas a convertirse en lo que hacen. Por lo demás, los pactos fáusticos nunca tuvieron un final feliz. No se firman, más allá de las apariencias, en situación de igualdad. El firmante suele enterarse, de buenas a primera, que el contrato no existe más, que lo prometido será para siempre una deuda impaga, que una vez vendida su alma ya no es dueño de su destino y que, si quiere seguir en la cadena del trabajo, deberá saber que es solo hasta la próxima paga y en las condiciones que se le impongan. Todo esto puede ocurrir con un empleador, con clientes si uno trabaja de manera autónoma, con proveedores, con contratantes. Y puede ocurrirle al gran CEO o al ambicioso pasante. Todo eso es formal y anecdótico. Lo importante es el conjunto de condiciones individuales y razones interiores por las cuales se usó el propio trabajo como un mercado en el cual negociar el alma. Hay que trabajar, sí. Es la respuesta a nuestra humanidad. Pero no de cualquier manera ni a cualquier costo. Las razones que se suelen aducir para pagar altos precios por el modo en que se trabaja son muchas veces simples sofismas. Se dice que es por la familia, que es por los hijos, que es por la nueva casa o por la casa propia, que es por el auto, que es para estar al día con las demandas de la tecnología (porque la tecnología hace tiempo que nos tiene a su servicio y no al revés). Se menciona la necesidad de mantener una cierta calidad de vida, pero se olvida que esto no equivale necesariamente a una vida de calidad. En nombre de estas causas, hacemos de nuestro cuerpo y de nuestra mente máquinas a las que no se les permite descansar hasta que se detienen por un desperfecto

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a veces serio. La razón que, disimulada y oculta, está en el fondo de esta actitud es, de acuerdo con Zweig y Wolf, el intento de disipar la ansiedad y la angustia que sobrevienen al topar con el vacío interior, con la árida estepa en que se convierte la vida cuando se deja de lado la exploración de su sentido. Esto vale tanto para un trabajo sin alma como para un descanso sin alma, que deriva habitualmente en un ocio también angustiante, que debe ser llenado de modo maníaco y obsesivo con placeres y diversiones que terminan por ser tan fatuos y fugaces que, en un círculo adictivo, piden dosis mayores de lo mismo para un efecto cada vez más breve. Trabajamos como respiramos. Trabajamos del mismo modo en el que circula la sangre por nuestras venas. Trabajamos como trabaja todo en la Naturaleza, a la que pertenecemos a pesar de las múltiples maneras en que lo olvidamos y en que desvirtuamos esta pertenencia. Si el reposo (el “Gran Reposo”) fuera el sentido de nuestra existencia, nada quedaría de esta en la permanencia del universo. Si creemos en el “Gran Reposo” como en el fin de nuestra existencia, nos declaramos desertores del concierto de la vida. Dejamos de ser solidarios con todo lo existente. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si los órganos que nos mantienen con vida declararan de pronto que solo aspiran a hacer nada, al ocio sin pausa? Moriríamos en el acto. Somos órganos del organismo que nos contiene y al que pertenecemos, y tenemos una función que cumplir en él. Parte del sentido de nuestra existencia es descubrir cuál es tal función. Mientras lo hacemos, algo es cierto. Nuestro trabajo debe ser una fuente de dignidad. Y en tanto transitamos la búsqueda, acaso las siguientes preguntas puedan hacer las veces de brújula.

EL SENTIDO DEL TRABAJO Preguntas orientadoras 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

¿Estoy haciendo lo que quiero o lo que debo? ¿Estoy atendiendo mis deseos o mis necesidades? ¿Soy lo que hago o hago lo que soy? ¿Los valores de mi vida son los valores de mi trabajo? ¿Está reflejado en mi actividad el sentido de mi vida? ¿Qué me gustaría hacer si no dependiera de eso ganarme la vida? ¿A través de mi trabajo trato de llegar más alto o más profundo? ¿Están mis emociones y mis sentimientos presentes y representados en lo que hago? 9. ¿De qué manera y en qué aspectos mi trabajo enriquece mi vida?

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10. ¿De qué manera lo que hago mejora el mundo? Estas preguntas no integran un test; al contestarlas, no se suman puntos. Nadie sino el que lee puede dar las respuestas, y nada se gana si lo que se dice no se corresponde con la verdad íntima e intransferible de quien responde. Introducir las preguntas aquí tiene un propósito, el de contribuir a crear conciencia allí donde a menudo está dormida. Como advierte John O’Donohue, “las personas suelen pertenecer de manera ingenua a los sistemas en los que participan”. Un día, se las deja fuera de ese sistema (por despidos, quiebras, proyectos que sucumben, etcétera) y el sistema entero en el que creían (ese que las llevaba a decir “nosotros” cuando hablaban de sus lugares de trabajo, aunque los accionistas y jefes los vieran, en contrapartida, como simples “ellos”) se derrumba sobre sus cabezas. “En casi todas las empresas o lugares de trabajo hay individuos desilusionados –apunta O’Donohue en Anam Cara–, que llegaron con toda su energía e ingenuidad pero los arrinconaron, los decepcionaron, los redujeron a la categoría de funcionarios. Exigieron y usaron sus energías, pero nunca se interesaron por sus almas”. Mucha gente –dice este sacerdote– necesita pertenecer a un sistema exterior porque teme pertenecer a su propia vida. Cuando el alma y el trabajo andan por rumbos distintos (y a veces opuestos), las personas están exiliadas, expatriadas de su ser esencial. El trabajo no puede ser algo tan exterior a ese ser como para provocar semejante extrañeza. No se puede pertenecer a nadie por mucho que paguen por ti, dice O’Donohue. No se puede estar lejos o desterrado de la propia interioridad. Y, para el caso, cita uno de los más bellos pasajes del Nuevo testamento, aquel que dice que donde esté tu tesoro estará tu corazón. En un hermoso capítulo de su libro El profeta, el poeta libanés Jalil Gibran (1883-1931) habla del trabajo. (10)¿Qué es trabajar con amor?, se pregunta. La respuesta: tejer una tela como si fuera a vestirla el ser amado, construir una casa como si fuera a habitarla el ser amado, sembrar semillas como si el ser amado fuera a comer los frutos, pensar, mientras hacemos lo que hacemos, que todos aquellos que nos aman (los que están vivos y los que han muerto) nos observan. ¿Cómo oponerse a esta propuesta? ¿Cómo rebatirla? Todos trabajamos. Algunos en mejores condiciones que otros, con mejores o peores retribuciones, en tareas más agradables o menos, en mejores o peores ambientes, con mejores o peores compañeros, con diferentes estados de ánimo, en tareas más cercanas o más alejadas de nuestra vocación. Todos trabajamos. Honor al trabajo, honor al descanso. Que dancen juntos, dándose mutuo sentido, mientras hacemos en el mundo.

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1. Buenos Aires, Ediciones Ryr, 2007. 2. Barcelona, Edhasa, 2010. 3. Buenos Aires, Edhasa, 2010. 4. Amor y Voluntad, Barcelona, Gedisa, 2011. 5. Sinónimo de pereza, desidia o negligencia. 6. Barcelona, El Viejo Topo, 2004. 7. Anam Cara, libro de la sabiduría celta, Buenos Aires, Emecé, 1998. 8. Paz vital, plenitud y placer de vivir, Barcelona, Paidós, 2001. 9. Vivir con la sombra, Barcelona, Kairós, 2008. 10. Buenos Aires, Bureau Editor, 2003.

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CAPÍTULO 9

NUESTRO TRABAJO, UNA HUELLA EN EL MUNDO

Nuestro trabajo en común, el de la escritura y la lectura de estas páginas, va llegando a su fin. A esta altura del recorrido, he expuesto tres dimensiones del trabajo: 1) que es inherente a nuestra naturaleza, dado que somos seres esencialmente transformadores; 2) que la experiencia de trabajar es una a través de la cual (como en la de amar, la de vincularnos, la de afrontar los aspectos dolorosos) exploramos el sentido de nuestra vida personal; 3) que hay una relación estrecha entre el trabajo y la moral, porque en nuestras actividades están presentes los valores que rigen nuestra vida, y la manera en que se organiza y enfoca el trabajo entre los seres humanos puede dignificar la vida o puede hacer de ella una experiencia indigna. En este recorrido, he intentado remarcar algunas ideas fuerza. Que hay vidas dedicadas al trabajo y que hay trabajos dedicados a la vida. Que nuestra tarea, la que fuera, nos pone ante un proceso alquímico en el cual la materia prima de nuestro inconsciente, así como aquellas partes nuestras que constituyen nuestra sombra, nuestra cara oculta, pueden experimentar una transformación que nos lleve a un conocimiento más profundo de nosotros mismos y a una interacción más significativa con el mundo. Que trabajo y descanso son, alternativamente, fondo y figura en un movimiento continuo y necesario, que se corresponde a los ritmos de la vida, como la danza del sueño y la vigilia, de la luz y la oscuridad, de la aspiración y la exhalación, del frío y el calor, de lo femenino y lo masculino, del día y la noche, etcétera. Si se quita a un término de la polaridad, se acaba con esta y con la secreta armonía del universo. He tratado de advertir, sin eufemismos, contra quienes convierten a las personas en meros instrumentos (“recursos humanos”) creando sistemas perversos que justifiquen esa actitud como parte de un modelo único e inevitable. Y he procurado hablarle a la conciencia de quienes así se dejan tratar para señalarles que su vida no puede ser propiedad más que de ellos mismos y que tienen responsabilidad sobre lo que hacen (o dejan que otros hagan con ellas). Del mismo modo, insistí en que todos trabajamos, más allá de

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cargos, horarios, sueldos, oficios o profesiones, de modo que todo ser humano a lo largo del día y de la vida pasa por esta experiencia y deja a través de ella una huella en los otros y en el espacio que habita. ¿Qué nos queda, entonces, por delante? Mi propósito es dedicar estas páginas finales a una mirada sobre el trabajo que nos muestre la otra cara de aquella, trágica, que inició el libro. Entrevistado por Jorge Fontevecchia, el filósofo francés Gilles Lipovetsky señala que quien no tiene trabajo en una sociedad mercantilizada está en riesgo de convertirse en un “residuo humano” (concepto que toma de Zygmunt Bauman). “La novedad –apunta– es que el trabajo ya no constituye el centro absoluto de la existencia porque la gente tiene otras prioridades”. (1)La identidad –dice Lipovetsky– se construye hoy no solo desde el trabajo, pero tampoco sin él. Cuando el trabajo es abordado solo desde su aspecto económicamente productivo, y cuando ese abordaje está teñido además por el dogmatismo amoral de la rentabilidad, se produce la fusión entre ser y hacer, con sus consecuencias trágicas. Pero si la identidad de una persona no termina de constituirse sin un quehacer es porque, como apunta un ensayo de la revista Filosofía hoy redactado por su equipo, la acción es algo inseparable de la condición humana. (2)“El hombre es constitucionalmente hiperactivo”, afirma ese texto. “No importa cuántos individuos parezcan indolentes y pasivos. Es una impresión parcial. La hiperactividad conviene y ha convenido a la especie humana. Nuestros orígenes ancestrales premiaron la hiperactividad, basada en la secuencia de prueba, error, prueba, error… y seguimos siendo descendientes hiperactivos de una ruda lucha por la supervivencia”. A esta altura de nuestra evolución, podríamos decir que la acción ya no es solo un requisito de la supervivencia física, sino, en buena medida, de la existencial, psíquica y emocional. Dice Albert Camus, tan rico, profundo y único en su producción literaria como en su indagación filosófica existencialista, que cada obrero se empeña una y otra vez, cada día, en un mismo trabajo, de manera que su destino no es muy diferente del de Sísifo, condenado a llevar la piedra montaña arriba sin poder coronarla nunca. (3)Todos –nos recuerda Camus– estamos vivos en ese mito, y reconocerlo en nuestra piel nos obliga a encontrarle un sentido para que no sea un mero absurdo. Rollo May, nombrado en el capítulo anterior con su libro Amor y voluntad, retoma esa idea. “El mito de Sísifo está presente en el latido de mi corazón –escribe–, en todo cambio producido en mi metabolismo. Reconocer ese mito como nuestro destino significa comenzar a hallar un sentido en una fatalidad que de otra manera carecería de significación”. Solo cuando se pierde la noción y la voluntad de sentido, el trabajo es una condena. Pero sin la noción y voluntad de sentido, el condenado que huye lo hace hacia ninguna parte.

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TRABAJO, AMOR Y FELICIDAD El trabajo puede ser visto, y vivido, solo como un medio de subsistencia, de ganarse la vida. Cuando se reduce a eso, suele ocurrir que la vida “ganada” no siempre es satisfactoria. Hay un interrogante abierto: una vez “ganada” la vida desde lo material, ¿qué se hace con ella? Otra mirada sobre el trabajo es la que ve más allá de la supervivencia material (por abundante que esta sea) y contempla el desarrollo personal, la manera de estar en el mundo y convivir con los demás, los modos de experimentar el amor. Esta valoración del trabajo no ha estado siempre presente en la consideración humana. Fue hacia el siglo XVIII, centuria rica en aparición de nuevas ideas filosóficas, que el concepto de trabajo comenzó a convivir en las propuestas de los pensadores, con el de felicidad o el de amor. Hasta allí, había sido considerado el castigo derivado de los pecados de Adán y Eva, según la concepción católica, o como una fuente de indignidad, de acuerdo con los clásicos de la filosofía griega (Aristóteles dijo que ningún hombre que tuviera que ganarse la vida podía considerarse libre). El protestantismo reaccionó contra ello considerando que en cualquier tarea, aun en el barrido de un patio, podía asomar el alma de una persona. Pero ello no alcanzó a despojar al trabajo de cierta aura de condena y maldición con que se instaló en el escenario humano. Hasta entrada la modernidad (los últimos dos siglos de nuestra historia), no se concebía que se pudiera estar enamorado y casado al mismo tiempo, de la misma manera en que no era posible que se conciliaran, en el trabajo, el ganarse la vida con la realización de sueños esenciales y profundos. “Somos los encargados de demostrar dos creencias ambiciosas, que se puede estar enamorado y casado y que nos podemos realizar en un trabajo que disfrutamos”, sostiene el filósofo suizo Alain de Botton, autor de The Pleasures and Sorrows of Work [Los placeres y dolores del trabajo]. (4) De acuerdo con De Botton, en la sociedad de los mercados se da la paradoja de que todos corren y compiten temiendo quedarse afuera y extinguirse. “El resultado –reflexiona– es una gran riqueza combinada con un gran miedo y con una sensación de que se nos ha escamoteado la tierra prometida”. (5)Siempre trabajaremos –dice el filósofo–, porque la razón de hacerlo pasa menos por ganar dinero (aunque haya muchos que no ven más allá de ese horizonte limitado) que por alcanzar metas posibles en las cuales vayamos encontrando respuestas a las ansiedades inconmensurables que nos provocan las continuas preguntas de la vida. Cuando dos personas se levantan temprano y comparten una charla en la cocina mientras desayunan y se preparan para abordar sus tareas, participan de una de las pequeñas e invisibles rutinas cotidianas con las que el trabajo nos integra en el mundo para que lo transformemos, a través

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de una tarea que tenga trascendencia y sentido.

AQUÍ ESTÁN NUESTROS DONES El sacerdote John O’Donohue, cuyo Anam Cara mencioné anteriormente, cree que “sería hermoso si el lugar de trabajo fuera un lugar de inspiración donde se pudiera aplicar la propia creatividad a la tarea. Los dones particulares de cada uno serían bien recibidos y los aportes saltarían a la vista. Cada uno tiene un don particular. La vida es mejor cuando puede desarrollarlo y expresarlo en el trabajo”. Comparto esa creencia. He trabajado en ambientes así y también en los opuestos. No es igual lo que ocurre en el trabajo ni afuera, según sea el ámbito que se comparte, los valores que se conjugan, los vínculos que se enriquecen o empobrecen con diferentes actitudes. Todos necesitamos ser parte de algo. Cuando lo logramos, se multiplican nuestras fortalezas, el mundo las recibe, nuestro trabajo se hace visible no solo en la materia que modificamos (ya que no todo trabajo opera sobre lo material) sino en lo que hacemos con, por y para otros. Esa huella queda en el mundo, es indeleble. Por eso, importa qué rastro dejaremos. Esto no depende de jefes impiadosos, voraces y egoístas (que sobran), de culturas corporativas depredadoras e hipócritas que declaman lo contrario de lo que cumplen (un fenómeno extendido y habitual), de exigencias desmedidas o valores tergiversados (pan laboral de cada día). Como cuenta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido, durante sus cuatro años como prisionero en los campos de concentración nazis, nunca supo si al día siguiente le tocaría el horno crematorio o algún castigo demencial, pero tanto él como otros sí sabían siempre, aun en las más inhumanas condiciones jamás concebidas, que había una libertad única e inalienable que nadie les quitaría: actuar con dignidad en ese día, no traicionar sus valores, respetar al ser de al lado, no claudicar en los sueños (por imposibles o lejanos que parecieran) que se prometían para el día después de la pesadilla. Esas actitudes renovaban cada día el sentido de su vida.

ESLABONES DE UNA CADENA Esa misma libertad última existe en cada persona, esté donde esté, haga lo que haga. Hay factores en las condiciones y los ámbitos de trabajo (independiente o en relación de dependencia) que no dependen de uno. Y otros que sí. Entre estos, se cuenta la actitud con que actuamos ante aquello que no depende de nosotros. Todos, aunque no lo parezca o se nos olvide, trabajamos para alguien. Y siempre hay alguien trabajando para

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nosotros. En cada minuto de cada día de nuestra vida, usamos, tomamos, consumimos, recibimos algo que otros hicieron. Y hay algo (de lo que a veces no tomamos conciencia) que otros recibirán de nosotros. No es lo mismo saludar que no saludar, agradecer que no agradecer, responder que no responder, mirar que no mirar, escuchar que no escuchar. No es lo mismo caminar un paso con los zapatos del otro que no ponérselos nunca. Cada día en nuestra tarea, por razones muy sencillas, a veces obvias, o por complejos encadenamientos de factores, podemos mejorar o empeorar la vida de alguien. Además de otros caminos, lo hacemos a través de nuestro trabajo (rentado o no, independiente o dependiente, en empresas privadas o en reparticiones públicas). Olvidarnos de ello, no tomar conciencia sobre esto, no significa que no ocurra. Ocurre. Desde que estamos en el mundo, nuestra existencia genera consecuencias. Trabajar es una manera de estar en el mundo. Nadie, sino nosotros, es responsable de las consecuencias que provoca. Somos todos, como dice el filósofo James Rachels, agentes morales. El otro, el semejante, es el fundamento de la moral. Entre la moral y el sentido existencial, hay lazos estrechos. Y esos lazos se refuerzan o se deshilachan también (y a menudo sobre todo) en el trabajo. Intuyo que muchas de las ideas presentadas a lo largo de estas páginas pueden ser rebatidas o descalificadas bajo el pretexto de que, en la sociedad en que vivimos y en tiempos esforzados y difíciles, todo esto es utópico, romántico e ingenuo. Que, en definitiva, cada uno trabaja en lo que puede, trabaja como puede, hace lo que puede, y la mayoría de las personas no están para andar dándole vueltas al asunto. He oído a menudo estos argumentos, me he topado con ellos. Los atribuyo a uno de los fenómenos más decepcionantes y perniciosos del pensamiento contemporáneo: la pereza mental. A ella se debe la resignación con que muchas personas, más allá de sus condiciones sociales o económicas, viven sus vidas. Sin coraje y sin imaginación. Solo transitándolas, sin explorarlas. Abonadas al pensamiento tibio, que no exige riesgos ni cuestionamientos, refugiándose en la ilusoria seguridad que promete la manada, abandonando la gestión activa, protagónica y responsable del propio destino. Quien cuece el pan con indiferencia –dice Jalil Gibran– pone en la mesa un pan amargo, quien pisa la uva de mala gana pone veneno en el vino, quien canta sin amor puede tener la mejor voz pero no será escuchado por ningún corazón. El trabajo –anuncia el poeta– es un camino que puede llevarnos a los más íntimos secretos de la vida o dejarnos en sus márgenes. Quien vive el trabajo como desgracia será desgraciado, independientemente de lo que haga y de cuánto recoja en términos materiales. “Estar ocioso –escribe Gibran– es ser extranjero de las

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estaciones y apartarse de la procesión de la vida”. Hay quienes están ociosos aunque tengan trabajo. Y hay quienes están ociosos a su pesar. Sin embargo, también a ellos les aguarda una tarea y su trabajo es encontrarla. ¿Qué es aquello que estás destinado a hacer?, nos pregunta la vida a cada uno de nosotros. No lo hace de una vez y para siempre. Mientras vivimos, renueva el interrogante cíclicamente (todo es cíclico en la vida). A veces, no hemos hecho aún lo que debíamos. Otras veces, ya lo hemos realizado y un nuevo empeño nos ha sido destinado. Muchos hacen lo que les gustaría hacer y se sienten felices. Otros hacen lo que siempre desearon y no están satisfechos. Muchos odian lo que hacen porque no es lo que les gusta. Otros no hacen lo que les gusta pero han aprendido a que les guste lo que hacen. “La labor que estamos destinados a realizar en este mundo puede tardar toda una vida en develarse”, reflexiona Thomas Moore en Un trabajo con alma. En efecto, puede tardar toda una vida y todos los trabajos de esa vida. El filósofo francés Edgar Morin recuerda que, desde hace 50 mil años, el Homo sapiens se ha dispersado por todo el planeta y que su humanidad se hace consciente a través del trabajo, con participación del individuo y de las sociedades. Es el trabajo –recuerda Morin– el que le ha permitido al ser humano diversificar las culturas y, finalmente, tener, como tiene, una identidad planetaria. (6)A los economistas se les suele dar por decir que el trabajo es un bien escaso, sobre todo en tiempos de colapsos producidos por la mala praxis económica de la que ellos mismos son responsables. Con la misma impunidad, dicen que no hay alimentos ni espacio para todos en el planeta. Es la visión egoísta de quienes ven a los otros como medios y tienen como fin el acaparamiento voraz para una vida sin sentido. Sin embargo, vivimos en un planeta generoso, que tiene nutrientes para todos sus hijos. Vivimos en un planeta pequeño en el universo y enorme para nuestros movimientos. Y hay trabajo para todos, porque a través del trabajo trascendemos como personas y honramos al planeta que es nuestra casa. Que no lo estemos haciendo así no nos libera de la responsabilidad. Nos deja pendiente la tarea. Somos humanos y trabajamos. Trabajar nos hace humanos. Los seres humanos necesitamos autorrealizarnos en una sociedad de congéneres que nos contiene y nos identifica. Cuando no trabajamos, esa necesidad es carencia. Como las plantas, necesitamos riego. Como ellas, languidecemos y morimos sin él. El riego de la convivencia, de la comunicación, de la interacción, del amor. Cuando hacemos, regamos y somos regados. La planta que recibe agua, aun la planta más seca y agonizante, generosamente abre y eleva sus hojas, expresa su vida. Para eso trabajamos, aun en jardines azotados por las plagas de la voracidad, de la

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impiedad, del egoísmo y de la inmoralidad. Podemos crear mejores jardines. Trabajamos para mantener girando la rueda de la vida. Trabajamos para vislumbrar en nuestra tarea el sentido de nuestra existencia. Trabajamos para dejar el mundo mejor que como lo encontramos. Trabajamos para expresar nuestro amor y nuestros dones. Trabajamos para encontrarnos de un modo fecundo con nuestro prójimo y confirmarnos mutuamente. De cada uno de nosotros depende que aquello que hacemos y el modo en que lo hacemos respondan a estas razones y las honren.

1. “El mercado se ha vuelto obeso”, en Perfil, Buenos Aires, 18 de diciembre de 2011. 2. Nº 1, Madrid, 2011. 3. El mito de Sísifo, Buenos Aires, Losada, 1999. 4. Londres, Hamish Hamilton, 2010. 5. Entrevista de Beatriz Barco en la revista Mente Sana, nº 53, Barcelona, septiembre de 2010. 6. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Barcelona, Paidós, 2011.

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Índice Portada Legales Dedicatoria Cita Introducción. El peor y el mejor trabajo 1. Matarse trabajando: informe desde el campo de batalla 2. La alquimia transformadora del trabajo 3. Si es recurso no es humano: la persona como medio 4. Esclavos modernos: conectados y sin memoria 5. Lo que hacemos y lo que el trabajo nos hace 6. ¿Para qué trabajamos? Hay respuestas felices 7. Vocación, responsabilidad y espiritualidad: tres herramientas básicas 8. Trabajo y descanso: el mutuo sentido 9. Nuestro trabajo, una huella en el mundo

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