Obras. III, El racionalismo : Descartes y Espinoza
 9788481648812, 8481648817

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Obras Volumen III El racionalismo. Descartes y Espinosa Sergio Rábade Romeo Edición de María Luisa de la Cámara

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© Editorial Trotto, S A , 2006 Ferroz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 ó 1 Fax: 91 543 14 08 E-mail: [email protected] http://www.1roMa.os Sergio Róbade Romeo, 2006 © Mario Luisa de la Cámara, pora la edición, 2006 ISBN: 84-8164-532*X (Obra completa) ISBN: 84-8164-881-7 (Volumen III) Depósito Legal: M-4 7.480-2006 Impresión Tecnología Gráfica, S.L.

CO NTENIDO

Prese litación: María Luisa de la Cám ara .......................................................

9

Siglas utilizadas ..................................................................................................

33

Método y pensamiento en la modernidad.....................................................

35

Renato D escartes................................................................................................

145

Dios y el problema del criterio en D escartes................................................

157

Descartes y la gnoseología m oderna...............................................................

177

Espinosa: razón y felicidad...............................................................................

329

Función del cuerpo en la dinámica afectivo-pasional en E spinosa..........

513

Libertad metafísica y libertad cívico-política................................................

523

Necesidad y contingencia: razón y libertad...................................................

537

índice de autores citados ....................................................................................

547

índice general .......................................................................................................

551

El proyecto editorial de Obras de Sergio Rábade consagra el volumen III a sus principales trabajos sobre racionalismo. En particular constituye una referencia obligada el conjunto de los siguientes libros: Método y pensamiento en la modernidad —un estudio sobre la importancia del método en este período—, Descartes y la gnoseología moderna, obra concebida, según su autor, como el pago de una deuda contraída tiempo atrás con el filósofo francés— y Espinosa: razón y felicidad — espléndi­ da exposición del pensamiento de Spinoza escrita desde una perspectiva poco habitual en la época, donde el conocimiento de este filósofo que­ daba prácticamente reducido a sus textos racionales— . Junto a estos li­ bros, y entre ellos, hemos intercalado también cinco estudios que abor­ dan cuestiones puntuales de gran importancia en estos autores: «Renato Descartes», «Dios y el problema del criterio en Descartes», «Espinosa: Libertad metafísica y libertad cívico-política», «Función del cuerpo en la dinámica afectivo-pasional en Espinosa» y «Necesidad y contingencia: razón y libertad», lo que en conjunto integra un repertorio extraordi­ nariamente representativo del quehacer filosófico de Rábade sobre el racionalismo francés y holandés del siglo xvn. Estos trabajos no pre­ tenden agotar la amplísima temática asociada a esta corriente filosófica, enormemente compleja y muy extensa en cuanto a su producción, pero proporcionan un espléndido marco para el estudioso del pensamiento moderno, por cuanto proporcionan un proyecto crítico que se remonta a los orígenes de la modernidad filosófica para beber en sus fuentes y descubrir sus fundamentos. Método y pensamiento en la modernidad, dada a la imprenta en 1980 y publicada por Narcea en 1981, fue objeto (según explica su autor en la Nota preliminar) de un «curso de doctorado impartido en el año académico 1976-1977». Dicho curso, al que tuve el honor de asistir como alumna, dejó una impronta extraordinaria en mi formación influyendo en mis primeros trabajos que acogían hasta en el propio títu­ lo las enseñanzas del profesor (en efecto, mi Memoria de Licenciatura, que serviría de base para una posterior Tesis Doctoral llevaba por título Método y sistema en Spinoza). Cuando apareció Método y pensamiento en 1981, hacía ya diez años que Rábade había publicado Descartes y la

gnoseología moderna (G. del Toro, Madrid, 1971). Éste es un libro que todos los estudiantes de mi generación leimos con detenimiento en un momento u otro de nuestros estudios, llegando a ser como un manual de filosofía cartesiana. Se trata, en efecto, de una obra muy especial, in­ tencionadamente «cartesiana», y no sólo por la temática del libro, sino también debido a la racionalidad de su trazado y a su claridad expositi­ va. Obra de «fondo de biblioteca», este libro es un excelente instrumen­ to de trabajo, porque, además de pormenorizado estudio monográfico, contiene un importante archivo con los textos más representativos de la filosofía cartesiana. Con posterioridad a estas dos obras vio la luz un libro muy esclarecedor para quienes deseaban acercarse a Spinoza desde la lectura rigurosa de sus textos. La aparición de Espinosa: razón y felicidad (Cin­ cel, Madrid, 1987) animó la renovación de los estudios spinozistas en nuestro país iniciada en torno a los años setenta. Y fue acogido con gran expectativa por muchos espíritus interesados en el pensamiento del filó­ sofo holandés. La mejor prueba de su éxito fueron las reimpresiones de 1992 y de 1995, así como las abundantes citas que se han hecho de sus frases en tesis y trabajos especializados. Este libro continúa iluminando hoy a muchos estudiosos. Al determinar el orden de las obras de Rábade que integran el pre­ sente volumen, hemos adoptado un criterio temático y no cronológico —igual que en los volúmenes I y II— , lo que explica que no sea la publicación de 1971, Descartes y la gnoseología moderna, la que enca­ beza nuestra edición, sino Método y pensamiento en la modernidad que, aunque aparecido en 1981, responde a un planteamiento más general. Detrás de esta obra hemos intercalado el estudio «Renato Descartes» (1995), que presenta la figura del filósofo francés como uno de los ges­ tores de la moderna Europa. Después «Dios y el problema del criterio en Descartes» (1967), donde Rábade formula en términos muy precisos el «conflicto» por la primacía entre los criterios gnoseológicos de la idea clara y distinta y el Deus veracissimus, aportando una solución novedosa. Inmediatamente detrás, la monografía sobre Descartes; y tras ella el Espinosa: razón y felicidad. A continuación hemos insertado tres estudios que afectan a cuestiones nodulares y especialmente polémicas de la filosofía spinozista: «Función del cuerpo en la dinámica afectivo-pasional en Espinosa», que fue objeto de la ponencia inaugural del Congreso Internacional sobre «El gobierno de los afectos en Spinoza» celebrado en Madrid (2001)1. El artículo titulado «Libertad metafísica 1. Los coordinadores de dicho Congreso fueron Eugenio Fernández, Francisco José Martínez y María Luisa de la Cámara. Las Actas han sido publicadas por la editorial

y libertad cívico-política», presentado en el Congreso Internacional de Almagro sobre la Etica de Spinoza (1990)2, plantea el problema deriva­ do del empleo de dos nociones diferentes de libertad en este filósofo. Por último «Necesidad y contingencia: razón y libertad», conferencia pronunciada en el Congreso Internacional «Spinoza: De la física a la historia», celebrado en Ciudad Real en 20053 y representa la, hasta la fecha, última lección de Rábade sobre Spinoza. Sobre la conveniencia de respetar en el presenté volumen de sus Obras la lengua original de los filósofos o traducir los textos al castella­ no, hemos optado por seguir el criterio del propio Rábade en las versio­ nes originales de sus escritos: poniendo en latín y francés los textos que él citó en esas lenguas y dejando en castellano los pasajes que él consi­ deró que se entenderían mejor traducidos, bien por él mismo (lo que su­ cede en la mayor parte de los casos) o bien extraídos de alguna versión de su confianza. Ese mismo criterio se ha seguido para los fragmentos textuales de autores extranjeros que figuran en las notas a pie de página. Nuestro trabajo ha consistido, pues, en leer una vez más estas obras, en corregir cuando ha hecho falta alguna errata, sin alterar el conteni­ do de las anteriores ediciones, y en disponer el texto de la forma más conveniente para facilitar su lectura. La tarea que me encomendaron los directores del proyecto editorial de Obras de Sergio Rábade ha sido para mí una experiencia estimulante a la vez que una labor gratísima de la que me siento responsable ante el autor y los lectores. La presentación de Método y pensamiento en la modernidad requie­ re pocos circunloquios. Se trata de un libro que examina, según anuncia el título, una problemática fundamental en la filosofía moderna como es la reflexión sobre el método, llegando a ser esta preocupación una de las características más representativas del período. Considerando que la temática del método es una cuestión muy amplia, Rábade opta por de­ tenerse en aquellos aspectos del tema que tienen particular interés. De este modo vertebra su proyecto en torno a la conexión medular entre el método teorizado por cada pensador, el efectivamente practicado y su filosofía, lo que permite trazar una suerte de relación dialéctica entre estos dominios.

Trotta, en coedición con la Universidad Complutense de Madrid, con el título El gobierno de los afectos en Baruj Spinoza. 2. Las Actas de este Congreso fueron objeto de la edición preparada por Atilano Domínguez: La Etica de Spinoza. Fundamentos y significado, Servicio de Publicaciones de la UCLM , Cuenca, 1992. 3. El Congreso Internacional «Spinoza: De la física a la historia» fue coordinado por Julián Carvajal, con la colaboración de Francisco José Martínez y M aría Luisa de la Cámara. Las Actas con los trabajos presentados están en curso de edición.

El autor inicia su reflexión con un interrogante: ¿método o métodos? Las respuesta se intuye compleja y queda articulada en torno a cuatro grandes apartados: «El nuevo contexto histórico y problemático», «Las definiciones del método», «Los grandes tópicos metodológicos» y «Las grandes formas del método: análisis y síntesis». El autor, como suele ser habitual en sus otros trabajos, comienza por enmarcar históricamente la cuestión: la preocupación por el método nace del impulso renovador de los siglos XVI y x v i i , una vez agotadas las posibilidades de la via antiqua (la silogística aristotélico-escolástica) como instrumento del nuevo saber. Mas la fundamentalidad del método no quedaría suficientemente probada, si su justificación se limitase a la historia. Por lo que resulta obligado completar el punto de vista histórico con un enfoque internalista. Desde esta atalaya Rábade dibuja un vasto panorama: la meta a la que aspira el nuevo saber (la verdad), la necesidad de adaptar el método a quien ha de utilizarlo (el sujeto), el análisis del medio donde va a ser aplicado (las ideas) y su valoración en términos de legalidad, una lega­ lidad auspiciada por la propia razón en su ejercicio (arquitectónica). Éstos son los temas tratados en la primera parte del libro. La segunda parte, titulada «Definiciones de método», despliega ante el lector un rico muestrario de las concepciones metodológicas desa­ rrolladas por autores modernos, desde Bacon a Spinoza, pasando na­ turalmente por Descartes, Pascal o Port-Royal. Como la especificidad de sus planteamientos es deudora de las cosmovisiones defendidas por cada uno de estos filósofos, el examen obliga al autor a analizar sus res­ pectivas teorías sobre el saber, el sujeto de conocimiento, la noción de verdad, la realidad y Dios. Rábade justificará en el curso de su reflexión esas «oscilaciones pendulares» que experimentó la noción de método en la época. En la III parte del libro se incluye un listado de los lugares comunes que suelen aparecer en los métodos modernos. Con particular deteni­ miento se estudian aquellos tópicos que figuran de forma explícita en sus obras como son la razón y el orden, el matematicismo, la primacía de lo simple y la scientia universalis. Por fin, en la última parte de Método y pensamiento, se examinan los procedimientos más practicados durante el período moderno: el análisis y la síntesis. Su interés como objeto de reflexión es manifestado por los propios filósofos en sus textos y en la correspondencia. Descartes y la gnoseología moderna es un libro honesto y muy esclarecedor. En la «Introducción» se apuntan datos relevantes de la bio­ grafía cartesiana. E inmediatamente, tras un inevitable alto en las Re­ glas (obra inacabada, redactada hacia 1628) y el Discurso (publicada en 1637), por cuanto estas dos obras contienen la doctrina cartesiana

sobre el método, Rábade explora con detalle las Meditationes de prima philosophia (obra que vio la luz en 1641), con el fin de analizar el mé­ todo efectivamente practicado por Descartes en la investigación de las verdades últimas de la filosofía. Se trata, pues, de un estudio monográ­ fico donde se puede comprobar esa dialéctica método-sistema de la que hablábamos en párrafos anteriores. El vigor de esta obra cartesiana y su repercusión en toda una tradición de pensamiento son subrayados por Rábade en estos términos: Una obra fundamental, desde la que cobran sentido y profundidad todas las demás. El racionalismo posterior tiene en ellas una especie de código del filosofar. Por mucho que se aparten de Descartes, es desde las Meditaciones desde donde hay que entender a Malebranche, e incluso a Espinosa y a Leibniz. Kant seguirá la temática del ego cogito y Husserl tomará de aquí el título de su obra nuclear Meditaciones cartesianas. Son sólo unos ejemplos Y creemos que bastan por significativos. Si fuera posible suprimir las Medi­ taciones de Descartes, habría planos enteros del pensamiento moderno que perderían cuando menos su sentido histórico (Introducción).

En cualquier caso, es evidente que las Meditaciones de Descartes representan para Rábade un genuino paradigma de las complejas rela­ ciones entre método y pensamiento. El lector puede descubrir en ella la espiral de contenidos que desempeñan a su vez un papel heurístico, porque «el plan básico de la obra es fundamentar las certezas de la meta­ física [...] Ahora bien estas certezas necesitan una fundamentación para devenir auténticas certezas, después, a partir de ellas se pueden inferir otras certezas» (Ibid.). El inicio de la reflexión es la duda cartesiana y su función gnoseológica, mostrando cómo se gesta desde ella la primera certeza, que fun­ damentará sólidamente el sistema. Pues si, atendiendo al contenido, el cogito cartesiano es la piedra angular de su filosofía, por la forma clara y distinta con que la mente lo concibe, el cogito es también modelo del pensar; y, en esa medida, la clase de idea por excelencia que aspira a concebir la razón auxiliada por el método. El recorrido por los textos de la III Meditación aproximará al lector a las dificultades con que se enfrentaba Descartes, ya que claridad y distinción constituyen un criterio intrínseco de la verdad de las ideas (criterio inmanente al propio pensar), pero su valor no es ilimitado — pues la mente aspira a conocer algo distinto de su propia actividad— . Entonces, la conquista de esas otras verdades reclama la existencia de un ens veracissimum que garantice la objetividad de las ideas: el recurso a Dios resulta inevitable, si se quieren mantener las expectativas acerca del conocimiento cierto de lo real. Ahora bien, cabe preguntarse con Rábade: ¿existe o no en la filosofía cartesiana un primado por parte de

uno de estos dos criterios, el interno de las ideas claras y el externo del Deus veracissimus} ¿se da una interna circulatio entre uno y otro? El autor ensaya una respuesta novedosa a estos interrogantes en el artículo «Dios y el problema del criterio». Las Meditaciones quinta y sexta son el objeto del capítulo VI del libro, donde Rábade acompaña y guía al lector en ese viaje cartesiano desde la conciencia del sujeto hacia la res extensa. Los capítulos VII y VIII poseen un acentuado tono crítico y proporcionañ un balance de la contribución cartesiana a la historia de la filosofía, así como una re­ lación de los puntos más oscuros de su gnoseología. Pone fin a la obra la comparación de las aportaciones de Descartes con las de Espinosa (quien subordina la gnoseología a la metafísica) y Leibniz (quien intro­ duce importantes modificaciones en los registros cartesianos relativos a Dios y a la conciencia). Como es sabido, estos dos filósofos, aunque herederos de la tradición cartesiana, orientarán su pensamiento hacia otros derroteros filosóficos. La inclusión a pie de página de numerosas notas conteniendo citas textuales de las Oeuvres de Descartes (edición de Adam &c Tannery) y referencias constantes a estudios y monografías elaborados por espe­ cialistas de primera línea (como Beck, Brunschvicg, Guéroult, Gouhier, Gilson, Hamelin, Laporte, Ród) dotan al libro de un aparato crítico riguroso, muy útil como instrumento de trabajo. El tercero de los libros que forma parte del volumen, Espinosa: ra­ zón y felicidad, fue una obra muy pensada y, sin duda, muy leída, como lo acreditan las reimpresiones de 1992 y de 1995. Su importancia en la filosofía de habla hispana es enorme si se tiene en cuenta que cuando se publicó por primera vez escaseaban las monografías sobre Spinoza en castellano, aunque existía una nutrida bibliografía en otras lenguas. Especialmente a partir de 1977, con motivo de la celebración del tercer centenario de la muerte del filósofo, el profesor Rábade imprimió desde las aulas un impulso renovador a los estudios sobre Spinoza y el spinozismo en nuestro país con fecundos resultados. El Espinosa de Rábade, ajustado como estaba a las exigencias de una colección filosófica, no es un libro de grandes dimensiones pero sí es un gran libro. Y lo es porque satisface cumplidamente un plantea­ miento ambicioso: la exposición de los aspectos fundamentales de la filosofía de Spinoza. Tras una primera parte, consagrada a la epistemo­ logía y gnoseología, el libro se completa con otras dos destinadas a la exposición de la metafísica spinozista y a la filosofía moral y política. De este libro puede decirse que está estructurado con solidez, escrito desde la más estricta fidelidad a los textos del holandés y que ha contribuido a la renovación de los estudios spinozistas en nuestro país (que estaban

anclados en el pasado) abriendo vías nuevas de reflexión. La obra no pretende agotar todos y cada uno de los temas tratados por Spinoza, pero los presenta en toda su radicalidad y los sistematiza; ni tampoco busca la solución fácil de los problemas. El profesor Rábade se preocu­ pa, más bien, por mostrar la complejidad de la filosofía de Spinoza sin ocultar las dificultades de su pensamiento. Espinosa: razón y felicidad es una ayuda eficaz para la lectura y comprensión del sistema spinozista, una eficaz guía docente que acompaña al lector de h*oy en su diálogo con el filósofo. Como parte de una colección dedicada al pensamiento de grandes filósofos, el libro respondía en origen a determinados imperativos de la editorial hoy inexistentes, por lo que nuestra edición ha suprimido el Glosario de términos y los Textos para comentario que entonces intro­ dujera el autor. Y como contrapartida ha incorporado a pie de página las notas con citas textuales, comentarios y bibliografía. En suma, los libros y estudios de Sergio Rábade sobre el raciona­ lismo recogidos en el presente volumen constituyen la aportación de conjunto más valiosa del pensamiento español actual a esta parte de la historia de la filosofía moderna. Por ello no quisiera dar por terminada esta presentación sin justificar de alguna manera la contribución de es­ tos trabajos al debate contemporáneo sobre razón y modernidad. Sergio Rábade y la modernidad: espacios de racionalidad y formas de vida La perspectiva adoptada por Rábade en sus obras sobre el racionalismo evidencia la sólida vinculación existente entre modernidad filosófica y gnoseología, condicionando aquel período de la historia del pensamien­ to al ejercicio de una reflexión sistemática sobre la naturaleza, posibi­ lidad y límites del conocimiento humano. Sólo hay que reparar en el título de los dos primeros libros del volumen III, y asomarse fugazmente a sus páginas, para percibir el propósito que gobierna estas obras y que no es otro que la fundamentación y análisis crítico de dicha conexión. La certeza proporcionada por los textos y los argumentos esgrimi­ dos son tan sólidos que no se puede negar que la modernidad filosófica, en cuanto forma nueva de reflexión, se inaugura solemnemente con Descartes, «padre» del pensamiento moderno4 e inventor de esa maqui­ naria filosófica que es el racionalismo. 4. Rábade denomina a Descartes «mascarón de proa de la modernidad» (infra, p. 155). En «Renato Descartes» dice del filósofo: «Espíritu inquisitivo, buscador afanoso de verdades, abre la auténtica historia de la filosofía moderna, enrutándola por los senderos

La naciente forma de pensar creció en terreno fértil y pronto se manifestó rebosante de posibilidades, materializando sus reflexiones en un género de discurso filosófico que habría de convertirse en referencia obligada tanto para sus partidarios como para sus adversarios. Lo que explica que la mayor parte de los rasgos que definen la filosofía car­ tesiana figuren también, de un modo u otro, en todo el pensamiento moderno impregnándolo de «espíritu cartesiano». Recordemos algunos de los lugares comunes de este pensamiento: — Una decidida voluntad de ruptura con el saber heredado de la tradición medieval y renacentista, junto al «optimismo» generado por la naciente prosperidad económica, mueven al filósofo moderno a buscar un tipo de ciencia más exacta y orientada a lo útil. Se encomienda la eje­ cución de esta tarea a la razón, más atenta al descubrimiento de la verdad que a procurar la corrección del pensamiento. En esta búsqueda de la verdad, el método se revela como el instrumento por excelencia. Lo que lleva como consecuencia la propuesta de métodos alternativos frente a los hábitos lógicos del mundo medieval. — El valor gnoseológico asignado por la filosofía moderna a los facta rationis y a los facta experientiae en la elaboración de la nueva ciencia, que depende a su vez estrechamente del valor atribuido al hombre en el proceso de conocimiento. Esto explica el primado de la subjetividad, pues el protagonismo del yo determina eso que Rábade ha denomina­ do «imperativo de retracción al yo». En el ejercicio de la reflexión el sujeto descubre diversos registros en el pensamiento, y, ante todo, se encuentra con las ideas, mediadoras entre la realidad y la actividad de pensar. Por eso la gnoseología moderna —tanto racionalista, como empirista— es una gnoseología de ideas: de las ideas de un sujeto, lo que le obliga a emprender la reforma del entendimiento con el fin de disponer adecuadamente la mente, habitáculo de las ideas. — En cuanto a la verdad, objetivo de todo conocimiento riguroso, es preservada por la certeza, es decir, por una fuerte adhesión de la mente a determinadas ideas: lo que puede derivar (por el subjetivismo de toda representación) en un cierto fenomenismo. A su vez la certeza es el estado de óptima reflexividad del conocimiento y ampara una no­ ción de la mente semejante a un espejo, o a un escenario donde figuran los personajes. — La culminación del proyecto moderno se alcanza con la elabo­ ración de una teoría del conocimiento capaz de sistematizar el funcio­ namiento de la razón con el fin de servirse técnicamente de ella: La «arquitectónica» de la razón dará cumplimiento al programa ilustrado del pensamiento, de la reflexión, del análisis de la conciencia y de la potenciación del yo como centro y fundamento del quehacer filosófico» (op. cit., p. 148).

de la modernidad. Kant afirma con orgullo: «El hecho de que el hom­ bre pueda tener una representación de su yo le realza infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra» (Antropología práctica). Dicho esto sobre la idiosincrasia del pensamiento moderno, es for­ zoso hacer una precisión: pues si bien la presencia de este «espíritu» está garantizada en autores inmediatamente posteriores a Descartes, de ello no se sigue que acepten sin más la integridad de su sistema filosófico. Por otra parte, no hay que olvidar que los rasgos identificativos del dis­ curso cartesiano se inscriben en un contexto de pensamiento más am­ plio: una nueva conciencia de tiempo histórico enmarca el pensamiento occidental desde el Renacimiento5. Precisamente nuestra interpretación refiere el afán de novedad que emana del «espíritu cartesiano» —-alma mater de la filosofía moderna6— a la «Modernidad cultural». Con esta expresión no se designa ahora a la filosofía del siglo xvn, ni el término tiene ya un significado cronológico. La «Modernidad cultural» alude a un extenso repertorio de valores y temas que nacieron de esa nueva «conciencia histórica», valores asociados a la perfectibilidad del hombre y al progreso, y vinculados con la racionalidad y con la experiencia. La «Modernidad cultural» es la empresa productora de los grandes discur­ sos de fundamentación que se quieren (libres de mitos y fantasías) go­ bernados sólo por el afán de transparencia y por el rigor del pensamien­ to, es la gran valedora de la autonomía de la acción, la defensora de las libertades cívico-políticas y la promotora de una sociedad secularizada. La que funda la paz como un derecho de la humanidad7 al tiempo que hace posible «una cultura de la guerra»8 Ahora bien, a la par que la cultura moderna acomete estas tareas, la filosofía estrena una modalidad nueva de discurso cuyo objeto es el 5. Habermas considera que estos límites son aún demasiado estrechos: «la gente se consideraba moderna durante el período de Carlomagno, en el siglo xn, [...] pues el térmi­ no «moderno» aparecía y reaparecía exactamente en aquellos períodos de Europa en los que se formaba la conciencia de una nueva época por medio de una relación renovada con los antiguos...» («Modernidad versus posmodcrnidad», en J. Picó [coord.], Modernidad y posmodernidad, Alianza, Madrid, 1988, p. 88). 6. «La modernidad inaugurada por Descartes es una modernidad centrada en la razón, en la que la racionalidad de los saberes no es una racionalidad que descubrimos en las cosas, sino una racionalidad impuesta desde la razón» («Renato Descartes», supra, P - 149>7. Cf. Julián Carvajal, «En la cumbre de la modernidad: fundación de la paz como un derecho de la humanidad», en A. Hernández y J. Espinosa (coords.), Modernidad y posmodernidad, UCLM, Cuenca, 1999, pp. 31-60. 8. Expresión que ha de tomarse en sentido amplio: como cultura que aspira a la excelencia y a lo mejor, y que requiere competencia y dominación. El término, utilizado por F. M ayor Zaragoza, ha sido objeto de comentario crítico por Reyes Mate en «Pensar de nuevo la política», Modernidad y posmodernidad, cit., pp. 15-29.

examen crítico de sus propios logros y limitaciones. La modernidad deviene así objeto de reflexión filosófica, lo que propició inacabables debates — del que son un claro ejemplo los sostenidos en el último siglo. Para un pensador tan entrenado en estas lides como Jürgen Habermas9: «la modernidad queda elevada a tema filosófico desde finales del siglo XVIII». Hegel habría sido el primero en dar un tratamiento sistemático a la cuestión, incorporándola a la dialéctica del Espíritu .y otorgándole el estatuto de problema filosófico por excelencia. Yo no me opongo a la tesis habermasiana, mas creo que se podría revisar la fecha propuesta por él, adelantando al siglo XVII los primeros ensayos en los que se produce de forma explícita un género de discurso filosófico que reflexiona críticamente sobre la modernidad (identifica­ da, a la sazón, con la filosofía de Descartes). Hay evidencias de ello en los textos de Spinoza, cuyos escritos (tanto libros como fragmentos de la Correspondencia) están salpicados de observaciones ambivalentes hacia la filosofía cartesiana así como de críticas a su pensamiento por haber malversado un proyecto inicialmente renovador. Desde esta ópti­ ca, la filosofía de Spinoza representaría frente a la de Descartes —aun­ que partiendo de su mismo «espíritu»— una expresión renovada de la modernidad y acaso también más radical por su propósito de refundar la filosofía comprometiéndola en la conquista de la beatitud. Una justifi­ cación exhaustiva de esta afirmación nos alejaría del propósito principal de estas páginas; mas no se deben minimizar las consecuencias de todo esto para nuestro propósito: Rábade ha sabido valorar la contribución de Spinoza al racionalismo pero sin reducirlo a sus textos «racionalis­ tas» (cosa bastante habitual en la época según la moda difundida por Brunschvicg10). Las pruebas están en sus escritos: allí donde se habla de límites del geometrismo, del conflicto entre necesidad y libertad, de la urgencia de completar las grandes categorías estructurales del sistema con otras funcionales más próximas a cada ser humano concreto. Allí 9. E l discurso filosófico de la Modernidad, Tecnos, Madrid, 1989, p. 9. Y también: «Fue Hegel el primer filósofo que desarrolló un concepto claro de modernidad; a Hegel será menester recurrir, por tanto, si queremos entender qué significó la interna relación entre modernidad y racionalidad» (p. 15). Arroja mucha luz sobre esta cuestión la com­ paración entre Spinoza y Hegel. Además del libro de P. Macherey —Hegel ou Spinoza (1979)—, este tema ha sido tratado entre nosotros en repetidas ocasiones. Los últimos estudios sobre ello: J. M. Artola, «La crítica hegeliana a la filosofía de Spinoza», en Ana­ les del Seminario de Metafísica (1992); E. Fernández, «Hegel ante Spinoza: un reto», en Anales del Seminario de Metafísica (1981); H. C. Lucas, «Spinoza en la Lógica de Hegel»», en Estudios sobre Kant y Hegel (1982); V Peña, «Eternidad y temporalidad en Spinoza, hacia Hegel», en Estudios sobre filosofía moderna y contemporánea (1984); J. de Salas, «Hegel y Leibniz frente a Spinoza», en Anales del Seminario de Metafísica (1975) y R. Zurro, «Spinoza en Hegel: la mediación de Jacobi», en Cuadernos del Seminario Spinoza (2004). 10. Supra, p. 342n.

donde se apela al entendimiento entre razón e imaginación, donde se habla de la importancia del cuerpo, de la integración de la potencia de cada cosa con la de las demás, allí donde se reclama la importancia de la vida civil incluso para el sabio y donde la teoría del amor auspicia el encuentro de razón y felicidad. a)

Rábade ante Spinoza, el método cartesiano y el fundamento de la filosofía

La deuda de Spinoza con Descartes y su posterior distanciamiento de él11 ha sido señalada sin ambigüedad por Rábade y justificaría su inclu­ sión entre los discursos críticos sobre la modernidad. Las discrepancias entre los dos filósofos modernos se anunciaban en el Tractatus de inte­ llectus emendatione (DIE) y se prolongan en los Principia Philosophia Cartesiana-Cogitata Metaphysica (PPHC-CM) y en la Ethica, siendo al mismo tiempo materia de discusión en la correspondencia. El DIE (obra inacabada, escrita entre otoño de 1661 y el verano de 1662), tiene como horizonte de referencia diversas cuestiones de índole metodológi­ ca, que habían sido tratadas también por esos dos pilares de la filosofía que son Bacon y Descartes. Spinoza —como todo hombre culto de su tiempo— conocía sus trabajos. En su biblioteca figuraban El discurso del método (1637), la lógica de Port Royal y algunos otros tratados sobre el método12. El Tratado de la reforma es un escrito pensado para un tipo de lector familiarizado con esos dos filósofos y ha sido considerado como una especie de «Prólogo» a «su filosofía» donde Spinoza justifica el plan de la Éticaxl. Pues bien, Rábade ha subrayado en su libro la conexión entre ambas obras defendiendo que «la Etica supone la concepción y realización de una vuelta reflexiva del entendimiento sobre sí mismo, así como la importancia de la idea verdadera y la necesidad de empezar por la idea de mayor pregnancia objetiva»14. En el DIE Spinoza no disimula sus reparos al método de Descartes. El filósofo francés había edificado el sistema del conocimiento sobre la evidencia del cogito; en su lugar, y con el firme propósito de refundar la filosofía, pone Spinoza aquel ser que es origen de todo lo real,

11. «C ’est dans sa méthode que consiste le spinozisme et c ’est elle que Ton peut confronter aux autres espaces théoriques de son époque — ou de la nótre» (P.-F. Moreau, Spinoza, Seuil, Paris, p. 19). 12. A. Domínguez dice: «nos consta que figuraban en la biblioteca de Spinoza las [obras] de Keckerman, Descartes, Clauberg, Arnauld/Nicole» (Spinoza, Tratado de la re­ forma del entendimiento, Introducción general, Alianza, Madrid, 1988, p. 32). 13. Tesis defendida por B. Rousset en Spinoza. Traité de la reforme de Ventendement, Vrin, Paris, 2002, pp. 15-16. 14. S. Rábade, Espinosa: razón y felicidad, supra, p. 383.

fundamento absoluto de la realidad y comienzo de su sistema. Precisa­ mente: «La mente se entiende tanto mejor, cuantas más cosas entienda sobre la Naturaleza [...] y alcanzará su máximo grado de perfección cuando fija su atención en el ser perfectísimo o reflexiona sobre él»15. El cambio operado por Spinoza respecto a Descartes no es pues una simple peculiaridad distintiva sino una auténtica mutación de la norma metafísica, que se proyectará sobre otros puntos de su filosofía, dando lugar a su vez a importantes transformaciones. Pues, terfiendo en cuenta los estrechos lazos que unen método y filosofía, la renovación del fun­ damento filosófico llevada a cabo por Spinoza se refleja de inmediato en el método de conocimiento porque el orden real afecta al orden de las razones. Spinoza traza con todo cuidado —y Rábade destaca bien ese trazado— una espiral epistemológica entre pensamiento, realidad y método: Dios, clave de bóveda del sistema espinosista, está ya presente en el m o­ mento de sentar la primera piedra del método. Aunque sobre este punto habremos de insistir, recordemos simplemente que, según él, aquí está el punto principal que distingue su método del de Descartes y de Bacon16.

Una vez establecido el fundamento, y habilitado el nuevo orden me­ todológico, Spinoza avanza un paso más con su rechazo de la doctrina de la verdad-correspondencia (de filiación escolástica) y de la noción cartesiana de certeza17. La verdad de una idea no es una cualidad «ex­ trínseca» por virtud de la cual la idea se asimila a su objeto, sino una propiedad «intrínseca» de las ideas adecuadas. El giro resulta decisivo, pues instaura una norma de verdad original, fundamentada «en el pen­ samiento mismo» y deducida «de la naturaleza del entendimiento»18. La noción de verdad dominante cede su puesto a otra dotada de mayor efi­ cacia genética y mayor potencia deductiva19. La verdad consistirá para Spinoza en la adecuación de las ideas (es decir, ideas que envuelven su causa), y la nueva norma garantiza eo ipso la adhesión (certeza) de la mente que las piensa. Con ello está denunciando el fracaso de esfuer­ zos que, como el cartesiano, buscaban ante todo la certeza del sujeto 15. Tratado de la reforma del entendimiento, trad. de A. Domínguez, Alianza, M a­ drid, 1988, p. 90. Las siglas DIE que aparecen en nuestro texto {De intellectus emendatione) corresponden a esta versión de la obra de Spinoza. 16. S. Rábade, op. cit., p. 364. 17. S. Rábade, op. cit., p. 309-310. 18. Muy sugerente al respecto: J. Lagrée (dir.), Spinoza et la norme, Les Belles Lettres, Paris, 2002. 19. S. Rábade, op. cit., pp. 416-417. Cf. J. Espinosa, Idea y verdad en Spinoza, UCM, Madrid, 1989. El estudio defiende la vertebración de la verdad en Spinoza entorno a la noción de idea adecuada.

cognoscente, y el consentimiento a un programa que, más que abrir horizontes al conocimiento, encerraba al yo en el círculo de la concien­ cia rozando peligrosamente el idealismo. En esta dirección apuntan las críticas de Spinoza a la duda de Descartes20 y justificaban su propuesta de comenzar a filosofar partiendo de cualquier idea vera. Spinoza confía en el poder de la mente para conocer a Dios aun sin saber con certeza «si existe algún sumo engañador: y, con tal que tengamos ese conoci­ miento, bastará para eliminar, como he dicho, toda duda que podamos albergar sobre las ideas claras y distintas»21. Todos estos cambios son deudores de una psicología nueva, donde la dinámica de entendimiento, imaginación y memoria, expresa siempre (aunque en diversos grados) la actividad productiva de la mente que ya no será explicada por recurso a las antiguas facultades del alma. La mente humana no es para Spinoza un espejo fiel de la realidad, pero tampoco un escenario, sino el laboratorio de producción de ideas. La reforma del entendimiento consiste en optimizar esta praxis con la ayu­ da de una preceptiva metodológica diferente a la recomendada por Des­ cartes. El DIE invita a la aplicación de nuevas reglas. Las divergencias de Spinoza22 con el método cartesiano, anunciadas en el DIE (1661-1662) fueron reconocidas públicamente dos años más tarde. Desde 1663 fueron admitidas en los PPC-CM. Más tarde el filó­ sofo volverá sobre ellas en la segunda parte de la Etica («De la natura­ leza y origen del alma») donde expone con rigor geométrico cuestiones metodológicas como la naturaleza del error, la crítica de los universales y de las nociones trascendentales, las funciones de la imaginación y del entendimiento y su noción de certeza23. Spinoza —ahora ya en abierta distancia frente a Descartes— redefine estas nociones cuyo significado obstaculizaba el correcto entendimiento de la conducta y del conoci­ miento humanos. El Prefacio de Meyer a los Principios de filosofía de Descartes co­ mienza alternando el elogio y la censura hacia Descartes24 y los car­ 20. Tratado de la reforma, cit., pp. 108 ss. Cf. S. Rábade, op. cit., p. 360. El autor considera que el rechazo de la duda abstracta y universal por parte de Spinoza indicaría a las claras su intención de alejarse de Descartes. 21. DIE, p. 109. 22. Hemos destacado la distancia que Spinoza pone entre Descartes y él. Pero tam­ bién hay puntos de encuentro cnrrc uno y otro. No es nuestro interés ocuparnos de ellos aquí, pero se pueden mencionar tenias comunes como son la preocupación por el método (Cf. S. Rábade, op. cit., p. 93, 96* 126), la gnoseología de ideas (op. cit., p. 409) y la me­ tafísica de la sustancia (op. cit., p. 459). 23. «Reprenons le modéle cartésien puisque c’est á travers lui que Spinoza pense la tradition qu’il combat; c’est en effet probablement dans le Libre II que Pon trouve le plus grand nombre d’allusions au cartésianisme» (P.-F. Moreau, op. cit.y p. 82). 24. Spinoza. Principios de filosofía de Descartes, op. cit., p. 129: «...surgió final­ mente aquel astro, el más brillante de nuestro siglo, Renato Descartes, el cual, después de

tesianos dogmáticos25 con las alabanzas a Spinoza de quien dice que es«experto, tanto en el método analítico como en el sintético, y familia­ rizado sobre todo con los escritos de Descartes, y profundo conocedor de su filosofía» (ibid). Pero a renglón seguido el prologuista subrayará la distancia que media entre ambos filósofos en cuanto al método y al contenido de su filosofía26, alegando que «él [por Spinoza] piensa que los fundamentos de las ciencias descubiertas por Descartes y lo que él ha edificado sobre ellos no bastan para explicar y resolver todas las di­ ficilísimas cuestiones que surgen en la metafísica, sino que se requieren otros, si deseamos levantar nuestro entendimiento a aquella cumbre del conocimiento»27. M as es el propio Spinoza quien evalúa críticamente la filosofía de Descartes en la Introducción a dicha obra. Por una parte, transmite una imagen «moderna» del francés, al menos, en lo que a su propósito se refiere. Reconoce, por ejemplo, el valor crítico de la duda cartesiana: «comienza a ponerlo todo en duda; pero no como un escéptico, que no se fija más objetivo que dudar sino con el propósito de liberar su espíritu de todos los prejuicios y hallar; así, finalmente los cimientos firmes e inconmovibles de las ciencias...»28. Sin embargo, a renglón seguido, corrige a Descartes: «nosotros no podemos estar cier­ tos de ninguna cosa, no mientras desconozcamos la existencia de Dios, sino mientras no tengamos su idea clara y distinta»29. sacar, con su nuevo método, de las tinieblas a la luz cuanto había sido innacesible a los antiguos en las matemáticas y cuanto se echa de menos en sus contemporáneos, abrió los cimientos inconmovibles de la filosofía: sobre ellos se pueden asentar con orden y certeza matemáticos la mayor parte de las verdades,...». (Subrayado nuestro.) ¿Será sincero este elogio a la modernidad de Descartes o pretende su autor resultar «políticamente correcto» a los ojos de los lectores cartesianos? 25. Op. cit., p. 130: «De ahí que muchos que se han hecho cartesianos, arrastrados por un impulso ciego o llevados por la autoridad de otros, solamente han grabado en la memoria las opiniones y dogmas de Descartes; pero cuando surgen en la conversación sólo saben charlar y parlotear largamente sobre ellos, sin demostrar nada, como solían hacer antiguamente y aún hacen hoy los adictos a la filosofía peripatética». (Subrayado nuestro.) 26. «Nuestro autor no sólo se aleja muchísimas veces de Descartes en la forma de proponer y de explicar los axiomas, sino en el modo de demostrar las mismas propo­ siciones y demás conclusiones, y se sirve de pruebas muy distintas a las suyas. Pero na­ die entienda esto, como si nuestro autor pretendiera corregir a aquel ilustrísimo varón; piense ntás bien que lo ha hecho con el fin de conservar mejor su orden, ya aceptado y no aumentar demasiado el número de axiomas» (p, 132). Compatible con la Carta 15 a L. Meyer: «Y aunque son muchas las razones que me mueven a hacerle este ruego, sólo aduciré una: quisiera que todos pudieran persuadirse fácilmente que esto se publica en beneficio de todos los hombres y que únicamente el deseo de difundir ¡a verdad le mueve a usted a editar este librito» (Spinoza. Correspondencia, írad. de A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1988, pp. 152-153). (Subrayado nuestro.) 27. Spinoza. Principios de filosofía de Descartes, p. 134. (Subrayado nuestro.) 28. Op. cit., p. 137. (Subrayado nuestro.) 29. Op. cit., p. 144. A partir de ahí y ya en la exposición de la filosofía cartesiana, menudean las críticas y las correcciones de Spinoza a Descartes. Por ejemplo, prop. 7,

La oposición de Spinoza al método cartesiano se acentúa en los significativos comentarios expresados en su correspondencia. En ellos avisa de lo que, en su opinión, son errores de Descartes. Resulta muy ilustrativa en este sentido la Carta 2 a Henry Oldenburg en la que éste es informado de los errores detectados en las filosofías de Descartes y Bacon: «El primero y mayor de todos es que ellos [Bacon y Descartesjse han desviado mucho del conocimiento de la primera causa y del origen de todas las cosas. El segundo, que no conocieron la-verdadera natu­ raleza de la mente humana. El tercero, que nunca lograron indicar la verdadera causa del error»30. En el mismo sentido resulta también muy esclarecedora la Carta 30, donde Spinoza — además de descubrir algu­ nos fallos en las reglas cartesianas del movimiento— desvela los moti­ vos que le han llevado a escribir un tratado sobre la Escritura31. También es muy representativa de la misma actitud crítica la Carta 39 a Bouwmeester, cuyo contenido coincide con las tesis defendidas en el Tratado de la Reforma: «De todo lo anterior —concluirá Spinoza— se despren­ de claramente cuál debe ser el verdadero método y en qué consiste primordialmente, a saber, sólo en el conocimiento del entendimiento puro, de su naturaleza y sus leyes»32. Una relación de los fallos detecta­ dos en la teoría óptica de Descartes (Carta 39) completa la serie de los textos críticos más conocidos de la correspondencia de Spinoza33.

esc.: «Qué quiere decir con esto, no lo sé. Pues ¿a qué llama él fácil y a qué difícil?» (p. 157); «...y entonces de este axioma no se puede concluir en modo alguno lo que Descartes pretende,...» (p. 160), etc. 30. Spinoza. Correspondencia, cit., pp. 81-82. 31. Éstos son: evidenciar los prejuicios de los teólogos, defenderse de las acusacio­ nes de ateísmo, la libertad de filosofar y de expresarse (Correspondencia, pp. 230-231). 32. Cf. DIE, pp. 256-257. 33. A la vista de todo este repertorio estamos en condiciones de saber cuáles son los tópicos del método cartesiano que Spinoza se propone enmendar. A saber : — El rodeo a través de la duda como medio de alcanzar la primera certeza. Y el valor de la certeza de las ideas simples como criterio de verdad. Tras haber eliminado en su método toda duda artificial y abstracta, Spinoza propone como norma de verdad la idea adecuada, que envuelve su causa. — Una concepción del cogito reducida al yo consciente y libre. Para Spinoza, al con­ trario, el pensamiento es uno de los infinitos atributos de la sustancia, y la mente humana (idea del cuerpo humano) es un conjunto de modificaciones funcionales del pensamiento (imaginación, memoria y entendimiento). — La fragilidad del cogito como fundamento objetivo del sistema, lo que pone en pe­ ligro la realidad extramental amenazando con disolverla en una fenomenología. Spinoza quiere evitar ese riesgo refundando la filosofía a partir del ente perfectísimo. Esta renova­ ción se aprecia tanto en el Corto tratado como en la II parte de los Cogitata Metaphysica —cuyo objeto es la metafísica «especial» que comienza por Dios— , como en la I parte de la Etica, que lleva por título «De Deo».

b) Un «cartesiano «anticartesiano»: conatus frente a glans (glándula) Las críticas de Spinoza al método y al fundamento de la filosofía de Des­ cartes se doblan al pasar del espacio teórico al orden práctico. La partes III y IV de la Etica presentan la conducta humana con rigor geométri­ co frente al proyecto moral de Descartes34, que se adivina vertebrado (Discurso del Método, III) en torno a la tríada clásica: sujeto consciente/ voluntad libre/responsabilidad moral del acto elegido. • Los temas objeto de discusión son ahora esa supuesta voluntad li­ bre, las pasiones del alma, la virtud y la felicidad. El Prefacio de la V parte de la Etica tiñe de dramatismo el juicio de Spinoza sobre el plan­ teamiento cartesiano cuestionando el pretendido rigor científico de su doctrina sobre las pasiones. Spinoza acerca la tesis de Descartes a la del estoicismo para refutarla por absurda y falta de fundamento. Esta tesis defendía que el ánima está unida a cierta parte del cerebro (glán­ dula pineal), por cuya mediación puede percibir los movimientos que se originan en el cuerpo así como en los objetos exteriores, pudiendo a su vez el alma mover a la glándula con sólo quererlo35. El rechazo de la doctrina cartesiana es tajante: Spinoza resulta implacable en sus críticas ridiculizando el pretendido afán de claridad de Descartes: Verdaderamente, no puedo dejar de asombrarme de que un filósofo que había decidido firmemente no deducir nada sino de principios evidentes por sí, ni afirmar nada que no percibiese clara y distintamente, y que había censurado tantas veces a los escolásticos el que hubieran querido explicar cosas oscuras mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más ocul­ ta que cualquier cualidad oculta36.

¿Estas palabras de Spinoza no indicarían que ha puesto el dedo en la llaga al subrayar las contradicciones encerradas en un pensamiento tan «moderno»? Ya en el prefacio de Etica III el filósofo holandés había declarado su propósito de elaborar una ética estrictamente inmanente, fundamentada en la propia naturaleza y en la razón; esto explica el interés de su pro­ yecto para la razón moderna37. Efectivamente el valor de la ética spino34. Rábade subraya la importante carga práctica y moral de la filosofía cartesiana (op. cit., p. 128). 35. Spinoza alude a la teoría defendida por Descartes en Pasiones del alm a I, 10, 3036, 44 y 50. 36. Etica, V, Prefacio, trad. de V. Peña, p. 331. Subrayado nuestro. E tica, trad. A. Domínguez, p. 244. 37. «[...] Así pues trataré de la naturaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con que en las Partes anteriores he tratado de Dios y del alma, y consideraré los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas,

ziana radica en haber dado cumplimiento en términos de necesidad a un discurso moderno sobre el hombre como ser homogéneo —fundamen­ tando sobre este rasgo la igualdad que aparecerá en las declaraciones de los Derechos Humanos— ; pero, a la vez, en haber elaborado una ética del individuo que presupone y tiene en consideración las diferencias individuales. En este sentido no hay que olvidar la importancia de la noción de conatus que desempeñará la función de «principio de indivi­ duación»38 y, como tal, resulta clave en la explicación de la vida afectiva e intelectual. Gracias a ella, Spinoza puede oponerse al discurso sobre las pasiones del alma elaborado por Descartes. El conatus39 de Spinoza es sin duda una noción mucho más metafísica que la glans cartesiana, pero, al mismo tiempo, mejor fundamentada y menos fantástica: más real; y su conocimiento comporta mayor claridad. Para Spinoza el hom­ bre concreto es un ser radicalmente ético, aunque no sea pensado en los mismos términos en que lo hiciera la tradición: se trata de ese hombre singularizado por la potencia40 de su conatus, anhelante de vivir feliz41. El sujeto moral libre — abstracto, universal e indiferenciado— de las éticas anteriores, cede el puesto al hombre concreto, portador de una historia personal y colectiva muy precisas. Pues bien, precisamente este «peso» de la existencia individual, que dinamiza en Spinoza su metafísica de la sustancia, también ha sido cla­ ramente percibido por Rábade, quien afirma con un léxico propio de la fenomenología existencialista: Existir consiste esencialmente en un conari, en un esforzarse en conservar el ser; existir es tensión dinámica, es perseverancia entitativa, es vocación de realidad necesariamente operante. Por consiguiente, el conatus-esenda puede ser visto en Espinosa, como una tensión disparada en dos direcciones la de existir y la de operar42.

Del conatus-esencia pasa Rábade al deseo y al deseo de felicidad que despliega en el entorno humano los valores de la vida, de la tem­ poralidad y del sentimiento, es decir, de la finitud. Porque la felicidad spinozista no es un sentimiento subjetivo, sino un principio radical, una superficies o cuerpos» (Spinoza, Etica demostrada según el orden geométrico, Prefacio de la III parte, trad. de V. Peña, Orbis, Madrid, 1984, p. 168; Etica demostrada según el orden geométrico, trad. de A. Domínguez, Trotta, Madrid, 2000, p. 126). 38. S. Rábade, op. cit., pp. 481 y 483. 39. La doctrina del conatus es desarrollada por Spinoza en Etica III, prop. 6, 7, y 8. 40. Cf. los trabajos de E. Fernández Potencia y razón en la filosofía de Spinoza, 1987, «Voluntad y deseo en el KV de Spinoza» (1990), «El deseo, esencia del hombre» (1992), «El poder de la imaginación» (1994). 41. S. Rábade, op. cit., p. 489. 42. S. Rábade, op. cit., pp. 482-483.

potencia metafísica inmanente que mueve la historia y que el hombre debe vivir como experiencia de eternidad. Por todo lo dicho se comprende bien que Spinoza sea para Rábade un «cartesiano anticartesiano»43. El holandés Spinoza, buen conocedor de la filosofía y del método de Descartes, se esfuerza tanto como puede en desalinearse de su doctrina en estos puntos. Mas, al volverse contra Descartes aquel que a ojos de muchos contemporáneos pasaba por «car­ tesiano»44, ¿está renunciando también al «espíritu cartesiano»? La res­ puesta a este interrogante pasa por recordar estas palabras de Rábade: Espinosa se nos muestra desconcertante. Su filosofía, tras esa primera apa­ riencia de bloque monolítico que ha propiciado las calificaciones de mo­ nismo, panteísmo, racionalismo extremo, etc. está surcada de corrientes de frescura insospechada bajo esa monolítica y áspera apariencia. Cuando se han captado esos aspectos, el Espinosa real e histórico se escapa de los tópicos de manuales y convierte en enormemente problemática cualquier caracterización unívoca de su pensar y de su filosofía. Esto vale de modo especial para la metafísica45.

Aclaremos que Spinoza nunca fue un cartesiano «de sistema»46, sino en todo caso un heredero del «espíritu cartesiano»: un esprit fort. To­ mando prestada de D ’Hondt47 su distinción entre «espíritu» cartesiano y «sistema cartesiano», podemos defender que nadie tan imbuido de ese «espíritu cartesiano» como Spinoza, ni a la vez tan enfrentado al «siste­ ma» de Descartes como él. Lo que tal vez explique la desazón provocada en algunos contemporáneos suyos como Oldenburg y Blijenbergh48 o la curiosidad que por él sentía Leibniz. Si, ahora, llevamos esta ambiva­ lencia de Spinoza hacia Descartes al marco de la reflexión filosófica so­ bre la modernidad, nuestra anterior afirmación implica que los valores modernos (como la autonomía de la razón y la libertad de pensar) que más hondo han calado en Spinoza son precisamente los que impiden 43. Op. cit., p. 332. 44. Sobre las circunstancias del contexto cartesiano holandés de Holanda, remito al lector a la Introducción del Tratado de la reforma, por A. Domínguez, p. 37. 45. Op. cit., p. 431. 46. Frente a interpretaciones que subrayan el cartesianismo de Spinoza como la de Wim Klever, o a las que defienden un punto de partida cartesiano — como la de P. Lachiéze-Rey y Jean M. Beyssade— . 47. «L’esprit de Descartes contre le systéme de Descartes» en Lesprit cartésieti. Actes..., Vrin, Paris, 2000, p. 991. 48. W. van Blijenbergh exige a Spinoza que clarifique su posición doctrinal frente a Descartes (Spbtoza. Correspondenciax p. 217). En cuanto al asombro de Oldenburg al descubrir gradualmente que Spinoza no era un cartesiano de sistema se puede consultar también nuestro artículo: «La naturaleza en la correspondencia Oldenburg-Spinoza»; Re­

vista de Filosofía, UCM 2 (1999), pp. 129-141.

que su filosofía sea un remedo mimético de ninguna otra — la carte­ siana incluida. Así la mecánica eficacia de las reglas es derrotada por el ímpetu renovador de Spinoza y por su voluntad férrea para acometer reformas49. Es precisamente dentro de este marco donde cobra pleno sentido su afirmación: «El método no es otra cosa que un conocimiento reflexivo o la idea de la idea». Pues explica que el discurso sobre el mé­ todo ha dejado paso al método como reflexión crítica sobre los discursos de la razón. Esta voluntad de transformación y ruptura que gobierna todo su proyecto fue percibida también por un adversario suyo, Niels Stensen, quien en una carta escrita en 1671 concede a Spinoza el calificativo de «reformador» de la nueva filosofía [la de Descartes] reprochándole que «toda la filosofía de Descartes, analizada y reformada por usted con todo esmero no puede explicarme demostrativamente este último fenómeno...»50. En nuestros días A. Negri51 califica de «brutal anoma­ lía» la potencia de la filosofía spinozista para quebrar el armazón de la modernidad. Negri —que se autoincluye en la línea interpretativa de Althusser, Foucault y Deleuze— defiende la «antimodernidad» de Spi­ noza. Frente al pensamiento moderno, productor de un discurso dog­ mático, abstracto y universal52, y frente al pensamiento postmoderno53 49. Cf. nuestro Método y sistema en Spinoza: el paralelismo, UCM, Madrid, 1992, p. 12: «Acaso un estatus demasiado consolidado o, tal vez, prejuicios de índole teológica —ligaduras vitales e ideológicas— lastraban en Descartes la consecución del fin diseñado sobre el papel. La propia emendatio del intellectus es, a la vez, una cartesianae doctrinae emendatio». Y en lo que tiene de «corrección» aproxima la filosofía más a la verdad. 50. Spinoza. Correspondencia, p. 375. 51. Cf. Antonio Negri, La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en B. Spinoza, Anthropos, Barcelona-México, 1993. Particularmente el capítulo VI, pp. 210236. Por ejemplo: «Por tanto, la filosofía spinozista es ciertamente anómala en su siglo y salvaje a los ojos de la cultura dominante. Es la tragedia de toda filosofía, de todo tes­ timonio salvaje de verdad que se plantee contra el tiempo: contra este tiempo y contra esta realidad. [...] y entonces: nada hay más potente que la rebelión de un inocente, nada más desmesurado que el contraataque de la serenidad ética y de la medida racional» (pp. 212-213). También: Spinoza subversivo, Akal, Madrid, 2000, particularmente los capítu­ los V (La antimodernidad de Spinoza), VI y VIII (Spinoza y los posmodernos). Para una interpretación de la lectura de Negri se puede consultar Pierre Macherey, «Negri: de la médiation á la constitution», en Avec Spinoza, PUF, Paris, 1992, pp. 245-270. 52. En Spinoza subversivo, V: «La antimodernidad de Spinoza». Por ejemplo: «Spi­ noza (que nunca llegó a entrar en la modernidad) muestra la fuerza indomable de una antimodernidad completamente proyectada hacia el futuro» (p. 115). O «Esto se debe a que el spinozismo representa desde siempre una piedra de toque en la crítica de la modernidad»...Así pues, no alternativa a la modernidad, sino antimodernidad potente y progresiva» (pp. 118-119). 53. En Spinoza subversivo, VIII: «Spinoza y los posmodernos». Por ejemplo: «Así pues lo que Spinoza proponía, a partir de las nuevas lecturas de Deleuze y Matheron, era una nueva ontología. Aquellas lecturas reconstruían una ontología que imputaba a Spinoza, filósofo de la modernidad, la superación en el ámbito de las vicisitudes de la modernidad, de todas las características esenciales que la diferenciaban: una ontología

caracterizado p o r un d iscurso débil y con fo rm ista, la «an tim od ern id ad » de Sp in o za — p ara N eg ri— exp lica su filoso fía p oten te y, al m ism o tiem ­ p o, p rogresiva. El in térprete resulta persu asivo. Pero, aun con vin ien d o con él en m uchos de sus análisis y ad m itien d o la o p o sic ió n de Spin o za a ciertas estrategias in telectuales p ro p ia s de la m o d ern id ad , no m e p a ­ rece que el térm ino «an tim od ern id ad » sea el m ás id ó n eo p ara d esign ar globalm ente el talante filosófico del h o lan d és54. Q ue en S p in o za h abita un crítico, un decon stru ctor es tesis ad m itida tanto p e r sus p artid ario s com o p o r sus ad versario s filosóficos; p ero es una tesis in co m p leta y ne­ cesitada de enm endación: el p ro v o c ad o r Spin o za ap ela al filóso fo que busca esforzad am en te la p erfección 55, el d econ stru ctor rem ite al arq u i­ tecto de un proyecto de optim ización hum ana individual y so c ial56. Y el cism ático reclam a al ex p erto en con ju gar razón y felicid ad 57. Es verdad que su figura ha sid o h istóricam ente p ercib id a en blan cos y n e g ro s58: del «ateo de sistem a» al «ebrio de D io s», p ara unos vicioso y virtu oso p ara otros, cartesian o o rom án tico, m od ern o ayer, an tim od ern o hoy. Sea com o fuere su nom bre evoca en n u estros días u na tradición de p en ­ sam ien to que hace del sabio sp in o zista algo siem pre an tigu o y siem pre nuevo en su afán de entretejer razón y felicid ad — lo que, p or otra parte, p uede resultar m uy p ro v o c ativ o 59. Pues bien, la conjunción de estos dos facto res resulta clave en la in terpretación que hace R áb ad e de la serena racion alid ad del filósofo en su E sp in o sa : razón y felicidad. El p ro p io título del libro habla p or sí m ism o.

de la inmanencia... una ontología de la multitud... una ontología genealógica... Pero lo que no pensé entonces era hasta qué punto esta nueva lectura de Spinoza que estábamos haciendo sería útil e importante para contraponer, en la época presente, una ontología positiva (de la experiencia y de la existencia), una filosofía de la afirmación frente a las nuevas fenomenologías débiles de la época posmoderna» (p. 141). 54. La cuestión no es sólo terminológica. El término antimodernidad, tal como lo emplea Negri, tiene una historia que arranca de la dialéctica negativa de los francfortianos y remite, por ejemplo, a M ax Horkheimer. Resulta confuso, porque cuando compara a Spinoza con Hegel, Negri califica su filosofía de antimoderna, pero a! mismo tiempo de potente y progresiva. 55. E IV y V. El supremo esfuerzo del alma y su virtud suprema consiste en conocer las cosas según el tercer género de conocimiento (E, V, prop. 25). También E V, 42, esc. 56. Por ejemplo E IV prop. 18 esc.: «Y así, nada es más útil al hombre que el hom­ bre». 57. La felicidad de la que habla Spinoza no consiste en llevar una vida acomodada y confortable, ni tampoco es un premio «que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma» (E, V, prop. 52). 58. Cf. P. Macherey, «Spinoza au présent», en Avec Spinoza, cit., pp. 5-34: Leer a Spinoza es debatir con el spinozismo y con la propia reflexión. Y P.-F. Moreau, Spinoza, cit., pp. 179-183. 59. Cf. S. Rábade, «Libertad metafísica y libertad cívico-política»: «Y en ello consiste la felicidad, una felicidad de que Espinosa hace no infrecuentemente un sinónimo de libertad» (p. 530).

Desde aquí se comprende mejor el interés que tenía Spinoza en re­ forzar el papel de la ontología en la ética. Esa ontología spinozista que, dispersándose infinita en infinitos modos desde la cau sa su i , ha sido ca­ lificada de «materialista», de filosofía de la «expresión», de pensamiento «centrífugo» y de muchas otras maneras, y que sin embargo no es menos un conocimiento riguroso de lo real. En sus textos no hay ni una línea que indique su propósito de disolver la metafísica en -cuanto reflexión verdadera sobre la realidad potente y diversa, aunque 'sí el imperativo de erradicar todas las «actitudes metafísicas» imaginarias y abstractas (algunas de ellas personificadas en Descartes) en las que cae de forma natural la propia razón filosófica. Análogamente el sabio Spinoza es implacable con los moralistas al uso, pero no diluye los valores morales en una multiplicidad de deseos individuales. No propugna la supresión del Estado, pero tampoco alimenta su mito — como hacen los políticos utópicos— , antes bien teoriza la necesidad de reforzar su poder a la hora de legislar y gobernar ese orden pasional y siempre cambiante de la m ultitudo. Y, desde luego, denuncia los simulacros humanos que acompañan la representación de lo divino, pero no los deja fuera de su filosofía sino que los explica como una producción necesaria del imaginario social. La refundación de la filosofía requiere actuar con cautela (c au te )60 pues se trata de impedir la autoaniquilación de la metafísica. En efecto, Dios, hombre y mundo, pensados por Descartes desde una perspectiva meramente analítica de la razón, estaban a punto de desaparecer bajo el peso de sus respectivas sustancias. Spinoza conjura ese peligro en la medida en que re-aprehende esos tres objetos racion al y v italm en te : «Según están ordenados y concatenados en el alma los pensamientos y las ideas de las cosas — dirá— así están ordenadas y concatenadas co­ rrelativamente las afecciones o imágenes de las cosas en el cuerpo» (E V, pr. 1 y dem.). Esta proposición encierra toda la sabiduría de su apuesta filosófica. Pero, en tal caso, sostener algo así no puede ser considerado «antimoderno». Tal vez fuera preferible hablar de una «modernidad enmendada» o renovada en Spinoza, si no se quiere ignorar la huella de otro estilo de pensamiento ju n to a los innegables elementos modernos de su filosofía, si se quiere designar algo así como un espíritu sub specie ae te rn ita tis61 hostil a ese cartesianismo que aspiraba a sustituir a la «filosofía peren­ ne». La modernidad de Spinoza es manifiestamente compatible con la presencia de elementos judíos (tanto ortodoxos como heterodoxos) en 60. Desde esta perspectiva, la preciosa monografía de Chantai Jaquet, Spinoza ou la prudence, Quintette, Paris, 1997. 61. Macherey, op. cit., p. 6

su pensamiento62. De los muchos materiales que se entretejen con su fibra moderna —esas «corrientes de frescura insospechada» de las que habla Rábade— creo que la cultura judía es lo que mejor puede ex­ plicar ese excedente teórico que dinamiza su pensamiento, permitién­ dole franquear (sin derribarlas) las fronteras de la razón. Explica, por ejemplo, que el «yo» no sea algo dado y aislado, sino que, sometido a los encuentros con los otros, sea construido en los márgenes del «tú». Permite comprender que la autonomía del hombre dfcrive en una res­ ponsabilidad a-culpable y da cuenta de la comunidad de intereses que fundamentan la sociedad civil — alma del cuerpo político— . Justifica también que Dios no sea la meta que aguarda al final de la historia, sino la sustancia de la realidad y del hombre —como era la presencia de Yahvé para el pueblo de Israel— ; y que la eternidad — como el tiempo mesiánico— sea el presente en que habita el hombre63 y no el premio de la virtud. Todas estas reflexiones nos ayudan a entender el juicio de Spino­ za sobre el método de Descartes por considerar que contenía la quin­ taesencia del programa moderno64. La modernidad enmendada de este «cartesiano anticartesiano» que es Spinoza significa el afán de dar cum­ plimiento al proyecto racionalista sin caer en su caricaturización. El pensamiento de la necesidad es paradójicamente el único que puede adoptar un filósofo libre. De ahí su respuesta a una pregunta maliciosa de Albert Burgh (Carta 76): «Yo no presumo de haber hallado la mejor filosofía, sino que sé que entiendo la verdadera». Este espíritu de refun­ dación de la racionalidad es el que lleva a Spinoza a anteponer la meta­ física a la gnoseología, a preterir la cantidad frente a la cualidad, a no confundir sustancia con materia, a valorar la potencia infinita del todo y la finita de la parte, y el cuerpo social sin negar las individualidades. A fundamentar en la adecuación de las ideas (y no en la copia), la norma del conocimiento verdadero. A sustituir la voluntad por la fuerza de la imaginación en la explicación del error; a mostrar la ficción de nociones trascendentales como orden, belleza, finalidad, bien y mal. A defender la identidad real de alma-cuerpo y no su separación. Y el poder del gobernante frente a las sumas potestades de las iglesias. A explicar la 62. Para una interpretación desde el judaismo heterodoxo, M. Beltrán: Un espejo extraviado. Spinoza y ¡a filosofía hispano-judía, Riopiedras, Barcelona, 1998. Una inter­ pretación en términos de marranismo: Gabriel Albiac, L a sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Hiperión, Madrid, 1987 y Yirmiyahu Yovel, Spinoza el marrano de la razón, Anaya-Muchnik, Madrid, 1995. 63. Cf. R. Mate, op. cit., p. 45. En el mismo sentido las proposiciones de E, V Y también algunas de E, IV 64. P.-F. Moreau, op. cit., p. 123: «son discours [...] dégage pour l’essentiel les mécanismes de production du discours cartésien; et surtout que par cette critique, il peut nous aider aussi á posser des questions au matérialisme historique ou á la psychanalyse».

alegría como un aumento del deseo. A gobernar los afectos. A cambiar una presunta libertad por la determinación cierta. Y la perfección de los atributos divinos por su potencia, así como a rechazar la oscura contingencia de los aconteceres en nombre de la necesidad cierta de las circunstancias. El hombre de Spinoza asume que su destino consiste en descubrir en cada instante de su vida los espacios de racionalidad.que la atraviesan trazando sobre ellos perspectivas de eternidad. Y así es como lo ha visto R áb ad e:

No olvidemos que incluso la problemática inmortalidad personal a que da entrada la filosofía de nuestro autor es, en buena medida, una inmortalidad conquistada en esa ascética conativa de conocimiento. El conocimiento de segundo y tercer género nos libera del temor de la muerte e incluso hace que permanezca la mayor parte de su alma65. Al menos, eso es lo que yo he percibido en sus textos. M aría L uisa

d e la

C ámara

SIGLAS UTILIZADAS

Las siglas utilizadas para las obras de Descartes son: Reg. Disc. Méth. Med. Notae Princ. Obi. Resp.

Regulac ad directionem htgenii Discours de ta Méthode Mediiationes de prima philosohia Notae bt prograíTinia Principia philosophiae Obiect iones Responsiones

Las utilizadas para las obras de Espinosa son: CM DIE E

Cogitata Metaphysica (Pensamientos meta físicos) De intellectus emendatione (La reforma del entendimiento) Ethica ordine geométrico demonstrata (Ética demostrada según el orden geométrico) Epistolae (Cartas) Korte Verhandeling (Coreo tratado)

EP CT PPC

Principia philosophiae Cartesianae (Principios de filosofía carte­

TP TTP

siana) 7Iractatus Póliticus (Tratado político) Tiractatiis Theoiogico-Politicus (Tratado teológico-político)

En la Ética se utilizan las siguientes siglas; ap. ax. cap. cor. def. cxp. Icm. praef. pr. sch.

apéndice axioma capítulo corolario definición explicación lema prefacio proposición escolio

M ÉTODO Y PENSAMIENTO EN LA M ODERNIDAD*

NOTA PRELIMINAR

El título de este trabajo puede resultar a todas luces pretencioso, y con razón. Bajo Método y pensamiento en la Modernidad caben demasiadas cosas, a la mayoría de las cuales ni siquiera se va a hacer referencia. No vamos a desarrollar las complejas teorías del método, ni la nueva con­ cepción del pensamiento en la modernidad. Son mucho más modestas nuestras pretensiones: delinear unos rasgos fundamentales — los que a nosotros nos han parecido más importantes— de las relaciones entre los nuevos planteamientos metodológicos y el nuevo estilo de pensar. Podríamos decir que aspiramos a ayudar a determinar el contexto ne­ cesario para entender algunas interconexiones medulares entre el mé­ todo y el pensamiento en los albores del filosofar moderno. Y ello se va a hacer desde una doble perspectiva: la histórica y la problemática. Hay unas «circunstancias históricas» que son determinantes, y hay un núcleo de problemas insoslayables. Creemos que esta doble perspectiva es inevitable si se pretende un acercamiento al auténtico sentido de las nuevas inflexiones del método y del pensamiento. Sólo así entendere­ mos las innovaciones metodológicas y su inserción en el pensamiento. Acaso con esto el título quede de alguna manera justificado, aunque siga adoleciendo de desmesura. Se nos puede hacer venia de ella por mor de la brevedad. Un mayor ajuste entre título y contenido no se llevaría bien con esa brevedad. Las páginas que siguen son, básicamente, un curso de doctorado impartido en el año académico 1976-77. A los alumnos que lo siguieron debo agradecerles el estímulo de su atención, y el de sus preguntas y observaciones. Y también debo agradecer a Cristina Peretti su inesti­ mable ayuda en la preparación definitiva del original para su envío a la imprenta. Madrid, agosto de 1980. *

Publicada por Narcea S.A. de Ediciones, Madrid, 1981.

OBSERVACIÓN BIBLIOGRÁFICA*

Las obras fuentes de los autores que constituyen la base del presente estudio se citan de acuerdo con las ediciones que figuran a continuación^ Arnauld, A. y Nicole, P., La logique ou Vart de Penser. Ed. de R Clair y F. Girbal, PUF, Paris, 1965. Bacon, F., The Works ofFrancis Bacon. Ed. de J. Spedding, R. Leslie Ellis y D. Denon Heath, London, 1858. Reed. facsímil Friedrich Fromann, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1963, 14 vols. Descartes, R., Oeuvres de Descartes. Ed. de Ch. Adam y P. Tannery. Reed. de J. Vrin, Paris, 1964-1974. Hobbes, Th., Thomae Hobbes Malmesburiensis opera philosophica quae latine scripsit omnia. Ed. de G. Molesworth, London, 1939. Reed. Scientia Verlag, Aalen, 1966, 5 vols. Hume, D., The philosophical Works. Ed. de Th. H. Green y Th. H. Grose, Lon­ don, 1886. Reed. Scientia Verlag, Aalen, 1964, 4 vols. Leibniz, G. W., Die Philosophischen Schriften. Ed. de G. Gerhardt, Georg Olms, Hildesheim, 1960-1961, 7 vols. Leibniz, G. W., Opera philosophica. Ed. de J. E. Erdmann, 1840. Reed. Scientia Verlag, Aalen, 1959. Locke, ].,A n Essay on human Understanding. Ed. de P. H. Nidditch,. Clarendon Press, Oxford, 1975. Daremos habitualmente la traducción de E. O ’Gorman, FCE, Méjico, 1956. Malebranche, N., Oeuvres completes de Malebranche. Ed. dirigida por A. Robinet, J. Vrin, Paris, 1962-1970. El texto de laRecherche de la vérité hasido preparado por G. Rodis-Lewis. Corresponde a los tres primeros volúmenes, de los 21 de que consta la edición. Newton, I., Opera quae exstant omnia. Ed. de S. Horsley, London, 1779-1785. Reed. de Friedrich Frommann, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1964, 5 vols. Pascal, E., Oeuvres complétes. Ed. de L. Lafuma, Seuil, Paris, 1963. Spinoza, E., Benedicti de Spinoza Opera quotquot repertasunt. Ed. de J. van Vloten y J. P. N. Land, 3.a ed. en 2 vols. MartinusNijhoff, La Haya,1914. Las siglas o abreviaturas de uso más frecuente son las siguientes: DIE Disc. Méth. Nov. Org. Reg. *

De Intellectus emendatione. Discours de la Méthode. Novum Organon. Regulae ad directionem ingenii.

Elaborada por el autor, hace superflua 1a bibliografía final.

I. NUEVO CONTEXTO HISTÓRICO Y PROBLEMÁTICO

L a p reocupación m etod ológica com o determ inan te ep ocal

Si la modernidad sin adjetivos nace con el Renacimiento y, en buena me­ dida, se consolida como actitud vital y como estilo de cultura en el siglo XVI, por el contrario, la modernidad que se adjetiva cpmo «modernidad filosófica» no se considera constituida hasta el siglo XV4I. En la búsqueda de sus orígenes hay que retrotraerse a los siglos anteriores, posiblemen­ te hasta el siglo xiv y, sin duda, a la eclosión renacentista de los siglos XV y xvi. Pero estos orígenes, si bien, por ser tales, tienen incidencia en el filosofar del XVII, sin embargo ejercen una influencia que, a nuestro modo de ver, no es determinante para el nuevo modo de filosofar. Los inicios de este filosofar nuevo hay que hacerlos coincidir con Descartes. De esta «modernidad filosófica», surgida y desarrollada en el x v ii, es de la que, primordialmente, vamos a ocuparnos. Pero quisiéramos que se entendiese bien nuestro propósito: resulta tan frívolo como arbitra­ rio abrir y cerrar una época filosófica con los ceros mágicos que abren o cierran cronológicamente los siglos. Por eso, lo único que queremos de­ cir es que el siglo x v ii va a ser el centro focal de nuestra atención. Pero, desde ese centro focal, no nos vamos a prohibir cuantas referencias sean oportunas a etapas anteriores, como tampoco nos vamos a prohibir te­ ner en cuenta el siglo x v m . Todo corte radical entre el x v ii y el x v m es injustificado; y esta falta de justificación degenera en ridiculez si a dicho corte se lo quiere hacer coincidir con la fecha divisoria de los dos siglos. No debemos perder de vista que Descartes abre e inaugura una época, que él, por supuesto, no cierra. A nosotros nos parece que, como poco, esa época no se cierra, si es que se ha cerrado del todo, hasta Kant. Pues bien, nuestras reflexiones, sin pretender hacer historia, se van a mover en el lapso histórico de los siglos XVII y x v m , gravitando, por razones de mayor originalidad en nuestro tema, hacia el siglo x v ii. Del siglo x v i sólo tendremos en cuenta aspectos o nombres que nos facilitan claves para nuestras reflexiones sobre el método. Tras la sumaria precisión que acabamos de hacer, partimos de una afirmación a la que cabe mirar como simple enunciado de un hecho histórico, por complejo que el hecho mismo haya de revelársenos: la modernidad filosófica tiene como uno de sus caracteres básicos una irrenunciable p reocupación m etodológica. Esta preocupación ni nació con ella ni ha muerto con ella, pero, desde una perspectiva filosófica, fue en esa época cuando adquirió una mayor dimensión de profundidad y de compromiso, en el sentido de que las actitudes y planteamientos meto­ dológicos condicionaban, casi sin residuo, las filosofías que con ellos, y desde ellos, se hacían.

Los filósofos, tanto los del x v n como los del x v m , al menos aquellos que se ganaron el derecho a entrar en la historia, sentían una auténtica desazón cuando se enfrentaban con la filosofía que la historia anterior les había legado. Lo que Kant dirá de la metafísica como campo de batalla, y de su proceso histórico como una marcha a tientas (HerumtappetiY, es una constante de todos los filósofos, comenzando por Des­ cartes. En el Discurso del Método nos manifiesta que se encontraba, al finalizar sus estudios, en la embarazosa situación de vense abrumado de dudas, de tal modo que, más que haber logrado una instrucción, había descubierto su ignorancia, y ello a pesar de haber tenido el privilegio de haber estado en una de las más célebres escuelas de Europa1. Que esto se refiere también y especialmente a la filosofía, queda de relieve páginas después, cuando nos dice que, a pesar de tratarse de un saber cultivado por los más excelentes espíritus a través de los siglos, no hay cuestión alguna sobre la que no se siga discutiendo y que, por lo tan­ to, no sea objeto de duda, multiplicándose la diversidad de opiniones sobre un mismo tema, situación ésta que dice muy poco sobre su valor de verdad3. Por ello, lo mismo que Kant se vio obligado a concebir y a escribir su obra fundamental como Ein Traktat von der Methode, y no como Ein System der Wissenschaft selbst4, otro tanto sucede en los autores que van en la vanguardia de la creación del pensamiento filosófico moder­ no: la necesidad del método se convierte en algo indiscutible. Se tiene clara conciencia de esa necesidad, y se la entiende como una necesidad primaria y originante. El método no es sólo una necesidad, sino una necesidad primera y fundamental, porque sólo desde una previa aclara­ ción metodológica puede originarse un pensamiento filosófico que no sea simplemente correcto, sino verdadero. N o se puede olvidar que es­ tamos en una época donde la verdad — o la aspiración a ella— es una exigencia del filosofar. Esta conciencia de la necesidad del método está presente en todos. Lo obvio es que cada uno la vea desde su perspectiva, pero en todas las perspectivas hay algo común: se ha abierto una nueva época, se han roto los horizontes del viejo mundo, no bastan los viejos caminos, hacen falta nuevas rutas. Con alegoría de Bacon, ya no basta la navegación a cabotaje, sino que hay que lanzarse a atravesar océanos; por eso tampo­ co basta la observación de las estrellas: hace falta la brújula. Igualmente, en el campo del saber ya no podemos contentamos con meditar, obser­ var, argumentar... siqueremospenetrar los secretos de la naturaleza: «Es necesario exigirque se introduzca un mejor y más perfecto uso y 1. 3.

KrV, B XV Loe. cit., p. 8.

2.

Disc. Méth., I. AT, VI, pp. 4-5. 4. KrV, B XXII.

aplicación de la mente y del intelecto humano»5. Si reparamos, se ve que Bacon tiene en cuenta que ha habido otros métodos del saber, pero son métodos ineptos para la nueva época. Por eso, dentro de su vocación empírica, dirá: Pues no sólo debe buscarse y procurarse una mayor abundancia de expe­ rimentos, e incluso que sean de carácter distinto de la que hasta ahora se ha hecho; sino que es preciso introducir un método, así como un orden y procedimiento totalmente diversos para desarrollar y promover la expe­ riencia6.

Al comienzo del Discurso del Método encontramos textos que des­ cubren en Descartes un estado de ánimo bastante similar: Las más grandes almas son capaces de los más grandes vicios, como tam­ bién lo son de las más grandes virtudes; y los que no caminan más que muy lentamente, pueden avanzar con mucha mayor ventaja, si siguen el camino recto, de lo que lo hacen los que corren alejándose de él7.

En esta búsqueda y seguimiento de un recto camino afirma el filóso­ fo de Turena que ha estado el éxito, mayor o menor, que él ha podido lograr. Más expresivo a este respecto es, sin duda, el texto de la Reg. IV, cuyo significativo título es: Necessaria est Methodus ad rerum veritatem investigandam (Es necesario un método para investigar la verdad de las cosas). Si Bacon se había referido a los caminos del mar, Descartes lo hace a los caminos de tierra firme con estas palabras: Se ven cautivos los mortales (hombres) de una necesidad tan ciega, que con frecuencia dirigen sus ingenios por caminos desconocidos, sin ningún motivo de esperanza, sino simplemente para probar a ver si está allí lo que buscan: lo mismo que si alguien se sintiera entusiasmado con un deseo tan estúpido de encontrar un tesoro, que se pusiera a dar vueltas por las plazas, buscando a ver si por casualidad encuentra alguno perdido por un viandante. Este es el modo de estudiar de casi todos los químicos, de muchísimos geómetras y de no pocos filósofos; y no niego, por cierto, que a veces sus tentativas son tan afortunadas que encuentran algo de verdad; sin embargo no por ello concedo que sean más hábiles, sino únicamente que han tenido más suerte. 5. Necesario requiritur ut melior et perfectior mentís et intellectus humani usus et adoperatio introducatur (Nov. O r g Praef. The Works ofF. Bacon. Ed. de J. Spedding, R. L. Ellis y D. D. Heath, F. Frommann Verlag, Stuttgart, 1963, vol. I, pp. 129-130). 6. At non solum copia tnajor experimentorum quaerenda est et procurando, atque etiam alterius generis, quam adhuc factum est; sed etiam methodus plañe alia et ordo et processus continuandae et provehendae experientiae introducenda (Nov. Org., lib. I, aphor. C, vol. I, p. 203). 7. AT, VI, p. 2.

En efecto, es incomparablemente mejor no preocuparse jamás de inves­ tigar la verdad de ninguna cosa que hacer esto al margen de un m étodo8.

O marchamos a tientas, según la metáfora de Kant, o planificamos metódicamente el viaje. Que marchando a tientas se puede encontrar un tesoro, es verdad, pero eso es una casualidad afortunada, no un re­ sultado científicamente previsible. Si reparamos, Descartes no se atreve a decir que hasta este momento no se haya hecho más que caminar a tientas, lo que sí afirma es que no se ha hecho casi nada más que eso. Y la razón está en que lo que hasta él se había venido considerando como método, era algo que, más que ayudar la inteligencia, la ofuscaba (naturale lumen confundí atque ingenia excaecari); por eso llega a manifestar su preferencia por, o a confiar más en la inteligencia de los no contami­ nados por la literatura científico-filosófica al uso, que en la de aquellos a quienes la asiduidad escolar ha hecho víctimas de sus estragos. Aunque Bacon y Descartes sean pioneros y corifeos de la necesidad del método y de la necesidad de nuevos métodos, no son los únicos. Por eso el tema, con dependencia o independencia de ellos, aflora en otros autores. Espinosa puede ser un ejemplo ilustre. Así en la Carta 37, a la pregunta de su corresponsal sobre si se da algún método seguro, la respuesta de Espinosa comienza así: [...] que es preciso contar con un método, mediante el cual podamos dirigir y concatenar nuestras percepciones claras y distintas; y que el en­ tendimiento no sea como un cuerpo, sometido al azar9.

Más explícito, si cabe, es el texto del DIE, donde, tras hacer una su­ maria clasificación de las ciencias y de su utilidad, afirma lo siguiente: Ante todo es preciso arbitrar un método para medicar el entendimiento y para, en cuanto ello sea posible en los comienzos, purificarlo, a fin de que lleve a cabo sus funciones intelectivas felizmente, sin error y del mejor modo posible10.

No deja de ser curioso subrayar que Espinosa, tras las elaboraciones de Bacon y de Descartes, ya no apunta simplemente la necesidad del método, sino que dice también cuál es la meta del nuevo método: curar,

8. A.T, X, p. 371. 9. /.../ quod necessario debeat dan Methodus, qua nostras claras et distinctas perceptiones dirigere et concatenare possimus, et quod intellectus non sit veluti corpus, casibus obnoxias (Opera. Ed. de J. van Vloten y J. P. N. Land, vol. III, pp. 134-135). 10. Sed ante omnia excogitandus est modus medendi intellectus, ipsumque, quantum initio licet, expurgando ut feliciter resabsque erróte, et quam optime inteüigat (Opera, vol. I,

P-

6).

purgar, limpiar el entendimiento. Quede simplemente apuntada esta idea, sobre la que habremos de volver posteriormente11. Como último ejemplo vamos a referirnos a la Logique de Port-Royal. Pocas obras tienen valor testimonial más rico y curioso sobre las preocupaciones metodológicas y epistemológicas del siglo xvn. Muy al principio de la obra, con cierto barroquismo, que no es ajeno a muchas páginas de la misma, se nos habla de la necesidad de reglas metodológi­ cas con estas palabras: Mas puesto que el espíritu humano es algunas veces víctima de abuso por falsos resplandores, cuando no presta la atención necesaria, y dado que hay muchas cosas que uno no conoce más que mediante un largo y difícil exa­ men; es indudable que sería útil contar con reglas para conducirse en tales circunstancias de tal manera que la investigación de la verdad resultase más fácil y más segura; y estas reglas no son sin duda imposibles12.

Y no son imposibles tales reglas, porque, otra vez con la metáfora o alegoría de Kant, tras los tanteos de nuestro trabajo científico, somos capaces de saber cuándo hemos estado acertados y cuál ha sido la causa del error en los desaciertos, «y de esta manera, sobre tales reflexiones formar reglas para evitar vernos sorprendidos en el futuro»13. Pero hay todavía más: aludíamos antes a Bacon y Descartes como pioneros de la nueva era metodológica. Y pensamos que ello es tanto más verdad cuanto que el uno y el otro han puesto su vida, si cabe decir­ lo así, al servicio del método y, como consecuencia de ello, han podido, en cierta medida, presentar su metodología como un elemento de su

11. Tampoco Hobbes dejó de expresar esta necesidad del método, a pesar de que en él no son tan ricas como en otros autores las reflexiones sobre el método: Versari tnihi ínter homines videtur hodie Philosophia, quemadmodutn frumentum et vinum fuisse in rerum natura narratur priscis temporibus. Erant enim ab initio rerum vites et spicae sparsim per agros, sed satio nulla. Itaque glande vivebatur; aut si quis ignotas dubiasve baccas tentare ausus esset, cum detrimento id fecit sanitatis suae. Similiter; philosophia, id est ratio naturalis, in omni homine innata est, unusquisque enim aliquo usqtie raciocinatur, et in rebus aliquibus, verum ubi longa rationum serie opus est, propter rectae methodi, quasi sationis defectum deviant plerique et úvagantnr. J& quo contingit sanioris judien vulgo haberi et esse eos, qui quotidiana cxpericntia tanquam glande CQiit&nti philosophtam aut abjiciunt, aut non expetunt, quam ti qui op'mionibus mminte uulgaribust sed djtbiis tcuiterque arreptis imbuti, tanquam parum sani perpetuo disputant, et rixantur. Fateor quidem partem philosophiae eam, in qua magnitudinum, figurarumque rationes supputayitur, egregie cultam ese. Caeterum quia in reliquis partibus similem operam positam nondum vidi, consilium ineo, quoad potero, philosophiae universae pauca et prima elementa, tanquam semina quaedam ex quibus pura et vera philosophia paulatim enasci posse videtur expli­ care {De Corpore, cap. I. Th. Hobbes Opera Philosophica. Ed. de G. M olesworth, vol. I, pp. 1-2). 12. La Logique ou l’art de penser. Ed. de R Clair y F. Girbal, PUF, Paris, 1965, p. 20. 13. Ibid.

autobiografía. Si se repara bien, esto no es algo baladí, sino que significa una auténtica actitud de compromiso vital con el método, con un deter­ minado método. De Bacon incluso cabe decir que murió víctima de las experiencias exigidas por su nueva metodología científica. El filósofo inglés tuvo plena conciencia —no sé si exagerada— del valor ejemplar de su vida en las tareas científicas sujetas al rigor del método. Así nos lo expone en este pasaje aquejado de la farragosidad no infrecuente de casi todas sus obras: Pensamos también que, a partir de nuestro propio ejemplo, es posible ofre­ cer a los hombres un poco de esperanza; y esto no lo decimos por jactancia, sino porque es útil decirlo. Si hay algunos que desconfían, que se fijen en mí, hombre superocupado con los asuntos civiles en medio de los hombres de mi época, y sin una salud muy fuerte (cosa que produce un gran dispen­ dio de tiempo), y en este tema absolutamente pionero, sin haber seguido las huellas de nadie, y sin cambiar impresiones sobre estas cosas con ningún mortal, y que, sin embargo, ha iniciado con firmeza el verdadero camino, y, sometiendo el ingenio a las cosas, ha hecho avanzar un poco (según pienso) estos mismos temas; y miren después lo que, tras estos nuestros comienzos, cabe esperar de hombres que disponen de ocio abundante, y de los que se asocien en los trabajos, y del decurso del tiempo; principalmente en un ca­ mino que no sólo está abierto para cada uno (como sucede en dicho camino racional), sino en el que los esfuerzos y trabajos de los hombres (principal­ mente en cuanto a la acumulación de la experiencia) pueden distribuirse y luego conjuntarse magníficamente. Entonces comenzarán los hombres a conocer sus fuerzas, puesto que no serán infinitos los que realicen las mis­ mas cosas, sino que unos realizarán unas y otros otras14.

Sin embargo, nadie expresó mejor que Descartes la inseparabilidad entre su método y su biografía intelectual, aunque no siempre sea fácil aquilatar las afirmaciones referentes a su vida pasada. Prescindiendo de alusiones más o menos incidentales en las Regulae15, el Discurso del Método en muchas de sus páginas se convierte en una especie de obra parenética que invita a mirar la vida de D. Renato como la encarnación de un método cuya perfección debe medirse por su eficacia. Los testi­ monios de esto son numerosos. He aquí algunos: No me arredraría en afirmar que pienso haber sido muy afortunado por haberme encontrado desde mi juventud en determinados caminos que me han llevado hasta consideraciones y máximas, con las que he formado un método, mediante el cual me parece que cuento con el medio de aumentar gradualmente mi conocimiento y de elevarlo poco a poco hasta el más alto 14. 15.

Nov. Org., lib. I, aph. CXIII, vol. I, p. 210. Cf., por ejemplo, la IV y la VI.

nivel al que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le pueden permitir alcanzar16.

Y son — continúa diciendo— tales los frutos alcanzados que, a su mirada de filósofo, se le antojan vanas e inútiles las empresas y resulta­ dos de los que le antecedieron. Por eso, no deja de «recibir una extrema satisfacción» del progreso que cree haber llevado a cabo en la investiga­ ción de la verdad, pudiendo concebir para el futuro unas esperanzas ta­ les, «que, si, entre las ocupaciones de los hombres puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que ésa es la que yo he elegido»17. Por eso, lo que Descartes se propone en el Discurso no es tanto teo­ rizar sobre un método cuanto exhibir como ejemplo el método al que se ha ajustado su biografía intelectual: «De este modo no es mi designio enseñar aquí el método que debe seguir cada uno en orden a conducir bien su razón, sino simplemente hacer ver en qué medida he intentado conducir la mía»18. Enseñar un método sería adoptar una actitud de superioridad respecto de aquéllos a quienes se lo enseña. Y Descartes —humildemente (!)— no se hace solidario de tal actitud. Sus pretensio­ nes, al menos en apariencia, son mucho menores: Por el contrario, al no proponer este escrito más que como una historia o, si lo preferís, como una fábula, en la cual, entre algunos ejemplos que se pueden imitar, se encontrarán posiblemente también otros muchos a los que habrá razón de no seguir, espero que será útil para algunos, sin ser perjudicial para nadie, y (espero) que todos me quedarán agradecidos por mi franqueza19.

Si se repara, este carácter autobiográfico del método hace que el tér­ mino «método» conserve su más puro sentido etimológico: un camino que hay que recorrer con la mira puesta en un fin o una meta. Y se trata de un camino personal que cada uno debe descubrir y, si es preciso, irlo construyendo al recorrerlo. No deja de ser curioso, desde esta misma perspectiva, que también Espinosa, en su obra metodológica, empiece con alusiones a su propia experiencia vital: Después de haberme enseñado la experiencia que todas las cosas que ocu­ rren frecuentemente en la vida son vanas y fútiles... determiné finalmente investigar si hay algo que sea el bien verdadero y que sea comunicable20.

La meta a la que apunta el camino es aquí distinta: estamos en una filosofía eudemónica, en una búsqueda de la felicidad, aunque se trate de una felicidad racional en el sentido más riguroso de la palabra. Pero, precisamente porque se busca una «felicidad racional», ante omnia excogitandus est modus medendi intellectus (ante todo hay que arbitrar un modo de medicar el entendimiento)21. Hay que someter a terapéu­ tica el entendimiento, porque, si nuestro camino no comienza por esta etapa, no hay modo de evitar los errores y equivocaciones. Este carácter autobiográfico del método nos obliga a apuntar ahora una observación sobre la que, sin duda, tendremos que volver en más de una ocasión: la no neutralidad del método. Nada más lejos de los pensadores de esta época, sobre todo de los grandes pioneros, que una concepción del método en la que éste sea como una especie de mode­ lo de quehacer científico que se comporte con absoluta indiferencia o independencia del sujeto que hace la ciencia o la filosofía, o del tipo de ciencia y de filosofía que se hace. El método, por imperfecto que esto pueda parecer a algunas epistemologías actuales, lleva siempre el cuño de la vida de quien lo realiza. Es importante tener esto en cuenta, ya que nos puede hacer comprender por qué, por ejemplo, el método de Descartes, al convertirse en el método de los «cartesianos», pierde mu­ cho de su vitalidad y fuerza creadora, degenerando en un escolasticismo tan formulario como cualquier otro escolasticismo. Y algo semejante se podrá decir más tarde en el ejemplo paralelo de los newtonianos, por más que los temas estrictamente científicos propicien una neutralidad metodológica que en el terreno de la filosofía es una utopía. Pero no acaba aquí la no neutralidad de los métodos, porque cada método no sólo viene condicionado por la vida del que lo practica e incluso, dentro de ciertos límites, lo teoriza, sino que cada método de­ termina y, a su vez, es determinado por el tipo de saber que con él, como instrumento, se realiza. Creemos necesario insistir en este punto que nos sitúa casi en los antípodas de muchos planteamientos epistemoló­ gicos actuales. La filosofía de Bacon, hasta el grado en que quepa hablar de una genuina filosofía en el pensador inglés, es inconcebible sin su método, como resulta patente de la más superficial lectura de sus obras. Y en el caso de Descartes esto es todavía mucho más claro. Gouhier, avalado por la profunda familiaridad que ha adquirido con los más finos perfiles de la filosofía cartesiana, expresa la indisociable conexión entre método y filosofía con esta bella alegoría:

El método, pues, no existe separado de la realidad a la que se aplica. Sus preceptos son, respecto al espíritu, como los de la higiene en relación al cuerpo. Entre la higiene y el cuerpo, está la salud del cuerpo, que es el fin de la higiene y lo que la subordina al conocimiento del cuerpo; entre el método y el espíritu, está la salud del espíritu, que es el fin del método y lo que lo subordina al conocimiento del espíritu; de este modo el método no tiene sentido más que en el interior de una totalidad concreta, el espíritu en buena salud. Todas las cuestiones referentes al método deben ser planteadas a partir de este hecho22.

El mismo Gouhier, a renglón seguido, se hace eco de la afirmación de Hamelin sobre la unión de metafísica y metodología en Descartes, aduciendo la primera de las cuatro reglas de la II parte del Discurso como expresión de esta inextricable unión. En efecto, el imperativo de no aceptar jamás cosa alguna como verdadera si no conocemos con evi­ dencia que es así, señala más un fin de metafísica gnoseológica que un estricto procedimiento de conocer; más que determinar la forma del sa­ ber, define la verdad por remisión a una experiencia que sólo tiene valor supuesta una determinada concepción de la naturaleza del hombre23. Es precisamente esta reciprocidad entre método y saber lo que per­ mitiría hablar de una interna circulatio entre el método y el saber, por cuanto, si bien el método conduce a la ciencia, es la ciencia la que veri­ fica el método24. El método no está en prioridad respecto del saber, sino en sincronía no simplemente temporal, sino estrictamente epistemoló­ gica. N o se avanza científicamente sin el método, pero el método no es distinto del avance mismo. Si hemos ejemplificado en Descartes la no neutralidad del método, no es porque pensemos que se trata de un ejemplo único, ya que pa­ recida ejemplificación cabría hacerla con el geometrismo de Espinosa, con el empirismo de Locke y Hume o con el trascendentalismo de Kant. Esto resulta tanto más obvio si se tiene en cuenta que, en muchos ca­ sos, es precisamente el tipo de método lo que sirve de fundamento de denominación al tipo de cada sistema filosófico. Por todo esto creemos que otros pensadores podrían suscribir la profesión de modestia metodológica que hace Descartes precisamente desde una consideración personal de su método: «Jamás mi intento ha ido más allá de pretender reformar mis propios pensamientos»25. En consecuencia, si se presenta su obra, de la que ciertamente está satisfe­ 22. H. Gouhier, Descartes. Essais sur le «Discours de la Méthode». L a Métaphysique et le Monde, J. Vrin, París, 31973, pp. 67-68. 23. Loe. cit., p. 68. 24. Loe. cit., p. 69. 25. Disc. Méth., II. AT, VI, p. 15.

cho, como un ejemplo, no debe, por ello, entenderse que quiera «acon­ sejar a nadie imitarla»26, ya que otros, mejor dotados, pueden perfecta­ mente haber llevado a cabo proyectos de más envergadura. Esta modestia metodológica, perfectamente compatible con el com­ promiso personal y filosófico que cada método implica para cada pensa­ dor, nos parece verdaderamente relevante en orden a evitar un peligro que acecha a todas las épocas de especial preocupación metodológi­ ca: lo podríamos llamar el imperialismo o el despotisrfio del método. Este peligro se ha hecho realidad, por ejemplo, en nuestro momento epistemológico, en el que los formalistas sólo reconocen valor a los mé­ todos formales, los estructuralistas, al método estructural, y los dialéc­ ticos, al método dialéctico. Desde el método adoptado despóticamente se pontifica sobre su propia bondad y eficacia y se anatemiza a cuantos no juren fidelidad a sus cánones. Si se acepta un despotismo de este signo, o se empobrece, al menos en el propósito, la riqueza y variedad de la filosofía, o, probablemente, se hace difícil, por no decir inviable, el diálogo entre las filosofías y entre los filósofos. Que no sucedió esto en los siglos XVII y XVIII se echa de ver por la afanosa tarea de diálogo que cada filósofo buscaba con los demás. Hay ejemplos ilustres como las Objectiones y Riesponsiones de Descartes o como la rica correspon­ dencia filosófica de Leibniz. Aunque todo filósofo, como es obvio, prefiriese su filosofía, no la canonizaba en exclusiva, y un Descartes podía dialogar con un Gassendi o con un Hobbes, y un Leibniz con un Clarke, aunque el diálogo no estuviese siempre exento de pasión y acrimonia. Todo esto, a nuestro juicio, depende, en buena medida, de que cada uno defendía su método sin incurrir en idolatría de él. La idolatría del método puede convertirse en un mal enemigo de la ciencia misma. Así lo dice Bacon con su estilo no exento de belleza: Otro error distinto de los demás es la reducción prematura y pertinaz de las teorías a artes y métodos; cuando esto tiene lugar, poco o nada avanza habitualmente la ciencia. Igual que los efebos, una vez que han desarrollado los miembros y los músculos de su cuerpo, apenas crecen más, esto mismo sucede con la ciencia: mientras se expande en aforismos y observaciones, puede crecer y ser pujante; pero, una vez que ha sido delimitada por y ence­ rrada en métodos, puede, sin duda, ser acicalada e ilustrada, o ser adaptada para los usos humanos, pero no puede progresar en volumen27.

El método — y esto lo habremos de ver posteriormente— es más un aparato de gimnasia mental que un corsé para la inteligencia. Debe 26. 27.

Ibid. De augm. scient., Lib. I, Vol. I, p. 460.

agilizar la mente y abrirle caminos, no atarla a la barra de una noria para trillar la misma senda sobre sus propias huellas. Con texto histórico de los nuevos p lan team ien tos m etod ológico s

Al referirnos al contexto histórico, nuestras pretensiones son absoluta­ mente modestas: sólo intentamos, desde una óptica filosófica, referirnos a aquellos factores contextúales que no sólo hacen posibles los nuevos planteamientos metodológicos, sino que, en cierta medida al menos, los están exigiendo. Evidentemente, no es el mismo el contexto filosófico eti el que Aristóteles se ocupa del método en los Analíticos Segundos, que el contexto averroísta de los metodólogos de Padua, o el retóricohumanista de Ramus. Hay una conciencia epocal distinta, se opera con concepciones distintas del saber y de la ciencia, se tiene, si vale la expre­ sión, una «inducción histórica» distinta de los éxitos o fracasos de mé­ todos anteriormente usados y, cosa muy importante, dada la conexión estrecha entre metodología y teoría del conocimiento, se piensa de muy distinta manera sobre la naturaleza del conocer y sobre las exigencias de un conocer que quepa adjetivar como verdadero. A esto, y sólo a esto, pretendemos aludir, apuntando, más que desa­ rrollando, temas que forzosamente habrán de retornar desde otras pers­ pectivas. La conciencia de «ruptura» Descartes, en una de las muchas, aunque imprecisas, referencias biográ­ ficas del Discurso, deja patente que, a pesar de su afanosa dedicación a la adquisición de los saberes que el curriculum de estudios le ofrecía en sus años escolares, nada más terminarlos, hubo de cambiar su actitud de interés hacia ellos. Se encontraba en la embarazosa situación de llegar a pensar que, más que haber adquirido una seria instrucción, había lle­ vado a cabo un progresivo descubrimiento de su ignorancia28. Curiosa situación para un alumno aventajado que, según propia declaración, disfrutaba de la consideración intelectual de profesores y condiscípu­ los. ¿Qué sucede? Sencillamente que, al menos en buena medida, había dedicado su esfuerzo a aprender una cultura, un saber que ya no era actual. Y repárese que, por todos los indicios de que disponemos, la enseñanza en La Fleche no era una reliquia del mundo medieval. Tén­ gase en cuenta que la Orden de los jesuitas es una orden renacentista que surge y se desarrolla en el espíritu de esa época. Pero es que también el Renacimiento es historia ya pasada. Tampoco vale ya para la cultura

dinámica del xvii sustituir la enteca enseñanza escolástica por un huma­ nismo en proclividad de degeneración retórica, apenas compensada en centros como La Fléche por «concesiones» en favor de algunas discipli­ nas científicas e incluso técnicas29. La cultura renacentista se ha agotado y se ha esterilizado convir­ tiéndose en cultura libresca y de disquisición textual. Y esto era también válido para la filosofía, donde la renovación y el auge de la Escolástica emanados de España no habían servido de dique al estrepitoso derrum­ bamiento del aristotelismo tradicional. La inquina de los humanistas contra ese aristotelismo se convirtió en ataque contra Aristóteles, sin su­ ficiente discernimiento en muchos casos entre lo que era de Aristóteles y lo que a Aristóteles se atribuía. Pero el humanismo no creó una filosofía consistente, con lo cual, al provocar la crisis del aristotelismo, provocó un auténtico vacío filosófico. Por eso, el XVII va a tener clara conciencia de que hay que empezar de nuevo a hacer filosofía, renegando de o aca­ so desconociendo en exceso el pasado. Pero esta era su actitud filosófica y personal y con ella hay que contar. Hay, sin embargo, en esta conciencia de ruptura un factor históricoambiental que debe tenerse en cuenta. Nos referimos a la incidencia del escepticismo desencadenado en Europa occidental, muy especialmente 29. Nada de esto debe impedirnos reconocer la importancia de los jesuitas en el campo de la cultura, e incluso en el propio campo del método. N os acogemos al testimo­ nio de Gusdorf: «L’exigence de méthode apparaít ainsi comme un caractére essentiel de la conscience intellectuelle moderne. II convient d’ajouter que si les Exercices spiritnels d’Ignace de Loyola expriment l’ambition d’une pédagogie totalitaire de la personnalité humaine adulte, iis ont pour sousproduit une pédagogie non moins systématique á l’usage des enfants des écoles. La Ratio Studiorum, destinée aux colleges de la Compagnie de Jésus qui, au terme de trés longues études, connait en 1599 sa rédaction définitive, n’est pas autre chose qu’une sorte de prologue aux Exercices, destinés á la classe d’áge inférieure. Les colleges sont con^us et développés comme une pépiniére au sein de laquelle seront recrutés les futurs membres de la Compagnie. Or la Ratio Studiorum, premier monument d’une pédagogie consciente et organisée, propose une rationalisation, une formalisation compléte des études, réglées jusque dans le détail d’une maniere systématique. Les programmes, les méthodes, les horaires de l’enseignement, les fins et les moyens, définis une fois pour toutes, seront les mémes d’un bout a l’autre de l’empire des Jésuites, sur lequel le soleil ne se couche jamais. Des maitres interchangeables formeront en série des éléves semblables les uns aux autres, selon les mémes procédures et cérémonies; l’unité de la langue latine symbolise et facilite l’unité de la foi. L’enseignement devient une machine institutionnelle, qui peut étre réglée une fois pour toutes et pour tous. Cette rationalisation de la pédagogie est, dans l’histoire de la culture, un événement plus important que la publication d ’un Discours de la Méthode, rédigé par un ancien éléve des Jésuites. La Com ­ pagnie de Jésus n’eut d’ailleurs pas l’exclusivité en matiére de méthodologie pédagogique; dans le domaine catholique, les Oratoriens tentérent de rivaliser avec leurs confréres; les solitaires de Port-Royal développérent de leur cóté un piétisme éducatif dans le style janséniste. Et l’Europe réformée connut ses grands projets d’institution pédagogique, marqués du méme esprit de rationalisation; la pédagogie s’y présente pareillement com ­ me l’ombre portée d’une spiritualité» (La Révolution galiléenne, Payot, Paris, vol. I, pp. 257-258).

en Francia. El Renacimiento había supuesto una cierta liberación de las «autoridades», de las religiosas con el luteranismo, y de las filosóficas con el rechazo del modo medieval de acatamiento de las «sentencias» de los autores consagrados. La razón del hombre, aunque sea en un grado insatisfactorio para el hombre de nuestro siglo XX , queda entre­ gada a sí misma. Y esa razón, dejada a sí misma, comienza a desconfiar de sí misma. Si no olvidamos que las controversias teológico-religiosas ayudan a cuartear su seguridad, tenemos abiertas las, compuertas del escepticismo. Pero la Europa del XVII, y muy especialmente Francia, estaban inaugurando una era de moderado optimismo, al que apoyan la nueva ciencia, una incipiente técnica y un progresivo desarrollo econó­ mico. Esa estabilidad «vital» era refractaria al escepticismo. Y aunque la filosofía vaya a remolque de la sociedad, también la filosofía debe dejar de ser escéptica. Y esta tarea no puede llevarla a cabo con la simple re­ cuperación de un pasado, respeto del cual seguían conservando validez los ataques del humanismo renacentista. Había que hacer el presente inventando el futuro. Había que estrenar una edad nueva. Pero había que estrenarla tratando de evitar errores que volvieran a dar la razón a los muchos que aún seguían repitiendo los tópicos escépticos. Esta conciencia de novedad, acompañada de una rígida actitud pre­ cautoria frente al error, es posiblemente la más clara manifestación de lo que hemos denominado «conciencia de ruptura».Y es también un factor que hemos de tener en cuenta para entender más de un perfil de los planteamientos metodológicos, ya que los métodos no apuntarán simplemente a lograr una corrección del pensamiento, sino la verdad y la certeza. Como dice Descartes, hay incluso que dejar a un lado «todos los conocimientos meramente probables, estableciendo que no hay que fiarse más que de lo perfectamente conocido y de lo que no sea posible dudar»30. Es preferible, con idea de Descartes en la misma Regla, saber pocas cosas con verdad y con certeza, que ambicionar saber muchas sin ese grado de perfección y seguridad. En la misma línea, por citar otro ejemplo, estaría Espinosa, al po­ ner como espoleta al imperativo de urgencia del método que purifique y cure el entendimiento, ut feliciter res absque errore, et quam optime intelligati]. Afirmaciones parecidas cabe encontrarlas en casi todos los autores32. 30. Reg. II. AT, X, p. 362. 31. DIE, p. 6. 32. Como otro testimonio más, he aquí un texto de Malebranche: En un mot, Von a reconnu en partie les erreurs de l’esprit et les causes de ces erreurs; il est temps présentement de montrer les chemins qui conduisent á la connaissance de ¡a vérité, et de donner á l’esprit toute la forcé et toute 1’adresse que Von pourra pour marcher dans ces chemins sans se fatiguer inutilement et sans s ’égarer (De la Recherche de la vérité, vol. II, lib. VI, cap. I. Ed. de Rodis-Lewis, Oeuvres Completes, II, pp. 244-245).

el desarrollo de la lógica como «arte» en cuanto método de enseñanza y de aplicación del saber constituido, e incluso el desarrollo de la lógica como «ciencia» en cuanto método de demostración. Pero, si, como es­ tamos viendo, de lo que se trata ahora no es de enseñar o de demostrar un saber heredado, sino de inventar el que la nueva época exige, hará falta también inventar nuevos métodos42. Y decimos nuevos métodos, porque no va a haber uno solo, como no va a haber tampoco una sola nueva concepción del saber, ya que, en efecto, tan lejós está de la «his­ toria» Descartes con su saber en y desde la razón, como Bacon con su saber de humiliatio mentis ante la naturaleza, por no aludir más que a los dos pioneros mas importantes. La invalidez del método silogístico Aunque, en cierto modo, se trata de un aspecto del contexto históri­ co que queda sobreentendido en todo lo que dejamos dicho, no hacer mención explícita de é) equivaldría a un desprecio de los numerosos textos que a ello se refieren. Y vamos a abrir el fuego con Bacon; y no es inexacto decir «abrir el fuego», porque se va a hacer uso de una autén­ tica artillería pesada contra la silogística tradicional. Los tiros empiezan desde el Prefacio del Nov. O r g «Por tanto, aquella parte de la dialé­ ctica..., sirvió más para consolidar errores, que para hacer patente la verdad»43. Esta afirmación apoyaba otras ya formuladas páginas antes: Mas la medicina es peor que el mal, sin que ella misma esté libre de mal. En efecto, la dialéctica que ha sido aceptada, por más que se emplee con toda justeza para los asuntos civiles y para las artes que tienen su lugar en el lenguaje y en la opinión, sin embargo se queda muy lejos de alcanzar la sutilidad de la naturaleza; y al tratar de captar lo que no comprende, sirvió más para establecer y, por así decirlo, consolidar errores, que para abrir el camino a la verdad44.

Aunque la afirmación nuclear es la misma, aquí hay una clara conce­ sión a la lógica de Ramus y otras similares, en el sentido de no negarle un cierto valor para la jurisprudencia y la elocuencia, al mismo tiempo que se la considera no sólo inútil, sino incluso perjudicial para el estudio de la naturaleza. Esta inadecuación de la lógica para la nueva ciencia va a quedar explicitada con toda dureza en el curso de la obra: Del mismo modo que las ciencias con que ahora se cuenta son inútiles para el descubrimiento de operaciones (prácticas), así también la lógica que aho­ 42. 44.

Cf. Op. cit., pp. 221-222. Loe. cit., p. 129.

43. Works, vol. I, p. 152.

ra se tiene es inútil para la invención de las ciencias [...] El silogismo no se emplea para los principios de las ciencias, y se emplea inútilmente para los axiomas medios, al estar en gran desproporción con la sutilidad de la na­ turaleza». «El silogismo consta de proposiciones, las proposiciones constan de palabras y las palabras son la contraseña de las nociones. Así, pues, si las nociones mismas (lo cual es la base del tema) son confusas y han sido abstraí­ das temerariamente de las cosas, no hay nada sólido en lo que sobre ellas se construye. Por tanto la única esperanza está en la inducción verdadera'15.

Inutilidad, fuente de errores, desproporción con la naturaleza, for­ zar asentimiento desconectado de la realidad, trabajar con nociones os­ curas obtenidas en un precipitado proceso de abstracción: he aquí todo un sumario de acusación epistemológica contra la lógica tradicional y sus silogismos. Y decimos contra la lógica tradicional, porque Bacon considerará su nuevo método como perteneciente de alguna manera a la lógica nueva, que se distingue de la «vulgar» en el punto de partida, en el orden de la demostración y en la finalidad a que apunta: En efecto, toma su inicio desde más arriba, sometiendo a examen aquello que la lógica vulgar acepta como por fe ajena y autoridad ciega: los prin­ cipios, las nociones primeras y las mismas informaciones de los sentidos. También invierte totalmente el orden del demostrar, elevando gradualmen­ te y sacando a la luz las proposiciones y axiomas, desde la historia y los ca­ sos particulares hasta lo general, mediante una escala ascendente, sin volar directamente a los principios y a lo más general, deduciendo, y derivando a partir de ellos las proposiciones medias. Pues el fin de esta ciencia es descu­ brir y enjuiciar cosas y obras, no argumentos y razones probables46.

La posición de Bacon no puede ser más terminante: se rechaza la lógica tradicional o «vulgar» por incompetente para las funciones que se deben esperar de un método científico. Por ello hay que elaborar una lógica nueva, lógica que, en este caso, ha de estar en consonancia con la concepción que de la ciencia tiene el filósofo inglés. De momento, no nos interesa este segundo aspecto, sino dejar clara constancia del primero. Esta actitud de Bacon que, al menos en cuanto a su aspecto negati­ vo, se puede tomar como modélica de la época filosófica posterior a él, no puede ser motivo de sorpresa. Ni la ciencia, ni la filosofía moderna pueden valerse del silogismo del aristotelismo clásico como instrumen­ to preferente. Se han perdido —por olvido, por negación o por efectivo desuso— algunos presupuestos fundamentales para que la silogística siguiera cumpliendo los cometidos que en épocas anteriores había te­

45. 46.

Loe. cit., p. 129. Partis bistatiratioms secundae delhteatio et argumentum. Vol. III, pp. 547-548.

nido. Primero, se ha perdido, al menos operativamente, el crédito de valor apodíctico que se concedía a los primeros principios, tema éste de no relevante presencia en los siglos XVII y XVIII, aunque hay excep­ ciones, como la de Leibniz. Segundo, tras los ataques iniciados en el siglo xiv, se ha llegado históricamente a un descrédito de una teoría de la abstracción, que precisamente era la que debía aportar los contenidos de los conceptos sobre los que tales primeros principios se montaban. Tercero, y según habremos de ver en más de una ocasión, casi carecía de sentido acogerse a un método formal para la validación de los procesos deductivos, ya que en tales procesos, si la forma del proceso era impor­ tante, lo era más el contenido de los diversos pasos deductivos. Y todo ello se agrava más aún si se tiene en cuenta que, en general, la deducción no va a ser el método científico primario y originante, al menos en el sentido tradicional del término «deducción». Frente a esa silogística, tentada de formalismo arterioesclerótico, tanto el racionalismo como el empirismo van a elevarse a las leyes de la razón tomando como punto de arranque o los facta rationis (raciona­ lismo) o los facta experientiae (empirismo). Los facta rationis hipostasiarán su valor no por recurso a un código más o menos estereotipado, como es el de las leyes de la lógica, sino por un intento de descubrir, por el análisis de la razón, las leyes de la razón misma, respaldándola en Dios, si es preciso (Descartes), o encontrando suficiente fundamento en sus estructuras trascendentales, como sucede, por ejemplo, en Kant. Si, por el contrario, los facta experientiae son más difícilmente «digeribles» en una canónica racional, habrá de hacerse todo un esfuerzo para ins­ taurar un nuevo método, tan complejo como el que Bacon llevó a cabo con la nova inductio. De nuevo estamos ante el imperativo de hacer métodos, y no de aplicar los ya hechos. Por ello resulta natural que, igual que Bacon, también Descartes emplace su artillería frente a la lógica silogística, si bien con las diferen­ cias que se infieren de lo que acabamos de decir. Comenzando por el Discurso del Método, el primer ataque frontal se plantea, en la II parte, con estas palabras: Siendo más joven, entre las partes de la filosofía, había estudiado algún tanto la lógica, y, entre las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que parecían deber contribuir en cierta medida a mi designio. Ahora bien, al examinarlas, caí en la cuenta, por lo que a la lógica se refiere, que sus silogismos y la mayor parte de sus otras instruccio­ nes, sirven más bien para explicar a otro las cosas que uno sabe, o incluso, como en el caso del arte de Lulio, para hablar, sin juicio, de las que uno ignora, que para aprenderlas47.

Planteamiento coherente con todo lo que venimos exponiendo: si lo que hay que hacer es crear una nueva ciencia, no nos valen métodos que sólo sirven para enseñar lo que ya sabemos, sino que los métodos que se requieren son aquellos que sirven de instrumento para aprender, para crear ciencia. Más adelante, en la VI parte, se repite el ataque con nuevas matizaciones: Yo no he notado jamás que, mediante las disputas que se practican en las escuelas, se haya descubierto verdad alguna que se ignorase con anteriori­ dad; en efecto, mientras que cada uno se esfuerza en lograr la victoria, se ejercita más en hacer valer lo verosímil que en sopesar las razones de una parte y de otra; y los que durante largo tiempo han sido buenos abogados, no por eso son después mejores jueces48.

Prescindiendo del acorde con Bacon en reconocer la utilidad de la lógica tradicional para las artes civiles, se insiste en la inadecuación del método para descubrir nuevas verdades, pero se añade algo más: esa lógica puede quedar satisfecha con lo verosímil. Pues bien, entonces no vale para el nuevo saber cartesiano, que es un saber de certezas y hasta de certezas absolutas49. La batería de ataque no va a ser inferior en las Regulae, la obra metodológica más completa de nuestro filósofo. Vamos a recoger un pasaje de la Reg. IV y otro de la X. El pasaje de la Reg. IV es tan breve como denso: Mas las otras operaciones de la mente, que la dialéctica pretende dirigir en auxilio de estas anteriores (intuición y deducción), han de ser contadas más bien entre los impedimentos, puesto que a la pura luz de la razón no puede añadirse nada que no la oscurezca de alguna manera50.

Repárese: no se trata ya simplemente de que la lógica sea inútil, sino de que es un impedimento. Y la razón por la que es impedimento es ab­ solutamente cartesiana y, por cierto, muy distinta de la que nos ofrecía Bacon al afirmar que la lógica no alcanza la realidad de la naturaleza 48. Op. cit. p. 69. 49. En línea similar estaría la Carta-prefacio de los Principia: Aprés cela, il doit aussi estudier la Logique: non pas celle de l ’eschole, car elle nest, á proprement parler, qu’une Dialectique qui enseigne les moyens de faire entendre á autruy les choses qu’on sgait, ou mesme aussi de dire sans jugement plusieurs paroles touchant celles qu'on ne sgait pas, et ainsi elle corrompí le bon sens plustost quelle ne lJaugmente; tnais celle qui apprend á bien conduire sa raison pour découvrir les vérités qu’on ignore (AT, IX-2, pp. 13-14). 50. Aliae autem mentis operationes, quas harum priorum (intuitus et deductio) auxi­ lio dirigere contendit Dialéctica, hic sunt inútiles, vel potius inter impedimenta numerandae, quia nihil puro rationis lumini superaddi potest, quod illud aliquo modo non obscuret (AT, X, pp. 372-373).

(naturam non attingit). Si el saber, según Descartes, va a ser un saber en y desde la razón, ese saber debe consumarse con la pura luz de la razón (puro rationis lumine). Y puro no quiere decir sólo que haya que apartar la mente de los sentidos (abducere mentem a sensibus), aunque ciertamente sea esto lo primero que quiere decir, sino que significa tam­ bién que la mente debe valerse por sí sola, sin aditamentos que, en su añadirse a la razón, la oscurecen, impidiendo que su Luz (lumen) irradie la claridad que le es congénita. El pasaje de la Reg. X es más largo, pero va a completar los porqués del ataque cartesiano. Esta regla es una invitación al esfuerzo personal en la investigación de las verdades, aconsejando que cada uno trate de descubrir por sí mismo incluso lo que otros puedan ya haber descu­ bierto. Para ello se dan consejos metodológicos, como el proceder con orden, empezar por lo más simple y sencillo, educar la atención de la mente, etc. Y, tras salir al paso de quien pudiese recriminarle el olvido de las reglas de los dialécticos, se expresará así: Y para que aparezca todavía con más evidencia que tal arte de disertar no contribuye absolutamente en nada al conocimiento de la verdad, debe te­ nerse en cuenta que los dialécticos no pueden formar con su arte silogismo alguno que concluya algo verdadero, si antes no hubieran poseído la mate­ ria del mismo, esto es, si no hubieran conocido ya de antemano la misma verdad que en él se deduce. De donde resulta manifiesto que ellos mismos no perciben nada nuevo por virtud de dicha forma y que, por tanto, la dialéctica vulgar es completamente inútil para los que desean investigar la verdad de las cosas, y que sólo algunas veces puede ser provechosa para exponer a otros las razones ya conocidas, debiendo, en consecuencia, ser transferida desde la filosofía a la retórica51.

N o hay novedad en señalar la inutilidad de la lógica para el descu­ brimiento de la verdad. Es interesante este traspaso de la lógica desde el campo de la filosofía al de la retórica, alusión clara, según nuestro parecer, a Ramus, en coincidencia una vez más con Bacon. La nove­ dad está en señalar el carácter formal, con todas las limitaciones que se quiera, de la lógica. Y ya dejamos dicho que la época no está a favor de métodos formales, sino que se interesa por los métodos que cuenten con y se basen en los contenidos. El silogismo, a lo más, podría tener alguna función tras la elaboración de un saber de contenidos, según lo demuestra el proceder de los lógicos, que no son capaces de formar un silogismo que concluya con verdad si primero no cuentan con la mate­ ria del mismo (nisi prius ejusdem materiam babuerint).

La nueva concepción de la ciencia Sólo una breve referencia a este dato contextual, cuya aceptación ya tópica nos dispensa de un mayor tratamiento. El siglo xvn se encontró ya con el hecho de una nueva ciencia, sobre todo en el campo de la astronomía, la física y la matemática. Era una ciencia que avanzaba con pasos seguros y que, por la admiración que suscitaba, incitaba a la imi­ tación. Por consiguiente resulta lógico que, a la hora de plantear nuevos métodos, se mire hacia los nuevos modos de concebir la ciencia y de hacerla, a ver qué se puede obtener de ella. Ha desaparecido casi del todo la ciencia-theoria como simple aspiración a contemplar el mundo para hacerlo inteligible; ha desaparecido como ideal operativo la visión ejemplarista cristiana que veía en el mundo el signum Dei, como vestigium en las cosas materiales y como imago en las inmateriales. Se ha iniciado una ciencia que quiere saber por algo y para algo. Apunta un cierto matiz positivista que, sin estar ausente del pensamiento continen­ tal, por ejemplo de Descartes52, va, sin embargo, a tener su más clara expresión en Inglaterra. Para Bacon la ciencia ha de ser útil en su meta: «La meta verdadera y legítima de las ciencias no es otra que dotar a la vida humana con nuevas invenciones y recursos»53. El hombre no hace ciencia sólo para saber, sino para poder, porque: «El poder del hombre reside únicamente en la ciencia: en efecto, tanto puede cuanto sabe»54. Como consecuencia de este positivismo avant la lettre, la ciencia no se puede hacer con abstracciones que acaben en una universalidad vacía, sino que hay que hacer una ciencia de realidades concretas, bien pivotando sobre los contenidos de conciencia (racionalismo), bien vol­ 52. Así, en la VI parte del Discurso, refiriéndose a las conquistas que su modo perso­ nal de proceder le ha procurado concretamente en las cuestiones de física, confiesa que, si las mantuviese ocultas cometería un pecado contre la loy qui nous oblige á procurer,

autant qu’il est en nous, te bien general de tous tes hommcs. Car eiles m’ont fait voir qu‘il est possible de parvean t) des connoissances qui soiení fort útiles A la vie, et qu 'au lien de cette Pbilosophie spéculative, qu 'on ensetgne dans les escbolest on peut trouver une pralique, par laquelle connoissant la forcé et les actions du feut de l'eau, de l'air, des astrts, des cieuX) et de tous les autres corps qui nous environnentt aussy distinctcnietU que nous connoissons les divers mestiers de nos artisans, fious les pourrions employer en mesnie faqon, a toas les usages auxquels ils sont propres, et ainsi fions rendre comme maistres et possesseurs de la nature (AT, VI, pp. 61-62). La mejor confirmación de este ideal «posi­ tivista» en Descartas sería SU propósito no alcanzado de elaborar una ciencia médica de eficacia curativa casi ilimitada. 53. Meta autem scientiarum vera et legitima non alia est, quam ut dotetur vita hu­ mana novis inventis et copiis (Nov. Org.y lib. 1, aph. LX X X I). 54. Hominis autem itnperium sola scientia constare: tantum enim potest quantum scit (Cogitata et visa, vol. III, p. 611). Cf. nuestro artículo «M étodo y filosofía en el empi­ rismo inglés: Bacon y Hobbes»: Anales del Seminario de Metafísica VII (1972), pp. 14-16; publicado asimismo en S. Rábade, Obras II, Trotta, Madrid, 2004, pp. 25-55.

cándose sobre los datos de la experiencia (empirismo). El método, que no debemos olvidar que ha de ser de contenidos, tiene que servir para analizar esas realidades y dar razón de ellas. Pero, además, lo que hasta ese momento se había llamado ciencia, aparecía lleno de errores y, cuando menos, limitado a verosimilitudes y probabilidades. Pues bien, la nueva ciencia en la que ya se está y a la que se aspira a perfeccionar y a desarrollar, tiene que ser una ciencia de certezas, como dice contundentemente Descartes: Orrmis enim scientia est cognitio certa et evidens5S. En consecuencia hay que lograr méto­ dos capaces de generar esta certeza evidente, tarea no tan difícil para un filósofo de los contenidos noemáticos de la conciencia, como es el francés, pero de enorme dificultad para un filósofo que parte de la ex­ periencia, como sucede con Bacon y los empiristas. Por eso los métodos, apuntando a metas compartidas, van a ser tan divergentes. Y por eso también van a ser mucho más claras las líneas metodológicas del racio­ nalismo que las del empirismo, no encontrando éste una codificación y praxis convincente hasta Newton. De esta concepción de la ciencia, troquelada en la certeza de evi­ dencia, surgirá la atribución de carácter modélico a las matemáticas, ya que, como se nos dice al final de la misma regla, «de todo esto debe concluirse que no hay que aprender sólo aritmética y geometría, sino que, buscando exclusivamente el camino recto de la verdad, no debe uno ocuparse de objeto alguno, respecto del cual no quepa obtener una certeza igual a las demostraciones aritméticas y geométricas»56. Método y sistema Aunque, como dice Angel Currás, «ni Descartes, ni Spinoza, ni en ge­ neral ningún pensador de la época [...] utiliza el término “sistema” para denominar una exposición ordenada, demostrada —geométricamente o no— de su pensamiento u obra científico-filosófica»57 hasta Leibniz, sin embargo no parece discutible que estamos en una época filosófica con afán de sistema, aunque ello sea más fácilmente detectable en el racio­ nalismo que en el empirismo. Cada filósofo construye su sistema con aspiración a explicar global y jerárquicamente la realidad total. El méto­ do ha de ser el instrumento que posibilite la generación del sistema. Ya 55. Reg. II, T. X, p. 362. 56. [...] ex is ómnibus est concludendum, non quidem solas. Arithmeticam et Geometriam esse addiscendas, sed tantummodo rectum veritatis iter quaerentes circa nullutn objectum debere occupari, de quo non possint babere certitudinem Arithmeticis et Geometricis demonstrationibus aequalem (/. c., p. 366). 57. A. Currás Rábade, «El principio de continuidad en la teoría leibniziana del mé­ todo», en el número de Anales del Seminario de Metafísica antes citado, p. 134.

hemos visto que no basta ni se busca un simple método de explicación. Acaso éste sea el profundo sentido del método como ars inveniendi, arte de hallar, de descubrir verdades, pero no verdades sueltas, desligadas, sino verdades conexionadas, de manera que cada una tenga su lugar propio dentro del orden del sistema. Según la concepción de la ciencia a que hemos aludido, el sistema no es algo que crece con espontaneidad vital, sino algo que ha de irse construyendo o generando en ajuste a una canónica racional, no sólo porque la dicta la razón, sino porque la razón se despliega y ejerce su poder en ella. Desde esta perspectiva, posiblemente nadie supera a Espi­ nosa en la indisolubilidad interna de sistema y método geométrico. Tampoco parece necesario insistir más en este punto, ya que sería reincidir en cuanto hemos dicho sobre la no neutralidad del método en este período de la modernidad. Contexto problemático Si las circunstancias históricas que constituían el contexto histórico de la modernidad que va desde finales del x v i hasta el x v m no sólo posibi­ litaban, sino que incluso exigían un giro en los planteamientos metodo­ lógicos, debe decirse con mayor fuerza que esta exigencia de cambios metodológicos viene requerida por los nuevos problemas a que hace frente la filosofía y por las constelaciones culturales en las que tales pro­ blemas se estructuran. Si, como hemos dicho en más de una ocasión, los métodos no funcionan «neutralmente» en este período, sino en coim­ plicación con las filosofías y con los problemas de los que las filosofías se hacen cargo, el cambio de horizonte problemático implica el cambio de horizonte metodológico. ¿Respecto de qué se produce este cambio de horizonte problemáti­ co? Por supuesto —y no hace falta insistir en ello— respecto del aristote­ lismo escolástico. Pero sería falso creer que el cambio sólo se lleva a cabo por reacción contra tal aristotelismo. Por el contrario, nos parece que hay también que tener muy en cuenta la cultura humanista como cultura libresca, como una cierta idolatría de lo dicho por los antiguos e, incluso más, como idolatría del modo como lo habían dicho. Ello hizo que la fi­ losofía humanística degenerase con frecuencia en una crítica ditirámbica y en una retórica expositiva. La palabra, sobre todo la palabra escrita en las lenguas muertas, adquiría tal densidad, que, en vez de medio expre­ sivo de nuestro pensamiento respecto de las cosas, se convirtió en un velo que ocultaba tanto el pensamiento como las cosas pensadas. Por eso los métodos humanistas son, en buena medida, métodos de la palabra. Pues bien, ahora se quiere ir y se va a ir a los métodos del pensa­ miento, y a los métodos del pensar y del conocer las cosas, potencián­

dose en unos casos más el pensar (racionalismo) y en otros las cosas pensadas (empirismo), pero sin olvidar, en ningún caso, que el centro de gravedad está en la relación pensamiento-cosas. La verdad como meta Se ha superado la cultura retórica del decir para cendrarse en una cul­ tura del conocer, que, a su vez, se traduce en una filosofía de la verdad. Pocas épocas históricas se han centrado tan nuclearmente como ésta en el tema de la verdad. Y por eso la búsqueda y persecución de la verdad se convierte, a nuestro modo de ver, en el imperativo problemático bá­ sico del planteamiento y desarrollo del método. Y no se va a tratar de una verdad cualquiera, sino de la verdad que merezca adjetivarse como absoluta, al menos con la absoluteza de la posesión subjetiva segura de la misma lograda en la certeza. Por eso cabría hablar de métodos de certeza veritativa. Por ejemplo, en Descartes este ideal está claro desde la I parte del Discurso: «Yo tenía siempre un deseo extremo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis acciones y para avanzar con seguridad en esta vida»58. Y este ideal no es una opción que po­ damos adoptar o rechazar: es un ideal al que estamos obligados, «ya que, habiendo dado Dios a cada uno cierta luz (lumiére) para discernir lo verdadero de lo falso, jamás hubiera creído deber contentarme con las opiniones de otro ni un solo momento, si no me hubiera propuesto emplear mi propio juicio en examinarlas en la debida oportunidad»59. Hasta tal punto este ideal de la verdad debe presidir nuestro proceder metodológico en la persecución de la ciencia como cognitio certa et evidens, que resultará más sabio no ocupar nuestro pensamiento en nada que ocuparlo en cosas dudosas, si la duda implica peligro de falsedad; del mismo modo que es aconsejable abstenerse de intentar resolver co­ sas tan difíciles que en ellas no seamos capaces de distinguir la verdad de la falsedad, ya que, en tal situación, más que aumentar nuestro cono­ cimiento estamos en peligro de disminuirlo60. Por eso, el método no es necesario para exponer bien, para enseñar, ni solamente tampoco para elaborar nuestro sistema. No, es necesario para algo más importante: Necessaria est Methodus ad rerum veritatem investigandam (el método es necesario para investigar la verdad de las cosas)61. La verdad es, pues, un deseo del Descartes estudioso, es una obli­ gación en orden a aprovechar la lumiére que Dios nos dio, es una exi­ gencia del quehacer científico. Pero no es sólo esto: es, además, un bien 58. 60.

AT, VI, p. 10. 59. Op. cit., III parte, p. 27. Reg. II. AT, X, p. 362. 61. Reg. IV, p. 371.

al que aspiramos para nuestra plenificación, porque es muy superior a la salud, a los honores ya las riquezas. «Mas este soberano bien, consi­ derado por la razón al margen de la luz de la fe, no es otra cosa que el conocimiento de la verdad por las primeras causas, o sea la sabiduría (sagesse), cuyo estudio es la filosofía. Y, puesto que todas estas cosas son enteramente verdaderas, no hay dificultad en persuadirse de ellas, si son bien deducidas»62, es decir, si se ajustan a un método correcto, método cuya pieza clave, según nos dice páginas después, sorr los principios en que se apoya, ya que todas las conclusiones que se deduzcan de un principio no evidente, tampoco pueden ser evidentes, por más que es­ tén evidentemente deducidas. Por eso, con razonamientos de este tipo, no se puede llegar al conocimiento cierto de cosa alguna «ni, por consi­ guiente, avanzar un paso en la investigación de la sabiduría»63. Si esta conexión método-verdad está recalcada casi machaconamen te en Descartes, ello no significa que sea el único en afirmarla. Espinosa lo dirá también con toda claridad: «El verdadero método es el camino para que sean investigadas con el orden debido la verdad misma, o las esencias objetivas, o las ideas (todas estas cosas significan lo mismo»*'1. El método apunta a la verdad y a la verdad se llega siguiendo el orden debido que el método nos señala. Y en la necesidad de este orden radica la necesidad del método. Y no vale, para soslayar la necesidad del método, escudarse en la afirmación de la aptitud natural de nuestra mente para la verdad. Porque, aparte de que la historia nos enseña que con tal aptitud no basta, cabe decir, parafraseando la primera afirma­ ción del Discurso que, aunque el bon sens es la cosa mejor repartida, es muy posible que, en ei reparto, muchos nos hayamos quedado sin la parte suficiente para estar seguros de que, sin otras cautelas, se nos van a abrir las puertas de la verdad. Muy pertinente, a este propósito, es el comentario de la Lógica de Port-Royal: El sentido común no es una cualidad tan común como se piensa. Hay una infinidad de espíritus bastos y estúpidos a los que no se puede reformar dándoles la inteligencia de la verdad, sino manteniéndolos en las cosas que están a su alcance, e impidiéndoles juzgar sobre aquello que no son capaces de conocer. Sin embargo, es indudable que una gran parte de los falsos jui­ cios de los hombres no se deben más que a este origen, no estando causada más que por la precipitación del espíritu y por la falta de atención, que hace que se juzgue temerariamente de aquello que sólo se conoce confusa y oscuramente. El poco amor que los hombres tienen por la verdad hace que

62. «Carta-prefacio» a los Principia. AT, IX-2, p. 4. 63. Loe. cit., p. 8. 64. Vera methodus est via, ut ipsa veritas, aut essentiae objectivae rerum, aut ideae (omnia illa idem significant) debito ordine quaerantur (DIE, p. 12).

no se esfuercen la mayor parte de las veces en distinguir lo que es verdadero de lo que es falso65.

Por eso hay que dejarse de recursos al sentido común y hay que acu­ dir a la auténtica razón, ya que «la verdadera razón sitúa todas las cosas en el rango que les conviene; hace dudar de las que son dudosas, recha­ zar las que son falsas, y reconocer de buena fe las que. son evidentes»66. En una palabra, la verdad como aspiración, como preocupación y como exigencia, es, posiblemente, la respuesta más profunda a las preguntas sobre el por qué y el para qué del método en los siglos XVII y XVIII, aun reconociendo que el x v m , paralelamente a una progresi­ va imposición del fenomenismo, va a significar también un progresivo vaciamiento del contenido «realista» de la verdad en el siglo anterior, en cuanto aspiración a la correspondencia entre el conocimiento y las cosas conocidas. Porque, efectivamente, esta aspiración realista latía en la concepción de la verdad que se profesaba, aunque, curiosamente, se evitasen las formas estereotipadas de su definición. Testimonio ilustre de este obviar enfrentarse con una definición de la verdad que acaso implicase compromisos difíciles de cumplir, es el de Descartes, quien en una carta a Mersenne, le dice que jamás ha tenido dudas acerca de lo que sea verdad: [...] pareciéndome que es una noción tan trascendentalmente clara, que resulta imposible ignorarla: en efecto, se cuenta con medios para examinar una balanza antes de servirse de ella, pero en modo alguno se contaría con ellos para descubrir lo que es la verdad, si no se la conociera por naturaleza. Porque ¿qué razón tendríamos para dar nuestro acuerdo a lo que se nos enseña, si no supiéramos que es verdadero, es decir, si no conociésemos la verdad? De este modo se puede explicar el quid nominis a los que no entienden la lengua y decirles que esta palabra verdad, en su significación propia, denota la conformidad del pensamiento con el objeto, pero que, cuando se la atribuye a las cosas que están fuera del pensamiento, sola­ mente significa que estas cosas pueden servir de objetos a pensamientos verdaderos, bien sea a los nuestros, bien a los de Dios; pero no se puede dar definición alguna de tipo lógico que ayude a conocer su naturaleza67.

Para nuestro autor se trata de una noción que, como pasa con otras muchas, cuando se intenta definirla, se acaba oscureciéndola y embrollán­ dola. De todas formas resulta interesante hacer notar que la definición «nominal» a que se recurre es la clásica definición de la adaequatio, de indiscutible vocación realista, si bien en el pasaje se ve corregida por una

clara atribución de primacía al pensamiento respecto de las cosas u obje­ tos, posición en este punto antagónica de la del empirismo de Bacon, que postula, más bien, la humiliatio spiritus ante la naturaleza. Acaso, contra lo que pudiera parecer, este antagonismo en la valoración alternativa de los dos polos de la relación veritativa, no tenga toda la relevancia que pudiera parecer, debido a que todos los autores de esta época profe­ san, más o menos explícitamente, la tesis del armonismo pensamientocosas. Entonces, quien descubre la verdad en el pensamiento sabe que esa misma es la verdad de las cosas, sucediendo lo mismo, a la inversa, cuando la investigación se centra en las cosas68. Lo importante es que el método debe desarrollar esta capacidad de la razón humana de distin­ guir entre lo verdadero y lo falso y debe dotar a esa razón de los medios para lograr esa distinción, incluso en los casos en que se presente difícil. La centralidad del yo y la primacía del pensar Para el hombre, sobre todo para el hombre de ciencia del xvii, el «mun­ do» había perdido una legalidad y estaba en proceso de ser dotado de una nueva. Había perdido la legalidad trascendente y debía ser dotado de una legalidad inmanente. Y decimos «ser dotado», porque las leyes racionales del mundo deben serle formuladas por alguien que, sin ser trascendente al mundo, tenga una situación «especial» en el mundo. Se nos antoja que volvemos a una situación de fondo no muy distante de lo que cabría llamar el «panlogismo» griego, en el sentido de que todas las cosas del mundo tienen su ley, su razón, sus «lógos» propio. Pero son «lógos» que hay que revelar y ello reclama la exigencia de un «lógos» revelador, que es el «lógos» del hombre. Pero este «lógos», para consti­ tuirse en revelador de los demás «lógos», tiene que empezar por hacerse transparente a sí mismo y descubrir su propia legalidad. Esta autoaclaración, de la que debe partirse, es fundamental, ya que, dada la armonía entre el lógos-razón del hombre y el lógos de las otras cosas, su legalidad prefigura y precontiene la legalidad de esas otras cosas. Entonces, si queremos aclarar racionalmente el mundo, hay que volverse al yo. El yo va a asumir, en cierta medida, el lugar de Dios legislador. Sin duda que sólo «en cierta medida», porque el Dios-legisla­ dor imponía leyes, mientras que el yo-legislador sólo las descubre, y las descubre, forzando un poco una frase de Bacon, ex analogía hominis, non ex analogía universi69.

68. Cf. Bacon, Nov. O r g lib. I, aph. III, p. 157; lib. II, aph. I, p. T i l . Esta teoría tiene una de sus mejores explicitaciones en el paralelismo de Espinosa y, por supuesto, en la armonía preestablecida de Leibniz. 69. Op. cit., lib. I, aph. XLI, vol. I, pp. 163-164

La instauración del pensamiento filosófico, y muy especialmente de los planteamientos metodológicos, en el yo, no es una veleidad o una moda. Es una necesidad: aunque los filósofos sigan haciendo profe­ siones de fe y acudiendo a Dios como recurso explicativo, se tiende, por una parte, a dejar la fe cuidadosamente al margen de las revisiones crí­ ticas de la filosofía (hay excepciones, como la de Espinosa); y, por otra, el recurso a Dios como fuente de explicación suena a forzado — caso ejemplar va a ser el de Newton— no ciertamente en ^1 sentido de que el filósofo o científico se tenga que hacer violencia personal a la hora de hacer uso de tal recurso, sino en el sentido mucho más profundo de ser una interferencia de la vivencia individual de la fe en el proceso de un discurso racional. Aparte de esta retracción al yo que impone la nueva cosmovisión, en una perspectiva que cabe calificar de secularizada frente al teocentrismo ejemplarista medieval, tal retracción se impone también desde otras consideraciones histórico-epistemológicas. En primer lugar, si, como hemos visto, se deja de lado el saber «de memoria» de la época humanista, y si, por tanto, se pierde interés en saber lo que han dicho otros, se hace preciso que cada filósofo o científico asuma su propio protagonismo, ya que tampoco vale como solución, renunciando a la iniciativa propia, atenerse al saber que los contemporáneos nos puedan suministrar, puesto que seguiríamos en un saber «de memoria», pues, como muy bien dice Descartes, aunque convivir con otros hombres de estudio sea útil, «es incomparablemente mejor aplicarse a ello uno mis­ mo», igual que es mejor ser guiados por los ojos propios que seguir la orientación de otro70. Ahora bien, no se trata sólo ni principalmente de que cada yo asuma responsablemente la iniciativa y el protagonismo en el quehacer cientí­ fico y filosófico; sino que se trata, según hemos apuntado antes, de que hay que hacer del yo el primer objeto de estudio y de ciencia, ya que en él y desde él se ha de fundamentar todo otro saber. Repárese que esto es válido incluso para la filosofía del ámbito inglés, donde el pensar mo­ derno nace con clara vocación de experiencia. La ciencia, toda ciencia pasa por la «mediación» de la ciencia del hombre, del yo. Así aparece en el iniciador Bacon y en el consumador del movimiento, Hume: Vayamos ahora a aquella ciencia a la que nos conduce el oráculo antiguo, a saber, a la ciencia de nosotros (mismos). A ella hay que dedicarse tanto más diligentemente, cuanto mayor es su interés para nosotros. Esta ciencia la tiene el hombre como fin de las ciencias71.

70. 71.

«Carta-prefacio» a los Principia, T. IX-2, p. 3. De augm. s c i e n t lib. IV, vol. I, p. 580.

Es evidente que todas las ciencias, en grado mayor o menor, guardan re­ lación con la naturaleza humana, y que, aunque algunas parezcan discurrir alejadas de ella, retornan todavía a ella por un procedimiento o por otro... Resulta imposible decir qué cambios y progresos podemos realizar en estas ciencias si estuviéramos totalmente familiarizados con la extensión y fuerza de la inteligencia humana, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos y de las operaciones que llevamos a cabo en nuestros razonamientos72.

Esta retracción hacia el yo en la búsqueda del fundamento se acen­ túa más en la filosofía continental, dada la primacía que otorga a la razón y a sus procesos. El Discurso del Método es un magnífico testimo­ nio a este respecto. Así el joven Descartes, cuando se ve liberado de la sujeción a sus preceptores, toma la resolución de no buscar más ciencia que celle qui se porroit trouver en moy mesme, ou bien dans le grand livre du monde73. Y no se trata de poner en plano de igualdad la ciencia que encuen­ tro en mí mismo con la que pueda leer en el libro del mundo, porque, efectivamente, tras dedicarse a leer, en sus viajes, el libro del mundo, concluye con otra resolución: Mas, tras haber empleado algunos años en estudiar de esta manera en el libro del mundo y en intentar adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir74.

Hay que ir al yo y empezar el edificio por el yo, entiéndase, por la razón o intelecto del yo, y ello por dos motivos: primero, porque nada puede conocerse antes del entendimiento (nihil prius cognosci posse quam intellectum), y, segundo, porque todo otro conocimiento depende de esto (cum ab hoc caeterorum omniun cognitio dependeat)75. El entendimiento (la razón) debe adueñarse de sí mismo, descubrir y estructurar sus propias reglas. Este es el principal servicio que cabe es­

72. It is evident, that al¡ the sciences have a relation, greater or less, to human nature; and that however wide any ofthem may seetn to run from it, they still retnrn back by one passage or another [...] It’s impossible to tell what changes and improvements we might make in these sciences were we thoroughly acquainted with the extent and forcé o f human understanding, and cou’d explain the nature o f the ideas we eniploy, and o f the operatio)¡s we perform in our reasonings. Treatise o f human nature (Introduction, en The Philosophical Works. Ed. de Th. H. Green y Th. H. Grose, Scientia Verlag, Aalen, 1964, vol. I, pp. 306-307). 73. AT, VI, p. 9. 74. Loe. cit., p. 10. 75. Reg. VIII. AT. X ,p . 395.

perar de un genuino método, porque sólo así llegaremos a la seguridad de estar haciendo el debido uso de la razón76. Ahora bien, sería erróneo entender este imperativo de retracción al yo y de exigencia de su estudio en el sentido de que se trata de hacer una antropología filosófica o metafísica que nos explique la naturaleza y la constitución del yo. Es evidente que también se va a hacer esto, pero no es a esto a lo que de inmediato se apunta. Se apunta, co,mo tarea prima­ ria, a un estudio de la razón y, más concretamente, del pensar como ac­ tividad y función de esa razón. La que podríamos llamar «antropología metafísica» de la modernidad, sobre todo en el mundo continental, aun aportando novedades revolucionarias frente a la tradición, se construi­ rá con elementos heredados de esa tradición: sustancia, alma-espíritu, cuerpo, unidad de los elementos constituyentes, etc. Pero la atención al pensamiento, a la cogitatio, es algo que poco o nada tiene que ver con la tradición, porque no se trata simplemente de centrar la atención en el conocimiento, ya que en esto no habría más que una novedad relati­ va; se trata del pensamiento como noción omnicomprensiva de toda la actividad del espíritu, de la que el conocimiento es una parte, aunque ciertamente sea la parte más mimada, si cabe hablar así. Dejando a un lado a Descartes, autor donde la primacía del pen­ sar constituye posiblemente la característica fundamental de su filoso­ fía, nos parece sugerente referirnos a la defensa de esa misma prima­ cía en Pascal, autor donde el pensar puede asumir, en la misma ftnesse d'esprit, a la cabeza y al corazón. Para Pascal la pensée fait la grandeur de rhomme77, porque Vhomme est né pour penser78. Nada hay, para Pascal, que exprese mejor esa especie de transfinitud del hombre, esa tensión entre la finitud y la infinitud, entre la miseria y la grandeza79. Por ello, si el hombre ha nacido y está hecho para pensar, entonces el deber funda­ mental del hombre es llegar a pensar bien80. En definitiva, dedicarnos al estudio de nuestro pensamiento es actuar de honestos administradores de la riqueza de nuestro espíritu. Nos parece que tal es el sentido de la afirmación cartesiana cuando, en La Recherche de la Vérité, nos dice que el fin de lo que va a enseñar consiste en sacar a la luz las verdaderas riquezas de nuestras almas, indicándole a cada uno el camino de en­ contrar en sí mismo y por sí mismo todo el saber que le sea necesario81. 76. Disc. Meth.j II parte. AT, VI, p. 21. 77. Pensées, 759-346, en Oeuvres Completes. Ed. de L. Lafuma, Seuil, Paris, 1963, p. 597. 78. Discours sur les passions de Vamour, ed. cit. p. 285. 79. Pensées, 756-365, p. 597. 80. Uhomme est visiblement fait pour penser. C ’est toute sa dignité et tout son mérite; et tout son devoir est de penser comme ti faut (Pensées, 620-146, p. 586). 81. AT, X , p. 496.

Es esa riqueza interior la que hay que analizar, persuadidos, como dice Pascal, que «todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y sus reinos no valen el menor de los espíritus. Porque él conoce todas estas cosas, y también a sí mismo, mientras que los cuerpos no conocen nada»82. Reparemos: vale más, porque conoce y se conoce a sí mismo. Por tanto, o se comienza por el pensamiento como riqueza del espíritu, o permaneceremos en la pobreza de la ignorancia83. * Aunque creemos superfluo insistir en este tema, ño nos resistimos a cerrar estas reflexiones con un texto de Malebranche, que, siendo un testimonio más a favor de cuanto venimos diciendo, puede también servir de resumen. En el Prefacio a De la Recherche de la Vérité, tras decir lapidariamente que el tema de la obra es el espíritu todo entero, afirmará: El más bello, el más agradable y el más necesario de todos nuestros conoci­ mientos es sin duda el conocimiento de nosotros mismos. De todas las ciencias humanas, la ciencia del hombre es la más digna del hombre. Sin embargo esta ciencia no es la más cultivada ni la más perfeccionada que te­ nemos: el común de los hombres la desprecian enteramente. Incluso entre los que se precian de científicos, son muy pocos los que se aplican a ella, y todavía muchos menos los que se aplican con éxito84.

La conclusión reincide en lo dicho: hay que cultivar esta ciencia y cultivarla con éxito. Al servicio de ese éxito deberá estar el método, que, por lo mismo, deberá ser básicamente un método del pensamiento. Las ideas como campo de reflexión metodológica Hay que retrotraerse al yo y, dentro de ese yo, hay que centrarse en el pensamiento. Ahora bien, el término «pensamiento» puede adolecer de abstracto. Necesita una concreción, la cual, si en el terreno ontológico puede ser, por ejemplo, en Descartes, la res cogitans o sustancia pensan­ te, en el terreno gnoseológico o epistemológico se logra en las ideas. 82. Pensées, 308-393, p. 540. 83. Gusdorf nos parece que ha penetrado muy profundamente en esta indisoluble conexión método-pensamiento durante el siglo xvn. He aquí sus palabras: «La preocupa­ ción por el método se convierte en fundamental desde el momento en que se hace patente que la verdad no puede ser encontrada por casualidad, o por gracia de una revelación. En el nuevo espacio mental, el método es este pensamiento del pensamiento, previo a todo pensamiento; es una preconcepción de la verdad interpuesta entre el espíritu y lo real. El espíritu debe hacer un giro hacia sí mismo antes de dirigirse a lo verdadero, a fin de definir las condiciones de ejercicio del pensamiento y los criterios de autentificación de los resultados obtenidos» (La Révolution galiléenne, cit., vol. I, p. 240). 84. De la Recherche de la Vérité. Ed. de G. Rodis-Lewis y J. Vrin, Paris, 1962, vol. II, p. xx.

Pensar es tener ideas, manejar ideas, relacionar ideas. Por eso, si el mé­ todo es, sobre todo, un método del pensar, por lo mismo cabe decir que es un método de idear. Con Bacon, pero sobre todo con Descartes, se abre la época de oro de las ideas, época que va a cerrar Kant, al remitir las ideas, con todas las matizaciones que se quiera, a los dominios de la ilusión, por muy importante y necesaria que tal ilusión sea. Si, tomando una vez más a Descartes como modelo, el método, se­ gún la tercera regla del Discurso, exige conducir mis pénsamientos con orden85, esos pensamientos, en plural, que hay que conducir son precisa­ mente las ideas, ya que el pensamiento se pluraliza en pensamientos precisamente porque el pensamiento ejercido son las ideas. Recuérdese que, al definirla, se atribuía a la idea ser la forma del pensamiento y ser, en cuanto tal forma, lo que convierte al pensamiento en consciente de sí mismo86. Entonces sólo puedo saber lo que es mi pensamiento y ocu­ parme de él en cuanto tengo unas ideas de las que soy consciente. Como consecuencia, la primacía del pensamiento es la primacía de las ideas, y reflexionar sobre el método del pensamiento es reflexionar sobre el método de mis ideas. Más aún, dada la obligada función de mediación asumida por las ideas entre el sujeto cognoscente y las cosas conocidas, todo método para conocer las cosas pasa, con necesaria prioridad, por las ideas. La tesis en Descartes es tan clara, que basta para su demostración una su­ perficial lectura de la Med. III: a la realidad formal de las cosas llego a través de la realidad objetiva de las ideas. Pero la tesis contará en el XVII y XVIII con un consensus casi universal. Así, por ejemplo, Malebranche nos dirá: «Creo que todo el mundo está de acuerdo en que no perci­ bimos los objetos que están fuera de nosotros por ellos mismos». Por eso, cuando el alma «ve el sol, por ejemplo, no se trata del sol, sino de algo íntimamente unido a nuestra alma; y esto es a lo que llamo idea»87. Por ello, como nos dice en la Introducción de la obra, la búsqueda de la verdad —que, como dejamos dicho, es la meta de los planteamientos metodológicos— se reduce a una conversión del espíritu hacia las ideas claras y distintas que cada uno encuentra en sí mismo, siguiendo en esto las oportunas reglas. La tesis de que las ideas son el campo básico de la reflexión meto­ dológica es común tanto a racionalistas como a empiristas. la diferencia estará en el modo de entender las ideas, sobre todo en lo que respecta a la originación de las mismas, ya que mientras en el racionalismo, por

85. T, VI, p. 18. 86. ldeae nomine intelligo cuiuslibet cogitationis forma illam, per cuius immediatam perceptionem ipsius eiusdem cogitationis conscius sum (Resp. II. AT, VII, pp. 160-161). 87. De la Recherche de la Vérité. Oeuvres Completes, Tomo I, Lib. III, pp. 413-414.

la doctrina conjunta del innatismo y de la espontaneidad, bien que sea relativa, del espíritu, esas ideas se generan autónomamente desde el es­ píritu mismo, al menos las ideas principales —Leibniz va a ser la mejor expresión de esta teoría— ; por el contrario, el empirismo supeditará, en muy diversa medida, esa génesis a la aportación de contenidos que me ofrece e impone la experiencia. Todo esto debe tenerse bien en cuenta para no asombrarse cuando nos encontremos que incluso los métodos empiristas suelen ser métodos de una cierta reclusiórr en la conciencia, por la sencilla razón de que las ideas están en la conciencia y el método es una reflexión sobre nuestras ideas. Hacia la arquitectónica de la razón Quisiéramos en este punto recurrir a Kant, recurso, por otra parte, obli­ gado por tomar prestada de él la expresión «arquitectónica de la razón». ¿Qué queremos decir con ella?: Entiendo por arquitectónica el arte de los sistemas. Dado que la unidad sistemática es la que primariamente convierte el conocimiento común en ciencia, es decir, lo convierte de simple agregado en sistema, por lo mismo la arquitectónica es la teoría de lo (que hay) de científico en nuestro conoci­ miento en general, y pertenece, por tanto, necesariamente a la teoría del método. Bajo la rectoría de la razón nuestros conocimientos en general no pueden formar una rapsodia, sino que deben formar un sistema, en el cual ellos solos pueden apoyar los fines esenciales de la misma razón... El todo, es, en consecuencia, un todo articulado (articulatio) y no de amon­ tonamiento (icoacervatio)\ puede verdaderamente crecer internamente (per intus susceptionem)i pero no externamente (per appositionem), igual que sucede con el cuerpo de un animal, cuyo crecimiento no le añade miembro alguno, sino que, sin alterar la proporción, hace a cada miembro más fuerte y más hábil para sus fines88.

Esta larga y densa cita nos hace ver, desde Kant, el ideal científico que preside la época abierta por Bacon y por Descartes y cerrada por la filosofía trascendental. No hay ciencia sin sistema, y el sistema se logra desde la arquitectónica de la razón. Sólo por virtud de esta arquitectó­ nica sistemática se llega a alcanzar la ciencia como un todo orgánico que crece desde dentro. Si bien en éste, como en otros muchos temas, los problemas no en­ cuentran su fórmula definitiva hasta Kant, el problema mismo y el ideal en la búsqueda de solución están apuntados desde muy atrás. Racionalis­ tas y empiristas son filósofos de sistema, y unos y otros creen que el 88.

KrV, A 832-833, B 860-861.

sistema es tarea de la razón, si bien la razón puede ser entendida y es, de hecho, entendida de muy diversas maneras. El planteamiento podría ser, más o menos, así: el hombre (el filósofo) tiene obligación de hacer ciencia o de elevar su saber a categoría de ciencia. Ahora bien, para esto necesita de un instrumento. Ese instrumento es la razón. Descartes llamará la razón «instrumento universal»89 y, desde esta perspectiva, ma­ nifestaba que la mayor satisfacción que el método le ofrecía estaba en poder usar con seguridad de su razón90. Y el propio Bacon, en su estilo alegórico, viene a decir lo mismo: La desnuda mano del hombre, aunque robusta y resistente, para pocas co­ sas se basta y que sean fáciles de desarrollar: con ayuda de instrumentos ella misma triunfa en cosas numerosas y que le ofrecen resistencia. Otro tanto sucede con la disposición de la razón91. Igual que la mano, con frase de Aristóteles, es el instrumento de los instrumentos, lo mismo sucede con la razón, por más que el empirismo de Bacon, frente a los racionalistas, reclame de entrada la necesidad de que la razón cuente con otros instrumentos, aspecto que los racionalis­ tas, sin rechazarlo, tienen menos en cuenta. Ahora bien, si no sé manejar la mano, de nada me vale como instrumento. Y lo mismo sucede con la razón, con la agravante de la mayor complejidad de la razón y de una gran dificultad en su conocimiento y en su manejo. Y, sin embargo, a la razón hay que ir, porque, del mismo modo que el trabajo se genera en y desde la mano, otro tanto sucede con la ciencia respecto de la razón. Kant decía que la ciencia estaba en la razón como un germen92. Hay, pues, que hacer desarrollar este germen y hacerlo crecer desde dentro, según se nos decía, para que el crecimiento sea orgánico y constituya un sistema. Esta va a ser la tarea de la filosofía en una doble dimensión: metodológica y metafísica, ya que nos parece que hay que aceptar que en el xvn y en buena parte del xvm el método y la metafísica guardan muy buenas relaciones de vecindad. Cabría decir que el método debe enseñarnos a usar una razón que la metafísica nos enseña a conocer. Por supuesto nos referimos concretamente a aquella concepción de la metafísica que encontró su fórmula exacta en la famosa definición de Baumgarten: Metaphysica est scientia primorum in humana cognitione principiorum (la metafísica es la ciencia de los primeros principios que hay en el conocimiento humano)93. A esta definición se le encuentran múltiples antecedentes en todo el racionalismo anterior, al menos desde 89. Disc. Méth., VI. AT, VI, p. 57. 90. Op. cit., II, p. 21. 91. Aph. et consilia de auxiliis mentís, et accensione luminis naturaíis. Works, Vol. III, p. 793. 92. KrV, A 834, B 862. 93. Metaphysica, 1.

la «Carta-prefacio» a los Principia, donde encontramos ya la expresión de que la metafísica contiene los principios del conocimiento94. Y unos principios, de nuevo con idea de Kant, no son operativos si forman un simple montón: necesitan un orden y una jerarquización, en una palabra, una arquitectónica, una estructuración de la razón, tarea en la que metafísica y metodología han de marchar codo a codo. El camino del saber es un camino señalado por la razón, en el que, si no queremos perdernos, hay que seguir las normas de la razón. Pero*, para seguir esas normas, debemos empezar por conocerlas. Una vez conocidas, no cabe otra opción más que seguirlas. De no hacerlo así, incurriríamos en la situación lapidariamente descrita por Pascal: La raison nous commande bien plus impérieusement qu’un maitre: car en désobéissant á Vun on est malbereux et en désobéissant á Vautre on est un sot95.

II.

DEFIN ICIO N ES DEL M ÉTO DO

La paradoja de la exigüidad teórica Si iniciábamos el capítulo anterior definiendo la época que va desde finales del xvi hasta el xvui como una época caracterizada por la pre­ ocupación metodológica» no puede menos de resultar paradójica la afir­ mación de que, en conjunto, resulta verdaderamente exigua la teoriza­ ción que sobre el método o sobre los métodos se hizo en estos siglos. Sin embargo, por paradójica que resulte, no hace más que reflejar un hecho. Si dejamos a un lado las dilatadas páginas que Bacon dedicó al tema, apenas vamos a ser capaces de constituir un grueso volumen con el resto de las obras o partes de obras que los otros autores dedicaron a elaborar la teoría de sus respectivos métodos. Pero ni siquiera debe engañarnos la abultada aportación de Bacon, ya que, aparte de la farragosidad que lo caracteriza, las repeticiones, las paráfrasis, los ejemplos constantes, etc., significan un importante coeficiente de reducción de la suma total de páginas96. El carácter sorprendente de lo que acabamos de decir adquiere ma­ yor relieve si tenemos en cuenta algunos datos que no dejan de ser cu­ riosos. El primero puede ser que, de nuevo con la excepción de Bacon, los autores que más han influido en las teorías o actitudes metodoló­ gicas son, posiblemente, los que menos páginas han dedicado a una

94. AT, IX-2, p. 14. 95. Pensées, 768-345. Ed. cit., p. 598. 96. Posiblemente cabría hacer también una excepción a favor de los múltiples opús­ culos y escritos fragmentarios de Leibniz.

estricta exposición de su método. En momentos distintos de la época de dos siglos a que nos estamos refiriendo, son, sin duda, Descartes y Newton los que han marcado más profundamente la huella de su paso por la historia de los métodos. Pues bien, si en Descartes prescindimos, de momento, de las Regulae, por cuanto la obra no fue publicada por él, y si reconocemos que la mayor parte de las páginas del Discurso del Método podrían tener cabida en una obra cuyo título no hiciese men­ ción del método, hay que reconocer que no es mucho ló que el francés nos dejó escrito sobre el método, aun teniendo en cuenta otros pasajes, como el conocido sobre análisis y síntesis en las Responsiones II. Por lo que respecta a Newton, esta exigüidad teórica es mucho más flagran­ te, por cuanto, aparte de las escuetas Regulae Philosophandi, sólo cabe reunir fragmentos dispersos en diversas obras. Desde esta perspectiva no deja de resultar extraño que, al menos en apariencia, haya dedicado más páginas a la exposición del método un hombre como Malebranche, al final de De la Recherche de la Vérité, autor del que, sin embargo, casi podemos olvidarnos en este campo temático, ya que su originalidad es prácticamente nula. Otro dato curioso es que algunas de las obras más importantes so­ bre el método no llegaron a verse terminadas por sus autores y, por lo mismo, no merecieron de ellos los honores de la imprenta. Los ejemplos clásicos son las Regulae de Descartes y el De intellectus emendatione de Espinosa. Ante estos datos surge inevitablemente la pregunta: ¿por qué tro­ pezamos con esta exigüidad teórica en una época en que el método es tan importante, con una importancia ampliamente reconocida y procla­ mada? Nuestra respuesta insiste en ideas apuntadas con anterioridad: los grandes autores de la modernidad se preocuparon mucho más de hacer el método que de exponerlo. En este sentido se adquirirá mayor familiaridad con el método de Descartes comprendiendo el proceso de desarrollo de sus Meditaciones que reduciéndose al análisis de sus espe­ cíficos textos metodológicos. La situación es todavía mucho más clara en Newton. Y, por supuesto, la exigüidad se torna en total carencia de teorización en aquellos autores que, ajustándose con mayor o menor rigor a un método, sin embargo no llegaron a hacer de él una cuestión teórica. Ejemplo destacado sería el de Locke con la fidelidad al «simple método histórico»97. Acaso no estaría de más una última referencia a Kant como autor que cierra la época, ya que sería engañoso, al menos en buena medida, ir a buscar su método trascendental a la última parte de la KrV, donde, según el título de la misma, debería estar su genuina 97. Ensayo sobre el entendimiento humano, cap. I, § 2. Trad. de O ’Gormann, FCE., México, 1956, p. 17.

explicación: ese método se ha ido haciendo y poniendo en cumplimien­ to en las tres partes anteriores. Esta exigüidad teórica afecta, como es natural, a las definiciones del método que la época nos ha legado. Incluso diríamos más: hay una especie de denominador común de vulgaridad en las nociones que nos han dejado. Da la impresión de que no era para ellos importante este tema. Parece suponerse que todo el mundo sabe o debe saber lo que es el método, o, si queremos decirlo de otra manera, qúe hay una noción general de método umversalmente aceptada. No hay que hacerse pro­ blema de esa noción, sino del modo efectivo de llevarla a la práctica por cada uno. Algunas definiciones del método Bacon o el método de la abeja No es el canciller inglés muy amigo de definir. Es mucho más coherente con su vocación empírico-práctica el describir, en nuestro caso concreto describir los procedimientos metodológicos. Ajustémonos a su modo de exponer y recojamos dos descripciones distintas. En la primera se nos explica de modo alegórico el ideal metódico, y en la segunda describe y resume él mismo toda la teoría que ha expuesto sobre el método. Entre los pasajes repetidos con relativa frecuencia por el inglés está la alegoría de los tres animales como símbolo de tres modos metodoló­ gicos. He aquí una de sus formulaciones: Los que se ocuparon de las ciencias han sido empíricos o dogmáticos. Los empíricos, al modo de la hormiga, sólo acumulan y aprovechan (lo acu­ mulado); los racionales, al modo de las arañas, fabrican las telas desde sí mismos: mas el procedimiento intermedio es la abeja, la cual extrae la ma­ teria de las flores del jardín y del campo, pero, no obstante, la elabora y digiere con su propia capacidad. Y no es distinto el verdadero quehacer de la filosofía; en efecto, ni se apoya sólo o principalmente en las fuerzas de la mente, ni deposita en la memoria la materia íntegra obtenida de la historia natural y de los experimentos mecánicos, sino que la deposita en el intelec­ to transformada y reelaborada. Por tanto, deben concebirse buenas espe­ ranzas de una alianza más estrecha y más fiel de estas facultades (es decir, de la experimental y de la racional), cosa que hasta ahora no se ha realizado98.

Como se ve, para Bacon no cabe reducir el método a una simple acumulación, al estilo de la hormiga, ni se le puede tampoco hacer con­ 98. Nov. Org., lib. I, aph. XCV, vol. I, p. 201. Cf. también Redarg. Phil, vol. III, p. 583; Cogit. et visa, vol. III, p. 616.

sistir en labor de extracción de los conocimientos desde los entresijos del alma. Hay que hacer ciencia como la abeja hace miel: recoger el material para elaborarlo y digerirlo mentalmente, para someterlo a la operación del entendimiento. El método científico debe basarse en una estrecha alianza entre la razón y la experiencia. Ahora bien, esto no pasa de ser la proclamación de un ideal que Bacon trató de convertir en realidad exponiendo profusamente el pro­ cedimiento que nos diese acceso a este ideal. Precisamente esta profu­ sión expositiva hace francamente difícil determinar nocionalmente lo que es el método para el pensador inglés. Ante la dificultad de definirlo, podemos describirlo. Para ello vamos a valernos de un pasaje de una de sus obras más concisas, en la que él mismo resume así la labor que ha llevado a cabo: Le pareció que había que hacer algo completamente distinto de lo que se había hecho; y de este modo la refutación de las cosas pasadas adquiere función de oráculo para las futuras. Le pareció que había que suprimir completamente, con todo el rigor y constancia de la mente que se pueda obtener, las teorías y opiniones y nociones comunes; y que el entendimien­ to llano y justo se acerque de nuevo a lo particular; ya que prácticamente la entrada del reino de la naturaleza no es distinta de la del reino de los cielos, al cual no tiene acceso nadie más que en calidad de niño. Le pareció que era necesario reunir y acumular una selva y acervo de datos particulares para una información suficiente, no sólo por su número y género, sino también por su certeza o sutilidad, bien sea tomándolos de la historia natural, bien de los experimentos mecánicos, sobre todo de éstos, ya que la naturaleza se ofrece más plenamente cuando es gobernada y urgida por la técnica (arte), que dejada a su propia libertad. Le pareció que esa misma materia ha de ser ordenada y dispuesta (elaborada) en las Tablas y en un orden, de tal manera que el entendimiento pueda operar sobre ella y llevar a cabo su trabajo, ya que ni la palabra divina se realizó sin orden sobre la masa de las cosas".

Aunque el resumen de Bacon sigue, creemos que lo fundamental está en lo que hemos traducido. Efectivamente, destaca con toda cla­ ridad la necesidad de una parte negativa del método (pars destruens) donde entran los famosos idola y la refutación (redargutio) de las filoso­ fías pasadas. Luego debe venir la parte positiva, básicamente consistente en una previa recogida de materiales o de datos que luego habrán de someterse a la elaboración inductiva en las no menos famosas tablas de la inducción. Da la impresión de que Bacon considera su método como original y, al mismo tiempo, como muy sencillo «técnicamente» Diríamos que la historia no ha estado muy de acuerdo con que fuera tan

original ni, por supuesto, con que la inducción de Bacon tuviese nada de sencilla. Esa inducción sencilla será la gran aportación de Newton. Sin embargo, creemos que nada de esto impide poder entender, sin ma­ yores dificultades, lo que el propio Bacon entendía por método, en el sentido de que el hombre de ciencia tiene que imitar a la abeja: acarrear, reunir materiales, pero luego elaborarlos en una «digestión» intelectual, realizada en la elaboración inductiva, tal como ésta es entendida por el pensador inglés. Descartes: el método como vía a la certeza y como economía de esfuerzo En este punto, como en otros muchos, Descartes nos dejó definido su pensamiento: «Entiendo por método unas reglas ciertas y fáciles; cual­ quiera que las observe con exactitud jamás tomará nada falso como ver­ dadero, y, sin consumir inútilmente esfuerzo alguno de la mente, sino aumentando siempre gradualmente la ciencia, llegará al conocimiento verdadero de todas aquellas cosas de que es capaz»100. Sin que quepa decir que esta definición resulte especialmente suges­ tiva, ya que no estaría desprovisto de motivos quien incluso la calificase de vulgar, sin embargo debe reconocerse que es una definición en cohe­ rencia con el modo de pensar cartesiano, y muy especialmente con el ideal gnoseológico de certeza que preside su teoría del conocimiento. En efecto, si el método ha de conducirnos a la certeza, sus reglas deben ser ciertas y fáciles, para, en calidad de tales, evitarnos confundir lo verdadero con lo falso. Es posible que, leída la definición desde esta perspectiva, reduzca su aparente vulgaridad en favor de la coherencia con la filosofía desde la que la definición se formula. El segundo aspecto de la definición es la economía de esfuerzo que debe acarrear la sujeción al método, aunque hay que reconocer que esta economía es más una consecuencia del método que una nota definitoria del mismo, debiendo decirse otro tanto de la última parte de la defini­ ción que nos habla de los progresos científicos que con el método se pueden lograr. En una palabra, pensamos que la definición cartesiana del méto­ do resulta francamente pobre, dejándonos casi en ayunas sobre lo que debemos entender como método cartesiano, ya que no parece mucho afirmar que el método es un conjunto de reglas ciertas y fáciles, y, en

100. Per methodum intelligo regulas certas et fáciles, quas quicumque exacte servaverit, nihil unquam falsum pro vero supponet, et nullo mentis conatu inutiliter consumpto, sed gradatim semper augendo scientiam, perveniet ad veram cognitionem eorum omnium quorum erit capax (Reg. IV. AT, X, pp. 371-372).

realidad, es esto lo que constituye el núcleo de la definición. Y si, en busca de una mayor clarificación, acudimos al Discurso del Método, podemos seguir en la decepción. Primero, porque no hay en la obra una estricta definición del método. Segundo, porque, en la II parte, antes de la formulación de las cuatro reglas, nos encontramos, en definitiva, la misma posición expresada en la definición que comentamos. En efecto, tras mostrar el poco fruto de su estudio de los métodos de la lógica e incluso del análisis de la geometría y del álgebra, tal como eran practi­ cados, continúa: [...] esto fue el motivo de que pensase que era preciso buscar algún otro método que, abarcando las ventajas de estos tres, estuviese exento de sus defectos. Y del mismo modo que la multitud de leyes ofrece frecuentemen­ te pretexto para los vicios, hasta tal punto que un estado está mucho mejor reglado cuando, contando con pocas, éstas son estrechamente observadas; igualmente, en lugar de este gran número de preceptos de que se compone la lógica, yo creí que tendría bastante con los cuatro siguientes, con tal de adoptar una resolución firme y constante de no apartarme ni una sola vez de su observancia101.

El texto está en la misma línea de la anterior definición, añadiendo, ciertamente, un nuevo aspecto: que las reglas deben ser pocas, concreta­ mente para él van a bastar cuatro. Por cierto, la primera de ellas volverá a recoger el ideal o imperativo de certeza102. Pascal y su método «geométrico» Una obra que, en su brevedad, aporta precisiones y perspectivas nada despreciables a los planteamientos metodológicos en el xvii es la de Pas­ cal, Réflexions sur la géométrie en général. De Vesprit géométrique et de Vart de persuader. Acaso a los estudiosos del racionalismo les retrae de acercarse a Pascal la proclama de éste en favor de las razones del cora­ zón. Sin embargo, este cartesiano disidente vive también las preocupa­ ciones metodológicas, puestas de manifiesto en la obra que acabamos de citar. En ella se convierte el método de los geómetras en canon de todo método, porque se considera a la geometría prácticamente como a la única ciencia humana capaz de ofrecemos un saber riguroso y unas de­ mostraciones infalibles. Por eso Pascal considera el método geométrico como el ideal metodológico al que toda ciencia debe aspirar. Tras esta somera introducción, ya podemos entender su concepción del método: 101. A T .V I.p. 18. 102. Acaso es esta sencillez, falsamente interpretable como vulgaridad, la que dio pie a la crítica despiadada de Leibniz.

Este verdadero método que constituiría las demostraciones en el más alto grado de excelencia, si fuese posible llegar a él, consistiría principalmente en dos cosas: una, en no emplear término alguno del que no se hubiese explicado antes nítidamente el sentido; otra, en no adelantar jamás pro­ posición alguna que no se demuestre por verdades ya conocidas; es decir, en una palabra, en definir todos los términos y en probar todas las propo­ siciones103.

Si a este pasaje añadimos otro que nos encontramos páginas des­ pués, tendríamos acaso más completa.idea sobre cómo entiende Pascal el método: Este arte al que llamo arte de persuadir, y que propiamente 110 es otra cosa que guiarse por pruebas metodológicas perfectas, consta de tres par­ tes esenciales: definir los términos de los que uno debe servirse mediante definiciones claras; proponer principios o axiomas evidentes para probar la cosa de que se trata; y sustituir siempre mentalmente en la demostración las definiciones en el lugar de los objetos definidos104.

Las resonancias cartesianas en uno y otro texto son palpables: cla­ ridad (obtenida mediante definiciones), orden y rigor. Sin embargo, se adivina, en desvío de Descartes, una menor atención al análisis y, por lo mismo, a la intuición que le serviría de base, en favor de un cierto «for­ malismo» que, con recurso a axiomas, busca un mayor rigor demostra­ tivo. En realidad, no sabemos si podemos decir que el método, aunque sigue los planteamientos de Descartes, se empieza a orientar más hacia los contenidos pensados que al dinamismo que los piensa. La definición de la Logique de Port-Royal Es la siguiente: «De modo general se puede llamar método al arte de disponer bien una cadena de muchos (varios) pensamientos, o para des­ cubrir la verdad cuando la ignoramos, o para probarla a otros cuando ya la conocemos»105. Esta definición refleja, acaso como pocas páginas de la obra, el carácter ecléctico y poco comprometido de la misma. Es una definición tan general que cualquiera la podría aceptar, pero esa generalidad resulta difícil no identificarla con auténtica vaguedad, porque, en realidad, nada nos dice sobre lo que es el método, sino sólo, y ello también de modo muy general y vago, para qué sirve. Con esta definición sabemos que hay algo que vale para algo, pero no sabemos 103. 104. 105.

Oeuvres Complétes. Ed. cit., p. 349. Op. cit., p. 356. La logique ou l ’art de penser, Iib. IV, cap. II.

en qué consiste ese algo. La conclusión no es, ciertamente, demasiado halagüeña. Cabría posiblemente disculpar en cierta medida a los auto­ res, por cuanto, a línea seguida, entran en la división de los métodos, pero esto no remedia el ayuno contenido de la definición general que se nos ofrece. Espinosa: el método como camino ordenado hacia la verdad Sin que sea excesivamente explícito, cabe decir que Espinosa trató, den­ tro de su concisión habitual, de dejarnos claro lo que por método debe de entenderse. Podemos empezar con su afirmación central: Que el método verdadero no consiste en buscar el signo (criterio) de verdad tras la adquisición de las ideas; sino que el método verdadero es el camino para que la verdad misma, o las esencias objetivas de las cosas, o las ideas (todas esas cosas significan lo mismo) sean buscadas en el orden debido106.

La dificultad de desentrañar esta densa definición se alivia con la explicación que el propio autor nos da de inmediato: El método no es el mismo razonar en orden a entender las causas de las cosas, y mucho menos el entender (intelligere) las causas de las cosas; sino que es el entender qué es una idea verdadera, distinguiéndola de las demás percepciones e investigando su naturaleza, a fin de que, partiendo de ahí, conozcamos nuestra potencia de entender, y embridemos la mente de tal manera que todo lo que ha de entender lo entienda de acuerdo con esa norma; enseñando, en calidad de ayuda, unas reglas ciertas, e incluso lo­ grando que la mente no se fatigue con cosas inútiles. De donde se infiere que el método no es otra cosa que el conocimiento reflexivo, o la idea de la idea107.

Aun teniendo que reconocer también aquí claras resonancias carte­ sianas, hay que admitir que, de todos los ejemplos de definición aduci­ dos, es éste el más rico y que en él se añaden notables precisiones, que, como es sabido, son nucleares en el DIE. En efecto, aunque no se hable de la claridad y distinción, se descubre su presencia en el trasfondo; se requieren las reglas como constituyentes del método y se mira a éste como un instrumento de economía mental. Todo esto está ya en Descar­ tes. Como está también en Descartes, aunque no lo haya expresado en la

106. Quod vera non est methodus signum veritatis quaerere post acquisitionem idearum, sed quod vera methodus est via, ut ipsa veritas, aut essentiae objectivae rerum, aut ideae (omnia illa idem significant) debito ordine quaerantur (DIE, p. 12). 107. Ibid.

correspondiente definición, la radicación del método en el pensamiento mismo. Sin embargo, Espinosa lo expresa con meridiana claridad. Más aún, al declarar que el método no es más que el conocimiento reflexivo, está poniendo de relieve algo consustancial a la metodología del pensa­ miento de tradición cartesiana, algo que cabría formular diciendo que el método es «el pensamiento del pensamiento». Por eso, frente a Pascal o a los portroyalistas, el fin del método no son tanto los objetos estudia­ dos cuanto la mente que los estudia (ut nostram intelligendi potentiam noscamus). En una palabra, pensamos que Espinosa es una de las voces más claras a la hora de exponer lo qué entiende por método108. Insuficiencia general de las definiciones aducidas Si abrimos el capítulo refiriéndonos a la exigüidad teórica en la tematización de las doctrinas metodológicas, nos parece que el muestreo de definiciones que acabamos de aducir puede ser un certificado de tal exigüidad. Vleeschauwer, en una reflexión abarcadora de la época a que nos estamos refiriendo, abunda en lo mismo: Es curioso comprobar cómo los filósofos se tornan vacilantes, reservados y silenciosos cuando deben tratar del método. Incluso los más grandes no

escapan a esta regla. De aquí llegamos a la conclusión de que es más fácil disertar sobre la importancia, los beneficios o los perjuicios del método, que explicarse claramente acerca de él. De que es siempre más difícil hablar de él que servirse de él, Descartes es un buen ejemplo, igual que Galileo y Newton*09. Manifestamos nuestro más cabal acuerdo. Y no se trata sólo de que, como acabamos de ver, las definiciones del método adolezcan de vague­ dad, de imprecisión y hasta de falta de contenido; se trata también de que las reglas efectivas, que rigurosamente merezcan el calificativo de metodológicas, no nos permiten hablar de una riqueza teórica mucho mayor. Recuérdese, a título de ejemplo, las cuatro reglas de la II parte del Discurso del Método, o también las cuatro Regulae philosophandi de Newton. 108. Nos parece superíluo acumular otras nociones poco interesantes. Valga como ejemplo In de Hobbes: Est ergo mathodus philosophandi, effsctuum per causas coguitas,

vel causarum per cognitos effectus breuissima mvestigatio. Scire autem altquetn effectum ttmt dicitmtr, cum et causas ejtts, quod sunt; et m quo subjecto tnswtU et in quod subjectum effectum introducunt, et quomodo id faciunt cognoscimus (De Corpore> cap. I, Opera Philosopbica. Ed. de G. Molesworth, vot. 1, pp. 58-59). 109. H. J. de Vleeschauwer, «Le sens de la Méthode dans le Discours de Descartes et la Critique de Kant», en Studien zu Kants philosophischer Entwicklung, G. Olms, Hildesheim, 1967, p. 183.

Con idea de Vleeschauwer, es más fácil servirse del método que hablar de él. A los autores de esta época les sucedió de verdad esto: fueron capaces de llevar a ejecución métodos de alto nivel epistemoló­ gico, pero las teorizaciones que de tales métodos nos dejaron son muy inferiores a los métodos mismos. Acaso la memoria de los siglos inme­ diatamente anteriores les valió de escarmiento: los humanistas hablaron demasiado de los métodos, pero apenas hicieron más que hablar. Hay que invertir las tornas: llevar a cabo un saber en perfecto ajuste a un proceder metodológico, de tal manera que los resultados sean la mejor exposición del método, haciendo innecesaria la teoría, o, al menos, el excesivo recurso a ella. Si, por otra parte, recordamos algunas ideas expuestas en páginas anteriores referentes a que los métodos de esta época, con la excep­ ción relativa de Leibniz, no sienten tentaciones formalistas, sino que se centran en el estudio del dinamismo de la razón y en el estudio de las relaciones que ese dinamismo guarda con los contenidos (objetos) de la razón, acaso comprendamos el puesto secundario que les debe corres­ ponder a la definición y a las reglas del método, porque lo fundamental y originariamente importante es la salud de la mente o razón. Supuesta esta salud, son precisas reglas, pero a una mente sana no le hacen falta muchas reglas. Creemos que éste es el contexto de comprensión del si­ guiente texto cartesiano: N o puedo menos de hacerte detener aquí, no para apartarte del camino, sino para añadir y para proponer examinar qué es lo que puede llevar a cabo el sano sentido, si es debidamente gobernado. Efectivamente, ¿se da algo en todo esto que no sea exacto, que no haya sido concluido legítima­ mente, que no haya sido deducido con rectitud a partir de sus anteceden­ tes? Pues bien, todas estas cosas se expresan y se llevan a cabo sin la lógica, sin la regla, sin la fórmula de argumentar, con la sola luz de la razón y del sano sentido, el cual, cuando actúa él solo por sí mismo, se ve menos envuelto en errores que cuando se dedica a observar angustiadamente las mil reglas diversas que han descubierto el artificio y desidia de los hombres, más para corromperlo que para hacerlo más perfecto110.

Se me ocurre que para los autores de la modernidad filosófica los problemas nucleares con que tenía que enfrentarse el método eran mu­ cho más sencillos —que no quiere decir menos profundos— que los que se plantea la complicada epistemología metodológica de nuestros días. Ellos se encontraban —y tenían conciencia de ello— ante la situa­ ción de «inventar» un nuevo saber, unas ciencias nuevas, mientras que la epistemología actual se encuentra con unos saberes y unas ciencias

«hechos», que, ciertamente, cabe perfeccionar, pero que no hay que «in­ ventar». Pues bien, para llevar a cabo su tarea creadora, debían operar con dos presupuestos básicos: un fundamento seguro, a partir del cual iniciar la tarea de invención y descubrimiento, y unas reglas mínimas que dirigiesen el «discurso» que arranca de ese punto de partida. Uno y otras, fundamento y reglas, debían buscarse básicamente en la razón, ya que, no estando, por presupuesto, la ciencia hecha, no cabía ir a buscarlos a los objetos científicamente estudiados o a los procesos ya consolidados de un saber científico. De ahí que las reglas sean casi siempre más bien simples normas de cautelar prudencia que reglas que recojan los complicados procesos que acaso son inevitables en un efectivo quehacer científico. Aquí puede radicar también uno de los motivos de admiración hacia las matemáticas y del recurso a ellas como modelos metodológicos: es el único saber al que se le reconoce estatuto de saber constituido y, por lo tanto, el único saber sobre el cual es posible una labor de codificación de reglas metodológicas111. Desde esta perspectiva, tanto el método de análisis como el de síntesis son, al menos en buena medida, la consecuencia de la interpretación que del saber y del método matemático tenga cada filósofo u hombre de cien­ cia, siempre con la salvedad del mundo inglés, en el que su vocación por la experiencia rebaja notablemente este valor modélico del saber matemático. Las oscilaciones pendulares en la concepción del método Si en este capítulo tratamos de acercarnos a la concepción expresa que del método nos han dejado los autores que venimos estudiando, parece necesario referirnos a las oscilaciones pendulares que en dicha concep­ ción se presentan desde el momento mismo de la constitución de la m o­ dernidad filosófica. La necesidad de esto se nos ha manifestado, por otra parte, en las repetidas alusiones que hemos tenido que venir haciendo a las diferencias existentes entre los planteamientos del continente y los de Inglaterra. Ahora bien, si acabamos de hablar de oscilaciones «pendulares», necesitamos contar con el punto fijo que nos permita ver y medir las oscilaciones del péndulo en una y otra dirección. Las dos grandes direcciones van a ser el racionalismo y el empirismo, i Cuál es el punto fijo, o, lo que es lo mismo, cuál es el presupuesto o la noción fundamental con la que se cuenta y desde la que se opera en cualquier planteamiento metodológico? A nuestro modo de ver, la respuesta sólo puede ser una: la razón. Sabemos que la respuesta es comprometida, porque ello significa que incluso los llamados empiristas son, desde esta

perspectiva, también ellos racionalistas. Por nuestra parte efectivamente creemos que es así. En primer lugar, nos parece que la dicotomía racionalismo-empiris­ mo no cabe tomarla como un cliché rígido ni, mucho menos, excluyente, como si el racionalismo renegase de toda experiencia y el empirismo desconociese la importancia de la razón. Sencillamente, racionalismo y empirismo señalan líneas de preferencia, no de exclusividad: los ra­ cionalistas cuentan con la experiencia, y los empiristas cuentan con la razón. Ahora bien, sentado este presupuesto, que casi nos atreveríamos a calificar de «históricamente» evidente, también es evidente que tiene más importancia la razón (con éste u otro nombre) para los empiristas que la experiencia para los racionalistas, sobre todo si la experiencia, según es común, bascula básicamente hacia el mundo sensoperceptual. Este es el fundamento de que sentemos que el punto fijo desde el que medir los movimientos pendulares es la razón. Lo importante, pues, en el desarrollo de nuestras reflexiones es seña­ lar el hecho: la modernidad, coincidiendo en la preocupación metodo­ lógica, en la necesidad y utilidad del método, no coincide, sin embargo, en el modo de plantear y de entender el método. Las diferencias van a oscilar entre dos polos: la razón y la experiencia, o, acaso mejor, tenien­ do en cuenta lo que acabamos de decir sobre la presencia de la razón en ambos planteamientos metodológicos, el pensamiento y la experiencia, entendiendo el pensamiento como algo que tiende a resolverse en la razón misma, mientras que la experiencia debe, al menos, nutrirse de contenidos que no están en la razón misma, sino que le advienen. Este podría ser el sentido fundamental de la oposición entre racionalismo y empirismo. Si queremos decirlo con palabras de Descartes, cabe atender principalmente «o a nosotros que somos capaces de conocimiento, o a las cosas mismas que pueden ser conocidas»112. El racionalismo péndula hacia la razón, hacia el yo, con olvido, sin duda excesivo, de la experiencia sensoperceptual y de las funciones cog­ noscitivas que le competen. Y es manifiesto que esto puede resultar grave en un método que, como hemos visto, pretende buscar los caminos de un conocimiento verdadero y cierto, ya que se desentiende de la verdad y certeza que pueda haber en ese nivel empírico de conocimiento y, lo 112. Reg. VIII. AT, X, p. 398; a este respecto se pueden recordar otras formulaciones que nos hacen ver cómo Descartes tenía conciencia de la doble perspectiva con que cabía enfocar el problema del conocimiento y, por lo tanto, del método, por ejemplo: Ad rerum cognitionem dúo tantum spectanda sutit> nos scilicet qui cognoscimus, et res ipsae cognoscendae (Keg. XII, p. 411). Entre estas dos posibilidades, la opción racionalista es por el yo, por la razón que conoce, debiendo mirar las cosas conocidas desde ese yo o esa razón: Quamobrem hic de rebus non agentes, nisi quantum ab intellectu percipiuntur... (Loe. cit., P- 418).

que puede ser más grave, queda, en buena medida, imposibilitado para entender y valorar las «interferencias» que las percepciones sensoriales puedan tener en el propio dinamismo de la razón. Pero nuestro intento no es ahora tanto criticar cuanto poner de manifiesto las posiciones polares en el tema del método. El motivo de esta preferencia del racionalismo cartesiano por la centralidad, casi excluyente, del pensamiento está en que «la certeza no está en los sentidos, sino en el solo entendimiento* cuando tiene percepciones evidentes»113. Por eso, el método ha de tener como fin ayu­ dar a la realización de las dos operaciones intelectuales que nos llevan al conocimiento de las cosas sin peligro de error, que son la intuición y la deducción. Frente a ellas, el método ha de enseñarnos precisamente experientias rerum saepe esse fallaces114 o, como dirá poco después, que el error adviene básicamente de no entender suficientemente algunos experimentos115. Por eso el método ha de centrarse en el pensamiento como tarea de la razón. Que, como es obvio, Descartes no puede igno­ rar el mundo sensorial, es evidente. Y no lo olvida, sino que se preocupa de su valor cognoscitivo —tal es el caso de la Med. VI— y se preocupa también de integrarlo de alguna manera en su método, aunque tal inte­ gración sea en calidad de auxilia, de ayudas que la razón pensante pue­ de recibir e incluso tiene que recabar de las facultades inferiores cuando el objeto de estudio es algo corpóreo116. Frente a los métodos de la razón pensante en la filosofía continental, el mundo inglés va, desde el primer momento, a inclinarse a favor de la experiencia, aunque, según apuntamos, no excluya ni quiera excluir la razón. No vamos a entrar aquí en consideración de Hobbes, autor que, dentro de las exiguas páginas que dedicó al método, puede merecer por igual el calificativo de racionalista y antecesor del cálculo leibniziano, y el de empirista que supervalora lo sensorial. Así, por ejemplo, encontra­ mos en él un geometrismo bastante ajeno a los otros empiristas: Ciertamente confieso que aquella parte de la filosofía en que se someten a examen las razones de las magnitudes y de las figuras ha sido cultivada de modo egregio. Por lo demás, al no haber visto todavía que se haya dedicado un trabajo semejante a las demás partes, tomo la decisión, en cuanto sea posible, de explicar unos pocos y primeros elementos de toda la filosofía, como si fueran unas ciertas semillas desde las que parece que puede surgir poco a poco la filosofía pura y verdadera117.

113. 114. 115. 116. 117.

Carta-prefacio a los Principia. AT, IX-2, p. 7. Reg. II, pp. 364-365. Ibid. Reg. XII, pp. 416-417. Computatio sive lógica, cap. I. Works, I, p. 2; textos similares cabe encontrar en

Ahora bien, frente a esta apariencia de un racionalismo casi ex­ tremo, encontramos al primer defensor de un empirismo ciertamente no muy sistemático. Es el que inaugura en Inglaterra la defensa de las excelencias del conocimiento sensorial. Así nos dirá que «la sensación es el principio que permite conocer los principios del conocimiento, derivándose de ella toda ciencia»118. Cabría, pues, decir que Hobbes apuntando, desde distintas perspectivas, las dos alternativas metodológi­ cas a que nos venimos refiriendo, no tomó con total coherencia ninguna de las dos direcciones, aunque quepa también decir que el conjunto de su filosofía gravita más hacia un empirismo de tentación materialista. Como es obvio, resulta más pertinente para nosotros el caso de Ba­ con. Su postura, en principio, parece bastante clara. La raíz de los males que aquejan a la filosofía y a la ciencia consiste en «que los hombres acostumbraron a separar y abstraer sus pensamientos de la experiencia y de las cosas particulares, y ello con demasiada prisa y apartándose en exceso, habiéndose entregado de modo total a sus meditaciones y argu­ mentaciones»119. Para él, acercarse a la naturaleza y caminar por el laberinto de sus complejidades per experientiam et rerum particularum sylvas perpetuo faciendum est, si bien todo camino necesita de la defensa de la razón (omnis vía... certa ratione munienda)120. Pero es esta experiencia la que debemos ofrecer a la mente como el camino nuevo y cierto (novam autem et certam viam, ab ipsis sensuum percepcionibus mentí aperiamus)111. Precisamente porque, hasta ahora, los hombres no dedicaron suficiente atención a la experiencia (parvam in experientia moram fecerunt) y se dedicaron en exceso a sus meditaciones y elucubraciones (in meditationibus et comentationibus ingenii infinitum tempus contriverunt) la ciencia y el saber no han iniciado un verdadero avance122. Volvemos a repetir que, aunque ambas tendencias no fueron tan excluyentes como tópicamente se pretende muchas veces, sin embargo marcaron orientaciones divergentes y hasta opuestas. Lo que sucede es que estas oscilaciones entre razón y experiencia no dependen sólo, a nuestro parecer, de motivaciones estrictamente filosóficas, sino que tie­ nen mucho que ver con las líneas prevalentes de la ciencia en el ámbito continental y en el inglés.

De Homine, cap. V, vol. III, p. 35. Y, naturalmente, en la misma línea están los pasajes en que el razonamiento es entendido como calculatio. 118. De Corpore, cap. VI, 1, vol. I, pp. 616-617. 119. De Augm. scient., lib. III, cap. III,vol. I, p. 566. 120. Nov. Org., Praef., vol. I, p. 129. 121. Op. cit. P raef, p. 151. 122. Op. cit., aph. CXII, p. 209.

Queremos decir lo siguiente: mientras en el continente el método matemático, como ejercicio de la razón pensante, encontró preceden­ tes, apoyos o confirmaciones en la ciencia de Copérnico, de Kepler, de Galileo y hasta del propio Descartes, por el contrario, la implantación de la primacía de la observación y de la experiencia no es, en modo alguno, ajena a la ciencia de Gilbert, de Harvey, de Boyle. La ciencia continental, por ser más racionalista, centraba su método en el estu­ dio, análisis y reglamentación de la actividad pensante,«mientras que el mundo inglés, por su vocación experimental, orientaba más el método o bien hacia los objetos sabidos, o bien a la actividad pensante, pero en cuanto tal actividad se dirigía hacia las cosas. Considerando, sin embargo, como una sola época el lapso de tiem­ po que va desde Bacon al siglo XVIII, cabría decir que el destino de am­ bos planteamientos metodológicos era fundirse en uno solo, llevando a cabo la síntesis entre razón y experiencia, síntesis que, por otra parte, venía posibilitada por el hecho varias veces aludido de que tales plan­ teamientos no eran, en realidad, excluyentes. Esto es lo que va a llevar a cabo Kant con su método trascendental. Pero, desde perspectivas dis­ tintas, el intento no es nuevo. Que el propio Bacon vea el modelo del método en la abeja que recoge «datos» y los elabora, es una prueba de esto. Pero, posiblemente, es Leibniz, como autor situado en fechas muy avanzadas de esta época, quien lo vio con toda claridad. Este es uno de sus testimonios explícitos: E sto y , sin e m b a r g o , d e a c u e r d o en q u e n o se ría p o s ib le a d o p t a r su fic ie n te s p r e c a u c io n e s en la s e m p r e s a s im p o r ta n te s d e la p r á c tic a y, d a d o q u e el m é t o d o d e r a z o n a r n o h a a lc a n z a d o to d a v ía t o d a la p e r fe c c ió n d e q u e s e r ía c a p a z , y c o m o , p o r o tr a p a r te , n u e str a s p a s io n e s y n u e str a s d is tr a c c io n e s n o s im p id e n a p r o v e c h a r n o s d e n u e str a s p r o p ia s lu c e s, m a n te n g o q u e es p r e c is o d e s c o n fia r d e la r a z ó n c o m p le ta m e n t e s o la , y q u e e s im p o r ta n te c o n ta r c o n la e x p e r ie n c ia o c o n s u lta r a a q u e llo s q u e la p o s e e n . P o rq u e la e x p e r ie n c ia e s r e s p e c to d e la r a z ó n lo q u e la s p r u e b a s [...] so n r e s p e c to d e la s o p e r a c io n e s m a t e m á t ic a s 123.

III. LO S G R A N D E S T Ó P IC O S M E T O D O L Ó G IC O S

Acabamos de pasar revista a algunas definiciones del método que nos han dejado los autores que han «creado» la época y que han convertido en carne de su pensamiento la preocupación y hasta la praxis metodo­ lógica. También nos hemos referido a las oscilaciones que, según es de esperar en época tan rica, han sufrido los planteamientos metodológi-

cos. La diversidad de nociones del método y, sobre todo, la diversidad teórica de planteamientos con necesaria repercusión en la praxis de los mismos, nos puede llevar a pensar que es vana nuestra pretensión de reducir la indiscutible pluralidad metodológica de la época objeto de es­ tudio a un mínimo denominador común de unidad. ¿No siguen Bacon y Descartes, por aludir sólo a los autores modélicos, caminos divergentes? Aunque la respuesta a esta pregunta parece que debe ser afirmativa, esto no significa renunciar al intento de una visión unificadora: se pueden emprender caminos distintos llevando el mismo equipaje, y esto, al me­ nos en buena medida, creemos que es lo que sucede con las divergencias metodológicas en la modernidad. Nos parece importante someter a revista esta identidad de equi­ paje en los autores de finales del XVI, del x v i i y, en menor medida, en los del XVIII. Mirado desde otra perspectiva, esto equivale a hacer una radiografía al pensamiento, puesto que, si todo lo que dejamos dicho hasta ahora tiene algún sentido, el esqueleto del pensamiento de esta etapa histórica tiene en los temas metodológicos uno de sus sistemas fundamentales, si es que no la propia columna vertebral. Como desconocemos que esta revista de elementos haya sido lle­ vada a cabo de un modo sistemático, no nos hacemos demasiadas ilu­ siones sobre la perfección de los logros. Pero, aunque nos quedemos cortos, insistimos en la importancia y hasta necesidad de rastrear, bajo vestiduras metodológicas distintas, unos elementos comunes que serían los responsables de una profunda unidad bajo la aparente diversidad. Los tópicos explícitos del método Si el tema que tratamos de plantear no es una ficción, tendremos que encontrar en los tratamientos metodológicos unos elementos o lugares comunes, unos «tópicos» que, estando presentes en todos, pueden sin embargo, estarlo en mayor o menor grado. Y todavía cabe hacer una dis­ tinción, en este momento inicial, entre tópicos explícitos y tópicos implí­ citos. No cabe duda que, por su carácter expreso, se torna más fácil tematizar los primeros que los segundos. Y por los primeros vamos a empezar. Con todo el sentido de provisionalidad que pretendemos atribuir a cuanto vamos a decir en este capítulo, pensamos que, entre los tópicos explícitos más importantes, se encuentran los siguientes: la razón, el orden, la simplicidad, un cierto matematicismo, la ciencia universal. La razón En más de una ocasión dejamos dicho que para entender el pensamien­ to de los siglos XVII y x v m hay que recurrir a Kant. Esta afirmación nos

parece obvia si recordamos que Kant es el cierre de la época, no por agotamiento, sino por llevar a plenitud los temas medulares de la mis­ ma. Pues bien, ¿no es legítimo decir que Kant cierra la época llevando a cabo la construcción de una gigantesca metafísica de la razón? Basta una somera lectura del prólogo (Vorrede) tanto de la edición A como de la B para comprender que tal es la empresa en la que se embarca Kant, habida cuenta, por supuesto, de que se trata de una metafísica entendida en un sentido innovador, a bastante distanciadle la metafísica «tradicional» por él criticada. Y esta pretensión de hacer una metafísica de la razón recorre muchas de las páginas de la obra, especialmente los apartados sobre «El canon de la razón pura» y la «Arquitectónica de la razón pura» en la cuarta y última parte de la obra. El sentido innovador en que es entendida la metafísica en estos pasajes podemos verlo, casi con total claridad, por la definición que de ella nos da en la Dissertatio del 70: Philosophia autem prima continens principia usus intellectus puri est Metaphysica (§8). Sería, sin embargo, engañoso creer que esta concepción de una me­ tafísica de la razón es un invento de Kant. Más bien habría que decir que también en esto el filósofo alemán corona un proceso al que cabe encontrar claros precedentes en posiciones que no sólo defienden la existencia de una metafísica de la razón, sino que, de alguna manera, reducen toda metafísica a una metafísica de la razón. Una vez más tene­ mos que aducir el testimonio de Baumgarten, autor de la Metaphysica de que Kant hubo de servirse como texto. Su definición de la metafísica se instala en el ámbito de la metafísica de la razón: Methapysica est scientia primorum in humana cognitione principiorum (§ 1). Como es lógico, esta definición baumgartiana no surge de la nada, sino que plasma una tradición que hay que remontar a Descartes e in­ cluso a Bacon, autores que van a conferir a la razón un puesto de ab­ soluta primacía en el pensar filosófico, y ello fundamentalmente por imperativos metodológicos, según vamos a intentar hacer ver. Páginas atrás hemos visto cómo uno de los determinantes del modo de pensar moderno y, por lo mismo, de los planteamientos metodoló­ gicos, es la retracción al yo, a la conciencia. Cabe considerar esto como una retirada a una segunda línea de trincheras, porque, por mor del es­ cepticismo, se ha visto la vulnerabilidad de la primera línea constituida básicamente por el conocimiento sensoperceptual del mundo externo. En esta línea está la resolución cartesiana de no buscar otra ciencia que la que pueda encontrar en sí mismo o en el gran libro del mundo, libro que habrá de leer desde esa previa retracción al yo124. La lectura del libro del mundo es, ciertamente, necesaria, porque no soplan en este

momento vientos de solipsismo idealista, pero lo importante, como in­ siste no mucho después, es estudiar «en mí mismo, y emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos de debo seguir»125. Ningún comentario mejor a esta resolución cartesiana que el de Malebranche: El más bello, el más agradable y el más necesario de todos nuestros cono­ cimientos es sin duda el conocimiento de nosotros rnismos. De todas las ciencias humanas, la ciencia del hombre es la más digna del hombre. Sin embargo, esta ciencia no es la más cultivada ni la más perfeccionada que poseemos: el común de los hombres la desprecia enteramente126.

Pues bien, si nos replegamos hacia nosotros mismos, cortando en un primer momento, al menos precisivamente, el contacto perceptual con el mundo, resulta que nos estamos replegando hacia la razón, o hacia el pensamiento como actividad que, teóricamente, puede absolverse al margen del dinamismo sensoperceptual. No cabe ocultar que tropeza­ mos aquí con una cierta ambigüedad en el uso de los términos «razón» y «pensamiento». No podemos olvidar que el latín sigue siendo el medio de expresión técnica para la mayoría de los filósofos, y en el latín ambos términos filosóficos se presentan como ambiguos. Cogitatio —pensamiento— es tanto la actividad pensante como el contenido pensado. Ahora bien, como actividad y como contenido, pa­ rece que el pensamiento remite a alguien que piensa o a una función pensante; en otras palabras, remite al yo o a la razón, ya que el pensar es función de la razón. Mas el término ratio —razón— no sufre una am­ bigüedad menor. La ambigüedad se origina fundamentalmente de unas nunca bien aclaradas relaciones entre el entendimiento y la razón. Si se nos permite una explicación sumaria, cabe decir que el entendimiento pertenece a la razón como el principal elemento de la misma, pero el entendimiento no agota la razón, bien porque haya otras funciones pen­ santes que no son «intelectuales» —recordemos a Kant—, bien porque deba integrarse en la razón otra función no estrictamente cognoscitiva, pero sí «racional», como puede ser, por ejemplo, la voluntad — en esta línea estaría Descartes— . Y nos interesa destacar esta incorporación de la voluntad a la razón, porque debe quedar muy claro que el método no es una simple tarea del entendimiento, aunque debe primordialmente ser una tarea del entendimiento, sino que el método exige otras funcio­ nes pensantes, muy especialmente funciones de decisión, de atención, de actitud, etc., que son primordialmente funciones de la voluntad. Si no asumimos este concepto enriquecido de razón, resultará difícil en­

125 126.

Loe. cit., p. 10. De la Recherche de la Vérité. Préface. Ed. de G. Rodis-Lewis, I, p. 20.

tender más de un aspecto de los planteamientos metodológicos, sobre todo en lo que al cartesianismo se refiere. No olvidemos que para Des­ cartes la función del entendimiento se absuelve en las ideas, y a nivel de éstas no hay verdad formal. En consecuencia, mal nos va a bastar con el entendimiento para constituir un método de ciencia verdadera y cierta. Entendida la razón con esta significación generosa, desde el ámbi­ to metodológico cabe hablar de los siguientes puntos: focalidad de los intereses metodológicos en la razón, concepción y funcionamiento de la razón como instrumento del saber, necesidad consecuencial de ini­ ciar todo derrotero metodológico por un auténtico conocimiento de la razón, «curar» la razón, cuando proceda, y, en todo caso, incrementar su poder y eficacia. Estos últimos aspectos son los que respaldan una de las denominaciones que el método recibe como medicina mentis. El simple enunciado de lo que acabamos de enumerar nos lleva a la doble conclusión de que la razón es, en cierto modo, el núcleo de las doctrinas metodológicas — con las salvedades de rigor en el mundo inglés— y que, por lo tanto, metodología y teoría del conocimiento marchan indi­ solublemente unidas. Descartes abre, con cierta ironía, el Discurso del Método afirmando que el «buen sentido» es la cosa del mundo mejor repartida, porque cada uno se muestra contento con la parte que le ha tocado. Y, a pesar de que Descartes no es nada amigo de los argumentos por consensus, estima que esta apreciación general encierra una verdad fundamental: [...] que el poder de juzgar bien, y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es lo que propiamente se denomina el buen sentido o la razón, es natu­ ralmente igual en todos los hombres; y que, de este modo, la diversidad de nuestras opiniones no se debe a que unos sean más razonables que otros, sino solamente a que conducimos nuestros pensamientos por vías distintas, y no tenemos en consideración las mismas cosas. Porque no basta con po­ seer un buen espíritu, sino que lo principal está en aplicarlo bien127.

Entre la ironía inicial y las afirmaciones serias en que desemboca, me atrevería a decir que estamos frente al meollo de las cuestiones fun­ damentales en el campo del método: por qué es necesario el método y en qué debe consistir y qué beneficios se deben esperar de un método. El método es necesario, porque, contando todos con la dosis satis­ factoria — al menos para cada uno subjetivamente— de buen sentido o de razón, sin embargo nos vemos envueltos en un bosque de opiniones diversas. Con metáfora aludida líneas después, estamos ante una plu­

ralidad de caminos sin saber cuál es el correcto. Entonces necesitamos el método para, con él, aprender a orientarnos en el gran mapa de las vías o caminos de la razón. El método va a ser el guía necesario, no tanto para echar a andar, cuanto para saber que lo estamos haciendo por el camino acertado. Personalmente Descartes confesará que asumía la obligación de ejercitarse en el método que se había prescrito, precisa­ mente porque tenía buen cuidado de conducir todos sus pensamientos según las reglas del método, reservándose de vez en -cuando algunas horas para hacer «prácticas» en el campo idóneo de las matemáticas o en otros afines128. Este es un propósito que podemos suponer que le acompañó toda su vida, ya que años más tarde, en la «Carta-prefacio» a los Principia, repite con sentido general: He caído en la cuenta, al examinar el natural de muchos espíritus, de que apenas se puede decir que haya ninguno tan grosero y tardo que no sea capaz de entrar en los buenos sentimientos e incluso de adquirir todas las ciencias más altas, si se los conduce como se debe129.

El método, pues, es necesario para y se orienta a la dirección o con­ ducción del espíritu, del buen sentido, de la razón con la que, en princi­ pio, cuenta todo hombre en grado suficiente. La causa de que el método deba ser entendido como dirección del espíritu o de la razón — ambos términos pueden funcionar sinonímicamente en este campo— reside en que la razón es concebida como instrumento del saber. Esta concep­ ción instrumental de la razón viene exigida, según dejamos apuntado en páginas anteriores, por el cambio que se ha iniciado en el modo de entender el saber científico: ya no se pretende saber sólo para contem­ plar y comprender la realidad, sino para adueñarnos de ella, para prever sus eventos y, aunque sea en muy pequeña medida, para contar con la posibilidad de intervenir en ella. Este cierto positivismo del saber incide sobre los planteamientos metodológicos y exige una razón-instrumento del nuevo saber. Se trata de una razón, cuyo uso y operar práctico hay que dirigir y poner al día, si queremos llegar, según expresión de Bacon, a los secretos de la naturaleza130. Con una comparación que recuerda a Aristóteles, el pensador inglés concibe las funciones de la razón como semejantes a las de la mano: igual que ésta, siendo el instrumento na­ tural fundamental, necesita valerse de otros instrumentos para mayores empresas, «otro tanto sucede con la situación de la mente»131. 128. Op. cit., III parte, p. 29. 129. AT, IX-2, p. 12. 130. [...J antequam vero ad remotiora et occultiora naturae liceat appellere, necesario requiritur ut melior et perfectior mentís et intellectus humani usus et adoperatio introducatur (Nov. O rgP raef,i, vol. I. pp. 129-130). 131. Manus bominis nuda, quantumvis robusta et constans, ad opera pauca et facile

Tampoco en el racionalista Descartes está ausente este instrumentalismo de la razón, aunque, frente a Bacon, no tenga inmediatamente t&n presente la operatividad práctica del saber. Aquí la razón es el instru­ mento del pensar. Y, por más que el pensar le sea natural a la razón misma, hay que «adiestrarla», si cabe hablar así. Desde esta perspectiva puede decir el filósofo francés: Lo que más me contentaba de este método era que, mediante él, me sentía seguro de usar en todo mí razón, si no de un modo perfecto, sí al menos del mejor modo que estaba en mi poder; además de que sentía al practicarlo que mi espíritu se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y más distintamente sus objetos132.

Ésta es la meta en orden a la cual ha de «adiestrarse» el instrumento: pensar con claridad y distinción, es decir, la meta es el ideal de la gno­ seología cartesiana. Y como esta meta y este ideal sólo puede alcanzar­ los la razón, de ahí que, frente a los instrumentos «mecánicos» e incluso frente a los sentidos, sólo la razón sea un instrumento universal133. Con concepciones similares nos encontramos en Espinosa. Efecti­ vamente, rechazando el proceso in infinitum de tener que recurrir a instancias metodológicas superiores para justificar un método válido, acude a lo que sucede en el mundo del trabajo concreto, donde, si fuese necesario contar con un martillo para fabricar el primer martillo, no tendríamos todavía el tal martillo. Lo que sucede es que el hombre echa a andar en el mundo del trabajo con instrumentos innatos, para, a partir de ellos, progresar. Pues bien, «de la misma manera también el enten­ dimiento con su fuerza nativa se hace los instrumentos naturales, con los que adquiere otras fuerzas para otras obras intelectuales»134. Si el entendimiento se «hace» sus instrumentos innatos, que son las ideas, es porque el entendimiento es el instrumento de los instrumentos, dotado de tales ideas y con capacidades de generarlas. Sólo porque contamos con un instrumento así, cabe iniciar con seguridad el camino del saber. Como ejemplo último de este instrumentalismo de la razón aduci­ mos la Lógica de Port-Royal, en cuyo Discurso primero, tras atribuir a la razón la elección correcta del camino de la verdad frente a los caminos del error, se señala como tarea primera formar el juicio y educarlo en la exactitud, si es que queremos alcanzar el saber científico, ya que «nos servimos de la razón como de un instrumento para adquirir las ciensequentia sufficit: eadem ope instrumentorum, multa et reluctantia vincit. Similis est et mentís ratio (Aphor. et consilia de auxiliis mentís, et accertsione luminis naturalis, vol. III, p. 793). 132. Disc. Méth.y II parte. AT, VI, p. 21. 133. Op. cit., V parte, p. 57. 134. DIE, p. 10.

cias», sirviendo, a su vez, las ciencias de instrumento para perfeccionar la razón135. Ahora bien, la razón-instrumento es un instrumento muy especial. Decía Descartes que la mente humana tiene un no sé qué de divino (nescio quid divini)U6. Y esto reclama graves exigencias: la primera y fundamental es que si, para servirse de cualquier instrumento, es nece­ sario empezar por conocerlo, esto se hace apremiante en el caso de la razón, admitiendo, de entrada, la dificultad de su conocimiento, que es autoconocimiento. Si no se empieza por esta labor de autoconocimiento, se hace imposible cualquier garantía de seguridad en la adquisición del saber y en el método que a ello se ordena. Por eso resulta obvio que Malebranche se lamente de «que la mayor parte de los hombres apenas han reflexionado sobre la naturaleza del espíritu cuando han querido emplearlo en la investigación de la verdad; que jamás han estado sufi­ cientemente convencidos de su poco alcance y de la necesidad que hay de manejarlo bien e incluso de aumentarlo, siendo esto una de las causas más considerables de sus errores y de que hayan tenido tan poco éxito en sus estudios»137. Hasta tal grado tuvieron conciencia de esta necesidad de estudio de la razón los autores de esta época, sobre todo los racionalistas, que Des­ cartes llega a decir en la Reg. I que las ciencias en su totalidad consisten en el conocimiento del espíritu. Y el por qué metodológico es claro: si no conocemos el espíritu, seremos incapaces de orientar su actividad, incapaces de valorar sus funciones y, por lo mismo, incapaces de saber si lo que el espíritu lleva a cabo es un saber adjetivable como científico o, por el contrario, una serie de simples errores con apariencia de ve­ rosimilitud. Hasta tal punto es esto así que quien se proponga examinar to­ das las verdades a donde puede llegar el conocimiento humano, descu­ brirá, según el propio Descartes, de acuerdo con las adecuadas reglas metodológicas, que «nada puede conocerse antes que el entendimiento, puesto que de esto depende el conocimiento de todas las demás cosas, y no al contrario; después, consideradas todas las demás cosas que vienen inmediatamente tras el conocimiento del entendimiento puro, enume­ rará entre las demás todos los otros instrumentos de conocimiento que tenemos además del entendimiento, los cuales son sólo dos, a saber, la fantasía y el sentido»138. 135. 136. 137. 138. cognitio tur post

L a Logique ou Vart de penser, p. 14. Reg. IV, T. X, p. 373. De la Recherche de la Vérité, lib. III, I, cap, III. Ed. cit., tomo I, pp. 402-403. Nihil prius cognosci posse quam intellectum, cum ab hoc caeterorum omnium dependeat, et non contra; perspectis deinde illis ómnibus quae proxime sequunintellectus puri cognitionem, inter caetera enumerabit quaecumque alia habemus

Si se repara en cuanto llevamos dicho sobre la importancia de la razón, sobre su carácter y función instrumental y sobre la necesidad de autoconocimiento que ello implica, nos parece que resulta obvio con­ cluir que el método es inicial y fundamentalmente reflexión. Es lógico que, si suele aceptarse como una afirmación de valor histórico general que la filosofía iniciada por Descartes puede ser llamada «filosofía de la reflexión», resulte, asimismo, lógico pensar que la preocupación meto­ dológica consustancial a esa filosofía se ejerza básicarrfente desde una actitud reflexiva. Y lógico resulta también que esa reflexión deba comen­ zar ejerciéndola la razón sobre sí misma. Nadie formuló esto mejor que Espinosa al afirmar que el método no es, en definitiva, más que un conocimiento reflexivo139. Para un racio­ nalista así debe ser: el saber busca la verdad, y busca una verdad nacida y justificada desde la razón misma: «Hay que buscar en el pensamiento mismo y deducir de la naturaleza del entendimiento aquello que consti­ tuye la forma del pensamiento verdadero»140. Sólo así cabe contar con un punto de partida sólido, por cuanto el intellectus o la ratio es, al mismo tiempo, el fundamento sobre el cual y desde el cual hay que levantar el edificio del saber, y el instrumento con el que se hace posible la realización de ese saber con garantías de verdad: Además, dado que el método es el propio conocimiento reflexivo, este fun­ damento que debe dirigir nuestros pensamientos no puede ser otro que el conocimiento de aquello que constituye la forma de la verdad, y el cono­ cimiento del entendimiento y de sus propiedades y fuerzas: adquiriendo éste (conocimiento), contaremos con el fundamento del que deduciremos nuestros pensamientos, y con el camino por el que el entendimiento, en la medida en que su capacidad lo permita, podrá llegar al conocimiento de las realidades eternas, habida cuenta ciertamente de las fuerzas del enten­ dimiento141.

Si la conversión reflexiva de la razón sobre sí misma se presenta, en una actitud metodológica seriamente asumida, como el momento gené­ ticamente primero del método, cabría decir, siguiendo a los autores que sirven de guía a nuestras consideraciones, que el segundo es someter la razón a una terapéutica curativa: sanarla, medicarla. Estamos ante

instrumenta cognoscendi praeter intellectum, quae sunt tantum dúo, nempe phantasia et sensus (Reg. VIII. AT, X, d P. 385-386). 139. DIE, pp. 1 2 ,2 2 . 140. Id quod formam ve rae cogitationis constituit, in ipsa eadem cogitatione est quaerendum} et ab intellectus natura deducendum (Loe. cit., p. 22). 141. Op. cit.y p. 32.

una de las concepciones del método más difundidas ambientalmente: el método como medicina mentís. Ninguno de los teóricos del método pone en duda esta necesidad de una cierta medicación de la razón, del espíritu, de la mente, del entendimiento, términos todos a los que cabe en este caso considerar como sinónimos. ¿Por qué es necesaria esta te­ rapéutica medicinal? Por supuesto que no resultaría acertado responder suponiendo que el motivo es una radical desconfianza en el valor natural de la razón misma, ya que esto estaría, en principio, erf flagrante oposi­ ción con el voto de confianza en la razón que profesa, de modo general, el pensamiento de estos siglos. Tampoco cabe responder acudiendo al argumento de la razón dañada por el pecado original. Esto podría valer, por ejemplo, para el portroyalismo (?), pero no es razón operativa para una filosofía que, de modo casi generalizado, quiere elaborar un pensa­ miento que, siendo conciliable con la religión, mantenga, sin embargo, unas fronteras de distinción respecto de ella. Nos parece que la respuesta se monta sobre supuestos menos ambi­ ciosos e incluso calificables como experienciales: la razón es idónea por su naturaleza para el conocimiento verdadero y cuenta con la aptitud y la fuerza necesaria. Pero esa razón sufre las consecuencias (las enferme­ dades) de un uso no reglado, de la contaminación y confusión con otras formas erróneas del conocimiento (los sentidos) y de la violencia de los prejuicios que se deben al contexto sociocultural y a unos saberes llenos de errores. Es decir, nadie inicia la carrera del saber con una razón pura, sino con una razón llena de impurezas que ha ido acumulando desde la infancia, según nos dice Descartes142. Hay que volver la razón a su estado prístino, hay que recuperar el brillo y luz que, por naturaleza, le corresponde al lumen naturale, una de las denominaciones favoritas de la razón, al menos en el mundo racionalista. Si esa «recuperación» de la razón se lleva a cabo adecuadamente, entonces cabría compartir el ideal de Espinosa: que el alma fuese quasi aliquod automa spirituale (como un autómata espiritual), que opera según reglas ciertas143. Coincidiendo todos en la necesidad de esta medicina mentís, el modo de llevarla a cabo varía en los diversos autores. Veamos algunos ejemplos. Comenzando por Bacon, no deja de sorprender que, a pesar de ser un defensor de la observación y de la atención a los datos, sin embargo da gran importancia, como primer momento, a esta terapéutica de la mente. Aun dejando a un lado los famosos idola, a sabiendas de que los idola specus y los idola tribus pueden tener bastante que ver con nuestro tema, contamos con otros textos esclarecedores de su posición. Para el inglés, antes de una elaboración positiva del método, debe realizarse la

pars destruens como previa. De ella sólo nos interesa lo que tiene que ver con esta limpieza preparatoria del espíritu mismo. Por ella hay que empezar: El que primeramente y antes de todo no haya analizado totalmente los movimientos del espíritu humano y, en ellos, no haya descrito minuciosa­ mente los caminos por los que discurre la cienci^ y las localizaciones de los errores, ése encontrará todas las cosas desfiguradas y como encantadas. Si no deshace el hechizo, no podrá llevar a cabo una interpretación144.

Hay que iniciar la andadura del saber por el análisis de los movi­ mientos del espíritu, para descubrir el curso de la ciencia y la sede de los errores. Y se trata de una tarea que hay que ejecutar con todo cuidado (