Nueva invitación a la microhistoria

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L U IS G O N ZÁ LE Z Y G O N ZÁ LEZ

NU E VA I N V I T A C I O N A LA M I C R O H I S T O R I A

México, 1982

P rim era edición, 1982

PRÓ LO G O

Desde 1968, en que apareció Pueblo en mío, M icrohis­ toria de San José de Gracia, m e h a n m vitado en distin­ tas ocasiones p a ra exponer, con abundancia de ejemplos mexicanos, qué es, p ara qué sirve y cómo se cocina la microhistoria. Algunas de las exposiciones sobre los com­ ponentes microhistóricos se convirtieron en articu os largos de revistas especializadas. L a prim era compi ación de tales artículos se publicó, con el nom bre de I n ­ vitación a la microhistoria, en la serie Sep-Setentas en el año de 1973. Esta segunda compilación p a ra la sene Sep-O chentas es de cosas publicadas después de 197á menos una. E n ambas compilaciones el asunto es el mismo, pero la presente no es repetición de aquella y los ensayos de una y otra no son, en ningún caso, simples

Planeación y edición : Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas, Secretaría de Educación Pública Producción: Fondo de C ultura Económica D. R. © CONAFE Av. Thiers 251 D. R. © F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m i c a Av. de la U niversidad 975, México 12, D. F . ISBN 968-16 Im preso en Méxeo

refritos. , E n este volum en se recogen siete ensayos. E l de en­ trad a, sobre la “historia académ ica y el rezongo popu­ lar” rebasa el asunto microhistórico; se refiere a las principales m aneras de hacer historia que se p ra c t^ a n hoy en México. El segundo se llam ó originalm ente H a ­ cia u n a teoría de la m icrohistoria” . El tercero es una relación incom pleta de la m icrohistoria m exicana, pues no se ocupa de los m icrohistoriadores de tiempos virrei­ nales ni de los m uy recientes. L a cuarta entrega de este volum en corre el riesgo de recibir el calificativo

de fruto del m al hum or. C om enta los deslices más fre­ cuentes de los historiadores de la provincia mexicana. En cambio, el quinto artículo hace el elogio de tres de ellos, dos m icrohistoriadores a carta cabal y el otro m acrohistoriador residente fuera de la m etrópoli. El ensayo núm ero seis es u n a escueta exposición de las as­ piraciones docentes en m ateria de historia del Colegio de M ichoacán, y el núm ero siete, la introducción a un tem ario de apoyo a 32 m onografías de sendas entidades federativas de la R epública M exicana, encom endadas hacer p o r el secretario de Educación en 1979. En esta ocasión, por razones de estrechez espacial y de desmemoria, sólo me voy a referir a tres colabora­ dores. Los que com entan: ¡Q u é chiste! Le ayuda su m ujer”, están en lo justo. A rm ida viene siendo mi in­ discutible colaboradora desde hace 26 años. E n los últi­ mos quince meses, gracias a don Agustín Jacinto, secre­ tario de El Colegio de M ichoacán, he podido distraer m uchas horas p a ra el ejercicio de la escritura. De 1979 para acá, la señorita A urora del Río, en su carácter de secretaria particular, copia y recopia con paciencia y eficacia, pese a las interrupciones de llam adas tele­ fónicas y de visitantes, oscuros m anuscritos y mecanuscritos llenos de enm endaduras. Z am ora, 30 de mayo de 1981.

L H I S T O R I A A C A D É M IC A Y E L R E Z O N G O PO PU LA R*

Casi todo el m undo, según opiniones muy generalizadas, tuvo su prim er encuentro con la historia antes de ir a la escuela. L a costumbre de m irar para atrás es una de las m uchas infundidas por la crianza hogareña no sólo en los lugares que viven de los frutos de un árbol genealógico, sino tam bién en gran núm ero de familias nada linajudas y ni siquiera burguesas. O tro irradiador de conciencia histórica en este país ha sido la Iglesia, tan poblada de imágenes de justos de otros tiempos, don­ de las homilías de los sacerdotes aluden casi siempre a hechos pasados y donde, en form a de catecismo de R ipalda o de G asparri, a veces antes de conocer la o p or lo redondo, se recibe un prim er curso de historia. En fin, si un niño se cría en medio urbano puede tam ­ bién despertar a la conciencia de lo histórico a causa de los m onum entos públicos. T odo se confabula desde la más tierna infancia p ara hacernos sensibles a la histo­ ricidad de la naturaleza hum ana. T odavía en plena niñez tenemos una segunda cita con la historia. Eso sucede en la escuela, en siete cursos o más, m ediante la lectura de libros ilustrados con ros* Discurso de ingreso a El Colegio Nacional, leído el 8 de noviembre de 1978.

tros de las mismas personas que, m ontadas en cuerpos de bronce, pueblan bulevares y jardm es públicos Según costum bre secular, la historia im p artid a en el tran s­ curso de la p rim aria y la secundaria es la q u e M arco T ulio Cicerón llam ó “m aestra de la vida’ ; historia re­ verencial, Federico Nietzsche; historia pragm atica, no se quién; historia edificante o didáctica, no se cuantos, y L irreverentes, historia de bronce. Esta, como es bien sabido, aspira a la recuperación de los en provecho del aquí y ah o ra; busca en adultos de otras épocas la lección p a ra los m enores de hoy; añade adre T m l l e j a a la descripción de obras y al relato de vidas „asadas- quiere dotarnos de u n proyecto vital por medio de un repertorio de exem pla de grandes hom bres y de hechos hazañosos. E n otros tiem pos se le utilizo en a industria hacedora de santos; hoy se u s a m a s en la dustria encargada de hacer heroes nacionales. A nt se llamó curso de m oral por ejem plos; ahora podría decírsele curso de patriotism o p o r ejemplos. A unque el discurso histórico concebido como peda­ gogía lleve el nom bre de historia p atria o de hisotria universal, sólo tra ta de las figuras y los acaeceres de propio país o del m undo que el proposito nacionalista recom ienda. G eneralm ente se recaban cional los ejemplos de conductas a segmr, los bueno ejemplos” y de la historia de las dem as naciones, e emplos de conducta negativa, los que debemos recha­ zar “los malos ejemplos” . E xagerando u n poco cabria llam ar a los libros de historia de la “V idas de hom bres ilustres mexicanos y Vidas üe inicuos im perialistas extranjeros” . Se tra ta de textos 10

no sólo desprenden de su contexto histórico los ombres y las hazañas edificantes p a ra hacer patriotas a carta cabal, sino que embellecen o afean a los per­ sonajes y los hechos históricos con embustes literarios. Allí están las caricaturas de Cuauhtém oc, Cortés y la conquista; Calleja, Morelos y la revolución de Indepen­ dencia; Juárez, M axim iliano y la R eform a liberal p a ra botones de m uestra de cómo se hacen atractivos los per­ sonajes oriundos de esta tierra, y repelentes las figuras gue tuvieron la desgracia de nacer en otras latitudes, y de cómo se adorna y aplaude la conducta de los nues­ tros y se reciben con rechifla los haceres extraños. Con razón escribe Stefan Zweig: A ntes aún de que pudiéram os co ntem plar bien el m undo se nos pusieron unos lentes p a ra que p u d iéra­ mos con tem p lar bien el m undo no con una m irada ingenua y h um ana, sino desde el ángulo del interés nacional [ver] que nuestra p atria, en el curso de la historia, tuvo siem pre razón, y pase lo que pase, en ad elan te siem pre la seguirá teniendo.

Por lo mismo se justifica lo que Paul Valéry asevera: L a historia es el pro d u cto m ás peligroso que haya ela­ borado la quím ica del intelecto hum ano. Sus pro­ piedades son m uy conocidas. H ace soñar, em briaga a los pueblos, engendra en ellos falsa m em oria, exa­ gera sus reflejos, m antiene viejas llagas, los atorm enta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones am argas, soberbias, insoportables y vanas.

II

Con todo, ningún detractor de la historia de bronce, pragm ática, edificante y nacionahsta ha propuesto la supresión de tal espécimen de los planes de estudio; nadie ha refutado la validez de acarrear al presente valores del pasado, sino el m odo de hacerlo en la ense­ ñanza pública, supeditado al nacionalismo y a m anera de desfile de héroes, villanos y batallas. Stefan Zweig propone: “L a historia debe seguir siendo la m ateria de mayor im portancia en la form ación de un joven si esa historia se escribe desde la altu ra de las conquistas cul­ turales y con la m irada puesta en la larga ascensión realizada” . Si la didáctica de ayer fue narración “de nuestras insistentes recaídas [en la guerra], la de m a­ ñ an a tiene que ser la de nuestro perenne ascenso, una historia de la civilización h u m an a” . Paul V aléry pide la rem uda del saber histórico-escolar de hoy por otro que se deje de héroes y de combates y se ocupe de tantas cosas dignas de im itación que ofrece el pasado, las manifestaciones del genio artístico, de las conquistas de la técnica, de los grandes pensadores, de los hechos de civilización y no de barbarie, de los que coadyuven a la concordia internacional y no a la m u tu a destrucción de las naciones. A la pregunta ¿debe seguir enseñándose la historia magistra vitae? suele dársele como respuesta un sí rotundo, que no sin peros. Del sistema de educación altam ente patriótico, del culto a los héroes, de la adoración de semidioses domés­ ticos pasamos a la adoración de u n ídolo sin cara, es­ culpido la m ayoría de las veces por filósofos y científi­ cos sociales, por personas audaces, soberbias, de m irada superaquilina. Para muchos el tercer encuentro con 12

la historia acontece en el bachillerato o en la universidad. Aquí nos topamos con la m usa transfigurada con Clio sm anteojos de m aestra, con una señora cam­ panuda, con una mistress universo que entiende por los nombres de filosofía de la historia, teoría de la sociedad y de la historía, m etahistoría, historia genéti­ ca, historia especulativa o m aterialism o histórico que se propone decir la últim a palabra sobre el origen el curso y la m eta de los acaeceres de la hum anidad, que tra ta de esclarecer el sentido últim o de todo hom bre toda época y tóda sociedad, que busca un orden en el proceso histórico del universo m undo, que pretende daríe un sentido a esta carrera de relevos en que vienen ^em peñándose los hombres desde hace muchos miles de anos. Los m etahistoriadores pretenden d a r con la tra ­ yectoria pasada, presente y fu tu ra de los individuos, los pueblos y las sociedades sin excepción y sin lagunas de conocimiento. El filósofo de la historia es u n a es­ pecie de superhom bre que se siente con ánim o de com ­ p a rtir con Dios el conocimiento que se le atribuye a este acerca de sus creaturas. Al contrario de la historia aprendida en la escuela tan rica en sucesos reverberantes y héroes maravillosos,’ a m etahistoría sólo trae a colación las inmensas fuerzas impersonales que em pujan a la hum anidad. El asunto ;ahora no es ni fulanito ni zutanito, ni ésta ni aquella hazaña, sino la sucesión del tiempo, lo histórico en su totalidad y a lo sumo en sus grandes fragmentos. La ciencia ultim a del hom bre se desentiende de las m inu­ cias y solo m ira enorm idades. Las leyes del desarrollo historico y los m omentos de la vida de la hum anidad 13

(a veces llam ados modos de producción, a veces civili­ zaciones, ora estados, ora épocas, ya edades, ya ciclos), h an sido los temas más frecuentados por las filosofías de la historia desde San Agustín hasta Toynbee. El cam po de la disciplina englobante de todo acon­ tecer es ta n mayúsculo y com plejo que ninguna estra­ tagem a científica es capaz de asirlo y analizarlo, au n ­ que más de alguna de las filosofías de la historia pretende ser la ciencia del desarrollo histórico. C ierta­ m ente la de M arx, la de Toynbee y otros acuden con frecuencia a los datos reunidos p o r los historiadores p a ra abstraer inductivam ente las leyes de la historia, pero hasta ah o ra a ninguna le h a bastado la inducción p ara constituir ei objeto form al de su disciplina; todas h an necesitado de la reflexión filosófica. H asta hoy, en todas las consideraciones globales del m undo histó­ rico se h a n com plem entado la luz inductiva de los hechos y la luz racional del análisis filosófico. E n las teologías de la historia las dosis de deducción fueron muy altas; en la filosofía de la historia clásica se cons­ truyó a base de m ezclar en proporciones parecidas la aren a de la inducción y la cal del raciocinio; en las teorías actuales predom inan las aportaciones del an á­ lisis histórico concreto. L a cristiandad, con m uy poca observación y m ucha reflexión, edifica la idea de una historia fu n d ad a por Dios,, constituida p o r u n a sucesión progresiva de acontecim ientos singulares e irreversibles, ordenados al fin trascendente de la salvación eterna. Hegel, a fuerza de lecturas históricas y de m editaciones filosóficas, arrib a a u n a concepción de la historia como cam ino del espíritu hacia la libertad. M arx, con m ayor 14

acopio de datos que sus antecesores, traza los modos de producción que h a cursado la especie hum ana, mo­ vida p o r la lucha de clases, desde el com unismo de la historia hasta la sociedad com unista aún poshistórica. D e las teorías del desarrollo hum ano en general, m u ­ chas ya han caducado, bien p o r quedar huérfanas de doctrina filosófica que las avale, bien por haber sido desm entidas por los hechos. Algunas han producido con­ mociones de m arca mayor, pero quizá ninguna convic­ ciones firmes. V arias h a n contado con el apoyo de la fuerza publica, con el poder de algún gobierno para imponerse como verdad, pero casi ninguna se h a podido m antener como fe duradera. Son grandes fogatas que se reducen pronto a cenizas. Q uien más, quien menos, las visiones de la historia universal h an merecido, después de u n a breve etap a de encandilam iento, los dictám e­ nes de ser una artificiosa recreación del pasado, o de reducir la com pleja realidad a una sucesión de hechos simbólicos, sin sustancia. A poco de nacer se les ataca desde todos los frentes; se les m aldice p o r simplíficadoras, porque explican a priori y p o r que usan de ge­ neralidades inadecuadas. Pero au n los escépticos que ven en las filosofías de la historia o en las historias de orientación filosófica meras telarañas tejidas p o r los filósofos p a ra aprehender in­ cautos, les reconocen algunas funciones positivas: le sir­ ven al com ún de los m ortales como respuesta interina a la preg u n ta por el destino tem poral del hom bre, y al historiador de lo concreto como m arco de referencia o aguja de m arear de sus investigaciones, pues la teoría precede a la historia, según A ron, y es difícil diferir 15

del siguiente punto de vista: “Q uiérase o no, consciente o inconscientemente, cualquier actividad historiográfica está ligada a una filosofía de la historia, y es preferible elegirla a sabiendas de lo que se elige a correr el riesgo de tener que bailar con la más fea” . El género filoso­ fía de la historia es un m al necesario en el camino hacia el saber histórico “m ondo y lirondo” . Se tra ta de u na costum bre im prescindible o casi. U n requisito pre­ vio para intim ar con la historia es haberla visto vestida con galas filosóficas. El cuarto y definitivo encuentro con la historia des­ nuda sucede las m ás de las veces en u n a facultad u n i­ versitaria de filosofía y letras o en el centro de estudios históricos de un instituto de cultura superior como en el que estoy pensando ahora, y no podría callar sin agra­ vio a la gratitud ; aquel C entro de Estudios Históricos de El Colegio de M éxico dirigido p o r don Silvio Zavala, en el que enseñaron, ap arte del director, don José M i­ randa, don José Gaos, don R am ón Iglesias y otros dis­ tinguidísimos m aestros; donde tuvimos la fo rtu n a una veintena de estudiantes de foguearnos con un tipo de his­ toria diferente a la didáctica y a la especulativa, la historia que h a m erecido u n a docena de epítetos: cien­ tífica, narrativa, descriptiva, crítica, erudita, apolillada, anticuaría, universitaria, inventariai, microscópica, m e­ nu d a y académ ica. A unque cada uno de los profesores del C entro de Estudios Históricos tenía su idea de los propósitos perseguidos por la historia académ ica, aunque creía incom patible su postura historiográfica con la de los otros, lo cierto es que cada uno de ellos estaba dis­ puesto a suscribir el célebre aforismo de O rteg a: “La 16

razón del historiador no es u n a razón que generaliza, sino una razón que n a rra ” . Las discrepancias y contra­ dicciones de aquellos maestros no les im pedían repetir al unísono la afirm ación de T revelyan: “D el pasado histórico nos interesan los hechos particulares y no sólo sus relaciones causales.” Pero, ¿qué hechos particulares? Desde luego, no la totalidad. N o los que no sobreviven de alguna m anera en documentos, m onum entos y costumbres. No muchos d e los espigados por la historia pragm aticocívica con fines aleccionadores. No los que no im pliquen o afecten a m uchas personas. E n general sólo los denom inados inem orables en la jerga del grem io: las acciones repre­ sentativas o típicas de una etapa y u n a sociedad, las que hicieron época y las que han sido fecundos en resultados. Ya no Unicamente como antes acciones guerreras y po­ líticas; tam bién las de índole económica, social e intefectual. Tam poco nada m ás los sucesos efímeros o coyunturales, sino los de larga duración, las estructuras. Pn suma, u n a incontable m ultitud de hechos, siempre y |u a n d o tengan un valor p a ra nosotros. Mis profesores coincidían tam bién en un cam ino de ida y vuelta en el quehacer historiográfico. Su método partía de una problem ática y continuaba con seis ope­ raciones, todas ellas de apelativo pedante; heurística, m tica , herm enéutica, etiológica, arquitectónica y estiJfctica, operaciones que concluían en m am otretos, artícub)s y conferencias, según unos con tantos quilates de yerdad como los que son reconocidos en las obras de físi­ cos, químicos y biólogos, y según otros, menos creí­ bles que los productos de las ciencias naturales. U n 17

ilustre profesor recom endaba seguir la orden de R anke; “Exponed simplem ente cómo ocurrieron en realidad los hechos.” O tro ilustre profesor no creia ni posible ni deseable la fórm ula rankiana, pues “L a historia [según él], era u n conocim iento em inentem ente inexacto.” U n tercero argum entaba: “E n el quehacer histórico hay ele­ m entos subjetivos y objetivos. El pasado en p arte se des­ cubre y en p arte se crea.” N inguno llegaba a las afir­ maciones cínicas o escépticas que se oyen en gente ajena al grem io; a ninguno se le oyó decir; “H ay tantas ver­ dades históricas como historiadores” ; ninguno, que yo recuerde, se deslizó hacia u n a herejía historiográfica entonces de m oda; la historia estetizante que se aban­ donaba a la idea del m atrim onio indisoluble del que­ hacer histórico con la praxis literaria. Com o es bien sabido, fue u n a herejía que arrastró a muchos aficiona­ dos, pero a m uy pocos profesionales. M ucho más arrastrad o ra de cerebros que la herejía estetizante fue la neocientista que le apareció a Clio a m anera de chipote a m itad del presente siglo, no sé si en París, donde la vemos crecer m edia docena de ex alum nos de El Colegio de M éxico que allá éramos alum ­ nos de Bataillon, M arrou, Braudel, Labrousse y otros gi­ gantes de la historia. P ara 1951 ya se rum oreaba que nuestra disciplina se volvería ciencia indiscutible cuando los investigadores ap a rta ran su atención de las cualidades p a ra volcarlas en las cantidades. M ientras la historia no abjure de su carácter de disciplina ideográfica y asuma el papel de sabiduría nom otética — decían aquéllos here­ jes__la historia seguirá siendo la más pobre y despres­ tigiada de las ciencias. Si quiere codearse con las aris­ 18

tócratas del saber, que se olvide del m undo de los acon­ tecimientos irrepetibles y vaya en busca del m undo de las re p la rid a d e s cuantificadas. M androu dijo: “L a utiliza­ ción del núm ero aparece como la garantía seria de una dem ostración; la construcción de u n a curva — aun de­ m asiado simple— parece preferible a una fina página de definiciones.” ¿Q uién se atreverá a poner en duda las conclusiones de un historiador o un equipo que tra ­ baje con cifras y ordenadores? E n un santiam én la his­ toria cuantitativa se instauró en el “m ilieu” académ ico como la única valedera, como la única verdaderam ente científica y sin bemoles. Floud afirm ó: “El trabajo his­ tórico hecho sin números es ruinoso e irresponsable.” M androu dispuso; “El historiador que no cuantifique sus operaciones está decididam ente superado.” Casi sin ex­ cepción, a los cliómetras les dio p o r decirles charlatanes a los historiadores de la ortodoxia. L a salida a luz de un nuevo libro de historia tradicional em pezaron a e n ­ frentarla con muecas de desaprobación, chiflidos y cor­ netillas. En cambio, todos a u n a dieron en saltar de gusto, tirar cohetes, tocar dianas y ap laudir cuando a p a ­ recía un libro de historia m atem atizante. El com porta­ m iento tan emotivo de los historiomensores ansiosos de refrigerar a la m usa inspiradora les atrajo am istades; pero por su conducta alternativam ente agresiva y alegre, por su actitud de fiscales de la santa inquisición científica, , tam bién cosecharon un buen núm ero de rabiosos ene­ migos. El debate entre historia cuantitativa y cualitativa ya h a dado aportaciones de im portancia al arte de la in ­ ju ria; en sólo veinticinco años se h a obtenido una abun19

dante cosecha de dimes y diretes. A rturo Schlesinger sentenció: “Casi todas las cuestiones im portantes lo son precisam ente porque no son susceptibles de respuestas cuantitativas.” E dm undo O ’G orm an m oteja de seudohistoria la “que p erm u ta la progenitora de lo cualita­ tivo por el plato de lentejas de lo cuantitativo p a ra aca­ b ar ofreciendo, en m onografías ilegibles, u n cadáver en verdad incapaz de entusiasm ar al más frenético de­ voto de la necrofilia. Se tra ta de u n a suma, de una historia aterida, de u n a historia hecha sin am or” . A eso contestan los cuantihistoriadores que las pasiones rom án­ ticas, como el am or, se las ceden a los fósiles del ro­ manticismo. P ara la historia verdaderam ente científica el apasionam iento rom ántico, en vez de servir, estorba. Sólo los núm eros, tan alérgicos a las emociones, pueden sacar a la historia de su oscurantism o barroco y del dom inio de la especulación m etafísica. A su vez, los historiadores del bando opuesto vuelven a replicar. C arr sentencia: “El culto a la historia cuantitativa lleva la concepción m aterialista de la historia a extremos absurdos.” L a “nueva historia” , neocientífica, m atem atizante, que se abre paso lanza en ristre desde 1950, rara vez h a atraído a sus filas a historiadores oriundos del si­ glo X IX . Los que hacia 1955 ya pasaban de los cin­ cuenta años no se dejaron seducir p o r las sirenas del neocientismo. A un los soñadores en u n a historia obje­ tiva que pudiera llamarse ciencia de verdad, no vieron en el uso de estadísticas la solución a la subjetividad histórica puesto que no evitaba tal uso el papel activo del historiador, y en cam bio sí em pobrecía la utiliza­ 20

ción del pasado al reducirlo sólo a lo cuantificable. Como quiera, la siguiente hornada, profundam ente in­ fluida p o r el espíritu científico, le d a el sí al nuevo m étodo. En cambio, muchos de los historiadores de la llam ada generación del medio siglo han vuelto a ver en el uso de cifras y com putadoras una simplificación de la exuberancia del pasado y una ingenuidad m eto­ dológica. Con todo, la juventud que an d a ahora entre los 30 y los 45 años vuelve a la inocente novedad. Los científicos sociales — economistas, sociólogos, poli­ tólogos, demógrafos— que veían tan desdeñosamente los trabajos históricos ya comienzan, según decires, a verlos con interés y a ser clientes de la historiografía. Com o las ciencias sistemáticas del hom bre buscan los aspectos típicos de las m odalidades hum anas, es com­ prensible que acudan a las tiendas de la historia cuan­ titativa donde se expenden solamente hechos así, los únicos cuantificables. Q uizá tam bién los filósofos de la historia se sientan más agradecidos con la nueva m odali­ dad. Es indiscutible el núm ero creciente de los aprovebhados de la fertilidad de la escuela cuantitativa, pues es ¡bien sabido que los cuantificadores son m uy fecundos, p ro ducen en cantidades industriales, justam ente porque ítrabajan como en fábrica, porque echan m ano del pro­ letariado intelectual, porque constituyen equipos de trabajadores en el que sólo hace falta un inteligente con num en, donde los otros no necesitan vocación ni talento extraordinario, pues basta llegar puntualm ente todos los^ días a la tarea, cum plir con las indicaciones del p atró n y ajustarse a las leyes del juego científico p a ra que el m iem bro de un grupo asegure su pitanza. 21

y el capataz del equipo, obras, premios, viajes, galar­ dones y aplausos. Por supuesto que no todas las historias hechas en equipo se ajustan al modelo anterior. Los que tra b a­ jam os en el decenio de los cincuentas en la colosal H istoria M oderna de M éxico bajo la dirección de don D aniel Cosío Villegas, el inolvidable don D aniel de esta aula m agna de la República, lo hicimos en grupo, pero más a la m an era de taller m edieval que de fábri­ ca m oderna. Casi sin excepción, el operario de aquel taller escogía el tem a que le gustaba; contaba con un ancho m argen p a ra experim entar con métodos en boga, y sentíase m ás aprendiz que obrero. D on D aniel p a ­ gaba y era autoritario, docto e inteligente, pero sólo proponía ver la historia en la que laborábam os como u n a actividad social, como u n esfuerzo dirigido a po­ ner al alcance de la sociedad m exicana u n instrum ento de liberación: la conciencia nacional de su pasado inm ediato. D on D aniel y quienes lo seguíamos en la aventura estábamos convencidos de que el saber his­ tórico, ap arte de satisfacer curiosidades y sugerir m o­ delos de conducta, servía, si se conquistaba con hones­ tidad y am or y se esparcía a los cuatro vientos, a la catarsis nacional. L a lectura del libro de O rtega y Gasset L a historia como sistema le dio m uchos áni­ mos a nuestra esperanza. A ninguno nos cabía la me­ nor d u d a acerca de estos dos aforismos: “Quienes no recuerden su pasado están condenados a repe­ tirlo”, y “E star conscientes de haber sido algo es la fuerza que más im pide seguirlo siendo.” Desde en­ tonces creíamos que p a ra cum plir con el lem a de El 22

Colegio N acional “L ibertad por el saber” no había n ad a m ejor que el saber histórico. P ara sacudirse el lastre del pretérito, u n a vieja fórm ula popular, una purga bien probada es la de em pinarse un buen sorbo de historia, acción que produce sim ultáneam ente dos fenómenos salutíferos: un flujo que saca del alm a los. humores ya inútiles y estorbosos, y un apetito que per­ m ite engullir nuevos humores, incluso los aún fu n ­ cionales del pasado. Según opinión com ún y del maes­ tro M arrou, la tom a de conciencia histórica realiza una autentica catarsis, u n a liberación de nuestro in­ consciente sociológico un tanto análoga a la que en el plano psicológico tra ta de conseguir el psicoanálisis.. . ” L a única condición p a ra realizar a través del co­ nocim iento de la historia u n a terapia colectiva, parecía ser la de construir una historia del propio pasado y pensada p a ra ser leída p o r amplios sectores de la co­ lectividad, como se pretendió que fuese la Historia m oderna de M éxico aunque a la postre, p o r lo volu­ minosa y cara, resukó inaccesible p a ra el pueblo como lo son, mutatis m utandis, los frutos de la historia cuan­ ta ti va. ^ Ésta pretende ser la ultraizquierda del discurso his­ tórico, la que podría llevar a la cum bre la concepción m aterialista y libertaria de la historia, y sin em bargo no h a dado indicios de p o der p en e trar las m uche­ dumbres. T al es la inconsecuencia de la “nueva his­ toria”, sim ultáneam ente abundante, henchida de es­ p íritu científico, revolucionaria y m uy poco apetitosa. L a nueva Clío no tiene público ni mayores nexos po­ pulares, y no porque la m ultitu d se haya vuelto de 23

oídos sordos o le haya d ado la espalda. El rezongo popu lar no es ni de h a rtu ra ni de inapetencia histórica. “Existe u n a gran ham bre de historia en el pueblo” , según C laude M anceron. L a gente necesita “controlar y degustar su pasado y el pasado del m undo” , según D entón W elch. Sin em bargo, el interés del lector co­ rriente por la escritura académ ica h a decaído. Gram sci dice que “la historia es actualm ente m ucho más leí­ da. . . aunque no la hecha p o r historiadores serios” . M arrou se duele de que nuestra ciencia haya caído tan b ajo en la general estimación. El público cultivado opina en los siguientes o parecidos térm inos de la his­ toria profesional de nuestros días: “L e falta vida y pasión.” “Pierde el tiem po en cuestiones que a nadie le quitan el sueño.” “Es p u ra erudición inocua.” “A cum ula dem asiados nom bres y núm eros.” “Colec­ ciona cadáveres.” “U sa u n lenguaje cifrado.” “Está escrita en estilo árido y tenebroso.” “Expone en form a abu rrid a e indigesta.” “Es andam io sin edificio.” “T ie­ ne m ucho hueso y poca carne.” “N o sirve p a ra nada.” “Es asunto de especialistas.” “H a caído en la jerga de las ciencias.” “ ¿P o r qué no trae anécdotas?” “ ¿Por qué trae tantas notas?” El público menos cultivado sim­ plem ente detesta el saber histórico erudito y se h a vuelto cliente de las caricaturas, que como sucedáneos de la historiografía, escriben embusteros de b u ena o de m ala fe pero al fin y al cabo poco o n ad a fidedignos. Los historiadores de profesión, cada vez más num e­ rosos, cada vez m ás solicitados p o r revistas especializa­ das y obras colectivas, responden de tres modos al re­ funfuño popular. L a respuesta más generalizada, aun­ 24

que no la más difundida, dice: L a historia vuelta cien­ cia no tiene por qué ser patrim onio común. C uando pertenecía a la estirpe de los Marsyas, el sátiro de la flauta, cuando era sólo una simple pariente de la epo­ peya y del corrido; cuando no pasaba de ser conversa­ ción de tertulia, concernía a medios sociales m uy am ­ plios. A hora que es de la estirpe de Apolo, el aristócrata de la cítara, que está escrita por profesionales oriundos en su m ayoría de la alta sociedad, que se codea con los científicos, h a devenido lectura de pocos y puede darse el lujo de ser difícil de entender, frígida, distante, -estupefaciente y anglizada. El que la nueva historia sólo sea accesible a los historiadores y a los científicos de las disciplinas próxim as h a servido p a ra conquistar la con­ sideración respetuosa de la com unidad académ ica. Si se busca m antener el prestigio recientem ente ganado es tauy saludable la abstención de comercio con las m a­ sas. ¿ P o r qué descender de las nubes donde nadie nos pid e cuentas y donde se vive a cuerpo de rey? - L a segunda respuesta quizá solam ente sea un m odo Üe evasión. U n buen núm ero de historiadores cree o Aparenta creer que la historia de hoy ni puede ni debe volver a la existencia precientífica, cuando era cosa del viilgo. C on todo, p a ra hacerle honor a la otra carac^ rís tic a de nuestros tiempos, el culto al proletariado, |ia y que invitar a los ignorantes a subir a las nubes de los clionautas donde pueden com partir la sabiduría histórica actual m ediante u n penoso entrenam iento en las exquisiteces lingüísticas, en el idiom a del hom bre culto; p o r ejem plo, en el lenguaje m atem ático. Se tra­ ía de una solución quizá tan bien intencionada como la 25

de fray M arcos de N iza cuando propuso que con sólo recorrer dos mil kilómetros de tierras inhóspitas se lle­ garía a u n a urbe enteram ente de oro y que corre el riesgo de ser aceptada como lo fue la de N iza y de no irrum pir en ninguna áurea ciudad, sino en desiertos enloquecedores como los encontrados por las huestes engatusadas p o r el fraile. Se corre el albur de aprender la jeringoza de los historiadores con titulo, p ara sólo d a r con rudis indigestaque moles, fárragos o vaciedades pomposas. L a tercera respuesta p ropala abiertam ente el regreso de la historia a sus orígenes populares, a la plaza p ú ­ blica. Los anhelantes de volver a popularizar el dis­ curso histórico no piden dem asiado; creen que la his­ toria se puede qued ar con m uchas de las costumbres adquiridas en el palacio; ruegan únicam ente que se abjure de los “trapitos” y de los afeites que la han hecho objeto de odio e irrisión de p arte del público. Q ue se quede con las tretas palaciegas, pero se deshaga de las fachas. L a historia n u nca h a sido m atojo de jardín universitario; el m edievo la excluyo del sistema educativo form al; Com te no le dio plaza en su escalafón científico; no tiene ni u n a centuria de haberse incor­ porado a la universidad; p o r naturaleza es poco uni­ versitaria; p o r su m odo íntim o de ser adm ite los cali­ ficativos de placera e h ija del chisme. E sta hora de la verdad en que vivimos parece propicia p a ra acercarla de nuevo a la m ultitu d que es su ám bito propio. U n a prim era form a de acercam iento consistiría en pedirle al público su cooperación p a ra la hechura de la historia profesional. H ay disciplinas en las que todo 26

hijo de vecino puede m eter su cuchara; una de esas es la historia. D e médico, poeta e historiador hay una buena dosis en cada uno de nosotros, y por lo mismo, nos eremos autorizados a participar en la m ejoría de un achacoso, en la com postura de un verso y en la re­ cordación de sucedidos. Lo insólito es topar con alguien que en las conversaciones de tertulia o de café no haga reminiscencias de su propio pasado individual y colec­ tivo. E n la historia todos se m eten como Pedro por su casa. Médicos, abogados, periodistas, poetas, fotógra­ fos, profesores y gentes sin oficio no tienen em pacho en conversar y escribir de asuntos pretéritos. Los profe­ sionales no deberían abstenerse de leer y oír a los afi­ cionados. Q uizá la curandería no sea provechosa p a ra la recuperación de la salud; seguram ente la narrativa popular es m uy útil p a ra recobrar el pasado. Por algo se acrecienta ante nuestros ojos el prestigio de la his­ to ria oral. A esto alude don Alfonso Reyes cuando inp t a a los cultos a beber en las aguas vivas de los cro­ nistas locales. U n a segunda form a de acercam iento entre el histo:riador profesional y el historiador que somos todos ipodría consistir en la vuelta a los asuntos interesantes, fos que andan de boca en boca, sobre los que nos pre­ g u n tan con frecuencia los vecinos, aquellos que le dan tercera dimensión a las cuitas actuales, los que pide el enferm o de hoy día. El dicho de que “la historia seria h a dejado de ser interesante como solía serio”, alude principalm ente a la tem ática de la nueva historiografía, a la perniciosa costum bre de escoger como asuntos de investigación únicam ente los que se pueden docum en­ 27

ta r bien y con facilidad, a la pésim a costum bre de es­ cribir sólo sobre lo incontrovertible, al m al de perseguir los temas que perm itan interpretaciones brillantes y novedosas p a ra los afines que tam bién piensen con re­ buscam iento y sientan tortuosam ente. H a ría falta, pues, m ud ar de criterios en la selección de tem as; antes de exhum ar cadáveres pedir opiniones, oler preferencias, oír pedidos del público. Q uizá así crezcan los estudios sobre el pasado inm ediato y sobre el entorno local; quizá quede u n poco relegada la vida de instituciones políticas, sociales, económicas y culturales, y en prim era fila, la vida de políticos, obreros, campesinos y cultos; quizá los héroes y los estadistas del país se achaparren, y se agiganten los auténticos caudillos. Si a la hora de escoger tem as se respeta el clam or popular, sin agravio de los gustos propios, veremos aparecer obras que salven el abismo entre el historiógrafo y la gente aficionada. Esto no quiere decir que todos los historiadores y a todas horas trab ajen sin excusa argum entos solicitados por el público. Siem pre h a b rá m aterias que deban explorarse aunque no sean de g ran d em an d a; hay tra ­ bajos preparatorios de urgente elaboración y de popu­ laridad nula. L a tercera form a de acercam iento p odría ser la del habla. N o se trataría, como lo hacen norm alm ente los m ercachifles del tem plo de Clío, de usar u n vocabula­ rio pobre y cursi, el único asimilable, según ellos, por el estómago del público, con lo cual com eten u n doble desacato p a ra la historia y p a ra su lectorio. Se bus­ caría, en el peor de los casos, sustituir las palabras asombrosas p o r las palabras habituales. Se tendería. 28

p a ra los que no nacen con el don del verbo eficaz, de poner en el bote de la basura el lenguaje pocho y recap tu rar ciertas frases y expresiones de la tribu. Se procuraría seguir las pisadas de los narradores orales de historias, quienes conocen el secreto p a ra no ab u rrir a la gente, que son m ucho más cautivantes que cualquier doctor p o r angélico que sea. L a historia, como el cuen­ to, pertenecen a la narración y la narración exige, para m antener en vigilia y adicto al auditorio, un lenguaje de buena ley. U na cuarta form a de acercam iento al consum idor puede ser la inform ación visual. L a historia, más que jtiinguna de las ciencias sociales, está en ap titu d de ser­ virse de las nuevas form as de expresión que fascinan ¡a las masas contem poráneas. El hom bre actual, au n ­ que m uy alfabetizado, lee poco; prefiere ir al cine, ver ^ televisión y hojear u n a revista ilustrada. L a corrien^ de la m oda propone la entrega de m ucho de nuestro liempo a la fotografía, al comic, al cine, a la televisión. p a filosofía y las ciencias, que son básicam ente pensaiiiiento, seguirán indisolublem ente ligadas a la expresión |e rb a l, apenas podrían hacer uso de la expresión visual, p n cambio la historia, que es ver más que pensar, puede tervirse a las mil maravillas de la com unicación basada i n fotos, “m onitos”, cine y televisión. Q uizá lo dicho en esta hora sólo sea u n a sarta de jus­ tificantes de mis limitaciones y de mis gustos. T al vez |ie m ostrado desdén o desconfianza por la historia de |ro n c e o didáctica y por las filosofías de la historia ^o r aquello de lo verde y de las uvas. T al vez defendí más de lo justo a la historia narrativa no tanto p o r 29

am or a la verdad como por ineptitud de echar ram as y follajes. Probablem ente tam poco fui razonable al re­ ferirm e al m odo industrial de hacer la historia. T am bién estoy dispuesto a aceptar que la arrem etida contra el lenguaje técnico y pomposo brotó de mi ineptitud para la sofisticación lingüística. Por lo que ve a gustos, me gustaría cum plir con el refrán de que el cliente siempre tiene la razón, pero no al grado de cam biar mis certidum bres por las aje­ nas. No se tra ta de contentar al lector m edio al costo que sea. Sólo deseo m antener como compromiso básico el de la verdad, en el doble sentido propuesto por C icerón: “N o atreverse a decir todo lo verdadero.” M e propongo suscribir como compromisos derivados el no hablar de tem as ajenos al breve círculo de mis habili­ dades y de mis gustos; h ablar sólo de cosas de alguna m anera deseadas y necesitadas por el m exicano de nues­ tros días, y de hacer uso, hasta donde me sea posible, de un lenguaje de comunicación.

II . T E O R Í A D E L A M I C R O H I S T O R I A * L as

tres

h is t o r ia s

Q uizá fuera más correcto decir las tres principales m a­ neras de recobrar el pasado, o las tres especies que abun­ dan más en el bosque de los recuerdos, o los tres ves­ tidos de batalla de doña Clío, porque Clío tiene una percha sm fin, el bosque citado luce infinitas especies vegetales, y la recuperación de los ayeres cabe haceria de mil modos. P ara acabar enseguida basta decir: el género histórico es m últiple. Supongo que nadie refu­ tará lo dicho por Braudel: “No existe una historia, un oficio de historiador, que sí oficios, historias, una suma d e curiosidades, de puntos de vista.” Tam poco es arduo convenir con Cervantes en las tres fundam entales fun­ ciones de C lío: testigos del pasado, ejem plo y aviso p ara el presente y advertencia para el porvenir. T a m ­ bién es fácil aceptar de Nietzche que esa triple función ha procreado tres historias: anticuaría, m onum ental y crítica. L a últim a es la más ambiciosa y cam panuda. Nace en el piso más elevado del ser hum ano, surge de la cabeza. Reconoce como fundador a Tucídides. Es archiculta. Se propone llegar a las últim as causas del * Discurso de ingreso a la Academia M exicana de la H is­ toria, leído el 27 de marzo de 1973.

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acontecer histórico p ara poder predecir y au n endere­ zar el rum bo de los sucesos. U n o de sus fines es li­ brarnos de la cadena. E n la época m edieval anduvo de la m ano con la teología de San Agustín. M ás tarde le negó a Dios el derecho y el poder de meterse en el quehacer hum ano y se escudó en la filosofía de la his­ toria y las ciencias sistemáticas del hom bre. Hoy exhibe como misiones principales las de ratificar o rectificar las leyes vislum bradas en el discurrir histórico p or filó­ sofos y científicos, y responde a la p reg u n ta: “ ¿A dónde vamos?” V e el conjunto de lo acontecido y previene al hom bre contem poráneo acerca de lo porvenir. Pre­ tende g anar la presidencia del futuro que fue el prem io ofrecido p o r Gom te a la “doctrina que explique sufi­ cientem ente el conjunto del pasado” . L a historia m onum ental es menos pretenciosa. M ien­ tras aquélla se m ueve en el ancho m undo, ésta procura circunscribirse a la nación. D a explicaciones, pero no generaliza. Prefiere los hechos relam pagueantes y no las opacas estructuras. Se queda en los tiempos cortos y persigue las hazañas de índole ejem plar. L a guía una intención pragm áticoética. V e en las cumbres de la existencia pasada un depósito de modelos p a ra la ac­ ción futura. Es la historia que acaba en esculturas de bronce, la magister vitae, la escuela de la política. Sirve para la preparación del gobierno de las naciones. Es pilar del nacionalismo. Según Paúl V aléry “es el pro­ ducto más peligroso entre los elaborados por la quí­ m ica del intelecto. Sus propiedades son m uy conocidas. H ace soñar, em briaga a los pueblos, les engendra falsos recuerdos, exagera sus reflejos, m antiene sus antiguas 32

llagas, los hace sufrir en el reposo, los conduce al deli­ rio de grandeza o al de persecución, y vuelve a las naciones am argas, soberbias, insoportables y vanas. . . N o enseña rigurosam ente nada, porque engloba todo y d a ejemplos de todo” . U n análisis m agistral de la Clío de bronce se halla en don E dm undo O ’G orm an, en Crisis y porvenir de la ciencia histórica. L a especie anticuaría es la Cenicienta del cuento. Fluye de m anantial hum ilde; se origina en el corazón y en el instinto. Es la versión popular de la historia, obra de aficionados de tiem po parcial. L a mueve una intención piadosa: salvar del olvido la p arte del pasado propio que ya está fuera de uso. Busca m antener el árbol ligado a sus raíces. Es la que nos cuenta el p re­ térito de nuestra vida diaria, del hom bre común, de nuestra fam ilia y de nuestro terruño. N o sirve para hacer, pero si p a ra restaurar el ser. N o construye, ins­ truye. Le falta el instinto adivinatorio. N o ayuda a prever; simplem ente a ver. Su m anifestación más es­ p o n tá n e a es la historia pueblerina o m icrohistoria o historia parroquial o historia m atria.

R a íc e s v it a l e s d e l a m ic r o h is t o r ia

Sin tem or a errar se puede decir que los historiadores m atrios siempre han sido más numerosos que los m o­ num entales y los críticos. Son más en la vida que no en la literatura. Son más aunque pesen menos. Dispersos en miles y miles de com unas ni se les nota, ni se les cuenta. Incluso, cabe decir, sin dem asiada exageración. 33

que todos los seres hum anos son microhistoriadores. El rem em orar las personas y los hechos del terruño y la estirpe es algo que todo m undo hace todos los días. No es concebible una fam ilia, u n a tribu, u n a aldea y mil formas de m inisociedad sin deslizamientos hacia el recuerdo. C ad a grupo de gente unida por lazos natu­ rales construye norm alm ente su historia. E n otras p ala­ bras, la historia local o m icrohistoria apenas se distin­ gue de la existencia local. Por lo mismo, este m odo de historiar pertenece al reino del folklore; es de la estirpe de M arsyas, el sátiro de la flau ta desollado vivo p o r Apolo, el aristócrata de la cítara. Las historias locales ocupan en la república de la historia u n lugar análogo al ocupado p o r corridos y rom ances en la república de las letras. A la m icrohis­ toria hay que verla como expresión popular. Sólo así se com prende que sus practicantes sean generalm ente aficionados y no profesionales. N o es obra de escribas anónimos, como pasa con los corridos, pero sí de escri­ tores de la plaza pública que no ^ la torre de marfil. Por regla general los m icrohistoriadores son ya adm iti­ dos en la casa de la cultura, pero su hogar es aú n la casa del pueblo. N o im porta de qué grupo social sean, pero sí que no sean únicam ente intelectuales. Casi nunca laboran en instituciones universitarias, aunque es fre­ cuente su adscripción a u n mecenas rico y poderoso. Reciben los motes de am ateur, paniaguado y bohemio. N o m antienen u n contacto regular con sus historiadores, aunque en cafés y cantinas se m ezlcan con sus paisanos, con gente de pocas luces, poco “leída y escribida” . R ara vez com parten la vida de u n a sociedad cultural o es­ 34

criben en publicaciones científicas. No es insólito que pertenezcan a una bohem ia donde se intercam bien pro­ ductos intelectuales de valía ordinaria y no culta. Por lo demás, es difícil definirlos porque a la mies microhistórica acude gente de m uy distinta condición: aboga­ dos, sacerdotes, médicos, poetas, políticos y personas que apenas saben leer y escribir. Y sin embargo, es po­ sible rastrear en ellos algunos rasgos com unes; así, la actitud rom ántica. Emociones que no razones son las que inducen ai quehacer microhistórico. Las microhistorias m anan norm alm ente del am or (a veces feroz, a veces m elancó­ lico) a las raíces, como aquel de M anuel M achado: Me siento a veces triste. . . Mi pensamiento entonces Vaga junto a las tumbas de los muertos, Y en torno a los cipreses y los sauces Que abatidos se inclinan. . . y me acuerdo. En H erodoto se lee que H ipias, de haberse soñado costado con su m adre, deduce que regresará a su tierra atal, la ciudad de Atenas. El am or a la p atria chica del mismo orden que el am or a la m adre. Sin m a­ dores obstáculos, el pequeño m undo que nos n u tre y nos lostiene se transfigura en la im agen de la m adre, de i n a m adre ensanchada. A la llam ada p atria chica viene bien el nom bre de m atria, y a sus vecinos, ma|riota3. Y a la narrativ a que reconstruye su dimensión tem poral podría llamársele, en vez de m icrohistoria, his­ toria, historia m atria p a ra recordar su raíz. .85

L a psicología p rofunda encuentra en la m icrohistoria una m anifestación del deseo de volver al receptáculo original. C abe ligar el impulso a la quietud con la vocación m icrohistórica. N ietzche asegura: “L a his­ toria anticuarla sólo tiende a conservar la v ida; no a engendrar o tra nueva.” Casi siempre el cronista de pueblos y ciudades pequeñas es u n anticuario asido a su tradición, deseoso de m antener en el recuerdo, que no necesariam ente en la vida, lo que no tiene fu tu ro por “pequeño, restringido, envejecido y en trance de caer hecho polvo” . L a intención del m icrohistoriador es sin du d a conservadora; salvar del olvido el trabajo, el ocio, la costum bre, la religión y las creencias de nues­ tros mayores. Puede ser sim ultáneam ente revoluciona­ ria: hacer consciente al lugareño de su pasado propio a fin de vigorizar su espíritu y hacerlo resistente al imperialism o m etropolitano o colonialismo interno, como tam bién se le llam a. Sería iluso pensar que la m icrohistoria únicam ente nace del pueblo prom ovida p o r sentimientos nostálgicos y edípicos o p o r fines ya conservadores, ya revolucio­ narios. N o todo aquí es hijo de la pasión o de la necesidad vital. C ad a vez son más los no vocados, los ociosos que h allan quehacer en la m icrohistoria, los pobres que con ella obtienen lucro, los desconocidos a quien les d a nom bre, los meros repetidores de u n ofi­ cio más viejo que el atole blanco, dueño dé u n a tem á­ tica propia, de u n m étodo peculiar y de u n círculo de lectores.

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El

fun d o

m ic r o h is t ó r ic o

L a m icrohistoria reconoce un espacio, un tiempo, una sociedad y un conjunto de vicisitudes que le pertene­ cen. E n la historia crítica lo básico es el tiempo, la oposición entre unas épocas y otras. En la historia lo­ cal es m uy im portante el espacio. E n términos generales, el ám bito m icrohistórico es el terruño; lo que vemos de u n a sola m irada o lo que no se extiende más allá de nuestro horizonte sensible. Es casi siempre la pequeña región nativa que nos da el ser en contraposición a la p atria donadora de poder y honra. Es el terruño por el cual los hom bres están dis­ puestos a hacer voluntariam ente lo que no hacen sin compulsión por la p a tria : arriesgarse, sufrir y derram ar sangre. Es la m atria, que las más de las veces posee fronteras naturales, pero nunca deja de tener fronteras sentimentales. Puede ser un pequeño cuerpo político perfectam ente delim itado por accidentes naturales, pero tam bién una m ultitud de islotes familiares m uy alejados entre sí, sólo oriundos de la m isma com unidad; por ejemplo, las familias em igradas de San José de G racia a una docena de ciudades de M éxico y los Estados Unidos. L a unidad social actuante en la m icrohistoria es ge­ neralm ente un puñado de hombres que se conocen en­ tre sí, cuyas relaciones son concretas y únicas. El actor colectivo es el círculo fam iliar, la gran familia. El so­ lista es el hom bre poco im portane, no el egregio en el país y en el m undo; el inventor desconocido más allá de su terruño, el héore de alguna emboscada, el ban37

dido generoso, el bravucón, el m ártir olvidado por la curia rom ana, el deportista que no aparece en los fastos del deporte, el mentiroso del pueblo, el cacique, el cura, el alcalde, el benefactor que regala u n a de las bancas del templo o del jardín, el curandero, la bruja, la co­ m adrona, el comisario ejidal y otras cabezas de ratón; es decir, los hom bres de estatura cotidiana capaces de ser profetas en su tierra. ¿Cuáles son los hechos historiables y cuáles los no historiables p ara el m icrohistoriador? Los historiadores locales parecen pecar por exceso. Pueblan sus libros con pequeñeces. C reen a pie juntillas que en las cosas pequeñas está la cifra de las mayores. L a especie microhistórica es m uchas veces todista, porque el espíritu anticuario rara vez distingue entre lo im portante y lo insignificante, entre lo que influye, trasciende o perso­ nifica y lo que es m era banalidad. Las m icrohistorias m uy a m enudo son acum ulaciones de todos los vesti­ gios del terruño, movidas por el afán de ver a los ances­ tros en toda su redondez. Son raras las historias locales sin polvo y paja. Lo com ún es que se descubran las raíces con la costra del suelo donde estaban inmersas, sin lim piarlas de lo que traen pegado. Esto no se con­ tradice con el hecho de que la m icrohistoria busque sobre todo lo cotidiano, el m enester de la vida diaria, la vida vivida por todos, los quehaceres comunales sin teoría y las creencias comunes sin doctrina. L a m icrohistoria no puede evitar ser un poco geo­ grafía y u n poco biología; le da cabida a hechos del m un­ do histórico n atural. Los pueblerinos, al decir del m aestro José M iranda, se integran profundam ente con

la tierra y de dicha integración derivan su personalidad y su función. L a m icrohistoria ra ra vez prescinde de d a r noticia del relieve, clima, suelo, agua, flora, fauna, sismos, inundaciones, sequías, endemias, epidemias y otros temas de la m isma índole. T am bién es frecuente en nuestros días que, por contagio de las ciencias an ­ tropológicas, se traten aspectos raciales: índices encefá­ licos, tipos sanguíneos, color de piel y otras cosas por el estilo. L a historia local no es insensible a la m oda de los •temas. Por muchos años, como a sus herm anas, le objsesionó el poder y la política. E n otros momentos tuvo ^special cariño por las batallas y los soldados. Como |a s sociedades m odernas son esencialmente económicas, ^ o y la preferencia la tiene el tem a económico. Los “micros” de hoy en día adm iten la prim acía de los ne­ gocios. T am bién les obsesionan las vicisitudes demográpcas y la organización social. T odo sin m enoscabo de fos asuntos de siempre, del religioso por ejemplo. En |a m icrohistoria siguen ocupando un sitio prom inente ^reencias, ideas, devociones, sentimientos y conductas |eligiosas. Lo mismo cabe decir de ocios, fiestas, y otras jeostumbres sistematizadas.

V i a j e d e id a y v u e l t a

Í3omo las demás ciencias históricas, la m icro no puede prescindir del rigor, de la prueba, de la aproxim ación lo real. Con todo, las crónicas locales gozan la triste fam a de estar colmadas de am or al terruño y ayunas de 39

auténtica investigación científica. Los teóricos encuen­ tran la raíz del fenóm eno en la falta de profesionalismo de los cronistas locales, lo cual no es del todo exacto. Casi todo m icrohistoriador sabe que la vida que busca sólo la encontrará en restos y testimonios tras de some­ terlos a u n riguroso análisis, a u n a serie de complejas operaciones heurísticas, críticas y herm enéuticas. Si la m icrohistoria no h a alcanzado el nivel científico de sus herm anas, no es únicam ente p o r el candor de algunos historiadores pueblerinos. En reuniones, en charlas, en voz b aja y a gritos los sabios de provincia se q uejan de los escasos medios de que disponen p a ra ponerse en contacto con sus difun­ tos. L a gente y los hechos de fuste, m ateria de las otras historias, dejan m uchas huellas de su paso. N o así la gente hum ilde y su vida cotidiana. Cicatrices terrestres lógicos papeles de familia, registros parroquiales, libros de notarios, crónicas de viaje, censos, informes de au ­ toridades locales, estatutos, leyes, periódicos y tradición oral, los testimonios más frecuentados por el m icrohis­ toriador son mínimos. Y, p a ra colmo de males, de di­ fícil acceso en la m ayoría de los casos. En muchos lugares no hay biblioteca ni archivo, y la recopilación de pruebas es m uy ardua. L a tradición oral ayuda, pero no suple la ausencia del docum ento y del m onum ento. Con excepción de algunas tribus preliterarias donde existe un encargado de aprender la relación de los hechos trasm itida p o r memoriosos anteriores, de a ñ a ­ dirle nuevas noticias y pasarla au m entada al memorizador que le sucederá, la tradición oral se reduce a rumores cortos y versátiles sobre hechos y personas re-

cientes, con una antigüedad m áxim a de dos siglos. Por otra parte, las rememoraciones son cada vez más es­ casas, quizá porque la escuela h a dado en desdeñar el cultivo de la m em oria o quizá por el atiborram iento de noticias de la radio y la tele. L a tradición trasm itida oralm ente está perdiéndose. ' Es necesario apresurarse para recoger sus últimas voces. Con pocos testimonios, sin equipo suficiente y sin au ­ xilio hum ano p a ra obtener el máxim o provecho de las pruebas, el historiador parroquial las pasa duras y está ,en gran desventaja con respecto a los profesionales de :1a historia crítica y de la historia de bronce. El macro;histonador se sirve de un numeroso ejército de archi­ veros, bibliógrafos, numismáticos, arqueólogos, sigilógrafos, lingüistas, filólogos, cronólogos y otros muchos profMionales de las disciplinas auxiliares de la historia. .Aquel se tiene que rascar con sus propias uñas, necesita .hacer muchos papeles, se ve obligado a convertirse en ^ n detective general con escasas y borrosas huellas y sin laboratorio ni laboratoristas. M uchos aspirantes a microhistoriadores naufragan en -la etapa recolectora de pruebas. O tros se pierden :en las operaciones críticas por carecer de recursos insJn tiv o s o aprendidos, por falta de olfato o de oñcio. p ío hay m anuales p a ra microhistoriadores. Las reglas ¡generales para establecer la autoría, la integridad, la sin­ ceridad y la com petencia de documentos y monumentos JO siempre son útiles en la práctica microhistórica. “Los historiadores de provincia, según dice don R afael M oniejano, somos erm itaños reclusos en las cavernas de una

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problem ática m uy compleja. . . En nosotros se h a hecho verdad lo que cantó M achado: cam in an te: no hay cam ino, se hace cam ino al andar. . . ”

En ninguna especie historiográfica se dan tantos abortos como en ésta. Aquí abu n d an las obras a medio hacer: simples compilaciones docum entales sin aparato crítico, o sumas críticas de docum entos ayunas de in­ terpretación, o retahilas de hechos en desorden. A un­ que según Nietzsche el espíritu anticuario “no puede percibir las generalidades”, y según Trevelyan en la anticuaría interesan más “los hechos particulares” que sus relaciones de causa, el historiador pueblerino no puede dispensarse de la tarea interpretativa, de la in­ terpretación teleológica por lo menos, la recom endada por Collingwood. L a piedad por lo que ha sido exige un gran esfuerzo herm enéutico. El historiador m onum ental cum ple si ex­ plica los hechos p o r causalidad eficiente, y el historia­ dor crítico por la vía de la causalidad form al. Pero el que quiere revivir intelectualm ente la tradición olvi­ dada necesita com prender, ligar los acontecim ientos a sus autores, acudir al expediente etiológico de móviles y motivos. T engo p ara m í que el entendim iento de las personas es la estación más im portante del quehacer m i­ crohistórico, y tam bién la más difícil y menos fecunda. L a resurrección de los difuntos requiere recubrir sus huesos de carne y espíritu, tarea en la que, ap arte de la psicología, las ciencias ayudan m uy poco. 42

AI tra ta r de com prender entra uno en el cam ino mis­ terioso de la inspiración, y p o r él cam ina durante todo el viaje de vuelta. P ara los últimos tram os del camino no sirven las reglas. L a anticuaría es ciencia en las etapas recolectora, depuradora y herm enéutica, e intui­ ción en las siguientes. Strachey solía decir: “los hechos, SI son reunidos sm arte, son meras compilaciones, y las compilaciones sin duda pueden ser útiles, pero no sou historia, así como la simple adición de m antequilla, huevos, patatas y perejil no es una om elette". En palabras de Eríc D ardel, la micro “pertenece a la n a rra c ió n como el cuento y la epopeya. Exponer la liis to M concreta es siempre de algún m odo contar his|o n a s ”, n a rra r sucedidos dispuestos en su orden crono­ lógico. Por lo mismo son injustificables algunas arq u i­ tectu ras deformes, como la de diccionarío, donde cae a planudo la narrativa local. Tam poco es justo dejarse Éeducir, al ponerse a escribir, por el estilo oratorio que h viene bien a la historia m onum ental, o el estilo insíbido que aguanta sin sobresaltos la especie crítica. I.o pueno en m icrohistoria es la expresión inspirada en el tenguaje común. N i la pom pa del pico de oro ni la áesnuda monserga del científico. Sí el habla de los |>uenos conversadores, el encanto de los cuenteros. Sin encanto no hay m icrohistoria que valga.

U so

P Ú B L IC O D E

LA

M IC R O H IS T O R IA

obstante que la literatura m icrohistóríca circula nor»lalmente en ediciones de corto tiraje, m al diseñadas 43

y bien surtidas de erratas, como a la C enicienta del cuento, le ha acontecido el reconocim iento de sus vir­ tudes. Lo que fue burla de cultos, es hoy fuente de regocijo. A todo santo se le llega su fiesta. Aquí en México, la llam ada de atención se debe a don Alfonso Reyes en carta escrita a don D aniel Cosío Villegas, don­ de se lee: “Es tiem po de volver los ojos hacia nuestros cronistas e historiadores locales. . . [en ellos] están las aguas vivas, los gérmenes palpitantes. M uchos casos nacionales se entenderían m ejor procediendo a la sín­ tesis de los conflictos y sucesos registrados en cada región.” D on Alfonso Reyes le concede u n valor sólo ancilar a la historia m atria, la ve únicam ente como auxiliar de la historia patria. Lo mismo piensan Lucien Febvre y la m ayoría de los colegas m onum entales y críticos. T am bién le reconocen virtudes de criada (no siempre dulce y sumisa), sociólogos, economistas y antropólo­ gos. Algunos profesionales de las ciencias del hom bre creen que si llegamos a conocer la vida cotidiana de algunos átom os o células de la sociedad podrem os con­ seguir u n a imagen redonda de la grey h u m an a en su conjunto. Creen que lo pequeño es cifra de lo grande. Previam ente los pedagogos le h abían atribuido la virtud de ser un buen aperitivo p a ra las criaturas con inapetencia histórica m onum ental. Como el am or a la p atria chica está hincado en el corazón, la historia de su terruño les en tra a los niños sin sangre, incluso les gusta y quizá los dom estique p a ra el estudio de la vida patria. L a escuela activa le concede u n atributo m ás: la m icrohistoria perm ite enseñar historia haciéndola. 44

Tam bién se recom ienda p a ra la enseñanza universitaria. El profesor Finberg dice que es un estupendo gim na­ sio donde se robustecen los músculos intelectuales de los aprendices de historia porque en la práctica microhistorica se echa m ano de todos los porm enores de! método. Tam bién en el círculo popular gana cada vez m ayor clientela. E n prim er térm ino el turista h a dado en con­ sum ir microhistorias con el mismo entusiasmo que lo m duce a zambullirse en una alberca de aguas tibias o en un paisaje bucólico. Es comprensible que los b u r­ gueses sientan las narraciones históricas intercaladas ;en las guías turísticas como jardines terapéuticos. La m icrohistoria es indicada p a ra los hom bres ajetreados. ;Con ella, los enloquecidos por el hacer y los débiles de ser se desenajenan y robustecen. L a lectura de micro,h istorias puede ser un pasatiem po divertido y saludable. Los m oralistas se dejan seducir por las microhistopas, pues en su lectura suelen encontrar valores y p rtu d e s hum anas arrojadas p o r las ciudades a los b a­ sureros del olvido. E n todas las congregaciones peque­ ñas, en todos los Jerez del m undo, y no sólo en el de ^opez V elarde se puede espigar u n a lum inosa pureza costumbres, el sentido del h um or respetuoso de las p a n d e s tradiciones, el gozo de vivir en, salto de trancas ^ cordialidad, el regocijo sin cruda y el espíritu de inElependencia sin estruendos de rebeldía. Si no me im portara aburrirlos le concedería diez p á ­ ginas más a U a tá lo g o de los usos y virtudes de la his­ toria pueblerina. Com o quiera, el tem or de cansarlos no m e va a im pedir u n a últim a p arra fa d a donde diga

que la historia recobrada de u n a localidad presta gran­ des servicios a esa localidad. Al hacerla consciente de su tradición la sustrae de ella, la libera, le perm ite continuar la m archa. Y a lo dijo G oethe: “Escribir historia no es u n m odo de deshacerse del pasado.” Sobre todo si es u n poco crítica, la historia realiza una auténtica catarsis. L a m icrohistoria puede convertirse en el saber disruptivo que libere a los lugareños del peso de su pasado.

SIGLO DE a p o r t a c i o n e s m e x ic a n a s a

la

m ic r o h is t o r ia *

P r o p ó s it o s y d is c u l p a s

hizo P Colegio de M éxico en 1966 con el nom bre V e in tt p n c o anos de investigación histórica en M éx ic o } C uan­ d o se proyectaba esa obra, alguien recordó la carta p n t a diez años antes p o r don Alfonso Reyes a don

En 1965 nadie aceptó la tarea solicitada por don Jfonso, nadie se prestó a levantar el censo de las histoLs T u obstáculos eran y siguen siendo m últi|e s . P ara hacer una lista más o menos com pleta es neno, entre otras cosas, recorrer uno a uno y minucioaente todos los rincones de la República. L a razón p e la r a : m uchas de esas crónicas, no obstante la dili»ncia de don W igberto Jim énez M oreno y don Antonio * T rabajo presentado ante la Tercprji

j

tt.

^ ^ m b i é n se publicó en los núms. 58 a 60, Historia M e-

.o " 46

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Pom pa y Pom pa, no se encuentran todavía en los lugares frecuentados por los investigadores, en los anaqueles de las bibliotecas y los archivos públicos. Algunas, en copia a m áquina o en m anuscrito, están en las casas pueblerinas de sus autores. O tras, que h an llegado a la reproduc­ ción en m im eògrafo, nun ca h a n salido del vecindario m unicipal. Aquéllas de las que u n a im prenta provinciana hizo cien y hasta quinientos ejem plares, ra ra vez al­ canzaron el honor de ser acogidas p o r u n a biblioteca. Además de buscar por todos los rincones del país, el investigador pedido p o r don Alfonso tiene, antes de po­ nerse en obra, que proceder a u n deslinde : fijar los lím i­ tes de la m icrohistoria p a ra n o exponerse a sum ar peras y m anzanas. E n este caso, la imprecisión lo envuelve todo. H ab rá que convenir en qué es com unidad m ar­ ginal, regional y parroquial y en que es etnohistoria e historia de regiones, ciudades y parroquias. Q uizá la etnohistoria, que se ocupa de tribus y grupos m argina­ dos, la historia regional, que tom a como asunto la gran división adm inistrativa de u n Estado, la entretenida en las vicisitudes y porm enores de las ciudades y la histo­ ria de aldeas y pueblos no sean la m ism a cosa. N o es fácil confundir y agavillar estudios relativos a los huicholes, el m unicipio de San M iguel el Alto, la ciudad de M éxico, el barrio de la C ohetera, el distrito de Jiquilpan, el V alle del F uerte, la diócesis de Tulancingo, la arquidiócesis de M orelia, el estado de Cam peche, la península de Y ucatán, el vastísimo norte, las ruinas prehispánicas de T u la, la conquista de la N ueva Galicia, la sociedad de Zacatecas en los albores de la época colo­ 48

nial, los misioneros m uertos en el norte de la N ueva España, la independencia en Xochimilco, la interven­ ción francesa en M ichoacán, la revuelta de la N oria, Porfirio Díaz en C hapala, Z ap ata y la revolución en Morelos, los cristeros del volcán de Colim a, Y ucatán desde la época más rem ota hasta nuestros días, las a r­ tes gráficas en Puebla, la instrucción pública en San Luis Potosí, la bibliografía de Tlaxcala y el Congreso d e Chilpancingo. Por otra parte, ya es tiem po de que sea aten dida la p e­ tición de don Alfonso Reyes y m ientras se da con la p ersona hábil y paciente que junte, discrimine y estudie frén ic as e historias locales, no está por dem ás aventu|-ar un juicio, decir una prim era palabra, puesto que ^ a d a se h a dicho del conjunto. Por lo mismo, m i po|iencia llega muy tem prano, y siempre será penoso el p g a r con dem asiada anticipación a un quehacer o a Una fiesta, antes de los invitados de nota. I H ace poco empecé a reunir, en horas robadas a otros Quehaceres, la bibliografía. N aturalm ente no pude es^ b le c e r en tan breve plazo, y desde México, un catálogo to m o el que hace falta. P or otra p arte la reunión ^nte la cual se presentan estos apuntes señaló que no puería oír ni leer una lista de nombres de autores y p u lo s de obras. H ubo, pues, que pasar de la bibliografía incipiente al escrutinio de lo poco catalogado, y aquí p s logros fueron mínimos. H abía que exam inar mil |b ros, debía leer más de cien mil páginas, pero el tiem^ sólo alcanzó p ara hojear apresuradam ente poco más l e cinco mil escogidas al azar, o casi. 49

Lo hecho adrede fue la exclusión, en el catálogo y en el examen, de los estudios de arqueología y etnohistoria, bibliografías, colecciones docum entales y otros tra ­ bajos auxiliares de la historia, las semihistorias que sólo m iran u n a de las parcelas de la cultura y las contribu­ ciones extranjeras (la m ayoría norteam ericanas) que to­ can nuestra vida local. T am poco adm ití, por la difi­ cultad de d ar con ellos, textos mecanográficos y mimeográficos y estudios aparecidos en publicaciones periódi­ cas. M e quedé con obras impresas separadam ente y no con todas. Excluí los opúsculos que no llegaban a las veinticinco páginas. Por últim o, me limité a la produc­ ción del últim o siglo, de 1870 p a ra acá. En suma, traigo a cuento algunos libros de verdadera historia, hechos por mexicanos entre 1870 y 1969, de asunto regional (entendida por región cada u n a de las divisiones territoriales, mayores y adm inistrativas de M éxico: las estudiadas por don E dm undo O ’G orm an en una obra clásica) o parroquial, donde se usa p arro ­ quia en el sentido de p atria m inúscula, la que U nam uno llam a de campanario, “la p atria ya no chica, sino menos que chica, la que podemos ab arcar de u n a m irada, como se puede abarcar Bilbao desde m uchas alturas” .® En otros términos, las historias que suelen ser expresión de dos emociones de m ala fa m a : el aldeanismo y el pro­ vincialismo. En el caso de M éxico, emociones p ertu r­ badoras de algo tan grave y sonoro como son la conso­ lidación de la nacionalidad y el patriotism o.

Y aunque el provincialismo y el aldeanism o son aquí más viejos que el am or a la p atria p o r ser herencia recibida de los pueblos precortesianos y de España, y aunque la historiografía que los expresa es tan antigua como el atole blanco (los indios precortesianos sólo dibu­ jaron historias de sus tribus y los españoles de la baja E dad M edia escribieron historias de villas y ciudades) no voy a rem ontarm e a los orígenes. Sería llevar las cosas dem asiado lejos si com enzara con Ju a n Gil de Zam ora, el cronista del siglo xiii que inaugura el género en España con D e preconiis civitatis N um antine. Tam bién se puede evitar sin grandes riesgos la referertcia a las crónicas que de sus respectivas provincias y m i­ siones hicieron franciscanos, dominicos, agustinos, jesuí­ tas y otras órdenes de la era colonial m exicana. Con la R eform a se produce un corte tan profundo en la vida de México que, a p artir de su triunfo, es posible comen­ zar la historia de, muchos aspectos de lo mexicano. L a fecha inicial no se h a escogido por puro capricho. A lrededor de ella y en un quinquenio aparecen las obras de Longinos Banda, Gerónim o del Castillo, M anuel R i­ vera Cambas, Ignacio N avarrete, M anuel Gil y Sáenz y A lejandro Prieto que rom pen con la tradición y sirven de modelo al porvenir. Q uizá más azaroso que el p u n ­ to de arranque sea el deslinde de la m ateria en tres periodos: el porfiriato, el revolucionario y el actual. Q uizá un estudio a fondo del problem a destruya esa periodización.

Miguel de U nam uno, cit. por Alfonso de Alba, La pro­ vincia oculta. México, Editorial C ultura, 1949, p. 26.

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C u a n d o l a p a t r ia e r a e l c e n t r o

Desde m ediados del siglo xix, “las invasiones extranjejeras y la presencia constante de u n vecino todopode­ roso”* habían robustecido en los jóvenes de la aristo­ cracia y la mesocracia de las ciudades mexicanas, un nacionalism o desconfiado, a la defensiva, triste y proselitista. L a doctora V ázquez cuenta los ardides de que se valieron aquellos hombres p a ra contagiar su patriotis­ m o a la gran m asa de la población.® L a élite p atrió ­ tica, casi toda ella liberal y positivista, hizo lo indecible por hacer a todos los vecinos de la R epública patriotas, prácticos y libres. Juárez, L erdo y D íaz com batieron como antiguallas, amores y filias regionales y aldeanas, e intentaron aniquilar su expresión p o lítica: el cacicazgo. Gomo defensa, los intereses políticos estatales esgrimie­ ron la doctrina del federalismo, y los m unicipales la del ayuntam iento libre. Pero no fueron ésas las únicas a r­ mas esgrimidas. L a historiografía local entró tam bién a la pelea. Algunos gobernadores de los estados (“Gonzalitos” de Nuevo León, Eustaquio Buelna de Sinaloa, Eligió A n­ cona de Y ucatán, Joaquín B aranda de Cam peche, M a­ nuel M uro de San Luis Potosí y R am ón C orral de So­ nora), en sendos libros de historia destacaron, con su puño y letra, la personalidad de sus respectivas entidades políticas. O tros gobernadores únicam ente prom ovieron * Seymour M entón, “El nacionalismo y la novela” en A m é­ rica Indígena, vol. xxix (abril de 1969), p. 407. ^ Josefina Vázquez de K nauth, Nacionalismo y educación. México, El Colegio de México, p. 197.

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la factura de esas historias. N unca como entonces la historiografía subnacional se vio tan favorecida por las autoridades. N unca tam poco h a vuelto a tener tan bue­ nos operarios esa mies. N inguno fue historiador profesional porque no había tal profesión, pero casi todos se distinguieron por su vasta y variada cultura, su inteligencia, su m ucho m undo y su entrañable cariño a la p a tria chica. A parte de go­ bernadores ilustrados, anduvieron metidos en la recons­ trucción histórica provinciana el obispo Crescencio C a­ rrillo, el m inistro de la Suprem a C orte E duardo Ruiz, el ingeniero y periodista M anuel R ivera Cam bas, el ca­ nónigo V icente de P. A ndrade, los sacerdotes M anuel : Gil, Antonio G ay y Lucio M arm olejo, el jefe político de E jutla y diputado al Congreso Federal M anual M a r­ tínez G racida, el coronel y poeta Elias A m ador y los distinguidos abogados y educadores Francisco M olina Solís, Luis Pérez V erdía y Francisco M edina de la Torre. Sí no se puede decir que estaban a la altu ra del con­ ju nto de los historiadores de la vida nacional es porque eran generalm ente m ucho mejores. Según nuestra bi­ bliografía, se publicaron 200 libros de m icrohistoria in­ tegral en tiempos de don Porfirio; algo así como cinco p o r año. D entro de un período de cuatro décadas, fue­ ron tem poradas fecundas las de 1878-1881, 1899-1905 y 1909-1910. E n este últim o bienio se produjo la séptim a p arte del total. L a celebración del C entenario de la Independencia explica el fenómeno. Con este motivo se escribió acerca de m il cosas pertenecientes a O axaca, Puebla y G uanajuato.« Se aprovechó tam bién el ani° Andrés Portillo, Oaxaca en el centenario de la independen-

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versario nacionaIii,ta p ara publicar obras m onum entales como: el Bosquejo histórico de Zacatecas, en dos vo­ lúmenes, de Elias A m ador; las Recordaciones históricas, en dos volúmenes, del cam pechano Joaquín B aranda, el Diccionario, en tres volúmenes, y la Historia civil y eclesiástica de M ichoacán, en otros tres, de M ariano de Jesús T orres; los Anales históricos de Campeche, en dos volúmenes, de Francisco Alvarez; la Historia de San Luis Potosí, en tres volúmenes, de M anuel M uro, la Historia particular del estado de Jalisco, en tres volúmenes, de Luis Pérez V erdía, y la Historia de Y u ­ catán durante la dominación española, tam bién en tres volúmenes, de Ju a n Francisco M olina SolísJ Entonces la historia de los estados fue más cultivada que la m unicipal. El 63% de los libros del periodo cu­ bren la vida conjunta de 24 de los 28 estados de la Federación. Los más estudiados fueron Jalisco, M i­ choacán, Puebla, San Luis Potosí y Y ucatán. El aspecto predom inante en la historiografía estatal es el político, pero no faltan los trabajos de índole enciclopédica como los que hicieron M anuel Gil, de T abasco; Alecia. Noticias históricas y estadísticas de la ciudad de Oaxaca y algunas leyendas tradicionales. Oaxaca, Im prenta del E sta­ do, 1910, 996 pp., más apéndice de 92 pp. Ignacio H errerías y M ario V ictoria, Puebla en el Centenario, México, Im prenta L acaud, 1910, pp. 116. ’ Además, E duardo Gómez H aro, L a ciudad de Puebla y la guerra de independencia; Francisco R. de los Ríos, Puebla de los Ángeles y la orden dominicana; Adalberto J. Argüelles, Reseña del estado de Tam aulipas; José M aría Ponce de León, Reseñas históricas del estado de C hihuahua; M anuel Cambre, Gobierno y gobernantes de Jalisco; Rafael G arza C antú, A lgu­ nos apuntes acerca de Nuevo León.

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jandro Prieto, de T am aulipas; Eustaquio Buelna, de Sinaloa; Serapio Baqueircv, de Y ucatán; Ignacio R odrí­ guez, de Colima, y Francisco Belmar, de O axaca. Con todo, donde más predom ina la tendencia enciclopédica, donde casi nunca deja de conjugarse el tem a histó­ rico con el geográfico y económico, es en la historio­ grafía de corte parroquial, en los volúmenes de Ju a n de la Torre, sobre M orelia; R am ón Sánchez, sobre Arandas y Jiquilpan; Luis Escandón, sobre T u la ; Francisco M edina de la Torre, sobre San M iguel el A lto; Joaquín Romo, sobre G u ad alajara; V alentín Frías, sobre Q uerétaro; E nrique H errera, sobre Córdoba y Joaquín M. Rodríguez, sobre Jalapa.® M uchas de las obras de la época porfiriana no traen ap arato erudito; no se ve ni u n a nota a lo largo de la narracción. Los laicos las pueden leer a sus anchas, pero no los profesionales de la historia, siempre tan mal pensados. Lo prim ero que se ocurre es que aquellos enormes libros son fru to del m agín o del plagio y no de la paciente y surtida búsqueda en docum entos, tepalcates, periódicos y crónicas. D e hecho, abundan los no exentos de fantasía, sobre todo en la p arte concerniente a la antigüedad prehispánica, pero aun los más fantás­ ticos, como el de Ignacio N avarrete sobre Jalisco,® no carecen de erudición, y algunos ya son ta n sobrada­ m ente docum entados como los que vendrán después. En varios, además de docum entos y del estudio de m o­ num entos, se echa m ano de la tradición oral. Entonces ® Vid. Bibliografía en “L a cosecha del siglo” . ® Vid. Análisis de José Bravo U garte, Historia sucinta de M i­ choacán. Provincia mayor e intendencia. México, Jus, 1966.

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comienza, con el beneplácito del positivismo, la histo­ riografía que se autonom bró “científica” . Los historiadores científicos de ahora encuentran m uchas imperfecciones de m étodo en los historiadores de la edad porfiriana, porque no se inform aron exhaus­ tivam ente, usaron más fuentes im presas que m anus­ critas, creyeron en cosas increíbles, o dieron alguna vez rienda suelta a la pasión. Com o quiera, no fueron perezosos ni ingenuos. C reían, con don Nicolás León, que “el conocimiento de las producciones literarias de los ingenios de aquellos tiempos, y el estudio crítico de ellas son la única base en que debe estribar la aprecia­ ción im parcial tocante a la ciencia de nuestros antepasados” .!“ Y no tom aron a la ligera las operaciones del análisis histórico porque querían conseguir verdades his­ tóricas ta n firmes como las de la ciencia natu ral, a fin de que pud ieran ser útiles. Pensaban que la historia, al proceder como la anatom ía y la fisiología, sería apro­ vechada p o r los médicos de la sociedad, p o r los señores políticos. Com o no se d ab a aú n en la costum bre de agotar las energías en las tareas del análisis histórico, varios de aquellos historiadores m editaron, com pusieron y escri­ bieron con arte y sosegadamente sus obras. E n lo que toca a la composición, lo com ún fue a d a p ta r moldes añosos: efemérides, catecismos, centones biográficos, etcétera. H ubo u n p a r de innovaciones, no m uy felices, pero sí m uy im itadas. A la prim era le corresponde como rem oto antepasado la relación histórico-geográfica, que

lo scano en un reciente y novedoso libro.“ P ara desig­ narla se usaron muchos nom bres: noticias geográfica! a Íu n ir" ? " g"°grafía y estadística,apuntes historíeos, geográficos, estadísticos y descripti­ vos; noticias históricas y estadísticas, etc. E l bosaueio

t ra. Se abre el libro con un retrato del autor, un prógo en elogio del retratad o y una alabanza de éste al gobernador de M ichoacán. L a obra m isma se reparte en 50 capítulos de m uy desigual tam año y una brevísima condusion; el que lleva el nom bre de H istoria cuc a p ítu lo ? ^ '” ^ '’ ^^^tro capítulos aguas termales, pozos artesianos y arcas de agua. El capitulo religioso consta de tres líneas y el n is O t r ^ 20 págin a a O ras divisiones se destinan a la posición astronóica, el chm a, los nos, los reinos de la naturaleza, la población, las enferm edades, las diversiones públicas cívicas y rehgiosas, la educación, la justicia, el fisco’ a agricultura, el giro m ercantil, la industria, los baños públicos y las m ejoras m ateriales. C ierra la obra otro elogio p a ra el autor, esta vez en verso. P ara vaciar las investigaciones enciclopédicas de los estudiosos locales, se usó tam bién la fo n n a del diccio­ nario. D on G eronim o del Castillo compuso el Diccio­ nario histonco, biográfico y m onum ental de Yucatán en

“ Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo xviii, t. I, p. vil. s.

de

m íx í.

VI. jviexico, t i Colegio de México, 1969, p. 176.

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1866, y en adelante varios pusieron en desorden alfa­ bético lo m ucho y disperso que se sabia de sus terruños. Los cronistas locales de la época fueron generalm ente arquitectos monstruosos, pero buenos prosistas. Varios han sido recibidos en las historias de la literatu ra mexi­ cana, y otros deberían serlo, como don Prim o Feliciano Velázquez. N o se cuenta con suficiente inform ación p a ra m edir el éxito alcanzado por los libros de historia de asunto regional o parroquial de la era porfiriana. N o hay in­ dicios de que alguno haya sido best-seller. Q uizá varios tuvieron u n a m odesta acogida local; otros, ni esto. Algu­ nos, a poco a n d a r se volvieron canteras de datos para eruditos. Los de don E duardo Ruiz, y quizá otros tam ­ bién, tuvieron desde su aparición un notable círculo de lectores dentro del gran público. N inguna de aquellas historias h a llegado a ser clásica nacional, aunque casi todas sean clásicas locales. N o sé de ninguna que haya sido traducida a otra lengua. M uy pocas h a n soportado una segunda edición, pero la m ayoría figura en las lis­ tas de libros raros y son muy buscadas p o r bibliófilos y bibliómanos.

C u a n d o l a p r o v in c ia e r a l a p a t r ia

L a Revolución m exicana que estalló en 1910 fue tan nacionalista como la R eform a; se hizo en todo México y p a ra M éxico, pero la hicieron u n a m ayoría de cam ­ pesinos, y no de hom bres de la ciudad como sucedió con la R eform a. Los caudillos de ésta pugnaron contra 58

regionalismos y aldeanismos. El grueso de los revolucio­ narios defendió la tesis de que se podía ser patriota sin d ejar de ser m atriota y aun la extrem ó con aquel dicho de H éctor Pérez M artínez en G uadalajara; “P ara m e­ recer el título de buen mexicano es condición la de ser buen provinciano.” i2 L a nueva orden fue ir a la pro­ vincia y venir de la provincia. Se convirtió en virtud lo que fuera vicio: “L a adhesión calurosa a la tierra nativa.” Alfonso de Alba, en la Provincia oculta, observa que aun los más universalistas de nuestros intelectuales, nuestros hombres de letras, se inclinaban por el colorido local ; al m odo de Francis Jam m es, M aurice Barrés, Ega de Queiroz, Ivan Bunin, Charles W agner, José M aria de Pereda, Santiago Rusiñol, V icente Blasco Ibáñez y la Generación del 98 que, al estilo de los revolucionarios í mexicanos, estim ula la conciencia y el sentim iento n a ­ cionales a fuerza de exaltar lo trivial y pueblerino. Así Azorin, U nam uno, Baroja y M iró. Y así tam bién sus ad: m iradores de México, em pezando por el más universal :de todos, don Alfonso Reyes, quien señaló que la R e­ pública es un haz de provincias, valioso “p o r su espigas más que p o r la guía que las an u d a ”.!^ R am ón López V elarde empequeñeció a la capital “ojerosa y p in tad a ” y alabó a la “arom osa tierruca”, y otro tanto hicieron los jaliscienses Francisco González León, M anuel M artínez V aladez y M ariano Azuela los michoacanos José R ubén Rom ero y Alfredo M aillefert, y muchos aguascalenCf. Alfonso de Alba, op. cit., p. 31. “ Alfonso Reyes, A lápiz.

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tenses, yucatecos y poblanos. E n tre 1910 y 1940 la lite­ ra tu ra de tem a local estuvo de m oda y los escritores provincialistas fueron m im ados con puestos burocráti­ cos, em bajadas, cátedras y premios, p o r la Revolución triunfante. Los hombres de letras, no los del gremio de la histo­ ria. El provincialism o se expresó p o r boca de vates y novelistas, no de historiadores. Los de m ás n ota entre éstos prefirieron n ad ar en otras corrientes: el indigenis­ mo, el colonialismo, el hispanoam ericanism o. Los más se entregaron al “desenterram iento de to d a u n a g u ard a­ rropía” . D on Luis González O bregón, M anuel Rom ero de T erreros (que se auto tituló m arqués de San F ra n ­ cisco) , Francisco Pérez Salazar, Federico Gómez de Orozco, Artem io de V alle A riz p e .. . desenterraron “prelados y monjas, cerám ica de C hina, galeones españoles, oidores y virreyes, palaciegos y truhanes, palanquines, tafeta­ nes, juegos de cañas, quem adores inquisitoriales, hechi­ ceros, cordobanes, escudos de arm as, gacetas de 1770, pendones, especiería, sillas de coro, m arm ajeras, retratos de cera” y la fabla del “habedes” .’^^ Sólo el m áxim o prom otor y crítico del colonialismo, el redondo don G enaro E strada, no se contentó con el barrio capitalino y “sus capillas pobres, en donde hay nazarenos sucios de terciopelo y de moscas” , y con el corazón de la capital y sus patios, fuentes barrocas, casas de tezontle y portones nobiliarios. T am bién se dejó a traer p o r “el hechizo de la provincia” . H abía nacido en M azatlán y fue en aquel p uerto reportero, Genaro Estrada, Pero Galin. México, E ditorial C ultura, 1926.

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cronista y redactor en tres periódicos. L a Revolución lo transterró a México, donde obtuvo puestos burocrá­ ticos en la Secretaría de Relaciones, y desde ellos im ­ pulso los estudios históricos de tem a regional, y sobre todo los de cimiento, los de carácter bibliográfico A p a rtir de 1926, lanza la serie de bibliografías de los es­ tados. H eredia hace la de Sinaloa; Alessio Robles, la de C oahuila; Rom ero Flores, la de M ichoacán; Diez, la de M orelos; Chávez Orozco, la de Zacatecas; S anta­ m aría, la de Tabasco; Díaz M ercados, la de V eracruz; Teixidor, la de Y ucatán, etcétera.i^ Varíos de los bibliógrafos promovidos p o r E strada fueron los prím eros comensales de sus catálogos. Se convirtieron, o por lo menos se confirm aron, como his­ toriadores de la provincia. Así el m aestro de toda eru­ dición norteña, el ingeniero y m ilitar V ito Alessio. Así tam bién el profesor Jesús R om ero Flores. Ambos, por otra parte, contaron con alguna protección oficial. Pero lo com ún fue el no obtener ayuda y estímulos ofi­ ciales. L a gran m ayoría trabajó por m era afición, en ^horas restadas al ejercicio de la abogacía, la ingenie­ ría, la m edicina, la cham ba burocrática y la enseñanza Casi ninguno se preparó especialmente p ara investigar las acciones del pasado. E n este periodo, m ucha gente ‘inepta incursionó en la minihistoria. Según nuestra bibliografía, y no obstante el despre­ cio a los investigadores provincianos, en la etapa destruc­ tiva de la Revolución se publicaron 250 libros de hisGonzález (ei. ai.), Fuentes de la historia contem po­ ránea de M éxico. México. El Colegio de México, 1961 t I pp.

L H -L I V .





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toria local, sin contar catálogos bibliográficos. E ntre 1910 y 1924 aparecieron cuatro libros anualm ente, y de 1925 a 1940, doce. E ncontré uno editado en 1915, y di con veinte publicados en 1940. El 49% de esa clase de libros, algunos m ultivoluminosos, caen en la categoría de historias regionales; el 5% , muchos casi folletos, tra ta n asuntos de parroquia. Entre éstos, la m ayoría se refiere a las ciudades de im por­ tancia: Pachuca, Q uerétaro, León, G uanajuato, San Luis Potosí, Saltillo, M orelia, T orreón, Puebla, M on­ terrey, M érida y G uadalajara. Los temas políticos m an­ tienen su predom inio; las monografías enciclopédicas no ceden tam poco sus posiciones; irrum pen con fuerza dos nuevos asuntos: el etnográfico, puesto de m oda por M anuel Gam io, y el artístico, cuyo principal impulsor fue M anuel Toussaint. Lo com ún es que las crónicas locales abarquen desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, pero en la etapa revolucionaria se dan cada vez más las que sólo abordan u n a época, especial­ m ente la colonial. Sirvan como botones de m uestra algunas obras de V ito Alessio Robles, y los A puntes para la historia de N ueva Vizcaya de don Atanasio González Saravia.’® Por lo que m ira a la investigación en archivos, biblio­ tecas y sitios arqueológicos, los logros de la etap a revo­ lucionaria son más cuantitativos que cualitativos. Se acrece el uso de las fuentes prim arias. Se hacen sumas de docum entos a nivel regional y local. M anuel M estre Ghigliazza docum enta a Tabasco, Ignacio D ávila Garibi “ Vid., bibliografía en “L a cosecha del siglo” .

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a O cotlán, G uadalajara y otros puntos de Jalisco, y Luis Páez Brotchie ve L a N ueva Galicia a través de su viejo archivo judicial. T am bién cunde el uso de crónicas con­ ventuales y de memorias de conquistadores y pobladores de la época hispánica. En otros aspectos del análisis histórico no se advierten progresos dignos de nota. L a debilidad crítica sigue m a­ nifestándose sobre todo en lo referente a la historia de la época precolom bina. Sin embargo, las huellas docum en­ tales de los periodos virreinal y republicano son tratadas a veces con gran desconfianza, que no gran finura crí­ tica. ^Las operaciones de síntesis decaen. Fue aquélla una época de hormigas. El vasto m aterial recogido por los investigadores de la etapa revolucionaria se vació casi todo en moldes viejos y difíciles: Efemérides (de León, por Sostenes L ira; de G uanajuato, por Crispín Espinoza; de H idalgo, por Teodom iro M anzano; de Colima, por M iguel Galindo), m o­ nografías geográficas y estadísticas (de T ulancingo, por C anuto Anaya; de T ehuacán, por Paredes Colín; de Y uririapúndaro y otros lugares, por Fulgencio V argas; de Tlaxcala, por Higinio Vázquez; de Aguascalientes’ p or Jesús Bernal), diccionarios (de C hihuahua y Coli­ m a, por Francisco R. Almada), colecciones de estampas y episodios (de la región de Jalisco, por Ignacio Dávila G aribi; de San Luis Potosí, por Julio B etancourt; de Morelos, por M iguel Salinas; de H idalgo, por Miguel A. H idalgo; de V eracruz, por José de J. N úñez D om ín­ guez; de Acapulco, por V ito Alessio y de Zapotlán, por G uillerm o Jim énez), narraciones cronológicas (de Queretaro, por V alentín F. Frías; de Nuevo León, por David 63

A. Cossío; de Toluca, p o r M iguel Salinas; de M orelia y M ichoacán, por Jesús R om ero Flores; de Jalisco, por Luis Páez Brotchie, y de O axaca, por Jorge Fernando Iturrib arría). Fueron novedades las estructuras que les dieron a sus obras los de la escuela histérico-artística [Tasco, de M anuel T oussaint; San M iguel de Allende, de Francisco de la M aza y L a Valenciana y otros p u n ­ tos de A ntonio Cortés), y los prim eros etnohistoriadores W igberto Jim énez M oreno y Gonzalo A guirre Beltrán que debutaron, desde la década de los treinta, con estu­ dios ejemplares. O tra m anera, en p arte novedosa, fue la de la guía turística. E n 1934 se conocieron las asom­ brosas Calles de Puebla, de H ugo Leicht. Lo cierto es que salvo pocas e ilustres excepciones, aquella historiografía no se distinguió por la unidad y la secuencia de las obras; lo predom inante fue la dis­ persión y el desorden. T am bién en la m anera de contar hubo pocos aciertos. El estilo va de lo extrem adam en­ te ampuloso a lo extrem adam ente árido y pobre. No sólo debe atribuirse a ineptitud resucitadora el que el grueso de la historiografía del periodo revolucio­ nario haya tenido escasa acogida en su época y casi ninguna después. C on todo, algunos librotes gozaron de prestigio en el círculo culto y a sus autores se les prem ió haciéndolos miembros de la A cadem ia M exicana de la H istoria o de la Sociedad de G eografía y Esta­ dística. Al círculo pop u lar llegaron pocos y casi nunca los mismos aclamados p o r las academ ias y sociedades cultas. A los m ejor inform ados se les tuvo por aburri­ dos, y algunos de los menos sabios gozaron fam a de amenos e interesantes. Casi ninguno se ha reimpreso, 64

aunque más de alguno será llam ado a la segunda vida por un juez literario o un historiador de la historia.

A h o r a q u e l a p a t r ia n o e s

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El nacionalismo mexicano es otro desde 1940. Se ha vuelto más popular y tam bién más aguado y tibio. Ya . no profesa odios vigorosos contra lo extranjero y ve con indiferencia a la provincia. Y a no dice: “L a provincia es la p a tria.” Tam poco sostiene la tesis opuesta. La política busca el fin de las desigualdades regionales y las diferencias de región a región son cada día m eno­ res. D e hecho, la distancia entre lo provinciano y lo capitalino está en vías de desaparecer. P or su parte, tam bién el provincialismo y el aldeanism o se entibian y dejan de estar en boga. Aunque todavía muchos de los dioses de la litera­ tu ra m exicana (Agustín Yáñez, Ju a n R ulfo y Ju a n José A rreóla) tom an inspiración de la provincia, el grueso de los literatos de las tres últimas generaciones an d a p o r otras rutas. El que dism inuya día a día el núm ero de poetas y novelistas nacidos y form ados fue­ ra de la capital, es u n a causa m enor del fenómeno. La literatu ra reciente tam poco es nacionahsta. L a historiografía m ayor sigue a p a rta d a de lo provin­ ciano. W igberto Jim énez M oreno, Gonzalo Aguirre Beltrán, Ignacio R ubio M añé, Justino Fernández y H éctor Perez M artínez, que se dieron a conocer como historiadores locales, hace tiem po que abandonaron ese género. Los dem ás grandes nunca se h a n sentido a tra í­ 65

dos por él. L a república de la historia tiene un asiento capitalino. L a gran m ayoría de los investigadores viven en la capital, y desde ella la historia provinciana es difícil aunque en ella los historiadores disfrutan de toda clase de alicientes económicos y honoríficos; go­ zan de regulares sueldos; pueden dedicar la m ayor parte de sus jornadas a la investigación; los editores de re­ vistas y libros están siempre bien dispuestos a publicar los frutos de su actividad. C uando d an a luz, los crí­ ticos bibliográficos se encargan de que los periódicos, los radioescuchas y los televidentes lo sepan; se les in­ vita a particip ar en reuniones y academ ias de sabios; ganan fácilm ente pan, tiem po y nom bradía y están a la últim a m oda. Los cronistas locales and an m uy lejos de esa gloria, y sin em bargo son cada vez más numerosos. Desde 1940 no ha dejado de acentuarse la diferencia entre historiadores capitalinos y provincianos. E n tiem ­ pos de don Porfirio no era perceptible la desigualdad económica, social y profesional entre unos y otros. En la etap a siguiente, varios de los cronistas locales cayeron en la categoría de herm anos pobres, torpes e ignorantes. E n los últim os trein ta años, u n abismo separa al his­ toriador de la capital, que h a hecho estudios ad hoc, presentado u n a tesis profesional, visitado universida­ des de Francia, In g laterra y Estados U nidos, leído obras en inglés y francés y que posee todos los seguros y ayu­ das de nuestros institutos de investigación, del cronista local, solo, inform e y sin oportunidades de formarse. Algunos ni siquiera h a n term inado los estudios de la educación prim aria, y aunque no faltan los que ostentan títulos universitarios, éstos son de abogacía o medicina. 66

Son m uy pocos los profesionales de la historia, y aun éstos no cuentan con los necesarios auxilios p a ra tra ­ bajar. L a gran m ayoría está en m ala situación económi­ ca, sin conexiones con el gremio, al m argen de las nuevas corrientes historiográficas pero no inactiva. De 1941 a 1969 aparecieron, según m i lista, 500 his­ torias de tem a regional y parroquial; esto es, diez y siete por año, el doble de las publicaciones en el periodo de 1911-1940 y casi el triple de las que produjo el Porfiriato. H an sido años de gran fecundidad los del 45 y 46 con veinticinco libros cada uno, y el de 1968, con treinta y tres. Probablem ente en el últim o treintenio no ha aum entado la producción de artículos, pero sí, con toda seguridad, la de obras que circulan en copias mecanográficas. E n fin, por el volumen, la co­ secha no es nada desdeñable. Si m i bibliografía no engaña, las historias de tem a parroquial han aventajado en núm ero a las de asunto regional. V a de salida la m oda de hacer historias de los estados. El 62% de la producción es parroquial. T odavía m á s: crece la cifra de libros que tom an como asunto ciudades pequeñas y aun pueblos de escaso bulto y renom bre. L a m ayoría de los sitios estudiados p erte­ necen a Jalisco, M ichoacán, Puebla, V eracruz, G ua­ najuato, México, San Luis Potosí y Y ucatán. Como quiera, los máximos anim adores son el jalisciense José Ram írez Flores, el veracruzano Leonardo Pasquel, M ario Colín del estado de México, el neolonés Israel Cavazos, y el padre M ontejano de San Luis Potosí. E n la tem á­ tica no h a habido una revolución general. Siguen siendo m ayoría los cronistas locales em peñados en hacer 67

listas de personas y hechos políticos y militares. O tros siguen adictos a la m anera enciclopédica surgida en el porfiriato. El influjo de la escuela etnohistórica h a pe­ netrado poco en la provincia, pero, desde la capital, algunos etnohistoriadores del arte, tam bién capitalinos, h an ensanchado el cam po de sus investigaciones loca­ listas. El reciente ejem plo de Carlos M artín ez M arín se expande. A pesar de su aislamiento, los cronistas locales de la época actual pertenecen al club de los adoradores de las fuentes prim arias y el aparato erudito. Confec­ cionan sus crónicas y m onografías con noticias extraídas de los papeles del Archivo G eneral de la N ación, de los archivos estatales, los registros de bautism o, m atri­ monios y defunciones de las parroquias y vicarías y los libros de notarios. T am bién acuden con m ayor fre­ cuencia a periódicos y al estudio de ruinas. Los trabajos sobre T lapacoyan y M isantla, de Ram írez Lavoignet; Zam ora y Jacona, de R odríguez Z etin a; O axaca, de Itu rrib a rría ; Ameca, de Jesús Am aya T opete y los varios de G abriel Agraz G arcía de A lba h a n sido construidos sobre u n a vasta p lataform a docum ental. N a ­ turalm ente que los hechos p o r profesionales de la historia, como Israel Cavazos G arza y D elfina López Sarrelangue, aú n an a la labor heurística u n fino talento crítico. E n térm inos generales, los cronistas lugareños han hecho avances notables p o r lo que m ira al m anejo de las fuentes históricas, a pesar de la falta de oficio en tantos. P or o tra parte, la form a como proceden en el análisis v aría m uchísim o de irnos individuos a otros. No se puede decir n ad a que los abarque a todos. Son 68

menos los que le saben sacar provecho a sus m ateria­ les. Los hay que son auténticos historiadores de tijera y engrudo; los hay que pasan de la más p u ra fantasía a la erudición más espesa. Seguram ente la gran m ayoría de nuestros cronistas locales carecen del vicio m oderno del “profesionalis­ m o” . Por este lado están en gran desventaja con res­ pecto a los historiadores capitalinos. Por otro lado les llevan la delantera. Los estudiosos lugareños ganan en vocación, en experíencia vital y sobre todo en caríño hacia su objeto de estudio. Es difícil escoger entre el profesional que es todo inteligencia y oficio y el aficio­ nado, dilettante o am ateur que es puro gusto. A veces lo peor de los historiadores lugareños es lo que tienen de profesionales. M uchos com parten con éstos la m alhadada m anera de reconstruir la historia. Se m eten en explicaciones farragosas y siempre discu­ tibles. E n nom bre de la ciencia, construyen con sus materiales castillos laberínticos que nada tienen que ver con las articulaciones reales de la vida históríca. Al verse rodeado de tantas efemérídes, m onografías históricogeográficoestadísticas, relaciones deshilvanadas, in­ formes etnohistóricos y otras deformidades, se añoran la sencillez y la espontaneidad arquitectónicas de Bernal Díaz del Castillo, Toribio de M otolinía, Jerónim o de M endieta y demás fundadores de la historiografía me­ xicana. ¿P ara qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? O tro aspecto, tam poco privativo de la historiografía local, es el de la “dignidad” de la prosa históríca, digna a fuerza de ser esdrújula, reverente, camp. Pero tam ­ 69

poco aquí se puede generalizar. E n tre lo poco que conozco, hay m agníficas excepciones: el humorismo de Salvador Novo en la Breve historia de Coyoacán, las evocaciones laguenses de Alfonso de Alba, la prosa vivificadora de José Fuentes M ares y quizás muchas que ignoro. H an sido modestos los logros editoriales alcanzados en el últim o treintenio p o r las obras de tem a regional y parroquial. Algunas no h an dado con editor o se han impreso en ediciones cortas y miserables pagadas por quien las escribió. O tras h an salido a luz gracias a la caridad oficial o de los paisanos del escribiente. A ve­ ces las editoriales universitarias se dignan im primirlas, pero las de carácter m ercantil tem en meterse con esa clase de libros, lo que parece indicar que el lectorio y el auditorio de los historiadores provincianos sigue sien­ do reducido y pobre. En el círculo académ ico segura­ m ente gozan de escasa estima, los críticos ra ra vez les conceden un rato de atención y el público general di­ fícilmente se p ercata de su existencia. Y sin embargo, volviendo a don Alfonso Reyes, en muchos de estos historiadores locales están las “aguas vivas” . Yo puedo decir que he leído con m ucho agrado y he aprendido m ucho en Teteía del Volcán de Carlos M artínez M arín, en el Consulado y en la Insurgencia en Guadalajara de José R am írez Flores, en Cosas de viejos papeles de Leopoldo I. O rendáin, en las Colimas, de Daniel M oreno, en las historias m ichoacanas de don Jesús Rom ero Flores, en la m onografía neoleonesa de Israel Cavazos Garza, en la Historia del Valle del Yaqui de C laudio D abdoub, y en la del Fuerte, de M ario G ilí; 70

en la Historia sucinta de M ichoacán de José Bravo U garte, en la H uasteca veracruzana de Joaquín M eade; en las reconstrucciones chihuahuenses de José Fuentes M ares, en las evocaciones de Lagos de Alfonso de Alba, en H éctor Pérez M artínez, Rosendo T aracena, E duardo Villa, Francisco R. Alm ada, Santiago Roel, José C oro­ na Núñez, Ricardo L ancaster Jones, José Cornejo F ra n ­ co, Jesús M aya Topete, Jesús Sotelo Inclán, Jorge Fernando Iturribarría, Esteban Chávez, M ario Colín, Leonardo Pasquel, R afael M ontejano y Aguiñaga, José P. Saldaña, José Miguel Q u in tan a y cien más.

R e c o m e n d a c io n e s

A pesar de que hasta ahora la historiografía m exicana m oderna de tem a local no h a conocido todavía un m o­ m ento de gran esplendor, hay signos indicadores de la cercanía de un buen tem poral. El género ya está de m oda en algunos países ricos como Alem ania, Estados Unidos, Francia e Inglaterra. E n nuestro medio ya em­ piezan a difundirse las siguientes ideas: “L a educación histórica de la niñez debe com enzar con el relato del pequeño m undo donde el niño vive.” “L a historiografía de áreas cortas es un gimnasio ideal p a ra desenvolver los músculos historiográficos de los estudiantes de histo­ ria porque esa disciplina exige, como ninguna otra, la aplicación de todas las técnicas heurístcias, críticas, in­ terpretativas, etiológicas, arquitectónicas y de estilo.” “En la vida de un pueblo de todos y por lo reducido del objeto es posible recrearla en toda su am plitud.” “C ada 71

una de las aldeas de u n a nación reproduce en m iniatura la vida nacional en que está inm ersa.”^^ “E n los his­ toriadores locales están las aguas vivas, los gérmenes palpitantes. M uchos casos nacionales se entenderían m ejor procediendo a la síntesis de dos conflictos y sucesos registrados en cada r e g i ó n . E n la microhistoria y en la “microsociología” el sociólogo y el historiador tienen en M éxico u n a riqueza que apenas comienza a explotarse. No sólo entre los cultos, tam bién en el círculo po­ p u lar se perciben signos de m ayor acercam iento a la microhistoria. F uera de los clientes seguros que en cada región y p arroquia ya tienen sus propios cronistas, los hombres de ciudad m iran con buenos ojos los re­ latos de la vida que m uere, quizá porque añoran la vida apacible, quizá porque creen que los lugareños tienen algo que enseñar, que todas las com unidades por pequeñas que sean, incluso las más apartadas del comercio y la cultura, aportan experiencias hum anas ejemplares. E n el Congreso Científico M exicano celebrado en México, D. F., d u ran te el mes de septiembre de 1951, don W igberto Jim énez M oreno afirm ó: “Espero que se dará m ayor im portancia a la historia regional, como corresponde a la visión de u n México m últiple” .^® Luis González, Pueblo en vilo. Microhistoriografía de San José de Gracia. México, El Colegio de México, 1968, pági­ nas 12-14. Alfonso Reyes, Las burlas veras, p. 107. “ W igberto Jim énez M oreno, “ 50 años de historia mexica­ n a” en Historia M exicana, vol. I, núm. 3 (enero-marzo, 1952), p. 454.

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Y él, m ejor que nadie, hubiera podido decir las m e­ didas adecuadas p ara conseguir la realización de su esperanza. Él puede hacerlo todavía ahora, salvo que crea que el auge de la historiografía local llegará de cualquier m anera. Sin embargo, es creíble que, sin el concurso de algunas reformas, se m alograrán. A reserva de que don W igberto Jim énez M oreno y don Antonio Pom pa y Pom pa, como máximos exper­ tos y anim adores del género que se discute aquí, digan lo conducente sobre el caso, aventuro algunas ocu­ rrencias al parecer practicables. E ntre las medidas de orden institucional, anoto diecisiete: 1) Que la Secretaría de Educación Pública y las direc­ ciones de Educación de los estados hagan sitio a la historia local en los niveles de enseñanza primaria y secundaria. 2) Que nuestras universidades y centros de alta cultura abran seminarios y cátedras donde se enseñen y apliquen los principios y métodos de la historia local. 3) Conseguir para los pasantes de historia interesados en microhistoria becas por un año para investigación y organi­ zación de archivos provinciales, y el informe sobre su bús­ queda se les acepte como tesis para optar a los grados de licenciatura y maestría. 4) Reanudar los congresos nacionales de historia que desde 1933 ayudaron a establecer el contacto entre histo­ riadores de la capital y la provincia, y a promover las in­ vestigaciones de historia regional y parroquial. 5) Formar desde luego una asociación de historiadores matriotas cuya sede podría estar en la capital de la Repú­ blica o en una de las capitales de los estados. 6) Extender el mecenazgo del gobierno y las fundacio­ nes a la historiografía de tema local en forma de becas, o sinecuras burocráticas, o premios a la labor hecha 73

o m ediante la edición y distribución de las obras de nues­ tros cronistas locales. 7) D ifundir, po r m edio de una revista creada ad hoc, las nuevas orientaciones de la m icrohistoria en otros p aí­ ses y los trabajos m icrohistóricos hechos en M éxico. 8) Prom over la traducción de obras de historia local que se distingan por su carácter innovador o su perfec­ ción técnica. 9) F u n d ar una universidad de verano, cuya sede podría ser El Colegio de M éxico, donde por un p a r de meses cada año se im p artieran conferencias y cursillos sobre principios y m étodos. 10) P rocurar en cada población de im portancia la orga­ nización de ju n tas de geografía e historia locales, integradas por personas idóneas, conocedoras del am biente geográfico en que viven y de los antecedentes históricos del lugar. 11) Q ue se procure la instalación adecuada de ciertos a r­ chivos locales im portantes, y la catalogación de sus fondos docum entales, m ediante la colaboración de los gobiernos de los estados o de las autoridades m unicipales con el In stitu to N acional de A ntropología e H istoria. 12) Q ue se introduzcan cursos de lectura especiales para cada estado, en que los tem as sean, con preferencia, la geo­ grafía, la flora, la fauna, el folklore, la arqueología, la etnografía y la historia de la región, lo m ism o que datos de carácter lingüístico, y juicio sobre el valor de los productos artísticos regionales, revinculando por éstos y otros medios a los habitantes con la región. 13) Q ue se prom ueva la creación de u n In stitu to de G eografía e H istoria Regionales, p referentem ente dentro de la U N A M , con el apoyo de las universidades estatales y en colaboración con ellas. T a l instituto contaría con m apoteca, biblioteca, hem eroteca y archivo docum ental de m icropelícula. 14) Q ue se pid a a E l Colegio de M éxico que auspi­ cie la elaboración de una historia de la historiografía

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m exicana y dentro de ella se consagre atención a la his­ toriografía regional y local. 15) Q ue se solicite a El Colegio de M éxico encargue a persona o personas idóneas la elaboración de una bibliografía de la historia regional y local de M éxico 16) Q ue se reanuden los congresos de historia que tan to sirvieron, desde 1933, p a ra establecer el contacto entre historiadores de la cap ital y de la provincia y pro­ m over las investigaciones de historia regional. 17) Q ue se form e una asociación de historiadores lo­ cales con sede en M éxico o en la capital de alguno de los estados.

Por lo que toca a reform as interiores, de puertas j adentro, sería conveniente revisar los sujetos, los obje­ tos y los procederes de la historiografía local. Paul jLeuilhot asegura que “los principios de la historia lo­ cal son autónomos y aun opuestos a los de la historia general” . Aquélla es “cualitativa y no cuantitativa” ; req uiere “une certaine souplesse, c’est une histoire a ^mailles lâches” ; “debe ser concreta”, lo más próxim o posible a la vida cotidiana, y debe ser diferencial, p ro c u ra r m edir la distancia entre la evolución general ÿ la de las localidades.2» Por su parte el profesor ■inglés H. P. R. Finberg ap u n ta otros rasgos especí­ ficos.^’ Según el profesor Finberg, el historiador local ne­ cesita m adurez, lecturas amplias, m ucha sim patía y : - “ Paul Leuilliot, "Défense et illustration de l’histoire loca154 jyy



^ (enero-febrero, 1967, paginas

R Finberg (ed.) Aproaches to History. Londres Rontiedge & K egan Paul, 1962, pp. 111-125. ^«"«res.

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piernas robustas. Por m adurez entiende u n a larga y surtida experiencia entre los hombres, un buen equi­ paje de vivencias. Como lecturas recom ienda, aparte de otras, las de libros de historia nacional e interna­ cional. L a sim patía que exige es por aquéllo de que sólo lo sem ejante conoce a lo serftejante y aquéllo otro de que sólo se conoce bien lo que se am a. L a exigencia de las piernas robustas alude a la necesidad que tiene el historiador pueblerino de recorrer a pie, u n a y o tra vez, la sede de su asunto, y de visitar personal­ m ente el mayor núm ero de parroquianos. Por lo que parece, “el ejército de la historiografía circunscrita a u n a pequeña zona tiene que echar m ano de todos los recursos de la m etodología histórica y de varios más. En este tipo de investigación, a cada una de las operaciones historiográficas se oponen numerosos obstáculos. . . N o es fácil partir, como en otros campos de la historia, con un equipo adecuado de esquemas anteriores, de interrogatorios hechos, de hipótesis de trabajo y de modelos” . O tro problem a reside en la es­ casez y la dispersión de las fuentes. Incluso se h a dicho que no puede hacerse m icrohistoria porque faltan los

De cualquier historia se puede decir con Simpson que “nacerá m uerta a menos que esté escrita en un estilo atractivo”, pero nunca con ta n ta razón como de la m i­ crohistoria. A los encargados de form ar a los historia­ dores locales del futuro no se les podrá exigir que hagan poetas, pero sí que im pidan los crímenes de producción de algunos microhistoriadores mexicanos.

docum entos esenciales. La historiografía local, como la biografía, parece estar más cerca de la literatura que los otros géneros históricos, quizá porque la vida concreta exige un tratamiento lite­ rario, quizá porque gran parte de la clientela del histo­ riador local es alérgica a la aridez acostumbrada por los historiadores contemporáneos. El redactor de una historia local debiera ser un hombre de letras.22 ^ Luis González, op. cit., p. 22. 76

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IV . V E J A M E N

D E L M IC R O H IS T O R IA D O R M E X IC A N O

El pecado original del reo en este intento de juicio quizá provenga de la triple circunstancia de haber nacido en provincia, en m ala hora y en hogar anacrónico. Es innegable que la m etrópoli perm ite el nacim iento de historiadores de la especie anticuarla. P ara probarlo con el botón de Salvador Novo basta. Como quiera, el vientre m etro­ politano produce m ucho m ayor núm ero de historiadores m onum entales y científicos. T am bién el horm iguero chi­ co incuba personas especializadas en ap ro n tar como m o­ delos de buen vivir a héroes y santones del pasado n a­ cional o en rehacer el tejem aneje del m undo histórico en su conjunto. Con todo, la especialización de la ciudad pequeña es la hechura de resucitadores ilusorios de p a­ sados fam iliares y lugareños. Este m icrohistoriador de aquí y ahora — y quizá de siem pre y dondequiera— no es oriundo de la cosmópolis ni tam poco de las rancherías, pero sí de u n a ciudad pequeña, de u n a villa o de un pueblo; es decir, de u n a congregación de p o r sí conser­ vadora donde el am or a u n pasado propio y p articular persiste de m odo generalizado. El m icrohistoriador de casa proviene de u n m ilieu sano y norm alm ente conservador que, por perseguido, se ha 78

vuelto ultraconservador. Desde hace 150 años, desde la independencia, los mandam ases de la República, para cum plir con su papel de abanderados de la p atria g ran ­ de, traen al estricote a las patrias chicas. E n nom bre del nacionalismo se aporrean im punem ente las particu ­ laridades regionales. Éstas no conocen la práctica de los pnncipios de federación y m unicipio libre que estatuye la Constitución, según el decir de los “profes” . T am poco se les convoca, como parecería por la presencia de con­ gresos, a p articipar en la hechura de la p atria común. Y es natural que las tradiciones locales, a fuerza de ser perseguidas por la gran tradición nacional, se les peguen como lapas a los vecinos de las provincias. Los provin­ cianos serían menos conservadores de sus pasados pro­ pios si los capitalinos de nacim iento y de adopción no se hubiesen propuesto extirpárselos a la viva fuerza. En suma, al m icrohistoriador mexicano le brota lo con­ servador por tres puntos; por provinciano, por perse­ guido en su provincionalismo y por ser retoño de alguien, ya de familias de señores, tal vez hoy deslustradas por la pobreza; ya de familias de la m edianía, quizá tam bién venidas a menos. Por regla general, los m icrohistoria­ dores son vástagos, ora de gente que antes conoció el placer de la explotación del prójim o, ora de gente sólo libre, ni servil ni señorial. Todos en fin, unos por nostál­ gicos del paraíso y los demás por orgullosos de su inde­ pendencia, más o menos con ganas de volver a la perdida edad de oro o de plata, de hu ir del presente, de con­ servar. T rátase de familias optimistas frente a lo sido y pesimistas ante lo que es y será. Son familias conser79

vaderas las que esculpen los curiosos tipos del genealogista y el m icrohistoriador. L a curiosidad p o r los pretéritos de la fam ilia y el pue­ blo se despierta p o r pertenecer a esos círculos familiares apapachadores de su pasado propio, poblados de figuras y episodios de la estirpe y el solar. Es com prensible que un retoño de fam ilia encopetada sacie su inclín histó­ rico con la red de recuerdos familiares. O tros pasamos de la historia hogareña a la lugareña; sentimos en la vida local el prolongam iento en cronistas potenciales de la fam ilia; nos convertimos en cronistas potenciales de nuestra p a tria chica o m atria; nos sentimos llam ados a ser los resucitadores y propagandistas de anécdotas y le­ yendas espigadas en las tradiciones orales del hogar y la com unidad, pocas veces con el propósito de acordarse de lo que fue p a ra evitar que vuelva a ser; casi siempre con el fin, seguram ente morboso, de volver al tiem po ido, a las raíces, al ilusorio edén, al claustro del vientre m a­ terno; ra ra vez sin conservadurism o, en buenas relaciones con el presente, con la finalidad de hacer libre a nues­ tro pequeño m undo de las ataduras de su tradición. Lo más com ún es seguir atrap ad o en el vicio del conserva­ durismo, seguir siendo u n ser de antes, m uy dado a las antiguallas, con m ucha devoción p o r lo caduco y con Poco oficio o falta de ignorancia o u n defectillo que la mayoría de las veces es venial: la afición o el diletantism o. L a crianza en el seno de u n a fam ilia conservadora despierta el apetito histórico pero no enseña la m anera de satisfa­ 80

cerlo. Tam poco la escuela daba la destreza requerida. El niño picado de la curiosidad histórica debía recorrer muchos años y bancas p a ra obtener un papel que lo acre­ ditase como historiador a secas. El viacrucis se iniciaba en la escuela prim aria, a la que tenían acceso los niños de cualquier región, y más si eran de clase m edia o alta. Allí se les daba en casos m uy contados y nunca en más de un curso la historia de su entidad federativa, y al través de algún otro curso, nociones de la vida hispano­ am ericana y m undial y, con m ucha insistencia, historia de bronce, historia patriótica encauzada a conservar fa­ mas, a proveer a los niños de una m oral disfrazada de historia, de una m oral por ejemplo, distinta según se im­ partiese en escuela pública o de m onjas y sacerdotes. L a criatura de la prim aria pública aprendería a portarse bien a fuerza de conocer las virtudes ciudadanas de H idalgo, Juárez, M adero y demás héroes de la serie liberal. La criatura de la escuela privada se h aría buen ciudadano m ediante el conocim iento de Iturbide, M iram ón y demás varones de la serie conservadora. Y así, durante un sexenio, al niño con vocación de “anticuario” le llovían vidas dignas de im itación y hechos que hay que venerar y repetir cuantas veces la p atria o el gobierno que la adm inistra estén en peligro. Y naturalm ente la criatura no aprendía a hacer esa historia de bronce porque entre otras cosas ya era cosa hecha y se correría el riesgo de desportillar las glorias nacionales si se daba a la niñez la posibilidad de descubrirlas por su propia cuenta. Algunos m icrohistoriadores no estudiaron más allá de esa prim aria. Pero aun los que persistieron en la secun­ daria y en la p reparatoria no encontraron alicientes para 81

su vocación. E n la enseñanza m edia tam poco se ense­ ñaba la historia haciéndola, y sólo se im partían nociones hechas de historia patriótica e historia científica. El vocado a la historia particu lar que sólo obtuvo el título de bachiller no tiene por qué considerarse más ducho en las investigaciones históricas que el egresado de la prim a­ ria. Pero tam poco en el pináculo de la educación el afecto a la m icrohistoria encontró su oficio. Los más asistieron a universidades sin carrera de historia, ni si­ quiera profesiones de cultura, únicam ente con oficios técnicos p a ra ganarse la vida. M uchos tom aron la carre­ ra de leyes con la esperanza de encontrar allí instrum en­ tos útiles p a ra el ejercicio de su vocación, pero sólo li­ garon algún curso de historia del derecho que no les sirvió de gran cosa. M uy pocos frecuentaron las escuelas donde se fabrican historiadores. E n México las facultades de historia toda­ vía se cuentan con los dedos de las manos y sobran dedos. H asta hace poco, en la provincia no había ninguna. A hora hay algunas. N i éstas ni las capitalinas h an sido pensadas, salvo excepción, p a ra hacer historiadores particulares. L a enseñanza histórica universitaria pro­ duce maestros de historia m onum ental e investigadores de historia científica. L a experiencia acum ulada por anticuarios y m icrohistoriadores no se trasm ite en nin­ gún centro universitario. N o hay tam poco un m a­ nual, u n a cartilla del m icrohistoriador en la lengua de las eses. Los devotos de la m icrohistoria m exicana jamás han caído en el vicio del profesionalismo; no poseen la teoría de su práctica; padecen desde el momento

de deslindar el cam po de sus investigaciones. No sa­ ben satisfacer el precepto que m anda: “N ada de a r­ q uitectura sin proyecto de arquitecto. N ada de his­ toria sin hipótesis de trabajo” . A veces ni siquiera son conscientes de que “el conocimiento de un tem a his­ tórico puede ser peligrosam ente deform ado o em po­ brecido por la m ala orientación con que se le aborde desde el principio” . Lo com ún es dejarse guiar por los papeles y recuerdos de que se dispone, y como dice Leuilliot, “por las circunstancias de la investi­ gación y p or las preocupacoines profesionales” . No es raro que los arrastren las normas de la historia científica, y más aún, las leyes de la historia de bronce. L a falta de rigor intelectual se traduce aún en el ejercicio de las operaciones analíticas comunes a las tres historias. Con m ucha frecuencia ni siquiera se sabe d a r con las fuentes de conocimiento histórico y menos hacer el acopio de m ateriales. Según le oí decir al padre M ontejano en M onterrey en septiem ­ bre de 1971, es la torpeza heurística el m ayor obs­ táculo en el interior de la R epública p a ra el desarrollo de la historia regional. L a credulidad y otras formas de la falta de pericia crítica es otro m al mayor. M u ­ chos microhistoriadores siguen ignorando normas an ­ tiquísimas p ara establecer la autoría, la sinceridad y la com petencia de documentos, m onum entos, tra ­ diciones orales y demás huellas del pasado. L a afición o el gusto es sin du d a la base de todo buen conoci­ m iento de historia particular, pero el rigor m etodoló­ gico son los muros. Como las demás ciencias históricas, la micro no puede prescindir del rigor, de la prueba!

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de la aproxim ación m etódica a lo real; no debe seguir padeciendo la triste fam a de estar h a rta de am or al terruño y ayuna de auténtica investigación científica. El historiador provinciano es en los tiempos que corren un hom bre sin oficio y Sin beneficio la m ayoría de los m icrohistoriadores se q uejan con justa razón de tres pobrezas: de inform ación, de tiem ­ po y de pan. D e la prim era, don José Francisco Pedraza dice: “m uchas veces nuestro esfuerzo es dolorosam ente sobrehum ano y hondam ente penoso” por la “desarticulación o inexistencia de archivos y biblio­ tecas, carencia de bibliografía, pobreza o carencia de medios económicos y hum anos” . D e por sí la microhistoria no puede contar con tantas pruebas como la m acrohistoria. L a gente y los hechos de fuste, m a­ teria de las dem ás historias, dejan m uchas huellas de su paso terrenal; no así la gente hum ilde y su vida cotidiana. Cicatrices terrestres, supervivencias, vestigios arqueológicos, papeles de fam ilia, registros parroquiales, libros de notarios, libros de viajes, censos, informes de curas y alcaldes, estatutos, leyes, periódicos y tradición oral, los testimonios más frecuentados p o r los m icrohis­ toriadores, son tenues rayos de luz de difícil uso en la m ayoría de los casos. Con pocos testimonios, y p o r a ñ a ­ didura inaccesibles, el historiador parroquial pasa las de Caín, p a ra realizar su tarea. “Los historiadores que radican en la provincia — se­ gún denuncia hecha por don W igberto Jim énez M oreno 84

en 1971, en San Luis— no pueden consultar archivos ricos y bien catalogados” , y a veces, ni pobres y en desorden. Es vieja costum bre m exicana la de destruir archivos. Recuérdese lo contado por don Ciro de la G arza: “E n m i pueblo, en Burgos, T am aulipas los a r­ chivos m unicipales los quem ó un bandolero.” Eso lo han hecho en distintas fechas y lugares revoltosos de toda laya. L a pirom anía que se nutre de fondos docu­ m entales la gozan tam bién en épocas de paz nuestros coheteros. Con fines utilitarios de otra índole, contri­ buyen a la paulatina destrucción de los papeles viejos el fabricante de cartón y el abarrotero pueblerino. R atas y polillas ham brientas tam bién ap o rtan su granito de arena a la gran obra de suprim ir documentos. En cambio, coleccionistas y traficantes se contentan con m udarlos, los coleccionistas a su casa, y los traficantes a los depósitos de los gringos. H ay por supuesto im por­ tantes fondos que según Jim énez M oreno “han esca­ pado al saqueo” y la destrucción porque ignoran su existencia los pirom aniacos, los abarroteros, los colec­ cionistas y los traficantes. T am bién quedan, aunque a buena distancia de quienes los necesitan, muchos tes­ timonios en la capital de la República, en numerosas ciudades de los Estados U nidos, en la centralizadora España y en casi todo el m undo. A ún más, subsisten y pueden consultarse, aunque estén en el retrete de los presos como el m unicipal de Sahuayo o en un cuarto húm edo y poblado de sabandijas como el de notarías que usé en Jiquilpan, de todas las capitales de los estados, en casi todas las cabeceras de municipios y parroquias y aun en sitios de m enor bulto y renom bre. 85

L a gran m ayoría son simples hacinam ientos de papeles en cuartos sin luz ni espacio donde el erudito pueda aco­ modarse. Tam poco se escapan de la violencia y el descuido los impresos de las bibliotecas. E n M ariano de Jesús T o ­ rres se lee p ara M ichoacán y p a ra la época de la R e­ form a algo aplicable a todos los rincones de la República y a varias de sus épocas: E n las bibliotecas de los conventos había datos preciosísi­ mos p ara la historia. . . pero el gobierno liberal que ocupó los bienes eclesiásticos, y p or ta n to las bibliotecas de aq u é­ llos, no cuidó com o era su obligación, de recoger éstas, reunirías y conservarlas con escrupuloso esm ero, sino, antes bien, las entregó al p illaje y a la devastación, las dejó en el abandono m ás la m e n ta b le .. . R ecuerdo todavía con tristeza que en el edificio que servía de p refectu ra esta­ ban hacinados en el suelo. . . pilas de libros q u e .. . los soldados llevaban a vender f>or papel viejo a las coheterías y a las tiendas de com istrajo.

Si las estadísticas no m ienten hoy contam os con 2133 bibliotecas públicas, u n a p o r cada 28 000 habitantes. 397 se localizan en la capital y poseen el 63% del fondo bibliográfico del país. Las 1936 bibliotecas provincia­ nas reúnen 3 millones de volúm enes; 1718 en prom edio p or biblioteca. E n las de N ayarit la cifra m edia es de 880; en Zacatecas de 692; en O axaca, de 560 y en T abasco de 450. Las bibliotecas bien abastecidas son lujo de grandes ciudades. L a g ran m ayoría de acervos biblio­ tecarios son de escasa utilidad. H ay poquísimas obras de referencia; casi no hay libros m odernos que perm itan 86

estar de m oda en asuntos intelectuales. Excepcional­ m ente, como en las bibliotecas de la U niversidad de San Luis Potosí, del Instituto Tecnológico de M onterrey y de la U niversidad de Nuevo León, no se carece del , personal preparado p ara organizarías y enriquecerlas. Lo norm al es que sean saqueadas, y p a ra no desmerecer frente a los archivos, que se les tenga en desorden y sin catalogación alguna, en locales p u n to menos que inser­ vibles, sin muebles ni personal ad hoc. Los eruditos locales, p ara colmo sin ^oficio (es decir, . sin el billete de en trad a al reino de los cargos), se ven obligados a investigar con pocas fuentes, en horas per­ didas y sin estímulos económicos. L a investigación es “una cosa adicional al trabajo de rutina. Yo — dice don Ciro de la G arza— me gano la existencia como m iem bro del tribunal de T am aulipas y mis horas de descanso las dedico a la investigación” . El ejercicio de la m icrohistoria no d a p ara comer. L a sabiduría provinciana, sin excepción, repite incesantem ente el célebre dicho de Orozco y B erra: “Si tengo tiem po me falta p an ; si dispongo de pan no tengo tiem po” . Y el poco tiem po de que dispone suele em plearlo en exce­ sos, en la comisión del pecado de la Hybris hay pocos recursos y se m algastan. T ener apenas para comer y gastarlo en borracheras de ordago es ni más ni menos lo que la sabiduría de los griegos denom inó hybris, violación a la norm a de la m edida, salirse del cuadro, “regarla” . Según Platón hay hybris siempre 87

que la m edida del gusto es rebasada, lo cual se puede hacer con alguna facilidad, en u n m ero descuido, en distintos órdenes: vital, económico, ético, estético e in­ telectual. A la hybris intelectual le llam a Toynbee el pecado fatuo de la om nisciencia; la gente culta del común, enciclopedismo, y el com ún de la gente, todismo. En m i pueblo tuvimos hasta fecha reciente u n desme­ surado todista. R am iro Chávez tenía a su cargo los dis­ cursos del 16 de septiembre, la dirección y la hechura de las piezas teatrales representadas en el colegio de niñas, las exploraciones arqueológicas, los debates filo­ sóficos con los descreídos que caían al pueblo, el archivo m unicipal, los poemas p a ra recitar los días de santo de las m atronas distinguidas, la confección de pinturas, esculturas y diversas formas de arte m enor, la batu ta de un coro de m ujeres enlutadas, las clases de cualquier cosa en cualquiera de las dos escuelas, el aprendizaje del diccionario, y la crónica exacta y minuciosa del pue­ blo y su región, y en todos los pueblos hay los que sirven tanto p a ra u n barrido como p a ra u n regado y que ge­ neralm ente, entre los muchos oficios por ellos ejercidos, está el de cronista parroquial. El m icrohistoriador se siente obligado a partirse en mil trozos; principalm ente le d a p o r saber de todo un poquito y p o r com unicar su sabiduría enciclopédica a las prim eras de cambio. Esto sucede aquí, en F rancia y dondequiera. El francés Leuilliot asegura: “El microhistoriador siempre tiende a desbordarse, en lugar de restringirse a u n tem a. N o d u d ará en m eter u n a digre­ sión, a m enudo m uy erudita, en u n a m onografía aldea­ n a ; no elim inará, sistem áticam ente, todo lo que pueda

aparecer sin relación con su tema. . . lo multidisciplinario se realiza vigorosamente en los sabios locales.” Ellos escriben tratados que podrían llam arse: “Libro de todas las cosas y algunas más.” En el círculo académ ico hay temas que caen en desu­ so. En el am biente microhistórico, todo asunto es eterno. El papel del individuo en la historia ya no interesa m ayorm ente a historiadores, sociólogos y economistas. Al m icrohistoriador le sigue fascinando la biografía. El sacerdocio de la historia científica desdeña hoy los acon­ tecimientos políticos y militares. Los que ejercen la historia local siguen resucitando hechos de arm as y al­ caldadas. Por lo demás, los cronistas locales no son insensibles a la m oda de los temas, les atraen los que están en tu rn o ; p o r ejemplo, hoy, las vicisitudes eco­ nómicas y demográficas. P ara ellos todo cabe en un jarrito sabiéndolo acom odar. Sus libros parecen tien­ das de antigüedades de tem as a la m oda como en los olvidados por la cultura capitalina. Pueblan sus libros con triques de toda especie. R a ra vez distinguen entre lo im portante y lo insignificante, entre lo que influye, trasciende o tipifica y lo que es m era cháchara. A cum u­ lan sin ton ni son cualquier vestigio de historia del terruño, y de fuera, por el afán de recuperar a sus a n ­ cestros en toda su redondez. Es m uy ra ra la m icrohisto­ ria sin patrañas y fantasías. Es más ra ra aún la que liga ese cúm ulo de noticias e imaginaciones fragm en­ tarias y de la más diversa especie. L a m ayoría son fá rra­ gos descosidos. H ay p o r lo menos dos modos irritantes de hacer his­ toria. U no, utilizando el m étodo de tijera y engrudo. 89

O tro, sólo el engrudo. Del prim ero suelen abusar los historiadores científicos. R ecortan trozos de fuentes prim arias y secundarias y a continuación los unen según el orden que se hayan impuesto. Del segundo modo pueden servir de ejem plo algunos microhistoriadores. R eproducen con pelos y señales docum entos y refle­ xiones y no se tom an el cuidado de unirlos. A bundan en sus obras las ideas y los hechos sueltos. En ellas se advierte u n a gran capacidad p a ra referirse a todo y una soberana incapacidad de síntesis. E n otros términos, la técnica del m azacote es m uy a m enudo utilizada por el genio y el m icrohistoriador. Esa form a de la desm esura que es la m anía enciclo­ pédica, ese vicio de que adolecen tantas de nuestras his­ torias locales es posible atribuirlo al espíritu anticuario, al diletantism o, al desorden de archivos y bibliotecas, a la curiosidad universal, a la soberbia y tam bién a otro pecado mayor, al demonio del m enor esfuerzo, a L a pereza que según la vox populi la com partim os todos los mexicanos p o r culpa del clima, del indio y del español. Dizque la tem peratura es ta n cálida en algunas partes que produce sopor y en otras tan fría que genera entu­ mecimiento. T am bién dice la voz de la calle que la culpa la tiene la eterna prim avera del altiplano y los muchos dones de nuestra n atu ra. Los antiindigenistas hacen responsable de ta n feo vicio a la raza de bronce, al indio acurrucado ju n to al nopal. Los antihispanis­ tas opinan que la pereza nos la trajero n los españoles que 90

se mueven m ucho y no van a ninguna p arte y hablan hasta por los codos y no dicen nada. Personas ilustres, como M anuel G utiérrez N ájera, aseguran que Dios hizo al hom bre p a ra ser ocioso y, por consiguiente, el mexi­ cano no debe preocuparse p o r su condición adánica, por su holgazanería; antes bien, debe bendecir al creador por no haberío expulsado aún del paraíso donde son desconocidas la trombosis coronaria, la úlcera y la alta presión. Es fam a que los mexicanos somos flojos y que en la redondez del m undo los que viven fuera de las ciudades enorm es no lo son menos. T am bién es de tom arse en ícuenta otro hecho; los sabios suelen ser menos com­ pulsivos que los ignorantes, y los sabios de provincia, aq u í y dondequiera, m ucho menos. Leuilliot nota: *E1 historiador profesional está generalm ente presio­ nado y ansioso de acabar; el historiador local prefiere ^1 trabajo a fondo.” Si usted es habitante de la gran b u d a d tiene que correr y producir m uchas páginas, áunque sean prescindibles. Si vive en una pequeña p u d a d de provincia o en un pueblo nadie lo corretea ^i se dejaría corretear. F uera de la m etrópoli casi M o se puede d ejar p ara m añana. Q uizá los capitali­ nos trab ajan más de la cuenta; quizá los provincianos paenos ,de la dosis salutífera. E n algún encuentro anteríor, Israel Cavazos G arza |e dolía de la poca asistencia de los historiadores loca­ les al m agnífico y bien organizado archivo que él prei d e en M onterrey. Si m al no recuerdo, E duardo Salpeda se quejaba de lo mismo con respecto al archivo itaunicipal de León, tam bién rico y organizado. Alguien 91

puede creer que el culpar a la m ala organización archi­ vista de la escasa producción de la m icrohistoriografía local es u n a coartad a de la pereza. El perezoso, según Toynbee, “posterga o elude la ordalía de realizar una obra creadora con cualquier excusa plausible. . . U n estudioso dem uestra que es culpable de u n a hipocresía subconsciente cuando alega ignorancia y asegura que su conciencia no le perm itirá escribir, publicar ni decir nad a sobre el tem a que está estudiando hasta que no haya dom inado la últim a com a de inform ación” . C uando pensamos en el m icrohistoriador m exicano nos viene a la cabeza la lista de los m uy productivos como R afael M ontejano y A guiñaga, Israel Cavazos, José Ram írez Flores, Jesús Rom ero Flores, Francisco R. A lm ada, Joaquín M eade, M ario Colín, L eonardo Pasquel, C uauhtém oc Esparza, Luis Rublúo, José M aría M uriz y muchos más y nos olvidamos de miles de microhistoriadores dispersos en todos los rincones del país que aún no se atreven a escribir u n a línea o que son autores de un solo artículo. A un suponiendo que todas las ex­ cusas alegadas p o r los ágrafos tengan validez, la esca­ sísima producción de historias locales, dado el abun­ dante núm ero de investigadores, inclina a pensar que la inacción culpable tiene m ucha vela en ese entierro. Creo que es justo repetir a m uchos de nuestros amigos provincianos el consejo de M anuel G utiérrez N ájera: “Lo que tienes, chico, es pereza, sacúdete y tra b a ja ; si no, vas a quedar como las m uías del doctor V icuña que, cuando ya iban aprendiendo a no comer, m urieron de ham bre.” U n a gran p arte de los sabios se van a la tum ba sin 92

antes haber trasm itido la espléndida sabiduría acum u­ lada durante su vida. Son legión los que no le han hecho caso al aforismo de Leonardo da V inci: “Huye del estudio en el cual la obra resultante m uere conjun­ tam ente con el que la realiza” . T am bién ab undan los que se contentan con escribir p a ra sí o sólo p a ra sus muy allegados. Si es cierto que hay deberes p ara con la sociedad, ni los ágrafos y ni los que únicam ente es­ criben para ellos mismos los cum plen. Éstos son tam ­ bién en buena m edida responsables de otra de las am ar­ guras de la situación m icrohistoriográfica : L a soledad perm anente. “U n cierto grado de soledad en espacio y tiempo es indispensable — como dice B ertrand R us­ sell— p a ra producir la independencia necesaria que requiere un trabajo im portante.” Los historiadores m e­ tropolitanos anhelan sin conseguirla la dosis necesaria de aislamiento. Lo que les falta a los unos les sobra a los otros. M uchas deficiencias de los sabios de pro­ vincia son achacables a la falta de com unicación con otros sabios. En éstos no se da “la proporción de so­ ledad y com pañía que, según Paul Valéry, es conve­ niente p ara la hechura de las obras del espíritu” . R e­ cuérdese la queja del secretario de nuestra asociación: “Producimos. . . en la soledad. . . sentimos la indife­ rencia, sufrimos el menosprecio oficial y particular, y en dolorosas ocasiones hasta el fam iliar” . El cronista lugareño se sabe isla sin puente. En las ciudades mayores del interior hay una o mác 93

academ ias, juntas, sociedades donde suelen reunirse periódicam ente los cronistas de la ciudad. E n algunas villas existen clubes que agrupan a los interesados en ciencias, letras y artes. En la m ayoría de los centros urbanos brilla p o r su ausencia la necesaria sociedad de sabios. Desde hace poco se puso en cam ino una Asociación de H istoriadores Regionales. Los congresos de historia que sesionaban anualm ente en distintos puntos de la R epública han prescindido de esta buena costum bre. No funciona hoy ningún organismo que perm ita e impulse el contacto entre historiadores par­ ticulares y generales. Se echan de menos tam bién los lazos que unan al m icrohistoriador mexicano con el extranjero. Escasean los mecanismos especializados en poner en contacto, a nivel local, nacional e interna­ cional, al erudito provinciano con sus cofrades. L a publicidad endeble es otro factor de encierro. Con justa razón dice el licenciado Pedraza: “No logramos publicar nuestro libro; inéditas tam bién quedan nues­ tras notas y apuntes, nuestros artículos, nuestras investi­ gaciones. . .” Algunos diarios de provincia hospedan en su página editorial un corto núm ero de notas his­ tóricas. E n pocos sitios hay revistas de cultura que le hacen lugar a la historia y publicaciones periódicas de índole historiográfica como Roel, R evista de Estudios históricos, Teotlcdpan y diversos boletines. P or lo que toca a libros, la pobreza es mayor. En los últimos cinco años, en M éxico se ha publicado un prom edio de tres m il títulos anuales. Los más no son de autores del país, ni tam poco los mejores de fuera. Los libros de m icrohistoria apenas son el 1% del total. P or o tra p a r­ 94

te, lo com ún en el m edio microhistórico es que el autor publique su volum en en ediciones de corto tiraje, mal diseñadas y bien surtidas de errores tipográficos. La circulación no aventaja a las ediciones. R ecuér­ dese lo que dijo el padre M ontejano sobre la gente reunida en M onterrey, en aquel Congreso de H istoria del N oroeste; “C uando se escribe y publica en el interior es obra inédita o sem iinédita que m uchas veces no llega siquiera a los especialistas” . Es rara la obra que va a librerías distantes del contorno donde se p ro dujo; son m uy pocos los libros de nuestra provincia que reciben hospedaje en las bibliotecas públicas; más raros aún son los que despiertan la atención de la crítica especia­ lizada o de la com ún y corriente. Lo que circula en calidad de regalo nomás no circula. L a microhistoria no se vende. Y aún hay otros estorbos para la com unicación, difí­ ciles de remover. E ntre el cronista de un terruño y el de al lado se interpone la falta de com unidad tem ática. U n vigoroso etnocentrism o im pide la unión de los sabios provincianos entre sí. Para la com unicación de éstos con los historiadores m onum entales y científicos de la capital la m axim a traba la ponen los capitalinos por desconfiados y desdeñosos. E n Francia, en Ingla­ terra, en Estados U nidos es frecuente oír expresiones de reconocim iento p a ra las monografías históricas loca­ les. En nuestra capital, si quita a don W igberto y m e­ dia docena más de simpatizadores de la sabiduría pro­ vinciana, no se oyen piropos p a ra la intelectualidad extracapitalina. Al contrario, se le desconfía dizque por pasional y desprovista de método, y se le desprecia, y 95

aun se le com bate y estigmatiza p o r no estar a la últim a m oda en asuntos y técnicas. Al intelectual académico no le gusta mezclarse con gente am ateur. A ésta, por su lado, le da por exhibir a gritos las omisiones en que incurre el profesional de la m etrópoli. De la com unión con los legos baste decir que cada cro­ nista local cuenta con u n a clientela en su propio terru ­ ño. G eneralm ente no conoce lectores más allá de su p atria chica por las causas ya expuestas y por la que sigue. Las formas de efemérides, diccionario, m ono­ grafía geoestadística en que m uy a m enudo se vierten los descubrim ientos de la investigación local no son nada fascinante p a ra el com ún de los lectores. T am poco los estilos más frecuentados por la crónica lugareña son de m ucho pegue. El estilo solemne, cam p, de la escuela de la fecundia no es el más adecuado para com unicar la vida y la obra de gente de estatura coti­ diana, no egregia. El acostum brado p o r el microhis­ toriador con hum os de hom bre de ciencia, con pre­ tensiones de conseguir la fría objetividad, tam poco es el ropaje que le queda a una m ateria histórica necesaria­ m ente emotiva. M e late que se ganarían lectores con el uso del habla lugareña que sólo en m uy contados días de guard ar y en los discurseros de oficio se vuelve p er­ fum ada y altisonante, cuando ordinariam ente es sólo sabrosa.

V. T R E S H IS T O R IA D O R E S D E P R O V IN C IA M o n t e ja n o , de S a n

L u is *

D on R afael M ontejano y A guiñaga viene a ocupar la silla que naturalm ente le corresponde, la que de­ ja ra vacante, a los 86 años de vida, el más ilustre historiador de San Luis Potosí, uno de los fundadores de esta institución: don Prim o Feliciano Velázquez. Pero don Prim o m urió cuando don R afael cursaba la juventud, edad no académ ica. L a introm isión de una voluntad misteriosa hizo que fuera lo que debía ser. El sitio que abandonó Velázquez se m antuvo vacío por el tiem po requerido p a ra que el señalado como heredero por los poderes invisibles se añ ejara suficien­ tem ente. Por fin, el 27 de m arzo de 1973, las volun­ tades de los académicos llam an al indiscutible sucesor del ilustre difunto p a ra ponerlo en posesión de la sede que fundó, y ahora, 26 de agosto de 1974, don R afael, tras de pasarle el plum ero, se sienta en la silla que lo esperaba vacante desde hace veinticinco años. El famoso historiador de San Luis a quien la A ca­ dem ia M exicana de la H istoria, correspondiente de la * Discurso de bienvenida a don Rafael M ontejano y Aguiñaga en respuesta al discurso de ingreso de éste a la A cademia M exicana de la H istoria correspondiente de la Real Española, leído el 26 de agosto de 1974.

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de España, se com place en recibir en su instituto, nació en la buena ciudad consagrada al rey cruzado y en el m al año de 1919, en un tiem po de penosa convalecencia internacional y nacional. T odavía sen­ tíase el olor de la m atachina en que se enfrascaron casi todos los hom bres del m undo entre 1914 y 1918. T odavía México, ocupado en su propia trifulca desde 1910, an d ab a con m uletas, se quejaba de m agulladu­ ras, raspones, torceduras, dolores musculares, tran ca­ zos contusos, m achetazos al rey de espadas, puntapiés, reveses dolorosos. El m undo y la p atria vivían una convalecencia difícil y penosa. Según los cóm putos de don W igberto Jim énez M ore­ no, el recipiendario y quien le da la bienvenida son de la generación de sátiros desencantados; dizque so­ mos de u n a generación poco seria, que d a en burlarse de las cosas divinas y hum anas. Probablem ente por haber tenido maestros rebozantes de optimismo, cien­ cia y solemnidad, se haya despertado en algunos de los nacidos entre 1918 y 1933, la sensibilidad p a ra la burla, p a ra u n a burla que, dicho sea p a ra consuelo de nuestros queridos mentores, está m uy lejos de derri­ b ar el edificio de las costumbres. Así, nadie puede decir del padre M ontejano que sea u n dem oledor, pero tam poco nadie puede negar que es u n revisionista, un irreverente, u n experto en blan d ir palabras contra esto y aquello, contra u n pasado poco glorioso y con­ tra u n hoy bastante m al parecido. D on R afael, como los de la generación precedente, es científico sobrado de sabiduría y método. C on todo, no tiene el aire de sus inm ediatos antecesores. Es de otra prom oción h u ­ 98

m ana; es un representante de la más sutil sabiduría de la alada generación del medio siglo. Aunque no falte quien sostenga que el padre R afael ha sido siempre un sabio, hubo una época en que, por no serlo, fue estudiante. M ientras a un presidente de la República le dio por perseguir sacerdotes y m onjas e hizo estallar la Cristiada, R afael M ontejano apren­ día a leer, escribir, contar y rezar en la escuela “José M aría M orelos”, colegio católico. Concluida la edu­ cación prim era a los once años de edad, optó por el oficio más zarandeado entonces por el jefe máximo de la Revolución: el sacerdocio. D e 1930 a 1938 es­ tuvo en el seminario guadalupano de San Luis Potosí adiestrándose en hum anidades y filosofía. Poco des­ pués las autoridades eclesiásticas lo despacharon a Rom a, a la U niversidad Gregoriana, a seguir estudios de teología. De allí salió alineado en la tradición m e­ dieval que hace de los hombres eruditos, pensantes e ingeniosos, hombres de Iglesia. L a G regoriana le dio la licenciatura en teología en julio de 1942. Su tesis fue sobre E l problem a del m al en la “C iudad de Dios”, de San Agustín. A parte de los divinos, sin salir de R om a y del círculo clerical, siguió cursos paganos. E n 1943, en la Scuola V aticana di Biblioteconomia, Paleografia ed A rchi­ vistica se preparó p a ra serio ahora archivisible : un bibliotecario y organizador de vejestorios documentales, ágil y de m ucho saber. T am bién en R om a, gracias al m aestro jesuíta don Pedro L eturia y a otros ilustres historiadores de la Iglesia, se hizo historiador profe­ sional, obtuvo su licenciatura con u n a tesis sobre 99

“El problem a del clero indígena en M éxico durante el siglo X V I.” Desde entonces, el profesionalismo au n a­ do al auténtico gusto p o r la historia, h a n hecho del padre M ontejano u n a figura sobresaliente en la capilla mexicana consagrada a Clio, pues escribe obras a la vez confiables y legibles. En 1945, de vuelta en su p a tria y su terruño, doble­ m ente licenciado, reem prende el aprendizaje. E n la Escuela de A rqueología de la U niversidad A utónom a de San Luis Potosí hace estudios de eso, y en la misma U niversidad y en los mismos años, aunque en otra es­ cuela, sigue historia de M éxico. Por o tra parte, forta­ lece sus virtudes de bibliotecónom o en varias ciudades de los Estados Unidos, en la prim avera de 1959. D e 1945 a 1959, don R afael combinó el aprendizaje con la docencia. Después de 1960 abandonó el estudio form al, que no la cátedra. Siem pre en San Luis, pero en diversas instituciones y años im partió de m odo ejem ­ p lar las m aterias de filosofía, historia universal, historia del arte, biblioteconom ía, latín, sociología, historia de México, técnica del periodismo, etim ología introducción a la economía, ética del trabajo social, etcétera. Q ue es un hom bre del R enacim iento o de la Ilustración, do­ m iciliado por error en el siglo xx, lo p rueban sus ense­ ñanzas de técnica de investigación y redacción a inge­ nieros y enferm eras, de antropología, a sólo aspirantes de enferm ería, y de historia de la cultura a los que van p ara arquitectos. E n San Luis Potosí, h a sido y es “el m aestro” de toda sabiduría. E n m i tierra, a don R afael M ontejano y A guiñaga le dirían “todista” . Es buen sacerdote; fue estudiante 100

modelo; es buen catedrático, y h a sido un hacedor m últiple. H a organizado y m aneja estupendam ente la biblioteca de la U niversidad A utónom a de San Luis Potosí. Es tam bién de recordarse que fundó y fue el prim ero en presidir la Asociación de Biblioteca­ rios,de Universidades e Institutos de Enseñanza Superior de la República M exicana. En 1970 fundó la A cade­ m ia de H istoria Potosina que preside, y dos años m ás tarde —yo lo vi— trajo gente de donde quiera p a ra el “prim er encuentro de historiadores de provincia”, en­ cuentro que produjo la Asociación M exicana de H is­ toria Regional, presidida por él. Y esto no es sino una m ínim a parte de sus quehaceres. E n el capítulo de “cargos” del curriculum vitae de nuestro colega fi­ guran 19 instituciones que usan de sus servicios, en las que trab aja con absoluta entrega. D entro de las prisas de este acto litúrgico, apenas cabe aludir a la vasta labor periodística de quien ha dirigido las Fichas de bibliografía potosina y Vid, y ha colaborado a la difusión de la cultura con artículos de interés perm anente que constan en cuatro perió­ dicos potosinos {Cultura Cristiana, E l Heraldo, E l Sol de San Luis y Estilo) y en la N ueva Enciclopedia Ca­ tólica. Fuera de San Luis, el padre M ontejano no hace to­ davía m ucho ruido como periodista y como orador, que sí como editor y au tor de libros. Q uién ignora que es el responsable de las publicaciones de la A cade­ m ia de H istoria Potosina que en la serie “C uadernos” h a dado a conocer 31 volúm enes; en la serie “D ocum en­ tos”, cuatro, y en la serie “Estudios” , cosa de diez. 101

Q uién no sabe que a p a rtir de 1945, fecha de publi­ cación del Ensayo de estadística eclesiástica potosina y de las Lecciones de hiblioteconomia, escribe por lo menos dos obras anuales. Las de 1949 fueron de índole bibliográfica; las dos de 1952, de índole coral; la más fam osa del dúo de 1953, la Guía de San Luis Potosí, se sigue reeditando y poniendo al día lustro tras lustro. En 1954, sin d ejar de hacer coros hablados y m ono­ grafías referentes a la capital potosina, inició la serie de obras sobre algunas com unidades parroquiales de la diócesis de San Luis. En 1964 da a conocer la vida de u n a parro q u ia muy venida a menos, de la com unidad del valle de Santa Isabel del Arm adillo, u n pueblo que visto hoy no parece capaz de ta n ta cosa como la que le atribuye el padre M ontejano quien, con gusto y profesionalismo, investigó en los papeles parroquiales de A rm adillo y San Nicolás, en los autores más prestigiados de histo­ ria de la región y en los dichos de los viejos, y produjo una m onografía que se distingue por la enorm e infor­ mación, el buen sentido crítico, la probidad in terpreta­ tiva y la lengua sabrosa y justa. En poco más de 300 páginas, desde un punto de vista que difiere m ucho del oficial y se acerca al popular, contem pla la cuatricentenaria vida de unos pocos miles de habitantes en un pequeño ám bito crecientem ente miserable, apo­ rreado por una naturaleza m adrastra y u n a política padrastra. El segundo alarde m icrohistórico de don R afael es de 1967. N o me refiero a Fundadores y fundación de R io Verde, o tra sonada publicación del mismo año. 102

Q uiero evocar u n a obra m aestra m andada hacer por un señor cura a propósito del siglo y medio de la fun­ dación del Valle del M aíz. Como Paul Valéry, Rafael M ontejano produce excelentes obras de encargo. Así ésta, elaborada con cariño y espíritu de curiosidad, como si fuese la historia de su terruño, como que es la historia de una porción de sus campos natales. Pese a la falta de notas de pie de página, ningún erudito puede tener en duda sus sólidos cimientos docum en­ tales. No obstante lo copioso de la inform ación, ningún aficionado a la buena lectura la soltará antes de llegar al fin. Com o es un voluminoso libro escrito por un sacerdote sobre una com unidad devota, la vida de re­ ligión está am pliam ente tratada, que no olvidadas las vidas política, económica y social. I.os libros microhistóricos, modelos en su género, escritos por M ontejano, van p a ra la docena. Baste enum erar Alaquines y su Señor del santo entierro, D el viejo San Luis, E l palacio m unicipal de San Luis Potosí y el m uy reciente sobre Cárdenas, el m unicipio llam ado así no por el T a ta, sino por un antihéroe, por un tal Luis de Cárdenas que m altrató indios “con gran m alicia en el siglo x v n ”, que hizo a la gente del lugar sufrida, que la capacitó p ara resistir resignadam ente a tres héroes del M éxico contem poráneo, al trío Cedillo, form ado por M agdaleno, Saturnino y Cleofas. En una cápsula de diez m inutos no cabe la referencia de todas las habilidades de M ontejano. M e guardaré p ara m om ento más oportuno la m ención a la m anera extraordinaria como h a ejercido un género histórico ahora en decadencia: la crónica de santuarios, im áge­ 103

nes milagrosas y figuras ejem plares de la vida cristiana. Tam poco hay tiem po p a ra hacer el debido elogio de sus logros como historiador de las letras. A quí apenas cabe m encionar dos obras fundam entales sobre lo que escribió: O thón y el ambierñe cultural en la juventud de O thón, y a u n coloso que se llam a Diccionario biobibliográfico de escritores potosinos. Sin d u d a don R afael M ontejano y A guiñaga merece el sobrenom bre de m aestro de toda erudición potosina. N ingún historiador de antes ni de ahora h a llegado a saber tantas potosinadas como él. Com o principio de cuentas ha conseguido u n conocim iento en exten­ sión y profundidad, y de p u n ta a punta, de todos y cada uno de los historiadores que lo precedieron en la labor de descubrir a San Luis. En 1961 y 1966 publicó sesudos recuerdos de don Prim o Feliciano Velázquez; en 1972, de don Joaquín M eade y don Francisco de la M aza, y ahora, en el discurso de ingreso a la A cadem ia M exicana de la H istoria correspondien­ te de la gachupina, acerca de la poblada pléyade de historiadores potosinos. El profesionalismo y la afición a la historia del padre R afael; la variedad, la enorm e cantidad y la exquisita calidad de la obra m ontejana, y el justo prestigio de que goza el sabio A guiñaga en la repú­ blica de los historiadores, explican la presencia, en la parte superior de este recinto académico, del padre R afael M ontejano y Aguiñaga.

F u e n te s, de

C h ih u a h u a *

H ace poco más de un año tuve el honor de recibir en la A cadem ia de la H istoria a un ilustre historiador pro­ vinciano por nacim iento y vencidad, al líder de toda sabiduría potosina, al padre don R afael M ontejano y Aguiñaga. Hoy se me vuelve a honrar con la altísima distinción de decirle “bienvenido” a nuestro club a otro prohom bre de la historia que como aquél, no obs­ tan te haberle hurtado el cuerpo a la “ojerosa y pintata d a ” capital, sitio donde es relativam ente fácil hacerse noticia, h a conquistado el aplauso de la élite y de la m uchedum bre desde uno de los puntos más remotos de la R epública m exicana. Pese a su actitud y talante de español recién llegado de la m adre patria, el colega a quien recibimos hoy es un producto de nuestro norte que, como es bien sabido, se h a especializado en la pro­ ducción de un p ar de variedades antropológicas: la pocha y la agachupinada. Él lo h a dicho: “Nací en el desierto, y el llano ali­ m entó mi imaginación con las fantasías que pueblan sus vacíos infinitos. A hora pienso que el medio es determ i­ nante, y que quien nace en el desierto acaba por lle­ varlo en el alma, convertido en doctrina sustentadora.” C hihuahua, la tierra natal de Fuentes M ares, además de ser un eufemismo, es el estado más extenso de la República, el más pobre en fuentes y el más alejado de los mares de México. Es proverbial la vasta aridez * Respuesta al discurso del Dr. José Fuentes Mares, pronun­ ciado la noche del 9 de septiembre de 1975, con motivo de su ingreso a la Academia M exicana de la Historia.

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de la p atria de quien se h a caracterizado por ser una fuente que no cesa en el propòsito de abastecer m ares de sabiduría y de fina prosa. Es tam bién sabido que la ciudad donde nació fue hechura de hom bres que bus­ caban m inas y que acabaron en ganaderos y m ata-apaches. Q uizá de esa triple herencia proceda la actitud es­ forzada, señorial y com bativa de los chihuahuer.ses de ahora, aunque tam bién p u ed a atribuirse al consumo de carne asada, según asegura o tra tesis explicativa de la barbarie norteña, y en p articu lar chihuahuense, bar­ barie que ha dado hijos ta n civilizados como M artín Luis G uzm án y éste de apenas 56 años. Q uizá tam bién nos resulte esclarecedor el recordar que Fuentes M ares dio su prim er grito un quince de sep­ tiembre, el m ero día del G rito del todavía bronco año de 1919, quizá en u n a h o ra en que la iracunda voz de un gobernante local repetía el grito de m uerte con­ tra los gachupines que lanzó p o r prim era vez, y sin reflexión, el iracundo párroco de Dolores. Gomo quiera, aunque 1919 nos trae a la m em oria el asesinato a tra i­ ción de Z apata y otras fechorías, no fue u n año muy sangriento ni enteram ente dem oledor. En aquella fecha, en el alm a de los destructores del antiguo régim en em pe­ zaron a surgir ideas constructivas que el presidente C a­ rranza quiso que fuesen puestas a an d ar por el ingeniero Ignacio Bonillas y que O bregón decidió, por sus pistolas, que él las pondría en p ráctica a p u n ta de bayoneta, sin necesidad de escuadras y compases ingenieriles. De hecho, 1919 fue u n año bruscam ente inaugural en todo el m undo. Italia funda el fascismo; Alem ania, el P ar­ tido N acional Socialista; Rusia, el K om intern, y Ru106

therford desintegra el átom o, desintegración que es aún el máximo problem a de nuestra centuria. Q uizá a ser originario de esa aurora tan violenta debe Fuentes M ares su condición contradictoriam ente pacifista y peleonera, su actitud en pro de una revolución irrevolucionaria, como la de Cristo en su tiem po y la de G andhi en el actual. No creo que nuestro amigo haya tenido una niñez desdichada, y a ello atribuyo su conducta frecuente­ m ente conciliadora, pero sí me parece aunque no lo sé a ciencia cierta, que creció en un hogar católico donde se deploraría la persecución de que era objeto la gente de sotana del sable que gobernaba entonces al país. Sé de fuente segura que asistió de niño y de adolescente a escuelas oficiales. El currículum vitae que tuve a la vista sólo dice que “siguió estudios prim arios y secun­ darios en C hih u ah u a”. Com o la m ayoría de los m u­ chachos mexicanos nacidos en provincia y aspirantes a la consagración profesional, su destino subsiguiente fue la U niversidad recién autónom a de México, donde asistió a los cursos de aquel gran señor, “dueño de vivísimo talento, generoso, am ante de las cosas buenas de la vida, pero tan íntegro que ni el dinero ni los honores le hicieron perder de vista las normas prim arias de la vida m oral” : Antonio Caso, “cuyo ejem plo — al decir de Fuentes M ares— dejó huella en varias generaciones” , y desde luego en los más añosos pensadores de la gene­ ración que don W igberto Jim énez M oreno denom ina plenirrevisionista, y tam bién desencantada y proto-revolucionaria, de la generación que ostenta en los extre­ mos dos Fuentes, a José y a Carlos, y que debe m ucho 107

de su hechura a la pléyade de intelectuales españoles transterrados y a su transterrador positivo: D aniel Cosío Villegas. E n el trienio 1942-1944, José Fuentes M ares recibió de la U niversidad A utónom a de M éxico tres grados: la m aestría y el doctorado en filosofía y la licenciatura en derecho. Así cumplió con la carrera de m oda a m itad de siglo, y con la antigua costum bre de la vida intelec­ tual de M éxico de ser antes que n ad a abogado. El académ ico a quien hoy tenemos el gusto de incorporar a nuestra corporación, rem ató brillantem ente su tesitura universitaria con tres libros (Gabina Barreda, publica­ do en 1942; Ley, sociedad y política, impreso en 1943, y K a n t y la evolución de la conciencia sociopolítica moderna, salido de las prensas en 1946) y con aquellos cursos dictados en la Facultad de Filosofía y Letras d uran te 1944 y 1945. Desde entonces la trayectoria in­ telectual de Fuentes h a estado regida, según veo, por un sistema tan mexicano como lo es el sistema m étrico sexenal. D urante el prim er sexenio de su vida postgraduada, como casi todos los eminentes de la generación 19191933, don José recorrió m undo, y no como las em inen­ cias de las dos generaciones previas que salieron de su p atria expulsadas, víctimas de la persecución, sino con beca, según se acostum bra desde que la Revolución se bajó del caballo y enfundó el m achete. En 1945 dis­ fru ta de una beca de la F undación Rockefeller. E n 1948 es profesor huésped de la U niversidad Internacional de Santander y de la H ispanoam ericana de Sevilla. En 1949 publica M éxico en la hispanidad, su p rim er tra­ 108

bajo de crítica histórica, y en 1950, cuando ya eran públicos sus enredos con Clío, va de investigador a los Archivos Nacionales de W ashington y a los de la So­ ciedad H istórica de Pennsylvania. P ara 1950 ya es un indiscutible vocado a las investigaciones históricas, due­ ño de su propia concepción de la historia y discípulo de los relatos históricos de Justo Sierra. Desde entonces quedó claro que lo que m ejor cuadra a su tem peram en­ to y aficiones es la labor historiográfica. Dos acontecim ientos historiográficos im portantes de 1951 fueron la aparición de la revista Historia m exi­ cana y un libro histórico polémico de Fuentes M ares: Poinsett, historia de una gran intriga. M anuel G on­ zález Ram írez, un liberal sin libertad, lanzó en aquella revista una andanada de pedruscos contra este libro. D ijo de él que repetía tesis de Alam án, ese escritor tabú del siglo xix, que acusaba de sucias intrigas al prim er em bajador estadunidense, y en cam bio nada decía del intrigante confesor de la herm ana de don Antonio López de S anta A nna, y que tenía pretensiones literarias que hacían recordar al fantasioso de Ludv^^ig. El agredido repuso que no se sirvió de A lam án para m ostrar los enjuagues de Poinsett, ni tenía p or qué ocu­ parse del confesor de la herm ana de S anta A nna ni era devoto de las prácticas fantasiosas de Ludwig. E nton­ ces el crítico acom etiente, tras de propinarle recetas sobre cómo hacer historia, pretendió hacerlo ceniza lla­ m ándole “em pecinado en lo español” . U n p a r de años más tarde el “em pecinado” salió con nueva obra, con Y M éxico se refugió en el desierto, biografía de don Luis Terrazas, fundador del im perio ganadero más 109

grande del m undo. D on D aniel Cosío Villegas, acora­ zado con el seudónim o de Rosa Peralta, saludó a la biografía como u n a obra m aestra de recreación histó­ rica, escrita en estilo “cálido, lúcido y con hallazgos ocasionales de buena expresión” , pero no dejó de deplo­ ra r que fuese tan “antiliberal” y tan “an ti-juarista” , y en definitiva, tan polémica. “Fuentes M ares — dijo— prefiere los temas polémicos: ayer Poinsett, hoy T e rra ­ zas, m añana, quizá, Santa A nna.” En 1956 el don de profecía del nuevo D aniel se apuntó u n a victoria. En ese año circuló como p an callente Santa A nna: autora y acaso de un com ediante, obra que la crítica encontró tam bién m uy bien docum entada, muy bella­ m ente escrita, pero m uy anti-conservadora y anti-santanista. E n el tercer sexenio de su carrera pública. Fuentes M ares cosechó m uchos lectores entusiastas de sus rela­ tos históricos. Sus tres biografías sobre otros tantos discutidos personajes del siglo x ix fueron reeditadas. El rum or de que el biógrafo de Poinsett, T errazas y Santa A nna convertía los asuntos de desnuda investi­ gación histórica en vivo relato artístico acabó siendo un lugar com ún. El prestigio literario sobrepasó al histórico, y Fuentes quiso rem achar ese prestigio con dos novelas : Cadenas de soledad, publicada en 1958, y Servidum bre, en 1960. Fue tam bién entonces profesor de derecho, director de la Facultad de Leyes y rec­ tor de la U niversidad de C hihuahua. En el sexenio siguiente se retrajo a los cuarteles de la historia y p rodujo u n a tetralogía de prim er orden [Juárez y los Estados Unidos-, Juárez y la Intervención-, 110

[Juárez y el Im perio, y Juárez y la República) donde interpreta con lucidez extraordinaria la figura central del siglo X IX m exicano. Sobre la base de una vasta y valiosa docum entación, distraída de numerosos archivos y bibliotecas, recrea mom entos fundam entales de la vida m exicana en la docena de años que va de 1861 a 1872. E n el sexenio diazordacista, el investigador concien­ zudo, el pensador claro y el expositor brillante se lanza a la aventura del teatro y la síntesis histórica. E n 1967 estrena L a emperatriz. Desvarío de am or en tres actos; en 1968, L a joven A ntígona se va a la guerra, y en 1969, divierte al público con una Farsa antipatriótica en tres actos referente a su alteza serenísima. E n 1966 había publicado un panoram a de nuestro siglo x ix con el nonjbre de M em orias de Blas Pavón. Se tra ta de una sabrosa e inteligente síntesis escrita en prim era persona por un ser im aginario aunque un poco parecido al verdadero autor. El am able, escéptico y lúcido Blas refiere seria y hum orísticam ente lo que sabe y piensa de los mayores acontecim ientos y protagonistas de nues­ tra centuria trágico-cómica. Poco después hace que otro individuo menos im aginario que el anterior, más Fuentes M ares, nos refiera, en tiem po tan rápido y filmico y en estilo tan agridulce como el de Blas Pavón, la vida y m ilagros de los grandes de L a R evolución m e­ xicana, desde la caída de Díaz M ori hasta la presidencia de D íaz O rdaz. Es un pequeño libro del que sin duda p erd u rará la m ayoría de suS' páginas. Presiento que m uchas generaciones se deleitarán con los retratos de aquella flor de un día que fue Francisco M adero, del 111

chacal H u erta en su apogeo, de los vencedores revolu­ cionarios a la greña, de C arranza convertido en “un legislador con toda la b arb a”, de los “Sonorens Sonorensis lupus” , y de “la resurrección de Lázaro” . Q uizá la joven generación no esté de acuerdo con las pala­ bras concluyentes: “hace años que m archam os con la seguridad de duchos cam inantes” , ni con el consejo de “que el buen Sancho, un santo de nuestra estirpe, y por ellos, herm ano y com patriota, continúe brindándonos su protección” . En gracia a la brevedad pasemos de largo por D on Sebastián Lerdo y el amor, aparecido en 1972, pero se­ ria injusto no aplaudir de pasada a la m ás reciente bio­ grafía de nuestro com pañero, a la lum inosa-sem blanza de M iram ón, el hombre, que atrae lectores desde el año inm ediato anterior de 1974, y que no cierra la infati­ gable actividad creadora de quien está en la plenitud de ella, que prosigue con M éxico y España: historia de un conflicto, que acaba de aparecer en M ad rid y con La em peratriz Eugenia y su av en tu ra m exicana ¿Q ue cómo produce Fuentes M ares tantos y ta n buenos vo­ lúmenes de historia? Es u n a preg u n ta aú n no contes­ ta d a y m uy difícil de responder, m ás sí nos damos cuenta que es au to r y actor que no sólo escribe, que vive en el m undo y convive cotidianam ente con seres vi­ vos y no sólo con m am otretos y papeles. Q u ién no sabe que viaja frecuentem ente y conversa casi sin in terru p ­ ción. L a obra oral de Fuentes M ares es de u n a vas­ tedad ta n chihuahuense como su obra escrita. Si no se oyera descortés e insultante diría que habla mucho, aunque quizá se m e perdone que lo diga si agrego 112

que habla muy bien. Es decir, es un gran conferen­ ciante y un caudaloso y buen conversador. Es una p ri­ m era figura de la conversación que oye y lleva su gene­ rosidad hasta el punto de perm itir a su interlocutor levantar una que otra victoria. Está lejos de ser un hom bre dogm ático aunque se trate de asuntos gravísimos, como lo prueban las contes­ taciones sobre Dios dadas al padre Peñaloza, y que éste acaba de publicar. Aquí se lee: “M uchas veces me pregunto si creo en Dios realm ente, o si la m ía es tan sólo una creencia heredada.” A grega: “D ejé de ir a la iglesia cuando la encontré llena de gente que p racti­ caba su religión como un trám ite adm inistrativo para ganar el cielo, o menos todavía, por inercia social” . Concluye : En lo fund am en tal, no creo que la función de las reli­ giones en el m undo contem poráneo p u ed a ser otra que la de o rien tar en el am or, aunque hoy vaya p o r ahí un im p o rtan te sector de sacerdotes católicos p ara quienes el pulpito se h a convertido en tribuna política. . . Si su ejem ­ plo cunde; si los llam ados “progresistas” llegan a dom inar la voz de la Iglesia, el fin de ésta v endrá sin rem edio. . . No es posible ensalzar d u ran te veinte siglos la enseñanza de C risto p a ra salir ahora con que M arx fue su corrector.

Tam poco es muy ortodoxo respecto a la religión p atria que se adm inistra desde el Palacio Nacional. Como principio de cuenta, es poco sensible a las glo­ rias de la gran T enochtidan. A nda p o r ahí diciendo que “lleva en lo más profundo del alm a el ideal ecum é­ nico de la hispanidad” . Su imagen de M éxico y su nacionalismo no suelen coincidir con el mexicanismo 113

de la m inoría rectora de M éxico de la R eform a para acá. Es evidente su poco respeto p a ra dos añosos pi­ lares de la nación m ex ican a: la m ilicia y la clerecía laica. Su am or al pasado patrio es de la especie predicada por nuestro insigne director don E dm undo O ’G orm an, distante del chauvinismo, pues no sólo se ocupa en la exaltación de “las excelencias o perfecciones” que pueda tener nuestra trayectoria nacional; próxim a al sano patriotism o que “exige la com unión indiscrim ina­ da con [nuestro] pasado en su cabal y ro tu n d a totali­ d ad ” . Coincide tam bién con O ’G orm an en la ojeriza contra la mayor p arte de los historiadores mexicanos que se someten, al m enor guiño, “al soplo de la exigen­ cia oficial en tu rn o ” . Así, Fuentes es u n perfecto am an­ te de su patria, pero no u n am ante ortodoxo, como tam poco lo fue Justo Sierra, el santo inspirador de Fuentes. Está inconform e con lo más cacareado en m ateria de historia. M ientras oía su discurso recordaba la dia­ triba que ante la intelectualidad m exicana en pleno lanzó don E dm undo O ’G orm an contra una ...s e u d o historiografía, ta n ajen a a nuestra idiosincrasia, pero hoy tan en boga y tan ap lau d id a entre nosotros [una] seudo-historiografía [que por] vana esperanza de objetivi­ dad, sólo quiere atenerse a estadísticas y generalizaciones con desdén por lo p articu lar e irre p e tib le . . ., una m anera de historia que p erm u ta la p rim ogenitura de lo cu alita­ tivo por el plato de lentejas de lo cuantitativo, p ara acabar ofreciendo, en m onografías ilegibles, un cadáver de verdad incapaz de entusiasm ar al más frenético devoto de la necrofilia.

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T am poco Fuentes M ares oculta su “aversión hacia los historiadores que hacen gala de objetividad” y que en el m ejor de ios casos lo único que m uestran es “pura incapacidad de asombro frente al quehacer objetivado de otros hom bres”, y en definitiva ejercicio de “la his­ toria sin am or” . Hoy que el trabajo histórico se h a con­ vertido en u n a industria, hoy que proliferan las fábricas de libros históricos en donde docenas de obreros asa­ lariados y autóm atas día tras día y de tales a cuales horas recogen testimonios de hechos, que no de sus hechores ni de sus ideas, acuden a com putadoras y esgrimen tijeras y engrudo, nos resulta Fuentes M ares con la tesis tan cara a los rom ánticos de que “la historia es el intento personal de recrear lo pretérito”, inducidos por “un sentim iento amoroso hacia lo que se fue y no volverá” . E n esta hora en que izquierdas y derechas, en que los amigos de los pobres y los vendidos a los capitalistas proclam an al unísono los milagros de la ciencia y las resultas adorm ecedoras del arte y de la fi­ losofía, com parece un historiador que nos dice; “A rte en cuanto a la form a de exponer las experiencias h u ­ m anas objetivas, la historia se apoya en la filosofía para la interpretación de dichas experiencias.” T am ­ bién suena muy rom ántica la proposición sobre el papel del individuo en lo histórico. Q uizá las dos alas de la escuela científica im perante, el ala m arxista y el ala positivista, sólo le perdonen a don José la siguiente confesión; “M etido en la historia de m i p atria durante 25 años, hago de la objetividad m i estrella polar”, pero no le perdonarán esta o tra; “N o voy a conducirm e fría­ m ente ante lo que adoro ni ante lo que detesto.” F uen­ 115

tes M ares es sin d u d a de u n a honestidad insólita; como no lo hacen habitualm ente los historiadores, nos ha abierto su taller de p a r en par. H uelga decir que todo lo dicho por el recipiendario acerca del quehacer del historiador lo h a puesto en prác­ tica de p u n ta a rabo. Indudablem ente sigue la norm a de p racticar lo que predica. C on frecuencia su recrea­ ción del pretérito se eleva a planos filosóficos, y sin ex­ cepción, a niveles artísticos, sin que por servirse de la filosofía y de la literatu ra deje de recorrer el calvario científico: hipótesis de trabajo, recolección de testimo­ nios, operaciones de crítica externa e interna, am én de las tareas herm enéuticas y etiológicas. Fuentes M ares, más interesado en la comprensión de los hacedores que en la relación de los hechos, más atraído p o r lo singular que por la ley del desarrollo histórico, como investiga­ dor de estatura egregia, se ciñe en lo fundam ental a las reglas del juego de la capilla de Clío. A unque no siem­ pre declarado en notas, cada uno de sus libros se funda en millares de papeles bien leídos, cuidadosam ente aprovechados, rehechos con fin u ra y presentados en bandeja de oro. N adie h a tenido la osadía de acusar a Fuentes de enemigo del lector. M ete arte en su cien­ cia. Rehuye el sadismo de tantos filósofos, científicos y escritores vanguardistas. Su m anera de decir es legi­ ble, clara, refrescante, n atural. Expresa ideas profun­ das, evoca escenas atroces, dice todo lo que quiere sin retorcim ientos, ni anglicismos, ni jerga científica o filo­ sófica. Sin atorm entar el idiom a corriente consigue convencer, conm over y distraer al lector sano. En justo reconocim iento de las altas virtudes de José 116

Fuentes M ares como historiador del M éxico indepen­ diente, la A cadem ia M exicana de la H istoria lo ha atraído a su claustro. E ntre la m ultiplicidad de sus frutos sólo se han pesado los de índole histórica al m o­ m ento de declararlo habitante de la Academ ia, herm ano nuestro. Por otro lado, este reconocimiento al histo­ riador no debe verse como atadura. N uestro club ad ­ m ite fidelidades m últiples; no es monogámico ni celoso. A nadie le niega el derecho de sujetarse a otras reglas, de ju g ar otros juegos. N unca dice “zapatero a tus zapatos” , y por lo que m ira a José Fuentes M ares debiera decirle: Puede seguir escribiendo lo que le dé su real gana. No se sienta obligado por pertenecer a este cenáculo a prescindir de otras escrituras que no sean las históricas. Los libros históricos de usted le deben mucho a la inesta­ bilidad suya, a sus incursiones a casas que no son la nues­ tra, al enciclopedismo que lo caracteriza. Como símbolo de su nueva condición de académico m exicano de la historia, correspondiente de la Real de M adrid en seguida le será im puesta a don José F uen­ tes M ares la venera que corresponde al sillón núm ero 8 de esta A cadem ia y que de 1919 p a ra acá sólo h a sido ocupado por dos distinguidos sabios, lo que es indicio de la durabilidad de quienes lo ocupan. D e p o r sí, según la opinión de nuestro com pañero don Jesús Reyes Heroles, “el hacer historia exige años y ayuda a tener­ los. . . ayuda a la longevidad y parece ser que la de­ m anda” . Con fe hay que esperar larga vida cuando, 117

aparte de ser talentoso historiador, se es heredero de dos colegas de larga y fecunda trayectoria vital. Q uede bien claro nuestro vivísimo deseo de que don José Fuentes M ares ocupe p o r m uchas décadas el sillón n ú ­ m ero 8 de nuestra docta institución, a p a rtir de este día en que celebra sus bodas de plata, su vigésimo quinto aniversario como historiador apasionado y ap a­ sionante, libre y lúcido, incansable e íntegro, cáustico y caudaloso, de la p atria m exicana independiente.

M e d in a , d e

G u a d a l a ja r a *

C uando un gargantón, o persona de m uchas cam pani­ llas, como se decía antes, en tra a form ar p arte de un club académ ico como éste, se le recibe con un discurso de fácil factura, pletòrico de inform ación sobre sus m éritos y servicios. De la gente estrepitosa y grandi­ locuente ya está dicho casi todo y de la m ejor m a­ nera. Si se busca h ablar de u n pedante, numerosos diccionarios, enciclopedias, artículos, curricula y chismes acuden en ayuda de uno con datos, adjetivos y conceptos. Si se quiere decir algo de u n hum ilde y silencioso, nin­ gún libro lo auxilia y m uy pocos están dispuestos a inform arle de su vida y milagros. Com padezco a quienes escriben acerca del hom bre llam ado Ju a n R ulfo. La m ism a conmiseración siento p o r m í al escribir estas palabras referentes al angélico doctor Luis M edina As* Discurso de bienvenida a Luis M edina Ascencio en la A cademia M exicana de la H istoria, leído el 23 de enero de 198L

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cencío. Descubro que el personaje de m i bienvenida lleva casi setenta años de discurrir por este m undo sin sonajas, y que por lo mismo, aunque lo conocí y le en­ tregué gratitud, afecto y sincera adm iración desde hace cuarenta años, m i saber acerca de su vida es una nada. Aunque ustedes no lo crean, aún es posible vivir sin ser visto. Jalisco se ha especializado en la escultura de dos moldes psicológicos opuestos: el fanfarrón y el humilde. Como el padre del padre M edina escribió una his­ toria cordial de San M iguel el Alto, y como el segundo apellido de don Luis es Ascencio, induje que el doctor Luis M edina Ascencio era oriundo de los Altos de J a ­ lisco y sin más ni m ás le atribuí las virtudes de los alteños: honrado, vertical, valeroso, indom able, em ­ prendedor y jinete. Pero resulta que Luis M edina no es natural de los Altos, sólo de estirpe alteña. N ació en el borde sur de la zona tapatía, en Cocula. Segu­ ram ente ustedes, cc«no yo, sabían que “de Cocula es el m ariachi” , pero ignoramos que de ahí fuese tam bién el reverso del espíritu m ariachil, el hom bre menos gritón y jactancioso que uno pueda im aginar. T odavía m ás: nació en C ocula en un mes en que los truenos celestes presiden el tem poral de aguas, y en el año de 1912, a comienzos de la estruendosa Revolución m exicana. M i querido m aestro no sólo le llevó la contra a su tierra natal, sino tam bién a su fecha de nacim iento. D e ambas se distanció desde niño. A los seis años de edad fue a vivir a Z apopan, el p u e­ blo próxim o a G u adalajara m al visto como residencia. Los papas de antes am enazaban con m an d ar a sus hijos a Z apopan cuando éstos com etían locuras. U no de los 119

más tenaces recuerdos de m i niñez fue la salida de San José de G racia de José el Loco, p a ra quien algún alm a buena había conseguido hospedaje o cubil en el m ani­ comio de Z apopan. Sin em bargo, tengo la seguridad de que el niño Luis M edina fue a p a ra r allá sólo por llevarle la contra al lugar. Q uien hoy es honrado con su ingreso a esta A cadem ia fue siempre u n prototipo de la cordura, u n a de las cabezas más juiciosas de nues­ tro país. Estuvo en Z apopan, pero m uy distante del manicomio. Allí hizo la prim aria en el Colegio M o­ derno, entre 1918 y 1924, en el sexenio de las d ictad u ­ ras y los “cuartelazos” de los generales sonorenses. Com o es bien sabido, la profesión más desprestigiada y com batida por los milites sonorenses fue la profesión de sacerdote. Desde 1924 quien no quería instalarse en el erro r y sí en el presupuesto público debía perseguir, aco­ sar y deshacer curas. Entonces sólo los espíritus de con­ tradicción aspiraban al oficio sacerdotal. E n aquellos años (1924-1933) en que los campesinos del occiden­ te se fueron a la C ristiada y los federales se h artaro n de m a ta r sacerdotes y campesinos, el adolescente Luis M e­ dina se decidió p o r el sacerdocio y estuvo de estudiante en la escuela hacedora de clérigos de G uadalajara, en un sem inario clandestino, donde docentes y alumnos iban de H erodes a Pilatos y llevaban bien asida la p al­ m a de los m ártires. D u ran te nueve años el sem inarista M edina navegó con tra la conducta antirreligiosa de Plutarco Elias Calles y su corte de aguerridos comecuras. Al ver el general C árdenas que la caza de clérigos era contraproducente decide el cam ino de la toleran120

cía, pero este camino ya no le toca recorrerlo al padre M edina, quien p arte sigilosamente a Rom a, donde im ­ peraba la ley de otro Calles. E n Italia se com etían entonces m ultitud de atentados contra la verdad de los hechos. El régimen fascista sólo perm itía el ejercicio de una distorsionada y epopéyica historia de bronce. A este reto respondió M edina con una nueva hom bra­ da. Escogió como segunda carrera la de historiador ob­ jetivo; fue alum no de la Facultad de H istoria de la U niversidad Gregoriana. Estuvo de residente en el Colegio Pío Latino-A m ericano y fue el prim er latino­ am ericano que obtuvo el doctorado de historia en la Gregoriana. A prendió el oficio con L eturia, G rizar, Leiber y H ertlyng, con u n a pléyade de historiadores vascos y alemanes. Regresa a G u adalajara en 1937; p ara los europeos, en vísperas de la Segunda G uerra M undial, y p a ra los mexicanos, en tiempos de “la agraria” “los desfiles interm inables”, “el petróleo nacionalizado” y los historicistas intelectuales españoles. Él no cree en el historicismo. Él vuelve a su seminario, a la institución form adora de curas que lo form ó a él. Aquí trasm ite lec­ ciones en voz b a ja y pareja, sin apartarse u n ápice de la tradición jusnaturalista del catolicismo, de historia universal, de la Iglesia y de México. T am bién inaugura un taller de investigación histórica p ara laicos o más bien p a ra afectos a la historia. D ota al taller de un órgano de expresión, de u n a revista trim estral de Es­ tudios Históricos, donde apareció a trozos su libro sobre L a Santa Sede y la emancipación mexicana y donde tam bién colaboraron en aquella su prim era época los 121

cronistas añosos de Jalisco. A los aprendices jóvenes de aquel taller nos tocó otro cielo, fuimos encam inados hacia los institutos donde h abía carrera de historia. El maestro del taller, el socrático y bondadoso Luis M edina Ascencio, apenas descubría u n a vocación de historiador la m andaba con los historiadores de más prestigio en el país, sin im portarle m ayorm ente si eran o no buenos cristianos. E ntre 1943 y 1946 M edina fue, adem ás de m aestro de seminaristas, jefe de taller histó­ rico y director de u n a publicación periódica, émulo de San Cam ilo, encam inador de almas. Lo sé p o r propia experiencia. Él y otro m aestro m uy estimado, don José R am írez Flores, m e dieron las cartas de recom enda­ ción necesarias p a ra ser alum no del C entro de Estudios Históricos del Colegio de M éxico, donde resplandecía el doctor Silvio Zavala, y donde u n a docena de trans­ terrados españoles nos ponían al tan to del pensam iento de Dilthey, W eber y Croce. Como buen desagradecido, m e olvidé del benefactor. Supe años después de sus nuevos avatares. Q uizá por su tendencia al orden, la pulcritu d y la m esura decidió aban d o n ar la azarosa vida laica, los vaivenes del sacer­ docio seglar. Tocó a las puertas de u n a orden religiosa. Seguram ente la de m ayor prestigio por su orden y lim ­ pieza era la cuasi cuartelera C om pañía de Jesús, en la que m ilitaban algunos de los que habían sido sus maes­ tros. E n 1948, el padre M edina fue aceptado como novicio jesuíta y podemos im aginarlo allí en quehaceles hum illantes que según los jesuítas de entonces, eran los idóneos p a ra robustecer los músculos de la obedien­ cia. D urante cinco años se volvió ojo de hormiga. 122

más invisible de como lo había sido antes. N adie supo dónde estaba ni qué hacía, fuera de saber que se hacía jesuíta de la ram a de los sabios, no de la ram a de los mártires, pese a que su espíritu de contradicción todavía no se apagaba del todo. En 1953 don Luis M edina Ascencio reaparece como maestro de historia eclesiástica, historia universal e historia de M éxico en el Seminario Interdíocesano de M ontezum a, en aquel sem inario de sacerdotes que se abrió en el N uevo M éxico por la época en que se cerra­ ba ese tipo de seminarios en el viejo México. E n M on­ tezum a transcurrió el quinquenio más fecundo de su vida como escritor. C iertam ente su prim era y muy im por­ tante obra, M éxico y el Vaticano, se había publicado, en episodios, en 1946, pero las tres siguientes apare­ cieron durante su estadía en los Estados U nidos; H is­ toria del Sem inario de M ontezum a: 1910-1953, publi­ cada en 1962; M ontezum a íntim o, del mismo año y más gruesa que la anterior (407 pp. contra 288); y Archivos y bibliotecas eclesiásticos. Norm as para su ordenamiento y conservación, publicada en 1966 por la editorial Jus como las anteriores. T a n difícil como es extenderse en la vida del miem­ bro que hoy recibimos en esta A cadem ia M exicana de la H istoria correspondiente de la R eal Academ ia de la H istoria de E spaña es fácil explayarse en la extensa, original, bien labrada y pulida y seguram ente necesaria obra del que tardó la A cadem ia en llam ar a su seno por tratarse de un provinciano que al parecer rehuye la ciudad de M éxico, es decir, el sitio donde se hacen las famas, las fortunas y los poderes. Con todo, la valía 123

de sus numerosos libros está tan a la vista que h a logrado imponerse sobre su vida provinciana y silenciosa. N adie pone en d u d a que es un magnifico historiador de un periodo crucial de la vida externa de M éxico como fue el de 1810-1836, y de u n a institución educativa básica p a ra el sacerdocio m exicano de nuestros días como fue el sem inario de M ontezum a, así como de o tra institu­ ción tam bién forastera, tam bién ligada a la vida de don Luis, como el Colegio Pío L atino-A m ericano de Rom a, Las obras sobre M ontezum a y el Pío L atino son dos acabados ejemplos de m icrohistoria referidos no a m a­ terias biológicas sino ideológicas, no a terruños sino a escuelas. Desde 1970, m ientras su Iglesia y su C om pañía de Jesús giran hacia el color rojo, el padre M edina Ascencio se acoge, por tercera vez, a G uadalajara. En el últim o decenio h a sido cofundador y socio de la So­ ciedad de H istoria Eclesiástica M exicana, m iem bro de la Ju n ta A uxiliar Jalisciense de la Sociedad M exicana de G eografía y Estadística, fu n d ad o r y jefe del C entro de Estudios Históricos “Fray A ntonio T ello” en G uada­ laja ra y socio del C entro de Estudios G uadalupanos de M éxico, D. F. D e 1978 p a ra acá h a visto aparecer tres libros de su cosecha: en G uadalajara, el R esum en his­ tórico de la persecución religiosa en M éxico que él p a ­ deció en carne viva; Una Iglesia en agonía, publicado en la m etrópoli sobre u n asunto de m ucha actualidad aunque no típico de historiador y menos de m icrohisto­ riador. Después de todo n ad a ni nadie prohíbe a los microhistoriadores m eterse con tem as abstractos y abstrusos. Debo agregar que a su regreso a G uad alajara 124

retom ó la revista de Estudios Históricos que se publicó trim estralm ente y que no sólo es adm irable por su larga vida. T am bién lo es por la buena factura de los a r­ tículos de fondo, en su gran m ayoría sesudos trabajos de índole microhistórica, por las noticias sobre el gre­ mio de historiadores provincianos, en su m ayor p arte del gremio microhistórico, y por la objetividad de las reseñas de libros, los más, libros de m icrohistoria ninguneados en la metrópoli. Estudios Históricos no es, por supuesto, la única re­ vista de m icrohistoria que se publica en la provincia mexicana. E n los últimos años han aparecido varias publicaciones periódicas parecidas en M onterrey, San Luis Potosí, León, M érida, Saltillo, Jiquilpan, Zam ora, M orelia, T oluca y otros sitios. L a de G uadalajara ha cum plido cuatro años de su tercera época. Y a ofrece 16 números. Todos los núm eros se cocinan en juntas mensuales que tienen lugar en la acogedora casa del venerable m aestro José Ram írez Flores. Se tra ta de una publicación que no peca de voluminosa. C ada núm ero da, en cuarenta páginas, “estudios” , “docum entos” y “notas” . L a penúltim a entrega trae el “Breve ensayo de sociología histórica de los Altos de Jalisco” de M a­ riano González Leal y un pequeño estudio de X avier Ollervides sobre el “V alle de San Ju a n Bautista, de Pesquería G rande”, am én de documentos, notas críticas, noticias y comentarios. E n la últim a entrega, el doctor Jesús González M artín ofrece unos “A puntes p ara la historia de San Francisco de T ep atitlán ” ; Alvaro O choa un docum ento sobre M azam itla, y don Luis M edina Ascencio, ocho reseñas de libros y otras tantas noticias 125

culturales, reseñas y noticias hechas con fin u ra y espí­ ritu de justicia. Sobre las publicaciones del recipiendario debiera ex­ tenderm e, pero prescindo en este m om ento de esa obli­ gación por que sé el poco tiem po tolerado a los autores de bienvenida. Q uizá en ocasión fu tu ra se me perm ita a ñ ad ir un juicio de la valiosa producción libresca del doctor Luís M edina Ascencio. T am bién m e reservo p a ra ese futuro el com entario de la estupenda diserta­ ción que acerca de dos actitudes hum anas, la de fray Bartolomé de las Casas y la de T a ta Vasco de Q uiroga que acaba de ofrecer aquí y ahora, este tercer sacerdote, m ucho más callado que aquellos dos obispos pero no menos polémico y rebelde. Sólo me resta, p a ra concluir esta cerem onia, pedirle al doctor Luis M edina Ascencio disculpas por haberlo llam ado tan tarde a esta su casa de la que se hizo m erecedor desde 1946, desde hace 35 años, y darle la m ás cordial bienvenida a u n a academ ia que propor­ ciona a sus miembros g aran tía de longevidad. Así pues, tenemos la esperanza de que nos acom pañe e ilumine p o r muchos y largos años.

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VL U N A E SC U E L A D E H IS T O R IA EN P R O V IN C IA

La

carrera

de

h is t o r ia

en

M é x ic o

D urante cuatro siglos los historiadores de la vida me­ xicana fueron autodidactas. Bernal, Olmos, M otoli­ nía, Sahagún, M endieta, T orquem ada, Ixtlixóchitl, Solís, Sigüenza, Clavijero, Bustam ante, Alam án, M ora, Orozco y Berra, G arcía Icazbalceta, Sierra, etcétera, no pudieron anteponer a su nom bre ninguno de los tres niveles de la carrera de historia. Esto indica que es posible ser historiador e incluso gran historiador sin licenciatura, m aestría o doctorado en historia, pero no quiere decir que el hacer estudios históricos no sirva de nada. Q uizá un poeta lírico no gane m ayor cosa si sigue la carrera de literatura. Seguram ente un histo­ riador sí gana bastante en su oficio si em prende la ca­ rrera de historia. Probablem ente la poesía sea sobre todo fruto de la inspiración, pero la historia es sin duda hija de la form ación tanto como de la vocación. En todo el m undo la enseñanza de la historia como carrera universitaria es reciente; en México acaba de cum plir medio siglo. L a U niversidad de México, en vísperas de ser autónom a, en 1927, inició cursos para p rep arar agregados, maestros y doctores en historia. En los cuarentas, en la ciudad de México, la fiebre de for­ 127

m ar historiadores culm inó con la reform a de los estu­ dios históricos en la u n a m ; con el arranque, en 1941, del centro de Estudios Históricos en El Colegio de M éxico; en 1942, con el establecim iento de u n a m aes­ tría de historia en la Escuela N orm al Superior, y en 1946, con el inicio de la carrera de etnohistoria en la Escuela N acional de Antropología. E n los últim os años h a habido otra racha de fundaciones. E n la ciudad de México se h an fundado cinco escuelas más p a ra la form ación de historiadores en las universidades Ibero­ am ericana y M etropolitana, en la Escuela N acional de Estudios Profesionales de A catlán y en el Instituto de C u ltu ra Superior. E n la m etrópoli hay siete escuelas de este tipo. E n las provincias de M éxico, hay quince: dos en los dos más viejos institutos de enseñanza supe­ rior de G uadalajara, y u n a en cada u n a de las siguientes universidades: A utónom a del Estado de México, Michoacana, V eracruzana, de G uanajuato, de G uerrero, de Puebla y de Nuevo León. T am bién ofrecen la ca­ rrera de historia dos escuelas norm ales superiores de Puebla, una privada de M onterrey, las estatales de O axaca, N ayarit y C hih u ah u a y la Escuela N orm al Superior Ju a n a de Asbaje de la ciudad de Zam ora. En total, de acuerdo con el directorio de Instituciones de Educación Superior hecho p o r la a n u i e s , existen actualm ente en la R epública m exicana veinticuatro fábricas de historiadores. Si la enum eración anterior es correcta, a la escuela de historia de El Colegio de M i­ choacán le corresponde el núm ero veinticinco. De no tener ninguna, M éxico se h a hecho de veinti­ cinco escuelas de historiadores en sólo cincuenta años. 128

L a gran m ayoría form a clionautas del modelo erudito, vulgarm ente modelo horm iga. Form a com piladores de imágenes ya hechas de historia universal, am ericana y nacional; educa gente p ara llevar saberes de los ap u n ­ tes de clase y de los libros de historia a los cursos histó­ ricos que se im parten en miles de secundarias y pre­ paratorias del país. Casi todas nuestras escuelas de historiadores se dedican a surtir la creciente dem anda de maestros de educación m edia. No form an eruditos de los que a fuerza de engrudo y tijera escriben historias documentales. Se lim itan a deparar a sus alumnos una erudición derivada, de segundo grado, pero a fin de cuentas indispensable. Estos institutos que instruyen docentes p a ra que vayan a instruir a los millones de alum nos de secundaria y preparatoria de todo México podrían duplicarse y ni así satisfarían la dem anda de maestros de historia. H ay cada vez más escuelas p a ra esculpir historiado­ res del modelo filosófico, vulgarm ente denom inado m o­ delo arañ a quizá porque la adquisición de esta sabidu­ ría histórica, por más seudo que sea, requiere de poco esfuerzo de p arte de preceptores y alumnos. Los en­ señantes instalan en la cabeza de los educandos un rollo que contiene una visión precientífica, aunque al­ gunas veces se llame científica, de la historia universal. De ese rollo, si el alum no tiene una buena dosis de pasión y de inventiva, y un arsenal m ínim o de nombres y fechas, pueden sacarse, como la a rañ a se saca su tela­ raña, todas las historias que se quiera. Estas historias que parten de m etahistorias suelen ser polémicas, ap a ­ sionantes, útiles como arm a de la reacción, como arm a 129

de la revolución, como arm a de nacionalistas, como arm a de universalistas, como arm a de los conservado­ res y como arm a de los liberales. Quienes las esgrimen se sienten los únicos depositarios de la verdad. Son m uy pocas las escuelas em peñadas en la hechura de historiadores del modelo científico, el modelo abeja en términos vulgares, el del historiador que se acerca al pasado al través de las huellas de ese pasado, que es consciente de sus ideas previas, simpatías y antipatías y está dispuesto a cam biarlas si el resultado de la in­ vestigación se lo pide, y que no es esclavo de sus pre­ juicios como el historiador-araña, ni de sus fuentes, como el historiador-horm iga. Sólo unas cuantas escuelas mexicanas de historiadores se h an hecho el propósito de form ar el historiador que se com porta como hom ­ bre de ciencia a la hora de establecer los hechos y como artista en el m om ento de transm itirlos.

E l C o l e g io d e M é x ic o y

El C

o l e g io

de

M ic h o a c á n

Q uizá haya sido El Colegio de M éxico el prim er ins­ tituto en nuestro país que puso manos a la obra de diseñar historiadores científicos, m uy diferentes a los anticuarios y a los filósofos de la historia. El C entro de Estudios Históricos de El Colegio de M éxico se creó con el fin claro y m uy consciente de hacer, “con alum ­ nos vocados, becados y capaces”, estudios profundos de la vida de América. E n aquella institución, donde enseñaron Zavala, Gaos, M iranda, M illares, Chavalier, A ltam ira, Iglesia y otros transterrados del V iejo M un­ 130

do, el coto general de investigación fue la historia de Hispanoam érica, y particularm ente la historia de M é­ xico desde la llegada de los españoles hasta las postri­ merías del siglo X IX . En aquel centro, el plan de estu­ dios constaba de relativam ente pocos cursos: dos p a ­ norámicos de historia de la cultura occidental; tres dedicados a H ispanoam érica; dos o tres de teoría y m étodo de la historia; otros tantos de técnicas de in­ vestigación docum ental, y algunos monográficos, y los que fuera m enester de idiomas antiguos y modernos. Por lo que m ira a métodos de enseñanza se aplicó desde el principio el que se denom inaba m étodo de se­ m inario, consistente en diálogo m aestro-alum no y en trato alum no-docum entos. Alrededor de una mesa, d u ­ rante las clases, los profesores exponían, los alumnos contraponían y entram bos llegaban a u n a síntesis. En la biblioteca y en el archivo se iniciaba desde el prim er día la búsqueda docum ental y se ejercitaba rigurosa­ m ente a los estudiantes en las operaciones program áti­ cas, heurísticas, críticas y herm enéuticas. E n el propio cuarto de la casa de asistencia, el estudiante, siguiendo las indicaciones del maestro, se ejercitaba en las restantes operaciones propias del trabajo histórico hasta llegar, cada semestre, a la redacción de un artículo publicable, y al final de la carrera de ocho semestres, a la escritura de un libro cuya publicación solía ser recom endada por los miembros del jurado del exam en final de maestría, que era el único exam en de preguntas y respuestas p a ­ decido p o r el alumno. Poco después de haber comenzado en E uropa aquella gritería sobre la necesidad de establecer un diálogo 131

entre historiadores, sociólogos, economistas, antropólo­ gos, politólogos y géografos; cuando Braudel pidió que la historia se beneficiara “del em puje victorioso de las jóvenes ciencias de asunto h u m ano” , el centro de E stu­ dios Históricos de El Colegio de M éxico introdujo la enseñanza, en form a de breviario, de las categorías básicas de las principales ciencias del hom bre: econo­ mía, sociología y ciencia política. Luego, apenas em ­ pezaba la boga de técnicas cuantitativas, se puso a trans­ m itirlas a sus educandos. Es decir, el C entro de Estudios Históricos de El Colegio de M éxico nunca h a caído en el pecado de la rigidez; jam ás, pese a su fidelidad a un tronco de principios bien firm e, h a evitado la m oda pasajera. Con sus peculiares principios, m étodos e innovacio­ nes el instituto que n o s" ocupa lanzó a la circulación m edio centenar de historiadores con grado de m aestría cuyas obras h an sido m uy bien acogidas p o r el sector histórico de la com unidad científica del m undo. M o­ destia aparte, el ser egresado del C entro de Estudios Históricos del Colm ex es u n tim bre de orgullo y un pasaporte p a ra circular librem ente y en prim era por la república internacional de las hum anidades. Los procederes de aquella institución dem ostraron su efi­ cacia, y p o r lo mismo son m erecedores de im itación. D e aquí que el C entro de Estudios Históricos de El C o­ legio de M ichoacán se construya a im agen y semejanza de la m aestría del c e h de Colm ex m utatis m utandis. C onsiderando la creciente p opularidad de la histo­ ria como profesión y la dem anda, p o r p arte de nues­ tros institutos de cultura, de historiadores bien formados.

de corte científico-hum anístico; considerando la con­ centración de este tipo de profesionales en la m etró­ poli y su notoria escasez fuera de ella donde son tan necesarios como en la capital; considerando la urgen­ cia de prom over la historia provincial o microhistoria desde la provincia; considerando algunas ventajas que otorga el am biente provinciano al investigador de las ciencias del hombre, y considerando el interés del poder público en la descentralización de los institutos de alta cultura, con el apoyo de organismos públicos federales y del Estado ( s e p , c o n a c y t , etc.) y con la guía de El C o­ legio de México y del C entro de Investigaciones Supe­ riores del Instituto Nacional de A ntropología e His­ toria, se ha puesto en m archa, ju n to a un C entro de Estudios Antropológicos, el C entro de Estudios His­ tóricos de El Colegio de M ichoacán. En uno de los discursos de inauguración del Colmich, ahora publicado en el prim er boletín de nues­ tro instituto, se justificó la elección de la ciudad de Zam ora como sede del Colmich. Allí se dijo: la cos­ tum bre zam orana está presente en valiosas obras de entendim iento, que no en trabajos de albañilería. L a Z a­ m ora actual es una de las ciudades pequeñas más din á­ micas de la República. Zam ora tiene una rica tradición cultural que pide a gritos la búsqueda histórica. Zam o­ ra cam bia y progresa con ta n ta rapidez que necesita, si quiere un armonioso futuro, de la investigación y las sugerencias de antropólogos e historiadores. A unque Zam ora no posee bibliotecas y archivos abundantes, está rodeada de m ultitud de pueblos y rancherías donde abundan los rastros del tiem po (archivos parroquiales. 133

hombres memoriosos, cicatrices terrestres, ruinas) y está a dos horas de cuatro ciudades de considerable riqueza archivística y bibliográfica: G uadalajara, G uanajuato, M orelia y León. L a elección de Z am ora como sede de El Colegio de M ichoacán no fue arbitraria. T am bién obedeció a bue­ nas razones el ponerlo en m archa con dos centros que se ayudarán m ucho entre sí: el de estudios antropoló­ gicos y el de estudios históricos. Los planes de estudio de aquél ya han sido llevados, p o r el D r. Guillerm o de la Peña, a la mesa de las discusiones. El p lan de es­ tudios elaborado p ara el C entro de H istoria aún no ha sido sometido a crítica.

I n s t a l a c io n e s ,

m a estros

y

alum nos

N uestra institución todavía no tiene m ucho de qué presum ir en lo tocante a instalaciones. L a casa actual es casa chica, pero probablem ente p ara fines de 1981 Colmich ya tenga un albergue ad hoc. El p a r de aulas de que dispone son reducidas, pero no las requiere más am plias dado lo pequeño de los grupos de estudiantes. Por lo pronto, la adm inistración cuenta con suficiente espacio, que no los profesores y los alum nos p a ra sus investigaciones. F altan cubículos y quizá resulte insu­ ficiente la sala de lectura. El depósito de libros se llenará m uy pronto. Ya están allí veinte mil volúmenes sin contar folletos ni núm ero de revistas. Están por llegar otros miles de libros. El uso de la biblioteca no podrá ser al principio muy eficiente por problemas

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de clasificación de los fondos y escasez de obras de re­ ferencia, pero en un plazo de doce meses quizá se convierta en el servicio bibliotecario más im portante de una vasta zona del occidente de México. Se pro­ curará hacer muy fluido el servicio de la biblioteca propia y m uy eficaz la ayuda del sistema del préstam o interbibliotecario nacional. I.,os libros que no estén aquí no los tendrá el estudioso a la hora de pedirlos, pero sí antes de una semana. Si los libros fueran tan urgentes para el investigador como los fármacos para el enfer­ mo, nuestra condición sería fatal. Si no hubiese ahora la_ m anera de reproducir publicaciones fuera de prés­ tamos, tam bién nos pondríam os en plan de lamento. Se espera proporcionar con cierta am plitud el servicio de reproducción m ecánica de papeles. Por lo que m ira a m áquinas, hoy tan indispensables p ara los investi­ gadores, el Colegio y la ciudad ofrecen algunas opor­ tunidades. En tiempos de don Justo Sierra se jjedía que los pro­ fesores de historia fueran hombres elocuentes cuyo co­ razón estuviese lleno de patriotism o. P ara el modelo de historiador que quiere form ar el c e h del Colmich, el catedrático no hace falta que deslumbre a los alumnos con su oratoria ni que los conm ueva con su patriotis­ mo. Aquí se procura que tanto los profesores residentes como los visitantes tengan en su haber investigacio­ nes históricas de hondura, sean autores de libros va­ liosos y adem ás alberguen las virtudes m ayéuticas de alguien que no escribió. Querem os buenos historiadores aunque no sean buenos conferenciantes; queremos tu ­ tores capaces de erigir una vocación histórica aunque LS5

no sirvan p a ra prom over u n a m anifestación pública. O jalá que éste fuera sólo u n colegio de sabios distraídos de los que según el m atarife de Lavoisier no necesita la revolución pero sí la sociedad en sus etapas cons­ tructivas. O jalá que logremos interesar a investigadores ilustres de muchos sitios del m undo p a ra incorporarlos como maestros visitantes, adem ás de los ya contratados. En el cartel que el doctor Francisco M iranda, di­ rector del C E H , lanzó a los cuatro vientos con la oferta de un a m aestría en historia, exigía a los posibles inte­ resados en cursar la m aestría en el Colm ich ocho requi ­ sitos: 1) liicenciatura en historia o en ciencias sociales. 2) Testim onio de los cursos llevados previam ente y del prom edio de calificaciones obtenidas en ellos que debe ser de ocho sobre diez como m ínim o. 3) E dad m áxim a de 30 años. 4) Afición y vocación a la historia 5) Com ­ promiso de ser alumnos de tiem po completo. 6) Acep­ tación de beca. 7) O frecim iento de testimonios suficientes de buena salud y buena conducta, y 8) Obligación de sujetarse a los reglam entos del propio Colegio. Es de suponerse que si un aspirante a nuestra m aes­ tría de historia no tiene una licenciatura en la m ateria o en una afín, no pod rá seguir cursos que requieren otros anteriores, aunque es posible entrever, y en tal caso exceptuar del compromiso, a un científico natural con suficiente autoform ación historiográfica. Es difícil creer que alguien con bajas calificaciones, principal­ m ente en ciencias sociales, sea capaz y tenga vocación p ara seguir u n a de ellas, salvo que se demuestre, con testimonios de m ucho peso, lo contrario. Sin d u d a que personas mayores de treinta años pueden estar en los co­ 136

mienzos de una carrera de historiador, pero es de suponer que por sus obligaciones, ya no sea posible cubrirlas con una beca corta y que por lo mismo no puedan dedicar tiem po com pleto al estudio de su vocación tardía. U n requisito indispensable de cualquiera que aspire a ser historiador científico-hum anístico es la afición. No es concebible un buen libro de historia hecha en frío. A parte, los no vocados no perdurarán. En el campo de la historia, puestos a escoger entre un aficionado sin nada de m étodo y disciplina y un sabio metódico sin afi­ ción, habría que quedarse con aquél. Como se insiste ahora en que la actual producción histórica de carácter fabril sólo exige de los operarios ciencia y no entre­ ga cordial, es necesario insistir en lo indispensable que es el gusto o entrega aním ica por lo menos en el gerente de la fábrica. Las escuelas que se proponen form ar ayudantes de investigador quizá puedan prescin­ dir del requisito de la vocación, pero el Colmich, que aspira a la hechura de investigadores jefes de sí mismos o jefes de una factoría, no debe dispensar por ningún motivo esta virtud. Pero tam poco se produce historia sin esfuerzo. A un­ que se nos tilde de Pero Grullo, hay que repetir una y mil veces: la investigación histórico-científica exige en ­ trega apasionada y m ucho trabajo. Para que no suene tan vulgar lo anterior citaré a un gigante de las ciencias del hom bre; M ax W eber dice: “E n el cam po de la ciencia sólo tiene personalidad quien está p u ra y sim­ plem ente al servicio de la causa” . “Sólo sobre el terreno de un duro trabajo surge la ocurrencia, aunque se den algunas excepciones a esta norm a” . Sin la disposición 137

de pasarse la vida en el surco, de ser p o r el resto de nuestros días estudiante de tiem po com pleto del pasado histórico, no vale la pena hacer u n a m aestría en historia como la ofrecida por El Colegio de M ichoacán. Además de pretender alum nos arm ados de u n a li­ cenciatura, con altas calificaciones, veintiañeros, con vocación, full-tim e, saludables y bien averiguados, el C entro de Estudios Históricos de El Colegio de M ichoa­ cán quiere que sus alumnos sean m ayoritariam ente oriun­ dos de las universidades de provincia. E ntre los provin­ cianos que cum plen con todos los requisitos anteriores, se prefiere a los que puedan m anejar u n a o dos lenguas, aparte de la suya. Sin la exigencia de tantos moños, no se puede poner en p ráctica el proyecto de estudios históricos puesto en seguida a la consideración de ustedes.

P rogram a de c u r so s

El C entro de Estudios Históricos del C olm ich ofrece m aestría en historia con duración de 27 meses, repar­ tidos en cursos trimestrales. Se proyecta im partir tres trimestres al año. A unque en todos los cursos se combina la teoría con la práctica, la exposición de doctrina con la aplicación de ella. E n dos de los trim estres de cada año predom inan las tareas teóricas o de clase, y en el res­ tante, las prácticas o de campo. Se prevén 24 cursos trim estrales: 6 básicos (filosofía de las ciencias hum anas, antropología filosófica, teo­ ría de la historia, historiografía clásica, historiografía m oderna e historiografía m exicana); 6 cursos de teoría 138

y método de las ciencias conexas de la historia (antro­ pología social, sociología, geografía hum ana, economía y ciencia política y quizá dem ografía); 6 cursos de técnicas de investigación (técnica de investigación docu­ m ental, técnica de investigación oral, técnica de inves­ tigación arqueológica, técnica de investigación estadística y nom enclatura de la historia de México), y 6 cursos de técnicas de expresión (dos de redacción en castellano, uno sobre técnicas audiovisuales de com unicación y los demás com plem entarios de idiomas modernos, francés e inglés principalm ente). Brillan por su ausencia los cursos inform ativos sobre historia universal, historia de A m érica e historia de M é­ xico. Esos cursos se suprim en porque se p arte de la creencia, quizá falsa en algunos casos, de que han sido cursados reiteradas veces a p artir de la prim era educa­ ción durante la secundaria y en la licenciatura. En caso de que se advierten fallas enormes de inform ación sobre las imágenes hechas de la vida histórica universal, continental y nacional, habría que abrir cursos de lec­ turas dirigidas. Q uizá tam bién resulten útiles, en un m om ento dado, dos o tres cursos prelim inares acerca de la trayectoria del occidente de México que será nuestro principal cam po de acción. Es ilusorio creer que un historiador, por más cientí­ fico que sea, pueda trab a jar sin presupuestos filosófi­ cos, sin ideas previas acerca del hom bre y acerca del conocimiento. En todo caso es preferible que conozca, que sea consciente de sus ideas previas y prejuicios a que los asum a sin saberlo, ingenuam ente. Si los conoce puede despacharlos en el curso de su investigación si así 139

se lo indican éstos. Si procede sin la necesaria con­ ciencia filosófica será esclavo de ésta o aquella filosofía o de una olla podrida de ideas filosóficas. Por lo mis­ mo, parece saludable p ara los vocados a la historia científico-hum anista ofrecerles cursos sobre las concep­ ciones acerca del hom bre y sobre las ciencias hum anas y especialmente sobre el conocim iento histórico. Y en este caso, no hay que ocultar n ad a de las irresolucio­ nes de nuestra disciplina. H ay que hacer conscien­ tes a los estudiantes de que la historia es u n a ciencia im perfecta. Com o don Francisco M iran d a p arte del supuesto de que es altam ente form ativo p ara un aspirante a historia­ d o r saber cómo h an trab ajad o los dem ás historiadores, incluye en su program a de m aterias dos cursos de histo­ riografía universal, uno p ara d ar cuenta de los procederes de los historiadores clásicos, de H erodoto a V oltaire, y el restante p ara hacer conscientes a los neófi­ tos de la espléndida variedad y de los m últiples caprichos de la historiografía en el m undo m oderno y científico. Pero como nuestro cam po de investigación será México, y sobre todo la zona occidental del mismo, piensa en un curso de historiografía m exicana que resucite las ideas, los métodos y el instrum ental de los historiadores de M éxico desde los tiempos prehispánicos hasta el día de ayer, y en especial que traiga hasta nosotros la expe­ riencia de tantos historiadores como h a habido en el occidente de México. En estos tiempos todo historiador cabal necesita saber concebir proyectos de estudio; organizar p rogram as; recoger inform aciones en archivos, bibliotecas, sitios a r­ 140

queológicos, supervivencias culturales y dichos de la gente; reunir y clasificar notas; em prender diversas y arduas operaciones críticas y herm enéuticas; encon­ tra r causas y levantar estructuras. Antes no existían los necesarios caminos y vehículos para moverse en la selva de la investigación histórica. A hora ya existen m u­ chos métodos y técnicas que facilitan las diversas ope­ raciones del investigador del pasado, y sería condenable el no ponerlas a disposición de quienes aspiran a ser historiadores científicos cabales, a ser ellos mismos, a usar lo menos posible del trabajo ancilar. Ju n to a los caminos tradicionales de hacer historia se m ostrarán los métodos novísimos, las nuevas formas de interro­ gar al pasado y las nuevas técnicas de recoger, interpre­ ta r y unir los testimonios históricos. H asta hace poco se nos enseñaba que la historia únicam ente debería ocuparse de lo irrepetible de la conducta hum ana, de los sucesos únicos que por su gran influencia o por su trascendencia se volvían dignos de recordación. A ún entonces la ciencia histórica espigaba muchos de sus datos m ediante categorías extraídas de las ciencias sistemáticas del hom bre. H oy que la historia se ocupa no únicam ente de la relación de hechos par­ ticulares y de la comprensión de personajes sobresa­ lientes, sino tam bién de los hechos de repetición y de la gente m enuda, y que adem ás construye unidades histó­ ricas y las engarza en el proceso de la historia univer­ sal, el historiador necesita enterarse, establecer diálogo, ponerse al tú por tú con los otros científicos del tem a hum ano. Pero p a ra poder e n trar en charla fecunda con los vecinos necesita un conocimiento previo de sus cos141

lumbres, de sü idiom a, de sus obsesiones. Ese saber ele­ m ental debió adquirirse en la p reparatoria y en la licenciatura, pero como no suele ser así en la mayoría de los casos hay que conquistarlo aquí, en la m aestría, y en la form a que sea más útil p a ra un historiador en ciernes. A unque p o r razones de tiem po resulten m uy ele­ mentales los cursos de antropología social, sociología, dem ografía, ciencia política y economía, pueden ser muy provechosos p ara nuestros estudiantes. Por lo demás la historia, p o r más rigurosa que sea, nunca será ta n crudam ente científica como las ciencias de la naturaleza o como las disciplinas sistemáticas del hombre. L a reconstrucción del pasado no tiene por qué ab ju rar de su condición retórica. Si todos los demás saberes deben rehuir la torre de Babel, sacarle el bulto a la corrupción lingüística, transm itirse al prójim o con claridad y brillo, con m ayor razón debe hacerlo la his­ toria por la delicadeza y la em otividad de su asunto. El C entro de Estudios Históricos de El Colegio de M i­ choacán se cree en la obligación de infundirles a sus alum nos la necesidad de un m anejo adecuado del idio­ m a y de recordarles que la historia es u n a musa. A hora y en nuestro M éxico, no hace falta justificar el aprendizaje del inglés. L a am ericanización del medio es tan mayúscula que todo m undo le atribuye a la posesión de la lengua del vecino m ucho más virtudes de las debidas. C on todo, u n a gran p arte de la lite­ ra tu ra histórica m exicana está sólo en inglés o en fran ­ cés, y si se quiere hacer uso de ella hay que leer esos idiomas. Por lo demás, en algunos casos será m ucho más útil la adquisición de u n a lengua clásica como el 142

latín, en la que están escritos muchos textos coloniales, o una lengua vernácula como el tarasco, valioso vehículo de tradiciones orales en estas latitudes. Creemos que el núm ero de horas de clase al día no debe pasar de tres. Creemos que los alum nos deben dedi­ car la m ayoría de su tiem po hábil a la lectura, d u ra n ­ te los trimestres preponderantem ente teóricos, y a la investigación, durante los trimestres de práctica. Cree­ mos que en cada trim estre del prim er tipo el estu­ diante debe producir por lo menos unas cuartillas de ejercicio y que en cada trim estre de investigación un artículo publicable. Creemos que al final de los cursos el joven historiador, ya bien ejercitado, podrá salir bien y en corto tiem po con el compromiso de la tesis. P r o g r a m a d e in v e s t ig a c io n e s

Se procurará que los estudiantes se incorporen desde el principio de la m aestría a uno de los proyectos de in­ vestigación patrocinados por El Colegio de M ichoacán y puestos en m archa por sus profesores residentes. Por regla general, el tem a de los ejercicios trimestrales de investigación h a de escogerlo el alum no sin salirse del corto repertorio de tem as en estudio por los maestros. P ara el tem a de la tesis se am pliará m ucho la libertad de escoger. Con todo, en cualquier caso se evitará la tentación catedrática de utilizar a los alum nos como ayudantes. El anhelo es hacer historiadores libres que sepan aprovechar el rico fondo de sus vivencias perso, nales y la docum entación ofrecida por el am biente 143

donde viven. N o se necesita decir que las investiga­ ciones de maestros y alum nos deben estar en estrecha relación con el lugar donde nos encontram os. H asta ahora, los proyectos de investigación de índole histórica, auspiciados por el Colm ich, no se salen del ám bito del occidente, entendido por tal el territorio donde se asientan N ayarit, Jalisco, Colima, G uan ajuato y M ichoacán, aunque en el fu tu ro no necesariam ente van a circunscribirse a estos estados y ni siquiera ú n i­ cam ente a la R epública m exicana. D e los que están en m archa o a pun to de em prenderla, uno se refiere al valle de Zam ora, tres a pequeñas regiones limítrofes del valle, u n a al conjunto del Bajío zam orano, dos a todo M ichoacán, dos al sur de Jalisco y u n a a México en su totalidad. N aturalm ente las inquisiciones de los antropólogos sociales, au n las de intención histórica, no se rem ontan m ucho en el río del tiem po. D e los program as pre­ sentados p o r historiadores, uno aspira a detenerse en la cultura m ichoaque en vísperas del arribo de los hom ­ bres blancos; otro se ubica en la época colonial; tres en el siglo x ix y u n núm ero igual en el pasado inm e­ diato, en el tiem po de la Revolución m exicana. En suma, el ám bito espaciotem poral de las investigaciones del Colm ich no m erece del todo el calificativo de m i­ crohistórico; es u n gimnasio suficientem ente grande p a ra ejercitar bien a todos los alum nos que sean acep­ tados en nuestro p a r de aulas a p a rtir de septiembre del año sonante. Los proyectos de investigación histórica cobijados por El Colegio de M ichoacán ofrecen algunas rarezas posi­ 144

tivas. M e referiré a una. A la mayoría de nuestros inves­ tigadores, contra lo acostum brado por la m ayoría de los investigadores de México, le preocupa más la com pren­ sión de los hacedores de hechos que la relación de los iiechos mismos. T odavía m ás: lo com ún es rem em orar a los personajes mayúsculos del pasado (jefes de ejér­ citos, héroes genocidas, sabios enormes, políticos de al­ tura, santos y demás varones ilustres). E ntre nosotros lo raro es la rem em oración de los grandes. Pese a ser m ucho más difícil la docum entación de los donnadie, la gente de esta casa se inclina por repensar los pensa­ mientos y reconstruir las acciones del vulgo de otras épocas. En otros términos, este Colmich, por lo que dejan ver sus proyectos de trabajo, tiende a la especia­ lización en subhistoria, en historia del pueblo, en la comprensión de hombres comunes y corrientes. Q uizá el esfuerzo en tal sentido ayude a corregir la visión del pasado que nos han trasm itido los historiadores de la high Ufe, hasta ahora la única clase social historiada. Por último, es conveniente aclarar que las tenden­ cias microhistóricas y subhistóricas del C entro de Es­ tudios Históricos de El Colegio de M ichoacán, su gusto por los estudios regionales y por la historia de los hu­ mildes no tiene nada que ver con ninguna praxis polí­ tica. I^os aquí presentes, según creo, saben que las virtudes del político son m uy distintas a las del hom bre de ciencia. Q uizá todos tengan convicciones políticas pero ninguno hace política strictu sensu. Espero que tam bién entre los alum nos predom ine la tentación d»; ser sabios a la tentación de ser poderosos, pues nues­ 45

tras actividades están hechas p a ra desem bocar en libros y no en cargos. Q uizá la fam a sea com patible con la investigación científica. Desde luego ni la acción política ni los ne­ gocios lo son. Esto últim o no cjuiere decir que los es­ tudiantes están condenados a la miseria u n a vez que hayan concluido aquí sus estudios y ya no reciban una beca de sostenimiento que les otorgará el Consejo N a ­ cional de C iencia y Tecnología ah o ra; h ab rá quienes continúen de estudiantes, con vistas a un doctorado en la capital m exicana o fuera del país. H ab rá quienes prefieran ponerse a enseñar en universidades e investi­ gar en archivos y bibliotecas. N inguno, me atrevo a predecirlo, se quedará sin trabajo y sin justa retribución. Como la historia científica no sólo interesa a los erudi­ tos, ni únicam ente a la burguesía sino cada vez más a grandes sectores de la población, el buen historiador de los años próximos podrá vivir de sus regalías por artículos y libros y del pago de sus conferencias. El Estado m exicano se interesa en patrocinar, en seguir patrocinando las investigaciones históricas a fondo. Sin salirse de México, se prevén oportunidades p ara los años que se avecinan p a ra mil o más historiadores, sin contar eruditos envidiosos y pedantes filósofos de la historia. El auge de la producción histórica será com parable al de la producción petrolera, sólo que nuestro combustible no pertenece al tipo de los recursos no renovables. T en e­ mos historia p a ra m uchas centurias. Los asuntos en es­ pera de historiador son infinitos y las ganas de abordarlos inextinguibles.

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V IL G U IA PARA M O N Ó G R A FO S D E LAS P R O V IN C IA S D E M É X IC O

Por regla general el mexicano se identifica ante foras­ teros con la siguiente retahila de nom bres: el propio, el del terruño, el de la región, el del estado y el de la patria. Por terruño se entiende un ám bito territorial que se abarca de una sola m irada, que tiene una exten­ sión de unos mil kilómetros cuadrados, donde todo m undo se conoce más o menos bien entre sí, donde los lazos de parentesco y am istad abundan. Los términos de terruño y m unicipio son equivalentes en la mayor p arte del territorio mexicano. Las excepciones se dan en O axaca, donde los municipios son u n a n ad a; en el noroeste, donde suelen ser u n a enorm idad, y en la capital, donde no hay divisiones m unicipales ni cosas parecidas a un terruño o m atria. El concepto de terruño no suele ser funcional en tratándose de grandes conglo­ meraciones. En el lenguaje ordinario del com ún de las personas se entiende por región un ám bito territorial que se puede recorrer de p u n ta a p u n ta en dos días si se usa transporte tradicional, y en dos horas si se va en au to ­ móvil, cuya superficie prom edio mide diez mil kilóme­ tros cuadrados, cuyas condiciones naturales son unifor­ mes, donde casi toda la gente trab aja en lo mismo y los lazos m ercantiles suelen ser estrechos desde hace m u­ 147

cho. R a ra vez la región coincide con alguna circuns­ cripción política, aunque quizá debiera coincidir con los distritos electorales. Los límites de cada región son im ­ precisos y cam biantes. A unque nebulosa en la mayoría de los casos, la región existe. V arios geógrafos han em prendido el censo de las regiones de la República M exicana: Ángel Bassols Batalla, Claudio Bataillon, C laudio Stern y algunos más. Casi todos coinciden en el señalam iento de un M éxico con dos centenares de regiones, algunas tan precisas y claras como el Bajío de G uanajuato y otras tan oscuras que no tienen nombre oficial. L a noción del estado en la jerga política mexicana no da lugar a dudas. Desde la C onstitución de 1824 quedó establecido que nuestro país se integraba con estados ya existentes en la Colonia, conocidos en ésta con los hombres de intendencias y provincias, según fueran del centro o del norte. Desde 1824 se puso p a r­ ticular em peño en el deslinde preciso, en delimitarlos sin lugar a confusión. A hora, con m uy pocas excep­ ciones, los 32 territorios estatales, incluso el Distrito Federal, que com ponen los Estados U nidos M exicanos, no tienen problemas de límites. E n m ateria de estados de la República, la indefinición es m ínima. M ás clara que la definición de estado, en el sentido de Aguascalientes, Baja C alifornia N orte, B aja C ali­ fornia Sur, Cam peche, etc., es la definición de patria, en el sentido de México. Los conceptos de terruño y región, por no ser jurídicos y sí corresponder a rea­ lidades, son imprecisos; los de estado y patria, por ser jurídicos y más ideales que reales, son precisos. Al usar 148

el térm ino p a tria con referencia a México, no es nece­ sario decir es esto y va de aquí hasta acá. A unque no estén m uy a la vista, en M éxico ab u n ­ dan los libros sobre terruños, patrias chicas o matrias. Algunos discurren aún en versión oral; otras, m anus­ critos; un buen núm ero, en form a de m ecanogram as y mimeogramas, y quizá los menos, impresos. No hay ningún catálogo exhaustivo y ni cosa que se le parezca de tales obras. N adie puede decir nada del arsenal microhistoriográfico mexicano con suficiente conocimiento. Sin em bargo no es atrevido afirm ar que en los últimos treinta años la producción de m onografías m unicipa­ les h a crecido como jard ín sin jardinero. E n este géne­ ro se produce de to d o : grande y chico, legible e ilegible, sarta de m entiras y verdades, profesionalismo y falta absoluta de oficio. N o cabe d u d a que sería conve­ niente m eter cierto orden en ese caos. H asta ahora esto se h a conseguido que yo sepa, en el caso de los esta­ dos de M éxico y M ichoacán. E n este últim o se h a in­ tentado introducir un m ínim o de profesionalismo en las monografías municipales. El gobernador T orres M anzo h a prom ovido la hechura de buenas historias de dos docenas de municipios. Las monografías regionales no se pueden com parar en núm ero a las de las patrias chicas. Se h an hecho de las regiones nuevas (la L aguna, V alle del Y aqui, etcétera), pero faltan m uchas de las regiones añosas. En general las historias regionales no abundan, ni tie­ nen prom otores. E n conjunto son escasas y buenas, si bien la m ayoría de las veces poco profesionales. T ienen lectores que sin ninguna presión las leen ávidam ente. 149

Q uizá debiera fom entarlas el poder público. N o pare­ ce que dañen la conciencia y el am or patrios. Sirven p a ra hacer conscientes a niños y adultos de su contor­ no, de su segunda envoltura si la prim era es el terruño. Existe suficiente núm ero de profesionales bien dispuestos p ara la elaboración de tales m onografías. Como es “m oda de París”, tiene m uchos seguidores. Por orden suprem a, desde que nos hicimos indepen­ dientes de España, se h an hecho historias patrias a pasto. M uchos maestros norm alistas y algunos profe­ sionales de la historia h a n incurrido, de grado o por fuerza en la elaboración de historias de M éxico donde la patrio tería estalla desde el p rim er párrafo, donde la fila de héroes supera a la estatuaria del Paseo de la R e­ form a. Los libros históricos sobre el conjunto de M éxico son abundantísim os. Los hay p a ra criaturas recién destetadas y p ara chochos que ya no se mueven de su silla. Al contrario de las m onografías de tem a m unicipal, se parecen m ucho entre sí. Como los niños de escuela a los que generalm ente sirven, no se quitan el uniform e de solem nidad ni p a ra ir al baño. En dos o tres ocasiones, p o r disposición de arriba, se han hecho obras breves de cada u no de los estados de los Estados U nidos M exicanos. Q uizá el p rim er em puje se debió a Jaim e T orres Bodet. V arias m onografías es­ tatales aparecieron en la Biblioteca Enciclopédica Po­ pular. De entonces p a ra acá no ha habido sexenio presidencial sin dichas monografías. A parte del gobierno federal, los gobiernos de los estados h a n prom ovido su elaboración. Se trata, en uno y otro caso, de obras menos caóticas en contenido y m étodo que las m ono­ 150

grafías municipales y no tan uniformes como las geogra­ fías e historias de la nación m exicana. Además, no tienen como éstas un público obligado, cautivo; no am ena­ zan con la reprobación a quienes no las leen. Las promovidas desde la capital de la R epública han re­ sultado, fuera de dos o tres, desangeladas, quizá sólo utilizables como somníferos. M uchas de las dispuestas por los gobiernos de los estados son a veces simples “comerciales” de los gobernadores que dispusieron la realización de tales monografías. O tras son, como las historias del conjunto de México, meras series biográ­ ficas de bronce, esculpidas con el fin de exaltar figuras y episodios del estado de que se trate. En suma, pese a la im portancia que se le atribuye, no se h a conseguido hasta ahora la serie esperada de monografías estatales, lo que no quiere decir que sea imposible o m uy difícil conseguirla. Probablem ente no se h a dado con los autores ad hoc ni con los lec­ tores más idóneos. Q uizá haya que repensar su con­ tenido y su form a. T am bién pudiera estar el m al en el m odo de hacerlas. Con el ánim o de volver sobre un esfuerzo tantas veces fallido, se ponen a considera­ ción de posibles autores las notas que siguen. Es deseable que el m onógrafo de cada entidad fe­ derativa, si no necesariam ente oriundo de ella, sí sea una persona m uy vinculada con el estado sobre el que escriba y que haya escrito con anterioridad acerca de él. N o menos necesario es que los autores, aunque no posean un papel que los acredite de expertos en algunas de las ciencias sociales, sí hayan dem ostrado ap titu d p a ra escribir y com pilar la m onografía con 151

profesionalismo, como es el caso de las personas com­ prom etidas con la SEP en la elaboración de u n a nueva serie m onográfica estatal que tiene como fecha de a rra n ­ que el mes de octubre de 1979 y como recetario el si­ guiente: C ad a uno de los 32 libros solicitados deben ser de alcance universal, accesibles como lectura p a ra chicos y p a ra grandes, p a ra alfabetos neófitos y p a ra viejos lectores. Como quiera, se dirigirán de m odo especial a los alum nos de cuarto a sexto año de prim aria. Serán obras de lectura p a ra menores, que sirv’an también, de lectura p a ra adultos. Se tra ta de textos que aspiran a la seducción de dos públicos distintos. N o es necesario que cada u n a de las m onografías se asemeje a las dem ás como u n a gota de agua a las otras, pero sí parece recom endable cierta uniform idad en el asunto y en la m anera de exponerlo. Se espera que cada u n a dé u n a im agen global de cada uno de los estados; describa sus paisajes, relate su historia y analice la situación económica, social, política, cul­ tural y de relaciones con el exterior en el m om ento actual. E n u n espacio no m ayor de 250 páginas deberá ofrecerse la imagen del territorio, el pasado y la contem poraneidad de u n a a u n a de las entidades federativas. E n lo que toca a lo geográfico, en vez de hacer una descripción de las rocas, el relieve, las aguas, el clima, el suelo, la flora y la fau n a de todo el estado, con­ viene caracterizar cada uno de los paisajes o regiones fisiográficas que engloba el ám bito estatal. Se debe em pezar p o r dividir el estado en estudio en regiones 152

distintas entre sí y homogéneas en su interior. Ense­ guida vendrá la caracterización de cada u n a de ellas al través de sus condiciones y recursos naturales. En ambos casos hay que dejarse conducir por la sabiduría popular, por lo que dice el vecindario acerca de su propia región. L a parte geográfica deberá cubrir sólo del 10 al 20 por ciento del espacio lingüístico de u n a m onografía, y la parte histórica entre el 30 y el 40 por ciento. En el trecho histórico se consideran objetivos básicos la objetividad, la universalidad y la periodicidad ade­ cuada. C ada m onografía debe tom ar de la ciencia los métodos de com probación y abstenerse de m entir a sabiendas, aun cuando se trate de embustes p ara dig­ nificar a la p atria y sus héroes. L a porción histórica de las monografías se ocupará, aparte de la vida de los gobernantes, de las organizaciones económicas y sociales pasadas, de los valores de antaño y de las relaciones que h a tenido la entidad en cuestión con la p atria y las dem ás entidades. Conviene rep artir los acontecim ientos estatales en los periodos de costumbre (prehispánico, colonial e independiente) y en los demás que estime necesarios cada m onógrafo. Se quiere que las nuevas monografías, a diferencia de las anteriores, le dediquen m ayor espacio a la contem ­ poraneidad, a lo de ahora, aunque sin menosprecio de lo de siempre y de lo sido. L a m itad de cada texto debe ocuparse de los actores históricos en ejercicio, de los progresos técnicos y económicos recientes, de las es­ tructuras socioeconómicas y políticas de la actualidad 153

y de los valores éticos, estéticos, científicos y religiosos vigentes. M uchos de los temas que com pondrán cada monogj afía ya no and an en busca de autor, ya h an sido puestos en letras de molde, y si cum plen con las norm as de tam año, fondo y form a convenidas, no tienen por qué reescribirse. De hecho, lo antològico puede restar m o­ notonía a las obras. P udiera darse el caso de au tor de m onografía que no necesitara incluir lecciones de su propia cosecha porque ya hubiese sido bien dicho por varios autores o por la expresión popular lo que sea menester decir. E n este caso el au to r sólo seleccionaría paisajes literarios, relatos históricos, cuadros de cos­ tumbres, canciones, p o e m a s.. . En otros casos, quizá haya poco m aterial antologable. Entonces el m onógra­ fo se verá en la necesidad de escribirlo todo o casi todo. Sobra decir que las m onografías se form arán con lecciones breves, de 700 a 1 000 palabras, escritas en lenguaje coloquial fácil y gustoso. No parece muy di­ fícil eludir lo oscuro y lo aburrido. E n alguna ocasión, quizá lo claro afecte a lo profundo o lo am eno a lo ap a­ rentem ente objetivo, pero ésos son males m enores com ­ parados con los de la torre de Babel y los hielos árticos. Se podrán obtener buenas lecturas sin prescindir de los tem as difusos o no gratos por su crueldad. N o se tra ta de esconder lo todavía no bien dilucidado o lo feo m oralm ente. N o se pretende sólo la im partición de cla­ ses de ética y civismo. Lo im portante es hacer cons­ cientes a niños y adultos de su contorno inm ediato. Im p o rta menos hacer gente que siga como borregos la conducta de los próceres. 154

Ninguno de los volúmenes debe prescindir de planos, gráficas, cuadros estadísticos, dibujos, fotografías y otras ilustraciones. Q uizá tan im portante como la expresión literaria deba de ser, en estas m onografías, la expresión plástica. Pero la responsabilidad de lo plástico no es posible ni deseable descargarla en los autores y recopi­ ladores de los textos, lo que no significa que se deba excluir a los autores a la hora de ilustrar. El tiem po acordado p ara la elaboración de estos tex­ tos gratuitos de asunto estatal no es p ara hacer la obra de la vida. Se ha previsto un año que conviene re­ p a rtir así: un mes, a p artir del 1- de enero de 1980 p ara la program ación p articular de cada m onografía, program a que elaborará cada uno de los autores, que se h a rá llegar al coordinador y que éste devolverá a la mayor brevedad posible con las observaciones de ex­ pertos pedagogos y de sabios en la m ateria de que se trate. En los ocho meses siguientes h abrá que com­ poner y escribir el texto del libro, y en los últimos tres meses y medio se añadirá a cada volum en sus res­ pectivas ilustraciones. Gomo simple sugerencia p a ra los autores textuales se ofrece un tem ario. Sería excepcional el caso en que cabria tra ta r todos y cada uno de los tem as propuestos en él. Aunque es una nóm ina que propone más de lo posible y deseable en m onografías p a ra niños de prim a­ ria y p ara adultos sin costum bre de lectura, puede su­ ceder que caiga en excesos y en defectos. Los monógrafos, toda gente entendida, no sólo podarán el tem ario de m ultitud de sobrantes; tam bién añad irán temas auscutes. 155

ÍN D I C E

P ró lo g o

I. II.

H is to r ia aca d é m ic a y e l re z o n g o

p o p u la r

31

Las tres h is to r ia s .......................... Raíces vitales de la m icrohistoria El fundo microhistórico . V iaje de ida y vuelta . Uso público de la m icrohistoria .

31 33 37 39 43

s ig l o

d e a p o r t a c io n e s

m ic r o h is t o r ia

m e x ic a n a s

a la

.........................................................................4 7

Propósitos y disculpas . . . . C uando la p atria era el centro . C uando la provincia era la patria A hora que la p atria no es ni fu ni fa R e c o m e n d a c io n e s..........................

V.

9

T e o r ía d e l a m ic r o h is t o r ia

III. U n

IV .

7

.......................................................................................................

V e ja m e n

T res

dkl

m ic r o h is t o r ia d o r

h is to ria d o re s

de

47 52 58 65 71

m e x ic a n o

p ro v in c ia

.

.

.

M ontejano, de San L u i s ................................. 9 7

78

97

105 118

V I.

V IL

.

127

L a carrera de historia en M éxico . . . . El Colegio de México y El Colegio de M i­ choacán ............................................................ Instalaciones, maestros y alum nos . Program a de c u r s o s ........................................ Program a de in v e stig a c io n e s..........................

127

U na escu ela

de

h is t o r ia

G u ía p a r a m o n ó g r a f o s de

de

en

las

p r o v in c ia

130 134 138 143

p r o v in c ia s

M é x i c o .................................................................................... 147

Este libro se terminó de im primir el día 20 de enero de 1 9 8 2 , en los Talleres de Editorial Galache, S. A., Privada Dr. M árquez 81. Se tiraron 6 000 ejemplares. La edición estuvo al cuidado de Gabriela Becerra.

Nueva invitación a la microhistoria es una invitación al ejercicio y cultivo de esa rama de la Historia que se ocupa especialmente de la crónica de la vida social de comunida­ des pequeñas: una región, una ciudad, un estado. Aunque este volumen no incluya ningún ejemplo de este tipo de trabajo, su principal interés radica en intentar definir el objeto y métodos de estudio del micro-historiador, además de los capítulos dedicados al análisis de la obra de algunos micro-historiadores nacionales notables. Se incluye asimismo un bosquejo de los planes de estudio del recientemente creado Centro de Estudios Históricos del Colegio de Michoacán que informará al lector acerca del tipo de estudios que debe seguir un historiador profesional.