Nueva Historia de Colombia [1]
 9586142515, 9586142523

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NHC Nueva Historia de Colombia

1 Colombia Indígena, Conquista y Colonia

PLANETA

Dirección del proyecto: Gloria Zea Gerencia general: Enrique González Villa Coordinación editorial: Camilo Calderón Shrader

Director Científico: Jaime Jaramillo Uribe

Título original: Manual de historia de Colombia © Instituto Colombiano de Cultura, 1978, 1980 © Procultura S.A., 1984, © PLANETA COLOMBIANA EDITORIAL S.A., 1989 Calle 31 No. 6-41, piso 18, Bogotá, D.E. ISBN 958-614-251-5 (obra completa) ISBN 958-614-252-3 (este volumen) Diseño: RBA Proyectos Editoriales, S.A., Barcelona, España Composición: Grupo Editorial 87 Impresión: Printer Colombiana S.A.

La responsabilidad sobre las opiniones expresadas en los diferentes capítulos de esta obra corresponde a sus respectivos autores

Sumario

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Sumario Presentación Alvaro Tirado Mejía

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Prólogo: La historia y el historiador Jaime Jaramillo Uribe

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Los autores

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Colombia indígena, período prehispánico Gerardo Reichel-Dolmatoff

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La conquista del territorio y el poblamiento Juan Friede

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La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800 Germán Colmenares

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La esclavitud y la sociedad esclavista Jorge Palacios Preciado

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La administración colonial Jaime Jaramillo Uribe

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Nueva Historia de Colombia, Vo¡

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Factores de la vida política colonial: El Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740) Germán Colmenares

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El proceso de la educación en el virreinato Jaime Jaramillo Uribe

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La arquitectura colonial Alberto Corradme Angulo

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Las artes plásticas durante el período colonial Francisco Gil Tovar

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La literatura en la conquista y la colonia María Teresa Cristina Z.

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Presentación

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Presentación Alvaro Tirado Mejía Director Científico y Académico Nueva Historia de Colombia

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a obra que hoy presentamos, con el nombre de Nueva Historia de Colombia, ha sido elaborada en épocas diferentes. Los dos primeros volúmenes fueron preparados hace unos diez años, para el Manual de historia de Colombia que fue publicado por Colcultura, entidad que promovió su realización y le dio todo el apoyo necesario. Ese libro constituyó la presentación conjunta de una nueva manera de percibir la historia colombiana, que rompía radicalmente con las visiones y marcos tradicionales. Los autores aportaban una visión novedosa y fresca, que superaba el énfasis habitual con un enfoque mucho más amplio y complejo del pasado nacional. Los aspectos económicos, sociales y culturales eran tratados con igual atención que la política, y en su estudio se hacía uso de nuevos métodos y orientaciones. No era un grupo ideológicamente homogéneo, pero tenía en común una actitud profesional hacia el saber histórico y un conocimiento de las metodologías históricas más modernas. Buena parte de ese profesionalismo y rigor se debió a la influencia y al trabajo de Jaime Jaramillo Uribe, director de la obra, cuya enseñanza en la universidad y cuyas publicaciones habían contribuido a formar el clima de investigación que la obra mostraba. El

Manual fue recibido con un gran interés en el país, y provocó polémicas bastante ruidosas. Sin embargo, las interpretaciones y enfoques representados en el Manual se han impuesto en el país, y la obra sirvió para presentar el estado del conocimiento histórico en ese momento y para estimular un verdadero renacimiento de la escritura de la historia en el país. Dentro de las líneas abiertas por esa obra, surgieron nuevas investigaciones y trabajos que han contribuido a hacer de la literatura histórica colombiana una de las más activas y variadas de América Latina. Los volúmenes restantes, es decir del tercero en adelante, y que se publican por primera vez, representan una clara continuación de ese esfuerzo. Por supuesto, el nuevo texto intenta ofrecer una visión mucho más detallada de la historia reciente del país, de los últimos cien años de nuestra vida. Pero hay muchas continuidades entre los dos trabajos: una continuidad en el grupo de colaboradores, pues muchos de los autores del Manual de historia contribuyeron a la obra reciente. Una continuidad en la orientación: la nueva obra amplía y profundiza algunas de las tendencias que ya se esbozaban en el Manual. El desarrollo de la historia social ha permitido enfrentar con mayor detalle la historia del sindicalismo, el campesinado o las mujeres, por ejemplo, o atender los detalles de la historia de las costumbres. Y los capítulos de historia cultural pueden atender campos ignorados incluso en la primera visión del Manual, como la

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historia del cine, o la historia de la ciencia. En esto, los últimos volúmenes reflejan la madurez creciente de la disciplina histórica en el país, y el surgimiento de nuevas generaciones de estudiosos, a los cuales se ha tratado de dar cabida en esta obra. El conjunto inicial de colaboradores se ha aumentado en un grupo muy numeroso de jóvenes investigadores, o con escritores que tienen un conocimiento muy serio y seguro de los temas que tratan. Algo sorprendente de los textos incluidos en los primeros dos volúmenes es el hecho de que, a pesar de haber sido escritos hace algún tiempo, conservan toda su validez. Evidentemente, en algunos campos se han producido nuevas investigaciones que complementan lo que entonces se conocía de la colonia o el siglo xix. Sin embargo, es evidente que las nuevas investigaciones han conducido en general a corroborar o sustentar mejor las ideas expuestas hace ya un decenio, pero no a contradecirlas.

Parecería más bien que los mayores avances en la investigación histórica colombiana se han hecho en los campos de la historia moderna y contemporánea y en la aparición de nuevos temas de interés y curiosidad. Así pues, la decisión de incorporar en una sola obra el tratamiento de la historia colonial y del siglo XIX del Manual de historia con un texto radicalmente nuevo y mucho más detallado relativo al siglo xx, resulta plenamente justificada. El lector puede tener así en sus manos, una obra que le permite obtener una imagen compleja y rica de los primeros siglos de nuestra historia y un cuadro detallado y muy matizado de los últimos cien años de historia de Colombia. Creemos que en conjunto se trata de un trabajo que ofrece consistencia y que por primera vez da a los colombianos una visión total del desarrollo de su historia, desde una perspectiva que, aunque pluralista, tiene una coherencia indudable.

Prólogo: La historia y el historiador

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Prólogo: La historia y el historiador Jaime Jaramillo Uribe

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n junio de 1977, con motivo de la apertura oficial de la Fundación Antioqueña para los Estudios Sociales, FAES, creada por Luis Ospina Vásquez, el Instituto Colombiano de Cultura reunió en Medellín a un grupo de investigadores de la historia nacional y de economistas y sociólogos interesados en problemas históricos con el objeto de estudiar las posibilidades de escribir un Manual de historia de Colombia. Se discutieron entonces los fines, el contenido y las dificultades que tal empresa intelectual implicaba. Hoy, cuando el proyecto empieza a tener realidad con la aparición de su primer volumen, parece conveniente, para información de los lectores, reconstruir las consideraciones que se hicieron entonces. En primer lugar se trató de la necesidad y contenido de la obra. Sin desconocer el mérito y el servicio que habían prestado a sucesivas generaciones de colombianos los tradicionales manuales de historia nacional, como el benemérito de Henao y Arrubla, o los múltiples estudios monográficos de épocas, acontecimientos y hombres producidos por los miembros de nuestra Academia de Historia y por las academias regionales, se llegó a la conclusión de que a nuestra bibliografía histórica le hacía falta una nueva síntesis del pasado nacional que no sólo

presentara aspectos de él tratados pasajera o marginalmente por la historiografía tradicional, sino también que abordara dichos temas utilizando los métodos y conceptos que en los últimos años han renovado la investigación histórica. La idea y el propósito parecían apenas naturales dentro de los esfuerzos que ha venido haciendo el Instituto para adelantar la investigación del patrimonio cultural del país, y en cuanto se refiere a los estudios históricos, para enriquecer nuestra bibliografía y acercarla a los niveles que ésta ha logrado alcanzar, no digamos en las metrópolis europeas de la cultura, lo que sería un despropósito, sino en los países latinoamericanos que partiendo de los mismos supuestos de tiempo y recursos económicos y humanos presentan hoy un panorama de producción historiográfica de mayor significación. Pues si asumimos la incómoda tarea de comparar el estado actual de nuestros estudios históricos con el que tienen en otros países del Continente, es notoria la precariedad de la producción colombiana de obras históricas. Las razones de este hecho son varias, pero una de ellas y quizá la de más peso es que carecemos de un instituto de investigaciones históricas especializado, comparable al que desde hace años tenemos en el campo de la filología y las ciencias del lenguaje, es decir, a nuestro Instituto Caro y Cuervo, o que pueda equipararse a una institución como El Colegio de México, de donde en el curso de cuatro décadas han salido dos o tres centenares de obras

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que no desmerecen ante sus similares europeas, entre ellas la gran Historia Moderna de México que dirigió Daniel Cossio Villegas. Para la preparación, no digamos de historiadores, sino de profesores de historia, sólo hasta época muy reciente nuestras universidades, siguiendo los pasos dados hace quince años por la Universidad Nacional, cuentan con departamentos de historia y otorgan una licenciatura en estas materias. Otras instituciones como nuestra meritoria Academia de Historia, si bien han cumplido una labor que merece nuestra gratitud, por sus escasos recursos materiales y por la índole misma de su composición y finalidades sólo han podido cubrir en forma limitada la misión que corresponde a un centro de investigación. Algo más, hasta hoy hemos carecido de la noción del historiador profesional tal como ésta se entiende desde la primera mitad del siglo xix cuando ingleses, alemanes y franceses crearon la moderna historiografía. Para que no se crea que al hacer esta afirmación incurrimos en uno de los habituales ejercicios de masoquismo nacional y para que se mida en su dimensión real lo que significa el esfuerzo hecho por los autores de este Manual, resultarían oportunas unas consideraciones sobre la formación, destrezas y virtudes que debe tener el historiador, tal como lo entiende la ciencia moderna y como lo exige el lector de una sociedad culta.

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omencemos con sus conocimientos científicos y técnicos. Dominio del oficio en primer lugar; de lo que Marc Bloch llamaba le métier de ¡'historien: paleografía, archivística, diplomática, crítica textual. Conocimiento de la historia general y de sus grandes clásicos cuando se escribe la historia en el ámbito de la cultura de Occidente, como es el caso nuestro. Sin cierto grado de familiaridad con las obras de los grandes maestros alemanes, ingleses, franceses del siglo xix y xx faltaría al novel historiador el conocimiento de la historia universal en que está inserta la nuestra y el modelo formal de la obra histórica y del historiador como científico y como artesano. Una sólida preparación en ciencias impropiamente llamadas auxiliares, porque para el historiador constituyen el instrumento mismo de trabajo y elemento esencial de su capacidad de comprensión y síntesis: Economía, Sociología, Filosofía, Derecho, Filología para situarnos en el terreno del historiador clásico, es decir, del anterior a 1930. Porque en

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

la formación de un historiador contemporáneo entran sin apelación disciplinas como la Demografía, la Estadística, y si se trata de historiadores de la economía, un cierto grado de formación matemática. Los historiadores de la escuela clásica alemana creían que no se podía ser historiador sin ser jurista. Era un postulado inobjetable para una interpretación de la historia que considera al Estado, es decir, el centro abstracto de la organización política y de concentración del poder, como el actor y la realidad máxima de la historia. Posteriormente, después de Marx, se piensa que no puede ser historiador quien no sea economista, o por lo menos quien no tenga un cierto conocimiento riguroso de la vida económica. Después de Marx tampoco se puede serlo sin ser sociólogo. Otros dirían que no puede serlo sin ser geógrafo, porque el paisaje, la calidad de tierras, el clima, la posición geográfica relativa, las rutas terrestres y marítimas a los grandes centros de tráfico son dimensiones insoslayables del conocimiento histórico. Tampoco se podría ser historiador sin ser, en alguna medida, filólogo. No sólo porque el lenguaje es el vehículo indispensable de toda comunicación y el depósito inagotable de las vivencias del hombre, sino porque la semántica es un instrumento eficaz de conocimiento de la conciencia individual y social a la cual tiene que referirse el historiador con mayor frecuencia de la que suele aceptarse en una época en que la historia de las cosas parece suplantar la historia de los hombres. Finalmente, en la época de la sociedad de masas, después de que Freud descubrió e indagó los fenómenos del inconsciente, los efectos de los procesos de represión, frustración y alienación, ¿podría decirse que el historiador puede ignorar ciertos aspectos, métodos y conceptos de la psicología? Suponiéndolo armado de sólidos conocimientos científicos y de una amplia cultura, quedan al historiador problemas lógicos y morales no menos difíciles y decisivos para su formación. Dos aspectos, por cierto íntimamente ligados en el trabajo de todo investigador y de todo hombre de ciencia, pero que adquieren excepcional importancia en su caso. Los lógicos aparentemente los resuelven su conocimiento y dominio de los métodos de investigación, sus recursos documentales, la existencia de buenos y eficaces archivos y aun las condiciones materiales en que se desarrolla su labor. Los morales, mucho más complejos, sólo los resuelven su

Prólogo: La historia y el historiador

voluntad de verdad y la posesión de las que hemos llamado virtudes del historiador. En efecto, la lógica y la metodología le indican los pasos que debe seguir su investigación, la licitud de sus generalizaciones, de sus explicaciones causales, en una palabra, las etapas que debe cumplir su pensamiento para plantear sus hipótesis y probarlas. Pero el método es un instrumento neutro que el investigador puede usar con libertad para plantear las premisas, y en el caso de la historia, para seleccionar los hechos, relacionarlos y obtener las conclusiones previamente buscadas y propuestas. Ahora bien, los lógicos saben que con premisas falsas se puede obtener conclusiones formalmente verdaderas, es decir, exentas de contradicción. Con mayor razón en la historia. Unos hechos desfigurados, o parcialmente admitidos, o sofísticamente probados pueden dar la apariencia de verdad o la apariencia de realidad ante un espectador o un lector que está en incapacidad de someter a prueba las afirmaciones del autor o que por el fetichismo que despiertan las ciencias, las letras y sus cultores, se echa en sus brazos con la fe del creyente, mucho más cuando el autor habla como el apóstol de una causa y en nombre de una doctrina de salvación. Sentido y sensibilidad artísticas parecen ser indispensables para el historiador. Una deformada y falsa concepción del carácter científico de la historia puede llevar a sacrificar no sólo la lógica sino también la gramática y la estética que debe tener todo lenguaje. Desde luego, no se trata aquí de la vieja polémica de si la historia es ciencia o arte, es decir, de si para establecer sus generalizaciones sigue el método inductivo de las ciencias, observando hechos homogéneos para obtener la ley o tendencia de un proceso, o si recurre a la intuición globalizadora del artista cuando pretende lograr la imagen de una época o de una sociedad. En este caso la Historia puede ser, y de hecho lo es, ciencia y arte, según el objeto y los propósitos del historiador. El historiador del arte que quiere reconstruir los valores de un estilo o de la obra de un artista, no puede hacerlo siguiendo los mismos pasos y el mismo método que sigue el historiador de la economía que quiere dar razón de las oscilaciones de la coyuntura económica. Lo mismo ocurre con el biógrafo de una personalidad. Ambos siguen un procedimiento lógico semejante al del artista que crea un cuadro al que da sentido

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a través de la coherencia estructural de sus partes. Pero no se trata de este aspecto del problema cuando se habla de los valores artísticos de la obra histórica. Se trata de los valores estéticos del lenguaje como instrumento de comunicación: O en otros términos, se trata de los valores estéticos de la prosa que escribe el historiador. ¿Cómo lograr estos valores? Seguramente se carece de fórmulas para ello. No hay en el campo del estilo recetas, como quizá las hay en el caso del método científico, porque en este campo están de por medio las formas individuales de la sensibilidad que dependen de factores inefables y de la cultura total de quien escribe. Haciendo un esfuerzo incompleto por definir las cualidades estéticas del estilo del historiador, podríamos enunciar algunas características de su prosa. Sobriedad en primer lugar; ausencia de retórica, de lo superfluo, de consignas, de clisés, en una palabra, de fárrago. Que en su texto sólo haya las palabras indispensables para transmitir una idea con claridad, sin posibilidad de confusiones. Casi podríamos decir que claridad y belleza se identifican en la prosa histórica y en la científica. Hay unas categorías del estilo científico como las hay del novelístico o del poético. En el caso del historiador, como en el del científico, de la claridad y el orden de los conocimientos la belleza aparece como resultado intrínseco. Donde hay fealdad generalmente hay confusión. Y viceversa, donde hay orden y claridad de los conceptos la belleza surge como producto natural. Ce qui se pense bien, se exprime bien, decía Pascal. «Lo que se piensa bien se expresa bien». No hay, pues, mala expresión para un pensamiento correcto, ni habrá belleza cuando se tengan pensamientos confusos. Simpatía por el tema, por la materia que trata, pasión dirían algunos, debe tener el historiador. La relación entre el conocer y el sentimiento o los temples del ánimo, es un viejo tema de la filosofía. Platón creía que el asombro está en la raíz de todo saber; Quevedo postulaba el desengaño; Max Scheler, el pensador moderno que mayor atención ha puesto al tema, consideraba la simpatía, el amor, como el punto de partida del conocimiento de la naturaleza y sobre todo del conocimiento de los otros. De ahí que el tema tenga que ver con la formación del historiador. Pues la historia es esencialmente una forma del conocimiento del otro, del hombre

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que individual y socialmente es el actor del proceso político, social, económico, cultural que es la historia. Y no puede haber acceso al conocimiento del otro sin esa apertura del espíritu hacia su objeto que es la simpatía. Por eso es difícil o imposible saber lo que sea el enemigo. Por lo mismo, resulta fatal para el historiador toda forma de maniqueísmo. Si el mal y bien se reparten por iguales y excluyentes partes entre nacionales y extranjeros, entre patriotas y españoles, entre proletarios y burgueses, entre católicos y herejes, entre europeos civilizados y pueblos bárbaros, la historia resultaría simplemente una forma de la metafísica y así ha llegado a ser en no pocas tendencias de la historiografía y en no pocos casos de historiadores creyentes que han atribuido el papel del ángel a su propio país, a su propia cultura, a su propia raza o a su propia clase o la clase de su simpatía y el de la bestia a la contraparte. Se dirá que esta apertura simpática hacia la totalidad del objeto histórico y no simplemente hacia una de sus partes resulta incompatible con el compromiso ético que el historiador debe tener, como hombre y como ciudadano, con su patria, con su partido, con su clase, o con su iglesia, con la causa de la justicia, de la libertad, de la democracia o del progreso. ¿No habrá siempre una buena y mala causa y no es deber del historiador estar del lado de la buena? Y por otra parte, ¿no es de su compromiso de donde recibe el impulso, la voluntad de conocimiento? La pretensión de imparcialidad, o de objetividad, se dice, es simplemente una forma sospechosa de la complicidad. Es simplemente una complicidad con los poderes dominantes que no se atreve a decir su nombre. Más todavía, ¿la historia misma de la historiografía no nos indica que ha sido la voluntad de servir a una causa, la que ha producido las grandes obras de la historiografía moderna? Los infortunios de una Alemania fragmentada frente a la unidad de otras potencias europeas, Inglaterra o Francia, llevó a la formación de la escuela histórica alemana y produjo la obra impresionante de los Monumenta Germaniae Historica, que compilaron Droysen, Ranke y los grandes representantes de la Escuela Histórica alemana. De la primera gran historia de las condiciones de la clase obrera en la sociedad industrial, El Capital de Marx, se ha dicho que tuvo una motivación ética: la indignación de un moralista ante las opresoras condiciones de vida de la clase obrera

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en los albores de la sociedad industrial. Y para tomar casos domésticos, ¿no fue el fervor de su fe católica el que llevó a Groot a meterse en los archivos coloniales y a dedicar varios años de su vida a escribir la Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, para defender a la Iglesia de las imposturas de los historiadores liberales? Imaginación también parece serle indispensable. En un sugestivo ensayo escrito con motivo del homenaje que la Gaceta de Colcultura rindió recientemente al historiador Luis Ospina Vásquez, Jorge Eliécer Ruiz aludía a la "comprensión imaginativa", como una cualidad esencial del historiador. Dar el paso de situaciones conocidas hacia situaciones desconocidas del pasado cuyos hechos no han podido establecerse, pero que, gracias a la intuición creadora, el "brillante fogonazo" del artista de que hablaba Croce, puede crear el historiador imaginativo reconstruyendo lo que Luis Ospina llamaba "atmósferas". Sugestión tentadora, pero peligrosa. Ni siquiera, o por la circunstancia misma de apoyarse en hechos conocidos del presente, puede el historiador pasar por analogía de una época a otra. Es un paso lógicamente ilícito que implicaría desconocer lo que hay de único en cada circunstancia social, política o cultural y la calidad de irrepetible que caracteriza al acontecer histórico y lo diferencia del acontecer de la naturaleza. Ese principio analógico, que lleva a algunos a juzgar, o reconstruir, el pasado por el presente, o viceversa, el presente por el pasado, es precisamente el que debe evitar el historiador que realmente lo es. Quien posee en verdad el sentido histórico, no puede imaginarse situaciones ni reconstruir atmósferas que no tengan apoyo en los hechos de la época, las situaciones y los procesos que trata de historiar y comprender. Que reconstruir la atmósfera, como dice Ospina Vásquez, sea una tarea no fácil, no autoriza para traspasar la frontera de los hechos. Para reconstruir las actitudes, las maneras de pensar, los contenidos de la conciencia de un grupo o de una clase, el historiador tendrá que recurrir a una multiplicidad de fuentes y aquí sí, tener imaginación para encontrarlas: cartas, memorias, papeles personales, fotografías, dibujos, vestidos, muebles, etc., etc. Mas cuando así procede, sigue ateniéndose a los hechos. Y es justamente este camino el que a la postre debe recorrer la historia social y de la cultura para no caer en afirmaciones a priori, ni hacer cons-

Prólogo: La historia y el historiador

tracciones ad hoc, ni caer en imaginaciones. Sería esta la manera de reconstruir la conciencia de clase sobre la que ha insistido el marxismo. Nuestra nueva historiografía hace muchas referencias a la burguesía colombiana del siglo xix, le atribuye intereses, intenciones, capacidades e incapacidades, pero es poco lo que ha hecho para establecer, para documentar, para probar el grado de desarrollo y la existencia real de una conciencia de clase en nuestra naciente burguesía del siglo xix. Se supone que eran burgueses y tenían intereses burgueses quienes defendían el liberalismo, el laissez faire y los derechos individuales. Pero ni el liberalismo, ni el laissez faire, ni el individualismo son suficientes para definir la conciencia burguesa, que no sólo está hecha de ideologías políticas y económicas, sino de hábitos, de formas de trabajo y de pensamiento, de actitudes éticas, de gustos y formas de consumo, de intereses y ambiciones. Ahora bien, esas capas de la vida social, como también el ambiente espiritual de una época o lo que Ospina Vásquez llamaba "la atmósfera", están hechas de realidades microscópicas que no se encuentran en los documentos públicos que suelen llenar los archivos. Para llegar a esas zonas y reconstruir la conciencia de una clase o una generación o revivir una atmósfera, para tener lo que podríamos llamar la historia por dentro, tendríamos que traspasar los esquemas macrohistóricos y llegar al tejido interno de la sociedad, apoyados en fuentes menos convencionales. El historiador alemán Bernard Groethuysen reconstruyó la conciencia burguesa de la Francia del siglo xvii estudiando libros de rezo y sermones dominicales y Sombart estableció su imagen del burgués clásico escudriñando diarios íntimos, cartas y libros de contabilidad. Es aquí donde podría encontrarse la analogía entre el novelista y el historiador. No sin cierta razón pensaba Marx que la conciencia burguesa de Francia se encontraba mejor descrita en las novelas de Balzac que en los tratados de historia. Pero no debemos olvidar que para escribir sus novelas Balzac consultaba las notarías y los juzgados. Hay sí una forma de imaginación indispensable al historiador. Es la capacidad de plantearse problemas, de formular hipótesis, de perseguir fuentes y pruebas. Muchas veces hemos comparado su labor con la del detective o la del juez investigador. Es común a ellos establecer hipótesis a partir de los hechos, para establecer

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relaciones, encontrar imputaciones causales, fundamentar generalizaciones. Y por sobre todo, el establecer y analizar las pruebas de sus hipótesis. Uno y otro trabajan con testimonios, indicios, declaraciones del actor o los actores y los testigos. La ciencia que los penalistas llaman crítica de las pruebas, es el equivalente de lo que los historiadores llaman análisis o crítica del documento. Sólo que las sentencias del historiador nunca podrán ser definitivas como las del juez -y estas mismas no siempre lo son-, porque nunca, o casi nunca, podrá tener a su disposición todos los hechos, ni encontrar todas las pruebas cuando trata de explicarse y reconstruir un período, una época o un proceso histórico complejo como una revolución. Por eso sus sentencias estarán siempre sujetas a revisión y nunca podrán tener el efecto "de cosa juzgada". De ahí el carácter de abierto, de provisionalidad y también de antidogmático que tiene el conocimiento histórico. Lo cual nos lleva a considerar otra virtud del historiador: el sentido crítico, que crea y al mismo tiempo es creado por la Historia. El sentido crítico que descubrió el pensamiento occidental a partir de Descartes, que maduró con Kant y los filósofos ilustrados del siglo xviii, que ha hecho la fecundidad y también el desasosiego y el tormento del pensamiento científico auténtico. Se ha dicho que la ciencia, aun la que se pretende más exacta como la matemática o la física, está constituida por un conjunto de conocimientos siempre abiertos, porque para modificarlos, siempre pueden aparecer nuevos hechos, nuevas hipótesis, nuevas explicaciones de procesos que antes se consideraron leyes inmutables. Y si esto puede decirse de la ciencia natural, con mayor razón puede decirse de la historia. El conocimiento histórico es el conocimiento abierto por excelencia. Siempre habrá en la historia posibilidad de encontrar nuevos documentos, nuevos hechos que nos lleven a rectificar o confirmar con mejores razones los juicios que se han dado sobre una época, un acontecimiento o el carácter de una estructura social, económica o intelectual. Por eso es la historia el producto y el origen del pensamiento crítico, el producto y el origen del pensamiento antidogmático, de la tolerancia y casi diríamos de la civilización política, en una palabra, de aquellas características de realismo, buen sentido, convivencia y tolerancia de cuya ausencia en los pueblos hispanoamericanos se ha lamen-

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tado recientemente el escritor mexicano Octavio Paz. Que donde faltan surgen las inquisiciones, los dogmas, las dictaduras y el Estado policivo. Viejos problemas de método y epistemología de la historia que posiblemente nunca encontrarán una solución que produzca el sosiego del historiador y que éste tendrá que plantearse continuamente. Lo cierto, es que, tanto el historiador como el investigador de todas las formas de expresión de la sociedad, tendrá que vivir en medio de estas tensiones que no le resolverán los dogmas de las iglesias. Algunas escuelas de antropología aconsejan al antropólogo hacerse un psicoanálisis antes de comenzar su investigación sobre un grupo o una cultura, para traer a plano de la conciencia todos sus preconceptos, para purgarla de prevenciones y prejuicios etnocéntricos, porque sólo así podrá tener acceso al conocimiento de una cultura y de un grupo extraños. Para el historiador el problema es idéntico, sólo que posiblemente más complejo, pues tiene que entendérselas con los hombres y las sociedades del pasado. Sólo siendo conscientes de estas contradicciones y dificultades podemos asumir el conocimiento del pasado con un mínimum de lucidez. ¿Es esta una invitación al escepticismo, al eclecticismo, que tanto desdén produce a los espíritus militantes y comprometidos? La apertura hacia lo universal, el esfuerzo hacia la objetividad y hacia la realidad total que implica la simpatía en que creyeron el humanismo y el mejor liberalismo occidental, siguen siendo las metas del historiador preocupado con ese esquivo personaje que denominamos verdad histórica.

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os colaboradores de este Manual representan la última etapa de la historiografía colombiana y la primera generación de historiadores profesionales. Han asumido la tarea de presentar, en una serie de cuadros, los principales aspectos de la historia nacional, la cultura, la vida social, los grandes hechos políticos y la economía, respondiendo al encargo del Instituto Colombiano de Cultura de elaborar una obra sintética, dirigida a un público no especializado, según reza la carta de intención dirigida por la directora del Instituto, Gloria Zea de Uribe, al director científico del proyecto y a sus colaboradores. Se trata, pues, de una idea que por su misma naturaleza implica ciertas limitaciones que es conveniente recordar para orientación del lector y de los eventuales críticos de esta obra.

Nueva Historia de Colombia. Vol. I

Conviene también informarlos de los otros criterios adoptados para su ejecución. En primer lugar, mencionemos las limitaciones. Se ha querido hacer una obra que presente en forma de síntesis, aspectos parciales de la historia nacional, no toda la historia. Ello, como es explicable, ha obligado a un esfuerzo de selección de los aspectos presentados, con lo cual necesariamente se han quedado por fuera detalles y en no pocas veces aspectos significativos de cada tema. Se ha pedido de cada colaborador escribir sobre aquel campo que a través de su carrera de investigador hubiera llegado a constituir su especialidad y sobre el cual hubiera ya publicado obras y ensayos monográficos. No se pensó, por lo tanto, en hacer un esquema teórico e hipotéticamente necesario de temas, para luego buscar los autores, sino al contrario, encontrados los autores se les solicitó que escribieran sobre el tema de su predilección y su conocimiento. Dentro del carácter de obra de divulgación que se le ha querido dar, se ha recomendado a los colaboradores de esta obra, sencillez en la presentación de los temas, es decir, renunciar en la medida de lo posible a tecnicismos y sofisticados recursos de expresión. Renunciar inclusive al exceso de referencias, citas y notas que parecen ser inherentes a cierta interpretación del carácter científico de la historia. Una bibliografía general, para orientación didáctica del lector, ha parecido suficiente. El lector no debe buscar o no hallará en esta obra, uniformidad de criterios, de juicios o de métodos históricos. Sus colaboradores pertenecen a tendencias científicas diferentes, a sensibilidades y a orientaciones filosóficas y políticas distintas y en no pocas ocasiones antagónicas. Para invitarlos a participar en ella, su capacidad probada, sus antecedentes como investigadores y el puesto que ocupaban en sus respectivas especialidades fueron los únicos criterios de selección. Ni el Instituto Colombiano de Cultura, ni el director de la obra impartieron recomendaciones, menos exigencias, que pudieran limitar la libertad científica o las tendencias ideológicas de los colaboradores. Se limitaron a recomendar ciertos criterios de seriedad científica y aspectos formales y técnicos que se han cumplido rigurosamente en los trabajos que contienen estos volúmenes.

Prólogo: La historia y el historiador

Al promover la ejecución de esta obra, el Instituto Colombiano de Cultura, no se ha propuesto imprimirle una determinada tendencia de escuela científica o política, ni defender una causa, ni adelantar polémicas. Ha querido dar a un grupo de investigadores la oportunidad de presentar, para un amplio público, el resultado de sus investigaciones y al mismo tiempo hacer una contribución más al conocimiento de nuestro pasado histórico, que considera una, si no la más importante de sus misiones. En las discusiones previas que se tuvieron antes de iniciarse la ejecución de esta obra, tanto

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las autoridades del Instituto Colombiano de Cultura, como sus colaboradores fueron conscientes de las dificultades y riesgos de una obra de esta naturaleza. Fueron conscientes sobre todo del carácter abierto y provisional que tiene todo conocimiento histórico. Tome, pues, el lector los estudios que forman este Manual como lo que son: un intento y un esfuerzo más de los muchos que se han hecho por describir y comprender algunos aspectos de nuestra historia. Bonn, marzo 30 de 1978

Los autores

Los autores f Eugenio Barney-Cabrera Cali, 1917 - Bogotá, 1980. Fue Profesor Titular, Director de la Escuela de Bellas Artes y del Departamento de Humanidades, Decano de la Facultad de Ciencias Humanas y Director de la Biblioteca Central, Universidad Nacional de Colombia. Autor de: Geografía del arte en Colombia (Bogotá, 1963), El arte agustiniano: Boceto para una interpretación estética (Bogotá, 1964), Temas para la historia del arte en Colombia (Bogotá, 1970), Fauna religiosa en el alto Magdalena (Bogotá, 1975). Editor de Arte monumental prehispánico de Konrad Theodor Preuss y autor de las notas marginales con Pablo Gamboa H. (Bogotá, Universidad Nacional, 1974). Director Científico y autor de varios ensayos sobre arte precolombino y del siglo XIX para la Historia del arte colombiano (Barcelona, Salvat, 1977). Su contribución a la presente obra: "La actividad artística en el siglo XIX".

Eduardo Camacho Guizado Tunja, 1937. Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad de los Andes, 1960. Doctor en Filosofía y Letras, Sección Filología Románica, Universidad Central de Madrid, España, 1962. Profesor de Literatura Española, Hispanoamericana y Colombiana, Universidad de los Andes, State University of New York (Albany) y Middlebury College (Vermont y Madrid), del cual es Director de su Spanish Graduate School. Diversos artículos y estudios sobre literatura en revistas como Eco, Razón y Fábula, Colegio del Rosario, Gaceta-Colcultura y Letras Nacionales. Autor de: Estudios sobre literatura colombiana: siglos XVI y XVII (Bogotá, Universidad de los Andes, 1965), La poesía de José Asunción Silva (Bogotá, Uniandes, 1968), La elegía funeral en la poesía española (Madrid, Gredos, 1969), Relatos libres (Bogotá, Bandera Roja, 1972), "La gran negociación y su contraimagen en la poesía de la generación del 27", en Studio philologica in honorem Rafael Lapesa (Madrid, Gredos, 1974), Naturaleza, historia y poética en Pablo Neruda (Madrid, Sociedad General, 1978), Estudios sobre literatura española y latinoamericana (Bogotá, Colcultura, 1978), "Los cronistas de Indias", en Historia de la literatura universal (Madrid, Orbis, 1983), Sobre la raya (novela, Bogotá, Oveja Negra, 1985), "Juan Rodríguez Freyle", en Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo I (Madrid, Cátedra, 1982), "José Asunción Silva", en Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo II (Madrid, Cátedra, 1987), "Estética del modernismo en Colombia", en Manual de literatura colombiana, Tomo I (Bogotá, Planeta, 1988). Ediciones: Obra completa de José Asunción Silva (con Gustavo Mejía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977), Martín Fierro de José Hernández (Madrid, SGAL, 1982), Poemas de Jorge Rodríguez Romero (Bogotá, El Ancora, 1985), Poesía y prosa de José Asunción Silva (Bogotá, El Ancora, 1986). En junio de 1986 el Teatro Libre de Bogotá estrenó su obra teatral Sobre las arenas tristes. Su contribución a la presente obra: "La literatura colombiana entre 1820 y 1900".

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Germán Colmenares Bogotá. 1938. Abogado del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Historia, Universidad de París Fellow de St. Edmund's House, Cambridge, Becario Guggenheim y Woodrow Wilson. Profesor de la Universidad de los Andes y de la Universidad del Valle, donde fue Decano de la Facultad de Humanidades. Profesor visitante en las Universidades de Columbia (Nueva York) y Cambridge (Inglaterra). Autor de: Partidos políticos y clases sociales (1968). Las haciendas de los jesuítas en el Nuevo Reino de Granada (1969). Historia económica y social de Colombia. 1537-1719 (1973). Cali: terratenientes, mineros y comerciantes (1975). Popayán, una sociedad esclavista (1979). Rendón: una fuente para la historia de la opinión pública (1984). Las convenciones contra la cultura (1987), además de su ensayo "Manuela, la novela de costumbres de Eugenio Díaz", del Manual de literatura colombiana (Planeta, 1988). Su contribución a la presente obra: "Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII(1713-1740)" y "La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800".

Alberto Corradine Angulo Zipaquirá. 1933. Arquitecto. Universidad Nacional de Colombia (1957). Cursos sobre Historia del Arte y de la Arquitectura, Francfort y Stuttgart (1960-1962). Especialización en Restauración de Monumentos, Universidad de Madrid. Consultor de UNESCO en varias misiones (Argentina, Nicaragua, Honduras, Perú, Ecuador). Profesor de la Universidad Nacional desde 1962, donde ha sido también Director de Construcciones, Jefe de Planeación Física y Secretario Administrativo. Varios artículos sobre historia de la arquitectura en Colombia en revistas nacionales y extranjeras. Autor de: Algunas consideraciones sobre la arquitectura en Zipaquirá (Bogotá, 1969 y 1979), Mompox, arquitectura colonial (Bogotá, 1961 y 1981), Raíces hispánicas de la arquitectura en Colombia (Bogotá, 1987), Arte y arquitectura en Santander (Bogotá, 1986). Inéditos: "La arquitectura en Tunja", "La arquitectura en Colombia de 1538 a 1850". Su contribución a la presente obra: "La arquitectura colonial".

María Teresa Cristina-Zonca Gattico (Italia). 1939. Licenciada en Filosofía y Letras. Universidad de los Andes. Master en Literatura Francesa, Universidad de Pittsburgh, Pennsylvania. Profesora, Departamento de Humanidades, Universidad de los Andes (1965-1983). Profesora en el Departamento de Filología e Idiomas (1979-1984), Directora de la Sección de Literatura (1984-1986) y profesora del Departamento de Literatura, Universidad Nacional de Colombia. Autora de: "Actitud narrativa y técnicas narrativas en la novela colombiana contemporánea (teoría y análisis)", tesis de licenciatura, Uniandes, 1969; "La familia, el ciclo de vida y algunas observaciones sobre el habla de Bogotá" (con Bárbara Rimgaila, Thesaurus, Instituto Caro y Cuervo, 1966). "Novela y sociedad en José María Samper", Razón y Fábula, No. 42 (mayo-junio, 1976); "Macondo, ciudad de la verídica historia", Lecturas Dominicales de El Tiempo (agosto 8, 1976), "La literatura colonial", en Historia de Colombia, Bogotá, Salvat, 1985), "Dos fragmentos inéditos de Jorge Isaacs", Revista de la Universidad Nacional, Vol. II No. 12 (mayo. 1987). Prepara la edición crítica de la obra literaria y recopilación de escritos de Jorge Isaacs, para la publicación de la obra completa de este autor. Su contribución a la presente obra: "La literatura en la Conquista y la Colonia".

Fernando Díaz Díaz Lorica (Córdoba), 1935. Licenciado en Ciencias Sociales y Económicas, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja (1960). Doctor en Historia, Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México (1971). Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica (1964-1980), Universidad Nacional de Córdoba en Montería (1980-1984) y Director del Centro de Servicios Auxiliares Docentes, CASD, de Cartagena (1984-1987), donde se dedica a la investigación pedagógica e histórica. Además de artículos en revistas y periódicos nacionales y extranjeros, es autor de: Caudillos y caciques (El Colegio de México, 1972), Sania Anna y Juan Alvarez, frente a frente (México. Sepsetentas, 1972), Historia documental de Colombia, siglos XVI, XVII y XVlll (Tunja. UPTC, 1974), La desamortización de bienes eclesiásticos en Boyacá (Tunja, UPTC, 1977). Tiene para publicación las siguientes obras: "Ensayos sobre metodología de la historia" (1984), "Esquema para una breve historia de la ciencia" (1986), "Letras e historia del Bajo Sinú" (1988), 'Historia de la educación en Colombia" (en preparación). Su contribución a la presente obra: "Estado, Iglesia y desamortización".

Los autores

Juan Friede MIawa (frontera de Rusia con Alemania). 1901. Ciencias Económicas. Universidad de Viena. Especialización, London School of Economics and Political Science. Profesor de Historia de América Latina, Universidades de Indiana y de Texas. Catalogación de documentos sobre el Perú para la Lilly Library, Universidad de Texas. Catalogación de manuscritos relativos a Hernán Cortés, Biblioteca del Congreso, Washington, D.C., trabajo publicado con el título: The Harkness Collection in the Library of Congress (Washington, 1974). Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia. Autor de: Los indios del alto Magdalena. Vida, luchas y exterminio (1609-1931) (Bogotá, Instituto Indigenista de Colombia, 1943), Comunidades indígenas del Macizo Colombiano (Bogotá, Instituto Indigenista de Colombia, 1944), El indio en lucha por la tierra. Historia de los resguardos del Macizo Central Colombiano (Bogotá: Espiral, 1944; La Chispa, 1972; Punta de Lanza, 1976), Los Andakí, 1538-1947, Historia de la aculturación de una tribu selvática (México, FCE, 1953, 1974); Invasión del país de los Chibchas, Conquista del Nuevo Reino de Granada y fundación de Santafé de Bogotá: Revaluaciones y rectificaciones (Bogotá, Tercer Mundo,1955,1966), Documentos inéditos para la historia de Colombia (1509-1550)(10 Vols., Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1955-1960), Los franciscanos y el clero en el Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVI (Madrid, Jura, 1957), Nicolás Federmán en el descubrimiento del Nuevo Reino de Granada (México, Ed. Cultura, 1957), "Problemes de colonization de l'Amazonie colombienne", en: Miscelánea Paul Rivet. Octogenario Dicata (México, UNAM, 1958), La censura española del siglo XVI y los libros de historia de América (México, Cultura, 1959), Descubrimiento del Nuevo Reino de Granada y Fundación de Bogotá (1536-1539) según documentos del Archivo General de Indias, Sevilla (Bogotá, Banco de la República, 1960), Gonzalo Jiménez de Quesada a través de documentos históricos. Estudio biográfico 1509-1550 (Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1960; 2a. ed.: El adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, 2 Vols., Bogotá, Carlos Valencia, 1979), Los gérmenes de la emancipación americana en el siglo XVI (Monografías Sociológicas No. 5, Bogotá, Universidad Nacional, 1960), Vida y viajes de Nicolás de Federmán, conquistador, poblador y cofundador de Bogotá, 1506-1542 (Bogotá, Buchholz, 1960), Los Welser en la conquista de Venezuela (Madrid/Caracas, Edime, 1961), Vida y luchas de don Juan del Valle, primer obispo de Popayán y protector de los indios (Popayán, Ed. Universidad, 1961), Documentos sobre la fundación de la Casa de Moneda en Santafé de Bogotá (1614-1635) (Bogotá, Banco de la República, 1963), Historia de la antigua ciudad de Cartago, en: Historia de Pereira, 2a. parte (Pereira, Club Rotario, 1963), Los Quimbayas bajo la dominación española. Estudio documental (1539-1810) (Bogotá: Banco de la República, 1963; Carlos Valencia, 1978), Problemas sociales de los Arhuacos: Tierras, gobierno, misiones (Monografías Sociológicas No. 16, Bogotá, Universidad Nacional, 1963; 2a. ed.: La explotación indígena en Colombia bajo el gobierno de las misiones. El caso de los Arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta, Bogotá, Punta de Lanza, 1973), "Algunas consideraciones sobre la evolución demográfica en la provincia de Tunja", Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, No. 3 (1965); Descubrimiento y conquista del Nuevo Reino de Granada. Introducción (Historia Extensa de Colombia, Vol. II, Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1965), La batalla de Boyacá a través de los archivos españoles (Bogotá, Banco de la República, 1969), La evolución de la propiedad territorial en Colombia. Hacia una reforma agraria masiva (Monografías y Documentos, No. 8, Bogotá, CIAS e IDES, 1971), La otra verdad: La independencia americana vista por los españoles (Bogotá: Banco de la República, 1971; Tercer Mundo, 1972; Carlos Valencia, 1979), Bartolomé de Las Casas (1474-1566): Inicios de las luchas contra la opresión en América (Bogotá, Punta de Lanza/La Chispa, 1974; 2a. ed.: Bartolomé de Las Casas (1474-1566). Su lucha contra la opresión, Bogotá, Carlos Valencia, 1978), Bartolomé de Las Casas, precursor del anticolonialismo: Su lucha y su derrota (México, Siglo XXI, 1974, 1976), La batalla de Ayacucho, 9 de diciembre de 1824 (Bogotá, Banco de la República, 1974), Los Chibchas bajo la dominación española (Bogotá, La Carreta, 1974), "Bartolomé de Las Casas y su lucha en pro de la justicia social", en: Indigenismo y aniquilamiento de indígenas en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional, 1975; Ediciones CIEC, 1981), "Las misiones y el problema indígena en Colombia", en: El problema indígena en la historia contemporánea de Colombia (Tunja, Universidad Pedagógica y Tecnológica, 1975), Fuentes documentales para la historia del Nuevo Reino de Granada, desde la instalación de la Real Audiencia en Santafé (8 Vols., Bogotá, Banco Popular, 1975-1976), "Proceso de aculturación del indígena en Colombia", en: Indígenas y represión en Colombia (Serie Controversia No. 79, Bogotá, Cinep, 1978), Rebelión comunera de 1781: Documentos (2 Vols., Bogotá, Colcultura, 1981). Editor de: Recopilación historial de Fray Pedro de Aguado (4 Vols. Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Nos. 31-34, 1956-1957), Historia indiana de Nicolás de Federmán (Madrid, Arco, 1958), Rutas de Cartagena de Indias a Buenos Aires y sublevaciones de Pizarro, Castilla y Hernández Girón, 1540-1570 (Madrid, Porrúa, 1970), Bartolomé de Las Casas in history. Toward an understanding of the man and his work (con

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Benjamín Kee, Dekalb, Northern Illinois University Press, 1971) y de Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales de Fray Pedro Simón (7 Vols., Bogotá, Banco Popular, 1978). Su contribución a la presente obra: "La conquista del territorio y el poblamiento".

Francisco Gil Tovar Granada (España). 1923. Residente en Colombia desde 1953. Periodista. Escuela Oficial de Periodismo, Madrid. Profesor de Bellas Artes, Academia de Bellas Artes, Florencia. Profesor Titular de Historia del Arte, Universidad Javeriana (desde 1959), Universidad Nacional de Colombia (desde 1961). Fundador y Decano de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Javeriana (1963-1977). Fundador y Director del Centro de Educación Humanística de la Universidad del Rosario (desde 1979), y allí mismo Director del Programa de Crítica de Arte. Director Area Humanística, Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Director del Museo de Arte Colonial, Bogotá (1975-1986). Miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte. Comentarista de arte del diario El Tiempo, Bogotá. Entre otros libros, autor de: Breviario de arte y crítica (1954), Trayecto y signo del arte en Colombia (1957), Historia del arte y conocimiento de los estilos (1957, 1965), La pintura flamenca en Bogotá (1964), ¿A dónde va el arte? (1965), El arte colonial en Colombia (coautor con Carlos Arbeláez Camacho, 1968), Introducción al arte (1969, 1974, 1988), Del arte llamado erótico (1975), El arte colombiano (1976, 1980, 1984), La obra de Gregorio Vásquez (1980), Ultimas horas del arte (1982), Historia y arte en el Colegio Mayor del Rosario (1982), Arte virreinal en Bogotá (coautor con Alvaro Gómez Hurtado, 1987). Coautor en varias obras colectivas como Historia del arte colombiano (Salvat, 1977) y Kunst Tieme (1977). Su contribución a la presente obra: "Las artes plásticas durante el período colonial".

Margarita González Pacciotti Bogotá, 1942. Licenciada en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia. Profesora, Departamento de Historia, Universidad Nacional. Autora de: El resguardo en el Nuevo Reino de Granada (1970), Ensayos de historia colombiana (1977) y Bolívar y la independencia de Cuba (Bogotá, El Ancora, 1985). En el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, del cual fue Directora (1979-1982), ha publicado: "El resguardo minero de Antioquia" (No. 9, 1979), "La política económica virreinal en el Nuevo Reino de Granada" (No. 11, 1983) y "Algunos aspectos económicos de la administración pública en Colombia. 1820-1886" (No. 13/14, 1986-87). Su contribución a la presente obra: "Las rentas del Estado".

Jaime Jaramillo Uribe Abejorral (Antioquia), 1918. Licenciado en Ciencias Económicas y Sociales, Escuela Normal Superior, Bogotá. Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad Libre de Colombia; Postgrado, Universidad de la Sorbona, París. Profesor Titular de la Universidad Nacional de Colombia y durante varios años Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y Director del Departamento de Historia. Profesor Visitante, Universidades de Hamburgo (Alemania), Vanderbilt (Nashville, Tennessee). St. Antony's College de la Universidad de Oxford (Inglaterra), Universidad de Sevilla (España). Profesor de la Universidad de los Andes, donde ha sido Decano de la Facultad de Filosofía y Letras y donde desempeña la cátedra de Historia Económica y Social de Colombia en su Departamento de Historia. Fundador del Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, fue también director de la revista Razón y Fábula de la Universidad de los Andes. Autor de más de un centenar de ensayos sobre Historia Social y de la Cultura en revistas nacionales y extranjeras. Director científico del Manual de historia de Colombia (Colcultura, 1980). Entre sus obras se cuentan: El pensamiento colombiano en el siglo XIX (Temis, 1963). Historia de Pereira (con Luis Duque Gómez y Juan Friede, 1963). Entre la historia y la filosofía (1968), Ensayos de historia social colombiana (Universidad Nacional, 1969), Historia de la pedagogía como historia de la cultura (Universidad Nacional, 1970), Antología del pensamiento político colombiano, (2 Vols, Banco de la República, 1970), La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos (Colcultura, 1977), "Etapas y sentidos de la historia de Colombia", en: Colombia, hoy (siglo XXI, 1978). Su contribución a la presente obra: "La administración en la colonia", "El proceso de la educación en el Virreinato" y "El proceso de la educación en la República (1830-1886)".

Salomón Kalmanovitz Krauter . Barranquilla, 1943. Filosofía y Economía, Universidad de New Hampshire, Durham. Postgrado, New School for Social Research, Nueva York; candidato al PhD. en Economía. Profesor Titular de

Los autores

la Universidad Nacional de Colombia (desde 1970). Investigador Asociado, temas de macroeconomía y gasto público, Contraloría General de la República (desde 1987). Investigador Invitado, Institute of Social Studies, La Haya (1978), Institute of Development Studies, Universidad de Sussex, Inglaterra (1979-1980) y Universidad Hebrea de Jerusalén (1987). Coautor en volúmenes colectivos: La agricultura en Colombia en el siglo XX (dirigido por Mario Arrubla, 1976), La nueva historia de Colombia (selección de Darío Jaramillo, 1976) y Colombia, hoy (1978). Autor de: El desarrollo de la agricultura en Colombia (1978), Ensayos sobre el desarrollo capitalista dependiente (1979), El desarrollo tardío del capitalismo (1983), Economía y nación: una breve historia de Colombia (1985), Ensayos escogidos de economía colombiana (1987), Historia de Colombia, 9o grado (con Sylvia Duzán, 1987). Su contribución a la presente obra: "El régimen agrario durante el siglo XIX en Colombia".

Jorge Orlando Melo González Medellín. 1942. Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Postgrado en Historia, Universidades de North Carolina y Oxford. Profesor en las Universidades Nacional y del Valle; Profesor Invitado, Universidad de los Andes, Duke University y Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Director de los Departamentos de Historia, Universidad Nacional y del Valle. y en esta última. Decano de Investigaciones, Vicerrector y Rector (e). Director del Centro de Investigaciones para el Desarrollo, CID, de la Universidad Nacional. Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la misma universidad. Miembro de las juntas directivas de: Fundación para la Promoción de la Investigación y de la Tecnología (Banco de la República), Fondo Fen-Colombia para la Protección del Medio Ambiente y Centro de Estudios de la Realidad Colombiana, CEREC. Autor de: Historia de Colombia, Tomo I: El establecimiento de la dominación española (Bogotá, 1977-78), Sobre historia y política (Bogotá, 1979). Editor de: Los orígenes de los partidos políticos en Colombia (Bogotá, 1978), Indios y mestizos en la Nueva Granada en el siglo XVIII (Bogotá, 1986) y Reportaje de la historia de Colombia (dos volúmenes, Bogotá, Planeta, 1988). Colaborador en: Colombia, hoy (Bogotá, 1978), Historia económica de Colombia (Bogotá, 1987, Premio de Ciencia Alejandro Ángel Escobar 1988) y Manual de literatura colombiana (Bogotá, Planeta, 1988). Director y colaborador de La historia de Antioquia (Medellín, El Colombiano, 1987-88, Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 1988). Su contribución a la presente obra: "La evolución económica de Colombia 1830-1900".

Javier Ocampo López Aguadas (Caldas), 1939. Licenciado en Ciencias Sociales, Universidad Pedagógica de Colombia. Doctor en Historia, El Colegio de México. Miembro de la Academia Colombiana de Historia y Academia Colombiana de la Lengua. Profesor Titular, Programa de Magister en Historia, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja. Autor de: El positivismo y el movimiento de la Regeneración en Colombia (México, UNAM, 1968), Historiografía y bibliografía de la emancipación del Nuevo Reino de Granada (Tunja, 1969), Las ideas de un día, El pueblo mexicano ante la consumación de su independencia (El Colegio de México, 1969), Las ideologías en la historia contemporánea de Colombia (México, UNAM, 1972), Historia de Colombia (Bogotá, 1973), El proceso ideológico de la emancipación (Tunja, 1974; Bogotá, Colcultura, 1980; Premio Nacional de Literatura "José María Vergara y Vergara" de la Academia Colombiana de la Lengua), El caudillismo colombiano (Bogotá, 1974), Las ideas bolivarianas, Fuentes documentales y bibliográficas (Tunja, 1977), La emancipación de Hispanoamérica (Bogotá, 1978), La independencia de Estados Unidos y su proyección en Hispanoamérica (Caracas, OEA/IPGH, 1979), Historia de las ideas de integración de América Latina (Tunja, Idesil, 1981), Ideario del Libertador Simón Bolívar (Tunja, Idesil, 1983), Historia del pueblo boyacense (Tunja, ICBA, 1983), Música y folclor de Colombia (Bogotá, 1984), Las fiestas y el folclor en Colombia (Bogotá, 1985), Historia básica de Colombia (Bogotá, 1986), Los orígenes ideológicos de Colombia contemporánea (México, OEA, 1986), Historia de la cultura hispánica, siglo XX (Bogotá, 1987), Mitos colombianos (Bogotá, 1988). Su contribución a la presente obra: "El proceso político, militar y social de la Independencia".

Jorge Palacios Preciado Tibasosa (Boyacá), 1940. Licenciado en Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Historia, Universidad de Sevilla. Profesor, Universidad Nacional, Javeriana, Rosario y Pedagógica y Tecnológica (Tunja), en la cual ha sido Secretario Académico, Director del Postgrado

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en Historia, Decano de Educación y Rector en dos oportunidades. Director del Archivo Nacional de Colombia (1979-1981), Organizador y primer Director del Archivo Regional de Boyacá, en Tunja. Autor de: La trata de negros por Cartagena de Indias (Tunja, 1973), Cartagena, gran factoría de mano de obra esclava (Tunja, 1975), Los grupos afroamericanos (1980), "La esclavitud y la sociedad de castas", en: Historia de Colombia (Bogotá, Salvat, 1985), La esclavitud de los africanos y la trata de negros, entre ¡a teoría y la práctica (1988). Su contribución a la presente obra: "La esclavitud y la sociedad esclavista".

Gerardo Reichel-Dolmatoff Salzburgo (Austria). 1912. Ciudadano colombiano. 1942. Estudios humanísticos en Austria y Francia, que lo llevaron a la arqueología y etnología. Viaja a Colombia antes de la segunda Guerra Mundial, invitado por el presidente Eduardo Santos (1939). Bajo la dirección de Paul Rivet, inicia sus investigaciones antropológicas. Miembro durante años del Instituto Etnológico Nacional y del Instituto Colombiano de Antropología. Fundador del Instituto Etnológico del Magdalena y Fundador y Director del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes. Visiting Scholar, Universidad de Cambridge (Inglaterra). Desde 1974, vinculado a la Universidad de California (Los Angeles). Ha dedicado sus investigaciones principalmente a la Sierra Nevada de Santa Marta, a las costas Caribe y Pacífica y al Vaupés. Autor de quince libros y de unos doscientos artículos en revistas científicas, muchos de ellos publicados en colaboración con su esposa, la antropóloga Alicia Dussán. Miembro de Número de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la National Academy of Sciences, Miembro Fundador de la Third World Academy of Sciences. Premio Nacional de Ciencias Francisco José de Caldas, Medalla Thomas Henry Huxley (Inglaterra), Ordre des Arts et des Lettres, des Palmes Académiques (Oficial, Francia), Ordre National du Mérite (Caballero), Gran Cruz al Mérito (Austria). La Universidad Nacional de Colombia le confirió uno de sus doctorados honoris causa. Autor de: Los kogi: una tribu indígena de la Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia, 1951; reedición, Procultura, 1985; Investigaciones arqueológicas en el departamento del Magdalena: Arqueología del río Ranchería; Arqueología del río Cesar, Ministerio de Educación Nacional, 1951; Datos histórico-culturales sobre ¡as tribus de la antigua provincia de Santa Marta, Bogotá, Banco de la República, 1951; Diario de viaje del P. Joseph Palacios de la Vega entre ¡os indios y negros de la provincia de Cartagena - 1787, Ministerio de Educación Nacional, 1955; The people of Aritama: the Cultural Personality of a Colombian Mestizo Village, University of Chicago Press, 1960, 1968; Colombia: Ancient peoples and places, Londres, Thames & Hudson y Nueva York, Praeger, 1965; Desana: simbolismo de los indios tukano del Vaupés, Bogotá, Universidad de los Andes, 1968; Procultura, 1975; Amazonian Cosmos: The sexual and religious symbolism of the Tukano indians, University of Chicago Press, 1970; San Agustín: Culture of Colombia, Londres, Thames & Hudson, Nueva York, Praeger, 1972; The Shaman and the Jaguar: a study of narcotic drugs among the indians of Colombia, Philadelphia, Temple University Press, 1975; Contribuciones a la estratigrafía cerámica de San Agustín, Colombia, Bogotá, Banco Popular, 1975; Estudios antropológicos, Bogotá, Colcultura, 1977. Beyond the Milky Way: the hallucinatory imagery ofthe Tukano indians, Los Angeles, University of California, 1978; El chamán y el jaguar, México, Fondo de Cultura Económica, 1978; Orfebrería y chamanismo, un estudio iconográfico del Museo del Oro, Medellín, Colina, 1988. Su contribución a la presente obra: "Colombia indígena - Período prehispánico".

Germán Téllez Castañeda Bogotá, 1933. Arquitecto, Universidad de los Andes. Estudios de Restauración de Monumentos e Historia de la Arquitectura, Francia y España. Profesor de Historia de la Arquitectura (1961-1973) y Director del Centro de Investigaciones Estéticas e Históricas (1968-1973), Universidad de los Andes. Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia. Autor de: Cartagena de Indias, Zona histórica (1968), Crítica e imagen (1978). Ensayos: "Santa Fe de Antioquia, Zona histórica" (1972), "Esquema de Villa de Ley va" (1974), "Restauraciones en Colombia" (1976), "Manual práctico de la bella época en arquitectura" (1976). "La casa de hacienda", "Templos y conventos coloniales", "El barroco en arquitectura" y "Arquitectura contemporánea 1935-1950", en: Historia del arte Colombiano (Barcelona, Salvat, 1977). Su contribución a la presente obra: 'La arquitectura y el urbanismo en la época republicana, 1830/40 - 1930/35".

Alvaro Tirado Mejía Medellín, 1940. Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, Universidad de Antioquia. Doctor en Historia, Universidad de París. Decano de la Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional,

Los autores Medellín, y de la Facultad de Sociología, Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín. Vicerector. Profesor Titular y Emérito y Director de la Revista de Extensión Cultural, Universidad Nacional de Colombia. Presidente. Centro de Estudios de la Realidad Colombiana. CEREC. Vicepresidente. Asociación de Historiadores de América Latina y del Caribe, Adhilac. Secretario de Relaciones Internacionales del Partido Liberal de Colombia. Ministro Plenipotenciario, XL Período Ordinario de sesiones de la Asamblea General de la ONU, Nueva York. Delegado con carácter de Embajador, XLIV Período de Sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, Ginebra. Embajador en misión especial. Sesiones Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Washington (1988). Miembro, Comisión de Diálogo para la Paz con el M-19 y EPL. Consejero Presidencial para la Defensa, Protección y Promoción de los Derechos Humanos. Miembro del Comité para la conmemoración del Centenario del nacimiento de Alfonso López Pumarejo, Comité Académico Asesor del 45" Congreso Internacional de Americanistas (Bogotá, 1985). Miembro especial, Delegación a la posesión presidencial de Julio Sanguinetti, Uruguay (1985). Conferencista invitado por varias universidades extranjeras y participante en seminarios y congresos realizados en el país y el exterior. Asesor Histórico del video Colombia, rebelión y amnistía, 1944-1986 (Focine, 1987). Autor de: Introducción a la historia económica de Colombia (Bogotá. 1971), Colombia en la repartición imperialista 1870-1914 (Medellín, 1976), Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia (Colcultura, 1977), Reportajes sobre el socialismo heterodoxo (Bogotá, 1978), Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo: 1934-1938 (Procultura, 1981), Antología del pensamiento liberal colombiano (Medellín, 1981), La reforma constitucional de 7936 (Bogotá, 1982), Centralización y descentralización en Colombia (Bogotá, 1983), El pensamiento de Alfonso López Pumarejo (Bogotá, Banco Popular, 1986). Autor en las obras colectivas: Colombia, hoy (Bogotá, Siglo XXI, 1978), y Estado y economía, 50 años de ¡a reforma del 36 (Contraloría General de la República, 1986). Su contribución a la presente obra: "El Estado y la política en el siglo XIX".

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Colombia indígena, período prehispánico

Colombia indígena, período prehispánico Gerardo Reichel-Dolmatoff

Introducción

L

a siguiente exposición sobre la prehistoria colombiana se dirige a un lector no especialista pero interesado en el pasado aborigen del país, en sus más amplios delineamientos. En un ensayo de este orden sería, desde luego, inoportuno hablar de detalles técnicos de la investigación científica, describir tipologías estilísticas, o hablar de los innumerables problemas teóricos o metodológicos de la arqueología moderna. Asimismo, estaría fuera de lugar pretender tratar de todas las zonas y de todos los vestigios arqueológicos del territorio nacional, y de presentar así un árido inventario de datos, a veces totalmente desconectados. En el espacio a mi disposición y en presencia de un lector atento, pero no directamente interesado en un tratado técnico, deseo que se me conceda cierta libertad al no restringirme a un extenso apparatus de citaciones y referencias bibliográficas, sino que se me permita desarrollar sin pedantería un conjunto de ideas y evaluaciones que introduzcan al lector en una dimensión de problemas y procesos culturales que, aunque se refieren a hechos ocurridos en épocas muy antiguas, conservan aún toda su actualidad, por haberse desarrollado en un medio ambiente físico que sigue siendo el escenario de nuestra vida actual.

Las llanuras, las cordilleras, las costas y los ríos de Colombia han sido, desde hace miles de años, el terruño, el sustento y el continuo estímulo de un sinnúmero de seres humanos que, desde los albores de los tiempos hasta la conquista española, han desarrollado aquí sus diversas formas culturales, de acuerdo con su respectivo equipo intelectual y tecnológico. Este lento proceso de adaptación ha llevado a la acumulación de un gran acervo de experiencias referentes a recursos naturales, a las ventajas o desventajas de ciertas zonas climáticas y muchos otros aspectos más que siguen siendo de apremiante importancia para nuestra época. En este sentido, la arqueología recobra vida palpitante, pues, por donde estemos, nos vemos en presencia del ingenio humano que, a través de los milenios, trató de hacer de esta tierra un hogar. La gran mayoría de las personas aún identifican el proceso prehistórico de Colombia con los Chibcha, los Quimbaya o con las estatuas de San Agustín, sin saber que la arqueología ya nos permite trazar a grandes rasgos los desarrollos culturales de muchas otras culturas indígenas, a través de etapas sucesivas que nos muestran un panorama tan variado como intelectualmente estimulante. Así, la vida de los grupos de recolectores de moluscos, el desarrollo de la agricultura del maíz en las faldas de las cordilleras, o la adaptación de los primeros habitantes a los altiplanos andinos, forman, todos, capítulos de un proceso dinámico que abarca problemas de profundo interés para el lector moderno.

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y en las páginas que siguen trataré de sintetizar las principales etapas de estos desarrollos. Esta tarea, sin embargo, es difícil. Desafortunadamente, se carece aún de investigaciones sistemáticas en extensas zonas del país, y sobre muchos períodos y etapas culturales no se dispone sino de escasísimos datos. Resulta difícil organizar las informaciones, por lo disparejo de su alcance y su calidad. El hecho más limitante es que la arqueología colombiana se ha ocupado de sitios y no de contextos. En general, contamos con gran número de estudios sobre la cerámica, la orfebrería, la escultura y otros aspectos tecnológicos o estéticos, pero faltan estudios que analicen los problemas de estratigrafía, de asociaciones y conjuntos culturales, o de la adaptación ecológica a este mosaico de medio-ambientes que es el país. En otras palabras, son aún muy pocos los estudios que traten de reconstruir los sistemas dentro de los cuales se originaron y se usaron los objetos que llenan las vitrinas de los museos y, en estas condiciones, el lector comprenderá que aún es difícil lograr consistencia interpretativa. En lugar de organizar los datos disponibles según áreas culturales o arqueológicas, me he propuesto en el presente trabajo tratar de la arqueología colombiana en términos de grandes etapas históricamente significativas, ya que las implicaciones de procesos culturales me parecen ser más importantes para adquirir una perspectiva teórica, que la simple enumeración de sitios ubicados en ciertas regiones sobre cuyas secuencias locales se carece aún de datos. Iniciaré mi exposición con el planteamiento acerca de los primeros pobladores, lo que, necesariamente, implica adoptar una visión muy amplia que abarca una extensa región del noroeste de América del Sur, para ubicar luego en ella los hallazgos colombianos que corresponden a esta etapa fundamental. Ya que en este capítulo se trata de ofrecer una dimensión temporal de gran alcance, he citado en el texto algunos nombres de investigadores que se han ocupado de la definición de períodos o de categorías de manifestaciones culturales específicas. En cambio, para los capítulos que siguen, el lector encontrará al final una bibliografía anotada que le permitirá consultar una serie de fuentes que contienen datos detallados sobre la etapa cultural en cuestión. Una síntesis como la presente no debe consistir en ideas que repitan las mismas proposicio-

nes que se han hecho en el pasado. Como ocurre en todos los campos de la investigación, la arqueología debe revisar y revaluar continuamente sus premisas, ya que tanto los avances metodológicos como los nuevos descubrimientos e interpretaciones modifican rápidamente el estado de los conocimientos y llevan a nuevos enfoques y replanteos. Así, en la actualidad, las formulaciones de la década de los sesenta ya son obsoletas y se debe tratar, entonces, de interpretar la prehistoria en un espíritu que corresponda a nuestra época presente y, ante todo, que haga justicia a este gran legado, a esta gran aventura, que fue el desarrollo de las culturas indígenas del país. La etapa paleoindia: los cazadores y recolectores tempranos

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os primeros hombres que poblaron a América del Sur, sin duda pasaron inicialmente por suelo colombiano; debido a la situación geográfica del país en el Continente. Sin embargo, los datos arqueológicos acerca de esta etapa aún son muy deficientes. La escasez de investigaciones sistemáticas y, ante todo, de resultados significativos y comprobados, hace muy difícil obtener una visión histórica de los grupos humanos más antiguos del país. Es obvio que la extraordinaria variedad geográfica de Colombia haya constituido siempre un escenario muy estimulante durante el milenario proceso de la evolución de las sociedades indígenas, y es por esta razón por la que, no obstante la actual escasez de datos, debemos iniciar nuestra introducción a la prehistoria colombiana con un breve esbozo general, que luego permita apreciar la posición que el país ocupaba en los albores de la Etapa Paleoindia, así como su importancia para los futuros científicos, sobre las primeras grandes etapas de desarrollo cultural en el Continente americano. Pobiamiento de América

En el presente estado de conocimientos acerca del primer pobiamiento de América, existe acuerdo general entre los arqueólogos respecto a ciertos hechos fundamentales. Así, según todos los datos disponibles, el pobiamiento inicial lo efectuaron grupos asiáticos que, procedentes de Siberia, migraron por el Estrecho de Bering a América y se dispersaron por el Continente, entrando luego a América del Sur por

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el Istmo de Panamá. Este proceso del advenimiento del hombre en el Nuevo Mundo y su lenta penetración, se efectuó en la última era glacial, es decir, en tiempos relativamente recientes, y los movimientos migratorios de estos primeros grupos humanos estaban, durante miles de años, determinados por factores climáticos que, desde luego, variaban según la época y la región. En aquellos tiempos, gran parte del Continente estaba poblada por una fauna extinta, de elefantes, camellos y otros mamíferos de gran tamaño (megafauna). Los hombres que formaban bandas migratorias, eran portadores de una cultura material rudimentaria, lo que, desde luego, no excluye el conocimiento de tradiciones y creencias relativamente complejas, derivadas de sus orígenes asiáticos; ellos eran cazadores y recolectores omnívoros, provistos de artefactos toscos de cuyo empleo eficaz dependía en gran parte su sobrevivencia. A través de milenios, estas bandas buscaron adaptarse a las más diversas condiciones físicas del medio ambiente americano y, en el curso de este largo proceso, se modificaron sus herramientas, sus modos de sobrevivir, y así, lentamente, comenzaron a diferenciarse ciertas tradiciones culturales locales. Hasta aquí, se puede decir que los arqueólogos concuerdan en sus opiniones sobre el poblamiento de América. Pero tan pronto se plantean preguntas acerca de fechas precisas, de períodos cronológicos, de rutas migratorias internas, de tipos de utensilios o de modos de subsistencia, los criterios tienden a diferir. La principal causa de estas divergencias de opinión yace en el hecho de que la documentación arqueológica aún es muy incompleta y todavía existen grandes áreas geográficas en las cuales sólo se han efectuado muy pocas o ningunas investigaciones. También es cierto que los mismos vestigios culturales de estos primeros pobladores son difíciles de detectar e interpretar, pues demasiadas veces se trata apenas de algunos objetos toscamente labrados de piedra o de hueso, de restos de un fogón, de fragmentos de un hueso fosilizado y, además, las condiciones en que se efectuaron dichos hallazgos muchas veces dejan serias dudas acerca de asociaciones geológicas y climáticas precisas. Hace unos 70.000 años se inició la glaciación de Wisconsin, el último gran avance glacial del Cuaternario, el cual llegó a su máximo desarrollo aproximadamente hace 20.000 años. Durante este largo período, las masas de hielo

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fluctuaban, avanzando y retrocediendo al tiempo que oscilaba el clima y el nivel del mar. Este último, al acumularse grandes casquetes de hielo que cubrían partes de la tierra, bajaba notablemente, pero en cambio subía cuando, durante épocas más templadas (interglaciales), se derretían los glaciares; estas oscilaciones modificaban las líneas costaneras y hacían salir o sumergirse islas o puentes terrestres. Por lo menos en dos ocasiones, una vez hace 40.000 o 50.000 años y otra vez hace 28.000 o 10.000 años aproximadamente, el nivel del mar descendió de tal modo, que la zona de Beringia formó un amplio puente entre Asia y América y fue quizá durante estos períodos cuando pasaron, de un continente al otro, la mayoría de los primeros pobladores. Una fecha conservadora sería tal vez de 30.000 años,pero algunos arqueólogos consideran la posibilidad de un poblamiento inicial con magnitud de unos 100.000 años. La fecha de entrada del hombre a América del Sur se había calculado, hasta hace poco, en unos 8.000 o 12.000 años a. de C, pero actualmente, en vista de los últimos descubrimientos arqueológicos en el Perú y en otros países, se sugiere más bien una fecha de 20.000 años. La correlación de las migraciones y adaptaciones ecológicas tempranas, con las condiciones paleoclimáticas, es, desde luego, de un máximo interés para la interpretación del desarrollo cultural indígena. En la actualidad, la mayoría de los geólogos y oceanógrafos están de acuerdo en que las glaciaciones en América del Norte y del Sur fueron esencialmente sincrónicas y también en que los grandes ciclos climáticos de América fueron contemporáneos con los de Europa. Parece que, hace 14.000 o 13.000 años, la mayoría de los grupos humanos se hallaban relativamente bien adaptados a los diversos medioambientes suramericanos que se habían formado, al paso que se retiraban los casquetes glaciares y que, de acuerdo con sus necesidades locales, habían desarrollado en estas 'facetas' ecológicas una serie de conjuntos de artefactos 1íticos y óseos que se diferenciaban por detalles de forma, uso y tecnología. Para dar unos ejemplos: la ocupación humana de la Cueva de Guitarreros, en Perú, se fechó en 12.500 años a. de C.; el sitio de Tagua-Tagua, en Chile, así como la Cueva de Fell en el Estrecho de Magallanes, datan de 11.000 años, y en la zona de Lagoa Santa, en el Brasil oriental, se conocen vestigios

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humanos de hace 10.000 años. Por cierto, algunas fechas indican una edad aún mayor: Tlapacoya, un yacimiento en México central, se fechó en 24.000 años, y Paccaicasa, en Perú, arrojó una fecha de 20.000 años. Industrias Líticas Las diferencias entre los conjuntos o 'industrias' de artefactos líticos se deben, desde luego, tanto a modificaciones ocurridas a través del tiempo, como también a su uso específico, determinado por cierto modo de subsistencia. Obviamente, las armas de un grupo de cazadores de la megafauna pleistocena diferían de las de aquellos que sólo en ocasiones perseguían pequeños roedores o aves; los utensilios de los cavernícolas andinos eran diferentes de los que usaban los nómadas que vagaban a lo largo de los grandes ríos de las tierras bajas. Dichas diferencias han dado lugar a una multitud de esquemas tipológicos y a su agrupación en grandes categorías, pero éstas, en cambio, siguen siendo discutidas, sobre todo en lo que se refiere a la presencia o ausencia de ciertos elementos que, según el caso, se consideran diagnósticos para un período de determinada etapa de adaptación ecológica o de cierto modo de subsistencia. En primer lugar se observó que, mientras que en América del Norte hay profusión de puntas de proyectil, este elemento era más bien escaso en los yacimientos de Suramérica, donde, en cambio, abundan complejos líticos carentes de tales puntas. En Norteamérica, los hallazgos de estas puntas de proyectil, a veces asociadas a restos faunísticos, hacían pensar que allí los primeros pobladores habían sido ante todo cazadores, mientras que los del Hemisferio Sur parecían haber sido más bien recolectores. Estas consideraciones llevaron recientemente a la formulación de una etapa u horizonte designado como 'prepunta de proyectil', cuyo abogado principal es el arqueólogo norteamericano Alex Krieger (1964). Krieger define esta etapa, ante todo, por el bajo nivel de su tecnología lítica, pero sin referirse a una etapa cultural propiamente dicha. Aunque sugiere que los vestigios de ésta en Norteamérica pueden datar hasta de 40.000 años, siendo algo más recientes en Suramérica, cree que se puede tratar de una tradición tecnológica que eventualmente persistió a través del tiempo. Mientras que las puntas bifaciales de los cazadores del Norte son artefactos altamente especiali-

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zados, es notorio que las industrias líticas suramericanas consisten, ante todo, de raspadores cuchillos, golpeadores y otros utensilios poco diferenciados, lo que parece dar cierta credibilidad a la formualación de Krieger. Por cierto ocasionalmente, se han encontrado en Suramérica finas puntas de talla bifacial, puntas acanaladas del tipo llamado 'cola de pez', así como puntas lanceoladas, pero estos hallazgos son más bien escasos; el número de puntas de proyectil sólo aumenta en épocas tardías y entonces difiere de la tipología lítica asociada a la Etapa Paleoindia. Aún no ha terminado el debate sobre la validez del llamado Horizonte Pre-punta de proyectil y ya se han formulado varios nuevos esquemas clasificatorios y cronológicos que deben mencionarse, ya que ofrecen eventualmente un marco teórico para la evaluación de los vestigios más antiguos encontrados en suelo colombiano. A raíz de recientes hallazgos en Venezuela, los arqueólogos Edward Lanning y Thomas Patterson (1973) lanzaron la teoría de un 'Horizonte Andino Bifacial' que, según ellos, antecede a las industrias líticas de punta de proyectil y que estaría caracterizado por un conjunto de golpeadores alargados y de puntas de lanza (no arrojadiza) toscamente talladas por percusión. Están ausentes en este conjunto los artefactos de manufactura más delicada, y en cambio abundan utensilios burdos y pesados, de talla bifacial. Comparando este complejo lítico con otros que acababan de descubrirse en Perú, Chile y Argentina, los dos investigadores postularon un amplio horizonte, ubicado entre 9.500 y 7.000 años a. de C, aproximadamente. Además, para ciertas partes de Chile, Perú y Ecuador formularon una etapa aún más temprana (12.000 a 9.500 a. de C ) , caracterizada por buriles, y otra contemporánea en Venezuela, constituida ante todo por golpeadores y otros artefactos burdos.Gordon Willey (1966-1971), en su reciente obra monumental sobre la arqueología de América, adoptó este esquema con algunas modificaciones y lo designó como "'Tradición de Bifaces y Golpeadores', precedida por una etapa que designa como 'Tradición de Lascas' y que se caracteriza por industrias líticas que consisten ante todo de lascas manufacturadas por percusión provistas a veces de leves retoques marginales, pero carentes de talla bifacial. El último esquema de periodización y tipología lítica fue propuesto por Richard MacNeish (1973) con base en sus excavaciones en

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Ayacucho, Perú. MacNeish postula una secuencia de cuatro 'tradiciones', asi: tradición de utensilios de nodulos (25.000 a 15.000); tradición de lascas y utensilios óseos (15.000 a 13.000 o 12.000); tradición de hoja, buril y punta lanceolada (13.000 a 10.000) y tradición especializada de puntas bifaciales (11.000 o 10.000 a 9.000 u 8.000). MacNeish presupone que las tres primeras tradiciones se derivan directamente del Viejo Mundo y atribuye sólo a la cuarta y última un origen americano propiamente dicho. El conjunto de los esquemas presentados por Willey, Lanning y Patterson fue severamente atacado por Lynch (1974), quien pone en duda casi la totalidad de los criterios que habían servido para la definición de las diversas industrias líticas y quien tampoco acepta la existencia de un Horizonte Pre-punta de proyectil; asimismo, Lynch tiene muchas críticas acerca del esquema de MacNeish. Los puntos básicos de los diversos juicios y dudas que se han expresado acerca de la definición de los desarrollos culturales de la Etapa Paleoindia en Amércia del Sur se pueden resumir así: muchos conjuntos de artefactos líticos provienen de yacimientos superficiales que necesariamente no representan una misma época y que, de todas maneras, sólo raras veces pueden fecharse de un modo seguro; en muchos casos deja lugar a dudas la asociación precisa de los artefactos con terrazas, determinados estratos geológicos, períodos climáticos o restos faunísticos; el mero hecho de una tecnología lítica rudimentaria no indica de ningún modo gran antigüedad; respecto a muchos objetos líticos existen dudas acerca de su identificación como artefactos humanos; las fechas obtenidas con base en materiales orgánicos que no sean carbón vegetal, dan, a veces, lugar a recelos. El examen crítico de un número elevado de industrias líticas, consideradas como paleoamericanas, pone en seria duda la validez de las tipologías y de su posición cronológica. El mismo MacNeish reconoce que "... nuestro conocimiento de los primeros habitantes del Nuevo Mundo está aún en su infancia... un terreno arqueológico casi intocado está en espera de su exploración". Primeros hallazgos en Colombia ¿Cuál es, entonces, la situación en Colombia y qué se sabe actualmente acerca de los primeros pobladores del país?

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Gracias a los estudios de Thomas van der Hammen, la cronología del Pleistoceno y Holoceno de Colombia está bien establecida y se conoce una larga secuencia de períodos glaciales e interglaciales, que abarcan la historia del último millón y medio de años. Van der Hammen estudió en detalle las fluctuaciones climáticas postglaciales, de manera que se cuenta con un detallado marco de referencia para ubicar en él los desarrollos culturales de aquellas épocas del primer poblamiento humano. Infortunadamente, los datos arqueológicos son aún escasos, aunque últimamente tienden a aumentar. En los años pasados apenas se conocían algunas puntas de proyectil que, por lo general, constituían hallazgos aislados, sin que se supieran las circunstancias de su procedencia y asociaciones. En Espinal (departamento del Tolima) se encontró una punta lanceolada, bifacialmente tallada por percusión y retocada por presión. Otras puntas proceden de Ibagué (departamento del Tolima), La Tebaida (departamento del Quindío) y Manizales (departamento de Caldas), la última caracterizada por un pedúnculo alargado, con base bifurcada; la talla es bifacial y notoriamente tosca. Varias puntas proceden de la Costa Atlántica (Santa Marta, Mahates, Laguna de Betancí) y se caracterizan, asimismo, por su talla bifacial y algunos retoques secundarios, aunque varían en forma general y en muchos detalles de su técnica de manufactura. Existen algunas otras puntas de proyectil, unas en colecciones particulares, otras halladas por arqueólogos y aún no publicadas; pero, en términos generales, se puede decir que, hasta la fecha, los hallazgos de puntas son muy esporádicos y no dejan reconocer ningún rasgo tipológicamente significante. Además, las pocas puntas mencionadas en la literatura arqueológica de Colombia, carecen de todo contexto cultural. Otra categoría de hallazgos está constituida por algunas industrias líticas formadas por un número más o menos elevado de instrumentos tallados, de lascas o de núcleos desbastados. En estos complejos líticos se observan raspadores de diversas formas, cuchillos, utensilios denticulados, así como nódulos que a veces dejan reconocer una plataforma de choque donde se desprendieron lascas por percusión. Por lo general, se trata sólo de artefactos unifacialmente tallados y poco diferenciados; se conocen complejos líticos de la Costa Atlántica (Canal del

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Dique), Costa Pacífica (ríos Catrú, Juruvidá y Chorí; Bahía de Utría), del Magdalena Medio (Bocas del Carare) y de algunas otras localidades del interior. Más recientemente, Correal (1974, 1977) ha descrito una serie de estos conjuntos líticos, uno de ellos de la hacienda "Boulder" (departamento del Huila), y otros, de otras localidades de la Costa Atlántica y del Valle del Magdalena. Los materiales líticos consisten, ante todo, de lascas que se tallaron toscamente por percusión, para formar de ellas una variedad de raspadores, raederas y denticulados. Existen también núcleos desbastados y algunos golpeadores no diferenciados; nuevamente es de anotar la ausencia de puntas de proyectil y, en la mayoría de los casos, de materiales líticos pulidos. Ya que se trata de colecciones superficiales, estos complejos líticos aún no permiten hablar de pautas de poblamiento, modos de subsistencia ni mucho menos de ocasionales semejanzas con complejos líticos de otras regiones de América. En realidad, los complejos descritos por Correal pueden representar culturas paleoindias, como también puede que representen culturas posteriores, ya que las tipologías tan poco diferenciadas también pueden haber perdurado a través de muchos milenios de años, hasta épocas relativamente recientes. Sólo excavaciones estratigráficas podrán en el futuro determinar su verdadero significado. Un hallazgo de especial interés fue hecho, hace algunos años, por el geólogo H. Bürgl (1957). En una terraza aluvial del río Magdalena, cerca de Garzón (departamento del Huila), Bürgl excavó varios objetos de madera fosilizada (xilópalo), que identificó como artefactos humanos asociados con huesos de megaterio. El geólogo afirmó que los objetos se hallaban in situ, en gravillas pertenecientes al Pleistoceno Medio o Inferior y que deberían haber sido llevados a este lugar por un agente humano. Van der Hammen (1957) confirmó la gran edad de la terraza, pero con referencia a los objetos de xilópalo se limita a decir que no le parece 'natural' su presencia en este lugar. En efecto, la identificación como artefactos deja lugar a duda y, posiblemente, se trata de desconchamientos y golpes de origen natural; pero aun en este caso queda por explicar el fenómeno de la acumulación de estos objetos en un solo lugar, pues los dos geólogos citados se inclinan a creer que sólo un agente humano pudo haber llevado allí los objetos de xilópalo. Lynch (1974), cuya actitud

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crítica ya se mencionó, atribuye, en cambio, cierta importancia decisiva a los hallazgos en la terraza de Garzón, y dice que, en el caso de comprobarse el origen humano de los objetos de xilópalo, "...Garzón parece ser uno de los sitios más prometedores para ser colocado dentro de la Tradición de Bifaces y Golpeadores, postulada por Willey". Schobinger (1969) discute el posible significado de Garzón y compara los objetos líticos con los de Taima Taima, una industria lítica de Venezuela occidental, fechada alrededor de 13.000 años a. de C. Lynch, al resumir su evaluación de Garzón, formula tres posibles opciones: 1) la interpretación de Bürgl es correcta y los primeros pobladores llegaron a suelo colombiano hace más de 100.000 años; 2) los objetos de xilópalo no son artefactos humanos; y 3) Bürgl está en lo cierto, pero la terraza aluvial de Garzón pertenece a una fase tardía de la glaciación de Wisconsin. He aquí, pues, un problema importante de resolver, cuya dilucidación definitiva sería un aporte considerable a los estudios paleoindígenas. En la última década se han efectuado algunas investigaciones cuyos resultados constituyen un avance muy notable en este campo de la arqueología. En la región de El Abra, cerca de Zipaquirá, en la Sabana de Bogotá, se excavaron varios abrigos rocosos que contenían una larga secuencia estratigráfica de artefactos humanos, restos faunísticos, polen fósil y otros indicios de cambios climáticos. El Abra, localizado a 2.570 metros sobre el nivel del mar, es un antiguo cañón abierto entre areniscas del Cretáceo Superior, que en fechas muy posteriores se llenó de sedimentos lacustres pleistocenos. La Sabana de Bogotá había sido un gran lago que se drenó hace unos 40.000 o 30.000 años, pero algunas zonas pantanosas y aun lagunas se han conservado a través del tiempo. Al pie de las paredes verticales del cañón de El Abra la acción de las aguas había formado cavidades y cornisas de rocas sobresalientes, y estos abrigos sirvieron a los antiguos indios como lugares de vivienda. En el sitio de El Abra, el estrato más reciente contenía cerámica muisca y evidencia de agricultura testimoniada por el polen de maíz, fechado en A. D. 1610. A continuación se observaron varios estratos depositados durante el Holoceno tardío y medio, que contenían artefactos líticos, huesos de animales de presa y restos de fogones. La primera ocupación humana, re-

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presentada por 37 lascas, correspondió a un clima relativamente templado y húmedo, cuando la región estaba cubierta de bosques. Este estrato fue fechado en 10.450 años a. de C, es decir, correspondiente aún a la época tardiglacial. A través de los estratos superpuestos y que arrojaron fechas de 8.750, 7.375 y 6.800 años a. de C, se pudieron observar fluctuaciones climáticas del Holoceno, indicadas por cambios en la vegetación. El material lítico de El Abra procede de todos estos estratos y consiste principalmente de lascas unifaciales hechas por percusión y no muy diferenciadas. Se cree que estas herramientas hayan podido servir para despresar los animales, cuyos huesos se encontraron en los diversos estratos, y también pueden haberse utilizado para manufacturar artefactos de madera. No se hallaron puntas de proyectil y los restos óseos pertenecen a una fauna de pequeños animales en la cual no se observan restos de especies extintas. En su conjunto, los complejos líticos de El Abra se han clasificado dentro de la Tradición de Lascas, postulada por Willey (1971; Lynch, 1974). Los materiales tardiglaciares, fechados en 10.450 a. de C, podrían clasificarse, entonces, como pertenecientes a la Tradición de Caza y Recolección, del esquema de Willey. Otro sitio importante fue descubierto hace poco cerca del Salto de Tequendama, en el extremo suroccidental de la Sabana de Bogotá (Correal, 1973; Correal & Van der Hammen, 1977). Se trata de varios abrigos bajo rocas sobresalientes, que habían sido ocupados durante los finales del Pleistoceno y los comienzos del Holoceno por grupos de cazadores y recolectores. Nuevamente se observó aquí un conjunto de raspadores hechos de lascas talladas a persecución, así como de numerosos golpeadores poco diferenciados. Algunos de los artefactos procedentes de los estratos superiores y medios se cree tengan semejanzas con el material lítico de El Abra y aun con el de la hacienda "Boulder". En los estratos inferiores del sitio del Tequendama se observaron artefactos de manufactura técnicamente más avanzados, como, por ejemplo, un raspador aquillado, una hoja bifacial y una punta de proyectil, todos con retoques secundarios. Fuera de los artefactos líticos se hallaron muchos utensilios de hueso y de cuerno, ante todo en forma de perforadores; se ha sugerido que algunas astillas agudas de hueso podrían haber sido utilizadas como puntas de proyectil. Acerca del modo general de subsistencia, no cabe duda de

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que se trata, esencialmente, de cazadores y recolectores que perseguían una fauna de venados, pequeños roedores y armadillos, cuya composición fluctuaba con los cambios climáticos. Un aspecto interesante de los yacimientos arqueológicos del Tequendama consiste en los numerosos entierros que se encontraron en casi todos los estratos de la acumulación de basuras que llenaban los abrigos, ya a partir de los niveles más profundos. La mayoría de los esqueletos corresponden a adultos, enterrados en posición acurrucada dentro de depresiones irregulares ovaladas; hay indicios de incineración y en varios casos se hallaron sólo los huesos largos. Aparte de algunas ofrendas funerarias, tales como instrumentos líticos y óseos, se observó el uso ritual de ocre. La posición cronológica de la secuencia total del Tequendama se calcula entre los 5.000 y 11.000 antes del presente y uno de los entierros fue fechado en 6.375 años. Hasta aquí los datos concretos; es evidente que en general se trata de informaciones muy esporádicas que deben interpretarse con prudencia, pues todavía no sugieren ninguna pauta, ninguna tendencia comprobable en lo que se refiere a la dispersión geográfica ni a la evolución temporal de los primeros pobladores. El Abra y el Tequendama son los únicos yacimientos que han producido asociaciones, secuencias y fechas consistentes y que cuentan con un marco de referencia geológica y climatológica; estos dos sitios comprueban que el hombre estuvo presente en la Sabana de Bogotá por lo menos ya 10.500 años a. de C. Por cierto, en aquella fecha sería de suponer que hubieran sobrevivido aun en la Sabana varias especies de la fauna pleistocena, pero no se tienen aún indicios de que dichos indios fuesen cazadores de estos animales, y los dos yacimientos mencionados sugieren más bien la existencia de grupos de recolectores que sólo ocasionalmente se dedicaban a la cacería de pequeñas especies de animales de los alrededores. Las pocas puntas de proyectil que se han encontrado en territorio colombiano, seguramente no pueden ser asociadas con una etapa cronológicamente muy antigua, de cazadores especializados; son puntas tipológicamente muy variadas que, es probable, se distribuyan a través de muchos miles de años. La escasez de datos sobre los primeros pobladores, sobre complejos

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Uticos de puntas de proyectil y sobre una adaptación a los valles interandinos y a las tierras bajas tropicales, muy probablemente no se debe a la ausencia de tales vestigios sino al simple hecho de que aún no se hayan efectuado intensas investigaciones acerca de estas primeras etapas de la prehistoria del país. La etapa formativa: de los comienzos de la vida sedentaria, hasta el desarrollo de la agricultura y de las aldeas

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os datos arqueológicos disponibles actualmente, atestiguan que los vestigios culturales más antiguos de Colombia se ubican en la región andina. Sin embargo, es poco probable que las sierras y los altiplanos hayan desempeñado un papel decisivo en los desarrollos que siguen a la Etapa Paleoindia. Más bien, parece que los verdaderos orígenes culturales de las etapas siguientes tuvieron lugar en las regiones tropicales que, por la gran complejidad de sus medio ambientes, resultaron ser más propicias y estimulantes que las cordilleras o las zonas semiáridas.

La costa como foco cultural

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trado que ya antes de 3.000 a. de C. existían allí aldeas hasta con dos mil habitantes, que cultivaban maíz, yuca, y varias cucúrbitas, manufacturaban cerámica y comenzaban a organizarse en comunidades numerosas. En Colombia se han podido observar desarrollos parecidos, en una fecha similar. En varios lugares de la Costa Atlántica se han encontrado indicios de horticultura, de vida sedentaria y de tecnologías avanzadas. Es de máxima importancia anotar aquí lo siguiente: todos estos desarrollos ocurrieron aquí mucho antes que surgieran los primeros vestigios comparables en Mesoamérica o en los Andes Centrales. Parece, pues, actualmente, que fueron los territorios de Colombia y Ecuador los que crearon los impulsos que constituyeron las bases de las grandes civilizaciones americanas posteriores. En otras palabras, los orígenes del continuum Olmeca-Maya y del continuum Chavín-Inca, se supone estén en las tierras bajas del noroeste de Suramérica, y las Etapas Formativas de estos dos centros parece que estuvieron precedidas por una amplia fase de desarrollo que se puede designar como Etapa de Selva Tropical. Se puede suponer entonces, que, durante el período aproximado de 3.000 a 1.000 a. de C, Colombia, Ecuador y el Alto Amazonas formulaban la verdadera área de climax cultural del Nuevo Mundo, la cual servía de fuente cultural al Perú y a Mesoamérica, regiones que en aquel entonces eran aún marginales a la gran corriente de los desarrollos americanos. Sólo alrededor de 1.000 a. de C. estos dos centros, al sur y al norte, comenzaron a diferenciarse y tomaron sus particulares rumbos, que posteriormente culminaron en las grandes civilizaciones aborígenes del Continente. En vista de este planteamiento, es obvio que los sucesos prehistóricos, acaecidos en territorio colombiano en aquella etapa, son de un interés extraordinario, ya que no se trata de meras formas adaptativas locales, sino de una dinámica cultural cuyos procesos influyeron de un modo decisivo sobre el curso de la evolución de las sociedades indígenas en una muy extensa zona de América.

Desde que, en los años cuarenta, se formuló el concepto de una extensa Etapa Formativa, subyacente a todos los desarrollos en América Nuclear, es decir, entre el norte de México y el norte de Chile, se llegó a pensar que las dos zonas de máximo avance en una época clásica - Perú / Bolivia y México / Guatemala - se habían constituido en focos culturales por sus factores internos de particulares impulsos creadores. En cambio, en el curso de la última década ha adquirido más y más aceptación la teoría de que los orígenes de las culturas más avanzadas de América se encuentren en el noroeste de Suramérica o, para ser más exacto, precisamente en las tierras tropicales colombianas al oeste de la Cordillera Oriental y en la región costanera del Ecuador. Al plantear esta teoría, se parte de la premisa de que la agricultura intensiva, así como la vida aldeana, se desarrollaron primeramente en las selvas amazónicas y que estos modos de vida se difundieron luego -hace unos 4.000 Comienzos de la cerámica a. de C - , hacia las tierras bajas de la Costa Atlántica de Colombia y la Costa Pacífica del Ya a comienzos del cuarto milenio a. de Ecuador. En efecto, recientes excavaciones en C, aparecen en la Costa Atlántica indicios de la hoya del río Guayas (Ecuador), han demos- una forma de vida bien definida, constituida por

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los indios recolectores de moluscos. En diversos sitios arqueológicos se han encontrado grandes acumulaciones de conchas marinas, entremezcladas con artefactos líticos, óseos y, lo que es más notable, con fragmentos cerámicos. El yacimiento principal fue descubierto en el lugar de Puerto Hormiga, sobre el Canal del Dique, en el departamento de Bolívar, donde se halló un gran conchero anular que contenía abundantes vestigios culturales constituidos por cerámica, litos, fogones y otros restos de ocupación humana. La fecha de 3.100 a. de C, obtenida para el estrato cultural más bajo, resultó ser la más antigua para la cerámica de todo el Continente. Los pobladores de Puerto Hormiga eran recolectores de moluscos del litoral y de los esteros cercanos y se dedicaban también a la cacería de especies pequeñas de la fauna local, así como a la recolección de recursos vegetales. Entre los artefactos líticos figuran ante todo piedras con pequeñas depresiones ovaladas, que servieron de yunques para romper semillas duras. También se encontraron varias placas de piedra arenisca y granulosa que, según se puede apreciar por las marcas de uso visibles en ellas, sirvieron de base para moler o triturar algún material relativamente blando, probablemente semillas o tallos verdes. Estos objetos, junto con las lascas de filo cortante, los raspadores, golpeadores y pequeñas manos de triturar o machacar, indican una notable dependencia de alimentos vegetales. La cerámica de Puerto Hormiga se caracteriza por sus formas sencillas globulares y por su desgrasante de fibras vegetales que se mezclaron con la greda, rasgo muy particular de su tecnología. Sin embargo, no se trata allí, de ningún modo, de una fase inicial del arte alfarero; tanto tecnológica como artísticamente, la cerámica de Puerto Hormiga atestigua ya un nivel bastante desarrollado, lo que hace suponer que los verdaderos comienzos de la cerámica se remontan a épocas aun anteriores. La última fecha de Puerto Hormiga es de 2.552 a. de C., es decir, el lugar estuvo habitado -probablemente sólo por temporadas- durante más de quinientos años, a través de los cuales se observan sólo muy pocos cambios en su composición cultural. Un complejo cerámico parecido al de Puerto Hormiga se encontró en Bucarelia, cerca de Zambrano, sobre el bajo río Magdalena, pero allí no se trata de una estación de recolectores de moluscos sino más bien de pescadores y recolectores ribereños y lacustres.

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A Puerto Hormiga sigue cronológicamente una muy variada secuencia cultural representada, ante todo, por una serie de materiales excavados en los sitios de Monsú, Canapote y Barlovento, todos ubicados en la Llanura del Caribe. Canapote, al borde de la Ciénaga de Tesca y fechado en 1.940 a. de C., es un gran conchero, originalmente también en forma anular, que contiene los restos alimenticios y culturales de grupos de recolectores de recursos marinos. Barlovento, en cambio, ubicado más hacia el noroeste, entre el mar y la ciénaga mencionada, es un anillo de seis grandes concheros unidos por sus bases y que, como los anteriores, contienen abundantes vestigios de cerámica, artefactos líticos, fogones y pisos de conchas trituradas, que representan antiguas superficies. La fecha más antigua para Barvolento es de 1.560 a. de C, y la más reciente es de 1.030 a. de C, de manera que la ocupación de este sitio abarca nuevamente un espacio de medio milenio. La secuencia de Puerto Hormiga, Canapote y Barlovento muestra en esencia una adaptación a un ambiente del litoral y sugiere que se trataba de grupos que dependían en alto grado de la recolección de moluscos. Esta imagen, sin embargo, no se debe generalizar, pues otros yacimientos arqueológicos, algunos de ellos en las cercanías y otros en regiones más alejadas, muestran que ya en esta época los antiguos habitantes del norte del país sabían explotar muy eficazmente una gran variedad de diferentes recursos de sus ambientes ecológicos, y que ciertos grupos -aunque contemporáneos- habían desarrollado muy variados modos de subsistencia. El sitio de Monsú, por ejemplo, también situado en la región costanera, consiste en una gran acumulación, en forma anular, de desperdicios culturales; pero lo notable es que en este caso no se trata predominantemente de moluscos, sino de restos materiales de grupos que dependían en un grado muy manifiesto de recursos vegetales. En efecto, la presencia de grandes azadas indica que estos indígenas ya labraban la tierra. La secuencia excavada en este sitio consiste en tres grandes períodos: el más antiguo, designado como Monsú, es posterior al final de Puerto Hormiga; le sigue el Período Canapote, y los últimos estratos están representados por el Período Barlovento, pero por una adaptación ecológica de Barlovento que implicaba sólo pocos moluscos.

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Vale la pena explicar aquí, brevemente, la estructura estratigráfica de este yacimiento arqueológico. Parece que originalmente el sitio de Monsú estaba localizado sobre una playa arenosa de un río selvático. Hallamos en este estrato basal los vestigios de gruesos horcones de madera que sugieren una construcción de planta ovalada de grandes dimensiones. La cerámica asociada a este estrato inicial, a grandes rasgos se ubica entre el Período de Puerto Hormiga y el de Canapote, pero, en cambio, no se parece en nada a la de aquel primer complejo alfarero; dicha cerámica representa una tradición diferente, sin desgrasante vegetal, y sus motivos decorativos geométricos se trazaron con anchas y muy profundas líneas incisas; no existen aquí los característicos adornos plásticos biomorfos de Puerto Hormiga o Bucarelia, y, en cambio, se observan modos decorativos que sugieren otras múltiples tradiciones e influencias. Lo mismo se observa en el Período Canapote, que se superpone al de Monsú y donde no sólo aparecen las categorías cerámicas establecidas para el sitio-tipo de la Ciénaga de Tesca, sino donde, además, se añade ahora una multitud de nuevos elementos que demuestran que se trata de una época en que ya existían las más variadas tradiciones cerámicas. El período final del sitio de Monsú está constituido por un complejo cerámico estrechamente emparentado con Barlovento, pero que está muy poco asociado con la recolección de moluscos, y en cambio sí con restos de pescados y de la fauna terrestre de la región. A través de toda la secuencia del sitio de Monsú se hallaron grandes y pesadas azadas hechas del reborde grueso de una gran concha marina (Strombus gigas). Estas azadas aparecen en dos formas: la una, algo más liviana y angosta, lleva un fino filo curvo que puede haber sido utilizado para cortar materiales relativamente blandos, tales como madera o fibras vegetales; la otra, pesada y burda, muestra en el filo un desgaste astillado que sólo puede haberse producido al usar la azada para cavar la tierra. Los testimonios hallados en Monsú demuestran que en el tercer milenio a. de C. los pobladores de las tierras bajas tropicales de la llanura del Caribe y del bajo Magdalena habían logrado formas muy variadas y muy eficientes de adaptación a los diversos medio ambientes: marino, ribereño, lacustre, sabanero, selvático, etc. Además, las azadas indican dos posibles formas de uso: las de filo cortante podrían haber

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sido empleadas para sacar el almidón del interior de los troncos de ciertas palmas, mientras que las más pesadas y romas sugieren su empleo en la horticultura. Ya que no encontramos indicios del cultivo del maíz entre el polen recogido, y en las excavaciones están ausentes las piedras y manos de moler, parece que se trata del cultivo de la yuca y de otras raíces. En Monsú se encontraron varios entierros secundarios que consistían en algunos fragmentos de cráneos y de huesos largos, depositados en un pozo irregular, debajo del piso, en la misma zona de los fogones. Huesos humanos desarticulados se hallaron en la basura y sugieren prácticas de canibalismo. Se debe hacer resaltar un aspecto importante de Monsú, que consiste en que ya en los estratos basales se observa una gran variedad estilística en la cerámica. Las formas son sencillas y globulares, pero los modos de decoración y los detalles tecnológicos son muy variados y, por cierto, hay que repetir que no muestran ninguna semejanza con la cerámica de Puerto Hormiga. Ello reafirma lo dicho arriba: la gran variación en las tradiciones cerámicas hace suponer que el origen del arte alfarero se remonta a una época muy anterior a la de los comienzos de Puerto Hormiga y que la Costa Atlántica de Colombia fue en el cuarto milenio a. de C. una zona de importantes desarrollos tecnológicos, económicos y artísticos.Todo ello viene a reforzar la teoría de los orígenes culturales en las tierras bajas tropicales, en este caso en las de la gran Llanura del Caribe y del medio y bajo río Magdalena. La selva tropical húmeda que, en aquel entonces, se combinaba con el ambiente lacustre de ciénagas, pantanos y esteros que se extienden hacia el bajo Cauca, los ríos San Jorge y Sinú, hasta el Golfo de Urabá, parece haber sido un gran foco cultural. La secuencia Puerto Hormiga/Monsú/Canapote/Barlovento constituye un eje fundamental en la prehistoria de Colombia, no sólo porque forma una escala cronológica detallada y continua, que abarca desde 3.100 a. de c, sino, ante todo, porque representa una secuencia de desarrollo cultural que, por sus variadas características, adquiere una importancia que va mucho más allá de la Costa Atlántica colombiana. Para poder apreciar plenamente esta afirmación, debemos colocar nuestra secuencia dentro de un contexto prehistórico más amplio y referirnos a ciertos hechos de las décadas pasadas.

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En 1956 se encontró en la Costa del Ecuador el yacimiento denominado Valdivia, constituido por acumulaciones de conchas marinas mezcladas con fragmentos cerámicos, y se les asignó una fecha de 3.200 a. de C. Los descubridores de esta cultura preshistórica llegaron a la conclusión de que la cerámica de Valdivia y, con ella, la de América, era de origen japonés (Período Jomon Medio, de 5.000 a 3.000 a. de C.) y que ésta había llegado por navegación transpacífica a la costa ecuatoriana, donde fue adoptada por los aborígenes americanos que, hasta entonces, no tenían ningún conocimiento de la alfarería. Valdivia sería, entonces, el foco de difusión de la cerámica que, de allí en adelante, se habría dispersado por todo el Continente. Esta difusión, sin embargo, no se habría efectuado por comercio directo: lo que se habría difundido sería un estímulo, es decir, el conocimiento de una invención tecnológica, de modo que, según los arqueólogos descubridores, la cerámica de Valdivia en sí quedaría limitada a una pequeña zona de la Costa Pacífica del Ecuador. Los mismos investigadores hallaron, además, otro complejo cerámico cerca de Valdivia, denominado Machalilla, que fue fechado en 1.500 a. de C. y al cual también atribuyeron un origen japonés. Machalilla, asimismo, tendría una distribución muy limitada en el Ecuador, pero sus técnicas y formas se habrían difundido ampliamente. Cuando cinco años más tarde se descubrió Puerto Hormiga, los arqueólogos de Valdivia opinaban que se trataba apenas de una derivación cultural del Ecuador hacia Colombia y que la cerámica de Puerto Hormiga era una derivación de aquella que se decía ser originaria del Japón. Aunque algunos arqueólogos se preguntaron cómo, exactamente, los japoneses del Neolítico habrían podido efectuar semejante travesía de más de 8.000 millas náuticas, e introducir, al cabo de ella, un complejo cerámico tan variado y tan adelantado como el de Valdivia, los hallazgos ecuatorianos no dejaron de producir una profunda impresión en los círculos de expertos. Con el descubrimiento de Valdivia, el problema del origen de la cerámica prehistórica del Nuevo Mundo y, lo que es más, de todo lo que este hecho significa para el desarrollo cultural del Continente, parecía resuelto entonces. En los últimos tiempos, sin embargo, se ha producido un nuevo viraje en el rumbo de las investigaciones y en la interpretación de los

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hallazgos. Los materiales de Valdivia fueron revisados y, junto con los resultados de nuevas excavaciones, se demostró que, en primer lugar, debajo de los estratos de Valdivia yacían otros complejos cerámicos más antiguos aún y, en segundo lugar, que alrededor de 3.500 a. de C. ya los indígenas de aquella región no sólo cultivaban una raza muy evolucionada de maíz, sino que vivían en grandes aldeas permanentes y sus habitaciones se agrupaban alrededor de una construcción de carácter ceremonial. A eso se añadió que la cerámica de Valdivia no resultó ser tan única como se había supuesto. En efecto, en Colombia, a lo largo del río Magdalena, se encontró cerámica de tipo Valdivia, y la cerámica de tipo Machalilla se halló asimismo, en varias localidades de la Costa Atlántica. En la actualidad, las recientes excavaciones en el Ecuador han demostrado que la cerámica no aparece abruptamente sino de un modo gradual, dejando suponer que sus orígenes se remontan a fechas aún más tempranas y a un foco de dispersión que aún se desconoce. Quedó, así, descartada la teoría del origen japonés de la cerámica americana. En vista de todas estas consideraciones, el centro de intereses se está trasladando de nuevo a Colombia y sobre todo a la zona de la Costa Atlántica. Aquí caben algunas observaciones que ayuden a aclarar los motivos que hacen pensar en que aquella región de Colombia haya sido un antiguo foco cultural de gran importancia. La Llanura del Caribe, con sus lagunas y esteros, sus ríos y colinas, forma un habitat muy propicio para culturas simples que disponen apenas, de un inventario tecnológico limitado. La Costa Atlántica no es tanto "tierra maicera" como lo serían los valles y vertientes de la región interandina-, sino que es, en esencia, una región propicia para el cultivo de raíces, la explotación de palmas, para la pesca, la cacería de presas menores y para la recolección de moluscos. Las lagunas, los esteros y las playas ofrecen recursos muy abundantes de proteínas, no sólo en forma de moluscos y peces sino también de reptiles. Aunque en lo que se refiere a los suelos y al clima prevalente se observan pocas diferencias fundamentales de una región a la otra, el ambiente de la Llanura del Caribe ofrece un crecido número de sistemas ecológicos contiguos, todos muy ricos en recursos: las playas, las sabanas, el ambiente lacustre, el ribereño, los bosques y otras zonas más. En realidad, en ninguna otra

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región del país se combinan tantas y tales ventajas, a las que se pueden añadir las de los suelos arenosos fáciles de trabajar con herramientas rudimentarias, un clima benigno, y un régimen de lluvias muy adecuado para el cultivo de la yuca y de otras raíces. También se trata allí de una región donde hay gran abundancia de palmas, muchas de las cuales contienen almidón comestible en sus troncos o cargan frutos de gran valor nutritivo. Es precisamente en este tipo de ambiente tropical donde se puede suponer que se haya iniciado la horticultura, tal vez en las riberas inundadizas del bajo Magdalena, en las orillas de las lagunas o cerca de los grandes esteros del litoral. En vista del gran número de sistemas fácilmente explotables, sería entonces erróneo creer que los grupos humanos de determinada época se hubieran dedicado exclusivamente a aprovechar una sola fuente de recursos; por ejemplo, que hubiera habido grupos de orientación estrictamente marítima; otros de orientación sólo lacustre y otros aún de orientación sólo ribereña o sabanera. Según todos los indicios, existía una muy evidente fluctuación en los modos de subsistencia, pues tanto los peces como las aves, los reptiles, los roedores y aun los moluscos marinos, migran localmente en ciertas épocas; hay épocas de abundancia de tortugas o caimanes, y otras de escasez de frutas silvestres. Todo esto influye sobre el tamaño, el sedentarismo y la tecnología de los grupos humanos que, con la ayuda de técnicas poco diferenciadas, se adaptan a un gran número de medios y participan en una amplia gama de recursos. Parece, entonces, que entre el cuarto y el primer milenio a. de C. la Costa Atlántica y el bajo Magdalena desempeñaron un papel fundamental en lo que se refiere a la creación y adaptación de pequeños sistemas hortículos y el establecimiento de la vida aldeana. Es curioso observar que muchos sitios muy antiguos, del continuum Puerto Hormiga/Barlovento, tienen un plano anular y que el centro del círculo carece de desperdicios culturales. Eso hace pensar que esta forma, por cierto muy antigua también en otras partes del Continente, tenga alguna relación con la organización social o religiosa de los habitantes, o que se trate de un círculo gnomónico. La importancia de fijar fechas y estaciones, para anticipar la maduración de frutas silvestres, la migración de los animales de presa, o de otros ciclos biológicos, sería en-

tonces la base para un futuro calendario agrícola. De esta manera, los círculos de conchas pudieron haber sido, tal vez, las primeras construcciones de carácter ceremonial. Lo dicho arriba se refiere casi exclusivamente a la Llanura del Caribe; en efecto, las manifestaciones culturales representativas de la secuencia Puerto Hormiga/Monsú/Canapote/ Barlovento, se encuentran desde el Golfo de Urabá hasta la Baja Guajira y suben el río Magdalena por lo menos hasta la región de El Banco y la Laguna de Zapatosa, extendiéndose en una ancha franja sobre las tierras bajas de esta inmensa región. En el interior del país no se dispone aún de datos arqueológicos, lo que, desde luego, no indica de por sí la ausencia de vestigios de esta etapa prehistórica. Es muy posible que en algunas regiones tales como el alto Magdalena, el Valle del Cauca o en algunas zonas de Cundinamarca, se hayan desarrollado pequeños enclaves que, eventualmente, ya en el segundo milenio a. de C, adoptaron el cultivo del maíz, junto con una horticultura mixta, de la cual ulteriormente se constituyó un complejo andino de plantas alimenticias, incluyendo la papa. Pero las grandes ventajas ecológicas, para la Etapa Formativa, de la Llanura del Caribe, difícilmente se podrían superar, y es allí donde se concentra una dinámica cultural que durante largas épocas constituye una fuerza de gran intensidad y alcance. Vida aldeana Al terminar el segundo milenio a. de C se encuentran en la Llanura del Caribe vestigios de una vida aldeana ya bien definida y caracterizada por un gran número de rasgos culturales propios. El sitio de Malambo, ubicado al borde de una laguna al sur de Barranquilla, cerca de la orilla occidental del río Magdalena, ejemplifica esta nueva forma de adaptación. En una época fechada en 1.120 a. de C, aparece en Malambo, una población ribereña y sedentaria. La cerámica es mucho más rica en formas que la de los períodos precedentes, y entre estos vestigios se observa gran número de fragmentos de grandes platos planos (budares) que, por lo general, se pueden considerar como indicadores de la preparación del cazabe, el pan hecho de harina de yuca. Aunque los habitantes de Malambo entonces eran todavía pescadores y se

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dedicaban ocasionalmente a la caza, su base de subsistencia, según parece, fue el cultivo de la yuca. Es de interés, anotar que la cerámica de Malambo se relaciona en ciertos detalles con la de varios yacimientos de Venezuela, notablemente con el de Barrancas, lugar sobre el bajo río Orinoco que estaba poblado en una fecha similar a la de Malambo. La cerámica de Malambo, como la de Barrancas, se caracteriza por la firmeza de las anchas líneas incisas, que delimitan los contornos de los elementos modelados, y por otros rasgos que forman su estilo muy propio. Con Malambo se inicia una larga secuencia de formas culturales que luego se extienden sobre toda la Llanura del Caribe. Viene la pauta de poblaciones establecidas en las orillas de las grandes lagunas de los ríos Magdalena, Sinú y algunos otros, es decir, se trata de un alejamiento del mar y de los esteros, de una tendencia hacia una vida lacustre, con una manifiesta dependencia de los recursos de los bosques secos o de las cadenas de colinas adyacentes a las lagunas. Esta reorientación en la pauta de asentamiento no implica de ningún modo un cambio en la cantidad o en la accesibilidad de las diversas zonas microambientales de abastecimiento en las cuales participa la población, pues se trata de zonas que ya habían conocido y para cuya explotación ya existía entonces una tecnología adecuada. Lo que sí se modifica son ciertos aspectos cualitativos de la subsistencia. En primer lugar, la fauna utilizada del ambiente marítimo y litoral (peces, grandes tortugas de mar, moluscos, crustáceos) es remplazada ahora por una fauna de agua dulce, en la cual predominan reptiles (tortugas de río y de tierra, cocodrilos y caimanes, iguanas y lagartos), mamíferos grandes como el manatí, la danta y el venado, peces de los ríos y de las lagunas, así como moluscos lacustres (ostras, almejas) y caracoles de tierra. El aprovechamiento de un nuevo recurso, por cierto muy importante, parece que haya producido en aquella época una fuerte influencia sobre la estabilidad de las aldeas, a saber, las migraciones de las diversas especies de peces. Varias especies marinas (juruel, róbalo, corbinata y otras) buscan periódicamente las ciénagas para desovar y suben entonces por los ríos, en cantidades enormes. En segundo lugar, en los sitios de asentamiento la calidad de las tierras cambia notablemente, pues en lugar de los parajes arenosos y algo desecados del litoral -por

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cierto muy adecuado para el cultivo de raíceslas orillas de las lagunas y ciénagas ofrecen tierras aluviales húmedas, en buena parte auto-irrigadas por las crecientes anuales de los grandes ríos. Las condiciones básicas para que se desarrolle una agricultura más eficiente son, pues, aquí, mucho más propicias y permiten una experimentación más amplia, sobre todo con plantas que no se reproducen vegetativamente sino por semillas. La lenta retirada del litoral es significativa. Los indios de la Costa Atlántica parece que nunca tuvieron una orientación manifiestamente marítima; no fueron grandes navegantes que hubieran emprendido largos viajes de exploración o de comercio, sino que más bien se limitaban a una navegación costanera y fluvial. La posterior concentración en las orillas de las lagunas y de los grandes ríos llevó entonces consigo una reorientación hacia el interior del territorio, sobre todo siguiendo los valles del Magdalena y del Cauca, y condujo así, luego, a un contacto con otras culturas de las selvas húmedas tropicales que, probablemente, estaban aún bastante relacionados con los desarrollos en las hoyas del Amazonas y del Orinoco. Ejemplos para esta etapa cultural lacustre y ribereña, en la Llanura del Caribe, son abudantes y se encuentran nuevamente desde el Golfo de Urabá hasta la Guajira y las hoyas de los ríos Ranchería y Cesar. Un yacimiento arqueológico de especial importancia es Momil, ubicado en la orilla nororiental de la Ciénaga Grande, en el bajo río Sinú. La densa y muy profunda acumulación de desperdicios constituidos de cerámica, piedra, hueso y concha, atestigua un largo período de ocupación humana en el perímetro de una antigua aldea, situada en una zona plana entre el borde de la laguna y una cadena de leves colinas. El análisis de los abundantes vestigios culturales (se excavaron más de 300.000 fragmentos de cerámica) no deja duda alguna acerca del notable nivel de eficiencia que los habitantes aborígenes habían logrado en aquella época. Durante la primera mitad de la secuencia de Momil, fechada para sus comienzos en unos 170 años a. de C, se cuenta con cantidad de fragmentos de grandes platos, que indican el cultivo de la yuca; una prueba adicional al respecto consiste en la multitud de pequeñas esquirlas o astillas puntiagudas de piedra muy dura, que probablemente estaban incrustadas en tablas que servían de rallos, instrumentos que aún hoy en

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día se pueden observar entre muchos indígenas tribales de Guainía y Vaupés, y que son esenciales en la preparación de las raíces. Junto con estos indicios de agricultura se encontraron huesos de mamíferos, aves acuáticas y reptiles, notablemente miles de fragmentos del carapacho de tortugas de agua dulce, todo lo cual indica que la principal fuente de proteínas fue la laguna y sus alrededores. Durante este período se observa una cerámica muy variada en formas, motivos decorativos y técnicas de manufactura, como lo son las vasijas de silueta compuesta, los recipientes de base anular y una multitud de otras formas. Predomina la decoración incisa, y sus diferentes modos permiten gran elaboración y efectos estéticamente muy atractivos. La segunda y, cronológicamente, más reciente mitad de la secuencia de Momil, muestra un cambio muy significativo, ante todo en lo que se refiere a las bases de subsistencia de los antiguos habitantes del lugar. Al paso que va disminuyendo la cantidad de grandes platos del tipo de budares, abruptamente hacen su aparición los grandes metales y manos de moler, es decir, elementos indicativos del cultivo del maíz. En la primera parte de la secuencia no hay pruebas claras del cultivo de semillas, pero en la segunda parte se encuentra, además de las piedras de moler, cierta cantidad de pequeños platos de cerámica, probablemente para preparaciones a base de maíz, así como grandes tinajas que pudieran haber servido para guardar la chicha. Estas observaciones dan a pensar que Momil, y todo el período cultural de que forma parte, es representativo de la transición del cultivo de raíces al cultivo de maíz. Un paso tal, naturalmente, no implica sólo el remplazo de un alimento básico por el otro, sino que consiste principalmente, en un cambio total de procedimientos agrícolas, a saber, del paso de la reproducción vegetativa, es decir, la siembra de un tallo, a la reproducción por semillas y todo aquello que implica en términos de conocimientos de suelos, de la selección de semillas, de los ciclos de crecimiento, de su relación con la periodicidad de intensidad de las lluvias y muchos factores más. El maíz se había dicho que se domesticó inicialmente en México, donde unos 2.000 a. de C. formaba ya la base de la subsistencia aldeana; pero, según los datos recientes, fue en el norte de América del Sur, en las regiones tropicales húmedas, donde se cree que ya

alrededor del año 3.000 a. de C. se logró por primera vez un alto rendimiento de este cultivo La yuca, por cierto, es originaria de las tierras bajas del oriente de Suramérica y fue domesticada allá en épocas aún más antiguas, para extenderse luego a través de los Andes hacia la región noroccidental, es decir, a Colombia. Como ya subrayamos en otras ocasiones, la importancia cultural de la Costa Atlántica y de los grandes valles interandinos del país es fundamental para los desarrollos posteriores en Mesoamérica y en el Perú, y todo parece sugerir que la Llanura del Caribe fue un centro de creación y difusión de gran alcance. La hipótesis de una secuencia yuca/maíz en Momil se encuentra reforzada por algunas observaciones adicionales. En primer lugar, la presencia de grandes piedras de moler está acompañada por la introducción de varios rasgos nuevos que son muy sugestivos de influencias mesoamericanas, como, por ejemplo, vasijas con rebordes basales, trípodes, soportes huecos mamiformes y silbatos en forma de pequeñas aves. Parece que el maíz fue introducido como un complejo plenamente desarrollado, junto con una serie de nuevas formas cerámicas. En segundo lugar, en Venezuela también se han encontrado indicios que sugieren esta misma secuencia. Aquí cabe la pregunta de por qué el cultivo del maíz se introdujo en la Llanura del Caribe en una fecha relativamente tardía. Parece que la contestación está, en parte por lo menos, en la suposición de que las necesidades nutricionales de los primitivos aldeanos se veían satisfechas por una combinación de tubérculos ricos en almidón y de proteínas, más las grasas obtenidas de la fauna de los ríos y de las lagunas; en este caso, el maíz tal vez no constituía un alimento especialmente deseable. Sin embargo, el crecimiento demográfico y la eventual disminución de las fuentes de proteínas pueden haber llevado a la aceptación de este grano. Otro motivo para admitir, al parecer de súbito y en fecha tardía la introducción del cultivo del maíz, puede encontrarse en un evidente cambio climático ocurrido en las tierras bajas de la Costa Atlántica. Alrededor de 700 a. de C., el clima, hasta entonces seco y continental, se volvió más húmedo a consecuencia de un aumento de lluviosidad. Es posible que este hecho hubiera producido condiciones más favorables para la introducción de este cultivo.

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Las consecuencias sociales de un tal incremento en producción de alimentos, debido al cultivo del maíz, fueron desde luego muy notables. En cierto modo, el paso de una horticultura de raíces a una de semillas constituye un punto crucial en el desarrollo de la organización social de la comunidad, pues significa nada menos que el cambio de una sociedad esencialmente igualitaria a una sociedad jerárquica. Las raíces tales como la yuca, no pueden almacenarse largo tiempo; por un lado, deben consumirse lo más pronto después de haberse sacado de la tierra, y, por otro lado, se dañan si se dejan enterradas por demasiado tiempo. El horticultor de raíces y el pescador de las lagunas no pueden fácilmente acumular un excedente de alimentos y almacenar éstos para su consumo futuro. El agricultor de maíz, en cambio, se encuentra en una posición muy favorecida: con dos cosechas anuales y con un esfuerzo físico muy limitado puede obtener una gran cantidad de granos que son fáciles de almacenar, de preparar para su consumo y que, además constituyen un valioso artículo de comercio. En Momil se observan rasgos que indican cierto grado de especialización artesanal. Además, se notan diferencias de calidad en los adornos personales tales como cuentas de collar y otros pequeños artículos de lujo. Es posible pues, que Momil vio, tal vez no los comienzos, pero sí en su fase desarrollada, un muy notable incremento de una estratificación social y de un lento advenimiento de un grupo de dirigentes y de especialistas en artes y oficios. En Momil se encuentra una serie de actividades rituales que por primera vez permiten reconocer algunos aspectos ideológicos que posteriormente se expresan en muy diversas formas. Así, a través de toda la secuencia se hallaron pequeñas figurinas de barro, generalmente femeninas, que, de ahí en adelante, comienzan a formar parte integral de muchas culturas prehistóricas del país. Es posible que estas figurinas, algunas de las cuales representan mujeres embarazadas o personas enfermas, se relacionaban con ritos de fertilización o de la curación de enfermedades. Hay además, un voluminoso complejo de pequeños artefactos que parecen haber sido utilizados en actividades chamanísticas, muy probablemente relacionadas con el uso de drogas narcóticas. Se trata de diminutos recipientes, de minúsculos banquitos zoomorfos, delgados tubos de arcilla, cascabeles, silbatos y

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otros objetos. Hay pequeñas representaciones felinas y adornos modelados que sugieren un concepto de dualismo. Que la gente de Momil practicaba la antropofagia, está atestiguado por el hallazgo de algunos huesos humanos desarticulados, dispersos en la basura casera. Aunque no se encontraron objetos metálicos en Momil, es muy probable que en aquella época ya se conocía la orfebrería. En un extenso sitio arqueológico en Ciénaga de Oro, donde se excavó un complejo cultural emparentado con Momil, se encontraron algunas pequeñas cuentas tubulares de laminillas de oro martilladas, y objetos similares se han hallado en varios sitios relacionados con Momil. Manifestaciones arqueológicas comparables con Momil existen en toda la Costa Atlántica. Entre el Golfo de Urabá y la hoya del río Sinú, es decir, en las regiones de los ríos Mulatos, San Juan y Canalete, se encuentran yacimientos más o menos extensos, a veces muy profundos, que muestran afinidades con la secuencia arriba descrita. Sobre las lagunas del río San Jorge y luego sobre toda la ancha región del bajo río Magdalena, se hallan estos sitios, a veces dispersos en las orillas de lagunas y caños, en ocasiones concentrados en ciertas zonas, como es el caso en las regiones de El Banco, de Zambrano o de Calamar. A veces estos complejos arqueológicos se localizan en las faldas de colinas o pequeñas serranías, fenómeno que lentamente introduce una nueva pauta de asentamiento. En efecto, la frecuencia con que, en estos sitios, se encuentran grandes piedras y manos de moler, demuestra que la agricultura del maíz se está desarrollando más y más, hecho que lleva a nuevas formas de adaptación. Al este del río Magdalena se localizan culturas no directamente emparentadas con Momil pero sí coetáneas y relacionadas entre sí por muchos detalles estilísticos y tecnológicos. En todo el valle del río Ranchería se encuentran sitios que forman parte de una secuencia de complejos agrícolas sedentarios caracterizados por cerámica pintada, cerámica negra, figurinas antropomorfas huecas y gran variedad de formas nuevas como, por ejemplo, tetrápodes y grandes bandejas planas. De acuerdo con los sitios principales donde se determinaron estratigráficamente estas tipologías, la principal secuencia del río Ranchería se designa (de temprano a tardío) como El Horno/La Loma/Portaceli, y forma otro eje, otro jalón, por decir así, que

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fija una serie de fases de desarrollo en estas culturas agrícolas aldeanas, cuyos nexos inmediatos se extienden luego a través de la Guajira y la Sierra de Perijá hacia el occidente de Venezuela. En dirección al sur, es decir, en la hoya del río Cesar y luego subiendo hacia el Magdalena Medio, sigue observándose la influencia de estas mismas culturas, aunque con algunas modificaciones. La cerámica pintada continúa, pero al lado de ella se forman varios estilos de decoración incisa o modelada que se constituyen en complejos muy característicos para gran parte de la hoya del río Magdalena. Mientras que en la Llanura del Caribe se conocen muchos sitios arqueológicos relacionados con una serie de columnas estratigráficas establecidas para Momil, Zambrano, el río Ranchería y otras regiones de alta concentración de vestigios prehistóricos, que nos permiten seguir los procesos culturales que llevaron a la vida agrícola aldeana, hay sólo muy pocos datos sobre el interior del país. Sabemos que alrededor de 500 a. de C. existían comunidades sedentarias en la región de San Agustín, en el alto Magdalena, pero no conocemos sus características. Una cerámica toscamente incisa aparece en la Sabana de Bogotá y en algunas otras partes de los altiplanos en los últimos siglos a. de C, pero no se tienen aún suficientes datos para establecer un contexto cultural que nos permita apreciar estos desarrollos en las cordilleras y los valles interandinos. Es más factible entonces, relacionar los complejos culturales costeños tales como Momil, con las manifestaciones coetáneas que se han descubierto en países vecinos. Así, por ejemplo, las relaciones con el Formativo Tardío de Meso y Centro América son bastante evidentes; en Mesoamérica los parentescos de Momil se extienden hasta el sitio de Morett, en la Costa Pacífica de Colima (México), donde, entre 400 y 300 a. de C., se habían desarrollado complejos culturales muy similares que, por su lado, se relacionan con culturas coetáneas del litoral centro y suramericano, hasta el Ecuador. En Costa Rica, el complejo de El Bosque, ubicado en la vertiente atlántica, muestra estrechas afinidades con Momil. Gran número de rasgos muy característicos de Momil, como por ejemplo los rodillos y sellos, los silbatos ornitomorfos, soportes abombados y rebordes basales, indican parentescos mesoamericanos. Por cierto, hay que tener muy en cuenta al respecto que los orígenes de

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la cerámica mesoamericana son suramericanos (Colombia-Ecuador) y que los desarrollos subsiguientes de la alfarería no son unilineares, sino que en éstos se entrelazan muchas tradiciones locales, que, con el tiempo se difundieron en diversas direcciones. Una región del país donde, durante los últimos siglos a. de C., se nota una profunda influencia procedente de Mesoamérica, es el extremo sur de la Costa Pacífica donde, en la zona de Tumaco y en los cursos bajos de muchos de los ríos vecinos (río Mataje, río Mira y otros), se encuentran yacimientos arqueológicos que contienen cerámicas de tipo mesoamericano. Parece que se trata de pequeñas colonias, inicialmente establecidas por grupos migratorios navegantes, que se extendieron hacia la costa del Ecuador, donde dieron impulso al Período JamaCoaque (ca. 500 a. de C. a 500 A.D.). Ya que las condiciones climáticas de la Costa Pacífica colombiana no eran favorables para un tradición cultural que se había formado en un medio ambiente muy diferente, los principales vestigios de estas influencias externas se hallan en el Ecuador y sólo en ocasiones se observan en algunas regiones de la costa del departamento de Nariño. Una gran acumulación de basuras y pisos de habitación se encontró en las riberas del río Mataje, y consiste en una secuencia que abarca unos cuatrocientos años, de 400 a. de C, hasta 10 A. D.; obviamente, se trata de una extensión septentrional del Período Jama-Coaque. Aunque por lo inhóspito de la Costa Pacífica colombiana estas culturas de origen mesoamericano no florecieron y tuvieron que desplazarse más hacia el sur, donde las condiciones ecológicas eran más propicias, es muy probable que en el medio milenio antes del comienzo de nuestra era, ciertas influencias mesoamericanas procedentes de la Costa Pacífica penetraron hacia el oriente y llegaron al interior del país, tal vez subiendo por el río Patía, el Calima y otros. Por cierto, también es un hecho que en aquellos siglos se hicieron notar influencias peruanas que se extendieron hacia el norte, sea por la costa o sea por vía andina, al penetrar a Nariño y al Macizo Central. Al resumir este capítulo debemos destacar que el último milenio a. de C. se caracteriza ante todo, por el poblamiento gradual de las faldas de los valles interandinos. El desarrollo del cultivo del maíz permitió a los pobladores

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-hasta entonces ribereños y dependientes de una combinación de recursos acuáticos y de su agricultura de raíces- retirarse de los ríos y extenderse sobre las laderas del sistema andino. Al ocupar tierras tan accidentadas, siempre en búsqueda de regiones propicias para su cultivos, los grupos tribales, que antes habían vivido en buena parte en aldeas nucleadas, se dividieron en unidades sociales más pequeñas. La penetración o colonización de las cordilleras llevó a una manifiesta descentralización y, por consiguiente, a nuevas formas de adaptación que se caracterizan por su diversidad, su notable regionalismo y su elaboración de instituciones económicas, sociales y religiosas. El advenimiento de los cacicazgos

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n el milenio que precede el comienzo de la era cristiana -en algunas zonas tal vez ya antes- se operó en Colombia un paso fundamental en el desarrollo cultural de muchas agrupaciones indígenas. Se trata de la transición de la sociedad igualitaria tribal a la sociedad jerárquica señorial. Designamos estas nuevas formas sociales con el término de cacicazgos y observamos en sus diversas manifestaciones un fenómeno cultural que se prolongó a través de varios miles de años, hasta la conquista española. Los cacicazgos forman un tipo de organización que perduró hasta la época histórica y así es posible combinar, para su definición y análisis, los datos arqueológicos con los relatos de los cronistas de los siglos XVI y XVII. Concepto de cacicazgo El concepto de una etapa cultural de cacicazgos (o señoríos, como también se pueden designar) surgió hace ya algunas décadas, al examinarse los niveles de desarrollo de ciertos grupos indígenas de América Central, las Antillas Mayores, los Andes Septentrionales y de algunas otras regiones suramericanas, y fue elaborado y refinado con datos referentes a sociedades aborígenes del sureste de los Estados Unidos, de Mesoamérica y de Polinesia. De estos análisis se puede abstraer un modelo que debemos describir aquí brevemente, ya que los problemas de los orígenes y características específicas de esta etapa cultural constituyen un aspecto teórico sumamente interesante en la prehistoria colombiana.

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El modelo de cacicazgo muestra una combinación de ciertos rasgos que hacen de las sociedades de esta etapa un conjunto fácilmente diferenciable, tanto del nivel tribal que les precede (o que se desarrolla al margen de éste), como del nivel estatal que les sigue. El aumento de la población producido por la creciente eficacia en el aprovechamiento de los recursos ambientales, especialmente los agrícolas, llevan a una mayor complejidad social; esta complejidad se expresa en una acentuada jerarquización social, caracterizada por la desigualdad tanto de individuos como de grupos enteros. Se instituye el señorío, junto con un sistema de linajes y de prerrogativas, generalmente hereditarias; alrededor de esta jefatura surge un grupo de familias de alto rango que ejercen los controles sociales, económicos y religiosos. La gradación de rango lleva entonces al fenómeno de "clanes cónicos" y, a través de ellos, a sociedades piramidales de ancha base, sobre la cual se estructura el escalonamiento, a lo largo de varios estratos, hasta culminar en la persona del cacique. Las motivaciones para este cambio fundamental en la estructura social se cree que estén, ante todo, en el desarrollo de nuevas formas económicas que hicieran necesario un sistema de controles más formales. Mientras que en las sociedades tribales, de carácter segmentario e igualitario, el principio económico básico fue la reciprocidad, ahora la agricultura sistemática y altamente productiva en ciertas zonas, hace necesaria la redistribución, tanto de productos de subsistencia como de los eventuales excedentes. Esta redistribución tiene que organizarse y coordinarse del modo más expedito, y este proceso necesariamente se efectúa por parte de individuos y sus familias, lo cual conduce así a la formación de incipientes centros administrativos (de depósitos, mercados, tribus, etc), donde se planifica la repartición de los recursos, junto con el cobro de contribuciones individuales. Es un punto fundamental la necesidad de imponer un sistema de redistribución cuando los grupos humanos comienzan a establecerse en regiones de gran diversidad fisiográfica y biótica, ya que un tal medio lleva a una insistente especialización ecológica y desaparece así la antigua autonomía de subsistencia, tan característica de la vida en regiones de poca variación fisiográfica y climática. Una característica de los cacicazgos es la diferenciación y especialización de los grupos

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sociales en administradores políticos, chamanes cuello cilindrico o abombado del recipiente; hay y sacerdotes, artesanos y comerciantes, guerre- vasijas de base anular más o menos alta, copas ros, y otros más. La pauta de asentamiento es pandas para triturar alimentos o condimentos, de grandes aldeas nucleadas y en sus alrededores grandes tinajas para líquidos y muchas formas pequeños poblados satélites. Las actividades re- de recipientes de servicio, a veces decorados ligiosas se institucionalizan bajo estamentos sa- con motivos incisos, modelados y aun pintados. cerdotales en centros ceremoniales, general- Rodillos y pintaderas, cuentas de collar hechas mente en la población principal, y se establece de conchas, volantes de huso manufacturados el culto de divinidades específicas. La defensa en cerámica o en piedra, así como objetos pequede las tierras de alto rendimiento agrícola o de ños y poco elaborados de cobre o de oro, son otros recursos importantes, conduce a la institu- bastante característicos. El entierro en urnas es ción de guerras endémicas, con los fenómenos otro rasgo frecuente. concomitantes de alianzas militares, la construcción de fortificaciones, y la movilidad social Colonización maicera vertical por valentía. Hay un gran ímpetu en desarrollar las relaciones comerciales con regioEsta "colonización maicera", que se aleja nes vecinas y alejadas, y figuran prominente- del ambiente fluvial y lacustre y comienza a mente los artículos suntuarios. Se instituciona- extenderse sobre las estribaciones y luego en las lizan los mercados y hay obras públicas ejecuta- faldas de las cordilleras, constituye un desarrollo das por una fuerza laboral numerosa. cultural muy significativo. Fue el cultivo del Veremos ahora cómo se puede aplicar este maíz lo que hizo posible este movimiento hacia modelo a la situación prehistórica colombiana. regiones que antes habían sostenido una poblaEn los siglos que preceden el comienzo de ción poco numerosa de grupos tribales selváticos nuestra era, se observa en muchas partes del y que ahora comenzó a ofrecer una nueva base país un evidente cambio en la pauta de asenta- de subsistencia. En el curso de esta expansión miento. Encontramos ahora una pauta de peque- sobre las cordilleras y sus innumerables hoyas, ños núcleos de casas, a veces aun de viviendas los indios habían podido apreciar que lo producaisladas y dispersas alrededor de un pequeño tivo del cultivo de razas evolucionadas de maíz poblado, que se van alejando de los grandes ríos dependía de la combinación de ciertos factores, y que ocupan las colinas o algunas planadas que no se presentan en todas partes, sino que naturales en las faldas montañosas. Siempre ubi- estaban restringidos a ciertas zonas. El maíz cados cerca de algún pequeño curso de agua, necesita ante todo lluvia y sol, en especial dupero, por lo demás, ya a considerable distancia rante ciertas fases de su crecimiento, y la distride las tierras ribereñas y pantanosas bajas, estos bución pareja de las lluvias es esencial en este sitios son testimonio de la existencia de agrupa- caso. En condiciones óptimas se pueden obtener ciones dedicadas al cultivo del maíz en las faldas entonces dos o hasta tres cosechas anuales, y la aledañas. Los sitios se distinguen generalmente productividad depende, además, de la selección por ciertos rasgos bien definidos: una o varias de las semillas. En un terreno tan accidentado casas cuyas plantas ovaladas o circulares están como lo son las cordilleras colombianas, con marcadas por medio de algunas piedras, ocupan un régimen de lluvias muy variado y grandes un pequeño plano o "patio", a veces cavado en diferencias en la calidad de los suelos, la localila ladera y relleno por el lado de la pendiente. zación en las mejores tierras fue, desde luego, Varios grandes metates y manos de moler for- un estímulo continuo -para no decir, una neceman parte prominente del conjunto de artefactos sidad vital- y, después que un grupo aborigen usados en la economía casera, lo mismo que un tomó posesión de cierta región favorable, tuvo que crecido número de manos de machacar y triturar, estar dispuesto a defender sus tierras contra de raspadores, golpeadores y otros artefactos eventuales invasores o merodeadores. En este líticos burdos que sirvieron en la preparación empeño, algunos grupos obtuvieron más éxitos de los alimentos. Son características las pesadas que otros, y tanto la pauta de asentamiento como hachas (¡no azadas!) de piedra pulida y manufac- la calidad de los vestigios arqueológicos, dejan turadas en un material de grano denso. Los com- apreciar la eficiencia con que ciertas sociedades plejos cerámicos contienen ahora vasijas antro- supieron adaptarse a aquellos lugares que propomorfas que llevan una cara humana sobre el metían más, como tierras productivas de maíz.

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La primera fase de este movimiento representa evidentemente, un proceso de descentralización. La densa población que anteriormente había estado agrupada en sus aldeas ribereñas, se convirtió, en parte, en un campesinato disperso sobre las colinas y vertientes. En la Llanura del Caribe o en las anchos valles de los cursos inferiores de los ríos Magdalena y Cauca, los recursos naturales estaban distribuidos de un modo muy parejo y sólo muy pocas variables podían afectar la producción o recolección de los alimentos necesarios. El régimen de lluvias era, por lo general, predecible, y las diversas zonas de abastecimiento, o sean las playas, esteros, lagunas, pantanos, ríos, sabanas, colinas, bosques, etc., eran contiguas y ofrecían una amplia y muy variada subsistencia, para una sociedad poco diferenciada en su equipo tecnológico. Al penetrar ahora a las cordilleras, estos grupos encontraron un ambiente de gran complejidad ecológica, en el cual el área de captación tuvo que ser mucho más grande que en las condiciones ecológicas anteriores. Así, después de establecerse algunos centros poblados en las zonas más productivas, se formaron alrededor de ellos varias aldeas satélites, en diferentes zonas altitudinales y bióticas. Es decir, en lugar de la explotación de una serie de sistemas contiguos sobre un plano horizontal, se llegó a una adaptación a una escala altitudinal de facetas, de aldeas ecológicamente especializadas. Es muy posible que estas sociedades crearon localmente un ecosistema simplificado que consistía en un complejo alimenticio de maízyuca-fríjol-auyama, en lugar de contar con la variedad de los recursos del ambiente ribereño, pero también es de suponer que los ambientes serranos de las faldas andinas ofrecieron una serie de cultivos cuyo aprovechamiento fue ahora organizado a través de sistemas de redistribución. Aquí, por cierto, se añade un factor importante: en las tierras bajas y planas una migración espontánea o forzosa no tenía mayores consecuencias económicas, ya que tanto las tierras como las comunidades bióticas y las condiciones climáticas eran muy parejas; pero en las faldas de las cordilleras, cada 100 metros en la escala vertical significaban una diferencia aproximada de un grado centígrado de temperatura. Así, con un traslado de unos centenares de metros en una vertiente andina, cambiaban eventualmente el número de cosechas anuales de maíz, la calidad de los demás cultivos y además la productividad

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de la biomasa animal, como por ejemplo de venados, saínos o armadillos. Los cacicazgos colombianos Trataremos de definir ahora algunos de los criterios que nos permitan distinguir los vestigios arqueológicos pertenecientes a sociedades indígenas de la Etapa de los Cacicazgos. La característica estratificación social se expresa muy claramente en diversos aspectos; tenemos en primer lugar las prácticas funerarias cuya gran variación -desde el entierro más humilde hasta el más suntuario- muestra una pirámide de rangos escalonados. La inversión de energía en la arquitectura funeraria (túmulos, criptas, estatuas, pozos profundos con cámaras sepulcrales decoradas, etc.), así como la cantidad y calidad del ajuar asociado, son claros indicios de la existencia de personas o de categorías sociales de alto rango. Los adornos personales o los símbolos de sus oficios se encuentran luego en representaciones plásticas en piedra, cerámica y metalurgia. En éstas se muestran personas ricamente adornadas, a veces llevando máscaras o insignias de mando. Hay guerreros armados de macanas, escudos o propulsores; personajes ataviados y sentados en bancos o tronos especiales; mujeres adornadas con collares y brazaletes. El carácter y la distribución de los artículos suntuarios también indican estas jerarquías: objetos de orfebrería, collares y pendientes de piedras semipreciosas, cerámicas finas, objetos importados como conchas marinas o pequeñas tallas de piedra no obtenible localmente. En ocasiones, la riqueza de un ajuar funerario o de un tesoro escondido se podría interpretar como la intencional eliminación de una categoría de objetos, con el fin de mantener su alto valor. Otros rasgos serían las diferencias en la ubicación, tamaño y calidad de aldeas y de viviendas individuales; la existencia de templos, estatuas u obras de relevancia astronómica; la incorporación de espacios cívicos o sagrados en el plano de las aldeas; las obras públicas, tales como los sistemas de control de aguas (irrigación y drenaje), terrazas de cultivo, caminos y puentes. Los principales hallazgos arqueológicos que contienen vestigios culturales con estas características se han hecho en la Cordillera Central, en las faldas del Macizo Andino y en los valles de los ríos Magdalena, Cauca y Sinú. En

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todos estos casos se trata obviamente de zonas arqueológicas ubicadas en las mejores tierras agrícolas, y en su mayoría se trata de regiones cuyos habitantes podían participar en varios pisos térmicos y sus correlativos bióticos. Por cierto, fue precisamente en dichas zonas donde se desarrolló la guaquería y de allí proceden las colecciones arqueológicas que formaron la base de los museos del país y que sirvieron a una pasada generación de investigadores para formular sus "áreas arqueológicas". La zona de San Agustín, en el alto río Magdalena, nos puede servir como un ejemplo ilustrativo del desarrollo de estas sociedades jerárquicas, y describiremos brevemente sus principales características. Los orígenes de San Agustín se remontan muy probablemente, a una época bastante lejana, cuando las condiciones tan favorables de la región para una agricultura intensiva fueron reconocidas y aprovechadas por diferentes grupos indígenas que luego hicieron de esta zona un centro de sedentarismo. Fue tal vez a mitades del segundo milenio antes de Cristo cuando algunos grupos selváticos se establecieron en las lomas y vegas del alto Magdalena y sentaron allí las bases para una larga y muy variada sucesión de culturas. Este último punto merece ser destacado: no se puede hablar de una cultura de San Agustín; se trata de una región en la cual se encuentran superpuestos los vestigios de muchas diferentes culturas, algunas de las cuales se desarrollaron en el mismo lugar, a través de fases sucesivas, pero otras llegaron desde zonas alejadas, sea como invasores o sea en forma de una lenta penetración pacífica. La región de San Agustín es una de aquellas comarcas colombianas que -en una cierta época y dentro de los límites de determinados niveles socio-tecnológicos— se han convertido eventualmente en verdaderos focos culturales. Situada a una altura de unos 1.800 metros, las ventajas que estas tierras ofrecen para la agricultura son múltiples, y tanto el régimen de lluvias como la ausencia de inundaciones o de problemas de erosión hacen del alto Magdalena una zona muy propicia para cultivos intensivos de maíz. En la región de San Agustín se observa un fenómeno cultural importante, que también aparece en otras regiones, a partir de la intensificación de la agricultura andina; se trata de una forma de "control vertical" de las laderas, es decir, de la participación en varios niveles altitudinales y

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pisos térmicos, por parte de un grupo humano establecido en una zona intermedia. Así, dentro de un radio de uno o dos días de camino desde San Agustín se encuentran regiones tanto paramunas como tropicales que ofrecen los recursos muy variados de poblaciones ecológicamente especializadas. Otro aspecto es el siguiente: cerca de San Agustín está ubicada la depresión más baja en toda la Cordillera Oriental, que forma una comunicación natural con el noroeste Amazónico; hacía el noreste se abren varios pasos en las cadenas montañosas, por las cuales se establece un acceso a las cabeceras del río Guaviare y a los llanos del Orinoco. Otros pasos, todos de fácil alcance, llevan al valle del río Cauca y de allí al río Patía y a la Costa Pacífica, y una serie de rutas se abren por las montañas del sur hacia las cordilleras ecuatorianas.Si añadimos el gran valle del río Magdalena que se abre hacia el norte, se puede apreciar que San Agustín está ubicado en la encrucijada de grandes vías de comunicación, de migraciones y de influencias culturales. La zona arqueológica constituye pues un importante punto de articulación que, por un lado, recibió estímulos de otras regiones y, por el otro, ejerció su influencia sobre las culturas de sus alrededores. La zona arqueológica de San Agustín está formada por más de treinta extensas agrupaciones de rasgos culturales, y hasta hoy día no hay una evidencia que permita hablar de un centro o de alguna aldea principal. Ha sido costumbre designar estos parajes con sus nombres vernáculos; por ello se mencionan Las Mesitas, Alto de Lavapatas, Alto de los ídolos, Alto de las Piedras, etc., y estas mismas designaciones nos indican ya la pauta de asentamiento, pues, evidentemente, los restos arqueológicos, los monumentos líticos y otros rasgos culturales se encuentran ubicados ante todo en las partes elevadas de las lomas que se extienden por toda la región entre una red de arroyos y pequeños ríos. San Agustín es indudablemente el sitio arqueológico más espectacular del país, ya que tradicionalmente está caracterizado por varios centenares de grandes estatuas de piedra y por un crecido número de túmulos o montículos de tierra que cubren los más diversos templos y entierros. Las investigaciones arqueológicas se han ocupado ante todo en la excavación de estas estatuas y en otros rasgos monumentales, y también se han excavado muchos entierros y se ha. podido observar que éstos varían muy notable-

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mente en su forma y composición. Se han encontrado tumbas en profundos pozos, en cuyo fondo hay una cámara lateral que contiene la sepultura propiamente dicha; otros ha habido, donde el cadáver yacía estirado en un sarcófago tallado de un solo bloque de piedra; otros aun compuestos por una serie de lajas que forman una especie de cajón, y aun simples enterramientos en que el esqueleto se encontró como acurrucado en una pequeña depresión superficial. Los ajuares funerarios asimismo varían y, mientras que algunos entierros están acompañados por pequeños objetos de oro y por cerámicas elaboradas, otros contienen por mucho algún recipiente cerámico tosco como único objeto. Las estatuas también muestran una gran diversidad de motivos, formas y estilos. A veces las grandes piedras talladas tienen el aspecto de seres monstruosos o de personas desproporcionadas. En muchas esculturas predominan rasgos felinos, seres con una jeta bestial de la cual salen colmillos de jaguar; otras tallas muestran aves, reptiles, o simplemente formas mal definidas que se prestan a las más variadas interpretaciones. Es frecuente la representación de guerreros, con sus armas y casquetes, estatuas que llevan cabezas de trofeo o que blanden macanas o mazas, y también se conocen esculturas que muestran mujeres en estado de gravidez, o personas enmascaradas. Con el deseo de descubrir-y luego interpretar- más y más esculturas y túmulos funerarios, se ha presentado al público una imagen algo parcial y distorsionada de los fenómenos culturales de San Agustín, y la tendencia a lo espectacular y fantástico ha llevado a la formulación de estereotipos y de hipótesis que será defícil desarraigar, ya que la realidad escueta es desde luego mucho menos llamativa. El énfasis que se ha dado a lo fúnebre y a lo " misterioso" no hace justicia a la verdadera importancia cultural de esta zona arqueológica. Vista escuetamente, la situación real es la siguiente: en toda la zona arqueológica de San Agustín se pueden observar vestigios de la vida diaria de sucesivas poblaciones que, en una época o la otra, habitaban en estos parajes. Sus huellas se ven en los grandes allanamientos artificiales que servían de base a grupos de casas o como espacios públicos; en explanadas y terraplenes, en rampas y zanjas; en restos de antiguos caminos y en muchísimos rasgos que marcan los antiguos campos de cultivo. Todas estas

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obras de ingeniería aborigen están asociadas a abundantes indicios de las más diversas actividades de los antiguos pobladores. Los desperdicios arrojados en sus casas y aldeas consisten en capas de muchos metros de espesor, acumuladas a través de siglos, que contienen el testimonio de miles y miles de fragmentos cerámicos, artefactos líticos, rastros de fogones y de antiguas superficies, restos carbonizados de plantas, piedras traídas de otras partes, en fin de una densa masa de restos culturales cuyas características varían de acuerdo con la época o la población particular. Es necesario pues captar el ambiente físico de San Agustín en términos más ecológicos, como una antigua zona más o menos densamente habitada por grupos eminentemente agrícolas y sedentarios que, durante siglos y aun milenios, imprimieron sus profundas huellas en estos parajes. No se trata pues en manera alguna de una " necrópolis" o de algún lugar misterioso de culto, sino simplemente de una zona donde la combinación de una serie de factores naturales, o sea: lluviosidad, vientos, suelos, irrigación, insolación, etc., así como factores culturales, llevaron a una sucesión de ocupaciones humanas a través de por lo menos tres mil años. Los orígenes de la vida sedentaria en San Agustín se deben buscar con toda probabilidad en la selva amazónica, en donde, como lo sugerimos en páginas anteriores, emanaron los comienzos de la agricultura americana. Esta tradición selvática tropical perduró a través de los siglos, pues en el arte escultórico de San Agustín que, desde luego, data de períodos muy posteriores, se observan aún muchos rasgos que se relacionan más bien con el medio del trópico húmedo y no con el de las tierras templadas de las vertientes andinas. La escasa vestimenta que se representa en algunas estatuas, la forma de las coronas de plumas y el uso de máscaras, indican un origen selvático, y muchos de los animales que se representan en las tallas de piedra, tales como jaguares, caimanes, peces y culebras grandes, son fauna del ambiente de los grandes ríos tropicales y no de la zona templada y carente de caudalosos cursos de agua, como son las cabeceras del río Magdalena. Las etapas iniciales del poblamiento de San Agustín, aún no se han estudiado. Es probable que se remonten a la mitad del segundo milenio a. de C, es decir, que sean aproximadamente coetáneas y tal vez aun algo anteriores a los primeros desarrollos de la Cultura Olmeca en

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México y la Cultura Chavín en el Perú. En aquella época se había extendido entre Mesoamérica y los Andes Centrales un modo de vida básico que contenía muchos elementos en común, tanto en lo que se refiere a plantas domesticadas, como también a aspectos tecnológicos y a ciertos conceptos ideológicos de tipo religioso. La imaginación expresada en el arte de estos tres grandes centros escultóricos mencionados estaba estimulada probablemente por el uso de drogas alucinógenas y, en estas visiones monstruosas de un mundo aparentemente sobrenatural parece que los felinos, reptiles y aves desempeñaban un papel muy destacado. El desarrollo cronológico del arte estatuario tampoco se conoce, pero es evidente que se trata de un gradual desarrollo de técnicas y conceptualizaciones. Ya que estilísticamente varían en muchos detalles, su clasificación por categorías se hace en extremo difícil y, más aún, su correlación con determinadas etapas de desarrollo social y económico. Por cierto, cabe mencionar aquí que la cerámica de San Agustín, sea cual fuera su edad o procedencia, es más bien sencilla en su acabado y decoración y que no ha sido posible todavía relacionar sus características estilísticas con las de determinado grupo de esculturas de piedra. Otro problema de considerable interés teórico es el desarrollo de las pautas de asentamiento, pero también a este respecto faltan investigaciones sistemáticas. Como ya anotamos, el área arqueológica de San Agustín aparentemente carece de un centro urbano y aun de aldeas nucleadas de alguna extensión. En parte, este hecho puede que se deba a la conformación del terreno y a la ausencia de planadas adecuadas, pero también es posible que tenga otras razones que desconocemos. Parece entonces que, en todas las épocas, se trataba de una población algo dispersa, agrupada en una multitud de pequeñas aldeas, localizadas en las partes altas de las lomas; pero no es de suponer que todas las lomas o colinas de la actual zona arqueológica hayan estado pobladas simultáneamente en una misma época prehistórica. De las excavaciones relevantes para este problema, se puede deducir más bien que hubo un lento flujo y reflujo, y que mientras unas elevaciones estaban ocupadas por viviendas, otras -vecinas o alejadas- estaban deshabitadas durante largas épocas. Se cuenta con una secuencia parcial, basada en la estratigrafía de basureros y en ella se de-

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finen tres grandes períodos, todos representados por ciertos complejos cerámicos y líticos utilitarios, pertenecientes a grupos sedentarios, agrícolas e intensamente maiceros. El primer período abarca los últimos siglos del primer milenio a. de C; el segundo comprende los cuatro primeros siglos A. D. y el último ocupa una posición tardía, protohistórica a histórica. Una serie de fechas de radiocarbono ubican estos períodos en una escala temporal absoluta y comprueban la validez de las conclusiones estratigráficas. El período más antiguo (Complejo Horqueta) contiene algunos rasgos estilísticos cerámicos que sugieren una relación con el Formativo Tardío. El segundo período, caracterizado por el Complejo Isnos, de ningún modo está emparentado con el anterior, sino que representa una población muy diferente, quizás invasora, que se estableció durante varios siglos al comienzo de nuestra era, en toda la región; hay indicios que sugieren que muchas obras de ingeniería-allanamientos, terraplanes, rampas-fueron construidas durante este período. La cerámica del Complejo Isnos muestra algunos parentescos con el sur de la Costa Pacífica. A partir de 330 A. D., sigue un largo período de más de mil años, durante el cual no se conocen detalles estratigráficos. Sólo en 1410 A. D. encontramos otra vez un conjunto estratificado y bien definido, que se denomina Sombrerillos, pero de nuevo corresponde a una población distinta de las anteriores. La última fecha de radiocarbono, asociada con estos ocupantes, es de 1630 A. D., y demuestra que la región de San Agustín estaba aún habitada por indígenas cuando la mayor parte del territorio del país ya había sido descubierta por los españoles. Por cierto, estos indios ya no presentaban las características de un cacicazgo, sino que vivían sobre un nivel tribal selvático. Es posible que el Complejo Isnos represente las primeras manifestaciones de una integración social de tipo cacicazgo. La densidad de los vestigios, el sedentarismo, los indicios de agricultura, de extensas obras de ingeniería y de una pauta bien definida de asentamiento, sugieren esta forma de organización, lo mismo que el notable avance de la tecnología cerámica. Por todo lo que se pueda apreciar, las culturas anteriores a Isnos parecen ser más bien sociedades tribales. Por cierto, no se puede hablar de continuidad entre los Complejos Horqueta e Isnos.

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Un somero examen de los restos cerámicos y líticos que se encuentran por millares en la superficie de los terrenos de San Agustín, demuestra que se trata de una gran cantidad de complejos arqueológicos que aún no han sido aislados como tales y que representan largas secuencias y muy diversas tradiciones tecnológicas y estilísticas. Repetimos que de estos y de muchos otros vestigios, tales como los diversos rasgos arquitectónicos y de ingeniería, se puede deducir que la región de San Agustín no parece haber sido una zona cultural donde se efectuó una lenta y continua evolución interna, sino que fue más bien una zona de invasión y de una repetida superposición de diversas culturas que, atraídas por las ventajas ambientales de la región, se iban desplazando a través de los siglos. Es quizá posible que ciertos rasgos culturales como, por ejemplo, algunos conceptos religiosos, la talla de estatuas líticas y, desde luego, las técnicas básicas de subsistencia, hayan tenido cierta continuidad más allá de los movimientos migratorios de menor escala; pero la impresión general es la de una zona arqueológica, en la cual las tradiciones más diversas han confluido para crear no una cultura coherente, sino una combinación muy heterogénea. Otra zona de destacado interés arqueológico es la región de Tierradentro, al norte de San Agustín. En Tierradentro se han hallado estatuas, rocas labradas y, ante todo, grandes cámaras o más bien templos funerarios subterráneos, ubicados en las partes más altas de las lomas y accesibles sólo por escaleras de caracol. La planta de estos templos tallados en la roca es circular u ovalada, con una serie de nichos separados por altos bloques que imitan columnas. Varios gruesos pilares sostienen el techo que generalmente, tiene forma de bóveda. Las paredes del interior están cubiertas de pinturas en blanco, negro, rojo, y amarillo, con motivos geométricos de rombos y círculos, a veces también con grandes caras humanas muy estilizadas o con representaciones de reptiles. Estas cámaras contienen urnas de cerámica con huesos calcinados, así como restos dispersos de vasijas y objetos líticos. Las grandes estatuas que se encuentran en algunas partes de Tierradentro son algo menos estilizadas que las de San Agustín, y por lo general carecen de los rasgos monstruosos que caracterizan a estas últimas. Las formas cerámicas más típicas de Tierradentro son vasijas bur-

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das de color oscuro, decoradas con franjas modeladas y con caras de forma triangular. Es posible que algunas fases de Tierradentro estén relacionadas con la secuencia de San Agustín, pero aún no se ha elaborado una correlación válida. De todas maneras, los diferentes modos de entierro, la gran elaboración de las cámaras pintadas, las estatuas, y la existencia de obras públicas de ingeniería, hacen suponer que se trata de una zona de cacicazgos cuya base económica fue el cultivo intensivo del maíz y la explotación de varios sistemas ecológicos dispuestos a lo largo de una escala vertical. En las fértiles vertientes de la Cordillera Central, en los actuales departamentos del Cauca, Valle, Caldas, Quindío, Risaralda y Antioquia, se encuentran innumerables vestigios arqueológicos que atestiguan la antigua presencia de sociedades del tipo de los cacicazgos. Montículos y terraplenes, entierros suntuosos de jefes y sacerdotes, verdaderos tesoros de orfebrería y de piedras finas, nos indican que en estas regiones privilegiadas para la agricultura, se desarrollaron pequeños señoríos con una estructura social jerárquica, una clase sacerdotal influyente y un alto desarrollo tecnológico y estético. Los cronistas españoles del siglo xvi describen con algún detalle la adaptación ecológica de estos grupos a las vertientes, la variedad de los cultivos, la forma de las aldeas y los templos, y la jerarquía de señores, nobles, plebeyos y esclavos. Estos cacicazgos vivían en un estado crónico de guerras, acompañadas de sacrificios humanos, canibalismo ritual, la toma de cabezas de trofeo, y muchas de estas costumbres encuentran su confirmación en las excavaciones arqueológicas o en los elementos iconográficos de su arte. La mayoría de los cacicazgos colombianos se destaca por el gran desarrollo de la orfebrería. No sabemos dónde ni cuándo se originó este arte y, posiblemente, se trata de una introducción desde los Andes Centrales; pero es seguro que Colombia fue el centro de grandes avances tecnológicos y estéticos en la metalurgia americana. Fue ante todo en los cacicazgos interandinos donde se refinaron las técnicas de fundición, aleación, cera perdida, falsa filigrana y tantas otras, y los objetos manufacturados de oro abarcan una asombrosa gama de adornos personales y objetos rituales que atestiguan la actividad de artesanos especializados. El uso de estos objetos suntuarios como ajuar funerario, constituye

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desde luego un mecanismo económico, de eliminar periódicamente de la circulación cierta cantidad de capital acumulado en forma de joyas. Los Quimbaya, un grupo histórico que en el siglo xvi formaba un pequeño cacicazgo en las faldas occidentales de la Cordillera Central, han dado su nombre a un inmenso complejo de artefactos arqueológicos hallados en tumbas de diferentes tipos, principalmente objetos cerámicos y orfebrería que, por cierto, está constituido por varias diferentes tradiciones culturales. Las vasijas cubiertas de pintura roja brillante, a veces pintadas en una técnica llamada "negativas"; los recipientes de doble vertedera y asa en forma de estribo; las figuras antropomorfas y zoomorfas; la multitud de volantes de huso, rodillos, pintaderas y cuentas de collar que, en los museos y las publicaciones de divulgación se designan como "Quimbaya" por lo general no tienen nada que ver con aquellos indios de la época de la Conquista, sino que representan zonas arqueológicas y períodos cronológicos muy diversos. Al lado de los Quimbaya, los principales cacicazgos del occidente colombiano en el siglo xvi eran los Anserma, los Caramanta y los Nutibara, con muchos otros más de menor importancia. Las investigaciones sistemáticas sobre los cacicazgos interandinos son aún demasiado esporádicas para poderse discernir las características de períodos o fases en el desarrollo de las sociedades indígenas respectivas. Se han estudiado algunos detalles tecnológicos o estilísticos de esa u otra categoría de artefactos (orfebrería, cerámica), pero carecemos totalmente de contextos que den vida y significado social a estos objetos. Así, cerca de Buga, en el Valle del Cauca, se pudo establecer una corta secuencia cerámica, con fechas de radiocarbono que van desde 1. 200 a 1.600 A. D. La cerámica excavada en la Tebaida, cerca de Armenia, fue fechada entre 1.000 y 1.400 A.D., y algunos autores han tratado de trazar las correlaciones de ciertos tipos cerámicos; pero, obviamente, se trata aquí de investigaciones muy locales, con resultados demasiado limitados. Sólo podemos anotar aquí que la cerámica del Complejo Isnos, de San Agustín, fechada entre 40 y 300 A. D., parece ser ancestral de varios complejos cerámicos de la Cordillera Central. También se ha sugerido que la particular forma de las tumbas de pozo, con cámara lateral, que son frecuentes en las faldas de la cordillera, se pudo haber difun-

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dido desde Colombia hasta la costa occidental de México. Otra zona cuyas características arqueológicas parecen indicar el nivel cultural de los cacicazgos, es la región del alto río Calima, en la Cordillera Occidental. Nuevamente se debe advertir que no se trata de una sola cultura que se pueda designar con el nombre "Calima", sino de una secuencia de manifestaciones culturales que se extienden a través del tiempo y que abarcan diferentes períodos y conjuntos estilísticos. Sobresalen ciertas cerámicas, tales como las vasijas de doble vertedera, vasijas en forma de una persona acurrucada que lleva un recipiente en la espalda, y otras más. La zona del Calima se destaca además por su orfebrería elaborada; se han encontrado grandes máscaras de oro, diademas, pectorales, orejeras, collares, narigueras y aun instrumentos musicales y cucharas del mismo metal. A veces estas piezas hacen pensar en ciertas estatuas de San Agustín, pues se observan en ellas rasgos felinos, cabezas con jetas monstruosas de las cuales sobresalen grandes colmillos, así como representaciones de "dobles", pero no se han trazado aún las posibles relaciones entre estas dos zonas arqueológicas. En la región Calima abundan pequeñas zonas aplanadas de vivienda, terrazas, y campos de cultivo antiguos, algunos de los cuales muestran vestigios de canales formando cuadrículas. Es de interés destacar aquí que los cacicazgos no se desarrollaron sólo en los valles y vertientes de las cordilleras, sino que se hallan abundantes indicios de su existencia también en algunas regiones de las tierras llanas tropicales como las hoyas de los ríos Sinú y San Jorge y ciertas zonas del bajo Magdalena, como, por ejemplo, Tamalameque, Mompós y Zambrano. En todas estas zonas que, por cierto, son tierras muy fértiles, se han encontrado grandes montículos, tumbas elaboradas, restos extensos de obras públicas y objetos suntuarios de orfebrería y otros materiales valiosos, o sea piedras finas, adornos hechos de conchas marinas o de cobre preciosamente elaborado. Parece que cacicazgos incipientes se organizaron también en algunas zonas selváticas, tales como algunas bahías en el norte de la Costa Pacífica, y en algunos de estos sitios se observa una fuerte influencia de los cacicazgos panameños contemporáneos. Lo que es verdaderamente sorprendente en el caso de estos cacicazgos que se desarrollaron en las regiones costaneras, es la ausencia de

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vestigios de militarismo. Los cacicazgos de la Llanura del Caribe parecen haberse formado en condiciones que no llevaron a la institución de un complejo bélico que se manifieste en rasgos tales como la representación de guerreros en el arte, la construcción de fortificaciones, una iconografía con cabezas-trofeos o armas ceremoniales. Más bien parece que su orientación haya sido manifiestamente teocrática. El gran túmulo cerca de la Laguna de Betancí, sobre el río Sinú; las tumbas de cámara de los llanos de Tamalameque, con sus grandes urnas antropomorfas; los túmulos funerarios de la región de Ayapel y otros más, no atestiguan la presencia de sociedades belicosas. Los cronistas del siglo xvi hablan de grandes templos, de montículos, estatuas y otros rasgos de una religión muy compleja, pero no mencionan las cruentas guerras que -dicen ellos- eran la regla entre los cacicazgos de la Cordillera Central. Esta aparente diferencia entre cacicazgos militaristas y teocráticos -si es válida esta hipótesis-, sería otro aspecto teórico importante en las futuras investigaciones arqueológicas. Entre el bajo río Magdalena y la hoya del río San Jorge se halla una extensa zona, semiacuática durante parte del año, cubierta de un sistema de pequeñas lomas alargadas paralelas, construidas artificialmente. Probablemente se trata de campos de cultivo y de un sistema de drenaje, aunque no se puede descartar la posibilidad de que sean nansas o estanques para la cría de ciertas especies de peces. Tales construcciones, restos de las cuales se observan también en el medio Cauca, no están correlacionadas necesariamente con centros urbanos y pueden haberse hecho en una época muy anterior al advenimiento de los cacicazgos. Algunas excavaciones efectuadas en la zona del río San Jorge indican que este sistema de zanjas y lomas ya estaba abandonado en una época que corresponde a los cacicazgos protohistóricos e históricos de la región. Nuevamente se trata de un problema muy importante de adaptación ecológica en épocas prehistóricas, que bien merece una investigación detallada. Se debe añadir otra hipótesis interesante: los sistemas religiosos de los cacicazgos parecen haberse basado ante todo en conceptos en que el sol y la luna desempeñaban un papel central, y es de pensar, por consiguiente, que esta religión dependía en buena parte de la elaboración de un calendario muy preciso. Ya que los sols-

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ticios y equinoccios señalan claramente los comienzos y fines de las estaciones de lluvias o de verano, su observación se hace esencial para el agricultor. La fijación de puntos de referencia sobre el horizonte por medio de alineaciones de piedras, llevaría entonces a la selección de determinados lugares de observación solar, así como a la delimitación de espacios sagrados cuyo modelo es, desde un punto de vista geocéntrico, el recorrido del sol entre los solsticios de verano y de invierno. La exacta ubicación de monumentos arqueológicos tales como templos, adoratorios, estatuas, grupos de columnas, cámaras subterráneas, petroglifos y otros rasgos, se relaciona muy probablemente con estas observaciones astronómicas, y la importancia que una cultura indígena pueda atribuir a ellos, se relaciona desde luego con el creciente desarrollo de la agricultura del maíz y de otros cultivos que dependen en alto grado de fenómenos meteorológicos cíclicos. Fue en el contexto cultural de los cacicazgos donde la astronomía y el calendario se desarrollaron muy notablemente y en donde los chamanes y sacerdotes adquirieron posiciones de gran influencia, no sólo en un terreno religioso, sino por el manejo inteligente de diversos aspectos ecológicos. La ritualización del ciclo de tala, quema, siembra y cosecha, o de cualquier otra modificación de la flora o fauna, es a veces un mecanismo de equilibrio ecológico. Al tiempo que se desarrollaron los cacicazgos en las regiones interandinas y costaneras, un crecido número de sociedades tribales ocupaba muchas zonas interfluviales, ribereñas o litorales, generalmente en el trópico húmedo. Alrededor del Golfo de Urabá, en las estribaciones de las cordilleras, en las hoyas de muchos ríos menores y en ambas costas, se han encontrado restos de poblaciones, junto con basureros, entierros y otros vestigios que indican la presencia de grupos dedicados a una economía mixta en la cual se combinaba la horticultura con la caza, la pesca y la recolección de recursos silvestres. Algunos de estos grupos tribales del primer milenio A. D. crearon complejos cerámicos muy avanzados en su teconología y concepción estética, como, por ejemplo, los habitantes de las orillas de los ríos Ranchería y Cesar, los pobladores de las riberas del bajo río Magdalena en las regiones de El Banco, Plato y Zambrano, o los grupos ribereños del medio y alto Magdalena, por ejemplo de Barrancabermeja, Honda.

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Girardot, Espinal y El Guamo. Muchos de estos grupos practicaban el entierro secundario en grandes urnas funerarias, a veces antropomorfas, y los complejos cerámicos que acompañan estos entierros son a veces muy elaborados en lo que se refiere a sus formas plásticas. Es de suponer que estos grupos, esencialmente selváticos, formaban parte de aquel gran estrato de horticultores mixtos del cual surgieron, en algunas regiones, los cacicazgos. Algunas de estas sociedades tribales perduraron hasta la conquista española, por ejemplo los Pantagora, Pijao, Panche, Carare, y muchos pobladores de la Llanura del Caribe, de los llanos del Orinoco o de las selvas amazónicas, y es en estas regiones marginales, al este de la Cordillera Oriental, donde algunas tribus han sobrevivido hasta la época actual. Ciertas de estas manifestaciones prehistóricas de los grupos tribales vecinos a los cacicazgos, deben describirse aquí someramente. En las bahías y las islas costaneras entre la desembocadura del río Magdalena y el Golfo de Urabá, agrupaciones de agricultures y pescadores habían establecido gran número de pequeñas aldeas y campamentos, muchos de ellos sobre dunas y lomas arenosas del litoral. La cultura material que se encuentra asociada a estos sitios está ejemplificada por el sitio arqueológico de Crespo, cerca de Cartagena. Allí, extensas acumulaciones de basura y agrupaciones de sencillas urnas funerarias atestiguan el carácter sedentario de los habitantes. Los complejos cerámicos incluyen budares, vasijas pandas para triturar condimentos, copas y platos con bases anulares, así como recipientes para líquidos, que consisten en ollas globulares con un cuello restringido. La decoración de estas formas cerámicas está constituida por motivos simples, incisos o punteados; algunas vasijas están decoradas con caras humanas modeladas y se han encontrado pequeñas figurinas antropomorfas, quizá de uso ritual. Son características de estos sitios las hachas y azadas manufacturadas de piedra pulida o de grandes conchas, instrumentos que probablemente se usaban tanto en la agricultura como en la manufactura de canoas y para extraer el almidón de los troncos de las palmas. También se encuentran grandes piedras de moler. Conjuntos similares se han hallado también sobre las colinas bajas que se extienden a lo largo de la costa y sobre los cursos inferiores de algunos de los ríos. Existen relaciones tipológicas con

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los complejos culturales del Bajo Magdalena y, eventualmente, con culturas de la costa venezolana y de Panamá. El sitio de Crespo ha sido fechado en la última parte del siglo XIII A. D., y la distribución de los asentamientos de estos agricultores-pescadores representa una adaptación tardía al ambiente litoral; corresponde pues a las poblaciones que encontraron en esta zona los españoles, unos dos siglos más tarde. En la Costa Pacífica los desarrollos culturales tomaron un rumbo algo distinto. Con excepción del extremo sur del litoral, donde el clima y los suelos son algo más favorables, el nivel cultural prehistórico de aquella época no avanzó más allá del de pequeñas comunidades selváticas que, con frecuencia, cambiaban de lugar. En la selva pluvial de las riberas del río San Juan, en el Chocó, encontramos vestigios de una ocupación prehistórica relativamente densa, que data de los comienzos del siglo IX A. D. y que consiste en pequeñas aldeas construidas sobre pilotes, escalonadas a lo largo del río y de algunos de sus afluentes. Para dar un ejemplo: el Complejo de Murillo se caracteriza por una cerámica de color pardusco, fragmentos de la cual se encuentran asociados con artefactos líticos. Algunas de estas vasijas están decoradas con líneas rectas profundamente incisas que forman meandros, rectángulos concéntricos o grupos de líneas paralelas. El material lítico consiste de hacha en forma de T, con proyecciones laterales que sirvieron para amarrar la hoja a un mango, así como de una variedad de raspadores y golpeadores. No se hallaron metales ni manos de moler, y parece que la economía se basaba en el cultivo de raíces, la recolección de frutas de palma, así como de caza y pesca. Las fechas de radiocarbono muestran que este complejo cultural data de aproximadamente 800 a 900 A. D., fecha en que hace su aparición una nueva tradición cultural, denominada Minguimalo. Las gentes de Minguimalo eran agricultores de maíz que usaban grandes metates y su cultura se extendió rápidamente sobre toda la hoya del río San Juan. La cerámica es ordinaria, con formas simples globulares, pero las técnicas decorativas son muy características. Una técnica consiste en hileras de protuberancias o, mas bien, burbujas producidas por la inserción de un palillo en la superficie interna de la vasija hasta que levanta una "burbuja" en el exterior. Luego se retira el palillo y el pequeño orificio se tapa con un poco de greda, de manera que

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la protuberancia que aparece en el exterior de de la secuencia del río Mataje. Algunos de estos la vasija, queda hueca. Otra técnica decorativa sitios son aún más tardíos; las grandes acumulason impresiones hechas con la uña del dedo, ciones de desperdicios culturales situados cerca formando hileras de pequeñas incisiones curvas. de Imbilí, sobre el río Mira, datan, aproximadaA diferencia de Murillo, las hachas asociadas a mente, de 1.000 A. D. esta cerámica son de forma trapezoidal y carecen Al ascender los ríos hacia el filo de la Corde las proyecciones laterales tan características dillera Occidental, encontramos relaciones con para el Complejo Murillo. Nada se sabe del los complejos cerámicos pintados, del valle del origen de estos dos complejos, ninguno de los Cauca. En las cabeceras del río Patía ha sido cuales parece tener antecedentes en el área del excavado gran número de profundos entierros Chocó. Sólo podemos observar que la técnica de cámara lateral, que contienen a veces varias de decoración por impresiones con la uña, se sepulturas. Un rasgo curioso de estos entierros encuentra en algunos complejos cerámicos del consiste en que la cámara se tapó con una gran Alto Amazonas, lo mismo que las hachas con tinaja globular cuyo orifico se orienta hacia el proyecciones en forma de T. cadáver, mientras que su base está orientada En la Bahía de Cupica, en el sector norte hacia el cañón del entierro. El ajuar funerario de la Costa Pacífica, se encontró un gran túmulo consiste de vasijas decoradas con muy elaborafunerario que contenía varias docenas de entie- dos motivos pintados en rojo y negro, junto con rros secundarios acompañados por cerámicas, pequeños objetos de oro o tumbaga, y algunos algunos volantes de huso, un pequeño objeto de volantes de huso. oro, y algunos artefactos líticos. Los entierros Entierros de pozo o cañón vertical con cáhabían sido efectuados en épocas diferentes y mara lateral son frecuentes en la parte sureña se pueden reconocer cuatro fases principales: de las cordilleras, en dirección hacia el Ecuador, tres de entierros superpuestos y una durante la y continúan desde allí hacia el norte. En la región cual el montículo se cubrió con un relleno de de Cali se han identificado varios complejos tierra. Las asociaciones de la secuencia de Cu- cerámicos, entre ellos los de Pichindé, Río Bolo pica parecen ser muy variadas. La cerámica más y Quebrada Seca, nombres de los pequeños ríos antigua muestra ciertas semejanzas con Momil sobre cuyas riberas se encontraron planos de y con Ciénaga de Oro, este último un sitio estre- viviendas y entierros. Las tumbas consisten en chamente relacionado con Momil. Las fases si- profundos pozos con cámara lateral, de plano guientes tienen relaciones con sitios del alto río circular, semicircular o elíptico y, en su mayoSinú, tales como Betancí y Tierra Alta, de ma- ría, éstas se localizaron en las partes más altas nera que los comienzos de Cupica parecen rela- de las colinas vecinas. En Pichindé los pozos cionarse con la hoya del río Sinú. Las fases verticales se hallaron llenos de pesadas piedras posteriores, sin embargo, están estrechamente y las cerámicas asociadas con el entierro son emparentadas con cerámicas panameñas de la apenas algunas ollas toscas, mientras que las zona del Lago Madden y también de la Provincia cerámicas del complejo de río Bolo llevan a de Coclé. Una fecha de radiocarbono de 1.227 veces una fina capa de pintura roja. También A. D., para los entierros más recientes de Cupi- se encontraron en Río Bolo algunas copas o ca, coresponde al período de Coclé Tardío, en vasijas de base alta. El complejo más elaborado es el de Quebrada Seca; uno de los entierros de Panamá. cañón contenía cinco esqueletos acompañados En otras partes de la Costa Pacífica, en las por 260 vasijas, y varios otros entierros también bahías, esteros y manglares en el sur de Buena- contenían gran cantidad de cerámica, la mayoría ventura, hay muchos pequeños sitios de habita- cubierta de color rojo. Los complejos de la reciones que contienen cerámicas de posición cro- gión de Cali no parecen relacionarse con Tierranológica tardía, algunas de las cuales se relacio- dentro, Calima o las cerámicas denominadas nan con los complejos del río San Juan, mientras "Quimbaya"; probablemente son relativamente que otras se asemejan a ciertos estilos encontra- recientes y anteceden la Conquista sólo por unos dos en la región de Tumaco. Al proceder hacia pocos siglos. el sur, aproximadamente del río Guapí en adePodemos resumir aquí algunas observaciolante, la influencia de las culturas de Tumaco nes acerca de las costumbres funerarias. Hacia aumenta y encontramos muchos sitios que se el final del primer milenio A. D. parece que se conectan con las diversas fases cronológicas

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operó un profundo cambio en las prácticas religiosas en gran parte del territorio colombiano, por lo menos en lo que se refiere a los ritos de entierro. Mencionamos ya la pauta de enterramiento en urnas, a veces acompañadas por la incineración, y otras veces en que sólo consiste en el reentierro de huesos desarticulados. En ocasiones, estas urnas, en grupos de algunas docenas y aun centenares, forman grandes cementerios cerca de las antiguas aldeas; en otras ocasiones se encuentran en pequeños grupos, de tres o cuatro, sea en cavernas o enterradas cerca de las casas. Ocasionalmente también se han hallado grupos de urnas en tumbas de pozo con cámara lateral. Hay muchas formas diferentes de urnas funerarias; la forma más común consiste en una gran tinaja ovoidal provista de una apertura suficientemente grande para introducir en ella el cráneo; pero también hay urnas globulares, grandes recipientes cilindricos o urnas muy elaboradas, de silueta compuesta y adornadas con elementos plásticos, pinturas o motivos incisos. A veces se representa la cara, o la figura entera del muerto, sobre el cuerpo o la tapa de la urna. En el alto y medio Magdalena las urnas comunes ovoidales con frecuencia llevan una cara delineada con franjas aplicadas de arcilla, mientras que en las estribaciones de la Sierra Nevada (La Mesa), se presenta la cara o la cabeza entera en la tapa semiesférica. Del medio Magdalena proceden grandes urnas cubiertas con motivos incisos sobre cuyas tapas se modeló un pequeño personaje sentado en un banquito. Muchas de estas urnas se usaban en el contexto de los cacicazgos. Por ejemplo en la hacienda "La Marquesa", cerca de Popayán, se descubrió una tumba de pozo, que contenía una colección extraordinaria de objetos asociados. Varias grandes figuras antropomorfas de barro muestran guerreros que llevan escudos redondos y cascos crestados. Están sentados en bancos bajos, de cuatro patas. Sobre la espalda de las figuras aparece un animal monstruoso que parece trepar hacia la cabeza, motivo similar al que se puede observar en algunas esculturas de San Agustín. Junto con estos y otros objetos antropomorfos de barro cocido, el entierro contenía un gran objeto de oro que representa un personaje altamente estilizado y adornado con una corona muy elaborada. La parte baja de la figura consiste en una placa semilunar y sobre los brazos de la figura trepan animales crestados. En el medio Magdalena (Río de la Miel, Guari-

nó, Honda), las urnas antropomorfas tienen tapas a veces con figuras de guerreros con muchos ornamentos, sentados en banquitos y que recuerdan las figuras de "La Marquesa", asimismo, se representan figuras femeninas y aves. Este horizonte de urnas funerarias se extiende sobre un área muy amplia: desde la Guajira hasta el Darién, desde el alto Cauca hasta el Orinoco, a lo largo de ríos, sobre las lomas y en lo más alto de las colinas, se hallan estas urnas, siempre en el contexto de poblaciones de horticultores. Las federaciones de aldeas: los Tairona y los Muisca

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ntre la gran variedad de cacicazgos y de pequeñas sociedades agrícolas tribales que se extendían sobre las cordilleras y tierras bajas, sobresalen dos grandes complejos culturales que han perdurado hasta los períodos históricos: los Tairona de la Sierra Nevada de Santa Marta, y los Muisca de las tierras altas de Cundinamarca y Boyacá. En ambos casos se trata de grandes agrupaciones indígenas de habla chibcha, cuyo avance cultural fue notable y se acerca a una etapa de desarrollo que señala el nivel de una incipiente organización estatal. Mientras que en los cacicazgos la cohesión política se limitaba por lo general a una hoya hidrográfica relativamente restringida, en donde una aldea principal coordinaba y dominaba algunas poblaciones satélites, situadas en diferentes facetas ecológicas, entre los Tairona y Muisca se trataba más bien de dos grandes federaciones de aldeas que estaban sometidas bajo la autoridad de jefes, los cuales combinaban en su persona funciones políticas, administrativas y aun religiosas. Culturalmente, estas dos federaciones tenían muchos rasgos fundamentales en común, pero se diferenciaban en detalles de énfasis y calidad y, desde luego, en muchos aspectos, de su particular adaptación ecológica, ya que las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta y los altiplanos de la Cordillera Oriental ofrecen condiciones fisiográficas y bióticas muy diferentes. Sobre un nivel de una federación de aldeas, la estratificación social evolucionó hacia un sistema de clases, en que los factores económicos adquirían más importancia que los factores de rango individual, como había ocurrido en los cacicazgos. Los grandes jefes pertenecían ahora a los mismos linajes de la alta jerarquía sacerdotal o militar, lo que, en un caso dado, podía

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llevar a la constitución de un "gobierno" claramente definido, apartándose así de la autoridad difusa de las cabecillas y jefes guerreros de los cacicazgos. Además, se formaba ahora una clase importante de artesanos y comerciantes que, por sus amplias relaciones intertribales, se constituían en agentes muy activos del cambio cultural. La agricultura se intensificó, en parte por obras públicas de control hidráulico y de tierras, tales como terrazas de cultivo y sistemas de riego, y en parte por especializarse en ciertas plantas cultivadas de alto valor nutricional, tales como la papa, o razas de maíz de alto rendimiento. Para ambas federaciones -los Tairona y los Muisca- disponemos de datos históricos contenidos en las crónicas de los siglos XVI y XVII que, en combinación con los resultados de las investigaciones arqueológicas, nos ofrecen una visión somera de los respectivos desarrollos culturales. Trataremos en primer lugar de la Cultura Tairona. Pautas de asentamiento Los Tairona eran habitantes de las tierras bajas y ocupaban las estribaciones de la Sierra Nevada, generalmente a menos de 1.000 metros de altura sobre el nivel del mar. En la época de la Conquista, el territorio tairona se extendía principalmente sobre la zona de Santa Marta y de allí sobre las faldas septentrionales de la sierra, hasta aproximadamente el río Ancho, en el oriente. Al sur de Santa Marta se extendía el habitat sobre la vertiente occidental. Las otras vertientes del macizo, es decir, toda la zona meridional y oriental, hacia los altos cursos de los ríos Ariguaní, Cesar y Ranchería, estaban ciertamente bajo una fuerte influencia tairona, pero los principales asentamientos se encontraban en las zonas norte y noroeste, en los valles de los ríos Palomino, Buritaca, Don Diego, Guachaca y la zona del Cerro de San Lorenzo. La densa población vivía en grandes aldeas, muchas de las cuales merecen el calificativo de ciudades. Estos centros poblados consistían, según el caso, de docenas o aun de centenares de casas redondas construidas de madera y paja sobre plataformas y cimientos de piedras. En muchos casos estas aldeas y ciudades se construían en zonas muy accidentadas, sea en las hoyas de quebradas o en filos o faldas abruptas, situadas entre ríos profundamente encajonados. De esta manera, la distribución y disposición de

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las viviendas muestra gran variación, adaptándose las diversas construcciones de la mejor manera a las vertientes, hondonadas, lomas y zanjones. Cada centro poblado tenía por lo menos un templo, constituido por una construcción circular de grandes dimensiones, en cuya inmediata vecindad había espacios públicos y eventualmente otras edificaciones de carácter ritual. Los diferentes tipos de casas de vivienda dejan reconocer una bien acentuada estratificación social: las casas más sencillas consisten apenas en un círculo de piedras, en el cual se marcaron las dos puertas opuestas con dos o más lajas planas; otras casas están señaladas además, por un círculo de piedras muy parejas, acompañadas por un círculo de lajas que rodean toda la construcción. Un tipo más elaborado aún consiste de cimientos formados por varios círculos de lajas enterradas en forma vertical y otras horizontalmente colocadas, cada una de las cuales fue cuidadosamente tallada y alisada. En algunos casos se pueden distinguir claramente áreas residenciales de élite. Fuera de las viviendas propiamente dichas, encontramos gran variedad de otras construcciones líticas por lo general hechas de piedras no modificadas y simplemente puestas la una sobre la otra y luego acuñadas con piedras más pequeñas, pero a veces también construidas con piedras talladas y con lajas muy parejas, lisas y bien ajustadas. Las murallas de contención de las numerosas terrazas de cultivo llegan a veces, en zonas muy pendientes, a una altura de varios metros. Hay largos caminos enlajados; escaleras, canales de desagüe y, a veces, un trecho de una quebrada ha sido canalizado entre paredes de pesados bloques. Puentes hechos de una o varias lajas puestas de orilla a orilla, se encuentran en algunas partes. En la zona plana del río Manzanares, alrededor de Santa Marta, había grandes obras de irrigación, tan bien construidas que causaron la admiración de los españoles. La base principal de subsistencia eran los grandes cultivos de maíz, pero fuera de éste se sembraba la yuca, la auyama, fríjoles y un gran número de árboles frutales. Una fuente importante de alimentos era el mar, y en algunas regiones se practicaba la apicultura en gran escala. Los Tairona practicaban el control vertical de una escala de facetas ecológicas, y parece que tenían en cada hoya hidrográfica varios centros de redistribución en forma de ciudades. Cada ciudad rodeada de sus cultivos, y aun cada grupo

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En segundo lugar, parece que las primeras grandes aldeas que emplearon extensas construcciones de cimientos líticos, se edificaban con preferencia en posiciones de defensa y en los parajes altos y accidentados, aunque parte de la población vivía en las zonas bajas del litoral. En tercer lugar, hasta ahora la búsqueda de fases más antiguas y verdaramente ancestrales de la Cultura Tairona ha sido en vano; el complejo arquitectónico, asociado con ciertos elementos cerámicos y otros materiales, aparece más bien súbitamente alrededor del siglo XI o XII de nuestra era, sin claros precedentes locales, sobreponiéndose a culturas de tipo tribal; de agricultores y pescadores relacionados con los grupos selváticos y ribereños del bajo río Magdalena y de las hoyas de los ríos Ranchería y Cesar. Esta discontinuidad hace pensar en la posibilidad de que los Tairona sean de origen centroamericano y que hayan llegado a las Costas de Santa Marta por mar, puesto que faltan todos los indicios de una migración por tierra. A este respecto es de sumo interés tener en cuenta las tradiciones de los indios Kogi de la Sierra Nevada de Santa Marta tribu actual que se identifica con los antiguos Tairona y que afirman que sus antepasados vinieron por vía marítima "hace 52 generaciones", huyendo de un país amenazado por erupciones volcánicas. A eso se puede añadir el hecho de que la actual cultura de los Kogi contiene muchos elementos ideológicos que hacen Contactos culturales pensar en un origen mesoamericano, de carácter Las investigaciones arqueológicas aún no esencialmente mayoide. Por cierto, esta teoría permiten reconstruir los orígenes de la Cultura -y admitidamente no puede ser más en el estado Tairona, y sólo se pueden hacer breves sugeren- actual de los conocimientos arqueológicos- no cias acerca de algunas fases de su desarrollo. excluye de ningún modo la posibilidad de que se La fase protohistórica a histórica la conocemos hayan efectuado migraciones centroamericanas a través de varios sitios de contacto, es decir, hacia Colombia, muchas o todas de ellas siendo de aquellos conjuntos de vestigios que contienen portadoras de elementos mayoides tardíos. Es algunos elementos europeos, generalmente frag- pues interesante obsevar este flujo y reflujo a mentos de utensilios de hierro. Estas asociacio- través del tiempo: parece que hace unos 3.000 nes permiten establecer un amplio complejo cul- o 4.000 años, las culturas indígenas de la Costa tural que corresponde aproximadamente al siglo Atlántica de Colombia dieron un gran impulso xvi. Subyacentes a este complejo se pueden a lo que luego fue Mesoamérica, región en donde observar varios otros en que faltan estos elemen- luego surgieron las grandes civilizaciones de tos de contacto y que tienen un carácter prehis- México y Guatemala. En cambio, en fechas muy tórico. No obstante la escasez de datos sobre tardías, las influencias de aquellas grandes naestos complejos, de las informaciones disponi- ciones se hicieron sentir en tierras colombianas bles se desprenden ciertos aspectos de interés. pero aquí las antiguas culturas, que habían sido En primer lugar, es notoria una fuerte influencia impulsoras, no habían logrado mientras tanto centroamericana -más específicamente costarri- un nivel comparable. cense— en la cerámica, la orfebrería, el arte laLa cerámica tairona del período protohispidario fino en la arquitectura de uso doméstico. tórico es muy elaborada; las vasijas culinarias

de terrazas aisladas, formaba así un ecosistema artificial. Al comienzo del siglo xvi gran número de poblaciones de los Tairona se habían aglutinado alrededor de dos centros urbanos importantes y de este modo comenzaban a formarse dos federaciones, dos pequeños Estados incipientes y antagónicos. Un centro era Bonda, situada en la parte plana, cerca de la actual Santa Marta; y el otro era Pocigueica, situado en las faldas abruptas y dominando las zonas de las cabeceras de los ríos Frío y Don Diego. Entre ambos centros existían rivalidades y, en lo general, se observa que una clase poderosa de sacerdotes se encontraba en pugna más o menos abierta contra los jefes civiles. Existía también una fuerte tendencia militarista, pero parece que las lealtades estaban divididas, circunstancias que eventualmente facilitaron grandemente la conquista española. Como es obvio, los Tairona no habían logrado la plena consolidación de un gobierno centralizado y efectivo, y el poder ejecutivo se organizaba aun sobre una base de parentesco y de los intereses de determinados linajes. Sin embargo, la conquista de los Tairona fue un largo proceso que se extendió sobre casi todo el siglo xvi, debido ante todo a la táctica de guerrillas de los indios, en un terreno muy accidentado y topográficamente muy complejo.

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y de almacenamiento son más bien toscas, pero hay un gran número de cerámicas de servicio uso ritual que atestiguan un desarrollo muy notable del arte alfarero. Son característicos ciertos recipientes con superficies negras brillantes, vasijas con cuatro soportes, copas, grandes platos y una multitud de otras diversas formas. La decoración es generalmente modelada e incisa, y casi nunca pintada. Con los recipientes cerámicos se combinan muchos elementos plásticos que representan animales tales como felinos, marsupiales, murciélagos, aves y reptiles. Las representaciones humanas en cerámica -por lo general en forma de silbatos- muestran personajes ricamente ataviados, que llevan máscaras, coronas e insignias de mando. Los Tairona eran grandes especialistas en la manufactura de cuentas de collar de muy diversas formas y hechos de minerales de diferentes clases y colores. También se ha encontrado gran cantidad de otros objetos finamente tallados en piedra -a veces de nefrita-, tales como máscaras, estatuicas, bastones, objetos en forma de hacha enmangada o en forma de campana, que constituyen un conjunto de objetos rituales, enterrados como ajuar funerario o escondites, debajo de las lajas de casas o templos. También se conocen algunas estatuas grandes, ante todo cabezas humanas o monstruosas, talladas en granito. La metalurgia tairona se destaca por su riqueza de formas: existen figurinas fantásticas, que llevan grandes atavíos de plumas y máscaras de felinos monstruosos; hay aves y reptiles, discos repujados, cascabeles, brazaletes, narigueras y otros objetos, en su mayoría hechos de cobre dorado o de tumbaga. Muchos elementos iconográficos observables en los vestigios arqueológicos de la Cultura Tairona encuentran sus paralelas y su explicación de los mitos y la religión de los actuales indios Kogi. Varios de sus objetos rituales actualmente en uso, son de origen tairona. Un breve resumen de los principales conceptos cosmológicos y religiosos Tairona-Kogi nos muestra un universo formado por varios estratos horizontales superpuestos, con nuestro mundo, es decir, la Sierra Nevada, en el centro. Este cosmos está orientado según los cuatro puntos marcados por las salidas y puestas de sol en los solsticios, completándose el quincunse con un punto central, fijado por la posición meridional del sol en lo» equinoccios. Estas "esquinas" del mundo, así como el "centro", están bajo el dominio

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de cinco "Señores", y además están asociadas con animales, plantas, vientos, colores y una serie de conceptos abstractos. Este cosmos y sus componentes fue creado por una divinidad femenina de carácter reptil, cuyos hijos son héroes culturales y fundadores de linajes sacerdotales y señoriales. El Sol y la Luna son divinidades que fueron creadas por la Magna Mater para establecer y mantener un orden cíclico en el mundo, según la cual la humanidad debe vivir. La observación de este orden, es decir, el ciclo de los solsticios y equinoccios, junto con la formulación de un calendario agrícola y ceremonial, quedaba a cargo de los sacerdotes, que construían sus templos y centros ceremoniales en función de estos fenómenos astronómicos y metereológicos. El Sol y la Luna eran una pareja sobrenatural y tanto ellos como sus respectivos linajes sacerdotales tenían asociaciones felinas, de manera que el jaguar y el puma llegaron a simbolizar tanto la energía solar como la lluvia fertilizadora. Fue dentro de este contexto de ideas donde se desarrolló la Cultura Tairona y en donde viven en la actualidad sus descendientes, los Kogi. Vista en el amplio conjunto de los desarrollos prehistóricos colombianos, la Cultura Tairona se destaca ante todo por haber logrado un incipiente nivel urbano, sostenido por grandes obras públicas, como lo son las terrazas de cultivo, sistemas de irrigación y una red de caminos enlosados. En ninguna otra parte del territorio colombiano encontramos este grado de eficiencia económica y administrativa, y sólo la tan débil cohesión política y la poca extensión territorial de los Tairona, los colocan bajo el nivel cultural de los Muisca. Volvamos entonces otra vez al interior del país, a los altiplanos y valles de la Cordillera Oriental donde se desarrolló la Cultura Muisca o Chibcha. A la llegada de los españoles estos indios, en un número de aproximadamente medio millón, ocupaban las tierras altas y las faldas templadas, entre el macizo del Sumapaz, en el suroeste, y el Nevado del Cocuy, en el noreste, extensión de unos 25.000 kilómetros cuadrados. Las tierras más fértiles eran las de los antiguos lechos de los lagos pleistocenos, tales como la Sabana de Bogotá, así como las regiones irrigadas por los cursos altos de los ríos Bogotá, Suárez, Chicamocha y alguno de los afluentes del alto río Meta. La población estaba organizada

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en dos grandes federaciones de aldeas, cada una bajo el mando de un jefe supremo: la zona suroccidental formaba el dominio del Zipa, con su centro en la región de Tunja (Hunza). Pero mientras que los Tairona habían desarrollado grandes aldeas y aun ciudades, fundadas sobre una arquitectura lírica de carácter duradero, la población Muisca era aparentemente mucho más dispersa y ocupaba innumerables pequeñas aldeas y caseríos, pero sin concentrarse en grandes centros nucleados que puedan considerarse ciudades. La arquitectura lítica de carácter doméstico falta casi por completo entre los Muisca, y aunque los españoles encontraron algunas aldeas bien construidas y fortificadas, los Muisca no dejaban de ser un pueblo eminentemente campesino, a diferencia de la orientación tan manifiestamente urbana de los Tairona. Estados incipientes Fuera de estos dos pequeños Estados o "reinos" incipientes y relativamente bien delimitados, existían en el siglo XVI algunos territorios marginales o casi independientes, cuya sumisión al Zipa o al Zaque no estaba del todo clara. El status de estos territorios en el momento de la Conquista debe evaluarse, en parte por lo menos, en términos de un proceso histórico. En primer lugar, los dos "Estados" incipientes eran el resultado de una serie de campañas de expansión territorial, y así, algunos de los jefes locales, como por ejemplo el Tundama (Duitama) o el señor de Sáchica, parecen representar remanentes de cacicazgos que aún no se habían consolidado dentro de una estructura federal. En segundo lugar, las fuentes históricas no distinguen claramente entre la autoridad civil y la religiosa de los indios. Obviamente, los "señores" de los principales centros ceremoniales no eran simples caciques tributarios, sino sacerdotes de alto rango, que, por esta misma razón, no se sujetaban al poder civil o militar del Zipa o del Zaque. Al respecto, es de gran interés la geografía mítica de los Muisca. El centro ceremonial del territorio del Zipa era Chía, población sabanera donde se levantaba el Templo de la Luna; el centro ceremonial del Zaque era Sogamoso, donde estaba el Templo del Sol. Ahora bien: esta distribución plantea ciertos problemas de carácter astronómico, cosmológico y socioeconómico. Los quince o más fértiles altiplanos de la Cordillera Oriental de Cundinamarca-Boyacá,

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están localizados entre cadenas montañosas que los encierran por casi todos los lados. El ciclo anual se divide en cuatro estaciones, ya que, entre marzo y junio, las crestas de estas montañas reciben los vientos húmedos procedentes del Pacífico, y entre septiembre y diciembre los de la Cuenca Amazónica, intercalándose, entre estas estaciones de lluvias, dos estaciones secas. Nuevamente, como en el caso de los cacicazgos la astronomía, la meteorología, y la formulación de un calendario llegaron a ser fundamentales para la agricultura, y esta preocupación se expresa claramente en la naturaleza de los dos centros ceremoniales. Parece que la función principal de los sacerdotes de los Muisca haya sido la observación astronómica, y varios monumentos arqueológicos, generalmente en forma de toscas columnas de piedra, se relacionban con estos fines. Los llamados "Cojines de Diablo", dos grandes discos tallados en la roca, en un alto dentro del perímetro urbano de Tunja, son probablemente un punto de observación solar. En el sitio de Saquenzipa, pequeño pero muy importante centro ceremonial de los Muisca, cerca de Villa de Leyva, se ven unas 25 grandes columnas cilindricas alineadas en dirección esteoeste y, visto desde este lugar, el día del solsticio de verano se ve salir el sol exactamente sobre la Laguna de Iguaque, de donde, según el mito, emergió la diosa Bachué, la madre primigenia de los Muisca. Alineaciones de piedra, grupos de columnas y otros restos de construcciones líticas que no parecen haber sido de uso doméstico sino ritual, se encuentran en varias zonas del territorio muisca. En efecto, la orientación suroeste-noreste del teritorio ocupado por los Muisca, parece haber formado la base de su cosmogonía. Tal como los Kogi y muchos otros indios de los Andes, los Muisca consideraban las lagunas como lugares especialmente sagrados. Las lagunas de Guatavita, Siecha, Tota, Fúqene y, desde luego, Iguaque, figuraban promisoriamente en sus mitos, y en los alrededores de todas ellas se han encontrado ofrendas de oro, cerámica y aun figuras de madera. La planificación de la agricultura con base en un calendario sancionado por la religión, dio excelentes resultados en las tierras tan fértiles y climatológicamente privilegiadas como lo son las de los altiplanos andinos. El principal producto de la agricultura muisca era la papa, tubérculo que madura en cuatro o cinco meses. El maíz, cuyo cultivo requiere el doble del tiempo.

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seguía en importancia, junto con varios cultivos característicos de los Andes, como lo son los cubios, ibias, chuguas, así como la arracacha, la batata y la yuca, en zonas más templadas. Estas regiones, de un clima algo más templado, eran de gran importancia para los Muisca y -puesto que en ellas se trataba de zonas fronterizas, expuestas a los ataques de tribus bélicas en un nivel cultural más bajo- los Muisca vivían en un estado permanente de guerra defensiva. En algunas regiones del territorio muisca se pueden observar antiguos sistemas de cultivos tales como terrazas, hileras de montículos, eras o zanjas de desagüe, pero como obras de ingeniería, no llegan a la perfección de las construcciones de los Tairona. Esta falta de interés en la conservación de las tierras o en la intensificación de su uso, podría indicar la gran abundancia de tierras fértiles, ocupadas por una población bastante dispersa. Es claro que el país de los Muisca tenía un "interior", una región nuclear, y este hecho fue fundamental para el camino hacia la integración estatal. Esta región central, o sea los altiplanos de Bogotá-Tunja-Sogamoso, ofrecía una amplia base de recursos permanentes y de fácil aprovechamiento, ventaja de que carecían los Tairona y, en lo general, los cacicazgos de las vertientes. Fue alrededor de este concepto de un "centro" como la Cultura Muisca encontró su cohesión y su estabilidad. En la alimentación de los Muisca se combinaban los cultivos locales con los obtenidos por el comercio con grupos vecinos de tierra templada. Además, los Muisca tenían crías de curies y de patos moscovitas, y los bosques de roble abundaban en venados. El activo comercio que practicaban los Muisca, tanto en mercados locales como con grupos indígenas de las regiones fronterizas, se basaban en productos tales como sal, alfarería, esmeraldas, mantas de algodón y otros productos locales, en cambio de los cuales se adquirían oro, conchas marinas, cuentas de collar, plumas de aves tropicales. Los Muisca eran ávidos consumidores de narcóticos y alucinógenos vegetales como los son la coca, el tabaco, el "borrachero" (Datura), así como de un rapé hecho de una semilla pulverizada llamada yopo (Anadenanthera peregrina) y, fuera de su grande importancia religiosa, estas drogas también eran objeto de intercambio comercial. En el momento de la Conquista no se había logrado aún la estabilidad política que hubiera

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hecho de este territorio un verdadero Estado. El Zipa y el Zaque eran nominalmente los jefes supremos de sus dominios respectivos, pero las rivalidades entre jefes locales llevaban en ocasiones a alianzas o incursiones violentas en que un cabecilla trataba de arrebatarle al otro sus subditos tributarios. El sistema de tributos se hallaba establecido en todo el territorio y suscitaba tensiones internas y luchas entre grupos vecinos. La población estaba comenzando a estratificarse en varias clases sociales. Los dirigentes, que heredaban rango y oficio por descendencia matrilineal, vivían en casas grandes y bien construidas. Los nobles ocupaban posiciones privilegiadas y los guerreros formaban un estamento aparte, dedicado a la defensa de las fronteras. Los sacerdotes, llamados jeques, se formaban durante largos años de reclusión en un templo, donde los aprendices debían ayunar y llevar una vida dedicada sólo al estudio de la religión y de sus prácticas esotéricas. Los templos, construcciones circulares de techo cónico cubierto de paja, estaban dedicados a los astros, pero además había otros lugares de culto, tales como cavernas o ciertas cumbres de los cerros. Igual que muchos otros indios andinos, los Muisca consideraban a las lagunas como lugares especialmente sagrados; en los alrededores de todas ellas se han encontrado ofrendas de oro, cerámica y aun estatuillas de madera. En los templos y demás lugares de culto, se guardaban figuras de oro, piedra, madera, algodón y de ellas se hacían ofrendas de oro, cobre, esmeraldas e incienso. Ocasionalmente los secerdotes hacían sacrificios humanos al Sol, siendo las víctimas los prisioneros de guerra, o niños que se traían de tierras lejanas. En muchas de estas prácticas religiosas, claramente se observan influencias mesoamericanas. Existían diferentes tipos de entierro; a los individuos de más alta categoría se los momificaba o disecaba y luego se envolvían en mantas finas, para depositar sus cadáveres en cuevas. Otra forma de entierro consistía en tumbas formadas por lajas de piedra y, en todos los casos, la calidad del ajuar funerario deja reconocer los diversos estratos sociales. En algunas pocas ocasiones se han hallado entierros en urnas. Aunque los cronistas españoles describen en detalle la Cultura Muisca, tal como la observaron durante el siglo xvi, son muy pocas aun la investigaciones arqueológicas que corroboran

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estas descripciones. No se han descubierto todavía las grandes aldeas o "alcázares", ni los "palacios", de los cuales hablan la crónicas, y, en realidad, se conocen sólo muy pocos sitios de vivienda. En ciertas colinas o faldas de las cercanías de Bogotá y Tunja se pueden ver pequeñas planadas artificiales, y sobre ellas, algunas piedras puestas en círculo; pero estos sitios dan la impresión de ser restos de casas sencillas, cerca de los cultivos. En algunos lugares, como Funza, Tunja y Sogamoso se han hallado vestigios de postes u horcones de madera que marcan una construcción circular u ovalada; pero en verdad, aún no se conoce una sola casa muisca sistemáticamente excavada. Lo poco que sabemos de la cultura prehistórica de los Muisca se basa principalmente en los objetos encontrados por guaqueros, hallados por campesinos al labrar sus campos o por cazadores y pastores al recorrer los parajes solitarios de las serranías. Así, conocemos objetos de orfebrería, cerámicas, textiles, tallas de piedra o madera y otros artefactos -todos carentes de contexto- que por ciertas características formales pueden identificarse con los Muisca de la época protohistórica o histórica. Las escasas excavaciones, científicamente controladas, se han limitado a problemas muy locales y a sitios arqueológicos muy superficiales, de modo que no han podido definir aún grandes fases de desarrollo que dejen reconocer cambios adaptativos y sus correlativos sociales y tecnológicos. La cerámica muisca es tecnológicamente bien lograda, pero tiene menos elaboración y decoración que la de la mayoría de los cacicazgos de las tierras bajas. Por lo común se trata de cerámicas monocromas, de color pardusco, rojo, gris o anaranjado y la textura es opaca y áspera. Aparte de la ollas culinarias comunes, hay vasijas en forma de zueco, vasijas de doble cuerpo y algunos recipientes globulares, con alto cuello cilíndrico. La decoración pintada, de motivos geométricos, es bastante frecuente. Una forma característica son figurinas humanas muy desproporcionadas, con caras triangulares y rasgos faciales estilizados. Representaciones zoomorfas en cerámica son raras. Algunas de las figurinas humanas representan guerreros o dignatarios que llevan mazas o propulsores, y también se muestran collares, coronas y otros adornos personales. Ocasionalmente estas figuras estaban vacías o contenían objetos de oro.

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En la región de Mongua, no lejos de Sogamoso, se han hallado varias estatuas grandes de piedra, muy toscamente talladas. Otros objetos de piedra, son a veces, de manufactura preciosa como, por ejemplo, los volantes de huso de diferentes formas, adornados con motivos muy finamente incisos y las matrices de piedra que se emplearon en la orfebrería. También hay pequeñas representaciones de piedra, de aves, ranas o de personas adornadas. La orfebrería muisca estaba mucho menos avanzada tecnológicamente que la de sus vecinos. La mayor parte de los artefactos consiste en tunjos o pequeñas figuras humanas en forma de una placa triangular muy alargada, sobre la cual se indicaron los rasgos físicos y algunos adornos o atributos por medio de trozos de alambre o, más bien, de delgadas varitas de oro. estas estilizaciones, que a veces muestran personas armadas o ricamente ataviadas, se hicieron en la técnica de la cera perdida. Hay una multitud de pequeños objetos de oro: cetros, coronas, diversos animales y de toda clase de adornos personales, que han encontrado bien sea en entierros o, en calidad de ofrendas, en el borde de lagunas o en vasijas enterradas en algún lugar escondido. El arte muisca es rígido, lineal y altamente estilizado, y se distingue inmediatamente de los estilos elaborados, a veces exhuberantes, de las culturas prehistóricas de las tierras vecinas. Pero esta misma rigidez y simetría, estas superficies opacas y estas formas sobrias, tienen un especial encanto. Poco o nada se conoce de la estratigrafía en el territorio muisca. La mayoría de los materiales arqueológicos que se hallan en museos y colecciones particulares pertenecen estilísticamente a fases recientes, pero ocasionalmente se ven objetos de cerámica, piedra y hasta de oro o cobre que, sin lugar a duda, pertenecen a fases más antiguas, o aun a culturas diferentes que, en otras épocas, ocupaban algunas zonas de los altiplanos y de las serranías de sus alrededores. Investigar y reconstruir los orígenes y sucesivas fases de desarrollo de la Cultura Muisca, es pues una tarea del futuro. El nivel cultural logrado por los Muisca no debe juzgarse por los escasos y más bien sencillos restos materiales de su vida diaria, sino que debe buscarse en su desarrollo espiritual e intelectual; la cultura material, la tecnología y las expresiones artísticas en barro, piedra y metales, no muestran un avance proporcional. Lo que

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marca los grandes logros de la Cultura Muisca sabrá contestar estas y otras preguntas y no vason sus elaboraciones astronómicas y religiosas cilará en hablar en gran detalle de la importancia que, con sus templos, lagunas sagradas y obser- de secuencias cronológicas y técnicas líticas, de vatorios monumentales, indican un avance cien- etapas paleoclimáticas, de modelos de microetífico e ideológico que, junto con las institucio- volución y de tantos otros aspectos de la invesnes políticas, legales y económicas, constituyen tigación. Pero tal vez no es eso lo que pueda un nivel cultural que no fue alcanzado por las interesar a nuestro lector. otras sociedades indígenas del país. Dejando de lado todas la minuciosidades Al terminar nuestro largo recorrido por las técnicas y toda curiosidad por lo exótico que etapas de la prehistoria del territorio nacional, pueda motivar la investigación, yo diría que el cabe una observación. Es cierto que ni los gran legado del indio consiste en la manera como Muisca ni los Tairona lograron el nivel de "ci- comprendió y manejó esta tierra. El largo cavilización", de una verdadera estructura estatal. mino que recorrió el indio colombiano -desde Su organización social permaneció en una fase las cuevas de El Abra hasta el Templo del Solde desarrollo en que predominaba aún un sistema constituye una gran enseñanza ecológica para de rangos diferenciales, pero no uno de clases nuestra época, ya que nos muestra los fracasos sociales claramente estratificadas. Los pocos y los éxitos, los errores y los logros de aquellos centros de tipo urbano, las "ciudades" tairona, hombres que, con sus mentes y manos, supieron no eran la sede de instituciones administrativas, adaptarse a una tierra bravia y, al mismo tiempo, sino apenas de grupos debidamente organizados crear sus culturas, sin que en el proceso sufrieran en grandes categorías de "jefes" y artesanos, y las selvas y la sabanas, como sufren hoy en día. había una gran población fluctuante entre el nú- El legado consiste en la manera como apreciaron cleo poblado y los campos de los alrededores. y explotaron los diversos medio-ambientes de Las ideas religiosas aún no estaban expresadas las costa y de las vertientes, de las selvas y de en sistemas simbólicos que abarcasen grandes los altiplanos; cómo supieron extraer de ellos su sustento sin destruir la fauna; cómo conservaregiones coherentes. ron la tierra con sus terrazas y canales. Es esto ¿Cuál es, entonces, el legado indígena? lo que nos han dejado los indios, y esto lo que ¿Qué significado tienen para nosotros los vestinos debe enseñar la arqueología. gios de estas culturas de antaño? El arqueólogo

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La conquista del territorio y el poblamiento Juan Friede

precisaban una extensión territorial mayor que la conocida. Tal situación cambió durante los siglos xv y XVI, época que llamamos el Renacimiento. Los antecedentes Se había producido un notable aumento de la población europea, un avance de las técnicas a incorporación de América al mundo cono- de producción, un progreso del comercio y la cido que en el siglo xv sólo abarcaba Eu- minería, de medios de comunicación terrestre ropa, Asia y África, y aún éstos no explorados y marítima y un desarrollo de las ciencias natuen profundidad, abrió una nueva página en la rales. En el escenario político se fortaleció el historia de la Europa occidental. Antes de aquel orden monárquico que trataba de sustituir el feudescubrimiento el mundo conocido era circuns- dalismo descentralizador, cuya inoperancia pocrito a algunas partes de aquellos tres continen- lítica había demostrado el fracaso de las cruzates, rodeados de un océano que la rudimentaria das. Con todo, tales cruzadas habían ejercido navegación de entonces no se atrevía a explorar. una notable influencia sobre el desarrollo ecoEs cierto que en los mapamundis de los siglos nómico de la Europa occidental, pues hicieron xiv y xv ya se delineaban con cierta exactitud conocer las fuentes desde donde se distribuían esos continentes, basándose en conocimientos a Europa artículos de primera necesidad como adquiridos en acciones políticas e intercambios especies y fármacos y otros de lujo como el oro, económicos, mediante una navegación costera la seda y las piedras preciosas, anheladas por que desde Europa alcanzó durante las cruzadas la decadente nobleza y por la burguesía que se la Tierra Santa en el Asia Menor (1096-1270). había enriquecido como proveedora de los ejérSe conocía de una manera global una parte de citos de aquellas cruzadas con navios, armas y Asia, debido a los viajes de Marco Polo, de vituallas. Lo último produjo un auge económico mercaderes y misioneros. Se conocían las costas de esa burguesía, que llegó a constituirse en un africanas incluyendo la Península Ibérica que nuevo y pujante grupo social, hasta cierto punto formaban parte del imperio musulmán. Pero el libre del tradicionalismo retardatario y permearesto del mundo era desconocido y los mapas ble al progreso con base en la explotación de geográficos lo presentaban como mar habitado la mano de obra de la población de obreros y por monstruos y animales exóticos. Tal geogra- campesinos. fía correspondía a la Edad Media, cuando ni En ese comercio con artículos orientales las necesidades económicas, ni los problemas ocuparon privilegiada situación los países medisociales, ni la densidad de la población europea terráneos como España, Portugal, Italia y las

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partes meridionales de Francia y Alemania, esta última a través de un antiguo camino que atravesaba los Alpes, por el paso de Brenner y que conducía a Italia y sus puertos mediterráneos. Fue Venecia la que alcanzó un lugar destacado en ese comercio, mediante el pacto convenido con el Imperio Otomano, que se adueñó del Asia Menor; un pacto que concedió prácticamente a Venecia un monopolio del comercio con artículos orientales que llegaban por mar y tierra desde la India y la China hasta los puertos de Asia Menor; monopolio que encarecía sensiblemente el precio de los artículos orientales tan apetecidos en Europa. El monopolio veneciano fue reforzado con la caída de Constantinopla en manos de los turcos (1543), con lo cual se cerró otro acceso al Lejano Oriente por el Mar Negro, el Caspio y luego por el centro del continente asiático; este último cerrado cuando la dinastía de los Ming, antioccidental y anticristiana, se hizo dueña de la China, encerrándose en la famosa muralla. Es así como ya a comienzos del siglo xv se inicia en Europa la búsqueda de otro acceso al oriente y esta a través del Atlántico, pues era conocida la redondez de la tierra ya desde el tercer siglo a. C. Los adelantos en la navegación alcanzados en aquella época parecían suficientes para emprender tal hazaña. En esta búsqueda del camino, a través del Atlántico, hacia el oriente asiático, tomaron parte principal Portugal y España. Habían formado parte del vasto Imperio musulmán y heredaron los notables adelantos en navegación que logró aquel Imperio. Las relaciones económicas de España con la parte oriental del Mediterráneo no habían cesado pese a la Reconquista, siendo que el Reino moro de Granada permaneció en la Península hasta fines del siglo xv. Ocupaba junto con Portugal, la punta más occidental de Europa, es decir, la más próxima al imaginario oriente asiático que la complaciente geografía contemporánea acercaba sensiblemente, calculando la circunferencia de la tierra en dos terceras partes de lo que era en realidad y sembrando, además, el Atlántico en los mapas geográficos -portulanos y globos-, con islas que parecían facilitar su travesía. El cierre de la vía oriental hacia Asia impulsó a España y Portugal a buscar esta vía, la occidental, al Lejano Oriente. A este empeño se deben los descubrimientos por Portugal de las Azores en el norte y de las islas del Cabo Verde en el sur y la ocupación de las

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Canarias por España; islas todas que sirvieron luego como puertos intermedios entre Europa y América. La grave situación social y económica de España después de la Reconquista incitaba a esas exploraciones marítimas. Finalizada la Reconquista, España carecía de posibilidades de dar sustento y ocupación a su población rural y urbana. Pues como consecuencia de las donaciones hechas por la Corona a la nobleza por la ayuda prestada durante las guerras de la Reconquista, la mayor parte de las tierras peninsulares pasaron a poder de los nobles. Sin embargo, la nobleza no dedicó estas tierras a la producción de géneros de consumo, lo cual hubiera permitido dar trabajo y alimentación a la masa popular, sino a la ganadería trashumante -la mestay al cultivo de olivares en el sur y centro de la Península; actividades que exigían poca mano de obra ocasionando un masivo desempleo de la población, que la industria "subdesarrollada" no pudo absorber. Tal situación produjo un "sobrante" de la población, que la literatura coetánea llamó "desesperados", gentes sin medios de subsistencia decidida a cualquier actividad aunque fuera delincuente. Por otra parte, el régimen de mayorazgos, según el cual el hijo mayor heredaba los títulos y bienes del difunto, dejando sin ellos a los demás hermanos, creaba "segundones" entre la nobleza, sin más alternativa para su subsistencia, que integrarse al estado eclesiástico o al de hombres de "capa y espada", en cierto modo también "desesperados", que buscaban en las guerras el modo de subsistencia. En una palabra, España vivía una crisis social que fue la fuerza motriz de sus guerras en Europa y el acicate para las exploraciones y descubrimientos. Esta crisis social explica la anarquía y la falta de planeación que caracterizaron la conquista de América y la casi inmediata ocupación de las islas y tierras que se iban descubriendo, independientemente de que si se las considerara etapas del camino al Lejano Oriente o bien como un nuevo continente. A la conquista de América contribuyeron pues el deseo de la burguesía peninsular de aprovechar el comercio con el oriente, la necesidad que tenía la Corona de ofrecer a los "segundones" y militares desocupados un campo de acción y al proletariado rural y urbano, ocupación y sustento. Además del deseo natural de extender su poder político, incorporando nuevas tierras al Imperio.

La conquista del territorio y el poblamiento

Los viajes descubridores

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o correspondería a esta corta introducción, enumerar todos los viajes que realizaron los españoles y los portugueses durante el siglo xv para explorar el Atlántico. Dieron por tierra con el mito de la existencia de una zona tórrida inhabitada que cerraba el paso hacia el hemisferio meridional. Desvirtuaron las fantásticas creencias sobre el Atlántico como mar tenebroso. Y como si quisieran incitar a la exploración del océano, los mapas geográficos del siglo xv mostraban una sucesión de islas interpuestas entre la Europa occidental y el continente asiático que alimentaba la ilusión de una fácil travesía. Cristóbal Colón, en su búsqueda fervorosa de un paso marítimo al Asia emprendió cuatro viajes. En el tercero, 1498, avistó, sin saberlo, el continente americano frente a La Trinidad, pero la consideró ser otra "isla". Atacado de fiebre tropical insistía en que por allí se llegaría al paraíso de que nos habla la Biblia. Continuó su viaje a La Isabela (Santo Domingo), donde tuvo que enfrentar la primera "revolución" de carácter popular en el continente americano, cuando el escudero Francisco Roldán, llegado con él en el segundo viaje y quien, como hombre del pueblo, se había establecido en la isla como colono, desconoció los privilegios concedidos a Colón por el Rey de España y se opuso con éxito a su autoritario proceder, gozando del apoyo de los indios, de más de medio centenar de sus compañeros y de buena parte de los inmigrantes que por entonces llegaron desde España a un cercano puerto. Guardadas las proporciones y características peculiares, el levantamiento de Roldán puede considerarse como la primera revolución social en América, porque se trataba de colonos que a su riesgo personal y sin apoyo estatal conquistaban el continente y que se opusieron al Almirante, representante del lejano país, el cual, aunque fuera su patria, no aportó gran cosa a la empresa. En el cuarto y último viaje, 1502, buscando un paso marítimo hacia la India asiática, Colón, sin saberlo, tocó las costas de Honduras y Panamá y con toda probabilidad llegó al punto más septentrional del actual departamento del Chocó, el cabo de Tiburón. Luego, por no encontrar un paso hacia la India y porque sus navios se deshacían atacados por la broma, emprendió el regreso a España en un largo, penoso

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y accidentado viaje por Jamaica y Santo Domingo. Poco tiempo después, en 1506, murió en España creyendo firmemente haber tocado el continente asiático. Aún en vida de Colón, otros expedicionarios obtuvieron licencias de la Corona, las llamadas "capitulaciones", para explorar las islas y tierras americanas. Es cierto que la empresa descubridora americana comenzó como un monopolio de la Corona que incurrió para ello en deudas y gastos, pero los medios financieros de que disponía no eran suficientes para continuarla como tal monopolio. En 1495, la Real Cédula del 19 de abril abrió las puertas de América a la emigración general mediante aquellas "capitulaciones" con personas particulares. En éstas se otorgaban licencias para la exploración, conquista, o, simplemente, para el reconocimiento de tal o cual sector del territorio americano, continental o isleño, concediendo al capitulante prerrogativas, derechos y licencia para alistar gentes en su expedición. La Corona se reservaba la suprema jurisdicción civil y criminal y una parte del botín denominada "quinto real" -antigua institución medieval vigente durante las guerras de la Reconquista cuyo monto porcentual, el 20%, podía variar- e imponiendo, según fuera el caso, otras condiciones. Sobra decir que ni Cristóbal Colón ni su hijo y sucesor Diego Colón aceptaron ese cambio, originando con ello los llamados "pleitos colombinos", que sólo se pudieron resolver con el hijo de Diego, Luis Colón, mediante el pago de indemnización y la confirmación de la nobleza de la familia. Fue con estas nuevas condiciones con las cuales en el año 1500, Rodrigo de Bastidas, escribano de Triana, barrio de Sevilla, capituló la conquista del sector del litoral Caribe, que se extendía desde el Cabo de la Vela hasta la desembocadura del Atrato (el Darién). Partió de Sevilla con sus navios hacia el Cabo de la Vela. Fue recibido por los indígenas pacíficamente, como primer europeo que veían en sus tierras. Comerció con ellos mediante el "rescate": cambio de efectos traídos de España (espejos, avalorios, machetes, etc.), por oro, perlas, nácar, telas, etc. Siguió luego la costa hacia el occidente, descubrió la desembocadura del Magdalena, que desde entonces se llamó Río Grande, y la ensenada de Urabá. Llegó hasta el punto Nombre de Dios, cercano al actual puerto de Colón en la República de Panamá. Continuó viaje a La Española y durante la travo-

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sía, sus naves sufrieron un naufragio en el cual perdió gran parte de lo "rescatado". Desde Santo Domingo se dirigió Bastidas a España donde tuvo que enfrentar a los acreedores que habían financiado su expedición. Con todo, volvió a América y se estableció en Santo Domingo. Allí se convirtió en próspero negociante y arrendador de rentas reales, sin pensar en nuevas conquistas. Durante los años que siguieron a ese primer viaje descubridor, la costa Atlántica se ha convertido en una "tierra de nadie" que proporcionaba esclavos indios a las islas antillanas "útiles": Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico y Jamaica, ya ocupadas por españoles. La primera de ellas, Santo Domingo, se constituyó en un emporio de "artículos de rescate" y punto de partida de las expediciones conquistadoras a las costas circundantes del mar Caribe. Desde Santo Domingo partió en 1508 el experimentado conquistador, Alonso de Ojeda, quien "capituló" por intermedio de un amigo suyo entonces en España, Diego de Nicuesa, la conquista del territorio que había sido recorrido anteriormente por Bastidas. Compañero de Ojeda, fue el famoso cartógrafo Juan de la Cosa, autor del primer mapa geográfico basado sobre los descubrimientos hechos hasta 1501, quien aspiraba a un lugar en la empresa. Por su parte, Diego de Nicuesa, acaudalado negociante, "capituló" con la Corona la conquista de Veragua, territorio que se extendía hacia el norte y occidente de la gobernación de Ojeda. Entre ambas gobernaciones servía de frontera la ensenada del Darién. La hueste de Ojeda llegó a Calamar, sitio de la actual Cartagena, donde los indígenas, escarmentados por los continuos asaltos de los cristianos, ya habían variado su anterior carácter pacífico, tornándose aguerridos y belicosos enemigos de los invasores. Para doblegarlos salió de Calamar un contingente conquistador, al mando de de la Cosa quien fue atacado por los indígenas en cercanías de Turbaco, muriendo la mayoría de los españoles, incluido de la Cosa. El castigo que posteriormente les propinó Ojeda, apoyado por los hombres de Nicuesa que habían llegado a Calamar en su viaje a Veragua, no consiguió amedrentarlos. Continuando la marcha hacia el oeste, Ojeda llegó a Urabá y fundó en 1509 un pueblo: San Sebastián de Urabá, primer pueblo de españoles en tierras actualmente colombianas. Desde

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allí trató en vano de pacificar a los indios del Sinú, fracasando también en sus expediciones a las cercanías del pueblo. El oro recogido entre los indios, pese a la abundancia, no satisfizo a los hombres de su ejército, quienes minados por las enfermedades y el hambre, obligaron a Ojeda a embarcarse contra su voluntad a Santo Domingo, donde murió sin volver a su gobernación. La situación en que quedaron los españoles se volvió muy pronto insostenible y finalmente optaron también ellos por regresar a Santo Domingo. Francisco Pizarro, más tarde famoso conquistador del Perú, fue elegido caudillo de la hueste ya sensiblemente mermada. Pizarro llegó con su gente a Calamar donde encontró a Martín Fernández de Enciso, bachiller y "socio capitalista" de Alonso de Ojeda, quien lo había nombrado alcalde mayor de su gobernación. Enciso se había enriquecido en Santo Domingo y había decidido probar suerte en la empresa americana, trayendo en su navio un grupo de nuevos pobladores a más de armas y provisiones. Más con amenazas que de buena voluntad, la tropa al mando de Pizarro fue obligada por Enciso a regresar a San Sebastián. Al llegar encontraron los escombros del pueblo que había sido quemado por los indios; mientras, el navio que llevaba las provisiones naufragó y sólo se salvó la tripulación. En ese momento de aflicción general aparece en el escenario histórico Vasco Núñez de Balboa, quien después de Francisco Roldán, puede considerarse segundo caudillo revolucionario popular que conoció América. De baja estirpe social, Balboa había acompañado a Bastidas en su desafortunado primer viaje, pero no quiso, como sí lo hizo éste, regresar a España. Decidió quedarse en Santo Domingo donde bien o mal ganaba la vida engordando cerdos o haciendo negocios ocasionales hasta cuando la presión de sus acreedores lo obligó a huir, embarcándose clandestinamente en la flota que salió al mando de Enciso para Cartagena. Ante la grave situación en que se encontraba el ejército, se reunió el llamado "cabildo abierto" -antigua institución democrática arraigada en Castilla, que se reunía en caso de situaciones descomunales y donde todos tenían voz y voto y eligió a Balboa como caudillo. Tal elección produjo significativos cambios en la política colonizadora. Cuando Fernandez de Enciso exigió que de la caja del "común" le pagasen las mercancías que había perdido en

La conquista del territorio y el poblamiento

el naufragio, Balboa negó tal pago, por considerar que dichas mercancías eran traídas por Enciso para su venta y bajo su riesgo, como lo hiciera cualquier comerciante. Y cuando éste insistiera en su demanda, lo depuso de su oficio de alcalde mayor y el "común" eligió un nuevo cabildo con sus regidores, alcaldes y oficiales. Con la aceptación del "común", Balboa decidió abandonar la región, la cual volvió a ser "tierra de nadie". Pasó con su ejército a la otra banda del Atrato y fundó un nuevo pueblo con el nombre de Santa María la Antigua del Darién. Cuando Diego de Nicuesa protestó contra esa fundación, pues caía en tierras de su gobernación, Balboa no vaciló en embarcarlo a la fuerza y enviarlo a Santo Domingo, pese a las protestas de los oficiales reales y de lo más granado de la vecindad de Santo Domingo que acompañaba a aquél; un regreso que resultó infortunado, pues Nicuesa se ahogó en la travesía. Al anunciar a España lo sucedido con Nicuesa, Balboa escribía: "Les parece ser señores de la tierra y que desde la cama han de mandarla". Para Balboa, líder popular, la tierra pertenecía a quien la ocupaba y trabajaba y, en este caso, a quien la conquistaba y con riesgo de su vida abría nuevas tierras para la colonización. Fue ésta la más antigua versión del principio que luego habría de guiar los movimientos revolucionarios americanos en su lucha contra España, cuando desde la lejanía quería imponer leyes adversas a los intereses de los colonos. Aún actualmente "la tierra para quien la trabaja", es el lema de la moderna reforma agraria que buscan los campesinos americanos. Con un trato más ecuánime que el empleado hasta entonces por los conquistadores y esclavistas, Balboa logró muy pronto la colaboración indígena y convirtió la nueva población en una floreciente colonia. Un informe anónimo de aquella época describe a Santa María del Darién como un pueblo "bien aderezado, más de doscientos bohíos hechos, la gente alegre y contenta, cada fiesta juegan cañas... tenían muy bien sembrada toda la tierra con maíz y yuca, puercos hartos para comer, todos los caciques en paz...". A diferencia de otros conquistadores que erigían un coto de las tierras que descubrían, Balboa invitaba a los hambrientos vecinos de la gobernación de Nicuesa (Veragua) a pasarse a vivir al pueblo fundado por él y juzgando por los documentos conocidos, fue el primer caudillo que pidió al Rey que las tierras bajo su mando

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no se poblaran con españoles recién llegados de España -los llamados después "chapetones" -, sino con los procedentes de las islas antillanas "¡América para los americanos!". Aunque la bonanza de Santa María la Antigua del Darién fue el resultado de la explotación de la fuerza de mano indígena, política que correspondía a la base económica del colonialismo y que siguió aplicándose durante mucho tiempo, el grado de la explotación no indujo a los indígenas de aquella tierra a la belicosidad y al rechazo, como sí sucedió durante otras expediciones. Fue debido a esta política, más benigna para con la población terrígena, por la cual los indígenas revelaron a Balboa la existencia al occidente, de la "otra mar" o "Mar del Sur", el Pacífico. Tales noticias las ocultaron a Colón, preocupado por la gloria personal; a Diego de Nicuesa, banquero y opulento mercader; a Alonso de Ojeda, hombre de "capa y espada". Fue un hombre del pueblo, colono más que conquistador, hombre ya "americanizado" y que no anhelaba regresar enriquecido a España, quien recibió tan extraordinaria noticia. El 1" de septiembre de 1513 desembarca Balboa con 180 hombres en Acla, puerto del Atlántico, al norte del Darién. Luego, avanzando por tierras de los caciques Carreta y Pauca y guiado por ellos, avista el 25 del mismo mes el Océano Pacífico. Ni un soldado, ni un indio, ni siquiera un perro, lebreles feroces que acompañaban al ejército español, perdió la vida en la expedición que llevó a tan trascendental descubrimiento y abrió una vía directa al Lejano Oriente, todavía hoy utilizada mediante el canal de Panamá. Balboa comprendió la importancia de su descubrimiento. Informó de él a España. Pidió el pronto envío de herramientas, oficiales manuales, etc. Permaneció en el lugar descubierto y comenzó la construcción de bergantines a fin de explorar las costas del nuevo océano. La noticia del descubrimiento del Pacífico produjo gran impacto en España. Parecía que por fin se había logrado descubrir un paso directo y corto al Lejano Oriente, objeto de los viajes colombinos y anhelo del comercio peninsular y mundial. Pero no fue a Balboa, hombre de pueblo, a quien se confió la empresa. El Rey le agradeció efusivamente, el virrey, Diego Colón, hijo del almirante, lo nombró gobernador de la tierra descubierta. Pero desde España fue enviada una vez más por cuenta de la Corona,

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una lujosa flota de 22 navios, bien pertrechada y aderezada, comandada por Pedro Arias Dávila (Pedrarias), persona de noble cuna y abolengo, casado con una dama de gran alcurnia e influyente en la Corte. Este recibió la gobernación de Castilla de Oro, nombre que se dio a la región que antes perteneció a Diego de Nicuesa, y pronto comenzaron las intrigas para quitar a Balboa del medio. Se señalaron al Rey la ilegalidad de haberse erigido caudillo, la culposa expulsión del gobernador legítimo, Diego de Nicuesa, las vejaciones cometidas con Fernández de Enciso, la explotación de sus propios compañeros, pues no concedía encomiendas de indios y hacía trabajar no sólo a los indígenas, sino también a los españoles que quedaban "hambrientos y en jarapas". Se le acusó de rebeldía, del envío de informes falsos al Consejo. Y cuando Balboa, apercibiéndose de la trama que le estaban urdiendo, se presentó ante Pedrarias, le instalaron un "juicio de residencia", utilizando en su contra toda la jauría de oficiales reales, testimonios de varios miembros de la alta capa social que acompañaba a Pedrarias y, ante todo, las deposiciones del propio gobernador, interesado en el dominio de todo el Estrecho, cuya importancia no desconocía. Y cuando Balboa, el desdichado descubridor del Pacífico, persistiendo en su propósito de explorar las costas del océano envió a Cuba por nuevos colonos, Pedrarias lo encarceló por rebelde y lo hizo encerrar en una jaula de madera, para escarmiento, como hombre de baja estirpe. Libre de nuevo, Balboa se trasladó a Acla y prosiguió aceleradamente los preparativos para explorar las tierras de su gobernación en el litoral del Pacífico. Pero las intrigas en la Corte de España no cesaron. Lo acusaron de rebeldía contra las autoridades locales, de traidor al Rey y amotinador del pueblo. Se le instauró un juicio cuyos pormenores no se han conservado en la documentación y se le condenó a muerte y a la pérdida de sus bienes a favor del fisco. La apelación presentada por el reo el 12 de septiembre de 1519, fue denegada y unos días más tarde, probablemente el día 22 del mismo mes, se ejecutó la sentencia. Sus bienes fueron confiscados y entregados a Gonzalo Fernández de Oviedo, futuro cronista, quien desempeñaba el oficio de tesorero. Pedrarias había logrado su objetivo. Trasladó la sede del gobierno a Panamá, ciudad fundada por él, y la costa del Caribe se convirtió,

una vez más, en "tierra de nadie", proveedora de esclavos y de oro que se arrebataba a los indios, situación que perduró varios años. Fue Panamá, sede definitiva de Pedrarias Dávila, la que poco después, al descubrirse el Perú, se convirtió en importante puerto comercial y, en 1538, sede de una Real Audiencia que tuvo pocos años de duración. La gobernación de Santa Marta

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urante el tercer decenio del siglo XVI cambió significativamente la política colonizadora de España. Las Antillas ya habían sido exploradas, una Real Audiencia-institución político-administrativa a cuyo cargo estaba la solución in situ de los problemas que se presentaban- estaba instalada en Santo Domingo, y el interés por Panamá y por su papel como punto de apoyo para el comercio con el Lejano Oriente, había menguado después que Magallanes con su viaje (1519-1522), demostró la insospechada lejanía de aquellas tierras. Por otra parte, en el lapso de los treinta años que ya cumplía la dominación española en América habían sido descubiertos, en forma anárquica y precipitada miles de kilómetros del litoral, y los deltas de las grandes arterias fluviales: Amazonas y La Plata, en el oriente, Orinoco, Magdalena y Darién, en la parte septentrional, todos ellos ya conocidos y parcialmente i explotados, evidenciaban la existencia en su interior de una extensa "tierra adentro", donde forzosamente aquellos ríos debían recoger su caudal. El rico botín que produjo México, primer país americano penetrado en profundidad -hasta entonces la conquista se había limitado a los litorales- fue un poderoso acicate para intentar la exploración de esas misteriosas "tierras adentro". Para dirigir y controlar el naciente imperio colonial, se había erigido en España el Consejo de Indias, supremo órgano estatal en asuntos americanos. Componían el Consejo un presidente y consejeros nombrados por el Rey, dedicados exclusivamente a la solución de los problemas que surgían en la integración del continente americano al imperio español. La tarea inmediata del Consejo fue favorecer la apertura del continente a la colonización que hasta ese momento había sido fundamentalmente costera. El viejo y enriquecido conquistador, el ya nombrado Rodrigo de Bastidas, capituló en

La conquista del territorio y el poblamiento

1524, con la Corona, la gobernación de Santa Marta. Se le otorgó el gobierno del trecho de la costa que corre desde el Cabo de la Vela, hasta la desembocadura del río Magdalena, con la correspondiente "tierra adentro"; y un año más tarde, Gonzalo Fernández de Oviedo recibió el gobierno sobre el trecho que va desde la desembocadura del Magdalena hasta Urabá y su correspondiente "tierra adentro", bajo el nombre de gobernación de Cartagena. La esencia de estas capitulaciones, por cuenta y riesgo de los capitulantes y sin obligaciones por parte de la Corona, fue la fundación de uno o varios pueblos, la traída de familias de colonos, de semillas de granos para la siembra, de ganado vacuno, caballar y ovino para la procreación, como también de esclavos negros -la tercera parte mujeres-, para aumentar la mano de obra disponible. Al gobernador se le ofrecían títulos honoríficos, sueldos y participación en los rendimientos económicos de la gobernación, sin obligación alguna por parte de la Corona y perteneciendo a ésta, por el contrario, las ventajas estipuladas en las capitulaciones. Rodrigo de Bastidas llegó a la gobernación en 1526 y fundó a Santa Marta como capital y principal puerto. Era ya un anciano sin ambiciones de conquistador sino de un colonizador quien, como lo fueron Roldán y Balboa, quería echar raíces en esa tierra. Distinta era, sin embargo, la intención de la hueste conquistadora que lo acompañaba, compuesta en gran parte por hombres que quedaron "desocupados" luego de la conquista de México. Estos buscaban un rápido enriquecimiento mediante el despojo de los indios, de su bienes o su venta como esclavos. La política de Bastidas que trataba de frenar tales ambiciones fue bien pronto rechazada y Bastidas tuvo que afrontar la tercera de la larga serie de "revoluciones" ocurridas en América durante el siglo XVI. Al grito de "Viva el Emperador y la libertad; que no hemos de morir aquí como esclavos en poder de ese mal viejo", Bastidas fue atacado de noche en su bohío, herido gravemente y expulsado de su gobernación. Murió en Cuba, como consecuencia de las heridas recibidas. El capitán del navio en que viajó fue acusado de haberse desviado de la ruta directa a Santo Domingo, sede de la Real Audiencia, para evitar que el odiado gobernador se quejase ante la alta institución gubernamental y volvieron a la gobernación. Sea como fue», lo cierto es que la

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muerte de Bastidas, entregó la provincia de Santa Marta a la desenfrenada conquista. Muerto aquél, el "común" eligió para gobernar a Santa Marta a Rodrigo Alvarez Palomino, conquistador curtido en las guerras de México, gobierno que fue luego compartido con Pedro de Vadillo, enviado por la Audiencia de Santo Domingo, al saberse la muerte del viejo gobernador. El mediador entre los dos caudillos fue Pedro de Heredia quien llegó con Vadillo y fue más tarde (1532), gobernador de Cartagena. Zanjadas las diferencias, ambos caudillos dieron vía libre a sus ejércitos para proseguir la "conquista", recoger oro y enviar esclavos. Para tener una idea del carácter del elemento humano que se apoderó de la región y que produjo su "destrucción", basta citar la carta de la Real Audiencia de Santo Domingo, fechada el 9 de julio de 1530, cuando, para justificar ante el Consejo de Indias el envío de Vadillo a Santa Marta, escribía: "La gente que se hizo para remedio de aquellas provincias fue de personas inútiles para esta isla y de la gente de guerra que aquí quedó, y los no necesarios y por los escándalos y alborotos que cada día hacían..., que es enemiga de cualquier población." Poco después arribó al puerto para tomar agua el navio capitaneado por Fernando Pizarra, con el primer oro recogido por su hermano Francisco, en el Perú. Iba a España para dar en la Corte las noticias del fabuloso país que fue descubierto. No tardó Palomino en organizar una salida hacia aquel fantástico país, "de donde vinieron -según declaraba- dos ovejas (llamas), que habían pasado por allí, que venían del Perú". Siendo desconocida por entonces la extensión del continente Suramericano, Palomino creía poder alcanzar fácilmente el Perú, dirigiéndose por tierra hacia el sur. Pero la suerte le fue adversa pues pocos días después de haber salido de Santa Marta, murió ahogado en el río que todavía lleva su nombre. Muerto su compañero, le correspondió a Vadillo ejercer el gobierno, limitándose prácticamente, al envío de esclavos indios para la venta en Santo Domingo. La población indígena, después de una vana resistencia, huía a las montañas de la Sierra Nevada abandonando sus labranzas y destruyéndolas para que no cayeran en manos españolas, con lo cual el hambre diezmaba al ejército invasor.

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El Consejo de Indias en España, alarmado por los sucesos de Santa Marta, resolvió nombrar para aquella tierra a un gobernador de estamento civil: ni "conquistador" ni "neoamericano". Fue ya la época en la cual las autoridades españolas trataron de combatir la arrogancia de los "americanos" que orgullosos de haber conquistado un imperio para España, desafiaban cualesquiera leyes que trataban de limitar su libre acción. En México fue destituido por aquel entonces el "conquistador" Hernán Cortés, entregando el gobierno a una nueva Real Audiencia; en Venezuela, el "americano" Juan de Ampiés, que ocupaba la región de Coro, fue removido y el territorio entregado a Ambrosio de Alfínger en nombre de una compañía comercial alemana, Bartolomé Welser y Compañía; y para Santa Marta fue nombrado García de Lerma, de profesión banquero, quien ya desde 1514 tenía negocios en Santo Domingo. Sin embargo, en la historia de un pueblo poco influye el reemplazo de personalidades mientras queden incólumes las condiciones políticas y económicas creadas. Y así, García de Lerma, poco pudo hacer para frenar la ambición de los "conquistadores" de que se componía la hueste que lo acompañaba. Ya después de su primera y luctuosa experiencia personal cuando tomó parte en una salida contra los indios rebeldes de su gobernación, dejó de acompañar las tropas, contentándose con la parte del botín que le correspondía como gobernador y dejando las acciones bélicas en manos de los capitanes. Por otra parte, los indios, incapaces de contener la invasión de sus tierras, continuaron la política de "tierra arrasada", esperando, y no en vano, que la escasez de alimentos junto a la adversidad del clima tropical, las enfermedades y la muerte, ahuyentaran a los invasores. La política adoptada por Lerma produjo expediciones anárquicas al mando de varios capitanes en busca de oro y comida. Pero también tuvo como consecuencia el mejor conocimiento del territorio. El sobrino del gobernador, Pedro de Lerma, encontró un largo pero cómodo camino al río Magdalena, cuyo acceso por la desembocadura parecía imposible debido a la fuerte corriente. Circunvalando la Sierra Nevada topó con el nacimiento del río Cesar. Bajó por el Valle de Upar (Valledupar) y siguiéndolo descubrió su desembocadura en el Magdalena, en un punto distante casi 50 leguas del mar. Casi simultáneamente, dos intrépidos navegantes, el

portugués Jerónimo Melo y el español Rodrigo Llano, lograron encontrar en el amplio estuario del Magdalena, otra vía de acceso con navios Un cacique del territorio descubierto por los dos navegantes se embarcó con ellos a Santa Marta para visitar al gobernador, comunicando a éste los detalles y la facilidad con que el río se navegaba cien leguas más arriba. De esta manera fue descubierta la vía de penetración a las tierras del interior tanto con navios como por tierra; descubrimientos trascendentales en la historia de las tierras actualmente colombianas que llevaron a la conquista de la meseta chibcha, región central de la actual Colombia. Estas vías de acceso perduraron durante toda la época colonial e incluso republicana y sólo recientemente fueron adicionadas por carreteras, ferrocarriles y aviones. La noticia del descubrimiento de las entradas al interior de la gobernación de Santa Marta fue recibida con satisfacción por el Consejo de Indias. Correspondía a la política estatal de entonces penetrar en el interior del continente no limitándose a "arañar" las playas. El enviado a reclutar en España nuevos pobladores recibió un decisivo apoyo oficial. A los descubridores del acceso al Magdalena, les fueron otorgadas señaladas mercedes. Para favorecer la pronta exploración del río, se adjudicaron a la gobernación de Santa Marta las islas situadas en el Magdalena, pese a la oposición de Pedro de Heredia quien ya entonces gobernaba las tierras del otro lado del río. Con todo, el papel histórico que habría de tener la utilización del Magdalena como vía de penetración al interior, no fue reservado a García de Lerma, banquero, amante de comodidades y de provechos inmediatos proporcionados por sus capitanes con la participación en el botín. García de Lerma hizo algunos intentos para que sus capitanes aprovechasen el importante descubrimiento y reconocieran el curso bajo del río. Pero éstos se contentaban con las escaramuzas con indios de las tribus inmediatas y con el reparto de un botín, cuya magnitud era cada vez menor, ya por la merma de la población indígena, ya porque los "conquistadores" no aspiraban a grandes empresas. Lerma murió a fines de 1534 sin efectuar gestión alguna para llevar a cabo la expedición. Desde Santo Domingo fue enviado como gobernador interino el doctor Infante, hombre de constitución débil y siempre enfermo, quien

La conquista del territorio y el poblamiento

dejó el campo libre a los conquistadores. En su época, la empresa conquistadora se asemejaba a las tradicionales "aceifas" practicadas por los moros en la Península Ibérica, cuando de manera anárquica invadían las tierras del norte, ocupadas por los cristianos, retirándose luego con el botín y destruyendo a su paso las labranzas e incendiando las casas del enemigo. Tal política produjo en Santa Marta una espantosa carestía de los alimentos, a más de la hostilidad general de la población indígena hacia los invasores, lo cual llegó a tal punto que el simple tránsito por el territorio de la gobernación resultaba peligroso para el mermado ejército español. Quien podía, abandonaba a Santa Marta, echándose incluso a nado para alcanzar a los navios que pasaban de largo, sin hacer escala en el empobrecido puerto. La decadencia de Santa Marta era completa. Ante tal situación, el doctor Infante abandonó la gobernación, sin esperar siquiera la licencia de la Real Audiencia para hacerlo, ni el reemplazo que ya venía de España. La gobernación de Cartagena

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a se mencionó cómo, al fracasar la expedición de Alonso de Ojeda, el litoral meridional del Caribe se convirtió en una "tierra de nadie", proveedora de esclavos para las islas "útiles". En 1514, cuando Pedrarias Dávila navegaba por la costa hacia su gobernación de Castilla de Oro, la flota se detuvo algunos días en el puerto de Calamar (Cartagena), a fin de capturar indios como esclavos. Siguió luego a Urabá, ávido de aprovechar el descubrimiento hecho por Balboa. A mediados del tercer decenio del siglo XVI, cuando España varió radicalmente su política y resolvió reconocer y colonizar las tierras del interior y no simplemente los litorales, el trecho entre las desembocaduras de los ríos Magdalena y Darién (Urabá) le fue entregado en gobernación (18 de marzo de 1525), al ya nombrado Gonzalo Fernández de Oviedo. Pero Oviedo no hizo diligencia alguna para tomar posesión de la tierra y los vecinos de Santa Marta acostumbraron a cruzar el Magdalena en busca de esclavos y provisiones. El ya mencionado Pedro de Heredia, teniente de Vadillo, supo aprovechar bien su permanencia en Santa Marta. Mediante el negocio de "rescate" con los indios, reunió 4.000 pesos de oro. Con ellos se trasladó a España y a prin-

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cipios de 1532 logró si no el nombramiento de gobernador que tanto anhelaba, sí una licencia Real para conquistar el trecho costero entre el Magdalena y Urabá con la correspondiente "tierra adentro", pese a la oposición del cabildo y la vecindad de Santa Marta que ocupaba con su ganado la banda opuesta del río. Llegado a la tierra asignada, Heredia fundó en 1532 la ciudad y puerto de Cartagena. Hizo luego algunas salidas de reconocimiento, encontrando una general hostilidad de la población indígena que desbarataba fácilmente. La principal actividad de Heredia se concentró sobre la exploración del Sinú, donde se hallaron tumbas indígenas, en las cuales, junto a los muertos, depositaban los indios el oro; tumbas fáciles de encontrar y saquear, pues estaban señaladas por montículos de tierra, como era su costumbre. Fue el oro de estas "ricas" tumbas la base del progreso económico de la provincia y permitió que Cartagena fuera desde el principio una ciudad floreciente. Su puerto, al contrario de lo que sucedió con el de Santa Marta, lo visitaban frecuentemente comerciantes y navios. El número de sus habitantes creció permanentemente, a tal punto que ya a principios de 1535 Cartagena contaba con 800 vecinos, "hombres de guerra", provenientes de Santo Domingo o directamente de España. Pero, como también sucedió en otros casos, ni la conquista ni el hallazgo de las tumbas favoreció de modo igual a toda la población. Heredia exigió licencias para vaciar las tumbas -con el pretexto de evitar fraudes de los derechos de la Corona- y él mismo, lejos de contentarse con el salario de gobernador, se dedicó a explotarlas mediante cuadrillas de esclavos negros importados, al tiempo que entrababa la concesión de licencias a otros Españoles. Esta medida provocó la rebelión de algunos inmigrados y hasta un ataque del cual Heredia escapó con algunas heridas. Salvo la magnitud del suceso, se trataba de una nueva "revolución" en las tierras actualmente colombianas contra la autoridad legal establecida. Muy pronto la afluencia de inmigrantes tras el señuelo del oro, provocó una superpoblación de Cartagena con gentes sin medios de subsistencia, lo que por otra parte, favoreció indirectamente el descubrimiento de nuevas tierras del interior. Durante su gobierno se produjo la repoblación del antiguo sitio de San Sebastián de Urabá, pese a la oposición de Castilla de Oro,

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gobernada entonces por Francisco de Barrionuevo. Se desató una verdadera guerra entre las dos gobernaciones con muertos y prisioneros; suceso que ocasionó la intervención de la Real Audiencia y la ratificación del río Atrato como frontera entre ambas gobernaciones . Tampoco Heredia pudo sustraerse del señuelo del Perú cuando se tuvo noticia del descubrimiento por parte de los samarios de un acceso al río Magdalena. Organizó algunas expediciones hacia el interior de su gobernación sin que se lograra encontrar un acceso al río, por la maraña que forma su amplio estuario antes de verter sus aguas al mar. Unos subieron por el río San Jorge, creyéndolo el Magdalena; otros exploraron la desembocadura del Cauca, regresando luego a la costa. No faltaron quejas contra Pedro de Heredia. La abundancia de oro produjo una inflación y la vertiginosa subida de los precios de caballos, armas y productos importados. Las licencias exigidas para vaciar las sepulturas y su frecuente negativa fueron piedras de escándalo. El trabajo indígena forzado mermó sensiblemente a esta población. Graves acusaciones se elevaron contra Heredia al Consejo de Indias, ante todo por su codicia lo cual ocasionó el envío como juez de residencia al licenciado Dorantes, quien se ahogó en la travesía. En vista de ello, a comienzos de 1536, la Audiencia de Santo Domingo mandó a Cartagena como reemplazo a uno de sus oidores, el licenciado Juan de Vadillo. Pedro de Heredia, temeroso del juicio y una posible condena, se embarcó clandestinamente a España llevando oculta una buena cantidad de oro, según se le acusó. Con todo, ya en España, logró una sentencia favorable. El 12 de junio de 1540, obtuvo el título de gobernador y regresó a su gobernación con un nutrido grupo de nuevos inmigrantes. Mientras tanto, el licenciado Juan de Vadi11o, a pesar de ser oidor, no pudo escapar a la atracción que ejercía la "tierradentro" de la gobernación. Concluida la residencia contra Heredia y tentado por las noticias fantásticas traídas del interior de la gobernación por el capitán Francisco César, Vadillo resolvió hacerse conquistador. En compañía de César y comandando un ejército de 200 hombres, algunos esclavos negros e indios cargueros, se dirigió por las montañas hacia el sur. Luego de un accidentado viaje por tierras de los actuales departamentos de Antioquia y Caldas (antiguo), Vadillo llegó

hasta Anserma y Cali, pertenecientes ya a otr gobernación. Allí dejó su ejército y prosiguió viaje al sur. En un puerto del Pacífico se embarcó rumbo a Panamá y Santo Domingo, para continuar en la Audiencia, de la cual era oidor A la búsqueda del Perú

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a se señaló el revuelo que produjo en España la noticia del descubrimiento del acceso al "Río Grande de la Magdalena", tanto por tierra como por mar. La fama del Perú crecía y tanto en Panamá como en Venezuela, e incluso en la Audiencia de Santo Domingo surgen ideas y hasta preparativos para descubrir por la vía terrestre el fabuloso país del Perú. Ante la fama que adquirió Perú y al conocerse en España la muerte de García de Lerma, se nombró para reemplazarlo no a un gobernador cualquiera sino al adelantado y gobernador de las Islas Canarias, Pedro Fernández de Lugo, viejo y experimentado soldado en la conquista de aquellas islas. Se le otorgaron, a más de las mercedes acostumbradas, señaladas ventajas y honores, elevados salarios, una crecida suma para los gastos y la participación en las ganancias que produjera la provincia. Le fue señalada la línea equinoccial como límite de su gobernación, como había sido el caso por entonces de otras gobernaciones del litoral atlántico. Las diligencias para la capitulación estuvieron a cargo de su hijo y heredero, Alonso Luis de Lugo, quien viajó a la Corte para adelantarlas. Se limitaron algunas de las exigencias hechas por Fernández de Lugo, pero con todo, las condiciones de la capitulación fueron excepcionalmente favorables y era fácil el reclutamiento de los futuros conquistadores. Entre ellos no faltaban miembros de la pequeña nobleza, algunos mercaderes acaudalados e incluso hombres de letras que fascinados con la posibilidad del enriquecimiento se alistaron en la empresa. Entre los últimos, se destacó luego el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, quien ya en España venía ejerciendo la abogacía ante la Real Audiencia de Granada y que por problemas en los cuales se vió envuelta su familia, prefirió emigrar, recibiendo luego el cargo de teniente de gobernador. Con casi un millar de hombres se embarco Alonso Luis de Lugo hacia las Canarias donde esperaba su padre. Completada la tripulación con los "isleños" v habiendo embarcado arma.

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y bastimento en cuantía superior a las necesida- cuales iría por tierra para alcanzar el río, miendes de la jornada, con la intención de expender- tras que el otro se embarcaría en bergantines los a los colonos, la flota se hizo a la mar a con el encargo de prestarse mutua ayuda en todo finales de 1535 con destino a Santa Marta. momento. Pero mientras que el banquero quiso Cuando a principios de enero del año si- reconocer el interior de su gobernación, acorraguiente desembarcaron en el puerto con caballos lando a los indios para aprovecharse de un botín, y armaduras, paños y terciopelos, encontraron Fernández de Lugo, militar y conquistador, un país desolado por hambre y enfermedades, quiso reconocer el interior del país. El grueso las chozas de bahareque derruidas, las calles del ejército, unos seiscientos hombres, acompaenhierbadas, el monte de la selva circunvecina ñados de indios cargueros y con los caballos invadiendo las afueras de lo que esperaban fuera necesarios, iría a pie por el camino explorado una gran ciudad. Hacía meses que no entraban anteriormente por Pedro de Lerma, para que, barcos en el puerto, pasándolo de largo, ni los circunvalando la Sierra Nevada, alcanzar la oriindios comarcanos traían los frutos de sus cose- lla del Magdalena en un lugar ya alejado de su chas para alimentar la hambrienta población. desembocadura, evitando así los manglares, La situación alimenticia se tornó tan angus- ciénagas y afluentes que dificultaban el tránsito tiosa que con la llegada del nuevo ejército resultó de hombres y bestias. El resto del ejército parinsostenible. Fueron atacadas por la parte occi- tiría simultáneamente en los bergantines, lledental de la gobernación las tribus vecinas de vando bastimento y los elementos necesarios Bonda, lo cual, sin embargo, no dio resultado, para una larga jornada. Las dos partes del ejérporque los desmanes de los conquistadores an- cito, debían reunirse en las orillas del Magdaleteriores impidieron que los indios aceptasen la na, sirviendo luego los bergantines para transpaz. Las escaramuzas, aunque victoriosas para portar los enfermos, auxiliar a los hombres que los invasores, se convertían en graves derrotas iban por tierra, en el cruce de los afluentes y pues no reportaban alimentos ni lograban la su- recoger los alimentos que se encontrasen en las misión de los indígenas. Estos, después de ofre- orillas. Quedarían en Santa Marta muy pocos cer alguna resistencia, huían invariablemente a soldados encargados de la protección del puelas montañas, destruyendo e incendiando todo blo, de los enfermos, de las mujeres y niños. lo que dejaban atrás, cuando no lo hacían los Para tal jornada nombró Lugo al licenciado propios capitanes de Lugo, para escarmiento. Gonzalo Jiménez de Quesada como teniente geAlonso Luis de Lugo, con un destacamento neral del ejército por tierra, y para el comando de los recién llegados, entre los cuales se con- de los bergantines al capitán Pedro de Urbina. taba Jiménez de Quesada, emprendió una expedición a la parte oriental de la gobernación, La La conquista de la meseta chibcha Ramada. Sostuvo algunos encuentros con los indios y recogió algún oro. Sin embargo, desia expedición al interior constituyó una verlusionado de lo que esperaba fuera un paraíso, dadera odisea. Es cierto que ni el ejército abandonó la empresa. Sin repartir el oro con de tierra ni los bergantines, sufrieron ataques sus compañeros, Lugo se embarcó para España de los indígenas, pues tal hecho no se señala abandonando a la suerte a su anciano padre; un en los documentos. En cambio, hay constancia hecho que éste denunció a España pidiendo para del hambre y las enfermedades sufridas en esa el hijo un castigo ejemplar. jornada. Un participante declaraba: "Que en el La situación en Santa Marta era desespera- dicho camino y descubrimiento, además de los da. No era posible sostener el numeroso ejército, dichos trabajos y peligros, se padeció por todos aunque ya algo mermado por el hambre, las en general tanta hambre, que se comieron los enfermedades, las luchas con los indígenas y el caballos que traían y hierbas ponzoñosas y lagarduro clima tropical. Esta circunstancia obligó tos y murciélagos y ratones y otras tantas cosas al anciano gobernador a organizar a la buena semejantes". Basta decir que sólo la tercera parte ventura la expedición a la desconocida "tierra- del ejército logró sobrevivir la jornada. Los numerosos pleitos ocasionados por esta dentro", a principios del mismo año; organización parecida a la que había planeado, sin lle- expedición y varios documentos más, ofrecen varla a cabo, García de Lerma cuando resolvió detalles sobre la organización de tales expediciodividir el ejército en dos grupos, uno de los nes. Cada participante iba "por su cuenta y mi-

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sión", es decir, a su propio riesgo, sin salario o garantía alguna salvo la esperanza de recibir la parte que le correspondía en el botín en el caso de que éste se lograra. El reparto del botín se regía por la costumbre o un convenio entre los participantes. La obediencia al caudillo era total y se castigaba severamente cualquier rebeldía. Muchos de los futuros colonos venían endeudados a veces ya desde España, con la esperanza de poder saldar las deudas con las hipotéticas ganancias que esperaban. Los más aventajados económicamente llevaban caballos, mantenimientos, armas o medicinas y se hacían pagar su valor del "montón" del botín en caso de pérdida o consumo, o las vendían a sus compañeros a precios que dictaba el momento. Que no todo era altruismo se desprende de las acusaciones hechas a Fernández Gallego, sucesor como veremos de Pedro de Urbina, en el comando de los bergantines, quien sin preocuparse de la precaria situación de la tropa aprovechó su viaje como comerciante, haciéndose pagar lo que llevaba a precios de usura. De ahí que, aunque la acción conquistadora como tal fue la obra común de los participantes, sujetos todos a los mismos peligros, no eran iguales las oportunidades de sobrevivir ni el lucro a que tenían derecho. La expedición al mando de Jiménez se inició el 5 de abril de 1536. Luego de circunvalar la Sierra Nevada y seguir el valle del río Cesar, el ejército llegó a Chiriguaná y después a Tamalameque, en la orilla del Magdalena, con la esperanza de que ya hubieran llegado los bergantines. Desconocían el percance sufrido por la flota capitaneada por Diego de Urbina, la cual no logró, debido a condiciones atmosféricas adversas, franquear la entrada del río, naufragando algunos navios y dispersándose el resto. A fines de julio, ya desesperados por la tardanza de los navios, el ejército prosiguió su marcha Magdalena arriba cruzando con gran dificultad las ciénagas, los manglares y las desembocaduras de los ríos. Cuando ya se habían alejado bastante del punto fijado para el encuentro, fueron alcanzados por los bergantines al mando de Fernández Gallego. Ciertamente, apenas conoció Fernández de Lugo la noticia del percance sufrido por la flota que comandaba Urbina, se apresuró a enviar otra, comandada por Fernández Gallego. Y así, unos por tierra y otros a bordo de los navios, por el mes de octubre del mismo año, alcanzó el ejército La

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Tora, lugar de la confluencia de varios ríos v un poco más arriba la desembocadura del Opón. En ese lugar, la corriente del río ya era tan recia que hacía imposible la subida de los bergantines Por otra parte y aún antes de llegar a La Tora, llamó la atención del ejército el hecho de que la sal que consumían los indígenas que habitaban en las orillas del río no era la sal en granos de procedencia marina que ellos bien conocían, sino una sal compacta, en bloques de procedencia minera. El indicio de la existencia de salinas y, por consiguiente de una región poblada, fue indudablemente una de las causas por las cuales la expedición reducida ya a dos centenares de hombres, varió su ruta dirigiéndose a la cordillera que se elevaba al oriente. Y, ciertamente, la vanguardia del ejército enviada por Jiménez para explorar el Opón, encontró varias chozas habitadas por indígenas. Un nuevo destacamento enviado posteriormente a la sierra, confirmó la existencia más adelante de una densa población. A fines de diciembre, el ejército se puso en marcha a la cordillera quedando en el puerto el capitán Gallego con sus bergantines por si fuera necesario el reembarque. Bien por la falta de noticias o por las enfermedades, o porque como lo sostuvo más tarde fue atacado por los indios al ver reducido el número de los invasores, Gallego resolvió regresar a Santa Marta, abandonando a su suerte ai ejército de tierra. Entretanto, éste seguía el avance, encontrando de trecho en trecho poblaciones indígenas bien abastecidas de vituallas, y a principios de marzo de 1537, pasando por Vélez y el valle de Moniquirá, el ejército alcanzó la meseta chibcha bien poblada, habiendo reunido en el camino una buena cantidad de oro y de esmeraldas y logrando a veces en un solo día un botín que sobrepasaba con creces lo conseguido durante los once meses que emplearon en la jornada por el río. Sin encontrar resistencia, el ejército llego a los "pueblos de la sal" (Nemocón, Tausa y Zipaquirá) y el 22 del mismo mes avistó el "Valle de los Alcázares", como llamaron los españoles a la propia sabana de Bogotá, por los bohíos cercados en que vivían los indios. El ejército arribó luego a Chía y el 5 de abril a Suba, población cercana a Bogotá, sede del zipa Tisquesusa ("Bogotá el viejo" se llama en la documentación). El zipa, con dádivas primero y luego mediante una ineficaz resistencia con

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indios equipados con primitivas armas de made- desca. Desilusionado, regresa a Bogotá en fera, pretendió defender su territorio. Huyó des- brero del año siguiente, trayendo consigo apenas pués a las montañas donde muy pronto encontró 4.000 pesos de oro. Sin embargo, al regreso la muerte en una refriega nocturna, llevándose encontró un nuevo camino a la meseta chibcha, a la tumba el secreto del lugar donde supuesta- bajando por el valle del río Magdalena hasta mente había escondido un tesoro. Guataquí y subiendo luego a Bogotá. Desde Bogotá, Jiménez dirigió su ejército Entre tanto su hermano, Hernán Pérez de al norte recogiendo entre los indios oro y esme- Quesada, alguacil mayor, no resistió la tentación raldas. Tan pronto tuvo noticias de que las esme- de "El Dorado"; leyenda cuyas fuentes históricas raldas provenían de las minas de Somondoco, son desconocidas, pero que tuvo una desastrosa envió a reconocerlas al capitán Pedro Hernández influencia en la conquista de toda la parte sepde Valenzuela, quien regresó con algún botín tentrional de Suramérica. El 12 de mayo, Hery con la noticia de haber visto a través de una nán Pérez regresó a Bogotá trayendo consigo brecha en la cordillera, extensos llanos hacia el 2.500 pesos de oro y la noticia de haber llegado oriente. Para reconocer esos llanos, despachó a un sitio distante sólo cuatro días de la "provinJiménez al capitán Juan Tafur, quien no logró cia de las amazonas", otro fabuloso país de leatravesar la cordillera. La visión de tan extensas gendaria riqueza. tierras llanas al oriente y el señuelo de un "DoConsiderando suficientemente esquilmada rado", en aquellas partes, prendieron la mente la región, en junio de 1538 procedieron a repartir de los conquistadores y su búsqueda habría de el botín. En el Archivo General de Indias en Sevilla se conserva el documento original que cobrar más adelante no pocas víctimas. tiene histórico, por constituir, junto con El 6 de agosto de aquel año, 1537, estando el del valor que hiciera Francisco Pizarro en acantonado el ejército en el valle que llamaron el Perúreparto -este último publicado sólo parcialmente-, de Murcia, recibió el caudillo noticias de la los dos únicos documentos originales conociexistencia de otro rico cacique que residía en dos hasta ahora tocantes al reparto de los botines el valle de Tunja, el zaque Quemuenchatocha. durante la conquista de América. Hacia allá se dirigen los conquistadores y el 20 del mismo mes obtienen un cuantioso botín, al despojar al zaque de 136.500 pesos de oro fino, El reparto del botín 14.000 de oro bajo y de 280 esmeraldas. Hasta n la "instrucción" dada por el gobernador ese entonces, habían entrado a la caja del "coPedro Fernández de Lugo a Jiménez de mún" solamente unos 8.000 pesos de oro de Quesada, su teniente general, habían sido fijatodos los quilates y un millar de esmeraldas. En das las reglas para el reparto del botín entre los este sitio recibió Jiménez noticia de la existencia hombres de a pie y de a caballo y los que venían de un gran sacerdote de los muiscas, Suagamo- en los bergantines. De acuerdo con esa instrucso. Hacia allá dirige su ejército y el 4 de septiem- ción, el botín reunido en "montón", una vez bre despoja al cacique de 40.000 pesos de oro deducidos los gastos que afectaban al común fino, 12.000 pesos de oro bajo y 118 esmeraldas. (vituallas, drogas, mercancías inutilizadas, caSegún las anotaciones que se hicieron en ballos muertos, etc., y la "joya": una pieza de el libro donde se registraban las entradas de oro mayor valor que correspondía al gobernador), y esmeraldas, parece que una parte del ejército se dividía en "partes" así: diez al gobernador; continuó explorando el Reino de Tunja, pues a Jiménez de Quesada, como teniente general, afluye oro de Sáchica y Sogamoso. Otra parte cinco y como capitán, cuatro; cuatro "partes" a volvió al "Valle de los Alcázares", pues el 12 cada uno de los ocho capitanes; tres "partes" al de octubre Jiménez depositó en la caja del "co- alférez; dos "partes" a cada uno de los jinetes, mún" una cantidad de oro procedente de esta dueños de los caballos; una y media "partes" a región. cada uno de los ballesteros y arcabuceros; y una A fines de 1537 se reciben noticias de la "parte" a los rodeleros y demás soldados. No existencia de un "Valle de las Minas" (Neiva), hemos encontrado en las "Siete Partidas", dispohabitado por indios supuestamente muy ricos. siciones que debían regir en estos repartos. ProHacia esc valle se dirige el caudillo por el ca- bablemente pertenecían a la época de la Reconmino de la cordillera, con una parte de la solda- quista o fueron introducidos por los moros.

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La "instrucción" de Fernández de Lugo ordenaba informar a los indios que quienes se sometieran voluntariamente a los españoles, recibirían un buen trato; pero a quienes no lo hicieran se les haría la guerra como a enemigos, con todas sus consecuencias: serían declarados esclavos y sus bienes formarían parte del botín. A todos los indígenas se les exigió la entrega del oro para pagar los gastos en que incurrieron los conquistadores para llevar a cabo la expedición; cláusula que merece destacarse por insólita. Pues si bien existía un derecho consagrado de aprovecharse de los bienes del enemigo, no así de quienes se sometían voluntariamente, sin hacer la guerra. Se exigía pues de los indios pacíficos, su apoyo a la invasión. El 6 de junio de 1538 se procedió al reparto del botín. En un acto solemne son elegidos tres repartidores, representantes de cada uno de los tres grupos que componían el ejército: capitanes, jinetes y soldados a pie. Los oficiales reales presentaron el botín: el oro y las esmeraldas que habían sido guardados celosamente en una caja que por la noche se suspendía del techo del bohío donde reposaba el caudillo. A continuación se procedió a pesar, avaluar y contar el "montón" que ascendió a 191.274 pesos de buen oro u oro fino (mayor de 16 quilates), 37.288 pesos de oro bajo (de 9 a 15 quilates) y 18.288 pesos de oro de "chafalonía" (mezclado con otros metales), este último valorado en siete pesos por uno de buen oro. Asimismo resultaron 1.815 esmeraldas de toda suerte, para repartir. De este "montón" se entregó a los oficiales reales el "quinto" (20%) perteneciente a la Corona, a saber: 38.259 pesos de oro fino, 7.257 pesos de oro bajo, 3.690 pesos de chafalonía y 363 esmeraldas de diferentes tamaños. Se pagaron luego los gastos a cargo del "común" con el oro de chafalonía y el bajo: las "mejoras" a quienes más se distinguieron durante la expedición, el valor de los caballos muertos durante la jornada, el valor de las medicinas gastadas durante ella y el de las herramientas y objetos inutilizados en las acciones de provecho para el común. Pagados estos gastos a los respectivos dueños, quedaron luego para repartir 148.000 pesos de oro fino, 16.964 pesos de oro bajo y 1.455 esmeraldas. Se suman luego las "partes" señaladas en la instrucción de Fernández de Lugo, más algunas no previstas por el gobernador, como para macheteros, trompetero, etc. Resultaron 290

"partes". El botín se divide por este número resultando cada parte de 510 pesos de oro fino' 57 pesos de oro bajo y 5 piedras esmeraldas dé distinta calidad y procurando que cada grupo fuera de igual valor. Luego, a cada participante se entregaron las partes a que tenía derecho, dando un fiador -generalmente un compañero-para que respondiera ante la justicia en caso de que se presentaren reclamos por parte de quienes habían quedado en las riberas del Magdalena. En la lista de los presentes figuran 179 participantes (y no 160 o 166 como declaran los cronistas y aparece en ciertos documentos), incluyendo un soldado que murió después de llegar al altiplano. Es interesante insistir sobre el carácter comunitario de estas expediciones conquistadoras y en el hecho de que se trataba de una acción conjunta de todos los participantes. Si bien el riesgo era para todos igual, no era igual la participación en el botín. Así, los 15 más aventajados -el gobernador y los capitanes-, que en conjunto constituían sólo el 5,2% del total de los participantes, recibieron 70 partes, es decir, el 25% del botín, correspondiendo a cada uno 1,66% del "montón". Los 43 jinetes y caporales y los 2 religiosos, que juntos representaban el 24% de los participantes, recibieron 86 partes, es decir, 30% del botín, correspondiendo a cada uno 0.7% del "montón". Mientras el resto, ballesteros, arcabuceros, rodeleros y demás soldados, que sumaban 121 personas y constituían el 70% de la hueste, recibieron el 40% del botín, es decir, cada uno recibió por dos años y dos meses que duraba ya la expedición conquistadora, un 0,37% del botín. Por supuesto el fraude era una cosa ya entonces bien establecida, puesto que antes del reparto, se procedió a una "cata" en busca de oro y esmeraldas escondidas en los bohíos, que no dio resultados positivos. La fundación de Bogotá

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juzgar por la documentación conservada, una vez repartido el botín, Jiménez decidió marchar a España para informar sobre el señalado descubrimiento. Al igual de muchas ciudades americanas, se desconoce el acta de fundación, de Santa Fe de Bogotá, si bien se considera el 6 de agosto de 1538, como la fecha de fundación es decir, unas semanas después del reparto del botín. En la documentación sólo consta la

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fundación durante ese mismo año de la ciudad de Vélez, pues el 13 de agosto estuvo en ella Jiménez de Quesada, quien recibió junto con el capitán Juan de San Martín, de manos del cabildo de aquella ciudad un poder para representarla ante la Corte de España en la búsqueda de mercedes para sus pobladores. La existencia del cabildo indica la fundación en regla de una ciudad. Sabemos que en esa ocasión Jiménez no prosiguió su viaje a España, pues por el mes de noviembre actúa una vez más en Bogotá. Mientras proseguía la conquista de la altiplanicie chibcha, los muiscas rebeldes, muerto su zipa Tisquesusa, eligieron como nuevo cacique a un indio aguerrido, Sajipa (o Saxajipa), para proseguir la guerra contra los invasores. Bien pronto, dándose cuenta de la inutilidad de su resistencia, el cacique se entregó a los enemigos. Fue recibido con toda deferencia por Jiménez quien para demostrarle su amistad lo acompañó con algunos soldados en la guerra contra sus enemigos, los panches. De regreso a Bogotá, Jiménez trató de averiguar el sitio que, como suponía debiera conocer Sajipa, donde "Bogotá el Viejo" había escondido el tesoro. Al negar el cacique conocer la existencia de tal tesoro, fue sometido a tormento que resultó infructuoso, por lo cual fue puesto preso. A comienzos de 1539 un incendio destruyó el pueblo donde hasta entonces habitaban los cristianos entre los indios. Una nueva ciudad fue erigida en el sitio Teusacá (Teusaquillo), con el nombre de Santa Fe, que es el lugar donde ocupa actualmente la capital de la República (1). El incendio del antiguo pueblo se atribuyó a las instigaciones del cacique Sajipa, pese a su insistente negativa. Fue sometido a un nuevo y recio tormento a consecuencia del cual murió al mes siguiente. Pocos días después de aquel luctuoso suceso, Jiménez recibió noticias sorprendentes: desde el suroeste se aproximaba un ejército de españoles al mando de Sebastián de Belalcázar y en las montañas del oriente apareció otro ejército al mando de Nicolás de Federmán. Ciertamente, al tiempo del nombramiento de García de Lerma para la gobernación de Santa Marta, se nombró como hemos dicho, para la vecina gobernación de Venezuela a Ambrosio de Alfínger. Muerto Alfínger por los indios de Chinácota, fue nombrado sucesor otro alemán, Jorge de Espira, y en calidad de teniente, aquel Nicolás de Federmán quien ya en 1530-31, ha-

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bía recorrido una parte de Venezuela. Pronto abandonó Espira su gobernación y emprendió una expedición hacia el sur en busca de "El Dorado"; expedición que terminó en un rotundo fracaso. Espira murió en 1538, cuando preparaba una nueva expedición. Su teniente Nicolás de Federmán quien tenía la orden de seguirlo, después de explorar la Guajira y fundar la actual Riohacha, siguió tras los pasos de Espira, pero luego, desviando su ruta hacia la cordillera, la atravesó, llegando a Pasca por el mes de marzo de 1539, cuando la tierra ya estaba ocupada por la hueste de Jiménez. Algunos años antes de esa fecha, Sebastián de Belalcázar, viejo conquistador y fundador de Quito, bajo las órdenes de Francisco Pizarra, gobernador del Perú, había resuelto explorar las tierras que se extendían al norte de Quito con el fin de independizarse de su superior. Ya en 1535, comenzó Belalcázar la exploración de aquellas tierras mediante el envío de capitanes que alcanzaron el actual Quindío. A esas exploraciones se debe la fundación de Pasto, Popayán, Cali, Anserma y Cartago. A mediados de 1538, estando en Quito, Belalcázar tuvo noticias, proporcionadas por un indio, sobre la existencia de un "Dorado", al oriente de la gobernación. Fue uno de tantos "Dorados" cuya existencia aceptaba la mente exaltada de aquellos españoles, tratándose de informes a veces malévolos y a veces mal entendidos, que los indígenas suministraban con prolijidad, muchas veces sólo para alejar a los españoles de sus tierras. Pese a la oposición del cabildo de Quito, Belalcázar se puso en marcha con indios y soldados. Sin hallar el pretendido "Dorado" ni lograr atravesar el nudo andino, su ejército llegó al Valle de las Papas, lugar de nacimiento de los ríos Cauca y Magdalena que en el dicho lugar están separados sólo por un corto trecho de terreno cenagoso. Belalcázar se dirigió hacia el valle del Magdalena creyendo que se trataba del nacimiento del Darién (Atrato) y alcanzó la región de Neiva donde encontró huellas de la pasada expedición de Jiménez de Quesada. Continuó su marcha bajando por el valle del Magdalena. Allí fue alcanzado por Hernán Pérez de Quesada, enviado por su hermano, el licenciado, para averiguar la procedencia del nuevo ejército. Hernán Pérez indujo a Belalcázar a desviar su ruta hacia Bogotá, donde los españoles se

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encontraban ya prácticamente desarmados bia, que sólo poco a poco se iban aclarando, no frente a una numerosa y cada vez más hostil lograron ofrecer una base segura para determinar población indígena. Pero deseoso de afianzar a qué gobernación debía pertenecer la tierra dessus derechos sobre el territorio recorrido, Belal- cubierta y conquistada por Jiménez de Quesada. cázar envió a uno de sus capitanes, Pedro de Prevaleció el hecho cumplido: lo descubierto Añasco, a fundar en el curso alto del Magdalena por Jiménez siguió formando parte de la goberla ciudad de Guacacallo (actual Timaná) (2); ya nación de Santa Marta, mientras que sólo uno anteriormente su capitán, Pedro de Puelles, ha- de los tres conquistadores, Belalcázar, obtuvo bía fundado la ciudad de Pasto (3). Luego se diri- compensación al ser nombrado gobernador de gió Belalcázar a Tibacuy, lugar desde el cual ante lo que había recorrido desde Pasto, incluyendo la insistencia de los enviados de Jiménez, se Urabá como salida al Atlántico aunque él no dirigió a Bogotá. había pisado aquel territorio. Eligió como capital la ciudad de Popayán como centro de su No faltaron discusiones entre los tres conquistadores sobre los derechos que correspon- estirada gobernación. dían a cada uno como descubridor. Pero la hábil Federmán, acusado por sus patronos, los diplomacia de Jiménez logró convencer a los Welser, de deslealtad, murió en 1542 en España, dos de la conveniencia de viajar a España y siendo archivado el pleito que instauró contra dejar en manos del Consejo de Indias la decisión sus patronos de Ausburgo. Jiménez de Quesada, final, Jiménez logró asimismo, que Federmán luego de inútiles gestiones para obtener la goberdejara su hueste en el Nuevo Reino y Belalcázar nación de Santa Marta que por herencia perteneuna parte de la suya, lo cual contribuyó mucho cía a Alonso Luis de Lugo, por haber muerto a la seguridad de la región y al asentamiento en Santa Marta su padre Pedro Hernández de definitivo de los conquistadores en la tierra que Lugo ya a fines de 1536, fue acusado por el habían descubierto, que el caudillo llamó Nuevo fiscal de encubrir una gran cantidad de oro Reino de Granada, por haber sido vecino de esa (150.000 pesos) que trajo a España clandestinaciudad en España como afirman algunos, o por mente para evadir los impuestos correspondienhaber nacido en ella según otros. Asimismo, tes. Ante la orden de prisión, decidió ausentarse distribuyó los indios en encomiendas, adjudi- de España y viajó a Francia e Italia. El obispo cándolas a los principales conquistadores, sus de Panamá, fray Tomás de Berlanga, y el de compañeros. San Juan, Pascual de Andagoya, desistieron del Embarcados en Guataquí a principios de pleito. junio de 1539, los tres caudillos acompañados de algunos conquistadores, llegaron a Cartagena La anarquía a mediados del mismo mes. Allí iniciaron un pleito ante el licenciado Juan de Santa Cruz l ausentarse de Santa Fe, Jiménez había quien estaba en aquel puerto tomando residencia nombrado a Hernán Pérez de Quesada, su a Pedro de Heredia, ausente en España. hermano, como su lugarteniente, nombramiento Ese pleito continuó en España ante el Con- que fue revalidado por el cabildo de la ciudad. sejo de Indias. Fue largo y engorroso debido a Con el fin de congraciarse con los conquistadoque se trataba de un territorio cuya verídica res procedentes de las huestes de Federmán y situación geográfica era desconocida y se pres- Belalcázar, Pérez de Quesada comenzó a adjutaba a interpretaciones. A los tres aspirantes se dicarles encomiendas de indios, en detrimento sumaron Pedro de Heredia, insistiendo que el de los derechos de los antiguos conquistadores, Nuevo Reino caía dentro de su gobernación de lo cual no contribuyó a la tranquilidad social. Cartagena, el obispo fray Tomás de Berlanga, La llegada al Nuevo Reino de Jerónimo Lebrón, que consideraba que el territorio debía adjudi- juez de residencia enviado por la Real Audiencia carse a la gobernación de Panamá, e incluso de Santo Domingo cuando se supo la muerte de Pascual de Andagoya, nombrado por entonces Pedro Fernández de Lugo, generó nuevos congobernador de San Juan (Chocó), aspiraba poder flictos. Aceptado por una parte de la población lograr la inclusión del Nuevo Reino en su gober- y rechazado por otra, Lebrón fue obligado por nación. Informes de testigos, interesantes por Hernán Pérez a regresar a Santa Marta donde los conceptos embrollados y contradictorios que instauró un juicio contra éste y su ausente herexpresan sobre la geografía de la actual Colom- mano, con muchos testimonios adversos a la

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fama de ambos. Sin embargo, Hernán Pérez, más conquistador que colonizador, atraído por el antiguo señuelo de "El Dorado", abandonó pronto Santa Fe con un grupo de conquistadores y varios millares de indios cargueros, dejando como su teniente a Gonzalo Suárez Rendón. Se trasladó a Tunja y pese a la oposición del cabildo a tal expedición, por ser una institución más inclinada a la colonización que a la desenfrenada conquista, enganchó otros vecinos e indios para la jornada. Luego se dirigió y atravesó la Cordillera Oriental y siguiendo con ingentes penalidades las vertientes orientales de la cordillera hacia el sur, alcanzó Mocoa, ascendió la cordillera y llegó a Pasto con su ejército deshecho. Desde allí regresó a Santa Fe donde encontró como nuevo gobernador a Alonso Luis de Lugo. Ciertamente, al no aceptar Carlos v el traspaso de la gobernación de Santa Marta a Jiménez de Quesada, el heredero de Fernández de Lugo, Alonso Luis de Lugo, se embarcó a fines del año 1542 para hacerse cargo de la gobernación. Allí se apoderó violentamente, pese a las protestas de los oficiales reales, de la doceava parte de las perlas depositadas en la Real Caja de Riohacha. Alegaba que pertenecían a él, según la capitulación concedida por la Corona a su padre. Una vez en Santa Fe declaró inválidas las encomiendas otorgadas por los hermanos Quesada y sus tenientes, entregándolas a sus "paniaguados" y adjudicándose a sí mismo un buen número de las más productivas, contra la general oposición de los demás conquistadores. Instauró luego un pleito contra Hernán Pérez y contra otro hermano del licenciado que había llegado del Perú, Francisco Jiménez de Quesada, embargándoles sus bienes y enviándolos presos a Cartagena junto con el teniente Gonzalo Suárez Rendón, para que se presentasen con las actas de sus procesos ante el Consejo de Indias. Estando a bordo del barco que iba a llevarlos a España, los dos hermanos del licenciado murieron fulminados por un rayo. Algunos meses después, ante la creciente y peligrosa enemistad de los vecinos, el propio gobernador se embarcó hacia España, haciéndose pagar antes por la fuerza sus salarios y derechos. El Nuevo Reino quedó acéfalo. No menor anarquía se produjo en la parte occidental de la actual Colombia. El descubrimiento del Perú no fue tan sólo un acicate para que desde Venezuela, Santa Marta y Cartagena se intentara penetrar la "tierradentro". Aún antes

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de los Pizarro, en 1522, el ya nombrado Pascual de Andagoya, quien era entonces regidor de Panamá, había explorado un buen trecho de la costa del Pacífico hacia el mediodía y estando en España a tiempo de la llegada de los tres conquistadores, Jiménez, Belalcázar y Federmán, capituló con la Corona la gobernación de aquella costa desde Panamá hasta Catamez, que fue el trecho vacante desde la muerte de Gaspar de Espinoza, quien lo había capitulado con la Corona, en 1536, sin tomar la posesión de lo capitulado. Catamez era el límite septentrional de la gobernación de Pizarro. Al llegar a Panamá provisto del título de gobernador, Andagoya se embarcó con su ejército en el Pacífico dirigiéndose al sur. Al llegar a la desembocadura del río San Juan, exploró la bahía de Buenaventura y fundó el puerto que lleva este nombre. Luego, desviándose de su ruta al sur, se internó en las montañas y llegó a Cali donde encontró una situación inesperada. Ciertamente, Francisco Pizarro, olfateando desde el Perú las intenciones de Belalcázar de apoderarse de la parte norte de lo que él consideraba incluido en su gobernación (dentro de las 200 leguas de la costa del Pacífico con su correspondiente "tierradentro" que le fueron concedidas en la capitulación), se apresuró a enviar como teniente general al capitán Lorenzo de Aldana. Llegado a Tumbez, Aldana impidió que la vecindad enviase los refuerzos pedidos por Belalcázar. Luego se trasladó a Quito donde logró afirmar ante el cabildo los derechos de Pizarro. Se dirigió seguidamente al norte donde deshizo la ciudad de Pasto, ya fundada por los hombres de Belalcázar, y la trasladó en nombre de Pizarro al sitio que ocupa actualmente. Prosiguió su viaje a Popayán y más tarde a Cali donde fue recibido por los cabildos que ignoraban la suerte de Belalcázar. Aldana trató de considerar los derechos de Pizarro, otorgando en nombre de éste encomiendas de indios. Con el mismo fin envió al norte un destacamento al mando de Jorge Robledo, como su teniente; destacamento que llegó a los sitios ya visitados por Belalcázar y sus tenientes en sus anteriores correrías desde Quito. El joven y ambicioso teniente llegó a Anserma cuyo nombre cambió por Santa Ana de los Caballeros. Estaba allí a cargo del gobierno cuando recibió noticias de un ejército que se acercaba desde el norte. Eran las tropas enviadas desde Cartagena por el ya nombrado juez de

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residencia, Juan de Santa Cruz, en pos de Vadi11o, para obligarlo a rendir la residencia, pues ignoraba que éste se había embarcado rumbo a Santo Domingo. La mayoría de los soldados se unió a Robledo para compartir la empresa conquistadora. Reforzado su ejército, Robledo decidió reconocer la región habitada por los quimbayas de cuyas riquezas tuvo noticias. Tal era la situación que encontró Andagoya cuando arribó a Cali. No le fue difícil convencer al cabildo de la ciudad para que lo recibieran como gobernador, porque los vecinos preferían una autoridad cercana a un lejano gobierno como era el de Pizarro, a quien ni siquiera conocían y quien no había tomado parte en la conquista de la región. La misma actitud adoptó Robledo, quien se trasladó a Cali y aceptó al nuevo gobernador. Pero para afianzar su situación como poblador, había fundado antes, a la ligera, la ciudad de Cartago en el territorio de los quimbayas. Confirmado por Andagoya como teniente, Robledo regresó a Cartago para fundar, el 9 de abril de 1540, la ciudad en firme, repartiendo solares entre los vecinos. En febrero de 1541 entró Belalcázar a Cali como legítimo gobernador, habiéndose ya quejado al Rey, desde Panamá, por la irrupción de Andagoya en su gobernación. Fue recibido por la vecindad sin contradicción y después de instaurar un proceso a Andagoya, como usurpador de tierras que no le pertenecían, lo expulsó del territorio. Luego Belalcázar envió a notificar a Robledo su llegada, con la orden de presentarse en Cali. Pero éste, bien por haber traicionado antes a Belalcázar, poniéndose a órdenes de Andagoya, o bien porque hacia el norte se extendían regiones que carecían de una autoridad constituida a cuyo gobierno aspiraba, no se trasladó a Cali ni esperó al gobernador. Al mando de una tropa de soldados, Robledo se dirigió al norte donde fundó la ciudad de Santa Fe de Antioquia. Llegando a Urabá, cayó en poder de Heredia quien consideraba las tierras de Antioquia como pertenecientes a su gobernación. Después de un proceso que le instauró Heredia, Robledo fue enviado a España. Allí recibió buena acogida. Lo que interesaba a la Corona era la ocupación de nuevas tierras; poca importancia tenía para ella saber quién las había descubierto.

El gobierno del Licenciado Juan Díez de Armendáriz

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a anarquía e improvisación que se observan en las primeras décadas de la ocupación española, se debía en gran parte a la dificultad que tenía el Consejo de Indias para regir desde la lejana España las tierras descubiertas. Por otra parte, Carlos v, absorbido por los asuntos políticos europeos, tampoco se preocupó por América. Habiéndose ausentado de España poco después de su coronación, regresó al país sólo en 1541, después de la humillante derrota sufrida en Argel. Al regreso suyo y bajo su influencia se produjo la llamada "reforma Carolina". Fueron destituidos y multados varios consejeros de Indias y un nuevo equipo tomó las riendas del gobierno. Se buscó frenar las aspiraciones de los arrogantes conquistadores y encauzar la empresa americana por una vía definitivamente colonizadora, limitando sustancialmente los derechos de los "nuevos americanos". Entre las reformas adoptadas de carácter administrativo, merecen señalarse las famosas "Nuevas Leyes de 1542" que reglamentaban de una manera definitiva las relaciones entre indios y españoles; leyes imbuidas del espíritu indigenista del famoso protector de indios, fray Bartolomé de las Casas, quien por entonces se encontraba en la Corte. Con ellas se trató de abolir el "señorío" que de hecho ejercían los españoles americanos sobre la población indígena, impedir su esclavización, acabar las encomiendas a medida que fueran caducando y declarar a los indios personas libres, sujetos a las leyes que regían en España para la gente común: los "pecheros". Los indios debían pagar tributos a la Corona pero sin perder su libertad personal y sin estar sujetos de manera alguna a los encomenderos Para imponer la "reforma Carolina" fueron enviados a América varios jueces y, entre ellos, el licenciado Juan Díez (o Díaz) de Armendáriz. No se daban cuenta las autoridades españolas de la magnitud de los problemas que encontraría un solo juez cuando a Armendáriz se le ordeno "residenciar" las autoridades de las gobernaciones del río de San Juan, Santa Marta, Cartagena, Popayán y del Nuevo Reino de Granada y, específicamente, a los gobernadores Belalcázar, Heredia y Andagoya, como también a Gonzalo Jiménez de Quesada, entonces ausente, y a su hermano, Hernán Pérez de Quesada, ya muerto.

La conquista del territorio y el poblamiento

A fines de 1544 llegó Armendáriz a Cartagena y ante el cúmulo de problemas que lo esperaban, despachó a Santa Fe a su sobrino, Pedro de Ursúa, en calidad de su teniente, y a Jorge Robledo a Antioquia en calidad de gobernador de la región que disputaban Pedro de Heredia, gobernador de Cartagena, y Sebastián de Belalcázar, gobernador de Popayán. Ambos enviados tuvieron luego un desastroso fin. La oposición de los santafereños a Ursúa, pese a la expedición contra los belicosos muzos y la efímera fundación entre ellos de la ciudad de Tudela, le obligó a ausentarse. Huyendo de un juicio de residencia, se dirigió al norte y fundó las actuales ciudades de Pamplona y Valledupar. Luego viajó vía Panamá al Perú donde en 1559 fue encargado por el virrey como caudillo de la expedición al Amazonas, durante la cual murió asesinado por la hueste que acaudillaba el que más tarde sería famoso capitán, Lope de Aguirre. A su vez Robledo, cuando recibió los poderes de manos de Armendáriz, se hizo cargo de Santa Fe de Antioquia y continuando al sur, enfrentó a Sebastián de Belalcázar para instaurarle un "juicio de residencia". Pero fue Belalcázar quien enjuició a Robledo por invadir una gobernación ajena, sentenciándolo a muerte; la que fue ejecutada en la loma de Pozo, entre los indios carrapas. Más de dos años duró la residencia que tomó Armendáriz a Pedro de Heredia en Cartagena, a quien envió con su proceso a España. Sólo en 1547 pudo Armendáriz embarcarse en el Magdalena para proseguir su camino al Nuevo Reino. Allí debió enfrentarse a una convulsionada situación. Gobernaba Belalcázar en Popayán cuando en el Perú se produjeron luctuosos acontecimientos. En 1542 fue asesinado el gobernador Francisco Pizarra, por gentes de Diego de Almagro, debido a la diferencias que surgieron entre ambos por los límites de sus respectivas gobernaciones. A su vez, el propio Almagro fue asesinado poco después por el hermano del gobernador Pizarra, Hernando, quien vengó así la muerte de aquél. Pizarristas y almagristas, recorrieron el país asesinándose mutuamente y causando estragos entre la población indígena, obligada por la fuerza a acompañar a cualquiera de los ejércitos enemigos. Tal fue la titilación cuando, considerando la riqueza que prometía el territorio y el reinante

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desgobierno, el Perú fue elevado a la categoría de virreinato. En 1543 llegó el primer virrey, Blasco Núñez Vela, para tomar las riendas del gobierno en sus manos, a más de hacer cumplir las famosas Nuevas Leyes de 1542, las cuales encontraron no sólo en Perú sino en todas las posesiones españolas en América una firme oposición. El resultado fue que las autoridades coloniales de la Ciudad de los Reyes (Lima), embarcaron violentamente al flamante virrey, expulsándolo de su virreinato en un navio con destino a Panamá. En esta rebelión se destacó muy pronto Gonzalo Pizarra, hermano del gobernador asesinado, de regreso de su desafortunada expedición al oriente, el "País de la Canela", que nunca fue encontrado, pero cuyo resultado fue el descubrimiento del Amazonas. Ciertamente, entre la hueste de Pizarra iba Francisco de Orellana, quien, enviado por Gonzalo en busca de un cómodo paso por la cordillera, topó con un afluente del curso alto del Amazonas, se embarcó en él y dejándose llevar por la corriente lo recorrió hasta la desembocadura. Posteriormente se embarcó a España a pedir la gobernación de las tierras bañadas por el potente río, la que le fue concedida pero que nunca pudo realizar. Entre tanto Gonzalo Pizarra, después de esperarlo en vano, emprendió la retirada con no pocas bajas entre los hombres de su ejército y al llegar a Lima se puso a la cabeza del movimiento rebelde que rechazaba las Nuevas Leyes de 1542, por afectar los intereses de la clase social de los encomenderos. Tal rebeldía se extendió luego a todo el país, desencadenando una verdadera guerra, que alcanzó a tener rasgos de franca oposición a la dominación española. Gobernaba prácticamente el país Gonzalo Pizarra, cuando el virrey Blasco Núñez Vela, logró abandonar el barco en que había sido expulsado hacia Panamá. Se trasladó a la gobernación de Popayán y pidió a Belalcázar apoyo para recuperar su virreinato. Buen realista, Belalcázar acompañó ai virrey en su jornada hacia el sur como caudillo de un ejército fácilmente reclutado entre los conquistadores, ávidos de encomiendas y botín en aquella tierra revolucionada. En la batalla de Añaquito se enfrentaron los ejércitos de Pizarra y de Núñez Vela, sufriendo el último una derrota en la cual perdió la vida así como varios de sus capitanes y soldados. Belalcázar fue herido aunque no de gra-

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vedad y cayó prisionero de Pizarro. Sin embargo, logró la libertad y regresó a su gobernación. La llegada de Armendáriz a Santa Fe en 1547 coincidió con la de Pedro de La Gasca, el "pacificador", a Panamá, enviado desde España para doblegar el peligroso levantamiento de los peruanos. Tanto Armendáriz como Belalcázar le apoyaron en tal tarea. Armendáriz reunió soldados e indios, los cuales, aunque se pusieron en marcha, fueron retenidos porque La Gasca logró suficiente apoyo de los conquistadores procedentes de la América Central e incluso entre los propios peruanos. Belalcázar sí pasó al Perú con otro grupo de indios y españoles. Su apoyo ya no era necesario porque La Gasea había logrado desbaratar la rebelión en la batalla de Xaquixaguana, siendo condenado a muerte Gonzalo Pizarro y sus principales colaboradores y otros enviados a galeras. Esta rebelión de Pizarro doblegada no por un ejército traído desde España, sino reclutado entre los propios americanos, refleja la situación sociopolítica existente no sólo en el Perú, sino en toda la América española, cuando había pasado la primera ráfaga de la conquista. En los comienzos de la ocupación del continente, los llamados conquistadores se dividían en dos grupos antagónicos: conquistadores aventureros, ávidos de botín inmediato, los cuales proseguían la conquista haciéndose acompañar de los indios de las tribus sometidas; y el de los pobladores que buscaban medios estables de subsistencia, a base de la explotación de la abundante mano de obra indígena. Poco a poco, al avanzar del siglo se habían formado dos clases sociales, réplica americana de la situación en Europa. Unos, ya fueran antiguos conquistadores o inmigrantes acomodados que gozaban de bienestar económico basado en la posesión de tierras y de indios encomendados, sin que tal situación privilegiada fuera necesariamente resultado de acciones conquistadoras personales. Otros, eran inmigrantes llegados pobres desde España, que no tuvieron igual suerte en América. Formaban una clase social numerosa, poco favorecida con tierras o encomiendas de indios y a veces incluso carente de simples medios de subsistencia. Era una clase de verdaderos proletarios a quienes ni la paupérrima industria colonial, ni la agricultura y ganadería extensivas podían ofrecer el sustento. Apareció en América la réplica de los "desesperados" en España: calles de las ciudades repletas de mendigos, de hombres sin trabajo,

chozas inmundas de bahareque o caña, ancianos rebozando los hospitales y una criminalidad de la cual se quejaban continuamente las autoridades. Una rebelión como la de Pizarro, al igual que otras menores, ofrecía a aquella clase de "españoles pobres" la posibilidad de lograr un sustento, un botín y, sobre todo, adquirir encomiendas de indios que habían pertenecido a los rebeldes y cuya mano de obra les aseguraría la subsistencia. La Corona supo aprovechar tal situación para doblegar la revolución pizarrista que era en esencia la de terratenientes y encomenderos, lastimados por la expedición de las Nuevas Leyes de 1542 que recortaban sus prerrogativas y hacían peligrar un bienestar económico basado sobre el trabajo de sus indios. Pero pese al éxito que tuvieron las fuerzas realistas esa numerosa clase de "españoles pobres", la enorme mayoría quedó defraudada al finalizar la contienda. Un conquistador que tomó parte en los sucesos escribía refiriéndose a La Gasea: "Dióle Su Majestad en recompensa de lo que había servido el obispado de Palencia y Sigüenza. Plega a Nuestro Señor que con los obispados no se haya ido al infierno por lo que en el Perú hizo con los conquistadores que tan bien le habían servido... Vínose a la Ciudad de los Reyes (Lima) y tras de él venimos mil hombres, que a cada uno nos había dicho nos daría de comer...". Y cuando La Gasea se embarcó casi furtivamente a España, continúa el autor: "Valióle estar el mar de por medio que, según vi voluntades y quejosos, fuera otro alcance como el que Carvajal (4) dio a Blasco Núñez Vela..., porque fue grande inhumanidad quitarlo a los que lo merecían y darlo a los tiranos". Y ciertamente, las encomiendas de los enemigos que resultaron vacantes no fueron repartidas al vulgo que peleó en favor de la Corona, sino a los caudillos e incluso a los caudillos pizarristas que abandonaron a su jefe cuando vieron peligrar el buen éxito de la "revolución", pasándose a las filas realistas y recibiendo jugosas ventajas. "Hízolo mal La Gasea -continúa el autor- con los servidores de Su Majestad. Dejólos todos pobres y a muchos que fueron contra Su Majestad que se le pasaron, les dio lo que tenían y mucho más. De manera que él lo que nos quitaba a nosotros se lo daba a ellos". Y ciertamente Pedro López, autor del escrito que venimos citando, tenía razón. Pues pese a la derrota de Pizarro el resultado de la

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contienda favoreció a la alta clase social ya que en 1545, en plena guerra del Perú, las Nuevas Leyes de 1542 fueron revocadas por la Corona. Ya antes de esos sucesos, Juan Díez de Armendáriz, dándose cuenta de la magnitud de las tierras ya ocupadas por los españoles, había sugerido al Consejo de Indias el establecimiento en Santa Fe de una Real Audiencia, sugerencia que encontró una buena acogida, y más ante los sucesos que tenían lugar en el Perú. Los primeros nombramientos de oidores para la Audiencia datan de 1547. Con excepción de los puertos de Santa Marta y Cartagena que por lo pronto se mantuvieron bajo la jurisdicción de la Audiencia de Santo Domingo, el territorio ocupado quedó bajo la jurisdicción de la Nueva Audiencia. Poco tiempo después, aquellos puertos también fueron incluidos, ya que constituían los puntos de entrada al Nuevo Reino.

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no. Porque lejos de limitar sus actividades de juez, enviaba capitanes contra los indios hacia el sur (uno de ellos, Alonso de Fuenmayor, fundó a San Luis de Almaguer en 1551, como centro de ricas minas de oro), y también al norte de Anserma, acusándosele de participar en el botín que se obtuviera. Belalcázar fue suspendido por Briceño y enviado a España para justificarse ante el Consejo de Indias. Murió en Cartagena a bordo del navio que debía llevarlo. Luego en su reemplazo, fue enviado desde España García de Bustos, quien pereció en la travesía. Más tarde ocupó el puesto de gobernador de Popayán su hermano, Pedro Hernández de Busto (o Bustos). Pero debido a las quejas de la vecindad contra Briceño, ya a fines de 1552 se le ordenó integrarse a la Audiencia de Santa Fe para ocupar su curul. La instalación de la Real Audiencia con sólo dos oidores, Góngora y Galarza y sin un La primera Audiencia presidente, fue una calamidad que pronto se hizo sentir. Para tomar la residencia a Juan Díaz a instalación de la real audiencia se efectuó de Armendáriz llegó el oidor de la Audiencia en 1550 y se inició bajo adversos augurios. de Santo Domingo, Alonso de Zurita. Debido Su presidente, el licenciado Gutiérre de Mer- a su inclinación indigenista ocurrieron algunos cado murió en Mompox antes de emprender su incidentes en Riohacha y Santa Marta, desde viaje al interior, sospechándose que fue envene- donde denunció los maltratos que sufrían los nado. A Bogotá sólo llegaron dos oidores: los indios tanto en la pesca de perlas como en la licenciados Juan de Galarza y Beltrán de Gón- boga en el río Magdalena. Desde allí Zurita gora quienes inauguraron la Audiencia el 12 de prosiguió su viaje a Santa Fe donde encontró abril de 1550. El tercer oidor, licenciado Fran- un ambiente francamente hostil. Nada logró en cisco Briceño, se dirigió desde Cartagena vía el juicio de residencia contra Armendáriz y las Panamá al puerto de Buenaventura, desde donde condenas de algunos encomenderos no se hiciese trasladó a la gobernación de Popayán para ron efectivas, pues aquellos abandonaban imputomar residencia a Sebastián de Belalcázar. nemente la cárcel. Incluso los dos oidores se Bajo el gobierno de ese antiguo conquista- mostraron hostiles a Zurita y cuando se cumplió dor la extensa provincia alcanzó cierto desarro- el plazo fijado para la residencia, lo obligaron llo. Fueron fundados varios pueblos y tanto la a regresar a Cartagena, otorgando simultáneaagricultura como la minería estaban progresan- mente licencia a Armendáriz para viajar a Esdo, hasta tal punto que, ante la merma progre- paña y defender su causa en el Consejo de Insiva de la población indígena, los mineros de dias. Zurita, sin lograr nada positivo, regresó a Anserma y Caramanta ya empleaban con profu- Santo Domingo. Luego fue trasladado a Guatemala donde continuó su vana lucha en pro de sión esclavos negros. El oidor, Francisco Briceño, no tuvo difi- la población indígena. La llegada de frailes dominicos y franciscacultad para encontrar cargos en contra de Belalcázar: gastos hechos indebidamente de dineros nos al Nuevo Reino y del obispo fray Juan de de la Caja Real cuando se trasladó al Perú para Barrios, produjo roces entre las autoridades ciauxiliar a La Gasca; la explotación de los indios; viles y eclesiásticas, ya por el maltrato de los continuas y sangrientas expediciones contra los indios, ya por el reparto de los diezmos o por indómitos armas (5), maltrato de españoles, etc. las prerrogativas jurisdiccionales. La caracterísTan riguroso fue el juicio de residencia, que se tica esencial de esas relaciones, no reglamentallegó a sospechar que, acumulando las acusacio- das suficientemente sino hacia fines del siglo, nes, Briceño aspiraba a quedarse con el gobier- fue la mutua desconfianza y a veces incluso una

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franca hostilidad. Baste decir que las divergencias entre los oidores de la Real Audiencia y el obispo se hicieron tan tensas, que unos años más tarde en 1562, Juan de Barrios se ausentó casi furtivamente a Cartagena con la intención de seguir a España y quejarse ante el Consejo de Indias; viaje que le fue prohibido por el Consejo. La tensa situación entre la autoridad civil y eclesiástica prosiguió durante gran parte del siglo xvi hasta cuando, mucho después, en 1574, las Nuevas Leyes de Patronato vinieron a reglamentar el alcance de ambos poderes. Aquellas leyes limitaron el papel de la Iglesia a la pura administración del culto a colonos e indios, asignando a los frailes la tarea de la conversión de las tribus a medida que se iban sometiendo, prohibiendo su intervención activa en la política indigenista de la Corona, aunque sin lograr impedir las denuncias ante el Consejo de Indias; por lo cual las fricciones entre el poder civil y eclesiástico recorren todo el siglo XVI.

Si la paz social interna dejaba mucho que desear, la ocupación del país iba a pasos acelerados debido a la creciente ola emigratoria hacia el Nuevo Reino, consecuencia de la prohibición temporánea de inmigrar al Perú, después de los luctuosos hechos ocurridos allí. Y así, Andrés López de Galarza fundó San Bonifacio de Ibagué en el Valle de las Lanzas, como baluarte contra los indómitos pijaos que ocupaban las tierras hacia el mediodía. Poco después el capitán Francisco Núñez Pedrozo, fundó Mariquita, en la rica región minera ya descubierta por Hernán Vanegas. Por Hernando de Alcocer, fue abierta una cómoda vía a Facatativá, en busca del camino hacia las orillas del Magdalena. Como consecuencia fue fundada Villeta de San Miguel, como la ruta hacia el río, lo que trajo el descubrimiento del cómodo puerto de Honda, en el Magdalena. A mediados de 1552 se ordenó a los oidores Galarza y Góngora se trasladasen a otras audiencias. Para la de Santa Fe fueron nombrados, para acompañar al licenciado Briceño, los licenciados Tomás López, oidor de la Audiencia de los Confines (Guatemala), y el licenciado Juan de Montaño quien debía llegar desde España. Entre tanto, Pedro de Heredia, después de justificar sus actuaciones ante el Consejos de Indias, regresó a Cartagena con encargo especial de construir una fortaleza como defensa contra

los piratas y contra los franceses, entonces en guerra con España. Continuaba gobernando de una manera autoritaria como lo atestiguan las cédulas reales que le fueron dirigidas. Estas extendidas luego a otras gobernaciones, prohibían al gobernador estar presente en el cabildo cuando se trataran asuntos tocantes a su persona otorgar oficios a sus familiares y allegados, impedir a los vecinos de quejarse directamente al Consejo de Indias. Se quitó al gobernador el derecho de ser juez en los pleitos de segunda instancia porque la apelación debía ir al Consejo de Indias. Se ordenaba respetar la libertad de los indios quienes después de pagar los tributos deberían ser tratados como libres, dueños de su destino. Se insistía en el cumplimiento de las leyes protectoras. Muy pronto múltiples quejas en contra de Heredia indujeron al Consejo a enviar a Cartagena un nuevo juez de residencia, y a fines de 1553 se encargó para ello al fiscal de la Real Audiencia, Juan de Maldonado. Se le ordenó suspender a Pedro de Heredia por el tiempo que durare la residencia. Los testimonios depositados en este juicio fueron altamente adversos a Heredia. Resultó culposo de matar y quemar indios, entorpecer la obra del cabildo, encubrir oro, etc. Ante el cúmulo de las acusaciones, Heredia decidió ausentarse de la ciudad permaneciendo oculto en los alrededores, para luego embarcarse furtivamente para Santo Domingo. El barco en que viajaba naufragó, muriendo ahogado ese primer gobernador de Cartagena, siendo sustituido luego por Juan de Bustos. Fue debido a las acusaciones contra Maldonado que elevó Antonio de Heredia, hijo del gobernador muerto, por lo cual la Audiencia envió en 1556 al licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada como juez de residencia a Cartagena. Jiménez encontró exageradas las acusaciones y débiles las pruebas contra Heredia, lo cual lo enemistó con Maldonado elevado muy pronto al puesto de oidor de la Real Audiencia de Santa Fe. La segunda Audiencia

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a segunda audiencia no tuvo mejor suerte que la primera. En 1553 llegó a Santa Fe solamente un oidor: Juan de Montaño. El licenciado Tomás López señalado como su compañero tardó más de dos años en llegar desde Gua-

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temala, por haberse extraviado su título de nombramiento. En 1554 fue nombrado presidente de la Audiencia el licenciado Gracián de Briviesca, pero tal nombramiento no se hizo efectivo, y el año siguiente se nombró presidente al doctor Arbizo, quien murió ahogado durante la travesía. La Audiencia quedó pues una vez más solamente en manos de dos oidores, Briceño y Montaño, y continuó sin presidente. Quedó en suspenso la solución a los problemas que se presentaban, inéditos muchos de ellos. Tal fue el caso del derecho a la explotación de las salinas todavía en manos de los indios, de la invasión de labranzas indígenas por el ganado de los españoles, la decisión sobre los límites jurisdiccionales de las ciudades del Nuevo Reino que pleiteaban entre sí. Tampoco lograron zanjarse las rivalidades entre los encomenderos por linderos de sus encomiendas o por los indios encomendados, pues los títulos con frecuencia carecían de datos precisos. No se tasaban los tributos que debían pagar los indios y que se cobraban arbitrariamente por los encomenderos, y la delimitación de los ejidos pertenecientes a las ciudades ya fundadas, ocasionaba continuos pleitos y rivalidades. En todos esos casos prevalecía la arbitrariedad de los "nuevos americanos": el derecho de facto se impuso el cúmulo de leyes y ordenanzas expedidas en la lejana metrópoli. Por otra parte, pese a que los dos oidores compartían la responsabilidad del gobierno hubo entre ellos, por razones que no se descubren fácilmente en la documentación, serias enemistades que contribuyeron a la anarquía. La población "neoamericana" se dividió en bandos opuestos, que continuamente enviaban informes contradictorios al Consejo de Indias. La amplia documentación conservada en el Archivo General de Indias sobre estos dos oidores no ha sido aún suficientemente estudiada. Parece que su extracción social fue distinta. El oidor Montaño, según parece, pertenecía a la clase media española, si no a la baja. Llegó a Santa Fe con su mujer, cuatro hermanos y muchos familiares que buscaban y obtenían gracias a él, encomiendas y puestos importantes en la administración del Nuevo Reino, pese a las quejas de los demás vecinos. Montaño insistía en la tasación de los tributos, expulsaba a los encomenderos casados en España para obligarlos a traer sus mujeres como estaba prescrito en las leyes, mandaba abrir caminos de recuas

para evitar el transporte a espaldas de los indios. A esfuerzos suyos se debe la apertura de un camino para recuas que iba desde Vélez a Tunja, Santa Fe y a Tocaima en las orillas del río Magdalena. Castigaba tahúres, logreros, etc., y llegó a manifestar franca simpatía por la población indígena. Distinta parece haber sido la extracción social del oidor Briceño. Al llegar a la gobernación de Popayán como juez de residencia contra Belalcázar, no se contentó con su oficio. Enviaba capitanes para hacer guerra a los indios tanto a Timaná como a Arma, con la condición, según se le acusaba, de que le entregasen una parte del botín. Obstaculizaba las gestiones del obispo de Popayán, Juan del Valle, y las de su provisor, Francisco González Granadino, quienes trataban aunque con poco éxito, de proteger a los indios de las crueldades cometidas con ellos en aquella gobernación. Cuando posteriormente el oidor licenciado Alonso de Grajeda, le tomó residencia, lo cual era usual y de oficio, se quejó de tal hecho al Rey como si su honor fuera lesionado. Lejos de ser castigado cuando aquel juez lo remitió a España y pese de ser ya anciano, volvió al nuevo reino como presidente de la Real Audiencia. Tales hechos parecen ser indicio de la pertenencia de la alta clase social española. En la rivalidad sostenida por ambos oidores por el puesto dirigente en la Audiencia, Montaño dejó pronto en la sombra a su rival y gobernó de una manera autoritaria el Nuevo Reino, pese a las quejas que continuamente enviaban al Consejo de Indias, vecinos y autoridades. El levantamiento de Alvaro de Oyón en San Sebastián de la Plata, ocurrido en octubre de 1553, fue la continuación de la inquietud social latente en aquella sociedad clasista y que no desapareció pese al fracaso del levantamiento de Gonzalo Pizarro. Pero la rebelión de Oyón era de carácter más popular. Fue Oyón el primero en las tierras actualmente colombianas a quien podemos llamar revolucionario consciente, pues con sus actuaciones demostró el deseo de un cambio social radical. Se hacía llamar "capitán general de la libertad" pero procedía sólo contra los intereses de la alta clase social, la cual, con el apoyo de las autoridades coloniales, acaparaba las encomiendas de indios y los altos puestos burocráticos, dejando a los españoles menos pudientes en la miseria. De ahí que no encontrara dificultad para reunir bajo sus

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banderas a muchos españoles que aspiraban sin lograrlo a honras y bienes, aquellos "conquistadores anónimos" que se vieron desplazados por los más pudientes, iniciándose una lucha de clases dentro del propio grupo de los colonos españoles, de acuerdo con la diferente posición económica, política y administrativa que ocupaban en esa sociedad colonial, lucha persistente en las colonias españoles, no estudiada a cabalidad, aunque no siempre exteriorizada en una acción violenta como la de Oyón. Este rebelde mató al justicia mayor de San Sebastián de la Plata, Sebastián Quintero, y a ocho de los principales vecinos (6). Con un grupo de soldados atacó a Timaná donde asimismo dio muerte al alcalde, Diego López Trujillo. Con los nuevos adeptos pasó a Neiva y mató al alcalde, habiendo huido los principales vecinos de la ciudad. En todos los pueblos que ocupaba se apoderaba de los fondos de la Caja Real y los repartía entre su hueste, destituía las autoridades establecidas y nombraba nuevos alcaldes y regidores. Se dirigió luego a Popayán donde su rebelión fue doblegada y él y 16 de sus compañeros fueron ahorcados. Según declaraciones de testigos, los planes del rebelde eran, una vez ocupada la ciudad de Popayán, regresar a Timaná y engrosado su ejército con nuevos adeptos dirigirse a Almaguer, la rica ciudad minera, y desde allí volver a Timaná para recoger un mayor número de gentes para atacar a Cali y a Santa Fe "y cortar la cabeza de vuestros oidores y a otros muchos capitanes... y tomar la tierra para sí". Lo más probable y lo que se desprende de la documentación, aunque contradictoria, es que de Popayán quiso proseguir al Perú para reunirse allí con aquellos descontentos que se vieron defraudados por La Gasca y provocaron poco después los levantamientos de Sebastián de Castillo y Francisco Hernández Girón. La preocupante situación que produjo en Santa Fe el levantamiento de Oyón, agravada entonces por la rebelión del poderoso cacique de Saboyá, quien amenazaba las ciudades de Vélez y Tunja, indujo a la Audiencia al envío del oidor Montaño, a la gobernación de Popayán. Ya antes de llegar a Ibagué supo Montaño del desbarajuste sufrido por Oyón. Sin embargo, desoyendo el llamado de Briceño para que regresase a Santa Fe, siguió su viaje a Cartago y luego a Cali donde apoyó al obispo de aquella gobernación, el indigenista Juan del Valle, en

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su brega contra la poderosa clase social de lo encomenderos. Con dicha actuación, Montaño se enemistó definitivamente con la alta clase social del Nuevo Reino, cuyo representante en la Audiencia era su compañero, el licenciado Briceño. Los gastos en que incurrió Montaño en este viaje, unos $ 2.000, fueron luego objeto de la demanda que le puso el fiscal. De regreso a Santa Fe, Montaño, pese al ambiente francamente hostil por parte del obispo, Juan de Barrios, de los oficiales reales y de lo más granado de la sociedad, emprendió la visita a Cartagena para proseguir la residencia contra Juan Díaz de Armendáriz que le había sido encargada desde España. Allí encontró al fiscal de la Audiencia, Juan de Maldonado, juez de residencia contra el gobernador de Cartagena, Pedro de Heredia. Tuvo con éste graves roces que le obligaron a dejar en manos de Maldonado las diligencias contra Armendáriz que ya estaba en España. Se produjo más tarde en Santa Fe un incidente que por su carácter, parece haber sido único acaecido en América, el cual vale la pena de reseñar. Uno de los capitanes de Francisco Núñez Pedrozo, fundador en 1553 de Mariquita con sus minas de oro y plata, de nombre Pedro de Saucedo, ocupado en la pacificación de los indios de Chapaima, se había distinguido por su crueldad, dando muerte, quemando y cortando narices y brazos a los indios capturados. Llegada la noticia a la Audiencia, en la cual oficiaba en esa ocasión sólo Montaño, Saucedo fue acusado por el fiscal y tras un corto proceso, condenado por Montaño a muerte; sentencia ejecutada el 26 de mayo de 1554, pese a las intervenciones de lo más granado de la vecindad en favor del reo. Vale la pena señalar que en la historia de América fue Saucedo el único español que pago con su vida las crueldades cometidas con los indios. Otro español a quien Montaño condenó igualmente al último suplicio, Cristóbal Bueno, lo fue por ser espía de Alvaro de Oyón, el rebel de. La ejecución de Saucedo, hecho inaudito, fue más tarde la principal causa por la cual el Consejo de Indias condenó a Montaño a muerte en el cadalso. Siendo Saucedo apenas un teniente de Francisco Núñez Pedrozo, caudillo de aquella expedición, también éste fue encarcela do, pero luego recobró la libertad.

La conquista del territorio y el poblamiento

Gobierno de los oidores

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n 1557 llegaba a Santa Fe un nuevo oidor, Alonso de Grajeda anteriormente oidor de Santo Domingo, y luego el licenciado Melchor de Arteaga, nombrado en España al saberse la desaparición del otro oidor, doctor Santiago, quien se ahogó en la travesía. La llegada de esos oidores no logró producir sosiego en el Nuevo Reino de Granada, ni contribuyó a ello el oidor, Juan de Maldonado, quien poco a poco atrajo contra sí la general enemistad. La población cristiana se dividió en bandos en pro y en contra de tal o cual oidor, lo que aumentaba la zozobra social. El desgobierno llegó a tal punto que el licenciado Tomás López, oidor nombrado hacía más de dos años y que llegó en aquel año desde Guatemala, pedía insistentemente se reuniera el Consejo de Indias en España en una sesión dedicada exclusivamente a la solución de los problemas que desgarraban el Nuevo Reino, donde imperaban según afirmaba, "costumbres públicas corruptísimas". Proponía un total cambio de la organización política del Reino: Venezuela, Riohacha y cabo de la Vela, quedarían bajo la Audiencia del Nuevo Reino; una nueva audiencia en Quito incorporaría en su jurisdicción el territorio que se extiende desde Cali "para arriba", es decir, al sur; y la audiencia de Santa Fe se trasladaría a Tunja donde encontraría un ambiente más sosegado. Los viajes al interior de Tomás López como visitador, lo convirtieron en decidido indigenista. Basta decir que la tasación de tributos que hiciera al ser enviado por la Audiencia hacia el norte, incluyendo Pamplona, fue rechazada por los encomenderos y mineros. Lo mismo sucedió con el licenciado Melchor de Arteaga, visitador de la Costa atlántica. Impresionado por la cruel explotación indígena en la pesca de las perlas y boga en el Magdalena, elaboró instrucciones que no solo provocaron protestas de los interesados sino también por parte de la Audiencia y el Consejo de Indias. Por otra parte, la enemistad entre los oidores de la Audiencia llegó a tal punto que muy pronto Maldonado recusó a Grajeda y a López; Arteaga a Maldonado; el obispo Juan de Barrios a Maldonado; los dominicos a Grajeda. Cuando los demás oidores ordenaron suspender los salarios a Maldonado, éste suspendió los de Grajeda y Arteaga. Los oficiales reales fueron puestos en prisión cuando se nega-

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ron cumplir las órdenes de la Audiencia. Pese a las cajas reales vacías, Felipe II ordenaba un "empréstito forzoso" para financiar la guerra contra los turcos. El fiscal, García de Valverde, denunciaba los desmanes de los oidores que se enriquecían, de los oficiales reales que con el dinero de la Caja Real hacían negocios, los roces entre clérigos y frailes, cada uno de los cuales insistía en sus derechos y prerrogativas. Los encomenderos imponían el nombramiento de frailes para sus indios encomendados. Valverde tachaba el Nuevo Reino como "tierra llena de vicios y malas costumbres". Señalaba que de los 250.000 indios tributarios que hubo a tiempo de la conquista sólo quedaban cien mil. Avaluaba en tres millones de pesos el oro que había sido ya enviado a España, "todo salido de indios, con lo demás que han sacado vuestros vasallos". Graves acusaciones elevaba contra las autoridades civiles y eclesiásticas, "porque a los oidores de esta Audiencia, algunas veces los veo arzobispos y papas, y otras al obispo-veo-Audiencia". Se hizo sentir la falta de un presidente para la Audiencia, quien con su autoridad pudiera zanjar las diferencias ocasionadas por la falta de definir de una manera precisa los derechos, poderes y obligaciones de cada uno de los grupos de una sociedad que se estaba estructurando. En las esferas eclesiásticas tampoco existía una armonía, bien si se trataba de proveer curas en los pueblos españoles o misioneros entre los indígenas. Serias dificultades enfrentó el primer obispo de Santa Fe, Juan de Barrios, para resguardar su autoridad. Reunió un sínodo para afirmarla, cuyas providencias envió a España, por orden del Rey, para que fueran confirmadas. El recio carácter del obispo poco ayudó a sus tareas. Crecieron sus divergencias con los oidores de la Audiencia por asuntos de jurisdicción, e incluso con las órdenes religiosas que se consideraban a sí mismas como "un estado dentro del estado", sometido exclusivamente a sus generales en Roma o España. El resultado de la controversia fue el viaje casi clandestino del obispo a Cartagena en 1562 para embarcarse a España que ya hemos menciondo. Al año siguiente se produjeron algunos cambios en la organización eclesiástica. Santa Marta fue separada del obispado de Santa Fe, convirtiéndose en abadía, mientras que Santa Fe se elevó al arzobispado, siendo nombrado para tal dignidad Juan de Barrios, primer arzo-

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bispo, con mando sobre Cuenca, Quito y Popayán, al sur, y Santa Marta, Cartagena y Panamá al norte. Riohacha siguió por lo pronto integrada al obispado de Santo Domingo hasta que posteriormente Santa Marta se erige una vez más en obispado que incluye Riohacha y Ocaña. Investido de la nueva dignidad, Juan de Barrios proseguía la lucha por afianzar su autoridad con mayores bríos. A los frailes señalaba como "escoria y heces que trajo el mar muerto a estas partes", y fueron continuas sus virulentas quejas contra los oidores de la Real Audiencia. Si desplegaba su ira contra los dominicos por su mundano vivir y por la suntuosidad de la iglesia que estaban construyendo, no faltaban tampoco críticas contra su propia Orden. Las quejas que continuamente llegaban contra Barrios al Consejo de Indias, acusándolo de maltrato de los religiosos, de excomuniones inmerecidas, de derechos excesivos que cobraba, de maltrato de los miembros del propio cabildo eclesiástico, no amedrentaban nuestro arzobispo. Ni la avanzada edad ni la proximidad de la muerte (febrero de 1569), lograron apaciguar a ese luchador por los fueros de la Iglesia. Mientras tanto afluían graves quejas contra Montaño por parte de la Audiencia, del cabildo, de los oficiales reales y de los más prestantes miembros de la sociedad santafereña. Aún antes de comenzar el oidor Grajeda el juicio de residencia que le fue encargado, Montaño fue denunciado de haber querido sublevarse contra la Corona y huir con la riqueza que había acumulado, al Amazonas, al "Dorado". Ante tal acusación fue preso por la Audiencia (febrero de 1558) y juntamente con el expediente (256 cargos) enviado bajo escolta a España, donde después de un largo proceso fue sentenciado a la muerte en cadalso; mientras que a sus familiares y hermanos les fueron quitadas las encomiendas y los oficios que ejercían. La prohibición de inmigrar al convulsionado Perú desvió las olas inmigratorias destinadas a aquel país del Nuevo Reino. La huida de los antiguos pizarristas para evitar represalias y de los que fueron leales a la Corona desilusionados por la falta de la esperada compensación, produjeron en el Nuevo Reino una presión demográfica, una "superpoblación" que exigía drásticas soluciones. En 1557 declaraba el oidor Tomás López: "Las Indias están más llenas y cargadas de gentes de lo que convendría". Esta "superpoblación" favoreció la expansión territo-

rial del Reino. Fue descubierto el camino que conducía de Santa Fe a Cali por vía de Cartago cuando la belicosa tribu de los pijaos cerró el antiguo por Neiva y Timaná a Popayán. Esta presión demográfica, aunque no en términos absolutos sino en relación con la situación, se constata en los informes rendidos al Consejo de Indias. No era pues el carácter "aventurero" que se atribuye a los llamados "conquistadores". En la realidad se trataba en su mayor parte de colonos en búsqueda de medios de subsistencia y de definitivo asentamiento. Pero la tierra era ocupada por los indígenas y para hacerse a ella había que desplazarlos mediante empleo de la violencia o aprovecharse de ellos, según el caso. En 1556 el capitán Asencio de Salinas organizó una expedición contra los belicosos panches, que ya había tratado inútilmente pacificar Hernán Vanegas, acusados de haber dado muerte a más de doscientos españoles. Tan cruenta fue la guerra que les hizo Salinas, que el nombre de la tribu desaparece en la historia. En sus tierras fundó el conquistador la ciudad de Tocaima. Luego atravesó el Magdalena y dirigiéndose al norte, fundó la ciudad de Victoria. El capitán Juan Rodríguez Alvarez fundó la ciudad de Mérida en la actual Venezuela y el capitán Maldonado exploró otras comarcas. En la gobernación de Popayán fue repoblado San Sebastián de la Plata, destruido por Oyón, y Giraldo Gil Estupiñán fundó Buga, con el nombre de Nueva Ciudad de Jerez. El capitán Alonso de Fuenmayor doblegó la rebelión de sus indios e impuso un nuevo nombre a la ciudad: Guadalajara. En la misma gobernación de Popayán fue fundada Placencia. Desde Santa Fe, Gonzalo Suárez pacificó los indios muzos, fundando en sus tierras de la ciudad: Trinidad de los Muzos. El dificultoso camino que llevaba desde Santa Fe por Vélez al desembarcadero en el Magdalena, incitó a la búsqueda de un camino más cómodo al río. La consecuencia fue el descubrimiento del puerto de Honda que ya hemos mencionado, y un camino directo desde allí a Santa Fe. En la costa atlántica aparecen fuera de Tolú, una nueva fundación: Villa María, y al oriente, en camino a Maracaibo, la villa de San Cristóbal. Debido a esa presión demográfica renace el señuelo del "Dorado". Solicita su conquista Pedro Rodríguez Salamanca. Enumera en su petición las expediciones anteriores que han

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casado de Diego de Ordaz, Hernán Pérez de Quesada, Antonio Sedeño, Gerónimo Dortal, Pedro de Limpias y de los alemanes de Venezuela, Ambrosio de Alfínger y Felipe Von Hutten (Utre), que todos buscaban sin encontrar las puertas del "Dorado". Al morir Salamanca lo solicitó Juan Montalvo y luego el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada. El clamor por nuevas conquistas fue general. Pero tanto la Audiencia como también el Consejo de Indias rechazaron tales peticiones. De acuerdo con la política colonizadora española se trataba de frenar esos ímpetus conquistadores antes de afianzar la colonización de las "bolsas" que quedaban al margen de la desenfrenada y anárquica conquista. Pero al fin, la presión demográfica, la insistencia de las autoridades coloniales para permitir nuevas conquistas, bien contra las tribus de la Cordillera Central o de las tierras del oriente, el "Dorado", dieron resultado. Por Real Cédula del 15 de junio de 1559, la Corona volvió a permitir las conquistas, dando para ello largas y detalladas instrucciones sobre el buen trato de los indios, fundaciones de pueblos, envío de religiosos, etc. Los "conquistadores" habían ganado. En todas estas acciones pacificadoras o colonizadoras sirven los indios como cargadores, guías y tropas de choque. Son los sacrificados para hacer posible la conquista y con sus manos de obra, la colonización . Su organización terrígena, política y social se deshace cuando los caciques pierden poco a poco su preeminencia. Su vida familiar se destruye cuando las exigencias de un orden socioeconómico impuesto, conduce a la separación de sexos: el hombre a las minas, la ganadería, transporte de carga y acompañamiento de las tropas conquistadoras; las mujeres y niños a la agricultura y al servicio de las casas de los encomenderos y sus allegados, lo cual favorece el mestizaje, bien con el blanco o esclavo negro, según el caso. El trabajo de la población masculina en las minas alejadas de los pueblos impide la procreación; los tributos impuestos en oro, favorecen el desarrollo de la minería; los impuestos en mantas de algodón y el trabajo excesivo en el campo favorecen la industria y agricultura. Las leyes protectoras siguen letra muerta y su cantidad disminuye sensiblemente al avanzar la colonización. A fines de 1561 se tuvo noticias del levantamiento de Lope de Aguirre y de su arribo a la isla Margarita. Luego se supo haber desem-

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barcado en tierra firme. Se dudaba si tomaría la vía de Mérida para luego atacar a Cartagena, o si se dirigiría a Santa Fe para dirigirse el Perú y aprovechar el desasosiego allí reinante. Tanto en Cartagena como en Santa Fe se preparó un ejército para ir a su encuentro. Como se sabe, el levantamiento de esos "marañones", fue deshecho ya en Venezuela. Aparece la primera petición de construir un molino de viento para el trigo que ya se cosechaba en alguna cantidad. Los vecinos de Tocaima y Pamplona pedían la erección de una casa de fundición para no tener que enviar el mineral a Cali donde esta ya existía. Aparece también la petición de fundar una casa de moneda en Popayán y acuñar moneda de vellón o plata, facilitando el intercambio comercial. Se pedía insistentemente que el oro que corría como medio circulante en el Nuevo Reino, fuera de una ley más baja que lo era en España -la devaluación-, con el fin de contrarrestar su exportación, dejando al Nuevo Reino sin numerario suficiente para sus transacciones comerciales en el interior, que ya adquirieron alguna importancia. En ese proceso de consolidación de la economía colonial no faltaron quejas sobre el acaparamiento de las encomiendas por los familiares y amigos de los oidores, mientras que en algunas partes del Reino la población terrígena ha disminuido tanto que los dueños de tierras pedían la reunión de varias encomiendas en manos de un solo encomendero; tendencia que en el transcurso del tiempo se realiza y la encomienda desaparece o su importancia disminuye como factor del progreso económico de la clase pudiente de los inmigrados, quedando más bien como signo de distinción social y de la pertenencia a esa clase privilegiada de la sociedad. La Corona trata de favorecer la minería con la rebaja del quinto real al décimo y el desarrollo de las ciudades con el reparto como "propios" de los bienes de difuntos no reclamados por los herederos. Los dos novenos de los diezmos eclesiásticos que pertenecen a la Corona, sirven para dotar los pueblos con iglesias. Donde el clima y el terreno lo permiten, se establecen ingenios de azúcar y se invaden sin contemplación las tierras de los indios aprovechándose además, de su mano de obra. La industria azucarera pronto ocupa un puesto importante en la economía de la costa atlántica.

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En esa época de relativo auge de la economía colonial las leyes protectoras de la población indígena quedaron letra muerta, si bien la expansión no se titula ya "conquista", palabra declarada tabú por la legislación, sino "descubrimiento", "ocupación" o "pacificación". En la gobernación de Popayán lucha en pro del indio el obispo Juan del Valle. Acompaña al oidor Tomás López en una extensa visita a la región, tasando los tributos y dejando reglas para la protección de los indígenas; reglas de franco carácter lascasiano, que no logra imponer. Viaja a Santa Fe y luego a España para lograr la protección de la población indígena; pero ni en la Audiencia de Santa Fe ni en el Consejo de Indias en España encuentra buena acogida. Viaja a Roma para pedir el auxilio del Papa; pero en 1561 muere en Francia. Pese a los ocasionales ataques de los piratas a Cartagena bajo gobierno entonces de Juan de Busto, y los casi constantes a Santa Marta, entonces bajo el gobierno de Luis de Manjarrés, puerto que además, sufre la hostilidad de los indómitos indios y los ataques de navios franceses, por estar entonces Francia en guerra con España, las peticiones sobre el establecimiento de fortalezas se dilatan por la penuria del erario público. Tan insegura parecía a los colonizadores la situación política del Nuevo Reino, que también el cabildo de Santa Fe pedía licencia de construir una fortaleza, alegando peligros en que se encuentra la ciudad; petición francamente denegada. Pero pese a los ataques de corsarios y la más grave en 1559, el auge económico de Cartagena prosigue su marcha, acompañado de la explotación de la ya seriamente menguada población indígena. A tal punto que el obispo Juan de Simancas, después de serias desaveniencias con la vecindad y autoridades locales por sus derechos y salarios, viendo inútiles sus esfuerzos de lograr la protección de la población indígena y ante las trabas que se le ponían renuncia, en un acto público, su obispado. La falta de indios tanto de las regiones costeras como en el interior del país induce a los colonos solicitar el permiso de importar negros africanos. Muy pronto Cartagena se convierte en el principal puerto de su distribución. Se traen negros mediante capitulaciones de la Corona con casas europeas especializadas en el tráfico negrero, bien fueran españoles, portugueses o de otras nacionalidades. Ciertamente,

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la demanda de esclavos negros crece a medida que mengua la población indígena. A fines de 1561 y a principios de 1562 llegaron nuevos oidores: Diego de Villafañe en remplazo de Juan de Maldonado; licenciado Angulo de Castejón, para remplazar a Tomás López; y Juan López de Cepeda, nombrado algo más tarde, en sustitución de Alonso de Grajeda. La renovación del equipo trae una serie de reales cédulas que tratan de antiguos problemas: la necesidad de congregar a los indios en pueblos, con el fin de facilitar la obra de los religiosos; la obligación de los encomenderos de construir iglesias en pueblos indios, dotándolas de religiosos; el derecho de éstos de predicar en cualquier pueblo indígena, bien fuera encomendado o de la Corona; la obligación de tasar los tributos; la prohibición de aprovecharse de los indios de la Corona y de emplear cepos para el castigo. Así mismo se ordenó que los oidores se abstuviesen de intervenir en asuntos que correspondían a los alcaldes, y que no se enviasen visitadores, salvo en casos graves. Que se tratase de poner los principales pueblos indígenas bajo la Corona. Mientras Melchor de Arteaga visitaba la costa, Diego de Villafañe tomó la residencia al oidor Juan de Maldonado, haciéndole casi doscientos cargos. La documentación de esta residencia nunca llegó al Consejo pues fue ocultada por el mismo reo, según las acusaciones. Villafañe destinado para tomar residencia en Popayán a su gobernador Pedro de Agreda, escribía al Rey acerca de las expediciones descubridoras, que ninguna se hace "que no sea en daño y disminución de estos naturales, sino con el celo de enriquecerse, que no de su conversión". Hizo una retasa de los tributos que hicieran Tomás López y el obispo Juan del Valle; retasa que no fue aceptada por los encomenderos. Fue acusado de haber tasado "sumariamente" a los indios de Santa Fe, Tocaima, Ibagué, Mariquita, La Victoria, la Villa de San Miguel, en perjuicio de los encomenderos. Este oidor, resolvió luego regresar desilusionado a España, lo que impidió su prematura muerte. El licenciado Angulo de Castejón visito Pamplona. Informaba al Rey que sin el trabajo indígena era imposible la explotación de sus minas. Por falta de una casa de fundición, corría el oro en polvo con fraude de los derechos reales. Durante su viaje de regreso a Santa Fe, visito las encomiendas de Chiscas, Chita y el Cocuy

La conquista del territorio y el poblamiento

y tasó los tributos que los indios debían pagar; tasas que fueron rechazadas por los encomenderos, insistiendo en la retasa. Por fin, después de urgentes solicitudes para que se envíe un presidente para la Audiencia, llegó la noticia de que se nombró para tal oficio, al doctor Andrés Díaz Venero de Leyva. Su nombramiento se produjo a principios de 1563, es decir, trece años después de la muerte del primer presidente, el licenciado Mercado.

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Venero tomó residencia a Melchor Pérez de Arteaga, oidor con inclinaciones indigenistas. Lo envió con su proceso a España pese a haber sido nombrado oidor para la Audiencia de Quito; acción que luego fue desaprobada por el Consejo de Indias. Al oidor Juan López de Cepeda lo envió como visitador al norte, para inspeccionar Pamplona, Riohacha, Santa Marta y Cartagena y luego la provincia de Tunja; al licenciado Angulo de Castejón, a Tunja y a los pueblos cercanos a Santa Fe en sustitución del Gobierno de Venero de Leyva oidor Diego de Villafañe cuando murió. Pronto llegó desde España un nuevo oidor, Diego de a zozobra que reinaba en el Nuevo Reino Narváez, quien conservó su puesto hasta 1574, y los bandos que se habían formado en pro fecha en que fue nombrado oidor de la Audiencia o en contra de cualquier medida gubernamental, de Lima. se refleja en el hecho de que al presidente Venero Bien debido a la presión por parte de los de Leyva no sólo se le dieran amplias facultades encomenderos o bien por la importancia adquide que gozaba como presidente de la Audiencia, rida por la ciudad de Tunja, que con su ganadería sino también un explícito permiso de gobernar y agricultura permitió la conservación de buena sin necesidad de la aprobación de los oidores y parte de su población terrígena, Venero propuso la licencia de venir acompañado de un destaca- que la Audiencia sesionara seis meses en aquella mento de esclavos negros armados; prueba esto ciudad y seis en Santa Fe; petición que recibió último de la tensa situación que reinaba en Santa una buena acogida por parte de la Audiencia Fe. El presidente arribó a Cartagena en agosto pero que no prosperó en la Corte. de 1563 y en enero del año siguiente ya estaba Venero pudo constatar una notable merma en Santa Fe. Sus informes al Consejo de Indias patenti- de la población indígena, por lo cual apoyaba zan lo poco que logró España mediante leyes y el clamor de la vecindad para que se le permitiera provisiones. Venero se enfrentó a rencillas entre la introducción de esclavos negros, los cuales, los oidores con los principales vecinos. Constató declaraba, empleados en la minería, resguardael general incumplimiento de las leyes: las enco- rían la población indígena rural de su total animiendas en manos de unos pocos, irregularida- quilamiento. Sin embargo, cuando se descubriedes en el cobro de los tributos y los antiguos ron nuevas minas de plata en Chita, Zipaquirá conquistadores sin medios de subsistencia, con- (?) y otras nuevas en San Sebastián de la Plata, traviniendo las leyes que ordenaban que en el no vaciló en adherirse a la petición de permitir reparto de las encomiendas se prefieran los an- el empleo de indios en aquellas minas. Asimismo abogaba por el permiso general de buscar tiguos conquistadores. Se empleaban indios en oro en las sepulturas, bajo el pretexto de que las minas, se vendían encomiendas como si fue- quitándolo, a que los indios olvidasen ran mercancías, las cuentas de la Real Caja es- sus antiguasayudaría costumbres y se convirtieren a la taban atrasadas y las condenas no cobradas. religión católica. En la lista de los encomenderos que Venero Venero de Leyva admitía que la boga en ordenó confeccionar al licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, aparecen sólo pocos de los el Magdalena redujo los doce mil indios que antiguos conquistadores o sus herederos que tu- habitaban sus orillas, a mil doscientos indivivieron "bien de comer". La mayoría era consti- duos. Pero consideraba que sin ellos cesaría el tuida con gente nueva, que no participó en la tráfico sobre aquella vital vía fluvial, lo que conquista. Eran los "capitalistas" o allegados a impediría el progreso del Nuevo Reino. Admitía tal cual oidor o funcionario público. El poderío que se vendían los indios encomendados como social de la clase pudiente desafiaba las órdenes si fueran mercancías, pero confesaba no atrereales, situación que se ha afirmado a tal punto, verse a intervenir para no chocar con la poderosa que el propio presidente admitía no atreverse a clase de encomenderos. No en vano pedían los vecinos al Consejo de Indias para que se ampliaintervenir.

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sen las facultades de ese presidente tan condescendiente a sus intereses. Al fiscal García de Valverde, incómodo por sus continuas denuncias acerca de los desmanes de los españoles, le mandó Venero a visitar Cali y Popayán y tomar residencia al gobernador, Juan de Busto de Villegas. Cuando poco después Valverde renunció la protecturía de indios y fue nombrado oidor de la Audiencia de Quito, su indigenismo se esfumó. En la visita que hiciera en 1570 a las minas de Almaguer ya como oidor, impuso a los indios el servicio obligatorio y otras graves imposiciones, "teniendo respeto a la conservación y sustento de esta ciudad de Almaguer, vecinos y encomenderos de ella". Durante el gobierno de Venero de Leyva seguían expidiéndose inútilmente leyes protectoras a favor de los indios. Hacia 1565 se ordenó quitar a la Audiencia de Santa Fe la jurisdicción en asuntos indígenas, pasándola a los jueces ordinarios. Se mandó que las actas de pleitos sobre las encomiendas se ventilasen ante el Consejo de Indias, exclusivamente. Se retiró a los oidores la facultad de nombrar escribanos e inmiscuirse en asuntos concernientes a la Caja Real. A los vecinos se les limitó el tamaño y efectividad de las armas que era permitido llevar. Pero salvo las leyes que cercenaban la jurisdicción de los oidores, otras no se cumplían. La "superpoblación" del Nuevo Reino con conquistadores ociosos se manifestaba en simple bandolerismo en el campo, que afectó la libre circulación. Los "desesperados" sin tierras, encomiendas y oficios atentaban contra la seguridad social. El presidente aconsejaba darles una batida general. Otros preferían que se ampliase el permiso para nuevas conquistas. Se multiplicaron las peticiones en este sentido, bien para el descubrimiento del "Dorado" hacia el oriente o de las tierras situadas "entre dos ríos", el Cauca y el Magdalena. Pero aunque Venero no consideraba oportunas esas conquistas que se saldrían, como informaba al Consejo, con la muerte y destrucción de la población indígena, y que más conveniente fuera la prisión de los forajidos y su condenación a galeras o su expulsión a España, no se opuso a la presión de la soldadesca. Otorgaba generosamente encomiendas a los capitanes que con grupos de soldados recorrían el país, a quienes encomendaba indios a veces sin contarlos sino simplemente con el número redondo de bohíos sin proceder a un

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censo pormenorizado de la población. Fue durante su gobierno cuando fueron descubiertas las famosas minas de esmeraldas en la cercanía de la Trinidad de los Muzos, fundada en 1559 por Luis Lanchero. Debido a ese gobierno condescendiente de Venero de Leyva, no se produjeron en su época graves convulsiones sociales. Los problemas se tornaron personales: reyertas entre los oidores o entre los encomenderos por los límites territoriales de sus encomiendas o por el "señorío" de los indios que las ocupaban. La alarma sobre un nuevo levantamiento en Pasto se reveló como la de unos aventureros sin implicaciones políticas. Otro suceso se produjo en Tunja cuando, después del asesinato de Diego Fernández de Serpa por los indios de la Nueva Andalucía (oriente venezolano) una buena parte de la soldadesca se dirigió a Tunja siendo un elemento inquieto y perjudicial. Después de la oportuna intervención de Venero y el castigo de algunos, el resto de ese ejército se dispersó, unos hacia Venezuela y otros al Perú. Más agitado era el ambiente en las esferas eclesiásticas. Se produjeron serios roces y franca enemistad entre el clero regular y el secular e incluso entre los miembros de las mismas órdenes que se disputaban la doctrina de los pueblos indígenas. Pues todos querían situarse en pueblos "ricos", dejando sin doctrina a los demás. Una Real Cédula de 1565 dirigida a los provinciales de todas las órdenes insistía en que "dejen los bienes temporales", que no aceptasen mandas testamentarias, que no cobrasen sus servicios a los indígenas, etc. Pero era "letra muerta" para los frailes que consideraban poco menos que su feudo las tierras de América. Lo sucedido a fray Francisco de Olea, enviado desde España como visitador de la orden franciscana, ilustra el ambiente que reinaba entre los frailes. Fray Francisco llegó a la diócesis y escribe: "Castigué y reformé, poniendo a Dios delante mis ojos". Los frailes, proseguía, "sabían mejor el camino de las minas que el de las buenas conciencias". Intentó expulsar a algunos para España. Pero se rebelaron los frailes, lo depusieron violentamente y nombraron a otro en su lugar. Era fray Juan de Belmes quien a su vez se quejaba al Consejo de Indias de Venero de Leyva y de las autoridades civiles, acusándolos de impedir la obra de la conversión, de obstruir la labor de los frailes negando es vino y aceite para celebrar, de no brindarles

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apoyo en la construcción de sus monasterios, en la apertura de los caminos rurales y favoreciendo arbitrariamente a unos y perjudicando a otros. La noticia de haber sido nombrado (1571) fray Luis Zapata para el arzobispado de Santa Fe, indujo a los oidores de la Audiencia a dirigirle una larga carta en que pedían que antes de su partida definiera en el Consejo de Indias sus prerrogativas como arzobispo, el alcance de su jurisdicción en asuntos civiles y eclesiásticos, para dominar "la libertad y soltura de los frailes", pedían se definiera a quién correspondía la elección de los doctrineros para los pueblos, a quién incumbía el derecho de visitarlos. ¿Tenía el arzobispo derecho de expulsar a frailes díscolos? ¿Cuáles artículos eran libres del pago del diezmo? etc. Por su parte, el cabildo eclesiástico de Santa Fe instaba a fray Luis Zapata lograse del Consejo de Indias una disposición para que los provinciales de las órdenes religiosas delegasen al arzobispo el derecho de nombrar doctrineros para los pueblos indígenas, como sucedía, declaraban, en el Perú. Y ciertamente, pese a la ocupación de las tierras americanas que ya duraba más de ochenta años, España continuaba frente a sus colonias una política casuista, improvisada, mediante leyes y provisiones sueltas, causales, variables y no pocas veces contradictorias, sin ofrecer un cuerpo legislativo definitivo que abarcase todos los problemas que exigía la obra colonizadora. También Venero de Leyva escribió al arzobispo sobre "los escándalos, atrevimientos y entredichos" que ocasionaban los religiosos, escandalizando la vecindad. Informaba que los eclesiásticos crían caballos y tienen granjerias "y todos los aprovechamientos que pueden". Asimismo, se quejaba de su negligencia en erigir conventos y observar la clausura. Se comprenden los ataques a que fue expuesto Venero por parte de las órdenes religiosas durante su gobierno. Le tocó a Venero presenciar el regreso a Santa Fe, en marzo de 1573, del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, después de su fracasada expedición al "Dorado". Solicitada por el licenciado durante varios años e inútilmente la capitulación de tal jornada, la logró en 1569. De ella regresaba desbaratado con cincuenta sobrevivientes de los 300 que lo habían acompañado y con 30 indios de los 1.500 que había llevado entre indios y mestizos. Este fracaso

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señaló el comienzo del definitivo declive moral y económico de nuestro licenciado. Encargado luego de la pacificación de los indios de Gualí, fundó la ciudad minera de Santa Agueda y murió atacado de la lepra en Mariquita, el 16 de febrero de 1579. En abril de 1573 recibió Venero la noticia de que desde España le llegaba un sustituto. Iba a ser remplazado ya en el año anterior por el licenciado Gedeón de Hinojosa del Consejo de Indias, quien declinó el nombramiento. El sustituto fue el antiguo oidor, licenciado Francisco Briceño, quien llegó a Santa Fe en marzo de 1574. Fue encargado de tomar residencia a Venero y a sus dos compañeros, los oidores Juan López de Cepeda y Angulo de Castejón. Había llegado también un nuevo oidor, el licenciado Francisco de Auncibay y Bohorquez, rector del colegio de la Universidad de Sevilla. El presidente saliente, convencido de haber gobernado rectamente el Nuevo Reino y de haber, como declaraba en su carta al Consejo de Indias, otorgado 300 encomiendas y haber favorecido la fundación de 5 pueblos mediante sus enviados, esperaba su juicio de residencia benévolo. En su carta al Rey aconsejaba tres cosas basadas en su experiencia: que las licencias de la conquista y población se diesen con parsimonia por sus graves consecuencias para la población indígena; que al tomar cuentas a los oficiales reales, se les embargase preventivamente sus bienes, para que respondan en las residencias; que se impidiera que los frailes, cuyos gastos de transporte y sostenimiento sufragaba la Corona, vivan con "escándalo y libertad" vuelven luego a España "con mucho dinero de ciento en ciento, sin hacer fruto ninguno sino criando caballos y perros de caza, teniendo granjerias y aprovechamiento que no es decente decirse". Pero se había equivocado. El nuevo presidente, Francisco Briceño, tomó residencia a los dos antiguos oidores, sin encontrar culpas graves. López de Cepeda fue nombrado alcalde de crimen en el virreynato del Perú. Angulo de Castejón murió en Cali antes de embarcarse a su nuevo destino. No así le sucedió a Venero de Leyva. Más de un año duró su juicio de residencia, aunque para ello fueron designados sólo 50 días. En febrero de 1575 estaba todavía en Santa Fe quejándose amargamente de la residencia en que el fiscal, Alonso de la Torre, tomaba testigos "delincuentes y revoltosos",

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siendo "ignorante e incapaz". Enumeraba las calumnias y los testigos falsos que deponían en el juicio, se quejaba de que la residencia ya le había costado $ 8.000 pesos, por lo cual estaba arruinado. Esperaba del Rey justicia, "porque de otra manera no hay quién pueda servir a Vuestra Alteza en estas partes". Poco después bajó a Cartagena para embarcarse con su proceso a España. Un documento de 1579 en el que pide a la Corona alguna asignación demuestra su ruina y desesperación. La diversificación de la economía del Nuevo Reino, minera y agrícola, tuvo como consecuencia la separación político-administrativa de la parte central del Nuevo Reino, rica en minas, de la gobernación de Popayán, de la cual aquella formaba parte. Ya en 1562 la pidieron los pueblos mineros de Santa Fe de Antioquia, Caramanta, Anserma y Cartago. Tal separación fue concedida unos años más tarde, siendo su primer gobernador, Andrés de Valdivia. Tuvo, como hemos señalado, desaveniencias con el gobernador de Cartagena, Francisco Bahamonde de Lugo, por cuestión de límites de ambas gobernaciones en la costa atlántica. Y lo mismo sucedió con el gobernador de Popayán, Gerónimo de Silva, opuesto a la separación. Valdivia encontró seria resistencia de la población indígena de su gobernación y tuvo que retirarse a Santa Fe de Antioquia desde donde pedía auxilio de la Audiencia. Murió luego en manos de los indios. Pero bajo el largo gobierno de Gaspar de Rodas (1578-1597), la gobernación de Antioquia no sólo conservó su puesto de ser principal centro minero, sino también de las exploraciones del Chocó y de las tierras que se extendían al norte hacia las costas del Atlántico. Los ríos Atrato, el Cauca y en cierto grado el Magdalena, fueron sus vías naturales del acceso al mar. La gobernación de Antioquia alejada del bullicioso Perú y del anárquico gobierno central en Santa Fe, llevó una vida más sosegada que el resto del Nuevo Reino. Sus indios organizados políticamente en "behetrías" sin un fuerte poder central de los cacicazgos y a veces enemigos entre sí, disputándose los lugares de caza y pesca, fueron pronto exterminados hasta tal punto que, según informe de un eclesiástico fechado en 1598, la población indígena había prácticamente desaparecido y las minas de oro se beneficiaban casi exclusivamente con esclavos negros. Antioquia, Arma, Cáceres, Zara-

goza y Los Remedios contaban en conjunto cuarenta indios encomendados. La privilegiada topografía y el clima benévolo de gran parte del territorio a más de la facilidad de la introducción de negros por los puertos del Atlántico, produjo un gobierno menos problemático. Su capital, Santa Fe de Antioquia, alejada de la capital "oficial" que era Santa Fe de Bogotá, favoreció un aislamiento que alejó la provincia de la bulliciosa historia de las demás partes del Nuevo Reino. El ocaso de Santa Marta

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espués de los sucesos originados por Jerónimo Lebrón en su viaje a Santa Fe y su querella contra los hermanos Jiménez, Santa Marta dejó de ser un hito importante en la historia del Nuevo Reino. Su vecindad trató sin éxito a desviar el interés del gobierno, que se dirigía a la vecina Cartagena. Varios años quedó sin un gobernador señalado, hasta que en 1560 fue nombrado para el dicho oficio Juan de Manjarrez. Este no logró detener la decadencia de la gobernación. Fundó nuevamente La Ramada y un pueblo, Pacarabuey, entre los indómitos chimila, abandonado poco después por la hostilidad de los indios. Muerto Manjarrez en 1563, le sucedió el capitán Martín de las Alas, un militar a quien se encareció la defensa de la gobernación no sólo de los indios, sino de los piratas ingleses y franceses que tenían en zozobra la gobernación. Sin lograr su propósito, fue nombrado gobernador de Cartagena, dejando provisionalmente el gobierno de manos de un teniente Diego de Santillán. No tuvo mejor suerte el gobernador siguiente, Luis de Rojas, quien llegó desde España en 1572. Apoyado a veces por el gobierno de Cartagena y otras veces abandonado a su suerte, no logró pacificar los indígenas de su gobernación. Varias veces trató de establecer una fortaleza en Bonda, que desbarataban los indios. A veces fue socorrido por las flotas armadas que se dirigían a Cartagena pero la decadencia de la gobernación no le permitía pagar los soldados cuando allí los dejaba la flota. La situación económica de Santa Marta fue tan precaria que los principales vecinos se ausentaban, instalándose en Cartagena de lo cual Rojas se quejaba sin éxito al Consejo de Indias. Inútilmente pedía el gobernador que la "rica" Riohacha con su pesquería de perlas, depen-

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diente de la Audiencia de Santo Domingo, fuese agregada a su gobernación. Denunciaba a los vecinos de comerciar con los "piratas", adquiriendo de ellos artículos sin pagar los derechos. Ni la instancia del cabildo sobre la antigüedad de la ciudad y su lealtad al Rey conmovían la Corona. Para combatir la indiferencia de España hacia Santa Marta que ya había jugado su rol en la historia colonial, señalaba el peligro que para él Nuevo Reino sería la ocupación de la ciudad porteña por los enemigos. Inútilmente pedía el envío de plomo, pólvora, mechas, arcabuces, lombardas y el permiso de alistar gentes en Cartagena y Santa Fe para la defensa de la ciudad. De la fortaleza que aspiraba a construir, existe un plano en el Archivo General de Indias. Cuando a fines de 1573 el electo presidente de la Audiencia de Santa Fe, licenciado Francisco Briceño, visitó Santa Marta, tampoco se logró un apoyo, ni fondos para pagar seis soldados que defendían la fortaleza. Todo k) contrario, el gobernador Rojas tuvo que viajar a Santa Fe para defenderse de las acusaciones de los pocos vecinos que todavía moraban en la gobernación y quienes, como de costumbre, le hacían responsable de todas sus dificultades. Incluso lograron el envío contra él de un juez de residencia, Juan Díaz de Martos, y pedían su relevo. Como ya era costumbre, el mencionado juez elevó contra Rojas graves cargos y condenas, de los cuales el gobernador se quejaba amargamente. Un alivio pasajero produjo un navio encallado en la playa cuya carga, de acuerdo con el uso de la época, pertenecía a la vecindad del puerto. Pero los aprovechados fueron los comerciantes de la vecina Cartagena, que acudieron para comprar las mercancías. La situación económica de Santa Marta fue tan precaria que ya desde 1574 el sueldo del gobernador fue situado en la caja de la "rica" Riohacha, cuyo sustento ofrecía la pesca de las perlas. En agosto de 1576, Luis de Rojas fue destituido por el nuevo gobernador, Lope de Orozco. Y así, declaraba Rojas "... se acabará esta peregrinación... en que he padecido muchos trabajos con los naturales de la tierra y con los enemigos franceses e ingleses por el mar". En septiembre de aquel año llegó desde España Lope de Orozco. Trajo consigo un numeroso grupo de españoles, 200 hombres entre casados, con sus mujeres, niños y los demás

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solteros, con el propósito de detener la decadencia de la gobernación. No pudo desembarcar en Santa Marta pues el puerto no ofrecía suficientes mantenimientos para los nuevos inmigrantes. Se dirigió a la Nueva Salamanca de la Ramada, situada más al oriente, que ofrecía mejores posibilidades de sustento, con su ganado y maíz. Orozco tomó residencia a Luis de Rojas, cuya documentación envió junto con el reo a España. Una parte de su hueste la envió a La Ramada y otra al Valledupar donde existían pequeños núcleos de pocos vecinos, porque, como se quejaban, Miguel de Castellanos encargado de la pesca de perlas en Riohacha, extraía indios de las tierras que ocupaban. Compró ganado para el sustento de la población y despachó destacamentos al mando de los capitanes al interior de su gobernación. Mandó abandonar la fortaleza en Bonda cuyos pocos soldados se mantenían mediante asaltos a los indios de la región. Sus esfuerzos de fundar pueblos entre los chimilas, Gente Blanca, Tairona y Valle de San Sebastián, fallaron "por lo que Nuestro Señor sabe, no se han podido sustentar"; aunque el obispo de Cartagena, fray Dionisio de Sanchis, sí indica la verdadera razón de no poder sustentarse el ejército cuando informaba al Consejo que algunos destacamentos enviados por Orozco, "con escándalo robaron cincuenta casas de indios y los llevaron todos para que les lleven cargas a la guerra". Asimismo, intentó fundar un pueblo en Cabo de la Vela, éste, según informes, a pedimento de los indios que se agraviaban de tener que acudir a las labranzas alejadas hasta treinta leguas de sus moradas. Ante la abundancia de "palenques" que formaron los esclavos negros huidos, y siguiendo las órdenes reales desde España, trató de convenir con el gobernador de Caracas para organizar una batida general contra esos "cimarrones", establecidos en las faldas de la Sierra Nevada, tanto por la parte de Riohacha como por la de Valledupar. Asimismo, inútilmente trató de fundar un pueblo entre los chimilas y otro, en Maicuirá, en Bahía Honda, que todos desaparecían en corto tiempo. Orozco logró cierta paz, aunque inconstante, en su gobernación. En febrero de 1579, visitó Tamalameque, donde procedió a una minuciosa información sobre aquella provincia, de acuerdo con la orden del presidente del Consejo de Indias, Juan de Obando, cuando mandó reunir tales informaciones en todas las posesiones españolas en América.

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Después de Lope de Orozco, la gobernación de Santa Marta quedó acéfala por casi quince años y la antigua ciudad perdió su importancia. En 1582 sucedió un general levantamiento de los indios. Destruyeron los hatos de ganado, mataron indios y esclavos negros y también algunos españoles. Asimismo, atacaron Riohacha abandonada por los cristianos, que pidieron socorro a Santa Marta y ésta a Cartagena. La reacción fue la acostumbrada: un destacamento de soldados apoyado por los cartageneros, desbarató a los indios, matando, quemando, sus casas, destruyendo los jagüeyes y haciendo estragos en sus pueblos. El gobernador de Cartagena, Pedro Fernández de Busto aprovechó ese suceso para pedir que Riohacha se integrase a la gobernación de Santa Marta, lo que se efectuó unos años más tarde. Se concluyó una frágil paz y se volvieron a levantar los ranchos de los españoles, y, como siempre, se elaboraron peticiones al Consejo de Indias solicitando armas y apoyo. Pero la gobernación seguía en declive. Al obispo Juan Méndez, nombrado en 1574, le siguió fray Sebastián de Ocando nombrado en 1578, quien ya no moraba en Santa Marta sino en Riohacha, dedicado a la pesca de perlas con indios y esclavos. El fraude de los derechos reales y el comercio con los piratas era ya tan arraigado, que un informe al Consejo de 1588 señala que en la región corrían, sin pagar los derechos reales, perlas como moneda, cuyo valor se elevaba a más de 20.000 pesos oro. En 1591 el capitán Pedro de Cárcamo fundó, en nombre del gobernador de Santa Marta, la ciudad de Nueva Sevilla, de poca duración. En mayo de 1595 el Consejo de Indias sometió al Rey una petición de Riohacha. El puerto fue nuevamente destruido por los piratas que se llevaron no sólo perlas sino también los esclavos negros ocupados en la pesquería. Se concedió a los habitantes varias mercedes: libertad por diez años del pago del quinto real y del almojarifazgo sobre las perlas, se prometió la reconstrucción, por cuenta de la Corona de la Iglesia y un préstamo de mil pesos. Luego se rebajaron a los vecinos los derechos de importación al dos y medio por ciento y se les concedió la libertad de derechos sobre los artículos de consumo. Asimismo, se rebajó al veinteavo el impuesto sobre oro de minas (en vez del quinto) y una prórroga de las condenaciones en que habían incurrido en el pasado. Para favorecer

el repoblamiento tanto de Santa Marta como de Riohacha se les otorgaron otras franquicias: un transporte gratuito desde España de cien familias, cifra luego aumentada a 150; libertad de almojarifazgo por 20 años de todo lo que introdujeran de efectos de uso personal, los dos novenos por diez años y un préstamo de 10.000 pesos para los inmigrantes. En octubre del mismo año, Santa Marta y Riohacha sufren nuevamente un ataque de los indios de la región. Se informa al Consejo que ambas ciudades están "alteradas con guerras con los naturales", que están casi despobladas y cesó la pesquería de las perlas. Un nuevo gobernador, el licenciado Manzo de Contreras, tuvo un éxito pasajero contra los indios, y los dominicos pidieron apoyo financiero de la Corona para erigir nuevamente su convento que había sido destruido por los piratas. A Manzo de Contreras siguió en 1599 como gobernador Juan Giral, con la orden de tomar residencia al gobernador pasado. La gobernación de Santa Marta no logró recuperar la posición clave que jugó en las primeras décadas de la conquista. El puerto de Cartagena

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a que siguió progresando fue Cartagena, alejada de los bulliciosos sucesos que sucedían en el interior del Nuevo Reino. A la muerte de Pedro de Heredia, la gobernación quedó acéfala por unos años hasta la llegada del nuevo gobernador, Juan de Bustos de Villegas (1557), preocupado ante todo por fortalecer las defensas del puerto, el cual por su situación geográfica privilegiada y como vía cómoda de penetración al interior del país, adquirió un sobresaliente puesto en el Caribe. Hacia aquella época comenzaron las flotas regulares entre España y los puertos de Cartagena y de Veracruz en México. Se establecieron dos flotas anuales protegidas por buques de guerra para la defensa de los continuos ataques de piratas y corsarios franceses e ingleses. Las islas Canarias servían de depósito para el abastecimiento de las flotas y almacén de las mercancías de exportación. Cartagena se convirtió en una escala obligatoria para la flota que debía serví el Nuevo Reino y los territorios adyacentes, aunque los navíos proseguían hasta el Nombre Dios, para recoger allí el oro que llegaba a Panamá desde el Perú y de los demás puertos del Pacífico. Por supuesto, tales flotas que, teórica-

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mente, deberían llegar dos veces al año, carecían de regularidad, bien por las intermitentes guerras de España con Francia e Inglaterra y también por la irregularidad de la llegada del oro tanto del Perú como del interior del Nuevo Reino de Granada para enviarlo a España. En 1554 Juan de Bustos fue nombrado gobernador de Panamá, siendo encargado, interinamente, el licenciado Antonio de Salazar, mientras llegaba un nuevo gobernador, Antonio de Avalos (Dávalos). La vecindad orgullosa de ser el puerto principal de la entrada al Nuevo Reino, pidió al Consejo de Indias la ampliación de los poderes jurisdiccionales del gobernador, dejándole plena autonomía para la concesión de encomiendas, sin la intervención de la Audiencia de Santa Fe. En otra petición solicitaba estar sujeta a la gobernación de Panamá, por quedar más cerca y de fácil acceso; peticiones rechazadas por la Corona. Ya que el puerto controlaba la entrada al Reino, Cartagena quiso extender su comercio hasta el Perú, sin necesidad de pasar por Panamá. A tal ambición se deben dos capitulaciones con la Corona: la de Jorge Quitanilla en 1564 y la posterior de Juan de Villorio y Avila en 1574. Ambas proyectaban como vías los cauces de los ríos Atrato que desembocaba en el Atlántico y de San Juan, que vertía sus aguas en el Pacífico. Sus nacimientos se acercaban tanto que durante toda la época colonial existía un "arrastradero", por el cual las canoas se arrastraban de un río al otro, hecho que probablemente conocían ambos capitulantes. Pero pese a muy generosas capitulaciones, estas nunca fueron realizadas. Gozando del amplio "hinterland" y de una posición clave en el norte del continente, Cartagena siguió progresando. Desde 1567, el gobierno militar del capitán Martín de las Alas se preocupó por dotar el puerto de artillería y de una flota armada para ahuyentar los continuos asaltos de los piratas a las costas de la gobernación. Durante su gobierno, el teniente Juan de Junco trató de imponer en Mompox las minuciosas ordenanzas expedidas por la Real Audiencia en 1568 con el fin de proteger los indios de su aniquilamiento, ya que las antiguas de 1562 no se cumplían (como tampoco se cumplió la última). Le sucedió en la gobernación (1571) Francisco Bahamonde de Lugo, oidor que fue de Puerto Rico, a quien se le dieron los más amplios

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poderes, y quien, buen conocedor de los problemas del Caribe recorrido por piratas, bucaneros, franceses e ingleses, gozaba de plena confianza en la Corte. La falta de una eficaz protección del puerto mediante una fortaleza, la necesidad de resguardarlo con una armada que recorriera constantemente la costa, evitar los fraudes de los derechos que cometían los importadores, el floreciente contrabando y las incursiones de piratas, quienes no sólo atacaban Santa Marta y Riohacha sino también el Tolú, fueron los principales temas de sus cartas al Consejo de Indias. Asimismo, se preocupaba por la constante merma de la población indígena. Con sus "ordenanzas" trató de protegerla de la explotación a que estaba sujeta por los encomenderos que vivían en las ciudades, mientras que sus administradores, los "calpixques", gobernaban las encomiendas como sus feudos, con contratos que les otorgaban a veces 50% de la producción de la hacienda. Las pocas encomiendas que eran de la Corona, las había encontrado Bahamonde tan explotadas por los oficiales reales, que ningún provecho aportaban a la Corona, por lo cual aconsejaba su arriendo en pública subasta. También él consideraba la boga del Magdalena mortífera para los indios y solicitaba para ello la importación de esclavos negros. Su inclinación indigenista le atrajo una franca enemistad de los vecinos que no tardaron en quejarse al Consejo de Indias. En su informe fechado en 1573 el visitador enviado por la Real Audiencia, licenciado Juan López de Cepeda, informaba sobre el constante progreso de Cartagena. Cepeda había ido a Pamplona, donde la vecindad, por falta de una casa de fundición, empleaba como moneda oro en polvo, sin pagar los derechos reales; oro que luego salía del país para pagar las mercancías que se adquirían de contrabando de los buques extranjeros que llegaban al puerto. El empleo de los indios en las minas era general, lo que el visitador denunció a España. Visitó también la gobernación de Santa Marta, cuyas tierras ya estaban en parte ocupadas por la agricultura y la ganadería, pero denunciaba también aquí la explotación de los indios "aculturados". A su llegada a Cartagena encontró construido un nuevo muelle y el agua potable corría por una asequia desde Turbaco. La élite de la ciudad la constituían trece encomenderos que se turnaban en la administración municipal. El resto de la población la constituían viajeros.

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comerciantes, empleados e inmigrantes, y no pocos portugueses. A indicación del visitador se ordenó posteriormente que los portugueses abandonasen el puerto, salvo los casados y los de más de diez años de vecindad. Asimismo, ordenó el Consejo que no se impidiera establecerse en Cartagena a españoles provenientes de Santa Fe y de Santa Marta, debido a la oposición a ello de los ya establecidos en Cartagena. En vista de que existía ya una apreciable cantidad de esclavos negros, Cepeda aconsejaba monopolizar su importación, sin dejarla en manos de los comerciantes, que artificiosamente subían los precios. Asimismo, ante la merma de la población indígena, aconsejaba traer indios caribes desde la Dominica y Guadalupe. Entre Bahamonde de Lugo y el gobernador de Antioquia, Andrés Valdivia, se produjeron serios roces, pues el último trataba de incorporar Urabá en su gobernación. En octubre de 1573 viajó Bahamonde a Santa Fe para lograr un arreglo con ese vecino. La Audiencia confirmó la pertenencia a la gobernación de Cartagena de las tierras que se extendían hasta las márgenes derechas del Darién. Como generalmente sucedía en los casos en que la autoridad no se doblegaba a los intereses de la clase pudiente de la sociedad, la vecindad de Cartagena se dividió en dos bandos. Informes contradictorios llegaban al Consejo en su mayoría hostiles al gobernador, incluyendo los enviados por parte de los eclesiásticos. Pues Bahamonde de Lugo, ya fuera por sus experiencias en Puertorrico, donde la población indígena había sido exterminada, o porque quiso conservarla en su gobernación, no se doblegaba -aunque sólo con tímidas ordenanzas protectoras- a los intereses de la alta clase de los españoles que formaban un poderoso grupo de presión, ni a los de los eclesiásticos quienes, en ausencia de Simancas, obispo y protector de indios, no tenían quién frenase sus ambiciones. Durante su gobierno Bahamonde de Lugo tomó residencia a los anteriores gobernadores de Santa Marta, Martín de las Alas y Pedro Fernández de Busto y Villegas. Tomó cuentas de la Caja Real encontrándola desarreglada y sin oficial, porque había muerto. Encontró que los marineros de las flotas traían y vendían mercancías sin pagar los derechos de almojarifazgo, ni los oficiales guardaban las tarifas impuestas a la importación. Pedía una vigilancia más eficaz de las costas y galeras armadas que pudieran

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recorrerlas desde la desembocadura del Darién hasta Nicaragua. El cuadro que en sus cartas pintaba de la ciudad de Cartagena no era nada halagador. Era una plaza, declaraba, "donde vienen a parar todos los excesos y pecados de Castilla". Sus pobladores son "amancebados, fuleros, usureros logreros". "Los frailes son escandalosos, sueltos y libres y deshonestos". No parece que Bahamonde se hizo amedrentar por las denuncias a la Corte que contra él elevaban continuamente los vecinos y los religiosos. A mediados de 1574 el cabildo eclesiástico lo denunció al Consejo "por los trabajos y persecuciones que esta iglesia y ministros de ella han padecido y padecen, después de la llegada del gobernador". Lo acusaban de irrespeto, de que interceptaba los informes que se enviaban a la Audiencia, que se quejaba de ellos al arzobispo de Santa Fe, fray Luis Zapata, a sabiendas que era su enemigo porque se habían negado pagarle la "cuarta general" acumulada y vacante por ausencia del obispo Simancas. Protestaban contra la orden dada por Bahamonde de Lugo, de poner preso al tesorero de la iglesia, el bachiller Juan Fernández. Sostenían que ningún escribano se atrevía recibir testimonios adversos al gobernador, quien además influía y amenazaba a los testigos. En junio de 1575 llegó a Cartagena como obispo fray Dionisio de Santis O. P., quien logró apaciguar los ánimos de los eclesiásticos. Pero ese obispo se reveló como un franco seguidor de las ideas lascasianas. Reprochaba al arzobispo Zapata quien "se dio mucha prisa" de ordenar religiosos ineptos e inconstantes quienes no moraban en su destino, abandonando Cartagena a la primera oportunidad. Denunciaba la "insaciable codicia de los encomenderos... sirviéndose de ellos -los indios- de balde". Criticaba a los administradores de las encomiendas por su crueldad, sin permitir que los indios, hombres libres, trabajasen en las haciendas de su agrado. Se lamentaba que de los 25.000 indios que hubo a tiempo de la fundación de Cartagena, sólo quedaban 2.500 y se indignaba que, pese a los graves delitos que continuamente cometían los encomenderos, estaban para las Pascuas, "confesados y comulgados". Abogaba por una tasa de tributos en maíz o mantas y no en trabajo. Y como si fuera otro Las Casas, elevaba una duda: si en América, donada por el papa Alejandro VI a España para la conversión de los

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indios a la religión cristiana, no se les proporcionaba sacerdotes para su conversión ¿es válida tal donación? El obispo es autor de un extenso catecismo que envió al presidente del Consejo de Indias, Juan de Obando. No tardó en llegar desde España una carta de reconvención a ese obispo demasiado indigenista. La contesta el 15 de noviembre de 1575 a Juan de Obando, relatando hechos concretos que confirman la inhumana explotación de la población indígena y pidiendo "una regla y orden por donde la honra de Dios se ampare y los pecados sean castigados". Esta, declaraba, "guardará sin poner pie fuera de ella". En cartas posteriores no sólo prosigue en sus denuncias sino se preocupa también por asuntos generales. Pide que se funde en Cartagena una casa de moneda, por lo defectuosa que era la que de plata estaba en circulación, proveniente indudablemente, de los navios que llegaban al puerto. Informaba que la costa estaba siendo atacada de continuo por piratas y navios franceses, por lo cual aconsejaba el descargo en Cartagena de todos los buques llegados desde España, sin llevar las mercancías hasta Nombre de Dios, puerto con un clima húmedo, insalubre, que exigía anualmente muchas víctimas entre negros, indios y blancos. Pedía para el tráfico costero no galeones que no pudiendo fondear cerca de la costa, exigían un descargo en un mar abierto, sino galeras que pudiera arrimar a las playas, con lo cual se evitarían pérdidas y peligros del mar y se ahorrarían vidas en la boga con los indios. Asimismo consideraba injusto que en la construcción de la catedral, que estaba en proceso, aportasen los indios la tercera parte como prescribían las leyes, por su extensa pobreza. Este obispo muere a fines de 1577 cuando ya gobernaba Cartagena Pedro Fernández de Busto. En junio de 1579 llegaba un nuevo obispo, fray Juan de Montalvo. Y una vez más tiene que sufrir la vecindad de Cartagena graves denuncias al Consejo, de ese "hombre belicoso que se preció más soldado que no de obispo". Este obispo denuncia que en Cartagena "ni se teme a Dios ni a las cédulas de Vuestra Majestad, ni Vuestra Majestad es obedecida, ni la iglesia ni sus ministros son respetados". Denuncia "corrupción y vicios" de los españoles. No se respeta al Patronato Real, ni los encomenderos, admiten religiosos que él señalaba para las doctrinas sino que ellos lo eligen. Informa que

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en la visita que hiciera pudo observar que a la doctrina asistían sólo mujeres y niños, pues los hombres trabajaban en el campo o en la boga del río, lejos de cualquier doctrina. A pesar de ser fraile, abogaba porque en tas doctrinas se emplease al clero secular y no regular, por las malas costumbres de los frailes que pudo observar. Este obispo muere en octubre de 1586 y tres años más tarde, cuando en Cartagena ya gobernaba Pedro de Ludeña, llegaba al puerto un nuevo obispo, fray Antonio de Hervías, anteriormente obispo de Verapaz en México. Y una vez más llueven quejas contra los vecinos. Es cierto, escribía el obispo, que los diezmos que se pagaban en la floreciente ciudad cubrían los gastos eclesiásticos, pero ni se construye la iglesia ni se ofrece a los indios la doctrina. El obispo describe el deplorable estado del puerto, de los navios sin remos, el ejército sin municiones, soldados que huyen porque no se les pagan sus sueldos. Indica que en el próximo ataque a la ciudad, los enemigos la destruirán de una manera definitiva. Muy lúgubre se presenta la situación de los indios en la visita que hiciera en mayo de 1591. El obispo se quejaba de los crecidos tributos que impuso el presidente, doctor González, cuando visitó la ciudad, imponiéndolos tan excesivos que acabarán sin remedio con el resto de la población indígena; máxime porque los encomenderos vivían entre ellos y no respetaban las críticas de los eclesiásticos. Fue este obispo quién pidió la fundación de un seminario en Cartagena, "porque hay mozos que podían emplearse en el ejercicio de las tierras y virtud". El último obispo del siglo XVI fue el augustino fray Juan de Ladrada, ya integrado a lo que se llamó la "modorra" colonial y quien ocupó la silla hasta 1613. En octubre de 1575 había llegado como gobernador, Pedro Fernández de Busto, después de haber residenciado a Pedro de Agreda, gobernador de Popayán. La residencia de que fue encargado contra Bahamonde de Lugo, gobernador anterior, se vio frustrada, porque éste murió en el mismo año. Bajo el gobierno de Busto, Cartagena y su puerto progresaron notablemente. Fray Pedro Mártir, de paso por la ciudad en 1580, consideraba que el puerto de Cartagena y no el de Panamá debería ser el punto final de las flotas anuales, debido a su privilegiada situación. Asimismo abogaba ante el Consejo de Indias que

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fuera este puerto el mercado central de la importación de esclavos negros, traídos del Cabo Verde donde, según el fraile, los precios eran más ventajosos que en otras partes de África. En 1585 el gobernador escribía que "esta república va en grandísimo crecimiento". Sólo se quejaba de la irregularidad de la llegada de las flotas desde España, pues afectaba el mercado y ocasionaba grandes fluctuaciones en los precios. En esta ocasión la flota llevaba 2.600.000 pesos oro para la Caja Real y cerca de tres millones que enviaban los particulares. Por el mes de marzo de 1586, Cartagena fue víctima de un ataque del famoso pirata, Francisco Drake, quien destruyó una buena parte de la ciudad, cobrando además, una crecida suma como rescate. Fue también el último acontecimiento durante el gobierno de Busto, pues ya en febrero del mismo año fue nombrado desde Madrid un nuevo gobernador, Pedro de Ludeña, quien al recibir noticias del infausto suceso, solicitó gente, armamento, artillería, pólvora y municiones. A su llegada ya habían abandonado Cartagena unas 40 familias y el puerto estaba en peligro de despoblarse. Pidió al Rey una masiva introducción de negros y comenzó las necesarias reparaciones de la semidestruida población. Ciertamente, ya en 1587 la Corona contrató la importación de esclavos africanos desde Guinea, Cabo Verde y Angola con una compañía particular. En octubre de 1592 fue nombrado Pedro de Acuña para el cargo de gobernador de Cartagena. De las actas de la visita a Cartagena hecha en julio de 1594 por Luis Tello de Erazo, oidor de la Audiencia de Santa Fe, sabemos que, aprovechándose de aquel insuceso, muchos esclavos habían sido importados a Cartagena fraudulentamente, sin licencia o con licencias de esclavos ya difuntos, y sin pagar los derechos de importación. Para remediar tal situación, el visitador propuso que todos los dueños de esclavos pagasen diez pesos por cada uno, marcando de nuevo a todos, independientemente si estuvieren ya marcados o no. Se concedió además, un plazo para el pago de los derechos de importación de los que no tuvieran la marca. En noviembre de 1595 el Consejo de Indias presentó al Rey nuevas peticiones de los vecinos del puerto, quienes seguían persistiendo en su pobreza. Pedían en préstamo las 2/3 partes de penas de cámara. Insistían sobre la falta de ganado vacuno, teniendo que importarlo desde

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Santa Fe o de Panamá. Ciertamente, a comerciantes e importadores poco les interesaba la ganadería y agricultura. Pedían se les concediera por 4 años un préstamo de los dineros retenidos en Cartagena; por la continua irregularidad de las flotas debido a los corsarios. El Consejo insinúa un préstamo de 20.000 ducados, dando fiadores. En julio de 1596, pasó por Cartagena el doctor Francisco de Sande quien viajaba a Santa Fe, para ocupar la silla del presidente de la Audiencia. Había sido anteriormente presidente de Guatemala. En su carta al Consejo de Indias informaba sobre la fortaleza que se estaba construyendo y la notoria falta de armamentos. Comunicaba que la ruta de los corsarios eran las islas de Barlovento, Santa Marta, Honduras y Yucatán, y "que si en una parte no hallan qué robar, en otra hallan". Consideraba que los puertos de Santa Marta y Riohacha debieran ser dotados de fortalezas. En octubre de 1598, la ciudad seguía pidiendo armas, artillería, municiones, etc. Al margen de la petición hay una que dice: "Véase en el Consejo por dónde se podrá pagar esto allá y avíseseme de ello". Ciertamente, en España seguía la crónica escasez de fondos. Por aquella época se produjo un notable avance en la navegación del Magdalena, cuando en 1597 el capitán Martín Camacho subió el río hasta Honda con un barco a vela, tripulado por negros y blancos, ya que los indígenas de la orilla habían prácticamente desaparecido. Poco después recorrían fragatas el río. A veces bajaban indios de las montañas para atacar a los navegantes. Fray Alberto Pedrero avisaba al Rey de ese peligro, acrecentado por la cantidad de negros que se empleaban cada vez más y que eran más "animosos" que los indios. Proponía que el tráfico se haga con fragatas por el río del Oro o Lebrija y luego por tierra a Pamplona, Vélez, Villa de Leyva y Tunja. El ocaso de la conquista

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oco sociego le esperaba al anciano presidente, Francisco Briceño, cuando a fines de 1573 llegó a Santa Fe. Los dos oidores, Diego de Narváez y Bahamonde de Lugo, debido a su juventud e inexperiencia y a la enemistad por asuntos personales no colaboraban. Briceño encontró pendientes las actas de apelación que elevó el cabildo de Cartagena contra las condenas impuestas por el oidor Diego de Narváez a

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la vecindad, cuando visitó la ciudad porteña. Estaban también apeladas al Consejo de Indias todas las residencias pasadas: la que tomó el licenciado Angulo a los vecinos de Popayán y a los de Tunja; las que tomó el licenciado Cepeda en Cartagena y otra en la provincia de Tunja. En estado de apelación se encontraban las actas de la visita que hiciera el licenciado Villafañe a Santa Fe y su provincia y otra a la Tierra Caliente (sector del río Magdalena). Las actas de estas residencias ocupaban ya 4.147 folios cuando Briceño resolvió enviarlas a España pidiendo que, "aunque en ellas hay algunas culpas contra los encomenderos", se tratase benignamente a los reos. Varios problemas se le presentaron a Briceño: la afluencia de los indios a las ciudades en busca de subsistencia era ya tan crecida que tanto en Santa Fe como en Tunja y en Vélez, se trató de concentrarlos en barrios aparte. El problema de los límites jurisdiccionales entre los poderes civil y eclesiástico, seguía sin solución. La Audiencia se opuso a que obispos y arzobispos ejercieran poderes inquisitoriales y que se impusieran diezmos a los artículos que antes no lo pagaban, como eran las mantas y la leña. Consideraba perjudicial el nombramiento de "oficiales —manuales- y advenedizos" para curas, acusaba a los frailes de estorbar la inspección de su bienes y protestaba contra el continuo envío de sus procuradores a la Corte de España. A fines de 1575 murió el anciano presidente y la Audiencia quedó acéfala por más de tres años, pues sólo a mediados de 1579 llegó desde España para ocupar la presidencia, el licenciado Lope Díez de Armendáriz, anteriormente presidente de la Audiencia de Charcas. Nuevos oidores llegaron a Santa Fe: el doctor Luis Cortés de Mesa, el licenciado Antonio de Cetina y Juan Rodríguez de Mora, anteriormente oidor de Panamá. En ese último cuarto del siglo XVI reinaba ya cierta paz social. La población indígena estaba ya diezmada y muchos indios huidos a los lugares protegidos por accidentes geográficos. El centro del país, desde las vertientes occidentales de la Cordillera Oriental hasta las orientales de la Occidental -los valles del Cauca y del Magdalena- estaba ocupado por los cristianos y los dos accesos marítimos, por Cartagena en el Atlántico y Buenaventura en el Pacífico, estaban firmemente en sus manos, habiéndose ya "pacificado" los carrares, los pantágoras y otras

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tribus belicosas. En los territorios marginales al oriente —selvas y llanos— estaba languideciendo San Juan de los Llanos, fundada por Juan de Vallaneda. Al occidente estaba fundada la ciudad de Toro, como puerta de entrada al Chocó. En la parte central del país quedaban algunas "bolsas" en el interior, la principal de las cuales estaba en manos de los pijaos, cuyo territorio sólo se logró "limpiar" en el siglo XVII. Los problemas sociopolíticos de mayor envergadura seguían siendo los conflictos dentro de la clase pudiente de la sociedad laica y eclesiástica. Ciertamente, los oidores que se turnaban llegaban, unos más y otros menos, en compañía de familiares y allegados que buscaban y obtenían ventajosos puestos en la administración colonial o encomiendas de indios; lo cual produjo intrigas y enemistades no sólo entre aquellos, sino también con los antiguos conquistadores o herederos y los recién llegados. Por otra parte, en las esferas eclesiásticas proseguía la antigua brega entre el clero secular y el regular que en las Nuevas Leyes del Patronato de 1574 no han logrado zanjar. La llegada en 1573 del arzobispo fray Luis Zapata no pudo contribuir a la paz social. Antiguo militar convertido en fraile y luego en arzobispo, comenzó desde su llegada a fustigar los oidores, los vecinos e incluso los indios los cuales encontró en un estado primitivo, poco aculturados. En sus cartas al Consejo de Indias no ocultaba Zapata su desilusión. Denunciaban el "poco fruto que han hecho —los españoles- en la viña del Señor". Los indios proseguían sus ritos y ceremonias, los frailes eran hombres incapaces y algunos incluso delincuentes, huidos de la justicia. Vivían en chozas que llamaban monasterios, sin ley ni orden. El cabildo eclesiástico se quejaba de lo poco que producían los diezmos, de la poca devoción de los vecinos denunciaba la continua intromisión de la Audiencia en asuntos que competían a la Iglesia. Zapata alababa la tierra como "un rincón de los buenos que Su Majestad tiene en las Indias". Le entusiasmaba la fertilidad del suelo, la abundancia de los frutos, el bajo precio del ganado y la prodigalidad de las minas de esmeraldas y del oro. "La tierra -exclamaba- está quieta y la gente de él -los indios- tal, que con poco apremio se puede sujetar". Pero con todo se sintió engañado. En otro largo memorial dirigido al Consejo, uno de los muchos que luego enviaría continuamente a España, exponía mu-

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chas irregularidades: publicación de las bulas papales sin el visto bueno del Consejo de Indias; utilización ilegal de los diezmos que cobraban los oficiales reales, ineptitud de muchos doctrineros, atropello de los derechos de asilo que gozaba la Iglesia, etc. Se quejaba de la falta de apoyo por parte de las autoridades civiles a la justicia eclesiástica. Tuvo su primer desengaño cuando a estas peticiones, tal como luego sucedería con la mayoría de las futuras, el Consejo dictaminaba: "Que está proveído lo que conviene", "Que está bien ordenado", "No hay que responder", etc. No convencido que sus peticiones eran extemporáneas cuando en España se elaboraban las Nuevas Leyes del Patronato de 1574 que reglamentaban las relaciones entre el Estado y la Iglesia y restringían notablemente la autoridad del poder eclesiástico en favor del civil, nuestro fraile seguía enviando largas cartas quejándose de la Audiencia, de los oficiales reales y de la vecindad. "En ninguna parte-exclamaba—están en menos tenidos los religiosos, ni menos reverenciados". La doctrina y obra de conversión "están ahora como eí primer día que entraron aquí los españoles". Informaba sobre las ordenanzas que compuso para remediar la situación y que quedaban en el papel sin que la Audiencia las tomara en cuenta. En lo único en que concordaban el arzobispo y la Audiencia era pedir la perpetuidad de las encomiendas como medio más eficaz para la conversión y conservación de la población indígena. No desaprovechó el arzobispo el viaje de los dos provinciales, fray Pedro Aguado, franciscano, y fray Antonio de la Peña, agustino, quienes iban a España, para quejarse de las Nuevas Leyes del Patronato. Con ellos enviaba una larga petición al Consejo, ya que, como declaraba "no merezco respuesta de Vuestra Majestad". En esa extensa petición presentada por los frailes en el Consejo de Indias, repetía Zapata las antiguas quejas. Solicitaba además, fondos para la catedral que se estaba construyendo, una orden para que se devolviera a los obispos y arzobispos la protecturía de los indios, que tuvieran derecho de visitar los conventos y vigilar la vida de los frailes y que a los últimos se prohiba nombrar "jueces conservadores", pues impedían cualquier reforma. Exigía que los encomenderos pagasen diezmos de los frutos que cosechaban -sus indios encomendados y que

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cuando se pagaban en especies, fuesen llevados por los encomenderos y no por los indios a la iglesia. Incluso pedía que se prohibiese la fundación de capellanías en las iglesias de los conventos. El arzobispo aspiraba al ejercicio de la dignidad de patriarca en los casos que según las leyes, deberían enviarse a Roma. Enumeraba los pueblos indios que ya entonces pertenecían a la Corona (Fontibón, Guasca, Cajicá, Pasca Chía y Zaque, Fusagasugá, Choachí y Suche) y sugería que los indios de Fontibón proveyeran a las iglesias de Santa Fe de leña y hierba. Pese al mutismo que encontraban sus cartas, sus peticiones, sus quejas y sugerencias, nuestro buen fraile no se dejó desanimar. En cada ocasión enviaba nuevas peticiones al Consejo repitiendo lo pedido y añadiendo nuevas exigencias. Tachaba de improcedentes varias disposiciones del Patronato de 1574 y seguía arremetiendo contra los frailes por ignorantes, díscolos e inobedientes y que amasaban riquezas para luego regresar a España. Es debido a estas quejas que fue expedida la orden Real que sin licencia especial, ni frailes ni clérigos pudiesen viajar a España. Sucedió por entonces que los frailes franciscanos depusieron violentamente a fray Esteban de Asencio de su prelacia, la cual ejercía a nombre de fray Pedro Aguado que estaba en España, y eligieron en su lugar a otro prelado. Y lo mismo hicieron los dominicos con su enviado a España, fray Antonio de la Peña. Zapata comunicaba al Rey ese suceso como demostración del carácter insubordinado de los frailes a cualquier autoridad. Exponía tal incidente en favor de su exigencia de que sólo con su permiso se construyeran iglesias y que sólo en su presencia se abriesen testamentos para impedir que no se ejecutasen las mandas en favor de la Iglesia y no se hiciesen efectivas las limosnas señaladas por el difunto. Rechazaba la acusación de haber pedido abusivamente "composiciones" de los vecinos por las faltas cometidas, "porque cada vez que sale un oidor a visitar la tierra, sentencia a los vecinos por lo que han llevado a los indios fuera de la tasa, o cargado, o sementeras demasiadas, o falta de doctrina y de lo a ésto semejante y la condenación aplicada para sus salarios o gastos". En una de estas peticiones solicitaba al arzobispo la erección de un colegio para enseñar "gramática y artes y otras ciencias, porque ya hay copia de naturales, hijos de españoles". Y

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ciertamente, de los informes posteriores se desprende que en 1582 funcionaba un colegio seminario con 50 estudiantes y 40 colegiales, financiado con las rentas eclesiásticas, y que un catedrático enseñaba gramática y retórica. Asimismo consta que Zapata introdujo la enseñanza de la lengua chibcha para los doctrineros, según lo ordenaban las leyes; intento fracasado porque los frailes no acudieron a las clases. En el caso del colegio encontramos una nota marginal que rezaba: "La Audiencia informa de qué podría sustentarse"; pero al margen de las demás peticiones se lee invariablemte: "No hay que responder", "no ha lugar", "que la Audiencia informe". El mencionado colegio tuvo una corta vida. Fue cerrado en 1586 cuando el estudiantado lo abandonó quejándose del profesorado y de la manera como se proporcionaba la enseñanza. Consta que el colegio estaba endeudado y sólo, una vez pagadas las deudas, el maestro Francisco de Porras emprendió diligencias para abrirlo de nuevo, con cátedras de gramática, latinidad y teología, aprovechando los jesuítas que llegaron en aquel entonces. Fue este colegio el origen del actual Colegio de San Bartolomé en Bogotá reinstalado en regla en el tiempo del arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero. Uno de sus profesores sería luego, a principios del siglo XVII, el célebre cronista, fray Pedro Simón. En las cartas de Zapata no faltaron denuncias contra los indios. Se quejaba de que pese a los cuarenta años de la ocupación española los indios estaban "peor que en el tiempo de su barbarismo... Tomaron los vicios de españoles y los suyos no han dejado". Generalizando, los denunciaba por "incestos gravísimos de hermanos con hermanas, padres con hijas y otros pecados muy graves". Informaba sobre las "carnicerías públicas" entre los indios (se refiere indudablemente a los pijaos) y abogaba porque tales se entregasen a los cristianos como esclavos. Insistía en las ventajas de las encomiendas perpetuas y no olvidaba de exponer al Rey el acrecentamiento de sus rentas en este caso, por las donaciones que recibiría de los favorecidos. Varias veces, pese a la vigencia de la Real Cédula de 1576 que prohibía terminantemente ordenar mestizos como curas, insistía sobre su conveniencia, pidiendo se logre un dispenso papal para el caso, porque tales sacerdotes conocían las lenguas del país y no abandonaban las doctrinas, como lo hacían los frailes españoles apenas enriquecidos; lo cual rechazaban los frailes

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considerando a tales mestizos "ser monos, porque ellos no saben rastro de cristiandad, ni tienen virtud alguna". Al referirse a la fundación de nuevas poblaciones, el arzobispo insistía en que debía estar presente para defender los fueros de la Iglesia. Por lo demás, Zapata no dejaba de insistir sobre el permiso de volver a España, "porque ni tengo fuerzas para sufrir estos encuentros ni con qué poderme sustentar en esta tierra, ni con qué pagar las deudas que debo". Informaba que al principio, cuando fue destinado al obispado de Cartagena, pidió prestados mil pesos y que no pudiéndolos pagar, sus bienes y la parte de los diezmos que le correspondía le fueron embargados. Pero distintos informes llegaban al Consejo. Se enumeraban las pingües entradas que tenía el arzobispo con las "composiciones". Un fraile, Franciso de Miranda, escribía en abril de 1575 que Zapata, llegado endeudado desde España en 12.000 pesos, no sólo había cancelado tal deuda sino que amasó mayor valor en joyas y esmeraldas y que gastaba en el mantenimiento de su casa más de 2.000 pesos anuales. No faltaron otras quejas contra ese arzobispado militante. Se le acusó que por causas baladíes amenazaba los vecinos con la inquisición; por lo cual el Consejo de Indias ordenó que los casos de inquisición no los decida el arzobispo personalmente sino acompañado de los oidores y del fiscal. Pero sus controversias con estos jueces llegaron a tal punto que en una ocasión fue declarado "extraño de Vuestros Reinos y perdimento de bienes". La Audiencia ordenó incluso su expulsión a Cartagena y desde allá a Portugal. Se trataba de un clérigo que forzó una doncella, delito que Zapata consideraba como de su incumbencia y no de la justicia civil, por ser clérigo el reo. En este caso Zapata tuvo que ceder pero no desaprovechó la oportunidad de quejarse al Rey del desacato de que era víctima, especialmente por parte del oidor Auncibay. Denunció a los españoles que bajo el pretexto de fundar un pueblo y construir una iglesia obligaban a los indios contribuir dinero. Informó sobre otro suceso acaecido en el pueblo indígena de Bogotá cuando en su visita halló "muchos oratorios y tunjos, ídolos y santuarios", lo cual denunció a la Audiencia. Pero los oidores y el pueblo en general, al tener tal noticia, se volcaron sobre aquel pueblo y "se dieron tanta prisa y tan desconsiderablemente para sacar el oro, que mu-

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chos indios se ahorcaban, viendo invadir sus tierras... Los que piden justicia, dan voces por las calles". Imploraba, refiriéndose a la juventud de los oidores, que el Rey "quite tanta mocedad y liviandad". La llegada en 1579 del presidente de la Real Audiencia, Juan López de Armendáriz, no ha logrado establecer armonía entre la autoridad civil y eclesiástica. La audiencia ordenó a Zapata visitar su diócesis. Este exigió que lo acompañase un oficial real para que pudiera recoger el oro que los indios ofrecían a sus dioses y a sus muertos, que calculaba en 600.000 pesos. Pero la Audiencia rechazó tal petición y negó el envío de un oficial, "porque en cuanto al abrir sepulturas, santuarios, ídolos... no conviene con color de la conversión escandalizar a los indios". Y así, el problema indígena se utiliza como pretexto, como arma política en la brega entre grupos sociales opuestos por sus intereses económicos y políticos. Quienes se aprovecharon del despojo de los indios de Bogotá, se convierten en "indigenistas"; y quien en aquella ocasión fustigaba a los "robadores", erigiéndose en protector de los indios, invitaba al despojo de sus protegidos. Es un caso entre muchos, que obliga al historiador pasar por el "cedazo de la crítica" la documentación conservada y escudriñar la realidad de lo que pasaba en aquella controvertida sociedad americana. El fracaso del concilio que trató reunir nuestro arzobispo fue otro motivo de críticas levantadas contra Zapata. El obispo de Popayán negó su asistencia, considerando que su diócesis pertenecía al arzobispado de Lima. El de Santa Marta sostuvo que, según sus títulos, el obispado no pertenecía al arzobispado de Santa Fe sino al de Santo Domingo. Sólo se trasladó a Santa Fe y el obispo de Cartagena, Juan Méndez, quien luego se querelló contra Zapata por los gastos que hiciera en su inútil viaje. Fueron las continuas críticas del arzobispo y las no menos numerosas acusaciones contra él, las que indujeron al Consejo de Indias a enviar al Nuevo Reino un juez visitador con amplios poderes. Lo fue el oidor y fiscal de la Audiencia de Lima, Juan Bautista Monzón, Por vía de Panamá y Cartagena llegó a Santa Fe a fines de enero de 1580. En 1564, cuando Monzón era fiscal de aquella Audiencia, logró que a la muerte del virrey, Conde de Nieva, se embargasen los bienes del difunto por las deudas en que incurrió

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por gastos injustificados. Era pues Monzón un juez severo, de carácter duro, calidad algo nueva para las complacientes autoridades del Nuevo Reino de Granada. Monzón se mostró muy celoso en el eierci cio de su oficio. Instauró procesos y condenó a muchos. Muy pronto los dos oidores, Antonio de Cetina y Luis Cortés de Mesa pararon en la cárcel y el otro oidor, Juan Rodríguez de Mora fue suspendido. Fueron encarcelados muchos de los más prestantes vecinos por delitos cometidos ante todo por el mal tratamiento de los indios y el fraude de los derechos reales. Levantó el destierro en que otros habían sido condenados por la Audiencia, y entre ellos el cacique mestizo de Turmequé, Diego de Torres, quien condenado a la prisión, huía de la justicia, habiéndose erigido líder de la causa indígena. El arzobispo Zapata se unió al presidente de la Audiencia, Juan Díez de Armendáriz, para elevar ante el Consejo de Indias, graves quejas contra el visitador. Y cuando Monzón envió al fiscal Alonso de la Torre a España, lo acusó de haberlo hecho para lograr su nombramiento como presidente de la Audiencia. Informaba al Consejo que el Nuevo Reino "está tan por el suelo que sólo el nombre le ha quedado". Acusó a Monzón de haber encarcelado injustamente los principales vecinos, haber vendido una reliquia que le fue regalada en España, haber permitido el regreso de todos los desterrados, acudir a mohanes y hechiceros y, especialmente, de tramar con el cacique Diego de Torres y sus indios un levantamiento general. Admitía Zapata haber aconsejado la prisión de Monzón, encontrando oposición en el presidente Armendáriz. Pero luego cuando pese a las amenazas, Monzón prosiguió su visita, fue acusado de apoyar abiertamente el alzamiento tramado por Torres y fue encarcelado. Como sucedía en estos casos otros informes al Consejo diferían de lo que denunciaba el arzobispo. El provincial, fray Alberto Pedrozo, informaba que el envío del juez con tan amplios poderes como gozaba Monzón, llenó de temor a lo más granado de la sociedad neogranadina. Para ablandar a Monzón se tramo un casamiento de su hijo con una rica heredera, lo cual no tuvo éxito y Monzón prosiguió con su rigurosa residencia. Luego se trató de atemorizarlo, asimismo inútilmente, mandando al capitán Diego de Ospina reunir un ejército y encantonarlo en las goteras de la ciudad. Incluso apa-

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reció una Real Cédula falsificada por la cual el Rey revocaba su nombramiento. Ya que nada se pudo lograr, continuaba el fraile, Monzón fue puesto preso e incluso se le acusó de ser judío converso. Luego fue llevado como prisionero a Pamplona. El autor de la carta protestaba contra tales procedimientos y varios vecinos apoyaron tal protesta. El cacique Diego de Torres, el supuesto aliado de Monzón, huyó con los suyos de Santa Fe. Después de haberse escondido por un tiempo en las montañas logró llegar a Cartagena. Allí se embarcó, visitó varias islas antillanas y luego viajó a Madrid donde se presentó en el Consejo de Indias con una larga y minuciosa acta acusatoria contra las autoridades coloniales, en la cual describía la deplorable situación de la población indígena y el desgobierno que reinaba; un "memorial de agravios" que se ha conservado. Sin lograr nada positivo en la Corte, fue luego nombrado caballerizo del Rey y nunca volvió a América. No hemos encontrado las actas del proceso contra Monzón, salvo una carta del cabildo de Santa Fe, en la cual se le exigió "no tratase de quitar el servicio personal, ni boga, ni -trabajo en minas—", pidiendo que no se introduzca "otra orden que la que presente hay"; documento que aclara suficientemente el meollo de la controversia. Por supuesto, cuando en 1582 llegó a España la noticia del luctuoso acontecimiento, el Consejo condenó la acción y desde España fue enviado como juez, el licenciado Gaspar de Carillo, quien murió antes de embarcarse. Y lo mismo sucedió con el oidor de la Audiencia de Guatemala, el licenciado Cristóbal de Azueta, quien murió en el mar camino a Santa Fe. Por fin, para acabar la visita comenzada por Monzón, fue enviado el licenciado Prieto de Orellana y como fiscal, el doctor Guillén Chaparro, con la orden de que luego ocupase la silla de oidor en la Audiencia. A la llegada de Prieto a Santa Fe, Monzón fue puesto en libertad y viajó a España. Fueron destituidos todos los miembros de la pasada Audiencia y embarcados con sus procesos a España, muriendo el presidente Armendáriz en Cartagena. No tardaron en producirse contra Prieto de Orellana las acostumbradas acusaciones, entre las cuales se destacaban una vez más las de

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nuestro arzobispo. Sus largas cartas al Consejo de Indias comenzaban casi siempre con: "No quisiera dar más fastidio, etc.", pero que el Tribunal Divino le ordenaba "No ceses". En otra carta escribe: "Aunque tenía determinado no cansar más Vuestra Majestad, viendo lo poco crédito que a mis cartas se ha dado", lo hace "como pastor" de sus ovejas. En varias cartas se quejaba Zapata de las actuaciones de Prieto de Orellana quien "ha guiado tan mal estos negocios". Atacaba al cacique Diego de Torres y al licenciado Monzón a quien consideraba ser "factor" de aquel. Se dolía que durante el gobierno del visitador "los nobles y leales fueron perseguidos y encarcelados". Prevenía al rey que si Prieto de Orellana no cambiare su actitud, los acusados "han de proseguir en su atrevimiento con doblada desvergüenza como se ha visto en el Perú". Por lo demás,le dolía "en el alma de no ser parte para poner remedio. La idolatría ha retornado a retoñar y las pasiones a crecer de nuevo". Ponía a "Dios por testigo que ni pasión ni aficción no me mueve y no me ha movido en ninguna cosa". En su carta de 1585 el arzobispo se indignaba que el Rey no ha proseguido contra Monzón quien en la visita gastó más de 60.000 pesos de los fondos de la Caja Real. Su indignación es comprensible, pues Monzón en España le acusó en el Consejo de Indias de ser cabecilla de la conjura de que fue víctima. No se crea que todos los eclesiásticos insistían en el privilegio de la Iglesia de inmiscuirse en los asuntos políticos, como lo hacía Zapata, aunque pertenecieran a la misma orden religiosa. El provincial Franciscano fray Pedro de Azuaga, apoyaba las actuaciones de Prieto de Orellana y en su carta al Consejo de Indias (1583) condenaba la actitud del arzobispo en el caso de Monzón. El fraile enumeraba las vejaciones que se cometían con la población indígena; el servicio personal de los indios lo consideraba como "esclavonía que no hay en el mundo semejante". Se revela como un verdadero lascasiano, salvo que difiere del célebre protector de indios en el grado de agresividad. Por lo demás, insistía en la necesidad de que los indios aprendieran la lengua castellana y no los frailes la suya, por la diversidad de las lenguas que se hablaba en Santa Fe, Tunja, Victoria, Tocaima, La Palma o Muzo "porque si algún clérigo sabe una lengua,no sabe otra". Del abuso que cometían los frailes para con los indios se

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quejaba también el provincial de los agustinos, fray Luis Saavedra. La reacción del arzobispo ante tales críticas fue la de señalar en las doctrinas, pese a ser franciscano, cada vez más clérigos y no frailes, por lo cual el citado provincial acuasaba a Zapata de otorgar las doctrinas "a quien ni sudó, ni trabajó sino que con la lozanía y manos lavadas, se nos ha entregado por ellas". Poco a poco, ya por su avanzada edad, se calmó ese luchador por los fueros de la Iglesia, en cuyo dominio consideraba caer todos los problemas políticos y sociales que afrontaba el Nuevo Reino. Después de 1585 ya no encontramos su firma en la peticiones del cabildo eclesiástico el cual, aunque tímidamente y con vigor intermitente, proseguía su lucha por los antiguos fueros de la Iglesia, adoptando una postura "criticista", e insistiendo en que los indios pagasen diezmos y también los monasterios cuando adquiriesen propiedades "por herencia o compra o donación". En 1586, al quejarse del oidor Alonso Pérez de Salazar porque apresaba clérigos y frailes y también los reos que se acogían a la Iglesia, o porque cobraba derechos e impuestos sobre los indios de alquiler y la venta de velas, carne y vino, el cabildo escribía: "Porque los encomenderos, mercaderes y hombres ricos, que tienen negros y caballos con qué servirse y estancias con ganado para su mantenimiento, no alquilan indios, no compran vinos por menudeo, no compran velas porque las hacen en sus casas, ni carne porque la tienen de suyo". Es el pobre colono sobre el cual, ciertamente, caían todos esos impuestos. Destaquemos esta declaración del cabildo eclesiástico como manifestación de la sensibilidad social que persistía en algunos elementos de la Iglesia, pese a la cabeza, como lo fue el arzobispo Luis Zapata, quien se preocupaba más por conservar las prerrogativas político-sociales de la Iglesia que por el bienestar del pueblo. Nuestro combativo arzobispo muere por el mes de enero de 1590, después de haber gobernado 17 años, y el cabildo, al informar de ello a la Corona, pedía insistentemente que se nombrara para el arzobispado un clérigo y no un fraile. Tal petición fue atendida. En mayo de 1592 fue nombrado para el cargo don Alonso López de Avila, arzobispo de Santo Domingo, quien murió antes de ocupar la silla. En julio del año siguiente se propuso para la dignidad al arzobispo de Panamá don Bartolomé Martí-

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nez, quien falleció en octubre el mismo año En 1596 se nombró al doctor Bartolomé Lobo Guerrero, inquisidor que había sido en México quien ocupó la silla arzobispal de Santa Fe hasta 1608 cuando fue trasladado al arzobispado de Lima. A la muerte del presidente Lope Díez de Armendáriz, la Audiencia quedó acéfala durante varios años. En 1588, a la llegada del doctor Antonio González, miembro del Consejo de Indias como presidente, se produjeron reformas significativas. González promovió nuevas y definitivas ordenanzas en la extracción mineral habiendo sido ya aceptada de hecho la labor de los indios en la minería, bien si fueran de tierra fría o tierra caliente, siendo remplazados por esclavos negros importados. La importancia de los últimos como fuerza de trabajo ya había crecido tanto que en 1594 Antonio González propuso al Consejo se estableciera su importación por cuenta de la Corona como un monopolio, afirmando que su precio en Cartagena podía fácilmente alcanzar cien pesos la "pieza". Por lo demás, el Nuevo Reino gozaba de la paz social, salvo en Tunja cuando se ordenó cobrar el impuesto de alcabala, del cual estaban eximidos hasta entonces las colonias españolas. Esto produjo una reacción de la vecindad, lo cual obligó en 1596 a enviar al oidor, Luis Tello de Erazo a aquella ciudad. En las últimas décadas del siglo XVI, el otorgamiento de permisos para nuevas expediciones ya no precisaba licencias del Consejo de Indias, siendo suficientes las de la Audiencia. Con tal licencia había emprendido su expedición Gonzalo Jiménez de Quesada de que ya hemos hablado y también su heredero y sobrino Antonio de Berrío a la Guayana, en tierras actualmente venezolanas. Asimismo fue eregida en junio de 1573 una nueva gobernación, la de Muzos y Colimas, cuyo primer gobernador fue Alvaro Cepeda de Ayala, encargado especialmente de la explotación de minas de esmeraldas sin que se le concediera límites geográficos precisos, salvo que la tierra no perteneciera a ninguna otra gobernación. En abril de 1575 Cepeda de Ayala tomó el mando de su gobernación pero fue suspendido más tarde, ocupando su puesto Juan López de Cepeda con aceptación de la vecindad. Fue encargado de levantar un censo de las familias indígenas señalando la edad de cada miembro, ordenando que los niños mayores ayudasen a

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los padres, que un religioso cuide de la educación de los niños, etc. Durante el mismo año el capitán Melchor Velásquez, hizo una entrada al Chocó en nombre del gobernador de Popayán, Jerónimo Silva. Después de unas escaramuzas con los indios, reconoció el curso alto del Darién y fundó la ciudad de Nuestra Señora de la Consolación de Toro, que luego fue trasladada al sitio actual como puerta de entrada a las tierras que baña el Pacífico. Otra capitulación fue realizada por la Audiencia con Francisco de Cáceres, antiguo capitán del ejército de Jerónimo de Silva en Guayana, quien a la muerte del gobernador, regresó a Santa Fe. El objeto de la capitulación fue la provincia de Espíritu Santo, cuya ubicación no es bien conocida, salvo que se situaba al oriente de Pamplona. Se le dio el derecho de alistar la gente y repartir los indios a medida que fueran conquistados. Y tendría derecho de nombrar sucesor si estuviere en peligro de muerte. La consecuencia de la fracasada expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada, fue la licencia otorgada en marzo de 1592 a Diego de Rosales, compañero de aquél, para la pacificación de los indios de San Juan de los Llanos y luego emprender una jornada al Valle de la Plata, que se creía situado en algún lugar al oriente de los Andes. Pero la atención de los colonizadores se concentró principalmente, en la búsqueda y explotación de minas de metales preciosos. En 1572 se labraban entonces las minas de Tocaima, Mariquita, Ibagué, Victoria, Remedios, Vélez, Pamplona y de las del río del oro, mientras que otras minas de que se tenía noticia, no se labraban por falta de mano de obra. En el informe sobre estas minas se sostiene que desde su descubrimiento perecieron 50.000 indios, pese a la frecuencia de los visitadores y a las restricciones legales que regían para el empleo de indios en la minería. Con todo, el autor del informe consideraba indispensable el trabajo indígena en las minas e incluso de los indios encomendados, dándoles, las herramientas, pagándoles salarios, tratándolos bien, etc. De los documentos se desprende que en la casa de fundición de Cartago se fundía el metal procedente de las minas de Anserma, Arma, Caramanta y Antioquia. El que llegaba de las minas situadas de los pueblos "para arriba", incluyendo Buga y Pasto, se fundían en Cali; mientras que el oro llegado de las minas de Popayán, Almaguer, Madrigal, Agreda, Pasto

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y de San Juan de los Llanos ("llamado Iscuandé") debía fundirse en Quito. Para vigilar la producción minera se propone dividir el territorio en corregimientos: uno para Cartago, Anserma y Arma; otro, para Popayán, Cali y Buga; y otro en Pasto, para Almaguer y Madrigal. A la llegada del presidente Francisco González creció notablemente el interés por intensificar la explotación minera. Testimonio de ello es su largo informe al Consejo sobre las minas de plata descubiertas en Mariquita adjudicadas a los mineros. Sólo cuatro mineros poseían ingenios (molinos), mientras los restantes lo explotaban de una manera primitiva, "con pies y manos" con un rendimiento de cuatro quintales del material al día. González indicaba que si se empleasen caballos en la molienda, se podrían beneficiar diez quintales diarios. Había también mineros que carecían de medios económicos para perforar socavones y que compraban el mineral bruto, beneficiándolo en su casa. De ahí que gran cantidad de vetas auríferas quedaban sin beneficiar. Es interesante el cálculo que hizo el presidente sobre costo y ganancias de la explotación. Un indio sacaba doce quintales del material bruto semanalmente, por lo cual ganaba doce reales, es decir, dos reales diarios. La manipulación, incluyendo el costo del azogue y de la sal, se elevaba a 248 reales, semanalmente. De esta manera, declaraba González: "cada día con cada indio jornalero al respecto de dos quintales que saca -el indio- cada día, son 19 reales y 22 y medio maravedís de ganancia líquida, horra de costos y costas". La relación entre el jornal del indio y el valor de lo que producía era 1:10. González calculaba que con la introducción de mil esclavos negros se podrían beneficiar dieciséis minas más y se sacarían en cada ingenio 200.000 quintales de metal bruto que, a cinco onzas de ley por cada quintal, darían 125.000 marcos de plata, más otros 75.000 que sacarían personas particulares. Aceptaba que los indios se estaban acabando, pero su empleo, mientras no llegasen los esclavos negros, consideraba como indispensable. Proponía echar a las minas 1.300 indios distribuidos en grupos de 35 individuos en cada ingenio y calculaba que con mil quintales de azogue y 25.000 arrobas de sal, se podría sacar anualmente un millón de pesos de plata. Ante la riqueza de las minas de Mariquita, González propuso la fundación de una Casa de

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Moneda en Santa Fe donde se pudieran acuñar reales de a 8, de a 4, de a 2, sencillos y medios reales, lo cual activaría el comercio interior; sugerencia que tardó más de veinte años para realizarse. Fue también Antonio González quien introdujo por orden del Consejo de Indias, los "resguardos" o "tierras de resguardo", terrenos más o menos alinderados, que ocupaban los núcleos indígenas al mando de un cacique, hereditario o electivo, en los cuales los indios vivían dentro de un estatuto sociopolítico y régimen económico más o menos tradicionales, bien si se tratase de indios encomendados o indios "libres", tributarios a la Corona. El resto de las tierras aprovechables estaba bien en manos particulares cuyos dueños obtenían mediante una "composición" la propiedad legítima de las tierras, o quedaban "baldíos" a disposición de la Corona. La fundación de los resguardos era un hito histórico importante en las relaciones entre in-

Nueva Historia de Colombia Vol. I

dios y "blancos". Su introducción no era exenta de dificultades y la lucha de los indios para conservar las tierras de sus resguardos recorre la historia colonial y republicana. Pero el ciclo histórico de la conquista, como acción militar se había cerrado. De ahí en adelante, las dos comunidades, la blanca y la cobriza, emplearían en su lucha métodos que les permitía la constelación histórica, inclinada a favor de los "blancos" a medida que progresaba la colonización. Los territorios que por su clima, vías de comunicación y fertilidad del suelo, estaban aptos para la colonización, se encontraban ya más o menos firmemente en manos de los "blancos" y las principales vías de acceso desde el exterior estaban abiertas, quedando reservadas, para la futura colonización, las tierras que bordeaban el Pacífico (Chocó), las selvas y los llanos orientales y las "bolsas" en el interior ocupadas por los indígenas; territorios que poco a poco se abrían a la colonización, según las necesidades económicas, políticas y sociales del país.

Notas 1. La fecha de la erección de la ciudad es 27 de abril de 1539. 2. Diciembre 1538. 3. Agosto 1537.

4. El principal lugarteniente de Gonzalo Pizarro. 5. Nombre de la tribu al norte de Anserma. 6. Sobre las actividades de este encomendero, veáse mi libro: Don Juan del Valle. Cap. vi.

La conquista del territorio y el poblamiento

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La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800

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La economía y la sociedad coloniales 1550-1800 Germán Colmenares gobernación de Popayán entre los siglos xvi y XVIII, que desarrollaron un sector minero y una actividad agrícola (en ocasiones complementaria del primero), además de un tráfico comercial en ropas de Castilla (o géneros europeos) y en Introducción productos locales (o de la tierra), van surgiendo n los últimos años los temas de investiga- interrogantes sobre la mutua dependencia de toción histórica que se refieren a la economía das estas actividades. ¿Cómo sustentaban, por y a la sociedad de la época colonial en Colombia ejemplo, la agricultura y el comercio la labor han merecido más atención que en el pasado. de los mineros? ¿Cuál de estas actividades era Cuando los estudios monográficos se multipli- el motor de las otras? ¿Qué elementos y en qué can y se acumulan materiales factuales, siempre forma se integraban en su ejercicio? Preguntas conviene hacer un alto y ensayar una síntesis similares a estas sugieren complementaridades que sirva para formular otros interrogantes y y oposiciones, a veces verdaderos conflictos. abrir otros territorios de investigación. Aunque Aun cuando en cada caso se tengan en cuenta, hoy existen grandes vacíos en el conocimiento sin embargo, por razones de claridad, cada acdel período, es legítimo sin embargo, intentar tividad deberá describirse separadamente. una síntesis provisional que sirva al menos para Lo mismo puede decirse del método expollamar la atención sobre esos vacíos. sitivo que se adopta para describir la sociedad. La ordenación del material existente plan- A la actividad económica correspondían relaciotea algunos problemas que se refieren primero, nes sociales determinadas, y por tanto es arbitraa la ubicación de una economía y una sociedad rio disociar de ella. Ante todo, una división locales dentro de un marco mucho más general; profesional (u horizontal) no siempre demasiado segundo, a una cronología o periodización his- neta entre mineros terratenientes y comerciantórica que señale transformaciones significativas tes. Luego, una división vertical entre propietatanto en lo económico como en lo social y, por rios (mineros, terratenientes) y mano de obra último, a las hipótesis que, para este período sujeta a varias formas de explotación (indígenas específico, den cuenta de las relaciones entre encomendados, esclavos negros, peones precariamente asalariados, dependientes que debían lo económico y lo social. prestaciones en trabajo, etc.). En términos ecoOtros problemas surgen en el orden de la nómicos, ha resultado más fácil hasta ahora para exposición cuando se intenta encarar el análisis simultáneo de varias ramas económicas. En el los historiadores hacerse a una idea diferenciada caso de la economía de la Nueva Granada y la de las actividades profesionales (de su volumen,

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su rentabilidad, etc., es decir, de su participación en el producto total) que de las oposiciones verticales. Esta no ha sido siempre una opción ideológica, sino que se ha visto forzada por la escasez o la abundancia de materiales. Es obvia la necesidad de que esta tendencia se invierta. Sólo que deberán aportarse no meras generalizaciones teóricas tomadas de otros contextos, sino investigaciones reales sobre la participación de las clases explotadas en todo el proceso. Estas cuestiones deberán enmarcarse dentro de una cronología, puesto que ni la economía ni la sociedad presentan un aspecto absolutamente homogéneo o estático a lo largo del período estudiado. Se dieron momentos de expansión y de contracción económicas y se conocieron lo que los economistas designan como crisis. Estas crisis no afectaron a todos los sectores de la actividad económica de manera similar. Ni, por lo tanto, a los distintos sectores profesionales. Además, cuando una crisis afectaba a un determinado sector se operaban cambios también en las formas de subordinación del trabajo. Debe agregarse que en muchos casos era precisamente el trabajo (su disponibilidad, su organización, su base demográfica) el que se encontraba en el origen de la crisis, en el trabajo agrícola, por ejemplo, se sucedieron institucionalmente la encomienda y el concierto cuando todavía se disponía de mano de obra indígena. En el momento que ésta faltó, se introdujeron arreglos no institucionales destinados a subordinar la creciente población mestiza. Este es el origen del peonaje y de diversas formas de colonato, es decir, de prestación de servicios dentro de un sistema de clientela, no remunerada por un salario. En las minas y en las construcciones urbanas trabajaron también inicialmente indígenas encomendados como parte de su obligación de satisfacer un tributo, mediante alquiler a través del sistema de la mita. La crisis de la población indígena condujo a buscar un aprovisionamiento regular de esclavos negros para el trabajo en las minas. A pesar de lo que representaba esta forma de trabajo como inversión, tampoco el tamaño de las cuadrillas pudo mantenerse y la producción minera se vio afectada por la mortalidad de los esclavos. Otras complejidades surgen cuando se considera que la división vertical de la sociedad tuvo como base una sujeción de origen racial. Con todo, las polaridades iniciales muy bien definidas no podían durar indefinidamente. Indígenas y negros afri-

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canos alcanzaron en generaciones sucesivas grados diversos de mestizaje. Aun cuando la actitud hacia las llamadas castas se percibe claramente que el hecho objetivo que la inspiraba resulta a la postre muy confuso. No hay, en efecto, manera de fijar rasgos conceptuales precisos a designaciones tales como pardos, vecinos blancos y aun la muy tajante de negros. Por esta razón los esfuerzos por cuantificar indistintamente los grupos sociales sobre una base étnica resulta casi imposible. Sólo un reducido círculo de notables, criollos o de origen español, resulta inconfundible. A este grupo deben atribuirse también los patrones que circulaban para valorar negativamente las castas. El enunciado somero de los problemas que enfrenta un estudio sobre la economía y la sociedad coloniales sugiere el siguiente orden de exposición: I. Un marco teórico general, en el que se contemple la ubicación de la economía del Nuevo Reino y de la gobernación de Popayán con respecto a un contexto más amplio. El tratarse de una economía colonial le imprimía rasgos de dependencia a un mundo exterior y, al mismo tiempo, la condenaba al aislamiento. II. Una cronología o periodización que identifique algunos hitos, al menos con respecto al sector más decisivo de esa economía. Se ha partido del supuesto de que éste fue el sector minero, en especial la explotación del oro (la plata jugó un papel secundario en la Nueva Granada), cuya salida vinculaba la actividad económica local a una corriente mundial de intercambios. III. Un tratamiento descriptivo de cada una de las ramas de la actividad económica (minería, comercio, agricultura) y algunas hipótesis respecto a sus nexos. En cada caso se examinaran los factores productivos, así: A. Minería del oro. 1. Fronteras y yacimientos. 2. Las minas, las técnicas y los mine-/ ros. 3. El trabajo. 4. La producción y las crisis. B. La agricultura. 1. La apropiación de la tierra. 2. Configuración regional de las unidades productivas, a. El nuevo Reino. b. Los valles interandinos. C. El comercio. 1. Los comerciantes. 2. Las mercancías. IV. Finalmente, se esbozará un cuadro de la sociedad colonial. Aquí tratará de evitarse la descripción meramente costumbrista para tratar de percibir los rasgos más característicos de una

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sociedad que iba a evolucionar muy lentamente en el futuro. No se trata en este caso de justificar un estado de cosas, sino de penetrar algunos de los mecanismos de dominación social que se han mostrado más persistentes y de preguntarse por las razones de su eficacia. A pesar de cambios coyunturales y de verdaderas crisis en la economía colonial, y aun de la economía agraria posterior, ciertas estructuras elementales, vinculadas al dominio de la tierra casi siempre, parecen ser una constante inalterable de las formaciones económico-sociales de la América Latina. Algunos de los elementos de estas estructuras caen fuera de los límites del presente estudio, pues tienen que ver con un complejo ideológico cuyas transformaciones son todavía menos aparentes que en el caso de la economía y de la sociedad. El esquema analítico de esta última parte se presenta así: La sociedad. A. Conceptos históricos sobre diferenciación y conflicto social. B. La preeminencia de los encomenderos y las comunidades indígenas. C. Terratenientes, mineros y comerciantes. D. Las Castas. A la búsqueda de un marco de interpretación

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el análisis histórico de una sociedad no puede prescindir de una reflexión simultánea sobre las peripecias de la actividad económica desarrollada por los grupos que integran esa sociedad. Una observación superficial muestra inmediatamente cómo las oportunidades sociales están ligadas a los altibajos de la economía. Pero más allá de las correspondencias obvias entre prosperidad o depresión económica y oportunidades de cambio en la ubicación social de los individuos, subyace el problema de las relaciones entre economía y sociedad. Comúnmente se admite que estas relaciones son de tipo estructural, es decir, que se dan a un nivel más profundo que las apariencias que fundamentan la observación empírica de casos aislados. Si, por ejemplo, consideramos a una clase social en su conjunto, percibimos que su existencia o su manera de ser no se ve afectada por la mera promoción o por la pérdida de categoría social de algunos individuos. Para que una clase social desaparezca se requiere que desaparezcan las condiciones objetivas de su existencia. Estas condiciones son muy comple-

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jas, pues integran todo tipo de relaciones con otras clases sociales. Desde relaciones muy concretas en la actividad económica hasta nexos más sutiles definidos por un aparato legal o indicados por una ideología y por actitudes mentales. Cuando se habla de economía y de sociedad coloniales se está afirmando implícitamente que, para un período histórico, existe una identidad en conjunto que lo diferencia de otros períodos históricos. Para definir esta identidad de nada valdría acumular biografías de individuos que vivieron en ese período, pues éstas no pueden servir sino de los ejemplos que ilustran una situación general. Esta situación general se mueve dentro de ciertas rigideces, ciertas limitaciones que le imponen el desarrollo de la técnica, el número de hombres, la distribución de éstos en oficios, su acceso a ciertos bienes, la manera como producen y se reparten el fruto de su trabajo, etc. Todas estas limitaciones, que pueden considerarse en abstracto, hacen posible caracterizar un régimen productivo. De nada vale, sin embargo, una caracterización aislada. En la realidad, las sociedades no producen exclusivamente para sí mismas. Todas intercambian parte de lo que producen y no consumen, es decir, sus excedentes. Puede adelantarse que desde el siglo xvi este tipo de intercambios se hizo mundial al incorporar el Atlántico a una red comercial que ya unía tres continentes a través de la cuenca mediterránea. Debe observarse que los fenómenos que podemos aislar como puramente económicos son susceptibles de un cierto esquematismo y, en ultimas, pueden reducirse a una unidad conceptual (denominar todo el complejo de intercambios capitalismo mercantil, por ejemplo), por cuanto se ligan unos a otros en conjuntos cada vez más vastos en la esfera de la circulación de los bienes. De esta manera pueden descubrirse relaciones insospechadas entre una economía aldeana, en la que existe una aparente autonomía, y una esfera cada vez más amplia de intercambios, hasta reconstruir una red mundial. En cambio, los arreglos sociales que hacen posible determinadas formas de explotación, revisten una variedad tan grande, que resultan irreductibles unos a otros. En el razonamiento abstracto de algunos historiadores económicos (inspirados en la economía neoclásica) no existen rasgos históricos de una sociedad o no perciben sino su participa-

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ción mensurable en un producto total. Las relaciones sociales desaparecen así detrás de fenómenos cuantificables: precios, rentabilidad de entidades igualmente abstractas (empresas, no importa que se trate de una plantación esclavista o de una fábrica), producto dedicado al autoconsumo y producto dedicado a la comercialización o a la exportación, etc. Empero, el análisis de los fenómenos de intercambio, desde un nivel local inmediato hasta sus proyecciones a nivel mundial, no puede sustituir la observación de formas de producción específicas y de las relaciones sociales que implican. Esto no quiere decir que los fenómenos productivos aparentemente más aislados no estén influidos, así sea negativamente, por las exigencias de un régimen de la circulación de los bienes impuestos por un mercado metropolitano. El llamado capitalismo mercantil influyó sin duda en las cantidades y en la naturaleza de los bienes producidos en América y, por consiguiente, en el ritmo agotador del trabajo exigido a indígenas y esclavos negros. Pero aun así, las formas de producción local no fueron capitalistas. Aún más, el intercambio generalizado de productos, o de excedentes generados (a veces mediante la violencia) dentro de un régimen no capitalista, imprimió rasgos particulares a una explotación colonial y a las relaciones sociales dentro de las colonias. La peculiaridad irreductible de los arreglos sociales, por un lado, y por otro la posibilidad de canalizar excendentes hacia un mercado mundial, acumularon confusiones en los comienzos de una polémica sobre la caracterización del modo de producción prevaleciente en América después de la Conquista. ¿Feudalismo? ¿Capitalismo? Cuando hace ya unos diez años se desencadenó la polémica, las discusiones estuvieron sembradas de equívocos que han ido despejándose. Quienes teorizaban con abundancia sobre esta cuestión se apoyaban en una información muy magra sobre la economía y la sociedad coloniales. Hoy nadie sostendría, como entonces, la tesis extrema de que América estuvo inmersa a partir del primer contacto europeo en un modo de producción capitalista. Ahora se conoce mejor el papel jugado por los comerciantes y por las instituciones fiscales españolas en la canalización de los excedentes producidos en América hacia una circulación mundial. Y aun antes de llegar a este punto se han explorado mejor las relaciones en-

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tre las ramas de la producción (minería, agricultura) que permitían generar un excedente. La alternativa no es tampoco ver un régimen de producción feudal capaz de extraer un excedente comercializable mediante coerciones extraeconómicas. En otras palabras, suponer que en América se enquistaron los restos de un sistema agotado ya en el viejo mundo. Si en la esfera de circulación de los bienes existió desde el siglo xvi una red que movilizaba los productos más variados y distantes y establecía una comunicación incesante, los arreglos sociales no se comunicaron tan fácilmente. La homogeneización de las sociedades es un hecho muy reciente y obedeció a la atomización del trabajo impuesta por el capitalismo industrial. En el siglo xvi, en cambio, la preexistencia de sociedades autóctonas en América presentaban resistencias, que sólo podían vencerse muy lentamente, a los arreglos sociales europeos. Por esta razón, la organización social tuvo que adaptarse a las condiciones existentes, en vez de imponerse como sobre una tabla rasa. Así, el que quiera ver en la encomienda una forma feudal, parangonable con la servidumbre europea, corre el riesgo de ignorar los rasgos más sobresalientes de esta institución y sus contradicciones. Por ejemplo, el hecho de que tuviera un efecto deformador sobre las jerarquías sociales que los indígenas reconocían entre ellos y simultáneamente se valiera de ellas para imponer la explotación económica y la dominación política de los españoles. O que haya sido un instrumento de mediación entre el Estado español y las sociedades indígenas y, al mismo tiempo, un riesgo que amenazaba seriamente la unidad de ese Estado en América. Si bien puede decirse que las leyes de protección de los indígenas fueron un monumento a la ineficacia, no por ello puede ignorarse la presencia constante de una monarquía centralizadora en el terreno fiscal. Es cierto que el rasgo más característico de la producción feudal, la coerción extraeconómica, existió, pero no solo en beneficio de los encomenderos sino también de la Corona y aun de algunos notables indígenas. Finalmente, la presencia de los ocupantes españoles no puede decirse que haya alterado de una manera radical las formas indígenas de producir. No es cierto entonces que las condiciones creadas en América a raíz de la Conquista reprodujeran un estado de cosas anterior existente en

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Europa. Simplemente, integraron un tipo de economía y de explotación preexistentes a la Conquista dentro del marco de una institución original. Que esta institución haya tenido rasgos feudales, no resulta nada extraordinario, dados sus antecedentes europeos. Pero eso no puede ocultar el hecho de que la institución operó inicialmente sobre un modo de producción desconocido en Europa. El debate feudalismo-capitalismo puede admitir hoy que la vinculación a Europa de la economía que se desarrolló en América a partir de la Conquista no tiene por qué concebirse como una uniformización de los fenómenos productivos. El llamado capitalismo mercantil, fue capaz de extender el radio de circulación de los productos, pero no de alterar fundamentalmente las maneras de producir. Por eso su influencia debe confinarse a la elección de productos para un mercado mundial y no extenderse a la producción misma o a las relaciones sociales que la hacían posible. El período histórico de la transición entre feudalismo y capitalismo (que se extiende desde el siglo XVI hasta el XVIII), no conoció una base productiva uniformemente capitalista, en la que la forma mercancía se extendiera a todas las modalidades del trabajo. Este hecho, conocido suficientemente para Europa, es mucho más evidente en el caso de las colonias hispanoamericanas. De esta manera la economía de mercado, la circulación cada vez más extendida de los productos, se presenta como un elemento uniformizador, en tanto que las sociedades que intervenían en la producción reclaman un tratamiento particularizado. Estas consideraciones hacen posible detenerse en el estudio de variantes regionales y en sus cambios históricos. No se trata de realizar aportes decisivos a la teoría de los modos de producción sino de ahondar en la significación de datos concretos de un desarrollo histórico particular. A nivel de las castas dominantes en América, por ejemplo, observamos ciertos cambios característicos. El poder económico y el prestigio social fue detentado sucesivamente por diferentes grupos profesionales. Inicialmente recayeron en una casta de encomenderos. Su supremacía derivó el reparto inicial entre los invasores del botín de sus conquistas, sobre todo de los recursos de mano de obra. El acrecentamiento de la población española, el agotamiento de la población indígena y una afirmación simul-

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tánea de la iniciativa reguladora del Estado español, fueron debilitando el sector de los encomenderos. Al cabo de tres generaciones, hacia 1590-1610, el sistema entero empezó a mostrar indicios de agotamiento. En dos generaciones más (hacia 1640-50) puede afirmarse que la preeminencia absoluta de los descendientes de los conquistadores había concluido. Otros grupos se disputaron el escenario de la figuración en adelante. Terratenientes, mineros y comerciantes, reforzados en materia de prestigio por alianzas con descendientes de la burocracia imperial, fueron intercambiando papeles dentro de una coyuntura económica que los afectaba de manera diversa. El papel de otras fuerzas sociales es menos aparente. Aunque la sociedad colonial recelara profundos conflictos, su expresión escapaba a cualquier formulación ideológica que les diera un contenido político. Aun los conflictos tempranos con indígenas hallaron una forma de conceptualización dentro de la ideología escolástica dominante. En el siglo XVI, la formulación más clara de los agravios indígenas, expresada por don Diego de Silva, un mestizo cacique de Turmequé, es ya una sumisión cultural a los conceptos platonizantes de justicia y una aceptación del papel atribuido al soberano como dispensador de esa justicia. La homogeneidad ideológica se revela en todo tipo de conflictos hasta el siglo XVIII. entre esclavos y amos, entre gañanes mestizos y terratenientes, entre españoles pobres y notables, entre ciudades y pueblos de indios y entre ciudades de mayor y menor influencia. En este último caso, tal vez uno de los más característicos, la oposición de intereses ni siquiera comprometía estratos sociales diferentes, sino que los integraba en conflictos entre localidades. El confinamiento ideológico de los conflictos revela un confinamiento paralelo de las relaciones sociales. La sociedad colonial presenta un aspecto uniforme en el que sólo la coyuntura económica introduce alguna variedad. Los economistas designan como coyuntura los cambios sostenidos de prosperidad y depresión que experimenta la totalidad de un proceso económico. Tales cambios son identificables mediante indicadores, como los precios o el volumen de la producción. Usualmente la coyuntura se localiza en un sector privilegiado de la economía, susceptible de influir en todos los demás. Los cambios coyunturales, a diferencia de los cambios

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de estructura, no son capaces de modificar de manera radical las relaciones sociales existentes, pero sí de trastornar las vidas individuales y aun la de grupos enteros. A través de la coyuntura es posible establecer una cronología racional en el desarrollo histórico de un período. Es decir, señalar el alcance de cambios relativos que afectaron el conjunto de la vida social. Aquí debe insistirse en la relatividad de los cambios frente a la uniformidad del sistema. Pues lo propio de un estudio histórico reside precisamente en percibir el movimiento temporal de las economías, de las sociedades, o de las estructuras mentales, aun si se hallan confinadas dentro de una caracterización mucho más general. Así, el establecimiento de una cronología contribuirá a fijar de manera más precisa los límites de este estudio. Fundamentos económicos de una periodización para la época colonial

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a economía de los territorios que hoy constituyen Colombia (y que se designaban como Nuevo Reino y gobernación de Popayán) fue, durante más de tres siglos, una economía del oro. El oro y la plata americanos tuvieron un papel importante en el tráfico mundial que comenzó a organizarse en torno a un eje atlántico después de la época de los grandes descubrimientos. Para entonces los metales preciosos extraídos en América eran, literalmente, mercancías. ¿Por qué este tipo peculiar de mercancía y no otros? Esta pregunta hace surgir una serie de problemas que tiene que ver con las necesidades de las economías europeas, con los niveles de la tecnología del transporte, con las posibilidades de rentabilidad de las nuevas colonias y con el aprovechamiento y la explotación de sus recursos naturales y de mano de obra. La economía de los metales preciosos no surgió al azar o por el mero hecho de que este recurso hubiera sido abundante en América. Menos aún por cuanto el oro o la plata poseyeran un valor intrínseco que los hiciera especialmente apetecibles. En la producción de metales preciosos, como en la de cualquier mercancía, el producto final incorporaba ingentes esfuerzos humanos y unos costos que podían exceder su precio en el mercado. La explotación de metales preciosos se impuso en América por una necesidad en el desa-

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rrollo de las economías europeas. Después de una crisis compleja, cuyos orígenes se hacen coincidir con graves problemas demográficos v que condujo a la disminución de las rentas señoriales, es decir, al debilitamiento del sistema feudal, algunas economías en Europa experimentaron un proceso de expansión, sobre todo en el sector manufacturero. En vísperas del descubrimiento de América esta expansión corría el riesgo de estancarse y de generar una nueva crisis. Las fuentes africanas de aprovisionamiento de metales preciosos, indispensables para el cambio, eran incapaces de saldar un déficit crónico de la balanza de pagos europea con respecto al oriente, y la moneda que circulaba en Europa resultaba escasa. La economía europea estaba "hambrienta" de metales amonedables para mantener el ritmo de los precios y con ellos un estímulo a la producción. En una economía de mercado, como la que se estaba constituyendo entonces, los precios favorables eran un resorte impulsor y, por el contrario, descorazonaban a los productores cuando la escasez de la moneda los deprimía. Por estas razones, algunos autores han atribuido un papel muy importante en el crecimiento europeo a los metales americanos. Al llegar a Europa éstos produjeron un ciclo de inflación sostenida que mantuvo las expectativas de los productores. Otro factor importante que intervino en la elección de los metales preciosos como mercancías coloniales fue el de su valor por unidad de peso y volumen. La lentitud y la inseguridad en los transportes tenía como consecuencia que sólo los productos que representaran un valor elevado con respecto a su peso y a su volumen justificaban un viaje por el océano. De allí que el comercio colonial se alimentara con productos muy apetecidos en los mercados europeos: especies, colorantes naturales para los textiles o metales preciosos. Finalmente, la explotación del oro y la plata obedece a una relativa abundancia de recursos en América que facilitaban su extracción a un costo muy bajo. Esta, a lo menos, fue la primera impresión que tuvieron los ocupantes españoles. Pero la búsqueda obstinada de un Dorado revela mucho más acerca de los condicionamientos de una economía que tenía hambre de metales que sobre la existencia real de yacimientos metalíferos inagotables, tal como se los representaba la sicología primaria de los conquistadores. Aun cuando finalmente los descubrimientos de vene-

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Fuente:

JARAMILLO URIBE,

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"La Economía del virreinato" En:

ros y filones vinieran a coincidir en parte con este espejismo, la mera posibilidad de disponer de una mano de obra abundante y barata ya le daba un principio de consistencia. Todas estas circunstancias sugieren una conexión estrecha entre las economías del occidente de Europa, capaces de organizar intercambios a nivel mundial, y las economías coloniales obedientes a las iniciativas de un núcleo europeo. Se trataba, en verdad, como se ha venido describiendo, de la relación entre un núcleo y una periferia. Los metales preciosos se extrajeron en vista de esta relación y para satisfacer las necesidades del núcleo europeo. Al examinar el perfil de una curva de la producción total de oro en el distrito de la Audiencia de la Nueva Granada y en la gobernación de Popayán (véase figura 1), es posible atribuir a sus rasgos más salientes -aquellos que indican los ciclos productivos más durables- una conexión de este tipo. Si bien la curva que se ha reconstruido para el período comprendido entre

OCAMPO,

Ed. Historia económica de Colombia

1550 y 1800 presenta ciertas lagunas de información (entre 1570 y 1595, por ejemplo, en donde faltan cifras significativas de los yacimientos de Popayán y de la región antioqueña), la tendencia general marca claramente los ciclos productivos. El primer ciclo, que abarca desde 1550 hasta 1630-40 se va ampliando hasta llegar a una cúspide o techo en los dos decenios de 15901610. En adelante la producción tiende a contraerse hasta entrar en una crisis que abarca una buena parte del siglo XVII. Hacia 1680 se observa un repunte (para el distrito de Popayán; posiblemente también para Antioquia) que se va afirmando en los primeros decenios del siglo XVIII. Este siglo conoce un segundo ciclo productivo, con una pequeña depresión hacia 17401760, hasta alcanzar en el último decenio una magnitud comparable a la del último decenio del siglo xvi. Basándose en trabajos sobre el comportamiento demográfico de la población indígena, un investigador norteamericano adelantaba hace

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unos 25 años la teoría de que México había sufrido un siglo de depresión en el XVII. Esta tesis conincidía con la idea generalizada de una depresión europea en la misma centuria. La explicación más coherente de este último fenómeno lo atribuía al agotamiento de un primer siglo capitalista. El crecimiento manufacturero que hizo la fortuna de algunas ciudades del norte de Italia y del norte de Europa no habría sido capaz de prosperar en un entorno todavía feudal, que limitaba su mercado. Antes de sugerir un parentesco entre la depresión de la periferia colonial y el núcleo europeo, queda por realizar mucha investigación a nivel empírico. De otro lado, tanto la depresión mexicana como la crisis del siglo XVII europeo han encontrado objeciones recientemente. Con todo, esta objeciones no parecen tan graves (particularmente las que hacen relación a México, basadas en trabajos parciales) como para desechar una coincidencia que sugiere algunas explicaciones en el plano teórico. Pero aun si prescindimos de este tipo de explicaciones, nos queda el fundamento empíricamente objetivo de dos ciclos bien diferenciados de la producción aurífera para sustentar una cronología de la historia económica de la Nueva Granada y de la gobernación de Popayán. Estos dos ciclos, separados por un período de depresión en el siglo XVII, se diferencian no sólo cronológicamente. Dentro de ellos se dieron desplazamientos regionales, con énfasis diferentes en la importancia de los distritos de explotación minera. Ambos ofrecen también matices diferentes en cuanto a la mano de obra empleada y en cuanto a su sustentación agrícola. A través de ellos puede examinarse el alcance de ciertas transformaciones en la población, en la ocupación de la tierra y en sus formas de explotación. A grandes rasgos, estos límites cronológicos serían: 1550-1640: Primer ciclo del oro. En éste distinguimos un primer período en el que la producción más importante tuvo lugar en los distritos de Santa Fe (en Pamplona, Tocaima, Venadillo, Victoria y Remedio), Antioquia, Cartago y Popayán. En ellos predominó la mano de obra indígena y su explotación fue posible gracias a la encomienda. A partir de 1580 se incorporaron los grandes descubrimientos antioqueños (de San Jerónimo, Cáceres y Zaragoza) que, con el concurso de mano de obra esclava, hicieron elevar la producción a magnitudes sólo

igualadas dos siglos más tarde. El apogeo no duró sino unos treinta años y hacia 1610-1620 mineros y oficiales reales comenzaron a percibir una crisis de la cual dan razón las cifras en declive entre 1610 y 1630 y que iba a prolongar sus efectos hasta bien entrado el último cuarto de siglo. 1640-1680: Período de recesión que separa los dos ciclos 1680-1800: Segundo ciclo. El eje de este ciclo secular se ubicó en las provincias del Chocó, bajo la dominación de Popayán, y en otras zonas del distrito antioqueño. La recuperación de este último operó sobre bases sociales diferentes de las del primer ciclo, en el que habían predominado grandes cuadrillas de esclavos. Ahora se habían multiplicado los pequeños empresarios y su actividad contrastaba con el monopolio ejercido por los señores de cuadrilla de Popayán. En cuanto al distrito tradicional de Santa Fe, había perdido para entonces toda importancia como productor de oro, aunque siguiera jugando un papel importante corno sustento agrícola del distrito antioqueño Esta cronología cubre también a grandes rasgos, como se verá más adelante, otros fenómenos sociales y económicos corno el de la formación y desintegración de unidades productivas agrícolas o el del auge y decadencia del sistema de encomiendas. Hasta qué punto existen correspondencias entre estos fenómenos, es un tema abierto al debate. Pero, en todo caso, los ciclos del oro marcan con nitidez algunos hiatos en lo que hasta ahora parecía un desenvolvimiento temporal uniforme. La economía colonial - Minería del oro __

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no de los motores de la expansión y de la ocupación del suelo por parte de los españoles fue la búsqueda de metales preciosos. El oro y la plata significaban para los ocupantes algo más que una oportunidad de elevar su rango social y equipararse a una nobleza terrateniente en España. Aunque este tipo de resorte sicológico individual jugara un papel, para el conjunto de los ocupantes, los metales preciosos representaban la posibilidad de mantener un nexo permanente con el Viejo Mundo. Desde los primeros momentos, la participación en empresas de conquista significó aportar un capital en forma de bienes y equipos que, en ocasiones, alcanzaron precios inauditos: ca-

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ballos, sillas de montar, estribos, armas, etc. Pero una vez asentados, los conquistadores debían buscar formas de intercambio permanente que les asegurara la provisión de ciertos bienes indispensables a su forma de vida: hierro, acero, y, en general, artículos manufacturados de procedencia europea. Esta necesidad parece obvia si se tiene en cuenta que la mayoría de los ocupantes permanecieron en América aun cuando algunos hubieran buscado solamente una ocasión de enriquecimiento rápido para regresar a España. Otros no se contentaron con el primer botín alcanzado y prosiguieron su aventura en búsqueda de fabulosos dorados o de una participación más grande en el reparto de privilegios. Los asentamientos urbanos se ramificaron distribuyendo un contingente muy tenue de población española en espacios enormes. Santa Fe, Tunja Vélez, Pamplona, Mérida, Ocaña, Ibagué o Popayán, Almaguer, La Plata y Cali, Buga, Arma, Anserma, Cartago, etc., surgieron sucesivamente, como los retoños de un árbol, de las expediciones o huestes que procedían de Santa Marta y el Perú. En los confines de estos asentamientos definitivos no tardaron en aparecer reales de minas, a veces como puestos fronterizos respecto a tribus hostiles. Toro y Caloto en el occidente, o Victoria y Remedios bajo la influencia de Santa Fe, fueron ciudades de frontera y centros mineros constantemente amenazados. La economía del oro no se desarrolló uniformemente, con un centro único o dentro de una unidad territorial, y ni siquiera dentro de un marco administrativo centralizado. Las ciudades españolas nacidas de la iniciativa de las huestes de conquistadores, se apropiaban y guardaban celosamente sus recursos. Muchas obtuvieron el privilegio de una Caja Real, en la que se quintaba y se fundía el oro para ser gastado inmediatamente. El control de la Audiencia más allá del núcleo inicial del Nuevo Reino se ejercía mediante jueces de comisión, cuyas actuaciones eran casi siempre rechazadas por los vecinos del lugar. Aun dentro del Nuevo Reino, Tunja y Santa Fe rivalizaron durante todo el siglo xvi como centros de poder, y sólo visitas sucesivas de los oidores (o visitas de la tierra) lograron coartar a la postre una actitud muy acentuada de autonomía entre los vecinos encomenderos. Además, casi la mitad del territorio ocupado caía bajo la jurisdicción de la gobernación de Popayán, en los confínes de la Audiencia de

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Quito. Entre ésta y el Nuevo Reino se extendía una zona incierta, una verdadera frontera interior en la que resistieron durante mucho tiempo paeces y pijaos. La explotación del oro se desplazó en fronteras sucesivas a todo lo largo y ancho del Nuevo Reino y de la gobernación de Popayán en un lapso de tres siglos. Esta movilidad produjo como resultado que en diferentes épocas la riqueza, y con ella el acceso a un mundo exterior, se concentrara en regiones aisladas unas de otras. La prosperidad que caía de pronto sobre un territorio era apenas compartida por los demás. Paradójicamente, los nexos entre una región minera y las regiones vecinas resultaban a veces más débiles que aquellos que mantenía con un mercado mundial. En algunos casos se trataba de un episodio pasajero, en el que en medio de la euforia de un hallazgo, los habitantes recreaban en una región aislada todas las extravagancias del consumo de un gran centro urbano. Cuando el aliento de las explotaciones era más sostenido, la prosperidad no alcanzaba a cobijar sino a los centros comerciales o agrícolas que abastecían la región minera. Esta economía de islas, como la ha llamado un historiador colombiano, fue un fenómeno dominante hasta bien entrado el siglo xix. Era lo propio de un régimen colonial y presentaba ciertas analogías con el patrón de la factoría o enclave destinado a canalizar ganancias comerciales en favor de una metrópoli. Sólo que en este caso la integración económica era más compleja y, junto con un comercio itinerante que se desplazaba a lo largo de los corredores andinos desde Cartagena, se desarrollaban actividades agrícolas más permanentes. Los primeros distritos mineros surgieron como avanzadas de las regiones más favorecidas con población indígena. La encomienda o reparto de indios no sólo sirvió de base de sustentación agrícola a los yacimientos, sino que originó los capitales para su explotación y aun la mano de obra indispensable en ella. Indios de encomienda trabajaron en los yacimientos de la región de Popayán, en los filones de Cartago, Arma y Anserma, en los de Pamplona y en los aluviones del valle del Magdalena, desde las cercanías de Ibagué hasta la ciudad de los Remedios. Después de 1580, los hallazgos de Gaspar de Rodas en San Jerónimo, Cáceres y Zaragoza no sólo no dieron un nuevo impulso a la produc-

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ción del oro, sino que su riqueza permitió el empleo sistemático de esclavos negros. Prácticamente, todas las ciudades fundadas en las regiones andinas poseyeron distritos mineros tributarios en el curso del siglo xvi. A los habitantes de Tunja y Santa Fe, por ejemplo, se debió la iniciativa de la fundación de Ibagué, Tocaima, Victoria y Remedios. Pamplona se disputó con Vélez los yacimientos del Río del Oro y explotó filones en los reales de Vetas y Montuosa. Cartago, Arma y Anserma explotaron filones y aluviones en Marmato, Quiebralomo y Supía, y Popayán tuvo avanzadas en Almaguer y Caloto, fuera de las minas de Chisquío que explotaba la Corona directamente. La ciudad de Santa Fe de Antioquia no sólo explotó desde muy temprano el cerro vecino de Buriticá, sino que fue la metrópoli de nuevas fundaciones, San Jerónimo, Cáceres, Zaragoza, y más tarde Guamocó. Casi ningún centro minero, por importante que fuera, pudo establecerse o perdurar independientemente de las ciudades que debían abastecerlo o de las cuales dependía administrativamente. Tales centros iban desde campamentos provisorios hasta poblamientos con el rango de ciudades. En muchos casos, la existencia de una Caja Real, con su acompañamiento de funcionarios y de la percepción de gravámenes sobre el comercio o de diezmos agrícolas, elevaba el rango de poblamiento pero no le impedía que en el momento de la decadencia de las explotaciones quedará reducido a un villorio en el que no se conservaba ninguna traza de su antigua prosperidad. En un caso extremo, como en el que los campamentos mineros del Chocó, ya en el siglo XVIII, la riqueza aurífera podía atraer funcionarios y poderosos señores de cuadrilla, comerciantes y aventureros, religiosos y curas deseosos de una rica prebenda, pero no propiciar un asentamiento estable. La declinación progresiva de la producción del oro en el conjunto de los distritos mineros después de 1610 puede verse como un fenómeno coyuntural. Esta coyuntura sirve para definir la economía global de la Nueva Granada en el contexto de sus relaciones con la metrópoli. Pero al acercarse a cada distrito por separado, se advierte que se trataba de un proceso uniforme e inevitable en este tipo de explotación. Aun en el caso de que el agotamiento de los yacimientos no fuera absoluto, el nivel de la técnica empleada se presentaba como un límite insalvable. A esto debe agregarse el hecho de que la fuerza

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de trabajo (fuera indígena o de esclavos negros) se deterioraba muy rápido y los costos de su mantenimiento se elevaban a medida que la explotación minera iba restando brazos a la agricultura. Así, desde el punto de vista de los factores que intervenían en la producción (técnica, mano de obra, abastecimientos), las crisis mineras obedecían a la estructura de la producción. Por estas razones, las curvas de producción de los diferentes yacimientos presentan un mismo perfil, de un ascenso inicial hasta alcanzar un techo que se mantiene apenas por uno o dos decenios para luego caer uniformemente. Se trata de un ciclo en el que la riqueza del hallazgo y la facilidad de la explotación permiten, como en Zaragoza, invertir inicialmente en instalaciones y mano de obra. Estas inversiones acrecen la productividad hasta alcanzar los límites del rendimiento de la mano de obra y de la riqueza de los yacimientos. Una vez alcanzado este punto, las cifras de producción descenderán en forma uniforme y solamente la incorporación de un nuevo hallazgo podrá mantener el nivel de la producción anterior. Esto explica los continuos desplazamientos a través de fronteras sucesivas. Sin embargo, después de la cúspide alcanzada en los decenios de 1590-1600 y 1600-1610, los hallazgos no significaron un incremento significativo del volumen de metal extraído. Esta situación se prolongó durante casi todo el siglo XVII, hasta cuando se incorporó una nueva frontera con la ocupación de los distritos de Nóvita, Citará y el Raposo. Estos distritos del Pacífico acentuaron aún más los rasgos de aislamiento fronterizo que habían caracterizado los yacimientos en el ciclo anterior. Como se ha dicho, en estas regiones no se produjo un asentamiento estable de los señores de cuadrilla, los cuales residían usualmente en Popayán y Cali. Esta circunstancia no impidió que, mientras se mantuvieron niveles elevados de extracción de oro, la región fuera abastecida desde el hinterland agrícola del valle del Cauca y mantuviera contactos permanentes con contrabandistas franceses, ingleses y holandeses. Desde otro punto de vista, el Chocó caracteriza muy bien los esfuerzos de la administración española por integrar fiscalmente estas regiones fronterizas. Desde 1713 el oidor Aramburu había sido comisionado para asentar un poblamiento y establecer una Caja Real. El oidor

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observaba el estado lamentable de la provincia, en donde no parecía que hubieran pisado españoles a pesar de que hacía casi cuarenta años que se explotaba. Más adelante se hicieron esfuerzos repetidos por disminuir la influencia y la arbitrariedad de los mineros y de poner coto al contrabando y a la fuga ilícita del oro, erigiendo la región primero en superintendencia, bajo el control directo de la Audiencia de Santa Fe, y luego en gobernación. Pero ni aun así el Chocó pudo integrarse en torno a núcleos urbanos que le prestaran un carácter de asentamiento estable. Tres siglos de economía del oro, construida fugazmente en yacimientos dispersos que obligaban a desplazamientos permanentes, dejaron una huella profunda en la formación económica y social de estas regiones. Por un lado, su aislamiento impuso un esfuerzo enorme para mantener algún nexo con sectores complementarios, especialmente con zonas de abastecimiento agrícola. Este esfuerzo trajo consigo el desarrollo lento de vías de penetración a regiones apartadas que recorrían comerciantes itinerantes. De otro lado, el desplome frecuente y casi fatal de la productividad, que alcanzaba un tope en el rendimiento más accesible de los veneros, condenaba de nuevo al aislamiento a regiones enteras y anulaba todos los esfuerzos anteriores. El hallazgo repetido de yacimientos impuso también un ritmo de desarrollo desigual que acentuaban la ausencia de comunicaciones y la imposibilidad de imponer patrones políticos uniformes. Estas características hacen que los dos ciclos mineros estén asociados con regiones diferentes. Mientras el primero cobijó tanto el occidente como la región oriental de los Andes, el segundo perteneció exclusivamente a los mineros de Popayán y de Antioquia. La actividad global de los distritos mineros es mejor conocida (a través de las declaraciones a las cajas reales) que la actividad de las empresas individuales de explotación. En este último caso sólo pueden fijarse algunos rasgos que revelan las primeras ordenanzas de minería y de alguna información dispersa en los archivos. En primer término, debe observarse que la mayoría de los yacimientos auríferos en el Nuevo Reino, en Popayán, Antioquia y el Chocó fueron aluviones. Minas de veta o de filón estuvieron localizadas apenas en los distritos de Pamplona. (Vetas y Montuosa), Anserma-Cartago (Marmato y Quiebralomo), el legandario

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cerro de Buriticá cerca de Santa Fe de Antioquia y algunas explotaciones aisladas en Popayán y Almaguer. Los yacimientos aluviales, que demandaban técnicas menos elaboradas fueron más durables. Algunos ríos en especial se explotaron por largo tiempo con rendimientos extraordinarios. En ellos se asentaron reales de mina, a veces con una capilla como único núcleo de un poblamiento disparatado y bajo la jurisdicción de una ciudad de españoles. Durante el primer ciclo minero la mayoría de los reales de minas aprovecharon el sistema de encomiendas como fuente de mano de obra, y sólo los yacimientos antioqueños, explotados a partir de 1580, emplearon masivamente mano de obra esclava, lo mismo que las explotaciones del siglo XVIII en Nóvita, Citará y el Raposo. Este hecho, como vamos a verlo, influyó decisivamente en el nivel y en el repertorio de las técnicas empleadas. Las ordenanzas de minería más antiguas (de Antioquia y de Pamplona, que datan del siglo xvi) establecían no sólo una reglamentación sobre los derechos a los yacimientos propiamente dichos, sino también sobre las aguas aledañas. Tales regulaciones revelan no sólo las modalidades de apropiación de un recurso en lo jurídico, en lo social y en lo económico, sino también lo esencial de una tecnología. Sobre esta última, las investigaciones del geógrafo norteamericano Robert C. West han mostrado cómo se trataba de una adaptación por parte de los españoles de procedimientos utilizados desde antiguo por los indígenas. Los indígenas ya estaban familiarizados con la extracción del oro de terrazas de las corrientes, de depósitos altos de gravas y del lecho mismo de los ríos. West describe en detalle una de las técnicas más usadas, la del canalón, que consistía en hacer pasar una corriente de agua por un canal paralelo al depósito aurífero, al cual se habían arrojado arenas y gravas auríferas. La fuerza del agua, combinada con el trabajo manual de extraer los materiales más pesados del canal, dejaba en el fondo los residuos de polvo de oro. Las ordenanzas antioqueñas de Gaspar de Rodas se ocupaban en detalle de regular los derechos de agua, elemento esencial en todas las técnicas empleadas en los lavaderos. West señala cómo la escasez de agua en Antioquia obligaba a conducirla por kilómetros hasta las terrazas auríferas del Nechí. Por eso las ordenanzas preveían privilegios excepcionales en las

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otorgaciones para quienes abrieran canales o acequias de una cierta extensión. El agua también se conducía mediante sistemas de manpostería elevada en los que se empleaban guaduas partidas en dos o fuertes cortezas de árboles. En el Chocó y en el Raposo, los inventarios de las minas del siglo XVIII mencionaban cortes y pilas, y acequias para cada corte. Estos elementos están asociados igualmente a la técnica del canalón, pero indican el aprovechamiento de aguas-lluvias, tan frecuentes en la región del Pacífico. Las aguas-lluvias se recogían en depósitos (pilas) construidos en las cimas de las colinas y se conducían al lavadero por acequias. West hace notar el desconocimiento técnico por parte de los españoles que vinieron a la Nueva Granada. Por ejemplo, el hecho de que no se mencione en documentos coloniales el procedimiento de amalgamación con mercurio para separar el metal de los sedimentos. En realidad, hubo por lo menos un intento de introducir esta técnica hacia 1620 para las minas de filón de la región de Anserma. Para esta época las minas estaban en decadencia y los mineros no se atrevieron a encarar los costos de la innovación. Las limitaciones impuestas a la explotación por el nivel de la técnica empleada son más evidentes en el caso de las minas de filón. Estas se explotaban siguiendo la veta con tajos abiertos o mediante socavones de tiros inclinados. Los indígenas emplearon esta técnica en Buriticá y en Mariquita, aunque sin reforzar las galerías con armazones de madera. En Pamplona, alcanzada una cierta profundidad, los socavones tuvieron que abandonarse, debido al riesgo para la vida de los indígenas que los trabajaban. Que los pobladores españoles tuvieran que depender de las técnicas indígenas no sólo indica el desarrollo y el ingenio de tales técnicas sino también la ausencia, entre los ocupantes, de una actividad profesional. Aunque con el curso del tiempo llegaron a desarrollarse algunas técnicas ingeniosas, especialmente en Antioquia, los ciclos -que se repiten casi fatalmente en cada distrito- revelan en su fase final de decadencia una incapacidad para superar las limitaciones de procedimientos rutinarios. Los llamados mineros era en realidad capataces a sueldo de un señor de cuadrilla, de un encomendero o de un funcionario ausentista, y estaban encargados de supervigilar el trabajo de indígenas y esclavos.

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En muchos casos la actividad de los señores de cuadrilla no solía reducirse a la minería. En el siglo XVI se trataba de encomenderos-terratenientes que encontraban lucrativo emplear a los indios de su encomienda en labores de minas. Algunos llegaron a realizar inversiones importantes en Zaragoza y, a la inversa, mineros afortunados se asociaron a familias de terratenientes y encomenderos en Santa Fe. En Popayán, a partir de la recuperación de las últimas décadas del siglo XVII, el papel de los comerciantes fue muy importante en las actividades mineras. Algunos tomaron la iniciativa de abastecer con esclavos los reales de minas o de combinar la minería con la explotación de haciendas. La decadencia del sector de encomenderos abrió paso al predominio de comerciantes capaces de realizar inversiones en los nuevos yacimientos y simultáneamente disminuir los costos de explotación al encargarse ellos mismos del abastecimiento de esclavos y comestibles. El problema del trabajo en la minería del oro se ha encarado usualmente con la noción un poco vaga de que en algún momento el trabajo indígena fue remplazado por el de esclavos negros traídos del África. Esta sustitución súbita habría obedecido a la voluntad de la Corona española de proteger a los indígenas de un trabajo agotador. De otro lado, se alega, el trabajo indígena daba pobres rendimientos y los esclavos negros resultaban más aptos y más resistentes a las duras jornadas de la explotación minera. Hemos visto, sin embargo, cómo las técnicas mismas de la explotación del oro dependieron de la experiencia acumulada por los indígenas en muchas regiones. No eran pues motivos de idoneidad para este trabajo lo que inducía a remplazarlos. Ni la sustitución se operó de un momento a otro. Durante mucho tiempo la institución de la encomienda, mediante la exigencia del pago de los tributos en oro, sirvió para servirse de cuadrillas de indígenas en la explotación de los yacimientos. A Pamplona, por ejemplo, después de 1551 fueron conducidas cuadrillas de más de cien indios sacados de las encomiendas de la provincia en Tunja. En la gobernación de Popayán el empleo de indios en las minas fue generalizado, y desde 1554 los vecinos de Popayán, Cali, Cartago y Anserma se resistían a la aplicación de las Leyes Nuevas que prohibían este tipo de trabajo. A pesar de la acción de obispos y visitadores el trabajo minero de los indígenas perduró allí, por cuanto vecinos'

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y encomenderos alegaban la imposibilidad de emplear esclavos debido a sus costos. En 1570, tanto las ordenanzas del virrey Francisco de Toledo en el Perú como otras similares promulgadas por la Audiencia de Santa Fe sancionaron esta situación de hecho, permitiendo que los indígenas trabajaran en las minas "voluntariamente" y mediante la paga de un jornal. El intento de introducir un régimen salarial no pasaba de ser una intención piadosa, debido al tipo de relaciones de dominación que se derivaban de la encomienda. De esta manera, el trabajo indígena generalizado se prolongó hasta bien entrado el siglo XVII, particularmente en la provincia de Popayán. En cuanto a Santa Fe, debe recordarse que a fines del siglo XVI se organizó un sistema de mitas (o trabajo forzado) para la explotación de la plata en Mariquita. Este sistema, con algunas interrupciones, iba a perdurar durante todo el siglo XVII y las dos primeras décadas del XVIII. La disminución del trabajo en las minas que pesaba sobre los indios (y que las tasaciones de tributos en oro autorizaban indirectamente) sólo vino a ser efectiva en virtud de conflictos de intereses dentro del sistema mismo de la encomienda. En algunos casos, el trabajo indígena (de una manera semejante al trabajo servil de criados ingleses en las Antillas) sirvió para acumular los capitales necesarios para una inversión ulterior en esclavos negros. Este parece haber sido el caso en Remedios e, indirectamente, en Zaragoza, en donde algunos encomenderos llegaron a introducir esclavos. Sin embargo, muchos encomenderos de las regiones más favorecidas con población indígena no estaban interesados directamente en las minas, e inclusive, algunos mineros las habían abandonado a comienzos del siglo XVII para convertirse en terratenientes. De esta manera surgió un conflicto entre las necesidades de abastecimiento agrícola de las ciudades y las exigencias insaciables de mano de obra de los centros mineros. Esta situación no era tan aparente en Popayán, en donde encomenderos-terratenientes se dedicaban a la minería. En el Nuevo Reino, en cambio, la mita minera de Mariquita provocó una controversia sobre los efectos nocivos para la agricultura del drenaje continuo de los indios. Por otra parte, el empleo de los indígenas en la minería dependió siempre de su relativa abundancia. Las regiones cuya población indígena era escasa o demasiado hostil (los yaci-

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mientos antioqueños o la primera ciudad de Toro) se vieron obligadas a emplear esclavos negros. Esta carencia condujo de todas maneras a la quiebra de los yacimientos auríferos más ricos del siglo XVI por la falta de abastecimientos que podía proporcionar una población indígena. Allí, como en los centros explotados por indígenas, las cuadrillas de esclavos fueron diezmadas rápidamente. Así, la decisión de emplear esclavos negros no obedeció a una voluntad deliberada de ahorrar a los indígenas un trabajo agotador. Se trató, en el mejor de los casos, de mantener un equilibrio entre los requerimientos de mano de obra en las minas y la necesidad de los abastecimientos proporcionados por haciendas de los encomenderos. La inversión en esclavos negros pareció siempre demasiado onerosa a aquellos que tenían acceso al trabajo indígena, y sólo se decidieron a efectuarla cuando el trabajo indígena comenzó a faltar. Si el trabajo de los indios creaba un conflicto de intereses entre terratenientes-encomenderos y mineros, la compra de esclavos negros, que favorecía desmesuradamente a algunos comerciantes, no tardó en crear enfrentamientos entre mineros y comerciantes. A fines del siglo XVI era claro para los habitantes de Zaragoza que sólo los esclavos obtenidos a crédito podían procurar el oro para amortizar su propio valor. La riqueza de los yacimientos permitió que se concentraran allí unos tres mil esclavos, pero con este número se alcanzó un tope que a partir de 1600 comenzó a disminuir. Todo indica que la premura de los mineros para amortizar el valor de los esclavos condujo a una explotación excesiva y al agotamiento de la mano de obra. Por esta razón fue una operación rentable sólo en el corto plazo, y muchos mineros la abandonaron en el momento justo para obtener una situación más estable en Santa Fe. Otros cargaron con la ruina y con las dificultades cada vez mayores de remplazar los brazos que iban faltando. En ausencia de condiciones favorables, la posibilidad de reproducción de los esclavos, y con ello una menor dependencia del abastecimiento de esclavos adultos y costosos, quedaba excluida. El segundo ciclo productivo, que arranca con la conquista del Chocó, presenta rasgos diferentes en cuanto al trabajo. En primer término, la permanencia de cuadrillas de esclavos más amplias, gracias a un abastecimiento regular.

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Luego, un equilibrio real entre producción minera y abastecimientos agrícolas. Finalmente, la posibilidad de reproducción de la mano de obra en virtud de condiciones favorables creadas por una alternativa de empleo y de permanencia en explotaciones agrícolas. Dentro del sistema defensivo del Imperio y la ruta de la Carrera de Indias, Cartagena gozó de una situación estratégica que favorecía no sólo la introducción lícita de esclavos y mercancías, sino que invitaba a su comercio ilícito por parte de holandeses, franceses e ingleses. Aunque se trataba de un centro distribuidor de la trata negrera desde el siglo XVI, el número de esclavos internados en la Nueva Granada, legalmente o de contrabando, no parece haber sido excesivo. En 1598 el presidente Sande calculaba la presencia de unos seis mil esclavos para todos los yacimientos antioqueños. Todavía, durante los dos decenios del siglo siguiente, entraron por Cartagena (además del contrabando) unos 17 mil esclavos (12 mil por cuenta del Asiento de Baez Cutinho, entre 1603 y 1611, y otros 5 mil de Antonio Fernández D'Elvas, entre 1615 y 1621), pero es muy improbable, dados los preludios de una crisis en los yacimientos más importantes, que una parte significativa de estos esclavos haya sido internada para la producción minera o que el número de los seis mil esclavos indicado por Sande se haya incrementado. Para el segundo ciclo, centrado en la gobernación de Popayán, los datos que se poseen hasta ahora sugieren una mayor conexión entre la trata negrera desarrollada por Cartagena y la demanda de haciendas y minas. De tres asientos que se sucedieron entre 1696 y 1743: el de los portugueses, el de la Compañía francesa de Guinea y el de la Compañía de los mares del Sur (o South Sea Company, creación del antiguo monopolio inglés de la Royal African Company para atender el aprovisionamiento del Imperio español a raíz del tratado de Utrecht en 1713), hay trazas consistentes del internamiento de buen número de esclavos. Durante el período más activo, el de la Compañía de los mares del Sur, el crecimiento de los esclavos en el Chocó estuvo acompasado con las introducciones de la trata. Desde comienzos del siglo comenzaron a formarse allí cuadrillas que pronto excedieron en número a las que se mantenían en los yacimientos tradicionales de Jelima, Quinamayó, La Teta, etc., en los distritos mineros de Caloto y Almaguer. Hacia 1730 se calculaban 4 mil

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esclavos en las minas de Popayán y los lavaderos del Pacífico, de las cuales más de 3 mil se encontraban en éstos. Diez años más tarde ya había diez mil y en 1759 en la sola provincia de Nóvita se contaban 56 cuadrillas con un total de 4.322 esclavos. Según otras cifras (Sharp, 1975) los esclavos del Chocó habrían aumentado apenas a 5.756 en 1778 y a 7.088 en 1782, para caer a 4.968 en 1804. El aspecto más fundamental de este segundo ciclo de producción minera reside en el hecho de que, en un cierto momento, el crecimiento vegetativo de la población esclava pudo asegurar su reproducción sin tener que depender exclusivamente del abastecimiento exterior. Algunos datos iniciales (de una investigación en curso) sugieren que por lo menos en las haciendas y en el servicio doméstico los esclavos habían alcanzado desde muy temprano, índices positivos de crecimiento demográfico, si bien las minas tenían que ser abastecidas con esclavos bozales. Tal vez por esta razón, los esclavos bozales alcanzaban precios más elevados en el mercado de Popayán que los esclavos criollos, dedicados al servicio doméstico y a la agricultura. A mediados del siglo XVIII, la esclavitud no sólo sustentaba la producción minera, sino también un sistema de haciendas creadas para abastecer los centros mineros. Los comerciantes, que jugaron el papel más dinámico en este período, invertían tanto en las minas como en tierras. De su parte, algunos terratenientes se dedicaron al comercio y tuvieron cuadrillas de esclavos en minas y haciendas. En la juntura de los siglos XVII y XVIII comerciantes de Popayán se desplazaron hacia Cali, en donde encontraban más oportunidades sociales y mayores disponibilidades de tierra. Allí, en efecto, las unidades territoriales circulaban más que en la región de Popayán, en donde estaban asociadas todavía al régimen de la encomienda y a núcleos familiares más cohesionados. Las posibilidades de combinar explotaciones mineras con unidades productivas agrícolas valiéndose del mismo tipo de trabajo, presentaban la ventaja adicional del empleo más racional de éste. Los esclavos no sólo se desplazaban de las haciendas a las moradas urbanas, en donde apenas llenaban una función de prestigio para sus dueños, sino también de las minas a las haciendas y, probablemente,en menor medida, de las haciendas a las minas. Estos desplaza-

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mientos estaban regidos por las posibilidades de rentabilidad de los esclavos y, en todo caso, permitían su reproducción en condiciones más favorables que en las minas. Ya se ha aludido en el curso de este trabajo a factores estructurales de la producción minera que la conducían fatalmente de un momento inicial de expansión a un declive paulatino. Este fenómeno está descrito por el perfil de una curva en la que se advierten dos ciclos muy notorios de productividad en los siglos XVI y XVIII. Sin embargo, este es el resultado final de agregar las cifras de producción de distintos aislados, calculadas sobre los llamados quintos o impuestos percibidos por la Corona española. No sobra advertir que tales cifras están lejos de revelar la producción real de los distritos mineros. Por eso sólo son aceptables en cuanto muestran una tendencia, es decir, la evidencia en bruto de que en un momento dado la producción alcanzaba un cierto orden de magnitudes y en otro momento este orden se había visto drásticamente afectado. Este razonamiento se ve reforzado por el comportamiento de las curvas individuales de cada distrito. En el caso de Santa Fe, por ejemplo, entre 1565 y 1580 se mantuvo un techo de producción anual promedio de unos 160 mil pesos oro. A partir de 1600 la producción anual había disminuido a un promedio de 60 mil pesos, y a partir de 1620 se desplomó hasta alcanzar sólo 20 mil en 1625. La disminución de un orden de magnitudes de 8 al de 1 ilustra la noción de tendencia, que difícilmente pudo verse afectada por el hecho de que en 1565-1580 o 1620-1625 las cantidades efectivamente extraídas hubieran sido mucho mayores que el oro declarado y quintado en las cajas reales. En Zaragoza la caída fue todavía más uniforme, pues en el caso de Santa Fe, varios distritos mineros, compensaban mutuamente sus altibajos. En Zaragoza se pasó de 300 mil pesos oro a la mitad de esta cifra en 1620 y a menos de 50 mil hacia 1640. Lo mismo ocurrió en Cáceres, Remedios, el distrito de Cartago y Popayán. Los descensos dramáticos de la producción en cada distrito minero, solían ser advertidos muy pronto por los oficiales de las cajas reales y del Tribunal de Cuentas de Santa Fe. Las quejas frecuentes, que tendían a aliviar la condición de los mineros en materia fiscal, llevaron a paulatinas reducciones del quinto real a un

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octavo, un décimo, un duodécimo, un decimoquinto y un vigésimo. Es cierto que, en materia de quintos, hubo fraudes permanentes. Pero aun así, otras cifras de las cajas reales reproducen un orden paralelo de magnitudes. Las alcabalas de Zaragoza, por ejemplo, pasaron de más de 2.500 pesos oro en 1596, a 600 en 1620 y a 200 en 1640. Aquí debe anotarse que si bien la observación sobre la simple tendencia de las cifras de producción puede ayudar a plantear hipótesis sobre la estructura de la producción minera y de sus crisis, éstas deberían verificarse con estudios sobre explotaciones individuales. Un estudio reciente de William F. Sharp, sugiere una aproximación al problema del fraude a tavés del estudio de la rentabilidad del sector globalmente considerado. Este estudio sobre la minería en el Chocó en el siglo XVIII está inspirado en las técnicas de la New Economic History norteamericana, la cual aspira a ligar más estrechamente la investigación histórica a modelos y razonamientos de la teoría económica neoclásica. Sharp se basa en la consideración de que si se comparan las cifras del oro declaradas en las cajas reales con la inversión total de capital y con los costos de producción, la tasa de ganancia para la actividad minera sería negativa a partir de 1759. Este resultado no se compadece con el auge de la producción. Para plantear esta hipótesis el autor se vale de un modelo en el que reconstruye todas aquellas variables (ingresos declarados, depreciación de activos -incluidos los esclavos-, costos de manutención de las cuadrillas, valor total de los esclavos, etc.) que determinan la tasa de ganancia. De esta manera llega a la conclusión de que para que la tasa de ganancia fuera positiva, se requería que la producción representara el doble o un tercio más de lo que fue declarado. Otros resultados de la investigación resultan igualmente sugestivos. El autor los formula así: 1. Se dio un período de auge de la minería del oro en el Chocó entre 1725 y 1785. 2. En el curso de la primera mitad del siglo los propietarios de cuadrillas obtenían grandes provechos con pocos esclavos. Esto lo incitó a aumentar su inversión en esclavos. 3. Aunque el número de esclavos se duplicó entre 1759 y 1782 la explotación fue tornándose menos provechosa.

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4. Con una tasa de ganancia declinante los propietarios redujeron sus cuadrillas y con ello los costos de su mantenimiento. En algunos casos los mismos propietarios estimularon un proceso de manumisión por compra. 5. Lo anterior tiende a mostrar que, en el Chocó, un límite óptimo de rentabilidad se alcanzó cuando el número de esclavos llegó a 5 mil. 6. Aunque entre 1782 y 1804 el número de esclavos disminuyó en más de dos mil, la producción se mantuvo e inclusive aumentó. Las hipótesis y conclusiones de Sharp abren nuevas perspectivas a la investigación. Mucho se ha discutido sobre la pertinencia de aplicar criterios de rentabilidad capitalista a empresas surgidas en un período precapitalista o de reconstruir datos sobre cálculos plausibles pero sin una evidencia empírica consistente. Con todo, es evidente que los métodos de la New Economic History ayudan a precisar problemas que de otra manera no surgirían en el horizonte de las preocupaciones usuales del historirador. En este caso, por ejemplo, valdría la pena preguntarse si los dos ciclos de productividad que se han señalado poseen una estructura diferente. En el caso del primero, asociado particularmente con los veneros antioqueños, ¿la drástica disminución de las cuadrillas fue una consecuencia del alza del costo de los mantenimientos? Y en el segundo ciclo, con la creación de haciendas en el valle del Cauca, ¿no habían surgido condiciones más favorables para que se diera un equilibrio entre producción agrícola y actividad minera? ¿La reducción en el número de esclavos observada por Sharp entre 1782 y 1804 pudo obedecer a su traslado a las haciendas, en donde resultaban más rentables? Todas estas preguntas sugieren una conexión tan estrecha entre minería y agricultura, que la encuesta de Sharp debería ampliarse para abarcar los dos sectores. Otros problemas menores surgen con respecto al cálculo de la población esclava o con sus precios, datos que están lejos de alcanzar -en el ensayo de Sharp-, la consistencia (hard data) requerida por los razonamientos de la New Economic History. La agricultura Los patrones de la apropiación de la tierra por parte de los ocupantes españoles fueron

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jados inicialmente por la sencilla ecuación entre el número de ocupantes y la disponibilidad de tierras. Este problema presenta dos aspectos. Uno, el de los mecanismos de hecho o derecho que condujeron a las apropiaciones. Otro, el de las determinaciones económicas que las configuraron. El origen de la propiedad de la tierra para los ocupantes españoles está ligado a situaciones de poder y de privilegio. Cada poblamiento poseyó un cabildo designado inicialmente por el caudillo de la hueste, elegido más tarde por miembros de la hueste que habían adquirido la calidad de vecinos e integrado luego por dignatarios vitalicios que habían comprado el cargo. Estos cabildos, integrados casi siempre por vecinos encomenderos, se atribuyeron la facultad de otorgar estancias, caballerías y solares. Otras veces el título provenía del caudillo o del gobernador de una provincia y, finalmente, de las audiencias o de su presidente. Las numerosas otorgaciones de los cabildos no fueron sino títulos precarios, pues nunca tuvieron la autorización del monarca español quien, en teoría (la teoría de la época, naturalmente), había tomado posesión de las tierras americanas por derecho de conquista. Esta precariedad no fue un obstáculo para que la actuación de los cabildos creara situaciones permanentes con respecto a la tierra. Estos cuerpos representaban sin matices los intereses de los encomenderos y por eso sus otorgaciones recayeron, por lo general, entre éstos. Se trataba de un núcleo reducido de personas (casi en ninguna parte más de 60 o 70 individuos) que, a través del cabildo, podía controlar la asignación de todo tipo de recursos: tierras, minas, aguas, bosques, etc. La preponderancia de los encomenderos les permitió también usurpar tierras de los indios. Entre 1550 y 1590 éstos debían trabajar gran parte de sus tierras en beneficio exclusivo de sus encomenderos al cultivar para ellos tributos en especies (trigo, cebada, maíz y a veces garbanzos, habas, fríjoles, caña y lino). Fuera de esto, debían dar indios de servicios (un 3 o 4% de los varones adultos) para los aposentos del encomendero, los cuales eran casi siempre tierras ocupadas de hecho en las inmediaciones del asentamiento indígena. Además, la obligación del tributo en especie significaba un verdadero usufructo de las tierras de los indios. Con

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la disminución de estos las tierras vacías podían ser incorporadas al núcleo de los aposentos. A las otorgaciones de los cabildos y a las usurpaciones vinieron a sumarse las mercedes de tierra por parte de la Corona a través de las audiencias y de los gobernadores. En muchos casos estas mercedes no hicieron otra cosa que sanear títulos precarios o usurpaciones anteriores, como en el caso de las composiciones posteriores a 1590. Para esta época la población indígena había quedado reducida a un 10% de su tamaño original. Reducida a poblamientosy confinada a resguardos, es decir, nucleada de tal manera que su patrón de poblamiento disperso quedaba abolido, muchas tierras se desembarazaron y fueron objeto de mercedes nuevas. Por debajo del aspecto jurídico-formal de la apropiación subyace el problema más complejo de la evolución económica que llevó a la efectiva ocupación de la tierra por parte de los españoles. Inicialmente las comunidades indígenas proveyeron de abastecimientos agrícolas a los pobladores españoles. Estos no eran muchos, y en casi todas las nuevas fundaciones el contorno indígena podía producir los excedentes necesarios para alimentarlas. La composición misma de los tributos exigidos muestra a las claras que a través de ellos eran canalizados los excedentes agrícolas para el consumo de los pobladores españoles. A través del tributo se impuso también una transformación en las siembras de los indios, obligándolos a cultivar trigo y cebada en vez de maíz tradicional. Por esta razón las primeras otorgaciones de tierras por parte de los cabildos apenas echaron mano de las goteras del núcleo poblado por españoles. Entre los primeros vecinos se distribuyeron solares urbanos y caballerías y peonías confinadas dentro de unos términos que respetaban todavía el poblamiento indígena y que estaban destinadas al cultivo de hortalizas y a mantener algún ganado.

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en Santa Fe y Tunja entre 1551 y 1571/2 muestran cómo se consideraba indispensable asegurarse el pago de tributos en especie para el abastecimiento de las ciudades. De otro lado, el número de indígenas asignados para el trabajo permanente en las estancias de los encomenderos resulta relativamente bajo. En 1565 este concurso se limitó en dos ocasiones al 3 y al 4% de la población masculina adulta. En adelante, a medida que se consolidaban las explotaciones en manos de españoles y disminuía la población indígena, esta proporción fue elevándose en la práctica hasta llegar al 15% en algunos casos. El proceso de formación de estancias de españoles es muy mal conocido. Aunque se repite a menudo que las mercedes de tierra fueron independientes jurídicamente de las otorgaciones de las encomiendas, lo cierto es que fueron los encomenderos quienes monopolizaron la tierra en el curso del siglo XVI. Ellos controlaban, por un lado, los cabildos que la otorgaban y, por otro, no sólo disponían con exclusividad de la mano de obra indígena para explotarla, sino que, con o sin títulos, estaban en posibilidad de usurpar las tierras de los indios encomendados. A fines del siglo y comienzos del siguiente, sin embargo, las presiones contra este doble monopolio fueron suficientes para introducir modificaciones importantes. A pesar de la cohesión del grupo de encomenderos, que les permitía guardar dentro de linajes familiares una encomienda más allá de las dos vidas previstas por la ley, la multiplicación de las familias fue haciendo aparecer un grupo creciente de propietarios no encomenderos. De otro lado, también surgieron simples labradores que aspiraban a disponer de la mano de obra indispensable para los trabajos agrícolas. En este grupo habría que incluir a una población mestiza en aumento que se toleraba mal en el seno de la "República de los españoles" y a la que se prohibía residir en El crecimiento del núcleo urbano español los pueblos de indios. La actividad de los encomenderos que re(la "República de los españoles") y la disminución desastrosa de los indios, quebrantaron muy cibieron tierras fue muy desigual. Algunos las pronto este equilibrio inicial entre las necesida- explotaron y se propusieron acrecentarlas, otros des de los ocupantes y la capacidad de las eco- se contentaron con percibir los productos que nomías indígenas para satisfacerlas. Esto dio los indígenas estaban obligados a cultivar para origen a la aparición de las primeras estancias, ellos, y algunos hasta se desprendieron de sus alrededor de los aposentos de los encomenderos. tierras en favor de los más emprendedores. Esto Aun entonces el grueso de la producción siguió último dio origen a algunas concentraciones lagravitando sobre las tierras de los indígenas. tifundiarias en la región de los altiplanos de Las tasaciones de los tributos llevadas a cabo Santa Fe, Tunja, Pasto y Popayán. De suyo, las

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otorgaciones originales eran enormes. Entre 1540 y 1585 se otorgaron en Santa Fe y Tunja estancias de ganado mayor y estancias de pan sembrar que equivalían a 2.540 y 635 hectáreas, respectivamente. A partir de 1585, estas medidas se redujeron a 370 y 327 has. para las de pan. En las regiones de los altiplanos, sin embargo, la apropiación indefinida de tierras encontraba un límite en las labranzas indígenas. Como de éstas dependían los ingresos de los mismos encomenderos, los indios pudieron gozar de tierras por lo menos hasta el momento en que su propio encomendero las usurpaba. La competencia de mestizos y de una creciente población española contribuyó también a que la concentración latifundiaria no fuera absoluta. En otras regiones, en cambio, la ecuación entre población y tierras disponibles dio lugar a inauditos acaparamientos de tierras que se dedicaban a la ganadería extensiva. Este fue el caso de los dos grandes valles interandinos en donde otorgaciones y mensuras se designaban simplemente por leguas, de más de 8 mil metros. La unidad productiva colonial, la hacienda, conoció diversas formas en distintas épocas y lugares durante el período colonial. En los altiplanos del centro de lo que hoy es Colombia acabamos de ver cómo empezaron a formarse estancias cuando los excedentes de la agricultura indígena fueron insuficientes para alimentar a la población española. Estancias en la jurisdicción de Santa Fe, Tunja, Vélez y Villa de Leiva, no sólo abastecieron estos centros urbanos, sino también las explotaciones mineras del valle del Magdalena, de Victoria, Remedios y tan lejos como Cáceres y Zaragoza. Quedan muy escasos testimonios de la actividad de estas unidades productivas de formación temprana. Se sabe, eso sí, que producían y comercilizaban cantidades considerables de trigo y de cebada. Es muy probable que su esquema de funcionamiento haya sido similar al de la estancia de Chiquinquirá, propiedad de la encomendera de Suta, quien empleaba 21 gañanes de su encomienda. De esta estancia se conocen las cuentas de quince años, entre 1590 y 1605. Según estas cuentas, el rendimiento de las semillas de trigo sembradas fluctuaba de 1 a 3 hasta 1 a 11 en los mejores años. De la producción, una buena parte (entre la cuarta parte y la mitad) debía reservarse para semillas, para pagar diezmos y para el consumo de la hacienda. La estancia empleaba también

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indios vaqueros, pastores, arrieros y molineros. Treinta en total para unas mil cabezas de ganado vacuno y más de dos mil ovejas. Cuando los encomenderos de Santa Fe y Tunja se vieron privados del monopolio de la mano de obra, clamaron por su ruina. Para ese momento, cuando visitas sucesivas de oidores de la Audiencia habían otorgado resguardos a los indios, las tierras más apetecibles ya debían haber sido ocupadas por españoles. Las otorgaciones de resguardos, que se hicieron entre 1590-1605 y se completaron en 1636, significaron un confinamiento de la población indígena al mínimo vital dejando tierras disponibles para mercedes y agrupando a los indios de tal manera que pudieran ser accesibles simultáneamente a varios estancieros españoles. Es obvio que, dada la densidad de la población total, las estancias de los españoles no podían aprovecharse con algo que se pareciera a una explotación intensiva. La acumulación de tierras servía en todo caso para monopolizar el mercado de la "República de los españoles" y de los centros mineros. Los indígenas, a los que se asignó entre una y dos hectáreas de tierra por cabeza, ya no podían generar excedentes en sus propias tierras, pero, en cambio, siguieron compelidos a trabajar en las estancias de los españoles. La limitación en el uso de mano de obra por parte de los encomenderos no sólo provino de las actuaciones administrativas de los oidores, sino de la disminución de los indios, que ya era alarmante a comienzos del siglo XVII. De otro lado, la presencia de propietarios no encomenderos forzó a adoptar un régimen de distribución de mano de obra para las estancias con el control directo de la Audiencia. A petición de los interesados, encomenderos o no, este organismo ordenaba a los corregidores asignar un porcentaje de indígenas al propietario para sus labores. Los encomenderos dejaron de gozar del privilegio de tener trabajadores permanentes como prestación del tributo o de poder disponer de una comunidad entera para las labores de la cosecha. Sin embargo, cada vez fue más frecuente la presencia de "agregados" en las haciendas, es decir, de indios huidos de su comunidad que pretendían escapar a la obligación del tributo de las levas de la mita para las minas de plata. Es verosímil también que entre la población mestiza se fueran intensificando formas de colonato, es decir, que vaqueros y gañanes mestizos recibieran algunas tierras den-

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tro de las haciendas a cambio de la obligación de trabajar en ellas por un tiempo determinado. En los primeros decenios del siglo XVII las propiedades de españoles aumentaron en virtud de mercedes de tierras otorgadas sobre los pedazos que se había obligado a abandonar a los indios en el momento de asignarles resguardos. Así surgieron, al lado de los grandes hacendados que habían recibido mercedes en el siglo anterior, los llamados estancieros o propietarios medianos y los simples labradores, generalmente mestizos e inmigrantes españoles pobres. Los resguardos contribuyeron a fijar una residencia nucleada de los indios que hasta entonces se habían resistido a varios intentos de las autoridades españolas para poblarlos. La construcción de capillas doctrineras a comienzos del siglo XVII y la residencia permanente de un doctrinero, contribuyeron también a abolir la dispersión, aunque siguieron dándose casos de migración. Los indígenas pudieron también, como se ha indicado, distribuirse mejor entre los estancieros mediante conciertos y alquileres. El régimen del concierto (o de trabajadores permanentes) y de alquiler (o de trabajadores estacionales o temporales en mayor número que el anterior) proveyó de mano de obra las propiedades durante todo el siglo XVII y gran parte del XVIII. Sin embargo, ya a mediados del siglo XVII, un auto del presidente de la Audiencia permite entrever una crisis que enfrentaba a propietarios importantes con estancieros y labradores. El auto reservaba la posibilidad de emplear indios de concierto y alquiler a quienes poseyeran una propiedad sustancial y excluía en todo caso a propietarios indígenas o mestizos. Hay evidencias también de que los encomenderos se vieron más favorecidos que los propietarios no encomenderos, estancieros y labradores, con el nuevo sistema. Durante el siglo XVII, el régimen de concierto y de alquiler sustentó un tipo de unidad productiva agrícola que se había originado en el siglo anterior, bajo el régimen de la encomienda. Con el incremento que aportaba la tracción animal (usada muy parsimoniosamente en el siglo XVI) se mantuvieron niveles de producción (en cereales, productos lácteos, tubérculos y hortalizas) suficientes para abastecer las ciudades y aun centros mineros y la plaza fuerte de Cartagena. Los propietarios de Santa Fe y Tunja mantuvieron también en el siglo XVII trapiches de

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caña de azúcar en las tierras calientes próximas al altiplano: en Guaduas, Tocaima, Tena, Pacho, Tocarema y Valle de Tenza. En los últimos decenios del siglo fueron concentrándose en estas regiones arrendatarios mulatos y mestizos que establecían pequeños trapiches por su cuenta. A finales de siglo, los grandes propietarios de Santa Fe se sintieron amenazados por esta proliferación y quisieron forzar la aplicación de una antigua ordenanza que prohibía entablar trapiches con menos de seis esclavos y acordaron no arrendar tierras en adelante. Este conflicto se prolongó durante todo el siglo XVIII. A mediados de este los propietarios se escandalizaban de que: "...Los peones llamados tomineros, que debieran trabajar en las arrias y demás ministerios de tales haciendas, se extraen (sic) de éstas por no vivir bajo la enseñanza y doctrina cristiana que infaliblemente en ellas se observa y diariamente se practica, porque hallan los tales trapichillos en que trabajar con una libertosa condición..." Y más adelante: ".. .El reino gozará de aquellos opimos efectos que experimentan los que conservan por su gobierno división de clases en las labores, frutos, oficios, dueños y trabajadores como libres de la confusión que en éste se reconoce, de que aquél que había de ser peón, tominero, arriero u otro ministerio, por verse dueño de un tal trapichillo o semejante al dueño, ocasiona ya por sí, ya su ejemplo, la anunciada ruina a nosotros y a sí propio se fabrica otra tal ..." (AGI. Santa Fe 677 Doc. 15). Este tipo de racionalización sobre el bien de las "clases inferiores", que había sido tan frecuente en el siglo XVI para someter al indio, a quien se atribuía todo tipo de defectos, sonaba en falso en el siglo XVIII. Ya en 1718 se había suprimido la encomienda y en 1720 todo sistema de trabajo compulsivo en agricultura. Esta, además, había entrado en crisis, pues desde 1693 hasta 1700 una sucesión de malas cosechas puso en peligro el mercado de Cartagena. Entre 1701 y 1713 los hacendados del Nuevo Reino apenas contribuyeron con una cuarta parte de los abastecimientos de la plaza. A partir de 1713 este mercado estuvo controlado por las introducciones inglesas de trigo, amparadas por la trata negrera. Las tierras bajas de los valles interandinos y de la costa, tuvieron patrones diferentes de

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ocupación y de explotación que los altiplanos. Allí, en ausencia de una mano de obra abundante, la ocupación efectiva fue más tardía. En el valle del Alto Magdalena, como territorio de frontera hasta la derrota de los pijaos, el ganado comenzó por señalar la presencia de los ocupantes. Al término de las guerras, en el segundo decenio del siglo XVII, las reses cimarronas eran tan abundantes que dieron origen a una economía pastoral desarrollada en vastos latifundios. La región de Neiva se convirtió en una dehesa que debía abastecer los altiplanos de Santa Fe y Popayán. A fines del siglo XVII y comienzos del XVIII los propietarios de Neiva procuraban deshacerse de la obligación de llevar sus ganados al Nuevo Reino, a cuya jurisdicción pertenecían, para venderlos en Popayán, en donde encontraban mejores precios. El valle del Cauca abasteció también de carne desde muy temprano a las regiones mineras de Antioquia y Popayán y a algunas ciudades de la Audiencia de Quito. Los patrones de ocupación de la tierra habían sido muy semejantes a los del valle del Magdalena. En el curso del siglo XVII dominó en el valle del Cauca el latifundio ganadero con propietarios que residían en las ciudades de Cali, Buga, Caloto y Popayán. El surgimiento de una nueva frontera minera en el Chocó indujo algunos cambios en el latifundio original. Por un lado, la minería creó un mercado que podía absorber algunos productos agrícolas y, sobre todo, aguardiente de caña. De otro, la presencia masiva de esclavos alteró en algo la ecuación hombre-tierra cuyo balance había sido tan precario en los siglos XVI y XVII. Con la aparición de una nueva unidad productiva -la hacienda- que implicaba una reacomodación de las tierras más fértiles y una cierta medida de trabajo intensivo, los grandes rebaños de las haciendas del valle geográfico fueron diezmándose. La región empezó a atraer los ganados de Neiva, en desmedro del abastecimiento de Santa Fe, creando un nuevo eje sobre el cual gravitaba la economía entera del Nuevo Reino. La formación de haciendas del valle del Cauca en el siglo XVIII y a fines del XVII presenta variantes a un modelo demasiado rígido que polariza las explotaciones agrícolas con grandes disponibilidades de tierra en haciendas y plantaciones. Como lo ha observado recientemente el americanista sueco Magnus Mórner, estos dos modelos constituyen los eslabones terminales de una cadena de posibilidades que combinarían

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uno y otro. Por otra parte, la formación de estas unidades productivas sirve para ilustrar la tesis, también reciente, que sotiene que entre la aparición de la hacienda y la explotación minera no hubo solución de continuidad. La tesis tradicional sostenía, en efecto, que la hacienda había surgido como una alternativa al fracaso final de las explotaciones mineras. Por ejemplo, en México -país que ha fijado irresistiblemente la atención en cuanto a las formaciones agrarias se refiere-, los mineros que confrontaban la decadencia de sus explotaciones habrían invertido en tierras. Esta interpretación -que puede llamarse clásica- no tomaba en cuenta las conexiones necesarias entre un sector minero y su fuente de abastecimientos agrícolas. Veamos un poco más en detalles estos dos problemas. En cuanto a la forma, las explotaciones agrícolas del valle del Cauca en el siglo XVIII no correspondían exactamente al modelo de la hacienda o de la plantación. Estos dos modelos suelen describirse tanto por las relaciones de producción que generan como por su radio de acción con respecto a un mercado. Así, la hacienda se caracteriza por mantener relaciones de peonaje para asegurar una mano de obra indispensable y por estar vinculada a un mercado local. La plantación, en cambio, posee una inversión considerable en mano de obra (esclavos) y sus productos están orientados hacia un mercado internacional. Además, a lo menos en las plantaciones inglesas de las Antillas, las cantidades tanto de tierras como de mano de obra tendían a alcanzar un límite óptimo, por debajo o por encima del cual la plantación dejaba de ser rentable. Ahora bien, las explotaciones del valle del Cauca combinaban más o menos arbitrariamente aspectos de uno y otro modelo. Como las plantaciones, empleaban mano de obra esclava (aunque en cantidades mucho más modestas) pero sus productos estaban destinados a un mercado local. El empleo de esclavos en las haciendas era una consecuencia del predominio de los mineros. Estos podían hacerse a tierras baratas y asegurarse una fuente de abastecimiento regular para sus empresas mineras, empleando una mano de obra que de otro modo hubiera estado desocupada o producido rendimientos muy bajos en las minas. Es probable también que la residencia de los esclavos en las haciendas haya sido más favorable a su reproducción que en las minas y que por lo tanto las haciendas hayan

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sido también una fuente de abastecimiento de mano de obra. ¿Haciendas o plantaciones? Los rasgos más peculiares de estas explotaciones agrícolas de tipo colonial eran apenas subsidiarios de una economía minera no sólo en cuanto al mercado para sus productos, sino también respecto al tipo de mano de obra empleado. Su evolución posterior estuvo condicionada por los avatares de las explotaciones mineras hasta el punto de estancarse en el momento en que la minería del oro entró en decadencia. A fines del siglo XVIII comenzó a insinuarse la presencia de sistemas de colonato (asociados a la explotación del tabaco), los cuales se generalizaron en el siglo xix, particularmente después de la abolición de la esclavitud. Si estas haciendas contrastan con el modelo tradicional en el tipo de mano de obra empleando inicialmente, su evolución posterior pudo mostrar un parentesco mayor que con las plantaciones. Además, la utilización misma de la tierra no puede compararse con el tratamiento que recibía en la economía antillana, altamente competitiva. Aquí la unidad productiva combinaba porciones reducidas sembradas de caña con platanares, cultivos de arroz y grandes reservas de pastos naturales para una ganadería extensiva. En algunas partes del valle geográfico (en el norte, entre Roldanillo y Río frío, en las inmediaciones de Cali y en el sur del valle, en la jurisdicción de Caloto) pudieron instalarse pequeños cultivadores, a veces pardos y mestizos. Las haciendas mismas permitieron el asentamiento de "agregados" que mantenían porqueras, rozas y algunas cabezas de ganado. La presencia de esta población que iba en aumento permitió la formación de núcleos y poblamiento que a fines del siglo XVIII se reconocían como parroquias o viceparroquias. Estas formas de poblamiento en ocasiones en torno a la capilla de una hacienda, contrastaban con la de los altiplanos, en donde una población indígena original había dado paso a una creciente mestización y a la conversión de los primitivos pueblos de indios en parroquias de "españoles" a finales del siglo XVIII también. El comercio El comercio fue una actividad integradora del mundo colonial español. En la medida en que comerciantes itinerantes se desplazaban por las regiones del Imperio, éstas quedaban ligadas

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a circuitos más vastos de circulación de los bienes. Los comerciantes eran los agentes del desplazamiento de riquezas y del drenaje de excedentes. A pesar de los riesgos de su actividad -entre los que figuraban los malos caminos y la precariedad de las relaciones jurídicas- el comerciante gozó siempre de ventajas económicas frente a los productores directos. Desde los tiempos de la Conquista el comerciante estuvo por encima del resto de los ocupantes, si no en consideración social, por lo menos en cuanto a las oportunidades de amasar una fortuna excepcional. El papel de los comerciantes como acumuladores de riqueza no se limitó, empero, a servir de eslabón entre una metrópoli que drenaba excedentes productivos y colonias en las que había avidez o necesidad de consumir productos europeos. Durante los siglos XVII y XVIII, cuando encontraron una aceptación social más favorable, los comerciantes no se contentaron con hacer una fortuna para disfrutarla en España. Muchos buscaron incorporarse a la nueva sociedad e invirtieron en minas y haciendas. A este fenómeno puede atribuirse, por lo menos en parte, la nueva prosperidad alcanzada en el siglo XVIII. El comercio no fue una actividad estrictamente profesional en América. Desde los días de Jerónimo Lebrón, muchos funcionarios -fueran el mismo presidente de la Audiencia, los gobernadores y los oidores o simples jueces de comisión y otros funcionarios menores- se vieron envueltos en actividades comerciales. Durante todo el período colonial los funcionarios de la Corona fueron acusados insistentemente de buscar un lucro en el comercio e inclusive en el contrabando. De otro lado, la venalidad de ciertos cargos abrió la puerta para que comerciantes buscaran el prestigio que aquellos implicaban y los compraran. En ciertos casos, la práctica comercial era hasta una ventaja para ejercerlos. Desde un punto de vista profesional, los comerciantes eran de dos clases: mercaderes de la carrera o comerciantes al por mayor, con vinculaciones directas con Cartagena y Sevilla, y simples tratantes o comerciales locales al por menor. Los mercaderes de la carrera eran en su mayoría españoles, aunque muchos de ellos estuvieran avecindados en Cartagena,Mompox, Santa Fe, Tunja, Honda, Popayán o Quito, Estas ciudades fueron muy pronto los centros nodales del comercio, desde donde las tiendas de los mercaderes repartían los géneros a centros mi-

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neros o ciudades menores. Los mercaderes de la carrera manejaban capitales que desde el siglo XVI podían sobrepasar los cien mil pesos de plata (o patacones), riqueza con la que sólo contados terratenientes y algunos mineros podían rivalizar. Estos comerciantes al por mayor manejaban una gran parte del crédito colonial, aquél que estaba representado por obligaciones personales, garantizadas por una escritura pública (sin garantía hipotecaria),por simples vales o por un asiento en sus libros. Los préstamos que usualmente se otorgaban los mismos mercaderes entre sí solían ser de una cuantía excepcional y se consignaban ante un escribano. En ocasiones se trataba de contratos de comandita encubiertos bajo la ficción legal de un préstamo. Los plazos para tales préstamos no solían exceder de un año y su tasa de interés era mucho mayor que la de los préstamos censitarios, usuales entre terratenientes. Aunque la tasa de interés de estos préstamos solía ser del 10% (contra un 5% de los préstamos censitarios), en el momento de la llegada de la flota a Cartagena podía elevarse al 20 y al 25%. Los grandes mercaderes se hacían cargo también de "empleos" es decir, de dinero de los particulares -fueran comerciantes o no- que deseaban hacer una inversión fructífera en las ferias de Cartagena o en la plaza de Quito. Estos "empleos" ampliaron el desastre a muchas fortunas del interior cuando ocurrió el saqueo de Cartagena por los franceses en 1697. Precisamente ese año muchos comerciantes de Quito, Popayán y Santa Fe habían bajado a esperar la armada con sus propios capitales y numerosos "empleos". El adelanto de mercancías de los mercaderes a los tratantes o a simples particulares se consignaban en memorias o en simples vales. Los asientos de los libros de los comerciantes podían aducirse también como prueba en juicios ejecutivos. Gran parte de la actividad y de los desplazamientos de los comerciantes giraba en torno a estos cobros, aunque podían realizarlos también mediante apoderados, generalmente otros comerciantes. La frecuencia de poderes en los archivos notariales sugiere una comunidad de mercaderes bien asentada, en la que la proveniencia de una misma región en España o vínculos familiares y de amistad jugaban un gran papel.

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Desde el siglo XVI las fortunas más considerables, aun entre encomenderos, pertenecían a aquellos que podían dedicarse al comercio. Algunos encomenderos lo hacían por interpuesta persona (sobre todo cuando tenían tienda abierta) para no inhabilitarse para el ejercicio de cargos honoríficos, generalmente en el cabildo de su ciudad. Pero ya en la segunda mitad del siglo XVII grandes comerciantes en Santa Fe (Ricaurtes, Londoño y Trasmiera) y en Popayán (Arboleda, Hurtado del Aguila, Diego de Vitoria) no sólo estaban asociados a la política local, sino que ocupaban cargos en la burocracia imperial. Un Ricaurte era oidor en Quito, mientras su hermano había heredado la tesorería de la Moneda en Santa Fe. En Popayán, un Hurtado del Aguila fue contador de la Caja Real a comienzos del siglo XVIII. Estas promociones vinieron después que los descendientes de un comerciante se habían integrado a los estratos más tradicionales y poseían haciendas y minas. La influencia local de los grandes comerciantes fue muy notoria en el curso del siglo XVIII. El comercio de esclavos y el contrabando estuvieron en el origen de las grandes fortunas de la época y de la influencia creciente de este sector. En algunos sitios la competencia por el poder local originó conflictos con otros sectores que finalmente se resolvieron a favor de los comerciantes, privilegiados por la política ilustrada de los últimos borbones. Las necesidades de los pobladores españoles atrajeron desde muy temprano mercancías europeas. Durante la Conquista estos artículos habían sido escasos, pues el aprovisionamiento desde Europa no sólo era precario sino que el mismo internamiento de las expediciones las alejaba de los sitios a donde llegaban. De allí que los conquistadores tuvieran que pagar las mercancías europeas, casi literalmente, su peso en oro. El trabajo del historiador francés Pierre Chaunu ha mostrado cómo el volumen de este tráfico respondía a la importancia de los asentamientos españoles. Durante los decenios de 1531-1540 y 1541-1550 los puertos de Vera Cruz y Nombre de Dios sobrepasaron en actividad a su antigua base en Santo Domingo. La plata peruana y mexicana rivalizaba, por lo menos en peso, con el oro de Santo Domingo durante él primer decenio, y en el segundo lo sobrepasaba aun en valor. Frente a estos dos puertos, la actividad de Cartagena fue muy modesta

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hasta el decenio de 1581-1590, en que experimentó un crecimiento que culminó en el decenio siguiente. Las magnitudes del comercio de 1600 se mantuvieron con altibajos en los treinta años siguientes, para caer abruptamente después. Esta tendencia del tráfico comercial es una réplica de la curva de la producción aurífera. Los dos decenios del tránsito al siglo XVII significaron para España un esfuerzo enorme en cuanto a la organización del comercio, su fiscalización (en 1592 se introdujo la alcabala) y su defensa mediante el costoso sistema de flotas armadas. Tras la captura de la flota entera en Matanzas (1628) por los holandeses, una guerra con Francia (1635-1659), revueltas en Cataluña, desasosiego y conspiraciones en Castilla, la separación de Portugal (1640), dos bancarrotas de las finanzas reales (1647 y 1653), una nueva captura de la flota (1657), esta vez por los ingleses, y la pérdida consiguiente de Jamaica, el comercio regular con las Indias se vio muy afectado. En este período de 1653 y 1659 sólo pudieron arribar a Cartagena una flota (enero de 1654) y cuatro galeones. Para un observador contemporáneo de la Nueva Granada era ".. .cosa tan irregular y tan impensada, que desde que se descubrieron estos reinos de Indias no se ha visto...". Nuevas guerras con Francia (1673-1678 y 1697, cuando España tuvo que ceder parte de Santo Domingo), y aun sin ellas, trajeron saqueos de plazas fuertes que vigilaban el comercio entre la metrópoli y sus colonias Porto Belo en 1668, Maracaibo en 1669, Santa Marta y Río de la Hacha en 1670 y la captura de Cartagena en 1697. Ya se ha mencionado cómo en esta ocasión los comerciantes de la carrera perdieron no sólo sus propios capitales, sino los "empleos" que habían llevado a la feria. No eran, sin embargo, las flotas españolas las únicas en abastecer de ropas de Castilla a los mercaderes de la carrera. Pues lo de ropas de Castilla no pasaba de ser un eufemismo para designar cualquier mercancía de procedencia europea. No sólo el comercio lícito estaba dominado en la fuente misma de su monopolio, Sevilla, por capitales franceses, genoveses, etc., ya desde comienzos del siglo XVII, sino que otras naciones fondeaban sus barcos en las costas del Caribe o sobornaban a los funcionarios de los puertos para vender sus mercancías de contrabando.

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Los asientos de la trata negrera que España tuvo que otorgar sucesivamente a portugueses, franceses e ingleses, servían para disimular también la introducción de mercancías de comercio ilícito. Durante el siglo xvn, las luchas por la supremacía colonial, que interrumpían el tráfico entre España y las Indias, favorecieron la actividad de empresarios-piratas ingleses, franceses y holandeses. Durante el siglo XVIII el auge de las posesiones antillanas, particularmente Jamaica, permitió a los ingleses desvertebrar completamente el comercio español. A comienzos del siglo XVIII las cosas habían llegado a tal punto, que podía presumirse que cualquier comerciante de la carrera estaba mezclado en el contrabando. Así, entre 1710 y 1713 se otorgó un indulto al que se acogieron voluntariamente muchos comerciantes, entre ellos hombres que gozaban de prestigio local y de cargos honoríficos como los maestros de campo Agustín de Londoño y Trasmiera (uno de los comerciantes más ricos de Santa Fe) y José Tafur de Valenzuela (quien había administrado la Real Hacienda en Santa Marta). Como resultado del indulto se recogieron más de 14 mil patacones entre quince comerciantes. Este indulto, lo mismo que uno similar que se extendió a los mineros del Chocó que no habían pagado los quintos reales, revela la incapacidad en que se encontraba el Estado español para controlar aun aquello a lo que dedicaba sus mayores desvelos. En momentos de conflicto con potencias extranjeras, y especialmente los primeros años del siglo XVIII marcados por la guerra de secesión, las flotas se hacían tan irregulares que el contrabando llegaba a aceptarse como la forma normal de abastecimiento de las colonias. El comercio—legítimo o ilegítimo-obtenía tasas de ganancia exorbitantes y servía para drenar no sólo el metal amonedado sino también el oro físico que no había pagado quintos reales. Era el origen de las fortunas más sólidas en el Nuevo Reino y la gobernación de Popayán, y la fuente de capitalización de minas y haciendas cuando los comerciantes de la carrera (generalmente españoles) decidían avecindarse. Naturalmente, la suerte del comercio estaba ligada a la coyuntura general y, sobre todo, al ritmo de la explotación del oro. Sin embargo, como observaba un funcionario en medio de la crisis del siglo xvn:

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"...Nunca ha cesado el comercio de los frutos y mercaderías de este Reino con la costa y todas las ciudades donde se saca oro, que importan mucha cantidad, ni tampoco han dejado de venir mercaderías de navios que han entrado en Cartagena..." Es decir, que el comercio podía alimentarse hasta cierto punto con la producción interna. En algunos casos, la carrera individual de un comerciante había evolucionado desde su calidad de simple tratante a la de mercader. El fundador de una gran dinastía de terratenientes y mineros, Jacinto de Arboleda Salazar, se inició como tratante en Anserma, en donde fue procesado por un visitador por vender géneros a indios y esclavos. Cuando el Chocó era una frontera inhóspita atrajo también a muchos tratantes que esperaban adquirir un capital con las ganancias que se obtenían en el trato con los mineros. Algunos géneros agrícolas podían ser objeto también de transacciones provechosas. Los cereales del Nuevo Reino, por ejemplo, alimentaron mercados urbanos, centros mineros y la plaza fuerte de Cartagena hasta comienzos del siglo XVIII, cuando fueron sustituidos por las harinas que introducían los ingleses de sus colonias, al amparo de la trata negrera. Las harinas del Nuevo Reino fueron objeto de un prolongado debate en el siglo XVIII. Algunos virreyes (Eslava y Guirior, por ejemplo) quisieron estimular este comercio, pero otros (Solís, Messía de la Cerda) autorizaron a asentistas particulares para que introdujeran esclavos negros y con ellos bastante harina como para abastecer a Cartagena. Gran parte de las dificultades residían en el transporte de las harinas desde el interior. En 1757 quiso regularizarse el aprovisionamiento mediante un monopolio otorgado a dos comerciantes. Estos no pudieron cumplir sus compromisos, tanto por las dificultades en el tranporte (que combinaba muías y embarcaciones) como por la competencia de las harinas que venían con los esclavos. Del Nuevo Reino se llevaban también a Cartagena y a los centros mineros de Antioquia azúcar, carne, camisetas, costales, cabuyas, ajos, frazadas, garbanzos, cacao, lienzos, sal, arroz y panela. Se conservan algunas cifras (que se han reducido a un gráfico) sobre el derecho de puertos que estos artículos pagaban en Honda y que revelan los altibajos en el volumen de este comercio. La curva, que cubre más de cuarenta años del siglo XVIII, muestra una cierta

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estabilidad, pues los derechos fluctuaban apenas entre cuatro y seis mil pesos de plata cada año. Durante el virreinato de Messía de la Cerda (1761-1767/8) se observa un cierto auge, seguido de una depresión que se prolonga más allá de la Revolución de los Comuneros. La estructura de este comercio puede deducirse de las cuentas detalladas de dos años (1773 y 1775). En 1773 pasaron por Honda, con destino a Cartagena, Mompox, Santa Fe de Antioquia, Medellín, Remedios, Rionegro, Marinilla y Yolombó 6.752 arrobas de azúcar, 1.930 cargas (de 10 arrobas) de harina, 375 cargas de cacao y 381 de frazadas. La harina pagó el 28.7% de los derechos, el azúcar 23.4%, el cacao 22.1%, las frazadas el 11.3% y el resto (14.5%) estaba repartido entre cerdos, jamones, garbanzos, sal, arroz, panela, etc. El comercio estaba dominado por antioqueños (Carrasquilla, Tirado, Posadas, Montoya y Aranzazu) que enviaban mercancías desde Honda a sus socios en la región antioqueña. Que este comercio no representaba gran cosa, puede deducirse del hecho de que para 1716/18 se calculaba que las solas regiones de Tunja y Villa de Leiva cogían 30 mil cargas de trigo. Para el mismo año de 1773 la jurisdicción de Pamplona producía 6 mil quintales, o 2.400 cargas, cantidad que excedía la que se registraba en Honda para abastecer a Cartagena y a los centros mineros. El consumo de Cartagena tampoco parece haber sido demasiado grande, y lo que empujaba a buscar el control de este mercado contra los abastecimientos de las colonias inglesas eran los mejores precios que se podían obtener por el trigo. Según el Tribunal de Cuentas de Santa Fe, entre 1701 y 1713 se habían llevado a Cartagena 4.246 cargas de harina, la mayor parte extranjeras. Y entre 1714 y 1769 el consumo habría sido de 60.590 barriles (de dos quintales) introducidos por los negreros. Estos barriles representaban entonces un consumo anual aproximado de 900 cargas. El problema parece haber residido en la amplitud de los mercados para una producción especializada. Por eso el auge de los yacimientos antioqueños debió suplir la pérdida del mercado cartagenero. El comercio local sufrió finalmente la suerte que había corrido el monopolio andaluz debido a la irrupción de productos extranjeros. En 1773 el Tribunal de Cuentas de Santa Fe observaba cómo, fuera de la decandencia de la agricultura, habían venido también a menos los

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obrajes en que se fabricaban ropas de batán, "pañetes", "frazadas", "bayetas" , etc., que antes se vendían en las provincias de Caracas, Maracaibo, Barinas, etc. Las ferias de Tunja habían perdido importancia debido a que la compañía Guipuzcoana traía lienzos finos y otros textiles a cambio de cacao, y con ello perdían estimación las ropas fabricadas en el Reino y aun las de Quito. El último cuarto de siglo XVIII trajo consigo cambios radicales en los patrones de comercio entre España y sus colonias. El fin de la guerra de los siete años (1756-1762), en la que España participó en 1762 por un lado, y por otro el crecimiento experimentado por los países de Europa occidental en los inicios de la revolución industrial, aceleraron la puesta en práctica de los principios reformadores que caracterizaron la política ilustrada de los últimos Borbones, especialmente de Carlos III. El reglamento de libre comercio de 1778 fue la culminación de una serie de medidas destinadas a liberalizar gradualmente y a incrementar al tráfico entre España y el Nuevo Mundo. La metrópoli quería sumarse ahora a la expansión que prometía el crecimiento industrial localizado en algunas regiones de la Península. Para ello debía modificar sus rígidos patrones mercantilistas, tal como lo proponían los ministros ilustrados o el tratado atribuido a José Campillo sobre Nuevo sistema

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de gobierno económico para la América (¿1743?). En 1768, por ejemplo, se había autorizado el comercio intercolonial entre Perú y Nueva Granada, y en 1774 entre todas las colonias con puertos en el Pacífico. Esta medida favorecía a los reales de minas del Chocó que durante todo el siglo x v m habían visto limitadas sus fuentes de abastecimiento. En 1776 y 1777 Santa Marta y Río de la Hacha se sumaron a otros puertos del Caribe (y a Mallorca, Louisiana y la provincia de Yucatán) que se habían abierto a los grandes puertos españoles. El Reglamento de 1778 no surtió efectos visibles en Nueva Granada hasta pasado algún tiempo. Un trabajo del investigador inglés Anthony McFarlane muestra cómo sólo a partir de 1785 se experimentó un crecimiento gradual en el movimiento del puerto de Cartagena. Lo más importante de este movimiento fue sin duda la alteración perceptible de la estructura misma del comercio en los artículos coloniales. A pesar de que el producto tradicional de exportación, el oro, siguió ocupando el primer lugar, e inclusive aumentó, a su lado otras exportaciones crecieron moderadamente. El algodón pasó, de 2.573 arrobas en 1770, a un promedio de 24 mil en el quinquenio 178589. La exportación de cacao por Cartagena aumentó en el último decenio del siglo, aunque

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el área de producción granadina estaba ubicada en la región de Cúcuta, como una prolongación de las plantaciones de la Capitanía de Venezuela, por donde encontraba su salida. Los cueros siguieron exportándose, lo mismo que el palo brasilete de la provincia de Santa Marta. La quina tuvo un breve período de auge para ser remplazada muy pronto por la que provenía de la Audiencia de Quito. Aunque las promesas que despertó la política borbónica con respecto a este comercio y a su diversificación en productos tropicales se desvanecieron con las guerras desastrosas en que se vio envuelto el Imperio a partir de 1796, debe verse en las nuevas orientaciones, aun con todas las restricciones del patrón mercantilista colonial, un preludio a la incorporación de las futuras naciones a un tipo de intercambios que iba a prevalecer durante el siglo xix y aun más allá. La sociedad. Conceptos históricos sobre diferenciación y conflicto social

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i la historia económica está en su infancia en Colombia, la historia social, en rigor, no ha acabado de nacer todavía. La curiosidad que debería despertar una temática que, según un historiador inglés, cubre toda la historia pero desde un punto de vista social, sólo ha podido fijar rasgos generales, a veces muy imprecisos, respecto a las clases sociales. Pero aún estas observaciones siguen siendo subsidiarias de una historia política cuyo esquema enfrenta a españoles e indígenas durante la Conquista y a españoles y criollos en los episodios de la Independencia. Curiosamente , aun los comentarios de viajeros extranjeros en el curso del siglo xix, más próximo a nosotros, no han sugerido tratamientos historiográficos a pesar de abundar sobre lo que podría ser el objeto de una historia social. La observación distante del viajero subentendía casi siempre una comparación con Europa y por eso se daba en términos que la historiografía nacional se resistía a asimilar. De otro lado, la imagen que reflejaban tales observaciones no era nada halagadora. Costumbres, hábitos indumentarios y dietéticos, alojamiento, el trato cotidiano entre las clases y el valor social atribuido a personajes por su figuración política o por sus esfuerzos intelectuales, el sentido de identidad de una élite en los gestos y en las convenciones

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que alimentaban su orgullo, la inestabilidad de instituciones republicanas incapaces de cohesionar una sociedad en la que abismos de desigualdad se aceptaban como el orden natural de las cosas, todo aparecía descrito a veces con simpatía, a veces con impaciencia, pero con el necesario distanciamiento de una mentalidad urbana y curiosa que se adentraba en un mundo provinciano. La labor de una historia social en Colombia debería ser semejante, aunque más sistemática, a esta observación desasida de los viajeros europeos del siglo xix. Debería confrontar la realidad social, no como un orden que pertenece a "la naturaleza de las cosas" sino como una formación de carácter histórico cimentada en valoraciones y percepciones peculiares. Esta labor, inscrita en un conocimiento objetivo, debería servir al menos para deshacerse de los complejos que, desde el siglo xix, han presidido la conformación de las clases sociales. Si se adopta la actitud de necesario distanciamiento que exige este objeto de estudio, sería bueno empezar por dar a los conceptos que designan lo social en un proceso histórico su justo valor. Es decir, proceder como historiadores, sin caer en la tentación de abusar de esquemas pretendidamente teóricos. Para comenzar, debe hacerse énfasis en el hecho de que, mucho más que los procesos económicos, los fenómenos sociales se circunscriben a una época y a un lugar específicos, sin que sea válido introducir conceptos ajenos o que pertenecen a un sistema socio-económico diferente. Hablar, por ejemplo, de la "proletarización" de los indígenas o de burguesía criolla para algún momento de la época colonial o, peor aún, tratar de entender los conflictos de la sociedad colonial valiéndose de los mismos esquemas conceptuales que sirven para aproximarse a nuestra propia sociedad, no es válido ni siquiera como metáfora. La posibilidad de elaborar una teoría que sirva de marco de interpretación para una sociedad distante, reposa en la familiaridad que tengamos con todos sus elementos. Sólo en la medida en que podamos apropiarnos de esos elementos, que aparecen a primera vista en forma disparatada, veremos surgir las relaciones de lo concreto, es decir, de su inteligibilidad. Pero esta posibilidad desaparece si de entrada desnaturalizamos el objeto que se pretende estudiar con falsas conceptual!zaciones.

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El origen de las diferenciaciones sociales en la época colonial se fundamenta en el hecho de la conquista y en el privilegio institucionalizado. La condición de cada individuo, fijada de antemano por la ley, aproximaba la sociedad americana a la sociedad de órdenes y estados europa, aun cuando este rasgo no parece el más esencial de la nueva sociedad. Es más, este ordenamiento se vio desvirtuado por el hecho de haber sido impuesto violentamente sobre sociedades de suyo complejas, queriendo despojarlas de sus propios criterios de estima y de privilegio social. La dualidad étnica y cultural aparece entonces como el trasfondo decisivo de las diferenciaciones sociales. Y de entrada, la dominación política que repartía recursos y establecía preeminencias, se coloca como el factor más importante en la aparición de las clases sociales. Las transformaciones posteriores de la sociedad colonial no se definieron institucionalmente de modo tan claro como con respecto a la dualidad inicial. Nada equivalente a las categorías de "vecino", "encomendero" o "indios de tributo" las sustituyó cuando transformaciones demográficas y económicas les hicieron perder su nitidez. Los vagos títulos de nobleza exhibidos en el siglo XVIII, por ejemplo, deben asociarse más con una preeminencia alcanzada frente a patrones de estima propios de las sociedades locales, que a un privilegio institucional. Desde el momento en que la encomienda entró en decadencia, otros factores intervinieron en el juego, particularmente la competencia profesional en actividades económicas. Funcionarios, mineros, terratenientes y comerciantes comenzaron a disputarse preeminencias y sitios de figuración y a tratar de inclinar los favores del Estado. Mestizos y blancos pobres, condenados al ejercicio de oficios serviles y artesanales o al cultivo de una parcela como pequeños propietarios o como agregados, se vieron ubicados socialmente también por su condición económica. Estas transformaciones sólo podrían visualizarse con claridad a través de factores cuantitativos, mal conocidos. Por ejemplo, ¿cuál era el peso de la población mestiza (o esclava o de españoles pobres) en un determinado momento? ¿Cómo se repartían cuantitativamente entre los diversos oficios? ¿Cómo participaban en el reparto de la riqueza social y en sus productos, es decir, cuál era su nivel de vida?. A pesar de todos los matices que se pueden introducir con una exploración más adecuada

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de los datos que sirven a una historia social, el esquema dual implantado inicialmente persiste a lo largo de todo el período. O por lo menos se percibe claramente el linde que separa las llamadas castas de un élite de origen europeo. En todo caso , sería un error considerar estos dos sectores como algo homogéneo. Tampoco la simple diferenciación entre los componentes de las castas sirve de criterio infalible para determinar la posición de unos con respecto a los otros. El expediente rudimentario de suponer que blancos, mestizos, indios y negros se ordenaban jerárquicamente según las tonalidades de la piel, como en un espectro, significa ignorar deliberadamente todas las complejidades que podía introducir el juego político y económico o la manera como la mentalidad colectiva incubaba sus propios prejucios en diferentes épocas y lugares. La mayor dificultad que encuentra una historia social reside en el limbo documental en que se movieron los sectores mayoritarios de la sociedad. Si, en el caso de la sociedad indígena, poseemos un acervo satisfactorio de información, por ejemplo, en las visitas de la tierra que practicaban periódicamente oidores de la Audiencia y en las cuales inquirían sobre la organización social y política del grupo, los avances del indoctrinamiento religioso, el tratamiento que recibían del encomendero, el estado y la cuantía de sus siembras y de su comercio y el número de varones aptos para tributar, en el caso de la élite blanca poseemos toda la información deseable sobre sus actividades de todos los días, desde el nacimiento hasta la muerte, en archivos parroquiales y notariales, en libros de cabildos y en informaciones de tipo administrativo, los datos sobre la población mestiza o sobre blancos pobres, artesanos, gañanes, aparceros, etc., es pobre y aparece muy dispersa. Aunque sobre los esclavos negros hay una información muy rica cuando se trata de ellos como de un factor cosificado de la economía, las observaciones sobre su vida cotidiana, para no hablar de elementos aún más subjetivos, son casi inexistentes. Esta ausencia entraña el peligro de hacer aparecer los rasgos que caracterizan a una élite como propios de toda una sociedad, escamoteando de esta manera la existencia histórica de los sectores mayoritarios. El trabajo del historiador no puede ser sustituido tampoco en este caso con esquemas abstractos, por bien intencionados que sean. Una

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cierta ingenuidad histórico-militante suele acumular anacronismos de este tipo con el objeto de hacer de la historia un relato ejemplar y moralizante. Se niega a admitir que hay un conocimiento histórico y se contenta con agarrar cualquier incidente para construir un mito intemporal. No importa que ese incidente tenga una significación propia (que es posible reconstuir) dentro de un contexto histórico. Por ejemplo, el tratamiento de guerras y levantamientos indígenas o de rebeliones de esclavos ni siquiera contempla a veces la posibilidad de situarlos dentro del tipo de sociedad en la que ocurrieron, una sociedad dotada de leyes y de determinaciones ideológicas ajenas a las nuestras. Esta absoluta ineptitud para manejar materiales históricos (que haría ruborizar a un Porchnev, a un Hobsbawm o a un Pierre Vilar, por cuanto se reclama como la más esforzada y efectiva militancia política) se disimula, de contera, como el fruto de agotadores combates el "empirismo". Para que la historia social del período cobrara vida y no se presentara como un mero esquema de falsas pretensiones teóricas, haría falta preguntarse por los contenidos y la significación de vidas oscuras, mal iluminadas por las fuentes tradicionales de los historiadores. En algunos momentos culminantes de conflictos intensos y a veces banales, en la misma trasgresión de las normas, en los tipos de criminalidad, se nos revelan algunos caracteres de esta parcela de la sociedad. No siempre la sujeción social deja huellas en un conflicto. Ni estos conflictos pueden ser asimilados, sin más, a rebeliones populares en el sentido de insurrecciones orientadas ideológicamente. Todo conflicto social se mueve y se expresa dentro de las limitaciones de su propio contexto ideológico. Varios autores han señalado cómo las explosiones de ira popular dentro de un régimen de tipo precapitalista tienen casi siempre un carácter espontáneo. Un levantamiento de esclavos, por ejemplo, podría perseguir fines inmediatos frente a una situación intolerable: la esencia misma del sistema esclavista, basado en el temor, tendía de suyo a engendrar temor y violencia en amos y en esclavos. Pero en ningún momento se buscaba el objetivo político preciso de abolir el sistema mismo. En un trabajo reciente, Orlando Fals Borda se preguntaba por la existencia histórica de blancos pobres. Pues es cierto que en la sociedad colonial los dominados no eran únicamente in-

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dígenas y esclavos. Estos proporcionaron el grueso de la mano de obra que sustentaba el sistema económico y cuyo empleo se daba mediante formas institucionales de explotación: la encomienda, la mita, el concierto/alquiler o la esclavitud. A su lado existían otros sectores populares de blancos pobres y todas las formas posibles de mestización que no estaban enmarcados dentro de un esquema institucional rígido. Puede decirse que estos sectores fueron la base de relaciones sociales de producción abiertas hacia el futuro. Como las exigencias de tipo salarial no podían ser satisfechas por el tipo de unidad productiva colonial (la hacienda), se derivó hacia una explotación extensiva de pastos naturales, que empleaba algunos gañanes y pastores, o a formas de colonato, de agregados, aparceros, medieros,etc., es decir, a formas que generaban una renta de la tierra en especie o en trabajo. Gran parte de esta población, que no podía ser ubicada en los campos por la limitación intrínseca de aquellos arreglos sociales, o de la agricultura parcelaria sin salidas a un mercado, debió convertirse en población urbana, al menos por largas temporadas. Artesanos, pequeños "tratantes" y pulperos, arrieros, gentes de servicio, etc., formaban parte del paisaje urbano del siglo XVIII, concentrados en barrios enteros: San Victorino, en Santa Fe, el Ejido, en Popayán o La mano del Negro, en Cali. Hasta aquí ha tratado de sugerirse la complejidad que, en un estudio de las determinaciones concretas de la realidad, puede alcanzar nuestra visión de las parcelas aparentamente homogéneas de una sociedad dual. Proceso, demográficos (en un doble sentido inverso: declinación de la población indígena y acrecentamiento de los mestizos) y transformaciones económicas introdujeron modificaciones a un enfrentamiento étnico incial, haciendo perder relevancia a las definiciones institucionales. Los cambios se perciben tanto en el sector blanco de la población, en donde los intereses profesionales eran susceptibles de generar conflictos, como en los sectores populares, en donde a los matices étnicos vinieron a sumarse otros factores de diferenciación impuestos por la vinculación a diversos tipos de trabajo: coerción extra-económica institucional, formas de colonato, trabajo urbano y rural. Para la historia social, sin embargo, todas estas distinciones (étnicas, institucionales, pro-

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fesionales, etc.) no deberían ser suficientes. A pesar de ellas, sigue persistiendo un esquema dualista incapaz por sí solo de dar cuenta de otros conflictos, muy frecuentes en la sociedad colonial y hasta en el siglo xix. Al lado de diferenciaciones verticales y horizontales dentro de la sociedad, existían otras que oponían transversalmente a todos sus estratos. En el territorio cobijado por la autoridad de una Audiencia coexistían ciudades, villas, pueblos de indios, lugares y parroquias. La jerarquización de estos poblamientos reposaba en privilegios,más que en un esquema administrativo-constitucional uniforme. En ésto, las normas de derecho público seguían las pautas de un Estado patrimonial que distribuía favores a los individuos en el derecho privado. La base objetiva de tales privilegios se fundaba en situaciones de preeminencia o de poder de los centros urbanos alcanzadas durante la Conquista o desarrolladas después. Dentro de ciudades y villas (que constituían la "República de los españoles"),algunas poblaciones no gozaban del prestigio que acompañaba a los centros administrativos, comerciales o mineros. Sin embargo, como éstos estaban compuestos por vecinos cuya estructura social, jerarquías y prestigios eran su réplica exacta, así no pudieran rivalizar con ellos en riqueza y en poder. En centros como Girón, Socorro, Cartago, Caloto, Mariquita u Honda, existía un patriarcado cuya preeminencia era reconocida localmente pero que resultaba disminuida en Pamplona, Vélez, Popayán o Santa Fe. El hecho de que los centros urbanos reprodujeran los mismos rasgos estructurales, ha disimulado que entre ellos existía una jerarquía. Muchos conflictos en la época colonial, y aun en la época republicana, no deben atribuirse a un enfrentamiento vertical de clases sociales, sino a un espíritu comunal en el que las solidaridades regionales se anteponían a los desfases verticales. Un poblamiento de indios que alcanzaba el rango de "parroquia" en el siglo XVIII, adquiría sus propios términos territoriales y una cierta autonomía, semejante a la de las ciudades y villas. Las villas a su vez luchaban por desasirse de la influencia invasora de las ciudades. A pesar de los contactos más o menos permanentes y a una cierta fluidez de la élite criolla y española, no siempre las pretensiones de las aristocracias lugareñas eran reconocidas. El ritmo desigual del desarrollo de centros mineros

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y agrícolas daba un movimiento de vaivén al rango que alcanzaban los poblamientos. Cartagena y Mompox, Santa Fe y Tunja, Pamplona y Vélez, Cali, Buga y Popayán registran episodios de permanente rivalidad, lo mismo que villas, pueblos, parroquias y lugares. Durante el siglo xix la vieja ciudad de españoles de Caloto se refería desdeñosamente a los habitantes de Santander de Quilichao (que había surgido en desmedro de los propios términos territoriales de Caloto) como pueblo de "libertad y manumisos". En conclusión, la historia social se presenta en Colombia como un terreno casi virgen para la investigación. El efectivo conocimiento de estas realidades encuentra, sin embargo, obstáculos en actitudes diferentes: una, tradicionalista, incapaz de distanciarse de la imaginería complaciente y vacua que escamotea toda evidencia sobre conflictos sociales y profundos. Otra, que quiere forzar esquemas rudimentarios en procesos más complicados de lo que puede percibir una ortodoxia militante. La preeminencia de los encomenderos y las comunidades indígenas El carácter privado de las empresas de conquista en América española tuvo como consecuencia la formación de una casta privilegiada, la de los encomenderos. Los rasgos esenciales de este estrato social surgieron no sólo en función de antecedentes europeos, sino apoyados también en las características de las sociedades indígenas sometidas por las huestes de la Conquista. El hecho de que empresas de descubrimiento y de conquista no hubieran sido financiadas por el erario real sino que en ellas se hubiera aportado capitales privados (de procedencia europea o formados al ritmo de la conquista misma), justificó el reparto inicial de los recursos americanos entre los participantes en esas empresas. Este reparto no sólo significó un premio para quienes habían contribuido militar y financieramente en el sometimiento de los pueblos americanos, sino también una forma de mantener un control efectivo sobre los vastos territorios incorporados a la Corona. Por esta razón, las primeras generaciones de encomenderos conservaron ciertos rasgos militares. No sólo estaban obligados, por razones de pulicía (la palabra viene depolis), a mantener casa poblada en un recinto urbano, sino que, en ella, solían

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alojar un buen número de soldados, sus antiguos conmilitones. Esto explica también que, mucho después de terminada la Conquista y cuando ya las expediciones de conquista (o entradas) eran cosa del pasado, esta sociedad conservara sus rasgos turbulentos. El carácter de premio en el reparto de indígenas de encomienda subrayaba tanto su origen militar como las jerarquías de una organización de este tipo. La proporción del premio correspondía a la importancia del rango dentro de la hueste. Al caudillo le tocaba la parte del león y una buena porción a sus capitanes y subordinados inmediatos. El resto se distribuía entre los simples soldados, habida cuenta de sus méritos. Estas jerarquías estaban dadas por el origen social de los miembros de la hueste, por su participación financiera en la expedición o por su experiencia militar anterior. Así, sucesivas expediciones podían mejorar la situación relativa de cada uno y acrecentar sus posibilidades de un premio mayor. La dinámica de la conquista se explica, en parte, por estas expectativas que producían una errancia inquieta de soldados y caudillos insatisfechos con el botín inicial. El asentamiento definitivo de una hueste, tras el reparto del botín, hacía evidente una estratificación social. Que no siempre iba acompañada de la conformidad entre los miembros de la antigua hueste militar. Solidaridades de origen regional en España, diferencias entre caudillos y simples soldados, o entre los primeros que llegaban y expediciones posteriores, celos y rivalidades de todo tipo contribuían a que los pobladores no encontraran un punto de estabilidad. A la conquista militar sucedió un intenso juego político en el que el reparto de privilegios, entre ellos el más jugoso de la encomienda, motivaba todos los movimientos. Desde el comienzo muchos conquistadores eran dados a quejarse de las injusticias del reparto. Esto originaba facciones que buscaban controlar el poder y redistribuir una vez más lo que se había otorgado anteriormente. De esta manera, el juego político tendía a desconocer lo que se sentía ganado por méritos militares y a crear confusión y turbulencia dentro de los pobladores. Las condiciones en que se verificó la conquista y la situación de los pobladores frente al Estado español impartieron rasgos específicos a la sociedad en la que los encomenderos se situaban a la cabeza. Pero no menos importante fue el papel de las mismas sociedades indígenas,

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sobre las que se fundaba la institución de la encomienda y el poder de los encomenderos. Al fin y al cabo, una de las principales funciones de la encomienda consistió en sustituir las jerarquías de la sociedad indígena, poniendo en su lugar a los beneficiarios españoles de los repartimientos. El reconocimiento que lograban los jefes indígenas a través de la percepción de un tributo fue transferido a la nueva clase dominante representada por los encomenderos. Estos quedaban colocados así como un eslabón entre una soberanía distante y los nuevos vasallos incorporados a la Corona española. Sin ser funcionarios del Estado, eran ellos los que recibían el reconocimiento debido a ese Estado, como la cúspide, de un nuevo ordenamiento social. Los conflictos políticos y sociales que perturbaron constantemente la sociedad colonial hasta comienzos del siglo XVII deben interpretarse a la luz de esta polaridad entre un Estado centralizador y los esfuerzos de la casta de los encomenderos por mantener las prerrogativas que se derivaban de la conquista. Dentro de este marco tan amplio de interpretación se inscriben las particularidades de una historia social en la que los encomenderos se enfrentaban a menudo con funcionarios del Estado español, por un lado,y, por otro, mantenían relaciones cotidianas de dominación con los indígenas. La naturaleza de estas últimas está ilustrada con testimonios directos que provienen de las visitas de la tierra. A pesar de que tales relaciones estaban regulados por la ley de tal manera de reducir al mínimo los contactos entre españoles e indígenas, confinándolos, especialmente en las ciudades -o "República de los españoles" -y a los pueblos de indios, en la práctica la presencia de los encomenderos era muy notoria entre los indígenas. En teoría, éstos no debían a sus encomenderos sino la prestación de un tributo fijado de antemano. En la realidad, los encomenderos se apersonaban en la comunidad, por sí o por intermedio de calpixques o administradores, para extraer de los indios todo el trabajo posible. La coerción permanente e ilegal creaba un clima de mutua desconfianza reforzado por el desamparo de los indios. Todo sugiere que rara vez sus quejas podían elevarse ante la Audiencia por intermedio del protector de naturales. Cuando éstas se dirigían a los corregidores o a los cabildos, los indígenas se encontraban con un nudo de complicidades mu-

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tuas en el que las relaciones de parentescos entre encomenderos jugaban un gran papel. Todos los motivos de descontento señalados periódicamente en las visitas de la tierra fueron expuestos directamente ante el rey en una Relación de agravios por don Diego de Torres, un mestizo cacique de Turmequé, en 1584. La mayoría de estos agravios se refería a los abusos a que daba lugar la prestación del tributo. Aunque desde 1542 la Corona había querido limitar esta prestación a aquello que los indígenas reconocían ya a sus propios jefes, sustituyendo simplemente el beneficiario, los encomenderos no se contentaron con esto. La explotación de los indígenas adquirió así rasgos de violencia extrema para forzarlos a tributar no sólo en especies sino también en jornadas de trabajo. La extorsión cotidiana de las comunidades indígenas, realizada al margen de la ley y con la complicidad de las autoridades, iba forzosamente acompañada de elementos represivos que parecían normales para el funcionamiento del sistema. En algunos casos, la justificación provenía de prejuicios que alimentaba el mismo complejo de dominación. Los indígenas, según sus explotadores, eran naturalmente inclinados a la pereza. Peor aún, no se movían por las mismas razones que los europeos y parecían indiferentes a la necesidad de acumular bienes indefinidamente. Sus creencias religiosas eran además, un magnífico pretexto para probar su indiferencia moral, insensible a las bondades de la indoctrinación en el cristianismo. Numerosos episodios dan testimonio de la efectividad de este tipo de justificaciones. Por ejemplo, la persecución de los indígenas que conservaban santuarios subrepticiamente. En 1577 se emprendió una verdadera cruzada para localizar entierros y santuarios, ricos en ofrendas votivas de oro, encabezada por el arzobispo Zapata de Cárdenas y los oidores Auncibay y Cortés de Mesa. Algunos indígenas de la región de Tunja y Santa Fe fueron acusados por sus encomenderos de practicar la hechicería o de intentos de envenenamiento y encarcelados sin fórmula de juicio. Pero además de estos casos, un poco espectaculares, los abusos cotidianos formaban una cadena interminable. Algunos historiadores interpretan estos testimonios desde un punto de vista moral, recalcando su anormalidad dentro de un sistema de relaciones que, según ellos, debían ser "armoniosas y justas". Sólo ven meras violaciones individuales de la

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ley que, como tales, deberían considerarse como un fenómeno excepcional. Este razonamiento ignora deliberadamente que la encomienda era un sistema de explotación, así fuera justificada como un instrumento civilizador. La verdadera anormalidad hubiera consistido en el caso de encomenderos que hubiesen rebajado las cargas de sus indios -o que al menos se hubiesen atenido a la ley al percibir sus frutos-. Pero el principio que animaba a esta sociedad no era precisamente el de la justicia abstracta definida en las leyes, sino el del enriquecimiento a toda costa. Se ha observado muchas veces que la sociedad colonial del siglo XVI, dominada por el estrato de los encomenderos, era una sociedad señorial. Los afanes de la conquista debían conducir a los honores, al poder y a la posibilidad de llevar un tren de vida adecuado a una súbita elevación social. Algunas casas de la ciudad de Tunja dan testimonio de estas pretensiones. Lo mismo que la actividad febril que algunos encomenderos desarrollaron en los negocios y en la política local de sus ciudades. Si bien muchos se quejaban de que las encomiendas no se hubieran atribuido siempre a beneméritos, es decir, a soldados de la Conquista o sus descendientes, sino que muchas habían sido compradas por hábiles negociantes o por algunos escribanos, y la condición misma de comerciante excluía de las dignidades de la República, los encomenderos más poderosos no desdeñaban ejercer el comercio, casi siempre valiéndose de testaferros. La explotación de los indígenas dio origen a acumulaciones de riqueza que se invirtieron en minas y en géneros o ropas de Castilla vendidos a precios muy convenientes. Otros, como Alonso de Olalla, consiguieron privilegios para abrir caminos y cobrar peajes. Algunas mujeres encomenderas se mostraron también muy activas, a lo menos en la comercialización de los productos de sus estancias. El dominio económico incontrastable generado por las encomiendas dio origen a casi todas las empresas locales del siglo XVI. El auge de la economía en su conjunto aprovechaba de las posibilidades de explotación de sociedades indígenas relativamente ricas y de una mano de obra todavía numerosa. Como las ventajas económicas se derivaban de privilegios sociales, no resulta extraño que el juego político haya producido constantes disturbios. El aparato legal y burocrático del Imperio tendía naturalmente a limitar los excesos de los encomenderos, sobre

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todo para prevenir que "se alzaran con la tierra". Preocupaciones éticas sobre el tratamiento de los indios llevaron también a frecuentes enfrentamientos entre encomenderos y unos pocos fun-, cionarios de la Corona. Esta lucha, que llegó a su máxima violencia en el decenio de 1580, comenzó a inclinar la balanza del poder favorablemente a la Corona en el decenio siguiente. Para entonces, visitas sucesivas pudieron comprobar la pasmosa disminución de los indígenas, cuya abundancia original había sustentado precisamente el poder de los encomenderos. A partir de 1610, cuando ya se había cumplido el ciclo de las visitas más importantes y de algunas reformas fundamentales como la normalización del tributo, la creación del concierto indígena y la distribución de resguardos, el estrato social de los encomenderos comenzó a debilitarse. A mediados del siglo XVII muchos encomenderos estaban empobrecidos y, en conjunto, habían dejado de representar el peso político que condujera a la ruina a tantos funcionarios de la Corona durante el siglo anterior. Algunos linajes de beneméritos siguieron conservando el orgullo de su casta y de sus parentescos. Inmigrantes españoles recién llegados, funcionarios y comerciantes sobre todo, se apresuraron a injertarse en viejos troncos familiares locales. Aunque la actividad y las ambiciones de estos recién llegados tuvieron una orientación más concreta, no tardaron sin embargo en asimilar el tono y las maneras de la sociedad señorial que había surgido a raíz de la Conquista. Esta sociedad había logrado una estratificación rígida merced al tipo de alianzas familiares en que se confinaba un estrecho círculo de beneméritos. La mecánica matrimonial había servido para perpetuar las encomiendas mucho más allá de las dos vidas establecidas por la ley. La endogamia del grupo permitía que las encomiendas recayeran siempre en un consaguíneo, así éste no fuera un descendiente directo. Más tarde, las alianzas con recién llegados de España, siempre que poseyeran algún título o pretensión de hidalguía, permitía perpetuar la preeminencia social de algunos linajes, que de otra forma se hubieran extinguido. La relativa pobreza, que era casi generalizada en el curso del siglo XVII, no fue un obstáculo para que las pretensiones de un estrecho círculo de familias se manifestara a menudo en querellas sobre minucias de protocolo y de preeminencias. El antiguo poder, capaz de enfren-

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tarse con oidores y visitadores reales, había dado paso a ínfimas intrigas en las que se desgastaba una sociedad en decadencia. Muchos descendientes de conquistadores ni siquiera podían permitirse el lujo de vivir en las ciudades, y desertaban las dignidades del cabildo que hasta comienzos del siglo se habían disputado en subastas públicas. Terratenientes, mineros y comerciantes Los encomenderos habían derivado ventajas económicas de sus privilegios sociales y políticos. De allí que se desempeñaran como terratenientes, casi sin competencia. También invirtieron en empresas mineras o comerciales. El exclusivismo social que se desprendía de la participación en la conquista fue dominante en el siglo XVI, y si bien algunos mineros accedieron al rango de encomenderos o algunos comerciantes compraron oficios honoríficos, la piedra de toque de su ascenso social fue la integración previa a los linajes de beneméritos a través de alianzas matrimoniales. La actividad económica, por exitosa que fuera, no bastaba por sí sola para conferir prestigio social. Durante el siglo xvn este patrón fue transformándose, a medida que los fundamentos del poder de los encomenderos se deterioraban. El agotamiento de las poblaciones indígenas significó el término de unas posibilidades de enriquecimiento. Los encomenderos no gozaron en adelante del monopolio de la mano de obra servil, y las inversiones en esclavos comenzaron a poner en un primer plano a los comerciantes. Un investigador norteamericano, Peter Marzahl, ha señalado cómo en Popayán los comerciantes habían sustituido en parte a una élite más tradicional a fines del siglo XVII. A ellos y a las inversiones en esclavos que hicieron debe atribuirse la apertura de una nueva frontera minera. Hurtados, Arboledas, Victorias, etc., o inmigrantes más recientes como Torrijanos o Garcés de Aguilar, fueron los detentadores de fortunas realizadas inicialmente en el comercio y en el tráfico de esclavos. Pero si los nombres asociados al dominio económico podían cambiar, no ocurría así con los patrones que perpetuaban un linaje establecido. Si hubo un cambio, éste fue relativo y sólo con respecto a la estratificación todavía más rígida de la sociedad de los encomenderos.

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Establecidas las nuevas bases del poder y del prestigio, su acceso encontraba las mismas dificultades que las encomiendas. Sería por lo tanto un error hablar de mayor movilidad social o de una nueva mentalidad que la favoreciera. Los mismos mecanismos que habían servido para solidificar el estrato encomendero y que contribuyeron a su monopolio de los recursos de tierras, minas y mano de obra, se pusieron en obra para consolidar esta sociedad de comerciantes, terratenientes y mineros. Esto no quiere decir que los conflictos estuvieran ausentes. No sólo existieron rivalidades económicas y se formaron facciones dentro de los mismos linajes establecidos, sino que la competencia de los recién llegados creó turbulencias que se vieron reflejadas en la política local. A mediados del siglo XVIII puede observarse un nuevo desfase entre comerciantes de origen español y los linajes reconocidos de descendientes de comerciantes que habían invertido en minas y sobre todo en tierras. El estrato dominante en la sociedad del siglo XVIII exhibía aún los rasgos originales de una sociedad señorial. La herencia de la Conquista no se había perdido enteramente, aun cuando las polaridades iniciales de origen racial se hubieran complicado a tal punto, que ahora los miembros de la élite tuvieran que redoblar su celo para defenderse de la sospecha de mestizaje. El insulto más frecuente, en efecto, era la insinuación de esta sospecha, esgrimida no sin malicia por los recién llegados. Este temor explica también las frecuentes alianzas con inmigrantes recientes, a veces pobres de solemnidad pero instalados muy pronto en los negocios con una buena dote y con acceso fácil al crédito. Los conflictos de la élite en el siglo xvmrevisten las coloraciones de sociedad locales que tendían a conservar un statu quo asentado en privilegios adquridos. Por esto, a pesar de la coyuntura económica favorable del siglo xvm, la propiedad territorial jugó un papel tan importante como factor de inmovilismo social. Aunque el comercio fuera más rentable, la fuente real de privilegio social y político a nivel local se sustentaba, en últimas, en la calidad terrateniente. Esto explica también la reacción de las élites locales al intento borbónico de privilegiar el estamento de los comerciantes, dominado por intereses y capitales peninsulares.

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Las castas La polaridad racial entre los ocupantes de origen europeo, por una parte, y los indígenas, los negros esclavos traídos del África y todas las variantes de mezclas raciales originadas de estos tres componentes básicos, por otra, originó el concepto social de las castas. Con este nombre se designaba a las etnias indígenas y africanas y sus derivados mestizos. El concepto, que englobaba despectivamente una variedad infinita de matices raciales, no podría descomponerse con alguna precisión para explicar actitudes sociales características frente a cada una de las castas. Las designaciones blanco, indio, pardo, negro y aun esclavo, plantean problemas de definición en el contexto de su utilización corriente en el trato social y hasta en su empleo convencional en censos y recuentos de población, como lo señala John Lombardi en un reciente trabajo demográfico sobre poblados venezolanos. ¿Qué entendían exactamente los contemporáneos con estas designaciones? Aunque aparentemente la palabra blanco designaba a una persona de puro ancestro español, lo cierto es que a medida que avanzaba el siglo XVIII el concepto genético iba perdiendo peso frente a la acepción de status social o de privilegio administrativo. Categorías como indio o esclavo tuvieron una definición institucional y no meramente social. Esto fue cierto para los indios, por lo menos mientras estuvieron sujetos a la obligación de pagar un tributo. Pero ya en el siglo XVII muchos habitantes de los pueblos de indios alegaban su condición de mestizos para escapar al pago de los tributos. Las designaciones más problemáticas resultaban ser, naturalmente, aquellas que aludían a la mezcla racial. Aunque los casos no fueran muy frecuentes, los mestizos podían obtener una declaración de ser blancos por merced real y con ella el acceso a ciertas dignidades y privilegios vedados a las castas: ejercer cargos como el de escribano, tener acceso a la Universidad o a las órdenes sagradas, etc. Aun sin esta declaratoria, algunos mestizos, sobre todo en el siglo XVI, se colocaron en los rangos reservados a los beneméritos y hasta se aseguraron el goce de encomiendas por el hecho de descender de un conquistador. El nombre de pardo se reservó en el territorio de la Nueva Granada para los mulatos (o zambos) libres. Cuando se trataba de esclavos,

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lo corriente era designar la misma categoría como mulatos. Para distinguir a los negros de procedencia africana se hablaba de bozales o se agregaba la "casta", es decir, el origen tribal, aunque es posible que estos apelativos (arara, congo, mina, biafra, lucumi, etc.) se hayan empleado en términos muy latos para identificar una región de extensión variable en el África occidental. Los negros nacidos en América eran criollos, aunque en algunos casos podía tratarse de mulatos. A diferencia de las Antillas, o de la sociedad esclavista del sur de los Estados Unidos, en donde la manumisión llegó a ser indeseable y muy restringida por la ley, en la Nueva Granada las manumisiones fueron frecuentes. A ello contribuyó la heterogeneidad racial básica, en donde la oposición de los blancos a otros sectores raciales se diluía a través de una gama muy amplia de mestizaje. Además, el manumiso o liberto encontraba un inserción dentro de las clases bajas que las colonizaciones anglosajonas toleraban con dificultad. Allí los blancos pobres nunca hubieran admitido una familiaridad social con los libertos. En la Nueva Granada eran frecuentes las uniones entre libertos y mestizos y aun blancos pobres. En ocasiones éstos llegaban hasta comprar la libertad de un cónyuge o de los hijos. El amo podía encontrar ventajosa la compra o razonar como las monjas de la Encarnación de Popayán en 1719, quienes pensaban que, "...De no convenir a dicha libertad se puede seguir el que dicha mulata se pierda retirándose al palenque del castigo, en donde se refugian muchos esclavos y totalmente se pierden". En Colombia ha habido una aceptación tácita del argumento clásito de Frank Tannenbaum, según el cual la actitud de los colonizadores ibéricos frente a etnias diferentes estaba suavizada por consideraciones éticas sobre el valor de la persona humana. Esta actitud básica se habría reflejado en una legislación explícita destinada a proteger a los indios y a ahorrar a los esclavos un tratamiento inhumano. El hecho objetivo de la mestización en las proporciones que se dio, probaría, además una ausencia de prejuicios raciales. Este argumento no ha sido examinado entre nosotros a la luz de otras evidencias. Para muchos investigadores norteamericanos hoy resulta claro que un tipo de racionalidad económica o un tratamiento legal pragmá-

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tico en la explotación de los esclavos resultó más favorable a la larga al incremento vegetativo de la población negra, que una posición de principio consignada en las leyes. Además, el hecho evidente de la mestización no borraba las diferencias sociales, sino que más bien tendía a hacer extensiva la actitud negativa de una élite, que se identificaba fácilmente entre sí, hacia los blancos pobres. Con todas las complejidades que pueden resultar de un examen somero de las designaciones raciales que proceden de los documentos de la época, el problema resulta incomparablemente mayor si se trata de establecer las actitudes y la valoración social que acompañaba a cada una. Evidentemente, muchos prejuicios provenían de la minoría blanca dominante y ella poseía de manera natural el monopolio de las valoraciones. El indio era perezoso en el siglo XVI y se había embrutecido en el siglo XVIII. Los mestizos, fuente inagotable de conflictos, y los pardos, pendencieros y borrachos. Los estereotipos sobre las castas tuvieron una larga vida en la época colonial y, al parecer, una aceptación universal. Pero si estos estereotipos manipulados por la población blanca eran negativos para la generalidad de las castas e iban acompañados de toda clase de limitaciones sociales, la ubicación de cada una en el aparato productivo podía prestarle condiciones de ascenso o de consideración social. Los mestizos, por ejemplo, sobre quienes recaía una buena dosis de desprecio, estaban sin embargo ampliamente distribuidos en muchos intersticios sociales. Eran gañanes en el campo, arrieros, pequeños tratantes o pulperos, artesanos o dueños de parcelas. Algunos, inclusive, se hicieron a una fortuna considerable en el comercio o en las minas, aun cuando este hecho no les haya traído inmediatamente el reconocimiento social. En las minas del Chocó algunos pardos y negros libres poseían uno o dos esclavos durante el siglo XVIII. Los arrieros, mestizos o pardos, podían acumular también una fortuna en muías y contratar los servicios de muleros. Excepto en algunos casos, cuando la mano de obra era muy competida, no había cortapisas para que un miembro de las castas explotara el trabajo ajeno. Gran parte del descrédito de los mestizos provenía sencillamente en que lo hacían, aunque en mucho menor escala que españoles y criollos,

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como calpixques, mayordomos o tratantes y pulperos. Las limitaciones económicas de las castas se derivaban más bien del hecho de que los privilegios sociales y políticos podían dar lugar a ventajas económicas, tales como la asignación de concertados, de tierras, de derechos de minas, etc., y de que, por otra parte, las minorías conservaban una cohesión que multiplicaba las oportunidades y el acceso al crédito, reservado a los propietarios de inmuebles o, entre comerciantes, a quienes se reconocía solvencia o podían contar con avales conocidos. En un artículo memorable, Jaime Jaramillo Uribe ha descrito esta sociedad en la que la

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"hidalguía", la "nobleza" o la simple "limpieza de sangre" eran buscadas y celosamente defendidas de suspicacias o de meras agresiones verbales. La honra o la estima general en que era tenido un linaje, por su ancestro libre de toda sospecha de mestizaje, podía ser asunto de pleitos ruidosos, como si se tratara de un bien tangible. Las ocasiones para estos pleitos se multiplicaron en el siglo XVIII, cuando el mestizaje era tan generalizado que, para mantener una cohesión, las minorías dominantes debían multiplicar su celo ahondando aún más las diferencias sociales que se basaban en el desprecio de las castas.

Bibliografía General Este trabajo está basado en gran parte en el material de investigaciones anteriores al que se ha dado una forma más conceptual, prescindiendo al mismo tiempo de referencias eruditas a los archivos {Historia económica y social de Colombia, 1537-1719, 2a edic., Medellín, 1975. Cali: terratenientes, mineros y comerciantes, siglo XVIII, Cali, 1975), y de una investigación en curso sobre la provincia de Popayán. En los últimos quince años la historia social y económica ha tenido en Colombia las orientaciones del Anuario colombiano de historia social y de la cultura, cuyo primer número apareció en 1963 y el último en 1972. Varios ensayos de su director, JAIME JARAMILLO URIBE, fueron recogidos en el libro Ensayos sobre historia social colombiana (Bogotá, 1968). Además del libro de ALVARO TRADO MEJIA, Introducción a ¡a historia económica de Colombia (6a edic., Medellín, 1976), síntesis que recoge algunas de la nuevas orientaciones de la historiografía colombiana, la Historia de Colombia (t, I, El establecimiento de la dominación española, Medellín, 1977) de JORGE ORLANDO MELO, promete ser una visión equilibrada entre el hilo factual y los temas de la historia económica, social y cultural. Sobre el carácter de la economía europea en el siglo XVI y los problemas del período de transición, la síntesis más reciente y sólida: INMANUEL WALLERSTEIN, the Modern World-System. Capitalist Agriculture and the Origins of the European World-Economy in the Sixteenth Century (New York, 1976). Economía Sobre el oro y la minería, la obra clásica de VICENTE RESTREPO, Estudio sobre las minas de oro y plata en Colombia (Bogotá, 1952). También ROBERT C. WEST, La Minería de aluvión en Colombia durante el período colonial (Bogotá, 1972) y WILLIAM F. SHARP, "The Profítability of Slavery in the Colombian Choco", 1680-1810 (en the Hispanic American Historical Review, vol. 55, núm. 3, August, 1975, págs.469, ss.). Sobre las minas de plata de Mariquita, JULIÁN B. RUIZ RIVERA, "La plata de Mariquita en el siglo XVIII: mita y producción" (en Anuario de Estudios Americanos, vol.xxix, 1972, págs. 121-169), JORGE O. MELO ha dado a conocer las cifras del oro producido en la

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Nueva Granada durante el siglo XVIII en una ponencia presentada al seminario de Historia de Colombia de la Universidad Nacional (septiembre de 1977) y cuya publicación está anunciada en la Revista de la Universidad del Valle, núm. 3. Sobre la moneda y la amonedación, A. M. BARRIGA VILLALBA Historia de la casa de moneda, 3 vols., Bogotá, 1969. Sobre la tierra, particularmente los resguardos indígenas, ORLANDO FALS BORDA, El hombre y la tierra en Boyacá, Bogotá, 1957, y MARGARITA GONZÁLEZ, El Resguardo en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1970. Las haciendas han sido objetos de trabajos regionales o monográficos. Las de la Sabana de Bogotá, por ejemplo, en JUAN A. VILLAMARIN, Encomenderos and Indians in the Formation of Colonial Society in the Sabana de Bogotá, Colombia 1530 to 1740 (2 vols. Tesis de doctorado, 1972. Reproducida en xerox por University Microfilms International. Ann Arbor Mich.), uno de los trabajos más consistentes escritos hasta ahora sobre este tema. Las haciendas de la Compañía de Jesús, en G. COLMENARES, Las haciendas de los jesuítas en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1969). La sociedad La historia social de la época colonial ha concentrado hasta ahora su atención en la encomienda. Además de los trabajos pioneros de JUAN FRIEDE: Vida y luchas de Don Juan del Valle, primer obispo de Popayán y protector de indios (Popayán, 1961), y Los Quimbayas bajo la dominación española (Bogotá, 1963), DARÍO FAJARDO, El régimen de la encomienda en la provincia de Vélez (Bogotá, 1969) y dos trabajos recientes de la escuela que orienta en Sevilla Luis Navarro García: JULIÁN B. RUIZ RIVERA, Encomienda y mita en Nueva Granada (Sevilla, 1975), y SILVA PADILLA, M. L. LÓPEZ ARELLANO y A. GONZÁLEZ, La encomienda en Popayán, tres estudios, (Sevilla, 1977). Otros aspectos de la cuestión indígena han sido tratados por MAGNUS MÓRNER en La Corona española y los foráneos en los pueblos de indios de América (Estocolmo, 1970) y ULISES ROJAS, EL cacique de Turmequé y su época (Tunja, 1965). Sobre los esclavos africanos la bibliografía es todavía escasa. JORGE PALACIOS P. se ocupa de La trata de negros por Cartagena de Indias (Tunja, 1973), con énfasis especial en los asientos de finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. JAIME KING, Negro Slavery in New Granada (Berkeley, 1945) y AQUILES ESCALANTE, El negro en Colombia(Bogotá, 1964).

La esclavitud y la sociedad esclavista

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La esclavitud y la sociedad esclavista Jorge Palacios Preciado Trata de Negros. Necesidad de la mano de obra esclava

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no de los aspectos más importantes de la Historia de América Latina es el relacionado con la presencia y herencia del esclavo negro procedente de las costas africanas. El tema ha sido analizado por numerosos historiadores, quienes han abordado aspectos de la esclavitud en relación con algunos problemas económicos, sociales, demográficos e institucionales, y asimismo se han adelantado estudios específicos sobre la trata, la abolición, la legislación, etc. Sin embargo, las investigaciones sobre el negro, el africanismo o la esclavitud en Colombia, no han sido sistemáticas, si bien es cierto que en los últimos años ha surgido un gran interés por el tema y se han adelantado trabajos con un mayor rigor científico y con nuevos enfoques metodológicos. La más reciente historiografía ha hecho énfasis sobre una realidad histórica evidente, en el sentido de que la colonización española tuvo como base la explotación de las minas de oro y plata mediante la utilización de grandes concentraciones de indios sedentarios. En otros términos, la política colonizadora de España estuvo condicionada por la búsqueda inaplazable de los metales de que tanto precisaba Europa,

ya en la prehistoria del capitalismo, para dilatar los canales de su circulación mercantil. Durante casi todo el período colonial la economía de la Nueva Granada fue esencialmente una economía minera y la explotación intensiva de los yacimientos de oro, plata y esmeraldas se realizó utilizando la mano de obra indígena, básicamente en los primeros ciclos. En efecto, las curvas de producción de metales (1) en las cuales se puede apreciar cierto paralelismo de los movimientos, permiten observar alguna correspondencia entre el descenso de la población nativa, la disminución en la extracción de metales y las ingentes solicitudes de mano de obra esclava, especialmente en el período crítico 1550-1650. Se genera entonces en la explotación minera lo que Pierre Vilar denomina "el proceso de destrucción del beneficio por el mecanismo del propio beneficio" (2). Si bien es cierto que resultaría demasiado simplista afirmar que se dio una relación directa, casi una identificación entre uno y otro fenómeno, de causa a efecto, es evidente la incidencia de la crítica situación demográfica en la producción de metales y en la actividad económica de la Nueva Granada. La mayoría de los historiadores de la economía y la sociedad colonial, en particular los estudiosos de la demografía, sostienen que la extracción de los minerales y la vida económica general se basó en la sistemática explotación de la fuerza de trabajo indígena, lo cual es evidente, pero sin advertir la pronta presencia del ele-

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mento africano, el cual, en su condición de esclavo y como mero instrumento de producción, fue traído para sustituir al aborigen, como refuerzo y para contrarrestar-a lo menos en partela crisis demográfica. En otras palabras, se ha puesto de relieve la decisiva aportación indígena, pero no se ha destacado suficientemente la importancia estratégica del elemento negro en la economía colonial. No pretendemos polemizar en torno a esta apreciación (3), pero cabe anotar que funcionarios y mineros, agricultores y comerciantes, misioneros y clérigos, así como cabildos y conventos, solicitaron, desde muy pronto, esclavos negros. De esta manera, antes de finalizar la primera mitad del siglo XVI, cuando el descenso de la población no había llegado a su punto crítico como tampoco había concluido aún la primera gran etapa de "conquista y pacificación", de reducción y dominación de la población nativa, surgió el propósito de aumentar las introducciones de esclavos (4) sobre el principio o el cálculo muy pronto generalizado, de que el trabajo de un negro producía lo que tres indios juntos. Y este principio, que rápidamente se convirtió en la opinión común, creó la convicción en los funcionarios y colonos, especialmente en el siglo XVIII, de que trata e introducción masiva de negros era la panacea para la economía del virreinato (5). Después de 1595, es decir, un poco antes de la iniciación de los grandes asientos cuyo comienzo más o menos coincidió con cierta expansión de fronteras y el hallazgo de minas notablemente ricas, se intensificó considerablemente la introducción de esclavos al territorio de la Nueva Granada. Algunos registros ponen en evidencia la decisiva contribución de la fuerza de trabajo esclava en la economía minera del Nuevo Reino. Germán Colmenares ha establecido cómo entre 1590 y 1640, por ejemplo, el trabajo esclavo en los yacimientos mineros fue del orden del 75% frente al restante 25% del indígena (6). "...El conducirse negros a la América no sólo es conveniente pero necesario, porque con la falta que hay de indios en lo principal de América, los negros son los que labran las haciendas, sin que se puedan labrar ni se labren por españoles, así porque estos no se aplican ni se han aplicado nunca... habiendo manifestado la experiencia que cuando no hay copia de negros que asistan a las labores del campo una fanegada de

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maíz ha valido 15 pesos y a este respecto las demás semillas y en habiéndola, baja a 2 y 1/2. Las haciendas principales de los vecinos de ingenios de azúcar, viñas en el Perú, crías de ganado, todas se mantienen con negros, sirven también de trajineros y marineros, de suerte que si estos faltasen faltaría el alimento para mantener la vida humana y los caudales porque lo principal de ellos consiste en esta hacienda siendo también precisos para el servicio personal porque ni criollos ni españoles no sirven...los indios han faltado y donde los hay no se los puede obligar al servicio personal... se ha tenido siempre por tan necesaria la introducción de esclavos negros en las Indias que aún en el principio de su descubrimiento y reducción... que el año de 1510 se mandaron enviar esclavos por el poco espíritu y fuerza de los indios. Y si desde el año de 1510 se ha tenido por conveniente y en los sucesivos por precisos respecto del aumento de las poblaciones, labores de los campos y ministerios serviles a que se aplican y falta de indios, hoy que son más numerosas y mucho menor el número de indios es más necesaria la continuación de la introducción de estos esclavos y mayor el inconveniente de que les falten a los vasallos de la América y muy arriesgado para la quietud de aquel reyno... y muy perjudicial a V. M. que perderá si se prohibiere la gran suma que le contribuye y ninguna prohibición será bastante para que dejen de introducirse siendo la necesidad de ellos inexcusable..." (7). Es claro que ante la crisis demográfica indígena y dada la índole de la economía colonial, la esclavitud negra se imponía como única solución y la Corona, para proveer a las colonias americanas de la mano de obra requerida, superó las dificultades políticas, así como las reservas morales planteadas por algunos teólogos. En esta forma, la institución de la esclavitud, que al momento del Descubrimiento estaba en una etapa de recuperación, particularmente en los países mediterráneos que mantenían intenso comercio con África, adquirió en el Continente americano un gran impulso, una nueva forma y un nuevo sentido. El desarrollo del capitalismo europeo, la disponibilidad de grandes extensiones de tierra y el hallazgo de ricos yacimientos de minerales en América, la disminución de la fuerza de trabajo indígena y la especulación creciente del capital comercial, fueron factores determinantes

esclavitud y la sociedad esclavista

de la nueva etapa de la esclavitud africana en América. Fue la coyuntura económica y no razones de tipo racial o filosófico lo que provocó la intensa explotación de la población africana e hizo de la esclavitud una institución económica del primer orden.

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esclavos en las minas de Antioquia en número apreciable. En Cáceres y Buriticá laboraban 150 y 300 esclavos, respectivamente; en 1590 había 1.000 en las minas de Anserma y 600 en Buriticá; en 1595 se registran 2.000 esclavos en Zaragoza y hacia 1600 trabajan 2.000 en Remedios (12). Vásquez de Espinosa (13) calcula la El negro en la economía colonial población negra de Zaragoza para fines del siglo entre 3.000 y 4.000 esclavos. Francisco Beltrán Es evidente que en la Nueva Granada la de Caycedo poseía en las minas de Remedios 500 participación del esclavo africano en el proceso negros esclavos (14). De otra parte, en las minas productivo, particularmente en la minería, tuvo de Las Lajas y Santa Ana -las que generalmente una significación más que transitoria. Puede se supone fueron trabajadas exclusivamente por afirmarse que el negro, prácticamente desde el los mitayos de Santa Fe y Tunja (15) se hallaron mismo siglo XVI, jugó un papel esencial en la en la visita de 1640 en los distritos mineros de economía neogranadina, que fue acentuándose Santa Rosa 221 indígenas y 294 esclavos neen la medida en que descendía la población gros, mientras que en los ingenios de la misma aborigen y se ampliaban las fronteras de explo- sólo había 30 negros por 118 indígenas; en Las Lajas se registraron 119 aborígenes y 64 esclatación. vos; en sus ingenios hubo 64 indígenas y ningún El elemento africano participó, en primer término, en algunas empresas de conquista y esclavo, y en la solicitud de fuerza de trabajo, expansión, en su condición de esclavo domés- obviamente, se pedían más esclavos que indítico de capitanes y empresarios. Muy pronto, genas (16). sin embargo, su influencia en las actividades Parece seguro que desde la última década cotidianas y la explotación económica fueron del siglo XVI el esclavo negro sustituyó al indímayores, llegando a constituirse en elemento gena en el trabajo de las minas, siendo entonces casi insustituible en ciertos menesteres y oficios, destinada la poca población nativa a la producasí como en objeto de ostentación y lujo de la ción agraria y a labores de abastecimiento. En sociedad colonial. efecto, la Corona, ante el proceso de extinción del indígena, había dispuesto una legislación El esclavo negro en la Nueva Granada fue más rigurosa respecto del empleo de los aborídestinado básicamente a la explotación minera. Es claro que en las primeras etapas de la econo- genes en el trabajo minero, y si bien es cierto mía la participación del elemento africano no que tales normas sólo fueron observadas parcialfue tan amplia, no sólo por el volumen de éstos, mente, el grave problema de la mano de obra sino por la abundancia de mano de obra indígena quedaba resuelto, a lo menos en parte, con la cuyo trabajo gratuito y forzado sería justamente provisión de esclavos africanos al regularizarse fuente de capitalización para la adquisición de el tráfico mediante la concertación de grandes esclavos negros (8). Pero a partir de 1560 -co- asientos, así como por el continuo y numeroso mienzos del segundo interciclo del tráfico comer- contrabando. A partir de la segunda mitad del siglo XVI cial-el número de esclavos fue en aumento, en tal forma que los negros se convirtieron en el grupo -punto crítico de la catástrofe demográfica-, la predominante entre los trabajadores mineros du- participación del elemento nativo en la explotación de los minerales necesariamente tuvo que rante los siglos XVII y XVIII (9). Aunque persiste la apreciación de que el ser reducida, pues si bien es cierto que la mita número de esclavos negros en el siglo XVI fue y las conducciones sustituyeron la rapiña inicial reducido (10), hay algunos indicios que permiten de la fuerza de trabajo indígena por parte de creer que el volumen de esclavos fue mucho mineros y encomenderos, para entonces las parmayor de lo que tradicional mente se ha afirma- cialidades se hallaban diezmadas. De otra parte, do. Hacia 1543, por ejemplo, Belalcázar pedía la recuperación demográfica indígena, de haautorización real para introducir cien esclavos berse dado efectivamente, no pudo ser factor más para trabajar en las minas, y para entonces determinante de cierta reactivación de la economuchos negros lavaban oro en Popayán (11). mía minera (17). Por lo demás, para entender esta Desde 1583 se encuentran algunas cuadrillas de recuperación económica, así como las crisis de

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la economía minera, habría que considerar en primer término la masiva introducción de esclavos africanos, el agotamiento y hallazgo de nuevos yacimientos mineros, los conflictos entre comerciantes, mineros y hacendados, la política económica de la metrópoli, las innovaciones tecnológicas, los sistemas de abastecimiento, el auge del contrabando de mercancías, las nuevas vías de comunicación, el mayor control burocrático de la producción y en general la reorganización de la explotación, los cuales, como factores interactuantes y junto con el demográfico, incidieron en el sensible aumento registrado en la extracción de metales a partir de 1580. La población esclava en el siglo XVI ya debió de ser apreciable, pues fue creciente el temor a sublevaciones y rebeliones (18), puesto de manifiesto en las medidas coercitivas y en las disposiciones y ordenanzas de cabildo relativas a los negros, así como en la dureza de la represión contra el cimarronismo (19). De otra parte, los conflictos con la población de color fueron constantes y desde muy pronto se prohibió el "que los esclavos negros, cada vez más frecuentes en la Nueva Granada" (20), viviesen entre los indios, todo lo cual es indicio del volumen en ascenso de la población esclava. La participación del elemento negro en el proceso productivo y en la economía minera del Nuevo Reino fue aún más decisiva durante los siglos XVII y XVIII, pues el empleo de la mano de obra esclava se intensificó en los distritos mineros de Antioquia y especialmente en los nuevos del Chocó; asimismo, otros segmentos de la economía colonial fueron atendidos por la población africana. En efecto, aparte las numerosas cuadrillas de mineros, muchos esclavos fueron destinados a otras actividades como la agricultura, la ganadería y a una amplia gama de oficios artesanales y de servicio doméstico (21). El número de esclavos de una cuadrilla oscilaba entre 10 y 40, pero por lo general una mina tenía varias cuadrillas, las cuales estaban integradas por hombres y mujeres, si bien éstas laboraban preferentemente las minas de aluvión y aquéllos las de veta. Por su parte, los ancianos y los niños eran dedicados a trabajos agrícolas y funciones domésticas. La distribución y abastecimiento de la mano de obra esclava corría por cuenta de los comerciantes, quienes despachaban desde Cartagena grupos de 10 y 20 negros. Los precios

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en los centros de trabajo eran altos, pues por lo general duplicaban los registros en el puerto y el sistema de ventas a crédito, hipotecando la mano de obra ya existente, no sólo incrementaba los costos, sino que daba origen a numerosos enfrentamientos y pleitos entre mineros y comerciantes. "...Los mercaderes que bajan de este Nuevo Reino a emplear en esclavos negros para vender a los mineros de minas de oro particularmente a los de Zaragoza, Cáceres, San Gerónimo del Monte y los Remedios que se labran con ellos, los compran en Cartagena en partidas a los precios referidos, algo más o menos, de contado, conforme a los tiempos, de haber más o menos esclavos y más o menos compradores y los venden los dichos mercaderes a los dichos mineros comúnmente puestos en sus casas pagadas al tercio de contado y lo restante a pagar en dos años por mitad. Los de ley 340 y 350 pesos de oro de 20 quilates y los ardás, angoles y congos a 250 pesos del dicho oro..." (22). En las zonas urbanas el ansia de prestigio, la ostentación y el lujo hizo que muchos funcionarios y familias ricas invirtieran grandes sumas de dinero en la adquisición de esclavos africanos que servían como cocineras, niñeras, amas de cría, lavanderas, etc., pero, de otra parte, los negros en la sociedad esclavista se convertían en inversión económica rentable. Muchos propietarios alquilaban a sus esclavos y recibían los jornales, constituyéndose este sistema en fuente importante de recursos para los dueños de esclavos. En Cartagena, por ejemplo, la mayoría de los funcionarios de la Corona que compraban esclavos o los recibían como obsequio de los tratantes en los frecuentes casos de soborno, solían arrendarlos para el trabajo en obras públicas, trabajo de las murallas, en cárceles, hospitales, mercados, o como aseadores, conserjes, tamboreros, bogas, pregoneros, etc. (13). El sistema de alquiler de esclavos adquirió gran importancia, pues, además de los funcionarios, muchos propietarios, y especialmente mujeres de medianos y escasos recursos económicos, compraban negros esclavos con el objeto de arrendarlos para el desempeño de numerosos oficios, o para la venta de comestibles, dulces y frutas. Una dueña reclamaba sus esclavos alegando que siendo "...un artículo de tanto beneficio para mí y para mis hijos... y siendo su trabajo precio estimable no debo perder los jornales. .." (24). No faltaron los casos en que los pro-

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Dietarios obtenían ingresos provenientes de la prostitución de sus esclavos (25) De otra parte, la población africana y especialmente los esclavos domésticos se utilizaban para respaldar operaciones de préstamo, hipotecas, permutas, trueques y pagos por servicios, y en muchas ocasiones eran objeto de especulación, gracias a las habilidades del esclavo y a las fluctuaciones de precios provocadas por los comerciantes, en tal forma que los negros eran tratados efectivamente como mercancías con valor de uso y valor de cambio. Ahora bien, en el campo de los oficios artesanales la población negra, tanto esclava como liberta, desempeñó un papel importante. Gracias al grado de civilización más evolucionada de que eran portadores algunos grupos de africanos, muchos se desempeñaron con habilidad en trabajos mecánicos, de trapichería, en sastrería y manufactura de artículos de vestir, en carpintería y trabajos de la madera, herrería y trabajos en metales, albañilería y labores en fortificaciones y obras de defensa. Muchos adquirieron destreza como asistentes de artesanos y algunos oficios fueron confinados casi exclusivamente a los negros, lo que les permitía disfrutar de relativa independencia frente al común de los esclavos, si bien es cierto que tanto los propietarios como las autoridades fueron extremadamente celosos para prevenir actividades autónomas de la población negra. De acuerdo con algunos registros de venta y transacciones realizados en Cartagena, puede afirmarse que, con excepción de los indígenas, los restantes grupos socio-raciales, incluyendo muchos negros libertos, adquirieron esclavos, bien para la explotación directa o para especular en operaciones económicas. Así, por ejemplo, en la relación de deudores del asiento de Domingo Grillo figuran varios pardos y morenos libres como compradores de negros (26) y en el censo de minas y esclavos del Chocó de 1759 aparece como propietario de veinte esclavos el negro libre Miguel Solimán (27). Los mayores compradores eran los comerciantes de negros, quienes se encargaban de la introducción de la mercancía a los sitios de trabajo, pero también se destacaron los funcionanos, las comunidades religiosas y los artesanos. Durante el asiento de la Compañía de Cacheu, de los 425 compradores 31 adquirieron 10 o más esclavos y solamente uno compró más de 100. Esto hace evidente cierta amplitud de la

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trata, si bien esos 31 compradores adquirieron el 55.5% de los esclavos vendidos en el puerto. El 63% de los tratantes eran hombres, el 34% mujeres y los restantes representaban entidades como conventos, cabildos, etc. Por lo general, los esclavos se adquirían por unidades, pero era frecuente la negociación por "toneladas de negros", "piezas de indias", "cabezas" y "lotes". Así, por ejemplo, a Salvador Mora le vendieron o le reservaron los siguientes esclavos: 20 muleques y mulecas de "tres por dos", 5 muleques de "tres por dos", 3 muleques de "dos por uno", 42 negros y negras "piezas de india" y 35 negros "piezas" (28). El gran comercio de esclavos en Cartagena y otros puertos neogranadinos como Santa Marta y Riohacha pone de manifiesto la decisiva participación del elemento africano en la economía y la sociedd colonial, pues, como se ha dicho, fue involucrado en casi todas las actividades y en algunas constituyó la base de la producción. La trata de negros. Abastecimiento y comercio de esclavos

L

os proveedores de la mano de obra esclava en las costas africanas utilizaron diversos métodos para la consecución de la mercancía. En efecto, comoquiera que la esclavitud era una institución corriente, especialmente en la costa occidental del África, buena parte del comercio negrero tuvo como fuente la población africana ya esclavizada. Sin embargo, el mayor volumen de esclavos se obtuvo mediante la caza directa y utilizando la violencia, el fraude, promoviendo las guerras intertribales y fomentado la avaricia en príncipes y gobernadores africanos, a quienes se les convirtió en intermediarios del comercio, básicamente por los tratantes portugueses, holandeses, franceses e ingleses. Tratándose de una mercancía tan especial, la Corona española, desde el comienzo mismo de la trata, dispuso una serie de medidas no sólo para controlar estrictamente el comercio y asegurar los impuestos y gabelas, sino para impedir el paso de algunas tribus consideradas levantiscas y peligrosas para el proceso de aculturación del indígena, así como la concentración excesiva del elemento negro que pudiese en peligro la seguridad de los puertos y de las propias colonias, estableciéndose una legislación que regulaba la calidad y cantidad del tráfico de esclavos.

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Además del estrito control que llevaría la intenso intercambio y de servicios de una exCasa de Contratación de Sevilla en relación con tensa región. Sin embargo, la actividad más lulos permisos, licencias y asientos, así como crativa y el comercio más apetecido fue el que otros organismos de la administración, en cada se adelantó con la fuerza de trabajo esclava, caso se establecieron los llamados puertos de convirtiéndose éste en la mayor fuente de riquepermisión o desembarco, internación y reparto za. de las cargazones africanas. La Nueva Granada Aun sin haberse establecido la magnitud contó con el puerto de mayor movimiento y del movimiento negrero ni la intensidad del coactividad, pues a Cartagena de Indias eran con- mercio durante el siglo XVI y primera mitad del ducidas no sólo los esclavos destinados al gran XVII, es de presumir que fue a partir y alrededor virreinato peruano, sino los que posteriormente de las transacciones con la mercancía fuerza de serían reexportados a las islas del Caribe y las trabajo esclava como se formaron los grandes Antillas. capitales de intermediarios y comerciantes, y, Cartagena reunía ciertas condiciones eco- por su parte, el tesoro real, como sostenían los nómicas y sociales que la habilitaban como propios funcionarios reales, "recibía mayor bepuerto ideal para el comercio negrero. Contaba neficio con un navio de negros que con galeones con buen número de médicos y protomédicos y flotas". A pesar de las continuas quejas de las para el minucioso examen a que eran sometidas autoridades del puerto sobre el decaimiento del las "piezas de esclavo", la seguridad para mer- comercio esclavista, Cartagena fue, desde 1595 cancía tan valiosa y codiciada era casi total; la hasta 1615, el único puerto de América española actividad de comerciantes, intermediarios y tra- autorizado para recibir las cargazones de los tantes, así como la circulación de metales, era asentistas y tratantes de esclavos; con posteriointensa; el sistema de comunicaciones era rela- ridad se agregó Veracruz y excepcionalmente tivamente rápido, lo que facilitaba un comercio se dieron permisos para otros sitios. Sin embary tráfico continuos, etc.; pero, además, a los go, en casi todos los contratos se estipuló que tratantes les resultaba particularmente atractivo Cartagena sería el puerto de primera entrada. arribar a Cartagena y comerciar precisamente Mediante una red organizada de grandes allí, pues siendo el Nuevo Reino el mayor pro- comerciantes españoles y criollos, la mercancía ductor de oro y dicha ciudad el puerto de salida humana se distribuía por mar, ríos y caminos de los metales, el precio de los esclavos tendía a los distintos centros de mercado y sitios de a ser superior y, de otra parte, las posibilidades trabajo de América como México, Perú, Santo para el contrabando de los minerales resultaban Domingo, Puerto Rico, Cuba, Caracas, etc., excepcionales. así como a los distritos mineros y a las regiones Cabe advertir que la política de la Corona agrícolas de la Nueva Granada. en relación con los puertos de permisión obedeDebido a la constante demanda y a la concía, además, al interés oficial por continuar en siguiente especulación, los comerciantes de esestos grandes depósitos el proceso de acultura- clavos, tanto los que abastecían el mercado en ción del elemento negro, el cual supuestamente las costas africanas como quienes traficaban en comenzaba en las costas africanas. De otra par- los puertos americanos, obtuvieron beneficios te, el esclavo negro necesariamente entraba en extraordinariamente altos. En efecto, los costos relación con otras castas y grupos socio-radica- de la mercancía en las costas africanas variaban les, sobre todo con el indígena, lo que a juicio según los métodos de obtención, pero como norde los funcionarios españoles constituía un malmente se utilizaba el trueque, los precios de riesgo para la labor de cristianización de los intercambio no afectaban sensiblemente a los aborígenes, si no se adoptaban medidas preven- tratantes europeos. Estos utilizaban para sus tivas en el momento mismo de la llegada de los operaciones como artículos de trueque vino, aresclavos a territorio americano. mas, tejidos, hierro, caballos y ganado. El preCartagena, en razón de la conquista y de- cio promedio en bienes de intercambio y producfensa militar de los territorios ocupados se con- tos europeos, de valor intrínseco relativamente virtió, casi desde su fundación, en punta de pequeño, oscilaba entre los cuatro y los sesenta lanza de colonización en la etapa continental y pesos españoles en mercancía cada uno (29). fue ademas puerto de gran movimiento, centro En el gran mercado de Cartagena el precio administrativo de primera importancia, lugar de de los esclavos variaba entre 200 y 400 pesos

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y en los centros de consumo dichos valores se duplicaban (30). En tales condiciones, las ganancias que generaba la trata eran considerables. Teniendo en cuenta datos de George Scelle (31) y en algunos que hemos podido establecer para Cartagena, durante el asiento de Antonio Rodríguez Deivas (1618-1624), por ejemplo, la rentabilidad fue de aproximadamente el 700%. En efecto, el movimiento fue el siguiente: Esclavos introducidos Valor de compra Derechos causados Gastos generales Inversión total Pérdidas calculadas Producido de ventas Gastos totales Ganancia líquida Rentabilidad (Aprox.)

20.574 118.294 1.380.000 887.220 1.005.514 197.200 7.393.500 2.582.714 4.810.786 700%

Estas cifras, que ponen en evidencia una tasa de beneficio extraordinariamente alta en el comercio normal de los esclavos, deberían tenerse en cuenta en el análisis acerca de la naturaleza de la economía y sociedad coloniales. En realidad, aunque aún no se dispone de información suficiente para calcular el movimiento de mercancías, artículos de lujo, objetos de valor, bastimentos y productos de consumo en general, parece seguro que por lo menos en el siglo XVII y primera mitad del XVIII, los capitales se invertían más en fuerza de trabajo que en utensilios, aparejos, maquinaria y herramientas. En otros términos: este movimiento de recursos y esta inversión en fuerza de trabajo más que en capital, reflejan un mayor interés por los hombres que por las riquezas, lo que ha sido señalado por Marx como característico del feudalismo (32), pese a considerarse como inversión de capital variable la realizaba en fuerza de trabajo esclava, inversión considerada por el propio Marx como de capital fijo, pero dentro de un régimen esclavista (33). De acuerdo con lo dispuesto en las licencias, contratos y asientos, la mercancía humana debía trasladarse de las costas africanas a los puertos de permisión, y sólo con la debida autorización se podrían habilitar puertos de refresco o sitios de escala como San Tomé, Jamaica, Barbados, etc. Legalizada la mercancía mediante el pago de impuestos, examen médico e imposición de la coronilla real o marca -opera-

ciones conocidas como de Palmeo y Carimbase procedía a la subasta pública por lotes o por "piezas de indias" (34) y posteriormente a su distribución e internación a los distintos sitios de trabajo. En el caso de la Nueva Granada, los esclavos eran conducidos en pequeños grupos por los ríos Magdalena y Cauca hacia Santa Fe, Antioquia, Cali, Popayán, Chocó y demás centros y zonas de actividad y explotación económicas. Los precios de los esclavos en los puertos de arribada, por lo general no sufrieron bruscas fluctuaciones durante el desarrollo de un asiento, pero sí se dieron marcadas diferencias entre los de uno y otro contrato. Así, por ejemplo, en el gran mercado de Cartagena, el precio promedio de los esclavos adultos vendidos por la Compañía de Portugal fue de 270 pesos (35) y durante el asiento de la Compañía de Inglaterra oscilaron entre los 200 y 240 pesos cada uno (36). La relativa estabilidad que se dio a pesar de las continuas interrupciones de los asientos y de la irregularidad en el envío legal de los esclavos fue el resultado del contrabando en gran escala. Ahora bien, las variaciones de precios que se daban en los remates, dependían básicamente de la demanda, pero otros factores como la casta, el sexo, la edad, la forma de pago y el estado físico de las armazones, también incidían. Las enfermedades, las llamadas tachas, "vicios" y defectos de los esclavos eran determinantes en la conformación de las "piezas de indias" y de las "toneladas de negros" y obviamente en los precios (17). Tomando como base una cuadrilla de 247 esclavos en las zonas mineras del Chocó, Sharp estableció una tabla de precios para fines del siglo XVIII según edad y sexo de los esclavos Edad

Varones Precio Promedio

Mujeres Precio Promedio

0-4 5-9 10-14 15-19 20-29 30-34 35-39 40-49 50-59 60-69 70 o más

145 244 356 489 486 500 480 393 234 147 75

146 240 240 500 453 475 467 375 204 158 44

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y de acuerdo con la cual habría una devaluación anual del 2% a partir de los 30-40 años, período de mayor productividad de la mano de obra, cuando se obtiene el mayor precio. En el puerto de Cartagena, la gran mayoría de las ventas se hicieron a plazos, los cuales iban, por lo general, de los tres a los seis meses, con un recargo aproximado del 5% sobre las ventas al contado. En la relación de operaciones de la factoría efectuadas entre 1715 y 1718, de las 355 transacciones registradas solo 72 se hicieron al contado y ni una sola fue superior a los 2.000 pesos, mientras que en dicho lapso hubo ventas a crédito de 10.000 y 20.000 pesos cada una (38). La Corona, por su parte, para prevenir el drenaje de los metales que ocasionaba el contrabando de mercancías y de esclavos, adoptó un sinnúmero de medidas y dispuso un amplia vigilancia, pero no obstante estas y el celo de muchos funcionarios, el fenómeno fue prácticamente incontrolable y persistente. Los puntos de desembarco y los sitios de mayor movimiento ilegal fueron Santa Marta, Riohacha, Mompox, Chirambira, Buenaventura y Barbacoas. Sin embargo, aun en Cartagena el comercio de contrabando era considerable, mediante el soborno y pago de comisiones a funcionarios de todo rango destacados en el puerto. El número, siquiera aproximado, de esclavos introducidos en las colonias americanas es un punto aún demasiado oscuro. Existen numerosos cálculos e hipótesis pero la información de archivo no parece ser suficiente para llegar a conclusiones definitivas. Algunos autores tomando cifras de funcionarios, cronistas y misioneros, consideran que en los momentos de intensa actividad negrera en el puerto de Cartagena, habrían llegado entre 10.000 y 12.000 esclavos al año (39), cifras que parecen a todas luces excesivas. Otros investigadores, teniendo como base el tonelaje medio de los barcos dedicados a la trata consideran que durante el período colonial se habrían introducido unos tres millones de esclavos a la América española, sin tener en cuenta el contrabando (40). Algunos estiman que del continente africano se extrajeron entre 50 y 200 millones de esclavos negros para ser conducidos al continente americano (41), de los cuales la gran mayoría serían jóvenes de 10 años, cálculos que de acuerdo a los datos que se han establecido para las colonias españolas, parecen bastante exagerados. De otra parte hay que tener

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en cuenta que en atención a la productividad y rentabilidad del esclavo, el empresario negrero prefería los varones cuya edad permitiera una rápida y gran explotación. Konetzke (42) presenta algunas cifras acerca de la población negra en Hispanoamérica, según los cuales hacia 1570 habría unos 40.000 esclavos; en 1650 cerca de 857.000 y al final del período colonial 2.347.000. El volumen de la población esclava y la intensidad del comercio negrero estaban en relación directa con la actividad económica de las distintas colonias. Así, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo xvi habría en México 6.464 esclavos; en el Perú unos 4.000; en Panamá 2.809 y al Brasil habrían ingresado entre 1570 y 1600 aproximadamente 50.000 esclavos. A mediados del siglo XVII México tendría una población esclava de 35.089; Perú 30.000, Panamá 4.000 y al Brasil se habrían conducido unos 200.000 esclavos entre 1600 y 1650. A finales del siglo XVIII el volumen de población esclava descendió en algunas regiones como México que tendría menos de 10.000, Panamá con 1676, pero simultáneamente las introducciones aumentaron en otras zonas intensa explotación como Cuba y Venezuela. Respecto de la Nueva Granada, puede considerarse que durante los años de comercio negrero arribaron al puerto de Cartagena entre 500 y 1.500 esclavos al año, si bien es cierto que no todos permanecían en dicha provincia (43). De acuerdo con el movimiento legal de esclavos africanos por el puerto de Cartagena y aceptando la proporción de un tercio respecto a los conducidos a Nueva España, especialmente durante el período de las licencias, el volumen total de esclavos introducidos por el puerto neogranadino desde la iniciación de la trata hasta el momento de decretarse la libertad de comercio en 1789, oscilaría entre los 130.000 y 180.000 esclavos, cifra que en principio puede parecer demasiado pequeña si se tiene en cuenta lo que tradicionalmente se ha afirmado sobre este comercio. Pese a que la información es incompleta -aún no se dispone, por ejemplo, de datos para uno de los períodos de más intensa actividad, el de 1600-1640 y sin tener en cuenta el contrabando, estas cifras reflejan la importancia del movimiento negrero y el papel de la esclavitud en la economía y sociedad coloniales. En relación con el sexo de las armazones, fue constante la proporción de un tercio de mujeres por dos de varones y aproximadamente el

La esclavitud y la sociedad esclavista

mismo porcentaje se presentó en los sitios de trabajo. En 1.698, por ejemplo, de los 1.027 esclavos que arribaron a Cartagena, 394 eran mujeres y en el año siguiente de los 608 negros sólo 186 eran mujeres (44). Durante el primer período del asiento inglés, de los 1. 383 esclavos vendidos en el puerto, 890 eran varones y 493 hembras (45). Una cuadrilla de 94 esclavos mineros de Remedios, en 1632 estaba integrada por 38 mujeres y 56 hombres (46). De otra parte, la proporción de muleques y mulecas frente a los adultos fue de un cuarto aproximadamente. Frederick Bowser cree que entre 1580 y 1600, Cartagena de Indias recibiría hasta 1.500 esclavos al año, mientras que entre 1600 y 1640 habría llegado un mínimo de 2.000 africanos (47). El gobernador de Cartagena en comunicación de 1598 se refiere a los negros "...vienen de Guinea, Angola y Cabo Verde, que de un año con otro serán más de 2.000" (48) y para 1621 se calcula la población negra de la provincia de Cartagena en más de 20.000 esclavos (49). De acuerdo con los datos de Francisco Silvestre para fines del siglo XVIII habría en la Nueva Granada 53.788 esclavos y para comienzos del siglo XIX la población negra y mulata, así esclava como libre, sería de 210.000 (50). Según algunos cálculos recientes, la población de origen africano negra y mulata en la actual República de Colombia alcanza a ser el 30% de la población total (51). Orígenes tribales Uno de los aspectos más importantes en relación con el comercio de esclavos africanos es el relativo a los orígenes de la población negra, no sólo desde el punto de vista de la contribución biológica, sino fundamentalmente para precisar el aporte cultural y social de las diferentes castas, naciones o países a los distintos grupos de esclavos. Lamentablemente, no se han adelantado trabajos sistemáticos en este sentido y las referencias al origen tribal del elemento negro importado a la Nueva Granada son muy generales y vagas, sin que hasta el momento se haya confrontado, por ejemplo, la información de archivo con las conclusiones de los trabajos de campo adelantados (52). En las primeras etapas de la trata y especialmente durante los siglos XVI y XVII, los sitios de donde debían ser extraídos los esclavos afri-

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canos se establecían en las licencias y asientos. Durante dicho lapso los únicos lugares autorizados fueron los llamados Islas de Cabo Verde y Ríos de Guinea, pues los negros de estas zonas eran considerados de mejor calidad y ofrecían mayores posibilidades económicas a los tratantes. Sin embargo, de acuerdo con los trabajos de algunos investigadores (53) y teniendo en cuenta la información de documentos como las licencias, los asientos, los registros de compraventa, documentos notariales, testamentos, etc., puede afirmarse que a la Nueva Granada fueron introducidos esclavos de todas las zonas de extracción africana, básicamente tribus de los Ríos de Guinea, Sierra Leona, Arará, Mina, Carabalí, Congo, y Angola. "...los esclavos negros que se traen en Cartagena y venden en ella son de tres suertes. La primera de más estima los de los ríos de Guinea que llaman de Ley que tiene diferentes nombres... y su común precio es a 200 pesos de plata ensayada de contado. La segunda suerte es la de los ardás o araraes, destos son los menos que se traen y se venden a 160 ducados de a 11 reales, comúnmente de contado. La tercera e ínfima es de los angolas y congos de que hay infinitos en su tierra y se venden comúnmente a 150 ducados de contado... (54). Al parecer, la mayor parte de la población africana llegada a la Nueva Granada era portadora de una cultura económica y tecnológica más evolucionada, en algunos aspectos, en relación con la de los aborígenes, lo que en cierto sentido determinó la función socio-económica de la población negra y, obviamente, dio lugar a una inversión en el status social respecto de la condición legal entre el negro y el indio. Sin embargo, aún no existen trabajos suficientes ni estudios sistemáticos no sólo sobre el origen tribal sino sobre la distribución geográfica de la población africana (55). Etapas de la trata Inicialmente y en desarrollo de una política de excepciones, recompensas, estímulos y garantías, la Corona concedió permisos individuales para pasar a la América entre tres y ocho esclavos negros, supuestamente para el servicio doméstico y no negociables, a casi todos los funcionarios designados por las autoridades de la metrópoli y sin el pago de derechos, lo que constituía, en efecto, una especie de gastos de

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representación. Muy pronto, sin embargo, a par- el esclavo africano se convirtió en elemento funtir de 1513, el derecho de introducción o almo- damental en el proceso de conquista y colonizajarifazgo se fijó en dos ducados por cabeza, ción, y de otra, los recursos provenientes de pero para 1560 ya se pagaban 30 ducados por derechos de introducción y trata de negros jugaron papel importante en la política de expansión cada licencia de esclavo. europea. En desarrollo de esta política, los virreyes por lo general recibían 12 permisos excepcionalAhora bien, establecer el número de licenmente 20, los oidores 4 y los funcionarios de cias concedidas es factible, no así el número de la tesorería 3, así como los inquisidores del esclavos introducidos. Si se acepta el cálculo Santo Oficio y los corregidores. Por su parte, de que la mercancía fuerza de trabajo negra un arzobispo tenía derecho a 6 permisos de es- representaba cerca de un millón de ducados al clavos, los obispos 4 y el clero secular 2. En año (57) y se tienen en cuenta los promedios del muchas ocasiones la Corona eximió igualmente tonelaje de los barcos dedicados a la trata (58), del pago de derechos a las órdenes religiosas, se podría concluir que durante el período de las conventos y cabildos municipales para introdu- licencias se habrían introducido legalmente más cir esclavos con destino al servicio y no con de cien mil esclavos a las colonias españolas y fines de venta (56). básicamente a la Nueva Granada y al Perú. Pero si se considera que entre 1595 y 1610, según Estos permisos, libres de todo cargo y en pequeñas cantidades, se concedieron durante los registros de contratación, se concedieron licasi todo el siglo XVI, sin perjuicio del desarro- cencias para 75.389 esclavos africanos -de los llo de la nueva política financiera de la Corona, cuales 42.749 arribarían al puerto de Cartageque encontró en las licencias para introducir na (59)-, bien podría concluirse que entre 1510 y esclavos en las colonias, una fuente importante 1595 el número de esclavos introducidos pudo de recursos. En efecto, la concesión de permisos ser superior a la cifra atrás mencionada, sin negociables para el traslado de mano de obra considerar el contrabando adelantado al amparo esclava de las costas africanas y de la propia de los permisos legales. Península, además de causar notables ingresos, El sistema de licencias individuales y de fue utilizada como mecanismo muy a propósito permisos negociables hizo crisis frente a la crepara atender los altos intereses que ocasionaban ciente demanda de mano de obra esclava, pues, la confiscación de caudales privados, mediante de una parte, encareció notablemente la mercanel otorgamiento de juros que se traducían en cía, ya que en el proceso de reventa el intermelicencias, pues el principal provecho que perse- diario pretendió un margen de ganancia, cada guían era el comerciar con ellas. De esta mane- vez mayor, y de otra parte, esta modalidad no ra, las concesiones negociables se convirtieron permitía satisfacer las necesidades del mercado. en fuente de recursos y básicamente en instru- De esta manera se abrió paso al sistema de conmento económico y político de gran importan- tratos semimonopolistas, para llegar finalmente cia. a la concesión del gran monopolio. El período de las licencias se extendió prácA finales del siglo XVI la crisis demográfica ticamente desde 1510 hasta 1595, lapso durante indígena se había agudizado con la consecuente el cual la Corona atendió la creciente demanda incidencia en la actividad económica de las code mano de obra esclava con el otorgamiento lonias. Para entonces la política de la Corona de permisos, licencias menores y licencias mo- respecto de la utilización de mano de obra servil nopolistas y se sentaron las bases de lo que sería era mucho más precisa; de un lado, se buscaba la política de la trata de negros en América. implementar la legislación de protección tutelar Este largo período, con un control relativo hacia la población aborigen, y de otro, se conde la Corona sobre el comercio de esclavos, solidaba definitivamente la esclavitud negra coincidió con tres fenómenos importantes: a) como única alternativa ante la escasez de mano etapa continental de la Conquista; b) crisis de- de obra y la intensificación de la explotación mográfica indígena, y c) política imperial de de las minas. España en Europa. Es evidente la incidencia de Los grandes asientos surgieron como conestos factores en el desarrollo y auge del comer- secuencia de la necesidad de atender la demancio de mano de obra negra, pues, de una parte, da; de controlar el comercio y aumentar los in-

La esclavitud y la sociedad esclavista

gresos por concepto de derechos y, finalmente, como resultado de la nueva situación políticoeconómica europea. En este largo período que se extendió desde 1595 hasta 1789, con algunas interrupciones y esporádicas vueltas al sistema de las licencias, se dieron dos etapas bien diferenciadas. La primera comprendió los asientos portugueses, ciertos períodos de transición y algunos asientos menores, celebrados entre 1595 y 1689. La segunda etapa se dio a partir de la intervención directa de los nuevos países expansionistas como Holanda, Francia e Inglaterra, decididos a lograr por vía de pacífica negociación política o como resultado de capitulaciones de paz el monopolio del comercio de esclavos. En efecto, para entonces la trata de negros no sólo era un pingüe negocio con una rentabilidad que llegaba al 800%, sino el medio más directo y eficaz para debilitar el deteriorado dominio de España en América y, en último término, para sustituir un imperio por otro, aunque ya no sobre bases de predominio político, sino fundamentalmente de control económico. De este modo, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra, que poseían factorías en las costas africanas y colonias en América y contaban con grandes compañías negreras bien organizadas, ejercieron a partir de 1595 pleno control sobre el lucrativo comercio de esclavos, que, dada su importancia, se convirtió desde entonces en pieza clave en el tablero del expansionismo, la política europea y el predominio económico dentro del marco del desarrollo capitalista mercantil. El masivo traslado de la fuerza de trabajo africana a las colonias americanas contribuyó al crecimiento y predominio de países y compañías capitalistas. Si los primeros metales llegados a Europa estaban manchados de sudor y sangre indígena (60), el desarrollo del capitalismo supuso la sangría del Continente africano y el comercio con los esclavos incrementó la explotación durante casi cuatro siglos. De los grandes asientos cabe destacar los celebrados con las compañías de Cacheu de Portugal, Guinea de Francia y Mar del Sur de Inglaterra, no sólo por el carácter de tratados internacionales que tuvieron, sino por la naturaleza de las compañías, la concentración de grandes capitales y, finalmente, por el papel desempeñado

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de la estructura económica del imperio español en América (61). En efecto, los asientos tuvieron la categoría de verdaderos tratados internacionales y jugaron un papel político importante. La Paz de Utrecht, por ejemplo, sólo se firmó después de la ratificación del asiento de negros, y desde el ángulo económico tanto Portugal como Francia y particularmente Inglaterra concibieron los asientos de negros como "tapadera", capa o pabellón oficial para cubrir el comercio clandestino de mercancías dentro de la ya tenaz lucha por la consecución de extensos mercados. Estas etapas reflejan el proceso de concentración del comercio de esclavos en grupos y compañías monopolistas, pues de las licencias individuales se pasó a los contratos semi-monopolistas de los primeros asientos -en los cuales el monarca español se reservaba aún el derecho de conceder algunas licencias especiales a particulares y cabildos- y de éstos a los grandes asientos internacionales que tuvieron el monopolio absoluto de la trata. Como consecuencia de las medidas económicas de los Borbones respecto a las colonias americanas y en atención a circunstancias políticas europeas, el bloqueo de los traficantes y la desesperada demanda de los colonos, se optó por la libertad de comercio de la mano de obra esclava en 1789. La libertad del tráfico negrero no sólo supuso la ruptura con un sistema de monopolio y el sacrificio de los derechos que pesaban sobre la trata, sino que simultáneamente pretendió acelerar el desarrollo de la gran hacienda tabacalera y cacaotera, así como el de los grandes ingenios azucareros sobre la base de la introducción masiva de esclavos. La trata en este período tuvo ciertas oscilaciones y los comerciantes españoles intentaron controlarla directamente desde las propias costas africanas; pero, de un lado, la opinión adversa que paradójicamente estaba surgiendo, precisamente en Inglaterra, y en segundo lugar los movimientos americanos de independencia política, así como otros factores, la debilitaron y en algunos casos la extinguieron. El desarrollo de la trata de negros siguió, en términos generales, las etapas de evolución del comercio colonial, pues fue realmente la rama más lucrativa de esta actividad.

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Síntesis de la trata y número aproximado de esclavos autorizados para las colonias españolas 1)

2)

Licencias 1510-1595 1. Permisos y licencias no negociables 2. Licencias vendibles 3. Licencias semimonopolistas Número aproximado de esclavos introducidos: Asientos 1595-1789 1. Asientos de monopolio portugueses 1595-1640: Administración directa 1651 -1662 2. Período de transición (licencias y asientos con particulares y compañías) 1662-1684 Número aproximado de licencias: 4. Período holandés 1685-1687 Número aproximado: 5. Administración directa 1687-1689 Número aproximado:

100.000 158.963 Sin datos

3.

6.

Período de transición 1689-1696

Período portugués 1696-1701 Número autorizado 8. Período francés 1702-1713 Número autorizado 9. Período inglés 1713-1750 Número autorizado 10. Asientos y licencias sueltas 1743-1789 Número aproximado:

24.800 9.000 2.400 Sin datos.

7.

3)

Libre comercio 1789 - Independencia

Gran total aproximado

La sociedad colonial y la esclavitud. Amos y esclavos

E

n la sociedad colonial neogranadina, como en el resto de América, se reprodujeron muchos elementos de la sociedad esclavista del antiguo mundo europeo, pero igualmente surgieron formas y relaciones distintas y aun se dieron ciertas singularidades en las diferentes colonias americanas. Las relaciones que se dan entre esclavos y señores surgen de la naturaleza misma de la institución, y la condición servil hacía al esclavo y al señor, recíprocamente, al mismo tiempo enemigos (62), pero igualmente se daban relaciones de franco paternalismo y mutuo efecto. La aparente contradicción responde a la naturaleza del sistema. En el caso de la Nueva

30.000 48.800 144.000 35.677 Sin datos 553.646

Granada, el aprecio que sentía el elemento español por el trabajo del esclavo en razón de su productividad y por el elemento negro en general (63) -en parte determinado por la cultura más evolucionada, de que eran portadores algunos grupos africanos- fue de tal índole, que se dio una verdadera inversión en el status social respecto de la condición legal entre el negro y el indio, siendo éste desplazado por aquél, aun tratándose de la explotación' de una mano de obra en lo legal completamente desprotegida (64). Sobre este particular son abundantes y elocuentes los testimonios. El obispo de Cartagena, por ejemplo, a mediados del siglo XVII, en carta a la Corona sostenía: "estos pobres indios padecen la más dura servidumbre que han conocido las gentes por los malos tratamientos de sus encomenderos, los cuales miran por sus esclavos que

: La esclavitud y la sociedad esclavista

le costaron su dinero dándoles lo necesario y curándoles sus enfermedades. Pero a estos pobres indios los tratan peor que a bestias... oprimiendo a estos miserables chupándoles la sangre y aun desollándolos y quitándoles las vidas..." (65). Se trataba, en efecto, de dos clases de trabajadores: los indígenas eran una especie de "regalo de la Naturaleza" que no implicaba erogación alguna; los esclavos negros suponían una inversión y, obviamente, requerían cierta atención y cuidados mínimos para lograr un mayor beneficio. Acá puede residir el origen de la "opinión" de que un negro rendía más que tres indios juntos. Pero si los costos de la mano de obra esclava y el capital invertido en su adquisición obligaban al usufructuario a contener la represión a morigerar la violencia en las relaciones con el esclavo, el objetivo de lograr una mayor productividad necesariamente aceleraba el consumo de la mercancía humana (66). Los empresarios mineros, así como los grandes hacendados, sentían ya "los tormentos civilizados del trabajo excedente", y siendo los esclavos considerados como una inversión productiva, se explica el ansia de obtener el máximo de rendimiento en el menor tiempo posible, si bien a la larga el proceso la convertiría, como lo observa Pierre Vilar, en una verdadera "desinversión". "...Cada indio gana de jornal cada día que trabaja un tomín y de los 365 días que tiene el año huelga 80 por los domingos y fiestas y otro que descansa y trabaja 285 días que son otros tantos tomines de plata corriente que hacen 35 pesos 5 tomines, de éstos se sustenta y viste todo el año de la mita y paga la demora y requintos y dado que un negro trabaja otros tantos días al año y que hubiese de haber de jornal otro tanto se considera que el dueño le sustenta todos los 365 del año y que le cuesta medio tomín al día hacen 182 tomines y 1/2 y ahorra 102 tomines y 1/2 al año que hacen 12 pesos, 6 tomines y 6 granos de la dicha plata... claro es por ser los negros para mucho más trabajo que los indios ha de ser mayor la saca de la plata...y así se presupone quedarán dos tantas más de provecho de lo que se ahorra en los dichos jornales..." (67). Obviamente, es imposible medir la productividad del esclavo en el trabajo minero y tanto más en términos comparativos respecto del aborigen. Factores como la naturaleza de las minas, la riqueza de los yacimientos, las técnicas utili-

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zadas, las condiciones de trabajo, etc., incidían en el rendimiento del esfuerzo humano. De acuerdo con algunos datos, en los comienzos de la Colonia, por ejemplo, los negros esclavos recogían en Castilla de Oro un peso diario, aproximadamente 4.18 gramos de oro. En México, a mediados del siglo XVI, un esclavo utilizaba un mes para recoger un peso (68). En la Nueva Granada, a comienzos del siglo XVII y sobre la base de trescientos días laborables al año, un negro esclavo extraía de las minas de Zaragoza, en promedio, un poco menos de un peso de oro diario (69). En tales condiciones, y sin tener en cuenta los gastos de sostenimiento del esclavo -los cuales se podrían calcular en un real diariopero tampoco el trabajo suplementario que desarrollaba, el empresario minero recuperaba en un año la inversión que representaba el precio del esclavo. Si bien es cierto que en su condición de esclavo el elemento negro estaba completamente desprotegido y sin que se le reconociera ninguna capacidad jurídica, no es menos evidente que el empresario, movido por razones económicas, tuvo un comportamiento y actitud, en términos generales, bastante humanitario, trato dispensado básicamente a la población en condiciones de producir y el cual se traducía en alimentación adecuada y cuidado en las enfermedades. A diferencia de lo que sucedía con el indio mitayo, el esclavo africano era alimentado por el amo y la dieta y raciones eran aceptables y muy superiores a las que podía procurarse aquél. La base de la alimentación del esclavo era el maíz, e igualmente se le suministraba carne, pescado, yuca y plátano, y en algunas ocasiones se le facilitaba tabaco y aguardiente (70). De otra parte, tanto en obedecimiento de las disposiciones de la Corona como en guarda de sus propios intereses, muchos mineros adoptaban medidas de seguridad y prevención y dispensaron atención médica aceptable a los enfermos. Es claro, sin embargo, que ni sobre este ni muchos otros aspectos de la esclavitud pueden hacerse generalizaciones válidas, pero es forzoso aceptar que un propietario difícilmente podría exponer un capital por insensibilidad o egoísmo. Un factor importante que influyó en las relaciones entre esclavos y señores fue la destreza de algunos africanos en el desempeño de ciertos oficios y trabajos, así como la habilidad para algunas manifestaciones culturales como

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la música, el canto y la danza. Esta circunstancia permitió que, a lo menos, un sector de la población esclava no solo recibiera un tratamiento especial, sino que fuera objeto de la confianza y aprecio del empresario blanco. En las haciendas se les empleaba como mayordomos y administradores, en las minas como jefes de cuadrillas y en las casas señoriales como camareras, doncellas, amas de cría, etc. Si bien es cierto que en esta sociedad colonial el esclavo desplazó al indígena, que muchos lograron la confianza y el aprecio de los amos y que en general recibieron un tratamiento humanitario sin ocupar el nivel más bajo de la sociedad, no se alteró la naturaleza del sistema ni desaparecieron las formas más extremas de abuso y explotación. La legislación

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tismos y velorios; se prohibió frecuentar ciertos sitios y se proscribió el consumo de bebidas, el baile público y el juego, se redujeron las actividades de ventas ambulantes y, obviamente, se prohibió el vagar, aun en busca de trabajo (73). Sin embargo, la legislación más drástica se reservó a la huida y el cimarronismo. En efecto, uno de los primeros problemas que debieron enfrentar los dueños de negros y las autoridades coloniales, fue la rebelión y escape de los esclavos, fenómeno que se presentó desde antes de la primera mitad del siglo XVI. Para detener esta actitud se dieron normas severísimas y se estableció una escala de castigos físicos que iba desde los azotes hasta la pena de muerte, pasando por el cepo y la mutilación de miembros. Y aunque la legislación diferenciaba las penas de acuerdo con la gravedad de los delitos y se establecía el proceso que se debía seguir, en la mayoría de los casos los amos -fuertes defensores del derecho de juzgar y castigar por sí mismos a sus esclavos- cometían grandes abusos y excesos. La situación de desamparo jurídico del esclavo y el carácter punitivo de la legislación sólo varió en la segunda mitad del siglo XVIII con la expedición de la Instrucción o especie de Código Negrero de tono humanitario y proteccionista. A semejanza de lo que se había dispuesto para la población aborigen en el siglo XVI, se estableció un protector de esclavos y las exigencias de doctrina, buen trato, alimentación y vivienda decentes fueron continuas y aun se previeron penas y multas para los amos, y los cabildos y audiencias abundaron en legislación para contener las atrocidades de los amos. Es evidente que la política de la Corona y la nueva legislación no variaron esencialmente la situación del esclavo, pero sí se atenuaron algunos excesos -no sólo gracias a la reciente actitud hacia la población esclava, sino ante la situación social tensa-, las dificultades crecientes para la consecución de la mano de obra debido al bloqueo inglés a la trata y a los asientos de negros, así como en virtud a la opinión adversa, a la esclavitud y al comercio de fuerza de trabajo.

Contrasta la abundante legislación protectora indígena que se inició desde los comienzos del siglo XVI y se condensó en las nuevas leyes de 1542, con las muy limitadas relativas al negro, las cuales casi siempre fueron de carácter penal o por lo menos restrictivas y precautelativas. Los cabildos y las autoridades coloniales expidieron, por su parte, un buen número de disposiciones y ordenanzas igualmente de carácter punitivo, como resultado del temor que siempre se tuvo frente a la población esclava (71). Uno de los aspectos que más preocupó a las autoridades coloniales fue el de las relaciones entre negros e indígenas. Por lo general, éstas fueron muy tensas y de mutua hostilidad (72), en razón a la participación del elemento negro en algunas empresas de conquista, y la tendencia del esclavo africano a utilizar y abusar del indígena y sus bienes. Pero más que impedir estos excesos, la Corona veló porque el proceso de cristianización de la población aborigen no sufriera ninguna interferencia por parte del elemento negro, de por sí considerado como naturalmente malo. Similar preocupación produjo en la población blanca y, desde luego, en las autoridades, el número y las actividades de los esclavos, principalmente de los concentrados en las zonas urbanas. Así, desde muy pronto se prohibió el La cristianización porte indiscriminado de armas y la utilización de cierta indumentaria, se estableció una especie La Iglesia, y en particular algunos miemde toque de queda para los negros, se limitó la bros del clero y órdenes religiosas como los libertad de reunión y la asistencia a bodas, bau- jesuítas, aun aceptando la institución de la escla-

La esclavitud y la sociedad esclavista

vitud, procuraron por muchos medios un tratamiento humanitario de parte de los amos, aunque la preocupación fundamental fue la cristianización y la salvación del alma del esclavo. Es verdad que el interés y el celo por la evangelización del esclavo no fue muy grande, pero en esto ni los tratantes ni los amos deseaban tener problemas de conciencia ni dificultades con la Iglesia y, en general, no obstaculizaron la acción del clero y especialmente de los misioneros empeñados en administrar a los negros el "pasto espiritual". En la primera mitad del siglo XVII, por ejemplo, fue notable la labor de los jesuítas que se dedicaron a atender las armazones en Cartagena de Indias: Alonso de Sandoval y Pedro Claver. El primero elaboró -sobre la base de sus experiencias en Lima- Una especie de código misional para la cristianización de los esclavos, tratado que siguió su discípulo, el padre Claver. La metodología y el proceso de catequesis propuesto por el padre Sandoval, inspirado claramente en el principio aristotélico de que "...el amo y el esclavo que por naturaleza merecen serlo tienen intereses comunes y amistad recíproca" (74), conducía al elemento negro a la aceptación resignada de su "condición natural". En efecto, se trataba -como lo pone de relieve Sylvia Vilar al analizar el proyecto de Asiento presentado por fray Juan de Castro- de predestinados no sólo para el cielo sino para el trabajo de los campos, de las minas y de los ingenios de América (75). Alonso de Sandoval recomendaba a los doctrineros métodos y modalidades de catequesis basadas en las consideraciones religiosas pero determinadas por circunstancias económicas: "...Dirales que su amo les quiere mucho y (que si) hace lo que dice, que le pedirá y rogará les trate bien, les regale y cure y después de buen amo que vivan contentos en su cautiverio... Ensáncheseles el corazón diciéndoles tendrán por estas partes muchos parientes con quien tratar y que si sirven bien, tendrán buen cautiverio, estarán contentos y bien vestidos..." (76). Los ofrecimientos radicalmente utópicos — la felicidad dentro del cautiverio y la alegría en el trabajo forzado- llevaban indefectiblemente el afianzamiento del sistema colonial, y las enseñanzas y prácticas religiosas, por lo general, fueron utilizadas como ideología de domina-

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ción, para la explotación y control de la población. Ahora bien, el trabajo de los misioneros en África era en extremo superficial y formalista, pues se limitaban a suministrar al esclavo un nombre y echarles el agua bautismal -métodos de los cuales se lamentaba el padre Sandoval- sin iniciar un verdadero proceso de catcquesis; pero esta modalidad convenía a los comerciantes y dueños, pues, al parecer,era muy común la opinión de que un negro, debidamente cristianizado, perdía precio frente a un esclavo bozal. Por su parte, los mineros y empresarios agrícolas, aduciendo numerosas disculpas, eludían la obligación de promover la cristianización del esclavo sin tener en cuenta las sanciones económicas que esto podría acarrear y que iban desde una multa equivalente a la mitad del precio del esclavo hasta la confiscación de los mismos. La actitud de los propietarios hacia el proceso de aculturación variaba sólo cuando el amo estaba seguro de que mediante la doctrina y las prácticas religiosas se podría controlar la conducta del elemento negro, y en esta forma evitar las indemnizaciones y costas judiciales que le ocasionaba el comportamiento licencioso del esclavo. Mezcla de razas La mezcla y relación sexual del elemento africano con el indígena y el blanco fue intensa, pese a la estratificación de los grupos sociales de la sociedad esclavista y a la legislación de la Corona para evitar la convivencia de los negros con los indios y españoles. Factores de diversa índole contribuyeron al cruzamiento de razas, fenómeno bien característico de la sociedad colonial hispanoamericana. Dada la condición del esclavo, el amo abusaba impunemente de las mujeres de su propiedad. Estas, por su parte, despertaban cierto atractivo en la población blanca y, en general, preferían mantener relaciones sexuales con los amos, con la esperanza de que los hijos alcanzaran la libertad o por lo menos pudiesen retenerlos. De otro lado, el elemento negro se vio limitado en su satisfacción sexual no sólo por los abusos del dueño y por la desproporción que se daba entre la población esclava-aproximadamente un tercio de esclavos eran mujeres-, sino también por las dificultades e impedimentos para contraer matrimonio con la esclava. Son

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abundantes los testimonios de archivo, juicios, pleitos y procesos por abuso sexual, promiscuidad, estupro, prostitución y amancebamiento dentro de la sociedad esclavista, comoquiera que estos problemas y excesos se dieron con mucha frecuencia. A pesar de la política de separación racial promovida por la Corona y determinada básicamente por factores económicos y políticos, así como por consideraciones religiosas y morales y de la consiguiente legislación segregacionista (77), las uniones entre miembros de distintos grupos raciales, especialmente las ilegítimas, fueron frecuentes en particular en los siglos XVII y XVIII. Aun en ciudades como Tunja, con abundante población indígena, se aprecia este fenómeno con toda evidencia. En efecto, en los libros parroquiales de Santa Bárbara, por ejemplo, de los 985 individuos de todas las castas de que fueron bautizados entre 1659 y 1700, figuran 440 como hijos ilegítimos y 545 como legítimos. De los 56 pardos y mulatos sólo 12 son legítimos y 44 son registrados como ilegítimos. Por su parte, de los 301 indios, 126 son ilegítimos y 175 aparecen como hijos ilegítimos. De otro lado, entre 1624 y 1659 el número de mestizos bautizados apenas dobla el de los negros esclavos, pues aparecen recibiendo óleo y crisma 205 mestizos y 101 esclavos (78). El proceso de mestizaje fue más fuerte en las regiones económicamente más activas como las mineras y las de intensa explotación agropecuaria, y en zonas como las costas del Atlántico y Pacífico, Cauca, Valle y Antioquia, adonde concurrieron compulsivamente negros e indígenas, la población mulata y zamba fue considerable. Sublevación y cimarronismo Uno de los problemas más difíciles y persistentes que debió afrontar la sociedad esclavista prácticamente desde la primera mitad del siglo XVI, fue la huida de los esclavos. En 1530, por ejemplo, los negros fugitivos incendiaron a Santa Marta; hacia 1533, un buen número de esclavos traídos por el fundador de Cartagena huyó a las zonas montañosas de la provincia; en 1556 se produjo una importante rebelión de esclavos en Popayán (79); en 1598 se presentó una sublevación de esclavos en las minas de Zaragoza, matando a dueños y fortificándose en palenques (80); a finales del siglo, el gobernador de Car-

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tagena proponía fórmulas para financiar la persecución y búsqueda, a través de cuadrilleros y la Santa Hermandad, de los "Negros cimarrones que con la ocasión de los muchos montes y aspereza de montañas crecen cada día" (81) y para entonces ya se habían organizado los célebres palenques de la Matuna y San Basilio. Durante el siglo XVII, y especialmente a lo largo del siglo XVIII, fueron numerosas las rebeliones y huidas de esclavos y surgieron muchos palenques y comunidades de negros fugitivos. Frente a este fenómeno que tanta inquietud despertó en la Corona, fue muy distinta la actitud de las autoridades y la de los propietarios. En primer término los cabildos, audiencias y gobernadores establecieron penas severas para impedir y combatir la fuga y el cimarronaje y, más adelante, la Corona adoptó muchas de las disposiciones provinciales. Por su parte, los dueños de esclavos solían exigir la aplicación de los castigos más severos, pero difícilmente financiaban las empresas de debelación y exter-

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minio de los palenques, no sólo por los costos que significaban por los permanentes fracasos, sino porque el precio de un esclavo cimarrón tenía una depreciación considerable. El cabildo de Cartagena, hacia 1570, dispuso penas severísimas: "...Si al negro o negra que anduviere huido o asuente de sus amos, no se volviere y redujere al servicio de sus amos dentro de un mes después que se ausente, caiga o incurra de que al negro le sea cortado el miembro genital e supinos, lo cual cortado lo pongan en la picota de la ciudad, para que ello tomen ejemplo los negros y negras, la cual justicia se haga públicamente en el rollo, donde todos los vean, lo cual se ejecute por todo rigor..." (82). y en la Recopilación (Lib. VII, tít. v) se establecieron castigos para los negros cimarrones, a quienes, sin necesidad de instruirles proceso alguno, se les podría castigar con 50 azotes si se ocultaban cuatro días; con 100 azotes si el negro huido se juntaba con otros fugitivos y, finalmente, si permanecía por más de seis meses en cimarronaje, se le aplicaría la pena de muerte, siendo ahorcado "hasta que mueran naturalmente". De otra parte, las autoridades solían organizar expediciones para la captura de los negros fugitivos, utilizando especialmente grupos de indígenas como guerreros y guías; y mediante el soborno, dádivas, primas y recompensas a la población de color, se lograba la delación, captura y aun muerte de los cimarrones. Sin embargo, pese a la severidad de las penas y a la persecución sistemática, surgieron numerosos palenques en casi toda la zona esclavista de la Nueva Granada. La Matuna, Tabacal, San Basilio, San Antero, San Miguel, el Arenal, etc., en la costa del Atlántico; Mompós, Uré, Carate, Cintura, Norosí, en las riberas del bajo Cauca y San Jorge; Envigado, Cáceres, Remedios, Guarne, Rionegro, Guayabal, Anolaima, Tocaima, Cartago, Otún, San Juan, etc., en el Magdalena Medio, Antioquia, región oriental y los Llanos; Palia, Guapí, Cali, Puerto Tejada, El Cerrito, Yurumangui en el Chocó, litoral Pacífico y Valle del Cauca (83). Algunos de estos palenques se dieron una organización político-militar muy definida alrededor del cabildo, pero igualmente se adoptaron algunas instituciones del gobierno colonial, mientras que en el aspecto económico predominaron formas africanas, como el uso y explotación comunal de la tierra sobre la base de la

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ayuda mutua, y en igual forma desarrollaron su propia cultura y tuvieron variadas manifestaciones de la misma. El más famoso de los palenques tanto por su organización como por la beligerancia ante las autoridades y dueños de esclavos fue el de San Basilio, el cual se formó desde finales del siglo XVI al sur de Cartagena. Las autoridades intentaron muchas veces la rendición y destrucción de esta comunidad, pero los palenqueros resistieron los ataques y en no pocas ocasiones pusieron en serio peligro la seguridad del puerto. Las relaciones con este palenque y algunos otros fueron, sin embargo, desde la franca hostilidad y la guerra abierta hasta la solidaridad y entendimiento (84). Así, por ejemplo, en algunas ocasiones a lo largo del siglo XVII, como en 1619, fueron declarados libres algunos grupos de negros cimarrones y se les facilitó tierras para laborar, mientras que en otras, especialmente a fines del siglo, se ordenó el exterminio total de los palanqueros (85).

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Estas comunidades, relativamente libres, dentro de la sociedad esclavista, se convirtieron en una amenaza permanente para las autoridades coloniales y despertaron una gran inquietud entre la población blanca. De una parte, las autoridades y funcionarios vivían bajo el constante temor de una sublevación general del elemento negro, encabezado por los cimarrones, o la alianza con grupos de extranjeros y piratas; de otra parte, los particulares y dueños corrían el peligro de perder el capital invertido en los esclavos o ser víctimas de asaltos en caminos y haciendas, revueltas en las minas, sufrir robos de bienes de consumo y raptos, especialmente del elemento femenino de color. Al parecer, los amplios movimientos de esclavos, particularmente los del siglo XVIII, tenían como objetivo provocar una insurrección general de la población de color con la posible participación de algunos grupos indígenas (86) en contra de la esclavitud y de las autoridades coloniales. Hacia 1721, don Juan de Herrera expresaba el temor a una sublevación en Cartage-

na, pues "... la cantidad grande de negros que hay en esta ciudad si se levantan (como en otra ocasión la tuvieron intentando, convocándose con la del palenque que está medio día del camino de esta ciudad) con gran facilidad hacer mucho daño" (87). Por su parte, el capitán de milicias de Popayán, ante la posibilidad de un movimiento de cimarrones y esclavos, propuso la formación, en 1777, de varias compañías de milicianos en Popayán, Cali, Buga, Cartago, Pasto y Barbacoas (88). El cimarronismo, el bandidaje y los intentos de rebelión general ponen en evidencia la crisis del sistema y de la sociedad esclavista, la cual se agudizaría más adelante, dentro del proceso general de evolución de la sociedad colonial, y que comprendería algunas etapas, como la interrupción de la trata y del comercio de esclavos, mayor amplitud en los procesos de manumisión, la libertad de partos y, finalmente, la abolición de la esclavitud a mediados del siglo XIX.

Notas 1. Obsérvense los datos y curvas demográficas establecidas por los investigadores Jaime Jaramillo Uribe Hermes Tovar, Dario Fajardo, Juan Friede y Germán Colmenares. Sobre la producción de metales, el trabajo de Colmenares: Historia económica y social de Colombia, Bogotá, 1973. 2. Fierre Vilar, Oro y moneda en la Historia , Barcelona, 1969, pág. 125. 3. Habría que establecer, entre otras cosas, un recuento de cuadrillas a lo menos para los siglos XVI y XVII, lo que hasta el momento no parece posible. 4. El licenciado Anuncibay, por ejemplo, solicitaba grandes cantidades de esclavos para atender la explotación de los minerales. A.G.I.. Patronato 240, ramo 6. El presidente de la Audiencia, Antonio González, solicitaba igualmente el envío de esclavos negros para el trabajo de las minas. A.G.I., Patronato 196, ramo 23. Otras solicitudes en DIHC, vols VII y VIH. 5. Jaime Jaramillo Uribe, Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, págs. 10 y ss. Desde luego, no compartimos la explicación tradicional ni la "razón oficial" acerca de la embriaguez sistemática del indígena, como tampoco en la supuesta cobardía ni en la debilidad física

del aborigen frente al esclavo africano. Es posible que la resistencia pasiva fuese el mecanismo de defensa utilizado ante la explotación de que era objeto. Ciertos estímulos como el salario, la modificación del tributo, el trueque, etc., al parecer no despertaron mayor interés en la población indígena. El trabajo, de Hermes Tovar, Notas sobre el modo de producción precolombino, 1974, pone de relieve la intensa actividad productora anterior a la Conquista. 6. Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, Cali, 1973, pág. 240, figs. 5-15. 7. A.G.I., Indiferente General 2841. Representación del Consejo de Indias a S.M., 21 de agosto 1685. 8. Colmenares, ob. cit., pág. 193. 9. Robert West, La minería de aluvión en Colombia durante el período colonial, Bogotá, 1972, pág. 71. 10. Jorge Orlando Melo, Historia de Colombia, t. I, Medellín, 1977, pág. 341. 11. West, ob. cit., pág. 81, nota 34. 12. Id., pág. 81. 13. Antonio Vásquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales, Madrid, 1969, págs. 238 y ss.

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14. A.G.I-, Santa Fe, 131, Petición de Francisco Beltrán de Caicedo, 1618.

26. A.G.I. Contaduría 1418. Testimonio de autos, asiento de Grillo en Cartagena, 1670.

15. A.G.I. Santa Fe, Doc. 22. Autos de la visita de minas realizada por Gonzalo Murillo 1640. La movilización de indios a estas minas -en las únicas que se empleó la mita en la Nueva Granada- continuaron hasta 1720 por lo menos, cuando se discutía la abolición de la mita de Potosí. En 1704 y 1718, por ejemplo, se condujeron a las minas de Mariquita y Pamplona 2.448 indígenas de las dos provincias, de los cuales cerca del 70% pertenecían a los partidos de la provincia de Tunja, como Turmequé, Gámeza, Sogamoso, Sáchica, Paipa, Chivatá y Tenza. A.G.I. Santa Fe, 297. Informe del fiscal de la Audiencia, 1723.

27. Jaime Jaramillo Uribe, ob. cit., pág. 81. A diferencia de lo que ocurrió en otras regiones de América, por ejemplo en el Perú, los indígenas de la Nueva Granada no adquirieron mano de obra esclava.

16. A.G.I. Santa Fe, 24, Doc. 22. Autos de la visita de minas realizada por Gonzalo Murillo, 1640. 17. Colmenares, ob. cit., tablas de producción, págs. 228 y ss. Compárense las tablas de las págs. 228, 232, y ss., así como las figuras de las págs. 236 y 237. 18. En 1556, por ejemplo, se produjo una importante rebelión de los esclavos en Popayán. A.G.I., Patronato 162, ramo 9. 19. En 1542 se ordenó a los cabildos la elaboración de ordenanzas para evitar que los negros deambularan en las horas nocturnas. Leyes de Indias, lib. VII. t. V, ley XII. En 1551 se prohibió el porte de armas a los esclavos. Desde 1540 se legisló en torno a los negros cimarrones, estableciendo severos castigos que iban desde los azotes hasta la pena de muerte. Respecto de Cartagena, véanse las ordenanzas de cabildo de 1552 en José Urueta, Documentos para ¡a historia de Cartagena, vol. I, Cartagena, 1887, Doc. 65, págs. 184 y ss. 20. Magnus Mörner, "Las comunidades indígenas y la legislación segregacionista en el Nuevo Reino de Granada", en ACHSC, vol. I, pág. 6, nota 6. 21. El gobernador de Santa Marta, por ejemplo, solicitaba esclavos para la ganadería y trabajo de hacienda, así como para la manufactura de queso, manteca, jabón, velas, etc. A.G.I., Santa Fe, 1181. Sobre la participación del esclavo en las haciendas véase, entre otros, Germán Colmenares, Las haciendas de ¡os jesuítas en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1969; Orlando Fals Borda, Historia de la cuestión agraria en Colombia, Bogotá, 1975. 22. A.G.I. Santa Fe, 52, Ramo 5, Doc. 178. 23. A.G.I. Santa Fe, 454. Carta de oficiales reales, Santa Fe, 472. Cuentas de pago.

28. Jorge Palacios Preciado, La trata de negros por Cartagena de Indias, Tunja 1973, pág. 70. 29. Para fines del siglo XVII, por ejemplo, el precio de un negro bozal era de ocho pesos, pero allí mismo podrían llegar a los 150 y 200 pesos. A.G.I., Indiferente General 2841. Voto singular del consejero Lope de Sierra, sin fecha. 30. West, ob. cit., pág. 83. Germán Colmenares, Cali, terratenientes, mineros y comerciantes siglo XVIII, Cali, 1975, pág. 92; Palacios P., ob. cit., pág. 142. 31. Geogers Scelle, La traité negriere aux Indes de Castille. Contrats et traités D' Asiento, París, 1906, pág. 210. 32. Pierre Vilar, Crecimiento y desarrollo, Barcelona, 1964, pág. 26. 33. Marx, El capital, I, IV, 2; cfr. VILAR, ob. cit., pág. 26, nota 7. 34. Sobre algunos términos y expresiones utilizadas en el comercio de esclavos, véase Palacios, ob. cit., págs. 373 y ss. 35. Palacios, ob. cit., págs. 88 y ss. 36. Id., págs, 233 y ss. 37. Id., pág. 156. Véase tabla de reducción de la Cía. de Francia. Se aprecian algunas diferencias con el tipo de reducción empleada en el asiento de Grillo de 1669. A.G.I. Contaduría, 263. 38. Ibidem. 39. Jaime Jaramillo Uribe, ob. cit., pág. 10, nota 3. 40. Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispanoamérica, Buenos Aires, 1972, pág. 59. 41. J. Griguievich, "La esclavitud y la Iglesia en la América Hispano-portuguesa", Ciencias Sociales, Academia de la URSS, núm. 4, 1977, págs. 142-161. 42. Richard Konetzke, América Latina, Madrid, 1972, pág. 72. 43. Palacios, ob. cit., pág. 36, nota 16.

24. A.G.I. 472 Autos contra José García.

44. Id., págs. 87 y 95.

25. Jaime Jaramillo Uribe, ob. cit., pág. 45.

45. Id. pág. 233.

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46. West, ob. cit., pág. 84, nota 49.

cattle) la mayor masa de rendimiento posible en el menor tiempo" Marx, El capital I, pág. 209.

47. Frederick Bowser, El esclavo africano en el Perú colonial, 67. A.G.I. Santa Fe, 52, Ramo 5, Doc. 178. Cuentas y 1524-1650, México, 1977, pág. 108. advertencias, 1622. 48. Roberto Arrazola, Palenque, primer pueblo libre de 68. Pierre Vilar, ob. cit., págs. 115 y 128. América, Cartagena 1970, pág. 15. 49. Id., pág. 57.

69. R. West, ob. cit.

50. Jaime Jaramillo Uribe, ob. cit., págs. 11 y ss.

70. A.G.I. Santa Fe, 838. Relación de gastos de minas. West id., pág. 87, nota 67.

51. Aquiles Escalante, El negro en Colombia, Bogotá, 1964, pág. 5. Roger Bastide, Las Américas negras, Madrid, 1969, pág. 22.

71. José Urueta, Documentos para la historia de Cartagena vol. I, Cartagena, 1887, Doc. 65.

52. Para algunas regiones de América existen algunos trabajos rigurosos e importantes sobre este aspecto, como los de Gonzalo Aguirre Beltrán, Arturo Ramos, Robert Foguel, Philip Curtin, etc.

72. Fenómeno que aún se aprecia en algunas manifestaciones del folklor. Véase, por ejemplo, Rogerio Velásquez, "Cantares de los tres Ríos. Adivinanzas del Alto y Bajo Chocó", Revista Colombiana de Folklor. vol. II núm. 5.

53. Por ejemplo, Rogerio Velásquez, José Arboleda, Aquiles Escalante, etc.

73. Leyes de Indias, lib. VII, t. V, ley XII y ss.

54. A.G.I. Santa Fe, Ramo 5, Doc. 178.

74. Aristóteles, Política, Lib. I, cap. 6., Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1951, pág. 11.

55. La Cía. de Cacheu, por ejemplo, condujo a Cartagena, directamente de las costas africanas, esclavos de Guinea, San Tomé de casta mina, angola, etc. Bowser, ob. cit., pág. 66 y ss., ofrece algunos cuadros étnicos de los afroperuanos que pueden tomarse como referencia para estudios similares en la Nueva Granada.

76. Alonso de Sandoval, El mundo de ¡a esclavitud negra en América, Bogotá, 1956, Lib. III, cap. VIII, pág. 381.

56. Bowser, ob. cit., pág. 51, nota 10.

77. M. Mórner, ob. cit.

57. R. Konetzke, ob. cit., pág. 69.

78. Datos del trabajo en curso sobre archivos parroquiales de Fernando Díaz Díaz y Jorge Palacios.

58. Mellafe, ob. cit., pág. 58.

75. Sylvia Vilar, Los predestinados de Guinea, Melanges de la Casa de Velásquez, París, 1971, pág. 299, nota 2.

59. Enriqueta Vila, "Los asientos portugueses y el contrabando de negros". AEA, t. XXX, Sevilla, 1973. pág. 6.

79. A.G.I. Patronato, 162, Ramo 9.

60. Cfr. P. Vilar, Oro y moneda en ¡a historia, Barcelona, 1969, pág. 41.

81. R. Arrazola ob. cit., pág. 15.

61. G. Scelle, ob. cit. 62. Octavio Iann, Esclavitud y capitalismo, México, 1967, pág. 60. 63. J. Jaramillo U., ob. cit., págs. 20 y ss. 64. Id., pág. 50. Sobre el status social y el ordenamiento legal, véase Magnus Mörner, La mezcla de razas en la historia de América Latina, Buenos Aires, 1969, y "Raza y estratificación social de Hispanoamérica hacia 1800", Iberoamérica, vol. IV, 2, 1974. 65. A.G.I. Santa Fe, 228. Carta del obispo de Cartagena, 25 de septiembre de 1650. 66. "...en los paises de importación de esclavos es máxima de explotación de éstos la de que el sistema más eficaz es el que consiste en estrujar el ganado humano (Human

80. J. Vásquez de Espinosa, ob. cit., pág. 239.

82. Id., pág. 26. 83. Orlando Fals Borda, ob. cit., pág. 59. 84. En 1719, por ejemplo, ante la noticia de un posible ataque inglés, se concertaron los servicios de algunos negros del Palenque para la defensa del puerto. A.G.I., Santa Fe, 453. 85. Véase, por ejemplo, Arrazola, ob. cit. y María Borrego Pla, Palenques de negros en Cartagena de Indias a fines del siglo XVII, Sevilla, 1973. 86. Jaramillo Uribe, ob. cit., pág. 69. 87. A.G.I. Santa Fe, 472, Carta del 29 de noviembre de 1721. 88. A.G.I. Quito, 574, Carta de Diego Nieto al virrey, 15 de marzo de 1777.

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La administración colonial

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La administración colonial Jaime Jaramillo Uribe

Etapas de la administración colonial

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verán surgir la imponente y compleja organización burocrática, jurídica, social y política del Estado español de las Indias, tal como se configuró durante el reinado de los Austrias. Las reformas introducidas por los reyes Borbones, a partir de Felipe V, en los comienzos del siglo XVIII, constituyen la tercera etapa que se prolonga hasta la emancipación de los territorios americanos. La obra de Carlos III, representa el momento culminante y más significativo de tales reformas. Las tres etapas pueden seguirse en la historia de la administración española en el Nuevo Reino de Granada (2).

spaña y Portugal fueron las primeras naciones europeas que formaron un gran imperio colonial y que tuvieron que asumir la tarea de organizarlo administrativamente. Más tarde surgieron los imperios inglés, francés y holandés cuando ya España tenía una experiencia centenaria en materia de administración colonial (1). Los principios generales que configuran La organización administrativa de España la administración colonial en América podría dividirse en tres grandes peEn el momento de producirse la conquista ríodos. El primero, que coincide con el proceso de descubrimiento y conquista, es un período y colonización de América, España estaba ya de experimentación y tanteos, representado por organizada como una monarquía nacional absolas capitulaciones entre la Corona y los primeros luta que no compartía sus derechos de soberanía conquistadores que con el título de adelantados con los poderes feudales. Este rasgo caracterísimpusieron su voluntad personal en un proceso tico del Estado español se acentúa todavía más de explotación y rapiña que poco tenía que ver en los territorios americanos. El Imperio será con una organización institucional. El segundo dirigido y administrado desde Madrid, a través se inicia con la fundación de las primeras audien- de los órganos especialmente creados para el cias y la promulgación de las primeras Leyes ejercicio del control político y económico cende Indias, particularmente con las de 1542, ex- tralizado, auxiliados por una legislación unitaria pendidas por Carlos V, en la Ciudad de Burgos. en sus principios, instrumentada por una buroEn este momento es la monarquía, el Estado cracia de organización jerárquica, hasta cierto español, el que asume el control y ejercita sus punto especializada en sus funciones y en última plenos derechos soberanos sobre los nuevos te- instancia controlada desde la dirección central rritorios. Los siglos subsiguientes XVII y XVIII, del Imperio. En la cúspide de dicha jerarquía

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estaba el Rey; debajo, en orden descendente, el Consejo de Indias, las audiencias de América, los virreyes, los cabildos y los tribunales reales y una cadena de funcionarios políticos y fiscales que iban desde los capitanes generales, los gobernadores y los corregidores, hasta los alcaldes, los escribanos y los alguaciles. Es cierto que a medida que fue complicándose la vida colonial los órganos administrativos de audiencias, virreinatos y capitanías generales fueron adquiriendo mayor poder decisorio y discrecional y algún grado de autonomía y que los funcionarios americanos gozaron de poderes de interpretación de la ley, conforme a los factores reales que actuaban en los diversos territorios; pero es igualmente cierto que las decisiones fundamentales en el campo político, jurídico y económico emanaban de la dirección central de la monarquía y que la solución de los litigios importantes o el establecimiento de los principios institucionales en que se basaba la vida social de los territorios del Imperio debían recibir la confirmación o la decisión final y original de los órganos centrales. Las últimas y decisivas instancias eran el Rey y sus consejos. Desde luego, esta administración jerárquica y centralizada no se identificaba con un sistema arbitrario y desprovisto de apoyos en la realidad de los territorios ultramarinos y aún en la voluntad o el consentimiento y las necesidades de sus habitantes. Un sistema de consultas e información, lento, costoso y complicado las más de las veces, pero real y efectivo en amplia medida, permitían la realización de una política realista, que se fue perfeccionando con el correr de los tiempos a través de un proceso de ensayos y rectificaciones. Tal era la función que llenaban instituciones como la visita, la residencia y las relaciones que virreyes, presidentes y capitanes generales debían presentar al final de su mandato, y además, el ir y venir constantes de consultas e informaciones sobre los más variados negocios de la adminstración colonial. Organizada cuando la concepción mercantilista de las nacientes monarquías nacionales europeas estaba ya configurada, la administración colonial española se caracterizó por su sentido reglamentarista. Todas las actividades, funciones, obligaciones y derechos, tanto de los funcionarios como de los súbditos fueron reglamentadas en leyes, reales cédulas, acuerdos de audiencias y resoluciones de los cabildos. Desde las cuestiones de la Hacienda Real, hasta las

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más minúsculas cuestiones de competencias jurisdiccionales y protocolo estuvieron reglamentadas. Intimamente unido a este afán reglamentarista, estaba el intervencionismo. El Estado español de las Indias, fue un Estado intervencionista en el más amplio sentido de la palabra. A ello conducían no sólo las doctrinas dominantes en la metrópoli, sobre la soberanía real absoluta, practicada por los monarcas de la Casa de Austria e intensificada por los reyes Borbones a partir de Felipe v, sino también las características de la sociedad de castas que se pretendía mantener en América. De ahí que los órganos de la administración española, especialmente sus audiencias y cabildos, intervinieron y reglamentaron desde los mercados y los abastos hasta las profesiones y su ejercicio, los vestidos y armas que podían llevar sus habitantes y las órdenes de precedencia que debían cumplirse en ceremonias civiles y religiosas (3). La necesidad de controlar y administrar un vasto territorio como el Imperio Colonial de América, condujo a los administradores españoles a introducir una amplia estructura de normas e instituciones comunes y uniformes. La administración colonial española de América fue una de las primeras en aplicar en amplia escala los conceptos de administración racional y burocratizada que caracteriza a los estados modernos. Un elemento de dicha racionalidad era la uniformidad. Sin unas normas y unas instituciones comunes era imposible el control y explotación de los territorios imperiales. Por eso fueron comunes instituciones como la Audiencia y el cabildo, y comunes la designación y funciones de la burocracia política y administrativa: virreyes, presidentes, gobernadores, capitanes generales, alcaldes, corregidores. De ahí también el corpus legislativo representado por las leyes y cedularios que constituyen el contenido del derecho indiano. Sin embargo, un alto grado de uniformidad no fue incompatible con un marcado casuismo. La diversidad de los territorios americanos se hizo patente desde los comienzos de la colonización. Diversas culturas, diversas densidades de población, diferentes territorios geográficos, disímiles riquezas fueron imponiendo normas legales y procedimientos administrativos diferentes. Aún dentro de una misma Audiencia o virreinato la diversidad regional fue obligando a diferenciar la legislación y la gestión administrativa. También el tiempo impuso sus cambios

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y adaptaciones sucesivos. Esa variación se hace evidente en la legislación sobre encomiendas, minas, poblamiento, jurisdicción, etc., que fue una en el siglo XVI, otra en el XVII y otra en el XVIII. El se obedece pero no se cumple con que respondían las autoridades coloniales en ciertas ocasiones al recibir una nueva disposición legal procedente de Madrid, era un principio de realismo político que evitó en muchas oportunidades desaciertos y conflictos. Interpretado a veces como expresión de una actitud anárquica y ajena a las prácticas de la vida jurídica, su sentido práctico y racional ha sido destacado por historiadores y juristas, aun por lo menos sospechosos de simpatía por la obra de España en América (4). Por sus mismas características de interventor y reglamentarista, y por su mismo carácter de dominación colonial, el Estado colonial americano fue un Estado altamente burocratizado. Como lo es, por otra parte, todo Estado moderno. Pero a las condiciones de una sociedad en que el ciudadano debe contar para casi todas sus actividades públicas con el funcionario estatal, en América se presentaban otras que acentuaban la función y la presencia de la burocracia. La necesidad de dar ocupación y prebendas a los españoles peninsulares era una de ellas; el limitado desarrollo de la economía privada era otro. Finalmente, la aversión a las ocupaciones llamadas innobles por parte de españoles y criollos, engendraba el gusto y la necesidad del cargo público, que por otra parte era un motivo de prestigio social. El carácter prebendario y el escaso desarrollo educativo de sus territorios coloniales, fueron un gran obstáculo para el reclutamiento de una burocracia eficaz, sobre todo en los cargos medios. La ignorancia y la ineficacia de los funcionarios es una de las continuas quejas de los virreyes y visitadores reales. Sumada a factores como la corrupción, que propiciaban por igual las bajas remuneraciones, la inexistencia del espíritu de servicio y la impreparación, que en ocasiones llegaba hasta la falta del saber leer y escribir, constituyeron los varios motivos de la ineficiencia de la administración colonial (5). No conoció la administración colonial el principio de la separación de poderes que caracteriza a los estados modernos, tal como estos se organizaron después de la Revolución Francesa. El concepto de soberanía, radicado en el Rey y por extensión en sus agentes, se tomaba

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como el poder de legislar, juzgar y hacer ejecutar las decisiones estatales. De manera que los diferentes órganos y funcionarios del Estado podían, y de hecho ejercían conjuntamente las funciones de juzgar, legislar y ejecutar. Así ocurría, por ejemplo, en el caso de los virreyes, presidentes y audiencias y aun en los funcionarios de menor categoría como corregidores, gobernadores y alcaldes que pudieron, simultáneamente, dictar providencias de carácter legal, servir de instancia de apelación en los litigios civiles y criminales y ordenar el cumplimiento de las leyes. Los peligros inherentes a la concentración de poderes indicada en el párrafo anterior, eran contrabalanceados por el control mutuo y la interdependencia que existía entre los diversos órganos administrativos. La desconfianza y el temor al abuso del poder de la burocracia parecía inspirar la política de la Corona (6). La necesidad de la confirmación real para muchas decisiones de virreyes, el sistema de consultas obligatorias y la provisional aplicación de las normas que solía encabezarse con la expresión "por ahora", mantenían los límites jurisdiccionales de instituciones y funcionarios. Los poderes otorgados a una instancia, eran contrabalanceados con alguna forma de intervención de otra. El sistema se daba con suma claridad en el caso de los virreyes y las audiencias. Aunque los poderes de los primeros fueron muy amplios, como representantes de la soberanía real, sin embargo, éstos debían actuar en armonía y contacto permanente con la Audiencia y sus oidores. Recíprocamente el virrey, como presidente de la Audiencia, influía en las decisiones de ésta. La historia de las disputas jurisdiccionales y de las relaciones entre virreyes y audiencias, demuestra que ese mutuo control fue algo más que una norma teórica (7). Organos de la administración colonial Desde comienzos del siglo XVI hasta las administraciones borbónicas que redujeron considerablemente sus funciones en el siglo XVIII, el Consejo de Indias, constituido en forma definitiva en 1518, fue el órgano supremo de la administración colonial española. En su seno fue donde se elaboró la enorme y complicada legislación de Indias y por su conducto se realizó la política colonizadora. El Consejo ejercía simultáneamente las funciones de órgano de consulta para todos los asuntos referentes a las In-

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días, supremo cuerpo legislativo y máximo tribunal de apelación en asuntos contenciosos civiles, administrativos y criminales (8). En su época de mayor importancia, es decir, durante los reinados de Carlos v y Felipe II, el Consejo estaba compuesto de varios consejeros, hacia 1600, generalmente juristas o teólogos, un secretario, un fiscal de la Corona, varios procuradores, entre ellos uno de pobres, varios notarios y numerosos oficiales como relatores, conserjes, alguaciles, etc. Durante el reinado de Felipe II, se agregaron un cronista mayor, cargo que desempeñó Antonio de Herrera, autor de la Historia General de Indias (Décadas) y un cosmógrafo, función ejercida por primera vez por Juan López de Velasco, redactor de la famosa Descripción de las Indias Occidentales. Las funciones del Consejo era muy amplias. Debía en primer lugar proteger la población indígena; proponía al Rey las personas para los cargos eclesiásticos y civiles, lo mismo que para recibir mercedes, privilegios o beneficios. Controlaba la administración de la Hacienda. Desempeñaba funciones legislativas y judiciales, elaborando leyes para las colonias. Revisaba y aprobaba las ordenanzas dictadas por los oficiales reales en los territorios americanos y por las autoridades eclesiásticas en desarrollo del Regio Patronato. Era la Suprema Corte de Justicia en asuntos civiles y criminales. Definía los recursos de apelación en las controversias sobre sumas mayores de 600 pesos, límite que varió con el tiempo hasta llegar a la suma de 10.000 pesos. Definía en última instancia sobre las sentencias de la Casa de Contratación y sobre los asuntos relacionados con los repartimientos de indígenas. Finalmente ordenaba las visitas generales y especiales a los territorios ultramarinos. Con el advenimiento al trono español de la dinastía de los Borbones, el Consejo, y los tradicionales órganos de administración de las Indias como la Casa de Contratación perdieron importancia. En 1714, Felipe v reorganizó el gobierno siguiendo el modelo de la administración francesa. Los consejos reales fueron sustituidos por un gabinete de ministros o secretarios. Al Ministro de Marina y de Indias fueron asignados los más importantes asuntos comerciales, militares, de hacienda y navegación referentes a América. También el nombramiento de los principales cargos políticos y judiciales incluyendo los miembros del Consejo de Indias que

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cada vez tomó más carácter de un cuerpo exclusivamente consultivo. Fundada en 1503, la Casa de Contratación fue el primer organismo de las relaciones comerciales con el Nuevo Mundo y el primer órgano consultivo de la Corona en asuntos referentes a Indias. Controlaba el envío de flotas y pasajeros la importación y la exportación de mercancías, graduando los derechos de aduana y haciendo efectivos los ingresos reales. En 1510 la Casa adquirió facultades legislativas en materias de hacienda y de justicia en procesos fiscales. Se transformó así en tribunal mercantil con jurisdicción civil y criminal en materias de comercio y navegación. En 1543, al fundarse el Tribunal del Consulado, muchas de sus funciones pasaron a este nuevo organismo encargado de regular todo lo referente a la justicia comercial y al gremio de los comerciantes (9). Las reales audiencias, creadas en territorios americanos a partir de 1511, con la fundación de la de Santo Domingo, fueron la célula central de la administración colonial. Organizadas según el modelo de las audiencias peninsulares como tribunales de Justicia, en América adquirieron amplias funciones de gobierno. Estaban compuestas por un número variable de magistrados llamados oidores y un cuerpo de funcionarios que incluía fiscales, escribanos, alcaldes de corte, procuradores, notarios y alguaciles. Como corte judicial la Audiencia servía de tribunal de apelación de providencias dictadas por tribunales inferiores o por funcionarios coloniales como gobernadores o corregidores. En asuntos de mayor cuantía actuaba como tribunal de primera instancia. Conocía también del llamado recurso de fuerza contra las disposiciones de funcionarios eclesiásticos. Poseía igualmente jurisdicción criminal sobre casos ocurridos a cinco leguas a la redonda de su ubicación. La protección de los indios le estaba especialmente encomendada y a partir de 1609, decidía en primera instancia todos los litigios referentes a encomiendas. Conocía también de los litigios de carácter secular que se producían entre órdenes religiosas y de los delitos cometidos por eclesiásticos en violación de las leyes civiles. Los poderes legislativos de la Audiencia eran muy amplios. A través de sus acuerdos, prácticamente podían legislar sobre todos los asuntos no contemplados en las leyes o cédulas reales y reglamentados con carácter más general. Cubrían campos como el comercio, los precios,

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los abastos, asuntos de tierras, composiciones, encomiendas, caminos, hacienda, régimen de policía, etc. Era además, órgano de consulta para las gestiones de presidentes y virreyes, quienes debían actuar en armonía con ellas, no obstante las múltiples tensiones y conflictos que se presentaron en la historia de sus relaciones. Actuando colectivamente, con el carácter de Real Acuerdo, la Audiencia llegó a ser, en suma, el cuerpo central del gobierno en los territorios americanos (10). Formas de control e información Para controlar la conducta de sus funcionarios y establecer su responsabilidad, la administración colonial española dispuso de dos instituciones: La Visita y la Residencia. Esta última tomaba la forma de un juicio -juicio de residencia-, conducido por un juez de residencia, nombrado por el Consejo de Indias en los casos de cargos que dependían directamente de Madrid, y por el virrey o la Audiencia para los funcionarios que desempeñaban cargos por nombramiento de estas dos instancias o por compra de ellos. Consistía la residencia en una investigación sobre la conducta y manejo de los asuntos confiados a cargo de los funcionarios reales, particularmente de aquellos que tenían jurisdicción y manejo de caudales. Generalmente se hacía al finalizar el período, cuando se trataba de nombramientos a término fijo. Tal era el caso general de los virreyes, nombrados ordinariamente para un período de 5 años. Si el caso era de empleos o cargos perpetuos, la residencia solía ordenarse cada tres años. De acuerdo al menos a los términos legales, ningún funcionario podía dejar el cargo o transferirlo a un sustituto hasta que no se hubiera definido su situación por sentencia del juicio de residencia (11). Nombrado el juez, éste se trasladaba al lugar de domicilio del residenciado, con secretario y escribano. Iniciaba su labor haciendo saber públicamente que se adelantaba la residencia y que se recibían testimonios y quejas sobre la conducta y actividades del funcionario. Generalmente se llamaba a rendir testimonio a los vecinos más notables de la ciudad, villa o aldea, sobre la base de un prolijo y estereotipado cuestionario, que incluía preguntas sobre cumplimiento de las leyes, manejo de los caudales reales, costumbres morales públicas y privadas,

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nepotismo, favoritismo, protección de los indios, diligencia en el despacho de sus funciones, etc. Los cuestionarios eran prolijos y llegaban a contener hasta 50 preguntas. El juicio terminaba con una sentencia, absolutoria o condenatoria. Las condenas incluían desde multas monetarias hasta la pena de muerte. Las que se referían a los altos funcionarios como los oidores de Audiencia, virreyes, presidentes o capitanes generales, requerían confirmación del Consejo de Indias. Como ocurría de hecho con muchas otras instituciones indianas, el juicio de residencia no siempre se hacía efectivo y lograba sus propósitos. Muchos de ellos no concluían con sentencia; otros duraban períodos interminables y finalmente no era excepcional que por medio de influencias se eximiera de él a funcionarios, especialmente cuando ocupaban altos cargos. Un agudo observador de la administración colonial americana, Alejandro de Humboldt, escribió a fines del siglo XVIII: "Si un virrey es rico, astuto, y tiene el respaldo de un desvergonzado consejero en América y poderosos amigos en Madrid, puede gobernar arbitrariamente sin temor a una residencia. Además, un oficial deshonesto estaba siempre listo a usar el soborno, con grandes probabilidades de éxito, para vencer los escrúpulos del comisionado para escapar a las sanciones, y con frecuencia esta conducta delictuosa surgía de la misma información sumaria de la residencia" (12). Algunos comentaristas han observado que, dadas las condiciones de la vida social de las colonias, la residencia en no pocas ocasiones era desfigurada en sus fines. Frecuentemente servía de instrumento de venganzas o por el contrario de encubrimiento de conductas delictuosas. Los testigos podían utilizar sus testimonios en uno u otro sentido. Podía ocurrir también, y de hecho el caso era quizás el más frecuente, que los testimonios fueran tan anodinos y vagos, que sobre ellos no podía apoyarse una sentencia, sobre todo condenatoria (13). Las relaciones de mando que tenían que hacer los virreyes y presidentes de Audiencia al terminar su período de gobierno, fueron un complemento de los juicios de residencia. Destinadas a informar a sus sucesores sobre el estado de los territorios a su cargo y sobre su gestión gubernamental, incluían descripciones del estado de las rentas y situación de la Real Hacienda, los caminos y vías de comunicación, los

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nes de vida, la tasación de los tributos y el control del cumplimiento de las normas que regulaban el régimen de encomiendas. Las del siglo XVIII suministran un material informativo más amplio relacionado con el estado general de las provincias, las rentas de la Hacienda Real, el funcionamiento de los cabildos, los problemas de la tierra y el poblamiento y la situación demográfica de los diversos grupos socio-raciales (15). Para el conocimiento de la situación general del Nuevo Reino en la segunda mitad del siglo XVIII y de los problemas que tuvo que afrontar la administración virreinal, son particularmente importantes las visitas que efectuaron en el oriente del virreinato los oidores Verdugo y Oquendo, el corregidor de Tunja José María Campuzano y Lanz, Aréstegui y Escuto (1758) y el fiscal de la Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón (16). La información demográfica, fiscal y administrativa acopiada en ellas sirvió en parte muy considerable a la orientación de los virreyes y a las reformas administrativas intentadas por el regente Gutiérrez de Piñeres en 1780. Del examen de sus informaciones las autoridades virreinales establecieron ciertos hechos e intentaron fundar una nueva política de distribución de tierras y poblamiento. Observaron en primer lugar la disminución de la población indígena y el aumento de la blanca y mestiza. Comprobaron también la existencia de algunos fenómenos relacionados con la propiedad de la tierra, determinados justamente por el cambio demográfico que se había producido después de las visitas efectuadas a comienzos del siglo XVII. En efecto, las tierras de resguardo otorgadas entonces resultaban ahora excesivas para el número de indígenas asentado en ellas, hasta el punto de que éstas llegaron a darles parcialmente en arriendo a la creciente población blanca y mestiza. Por otra parte, el descenso demográfico del grupo indígena hizo más difícil y costosa la administración eclesiástica y civil de los pueblos de indios que rendían cada vez menores tributos y que por su reducido tamaño justificaban cada vez menos la presencia e intervención En la historia administrativa del Nuevo de funcionarios civiles y eclesiásticos. Ante esta Reino de Granada se destacan tres ciclos de situación las autoridades virreinales iniciaron visitas de la tierra. Las de la segunda mitad del una política de concentración de pueblos que siglo XVI (1550-1600), momento de fundación tuvo múltiples incidencias y dificultades. Al de la Real Audiencia; las de comienzos del XVII mismo tiempo se trató de reducir las tierras de y las de mediados del siglo XVIII. La principal resguardo, sacando a remate las que dejaban los finalidad de estas visitas era el recuento de la pueblos suprimidos o las que se disminuían a población indígena y el examen de sus condicio- los antiguos resguardos, buscando así fortificar

asuntos eclesiásticos, la situación de los indígenas, la salubridad y el urbanismo, la vida política y militar, etc. Las 9 Relaciones de Mando del Siglo XVIII, que incluyen la del presidente Manso (1729) y la de los virreyes Eslava, escrita por el oidor Berástequi (1751), Solís (1760), Messía de la Zerda (1772), Guirior (1776), Caballero y Góngora (1789), Ezpeleta (1796), Mendinueta (1803), Montalvo (1818), se cuentan entre los más valiosos documentos que dejó el gobierno colonial para el estudio de la situación social, económica y política del Virreinato de la Nueva Granada en la última centuria de la dominación española (14). Constituyó el segundo instrumento de control e información de que dispuso la Corona. Las hubo generales y especiales. Las primeras se ordenaban sin sujeción a períodos fijos y tenían por objeto obtener amplios informes sobre la marcha de la administración, la economía, la hacienda y, sobre todo, la situación de la población indígena. Estaban a cargo de un visitador general (por ejemplo, las de Monzón Prieto de Orellana, Saldiesne Nuño de Villavicencio, Zambrano, Rodríguez de San Isidro y Juan Cornejo) y fueron muy frecuentes en el siglo XVI y en la primera mitad del siglo XVII. Un nuevo e importante ciclo de visitas se presentó en la segunda mitad del siglo XVIII. Las especiales (o visitas "de la tierra") por ejemplo, las de Ibarra, Ega, Henríquez, Villabona, tenían por objeto el estudio de una situación particular, fuera de una región o de un problema. Las visitas de la tierra fueron encomendadas a los oidores de Audiencia. Las generales a delegados especiales del Rey enviados para tal fin a los territorios americanos. Estas últimas solían hacerse cuando se presentaban ante las autoridades quejas sobre abusos, deshonestidad o ineficiencia de algún funcionario. Los investigadores tomaban en este caso el nombre de pesquisadores o jueces de comisión y estaban sujetos al recurso de recusación, para evitar persecuciones y venganzas que no eran infrecuentes en el ambiente de la época.

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el fisco y dotar de tierra a la población blanca y mestiza que carecía de ella o pretendía ampliar sus propiedades a costa de la propiedad indígena. Tal política no se llevó a efecto sin resistencias de la población indígena y sin controversias entre los funcionarios reales. Así lo revelan numerosos documentos de la época, particularmente el largo informe rendido al virrey Flórez por el regente visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, donde critica duramente al abanderado de esta política, el criollo y fiscal de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón, a quien acusa de haberse extralimitado en sus funciones y haber adelantado una política de traslado y eliminación de pueblos inconveniente y que expedía a las órdenes reales que sólo le habían encomendado el empadronamiento y descripción de tales poblaciones (17). Competencias de Jurisdicción Una de las características de la administración colonial fue la falta de unos límites precisos en la jurisdicción de los funcionarios y las instituciones. De ahí que los conflictos de competencia fueran constantes y restaran eficacia a la gestión gubernamental (18). Las colisiones entre virreyes y Real Audiencia, sobre todo, fueron continuas. El establecimiento del virreinato en el Nuevo Reino de Granada puso de manifiesto el fenómeno desde sus comienzos. Eslava, una personalidad enérgica y activa desde los primeros meses de su gestión, tuvo que acudir a la Corona solicitando aclaraciones y demandando poderes para resolver sus conflictos con la Audiencia de Santa Fe (19). Se le otorgaron en Real Cédula de agosto de 1739, que sin embargo incluía la recomendación de "comunicar y tratar con la Audiencia", en casos como el nombramiento e instrucciones de gobernadores. En la correspondencia sostenida con el Real Consejo de Indias, el virrey llegó a quejarse hasta de las "vejaciones y desacatos" de que fue víctima por parte de los oidores. Los mismos conflictos se presentaban entre la Audiencia y los Tribunales de Cuentas a propósito de problemas cotidianos como la calificación de fianzas y otros semejantes. Las autoridades metropolitanas, el Rey y el Consejo de Indias, nunca tuvieron en este aspecto de la política colonial un criterio definido y claro. Al parecer sostuvieron una actitud ambigua encaminada a mantener en el gobierno de América

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un equilibrio de poderes y un mutuo control de las diversas instancias de la gestión gubernamental y a impedir el predominio de una de ellas. No debe olvidarse que el estado español indiano no conoció, ni se organizó sobre la base del principio moderno de la separación de poderes u órganos de la administración pública. Este hecho, por supuesto, aumentaba los conflictos de jurisdicción. La inasistencia a funciones, la lentitud en el despacho de los asuntos confiados a su cargo, el cierre de actividades por días feriados fue un fenómeno frecuente aun en instituciones como la Real Audiencia. La Real Cédula de mayo de 1789 hubo de reglamentar y reducir el número de días feriados y de obligaciones protocolarias que deberían cumplir los oidores. El despacho sólo podría cerrarse los "días de fiesta que celebra la Iglesia como de precepto, aunque sólo sea de oír misa, los días de la Virgen del Carmen y la Virgen del Pilar, el día de los Angeles; en las vacaciones de Resurrección desde el Domingo de Ramos hasta el martes de Pascua; en los de Navidad, desde el 25 de diciembre hasta el lo. de enero; en los días de carnestolendas hasta el miércoles de ceniza, inclusive" (20). La lucha de las autoridades metropolitanas contra la lentitud, el abandono de funciones y la dedicación de los funcionarios a sus menesteres privados, fue continua. Reales cédulas de 1789, y 1790, ordenaban, una vez más, "que los ministros de los Dominios de Indias se dedicaran muy especialmente a sus obligaciones, conteniéndose cada uno de lo que pertenece a su empleo". La Real Cédula de 1790 ordenaba, además, que la Real Audiencia enviara cada año una relación pormenorizada de los asuntos despachados y de los pendientes en el respectivo período. El compartir las gestiones públicas con negocios privados de comercio y actividades agrícolas, fue un hecho común sobre todo entre corregidores y miembros de la burocracia menor. De ahí que fuera éste uno de los aspectos en que insistían los juicios de residencia y sobre los cuales eran interrogados los testigos (21). El mal se presentaba también en los cabildos. Estos fueron en el caso general inoperantes, con excepción de los cabildos de ciudades de alguna importancia, por ausencia permanente de los regidores que preferían vivir en sus estancias a permanecer en las villas y poblados. En comunicación del virrey Ezpeleta a la Audiencia de Santa Fe, el 29 de agosto de 1795, se quejaba

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éste del estado de postración a que había llegado el cabildo de la capital. "El número de regidores, decía, se hallaba reducido a 6, de los cuales dos son hermanos, lo que es un inconveniente", y 4 son hacendados que viven ausentes durante casi todo el año. Agrega que la laxitud de la institución había llegado a tal extremo, que para ocupar los cargos vacantes entonces, no se habían presentado postores "a pesar de la baratura de los oficios, el último de los cuales se remató por 80 pesos, lo que podía facilitar la entrada a ellos de los sujetos menos idóneos". La situación había llegado a tal extremo, que el fiscal de la Audiencia había propuesto que el virrey hiciera uso de su facultad de nombrar interinos por 5 años, "sin perjuicio de pregones y remates", obligando a los designados a aceptar el cargo (22). Si esto ocurría en la capital del virreinato, puede suponerse lo que acontecía en cabildos menos importantes del Reino. En general los altos cargos de la burocracia colonial fueron reservados para premiar servicios a la Corona fuera en la propia administración peninsular o en las colonias, fuera en el ejército o la marina, y en no pocas ocasiones para otorgar mercedes y canonjías a los validos de los altos funcionarios reales. Sin embargo, gracias sobre todo al Consejo de Indias, para los altos cargos políticos, especialmente para presidentes, virreyes, y oidores de Audiencia, se exigieron servicios, experiencia y títulos de jurista o letrado (23). Estos cargos que generalmente llevaban anexa jurisdicción y mando político, estuvieron por fuera del sistema de remate y venta, generalmente dependieron directamente del Rey y se concedieron para períodos fijos. Virreyes, oidores y presidentes fueron nombrados por cinco años; pero fue muy frecuente -y ese fue el caso de los virreyes neogranadinos- se prorrogaron los períodos hasta 10 años. En el caso de los oidores de Audiencia los períodos fueron generalmente largos. 10, 15, 20 años, no eran infrecuentes. Esto último fue un motivo de reiteradas quejas de los virreyes pues, por una parte, los largos períodos terminaban en complejas vinculaciones de intereses y parentescos, y por otra, la vejez y los achaques de muchos funcionarios eran un motivo de ineficiencia administrativa (24). Como la provisión de cargos públicos era considerada una regalía de la Corona, hubo en la administración colonial una considerable cantidad que se adjudicaba por venta en subasta

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pública. Entre ellos se hallaron los llamados oficios de pluma (escribanos, relatores, etc.) y un buen número de los cargos de la Real Hacienda (recaudadores, veedores, tesoreros, etc.). También fueron vendibles los llamados oficios concejiles de los municipios (regidores,) alcaldes, alguaciles, etc.). Fue este un recurso fiscal del Estado y a pesar de las reiterdas críticas que se le hicieron el sistema se sostuvo hasta fines de la dominación española. Los cargos así obtenidos podían ser vitalicios y en ocasiones transmitirse por herencia y a perpetuidad según la fórmula llamada a juro de heredad perpetua. La venta de cargos públicos fue una de las grandes fallas de la administración colonial. Los funcionarios beneficiarios de ellos frecuentemente abusaron de sus funciones tratando de obtener el mayor lucro posible, no obstante que la Corona nunca abandonó sus facultades de control, ni su derecho a imponer sanciones. Los tenedores de ellos estaban sujetos a residencia y visita y al requisito de fianza que se trataba del manejo de caudales públicos. Otra modalidad de la asignación de cargos estuvo constituida por las llamadas futuras en el lenguaje de la época. Consistía esta figura en el otorgamiento de una posición administrativa, por excepción de un cargo de carácter político jurisdiccional como una gobernación de provincia, para ser ocupada por el beneficiario en el momento en que quedara vacante. El sistema se usó para recompensar servicios al Estado o para gratificar donaciones en dinero al tesoro real en casos de emergencia fiscal. Fue, pues, en muchas ocasiones, una venta disimulada. Hubo en la burocracia colonial un sector relativamente profesionalizado. Servicios como el judicial y el prestado por las casas de amonedación y ensaye de metales exigieron a sus funcionarios títulos e idoneidad técnica. Los servicios públicos fueron también protegidos por un sistema de jubilaciones y pensiones exentas de pagos fiscales como la media anata. Al producirse vacantes en el escalafón de los cargos, generalmente se prefería a quienes estuvieran incorporados en cargos inmediatamente inferiores y cuando por las necesidades del servicio un funcionario tenía que ocupar un cargo con menor remuneración de la que antes recibía, la ley ordenaba que siguiera recibiendo el salario anterior más favorable. Muchas de estas reglamentaciones y prácticas indican pues, la existen-

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cia de un principio de carrera administrativa en el sentido moderno. Los salarios de la burocracia colonial fueron en general bajos, especialmente en el virreinato de la Nueva Granada. Sólo los virreyes devengaron altos sueldos. El de Nueva Granada recibía 40.000 pesos anuales, para sus gastos totales que incluían el sostenimiento de un amplio séquito de servidores personales. Los oidores solían recibir alrededor de 5.000 pesos y 2.500 los gobernadores y capitanes generales. Corregidores, alcaldes mayores, recaudadores o funcionarios de la Real Hacienda, tuvieron bajos salarios, lo que producía varios fenómenos observados reiteradamente por los virreyes en sus informes a la Corona: mezcla de funciones públicas con actividades privadas, corrupción, lentitud en la resolución de los problemas. "Yo soy de parecer, decía el virrey Solís, que siempre que con reflexión de distancias, comercio y otros antecedentes, ocurra luz para poner este género de cajas y oficiales reales, con el sueldo de seis por ciento de lo que ingrese, no se excuse el hacerlo; porque se empeñan en su cuidado y mayor aumento por el mayor que les cabe, y se corta el descuido que pueda haber en territorios tan dilatados con otras cajas, y de lo mucho que a ellas ocurre, y el que siempre han tenido los alcaldes ordinarios que han manejado la Hacienda en estos lugares retirados, como que lo hacen por un año, sin sueldo y entre sus compatriotas. Pero es menester sostener a los puestos y a los que se pusieren; porque es mucho lo que los hacen padecer los vecinos y habitantes del país, eclesiásticos y seculares, como acostumbrados a vivir con fraude de los derechos reales" (25). Sobre las dificultades para reclutar funcionarios debido a los bajos salarios y sobre la corrupción y el fraude que esta situación propiciaba, se expresaba el virrey Mendinueta: "Nada es más difícil que la elección de sujetos para los pequeños destinos -corregidores, recaudadores, escribanos, etc.-, porque careciendo de aliciente justo y permitido, hay el recelo de que se haga un abuso de autoridad para existir a expensas del público y con perjuicio suyo" (26). El mismo alto funcionario, al finalizar su período, se refería a la lentitud de las decisiones administrativas, sobre todo de las que debían consultarse a la metrópoli, y ejemplificaba sus opiniones historeando el caso de la solicitud

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hecha en 1776 por el virrey Flórez para que se crease una sala especial de asuntos criminales en la Audiencia, solicitud reiterada por Ezpeleta en 1796 y que no había sido resuelta todavía en 1803 al terminar su propio mandato (27). Las reformas borbónicas en el Nuevo Reino Las reformas iniciadas por los reyes Borbones a comienzos del siglo XVIII tuvieron una acentuada tendencia administrativa. En el sentido moderno representaron un esfuerzo por racionalizar la gestión del Estado y hacerla más eficaz como instrumento de la política económica de tipo mercantilista que España puso en práctica en la metrópoli y en las colonias. Dicha política tenía particularmente tres propósitos: intensificar el comercio intercolonial y de los territorios ultramarinos con la Península; fomentar en América la produccción de nuevas materias primas (quinas, tabaco, maderas, cacao, azúcar), e intensificar la minería; reorganizar la Hacienda haciendo más eficaz el recaudo de impuestos, tributos y regalías de la Corona (28). La nueva política implicaba un amplio plan de reformas en la metrópli y en las colonias. Se intentó modernizar los servicios del Estado, sobre todo la administración hacendaría y la enseñanza superior, incorporando en los planes universitarios la ciencia y la tecnología modernas, con el fin de vitalizar la economía y hacer una explotación racional de las riquezas naturales del sector colonial. El movimiento estaba impulsado por los monarcas de la nueva dinastía, que se apoyaron para sus propósitos en una élite ilustrada, admiradora de la cultura francesa del siglo de las luces, que veía en las reformas la posibilidad de evitar la bancarrota del Imperio español en su ya secular lucha con Inglaterra. Pero no sólo las nuevas fuerzas intelectuales y económicas de España presionaban en favor del nuevo giro político. También el crecimiento económico y el desarrollo social de las colonias demandaba cambios en la administración de los territorios americanos y el Nuevo Reino de Granada no era ajeno a la transformación que se verificaba en los diversos virreinatos, audiencias y capitanías en la segunda mitad del siglo XVIII. La población había entrado en un movimiento ascendente. Con base en el censo de 1778, el arzobispo virrey Caballero y Góngora, consideraba que entre 1770 y la fecha del mencionado empadronamiento, la población del

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virreinato correspondiente al Nuevo Reino había aumentado en 240.432 habitantes, lo que representaría un aumento de 1.5% anual, coeficiente alto para la época (29). El aumento no era únicamente numérico; también cambiaba la composición social de los grupos socio-raciales. El grupo mestizo blanco, sobre todo, había crecido aun ritmo más rápido que el indígena que más bien permanecía estático o posiblemente disminuía, según pudieron observarlo para la parte oriental del virreinato los visitadores reales a partir de 1755. Tal crecimiento significaba una mayor participación de los criollos en los problemas públicos y un mayor grado de conciencia política y social de estos sectores, capaz de generar una actitud crítica y más activa frente a la administración colonial (30). Algunas cifras del desarrollo económico indicaban igualmente la urgencia de modificaciones en la gestión administrativa del Estado. El comercio se activó gracias a la política liberal borbónica iniciada en 1778. La fundación del consulado del ramo en Cartagena y Santa Fe (1795) podría considerarse un indicio del crecimiento de las actividades mercantiles y de la mayor significación del grupo de los comerciantes en la vida económica del virreinato (31). Otro tanto podría decirse de la actividad minera. Aunque el crecimiento de la minería neogranadina no fue comparable a la que experimentaron los virreinatos de México y el Perú, en las últimas décadas del siglo se observa un sostenido mejoramiento de la exportación de oro. Sin embargo, aparte de los esfuerzos hechos en Antioquia por el gobernador Mon y Velarde, los intentos de renovación de la minería neogranadina terminaron en el fracaso (32). Así ocurrió con los planes de explotación de las minas de Mariquita adelantados por D'Elhuyar, "empresa desgraciada y nunca conveniente, que en lugar de animar a otros, ha resfriado los deseos de algunos, que alentados con la posibilidad de tener un buen director, hubieran quizás emprendido el beneficio de una mina de plata, o aspirado a mejorar el de las de oro", según lo manifestaba Mendinueta en su relación de mando (33) En forma semejante se expresaba Francisco Silvestre respecto a la minería de Antioquia, donde las técnicas mineras no habían sobrepasado las rudimentarias y tradicionales en la minería de aluvión (34). Según las cifras presentadas por Vicente Restrepo (35), que no incluyen el contraban-

do, tan abundante en la época, el promedio anual de las exportaciones del metal fue el siguiente-

Cuadro No. 1 Valor anual promedio de las exportaciones de oro (Pesos españoles de 8 reales) 1661-1700

2.790.000

1701-1760

3.487.500

1761-1780

2.790.000

1781-1800

3.138.750

1801-1810

3.487.500

Algo semejante a lo dicho sobre la minería podría decirse de los intentos de reorganización de los estudios superiores en los que tantas esperanzas ponían los impulsores de la transformación económica. El renovador plan de Moreno y Escandón no se puso en vigencia. Tampoco el sustitutivo del arzobispo virrey que, aunque más tímido, representaba un progreso, llegó a ser una realidad (36). Al finalizar el siglo las universidades neogranadinas seguían siendo las mismas instituciones tradicionales donde se enseñaban filosofía escolástica, teología y gramática. El refugio de las ciencias y las nuevas técnicas estuvo en la Expedición Botánica y en el gabinete particular de los autodidactas. En resumen, el movimiento renovador de la España Borbónica tuvo en la Nueva Granada sólo modestos logros. También aumentaron las rentas públicas, aunque a un ritmo lento y con muchas alternativas, incluyendo algunas disminuciones, como en la renta de aduanas, atribuida por Mendinueta a la disminución del comercio de importación causada por la guerra con Inglaterra. Al comparar el quinquenio de 1791-95 con el último de su gestión gubernamental, 1796-1800, el mencionado virrey encontraba la siguiente situación en los principales ingresos del fisco (37).

La administración colonial

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Cuadro No. 2 Ingresos del fisco (1796-1800;>

Aduana (1) (Cartagena) Aguardiente (2) Tabaco (1) Pólvora (1) Aduana y alcabala (1) (Local de Santa Fe) (1) Pesos.

1791/95

1796/1800

756.575

373.483

- 373.092

1.142.192 1.834.281 57.358 358.470

1.486.786 1.903.510 37.664 544.960

+ 344.594 + 69.229 - 19.714 + 186.490

Variación

(2) Maravedís.

El reinado de Carlos III que se caracterizó en América por una gran actividad constructiva en vías de comunicación, obras de defensa militar y construcciones urbanas y civiles y eclesiásticas, tuvo también sus reflejos en la Nueva Granada. No sólo las obras militares, como la terminación de las fortificaciones de Cartagena, sino también la renovación arquitectónica de ciudades como Popayán, la misma Cartagena y Santa Fe en cuanto sobrepasaron los modestos niveles del siglo XVII, que podrían tenerse como un resultado del nuevo clima creado por la política borbónica, debieron generar una mayor actividad económica general, que a su turno constituía un reto a la deficiente y disuelta maquinaria administrativa. Sin embargo, según la hipótesis planteada por el historiador Paul William McGreevey, el nuevo esfuerzo de productividad, en lo que se refiere a las exportaciones de oro, no se tradujo en crecimiento interno porque dichas exportaciones no produjeron un equivalente en las importaciones de bienes (38). Por otra parte, a juzgar por los informes virreinales, la administración del Nuevo Reino nunca pudo ponerse a tono con las nuevas exigencias económicas y sociales. El régimen de intendencias El principal instrumento de la nueva política fueron las intendencias. Los virreinatos y capitanías generales fueron divididos y puestos bajo la dirección de un intendente, nombrado directamente por el Rey. Los nuevos funcionarios fueron rigurosamente seleccionados y dota-

dos de facultades muy amplias, tan amplias que podían actuar con independencia de los virreyes y audiencias (39). Por circunstancias que aún no han sido aclaradas, el virreinato de la Nueva Granada quedó por fuera del sistema de intendencias. En sustitución de él y en cierta forma para llenar sus funciones, para el Nuevo Reino, bajo Carlos III se creó la institución de la Regencia. En la Real Orden del 25 de marzo de 1783, dirigida a la Audiencia de Quito, con motivo de la llegada del regente para ese territorio, se acompañaba la Ordenanza de Intendentes del Río de la Plata "para que se adapte en lo que fuere adaptable", lo que indica que el propósito de la Corona al establecer los regentes era obtener de su gestión los resultados que esperaba de los intendentes en otros territorios (40). Así lo entendió el primer regente que llegó al Nuevo Reino, Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres (41), cuya actividad en materia de Hacienda actuó sin duda como causa precipitante del movimiento comunero de 1781, porque uno de los objetivos al que puso mayor atención fue el aumento de la recaudación de impuestos. Gutiérrez de Piñeres era un buen representante de los nuevos funcionarios borbónicos. Enérgico, autoritario, buen jurista, su gestión sin embargo, fue relativamente corta, pues llegó a Santa Fe a comienzos de 1778 y regresó a España en diciembre de 1793 (42). En los años posteriores, el cargo de regente tuvo poca importancia en la administración del virreinato. Luis Chaves de Mendoza (1793-1797), Manuel Bravo Bermúdez (1798-1799) y Francisco Manuel de Herrera

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(1809-1810), los tres regentes que sucedieron a Gutiérrez de Piñeres tuvieron una actuación opaca y fugaz. El cargo estuvo acéfalo cerca de diez años, después de la muerte de Bravo Bermúdez, quien sólo desempeñó sus funciones por un año (43). Pero si bien el régimen de intendencias no tuvo vigencia y aplicación en el Nuevo Reino, sin embargo el reformismo borbónico se hizo presente a través de sus virreyes, todos auténticos representantes de la nueva mentalidad y los nuevos propósitos políticos y administrativos de la Corona. Desde Eslava hasta Mendinueta y Ezpeleta, los virreyes tuvieron una constante preocupación por mejorar la gestión administrativa del virreinato. De sus relaciones de mando se puede extraer una valiosa información sobre el estado general del país en la segunda mitad del siglo XVIII. En cuanto se refiere a administración, todos insisten en las dificultades y deficiencias que encontraban para que el Estado cumpliera sus funciones. En su relación de mando de 1729, el presidente de la Audiencia, mariscal de campo Antonio Manso, denunciaba los inveterados vicios de la administración colonial: inexperiencia de los funcionarios, nepotismo, favoritismo, impotencia de los presidentes y virreyes frente a un cuerpo de oidores frecuentemente impreparados y muchas veces dispuestos a posponer los intereses del Reino a sus propios intereses y los de sus parientes y amigos. Decía el presidente Manso: "Concurre a este grande inconveniente [la deficiente administración de justicia] como causa muy próxima, la permanencia en estas plazas, porque en el dilatado tiempo en que las ocupan contraen enemistades y parentescos; porque si no se casan ellos, por la prohibición que para ello tienen, se casan sus hermanos y parientes que suelen traer consigo cuando vienen a servir a estas plazas, de donde se ocasionan mezclarse en dependencias que los hacen parciales. Sería bueno que se practicasen las dependencias que para estos casos están dadas, siendo la principal el que se mudasen a ciertos tiempos, de calidad que no se considerasen perpetuos, y que la residencia que V. M. tiene ordenada de cuando saliesen de la plaza que dejan, se tomase muy de propósito y con integridad, y no por alguno de los compañeros de quien se despiden, para que practicada de veras recelasen la corrección y los que le sucediesen procederían más atentados y administrarán justicia con más integridad

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Muchos daños de los expresados se podrían haber corregido al principio, con que no hubiese pasado adelante el mal que hoy se considera muy dificultoso de convalecer, y aunque parece que en primer lugar pudiera ser reprendido el descuido de gobernadores y presidentes de esta Audiencia, pienso, por lo que tengo experimentado, que han tenido una razonable disculpa porque aunque es así, que los presidentes de esta Audiencia han tenido la autoridad de prerrogativas que V. M. se ha servido concederles pero como de cualquier cosa que manda, si la persona o personas que han de obedecer no lo hacen con mucho gusto, tiene fácil recurso a la Audiencia, y aunque sobre esto están dadas todas aquellas providencias por las leyes que pueden facilitar la decisión, acontece que hoy la emulación de los oidores o el deseo de persuadir, que alcanza más, hacen contados los frutos; y como de las competencias que de aquí se siguen sean peores las consecuencias, es preciso a un presidente que es letrado subordinarse a las togas; y si en éstas hubiese aquella madurez y buen deseo de la pura administración de justicia, ningún desconsuelo quedará al presidente; pero muchas veces éste conoce y le consta que la senda es extraviada, y ha de tolerar la sin razón, porque tiene atadas las manos y si los antecesores han experimentado esto, lo podrán decir. Lo que yo puedo asegurar es que es inexplicable lo que yo he padecido. Por eso me parecería fuera conveniente que o el presidente tuviese una mano para contener a los oidores, o que los que hubiesen de venir a estas partes, donde la distancia les hace más animosos, fuesen hombres provectos y que hubiesen pasado un trieno en otra Audiencia, o se eligiesen de los abogados más expertos que hubiese en la monarquía; porque si vienen acabados de dejar los colegios, ni las letras son las que bastan para la práctica, ni la edad les concilia la madurez" (44). "Hacia mediados del siglo la mayor parte de los corregimientos de indios se hallan vacos, porque el más opulento de ellos apenas da de comer al que lo acepta. Por la misma razón se encuentran vacos los cargos de regidores, porque como estos oficios en sus principios tuviesen estimación, se apreciaban en subidos precios; pero hoy, que no hay persona que sólo apetezca el honor del oficio, no teniendo utilidad no hay quién los ponga, y todos, como queda dicho, están vacos... De donde se sigue estar mal gobernadas en un todo las cosas de la República •

La administración colonial

Así se expresaba en 1751 el oidor Berástegui, autor de la relación del virrey Eslava (45). Crítica de las reformas borbónicas A juzgar por el producto de las rentas durante las últimas décadas del virreinato, la gestión de los regentes no tuvo significativos resultados para mejorar la organización hacendaría. Tampoco los tuvo para rectificar los inveterados vicios de la administración -corrupción, lentitud, defraudación, abusos de autoridad, e t c pues invariablemente los virreyes de las últimas décadas del siglo XVIII denuncian las existencias de los mismos vicios y deficiencias. Los regentes, en cambio, como ocurrió en general con los intendentes, debilitaron la gestión de los virreyes dando lugar a colisiones de competencia y a dilución de la responsabilidad. A propósito anotaba Francisco Silvestre en su Descripción del Reino de Santa Fe de Bogotá: "Con las regencias y su instrucción, quedó reducida sólo al nombre o a un fantasma, la autoridad del virrey, que siempre conviene para seguridad de las Américas, que en la sustancia y el hecho represente la del soberano, respecto de su larga distancia; especialmente templada como sabiamente lo está, por nuestras sabias leyes municipales. Sin aquellos y con sólo el nombre de oidor decano, se ha hecho cerca de trescientos años lo mismo que podría hacerse con el regente, ahorrando el erario muchos y considerables sueldos que se han aumentado y son carga siempre de los pueblos" (46). El comentario del mismo funcionario sobre las intendencias contiene más o menos las mismas opiniones. Ellas serían indeferentes en orden a mejorar la administración colonial y no tendrían más resultado que el aumento de sueldos y gastos. Lo que importa y más se necesita, dice, es simplificar cuanto sea posible la administración de la Hacienda Real; velar sobre los que la administran y cuidar de que sean para ello los que se nombren. Aumentar sueldos a unos y reformar muchísimos, y formar y llenar de hombres hábiles el Tribunal de Cuentas con lo que sería inútil o no necesaria la Dirección General de Rentas Estancadas, y ahorrarse muchos sueldos; pues para todo puede alcanzar bien manejada y distribuida y mucho puede irse aumentando el Reino en sus minas y agricultura, haciendo trabajar la gente ociosa pero auxiliándola (47).

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Si no fueron positivos los resultados de la gestión de los regentes en el campo administrativo, en cambio sus efectos políticos fueron negativos. En una clara referencia a la gestión de Gutiérrez de Piñeres en la Nueva Granada, y posiblemente al movimiento de los Comuneros, Silvestre concreta más sus críticas: "Con el objeto de arreglar las rentas, fueron restableciéndose algunos ramos suprimidos, y aumentando excesivamente los empleos. Esta novedad y la demasiada autoridad que se tomaban éstos -los funcionarios de la Real Haciendafaltando al respeto a las justicias, cometiendo no pocas vejaciones y fraudes y aún desatendiendo sus quejas por suponerse que era odio a las rentas el tratar de contener los excesos de aquellos, comenzó a inquietar los ánimos. Como sus instrucciones eran secretas y sus facultades extraordinarias, sabiendo el señor Flórez aquí lo que sucedía al señor Guirior en Lima, con motivo de hacer presentes algunos inconvenientes que debían esperarse, no se resolvió a contradecir cosa alguna de cuanto le proponían los visitadores, sabiendo que éstos estaban sostenidos y seguían ciegamente las órdenes del Señor Gálvez. El recelo de ésto, que no dejaba de traslucirse, hacía decaer y aun despreciar la autoridad del virrey y engreía la de los visitadores y regentes, siendo lo peor que éstos mandaban y disponían cuando les parecía y era conforme con sus instrucciones; y saliendo las órdenes y providencias a nombre del virrey, en la mayor parte gravosas o considerándolas los pueblos tales, el odio público recaía sobre el inocente virrey, y los autores se resguardaban con su capa, y eran elogiados y temidos, considerándolos como unos redentores" (48). El mismo autor y sobre el mismo período, se expresa con la mayor dureza y en los términos más desfavorables de la administración del arzobispo virrey: "Los empleos fueron dándose en la mayor y principal parte, aumentándose la parcialidad y las hechuras, a todos los que adulaban y tenían conexiones con los jefes o sus directores. Se crearon nuevos empleos, y se aumentaron sueldos en algunos, no buscando hombres de talentos que supiesen desempeñarlos, sino en acomodar a los ahijados". Luego se refiere al "desorden" que reinaba en los despachos de la Audiencia, durante las administraciones del virrey Flórez y de Caballero y Góngora debido al cambio de los empleados y a la ineficiencia de los nuevos y al exceso de aranceles cobrados

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miento de las minas, sino también mejorar los servicios del Estado y la organización del sistema de rentas de la Hacienda Real, eliminando cargas y abandonando el sistema de los estancos o monopolios, con excepción de algunos de amplio interés social como el de la sal. Cabe observar que tanto Vargas como Nariño parten de la base de estar formulando planes para una colonia y no para un país independiente, pues ambos aceptan en el papel del Nuevo Reino como productor de materias primas y dejan a salvo los intereses de la metrópoli como tal. No se apartaban mucho de los planes formulados por los economistas españoles de la época y probablemente se inspiraba muy de cerca en ellos (51). "Yo no propongo, dice Nariño, que se establezcan fábricas o manufacturas que harían decaer el comercio nacional, y que perjudicarían en una colonia naciente, abundante en frutos y escasa en brazos; no me olvido que las riquezas de una colonia deben ser diferentes de las de la metrópoli, y que esta diferencia es la que debe entretener el comercio recíproco" (52). El plan de Nariño, que es el más explícito y el que posee más carácter administrativo, podría sintetizarse así: a) Supresión de los estancos de tabaco y aguardiente y conservación de la sal por razones de utilidad común; b) eliminación de alcabalas internas y sustitución de ellas por un impuesto directo de capitación, igual para toda la población, incluyendo la indígena; Nuevos planes al finalizar el siglo XVIII c) mejoramiento del sistema monetario, amoneLa preocupación por las cuestiones econó- dando el cobre y haciendo uso del papel moneda; micas y administrativas y la tendencia moderni- d) reformas judiciales, para hacer expedita la zadora que caracterizó a la España Borbónica, administración de justicia, creando la institución sobre todo durante los reinados de Carlos III y de los jueces de paz. de Carlos rv, tuvieron su eco en la Nueva GraEl de Vargas, verdadero estudio de connada, no sólo entre los virreyes y funcionarios junto en el sentido moderno, analiza el estado de la administración, sino también entre los crio- social, las condiciones demográficas, la geograllos ilustrados. Las ideas expuestas en la metró- fía del reino, los transportes y comunicaciones, poli por Campillo, Ward y otros consejeros de la educación y la tecnología agrícola y minera. la Corona encaminadas a fomentar la producción Si el Reino quiere salir del atraso en que se de bienes exportables en las colonias y a inten- halla postrado tiene que desarrollar una econosificar las importaciones y el comercio, encon- mía más integrada que atienda por igual a la traron su respuesta en similares preocupaciones agricultura, que todavía fuera de las tierras frías expuestas por Pedro Fermín de Vargas y Anto- no conoce el arado; la minería, que desconoce nio Nariño en verdaderos planes de reforma ins- la explotación de vetas por falta de maquinaria titucional y política del virreinato. El primero para el rompimiento de rocas y la construcción en sus Pensamientos Políticos y el segundo en de desagües; a las manufacturas que necesitan su Ensayo sobre un nuevo plan de administra- estímulos y sobre todo libertad para su comerción en el Nuevo Reino de Granada, insisten cio. Pero las medidas de fomento económico en que no sólo es necesario fomentar la produc- serían incompletas y no darían todos sus frutos ción de nuevos géneros exportables y el rendi- si no fueran acompañadas de la educación de

por escribanos y asesores "habiéndose visto con extraña pública, que hasta de una limosna que se pidiera al virrey, o una carta política, o familiar que se escribiese, se reducía a expediente, se mandaba correr vista fiscal y se cobraban derechos" (49). Comentando los intentos de Caballero y Góngora sobre mejoramiento de la explotación de las minas y la misión de D'Elhuyar, decía Mendinueta en 1803: "Persuadido de estas verdades, el arzobispo virrey impetró y obtuvo la benignidad del Rey que se destinasen a este Reino dos mineralogistas dotados por S. M. Vinieron con efecto, y don Juan José D'Elhuyar, que era el principal, pudo haber desempeñado la dirección de las minas del Reino y contribuir a sus progresos con la superioridad de sus luces y completa instrucción que poseía, según se me ha informado; pero en lugar de empleárselo en este objeto, que fue el de su venida, se le destinó al laboreo de las minas de plata de Mariquita por cuenta de la Real Hacienda, y esta empresa, al fin desgraciada y nunca conveniente, en lugar de animar a otros ha resfriado los deseos de algunos que alentados con la proporción de tener un buen director, hubieran quizás emprendido el beneficio de una mina de plata, o aspirado a mejorar el de las de oro" (50).

la administración colonial

sus habitantes, sobre todo del aprendizaje de las ciencias útiles, del aumento de la población a través de una política de puertas abiertas al inmigrante y del mejoramiento de su estado sanitario. El autor da gran importancia al desarrollo de las comunicaciones, que debería incluir la construcción de un canal interoceánico a través del Atrato y el San Juan, en el Chocó. Tales fueron las líneas dominantes de la

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administración pública en el período colonial de nuestra historia, particularmente en las décadas anteriores al movimiento emancipador. La República modificará sustancialmente algunos sectores institucionales, pero también será heredera de muchas de sus formas de gestión, de sus vicios y deficiencias, porque ninguna época histórica puede desprenderse totalmente de su inmediato pasado.

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Notas Sánchez Bella, op. cit.; Haring, op. cit., capítulo VI, 1. Las principales disposiciones legales sobre administrapágs. 94 y ss. ción colonial hasta Tines del siglo XVII se encuentran en la Recopilación de las Leyes Indias de 1688, Libro II, 9. Haring, op. cit., págs. 94 y ss.; Eugenia Lahmeyer Lobo, Títulos III y siguientes. Ed. facsimilar del Consejo de op. cit., págs. 144 y ss. la Hispanidad, 3 vote., Madrid, 1943. La bibliografía sobre la organización administrativa del Imperio español 10. Haring, págs. 280 y ss.; Ots, Instituciones de gobierno, americano no es muy abundante. Entre las obras de cacap. II, págs. 63 y ss. rácter general mencionamos las siguientes: C. H. Haring, The Spanish Empire in America, New York, 1963. Eu11. Sobre la residencia, ver Mariluz Urquijo, op. cit. También lalia Lahmeyer Lobo, Administracáo colonial luso-esHaring, op. cit., págs. 138 y ss. Ambos autores están de panhola mas Americas, Río de Janeiro, 1952. Jhon acuerdo sobre la dudosa efectividad de la residencia sobre Lynch, Administración colonial española, Buenos Aires, todo cuando se refería a funcionarios de alta categoría. 1967. Para el siglo XVIII, especialmente, José María La primera inspección hecha por nosotros en el Fondo Mariluz Urquijo, Ensayos sobre los juicios de ResidenResidencias del Archivo Histórico. Nacional (AHN), concia, Sevilla, 1952. Ernest Schaefer, El Consejo Real y firma esta opinión, en los juicios del virrey Villalonga y Supremo de Indias, 2 vote., Sevilla, 1935, 1947. Ismael de Messía de la Zerda, t. III, ff. 628 y ss. La residencia Sánchez Bella, La organización financiera de las Indias, del virrey Solís, estudiada por Ots Capdequi, parece que siglo XVI, Sevilla, 1968. Para el Nuevo Reino de Grafue más severa y efectiva. Se le condenó a reintegrar nada: José María Ots Capdequi. El Estado Español en algunas sumas gastadas y a las costas del juicio que ascenlas Indias, México, 1941. Instituciones del gobierno del Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII, Bogotá, dieron a 6.585 pesos. Ots, Instituciones de gobierno, 1956. Nuevos aspectos del siglo XVIII en América, Bopágs. 288 y ss. gotá, 1945. Eduardo Posada y Pedro María Ibáñez, Re12. Citado por Haring, op. cit., pág. 141. laciones de mando de los virreyes del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1910. Citaremos esta obra como Rela13. Haring, op. cit., págs. 138 y ss. En la residencia de ciones de mando o relaciones, únicamente. Messía de la Zerda, 12 testigos de Popayán, todos notables de la ciudad y la mayoría españoles, responden ge2. Las principales fuentes primarias para el estudio de la neralmente que "no saben nada" que "no les consta", que administración colonial en el Nuevo Reino de Granada "no han oído decir". AHN. Residencias, t. III, ff. y 628 se encuentran en numerosos fondos del Archivo Histórico ss. Nacional (AHN). Mencionamos los principales: virreyes, gobierno, residencias, empleados públicos, poblaciones, 14. La edición más conocida de las Relaciones de Mando, mejoras materiales, reales cédulas, Real Audiencia, viside Posada e Ibáñez, publicada en la Biblioteca de Historia tas, cabildos, Real Hacienda. En la bibliografía deben Nacional de la Academia Colombiana de Historia, Bogotenerse en cuenta los estudios citados de José María Ots tá, 1910, es deficiente por varios aspectos. Contiene transCapdequi, ricos en información y materiales, particularcripciones confusas y en la relación de Caballero y Gónmente para el siglo XVIII. gora, omite los cuadros estadísticos anexos. Para este último caso la mejor publicación es la incluida por José 3. Enrique Ortega Ricaurte, Libro de acuerdos de la Real Manuel Pérez Sarmiento, en su Biografía del arzobispo Audiencia del Nuevo Reino de Granada, 2 vol., Bogotá, virrey, Bogotá, 1951. El Banco de la República, publicó 1947, 1948. Del mismo autor Cabildos de Santa Fe de en 1952 una selección dirigida por Gabriel Giraldo JaraBogotá, Bogotá, 1957. millo, que incluye los temas económicos y agrega la relación del virrey Gil y Lemos (1789), que falta en la 4. C. H. Haring, The Spanish Empire in America, Ed. cit., edición de la Academia. Nuestras citaciones se refieren págs. 113, 114; Ots Capdequi, Instituciones de gobierno a la edición de Posada e Ibañez. del Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII, pág. 21. Citaremos esta obra como Instituciones de gobierno o 15. Ver José Mojica Silva, Relaciones de visitas coloniales, simplemente como Instituciones. Tunja, 1948. Útil para recuentos de población indígena, pero de poca utilidad para cuestiones administrativas. En 5. Relaciones de mando, ed. cit.; Ots Capdequi, Institucioel Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, nes de gobierno, págs. 60, 61, 87 y ss. Departamento de Historia de la Universidad Nacional, núm. I, Bogotá, 1963, se publicó la visita de Verdugo 6. Haring, op. cit., págs. 113 y ss. y Oquendo, al oriente del virreinato en 1755. En el Resguardo en el Nuevo Reino de Granada, de Margarita 7. OTS, Instilaciones de gobierno, págs. 126 y ss. Sobre González, Bogotá. 1970. se publicó la de Moreno y Eseste aspecto también se encuentran abundantes referencandón, al corregimiento de Tunja, en 1778. cias en Relaciones de mando. 8. La obra clásica sobre el Consejo de Indias sigue siendo la de Ernest Schaefer, ed. cit. Para la primera época.

16. Ahn. Visitas de Boyacá, t. IV y t. IX. Visitas de Cundinamarca, t. VII. Visitas de Santander, t. II.

La administración colonial 17. Ahn. Visitas de Boyacá, t. VIII, ff. 872r/903r. 18. Ots Capdequi, Instituciones de gobierno. Ed. cit.

191 32. Sobre la gestión administrativa de Mon y Velarde en Antioquia, ver Emilio Robledo, Bosquejo biográfico del oidor J. A. Mon y Velarde, visitador de Antioquia, Bogotá, 1954, 2 vols.

19. Ahn. Reales cédulas, t. X, ff. 673 ss.; OTS, Instituciones, 33. Relaciones, págs. 500-501 págs. 129 y ss. 34. Silvestre, Descripción, ed. cit., págs. 176 y ss. 20. Ots, op. cit., pág. 129. 35. Vicente Restrepo, Las minas de oro y plata de Colombia, 21. Ver el apéndice documental incluido al final de esta mo1952, pág. 194 nografía. 36. Ver Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el 22. Ots, Nuevos aspectos, págs. 27-28. Observaciones semesiglo XIX, Bogotá, 1966; Fray José Abel Salazar, Los jantes hacia el presidente Manso, hacía comienzos del estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de siglo XVIII V. Relaciones, pág. 12. Granada, Madrid, 1946. 23. Ots Capdequi, Instituciones, cap. IV. Para las calidades 37. Relaciones, págs. 525, 526, 528. personales que tuvieron los virreyes, gobernadores, oidores, etc., ver José María Restrepo Saenz, Biografía de 38. McGreevey, op. cit., págs. 19 y ss. los mandatarios y ministros de la Real Audiencia (1671 1819), Bogotá, 1952. 39. Sobre las intendencias en general, Lynch, op. cit., págs.. 51 y ss. Haring, op. cit., págs. 134 y ss.; 260 y ss. 24. Relaciones de mando, ed. cit., particularmente Manso, págs. 11-12, Ezpeleta, 315,316; Mendinueta, pág. 455. 40. Ots, Instituciones, pág. 76. 25. Relaciones, Solís, pág. 79. 26. Relaciones, págs. 449, 455. 27. Relaciones, pág. 448. 28. Harding. op. cit.. págs. 89 y ss.; Lynch, op. cit. Para la Nueva Granada no existe un estudio especializado sobre los resultados para este virreinato de la política borbónica. Algunos aspectos han sido estudiados por Ots Capdequi, en las obras ya citadas. Luis Ospina Vásquez, en su Industria y protección en Colombia, Bogotá, 1952, cap. I, analiza algunos aspectos de la política económica. También William Paul McGreevey en su Historia económica de Colombia (1845-1930), Londres, 1970, caps. II y III.

41. Las capitulaciones de Zipaquirá, núms. 16,35, así lo declaran directamente. 42. Restrepo, Saenz, op. cit., págs. 509 y ss. 43. Restrepo, Saenz, op. cit., págs. 509 y ss. 44. Relaciones, págs. 11-12. 45. Relaciones, pág. 12. 46. Silvestre, op. cit., pág. 102. 47. Silvestre, op. cit., pág. 103. 48. Silvestre, op. cit., págs. 103-104.

29. Relaciones, Caballero y Góngora, pág. 242; Francisco 49. Silvestre, op. cit., pág. 115 Silvestre, Descripción del Reino de Santa Fe de Bogotá, Bogotá, 1950. Será citado más adelante como Descrip- 50. Relaciones, págs. 500-501. ción. 51. Antonio Nariño, Ensayo sobre un nuevo plan de administración en el Nuevo Reino de Granada, en "Vida y escritos 30. Ver Jaime Jaramillo Uribe, Mestizaje y diferenciación del señor general Antonio Nariño", José María Vergara social en el Nuevo Reino de Granada, en Ensayos de y Vergara, Bogotá, 1945. Historia Social Colombiana, Bogotá, 1968. 52. Pedro Fermín de Vargas, Pensamientos políticos y memoria sobre la población en el Nuevo Reino de Granada, 31. Ospina Vásquez, op. cit.. págs. 38-55; McGreevey. op. Bogotá 1944. cit.. págs, 30 y ss.

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Bibliografía Obras de carácter general sobre la organización administrativa del imperio español americano. HARING, C. H.: The Spanish Empire in América, New York, 1963. LAHMEYER LOBO, EULALIA: Administracao Colonial Luso-espanhola mas amerícas, Río de Janeiro, 1952. LYNCH, JOHN: Administración colonial española, Buenos Aires, 1967. MARILUZ URQUIJO, JOSÉ MARÍA: Ensayos sobre los juicios de Residencia, Sevilla, 1952. SCHAEFER, ERNEST: El Consejo Real y Supremo de Indias, 2 vols., Sevilla, 1935, 1947. SANCHEZBELLA, ISMAEL: La organización financiera de las Indias, sigloXVI, Sevilla, 1968. OTS CAPDEQUI, JOSÉ MARÍA: El Estado español en las Indias, México, 1941. Instituciones de gobierno del Nuevo Reino de Granada en siglo XVIII, Bogotá, 1956. : Nuevos aspectos del siglo XVIII en América, Bogotá, 1945. POSADA, EDUARDO e IBÁÑEZ, PEDRO MARÍA: Relaciones de mando de los Virreyes del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1910. Además de los aludidos en el ensayo, es importante tener en cuenta los estudios citados por JOSÉ MARÍA OTS CAPDEQUI, ricos en información y materiales, particularmente para el siglo XVIII.

Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740)

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Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740) Germán Colmenares manifestaciones más obvias debían ser estudiadas por sí mismas. La expresión filosófica de este tipo de metodología se encuentra cabalmente expresada en el idealismo alemán. Sus trazas pueden seguirse desde las manifestacioConsideraciones metodológicas nes más teóricas (Hegel o Fichte) hasta las elaa primera y gran tentación de los historiado- boraciones historiográficas alemanas del siglo res ha sido la interpretación de la vida del XIX (Niehbur, Ranke, etc.). Estado. Pero este tipo de empresa ha tenido El siguiente paso, derivado de tomar la siempre un doble riesgo. Por un lado, su aparien- vida del Estado como punto de partida, consistía cia de facilidad en la descripción de una activi- en que, una vez construido el armazón de los dad notoria. Esta descripción era posible me- hechos políticos o de las instituciones, debía diante la concatenación de hechos a los que la buscarse un sentido oculto, una significación, historiografía idealista atribuía un sentido, una que se traducía en un concepto clave. Este conintención, aun si se desdeñaba el problema de cepto, que podía ser una generalidad o un unisus conexiones causales. La centralización de versal llamado "despotismo", "democracia", la fuente de donde emanaban tales hechos, la etc., debía informar de una manera coherente posibilidad de referirlos a un sujeto identificable períodos enteros y toda la actividad humana y, sobre todo la posibilidad de reconstuirlos a inscrita en ellos. partir de un vasto y minucioso depósito de tesEl gran aporte de la metodología marxista timonios, hacían de la historia política el marco ha consistido en señalar un punto de partida más obvio de referencia para encuadrar una vaga diferente y en identificar este punto de partida noción del pasado en una sucesión cronológica como una totalidad concreta. No existe una sigrigurosa. El espesor temporal se poblaba así de nificación aislada para la vida del Estado, para hitos de referencia objetivos y lo suficiente- la política. Su existencia y su forma misma están mente abstractos como para cobijar -dentro de determinadas por un movimiento dialéctico que su generalidad- una referencia tácita a todas las no es inmanente sino que se apoya en una serie actividades humanas. de instancias complejas y que totalizan las relaEl otro riesgo consistía en señalar como ciones sociales, sus expresiones ideológicas, sus punto de partida lo que no podía ser sino un conflictos, etc., a partir de un modo de producpunto de llegada. Se pretendía la existencia de ción históricamente determinado. Veamos un ejemplo concreto de la vida una significación aislada para la vida del Estado, para la política, o un desarrollo inmanente cuyas política de la historiografía tradicional.

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Para una tipología del funcionario español del Siglo XVIII La imagen usual suele ser la del oidor orgulloso y envanecido, pronto a maltratar de palabra o de obra a los naturales del país. La fórmula consagrada de los levantamientos del siglo XVIII, "Viva el Rey, muera el mal gobierno", debía apuntar a los funcionarios de la Audiencia, encerrados en su tribunal y sin ningún contacto con los clamores y las necesidades de los subditos. Oscuro tribunal y oscuros asuntos los que se decidían en él. La pintura usual de los oidores y escribanos de cámara los describe con desprecio, como rábulas y hombres dados a procedimientos administrativos tenebrosos, capaces de liar a un subdito y reducirlo a un oscuro calabozo en Cartagena por el sólo hecho de impetrar justicia. Esta es, al menos, la imagen que popularizó la propaganda republicana de quienes sucedieron precisamente a esos funcionarios en el poder. Se trata de un cuadro impresionista, recargado de tintas negras como un grabado de Daumier, en el que las rutinas burocráticas contrastaban con la luz de las nuevas ideas. La realidad no es tan recargada. Como frente a cualquier otra interpretación maniquea, la verdad histórica debe reinterpretar estos datos y colocarlos en una perspectiva diferente. Ante todo porque son datos que se refieren a la tradición republicana y de ningún modo a la administración colonial española. Y mucho menos a las personas reales de los funcionarios. Estos estaban ya limitados por sus funciones. Pero mucho más todavía por un contexto de relaciones concretas con un medio que, originalmente, les era extraño y hasta cierto punto hostil. Hasta ahora se ha insistido suficientemente en la naturaleza ideal de las funciones de estos personajes. La Audiencia, las cajas reales o las escribanías poseían el carácter tradicional de una burocracia que se manejaba por la intangibilidad de los precedentes y en ésto no se diferenciaban de las prácticas de cualquier Imperio, antiguo o contemporáneo. Se ocupaban de asuntos de justicia, de finanzas, de administración en un sentido más bien restringido, pero la expectativa fundada en tales instituciones consistía primordialmente en la defensa de los intereses del Rey. Del Rey como árbitro de la justicia, del Rey como depositario de la defensa de la fe, pero de una manera mucho más inmediata,

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del Rey como poseedor de un erario. Todas éstas eran funciones ideales, situadas en un contexto ideológico. ¿Pero qué respecto a la actuación de un conjunto de personas que poseían unos antecedentes de educación, de servicio dentro de los rangos de una burocracia imperial, que estaban situadas en alguna parte del espectro social y que, en su fuero interno, esperaban un avance en su carrera? En otras palabras, ¿qué puede decirse de la significación social de estas gentes, al margen de su significación institucional? Dividir, como se ha hecho hasta ahora, la sociedad en razón de este tipo de funciones, por un lado, y por otro en razón de una pertenencia a estratos sociales y castas, resulta artificial. Establecer un enfrentamiento sin matices entre quienes representaban los intereses reales, funcionarios "españoles" y los criollos, que presuntamente no se identificaban con estos intereses, es falso. O pensar que los intereses del Rey de España eran ajenos a todo el cuerpo social significa desconocer la función de la ideología dentro del régimen colonial o suponer que se la desafió siempre, cuando en realidad sólo en el momento de la ruptura política se echó mano a una nueva ideología justificativa. Esto lleva a plantear otro problema, a saber, qué tipo de lealtades unían a la sociedad criolla con la monarquía española y, más concretamente, qué ventajas se esperaban de ésta. En teoría, la fidelidad al soberano se daba como una relación natural de subordinación. En la práctica existían expectativas muy concretas de gracias y mercedes que actuaban en el plano social y económico de manera evidente, aun cuando sus relaciones con lo político deban ser exploradas con mayor detenimiento. Ninguno de estos problemas encuentra una respuesta que no sea una mera hipótesis provisora en el espectro institucional, en donde se han discutido siempre. Se ha creído discernir, por ejemplo, una discriminación de los criollos en los puestos de responsabilidad, creencia que ha perdido mucho peso con estudios detallados sobre la participación de este estamento en audiencias, cajas reales, corregimientos, alcaldías mayores y, naturalmente, cabildos eclesiásticos y seculares, para no hablar de sitios en donde debía ejercerse una influencia soterrada, los conventos. Estos estudios, junto con los que se realizan en el dominio de la economía y de la sociedad.

Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740)

debieran conducir a reformular tesis muy generales con respecto a la naturaleza de la sociedad colonial. Porque lo cierto es que si nuestras nociones de detalles son más exactas, ocurre que seguimos formulándolas en un contexto inadecuado de definiciones generales. Quienes realizan investigaciones especializadas de historia económica presumen que el marco político que se ha concebido tradicionalmente es correcto. A la inversa, quienes formulan el problema de la estructura política de las colonias españolas no parecen tener demasiado en cuenta una realidad económica y social que pueda servirle de fundamento. Y entre estos dos tipos de estudio lo específicamente social se pierde, para quedar reducido a una vaga idea, más o menos convencional, de descripciones efectistas. Perspectivas sobre el siglo XVIII Empero, el siglo XVIII impone una reflexión política. Es decir, un punto de vista privilegiado del análisis y una manera peculiar de abordarlo. No se trata de afirmar que la realidad histórica del siglo XVIII sea más política o que en el siglo anterior los temas económicos revistan más interés. En ambos casos se trataría de una opción metodológica, de una manera de abordar los problemas por parte del historiador. Se dirá que esta preferencia tiene todo el aspecto de ser puramente subjetiva. No es en modo alguno así. Aunque se trata, siempre, de una misma realidad global, en la que los fenómenos sociales, económicos y políticos se articulan indisolublemente, la manera de articularse es cada vez diferente. Bien es cierto que el historiador puede verse constreñido en muchos casos por la relativa abundancia de fuentes de un cierto tipo. Pero la abundancia o escasez de fuentes no es el resultado de un puro azar. El nivel en que se dan contradicciones y conflictos puede ser diferente. Ni tampoco es el mismo nivel de conciencia que alcanzan. Ahora bien, el siglo XVIII manifiesta explícitamente conflictos que antes sólo existieron de manera larvada. Hasta el punto de que, en las postrimerías del siglo, alcanzan una formulación tan precisa que ningún análisis puede soslayarlas. El análisis del fenómeno político colonial comporta tres niveles. Uno, el más general, se refiere a las políticas que se gestaban en la metrópoli. Como se sabe, su aplicación a cada fragmento del Imperio operaba a través del Con-

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sejo de Indias. En un análisis político esta institución no puede verse, como hasta ahora, en forma estática, a través de sus privilegios o de su funcionamiento, descrito en una forma más o menos mecánica. Tampoco fue, dentro del aparato del Estado colonial, un mero instrumento pasivo del soberano. Por eso el Supremo Consejo debe contemplarse más bien en sus prácticas cotidianas, en sus formulaciones y en sus incertidumbres y vacilaciones o en ciertos tics que se repiten una y otra vez y que nada tienen que ver con su esquema jurídico-institucional. Es claro que detrás de todos estos fenómenos hay un transfondo ideológico mucho más amplio, rituales jurídicos complejos y concepciones doctrínales que se traducen en reglas operantes sobre la organización administrativa, la calidad y la actuación de los funcionarios, los problemas relativos a la Real Hacienda, la solución de conflictos de intereses entre particulares y de éstos con el Estado, los asuntos relativos al Real Patronato y hasta las costumbres y las creencias. Pero el asunto propiamente histórico -si ha de delimitarse un objeto para la historia política- consiste en el análisis de la manera concreta como la institución hace operantes tales reglas, para designarla de algún modo, humanamente, y la manera como esas reglas se relativizan por presiones o influencias sobre la institución. Una historia institucional y hasta una historia de las ideas podrían muy bien detectar variaciones en el acervo doctrinal e ideológico. O señalar el proceso de su acumulación y de su destrucción. Pero se sabe muy bien que este tipo de formulaciones nuevas suele ir a la zaga de prácticas consagradas y de rutinas administrativas bien probadas. El peso de éstas era tan grande que la audacia o la imaginación políticas, consignadas en propuestas que los funcionarios de rango inferior elevaban a la consideración del Consejo, no merecían sino algún comentario displicente. Cuando se iba más allá, la censura era fulminante. En otra instancia de poder el fenómeno político colonial se desenvuelve en el ámbito de los organismos superiores de gobierno en ultramar: presidente, oidores, fiscal, es decir, la Audiencia, virreyes, capitanes generales, visitadores, gobernadores oficiales reales, etc. Sobre esta instancia ya se ha señalado cómo debe situarse a sus funcionarios en un contexto

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social, haciendo abstracción de sus funciones ideales, para comprender la verdadera naturaleza de sus actuaciones. Finalmente, existe un nivel menos estudiado y mucho más problemático: el de las instancias puramente locales de poder, el de un equilibrio perpetuamente inestable entre las exigencias de la Corona y una manera de reconocimiento a la influencia no institucionalizada de las oligarquías locales. Conviene distinguir entre los criollos que estaban más cerca de las instancias superiores, aunque en posiciones subordinadas, y ocasionalmente se integraban en ellas y crecían a su sombra: fiscales y funcionarios menores de la Audiencia (porteros, escribanos, etc.), empleados en las cajas reales y de la Casa de Moneda, etc. Este nivel -que estaba integrado socialmente a las instancias locales del poder- se nutría en el mismo contexto ideológico que las instancias más altas, de las cuales se derivaba. Otros criollos hacían parte de instancias de poder puramente locales. En éstas el reconocimiento social era más significativo que la sanción institucional. A este nivel, historia política e historia social se confunden. El avance social (de una familia entera) y el éxito económico se veían refrendados por nombramientos honoríficos, como una manera de reconocimiento del poder que ya se poseía. Aunque este nivel se bañara en el mismo contexto ideológico que los anteriores, era mucho más susceptible de originar conflictos debido a su carácter informal. El reconocimiento de las preeminencias del nacimiento y la riqueza eran, como las instancias jurídicopolíticas, parte del orden social. Pero su desarrollo era en mucha medida imprevisible. Favorecido por un orden social abstracto, debía ser controlado políticamente o encauzado mediante una participación formal en instituciones menores como el cabildo. Normalmente se esperaba que fuera un elemento de cohesión pero podía generar desajustes súbitos en circunstancias excepcionales. Los dos primeros decenios del siglo XVIII, por ejemplo, en los que tuvo lugar la guerra de sucesión española y que culminaron con una reorganización a fondo de la administración del Nuevo Reino de Granada con la creación de un virreinato, presentan rasgos confusos y contradictorios pero también una ocasión muy favorable para estudiar los factores que intervenían en un conflicto durante la época colonial.

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Conflictos a través de un texto colonial En un apéndice de la Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada (1), José Manuel Groot reproduce un curioso documento llamado "Las brujas", el cual se supone ser una "carta de Felipe Nogales, escrita desde Tolú a Therencia del Carrizo, residente en Cajamarca". El escrito, fechado el 12 de febrero de 1716, tiene como tema central la deposición del presidente Francisco de Meneses Bravo de Saravia, ocurrida el 15 de septiembre de 1715. Es un panfleto político virulento contra dos oidores y algunos criollos que conspiraron contra el presidente. Se menciona al oidor Juan de Aramburo como "Juan Largo", el oidor Mateo Yepes y de la Cuadra como "Trafalmejas", el fiscal de la Audiencia, el criollo Manuel Zapata como "Cagajón de parda leche" o "Manuelillo", el teniente general del Reino, Juan de Cárdenas Barajas, como "Secula seculorum". Denuncia particularmente la extendida parentela del fiscal, todos pertenecientes a la familia Flórez y descendientes del escribano de cámara de la Audiencia, don Juan Flórez de Ocariz. Se menciona también a otros personajes menores, meros instrumentos en la conspiración, como Diego López y un mestizo de apellido Burgos. El corresponsal, una bruja que dice haber volado a Madrid por arte de magia, relata las reacciones de los consejeros de Indias al recibir las noticias de la deposición del presidente, un día de enero de 1716. La acción se traslada después a un aquelarre de brujas en las llanuras del Prado, en donde cada uno de los personajes comprometidos en la rebelión es objeto de burlas rimadas. La forma y la composición barroca del escrito sugieren, junto con las alusiones a la Corte, que su autor pudo ser un español. La profunda inquina contra los Flórez y un elogio improcedente al contador Francisco López de Olivares "...ajado, deshonrado y perseguido, siendo el ministro más fiel que en estas partes ha tenido su majestad", señalarían como autor al mismo contador. Este pertenecía al círculo del oidor Luis Antonio de Losada y de su mujer, doña Teresa de Cabrera, a quienes Yepes y Aramburo acusaban en octubre de 1716 (2) de participar en "conferencias" y celebrar coplas y papeles contra ellos. Losada, oidor decano de la Audiencia, no había participado en el golpe contra Meneses y se había mantenido alejado en Mariquita, cuidando de sus achaques. A su

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regreso había hecho reproches a sus colegas y había comenzado a reunirse con todos aquellos que manifestaban una queja contra los dos oidores. En este círculo figuraban, además del contador López de Olivares, los cuñados del oidor, hijos del presidente Gil de Cabrera; don Nicolás de Santa María, de quien decían haber privado de un corregimiento; don Antonio de Berrío, criollo prominente que había renunciado a su oficio de regidor; don Juan de Ricaurte, hijo del antiguo tesorero de la Casa de Moneda, hermano del actual y el mismo oidor en Quito, resentido a causa del pleito con su hermano sobre la sucesión de la moneda; don Pedro de Laiseca y Alvarado, español, sobrino de un inquisidor, que en los momentos de los disturbios se había puesto francamente de lado del presidente (3) siendo alguacil mayor del Santo Oficio, estaba emparentado a criollos prominentes por su matrimonio con doña Petronila Fajardo (4). López de Olivares había sido comerciante en el Perú durante treinta años y se había instalado como contador del tribunal de cuentas en julio de 1706, cargo que ocupó hasta su muerte en 1727. En su largo ejercicio el contador se mostró excesivamente celoso, haciendo tantas denuncias ante el Consejo de Indias que acabaron por ser desestimadas como ligerezas de un funcionario pugnaz y enconado. Este encono tenía motivos, particularmente con la familia de los Flórez. En 1710 el fiscal Manuel Antonio Zapata y Flórez le había iniciado un pleito por haber conducido mercancías de contrabando en 1692. El mismo año, el contador José Flórez de Acuña había querido probar su incompetencia y había logrado que el presidente Diego de Córdoba le prohibiera fenecer las cuentas. Olivares replicaba que era notorio que el presidente ni siquiera sabía leer y escribir y que el contador Flórez quebrantaba la Real Hacienda. Como en el panfleto de las "Brujas", mencionaba que la familia Flórez ocupaba todas las dignidades: don José Flórez, contador; don Martín Flórez, escribano y relator de la Audiencia; don Nicolás Flórez, chantre de la catedral; don Jacinto Flórez, canónigo; don Manuel Zapata y Flórez, sobrino de los anteriores, fiscal de la Audiencia; don Tomás Flórez, alguacil mayor de la Caja Real y don Melchor de Figueroa y Vargas, el tesorero de la Caja, cuñado del fiscal. En 1717 escribía sobre "... esta dilatada familia de los Flórez que abrasa todos los tribunales y cabildos" y los acusaba de atraer a presidentes y

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oidores o de perderlos y amedrentarlos. Es el mismo argumento de las Brujas. "... el temple de Santa Fe ha sido, es y será flores; los Flórez la ajustan a su temple y quien no se ajusta al temple de los Flórez y los contenta, anda destemplado; son sus mañas y ardides tan extraños y tan eficaces, que de ellos dependen las audiencias, los tribunales, los juzgados, las rentas reales, lo eclesiástico, lo secular, las monjas; y aún los regulares exentos no están exentos de Flórez..." (5). Sin mucho sentido crítico José Manuel Groot se apoya en este panfleto, obviamente parcial, en su relato de la conspiración. El blanco de los reproches de Groot son los oidores, a quienes atribuye una conducta arbitraria en todo momento. No para mientes en que el panfleto mismo acusa a Meneses de ladrón o de que sus ataques más feroces están dirigidos a una familia criolla y a un funcionario criollo. Su único interés reside en mostrar una imagen siniestra y sin matices de los oidores. Obviamente, muchos detalles del escrito son inexactos o falsos, pues su intención era la de un ataque político y muy posiblemente personal. Pero posee otro tipo de verdad. El autor conocía sin duda todos los intríngulis del juego político y administrativo. Estaba familiarizado además con la sicología de los personajes, con sus maneras y hasta con sus tics peculiares. A Zapata, que tenía entonces 34 años y era fiscal desde los 30, lo describe como un abogadillo ambicioso, que trepaba en el andamiaje administrativo apoyado en su vasta parentela. No se le escapa el aspecto enfermizo que debía tener el fiscal (murió a los 39 años, en Madrid) y lo apoda "cagajón de parda leche". La descripción de los Flórez, cuyo antepasado dominaba los vericuetos genealógicos de Santa Fe, es un testimonio de la aparición temprana de un tipo social, la del criollo que medraba en las antesalas del poder y cuya especie todavía hoy es reconocible: "... ellos, con risitas afectadas, cortesías fingidas, con promesas sin sustancia, con agachaduras y comedimientos ridículos, pretenden engañar a los simples...". El panfleto es uno de esos raros testimonios que iluminan la cara oculta de un acontecer político, consignado en documentos de intención burocrática. Aunque los hechos de la deposición de Meneses pueden ser reconstruidos plausiblemente, siempre se echa de menos una cierta

198 dimensión -familiar en acontecimientos posteriores- en los conflictos que agitaban a la temprana sociedad colonial. No es cuestión de reconstruir literalmente el conflicto sobre la base de un documento parecido. Sino de darse cuenta del manejo de una "opinión pública" a través de la única herramienta entonces disponible: el escrito anónimo, panfleto, copla o pasquín. Aunque la realidad de una "opinión pública" no existiera como factor político, el anónimo procuraba una cierto eficacia y una sensación de fuerza. Nacido del resentimiento personal, un panfleto como el de "las Brujas" tenía también una intención política. En parte, la de amedrantar a los personajes que se habían alzado con el poder. El documento contiene amenazas más o menos embozadas de destitución para los funcionarios que se atrevieron a deponer al representante del Rey. Se buscaba también escarnecer o, como se decía entonces "deshonrar". El uso de coplas sonoras está destinado a popularizar el escarnio y la deshonra. Improperios como el de "tirano", "ladrón", "borracho" o "lúbrico" debían más tarde correr de boca en boca en la pequeña aldea despojando a los aludidos del prestigio de su cargo o de la gravedad de su aspecto. Y desvelando de paso, a los ojos del pueblo, la interioridad de unas relaciones de poder en sus aspectos más venales. Política y sociedad: la deposición de Meneses El 25 de septiembre de 1715, dos oidores depusieron al presidente en ejercicio, don Francisco de Meneses Bravo de Saravia. Los dos oidores, Vicente de Aramburo y Mateo de Yepes, se habían retirado el día anterior al convento de San Agustín en donde, contra todos los precedentes, celebraron Real Acuerdo y enviaron mensajes quejosos al presidente. Estas novedades lograron reunir bastante gente, excitada sin duda por los conjurados mismos. En la noche del 24, la plaza mayor estaba "repleta" y el capitán Juan de Herrera Osorio a duras penas lograba contener el alboroto popular de unas mil personas. El Cabildo de Santa Fe y otros personajes intervinieron para mediar entre los funcionarios en pugna y lograron aplacarlos. El 25, presidente y oidores se reunieron a puerta cerrada en la sala de la Audiencia, en donde se les oyó discutir con violencia. En un momento

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dramático los oidores llamaron en auxilio del Rey y, previamente complotados sin duda, hicieron que el anciano teniente general del Reino, Juan de Cárdenas Barajas, prendiera al presidente. Este fue enviado a Cartagena con una escolta de voluntarios compuesta por pequeños comerciantes y propietarios (6). Aunque los conjurados se hubieran preocupado por hacer aparecer el incidente como una rebelión popular, toda la excitación del 24 de septiembre no lograba ocultar la premeditación del golpe. El teniente general no sólo estaba casado con una hija del contador José Flórez de Acuña, sino que había asistido a varias reuniones en casa de su pariente el fiscal Zapata, tanto en Santa Fe como en una estancia de Tunjuelo. Los motivos de los conjurados aparecen claramente también en la carrera del presidente, a quien se atribuía un genio irascible, mucha avidez y cierta afición al alcohol. Francisco de Meneses había sido corregidor en Riobamba, Audiencia de Quito, en donde había nacido. Allí dejó deudas por más de 39 mil pesos y pasó a España en donde obtuvo la presidencia de la Nueva Granada en 1707 (7). Quiso regresar inmediatamente a las Indias y pidió licencia para embarcarse en Francia. En París firmó una escritura a favor del asiento de negros (Real Compañía de Santo Domingo) por 1.700 libras con el objeto de: ..."Seguir y conseguir sus pretensiones, como para poderse obviar salir de aquel Reino y transportarse a éstos a la posesión de dicho empleo..." (8). Los tratos entre un alto funcionario colonial, precisamente aquel bajo cuya jurisdicción caía la principal factoría del asiento, y quienes gozaban del monopolio negrero merced a la accesión al trono español de un nieto de Luis XIV, sugieren, en parte al menos, una explicación del contrabando que acompañó estos asientos y de actitud complaciente de las autoridades. En 1710 el Consejo de Indias ordenó que todos los funcionarios que estaban por embarcarse en Francia para las Indias, retornaran inmediatamente a España. Meneses regresó y se radicó en Victoria desde donde escribía al Consejo de Indias las mayores necesidades. Como la "futura" del cargo se había dado al marqués de San Miguel de la Vega, Meneses temía que éste se le adelantara en la posesión y él tuviera que esperar nueve años más, con grave que-

Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740)

branto de su hacienda o, mejor, la de sus acreedores. Con todas sus deudas a cuestas y el compromiso tácito de hacer rendir su gobierno lo suficiente para pagarlas, Meneses llegó a Cartagena a fines de 1711. Allí tuvo que dejar en prenda nada menos que sus títulos y despachos para aplacar al factor del asiento francés y sólo pudo desempeñarlos con el auxilio de dos comerciantes españoles. Uno de ellos era don José Prieto de Salazar, yerno del tesorero de la Casa de la Moneda. En el curso de los tres años siguientes Meneses se las arregló para pagar a la compañía de negreros franceses 44 mil pesos y quedó adeudándoles menos de seis mil. ¿Qué había hecho el presidente para pagar una suma que representaba la totalidad de su sueldo de más de cinco años? El presidente, usando de su investidura, había recibido regalos o hecho empréstitos por varias cantidades que nunca llegó a pagar. También tenía mercancías en su poder, tomadas a crédito en Cartagena. A su caída, comerciantes y algunos notables de Santa Fe iniciaron un concurso de acreedores sobre sus bienes. Pero estas actividades —más o menos lícitas- no debían constituir el grueso de sus operaciones. El carácter del verdadero origen de sus pagos está sugerido por testimonios contradictorios de los notables de Santa Fe. El 13 de marzo de 1713 los vecinos principales, terratenientes, comerciantes y algunos funcionarios menores de la Audiencia, escribían para dar las gracias, "...Por el beneficio que hemos recibido y todo este reino en la provisión de don Francisco Meneses Bravo de Saravia por presidente..." (9). Apenas dos meses más tarde el cabildo de la ciudad se quejaba amargamente del presidente por presionarlo en sus elecciones e intervenir, mediante un testaferro, en el abasto de carnes de la ciudad. Y agregaban: "... No hay empleo mayor ni menor que no se dé debajo de la contribución, sin reparar en los sujetos...". Al parecer, el presidente jugaba a la política de favorecer abiertamente las pretensiones de algunos propietarios en desmedro de concesionarios y arrendatarios de rentas y de recibir participación en algunas operaciones no muy claras (10). En algún momento los oidores que lo depusieron calificaban su gobierno de confusión ba-

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bilónica (11). Las relaciones de los oidores con Meneses habían sido francamente malas desde el comienzo. Apenas unos meses después de su posesión, el presidente se quejaba del oidor más antiguo, Domingo de la Rocha, "... por sus violentos impulsos y estregadas operaciones". De Aramburo, que hacía 20 meses ejercía una comisión en los distritos mineros del Cauca, insinuaba que se demoraba en su comisión a causa de las utilidades que debía reportarle la riqueza de las minas (12). Además de la situación personal del presidente, debida a su carácter y a la urgencia de satisfacer acreedores exigentes, en el incidente de su caída jugaron una serie de circunstancias características, de enemistades contraídas de antiguo y de facciones propiciadas por la pugna entre presidente y oidores. Como se ha dicho, a la casa y estancia del fiscal Manuel Antonio Zapata y Flórez solían ocurrir amigos y parientes días antes del golpe. Cuando en 1713 Tomás Flórez de Acuña había pedido para su hijo la sucesión de un puesto de alguacil que él mismo había recibido de su padre, el fiscal del Consejo de Indias era de parecer que se le negara por cuanto esta familia ocupaba puestos en los tribunales, en la Iglesia y en los conventos, con lo cual extendía su influencia por todas partes (13). Ya se ha visto cómo la enemistad personal del contador López de Olivares se había encargado de llamar la atención del Consejo sobre el nepotismo de los Flórez y sobre su influencia con los funcionarios españoles. En el caso de Meneses la familia jugó un papel muy importante a través del fiscal y del teniente general del Reino que, aunque español, estaba casado con una hija de José Flórez de Acuña. El organizador del virreinato, Pedroza y Guerrero, quien conocía a la familia de antiguo, le atribuyó gran parte de la responsabilidad en la deposición del presidente y por eso condenó a Martín Jerónimo Flórez, el escribano relator de la Audiencia, a cuatro años de prisión, uno de destierro, venta de sus bienes y pérdida de su cargo. Sus hijos perdieron también sus situaciones (14) y el fiscal murió preso en Madrid, dos años después de su detención (15). El círculo del oidor Losada obtuvo aquí plena satisfacción. Que no duró mucho, sin embargo. El mismo Pedroza y Guerrero se interesó en la administración de las cajas reales y encontró que los dineros procedentes de composición de tierras, a cargo del oidor Losada, andaban

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extraviados en manos de subdelegados. Estos subdelegados, amigos y compadres del oidor, rara vez dieron cuentas de los dineros recaudados. Losada, viejo y enfermo no pudo responder por estos subdelegados que fueron a parar a la cárcel, incluido el gobernador de Antioquia quien, según Pedroza, hizo fuga vergonzosa. Según averiguaciones efectuadas en Cartago y Anserma, el subdelegado don Ignacio Fernández de Bentosa había recibido por concepto de composiciones 2.795 pesos de plata, de los cuales no había remitido a Losada sino 1.375. Un amigo del subdelegado le escribía en mayo de 1718 (16), reprochándole amistosamente permanecer en esos "desiertos" en donde sólo podía cosechar contratiempos. Le decía: "... tengo por bien merecido cuanto a V. Merced le sucede en esos territorios, pues en ellos sólo por destierro se puede vivir...". Y le aconsejaba: "... moderarse en hablar, porque en tierras cortas todos son chismes y procuran con ellas gratificarse los jueces y éstos, justo o injusto, pueden lo que quieren, y así, valerse de la prudencia y juicio que Dios le dió, procurando granjearse amigos y dineros, porque lo demás no sirve". Esta misma nota del cinismo tranquilo y experimentado se traduce en la correspondencia de Losada y su subdelegado. Este pretendía en 1717 nada menos que un puesto de tesorero o de teniente de Citará, a lo que el oidor daba largas con vagas promesas. La muerte del oidor, ocurrida en el Espinal el 2 de julio de 1719, lo libró de la cárcel, aunque no de que su sueldo fuera embargado. El contexto de la política imperial y la creación del virreinato de la Nueva Granada Sobre la actuación de la sociedad criolla en el golpe a Meneses los juicios estuvieron divididos entre sus sucesores, encargados de poner en orden la administración de la Nueva Granada. El oidor Antonio de Cobián, quien llegó apenas medio año después de estos sucesos (en enero de 1716) procedió como si todo el mundo estuviera implicado. Desterró a los oidores a más de 20 leguas de Santa Fe, procedió contra el Cabildo de Santa Fe, contra los ministros subalternos de la Audiencia, contra el teniente general don Juan de Cárdenas y contra algunos

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personajes menores, comerciantes y propietarios. El oidor aspiraba al menos a que la causa no se convirtiera en algún enredo inextrincable como (él mismo lo decía) había ocurrido con muchas otras en Indias. El organizador del virreinato, Antonio de la Pedroza y Guerrero, se inclinaba en cambio a culpabilizar a los Flórez y a su allegados. Pedroza había sido protector de indios bajo la presidencia de Gil de Cabrera y Dávalos, quien le había asignado una renta en pueblos de indios. Esto debió ponerlo en conflicto con el círculo de los encomenderos. Al primer virrey, Jorge de Villalonga, los habitantes de la Nueva Granada le parecían, al contrario, muy sumisos y no creía que hubieran participado en el golpe (17). La rivalidad entre estos dos funcionarios es uno de esos capítulos frecuentes en la historia colonial. Al margen de un trasfondo sicológico, de choque de dos personalidades opuestas en todo sentido, los roces se originaban no sólo en la actitud de cada uno frente a la sociedad criolla sino que se desarrollaron en medio de cambios políticos importantes trazados por una nueva dinastía para esta región del Imperio. La paz de 1713 había traído consigo concesiones a los ingleses, entre otras el monopolio del tráfico negrero que en los próximos treinta años ejercería la South Sea Company. Esta concesión tenía por objeto legalizar una situación de hecho, el contrabando que los ingleses operaban desde Jamaica. Según un contemporáneo, "... se consiguió una ventaja: la de ascender a contrabandistas de formas más o menos aceptables las numerosas hordas de piratas que, con nombre de filibusteros y bucaneros infestaban aquellas regiones, y la de acrecentar el expolio de España con un carácter legal" (18). Por esta razón, a partir de 1716, la política concebida para la Nueva Granada gravitaría con más fuerza sobre su carácter de posesión con acceso al Caribe. España tenía que protegerse contra su nueva aliada que, aunque lícitamente podría conducir en adelante -además de esclavos- un navio anual de mercancías a las Indias españolas (navio de permisión) nada aseguraba que no siguiera inundando de contrabando los mercados coloniales. Aunque ya desde 1717 Pedroza y Guerrero venía con el encargo de crear el virreinato y en sus credenciales se le designaba como virrey (19), las noticias sobre la erección llegaron a Carta-

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gena apenas en septiembre de 1719. Los cartageneros se apresuraron a representar las conveniencias de que la cabeza del virreinato funcionara en esa ciudad. Sus argumentos se ajustaban a las preocupaciones de la Corona en ese momento. El Cabildo de Cartagena intuía correctamente que la creación del virreinato tendría como eje el Caribe por necesidades geopolíticas. Según los regidores del virreinato debía integrar las provincias de Caracas, Cumaná, Margarita, Trinidad, la isla Española, Tierra Firme, Panamá y Veraguas. En este caso el centro de ese eje era Cartagena y no Santa Fe. Los cartageneros señalaban con justeza -desde el mismo punto de vista en la política imperial española- que Santa Fe se había eregido como cabeza del Nuevo Reino debido a la densidad demográfica inicial de la región y a las necesidades de la expansión española en la época de la conquista. Ahora, ponían por delante de manera implícita otras necesidades, principalmente la defensa del Imperio en el Caribe. Los cartageneros probablemente iban más allá que cualquier esquema reformador de la nueva dinastía, aunque debe reconocerse que su razonamiento poseía una lógica capaz de anticipar el curso de algunos acontecimientos. Curiosamente, su propio esquema tenía atisbos colonialistas que no se hubieran concebido en el mismo Consejo de Indias. Por un lado, Cartagena se convertiría —según este proyecto- en una verdadera factoría destinada a alimentar un tráfico con las provincias interiores. Estas debían perder todo relieve y no tener siquiera silla arzobispal o universidades "... pues en la Corte nunca faltan hombres insignes..." (20). El auditor de guerra en Cartagena identificaba a los miembros del Cabildo como estancieros y rentistas, cuya propuesta estaba dirigida a valorizar sus productos y sus rentas. Estas últimas se veían muy gravadas con censos hipotecarios de conventos y capellanías y por eso los regidores aspiraban a liberarlas. Los apoyaba el cabildo eclesiástico, que en cierta manera representaba a sus acreedores (de los censos provenientes de capellanías), y probablemente también los comerciantes residentes en Cartagena. De las consultas hechas sobre la sede del virreinato entre 1720 y 1723 puede trazarse el cuadro siguiente:

A favor de Santa Fe Cabildo eclesiástico de Santa Fe

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A favor de Cartagena Cabildo eclesiástico de Cartagena

Alcaldes ordinarios de Caracas

Obispo de Caracas

Gobernador de Popayán

Obispo, cabildo eclesiástico y secular de Popayán

Cabildo eclesiástico y secular Panamá

Gobernador de Panamá

Provincias de las tres órdenes Guardamayor de Cartagena San Francisco, San Agustín y Compañía de Jesús Auditor de Guerra de Cartagena

Visitador del comercio entre Castilla y las Indias

Como puede verse, las opiniones estaban divididas de manera casi simétrica en el interior de algunas instituciones. Mientras el gobernador de Panamá o el obispo de Caracas, por ejemplo, compartían la idea de un eje caribeño, los cabildos y los alcaldes, compuestos por criollos, se' mostraban adversos. Ellos preferían un centro remoto, como Santa Fe, el cual no podía influir demasiado en las relaciones locales de poder. Algo semejante ocurría con los criollos de Popayán, aunque a la inversa: adscritos a la Audiencia de Quito, sus relaciones comerciales con Cartagena eran permanentes y Santa Fe debía resultarles una ingerencia incómoda. En cuanto a las órdenes religiosas, favorecían el statu quo puesto que su fundamento material se asentaba en la economía agrícola del interior y no en el comercio. Desde junio de 1718 hasta noviembre de 1719, cuando lo sucedió Villalonga, Pedroza y Guerrero se ocupó de la organización del futuro virreinato. El funcionario trajo consigo amplios poderes para reprimir el contrabando que se había enseñoreado durante todo el tiempo en que las comunicaciones con la metrópoli fueron precarias, a raíz de la guerra de sucesión. En el curso de su gobierno instruyó 170 expedientes relativos al contrabando, centrado en la región del Chocó a la cual limitó severamente el acceso. Sin embargo, Villalonga escribía en 1721 que Pedroza no había adelantado mayor cosa en la constitución del virreinato (21). La hostilidad del virrey hacia Pedroza fue evidente desde el principio. Villalonga, que había sido general del puerto del Callao, trajo consigo un secretario

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con dos oficiales, un asesor, un caballero mayor y un segundo, un mayordomo mayor y un segundo capellán, dos gentiles hombres, ocho pajes, dos ayudas de cámara, un médico, dos reposteros, un despensero, dos cocineros fuera de "...criados inferiores para caballerizas, cocheros, lacayos, galopines y servicios de criados mayores, que su número llegaba a cuarenta personas" (22). Con esto se inauguró la tradición de la clientela numerosa que iba a acompañar a los virreyes militares después de 1740 (el virrey Messía de la Cerda, por ejemplo, trajo consigo 36 personas en 1760) y que sería fuente de celos y de resentimientos entre los criollos. Todo el boato de Villalonga contrastaba con la parsimonia más bien espartana de un funcionario civil como Antonio de Pedroza, a quien el virrey había rehusado visitar en su casa porque juzgaba indecorosa su manera de vivir (23). Luego, mientras Pedroza había entrado a Santa Fe casi subrepticiamente, de noche y sin recibir los honores de su investidura, el flamante virrey reclamaba el uso de un palio en su recepción, tal como había visto que era la costumbre en Lima. El gobierno de Villalonga transcurrió sin escándalos mayores, excepto por las quejas contra el contador Domingo de Mena Felices. La carrera de este personaje siguió patrones que son familiares en otros funcionarios de los primeros decenios del siglo XVIII. En 1711 Mena, entonces capitán de armas en Mompox, se sublevó contra un enviado del gobernador de Cartagena y ayudado por una turba lo expulsó de la ciudad. Mompox era el paso obligado del contrabando que entraba por Río de la Hacha, Tolú y Barú y el propósito del enviado del gobernador había sido identificar a los cómplices de estos ilícitos entre los momposinos. Por este desafuero Mena fue enviado preso a Madrid. En 1716 Mena, que había logrado exonerarse de los cargos que pesaban en su contra, pidió el empleo de maestro de campo de Mompox, pero el presidente Meneses, entonces preso en Cartagena, no lo recomendaba por sedicioso. A su regreso a las Indias (1718) entró a ejercer como contador de la Caja Real de Santa Fe (1719). En septiembre de 1722 el virrey Villalonga ordenó proceder contra Mena, acusado de abusos por varios clérigos. El contador había cobrado comisiones ilegales por el pago de las rentas que la Corona debía a las monjas clarisas de Pamplona y por los estipendios de varios curas doctrineros. En 1723 Mena fue procesado

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también por seducir a una mujer casada (24). En el curso del gobierno de Villalonga la Audiencia se reconstituyó varias veces con nuevos funcionarios. El primero fue el oidor Antonio de Cobián, quien llegó a Cartagena el 9 de enero de 1716. En 1721 fue promovido a Lima y murió en el viaje. También ocupó una plaza de oidor Juan Gutiérrez de Arce, después de haber sido teniente general en Cartagena, desde enero de 1719, pero al año siguiente consiguió una licencia para viajar a España por motivos de salud. Finalmente, don José de la Isequilla también obtuvo una licencia en 1720 para viajar a España. Allí los dos oidores obtuvieron más altos destinos: el primero una promoción a Lima y el segundo la fiscalía del Consejo dé Indias. Es muy probable que La Isequilla haya tenido mucho que ver con la decisión del Consejo del 5 de noviembre de 1723 de suprimir al virreinato, creado seis años antes. Además, en adelante la Audiencia funcionó con sólo cuatro oidores en lugar de seis. Los nombrados entonces (a partir de 1721) eran don José Martínez Malo, don Jorge Lozano de Peralta y don José Quintana y Acevedo, quienes sirvieron en cargos todo el decenio. . Los funcionarios españoles en las Indias Hasta aquí se ha tratado de insinuar que el fenómeno político colonial como en cualquier otra época, debe ser examinado a la luz de diferentes instancias en las que se debatían cuestiones de poder. Así, no bastaría para comprenderlo a cabalidad la referencia habitual a la política imperial, encarnada sucesivamente por dos dinastías. Se trataba de un juego mucho más complejo, en el que no intervenían solamente directrices o estilos de gobierno sino fuerzas concretas, expresiones voluntaristas y resistencias sordas, decisiones tomadas al margen de la política imperial y conflictos imprevistos. También se ha subrayado, y no con el propósito de referir una simple anécdota, el tipo de relaciones que anudaban los funcionarios españoles en el ejercicio de su cargo. No se trataba, como se ha pretendido con alguna ingenuidad, de magistrados cuya severidad aparente escondiera su crueldad. Una caracterización sicológica banal no puede dar cuenta de toda la complejidad de las relaciones entre estos funcionarios y la sociedad americana. Esta, como se ha visto, no era ajena al juego político, ni si-

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quiera en sus instancias superiores. Presidentes, oidores y oficiales reales se movían en medio de facciones y de una clientela a la que favorecían en detrimento de otros círculos de poder. Las situaciones individuales en que cada funcionario se veía envuelto eran un pretexto para poner al desnudo los manejos de su círculo y gracias a ellas podemos penetrar las particularidades de ciertos sectores sociales durante el régimen colonial. Para que una situación personal alcanzara ciertas repercusiones políticas bastaba con que los funcionarios infringieran las regulaciones de su estatuto. Lo cual ocurría con frecuencia. Tales regulaciones buscaban mantener la intagibilidad de las funciones de los representantes del Rey tal como podían ser definidas en abstracto: velar por los intereses de la Corona, tanto en sus intereses materiales como de los que se derivaban de su imagen moral de fuente dispensadora de premios y castigos. Los funcionarios adscritos al gobierno colonial se reclutaban entre numerosos pretendientes cuyas hojas de vida podían reposar durante años en la escribanía de cámara del Consejo de Indias en espera de alguna oportunidad favorable, fuera ésta una recomendación poderosa o un acervo de méritos indisputable. Naturalmente, los candidatos tenían todo el tiempo para hacer cálculos sobre las ventajas materiales de un empleo en alguna región de las Indias. Después de dos años de espera y de energías dispensadas en intrigas, licenciados, bachilleres y doctores de las universidades españolas, aspiraban a que su nombramiento se produjera en el lugar más propicio para adelantar sus ambiciones. En el caso de puestos velaes, como las gobernaciones, las expectativas eran las de una inversión cuyo futuro dependía de la fortuna misma del lugar asignado. Cuando no era así, la mera oportunidad bastaba para desviar a los funcionarios de carrera de las altas miras de su empleo. Y todavía la carrera de un funcionario podía verse comprometida por las actuaciones de parientes, allegados y "criados" o protegidos. Las infracciones más frecuentes en que incurrían los funcionarios tocaban con dos prohibiciones: una, la de no mezclarse en aventuras comerciales; otra, la de no contraer alianzas (matrimoniales o de padrinazgo) dentro de la sociedad local. Otros pecadillos daban lugar a murmuraciones y a uno que otro escándalo pero su comprobación, como era usual en estos casos,

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resultaba demasiado problemática. En regiones apartadas la tentación de incurrir en abusos de autoridad debía ser muy fuerte aunque sobre exacciones y concusiones los testimonios son, por razones evidentes, difíciles de evaluar. La intervención misma de los funcionarios en conflictos locales de intereses, generaba resentimientos y los convertía en blanco de todos los ataques. Pero también el silencio de los ofendidos podía asegurarles la impunidad. Muchas veces ataques o apologías a los funcionarios son el síntoma de conflictos políticos de la época. Estos no surgían solamente por la acción o la omisión de algún funcionario, en una especie de vacío social. La autoridad y el poder políticos de que estaban investidos los representantes de la Corona se encontraba con facciones y se inclinaba de un lado o de otro. Los oidores (1721-1739) Los miembros del tribunal de mayor jerarquía en las Indias, los líderes de la Audiencia, fueron a menudo protagonistas de episodios en los que entraban en conflicto las normas que regulaban su conducta con los intereses que había tejido su familiaridad con la sociedad local. En 1663, por ejemplo, el hijo del oidor Diego de Baños y Sotomayor se había casado con la hija de un poderoso encomendero de Tunja. El oidor Losada, como se ha visto, estuvo casado con una hija del presidente Gil de Cabrera. Un hijo de este último estudió en la Nueva Granada, fue cura doctrinero y después de 1717 canónigo de la Catedral de Santa Fe. Los hijos y la viuda del presidente Dionisio Pérez Manrique vivieron también en el Nuevo Reino y se convirtieron en una poderosa familia de mineros y terratenientes en Popayán. Los descendientes del oidor Jorge Lozano de Peralta, quien había sido promovido de la Audiencia de Santo Domingo y llegó a la Nueva Granada a fines de 1721, se integraron a la sociedad criolla, como había ocurrido en otros casos, gracias a una alianza afortunada entre su hijo, don José Antonio Lozano y la heredera de uno de los pocos mayorazgos de la Nueva Granada, doña María Josefa de Caicedo. El mayorazgo, que iba a hacer la fortuna de la familia Lozano por el resto del siglo, había sido fundado por Francisco Maldonado de Mendoza en el siglo XVI. Estaba constituido por varias estancias de ganado mayor y de ganado

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menor que abarcaba unas 45 mil hectáreas. Originalmente estas tierras se habían distribuido entre 15 conquistadores pero por ventas sucesivas se consolidaron en cabeza de Antón de Olalla y de su yerno y sucesor, Maldonado de Mendoza. Estas tierras, con el nombre de "El Novillero", sirvieron de dehesa a la ciudad de Santa Fe desde finales del siglo XVII, alojando el ganado que se subía desde el valle del Magdalena (25). El matrimonio, que tuvo lugar en 1730, dio origen a una serie de intrigas que condujeron a la suspensión del oidor Lozano. Hay que decir, en honor del oidor, que el desenlace que tuvo su empleo estaba lejos de sus cálculos. Su carácter era el de un funcionario puntilloso, capaz de acabar con la paciencia de un viejo militar como el presidente Manso, quien confesaba a menudo su ignorancia en asuntos administrativos. Según el presidente, Lozano era. "...Hombre de naturaleza rígido y desigual al ministerio, que propasando su condición los límites de la altivez que suele infundir la toga cuando se viste tan distante de la real presencia, incurre en una tan altanera soberbia que, pasando del vilipendio de los subditos al menosprecio de los compañeros, quiere que sus resoluciones sean la ley de los dictámenes de los demás oidores..." (26). El matrimonio del hijo del oidor fue una oportunidad para ponerse al abrigo de sus denuncias. Apenas un año antes del escándalo de la boda, Lozano había escrito al Consejo de Indias sobre los manejos de los oidores José Martínez Malo y José Quintana. Estos oidores no sólo se ocupaban abiertamente en asuntos comerciales sino que habían logrado convertirse en intermediarios entre algunos mineros del Chocó y la Casa de Moneda de Santa Fe (27). El presidente mismo, don Antonio Manso Maldonado, no se sentía al abrigo de las acusaciones de Lozano y probablemente tenía sus razones: desde el primer año de su gobierno se había quejado del sueldo que ni siquiera le alcanzaba para traer a su familia y más tarde, en su residencia, hubo acusaciones de que varios plateros habían recibido numerosos encargos para labrar piezas de plata del presidente. Manso salió en defensa de los oidores obligando a Lozano, si no a retractarse, al menos a no hacer públicas sus acusaciones. El oidor se contentó con emplazar a sus colegas "...para el justo y tremendo tribunal de Dios". A su vez, Martínez Malo pudo justificar

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más adelante al presidente cuando se le encargó su residencia. Según Martínez, el cargo sobre el asunto de los plateros era un poco incierto debido a las dificultades de probarlo (28). Muchos de los conflictos y rivalidades de este período giraron en torno a las riquezas del Chocó. Ya se ha visto cómo el atractivo del Nuevo Reino para el presidente Meneses pasaba por la sede del asiento de negros en París. En diciembre de 1711 había recibido 4 mil patacones, de manos de un comerciante vasco, don Ignacio de Echaide, para desempeñar sus despachos de mano del factor del asiento (29). Este mismo comerciante prestó dinero al secretario del presidente, don Luis Francisco de Ibero y Echaide, también vasco, para comerciar en géneros que el secretario llevó de Cartagena a Santa Fe. En el curso del gobierno de Meneses su secretario recibió comisiones para ejecutar en el Chocó, ocasión que aprovechó para comerciar allí no sólo por cuenta propia sino también del mismo presidente y de algunos comerciantes de Santa Fe (30). Ibero ocupó el cargo de corregidor de Mariquita que recibió como dote de su matrimonio con doña Juana Francisco de Berrío, una criolla descendiente de un gobernador de Antioquia y de otros funcionarios españoles. En 1727, cuando el oidor Lozano hizo la residencia de Meneses, Ibero fue a parar a la cárcel muriendo poco después (31). En 1717 los principales mineros del Chocó acusaban abiertamente al oidor don Mateo de Yepes y de la Cuadra, colegial mayor de Cuenca y licenciado de Salamanca, de llevar más de cien tercios "...que los más se componen de géneros de mercancías, no habiendo habido armada ni galeones en la América de diez años a esta parte..." (32). Por su parte, un gobernador del Chocó, Francisco Ibero, apenas duró un año en el oficio pues a raíz del desembarco de un navio holandés en las bocas del Atrato y de negocios que el gobernador inició en Citará con los extranjeros, fue denunciado por varios mineros y aprisionado por el oidor Martínez Malo, el 13 de marzo de 1730 (33). La intervención de los oidores en el Chocó dejaba generalmente secuelas y amistades útiles. En el proceso contra Ibero, por ejemplo, había actuado una facción de mineros y comerciantes encabezados por el antiguo superintendente de Nóvita, don Julián Trespalacios y Mier. Este personaje no sólo llegó a financiar al gobernador

Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740)

Simón de Lezama prestándole 11 mil patacones para que comerciara, sino que se convirtió en el intermediario de los oidores Martínez Malo y Quintana. Los informes sobre los oidores persuadieron al Consejo de Indias a trasladarlos, después de casi veinte años de ejercicio en Santa Fe. Conclusión Los conflictos que se ha tratado de localizar para un breve período del siglo XVIII ilustran algunos de los factores no institucionales que intervenían en la vida política colonial. Aquí surge un interrogante sobre el peso específico de tales factores y conflictos frente a la acción reguladora de normas relativas a la conducta de los funcionarios imperiales. A primera vista, intervenían demasiados elementos perturbadores de la intangibilidad de los preceptos y por eso la política que se desarrollaba en las colonias tomaba siempre giros imprevisibles. La imprecisión misma en la delimitación de las funciones del más alto tribunal colonial, al mismo tiempo legislativas, ejecutivas, judiciales y fiscales, hacía que sus miembros se comportaran habitual-

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mente como magistrados inmunes a cualquier crítica y a todo control. De otro lado, habría que anotar que estos conflictos se desarrollaban en un ámbito en el que los nombres son reconocibles por su notoriedad: funcionarios investidos por la Corona española, comerciantes capaces de inclinar decisiones del aparato político en su favor, terratenientes y notables criollos con una inclinación marcada a la intriga política o simplemente en capacidad de reaccionar frente a otros intereses. Las instituciones comprometidas en estas rivalidades, y conflictos eran la presidencia, la Audiencia, las cajas reales y se situaban en centros de poder como Santa Fe o en emporios de riqueza como Cartagena, Mompox, Nóvita o Citará. La situación a nivel local, en donde el influjo de la Corona se hacía sentir menos, presenta otro tipo de conflictos mucho más ligados a los intereses inmediatos de los grupos. Allí las expectativas de la conducta de los poderosos sino que se basaban en gran parte de antecedentes y privilegios consuetudinarios. Pero en este terreno, como en el de mayor amplitud de la política colonial, haría falta emprender nuevos estudios sobre factores complejos que intervenían en la política.

Notas 1. José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, t. II. 2a edic. 1890. 2. Archivo General de Indias(A.G.I.), Escribanía de Cámara, Leg. 818 A. 3. A.G.I., Santa Fe. Leg. 318.

-11. A.G.I., Santa Fe Leg. 298. 12. A.G.I., Santa Fe, Leg. 296. 13. A.G.I., Santa Fe, Leg. 325. 14. A.G.I., Santa Fe, Leg. 327.

4. Nieta del gobernador de Popayán, de Valenzuela Fajardo. A.G.I., Santa Fe, Leg. 284 r. 1, núm. 73.

15. A.G.I., Santa Fe, Leg. 326.

5. A.G.I., Santa Fe, Legs. 310 y 133.

16. A.G.I., Santa Fe, Leg. 377.

6. A.G.I., Escr. de Cam.. Leg. 818 A.

17. A.G.I., Santa Fe, Legs. 286 y 293.

7. A.G.I., Santa Fe, Legs. 323 y 367.

18. Dionisio de Alcedo y Herrera. Aviso histórico, citado por Sergio Villalobos, en El comercio y la crisis colonial. Santiago de Chile, 1968, pág. 38. 19. A. G. I., Santa Fe. Leg. 326. Especialmente carta del cabildo de Cartagena, de 24 de julio de 1720. La ambigüedad de los despachos de Pedroza, creó confusiones

8. A.G.I.. Escr. de Cam., Leg. 818 A. 9. A.G.I., Santa Fe, Leg. 309. 10 A.G.I.. Escr. de Cam., Leg. 798 A.

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entre los funcionarios que lo recibieron en Santa Fe el 8 de junio de 1718. Groot. ob. cit., II. pág. 20, "rectifica" el error de designar a Villalonga como primer virrey, apoyándose en que varios documentos dan ese tratamiento a Pedroza. Este, en efecto, fue recibido como tal en Santa Fe, debido a su propia exigencia y a la ambigüedad de sus despachos. A.G.I., Santa Fe, Leg. 297.

of Colonial Society in the Sabana of Bogotá, 1537 to 1740 University Microfilms. Ann Arbor. Vol. I, pág 297. 26. A.G.I., Santa Fe, Leg. 300. Carta de 25 de febrero de 1729. 27. A.G.I., Santa Fe, Leg. 303. Carta de 20 de octubre de

20. A.G.I.. Santa Fe, Leg. 326. Carta del Cabildo de Cartagena de 24 de julio de 1720.

1729.

21. A.G.I., SantaFe, Leg. 286. Carta de 9 de marzo de 1721.

28. A.G.I., Santa Fe, Leg. 298, 300, 301, 302 y 303.

22. A.G.I., Santa Fe, Leg. 287.

29. A.G.I., Escr. de Cam. Leg. 818 A.

23. Ibid. y Santa Fe, Leg. 575.

30. A.G.I.. Escr. de Cam. Leg. 798 A. 31. A.G.I., Santa Fe, Leg. 297. Carta de 22 de enero de 1720. Legs. 307, 319, y 320. Escr. de Cam. Leg. 821 A.

24. A.G.I., Santa Fe, Legs. 325, 297, 326 y 328.

25. V. G. Colmenares, Historia económica y social de Co- 32. Archivo Central del Cauca, Sign., 8, 174. lombia, ¡537-1719, Medellín, 1975, pág. 203 y Juan A. Villamarin 7, Encomenderos and Indians in the Formation 33. A.G.I., Escr. de Cam. 821 A. Santa Fe, Leg. 307.

Bibliografía COLMENARES, GERMÁN: Historia económica de Colombia (1536-1717), Cali, 1973. FALS BORDA, ORLANDO: El hombre y la tierra en Boyacá, Bogotá, 1957. FRIEDE, JUAN: La invasión al país de los chibchas y la Conquista del Nuevo Reino de Granada,

Bogotá, 1946. JARAMILLO URIBE, JAIME: Ensayos de historia LIEVANO AGUIRRE, INDALECIO: LOS grandes

social colombiana, Bogotá, 1966. conflictos sociales y económicos de nuestra

historia, Bogotá, 1960. M E L O JORGE ORLANDO: Historia de Colombia. El establecimiento de la dominación española, Bogotá, 1977. Los libros de LUIS OSPINA VÁSQUEZ y WILLIAM MCGREEVEY, contienen una buena síntesis de la economía colonial de la segunda mitad del siglo XVIII.

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El proceso de la educación en el virreinato Jaime Jaramillo Uribe

La educación primaria

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l estado colonial sólo conoció el concepto de escuela pública elemental en la segunda mitad del siglo XVIII bajo la política ilustrada de los reyes Borbones. En los siglos XVI y XVII, al ordenar el repartimiento de los indígenas en encomienda, la Corona española impuso a los encomenderos la obligación de costear cura doctrinero para que, como decían las primeras Leyes de Indias, les enseñara la doctrina cristiana, les administrara los sacramentos y les acostumbrara a "vivir en polecia" (1). Aparte de esta norma existen algunas indicaciones sobre la existencia de escuelas de primeras letras en el siglo XVII. En El Carnero, Rodríguez Freyle, narrando el asesinato de Juan de los Ríos, cuenta que cuando Segobia, el maestro de escuela, vio pasar al oidor Cortés de Mesa y a otra gente, pidió la capa, se fue tras el oidor y los muchachos se fueron tras el maestro (2). También se tiene noticia de que Juan Gaitán, maestro de escuela en Santa Fe fue enjuiciado criminalmente por haber causado heridas en la cabeza a Juan de Ayala, sobrino de doña María Sotelo (3). Encomenderos y acaudalados españoles dejaban legados para fundar escuelas. Al finalizar el siglo, Luis López Ortiz dotó una escuela elemental para niños pobres

anexa al convento de San Francisco en Santa Fe, y Antonio González Casariego otra anexa al Colegio de San Bartolomé. Fuera de la capital, también funcionaron algunas escuelas privadas. Juan Serrano y Pedro de Valderrama figuran como maestros en Cali en 1591; Pablo Godoy y Carlos España, en Pasto. En 1680 aparece en Medellín la primera escuela elemental que cobrará 6 tomines de oro por cada discípulo de lectura (4). Pero eran estos esfuerzos aislados y privados y en manera alguna representaban una política estatal. La situación comenzó a modificarse en la segunda mitad del siglo XVIII, gracias al impulso dado a la educación en el reinado de Carlos III, cuando la Corona ordenó dedicar a obras pías parte de los bienes de la expatriada Compañía de Jesús. Las escuelas públicas de primeras letras fueron colocadas bajo el control de los cabildos de villas y ciudades y su sostenimiento debía hacerse con las rentas llamadas de propios, aunque éstas eran tan exiguas en la mayoría de los poblados y aún en villas y ciudades, que muy pocas podían sufragar el sueldo del maestro y los gastos del local escolar. Una ciudad relativamente próspera como Santa Fe de Antioquia se veía obligada a solicitar al virrey auxilio de los fondos de temporalidades para pagar al maestro de escuela, pues las rentas de propios sólo alcanzaban a la limitada suma de 507.00 pesos anuales y los gastos generales de la administración municipal montaban 477.40 pesos. Quedaban unos 15.00 pesos para pagar

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al sacristán (5). Cuando los vecinos de Valledupar, encabezados por Juan Manuel de Pumarejo, se dirigieron al virrey solicitando crear una cátedra de gramática en la escuela de primeras letras, consultados los oficiales reales sobre las rentas de propios de la villa, responden que sólo 6se dispone anualmente de la suma de 37.00 pesos . Los sueldos de los maestros fluctuaban entre 200 y 300 pesos anuales y los pagos eran completamente irregulares. Muchas veces pasaban años sin recibirlos y ordinariamente sólo percibían una parte mínima de los estipulados en los nombramientos. Era frecuente que los padres de los alumnos tuvieran que contribuir con uno o dos reales mensuales para que el maestro pudiera sobrevivir. Las solicitudes de pago de salarios se repiten constantemente. Al pedir al corregidor que se nombre maestro de la escuela pública a Juan de la Cruz Castelbondo, los vecinos de Sogamoso comunican que el maestro cumple con sus tareas docentes cobrando medio real por niño, pero que es necesario que se pague su sueldo, "pues no tiene con qué comprar zapatos" (7). No estaban en mejor situación los maestros de Santa Fe pagados por la Junta de Temporalidades, es decir, con las rentas de los bienes de los expatriados padres jesuítas. Agustín Torres Patiño y tres maestros nombrados en 1785 para regentar las escuelas de la capital del virreinato, se dirigen a la Junta solicitando el pago de su salario que no reciben hace dos años. Torres informa que el número de niños ha aumentado considerablemente, pues cuando fue nombrado había sólo 11 alumnos y ahora tenían 200, "muchos de ellos tan pobres que se retiran muy pronto por no poder comprar papel, libros y lápices". Además, dice, la escuela carece de bancos y escritorios para su acomodo (8). En forma similar se manifiestan los maestros de Medellín, Barichara, Pamplona, Ubaté y otras ciudades. Largas gestiones ante las autoridades virreinales dan cuenta de que no se les pagaban los sueldos desde años atrás. Luis de Amaya, maestro de primeras letras de Ubaté, pide que se le paguen los estipendios de varios años y presenta testimonios de su indigencia, entre ellos al del fraile franciscano Velásquez, quien certifica que Amaya enseña a los niños "indios y blancos" y que se halla en absoluta miseria (9). En 1800, Domingo Barrios, maestro de escuela de Pamplona, pide al cabildo de la ciudad que se le nombre un ayudante con sueldo de 100 pesos anuales, a lo cual el cabildo

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responde que carece de recursos y que el maestro puede hacer uso de la autorización del virrey Ezpeleta para cobrar dos reales mensuales a los padres de familias ricas y un real a las menos ricas (10). No sólo faltaban los fondos para el sostenimiento de las escuelas; también faltaban los maestros. Los que podían enseñar algo más que la lectura y la escritura, debieron ser la excepción. Respondiendo a la solicitud de los vecinos, que demandaban el nombramiento de maestro, el alcalde de Chire, un poblado de la provincia de Tunja, afirmaba que "jamás ha habido maestro en el pueblo porque los que se dedican a enseñar apenas sabían leer y escribir mal y no sabían los números", motivo por el cual, agrega, no se halla entre los criollos un vecino que sepa contar y las más de las veces no se encuentra quien ponga (sic) una carta (11). Comunicando al virrey la apertura de la escuela, los miembros del cabildo de San Gil daban cuenta de las muchas dificultades que tuvieron para encontrar maestro (12). Ignoramos cómo funcionaban las escuelas coloniales de primeras letras. Los únicos testimonios documentales de que disponemos hasta el momento se refieren a solicitudes de fundación, reclamos por el pago de los sueldos o peticiones de los cabildos y vecinos implorando auxilios virreinales para sufragar los gastos de funcionamiento, pues la penuria de los pueblos, villas y ciudades era tal, que no permitía ni fundarlas, ni sostenerlas. Tampoco tenemos información sobre el número de niños que gozaban del servicio escolar. A la escuela de Santa Fe, según lo informaba a la Junta de temporalidades su director, asistían 200 escueleros, como se decía en el lenguaje de la época. A la de San Gil, después de muchos esfuerzos del cabildo y de haber encontrado un maestro de prestigio, asistían 25 ó 30 niños (13). La preparación de los maestros era en general bajísima. Hay testimonios de que en muchos casos apenas si sabían leer y escribir. Probablemente sólo podían enseñar con alguna eficacia el rezo y la doctrina cristiana (14). Al finalizar la época colonial no faltaron algunas iniciativas originales. El párroco de San Juan de Girón solicitaba en 1789 licencia para organizar una escuela pública y enviaba al virrey un reglamento de 44 artículos para su aprobación, que contenía preceptos pedagógicos relativamente modernos y una percepción clara de

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las normas de discriminación racial y social que dominaban entonces. En el aula escolar los alumnos quedarían separados por una distancia de media vara entre los bancos superiores e inferiores. Los niños blancos ocuparían los primeros, y los plebeyos y castas bajas los de abajo. Para atenuar los efectos de la discriminación, que preocupaban al párroco autor de la iniciativa, "se cuidaría especialmente que los niños de buena estirpe no fueran osados de injuriar con mofas y malas palabras a los de baja extracción, ni se mezclen con ellos sino para enseñarles aquello que ignoren, o auxiliarles en lo que necesiten por efecto de la generosidad que debe ser propia de la gente noble". De este modo, decía el artículo 6" del reglamento, "se irán acostumbrando los niños blancos a mirar bajo la perspectiva que conviene a otros hombres de clase inferior y borrarán del todo perniciosas preocupaciones que reinan aún contra los artesanos y menestrales, indignas de una nación civilizada (15). El reglamento prescribía textos y un sistema de premios y castigos. Las acciones buenas serían premiadas con parcos que se recibirían en pago de las faltas cometidas, "porque los hombres necesitan estímulo y gobierno". "Para que conozcan la historia del país en que viven" se recomiendan las historias de Piedrahita y Simón; para la enseñanza de la religión, el catecismo del Padre Astete y la Historia de la Iglesia de Fleury. Para conocer la historia de España el texto del francés Duquesne, "pues en él se encuentran pintados con hermosura y valentía las virtudes que les corresponden y los vicios con los colores más negros". En todo caso, recomienda el padre Salgar, "debe evitarse que los niños hagan lecturas como se observa hoy con dolor, de libros como Los doce pares de Francia y los romances de Enrique Esteban" (16). Ante la escasez de escuelas públicas, la profesión de maestro privado debió de tener un cierto desarrollo. Al solicitar al cabildo de San Gil que se le nombre maestro oficial, Antonio Hijuelos informaba "que desde hace nueve años se dedica voluntariamente a enseñar a leer, escribir y contar con el interés de remediar sus cuitas con lo que los padres de los niños han querido dar". Y en alabanza de su tenacidad, agregaba que "aunque eran numerosos los sujetos dedicados a lo mismo, muy señalado ha sido el que ha durado más de un año" (17).

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Al terminar la dominación española apenas había en el virreinato un incipiente sistema de escuelas públicas. Como hemos visto, sólo unas pocas villas y ciudades tenían las rentas suficientes para sostenerlas, y ello en condiciones muy precarias de funcionamiento. En vísperas de la Independencia, Caldas, desde las páginas del Semanario, en su "Discurso sobre la educación" se lamentaba de que en una ciudad de 30.000 habitantes como Santa Fe, sólo hubiera una escuela pública de primeras letras y exhortaba a los ricos a contribuir con sus caudales a la apertura de otras (18). En las Relaciones de mando de ¡os virreyes se hacen continuas alusiones a la educación en colegios y universidades, pero apenas si se menciona la educación primaria. La única referencia directa se encuentra en la relación del virrey Ezpeleta. Sólo añadiré -dice el virrey después de referirse a la situación de los estudios superiores- que para la enseñanza de las primeras letras en esta capital se está tratando de poner escuelas públicas en los barrios en donde hacen falta, y se halla este proyecto en buen estado, debiéndose a la piedad de este prelado [Caballero y Góngora] la dotación de los maestros; y que en los lugares de afuera y de alguna población, se han establecido muchas, costeadas por las rentas de propios, que en esto tendrán una digna inversión. El mismo método puede seguirse en algunos otros lugares que carecen de ellas y dentro de pocos años las habrá en todos los que puedan ocurrir a este gasto, que es de poca entidad (19). La universidad colonial

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urante la primera etapa de la colonización española, una vez instalada la Real Audiencia en 1550, los conventos fueron autorizados para impartir instrucción a clérigos y seglares en cátedras de gramática y lectura. Así lo hicieron las primeras órdenes monásticas que llegaron al Reino, es decir, franciscanos, agustinos y dominicos. Colegios y universidades con autorización para dar títulos de licenciados y doctores sólo aparecen a comienzos del siglo XVII. En 1605, fray Bartolomé Lobo Guerrero funda el Colegio de San Bartolomé y a mediados de la centuria, en 1654, aparece el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, creado por fray Cristóbal de Torres. En 1623 los jesuítas reciben autorización real para fundar la Univer-

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sidad Javeriana, institución que otorgaría los primeros títulos de doctor en jurisprudencia y teología. Tres años más tarde los dominicos establecen la Universidad Tomística que sólo funciona realmente a partir de 1636. Por la misma época se abren colegios seminarios en Popayán, Tunja y Cartagena (20). Colegios y universidades solían tener tres ciclos de estudio: artes, teología y cánones. El ciclo de artes, que correspondía al tradicional Studium Generale (Estudio General) de las universidades medievales, era un período de iniciación equivalente en sus fines al bachillerato moderno. Duraba de dos a tres años y en él se enseñaban gramática, retórica, lógica, metafísica y algo de matemáticas y física. Los de teología y cánones duraban cuatro años. El contenido de todas estas materias se tomaba de Aristóteles, Santo Tomás y los maestros escolásticos. La enseñanza se hacía en latín. Sólo a fines del siglo XVIII, en 1791, un estudiante de la tomística, don Pablo Plata, se atrevió a sostener sus exámenes en castellano, causando con ello un verdadero escándalo en la República de las Letras (21). El método de enseñanza era de rigurosa estirpe escolástica. Se fundaba en la dictatio y la disputatio. Primero el maestro leía un texto y luego los alumnos absolvían preguntas y sacaban conclusiones, o conclusioncillas, como se las llamaba entonces. Tomando las frases leídas por el maestro como premisas, venía la conclusión precedida del respetivo ergo. De ahí el nombre de enseñanza ergotista de que tan desdeñosamente hablaban los virreyes y los neogranadinos contemporáneos de Mutis y Caldas que reclamaban una educación fundada ya sobre métodos modernos y cuyo contenido fueran las ciencias experimentales. Los temas preferidos eran de carácter teológico: la gracia, la predestinación, el probabilismo, la inmaculada concepción, la comunión de los indios. Si se trataba de lo que entonces se llamaba física, las disputas versaban sobre el movimiento, la fuerza o la generación de los animales. En jurisprudencia se estudiaban Las Partidas, Las Municipales y los textos de los grandes canonistas y filósofos escolásticos, Melchor Cano y Suárez en particular. Este último fue prohibido a raíz de la expulsión de los jesuítas de los territorios americanos, ordenada por Carlos III en 1767, porque sus enseñanzas resultaban contrarias al regalismo imperante en los medios gubernamentales, es

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decir, al sistema que daba a los reyes el control de la Iglesia (22). Los exámenes eran frecuentes, pues se realizaban cada cuatro meses. Al final de cada ciclo se presentaba la tremenda.El examinador abría un texto de Aristóteles al azar, en torno al cual se hacían preguntas, se argumentaba, se contrargumentaba y se concluía. El jurado aprobaba o desaprobaba. Todo en público y, como lo hemos dicho, en latín. El ingreso a las universidades estaba limitado a quienes, tras el procesillo, comprobaran limpieza de sangre, es decir, que descendían de criollos o españoles. O como se decía en el lenguaje de la época, que no tenían máculas ni sangre de la tierra. A estas discriminaciones y restricciones se hacían con frecuencia excepciones, pero la discriminación era la regla general (23). Este tipo de educación universitaria satisfizo las necesidades de una sociedad en que las únicas funciones especializadas eran la sacerdotal y la jurídica. Preparaba curas y abogados, que necesitaban estudiar teología, leyes y algo de lógica. Correspondía a una sociedad agraria, comercial y minera, actividades que se desarrollaban con la tecnología y las prácticas más primitivas, transmisibles por tradición, en las cuales para nada entraban conocimientos científicos o técnicos que superaran la tecnología del neolítico. La agricultura desconocía la técnica del abono o no la usaba, los arados eran de madera y por excepción de hierro, y la rotación de cultivos y el mejoramiento de las semillas eran desconocidos. Las manufacturas y el comercio presentaban un panorama idéntico de simplicidad. Para la hilandería y tejeduría los españoles habían importado el telar vertical, independizando el proceso del cuerpo del tejedor; pero aparte de este progreso y de la introducción de la lana y el lino como materias primas, las técnicas de tejeduría siguieron al nivel de lo indígena prehispánico. Algo semejante podría decirse de la minería que hasta fines del siglo XVIII seguía explotando casi exclusivamente los aluviones o los "oros corridos", como se decía entonces, que abundaban en ríos y quebradas. Por excepción se explotaron las minas de veta, como lo testimoniaron las observaciones de Humboldt en 1801, y sólo éstas necesitaban técnicas e inversiones de capital considerables (24). Las actividades comerciales y la organización de la Hacienda Pública desconocían la contabilidad, de manera que podían

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controlarse con los rudimentos de las matemáticas. A finales del siglo XVIII se trató de instaurar la contabilidad por partida doble para el control de las cuentas de las cajas reales, pero muy pronto hubo de volverse al sistema tradicional de cargo (ingresos) y data (gastos), porque los tesoreros y recaudadores no pudieron asimilar el nuevo sistema. La cultura media de los habitantes del Reino, aun de las clases altas, tampoco exigía una educación diferente. Como los únicos objetivos eran mantener el status de persona educada y prepararse para salvar el alma, bastaban la educación religiosa, el latín y algún conocimiento de los clásicos. La mentalidad secular y sobre todo la mentalidad lucrativa y ambiciosa de bienes terrenales que caracteriza el espíritu económico y empresarial moderno no habían surgido. Apenas tiene sus primeros brotes en la segunda mitad del siglo XVIII. Justamente en este momento aparece la necesidad de una reforma de los estudios superiores y la idea de crear una nueva universidad. Fue lo que trató de hacer el virrey Guirior cuando en 1774 encomendó al fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón la elaboración de un plan para fundar Universidad Pública, aprovechando los bienes expropiados a la Compañía de Jesús y haciéndose eco del nuevo espíritu ilustrado que preconizaban los reyes borbónicos, sobre todo Carlos III (25). La formulación del plan de Moreno y Escandón estuvo precedida por una prolongada crítica a ios estudios tradicionales, calificados de "inútil jerigonza" y por la exigencia de incorporar a ellos las ciencias útiles" indispensables para el aprovechamiento de las riquezas del Reino, como lo afirmaba el arzobispo virrey Caballero y Góngora. El plan Moreno no era en verdad revolucionario ni heterodoxo. Dentro de una posición ecléctica intentaba armonizar la tradición con la necesidad de reformas. Calificaba los estudios anteriores de verbalistas, dogmáticos y carentes de aplicación práctica, pero mantenía el contenido católico y aun escolástico de los estudios que más directamente podían influir en la formación moral, religiosa y política de la juventud. Introducía el estudio de las matemáticas, que debían enseñarse por los textos del filósofo alemán Wolff, y el estudio de la física de Newton. Para el derecho y la filosofía se acudía a Melchor Cano y al mismo Santo Tomás, pero se agregaba la consideración de numerosos teólogos franceses como Abelly, Duviat,

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Fleury, algunos defensores de la primacía de la potestad real frente a la Iglesia. El plan era especialmente innovador en el método de enseñanza. Eliminaba el juramento de fidelidad a la doctrina de Santo Tomás y proscribía el memorismo y el criterio de autoridad como única fuente del conocimiento, ordenando que a los estudiantes se les permitiese comparar la dotrina de varios autores -todos católicos, ciertamente- "para que la elección sea libre y gobernada por la razón, sin formar empeño en sostener determinado dictamen" (26). Prescribía también normas de organización pedagógica. Los maestros debían presentar examen previo para "comprobar que pueden enseñar a leer" -recuérdese que en el lenguaje académico universitario leer quería decir enseñary tener los mismos discípulos durante todo un ciclo de estudios para evitar los cambios bruscos de orientación y conseguir un mejor conocimiento mutuo. Habría exámenes anuales rigurosos, presididos por el rector, el vicerrector y el cuerpo de maestros del Rosario, San Bartolomé y la Universidad Tomística. Finalmente, se prohibían los trajes lujosos y los gastos excesivos. El plan de Moreno y Escandón (27) nunca fue puesto en práctica, por razones financieras y por insuficiencia de catedráticos, según lo explicarían más tarde las autoridades virreinales, pero también por razones políticas. En efecto, la política borbónica tanto en el campo económico como en el administrativo y cultural estuvo siempre afectada de una evidente ambigüedad cuando se trató de ejecutarla en los territorios americanos. En la misma forma en que no se quería ir muy lejos en el fomento económico, en la liberalización del comercio o en cualquier aspecto de la reforma social, tampoco en el campo de la educación se querían sobrepasar ciertos límites. En la Junta de Estudios convocada en 1779 por el regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, a la cual asistieron el arzobispo Caballero y Góngora, el decano de los oidores de la Audiencia don Benito Casal, los rectores de la Universidad Tomística, del Colegio del Rosario, de San Bartolomé y los más altos funcionarios del Reino, entre los cuales se encontraba el mismo Moreno y Escandón, resolvió promulgar un nuevo plan de estudios superiores, ya que el anterior, proyectado por el fiscal Moreno, no había tenido aplicación. La Junta fue convocada en respuesta a la real cédula

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expedida en Madrid el 18 de julio de 1778, en la cual se dice que: "Como consecuencia de haber graduado Su Majestad como útil y conveniente la fundación y establecimiento de Universidad Pública y Estudio General y no haberse adoptado los arbitrios propuestos para su dotación, previenen que con el acuerdo y dictamen de ella se le informe qué aplicaciones se han hecho de las temporalidades ocupadas en este Reino a los regulares de la extinguida Compañía de Jesús; qué bienes de ella existen aplicables a la erección de Universidad Pública sin perjuicio de las obligaciones a que están afectados. ... y qué estado tiene la enseñanza pública en los enunciados Colegios [San Bartolomé, Rosario y Universidad Tomística], si se observa en ellos el método de estudios formulado por el señor Fiscal don Francisco Antonio Moreno y Escandón; qué progresos han tenido los que han estudiado la carrera literaria por él y que si la Junta estima conveniente alterarle o variarle de algún modo, lo ejecute y poniéndolo desde luego en ejecución dé cuenta al Real y Supremo Consejo de Indias para que en su vista se mande lo más conveniente y útil a los vasallos de este Reino y al lustre de esta Ciudad..." (28). A los interrogantes de la cédula de abril del año anterior, la Junta de estudios contestó dando las razones por las cuales el plan Moreno no había sido aplicado. Se mandó a observar el citado plan formado por el señor Moreno -se dice en las actas-, pero no habiendo correspondido el efecto a los deseos con que la Junta previno su observancia, ni a los que informaron a dicho señor para su formación, pues aunque el referido plan demuestra la instrucción de su autor y el celo que lo animó en obsequio de la juventud de este Reino, pero como no había llegado a conseguirse el número de catedráticos que en él se pide por falta de fondos que tienen los colegios para sostenerlos y que los pocos que ha habido han tenido que enseñar por un método que no aprendieron, no se han logrado los progresos que se esperaban, a que concurre por otra parte la falta de Estudios Generales sin cuyo establecimiento formal no pueden adoptarse semejantes reglamentos de estudio, juzgó la Junta necesario por estas razones prevenir el régimen que provisionalmente ha de observarse en los estudios de ambos colegios, procurando en lo posible igualarlo al que antes del plan servía de gobierno para cautelar de este modo

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que con una absoluta novedad se sienten los malos efectos que ésta suele atraer (29). Sintomático del regreso a las antiguas prácticas fue la decisión tomada sobre los estudios de filosofía. Al respecto, decía la Junta: "Y mereciendo entre éstos la primera atención la Filosofía, por ser la escala por donde se asciende a los demás, a ésta se convirtió la Junta (sic) queriendo que se enseñe y explique del modo escolástico de antes, pero separando y purgando de ella todas aquellas cuestiones que por reflexas e impertinentes se reputan inútiles" (30). Era ésta una pequeña concesión al plan Moreno y a sus críticas contra el dogmatismo tradicional, concesión que se refrenda con las siguientes consideraciones finales: "De cuyo modo cómodamente podrán [los jóvenes] instruirse en la teología escolástica dogmática y moral pura y sana, pero no por esto los maestros han de infundirle a los discípulos espíritu de facción o partido de escuela sino que los dejarán en libertad para discurrir y opinar, pues lo contrario es muy perjudicial para el adelantamiento de los estudios" (31). En los años que siguieron, los esfuerzos de modernización de la cultura se concentraron en las actividades de Mutis y la Expedición Botánica, pero todo indica que la enseñanza universitaria regresó a los métodos y contenidos tradicionales. La cátedra de medicina y matemáticas sustentada por Mutis en el Colegio del Rosario representó para los neogranadinos la única posibilidad de ponerse en contacto con la ciencia moderna. Pero como las tareas de la Expedición y los encargos sobre estudios mineros que Caballero y Góngora hiciera al sabio gaditano lo mantenían fuera de Santa Fe, la cátedra quedó vacante durante varios años. En 1785, uno de los discípulos de Mutis, Juan Fernando Vergara, aspirante a sustituirlo, escribía al virrey en forma patética: "La sociedad humana apenas subsistiera y los comercios más ventajosos o se acabaran o no se hubieran visto si la astronomía o la geografía se perdieran o no hubiéramos tenido la felicidad de que se hubieran inventado" (32). Las décadas finales del Virreinato no debieron aportar modificación alguna a la penuria de la situación de los estudios superiores. Al comenzar el siglo XIX el virrey Mendinueta se

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quejaba del atraso de los estudios en los colegios gunos beneficiarios. Resumía la situación de la del Rosario y San Bartolomé y en la Universidad enseñanza en el Reino con estas palabras: Tomista de los dominicos. La cátedra de física "Los que tienen algunos conocimientos de cieny matemáticas, que la ausencia de Mutis había cias puede decirse que los han adquirido más dejado vacante, no se había provisto aún por bien en sus gabinetes, a esfuerzo de un estudio falta de fondos para sufragarla y de alumnos particular, auxiliados de sus propios libros, que interesados en su enseñanza. Carece de rentas en los colegios y aulas públicas, estando en ellas y aun de discípulos -decía Mendinueta en su limitada toda enseñanza a una mediana latiniRelación de Mando- porque no abre carrera para dad, a la filosofía peripatética de Gaudin, a la las demás ciencias, como la filosofía escolástica teología y derecho civil y canónico según el y faltando todo estímulo para la aplicación de método y autores que prescribió la Junta de Esla juventud, no es de extrañarse que se mire con tudios de 1779, derogando al mismo tiempo el indiferencia su estudio tan útil (33). Insistía el vi- sabio plan que regía apenas desde el 74, formado rrey en la necesidad de crear la Universidad por el Fiscal que fue de esta Audiencia D. FranPública que se había prometido desde 1774 y cisco Antonio Moreno y Escandón, con una ilusproponía financiarla con las numerosas capella- tración y método superiores a los alcances litenías Vacantes que usufructuaban sin derecho al- rarios de sus contemporáneos" (34).

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Notas 1. Recopilación de leyes de los Reinos de Indias, título VIH, libro VI; títulos XIII y XIV, libro I, Madrid, 1943. 2. Juan Rodríguez Freyle El Carnero, Bogotá, 1936. pág. 108. 3. Archivo Nacional de Colombia, Colegios, t. III, fls. 178 y ss. Citaremos este archivo con la sigla ANC. 4. Luis Antonio Bohórquez Casallas. La evolución educativa de Colombia, Bogotá, 1956, págs. 50 y ss. 5. ANC. Colegios, t. V, fls. 552 y ss. 6. ANC, Colegios, t. IV, fls. 646r y 669v. 7. ANC, Colegios, t. IV, fls. 344 y ss. 8. ANC, Colegios, t. II. fls. 785 y ss. 9. ANC, Colegios, t. V, fls. 18r y ss. 10. ANC, Colegios, t. V, fls. 46r y ss. 11. ANC, Colegios, t. III, fls. I90v y ss.

María Rodríguez O. P., Historia de las universidades hispanoamericanas, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1973. 21. José María Vergara y Vergara, Historia de la literatura colombiana, vol. I. Bogotá, 1931, pág. 42. 22. Fray José Abel Salazar, ob. cit.; Juan David García Baca, Antología del pensamiento filosófico en Colombia, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Bogotá, 1955. 23. Jaime Jaramillo Uribe, Ensayos de historia social colombiana, Bogotá, 1968, págs. 181 y ss. 24. Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el Reino de Nueva España, México, Edit. Porrúa, 1966, pág. 420. Sobre el mismo tema, Francisco Silvestre, Descripción del Reino de Santa Fe de Bogotá, Bogotá, 1950, pág. 68. 25. Archivo Histórico Nacional de Colombia, fondo Colegios, t. II, fls. 268r/309r; Relaciones de mando de los virreyes, ed. de Eduardo Posada y Pedro María Ibáñez, Bogotá, 1910, págs. 489 y ss. 26 Archivo Histórico Nacional de Colombia, Colegios, t. II, fls. 295r, 292r y v.

12. ANC. Colegios, t. V, fls. 477 y ss. 27. Moreno y Escandón, Plan, reí. cit., fls. 305r. 13. ANC. Colegios, t. II, fls. 785r y ss. 14. ANC, Colegios, t, III, fl. 190v. 15. ANC, Colegios, t. II. fls. 913 y ss. 16. ANC, Colegios, t. II, fl. 953r. 17. ANC. Colegios t. V, fls. 488 y ss.

28. Archivo Histórico Nacional de Colombia, Colegios, t. II, fls. 323r a 332v. Citaremos en Archivo Nacional de Colombia con la sigla ANC. 29. ANC, Colegios, t. II, fls. 325-326. Subrayado nuestro. 30. ANC, Colegios, t. II, fls. 326r y v.

18. Semanario del Nuevo Reino de Granada, vol. I, Bogotá, 1943, págs. 69 y ss., 73 y ss.

31. ANC, t. cit., fl. 328v.

19. Relaciones de mando, ed. de Eduardo Posada, Bogotá, 1910. pág. 336.

32. ANC, t. cit., fl. 1021v.

20. Sobre la universidad y la educación colonial, véase a fray José Abel Salazar, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada, Madrid, 1946; Agueda

33. Guillermo Hernández de Alba. ed. de Archivo epistolar del sabio Mutis, t. 1, Bogotá, 1947, págs. 247-248. 34. Relaciones de mando, ed. cit., págs. 492-493.

El proceso de la educación en el virreinato

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L a arquitectura

colonial

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La arquitectura colonial Las circunstancias anotadas ponen de manifiesto el carácter de esas primeras fundaciones o ciudades, que tal categoría obtuvieron con prontitud, cuando se trataba en realidad y durante dilatados años, de auténticos campamentos La planificación regional militares. Toda la población que en ellas habitó l arribo a las costas del actual territorio estaba formada por las tropas de conquistadores, colombiano, por parte de los primeros espa- algunos funcionarios que solían acompañarlas ñoles, no tuvo otra consecuencia que la simple como fueron: capellanes, notarios, barberos, exploración de los accidentes geográficos y, na- que eran los cirujanos de la época, y ciertos turalmente, el llamado recate de oro, perlas y esclavos y esclavas indígenas apresados en las otros objetos considerados preciosos. Sólo en batallas. Por eso no es de extrañar que se proceuna segunda oleada se intenta sentar reales en diera a utilizar los principios establecidos por el nuevo territorio. Es en ese preciso momento la experiencia de muchos siglos y consignadas en el cual se produce una acción característica en los textos de varios tratadistas que se remonde todos los pueblos invasores: establecer cabe- tan a la época del Imperio Romano o se reiteran zas de puente desde las cuales es posible adelan- a lo largo de la Edad Media. Una tercera fase que distingue este proceso tar exitosamente una exploración sistemática del territorio inmediato y la subsiguiente conquista se presenta en el momento en el cual las diversas que se deriva de esas acciones. De esta manera y coincidentes campañas de descubrimiento, es fácil comprender el carácter que identificó la convergen sobre la Sabana de Bogotá, como efímera fundación de San Sebastián de Urabá, atendiendo a una cita histórica. A partir de ese o la más perdurable de Santa María la Antigua momento todo cambia, pues el hallazgo de tiedel Darién, así como los posteriores asentamien- rras altas, sanas y con abundante población natos en Santa Marta y luego en Cartagena. Trans- tiva, constituyó una razón poderosa para querer curren entre unas» y otras fundaciones cerca de permanecer en ellas y además generó una divitreinta años, durante los cuales sólo es utilizada sión trascendental en la nueva geografía humana parcialmente la franja costera por parte de los del territorio colombiano, pues repercutirá de españoles. Pero años más tarde, cuando las ex- inmediato en el flujo de los nuevos inmigrantes ploraciones cubrieron buena parte de los depar- y en la subsiguiente fundación de un sinnúmero tamentos de la Costa, es cuando se acometen de nuevas ciudades en el interior del país. De las empresas de mayor aliento, como la de ex- esta manera las poblaciones o ciudades establecidas en la Costa, asediadas entonces solamente plorar el interior del continente.

Alberto Corradine Angulo

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lugares donde la experiencia, decantada por centurias, había enseñado a los indígenas los lugares favorables. Por esta razón elemental, las regiones donde existía población más densa y evolucionada, son también las escogidas por los españoles para hacer sus principales asentamientos urbanos, pues allí se encontrarán condiciones como: bondad del clima, salubridad aceptable, recursos adecuados para la subsistencia, etc., así como abundancia de mano de obra indígena. A la postre, cuando va terminando el período colonial, la mayor parte de la población existente en el actual territorio de Colombia, se concentraba en el altiplano cundiboyacense y en Santander, en tanto que, por ejemplo, en el Magdalena Medio donde históricamente se han dado las condiciones más duras para la supervivencia del Hombre, se encontraba poco menos que deshabitada, con algunos lugares de carácter excepcional sobre el propio curso del río, muchos de ellos estrictamente militares. De ahí que la distribución de la población, por razones naturales, se concentra en las áreas más saludables, salvo en los casos en los cuales se dan

por tribus altamente belicosas, serán sostenidas por la fuerza de las armas y de las represalias, por la necesidad de mantener a toda costa el contacto permanente con Santo Domingo y con España, por una parte, y con los pobladores del interior por la otra. Por estas razones las fundaciones costeras se redujeron a dos durante casi todo el siglo XVI: Santa Marta y Cartagena. Sólo se contó con algunas excepciones significativas como fueron: Mompox por su carácter de puerto fluvial y escala táctica en la única ruta practicable hacia el interior del país: el Río Grande de la Magdalena, hecho del cual derivó su rápida prosperidad y su crecimiento; y Riohacha, no por razones estratégicas de su emplazamiento sino por la abundancia de perlas que la distinguía por entonces. Un examen rápido de la geografía de Colombia, cuando aún no era el Nuevo Reino de Granada, en los años de 1550 y en los de 1600, señala de inmediato la forma como, a manera de mancha de aceite, aparecen las sucesivas fundaciones de ciudades siguiendo, precisamente, los valles de algunos ríos o las altiplanicies en las montañas, aprovechando por lo general, los

La arquitectura colonial

atractivos muy especiales, como la existencia de oro en las vertientes del Pacífico y el Chocó, donde los bosques, la alta pluviosidad y las elevadas temperaturas, conllevaban también la presencia de abundantes enfermedades endémicas, que sólo permitían la supervivencia de unos pocos blancos, pues en ese medio es resistido solamente por la población nativa o la de origen africano. Vastas regiones permanecían aún desligadas totalmente de la cultura colonial. En general, la minería de oro fue el único motor que indujo la formación de poblaciones en lugares de condiciones ambientales difíciles y su existencia se vio limitada al tiempo en el cual fueron rentables la explotación de los filones o la de los placeres, en el caso de aluviones. Las zonas oscuras que aparecen en el mapa número 2, que rodea las ciudades existentes en 1600, varía muy poco a lo largo de los dos siglos siguientes, salvo la expansión que se inicia en Antioquia y la que se concreta en la costa atlántica. El urbanismo y la arquitectura en el siglo XVI

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a historia del urbanismo en América se remonta al mismo siglo xv con las primeras fundaciones que se hicieron a partir del descubrimiento durante la década del noventa, pero su característica de más relieve, como fue el empleo de la cuadrícula o damero, parece haberse iniciado en 1502 cuando se trasladó Santo Domingo a su actual emplazamiento. El tema mismo del sistema ortogonal de trazado de las ciudades americanas ha sido motivo de estudio de importantes investigadores en todo el mundo; también entre nosotros se han publicado algunos trabajos donde cabe destacar la obra de Carlos Martínez El urbanismo en el Nuevo Reino de Granada (1966) y el aporte de Carlos Arbeláez Camacho que aparece en la Historia Extensa de Colombia, volumen x x , tomo cuarto, dedicado a la arquitectura colonial (1966). Las diversas influencias que parecen haber contribuido a la adopción del modelo americano de ciudad, son precisamente tema de discusión de los eruditos (1). Lo cierto es que, entre las ciudades que subsisten en el país, fundadas en el siglo XVI, se repiten en forma completa las características de otras ciudades de datación anterior, tanto del Continente como del Caribe. No obstante, la razón inicial de varías de ellas fue la de simple cabeza

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de puente, que permitiera las incursiones en el interior inmediato del territorio; su explotación y posterior dominio o pacificación, por lo cual es probable que no llenaran inicialmente los requisitos formales con que hoy las conocemos, sino que se tratara de meros campamentos militares en tanto las condiciones generales permitían su evolución hacia formas más estables por sus necesidades políticas, administrativas y comerciales, y, por ende, a una reorganización total en su trazado. Esa parece haber sido la suerte de Cartagena y Santa Marta en sus primeros años. Fundaciones posteriores como las efectuadas en Santa Fe, Tunja, Vélez, Cali, Popayán y Pasto, en circunstancias diferentes, obedecieron desde un comienzo a una organización física de indudable claridad, acorde con las instrucciones impartidas a Pedrarias en 1513, y a otras posteriores, las cuales culminarán en las ordenanzas de 1573 expedidas por Felipe II, cuando ya las principales ciudades de Colombia habían sido fundadas (2). La traza de las ciudades colombianas fundadas en el transcurso del siglo XVI fuera de su inscripción en el tipo de ciudad damero, ajedrezada, en retícula, hipodámica, u otros términos menos comunes con los cuales se ha descrito la aparición de vías paralelas espaciadas con regularidad y cruzadas por otras dispuestas en forma similar, permite una organización clara de los elementos cívicos, sean ellos religiosos o administrativos, colocados usualmente alrededor de la plaza mayor que se constituye en el espacio principal, verdadero corazón de la ciudad. Al ganar en extensión la ciudad, el sistema de retícula permitió, y aún permite, una expansión regular y crear nuevos espacios abiertos dispersos por su área urbana, dejando de construir algunas de las manzanas en forma total o parcial. Las condiciones topográficas que inicialmente demarcaron la extensión de las ciudades, con el tiempo fueron desconocidas, y el crecimiento, bajo la iniciativa privada, pudo llegar a sobrepasarlos: así se ve en Santa Fe, que se extendió más allá de los ríos San Francisco y San Agustín, pese a las dificultades que ofrecían éstos en su paso, no por el volumen permanente de sus aguas sino por lo profundo y áspero de los cauces. Algo similar se ve en el caso de Tunja, con el arroyo de San Francisco, el cual se cita en El Carnero alrededor del asesinato de don Jorge Voto. Cartagena no escapa a esta situación: antes por el contrario, logra mayor desarrollo el barrio

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de Getsemaní, situado en otra isla, que el de San Diego, pese a estar dentro de la misma isla y próximo a la catedral. Las vías de comunicación con las poblaciones vecinas, tanto entonces como ahora, han condicionado el proceso de desarrollo físico de las ciudades. La vivienda Distribuidas las ciudades por el territorio nacional siguiendo a grandes rasgos las áreas de mayor densidad indígena como zonas más salubres y obviamente de mayores recursos en mano de obra necesaria para la agricultura, el transporte, etc., se genera la vivienda como uno de los primeros elementos arquitectónicos permanentes. En un comienzo con carácter provisional, y generalmente basada en los recursos y técnicas más simples cuando no ejecutadas en un todo a la usanza de las empleadas por los indígenas, se produce un fenómeno de "acomodación" que no significa en ninguna manera una expresión primera del llamado mestizaje cultural. Esta situación es tan característica que la lucha iniciada por los cabildos unos 5 o 10 años después de efectuada la fundación de las ciudades, con el objeto de obligar a los vecinos a levantar obras perdurables hechas en piedra, al menos en ciertos sectores, para sustituir las existentes de paja y bahareque perdura a veces hasta los mismos inicios del siglo XVII, como quedó demostrado en el incendio que arrasó casi por completo a Cartagena en el ataque del corsario Sir Francis Drake en 1585 (3). Dentro de su apariencia de rancherío, común a las primeras ciudades en el siglo XVI, varios de los principales vecinos, se dieron inicio a la tarea de construcciones de mayor alcance. Es el inicio de una arquitectura permanente. El mejor lugar que tiene el país para conocer la calidad y características de esas nuevas viviendas, es sin lugar a dudas la ciudad de Tunja que, pese al vandalismo destructor que han desatado los inversionistas en los últimos años, aún conserva los únicos ejemplos que perduran del siglo XVI. En estudio que está en vías de publicación he analizado la vivienda de esa ciudad, teniendo en cuenta varios de los factores o condiciones que rodearon la construcción de tales viviendas como fueron, su base económica y el alto status social de gran número de los vecinos, además de cierta facilidad de recursos técnicos y materiales. Estas condiciones peculiares crean una

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indudable diferencia con otras ciudades colombianas como Cartagena o Cali. Parece influir en tal singularidad el origen regional de sus pobladores, diferente del promedio calculado para América (4), cuya real incidencia aún no está medida ni correlacionada con otros casos concretos. Pueden verse en las casas tunjanas varias características: altura generosa, organización alrededor de un patio sobre el que ofrece dos o tres frentes la construcción, generalmente dos pisos con galerías de columnas de inspiración toscana, medieval o de claros rasgos moriscos, portada de alguna magnitud labrada en piedra donde se perpetúan costumbres románicas y góticas junto a detalles ornamentales de la época: el Renacimiento. Un zaguán vincula la calle con el interior y por sus dimensiones permitía el fácil paso de una cabalgadura. Patio amplio y huerto o corral muestra a las claras la relación inobjetable de esta casa ciudadana con el campo. La generosidad de sus espacios, la misma zonifícación de la casa, en la cual se destinaba el segundo piso a los recintos privados de la familia, y el bajo, a depósitos y dormitorios de servidumbre, patentizan la influencia de una actividad que oscila entre la vida ciudadana y rural. ¿Cuál es la causa de sus dimensiones generosas? Muy simple: la mayoría de sus propietarios fueron encomenderos y por lo regular ocuparon también puestos prominentes en el gobierno de la ciudad como regidores o alcaldes. De un lado percibían las cosechas de sus tierras, los tributos de los indígenas con frecuencia en mantas, etc., con lo cual se generaba la necesidad de disponer de amplios espacios tanto para recibir y mantener las recuas de cabalgaduras, como de recintos adecuados para guardar las diversas especies vegetales de las cosechas como papa, maíz, trigo, etc., o animales como cueros, etc., destinados tanto al consumo familiar como el comercio con ellas. No se trata aquí de un simple plagio de espacios usuales en el sur de España destinados a articular una vivienda, y por eso su escasa dimensión en la Península, sino de un espacio de uso específico, verdadera zona de trabajo que requería de áreas más generosas. La vivienda propiamente dicha se coloca en el segundo piso, con sala, recámaras, alcobas, comedor y cocina, acomodadas sobre las construcciones del primer piso cubriéndolas total o parcialmente .

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Es indudable que a su conformación contribuyeron en cierto grado los nuevos aires estéticos que llegaban de Italia originados en el Renacimiento, cuyo énfasis formal lleva a destacar la simetría y las experiencias ya habidas en otras regiones españolas como se puede comprobar, v. gr., al examinar la arquitectura popular en Chinchón o Riaza, ambas en Castilla la Nueva, donde ya el patio llenó funciones de enlace entre el campo y la vivienda ciudadana. Otros rasgos que dejan ver las obras de un siglo en nuestro medio son los clasificables en el marco de lo estético y constructivo, donde el aporte de origen morisco, plenamente asimilado, se patentiza en la frecuencia con que se emplea el alfiz, el arco peraltado, la columna ochavada y el artezón para citar lo más relievante. Pero además del trasplante de técnicas constructivas como el uso de la tapia pisada, el adobe, el ladrillo y la piedra en los muros, se empleó el bahareque conocido de los indígenas, en lugares de pocas exigencias como las áreas de servidumbre o en divisiones posteriores, y alternaron con frecuencia la teja "española" o de barro con la paja. Los frentes son por lo general elevados y sus fachadas internas y externas revocadas y encaladas. Los aleros sostenidos por canes, alternan con simples cornisas de ladrillo que reciben el tejaroz. Junto con esas grandes construcciones es posible encontrar otras más sencillas constituidas inicialmente por uno o dos cuartos, de dimensiones medianas, hoy subdivididos, y que sólo ocupan una parte del frente del lote, constituyéndose así el otro extremo de la escala que ofrece la ciudad. Las técnicas constructivas empleadas serán las mismas, no así los elementos ornamentales, ni su altura, ni la sencillez de los espacios que la constituyen, ni la forma en que se articulan, es en fin una arquitectura diferente, ajena a las pretensiones sociales y reflejo indudable de una clase menos favorecida económicamente. Existe un documento importante para poder comprender el caso de Tunja que se elaboró en 1610 y que ya ha sido publicado en varias oportunidades (5). Allí de los trescientos vecinos que se calcula poseer la ciudad en ese momento, 76 son encomenderos, es decir, uno de cada cuatro, y por otra parte de las 313 casas levantadas en el casco urbano, 88 son de dos pisos, las demás de uno, sólo estando cubiertas de paja 82. Es patente la casi coincidencia entre el número de los encomenderos y de las casas más significativas como eran las de dos pisos.

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Arquitectura religiosa Sobre esta rama de la arquitectura, tan significativa en el panorama latinoamericano, es bien poco lo escrito hasta hoy. Los mismos autores ya nombrados: Marco, Arbeláez y Sebastián (6), son los que han hablado sobre las primeras obras de arquitectura religiosa en el país, con un cierto sentido generalizador, si bien es cierto que avances a este respecto los hizo el historiador Guillermo Hernández de Alba, hace más de treinta años con dos de sus obras principales (7), aun cuando su interés primordial estribaba más en la imaginería y en las experiencias plásticas, que complementaban la arquitectura de la colonia, que en las calidades arquitectónicas. Los ejemplos del siglo XVI son bien pocos: la catedral tunjana, la cabecera y traza de la cartagenera y las iglesias bogotanas de San Francisco y la Concepción, así como San Laureano y Santa Clara, en Tunja y gran parte de la iglesia de Chivatá en Boyacá, tan ajena a la imagen que hemos forjado de las iglesias de pueblo (8).

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Con tan pocos ejemplos existentes es difícil efectuar un análisis completo de este tipo de arquitectura, o definir las influencias y sus más frecuentes características. No obstante, con base en los dos ejemplos más significativos, como son las ahora catedrales de Tunja y Cartagena, se puede afirmar que es manifiesta la presencia de un tradicionalismo estético y constructivo enraizado en el gótico, fácil de apreciar en los arcos apuntados ligados a la cubierta mudéjar, para el caso de la iglesia matriz de Tunja (que se repite en la iglesia de Santa Clara), y en la cabecera ochavada y con bóvedas de la catedral cartagenera. Algo similar encontramos en las otras iglesias tunjanas o bogotanas: cierta generosidad en las naves, muros robustos muy cerrados, cubiertas por alfarjes, donde la más pobre en su terminación es la de San Laureano en Tunja, en tanto que San Francisco y la Concepción de Bogotá, poseen dos ejemplos muy elaborados de artesón como ocurre también con Santa Clara de Tunja. Las fachadas distan hoy mucho del diseño y condiciones iniciales en razón de las posteriores modificaciones, cuyo alcance real nos es desconocido. De las iglesias mencionadas es quizá la de Chivatá una de las más significativas, al menos por dos razones: la primera, por dar un tratamiento diferente a la capilla mayor, puesto que no es una simple fracción de la nave, sino que se le asigna en planta una dimensión diferente al ancho de esta, y la segunda, porque espacialmente se le da un tratamiento diferente al cubrírsele con bóveda de mampostería, en tanto que el cuerpo o nave se le cubre de par y nudillo, solución que no se repite en la región, constituyéndose así en espacio de características especiales no presentes en obras de su época o posteriores. Puede añadirse a lo dicho, la real influencia del Renacimiento manifiesta en documentos de los primeros años del siglo XVII, donde se describe su estado y características ya definidas desde 1580 (9).

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Otro de los aspectos importantes de la arquitectura religiosa es el relacionado con los conventos que las diversas comunidades religiosas erigieron en el país. Por desgracia, de los varios construidos en el siglo XVI, son bien pocos los que han llegado completos hasta nuestros días en razón de la destrucción continua que de ellos se ha hecho en lo que ya va corrido de este siglo... No obstante, de varios de los desaparecidos existe documentación gráfica que permite efectuar análisis casi completos de sus características arquitectónicas, y se trata por lo general de los más antiguos, iniciados antes de 1600, como son el de San Francisco de Tunja, demolido por un emprendedor gobernador de Boyacá (?) o el de San Francisco de Bogotá, también destruido para levantar el edificio de la gobernación, por lo que sus iglesias quedaron sólo como testimonios del esplendor de los conventos, mutilados en varias de sus relaciones de funcionamiento. De tales conjuntos perdura un buen ejemplo: el convento y su iglesia de Santo Domingo de Tunja, en el interior del país y el magnífico de Cartagena. La disposición es similar en cuanto a la relación iglesia-claustro y la vía pública, al menos en la forma en que se nos presenta actualmente, porque debe recordarse que el ingreso de la iglesia dominicana de Tunja se efectuaba por una ronda y compás ubicados detrás del altar mayor, antes de su inversión (10). Si bien es cierto que gran número de conventos fueron fundados durante la segunda mitad del siglo XVI, su fundación no pasó del

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plano canónico, pues casi todos utilizaron por algún tiempo casas en arriendo o emplearon construcciones transitorias a la espera de mejores oportunidades para levantar edificios de al-

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gún significado. Esto no ocurrió sino al terminar el siglo XVI y en su construcción se emplearon buen número de años del siguiente siglo. Se da así el caso de poseer una traza concebida en el XVI y una ejecución, con sus inevitables incidencias estéticas el XVII. De los pocos ejemplos levantados, así fuera parcialmente, en las postrimerías del siglo de la Conquista, se patentiza la influencia mudéjar en la frecuencia con que aparecen los alfices, los arcos peraltados, los pilares ochavados u octogonales, pero no puede decirse nada similar sobre la diferente organización del convento: la iglesia siempre estará adosada a un costado del claustro; el ingreso al convento en lugar próximo a la iglesia, el claustro cuadrado o aproximadamente cuadrado formado por dos pisos, las excepciones se darán un siglo después. La iglesia misma contará con coro alto a los pies en configuración que consideró como propia del gótico-isabelino el historiador Arbeláez Camacho, pero que más parece responder a claros dictados de funcionalismo al permitir la separación física de los monjes y el público, y la realización de actos religiosos propios de ellos. Coadyuvan la tesis de Arbeláez, el hecho de que, en sus inicios, muchos de esos templos conventuales contaban con sólo una nave, siendo las posteriores resultado de adiciones o modificaciones tardías, o efectuadas al menos en otras épocas. La finalidad catequística de los conventos es indudable y se aprecia con facilidad al ver cómo éstos se distribuyeron paralelamente con las ciudades por la geografía nacional y coincidiendo precisamente con ellas para poder asegurar la permanencia de la institución, su labor religiosa y la posibilidad de erigir edificios estables al coincidir, de estas maneras las razones económicas y demográficas con las religiosas, de manera que llegaron a constituirse en sitios puntuales de donde irradió la acción pastoral a las áreas circunvecinas, además de conformar esas áreas potenciales fuentes de recursos económicos, muestra de lo cual se palpa en los frecuentes litigios que causó la posesión de determinados curatos o doctrinas. Alguna interpretación de trascendencia urbanística se ha querido dar al fenómeno de la aparición de conventos y de su correspondiente labor catequística, presuponiendo todo un plan que por etapas va del convento en la ciudad hasta la iglesia doctrinera, pero donde el esquema no pasa aún del plano subjetivo (11) sin

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documentación adecuada que permita corroborar los planteamientos. Puede afirmarse, por ser obvio, que fueron primero las ciudades que los conventos, los pueblos indígenas que los centros doctrineros y sus causas parroquiales, que primero se trazaron físicamente y se poblaron y luego se encomendó su doctrinamiento católico a los clérigos seculares o regulares, y esto en forma sistemática, sólo al comenzar el siglo XVII. No debe olvidarse que por esa época existía el Patronato Real. Arquitectura militar La historia de la arquitectura militar en el país se ha circunscrito casi específicamente al caso de Cartagena y a mencionar la existencia de algunos fuertes que en el transcurso del período colonial se llegaron a ejecutar, abandonar o demoler en ciertos lugares de la costa del Atlántico. Hasta ahora se ha circunscrito su estudio, como un tema especial, desarrollado por los mismos historiadores ya citados: Marco, que también ha escrito la mejor obra sobre Cartagena; Luis Duque, y más recientemente el señor Zapatero (12). Otros autores, utilizando la información conocida, han intentado estudios que contemplan más las circunstancias técnicas de orden militar, como ocurre con la obra del general Pedro Julio Dousdebés (13) o se limitan a recalcar sus valores con un enfoque lírico como ocurre en el capítulo que se le dedicó en la obra El arquitecto y la nacionalidad. No obstante lo hecho hasta ahora, no es suficiente el camino recorrido en el sentido de explicar integralmente con referencia a las causas reales, internas y externas el fenómeno de las defensas militares levantadas en todo el territorio nacional. Durante el siglo XVI, las defensas erigidas en las gobernaciones de Cartagena y Santa Marta, fueron de dos géneros: aquellas que a manera de cabezas de puente se utilizaron transitoriamente para protección de soldados, luego de las batidas, rescates o saqueos que a manera de "razzias" se organizaron desde muy temprano con el fin de obtener las riquezas acumuladas por los indígenas o de cobrar venganzas por los "desmanes" de los nativos no dispuestos a permitir que gentes recién llegadas los despojaran de sus bienes. Eran defensas sencillas concebidas para protegerse de los ataques que venían del interior, con una escala de calidad técnica proporcionada a la efectividad de las armas in-

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dígenas, como fueron las estacadas o empalizadas, que por la misma calidad de los materiales empleados desaparecieron con prontitud. Las segundas se dispusieron para la defensa de posibles agresiones externas, originadas en países europeos o por grupos de piratas que actuaban por su cuenta saqueando los asentamientos españoles en América. La inoperancia de tales construcciones se demostró en 1586 con el ataque, toma y saqueo que efectuó el pirata sir Francis Drake, a la ciudad de Cartagena que, para esa época ya contaba con algunos fuertes, incompletos y planeados sólo para la defensa de ataques llegados por bahía, dejando al descubierto el resto de su contorno y las posibles variedades de un asedio. No se produce con la penetración española al interior del país una manifestación paralela de arquitectura militar, la rapidez y efectividad teatral de las armas de fuego permitió un fácil ingreso por extensas tierras donde la población no era densa. El pueblo chibcha, que contaba con la mejor organización militar, dio hospedaje a los invasores y cuando se fastidió con su presencia ya era demasiado tarde para lograr su expulsión, de manera que para los españoles fueron innecesarios los cercados, fortines u otras obras más sofisticadas. Las exploraciones que en el siglo XVI se efectuaron por el Valle del Magdalena o en los Llanos Orientales sólo causaron sinsabores y pérdidas cuantiosas pero no generaron las condiciones suficientes para crear linderos definitivos, verdaderos frentes de batalla, con las tribus belicosas que los poblaban y que, en realidad rodeaban de lejos las zonas pobladas del altiplano, las ciudades puerto del Atlántico y las de altas tierras de Popayán y Pasto. La tierra era muy extensa en esa época. El siglo XVII: el urbanismo y la planificación territorial

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l iniciarse el siglo XVII se logra la dominación o pacificación como dio en denominarse la guerra declarada contra las tribus que pretendieron conservarse libres de la presencia española en el centro del país; es entonces cuando se organiza mediante visitas el funcionamiento administrativo, el cobro de los impuestos, su enseñanza religiosa y su adoctrinamiento político. El aumento de la población criolla y peninsular en las ciudades y villas fundadas en el siglo anterior era notorio en tanto que la indí-

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gena diezmada por la guerra, sometida a continuos tratamientos vejatorios o al mestizaje, disminuyó notablemente. Las productivas encomiendas de las primeras décadas se sustituían progresivamente por un nuevo sistema donde figuraba el corregidor de indígenas y el resguardo, como medio de protección que encierra un interesante contenido político y un oculto interés económico, al constituirse en el mejor mecanismo para liberar de indígenas extensas áreas. Es curioso el resultado de las medidas adoptadas justamente en el cambio de siglo y que he podido examinar rápidamente en el Archivo Nacional para áreas de Cundinamarca, Boyacá y parte de Santander (14). Varias medidas se adoptaron e impusieron en el lapso de 25 años: la primera la reducción de los indígenas dispersos por amplias regiones por medios coactivos, en poblados organizados según las normas urbanísticas compiladas por orden de Felipe II y que han sido la base para hablar del urbanismo español en América, cuando mejor sería hablar de que tales normas se unlversalizaron después de realizadas las principales fundaciones. De todas maneras es cierto que ellas se emplean masivamente en el altiplano cundiboyacense y en las estribaciones inmediatas que lo rodean, entre los años de 1600 y 1604 (15). El resultado inmediato fue concentrar la población dispersa en 25.000 kilómetros cuadrados, en algo más de 150 poblaciones, a cada una de las cuales se le pretendía asignar un cura doctrinero con el doble carácter de propagador de la fe y de representante del poder civil que le asignaba el cargo. El segundo efecto fue permitir acotar con mayor claridad la extensión de los terrenos asignados a las comunidades indígenas en torno a sus nuevas poblaciones y de contera poder definir la extensión de los que se reservaba el Rey. Sólo así es posible entender cómo a los indígenas se les asignó un área global próxima a los 500 kilómetros cuadrados, contra los 24.500 reservados para el Rey, que de esa manera podía repartir dadivosamente, a través de la Real Audiencia o de algunos cabildos, sus "posesiones" entre los encomenderos, sus hijos y cuanto peninsular llegara a estas tierras. Se produjo de esa manera una modificación sustancial en la geografía política y demográfica del país, al desaparecer infinidad de asentamientos indígenas, al variar su distribución general, y dar origen a problemas que hoy conocemos como minifundio, paralelo al latifundio. Puede anotarse que casi ninguna de las poblaciones

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fundadas en ese momento han desaparecido, en tanto de 500 a 700 poblados que existieron por la época de la conquista fueron eliminados y nos son completamente desconocidos en su ubicación. La planificación física de todas las poblaciones de Cundinamarca y Boyacá se debe al licenciado Luis Henríquez, oidor de la Audiencia y quien personalmente en la gran mayoría de los casos, o mediante el escribano don Rodrigo Zapata, visitó cada lugar y expidió las instrucciones precisas al encomendado para realizar tanto la traza como el poblamiento de los indígenas y la quema de sus antiguos asentamientos. El licenciado indicó el lugar de la plaza y de la iglesia, y "grosso modo" la manera como debían salir las calles de la plaza, la forma de distribuir los lotes entre los indígenas, sus dimensiones y otras indicaciones pertinentes como la localización en un mismo costado de la plaza de los poderes civil y religioso simbolizados en las casas del cacique y el doctrinero flanqueando la iglesia. No ocurrió de igual manera en Santander. A esa abrupta región inscrita en la jurisdicción de Tunja, donde además de las ciudades de Vélez y Pamplona se encontraban también las de La Grita y San Cristóbal, fue por delegación de Henríquez, el corregidor de Tunja capitán Antonio Beltrán de Guevara. Los resultados de su acción, ostensiblemente diferentes, se palpan en los planes y documentos existentes en el Archivo Nacional. La organización física de las poblaciones ordenadas a fundar por este funcionario es bien diferente para cada caso, como si se tratara de ensayar fórmulas. Coloca la iglesia por lo general aislada en el centro de la plaza de la cual salían las calles por dos o cuatro costados y ocasionalmente por las esquinas. También se da el caso de crear una gran plaza o espacio público que partía en dos la población para situar separados indígenas pertenecientes a dos tribus diferentes (!). No siempre fueron comprendidas y aplicadas adecuadamente las normas de Felipe II en cuanto al urbanismo en las Indias. Es del caso anotar que, en la única obra que se ha escrito sobre el Urbanismo en el Nuevo Reino de Granada, cuyo autor es el arquitecto Carlos Martínez, se publicaron algunos planos elaborados por el escribano Juan de Vargas, de orden de Beltrán de Guevara, pero sin comentarios especiales sobre la incidencia de su acción al romper los patrones de cuadrícula o damero existentes en ciudades y poblaciones

ya organizados en el altiplano. No está todavía bien documentada la acción pobladora y la repartición de tierras en el país como para poder establecer teorías generalizadoras, las anotadas hasta ahora sólo cubren un sector reducido del territorio nacional. También debe tenerse en cuenta la posible presión ejecutada por los encomenderos para adquirir tierras, pues indirectamente se puede adivinar en casos como el de Vélez, cuando en la visita que le hizo el oidor don Lesmes de Espinosa Saravia en 1617, quedó claramente establecido que casi todos los vecinos encomenderos tenían abandonadas sus casas de la ciudad y en estado ruinoso, porque permanecían con sus familias en los aposentos que poseían a lo largo y ancho de la cuenca del río Suárez, donde mantenían hatos y trapiches (16). En Tunja la situación es diferente por ser una ciudad de mayor población y cabeza de corregimiento, de manera que unos cuantos encomenderos podían permanecer ausentes en sus aposentos, sin afectar el curso normal de la vida urbana. La vivienda Es precisamente en este siglo cuando se estabilizan las familias radicándose en localidades específicas al abandonar progresivamente la migración permanente que se dio en el siglo XVI. A esta situación contribuyó el poderse contar con tierras suficientes con lo cual vino un aumento de aposentos, origen de nuestras actuales haciendas, muchas de las cuales aún conservan el apelativo de aposentos. La lejanía de las ciudades existentes en los primeros años de la Colonia, propicia la aparición de nuevos núcleos urbanos para españoles con calidad de ciudad o de villa, de manera que muchos trámites administrativos se abreviaron a la par de las distancias, permitiendo por otra parte contar con mercados próximos para la venta de algunos productos agropecuarios originados en los campos . La concentración indígena en las poblaciones creadas en los primeros años del siglo XVII permitió contar con un fácil mercado de mano de obra obtenible a través de "conciertos", mediante el cual se convirtió el indígena en fuerza de trabajo para emplear en las mismas tierras que había abandonado por orden superior y que ahora pertenecía a la nueva sociedad rural o urbano-rural de españoles y mestizos. Con el mecanismo del concierto se mantiene la tradicio-

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nal vivienda indígena que ha llegado a nuestros días como "rancho" campesino, al tener que hacer nuevamente viviendas en los terrenos que se comprometía a trabajar en beneficio del hacendado. Por otra parte, es en este momento cuando comienzan a definirse las características arquitectónicas de los aposentos o haciendas, como se verá más adelante. Con el siglo XVII llega también, la estabilización administrativa, y el incremento de la población urbana, del comercio, de las manufacturas y de muchas otras actividades propias de una sociedad organizada. Es una situación bien diferente del ímpetu descubridor de los primeros tiempos y de una sociedad que no contaba sólo con encomenderos, o sea personas vinculadas a los grupos indígenas y a la actividad agropecuaria. Por el contrario la ciudad ve surgir nuevos grupos conformados por funcionarios, artesanos, etc., para quienes la vivienda organizada en función de la relación campo-ciudad, no tiene sentido, puesto que vive introvertidamente, y debe contar con recintos más propios para actividades sociales que para las de tipo agrícola. La resultante es clara: obras arquitectónicas levantadas sobre predios más pequeños, -subdivisión de los primitivos-, con menores pretensiones en sus ornamentos, materiales o espacios, por faltar el recurso instituible de los tributos indígenas, con patios menores y transformados en jardines por pérdida gradual de la relación campo-ciudad, donde se llega a la simplificación en las técnicas constructivas, reflejo de la aparición de las varias capas socioeconómicas de la población total una arquitectura más sencilla y uniforme, en general, con ejemplos ocasionales de mayor alcance. Es claro que estas observaciones globales sólo son válidas para determinadas regiones como Tunja y sus alrededores, en otras por el contrario es el siglo XVII el momento de las grandes construcciones, o por lo menos de su iniciación. Fundamentalmente se trata de las ciudades situadas en las rutas comerciales: Cartagena, Mompox, Honda y Santa Fe. La primera, ya al abrigo del sistema defensivo iniciado al concluir el siglo XVI, punto de llegada y partida de la Carrera de las Indias, da paso a construcciones ambiciosas que distan mucho de poseer los patios desahogados que se pueden encontrar en el interior del país. Son más importantes los espacios para depósitos que los lugares para albergar las recuas; este desarrollo alrededor de espacios limitados generará pos-

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teriormente los entrepisos de las casas cartageneras, como también se produjeron en la ciudad de Cádiz, bajo condiciones análogas. Mompox, como escala obligada y bodega de los productos que venían de España, por una parte, o que salían del virreinato, por otra, atesora riquezas, a la par que Cartagena, derivadas del transporte en champán que efectuaban los esclavos negros de los vecinos momposinos. En muchos casos son las mismas familias las que actúan en una u otra, ciudad y villa. La presencia en el río con su actividad, y la no limitación territorial permitieron ese crecimiento característico de Mompox, de tipo lineal. Es el lugar apropiado para producir otro tipo de construcciones. Sus viviendas, más generosas en espacios abiertos que las cartageneras, se desarrollan en una sola planta, por lo general -hay más desahogo como resultado de las riquezas atesoradas. Esta circunstancia portuaria presiona de tal manera que, buena parte de las construcciones que existen sobre la orilla del río o Albarrada, como se le conoce, no son viviendas sino construcciones para depósitos de los innumerables comerciantes asentados en la Villa de Santa Cruz de Mompox; algunas se continuaron usando para los mismos fines, otras han sido habilitadas para viviendas al decaer la importancia del lugar en el siglo pasado (17). Así, llegados a Santa Fe podemos ver cómo sus viviendas cubren toda la gama de calidades desde la vivienda cubierta de paja, de corta elevación simplicidad espacial y ornamental, como las situadas en los barrios periféricos, hasta casas más elaboradas como la situada en la esquina del Camarín del Carmen, hoy sede de la alcaldía menor de Santa Fe de Bogotá, donde no escasean los arcos ni las columnas de estilo toscano, con patio de dimensiones discretas pero dotado de amplias galerías. En el occidente del país, nada nos ofrecen Popayán y Pasto, pese a su importancia durante esa época, a causa de los varios terremotos que las han afectado en diversos momentos de su historia, en ese siglo o el siguiente. Arquitectura religiosa secular y regular Es quizás el siglo XVII uno de los más significativos en la producción de este tipo de arquitectura; se concluyen todos los conventos iniciados a fines del anterior, se construyen otros y se levanta una gran cantidad de templos. La

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fundación de las poblaciones indígenas o pueblos de indios al inicio del siglo, llevó consigo la ejecución de iglesias en número similiar. Su función o características para el área central del país, Cundinamarca y Boyacá se definió en los muchos contratos que celebró el licenciado Luis Henríquez con diversos maestros, alarifes, canteros o carpinteros como expliqué en un corto estudio elaborado sobre tal tema (18). En él demostré cómo las iglesias se ajustaron a un mismo patrón, que es el siguiente: muros en tapia pisada, con portada o portalejo, puerta con arco de medio punto, espadaña, varios contrafuertes, algunas pocas ventanas, arco total, una nave, cubiertas con armadura de madera de las llamadas de "par de Nudillo" y entejadas. De ellas subsisten cierto número, otras muchas han desaparecido por la acción de la piqueta demoledora en los últimos 40 años, y algunas de tiempo atrás se abandonaron y fueron vencidas por la acción inmisericorde del tiempo y de la falta de cuidados, entre los siglos XVIII y XIX. No fueron esas iglesias de manera alguna parte de conjuntos doctrineros similares a los existentes en México o Bolivia, porque no contaron con atrios para procesiones, ni se levantaron al tiempo con las capillas posas que ocasionalmente las acompañan, ni contaron con capillas abiertas como afirmó hace unos años el arquitecto Arbeláez. Las posas se levantaron casi un siglo más tarde, entrando el siglo XVIII, con carácter de ornato y sólo en algunos lugares, sin llegar a ser una verdadera constante. La arquitectura de esas iglesias de pueblos indígenas es sencilla, sin pretensiones, pero de agradable franqueza constructiva que constituye quizá su mayor encanto y la razón última del cariño con que se les admira. No parece haber tenido el mismo éxito en su gestión arquitectónica, el lugarteniente de Luis Henríquez, el señor Beltrán de Guevara, en su misión por los territorios de Santander y el Táchira; algunos sismos pudieron destruir lo ejecutado, o tal vez la lejanía de Santa Fe, permitió que se olvidara rápidamente la orden de construcción de templos en ese siglo, pues hasta ahora es muy poco lo que puede afirmarse que se construyó entonces. Del resto del país nada se sabe, falta buscar documentación y confrontarla con la realidad. En el plano de la arquitectura regular o conventual, no puede hablarse de manera similar a la secular; en cada orden, las influencias son

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diferentes y aun dentro de ellas no se acostumbra uniformar las soluciones, por falta de normas impositivas para tal efecto y por el carácter diferente de cada unidad, debe pues estudiarse cada caso como ejemplo aislado. Podemos no obstante, considerar dos tipos diferentes: los urbanos y los rurales, y aun de los primeros cabría hablar de los levantados dentro de la cuadrícula de la ciudad y aquellos ubicados en su periferia o en lugares discretamente aislados. Cada localización obedece a fines bien diferentes que merecen considerarse por las consecuencias arquitectónicas o urbanas que implican. Todos los conventos levantados dentro de las ciudades cumplen diversas funciones; la catequística y litúrgica que requiere de templos amplios donde pueden desarrollarse los ritos del culto -es la parte pública del convento-, espacios apropiados para la vida comunitaria de sus frailes que por tradición dentro de la Iglesia se organizan en cuadro alrededor de un patio claustrado, o lo que es lo mismo, rodeado por galerías cubiertas; pueden añadirse uno o dos patios más correspondientes a la zona de novicios, enfermería, o como fue común, mantener un colegio o universidad como medio complementario del apostolado religioso e instrumento adecuado

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para ganar futuros benefactores. Los mejores ejemplos los tenemos en los conventos o casas de los jesuítas de Bogotá y Popayán, para citar sólo dos casos. Las casas de recolección o de retiro como la Popa en Cartagena o San Diego en Bogotá, esta última hoy mutilada, son dos de los ejemplos de los iniciados en ese siglo. Por último encontramos el caso de los conventos, de tipo rural por su ubicación y de tipo contemplativo por su fin religioso, de los cuales existen dos buenos ejemplos: el convento del desierto de Nuestra Señora de la Candelaria en Ráquira, el único levantado específicamente para albergar una comunidad dedicada a la contemplación, cuyas más importantes alteraciones datan desde hace 80 años y que se desarrolla alrededor de un patio cuadrado dotado de gruesos pilares que le imprimen un carácter de serenidad difícil de igualar. Ha contado tradicionalmente con un compás o patio de ingreso, al estilo de muchos antiguos conventos españoles, que originalmente se situaba donde hoy se encuentra el cementerio. Posee dos plantas, sus paredes de tapia y adobe y madera en sus vigas, puertas y barandas, siendo sólo esos materiales con los cuales se configura una arquitectura sobria, exenta de ornamentos y superfluidades. Caso un tanto diferente es el convento de Santo Ecce Homo que por las normas o estatutos de la orden, no podía constituirse en uno de tipo contemplativo, por lo cual ha alternado entre casa de descanso de ancianos y recuperación de misioneros, y convento ordinario hace un par de siglos cuando logró aglutinar a su alrededor una pequeña población de la que sólo queda la plaza que se abre en su frente. Levantado por etapas claramente diferenciables, pese a ser de una planta, sus galerías están formadas por columnas toscanas y arcos de medio punto. Posee una buena iglesia ejecutada con cierto primor y tino, por su excelente artesonado, sus claras proporciones y su extraordinario arco total de nítida inspiración mudéjar, además del recientemente perdido reboque o pañete de la fachada principal, obra única en Colombia, por la ornamentación y técnica de elaboración de la misma (19). No obstante lo dicho, las obras más significativas son las varias iglesias jesuítas levantadas en Bogotá, Tunja, Cartagena, las cuales, pese a que Arbeláez (¿amacho defendía la no

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existencia de dicho estilo, se ajustan tanto en planta como en volumen al patrón tan conocido de la iglesia romana de "II Jesú": una nave con bóveda, capillas laterales, transepto cuyos brazos no sobresalen ostensiblemente en planta, y una cúpula en el cruce de la nave y el transepto. La ornamentación se encargará de establecer las "grandes diferencias", pero la arquitectura obedecerá a un mismo patrón que tanta difusión tuvo por todo el mundo (20). (Se puede ver la planta de San Pedro Claver y San Ignacio, de Tunja)

Arquitectura militar La frecuencia con que aparecían en las costas americanas, los bucaneros, piratas o corsarios, fue motivo ineludible para la construcción de un sinnúmero de defensas en los puertos y en algunos lugares estratégicos. Los esquemas adoptados por España, para ser empleados en América responden a los mejores criterios técnicos desarrollados en Europa, por la sencilla razón de traer que contrarrestar ataques efectuados no por naves aisladas, sino generalmente

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por verdaderas flotas dotadas de las más efectivas armas de combate. Extensas costas, un gran número de puertos, infinitas islas constituyeron facilidades para ataques, contrabando o reabastecimiento de piratas, y una permanente preocupación para España que debía enfrentar dos enemigos simultáneos: los del mar y los mismos americanos interesados en el contrabando para eludir los altos derechos de importación. La solución adoptada fue muy clara: concentrar en pocos puertos la autorización de embarques y desembarques de mercancías llegadas de España o África. Y dotarlos de defensas efectivas. Así, en nuestras costas del Atlántico, tres ciudades polarizaron la atención: Cartagena, Santa Marta y Riohacha. La primera por su amplio puerto y la insularidad de casco urbano, la segunda por contar con una bahía muy segura para los barcos, si bien su defensa por tierra era casi imposible, y la tercera en razón de la explotación perlífera, que alcanzó a tentar fuertemente a algún obispo de Santa Marta, a punto tal de causar desvelos al gobernador, también requirió de algunas defensas, aun cuando su topografía no se prestara para ello. Otros lugares como Tolú, también poseyeron algunas defensas. La Costa Pacífica con una menor importancia portuaria, por lo difícil del camino de Buenaventura a Cali, no jugó papel significativo por no interesar a España su desarrollo ni a los piratas su ataque, que comúnmente sólo llegó hasta los puertos del extremo sur de América. La defensa de Cartagena implicó el tanteo de varias alternativas, método que condujo a desechar fórmulas adoptadas en ciertos momentos cuando su efectividad no quedaba demostrada luego de algún ataque, hasta llegarse a configurar un plan complejo pero efectivo en cuya ejecución se empleó casi todo el siglo XVII y tres cuartas partes del siguiente. Por tales razones aparecen y desaparecen fuertes, o se abre o cierra la bahía por Bocagrande, se crean escolleras y se levanta el muro que, por etapas irá encerrando la ciudad con miras a hacerle inexpugnable. Todo ello complementado con el llamado Castillo de San Felipe de Barajas concebido para la defensa de la ciudad de los ataques provenientes de tierra y control de los canales que la separaban de tierra firme, lo mismo que al arrabal de Getsemaní. Buena razón de estos pasos nos representa el profesor español Enrique Marco, en su excelente obra Cartagena de ¡lidias, Plaza Fuerte.

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El siglo XVIII y los albores del XIX: nuevas fases del urbanismo. Cambios sociales, políticos y económicos

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l siglo XVIII trae varios cambios sustanciales pues durante él se concretan situaciones creadas con anterioridad y aparecen algunas otras que contribuyen a cambiar el carácter general de la Nueva Granada en muchos órdenes: transformación de la Audiencia en virreinato, nueva actitud de la Corona con su mejor expresión, la Expedición Botánica, la Revolución de los Comuneros, la guerra de España con Inglaterra, etc., además de los cambios normales en el campo demográfico como la disminución enorme de la población indígena, el incremento de la blanca y en especial de la mestiza; mayor expansión del comercio y de algunas formas semiindustriales de producción. Todas esas circuntancias y otras más que omitimos, son motivos suficientes para que, durante el siglo XVIII, se produzcan dos fenómenos correlativos: la extinción de gran número de pueblos de indios y la aparición de un número similar de pueblos de blancos que se constituían con vecinos blancos, mulatos, negros, mestizos, etc., menos indígenas. En casi todos los casos la misma localidad perdía una calidad y población y adoptaba y recibía la otra. Dos fases bien diferentes se vivieron en las aldeas, pueblos y pequeñas ciudades colombianas durante la Colonia: de 1600 a 1750. A grandes rasgos, se puede afirmar que durante el siglo XVII, estos poblados permanecieron como asentamientos netamente indígenas, con cura doctrinero y autoridades al estilo español, aprovechando las mismas calidades que la tradición les consagraba. De mediados del siglo XVII en adelante, con la reducción o extinción de la población indígena pura se inicia una nueva vida que llega a nuestros días, iniciándose como viceparroquias, parroquias y ocasionalmente como villas con párrocos, y alcaldes, hasta adquirir durante la República el título nivelador de municipio. Ese cambio que se presenta a partir de 1750, significa, para la población indígena, un nuevo desarraigue para concentrarse sólo en algunas pocas localidades, con el fin de dar cumplimiento a normas muy claras estipuladas en las Leyes de Indias, sobre aislamientos de los nativos. Nuevamente se produce una liberación de tierras: las pertenecientes a los resguardos extinguidos que se sacan a remate: son menos de

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500 kilómetros cuadrados en Cundinamarca y Boyacá, pero en gran parte conformados por tierras de primera calidad. Así se permitirá engrosar algunos latifundios y en parte las arcas reales, porque además de los resguardos se vendieron las tierras del asiento de la población, o sea los lotes, por ser patrimonio real, como también fueron asimiladas, por la misma época, las tierras y propiedades, extensas por cierto, de los jesuítas. Es significativo el intento del arzobispo Pedro Felipe Azúa para conciliar intereses disímiles mediante un experimento llevado a cabo en Zipaquirá. Fue una fórmula para lograr, dentro del marco de las leyes, que los grupos de blancos u otros grupos étnicos, habitaran en un pueblo de indios. Es conocido el hecho de que en muchos lugares se trasgredían las normas por diversas causas, a tal punto que los indígenas llegaban a arrendar sus casas o sus lotes a los blancos para que las habitaran o transformaran en depósitos u otras modalidades comerciales, y como consecuencia terminaban sufriendo las vejaciones que por lo común soporta toda raza sometida: trabajos no remunerados, arriendos no cancelados, explotaciones económicas, etc. La solución se experimentó en Zipaquirá por ser un lugar apropiado, toda vez que era una de las encrucijadas comerciales del país y sede de una industria de explotación que aún subsiste: la sal. Allí se trocaban los productos llegados de Santander (Vélez y Socorro), como las conservas de guayaba, panela y azúcar, amén de otros productos de tierra caliente, por la sal producida por los indígenas del lugar, a quienes les pertenecía por cédula de 1606, además de la parte que se remataba en ciertas personas con el fin de asegurar la producción constante, con cuyo ingreso se fomentaba una caja de comunidad. Esa situación de prosperidad llevaba consigo la presencia de gran cantidad de comerciantes que terminaron radicándose en el sitio con perjuicio de los indígenas. Así, de la propuesta hecha al Rey en carta de 7 de octubre de 1749 por el arzobispo (21), surgió una división "sui generis" que permitía vivir a los indígenas en una parte del pueblo, con hornos y fuentes de agua sal, y en otras los blancos y demás razas y con el dominio de las vías de acceso. Como resultado se formó un largo muro recto con dos puertas de intercomunicación: una de carácter comercial a la zona de producción de sal y otra de tipo religioso inmediata a la iglesia. Iglesia que cabe

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recordar, fue levantada en gran parte a costa de los indígenas y la cual quedó dominando la plaza principal asignada al sector ocupado por los blancos. Fue Zipaquirá, así, una verdadera población siamesa, con dos plazas, dos alcaldes y un sólo cura. El experimento del cual da razón el arzobispo virrey Antonio Caballero y Góngora en su relación de mando, treinta años después de efectuada esa división artificiosa, no prosperó, pues cuando pocos años antes, en 1779, el señor oidor Antonio Moreno y Escandón determinó trasladar a los 80 indios de Zipaquirá a Nemocón, acabó con el ensayo que al parecer no produjo los resultados apetecidos y así dio pie a los vecinos para obtener del arzobispo la erección en parroquia. Huellas han quedado, no obstante, del ancestro indígena en la zona occidental de la ciudad, donde sus calles no obedecen a los critieros de rigor geométrico preconizadas en las Leyes de Indias, sino que configuran fácilmente encrucijadas de sabor medieval (22). La arquitectura doméstica urbana y rural La vivienda urbana del siglo XVIII, que es la más conocida de la época colonial, cubre aún zonas muy significativas de muchas poblaciones del país, si no de la totalidad de algunas, y se le halla también en varias de las más importantes ciudades. Podemos de antemano anotar que no son tan radicales los cambios que se producen del siglo XVII al XVII en el terreno de las resultantes arquitectónicas o en el de su funcionamiento; más bien puede hablarse de la ampliación de las ya existentes, con adición de nuevos patios, por ejemplo, o de subdivisión en otros casos. Tal vez el rasgo más significativo lo encontramos en algunos cambios en el empleo de los materiales como el abandono progresivo de la piedra para labrar columnas y su reemplazo por la madera, con lo cual el carácter de los patios variará notablemente, y a la vez se obtendrá diversidad de interpretaciones en la conformación de los soportes, pues serán cuadrados, octogonales o circulares en su sección las zapatas que recibirán los pisos superiores o los techos contarán con labras más o menos complejas. Como consecuencia los arcos desaparecen y el sistema se simplifica con el uso de vigas también de madera (sistema arquitrabado). Sólo permanecerán de piedra las basas de los pies derechos o "columnas de madera". Se populariza el

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empleo del abobe en remplazo de la tapia pisada por mayor simplicidad en su ejecución, y posibilidad de levantar muros más delgados. Por otra parte en las viviendas de las capas sociales más elevadas aparece con mayor frecuencia el ladrillo, a no ser que razones especiales lo hagan indispensable como es el caso de Mompox donde las inundaciones periódicas del río Magdalena obligó a sus moradores al empleo de un material resistente, o en las ciudades de Santander o Cartagena donde la humedad del piso imponía sus condiciones. Los últimos florecimientos de la llamada "carpintería de lo blanco", es decir, de la ejecución de ricos artesonados y otras formas de techumbres en maderas labradas se dan en la primera mitad del siglo como puede anotarlo en un estudio sobre Mompox (23). Se presenta en este siglo una generalización de formas, ornamentos y soluciones espaciales pero por regiones, con lo cual queda clara la incidencia del medio. Tres casos pueden traerse a cuento: Popayán, reconstruida después del sismo de 1736; Mompox, cuyas obras corresponden en su mayoría al siglo XVIII, y Zipaquirá que se construye a partir de 1750. Cada una inscrita en un clima y bajo condiciones sociales, políticas y económicas diferentes. Así, Popayán levanta grandes casas con arreglo a principios académicos de simetría y utilización de órdenes clásicas, palpables no sólo en sus fachadas sino en sus patios, etc., pero sin descuidar la robustez preventiva que requerirían sus edificios, lo cual da como resultado la sustitución de las columnas por fuertes pilares. Hay ausencia de artesonados en sus recintos que adoptan los techos planos, y simultáneamente modifica el sistema estructural de la cubierta con la introducción de sobrepares o cuchillos, apropiados para la ejecución de aleros grandes, o lograr también pendientes uniformes en toda la superficie del tejado. Mompox mantiene vigentes sus estructuras en ladrillo sobre terraplenes, artesonados de madera labrada o rolliza, según la calidad económica del propietario, ventanas generosas con variadas formas de repisas y rejas, amplias galerías sobre los patios, duplicando en muchos casos la principal, como solución específica para un clima cálido. Alternan en Popayán las viviendas de uno o dos pisos en tanto que Mompox sólo ofrece excepcionalmente ejemplos de dos pisos. Zipaquirá por otra parte presenta una arquitectura donde los baldosines corridos son comunes, imprimiendo a la ciudad un carácter especial;

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sus muros se levantan en tapia pisada, y por lo general hay ausencia de criterios académicos en el diseño de fachadas y organización de los espacios; las cubiertas se ejecutan según los sistemas tradicionales con artesonados en madera rollizas que ceden su importancia, al cambio de siglo, para adoptar los nuevos sistemas que permiten con facilidad la ejecución de cielos rasos planos; aleros de mediano vuelo, ausencia de repisas en las ventanas, propias de climas cálidos. Se levanta una arquitectura sobria, sin grandes refinamientos pero robusta y tradicional. Las concepciones espaciales y de organización o funcionamiento no distan de las logradas en el siglo anterior en Bogotá, si bien es cierto que la tendencia a la simplificación me permitió hacer en años anteriores un intento de clasificación de la organización de la vivienda. Las nuevas corrientes estilísticas europeas de este siglo hacen tímidamente su aparición en el medio neogranadino con calidad de simple máscara, pues se les adopta a la manera española, como elemento ornamental, de superficie, pero no de estructura. El caso más relevante en la arquitectura privada se encuentra en Mompox en la portada de la casa baja, con prologanciones ornamentales hasta el interior de la sala; algunos arcos polilobulados en ventanas zipaquireñas, y en la exuberancia de algunos ornamentos de madera a lo largo y ancho del país. El otro tipo de vivienda que se levantó durante la Colonia, fue rural. En algunas ocasiones por reconstrucción o ampliación de núcleos existentes desde el siglo anterior, como resultado de los primitivos aposentos, o por aparición de nuevas haciendas constituidas a costa de los resguardos extinguidos o por subdivisión de otras más generosas, alguna intensificación de la actividad agropecuaria y la necesidad de satisfacer ciertos procesos como los molinos de harina acccionados por fuerza hidráulica. Los aposentos o casas de haciendas que se levantaron en el siglo XVII fueron por lo general de carácter introvertido y conformados por una sumatoria de eficaciones organizadas a veces sin regularidad, alrededor de un amplio patio de labores. Pocas puertas, casi ninguna ventana y el desarrollo de casi todas las actividades propias de la familia y de la producción agropecuaria en amplio espacio central o patio, auténtico centro que regía el funcionamiento del aposento o de la casa de hacienda. Las edificaciones se levantaban con los elementos más fáciles de obtener y con

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las técnicas más sencillas: tapia pisada y maderas para la estructura, bahareque para las divisiones, paja para la cubierta. Mediante un proceso paulatino las edificaciones se regularizan en su diseño, adoptan una zonificación clara y comienzan a abrir sus fachadas con ventanas y galerías, inicialmente hacia el patio principal y posteriormente hacia el exterior, proceso que continuará durante el siglo XIX. Las modalidades del clima se reflejan en las soluciones adoptadas de manera que las galerías abundan tempranamente en las haciendas de tierra caliente, en tanto que persisten las soluciones cerradas en los altiplanos. La influencia de ciertas normas de arquitectura parece darse en aquellos ejemplos de propiedad de personajes vinculados ampliamente a medios urbanos, y dotados de una gran solvencia económica (24). Por lo general han quedado por fuera de los estudios específicos de la arquitectura en el país, la inmensa cantidad de ejemplos de arquitectura rural, ejecutada por el campesino y cuyas modalidades específicas responden a las condiciones de clima, medio, geográfico y cultural. La carencia de investigaciones específicas al respecto, además de la falta de conciencia colectiva sobre los valores que encierra deben subsanarse con urgencia. Como vía de ejemplo pueden citarse las viviendas que aún subsisten al norte de Chócontá, de las cuales pueden anotarse las siguientes circunstancias: presenta una orientación constante, pues abren sus puertas, galerías o aleros más amplios hacia el occidente, en tanto que sus fachadas al oriente permanecen cerradas pese a ofrecerse en esa dirección, en ocasiones, buen paisaje. La persistencia llega a tal grado que se desentiende de vías, paisaje y aún de la topografía aun cuando le sea adversa. Constituyen las viviendas tres núcleos que pueden ser edificaciones independientes, unidos por los vértices, o conformar una sola edificación en forma de L o C; dichos núcleos se ordenan usualmente, de sur a norte, así: cocina, alcoba(s) y depósito. Las ventanas cuando aparecen son muy reducidas y sólo sirven para control predominantemente colocadas con vista al sur. Las técnicas constructivas van desde el bahareque hasta la tapia pisada, nunca se emplea el ladrillo, los techos de paja sobre una estructura de madera de origen netamente indígena, si se le compara con cuanto se conoce en el medio americano, un mínimo de puertas de construcción sencilla, llegándose hasta el caso de encontrarlas hechas con un armazón de madera y fo-

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rradas en cuero que eran las llamadas "puertas de cuero" tan frecuentes en la Colonia en ciudades como Santa Fe o Tunja. Arquitectura civil

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La Corona Real para mantener el control permanente y directo de sus colonias en ultramar instituyó, al paso del tiempo, una serie de organismos y cargos responsables tanto en la administración, como de las finanzas y la justicia. Así, surgen las audiencias reales primero, las fábricas de pólvora, las casas de moneda, las aduanas, los estancos y algunas obras de ingeniería, además de las viviendas de funcionarios. Fuera de esto competía a los cabildos la obligación de levantar sus propias edificaciones a costa de los vecinos del lugar, y la cárcel. Contados ejemplos han sobrevivido las diversas circunstancias políticas, intereses locales, movimientos sísmicos, y simultáneamente de resistir el paso de los años, unido a un intenso uso; no obstante contamos aún con edificios como la Casa de Moneda de Santa Fe, harto transformada, la Fábrica de Aguardiente de Villa de Leiva, la Aduana de Cartagena, etc., además de los planos que se elaboraron para varios edificios. De todo ello puede anotarse que su organización o modelo se deriva de la vivienda: un patio cuadrado o rectangular de cierta generosidad, rodeado parcial o totalmente por cuartos destinados a sus diversas dependencias, también como en las viviendas, uno o más costados contará con amplia galería y una escalera articula los espacios de manera similar. La diferencia fundamental es de función no de forma, ni de expresión arquitectónica. El Palacio Virreinal que no llegó a construirse y que debía ocupar el actual emplazamiento del Capitolio Nacional, denota claramente las nuevas corrientes estéticas que se daban en la Península y por reflejo en sus colonias, alineadas en el neoclasicismo a un punto tal que para permitir los áticos del diseño se proponen cubiertas planas azoteas, quizá las únicas con que hubiera contado la capital. Además de introducir elementos propios de esa tendencia plástica en fachada y en los elementos ornamentales de la arquitectura, conserva la esencia articuladora de las viviendas como fueron los patios, galerías y escaleras, todos concebidos con los mismos criterios, salvo quizás el de explotar en la vivienda

del virrrey los efectos plásticos y visuales de una organización axial (25). Entre los otros tipos de obras, diferente de la vivienda, el más significativo, es el Puente del Común, no por ser el único en el país, sino por su carácter social, la magnitud y calidad, e indicativo de la importancia de la ruta que vinculaba a Santa Fe con Zipaquirá, el centro productor de sal. Su esquema cuenta con numerosos antecedentes en España pero constituye un hito en la historia de la ingeniería del país. La magnitud de la obra para la época puede apreciarse aún en relación con la edificación vecina levantada con carácter de campamento de trabajadores. Hoy se le ha transformado en una casona luego de un sinnúmero de usos a lo largo de los años. Por fuera de todo antecedente local pero resultante directa de las inquietudes que animaron a los miembros de la Expedición Botánica, surgió en nuestro medio el primer observatorio astronómico de la América española donde se conciliaron ciertas necesidades científicas y algunas de carácter cultural como era el concebir el edificio como un templo levantado a la diosa Urano, según la costumbre del momento. La fecha de su erección: 1803, permite comprender la presencia de elementos arquitectónicos, proporciones y otras calidades que lo identifican con el neoclasicismo pero que distan radicalmente de aquello que puede aceptarse comúnmente como propio de la arquitectura colonial. Arquitectura religiosa Durante este siglo se concreta la construcción y reedificación de gran número de templos que van desde las iglesias matrices de algunas ciudades, hasta las parroquiales de varios pueblos, además de cierto número de ejemplos de iglesias conventuales. Veamos el caso por partes: la creación de nuevas parroquias a que ya aludí, condujo directa o indirectamente a la reparación o reedificación de las preexistentes de conformidad con los compromisos que para su mejoramiento adquirían los vecinos, que en determinados casos llegó a implicar la construcción de un nuevo templo. Tal se desprende de las primeras investigaciones adelantadas en Santander, donde es interesante anotar que las características de esos templos tienden a ser similares desde el punto vista técnico como lo es la época de su construcción. En ellas se puede comprobar el empleo

La arquitectura colonial

continuado de la piedra para los muros, pilares o columnas robustas, arcos en piedra o ladrillo, cubiertas del tipo de par y nudillo, tres naves, carencia de crucero, coro alto y los pies con ventana geminada o pareada para su iluminación y una sola torre de reducida altura en la fachada y colocada como remate de una de las nuevas laterales; sirvan de ejemplo Confines o El Cerrito entre muchas otras (26). Los estilos son ajenos a estas sencillas iglesias de pueblo, no así a las levantadas en algunas ciudades de cierta importancia, v. gr. la que edifica en Santa Marta que, tras una historia dolorosa de construcciones y destrucciones, erige finalmente la que aún existe casi fielmente ceñida a los planos si no careciera de una de las torres previstas. La calidad de sus espacios, su magnitud y la ejecución de sus elementos ornamentales la hacen destacar en el panorama nacional. Distan mucho las calidades de las proporciones de iglesias que como ésta fueron diseñadas por un arquitecto, de la sencillez y discreta altura que poseen las ejecutadas por maestros anónimos en el área santandereana.

El terremoto de 1736 obliga a los payaneses a levantar de nuevo todas sus iglesias, ajustadas

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unas veces a su trazado anterior, con simple carácter de reconstrucción, mientras para unas pocas se optó nuevos diseños impregnados de los criterios estéticos de su época; ocurrió así en la iglesia de San José o de la Compañía, y años más tarde en la catedral. En otros casos, que pueden haberse o ampliado o modificado por los años finales del XVII o al comenzar el XVIII, como ocurre con la iglesia de Santa Bárbara de Mompox se da pie para que se confundan curiosamente las tradiciones estéticas y constructivas apreciables en la calidad del artesonado, solución mudéjar, con las nuevas corrientes estéticas interpretadas localmente en el campanario, con resultados tales que la hacen descollar en el panorama nacional. Cabe aquí hablar de los efectos producidos por la ejecución de gran número de capillas votivas en la gran mayoría de las iglesias que pertenecieron a los indios, con resultados que son dignos de considerar. Como usualmente se levantan dos y en ocasiones hasta tres, se procede a colocarlas a lado y lado de la nave, de tal suerte que se configuran iglesias con planta de cruz latina dejando así de estar conformadas por espacios longitudinales simples; a todo esto se suma la adición de camarines, que complementarán no sólo las nuevas capillas sino que en ciertas ocasiones adicionarán el presbiterio. No existe aún la documentación apropiada para definir la fecha de aparición del camarín en el Nuevo Reino de Granada, ni su proceso de difusión, pero puede anotarse que es a fines del siglo XVH cuando se construyen algunos de significación como el de la Capilla del Rosario de la iglesia de Santo Domingo en Tunja, o su homónima del convento de Santo Ecce Homo (27). En el período comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros años del decimonónico se afianzan las nuevas corrientes estéticas, olvidándose las expresiones que identificaron la arquitectura colonial en sus múltiples variantes volumétricas, y espaciales de las ciudades, donde habían introducido una escala, para adoptar progresivamente la nueva visión académica, directamente en las principales ciudades por la acción de varios arquitectos, y como reflejo en las poblaciones de segundo y tercer orden a través de la interpretación de maestros locales. Algún ejemplo puede citarse: el arquitecto capuchino Petrés que desarrolla su actividad en Santa Fe y sus proximidades. El diseña el templo dominico de Chiquinquirá

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(1803), posteriormente el de Zipaquirá (1805) y finalmente la catedral en 1807, sin contar las iglesias de Guaduas y Facatativá que también se las atribuyen, y el Observatorio Astronómico. En Popayán García Hevia elabora un proyecto para la catedral de esa ciudad que, pasado a examen de la Academia de San Francisco, los intereses no claros de sus miembros impiden su aprobación pues la fórmula propuesta es que alguno de ellos lo diseñe para poder satisfacer sus propios requisitos (28). Arquitectura militar Copa el siglo XVIII en muy buena porción la actividad en torno a las defensas en nuestras costas, en especial en la ciudad de Cartagena. Las visicitudes de tal empresa han sido tratadas ampliamente y con lujo de documentación por el profesor Enrique Marco y en posterior estudio del señor J. M. Zapatero ya mencionado. Con las obras de estos años se complementa el sistema defensivo planeado para la ciudad y cuya efectividad quedó demostrada en la segunda década del siglo XIX, con el asedio prolongado que los mismos españoles debieron efectuar para la reconquista de la ciudad, y cuya caída se produjo, no por fallas técnicas, sino por el hambre que venció la ciudad. El resto de la costa atlántica ofreció algunos lugares fortificados desde el Cabo de la Vela hasta Nueva Caledonia, más como protección de las guarniciones y para vigilancia de las costas que con el explícito fin

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de resistir ataques formales. El control del contrabando, por una parte, y de las invasiones y fortificaciones que intentaron en ciertos lugares ingleses o escoceses, como ocurrió en la proximidades del Golfo de Urabá con la colonia de Nueva Caledonia (Civea 1700) (29), hicieron necesaria la presencia de obras defendidas salpicadas a lo largo de la costa de un país que sólo tenía una puerta de entrada: Cartagena. Pero además de esas obras destinadas a controlar la principal frontera marítima, surge una nueva modalidad que se concretó en las postrimerías de la Colonia, al menos en dos fortines de carácter mediterráneo, destinados a controlar ciertas vías de acceso al interior del país, provenientes de los Llanos Orientales. Uno de ellos estuvo situado en la Salina de Chita y el otro en la población de Paya, que nos es conocida por haber figurado como objetivo militar durante la Campaña Libertadora de 1819. Su diseño y ubicación fueron similares: se trata de un recinto estrellado de ocho puntas con foso y parapeto de altura media, situados sobre colinas escarpadas, por lo cual su defensa parecía fácil. La situación de estos fortines sobre la vertiente oriental de la Cordillera Oriental, con posibilidad de controlar las posibles incursiones de las tribus belicosas que habitaban esas comarcas, no puede interpretarse como defensas contra ataques de países vecinos, sino como mera precausión contra los indígenas al quedar sin la necesaria tutela que sobre ellos ejercieron los jesuítas hasta el momento de su expulsión (30).

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Notas 1. Carlos Martínez, Apuntes sobre el urbanismo en el Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1965; Jorge Enrique Hardoy y Carmen Granovich, "Urbanización en América Hispánica entre 1580 y 1630", en Boletín del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, núm. 11, Caracas; Erwin Palm, "Los orígenes del urbanismo en América", en contribuciones a la Historia Municipal de América, México, 1951, y en especial Pedro Hubers, "El damero y su evolución en el mundo occidental", en Boletín del Centro de Investigaciones..., núm. 21, Caracas. 2. Sólo Medellín, fundada en 1616, es la excepción dentro de las 4 grandes ciudades de Colombia. 3. Enrique Marco Dorta, Cartagena de Indias, puerto y plaza fuerte, Madrid Cartagena, 1960. 4. Para un trabajo aún inédito estudié un centenar de testamentos otorgados en Tunja de 1520 a 1580. Los porcentajes obtenidos difieren radicalmente de los presentados por Peter Boyd-Bowman, que son los usualmente aceptados para fijar el origen peninsular de los conquistadores y colonizadores. Obtuve para Andalucía 17.94% y Boyd Bowman fija 39.68%. 5. "Descripción de Tunja en 1610", en Repertorio Boyacense, núm. 40, Tunja, abril 1917.

13. Pedro Julio Douspebes, Cartagena de Indias, plaza fuerte, Bogotá, 1948. 14. Alberto Corradine Angulo, Arquitectura religiosa en el siglo XVII.... 15. Idem. 16. ANB., Colonia, Visitas de Santander, t. IX, fls. 94 y ss. 17. Alberto Corradine Angulo, Mompox, arquitectura colonial, Bogotá, 1969. 18. Alberto Corradine Angulo, Arquitectura religiosa..., citado. 19. Alberto Corradine Angulo, El Convento de Santo Ecce Homo, en (ACHSC). 20. El autor alemán Paul Dony en un estudio publicado en la revista Das Munster, núms. 1 y 2, cuaderno, analiza el problema de las iglesias construidas por los jesuítas en América Latina. Año 12, enero y febrero de 1959. 21. A.G.I., Santa Fe, Legajo 595, fls. 829 v. y ss. 22. Sobre Zipaquirá he publicado algunos estudios donde explico el caso de su división; hoy poseo documentos que hacen más luz sobre el problema. 23. Alberto Corradine Angulo, Mompox....

6. Las obras escritas por estos tres autores pueden ser consideradas como las clásicas de la Historia de la Arquitectura en Colombia: Marco Dorta, con sus capítulos en la Historia del Arte Hispanoamericano de Diego Angulo Iñíguez, en 3 vols; Arbeláez Camacho y Sebastián, con el volumen XX tomo cuarto de la Historia Extensa de Colombia, además de numerosos artículos que escribió cada uno independientemente. 7. Guillermo Hernández de Alba, Teatro de arte colonial, primera jornada, Bogotá, 1938, y Guía de arte colonial, Bogotá, 1945. 8. Alberto Corradine Angulo, Arquitectura religiosa en el siglo XVII, Documentos de Historia, Facultad de artes U. Nal., Bogotá, 1976. 9. Archivo Nacional - Bogotá (ANB), Colonia Visitas de Boyacá, t. V, fls. 853 y ss. 10. Alberto Corradine Angulo, "Documentos sobre la historia del templo de Santo Domingo de Tunja", en Apuntes, núm. 12. Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Javeriana, Bogotá, abril, 1976.

24. Sobre las casas de haciendas que aún existen en el país, publicó hace pocos años un estudio, el Banco Cafetero, en su serie Herencia Colonial, que, sin ser una obra exhaustiva, recoge gran cantidad de información útil, así, haya pecado de ligereza en su valoración arquitectónica e histórica. 25. La colección de planos, con los proyectos que se elaboraron, se encuentra en el Archivo Militar de Madrid. Sobre el fracaso del proyecto, Marco, escribió un interesante artículo en la Revista Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Buenos Aires. 26. En un estudio presentado a Colcultura sobre dos regiones de Santander, en 1975, se anotaron algunas circunstancias generales y se pudieron detectar constantes arquitectónicas y varios otros aspectos. 27. Archivo Provincial Dominicano, Bogotá, Libro de la Cofradía de Nta. Sra. del Rosario, sin numerar. También puede consultarse la obra del padre Fray Alberto Ariza, O. P. El Convento de Santo Ecce Homo, Bogotá, 1966. 28. Academia de San Fernando, Madrid, Juntas de Comisión, tomo lo. 1786-1805, actas núms. 113-176-198 y 200.

11. Gabriel Uribe Céspedes, El arquitecto y ¡a nacionalidad, Sociedad Colombiana de Arquitectos, Bogotá, 1976.

29. A.G.I., Panamá, Plano núm. 119.

12. Enrique Marco Dorta, obra citada; Luis Duque Gómez, Colombia. Documentos históricos y arqueológicos, vol. II, México 1955; Juan Manuel Zapatero, Arquitectura militar en el Caribe, Madrid, 1969.

30. Alberto Corradine Angulo, Arquitectura militar en Colombia, Revista núms. 16-17 de la Dirección de Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1977.

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Las artes plásticas durante el período colonial

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Las artes plásticas durante el período colonial Francisco Gil Tovar Mezcolanza y atemperamiento de los estilos importados

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esde que en la primera mitad del siglo XVI los españoles comenzaron a fundar misiones y poblaciones de los territorios de la actual Colombia, se inició una intensa recepción de obras que hablaban los lenguajes estéticos del goticismo, el renacentismo y el manierismo europeos. Pinturas y tallas policromas embarcadas en Sevilla, llegaban en cantidades muy apreciables a Cartagena de Indias, puerto de América del Sur, en Colombia, a medida en que las órdenes religiosas -franciscanos, dominicos y, más tarde, jesuítas- ensanchaban su actividad misionera y requerían de las imágenes como instrumento eficaz de evangelización. Los pueblos conquistados se identificaban con el conquistador al menos en una cosa: en la necesidad de visualizar lo sagrado y, por tanto, en la de conceder importancia suma a la imaginería. Así, la conversión al cristianismo de todo un continente se fue operando más con ella como instrumento que con la fuerza de la palabra: a unas imágenes hieráticas e impresionantes esculpidas en piedra sustituyeron otras más realistas y "vivas", no menos impresionantes, talladas en madera y policromadas, que aportaban un repertorio de signos culturales completamente distinto.

Así, pues, el arte occidental llegó a Colombia, como a toda América, de la mano de la Iglesia y como medio evangelizador sobre todo. Casi toda la pintura, la escultura, la talla decorativa y la orfebrería de los tres siglos que comprende el período (XVI, XVII y XVIII) tuvieron por clientes a la Iglesia, a los devotos fundadores de capillas y a los donantes de imágenes. Ello explica fácilmente el temario, religioso con pocas excepciones, de las artes figurativas de la época, y la habitual aplicación a la liturgia de las llamadas artes menores como la platería y el bordado. Los estilos desarrollados en España habían de tener necesario seguimiento tanto en la Nueva Granada, como en toda la América española. Así, la pintura, la escultura, la decoración y las formas ornamentales durante el período, manifiestan sucesiva y, a menudo, simultáneamente las formas del goticismo tardío con las modalidades decorativas peninsulares conocidas con los nombres de isabel y plateresco, y de modo mucho más rico y frecuente las del mudéjar (islámico cristianizado español), que ha dejado en Colombia excelentes ejemplares de techumbres. Débilmente se manifestaron las formas del renacimiento, que tuvieron más presencia en su última formulación manierista, conocida en el país a través de grabados flamencos difusores de los diseños de Fontainebleau. Y, por sobre todas, las del barroco trasladado con enorme

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convencimiento por España a sus territorios de ultramar y temperado en la Nueva Granada, que no pudo mostrar el exultante y alborotado barroquismo de México, Perú o Quito. Los estilos históricos nacidos o reproducidos en la España colonizadora se manifestaron con frecuencia simultáneamente aquí. Es necesario insistir en ello, toda vez que esa simultaneidad, esa mezcla de estilos, se nos muestra como una de las características peculiares del arte colonial. En efecto, toda transculturación de temas, formas y signos expresivos, supone por lo general una comprensión limitada o distorsionada de lo que ellos significan en su origen. Ello supone también un cambio o un desvanecimiento de sus valores y una indelimitación de sus fronteras estilísticas. Así en la Nueva Granada como en toda la América española, pero más que en otras provincias, los pintores y escultores criollos, tan alejados de las fuentes de unos estilos rutinaria y artesanalmente practicados por ellos pero no comprendidos en sus raíces, no podían entender que las técnicas y las formas barrocas eran ya distintas y en muchos casos opuestas a las renacentistas; y que las neoclásicas aparecidas muy al final del período, representaban ya un pensamiento y una actitud diametralmente opuestos a la del católico barroco. Claro es que lo mismo podría decirse de la mayoría de los pintores, escultores y decoradores europeos, cuya formación ideológica era igualmente pobre; pero en la práctica, sólo en los territorios españoles de América, la simultaneidad debida a la lejanía geográfica y mental produjo una mezcolanza y una especie de unidad de lo que en Europa era dialéctico. En el territorio de la actual Colombia, este desteñimiento y atemperamiento de aspectos distintos y contrarios, y esta convivencia de formas que en su origen eran alternativas, es precisamente distintivo de su arte criollo. Así, podía darse con frecuencia en cuadros pintados en el siglo XVIII la persistencia de fórmulas medievales góticas tales como cintajos con textos, la composición en dos planos y las torpes perspectivas arquitectónicas, junto con los fuertes contrastes de luz y sombra propios del tenebrismo barroco, la composición renacentista y la frialdad del neoclasicismo académico.

La actitud hispánica y criolla

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sta fusión y confusión de estilos, que en Europa fueron distintos y sucesivos, se observa sobre todo entre los pintores y escultores clasificables en la actitud criolla. Porque no se desarrolló la actividad artística llamada colonial en una sola vía ni adquirió una sola actitud. Varias actitudes son distinguibles: la hispánica y criolla con la modalidad virreinal; la mestiza y la popular. La hispánica y criolla obedeció al claro propósito de repetir incondicionalmente o prolongar los temas, las formas y las técnicas que se desarrollaban en España. Se trata de una actividad provincial española, con ligeros matices propios como pudiera tenerlos el arte de las provincias de la península. Refleja, por tanto, influencias italianas y flamencas, que eran entonces las más pesantes sobre la pintura y la escultura que se hacía en los talleres españoles. Es, sencillamente, arte español hecho en el Reino de la Nueva Granada, que difiere poco del que se producía en muchos talleres de la Granada vieja, de Sevilla, de Cádiz y, en general, de Andalucía, de donde procedía la mayor parte de las obras importadas y de las familias que fundaron el criollismo neogranadino. Este arte era entonces, y lo seguiría siendo mucho después, el de mayor prestigio y el único aceptable por las gentes de más alto nivel en la Iglesia y la sociedad. Poder imitar a famosos pintores españoles como Zurbarán, Murillo o Morales "El Divino", o a grandes escultores como Martínez Montañés y Alonso Cano; reflejar de algún modo la dulzura clásica de los grandes renacentistas italianos como Rafael Sanzio, Correggio y los seguidores de Leonardo; tratar de alcanzar el naturalismo de Tiziano o de los más notables flamencos; repetir las habilidades y las gracias de los manieristas repartidos por Europa, constituía el ideal supremo de los pintores y escultores españoles en América o de los criollos -como los de Figueroa y los Vásquez neogranadinos, de los que hablaremos luego-, quienes procuraron esforzadamente asimilar, mezclándolo, el lenguaje y las soluciones técnicas, del renacimiento, del manierismo y del barroco. La actitud criolla de la Nueva Granada se manifestó con acento más marcado entre los pintores del grupo de Santa Fe de Bogotá y, durante el siglo XVII reflejó muy de cerca la

Las artes plásticas durante el período colonial

influencia de los de Sevilla, de tal modo que la pintura santafereña de aquel siglo da la impresión de ser un' apéndice de la sevillana. Ello es perfectamente explicable, toda vez que en el puerto fluvial de Sevilla se embarcaban obligatoriamente hasta bien entrado el siglo XVIII todas las mercancías que debían viajar al Continente y allí en fin mantenía la Corona española sus controles en relación con los territorios de ultramar. Por todo ello, era en los talleres de Sevilla -entonces la ciudad más populosa y comercial de España además de su puerto más activodonde se encargaban las imágenes pintadas o de bulto que los misioneros y los devotos transportaban a dichos territorios y a través de las cuales, como ya hemos dicho, llegaron las nuevas formas y se acentuó la penetración cultural española junto a la religión cristiana. Conviene, pues, tener una noción sobre el carácter del arte sevillano que así había de influir sobre el neogranadino de la época. Sevilla recuperada para los cristianos por el rey Fernando III "El Santo", en 1248 y transformada en la primera ciudad del sur de España, encabezaba la tendencia andaluza en el arte español. Sus pintores y escultores, como todos los de la Península, encajaban la influencia de los dos grandes focos del europeo durante el Renacimiento y el Barroco: Italia y Flandes; pero eran los andaluces, por su carácter, más receptivos de lo italiano que de lo flamenco y, en consecuencia, sus imagineros imprimían un cierto sentido familiar unido a una buena dosis de idealización a las figuras que pintaban o tallaban. A la tendencia castellana hacia el realismo dramático oponían su idealización de la figura humana, y al hondo y crudo espíritu que impregnaba las producciones del norte oponían unas formas algo más clásicas, serenas, suaves y graciosas y un colorido menos austero. En cuanto a sus imágenes, en general, tenían un sentido que hoy llamaríamos más "populista", aumentado por las recomendaciones de la Iglesia después del Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563. Dicho Concilio reafirmó la importancia de las imágenes como instrumento eficaz de propaganda y de instrucción y "porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos". Semejante precepto conciliar, que data de 1563, bien puede considerarse decisivo

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para la historia del arte colonial iberoamericano, pues buena parte de sus características fueron derivando del profuso sentido de imaginería popular, de acuerdo con las devociones impuestas en cada región por las órdenes religiosas misioneras y por los principios que tácita o expresamente defendía cada una de estas, en relación con los aspectos visuales de la liturgia. Trento había abierto puertas al estilo barroco, de contenido católico, pomposo exaltador de la naturaleza y del espíritu, cultivador de las formas dinámicas y alborotadas, y atento siempre a afectar la sensualidad. En España, el barroco se puso vigorosamente al servicio de la Iglesia. Aunque no se puede decir que simultáneamente a las obras de temas religiosos no se produjeron otras de diferente temática por parte de autores criollos, es indudable que solamente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII el temario profano se incorporó al arte del país con algún vigor y en cierta competencia con el que se destinaba a iglesias, conventos y capillas. En efecto, dentro de la actitud hispánica y criolla, el Virreinato, confirmado en 1740, supuso un sesgo desde el punto de vista estético. Este sesgo hay que entenderlo como la tendencia virreinal del criollismo neogranadino, toda vez que la actitud criolla no cambió en lo que la distinguía desde el principio, es decir, el propósito de prolongar aquí las formas y los signos triunfantes en la metrópoli. Ocurría, sin embargo, que el gusto imperante en las esferas oficiales había cambiado, pues desde el comienzo del siglo la Casa francesa de Borbón ocupaba el trono español y la influencia de la Corte de Versalles era claramente perceptible tanto en la de Madrid como en las vice-cortes que encabezaban las provincias del Imperio. El arte virreinal neogranadino es, pues, el que responde a los gustos afrancesados de las esferas oficiales y de las clases altas durante el Virreinato. Sus límites cronológicos los marcan aproximadamente los años 1740 y 1820 y se localiza sobre todo en la capital del Virreinato, Santa Fe de Bogotá. Este gusto, más europeo que propiamente español, se manifestó sobre todo en el mobiliario y en la decoración o en aspectos accesorios y ornamentales de las pinturas y esculturas, pues seguía la influencia de las formas rococó, un "estilo de sala" más fino y confortable y menos vital e intenso que se desarrolló bajo el reinado

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de Luis XV. Así, fueron imitados los muebles llamados en Francia "Luis xv" y también los ingleses Chippendale". Quito, importante foco artístico que había pasado a formar parte del Virreinato de la Nueva Granada, acusó una más fuerte influencia de la gracia rococó en la pintura y en la decoración arquitectónica. Como la zona sur de la actual Colombia -departamentos del Cauca, Nariño y Valle del Cauca-recibía sobre todo la influencia quiteña y había pertenecido a la presidencia de Quito con anterioridad, es en ciudades de esa zona como Popayán, Pasto, Cali y Buga donde el diseño decorativo rococó se asentó aun en obras eclesiásticas. Habría que suponer que el estilo neoclásico que fue apareciendo en Francia desde el reinado de Luis XVI, que se asentó con la Revolución y que adquirió carácter de estilo oficial con el Imperio napoleónico, alcanzara a poner pie en la Nueva Granada, como lo había puesto en la Nueva España (México); pero no fue así, porque el neoclasicismo, nostálgico de Grecia y Roma, penetró a través de las academias oficiales, y el Virreinato neogranadino carecía de ellas. Solamente en los años de la independencia y en los escritos y voces de sus protagonistas criollos habría de percibirse el eco grecorromano de aquel estilo. Pintores y escultores hispánico-criollos Se tiene como la primera pintura occidental llegada o hecha en nuestro territorio una imágen de Jesús crucificado que campeaba en el estandarte del ejército del conquistador y fundador de Santa Fe de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada. De ahí los nombres de Cristo de la Conquista o Cristo de los Fundadores por los que se le conoce. La documentación relativa a obra tan significativa, que se guarda en la catedral bogotana, se debe al genealogista Juan Flórez de Ocariz, y da a conocer que tal estandarte figuró en el entierro del Fundador y que se supone que fue pintado durante el acto fundacional o antes, es decir, que data por lo menos de 1538. Se trata en todo caso de una figura escueta, espiritualizada y muy expresiva, tomada de un grabado flamenco de las postrimerías medievales. Y, por supuesto, de autor desconocido. El Cristo de la Conquista guarda para la historia de la cultura nacional, y no sólo para

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la de la plástica, una alta y múltiple significación. Es, en primer lugar, el signo más claro y rico de la nueva doctrina que presidiría desde entonces la vida religiosa de sus habitantes; por otra parte es la primera imagen naturalista -bien que idealizada- que contra el abstraccionismo de la plástica indígena, aparecería ante los ojos de la población aborigen; y señala además, la influencia del grabado de los Países Bajos que habría de cumplir tan vasto papel en la pintura colonial. Pero el primer pintor de nombre conocido en Colombia es el de ALONSO DE NARVÁEZ (1583) natural del pueblo sevillano de Alcalá de Guadaira y avecindado desde la primera mitad del siglo XVI en Tunja, donde figuraba como pintor y platero. Narváez es el autor de la famosa Virgen de Chiquinquirá, pintura ejecutada hacia 1555 con arreglo al sistema medieval de composición simétrica con las tres figuras independientes en el primer plano (además de la Virgen con el Niño, las laterales que representan a San Antonio y San Andrés). Por las mismas décadas en que trabajaba Narváez, es decir, durante la segunda mitad del siglo XVI, Tunja era sede de la actividad de algunos pintores italianos, españoles, y tal vez ya criollos, que hacían de la pequeña población andina un centro de cierta importancia en el panorama general del arte hispanoamericano de la época. Pintaba en la actual capital de Boyacá el italiano ANGELINO MEDORO, quien procedente de Roma y de Sevilla había de continuar su viaje por Bogotá, Cali, Popayán, Quito y Lima, para regresar a Sevilla dejando muestras de su arte renacentista a lo largo de los treinta años de su estada americana. En varias casonas de la ciudad han quedado amplias pinturas al "fresco-seco", desarrolladas sobre techumbres y muros en los años finales de aquella centuria, más interesantes para la historia de la cultura nacional por su temario curioso y raro en toda la América de su tiempo, que por la originalidad y la calidad de su trabajo, que son prácticamente nulos. Se trata de los temas de cacería y mitología en las casas que fueron del capitán Gonzalo Suárez Rendón, fundador de Tunja, y de Juan Vargas, escribano real, aunque también hay pinturas de menor cuantía y aún de calidad más ingenua en la que fue del cronista sacerdote Juan de Castellanos. Las de la casa del Fundador, hechas con bastante posteridad a la muerte de éste ocurrida en 1583,

Las artes plásticas durante el período colonial

son orlas, grutescos, vegetación y animales de las faunas europea y africana localizados en paisajes simples y sumarios, además de una escena que representa la cacería del ciervo a cargo de un caballero del siglo XVII, todo ello de mano casi infantil. Más atractivo tienen las pinturas de la casa del que fue escribano real y no, repetimos, por lo que se relaciona con su arte, sino por el hecho de que representan dioses y héroes de la mitología greco-romana mezclados con anagramas y símbolos cristianos, y con grutescos y otros temas que denuncian la dirección de un espíritu manierista de altura clásica ya que el "ideólogo" de las pinturas fue, sin duda, más importante que el simple artesano o aficionado que movió los pinceles. Casi todas las figuras pintadas toscamente sobre el enlucido de yeso se tomaron de estampas de grabadores franceses, flamencos, holandeses y españoles como son René Boyvin, Collaert, Juan de Arfe y De Vries, que a su vez reproducían obras de pintores y decoradores manieristas y que se difundieron con cierta profusión durante el siglo XVI como ilustraciones de libros. Los primeros pintores criollos, es decir ya nacidos en el país descendientes de españoles, fueron los ACERO DE LA CRUZ: ANTONIO BERNARDO, JUAN y JERÓNIMO ACERO, tuvieron en la Santa Fe de la primera mitad del siglo XVII un taller del que hubo de salir, sin duda, una amplia producción de obras de asunto religioso hoy confundidas e ignoradas en su mayor parte. Las de ANTONIO ACERO DE LA CRUZ nos son algo más conocidas. Este pintor nacido en las postrimerías del siglo XVI y muerto en 1669, "resume en su obra las tendencias opuestas de su tiempo y encarna de manera admirable el conflicto estético entre las cánones medievales y las tendencias renacentistas", según Gabriel Giraldo Jaramillo. Parece que practicó también la arquitectura, aunque no hay mayores noticias sobre este ejercicio. En el de la pintura mostró más ahínco que inspiración y capacidad técnica, a juzgar por sus escasas obras conservadas, todas ellas tomadas total o parcialmente de grabados y mostradores de una artesanal afición por el detalle descriptivo y de una ingenuidad notable en los casos en que, como el de "Santo Domingo en la batalla de Monforte" (1651) del Museo de Arte Colonial, había de afrontar por

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su cuenta problemas de composición, perspectiva, luces y hasta de simples proporciones. Más conocida es la producción del taller de los FIGUEROA que durante todo el siglo XVII gozó de especial fama en Santa Fe. Las obras de este taller se tienen, con razón, como las que definieron las características de la pintura criolla santafereña formalista, dulce, sencilla, descriptiva y de escasa vida interior. En orden cronológico, el primero de la familia activo en el país es BALTASAR DE FIGUEROA " E L VIEJO", quien durante las primeras décadas del siglo pintó para iglesias de Boyacá, en formas arcaicas, y quien debió morir hacia 1630. Hijo suyo fue GASPAR DE FIGUEROA, del que se conoce la obra más extensa producida en el céntrico taller que instaló en Bogotá y que había de adquirir mucho renombre regional. A juzgar por su "Retrato de fray Cristóbal de Torres", fundador del colegio del Rosario de Bogotá (en el mismo colegio) y los de algunos ocasionales de devotos o donantes de obras, GASPAR DE FIGUEROA estaba bien dotado como retratista, aunque no pudo desarrollar suficientemente estas dotes, quizá porque el género no gozaba de particular demanda entre la clientela del país, dedicada a solicitar de los pintores imágenes casi exclusivamente religiosas. Este pintor, que murió en 1658, iba a ser continuado y en bastantes aspectos mejorados por su hijo BALTASAR DE VARGAS FIGUEROA, sin duda el más conocido de la que constituyó una verdadera dinastía de pintores santafereños. Un centenar de obras se conservan de este segundo Baltasar. Dentro de los convencionalismos de los que ningún pintor de su siglo salió, parece buscar una mayor aproximación al naturalismo, aunque abunda en recetas para expresar un misticismo sencillo bajo la influencia del severo tenebrista español FRANCISCO DE ZURBARÁN (1598-1664), de modo epidérmico, pero grave. El gusto por la técnica del claroscuro tenebroso ya se había manifestado en su padre y maestro, pero se refuerza en el trabajo de Baltasar, cuya obra, en el conjunto de la pintura criolla, supone un paso notable hacia el ambiente barroco. Murió tan pobremente como todos los pintores de la época, hasta el punto de haber sido enterrado de limosna, en febrero de 1667, encargándose de continuar la actividad del taller familiar su hermano menor, NICOLÁS DE VARGAS FIGUEROA.

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pinturas, más un libro Architectura, necesario al arte, más de mil ochocientas estampas...", más los cuadros inconclusos que allí había, y poco después, tras un pleito familiar, se cerraba la historia del prestigioso obrador santafereño. Estos obradores seguían la estructura de los períodos gótico y renacentista europeos. El maestro, jefe y propietario, recibía aprendices a los que en forma empírica iba mostrando los "secretos" de su arte y las habilidades del oficio que, en realidad, eran las que se aprendían pacientemente confundidas con los primeros, pues el arte tenía para los ejecutantes y para la sociedad de la época el sentido de "habilidad para hacer" y "destreza para copiar o imitar" más que cualquier otro. Esto no permite honradamente enjuiciar a los pintores y escultores coloniales desde la misma estimativa con que se aprecia la labor de los llamados artistas actuales, toda vez que había muy poca diferencia -socialmente ninguna a veces- entre un "pintor de arte" y un "oficial de mano", es decir, entre un artista y un artesano. En efecto, ese honrado concepto medieval que no distinguía entre los maestros de la pintura o de la escultura y los de otros oficios, y el criterio de no establecer mayores diferencias entre lo que un maestro pintor tenía que pintar y un escultor esculpir, persistió más o menos conscientemente durante el período colonial, al punto que debe tenerse como una de sus características. Los cuadros se pagaban según tamaño, costo de materiales y trabajo ejecutado en ellos, atendiendo habitualmente al número de figuras a incluir en el lienzo. El precio de un buen cuadro de maestro tenido a la sazón por insigne, siempre era inferior al de un vestido, y era frecuente pagarlo en servicios personales tales como afeitadas o trabajos de sastrería. Pintores y escultores tenían en su taller, como hemos visto, libros con grabados o estampas sueltas, "necesarios al arte", de donde "tomaban ocasión" o con frecuencia copiaban con fidelidad, si así lo exigía el cliente, al tiempo que servían de muestrario para éste. El valor que hoy se concede a la originalidad del artista no era apreciado y se estimaban más los temas y figuras convencionales bien hechos y expresivos de sentimientos de devoción. Los artistas neogranadinos reflejan bien estos criterios y estos gustos de la sociedad a la que servían, dominada por la Iglesia.

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Entre ellos, y bajo tales circunstancias, uno se distinguió por sus mejor oficio y especiales talento y habilidad, siempre dentro de la actitud criolla y la influencia sevillana: GREGORIO VÁZQUEZ DE ARCE Y CEBALLOS. Este pintor se tiene, con razón, como el más empinado de los santafereños y en él culmina el esfuerzo de sus antecesores por aproximarse a los valores europeos de su tiempo. Había nacido en Bogotá en 1638 y en la misma ciudad mantuvo un taller familiar muy activo en las últimas décadas del siglo, en el que debieron pintar, además de él, su hermano mayor JUAN BAUTISTA VÁZQUEZ, muerto en 1677, su hija FELICIANA VÁZQUEZ BERNAL y probablemente otros ajenos a la familia. La fama regional de Gregorio Vázquez ya era grande en su tiempo y aunque nunca excedió las fronteras del país, dentro de él se le tuvo desde entonces como el paradigma del arte de la etapa hispánica. El ponderado jesuíta Felipe Salvador Gilij, en un libro publicado en Roma en 1784, anotaba que la fama de Vázquez en la Nueva Granada era tan grande "como la de Rafael entre nosotros". Se le conocen algo más de quinientos cuadros, de calidad y tamaño muy diversos. La mayoría son trabajos de taller, sencillos, rutinarios y amanerados, hechos simplemente para cumplir encargos baratos de gentes devotas; pero también ha dejado obras de gran empeño, como las que sobre escenas bíblicas realizó para los muros de la capilla del Sagrario y que en ella se conservan. A través de ellas se percibe el trabajo talentoso de un pintor de laboratorio, carente de genio creador pero dominador de los recursos técnicos, y de una notoria experiencia en componer mezclando partes tomadas de aquí y de allá, dotarlas de aspecto natural y nutrir éste de cierta idealidad. Este naturalismo de taller obedeció siempre en él a contenidos de dulzura y ésta se manifestaba en figuras de formas suaves, como se observa sobre todo en los 105 dibujos a pincel sobre papel (Museo de Arte Colonial), que le servían de preparación y modelo para su cuadros. Gregorio Vázquez, criollo por excelencia, fue especialmente habilidoso como dibujante. Dueño de una gran seguridad de trazo, muestra en él su sensibilidad con líneas blandas y firmes a la vez, y su gran capacidad de síntesis, rara en su época entre todos los pintores americanos

Las artes plásticas durante el período colonial

y entre muchos de los mejores europeos. Murió en 1711. Contemporáneos de Vázquez, es decir activos en la segunda mitad del siglo XVII, fueron ALONSO y TOMÁS FERNÁNDEZ DE HEREDIA,

igualmente dulces pero más amanerados a juzgar por las muy contadas obras que dejaron; y FRANCISCO DE SANDOVAL, casi desconocido pero revelador de una pintura algo más vigorosa dentro, desde luego, de las fórmulas generales ya mencionadas. Algunos seguidores dejó Vázquez Ceballos, probablemente formados en su taller, pero muchos menos dotados y que, como el que se firma simplemente CAMARGO, muestran los defectos y no las virtudes de aquel.

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Obedientes a tales tradiciones, conceptos, técnicas y procedimientos trabajaron en pleno siglo XVII Juan de Cabrera y Pedro de Lugo Albarracín, aunque el tallista de nombre desconocido hasta ahora y llamado Maestro del Retablo de San Francisco, autor de los altorrelieves de dicha iglesia en Bogotá, aparece como el más completo y el de oficio más habilidoso de aquella centuria. LORENZO, LUIS y SALVADOR DE LUGO,

probablemente familiares del citado Pedro de Lugo, fueron también escultores conocidos, aunque los documentos los citan más veces como entalladores, muy activos en Bogotá y Tunja.

Imaginería escultórica

El arte de los retablos

La escultura correspondiente a aquella actitud y aquel tiempo -criollismo del siglo XVIII-, obedecía, como puede suponerse, a características similares y a un temario aún más exclusivamente religioso. Por otra parte, la Iglesia cuidaba la ortodoxia y la calidad de los imagineros escultóricos más que la de los pintores, llevada por un mayor celo aconsejado quizá por la tradición en figuras de bulto de los indígenas, por el más alto grado de realismo que ofrecen las imágenes en tres dimensiones, y por las superiores dificultades técnicas de la talla policroma.

Eran entalladores los artífices que no sólo tallaban figuras en madera sino que cortaban y ensamblaban ésta para obtener la estructura de retablos, púlpitos y obras similares. En la práctica, parece que todos los imagineros de la época en el país fueron simultáneamente entalladores, lo cual es perfectamente explicable dada la escasa especialización del trabajo a la que ya nos hemos referido, y la gran demanda de éste, en cuanto a retablos y ornamentación en relieve de madera dorada, que caracterizó a los siglos XVII

La talla policroma fue, sin excepción, el procedimiento usado en la imaginería colonial, obediente en una rica tradición medieval nunca interrumpida en España pero sí renovada y enriquecida durante el período barroco. Las figuras eran elaboradas en madera, con esmero especial en cabezas y manos, para pasar luego por un proceso vario y cuidadoso de taller que recibe el nombre de estofado, a lo largo del cual se pulían y enyesaban las superficies, se recubrían luego con una fina lámina de oro, se pintaba esta con diversos colores imitadores de la realidad y se decoraban por último raspando la pintura para que reapareciera el oro en forma de hojarascas, rayados, estrellitas, flores grecas, etc. El afán de naturalismo derivado tanto de la escuela española como de la estética barroca y del gusto popular hacía que, con la mayor frecuencia, se incrustasen a las imágenes ojos de vidrio y se le añadiesen pelucas, lágrimas de resina y otros elementos cuya misión era hacer de ellas algo más "vivo" y cercano.

y XVIII.

Efectivamente, nunca como en aquel tiempo y teniendo en cuenta la dimensión y población de las ciudades de la época, fueron tan numerosos y activos los talleres de escultura y talla decorativa para los interiores arquitectónicos en Colombia. Bastante más de mil retablos de iglesia se construyeron en madera dorada en el país durante la etapa colonial. Solamente en Bogotá se erigieron unos cuatrocientos, cuando la ciudad era apenas un lugar trazado para tres mil vecinos y no llegaba a tener veinte mil habitantes, según las "Noticias Historiales" del cronista franciscano fray Pedro Simón (1626). Los retablos, estructuras que se despliegan ampliamente tras de los altares llenando todo el muro de fondo de éstos con una organización de elementos arquitectónicos -nichos con imágenes, tableros, columnas, cornisas, frontones y relieves ornamentales-, eran los conjuntos escultóricos más elaborados de la época y para confeccionarlos trabajaban en labor conjunta y a veces indiferente los entalladores, los imagineros, los doradores y los decoradores.

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Su trabajo entre artístico y artesano, es uno de los más importantes, significativos y ricos no sólo de los siglos coloniales sino de toda la historia del país. Los que se construyeron obedecen, algunos de ellos, al estilo renacentista, como los de San Ignacio en Bogotá y Tunja, de plena mitad del siglo XVII, bajo la dirección del jesuita alemán Diego Loessing. En realidad ellos constituyen una excepción por su diseño, al que puede añadírsele el de Santa Clara, de Bogotá, algo más abarracado en sus relieves. Fue mucho más corriente el trazado barroco, abundantes en columnas salomónicas, frontones, estípites, tableros con altorrelieves, nichos y elementos decorativos de bulto, inspirados en las formas vegetales; aparte, claro está, de las imágenes de santos y los símbolos religiosos. A este variado diseño responden retablos tales como los de Santa Bárbara y la Tercera y muchos de capillas en San Ignacio, San Juan de Dios y otras iglesias de la capital del país; y los de Santo Domingo, San Francisco y el Carmen, en Popayán. Estos de Popayán denotan claramente la influencia quiteña y algunos de ellos fueron hechos por maestros de la que es actual capital del Ecuador, mientras que algunos de los citados, de Tunja y otros de Boyacá, cuentan con elementos mestizos a los que nos referimos luegoEl retablo criollo más amplio e importante, "texto de arte tallado en oro" al decir de fray Gregorio Arcila, es el de San Francisco de Bogotá, obra protobarroca contratada en 1622 con el entallador español IGNACIO GARCÍA DE ASCUCHA (1580-1629) y donde se integran treinta grandes cuadros tallados en relieve policromo con escenas varias y figuras de santas mártires, cuyo autor o autores, como ya hemos dicho, nos son hasta ahora desconocidos. La costumbre de conceder siempre importancia artística a la pintura y a la escultura, derivada de una clasificación académica atenta a las musas griegas, ha hecho que, sin más discriminación, se atienda a los pintores y escultores como artistas y a los constructores de retablos como no artistas. Pero en la práctica, poca diferencia había durante el período colonial entre proyectar, componer y realizar un retablo o un púlpito y hacerlo sin mayor inspiración con un cuadro, estando la diferencia muchas veces a favor de los entalladores que desarrollaban más y mejor trabajo en un tiempo en

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que el buen trabajo se consideraba lo más valioso de una obra del tipo que fuese. En consecuencia, es hora de prestar la atención que merecen tales entalladores, casi siempre anónimos, en el panorama histórico general del país. Un gran imaginero barroco En pleno siglo XVIII, una figura destacó especialmente entre los escultores activos del país: PEDRO LABORIA. Español de nacimiento (había nacido con el siglo en el pueblo andaluz de Sanlúcar de Barrameda), se formó en talleres sevillanos y se trasladó todavía joven a Bogotá, donde trabajaría durante el resto de su vida. Es el único imaginero en la Nueva Granada del que se puede decir que fue auténticamente barroco. Su adscripción a la escuela andaluza es indudable, y tampoco puede caber duda sobre la influencia ideológica y estética que ejercieron sobre su obra dinámica, teatral y dramática los jesuitas, para quienes la realizó y en cuya iglesia bogotana se encuentran en su mayor parte. Con él culminó, brillantemente por cierto, la historia de los imagineros destacados en el arte de Colombia. La pintura virreinal La segunda mitad del decimoctavo siglo asistió al ya referido cambio de tendencia dentro de la actitud criolla en el arte y la decoración neogranadinos; pero este cambio que reflejaba la influencia del gusto profano y más europeo impuesto por Francia a través de la Casa de Borbón, se limitó al ámbito de lo oficial en la modesta y provinciana vicecorte santafereña y a quienes estaban en contacto con ella; es decir, los funcionarios españoles, las familias de la alta burguesía criolla y las jerarquías superiores de la Iglesia local. No es de extrañar por eso que fuera un retratista de virreyes el que acusara con mayor claridad al sesgo. Y, sin embargo, él representa también, mucho mejor que otros, la estética del arte colonial. Hablamos de JOAQUÍN GUTIÉRREZ. Este pintor suponía desde el punto de vista de la figuración naturalista que había practicado Vázquez Ceballos un claro retroceso, toda vez que no lograba imitar los volúmenes, ignoraba en absoluto la atmósfera de las escenas, era incapaz de sintetizar y en muchos aspectos regresaba a fórmulas primitivas. Pero como el

Las artes plásticas durante el período colonial

arte, en cuanto signo cultural, no avanza ni retrocede sino que manifiesta un determinado sentido de las formas, la posición de la obra de Gutiérrez en el panorama histórico de las artes en Colombia es otro. Contradictorio, formalista, de escaso contenido y con notoria tendencia a lo decorativo, aparece como fiel reflejo de la Bogotá de su tiempo y aun, si se quiere, de todo tiempo. Imitador de lo que estaba de moda en la metrópoli borbónica, como buen criollo al servicio de la alta sociedad local, Gutiérrez recoge sin embargo, tal vez inconscientemente, aspectos de la tradición mestiza, y mezcla todo en unos retratos con "pose" oficial dieciochesca de figuras planas cargadas de elementos ornamentales, muy descriptivas, complementadas con símbolos y aclaraciones literarias, todo ello dicho simplemente y elaborado con extrema delicadeza y frialdad. De esta forma originó en el país un retratismo entre primitivo y académico a mitad de camino entre las vírgenes hieráticas, planas y brocateadas de la imaginería mestiza y los retratos pomposos del arte oficial francés. Tal tipo de retratismo iba a tener su continuación una vez clausurado el período virreinal, en la iconografía casi religiosa y neoprimitiva de los proceres de la Independencia. Los pintores PABLO ANTONIO GARCÍA DEL CAMPO (1814) y PABLO CABALLERO (1810) el primero de ellos pintor de cámara del virrey-arzobispo Caballero y Góngora son, ya al final del Virreinato, más técnicos y conocedores de los recursos académicos, aunque con obra menos personal que la de Gutiérrez. Cabe destacar, aunque no se trate propiamente de arte sino de investigación de la naturaleza y de buen oficio dibujístico, el excepcional trabajo de los dibujantes-acuarelistas que formaron el equipo de ilustradores de la Real Expedición Botánica dirigida por José Celestino Mutis y patrocinada por el virrey Caballero y Góngora, la cual trabajó desde 1787 hasta 1816. Sus 6.717 láminas representativas de plantas, que conserva el Jardín Botánico de Madrid, obra de pintores neogranadinos y quiteños seleccionados por Mutis, son trabajos de minuciosa observación del natural por todos los campos colombianos y dibujos laboriosamente ejecutados, que iin duda debieron imponer los valores del rigor naturalista y del esmero en la ejecución. Se ha dicho, con razón, que el grupo de dibujan-

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tes de la Flora sería el primero en descubrir la verdadera actitud naturalista en el país. El mestizaje artístico La tendencia mestiza en arte fue el resultado o, al menos, el equivalente estético del mestizaje racial, muy notable en el país, que hoy presenta más de la mitad de la población como hija del cruce del conquistador con el conquistado. El término "mestizo" se aplicó al descendiente español e indígena; pero si se hace referencia a la expresión artística hay que entender por obra mestiza aquella que recibe y manifiesta de algún modo, fundidos, los caracteres de las culturas conquistadora y conquistada. A pesar del intenso mestizaje racial habido en territorio del Nuevo Reino de Granada, el que se refleja en sus expresiones visuales -pintura, escultura, talla ornamental, decoración arquitectónica, platería, tejido, etc.-, es débil y no muy apreciable, a diferencia del que se percibe en Nueva España (México) y Nueva Castilla (Perú). En estos territorios encontraron los españoles una base de artesanías indígenas más fuerte y unos aborígenes más organizados o más habilidosos en aquellos oficios que, como la talla, la escultura y la pintura, podían utilizarse al servicio de la decoración de iglesias y de casas. Los indios de dichas zonas pudieron organizarse en talleres dirigidos por maestros españoles o europeos pertenecientes con frecuencia a las órdenes religiosas, quienes supieron aprovechar las habilidades tradicionales de los discípulos a los que enseñaban procedimientos y técnicas nuevos y signos de temas del arte cristiano, y ellos los trataban con su propia sensibilidad o los mezclaban con sus propias técnicas y repertorio temático. Cuando los artesanos o decoradores indígenas eran llamados a colaborar en las obras arquitectónicas, el sello de aquel mestizaje, a veces con muy notable tonalidad aborigen, dejaba su impronta en ellas. Parece ser que el indio no colaboró en la Nueva Granada sino en algunas tareas muy secundarias, de tipo ornamental y decorativo, especialmente en la construcción de iglesias. La presencia de su mano de obra se señala sobre todo en la región de Boyacá y Cundinamarca, asiento de los Muiscas. El diseño geométrico plano o la abstracción de las formas naturales, de larga tradición como ya vimos; el sentido de distribución dispersa de las cosas; y la introduc-

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ción de algunos temas botánicos o zoológicos relacionados con las culturas prehispánicas, indican la existencia de aquella actitud, que hoy se nos muestra como subterránea y que no ha sido satisfactoriamente estudiada en Colombia. Todo lo que se puede tener por mestizo en las artes de la Nueva Granada es de autores desconocidos y más próximos a la expresión popular y a la artesanía. En gran parte corresponde al "vestido" en madera dorada o policromada, de iglesias rurales: retablos, pulpitos, pilastras decorativas, tableros de revestimiento, etc. También se hizo presente con frecuencia en trípticos y retablillos domésticos, muebles para exhibir pequeñas imágenes religiosas en la capilla o en lugar destacado de la casa, en los cuales podemos observar más libertades por parte del artífice. Aparte del modo como trataba los temas la sensibilidad mestiza, que es algo imposible de describir, hay ciertos aspectos, recursos o procedimientos que pueden tenerse como propios de una expresión de este tipo. Así, por ejemplo el del brocateado. Se trata de un sobredorado ornamental que en forma de florecitas, galones o diseños geométricos bordea o cubre insistentemente los vestidos de las figuras, pintado en disposición plana y, por tanto, aplanador de aquellas, lo cual hace prácticamente inútil la imitación del relieve hecha por el pintor. El brocateado supone el dominio de lo accidental sobre lo fundamental, dominio de lo accesorio, pero visualmente aplastante, de diseños y de la sensibilidad planista aborígenes sobre el dibujo naturalista y la sensibilidad volumétrica europeos. Es de anotarse que este afán de recarga ornamentalista en dorado sigue siendo una fuerte tendencia en la estética popular. Es también aceptable como mestiza la típica combinación colonial de los colores rojo bermellón-oro y verde-oro, colores que precisamente son llamados hoy "coloniales" en Colombia. Desde luego tales combinaciones, y especialmente la primera, casi se pueden tener como colores nacionales, pues se tiene noticia de haber sido usuales entre los indígenas de la Cordillera Central en el período prehispánico; fueron muy abundantes (el rojo-oro, reiterativo e inevitable) en el colonial; y sigue siendo popular después. La transformación de numerosas figuras decorativas de origen manierista, renacentista y, en últimas, romano o griego en imágenes de fuerte sabor indígena, o su complementación

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con hojas, flores, frutos o animales del país ya representados por los indios antes de la Conquista, es también uno de los aspectos más interesantes del matrimonio estético de la cultura conquistadora y la conquistada. A menudo, los indígenas aprovechaban las libertades que en materia ornamental permitían los sacerdotes, para incluir en artesonados, columnas o retablos figuras o símbolos que para ellos guardaban alguna significación religiosa precristiana. Y en otras ocasiones los misioneros creyeron conveniente permitir el uso de figuras de las culturas aborígenes para explicar mejor, a través de ellas, algunos misterios o temas propios del cristianismo. Todo ello contribuía al acoplamiento y fusión de formas que manifiestan -ciertamente que no de manera obvia en la Nueva Granadaun mestizaje artístico en el período colonial, más merecedor de estudio en un país en el cual más de la mitad de la población es, a su vez, como se ha dicho, producto del mestizaje racial. La expresión popular Como es normal, simultáneamente a las formas de expresión que pueden llamarse cultas, obedientes a un pensamiento y a unas fórmulas propias de grupo sociales más educados y producto de la labor de pintores, escultores y decoradores profesionales con talleres organizados, se manifestaban, siempre vivas pero casi nunca cambiantes, las corrientes populares de la expresión muchas veces impregnadas por el mestizaje. Las expresiones de la plástica popular reflejan el continuo fluir de ideales, sentimientos, creencias y modos de ver y trabajar de gentes desconocidas, no profesionales de las artes que, en labores espontáneas y sencillas reflejaban los gustos del pueblo mismo. Durante la etapa colonial, estas obras giraron aún más que las cultas en torno de un solo temario: las devociones religiosas. Trátase pues, de un arte popular piadoso. Tosca, ingenua, de marcado sabor rural, fuertemente descriptiva, plena de sinceridad, ayuna de conocimientos técnicos y rica en contenidos y mensajes, esta corriente artística produjo, como las demás, desde retablos hasta casullas pasando por imágenes pintadas y de bulto. Son obras cargadas de expresividad primitiva, que con frecuencia recuerdan las del romántico español o los iconos bizantinos, y que por lo

Las artes plásticas durante el período colonial

general tratan de imitar ingenuamente las imágenes europeas o criollas conocidas. Las formas de la expresión popular apenas evolucionaron durante los siglos, pues se producían muy al margen de modas y estilos, y no eran afectadas por los cambios históricos. Por ello, tampoco las afectó la mudanza de la independencia política del país, que fue un fenómeno criollo. Se siguieron pintando, tallando o ensamblando durante el siglo XIX las mismas vírgenes, los mismos santos y los mismos retablillos, aunque se les sumaron, confeccionados con el mismo sentido de iconos, los emblemas de la patria y los próceres de ella. Artesanía colonial Aunque el arte popular no es la artesanía, de función utilitaria, sus formas se nutren muchas veces de ésta, pues son arrancadas de la tradición de las comunidades, hecho en los talleres o habitaciones donde producen su trabajo los artesanos, elaborado con los mismos materiales del país que dan cuerpo al trabajo de éstos, o son fuertemente influidos por el medio social. A veces es el mismo artesano el que, abandonando por el momento su rutinaria labor repetidora del mismo mueble, el mismo muñeco o la misma figura de barro, se entrega a crear por una sola vez la figura original con la que día a día tal vez ha soñado. También, a veces, y como ya hemos dicho, la artesanía no delimita sus fronteras respecto de lo que llamamos arte o la obra de arte se carga de labores simplemente mecánicas o manuales, al punto de adquirir un fuerte valor artesanal que vuelve a incidir en la confusión. Ello justifica sobradamente una referencia a la artesanía colonial como final de esta breve reseña de las artes plásticas del período. Es la materia prima, generalmente de origen local, la que determina, aún más que la clase de trabajo según procedimientos, la clasificación de la artesanía. Y con arreglo a aquella haremos esta referencia, comenzando por la más elemental, antigua e infaltable: la tierra, base de la alfarería. Desde luego la alfarería sufrió durante el período colonial una indudable decadencia en relación con la del período prehistórico, pues todas las culturas primitivas están marcadas por la importancia en ellas de la producción de vasijas de arcilla. La variedad y el rico sentido estético de los objetos de barro cocido de los

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pueblos aborígenes no fue superado ni aún repetido durante la etapa a que nos referimos. En cambio los españoles añadieron a los elementales procedimientos indígenas nuevos instrumentos y técnicas, tales como el torno del pedal, el horno y el vidriado cerámico. La metalurgia se enriqueció con el trabajo en hierro (ferretería) y en bronce, el primero en servicio de la cerrajería con producción de llaves, bocallaves y escudetes para muebles y puertas, de variado diseño; y el segundo, con fundición menor de campanas. La metalurgia en oro (orfebrería) fue incomparablemente más reducida y menos interesante que la del período prehispánico, aunque algunas técnicas fueron desarrolladas por mestizos y negros. Los orfebres coloniales fueron casi todos españoles o criollos, y por tanto siguieron la tradición europea que, más tarde, enseñaron a mestizos e indígenas. Dado el alto aprecio que al oro tenían los hombres de la cultura colonizadora, el control de oro -también el de la plata- fue bastante riguroso y el valor que se le concedía hizo que obras de gran riqueza y significación, así como la de calidad más artística que artesana, se ejecutaran básicamente en este precioso material, por maestros orfebres conocidos y muy apreciados a su vez, como JOSÉ GALAZ, autor de la famosa y valiosísima custodia llamada "La Lechuga", terminada para los jesuítas en 1707; NICOLÁS DE BURGOS, artífice de "La Preciosa", de la catedral de Bogotá, labrada en 1736; JOSÉ DE LA IGLESIA, que acabó en 1740 la de los franciscanos de Popayán; y ANTONIO RODRÍGUEZ y N. ÁLVAREZ, quienes crearon en 1673 para los agustinos de la misma ciudad una custodia excepcional por su forma heráldica de águila bicéfala coronada. Pero fue la platería el tipo de trabajo en metal más corriente, variado y típico de la Nueva Granada. En la Bogotá del siglo XVIII había muchos talleres de plateros, dedicados a una intensa labor en plata repujada para objetos litúrgicos -incluso altares y tabernáculos completos- y domésticos tales como candelabros, vajillas, etc. La ebanistería fue trabajo totalmente nuevo en el período, toda vez que los indígenas la desconocían, pues a pesar de la inmensa riqueza en bosques del país, las labores más finas sobre madera sólo fueron posibles gracias al equipo

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de herramientas aportados por los españoles y a la tradición mobiliar de éstos. A la larga, la artesanía de la madera en Colombia, había de alcanzar un puesto eminente. En relación con ella apareció la taracea o embutido decorativo sobre muebles, hechos con maderas finas, carey (concha de tortuga), nácar, marfil o hueso o tagua. Aportada por los árabes a España y por España a América, la taracea trajo también ecos del diseño mudéjar a la artesanía de Colombia. Es mucho más propio el trabajo denominado barniz de Pasto, inevitablemente unido también a la madera, ya que en los muebles de este material solamente se aplicaba; y aunque es probable que los indígenas conocieran tanto el material como su elaboración, está comprobado que sólo empezó a conocerse su empleo en muebles coloniales confeccionados por mestizos de las zonas hoy llamadas Nariño y Putumayo. La materia prima es una sustancia vegetal secretada por el arbusto mopa-mopa, que se trata hasta convertirla en un pasta gomosa a la que se agregan las tinturas convenientes. Tal pasta recortada y adherida a la superficie de los muebles de madera, es trabajada según diseños decorativos. Durante el período colonial estos diseños copiaron frecuentemente hojarascas, flores y carteles barrocos y alcanzaron calidades que recuerdan la laca china, nunca superadas ni aún igualadas después.

El trabajo artesanal en cuero se presenta asimismo como uno de los más notorios de los siglos XVII y XVIII gracias al nuevo equipo instrumental y a la adaptación al país del ganado vacuno que añadió más, mayores y mejores pieles, con posibilidad de curtirlas bien y decorarlas con variadas labores de repujado policromo. Con este material se comenzó entonces a elaborar la gran cantidad de objetos que hoy hacen de la artesanía peletera una de las más importantes de Colombia. El tiempo colonial vio también aparecer la técnica del ablandamiento por cocción del cuerno, lo que permitió obtener de este producto animal la variedad de formas planas y de tamaños que fueron la base de una nueva artesanía. Hay que añadir que todas las variedades de la tejeduría -cestería incluida- se enriquecieron muy notablemente durante los años coloniales, por la misma causa del aporte de instrumentos técnicas e ideas. Unido al trabajo textil, el bordado, otra novedad aportada por el período, alcanzó a desarrollarse con riqueza, especialmente en conventos y colegios, a los que se deben tapices decorativos y ornamentos sagrados de labor ejemplar. De esta forma, la artesanía importada o renovada, sumaba sus expresiones comunales en objetos útiles a las del arte popular, y ambas a las del sector "culto", para complementar el vario espectáculo de manifestaciones visuales de la época que sentó las bases estéticas de la actual Colombia.

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La literatura en la conquista y la colonia

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La literatura en la conquista y la colonia María Teresa Cristina

de Alonso de Ercilla, la crónica se transforma para acercarse al poema épico. En la dirección de esta obra surgieron otros poemas épicos sobre la conquista como El arauco domado (1596) del La literatura en la conquista chileño Pedro de Oña, Purén indómito de Hernando Alvarez de Toledo, Argentina (1602) de uando América recién descubierta co- Martín del Barco Centenera, Cortés valeroso mienza su nueva existencia histórica sin (1588) y Mexicana (1594) de Gabriel Lobo tener todavía voz propia, acallada inicialmente Lasso de la Vega y las Elegías de varones ilusla de las culturas indígenas, la primera voz que tres de Indias de Juan de Castellanos. la nombra y la narra es la del conquistador y Si durante la primera mitad del siglo se del misionero, la de los actores o testigos presen- llevó a cabo el violento choque entre dos munciales de la conquista militar y espiritual. dos, ya hacia mediados del mismo se inicia el Ya en la segunda mitad del siglo XVI apa- proceso de acercamiento entre las diversas culrecen numerosos escritos cuyo tema casi exclu- turas que es resultado de nuevas formas de dosivo es el del Nuevo Mundo y cuya intención minación. Si España reduce la expansión terries la de celebrar la hazaña conquistadora, colo- torial por las armas, no renuncia a afirmarse y nizadora o misionera, pero ya desde entonces a seguirse extendiendo por otros medios menos algunos evidencian un interés por conocer las violentos: por la predicación del Evangelio, que culturas precolombinas. Los escritos del siglo desde el comienzo había sido la finalidad oficial XVI pertenecen casi todos al género de la cró- de los descubrimientos y conquistas, y que era nica. Se trata de obras de innegable valor docu- una manera indirecta de ampliar el dominio esmental histórico cuyos autores, en su mayoría pañol. Esta labor de aculturación será realizada españoles, se dirigen a un público peninsular o por el misionero que en muchas regiones sustieuropeo al que buscan informar y maravillar y tuyó al soldado o al funcionario. que ilustran la visión que el español tiene de A mediados del siglo XVI, apaciguadas las América. Siendo la época de mediados del siglo cruentas guerras de conquista, se afianzan los la de mayor actividad misionera en el Nuevo poblamientos y se pone en marcha el proceso Mundo es también la del teatro misionero. de organización administrativa y política. CoTambién de españoles y también de asunto mienza a desarrollarse un primer embrión de histórico americano son las primeras obras pro- vida urbana. La precariedad de las primeras ocupiamente 1 iterarias escritas en el nuevo continen- paciones españolas es sustituida por unos asente. A partir de la Araucana (1569, 1578, 1589) tamientos más estables que, siguiendo el modelo

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europeo de vida social civilizada ya por entonces predominante, se organizan en ciudades. Característica de la colonización española fue la forma urbana de asentamiento. Con una política iniciada desde los primeros años del siglo XVI la conquista se consolida mediante la fundación de ciudades (1). La cultura que va a desarrollarse en las colonias -pero sobre todo la literatura- debe ser entendida a partir del núcleo urbano. Al español, enfrentado a organizaciones sociales tan diferentes de la propia, le es preciso asociarse para protegerse y para imponer su dominio. En América, desde el comienzo, la ciudad viene a ser el ámbito social receptor de los patrones europeos en el que se afianza y desde el cual irradia la cultura conquistadora. La ciudad, como lugar de habitación del blanco, es el centro del poder metropolitano y local, el centro social, pero también se constituye en el espacio de la civilización frente a lo no ciudad, como espacio de la barbarie (esquema éste que seguirá pesando sobre la vida americana moderna). El mundo colonial está condicionado por factores económicos y políticos, por instituciones que tienen sus raíces en la Península, por valores y modelos culturales europeos; pero poco a poco, como resultado de las nuevas circunstancias, comienza a realizarse una nueva realidad social y cultural que va adquiriendo muy lentamente características propias nacidas también del vasto proceso de mestizaje y aculturación. Comienzan a nacer los hijos de los primeros colonizadores. Entre los escritos de los últimos treinta años del siglo XVI los hay ya criollos y, excepcionalmente, mestizos como el inca Garcilaso. En algunas regiones, tal es el caso de la Nueva España, se produce un temprano mestizaje cultural del que pueden verse manifestaciones en las formas de la religiosidad popular, en las artes plásticas y en el teatro misionero. En los autores de la Nueva España se halla reflejada en la literatura desde más temprano la conciencia de una identidad que es ya americana, no confundible con la del español peninsular. Múltiples factores confluyeron para acelerar este proceso en México: el mayor desarrollo social y cultural de los pueblos precolombinos de Mesoamérica, la mayor importancia económica de estas regiones durante la Colonia, su temprana organización administrativa en virreinato, la temprana introducción de la universidad y de la imprenta.

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En el Nuevo Reino de Granada no se dieron algunas de estas condiciones o no se dieron en la misma medida; no hay noticias de un temprano proceso de mestizaje cultural ni de la existencia de un teatro misionero en el siglo XVI. Los primeros escritores criollos aparecen aquí en el siglo XVII, mientras que los primeros escritos conocidos son todos de autores españoles y datan de la segunda mitad del siglo XVI. Se trata de crónicas muchas de las cuales permanecieron inéditas hasta la época moderna: la Recopilación historial resolutoria de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, escrita en 1575 por el franciscano fray Pedro de Aguado; la Relación corográfíca de Popayán del agustino Gerónimo de Escobar; la Historia memorial de la fundación de la provincia de Santa Fe... 1550-1558, por el franciscano Esteban de Asensio; cuatro escritos monográficos del fiscal y oidor de la Real Audiencia don Francisco Guillén Chaparro; la obra del capitán Bernardo Vargas Machuca Milicia y descripción de las Indias (Madrid, 1599), quien fue además autor de un libro contra el padre Bartolomé de las Casas y de un soneto laudatorio a Castellanos. Del conquistador y fundador de Santa Fe se tienen referencias de varios escritos perdidos o de los cuales sólo quedan fragmentos citados por los cronistas posteriores, pero se conservan la Memoria de los descubridores y conquistadores... del Nuevo Reino, de 1576, el Antijovio, obra de tema no americano escrita en refutación del libro del obispo italiano Paulo Jovio y en defensa de España, y sus Indicaciones para el buen gobierno (1549). Según el testimonio de Castellanos, Quesada era aficionado al cultivo de la poesía y defendía el uso de los antiguos metros castellanos contra los modernos metros de imitación italiana. La poesía en sus diversas manifestaciones (narrativa, religiosa, moral, laudatoria, de circunstancia) es sin lugar a dudas la forma de expresión literaria de mayor cultivo durante todo el período colonial neogranadino. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos editoriales recientes, permanece ignorada hasta tal punto que no han faltado críticos e historiadores empeñados en negar su existencia. Aunque es necesario reconocer que, salvo pocas excepciones, es de escaso o nulo valor estético, ella constituye un documento de primordial importancia para el conocimiento de la historia literaria, cultural, del gusto y de la actividad intelectual de la Colonia.

La literatura en la conquista y la colonia

La poesía es de temprana aparición en el Nuevo Reino de Granada y nace inevitablemente ligada a la tradición literaria española, a las escuelas y tendencias imperantes en la Península desde comienzos del siglo XVI, presentando a la vez innovaciones renacentistas y una persistencia de temas, estilos y actitudes medievales. A la tendencia italianizante pertenecen los primeros ducumentos conocidos y la primera obra escrita con intención claramente literaria en el Nuevo Reino, las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos. Como única excepción a la tendencia italianizante, pueden mencionarse las redondillas citadas por Castellanos en las Elegías que atribuye al soldado Lorenzo Martín, compañero de expedición de Quesada y uno de los fundadores de Santa Fe, gran improvisador de coplas según el uso antiguo. En el Nuevo Reino, para fines del siglo XVI ya hay noticias de la existencia de un pequeño grupo de versificadores en Tunjá que, a unos treinta años de fundada, es una ciudad próspera que se ha convertido en el primer centro cultural del reino y supera a la aún tosca Santa Fe. En Tunja se realiza entre 1567 y 1573 la segunda construcción de su catedral, que será la iglesia más suntuosa del Nuevo Reino; la ciudad posee numerosas edificaciones y diversas ricas mansiones en las cuales quedan todavía, como testimonio de los hábitos señoriales de la clase aristocrática local, las exuberantes pinturas al fresco, en estilo grutesco, de las casas del fundador Gonzalo Suárez de Rendón, del escribano Juan de Vargas y del beneficiado Juan de Castellanos. En Tunja se desarrolla además una incipiente actividad literaria que no se ejerce a nivel estrictamente individual, sino de grupo. Existe allí un núcleo de personas -clérigos, funcionarios— con suficiente cultura entre los que descuella el beneficiado. Poseedor de una notable biblioteca formada casi exclusivamente por autores latinos y de una buena educación recibida en el colegio de estudios generales de Sevilla en donde se acreditó para enseñar gramática y oratoria, realiza en Tunja su temprana vocación docente y abre un estudio en el que se enseña gramática. En torno a la figura de Castellanos se formó el que puede ser considerado el primer cenáculo literario del Nuevo Reino. De la existencia de un pequeño grupo de versificadores, formado por españoles allí avecinados pero ya también por algunos criollos, da

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testimonio el cuerpo de poesía laudatoria -toda ella de tendencia italianizante- publicado en los prolegómenos de las cuatro partes de las Elegías de Castellanos. De este medio sale la primera y única obra literaria en sentido estricto del siglo XVI neogranadino, la monumental Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos (1522-1607), el primer hombre de letras en quien se conjuga la voluntad de informar con la de estructurar el relato y de hacer utilización poética del lenguaje. De Castellanos sabemos que llegó muy joven a América y que tras largos años de vida andariega y aventurera en los que fue sucesivamente monaguillo, soldado, comerciante, pescador de perlas, gozador de indias, recibió las órdenes sacerdotales en Cartagena y estableció finalmente su residencia en Tunja (1562), donde transcurrió el resto de su larga vida en ejercicio de su función de cura y con el cargo de beneficiado de la iglesia de Santiago de Tunja; allí -según sus propias palabras—, le fue posible alcanzar su "reposo, con una medianía de sustento", el que, en realidad, no debía ser tan mediano porque por el beneficio le correspondía la pingüe renta de 1.400 pesos, con la que, amén de otros negocios, logró acumular una verdadera fortuna que al morir estaba representada en varias casas y solares, 25 esclavos, más de un millar de cabezas de ganado y un conspicuo capital. Durante los cuarenta y cinco años de su residencia en Tunja, se impone la agobiante tarea de consignar por escrito sus recuerdos personales, los informes de testigos presenciales y toda clase de noticias por él recogidas sobre el descubrimiento y la conquista de las Antillas y del Nuevo Reino de Granada. De esta labor resultó el poema de más monumentales proporciones conocidas en occidente cuyas cuatro partes, que llegan a un total de 113.609 versos (2), contienen los sucesos referentes a: Colón, el descubrimiento y la conquista de las islas antillanas; los sucesos de Venezuela y de Santa Marta, la historia de Cartagena, Popayán, de la gobernación de Antioquia y del Chocó; la historia del Nuevo Reino de Granada. De estas cuatro partes sólo la primera pudo ser publicada en vida del autor (Madrid, 1589) (3) quien tenía además, programada una quinta parte que no alcanzó a llevar a cabo. El título general de Elegías que Castellanos da a su obra y a la mayor parte de las unidades narrativas que la componen, debe tomarse en

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el sentido de la tradición literaria latina e italiana, como composición poética triste y dolorosa; el poeta se centra por lo general, en la figura de alguno de los "varones ilustres", cuyas hazañas celebra y cuya muerte lamenta; quiere narrar esencialmente los casos dolorosos de la Conquista pero introduce también situaciones divertidas, anécdotas amenas y falta en estas elegías de Castellanos, el tono lírico, nostálgico y adolorido, tan característico del tipo de composición tradicionalmente así denominada; la expresión del dolor, personal o colectiva, asume con frecuencia un tono retórico y convencional, cargado de alusiones mitológicas. La intención original del autor es eminentemente historiográfica e informativa. Concebida su crónica y redactada inicialmente en prosa, decidió optar por el verso a instancia de amigos y allegados; la sola transcripción de lo ya redactado en prosa fue una labor que le llevó más de diez años. En su intento de alcanzar fama para sí y para las gestas cantadas, animado por el deseo de emular a Ercilla -que se convirtió pronto en modelo de poeta heroico y tuvo varios continuadores en la América colonial- adopta para su materia "basada en hechos célebres y grandiosos", la forma estrófica consagrada por la épica del Renacimiento: la octava endecasílaba usada por Ariosto y por el admirado Ercilla en la Araucana. El simple hecho de que Castellanos decida sustituir la prosa por el verso es ya un indicio muy significativo de que a la intención inicial meramente informativa se superpone una intención literaria, pero la que el autor manifiesta explícitamente en su obra sigue siendo historiográfica. Su principal objetivo declarado es la fidelidad a los sucesos, «decir la verdad pura/sin usar de fición ni compostura». De ahí sus reiteradas protestas de veracidad, de ahí que continuamente aduzca testimonios y cite fuentes escritas verificables, de ahí que, tal vez como recuerdo inconsciente de la primera versión en prosa, llame también anales a sus Elegías (4). A diferencia de los poetas italianos de la épica renacentista (el mismo Tasso justifica la presencia de la imaginación, la necesidad de las licencias poéticas, de entretejer en la verídica historia elementos novelescos, amores profanos, fábulas amenas), Castellanos rehusa mezclar realidad y ficción en su poema: Pues no se ponen en aquestos cuentos, fábulas, ni ficciones, ni comentos.

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Se presenta como recopilador, atribuye el valor de su obra al tema más que a los artificios y adornos retóricos: Ni cantaré fingidos beneficios Como los que con grandes artificios van supliendo las faltas del sujeto; porque las grandes cosas que yo digo su punto y su valor tienen consigo. Que sus proezas son el ornamento, y ellas mismas encumbran el estilo (T.I, pág. 60). Manifiesta inclusive su afán de desmistificar a América, su preocupación por corregir la visión desfigurada y fantaseada de quienes la han presentado como tierra de promisión: ... y en España como si fuese pura verdad vende lo que sabemos ser acá patraña; haciéndoles creer que donde vino dejó montes cubiertos de oro fino. (T. II, pág. 408). Pero no siempre el cronista logra permanecer fiel a su intención originaria; aunque califique de "supercherías" y de "boberías" las ingenuas supersticiones de los soldados y califique el mito de las amazonas de «novela liviana», asoma también en Castellanos la dimensión de América como prodigioso espacio de maravillas, asoman reminiscencias de sus lecturas de obras de ficción, abundan las alusiones mitológicas, llega hasta la estilización mitológica de la mujer indígena. (5) La escasa crítica sobre Castellanos, dejándose llevar tal vez por las reiteradas propuestas de veracidad del autor, por largo tiempo se ha mostrado excesivamente preocupada por el aspecto histórico del poema en el cual ha querido ver su mérito principal; se ha preguntado acerca de la confiabilidad de Castellanos como fuente histórica, descuidando el aspecto literario de la obra o llegando a una completa disociación entre historia y poesía. A este respecto merecen citarse las ponderadas observaciones de Meo Zilio: «Tal vez tengamos que renunciar a la dicotomía metodológica establecida al respecto por Marcelino Menéndez y Pelayo y adoptada por gran parte de los autores sucesivos, vale decir, la distinción entre juicio histórico y literario acerca del poema. En nuestro concepto, desde que el cura tunjano ha optado, finalmente, por la forma

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poética, también la materia se ha convertido en poética y como tal debe juzgarse: los sucesos de la historia se han convertido en ocasión de su poetizar... «A la poesía hay que medirla con el metro de la poesía y no de la historia... De esta manera, el tan manido problema de si Castellanos es o no es historiográficamente fidedigno (y eso independientemente de su elección historicista) constituye, para el crítico literario, un falso problema» (6). Aparte de su innegable valor documental, las Elegías evidencian notables méritos literarios que la crítica deberá analizar sin disociarlos del contenido histórico. Evidentemente, se trata de una obra que no puede sino dejar perplejo al lector por varias razones, no siendo la menor de ellas su enorme extensión; por lo tanto, no puede sorprender que haya dado lugar a lecturas y evaluaciones muy divergentes. En conjunto, las apreciaciones sobre su valor literario han sido negativas. Se ha señalado reiteradamente y con razón la falta de unidad de la obra, el prosaísmo en la expresión, el que Castellanos no sabe aprovechar la rica gama de posibilidades rítmicas del endecasílabo que conserva en él cierta rigidez prerrenacentista, los múltiples ripios, la sintaxis a ratos desaliñada. Pero, a pesar del valor muy desigual de las Elegías, inclusive quienes tienden a reducirlas a prolijo prosaísmo y sostienen que "la gran desdicha de este libro es estar en verso" (7), le reconocen a Castellanos su extraordinaria facilidad de versificación, su habilidad métrica, la elegancia y sencillez de su lenguaje, su gran riqueza léxica, su evidente talento como narrador. La obra es eminentemente narrativa. Castellanos no es el narrador distanciado ante el relato; siguiendo las convenciones del género, al estilo de Tasso y del Ariosto, suele introducir octavas que contienen reflexiones morales o filosóficas, salpica el relato de generalizaciones y sentencias que se desprenden del suceso o del tema, introduce apelaciones al lector, interviene para condenar la violencia o en defensa de la licitud de la conquista, de la misión universal y providencial de España. Sin embargo, a diferencia de los autores citados, Castellanos, actor y testigo de muchos de los sucesos que relata, como ese otro gran cronista de la conquista que es Bernal Díaz del Castillo, al narrar se narra,

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incorpora muchos datos biográficos que enmarca dentro de sucesos más generales. Al paso que avanza el relato, va avanzando la propia vida del narrador. A través de Castellanos puede verse la conquista en la doble perspectiva de lo heroico y de lo cotidiano. El relato de los grandes sucesos va acompañado por el de cosas triviales, por el detalle familiar a veces algo picaresco; la entonación épica alterna con el relato en tono menor, ingenuamente malicioso que puede llegar a la ironía o a la auto-ironía. Hay en las Elegías una vena humorística, ya señalada por Gómez Restrepo, a propósito del episodio del portugués burlado por su india bienamada, vena que este crítico lamenta que el autor no haya cultivado con mayor frecuencia (8). Las mejores cualidades de Castellanos son narrativas. Sabe estructurar los episodios, graduar con destreza los pasos que llevan hacia el climax y el desenlace, sabe crear tensión y distensión dramáticas, sabe introducir el discurso directo en el momento oportuno; es buen observador, hábil en la elección del detalle y en 1a descripción. Estas cualidades pueden verse en uno de los pasajes mejor logrados, el de la expedición de Jiménez de Quesada en el que, como señala Eduardo Camacho (9), Castellanos exhibe gran pericia literaria al dosificar y acumular a través de varias estrofas los elementos de la realidad que van creando un ambiente dramático: naturaleza, fieras, clima, hambre, hasta llevar el episodio a su punto culminante en la protesta colectiva ante Quesada, para luego ir haciendo desaparecer las dificultades y preparar el desenlace. Tras la extenuante travesía llega al campamento de La Tora la buena nueva del hallazgo de señales de vida civilizada y de tierra fértil que hace brotar la exclamación colectiva de alegría en «versos entre los más hermosos con que se haya cantado a América». (10) ...¡Tierra buena, tierra buena! Tierra que pone fin a nuestra pena. Tierra de oro, tierra bastecida, tierra para hacer perpetua casa, tierra con abundancia de comida, tierra de grandes pueblos, tierra rasa, tierra donde se ve gente vestida, y a sus tiempos no sabe mal la brasa; tierra de bendición, clara y serena, tierra que pone fin a nuestra pena! (T. II, pág. 483).

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En esta jubilosa exaltación de la tierra rica y poblada percibimos ya, detrás de la voz del conquistador deslumbrado por el oro, la voz del colonizador («tierra para hacer perpetua casa»), que se conjuga por boca de Castellanos. Uno de los juicios más repetidos acerca de las Elegías insiste en la falta de unidad y de continuidad de la obra en su conjunto debido a la ausencia de una trama o de un héroe central que unifique las cuatro partes. Esto significa que se quiere buscar la estructura de la obra en la relación entre personaje y acción de las formas narrativas tradicionales, que se quiere reconocer en ella las pautas del poema épico clásico; por lo tanto, la ausencia de estos factores negaría la posibilidad de reconocer las Elegías como poema épico. Efectivamente, no hay ni trama ni héroe central; desde esta perspectiva no hay en la obra una sola estructura general sino varias yuxtapuestas y entrecruzadas. En lugar de una trama tenemos la historia en su acontecer cuyo eje es el gran tema de la hazaña americana. No hay distancia épica del narrador ante lo narrado, sino cercanía y aun participación en los sucesos. En lugar de un protagonista y de personajes organizados jerárquicamente según su función dentro de la narración, vemos alternarse una multitud de protagonistas indiferenciados: españoles, indios, capitanes, soldados, figuras famosas y anónimas. El personaje heroico mismo aparece aquí sustancial mente transformado; a diferencia del héroe épico convencional, ya no es un ser paradigmático, encarnación de valores absolutos o dechado de perfecciones, sino un ser humano medio, simplemente hombre. Pero cabe preguntarse si es lícito forzar la obra de Castellanos dentro de alguno de los géneros tradicionales. Esta resulta del todo incoherente si persistimos en el empeño de juzgarla exclusivamente como historia o según los cánones de la épica clásica. Si situamos las Elegías en el contexto de la historia literaria, podemos ver que por su preocupación historicista continúan la tradición de la épica medieval española, que por su característica fidelidad a los hechos ha merecido ser calificada de "historia poética" por Ramón Menéndez Pidal, y de los romances históricos, fronterizos, noticiosos que, nacidos en el medio de los sucesos que cantaban, en la España de los siglos XIV y xv continuaron haciendo lo que había hecho la antigua épica: inspirarse en los asuntos nacionales y poetizarlos (11).

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Si miramos en cambio hacia adelante y relacionamos las Elegías con formas del relato que aparecerán en épocas posteriores, no sorprenderá ya tanto la ausencia de un héroe central pues nos encontramos con un tipo de narración de personaje colectivo con el que está ya muy familiarizado el lector de la novela contemporánea. Castellanos poetiza la historia y adapta las formas genéricas a su tema y a sus personajes. El rígido historicismo de la poética de Castellanos lo lleva a pronunciarse con cierto desdén acerca del aspecto literario, erudito y de la ornamentación retórica; sin embargo, por más que quiera proceder «sin orla de poéticos cabellos» y sin «compostura» alguna, el antiguo estudiante habilitado para la enseñanza del latín no puede olvidar la educación clásica recibida; ésta se manifiesta en recuerdos literarios, en la abundancia de referencias a la mitología greco-latina, pero también en el experto manejo de las figuras y recursos retóricos. Castellanos gusta de incluir versos y epitafios en latín que traduce allí mismo al castellano. Su lengua poética, además de haberse formado en la tradición clásica latina, debe mucho, como señala Manuel Alvar, al modelo también ya clásico de Juan de Mena en el uso de latinismos, esdrújulos y vulgarismos (12). En las Elegías se entrecruzan distintos niveles de dicción poética: aparece la entonación retórica, solemne y oratoria y junto con ella el lenguaje coloquial; al lado de las sentencias filosóficas hallamos los refranes y las locuciones populares. En el poema predomina el carácter llano de la narración, un lenguaje casi de conversación que lleva a Meo Zilio a calificarlo de «poema hablado» y a compararlo con «una extensa charla en endecasílabos» (13). Castellanos pone en juego todas sus posibilidades para dar un lenguaje vivo, adecuado a cada momento a sus necesidades expresivas. Uno de los aspectos más sobresalientes del poema de Castellanos radica en la asombrosa variedad de su vocabulario que se enriquece con gran copia de americanismos lingüísticos que aparecen aquí algunos por primera vez y entre los cuales sabe escoger certeramente a las que van a perdurar en la lengua española. Demuestra Manuel Alvar (14), que los indigenismos de Castellanos, como los que quedarán definitivamente incorporados al español, fueron aprendidos en su mayoría en las Antillas, allí donde se realizó

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el primer contacto entre las lenguas, y que luego, al extenderse la conquista, fueron llevados a otras regiones americanas; de los 155 americanismos de las Elegías, 73 pertenecen al complejo antillano (son arahuacos o tainos), pero aparecen además, aunque en menor cuantía, voces caribes, chibchas y de otras lenguas indígenas. Castellanos, como Rodríguez Freyle y los primeros cronistas, cuando tiene que nombrar cosas, elementos naturales, instituciones o costumbres antes desconocidas recurre directamente a la palabra indígena, o bien alude a ella por medio de perífrasis y de equivalencias o bien adapta una palabra castellana al nuevo contenido americano con cambio o ampliación semántica de la palabra original. En este Nuevo Mundo en donde tiene lugar el contacto entre diversas culturas y donde es necesario nombrar lo desconocido el lenguaje va acriollándose. En este sentido las Elegías constituyen un testimonio lingüístico de gran valor para conocer el proceso de adaptación del español a la nueva realidad americana. Pero las Elegías, además de dar testimonio de adaptación lingüística, ilustran - y en ello radica su significación americana- el proceso del conquistador hecho poblador que se amolda al nuevo medio; porque la lengua se va amollando a la par con los hombres. La madurez de las letras coloniales

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i en la Nueva Granada aparecen informes históricos desde mediados del siglo XVI, una literatura ya propiamente criolla se inicia sólo un siglo más tarde con las primeras generaciones de escritores nacidos en el nuevo medio social y educados en los recién creados colegios santafereños: con Juan Rodríguez Freyle, vuelto todavía hacia la Edad Media, con Hernando Domínguez Camargo, y el grupo de los hermanos Solís y Valenzuela, bajo el signo ya del culteranismo y del conceptismo; estas figuras revelan ya la existencia de una actividad intelectual y cultural local. Ciertamente, se trata de una literatura todavía subsidiaria de la española, ésta que nace en una sociedad fuertemente determinada por factores sociales y culturales peninsulares y que sólo de manera embrionaria comienza a presentar características americanas.

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Carácter religioso de la cultura colonial A partir del siglo XVII, siglo de lentos pero profunfos cambios, opera ya en todo su vigor el sistema colonial; a pesar de ser ésta una época de crisis demográfica y económica -cuyos ecos percibimos con insistencia en El Carnero- ocasionada por el descenso vertiginoso de la población indígena y por la decadencia minera, el orden colonial se estabiliza. Para comienzos del siglo la sociedad colonial -aunque fuertemente estratificada en castas dominadas por la minoría blanca- revela ya una innegable cohesión, ha adquirido ya en sus rasgos esenciales la fisionomía que conservará inalterada durante dos siglos. Estamos ya ante una sociedad criolla o de españoles americanos pero cuyas instituciones, sistema de valores y patrones culturales son originalmente españoles. La sociedad colonial, eminentemente urbana, heredó de la española su carácter religioso y teocéntrico (15), sus estructuras teocráticas y patrones culturales que habían tenido su origen en las condiciones históricas y en las instituciones de la metrópoli. Nadie puede negar que ya la Contrarreforma y la Inquisición fueron factores definitivos en la configuración del tipo de cultura que se desarrolló en España y que fue impuesto en las colonias. Resulta casi imposible comprender la organización de la sociedad colonial y su cultura sin tener en cuenta la influencia dominante que ejerció la Iglesia en todos los aspectos de la vida, pero muy especialmente en el cultural donde su dominio fue absoluto. Ello fue posible debido a la peculiar organización político-eclesiástica de la monarquía española que, con los Habsburgo, plenamente identificada con las reformas tridentinas, adquirió una clara naturaleza de Estado-Iglesia. Al coordinar estas dos instituciones sus acciones dentro del marco ideológico de la Contrarreforma (teología política) se origina un doble compromiso: si el Estado asume la responsabilidad de velar por la pureza de la fe, la Iglesia a su vez se ve obligada a acomodar su conducta a los fines políticos (nunca reconocidos oficialmente por ninguna de las dos instituciones) y se ve obligada a otorgar a la monarquía española amplios privilegios eclesiásticos, sobre todo para las colonias, justificados jurídicamente por el patronato. En esta relación Estado-Iglesia, la institución dominante fue la primera, pero la

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segunda, aunque sometida al patronato -y en gran parte por este hecho mismo que le otorga oficialmente una importante participación en la vida civil debido al carácter de funcionarios que revisten quienes desempeñan cargos eclesiásticos- fue adquiriendo un amplísimo poder en las colonias (16). Así fue posible que en ocasiones una sola persona llegara a reunir en sí las dos mayores dignidades: la de arzobispo y la de virrey. La decisiva acción de la Iglesia penetra en todos los campos de la vida colonial; además de controlar las conciencias individuales y de orientar los ritos más importantes de la vida familiar y social, es ella la que realiza la labor de aculturación del indígena y de educación de la élite blanca. Muy especialmente en el terreno cultural obtuvo la Iglesia la supremacía y un control sin límites que ejerció, como en España, por medio del Tribunal de la Inquisición. La actividad intelectual queda supeditada a la orientación y a la tutela del Santo Oficio que, a través de diversos medios de control y de censura, vigila la imprenta, la producción literaria, el contenido, la lectura y la circulación de las obras. En la Nueva Granada la cultura está regida por el estamento eclesiástico; la literatura es casi exclusivamente obra de clérigos e, inclusive en los raros casos de escritores laicos, el factor religioso es el dominante. La educación La Iglesia goza de un dominio absoluto en el campo de la educación. Funda, rige y orienta los establecimientos educativos, decide acerca del método y del plan de estudios. El sistema civil solo no pudo sostener colegios. Todos los centros de enseñanza de la Nueva Granada, desde la escuelas de gramática hasta las universidades, estuvieron a cargo de eclesiásticos entre quienes correspondió el monopolio a dominicos y a jesuítas. A fines del siglo XVI, ante la necesidad de dar educación a los hijos de los primeros pobladores y al clero local, comienza a organizarse la vida académica en el Nuevo Reino y surgen en Santa Fe las primeras escuelas y colegios a cargo de dominicos y más tarde de jesuítas. Los primeros comenzaron a enseñar gramática en su convento desde 1563 y artes y teología desde 1571 (en esta escuela debió de hacer sus primeras letras Rodríguez Freyle). El primer colegio

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que empezó a funcionar de manera estable en la ciudad fue el de San Luis, fundado hacia 1580 por el arzobispo Luis Zapata de Cárdenas; en 1605 se inauguró el colegio de San Bartolomé, donde se inició el estudio del derecho civil y canónico; este centro junto con la posterior Academia Javeriana (1623), fueron sede de las doctrinas jesuíticas (17). En 1653 el arzobispo fray Cristóbal de Torres fundó el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, que puso bajo la dirección de los dominicos, para que se impartiera enseñanza superior en teología, jurisprudencia y medicina, pero esta última cátedra no pudo iniciarse por entonces. Comenzaron muy pronto en Santa Fe las gestiones para establecer universidad pública (18); inicialmente se les concedió a jesuitas y dominicos la facultad de graduar en sus colegios pero no de fundar universidad pública, porque a ello se oponía la voluntad real. Los pleitos entre las dos comunidades en defensa de la prerrogativa exclusiva de erigir su propio colegio en universidad, retardaron la aparición de ésta en el Nuevo Reino. Cuando el pleito fue finalmente fallado en favor de los dominicos, se inauguró en 1639 la Universidad Tomista (19); los jesuitas, por su parte, lograron el reconocimiento de la Academia Javeriana que se ceñía a la ratio studiorum de la Compañía y en respuesta fundaron colegios en diversas ciudades (Honda, Pamplona, Tunja, Cartagena y Antioquia). La academia fue elevada a Universidad en 1704, con la facultad de otorgar grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor en artes, derechos, filosofía y teología. Los establecimientos de enseñanza coloniales aplican rigurosamente las disposiciones dadas en materia educativa por el Concilio de Trento, de manera que el tipo de educación que recibe la élite criolla está determinada por la ideología de la Contrarreforma. La enseñanza que se imparte tanto en los colegios como en universidades continúa, además, patrones medievales: en la organización de las escuelas, en el plan de estudios centrado en la filosofía escolástica y en la retórica, en los métodos de enseñanza basados en la dictatio (la enseñanza a voce no llegó a imponerse), en la disputatio en la que se aplica el método silogístico, y en el criterio de autoridad que tenía a Aristóteles y a Santo Tomás por maestros indiscutibles. Estos claustros se regían por un plan de estudios y un método de enseñanza muy semejante al español y tenían a Salamanca como

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principal modelo; fueron particularmente conservadores hasta fines del siglo XVIII y no tuvieron cabida en sus programas ni la experimentación ni la razón; las ciencias naturales y las matemáticas quedaron excluidas y la física quedó reducida a Aristóteles. A esta condición de retraso de la universidad americana contribuyó la decadencia de la universidad española, especialmente la de Salamanca en el siglo XVII, provocadas por las "providencias sanitarias" de Felipe n, que llevaron a la supresión progresiva del estudio de las ciencias y al desconocimiento de la filosofía moderna. Fue este mismo monarca quien impuso la prohibición a todos sus subditos de estudiar en el extranjero y estableció la pena de muerte para quienes imprimieran o vendieran libros desprovistos de la correspondiente licencia o prohibidos por el Santo Oficio. En España, ya en el curso del siglo XVI, el humanismo, las formas del libre examen y el espíritu científico se habían vuelto cada vez más sospechosos de ser "cosas de la escuela de Lutero". El Concilio de Trento, robusteció el poder de la Inquisición; dictó normas que subordinaban la ciencia y el arte a la teología para hacer de ellas un instrumento de propaganda. En la era de la concepción científica del mundo y de comienzos de la investigación, en nombre de la pureza de la fe, el monarca y sus inquisidores aislan a España, la condenan a la incomunicación intelectual y al inevitable estancamiento en los diversos ramos del saber. La educación se vuelve así más profundamente especulativa y religiosa. La Corona favoreció desde temprano la creación de centros de educación locales en América; la primera universidad se fundó en Santo Domingo en 1538. Las colonias no se vieron segregadas de la cultura metropolitana, pero con las restricciones y en las condiciones mencionadas, se desarrolló en ellas la actividad cultural. Circulación del libro A partir de la fuerte reacción antihispánica de las corrientes de pensamientos liberales de la independencia, prevaleció la idea de que España quiso mantener a las colonias aisladas del resto del mundo y de las corrientes modernas de pensamiento y que sólo les permitió lecturas didácticas y edificantes. Acoge esta idea inclusive un conservador e hispanófilo como José

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María Vergara y Vergara: «A las colonias, tan celosamente guardadas, no venían nunca libros sino de cierta especie. Quisieron hacer de nosotros un pueblo de ermitaños, y el resultado fue que nos hicieron un pueblo de revolucionarios» (20). Esta posición ha encontrado fuertes opositores entre quienes opinan que España estimuló el desarrollo cultural de las colonias hasta donde le fue posible y para ello puso a su servicio los instrumentos básicos para su difusión: el libro, la imprenta y la educación escolar. Las investigaciones desarrolladas en los últimos treinta años sobre el movimiento bibliográfico entre España y América, han demostrado que, a pesar de las reiteradas prohibiciones contenidas en las reales cédulas, de introducir, hacer circular o leer obras literarias profanas, en el Nuevo Mundo circularon y tuvieron lectores las mejores obras de la literatura castellana contemporánea, las cuales eran introducidas a veces de contrabando pero, con frecuencia, con la debida licencia y aprobación. La abundante documentación sobre embarque de libros que se conserva (sobre todo para el siglo XVI y en menor cantidad para el siglo XVII, ya que la disposición de registrar los envíos cayó en desuso), demuestra, como sostiene Torre Revello (21), que el libro (con exclusión de los libros prohibidos), tuvo amplia circulación en la colonia entre la reducida minoría de españoles americanos. Ciertamente, las colonias no se vieron privadas de la lectura de obras literarias; a América llegaron las que se leían en España. I. A. Leonard ha revelado que 103 ejemplares de la primera edición del Quijote llegaron a Cartagena el mismo año de publicación (1605) (22); en México y en Lima se representaban las mismas comedias que podían verse en las principales ciudades españolas; en los colegios y universidades se enseñaba casi lo mismo que en la metrópoli. Sin embargo, no hay que olvidar que mal podía abrir las colonias al pensamiento moderno y a la cultura europea moderna una España que se había cerrado ella misma las puertas a Europa. En el Nuevo Reino se tiene conocimiento de algunas bibliotecas (23) privadas ya en el siglo XVI, empezando por la bien surtida de Quesada, que fue donada al convento de Santo Domingo de Santa Fe y por la de Juan de Castellanos, que debía constar principalmente de obras clásicas. Para el siglo XVII, se sabe que los conventos y casas de estudio contaban con buenas bi-

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bliotecas (al colegio de los jesuítas de Tunja, legó Domínguez Camargo la suya). Existían además, colecciones privadas, algunas de ellas muy notables, como la del oidor Gabriel Alvarez de Velasco, o la de otro contemporáneo de Domínguez Camargo, el canónigo Fernando de Castro y Vargas (24). hijo ilegítimo del escribano de Tunja, Juan de Vargas, que deja al morir en Santa Fe en 1664, según consta por el inventario de sus bienes, numerosos cuadros y esculturas y una biblioteca de 1.060 volúmenes que constituye una de las más escogidas y abundantes de Hispanoamérica en el siglo XVII; además de los libros doctrinales, y de las obras de teología cuenta con una rica selección de clásicos latinos y de obras literarias de autores españoles de los siglos de oro: Cervantes, Tirso, Lope, Garcilaso, Góngora, los dos Luises, y Quevedo. Este catálogo presenta un valioso documento para el estudio del medio cultural santafereño de mediados del siglo. Sin embargo, la producción intelectual local no gozó de las mismas posibilidades de difusión que tuvo el libro español ni recibió estímulo especial en ciudades que no fueran México o Lima. Numerosos factores desestimulaban a los posibles escritores neogranadinos: el reducidísimo número de lectores, las dificultades para la circulación del libro, la falta de imprenta, que en la Nueva Granada fue introducida temporalmente sólo en 1738 (en México y en Lima empezó a funcionar desde 1535 y 1585, respectivamente, y en Lima apareció ya en 1599, en hojas volantes, el primer periódico del Nuevo Mundo). Elementos desfavorables eran igualmente el costo elevadísimo de la impresión de un libro en España, que generalmente requería el viaje del autor, las trabas impuestas por los diversos tipos de censura: la de las autoridades que concedían licencia de imprimir y la de tipo doctrinal, que incumbía exclusivamente al Santo Oficio; las obras de "tema indiano" requerían, además, para su impresión y circulación, licencia del Consejo de Indias; estas trabas provocaban largos trámites burocráticos a tal punto que los libros podían tardar años en publicarse. De ahí que buena parte de la producción intelectual relativamente copiosa de la Nueva Granada quedara inédita o se perdiera. La élite intelectual En la sociedad neogranadina, va surgiendo una actividad intelectual que se desarrolla en el

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seno de grupos locales, y a partir de los centros de enseñanza modelados por los metropolitanos En éstos se educaron las primeras generaciones de hombres de letras. Al finalizar el primer tercio del siglo XVII, comienzan a manifestarse las primeras expresiones del grupo santafereño integrado por cronistas, poetas, humanistas latinos y también por los primeros pintores (Antonio Acero de la Cruz, Gaspar de Figueroa, y unos años más tarde Gregorio Vásquez y Ceballos, 1638-1711). La ciudad de Santa Fe se ha convertido ya en el principal centro no sólo administrativo sino cultural del Nuevo Reino y en este sentido supera ya definitivamente a Tunja; relativamente a su exigua población, que a mediados del siglo llega apenas a unos tres mil vecinos, es escenario de una considerable actividad literaria y artística. Durante toda la Colonia el grupo que tiene acceso a la educación y que puede dedicarse al ejercicio intelectual, pertenece a la minoría blanca, peninsular o criolla, que vive el modelo cultural europeo y está formado por eclesiásticos y por funcionarios, con predominio casi exclusivo de los primeros. La minoría que es señora de la tierra, que controla la burocracia y la educación, dirige y produce al mismo tiempo la literatura. En una sociedad de sello marcadamente religioso, impregnada de valores sociales típicamente españoles como son el concepto de la honra y el hidalguismo -con su consiguiente desprecio del trabajo manual- en la que rige una división en castas y una rigurosa distinción entre "oficios nobles", que están a disposición solamente de los "limpios de sangre", es decir, de aquellos sin "sangre de la tierra", y "oficios plebeyos", o manuales, destinados a mestizos o aculturados, no tengan todavía una participación significativa en la vida intelectual y que ésta, modelada sobre el patrón europeo, esté en manos de eclesiásticos y de funcionarios. En el acceso a los colegios mayores, seminarios y a la universidad opera también la discriminación social y racial; sólo pueden ingresar a ellos los que pueden probar la limpieza de sangre y que ni el estudiante ni sus padres se han ocupado en oficios bajos (25). Dado el tipo de educación y de estructura social, las únicas profesiones existentes para los "limpios", eran la jurisprudencia o la carrera eclesiástica. Quienes no poseían encomiendas o haciendas (y en esta época de catástrofe demo-

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gráfica indígena las posibilidades de vivir de la erudito y bíblico con que adorna y justifica su tierra y del trabajo de los nativos se habían crónica, no es un escritor devoto, es un laico reducido), o no podían aspirar a alguno de los que necesita disculpar su necesidades de narrar escasos cargos burocráticos civiles, se refugia- y de entretener y que en cierto sentido, se aparta ban en la vida eclesiástica. A juzgar por algunos de la dirección ya predominante en su tiempo. datos conocidos, debió de ser muy elevado, en Sólo hacia finales del siglo XVIII, con las el siglo XVII, el índice de jóvenes miembros de primeras influencias de la ilustración y con la la aristocracia criolla que ingresaron a la vida modificación en las condiciones económicas y religiosa. Por ejemplo, si consideramos sola- sociales, comenzará a aparecer la figura del inmente la situación familiar de algunos de los telectual laico y la literatura comenzará a aparescritores más conocidos de éste período, vemos tarse de la temática casi exclusivamente religiosa. que en la familia de los Domínguez Camargo, de los cinco hijos, tres varones y una mujer se Tendencias literarias dedicaron a la vida religiosa; de los seis hijos del oidor Pedro Fernández de Valenzuela, cinco Durante el largo período que va desde cofueron religiosos; en la familia de sor Josefa del mienzos del siglo XVII, hasta mediados del siglo Castillo, hija del corregidor de Tunja, sólo cua- XVIII, llegan a su plenitud las letras criollas. tro de los nueve hermanos hicieron vida laica. Con mayor o menor acierto se desarrollan casi La mayor influencia de la Iglesia en la cul- todos los géneros literarios: la prosa narrativa tura colonial se percibe en el arte, casi todo y mística, la literatura dramática, se cultivan religioso, y en los que escriben dentro de esa las letras latinas y florece, sobre todo, la poesía. sociedad. La literatura neogranadina del siglo Esta, de tema religioso, descriptiva, moral, de XVII, es notablemente más religiosa que la del circunstancia o laudatoria, dentro de la corriente siglo anterior. Durante el siglo XVII y casi todo del conceptismo o del culteranismo, es la forma el siguiente, no sólo predomina la temática re- de expresión literaria preferida por los escritores ligiosa, sino que, con excepción de Rodríguez de este período, en el que llega a un elevado Freyle, de Francisco Alvarez de Velasco y de grado de perfección artística en el Poema heroiuna media docena de funcionarios españoles (los co (26) de Hernando Domínguez Camargo. Aunoidores Pedro Fernández de Valenzuela y Ga- que a distancia de este poeta, la poesía cuenta adebriel Alvarez de Velasco, Juan Flórez de Ocáriz, más con notables representantes como los herel alférez José Nicolás de la Rosa y don Fran- manos Fernando Fernández de Valenzuela (que cisco Silvestre), todos los demás que escribieron al hacerse cartujo, tomó el nombre de Bruno de sobre algún asunto, fueron hombres de Iglesia. Valenzuela) y Pedro de Solís y Valenzuela, cuDe manera que más del noventa por ciento de yos poemas están incluidos en su obra desculos escritores hasta hoy conocidos de obras lite- bierta recientemente que lleva el título de El rarias, históricas, religiosas, edificantes, didác- desierto prodigioso y prodigio del desierto (27), como Francisco Alvarez de Velasco y como sor ticas, filológicas, etc., fueron eclesiásticos. Durante más de siglo y medio domina la Francisca Josefa del Castillo. Del siglo XVII las primeras piezas dramáfigura del intelectual eclesiástico y la temática ticas conocidas: La láurea crítica (1628) (28), religiosa en literatura. Abundan los escritos religiosos de toda clase: morales y didácticos, ca- composición juvenil de Fernando Fernández de tecismos, vidas de santos o de gentes de Iglesia, Valenzuela, de valor más histórico que literario sermones, crónicas de órdenes religiosas, infor- por ser la primera obra teatral del Nuevo Reino y por revelar la temprana difusión que tuvo aquí mes sobre las misiones, prosa y poesía ascética. el gongorismo; de este mismo siglo se conservan Castellanos, a pesar de su condición de clérigo -pero recordemos que su ordenación sa- dos coloquios del español avecinado en Cartagecerdotal fue tardía-, es todavía un escritor laico na, Juan de Cueto y Mena, La competencia en si comparado con los de las generaciones si- los nobles y discordia concordada y la Paráfrasis guientes; escritor empapado de cultura clásica, panegírica (1660) (29), ambas piezas de tema en las Elegías son relativamente escasas las re- religioso y de carácter alegórico en estilo culteferencias bíblicas en comparación con las abun- rano. Se sigue cultivando la crónica; de ella han dantes referencias clásicas. El mismo Rodríguez quedado tres de importancia del siglo XVII: la Freyle, a pesar de todo el aparato moralizante,

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Noticias historíales de fray Pedro Simón (1627), la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada (1688) de Lucas Fernández de Piedrahita, y la crónica novelada de Juan Rodríguez Freyle conocida desde antiguo con el título de El Carnero (1636-1638), que es la que presenta especial interés desde el punto de vista literario. Pasada la conquista, en varios cronistas aparece un acercamiento de tipo diferente al indio, cuya cultura despierta interés y cuya lengua se estudia; a esta época corresponden numerosos estudios sobre lenguas indígenas (gramáticas, vocabularios diccionarios), además de catecismo en idiomas nativos. El siglo XVII representa también algo así como el siglo de oro colonial de las letras latinas; en esta lengua se conservan numerosos escritos doctrinales pero también algunos ejemplos de poesía. Entre los humanistas latinos descuella la figura del agustino fray Andrés de San Nicolás (1617-1666), quien con Fernando Fernández de Valenzuela, autor del Thesaurus linguae latinae «forma el binomio más representativo de la literatura colonial» (30). Fue fray Andrés autor de varias obras religiosas, entre ellas de una crónica general de los agustinos; fue poeta notable en latín y en castellano y orador admirado que tuvo fama en su patria y en España de humanista y erudito. Algunos de sus poemas en lengua castellana son ya conocidos gracias a la edición de El desierto prodigioso. La prosa narrativa madura en los relatos de El Carnero y de El desierto; la literatura místico ascética tiene uno de los mejores representantes de las letras coloniales en sor Francisca Josefa del Castillo. Todo este período está bajo el signo del conceptismo y del culteranismo, desde las tempranas manifestaciones antigongorinas de la Láurea crítica, hasta el poeta anónimo tardíamente conceptista de 1741 (31). El barroco, fenómeno de amplia difusión europea, se propagó a las colonias americanas en sus aspectos españoles más característicos, ya estrechamente vinculado con la ideología tridentina. Tal movimiento ha sido caracterizado como el arte de la Contrarreforma; esta correlación, discutible si aplicada al barroco europeo en su conjunto, tiene plena validez cuando se considera el barroco español y su derivación americana. Penetró a América y se desarrolló con igual fuerza que en la Península (aunque no al mismo tiempo y de la misma manera en

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todas las colonias) en los diversos campos de las artes plásticas: arquitectura, escultura, pintura, decoración, y de las letras: poesía, teatro, prosa narrativa, crónica, literatura religiosa e inclusive en la oratoria sagrada. El barroco de Indias fue un fenómeno típicamente español pero también típicamente hispanoamericano, vale decir, con rasgos propios. Las letras barrocas fueron fundamentalmente arte de la minoría blanca; en general, con excepción de algunas manifestaciones populares en el teatro, tuvieron un carácter aristocrático que encuentra su expresión más acabada en la mexicana sor Juana Inés de la Cruz y en Hernando Domínguez Camargo. Pero, allí donde el arte barroco es penetrado por elementos populares -en la arquitectura y en las artes plásticasdonde interviene la hábil mano del artesano indígena o mestizo, ésta deja huellas de su arte y de su cultura originaria y esta expresión de mestizaje cultural da lugar a los rasgos más distintivos del barroco americano que lo diferencian del español y del europeo (32). Las corrientes literarias dominantes en España durante el período barroco, tradicionalmente denominadas culteranismo y conceptismo, tuvieron temprana acogida y determinaron el desarrollo de las letras coloniales. En la Nueva Granada, las dos corrientes -por demás afinestuvieron larga vida y se mantuvieron a lo largo de todo el siglo XVII, ya en su forma culterana claramente distinguible, como en Domínguez Camargo, ya fundidas con predominio de una de ellas -la gongorina en Cueto y Mena y la conceptista en los hermanos Solís y Valenzuela y en Francisco Alvarez de Velasco- ellas sobrevivieron, si bien en la forma de un barroquismo degradado, hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Los últimos ecos barroquistas se perciben todavía en un poeta que escribe a finales de este siglo como Vélez de Guevara. Se apartan de esta tendencia general dos de los escritores más representativos de la colonia que florecen respectivamente al comienzo y al final del período mencionado, Juan Rodríguez Freyle y la madre Del Castillo, quienes comparten la peculiaridad no sólo de estar alejados de la moda predominante, sino de presentar un notable grado de anacronismo (que ha sido una de las constantes de las letras hispanoamericanas hasta la época moderna), también respecto al desarrollo de las letras españolas; el primero está sumido todavía en la cultura medie-

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val y la segunda es un retoño tardío de la mística española. La crónica novelesca de Rodríguez Freyle Juan Rodríguez Freyle (1566-1638), es la segunda figura de importancia en las letras neogranadinas. Por los años en que el anciano se dedica a la composición de El Carnero (en cuya redacción se ocupó, según consta por referencia interna, de 1636 a 1638), ya hay pruebas de la penetración del gongorismo: Fernando Fernández de Valenzuela había escrito diez años antes su Láurea crítica y Domínguez Camargo debía estar comenzando su Poema heroico; pero el anciano santafereño educado en el siglo XVI, tiene su mirada vuelta hacia el pasado en cuanto a gusto literario y a su visión de mundo; bajo muchos aspectos mira todavía hacia la Edad Media (33), sin que asome en él ni el humanismo renacentista ni la visión barroca. De este autor poco más se sabe de lo que él informa acerca de sí mismo, en varios apartes de su obra: «...Nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor San Marcos, del dicho año de 1636. Mis padres fueron de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino. Fue mi padre soldado de Pedro de Ursúa [...] «Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él [...]» (34). Había viajado a España en 1585 al servicio del oidor Alonso Pérez de Salazar y durante su permanencia allí, pasó por muchas penurias a causa de la muerte de su protector. Una alusión en otro lugar parece sugerir que deriva su sustento de la tierra: «Fue esta buena cosecha [...] que la tomara yo este año de 1636 de fanegas de trigo, y en el que viene también». (Cap. IV, pág. 66). El libro ha sido conocido desde antiguo con el título abreviado de Carnero, denominación de significado enigmático que ha dado lugar a múltiples interpretaciones. Carnero era el nombre genérico con que se designaban los manuscritos escritos o forrados en piel de ese animal; algunos escritores antiguos usaban tal palabra en el sentido de crónica; ella significa también mezcla informe de cosas, lugar donde se

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echan los cadáveres; pero cabe además preguntarse -con J. J. Arrom-, si los lectores le cambiaron el título a la obra y la llamaron simplemente El Carnero «¿Porque corrían ejemplares encuadernados en piel del cornudo animal? ¿O porque era raro el caso en que no apareciese algún marido igualmente adornado?» (35). El Carnero circuló manuscrito durante 221 años. Dado el carácter único de esta narración en el contexto de la producción literaria neogranadina por cuanto se aparta notablemente de la dirección predominante eclesiástica, didáctica y edificante, no puede extrañar que haya permanecido inédita hasta 1859, cuando Felipe Pérez, decide «sacar de las tinieblas del misterio un libro eminentemente popular del que todos hablan y muy pocos conocen». (Prólogo, pág. 29). A pesar de su transmisión manuscrita fue una de las pocas obras coloniales que gozó de amplia popularidad que en este caso es perfectamente explicable: para un público sometido a un régimen de lecturas didácticas y devotas principalmente, las sazonadas narraciones de Rodríguez Freyle, debían satisfacer necesidades de goces que aquellas no ofrecían y suplir las que podía proporcionar la ficción narrativa. La obra se difundió durante más de dos siglos en múltiples copias defectuosas, algunas tan adulteradas que en el siglo XIX llegó a suponerse la existencia de dos carneros, el de Tunja y el de Bogotá. Las copias que hoy se conocen son todas de finales del siglo XVIII, la más antigua de las cuales es la de 1784, que se conserva en la Biblioteca Nacional (reproducida por primera vez por la edición de El Carnero, hecha en 1955, por el Ministerio de Educación Nacional), cuyo texto, confrontado con el de Pérez, presenta notables variantes y contiene párrafos enteros que fueron suprimidos en otros manuscritos (36). Como ocurre con la mayor parte de las obras más representativas del período colonial, El Carnero es de difícil clasificación ya que es a la vez historia general, relación de actos oficiales, civiles y eclesiásticos, crónica local de la vida privada, memoria de sucesos vividos (o conocida a través de testigos presenciales), y narración con visos novelescos; el todo enmarcado dentro de una concepción de la historia universal de claro origen cristiano-medieval y de una serie de consideraciones filosóficomorales.

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El Carnero quiere ser obra histórica dentro de la tradición de la crónica. El autor mismo se presenta como cronista e historiador. El largo título descriptivo -"título programa", como lo llama Silvia Benso (37)- que trae la edición de Pérez y que no aparece en ninguno de los manuscritos conservados, reviste una función informativa e ilustra acerca de las intenciones del autor, tanto por lo que promete y cumple por lo que promete y no cumple. Este título da preponderancia a la información de tipo histórico, la cual predomina efectivamente en los primeros capítulos de la obra pero, en adelante, el aspecto cronístico es. desplazado por el interés dedicado al relato de «algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos para el daño de la conciencia», que se anuncia, sin darle en apariencia mayor importancia, en la parte final del título. El contenido de éste es, según afirma J. J. Arrom: «Pura ironía. Lo que a Rodríguez Freyle le interesa narrar no es la crónica sino los casos que nada tienen que ver con la conquista del reino, sino con otras conquistas, que por entretenidas y picantes, son verdaderos cuentos a la manera de Boccaccio. El regocijado santafereño escribía, pues, por satisfacer la urgencia comunicativa de un narrador nato que busca dar placer a sus lectores» (38). El afán eminentemente histórico reaparece solo al final de la obra en los catálogos de las ciudades, villas y capitanes que las poblaron y de los gobernadores, presidentes, oidores y visitadores desde 1538 hasta 1638. En El Carnero la realidad narrada se organiza a varios niveles lo cual hace que la obra presente una estructura compleja y en apariencia inconexa; la historia de la Nueva Granada se va desenvolviendo en tres planos entretejidos: el universal, el de la crónica local general de los sucesos del Nuevo Reino y el de la crónica local de sucesos de la vida privada, es decir, lo que el autor denomina los "casos". El plano universal está dado en el prólogo y en las intervenciones del autor que Martinengo ha denominado excursus: ejemplos bíblicos y clásicos, reflexiones filosóficas y morales, sentencias, etc. Este primer plano es el que le da el marco conceptual general a la obra. El autor ilustra su concepción de la historia, de la función del historiador que distingue de la del poeta y de la función de su obra que es la de dar a conocer la verdad; justifica además su particular

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elección de los "casos" atribuyendo a éstos y a su escrito en general un fin moral y ejemplarizante. A este nivel están expuestas las ideas políticas, morales, religiosas y filosóficas del autor que presiden la escritura de El Carnero. En el "Prólogo al lector" el autor explícita sus intenciones universalistas. Comienza con el enunciado sentencioso de lo que, desde su perspectiva, es una verdad absoluta: «Todas las criaturas del mundo...», que expresa su concepción providencialista de la historia humana y que sitúa los acontecimientos de la Nueva Granada dentro de la historia universal de redención de la comunidad terrenal cristiana (39) (de manera significativa el primer "caso" que relata, Cap. v, es el de la primera caída, la del paraíso terrenal que tiene como protagonista a la primera mujer hermosa). En los diversos tipos de intervenciones del autor o excursus están contenidos los principales temas y motivos ético-religiosos de El Carnero (40). Según las circunstancias del relato, el narrador interrumpe brevemente el curso de la narración para moralizar acerca de tópicos o vicios muy diversos (sobre el vicio y daños de la embriaguez, sobre la perniciosa hermosura femenina, sobre la mujer, la maledicencia, la codicia, el tiempo, el poder, etc.). Entre estas intervenciones las hay exclamativas y de tipo emocional (como aquellas en contra de la mujer) y las hay eruditas, con gran alarde de conocimientos bíblicos y clásicos, que encierran una moralidad y una enseñanza y sirven para justificar las historias de amoríos, de engaños y crímenes y convertirlas en exemplum a la manera medieval. En el plano de la crónica general, eminentemente informativo, el autor cumple con lo anunciado en el título; hace la relación de los sucesos civiles y militares acompañada por los catálogos de los conquistadores, pobladores, de las autoridades civiles y eclesiásticas. El autor, nacido en 1566, sólo pudo tener conocimientos de segunda mano de los hechos de la Conquista, por lo tanto, para mayor información, remite al lector a los cronistas Castellanos y Pedro Simón. En su preocupación de demostrar la veracidad de los "casos" que relata, cita a menudo las fuentes documentales donde constan tales hechos ("me remito a los autos" "consta por autos"). Pero este narrador se basa en la memoria y en relaciones orales más que en documentos escritos; esta memoria rara vez es meramente personal sino más bien una me-

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moría colectiva que lo lleva a escoger para su narración los sucesos que causaron mayor impacto en la pequeña sociedad de su tiempo, aquellos que llegaron a ser sujeto de comidillas locales y que cuando el narrador los retoma están ya adornados inicialmente por la imaginación popular y envueltos en un halo de leyenda. Aunque algunos consideran El Carnero como «fuente histórica digna de acatarse y que por lo tanto 'es preciso desechar la idea de que... es del género costumbrista, novelesco o imaginativo'» (41), hay que reconocer que no se trata de un relato rigurosamente histórico sino de carácter histórico anecdótico o una "crónica novelesca", como la califica Eduardo Camacho (42), cuyo mérito principal, al menos en el aspecto literario, procede de la manera de narrar los "casos". El Carnero suscita un problema análogo al que señalábamos en relación con las Elegías. No puede considerarse exclusivamente como obra histórica, pero tampoco puede reducírsele -como se ha hecho con relativa frecuencia a causa del mayor interés suscitado por los "casos"a una serie de cuentos picantes más o menos enlazados entre sí pero no integrados con los hechos históricos dentro de una estructura englobante. Si fijamos nuestra atención solo en uno de los dos aspectos, El Carnero resulta ser obra de estructura incoherente. Si se quiere interpretar El Carnero sólo como obra histórica, la imaginación, los aspectos novelescos o las intervenciones del autor pueden aparecer como intrusiones amenas o eruditas pero, en ambos casos, innecesarias; lo mismo ocurre con los hechos históricos y con el material doctrinal si aislamos la serie de historietas del contexto. Pero, como anota certeramente Martinengo, las partes narrativas deben considerarse «como elementos insertados en un marco más amplio, el cual es tan importante para el autor [...] como las partes propiamente narradas» (43), es decir, tanto la crónica general como la particular ("casos"), están insertadas en una estructura general formada por los comentarios filosóficos y moralizantes que se desprenden de los sucesos; los pasajes eruditos y apologéticos que jalonan la línea narrativa forman el sostén teórico estructural de la obra. En el plano de la historia universal y general inserta, pues, Rodríguez Freyle, una serie de pequeños cuentos que conforman un corpus narrativo con una estructura narrativa propia y

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característica (44); entreteje con los sucesos históricos los de la vida privada de sus personajes, incluye aspectos novelescos que acercan Él Carnero al género de la ficción narrativa. Son estos relatos lo que el autor denomina casos (o flores en algunos lugares), palabra que parece tomar en su sentido latino (casus) de suceso dañoso, infortunio, calamidad, caída ejemplar. Es esta crónica maliciosa y mordaz la que ha dado popularidad al libro y es la que presenta mayor interés desde el punto de vista literario; en ella se pone de manifiesto todo el ingenio y lapericia narrativa de Rodríguez Freyle. Importa, pues, señalar no sólo el tipo de sucesos que el autor selecciona para narrarlos detenidamente sino también la manera de transmitirlos al lector, es decir, los procedimientos literarios y las técnicas narrativas que utiliza. El santafereño ubica sus casos cuidadosamente en el tiempo y en el espacio; éstos ocurren en el Nuevo Reino, la mayor parte en Santa Fe (sólo uno, el que se refiere al fiscal Pérez de Salazar, protector del autor, está localizado en España). Extrae estos acontecimientos de la pequeña crónica de escándalo de su sociedad: adulterios, aventuras galantes, brujerías, robos, crímenes cruelmente ejecutados y ejemplarmente castigados; presenta anécdotas de la vida privada de personajes históricos -a los que pone en escena con sus nombres reales- algunos de los cuales fueron figuras muy encumbradas y otros oscuros personajes que permanecieron vivos en la memoria popular y son recordados por el cronista gracias a las aventuras o a los sucesos escabrosos que protagonizaron. Estos personajes reciben muy poca individualización; no se da de ellos ninguna descripción física o psicológica, son caracterizados por rasgos genéricos que se repiten, son seres movidos por un vicio o una pasión cuya interioridad no se percibe porque el foco de interés está centrado en la acción. Esta caracteriza al personaje y constituye el soporte del cuento. No todo El Carnero pone énfasis en los hechos en sí mismos; en la narración de los "casos" se pone en relieve la manera de ordenarlos y de narrarlos. Esto lleva al autor a utilizar con cierto grado de conciencia artística, técnicas más características del relato novelesco que del de tipo histórico; aparecen signos de estructuración narrativa que revelan claramente que el autor pretende además de informar también in-

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teresar y entretener al lector, concentrar su atención en ciertos puntos para crear pathos. Si analizamos la actitud que asume el narrador vemos que éste no se limita a transmitir la información acerca de los sucesos ni asume la perspectiva de objetividad y distancia que exigiera el relato rigurosamente histórico. Se hace presente de diferentes maneras y a diferentes niveles: además de intervenir en las digresiones filosóficas y moralizantes, traba relación directa con el lector dirigiéndole breves apelaciones que establecen con él una comunicación afectiva o que buscan, a la vez, captar su atención y subrayar los diversos momentos del desarrollo del relato. De cuando en cuando varía el punto de vista narrativo y prefiere mirar algunos hechos desde la perspectiva de un personaje determinado; así, por ejemplo, al narrar uno de los episodios de la conquista, los españoles son presentados desde la perspectiva asombrada del indio: «...Que por la parte de Vélez, habían entrado unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían muchos pelos en la cara, y que algunos de ellos venían encima de unos animales muy grandes, que sabían hablar y daban grandes voces; pero que no entendían lo que decían...» (Cap. IV, pág. 68). Rodríguez Freyle organiza y construye sus narraciones de manera coherente; establece una relación con el destinatario, varía el punto de vista cuando lo considera necesario, maneja con habilidad sus hilos de la trama, la tensión, el suspenso, el aplazamiento de la información, el uso del diálogo, la elección de detalles en función dramática. Su imaginación elabora continuamente los datos de la crónica. La forma narrativa varía según el plano en que se desarrolla el relato: en el tipo cronístico narra en estilo indirecto sin utilizar casi el directo; en los "casos", en cambio, recurre ampliamente al estilo directo y al diálogo (por ejemplo, la historieta de Juana García, Cap. IX, está estructurada casi totalmente con base en el diálogo). Podemos ver algunos de los mejores recursos narrativos de Rodríguez Freyle, sobre todo aquellos mediante los cuales logra crear dramatismo y suspenso, en dos de los episodios más conocidos y mejor estructurados de El Carnero: el de Jorge Voto (Cap. x) y el del oidor Andrés Cortés de Mesa (Cap. XI y XII), que participan de algunos procedimientos generales de la obra. En ambos el crimen es decidido rápidamente, sin titubeos ni escrúpulos de conciencia, en am-

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bos el narrador se detiene en los diversos pasos de su ejecución sin ahorrar al lector los detalles de mayor saña; en los dos cuentos el dramatismo resulta no sólo de los hechos mismos sino de la manera de organizarlos y de relatarlos, pero este dramatismo se logra mediante procedimientos diferentes en los dos casos. En el primero, logra intensificar la tensión dramática mediante la anticipación de información esencial acerca del desenlace y mediante la correlación dramática victimario-víctima que establece una aplicación rigurosa de la ley del talión: el asesino del marido será a su vez marido asesinado. Establecido inicialmente quién será el muerto y quién será el homicida el lector verá, primeramente, a la futura víctima convertida en victimario y posteriormente verá cumplirse lo anunciado de manera inexorable, a pesar de los avisos premonitores que hubieran podido salvar a Voto. En la historia del oidor Andrés Cortés de Mesa, en cambio, los principales recursos narrativos creadores de tensión y de suspenso son la anticipación dramática críptica y el aplazamiento de la información, siendo este último uno de los preferidos por Freyle para tales fines. Utilizando una técnica característica del relato de misterio, el narrador da la información a la vez que la oculta. La figura del oidor enlaza dos cuentos que lo tienen como personaje central: el de los libelos infamatorios contra la Real Audiencia (Cap. XI) y el de la muerte de Juan de los Ríos (Cap. XII), sin embargo, en el primero, el oidor aparece como personaje marginal cuya función central se mantiene en secreto para ser revelada solamente al final del cuento siguiente. Sólo en el segundo relato se da el desenlace del primero. "En su lugar diré quién puso los libelos", anuncia el narrador; el lugar que le asigna a esta información subraya su función narrativa relacionada con la estructura de la trama, es decir, el carácter literario del relato. Si el objetivo de éste fuera -como pretende- eminentemente histórico e informativo, el lugar que le correspondería a este dato estaría en el capítulo anterior y no en el del capítulo xn. Sin embargo, el hecho de que se subrayen los aspectos literarios de El Carnero no debe ser entendido como una subestimación del valor de su contenido histórico. Coincidimos con Eduardo Camacho cuando afirma que esta obra «se debe definir [...] como un caso de invasión de elementos novelísticos en una plataforma his-

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toriográfica» (45). En este libro se reflejan, entretejidos con los casos particulares, los grandes conflictos de su época y de su sociedad. La imagen que presenta El Carnero de la sociedad santafereña dista mucho de ser la convencional e idealizada de una Santa Fe idílica, piadosa y apacible. En ese desfile de funcionarios deshonestos e inclusive criminales, de mujeres y hombres arrastrados por sus pasiones, de clérigos poco santos, de adulterios y supersticiones, Rodríguez Freyle esboza el cuadro de una sociedad henchida de violencia y de turbulencias. Los primeros cien años de la dominación española corresponden a una época de profundos conflictos políticos y sociales que el cronista no puede eludir. Este reseña de manera bastante rápida los primeros treinta años de la historia del Nuevo Reino, para detenerse luego principalmente en los sucesos a él contemporáneos, sobre todo los que corresponden a la primera etapa de su vida, es decir, al último cuarto del siglo XVI y a los primeros años del siglo XVII, pero por lo menos la mitad de los "casos" de El Carnero ocurren entre los años 1578 y 1585 (Capítulos V y XI a XVI). Detrás de los amenos relatos del santafereño se perciben las tensiones políticas y sociales nacidas de la lucha por el poder entre los diversos bandos en que está dividida la casta dominante. Detrás del humor y de la zumbona ironía del narrador asoma una leve crítica a su sociedad y a algunas de sus instituciones. En la obra se destacan los frecuentes enfrentamientos entre las autoridades civiles y eclesiásticas, entre la Real Audiencia y los obispos de Bogotá, fray Juan de los Barrios (Cap. IX) y de Popayán, Agustín de la Coruña (Cap. XI); los enfrentamientos entre los encomenderos y los funcionarios españoles, entre la Real Audiencia y los visitadores. Uno de los primeros conflictos que aparece en El Camero es el motín de los "capitanes conquistadores", ya poderosos encomenderos, en tiempo de Venero de Leyva, ocasionado por las promulgación de las reales cédulas sobre el buen trato a indígenas, las cuales prohibían el servicio personal de los indios y su utilización como cargueros so pena de multas o de castigos corporales. Rodríguez Freyle narra con viveza la reacción de los capitanes: «El que primero habló fue el capitán Zorro, echando el canto de la capa sobre el hombro izquierdo, y diciendo: "¡Voto a Dios señores

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capitanes, que estamos todos azotados! ¿Pues este bellaco, ladrón, ganó por ventura la tierra? Síganme, caballeros, que lo he de hacer pedazos". Partieron todos en tropa hacia las casas reales, terciadas las capas y empuñadas las espadas, diciendo palabras injuriosas». (Cap. x, pág. 146). Estas leyes que causaron levantamientos de encomenderos en todo el Nuevo Mundo no fueron mejor acatadas y cumplidas en el Nuevo Reino. Relata el cronista cómo los capitanes «con las espadas desnudas, las puntas en alto» inquieren por el responsable del auto y de la pena de doscientos azotes: «Respondió el oidor en alta voz: 'Yo no he mandado tal'; con lo cual se sosegaron los capitanes [...] Echóse la culpa al secretario; el secretario al escribiente, y éste a la pluma, con lo cual se sosegó este alboroto». Y comenta maliciosamente el narrador que este auto junto con el otro sobre las hechiceras «nunca más parecieron ni vivos ni muertos; lo cierto debió de ser que los echaron al archivo del fuego» (Pág. 147). Este episodio, amén de muchos otros que siguen, demuestra claramente el poder de hecho que detenta la casta militar, la dualidad de poderes que opera en el Nuevo Mundo y las contradicciones existentes entre la política antiencomendera de la Corona, que busca recortar las concesiones hechas anteriormente y los intereses de los señores locales que prueban poseer todavía suficiente fuerza para neutralizar o aplazar las medidas restrictivas de la Corona. Como se anotaba, buena parte de los relatos se refieren' a sucesos ocurridos entre 1578 y 1585, es decir, se desarrollan en «los tiempos de la presidencia del doctor Lope de Armendáriz y venida de los visitadores Juan Bautista de Monzón y Juan Prieto de Orellana [que] fueron de grandes revueltas... y sucesos» de modo que «para podellos contar son necesarios diferentes capítulos». (Págs. 168 y 176). Son estos los años de agudos enfrentamientos entre la Real Audiencia y los visitadores y de enconadas luchas encabezadas por los grupos de encomenderos que, divididos en facciones y protegidos por algunos funcionarios reales, fueron causa de constantes amagos de insurrección en las dos últimas décadas del siglo XVI y lograron hacer fracasar las visitas de los funcionarios mencionados: «Corría el año de 1581, y la visita del licenciado Juan Bautista Monzón caminaba con pasos len-

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tos, que desde sus principios dio muestras que no había de tener buenos fines». (Cap. XI, Pág. 172). «La visita del licenciado de Monzón caminaba de pies de plomo, causa donde nacían muchas causas perjudiciales al Nuevo Reino de Granada y a sus moradores». (Cap. XIII Pág. 195). «...En la visita del licenciado Juan Prieto de Orellana, que vino luego al negocio de Monzón y a acabar la visita, que tampoco la acabó» (Cap. XIV, Pág. 224). Rodríguez Freyle se muestra muy poco benévolo e inclusive abiertamente hostil hacia visitadores y jueces, hasta el punto de calificarlos de «polilla de esta tierra y menoscabo de ella» (Pág. 206) y presenta las visitas como causa de «hartos enfados y disgustos» y de pérdida de «muy gran suma de dineros». Muchas páginas de Él Carnero giran en torno a los conflictos suscitados por las visitas -tan temidas por los administradores coloniales y por los grupos comprometidos con ellos- y por los juicios de residencia, desde la vista del oidor Montaño hasta la residencia al marqués de Sofraga. En el transfondo de estas páginas percibimos la lucha por el poder económico y político entre las diversas facciones locales que se volvían especialmente beligerantes en tales ocasiones; las amenazas se ponían a la orden del día y cada grupo salía en defensa de sus intereses intentando debilitar a sus rivales. Los capítulos XIII y XIV que relatan los casos de Juan Roldán y del fiscal Orozco y que tienen como tema central el enfrentamiento entre la Real Audiencia y el visitador Monzón son los más ricos en acontecimientos que ilustran este tipo de conflictos. Desde el capítulo anterior vemos el alboroto causado por el juicio de residencia al presidente Lope de Armendáriz: «Llegó el día de la residencia...Había a este tiempo en la plaza de esta ciudad más de trescientos hombres en corrillos, con las armas encubiertas». Rodríguez Freyle reduce con frecuencia la causa de los conflictos a asuntos de la vida privada; en este caso del fiscal Orozco, reduce la prisión del visitador y el alboroto político y social a asuntos de faldas, al deseo de venganza de la dama "causa de tantas revueltas" que pide la cabeza del visitador Monzón. Pero logramos percibir detrás de esta ingenua -y poco comprometedora- interpretación las causas reales de tal situación, la presencia de los diferentes grupos de presión que manipulan los acontecimientos.

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El fiscal Orozco de El Camero puede urdir la patraña y hacer correr la voz de un gran alzamiento de indios y mestizos bajo el mando del cacique de Turmequé don Diego de Torres, con la complicidad del visitador Monzón -todo lo cual «se fraguaba contra el visitador para derribarle», aclara el narrador- porque éste es el pretexto que necesita el real acuerdo para prender a Monzón y porque todos «los que se recelaban de la visita [...] aprobaban el intento y tenían por acertada la prisión». El fiscal logra apoyo para su patraña y puede continuar en sus andanzas porque cuenta con el apoyo de muchos; además del capitán Diego de Ospina, «el fiscal llevaba tras sí muchos votos y aficionados y particularmente de aquellos que tenían lacra y dependencia en la visita» (Pág. 230). Presenciamos además la corrupción de los funcionarios y sus manipulaciones para eludir el juicio. El oidor Cortés de Mesa trata de ganarse al escribano: «mirad si podéis coger mi proceso, que lo han traido a la visita» (Pág. 182); otros, con la protección del presidente, y a pesar del control impuesto por Monzón, consiguen el traslado a tiempo, logran pasar «tantos pliegos a Castilla, de los cuales había resultado haber salido los oidores con nuevas plazas, fuera del riesgo de la visita» (Pág. 198). Sin embargo, a pesar de todas las turbulencias, para el cronista éstos fueron los años dorados del Reino: «Llamóse a este tiempo el siglo dorado, que aunque es verdad que él hubo los bullicios y revueltas de las audiencias y visitadores, esto no topaba con los naturales ni con todo el común. Singulares personas padecían este daño, y todos aquellos que querían tener prenda en él; por manera que el trato y comercio se estaba en su punto, la tierra rica de oro, que de ello se llevaba en aquellas ocasiones harto a Castilla» (Cap. XVII, Pág. 275). Uno de los motivos recurrentes de El Carnero es la lamentación del autor por la desastrosa situación presente del Reino que opone al "siglo de oro" pasado. Hoy la tierra está llena de «vagamundos y gente perdida». El Reino «está en las heces», «se muere», desde que el presidente Antonio González lo «comenzó a gobernar comenzó a decaecer que nunca más ha levantado cabeza». Efectivamente por los años en que Rodríguez Freyle escribe, la Nueva Granada está sumida en plena crisis económica cuyas causas reconoce el autor. El Reino ha lle-

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gado al presente estado de decadencia «por haberle faltado los más de sus naturales», afirma en el prólogo, y por la misma razón han decaído las minas de Muzo y «todos los demás reales de minas, que están el día de hoy despoblados por esta falta» (Pág. 355). Rodríguez Freyle no ahorra censuras para los funcionarios coloniales ni ironías acerca de las hipocresías de su sociedad pero, en general, asume una actitud ambigua y en ocasiones abiertamente contradictoria. Detrás de su humor y de sus comentarios maliciosos, de sus acusaciones directas o a través de parábolas asoma una visión no exenta de una dimensión crítica de la cual parece, sin embargo, arrepentirse en seguida porque «callar es cordura». El autor dice y calla. Si Freyle está lejos también de dar una imagen idealizada de su sociedad, está lejos de dar de ella una interpretación realmente crítica. Tal vez no puede ir más allá o no quiere hacerlo. Tal vez es parte él mismo de los intereses creados que están en juego, como parece indicar su persistente hostilidad hacia los visitadores. Pero también no pueden olvidarse los diversos tipos de censura —y autocensura- a que tiene que someterse el escritor y hay que reconocerle a Rodríguez Freyle su habilidad como narrador y el mérito de haber dado una imagen viva y muy poco convencional de su sociedad y de los conflictos de su época. Contrarreforma y esteticismo en el Poema heroico de Domínguez Camargo El gongorismo americano (46) llega a su más alta expresión en el Poema heroico del santafereño Hernando Domínguez Camargo, su representante más auténtico y el que es a la vez el más fiel a su modelo y el más original. Este fenómeno de filiación poética ha dejado perplejos a muchos críticos porque a este "primogénito» de Góngora, como certeramente lo califica el maestro Navarro Navarrete, no le corresponde el calificativo de mero epígono o imitador; en su caso cabe más bien hablar de adaptación poética, de continuación, o mejor, de emulación. Su talento poético no le permite quedarse en el insulso terreno del plagio. Si bien es cierto que en el Poema heroico encontramos rasgos estilísticos generales que corresponden a un estilo de época y que, en cuanto tales, no son invención exclusiva de Gón-

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gora, es evidente que la deuda mayor de Domínguez Camargo es con don Luis. De él aprovecha ambientes, temas como los de las estaciones, de los banquetes o de la expedición de caza, el vocabulario cultista y suntuoso, la estructura de la metáfora y, en general los procedimientos estilísticos fundamentales de su poesía: la repartición bimembre del verso «cuanta leche vertió, cuajó en estrellas» (I, 15); el recurso a las fórmulas sintácticas A, si no B; no A si B; no A, B; A, si B; si no A, B: «vena, de plata no, de ambrosía pura» (I, 16); «Si bellas no, crestadas celó esposas» (I, 55); (47) el gusto por las sinestesias: «Si la vista lo oyó, lo vio el oído» (I, 57); las múltiples alusiones y perífrasis; el uso del acusativo griego: «Alada mayos y plumada abriles» (I, 38); el frecuente recurso al hipérbaton y a toda clase de audacias sintácticas. Con frecuencia, ciertos fragmentos del poema no son sino variaciones sobre temas de su maestro de quien llega inclusive a repetir versos enteros: De las mudas estrellas la saliva (Soledad segunda, 297). El que el prado (o saliva de la Estrella) (PH, II, 148). y las perlas exceda del rocío (Soledad primera, 915). la perla exceda su candor luciente (PH, III 82). Del manierismo gongorista procede además su visión de mundo esteticista que lo lleva a transponer la realidad inmediata a una dimensión ideal por medio de elementos ennoblecedores y preciosistas. En Domínguez Camargo, como en Góngora, más que la tensión, el dramatismo del barroco o la problematización de la frontera entre realidad y fantasía -en la que la primera conserva todo su peso e inmediatezencontramos la estilización manierista y la fuga ideal en la que la realidad concreta e histórica queda transmutada en una realidad ideal, toda ella creación de la palabra. Los pocos datos biográficos (48) conocidos acerca de Domínguez Camargo, indican que nació en Santa Fe, de familia acomodada, ingresó muy joven a la Compañía de Jesús que lo envió a proseguir sus estudios a Quito, cuyo medio literario dejó huella permanente en su educación; ya ordenado sacerdote, es enviado a Cartagena. Volvemos a saber de él en 1636, cuando le es aceptada su dimisión de la Compañía por "graves faltas" que merecen castigo. Durante

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los veinte años siguientes se desempeña sucesivamente como cura de indios en Gachetá, Tocancipá, Paipa y Turmequé, curatos entre los más apetecidos por la magnitud de la renta, especialmente este último, por ser uno de los centros con mayor densidad de población indígena de la provincia de Tunja. Es aquí en estos pueblos de indios donde el doctrinero compone la mayor parte de su poema. Al final de su vida recibe -al igual que Castellanos su ilustre predecesor en las letras-el beneficio de la iglesia mayor de Santiago de Tunja, iglesia "muy servida", con una retribución anual de dos mil pesos de oro corriente. En esta ciudad muere en marzo de 1659; como el anterior beneficiado, deja un capital nada despreciable representado en dinero, casa, muebles, alhajas, suntuoso vestuario, una rica colección de pinturas y una valiosa biblioteca que, junto con sus "papeles", lega al colegio de la Compañía de Jesús. Estos "papeles" que dejó al morir fueron recogidos y publicados póstumos gracias a la diligencia del jesuíta quiteño padre Antonio de Bastidas (su prologuista y editor, bajo el pseudónimo de Navarro Navarrete); éstos continen: el Poema heroico, interrumpido por la muerte, del cual alcanzó a componer cinco libros. (1.116 octavas) que narran la vida de San Ignacio de Loyola, desde su nacimiento en un pesebre hasta la fundación de la Compañía de Jesús, publicado en Madrid en 1666; algunas poesías sueltas, entre ellas el conocido "Romance al arroyo de Chillo", un extenso texto en prosa de tipo polémico y satírico, la Invectiva apologética, escrita contra un autor anónimo que pretendió ser émulo suyo, texto que junto con las poesías fue recogido y publicado en 1676 en el Ramillete de varías flores poéticas, de Jacinto de Evia. No se sabe exactamente cuándo inició Domínguez Camargo la composición del poema, pero una referencia cronológica interna, la alusión al Papa entonces reinante Urbano IV (16231644), ubicada en la exacta mitad del poema (III, 102, es decir, en la octava número 560 de las 1.116), permite establer un terminus a quo y ad quem para la composición de las dos partes; si antes de 1644 había llegado a la mitad de su tarea que fue interrumpida por la muerte en 1659, de ellos se puede deducir con cierta probabilidad que debió durar unos treinta años, por lo menos, en la composición del poema el cual viene a ser el resultado del trabajo de toda una vida; Domínguez Camargo pudo haberlo co-

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menzado antes de retirarse de la Compañía de Jesús. El prestigio literario del santafereño ha sufrido las mismas vicisitudes de la poesía gongorina, la cual sólo recientemente ha sido revalorizada gracias al renacido interés por la obra de Góngora estimulado inicialmente por los poetas españoles de la generación del 27, como Gerardo Diego y Dámaso Alonso. Sorprende comprobar que, a pesar de la larga persistencia que tuvo en la Nueva Granada la corriente culterana, cayó sobre la obra de su mejor poeta una especie de conjuración del silencio. Como ya lo anotaba con cierto asombro Vergara y Vergara, no hay mención alguna del poema o de su autor entre sus contemporáneos. Juzgado el poema a la luz del exacerbado antigongorismo de raíz neoclásica que predominó en la crítica colombiana desde el siglo XIX hasta una época muy reciente, las apreciaciones de ios historiadores de la literatura colombiana no podían ser sino negativas. En los diversos manuales y resúmenes informativos se han venido repitiendo sumarios juicios categóricos negativos acompañados de los más extraños disparates. Así, para Vergara y Vergara, Domínguez Camargo «que no era un genio», siguiendo la escuela de Góngora no podía «producir otra cosa que absurdos», aunque tenga versos que «demuestran ingenio digno de mejor arte poético» (49). Inapelables parecieron después los juicios de Marcelino Menéndez y Pelayo, alérgico al gongorismo y al conceptismo, quien con todo el peso de su autoridad de maestro de generaciones condena el poema ignaciano como «uno de los más tenebrosos abortos del gongorismo, sin ningún rasgo de ingenio que haga tolerables sus aberraciones" (50); en la misma línea antigongorista del polígrafo se sitúan las apreciaciones de Gustavo Otero Muñoz, para quien el Poema heroico es un «verdadero engendro gongorino» (51), y de Antonio Gómez Restrepo, quien se sorprende de que el poeta haya podido conservar su sano juicio a lo largo de tantas estrofas: «Cuando se recorren estos poemas gongorinos, no puede menos de sentirse admiración ante el esfuerzo cerebral que presupone el escribir una obra extensa en que nada está dicho en forma natural y corriente, en que para expresar las cosas más sencillas el poeta busca las frases más retorcidas y las metáforas más incongruentes» (52).

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Merece recordarse en honor de Manuel del Socorro Rodríguez que, pesar de estar el gongorismo tan alejado de sus gustos y concepciones estéticas, su voz fue la única que se levantó, tras siglo y medio de silencio, en defensa del Poema heroico en una vehemente apología que publicó en el Pape] Periódico de Santafé de Bogotá, en su artículo «Satisfacción a un juicio poco exacto sobre la literatura y buen gusto, antiguo y actual, de los naturales de la ciudad de Santafé de Bogotá» (Nos 59, 60 y 61 de marzo 30 y abril 6 y 13 de 1792). Pero corresponde a Gerardo Diego el mérito de haber rehabilitado la poesía de Domínguez Camargo; cuando publica en 1927 su Antología poética en honor a Góngora, en ocasión del tercer centenario de este poeta, incluye en ella un fragmento del Poema heroico, y le dedica a su autor algunas palabras en el prólogo. A partir de este momento comienza a despertarse el interés por el santafereño. Luego contribuyeron a una mejor comprensión y a una valoración más justa del poema la antología y los estudios del argentino Emilio Carilla, la edición crítica de las Obras, hecha por el Instituto Caro y Cuervo, en 1960, el libro de Giovanni Meo Zilio (1967) y otros numerosos ensayos; pero, a pesar de este renacido interés por parte de la crítica, este poema sigue teniendo muy pocos lectores por fuera del reducidísimo círculo de los especialistas. El poema ignaciano presenta indudablemente numerosas dificultades para el lector moderno no familiarizado ya con el estilo y el sistema de referencias del universo culterano; las mayores no son las dadas a nivel de la palabra -a pesar de los frecuentes cultismos y latinismos- sino las que radican en las audacias sintácticas complicadas por las metáforas extremas y agrupadas, por el lenguaje elíptico que elimina todo nexo lógico o elemento gramatical sentido como superfluo para la intensidad de la expresión poética, y en gran parte en las alusiones y perífrasis mitológicas tan comunes en el mundo cultural renacentista y barroco cuyo descifre requiere hoy de una exégesis erudita. Pero también es cierto que allí donde están los mayores escollos y oscuridades por superar, allí también están, con frecuencia, las mejores recompensas para el lector paciente. El tema ignaciano del Poema heroico debe ser comprendido y situado en el contexto histórico religioso y cultural de la ideología jesuítica

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de la Contrarreforma que asigna al arte una función apologética. Dentro del vasto movimiento de carácter religioso, político, cultural y artístico de la Contrarreforma la acción desplegada por la Compañía de Jesús, tanto en el Concilio de Trento como en el período posterior, alcanzó tal importancia que marcó con su sello toda la época, hasta el punto que varios historiadores han visto en ella el principal elemento propulsor de la Contrarreforma. Su férrea disciplina de tipo militar, su obediencia ciega a los superiores y al Papa, refuerzan la estructura jerárquica, el carácter monárquico y absoluto de la organización temporal de la Iglesia. Es ampliamente reconocida la influencia de la Contrarreforma y particularmente de los jesuítas en la cultura y en el arte barroco al que «condicionaron históricamente proyectándolo ad maiorem Dei gloriam» (53). El espíritu de la Contrarreforma penetró tanto en la práctica como en la teoría de las artes y -como señala Meo Zilio- se fue extendiendo también con la ayuda de los preceptistas, quienes convirtieron la poesía épica en un instrumento ético religioso en sustento de las doctrinas teológicas y dogmáticas, y también velaron porque la poesía no se volviera peligrosa para el orden constituido (54). El programismo jesuítico influyó de manera muy especial en el arte hispánico y apoyó su utilización teológica y moral. Cuando Domínguez Camargo decide emprender la magna tarea de retomar el tema ignaciano en estilo gongorino se sitúa dentro de este marco ideológico y dentro de una noble tradición hagiográfica y épica que conoce y continúa. En torno a la figura de Ignacio de Loyola (1491-1556) existían ya varias biografías muy difundidas que coincidían en mitificar al santo, prescindiendo casi del todo del contexto histórico y cultural de su vida real, rodeándolo de un halo de leyenda; entre ellas, y para mencionar solamente las que tienen mayor repercusión en el Poema heroico, la de Pedro Rivadeneyra (Nápoles, 1572), la primera publicada, más sobria y más ceñida a la realidad de los hechos, y la de Nieremberg (1631), que incorpora exageraciones, leyendas, profecías y sucesos maravillosos, en la cual la intención biográfica está subordinada a laintención hagiográfica, edificante y propagandista (55). Pertenecen a esta tradición los elementos legendarios y maravillosos que Domínguez Camargo incorpora en su poema como son: el na-

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cimiento en un establo, la autoimposición del nombre, las apariciones de San Pedro y de la Virgen, el temblor de tierra, la vela de armas, la resurrección del joven suicida, la entrega de sus vestidos al mendigo, etc. La severa figura histórica del fundador de la Compañía de Jesús se transforma sustancialmente, se desdibuja bajo el ropaje legendario. El tema ignaciano había tenido ya también un amplio tratamiento poético. En España la figura del Vizcaíno inspiró desde temprano a pintores y poetas, sobre todo a partir de su canonización (1622). Entre los que dan tratamiento poético al tema figuran el español Luis de Belmonte y Bermúdez que publica en México, cuando el futuro poeta santafereño acaba de nacer, su Vida del padre Ignacio de Loyola... (Poema heroico), 1609; en España el famoso casuista Antonio de Escobar y Mendoza fue autor del San Ignacio de Loyola. Poema heroico (Valladolid, 1613) y, de nuevo en América, el chileno Pedro de Oña publica su Ignacio de Cantabria (Sevilla, 1639), cuando el santafereño debía de haber comenzado ya la redacción de su propio poema heroico. El poema de Domínguez Camargo se apoya firmemente en la ideología religioso-apologética de la tradición ignaciana, en la tradición hagiográfica y en la épica. El título de Poema heroico hace pensar en una narración épica, en la gesta guerrera del antiguo militar del sitio de Pamplona, pero este poema está muy lejos ya de la epopeya clásica, la cual se ha transformado bajo el impulso de la Contrarreforma y se fue haciendo cada vez menos guerrera y narrativa pero más doctrinal, alegórica y descriptiva. Nació la épica religiosa. Ésta por entonces contaba ya con una trayectoria casi secular que, desde la Jerusalén libertada (1570-1575) de Tasso, había culminado en tierra americana con La Chrístiada (1611) del dominico español Diego de Hojeda. El Poema heroico es una obra de tema religioso cuyo héroe histórico encarna por excelencia el espíritu de la Contrarreforma, pero al poeta gongorino no le interesa en primer lugar hacer la biografía del santo ni representar la realidad social e histórica; el poeta se ampara en la función teológica y moral del arte pero, en él, a la intención apologética se superpone la ñnalidad estética que importa en esta obra tanto o más que la primera. Domínguez Camargo no es un poeta exclusivamente religioso

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al estilo de Hojeda y Oña; así como no fue nada místico en su vida, no asoma misticismo en su obra, las experiencias extáticas de su santo son algo convencionales y sus prácticas ascéticas son pretexto para hacer descripción y metáforas. En el Poema heroico, a pesar del tema, no hay una profunda preocupación religiosa ni sobresale el aspecto edificante y devoto. El Poema heroico se presenta como una sorprendente fusión de programismo jesuítico y de esteticismo manierista. El tema es edificante pero en su desarrollo el poeta se escapa por la vía del goce estético y del juego metafórico. Si nos detenemos en las primeras ocho estrofas del poema, que constituyen su introducción (56), vemos que éste comienza con una reflexión de tipo estético. El poeta empieza, a la manera clásica, con una invocación a la musa para que inspire su "ritmo culto"; ésta, de manera significativa, no es aquí Calíope, la musa de la poesía heroica, sino Euterpe, la del canto y de la música. En esta introducción pone énfasis, más que en la intención apologética, presente en la hiperbolización del héroe, en la magnitud de la tarea del artista. La exaltación misma de la materia del poema cumple aquí la función de enaltecer, paralelamente, la labor de quien a tanto se atreve. Estas octavas se convierten en una reflexión del poeta sobre su propio quehacer, en una clara manifestación de conciencia artística. Antes de iniciar el relato de las hazañas del «vizcaíno Marte», estas primeras octavas celebran la hazaña del propio autor, son un canto a su propio canto. El artista se presenta a sí mismo -y su labor- bajo la imagen del cisne que lanza su mejor canto antes de morir; se presenta como nuevo Icaro que se arriesga audaz, hacia el sol, revestido de débiles plumas (pluma del escritor y ala), en pos de la «pira o gloria»; se presenta bajo la imagen de la «mariposa» sedienta de esplendores que, deslumbrada, quema sus alas en el fuego, pero que aun si se consume «será su ruina victoriosa». El alto vuelo de su canto elevará la voz del poeta hasta el sol. En esta introducción expresa el poeta además la idea de la permanencia de la obra de arte pero también, al mismo tiempo, la conciencia del trabajo artístico, de la paciente y lenta labor de trazar y pulir cada una de las palabras y de

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las letras que el arte exige para que pueda permanecer imborrable a través de los siglos: y porque el siglo esté constante en cada letra gastaré un diamante La metáfora sugiere no solamente que cada letra relucirá como una joya, sino el paciente trabajo del joyero que a fuerza de pulir gasta (consume) en ella la piedra más dura, el diamante. El poeta pone de manifiesto aquí su ideal de perfección artística; estos versos echan luz también sobre su método de trabajo; Domínguez Camargo, que atajado por la muerte no alcanzó a dar el pulimento definitivo a su obra, como informa su editor, trabajaba con cuidado, corregía continuamente: «los versos sin borrador son todos borrones» afirma él mismo en la Invectiva apologética (57). Por primera vez en las letras neogranadinas se manifiesta explícitamente en una obra literaria una alta conciencia estética. Si comparamos la actitud que asumen frente a su obra y a su trabajo Domínguez Camargo y Castellanos, vemos la gran distancia existente entre los dos beneficiados que escriben apenas a unos sesenta años de intervalo. Castellanos, sumergido en la historia, atribuía el valor de su obra a la verdad y a la grandeza de los hechos cantados y descuidaba el estilo; Domínguez Camargo, en su retiro en los pueblos de indios, se aleja de la realidad inmediata y suscita un mundo poético nacido de la palabra, un mundo de la realidad idealizada en el que la imagen se goza a sí misma. El primero escribe para un público amplio, el segundo recurre a una escritura cifrada, accesible a una reducidísima minoría de iniciados y asume una deliberada actitud de distancia frente al público. No parecerá ya tan paradójico que este poema "heroico" sea eminentemente descriptivo. No son las hazañas del héroe (así sean éstas convertidas en hazañas espirituales) las que están en primer plano; el lugar preponderante lo ocupa la descripción como puede comprobarse casi en cada canto del poema. Así, por ejemplo, en la ceremonia del bautismo lo que importa es la minuciosa y suntuosa descripción de cada uno de los objetos que forman parte de la ceremonia; igualmente, cuando Ignacio se despoja de sus vestiduras para entregárselas al mendigo, el poeta se detiene con fruición en la descripción de cada una de las lujosas prendas (II, 101-104). El Poema heroico, como las Soledades o el Po-

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lifemo, no se caracteriza por el desarrollo de un hilo argumental. La vida del héroe y todos los sucesos sirven como pretexto para encadenar metáforas e imágenes que se distinguen por el lujo de su léxico y por su calidad eminentemente sensorial, en las que predominan las impresiones visuales: cromatismos, destellos, contrastes de tonos y de colores. Poeta de gusto exquisito, su sensibilidad visual y plástica culmina en sus lujosas descripciones que son verdaderas apoteosis de lo pictórico. El centro dinámico del mundo poético de Domínguez Camargo en el que las cosas no son nombradas directamente es, como en el de Góngora y de la literatura manierista, la metáfora. Esta aparece ya aislada y reluciente, encerrada dentro de los límites de un verso, a veces extraordinaria en su sencillez: Flor a flor agotó la primavera (I, 74). con mayor frecuencia ingeniosa y sorprendente como la evocación de la calavera que fuera antaño de la amada esposa alma de hueso de beldad parlera (v, 98). A menudo las metáforas se desenvuelven en un fluir continuo entretejiéndose a lo largo de varios versos o de una estrofa entera. Una imagen se despliega en varias metáforas o una metáfora se amplifica en diversas imágenes. La gran capacidad metafórica del poeta le permite retomar con originalidad inclusive viejos tópicos como el de la comparación entre la primera juventud y el botón de rosa, en la que el símil inicial se renueva y desarrolla en varias metáforas que suscitan la imagen de la eclosión del niño-rosa: Su hermosura a los rayos de la aurora y al mismo sol eclipsa por su exceso, si bien la edad su pompa abrevia ahora, como el botón compendia (bien que ileso) su esplendor a la rosa, do el aurora cicatriz al carmín le rompió preso, y pestañeando la pupila hojosa, la que nudo durmió, despertó rosa (I, 71). Domínguez Camargo no rehúye sistemáticamente la denominación directa del objeto metaforizado; éste es nombrado, pero no antes de haber suscitado en torno a él una serie de imágenes sensoriales que lo desnaturalizan, una multiplicidad de percepciones que amplían la gama de connotaciones convencionales del símbolo lingüístico, los cuales dan origen a un nuevo ser, a la vez único y múltiple, que es síntesis

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de la experiencia corriente del objeto y de su representación poética deliberadamente sorprendente. De este haz de connotaciones y de percepciones surge el nuevo objeto poético, la nueva unidad semántica de la metáfora. Domínguez Camargo, poeta más descriptivo que narrativo, es el gran artista de los banquetes y bodegones; son estos fragmentos los que han hecho famoso el poema y han merecido mayor atención desde Gerardo Diego y Carilla. El primero, en su perceptivo análisis estilístico de los bodegones, sitúa a este poeta entre los mejores maestros del género y le reconoce la primacía aun con respecto a su modelo: «El maestro es Góngora, pero esta vez, casi nos atrevemos a decir que el maestro queda superado por el alumno» (58). Estos convites de viandas especializadas según las circunstancias, suntuosos como el del bautismo del infante surtido de toda clase de suculentos y refinados manjares, o pretendidamente rústicos como el del albergue campesino (IV, 111-117) o el de mariscos en la cabaña de pescadores de Gaeta (III, 64-70), el poeta los convierte en opulentos festines de los cinco sentidos y de la palabra. Sibaritismo ideal, ya que escasas debían de ser para el doctrinero de Tocancipá o Turmequé las posibilidades de satisfacer la gula con opíparos manjares, y aun para el beneficiado de Tunja, a juzgar por la precariedad de su batería de cocina que queda consignada en el minuciosísimo inventario de sus bienes hecho en el testamento: ¡«un perol grande maltratado. Otro perol pequeño, ambos de cobre de la Palma [...] una sartén y dos asadores de hierro» !(59). Por tratarse del más grande poeta neogranadino,que representa además, junto con sor Juana, una de las dos figuras excelsas de la literatura barroca de América, ha surgido con cierta insistencia la pregunta acerca del americanismo de Domínguez Camargo, nacida del deseo de vislumbrar aunque sea una leve afirmación de una identidad americana. En el poema asoma efectivamente, así sea de manera fugaz, una visión del mundo americano; a lo largo de los cinco libros hallamos alusiones a éste, en símiles y en metáforas, en cantidad relativamente escasa (unas dos docenas apenas) teniendo en cuenta la extensión del poema; pero esta visión, podemos afirmar enfáticamente, no es de manera alguna americanista. Ea primer lugar, ni el tema es americano, ni en

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ningún momento hay referencias, aun marginales, a la realidad histórica inmediata, al presente o al contexto social, ni una alusión siquiera a las condiciones del indio que el poeta tuvo oportunidad de conocer muy bien a lo largo de sus veinte años de actividad doctrinera. Y no podría ser de otra manera, pues su estética se lo impide. En su lugar, hallamos el rasgo manierista de fuga de la realidad en la idealización y en la estilización de ésta. Ángel Valbuena Prat, ha querido ver en la exuberancia camarguiana, en su «derroche de fauna y de flora», la «huella inconfundible» de la naturaleza tropical americana (60); en la misma dirección, Joaquín Antonio Peñalosa cree que «cuando Domínguez Camargo describía el paisaje [...] tendría presente la cálida luz y la huraña bravura de sus paisajes americanos», y que en el Poema heroico «todo nos evoca la naturaleza de América, virginal y exúbera» (61). Pero en este caso también el poeta parece tener ante sus ojos, más que la naturaleza americana, el paisaje gongorino con su cromatismo y exuberancia, es decir, un paisaje depurado por la fantasía y cuya génesis es del todo literaria o en el que, por lo menos, la vivencia literaria ha determinado la percepción y la plasmación del paisaje real. La casi totalidad de las referencias al suelo nativo o a especies americanas son utilizadas por el poeta como detalles decorativos cuya función consiste en mitologizar los elementos de la realidad o en hacer resaltar hiperbólicamente su carácter exótico, opulento y deslumbrante. Así, en el contexto del poema están al mismo nivel de realidad y cumplen la misma función los diamantes de la India y las esmeraldas de «nuestro Muzo»; la púrpura tiria y «el bálsamo en mi América sudado» (I, 227); el «fénix en la Arabia de lo hermoso» y el «pavón en la América ostentoso» (IV, 229); el Marañón y el Nilo; el Mongibelo o el monte Ida y el Potosí; las perlas que son «de oriente el opulento grano» (II, 43) y "opulenta aritmética de indianos" (indios americanos; I, 89). El Inca se convierte en personaje tan mitologizado como Creso o el Faraón. La imagen de América que surge del poema es la de la mítica tierra del Dorado. América, como el Oriente o la India, aparece como el lugar de las perlas, del oro, de las piedras preciosas, de las esencias aromáticas, de la riqueza fastuosa. Fundidos con esta imagen exótica aparecen a veces los posesivos portadores de afectividad:

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"mi cuna", "mi clima", "mi América", "mi patrio Magdaleno", "nuestro Muzo", que expresan un sentimiento de orgullosa pertenencia a esa tierra americana y en los cuales puede percibirse ya un leve asomo de americanismo. A pesar de la innegable calidad poética de Domínguez Camargo, hay que reconocer, sin embargo, que no todo es oro fino en el Poema heroico. Además de las inevitables fallas derivadas del hecho de que el cuidadoso autor no pudo darle a la obra -que quedó inconclusa- la revisión y el pulimento final que hubiera deseado, el extenso poema revela mucha desigualdad en su desarrollo. Hay partes monótonas y prolijas, descripciones dilatadas en exceso en las que decae la fuerza poética; numerosas repeticiones, aun de metáforas. A veces cae en el mero oficio retórico, en una estilización pesadamente amanerada. La estructura narrativa es débil en su cohesión pues carece a veces de nexos de continuidad. No obstante que el Poema heroico diste de ser una obra perfectamente estructurada, su autor, a más de ser el mejor poeta colonial neogranadino, representa junto con sor Juana Inés de la Cruz la cima de las letras barrocas americanas y ambos ocupan el rango de poetas de primera calidad de la literatura barroca en lengua española. El Desierto Prodigioso El Desierto Prodigioso y prodigio del Desierto, obra recientemente descubierta y en curso de publicación (62), compuesta hacia 1650 por Pedro Solís y Valenzuela (1624-1711) y erróneamente atribuida por su descubridor el padre Baltasar Cuartero y Huerta, al hermano mayor del autor, Fernando Fernández Valenzuela, es por variadas razones una de las obras de mayor interés del siglo XVII neogranadino. A pesar de que quedó inconcluso, el Desierto es de notable extensión; sus 22 mansiones o capítulos contienen, enmarcados dentro de una estructura narrativa englobante, numerosos poemas, tres piezas dramáticas (63), meditaciones religiosas y relatos en prosa de diverso tipo. Obra de estructura arborescente que crece en varias direcciones, presenta un hilo narrativo central que puede resumirse como sigue. Cuatro jóvenes amigos, don Andrés, Antonio, los hermanos don Fernando y don Pedro, pasan sus vacaciones decembrinas en la región del De-

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sierto de la Candelaria. El primero de ellos, saliendo en persecución de un ciervo durante una partida de caza, se aparta de los demás, se adentra en la "selva" donde descubre una misteriosa cueva en la cual encuentra un cartapacio que contiene meditaciones en prosa y en verso. Los amigos van al día siguiente en busca del misterioso personaje que allí habita. Es éste el ermitaño Arsenio, que en el mundo fue joven rico, hidalgo y disipado, quien comienza a hacerles el relato de su vida (que será interrumpido en varias ocasiones). Nace en don Andrés la vocación religiosa y decide retirarse al convento de la Candelaria; mientras llega la fecha de la toma del hábito, la docta compañía pasa los días entregada a lecturas piadosas, a la recitación y composición de versos que reciben el aplauso de los amigos; el 24 de diciembre, día de la profesión del joven, se celebra la doble festividad con versos y con la representación de una comedia (arrancada del manuscrito de Madrid). La compañía sale luego a visitar las cuevas en las que habitaron los ermitaños y esto da lugar a que el prior narre la historia del Convento de la Candelaria y a que Arsenio narre la historia del monacato desde Adán hasta San Bruno. Los tres amigos restantes regresan a Santa Fe. Poco tiempo después van a Villa de Leiva ya que don Fernando ha recibido el encargo de rescatar el cuerpo del arzobispo fray Bernardino de Almansa para llevarlo a España. Don Fernando parte con el cadáver para España y allá toma la decisión de hacerse cartujo; esta noticia se celebra en Santa Fe con versos. El padre de los Valenzuela se retira para hacer vida de ermitaño en Guaduas, a donde viaja también don Pedro con algunos amigos; estando allí, les llega una carta que trae la noticia de la muerte de Arsenio; en la lectura de esta carta se interrumpe el texto conservado. El relato es en parte biográfico, pues algunos hechos narrados son reales y los personajes mismos corresponden a figuras históricas: don Andrés es el ilustre fray Andrés de San Nicolás, don Pedro representa al autor mismo, don Fernando es su hermano mayor que al hacerse cartujo en el Paular de Segovia en 1640 tomó el nombre de Bruno de Valenzuela, y Antonio, el único de los cuatro amigos que no merece el apelativo de don, es el pintor y poeta santafereño Antonio Acero de la Cruz. El lugar y tiempo de la narración corresponden principalmente a la Nueva Granada en los años treinta para el

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relato enmarcante; al Oriente, a Europa y a un lapso de tiempo muy extenso que cubre desde Adán hasta el presente en los relatos enmarcados. Buena parte de la obra está formada por composiciones poéticas de diversos autores, casi todas de tema religioso, que están atadas entre sí y al resto de la obra por el hilo narrativo central. Según el recuento de Cuartero y Huerta el manuscrito de Madrid contiene 45 tercetos, 1.279 cuartetas, 287 quintillas, 70 sextinas, 159 octavas, 146 décimas, 107 sonetos, 90 silvas, 93 canciones y 20 romances (64); además, las tres mansiones del manuscrito de Yerbabuena contienen varios poemas que no aparecen en el de Madrid. Algunas de estas composiciones son de autores muy conocidos (Lope, Góngora, Calderón, fray Luis de León, Paravicino), otras son de poetas españoles ya olvidados, pero una parte muy considerable de ellas son creaciones originales de los cuatro ingenios neogranadinos que aparecen como personajes centrales; entre éstas, muchas son atribuibles al mismo don Pedro. En los manuscritos puede verse anotado y tachado al margen, al lado de cada poema, el nombre de su autor; sin embargo, la determinación de la autoría de las diversas composiciones exige una investigación particular y un cuidadoso análisis estilístico ya que en ocasiones el narrador atribuye a sus personajes versos que son ajenos. Entre los poemas originales -particularmente aquellos atribuibles a don Pedro- muchos están escritos en un estilo marcadamente conceptista que es admirado reiteradamente por la sabia compañía: «Alabaron todos los circunstantes no solo lo conceptuoso de los versos, sino lo raro del asumpto» (65). Algunos de éstos son de excelente calidad pero, en otros muchos, el alambicamiento de la idea y los malabarismos verbales y formales llegan a los extremos del barroquismo decadente. Conceptista es el título mismo de la obra. En la prosa predomina en cambio una forma de expresión clara que sólo a ratos está teñida de conceptismo; en algunos fragmentos es muy notable la influencia culterana con huellas inconfundibles del lenguaje de Góngora. A pesar de la presencia de los poemas, comedias y meditaciones ascéticas, El Desierto es una obra eminentemente narrativa. Los poemas mismos no son meras interrupciones del relato sino que cumplen a menudo una función

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narrativa; Arsenio narra en veinte sonetos la historia del Hijo Pródigo "que es trasumpto" de la propia; ocurre, inclusive, que cuando el autor incorpora poemas ajenos, si es necesario, introduce en éstos variantes para acomodarlos a las circunstancias del relato (66). Como bien lo señala Jorge Páramo, la inserción de las composiciones poéticas es un procedimiento que «sirve para glosar subjetivamente los acontecimientos narrados» (67). Además el valor que representan para las letras neogranadinas algunos de los poemas de El Desierto, a nuestro juicio, esta obra tiene un interés muy especial que radica en su estructura narrativa y en el hecho de que ésta encierra entre las diversas narraciones enmarcadas una verdadera pequeña novela de aventuras que bien puede ser el primer ejemplo en todas las letras americanas de la colonia. El Desierto presenta una estructura narrativa bastante compleja en la que se superponen diversos narradores y diversos niveles de narración, a cada uno de los cuales le corresponde su propio marco espacial y temporal. Dicha estructura está formada por un relato englobante constituido por las "aventuras" de los cuatro amigos y narrado en tercera persona, y por una serie de narraciones incrustadas las unas dentro de las otras a manera de cajas chinas, relatadas por narradores internos el principal de los cuales es Arsenio, que cuenta varias historias: a) la de su propia vida, historia ésta continua y hábilmente interrumpida dentro de la cual inserta la de Leoncio y Roselina que se contrapone a la propia; b) la de Pedro Porter; c) la del monacato; d) la vida de San Bruno. Estos relatos de Arsenio, aunque forman unidades en sí, no se desarrollan de manera continua, son interrumpidos a cada paso para proseguir la débil trama general y para dar lugar a reflexiones, poemas y comentarios; sin embargo, los fragmentos, en lugar de yuxtaponerse simplemente, se entrecruzan formando entre sí una verdadera trabazón. Es la narración que Arsenio hace de su propia vida la que representa especial interés desde el punto de vista de la historia literaria para el estudio de los orígenes del género narrativo de ficción en la literatura hispanoamericana. Una de las cuestiones de historia literaria hispanoamericana más difíciles de explicar ha sido la de la ausencia de la prosa narrativa de ficción durante el período colonial en el que se cultivaron en cambio, con diferente éxito, casi todos

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los otros géneros literarios. La crítica ha señalado con insistencia los elementos novelescos presentes en los relatos, así en verso como en prosa, de los cronistas, pero se ha visto obligada a reconocer la ausencia del género novelístico en la Colonia (68). La historia de la vida de Arsenio contiene, además de viejos motivos novelescos, los ingredientes más característicos de la novela de aventuras: compleja intriga amorosa, amor no correspondido, rapto de la amada de un convento, identidad disfrazada, huida de América, peligrosa travesía marítima con ataque de piratas, separación y reencuentro de los protagonistas. Pero, a diferencia de la clásica novela de aventuras, en ésta, el desenlace no lleva a la unión de los amantes sino a su separación y a un final edificante; los dos protagonistas se entregan a la vida religiosa. Así, en El Desierto, la presencia del relato profano queda justificada por su contenido y desenlace edificantes, por la actitud que asumen el mismo protagonista y sus jóvenes oyentes ante el relato, el cual, además de ir jalonado de reflexiones ascéticas, está sintetizado y desdoblado en los veinte sonetos en los que el mismo Arsenio delinea la historia del Hijo Pródigo que presenta como "trasumpto" de la suya propia y cuya moraleja contiene. En las letras coloniales neogranadinas, dominadas por el elemento eclesiástico y por la temática religiosa, hace su aparición el relato de ficción, pero en él lo profano todavía no adquiere independencia y va subordinado a la finalidad ejemplar. Francisco Álvarez de Velasco La persistente tendencia conceptista tiene uno de sus seguidores más entusiastas y representativos hacia finales del siglo XVII en Francisco Alvarez de Velasco y Zorrilla (16471711). Hijo del oidor de la Real Audiencia, Gabriel Alvarez de Velasco -conocido como autor de obras jurídicas en latín- gobernador y capitán general de la ciudad y provincia de Neiva, acaudalado hacendado y ganadero de esa provincia (informa Gómez Restrepo que en 1694 «el administrador de su hacienda [...] confesó que en sus potreros pacían 8.000 reses en cría, que producían anualmente 1.200 cabezas») (69), alcalde ordinario de Santa Fe, encomendero de Cerinza, procurador por la ciudad de Santa Fe en la Real Corte de Madrid, desde 1703, cultivó la literatura en sus ratos de soledad y de ocio.

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Recogió sus escritos en el volumen titulado Rhythmica sacra, moral y laudatoria (Burgos, 1703) que, según declara la portada, se compone de «Varias Poesías y Metros, con una Epístola en prosa y dos en verso, y otras varias poesías en celebración de Sor Juana Inés de la Cruz; y una Apología o discurso en prosa sobre la Milicia Angélica y Cíngulo de Santo Tomás». Alvarez de Velasco fue un conceptista gran seguidor de Quevedo «llegando su admiración hasta el punto de formar cuartetos y aún sonetos enteros, con versos del maestro, tomados de diferentes composiciones, que van anotadas al margen" (70). Lector informado y con estudios clásicos -buen conocedor de Virgilio- fue hábil en la versificación, trató temas muy variados (religiosos, ascéticos, morales, familiares, amorosos). Sin tener la imaginación creadora de Domínguez Camargo, busca afanosamente la originalidad; el deseo de maravillar con su ingenio no se expresa en la metaforización sino en el ensayo de formas y metros, en la búsqueda deliberada de dificultades para superar. Entre sus ensayos formales cultiva la oda, dividida a la manera griega en estrofa, antiestrofa y épodo, la glosa, los romances eneámetros, las endechas reales, además de los laberintos y otros juegos pueriles que impone la moda. Sus experimentos son principalmente en la métrica, en la que él mismo se ufana de ser innovador atrevido: «Así me atreví a fábricas nuevas de metros, y a otras varias inventivas, nunca de mí vistas, ni aprendidas de otro, cautivándome a violencias no fáciles de emprender». Efectivamente, asombran sus prodigiosos -y estériles- ejercicios de ingenio, sus proezas métricas, como su romance eneámetro a la Virgen en el que todos los versos comienzan y terminan con palabras esdrújulas, que dan a menudo como resultado composiciones ininteligibles. Pero con frecuencia sabe ser conceptuoso con elegancia, sobre todo en el soneto epigramático; cuando cultiva una forma de expresión más sencilla pueden verse sus posibilidades de poeta, en gran parte malogradas por la obstinación en seguir el alambicado gusto de la época. Algunos de sus sonetos religiosos recuerdan los mejores de Lope: ¿A dónde iré, Señor, que desde luego No encuentre con mis culpas, y tu enojo? ¿A dónde? A ese Costado, a que me acojo, Para esconderme entre su mismo fuego.

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Alvarez de Velasco maneja con soltura las endechas reales, metro que usa en su composición más conocida, la epístola en verso a sor Juana Inés de la Cruz. Enamorado platónico de la monja mexicana a quien nunca conoció, le dedicó una sección entera de su libro. En esta carta el apelativo con diminutivo afectivo de "paisanita querida", con que se dirige a ella expresa con ternura y orgullo americanista el sentimiento nacido del vínculo en la patria común: Paisanita querida: -no te piques ni te alteres, que también son paisanos los ángeles divinos y los duendes-. Yo soy este que trasgo amante inquieto, siempre en tu celda, invisible haciendo ruido estoy con tus papeles. Yo soy la cosa mala que en los negros retretes de tu convento, dicen las arteras criadas que me sienten. Celebra y saluda en sor Juana a la que ha dado fama y gloria a las Indias y a todos los americanos, la "Nise", "reina de las ciencias", "Juana de los tiempos", que ha probado que aquí también se cultivan la poesía y las ciencias: Que tenemos instinto que somos como gente, que hablamos y sentimos y que somos también inteligentes Que no son caos las Indias, ni rústicos albergues de cíclopes monstruosos, ni que en ella de veras el sol muere (71). Merece señalarse que este mismo autor, que en el prólogo de su obra se ha defendido por no entrar en la moda de usar «términos latinizados extranjeros» porque ha «querido escribir solo en castellano, por serlo, siempre despreciando todas las voces extrañas a nuestro idioma», termina su libro con una defensa del criollismo lingüístico. A quienes, en España, han puesto reparos en algunas voces por él empleadas por no estar allá en uso o por considerarlas demasiado bajas o impuras, responde: «Y creyendo yo en las Indias, que eran corrientes en toda España [...] siendo los dichos términos en quienes se ha reparado allá muy usados, no cuidé

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de evitarlos, por creer que acá sería lo mesmo; y porque habiendo escrito estas imperfectas obras en Indias, y no en Castilla, y que en ellas también tenemos nuestros indianismos, naturalmente habré usado algunos, como de inmemoriales locuciones de que usamos los americanos, como acá de otros hispanismos». Los términos de esta información corresponden, como atinadamente lo señala Antonio Gómez Restrepo, a una «declaración de independencia lingüística» (72) hispanoamericana. La prosa ascético mística de sor Francisca Josefa del Castillo La prosa ascético mística tiene su mejor exponente en la tunjana sor Francisca Josefa del Castillo y Guevara (1671-1742) que pasó su atormentada existencia enclaustrada en el convento de las clarisas de su ciudad natal escribiendo continuamente por obediencia a sus confesores. De esta actividad han quedado un relato autobiográfico, la Vida, escrito en los años de madurez, los Afectos espirituales, comenzados a los veintitrés años poco después de su ingreso al convento y redactados a lo largo de su vida, unos pocos poemas y algunos escritos breves. Sor Josefa fue indudablemente una mujer de extraordinaria sensibilidad y de inteligencia que hubiera podido desarrollarse más cabalmente como escritora en un ambiente más favorable a la cultura y a la mujer. Tunja ya había dejado de ser por entonces el prestigioso centro que fuera en tiempos de Juan de Castellanos y de Domínguez Camargo; ciudad ya en plena decadencia económica, vivía sumida en el letargo de la vida provinciana. No deja de causar asombro el hecho de que esta mujer, a pesar de las limitaciones impuestas por su medio y por su educación, cuyas lecturas se redujeron a la Biblia y a unos pocos libros de devoción, hubiera alcanzado el alto grado de dominio de la prosa y de la expresión poética que revelan sus escritos. Su escasa cultura fue esencialmente religiosa; contribuyeron a alimentar su espiritualidad la corriente ascética ignaciana, la carmelitana, la cartujana y el pensamiento místico agustiniano. Sus conocimientos de literatura profana se limitaron a la lectura de algunas comedias a las que hace alusión en su Vida: «Así llegué a los ocho o nueve años, en que entró en casa de mis padres el entretenimiento o peste

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de las almas con los libros de comedias, y luego mi mal natural se inclinó a ellos, de modo que sin que nadie me enseñara aprendí a leer [...] Yo pues, llevada de aquel vano y dañoso entretenimiento, pasaba en él muchos ratos y bebía aquel veneno, con el engaño de pensar que no era pecado» (73). Este texto, así como varios otros en su obra, revela no solo el conocimiento sino también la influencia de los escritos de Santa Teresa de Jesús, que llega hasta el punto de hacer que la tunjana modele algunos sucesos de su propia vida sobre los de la santa. Sin embargo, la lectura decisiva para la formación de su gusto literario fue la de la Biblia. Sor Josefa fue la mística de las letras coloniales americanas en un momento en que la literatura místico-ascética —tan abundante en la Edad Media europea y fruto tardío de las letras españolas- después de haber llegado a su floración en España bajo el reinado de Felipe II, se iba agotando ya hacia mediados del siglo XVII para desaparecer del todo en el XVIII. En la literatura de las colonias, si abunda la vena ascética que penetra obras de tipo muy diverso, es en cambio escasísima la literatura mística. Sor Josefa, en pleno siglo XVIII, se presenta como un fruto tardío de ese fruto tardío que fue la mística española. Tanto en la Vida como en los Afectos la religiosa explaya prolijamente sus prácticas ascéticas y sus experiencias místicas que la llevan desde la "noche oscura" poblada de visiones terroríficas, de toda clase de tormentos corporales (enfermedades, dolores, desmayos) y de tribulaciones, a través de los diferentes grados de la vía purificativa, en línea ascendente, por la vía iluminativa hasta lo más alto de la contemplación, hasta la unión transformante en que el alma desasida de todo sólo desea a Dios. Ambas obras presentan intensas experiencias psicológicas acompañadas de fenómenos extraordinarios y sobrenaturales; el estilo busca entonces hacer sensible la rica experiencia interior, traducir un estado anímico en movimiento, continuamente fluctuante: surgen las series de imágenes y metáforas, el yo ahonda en sí mismo, se desdobla en apelaciones, advertencias, entabla diálogo con su alma y con Cristo. Los Afectos constituyen su biografía espiritual; aunque en algunos está presente una tenue línea narrativa, la mayoría están casi del todo desligados de las circunstancias de la vida exter-

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na. Son una especie de diario íntimo en el que la monja intenta expresar su atormentada interioridad, sus experiencias terríficas, beatíficas o místicas. En sor Josefa las meditaciones ascéticas van acompañadas de experiencias místicas. La prosa de la tunjana va evolucionando con los años a medida que se afianza en el ejercicio de la escritura. Insegura e inclusive artificiosa en su juventud -no faltan los anacolutos, las construcciones dislocadas- se vuelve más sobria y de expresión más serena en los años de madurez: en la Vida y en la segunda parte de los Afectos, redactada a partir de 1724, cuando la autora contaba ya 43 años. Pueden verse dos tendencias en el estilo de sor Josefa: la que predomina en los escritos juveniles, vehemente, oratoria, grandiosa y frondosa y la de los años de madurez de dicción más clásica y castigada. La forma expresiva y el lenguaje literario de la monja se formaron en la escuela de la Biblia como fuente y modelo, el único lenguaje literario que ella conoció a la perfección (74). Buena parte de los Afectos, jalonados de citas bíblicas, no son con frecuencia sino paráfrasis y amplificaciones de los textos sagrados. De la Biblia derivan sus temas, su extraordinario caudal de imágenes, símiles y metáforas que constituyen la urdimbre de su obra. Imágenes y variaciones sobre imágenes bíblicas se van sucediendo en fluir continuo. No puede sorprender, por lo tanto, que el latín eclesiástico sea su principal modelo de lengua literaria, fuente de su vocabulario rico en nombres, verbos adjetivos de estructura latinizante (75) (anhélito-aliento, insipiencia-necedad, nequicia-malicia); que su sintaxis conserva el molde latino en los hipérbatos extremos y en la cadencia de la oración. Igualmente de derivación bíblica es el estilo grandilocuente y oratorio que predomina en los Afectos. Esta prosa, a diferencia de la de la Vida, está profusamente adornada de figuras retóricas. En sus exultantes himnos al Señor, en sus súplicas o en sus vehementes confesiones de vileza, la forma de expresión se torna declamatoria, exhortatoria, se adorna y amplifica con exclamaciones, interrogaciones, paralelismos, antítesis, enumeraciones y toda clase de reiteraciones y de acumulaciones, de anáforas y de aliteraciones. En su estilo grandilocuente procede por acumulación y amplificación (76). Acumulación exorbitante de adjetivos o de sustantivos que

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pueden llegar a una docena: «Tú, el apacible, el benigno, el piadoso, el discreto, el fuerte, el manso y amoroso», «...piadosísima Virgen [...] Madre, maestra, señora, refugio, medicina, remedio, abogada, consuelo, recreo, descanso, alegría, amparo». La frase se amplifica en inmensos períodos, se concatena en series enumerativas o en construcciones paralelas que en algunos casos se resuelven en antítesis y en paradojas de evocación conceptista: «el fuego de mi amor, atando, desata; enmudeciendo hace elocuente; ardiendo en lo escondido prende mejor; consumiendo, cría y fomenta; aniquilando, hace crecer...» Tales acumulaciones, series enumerativas o construcciones paralelas que pueden llegar a formar series integradas hasta por diez o doce unidades, constituyen grupos fono-sintácticos, grupos rítmicos que dan lugar a una prosa cadenciosa y rica en efectos eufónicos. Al lado de las formas latinizantes del léxico y de la sintaxis encontramos en los escritos de sor Josefa, otro nivel de lenguaje, el de la lengua hablada que incorpora las formas de la expresión familiar, popularismos y regionalismos lingüísticos, arcaísmos, voces americanas. Encontramos vulgarismos o formas clásicas vulgarizadas (haiga por haya, daca, estropiezo); vulgarismos sintácticos como la estructura que adopta para la oración en segunda persona: "no apartéis de mi tu rostro", "a donde te ocultáis", con ruptura de concordancia entre el pronombre y la forma del verbo, reveladora de "un fenómeno que ha llegado a generalizarse en algunas regiones americanas en donde la forma de trato con vos, hecha familiar, se confunde con la de tú. Aparece en ella también con abundancia el uso de la forma del pretérito imperfecto de subjuntivo en —ra que en América ha desplazado la forma en —se (fuera, hablara en vez de fuese, hablase)" (77). En la Vida, obra de madurez, se expresa en una prosa sobria, ligera de ornamentación retórica, aunque no falta aquí también el tono vehemente y enfático, es más mesurado el empleo de la metáfora, la dicción es más contenida y discurre más serenamente por el cauce narrativo en un estilo directo, enunciativo. Entrega en una prosa menos frondosa el relato de su vida: su niñez precoz y enfermiza, los tempranos terrores, visiones y penitencias, los pequeños incidentes y costumbres de la vida conventual,

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persecuciones de que fue objeto, envidias, incomprensión de sus compañeras que la tenían por visionaria y soberbia, incomprensión de algunos confesores y abadesas, diversos oficios desempeñados por ella, juntamente con sus experiencias místicas. Sor Josefa sobrenaturaliza su vida; abundan en el relato las alucinaciones, las visiones, afirma haber recibido la gracia divina de entender el latín sin haberlo estudiado, sin saber nada de gramática. Reducido el campo de actividades de la mujer a la vida familiar o religiosa, su participación fue muy limitada en la vida cultural de las colonias. A pesar de ello, unas pocas figuras femeninas lograron dejar sus nombres a la posteridad. La literatura autobiográfica se cultivó también en América por alguna de estas mujeres. Además de la Vida de sor Josefa, se conocen las Mercedes del alma de Santa Rosa de Lima (1586-1617), escrito descubierto en 1923, la Respuesta a Sor Filotea de ¡a Cruz, de sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), «uno de los más admirables ensayos autobiográficos en lengua española» (78) y valiosísimo testimonio de independencia intelectual y de vocación artística. La madre Castillo ha sido frecuentemente comparada con sor Juana Inés de la Cruz; en realidad, los posibles puntos de comparación entre las dos figuras no van más allá de su condición común de mujeres, de religiosas, de escritoras y de americanas. Hasta aquí las semejanzas posibles. Todo lo demás las separa: el medio en que se educaron, la forma de vida, la sensibilidad y temperamento, las inclinaciones literarias. La tunjana vivió segregada e ignorada del mundo, desdeñó el saber mundano para sumergirse en sus angustias y compensaciones místicas. Escribió, no por vocación sino por mandato; no poseyó una cultura literaria ni tuvo contacto -a excepción de las comedias antes mencionadas- con las corrientes literarias de su tiempo. Se refugió en la obediencia, la humildad, en la búsqueda del sufrimiento redentor. Difícilmente podría pensarse en dos personalidades más diferentes que las de sor Josefa y sor Juana; no fue ésta una escritora, mística, se movió con igual agilidad en las letras religiosas y en las profanas, en la prosa, en el teatro, en la poesía lírica y en la de circunstancia. A

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lo largo de su fascinante vida fue admirada por la corte virreinal de México, la fama de su genio superó las fronteras de su patria hasta llegar a merecerle el apelativo de "Décima Musa", que le dieron sus contemporáneos; su fama llegó a inquietar a la Iglesia. Sor Juana se nutre de los mejores autores de la tradición renacentista y barroca de las letras españolas y de las corrientes de pensamiento modernas de Descartes y del racionalismo filosófico. No escribe por mandato ajeno sino bajo el imperioso mandato de su incoercible vocación literaria que define con lucidez y pasión. En el medio eclesiástico de la época, desafía los prejuicios contra las mujeres, defiende su derecho al estudio, esa avidez de saber que tantos afanes le ha costado: «Contra la corriente han navegado (o por mejor decir, han naufragado) mis pobres estudios»; con leve ironía se defiende ante una superiora que le había prohibido el estudio: «una prelada muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de Inquisición». Dentro de la más estricta ortodoxia religiosa, afirma enfáticamente su libertad intelectual. A pesar de los arraigados prejuicios de su tiempo contra el conocimiento intelectual en la mujer, su precoz inteligencia pudo encontrar estímulo en el medio culto y refinado del México virreinal. Si bien hay que admitir que la tunjana no alcanza en la prosa la altura de Santa Teresa ni la de sor Juana en la poesía, y que su prosa es con harta frecuencia prolija, frondosa, desordenada, no podemos coincidir con el juicio de E. Anderson Imbert, para quien «las virtudes de la prosa [...] en ella no fueron nunca excelentes» (79), hay que reconocerle a la madre Castillo que en sus mejores momentos se acerca a la grandiosidad bíblica en una prosa muy cadenciosa y de gran poder sensorial. Sor Francisca en su poesía -como en el resto de su obra- se muestra muy alejada del barroquismo decadente de su época; solamente se percibe en ella una leve influencia conceptista. De esta monja se conservan seis poemas intercalados en los Afectos 80, 460, 195° y en papeles sueltos. En algunos de éstos alcanza su mayor altura e intensidad de expresión lírica cuando cultiva con gran espontaneidad y en un lenguaje a la vez extremadamente sencillo y algo conceptuoso la poesía erótica a lo divino, como en el poema del Afecto 46" titulado "Deliquios del amor divino":

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El habla delicada del amante que estimo miel y leche destila entre rosas y lirios Su meliflua palabra corta como rocío, y en ella florece el corazón marchito. Tan suave se introduce su delicado silbo, que duda el corazón si es el corazón mismo. Según el concepto de Jorge Pacheco Quintero, «Como poetisa es sor Francisca, después de Domínguez Camargo, la más alta voz lírica conocida durante el período colonial colombiano. Sus poesías son pocas; pero de primera calidad [...] son suficientes para acreditarla como una de las más ilustres figuras de la poesía mística del idioma, digna de figurar al lado de Santa Teresa y San Juan de la Cruz» (80). Aunque podemos estar de acuerdo con Pacheco en lo que se refiere a la primera parte de su jucio, su elogio nos parece excesivamente encomioso al compararla con los grandes poetas místicos españoles. La Ilustración

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acia mediados del siglo XVIII se inicia un proceso de profundas trasformaciones en la vida económica, política, social e intelectual de las colonias americanas que culminará con las primeras manifestaciones de una conciencia nacional y con la proclamación de la independencia política. La estructura colonial llega a su madurez pero también a su crisis y comienza a descomponerse aceleradamente en los momentos mismos en que el imperio español se está derrumbando. Ni España ni América pudieron permanecer al margen de los grandes cambios que tuvieron lugar a lo largo del "siglo de las luces" europeo, época de gran controversia intelectual en la que se sometió a examen y a revisión el conjunto de ideas y valores, políticos religiosos y filosóficos tradicionales sobre los que habían reposado hasta entonces la sociedad y la cultura europeas. Con el advenimiento en España de la dinastía de los Borbones ilustrados se impulsó en el

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ámbito del imperio un movimiento de reorganización administrativa, económica y educativa que se aceleró en la década del setenta durante el reinado de Carlos III (1759-1788). Ante la exigencia de amplios sectores de la burguesía española y bajo el influjo de las nuevas ideas enciclopedistas, la política borbónica del despotismo ilustrado ensayó reformas progresistas dirigidas hacia la modernización administrativa del Estado y al desarrollo de la economía. Reorientación Intelectual La política reformista de los Borbones implantada por los virreyes ilustrados introdujo modificaciones sustanciales en las colonias. La búsqueda de una mayor efectividad burocrática y económica lleva a la creación de nuevas entidades administrativas, lo cual significa para la Nueva Granada el restablecimiento definitivo del virreinato. Durante el período del virreinato se lleva a cabo una transformación en el orden intelectual y científico que tiene su origen inmediato en el movimiento renovador de la Ilustración española, en las nuevas medidas de la política educativa borbónica, y que se ve favorecida por el mejoramiento en las condiciones económicas y demográficas de que empieza a gozar el Nuevo Reino. A partir de la década del sesenta aparecen los primeros síntomas de una necesidad de reorientación intelectual que, inspirada y estimulada inicialmente por los funcionarios reales mismos, deja huellas indelebles en la generación que comienza a formarse por estos años. Con el apoyo de los primeros virreyes ilustrados el Nuevo Reino entra en contacto con la ciencia, el pensamiento y la cultura de la Europa moderna. La Nueva Granada recibe el pensamiento moderno por mediación de la corriente tradicionalista de la Ilustración española que va de Feijoo a Jovellanos y no de la corriente española más radical ni del enciclopedismo francés cuyas obras, que penetran lentamente y a menudo de contrabando, influirán de manera decisiva sólo en la generación siguiente, la que hará la Independencia. Dice Jaramillo Uribe: «En la etapa comprendida entre 1760 y 1800 la intelligentsia criolla se encuentra preocupada por los mismos temas, los mismos problemas y proponiendo para ellos soluciones muy parecidas a las que proponía en la metrópoli la generación que asumió la dirección del Estado y

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de la cultura durante el reinado de Carlos III y sus sucesores. Encontramos en la Nueva Granada la misma actitud crítica ante el saber tradicional, sobre todo el mismo rechazo a la filosofía escolástica que entonces dominaba en las universidades y colegios, el mismo entusiasmo por la ciencia moderna y las mismas esperanzas puestas en ella como remedio contra los males sociales y como instrumento de recuperación de España y sus colonias. La fe en la educación, el elogio de las artes útiles [...] y la crítica a los prejuicios hidalgos frente al trabajo, se dan con características idénticas en hombres como Caldas, Nariño, Torres o José Félix Restrepo y en Feijoo, Jovellanos, Campomanes o Floridablanca» (81). En la Nueva Granada el primer adalid de la nueva dirección científica y filosófica fue el médico naturalista español José Celestino Mutis (1732-1808); éste, al inaugurar en 1762 bajo el auspicio del virrey Messía de la Cerda su cátedra de matemáticas en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, la primera en su género en el Nuevo Mundo, había pronunciado su célebre frase que sintetizaba la hueva apertura intelectual de la España ilustrada: «No miremos a nuestra España retrasada, miremos a la Europa sabia»; él mismo expuso y defendió por primera vez en América, en 1774 y en el colegio mencionado, las tesis de Copérnico (82), con gran alarma de su auditorio y con gran escándalo de clérigos y de dominicos, los cuales, ignorando según parece que la Iglesia no prohibía ya (desde 1758) el estudio del sistema copernicano como hipótesis y que Carlos III había ordenado el estudio de Newton, hicieron llegar a la Suprema Inquisición de Castilla su denuncia contra el gaditano. Característica de la Ilustración fue el énfasis que hizo en la educación, sobre todo técnica y científica, como medio de incrementar la producción. También para los funcionarios españoles ilustrados la modernización del Estado y de su economía no podía darse sin un cambio de orientación radical en el tipo de enseñanza que se impartía tanto en España como en las colonias. Las veintidós universidades españolas estaban en plena decadencia y oponían resistencia a las reformas. Torres de Villaroel, que fue catedrático de matemáticas en Salamanca cuando se reabrió esta cátedra «que había estado sin maestro treinta años y sin enseñanza más de ciento cincuenta», deja testimonio en su Vida

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de la situación de dicha universidad en 1743: «Todas las cátedras de la universidad estaban vacantes, y se padecía en ellas de una infame ignorancia. Una figura geométrica se miraba en este tiempo como las brujerías y las tentaciones de San Antón, y en cada círculo se les antojaba una caldera donde hervían a borbollones los pactos y los comercios con el demonio» (81). En la España de Carlos III se intenta una reforma educativa que destiérre el espíritu retardatorio de la universidad, que impulse los estudios científicos y la creación de nuevas instituciones en las que pueda impartirse instrucción profesional y técnica. Las reformas de las universidades a la postre fracasaron debido a la falta de recursos y a la tendencia reaccionaria de dichos centros; tuvieron en cambio mayor éxito en la difusión de las "luces" y del entrenamiento profesional y técnico, instituciones extrauniversitarias como las escuelas y talleres modelos fundados por las Sociedades Económicas de Amigos del País (que se crearon también en América), entre las cuales descuella la "escuela patriótica" de Vergara que Menéndez y Pelayo califica peyorativamente de «la primera escuela laica de España». En la Nueva Granada, como en la España borbónica y con iguales resistencias, bajo el impulso de los virreyes ilustrados, se acomete la reforma de los programas y de los métodos de enseñanza vigentes y se propone la introducción de nuevas cátedras que posibiliten el estudio de las ciencias en los anquilosados centros docentes coloniales. En la segunda mitad del siglo XVIII abundan las criticas a la educación colonial y particularmente al método y al contenido de la filosofía escolástica. Los virreyes Messía de la Cerda, Guirior, Caballero y otros funcionarios ilustrados se preocupan por la educación pública y por establecer acertados métodos y estudios útiles. Escribe el virrey Guirior: «La ilustración de la juventud y el fomento de las ciencias y las artes es uno de los fundamentales principios del buen gobierno, de que como fuente dimanan la felicidad del país y la prosperidad del Estado para las artes, industrias, comercio, judicatura y demás ramos de la polecía». De ahí la necesidad de ilustrar a «estos tan amados vasallos, que privados de la instrucción de las ciencias útiles se mantienen ocupados en disputar las materias abstractas y fútiles contiendas del peripato» y que están «privados del acertado método y buen gusto que ha introdu-

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cido la Europa en el estudio de las bellas letras» (84). Este mismo funcionario lamenta que la Nueva Granada no participe aún de los provechos de la ilustración: «únicamente este Nuevo Reino se mantiene en su antiguo letargo, adorando el ídolo que arrojó de sus dominios el resto de la monarquía»; de igual manera se ha quejado amargamente Mutis al referirse a Santa Fe: «donde la racionalidad va tan escasa, que corre peligro cualquier entendimiento bien alumbrado» (85). Una de las principales preocupaciones de las mentes más progresistas de este período es la creación de una universidad pública en la convicción de que ésta contribuye a poner remedio al atraso intelectual, científico y económico del Reino. En términos análogos a Guirior se expresa el arzobispo-virrey Caballero y Góngora al presentar su «Plan de Universidad y Estudios Generales», elaborado en 1787, cuya finalidad sintetiza él mismo como sigue: «Todo el objeto del plan se dirige a substituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo; porque un Reino lleno de preciosísimas producciones que utilizar, de montes que allanar, de caminos que abrir, de pantanos y minas que desecar, de aguas que dirigir, de metales que depurar, ciertamente se necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza y manejar el cálculo, el compás y la regla, que de quienes entiendan y discutan el ente de razón, la primera materia y la forma substancial. Bajo este pie propuse a la Corte la erección de la Universidad pública en Santafé» (86). Años antes, en 1774, el mariquiteño Francisco Antonio Moreno y Escandón, fiscal de la Real Audiencia, había presentado a instancias del virrey Guirior, su «Plan Provisional de Estudios Superiores» que debía servir de base para la futura universidad pública, el cual fue aprobado y puesto en vigor inmediatamente aunque por corto tiempo. Aunque este plan está lejos de ser revolucionario, se percibe en él la influencia del pensamiento ilustrado. Si fue moderada la actitud de la Ilustración española -temerosa de una ruptura radical con la tradición y muy cautelosa ante el enciclopedismo francés- lo fue en mayor grado, por lo menos durante el siglo XVIII, la Ilustración neogranadina. Este nuevo plan, como lo señala Jaime Jaramillo Uribe, no busca una ruptura con la orto-

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doxia católica pero, por su eclecticismo y por su valoración de la investigación científica, abre tímidamente el camino a la libertad intelectual y se acerca al racionalismo de la filosofía moderna. Para la Nueva Granada «lo que había de nuevo y hasta revolucionario en el plan era el método de estudio que recomendaba» (87). Moreno lanza constantes ataques contra el método silogístico que lleva a disputas inútiles y contra el método dogmático fundado en el criterio de autoridad al cual opone el criterio de razón y de libre opción, pues cree que la tarea del maestro debe ser la de procurar que la elección del estudiante «sea libre y gobernada por el peso de la razón, sin formar empeño en sostener determinado dictamen». Contra el principio de autoridad tomista recomienda un eclecticismo que permanece fiel a los cánones católicos. Su plan se propone desterrar de los claustros la «jenngonza escolástica [...] para que no se infesten los colegios con el pernicioso espíritu de partido y de peripato o escolasticismo [...] pestilente origen del atraso y desorden literarios» (88). El plan de Moreno no pudo imponerse sino parcialmente y tuvo corta vigencia por falta de medios económicos y de catedráticos calificados «pero también -observa Jaime Jaramillo Uribepor razones políticas. En efecto, la política borbónica, tanto en el campo económico como en el administrativo y cultural estuvo siempre afectada en una evidente ambigüedad cuando se trató de ejecutarla en los territorios americanos [...] tampoco en el campo de la educación se querían sobrepasar ciertos límites» (89). La aplicación del plan y la creación de la universidad encontraron además una fuerte oposición por parte de los religiosos, contrarios a cualquier intento de secularización de la enseñanza, pero principalmente por parte de los dominicos; éstos, dueños absolutos de la educación superior desde la expulsión de los jesuítas y aferrados a sus privilegios, dificultaron la creación de la universidad pública. La política educativa de los virreyes finalmente abortó; se redujo a establecer temporalmente algunas cátedras -las de medicina y matemáticas sustentadas por Mutis en el Colegio del Rosario- y sólo logró imponer algunas reformas a la Universidad Tomista, la única neogranadina, cuya enseñanza prosiguió en la dirección tradicional y escolástica. Los nuevos caminos abiertos a las jóvenes inteligencias neogranadinas por el pensamiento de la Ilustración, por la aplicación del Plan de

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Moreno que a pesar de su corta vigencia sembró inquietudes, por la larga enseñanza de Mutis y de sus primeros discípulos, comienzan a ser recorridos. El horizonte intelectual y cultural de los criollos se ensancha además con la creación de nuevos centros de investigación y de cultura y con la iniciación de nuevas actividades que a la larga tendrán mayor repercusión y una influencia más duradera que la frustrada reforma educativa. Por iniciativa de Moreno y Escandón se funda en 1777 la primera biblioteca pública del Nuevo Mundo -hoy Biblioteca Nacionalconstituida principalmente con los fondos de libros de los jesuítas expulsados; el año siguiente se introduce definitivamente la imprenta en Santa Fe con lo cual pronto se dan los primeros pasos en el periodismo nacional; en 1782 comienzan los trabajos de la Expedición Botánica que funciona inicialmente en Mariquita (hasta 1790) y luego en Santa Fe (1791-1812); en los últimos años del siglo se organizan las primeras tertulias literarias con reuniones periódicas y se funda el primer teatro permanente en Santa Fe, el Coliseo (1794). Bajo la dirección de José Celestino Mutis la Expedición Botánica se consagró a la exploración y descripción científica de los recursos naturales del Reino; con Mutis se formó el primer grupo de investigadores educados en el método experimental que contó con hombres de formación científica tan notable como Francisco José de Caldas (1771 -1816) y Francisco Antonio Zea (1766-1822) cuyos conocimientos fueron reconocidos en Europa. En la sede de Mariquita llegó a constituirse un verdadero taller de pintura con dibujantes tan ilustres como Pablo Antonio García y Francisco Javier Matiz, cuyas láminas de la Flora de Bogotá hicieron exclamar de admiración al barón de Humboldt: «Jamás se ha hecho colección alguna de dibujos más lujosos, y aún podría decirse que en más grande escala». La ausencia de la imprenta en el Nuevo Reino fue, sin lugar a dudas, un factor culturalmente retardatario y un hecho difícil de explicar si se piensa que en otras colonias fue introducida desde el siglo XVI. En Santa Fe fue establecida temporalmente por los jesuítas en el Colegio de San Bartolomé en 1737, pero de ella salieron apenas algunas hojas volantes y cuadernos de rezos; este taller fue abandonado cinco años más tarde cuando el Consejo de Indias prohibió su funcionamiento. La imprenta fue restablecida en forma definitiva en 1778 por el virrey Flórez;

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comenzó a funcionar la nueva Imprenta Real en la que aparecieron, además de diversos opúsculos religiosos, los primeros trabajos científicos y las primeras muestras del periodismo neogranadino. La introducción de la imprenta tuvo inicialmente mayor repercusión por el impulso que ella dio al periodismo que por la cantidad y calidad de libros que en ella se imprimieron. El primer periódico bogotano (90) fue de efímera duración pues no llegó sino a tres números; se trata de la Gaceta de Santafé (1785). El primero de importancia fue el Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá (1791-1797), semanario dirigido por el cubano Manuel del Socorro Rodríguez, del que se publicaron 270 números. A través de este periódico su director se propone enseñar y estimular el trabajo intelectual de los jóvenes ingenios criollos. Se publicaron allí ensayos sobre botánica, física, medicina, filosofía y los escritos literarios que se producían en la Tertulia Eutropélica. Sus colaboradores representan lo más selecto de la ilustración neogranadina: Mutis, Zea, Matiz, Caldas, Ulloa, entre otros, además del mismo Rodríguez. El segundo periódico de importancia y el primero fundado y dirigido por particulares, Jorge Tadeo Lozano y su primo el presbítero José Luis de Azuola, tiene una orientación más específica y recibe sólo colaboraciones en prosa sobre los temas a que alude su nombre: Correo curioso, erudito, económico y mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá (1801); de este semanario aparecen 46 números. Ya en los albores de la Independencia aparecerá el célebre Semanario (1808-1810), de Caldas. Para 1793, además de la Imprenta Real, funciona en Santa Fe la Imprenta Patriótica de propiedad de Antonio Nariño, en donde éste imprime el 13 de diciembre de ese año el folleto de los Derechos del hombre y del ciudadano, proclamados por la Asamblea Constituyente de Francia. El ambiente intelectual de la Colonia se ha renovado. En la última década del siglo penetran las ideas filosóficas de los enciclopedistas y las ideas políticas divulgadas por la revolución francesa. Los métodos modernos en la enseñanza de la filosofía habían sido aplicados por primera vez en la Nueva Granada por José Félix Restrepo (1769-1832), uno de los primeros discípulos de Mutis y maestro de varios de los jóvenes de la generación de la Independencia, en sus lecciones en Popayán y en San Bartolomé. Restrepo

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fue el primer abanderado de la nueva filosofía naturalista pero, en él, ésta reposaba sobre sólidas bases cristiano-tradicionales, lo cual lo llevó a rechazar con vehemencia las tendencias materialistas y deístas de la Ilustración francesa. Pero, ya al finalizar el siglo, en Santa Fe circulan y se leen ávidamente los periódicos extranjeros que pueden conseguirse y en el "Círculo literario" de Nariño se comentan los escritos de los filósofos de la Enciclopedia introducidos de contrabando. Era tal la sed de estas lecturas que las obras se adquirían a precios elevadísimos; según testimonio de Nariño, hubo quien pagara la enorme suma de una onza de oro por el Prospecto de la Enciclopedia (91). El movimiento intelectual y científico de la segunda mitad del siglo XVIII, aunque no creemos que alteró «tan profundamente el panorama de la cultura en el país» hasta llegar a representar «la superación defínitiva de la mentalidad colonial y el nacimiento de la llamada cultura nacional de Colombia» (92) -como afirma Germán Posada- ciertamente significó un despertar a la ciencia y a la filosofía moderna que fue socavando los cimientos medievales de la cultura colonial de inspiración eclesiástica y escolástica, y puso las bases para una actividad intelectual de sello más laico y científico. Estamos plenamente de acuerdo con dicho historiador cuando afirma que este período representa una etapa de transición en la que «se inicia la edad moderna de nuestra historia cultural» (93). La literatura en el período de la Ilustración El movimiento de la Ilustración da sus mejores frutos, en la Nueva Granada como en España, en el tratado, en el ensayo y en el periodismo. No es ésta una época en la que florecen las obras poéticas y de imaginación; ésta deja el paso a la razón y a la descripción científica. Ocurre entonces un fenómeno que se ha repetido con relativa frecuencia en la historia de la literatura y del arte que ha suscitado amplias controversias entre sus teóricos; ocurre que, a menudo, a los momentos de profunda renovación en el campo político, social o de las ideas, no corresponde paralelamente un movimiento de igual intensidad y originalidad en el terreno artístico. En la Nueva Granada, durante el período de la Ilustración, la nueva inquietud intelectual busca expresión en escritos de contenido cientí-

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fico, económico, filosófico y más tarde político; tal innovación en el gusto comporte creaciones en la prosa didáctica, en la investigación cientí- de alguna originalidad. En palabras de Jorge fica, pero no incide en la renovación de las Pacheco, «nuestros poetas padecen el influjo formas, estilo y temas literarios. La literatura, esterilizante venido de la Península. La didácsi no desaparece casi del todo, es de gran po- tica tiraniza la inspiración, la retórica se conbreza tanto en sus formas como en su contenido: vierte en camisa de fuerza [...] y la libertad creala poesía sigue decayendo, la novela sigue sin dora se pierde en la selva de los convencionaliscultivadores, el teatro -a pesar de que estamos mos» (95). En la Nueva Granada el nuevo defenen la época del auge de los coliseos en América- sor del neoclasicismo fue Manuel del Socorro Roapenas si comienza a existir a principios del dríguez quien cultivó con escaso éxito la poesía siglo XIX como creación local. Como fenómeno en ese estilo y contribuyó a su difusión por digno de señalarse, a la par que va surgiendo medio de la Tertulia Eutropélica y el Papel Pela figura del intelectual laico, se va reduciendo riódico. la literatura de inspiración religiosa y en poesía La poesía cortesana de Ladrón de Guevara van apareciendo tímidamente nuevos temas. El único versificador con una producción La poesía neogranadina del siglo XVIII, especialmente en su segunda mitad, es singular- de cierta extensión en la segunda mitad del siglo mente pobre; es poesía laudatoria o de circuns- XVIII es el santafereño Francisco Antonio Vélez tancia en Ladrón de Guevara, es fría y conven- Ladrón de Guevara (n. 1721), con quien se inicia cional en los neoclásicos; el siglo termina y se la poesía galante y cortesana. El restableciinicia el nuevo con las primeras muestras de miento del virreinato trae consigo su pequeña poesía política y patriótica, con una renovación corte que, sin llegar a los esplendores de las viejas cortes virreinales de México y de Lima, de temas pero no de lenguaje. Para los poetas neogranadinos no existen cuenta con sus áulicos e introduce modificacioya grandes figuras peninsulares que puedan ser- nes en el tono de la vida santafereña. Vinculada virles de modelo, como ocurrió en el siglo XVII. con este nuevo tipo de relaciones mundanas, Pasado el Siglo de Oro, la literatura española empapadas de modas francesas, aparece la poetarda en renovarse y la lírica vive una prolon- sía galante y cortesana de Ladrón de Guevara. gada decadencia desde la muerte de Góngora. La obra relativamente extensa de este poeta En el Nuevo Reino, agotados ya los últimos permanece en gran parte inédita en un manusresiduos del barroquismo que llega a sobrevivir crito de la Biblioteca Nacional. Este autor se terca y anacrónicamente hasta la segunda mitad presenta a sí mismo en el título de su única obra del siglo, ya que encontramos todavía resonan- publicada en libro, el Octavario..., como: «abocias de éste en Ladrón de Guevara, el gusto gado de la Audiencia y Cnancillería Real de literario y el estilo poético toman la dirección Santa Fe, Theologo, Philosopho, y Jurista Conde un seudoclasicismo cuya rigidez conceptual sultor del Sto Tribunal de la Fe de Cartagena, y formal mata la espontaneidad. y Procurador Gl. del M.I.C. de la Ciudad de Sta. Fe su patria» (96). Mayor información acerca La influencia francesa que penetra en el de su persona encontramos en su extenso ropensamiento, en las costumbres y en las artes en la época de los Borbones, orienta a los escri- mance autobiográfico dirigido al regente visitatores españoles hacia el neoclasicismo que, en dor Gutiérrez de Piñeres, que es a la vez petición España, aparece con retraso y madura hacia fi- y memorial de quejas versificado, en el que se nales del siglo «cuando de hecho, o casi, ha lamenta de las dificultades económicas a que lo perdido vigencia en todas las literaturas de Euro- obliga la exigua remuneración de su profesión pa y soplan ya por partes los nuevos vientos de abogado, y en el que recrimina al visitador románticos» (94). Este movimiento neoclásico por haberlo olvidado en la distribución de emllega también tardíamente a América y aquí su pleos, ignorando y desaprovechando sus mériinflujo se prolonga durante el período de la In- tos, a pesar de su noble estirpe y de los servicios dependencia y hasta la tercera década del siglo prestados por sus antepasados a la Corona. De XIX, cuando ya en Europa estaba en su plenitud él informa Antonio Gómez Restrepo -que fue quien dio a conocer este poeta— que «en el año el romanticismo. de 1781 fue elegido por los comuneros del SoHacia fines del siglo la poesía neogranadina se ciñe a los patrones neoclásicos sin que corro como uno de los capitanes que debían

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representar al pueblo de la capital en las capitulaciones que pusieron término a la revolución» (97). Estamos, pues, en el período de intensos conflictos de levantamiento comunero que el poeta, según lo anterior, vivió de cerca, pero sin que estos acontecimientos dejaran huella en su poesía; en su mundillo poético cortesano no tiene cabida la tensión social y política de los últimos decenios del siglo. Lejos de la entonación heroica de Castellanos o de la riqueza verbal y metafórica de Domínguez Camargo, la de Ladrón de Guevara es una poesía en tono menor que no pretende otra finalidad que la de ser obra de entretenimiento y de circunstancia; poesía laudatoria no ya a la obra o a la persona de un amigo como la de versificadores anteriores, sino a la autoridad virreinal de turno o a un miembro de su séquito. Cultivó la poesía de ocasión, galante, jocosa y, en menor grado, la poesía religiosa. Es el primer poeta cortesano y de salón, festivo, a veces burlesco y hasta un poco irónico. Sus versos, a excepción de los de tema religioso, giran en torno al palacio virreinal, a las autoridades eclesiásticas, a la virreina, a las damas de la Corte y sobre temas de obligación: el cumpleaños del virrey o el santo de la virreina; los temas más triviales y banales son objeto de versificación, las minucias de la vida de las "madamas", como las redondillas «A un agudo dolor de muela de una dama muy sufrida y muy modesta», o las décimas contra un poeta de Cartagena que había menospreciado el ingenio de las damas santafereñas a quienes venga haciendo su elogio. En medio de tanta banalidad, su ingenio y su facilidad para versificar permiten que se exprese con elegancia sobre todo en los versos cortos: redondillas, romances y décimas. Entre juegos de luces y de colores, "floridos fascistoles", flores, primavera, juegos de palabras, acrósticos, paronomasias, ingeniosidades pueriles, una extraordinaria abundancia de nombres mitológicos y de lugares exóticos con los que pretende maravillar, su meliflua voz canta a veces con elegancia a la belleza de la dama santafereña, a la gracia de sus gestos, de su mano, a la hermosura de su rostro. Este hombre de sociedad no puede concebir sus versos sin incorporar en ellos el público al cual se dirige y celebra. Sus poemas van generalmente dirigidos «interlocutores: "madamas", "Gran Solís", "Gran Gutiérrez de Piñeres", o son interpelaciones a personificaciones abstrac-

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tas: el dolor, las musas, etc. En sus versos, que requieren un público, no puede prescindir del contacto directo con él o de la advocación a la segunda persona. Nuevas direcciones temáticas en poesía Si en la época de finales de la Colonia no hay notables poetas ni abundante poesía, ésta, sin embargo, se renueva al abrirse a nuevos temas. Vinculadas al movimiento comunero hacen su aparición las primeras muestras de versos de protesta política y social. Según Juan de Dios Arias, la revolución comunera dio origen a toda clase de críticas en verso contra virreyes, oidores y funcionarios (98). Esta poesía de tono polémico y popular, toma por lo general viejos metros tradicionales como el romance o la décima. Se trata de textos de valor histórico si no estético; entre los más conocidos están los anónimos «Romance de los comuneros», «Avisos y quejas del Perú al rey nuestro señor» y «Nuestra cédula» del lego fray Ciríaco de Arcila (99), hermano de un capitán de los comuneros de Simacota. Estos últimos versos exaltaron a los rebeldes; según el historiador Manuel Briceño, fueron pregonados en los lugares más públicos del Socorro el día 30 de marzo de 1781, ante los habitantes reunidos al son del atamor. Estas octavas reales mal medidas, dirigidas al señor regente, entre reiterados juegos de palabras con "socorro", encierran el grito de rebelión de los comuneros: «¡Viva el Socorro y muera el mal gobierno!», una encendida protesta contra las medidas económicas que están destruyendo al país, y se percibe en ellas el eco del impacto producido por los levantamientos de México y de Tupac Amaru en el Perú. La poesía se vuelve arma de lucha, voz de protesta popular que no permanece ya encerrada dentro del estrecho margen del libro o del reducido círculo de amigos. Al iniciarse los movimientos de independencia política van apareciendo con mayor frecuencia composiciones de contenido patriótico, de apología o de sátira política o de enaltecimiento de la hazaña libertadora y de sus protagonistas heroicizados. De José Miguel Montalvo se conserva una sátira política en forma de tabula, «Los ratones federados» (1811), que relata la federación entre gatos y ratones, con el resultado previsible. La nota épica la pone José María Salazar en la «Campaña de Boyacá» y «La Colombiada o Colón»; la nota lírica, nostálgica y

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penetrada de amor patrio, la expresa el fraile republicano Francisca Padilla en su poema «La despedida» (1816) (100); al salir desterrado para España, evoca los dramáticos sucesos de la reconquista y manifiesta el dolor de dejar a su patria bajo el dominio del "godo inhumano» que levanta cadalsos y anega en sangre la tierra. Para los siglos coloniales no se conservan casi noticias de poesía cómica, burlesca, irónica, epigramática o satírica en el Nuevo Reino de Granada; faltaron aquí poetas de notable vena satírica como los que surgieron en México o en Perú y, si existieron composiciones de este tipo, éstas debieron perderse. Entre las rarísimas muestras que quedan pueden mencionarse las anónimas «Coplas del baile de las brujas» (1717), versos satíricos en exasílabos asonantados contra los excesos de los oidores y de sus compinches que depusieron al presidente Meneses. La poesía cómica y satírica sólo comienza a desarrollarse a partir del siglo XIX. En el período que nos ocupa, además de algunas composiciones jocosas de Ladrón de Guevara ya mencionadas, continúan esta vena en tono familiar y algo satírico el gaditano Francisco Javier Caro (1750-1822) y José Angel Manrique (17771822), hijo de la directora de la Tertulia del Buen Gusto, en «La Tocaimada», poema burlesco de solemne título heroico-cómico escrito para poner en ridículo la población de Tocaima, reino del carate, cuyos destinos preside, tras larga disputa con otros dioses del Olimpo, la diosa Caratea. Anota justamente Jorge Pacheco que los historiadores de la poesía colombiana «han sido poco indulgentes con este poeta [...] de seguro, porque su temática no corresponde al idealismo de sus críticos» (101). A juzgar por las noticias que trae Vergara y Vergara, la generación de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX debió de ser fecunda en jóvenes particularmente dotados para la fácil e ingeniosa improvisación poética de carácter festivo que nacía al calor de las tertulias y de las reuniones de amigos. Entre estos ingeniosos improvisadores el historiador citado menciona a: José María Valdés, Frutos Joaquín Gutiérrez, José Miguel Montalvo; estos dos últimos fueron miembros de la Tertulia del Buen Gusto y murieron ambos fusilados en 1816; Montalvo fue autor, además de «Los ratones federados», de una de las primeras piezas dramáticas colombianas, el soliloquio trágico El zagal de Bogotá, hoy perdido, que fue representado en esta ciudad

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en 1806. De Francisco Urquinaona, uno de los iniciadores de las logias masónicas en Colombia, informa Gustavo Otero Muñoz que era el "improvisador oficial" para las solemnes conmemoraciones patrióticas (102). Las circunstancias en que nacen estas composiciones hacen que de ellas no se conserven textos escritos y la facilidad misma de que hacían despliegue estos jóvenes, según sus contemporáneos, impidió probablemente que su talento se aplicara a tareas literarias de mayor empeño. Las tertulias literarias En el período de cruce entre los dos siglos la actividad literaria e intelectual neogranadina se desarrolla eminentemente en el ámbito de las tertulias literarias. En España florecieron durante el siglo XVIII las academias y las tertulias. Si en la Nueva Granada no se constituyeron, como en la metrópoli, academias o instituciones oficiales cuyo objetivo era el de dirigir el gusto, sobre el modelo de los salones privados o tertulias franceses y españoles se formaron en Santa Fe diversos círculos literarios patrocinados por particulares que agrupaban en reuniones de carácter periódico a jóvenes intelectuales de intereses relativamente homogéneos y según sus tendencias estéticas o filosóficas. Estas tertulias santafereñas toman como punto de referencia las más famosas de la metrópoli. La reunión más célebre de este tipo durante el siglo XVIII español fue la llamada "Academia del Buen Gusto" que, por los años 1749-1751, reunía en su palacio la condesa de Lemos y cuyo modelo era el Salón del Hotel de Rambouillet, de tendencia afrancesada pero ecléctica, tuvo, como su modelo, carácter elegante y aristocrático. Sus miembros se calificaban como defensores del buen gusto. Esta academia contribuyó a dar fuerza y autoridad a las nuevas ideas literarias venidas de Francia. Conforme al doble patrón español y francés nace en Santa Fe en 1801 la homónima Tertulia del Buen Gusto auspiciada por doña Manuela Sanz Santamaría de Manrique, mujer aficionada a la literatura y a las ciencias naturales. Aunque en esta tertulia se tratan cuestiones científicas y temas de historia, se trata de una reunión de carácter mundano que agrupa a jóvenes patricios y cuyo fin principal es la diversión, pasar «la velada entretenidos en ejercicios literarios». Allí, tras una buena comida, se componían dis-

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cursos, se propiciaban certámenes y ejercitaban los jóvenes su ingenio con adivinanzas, chistes, improvisaciones de versos y se hacían comentarios de lecturas de los mejores libros que llegaban de Francia. Informa Vergara (103) que en Santa Fe con sarcasmo se llamaba a este grupo «la compañía de los sabios". A la Tertulia del Buen Gusto concurrían muchos de los mejores jóvenes talentos, algunos de los cuales perdieron la vida en los años de la reconquista, entre ellos: Camilo Torres, Francisco Ulloa, José Montalvo, los hermanos Frutos y José María Gutiérrez, José Fernández Madrid, José María Salazar, Custodio García Rovira y los hijos de doña Manuela, Tomasa de quien se dice que era poetisa, y José Angel Manrique. Algunos de estos jóvenes conocían varios idiomas; de García Rovira se sabe que hablaba francés e italiano, que tenía habilidad para la pintura y para la música y que compuso «piezas delicadas sobre el gusto de Haydn y de Pleyel». No quedaron obras literarias importantes de esta tertulia. Su producción fue efímera y escasa. Dos de sus miembros, Salazar y Montalvo, dejaron tres piezas dramáticas y Manrique dejó la «Tocaimada». Como hecho notable de esta tertulia, puede señalarse la participación que tiene ya la mujer en la vida literaria santafereña. Contrasta con el tono mundano y frivolo de la Tertulia del Buen Gusto la modesta tertulia que se reúne en la Biblioteca Nacional en torno a la figura de Manuel del Socorro Rodríguez que se da el erudito y discreto nombre de Tertulia Eutropélica, es decir, la de los goces moderados y apacibles. El periodista daba lecciones de literatura a un pequeño grupo de discípulos al cual se unieron otros miembros con quienes se formaba por la noche un círculo. De tono más literario, erudito y menos social, esta tertulia se propone el estudio de los clásicos. Predomina en ella la tendencia neoclásica que impone el gusto del maestro. Sus miembros produjeron un tipo de literatura erudita y fría que, a diferencia de la cultivada en la tertulia de doña Manuela, se conserva en las publicaciones del Papel Periódico. Sus miembros más sobresalientes, además del cubano, fueron Francisco Antonio Rodríguez, José María Valdés, de quien se dice que tradujo dos libros de la Eneida, en romance endecasílabo, y José María Gruesso autor de «Las noches de Guessor». La Tertulia Eutropélica tiene evidentemente su modelo en la Tertulia de la Fonda de San Sebastián -o por lo menos

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muchas afinidades con ella-, de Madrid, fundada por Moratín (padre), que fue centro de las tendencias neoclásicas de origen francés y principal difusora de sus principios y de la poética de Boileau. No tenía carácter mundano, en ella estaba prohibido hablar de política, las mujeres estaban excluidas y sus propósitos eran más específicamente críticos y literarios (105). De tendencia más filosófica y política fue el Círculo Literario que encabezó Antonio Nariño entre 1789 y 1794. Entre los papeles hallados en su casa cuando fue prendido se encontró uno que explicitaba sus ideas acerca de los objetivos del grupo: «Se me ocurre el pensamiento de establecer en esta ciudad una suscripción de literatos a ejemplo de las que hay en algunos casinos de Venecia: éstos se reducen a que los suscriptores se reunen en una pieza cómoda, y sacados los gastos de luces, etc., lo restante se emplea en pedir un ejemplar de los mejores diarios, gacetas extranjeras, los diarios enciclopédicos y demás papeles de esta naturaleza, según la suscripción. A determinadas horas se juntan, se leen los papeles y se critica y se conversa sobre aquellos autores; de modo que se puede pasar un par de horas divertidas y con utilidad. Pueden entrar don José María Lozano, don José Antonio Ricaurte, don José Luis Azuola, don Luis Azuola, don Esteban Ricaurte, don Francisco Zea, don Francisco Tovar, don Joaquín Camacho, el doctor Iriarte, etc.» (106). Nariño logró hacer llegar de Europa numerosos periódicos y libros de autores modernos, sobre todo de los filósofos franceses. Su nutrida biblioteca atrae a los amigos mencionados por él. El grupo, además de interesarse por la literatura y la ciencia, se propone el conocimiento y el estudio de las ideas filosóficas y políticas de Montesquieu, Rousseau, Voltaire, y otros enciclopedistas. El círculo de Nariño está muy cerca en cuanto a sus intereses a los salones de Olavide que funcionaron en España en la década del sesenta y que se convirtieron en centros de ilustración; allí se discutía con gran libertad no sólo problemas de arte, sino también de religión, de economía y de política. El círculo de Nariño, en la Nueva Granada, sirvió de centro de difusión de las ideas enciclopedistas y de las ideas políticas de avanzada de la época. La segunda mitad del siglo XVIII es época de gestación y de transición en la que se rompen y se debilitan viejos esquemas. Con el nuevo

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siglo se conquista la independencia política, pero la independencia literaria, vale decir, la conquista de un lenguaje y de valores propios, será tarea que requerirá más largo empeño. La literatura de la colonia ha nacido y ha evolucionado apegada exclusivamente a las corrientes literarias españolas; con el siglo XIX se desarro-

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llará el teatro, nacerá la novela, el romanticismo dará nuevo vigor a la poesía; a la vieja metrópoli española se sustituirá la nueva metrópoli cultural francesa; se iniciará, sin embargo, una nueva etapa de esa larga trayectoria en la que las letras colombianas van construyendo y expresando trabajosamente su propia identidad.

Notas 1. Richard Konetzke, América Latina II. La época Colonial, Madrid, Ediciones Siglo XXI, págs. 128-136.

11. Ramón Menéndez Pidal, La epopeya castellana a través de la literatura española, Madrid, Espasa-Calpe, 1959, págs. 148-158.

2. Giovanni Meo Zilio, Estudio sobre Juan de Castellanos, Firenze, Valmartina, 1972, pág. 376.

12. Manuel Alvar, op. cit., págs. 19-30.

3. El texto completo de las Elegías solo vino a ser conocido en la época moderna. La primera parte se editó con el título de Elegías y elogios, Madrid, 1589; la segunda y tercera parte (junto con la primera) fueron editadas por Rivadeneyra, Madrid, 1847; la cuarta parte fue editada por Paz y Melia, dos volúmenes, 1886; el Discurso del capitán Francisco Draque, que había sido eliminado de la tercera parte, lo editó A. González Patencia, Madrid, 1921. Hay dos ediciones modernas: la de Caracciolo Parra León, dos volúmenes, Caracas, 1930, 1932, y la de la Biblioteca de la Presidencia de Colombia, cuatro volúmenes, Bogotá, 1955. Las citas que siguen de las Elegías, corresponden a esta última edición. 4. Manuel Alvar, Juan de Castellanos. Tradición española y realidad americana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1972, pág. 13, nota 17. 5. Antonio Curcio Altamar, "El elemento novelesco en el poema de Juan de Castellanos", en La evolución de la novela en Colombia, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1957, págs. 33-45. 6. Giovanni Meo Zilio, op. cit., pág. 377. 7. Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía Hispano-Americana, I, Madrid, C. S. I. C, 1948, págs. 414-423. 8. Antonio Gómez Restrepo, Historia de la literatura colombiana, tomo I, segunda edición, Bogotá, Imprenta Nacional, 1945, pág. 62. 9. Eduardo Camacho, "Juan de Castellanos", en Estudios sobre literatura colombiana. Siglos XVI y XVII, Bogotá, Ediciones de la Universidad de los Andes, Filosofía y Letras, 1965, págs. 23-25. 10. Ibid., pág. 25.

13. Giovanni Meo Zilio, op. cit., pág. 24. 14. Manuel Alvar, op. cit., págs. 65-97. 15. Antonio Antelo, "Literatura y sociedad en la América española del siglo XVI: notas para su estudio", en Thesaurus, XXVIII, págs. 279-330. 16. Richard Konetzke, op. cit., págs. 205-226. 17. Guillermo Hernández de Alba, "Los jesuítas en la cultura del Nuevo Reino de Granada", en Aspectos de la cultura en Colombia, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1947, págs. 73-98. 18. Guillermo Hernández de Alba, "Breve historia de la universidad", Ibid., págs. 41-72. 19. Águeda María Rodríguez Cruz, O. P., "Universidad tomista de Santafé..." y "Universidad Javeriana de Santafé", en Historia de las universidades hispanoamericanas. Período hispánico, tomo I, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1973, págs. 373-414 y 426-445. 20. José María Vergara y Vergara, Historia de ¡a literatura en Nueva Granada, tomo I, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, 1974, pág. 114. 21. José Torre Revello, "Lecturas indianas siglos XVI y XVIII", en Thesaurus, XVII, 1962, págs. 1-29. 22. Antonio Antelo, art. cit., pág. 325. 23. J. M. Rivas Sacconi, El latín en Colombia, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1949, págs. 77-82. 24. Guillermo Hernández de Alba, "La biblioteca del canónigo don Fernando de Castro y Vargas", en Thesaurus, XIV, 1959, págs. 111-140. Rafael Martínez Briceño. "Un bibliófilo de Santafé de Bogotá en el siglo XVII". en Thesaurus, XIV. 1959, págs. 141-160.

La literatura en la conquista y la colonia

25. Jaime Jaramillo Uribe, "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII" en Ensayos sobre historia social colombiana, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Imprenta Nacional, 1968, págs. 189-194. 26. Hernando Domínguez Camargo, Obras, edición a cargo de Rafael Torres Quintero, con estudios de Alfonso Méndez Plancarte, Joaquín Antonio Peñalosa, Guillermo Hernández de Alba, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1960. 27. Pedro de Solis y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio del desierto, Tomo I., edición de Rubén Páez Patiño, introducción, estudio y notas de Jorge Páramo Pomareda, Manuel Briceño Jáuregui, Rubén Páez Patiño, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1977. 28. J. J. Arrom y J. M. Rivas Sacconi, "La Láurea crítica de Fernando Fernández de Valenzuela, primera obra teatral colombiana", en Thesaurus, XIV, 1959, págs. 161185. Transcripción del texto en las págs. 170-185. 29. Juan de Cueto y Mena, Obras, edición crítica con introducción y notas de Archer Woodford, prólogo de José Manuel Rivas Sacconi, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1952. 30. J. M. Rivas Sacconi, El latín en Colombia, pág. 155. 31. Las composiciones de este poeta pueden verse en: Jorge Pacheco Quintero, Antología de la poesía colombiana, tomo I, Época colonial, Períodos renacentista y barroco, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1970, págs. 461-483. 32. Emilio Carilla, "Literatura barroca y ámbito colonial", en Thesaurus, XXIV, 1969, pág. 421. 33. Alessandro Martinengo, "La cultura literaria de Juan Rodríguez Freyle", en Thesaurus, XIX, 1964, págs. 274299.

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39. Raquel Chang Rodríguez, "El 'Prólogo al lector' de El Carnero, Guía para su lectura", en Thesaurus, XXIX, 1974, pág. 177. 40. Alessandro Martinengo, art. cit., pág. 275. 41. Miguel Aguilera, "Comentario crítico-bibliográfico", págs. 8-9. 42. Eduardo Camacho, "Juan Rodríguez Freyle", en op. cit., pág. 56. 43. Alessandro Martinengo, art. cit., pág. 276. 44. Silvia Benso, art. cit., pág. 105. 45. Eduardo Camacho, op. cit., pág. 43. 46. Góngora tuvo desde el comienzo fervientes admiradores y seguidores en América. Entre ellos, además de Domínguez Camargo, los más notables fueron el peruano Juan Espinosa de Medrano, apodado el Lunarejo, y los mejicanos Sigüenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz. En Santa Fe, como en México, debieron de circular copias manuscritas del Polifemo y de las Soledades, antes de que se publicaran en España, pues, de otra manera, no sería posible explicarse el profundo conocimiento de Góngora que revela la ceñida parodia del estilo gongorino que hace el joven Fernando Fernández de Valenzuela en su entremés satírico la Láurea crítica escrita entre 1628 y 1629. 47. Giovanni Meo Zilio, Estudio sobre Hernando Domínguez Camargo y su San Ignacio de Loyola, Poema heroico, Universitá degli Studi di Firenze, Casa Editrice G. D'Anna, 1967, págs. 309 y ss. 48. Guillermo Hernández de Alba, "Hernando Domínguez Camargo. Su vida y su obra", en Obras, págs. xxvii-cxxii. 49. José María Vergara y Vergara, op. cit., I, págs. 88-89.

34- Juan Rodríguez Freyle, El Carnero, con comentario crítico-biográfico y notas de Miguel Aguilera y "Prólogo de la primera edición" de Felipe Pérez, Bogotá, Ministerio de Educación Nacional, 1963, pág. 53. En adelante, todas las citas de El Camero remitirán a esta edición.

50. Marcelino Meléndez Pelayo, op. cit., I, pág. 424.

35. José Juan Arrom, Esquema generacional de las letras hispanoamericanas. Ensayo de un método, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1963, pág. 53.

52. Antonio Gómez Restrepo, op. cit., I, pág. 120.

36. Sobre los manuscritos y ediciones de El Carnero, ver: Mario Germán Romero, "Dos episodios incompletos de El Carnero", en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 50, núms. 579-590, 1963, págs. 567-572.

51. Gustavo Otero Muñoz, Resumen de historia de la literatura colombiana, 5a edic, Bogotá, Editorial Voluntad, 1945, pág. 333.

53. Giovanni Meo Zilio, op. cit., pág. 207. 54 Ibid., págs. 201 y ss. 55 Ibid., págs. 9 y ss.

37. Silvia Benso, "La técnica narrativa de Juan Rodríguez Freyle", en Thesaurus, XXXII, 1977, pág. 97.

56. Sobre la introducción ver el análisis de Eleanor Webster Bulatkin, "La introducción al Poema heroico", en Thesaurus, XVII, 1962, págs. 51-109.

38. José Juan Arrom, op. cit., pág. 53.

57. Obras, pág. 429.

Nueva Historia de Colombia, Vol. I

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58. Gerardo Diego, "La poesía de Hernando Domínguez Camargo en nuevas vísperas", en Thesaurus, XVI, 1961, pág. 307. 59. Obras, pág. cxii. 60. Angel Valbuena Prat, Historia de la literatura española, sexta edición revisada y ampliada, tomo II, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1960, pág. 242.

72. Antonio Gómez Restrepo, op. cit., I, pág. 170. 73. Francisca Josefa de la Concepción de Castillo, Vida, en Obras completas de la Madre... según fiel transcripción de los manuscritos que se conservan en la Biblioteca Luis Angel Arango. Introducción, notas e índice elaborados por Darío Achury Valenzuela, Bogotá, Banco de la República, 1968, tomo I, pág. 7. 74. Antonio Gómez Restrepo op. cit., II, pág. 48.

61. Obras, pág. cxiii. 62. El Desierto fue dado a conocer en 1963 por el padre Baltasar Cuartera y Huerta, en un artículo luego publicado en Thesaurus, XXI, 1966, págs. 30-75. De esta obra se conservan dos manuscritos que presentan dos redacciones diferentes: el de Madrid, que consta de veintidós mansiones o capítulos y el de Yerbabuena, descubierto en Medellín en 1970, que contiene una versión posterior de las tres primeras mansiones, con varías poesías y una comedia no contenidas en la anterior versión. El Instituto Caro y Cuervo de Bogotá ha realizado la edición crítica de esta obra. Agradezco la generosa colaboración del profesor Jorge Páramo Pomareda, quien, en su momento, me proporcionó valiosa información acerca del contenido global de El Desierto y me permitió la lectura de las pruebas del primer tomo. 63. Las piezas dramáticas son las siguientes: la comedia El hostal (Mansión X), arrancada del manuscrito; no hay alusión a su autor; un auto sacramental (Mansión XXI), que en El Desierto se atribuye a fray Juan del Rosario; La estrella de Monserrate, comedia en dos partes del español Cristóbal de Morales. 64. Baltasar Cuartera y Huerta, El desierto prodigioso y prodigio del desierto, obra inédita del P. Bruno [sic] de Solís y Valenzuela, cartujo de El Paular, en Thesaurus, XXX, 1966, pág. 31.

75. María Teresa Morales Borrero, Sch. P., La Madre Castillo: su espiritualidad y su estilo, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966, pág. 311. 76. Ibid., págs. 348-367. 77. Ibid., págs. 324-333. 78. Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana, I, Colonia, Cien años de república, 4* ed., México, F.C.E., 1962, pág. 118. 79. Ibid., pág. 128. 80. Jorge Pacheco Quintero, op. cit., I, págs. 413-414. 81. Jaime Jaramillo Uribe, "El conflicto entre la conciencia religiosa y la ciencia moderna: Mutis y Caldas", en La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977, pág. 87. 82. Guillermo Hernández de Alba, "Copérnico y los orígenes de nuestra independencia", en Aspectos de la cultura, 1977, pág. 87. 83. Diego de Torres Villarroel, Vida, Buenos Aires, Austral, 1948, pág. 63.

65. El desierto... pág. 272. 66. Ver ibid., págs. 291-295. 67. Ibid., pág. XLIII. 68. Ver Antonio Curcio Altamar, "La ausencia de la novela en el Nuevo Reino", en op. cit., págs. 23-31. En contra de la opinión general de la crítica se ha pronunciado J. J. Arrom, quien califica decididamente como novelas de tipo pastoril el Siglo de oro en las selvas de Erífíle, de Bernardo de Balbuena (publicada en 1608, pero escrita unos veinte años antes), y Los sirgueros de la Virgen (1620), del mexicano Francisco Bramón, "novela pastoril a lo divino", según Arrom, Esquemas... pág. 55.

84. Relaciones de mando. Memorias presentadas por los gobernantes del Nuevo Reino de Granada, compiladas y publicadas por E. Posada y P. M. Ibáñez, Bogotá, Imprenta Nacional, 1910, pág. 157. 85. Apud Hernández de Alba, op. cit., pág. 127. 86. Relaciones de mando, pág. 252. Hernández de Alba publica el "Plan" de Caballero y Góngora, en op. cit., págs. 136-165. 87. Jaime Jaramillo Uribe, op. cit., pág. 39.

70. Ibid., pág. 148.

88. Francisco Antonio Moreno y Escandón, "Método Provisional interino de los Estudios que han de observar los Colegios de Santafé", en Boletín de Historia y antigüedades, vol. XXIII, núms. 264-5 (septiembre y octubre de 1936), pág. 664.

71. En Jorge Pacheco Quintero, op. cit., I, págs. 384-390.

89. Jaime Jaramillo Uribe, op. cit., pág. 242.

69. Antonio Gómez Restrepo, op. cit., I, pág. 144.

La literatura en la conquista y ¡a colonia

90. Ver Antonio Cacua Prada, Historia del periodismo colombiano, capítulos I a III, págs. 5-95, Bogotá, 1968. 91. José María Vergara y Vergara, El precursor , Biblioteca de Historia Nacional, vol. II. Bogotá. Imprenta Nacional. 1903.

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gran valor bibliográfico por tratarse del primer libro impreso en el taller de Antonio Espinosa de los Monteros, en Cartagena, 1774, 20 págs. 97. Antonio Gómez Restrepo, op. cit., I, pág. 195, nota 1. 98. Apud Jorge Pacheco Quintero, op. cit., I, pág. 570.

92. Germán Posada Mejía, "Los orígenes de la cultura nacional en Colombia" en Nuestra América. Notas de la historia cultural, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1959, pág. 257.

99. Ibid., págs. 557-577.

93. Ibid., pág. 260.

101. Ibid., II, pág. 136.

94. Juan Luis Alborg, Historia de la literatura española, tomo III. Siglo XVIII, Madrid, Gredos, 1972, pág. 365.

102. En Vergara y Vergara, Historia de la literatura..., II, pág. 77, nota 1.

95. Jorge Pacheco Quintero, op. cit., I pág. XL.

103. Ibid., págs. 54 y 65.

96. A excepción de los poemas transcritos por A. Gómez Restrepo, en la Historia de la literatura colombiana, I, págs. 220-271, los únicos poemas publicados fueron recogidos por el autor en el Octavario... a la Inmaculada Concepción de la Virgen..., obra ésta casi toda en verso -inclusive el prólogo, dedicatoria y aprobación— y de

104. Ibid. II. pág. 66.

100. Ibid., II, págs. 179-185; 204-210 y 60-65.

105. Sobre las tertulias españolas, ver, Juan Luis Alborg, op. cit., págs. 39-46. 106. Vergara y Vergara, op. cit., II, págs. 37-38.

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Nueva Historia de Colombia, Vol. 1

Bibliografía H.: Fuentes generales para el estudio de la literatura colombiana. Guía bibliográfica, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1968, 863 págs. Incluye datos sobre fuentes selectas publicadas hasta 1965 inclusive. Imprescindible obra de consulta para el estudio de la literatura colombiana. : Bibliografía de la poesía colombiana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1971. XXVIII, 486 págs. : Bibliografía del teatro colombiano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1974. 315 págs. PÉREZ ORTIZ, RUBÉN: Anuario bibliográfico colombiano 1951-1956; 1957-58; 1959-60 y 1961, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1958-1964. ROMERO ROJAS, JOSÉ FRANCISCO: Anuario bibliográfico colombiano "Rubén Pérez Ortiz", 1963, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966. La sección de literatura colombiana incluye: historia y crítica, poesía, teatro, novela y cuento, ensayo. MLA, International Bibliography of Books and Articles on the Modern Languages and Literatures, New York, The Modern Language Association of America. Publicación anual que continúa la del PMLA. El vol. II contiene una sección de literatura hispanoamericana. Es la más completa bibliografía internacional sobre literatura. a SIMÓN DÍAZ, JOSÉ: Bibliografía de la literatura hispánica, 2 ed., corregida y aumentada. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto "Miguel de Cervantes", de Filología Hispánica, Ia ed., 6 vols., 1950-1961. Es la más completa bibliografía sobre literatura española e hispanoamericana.

ORJUELA, HÉCTOR

Historia y crítica literaria Juan de Castellanos. Tradición española y realidad americana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1972, 411 págs. Contenido: Parte primera, Estudio (págs. 3-103); Parte segunda, Vocabulario de indigenismos (págs. 105-354). Estudia principalmente el léxico de Castellanos. Obra fundamental para el estudio de los indeginismos. ANDERSON IMBERT, ENRIQUE: Historia de la literatura hispanoamericana, I, Colonia, Cien años de república, 4a ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1962, 473 págs. Manual de fácil consulta. Información muy completa. ANTELO, ANTONIO: "Literatura y sociedad en la América española del siglo XVI", en Thesau-rus, XXVIII, núm. 2, 1973, págs. 279-330. Muestra a la luz del pensamiento y de los valores la coexistencia en el Nuevo Mundo de elementos medievales y renacentistas. ARROM, JOSÉ JUAN: Esquema generacional de las letras hispanoamericanas, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1963, 239 págs. Reseña las generaciones literarias hispanoamericanas. "No contiene valoración crítica de los escritores" (Orjuela). Trece de los diecinueve capítulos se refieren a la Colonia. : El teatro hispanoamericano. Época colonial, 2a ed., México, Ediciones de Andrea, 1967. Estudio fundamental para el conocimiento de la evolución del teatro en América, desde la época precolombina hasta finales del siglo XVIII. ARROM, JOSÉ JUAN y J. M. RIVAS SACCONI: "La Láurea crítica de Fernando Fernández de Valenzuela, primera obra teatral colombiana", en Thesaurus, XIV, 1959, págs. 161-185. Transcripción del texto del entremés, págs. 170-185.

ALVAR, MANUEL:

La literatura en la conquista y la colonia

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"La técnica narrativa de Juan Rodríguez Freyle", en Thesaurus, XXXII, núm. 1, 1977, págs. 95-165. Primer estudio sobre este aspecto de El Carnero. Analiza la estructura de las "historíelas" que lo componen. BULATKIN, ELEANOR WEBSTER: "La introducción al Poema heroico, de Hernando Domínguez Camargo", en Thesaurus, XVII, núm. 1, 1962, págs. 51-109. Análisis de las primeras ocho estrofas del poema. CAMACHO GUIZADO, EDUARDO: Estudios sobre literatura colombiana, siglos XVI y XVII, Bogotá, Ediciones Universidad de los Andes, Filosofía y Letras, 1965, 107 págs. Contiene ensayos sobre: Juan de Castellanos, Juan Rodríguez Freyle, Hernando Domínguez Camargo y la Láurea crítica. CARILLA, EMILIO: El gongorismo en América, Buenos Aires, EUDEBA, 1946. Señala algunos procedimientos estilísticos de Domínguez Camargo que derivan de Góngora. : Estudios de literatura hispanoamericana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1977, 374 págs. Recopilación de ensayos de los cuales son de interés especial los primeros dos que versan sobre Domínguez Camargo: un análisis estilístico del "Romance al arroyo de Chillo" y la reseña a la edición de las Obras, por el Instituto Caro y Cuervo. Ambos ensayos habían aparecido anteriormente en Thesaurus. : Hernando Domínguez Camargo. Estudio y selección de ..., Buenos Aires, R. Medina, 1948, 83 págs. Antología págs. 47-83. El ensayo introductivo es el primer intento de estudiar al poeta. Sostiene que el Poema heroico es más lírico que épico. : "Literatura barroca y ámbito colonial", en Thesaums, XXXIV, núm. 3, 1969, págs. 417-425. Sostiene que las condiciones político-sociales del Nuevo Mundo eran las más apropiadas para favorecer el desarrollo de las formas barrocas. CUARTERO y HUERTA, BALTASAR: "Una obra inédita del padre don Bruno de Solís y Valenzuela, monje profeso de la cartuja de Santa María del Paular", en Thesaums, XXI, núm. 1, 1966, págs. 30-75. Este ensayo da a conocer por primera vez el Desierto prodigioso; pero su descubridor atribuye erróneamente la obra a Bruno, cuando ella pertenece en realidad a su hermano Pedro de Solís y Valenzuela. CURCIO ALTAMAR, ANTONIO: Evolución de ¡a novela en Colombia, Bogotá Instituto Caro y Cuervo, 1957, 255 págs. (2a ed., Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura 1975). De especial interés, la primera parte: época colonial, en donde el autor señala algunas explicaciones acerca de la ausencia de la novela en la Colonia y señala los elementos novelescos en Rodríguez Freyle y en Juan de Castellanos. CHANG-RODRÍGUEZ, RAQUEL: "El 'Prólogo al lector' de El Carnero. Guía para su lectura", en Thesaums, XXIX, núm. 1, 1974, págs. 177-181. DIEGO GERARDO: "La poesía de Hernando Domínguez Camargo, en nuevas vísperas", en Thesaums, XVI, núm. 2, 1961, págs. 281-310. Excelente análisis estilístico de fragmentos de los banquetes del Poema heroico. ESCALLÓN TORRES, MARÍA CLARA: Tertulias literarias de Santafé (1790-1810), Bogotá, 1958, 116 págs. Copia mecanografiada. Tesis de Grado, Universidad Javeriana, Facultad de Filosofía y Letras. Sitúa las tertulias en el ambiente histórico y cultural de la época. El trabajo consiste principalmente en breves capítulos que tratan de la biografía de los principales miembros de las tertulias. GÓMEZ RESTREPO, ANTONIO: Historia de la literatura colombiana, 2a. ed., Bogotá, Imprenta Nacional, 1945-1946, 4 v. Es la mejor historia de la literatura colombiana. Tres de los cuatro volúmenes están dedicados al período colonial. Contiene una antología de textos de varios escritores. BENSO, SILVIA:

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Nueva Historia de Colombia, Vol. 1

A.: "Hernando Domínguez Camargo, y el tema ignaciano" en Mito, I, 6, 1956, págs. 457-467. Sitúa al poeta dentro del contexto histórico religioso de la época y en el horizonte cultural de la Contrarreforma. LAVERDE AMAYA, ISIDORO: Ojeada histórico-crítica sobre los orígenes de la literatura colombiana, Bogotá, Banco de la República, 1963, 201 págs. Recopilación de artículos originalmente publicados en la Revista Literaria (1890-1894), fundada por Laverde. Contiene abundantes datos sobre las primeras representaciones teatrales en el Coliseo. LYDAY, LEÓN F.: "The Colombian theatre before 1800", en Latín American Theater Review (Lawrence, Kansas), Fall, 1970, págs. 35-50. Buena síntesis de la información que se tiene sobre el teatro de ese período. MARTINENGO, ALESSANDRO: "La cultura literaria de Juan Rodríguez Freyle", en Thesaurus, XIX, núm. 2, 1964, págs. 274-299. Subraya el carácter medieval de la cultura de R. F. y analiza los principales motivos éticos, religiosos y culturales de El Carnero. MENÉNDEZ Y PELAYO MARCELINO: Historia de la poesía hispanoamericana, II, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1958. Don Marcelino emite juicios muy negativos acerca de Castellanos y de Domínguez Camargo. MEO ZILIO, GIOVANNI: Estudio sobre Hernando Domínguez Camargo y su 'San Ignacio de Loyola'. Poema Heroyco, Universitá degli Studi di Firenze, Facoltá di Magistero, Istituto Ispanico. Firenze, Casa Editrice G. D'Anna, 1967. Contiene: cap. I, "Fuentes biográficas del Poema heroico"; cap. II, "Vida, obra y fortuna"; cap. III, "Estructura ideológica del poema"; cap. IV, "La crítica sobre Camargo", cap. V, "La épica hispánica y el Poema heroico de Camargo"; apéndice, "El gongorismo de D. C " . Primer estudio de conjunto sobre el autor y la obra. : Estudio sobre Juan de Castellanos, Firenze, Valmartina, 1972, 419 págs. Primer tomo de un estudio proyectado en dos. Contiene: cap I, "Vida y obra"; cap. II, "Lectura analítica y sintomática de las dos primeras Elegías"; cap. III, "La crítica". MORALES BORRERO, MARÍA TERESA, SCH., P.: La madre Castillo: su espiritualidad y su estilo, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1966, 493 págs. Estudia la experiencia mística, los temas y el lenguaje de la monja. OTERO MUÑOZ, GUSTAVO: La literatura colonial de Colombia, seguida de un cancionerillo popular, La Paz, Bolivia, 1928. Reseña de autores y obras. Tiene más valor como repertorio bibliográfico que como historia de la literatura. PACHECO QINTERO, JORGE: Antología de la poesía en Colombia, 2 vols., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1970. Obra valiosísima para el conocimiento de la poesía colonial, que más que antología es una recopilación de lo que se conoce de este período. Cada autor va precedido por una sucinta introducción biográfico-crítica. Tomo I: Época colonial. Período renacentista y barroco. Tomo II: El neoclasicismo y los romances tradicionales. PARDO, ISAAC J.: Juan de Castellanos. Estudio de las Elegías de varones ilustres de Indias, Caracas Universidad Central de Venezuela, 1961. Estudio de la vida, aspectos literarios de la obra y de la sociedad indiana. Incluye fragmentos de las Elegías. ROMERO, MARIO GERMÁN: Joan de Castellanos. Un examen de su vida y de su obra, Bogotá, 1964. -: "Dos episodios incompletos de El Carnero", en Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 50, núms. 579-90, 1963, págs. 567-572. Complementa los dos episodios con información hallada en cronistas y en otras fuentes. VERGARA Y VERGARA, JOSÉ MARÍA: Historia de la literatura en la Nueva Granada, tomo I (1538-1790), tomo II (1790-1820). Con notas de Antonio Gómez Restrepo y Gustavo Otero Muñoz, Bogotá, Banco Popular, 1974. (la ed., 1867). Es la primera historia de la LATCHMAN, RICARDO

La literatura en la conquista y la colonia

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literatura en Colombia. El método ha envejecido, pero es una obra todavía imprescindible debido a la riqueza de información que contiene. Imprenta, periodismo, cultura D.: Antología del pensamiento filosófico en Colombia de 1647 a 1761. Selección de manuscritos, textos, traducción, introducciones, Bogotá, Imprenta Nacional, 1955. Fundamental para la historia del pensamiento y de la educación. GIRALDO JARAMILLO, GABRIEL: "El libro y la imprenta en la cultura colombiana" en Revista Nacional de Cultura (Caracas), XXI, núm. 136, 1959, págs. 67-81. HERNÁNDEZ DE ALBA, GUILLERMO: Aspectos de la cultura en Colombia, Bogotá, Ministerio de Educación de Colombia, 1947, xiii, 250 págs. Recopilación de ensayos, la mayoría de ellos sobre la Colonia. : "La biblioteca del canónigo don Fernando de Castro y Vargas", en Thesaurus, XIV, 1959, págs. 111-140. JARAMILLO URIBE, JAIME: La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977, 274 págs. Contiene ensayos muy reveladores sobre el pensamiento y la cultura en el período de la Ilustración. MARTÍNEZ BRICEÑO, RAFAEL: "Un bibliófilo de Santafé de Bogotá en el siglo XVII", en Thesaurus, XIV, 1959, págs. 141-160. OTERO MUÑOZ, GUSTAVO: Historia del Periodismo en Colombia desde la introducción de la imprenta hasta el fin de la reconquista española (1737-1819), Bogotá, Editorial Minerva, 1925, 222 págs. PACHECO, JUAN MANUEL: La Ilustración en el Nuevo Reino, [Caracas], Universidad Católica Andrés Bello, 1976, 184 págs. PORRAS TROCONIS, GABRIEL: Historia de la cultura en el Nuevo Reino de Granada, Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1952, 555 págs. Trabajo de divulgación con abundantes datos biográficos. POSADA MEJÍA, GERMÁN: Nuestra América. Notas de historia cultural, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1959, 369 págs. Contiene ensayos sobre los siglos coloniales en la Nueva España y el Nuevo Reino de Granada. RIVAS SACCONI, JOSÉ MANUEL: El Latín en Colombia; bosquejo histórico del humanismo colombiano, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1949, 504 págs. 2 a ed., Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977. Obra importante para el conocimiento de la cultura colombiana. La mayor parte de ella versa sobre los siglos coloniales. RODRÍGUEZ CRUZ, ÁGUEDA MARÍA O. P.: Historia de las universidades hispanoamericanas, 2 vol., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1973. Subraya la influencia de Alcalá de Henares y de Salamanca en la universidad colonial. Son de especial interés para Colombia los capítulos VIII y XI, sobre la Universidad Tomista y Javeriana, respectivamente. RODRÍGUEZ PÁRAMO, JORGE: El siglo XVIII en Colombia, San José, Costa Rica, Imprenta Lehman, 1940, 93 págs. Tres ensayos sobre: Basilio Vicente de Oviedo, Francisco Moreno Antonio y Escandón y Francisco José de Caldas. Para el autor "Fue el siglo XVIII en la Colonia un período pre-científico". TORRE REVELLO, JOSÉ: "Lecturas indianas (siglos XVI y XVII)", en Thesaurus, XVII, núm. 1, 1962, págs. 1-29. Trae documentos sobre embarque de libros a Cartagena y a Tierra firme. GARCÍA BACCA, JUAN

Nueva historia de Colombia / director Alvaro Tirado Mejía. - Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1989. 8v.: ils., mapas; 24 cm. Contenido: v.I: Colombia indígena, conquista y colonia / Gerardo Reichel-Dolmatoff... [et al.] - v.2: Era republicana / Javier Ocampo López... [et al.] - v.I: Historia política 1886-1946 / Jorge Orlando Melo... [et al.] - v.II: Historia política 1946-1986 / Catalina Reyes Cárdenas... [et al.] - v.III: Relaciones internacionales, movimientos sociales / Fernando Cepeda Ulloa [et al.] - v.IV: Educación y ciencia, luchas de la mujer, vida diaria / Magdala Velásquez Toro... [et al.] - v.V: Economía, café, industria / Bernardo Tovar Zambrano... [et al.] - v.VI: Literatura y pensamiento, artes y recreación / Andrés Holguín... [et al.]v. 1-2 corresponde al Manual de Historia de Colombia editado por Colcultura. ISBN 958-614-251-5 Obra completa 1. COLOMBIA - HISTORIA - HASTA 1986. 2. COLOMBIA - CONDICIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES. 3. COLOMBIA POLÍTICA Y GOBIERNO, 1886-1986.I. Tirado Mejía, Alvaro, 1940CDD 986.1 N83

Nueva historia de Colombia: Colombia indígena - conquista y colonia / director Jaime Jaramiilo Uribe. - Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1989. v.I: 304 p., mapas, planos; 24 cm. Contenido: v.I. Colombia indígena - Período Prehispánico / Gerardo Reichel-Dolmatoff. La conquista del territorio y el poblamiento / Juan Friede. La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800 / Germán Colmenares. La esclavitud y la sociedad esclavista / Jorge Palacios Preciado. La administración colonial / Jaime Jaramiilo Uribe. Factores de la vida política colonial: el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII (1713-1740) / Germán Colmenares. El proceso de la educación en el virreinato / Jaime Jaramiilo Uribe. La arquitectura colonial / Alberto Corradme Angulo. Las artes plásticas durante el período colonial / Francisco Gil Tovar. La literatura en la conquista y la colonia / María Teresa Cristina Zonca. ISBN 958-614-252-3 tomo 1 1 INDIOS DE COLOMBIA. 2. COLOMBIA - HISTORIA - DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA, 1499-1550. 3. COLOMBIA - HISTORIA - COLONIA, 1550-1810. 4. ARQUITECTURA COLONIAL. I. Jaramiilo Uribe, Jaime, 1918- -II. Colombia indígena, conquista y colonia. CDD 986.1 N83