No mirar: tres razones para defender las narcoseries
 9786075360478, 9786077372905

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NO MIRAR

TRES RAZONES PARA DEFENDER LAS

NARCOSERIES AINHOA VÁSQUEZ MEJÍAS

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Universidad Autónoma de Chihuahua M.E. Luis Alberto Fierro Ramírez Rector M.A.V. Raúl Sánchez Trillo Secretario General Dr. Ramón Gerónimo Olvera Neder Director de Extensión y Difusión Cultural M.A. Herik Germán Valles Baca Directorio Académico M.P.E.A. Alfredo Ramón Urbina Valenzuela Director de Investigación y Posgrado M.I. Ricardo Ramón Torres Knight Director de Planeación y Desarrollo Institucional M.C. Francisco Márquez Salcido Director Administrativo

Universidad Autónoma de Sinaloa Dr. Juan Eulogio Guerra Liera Rector Dr. Jesús Madueña Molina Secretario General M.C. Manuel de Jesús Lara Salazar Secretario de Administración y Finanzas Dra. Ilda Elizabeth Moreno Rojas Directora de Editorial

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NO MIRAR

TRES RAZONES PARA DEFENDER LAS

NARCOSERIES AINHOA VÁSQUEZ MEJÍAS

98 COLECCIÓN FLOR DE ARENA Universidad Autónoma de Chihuahua Universidad Autónoma de Sinaloa Chihuahua, México, 2020 5

Primera edición: 2020 Vásquez Mejías, Ainhoa No mirar, tres razones para defender las narcoseries — México: Universidad Autónoma de Chihuahua. 144 pp. (Colección Flor de Arena, 98) ISBN 978-607-536-047-8 978-607-737-290-5 Literatura

Edición: Dirección de Extensión y Difusión Cultural. Director: M.L. Ramón Gerónimo Olvera Neder Jefe Editorial: Berenice León Galindo Producción: Susana Cristina Perea Ochoa Diseño e ilustración de portada: Ángel Javier Machado Favela Prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del contenido de esta obra por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, en cualquier forma, sin permiso previo por escrito del autor y de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Derechos Reservados para esta 1a. edición 2020 © Ainhoa Vásquez Mejías © Universidad Autónoma de Chihuahua Campus Universitario I s/núm. Chihuahua, Chih., México. C.P. 31178 Correo: [email protected] Teléfono: (614) 439-18-53 D.R. © Universidad Autónoma de Sinaloa Blvd. Miguel Tamayo Espinoza de los Monteros 2358, Desarrollo Urbano 3 Ríos, 80020, Culiacán de Rosales, Sinaloa www.uas.edu.mx Dirección de Editorial http://editorial.uas.edu.mx ISBN 978-607-536-047-8 978-607-737-290-5 6

A mi mamá, María Loreto Mejías Silva, por el hilo que hemos tendido a través de las narcoseries y a pesar de la distancia.

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AGRADECIMIENTOS

A mi mamá, María Loreto Mejías Silva, porque por ella aprendí a ser televidente activa y desde hace diez años me acompaña a ver narcoseries. A mi papá, Alexis Vásquez Henríquez, que se sumó desde siempre y entusiasta a esta tarea televisiva. A mis hermanas María Gracia y Carmina, mis mejores amigas y mis mejores críticas. A Ramón Gerónimo Olvera por hacer de Pepe grillo para que este libro fuera posible y por sus gestiones en la publicación. A Danilo Santos e Ingrid Urgelles, mis compañeros académicos, porque emprendimos juntos este viaje al fondo de la narcocultura. A Nattie Golubov, que durante dos años me apoyó en mi investigación posdoctoral, de la cual se deriva gran parte de este texto. A Mariana Aparicio, a quien conocí en este proceso, me enseñó todo lo que sé sobre la vida académica mexicana y, además, fue y es mi pilar emocional. A Diego Bugueda por tantos debates con tantos cafés. A Carlos García, que me regaló la primera televisión que tuve en México. A Javier Norambuena por las largas e intensas conversaciones sobre este y otros temas. A Pedro Giunti por darme su visión desde el mundo actoral y creativo. A los más importantes, Alba López Gamboa, Alejandro Corona Ocehlo, Andrés Aguilar Rosales, Dolores Katsougris, Paula Córdova García, Dhara Solórzano, Irma Vargas, Edgar Mejía, Lilia Camiña y Fernanda Ramírez, mis estudiantes del Seminario de Estudios Culturales del Colegio de Letras Modernas que se sumaron a este proyecto con ideas nuevas. 9

A Georgina Aldaba por ser vigilante atenta en la construcción y aplicación de la encuesta. A mi casa, el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. A la Universidad Autónoma de Chihuahua y a la Universidad Autónoma de Sinaloa, por el apoyo para la publicación del libro. Y al Proyecto de Investigación Fondecyt Nº 1190475 «A punta de balas y excesos: marginalidad social y literaria en la nación neoliberal en narcorrelatos chilenos del siglo XXI», del cual soy Investigadora externa asociada.

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ÍNDICE

Prólogo ............................................................................13 INTRODUCCIÓN .......................................................17 El inicio en el paraíso ......................................................17 De narcotelenovelas, narcoseries y otras clasificaciones .19 Detractores y apologistas. Apuntes a la polémica ...........25 Las narcoseries y yo. El origen de este libro ....................34 RAZÓN 1 .......................................................................39 LAS NARCOSERIES CUESTIONAN LOS ROLES DE GÉNERO Las dueñas del paraíso .....................................................41 El nuevo macho pecho peludo ........................................57 RAZÓN 2 .......................................................................69 LAS NARCOSERIES DENUNCIAN UN ESTADO CRIMINAL Sobre la idea de Estado criminal .....................................71 Estados Unidos en la narcoficción mexicana ..................81 Los espectadores opinan .................................................89 RAZÓN 3 .......................................................................95 LAS NARCOSERIES DEJAN UNA LECCIÓN MORAL Nothing Here… but ........................................................97 Si te portas mal, te va mal ..............................................112 11

CONCLUSIONES ......................................................119 Referencias ....................................................................129

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PRÓLOGO

Se le acusa a Don Quijote no poder separar la realidad de la ficción y en función de eso alucinar con molinos, doncellas e ínsulas. Su aventura es la del hombre traspasado por la ficción. Su ficción es la más intensa de las realidades. El Ingenioso Caballero de la Mancha es todo ingenio, inteligencia y gracia. Parte de nuestra clase política cuando aborda el fenómeno de la violencia parece tuviera el síndrome del Quijote al confundir la realidad con la ficción; pero la postura es realmente opuesta. Por incapacidad que no por confusión alucinatoria ante el fracaso del combate en la guerra contra el hampa, se muestra una posición de condenar las «narcoseries» y «narcocorridos» como los responsables de la violencia. Su actitud es toda monótona, torpe y fingida. Esconderse de los fracasos en la ficción, para no soportar el peso de la realidad. En esta ecuación política transcurren las ideas que expone la investigadora Ainhoa Vásquez Mejías en No mirar: Tres razones para defender las narcoseries. Libro dotado de una visión perspicaz, lejos del falso prejuicio académico que divide alta y baja cultura, Ainhoa observa y señala el fenómeno de masas de las narcoseries. Lo hace sin prejuicios ni poses, pero con un amplio acervo que le permite ofrecernos una panorámica inteligente y sistémica. Sus ideas presentan una óptica particular, con una visión altamente crítica engendrada desde la modernidad tardía o posmodernidad, pero su proceso de argumentación lógica es claro, 13

ordenado y en ocasiones estructuralista. Esto le da un rasgo de complejidad y riqueza único para el lector. Analiza con radicalidad el hecho político, más allá de las coyunturas y sucesos sociohistóricos de las series que aborda, es incisiva en los juegos de poder del Estado y las construcciones reales e imaginarias ante las cuales se desarrolla un discurso censor que no viene a ser sino una prolongación de estrategias como el biopoder y la relegación de lo popular en el plano de la discusión pública. En un intento de síntesis siguiendo el libro de Ainhoa, la producción de las narcoseries se da por una ausencia y un excedente. Frente a la incapacidad de las narrativas oficiales para explicar la impunidad, el narcotráfico, las fugas de los penales, los feminicidios, surge entonces un vacío que va de explicación al caos evidente. En la revolución mexicana fue el corrido quien cumplió con la función de rescatar esas versiones alternativas y anónimas, que con el paso del tiempo resultan mucho más coherentes. En ese sentido, nuestra autora reivindica lo popular y se opone a la generalización de que por ese origen indeterminado y «poco letrado» las explicaciones de la gente carecen de racionalidad. Pero también las narcoseries surgen de un excedente, lejos de la concepción del narcotráfico de décadas anteriores, donde se percibía como una realidad presente pero lejana de la práctica cotidiana. Hoy día, este fenómeno lo toca todo, su omnipresencia se filtra en contenidos, plataformas de enunciación y necesariamente detona una necesidad de consumo. No tanto para que la sociedad se refleje en el espejo sino como muestra que no puede salir del mismo. El mercado, la relativización juegan un papel determinante. Pero, ¿qué realidad cultural existe fuera del mercado? La verdad apela a un sentido de minusvalía y la censura, lejos de fomentar la distancia crítica, agrava el fenómeno. Estamos ante un pantano de incertidumbre. Y no podríamos exigirle otra cosa a las narcoseries, nuestro proyecto civilizatorio se mueve en este mismo fango. 14

La televisión ha pasado por distintas etapas. Desde la ingenua condena hasta su glorificación. A final de cuentas es un medio donde se gestan batallas por el sentido y la interpretación de la realidad. El proyecto letrado, de manera tramposa, nos hizo creer que el libro era el único depositario del conocimiento. Esto generó una casta intelectual, más preocupada en validar el conocimiento por la plataforma en que es enunciado, que en el contenido del mismo. En este siglo sabemos que esto no es preciso. Ainhoa pertenece a esa estirpe de intelectuales que sabe que el pensamiento debe explicar la realidad inmediata, que por supuesto el corpus de conocimiento da profundidad a los enfoques y consistencia al debate. Eso lo logra de sobra, pero también tiene conciencia, ella lo aduce a su influencia Benjaminiana de que el pensamiento debe decirle algo a los ciudadanos de a pie. Si bien existen ensayos y artículos brillantes sobre el tema, su libro viene a llenar un vacío, lo hace de manera lúdica, documentada y sobre todo provocadora como está llamado a ser el pensamiento en este siglo XXI que da tumbos como un ebrio salido de la más infame y radical de las borracheras. Quien lo lea no se sentirá siempre cómodo, tendrá ganas en ocasiones de dialogar directamente con la autora, en otras de disentir y discutir. Justo por eso es un texto tan importante en los estudios culturales sobre el tema de la violencia y del narcotráfico. Ramón Gerónimo Olvera

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INTRODUCCIÓN

El inicio en el paraíso La primera ficción sobre narcotráfico que vi fue Las muñecas de la mafia (2009) a principios del 2010. La vi en DVD porque un amigo colombiano, que sabía que yo trabajaba violencia de género en producciones televisivas, me la trajo en unos de los viajes a su tierra. Estoy casi segura de que no me demoré más de dos semanas en acabar los más de sesenta capítulos. Pocos días después comencé Sin tetas no hay paraíso (2006) porque me gustó este tipo de series, diferentes a las telenovelas clásicas, y porque averigüé que era el antecedente imprescindible, la primera narcoserie que retrataba el mundo de las mujeres vinculadas emocional y económicamente a narcotraficantes. Sin tetas no hay paraíso, ficción televisiva del libro homónimo del colombiano Gustavo Bolívar (2005) y emitida por primera vez el 16 de agosto del 2006 por Caracol Televisión, significó una gran revolución en la televisión colombiana y, principalmente, en el formato de melodrama tradicional. En cuestiones formales, no contaba con los cien capítulos estándar que acostumbramos, ni un extenso período de emisión, de hecho, sólo tiene un poco más de veinte episodios y estuvo al aire nada más que un par de meses. De todas formas, eso bastó para revolucionarlo todo. La muchacha linda, buena y pobre, que ascendía socialmente mediante el amor y el matrimonio casto con un heredero, fue abruptamente desbancada por la ambiciosa Catalina, que 17

soñaba con llenarse de silicona para gozar de los beneficios económicos de ser amante de un criminal. Los personajes y la historia melodramática habían cambiado. Sin tetas no hay paraíso se ganó la fidelidad y la aprobación de los espectadores. Ganó, además, seis premios India Catalina y dos premios TVyNovelas, sin embargo, junto con el reconocimiento vinieron también los detractores, entre ellos, Eric Duport Jaramillo, el presidente de la Cámara de Comercio de Pereira, que acusó a la ficción de promover estereotipos y atentar contra la dignidad de las mujeres pereiranas, durante una entrevista que le realizaron para la Radio W (Monroy y Cabrera, 2006). En la misma línea, la periodista María Jimena Duzán (2006), criticó a Bolívar en el diario El Tiempo por sugerir que estábamos ante una serie de corte educativo; para ella, las niñas expuestas a esta ficción no se harían conscientes de los peligros que corren al entrar al mundo del narco, sino que aprenderían de qué tamaño le gustan los senos a los traficantes. Culpó, así, al escritor, de relatar un problema grave con liviandad, a través de estereotipos, y con el fin exclusivo de ganar audiencias. Me parece importante señalar, sin embargo, que la misma Duzán reconocía no haber visto más que un par de capítulos. La crítica académica tampoco permaneció ajena a esta disputa. Sin tetas no hay paraíso es la narcoserie a la que mayor número de páginas se le ha dedicado en artículos académicos, bastante más matizados en sus apreciaciones. Aldona Bialowas Pobutsky (2010), por ejemplo, a pesar de que encuentra en esta ficción un argumento simple, distorsionado y exagerado, la considera positiva, por cuanto ha propiciado una catarsis en los televidentes y un debate sobre las consecuencias del narcotráfico. Lina Aguirre (2011), por otra parte, aunque acepta que la serie exhibe el fracaso de buscar la felicidad en una cirugía plástica, agrega que se minimiza la constricción que sufren las mujeres al someterse a un ideal corporal, por cuanto Catalina se decepciona por no ajustarse a los parámetros físicos impuestos. La misma idea de Miguel Cabañas (2012) quien reflexiona que, a la vez que la serie 18

visibilizaría la violencia patriarcal, estaría también abonando a que se reproduzca este sistema, producto de la exhibición de cuerpos voluptuosos, sexo y lujos. Daniela Renjel (2016) discute estas ideas, principalmente con Aguirre (2011), pues para ella la narcoserie mostraría la miseria moral de la protagonista y la vacuidad de someterse a los moldes de belleza. Agrega que el suicidio de Catalina es un acto de libertad, el único acto de posesión de su cuerpo, lo que rompería con el melodrama tradicional. Independiente de las críticas y apologías que se realizaron, desde distintos ámbitos, a la narcoserie Sin tetas no hay paraíso, nada detuvo su éxito. A la versión colombiana se sumó la española del mismo nombre, exhibida por Telecinco y que contó de tres temporadas desde el 2008 al 2009. Asimismo, también en el 2008, se estrenó la versión internacional de Telemundo Sin senos no hay paraíso. Producto del elevado rating que obtuvo la cadena estadounidense, en conjunto con Fox Telecolombia, decidieron producir nuevas temporadas a las que llamaron Sin senos sí hay paraíso (2016) –basada en el nuevo libro de Gustavo Bolívar, Sin tetas sí hay paraíso (2015)– y El f inal del paraíso (2019). El éxito apabullante de esta narcoficción pionera, provocó la creación de muchas otras como El cártel de los sapos (2008), adaptación de las memorias del ex narcotraficante Andrés López López, hoy guionista estrella de Telemundo y que tuvo una segunda temporada (2010); la ya mencionada Las muñecas de la mafia (2009) y su segunda temporada (2019) y el gran hit que significó El patrón del mal en el 2012. De narcotelenovelas, narcoseries y otras clasificaciones Las discusiones sobre sus alcances éticos y educativos se fueron incrementando en la medida en que fueron cautivando mayores audiencias y que comenzaron a producirse de manera desmedida. El tema de la definición fue también un elemento de consideración, principalmente, para los académicos que amamos catalogar. Hasta ahora, entre los investigadores prima la denominación de narcotelenovela, 19

pues no se considera tanto la cantidad de capítulos y temporadas, como el horario de transmisión y el sustrato melodramático que se mantiene (aunque con alteraciones evidentes). Daniel Renjel (2016) se adhiere al concepto de narcotelenovela, entendiéndola como un subgénero que parte de remanentes melodramáticos para presentar historias ficticias. Las divide en dos tipos: «las de contorno narco y las de contexto narco, que serían las narcotelenovelas propiamente dichas, es decir, las que tratan de una temática cualquiera, generalmente amorosa, en un contexto «narco», y las que tienen como parte estructural de la trama el tema del tráfico de cocaína u otros estupefacientes» (94). Con menor profundidad, Karina Tiznado (2017), las refiere como un subgénero de la telenovela tradicional latinoamericana, a pesar de que en su tesis termina por considerar que estas se desprenden del relato clásico; lo mismo ocurre en el caso de Katherine Fracchia (2011), quien utiliza el término de narco-telenovela, asegura que estos productos tienen muchos temas en común con la telenovela clásica y, sin embargo, ahonda más en las diferencias que en las semejanzas. María Dolores Ordoñez (2012), por su parte, propone que estamos ante una telenovela moderna que quiebra el formato tradicional al cuestionar los estereotipos de buenos y malos y la idea de un mundo conducido por la moral. Palaversich (2015), Delgadillo (2017), Durán (2018) y Rocha (2018), también optan por la denominación narcotelenovela, sin hacerse parte de la discusión por la pertinencia de utilizar este término. Finalmente, Villasmil Faría (2015) alterna entre narcotelenovela y narconovela; Romero Rincón (2015) utiliza indistintamente narcotelenovela y narcoserie, mientras, Andrés Di Leo Razuk, et al. (2018) mencionan una vez el concepto de narcoserie para, luego, variar entre «serie» y «telenovela». Otros académicos, han profundizado además, en el género híbrido que representan estas ficciones. Si no podemos insertarlas del todo en la categoría de telenovela, ya que no se respeta el sentido melodramático clásico –no tenemos una 20

lucha visible entre villanos y héroes–, se hace necesario pensar en los formatos con los que colinda. Así, a pesar de inclinarse por la clasificación de narcotelenovelas y considerarla parte de la telenovela moderna, Mireya Cisneros y Clarena Muñoz (2014) destacan la incorporación del género policiaco y el thriller, al igual que Santiago Juan Navarro (2018), quien propone que estamos ante un «género híbrido que se alimenta de los cánones de la telenovela tradicional a los que suma otros procedentes del thriller criminal, las películas de gangsters y el cine de acción hollywoodiense» (25). Martínez-Moreno (2017) propone insertarlas en la clasificación: «drama criminal gángster» (36). Sin duda, este tipo de ficciones mantienen todavía algunos elementos melodramáticos, sin embargo, ha tributado de muchos otros formatos televisivos y, actualmente, difiere de las telenovelas en aspectos fundamentales. Tal como lo explica el académico colombiano Omar Rincón (2015) en el artículo «Amamos a Pablo, odiamos a los políticos», la narcotelenovela (como él la llama) se distancia de una telenovela clásica en este sentido: a) tienen verdad documental y tono casi neorrealista sobre este fascinante pero cotidiano mundo prohibido del narco, y así se olvida el amor como eje; b) la vitalidad del lenguaje y de la estética lleva a que no haya moral salvadora o dignificante, como existe en las telenovelas convencionales; por el contrario, aparece esa moral posmoderna del todo vale para tener billete y ser exitoso; c) el tono no es de melodrama sino de tragedia anunciada, pero con modulación de comedia; d) los personajes responden a la estética del grotesco del nuevo rico, del sujeto aspiracional de la sociedad de mercado, ese que desde sus modos de vestir y actuar ya produce escalofrío o risa; e) su ritmo es frenético, su exceso es alucinante y sus lenguajes, realistas, con lo que se derrota la lentitud y solemnidad de la telenovela (95).

Por las razones que expone Rincón y porque considero que son más los elementos divergentes que en los que compatibiliza, en lo personal, prefiero la denominación que se le ha dado en México: narcoseries. Este término ha sido 21

bastante adoptado también por políticos mexicanos, prensa mexicana y por académicos de diversas latitudes como Alfredo Cid (2012), quien igualmente alude a la mezcla entre la telenovela y la serie anglosajona; Rodríguez Clavijo (2017); Sánchez Ríos (2017); Saldívar Arreola y Rodríguez Sánchez (2018); Becerra Romero y Hernández Cruz (2019) y Hernández Domínguez (2019), la que menciona no sólo a producciones colombianas y mexicanas, sino que agrega italianas como Gomorra (2014-); españolas como Fariña (2018) y estadounidenses como The Wire (2002-20108) y Breaking Bad (2008-2013). Sin embargo, tal como ocurre en el caso de narcotelenovela, ni periodistas ni investigadores se han dado a la tarea, hasta ahora, de cuestionar o explicar los motivos para privilegiar un concepto sobre otro. Intentaré, por tanto, hacer mi parte y exponer brevemente el porqué de mi elección. Como mencioné antes, en general, narcotelenovelas y narcoseries se intercambian sin mucha precisión y eso se debe a que, efectivamente, tiene características de ambos formatos. Rosemary Huisman (2005), en su libro Narrative and Media, asimila la soap opera a la telenovela en términos de estructura narrativa, por cuanto: «dialogue, rather than action is the usual nature of interaction in the soap opera genre (compare the usual ‘interaction’ of violence in the genre of action drama), this means that talk between characters is the main of the soap opera narrative» (184). El diálogo, las conversaciones y las introspecciones de los personajes, tan características de la telenovela clásica y de la soap opera estadounidense, también están presentes en las ficciones sobre narcotráfico. Vemos sufrir a Pablo Escobar en El patrón del mal (2012), tanto como llegamos a conocer la interioridad, las debilidades y fortalezas del señor de los cielos, después de siete temporadas o de la reina del sur, quien, tanto en la primera como en la segunda temporada, se la pasa hablando de sus sentimientos. A ello agregamos lo que propone Marcia Trejo (2011), la que define a la telenovela como: «un melodrama televisado 22

cuya historia se cuenta en capítulos o episodios seriados que deben seguirse consecutivamente para comprenderla. Por lo general gira en torno a una línea amorosa y una serie de dramas e intrigas que se estructuran con la intención de generar suspenso y así garantizar el seguimiento de la anécdota» (27). Las ficciones televisivas del narco mantienen esta estructura, debemos verlas capítulo a capítulo, lo que se refuerza con el resumen que nos presentan de lo que ocurrió en el episodio anterior y los avances del siguiente. En caso de que nos hayamos perdido alguno, no hay problema, porque a lo largo de la emisión nos irán repitiendo, a modo de recuerdo, lo que será importante para entender lo que viene. Y, aunque la línea amorosa se encuentra desdibujada, los amores imposibles siguen siendo un aspecto importante: Teresa Mendoza no deja de enamorarse de los hombres equivocados, Mónica Robles insiste, hasta su muerte, en su propósito de ser feliz junto a Aurelio. Y si no hay suficiente amor, hay tanta intriga que los espectadores son fieles, incluso, a lo largo de los años que duran las emisiones. A estos rasgos, sin embargo, se oponen otros que son básicos en cualquier estructura melodramática. La lucha entre el bien y el mal debiera permanecer si queremos definirla como una telenovela. Aun más, tras muchas peripecias, el bien siempre debería salir triunfante contra el vicio. Es por ello que en todo melodrama los personajes son opuestos y representan una contraposición de valores: héroe-heroína y villanos, sin que exista entre ellos ninguna conciliación (Trejo, 2011). En este tipo de seriados, no hay personajes que puedan circunscribirse por completo al polo del bien o del mal, sino, al contrario, fluctúan entre ambos. El final feliz tampoco existe, porque el amor es derrocado por la violencia: volvemos al ejemplo de Mónica Robles que muere en la quinta temporada de El señor de los cielos (2017) y agregamos a Señorita Pólvora (2014) que es acribillada junto a su amado Miguel. Estos quiebres con el melodrama me hacen pensar que no podemos categorizarlas como narcotelenovelas. 23

Por otro lado, en las series: «it is the group of characters and the possibilities of their interaction that drive the actions in the plot» (Huisman, 2005, 177). Las introspecciones tienen un menor peso, porque lo relevante son las acciones de los personajes, tal como se promocionan las ficciones de narcotráfico. Aunque la interioridad de los personajes es ineludible de abordar, hay también bastante violencia y balas. Asimismo, la serie permite una cierta flexibilidad en cuanto a tópicos, al ser: «un formato complejo y heterogéneo en el que debemos incluir temáticas y contenidos muy diversos que van desde la acción hasta el misterio y la intriga» (Carrasco, 2010, 187), lo que permite esa mezcla entre amor y acción. Finalmente, en cuanto a sus características estructurales se considera que son: «an ongoing story, told in serial fashion from week to week […] each episode ends with an implicit «to be continued» and in that sense is potentially a never-ending story» (Carroll, 2001, 19), es decir, al igual que las telenovelas, se compone de episodios que deben seguirse, pero con la posibilidad de continuar la historia durante muchos años. Recapitulemos. Aunque es innegable que en estas ficciones se mantiene el componente melodramático (como analizaré en la tercera razón de este libro), hay ciertos ejes básicos que están más imbricados que en una telenovela clásica. Sería arriesgado apostar que permanece incólume el aspecto romántico, la lucha entre héroes y villanos o la virtud injustamente perseguida. Es cosa de ver unos cuantos episodios para entender que el amor no es el eje y que es difícil identificar la virtud o diferenciar héroes de villanos. Además, las telenovelas suelen presentarse en una sola exhibición de cien capítulos aproximados y cincuenta minutos de duración, tal como ha definido Nora Mazziotti (1993). Al contrario, este tipo de seriados, aunque pueden pensarse en un principio como productos unitarios, según el rating agregan temporadas que, como las series, pueden durar años. Es el caso ya mencionado de Sin tetas no hay paraíso, pero que igual aplica para El señor de los cielos (2013-2019); 24

La reina del sur (con una primera temporada en el 2011 y la segunda en el 2019) o Las muñecas de la mafia (2009) que comenzó su segunda temporada luego de diez años (2019). Detractores y apologistas. Apuntes a la polémica Ajenos a la discusión conceptual, pocos se han mantenido al margen, en cambio, de la discusión ética respecto a los efectos negativos que podrían tener estas producciones en los espectadores. En julio del 2019, el Secretario de Relaciones Exteriores mexicano, Marcelo Ebrard reavivó una polémica que parecía haber amainado en los últimos años. ¿Cuál es la imagen que proyectan las narcoseries?, ¿Tienen elementos positivos?, ¿debemos detener su producción?, ¿dañan la imagen de México en el extranjero? Según dijo el político morenista en el Consejo de Diplomacia Turística, este tipo de productos culturales promoverían una imagen negativa e injusta del país a nivel internacional, por lo que llamó a los guionistas y directores a que escribieran otro tipo de ficciones exaltando los aspectos positivos de México (Langner, 2019). El crítico de televisión, Álvaro Cueva (2019), aprovechó la ocasión para arremeter contra las narcoseries en su columna de Milenio, declarando que le hacen un gran daño a México, pues, según considera, hacen apología al narco, al asesinato, a la trata de personas, entre otros delitos. Este debate que comenzó con Sin tetas no hay paraíso (2006) en Colombia, también se instaló con fuerza en México. En el año 2016, Imagen TV, Televisa y TV Azteca transmitían en horario estelar tres narcoseries: Perseguidos (llamada primero El capo, 2016), La reina del sur (2011) y Rosario Tijeras (versión mexicana, 2016). Frente a ello, la diputada Lía Limón y el senador Zoé Robledo –presidentes de las Comisiones de Radio, Televisión y Cinematografía del Congreso de la Unión de México– junto a la Asociación civil A favor de lo mejor, generaron una campaña mediática denominada «No a las narcoseries» y llevaron a la Secretaría de Gobernación una carta pidiendo que se limitara su horario de transmisión en la televisión abierta. Su intención era que 25

este tipo de programas se exhibieran después de la medianoche, con el argumento de que promueven el estilo de vida de los criminales, hacen una apología al delito, se constituyen en un modelo aspiracional para los jóvenes por la falsa promesa de enriquecimiento fácil, además de que exponen a la audiencia a un contenido violento. Que los gobiernos critiquen a las series sobre narcotráfico y busquen convencer, tanto a productores de no hacerlas como a televidentes de no verlas, no resulta tan extraño. Las narcoseries transmiten una visión incómoda a nivel turístico porque revelan problemas de corrupción y violencia que no queremos asumir. La televisión, de alcance masivo y de forma más trivial, se sumó a lo que ya había empezado a ocurrir en el terreno creativo, cuando novelistas, artistas plásticos, dramaturgos, comenzaron a utilizar el arte para denunciar las consecuencias de la guerra contra el narcotráfico impulsada por Felipe Calderón (2006). El caso de la artista sinaloense Teresa Margolles fue bastante sonado, por cuanto, en el 2009 fue seleccionada con su obra ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, para representar a México en la Bienal de Venecia. Sus siete piezas mostraban las heridas causadas por la violencia que impera en el norte de México, a través de registros sonoros y visuales. Las instalaciones constaban de residuos de sangre, lodo y cristales que ella misma recabó de las escenas de crimen («¿De qué otra cosa podríamos hablar?», 2009). Como se puede intuir, la selección de Margolles y de su obra como representante de México para esta exhibición internacional, generó una gran polémica. Similar a los argumentos de Ebrard para atacar a las narcoseries, la artista sinaloense fue acusada de mostrar una imagen negativa e injusta de México en el extranjero. El resultado fue que la Secretaría de Relaciones Exteriores decidió no participar en la Bienal y Alberto Fierro Garza, director general de asuntos culturales de la cancillería, y uno de los responsables de esta selección, fue reasignado al consulado de Florida. Como expresa Willivaldo Delgadillo (2016), la selección de 26

Margolles «resultó contraproducente a los objetivos de proyección positiva de México que habían originado la participación oficial del país en la Bienal» (222). Así, pareciera que la televisión sólo ha venido a complementar esta visión crítica y desencantada de México, que desde hacía varios años ya estaba propagando el arte; un enfoque no conveniente para los gobiernos, por revelar internacionalmente la realidad violenta del país. Por supuesto, mucho más que el arte de Margolles, crítico y lúcido, son las narcoseries el foco predilecto para el ataque de políticos, periodistas y académicos. Y los académicos han sido igual o mayormente duros con estos productos, algunos con argumentos razonados y otros desde la visceralidad. Arnoldo Delgadillo (2017), por ejemplo, es de los segundos. En un artículo titulado «Televisión y narcocultura. Cuando los narcos se ponen de moda», asegura que está comprobado (aunque nunca dice comprobado por quién) que la televisión tiene efectos de reproducción en las audiencias, que es un medio de alta incidencia social y que, en este caso, las narcoseries atraen a los jóvenes a las organizaciones delictivas. Para él, parece evidente que este tipo de productos insta a los más vulnerables a ingresar en las filas del narco, por lo que culpa a la televisión de la criminalidad en México. Incluso más reduccionista y naif que los políticos y periodistas, para él, deberíamos censurar este tipo de programas para acabar con la delincuencia, el narcotráfico y la violencia. Crítica, pero mucho más inteligente y fundamentada de manera teórica-histórica, es la postura de Sayak Valencia y Katia Sepúlveda (2016), quienes acuñan el término fascinante violencia –una apropiación del concepto fascinante fascismo de Susan Sontag– para referir la estética de la violencia en la cinematografía nazi, trasladada al contexto mexicano1. Para 1

«Definimos la fascinante violencia como una tecnología de seducción visual que se apropia de los afectos y apela a los códigos de emotividad e identificación, en la media que crea un simulacro de comunidad extensa enraizada en los valores del capitalismo gore y su culto a la violencia como herramienta de control, de trabajo y de filiación

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ellas, las narcoseries como El señor de los cielos (2013-2019), Breaking Bad (2008-2013), La reina del sur (2011) y Sense 8 (2015), glamurizan la vida de los narcotraficantes, a través de la exhibición de sus lujos y mujeres y naturalizan la violencia al retratar muertes sangrientas y espectaculares que seducen a los espectadores. Todo ello con el fin de rentabilizar el sufrimiento de las víctimas del narcotráfico. A la par, abren la discusión en torno a la identificación del espectador con modelos masculinos destructivos, porque consideran que estos productos exaltan la figura heteropatriarcal del narcotraficante, en términos de poder y violencia. Otro de los fervientes detractores de estos productos televisivos es el escritor Alejandro Páez Varela, a pesar de que su trilogía del desencanto (Corazón de Kaláshnikov, 2009; El reino de las moscas, 2012 y Música para perros, 2013) se enmarca en lo que se ha denominado narcoliteratura. En noviembre del 2018, realizamos un encuentro de académicos y escritores en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en conjunto con la Pontificia Universidad Católica de Chile y como culminación del proyecto Fondecyt Narcoestética: apropiaciones de un modelo cultural México-colombiano para la constitución de un nuevo formato literario y audiovisual en Chile (2015-2018), que tuvimos con Danilo Santos e Ingrid Urgelles. La idea era discutir los alcances éticos de las narcoficciones entre escritores dedicados a escribirlas. Páez Varela interpeló a Alejandro Almazán y a Juan Carlos Reyna por «envenenar» la mente de los jóvenes mexicanos con las «porquerías» de narcoseries. Dijo algo como: «Yo nunca he visto ni un capítulo de esas narcoseries que ustedes hacen, pero me basta ver la publicidad para saber que si hay un tipo mamado están haciendo apología». social. De esta manera, la fascinante violencia hace una triangulación entre el régimen biopolítico (que gestiona a las poblaciones), el necropolítico (que gestiona las técnicas de la muerte y las rentabiliza) y la psicopolítica. Esta última apuesta por la producción de un psicoprograma g-local, que desrealiza la gravedad de la violencia real y produce lo live para minimizar los escombros de los cuerpos violentamente destrozados y exhibidos» (84).

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La vehemente intervención de Páez Varela es compartida por políticos, periodistas y académicos, que muchas veces asumen no ser asiduos de estos productos y que consideran que no es necesario conocerlos a fondo ni ver los capítulos para entregar una opinión. Recordemos que la periodista colombiana María Jimena Duzán (2006) indicaba lo mismo respecto a Sin tetas no hay paraíso. Y esto resulta ser bastante frecuente entre académicos que estudian y reflexionan acerca de las narcoseries. Principalmente, se observa en investigadores que han realizado estudios de corte cualitativo, entrevistando a posibles consumidores. Claudia Cárdenas (2016) admite haber visto veinticinco capítulos, sin referir cuáles vio o cuál fue el criterio de elección, sin embargo, sentencia: «las narconovelas no han hecho más que ‘normalizar’ y mantener la industria del narcotráfico a través de programaciones televisivas que terminan por hacer una apología del delito» (19). De los trecientos adolescentes encuestados (entre los trece y quince años de un colegio de Cuenca, Ecuador) desprende, no obstante, un dato interesante: «el porcentaje que desconoce esta programación es bastante alto, por lo cual se podría decir que no es un espectáculo de moda hoy por hoy entre los adolescentes encuestados» (47). Gran parte de las investigaciones que indagan en los consumidores responden a prejuicios similares a los referidos, por lo tanto, las encuestas son dirigidas a reforzar estas impresiones. Ximena Manrique (2014), de un universo de dieciséis jóvenes, de distinto estrato social y entre los dieciséis y veinticinco años, los hizo observar un breve fragmento de El patrón del mal en que la madre del capo lo aconseja: «El día que usted haga algo malo, hágalo bien hecho, no sea tan pendejo de dejarse pillar» (70). Luego, preguntó qué pensaban respecto a este pasaje. Una de las niñas respondió «nos muestran esas novelas y nosotros desde pequeños nos metemos esas ideas en la cabeza, y pues nosotros, viviendo en el entorno que vivimos tenemos muchas posibilidades de seguir esos caminos» (73). Asimismo, otro de los jóvenes 29

argumentó que «se está mostrando un concepto igual a, no es malo hacer trampa lo malo es que lo cojan» (81). A pesar de lo dirigida que se presenta esta encuesta por la escena elegida, los espectadores consideraron que esta serie presenta una imagen negativa de Escobar, como la misma autora asume: «[los participantes] se mantienen firmes en el concepto de que Pablo Escobar no fue un buen hombre» (81). Laura Pérez (2013) buscó confirmar, a través de encuestas, la siguiente hipótesis: «El aumento de las transmisiones de narco novelas en nuestro país, sin horario y sin moderación en su contenido grotesco ha generado un gran impacto en las jóvenes de 15 a 17 años que habitan en el sur de la ciudad de Quito» (64). Para probarla realizó preguntas dirigidas como «¿Ha notado un cambio en su comportamiento (forma de hablar, vestirse, etc.) al ver una de estas novelas?, ¿Cree que gracias a los temas tratados en estas telenovelas ha aumentado la delincuencia, sicariato, etc.? o ¿Cree que estas novelas pueden influenciar para que las personas cambien su apariencia física y su comportamiento?» (68) El 50% de los jóvenes respondió que no había visto ninguna de estas series pero, a pesar de no haberlas visto, el 54% estuvo de acuerdo con que estas series contribuyen al aumento de la delincuencia. La autora concluye que estos productos no tienen elementos positivos y propician que el problema sea invisibilizado, sin embargo, las conclusiones parecen forzadas, puesto que no se vinculan con las preguntas realizadas. Tanto o más sesgada que las anteriores es la tesis de Alejandro Sánchez y Valentina García (2015), quienes quieren comprobar que El cártel de los sapos es responsable del machismo entre los jóvenes universitarios de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. La encuesta se basó en la exhibición de diez minutos en que los personajes expresan una masculinidad hegemónica, lo que pareció suficiente para concluir que los diez estudiantes estuvieron de acuerdo con que los hombres pueden ser infieles y las mujeres no: «Si están con la mujer y le aportan económicamente, ella debe 30

ser propiedad exclusiva del hombre, tal como se muestra en la serie. Esto es un aspecto claro del machismo que ha dejado esta narco telenovela, en la sociedad» (77). Frente a esta conclusión de causa-consecuencia, hecha tan a la ligera, me preguntaría si existe una correlación entre haber visto una serie sobre narcotráfico y el machismo en la sociedad o si no sería la narcoserie un reflejo del machismo actual. En el estudio realizado por Martínez y León (2019) sobre la recepción de El señor de los cielos entre jóvenes de la Calle M de Guayaquil, se indica que sólo un 36% ve narcoseries. A pesar del bajo porcentaje de visualización, ocurre lo mismo que con periodistas y académicos que expresan comentarios enardecidos sin haber visto ni siquiera una serie sobre narcotráfico completa. Así, aunque estos jóvenes claramente no tienen una predilección por estos programas, sí otorgan sentencias claras: el 73% considera que sí influyen en el comportamiento de las personas, el 76% que crean estereotipos y el 40% que enaltece al narco. Aunque no existen preguntas concretas que permitan extraer conclusiones sólidas, los autores imaginan que los jóvenes ven a los personajes de esta narcoserie como un ejemplo a seguir y, por lo tanto, buscarían seguir sus pasos en la delincuencia, con tal de obtener dinero rápido. Jenny Moreno (2016) intentó incluir el factor de clase social en su estudio, al considerar jóvenes entre diez y dieciséis años de un colegio público y de otro privado. Tal como realizó Manrique (2014), Moreno les enseñó un fragmento de El patrón del mal. Sus conclusiones derivaron en que los jóvenes de clase baja «expresan empatía y admiración por los personajes, en especial por el poder y el dinero» (52) y «Consideran que el narcotráfico podría ser una opción de vida» (52), mientras los de clase acomodada: «no sienten empatía por los personajes que representan los narcotraficantes y al contrario expresan que estos son seres malvados y grotescos, por lo cual no se sienten identificados con ellos» (52) y «Consideran que bajo ninguna circunstancia el narcotráfico podría ser una opción de vida» (52). A pesar de 31

que también esta encuesta está bastante dirigida a reforzar los prejuicios de la autora respecto a las narcoseries, resulta interesante que se encuentre con respuestas duales que responden más a la historia personal de los televidentes antes que al contenido transmitido por estos programas. Dos trabajos más y termino con esta revisión que busca demostrar la actitud crítica y demoledora de los investigadores frente a las narcoseries: «La influencia de las narconovelas en el consumo de drogas en adolescentes» de López, Vaque y Arias (2019) e «Influencia de las Narconovelas en el desarrollo de conductas desafiantes en adolescentes de secundaria de Estelí, Nicaragua» de Arróliga, Càlix, Gómez y Solís (2017). Ya desde los títulos se pueden extraer ideas respecto a la intencionalidad de los autores. El primero, demostrar que hay un vínculo entre la adicción a las drogas y la visualización de narcoseries y el segundo, que los adolescentes problemáticos lo son porque consumen este tipo de productos televisivos. Resulta interesante que ambos trabajos concluyan que los jóvenes son vulnerables ante estas ficciones, ya que, por el contrario, los mismos estudiantes son bastante críticos y establecen opiniones contundentes respecto a los efectos nocivos de estos programas. Al menos, en el sentido de que los encuestados indican estar conscientes de que la televisión puede influir en el comportamiento de ciertas personas. Con este tipo de encuestas tan dirigidas y sesgadas es difícil comprobar si las narcoseries son tan dañinas como intentan hacer ver sus detractores. Los censuradores gritan fuerte en cada congreso al que vamos, nos atacan por las redes sociales, nos encaran con resultados mañosamente fabricados. Yo me quedo con lo que dijo el historiador Arturo García Niño, en el primer narco-encuentro académico que tuvimos en el 2016 en el Centro de Investigaciones sobre América del Norte en la UNAM: que durante demasiado tiempo nos han hecho creer que los espectadores son huérfanos neuronales y es hora de que dejemos de subestimar a la gente, hay que sacarse ese prejuicio. Comparto esta 32

postura porque lo que me revelan estos estudios –lejos de plantear espectadores pasivos– es que los jóvenes son tremendamente críticos de los productos culturales que consumen. Quienes ven estas ficciones son capaces de distinguir que el narcotráfico es un problema social grave, que muchas de las narcoseries presentan un grado de machismo alarmante y que, incluso, se corre el peligro de romantizar la criminalidad. Todas las muestras presentan a niños y adolescentes perceptivos y conscientes de lo que observan, tanto en la televisión como en su vida cotidiana. Por supuesto, ni Arturo García Niño ni yo somos los únicos que pensamos de esta manera. Varios académicos se han dado a la tarea de rescatar aspectos positivos de estos seriados, tanto en relación a sus contenidos, como a los efectos catárticos en los espectadores. Omar Rincón (2011) fue uno de los primeros en señalar que estamos frente a un nuevo tipo de televisión testimonial que nos cuenta nuestra historia, a la vez que nos interpela respecto a cómo queremos ser. La narcoserie, para Rincón, es un laboratorio de identidad nacional, un espacio de reflexión en el que la sociedad se ve y se piensa, una combinación entre memoria y contingencia. Daniela Renjel (2016) y Aldona Bialowas Pobutsky (2010) refuerzan estas ideas en el caso de las producciones de Gustavo Bolívar, quien, en sus series denuncia la injusticia social y la corrupción política, propiciando una catarsis y la emergencia de un espectador emancipado que cuestiona, critica y toma conciencia respecto de los problemas nacionales. Reflexiones afines a las expresadas por las académicas colombianas Cisneros y Muñoz (2014), quienes aseguran que más que reivindicar valores negativos, las narcoseries permiten identificar la corrupción de las instituciones y conocer el pasado para explicar el presente. En la misma línea, Epigmenio Ibarra, director de la exitosa productora Argos, responsable de éxitos como El señor de los cielos (2013-2019), Camelia la Texana (2014), Señora Acero (2014-2019), Ingobernable (2017-2018), entre otras, también se ha defendido de los críticos visibilizando sus intenciones. 33

En una entrevista para RT que circula en youtube, asegura que por medio de un producto comercial rentable es posible generar contenidos profundos y que su ilusión es que la televisión propicie cambios en el país: Si las telenovelas sirven para idiotizar también pueden servir para despertar a la gente […] Esa es nuestra pretensión. Que después de cada episodio de una de nuestras series o telenovelas o películas, tú te preguntes y ¿yo qué? y le preguntes a tu pareja ¿y nosotros qué? y te preguntes por el país y te digas ¿dónde estamos? («Entrevista con Epigmenio Ibarra, productor y periodista mexicano», 2014).

¿Cumplen las narcoseries con el objetivo propuesto por Ibarra o, por el contrario, banalizan la violencia y provocan que niños y jóvenes quieran transformarse en narcotraficantes o sicarios? Hasta ahora no tenemos las respuestas. No sé si algún día las tengamos. Auguro que probablemente sigamos cada uno atrincherado en su bando: los que consideran fehacientemente que las narcoseries son dañinas porque apologizan la vida criminal, incentivan a los niños a no estudiar ni trabajar, a buscar ganar dinero fácil, a tener una visión utilitarista de la gente, a sentir que es fácil eliminar a cualquiera y a golpear a las mujeres; y, algunos como yo, que creemos que los espectadores son entes críticos, conscientes y responsables y que, si somos capaces de ver las narcoseries completas –varias de ellas, e intentando dejar de lado nuestros prejuicios–, descubriremos que sí proponen modelos positivos y hasta nos gustará ver reflejada en ellas nuestra historia como comunidad. Las narcoseries y yo. El origen de este libro Yo no siempre vi televisión. Puedo contar con los dedos de una mano las telenovelas que vi de niña y ninguna la seguí completa. De México llegaron a Chile las de Thalía, yo vi algunos pedacitos de Marimar (1994). De Muchachitas (1991) me impactó profundamente la muerte de Federico; de Carrusel (1989) y El abuelo y yo (1992) no tengo grandes recuerdos. Muy poco tiempo después de estas primeras 34

incursiones con el género, dejé de seguirlas porque mi mamá, que trabajaba hasta tarde, decidió que no era bueno que, siendo niña, las viera sin supervisión adulta y saltando de capítulo en capítulo de manera antojadiza. Igual a la mamá de Pablo Escobar, en la cita que tanto les gusta mostrar a los que hacen focus group con espectadores, me dijo que cuando hiciera algo tenía que hacerlo bien y que si veía una telenovela tenía que hacerlo de manera consciente, cada episodio, y no sólo una sino varias similares para poder establecer patrones y llegar a conclusiones pertinentes. Y con ella al lado para compartir opiniones y responderme dudas. Yo tenía diez años y ninguna gana de perder tiempo de juego viendo telenovelas con mi mamá, así que las dejé por completo. No recuerdo haber visto ninguna otra telenovela durante demasiado tiempo. No tenía televisión en mi cuarto y leía mucho. Me empecé a sentir especial por eso, a creerme el cuento de que los intelectuales no consumen cultura popular. Y yo quería ser intelectual. A los dieciocho años entré a la Universidad de Chile a estudiar teoría e historia del arte. En mi primera clase de historia de la cultura el profesor Héctor Palma preguntó quién veía televisión y nadie levantó la mano. Vino, entonces, un gran discurso sobre la importancia de que nosotros, como futuros intelectuales o académicos, comenzáramos a ser partícipes del mundo. Dijo que nadie podía creerse inteligente e iluminado si no sabía lo que estaba pasando a su alrededor. Que la labor del intelectual era ser crítico y para ello no había otra más que conocer el sentir de la gente. Sin televisión no sabemos lo que pasa y si no sabemos lo que pasa, jamás impactaremos en el mundo. Probablemente ese mismo día volví a ver televisión. Cuando llegué a vivir a México mi amigo Charly me regaló una tele que se convirtió en compañera. Veía noticias, telenovelas, películas, incluso los matinales. Vi entera Destilando amor (2007) y recuerdo que, incluso, comentamos el capítulo final en la clase del Dr. Fernando Curiel. La élite intelectual mexicana y los futuros doctores, también veían telenovelas. Me interesó como objeto de estudio, empecé a 35

estudiar la violencia de género y el feminicidio en muchas de ellas. Cuando llegó a mis manos Las muñecas de la mafia (2009) llamé a mi mamá para contarle. Ella también empezó a verla. Tendimos, así, una comunicación nueva a través de estas producciones. Vimos, casi por teléfono, La reina del sur (2011), El patrón del mal (2012) y la primera temporada de El señor de los cielos (2013), y muchas más. Había días en que pasábamos horas en el teléfono desmenuzando el capítulo y comparándolo con las noticias de Colombia y México. Juntas lo hicimos bien. Si iba a ver telenovelas tenía que ver la temporada completa, la mayor cantidad posible, sacar conclusiones, investigar el guion. Así he intentado hacerlo. Creo haberlas visto todas, no por partes ni las más populares, sino todas: colombianas, mexicanas, chilenas, estadounidenses, italianas, españolas. Y he tratado de seguirlas de manera consciente y académicamente: pausándolas, escribiendo impresiones, sacando citas textuales. Son tantas y siguen apareciendo tantas –nuevas, nuevas temporadas, remakes– que pensé que nunca iba a ser capaz de terminar este libro porque siempre estaba a la espera de la novedad. Pero después de diez años sigue habiendo ciertas novedades pero no tantas como para paralizarme en esta escritura. Después de diez años y de haber visto cada capítulo de cada narcoserie puedo reconocer patrones, encuentro elementos positivos y puedo defender que me parece injusta la condena que se hace a este material, principalmente, de tanta gente que acepta realizar una crítica feroz sin haber visto ninguna. En este libro no hablaré de todas. Y como toda elección de corpus siempre es algo un poco arbitrario, me centraré en las más populares, las más criticadas y en las que más me han gustado. El énfasis está puesto en México, pues es aquí donde vivo y donde pretendo que se lea, aunque a menudo recurriré a ejemplos colombianos –y en menor medida, de otros países– para establecer contrapuntos y similitudes. Al final, no menciono tantas, pero sí creo que son suficientes para afirmar que este producto no es malo o dañino per se, 36

que su contenido no propicia la violencia ni hacen apología al crimen, que los jóvenes no se van a querer convertir en narcotraficantes porque ven este tipo de programas. Al contrario, luego de analizar sus guiones soy capaz de descubrir sus bondades y las reflexiones que podrían estar realizando sobre nuestro contexto actual. Este libro, entonces, está dividido en tres razones. La primera es respecto al diálogo que generan en torno a los estereotipos de género, pues veo en las narcoseries un esfuerzo por incorporar este tema en sus personajes, de debatir lo que por años se ha normalizado y desmontar ideas de princesas y príncipes, tan presentes en los melodramas tradicionales. La segunda aborda el intento de estas producciones por cuestionar el rol del Estado en relación al problema del narcotráfico y poner en jaque la visión oficial maniquea de la lucha entre buenos y malos, Estado y criminales. Veo en las narcoseries una crítica a los gobiernos y a las políticas implementadas en esta supuesta «guerra». Esta crítica al Estado, sin embargo, nunca justifica la delincuencia ni la salida mediante la vía paralegal. Al contrario, la tercera razón es que las narcoseries no han abandonado su sustrato melodramático, por ello son moralistas y buscan entregar enseñanzas para el televidente que vive en este ámbito de violencia: no te metas en drogas, no mates, no robes. Si te conviertes en narco o en asesino no hay camino de regreso. La adicción tampoco resolverá tus problemas. Si no reaccionas a tiempo tu final será terrible. Finalmente, quiero dejar en claro que soy consciente de la realidad violenta y dolorosa que vivimos en este momento en México, por ello es necesario expresar que mi defensa es, exclusivamente, hacia este material que ha sido tan denostado. Soy una benjaminiana convencida de que los productos culturales deben asumir un compromiso social y, con mayor razón, esta cajita poderosa que llega a gran cantidad de gente que no tiene acceso (ni ganas de acercarse) al arte de élite, que trasciende horarios y localidades, sin importar edad, género, religión, raza o nivel de escolaridad. 37

Mi apuesta es, por tanto, que las narcoseries han asumido ese compromiso social intentando entretener, por supuesto, pero también queriendo indagar en las raíces de la miseria, la falta de valores y las malas decisiones, individuales y colectivas. Creo que sus guionistas son conscientes de los contenidos que entregan. No obstante, es necesario dejar los prejuicios y acercarse a estas de manera profunda. Si nos quedamos con la propaganda quizás veamos a los narcos como héroes por guapos y si sólo vemos un minuto puede ser justo en el que aflora el machismo y nos perdemos el discurso que le sigue. Las narcoseries no son malas. Acá van mis tres razones.

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RAZÓN 1 LAS NARCOSERIES CUESTIONAN LOS ROLES DE GÉNERO

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Las dueñas del paraíso La representación de las mujeres en las narcoseries ha cambiado mucho desde Sin tetas no hay paraíso (2006) hasta la segunda temporada de La reina del sur (2019). Como adelantamos un poco en la introducción, Catalina, la primera protagonista de este tipo de productos, encarnaba el anhelo de escapar de la pobreza utilizando su cuerpo como medio y su intención era: «siliconear los pezones de manera fast track –pero no certera– en la esperanza de alcanzar los beneficios del poder monetario a cambio de satisfacer los delirios tetónicos de los narcos colombianos» (Santamaría, 2012, 11). Su imagen oscilaba entre la joven pobre e ingenua, obnubilada por las riquezas de los narcotraficantes, y el perfil de una mujer ambiciosa, dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de acceder a una mínima parte de ese lujo, ofreciendo su propio cuerpo para convertirse en amante de un gran capo. Las muñecas de la mafia (2009) no modificaron sustancialmente ese paradigma. Las cinco protagonistas mantuvieron un halo de pureza mezclado con una alta cuota de frivolidad. Desde la más honrada (Brenda, quien debe abandonar su sueño de estudiar porque su padre alcohólico pierde el dinero de la universidad) hasta la más calculadora (Olivia, cuya única finalidad es convertirse en «muñeca» de un capo) terminan por convertirse en amantes, amigas y cómplices de los criminales. Entremedio de ambas, otras jóvenes ejercen varios 41

roles: encargadas de transportar la droga hacia Estados Unidos, hijas de delincuentes que pierden dinero y estatus, hijas de narcotraficantes que deben asumir la responsabilidad del negocio, por poner sólo algunos ejemplos. Ninguna de ellas se salva de las redes de la criminalidad, ni siquiera Brenda, que poco a poco va olvidando su intención de estudiar y termina embarazada de Braulio, el capo extraditado a USA y encerrado en una prisión de máxima seguridad. Definidas como muñecas o mujeres trofeo, a ratos cumplen y no cumplen con los parámetros de las protagonistas de telenovelas clásicas. No cumplen, por cuanto son mucho más activas y resueltas, parecen no tener tiempo que perder y mucho menos esperar a que el destino les ponga en el camino a un joven heredero; sino que toman la iniciativa –mediante acciones de muy cuestionable moralidad– para lograr el anhelado ascenso económico-social. Cumplen, porque, a pesar de que la meta que buscan no responde a deseos altruistas ni éticos, encontramos en ellas cierto victimismo. Antes que sujetos son objetos de narcos que demuestran su poder y riqueza a costa de ellas, así como por el hecho de que muchas se involucran en la mafia por acción masculina, por intervención de sus padres o amantes. La pobreza en la que viven desde niñas es un rasgo que potencia esa calidad de víctimas. La narcoserie colombiana Rosario Tijeras (2010) no hizo más que acentuar este modelo ambiguo. Al igual que en las dos producciones mencionadas, Rosario es presentada como víctima de la injusticia social, de la pobreza, de la falta de una figura paterna y de su madre prostituta. Quizás, a simple vista, con mayor empoderamiento que una víctima del melodrama clásico, por ser capaz de asesinar a sangre fría a cualquiera, aguerrida y sin grandes ambiciones materiales. Una mirada un poco más profunda revela, en cambio, que ese agenciamiento es aparente, ya que la joven no tiene la capacidad de asesinar a sus propios enemigos, sino, por el contrario, es utilizada por hombres realmente poderosos que la contratan para acabar con la vida de otros. En vez de ser 42

objeto-trofeo como Catalina o las muñecas, Rosario es objeto-arma. Víctima, al fin y al cabo, porque en el momento en que decide ejercer su libertad es asesinada. Ninguna de estas primeras narcoseries, a pesar de lo que se puede observar a través de una mirada superficial, logra subvertir en sus protagonistas la condición de víctimas, pues las jóvenes –con muy poca agencia y muy mal utilizada– deben soportar las agresiones de narcotraficantes inescrupulosos, son obligadas a transportar sustancias ilícitas en sus cuerpos-recipientes, o son transformadas en objetos de lujo que permiten a los capos ostentar su poder de adquisición. Así, estas tres producciones siguen divulgando una imagen no tan diferente a las de cualquier telenovela clásica: un prototipo de mujer pasiva, siempre subordinada a un macho dominante. Algunas más violenta o más decididas que sus predecesoras melodramáticas, pero todavía no lo suficientemente activas como para generar una revolución en el modelo. Es muy probable que el modelo televisivo de estas primeras protagonistas se mantuviera fiel a los estudios periodísticos, criminalísticos y sociológicos que las nutrieron. Según ha sido consignado en investigaciones sobre el tema, las mujeres que ingresan en el narcotráfico lo harían siempre motivadas por el vínculo amoroso o familiar con algún hombre (Lagunes y González, 2009; Maihold y Sauter, 2012; Carrillo, 2012; Cisneros Guzmán, 2012). Su función dentro de la organización criminal sería la de servir como objetos: recipientes cuando trasladan la droga en sus propios cuerpos –a quienes en la jerga popular se las conoce como «mulas» o «burreras»– o como trofeos cuando tienen el dinero para moldear un cuerpo escultural: las llamadas «buchonas». Ellas varían de posición en la cadena económico-social según sea su relación sentimental-familiar con el narco, así como el poder que ostente el hombre: Las «buchonas» no solamente se dejan seducir por el dinero, ellas gozan de una vida entre rifles, motos, autos, narcos, sierras, llena de riesgos aunque no trafican, siempre al lado de su narcotraficante. 43

Las «chukis nice» son mujeres generalmente de clase baja, con un chic tendiente al kitch en el uso de sus prendas y su único interés es hacerse de riqueza y alhajas. Las «buchonas nice» en cambio son hijas de narcotraficantes. Ellas se han criado en la narcocultura, con la que se identifican plenamente, aunque también tratan de superarse estudiando. Las que probablemente tienen un camino más difícil al lado del narcotraficante son las «esposas buchonas», ya que a ellas les toca vivir la cotidianidad al lado del buchón, están a merced de sus humores y expuestas en gran medida a una vida violenta (Maihold y Sauter, 2012, 85).

Emma Coronel, la esposa de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo Guzmán, se ha convertido en un prototipo de este tipo de mujer objeto y reflejo de la ambigüedad con que se las analiza. En un inicio, víctima del líder del Cártel de Sinaloa, pues fue seducida por el narcotraficante de más de cincuenta años, cuando todavía era menor de edad; hoy, en cambio, es retratada por los medios como la esposa buchona, cómplice y publirrelacionista de Guzmán («La drástica transformación que vivió Emma Coronel», 2018). Existe, no obstante, una tercera imagen que constituye una cierta salida y un poco más de agencia, la que se acentúa cuando el capo es aprehendido y extraditado a Estados Unidos: ella vuelca la atención de la prensa hacia su historia y se transforma en influencer. Con este acto toma un papel económico activo, rentabilizando su cuerpo como una forma de empoderamiento. Esta producción de capital erótico es la clave de su éxito en el narcomundo (León, 2019). A medio camino entre ser víctimas y ser villanas, las primeras narcoseries –ambientadas en Colombia– tributan mayormente del rol pasivo y sufrido de las protagonistas. Así, estas niñas y mujeres no se separan por completo del molde estudiado por el académico del melodrama José Enrique Monterde (1994) que encuentra en las víctimas de telenovela, la encarnación de la inocencia y la virtud, incluso hasta los límites de la estupidez. Ramírez-Pimienta y Tabuenca (2016) agregan al respecto: «La bondad de las mujeres ha sido uno de los constructos más difíciles de contestar al patriarcado, 44

ya que implica victimización, sumisión, sacrificio, (ab)negación, maternaje. [Este supuesto] entraña inactividad de la víctima, reificación absoluta de la desigualdad y expropiación patriarcal de los deseos de las mujeres» (10). Es por ello que los principales personajes femeninos fueron circunscritos en este rol, siguiendo con una tradición televisiva de mujeres sacrificadas, a pesar de su leve y superficial intento de agencia. Es La reina del sur (2011), en su primera temporada, la que va a romper, o al menos, resquebrajar un poco más, este modelo. Teresa Mendoza también comienza la historia como víctima, como indica Gabriela Polit (2016), se usa «el viejo (y cómodo) recurso literario que mejor justifica a un personaje femenino que detenta el poder: el acto de vejación. Una vez más, la violencia contra el cuerpo femenino es la convención efectiva para transformar a la mujer en un personaje poderoso» (169). Víctima que no se victimiza, sin embargo, porque el Gato Fierros la viola pero ella se defiende disparándole en la cara por voluntad propia, sin recibir ni obedecer órdenes de nadie. Y, desde ese momento, se rebela ante cualquier poder y toma las riendas: huye a España, decide ayudar a Santiago Fisterra a traficar hachís y, posteriormente, se transforma en la líder de un negocio transnacional y una leyenda del narco con la tonelada de cocaína que posee su amiga Patricia O’Farrel. A Teresa Mendoza se le suma Camelia la Texana (2014), mucho más matizada en el papel de víctima. No se deja de lado cierta ingenuidad en ella: a su madre le resulta fácil hacerle creer que está siendo perseguida por el narcotraficante Antonio Treviño (que, en realidad, es su padre) y Emilio Varela también la engaña, enamorándola, para entregarla con su patrón y obtener la recompensa. Pero se invierte pronto ese rol pasivo y Camelia se vuelve fugitiva después de vender los kilos de marihuana que robó su amiga Mireya y de asesinar de siete balazos a Emilio, por haberla traicionado. Con todo ello, no queda más que concordar con Ramírez-Pimienta (2016), cuando se refiere al corrido, anterior a la narcoserie, pero que sirve de inspiración para la 45

ficción televisiva: «cambió el paradigma de la representación femenina en el corrido tradicional al mostrar a una protagonista con agencia» (51). Con el tiempo las mujeres protagonistas se pusieron incluso más violentas. Si Teresa Mendoza dispara en defensa propia y Camelia por decepción amorosa, el extremo es Anastasia Cardona de Dueños del paraíso (2015), que asesina casi con placer y sin culpa, a su esposo. Las razones para ello: Nataniel la engaña con su asistente, la asistente está embarazada y, como si fuera poco, huye dejándola sola con los hombres del cártel enemigo, quienes la violan entre varios y durante toda la noche (nuevamente el motivo de violación, del que habla Gabriela Polit, se hace presente). Anastasia, entonces, lo ejecuta sin remordimientos y así se lo confiesa a un sacerdote: «Yo privé de la vida al único hombre al que he amado. Padre, yo maté a mi esposo. Yo lo maté […]. Que Dios me perdone, pero es que no me arrepiento» (cap.8). Después de eso se queda con el negocio de su marido y se convierte en la líder del narcotráfico en Miami. En el mundo del narco, dicen Ovalle y Giacomello (2006), la violencia es común entre los hombres, la usan para solucionar conflictos, para hacerse respetar por los enemigos, para demostrar poder en los negocios y para controlar a sus parejas afectivas. Al contrario, según Valenzuela Arce (2010), las mujeres involucradas en el narcotráfico, son reacias a la violencia y, más bien, están dispuestas a sacrificarse por sus hombres: «acepta en silencio su invisibilidad y se conforma con el pago gratificante de saber que su destino en la vida es servir a otros […]. La mujer sacrificada es también la mujer sacrificable; condición límite del autoabandono, la mujer sacrificable se juega la vida por su hombre» (171). Siendo así, resulta interesante cómo estas protagonistas rompen los modelos del melodrama clásico y también de la imagen tradicional que se tiene de la mujer que ingresa en el narcotráfico. En estas producciones las mujeres son agentes activas, fuertes, violentas y creativas, son las dueñas del narcotráfico 46

y los hombres que las circundan se subordinan a su poder. Teresa Mendoza, Camelia, Anastasia Cardona, pero también Griselda Blanco en La viuda negra (2014 y 2016), Celeste en El mariachi (2014), Valentina en Señorita Pólvora (2014), Señora Acero (2014-2019). Nada tienen de sumisas ni pasivas, entran y salen de los cárteles como infiltradas, no tienen miedo a nada, son contestatarias, tercas y no desisten jamás. Mención especial merece Roxana, la protagonista de Enemigo íntimo (2018), quien, durante los primeros capítulos asume un papel de víctima injustamente encarcelada. Como espectadores creemos que fue su novio Montalvo quien la utilizó para lavar dinero del narcotráfico, hasta que, avanzada la narcoserie, descubrimos que es la hija adoptiva de Nemesio, un líder de cártel y que era ella quien lavaba el dinero. En el último episodio de la primera temporada se revela que no sólo es parte del cártel sino que es la cabeza: ella es «el profesor» que tanto ha buscado la policía. Maticemos, ahora, un poco esta idea. Son mujeres valientes y capaces de utilizar la violencia cuando es necesario, sin embargo, la usan sólo cuando su vida está en riesgo. Al contrario de los capos, ellas no andan por la vida disparando a diestra y siniestra ni por mero capricho. En la mayoría de los casos, ni siquiera son ellas quienes aprietan el gatillo, para eso tienen hombres a su cargo que ejecutan sus órdenes. La violencia no es su atributo principal, sino una consecuencia del poder que adquieren. Se destacan, en cambio, por otras cualidades. Teresa, por ejemplo, según Alvite (2016): «con el tiempo se convierte en alguien respetada por los hombres gracias a su capacidad de negociar, comprender los números y cumplir las reglas establecidas del negocio» (63), Camelia quiere ser dentista, Roxana es una estadista, Valentina es fotógrafa y estudiante de periodismo, la hija de Teresa Mendoza habla tres idiomas y es una artista en ciernes. Son mujeres cultas y preparadas. La violencia es utilizada por ellas como un medio y nunca como un fin. Los rasgos que se destacan, en cambio, son la inteligencia y la creatividad, la acción y la valentía, 47

empoderadas pero no sanguinarias. Difiero, en este punto, con la lectura que han hecho Pérez-García y Leal-Larrarte (2017), quienes consideran que: Estas producciones presentan mujeres poderosas, insumisas, ambiciosas, la mayoría de ellas atraídas al ejercicio de la violencia por alguna injusticia que padecieron en su vida. Si bien las vemos situadas en el espacio público ejerciendo su libertad de decisión y de acción, resulta que son mujeres atractivas, con un vestuario sexualizado que las cosifica como sujetos femeninos. Sin embargo, en rarísimas ocasiones se les representa como mujeres exitosas ejerciendo una profesión o un oficio, más bien son sujetos que consiguieron el éxito a través del ejercicio de la violencia, el terrorismo, los crímenes, etc. (178-179).

Concuerdo con ellas, aunque en otro aspecto, en la idea de que estas narcoseries mantienen ciertos estereotipos femeninos. Principalmente, en cuanto a la visión que los personajes masculinos transmiten sobre las protagonistas. Por mucho que sean mujeres fuertes, violentas y poderosas, los hombres que las rodean tienden a feminizarlas o infantilizarlas con frecuencia. Me refiero con esto a comentarios recurrentes, por ejemplo, en la primera temporada de La reina del sur, Driss le dice al Coronel Abdelkader: «Es muy dura con los hombres, yo no te recomiendo que te acerques mucho porque te va a arañar» (cap.7). A pesar de que están hablando de la conducta dura de Teresa, se la minimiza al considerar que su arma son las uñas. Asimismo, Cucho, el periodista, en sus reportajes destaca su belleza antes que su poder: «¿Has visto la piel que tiene? ¡Qué cosa! Yo no sé, ella es tan rara y tan diva a la vez. Ha pasado por un atentado, por un interrogatorio y sigue igual de divina. Es que ella es como una reina azteca» (cap.38). Eso no es todo. También hay un intento por minimizarlas apelando a sus lazos sentimentales, como si el enamorarse fuera el punto débil. Oleg, líder de la mafia rusa, quien no permite que Teresa Mendoza se ensucie las manos con sangre, además, la disminuye con referencias femeninas: «Tesa actúa como nosotros. Es práctica, no le tiembla el pulso, 48

es una gran estratega, pero su corazón es femenino. Necesita amar para sentirse viva. No lo puede evitar» (cap.52, temp.1). Nemesio, el padre adoptivo de Roxana, la líder de la organización criminal en Enemigo íntimo (2018), insiste en lo mismo: «Eres toda coraje cuando vas a hacer negocios pero por el amor pierdes la cabeza» (cap.48). Los personajes masculinos las feminizan a través de estereotipos corporales y sentimentales, las caracterizan como perdidas por el amor romántico, algo que no es del todo cierto si consideramos que Teresa manda a matar a Teo y Anastasia asesina con sus propias manos a Nataniel, Camelia se aleja de Facundo, Roxana convence al Tilapia de que forme parte de su organización y Señorita Pólvora es quien transforma al narcotraficante M8. Estas protagonistas deben demostrar constantemente que el amor no domina sus vidas y que el enamorarse no les quita racionalidad. Tienen aventuras amorosas, se enamoran de hombres equivocados, pero nunca pierden el control de sus vidas ni de sus decisiones. Al contrario, son ellas las que convierten a los narcos en buenas personas –como Señorita Pólvora a M8, Isabel a Diego en Falsa identidad (2018) o Celeste que logra desvincular al mariachi del narcomundo– o, en algunos casos, son los personajes masculinos los que pierden voluntad o la misma vida, frente a ellas. De esta manera, resulta incluso cómico que estos hombres quieran erigirse como salvadores, vengadores o proveedores y que las acusen de sentimentalismo amoroso, cuando son ellos los que se muestran incapaces de proteger y protegerse, tal como lo reconoce Alejandro, el hermano policía de Roxana en Enemigo íntimo (2018): «Yo te lastimé, te torturé y lo único que quería era encontrarte para protegerte» (cap.53) o como le aclara la mamá de Diego a Ignacio en Falsa identidad: «Siento que no necesito tener a nadie a mi lado para que me salve ni para que se ocupe de mí. Yo estoy bien así, yo puedo estar sola» (cap.47). Porque estas mujeres no son víctimas que están ahí para reforzar la heroicidad masculina, ellas hablan, gritan y 49

subvierten los estereotipos tradicionales de mujeres en el narco. Ninguna es trofeo, todas son inteligentes y activas. Contrarias a una princesa Disney que espera ser rescatada y: «condenada a renunciar a su autosuficiencia; o lo que es más grave: a sufrir dolor o muerte, salvo que ande cerca un Príncipe valiente, fuerte y guapo que las rescate a tiempo» (Ramos Jiménez, 2009, 25), ellas se salvan a sí mismas e, incluso, salvan a sus enamorados. En El mariachi (2014) es Celeste quien toma la pistola y le dispara a su tío, el líder del cártel, antes de que acabe con la vida de su enamorado Martín y Roxana es quien logra rescatar al Tilapia de una muerte inminente, varias veces y de distinta forma, por dar sólo unos pocos ejemplos. Recapitulemos esta dialéctica: desde Teresa Mendoza las protagonistas ya no son las buchonas, objeto y trofeo de los narcos de las primeras narcoseries ambientadas en Colombia, pues se convierten en sujetos más activos, violentos y decididos. A pesar de esto, los personajes masculinos tienden a feminizarlas, minimizarlas o infantilizarlas a través de definirlas sólo por sus emociones, cosificarlas por su físico, así como consideran que ellas, por ser mujeres, necesitan de la protección de un hombre. Lo interesante es que, a pesar de que ese es el discurso que se evidencia, las acciones de estas protagonistas las deslindan de esta intencionalidad. Ellas se salvan solas o terminan siendo las que salvan a sus parejas, lo que representa un cambio fundamental respecto a los melodramas tradicionales. Insertamos aquí una nueva contradicción. Son mujeres resueltas que no logran escapar de ciertas conductas femeninas que se perpetúan. Hay varios cambios en el modelo pero nunca tantos como nos gustarían. La maternidad, como tópico femenino y melodramático2, pareciera mantenerse intacto en varias de estas producciones. 2 No podemos olvidar que la maternidad es un motivo melodramático clásico: «Para una mujer, la maternidad debe ser el fin fundamental de su existencia. Su gran ilusión es tener un hijo, cuidarlo, educarlo y quererlo. Y una vez que es madre, surge un lazo indeleble que la une a su hijo y que la hace sufrir enormemente en caso de separación» (Hurtado, 1976, 111).

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Teresa Mendoza lidera esta feminización, por cuanto, en la primera temporada, queda embarazada y decide renunciar al dinero del narcotráfico para vivir una vida tranquila junto a su hija. Por ella decide poner en riesgo su vida, al regresar a México, y declarar en contra de Epifanio Vargas, el capo que quiere convertirse en Presidente. No obstante, en la segunda temporada, es también por su hija que debe desistir de su vida anónima, como testigo protegido de la DEA para rescatarla del mismo Vargas que la ha secuestrado. El nuevamente candidato presidencial sabe que la niña es el punto débil de Teresa y que sólo a través de ella podrá manipularla: «Esa vieja quiere más a su hija que a ella misma» (cap.2, temp.2). El rol de madre prima ante el amor de pareja, el negocio o el dinero. Isabel de Falsa identidad (2018) también se representa como una mujer dispuesta a todo por sus dos hijos. Es por ellos que escapa de la relación abusiva que tiene con su esposo y se decide a abandonarlo cuando este ejerce violencia contra su hija Amanda. Igualmente, es por ellos que renuncia a la relación amorosa con Diego, a pesar de lo enamorada que declara estar. Teme ponerlos en peligro. En menor medida, pero madres cariñosas, sin embargo, son Rutila Casillas y Mónica Robles, de El señor de los cielos (2013-2019). Y, así como tenemos madres que defienden a sus hijos con sus vidas, tenemos mujeres protagonistas que, aunque no son madres biológicas, asumen ese papel. Es el caso de Camelia, quien es infértil, pero se hace cargo de la custodia del hijo de Emilio y Allison. O de Anastasia Cardona que asesina a Gina, la amante de su esposo, para quedarse con el hijo de ambos. En varias de estas narcoseries la maternidad es fundamental en el desarrollo argumentativo y como característica de las mujeres protagonistas. Y cuando no es literal también puede ser metafórico. Camelia da vida a su pueblo, lo insta a luchar por un mayor bienestar y se sacrifica por ellos. En el episodio 24, por ejemplo, gasta su dinero en alimentar a todos los trabajadores temporeros a quien el capataz ha dejado sin comer. En los 51

capítulos finales, es ella quien organiza la revuelta en contra del narcotraficante Arnulfo Navarro que ha abusado de la gente. La misma Teresa Mendoza se erige madre salvadora de México cuando salva a la nación de convertirse en un narcoestado liderado por Epifanio Vargas, en la primera temporada y, de alguna manera, salva a México de caer en las garras del gobierno estadounidense, en la segunda. En estos ejemplos el rol maternal se traslada a la colectividad y se perpetúa la imagen femenina de sacrificio: «La mayoría de las mujeres se han definido como seres para los demás, y proyectan la construcción de su identidad en función de las necesidades, gustos e intereses de otras personas y en específico de los hombres a su alrededor; la figura de la madre-esposa abnegada, dócil, sufrida, la que protege, que se sacrifica por el bienestar de los demás» ( Jiménez Valdez, 2014, 113). Ni dóciles ni esposas abnegadas, pero sí bastante sufridas, al menos en los primeros capítulos en que casi siempre son violadas o traicionadas y sí abnegadas y sacrificadas por sus hijos, sus amigos o por su gente. Tal como dicen Maihold y Sauter (2012) respecto de la primera temporada de La reina del sur, es esta construcción dual lo que hace atractivo a estos personajes, pues estamos ante personalidades más complejas que las de las protagonistas del melodrama clásico que se definían por ser bastante planos y fácilmente reconocibles en el terreno del bien. En cambio, estas narcoseries muestran mujeres violentas pero leales, aguerridas pero con un matiz de fragilidad y, bastante distanciadas de la emocionalidad de las heroínas tradicionales, pues: «su sufrimiento se vuelca hacia adentro, un aspecto que es poco común en el ámbito femenino, donde prevalece la explosión sentimental, las lágrimas, las cuitas amorosas a flor de piel» (Maihold y Sauter, 2012, 82). Es entonces que, a pesar de la identificación con los estereotipos maternales, prevalece un cambio en el paradigma de género en muchos otros sentidos: el amor romántico ha sido desplazado, pues no pierden la cabeza por 52

sus parejas y, aunque se equivocan, logran que prime la racionalidad; además, son valientes, poderosas y pueden ser violentas cuando alguien las ataca o agreden a quienes aman. Todo ello sumado a lo que resulta un verdadero vuelco en este desmontar los estereotipos: estas mujeres deciden. Al contrario de las protagonistas de Marimar (1994), María la del barrio (1995) o la telenovela de Televisa que primero se nos venga a la mente, quienes son premiadas por el destino poniéndoles frente a ellas al príncipe azul millonario, estas mujeres van en busca de cambiar su suerte, eligen, para bien o para mal son las que optan y las que asumen las consecuencias de cada uno de sus actos. Aunque los personajes masculinos las victimicen, ellas no lo hacen y reconocen que el destino siempre es una construcción personal que se basa en las decisiones que tomamos. Así, mientras todos victimizan a Camelia por enamorarse de Emilio ella reconoce: «Emilio solamente me engañó y me enamoró pero yo fui la que apretó ese gatillo. Yo me arruiné la vida sola» (cap.51) o Teresa que, a pesar de que en momentos se victimiza, también es clara al momento de asumir la responsabilidad por sus actos. Como le dice a Oleg: «Yo decidí venir a verte. En último de los casos es mi culpa. Yo sola me eché la soga al cuello» (temp.2, cap.9). Incluso, Isabel en Falsa identidad (2018), una vez que logra salir de la violencia doméstica y se enamora de Diego, entra a bailar a un prostíbulo y, ante la negativa de Diego, ella se impone: «Aquí yo tomo mis decisiones porque soy una mujer independiente» (cap.10). Un camino inaugurado por Catalina de Sin tetas no hay paraíso que, a pesar de todos los estereotipos de género que le podemos adjudicar, es la que comienza por decidir no sólo sobre su vida sino sobre su muerte, al pagarle a un sicario para que la asesine, tal como reparaba Renjel (2016). Puede parecer un gesto inocente pero, si lo comparamos con todas las producciones melodramáticas precedentes, el hecho de hacer hablar y decidir a las protagonistas, es un acto bastante subversivo. Con este gesto pierde relevancia el 53

hecho de que otros las llamen reinas o muñecas, que intenten feminizarlas, cosificarlas o que se las siga describiendo desde el ámbito maternal, porque, al final, promulgan que el destino no es producto del azar ni de elecciones de otros, sino de decisiones personales conscientes y ese es un gran poder de acción. En este sentido, vuelvo a disentir con la lectura que han hecho Pérez-García y Leal-Larrarte (2017), quienes proponen que: «Hacen falta representaciones de mujeres libres, que toman decisiones, que se responsabilizan por sí mismas» (183), porque justamente esta es la propuesta de las narcoseries: protagonistas que sí toman decisiones y las asumen, incluso cuando se equivocan. Mi apuesta es, entonces, que estas producciones contribuyen a generar un nuevo rol de género desde la acción y la decisión con la que se caracteriza a sus protagonistas, además de poner en relieve otros puntos fundamentales que ayudan a desmontar estereotipos. Por ejemplo, en El Dandy (2015) se polemiza respecto a la imagen femenina tradicional, ya que el personaje de Amaranta es una joven acomplejada por su peso, a la que constantemente le señalan la importancia de apreciarse más allá del aspecto físico. Tanto los personajes femeninos como masculinos le recuerdan que preocuparse por su cuerpo es algo banal y le refuerzan la importancia de valorarse a sí misma por otros atributos, como su inteligencia y valentía. Lo mismo ocurre con el personaje de Nuria, una de las bailarinas en Falsa identidad (2018), quien desea adelgazar mediante la ingesta de pastillas. Sus amigas intentan persuadirla, la acompañan y la cuidan en todo el proceso de aceptación de su figura. En El Dandy (2015) se afrontan otros temas de suma relevancia, como es la violencia de género. Cuando el Menonita, hijo del capo «La Güera», viola a su prometida, su padre lo golpea, en una de las escenas de mayor violencia: «¿sabes lo que nos hace diferentes de los animales? La educación, el honor. ¿Desde cuándo te convertiste en un animal? Entonces habrá que tratarte como uno» (cap.35). Es interesante el tratamiento que se realiza sobre este asunto: 54

Deyanira se avergüenza y se culpa por lo ocurrido, pero todos los personajes le aseguran que no es responsable de lo que le ocurrió. Rescato lo que le dice Fidela: «Tú eres una mujer muy hermosa, muy fuerte, muy inteligente y no puedes pensar que eso que te pasó fue por tu forma de vestir, eso que te pasó fue por la mente enferma de ese animal. Tú no vas a permitir que el Menonita te cambie la vida. No podemos permitir que los hombres nos marquen, que nos controlen. Nosotras somos más fuertes» (cap.39). Este discurso se replica en Falsa identidad (2018) cuando Amanda es golpeada por su padre y ella siente haberlo provocado. Isabel le responde: «No quiero que nunca más vuelvas a decir una cosa así. Nunca y por ningún motivo te puede tratar así un hombre, nunca vas a dejar que un hombre te trate mal» (cap.28). Y la sororidad también es clave en las narcoseries, como se ve en el diálogo anterior, respecto a la violación de Deyanira, así como en otras producciones. La reina del sur establece relaciones profundas con mujeres que están dispuestas a dar la vida por ella y que se mantienen y extienden en la segunda temporada. En El mariachi (2014), Celeste y María se hacen aliadas, porque predomina el auxilio mutuo antes que la lucha que tienen por el amor de Martín. En Señorita pólvora (2014), Emilia, la prima de Valentina, entiende que la envidia y rivalidad entre mujeres las debilita, por ello la ayuda a demostrar su inocencia frente a las calumnias con que la policía intenta desacreditarla. En El Dandy (2015), María Luisa y Fidela, ambas mujeres del Chueco, se convierten en amigas entrañables e, incluso, abren un restaurante juntas cuando el Chueco es asesinado. Ninguna pelea por el amor de un hombre es más importante que los vínculos afectivos que se generan entre mujeres, lo que rompe con el melodrama tradicional en que era común la rivalidad por amor entre la protagonista y la villana. La fuerza de las redes femeninas se lleva al extremo en Falsa identidad (2018) cuando Circe libera a las mujeres del prostíbulo que eran víctimas de trata de blancas. Luego de 55

esta acción, conforma un cártel solamente de mujeres y las contrata como sicarias y como transportistas. Aunque todos se ponen en su contra enrostrándole que las mujeres no sirven para asesinar, ella las alecciona y les enseña, las convence asegurándoles que también podrán cobrar venganza contra «todos los cabrones que las vieron sólo como objeto sexual. Ahora son libres y no tienen que obedecer a nadie, ni siquiera a mí. No son mis empleadas, son mis socias y todas somos una familia» (cap.31). Este cártel femenino le arrebata el negocio ancestral a los mafiosos del norte y a los de la capital, por lo que logra adueñarse por completo de la industria transnacional del narcotráfico. El tema del aborto también es abordado en estas producciones. Aunque la maternidad es muy importante en las narcoseries, como ya hemos referido, en Falsa identidad (2018), Paloma, una de las bailarinas, queda embarazada de Jimmy, el coreógrafo. Él insiste en que la joven tenga al hijo, a pesar de que ella quiere abortar, pues no está dispuesta a renunciar a su carrera. Isabel conversa sobre el tema con el hombre para que entienda que debe respetar la decisión de Paloma: Jimmy: le ofrecí la custodia completa, que lo tenga y me lo quedo yo. Isabel: pero Jimmy, ojalá fuera tan sencillo ser mamá. No es, no más, ya tuve al hijo, no lo quiero y lo regalo, no es así. Uno tiene que cargar a ese bebé nueve meses adentro de su cuerpo, ¿sabes tú lo que eso es? Nosotras generamos un vínculo emocional y físico. […] Yo no sé, sus razones tendrá, pero tú no la puedes obligar a hacer algo que no quiere (cap.51).

Jimmy, finalmente, reconoce que es Paloma quien debe decidir sobre su cuerpo y termina por pedirle perdón por haberla presionado: «Yo sé que estaba siendo egoísta y estaba pensando en mí. Cuando me puse en tu lugar me di cuenta de que estaba equivocado […]. Te apoyo decidas lo que decidas» (cap.52). En la segunda temporada de La reina del sur (2019), Paloma, la hija de Teo Aljarafe, queda embarazada de su novio, producto de reiteradas violaciones, la niña no está segura de querer tenerlo y Teresa la insta a 56

que sea ella quien tome la decisión: «nunca dejes que nada ni nadie te diga qué hacer con tu cuerpo o con tu vida, porque es la única que tenemos, así que es tu decisión y de nadie más» (cap.16). Aunque Paloma decide tener a su hijo, rescato que las narcoseries pongan en cuestionamiento este asunto que también es un debate nacional actual y que, lejos de moralizar frente a ello, se otorgue tanta importancia a la decisión de la propia mujer. El aborto es una posibilidad que se deja abierta en estas producciones y se insta, a través de los diálogos y las acciones de los personajes que las rodean, a empatizar y respetar lo que las mujeres embarazadas decidan. Estos diálogos, la insistencia en la necesidad de responsabilizarse por las propias decisiones, así como los problemas contingentes que abordan, demuestran que en las narcoseries hay un intento por reflexionar sobre temas de género, desde una perspectiva abierta a las demandas actuales de las mujeres latinoamericanas. Algo insospechado hace algunos años, en que el melodrama clásico representaba como eje central la rivalidad entre las mujeres, no penalizaba sino que banalizaba la violación a sus protagonistas o que hubiera sido un escándalo atreverse a poner en cuestionamiento el que las mujeres debían ser madres. Esto que hemos analizado en el terreno del género, ocurre también respecto al tratamiento que se realiza respecto a las masculinidades. El nuevo macho pecho peludo El mundo del narcotráfico es un mundo eminentemente masculino y machista, concuerdan periodistas, académicos y también la cultura popular. Son los hombres quienes ejercen los puestos más altos, son ellos los capos o los sicarios, son ellos los que más narcocorridos y películas inspiran. Pablo Escobar y Amado Carrillo Fuentes, por ejemplo, fueron los protagonistas de las exitosas narcoseries El patrón del mal (2012) y Narcos Colombia (2015-2017), en el caso del primero y El señor de los cielos (2013-2019), en el del segundo. Además, 57

tienen varias canciones que relatan sus hazañas desafiando a la ley3. En torno a ellos se ha construido una épica con una visión casi mítica, como si no se tratara de hombres de carne y hueso sino de superhombres, valientes pero sanguinarios, que ostentan el total poder de dar muerte a sus subalternos: En la narcocultura, la construcción masculina hegemónica es la del jefe o capo; hombres involucrados en el narco cuyas cualidades son la valentía, arrojo y poder, a quienes les agrada imponerse, sentirse respetados, y se exhiben magnánimos, eufóricos y briagos. Una característica en ellos es el repudio a la vida, que se constata en narcocorridos sanguinarios, el gusto por matar, la venganza. Ellos estarían acostumbrados a mandar, someter y controlar, imponer su voluntad a costa de dinero, influencias y armas ( Jiménez Valdez, 2014, 108).

Pablo Escobar como protagonista de El patrón del mal (2012) y Amado Carrillo Fuentes de El señor de los cielos (2013-2019), cimentaron el camino para la construcción de un prototipo de hombre narcotraficante, violento, infiel, vengativo, generoso con su pueblo, pero macho destructivo, antes que cualquier otra característica. Así es como se ha representado en la ficción a estos sujetos, imagen que actualmente suma a Félix Gallardo, líder del cártel de Guadalajara y personaje sobre el cual gira la trama de la narcoserie Narcos México (2018). Rasgos, ante todo negativos, por cuanto, resalta el machismo, la frivolidad y la violencia. Sayak Valencia (2010) acuña el concepto de sujetos endriagos para definir a los hombres vinculados al crimen organizado y los define como seres sin piedad, feroces, monstruosos, educados para cumplir con los requisitos que le exige la sociedad patriarcal. Los endriagos, con el fin de

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«Se llamó Pablo Escobar», «El rey de los capos», «Corrido de don Pablo Escobar Gaviria» son algunos narcocorridos dedicados al capo colombiano. «El corrido de Amado Carrillo», «El señor de los cielos», «Cayó el señor de los cielos», «Carrillo en la sangre» describen las aventuras del narcotraficante mexicano.

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reafirmar su masculinidad y escapar de su precariedad económica, utilizarían la violencia despiadada. Héctor Domínguez Ruvalcaba (2017) concuerda con esta idea de Valencia (2010), cuando plantea que el narcotráfico y su representación se basa en la exposición de una masculinidad cruel que es reflejo de una cultura machista. La violencia extrema sería la gran expresión de esta norma y se concretaría en personajes de la narcocultura como el destazador de cuerpos (un burócrata del negocio que cumple su función sin emocionalidad) y el jefe de jefes o gran capo que manipula a todos a su antojo, decide sobre la vida de los demás y representa la masculinidad hegemónica. Tanto para Domínguez Ruvalcaba (2017), como para Valencia (2010), el mundo del narco sería un espejo exacerbado de la cultura machista. En ese sentido, no resultaría extraño que las mujeres fueran consideradas objetos pasivos y subalternos, mientras los hombres controlarían por completo la industria y las vidas de los que los rodean. Siguiendo esta lógica, sería esperable que las narcoseries reprodujeran este mundo machista y violento y lo consideraran natural y endémico a la narcocultura. Así ha sido en algunos casos, aunque este retrato cada vez se resquebraja más. Como adelantábamos, no podemos negar que hay imágenes masculinas muy negativas, como el señor de los cielos que, en todas sus temporadas, se caracterizó como un tipo despiadado. Desde el primer capítulo, obligó a su hijo Heriberto a matar al perro de su hermana Rutila, fue infiel, vengativo, en la segunda temporada asesinó a su esposa por error, nunca se comprometió con Mónica Robles, pasó de amante en amante y un largo etcétera; sin embargo, lo hicieron sufrir horrores por su problema hepático para terminar matándolo de un paro cardiaco –no sin antes ver pasar parte de la violencia de su vida, con énfasis en Marco Mejía, el policía que intentó detenerlo la primera temporada–. Al morir, su madre, expresa el sentir público: «descansa finalmente en paz si es que tu conciencia te deja. Quien a hierro mata no merece clemencia, ni vida, ni nada» (cap.1, 59

temp.7). Lo mismo con Escobar que, a pesar de que en estas series se muestra su lado generoso, al contribuir económicamente al bienestar de su pueblo, es también el criminal que puso bombas en lugares públicos para asesinar a la misma gente que juraba proteger. Alejados un poco de estas representaciones machistas y sanguinarias de delincuentes que, efectivamente, existieron y pusieron en jaque tanto a la sociedad civil como a los gobiernos, desde un tiempo hasta ahora, no son este tipo de machos los que predominan en las narcoficciones. Al contrario, estos criminales producen más rechazo que simpatía, por lo que ha sido necesario cambiar el modelo y presentar una nueva masculinidad más sensible, de hombres fieles y que, para bien o para mal, se dejan dominar por el amor. Estos nuevos capos tienen en común que ingresan al narcotráfico por casualidad y en contra de su voluntad y no porque vean en esta industria una posibilidad de dar rienda suelta a su machismo, porque busquen controlar la vida de otros o porque estén esperando dinero y poder. Tres casos paradigmáticos para empezar a ilustrar mi punto: Martín Aguirre en El mariachi (2014), Miguel Galindo «M8» en Señorita Pólvora (2014) y José Montaño en El Dandy (2015). El mariachi es un joven que sueña con ser cantante. Porque es ingenuo y buena persona, un hombre lo engaña para que ponga una bomba; esto lo sitúa en la mira del cártel del Litoral que lo obliga a convertirse en sicario e infiltrarse en el cártel de Occidente para descubrir quién es el Mero Mero. Miguel Galindo «M8» queda huérfano siendo un niño, cuando un capo asesina a sus padres. Este mismo criminal lo adopta sin decirle que es responsable de la muerte de sus padres y lo cría para que sea heredero del cártel. M8 no comparte con su padrastro las ideas de violencia, no disfruta de la sangre ni quiere poder, pero se siente en deuda, por lo que obedece ciegamente a lo que el narcotraficante le ordena. Montaño es profesor de derecho hasta que la Procuraduría de Justicia lo invita a convertirse en un agente 60

infiltrado en el Cártel del Golfo que opera en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Es un hombre tan comprometido con su patria que acepta la misión. También ingenuo, tanto como los otros dos, se convierte al final en una víctima de la corrupción policial. Además de que ninguno disfruta la violencia ni ingresan en los cárteles por voluntad propia, los tres destacan por rasgos positivos: Martín canta y toca la guitarra, es un artista; Miguel es un gran chef y le enseña a cocinar a Valentina; Pepe Montaño es un padre y un esposo ejemplar y se caracteriza por su forma de vestir, por ello, lo apodan el «Dandy» y lo definen como un hombre metrosexual. A estos tres personajes sumamos a Diego, el protagonista de Falsa identidad (2018), quien entra en el narcomundo por rebeldía juvenil, pero que desea salir de ese ambiente. Al igual que los protagonistas anteriores, Diego no es definido desde una masculinidad tóxica, pues derriba ciertos estereotipos de género: se hace cargo de las responsabilidades del hogar y el cuidado de los hijos de Isabel, cuando se van a vivir juntos. Hay un diálogo interesante, en este sentido, cuando el hijo de Isabel lo cuestiona por lavar los platos, porque su padre jamás realizó ninguna labor doméstica. Diego le responde: «tu papá está muy equivocado porque a mí mi mamá me enseñó a lavar los platos desde que estaba morrito y eso no me hace menos macho, al revés, me hace un macho pecho peludo» (cap.8). El vínculo que estos protagonistas establecen con sus parejas, también es diferente. De los infieles, despiadados y embusteros, Pablo Escobar y Aurelio Casillas (que constantemente utilizaban a las mujeres que se enamoraban de ellos, tanto como a las sexoservidoras por las que pagaban), pasamos a estos nuevos machos pecho peludo que son fieles y empáticos: «Yo solo tengo ojos para ti: la más hermosa, la más divina» (cap.11), le dice Martín a Celeste en El mariachi (2014) y lo cumple sin siquiera dudarlo. Diego le es fiel a Isabel, a pesar de que Circe intenta regresar con él utilizando múltiples triquiñuelas. Miguel no engaña a Valentina, aunque 61

Beretta se interponga entre ellos en la mitad de Señorita Pólvora (2014). La lealtad es uno de los principales atributos de esta nueva clase de macho narcotraficante. Son hombres enamorados que valoran y respetan a las mujeres que han elegido como parejas. Y ese amor es lo que los hace arriesgarse, para bien y para mal. Generalmente, en un sentido positivo, porque es por amor que cambian y están dispuestos a dejar el negocio. Miguel «M8» es uno de los que explicita esta idea al confesarle a Valentina: «A mí me criaron para pensar que lo más importante en la vida era el poder que da el dinero hasta que te conocí a ti. Nunca pensé que el amor por otra persona podía ser mucho más fuerte que el amor a uno mismo. Tú me has hecho mejor persona» (cap.62). Miguel, efectivamente, prefiere traicionar a su padrastro narco antes que desilusionar a Valentina. Es por ella que deja de ser lo que ha sido. Lo mismo que sucede con Diego en Falsa identidad (2018), que renuncia al cártel y a sus actividades como huachicolero para poder darle una vida tranquila a Isabel y a los hijos de ella o el de Lupo, en la segunda temporada de La reina del sur (2019), quien se desliga de la organización de Epifanio Vargas por amor a Teresa y cariño a Sofía, la hija de ella. Estos endriagos son convertidos en príncipes cuando ellas los besan. A otros, en cambio, el amor los vuelca del lado del crimen, pero la fidelidad a la mujer amada persiste. En Enemigo íntimo (2018) el Tilapia decide renunciar a su labor como infiltrado de la policía porque se enamora de Roxana, la mujer a la que debía investigar. Aunque descubre que ella es la líder del cártel y que ha mentido en cuanto a su inocencia, está dispuesto a traicionar a su jefe y deslindarse del rol de agente público para seguirla y ayudarla en la industria criminal. Independiente de lo cuestionable que sea este caso en términos éticos, con este ejemplo se comprueba que en las narcoseries no son las mujeres las que se pierden por amor, sino que son los hombres los dominados y maleables que siguen el camino que sus enamoradas les exigen, sea este un buen camino, como en el caso de Miguel, de Diego y de 62

Lupo o, el camino incorrecto como sucede con Tilapia. De todas formas, este es el único caso que he encontrado, en estas narcoficciones, en el que hay una desviación hacia la criminalidad y aún es muy pronto para saber si Tilapia seguirá por el mal rumbo en una segunda temporada. Otra diferencia respecto a la imagen del macho narco tradicional, tiene relación con el uso de la violencia. Nuevamente Escobar y Casillas son nuestros grandes contrarios porque se definen por las agresiones que causan: matan animales, asesinan a las familias de sus enemigos, involucran al pueblo en sus atentados. Pero las masculinidades de la mayoría de las protagonistas de las narcoseries, no se definen en los mismos términos. Al contrario, muchos sufren al tener que utilizar la violencia. El mariachi y el Dandy impiden asesinatos y se niegan a cumplir órdenes cuando se trata de dañar a otros. El Dandy debe dar muerte al líder de otro cártel para salvar su vida y la del Chueco, sin embargo, esto le provoca un trauma que le cuesta superar; lo mismo con el mariachi cuando asesina en defensa propia. Aunque sabe que ha asesinado para salvar su vida, queda destruido. En la escena llueve torrencialmente como un reflejo de lo que está sintiendo. Y, como señalaba, cuando conocen a sus enamoradas evitan todavía más cualquier tipo de violencia: Miguel decide dejar de dañar a otros y se reúsa a cumplir las órdenes de su padrino. Diego, confiesa que ha cambiado: «Me enamoré, quiero hacer las cosas bien, por la derecha» (cap.22). A estos narcos sensibles, enamorados y fieles se contraponen masculinidades tóxicas, generalmente, representadas por agentes estatales. Muchas veces son los policías los infieles y maltratadores, quienes disfrutan ejerciendo violencia y poder frente a sus subalternos y frente a las mujeres que dicen amar. En El mariachi (2014) Víctor, el policía ex novio de Celeste, le es infiel en reiteradas ocasiones, la subestima, la violenta física y sicológicamente, solamente quiere lucirla como un trofeo frente a otros hombres. El coronel Montoya de Señorita Pólvora (2014) y 63

el procurador Lagos (El Mayor) de El Dandy (2015), son sujetos mentirosos e infieles, que consideran a las mujeres objetos desechables. El Coronel Mateo Corona, en Falsa identidad (2018), es un feminicida que asesina a su esposa, oculta el cuerpo y le hace creer a su hijo que su madre lo ha abandonado. En la red criminal ayuda a los narcotraficantes a constituir el negocio de trata de blancas, seduciendo a niñas pequeñas para prostituirlas. Hay una contraposición evidente entre aquellas masculinidades sensibles, dispuestas a cambiar por amor y los machos violentos en busca de poder y venganza. Esto contribuye a visibilizar estas masculinidades negativas: feminicidas, violadores, pedófilos. El Menonita es castigado brutalmente por los mismos capos cuando viola a Deyanira en El Dandy (2015), en Falsa identidad (2018) hay un reclamo constante hacia Augusto por venderse al cártel, por engañar a Fernanda, por el maltrato sicológico hacia su novia Marlene, a quien contantemente le dice que es una inútil porque no cocina bien. Augusto, incluso, es desenmascarado como pedófilo, pues, aunque él lo oculte tras una idea romántica, sedujo a Marlene cuando ella tenía quince años. Isabel intenta que ella tome conciencia: «Tú eras una niña, eso se llama abuso» (cap.24). En un diálogo entre amigas, Isabel busca que Marlene asuma que ha sido víctima de un abusador, a la vez que se propicia un cuestionamiento en torno al patriarcado. Frente a estas masculinidades dañinas, estos protagonistas empáticos resaltan y proponen un cambio de paradigma, pues no buscan la violencia a menos que sea en defensa propia o de quienes aman, no quieren dinero sino supervivencia y escogen el amor. El mariachi y el Dandy deben convertirse en criminales, porque es el único camino que tienen para conservar sus vidas y volver con sus familias. Diego busca alejarse de la delincuencia cuando se enamora de Isabel y M8, aunque crece en medio de la violencia y de la lucha entre cárteles, cuando conoce a Valentina decide cambiar. Y eso hasta el mismo héroe de esta narcoserie, Vicente 64

Martínez, el periodista, lo comprende: Miguel nació del lado del bien, señala en uno de sus reportajes, pero otros le quitaron la posibilidad de tener una vida feliz. Idea que refuerza el sicólogo de la cárcel en la que se encuentra Miguel: «Tú no eres un animal, puedes cambiar todo lo que has hecho […] eres un hombre con problemas, con dificultades y con defectos como todos. Discúlpame si me cuesta creer que eres la encarnación del diablo en la tierra» (cap.51). Así, existe una evidente dualidad entre los capos machistas y estos otros que demuestran que existe el arrepentimiento, aunque, casi nunca, las segundas oportunidades, pero eso será parte de la tercera razón del libro. Otras temáticas sobre masculinidades también entran en debate en estas narcoseries. Por ejemplo, en El Dandy (2015), El Negro, uno de los líderes importantes del Cártel es violado en la cárcel, lo que da pie para que se hable acerca del sometimiento de unas masculinidades a otras y de qué forma se invierten las hegemonías en ciertos contextos. En Enemigo íntimo (2018), es clara la sumisión de unos hombres a otros, la agresión física y sexual hacia los considerados más débiles en el ámbito carcelario. Sin embargo, la existencia de masculinidades precarias frente a las hegemónicas, no se da sólo en el terreno de la violencia física, sino también en la sicológica. En Falsa identidad (2018), por ejemplo, Chucho, es objeto de burla por pertenecer a la comunidad huichol. Le cuenta a Diego que ha sufrido rechazo por parte de otros hombres por ser indígena: «Para la gente yo debería estar pidiendo limosna en la calle o vendiendo chicles» (cap.7). Diego, en cambio, considera que debe sentirse orgulloso de sus raíces. Otros temas tabús en el narcomundo machista que abordan las narcoseries: en El Dandy (2015), Antonio, sicario, reconoce haber sufrido de eyaculación precoz y lo cuenta sin vergüenza, como un problema común. La homosexualidad en el mundo del narcotráfico se aborda a través de los personajes secundarios: la hija del Dandy, por ejemplo, se involucra sentimentalmente con un hombre que 65

ha tenido relaciones homosexuales y defiende su derecho a enamorarse de las personas y no de un género. En la segunda temporada de La reina del sur (2019), Alejandro, el agente infiltrado de la DEA en la campaña de Vargas, mantiene una relación homosexual con uno de sus colaboradores. Hasta ahora no tenemos casos de sicarios o narcotraficantes homosexuales, como sí es común en la narcoliteratura desde la colombiana La virgen de los sicarios (1994) a la mexicana Corazón sicario (2016), tampoco hay ejemplos contundentes respecto a relaciones lésbicas, aunque hay excepciones como la Perris en El capo (2009-2010) o Esperanza en la quinta temporada de El señor de los cielos; no obstante, ya tenemos los primeros atisbos. De todas formas, con temas como la violación entre hombres y la eyaculación precoz, la imagen del hombre narco, imponente e impenetrable, se está desvaneciendo. A la par de desmontar construcciones de género estereotipadas, las narcoseries cuestionan paradigmas aceptados como naturales. Por ejemplo, es muy interesante la discusión que se genera en torno al concepto de familia, pues son pocas las familias tradicionales que encontramos. Casi todos los protagonistas han sido criados por hombres y mujeres que no son sus padres biológicos: el mariachi por su abuela, M8 y Roxana por narcotraficantes que los han adoptado, Diego es expulsado de la casa por su propia madre, Camelia, Rosario Tijeras, Anastasia, Griselda Blanco, son criadas por madres solteras. En El Dandy (2015) esto se lleva al extremo porque el Chueco tiene dos mujeres que saben y aceptan esta situación, los personajes forman parte consciente de esta reformulación: «Aunque no seamos una familia tradicional, aquí todos nos queremos y nos apoyamos» (cap.24). En Enemigo íntimo (2018), el narco que maneja la prisión es apodado «Madre» y es el más sanguinario y despiadado de todos. Conceptos de padre, madre, hermano, familia –como núcleo básico de la sociedad– ya no existen, pero no hay un cuestionamiento negativo hacia ello, sino, al contrario, una exposición de nuevos tipos de vinculación afectiva. 66

Resumiendo, creo que las narcoseries no presentan personajes del narco estereotipados como podríamos suponer; más bien, tenemos hombres sensibles, comprometidos, capos fieles (o en el caso del Chueco abiertamente infiel, sin máscaras y con el beneplácito de ambas familias), hombres que reconocen su vulnerabilidad y no sienten su honra mancillada ni que serán expulsados del selecto grupo de la masculinidad hegemónica si son salvados por mujeres. Y tenemos mujeres independientes, valientes, arriesgadas y que pueden ser ellas quienes salven literalmente (como Celeste al mariachi) o metafóricamente (Valentina, Isabel, Teresa Mendoza) a sus parejas. Temáticas novedosas para la televisión clásica y contingente socialmente como son las nuevas formas de hacer familia, la violación, la sororidad, la eyaculación precoz, la homosexualidad y el aborto. Difiero, entonces, con académicas que consideran que las narcoseries reproducen los estereotipos de género, como es el caso de Giraldo (2015) quien, en su análisis de El capo (2009-2010), concluye que las mujeres son objetos domésticos (amas de casa o víctimas sufrientes deseables) y que son los hombres quienes ostentan el poder: «las narcoficciones televisivas exploradas en este artículo refuerzan un discurso hegemónico conservador y retrógrado que reifica un sistema de sexo/género arcaico –patriarcal– donde el sujeto femenino es confinado a la esfera doméstica mientras el masculino ostenta el poder» (80). No niego que ello ocurra en determinadas producciones, es posible que en El capo se mantenga esta estructura patriarcal sustentada en un personaje como Isabel Cristina, la esposa, porque también en la primera temporada de El señor de los cielos vemos a una esposa, Ximena, dependiente e ingenua, no obstante, esta imagen cambia con el tiempo. La misma Ximena huye, se separa, tiene un amante y se aleja de ese prototipo femenino. Y las mujeres que la rodean también son todo menos domésticas: Mónica Robles, Rutila Casillas, incluso doña Alba, la madre de Aurelio, que prefiere abandonarlo y luego es capaz de analizar el daño que el capo ha hecho antes de 67

sufrir su muerte. Como hemos visto, otras narcoseries extreman este empoderamiento. Y lo mismo ocurre con el análisis que realiza Sánchez Ríos (2017) sobre Alias el Mexicano (2013) y El cártel de los sapos (2008), en las que encuentra que los personajes femeninos no poseen capacidades de liderazgo ni autonomía, por cuanto: «su cuerpo es manejado según lo disponga algún personaje masculino, que por lo general es algún malandro de la trama; cómo se plantea el control psicológico, advertencia verbal y repercusiones a nivel físico por no cumplir con las condiciones o las órdenes de los hombres con poder» (81). Sin embargo, incluso en estas narcoseries ambientadas en Colombia que, concuerdo, presentan una reflexión menor en torno a los estereotipos de género, sí habría una decisión consciente de parte de las mujeres respecto a las opciones que toman: las que se involucran con narcotraficantes saben a qué se exponen y resuelven hacerlo, no son víctimas del destino. En estas narcoseries que he intentado analizar no se reproducen los estereotipos de género, aunque muchas veces caigan en ciertas incongruencias, como visibilicé, principalmente, en torno a las protagonistas femeninas. No obstante, en general, debemos señalar que estas mujeres no son cenicientas dominadas o pasivas princesas esperando a ser rescatadas, así como los hombres no siguen el mandato de masculinidad hegemónica y machismo tóxico. Creo que, al contrario, estas narcoficciones están propiciando un debate en torno a las nuevas masculinidades y los nuevos roles que asumen las mujeres con agencia. Estas producciones televisivas nos están dando la posibilidad de observar el narcomundo desprendiéndonos de los clichés donde el hombre es siempre victimario y la protagonista es siempre víctima del amor. Acá hay matices, claroscuros, no hay nadie cien por ciento virtuoso, sino seres humanos enfrentados a una contingencia, buscando sobrevivir. Y desmantelar a los machos más machos de nuestro imaginario, justo en el producto estrella de la televisión actual, no puede ser tomado tan a la ligera ni estimado como un ejercicio tan banal. 68

RAZÓN 2 LAS NARCOSERIES DENUNCIAN UN ESTADO CRIMINAL

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Sobre la idea de Estado criminal Hace poco más de un año Oswaldo Zavala publicó un libro con un título bastante controversial Los cárteles no existen (2018). En él propone que no son los cárteles los dueños y señores del negocio de la droga y que no existiría realmente una lucha entre cárteles, como plantean los discursos oficiales, sino que es el Estado mexicano el que domina la industria, convirtiendo a los narcotraficantes en coartada para sus operaciones delictivas: «el narco en México no sólo no antagoniza con el Estado, sino que es en realidad el resultado de una operación política y judicial dirigida desde el mismo Estado que estructura y a la vez limita el mercado ilícito de estupefacientes» (170). Esta hipótesis, por supuesto, no es nueva. Ya lo había revelado anteriormente la periodista Anabel Hernández en su libro Los señores del narco (2010) y lo había expresado, también elocuentemente, Héctor Domínguez Ruvalcaba en su libro Nación criminal. Narrativas del crimen organizado y el Estado mexicano (2015). Desde su trinchera como periodista, Anabel Hernández (2010) planteaba la importancia de entender la guerra contra el narcotráfico, emprendida por Felipe Calderón y su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en el 2006, no como guerra ni como estrategia para combatir al crimen organizado, sino como la forma de dar protección y libre manejo al cártel de Sinaloa. Para ella, esta mancuerna entre el gobierno y el narcotráfico venía desde el sexenio de 71

Vicente Fox y no sólo incluía a los presidentes sino a empresarios y servidores gubernamentales de todos los estamentos: «Sin esos pilares –empresarios, políticos y funcionarios públicos– simple y sencillamente el negocio de los capos de la droga no prosperaría» (492). Esto explicaría las razones para que el negocio del narcotráfico en México siga siendo tan lucrativo y que, a pesar de tantos años de una supuesta lucha del gobierno contra los delincuentes, no se haya conseguido nada más que la muerte de población civil inocente. Desde el ámbito de la literatura, y realizando una revisión amplia por la literatura del siglo XX, Domínguez Ruvalcaba (2015) refuerza la idea de que es el Estado el gestor del crimen. En un análisis de las narrativas literarias y visuales desde principios del siglo XX hasta hoy, es decir, desde las novelas de bandidos, pasando por la novela de la revolución, hasta la narcoliteratura, logra probar que este tipo de ficciones contribuyen a mostrar la naturaleza criminal del Estado mexicano. Si seguimos su línea de pensamiento, resulta claro que él no propone entender a la nación como una sucesión de gobiernos fallidos o ineficientes, sino al Estado como gestor del crimen y la violencia: «La realidad social que describen las representaciones del crimen organizado en México conduce a la percepción de que la ley […] no sólo es inefectiva sino que también es enemiga de la sociedad. Esto conlleva a una percepción generalizada de que es el Estado el mayor generador de la criminalidad en México» (10). Estas ficciones, críticas al poder, se conformarían, así, como herramienta política para cuestionar los discursos oficiales. Zavala (2018) completa este cuadro de crítica al Estado, pero con una visión completamente opuesta a la de Domínguez Ruvalcaba (2015), al cuestionar el papel de las producciones culturales. Para él las narrativas de la narcocultura no funcionarían como un aparataje analítico, sino que reproducirían el discurso oficial de los gobiernos en turno, sin develar esta mancuerna entre Estado y narcotráfico. 72

Para el académico, «el tipo de narrativa que predomina en México en torno a este fenómeno opera dentro de parámetros de representación en los cuales el papel central que el Estado tuvo y sigue teniendo en la evolución del narco, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, aparece subestimado en el mejor de los casos o, con mayor frecuencia, ha sido totalmente borrado» (95). Las narcoficciones, al difundir una idea de Estado fallido o sobrepasado por el poder del narco, contribuiría a «naturalizar la idea de que el narco se constituye por fuera del Estado» (100), lo que no permitiría entender que Estado y narcotráfico son lo mismo. Para Zavala (2018), entonces, las ficciones sobre narcotráfico funcionarían a favor de los gobiernos mexicanos, en la medida en que respaldarían el discurso oficial de la existencia de una lucha entre cárteles, imposible de ser controlada por el Estado. Esta idea ha sido secundada por Tanius Karam (2018), quien, en el artículo «Tensiones culturales y mediaciones sociales en los discursos audiovisuales sobre el narcotráfico», agrega que estas representaciones difunden «visiones estables, estáticas, estereotipadas que son funcionales a la reproducción ideológica de los relatos sobre el narcotráfico, y que aun cuando aparenten una crítica contra las instituciones y el Estado, en realidad secundan la perspectiva oficial de un Estado débil, frente a narcotraficantes poderosos» (207). No puedo estar más en desacuerdo con la postura de ambos. Al contrario, suscribo con Domínguez Ruvalcaba (2015) y creo que, tanto la narcoliteratura como las narcoseries, son un producto crítico que visibiliza cómo las redes criminales del narcotráfico operan desde el poder gubernamental. Con Danilo Santos e Ingrid Urgelles (2016), nos dimos a la tarea, hace algún tiempo, de analizar de qué forma la narcoliteratura representaba este conflicto. En la introducción al dossier «Lo narco como modelo cultural. Una apropiación transcontinental», propusimos ciertos tópicos hallados en las ficciones sobre el narcotráfico, entre las que rescatamos la idea de nación criminal. Si bien, en un principio apostamos 73

por hablar de deslegitimidad del Estado o de «anomia», tomando el concepto de Peter Waldmann (2003) que refiere a un caos gubernamental, una falta de reglas claras o la existencia de normas desiguales para los individuos; pronto, descubrimos que estas narrativas visibilizaban, no la historia de gobiernos ineficientes, sino, la existencia de un Estado culpable. Concordamos con Domínguez Ruvalcaba (2015) en que estas novelas revelan, de manera frecuente, el contubernio que existe entre narcos y Estado, visibilizando que, finalmente, son los gobiernos mexicanos los que manejan al narcotráfico y no al revés. Dos ejemplos para ilustrar este punto. En Un asesino solitario de Élmer Mendoza (1999) se presenta una versión alterna a la verdad oficial, en torno al magnicidio de Luis Donaldo Colosio. Y en Entre perros de Alejandro Almazán (2009) se develan los nexos entre crimen organizado y los aparatos gubernamentales. En el momento en que el narcotraficante Don Mateo se reúne con el gobernador, el capo le hace ver su preocupación por la designación del candidato a la próxima gubernatura: «desde México impusieron al candidato, ando que no me calienta ni el sol, no dejaron que pusiera a uno para mangonear […]. Mi góber, yo no confío en esos cabrones» (41). Queda claro en esta escena que no son los narcotraficantes quienes deciden los candidatos, sino los políticos los que toman el poder y controlan a los jefes de los cárteles. No vemos un Estado fallido o sobrepasado por el narco, en este caso, el Estado es el narcotráfico. Elegí este ejemplo porque en su libro, Zavala (2018), concluye que, sobre todo, la obra de Almazán es acrítica y reproduce el discurso oficial. Por supuesto, disiento. Zavala (2018) desconoce la crítica que realiza la actual narcoliteratura al Estado criminal mexicano y, en cambio, rescata la novela de Roberto Bolaño 2666 (2004) como una obra que: «reposiciona al Estado como el significante central del narcotráfico. 2666 se adentra en los laberintos del poder oficial y descubre al narco siempre inscrito bajo el nombre de los empresarios, de los policías y de los políticos 74

gobernantes, siempre adentro de las estructuras del Estado» (162). Independiente de que esta novela devele la participación estatal en el negocio del crimen organizado, no podemos obviar todas las otras representaciones literarias que también lo hacen. Y, en una breve aclaración, debo señalar que la obra de Bolaño ni siquiera puede inscribirse en la narconarrativa pues, aunque menciona esta complicidad en «La parte de los crímenes» y se alude al fenómeno del narcotráfico, no es este el centro de la historia, sino los feminicidios en Santa Teresa. Una crítica al Estado En las narcoseries también hay una crítica fuerte hacia el Estado y las instituciones gubernamentales y es esto lo que contribuye a que los espectadores piensen que estos productos hacen una apología al narco. Tal como indica Domínguez Ruvalcaba (2015), ante la percepción de que el Estado es el mayor generador de criminalidad es común pensar a bandidos, delincuentes y, por supuesto, narcotraficantes, como «defensores de la sociedad contra el Estado criminal, de manera que los criminales terminan constituyéndose en fuerzas insurrectas» (10). A ello abona el hecho de que la guerra contra el narcotráfico de Calderón y su discurso oficial, nos heredó una retórica maniquea, en palabras de María Luján Christiansen (2016), una aplicación de dicotomías: «Desde una perspectiva polarizada, el mundo resulta dividido binariamente, lo cual instiga a ordenar el universo estudiado recurriendo a simplificaciones extravagantes, tales como: buenos y malos, víctimas y verdugos, culpables e inocentes» (32). La consecuencia es que, mientras el discurso oficial busca situar a los funcionarios públicos en el lado del bien, las narcoficciones y nuestra propia experiencia, nos hacen ubicarlos en el polo opuesto. Este pensamiento dual, que nos hace intentar entender y circunscribir cada acto o personaje en uno de los extremos, tiene que ver, asimismo, con nuestra historia melodramática. Estamos acostumbrados, televisivamente, a buscar buenos y 75

malos dentro de toda trama. No existe una telenovela clásica que no siga esta lógica de la lucha entre villanos y héroes y que, en cambio, muestre matices en sus protagonistas o en su acciones. Recordemos a Catalina Creel de Cuna de lobos (1986), Federico Cantú de Muchachitas (1991) o Soraya Montenegro de María la del barrio (1995). De esta forma, si el gobierno es representado desde la maldad y la criminalidad, siguiendo esta lógica heredada por nuestras más entrañables telenovelas, no resulta tan extraño que quien no haya visto ninguna de estas narcoseries llegue a creer que en ellas los narcos se ubican en el polo del bien. Pero nada de ello es tan simple porque no podemos olvidar que no estamos ante un producto tradicional. Que el gobierno sea presentado como villano no indica que los narcos sean los héroes. En estas narrativas carecemos de ídolos. Nuestra cultura televisiva, sobre todo la que viene de más al norte, nos adoctrinó en un tipo específico de melodrama de acción, lo que en Estados Unidos se conocen como teleseries policiales: ficciones que presentan a policías heroicos, honestos, valientes, fuertes e inteligentes que luchan contra criminales ambiciosos y prepotentes. Desde niños crecimos viendo las repeticiones de The Untouchables (19591963) y admirando al osado e incorruptible Eliott Ness, quien, con astucia, lograba atrapar a innumerables enemigos públicos como Al Capone, Baby Face Nelson y Mamá Barker. A lo largo de los años se sumaron muchas otras que hemos visto con entusiasmo: Columbo (1968-1978), Miami Vice (1984-1990), Law & Order (1999-) o Criminal Minds (2005-). Todas estas ficciones tienen en común la puesta en escena de una batalla contra la criminalidad en la que los representantes de la ley siempre salen airosos. Con ello se promulga una visión de país con un sistema gubernamental eficiente que otorga seguridad a sus ciudadanos. Por ello hoy resulta tan extraño este nuevo producto denominado narcoseries. Y es que las narcoseries no siguen la lógica de una teleserie policial tradicional. Ni siquiera en sus primeros intentos –en 76

que todavía podríamos darle cierto beneficio de la duda a los personajes gubernamentales– podríamos haberlos situado por completo en el terreno del bien, por cuanto, aunque se presentaban como sujetos honestos, nunca alcanzaron la figura de héroes: fracasaban, eran débiles o ineficientes. En Camelia la Texana (2014), por ejemplo, encontramos al honesto policía Facundo García que, no obstante, se enamora de la protagonista criminal. De esta forma, el encargado «de ser el que descubra el juego y muestre el culpable» (Munizaga, 1975, 50), como ocurre con un héroe tradicional en este tipo de ficciones, el policía de esta narcoserie no revela ni atrapa al culpable porque termina enamorado de la mujer a la que debe detener. Ya por el hecho de enamorase y perder la racionalidad, se sustrae de sus atributos heroicos y fracasa. Otro ejemplo paradigmático es el caso de Marco Mejía, el policía que pretende convertirse en héroe en la primera temporada de El señor de los cielos (2013). Sin embargo, al contrario de los representantes de la ley de las teleseries policiales clásicas, que luchan en nombre del Estado4, Mejía quiere atrapar al capo no por un asunto de salud pública, sino por vengarse de Casillas por haber torturado y asesinado a su padre, Eduardo Cartagena. A ello se le suma que en su vida privada también es un patán que engaña a su novia Eugenia con Leonor, la atractiva policía colombiana. Posteriormente, en la tercera temporada (2015), la misma Leonor terminará por sucumbir ante Aurelio Casillas, confundiendo sus sentimientos hacia él. Como se puede observar, muy lejos estamos de la teleserie policial tradicional porque nuestros propios especímenes mexicanos no descubren, no detienen, siguen sus instintos sin supervisión de organismos institucionales y, como consecuencia de todo ello, fracasan. 4

Como indica Giselle Munizaga (1975), en estos productos: «Es el Estado el que encarna la ley en el héroe, «lo destina» a llevar a cabo su acción ordenadora. El «destinatario» de este bien es la sociedad, la cual no podría subsistir como tal sin el estado de legalidad» (68).

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Esto se acentúa porque, acostumbrados como estamos, a series de televisión donde los Estados (el de Estados Unidos, ante todo) son eficientes, proveen seguridad y triunfan; el Estado mexicano, tal como se muestra en El señor de los cielos (2013-2019), es una institución en crisis, en las primeras entregas, y una institución plenamente criminal en las últimas. De cualquier manera, en todas las temporadas vemos que no es capaz de prometer orden y, más bien, al contrario, es la responsable de la inseguridad social y de múltiples irregularidades. No hay nadie en que se pueda confiar, pues, hasta los personajes más rectos terminan por convertirse en colaboradores o protectores del narco. Ningún personero del gobierno contribuye a resguardar la paz, lo que domina a todos es el dinero y el poder que otorga la violencia. Y el Estado se caracteriza por la corrupción y la impunidad. Algunos casos tomados también de la primera temporada de la ficción que fue protagonizada por Rafael Amaya. El General del Ejército, Jiménez Arroyo «el letrudo», es comisionado presidencial antidrogas, sin embargo, nunca presenta la intención de acabar con el narcotráfico y cumplir su rol, más bien, aprovecha su amistad con Casillas para ascender políticamente. Lo mismo sucede con el Director de Inteligencia de México que comienza una alianza con los hermanos Robles y no duda en traicionarlos cuando considera que le conviene más estar del lado de Aurelio. Todos los representantes del Estado se alían con uno u otro jefe de la mafia, por lo que la credibilidad del gobierno y sus autoridades es nula. Los políticos también siguen este patrón, cambiando de amistades según los beneficios. Ramiro, el primo del Presidente de la República se convierte en un importante colaborador de Casillas y, aunque debe pasar un tiempo en la cárcel, con la ayuda del capo, logra liberarse de todo cargo y regresar a la política. En Camelia la Texana (2014) El General Urdapillieta es un tipo convenenciero que se va asociando a distintos narcotraficantes, según sea el poder que tengan. A la vez, es un sujeto violento y feminicida. 78

Muy distante de la visión oficial que propagan las teleseries policiales clásicas, en las narcoseries los representantes del Estado criminal son ineficientes, corruptos y, como si fuera poco, ejercen una violencia brutal, igual a la que utilizan los delincuentes. Como los capos y sicarios, están dispuestos a emplear métodos inconstitucionales con el fin de incriminar, incluso, a gente inocente y demostrar, así, que están haciendo correctamente su trabajo en la aprehensión de los criminales. La tortura es un método tradicional de las fuerzas policiales y militares. A veces el fin es encontrar a quién culpar como criminal para encubrir a los verdaderos responsables, por lo que atentan contra gente inocente; otras veces lo hacen por placer; unas cuantas más para sacar información a sus detenidos. El caso del policía Alejandro Ferrer en Enemigo íntimo (2018) es especialmente interesante porque él se ve a sí mismo como un héroe dispuesto a todo en la batalla contra el narco; no obstante, esto lo convierte en uno de los más despiadados torturadores, tanto que es investigado por la Comisión de Derechos Humanos y más de una vez es castigado por sus superiores por aplicar este tipo de métodos tan cuestionables. Vinculados estrechamente con el narcotráfico o, algunas veces, como los mismos líderes del crimen organizado, es claro que la visión que presentan estas narcoseries no es la de los discursos oficiales. Las narcoseries muestran la existencia de un Estado criminal, tal como aventuraba Domínguez Ruvalcaba (2015) en su análisis. Detengámonos en La reina del sur. Epifanio Vargas, en la primera temporada (2011), es senador de la República, a la vez, que es el líder del cártel de Sinaloa y tiene serias intenciones de llegar a ser Presidente. Gobierno y narcotráfico están confundidos en una misma entidad, lo que podría llegar hasta la máxima esfera si no fuera por la intervención de Teresa Mendoza que declara en su contra. En este ejemplo, podemos ver la representación que se hace del gobierno mexicano: políticos, sistema judicial, empresarios y narcotraficantes son una misma cara en la composición de eso que se ha dado en 79

llamar narcoestado. Esto se refuerza con mayor claridad durante la segunda temporada (2019), cuando sabemos que Vargas sólo estuvo preso durante cinco años y que fue exonerado de todos los cargos. Busca ser elegido Presidente nuevamente y esta vez lo consigue. Esta impunidad y contubernio entre gobierno y criminales, se refleja, explica y denuncia en las narcoseries, producto de una falta de democracia en México. En Camelia la Texana (2014) esta se hace explícita al asegurar que en el país sólo existe un único partido que es el que decide quiénes serán sus sucesores sin preguntarle la opinión al pueblo: «México es un solo país con un único partido. Y ese partido es el que pone al candidato que va a gobernar y como dicen por ahí, el que se mueve no sale en la foto. Por eso quiero que lleguemos a un acuerdo, a un entendimiento. Uno de ustedes gobierna este período y el otro el que sigue» (cap.11), le advierte el Gobernador Municipal a Antonio y Arnulfo, los dos capos de la droga local. El señor de los cielos (2013-2019) también ha realizado una denuncia de este tipo en sus largas temporadas, otorgando interpretaciones muy diferentes a las versiones oficiales, de los sucesos más cruentos que ha vivido el último tiempo el pueblo de México. Sin democracia ni garantías para los ciudadanos la corrupción, la criminalidad y la violencia resultan consecuencias esperables. Mención especial merece la narcoserie El Chapo (20172018), por cuanto todo su argumento se basa en la denuncia a este Estado criminal. En este caso, no es el narcotráfico quien designa a sus políticos o busca alianzas económicas con los personeros del gobierno en turno, sino que es el mismísimo Estado mexicano quien eleva al narcotraficante para su propio beneficio y lo hace caer cuando ya no le sirve. Esto queda claro desde las primeras intervenciones, por ejemplo, cuando es el gobierno federal quien distribuye los territorios donde operará cada cártel. El General a cargo de llevar a cabo la reunión indica: «A los narcos no se les pregunta, se les dice lo que tienen que hacer y los que no obedecen se los extirpa de raíz» (cap.2, temp.1). El asesinato 80

del Cardenal Posadas también es explicado como una consecuencia del poder del Estado y no como un enfrentamiento entre cárteles, como promulga hasta hoy la versión oficial. Se planea su ejecución debido a su apoyo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y por sus constantes denuncias a la corrupción gubernamental: Conrado: Sigamos con la idea original, General. Filtremos en la prensa la versión de que el Cardenal murió producto del fuego cruzado General: Pero ya nadie lo va a creer. Los testigos vieron cómo acribillaron al Cardenal Conrado: No tiene de qué preocuparse, lo importante es alimentar la confusión, eso y entregar a un culpable. ¿Quién es más peligroso por ahora: los Avendaño o el Chapo? […] Capturémoslo y así todos nos quitamos la piedra en el zapato y nosotros nos convertimos en héroes (cap.4, temp.1).

En la tercera temporada esto se acentúa. El gobierno debe manipular las elecciones presidenciales para que no gane la oposición, es por esto que ponen al Chapo y a su gente a juntar votos en el denominado «triángulo dorado»: pintando bardas, construyendo casas para la población, repartiendo comida y regalando monederos electrónicos. El gran narcotraficante es utilizado como un sirviente de los grupos políticos de poder. Posteriormente, lo capturan para validar el fraude electoral, es decir, como parte de un show mediático. Al poco tiempo, sin embargo, lo dejan escapar a través de un túnel, pues también ello forma parte de un plan. Conrado es quien orquesta la liberación del capo con la intención de perseguirlo y atraparlo, para ser considerado un héroe nacional y convertirse en el próximo Presidente. Tal como dice Zavala (2018) que no ocurre en las narcoficciones, es en esta producción en la que mayormente se demuestra que los cárteles no existen, pues el Estado es la cabeza del crimen organizado. Estados Unidos en la narcoficción mexicana Las narcoseries, sin embargo, no sólo denuncian los nexos entre el narcotráfico y el Estado criminal, sino también la 81

complicidad o injerencia que tiene Estados Unidos en esta problemática. Desde que el presidente Richard Nixon declarara la guerra contra el narco en la década del setenta, Estados Unidos pretendió establecer una política clara al respecto, convirtiéndolo en un tema de seguridad nacional antes que de salud pública. Seguridad nacional, por cuanto, se vio como una amenaza a la soberanía, como declaró William Bennett, jefe de la Office of National Drug Control Policy durante los ochenta, al asegurar que pocas amenazas extranjeras eran más costosas para la economía de Estados Unidos que las drogas. Esta supuesta amenaza ha justificado desde entonces la constante movilización de las fuerzas armadas (Smith, 1993). Con la finalidad de «ganar esta guerra», Nixon fundó la Drug Enforcement Agency (DEA) en el año 1973, para atacar este mal que corrompía a los ciudadanos norteamericanos. Similar a lo que ocurrió en México con la declaración de guerra al narcotráfico, por parte de Felipe Calderón, Estados Unidos ha empleado en su discurso una retórica maniquea que tiende a dividir entre víctimas y victimarios «Estados Unidos se percibe mártir de un mal que nació fuera de sus fronteras. Los malos o los victimarios –desde la perspectiva política estadounidense, claro está, y lo demuestra la historia de su lucha contra las drogas– son los narcos latinoamericanos, asiáticos o de cualquier país que no sea el vecino del norte» (Esquivel, 2016, 12). Consecuente con ello, ha planteado una política internacional punitiva e intervencionista, pues ve a los países extranjeros como los responsables, no sólo de la producción de drogas ilícitas, sino del consumo y deterioro social de los estadounidenses. Según esta lógica de defensa de su nación, tendrían cierto derecho a involucrarse en la gobernabilidad de los países vecinos, para controlar la amenaza que representa el narcotráfico para su ciudadanía. Dos casos que confirman esto: la Operación Cóndor en México, llevado a cabo durante los setenta y ochenta; y el Plan Colombia, concebido a fines de los años noventa. 82

Las narcoficciones televisivas, tanto como critican al Estado mexicano, cuestionan el papel que ha asumido el país vecino en la lucha contra el narco. En ellas se tematiza que este problema no es privativo de México ni que puede ser juzgado bajo la dicotomía buenos y malos, pues tanto el Estado estadounidense como sus funcionarios públicos tienen vínculos con este negocio. En algunos casos esta relación se configura en la corrupción de los comisionados que, en lugar de hacer su trabajo, terminan inmiscuidos en los cárteles mexicanos, como es el caso de Jeremy Andrews «El Güero», agente de la DEA que trabaja para el cártel del Chema Venegas, en la narcoserie El Chema (2016) y El señor de los cielos (2013-2019) y Tim Rawlings que, como agente de la CIA se convierte en aliado de Casillas. O en otros casos, de candidatos presidenciales estadounidenses que pretenden establecer lazos con los capos para pagar sus campañas políticas, como en Enemigo íntimo (2018), en que se revela los tratos que tiene Roxana con Frank, candidato que lava el dinero del cártel. Si bien, en la primera temporada esta línea argumental no se desarrolla es muy probable que en la segunda temporada se amplíe en profundidad este nexo. Ya no desde el lado de la corrupción, pero sí de una cierta intervención, se revela en El Chapo (2017-2018) el mando estadounidense. Cuando comienza la guerra entre cárteles por el dominio de las plazas, el embajador estadounidense se reúne con el Presidente y el General, y sugiere que sea Amado quien se quede como líder para controlar a los otros capos. La elección de este narcotraficante no es inocente: «Encerramos a Miguel Ángel porque tenía demasiado poder. Amado es su hombre de confianza y tiene el poder suficiente para ser reconocido como líder, pero no el suficiente para que no nos haga caso» (cap.3, temp.1). El Presidente sabe que debe considerar la recomendación de Estados Unidos, es entonces que liberan a Amado y lo utilizan como negociador entre los narcotraficantes y aval de los acuerdos comerciales y políticos entre ambos países. Amado le comenta al Chapo: «El gobierno nos va a dejar trabajar tranquilos 83

siempre y cuando yo les garantice que va a haber paz entre nosotros y ganancias para ellos […] con los gringos no se juega, si no les damos lo que quieren terminamos todos presos o bien muertos, ustedes escojan» (cap.3, temp.1). En la tercera temporada, asimismo, se ve el ascenso del Chapo y la forma en que logra transportar la droga hacia Estados Unidos, con el beneplácito y la ayuda del gobierno estadounidense. No conforme con ello, el capo abre un laboratorio en Malasia, lo que sí provoca la queja del Estado vecino, porque incrementa considerablemente el ingreso de heroína. Conrado aconseja al narco que se atenga a las reglas impuestas por EE.UU., no obstante, producto de su ego, desobedece. Frente a la tumba de su padre le dice que ha llegado tan alto que ni siquiera a los gringos debe acatar. Esto, por supuesto, es sólo imaginación del capo, ya que, cuando el gobierno estadounidense se entera de que abrirá un laboratorio en New York, la DEA da la orden a Forbes de incluirlo en la lista de los hombres más millonarios. Esta jugada responde a un guiño al gobierno mexicano para que controle a su narcotraficante: «Vamos a quedar como unos pendejos, Conrado. El único narcotraficante en la lista de los más ricos del mundo es mexicano y está libre» (cap.1, temp.3). En esta narcoserie se vislumbra que México no es enteramente soberano si debe seguir sugerencias y dar cuentas al gobierno estadounidense. Ello se repite en El patrón de mal (2012): «Em Escobar, el patrón del mal o Estado, frágil e acuado, considerava a extradição dos narcotraficantes a única forma de lidar com o problema. Tal fato, portanto, revelava uma profunda dependência dos Estados Unidos e de sua política para a América Latina, com características de intervenção e forte militarização» (Rocha y Soares, 2018, 160-161). Tal como expresan las brasileñas, la necesidad que exhibe el gobierno colombiano de extraditar al narcotraficante, dice relación con su nula capacidad para tomar el control en sus propias manos y ejercer la justicia en su territorio; sin embargo, también revela la excesiva dependencia hacia Estados Unidos. Como 84

única salida a la violencia ejercida por Pablo Escobar y su cártel, así como la única alternativa para garantizar que no exista impunidad en sus crímenes, se recurre a los norteamericanos para que sean ellos quienes apliquen la condena. Esta es otra manera de concretar una intervención de Estados Unidos sobre Colombia. Recordemos que, al contrario de lo que hasta aquí hemos argumentado, Zavala (2018) considera que las narcoseries no producirían ningún tipo de crítica ni al gobierno mexicano ni al gobierno estadounidense, por cuanto, serían mera reproducción de los discursos oficiales estatales. Por ejemplo, al mencionar a Narcos Colombia (2015-2017) define que es un producto protagonizado por agentes estadounidenses que: «naturalizan el tráfico de drogas como una emergencia de seguridad nacional exterior que amenaza la integridad interior de la sociedad civil norteamericana» (79). No obstante, reconoce en esta misma producción un acierto crítico involuntario en la producción estadounidense, pues considera que ésta logró retratar la intervención de Estados Unidos en los asuntos políticos colombianos cuando Escobar buscaba convertirse en diputado. En sus palabras, al momento de narrar este episodio, la narcoserie: […] señala claramente que el auge de la violencia resultó de la abierta confrontación entre el Estado y Escobar, cuando la élite gobernante, atendiendo las recomendaciones de agentes estadounidenses de la DEA, optó por rechazar la incursión de Escobar como congresista […]. Narcos sugiere que la supuesta crisis de seguridad nacional es producto autoinducido por una violenta política securitaria impulsada por la hegemonía estadounidense en el gobierno de Colombia que no consideró alternativas políticas a la de un agresivo militarismo (85).

Aunque, efectivamente, esta narcoserie pueda demostrar también la dependencia de las políticas latinoamericanas respecto a la voluntad estadounidense, no podemos dejar de lado que, al contrario de las otras, esta es una serie mucho menos crítica. Más bien, estamos ante un producto que sí plantea una versión oficial de lo que fue la lucha contra el 85

narcotráfico en Colombia y el auge y captura de Pablo Escobar; por lo que resulta muy maniqueo, cercano a las teleseries policiales clásicas, en la que hay héroes establecidos y villanos declarados. Tal como estudian Janny Amaya Trujillo y Adrien José Charlois (2018), los agentes de la DEA, Murphy y Javier Peña, así como el Coronel Carrillo, del Bloque de Búsqueda colombiano, son retratados desde el polo positivo, posicionando en el lado contrario a los narcos, liderados por la figura de Pablo Escobar: «Este melodramático juego de opuestos opera también como recurso de representación de relaciones estratégicas a nivel global que explica, contextualiza y legitima el papel de Estados Unidos en la guerra contra las drogas en América Latina» (28). Como teleserie policial tradicional, Estados Unidos se constituye en salvador. De la representación de la corrupción de los funcionarios públicos y las «sugerencias» y presiones del gobierno estadounidense, no obstante, pasamos a la de una intervención directa en la política mexicana. En la segunda temporada de La reina del sur (2019) empezamos creyendo que son los políticos quienes trabajan para los narcotraficantes, con tal de beneficiarse económicamente y terminamos por descubrir que los narcos son simples juguetes de los políticos y que todos ellos son, a la vez, marionetas del gobierno estadounidense. Zurdo Villa, uno de los capos, colabora económicamente con la campaña presidencial de Mariano Bravo, por lo que todo indica que es el criminal el que trabaja para el futuro gobierno, no obstante, casi en los últimos capítulos nos enteramos de que es la DEA la que tiene el verdadero control sobre México. Epifanio Vargas es un títere que debe ayudar a desenmascarar a Mariano y a Villa para quedarse como Presidente de México y ser controlado fácilmente por Estados Unidos. Lupo es quien le revela esto a Teresa: Teresa: Yo pacté con la DEA declarar en contra de Epifanio Vargas para que lo metieran a la cárcel a cambio de mi indulto. Lupo: Eso cambió con el nuevo gobierno de los Estados Unidos. Quieren interferir en las elecciones en México. Te trajeron de regreso 86

porque eras la única persona que podía destruir al Zurdo Villa y con él caía el financiamiento del candidato Mariano Bravo, por eso te pidieron entregar al Zurdo Villa a cambio de tu hija. Teresa: No entiendo por qué los gringos quieren a Epifanio de Presidente Lupo: Para manejarlo […] quien está a cargo de la operación es Alejandro Alcalá, su mano derecha, él es oficial encubierto de la DEA […] Hay orden de matarlas a las dos, porque ya cayó el Zurdo Villa y no quieren testigos vivos (cap.49, temp.2).

Así se revela que es la DEA quien ordena el secuestro de la hija de Teresa para obligarla a volver a México y desbancar la candidatura de Mariano Bravo en beneficio de la de Epifanio Vargas. Alejandro, cuñado y asesor de la campaña de Vargas, es realmente un agente encubierto que tiene la orden de manipular al candidato y convertirlo en Presidente. Nos enteramos, entonces, de que el gobierno de Estados Unidos busca intervenir en las elecciones mexicanas para convertir a Vargas en un empleado al que puedan sobornar, ya que conocen su pasado como líder del cártel de Sinaloa y todos los muertos que carga. La intención es tener al Presidente mexicano trabajando para ellos en secreto. Cuando Teresa lo descubre, el plan peligra y todo se precipita: la DEA da la orden de eliminar a Vargas para que sea Alejandro quien asuma la candidatura, no obstante, esto también fracasa y Epifanio se convierte en Presidente de México. La lucha contra el narcotráfico emprendida por Estados Unidos, de alguna forma autoriza, en la narrativa de la narcoserie, a la intervención en la política mexicana. Ingobernables (2017) ya había adelantado una tesis similar en la que el gobierno de Estados Unidos tenía la capacidad y necesidad de infiltrar funcionarios en el Estado mexicano, así como de manipular a empresarios, para controlar las decisiones políticas. El Presidente Nava descubre esta red de complicidades y corrupciones que atentan contra la soberanía del país y contra la población mexicana; por lo que graba un discurso a la nación tomando medidas drásticas para acabar con esta intervención y con la guerra contra las 87

drogas. Su decisión es cerrar la frontera con Estados Unidos: «Si el gobierno de los Estados Unidos de América quiere continuar la guerra en contra de las drogas, que lo haga en su propio territorio. México no seguirá poniendo a los muertos. El gran negocio de las drogas está en el consumo masivo en los Estados Unidos, ellos son los principales responsables de la muerte de más de ciento setenta mil mexicanos» (cap.6, temp.1). Producto de este desacato, Nava es asesinado por mandato del gobierno de EE.UU., y su esposa Emilia, acusada de ser la responsable. Lástima que no sabremos el destino de esta red mafiosa, porque Netflix canceló la tercera temporada sin explicaciones. En este sentido, las narcoseries estarían reafirmando, justamente, todo lo que Zavala (2018) expresa en su libro. No es que exista el narcotráfico como una autoridad paralela al Estado mexicano, como una fuerza que ha logrado corromper o debilitar hasta a los más heroicos componentes institucionales, sino que el verdadero control proviene del mismo Estado criminal. Los señores de la droga no serían, entonces, los capos, sicarios o miembros de cárteles, sino los poderosos hombres que gobiernan las instituciones. Y, como lo presentan estas producciones, sobre ellos, muchas veces, estaría la mano bastante visible de Estados Unidos, que interviene en las decisiones políticas nacionales con el fin de resguardar su seguridad interior. Difiero, así, con la idea de que las narcoficciones estén dominadas por un imaginario oficial que permanece ajeno e invisible a la crítica social, como lo sugiere Zavala (2018), respecto a la literatura y a las narcoseries. Que el Estado sea dibujado en términos de criminalidad, corrupción e impunidad en las narcoseries –como indicaba al inicio de este capítulo– no significa, no obstante, que los narcotraficantes sean constituidos como héroes. Resulta difícil empatizar con un Aurelio Casillas infiel, que asesina animales y que descuida a sus hijos o con un Escobar sanguinario, vengativo, que por capricho manda a poner bombas a la población civil o le exige a su sicario, su amigo, 88

que asesine a su novia. Es la retórica maniquea heredada de la lucha contra el narcotráfico y el discurso oficial, tanto como nuestra mentalidad melodramática, la que nos hace seguir viendo el mundo en polaridades cuando, en realidad, asistimos a la anulación absoluta entre lo bueno y lo malo. De esta manera, no es que estas ficciones presenten a los capos y sicarios como héroes sino que en estas narrativas no tenemos a nadie que pueda situarse completamente en el polo del bien. Ellas nos enrostran el fracaso absoluto. El fracaso del Estado, de la política, de las instituciones y de la sociedad entera. Los espectadores opinan Como he tratado de mostrar, en las narcoseries se refleja con creces la hipótesis de Hernández (2010), Domínguez Ruvalcaba (2015), Zavala (2018) y Karam (2018), respecto a que el narcotráfico y gobierno no son entidades separadas, sino parte de un todo denominado, por algunos, como narcoestado y, por otros, Estado criminal. Estas producciones televisivas, a la par de que buscan entretener y generar ganancias económicas (eso es innegable, por supuesto), también están realizando un ejercicio crítico, interesante por lo inusitado. Al contrario de las teleseries policiales clásicas, en que resulta evidente la alabanza a los aparatos gubernamentales estadounidenses, acá se cuestiona el papel de las instituciones y del mismo Estado, al presentarlos desde su faceta más terrible: ineptos, corruptos, dueños y señores del negocio de la criminalidad o como títeres de los poderes estadounidenses. Con el fin de que esto no se quedara en una mera apreciación personal –y sobre todo después de leer los textos de Zavala (2018) y Karam (2018), en que me sorprendió la lectura tan opuesta que realizamos de las narcoficciones– le propuse a un grupo de estudiantes de Letras Modernas, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, realizar una encuesta. El objetivo fue averiguar cuál es la impresión de los espectadores mexicanos respecto a las narcoseries, si las 89

consideran un producto que insta a la reflexión y al análisis de lo que ocurre socialmente o si, por el contrario, las piensan acríticas, banales y simples reproductoras de los discursos oficiales. Contaré un poco acerca de la construcción de esta encuesta, porque en la tercera razón de este libro retomaré algunas de las respuestas que obtuvimos. Parto, entonces, agradeciendo profundamente al equipo de trabajo comprometido con este proyecto: Alba López Gamboa, Alejandro Corona Ocehlo, Andrés Aguilar Rosales, Dolores Katsougris y Paula Córdova García. La encuesta la realizamos por Google Docs, para asegurar el anonimato de los entrevistados y la difundimos por nuestras propias redes sociales (Facebook e Instagram, principalmente) durante dos semanas, a principios de abril de 2019. Aunque el modo de divulgación fue aleatorio –aunque ciertamente enfocado a la población estudiantil de la Facultad de Filosofía y Letras, por cuanto la divulgamos entre nuestros contactos universitarios– llegamos a 300 respuestas de un público de licenciatura y posgrado, como era de esperarse en nuestro contexto. La mayor parte de nuestros encuestados dijo tener entre 18 y 40 años, aunque nos encontramos también con respuestas de adolescentes y adultos mayores. En consideración a todo esto, nuestra muestra fue de tipo no probabilístico sesgado a un grupo universitario, con acceso a internet y, por ello, inferimos, de estrato social medio, pues contaban con herramientas digitales que no posee el total de la población. Para no predisponer a nuestros encuestados, en vez de hablar de narcoseries, optamos por referirnos a series sobre narcotráfico. Esto, porque nos dimos cuenta, antes de elaborar el instrumento, que muchas personas aseguraban no haber visto ninguna narcoserie pero sí que les encantaban series como Breaking Bad (2008-2013), la chilena Prófugos (20112013) o la italiana Suburra (2017-), que también pueden ser consideradas narcoseries pero, al ser extranjeras, gozan de mayor popularidad y prestigio. Pensamos que podía ocurrir que nuestros entrevistados se sintieran más seguros hablando 90

de series que abordan el fenómeno del narco, antes que asumirse como espectadores de narcoseries, término que porta una connotación negativa, como se puede desprender de trabajos académicos, opiniones de políticos y de la población en general, tal como vimos en el primer apartado de este libro. En términos de las preguntas generales que permiten conocer algo de los entrevistados, la encuesta no arrojó resultados interesantes ni concluyentes. Por ejemplo, nos encontramos con que no hay una predominancia de género entre los espectadores, sino sólo una leve mayoría en público femenino (55%) sobre el masculino (45%). Esto nos hace creer que el mismo producto no se plantea dirigido a un público específico en términos de mujeres y hombres, sino que busca abarcar espectadores heterogéneos. Eso revelaría que estamos ante un suceso televisivo diferente a la telenovela clásica, porque no apuntaría a un público femenino, dueñas de casa, que pasa gran cantidad de tiempo en el hogar y con la televisión encendida (Trejo, 2011). Igualmente, tampoco se destina necesariamente a un público masculino, acostumbrado a ver series de acción que son transmitidas en horario nocturno. Otros datos también fueron esperables: al difundirla por redes sociales y en un contexto universitario, obtuvimos mayormente respuestas de jóvenes y adultos jóvenes: entre los 18 y los 24 (36.2%) y desde los 25 a los 40 años (35.8%). Aunque también contestaron la encuesta algunos menores de 18 (8.1%) y mayores de 41 (20%), a los que no esperábamos abarcar. Aunque estos resultados son coherentes con la forma en que difundimos la encuesta, no nos permite tener datos objetivos sobre el amplio público que ve las narcoseries. Desconocemos si la gran mayoría de espectadores pudieran ser los adultos mayores de 40 o si, como dicen los periodistas y padres de familia, son los niños los más propensos a consumir este tipo de productos. De todas maneras, este público funciona, ya que los detractores aseguran que son los jóvenes los más vulnerables ante la influencia de estos productos (Gutiérrez y Ponce, 2016). 91

En otros aspectos, el 60.4% de nuestros encuestados afirmó tener el título de licenciado/a o estar estudiando la licenciatura y el 11.9% tener o estar estudiando un posgrado; asimismo, la gran mayoría dijo vivir actualmente en la Ciudad de México (59.6%) o en el Estado de México (11.5%), lo que también era esperable en nuestro ámbito académico capitalino, pero que reduce los alcances de la encuesta si es que quisiéramos proyectar conclusiones objetivas sobre los espectadores a nivel nacional. Lo mismo ocurre respecto a las plataformas en que las ven, pues al ser un público de clase media, universitario y citadino, las formas de acceso son múltiples: Streaming (79.6%), televisión abierta (21.9%) y televisión de paga (20.8%); y es una actividad que se realiza, tanto en solitario (49.6%), como en compañía de la familia (37.7%), la pareja (25.4%) o los amigos (10.8%). Al preguntar cuáles vieron, nos sorprendió la cantidad de respuestas tan variadas y amplias, porque, aunque fuimos nosotros quienes les dimos las opciones (delimitándolas a aquellas series que tuvieran como contexto histórico-social a México), incluyeron algunas menos populares o que quedaron truncas como El mariachi (2014), El equipo (2011), El Chema (2016), La Teniente (2012), Señorita Pólvora (2014), entre otras; y extranjeras (a pesar de que no les dimos dicha opción) como El patrón del mal (2012), Sin tetas no hay paraíso (2006) y Breaking Bad (2008-2013). Por supuesto, mencionaron también las más difundidas y con mayor número de temporadas. Así, las más populares resultaron ser: La reina del sur (48,5%), El señor de los cielos (43,8%) y El Chapo (40%). El 60,4% de los encuestados admitió haberlas visto completas. Respecto a la idea que he venido planteando en este capítulo, me interesaba especialmente conocer la percepción de los espectadores respecto a la imagen que las narcoseries difunden del Estado y sus personeros. Para conseguirlo agregamos la pregunta ¿Cómo calificas el rol de las instituciones públicas (policías, militares, gobernantes) dentro de las series sobre narcotráfico? El 64.2% consideró que es 92

malo, el 28.1% que es regular y el 7.7% que es positivo. Cabe decir, sin embargo, que entre aquellos que dijeron que el rol de las instituciones era positivo, se refirieron en buenos términos a la actuación de la DEA en Narcos Colombia y Breaking Bad, mientras otros evaluaron de forma positiva no la imagen sino la credibilidad del papel que realizan, «Porque las autoridades no actúan, porque es real que son así». Al final, sólo el 45% (del 7.7% que contestó en términos positivos) realmente cree que el rol de las instituciones públicas, en las series sobre narcotráfico en México, es bueno. De estos, la mayoría (66.6%) coincide en haber visto La reina del sur 1 y El Chapo, dos series en que los narcotraficantes enfrentan a la ley estadounidense. Al ser cuestionados respecto al por qué, existió bastante consenso entre los encuestados, al considerar que representan a las instituciones como corruptas (50%) o como incompetentes o negligentes (25.38%), aunque encontramos respuestas en que ambos factores están imbricados: «diría que es malo, puesto que vemos los hechos de corrupción y por ello, se estigmatizan a las instituciones como el papel de quienes no hacen nada, no triunfan, no logran nada contra el cáncer del narco». Asimismo, el 10% de los encuestados que mencionan corrupción o incompetencia de los agentes públicos en las series de televisión, también hacen referencia directa a que ello ocurre en la realidad: «porque siempre reflejan la corrupción que se vive en el país», «son corruptos como en la realidad», «nos muestran nuestra triste realidad, corrupción total», «aparentan que estas instituciones hacen su trabajo, cuando en realidad son igual o más cerdos que los narcos. Y son los que joden más a la gente». Estas respuestas demostrarían un gran cambio de paradigma respecto a las telenovelas tradicionales, por ejemplo a las policiacas, como ya he referido, pero también podría estar desestructurando a la televisión en sí misma. Algunos académicos (Ivoskus, 2010; Orozco, 2010) han reflexionado acerca del poder persuasivo que ha tenido la telenovela en Latinoamérica, especialmente en México, en 93

que históricamente ha servido a los intereses de los gobiernos en turno. Por mencionar algunos ejemplos, La fea más bella (2006) instó a los receptores a votar por Felipe Calderón, Pasión Morena (2009) realizaba una publicidad evidente al gobierno de Chiapas o en Secretos del alma (2009) se daba una versión oficial sobre el desplome del avión donde murió el ex secretario de gobierno Juan Camilo Mouriño. Estas narcoficciones, en cambio, promueven todo lo contrario a una imagen agradable y confiable de gobernabilidad. En vez de ser financiadas por el Estado, políticos y periodistas las atacan y buscan prohibirlas. Después de analizar las opiniones que los espectadores expresan en nuestra encuesta, resulta más comprensible el porqué.

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RAZÓN 3 LAS NARCOSERIES DEJAN UNA LECCIÓN MORAL

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Nothing Here… but Al malo solo el cariño Lo vuelve puro y sincero Violeta Parra Las narcoseries, aunque no pueden ser consideradas plenamente telenovelas, como intenté explicar antes, no se alejan del todo del sustrato melodramático del formato. Ya no hay héroes ni villanos establecidos, todos los personajes están bastante alejados de los códigos morales, porque muestran una sociedad degradada. No empatizamos con ninguno ni esperamos ansiosos el final en que los villanos paguen y que a los héroes se les restituya su honra y se casen. A pesar de todo esto, considero que las narcoficciones intentan transmitir ciertas lecciones valóricas en sus mensajes. No hay en ellas una apología a la violencia, como gusta tanto decir a los periodistas y políticos o a una gran cantidad de gente que nunca ha visto ningún episodio (pero les basta con haber visto alguna vez un anuncio publicitario). Si existiera una apología a la violencia, la violencia sería presentada como algo positivo, en cambio, las narcoseries la castigan y, con ello, entregan enseñanzas vinculada a pautas de comportamiento. Por supuesto, resulta innegable que el narcomundo se asume como un ámbito en el que priman componentes tremendamente negativos e, incluso, podemos admitir que la exacerbación de todo lo que hay de malo en nuestro mundo y nuestra sociedad neoliberal, se cristaliza en este negocio. Narcotraficantes y sicarios son sujetos despiadados, 97

utilitaristas y sanguinarios, dispuestos a asesinar a quien sea por dinero. Para ellos, la vida de sus semejantes no tiene valor más que económico, por cuanto, a través de la muerte de otros, pueden acceder a los beneficios del mercado (Valencia, 2010). Las académicas Ovalle y Giacomello (2006) mencionan dentro de estas prácticas sociales nefastas del narcomundo: «el derroche, la opulencia, la transgresión, el incumplimiento de la norma y el machismo» (299). Y para académicos de diversas latitudes estas conductas encontrarían un correlato en las narcoficciones literarias y audiovisuales. Para Sayak Valencia (2010; 2016) y Héctor Domínguez Ruvalcaba (2015; 2017), el machismo sería un componente clave en la identificación del narcomundo y sus expresiones culturales. Para ellos, la subjetividad endriaga (Valencia, 2010) o gandalla (Domínguez Ruvalcaba, 2017) se extendería no sólo a narcos y sicarios de auténticos cárteles, sino también a los personajes de la narcoliteratura y de las narcoseries, tal como referí y cuestioné en el primer capítulo de este libro. Los colombianos Héctor Abad Faciolince (1995) y Alberto Fonseca (2016), por otra parte, más que centrarse en los componentes de machismo y violencia, se han enfocado en referir la opulencia y ambición como motivación fundamental entre quienes ingresan en el crimen organizado, así como en su reproducción en las ficciones sobre el narcotráfico. El escritor Abad Faciolince (1995) fue uno de los primeros en intentar entender las nuevas narrativas que se estaban produciendo en la Colombia de finales del XX. Más que enfatizar en la violencia como temática, su análisis se encaminó a la estética de las narcoficciones. Para él, la literatura estaba presenciando el origen de una estética mafiosa de mal gusto, definida por la exhibición del dinero y la ostentación de lujos conseguidos mediante prácticas delictuales. Su reparo, además de considerarlo un atentado a la elegancia de la palabra y la forma, era que estos criminales estaban realizando el sueño de casi todos los colombianos de poder comprar y ostentar. Adelantaba, con ello, que el público lector aceptaría y consumiría esta nueva narrativa 98

aspiracional porque le daría la ilusión de alcanzar un status económico impensable. Abad Faciolince fue el gran visionario que determinó que estas ficciones se convertirían en un éxito. Alberto Fonseca (2016) en su libro Cuando llovió dinero en Macondo también recalca, como característica central en el narcomundo y en la narconarrativa, la posibilidad de obtener dinero rápido y fácil. Muy en sintonía con las propuestas de Valencia (2010), para el académico, este deseo es resultado de una lógica capitalista y de una estrategia de represión en la lucha contra las drogas, que trajo, como consecuencia, cambios en la esfera social y económica, junto con una nueva escala de valores. De esta forma, mientras antes primaba el esfuerzo, el trabajo y el estudio para la consecución de una vida digna, ahora lo hacía el dinero fácil, pero sucio, para consumir todo tipo de mercancías innecesarias. Concluye rescatando, no obstante, que esta narrativa se constituye en una respuesta crítica a la sociedad que considera héroes a quienes se enriquecen ilegalmente, a la vez que revela el lado humano de este problema. La opinión favorable de Fonseca, sin embargo, no es la más popular entre los académicos, que ven a las narconarrativas como un reflejo del narcomundo sanguinario e inmoral. Más bien, se considera que no hay grandes variaciones entre el narcotráfico como problema real y lo narco como representación ficcional. Ya lo vimos en Zavala (2018) o en Valencia y Sepúlveda (2016), quienes aseguran que estos relatos literarios y visuales, no hacen más que reproducir el modelo «narco-sicario» de machos violentos que viven fugazmente y hacen del dinero su motor, y mujeres vinculadas a ellos que son muñecas superficiales que no piensan más que en maquillaje, ropa, peinados y cirugías plásticas. Pensar en hombres y mujeres que se involucran en el narcotráfico –los reales y los de ficción– es remitir inmediatamente a sujetos deshonestos, cuya única motivación es poseer bienes materiales, ostentar poder y vivir una vida de lujos. 99

Ajenos a la discusión sobre los estímulos reales que pueda tener la población para ingresar a las filas del narco (que, claramente, no es lo que compete para esta ocasión), en las narcoseries no hay un paralelismo entre incorporación a la criminalidad y beneficios económicos. En realidad, los personajes narcotraficantes no poseen grandes lujos. Sólo por ejemplificar con el producto estrella de Telemundo, hay que decir que El señor de los cielos tuvo mansiones y casas de seguridad, pero estuvo prácticamente recluido en una de ellas. En la temporada seis cayó en coma, por lo que su capacidad de ostentación se redujo a cero. Y desde la primera temporada hasta su muerte, hubo muy pocas escenas en que se lo vio gastar el dinero o disfrutar de lo conseguido. Lo mismo ocurre en una serie como El Chema (2016), en que, en lugar de mostrar una vida llena de lujos, mujeres y beneficios, se visibiliza más la inacción en sus casas de seguridad y el miedo constante a ser encarcelado. No dejo de admitir que en algunas de las primeras narcoseries colombianas esta estética suntuosa era más evidente, sobre todo en el caso de El patrón del mal (2012) en que se retrata que Pablo Escobar tenía lujos extravagantes: su propio zoológico en la Hacienda Nápoles, una cárcel diseñada a su medida y que, mientras era perseguido, podía darse el lujo de quemar billetes para calentar una habitación. Esto, sin embargo, pertenece al terreno de la realidad y está consignado en el libro de investigación de Alonso Salazar (2001) La parábola de Pablo, por lo que suponemos que no lo inventó la ficción. Sí inventó, en cambio, la fortuna, mansiones y carros de los capos de Las muñecas de la maf ia (2009) o El cártel de los sapos (2008) u otras del estilo. Me atrevo a asegurar, a pesar de ello, que en gran parte de las narcoseries –principalmente en las ambientadas dentro de un contexto mexicano– lo que prima es la discreción. Teresa Mendoza, por ejemplo, en las dos temporadas de La reina del sur, se muestra como una mujer bastante austera. Viste a la moda y su maquillaje es exagerado en algunos 100

momentos, pero desde la primera temporada deja claro que su fin no es conseguir dinero, volverse millonaria ni ostentar lo que tiene. Es su amiga Patricia O’Farrell quien la convence de gastar en ropa y joyas, es ella la que está preocupada de que Teresa sea aceptada por la alta aristocracia española y, para ello, debe aprender a vestir acorde a esos estándares. Y Patricia tampoco tiene un interés especial por el dinero, la cocaína cae inesperadamente en sus manos pero ella es heredera de una gran fortuna, por lo que no necesita más lujos. De hecho, es el dinero de la española lo que compra los vestidos de Teresa y no las ganancias ilegales: Teresa: No hay manera de que yo me gaste eso en una bolsa. Además ni uso bolsas Patricia: Nos llevamos todo. El traje también Teresa: ¿Cómo todo? No, eso es mucho dinero Patricia: Por algo odio que seas tan rápida con los números. Nos llevamos todo. Y no pongas esa carita. Pago yo, es un regalo (cap.27, temp.1).

Teresa no se involucra en el narcotráfico pensando en los ingresos económicos que obtendrá o las cosas que adquirirá, lo material no le interesa, por eso acepta, al final de la primera temporada, establecer el pacto con la DEA y perder su identidad para poder criar a su hija en el anonimato. Es por rescatar a su hija Sofía que, en la segunda temporada, debe renunciar a esa vida tranquila de fabricante de mermeladas en un pueblo italiano y volver a inmiscuirse en el negocio de Epifanio Vargas. Los ingresos que adquiere en este regreso al mundo del narcotráfico sirven para engañar al Zurdo Villa, para pagar a sus amigos y para salvar a su hija, no para comprarse mansiones, joyas o ropa de marca. Lo mismo ocurre con la gente que la rodea, el dinero no es un tema importante, si sus amigos aceptan ayudarla y seguirla hasta México para salvar a Sofía, es por cariño y compromiso con ella, no por una promesa económica. Otras mujeres de las narcoseries siguen este mismo patrón. Camelia se viste constantemente con la misma ropa y parece tan ajena al dinero que gana con la venta de marihuana que 101

nunca sabemos en qué lo gasta o si realmente lo gasta. Está más preocupada de salvar su vida y de cuidar a su familia y a los trabajadores que ostentar lujos. Circe, la líder del narcotráfico en Falsa identidad, utiliza el dinero ganado para repartirlo entre las mujeres de su cártel. La casa en la que se esconde es de su padre, aunque tampoco se ve excesivamente ostentosa. Ni siquiera Marlene, amante de un tipo corrupto, estafador y vinculado con el narco, tiene muchos beneficios, ya que vive en un departamento. Y Roxana, se deja apresar durante toda la primera temporada para que nadie descubra que ella es el profesor, por eso no deja que su padrastro la ayude a escapar ni permite que le compre seguridad y comodidad en la prisión. Los personajes masculinos de estas narcoseries tampoco buscan el dinero porque sí. El mariachi, M8, el Dandy, Diego, no compran casas, no usan joyas de oro, no persiguen ganancias económicas. Ninguno ingresa al narcomundo motivado por la promesa de ascenso social o regalías económicas. El mariachi, como había señalado antes, entra por pura mala suerte; el Dandy por creer que ayuda a la policía; Miguel por lealtad a su padrastro y Diego por sobrevivir cuando deja la casa familiar. En estas narcoficciones no hay derroche en exceso, Diego, por ejemplo, vive en un conventillo de la Ciudad de México y el dinero que gana con el huachicoleo le sirve para ayudar a Isabel, a su mamá y a sus amigos. Deivid, el amigo narco de Diego, utiliza el dinero para mandarle medicamentos a Venezuela a la hermana de una de las bailarinas. Acaso un interés de poder antes que de dinero sí, como el caso de Epifanio Vargas, quien está obsesionado con llegar a la Presidencia de la República y utiliza sus negocios en el narco como medio para conseguirlo. Por supuesto, hay excepciones, en la segunda temporada de La reina del sur (2019), el narcotraficante Zurdo Villa, se representa desde los primeros capítulos como un tipo derrochador. A Teresa le regala la casa en la que vivió en Sinaloa y el anillo de compromiso que el Güero iba a darle el día en que lo asesinaron. Hace fiestas apoteósicas para ella. 102

Pero el Zurdo es un personaje despreciable, engreído, sanguinario y sumamente violento. Lo mismo ocurre con Nataniel Cardona en los primeros capítulos de Dueños del paraíso (2015). La fiesta de lujo que organiza por el cumpleaños de Anastasia es una muestra de su frivolidad y falta de compromiso ante lo que verdaderamente importa. La fiesta no compensa en lo mínimo el que la abandone horas después permitiendo que la violen sus enemigos. Los personajes de las narcoseries, entre más derrochadores y ambiciosos, más viles se nos revelan y más espectaculares resultan sus muertes. No puedo estar de acuerdo, en ese sentido, con los académicos que ven en todas las narconarrativas una relación directa entre los antivalores propugnados por el narcotráfico y su representación audiovisual. Mi visión es completamente opuesta, por ejemplo, a la que defiende Dosinda Alvite (2016), quien considera que Teresa Mendoza es un reflejo de la realidad neoliberal contemporánea, que ensalza un individualismo radical, la avaricia, la deshonestidad y la rivalidad agresiva. Creo, en cambio, que Teresa (así como Camelia, Anastasia, Circe, Roxana o gran parte de los narcos de estas series, sean mujeres u hombres) no puede ser definida como un sujeto capitalista porque su fin nunca es conseguir beneficios económicos para su propio provecho. No es el ansia de dinero lo que mueve a los personajes, tampoco la avaricia ni el individualismo. El dinero se gana para compartirlo no para derrocharlo. En términos de cantidad, incluso, hay más escenas en que los narcos plantean la posibilidad de ayudar a otros con el dinero, que escenas donde lo ostentan. Diego, puede ser un buen ejemplo para referir esto, porque cada vez que roba gasolina debe justificarlo: Este país está lleno de riquezas, como la gasolina. ¿Esas riquezas de quién son? De todos nosotros. ¿Y quién las tiene acaparadas? El gobierno. […] Yo lo único que hago es que robo lo que me pertenece y el resto se lo doy a la gente que lo necesita […] no es que robes, es 103

que tomes lo que te pertenece y lo demás se lo damos a la gente que tiene menos posibilidades (Falsa identidad, 2018, cap.24).

Independiente de lo cuestionable que puede ser este discurso de Robin Hood o que este sea un ejemplo a imitar, intento demostrar que su afán no es capitalista, que no busca ganar dinero para enriquecerse, comprar mujeres y adquirir mansiones, sino que el dinero sirve para ayudar a la gente. Una reflexión similar a la que ya había realizado mucho antes Diana Palaversich (2015) en el artículo «La seducción de las mafias» en torno a los capos como figuras televisivas en Colombia. Respecto de Pablo Escobar, por ejemplo, rescata que, aunque sí se muestra su deseo por adquirir dinero y poder, también revelan su compromiso social pues las ganancias del negocio ilícito las utiliza para construir viviendas populares y contribuir al bienestar de su gente: «proporciona ayuda práctica, recibe gente necesitada, resuelve problemas y provee fondos para que los vecinos de estas comunas establezcan sus propios pequeños negocios» (214). Así, antes que exhibir un derroche excesivo, las narcoseries muestran a sujetos que comparten el dinero y auxilian a los más necesitados. Otro ejemplo. En Camelia la Texana (2014), la Nacha es la líder de su pueblo, amada y respetada por todos, puesto que con su dinero ha construido escuelas, orfanatos, iglesias y le ha dado comida a quienes lo requieren, tal como indica Facundo García: «Esa mujer es una reina. Toda la gente la quiere y la cuida […]. Ella es la que se encarga de tapar todos los hoyos que el gobierno deja. Ella apoya a las escuelas, apoya orfanatorios, a la iglesia. Ella le da a la gente todo lo que el gobierno no les da» (cap.19). Camelia, por su parte, ayuda a los migrantes, a los jimadores y a la gente del rancho de su padre. No sólo dan lo que los gobiernos no proporcionan, sino que se convierten en fustigadores del pueblo, en representantes de sus derechos: «Que no les quiten lo único que tienen: su trabajo, su libertad y su dignidad» (cap.60), insta Camelia a los trabajadores de su padre, pidiéndoles, además, que peleen con ella en contra 104

del narcotraficante Arnulfo Navarro. La lucha por el poder va acompañada de un sentimiento de colectividad. Y ese afán por ayudar a los otros, también se rescata en el respeto por la familia de los enemigos, que es intocable: «Bien sabes que la familia del enemigo es sagrada» (cap.12), le recuerda la Nacha a Arnulfo en Camelia la Texana (2014). Teresa, en la primera temporada (2011), siente culpa por amenazar a Flores, el policía, enviando las fotos de sus hijas: «Lo hice nada más para que mordiera el anzuelo, pero nunca me voy a meter con gente inocente, Oleg. No se vale, con las familias no» (cap.29). En la segunda temporada (2019), Epifanio secuestra a la hija de Teresa para que lo ayude a destruir al Zurdo Villa, pero tanto él como Batman y Lupo, procuran el bienestar de la niña y quieren protegerla para evitar que los de la DEA la asesinen como tienen planeado. Lupo, el secuestrador mercenario, se encariña tanto con ella que debajo del tatuaje que tiene en el corazón en el que se lee «Nothing Here» se inscribe «but Sofía». A una reflexión similar llegan Maihold y Sauter (2012) al analizar la primera temporada de La reina del sur (2011), pues rescatan el espíritu humanitario que predomina en la serie, a través de múltiples escenas en que lo importante son las relaciones solidarias que se forman entre los personajes, las empatías y sensibilidades, antes que la violencia: El contrabandista Fisterra se siente desconsolado cuando, durante la travesía de una patera con un centenar de africanos a bordo, pierde a un niño que se ahoga en el agua. La prostituta Fátima le brinda todo su apoyo a la recién llegada Teresa. Teresa le salva la vida a Sheila, la otra prostituta; Teresa le perdona la vida a Pote porque vio en él rasgos de humanismo cuando estaba a punto de liquidarla a ella e incluso después lo convierte en su gatillero […]. Al final de la telenovela, el mundo de valores invertidos se vuelve a enderezar en el momento en que Teresa declara en contra de Epifanio Vargas y éste es castigado según las leyes del Estado. Asimismo, Teresa ya no tiene por qué permanecer en el negocio y se retira. En suma, pensamos que no se puede hablar de un ensalzamiento del mundo del narcotráfico en tanto, a pesar de la 105

permanente discrepancia entre el discurso oficial y el contestatario, a fin de cuentas se invierten de nuevo los mundos y, como después del carnaval, se vuelve al antiguo orden (83).

A los rasgos descritos por Maihold y Sauter, que se comparten también con otras narcoseries, hay que agregar otros elementos positivos, como el cuestionamiento constante a las drogas mismas y al negocio criminal. En varias de estas ficciones se denuncia la existencia de traficantes que entregan producto de calidad dudosa, con el fin de enriquecerse más rápido. Teresa Mendoza, en la primera temporada (2011), en cambio, se preocupa de entregar un producto que no sea más dañino de lo que ya es; y lo mismo ocurre con Anastasia en Dueños del paraíso (2015), cuando Esparza le propone cortar la cocaína con laxante para que rinda, ella se niega: «Esparza no has entendido nada. Si vamos a vender coca, vamos a vender la mejor coca» (cap.9). Esta sentencia no se relaciona con la intención de ganar mayor cantidad de dinero, sino de una mínima consciencia al asegurar un menor prejuicio en la salud de los consumidores. Aunado a lo anterior, existe en estas producciones una actitud reprobatoria hacia los consumidores y las adicciones. En distintas narcoseries los personajes conversan sobre la realidad de los adictos como enfermos y la necesidad de que el Estado fortalezca los programas de salud pública para combatir el problema. Camelia, por ejemplo, le dice a Mireya: «¡Pobre gente! Son adictos. Se mueren por culpa de esa porquería» (cap.11), mientras Teresa constantemente insta a Patricia a que deje la cocaína, argumentando el daño que le provoca. En la tercera temporada de El señor de los cielos (2015), vemos cómo Luzma, la hija menor de Aurelio Casillas, se va convirtiendo en adicta. Esto provoca que Rutila, su hermana, decida dejar de fabricar drogas de diseño, el negocio que mantenía junto a Mónica Robles, pues se da cuenta del daño que le está haciendo a los jóvenes. Luzma debe ser internada en una clínica de rehabilitación. 106

Finalmente, otro de los valores positivos que se pueden rescatar de estas narcoseries es la condena a quienes actúan motivados por la venganza. El perdón predomina en contra de las represalias. Teresa, en la primera temporada de La reina del sur (2011), perdona al Pote por haber intentado asesinarla e, incluso, lo convierte en su guardaespaldas y su mano derecha. En la segunda temporada (2019), la madre de Manuela, le pide a su hija que deje de buscar venganza por la muerte de Verónica, pues: «aquel que busca el camino de la venganza, tendrá que comprar dos ataúdes» (cap.5, temp.2). A pesar de lo violento y orgulloso que es Aurelio Casillas, perdona a su sobrino Víctor y busca reestablecer las relaciones con él, aunque no puede evitar que sea asesinado por Tony Pastrana, en la quinta temporada (2017). En Señorita pólvora (2014) hay un intento porque M8 se perdone a sí mismo por el daño que ha causado en los otros. La venganza trae más violencia, por ello, en el discurso de estas narcoseries prima el deseo de perdón antes que la sangre derramada de inocentes o culpables. Como en todo melodrama clásico, la redención existe como posibilidad latente. Muchos de estos narcos sanguinarios descubren que pueden salvarse por medio del amor. M8 en Señorita pólvora (2014), como ya había señalado, cambia por amor a Valentina, se enfrenta a su padrastro narcotraficante, intenta limpiar el nombre de su enamorada y se aleja de ella para que pueda recuperar la vida que le quitó el narco; en Falsa identidad (2018) Diego intenta ser mejor persona cuando se enamora de Isabel y se convierte en un hombre de familia, incluso, se hace cargo de los hijos de ellas, asimismo, cuando se da cuenta de que los está exponiendo por su riña con el jefe del cártel, decide separarse de ellos; Lupo, de ser un hombre despiadado y sin corazón, se transforma en el protector de Teresa Mendoza y de Sofía, y evita que la DEA las asesine. «Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero» cantaba Violeta Parra; a estos narcos sólo el amor los purifica y revierte. Pero, aunque en estas producciones puede existir la 107

redención y el perdón (siempre que exista un arrepentimiento real de los villanos), como en toda telenovela clásica, los villanos no tienen segundas oportunidades. Ahí radica la función moral de estas narcoficciones televisivas que nos muestran el arrepentimiento, exhiben que es deseable pedir perdón y perdonar, sin embargo, también dejan en claro que el destino melodramático es implacable: quien a hierro mata a hierro muere, quien ha hecho daño debe pagar. En estos casos, como ningún personaje es cien por ciento virtuoso sino, al contrario, son sujetos llenos de matices éticos que están más cercanos al lado del mal que del bien, no hay recompensa para ninguno de ellos, y sí mucho castigo para todos los involucrados en el narcomundo. Es en ese sentido que la raíz melodramática de estas ficciones florece y concordamos con el hecho de que estamos ante un nuevo producto televisivo que nace de las telenovelas. Tal como plantea Ana Uribe (2009), en el modelo clásico los protagonistas deben recibir el reconocimiento que merecen por aguantar estoicos los embates del destino y las tretas perniciosas de los villanos. Y los malvados deben culminar en algún tipo de sufrimiento por el daño que han causado, pues lo que el melodrama impulsa es un tipo de nación ideal en la que el bien prima sobre el mal: Durante la trama narrativa, los personajes, sobre todo los protagónicos, sufren transformaciones de varios tipos. Una transformación de valores (que va de la ignorancia a la sabiduría, de la indecencia a la decencia, de la injusticia a la justicia), de clase (de la riqueza a la pobreza), de estética (de la fealdad a la belleza). Esto puede remitirnos a un ideal de nación donde los buenos son compensados y los malos son castigados, la honestidad, la decencia y la justicia son vistas como las mismas cualidades que la nación desea (183).

En la misma línea, Hurtado indica: «Sabemos que la telenovela termina cuando se restablece, para los personajes protagónicos, la relación amor-felicidad-bien, y se encuentran por tanto en una situación de equilibrio y armonía feliz, 108

premio por haber soportado el sufrimiento y las pruebas a las que fueron sometidos» (91). En las narcoseries nadie termina feliz, en cambio, hay muchas muertes, prisiones, fracasos. Este es, por tanto, el indicador más claro de que no estamos ante un producto cultural meramente pernicioso, que hace apología de la violencia, que invita a los jóvenes a volverse criminales o que promulga el neoliberalismo y la individualidad como bandera. Las narcoficciones televisivas, por más acción que tengan y por más redención que busquen los protagonistas, siguen tributando del melodrama en el sentido de presentar una ética deseable para la nación: el castigo para quienes infringen la ley. Y eso es lo que nos dejan de lección sus finales. Los personajes bondadosos, aquellos que han podido mantenerse en la débil línea del bien, pueden optar por una segunda oportunidad, aunque con todo el sufrimiento que ello conlleva: el Dandy y el mariachi logran huir con identidades falsas pero, para ello, deben abandonar México (y con la posibilidad siempre latente de que algo los haga regresar para una segunda temporada, como en el caso de Teresa Mendoza); lo mismo ocurre con Camelia e Isabel en Falsa identidad (2018), quienes escapan tras cambiar sus identidades. Isabel y Diego se acogen al programa de testigos protegidos en Estados Unidos pero la primera temporada promete ya la segunda. Aquellos demasiado involucrados para lograr una segunda oportunidad deben conformarse con su arrepentimiento en vida y acatar la muerte melodramática. Miguel y Valentina (Señorita Pólvora, 2014) son acribillados por el ejército en plena calle, a pesar de su redención. Los narcos villanos, derrochadores y despreciables, también mueren de formas terribles, por ejemplo, en la segunda temporada de La reina del sur (2019), el Zurdo Villa es acribillado y Alejandro, el infiltrado de la DEA, es volado en pedazos. Como mencionaba, el señor de los cielos, aunque no muere de forma tan ejemplar como hubiera esperado, recibe las palabras lapidarias de su madre: un asesino no merece clemencia, ni vida, ni nada. 109

En este punto retomamos las primeras narcoseries colombianas en las que ocurre lo mismo y aumentado. Las muñecas de la mafia (2009) encuentran un destino terrible: muertas en el anonimato, encarceladas por sus ambiciones y frivolidades o traicionadas por sus aliados. Rosario Tijeras (2010), que en la novela de Jorge Franco (1999) muere en un hospital, producto de una bala, en la versión televisiva colombiana es acribillada de manera espectacular junto con Antonio, el enamorado de clase alta que intenta rescatarla. O en la pionera Sin tetas no hay paraíso (2006) en que Catalina planea su propio asesinato. En esta última, además, el discurso moral se hace visible en la conversación que sostiene Catalina con su hermano Byron, cuando ambos han muerto: Catalina: La verdad es que ser alguien en la vida no es estar forrado Byron: Ser alguien en la vida es la verdad ser cada vez más dueño de uno Catalina: Leer, escribir, restar y sumar. Estudiar para entender. Poder volar Byron: Sentirse orgulloso de uno mismo. De las luchas y de los triunfos que se han logrado sin hacerle daño a nadie Catalina: La verdad es que ser alguien en la vida es querer, quererte y ser querido. Byron: Sí, no el cuentico ese de levantar envidia por andar forrado Catalina: No qué va… poder ser alguien en la vida es poder caminar con la frente en alto Byron: Dar vuelticas sin esconderse. Vivir sin pesadillas (cap.23).

Tal como consigna Marcos Naranjo al analizar el discurso último de esta narcoserie, la lección moral queda plasmada de manera evidente: «aparecen como dos personas arrepentidas de sus errores y presentan un mensaje alentador, que gira en torno al rechazo de la consecución de dinero fácil como un mecanismo de enriquecimiento personal, pasando por encima y haciendo daño a los demás» (83). Hay arrepentimiento y redención en ambos personajes, pero ello ocurre cuando el final ha sido escrito y los hermanos ya no tienen una segunda oportunidad para empezar de nuevo. No obstante, aunque ellos como personajes ya no pueden hacer 110

nada, la lección es para los televidentes. Este diálogo entre Byron y Catalina revela un contenido reflexivo que busca crear conciencia respecto a los peligros del narcotráfico y el deseo de ascender económicamente a costa de todo y de todos. Como esta, los finales de las narcoseries presentan consejos y lecciones éticas para los espectadores que podrían estar viviendo una circunstancia similar a la que se muestra en estas producciones. Al menos ya sabíamos que también era este el objetivo de Las muñecas de la mafia (2009): propagar efectos moralizantes dirigidos, especialmente, hacia las mujeres, por cuanto podían convertirse en víctimas de narcotraficantes y sicarios, tomando en consideración su realidad cotidiana de violencia y falta de oportunidades. La intención era convertir estas narcoseries en un parámetro ejemplificador para evitar que las jóvenes colombianas se sintieran tentadas a probar una salida fácil a través de relaciones amorosas con narcotraficantes (Lozano, 2014). Por esto mismo la elección de alterar el final de la novela de Franco (1999) cuando pasa a la televisión, y hacer morir también a Antonio, porque también otorga una lección a quienes ven el narcotráfico como un juego y no advierten sus peligros reales. Hay castigo para los infractores del orden moral en las narcoseries. Ningún personaje se salva del sufrimiento por haberse involucrado en el negocio del narcotráfico, incluso si el vínculo se estableció en contra de su voluntad. En ese sentido, las narcoficciones serían un producto mucho más ético de lo que se considera. Para reafirmarlo podríamos recurrir al estudio propuesto por Manuel Garrido Lora (2010) quien considera que la representación de la violencia más perjudicial en los medios audiovisuales es aquella en la que la acción violenta se legitima en la ficción, en la que hay intencionalidad de las acciones, consumación de los hechos sin alternativas, carácter atractivo del agresor, juventud y masculinidad del agresor, presencia de premios y ausencia de castigos para el agresor, utilización de armas que impiden 111

los mecanismos inhibitorios, presencia de humor como edulcorante, y ausencia de provocación. Si tomamos en cuenta estas características para considerar a las narcoseries como promotoras de la violencia y la criminalidad, la conclusión no puede ser otra que desmentirlo. No habría intencionalidad en las acciones violentas, por cuanto los personajes principales casi siempre ingresan al narcomundo por casualidad, error o como una forma de supervivencia que no dice relación con un afán económico y se niegan a agredir a otros, incluso poniendo en riesgo sus propias vidas. Y, principalmente, porque existen alternativas de cambio, hay arrepentimiento y, por ello, redención, aunque no se traduzca en segundas oportunidades, pues el castigo es la conclusión esperada. Las acciones violentas, por tanto, no están legitimadas sino que son castigadas por otros personajes y por el mismo destino melodramático que los condena a sufrimiento y muerte. Tal como dijo el director Chava Cartas en una entrevista sobre El Dandy: «si te portas mal, te va mal» («Lo negro de los negocios», 2016). Si te portas mal, te va mal Y, al parecer, esa es la conclusión a la que llegan también los espectadores al finalizar las narcoseries. Retomando brevemente las investigaciones de corte cualitativo que han realizado estudiosos latinoamericanos, mediante encuestas a espectadores, hay que insistir en que los televidentes están conscientes de que estos productos no son tan perjudiciales como los quieren hacer creer. Por ejemplo, independiente de qué tal sesgada está la entrevista realizada por Claudia Cárdenas (2016), los jóvenes participantes reconocen que hay un castigo para los infractores de las leyes: «los adolescentes en general consideran que se castigan los actos violentos, expuestos en las narconovelas, mediante la cárcel con un 81,3% y con la muerte en un 61,3%. Este dato es importante porque nos permite conocer que los adolescentes están conscientes de los castigos que se aplican para sancionar a los narcotraficantes» (82). Así como, al momento de 112

constituirlos en grupos para representar docudramas, los participantes identificaron al policía como héroe y a los villanos como el narcotraficante, el proxeneta y el micro traficante. Lo mismo ocurre con las entrevistas que realiza Johanna Romero Rincón (2015) pues, aunque sus preguntas son sumamente dirigidas («¿Ha encontrado en los discursos, que hablan sus compañeros expresiones, frases, palabras provenientes de las narcoseries?/ ¿Cree usted que las narcoseries pueden generar el nuevo sueño americano?/¿Cree usted que muchos de los discursos y expresiones, que tienen los jóvenes sobre lo que es hombre y mujer, están orientados por los mensajes discursivos, que se encuentran en diferentes narcoseries que se han emitido en Colombia?») los jóvenes responden responsable y críticamente argumentando que el narco es un flagelo que ha permeado a toda la sociedad colombiana y están conscientes de que las narcoseries dan cuenta del peligro de ingresar al mundo del narco por intereses económicos: «su vida se transforma en una vida llena de cosas terribles y el lujo y todo lo que parecía tan atrayente sólo les deja muerte y destrucción para ellas y sus familias» (72), señalan, por ejemplo, respecto a Sin tetas no hay paraíso (2006). Las respuestas obtenidas en la investigación realizada por Montoya, Guarín y García (2011) resultan incluso más reveladoras acerca de la forma en que los jóvenes están recibiendo estos contenidos. Frente a la pregunta por las lecciones aprendidas en un producto como Rosario Tijeras (2010), los adolescentes señalan «La vida de los personajes es mala porque terminan muertos», «Que eso no es vida para un ser humano», «no me gustaría vivir así porque eso es una vida sin ilusiones y sin metas», «No me gustaría vivir así porque el que se mete en eso termina muerto», «El narcotráfico es malo porque puede causar muchas muertes», «que no nos metamos en eso porque podemos quedar en la cárcel o muertos». Estos son sólo algunos de los variados ejemplos de respuestas en que los jóvenes admiten que este tipo de productos audiovisuales (narcoseries y películas) sí les dejan algún tipo de enseñanza positiva. 113

Nuestra propia encuesta, a la que ya me referí un poco en el capítulo anterior, arrojó resultados similares a los que se extraen de los análisis cualitativos mencionados, sobre las enseñanzas que deja este tipo de productos y las conclusiones positivas que pueden desprender los televidentes. Nuestra última pregunta: «después de ver una serie sobre narcotráfico ¿qué opinas de estas?» buscaba, justamente, analizar si los espectadores podían realizar un análisis global crítico respecto a estos productos, si sentían que les otorgaba alguna lección o si, por el contrario, reafirmaban la idea de que son una apología a la violencia y al crimen. Junto con ello, queríamos determinar los usos que les dan y gratificaciones que experimentan al ver narcoseries. Para cumplir este último objetivo nos basamos en la propuesta de Denis McQuail (1983), quien distingue cuatro variables: información, identidad personal, identidad social y entretenimiento. De la tipología de McQuail mantuvimos las matrices de entretenimiento, información, identidad social e identidad personal. Por entretenimiento consideramos respuestas del tipo «me gustan», «me divierten», «me distraen», «son un pasatiempo». En la de información, aquellas que vincularan las narcoseries con algún tipo de información sobre la realidad nacional. En identidad social, respuestas de quienes las ven por sociabilizar con su familia o amigos, por moda, por recomendación, entre otras. Identidad personal la definimos como aquella en la que los espectadores podían extraer conclusiones respecto a su propia vida. Asimismo, agregamos una variable negativa, producto de las mismas respuestas de los encuestados, que manifestaron su preocupación por la violencia excesiva y una posible apología al delito. Gracias a esta última pregunta, los encuestados manifestaron opiniones muy diversas, todas bastante complejas, reflexionadas y extensas, lo que nos hace pensar que, independiente de que los televidentes consideren a las narcoseries negativas o positivas, se está propiciando un diálogo fructífero sobre la realidad mexicana, a través de estas ficciones. 114

Si bien, la gran mayoría asegura verlas solo por entretenimiento (33.07%), el uso como fuente de información tuvo un porcentaje bastante alto (28.80%). Muchos encuestados respondieron que las series sobre narcotráfico son un medio de acceso a la historia y la actualidad mexicana: «ejemplifican lo complejo de la realidad», «ayudan a tener una mejor perspectiva sobre el tema», «tienen un valor cultural», «qué chido que alguien tenga el valor de mostrar un poco el lado oscuro del país», «es una buena manera de exponer la situación en el país». En este sentido se retoma la idea de que estas series critican la corrupción gubernamental: «es una crítica al gobierno y a la sociedad en sí». Sin perder de vista que estamos ante un producto de ficción, por muy semejante a la realidad que parezca o nos quiera hacer ver, resulta interesante la respuesta de los telespectadores porque aseguran informarse de versiones no oficiales de lo que ha acontecido en México en los últimos años. Así, aunque las narcoseries no tengan valor documental, los espectadores reconocen que es un producto televisivo diferente que les permite reflexionar sobre el contexto socio-político actual. En cuanto a las concepciones negativas de estas series, tenemos aquellos que piensan que son un productos que realiza una apología al delito (18.84%) o que solamente son violencia innecesaria (3.07%). Sin embargo, incluso, los que presentan una visión muy negativa de las series, porque las consideran dañinas, extraen conclusiones muy razonadas sobre la sociedad mexicana, la corrupción y el problema del narcotráfico: «Es triste, porque responden a una realidad y es muy peligroso porque romantizan muchísimo la vida de un narco, he escuchado a gente más joven, que no vive en pobreza o en una situación extrema que los obligue a trabajar en ello, a querer unirse al narco y nadar en dinero», «Está bien informar a la gente, pero igual está mal que la juventud utilice esto para hacer moda y querer ser como ellos, es algo tonto querer estar entre tantos conflictos». En estas respuestas vemos que junto con criticar al producto ficcional, al que consideran dañino para la población, por lo violento y 115

por defender la vida criminal, critican también el problema del narcotráfico en términos de realidad. Hay un espíritu crítico en las respuestas que nos hace pensar que la gente no las ve solamente por la entretención que les produce (lo que, por supuesto, puede estar mediado por el espectro poblacional –universitario y citadino– alcanzado). Sin embargo, y a pesar de ser una muestra bastante sesgada, es interesante ver que estamos ante espectadores activos que se sienten interpelados de manera crítica por el producto televisivo. De la última respuesta del párrafo anterior, por ejemplo, podemos inferir que el encuestado considera que estas series informan: «está bien informar a la gente», aunque cree que puede haber gente que quiera volverse narco por moda: «está mal que la juventud utilice esto para hacer moda y querer ser como ellos», y finalmente concluye que no es una vida digna de imitar: «es algo tonto querer estar entre tantos conflictos». Esto no nos habla de televidentes pasivos. Finalmente, aunque la variable de identidad personal, no es de las más altas (9.61%), sí tenemos respuestas que indican que los espectadores sacan conclusiones positivas respecto a su propia vida o que, gracias a las narcoseries, confirman valores personales. Algunas de las conclusiones morales que destacamos son: «llevar una vida así implica demasiado peligro», «Es triste ver cómo la gente no tiene amor propio y expone a sus familias por unos pesos mal ganados a costa de muertes», «Que es un negocio muy sucio y machista», «Que es increíble como naturalizamos la violencia. Exponen el tema del narcotráfico tan abiertamente porque todos sabemos cómo se maneja junto con la política pero no se hace nada al respecto. Sólo aprendemos a soportar el descaro y abandono por parte de los gobiernos», «Me gustan porque me dan elementos para analizar la realidad, creo que ésta supera a la ficción», «Lo malo termina mal siempre se juega con todo y al final termina sin triunfo», «Es interesante cómo al final de cuentas tienen todo (económicamente) pero no tienen nada (respeto, dignidad)», «La mayoría reflejan 116

muchas cosas de la realidad dejando una pequeña reflexión, quien se mete en el narcotráfico nunca sale bien librado». Aunque asumimos desde el principio que esta es una muestra sesgada, los resultados ponen en jaque a la opinión de los académicos, periodistas y políticos. Al menos, a través de ellas, podemos poner en duda que las narcoseries sólo realicen una apología a la cultura criminal, o que deban ser censuradas de la televisión abierta, como han intentado conseguir los padres de familia y políticos mexicanos. Probablemente se sigan escribiendo cartas para exigir su prohibición; probablemente muchos otros detractores dirán que los niños ven a estos personajes como modelos a seguir; Maduro seguirá acusándolas de fomentar la cultura de la violencia y de transmitir antivalores; los políticos mexicanos volverán a decir que ensucian la imagen de México que se proyecta al mundo; sin embargo, mientras no tengamos claridad respecto a la opinión de los espectadores, todo esto seguirá siendo una polémica infructuosa. Son los espectadores quienes deberían tener la última palabra, no por ser la fuente económica que las sustenta, sino porque son quienes acceden a ellas, las disfrutan y las dotan de sentidos cuando se enfrentan a ellas de modo reflexivo. Aquí tenemos una tarea pendiente. Sin embargo, a la luz de las escasas opiniones que tenemos de los telespectadores y las conclusiones positivas que sacan de la visualización de los capítulos, sería injusto asegurar que sólo dejan enseñanzas negativas, que simplemente realizan una apología al delito, que se constituyen en escuela de criminalidad o que tributan de la actual violencia. Las narcoseries son un producto que nació al alero de la telenovela, por eso no tenemos que olvidar que de fondo sigue existiendo el sustrato melodramático clásico del género: como en todo melodrama hay castigo a quien ha sido villano. Los agresores que han provocado daño terminan siempre siendo asesinados o apresados, sin importar si lo han hecho por cumplir órdenes y a disgusto, porque el comportamiento incorrecto debe penarse. Como señala Pedraza (2012): «Tras 117

habernos mostrado entera la vida del pecado con sus fórmulas, partidas y engranajes, al final, no podemos escapar a la idea judeocristiana retributiva y justa: advertimos que ese estilo de vida trae consecuencias nefastas» (121). O como sentencia Cayetana Aljarafe, al final de la segunda temporada de La reina del sur (2019): «Esta guerra se ha terminado y todos hemos perdido» (cap.60). Si no hay final feliz es porque nunca tuvimos héroes.

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CONCLUSIONES Hay que contarla porque esa es nuestra realidad Omar Rincón La opinión de gran parte de periodistas, académicos y políticos es que las narcoseries son un producto dañino para la población. Así lo dejaron claro, por ejemplo, los presidentes de las Comisiones de Radio, Televisión y Cinematografía del Senado de la República y de la Cámara de Diputados en México, Zoé Robledo Aburto y Lía Limón García, cuando en el año 2016 argumentaron, en una carta dirigida al Presidente de ese entonces, Enrique Peña Nieto, que este material viola los artículos 223, 226 y 228 de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión y el cuarto constitucional sobre la protección a la salud y el desarrollo de la familia. La Asociación civil A favor de lo mejor respaldó esta iniciativa pues, a su juicio, las narcoseries realizan una apología al delito, por lo que las acusan de que niños y jóvenes mexicanos vean al narcotráfico como un proyecto de vida al cual aspirar. Su intención era limitar su exhibición en los canales públicos. Esta creencia, como vimos en las primeras páginas de este libro, no es del todo original. Ya en Colombia las primeras producciones del tipo habían generado el mismo revuelo mediático: periodistas exigiendo sacarlas del aire, padres de 119

familia indignados por el contenido entregado a sus hijos, y académicos lamentando que se hubiesen tomado las televisoras nacionales e internacionales. La idea que subyace a estas críticas es que los espectadores son entes pasivos, bastante incultos y altamente impresionables, lo que provoca que crean todo lo que ven en la televisión y que, por ello, tomen como modelo de vida a narcotraficantes y sicarios. Esto, como ya he referido, no presenta sustento, primero, porque los televidentes no son tan pasivos como para absorber contenidos sin mediar ningún análisis de lo que consumen, segundo, porque las narcoseries no exaltan a los criminales como héroes a imitar (lo sabrían si hubiesen visto alguna narcoserie completa y no sólo algunos minutos). Aunque el punto de partida de la crítica, son premisas ambiguas e imposibles de comprobar, este ha sido el planteamiento que ha primado. Tal como asegura Romero Rincón (2015) estas narcoseries serían tan atrayentes para el público porque elaboran y luego enfatizan estereotipos culturales, así, moverían emociones y promoverían antivalores. Su hipótesis es que, por ello, los jóvenes espectadores se convertirían en aprendices de estos modelos antisociales. Algunas de las consecuencias de este tipo de productos en la audiencia serían: 1. Insensibilidad ante la violencia, la cultura de la muerte y situaciones anormales relacionadas con las drogas, la prostitución entre otras. 2. La imitación de un estilo de vida, la cual no tiene nada que ver con la formación y los proyectos de vida, que están llevando a cabo en el colegio o universidad. 3. La violencia, se justifica como único método para resolver problemas. 4. En algunos casos, se identifican y anhelan ser como los héroes o protagonistas de las narco novelas (85).

Cada vez que en México se vive una nueva situación de violencia real, aparecen los detractores de la narcoseries para señalar lo mismo: todo es culpa de estos contenidos porque se consideran una escuela de violencia, son tips para narcotraficantes o, al menos, promotores de la sangre y la delincuencia. Como he intentado probar, todo esto no es verdad. Sus contenidos intentan ser responsables, ya que 120

plantean reflexiones serias acerca de los problemas de corrupción y crimen que se viven hoy en el país, pero también desmontan estereotipos de género, insertan debates fundamentales y contemporáneos que se están dando en toda Latinoamérica y, además, buscan otorgar lecciones morales para los televidentes. Los personajes narcotraficantes y sicarios no gozan de una vida fácil, de lujos y beneficios, al contrario, están prácticamente encerrados, sufren los homicidios de sus familias, las venganzas de sus enemigos y, finalmente, son asesinados. Son humanizados, dicen muchos. Y por supuesto, la televisión, la literatura, el teatro, desde hace ya muchos años, intenta hacer de sus personajes seres complejos y no planos. No es realmente que se «humanice» a criminales, sino que exponen a personajes con matices, justamente no arquetípicos sino con dilemas morales, con desvíos éticos, con zonas grises. Hace rato que abandonamos a las Catalina Creel y los Federico Cantú y cada vez se hace más necesario incorporar protagonistas multifacéticos, que no puedan asociarse del todo al terreno del bien o al del mal, que, efectivamente, se «humanicen», en el sentido de que sean más parecidos a nosotros. Es por ello que, como bien lo ha trabajado Palaversich (2015) no podemos hablar de los personajes narcotraficantes o sicarios sólo como asesinos despiadados, pues también deben presentar ciertas bondades si se busca, como el formato lo requiere, cierta verosimilitud. Justamente fue sobre este punto que se desató la polémica respecto al personaje Pablo Escobar en El patrón del mal (2012). Y podemos entenderla, por cuanto estamos ante un personaje referencial, es decir, según lo que plantea Luz Aurora Pimentel (1998), con un referente identificable y concreto: uno de los criminales más crueles de la historia. Sin embargo, aunque se muestra esa parte despiadada y sanguinaria, no se resalta solamente su inmensa maldad, sino que abarca también, su lado humano: «hasta el punto de confundir al criminal con el padre, esposo e hijo amoroso, el coleccionista infantil de estampillas de animalitos, el 121

benefactor paternalista de los pobres, el bandido rebelde ante la opresión y opulencia de los ricos y el pensador de izquierda simpatizante de la guerrilla rural» (Hernández, 2014, 7-8). La construcción de un personaje complejo, diríamos desde la narratología, por cuanto no hay que olvidar que estos son productos ficcionales. El Escobar de la narcoserie de 2012 es diferente al de Narcos Colombia (2015-2017), pues son dos invenciones distintas. También lo es Aurelio Casillas, aunque tome como referente a Amado Carrillo Fuentes. Construir un personaje redondo y sicológicamente atractivo, es decir, «humanizarlo», no es sinónimo de idealizarlo o heroizarlo. Es un personaje no una persona. Es justamente este punto el que me parece problemático en los debates actuales: se tiende a confundir la realidad con la ficción, mientras se culpa a la primera de lo que ocurre en la segunda. Esto se vio muy claro el 17 de octubre de 2019 cuando en Sinaloa se detuvo a Ovidio Guzmán, el hijo del Chapo, generando una balacera que duró muchas horas y, por supuesto, atemorizó a toda la población. De inmediato empezó a circular por las redes sociales, una foto en la que se leía que no podías quejarte de lo que ahí estaba sucediendo si veías narcoseries. Esto es, en realidad, un argumento ilógico, por cuanto no tiene relación el sentirse mal por hechos de violencia real con el gusto por un producto de entretención, además de ser una falacia Post hoc ergo propter hoc, ya que no es posible probar que la realidad sea consecuencia de lo que ocurre en la ficción. Las narcoseries no son las que han ocasionado la violencia en México, la violencia estaba instalada como hecho doloroso y concreto, mucho antes de que empezaran a aparecer estas ficciones. Esta es una visión facilista que reproducen bastante los detractores de las narcoseries y quizás se entienda en cuanto a la frustración de vivir una realidad que es difícil de cambiar. Sería todo mucho más sencillo, por supuesto, si es que efectivamente pudiéramos culpar a un producto cultural de todo lo que nos molesta de nuestra sociedad. Bastaría con censurarlo para terminar con nuestros problemas. 122

Lamentablemente, la ficción es, muchas veces, espejo de lo que pasa en nuestra vida diaria y el auge de estos productos puede ser analizada como una expresión de lo que acontece. Después de todo así empezó también la polémica respecto a la narcoliteratura, como una discusión entre Rafael Lemus (2005) y Eduardo Antonio Parra (2005) en las páginas de Letras Libres por la crítica del primero a la visión de México que estaba propagando la literatura del norte. Parra defendió, entonces, la necesidad de hablar de la violencia sufrida. Considerar, asimismo, que los espectadores son sujetos pasivos, que reproducen sin cuestionamiento todo lo que la ficción les ofrece, es una visión paternalista y autoritaria. Es quitarle al espectador el poder de razonamiento y de agencia, es infantilizarlos al asumirlos como seres manipulables o esponjas absorbentes de una fantasía. Lawrence Grossberg (2010) lo expresa de manera acertada: «si se da por hecho que la gente es tan estúpida, alelados culturales, que no se dan cuenta de lo que se les está haciendo, ¿qué sentido tiene entonces la educación o el trabajo crítico?» (69). Si los espectadores fueran simples tablas en blanco sobre los cuales inscribir ideas, nada tendría sentido, pues cualquiera podría imponer sus criterios por cualquier otro medio. Esta idea se complementa con la de John Fiske (1984): «Deben evitarse los juicios de valor sobre la significación cultural de los medios masivos. No tiene validez decir que determinado programa de televisión es basura: si gratifica las necesidades de millones de personas es útil» (116). Los televidentes no son alelados culturales, ni existe un programa de televisión que pueda considerarse basura, si se obtiene gratificaciones a través de él. Por eso es tan importante diferenciar la realidad de la ficción. Ver construcciones televisivas sobre narcotráfico puede otorgar ciertas gratificaciones a los espectadores: entretención, aportes a la identidad social y personal, así como proveer información sobre la realidad. Información que refiere a la posibilidad de contrastar los discursos oficiales con los que ofrecen la ficción, propiciar el debate sobre circunstancias vividas específicas, pero nunca constituirse en un reemplazo. 123

Las narcoseries entregan una visión diferente de la que extraeríamos de noticieros o documentales, por ende las gratificaciones de un producto y otro serán también distintas. Ver narcoseries no es sinónimo de convertirse en narcotraficantes, si ni siquiera tenemos certeza de que los narcotraficantes sean asiduos a este tipo de programas. Ver narcoseries puede ser, en cambio, una forma, no de imitar la realidad, sino de acercarse a ella para procesarla, para entenderla, para no sufrirla tanto. En este sentido me sumo a la opinión de Renjel (2016), en cuanto las narcoseries podrían permitirnos hacer catarsis de lo que estamos viviendo. Sabemos que es ficción, la vemos y disfrutamos como tal, pero al parecerse a nuestro mundo y al contarnos nuestra propia historia, nos reconocemos en ella. Nos reconocemos en las víctimas y sufrimos su muerte, pero es una muerte mucho menos dolorosa que la del vecino, porque sabemos que esta no es real. Podemos simpatizar, hasta cierto punto, con los capos, comprender su trayectoria de vida y por qué llegaron a la cima, pero también nos reconfortan sus muertes, porque en una sociedad impune, el melodrama tiene castigo. Las narcoseries se constituyen así en un espejo en el cual nos miramos, podemos ver nuestras derrotas y, quizás, como augura Epigmenio Ibarra (2014), conversar sobre ellas, socializar los dolores, plantear soluciones e imaginar un país diferente. Dominick LaCapra (2001), tomando como punto de partida el Holocausto, ha reflexionado acerca de las posibilidades, personales y colectivas, de elaborar el trauma ocasionado por sucesos dramáticos. Es posible, que en nuestro caso tan reciente, aún no hayamos encontrado las mejores formas para articular el dolor, pero las narcoseries se han manifestado como una propuesta. En Colombia esto fue muy claro desde el inicio. El patrón del mal (2012), quizás haya sido la más evidente al presentarse ante los televidentes como una alternativa de narración de un período tremendamente doloroso a nivel país. Cada capítulo, en la entrada de la serie, subrayaba que quien no conoce su historia está 124

condenado a repetirla. Ellos nos llevan algo de ventaja, sin embargo, por cuanto su realidad se ha vuelto menos violenta en los últimos años y se han dado a la tarea de reconstruirse como sociedad. En el caso de México estamos aún entre las balas y el sufrimiento. Como señala LaCapra, articular el trauma nos permitiría distinguir entre pasado y presente, recordar lo que nos sucedió colectivamente y poder, finalmente, situarnos en un presente con miras hacia el futuro. En nuestro momento actual esa salida hacia el futuro aparece bloqueada emocionalmente. No hemos sido capaces de encontrar las formas más propicias para elaborar estrategias ante el dolor porque no imaginamos todavía una vida sin sangre. La guerra se sigue sintiendo en las calles y se renueva con acontecimientos como la reciente balacera en Culiacán. Aún no podemos saber cuáles van a ser las implicaciones profundas en nuestro modo de ver la vida, de relacionarnos con los otros, en nuestra sensibilidad individual y social. Las narcoseries, al menos, son una forma de empezar a contarla, de enfrentarnos a nuestro pasado inmediato, y a nuestro presente, con las posibilidades de la imaginación. Omar Rincón ha sido el principal promotor y defensor de esta idea. En una entrevista que le concede a la estudiante Ximena Manrique (2014) –quien, además, es una detractora de las narcoseries– le comenta: […] cada sociedad se cuenta en su neurosis, en su catarsis, en sus maneras de mirarse en el espejo. Los gringos viven contando de Vietnam, ahora Irak y Afganistán porque es como su gran drama nacional, la Argentina cuenta los desaparecidos, porque es su gran drama nacional, los alemanes cuentan el nazismo porque es su gran drama nacional. El gran drama nacional de los colombianos es lo narco, entonces obviamente que sí hay que contarlo, porque como dice Felipe Aljure «si no nos contamos en imágenes, no sabemos por qué nos estamos matando». Moralmente, yo no diría que no hay que pasarlas porque eso daña al país, hay que contarla porque esa es nuestra realidad (Rincón en Manrique, 58).

Son ficciones que duelen, dijo Joachim Michael (2013) respecto a la narcoliteratura, pero lo mismo, o más, aplica 125

para las narcoseries, pues no sólo muestran la violencia sino que la hacen palpable. La vivimos de nuevo, reconocemos las balas, vemos correr la sangre y escuchamos los gritos. Al contrario del melodrama clásico que nos alivia, las narcoficciones nos perturban, porque nunca será el final que esperábamos, porque tampoco fue nunca la historia que nos hubiera gustado contar. Las narcoseries molestan, y no por el peligro de que algún espectador se quiera volver narcotraficante, nos molestan porque nos hacen enfrentarnos a lo peor de nosotros mismos, a la sociedad más corrompida, a nuestras incapacidades y a nuestra imposibilidad de encontrar respuestas. No hay inicio feliz, no hay un transcurrir de una vida feliz, no hay final feliz. Al fin y al cabo son historias sórdidas, la ficción de una realidad igual de desalentadora. Es la forma que hemos encontrado hasta ahora, sin embargo, para narrar lo que nos ocurre. Y no es que sea una forma equívoca, quizás no sea la mejor porque a todos nos gustaría poder describir paraísos, pero es una manera de la que podemos sacar provecho. Habzab Durán (2018) así lo propone y yo concuerdo. Si tenemos que vernos en ese retrato que no nos satisface, al menos podemos reconocernos en ese malestar, cuestionar y conversar socialmente acerca de la corrupción política, las imposibilidades de ascenso social, la precariedad de nuestra condición, debatir sobre la moralidad que estamos cimentando: «Es decir, desde una perspectiva crítica y no prohibicionista, las narcotelenovelas pueden verse como insumos de los que los maestros podrían valerse para interrogar sobre lo ético, la moral, lo humano, el poder y el capitalismo como construcciones culturales que son contradictorias con estandartes propios del progreso, la felicidad y la razón» (64). Si este es el producto estrella que hoy tenemos y es una de las pocas salidas que hemos encontrado para articular nuestro presente traumático, no la desaprovechemos ni descartemos tan fácilmente sólo por nuestros prejuicios. Veamos sus capítulos y temporadas completas, enjuiciémoslas 126

de manera constructiva, pidamos a los guionistas historias igual de entretenidas y de acción pero que cada vez inserten mayores problemáticas sociales que contribuyan al debate. Conversemos, socialicémoslas, problematicemos lo que ellas nos cuentan. Hagámoslas discutir con las verdades oficiales y con nuestros propios recuerdos. Hagamos a los niños y a los jóvenes verlas, pero no desde el abandono, sino en la compañía consciente y responsable. Como propone Wilches (2014), es momento de empezar a asumir «la narcocultura como un tema de discusión nacional y qué mejor escenario que el aula de clase, ese espacio donde confluyen jóvenes con caras de aburrimiento, aunque con la expectativa de tener alguna interpretación de la realidad que viven» (230). Resulta fácil negar, prohibir y cegarse antes de asumir que también es nuestra tarea crear telespectadores que cada vez sean más críticos de lo que consumen y sean capaces de responder reflexivamente a lo que otros les transmiten. La discusión acerca de los beneficios o perjuicios de la televisión es mucho más antigua que el debate por las narcoseries y ni de esta hemos podido obtener resultados concretos. Cada vez que aparece un nuevo programa surgen también los detractores a proponer censuras y rescatar estudios no concluyentes sobre los impactos negativos en los televidentes, a tirarse el cabello para reclamar que antes las cosas eran diferentes y, por ello, mejores. No hace mucho fueron los reality show, hasta que llegaron las narcoseries a cambiar el foco. Los defensores recurren igualmente a otros estudios para desacreditar la visión de los desacreditadores y así nos la pasamos eternamente sin resultados, pero con muchos prejuicios, creyendo a quien refuerce lo que nosotros mismos ya pensábamos. Esta no es una pelea que pueda resolverse. Seguirá existiendo y actualizándose con cada producto. Definitivamente no llegaremos a un consenso. Creo, no obstante, que tal vez sí podamos llegar a ciertos acuerdos y puntos intermedios desde donde empezar a situar conversaciones más serias, fuera del simple descrédito o las falacias 127

argumentativas. Quizás sea bueno, entonces, empezar por asumir que la televisión es un producto comercial, creado para obtener una retribución económica y cuyo fin primordial es otorgar entretenimiento para los receptores y: «una cultura de entretenimiento no podrá nunca evitar someterse a ciertas leyes de la oferta y demanda (salvo que se convierta una vez más en cultura paternalista de entretenimiento «edificante» impuesta desde arriba)» (Eco, 1984, 70). Así, como regla general, no podemos pedir que las próximas narcoseries sean protagonizadas por los hombres y mujeres más feos de México para que los espectadores no se sientan atraídos físicamente por ellos. Sería evidentemente ridículo y, muy probablemente, improductivo. Podemos pedir, en cambio, que cada vez sean más críticas, que se preocupen de incorporar la visión de las víctimas, que se convierta en una aliada más participativa en la concientización de lo que ocurre en el país, que contribuya a generar reflexiones. Para qué prohibirlas si es mejor utilizarlas para generar un diálogo fructífero. Desde otro ámbito podemos recordar que fue bueno que un día Café Tacvba escribiera una canción feminicida como «La ingrata», porque gracias a su existencia, conversamos sobre esto, el público lo cuestionó y el mismo grupo decidió dejar de tocarla en los conciertos. Provocó una discusión a partir de su creación. Lo mismo ocurre con las narcoseries, si no existieran e incomodaran tanto, tal vez no hablaríamos con tanta frecuencia de nuestro contexto del narcotráfico, la violencia que ocasiona y los muertos que ha dejado. La ficción no va a cambiar la realidad, así como la realidad nunca es consecuencia de una ficción. Pero, por el momento, podemos usar las narcoficciones para hablar de esa realidad que no queremos, para cuestionar la vida que llevamos y la violencia que estamos sufriendo. Podemos usarla de catarsis, al menos, mientras encontramos la forma adecuada de poder cambiar esta realidad que sí nos está matando en serio.

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