Nietzsche Profeta De Una Edad Tragica

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CARLOS

A S T R A D A

NIETZSCHE PROFETA DE UNA EDAD TRAGICA

EDITORIAL LA UNIVERSIDAD CALLAO Í490

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BUENOS AIRES

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— by e d i t o b i a i . l a t t n x v b e s x d a d Callao 1490 - Bnenoa Airea (E. A.)

IMPRESO EN LA ARGENTINA ,

PRINTED IN ARGENTINB

INDICE DE CAPITULOS Pág. I Nietzsche, Filósofo Viviente .................... II En el camino de la Vocación ....... III La Musa Trágica ..........................................

9 15 39

IV La Concepción Dionysiaca ...........................

51

V VI VII VIII IX! X

LaPersonalidad Creadora ........................... El Espíritu Libre .......................................... El Mensaje de Zaratrustra ........................ La Voluntad de Poderío ................ ........... El Ethos de la Obra Creadora .................. La Justicia Social ..........................................

69 89 103 109 121 133

XI El Nihilismo Europeo .................................. 141 XII La Irrupción de loa Rusos .......................... 151 XTTT {LaRevolución Social ................................... 159 XIV Allende la Zona Clara ..................•........... 167

I. - NIETZSCHE, FILOSOFO VIVIENTE Hoy el pensamiento contemporáneo contempla y estudia a Federico Nietzsche como a un filósofo vivien­ te, y ello es el signo de ,1 a pervivencia y renovación de su influjo en el área de los problemas que atraen el interés del espíritu filosófico, movilizando su ini­ ciativa en ,pos de respuestas que, por apremio de la situación histórica, juzga perentorias. No cabe hablar de un retorno de Nietzsche como si su estrella se hu­ biera apagado o irradiara mortecina un lejano fulgor y brillase ahora de nuevo, favorecida por otra conste­ lación de la cultura, puesto que al día siguiente de eu muerte se tuvo la fundada sospecha de que se es­ taba frente a un clásico de la filosofía y como tal la posteridad comenzó a troquelar su. figura, aureolada por la sugestión de una grandeza trágica. Una cosa es el fenómeno Nietzsche y otra el filó­

sofo, interpretado y valorado en la integralidad de su mensaje original, en la unidad y fuerza de su estilo filosófico, en la autenticidad de las interrogaciones que fo'rmuló a su época y en la sinceridad y pasión que puso en las fundamentales respuestas que les dió. Después de su catástrofe espiritual, de la casi súbita entrada de su mente en una triste zona de sombra, de la que sólo la muerte vendría a liberarlo, lo que se impuso y difundió ,en los ambientes intelectuales de Europa fué el escritor de fuego y brillo meteórico, el polemista revolucionario, el combatiente espiritual, el crítico del cristianismo, aspectos que, aunque los más externos de ,su personalidad y de su mundo ideo­ lógico, subyugaron la atención del público cuitó, que­ dando fuera de este enfoque el filósofo y su proble­ mática medular. Contribuyó, sin duda, a esta apre­ ciación la maestría de Nietzscbe como escritor, la fi­ neza y precisión de su estilo, la sugestión lírica de su pensamiento, la fuerza y plasticidad idiomática de su palabra y hasta la destreza aforística de su expresión, que le permitió presentar sus ideas con netos y atra­ yentes perfiles. También, antes que en él filósofo y su ideario esen­ cial, se reparó en el sutil psicólogo que había en Nietzsche, en sus hallazgos de explorador de los trasfondos del alma humana, la que, á la mirada pene­ trante y avezada de este insobornable analista de sus

ocultas motivaciones, se ofrecía casi como térra incóg­ nita, rica de humus y de estratos insospechados. Podemos decir que recién en nuestros días, merced a la-vigencia de un clima espiritual favorable, comien­ za a ejercer hondo y dilatado influjo el filósofo, por la gravitación misma de los cruciales problemas que se propuso y por la fuerza germinativa de sus ideas que, actuales y vivas, están incidiendo en la temática especulativa del presente, conjugándose con algunas de sus dimensiones básicas. Nietzsche, pues, está pre­ sente y operante, señoreando con su pensamiento tu­ telar las nuevas direcciones, en los grandes temas que hoy polarizan el interés filosófico: filosofía de la vida, voluntad de poderío, .en la proyección política y cós­ mica de su imagen metafísica del mundo, realismo temporalista, filosofía de la existencia, de la cual él, a la par de Kierkegaard y Schelling, ano en la devoción. Así amplía su horizonte artístico, circunscrito hasta este momento a la música de Schu-

mann, e infiere nuevas dimensiones estéticas y hasta la posibilidad de una revitalización de la cultura por el espíritu de una música capaz de infudir en las al­ mas, niveladas en esta época por su falta de sentido pa­ ra la grandeza, por sus plúmbeos sentimientos filisteos, el soplo vivificante del heroísmo y la tragedia. Además, un acontecimiento de índole personal vi­ no a fortalecer el estado de espíritu y las emociones que primicia artística de tal magnitud había suscitado en él. A principios de noviembre de 1868, en Leipzig, tuvo la oportunidad, satisfaciendo así lo que íntima­ mente deseaba, de conocer al maestro, y trabar con él, en un momento ciertamente propicio, una amistad que cobraría tanta trascendencia en su vida, para después quebrarse en forma tan ruidosa y dramática para am­ bos. Nietzsche se enciende en un fervor nuevo; pone en el arte innovador de Wagner su entusiasmo y su es­ peranza, y piensa que ella es la música del porvenir, la que, regenerándola, elevará hasta la cima de la be­ lleza trágica a la desmirriada y empobrecida alma mo­ derna, la que inyectará nueva vida a la existencia exangüe dé una civilización que ignora que a la sere­ nidad contemplativa, al arder sosegado de la llama del espíritu, sólo se adviene a través y después de las gran­ des tempestades que sacuden al ser humano hasta en sus raíces. En la música de Wagner comenzaba a ru­ gir el vendaval de la tragedia que traería, para una vi­

da mezquina y sórdidamente utilitaria, la catársis sal­ vadora. Ahora, en el espíritu apasionado y fervoroso de Nietzsche va a conjugarse la admiración que siente por Sehopenhauer, el educador, el pensador ejemplar, con la que ya lo arrebata por Wagner, el mitólogo que nos presenta resurrecta, en apoteosis sinfónica, a la musa trágica. Desde el momento en que los dos astros se encuentran aproximados en la atmósfera de un amor, de una admiración que los envuelve de modo igualmente fuerte e ineseindible a ambos, ellos cons­ tituirían la constelación que iba a presidir por algún tiempo, el del período inicial, la trayectoria vital e in­ telectual de Nietzsche. Este le dice a Rohde, al rela­ tarle, en carta fechada en Lepzig el 9 de noviembre de 1868, cómo conoció a Wagner y la fuerte impresión que le produjo este primer contacto con el maestro: “Comprenderás qué gran placer fué para mí el oirle hablar con calor indescriptible de nuestro filósofo, de­ cir lo mucho que le tenía que agradecer y cómo había sido el primer filósofo que hubo reconocido la esen­ cia de la música”. Y en otra carta del mismo mes, tam­ bién a Rohde, escribe: “Pensemos en Sehopenhauer y Ricardo Wagner y en la indestructible energía con que mantuvieron erguida su fe en ellos mismos frente al “escándalo” de todo el mundo ilustrado El ideario de Nietzsche comienza a plasmarse ba­ jo el doble influjo de la filosofía de Sehopenhauer y

la concepción revolucionaria del arte, aportada por Wagner, en un genial esfuerzo integrador de elemen­ tos disgregados de una visión única, y ejemplicada de modo grandioso en su música, en el drama musical. Es así que, sobre la base dé una revaloración de los sen­ timientos trágicos, de la necesidad de que la vida se sienta de nuevo exaltada por ellos, en suma, de un entusiasmo y ardor estético del sentimiento, él intenta conciliar los postulados de la metafísica de la voluntad de Sehopenhauer con las teorías del arte de Ricardo Wagner, fundadas precisamente en la unión, en la ar­ mónica síntesis de esos elementos que el arte del pa­ sado, en detrimento de su potente unidad originaria, babía separado, es decir en la íntima conjunción de música y drama, de poesía y música, de canto y plás? tica, y todos ellos enraizando en una vida caldeada por el fuego interior de la música, fuego purificador, atizado por el viento de la tragedia, por el pathos que dió su temple heroico a los personajes de la tragedia griega. En la cuarta de sus Unzeitgemásse Betrachtungen, Ricardo ¡Wagner en Bayreuth (1875|76), Nietzsche destaca el significado de acontecimiento artístico sin par que reviste la representación de las obras de . Wagner en el gran escenario de Bayreuth. En un am­ biente creado expresamente para ellas, consultando to­ dos los detalles requeridos por su grandiosa compleji­ dad, en una atmósfera casi religiosa, que envuelve

tanto a los espectadores como a los artistas que se mue­ ven en la escena encarnando a los héroes mitológicos, acontece ahora el misterio sacro del renacimiento de la vida en el majestuoso vuelo de la música sinfóni­ ca, del apogeo del hado, del fatum que desemboca en la soberana libertad de la belleza, en un mundo trans­ figurado por el hechizo del arte. Nos dice que lo acometido en Bayreuth por Wagner es el primer via­ je alrededor del mundo en el dominio del arte, en el cual, como parece ser, no sólo se ha descubierto uji arte nuevo, sino el arte mismo, pareciéndonos des­ pués de esto que todas las artes modernas conocidas hasta ahora han llevado una penosa existencia eremitaria o de artes de lujo, semidesvaloradas; que hasta los mismos recuerdos, incoherentes y mutilados, de un arte grande, verdadero, que la época moderna con­ serva de los griegos, pueden esfumarse si no se sabe iluminarlos mediante una nueva interpretación. To­ do el ruido y todas las imposturas que la cultura, es­ tilada hasta ahora, ha producido acerca del arte deben causarnos el efecto de una vergonzosa impertinencia. El arte de Wagner habla un nuevo lenguaje a los hi­ jos de una época miserable, prometiendo conducirles a un mundo también real, pero nuevo, donde impe­ ra la verdadera luz. Parece decirles: tenéis necesidad de la iniciación en mis misterios, de sus emociones purificadoras; familiarizaros con ellos para vuestra sal­ vación.

Nietzsche ve en el arte de Wagner el elemento catársico de que con urgencia necesitaba la cultura mo­ derna, llena de pasiones subalternas y manchada por una repugnante idolatría. Como antídoto contra el rui­ do que impúdicos propagandistas hacían en torno de esta cultura, que en vez de cultura le parecía más bien una feria de productos sin autenticidad con- el marcha­ mo puesto en ellos por la disimulada hipocresía del filisteo, reclamaba, como un deber, el silencio, ese silencio de que los pitagóricos, con un sentido de pu­ rificación religiosa, hacían voto durante cinco años. Por eso, ante tal espectáculo, para él, pues, sólo una consigna cabía: “¡Callarse y ser puro” !; condición previa y esencial para buscar con sinceridad y pasión los verdaderos caminos. Esta fué la misión de Wag­ ner, cuyo arte traducía la aspiración hacia una cul­ tura enraizada en la vida, la necesidad de restaurar el espíritu en su libre actividad, en su tarea peculiar, la que sólo cobra significado y adquiere real influjo en las sociedades humanas en la medida en que, aten­ ta a las germinaciones del presente y a las posibilida­ des del futuro, se nutre de impulsos creadores y re­ novadores. Para estar a la altura de esta misión gigantea y dar­ le cima en la creación artística, en el lenguaje poli­ fónico de sus obras, Wagner tuvo que asimilarse, sin ahorrar esfuerzo, el más alto grado de cultura, alle­ gando en creciente cantidad materiales y elementos

por todos lados y de la más heterogénea procedencia y coordinarlos y unificarlos, transfomándolos en pro­ pia sustancia. Para abarcar en unidad orgánica tal cú­ mulo de conocimientos, para vivificar y modelar ar­ mónicamente el saber asimilado necesito ser, a un tiempo, el filósofo, el historiador, el esteta, el estilista, el mitólogo y poeta mítico; tuvo que renovar el dra­ ma simple, descubrir la correspondiente posición de las artes en la verdadera sociedad humana, interpretar poéticamente las pretéritas concepciones de la vida. El enorme conjunto de conocimientos que, para serlo todo, necesito reunir Wagner no llegó a paralizar su voluntad de acción, a desperdigarla en tanto deta­ lle atrayente. Nietzsche destaca encomiásticamente la admirable maestría con que supo sortear todos estos peligros, preservar la unidad de su potencia creadora en medio de tan dispares elementos, abarcados en un solo contacto genial, y afirmarse en la originalidad de una actitud, cuya medida puede suministrarla compa­ rativamente un parangón con aquella que caracterizó a Goethe, el gran antípoda de Wagner. Lo que Wagner encuentra en los estudios históricos y filosóficos no es el reposo del espíritu, los efectos calmantes y contra­ rios a la acción que estas disciplinas producen.. Tam­ poco él buscaba tales calmantes para la fiebre de ac­ ción, de lucha, de trabajo en que ardía, y de los que no lo distrajeron su familiarización con los diversos do­ minios de la cultura y el estudio de sus problemas. La

historia es arcilla para la fuerza creadora que lo posee. La posición que adopta frente a ella no es la usual de los sabios y eruditos, asemejándose más bien a la rela­ ción en que estaban los griegos con sus mitos, a los que consideraban como algo que se modela y recrea poéti­ camente con amor y una especie de recogimiento te­ meroso, pero sin abdicar del derecho soberano del creador. La fuerza poética, modeladora de Wagner se afirma y triunfa porque no imagina ideas abstractas, sino fenómenos visibles y sensibles, es decir, piensa de una manera mítica, como el pueblo ha pensado siem­ pre. Es que el mito no se basa en una idea abstracta; él es la idea misma, encierra una representación del mundo, evoca y conjura una serie de hechos vividos, acciones y dolores. Porque la historia es, para Wagner, tan cambian­ te como un sueño, puede dar concreción poética, en un hecho, en un acontecimiento particular, al carác­ ter peculiar de una época entera y lograr, en la expo­ sición y en la representación simbólica, un grado de verdad, que jamás puede ser alcanzado por el his­ toriador. En los estudios históricos y filosóficos no só­ lo encontró armas para su empresa, sino que en ellos supo recoger el soplo de inspiración que se eleva de la tumba de los grandes luchadores, de los grandes pensadores y de todos los grandes angustiados que apu­ raron el dolor y la tribulación. Para Nietzsche, toda esta lucha, que es la lucha del individuo contra lo que,

bajo la forma de una necesidad ineluctable, se opone a sus designios creadores, está patente en la imagen que nos ofrece la obra de Wagner, obra trágica, que cobra su pleno y profundo sentido para los que afron­ tan el combate y saben encontrar en ella un bálsamo para sus heridas. El arte, nos dice, no es un remedio ni un estupefaciente mediante el cual pudiéramos li­ berarnos de todas las circunstancias miserables de la existencia. La mirada llena de misterio con que la tra­ gedia nos contempla no es un hechizo que nos ador- , mezca y paralice. Mientras ella nos mira, pide de nos­ otros calma, pues el arte no está hecha para la lucha misma, como un estimulante, propio para enardecer al combatiente, sino para los momentos de calma antes o en medio del combate, para aquellos minutos en que por la evocación o el presentimiento comprendemos lo simbólico y, con el sentimiento de una suave fatiga, nos invade un ensueño restaurador. Es que el arte no puede servirnos de educador ni orientarnos en la ac­ ción inmediata; el artista no es nunca un mentor ni un consejero. Lo que hallamos deseable y encomiable en el héroe a que da vida la obra de arte, mientras ésta ejerce su hechizo sobre nosotros, no posee, en la vida real, el mismo valor y rara vez se nos ofrece como dig­ no del esfuerzo y del sacrificio. Precisamente, por esta distancia e incompatibilidad entre los héroes que re­ presenta la tragedia y la vida real, “el arte es la acti­ vidad del hombre que reposa”.

Por encima de los múltiples seres que, según Nietzsche, animados por una pasión poderosamente in­ dividualizada, hacen oir su voz en la música de Wag­ ner, por encima del soplo huracanado de las contradic­ ciones, impera una gran inteligencia sinfónica que, to­ cada de un designio superior, inspirada por una razón suprema, hace nacer la concordia y la paz del seno mismo de la guerra, del encuentro tempestuoso de las pasiones y contradicciones. Para él, la música de Wag­ ner en su conjunto es cahal imagen del mundo tal co­ mo éste fué concebido por el gran filósofo de Efeso, o sea como armonía engendrada por la lucha, como uni­ dad de justicia y enemistad. En síntesis, para Nietzs­ che, Wagner, el músico, en la convicción de que no de­ be existir cosa alguna necesariamente muda, ha dado voz y prestado acento a todo lo que hasta el presente no podía o no quería expresarse en la naturaleza. Cuando el filósofo, es decir Schopenhauer, que, para esta etapa del pensamiento nietzscheano, es el filósofo por antonomasia, dice que existe una Voluntad que, tanto en la naturaleza animada como en la inanimada, tiene sed de existencia, el músico, es decir Wagner, añade que esta Voluntad quiere, en todos sus estadios, una existencia en el mundo de los sonidos, busca expre­ sar sus potentes impulsos, revelar en la música sus ocultos y trascendentes designios. El soplo de la tra­ gedia, subraya él, ha pasado por la existencia de Wag­ ner y por todo aquello a que su arte ha dado vida e

infundido superadora inquietud. Las almas que pue­ den adivinar algo de todo esto, aquellas para las cua­ les no son ideas y sentimientos extraños la ilusión trá­ gica acerca del fin de la vida y el renunciamiento y la purificación por medio del amor, tienen que recordar, en lo que Wagner nos muestra en la obra de arte, el aletazo fugaz del ensueño de una propia existencia heroica, en la que alentaba el grande hombre. En esta valoración ditirámbica que nos da Nietz­ sche del arte de Wagner están ya en pleno desarrollo sus ideas sobre la tragedia y su íntima relación con la música y aquellas acerca del significado del arte para la vida; se encuentra también pre-bosquejada, sobre la ba­ se de una concepción dionysiaca del mundo y de la vida, su ulterior filosofía. Etapas de aquel desarrollo habían sido Die Geburt der Tragódie, las tres anteriores Unzeitgemásse Betrachtungen, además una serie de ensa­ yos, fundamentales algunos, en que se expresan ideas y motivos estéticos y filosóficos afines con los que constituyen el tema básico de aquellas obras. Pero pa­ ra comprender el significado y alcance de esta temáti­ ca, para valorar sus impulsos centrales, en una palabra, para asistir al despliegue y elucidar la motivación fun­ damental de aquellas ideas de Nietzsche, tenemos que retomar la vida de éste donde la hemos dejado, en Leipzig.

IV. - LA CONCEPCION DIONYSIACA Nietzsche cursa su último año de estudios en Leip­ zig y, pensando que muy pronto estarían ya termina­ dos, se forja un sinnúmero de ilusiones acerca del tiem­ po de plena libertad de que, antes de afrontar las pro­ saicas obligaciones de la vida, quería disfrutar, para dedicarlo a tranquilas lecturas sobre las cuestiones que más lo inquietaban, a viajes, que había proyectado y hasta imaginativamente pregustado, en fin, al ocio im­ productivo pero espiritualmente fecundo del ensue­ ño, del libre divagar, que ansian y necesitan, como in­ centivo para la labor intelectual, las naturalezas super­ abundantes y creadoras. Pero todas estas perspectivas halagüeñas se truecan súbitamente para él por el ros­ tro severo de una nueva e inmediata responsabilidad, cuya existencia ni remotamente había podido sospe­ char. La Universidad de Basilea quería nombrarlo profesor de filología clásica, habiéndolo consultado respecto a esta posibilidad a su maestro Ritschl, quien, autorizado para formular la propuesta al candidato, au

discípulo, causó en éste profunda sorpresa con seme­ jante noticia. Nietzsche, que a la sazón tenía veinti­ cuatro años y que no había obtenido aún su título uni­ versitario, comprendió la importancia de la seductora oportunidad que se le brindaba y el bonor que con ella se le discernía, pero, no obstante, tironeado por su ansia de libertad interior, por ensueños amorosamente acariciados, todavía duda sobre si debe aceptar un ofrecimiento tan tentador, que venía a imprimir a su vida un rumbo inesperado y fuera de las previsiones trazadas con respecto a su futuro inmediato. Sin em­ bargo, el influjo y los casi paternales consejos de Ritscbl lo persuaden, y él acepta; su destino profesional estaba decidido: sería profesor en la Universidad de Basilea. Sin el requisito último de la tesis doctoral, y teniendo sólo en cuenta sus optimos trabajos anterio­ res y sus excepcionales aptitudes, la Universidad de Leipzig le otorga diploma. Federico Nietzsche era ya profesor al lado de sus profesores. Antes de trasladarse a Basilea, va a pasar unas se­ manas con su familia, en Naumburg; es su despedida. La víspera de la partida, en carta al barón de Gersdorff, fechada el 13 de abril de 1869, da expresión a los sentimientos e inquietudes que lo embargan, al melancólico y desazonado estado de alma que experi­ menta ante la nueva y difícil labor en que va a em­ peñar su esfuerzo y a probar su capacidad. Le dice a su amigo: “El último plazo ha expirado. Ha llegado

la última noche que paso en mi patria; mañana tem­ prano partiré hacia el vasto mundo para dedicarme a una nueva y no acostumbrada actividad, en una pesa­ da atmósfera de deberes y trabajo. De nuevo hay que decir adiós; ha pasado sin remisión la dorada época de libre actividad ilimitada, del presente soberano, del gozar del mundo y del arte como espectador desin­ teresado o, por lo menos, apenas interesado. Ahora reina la severa Diosa de la obligación cotidiana... No encuentro en mí todavía, ni por asomo, esa propen­ sión a la gibosidad, característica del profesor ¡Zeus y todas las musas me preserven de ser filisteo, hombre abandonado por las musas, hombre gregario! Además no sé cómo me tendría que arreglar para llegar a ser­ lo, ya que actualmente no lo soy. Cierto que estoy ex­ puesto ahora a una clase de filisteísmo, la del hombre especializado, pues es muy natural que el peso cotidia­ no y la continua concentración del pensamiento so­ bre determinadas cuestiones y sectores de la ciencia emboten la libre sensibilidad, y ataquen, en sus raíces, al sentido filosófico. Pero me imagino que podré li­ brarme de este peligro con más calma y seguridad que la mayor parte de los filólogos. La severidad filosó­ fica ha enraizado muy profundamente en mí, y el gran mistagogo Schopenhauer me ha mostrado con de­ masiada claridad los verdaderos y esenciales proble­ mas de la vida y el pensamiento para que tema nunca llegar a una vergonzosa apostasía de la “Idea”... Si he-

mos de llevar al exterior el aporte de nuestra vida, in­ tentemos, al menos, emplearla de manera que, cuan­ do la felicidad nos redima del esfuerzo que le hemos exigido, los demás la estimen y bendigan como va­ liosa”. Con el establecimiento de Nietzsche en Basilea y la iniciación de sus tareas docentes comienza, puede decirse, una nueva vida, para él. Es una etapa de su pensamiento, caracterizada por el entusiasmo y el fer­ vor que pone en la búsqueda de una verdad en que poder asentar su propia concepción del mundo y de la vida, ya en germinación, de un ideal de la cultura que se avenga con las más altas exigencias de la vida, que se inspire, haciéndole justicia, en la vocación creadora del espíritu, siempre urgido hacia nuevas metas y conquistas, siempre necesitado de brillar y afirmarse en sus obras y, más allá de estas, en su lumi­ nosa plenitud de potencia rectora de los afanes hu­ manos. Para el desarrollo y armónica estructuración de estas ideas, para avanzar por este camino, en cuyo rumbo, atisbaba quizás muchas cosas originales y fe­ cundas, tenía un punto de partida y un norte en la fi­ losofía de Sehopenhauer, y un poderoso incentivo en el ideal estético de Ricardo Wagner, su futuro ami­ go, a quien acompañaría y secundaría espiritualmen­ te en la lucha por este ideal. Al instalarse en Basilea, Nietzsche se encontraba lleno de temores respecto al género de vida que esta­

ría obligado a llevar, en un ambiente social que le era desconocido y del todo nuevo en lo universitario e in­ telectual. Temía, alejado del círculo de sus amigos y de sus afectos familiares, sentirse demasiado solo, pri­ vado de toda convivencia intelectual amistosa, sin el “pensamiento que consuene y rimé” con el suyo; la sola idea de esta soledad lo inquietaba y entristecía. Pero sus temores eran, felizmente, infundados, pues la vida y la actividad a que ingresaba le tenían reserva­ das más de una sorpresa agradable y confortadora. En la Universidad encuentra excelentes colegas, que lo acogen cordialmente; hace amistad con Jacobo Burckhardt, que adquiriría merecida fama como esteta e his­ toriador del arte, y con el economista Schonberg, com­ placiéndose en el trato personal de ambos. Pero lo que había de colmarlo de satisfacción, alejando su tejnor a la soledad, fué una circunstancia inespera,da, algo que él estaba lejos de sospechar: Ricar­ do Wagner se había instalado en Tribschen, cer­ ca de Lucerna, en una villa a orillas del lago. Nietz­ sche se dirige al retiro del maestro y, desde la prime­ ra entrevista, el fugaz encuentro de Leipzig se con­ vierte en amistad. Desde entonces, Tribschen es, para Nietzsche, meta y solaz de los días libres, lugar de la más alta y fecunda convivencia espiritual. En carta a Ja madre, fechada en Basilea en junio 1869, le dice a este respecto: ”De la mayor importancia para mí es el tener, en Lucerna, no tan cerca como lo deseara,

pero tampoco tan lejos que no puedan aprovecharse los días libres para reunimos, al amigo y Vecino más deseado: Ricardo Wagner, que, como hombre, és en­ teramente de igual grandeza y singularidad que co­ mo artista... La villa de Wagner, maravillosamente instalada, se levanta a la orilla del lago, al pie del Pilatus, en una encantadora soledad de lago y monta­ ña. Vivimos allí en la más animada conversación, den­ tro del más amable círculo familiar y completamente apartados de la trivialidad vulgar de las reuniones sociales. Esto significa para mí un gran hallazgo”. En lo que se refiere a su actividad docente, las pri­ meras experiencias son distintas de las que, con un poco de pesimismo, se había imaginado; sus aprensio­ nes ante la labor de la cátedra, su temor a caer en el filisteísmo de la espeeialización también le resulta­ ron infundados. Sobre este aspecto de la tarea docen­ te, que tanto le diera que cavilar, escribe a su maes­ tro Ritsehl, en carta fechada en Klimsenhorn, el 2 de agosto de 1869, lo siguiente: “Mis años de estudian­ te no han sido nada más que un voluptuoso holgaza­ near por los campos de la filología y del arte, de mo­ do que, con íntimo agradecimiento hacia usted, que ha sido el “destino” de la vida que he llevado hasta ahora, reconozco lo necesario y oportuno del nom­ bramiento que me convirtió de “estrella errante” en “fija”, y me dejó saborear de nuevo el placer del tra­ bajo áspero, pero ordenado, y del fin seguro e indes-

plazable. ¡De cuán distinto modo crea el hombre cuan­ do tras de sí está la santa fatalidad de la profesión!; ¡qué tranquilo duerme, y qué seguramente sabe al despertar lo que de él demanda la jornada! Esto no es de ningún modo filisteísmo”. Durante estos primeros años de Basilea, tan impor­ tantes en el desarrollo intelectual de Nietzsche, el pen­ samiento de éste, apremiado por grandes y vitales in­ terrogaciones, cobra intenso ritmo; su espíritu cono­ ce el entusiasmo ante las certidumbres recién conquis­ tadas, ante las verdades apasionadamente buscadas y ya entrevistas. Es el momento en que se está gestan­ do su concepción dionysiaca del mundo y de la vida, en que se plantea “el grandioso problema griego”. El entusiasta admirador del helenismo, vinculando aquel problema a las necesidades espirituales de su tiem­ po, emprende la lucha por una cultura alemana ori­ ginal y vigorosa. Sus reflexiones y penetrantes pun­ tos de vista son, por la seguridad y maestría con que enfoca tan ardua cuestión, los de un verdadero cono­ cedor y crítico de la cultura. De este complejo de in­ quietudes y problemas surge Die Geburt der Tragodie, su primer libro orgánico, su obra de juventud. Nietz­ sche buscaba aquí el grado más alto de exaltación de la vida, y cree encontrarlo en la unión de música y tragedia. Esta culminación está representada por el artista trágico, el que, al sentirse consustanciado con la voluntad cósmica, se sumerge en la embriaguez

dionysiaca y se expresa en su lenguaje natural, que es el de la música. Así, mediante superación del dolor universal por la contemplación de la belleza, libera­ do ya del pesimismo que infunde todo sufrimiento, afirma y exalta la vida, conquistando el sentido trágico. Según Nietzsche, las tragedias griegas fueron origi­ nariamente tragedias musicales, cuya música se per­ dió para la posteridad; él ha visto con acierto genial cuál fué la verdadera función del coro en la tragedia griega. El héroe, el actor real es el coro, como acon­ tece con el coro de las Danaides, en Las Suplicantes, de Esquilo. En El Origen de la Tragedia, Nietzsche parte del principio de que, para aquella identificación de la sustancia trágica de la existencia con la voluntad cós­ mica, es el arte, y no la moral, la peculiar actividad metafísica del hombre; que la existencia del mundo sólo puede justificarse como fenómeno estético. Tra­ ta de alcanzar y valorar, por vía intuitiva, la certeza inmediata de que el ulterior desarrollo del arte está esencialmente atado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionysiaco, así como la generación depende de la dualidad de los sexos, que viven en continua lucha con sólo reconciliaciones periódicas. Aquellas dos de­ nominaciones proceden del mundo de los dioses grie­ gos, de las dos divinidades del arte, Apolo y Dionysos, que expresan la radical oposición entre el arte escul­ tórico, o apolíneo, y el arte musical, que tiene por Dios

a Dionysos. Son dos impulsos distintos que discurren uno al lado del otro, pero en abierta escisión recípro­ ca para perpetuar aquella oposición, superada sólo aparentemente por la expresión común “arte”, apli­ cada a ambos impulsos. Del apareamiento de estos, mediante un acto metafísico milagroso de la “volun­ tad” helena, nace, como obra de arte dionysiaca y apo­ línea, a la vez, la tragedia ática. Así surgen, en el ám­ bito griego, los dos mundos separados, pero no distan­ tes, del ensueño y de la embriaguez. Bajo el sortilegio de lo dionysiaco se estrecha de nuevo la alianza en­ tre hombre y hombre, e inclusive la naturaleza, su enemiga o sojuzgada, que se había tornado extraña a él, celebra otra vez la reconciliación con su hijo perdido, el hombre. Nietzsche considera lo apolíneo y su contrarió, lo dionysiaco, como potencias artísticas que, sin la me­ diación del artista humano, irrumpen de la naturale­ za misma, y en las cuales por vía directa se satisfacen los instintos artísticos de ambas tendencias. Frente a estos inmediatos estados artísticos de la naturaleza, to­ do artista es sólo un “imitador” ; es decir, o es un ar­ tista apolíneo del ensueño o un artista dionysiaco de la embriaguez, o, finalmente, como acontece de modo ejemplar en la tragedia griega, es, a un tiempo, artis­ ta ebrio y artista ensoñador. La tradición griega nos dice con plena certeza que la tragedia ha surgido del coro trágico y que, en su origen, ha sido coro y nada

más que coro, y no drama. Con la misma seguridad, según Nietzsche, puede afirmarse que, hasta Eurípi­ des, Dionysos jamás ha cesado de ser héroe trágico, sino que las más famosas figuras de la escena griega, como Prometeo, Edipo, etc. son solamente máscaras de Dionysos, en tanto éste es el héroe originario. Pre­ cisamente, la razón fundamental de que se contemple con asombro la idealidad típica de estas figuras famo­ sas consiste en que detrás de aquellas máscaras se ocul­ ta una Divinidad, la que no es otra que Dionysos. Sentadas estas premisas, Nietzsche nos va a decir que si la más antigua tragedia griega sucumbió, con Eurípides —cuya tendencia anti-dionysiaca, al pre­ tender fundar el drama sólo sobre lo apolíneo, se ex­ travió en una dirección naturalista y anti-artística— el agente homicida fué el socratismo estético, cuya ley suprema reza que “todo tiene que ser comprensible, para ser bello”. Debemos ver en Sócrates, el héroe dialéctico en el drama platónico, al adversario de Dio­ nysos. El representa típicamente al hombre teoréti­ co, al optimista del conocimiento, que, en la investi­ gación de la naturaleza de las cosas, otorga la primacia al saber y atribuye al conocimiento la fuerza de una medicina universal, viendo en el error el mal en sí. Es así que surge y se define el secular antagonismo entre la concepción trágica del mundo y la esencial­ mente optimista de la ciencia, con Sócrates, su pre­ cursor ilustre, a la cabeza. Porque la tragedia antigua

fue interceptada en su camino por él impulso dialéc­ tico hacia el saber y el optimismo de la ciencia, se desemboca, como consecuencia de tal encuentro, en una eterna lucha entre la concepción teorética del mundo y la trágica. Pero la posibilidad de un rena­ cimiento de la tragedia está dada por el ineluctable proceso a que, conforme a su esencia misma, es im­ pulsada la ciencia. En cuanto el espíritu de ésta es llevado hasta sus límites, y, por la comprobación de la existencia de estos, es aniquilada su pretensión de validez universal respecto a sus principios y a la conpideración teorética del mundo fundada en los mismos, nos es dable esperar un renacimiento de la tragedia. Nietzsche encara radicalmente el fenómeno del pensamiento griego y de sus proyecciones teóricas, y, como él mismo lo confiesa en el “Ensayo de una Au­ tocrítica” antepuesto a la obra quince años después, lo que, en realidad, también logró ver, en E l Origen de la Tragedia, fué un problema nuevo e incisivo, cierta­ mente peligroso, el problema de la ciencia misma, que le resultó, como gráficamente lo dice, “un problema con cuernos”, aunque “no precisamente un toro”, puesto que pudo asirlo bien y darle una respuesta fundamental y revolucionaria. Al preguntarse por la relación en que está la ciencia con la vida y con el arte, considera a la ciencia, a esta precipua actividad que con tanto orgullo y criterio absolutista ha venido desarrollando el hombre occidental, como algo proble­

mático y hasta precario, y afirma que el problema de la ciencia no sé puede discernir sobre el terreno de la ciencia misma. En consecuencia, proclama, con osadía genial, la necesidad de “ver la ciencia bajo el ocular del artista, pero al arte bajo la óptica de la vida’4. En Sócrates, como representante de la ciencia y de la dialéctica, y en Platón, su discípulo, ve Nietz­ sche los síntomas de la decadencia del helenismo y los instrumentos de la disolución del auténtico espíritu griego, de su ímpetu vital primigenio. Su apasionada polémica contra la dialéctica socrática y la hegemo­ nía absoluta de la racionalidad sobre los instintos pri­ marios, instaurada por la concepción agonal que aflora y se define en el diálogo platónico, la retoma y pro­ sigue desde nuevos enfoques y con argumentos más in­ cisivos, en E l Crepúsculo de los Idolos, bajo el título “El Problema de Sócrates”. Aquí nos dirá abiertamen­ te, sin eufemismos, que con Sócrates el gusto griego, un gusto distinguido, se echa a perder por obra de la dialéctica, que señala el ascenso de la plebe y el triunJo de lo plebeyo. “Las cosas honestas, como los hom­ bres honestos, no llevan sus razones en la mano. Es indecente mostrar los cinco dedos. Aquello que nece­ sita previamente ser demostrado, es de poco valor. En todas partes, donde todavía la autoridad pertenece a las buenas costumbres, donde no se aducen razones sino que se manda, el dialéctico es una especie de Po­ lichinela: es objeto.de risa y no se lo toma en serio.

Sócrates era el Polichinela que se hacía tomar en serio”. Todavía él se replantea el “problema de Sócrates”, en L a Voluntad de Poderío (427-477), con mucha más amplitud, centrando en el mismo un penetrante in­ tento de “Crítica de la Filosofía Griega”, lleno de acier­ tos y hallazgos de primera magnitud. En éstas re­ flexiones, los dos términos antagónicos, que definen una oposición fundamental, el sentimiento trágico y el sentimiento socrático, son medidos y valorados de acuerdo a/la ley de la vida. “La aparición de los filó­ sofos griegos desde Sócrates es un síntoma de la de­ cadencia; los instintos anti-helénicos suben a la su­ perficie . . . ” Considera que enteramente helénico todavía, pero como forma de transición, es el “sofista”, inclusive filósofos del tipo representado por Anaxágoras, Demócrito y los grandes pensadores jónicos. “La cultura griega de los sofistas había surgido de todos los instin­ tos griegos; ella pertenece a la cultura del tiempo de Pericles tan necesariamente como Platón no pertene­ ce a ella: tiene sus predecesores en Heráclito, en Demócrito, en los tipos científicos representantivos de la vieja filosofía, y alcanza su expresión en la alta cultu­ ra de Tucídides”. La reacción de Sócrates, que preco­ niza la dialéctica como camino hacia la virtud, signi­ fica exactamente la disolución de los instintos griegos, cuando se antepone la demostrabilidad como supues­

to de la aptitud personal en la virtud. Todos los gran­ des virtuosos y verbalistas son tipos del periodo de di­ solución. Los juicios morales, arrancados del fondo griego que los condiciona y desde el cual ellos han surgido, son, bajo una apariencia de sublimación, des­ naturalizados. “Los grandes conceptos “bueno”, “jus­ to”, desprendidos de los supuestos a que pertenecen, y como “Ideas” devenidas libres, llegan a ser objetos de la dialéctica. Se busca detrás de ellos una verdad, se los toma como entidades o como signos de entida­ des: se inventa un mundo, donde ellos están como en su hogar, y del cual proceden.. . ” Ya con Platón tal subversión está en su apogeo. “Ahora se necesitaba ade­ más inventar también al hombre abstractamente per­ fecto: bueno, justo, sabio, dialéctico, en síntesis, el espantajo del filósofo antiguo; una planta separada de todo suelo; una humanidad sin ninguno de los intintos seguros y reguladores; una virtud, que se “demues­ tra” con razones. ¡El perfectamente absurdo “indivi­ duo” en sí!, la monstruosidad de más alta jerarquía. . . ” La decadencia se denuncia en la preocupación por la felicidad, es decir, por la “salvación del alma”, porque el estado de ésta se lo siente como un peligro. “La al­ ternativa ante la cual todos estaban colocados era ser racional o sucumbir. El moralismo de los filósofos griegos muestra que ellos se sentían en peligro. . . ” Según Nietzsche, los filósofos griegos propiamente dichos son los anteriores a Sócrates. Por eso su espí­

ritu se vuelve nostálgico a esa época ciertamente trá­ gica en que los griegos, filosofando, dejando en liber­ tad su ímpetu volitivo y resueltos a aprender y a vi­ vir, al mismo tiempo, lo que aprendían, crearon la filosofía, trazaron el horizonte tempestuoso de la lu­ cha titánica del pensamiento con los grandes enigmas, de ese pensamiento que vivía en el trance heroico de conquistar las primeras verdades. Acerca de este carácter vital y creador de la filosofía entre los pen­ sadores pre-socráticos, muchas cosas fundamentales y profundas nos dice en su magistral ensayo, titulado L a Filosofía en la Epoca Trágica de los Griegos, frag­ mento de una obra más extensa, planeada en sus par­ tes principales, pero que quedó sin escribir. Los griegos, que supieron plantar el comienzo de la trayectoria de su pensamiento en la madurez de su magnífica virilidad, justifican, como hombres ver­ daderamente sanos, la ¡filosofía misma por tendencia expansiva dp su propio ser. La justican por el hecho simple y decisivo de que ellos filosofaron con la misma naturalidad con que los manantiales fluyen, buscan­ do la luz del sol para sus aguas. Sólo una cultura co­ mo la griega puede justificar a la filosofía porque Unicamente ella puede saber por qué y cómo el filó­ sofo no es una aparición casual y arbitraria. Una ne­ cesidad acerada lo encadena a una verdadera cultura. Cuando ésta no existe, entonces el filósofo es un co­ meta cuya presencia en su ámbito no puede ser cal­

culada ni prevista. “Los griegos justifican al filósofo porque éste sólo entre ellos no es un cometa”. Los pen­ sadores griegos osaron cumplir en sí mismos la ley de la filosofía, ajustando a ella, a sus exigencias, el paso de su vida. La filosofía en la trágica época de los griegos encarnó y vibró, como un desafió al des­ tino, en figuras como la de Anaximandro de Miléto, el gran modelo de Empédocles. De él, en su elogio, nos dice Nietzsche que “vivió como escribió; habla­ ba tan solemnemente como vestía; levantó la mano y asentó el pie como si esta existencia fuese una tra­ gedia en la que él, como héroe, tuviese que represen­ tar un papel para el cual hubiera nacido”. En síntesis, para Nietzsche, la filosofía de esta épo­ ca del espíritu griego sería, en última instancia, una faceta de la sabiduría dionysiaca, sabiduría que me­ diante procedimientos apolíneos alcanza plasmación estética en el mito trágico. Lo dionysiaco, medido por lo apolíneo, manifiéstase “como la eterna *y originaria potencia artística que, en general, trae a la existencia al mundo total de los fenómenos, en cuyo seno es ne­ cesaria una nueva apariencia de transfiguración pa­ ra mantener en la vida al mundo animado de la in. dividuación”. Acerca de esta audaz y profunda interpretación de la cultura griega, y de la concepción dionysiaca de la vida que nuestro pensador funda en aquélla, es decir, en las fuerzas primarias que se conjugan artísticamen­

te en el mito trágico, debemos anotar, desde un punto de vista crítico, lo siguiente: Nietzsche ve la culmina­ ción del desarrollo de la cultura y del espíritu griegos en Homero o en el apogeo de la tragedia, valorando así con criterio absoluto y pathos romántico los tiempos primitivos. Sin duda, el alma griega alcanzó la plenitud de su triunfo y expansión a costa del doloroso sacri­ ficio de su juventud, de sus potentes impulsos prima­ rios, de su primitividad turbulenta y creadora, que, por superabundancia, engendraba dioses, héroes y monstruos en el seno tempestuoso de sus sueños; pero, en virtud del proceso ineluctable e irreversible que condiciona históricamente toda cultura y toda civili­ zación, el ave simbólica de Minerva, como nos dice Hegel, sólo inicia su vuelo en el crepúsculo, vale decir en la hora en que, sobre un fondo de penumbra y por contraste con la sombra que se aproxima, es más clara y sosegada la luz del espíritu, y las formas, ya distantes del caldeado mediodía, se dibujan más netas y recor­ tadas en el claroscuro.

V.-LA PERSONALIDAD CREADORA En este período de su desenvolvimiento intelectual y laborioso aporte de elementos para su Weltanschauung, a que nos venimos refiriendo, Nietzsche trata de formular y cimentar un ideal de la cultura en fun­ ción del' fomento y desarrollo de la personalidad crea­ dora, de las grandes individualidades. Su exaltación del artista trágico, para el que reclama condiciones estimulantes y un clima espiritual y estético propicio, así como su búsqueda y apasionada petición de mode­ los humanos educadores, en lo artístico y en lo intelec­ tual, tienden deliberadamente a aquel fin, es decir, a revitalizar la cultura alemana de esta época, a infun­ dirle nueva savia, a centrarla en las exigencias del pre­ sente y a la vez dotarla de sentido prospectivo. Para alcanzar este propósito era necesario superar serios obstáculos; había que luchar contra el tipo del filisteo, del supuesto representante de la verdadera cultura, al que Nietzsche lo veía encarnado en David Strauss, y sobre todo combatir la hipertrofia de la cultura histó­

rica, cuya preponderancia tiene un efecto depaupe­ rante sobre la vida, paralizando la iniciativa espiritual del hombre; consecuencias bien graves que resultan de la manera, .entonces en boga, de considerar las disci­ plinas históricas, y cultivarlas. A este problema, a este verdadero escollo que impedía el desarrollo, la progre­ sión viviente y fecunda de la cultura, frenando toda apetencia hacia lo nuevo y original, consagra Nietzsche la segunda de sus ZJnzeitgemasse Bcirachtungen, titu­ lada : De la Utilidad y del Daño de los Estudios Histó­ ricos, para la Vida.

Dilucida con extraordinaria penetración el carácter y las consecuencias inmediatas y visibles, como tam­ bién las remotas y ocultas, del fenómeno apuntado. A diferencia del animal, cuya vida discurre, conforme a un estático y reducido ritmo temporal, de una mane­ ra no-histórica, el hombre, celoso de aquél, que al punto olvida y ve morir y extinguirse para siempre en sombra y niebla cada uno de sus instantes, está conde­ nado a recordar y a doblegarse bajo el peso, cada vez mayor, del pasado, como si lo agobiase un fardo oscuro e invisible, que lo inclina hacia un lado y retarda su paso. De esta experiencia ineludible saca él la convic­ ción de que la existencia es un pasado ininterrumpido, una cosa que vive de negarse y contradecirse a sí mis­ ma, de su propia destrucción. El hombre niega, en apariencia, esta fatalidad, pero, por inercia, suele resig­ narse a ella. Ahora bien, un hombre que quisiera sen­

tir sólo de una manera puramente histórica se aseme­ jaría a alguien a quien se privase completamente del sueño. Es posible vivir casi sin recuerdos y hasta vivir, así, feliz, pero es absolutamente imposible vivir sin ol­ vidar; toda acción exige el olvido. El exceso de insom­ nio, de sentido histórico perjudica al ser viviente, ya sea éste un hombre, un pueblo o una cultura. Para que éstos no se conviertan en los sepultureros del pre­ sente, es necesario determinar el grado de sentido his­ tórico tolerable y, conforme a él, los límites en que el pasado tiene que ser olvidado, a fin de permitir a la fuerza plástica de que dispone un hombre, un pueblo, una cultura, desarrollarse y crecer más allá de sí mis­ ma, de una manera peculiar, transformando e incor­ porando lo extraño y lo que le llega del pasado. De acuerdo a ésto, la aptitud de poder sentir, en un cierto grado, de una manera a-histórica tendría que ser consi­ derada como la aptitud más importante y primaria, por cuanto en ella yace el fundamento sobre el cual únicamente puede surgir algo grande y sano, algo ver­ daderamente humano. Sólo mediante la capacidad de utilizar el pasado para la vida, y de transformar de nuevo lo acontecido en historia, el hombre llega a ser hombre. Pero entregado a un exceso de estudios his­ tóricos y abrumado por el recuerdo de lo pasado, el hombre cesa nuevamente de ser y jamás podría reto­ marse y recomenzar si no pudiese refugiarse en aque­ lla atmósfra de lo no-histórico. Si él antes no hubiera

estado envuelto en la nebulosa de lo no-histórico, no se habría atrevido a llevar a cabo acto alguno de signi­ ficación, de esos que delatan su potencia y su espíritu de iniciativa, al servicio de la vida. Hay que saber olvidar en el momento oportuno, y también, en el momento oportuno, recordar; saber discernir con instinto vigoroso cuándo es necesario sentir de manera histórica, y cuándo de manera no-his­ tórica. De aquí deriva, según Nietzsche, el siguiente principio: “Lo no-histórico y lo histórico son en la misma medida necesarios para la salud de un indivi­ duo, de un pueblo y de una cultura”. La historia, pen­ sada como ciencia pura, devenida soberana, se nos im­ pondría como una especie de acabamiento de la vida y balance de todos los hechos y acontecimientos huma­ dos. Contrariamente, la cultura histórica sólo es salu­ dable y promisoria para el porvenir cuando sigue y se pliega a una nueva y poderosa corriente de vida, al proceso vivo de una cultura en devenir; es decir, únicamente cuando ella está dominada por una fuerza superior y no es ella la que domina y dirige. ”La his­ toria, en cuanto está al servicio de la vida, se encuentra al servicio de una potencia no-histórica, y, por esta razón, acatando tal subordinación, no podrá ni deberá nunca ser una ciencia pura, como lo es aproximativa­ mente la matemática”. La historia pertenece, princi­ palmente, al tipo de hombre activo y poderoso, al que

ha empeñado sus fuerzas en una gran lucha, y también al que, necesitando de maestros, de modelos, de con­ fortadores, no puede encontrarlos entre sus compañe­ ros ni entre los hombres del presente. Pero no sólo en este aspecto, el más seductor quizá, pertenece la historia al hombre, sino que éste, en razón de su esencia misma, instaura con aquélla otras rela­ ciones, que son aspectos de dicha pertenencia, y todas ellas delatan el complejo y delicado problema de la relación fundamental de la historia con la vida en general, con sus grandes intereses y supremas preocu­ paciones. Es un hecho incuestionable que hasta la his­ toria misma decae y su cultivo se vuelve tedioso y ruti­ nario cuando ella, en vez de mantener un saludable equilibrio con los intereses vitales, predomina en demasía sobre la vida, y ésta degenera y se disgrega bajo el peso inerte del pasado. Si la historia debe estar al servicio de la vida, ésta, a su vez, necesita de los servicios de la historia. Esta pertenece al hombre, en tanto ser viviente y temporal, bajo tres aspectos: la historia le pertenece como a ser activo y que aspira, también porque conserva y venera y, por último, por­ que sufre y está necesitado de liberación. “A esta tri­ nidad de relaciones corresponde una trinidad de es­ pecies de historia: si es lícito distinguir así en los estu­ dios históricos, una historia monumental, una anticuaria y una historia crítica” . El hombre activo, obligado a convivir cjon los dé­

biles y ociosos desesperados, se vuelve a la historia monumental, tiene necesidad de mirar detrás de sí para no asfixiarse y asquearse. Su precepto reza: lo que sea capaz de dilatar más el concepto del “hombre” y realizarlo con más belleza, tendría que existir eter­ namente, para eternamente poder realizar esta tarea. No otra es la idea fundamental que late en la fe en la humanidad, idea que se expresa en la exigencia de una historia monumental; pero justamente esta exigencia, de que, lo grande debe ser eterno, engendra una de las más terribles luchas porque todo lo demás, todo lo que vive, responde con un rotundo no, proclamando, como solución opuesta, que lo monumental no debe surgir. En el camino que debe recorrer lo sublime, toda gran­ deza, para alcanzar la inmortalidad, todo lo que es pequeño y bajo, que llena los rincones del mundo, tien­ de sus ardides y obstáculos, para envolver y ahogar en 6U plúmbea atmósfera a lo que es grande y noble. Pero la historia monumental, superando estos obstáculos, es una carrera de antorchas, a través de la cual única­ mente la grandeza triunfa y sobrevive. En este senti­ do, la gloria es la fe en la homogeneidad y en la conti­ nuidad de lo grande de todas las épocas, es la protesta contra la transitoriedad de las estirpes y la caducidad. La consideración monumental del pasado, la ocu­ pación con lo clásico y raro de épocas anteriores puede ser útil al hombre del presente, porque este piensa que la grandeza que ya existió fué ciertamente

posible en otra época y que por consiguiente será po­ sible otra vez. Pero también el cultivo de la historia monumental no sólo puede acarrear perjuicios y males entre los hombres activos, con espíritu de iniciativa y poderosos, sino que, sobre todo, sus efectos son más nocivos para la vida del presente, cuando se apoderan de ella los inactivos e impotentes, y, podríamos agre­ gar, los eruditos sin alma, sin intuición del futuro, que, por delatora afinidad, se adocenan en las llamadas “Academias de Estudios Históricos”. Hasta el mismo pasado sufre una deformación cuan­ do la consideración monumental del pasado prima sobre las otras maneras de considerarlo, es decir sobre la anticuaría y la crítica. Además la historia monumen­ tal induce a engaño por las analogías, y por semejan­ zas seductoras excita al hombre valeroso a la audacia, y al entusiasta al fanatismo. Asimismo sus efectos pue­ den ser perniciosos y negativos en el dominio del arte, en lo que respecta a la comprensión y estímulo que re­ quiere toda nueva y auténtica creación artística, desde que las naturalezas artísticamente débiles o simple­ mente antiartísticas, escudadas en la historia monu­ mental del arte, suelen dirigir sus armas contra sus enemigos hereditarios, los espíritus vigorosamente ar­ tísticos, los únicos aptos para extraer de aquella historia algo para la vida y de transformar lo aprendido en una elevada práctica. A estos espíritus creadores, tempera­ mentos artísticamente dotados, es a los que se les cierra

él camino cuando se ensalza, sin comprensión, como único arte verdadero, un monumento de cualquier gran época pasada. Los que tal hacen poseen, en apa­ riencia, el privilegio del “buen gusto”, aparecen como conocedores del arte, pero en realidad, porque desea­ rían suprimir el arte, han aprendido que se puede “matar el arte mediante el arte”. Como no quieren que, en arte, se cree nada grande, proclaman enfáticamente que lo que es grande ya existe aunque esta grandeza les importe tan poco como la que está en trance de surgir. De este modo, la historia monumental es el disfraz bajo el que se oculta su odio contra los grandes y poderoso de su época y que, para despistar, se pre­ senta como profunda admiración por los grandes y poderosos de épocas pasadas. Merced a esta máscara, “ellos truecan el sentido peculiar de. esta manera de considerar la historia en sU opuesto, como si, lo sepan o no, su divisa fuese: Dejad a los muertos enterrar a los vivos”. La historia pertenece también al hombre que con­ serva y venera, al que es fiel a su pasado y con amor vuelve su mirada hacia el lugar de donde es oriundo, experimentando un piadoso reconocimiento por haber advenido en él a la existencia. Esta disposición carac­ teriza a la historia anticuaría. El espíritu de conserva­ ción y veneración del hombre anticuario sirve a la vida cultivando devotamente lo que existe desde antiguo, porque así él logra conservar para sus sucesores las

condiciones bajo las cuales ha nacido. Reviste de dig­ nidad y torna intangible lo pequeño, lo limitado, lo vetusto con su pátina, haciendo de ello su hogar, trans­ formándose en nostálgico inquilino del pasado. La his­ toria de su ciudad nativa llega a ser su propia historia. El hombre con alma anticuaría es el tipo opuesto del que se deja seducir por el espíritu de aventura, por el prurito migratorio, actitud proclive que, cuando es un pueblo el que la adopta, puede llevarlo a ser infiel a su pasado, a una incesante búsqueda de lo nuevo con sello cosmopolita, a complacerse en lo exótico. Este es, por otra parte, el peligro a que están expuestos los pueblos jóvenes, de corta tradición, sin instituciones totalmente cimentadas en su idiosincrasia, es decir pueblos que todavía no han llegado a la plenitud de sentido históri­ co y que, por lo mismo, no pueden pregustar “el bien­ estar que siente el árbol en sus raíces”. Por su carácter mismo, el sentido anticuario, ya lo posea un hombre, una comuna o todo un pueblo, tiene siempre una perspectiva muy limitada, quedando ce­ rrada para él la visión de lo universal, y lo poco que abarca en su horizonte lo ve en una excesiva proximi­ dad, aislado y fragmentado. De aquí que, impotente para medir y diferenciar, asigne a todo lo que discierne en su ámbito la misma importancia, desde que no po­ dría evaluar con justicia las cosas del pasado en su relación recíproca porque carece de criterio valorativo y de proporción. Debido a este estrechamiento de su

horizonte y a las anejas deficiencias o limitaciones, ya apuntadas, a la consideración anticuaría de la historia la amenaza un peligro serio e inmediato, el de consi­ derar, en última instancia, todo lo antiguo y pretérito y que está dentro del campo visual, como digno de la misma veneración y, por el contrario, rechazar y com­ batir todo lo nuevo y que acusa la progresión de un desarrollo. Es así como el sentido anticuario, por servir exclusivamente y someterse a la vida pasada, llega al extremo de minar la vida presente y viviente y, sobre todo, sus posibilidades de superación. La historia anti­ cuaría misma degenera cuando la atmósfera fresca y vivificante del presente no la anima ya, vale decir cuando el sentido histórico, paralizado y minimalizado por una morosa delectación ante lo antiguo y vetusto, no conserva e incrementa la vida, sino que la disgrega y momifica. Así el árbol muere lentamente, y de una muerte no natural, desde su ramaje, hasta que se seca la raíz al declinar y anularse su función de impulsar la savia hacia el follaje. Entonces asistimos “al espec­ táculo repugnante de un furor ciego de colección, de una sórdida acumulación de todos los vestigios de tiem­ pos pretéritos”. El hombre, merced a esta proclividad, “se envuelve en una atmósfera mohosa, llegando a reba­ jar nobles necesidades y disposiciones por la manía an­ ticuaría, por un insaciable apetito de todas las anti­ guallas”. Esta manía tiene todavía una forma degenerativa,

la del coleccionismo que se ceba con toda clase de co­ sas vetustas, así sean abolorios u objetos de similor, ese coleccionismo que también suele especializarse en con­ teras de bastón, sables, llaves, mangos de paraguas, me­ dallas conmemorativas, etc.; toda esa chatarra “his'tórica” que “atesoran” los “museos privados”, en todas las latitudes donde el hombre anticuario cree familia­ rizarse con la vida de épocas pretéritas, y rendirle efi­ ciente culto, aferrándose a esos vestigios y detritus que ha depositado a su paso la corriente vital, ni más ni menos como si alguien pretendiese saber de la magni­ tud e ímpetu del mar por los caracoles y escamas de peces que él en su reflujo deja sobre la playa. Aunque la historia anticuaría no perdiese el suelo en que puede enraizar para beneficio de la vida, siem­ pre existiría el peligro, cuando ella llega a ser dema­ siado absorbente y exclusivista, de que ahogue las otras maneras de considerar el pasado. Por cuanto ella, conforme a su índole, únicamente atiende a con­ servar la vida y no a engendrar nueva vida, subestima siempre lo que está en devenir y desarrollo; carece de ese instinto adivinatorio del que, por ejemplo, no se encuentra privada la historia monumental. Por fal­ tarle, precisamente, este instinto y comprensión para lo que surge y está en estado de formación, la historia anticuaría anula toda firme decisión en pro de lo nue­ vo, traba y paraliza al hombre de acción, que, por serlo, tiene siempre que desoir y vulnerar toda clase de pie­

dad por lo caduco, por las formas de vida ya perimidas, por lo vetusto, por la ‘venerable’ antigualla. Ahora, si se piensa cuánta piedad y veneración han sido nece­ sarias por parte del individuo y las sucesivas genera­ ciones para que algo susceptible de ello adquiera ca­ rácter de antigüedad, aparecerá como una osadía y una perversidad sustituir una tal antigüedad, recono­ cida y venerada durante el lapso de una vida humana y más allá de él, por una novedad, por un producto recién surgido del movimiento de la vida; parecerá enteramente temerario y absurdo oponer al cúmulo de actos, piadosos y de veneración, que han hecho in­ tangible e inmortalizado lo antiguo y sancionado por la costumbre, las formas flamantes del devenir, de lo actual, de lo naciente e inédito. Si el hombre ha de evitar aquellos errores necesita muy a menudo al lado de la manera monumental y de la anticuaría de considerar el pasado, una tercera, la manera crítica, la que también debe estar al servicio de la vida. Para poder vivir, para obedecer a las pe­ rentorias exigencias del presente, tiene que tener la fuerza de romper un pasado y anularle. Logra este pro­ pósito indagando severamente este pasado, juzgándolo y finalmente pronunciando condena contra él. Pero la instancia que aquí juzga no es la justicia, en la que suelen ampararse las valoraciones históricas y lá pre­ sunta objetividad del juicio histórico; mucho menos es la gracia, dispuesta a tender un piadoso velo sobre

los errores y desafueros del paBado, la que dicta el fallo, sino que la que juzga es únicamente la vida, aquella potencia oscura, toda ímpetu y que insacia­ blemente se apetece sólo a sí misma. De aquí que sus sentencias, por no emanar de una fuente pura del co­ nocimiento, sean siempre inmiserieordes e injustas, y aunque, en la mayoría de los casos, fuese la justicia misma la que se pronunciara, aquéllas no serían otras. “Tanto son una sola y misma cosa vivir y ser injusto que se precisa mucha fuerza para saber vivir y olvi­ dar”. Pero la vida, que necesita de olvido, reclama mo­ mentáneamente la anulación de este olvido, y someter a las cosas y valores perviventes del pasado a un seve­ ro examen para enjuiciarlos con ánimo implacable, porque estima que deben desaparecer. Entonces se los considera históricamente desde un punto de vista crítico y, con resolución enérgica, haciendo tabla rasa de todos los actos piadosos que han contribuido a erigir y consolidar esas cosas y valores, se destruyen sus raí­ ces. Esta tarea es, sin duda, arriesgada y peligrosa para la vida, para esa vida cuyo servicio aquélla invoca para justificarse. Cuando hombres o épocas sirven a la vida de este modo, es decir enjuiciando despiada­ damente el pasado y atacando en su raíz a las cosas, instituciones y privilegios a que aquél dió vigencia, ellos son peligrosos y exponen a graves peligros a la humanidad y a las épocas. En este sentido, Nietzsche vería a nuestra época

y a la humanidad actual como anómalamente peligro­ sas, y expuestas ellas mismas a los mayores peligros, por cuanto lo que sus comandos pretenden destruir no es el pasado, sino un presente en germinación, desde que es este mismo pasado, en sus aspectos y estructu­ ras más caducas, en la forma de civilización decadente que él encarna, el que así pugna por sobrevivirse. Pa­ ra lograrlo tiende a presentarse bajo el disfraz de un presente promisorio merced al albur histórico de su frágil y circunstancial maridaje con lo que es su an­ títesis, con lo que representa una forma opuesta de civilización en cierne, la cual, habiendo terminado su gestación subterránea, avanza hoy a la luz del día con incontenible pujanza. Semejante paradoja histórica, ilusión creada por obra de los lemas y consignas acu­ ñados por el capitalismo occidental, sólo ha podido prender y prosperar en los países colonizados y colo­ niales, en sus clases, más bien que dirigentes, dirigidas, mas ella es inoperante en los pueblos protagonistas de la historia, los que fueron a la guerra ya animados por un espíritu revolucionario, que en Europa era al­ go más que un estado latente, y ahora van a la “paz” dispuestos a precipitarse en la revolución, a vivir las dramáticas peripecias del despuntar de una nueva época. En la negación del pasado, a la que es muy difícil fijarle un límite, se trata en el fondo de algo que no es el mero prurito de negar y de destruir, sino que

en aquella negación irreverente de lo tradicional mani­ fiéstase la lucha por conquistar una dimensión fun­ damental para el logro de lo peculiar del hombre, de su vida individual: la afirmación de la personalidad. Para conseguirlo, el hombre ha de rebelarse y luchar contra lo que le ha sido trasmitido por la herencia, contra lo innato y lo adquirido por la educación, hasta crear en él un nuevo hábito, un instinto nuevo, una segunda naturaleza, de modo que la primera, que es resultado del acervo hereditario y viene configurada por costumbres y hábitos inveterados, es desplazada y suplantada por aquélla. Cada una de las tres maneras posibles y justifica­ das de considerar la historia únicamente está en su derecho y tiene sentido para la vida en un solo terreno y bajo un solo clima, adecuados a una determinada finalidad del hombre; en cualesquiera otras condicio­ nes ella está fuera de su órbita y se desarrolla como cizaña desvastadora. “Cuando el hombre quiere crear algo grande, en general necesita del pasado y se apode­ ra de éste mediante la historia monumental; quien, por el contrario, quiere perseverar en lo usual, en viejas verenaciones, ese se ocupa del pasado como histo­ riador anticuario; y únicamente aquel a quien angus­ tia una urgencia del presente y quiere a toda costa desembarazarse de este peso, sólo ese tiene necesidad de la historia crítica, es decir de la que juzga y con­ dena”. Del irreflexivo trastrueque de estas tareas, del

transporte de la planta a un suelo que no es el suyo, pueden nacer muchos males. Así “el crítico sin an­ gustia, el anticuario sin piedad, el que conoce lo gran­ de y no puede realizarlo, son plantas que se transfor­ man rápidamente en malas hierbas, extrañas a su suelo nativo natural y que a causa de ello han degenerado”. El desmesurado lugar que en la vida moderna ocu­ pan los estudios históricos, su hipertrofia, ha tenido y tiene graves consecuencias para la cultura y sobre todo para el nexo que ésta debe mantener con la vida. El saber desmedido, adquirido aún contra la necesidad, el hartazgo de conocimientos históricos, que no reme­ dia el hambre, no obran ya como transformador e incitador, impulsándonos al exterior, predisponiéndo­ nos a la actividad, sino que esa informe copia queda oculta en una especie de mundo interior caótico. Una cultura que se nutre de tal saber no es algo viviente, siendo éste el caso de nues­ tra cultura moderna que precisamente por ello no es una verdadera cultura, sino una especie de saber acerca de la cultura, que se reduce a una idea de la cultura, a un sentimiento de la cultura, pero que no llega a ser una decisión y una vocación para la cultura, una reacción espiritual condicionada por ésta, vale decir por un saber perfectamente asimilado y trans­ formado en propia sustancia. Lo que en esta supuesta cultura aparece como motivo real, lo que visiblemente se manifiesta al exterior como acción no es nada más

que actitud convencional indiferente, una imitación lamentable cuando no un gesto grotesco. La identifica­ ción de “cultura” con “cultura histórica”, realizada por el hombre moderno, llenaría de asombro a un griego, para quien una persona puede ser muy culta y sin embargo carecer en absoluto de cultura histórica; el griego, afincado en un sentimiento no-histórico, con todos sus impulsoso creadores, no atinaría a reconocer en la cultura moderna, atiborrada de historia, una forma de cultura. En cambio, si un hombre moderno pudiese, por arte mágica, incursionar en el mundo de los griegos, es más que probable que a éstos los encon­ trase “muy incultos'”, entregando, con esta impresión, a la burla pública el secreto, tan cuidadosamente guar­ dado, de la cultura moderna. El espíritu moderno ha solido infructuosamente acudir a la historia como remedio contra-las tendencias innovadoras, contra el impulso subversivo de lo nuevo, dispuesto a abrirse camino. Quizá para esto hubiese servido la historia, es decir como narcótico contra el disconformismo y las tendencias revolucionarias, si ella —subraya Nietzsche— no fuera siempre una teo­ dicea cristiana disfrazada, si fuese escrita con más jus­ ticia y fervor de simpatía. Pero los historiadores, para quienes la historia es esta fable convenue, no se han propuesto la más orgullosa de las tareas, no quedar al margen y rezagados con relación a todo avance viril, sino que sólo han tratado de asegurarse, lejos de toda

inquietud, en una peculiar especie de felicidad apa­ cible. De aquí que ellos, delatando iin estado de debi­ lidad, una inclinación hacia lo anoerónico, sean los sistemáticos opositores de todos los movimientos revo­ lucionarios y reformadores. Cuando un pueblo, en su lucha espiritual, busca exclusivamente su mira en el pasado, ello es un síntoma de relajamiento, de regre­ sión y de caducidad. , El exceso de los estudios históricos lleva aparejado serios peligros. Debilita la personalidad e impide al individuo, así como a la comunidad, encaminarse a la madurez, alcanzar la plenitud vital; difunde la creen­ cia negativa de que todos somos seres tardíos, llegados a la vida con retardo, y, por lo mismo, condenados a eer epígonos de ejemplares anteriores, de una gran­ deza que sólo ha conocido el pasado. De este modo la época se torna escéptica y egoísta, estado de espíritu que termina por paralizar y hasta destruir la fuerza vital, consecuencia tanto más grave para el hombre moderno, que ya padece de un debilitamiento de la personalidad. Todo esto nos dice que la historia, con su pesadumbre y peligros intrínsecos sólo puede ser soportada por las grandes personalidades, por aquellas que se sienten fuertemente imantadas por el futuro y movilizadas por una tarea original; en cambio, a las personalidades débiles termina por esfumarlas, por convertirlas en eco amortecido del pasado, de ejemplaridades pretéritas, bajo cuyo peso quedan anona­

dadas. Unicamente los intérpretes del presente y auda­ ces constructores del porvenir poseen la aptitud y la necesaria acuidad de visión prospectiva para entender el mensaje de la historia, la palabra del pasado, que “es siempre palabra de oráculo”.

VI - EL ESPIRITU UBRE Después de estos años de intensa labor, de entu­ siasmo productivo, de rotundas afirmaciones vitales, de fe en una restauración de la cultura sobre la base de una revitalizaeión de las fuerzas creadoras del es­ píritu, de lucha por una concepción de la vida fundada en la exaltación de los valores artísticos y del senti­ miento trágico, años en que Nietzsche, saturado de pathos romántico, incursiona en el mundo griego y se enciende de apasionada admiración por el espectáculo auroral de las potencias primarias que plasman y ani­ man su cultura; tras este período, de animosa frecuen­ tación de la tertulia de Tribschen, de amistad espiritual y solidaridad artística con Wagner, de fervor por lo dionysiaco, preconizados como antídoto para el le­ targo en que yacía la cultura moderna, de esperanzas en que una nueva situación, un nuevo clima espiritual favorezca el advenimiento del artista trágico, del ge­ nio, de grandes personalidades orientadoras, sobreviene una etapa crítica en la vida y en el pensamiento de

Nietzsche, coincidente con un principio de quebran­ tamiento de su salud física, de suyo un tanto precaria ya. Es un'período en que hacen crisis ciertas tendencias básicas de su ideario, hasta el punto de producirse un vuelco en las mismas, un cambio de signo. También su amistad con Wagner, trabajada por tensiones que pau­ latinamente iban ahondando un íntimo desacuerdo con el maestro, con la orientación que estaba tomando su arte, se aproxima a su punto neurálgico, de crisis. Durante este lapso (1876-1882), cuyos hitos inte­ lectuales son Humano, Demasiado Humano, E l Viajero y su Sombra, Aurora y L a Gaya Ciencia, Nietzsche está de vuelta del mundo alucinante de la fantasía, ha reaccionado violentamente contra el pathos romántico, que interpuso un velo ilusivo entre su visión de pen­ sador y la realidad, la que, desplazada de su enfoque, se le ofreció sólo refractada en una artificiosa perspec­ tiva; en una palabra, ha puesto vallas críticas al des­ borde de su entusiasmo por lo dionysiaco y a sus espe­ ranzas en un renacimiento del arte trágico, cifrado en la música de Wagner. Si antes había exaltado la vida, y hasta las ilusiones que tienden a afirmarla, aún a costa de la verdad, ahora, dirigiendo una mirada desprejuiciada a la realidad misma, sin concesión alguna a sugestiones románticas, someterá a implacable crí­ tica los errores en que ha incurrido o que deliberada­ mente ha pasado por alto, antepondrá los derechos de la verdad y del severo examen objetivo de la realidad a

los de la vida, a los engañosos rodeos de la ilusión, de que ella se sirve para deslumbramos y cerrarnos el acceso a las verdades modestas, pero firmes y claras y, en última instancia, liberadoras. Para afirmar la vida y servirla en sus exigencias y contenidos auténti­ cos no es necesario sumirse en la niebla de un entu­ siasmo fácil y cegatón, en la embriaguez de lo fantás­ tico, y dar la espalda a la vida real, en sus aspectos cotidianos, sino que es imperativo afrontarla con obs­ tinada lucidez, sin cerrar los ojos a sus fealdades y dolores y dispuestos, a pesar de sus sombras, de su prosaica aridez, a responder rotundamente con un sí a su llamado, a la tarea que, condicionada por un co­ nocimiento insobornable, nos impone. Sólo así podre­ mos orientarnos libremente, sin prejuicios, con intelec­ ción clara, en la trama turbia y polifacética de su rea­ lidad. Esta tarea se compendia, para Nietzsche, en el ideal del “espíritu libre”, al que lo verá encarnado, no en el artista, incapaz de madurez espiritual, y que, por lo mismo, no está vaciado, como él lo creyó antes, en el molde de la gran personalidad, sino en el cognoscente, en el pensador de visión perspicua, que es quien verdaderamente tipifica a aquella. Sólo el pensador, el “espíritu libre”, emancipado de ideas tradicionales, le­ yes, hábitos e inveteradas valoraciones del mundo y de lo humano, puede planear por encima de la co­ rriente del acontecer y elevarse a diáfana y gélida alti­

tud para contemplar, sin velos, el total panorama de la vida. Esta gran posibilidad está reservada a muy po­ cos, y en los más no puede ser despertada por obra de la educación ni por aleccionamiento magistral alguno. En la concepción de su ideal del espíritu libre, Nietzsche festeja, con un fugaz estremecimiento de di­ cha, su propia liberación espiritual, al tiempo que veía los amplios lincamientos estructurales de un mundo nuevo de ideas, al que se encaminaba. Trata de abar­ carlo y expresarlo en su compleja unidad, apelando a la concisión aforística, en las precitadas obras. Inicia en éstas la crítica de la religión y de la moral cristia­ nas, atacando el carácter heterónomo de la última; asimismo combate, con sarcástica agudeza, el eudemo­ nismo superficial y a ultranza, preconizado por la mo­ ral del filisteo. En Menschliches Allzumenschliches, poseído por el pathos de la verdad, peticiona, como elevada meta del cognoscente, una cultura cimentada en los postulados del espíritu libre y orientada ha­ cia la plena vigencia de éste. Nos dice, aquí, que toda creencia en el valor y dignidad de lá vida radica en un pensadimpuro. Aún los pocos hombres bien dotados, que pueden ir más allá de sí mismos con el pensamien­ to, no logran contemplar esta vida universal, sino sólo limitados aspectos parciales de la misma. Para la mayo­ ría de los hombres, todo lo extra-personal no es otra co­ sa, a lo más, que una débil sombra. De donde, el valor de la vida sólo consiste, para el hombre vulgar, eo-

tidiano, en que él se considera a sí mismo más impor­ tante que el mundo. Caracteriza a una cultura más alta y desarrollada el saber apreciar en más las verda­ des pequeñas e insignificantes, descubiertas con mé­ todo estricto, que los errores deslumbrantes y bienhe­ chores, que proceden d« épocas y de hombres dotados metafísica y artísticamente. Antiguamente, se recurría al espíritu no mediante el pensar estricto, sino que su tarea más seria consistía en acabar de tejer, sobre un fondo de ilusión, la tranin de símbolos y formas; pero esto ha cambiado, y aquella seriedad de lo simbólico ha llegado a ser la característica de las culturas más ba­ jas. Las formas de nuestra vida devienen cada vez más espirituales, aunque, para el ojo de épocas anteriores, quizá más feas, pero sólo porque él no puede ver có­ mo el reino de la belleza espiritual interior continua­ mente se ahonda y diluía. Si antes, para Niei/Hche, el impulso hacia el co­ nocimiento era antípoda del que nos lleva hacia la vi­ da y a su incondicionada afirmación, y por consiguien­ te nocivo; si llegó a pensar, como lo expresa en una sus cartas (la que dirige, desde Basilea, el 13 de di­ ciembre de 1875, al barón de Gersdorff), que “el querer conocer es la últ ima región del querer vivir, al­ go así como un reino intermedio entre el querer y el no querer ya, un trozo de purgatorio, por cuanto se mira hacia atrás, hacia la vida, con desprecio y des­ contento”, ahora, en esi