Narcisismo y objetividad : un ensayo sobre Hölderlin
 9788479621131, 8479621133

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JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA

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Hólderlin no sólo ha descrito el trágico destino de los ideales modernos, como pudieron hacerlo Schiller o Goethe. Ha diagnosticado también la razón última de esta tragedia y lo ha hecho, desde luego, abandonando la comprensión de la historia como Teodicea. Su diagnóstico y su pronóstico no sólo resultan esenciales para comprender su crítica del cosmos de la filosofía idealista y su regreso a la idea kantiana de finitud, sino sobre todo nuestro propio presente. La razón del mal occidental radica en el narcisismo, en la inclinación exagerada a verse a sí mismo incluso en la imitación de los griegos. La cura, la única cura a la que todavía tiene acceso la modernidad, una nueva ética cultural que reclama el libre uso de lo propio sólo a través del reconocimiento de lo ajeno y extraño. De esta manera, el autor continúa su investigación anterior, Tragedia y Teodicea de la Historia, que pretende actualizar el núcleo de la experiencia de la filosofía alemana en el umbral mismo del mundo contemporáneo. José Luis Villacañas Berlanga (Ubeda, 1955) es Catedrático de Fi­ losofía en la Universidad de Murcia desde 1985. Ha sido además investigador en el Instituto de la Filosofía del CSIC y antes profesor de la Universidad de Valencia. Entre sus más recientes publicacio­ nes se encuentran Los Caminos de la Reflexión (Murcia, 1993), Tra­ gedia y Teodicea de la Historia (1995), Historia de la Filosofía con­ temporánea (Madrid, 1997), Kant y la épo­ ca de las revoluciones (Madrid, 1997) y ha colaborado en la Historia de la Filosofía (Madrid, 1997), junto con Emilio Lledó, Mi­ guel Angel Granada y Manuel Cruz.

ISBN 8 4 - 7 9 6 2 - 1 1 3 - 3

JOSÉ L. VILLACAÑAS BERLANGA

NARCISISMO Y OBJETIVIDAD UN ENSAYO SOBRE HOLDERLIN

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©José L. Villacañas Berlanga, 1997 © Editorial Verbum, S.L., 1997 Eguilaz, 6, 2° Deha. 28010 Madrid Apartado Postal 10084, 28080 Madrid Teléfono: 446 88 41 • Fax: 594 45 59 I.S.B.N.: 84-7962-113-3 Depósito Legal: M-42.139-1997 Diseño de la colección: Pérez Fabo Fotocomposición: Slocum, S.L. Printed in Spain/Imprcso en España por Talleres Gráficos Peñalara (Fuenlabrada)

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ÍNDICE I. Introducción ................................................................................

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II. H ólderlin antes del Hiperióm definitivo: Los problemas DE LA SISTEMÁTICA FILOSÓFICA .................................................. I. Intuición estética, belleza y am o r...................................... 1. Las posibilidades de Hólderlin ................................. 2. Hólderlin antes de Jena .............................................

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II. Fragmento Thalia ................................................................... 1. Idilio Naiv e Idilio sentimental.................................. 2. La metáfora central de Hólderlin ............................ 3. Expulsión y movimiento centrífugo ......................... 4. Interioridad y repliegue centrípeto........................... 5. Amor y orientación en el camino de regreso ......... 6. La iglesia invisible .......................................................

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III. La experiencia de la especulación .................................. 1. El alma de Jena .......................................................... 2. Intuición intelectual, estética y ser ........................... 3. Ser y juicio ...................................................................

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III. Hiperión: D e la reconciliación total al ideal poético .. 1. El mundo sin amor o el descarrío fichteano .......... 2. Ser y órbita hum ana................................................... 3. Errancia y Juventud.................................................... 4. Comunidad y Revolución.......................................... 5. El ideal: la nueva casa y el nuevo altar ................... 6. Reflexión y Contradicción......................................... 7. La experiencia definitiva de Hiperión ..................... 8. Pureza e ideal poético.................................................

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INDICE

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IV. P oesía y tragedia

1. Teoría de la Poesía ..................................................... 2. Teoría de la Religión.................................................. 3. Vida y muerte en el ideal poédco............................ 4. Ontología de los mundos posibles............................ 5. Naturaleza e Historia................................................. 6. Ontología e Historia ................................................... 7. El absoluto y sus potencias ........................................ 8. Ontología de los griegos ............................................ 9. Los géneros poéticos de los griegos.......................... 10. Occidente y la Historia ........................................... 11. Occidente en la carta a Bóhlendorf....................... 12. La forma occidental de la tragedia ................;...... 13. El fundamento de Empédocles...............................

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V. E mpédocles o la tragedia del P oeta I. Primera variación................................................................. 1. El elegido desde siempre ........................................... 2. La culpa del poeta ...................................................... 3. La Tierra como destino............................................. 4. Interioridad y dialéctica............................................. 5. La maldición y el silencio.......................................... 6. Muerte y Vida ............................................................. II. Segunda variación .............................................................. 1. Empédocles y Prometeo ............................................ 2. Primer contrapunto..................................................... 3. Segundo contrapunto.................................................. III. Tercera variación ..............................................................

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VI. El d estin o del nuevo po eta o ccidental : lo s H im nos 1. Hólderlin y Heidegger................................................ 2. Szondi y los Himnos Tardíos....................................... 3. El status de los Himnos en el esquema de la FilosoGa de la Historia ......................................................... 4. Fiesta de la paz o tiempo y cristianismo.................. 5. Saturno y Júpiter ........................................................ 6. La pluralidad de los dioses ........................................ 7. Tiempo y silencio: una gueva comunidad...............

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I. Introducción' Se va a investigar, a lo largo de las páginas que ahora se abren, la inflexión que experimenta un problema que considero central en la evolución de la cultura moderna. Nuestro tema aquí es el sujeto. Co­ mo en otras muchas dimensiones de la vida humana, —como por ejemplo la guerra y la paz, o el Estado— los años Anales del siglo XVHl y los primeros del siglo XIX contemplan, también en el asunto de la autocomprcnsión del sujeto, un giro que merece la pena reconocer. Aquí vamos a investigar, a través del análisis de la obra de Hólderlin, el camino por el cual el sujeto idealista se intenta autolimitar, al precio de costosas experiencias. Podemos caracterizar esta inflexión, a grandes rasgos, diciendo que la sujetividad idealista, que reproduce el modelo cristiano de rela­ ción del hombre con la divinidad, tal y como se había acreditado en la figura del Mesías, acaba reduciéndose a mera idealidad objetiva en el tiempo. En cierto modo, con este movimiento, el sujeto idealista, que había partido de Kant, a él regresa. Lejos de la tentación mesiánica, imitadora de la gran subjetividad carismática, se abre camino un sentido de hombre finito, capaz todavía de comunidad entre los iguales. Aquella vieja fórmula, consistente en ofrecer a una sociedad su salvación a partir de un pequeño grupo de personalidades patoló­ gicamente narcisistas, capaces de sublimar cualquier rasgo propio y de entenderlo como manifestación de lo divino, se rompe no por mé­ rito de la obra de Fichte, ni de Hegel, todos los cuales acaban pac­ tando con la figura del héroe o del sabio, sino por la obra poética de ' Usaré las siguientes abreviaturas. C (Correspondencia, ed. I.cytc). E. (Ensayos, edición Martínez Marzoa). H. (Hiperión. Ed. Munárriz), VpH (Versiones previas de Hiperión, ed. Anadcto Ferrer), StA (Siuttgarter Ausgabe). E (Empédocles, señalo versos según StA). EJ. (Escritos de Juventud, de Hegel, Ed. J.M. Ripalda). FH (Frag­ menta de Hiperión. Ed. Manuel Barrios.) Todas las traducciones de Hólderlin están editadas en Hyperión labros, excepto FH, que está en libros ER. 9

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INTRODUCCION

Hólderlin, la más rigurosa puerta a una nueva forma de lo contempo­ ráneo. Quiénes hayan cruzado su umbral, sin embargo, puede quedar aquí sin decidir. Nadie discutirá que el idealismo implica una nueva recaída en aquella personalidad mesiánica, capaz de ofrecer una regeneración global de la realidad, una reordenación sistemática de las potencias humanas, un nuevo sentido del hombre total, un nuevo sentido de la sal­ vación, en suma. Y lo hace desde un agudo sentimiento de la hetero­ geneidad existente entre el nuevo carisma de la razón y el hombre de la calle, el hombre del sencillo entendimiento común, tan alabado por Kant. Ya sea desde un punto de vista práctico-moral, práctico-politico o religioso, los autores idealistas revitalizaron todas las imágenes que la modernidad europea había puesto en circulación desde el final de la Edad media. Aetas aurea, siglo de oro, Reino de dios en la Tierra, todas las dimensiones de la escatología cristiana se reactivaron hacia finales del siglo xvm, lo mismo que lo habían hecho al inicio del siglo XVII, y todas ellas reclamaban el entusiasmo de personalidades soberanas, ciertas de sí, en algún modo profeticas. Una de ellas, que iba a tener una importante herencia, además del filósofo, fue el poeta. Hólderlin, sin embargo, y en contra de todos sus contemporáne­ os, por lo general filósofos, experimentó este destino de una manera tan radical que, sin exagerar, podemos decir que comprendió antes que ningún otro que esa personalidad mesiánica, esa forma de ser su­ jeto patológicamente narcisista, era ya un camino cerrado para Occi­ dente, fruto de su descarrio respecto de la cultura cristiana originaria. No es lo menos profundo de Hólderlin el análisis de la razón funda­ mental de este descarrío. En todo caso, y sin entrar todavía en ello, aquella retirada anticipada de la subjetividad narcisista, hace de Hól­ derlin nuestro contemporáneo con mucha más razón de lo que quizás lo sean sus intérpretes. Que no haya sido seguido por nadie, que to­ dos lo hayan comprendido, antes bien, como una figura profética más, que anunciaba y preparaba una repetición de su propio gesto mesiánico, ya superado y denunciado por su obra, es uno de los ma­ lentendidos más decisivos de la moderna reflexión sobre la cultura europea. Pero en modo alguno fue aquella incomprensión un accidente. En el espacio mínimo de unos años, desde 1793 a 1802, la desilusión postrrevolucionaria pudo abrir la mirada hasta profundidades que ya no estaban al alcance de la mano para las confusas épocas posteriores de este siglo, dominadas por las nuevas ilusiones revolucionarias, forma fi­ nal en que se canalizó el mesianismo contemporáneo. Que la inteli-

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gencia de Nietzsche no haya penetrado en el “caso Hólderlin” hasta el punto de ver en él justamente la despedida del superhombre, de un modelo de sujeto y de hombre basado en el héroe, él, que fue el pri­ mero en amarlo, solamente se puede explicar porque su amor no le inspiró otra acdtud ni otro deber que el de imitarlo parcialmente. Su momento elegido, como hoy sabemos, es el de EmpidocUs. El pensa­ miento y la experiencia de Hólderlin, que avisó contra las imitaciones demasiado fáciles, no sirvieron de nada. Nietzsche finalmente tuvo que reproducir algo más que el drama de EmpidocUs, incapaz de atisbar co­ herentemente el nuevo modelo de sujeto que se imponía desde los finales Himnos, pero que se hallaba en estricta coherencia con la evolución en­ tera de una obra perseguida con intachable coherencia y obstinación. Que en los momentos en que Nietzsche se siente, y de hecho está, más cerca de Hórderlin, se deje arrastrar por la palabrería del super­ hombre y por la más absolutamente incomprensible verborrea de la voluntad de poder, constituye un misterio inexplicable en una inteli­ gencia consecuente. Así, el caso Hólderlin quedó sepultado tras el caso Nietzsche. Heidegger, contra lo que pudiera parecer, no ha desvincu­ lado los dos casos y, lo que es peor, y de forma consecuente, no los ha desvinculado de su propia y desventurada historia. Quizás hoy todavía estemos a tiempo de aprovechar las fértiles consecuencias que para la agudeza de la inteligencia tienen las épocas dominadas por la desilusión. Quizás todavía tengamos suficiente frial­ dad como para separamos de nuestra historia más reciente, antes de que nuevas ilusiones perturben la mirada. Quizás, en todo caso, aquí, lejos del centro del mundo, en esta España que siempre será un trozo de tierra arrancado al de Africa, el podios de la distancia todavía sea una planta posible. Aunque suponga un giro duro en esta introducción, lo diré de una manera explícita. Este ensayo reinvindica la posición del lector no ale­ mán de Hólderlin. No subrayo el carácter español de esta lectura, sino su mirada periférica. Extranjero era el gran germanista Bertaux y, sin embargo, no pudo leer a Hólderlin como lo lee un español. Bertaux confundió a Hólderlin con Robespierre, como le habría gustado a su amigo Heinrich Mann y, así, proyectó el amor a la Revolución Fran­ cesa de éste sobre las débiles espaldas del poeta. Frente a este ilustre antecedente, el lector español se caracteriza por no ejercer forma algu­ na de nacionalismo cultural. Afortunadamente para nosotros, no dis­ ponemos los españoles de ningún elemento para llevar adelante esta empresa de parcialidad. La última vez que emprendimos algo grande, llevados de la pluma de Cervantes, su fruto fue también la obra de la

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INTRODUCCION

más terrible objetividad e ironía, una espada clavada en nuestro pro­ pio corazón. ¿Tendremos acaso entonces los ojos apropiados, y quizás el alma vieja, para entender a Hólderlin? Armados con aquella mirada cervantina, que nos diluyó hasta privamos de toda ilusión histórica posterior, podemos quizás ensayar la forma y el sentido de la objetivi­ dad, tan reclamado por nuestro poeta. Hólderlin no es sólo un poeta alemán, ni siquiera europeo. Su sen­ sibilidad sólo obtiene sentido para quien piense en la crisis de la cultu­ ra occidental, que mientras tanto se ha convertido en algo parecido a la cultura mundial. Hólderlin es ante todo un poeta occidental. Su búsqueda de la patria futura significa también la búsqueda de hogar de toda una época. Hespérides, el país de Iduna, donde el sol es toda­ vía joven, también es un buen nombre para esta tierra de Occidente. Pero en el camino del Sol todas las tierras, en algún momento del día, son también occidente. La problemática del sujeto mesiánico, la pro­ blemática del sujeto finito humano, las formas de entender la síntesis de lo griego y de lo judeo-cristiano configuran todavía una cierta ecumene, y por eso afectan a la Tierra entera. Lo peculiar del caso Hólderlin, sin embargo, no son los resultados de su aventura. Lo más importante, lo verdaderamente instructivo, es la dialéctica de su experiencia, el camino que le lleva a esos resultados. Como en muchos otros casos, lo propio de su momento es la especial transparencia de su autoconciencia. El hombre europeo, como ya supo ver Dáubler, en su poema Aurora boreal, se ha especializado en esta ta­ rea. El hecho de que en pocos años, intensamente vividos, Hólderlin haya culminado una comprensión de amplitud histórico-universal, y de que lo haya hecho con la más explícita transparencia, determina el valor teórico de su experiencia, la facilidad con íjue puede ser repre­ sentada y captada en su lógica. Que durante casi dos siglos Europa se haya reconocido en los momentos iniciales y superados de su propia propuesta, que durante casi dos siglos Europa haya insistido en la construcción de una subjetividad genial, mesiánica, carismática y narcisista, salvadora y heterogénea, o haya vivido en la negatividad pre­ paratoria de esa espera, sólo puede explicarse porque los intérpretes de Hólderlin vivían dominados por ilusiones de salvación frente a las que no tenían distancias críticas. Esta carencia evidenciaba una falta de apropiación de las propuestas antinarcisistas que el propio poeta había sabido apuntar. Se me concederá, sin demasiada resistencia, que ningún pueblo occidental como el español ha vivido lejos de estas ilusiones, que han determinado la historia sangrienta de lo contemporáneo. Si fuera así,

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si todavía estuviera concedida a la periferia de la modernidad la gracia de tener que decir una palabra acerca de los caminos abiertos para el futuro de esta misma modernidad, entonces tendríamos que pregun­ tarnos: ¿cómo podemos leer a este Hólderlin, que ya no es alemán, si­ no testigo de lo contemporáneo? ¿Qué autoconocimiento podemos ob­ tener de su trato? Ante todo deseamos defendemos de Hólderlin. Es demasiado en­ cantador para una escucha pasiva, y demasiado actual como para de­ jarlo sonar como un eco muerto. Sin duda, discutir con él desde las posiciones obtenidas en el análisis de Schiller lo sitúa en su tiempo y nos entrega su problema. No es una voluntad realista, de historiador, lo que nos fuerza a ello. Al reposar en su tiempo, Hólderlin queda cautelarmente lejos. Recíprocamente, nosotros, sus lectores, quedamos cerca de nosotros mismos. Armados con esta estrategia, comprende­ mos la cercanía y la distancia entre sus problemas y nuestros proble­ mas, y la fuerza de hielo de la reflexión se introduce en su lectura, con la finalidad de que la fría decisión inteligente nos entregue lo pro­ pio y lo común. Su encanto se rompe, pero así escuchamos su voz. Su poesía entonces nos pertenece menos y nos habla más. El nuestro, — ¿cómo podía ser de otra manera?—, es el pathos de la distancia, por mucho que así se descubra la cercanía. Quizás debamos concluir que entender a Hólderlin significa tanto guardamos de él como seguirlo. Leerlo quizás implique tanto descubrir en él la prehistoria de enferme­ dades recientes, como una sutil indicación de salud. Hólderlin no nos pertenece por entero, como quieren algunos na­ cionalistas, franceses o alemanes. El propio Hólderlin nos dice que no está en nuestras manos recrear su texto como si fuera un oráculo sa­ grado. Tomar el texto de Hólderlin en serio nos exige su desacralización. Nuestro esfuerzo está atravesado por un compromiso con la inte­ ligencia, que el propio Hólderlin ha previsto y reclamado. Si cabe al­ guna señal de futuro, si ante nosotros se abre una literatura, si todavía se toma posible alguna poesía, todo ello nos será dado por añadidura. Con Hólderlin se acabaron las almas bellas. Hoy no podemos descu­ brir en ellas sino al farsante, al impostor. Hólderlin, con su sacrificio, habría debido suprimir esta mala hierba del mundo. Pues su experien­ cia, paralela a la descrita por el propio Hegel en su Fenomenología del Espíritu, es el recorrido interno desde la poesía del alma bella hasta el silencio del alma vertido en una nueva poesía. Por eso, nadie puede ignorar el caso Hólderlin. Es una purga, un sacrificio arquetípico. Cierta poesía, cierta ideología apegada a formas sutiles de mesianismo, deberían saberlo. El caso Hólderlin nos permite reconocer que, acep-

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INTRODUCCIÓN

tada la premisa de una voluntad mesiánica, sólo queda el silencio ne­ cesario de sus conclusiones, acompañado de una nueva mirada que hace de la luz y del tiempo el órgano de la poesía futura. Nosotros co­ mentamos a Hólderlin, caminamos su camino, pero sólo creemos en su final. Somos narradores fríos de su drama, pero nuestro futuro es justamente nuestro. No lloramos con él. Nos interesa lo que se abre tras él, la Wendung que ha descrito en poesía y en filosofía, no imitar su via crucis. Para reconocer un futuro como nuestro lo analizamos. Recorrer el calvario poético del suabo, el calvario filosófico de cierto sujeto, centra el objetivo de este ensayo. En él buscaremos com­ prender su tragedia. Quizás nuestra posición suponga reforzar la pre­ sencia del EmpédocUs en la obra del poeta. Este movimiento debe per­ mitirse, en la medida en que, como demostraré, es perfectamente co­ herente con su obra teórica y con el resto de su obra poética. Empédo­ cUs es la tragedia del poeta, la tragedia de los ideales poéticos, inclui­ dos aquí los ideales del propio poeta Hólderlin, plenamente identifica­ do con ellos. Es mi más profunda convicción que ninguna exégesis puede hacerse de los Himnos sin conquistar esta premisa. Pues los Himnos son una conversión, una metamorfosis, un futuro deseado que se hace salvación a través del largo descenso por las paredes del Etna, antes de que el poeta se diluya en el fondo ígneo y luminoso de la locura. La presupuesta identiñcación de Hólderlin con sus ideales poéticos nos permite prescindir de toda referencia personal y psicológica, tema sobre el que falsamente insiste la exégesis. Se trata de la figura del poe­ ta, inseparable en este caso de la vida del poeta hasta hacerla superflua. Que dicha identificación funcione bien en la vida real de la per­ sona Hólderlin, le presta a su existencia la categoría de mito y le con­ cede el prestigio de la excepcionalidad. Ideal tipo desde muchos ángu­ los, sólo insistiré en la riqueza de su caso para la filosofía y el pensa­ miento; en todo caso, lo que se pueda decir de Hólderlin, como poeta, cuadra igualmente bien con la figura del verdadero mito, de su perso­ naje Empédocles. Que prefiramos hablar de la figura literaria, más que de la persona, no sólo obedece al hecho elemental de que sabe­ mos lo suficiente del alma de Empédocles; también se debe al pudor que el propio Hólderlin reclamaba para sí como virtud máxima del poeta. Si no distinguimos con claridad de qué se quiere despedir el poeta, apenas comprenderemos el anuncio de novedad que se articula en los Himnos y por qué éstos son ya una forma de silencio del viejo poeta. Los Himnos son la clausura poética de cierta comprensión de la poesía, de la misma manera que la muerte de Cristo es la clausura mitológica

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del mito. No podemos dejar marchar la atractiva paradoja, ni la im­ portante capacidad fundacional de los dos finales. Que nosotros sea­ mos una inercia de ambas cosas, y que sigamos atrapados en la fuerza de las paradojas, demuestra la imposibilidad interna de los dos mensa­ jes: sólo cabe una interpretación mitológica del cristianismo, como sólo cabe una despedida poética de la poesía. Ambas despedidas entran de lleno én el trabajo del mito y de la economía por la que el mito se re­ produce poéticamente. I¿a clave de los Himnos es Empédocles. Pero ¿cuál es la clave de Empédocles? Para que exista tragedia de los ideales poéticos, antes tuvieron que existir éstos. No tenemos aquí una posición inmediata de Hólder­ lin. Ahora bien, la obtención de este ideal supone una experiencia, que en modo alguno es triunfal, sino desgarradora. Los ideales poéti­ cos, como el ideal estético en Schiller, supone la despedida de un ideal más amplio. El poeta no es el hombre completo, y Hólderlin lo sabe. No cumple el ideal plenamente narcisista del Yo idealista, sino que ofrece su refugio patológico en la interioridad, en un escenario apa­ rentemente más dominable. El Yo completo está condenado a ser mero poeta justo porque los tiempos son de miseria. Él quisiera ser algo más: libertador, amante, ciudadano, padre, sabio, sacerdote. Él desea­ ría ser el sueño de Hiperión, auténtico mito del narcisismo solar antes de refugiarse en este estado regresivo de eremita. Pues el ideal busca­ do por Hiperión no es otro que verse reflejado en el astro rey. Esa as­ piración es la causa motriz de su órbita. Si deviene poeta y eremita, si concentra su persona en el canto de la interioridad, como escenario donde quizás se realice todo su deseo en la palabra poética, es porque ha fracasado como hombre nuevo. El ideal poético es un jirón del ideal absoluto. Por ello, de hecho, estamos ante una experiencia internamente problemática, objetiva­ mente enferma: una actividad parcial y quebrada reclama la energía total que antes se puso al servicio del ideal global. Una actividad par­ cial, la estética, la poesía, se sublima como forma de salvación radical, capaz de entregar la reconciliación de la vida entera. Así, el ideal poé­ tico se concentra en un doloroso y desesperado proceso de sublima­ ción que se niega a desmontar la base narcisista de la que emerge. Comprender Empédocles —la tragedia del poeta— exige comprender Hiperión —la tragedia del hombre ideal. Su fracaso no es idéntico, pe­ ro depende de la misma opacidad de la tierra para recibir el ideal, cualquier ideal, aunque ya sea sólo en jirones. Pues lo único que da verosimilitud a estos ideales es la obsesión de una subjetividad que no renuncia al sueño de la omnipotencia.

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INTRODUCCION

La experiencia de Hólderlin reproduce y condensa a un tiempo la experiencia de fracaso de Schiller, pero lo hace desde una variación sutil de la filosofía de la historia que le permite diseñar una nueva po­ esía, una nueva práctica poética, más allá del permanente dispositivo masoquista del ideal trágico. En esta condensación, su posición ad­ quiere una potencia filosófica superior, un nivel de discusión más ori­ ginario. La despedida de Hólderlin es más profunda que la de Schiller y su reflexión es ya de segunda potencia. Lo que en Holderlin se des­ truye es el arquetipo mesiánico del ideal, la posibilidad de una divini­ dad personal que domine la tierra, ese logos racional omnipresente que foijó Grecia y que perturbó la interpretación del cristianismo co­ mo encamación del héroe salvador. Pues Europa no debe imitar a Grecia como lo ha hecho hasta ahora: debe ser ella misma. El cristia­ nismo debe desvincularse sutilmente de lo más propio de la cultura de Grecia, del héroe trágico. Con esta ruina de la imitación moderna de Grecia, con esta ruina de la interpretación heroico-griega del cristia­ nismo, también se hunden las bases de la filosofía especulativa. De esa síntesis perversa deriva, para Hólderlin, una interpretación del mesías como omnipotente, que determina la subjetividad ansiosa de absoluto propia del idealismo. Cristo fue así visto como Zeus y nadie fue sensi­ ble ya para la hybrü que ahí se encerraba. Por eso el reto más importante no consiste en dilucidar el destino de Hiperión. Penetrar en su historia nos ofrece sólo un medio para ob­ tener el elemento del Empédocles. Pero si reconocemos esta obra como la tragedia del ideal poético, no basta comprender qué sea este ideal y cómo surge. También debemos comprender qué sea tragedia, y por qué constituye el destino de este sujeto que no se conforma con algo menor que el ideal absoluto mismo. Con ello, Hólderlin, y el idealis­ mo, hace explícito que el mecanismo de la tragedia está enredado en la construcción de un sujeto que quiere verse reflejado en el espejo de lo absoluto. En este camino desde el ideal sistemático global —previsto por la filosofía idealista de la reconciliación—, hasta el ideal poético que necesariamente devendrá tragedia, único medio de entregarse a lo nuevo, a lo realmente nuevo, al himno, debemos trazar, ante todo, el punto de partida en relación con la época y su filosofía. Ése es el obje­ tivo del primer capítulo.

II. Hólderlin antes del Hiperwn definitivo: los problemas de la sistemática filosófica I. I n t u ic ió n S c h il l e r

e s t é t ic a , b e l l e z a y a m o r .

Entre K ant

y

/. Las posibilidades de Holderlin. «Cuando llegue a Jena, pues, Hólderlin tendrá dos propuestas elaboradas a las que enfrentarse: por un lado, la de Fichte, [...] por otro lado la de Schiller». Con esta tesis comienza Bodei su estudio sobre nuestro poeta, dedicado a la filosofía de lo trá­ gico. Aunque correcta en sus planteamientos generales, hay algo de falso en la premisa y, sobre todo, en la explicación. Primero porque olvida una pregunta fundamental. ¿Quién era Hólderlin antes de lle­ gar ajena? Segundo porque introduce una teleología en la producción de Hólderlin, que difícilmente se sostiene. Sin embargo, estas premisas incompletas no le impiden a Bodei extraer conclusiones verdaderas, como veremos. Antes de Jena, Hólderlin es Grecia, Spinoza y Kant. En la carta a la madre de 14 de febrero de 1791 queda demostrado. Como la ju­ ventud de todos los grandes pensadores de su época, la de Hólderlin estuvo atravesada por el enigma de la relación entre libertad y natura­ leza, moral y mecanicismo, cristianismo y ateísmo, sentimiento y fría razón, creencia y demostración, kantismo y espinosismo. En el Fichte de los Aforismos sobre religión natural se puede verificar el mismo mundo. Los dilemas engastados en el diálogo entre Lessing y Jacobi vertebran la experiencia intelectual de esta época. En este complejo nudo de cuestiones hay que situar el contexto inicial de la reflexión de Hólderlin. Pero a diferencia de Lessing, que gozó de ella, la época vivió esta contraposición entre cristianismo y espinosismo de una manera dra­ mática, escindida. Lo que para Lessing era finalmente una consolado philosophiae, para la juventud emergente, formada en el pathos de Jacobi 17

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HOI.W-RUN ANTES DEL HIPERIQff DEFINITIVO

y del Sturm, configuraba la tragedia radical del hombre roto. Sólo los griegos y los primitivos cristianos emergen como ideales de reunifica­ ción humana. Ciertamente, ideales perdidos, pero justo por eso objetos inevitables de reflexión y de interpelación. Si en un momento determi­ nado, en la carta a la madre, Hólderlin eleva la figura de Cristo a mi­ lagro que supera la fría razón, haciéndose eco de la problemática del hombre completo de Hamann, los griegos representarán ese mismo milagro histórico del hombre unificado, al nivel de cultura y de pueblo. «A menudo me suelo pasar el día en mi celda hasta la tarde [...] con mis griegos, y precisamente ahora de nuevo en la escuela del señor Kant.»1 Spinoza no se menciona ahora, mas no se pierde de vista, ya que es la mediación. La tarea que emprende la filosofía de Kant, al cri­ ticar la razón pura, consiste en permitir el regreso de los griegos, reunir los dos milagros, el de Cristo y el de los griegos, ahora en otra clave: El reino de Dios en la tierra. Ese futuro sólo se puede preparar mediante una superación de la naturaleza mecanicista, tal y como para la época representaba el espinosismo. La ambigüedad y la grandeza de la figura de Spinoza reside en que él mismo logró esta superación interna del mecanicismo y obtuvo el cielo del amor intellectuallis dei, una forma de vi­ vencia en el Todo.2 Lessing será su único seguidor en este sentido. Nadie como Schiller mantuvo en la época la capacidad de interpe­ lación del mundo griego como milagro de la humanidad. Toda su Gedankenlyrik mantiene ese programa. Pero al mismo tiempo, en su obra dramática inicial, ese mismo Schiller proponía héroes cuya acción iba destinada a actualizar el republicanismo griego bajo la divisa de la hu­ manidad. Hólderlin, como es sabido, estuvo profundamente familiari­ zado con este momento clásico. Ningún héroe encamó esta finalidad de regeneración, de renacimiento, como lo hiciera el Marqués de Po­ sa. Ninguno hará vibrar a Hólderlin con más fuerza. Al hermano le dice: «Ahí te mando mi fragmento predilecto.»3 Y naturalmente le en­ vía la conversación del Marqués de Posa con Felipe ll. Descubrimos asi que el universo de Hólderlin es post-lessinguiano. El Hen kaí Pan, generosamente consolador para quien, como Lessing, sólo buscara consuelo a medias, queda lejos para quien, instalado en la decepción, desea realmente consumar de una vez y para siempre la presencia de lo divino en el mundo. El tono elegiaco de Schiller res* De mayo de 1793 a Ncuffer. 2 Cf. para este tópico Wolfgang Janke, «Amor Dei Intellcctualis», en Datmon, n. 9. pág. 101-115, 1994. Murcia. 3 Carta de septiembre 1793.

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pecto del mundo griego, único «ahora» en el que se concentra —no sin contradicción interna— la potencialidad del panteísmo, se ha in­ troducido en el más profundo patitos de Hólderlin. Y sin embargo, al llamarlo post-lessinguiano, decimos al mismo tiempo que no es posible penetrar en este mundo salvo en referencia a Lessing. A fin de cuen­ tas, el programa de libertad kantiana, asumido por Schiller, venia a concretar estéticamente el programa de Lessing acerca de la educación del género humano. La diferencia radical entre Lessing y Schiller resi­ de en que la filosofía de la historia abierta del primero se cerraba de golpe con la exigencia improrrogable del momento de la reconci­ liación estética, final que el propio Lessing habría denunciado como precipitación y fanatismo. Esta plenitud, pensada y anticipada en la idea estética, permitía la emergencia de la triada Idilio-Historia-Idilio, que pronto Schiller conceptuaüzará en su Poesía Ingenua y Sentimental, y que Hólderlin desplegará a través de toda su obra, desde Hiperión a los Himnos. El evolucionismo abierto de Lessing se verá asi matizado des­ de la asunción de la nostalgia griega como regreso: el futuro no es una línea indefinida, sino una revolución, el cierre anhelado de una órbita cuyo principio queda en el lejano tiempo de la infancia del mundo. Y sin embargo, frente a estos finales radicales, la filosofía de la historia de Kant siempre se alza con su sentido de la provisionalidad. El hom­ bre «ya no podrá nunca encontrarse ni nunca se encontró en un ino­ cente estado natural.»4 Siempre está en el seno de un camino, de una órbita que se tensa hacia el ideal. 2. Hólderlin antes decena. Antes de llegar ajena, Hólderlin asume clara­ mente este programa, en su forma kantiana, esto es, asentado en el postulado de la inmortalidad. Los griegos funcionan como un referen­ te preciso del ideal logrado. Pero en tanto que realidad que llama a distancia, los griegos permanecen como mitos, ocultos a la reflexión del joven poeta. «Mi amor es el género humano [...], la formación, el mejoramiento del género humano, esa meta que tal vez sólo alcazamos de modo incompleto en nuestra vida terrena.»5 El optimismo del poeta frente a este programa se mantiene cuando, a principios de abril de 1794, desde YValtershausen, envía un pequeño poema, lleno de mo­ tivos ilustrados, invocando como mejor deseo que «un ojo amigo llore con nosotros», compañero de la experiencia de plenitud. 4 Carta a Schiller, de 20 de marzo de 1794. 5 Carta al hermano, primera mitad de Septiembre de 1793.

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Las dificultades internas del programa ilustrado proceden de la te­ oría de la inmortalidad del alma. El pensamiento de Kant no había podido soportar la rudeza de la solución ni la desnudez de esta pro­ puesta. Aún no se ha impuesto en la época, desde luego, la evidencia de que la Critica del Juicio destruye la teoría de los Postulados de la Critica de ¡a Razón Práctica. Pues el postulado de la inmortalidad dice que la oposición entre la naturaleza y la libertad será indefinida, y que nin­ gún hombre activo podrá disfrutar de la síntesis en acto. Esta conclu­ sión se altera con la Critica del Juicio. El bien supremo sigue siendo el futuro utópico, que ningún hombre disfrutará del todo. Pero en su ca­ mino emergen anticipos puntuales de belleza, sucesos concretos que llenan el tiempo de la historia con plenitudes vitales, existenciales, en las que naturaleza y libertad se reúnen, arrastrando en su guirnalda el placer y la dignidad, el mecanicismo y la teleología, el individuo y la comunidad. Bajo la forma de esta iluminación estética, los ideales kan­ tianos de síntesis no se proyectan ni al pasado perdido ni al futuro im­ preciso, sino al presente posible de la sociedad burguesa. Los griegos podrían reencarnarse en la sociedad burguesa si se descubría el juego de los equilibrios entre la acción moral, la exigencia teórica y la di­ mensión estética. En todo caso, la representación del mundo de Spinoza quedaba atrás cuando se aceptaba la Critica del Juicio: el problema de la necesidad y de la teleología, que Hólderlin había sabido colocar en el centro de su resumen del libro de Jacobi, quedaba superado.6 Hólderlin sabía que Schiller estaba avanzando en este programa kantiano, incluso antes de llegar a Jena, ya en Waltershausen, en la primavera de 1794. Y sabía que este proyecto estaba diseñado para superar internamente los dilemas de Spinoza y su limitada noción de naturaleza como fatalismo y mecanicismo. Desde la moral se avistaba la desesperación ante una síntesis imposible de naturaleza y libertad, camuflada bajo la máscara de un postulado aún más imposible. En la estética, por el contrario, se verificaba esa síntesis de belleza y amor, y la perfección se tomaba efectiva. El proyecto moral tendía a superar a Spinoza; la realidad estética de la belleza conquistaba la meta. El pro­ yecto de la acción también quería construir un Hm kai Pan, un reino de Dios en la tierra, pero esta promesa era una falsa palabra mientras el hombre se quedara en el terreno de la mera acción. La realidad de la belleza, en tanto síntesis de libertad y naturaleza entregada en la in­ tuición estética, cumplía aquella promesa. A Neuffer le dice Hólderlin: 6 Cf. E , 17

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«Mi última lectura fue el tratado de Schiller De la Gracia y la Dignidad. No recuerdo haber leído nada en donde lo más escogido del reino de los pensamientos y del campo del sentimiento y la fantasía estuvieran fundidos de tal manera en Uno.»1 Los viejos conceptos de la escisión humana, pensamiento y sentimiento, se dan cita en ese Uno, subraya­ do por el propio Hólderlin. A pesar de esta alabanza de Schiller, todavía es Kant el autor pre­ ferido. «Kant es mi única lectura. Cada vez se me desvela más ese es­ píritu maravilloso.»78 Y a su cuñado le repite lo mismo, en Pascua de 1794. Lo que significa Kant para Hólderlin se puede apreciar igual­ mente en la carta a Hegel, de julio de 1794: «Intento familiarizarme especialmente con la parte estética de la filosofía crítica.» Fruto de esta dedicación, el poeta pretende resumir la Critica del Juicio, como ya lo intentara Fíchte. Y ante todo, no oculta un atisbo de oposición a Schiller, justo contra De la Gracia y la Dignidad, por haberse atrevido a «pasar la línea fronteriza de Kant un punto menos de lo que, en mi opinión, de­ bería haberse atrevido.»9 El pasaje es curioso: Hólderlin acusa a Schiller de poco radical. De no haber ido más allá de Kant todo lo necesario. Tras la denuncia presentimos la razón: no ha desplegado una formular ción del problema en términos especulativos, filosóficos, ontológicos. En todo caso, por estas fechas debió Hólderlin escribir los frag­ mentos de Waltershausen (por la primavera de 1794) y lo que después será el Fragmento Thalia, enviado a Schiller a fines de verano para la publicación en la famosa revista. El tremendo tono elegiaco del breve fragmento Waltershausen, tan schilleriano en la atmósfera, aunque mucho más anclado en la experiencia personal de Hólderlin, apenas permite una interpretación filosófica, salvo en la tesis final de la inade­ cuación del individualismo, propio de la vida occidental. Si queremos avanzar en el análisis de la recepción de los ideales kantianos y schillerianos, debemos dirigimos al Fragmento Thalia, escrito entre la pri­ mavera y el verano de 1794.

II. E l f r a g m e n t o T h a lia /. Idilio Nao e Idilio Sentimental. «Hay dos ideales para nuestra existen­ cia: un estado de suprema inocencia [...] y un estado de suprema cul7 Carta de abril de 1794. 8 Carta de 21 de mayo a su Hermano. 9 Carta A Neuflér, octubre de 1794.

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tura.»10 El ciclo Naturaleza (idilio en la Arcadia de Grecia) —Cultura (Europa)— Síntesis greco-europea (idilio en el Elíseo moderno), que resuena en la filosofía radical-idealista de la historia, desde Rousseau, Kant y Schiller11, otorga su molla a la primera publicación importante de Hólderlin. Esta construcción de un sujeto, en el tamaño de gran es­ cala propio de la filosofía de la historia, es paralela a la escala más re­ ducida de la subjetividad personal. Aquí tenemos la estructura propia de la formación narcisista clásica de la subjetividad, tal y como Freud la desplegará: infancia perfecta, descarrío de la madurez en la búsque­ da de la repetición del objeto perfecto de amor, forma del yo plena de amor y de belleza, debida a la propia construcción. Con todo ello, re­ sulta fácil suponer que los hombres de Jena, sobre todo Goethe, leye­ ran el texto con aburrimiento. A fin de cuentas, Goethe preparaba en el Fausto la despedida irónica y sin fisuras de este sujeto narcisista. Al poeta, sin embargo, todavía no le ha podido llegar la noticia12 del pro­ blema de Fichte en los mismos meses en que redacta su fragmento. Fichte, que agitará los espíritus en Jena con una revisión poderosa y enérgica de la filosofía de la historia idealista, concentrará sobre si los intereses y las aspiraciones de los jóvenes alemanes. Schiller se hará eco también de la clave esencial de su pensamiento:13 su diferencia en»o FH. 3. 11 Para el Hólderlin más joven, el llamado Hólderlin de Waltershausener £'pt, y su relación con el pensamiento de Schiller y de Kant, se pueden leer todavía las páginas de Dilthcy en Vida y Poesía. (F.C.E. 1979), pág. 345ss. « la influencia de la lírica de Schiller predomina sobre todo lo demás», dice el estudioso. Es la época de los Himnos a los Ideales de la Humanidad. El punto de vista panteista viene repre­ sentado por la recepción de la Teoría del amor que Schiller había defendido en su Cartas Filosóficas [op.cil. pág. 350]. Este sustrato monista es el supuesto básico de todo el pensamiento de Hólderlin, el que fuerza a las máximas tensiones. Para aspectos de esta problemática cf. Gcrhard Kurz, MiUelbarkeit und Vereinigung. Jum Verháltnis non Poesie, Reflexión und Revolutian bei Hólderlin. Sttuttgart, Metzler, 1975. Para la influencia de Schiller y de Kant cf. Friedrich Strack, Asthetik und Freiheit. Holderlins Idee von Schonheit, Sittlichkeit und Geschkhte in der Frühzeil. Niemeyer, 1976. 12 No hay seguridad de que Hólderlin haya podido escuchar a Fichte en las Lecciones sobre el Destino del Sabio. Aunque pudo hacerlo, ya que se encontraba en Jena desde noviembre, hoy se supone que escuchó sobre todo las Lecciones so­ bre Lógica y Metafísica, que Fichte impartía basándose en el manual de Platncr. cf. W. Jante, «Hólderlin und Fichte», en Transzendentalphilosophie ais System. Die Auseinanderset&ing endechen 1794 und 1806. Mciner, Hamburg, pág. 297-8. n. 4. 13 Hólderlin dirá a su hermano, en una carta del 13 de abril de 1795 que las ca­ tegorías de esfuerzo y obstáculo son las más propias de la filosofía de Fichte. Cierta­ mente, estas categorías adquieren toda su extrañeza desde una concepción del mun­ do más inclinada a remarcar el amor como sustancia y cemento mundi.

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tre Y Bestimmung del hombre, entre historia e idilio, entre esfuerzo [Streben] infinito y disfrute de la libertad14 procede de la poderosa voz de Fichte. Emerge aquí una diferencia, sin embargo, que distingue a Fichte de toda la cultura romántica. Pues el filósofo de Pforta jamás asume el clasicismo como momento ingenuo de unidad con la naturaleza. Sólo allí donde Grecia significa un momento ontológico clave en la historia natural de la humanidad, en las relaciones del hombre con la natura­ leza, surge el problema de la diferencia entre el idilio naiv y el idilio sentimental. Sólo allí donde Grecia se interpreta como la cifra históri­ ca del panteísmo, puede propiciarse una filosofía de la historia en la que domine de nuevo el ideal de reconciliación. La antropología me­ tafísica de Fichte, su teoría del sujeto, fuerza a la representación de la naturaleza como obstáculo, como reto. El hombre de Fichte nunca ha sido ingenuo, nunca feliz. La filosofía de Fichte se juega a espaldas de la teoría del idilio. Para el titán del idealismo alemán, el hombre ja­ más fue ni será una realidad natural originaria, y Grecia no será una referencia modélica en su historia de la conciencia. Por eso no cabe encontrar en el Fragmento Thalia ninguna referencia a su filosofía. Cuando Hólderlin conecte con Fichte, sin embargo, encontrará la ma­ nera de introducir su enseñanza en la experiencia de Hiperión. Enton­ ces será eminentemente crítico con aquél. Tenemos, por tanto, que el punto de partida de los planteamien­ tos de Hólderlin en el Fragmento de 1794 permite de manera inmediata tejer la discusión con Schiller, al hilo de las conclusiones de nuestro li­ bro Tragedia y Teodicea de la Historia. No se trata de discutir si el estadio naso resulta codificado en Hólderlin de forma más o menos compleja, o de si el idilio recibe otro nombre y otros matices. Lo decisivo no re­ side en este estudio comparativo. Esencial resulta, por el contrario, preguntarse por los géneros literarios que conceden expresión a estos estadios y penetrar la filosofía de la historia que determina esta teoría 14 Para la relación entre Fichte y Hólderlin se debe estudiar ante todo el re­ ciente trabajo de Janke, ya citado. Allí se hace referencia al texto de D. Henrich HólderlinJahrbuch 14 [1965-66] pág. 73-96, «Hólderlin über Urteil und Scin. Eine Studie zur Entstehungsgcschichte des Idealismus.» La tesis de Henrich ha sido contrastada con la de Jamme, según la cual Hólderlin no se opone a Fichte, sino que antes bien desarrolla sus pensamientos hasta la últimas consecuencias, sobre todo las categorías de Strebm y WeschelwiHamg. cf. «Ein ungelehrtes Buch: Die Philosophische Gemcischaft zwischen Hólderlin und Hcgel in Frankfurt, 1797-1800». Hegel Studim, Bciheft 23 [1983] pág. 80ss.

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de los géneros. Mas no basta con ello. Más allá del programa de Szondi, debemos interrogamos por la especificidad del fracaso en el que se sustancia esa filosofía de la historia, por las formas especificas de los géneros en los que se disuelve. El complejo teatro de Schiller enlaza sus mejores escenas en una historia de la Europa burguesa, distanciando los ideales políticos de su interpretación fanática, al mismo tiempo que impidiendo de esta for­ ma su olvido. La pasión de los ideales burgueses no resulta dictada en Schiller desde un espíritu principalmente masoquista, sino desde la convicción señera del poder restaurador y vivificador del recuerdo y el aumento de conocimiento que el fracaso reporta. La catarsis peculiar que se produce en los dramas de Schiller reside en que los ideales fra­ casados llenan la memoria y el pecho con más fuerza y conocimiento que los ideales triunfantes. La autenticidad burguesa se acredita en la fidelidad radical al ideal impedido. Pues bien, el camino de Holderiin recorre otra de las plurales refracciones del fracaso, del choque brutal entre lo ideal y lo real. Asentado en otras premisas, sin embargo, Hólderlin dibuja esa caída desde otras metáforas y por ello dará entrada a un nuevo portador de la figura trágica del héroe: al poeta. 2. Im metáfora central del pensamiento de Holderiin. Antes de que ese estado de suprema inocencia o aquella situación de suprema cultura reciban un nombre, antes de que Holderiin describa su mediación, antes de que se profundice en las bases ontológicas de estas dos posibilidades, el poeta lia encontrado la metáfora central para ese camino que la filoso­ fía de la historia pretende pensar. Se trata, como lo ha explicado con todo lujo de detalles Anacleto Ferrcr en un documentado trabajo so­ bre Hiperión, de la excentriche Rahn. El texto del fragmento de Hiperión, en el que se nos propone la expresión, reúne complejidades que, sin embargo, rara vez han sido respetadas por la crítica. Pues, desde el principio, Holderiin es consciente de que la órbita excéntrica posee ante todo una estructura formal. Describe el camino de la inocencia a la cultura, pero este camino puede ser transitado por diferentes sujetos materiales. El texto dice literalmente: «La órbita excéntrica que reco­ rre el hombre, en comunidad o en solitario, desde un punto (el de la inocencia más o menos pura) hasta otro (el de la cultura más o menos consumada) parece ser siempre igual en sus tendencias esenciales».^ Se trata de la construcción del sujeto, pero la metáfora estructural adquiere FH, 3. El libro de Anadeto Ferrcr, La Reflexión del Eremita fue editado por la colección Hiperión, Madrid, 1993.

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una doble función, según se trate del camino que recorre el individuo o el hombre en comunidad, la persona o el sujeto de la filosofía de la historia. Hiperión, en la medida en que narra esta estructura común, indicada con la metáfora de la órbita excéntrica, genera tanto un rela­ to de filosofía de la historia, como un texto central sobre las patologías propias del individuo de la modernidad. En la experiencia de Hiperión debemos obtener la información sufi­ ciente para descifrar el sentido de la metáfora. Por lo pronto, el ideal cultural que subyace a la propuesta de Holderiin supone la primacía de una forma de pensamiento anclado en otra metáfora igualmente astronómica, aquella que hoy conocemos como giro copemicano. El estado de suprema cultura —el idilio del Elíseo— tiene a sus espaldas la filosofía trascendental, consecuentemente desplegada en la constitu­ ción del objeto natural. La suprema soberanía del sujeto, luego procla­ mada por Fichte, y antes por Goethe, en su decisiva poesía Prometeo, siempre dispuesta a la valoración del trabajo y la acción infinita, recla­ ma ya en Holderiin ese estado feliz en que deponer la actividad. Esta inevitable anticipación de un nuevo idilio era, para Holderiin, una consecuencia de la posición teórica de la Critica del Juicio, de la dimen­ sión de belleza interna al mundo. Mas también se deja sentir la primacía de la acción propia de la subjetividad soberana. Respetando estas dualidades, y citando a Loyola, antes de conocer a Fichte, Holderiin habla de «la peligrosa inclina­ ción del hombre a apetecerlo todo, a dominarlo todo.»16 No cabe du­ da de que ya en ese pequeño prólogo se denuncia al sujeto dominado por la omnipotencia de su voluntad, ese Herr der Schopfung que la scntimentalidad alemana viene denunciado desde la figura de AUxvill, que perfilara Jacobi en la década de los 70. Frente a ella, esa humilde ino­ cencia del estadio nato, el ser contenido por lo más pequeño, tan her­ mana de la humildad pietista, es adjetivada por Holderiin con otros términos: «el más hermoso y elevado estado a su alcance». Antes de que Fichte explicara la Grundlage, ya Holderiin habla de una tendencia centrífuga y de una tendencia centrípeta. Entre estas dos fuerzas, que recuerdan la explicaba y la compUcatio de Lessing, se produce la órbita excéntrica en la que se realiza la peripecia del deseo humano. No debemos olvidar que estamos en el Fragmento- Thaüa, no en las versiones posteriores de Hiperión. Ahora, lo que Schiller llamara idilio arcádico es un estado hermoso y elevado; lo que Fichte llamará Streben 16 FH, 3 sub. mío.

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resulta peligroso, pero necesario. La conclusión muestra la necesidad de la órbita excéntrica, y en ella se revela la esencia humana. La últi­ ma palabra dice: «El hombre desearía estar a la vez en todo y por en­ cima de todo.»17 Salir de Arcadia para volver a habitarla (estar en to­ do) desde la propia acción (dominando por encima de todo). La órbita es necesaria porque el deseo imposible del hombre aspira a reunir aquellas dos fuerzas en una sola. Esta situación ideal, que pretendía la filosofía de la historia orientada por el idilio del Elíseo, es la que resul­ ta refractaria a la fínitud humana. Y por eso, porque desearía reunir los dos posibles ideales de existencia, el ser finito se dispone a recorrer el camino perpetuo entre lo mínimo y lo máximo, entre el momento de máximo repliegue y de máxima expansión, en el intento de inte­ grarlos en la perenne estabilidad de un centro único y luminoso. La finitud del hombre revela la lógica de la metáfora de la órbita excéntri­ ca. De ahí que, para que esta compleja metáfora juegue con precisión, deba recordarse, como antecedente radical, la simbologia que compa­ ra al hombre con los más desordenados de los seres astrales, con las realidades más lejanas del Sol, padre, bien y luz de todas las cosas. Sin esta mitología platónica, que hace de Hiperión y del hombre un astro sin luz propia, mera mimesis de los astros ordenados, que se orienta en su camino por el centro del Sol, la metáfora no deja de ser hueso descarnado. De esta forma, el idilio utópico de la filosofía schilleriana de la historia aparece como un punto momentáneo de la órbita, jamás como punto final. La plena conciencia de la fínitud humana es la con­ dición de posibilidad de la comprensión precisa de esta órbita. Hemos dicho que Hiperión describe la estructura de esa metáfora. Ahora bien, si ese camino excéntrico es tanto el de la individualidad humana, como el del sujeto de la filosofía de la historia, en su volun­ tad de construir una comunidad política; si el fundamento desde el que se recorre es la fínitud, entonces podemos concluir algo esencial: ese camino condena toda estabilidad al fracaso. Jamás un ser excén­ trico logrará a la vez estar en todo y por encima de todo. Reconocemos así una potente voluntad anünarcisista en Hólderlin. Sólo el Sol y su luz universal gozan de aquel privilegio de la síntesis. Que la expresión de la fínitud sea el caminar eterno no puede extra­ ñamos, por mucho que a veces, inconsecuentemente, Hólderlin parez­ ca lamentarlo. El hecho mismo de la órbita, del Bahn, del camino, jun­ to con su eterna repetición, delatan la meta imposible que se ha fijado 17 FH, 3.

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el ser finito: sintetizar las dos posibilidades de existencia desde su pro­ pia subjetividad. Pues, ¿qué es finitud, sino situarse ante diferentes po­ sibilidades de existencia? Por eso el hombre debe sentirse atraído hacia el foco del dominio y hacia el foco del descanso idílico, pero no puede disfrutar al mismo tiempo de ambos estados. Cuando no domina, el hombre siente nostalgia por hacerlo y la acción rompe su idilio. Mien­ tras lucha, recuerda el idilio y sueña. Hay aquí un orden, pero desor­ denado; una órbita, si, pero excéntrica. Marcado por una posibilidad que excede siempre a su realidad, la existencia humana queda domi­ nada por el tiempo y el andar. La intuición intelectual vendrá diseña­ da, demasiado diseñada, para romper esta estructura. Pero no hay descanso final, ni tragedia: estamos ante el contexto de la filosofía de la historia kantiana. £1 idilio es un punto instantáneo dentro de ese contexto de lucha. Pero no está peraltado ni utópica ni especulativa­ mente. Hiperión, en este fragmento Thalia, es la historia de un astro secun­ dario. Por eso es metáfora de la humanidad en su camino imposible hacia el Sol. Que Hólderlin le honre como «un héroe amante de la li­ bertad, movido por principios vigorosos» no prejuzga victoria alguna. La vida de un hombre tal debe ser la historia de un cometa libre, que aparece aproximarse y alejarse de su hogar solar. Sin embargo, cabe todavía tomar decisiones. ¿Pues en qué foco fijaremos ese momento en que el hombre descubre el estadio más cercano a la unidad en todo? ¿Respecto de qué punto describe la órbita la máxima excentricidad? ¿Dónde brilla el sol tan cercano como para fundir la intensa indivi­ dualidad en el disfrute del idilio? ¿Y qué son en la vida, en la expe­ riencia, en la historia, esas noches polares que luego resonarán en Weber, en las que el hielo domina a los hombres y a los pueblos? La órbita excéntrica es una forma organizativa poco precisa, pro­ pia de seres imperfectos; pero es forma, organización y orden. Por tanto, describirla no es narrar el desorden humano. A la inversa, se trata de narrar su ley, por mucho que el camino que dicta esa ley se sufra por parte del sujeto como destrucción y patología. Es la ley del sujeto, por mucho que ordene la sucesión de la manía y la depresión, las formas de la existencia unilateral descritas por Schillcr. También los cometas temen enfriarse y morir cuando se alejan de su sol, pero sólo porque no conocen el camino completo de su destino. Que una parte de la órbita excéntrica se viva desde la experiencia de la desola­ ción y de la nada, sólo demuestra que la lucidez, la mirada larga y pe­ netrante, la serenidad, son virtudes imprescindibles para quien tenga que desangrarse en ese camino repetido que forma al sujeto. La expe-

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rienda de Hiperión exige una comprensión que eleve a primer plano su carácter cíclico, su eterno retomo. 3. Expulsión y movimiento centrifugo. Que Hiperión comience su relato abandonando su tierra natal era previsible. Como Ocddente, como cualquier individuo, el relato de la subjetividad o de la filosofía de la historia siempre comienza con la niñez perdida, o con Grecia, o con un trauma originario que redama esa necesidad de reencuentro de la que habla Lacan.18 Este desgarro acaba expresándose en términos de ser y nada. Quien habla, sin embargo, y por el hecho de hablar, debe situar esta experienda en el pasado. Con ello debe identificar el objeto de amor que le permitió salvarse y ser él mismo. «Creí perecer», dice Hiperión. El tiempo pasado es aquí lo decisivo. La frase viene a decir: «Creí perecer, pero fue una ilusión.» De ese espejismo sólo sobrevive el tremendo dolor. Mas las ilusiones que foija el dolor son tan confu­ sas y provisionales como las que causa el más delicioso estado. Hólderlin no se ahorra ningún impudor para describimos estas experiendas, cercanas a la aniquiíiación, como no se dejará en el tintero ninguna cursilería para hablamos de sus gozos idílicos. En todo caso, esta poe­ sía ya está gastada para nosotros. Más interesante es comprobar la profunda conciencia que Hólderlin tiene del origen de los ideales mo­ dernos. Así, su héroe, tras el desgarro primitivo, también inicia su ca­ mino a la búsqueda de la omnipotencia que le permita neutralizar las experiencias de la angustia y de la depresión, que le conceda la sobe­ ranía para realizar la plenitud de su deseo. Es verdad: la expulsión del foco cálido de la tierra natal, como la ex­ pulsión de la entraña del Sol que formó a los cometas, amenaza con la disolución final en la nada. Mas los cometas y los planetas existen por­ que esa expulsión, vivida como camino hacia la nada, llegó a detemerse en algún punto. Las partículas gaseosas, conservando todavía alguna me­ moria de la solidez del ser, cristalizan en un punto denso y siegan con ello la amenaza de la nada. Esa metamorfosis, en la que el peligro de la nada cristaliza en ser, en frío y duro ser inerte, es tanto la metamorfosis de Occidente, al abandonar la idea de Grecia con el cristianismo (suceso que se repite en la Reforma), como la transformación del hombre al abandonar la casa paterna. Puesto que esa condensación se genera lejos de la tierra natal, debe producir un ser frío. No debe extrañamos: fría es la voluntad, esa sustancia vacia y sin embargo plena que, en tanto deber >8 FH, 4.

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ser, marca la última frontera entre el ser y la nada. £1 hombre expulsado acaba siendo voluntad, una forma autocontradictoria de ser nada. Y ahí reside el momento más lejano del sol, en el que se forja ese sujeto sobe* rano, ese yo de la filosofía transcendental, ese Behenscher der WeÜ, expre­ sión plenamente consciente de la autoafirmación moderna que aspira a reconquistar con sus propias fuerzas el narcisismo originario. Entonces Holderlin mide muy bien las palabras: cuando fue ma­ yor el peligro de la nada, «era entonces cuando yo entraba en plena actividad, y la omnipotencia de un desesperado se alojaba en mí.»19 Actividad, voluntad, omnipotencia, desesperación: es la paradoja final por la que se constituye el ser finito, ante el peligro de la nada y de la impotencia. Por eso, como en cualquier exégesis del cristianismo que se precie, desde Lutero a Jacobi y a Kierkegaard, la pipeta moderna donde se realiza esta operación de alquimia, el cáliz en el que se cue­ ce esta muerte y resurrección, es el cuenco de la desesperación. Freud está muy cercano de estos textos. No en vano estamos ante un autor pietista. Los dos puntos más le­ janos de la órbita excéntrica son, en la historia sagrada, los dos puntos reunidos en la experiencia de la Cruz. La dualidad funciona en todo caso. ¿Pues acaso no sirve lo que narramos para una exégesis de aque­ llas dos palabras finales: «Padre, ¿por qué me has abandonado?» y «Padre, en tus manos me encomiendo»? Expulsión y paraíso20 deter­ minan el talante cristiano de esta enfermedad que Holderlin se empe­ ña en descifrar porque amenaza con diluir los esfuerzos de la voluntad en el caos de la manía y de la depresión. También hablamos de la ex­ periencia de la resurrección, del bautismo, de la vida nueva, del espíri­ tu que descubre en si la huella solar de lo divino. A través de esa cris­ talización de la nada en voluntad que interpreta su propio vacío como voluntad de omnipotencia, se cree descubrir el momento de la divini­ zación del yo. La inversión de la negativo en lo positivo: eso se narra aquí. La conversión de la expulsión desolada en libertad, que Kant había propuesto en su interpretación del mito edénico, se escucha en estos ecos. En todo caso, no cabe duda: «en la noche de mi alma me sorprendía y regocijaba, como si un dios hospedara en tan empobreci­ dos lugares y me parecía que un mundo debía foijar en mí.»21 19 FH, 3. 20 Este es un tema del trabajo sobre Kant que editó la revista Pensamiento, en el primer cuaderno de 1994. Naturalmente Holderlin mismo usa la expresión: «el irruimiento del paraíso perdido.» [FH, 5j 21 FH, 5.

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4. Interioridady repliegue centrípeto. Tras la voluntad, llegamos al punto en el que la máxima excentricidad comienza su repliegue y su regreso. Ese punto no es una experiencia, sino parte de una experiencia. Hólderlin, recogiendo los ecos de un lenguaje religioso, habla de «prueba de fuego del corazón.»22 El momento del máximo invierno, de la má­ xima desolación quedó atrás. El frío produjo el hielo de la voluntad transparente. Ahora sólo cabe esperar el camino de vuelta, y ante todo la primavera.23 El descrubimiento de la interioridad descrito,24 y no otro es el proceso, concede al ser excéntrico una solidez, pero también una soledad. Para llegar al punto extremo de la órbita sólo fue preciso seguir el ímpetu de la expulsión. Para regresar sólo tenemos la volun­ tad solitaria. ¿Pero entre la infinitud del espacio, cómo encontrará el ser finito el camino de vuelta? ¿Qué orientará la transparencia de la voluntad, si ella sólo se quiere inicialmente a sí misma? La interioridad debe en­ contrar en sí misma el camino de vuelta a la tierra natal, ¿mas cómo? El fragmento de Waltershausen nos ha legado este lamento sumario y preciso: «Pobre criatura, aquélla de la que no se sabe para qué existe, de dónde procede, hacia dónde retoma, ni si caerá pronto o tarde.»25 El problema reside en encontrar esa dichosa sabiduría que permita al héroe regresar nuevamente a sujonia natal, siendo así que, constituti­ vamente, «nuestro espíritu se desvía tan fácilmente de su camino».26 Una machacona fenomenología de la interioridad insiste en iniciar el camino de regreso con una capacidad: Ankung, presentimiento, y Hoffhung, esperanza. Ambas reunidas apenas logran heredar la fuerza de la anámnesis platónica. La simbología de la obra avanza, entonces, contando con aquellos dos elementos centrales. Aunque al final del movimiento centrífugo comienza a presentirse objetivamente la prima­ vera y la naturaleza impone la alegría, «eso no podría librarme de la muerte»,27 dice el poeta. Sólo el contenido de su propio interior puede salvar a la interioridad de la muerte. La diferencia descubierta en el extremo del mundo es radical, cualitativa. Por primera vez sitúa al su22 FH, 5. 23 FH, 6. 24 Es preciso reparar sobre todo en la fuerza de esta expresión: «un mundo debía foijarse en mí». Este mundo de la interioridad es de radical importancia pa­ ra entender a Hóldcrlin, y a todo el pensamiento alemán. 25 VpH, 30. 26 FH, 5. 27 FH, 6.

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jeto lejos de. todo, pero también por encima de todo. La cuestión es cómo llegará de nuevo a estar en todo. Pues su dominio, allí, en el lí­ mite del frío, es una soberanía abstracta. El mágico presentimiento guía los pasos del joven Hiperión: absor­ to, viene a dar involuntariamente al jardín de Notara, un paso que orienta decisivamente en el camino de regreso. Pues en esa jardín sur­ ge la sacerdotisa del amor que debe dirigirle hacia el centro luminoso, cálido y unitario de todas las cosas. Forma presentida de la futura in­ tuición intelectual, momento en que el idilio puntual se puede trans­ cender en algo diferente, la magia del amor es el cristalizado de la nostalgia. Decididamente, la metáfora de la órbita excéntrica no juega fuera del ámbito del platonismo. Ni del freudiano. En ese paso invo­ luntario, en esa creatividad mágica de sentido, tejida de presentimien­ tos, juega la sugestión, el crisol de toda las potencias anímicas. 5. Amory orientación en el camino de regreso. Dejemos a un lado los excesos de este alma enfermiza. Por lo demás, recordemos que la continuidad de la órbita exige una mirada irónica sobre cada uno de sus puntos, que nos impide detenemos mucho en el camino. Importante resulta que el amor, como la luz del sol, transciende la individualidad; por eso se hace necesario para encaminar a) héroe hacia el fondo unitario y solar de su tierra natal. En sí mismo considerado, el amor es la obje­ tivación del presentimiento del origen.28 Mas, en tanto que su único suelo es la interioridad, ese origen aparece como utopía recordada en la elegía: la apacible Arcadia de la eterna primavera del mundo, obje­ to último de toda melancolía. Justo este razonamiento permite descu­ brir la dimensión estrictamente metáfísica del amor. Si el panteísmo celebraba en el amor cósmico su más sagrado vínculo, la mera expe­ riencia interior del amor —en sí misma misteriosa en su origen— orien­ ta hacia la reconciliación, abre la mónada hacia el bello espectáculo de la armonía. Tanto es así que el ingenuo amante —y mientras no recorra el camino completo, el héroe lo es— puede exclamar ufano: «¿Dónde la absoluta indigencia de su fínitud?»29 La experiencia soña­ da del amor son las alas de la voluntad idílica. En ella, en esa soledad tan diferente de la experiencia real de un amor entre dos, se forma el narcisismo de la subjetividad. 28 «Muerta estaba mi vida terrena, el tiempo ya no existía, y mi espíritu, libre ile sus cadenas y renacido, presentía su parentesco y su origen.» [FH, 71. 29 FH, 7.

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La mística del momento pleno irrumpe con fuerza tras la resacralización de lo real propiciada por el amor. Ahí se descubre la belleza de la tierra. Podemos decir que este amor es la belleza de la interiori­ dad narcisista, tanto como la belleza es el amor de la exterioridad, la dimensión cósmica del amor. En todo caso, sin la mirada del amor no hay belleza; sin belleza, el amor no adquiere su dimensión terrena, ob­ jetiva. Pero no existe aquí esa aguda conciencia de la diferencia y los contrapuntos que funda el principio de realidad. La técnica de la novela, que asume la idealización y el fracaso co­ mo inevitables tramos de la órbita excéntrica, resulta muy visible aquí. Ya en el anterior fragmento de Waltershausen, la novela se vertebraba sobre la centralidad de la experiencia del amor —el hombre no ha si­ do creado para lo individual, dice finalmente— y su tragedia. La clave se nos abre con la imposibilidad del amor, desde luego. Platón es re­ cordado y olvidado. Recordado porque el amor sólo es posible donde media una instancia ideal buscada. Olvidado porque el amor, en Hólderlin, no se plantea entre dos seres iguales que buscan juntos la Idea, sino, más cristianamente, entre alguien que merece ser amado, dada su perfección, y alguien que ama. Los textos de Hegel sobre el amor del caballero por su dama, y su confesión de lo extraño que debería resultarle a un griego tanto la idealización de aquel objeto como la su­ blimación de ese amor, vienen a expresar la misma idea. El texto del fracaso de este tipo de amor es el siguiente: «¿Por qué tenía que exigir que lo magnifico fuera mío, no necesitando de mí. Ahora veo claro cómo yo no era absolutamente nada para ella.»30 Un amor que se orientó hacia el Sol no podía aspirar seriamente a la realización, sino a idealizar la realidad amada para así revestirla con la corona radical de la nostalgia, de la pérdida. Así se peraltaba el valor del sujeto y se sublimaba el deseo, concentrándose las experiencia íntimas en algo que parecía una realidad con sentido. Ahora, en la medida en que se inicia una dialéctica con personas, la potencia narcisista complica su proceder. Así se quiebra el idilio y el hombre puede seguir su camino en la órbita. Pero el sujeto sigue sin renunciar a la omnipotencia de su deseo. Sólo que ahora dará un paso muy arriesgado. Podríamos decir que la experiencia de Hólderlin no puede efec­ tuarse sin esa mistificación del fracaso amoroso, que acaba divinizando la persona amada. Esta divinización, de hecho, resulta muy cercana a la construcción de un fetiche. Su origen no está en el obstáculo que la 30 VpH, 30.

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persona amada opone a su idealización, sino justamente en la consu­ mación de esta idealización. Su efecto, sin embargo, sólo aparente­ mente resulta contrario al efecto del fetiche. Si el objeto de nuestro amor es perfecto, comprendemos y perdonamos que no nos ame. El truco es muy claro y está diseñado a la medida de ocultar el narcisis­ mo: el fracaso no se explica por el mero desencuentro entre dos perso­ nas —bien poca cosa en el marasmo del universo—, sino por la divi­ nidad de una de ellas. Esa divinidad, al rozarme, me eleva a único, y así convierte en sagrado hasta mi dolor. Si rocé un dios, todo lo mío puede ser divino. Así, una idealización abre el camino a la sublima­ ción del amor. De ser divino el objeto, ahora lo es el sentimiento. Si dirijo mi amor hacia todo, lo convierto en divino. Así se inicia el ca­ mino de estar en todo. Hiperión persigue el camino típico del ensayo narcisista. Lo decisi­ vo es que esta experiencia, central ya en el fragmento de Walterhausen, se reconvierte ahora, en el TkaUa Fragment, en una trama más de la gran órbita de la experiencia humana. Pierde centralidad y grandi­ locuencia. Lo que antes era una página entera de lamentos, se concen­ tra en una breve alusión. Lo que se presentaba como un punto negro de vida, ahora se somete a una dialéctica superior que se comprende ordenada. En el fragmento de Waltershausen el poeta decía: «¡Me gustaría tanto decirme que volveré a encontrarla en algún mundo leja­ no de la existencia eterna!»31 En el Thalia-Frogmmt se limita a la segura afirmación: «Sé que la volveré a encontrar en algún período de la eterna existencia.»32 ¿Que ha cambiado? Mundo por período, soledad por compañía. En el verano de 1794 Melita sigue su andadura a solas; en el otoño de 1794 ya se impone el pensamiento del carácter cíclico de toda expe­ riencia. Ahora, Hiperión sólo tiene que despedirse de su amada espe­ rando encontrarla en la próxima vuelta del camino, esa órbita que gi­ ra de manera continua. La dimensión cosmológica del amor ahora se hace presente: no es una experiencia cerrada, en sí misma válida, sino la autoconciencia de la profunda hermandad de todas las cosas. De es­ ta sublimación incondicionada del sentimiento del amor proceden las certezas de Hólderlin: «Porque lo que está emparentado entre sí, no puede huirse eternamente.»33 Y sin embargo, la pregunta con la que 31 VpH, 30. 32 FH, 7. 33 FH, 7.

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concluía el fragmento Waltershausen no ha sido contestada: ¿qué hay al final de la órbita, hacia cuyo camino nos dirigió este amor? 6. Im iglesia invisible. Si bien el amor sublimado, como presentimiento de la unidad de todo, nos orienta hacia la superación de la individuali­ dad, no cumple en sus formas elementales la dinámica de esta trascen­ dencia. El amor hermana el cosmos entero. Su fracaso no es motivo de escándalo: antes bien, conducido por una exigencia de sublimación, desemboca en una ampliación universal. El fracaso, junto a la distan­ cia de la idealizada Melita, generaliza el eco del amor y descubre su dimensión metafísica y supraindividual. La divinización de la persona amada lleva consigo la divinización de la fuerza que nos unía a ella. En esa ampliación se condensa el camino centrípeto de regreso al ho­ gar, sólo que ahora el hogar es la tierra entera. El hombre no aspira ahora al idilio primaveral y arcádico con la persona amada. Su insatis­ facción con toda forma fínita de amor le lleva a enlazar en la misma guirnalda a todo lo que presenta rostro humano. La comunidad, por primera vez, entra en juego transcendiendo místicamente el amor per­ sonal. Con ello se inicia la atormentada transferencia de categorías re­ ligiosas a la experiencias políticas modernas. Tras esta sobrecarga reli­ giosa de la comunidad, la iglesia universal de los espíritus también gri­ ta «Libertad, Igualdad, Fraternidad». Y así, con una proverbial ino­ cencia, Hólderlin señala: «¿Cuándo llegará el reencuentro de los espí­ ritus? Pues una vez todos nosotros, según creo, estuvimos unidos.»3435 Tras la sacralización de la comunidad, reaparece la ontología. Esta­ mos ante una cosmología panteísta, con su amor y su belleza, con su alma y su cuerpo, con su exterioridad y su interioridad, todo ello co­ mo expresión y garantía ontológica de lo que otros, con más austeri­ dad, llamaron Contrato social.33 ¿Es todo esto republicanismo jacobino? Es más bien su radical su­ blimación. Esa comunión marca el punto álgido del movimiento cen­ trípeto. ¿Pero le está dado al hombre reposar en ese chispazo solar, íg­ neo, de la comunión de las interioridades espirituales en el marco de la comunión terrenal de la belleza? ¿O más bien debe reiniciarse de 34 FH, 7. 35 Para el problema de las relaciones entre Hólderlin y la teoría del Contrato Social de Rousseau, cf. el trabajo de Jürgen Scharfschwcrdt, «Hólderlins Interpretation des Control Social in der Hymne an die Mcnschhcit», en J. der dcutvhm SchillergeseUschqft, 14 (1970), 396ss.

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nuevo el ciclo hacia las frías periferias? El hombre que pretende la co­ munidad perfecta sobre el bello suelo patrio, ¿no resultará expulsado de nuevo hacia la cruda y fría individualidad? ¿Y por qué mecanismo? ¿Y cómo encontrará de nuevo el camino de regreso? Pues, ¿debemos pensar que el ciclo impone el eterno retomo?, ¿o más bien el ciclo im­ pone la unicidad de la experiencia, y con ella la muerte? ¿Cuáles son los problemas intemos de la constitución de la comunidad y su drama, cuando se ha foijado reproduciendo el narcisismo del sujeto indivi­ dual? ¿Mediante qué procesos el héroe político, lleno de amor y testi­ go de la belleza, el tejedor de la comunidad, vuelve a quedarse solo? ¿Mediante qué acción reconquistará su interioridad y su dignidad, su dios y su belleza? ¿Acabará entrando el héroe en el camino de la críti­ ca, eliminando los mecanismos de idealización y sublimación, o final­ mente cederá ante ellos, en el único punto al que con seguridad llega el narcisismo, en el punto de la muerte? El Fragmento Tkalia cierra su propuesta con esta ambigüedad. Insis­ te en la experiencia de amor con Meliia y nada nuevo aporta categorialmente a lo que hemos establecido. El relato se concentra en esta etapa de la órbita, y sólo resulta relevante porque expone con claridad la simbologia de la luz —transcendental de la belleza del mundo— y la insistencia en la interioridad como lugar del amor.36 A la vez que renueva el problema de la Arcadia,37 Hólderin subraya la multiplica­ ción del amor y su proyección política para «caminar entre un pueblo sin tacha». En suma, nada nuevo respecto de la descripción de la tra­ gedia del amor individual, pues en esa mínima relación no puede re­ sultar colmada ninguna interioridad auténtica. Y sin embargo, en el amor a Melita, ya refugiada en la verdad y el bien38, Hiperión puede encontrar el camino del amor central y único, tras la conveniente ca­ tarsis de la desesperación y de la soledad. Qué duda cabe que esta parte apenas resiste una lectura en tono irónico. Mas debemos retener, en conclusión, que la experiencia del amor frustado, antes que cami­ nos hacia la salud, abre nuevas estancias de la interioridad narcisista. A su través, el hombre adquirirá energías para seguir su órbita. El fra­ caso de Melita es garantía de continuidad de la experiencia del sujeto: al ser consciente de que el hombre, capaz de un amor ahora univer36 «mi interior», «espíritu», «mi corazón», se repiten machaconamenic en las páginas FH, 11. 37 FH 11. 38 FH, 17.

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sal, goza de la vida unitaria e infinita, y tiene en ello su riqueza, Hiperión aprende «a conocer la parte más noble y poderosa de mi ser, [... a volver] mis ojos hacia lo autónomo indomable y divino que, al igual que todas las demás cosas, también existía en mí.»39 Cuando esto su­ cede, tenemos el siguiente tramo orbital. La sublimación resulta clara: «Entonamos cantos sagrados por todo lo que existe, lo que sobrevive bajo mil formas, por lo que ñie, es y será, por el vínculo indisoluble de los espíritus y por cómo ellos han sido siempre Uno [...] y todos nues­ tros ojos se llenaron del sentimiento de este parentesco y esta inmorta­ lidad.»40. Ahora podemos detenemos en la palabra central: el Uno impone el parentesco universal y por eso es garantía de inmortalidad. El amor es algo más que la interioridad y la belleza es algo más que la intui­ ción estética. Es el camino para la intuición intelectual, para entrar en el conocimiento de lo Uno. Aquí se nos entrega la experiencia de lo que otros sólo alcanzan por la especulación. El ciclo parece cerrarse en­ tonces al final de la obra, y la palabra inmortalidad nos recuerda que es­ tamos ante una revisión del Postulado kantiano, realizada desde el su­ puesto ontológico de la unidad de todo. La órbita excéntrica parece un complejo camino de muerte y resurrección, de vejez y rejuveneci­ miento, de soledad y de amor, de infancia y de madurez inocente. «La ingenuidad e inocencia de los primeros tiempos muere para reapare­ cer en forma de una cultura consumada.»41 Tenemos así los dos mo­ dos posibles de la existencia humana reunidos secuencialmente en la órbita descrita. En realidad nada de esto sucede. El fínal, lleno de lágrimas, canta­ do y expuesto en un reducido circulo de iniciados, es anticipado en su expresión, pero no realizado. Lo que dicen los cantos exaltados de los presentes en la cueva de Homero no se realiza en el final de la órbita. Solamente demuestra la autoconciencia presentida y anticipada del ideal. Como en el momento fundacional de la iglesia, los discípulos se dictan su certeza y su fe, antes de separarse y ponerla a prueba. El presente, ese presente del que Hiperión no quiere hablar, es bien dis­ tinto. Cuando el poeta exclama «Nosotros no somos nada, aquello que buscamos lo es todo», nos damos cuenta de que el ciclo comienza de nuevo, ahora desde la experiencia del eremita. La radical identifica39 FH, 18. 40 FH, 19. 41 FH, 20.

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ción con el mundo, ahora, da paso al radical extrañamiento. Entonces el narcisismo se muestra como la propedéutica del nihilismo. Destruido por el amor imposible, pero alimentado por las sublima­ ciones subsiguientes, Hiperión prosigue el ciclo de su órbita, y se aleja «de una tierra a la cual ya no pertenecía.»42 No debemos suponer que el sentido de la metáfora está decidido desde el principio. El proceso de construcción literaria, como el de la vida, exige una reinlepretación perenne. En todo caso, «el inconcebible amor» es una conquista ya se­ dimentada en Hiperión. Sólo que más allá de la amada, del pueblo sin tacha, para el eremita, el que se retira de todo lo viviente, el grito que reclama amor emerge «desde lo profundo de la tierra y del mar». Na­ da está decidido. El ante-final es un acorde platónico, una mera apos­ tilla a) Lisisr. la búsqueda sigue, y sólo los amigos permanecen y se en­ cuentran en la búsqueda, que se entreteje de cercanía y lejanía. El fi­ nal es más bien una evocación del futuro en el que la sombra de Empédocles comienza a dibujarse: «Ha de desvelarse algún día el gran misterio, del que espero la vida o la muerte.»43 III. L a

e x pe r ie n c ia ije ia e s p e c u l a c ió n : y H ó l d e r ijn

F ic h t e

E x cu rsu s

so bre

I. El alma de Jena. Con este alma llega Hólderlin ajen a y se enfrenta a la figura de Fichte. Fue inevitable el impacto, del que tenemos una precisa noticia en la carta a Neufier, de noviembre de 1794. Era de suponer que un lector continuo de Kant y de Jacobi no se mantuviera acríticamente vinculado al nuevo curso de la filosofía de Fichte. Cuan­ do éste se atiene al juego de las relaciones entre el Yo y el No-Yo (o naturaleza), reproduce la geografía conceptual kantiana y sigue fiel al proyecto ilustrado-moral, al que le brinda el pathos adecuado a los nuevos tiempos revolucionarios. Pero esta misma ccntralidad de la moral, característica del proyecto ilustrado, era tan problemática para el lector que ya se había apropiado del ensayo de Schiller de sintetizar la moral con la dimensión estética, como para el poeta que había pe­ netrado en las profundas relaciones entre la belleza y el amor, entre intuición sensible e intuición sentimental de la unidad y hermandad de todas las interioridades. Asi que el titanismo moral de Fichte debía 42 FH, 22. 43 FH, 24.

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HOIDERUN ANTES DEI. HtPERJOH DEFINITIVO

chocar con las categorías de idilio, con las que Hólderlin había dibuja­ do la órbita de Hiperión. Pero no solamente esto: la ontología sobre la que trabajaba Hól­ derlin, anclada en una radical unidad de todas las cosas, única garan­ tía del idilio del amor, tenía que enfrentarse a la ontología con la que trabajaba Fichte, de hecho, una escisión entre Yo y No-Yo insupera­ ble. En el fondo se trataba de lo mismo: la problemática del idilio, ya como punto de partida, ya como punto de llegada, exigía una ontolo­ gía que Fichte no estaba dispuesto a defender. Por lo demás, la centralidad del Yo fíchteano reclamaba el carácter absoluto de la praxis moral. Hólderlin no lo pasó por alto. Y sin embargo, para entender bien este tema, necesitamos otras referencias, otros textos, otros en­ cuentros. Debemos revivir algo de lo que se dijo en aquella ciudad a la que Hólderlin llegaba, en otoño de 1794. En la ciudad de Jena, en el Collegium cercano a la Johannesplazt, en septiembre de 1794, se alzó la palabra más extraña de cuantas ha­ bían sonado jamás en la pequeña ciudad. Nadie, ni siquiera Descartes, había sido portador de una certeza semejante. La palabra resonaba lu­ minosa en el gesto retórico, pero su evidencia era hueca y formal. No estoy convencido de que podamos entender esta palabra. En estos mis­ mos meses, el joven pietista, imbuido de espíritu apocalíptico y de es­ peranzas escatológicas, amante del Evangelio de Juan, llegaba a Jena, dispuesto a impulsar la filosofía que significaba la revolución de los es­ píritus y la fundación de la genuina religión popular. Fichte representó para él la muerte del viejo espíritu. Este joven, nada más llegar, reci­ bió con aplicación el primer cuerpo de la Grundlage, que hemos inten­ tando exponer otros lugares. Lo que nos interesa ahora no es lo que pensaba Fichte, sino descifrar lo que entendió este joven. Pues las fragmentarias reflexiones del poeta se consideran cada vez más decisivas para la evolución del idealismo alemán. Las obras de Dieter Henrich, de Póggeller, de Jürgcn Stolzenberg y de Tilliette, así lo confirman. Y sin embargo, no podemos evitar la sospecha de que se trata de una sublimación más, una sublimación de segundo grado, propia de una escolástica de dudosa vida. Debemos acercamos a estos temas con cautelas, por tanto. 2. Intuición Intelectual, Intuición Estética y Ser. Las primeras reflexiones so­ bre el impacto Fichte se pueden encontrar en la carta a Hegel de 26 de enero de 1795. Aquí, Hólderlin, tras rechazar la posibilidad de aproximarse mediante el juicio a la estructura del Yo absoluto de Fichte, extrae una consecuencia: este Yo absoluto no es nada para naso-

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tros, en la medida en que no es posible un juicio de identidad o de di­ ferencia. Por eso «en cuanto no tengo conciencia, soy nada para mi y el Yo absoluto es (para mi) nada». Posiblemente cabría decir que en la intuición intelectual sucede realmente asi, dado que tampoco deja en pie un juicio de identidad o de indiferencia. Pero justo ahi reside la clave: lo propio del Yo es tener conciencia de sí, y ésta es inviable sin el juego de la idenddad y la diferencia, sin el juicio. Sin estas herra­ mientas, el Yo deja de ser tal. Pero esta objeción respecto del Yo absoluto de Fichte no afecta al ser. Para el ser no es esencial la conciencia de sí. Un Yo sin concien­ cia de si es nada. Un ser sin conciencia es más ser, ser sin escisión, ser sin diferencia. La disolución de la conciencia no es la disolución en la nada, sino la disolución de dos extremos diferentes del juicio en la uni­ dad del ser. La nada que se obtiene cuando se disuelven los elementos de un juicio no es una nada, sino nulidad de las diferencias finitas, dadas a una conciencia, para que brille el ser en la unidad. Así que el Yo absoluto de Fichte es nada y por eso no puede ser lo absoluto; pe­ ro el yo finito sólo puede dejar de ser finito para perderse en la uni­ dad indiferente del ser. La ontología ya prepara la teoría de la trage­ dia. Hay otros cuatro detalles importantes en esta carta. El primero nos dice que todos estos pensamientos los escribe Hólderlin después de haber leído las primeras páginas de Fichte. El segundo, que esto lo pensó inmediatamente después de haber leído a Spinoza, aunque hay que entender aquí las Cartas sobre la doctrina de Spinoza, de Jacobi. Ter­ cero, Hólderlin expresa sus reservas a la idea de oposición entre Yo y no-Yo y a la idea fichteana de esfuerzo. Todo esto es genuinamente importante. Cuarto y último: Hólderlin ha escrito sobre todas estas co­ sas en Waltershausen. Sean cuales sean los escritos a los que Hólderlin se refiere aquí, parece que, efectivamente, la evolución de esta temáti­ ca, y su implícita contraposición a Fichte, debe perseguirse en los pa­ peles preparatorios de Hiperión. Además ya en el Fragmento Thalia, escri­ to antes del otoño de 1794, hemos visto que domina una ontología del idilio, no una ontología de la acción. Veamos muy brevemente estos pequeños detalles. Ni la época, ni el propio Hólderlin, pudieron neutralizar los ma­ lentendidos inevitables de la gran obra inicial de Fichte, la Grundlage. Pues la publicación del primer cuerpo del tratado exigía una exégesis precipitada, provisional, sin el apoyo y la concreción filosófica de la obra completa. Para Hólderlin, que trabaja con las categorías alcanza­ das mediante la lectura de Kant y Jacobi, el primer cuaderno de la

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Grundlage no podía sino concitar dos sospechas: dogmatismo y spinozismo. La afinidad con el pensamiento moral de Kant, reconocible tan pronto se despliega la Grundlage en la segunda parte, o tal y como se concretaba en las Lecciones sobre el Destino del Sabio, quedaba oscurecida por el aparato especulativo de los primeros principios de la parte teó­ rica. Estos principios, leídos por Holderlin quizás antes de llegar a Jena, no podían ser fácilmente aceptados por el poeta. Pues escapaban al círculo de problemas kantiano-schillerianos y a la reconciliación de los dualismos teórico—prácticos en la esfera estética, superación en la que Holderlin mismo se ocupaba. Tenemos, por tanto, —y este es un resultado básico— que Fichte se elevaba a una efectiva especulación que partía de lo absoluto, pero, al no ser sensible en modo alguno al papel resolutorio de la esfera es­ tética, su especulación se centraba en la preparación de la praxis infi­ nita del hombre, reclamada desde un absoluto como Yo. Schiller esta­ ba en lo cierto al identificar el papel de la estética como mediación hacia el idilio, pero no había logrado exponer sus planteamientos en el conveniente lenguaje especulativo. La síntesis era inevitable: llevar el pensamiento schilleriano de la estética — que era de hecho el kantiano— al nivel especulativo apropiado, mediante la discusión con Fichte. La carta a Hegel no deja lugar a dudas. Pues allí se aplican a Fichte las categorías del resumen que el propio Holderlin realizó de Las Cartas a Mendelssonh sobre la Doctrina de Spinoza de Jacobi. La tesis se puede resumir fácilmente: Fichte ha ido más allá de Kant, hasta el dogmatismo, porque «aspira a pasar por encima del hecho de la conciencia en la teoría». Las categorías aquí son estrictamente kantia­ nas: Fichte hace afirmaciones trascendentes. Esta dimensión trascen­ dente se alcanza porque Fichte ha entregado al Yo las categorías pro­ pias de la sustancia spinoziana. Esta, según había resumido el propio Holderlin, no puede caracterizarse como conciencia, pues para ella no hay objeto alguno, ni concepto, ni voluntad.44 La clave de la para­ doja fichteana consistía en caracterizar como Yo a esta sustancia que no puede ser consciente de sí. Asi que, o bien la sustancia era cons­ ciente, Yo, y entonces no era absoluta; o bien era absoluta e incons­ ciente, y entonces no se entendía muy bien por qué llamarla Yo. Lo decisivo consistía en que el absoluto en sí no podía ser nada para si. Inmediatamente al menos. Estas paradojas son centrales, y prefiguran 44 Hegel, Escritos dejuoentud. PCE. Madrid, 1978, pág. 15-6 [en lo que aguo F.J.|

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un hecho: que la aproximación a la ontología desde la estética no puede mantener la centralidad de la autoconciencia, ni el carácter absoluto de ninguna noción de yo. La consecuencia de todo ello no podía ser otra que la retirada de la centralidad de la praxis, mediante la cual el yo buscaba una imposible soberanía sobre el ser, un imposi­ ble estatuto absoluto. El estado final del narcisismo no podía ser prác­ tico, sino estético. Como sabemos, Schelling, en su carta a Hegcl de febrero de 1795 aceptará el reto de establecer una síntesis entre idealismo y espinosisino. Le bastará con recordar que en el campo de la especulación no estamos en el terreno de la teoría, sino en el de la libertad. Esta liber­ tad es absoluta porque no se halla determinada por objeto o concepto alguno. 1.a identificación natura naturans y yo absoluto libre se hace asi factible.43 La natura naturans devenía la libertad inconsciente de la ima­ ginación originaria. Schelling, sabedor de la oposición a Spinoza que se desprende de este pasaje, se ve obligado a afirmar justo lo que Spi­ noza negaba de entrada: la creación desde la nada por parte de un yo.*46 Pero Holderlin no repara en esta posibilidad, por lo demás sólo provisionalmente afirmada por Schelling. Más allá de la apariencia dogmática de la nueva filosofía y su pro­ blemática interna, lo decisivo a nuestro entender, y entramos en el ter­ cer detalle de la carta a Hegel, son las relaciones que se generan entre el yo y el no-yo finitos desde la premisa especulativa de la creación in­ consciente a partir del yo libre absoluto. Pues estas relaciones son oíros tantos mecanismos de la construcción, y aún mejor, de la eterni­ zación de la idea de sujeto. Pues en Fichte esta relación se teje en fun­ ción de la idea de obstáculo — IViderstand— y de esfuerzo, —Streben— De esta forma, Fichte prevé que el sujeto se construye mediante los procesos ascéticos del trabajo, desplegados al infinito. Esto es lo que le parece a Holderlin «ciertamente extraño». Pues esta oposición radical entre el yo y el no-yo, entre sujeto y objeto, indefinidamente afirmada, resultaba inexplicable desde la unidad de su fundamento absoluto. Por lo demás, la idea de la oposición práctica fichteana retrocedía frente a posiciones filosóficas que la Crítica del Juicio ya había conquistado. Asi que, ante Fichte, Holderlin se loma consciente de algo sencillo: la cen­ tralidad de la moral olvida el despliegue de la estética. En este sentido, Fichte, apegado a la praxis, no está en condiciones de reconstruir el « E.J. 39. 46 cf. E.J. 15.

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HOIJ3F.RUN ANTES DEl. HfPFJUOfí DEFINITIVO

problema del Hen kaí Pan más que a través de una victoria incondicio­ nal de la praxis moral sobre el mundo. No la unidad de todo lo finito en el ser, mediante una genuina fusión, sino la oposición eterna entre el yo y el ncr-yo, en la que se resuelve la aspiración a la unidad abso­ luta de una acción sin obstáculos: ése es el destino del hombre desde Fichte. La diferente comprensión de lo absoluto como ser o como acción no era aqui baladí: determinaba una política de reconciliación por la intuición estética o por la acción inflexible del yo finito soberano y do­ minador. Determinaba, igualmente, dos formas de idealizar el sujeto y, por tanto, dos formas de narcisismo: la del sujeto negador del noyo, dominador de la tierra, que sólo se vería reflejado al final de los tiempos ante el rostro del yo absoluto, o la del sujeto que, consciente de la desesperación propia de este héroe ascético fichteano, se confor­ maba con perder su reflejo en la unidad del ser. En ambos casos, sin embargo, se trataba de la misma aspiración a la reconciliación perfec­ ta entre el hombre y su idea, ya fuera mediante el proceso de lucha eterna o mediante el idilio de la muerte. Holderlin era sincero al reconocer que el estudio de la filosofía kantiana le había acostumbrado a examinar antes que a aceptar.47 Y ya vemos que eso es lo que hizo con Fichte. Ante todo, en los meses siguientes, reconoció que la moralidad de Kant y la de Fichte eran coincidentes, pues ambas se centraban en definir las relaciones entre el yo finito, su aspiración infinita y el objeto extemo como obstáculo y resistencia. Fuera del ámbito de la especulación, Holderlin identifica los temas sin dificultad. La ley sagrada de la moralidad es también la ley sagrada de la humanidad.48 La definición de derecho, de propie­ dad, de libertad y de igualdad se derivan de aquí con claridad. Igual­ mente se impone la creencia en la permanencia infinita del hombre y en el infinito progreso, y por ende la creencia en el Dios de los Postu­ lados kantianos, como señor de la naturaleza. De hecho, Dios debe querer que el hombre triunfe en este empeño por reunificar libertad y necesidad, finalidad y naturaleza, dignidad y felicidad. Mas si esa reu­ nificación sintética había de triunfar, entonces se abría camino una li­ bertad que no era monopolio del yo, sino también de la natualeza, del no-yo, y en la que ambos eran Uno. Por esta estrecha senda de tomar en serio el pensamiento de la sintesis se abría camino un nuevo pensa47 Carta al hermano, 13 de abril de 1795. 48 idírriy C 240-1.

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miento especulativo. En la medida en que la intuición estética antici­ paba esta síntesis, el momento de la reunificación ya no se proyectaba a un futuro imposible, sino a un presente pleno que daba contenido a la noción de amor, de belleza, de idilio. De hecho, la Critica del Juicio había elaborado el mapa de esta nue­ va geografía conceptual, pues allí la naturaleza se presentaba libre, ca­ rente de señor, capaz de entregamos de forma generosa sus objetos como Gunst, como favor. Schiller había hablado de la belleza como li­ bertad en la aparición de las cosas, en la revelación de la naturaleza. La belleza no impone un señor de la naturaleza, ni sabe de obstáculos, ni de resistencias, ni de permanente escisión, sino que fuerza a una li­ mitación interna en nuestra pretensión activa por cuanto, en lo bello, la naturaleza, el no-yo de Fichte, nos sale al encuentro con su propia libertad, sin ser dominada, a ñn de propiciar la reconciliación y la sín­ tesis con el hombre, de restablecer el ser más allá de todo juicio. De hecho, la estética restituía el momento contemplativo necesario a toda subjetividad ideal y, de esta forma, denunciaba la contradicción inter­ na de la filosofía de Fichte. Pues si el sujeto aspira eterna e inútilmen­ te a encontrar una imagen ideal de sí, pronto prenderá en su seno la desesperación de un proceso que sólo genera negatividad y vacio. El sujeto que en la intuición estética deja brillar el mundo, alcanza un punto de reposo en el que la disminución de la autoconciencia queda compensada por el aumento de la humanización de la naturaleza. En este contexto tiene lugar la carta a Schiller de 1795, en la que, por fin, Holderlin se replantea la cuestión de lo absoluto más allá del ámbito del «sistema de la acción» y el «sistema del pensamiento». Sin duda, el motivo de escándalo es, una vez más, el progreso infinito co­ mo estructura insuperable de la acción. «Intento mostrar —dice— que la reunificación del sujeto con el objeto en un absoluto —yo o como se quiera denominar— es posible estéticamente en la intuición intelec­ tual, pero tanto teóricamente, como para un sistema de acción, sólo lo es mediante una infinita aproximación.»49 Por lo tanto, Holderlin acepta la mediación estética, más radical que la moral y que el cono­ cimiento, como anticipo presente de la síntesis utópica de la verdad y de la bondad en el ser. Schiller, sin embargo, se había referido a esta mediación estética ya como síntesis y como idilio, incluso como estado absoluto del hombre. Al identificar dicho estado con la época de los griegos, la estética descubría su potencia como filosofía de la historia. 49 Carta de 4 de septiembre de 1795.

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HOLDERLIN ANTES DEL HIPEMOS' DEFINITIVO

Pero apegado a la objetividad de lo sensible, Schiller buscaba el géne­ ro y la obra de arte, la tragedia imposible que mostrara su síntesis. Hólderlin, mucho más al tanto del lenguaje especulativo postkantiano, en­ cuentra en la intuición intelectual la vía de acceso al ser,50 antes de enfrentarse a los problemas prácticos de la obra de arte capaz de en­ camar esta ontologia. Mas todo esto fue posible por su conocimiento del lenguaje especulativo, por su lectura de Jacobi y de Kant, lectura si se quiere elemental, pero justo también por ello fundamental. El es­ crito sobre «Juicio y Ser» lo deja perfectamente claro. Allí se describe de forma especulativa la crítica a Fichte y se eleva la intuición estética a experiencia de la unidad del ser. 3. Juicio y Ser. En este contexto debemos situar el escrito central de Jena sobre la ontologia. Dieter Henrich ha propuesto que el manuscrito titulado por BeiBner «Juicio y Ser», debe corresponder a la primavera de 1795, y que responde a Fichte, en modo alguno al texto de Schelling sobre el yo, que sólo vería la luz en septiembre.51 También ha defendido que «el contenido del primer pensamiento “ser”, que Holdcrlin pone al comienzo de la filosofía, es completamente distinto del principio “yo” puesto por Fichte. Pero su lugar en el proceso de fundamentación filosófica, y el modo de argumentación, que establece su introducción como imprescindible para la demostración, parece ser sin embargo completamente el mismo.»52 Pues bien, creo que hay en este texto una crítica a Fichte. Pero no veo la crítica allí donde la ve Henrich. Se trata de un ensayo en el que Hólderlin trata de apropiarse de las posiciones de Fichte, y en cierto modo lo consigue. Lo que Hólder­ lin señala es que ser, en la medida en que es absoluto, no es autoconciencia, ni puede decir yo, ni tiene reflexión, ni separación o juicio de la unidad de Tal y Handhtng. Todo esto lo afirma Fichte y el propio Hólderlin lo sabe, como se pudo ver en la carta a Hegel de 26 de ene­ ro de 1795.53 La clave de la filosofía de Fichte reside en que la aproxi­ mación a lo absoluto se lleva a cabo mediante la lógica. La filosofía lle50 cf. Al Dios de la juventud y a la naturaleza, StW, I, 189-191, que son las poesías de esta época. Cf. pág. 198. 51 Henrich, Der Grand in Bcwusstsein, Klctt, Stuttgart, 1992, n. 64, pág. 781-3 52 Henrich, op. di. pág. 95. 53 Allí Hólderlin reconoce que Fichte quiere ir más allá del hecho de la conciencia, y habla de su Yo absoluto en el que «no es pensable ninguna concien­ cia» [ EJ. 57]. Por tanto, resulta claro que en el Yo absoluto no hay conciencia, ni objeto, ni diferencia ni juicio.

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ga a conocimiento de esta unidad absoluta de acción y hecho, en si misma incapaz de autoconciencia, mediante la síntesis lógica de un juicio. Esto es: la unidad suprema se vierte en una síntesis suprema y por eso en juicio supremo. A este primer principio llegamos entonces por «el juicio absolutamente válido de que ambos son enteramente uno, o absolutamente puesto: de que el yo es porque se ha puesto.»54 Hólderlin no discute que la misma estructura del juicio sea sintéti­ ca. Cuestiona que el juicio nos rinda la unidad suprema. Para él, la estructura del juicio supone una diferencia, señala un escisión y exige, por tanto, una unidad superior. Fichte, que podría asumir con Hólder­ lin que la unidad absoluta es ser, defiende que éste se capta por la es­ tructura del juicio. Hólderlin cree que sólo se capta cuando la estruc­ tura del juicio queda clausurada, fundidos los dos extremos que el jui­ cio une. Hólderlin cuestiona que el juicio sea buen camino para cono­ cer la unidad de ser. Pues el juicio es para él una operación de síntesis de lo distinto y de lo cortado. Para conocer la unidad del ser, ya lo su­ ponemos, es preciso el silencio de los juicios. Mas en ese territorio del silencio, desde Kant, siempre se abría la plenitud de la intuición. Sin embargo, todavía no hemos llegado al punto central. Se trata de saber qué es la unidad del ser, para decidir si el juicio es o no el camino apropiado como forma de conocimiento. Y para Fichte esta unidad de ser es en sí mismo la síntesis de acción y resultado. Por eso el juicio puede imitar esa unidad sintética originaria. De hecho el jui­ cio aquí es síntesis sobre todo porque incorpora implícitamente la cláu­ sula weil, una cláusula que vincula fundamento y fundamentado. Para Hólderlin, por el contrario, juicio no es la unidad sintética producida por la cláusula wál, sino unidad explícita en la cláusula «es», unidad absoluta que implica la indiferenciación55. Por eso el único camino pa­ ra conocer lo absoluto implica la catástrofe de todas las formas del jui­ cio de identidad. Hólderlin conecta con esta catástrofe la emergencia de la intuición intelectual. La diferencia entre nuestros autores refleja, en todo caso, una reducción de la noción kantiana de juicio, siempre plural. Frente a la compleja trama de las funciones sintéticas kantia­ nas, Fichte privilegia la función de causalidad, mientras que Hólderlin privilegia la de identidad. Pero estos privilegios responden, a su vez, a otro motivo: que la 54 Grundtage, ed. F. Meiner, pág. 16 55 «Ser expresa la ligazón de sujeto y objeto, [...] ser pura y simplemente, co­ mo ocurre en el caso de la intuición intelectual».

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HOLDERIJN ANTES DEL HIPFJUOX DEFINITIVO

Wesen del ser absoluto es acción para Fichte, acción que en sí misma ya posee la estructura misma de la fundón sintética del juicio porque. Pero el ser de Hólderlin no es acdón, sino unidad indiferente. Es más: la aparición de la Urteilung, la primera acción propiamente dicha, apa­ rece en Hólderlin bajo el rostro de lo mítico, esto es, como un suceso inexplicable e infundado, arbitrario en su presencia. La Urteilung origi­ naria entre yo y no-yo fue deducida, en el discurso de Fichte, por la propia esctrucura de la acción absoluta, tal y como se narra en la Doc­ trina de la Ciencia. Por tanto, es verdad que existe una contraposición entre Hólderlin y Fichte, pero la clave reside en la comprensión misma del ser como acción o como indiferencia. La primera comprensión impone que la estructura misma del ser sea un juicio, una síntesis de la acción y lo actuado [Tathandlung]. La segunda implica disolución de los términos del juicio, la unidad de los elementos de la síntesis. Esta catástrofe de las categorías lógicas de los juicios señala la afinidad electiva entre la intuición intelectual de Hólderlin y la intuición estética de Kant y de Schiller, que desde julio del 1794 trataba de estudiar,56 y que siempre exigía poner punto y final a la perfección lógica de los conocimientos. Mas lo decisivo de esta filosofía consiste en el valor que encierra para el hombre. Si el ser absoluto es acción, el ser del hombre es acción y esfuerzo de síntesis. Si el ser absoluto es unidad, entonces el ser del hombre es unidad y disolución en el todo. Tras estos enunciados espe­ culativos siempre se dibuja, entonces, el mundo de los imperativos, de las actitudes; en suma, de la ética. Pues bien, y como conclusión de este epígrafe, armado con estas herramientas especulativas, Hólderlin vuelve, en la primavera de Jena de 1795, a la elaboración de su novela, de la obra de arte que debía encamar su teoría de la construcción del sujeto. Y así Hólderlin inicia un camino de artista más efectivo que el frecuentado por Schiller. La novela se desvela entonces más idónea que la tragedia para descifrar los procesos de construcción del sujeto. Además, con los hallazgos pro­ cedentes de su crítica a Fichte, Hólderlin está en condiciones de en­ frentarse a) sujeto hiperactivo fichteano que, en la nueva versión mé­ trica de Hipeñón, se presentará con los rasgos de un sujeto sin amor.

56 Carta a Hegel. EJ. pág. 50.

III. Hiperión: de la Reconciliación total al Ideal poético /. El mundo sin amor o el descamo fichteano. Hoy resulta sorprendente que en las contraposiciones entre Hólderlin y Fichte no se analice ante to­ do la versión métrica de Hiperión, escrita entre los años 1794 y 95, y la Juventud de Hiperión, de 1795, una vez que el poeta conoce los primeros escritos especulativos del idealista y los critica. Como acabamos de ver, Hólderin apuesta por la disolución, en la intuición intelectual, de las dualidades propias del juicio. 1.a intuición se mostraba asi como la vía temporal de acceso a este ser en el que cesan las diferencias y los juicios, la critica a Fichte era radical en la medida en que, incluso su primera posición especulativa yo=yo, albergaba una diferencia, l a autoconciencia en Hólderlin, encontrada a partir del amor, no podía ser el principio absoluto, sino sólo eco del origen común, vida del ser uni­ tario. Mas, con este planteamiento, Hólderlin alcanzaba algo nuevo respecto de la previsión utópica del proyecto ilustrado. Pues ya no se trataba de la identidad de sujeto y objeto, de libertad y de naturaleza, sino de una unión pura y simple de ambos en la indiferencia. La pri­ macía del ser está diseñada aquí para garantizar ontológicamente la experiencia del idilio, el foco solar de la órbita excéntrica en la que se construye el camino de la subjetividad. Al considerar ontológicamente derivado el estado de escisión, y sobre todo de yo, Hólderlin está en condiciones de asegurar en algún momento de la vida del hombre la intuición intelectual del idilio estético. Paradójicamente, tras este eco de la unidad del ser, que rebaja la vida del yo a mero fenómeno, se obtiene el suelo rocoso de una genuina subjetividad. Con ello, todo el sistema de los postulados kantianos, de la inmor­ talidad, de la providencia, etcétera, se tomaba inútil. La garantía de la síntesis entre el hombre y la naturaleza se encuentra en la propia uni­ dad primera del ser. Ser, aquí, es más básico que la posibilidad, de la misma forma que la intuición es más básica que el pensar. «No hay 47

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HIPEMOS: DE LA RECONCILIACION TOTAL AL IDEAL POETICO

posibilidad pensable que no haya sido realidad efectiva», dice Hólder­ lin en un momento de su ensayo sobre el ser. El idilio de la intuición estédca exige que la belleza y el amor sea, no que se produzca desde la acción ingente y heroica del sujeto. La comprensión radical de las categorías kantianas de la modali­ dad se produce al compás de una transformación de la especulación y de la función de la estética. En todos estos terrenos se verifica la pri­ mada del ser sobre la posibilidad. El idilio de la intuición intelectual, la cima de las reconciliaciones, no puede relegarse a un final del tiem­ po en si mismo imposible, sino que ha de ser efectivamente posible para el sujeto humano en la medida en que el ser es efectivo. Posibili­ dad es todavía aquí una mera categoría del entendimiento, frente a lo que sucederá en el escrito posterior, Das Werden im Vergehen. Aquello que corresponde a la razón, a lo incondicinado, tiene su asiento en el ser y en este mismo sentido es necesario. La conclusión, típicamente kantiana, establece que lo necesario y lo que tiene asiento en el ser no pueden canalizarse por el pensar ni por el entendimiento. En la medi­ da en que la intuición intelectual nos permite vivir en el ser, es de he­ cho una efectiva intuición estética. Con ello, Hólderlin encontró el ca­ mino para seguir pensado su Hen km Pan más allá de Fichte y de la centralidad de la moral. Pero sólo a costa de especular con elementos tomados de Kant y de Schiller: de este último, aceptó la primacía de la estética frente al pensar y a la moral; de Kant asumió el sentido de la estética, no como obra de arte producida por la libertad del sujeto, sino como acceso al ser, como donación entregada por la propia natu­ raleza en la intuición. Pero al proponer la prioridad del ser y de la be­ lleza, Hólderlin también se distancia de la filosofía de Schclling, para quien verdad y belleza eran formas del absoluto57, y de Fichte, para quien finalmente verdad, bondad y belleza se identificaban en el mis­ mo y utópico yo ideal, reflejo perfecto del yo absoluto.58 Para Hólder­ lin, más coherentemente, bondad y verdad eran formas de la escisión del ser. En su más profunda estructura, ambas eran formas de juicios. Sólo la belleza y el amor permitían un acceso al ser en la forma del ser, no en la forma de la diferencia. 2. Ser y órbita humana. Ahora podemos extraer las consecuencias de es­ tas categorías filosóficas para la construcción de Hiperión. Aquí sólo 57 Philosophie der Kunst, Werke, V, 370. 58 Anweisungen an der anseligen beben, Meiner, Hamburg, 1963, pág. 80.

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atenderemos a la cuestión que afecta directamente al núcleo de la ór­ bita excéntrica, y a la comprensión de su foco en términos de ser, y no de yo. Las dudas de Hólderlin respecto de Fichte, como vimos, re­ sidían en que el yo no podía ser absoluto sin negarse a si mismo, esto es, sin dejar de ser yo autoconsciente. La cuesdón es fundamental, ya que exigía que en el foco de toda la órbita, en el punto final del viaje humano, no se alojara el yo absoluto autocontrolado, sino el ser. Sólo esta tesis ya implicaba una denuncia de la centralidad de la figura del yo. Pues bien, la actítud crítica hacia Fichte, que se defiende en la car­ ta de 26 de enero de 1975, se despliega en la versión métrica de Hiperión hasta sus últimas consecuencias, como un testimonio de que Hól­ derlin no pertenece realmente a las formas de la cultura del idealismo subjetivo. Su patología no es la de la acción dominadora absoluta, si­ no una patología complementaría, que en cierto modo no se abre pa­ so sino reaccionando contra aquélla. La misma teoría de la órbita excéntrica se completa en esta ver­ sión métrica. Es cierto que sigue vigente la comprensión del ciclo Naiwra-BUdung-Nalura como una excéntrica, vale decir, como un orden im­ perfecto, si hemos de compararlo con la transparencia del orden de la circularídad. Pero, tras el contacto con la filosofía de Fichte, Hólderlin profundiza en el sentido del desorden del sujeto, al tiempo que pene­ tra en la estructura misma del yo, y sus posibilidades de existencia. Desde el momento en que la figura del yo sólo aparece en el camino de la órbita, y no en su origen, se impone la tesis de que su cierre y su clausura ordenada están ontológicamente amenazadas. La constitución de la subjetividad no ancla en el ser, sino en la escisión y en el juicio. En todo caso, el sujeto no es la figura originaria. Con la aparición de la figura del yo, el peligro del espíritu reside en perderse en un movi­ miento unidireccional, infinito, inercial, como un meteoro sin ruta al­ guna. El peligro es la línea recta de la filosofía de la historia, no la elipse más o menos imperfecta, mas siempre atada a su retomo. Esa linca recta puede disolver la dimensión ontológica que anida en la rea­ lidad del yo. Por eso, el peligro de la filosofía de la historia es el nihi­ lismo. El sujeto es ante todo tentación de alejarse de todo orden real. Lis dos posibilidades, la de la ilustración y la del idealismo, se mani­ fiestan aquí lúcidamente: mientras que una no pierde de vista el ser como lo originario, con el concepto de naturaleza, el otro bebe el vaso «leí subjetivismo y de la primacía del yo solitario hasta las heces. Des­ de aquí, Hólderlin iniciará una insegura ofensiva para entregar a la prepotencia del ser sus derechos. Con el tiempo, sin embargo, se hará en él la transparencia.

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MPFJUQN: DE LA RECONCILIACION TOTAL AI. IDEAL POETICO

Con la denuncia del sujeto fichteano, que insiste en una autoafirmación práctica indefinida, estamos en condiciones de precisar la alte­ ración del dibujo del camino orbital del hombre. En el Thalia-Fragment el esquema era el siguiente: Expulsión Tierra natal Hogar

\

Interioridad

Voluntad

Ser

Belleza

Comunidad

Universalización

X

Yo

/

— Amor

1. Órbita excéntrica en Hólderlin

La clave de este organismo era el senado de la interioridad que constitutía al yo desde el momento en que irrumpia el presentimien­ to y le permitía el descubrimiento del amor y de la comunidad de los espíritus, generadora de la utopia politica de la iglesia invisible. El yo es el punto más lejano del Sol, como testimonia el fragmento sobre las Cartas de Spinoza, al que nos hemos referido. En el primer cuerpo de la Grundlage, Fichte desaloja al ser del foco de la elipse. De hecho no era enteramente así, si se tiene en cuenta la totalidad de la obra. Pero con este aparente desalojo también resultan elimi­ nadas las demás instancias alimentadas por la cercanía del ser: la naturaleza, el hogar, la belleza sensible. Con ello, todo este comple­ jo universo de Hólderlin se resuelve en Fichte mediante un dibujo más lineal y sencillo: yo Yo Absoluto

Dominio \

/ No-yo

obstáculo ( \

^

Yo Ideal iComunidad

/ Naturaleza

2. Filosofía de la Historia en Fichte.

'^ H b to ria / Yo real

NARCISISMO Y OBJETIVIDAD. UN ENSAYO SOBRE HOIJJERUN

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En este movimiento, Fichte jamás pensó que el camino de dominio del yo sobre el no-yo fuese radicalmente contradictorio con la construc­ ción de una comunidad moral. Pues bien, sólo mediante la contraposi­ ción con esta interpretación de la filosofía de Fichte, adquieren relevan­ cia ontológica las categorías de Hólderlin. Como dice en un momento dado el héroe de La Juventud de Hiperián, se trata de comprender la po­ breza y la finitud del hombre.59 Pues bien, todas aquellas instancias que en nuestro primer cuadro eran reflejos del ser y limites para la centralidad del yo, desaparecen en el cuadro de Fichte. Paradójicamente, sin embargo, allí donde el hombre encuentra su limite, allí brilla su riqueza para Hólderlin. Cuando estos limites desaparecen, la pobreza se desbor­ da sobre el universo. Por eso las categorías de Fichte, al descubrimos el descarrío del hombre carente ya de realidades suprasubjetívas, permiten la genuina comprensión de la pobreza humana. De Tacto era justo como Hólderlin decía: la filosofía de Fichte no permitía ni idealización de ob­ jeto alguno, ni sublimación alguna de los instintos salvo el del esfuerzo. De esta forma, la filosofía de Fichte resulta denunciada como un errar por un mundo donde sólo el yo se idealiza a si mismo en su capacidad de dominio, respecto del orden relativo de la órbita excéntrica, cuajada de momentos platónicos de reconocimiento y de presentimiento. Allí donde el yo que presiente el amor debía iniciar su repliegue, car mino del regreso, en el momento extremo y lejano de la elipse, en el in­ vierno de la vida, tal y como era la previsión del esquema de Hólderlin en el Fragmento Thalia, sucede que, siguiendo el pensamiento de Fichte, el yo, armado sólo con su voluntad, se desvia de la órbita y describe una ecuante en la que gira eternamente perdido, solitario, incapaz de reconocer el amor que puede orientarle hacia el ser, autoafirmándose, cierto, pero sólo multiplicando por doquier su vacío y su soledad. El ex­ travio del yo, que es el extravío de Fichte, es la pérdida del amor60, la única fuerza que orienta en el regreso al hogar61. Repitamos aquí, como cautela, que este Hólderlin se organiza sobre la lectura del primer cuer­ po de la Grundlage. Cuando conocemos la obra de Fichte completa, en toda su amplitud, no podemos sino reconocer la paradoja de que Fichte fuera criticado con estos, precisamente con estos conceptos.62 59 VpH, 114. 60 VpH, 102.

61 «Había perdido casi por completo el gusto por las apacibles melodías de la vida humana, por lo doméstico e infantil» VpH, 71. 62 Para la exposición completa de la metafísica de Fichte, mi trabajo en Daiman, “La especulación de Fichte: Ser y el problema del nihilismo”, 135-155, del muñero 9 de 1994.

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m m u a ti:

df . la r e c o n c il ia c ió n t o t a l a l id e a l p o é t ic o

Esa ecuante que impide el regreso y genera vagar eterno, esa acti­ vidad en que se cansa el yo elevado a la centralidad, falsamente pro­ puesto como actividad absoluta, como esfuerzo permanente, describe la espiral reverberante de la dominación moderna.63 El yo, convertido en realidad central, describe los círculos del espíritu dominador y téc­ nico en el que se ha encerrado el sujeto racional moderno, incapaz de sostenerse en el sistema de equilibrios de Kant. Sin la orientación del amor, justo en el momento de la mayor distancia del hogar y de la in­ fancia, el ciclo de Matura-Bildung-Matura se altera esenciamente. Pues ahora ya no se trata de natura [expulsión] -BiUung [historia] -natura [re­ construcción], Ya no se trata de la tríada Idilio de la Arcadia- BUdungIdilio del Elíseo. Cuando el sujeto de la Bildung es el yo moral y domi­ nador, la reconciliación, la segunda natura, el idilio final, el camino ha­ cia el Elíseo, se aleja tanto más cuanto mayor es el esfuerzo. La tesis de Schiller, que antes fue kantiana, de que ese camino de Bildung tiene que contar con la ayuda y el don [(3unr¿] de la naturaleza, se torna así la sustancia de la tesis hólderliniana, que sólo muestra su sentido fren­ te al titanismo fáustico de Fichte. La metafórica de la dialéctica de la ilustración se impone: ese yo que quiere volver a la unidad destruye toda posibilidad de reconciliación con la naturaleza y la convierte en el desierto que avanza64 incluso dentro de su propio pecho. Como el viejo Fausto ingeniero, el yo entregado al «impulso de formar lo infor­ me [...] y someter la materia, por resistencia que oponga, a la sagrada ley de la unidad»65 —programa inequívocamente fichteano— no pue­ de reconocer el hogar, y debe levantar sus actuaciones sobre el olvido de la infancia, punto de partida de la expulsión y nido inconsciente de todos los presentimientos del amor. El esfuerzo infinito se convierte así en un camino absurdo. Pues en el pasado no hay ningún suceso sobre el que ejercitar la anámnesis ni el presentimiento de la belleza, ni la intuición estética que anticipa y regala la unidad del ser. Decidida­ mente, este yo originario, inconsciente y voluntarista, encama «el pa­ sado que es el modelo de un porvenir sin esperanza.»66 La versión métrica de Hiperión, al introducir la crítica al modelo fichteano de yo, se convierte así en una afirmación matizada, con 63 «Sin querer, la escuela del destino y los sabios me había hecho injusto y ti­ ránico con la naturaleza. [.. ] y no había más alegría que la de la victoria. [...] Yo quería dominaría.» [VpH, 71]. 64 VpH, 73. 65 VpH, 73. 66 VpH, 73.

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abundantes subrayados, del Fragment-Thalia. Sólo mediante el amor puede orientarse el yo en el laberinto vacío de su interioridad. El su­ brayado dice: jamás mediante la afirmación incondicionada de los ide­ ales del dominio fichteano. En este regreso desde el ideal del yo, Hólderlin se distancia de Fichte para acercarse a Kant. Pues, curiosamen­ te, desde el reconocimiento de la primacía orientadora del amor —te­ mática ausente en Kant— se reintroduce toda la teleología final del criticismo, centrada en la noción de belleza. Podemos decir que Hólderlin ha reforzado la dimensión ontológica de la belleza al sintetizarla con la problemática del amor, neutralizada en Kant desde la proble­ mática del contrato de los cuerpos, vergonzoso según Hegel. Y sin em­ bargo, no debe sorprendemos esta peculiar puerta de acceso al núcleo del pensamiento kantiano. Amor en Hólderlin es la condición consti­ tutiva de la finitud y, por tanto, ahora emerge como dimensión trans­ cendental del sujeto finito kantiano. Así, el amor, tarde o temprano, como normalidad propia del hombre, aparecerá en toda su potencia antinarcisista. En el núcleo del amor, como reconocimiento de un ser extemo y, sin embargo, cercano, ya se encierra, por así decirlo, el germen de la curvatura que dibujará la órbita excéntrica. Ese germen debe ayudar al hombre a esquivar el doble peligro de hundirse en el mínimo y di­ solverse en el máximo67. El mito clásico del amor define también una elipse: la que une el punto más cercano al ser [la abundancia] y el más lejano [la pobreza]. Como el hombre realiza la síntesis de estos dos extremos, máximo y mínimo, respectivamente, así amor, según nos informa el relato del mito, es fruto de la cópula de aquéllas dos |KTsonas. Por eso el yo que ama es consciente y por eso es finito, y |M>r eso es un yo que contradice la tesis de Fichte.68 Pues un yo abso67 «El conflicto de impulsos, de los cuales ninguno resulta innecesario, lo uni­ fica el amor» [VpH, 80]. Con ello tenemos la premisa del fragmento Thalia, pero ■ «'conocemos en el amor la propia esfera ordenada por la que transita la órbita. 68 Veamos el texto: «Cuando Pobreza se apareó con Abundancia, entonces nació el amor. [...] Así pues, cuando el bello mundo comenzó para nosotros, ■ liando accedimos a la conciencia, en esc momentos nos tomamos finitos. Desde rutonces sentimos profundamente ía limitación de nuestro ser, y la fuerza inhibida w resuelve impaciente contra sus cadenas y, no obstante, hay algo en nosotros que umserva de buen grado esas cadenas -pues si lo que de divino hay dentro de no■ Hitros no fuera por resistencia alguna limitado, no sabríamos nada de lo que hay lucra de nosotros, ni tampoco nada de nosotros mismos, y no saber nada de sí, no trntirse, y estar aniquilados, es para nosotros lo mismo» (VpH, 74], Este texto re■ uge las críticas a Fichte de la carta a Hegel de 16 de enero de 1795.

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luto, para Hólderlin siempre es un yo sin amor. Esta genealogía de la finitud resulta solidaria del momento crítico que el primer Fichte apa­ rentemente camufló especulativamente: el de la receptividad. Pero este momento de la receptividad había sido retomado por Kant justo en el análisis de la belleza desarrollado en la Critica del Juicio. Esta dimensión amorosa, constitutiva del sujeto finito, no se descu­ bre desde el frío razonamiento de la Estética transcendental con su Gi­ ben entregado en la intuición, sino en el complejo concepto de Gunsl, vinculado a las formas estéticas generosamente otorgadas por la propia naturaleza. Un favor es algo que se nos da, pero que podría no dárse­ nos. En este concepto está depositado aquello que más se opone al au­ tomatismo que busca el narcisista: la contingencia del goce y del cono­ cimiento. Así que Hólderlin ha desvelado la secreta unidad que teje la obra crítica. En toco caso, para Kant la intuición empírica ofrecía un límite frente al poder dominador y universal del concepto, tanto como la intuición estética proponía un limite frente al poder dominador de la razón técnico-práctica. En un caso, frente al sujeto se alzaba la exis­ tencia; en el segundo caso esta existencia misma se pensada como na­ turaleza libre y generosa. Pero este pensamiento de la naturaleza, de hecho, atestigua que, tanto para Kant como Hólderlin, en el fondo de todo fenómeno hay ser, un ser que a veces se entrega como favor para que el hombre construya su orden finito y feliz. «Esa ayuda que le vie­ ne de fuera y no desprecia su pobreza»69, ese «apoyo de la naturaleza que precisas»70 —dice Hólderlin— no son sino «las bellas formas de la naturaleza que anuncian la presencia de lo divino.»71 Lo bello se eleva así a reflejo exterior de lo que en el reino de la in­ terioridad representaba el amor. Ése es su oculto sentido.72 Por eso, la bondad, si algo, no es resultado de la ley moral en nosotros, sino la mis­ ma estructura del ser en tanto donación amorosa. Cuando ese orden bueno de la objetividad es representado desde el sujeto se manifiesta co­ mo belleza, y cuando es vivido como propio, se exterioriza como amor. Pero en la medida en que aquella idealización depende del favor de la naturaleza, reconoce la prepotencia de la realidad; en la medida en que la sublimación del amor se genera desde aquel favor es, en último extremo, una sublimación que nos sorprende, que tampoco está en nuestro poder. 69 VpH, 80. 70 ídem. 71 VpH, 78. 72 VpH, 78.

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Las dos dimensiones representan dos potencias orientadoras: mien­ tras el amor ilumina el camino interior hacia la comunidad de los es­ píritus, la belleza ilumina el paso sobre la tierra, de nuevo convertida en primavera. Mas ahora las dimensiones se interpretan institucional­ mente. Familia como ámbito interior y hogar como espacio objetivo, fundamentos del mundo tradicional, son justamente las células de aquellos núcleos de amor y belleza. ¿No buscaba también Hegel por estas fechas una eücidad genuina, más allá de la mera moralidad kantiano-fíchtcana, justamente en la familia? Mas, en Hólderlin, familia y hogar, gérmenes de amor y de belleza, son otros tantos rumores que se expanden hasta la unificación de todos los hombres en una gran iglesia-nación que habita toda la naturaleza-hogar. Fausto lo gritará en el momento de morir, con toda la exactitud literal de la expresión: un pueblo libre sobre la tierra libre. Mas de este camino no sólo hay que excluir la perfección. De otra forma, debemos temer la tragedia. 3. Errancia y Juventud. La ilusión dominadora del yo, la autoaiirmación hercúlea propia de Fichte, es una etapa necesaria de la órbita excéntrica en su camino hacia la verdad. Lo propio de esta estapa es que el sujeto parece perderse para siempre en una errancia indefinida. En la dimen­ sión vital que acompaña a este relato de experiencia, la etapa del extra­ vío se presenta bajo la categoría de la juventud. No debemos extrañar­ nos de que en el siguiente fragmento, Im Juventud de Hipmón, se insista en esta experiencia de radical oposición entre naturaleza sensible y mundo del espíritu. No debemos buscar finura psicológica en este nuevo frag­ mento, sino profundidad categorial para nuestro problema. Pues el jue­ go de las fuerzas de atracción y repulsión, de autoafirmación y abando­ no que configura la órbita excéntrica, ahora, cuando quede superada la unilateral afirmación fichteana del yo, se presenta como el juego de ex­ terioridad e interioridad, de belleza y amor,73 de naturaleza y de espíritu74, juego en el que se teje el camino de regreso de la historia. En todo caso, la oposición aqui delata la forma del fichteanismo. La propia denominación de los opuestos, por el contrario, indica que el fichteanismo, con su abstracta caracterización de la oposición en términos de yo y no-yo, ha quedado superado. Si tuviéramos que ex­ presamos en términos de síntesis, diríamos que también se trata del juego entre el principio griego y el principio cristiano. En un lugar ca73 VpH, 102. 74 VpH, 116.

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si perdido de la versión métrica aparece una figura sensible del amor en la que se unen la naturaleza bella y el espíritu, en la que el hombre exige hogar y la naturaleza se lo otorga. Esa figura sensible, mítica, tan pagana como cristiana, necesaria a ambas culturas, generadora de su síntesis, es el Niño75. Con ello, los elementos de la órbita excéntrica nos procura otra variedad dentro de la rica morfología de la filosofía de la historia, determinada ahora por esta antinomia básica de lo anti­ guo y lo moderno, de lo pagano y lo cristiano. Como veremos, el pro­ pio Hólderlin nos propondrá también su reflexión en esta clave. Lo que ahora debe llamarnos la atención es el resultado final: Hólderlin ha entregado su respuesta a las necesidades que la época planteaba al pensamiento mediante las herramientas conceptuales pro­ cedentes del universo pietísta. Por eso tampoco debe extrañamos su rotundo fracaso. La operación viene facilitada por esta mística de la humildad en la que resuenan los ecos de microcosmos y el macrocos­ mos. La alegre afinidad de lo más pequeño con lo divino76 legitima ese canto a la austeridad, a la sencillez, a la humildad, a los apacibles fenómenos recibidos con ánimo apacible.77 Frente a todo este irenismo, que reconoce la identidad del amor referido al espíritu y a la na­ turaleza, las colosales exigencias del titanismo fichteano se presentan como una radical incomprensión de la pobreza ontológica del hombre.78 Pero la clave de la ilusión pietísta, en su variación hólderliniana, reside en presentar ese universo limitado de amor y de belleza, esas esferas de eticidad, como un Elíseo, como el paraíso reconstruido cercano a la fuente arcádica del ser. Esta síntesis del ideal de la peque­ ña comunidad cristiana con el mito de Grecia tiene también sus debi­ lidades. Pues forzará el ajuste de las cuentas del cristianismo con la di­ mensión republicana y política de la cultura griega. Empédocles, una mezcla de mesías cristiano y de legislador griego, escribirá ese balance. Por el momento, el yo que camina iluminado por la belleza y el amor, superada la errancia de su juventud, vuelve a habitar en la patria, en el Heimai, allí donde «en el mundo nada es adverso».79 75 «El arquetipo de toda concordia, que guardamos cu el espíritu, resplandece en el apacible latir de nuestro corazón, se ofrece a la vista en la faz de este Niño.» [VpH. 73] Qué duda cabe que este fragmento es rescatado también para la Juven­ tud de Hiperión. cf. VpH, 99. 76 VpH, 104. 77 VpH, 105. 78 VpH,. 114. 79 VpH, 123.

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Debemos reconocer, por tanto, que en todas las versiones previas de Hiperión se mantiene la misma estructura. Mas la experiencia del amor no es la definitiva. El héroe cuenta su juventud, su pasado. Quien así narra su vida no está asentado ya en el amor a Mclita o a Diotima, aunque resulte finalmente sostenido por la memoria de ese mismo amor, La novela del eremita se escribe desde el recuerdo de la experiencia dolorosa del amor, pero también, como el espíritu de Hegel, desde un punto de vista que ha superado esta experiencia. Sin embargo, tras la superación del amor todavía asaltan otros peligros al hombre sobrio. Ahora nos interesa describir la clave internamente contradictoria del amor, la que fuerza al hombre a aproximarse deci­ dido al punto más cercano del ser. Pues en y tras el amor se siente con toda su fuerza el problema de la sociedad entera, del orden de salvación universal de la comunidad de los espíritus. Vayamos al punto central. La belleza y la verdad del amor permi­ ten descubrir, en un contraste interno, la fealdad del mundo. Y ese dolor ante la maldad del mundo genera las energías que apuntan ha­ cia el siguiente tramo de la órbita: la descripción de una lucha por la máxima unidad de todo, por la gloria plena de reconciliación. Hólder­ lin incorpora también el axioma básico del criticismo en esta dimen­ sión de su relato. Bajo la forma de la insociable sociabilidad se dibuja el aspecto central de la sociedad capitalista, en el que insistirá todo el pensamiento de la época. Nadie en el Sturm o en el idealismo se atreve a reconocer el egoísmo capitalista burgués como última clave onlológica, como desde Hobbcs hizo el mundo anglosajón de la economía po­ lítica. Pietismo y capitalismo, por ello, son tan enemigos como el fuego y el agua. Finalmente, la guerra realizada bajo la máscara de la paz, esa competencia propia de la lucha económica por medios pacíficos, expulsa del seno de la sociedad al bienintencionado amante.'10 En esta expulsión se revive también la experiencia inicial de la ór­ bita excéntrica, peraltada ahora por otro cxponentc. Ya no se trata de una expulsión del seno del hogar materno, sino del seno de la comuni­ dad de los espíritus. Para retener esta experiencia de expulsión, se ha de poseer la autoconciencia de la interioridad, asegurada por el amor contra todo envite del mundo. Así, esa comunidad de los espíritus re­ sulta deseable sólo para quien ya ha despertado, mediante la belleza y el amor, a los goces de sí como espíritu e interioridad. Pero en la rae-80 80 VpH, 124. Cf. para estos temas, los textos de Hogel sobre la propiedad y el amor, en Escritos deJuventud, F.C.E. Madrid. 1978 Ed. de J.M. Ripalda, pág. 261-267.

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dida en que es deseable, es igualmente inexistente. La unidad de todo y la mera unidad del individuo defínen el momento de la mayor abundancia y de la mayor pobreza, los nuevos extremos que también debe reunir otro amor superior, el que genera las virtudes republica­ nas. También aquí la meta es habitar en todo y por encima de todo. Pero ese nuevo escenario sólo puede dotarse de un decorado: el tejido por las categorías que hemos ido dejando atrás en el camino completo de la órbita: belleza y amor. La diferencia es que ahora se trata de una sola belleza y de un solo amor81 que no puede dejar en pie la negatividad de su contrario, que se quiere asegurar contra aquella expul­ sión de la comunidad. Hólderlin ha llamado a esta utopia religioso-política, basada en la dinámica universalizable del amor, «encuentro con el infinito»82. Re­ sulta evidente que esta experiencia se cumple ante todo en Diotima, que sublima plenamente el sentimiento del amor hasta idealizar el uni­ verso entero, que encama de este modo el arquetipo del espíritu y que anticipa lógicamente todas sus dimensiones. La cantos de Diotima en estos raptos anticipados nos sonroja por su alejandrinismo sincretista, con sus fiestas semi-cristianas y semi-paganas, «fiestas de santos de to­ dos los lugares, y de todos los tiempos, héroes de Occidente y de Oriente.»83 Esta invocación de Oriente y Occidente dará mucho juego cuando, en los Ensayos, los problemas de la órbita excéntrica se expon­ gan en el ámbito de la filosofía de la historia. También resonarán en las Elegías. Por ahora no nos interesan. Decisivo es que reconocemos aquí el eco ampliado de la comunidad de los espíritus del Fragmento Thatía, ahora y todavía reino de interioridades que sólo en lo interior alcanza reconocimiento de su identidad. «El Uno que adoramos no lo nombramos: aun cuando está tan cerca de nosotros como nosotros mismos lo estamos, no pronunciamos su nombre. Ningún día lo feste­ je; no existe ningún templo a su medida; sólo la armonía de nuestros espíritus y su infinito crecimiento lo festejan.»84 Este Uno habita en el seno de Diotima como persona simbólica, pero en sí mismo es un Dios oculto que, al no ser persona, necesita personas, sin privilegio al­ guno ni diferencias, para encamarse y existir. Por eso mientras que só­ lo habite en Diotima, el amor de Hipcrión será desgraciado y trágico. 8' VpH, 125. 82 ídem. 83 VpH, 125. 84 VpH, 126.

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No estará en todo y por encima de todo, como en el caso de Diotima, que le ama en la medida en que ama al Uno, pero no como individuo separado y finito. Por eso parece tan ajena y tan despreocupada de Hiperión.85 El drama del amor se describe así: el despertar del espíritu sacudí* do por el amor exige que aquél aspire a ser espíritu puro 86 en el que las exigencias de la individualidad no sean atendidas. La dimensión universal del amor tiene que acabar destruyendo la dimensión particu­ lar. Mientras que el individuo se atenga a esta experiencia de lo parti­ cular se verá bloqueado en su regreso, o como se lamenta Hiperión, «siempre regresará más pobre». Esa voluntad de riqueza universal es la sustancia de la blasfemia de Hiperión, que bordea la maldición de su amor a Diotima.87 De nuevo la experiencia de la desesperación ha­ ce avanzar un paso más en la ascesís que prepara el refugio del anaco­ reta. El descubrimiento de las razones de Diotima para no correspon­ der a su amor como él hubiera deseado le permite a Hóiderlin dar rienda suelta a las autolesiones, propias de un narcisismo herido, pero tam­ bién sublimar su experiencia desde la hermenéutica del renacimiento. Como Demofonte en el antiguo mito de resurrección, también Hipe­ rión se ha purificado en un nuevo fuego sagrado. El abandono de Diotima ha forzado en él su resurrección a lo más humano. En su pe­ cho se agita ahora la esencia divina. El azar providente ha velado pa­ ra que la última palabra del manuscrito que se conserva invoque la necesidad de volver a la lucha del espíritu. Una lucha por la supera­ ción del amor individual en el amor de la comunidad reconocida por algo más que una nueva interioridad. Una lucha que también tiene sus propias ilusiones, y sus propios escenarios. 4. Comunidad y Revolución. El Hiperión del poema definitivo, lleno de entusiasmo, viaja a su país de origen, llevado por otros entusiasmos y otras alas: la crecida de la revolución que debe constituir sobre la tierra la comunidad de los espíritus. En ella, el Uno del ser obtiene su mejor símbolo, más encendido todavía que la belleza y el amor de Diotima. ¿Debemos extrañarnos, entonces, de que el borrador definitivo co­ mience, en la mejor exaltación republicana, con aquél «¡Alabanda! ¡Ser hermano! Con tu alma magnífica ¡tú!, tú salvarás conmigo la pa85 VpH, 127. 86 VpH, 131, 132. 87 VhP, 135.

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tría»88 El cuadro que aqui nos dibuja Hólderiin sólo tiene un paran­ gón: el juramento de los Horacios, que David inmortalizara por la misma época. Los brazos tensos sobre las espadas realzan la voz. En­ tre Alabanda e Hiperión se teje la nueva idea de comunidad política, el siguiente paso hacia el momento de la órbita más cercana a su foco solar, por cuanto debe reunir exterioridad e interioridad, espíritu y pa­ tria, amor y belleza universales, liberadas de los accidentes de lo parti­ cular, del aguijón de la fealdad. Con razón Hiperión deja de hablar. Ya son otras las formas de comunicación. Y cuando Alabanda se lo recrimina, le dice, pleno de autoconciencia: «En las regiones cálidas, cerca del sol, tampoco cantan los pájaros.»89 A toda la escena, por tanto, subyacc la memoria arquetípica del continuo orbital, propio del hombre. Y esta memoria aletea como el viento que trae la voz del destino: la distancia cercana al sol es sólo un momento, pues se debe seguir el camino hacia otra nueva expul­ sión. A través de órbitas que regresan, pero que también se amplían o se concentran, el hombre vive en la manía y la depresión exacta­ mente igual que la derra vive en sus estaciones. 1.a patología del suje­ to es una patología cósmica, al menos a nivel planetario, mas por eso participa de un orden superior. La metáfora del camino de los astros también es una clave para hablar de la enfermedad psíquica que co­ rroe a los espíritus idealistas, y de la que Jacobi nos informó en Allwill, tanto como Schiller explícito en las Cartas. Manía-Depresión es la palabra desconocida. Sus bases antropológicas dependen de la es­ trecha vinculación del hombre con la idea. La inconmensurable dis­ tancia entre el entendimiento y la razón, tal y como habían quedado definidas en Kant, resultaba amenazada siempre por la ley autodestructora del péndulo, una vez rota la mediación de la etica. Ese pén­ dulo halla sus extremos en la manía de la idea y en la depresión del concepto, en la ilusión sin base y en el realismo sin horizonte. Esa microestructura, antropológicamente fundada90, determina el recorrido excéntrico del hombre hacia la Bildung. Asi, en las alas de este doble juego, el héroe avanza hacia la perfección, que no es otra cosa que la 88 VpH, 173. 89 VpH, 175. 90 Ijl manía-depresión es el resultado de la cópula entre Pobreza y Riqueza. Por eso frente a la melancolía, enfermedad propia del Renacimiento, es la enfer­ medad propia del hombre moderno. En si misma, está descrita a todo lo largo de Hiperión. Por ejemplo en págs. 179, 174, 151-2, 155, 185, etcétera.

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lúcida asunción de que ese vaivén eterno es el orden imperfecto del hombre, de la ñnitud. El borrador de la versión definitiva se recrea en los momentos cul­ minantes de las certezas político-idealistas. Alabanda, que impulsa la comunidad política, y Diotima, que expande su amor, son los vectores que impulsan con fuerza hacia la Unidad. Cada uno a su manera, ciertamente. Pues el amor por Diotima, cuando se deja sentir con toda su fuerza, impulsa a la unidad con lo material, con lo inerte, con la oscuridad mineral de la piedra o con la opacidad de los torbellinos marinos.91 Más allá del mundo preciso de la tierra natal, ella anuncia la patria universal y unitaria del oscuro ser. Pero toda esta escena me­ tafísica tiene como contrapunto el contexto hogareño de) ideal pietista. Como nuestra Teresa, también Diotima sabe andar entre pucheros. Es así como la escena del hogar, esa patria mínima y real, se toma el más concreto certificado de que vivimos una vida originaria, arcádica, inocente, en la que todavía las cosas pueden recibir el nombre arquetípico con que el mito las reconoce. Así, el fuego de la cocina es la «lla­ ma bienhechora», que resulta divinificada al ser equiparada a la pro­ pia naturaleza.92 Las relaciones humanas internas al ámbito familiar son igualmente idealizadas como ética arquetipica.93 El mundo así es representado como casa y altar.94 El cristianismo despojado y humilde se equipara así a la vida mitológica, sirviendo de base a esa peculiar unidad del mundo griego y mundo pietista. Sobre este modelo se teje la idea política que Alabanda parece servir. En este contexto formado de naturaleza universal y de hogar hu­ milde, explicatio y complicaba de un mundo acogedor, cuando en 2.III95 irrumpe el tema de la Revolución, resulta difícil no reparar en la am91 Así, Hiperión dice de ella: «Pues es cntemaniente cierto y se ve por todas partes que cuanto más inocente y hermosa es un alma, mayor es su intimidad con los otros dulces seres vivos, a los que llaman inanimados» [VpH, 178]. El abismo del mar es sentido como especialmente atractivo cuando Hiperión toca a Diotima sobre el acantilado: «Un goce cálido y etremecedor recorrió todo mi ser, vértigo y locura embargaban mis sentidos y las manos me ardían como ascuas ai tocarla» (VpH, 176]. Y cuando recuerda ya a su amada muerta, reconoce que su recuerdo le persigue incluso en su refugio abisal, en el «océano sin fondo del magnifico es­ píritu secreto del mundo» [VpH, 182]. 92 VpH, 178. 93 VpH, 181. 94 «Encargarse del cuidado de la casa en aquel dia le parecia una ocupación sagrada, sacerdotal.» (VpH, 192.] 95 VpH, 188.

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bigüedad del fragmento. De forma muy consciente, Hólderlin nos pre­ senta a Diotima ajena a la empresa de la Revolución. Para ella, la ges­ ta es a la vez demasiado pequeña y demasiado grande. La patria politica real del republicanismo jacobino se convierte entonces en una es­ cenario intermedio y volátil. La denuncia que Diotima lanza sobre los violentos resulta convincente desde el ideal de su alma pietista, asenta­ da en el orden sencillo de las emociones. Ia importancia del fragmen­ to no reside, sin embargo, en esta denuncia, que podemos proyectar al propio espíritu de Hólderlin. Antes bien, lo decisivo es el diagnóstico de la gran Revolución como resultado de un tremendo complejo de culpa que Europa había acumulado sobre sí, procedente del choque de los ideales cristianos con la realidad del despotismo y del capitalis­ mo inicial. El aspecto expiatorio de la Revolución no escapará a los espíritus más religiosos cuando contemplen las sucesivas oledas de san­ grientos sucesos. Una gran culpa exige una gran hazaña. Asi se defíne la hybris de la Revolución, cuya presunción denuncia Diotima. Por eso se puede decir que no hay una clara identificación del poema con los ideales revolucionarios, sino más bien denuncia cristiana de la creencia supersdeiosa en las fuerzas del hombre. Con ello el espíritu cristiano prepara su victoria sobre la hybris griega del ideal republicano. La superstición republicana aspira a construir un reino externo y limitado para la liga universal de los espíritus. La denuncia de la centralidad del Estado, que resonará en toda la filosofía de Schelling has­ ta el final de su vida, y que Hegel refutará hasta las últimas conse­ cuencias, se fundamenta en la comprensión de la diferencia radical en­ tre la unidad ontológica del ser y la unidad meramente extema del Es­ tado. Todavía debemos esperar a la Teoría Constitucional de Cari Schmitt para que estas dos categorías se vinculen de una manera radical, abandonado ya el panteísmo cristiano por la mitología nacionalista. Si en toda la novela epistolar Hiperión es el que aprende, y si Diotima es la clave de perfección, sería sorprendente que en el pasaje sobre la Revolución francesa fuera al revés. Cuando Diotima anticipa la función destructora del uso de la fuerza, cuando reconoce lúcida­ mente que el ideal de vida pietista se asienta lejos de los reglamentos del Estado, cuando se muestra distante de esa guerra justa, habla con el tono confiado, y sin embargo tenso, de quien conoce el destino. «Tú actúa, yo lo soportaré»96, dice, y las palabras suenan como si qui­ sieran decir: «actúa, que yo perdonaré». Con ello se abre el peligro de 96 VpH, 190.

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una segunda ecuante, paralela a aquella que se situaba en el centro del yo dominador, una segunda confusión errática en la forma de comprender la unidad y, por tanto, de recordar el ser. Como no podia ser de otra manera, esta segunda confusión reposa en la construcción de una segunda subjetividad, la del Estado, igualmente voluntarista, autoafirmadora, dominadora, inclinada a presentarse como absoluta. El Estado es también una forma de recoger la diversidad. Pero una que, de ser hipostasiada, acaba justamente imposibilitando los propios ideales de reconciliación con todo lo que existe. De la misma manera que el yo dominador se autodestruye aJ segar la naturaleza general (in­ cluida la suya propia), el Estado hípostasiado se autodestruye al retirar de sus súbditos toda interioridad y espiritualidad, al bloquear toda co­ munidad espiritual entre ellos. El píetismo confiesa así su oposición a Hegel y muestra su afinidad con lo impolítico. Diotima, un ser superior97, ha disuelto estas ilusiones propias de los mortales que aprenden. Y con ello, la experiencia de la revolución y el entusiasmo de Alabanda quedan sentenciados. Un paso del desti­ no, sin duda. Pero un paso tan extraviado como el de Fichte. La co­ rrespondencia sobre la Revolución lo ha mostrado sin lugar a dudas. Pero Hiperión también lo sabe: «La bella sacerdotisa no debe salir del templo. Tú guardas la llama sagrada, tú guardas en silencio la belleza para que yo la vuelva a encontrar siempre junto a ti.»98 Hiperión tam­ bién se prepara para el regreso fracasado. Conoce demasiado el cora­ zón propio para augurarle un buen destino. 5. El ideal: la nueva casay el nuevo altar. Hiperión conoce su ideal. Lucha y ama, llega a decir a veces, y hace de esta síntesis el ideal de eterna juventud, orden perfecto, circular, sin peligros, perfectamente renova­ do. Ahi los dos perihelios son equidistantes de la unidad, pues no hay que olvidar que se lucha por la comunidad amada. La alegría renova­ da del amor reverbera en la lucha y viceversa. El principio y el fin de la felicidad se dan la mano.99 Este parece ser el final de la vida huma­ na si el hombre hubiera de sufrir la última metamorfosis decisiva, su conversión en dios o en héroe. 97 VpH, 191. 98 VpH, 193. " «Oh, Teliz aquél cuya vida alterna entre alegrías del corazón y renovadas luchas. [...] En eso consiste la eterna juventud, en tener siempre en juego fuerzas bastantes, y en mantenemos íntegros en el placer y el trabajo» [VpH, 193].

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Mas este cuadro ardiente es recordado en cartas a Belarmino. No es el presente. Es la caricia de un ideal de eterno retomo que se ha que­ brado. Antes de registrar el presente del ánimo del héroe, pongamos la piedra angular de la última síntesis, la que explica la necesidad de la guerra y de la separación, la que da razón de la necesidad del desti­ no. Pues esa piedra angular de todas las síntesis, sin abandonar jamás el ámbito de la intimidad tradicional, no es sino el sagrado y mítico matrimonio, una comunidad que conserva y que exige a un tiempo la supresión del individuo. Frente a la exterioridad violenta del Estado, surge otra reunión idílica que no corre el peligro de convertirse en he­ lada positividad. Novalis y Hólderlin avanzan por caminos convergen­ tes hacia ese mundo de Glauben und Liebe. ¿Tanto para tan poco? Quizás. En todo caso, en el matrimonio se trata de reproducir la estructura de la casa y del altar, de humanizar el mundo y la naturaleza. Novalis aplicará este orden incluso al go­ bierno y establecerá, a través de la centralidad mitológica de la fami­ lia, la teoría política más decisiva del Romanticismo, en la que se re­ conocerá la Prusia amenazada por la oleada revolucionaría o la Ale­ mania reunificada del Segundo Reich, cuando el punto lina] de la po­ lítica Bismarck dé paso a un nacionalismo romántico centrado en la persona del Káiser. 1.a exigencia de una comunidad libre es el último despliegue de la lógica interna del amor, ya lo hemos visto. Diotima e Hiperión no pueden ver reconocido su amor más que en el seno de una comuni­ dad de amantes. Estamos en el camino hacia el punto cercano al sol.100 La lucha por una comunidad liberada es también lucha por el amor individual a la amada101. Sólo los puros otorgan reconocimiento puro. El pietismo también es una variación del puritanismo, sólo que aquí la piedra de toque se coloca en el sentimiento, no en la ética. No hay aquí problema político estrictamente hablando, sino problema de la comunidad. Se quiere construir no un orden externo de administra­ ción, sino más bien un reflejo de la comunidad celeste. No será la pri­ mera ni la última vez que se confunden las dos ciudades. 100 Esta aspiración a la unidad se puede comprender en la descripción que hace Hiperión del ejército: «Todas las fuerzas terribles se juntan formando una fuerza que, aun siendo la misma, reviste todas las formas, y actuando con la rapi­ dez de un rayo, pemianene empero tranquila y en orden» (VpH, 205]. 101 De hecho, Hiperión llega a decir que la comunidad de seres libres es una copia de Diotima [VpH, 206].

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Esta confusión hace bajar ia cabeza a Diotima, que comprende lo inevitable de la acción central de la novela. «Que ella [la madre de Diotima] nos bendiga [...] hasta que, jubilosa, la bella comunidad que esperamos nos una en matrimonio.»102 La comunidad de los puros de­ be ser construida previamente para que la comunidad de los amantes sea reconocida. El Estado, como sistema de la comunidad externa, se­ ría a lo sumo, una mediación colectiva para este fin espiritual. Sólo al­ guien sagrado puede enunciar la palabra sagrada y reconocer lo que une a los jóvenes como amor. «Es preciso que una boca pura nos atestigüe que nuestro amor es sagrado y eterno, como tú.»103 La parti­ cularidad del amor sólo puede florecer de forma legítima a través de la universalidad comunitaria. Quizás por ello ambas dimensiones del amor quedan unidas en el mismo destino imposible. Llamar revolución política a esta lucha por la comunidad es un malentendido. Sin recibir la proyección de ideales de salvación hasta entonces estrictamente religiosos, ese entusiasmo, del que luego hablaría Kant, no hubiera resultado tan comprensiblemente universal.104 Por eso, y sólo por eso, cuando Hiperión emprende su lucha de liberación, viaja más al fondo del pecho de Diotima. Tanto que ésta, que siempre clausuró en sí el proceso de Bildung, puede decirle, animándole a que consume su experiencia: «Necio, ¿y qué es la separación?»105 I,a ten­ sión que entonces se recoge en el texto de la novela, y que resume la órbita de Hiperión, se juega entre el destino anticipado por el lúcido espíritu de Diotima y la vivencia parcial que el héroe tiene de cada una de sus etapas. Ahora, éste anda preso en la ilusión de hacer viable su anhelado matrimonio mediante aquella cruenta lucha revolucionaría. 6. Reflexión y Contradicción. El aumento de experiencia de Hiperión resi­ de en aceptar el torturado camino que se expresa en la metáfora de la órbita excéntrica. Quizás dicha aceptación constituya la propia sustan­ cia del eremita de la historia. El sentido conceptual de la novela puede 102 VpH, 194. 103 VpH. 195. 104 El texto más revolucionario de este versión es VpH, 212: “Hiperión, por amor a la bella, nueva, dorada paz, en la que, como tú decías, un día serán inscri­ tas en nuestro código del derecho las leyes de la naturaleza, las condiciones eter­ namente inalterables de la vida, y en la que la vida misma, en la que ella, la divi­ na natualeza, que no puede ser escrita en ningún libro, existirá en el corazón de la comunidad.» 105 VpH, 196.

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manifestarse de golpe cuando lo expresamos en una terminología hegeliana, que también a veces el propio héroe parece emplear en su epistolario con Belarmino. En un momento, recordando la vivencia de la separación, confiesa: «Ahora hay en mi suficiente paz como para soportar también la discordia del mundo, y jamás maldigo ya las con­ tradicciones de la vida, como hada antaño.»106 El aprendizaje consiste en conocer la contradicdón y elevarse al punto de vista más elevado de la reconciliadón, sin atar el espíritu a uno de los polos. Tal Erlosung existe sólo bajo la forma de la aceptación de la contradicción, no en su disoludón. Esta dimensión se puede ver en Diotíma, quien asiste a los sucesos como actor y como espectador al mismo tiempo, sufriendo y superando el sufrimiento, en todo y por endma de todo, como el es­ píritu del mundo, luego, en Hegel. Conocer el final y la necesidad no nos ahorra un ápice del camino. Saber es únicamente bendedr las contradicdones de la vida, no diluirlas. Por eso tal saber no deja de ser premonitorio, previsor, en cierta forma trágico. Cuando el héroe trágico sabe su futuro, lo sabe en la forma de pasado: por eso lo ve como inevitable. Ésa es la forma de la dialéctica. Aquiles se sabe muerto desde que sueña su muerte. Su acdón es la realización inerdal de una sombra. Lo mismo sucede con Diotíma. La paz que en el pre­ sente goza Hiperión es de esta naturaleza. Pero no sólo el amor motiva esta aceptación del destino. Que en los planes de la novela están ya incorporadas las experiendas demoledoras de la Revolución francesa no puede ser cuestionado. Incluso se puede atisbar un climax en el que Hiperión pone a prueba su capacidad de re­ conciliación con la necesidad del destino.107 El fragmento 2XIX.¿ ofrece el primer peldaño. El 2XIX3 es el segundo y definitivo. Si en el primero se mendonaba el homo hominis lupus de Hobbes, el segundo comienza sin discusión con un «Todo ha acabado». Schiller no lo hubiera expresado mejor con menos palabras: «He pretendido fundar mi Elíseo con una banda de ladrones.»108 Y sin embargo, son palabras de libertad las que finalmente pronuncia un Hiperión tranquilo que reposa en lo que ahora meramente llama «juegos de la mortalidad.»109 106 VPH, 197. 107 «me ha pasado lo que tenia que pasarme, y voy a soportarlo, voy a so­ portarlo hasta que el dolor me arranque el último resto de consciencia.» [VpH, 2141. 108 VpH, 214. 109 VpH, 215.

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Ese final nos coloca en la misma estela del fracaso de Schiller. La misma debilidad apreciamos de hecho: el presente se alza como el rei­ no del vacio, como la mera nada con la que el tiempo no puede reali­ zar su obra. La fuerza del pensamiento de Hegel consiste en ver que todo presente es merecedor de su propio concepto, de su propia muer­ te. Sólo el concepto está en todo y por encima de todo. Por eso, mien­ tras Schiller y Hólderlin fundan una utopía estética discutible, anclada en la denuncia radical del presente, Hegel relega al arte a un mero asunto del pasado y acepta lúcido el nihilismo del concepto, que se autoclausura ante el empuje ciego y brutal de la naturaleza renovada. Para Hólderlin, por el contrario, el sistema de las mediaciones de He­ gel se rompe, buscando un claro enfrentamiento entre el presente y el ser: «Tú habias sentido temprano el hastío de estos tiempos; tú padecí­ as, cuando yo te conocí, no por una desdicha determinada; [...] era la impotencia, era la infamia, era la insustancial nada, la muerte insus­ tancial, el inmenso vacio insustancial de tus contemporáneos con lo que tropezaste en tu primera ojeada a la vida, y eso es lo que te ha robado la paz. Eso te ha enemistado para siempre con todo lo mortal, eso ha convertido en pasión tu búsqueda del todo, del infinito, te ha hecho incapaz de todas las alegrías de la vida humana, de todas las ocupaciones humanas, te ha condenado para siempre a ser profunda e irremediablemente mísero.»110 Ese orgullo final del que se siente puro frente al siglo, es de la mis­ ma naturaleza que el del pobre enfermo que recibe en una mísera buhardilla a sus visitantes y firma sus poemas con un excelso «Buonorrotti». Hólderlin quizás estaba preso de la misma locura mucho antes del final en casa de Zimmer. Estaba loco de impotencia, de incapaci­ dad, de debilidad, por no saber soportar el hundimiento de su mundo interior en el albor mismo de la contemporaneidad. Su experiencia es la misma que ya antes había narrado Goethe en su Fausto. Natural­ mente hablo de la impotencia de Margarita. En su memoria bloquea­ da vive de manera inercial una interioridad que se ha quedado sin contenido, pero que no ha sabido desprenderse de la forma. Hacer de este Hólderlin un héroe cultural europeo es todo un síntoma de la pa­ tología del proceso de construcción del sujeto contemporáneo, un sín­ toma del endurecimiento de la flexibilidad propia de lo humano y de su capacidad de adaptación. Como veremos, sin embargo, Hólderlin venció en esta batalla, aunque al precio que pagan los que descubren 110 VpH, 216.

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un nuevo horizonte. Aquí debemos, sin embargo, ser fíeles a la objeti­ vidad que fue último acto de la grandeza posterior del poeta. Pues co­ mo una autoblasfemia, como dardos dirigidos contra sí mismo, como final de la lógica de autodestrucción, a pesar de todo, es preciso enten­ der la última producción de Hólderlin. Transformar poéticamente la misión del poeta: ésa es la clave final, la última contradicción que el eremita Hólderlin tuvo que asumir, como un castigo de purificación que él mismo entendió necesario. 7. La experiencia definitiva de Hiperióny la fractura postrevolucionaria del ideal total. La forma final de la obra, que ahora debemos analizar, no hace sino introducir más elementos en la estructura orbital descrita. Inocen­ cia del joven, saludo al mundo, conocimiento del siglo, inicio del pere­ grinaje,111 de la experiencia, de la Bildung, de la órbita excéntrica 112* cuya meta es ser Uno con todo 11S*, crítica de la ilustración del enten­ dimiento y del individualismo del siglo 114, autoafírmación de los valo­ res que hemos reconocido como pietistas, distancia y desprecio del presente (los contemporáneos son caracterizados como gusanos, bárba­ ros, esclavos, etcétera115), son elementos que volveremos a encontrar. Todo el primer libro del primer volumen resulta dominado por el bo­ rrador previo, con su crítica a la superstición del Estado,115 con la pri­ macía de la Iglesia como comunidad de los espíritus117 y, finalmente, con el retiro a la vida privada, magistralmente presentado en el texto de la abeja inocente que construye su casa.118 Todo lo que antes he­ mos visto a partir de un complejo vaivén de comunidad y sujeto, de exterioridad e interioridad, de amor y soledad, de Estado e iglesia, de revolución y matrimonio, se da cita aquí en un apretado resumen. La órbita excéntrica amenaza convertirse aquí en ese complejo camino romántico plagado de recodos, sucesos y vaivenes, que la invocación de la palabra Bildung apenas logra contener y ordenar. También para este Hiperión la autonegación, tras la experiencia equivocada, es el motor del destino. Lo que se niega es el extravío, y 111 H, 47. 112 H, 39. 115 H, 25. 114 H, 48. 115 H, 50 118 H, 53. 117 H, 53. 118 H, 61.

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así se generan energías para seguir caminando. «Lo triste es que núes* tro espíritu toma tan fácilmente la forma del corazón extraviado.»119 De nuevo, la forma de la experiencia puede describirse hegelianamente: tras cada fracaso surge la necesidad de zumbullirse en la inmedia­ tez, desnudo, como si se hubiera perdido todo.120 Mas, al mismo tiem­ po, como si se experimentase un rejuvenicimiento, se avista una pri­ mavera que de nuevo encamina al Elíseo.121 Y sin embargo, a pesar de las coincidencias con los fragmentos an­ teriores, la estructura de la obra definitiva invierte el proceso de su construcción. El orden que la obra construyese, desaparece ante la po­ derosa experiencia de la revolución fracasada. Si la constitución de la comunidad era el último paso en la formación del héroe, en la obra definitiva el momento educativo queda reconocido como un repliegue radical en la interioridad, tras el fracaso de la revolución. Premisas y conclusiones se invierten. La interioridad que partía hacia la comuni­ dad se rcpliegua ahora en sí, tras la lucha fracasada. La frase significa­ tiva con la que se inicia el libro segundo, la que resume todo el primer libro, dice así: «me avergüenzo interiormente de mi propia historia guerrera» l22. Si la lógica de la relación con Diotima impone la salida al mundo para transformarlo, ahora, consumada la experiencia y la premonición, el refugio en la interioridad123 permite encontrar final­ mente a Diotima y a los valores de las primeras versiones: la belleza, la bondad12* y sobre todo el amor.125 La experiencia de Diodma se mantiene en las mismas líneas de las versiones previas. Al dejarle, Diotima sume a Hiperión en el vagabun­ daje sobre la tierra, como un hombre sin alma.126 Esa vida enlarvada es la del eremita, propia de una interioridad devenida autónoma y en­ cerrada en el recuerdo.127 Y sin embargo, el mecanismo por el cual Hiperión sigue su camino es precisamente el recuerdo del amor a la hu­ manidad que Diotima ha recompuesto.128 Este recuerdo es la forma en 119H, 63. 120 H, 67. 121 H, 68. 122 H, 73. 123 «se alegra todo mi ser de sí mismo, de todo». H, 74. 12* H. 78; H, 80. 125 H, 83. 126 H, 90. 127 H, 92. 128 H, 97-99. i

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que lo interior también logra su camino hacia el exterior. En el equili­ brio de estas dos dimensiones, de lo externo y lo interno, surge el frag­ mento sobre la denuncia del espíritu del norte, siempre presto a su­ mergirse en el refugio de la interioridad. Diotima juega así como un seguro contra la interioridad excesiva, como un espíritu de negatividad que nos impulsa a nuevos trabajos. Cuando Hiperión confiesa: «¿Qué me importa el naufragio del mundo; de lo único que sé es de mi isla bienaventurada»,129 Diotima le contesta que no se desconozca. La se­ gunda aventura de Hiperión en el mundo se teje por este aguijón cla­ vado por la palabra de Diotima. Pues la belleza que esta mujer repre­ senta impone la existencia en el mundo: «tienes que bajar a la tierra mortal», le dice. Al retirarle el camino fácil del amor particular hacia la interiori­ dad, Diotima fuerza a Hiperión a la búsqueda de nuevos objetos de su amor. Pues éste no puede vivir sublimado sin idealizar algo en la tie­ rra, aunque sea la propia memoria de la pérdida. Diotima es ahora la fuerza que le llama a idealizar la tierra como antes le impulsó a unl­ versalizar el amor. Con ello, el héroe parece dar verdaderamente vuel­ tas y la novela se introduce por repeticiones que son algo más que metáforas. De nuevo el proyecto revolucionario se presenta como la clave sintética suprema, ahora expuesta en términos de la teodicea: «Humanidad y naturaleza se unirán en una única divinidad que lo abarcará todo.»130 No hay aquí sorpresas. Fichte y Hegel también pre­ paran su forma de recordar, su odisea del espíritu, su historia de la conciencia, mediante luchas sucesivas entre la subjetividad y la exterio­ ridad. Tenemos así descrita una órbita clara: desde la intervención re­ volucionaria en la exterioridad a la intervención revolucionaria en la exterioridad, pasando por el motor poderoso del amor que vuelve a orientar en el camino, impidiendo el naufragio en una interioridad des­ bordada. Pero en estos meandros, hoy tan ejemplarmente aburridos, la novela no quiere avanzar hacia un final que, de hecho, no existe. Cuando se avanza hacia el nuevo clímax de la separación de Dio­ tima, y el espíritu de intervención recoge lo aprendido en la etapa an­ terior, tenemos la idea palpable de que Hiperión inicia su segunda na­ vegación. No sólo el aprendizaje es la mediación. También el amor determina el camino y las formas de este segundo ejercicio. Esa alego­ ría de la actividad que constituye la personalidad de Alabanda, ahora 129 H, 123. 130 H, 126.

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no viene dirigida por el espíritu negativo de la primera aventura revo­ lucionaria, sino por el espiritu de Hiperión. Se trata por fín de lo más soñado: una revolución, un rejuvenecimiento del mundo mediado por el amor. La nueva ocasión abre perspectivas de una genuina Gesinnungspolitikm , de una acción que no ensucie las manos 13l32, como exigía Max Piccolomini. No estamos ante el terror jacobino, sino ante una revolución ideal. Si atendemos al razonamiento de Hiperión cuando recibe la carta incitadora de Alabanda, descubrimos sin embargo el problema que exige del héroe la nueva acción en el mundo. «Tus vo­ ces mágicas son para los creyentes, pero los incrédulos no te escu­ chan.»133 El mundo presenta un corte meridiano: creyentes e incrédu­ los. La acción en el mundo también muestra un sesgo ajeno al mun­ do. Pues se trata de que la magia de la creencia penetre por doquier. No es un accidente en el planteamiento de Hólderlin. La universalidad de la nueva iglesia es una expresión inmediata de esa única divinidad que lo abarcará todo. Panteísmo, iglesia universal y creencia de todos los puros son doctrinas correlativas. Estas son las bases de ese Estado libre que Hiperión se dispone a realizar.134 La nueva acción revolucionaria juega en el contexto de estos im­ perativos. La antigua pasividad de Hiperión es ahora fuente de conciencia de pecado. Como si hubiera olvidado un mandato, una Berufy Hiperión expresa a Diotima su conciencia de culpa.135 Las escenas de las versiones previas acerca de la construcción de un Estado se re­ producen ahora, junto con la premonición de Diotima que anuncia el fracaso. La lógica que hace de Diotima un ser superior, unido ya al Todo, se impone a partir de esta necesidad de Hiperión de volcarse en una acción destinada al fracaso.136 Esa es la distancia entre la ale­ goría perfecta y bella de la Unidad, encamada en Diotima, y la alego­ ría de lo meramente divino, registrado en la clave del cristianismo y encarnado en Hiperión, que «tiene que humillarse y compartir la muerte necesaria con todo lo que es mortal.»137 De esta forma, la ma131 «Sólo quien actúa con toda el alma, no se equivoca nunca. No necesita de argucias, pues ninguna fuerza se le opone» [143]. Ésta es una buena máxima para la Gtsinmtngsethü. 132 H, 131. 133 H, 132. 134 H, 153. 135 H. 133. 136 H, 135. 137 H, 130.

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nía-depresión, como ciclo esencial en el que triunfan por tornas la exterioridad e interioridad, reproduce también la historia sagrada de muerte y resurrección del dios mortal. Tras esta clave, ya avanza la conversión del artista en nuevo sujeto trágico, nuevo sujeto religioso, nuevo mesías. Muerte y gloría son los dos aspectos de la vida humana, la estruc­ tura de la metamorfosis que Hiperión quiere integrar. Reconciliación con la vida, reconciliación con la muerte. Ése es el mecanismo trágico de su ideal.138 Al sintetizar todos estos aspectos, Hiperión siempre está cerca de la figura de Cristo. El final de la segunda aventura revolucio­ naría de Hiperión cierra la clave mesiánica de todo el relato. Pues lo que se verifica en este nuevo fracaso es la esencialidad de la muerte para los ideales divinos. Cristo, Hiperión, como todas las encamacio­ nes del ideal, no pueden ser los últimos dioses. Son dioses de vida y de muerte. Un Padre, un ser se toma necesario para entregarse y enco­ mendarse a él en el momento de la experiencia final, en el último choque de lo sagrado con la «tierra fúnebre y desnuda.»139 Cuando Hiperión se enfrente a un futuro sin camino, a un lenguaje sin poten­ cia, abandonado por el espíritu,140 sólo podrá buscar su camino en el «reino de los muertos.»141 Tras el nuevo fracaso, sin embargo, se rompe la síntesis de las tres personas alegóricas, como símbolo general de la unidad del ser, como forma de ideal global. Amor-Poesía-Comunidad, Diotima-HiperiónAlabanda deben separarse y entregarse cada uno a su propia potencia. Alabanda, con la Liga de Némesis,142 se entrega a la violencia ciega, que rige en el Estado como mero mecanismo externo, en cuya denun­ cia insistirá Schelling. Con ello, el Estado y la acción en el mundo se separan de los ideales del amor y de los ideales poéticos. Mas Hóldcrlin no acompañará al Estado en este camino hacia su autonomía co­ mo fuerza coactiva. Al dejarlo marchar como terreno neutral en una tierra vil, le exige abandonar toda instancia sagrada y racional. Hegel rechazará ese movimiento y exigirá que el Estado no se entregue ja­ más al frío mecanismo de la venganza, para que siga representando cierto camino de la razón divina en la tierra. 138 H, 139 H, 140 H, 141 H, 142 H,

141. 158. 159-160. 162. 184.

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De esta forma, Holderlin conoce las ilusiones políticas. Pues esa separación de Alabanda, que también integra una aceptación de la violencia del Estado, aunque manche otras manos, queda legitimada únicamente porque, en los márgenes de la maquinaría estatal, se toma posible el encuentro del poeta y del amor. El Estado se separa como una esfera contaminada, a fin de que la vida sagrada del amor ideali­ ce sus relaciones en una nueva religión poética. Sin embargo, lo que era un organismo simbólico de tres personas se destruye totalmente cuando se retira una de las partes. El fracaso del ideal global no pue­ de dejar en pie los fragmentos. Si el Estado no puede resultar sacralizado, ningún vínculo humano puede estarlo. Por eso el último recuer­ do al amigo es tan amargo como el sacrificio estéril.143 Tampoco a la sombra de un Estado vengador puede cobijarse el territorio sagrado de la vida religiosa y poética. El encuentro de amor y poesía resulta entonces tan imposible como el Estado. La última propuesta de Hiperión debe truncarse. Construir una arcadia privada en algún valle sagrado de los Alpes o de los Pirine­ os,144 el ideal de intimidad que lo conviene en sacerdote de la natura­ leza, esa propuesta ya vive en el pasado, como en el caso de Guiller­ mo Tell.143146Amor y poesía, tierra y cielo 148 todavía deben unir sus pa­ sos. Hiperión se lo dice a Alabanda como despedida,147 refugiándose en su última ilusión. En este juego final, en el que los tempos subjetivos de los protagonistas maduran por rutas divergentes, bloqueándose re­ cíprocamente los caminos, Diotima asume tan profundamente la gran­ deza idealista de Hiperión que emprende la huida mística del mundo, hacia la muerte, el silencio o la indiferencia ante una vida alejada de todo destello amoroso. En todo caso, el símbolo se rompe y las alego­ rías personales cesan en su baile conjunto. Sólo la muerte deviene sím­ bolo universal donde cesa toda alegoría. Su propio camino les lleva a «la soledad del destino».148 El mundo entero queda para el poeta,149 mas se trata de un desierto. Diotima, alentada por la potencia negadora de su amor universal, busca el atajo de la muerte para gustar de la 143 H, 201. 144 H, 177. 143 H, 178. 146 H, 192. '47 H, 186. 148 H, 194. 149II, 195.

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unidad.150 Lo que cierra el camino de regreso a Diotima y muestra la imposibilidad de comunidad entre el poeta y el amor, resuena como una queja plausible en los labios de la amorosa derra, que no se con­ forma con el amor privilegiado de un solo poeta. «¿Y debería recibir tu amor como una limosna? Soy tan absolutamente nada, carezco tan por completo de renombre como el más pobre de los criados.»151 Holderlin ha comprendido el reconocimiento de la poesía como un signo de regeneración moral de la época. Siempre ha visto al poeta como sacerdote.152 Pero ahora su sacerdocio es el de un eremita sobre el vacio mundo. La condena final hace de la derra una realidad envi­ lecida153 en cuya superficie ya no cabe habitar. Lejos del amor, y del presente, el poeta ya es sólo profeta.154 Sin comunidad a la que unirse, sólo él se acuerda del Uno ausente. Así, Hiperión puede decir: «¡Oh terquedad de los hombres!»155 Guando nuestro héroe habla de la «ma­ jestad del alma sin destino»,156 quiere realmente decir «sin destino en la tierra». De hecho, el héroe se prepara para integrarse en la unidad del ser. El motto del EmpédocUs ya aparece: «lo semejante no tarde en encontrarse».157 La falta del destino en la tierra abre al destino hacia el ser. La intuición intelectual ya se presenta en el rostro de la muerte. 8. Pureza e ideal poético. Sin destino en la tierra quiere decir ante todo sin destino entre los demás hombres. Holderlin, como hemos dicho, no entiende nunca el ser como una abstracción, sino como unidad de la unidad y de la diferencia. El amor al ser, contenido de la poesía, no puede sustanciarse sin amar las diferencias. Pero ahora, tras la expe­ riencia del presente, la poesía, rastro de la belleza en un mundo sin amor y sin comunidad, asume que de entre todas estas realidades hay que excluir a los hombres. «¡Quiero conservarme puro como se man150 H, 196. 151 H, 160. 152 H. 162. 153 H. 164. 154 Sería un trabajo estéril documentar todos los pasajes mesiánicos de Hipe­ rión. Baste algunas de las frases esenciales de la carta de Diotima a Hiperión tras el fracaso. “De ti, sólo de ti esperaba ya toda salvación.” [H. 173] “Tu Hiperión habia sanado los ojos a tus griegos para que vieran lo que está vivo” |H. 174]. Cf. Las denuncias de esta “raza malvada” [H. 175] 155 H. 170. 156 H. 164. 157 H. 165.

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tiene un artista, quiero amarte a ti, vida inocente, vida del bosque y de la fuente.»158 La reunüicadón en la diferencia amada, serán consignas que resonarán más allá de esta obra.159 La mística de la vida unitaria como ser reflejado en el poeta, como contrapunto de la naturaleza carente de hombres, se expone en este texto: «Lo que vive es indes* tructíble; incluso en su más profunda servidumbre sigue siendo libre, sigue siendo uno, aunque lo dividas a fondo, y sigue ileso aunque lo rompas hasta la médula: su ser, victorioso, escapará de entre tus ma­ nos.»160 Y como un mandato de Diotima, como su última voluntad, el poeta debe preservar esta vida, por amor a lo que no pudo ser amado, e incluso por amor a los hombres futuros, pues sólo ellos se­ rán dignos de amor. El programa mínimo de Schiller resuena en este mandato final de Diotima. Pues se trata de preservar la naturaleza entera para que aco­ ja, de nuevo y en algún día futuro, a los hombres que caminan deste­ rrados de la compañía humana. «Tú debes ser sacerdote de la divina naturaleza, y ya germinan en tí los días poéticos.»161 Esta es la despe­ dida de Diotima, que muestra, con este reenvío al futuro, la imposibi­ lidad del matrimonio entre el poeta y el amor. Fracasado el ideal glo­ bal de la síntesis entre belleza, amor y comunidad, el poeta queda co­ mo mediador entre el presente y la educación estética que ha de con­ ducir a la nueva unidad. En el esplendor de la muerte de Diotima, y en la ampliación sin rostro del amor que ella inspira, brilla entonces la esperanza, la única esperanza en la fuerza presentadora de la natura­ leza recogida en la poesía. Ahí está la convergencia con Schiller. Pues si éste entrega a la es­ tética la capacidad transformadora de la realidad, tiene su motivo más profundo en el diagnóstico de la naturaleza humana caída y perdida. La educación estética debe recrear la naturaleza humana, refundarla a fin de que se disponga a la síntesis con la libertad comunitaria del amor, desde el germen de belleza que todavía puede ser accesible al genio poético. Para Holderlin, como para Schiller, aunque desde otra ontología, la naturaleza no ha muerto, no ha podido morir, pues es la expresión del ser, su juicio, su revelación, su apertura, su fenómeno. Sin embargo, ha desaparecido del reconocimiento de los hombres. Por 158 H. 170. 159 cf. H. 176. 160 H. 188. '«• H. 197.

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eso la cuestión es preservarla, no reconstruirla. La poesía, no la trage­ dia, aparece como la fuerza estética radical. La educación, el conoci­ miento, no reside en el recuerdo perenne del fracaso de los ideales burgueses, sino en la reunión de los desterrados de la época162 me­ diante el disfrute de los dones naturales vertidos en la poesía. También para Hólderlin el pueblo alemán sufre de completa desnaturaliza­ ción.163 Pero el poeta todavía preserva la naturaleza para el futuro. La diferencia con Schillcr reside en olvidar la moral como polo con el que la naturaleza debe reunirse. Hólderlin, tan cercano a Kant en la noción de fenómeno bello, no invoca el criticismo aquí, ni el hori­ zonte del bien supremo. La naturaleza preservada es autónoma y completa: todo lo que el hombre necesita. Por eso la poesía no se in­ troduce en una filosofía de la historia preparatoria de la moral, sino en una guiada por la esperanza de que la naturaleza vuelva a brillar plenamente, apagando el sueño de la cosas humanas.164 En esta espe­ ranza sólo rige una estructura: la del rejuvenecimiento y la muerte, la lucha y la reconciliación, la diferencia y la unidad que encama el poe­ ta. Heráclito también señala hacia el mundo de la physis contemplado por Hólderlin. «En la disputa está latente la reconciliación y todo lo que se separa se vuelve a encontrar».165 En su avance, como vemos, el libro transforma su vieja idea de la órbita excéntrica. El complejo mundo, la experiencia completa que se comenzó gestando en las versiones iniciales, y que avanzaba hacia la estabilidad, hacia la descripción de una ley, ahora queda reducido al destino de un hombre que en su aprendizaje olvida el ideal total que pretendía integrar la inicial órbita. 1.a figura que domina el final de la versión definitiva no es un orden inestable, trabajoso, asentado en una silenciosa voluntad de reconciliación y de amor, con todos los equili­ brios y dualidades propias de la finitud. Es más bien la imagen del po162 1.a denuncia de la época es muy eficaz en Hólderlin, sobre todo cuando, como Edipo, cuenta su llegada entre los alemanes [H. 202]: “Bárbaros desde tiempos remotos, a quienes el trabajo y la ciencia, c incluso la religión, han vuelto más bárbaros todavía, profundamente incapaces de cualquier sentimiento divino, corrompidos hasta la médula, ofensivos para cualquier alma bien nacida, tanto por sus excesos como por su insuficiencias, sordos y faltos de armonía, como los restos de un cántaro tirado a la basura... así Belarmino eran quienes debían con­ solar.” [H.202] 163 H.203. 164 H.209. 165 H. 210.

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eta solitario, desterrado, errante, un nuevo Edipo que en su ceguera para el mundo lleva la luz de la transfiguración interna de las almas. La órbita que retoma anticipa ya la teoría de la tragedia, con su me­ diación ontológica de muerte y resurrección. El hombre completo que debía atravesar la estela global de la realidad, con su potencia de uni­ ficación, se concentra en el pecho diamantino del poeta que finalmen­ te alberga la experiencia de la naturaleza, como punto irreductible de lo sagrado en el mundo, como germen de un orden futuro de amor comunitario. Desde el resorte de su canto, la voz y las certezas de la naturaleza algún día podrán desplegarse hasta configurar igualmente la unidad soñada de amor entre los hombres. Son los tiempos menes­ terosos en los que los poetas deben conservar la llama del fuego sagra­ do del ser. Tras el camino de su experiencia, el poeta ya no es el pla­ neta que ordena su tiempo en estaciones cálidas y frías, espléndidas y sombrías: es antes bien un meteoro que debe encender la tierra entera con el recuerdo de la vida plena de las estrellas. Mas para eso deberá asumir un destino trágico, como el de todo héroe. Debemos cuestionamos ahora la coherencia de este final para cap­ tar su lógica. ¿Hasta qué punto el final lógico de Hiperión, como hé­ roe, no es el de Diotima? ¿Por qué se concede todavia Hiperión la po­ sibilidad de la poesía? Ésta es la diferencia que debemos captar, la que une al poeta y a la amante por caminos paralelos. Diotima, que reco­ noce resultar penetrada por la personalidad del joven héroe, se entre­ ga voluntaria en brazos de la muerte. Su gesto es realmente un sacrifi­ cio de amor. Su muerte es índice de futura resurrección. Por ello, des­ de esta trasfiguración sagrada de su propia muerte, le encarga a Hipe­ rión la nueva misión y, con ella, el camino inevitable de la tragedia. Muerte y Beruf de poeta sólo son compatibles desde la clave del reju­ venecimiento de la eterna naturaleza. Al morir, Diotima salva a Hipe­ rión, y le otorga una funcionalidad a su existencia. Carga con la deses­ peración final del héroe y le libera así de su propia desgracia. El momento más decisivo de Hiperión, en el que la mejor época de la burguesía idealista ha expresado su fracaso de la forma más sen­ cilla, sigue rodando como la única verdad superior del libro, ante la cual la nueva misión del poeta nene ya cantado también su destino trágico. Consecuentemente, este lamento final dice así: «Aquel, como tú, cuya alma ha sido dañada, ya no puede encontrar reposo en la alegría particular; el que, como tú, ha sentido la insipidez de la nada, sólo se templa en el espíritu más alto; el que ha tenido la experiencia de la muerte, como tú, sólo se repone entre los dioses. Felices los que no te comprenden. Quien te comprende, tiene que compartir tu gran-

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deza y tu desesperación.»166 Si Hiperión ha rechazado la experiencia de Empédocles sin consumarla, a pesar de que ya estaba aquí conquis­ tada por Diotima, es porque Hólderlin tenia todavía fe en su destino de poeta, como testigo del amor y de la naturaleza. Y sin embargo, Hiperión se encamina hacia su metamorfosis en Empédocles. Los amantes de la novela debían experimentar en una clave superior la tragedia del idealismo como tragedia del poeta. Héroe y poeta encon­ trarán en el Etna y en la locura el paralelismo más estremecedor de la historia de la literatura, como debía corresponder a la época en la que el ideal cristiano del sacrificio experimentó su más genuina metaformosis al convertirse en el ideal trágico del poeta. Y sin embargo, Hólderlin no es grande por esta elevación del pa­ pel del poeta hasta su completa sublimación, tras la imposibilidad de idealizar el Estado y de cumplir el amor. Es grande por el ejercicio de autocrítica que va a realizar inmediatamente, y que le llevará cohe­ rentemente a una nueva forma de poesía. Mas antes de hallada, a me­ dida que tome en serio la transformación profetico-mesiánica del poe­ ta, exigirá el cumplimiento de su destino desde una perspectiva religio­ sa, esto es, como culpa y arrogancia. Empédocles sustanciará este proce­ so. Con ello la poesía deviene igualmente tragedia, pues el poeta es contemplado a su vez desde la clave del destino regido por el fracaso. De la misma manera que Hiperión finaliza defendiendo el ideal reduci­ do del poeta, frente al ideal del hombre pleno que representó la com­ pleja simbología de los tres personajes de la poesía, amor y comuni­ dad, y que trágicamente no pudo realizarse, también debemos recono­ cer en lo que sigue que el elemento de la tragedia está encerrado en el pecho del poeta. Para que el poeta cumpla su ideal, debe asumir el destino de Diotima y morir. Ésta, no el amor, ni el poema, ni la co­ munidad, es la auténtica vía para unirse al todo. Y sin embargo, los dos caminos que hasta ahora hemos visto en la producción de Hólderlin, el especulativo y el literario, no podían per­ manecer separados. Al contrario, el primero ofrece las claves de lectu­ ra del segundo. Si la experiencia de Hiperión lleva a la tragedia del poeta, la experiencia del filósofo debe impulsar la comprensión con­ ceptual de esta tragedia desde la profunda meditación sobre la estruc­ tura del ser. La unidad final del Todo, como desea el amor, no puede realizarse en la tierra porque unidad y separación son la estructura misma del ser. Esta poesía iluminada por la metafísica es más lúcida y '66 h . 173.

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autoconsciente que la vivencia del amor, por mucho que esta vivencia, personificada en Diotima, se reduzca en su propio contenido a esta misma autocondencia sentida. Desde ahora, Juicio y Ser se convertirán en los dos extremos de una tragedia ontológicamente caracterizada: pues lo dividido, lo consciente, aspira a la unidad, tanto como el ser, lo unido, aspira a la diferencia. Hiperión, consciente de la unidad, aspira a la reconciliación tanto co­ mo la tierra aspira a la diversidad en los individuos. Así se nos plantea el problema de la reladón entre la tragedia interna a la trama ontológica de lo real, y la tragedia vivida por el poeta, como ideal concreto e histórico de reconciliación y de profecía de salvación, personificado en el nuevo héroe, en Empédocles. Pero antes de ello, debemos aten­ der a los caminos por los que Hólderlin vinculó literatura y ontología, a los testimonios que dibujan una teoría de la poesía que ya, por su propio paso, avanza hacia una teoría de la tragedia.

IV. Poesía y tragedia 1. Temía de la poesía. Algo de lo dicho puede ser resumido con las pro­ pias palabras de Hólderlin en una carta a Nieihammer, de 24 de fe­ brero de 1796. Si la citamos es porque marca en cierta manera su programa. «En las cartas filosóficas quiero encontrar el principio que me explique las escisiones en las que pensamos y existimos, pero que también sea capaz de hacer desaparecer el antagonismo entre el sujeto y el objeto, entre nuestro yo y el mundo, esto es, entre razón y revela­ ción, de modo teórico, en la intuición intelectual, sin tener que reca­ bar ayuda de nuestra razón práctica. Para ello precisamos del sentido estético y llamaré a mis cartas Nuevas Carlas sobre la educación estética del Hombre. En ellas también pasaré de la filosofía a la poesía y a la reli­ gión.» Aqui recordamos la exigencia de radicalizar la posición de Schi11er, que ya hemos citado. Hólderlin nos dice que seguirá un camino filosófico, esto es, que insitirá en la especulación, para explicar teórica­ mente nuestras escisiones, la esencia de la intuición intelectual y la esencia del sentido estético. Se trata de la búsqueda del principio filo­ sófico que radica en último extremo en la estructura del ser. Conjetu­ ramos ahora que este esbozo filosófico para explicar la intuición inte­ lectual debe tener alguna relación con el texto Sobre el espíritu poético. Respecto del problema de la religión, mencionado en segundo lugar, debemos hacer otras propuestas. Creo en el valor de aquella conjetura. Pues el texto Sobre el modo de proceder del espíritu poético no sólo está cercano al tema de la intuición in­ telectual. También nos propone el ideal del poeta como eremita, co­ mo solitario, de forma concordante con el final del Hiperión. Además, se nos propone una teoría que comprende la vida infinita unitaria des­ tinada a sufrir infinitas contraposiciones y escisiones. Por último, el texto quiere ofrecer una teoría acerca de la reflexión superior a la vi­ sión meramente teórica, que juega bien dentro del contexto de las cuestiones que hubiera despertado ya antes su amigo Sinclair. Pero 80

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obedezcan o no a estas previstas Muevas cartas sobre ¡a educación estética, en estos textos se puede hallar la Poetologia de Hólderlin, sin la que no podemos entender bien el ideal del poeta en que acabó refugiándo­ se Hiperión. En este nivel teórico no hay todavía tragedia del poeta propiamen­ te dicha. Podemos considerar, con Bodei, que el ciclo de muerte y vi­ da, propio de la estructura del ser, ya es «una elevación de la tragedia a nivel del universo», como un modelo de poesía filosófica en el que se reproduce un enfrentaminto perpetuo de los elementos. Sin duda este planteamiento está cercano al de Empédocles. Pero sólo genérica­ mente cercano. Pues Empédocles no describe una tragedia en general, sino que sobre todo vive y experimenta una tragedia muy concreta. La te­ oría de la tragedia no emerge directamente desde la ontologia, en la que se unifica vida y muerte. Procede, antes bien, de la forma heroica de vivir la vocación de poeta en su dimensión filosófico-histórica. Cele­ brar, cantar, amar y experimentar la vida y muerte del ser, no es algo trágico, sino algo genéricamente poético. Considerada en su plenitud, esta experiencia debía ser la de existir en el divino gozo de la unidad y la diversidad. Que Hólderlin haya aplicado este ciclo de vida y muerte a la época1, lo que resulta cierto, en modo alguno altera mi conclusión: esa vivencia no es en sí mismo trágica. Es más bien un consuelo, y así se lo confiesa a Ebel, el 10 de enero del 97. Sólo cuan­ do se encama en un hombre con una dimensión ideal y heroica, la vo­ cación del poeta deviene trágica, en el sentido humano de la figura, no en el sentido especulativo del juego previsto en Juicio y Ser. Sólo enton­ ces habrá de incorporar una dimensión de culpabilidad y error. Sólo entonces tendremos la figura de Empédocles perfectamente definida. Mas sólo si apuntamos a los ideales del poeta, sabremos de qué nos habla su tragedia. 1.a vida del poeta, tal y como se describe en este amplio texto, complejo y poco maduro, se perfila alrededor de algunos detalles que expanden la estructura del Hen kai Pan. Ante todo se asienta sobre la dual exigencia del espíritu: ser uno a la vez en todas partes y salir de sí para reproducirse continuamente en sí y en otros.2 Se trata del con­ flicto entre el contenido espiritual (parentesco de todas las partes) y 1 Cf. la carta a Ebel de 10 de enero de 1797 y el famoso paso donde se dice que «la juventud del mundo ha de rebrotar de nuestra descomposición». Aquí ya se dicta, como bien ha señalado Bodei, la base genérica para Empédocles, w . 1525-1532.

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forma espiritual (realidad individual de todas las partes). Es la vieja consigna: ser en todo y por encima de todo. El poeta comprende que son necesarios los dos momentos para que ambos «se hagan sensibles y sean sentidos.»3 La forma produce individualidad. Pero es forma sensible en la que se reúne la diversidad. El poeta, por tanto, es el hombre consciente de esta mutua pertenencia del contenido espiritual (unidad del todo) y la forma sensible (ser individual). Cuando él sabe esto, dice Hólderlin, no puede fracasar en el momento principal. Mantener esta clara conciencia dual implica asentarse «firmemen­ te como intuición intelectual y entonces éste es el temperamento fun­ damental del poeta en todo el negocio.»4 Aquí, por tanto, la unidad entre las escisiones se realiza sin necesidad de acudir a la praxis moral: el hecho de que aquella conciencia se haya identificado como intui­ ción intelectual impone de antemano su existencia.5 En efecto, la con­ traposición de forma y contenido se halla en la intuición armónica­ mente ligada. Aquí, en la intuición intelectual, el poeta está en todo y por encima de todo: es el todo consciente y vivo que disfruta de su di­ versidad. La mera conciencia entonces es el rasgo terrible y peligroso, el elemento inestable, el azogue informe, ya que se eleva por encima del todo y es fuente de la misma separación. La propuesta de Hólderlin es difícil de entender, y quizás eso ha desanimando a los intérpretes. Mas no cabe duda de algo: la tesis cen­ tral depende de la comprensión de la vida en general tal y como que­ dó reconocida a partir de la teoría del ser. El texto así lo reconoce.6 La vida poética, en este nivel de análisis, es «absolutamente unitaria consigo misma»,7 como testigo de lo sentido en aquella contraposición: la unidad y la diversidad a un tiempo. Su función es ser receptiva tan­ to para la unidad como para la diversidad, tanto para atar como para separar, para lo ligante como para lo ligado.8 En el espíritu poético brilla la propia estructura de la especulación de Hegel: es unidad de la unidad y de la diferencia, como unidad ligada de lo que liga y de lo separado. De la misma forma que en el fragmento de sistema de 1800 de Hegel, aquí reside el más firme testimonio de la infinitud verdadera

7ET557 3 E, 57. 4 E, 61. 5 E, 61. «E, 61. 7 E, 6t. 8 E, 63.

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del espíritu. El poeta, anticipando casi la fórmula de Kierkegaard so­ bre la fe, viene comprendido como voz de lo eterno a lo eterno.9 La descrita es la estructura del Hen km Pan, a la que el poeta dará su cuerpo y su vida. La vida del poeta se elevaría a solitario testigo de la estructura especulativa del ser. El punto más difícil de la tensión se presenta cuando el poeta intente asumir en sí mismo este punto de vista infinito para ser fiel a la forma de lo espiritual, a la subjetividad. Entonces comienzan los problemas del poeta como figura individualizada e ideal. Entonces co­ mienza a elaborarse la posibilidad de la tragedia. Hólderlin considera que este paso debe darlo el poeta a ñn de que lo unitario «no se su­ prima a sí mismo como indistinguible y vuelva a la infinitud vacía o bien pierda su identidad en un cambio de contrastes.»10 El poeta debe ser testigo de esta infinitud del espíritu haciéndola vivir en sí, indivi­ dualizándola, otorgándole un forma. El poeta debe ser un yo ideal y heroico que recoja en su memoria la unidad y la contraposición infini­ ta de la vida en general. «Es su última tarea el tener, en el cambio ar­ mónico, un hilo, una memoria, para que el espíritu, nunca en un mo­ mento singular y otro momento singular, sino continuamente en un momento tanto como en otro, y en los diversos temporalmente, per­ manezca presente para si tal y como para sí es totalmente presente, en la unidad infinita».11 El poeta tiene que ser individualidad poética, y de esta forma en­ tregar una conciencia precisa al ser y a sus disferencias. Pero su dife­ rencia como persona no debe alterar este juego de lo uno y el todo. Sólo un poeta que, a pesar de ser persona, no interviniera en la dia­ léctica de unidad y diferencia, sería el para sí del ser, una conciencia que no se levantaría sobre el juicio de la reflexión, sino sobre la figura apropiada a la estructura de ese mismo ser, sobre la intuición intelec­ tual. La poesía alcanzaría así el estatuto de una especulación sentida y gozada. Aquí se daría la actualización de lo infinito: el momento divi­ no del poeta. Aquí culminaría el genio y el arte. Cuando vengamos a Empédocles, veremos que, en esta personalización inevitable heroica del poeta, el juego de unidad y diversidad no sólo es gozado sino alterado. En este punto tenemos un primer elemento decisivo de la necesidad de la tragedia. Ahora veamos hasta qué punto brota cercana la refle9 E, 64. 10 E, 65. " E, 65.

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xión de Hóldcrlin sobre el segundo tema de esta proyectadas Nuevas Cartas sobre la educación estética: la religión. 2. Teoría de la Religión. En la misma relación con el ser, la tarea que co­ rresponde al poeta, en tanto subjetividad, corresponde a la religión res­ pecto de la comunidad. El ámbito de Hiperión resulta asi ulteriormente analizado. De hecho, religión es poesia comunitaria, mientras la poesía es la religión individualmente sentida. Se trata del mismo contenido espiri­ tual bajo una diferente forma espiritual, bajo una diferente subjetividad ideal. La belleza contemplada por el poeta se vive en la religión como amor, pero ambas son manifestaciones del mismo juego de unidad y di­ versidad. Ixts griegos han sintetizado estos dos aspectos en su mito, una poesía religiosa o una religión poética. Por eso han sido capaces de cons­ tituir una comunidad sostenida por todas las manifestaciones de lo abso­ luto. La tensión entre lo absoluto y la diversidad se ha coagulado en la cultura y en el lenguaje de los griegos mediante el mito, la gran obra de este pueblo. Entre ellos, la religión es una forma de representación de la vida y surge de una necesidad que es preciso identificar. El ensayo que analizamos es una respuesta a la pregunta acerca de la necesidad de esa representación mitológica como un hecho fundamental de la cultura. Una cultura, como superación de todas las necesidades materiales de la vida, puede atender aspectos muy diversos: la construcción de un to­ do armonioso de las vidas humanas, la lucha a muerte por la conserva­ ción, la ordenación del Estado y de la producción económica, etcétera. Toda diversidad del ser puede encontrar respuesta en la correspondiente esfera de actividad, mitológicamente fundada. Mas también debe integrar una representación determinada de esta conexión material y objetiva de elementos diversos en el Uno. Pues bien, la religión es una representación subjeti­ va comunitaria del todo cultural, la juerga que vincula la parcialidad de los mitos. Como tal, realiza la misma función que el poeta y atiende la misma ne­ cesidad: la de ser autoconciencia de la cultura como reflejo plural de la unidad del ser. La religión es así el cemento de las esferas de acción par­ ticulares, la condición transcendental de la vida unitaria en el mito. Pero la religión no llega a esta autoconciencia unitaria de la diver­ sidad de un modo inmediato. Antes bien, el punto de partida es la conciencia parcial, politeísta, diversa y propia de un ser finito. «El hombre quiere acordarse de su destino, agradecer su propia vida»,12 dice Hólderlin, apostando por un punto de partida afincado en la fini12 E, 90.

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tud de una esfera de acción limitada. Se trata, entonces, de una nece­ sidad antropológica relacionada con la estructura de la felicidad hu­ mana. Este punto del argumento no se comprende si no se introduce la premisa de que la esencia del hombre es la fínitud. Por eso, más sa­ tisfacción que en la superación de las necesidades, y más satisfacción que en una representación inmediata de la conexión total en la que vive, el hombre encuentra gozo en la representación de su destino fini­ to como el apropiado, como el justo, como suyo. Este placer, que se encuentra en la detención de la vida efectiva, al representársela como suya, permite la emergencia de la conciencia de su propia actividad limitada. El placer no detiene la vida real, co­ mo en los animales, sino que la detiene sólo en la efectividad al tiem­ po que la mantiene en el espíritu, en la conciencia, «hasta que la per­ fección o imperfección peculiar de esta repetición espiritual le empuje de nuevo a la vida efectiva.»13 Así pues, la representación inicial de la religión es una representación mítica feliz, mas de lo fragmentario y fi­ nito. No hay aqui sino símbolo, una idealización y una sublimación li­ mitada, en la medida en que el proceso subjetivo se asienta sobre el gozo de una acción red. «De esta satisfacción procede la vida espiri­ tual, en la que en cierta medida se repite [en la conciencia) su vida efectiva.»14 Sólo así se puede explicar la íntima conexión entre activi­ dad económica plural y divinidades míticas protectoras. El problema, si queremos mantener el paralelismo entre religión y poesía, reside en pasar de la repetición ideal de la actividad propia y particular de un hombre, a la repetición consciente del Todo en el que aquélla se halla conectada. Hólderlin dice que esta repetición no se puede hacer con el pensamiento, porque éste sólo repite los rasgos necesarios de las actividades materiales concretas. Pero, si la actividad concreta pierde estos mismos rasgos, entonces queda privada de «su peculiaridad; su íntima ligazón con la esfera en la que es ejercida» de­ viene una abstracción carente de la relación con la vida diversa y ple­ na.15 «Las leyes necesarias» internas a cada esfera son las condiciones de la identidad concreta, los transcedentales de la misma, pero no la ligazón y la conexión con el Todo. Justo por eso, en el proceso de al­ canzar la unidad de la diversidad, aquellas leyes internas deben man­ tenerse y superarse. ¿Qué cabe hacer entonces, sino superar la forma 13 E, 91. 14 E, 91. •5 E, 92.

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de representación propia del pensamiento? Ésta es justamente la «más alta ilustración» que se nos escapa: La ilustración de los griegos.16 En ella el Todo no hace desaparecer los elementos míticos particulares necesarios, ni estos destruyen la posibilidad de representación del Todo. Aquí defini­ mos la característica básica de la religión del mito. Los griegos «consideraron aquellas relaciones más delicadas e infi­ nitas a partir del espíritu que domina en la esfera en la que ellas [las relaciones] tienen lugar.»17 No consideraron aquéllas relaciones «en y para sí», como categorías fijas, separadas, que debían fundar una uni­ dad a partir de una mera adición, «sino a partir del espíritu que do­ mina en la esfera» en cuestión, que de esta manera transciende su propia parcialidad sin anularla.18 Aquí alcanzaron la forma de repre­ sentación religioso-mítica, que debemos estudiar, en cuanto propusie­ ron para cada esfera de cultura y de acción un dios propio, que no impide, sino que reclama relacionarse con el panteón unitario. «Pues cada uno tendría su propio dios, en la medida en que cada uno tiene su propia esfera en la cual actúa y experimenta». Pero esta esfera de acción, antropológicamente fundada, conforma una comunidad en la medida en que obedece a necesidades que alcanzan a la totalidad de los hombres. La religión es, desde el inicio, una forma comunitaria de vida materialmente ordenada. «Y sólo en la medida en que varios hombres tienen una esfera comunitaria en la que actúan y padecen humanamente, esto es, elevados por encima de la necesidad, sólo en esta medida tienen una deidad comunitaria.»19 Desde aquí, Hóldcrlin avanza hacia la identificación de estas rela­ ciones religiosas y las define explícitamente como míticas. Una rela­ ción mítica es la que no es puramente fáctica, material, mecánica, histó­ rica o necesaria; mas tampoco puramente intelectual, racional, moral o libre; sino ambas cosas al mismo tiempo. Reúne la acdvidad libre y material, técnica y cultural de una comunidad; y sin embargo trans­ ciende esta dimensión material hasta configurarla en el seno de un continuo de fuerzas divinas, que incorpora el momento de la generali­ dad sin perder su identidad refractada. Asi la comunidad de mitos se refleja en la comunidad de los hombres. Toda relación religiosa se produce entre iguales, entre elementos autónomos, en un «igual ser 16 E, 92-93. 17 E, 93. 18 E, 92. 19 E, 93.

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uno al lado del otro.»20 Se da aquí una dimensión diferenciadora, se­ mejante a la conceptual o intelectual. Pero en tanto comunidad de lo religioso, todos los dioses gozan de una unidad, de una inclinación a la fusión, de una «intima conexión, el estar entregado el uno al otro, la inseparabilidad de las partes»,21 tal y como sucede en las relaciones efectivas y reales. Pues bien, configurar un mito es elevar una relación real, con su semilla permanente de unidad y fusión en el todo, a relación inte­ lectual autónoma y estable en su definición. Un mito no contiene meramente conceptos e ideas, ni meramente sucesos y hechos, sino «ambas cosas en una», esto es, un hecho ideal, una tendencia a la unidad enquistada en una persona. Por ejemplo, el mito de Prome­ teo establece un hecho ideal: la necesidad de unir a los hombres en la esfera dominada por la actividad del fuego, como elemento divi­ no en el seno de una comunidad que define derecho y poder, que debe configurar una relación con el poder absoluto del destino. El hecho ideal dibuja el dios del mito, la parte central de todo mito, en el que se muestra la necesidad de esta esfera divina y sus exigen­ cia en relación con el panteón de los dioses. El mito, como división de poderes, no sólo identifica los poderes y traza sus fronteras, sino que confiesa su unidad por medio de sus violaciones y luchas recí­ procas. Toda religión sería poética según su esencia,22 pues sólo en la poesía se vincula indisolublemente mito y religión. Por ello, la poesía se encarga de algo central y peculiar, en cierto modo superior al mi­ to, aunque sólo sea la superioridad de su propia perfección. El mito celebra una vida parcial como la más alta cada vez, como divina. La poesía no celebra un mito concreto como idealización de un hecho, pues al poeta le está encomendada la reunificación de los mitos, esto es, la celebración de todos los mitos como una única religión. El tex­ to clave es el siguiente: «Aquí se puede hablar de la unión de varías religiones en una, allí donde cada uno venera en representaciones poéticas su dios, y todos un dios comunitario; donde cada uno festeja míticamente su propia vida más alta y todos una vida más alta co­ munitaria, la fiesta de la vida.»23 Esta sería la verdadera esencia de 20 E, 95. 21 E, 95. 22 E, 96. 23 E, 96.

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la poesía, que determina el sentido de esos curiosos ensayos de sin­ cretismo religioso vertidos en los poemas finales. Como vemos, la po­ esía resta separada en principio de la esencia de la tragedia, porque todavía no se ha personificado en la vida del poeta ni en sus formas ideales heroicas. Con ello podemos suponer que el ensayo final de los Himnos pretende fundar una religión mítica profunda, que limite la forma heroica del poeta, en la medida en que potencia la vivencia comunitaria de lo divino. Y sin embargo, una vez dicho esto, co­ mienza propiamente el problema del ensayo. Si tuviéramos que exponer la tesis de Holderlin en lenguaje weberiano diríamos: cada hombre, cada carácter, debe encontrar el cumpli­ miento de su vida efectiva en una esfera de acción caracterizada como vocación. La forma de representarse esta vida mítica tiene una dimen­ sión religiosa obvia: «también en una vida limitada puede el hombre vivir infinitamente, y también la representación limitada de una dei­ dad, representación que para él procede de su propia vida, puede ser una representación infinita.»24 El Hen kai Pan no sólo es la estructura de la poesía, sino de toda acción real y necesaria. Pues en cada esfera de acción puede albergarse lo infinito. De hecho, Holderlin ha queri­ do captar de esta forma el pensamiento del auténtico politeísmo grie­ go, como luego lo hará Schelling, con su filosofía del mito, y Hegel con el reconocimiento de las potencias éticas. Ahora bien, los diversos dioses plurales son ellos mismos dioses. Y Holderlin entiende que es una necesidad humana «asociar los diversos modos de representación de lo divino.»25 La peculiaridad de lo divino adquiere su más plena libertad en la medida en que se le brínde un todo armónico en el que desarrollarse. Y sin embargo, desde la fun­ ción de la poesía, Holderlin acabará reconociendo la lucha entre los dioses plurales. El organismo del panteón simboliza un organismo de la vida comunitaria, dado el carácter comunitario de todo mito y la colectividad de acción que alberga. Ijl división de poderes del mito es así reflejo de la división de poderes comunitarios, cada uno encargado de resolver una necesidad. Si las deidades forman un todo orgánico, las esferas de acción también, y con ello la comunidad refleja la totali­ dad del ser. De esta forma Holderlin acarició, desde el ejemplo de los griegos, las posibilidades poéticas de la división del trabajo moderno, y la religión posible que podría determinar. 24 E, 94. 25 E, 94.

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En la continuidad del párrafo, sin embargo, Holderlin prevé las debilidades de este todo armónico de relaciones entre las diversas dei­ dades. El problema está íntimamente relacionado con la teoría hegeliana de la Tragedia como escisión de la eticidad absoluta que impu­ so, en una dudosa compensación, la noción de filosofía como unidad del reino total de la eticidad.26 Para Holderlin, a través de la inevitabilidad de la lucha, ese reino total de la eticidad se describirá me­ diante la unión armónica de los dioses, vale decir, como religión ele­ vada a poesía. Mas ahora la unión poética también debe reflejar la viva diversidad. De forma consecuente, Holderlin dice que esta incli­ nación a la fusión, propia del modo de representación de lo divino, genera una relaciones de derecho entre los dioses que, en su violen­ cia, se manifiestan como inicialmente negativas. Esto es, las relaciones no quedan establecidas como derecho con carácter previo a la lucha. Antes bien, y cómo defenderá Hegel, sólo «mediante la perturbación llegan a ser positivas.»27 Así tenemos que el conflicto sería la forma en que se toman positivas y visibles las relaciones internas de poder entre los diferentes dioses de la eticidad orgánica de la comunidad. La violencia es la fuente del derecho que instituye una división de po­ deres. Mas no debemos olvidar que con la división de poderes se eva­ de la forma trágica, por cuanto las diferentes personalidades pueden vivir a la vez. Holderlin ha reconocido que la acción interna a una esfera de la vida «es a su vez impedida y limitada mediante la violencia y coac­ ción.»28 1.a tragedia en Hegel era la forma de conocer, en al acto de la muerte, las leyes del todo armónico de la eticidad. De la misma manera, el poeta siempre asumirá la cercanía de su oficio con la muerte. Por tanto, no siempre la poesía puede celebrar la fiesta de la vida como una fiesta de Paz. También puede tener que celebrarla de una manera terrible, como fiesta violenta. Fiesta del amor y del odio a un tiempo, de la inclinación a la unidad y de la violenta separación que busca su derecho como fórmula parcial de reconquistar aquella unidad, la poesía es tanto idilio como escisión y desgarramiento. Pues mito es tanto una cosa como la otra: tanto poder dividido como sobe­ ranía final del destino que a todos somete. 26 Hegel siempre ha perseguido esta idea, no sólo en su teoría de la tragedia, sino en su teoría de la muerte del arte y en su teoría de la eticidad. 27 E, 94. ^ E , 94

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3. Vida y muerte en el ideal poético. Una primera aproximación al concepto de tragedia. La tragedia moderna no tiene nada que ver con la religión del mito, ni con la división de poderes entre las fuerzas divinas. En las relaciones mitológicas priman los dioses, mientras que en la tra­ gedia moderna sólo domina el destino de una subjetividad que aspira a ser única y salvadora. Sin embargo, en la forma ideal de los dioses se acaban encarnando los héroes modernos, como Hiperión o Empédocles. Entonces, la relación entre uno y todo se vive desde la finitud y la muerte, no desde la eternidad del equilibrio. En el mito reen­ contramos lo divino sólo bajo la forma de los ideales, pero éstos sólo los hallamos en la tierra mediante la subjetividad de los héroes. En­ tonces regresamos a Hiperión y comprendemos mejor su ñnal. En el dolor de la separación de Alabanda, Diotima e Hiperión, descubri­ mos que estaban destinados a ser uno en el amor, en la poesía y en la comunidad. En la rivalidad de los dioses se registra la unidad ori­ ginaria entre ellos. En la memoria del poeta vive a la vez tanto el exclusiao derecho de cada uno, como su voluntad de violenta reunifica­ ción. En el dolor del desgarro se testifica la unidad del ser. Pero también se legitiman las estrategias colonizadoras entre las esferas. La lucha, en este contexto de la poesía y de la religión, es la forma paradigmática de experimentar la Unidad. No es unilateralmente go­ zosa ni dolorosa. En sí misma es tan contradictoria como el absolu­ to, que es unidad de la identidad y de la diferencia. Eso queda dicho desde el momento en que se identifica el absoluto con el Hen kai Pan. El Uno es Uno y todos. El equivalente funcional en la tierra de la lucha entre los dioses es la muerte entre los héroes. Vivir el Todo como Uno despierta la alegría de la muerte del individuo. Separarse es disfrutar del derecho y dolerse de la escisión. Pero la muerte en sí misma es también el dolor de la individualidad. La paz de la muerte no tiene nombre ni rostro: es una paz a la que nadie podrá llamar «mi paz». En este azogue del Uno y del Todo vive la poesía del poe­ ta. No tenemos aquí la forma de la tragedia propiamente dicha. De hecho, la forma de la tragedia no tiene un engranaje en el momento de la especulación, sino en el momento del acontecimiento que cons­ tituye la Historia. No depende de la categoría desnuda del ser como unidad de la identidad y de la diferencia, sino de una teoría más compleja de las fuerzas estructurales de lo absoluto tal y como han acontecido y constituido la historia. Por ello no podemos quedarnos en el nivel del ser para apreciar el problema de la poesía, y consecuentemente, el problema de la trage­ dia en Holderlin. En ese nivel se han quedado los analistas con insis-

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tencia.29 Bodei, por su parte, lo ha expuesto con precisión, pero a la vez mostrando los límites de un planteamiento tan abstracto: «Lo ori­ ginal de la solución hólderliniana estriba en dejar entrever la unidad, el Ser en absoluto, sólo en la separación de sus partes, y en el seno de la multiplicidad misma. La totalidad resplandece, así, exclusivamente en las escisiones. De suerte que, cuanto más radicales, dolorosas e in­ conciliables sean las escisiones, tanto más intensamente se manifiesta en ellas la unificación con todo cuanto vive. Lo trágico es el órgano supremo de la intuición intelectual y en lo nefas d t la tragedia, en el alejamiento máximo entre el dios y el hombre, se revela casi per absentian la unidad del Ser y la presencia de lo divino y de la plenitud de la vida en el hombre.»30 Hegel se detendría en este momento y, en sus limites, experimentaría la incapacidad del arte para pensar positiva­ mente lo absoluto. Pues la tragedia, si se queda en esta forma abstrac­ ta y descarnadamente especulativa, se convierte finalmente en una for­ ma de teología negativa, afin a la filosofía de Heidegger, pero escasa­ mente fiel a Hólderlin. Según la tesis, el dolor es la huella de la unidad. Cuanto más am­ plio es el dolor más se reconoce la unidad de lo que vive, aunque sólo en el desgarramiento. La antigua unidad se reconoce en el dolor, vale decir: el dolor es su recuerdo en el momento de la separación.31 Mas no olvidemos que la violencia entre los dioses en lucha es también una anámnesis de la unidad de lo divino, y que ese recuerdo hace a cada dios verdaderamente tal. Y sin embargo, entre ellos no hay tragedia. Por eso, para entender a Hólderlin, debemos valorar la esencia de esta separación y las condiciones para que se resuelva en tragedia. Esta ta29 Bodei, en su Hólderlin y lo Trágito, pág. 23, dice lo siguiente: «La alternativa que a estas dos posiciones [de Schiller y de Fiehte] sugiere Hólderlin es la de una identidad en el sentido fiicrtc, una identidad no reflexiva, una identidad de un “ser en lo absoluto”, que se constituya en vínculo indisoluble de sujeto y objeto, el Hen km Pan de la tradición griega. [...] Hemos roto las hostilidaddcs con la natura­ leza y lo que en un tiempo era uno, ahora es contraste» [op. dt. pág. 23],«Recon­ quistar la paz de todas las paces, unimos con la naturaleza en un todo infinito, tal es el objetivo de nuestros esfuerzos, tanto si pueden alcanzarse como si no» [Hyperion, pág. 236]. «Aquella unificación con todo lo que vive, deriva de la imposibili­ dad de una separación y de un aislamiento absolutos.» [Bodei, op. dt. pág. 25] 30 Bodei, op. dt. pág. 27. 31 Asi D. Henrich: «Hólderlin muestra que vida y poesía se unifican en el re­ cuerdo. [...] Recordar es guardar, es una exigencia de la felicidad, que por lo tan­ to busca y mantiene, en lo que le es propio, lo pasado.» Hegtl en Contexto, Monte Ávila, Caracas 1990, pág. 29.

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rea no es posible, desgraciadamente, sin concretar la ontología de Holderlin. Esa concreción apunta a comprender la historia. Pues la trage­ dia no puede entenderse desde la eternidad, sino desde el tiempo. 4. Ontología de los mundos posibles. En este senüdo especulativo de lucha de potencias ideales que canta la poesía, Holderlin intenta una meta­ morfosis de la decadencia en renovación. De forma consecuente, el ensayo El devenir en el perecer ve en la disolución y en la crisis el caos re­ generador.32 Con ello, el ideal revolucionario, como estallido de la lu­ cha entre los héroes, gana todo su aspecto constructivo justo cuando deviene puro terror destructivo. La interpretación está apoyada en la época, sobre todo en esa acelaración de la escatología que reclamaban a un tiempo Robcspierre y Bengel. Tenemos así un intento de racio­ nalizar la violencia como proceso de regeneración. El elemento de la violencia y del odio, principio de la individualidad autoaíirmativa del nuevo héroe, queda santificado al integrarse en el proceso de rejuve­ necimiento del género humano, propio de los efectos que el mito quie­ re conseguir y explicar. El punto clave de todo el sistema es que tam­ bién los dioses devienen: unos se van y otros regresan encamados en las alas de los héroes. La poesía se convierte imperceptiblemente en el acontecimiento de la historia, en el suceso de los dioses ante los ojos del género humano. Lo que nos interesa de este planteamiento es la ontología sobre la que se levanta. La posibilidad se abre tanto más amplia cuanto más se profundiza en la previa disolución de la realidad efectiva. Ésta es la primera con­ secuencia de lo dicho. Las categorías ontológicas de la modalidad es­ tán elaboradas ahora para reforzar el potencial reconstructor de la muerte. La utopía, dice Bodei, «se alza casi por generado equivoca, en la corrupción de la realidad efectiva».33 Todos los mundos posibles se perciben intelectualmente en el decaer de un mundo particular. En la muerte se revela la unificación del Todo, mas, al trasluz de la nada que deja, se manifiesta sobre todo su infinita potencia. Sin duda Hólderlin ha llamado a este proceso «disolución ideal», que será justa­ mente un elemento central de la tragedia: «la unificación de la laguna que se abre entre lo nuevo y lo acabado» permite un sentimiento total de la vida. En ello se centraría el lenguaje trágico, que es «expresión, signo, representación de una totalidad viviente pero singular». Por eso, 32 Bodei, op. cit. pág. 63. 33 op. cit. pág. 66.

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el héroe debe caminar hacia la disolución aceptada, por ser el camino inevitable para evocar lo nuevo y lo posible. Aquí lo efectivo que se diluye es el sujeto ideal, asentado en el principio formal de individua­ ción, que ahora es un mero sujeto que recuerda. La primacía se con­ cede al hombre nuevo y posible que emerge. Tenemos así que un mundo, una relación se disuelve «para que de las sobrevivientes fuerzas de la naturaleza, el principio real, se forme un mundo nuevo.»34 Disolución de lo ideal que por un momento en­ trega sus rasgos a lo real ignoto que viene: ésa es la tragedia pensada con categorías especulativas. En esa retirada de lo ideal que deja libre lo real para una nueva formación, se muestra «el mundo de todos los mundos, el cual es siempre y se presenta en todo tiempo.»35 «Este oca­ so y comienzo es [...] presentación de un todo viviente, pero particu­ lar.»36 «Mediante la infinitud se produce el efecto finito.»37 Aquí Hólderlin vuelve a la órbita de Lessing y Jacobi, a la vieja escena especu­ lativa, de la que vimos brotar el ensayo sobre Juicio y Ser. La máxima contracción de lo existente en el acto de la muerte, prepara la expan­ sión de lo nuevo. Los fracasos de Hiperión son así elevados a señal de lo que apunta en el horizonte. Mas este proceso estructuralmente trá­ gico de disolución y configuración, no define tragedia alguna todavía. Describir este proceso es el objeto de la poesía. Queda fuera de esta descripción la vivencia subjetiva de lo que va a morir y el disfrute gozo­ so de lo subjetividad nueva que puja por aparecer. Queda fuera la concreción de la idealidad en un sujeto. La ley de esta relación entre el mundo efectivo y el mundo de to­ dos los mundos posibles es que «en el mismo momento y grado en que lo consistente se disuelve, se siente también lo nuevo, lo joven, lo posible.»38 Lo agotado que se diluye deja sentir lo inagotable, las rela­ ciones y fuerzas infinitas y posibles. «Lo posible entra en la realidad efectiva en tanto que la realidad efectiva se disuelve, lo posible actúa y efectúa tanto la sensación de la disolución como el recuerdo de lo di­ suelto.»39 Esta prioridad ontológica y espiritual de lo posible —en la medida en que a él se le encarga incluso la memoria y el recuerdo de 34 E, 97. 35 E, 97. 36 E, 97. 37 E, 97. 38 E, 97. 39 E, 98.

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lo disuelto, y por lo tanto se le concede la primacía de la acción her­ menéutica— funda la afinidad electiva entre la ontología de Heidcgger y la de Hólderlin. Mas de hecho, lo que hay de entrada aquí es una metafísica de los mundos posibles de corte leibniziano, complicada con una teoría panteísta peculiar que debe capturar no sólo el todo del mundo efectivo, el mejor de los posibles, sino el todo de lo posible que acaba disolviendo lo efectivo y recordándolo. La sucesión de los mun­ dos determina que, en cada caso, el mejor advenga a la existencia. Es­ te cada caso es el acontecimiento de la historia. Pues bien, la tragedia, en este sentido especulativo, es el lenguaje poético idóneo para cantar esta dinámica de la relación entre los mundos posibles, la disolución del mundo efectivo y el recuerdo ejer­ cido ya desde lo nuevo.40 Esta dimensión especulativa de la tragedia es naturalmente parte de la experiencia propia del poeta. Pero no es su experiencia personal característica. En toda idealidad que se di­ suelve hay tragedia, pero con ello no tenemos todavía la propia idea­ lidad del poeta heroico ni la clave de su tragedia. De esta forma, en la idealidad trágica no sólo se obtiene conciencia de la disolución, «no sólo se expresa el crudo dolor de la disolución que, en su profun­ didad, es demasiado desconocido para el que padece y para el que contempla.»41 También se da el dolor ante lo indeterminado, ante lo que surge como nuevo, aunque este dolor es ideal; mientras que la disolución es un dolor real, consistente. Por eso, lo que se expresa en la tragedia es lo incomprensible de la disolución misma, rodeada por estos dos dolores, cada uno dominador del pasado y del futuro. Mas lo incomprensible de la disolución se compensa por la conciencia de la nuevo, y de esta manera se comprende como necesario, como ar­ monioso, como viviente.42 Por eso, en toda tragedia algo resulta anti­ guo, ideal, disuelto. Y así lo posible se hace real, como «en un terri­ ble, pero divino sueño.»43 La tragedia, dice Hólderlin, «es una mirada hacia atrás sobre el camino que tuvo que ser dejado», «el recuerdo de la disolución.»44 Pe­ ro en la medida en que se comprende como necesidad desde el Todo viviente, en la tragedia se dan la mano disolución-muerte y el «infinito 40 E, 98. 41 E, 98. 42 E, 98. 43 E, 98. 44 E. 99.

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sentimiento de la vida». De esta forma, lo más oscuro de la experien­ cia de la muerte queda simbólicamente entretejido con lo más radian­ te de la nueva vida. «Todo se penetra y se toca y alcanza más infinita­ mente en dolor y gozo, en lucha y paz, en movimiento y en reposo, fi­ gura y ausencia de figura, y asi un fuego celeste actúa en vez del te­ rrestre.»13 Esta racionalización de la disolución, que de hecho tiene la estructura de la lucha cósmica de los dioses en el mito, ahora encama­ da en formas ideales, resulta clave de la tragedia en sentido especulati­ vo, en tanto tragedia de la objetividad de la vida que la poesía debe registrar. Con ello, la tragedia es una derivación poética del mito, la poesía en la que vive el mito en sus formas finitas e ideales. Sin embargo, cuando este modelo, sostenido por la teoría de la historia como acontecimiento de los mundos o de los dioses en el tiempo, se aplica al Empédocles, implica algo más concreto. Ahora se nos habla de la muerte de un sujeto ideal, individual, con su dolor concreto en el seno de este devenir de acontecimientos. Ahora se com­ prende la necesidad de la desaparición de un poeta viejo para que emeija uno nuevo, realmente nuevo, posible en Occidente. No avista­ remos entonces sólo la estructura ontológica que la especulación brin­ dó a la tragedia, sino una vivencia más concreta, propia de la filosofía de la historia, en cuyo contexto tiene sentido preguntarse por la suerte de Occidente en el curso del devenir de los acontecimientos de los dioses en relación con los hombres. No la tragedia de lo objetivo que debe cantar el poeta, sino la tragedia de la propia subjetividad del po­ eta, que debe igualmente cantarse en el último y supremo ejercicio de autoconciencia. Lo que debe suigir es un nuevo tipo de poeta, apro­ piado a un nuevo tipo de patria, a un nuevo tipo de relación con los dioses, y ese poeta nuevo que emerge en el curso de la tragedia y que recuerda su disolución abre una posibilidad hermenéutica nueva para Occidente. La legitimidad de la nueva poesía debe venir refrendada por la muerte del poeta viejo. ¿De otra forma, cómo asegurar su nove­ dad? Pero con esto la tragedia tiene, en tanto disolución ideal, un cami­ no que va «de lo infinitamente presente a lo finitamente pasado», esto es: de lo ideal individual pasado a lo infinito real que se abre en el presente, y de lo infinito real a la nueva individualidad ideal que se anuncia. Va de la conciencia del individuo como pasado, al infinito de lo posible que se abre en el presente, y del recuerdo de la disolución a 45 45 E, 99-100.

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la emergencia de lo nuevo.46 Por eso la muerte aparece como resurgi­ miento, como crecimiento interno del torrente de la vida. No aparece como «violencia aniquilante, sino como amor y ambas justamente co­ mo un acto creador, trascendental [...] cuyo producto es lo infinito re­ al unificado con lo individual ideal.»47 En el héroe trágico se unen fi­ nito ideal e infinito real. Pero todo esto tiene un aire positivo, un aire que refleja la polémica Jacobi-Lessing: la poesía de la tragedia de la vida es la estructura de la dialéctica de la contracción y expansión del ser, la forma de síntesis entre lo finito-infinito como muerte y vida, el paso vivo, a través de la muerte, desde lo posible infinito a lo efectivo finito. «A partir de esta unificación trágica de lo nuevo infinito y lo antiguo finito, se desarrolla entonces un individual nuevo, porque lo nuevo infinito, por el hecho de haber adoptado la figura de lo antiguofinito, se individualiza ahora en figura propia.»48 El recuerdo —lo constitutivo del elemento subjetivo de la tragedia del poeta— que ejerce lo nuevo consiste en adoptar la figura de lo an­ tiguo finito y en realizar la interpretación de su muerte, vista por el propio sujeto como culpa y anuncio. Ahí se produce la transmisión de la memoria. Con ello el héroe trágico es un rostro de Jano. A través de la experiencia de una transfiguración de lo finito viejo pasa a ser un nuevo finito, aunque en la idealidad profétíca. En sí mismo es un trán­ sito. Es Edipo en Colonos, el anuncio de la nueva individualidad que todavía recuerda la vieja a través del terror. Es Cristo en la cruz, abandonado y acogido. Es Prometeo desgarrado y profético. En el suje­ to trágico conviven dos subjetividades en pugna: una que ansia disol­ verse en el «infinito sentimiento de la vida», que es la vieja individuali­ dad ya dominada por la nueva; y otra que aspira a individualizarse, que es la nueva individualidad que todavía vive bajo la forma de la vieja. En cierto modo el héroe trágico es una crisálida. De esta forma sur­ ge el momento de la metamorfosis en la tragedia, ese devenir instantá­ neo en el que el antiguo miedo, la antigua disolución, el sentimiento de la vida como no-yo, ya casi muerte, se presenta de nuevo como yo.49 Ya veremos que en la tragedia de Empédocles se produce también este mo­ mento, la transfiguración de un nuevo yo que supera el momento de la disolución en la muerte y que da entrada al nuevo poeta que necesita la 46 E, 101. 47 E, 101. 48 E, 101. 49 E, 102.

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nueva patria: el poeta de los Himnos. Finalmente, el héroe trágico es el fundador de un nuevo acontecimiento, portador de una nueva presencia ante los hombres de una nueva división de poderes entre los dioses, fun­ dador de un nuevo mito. De esta forma se dibuja la figura del semidiós. Sobre esta figura adquieren cuerpo los rasgos de la tragedia. 5. Naturaleza e Historia. Por encima del dato originario de la escisión, y de la tragedia tradicional de Schiller, se fuerza ahora un pensamiento especulativo de identidad de los contrarios por el cual, ya desde Bruno, el Bruno de Hamann, luego de Jacobi y luego de Schelling, se capta el pensamiento de lo absoluto en tanto vida común de lo unido y de lo separado. Persiguiendo aquella intuición intelectual de la poesía, hemos logrado la estructura de la teoría de la tragedia. Persiguiendo el destino de Hiperión, el destino del poeta, hemos dado con el destino trágico del semidiós, del fundador de acontecimientos en los que deviene la historia. La tragedia del poeta, entonces, aparentemente tendrá los mis­ mos rasgos que en Schiller, y acabará con la muerte. Pero ahora la di­ solución y la muerte no serán síntomas de la imposibilidad del idilio, de la reunificación sobre la tierra, sino que se interpretarán como presen­ cia de la Vida unitaria. La poesía se abre ahora como camino de re­ presentación de un idilio que ya no es contrarío con la muerte, sino que la integra. Por eso, la tragedia del poeta debe celebrarse en la poe­ sía misma. Sólo entonces será formalmente tragedia. Después hablare­ mos del contenido concreto de esta tragedia y de esta poesía. En todo caso, la muerte se presenta ahora como una potencia puríficadora. Asi se inaugura realmente ese momento en que Europa se dis­ pone a recibir de nuevo el pensamiento presocrático, a partir de la es­ tructura especulativa de lo absoluto. Desde aquí, la muerte queda racio­ nalizada de la única manera posible en un mundo donde el panteísmo ha luchado consecuentemente contra toda forma de trascendencia. «Todo ser, con la muerte toma al elemento donde, para en una nuevajuventud [...] remozarse>[Empédocles, v.l525-1532]. Para la metafísica especulativa, todo símbolo alcanza el estatuto de símbolo eterno de lo Uno. «El sagrado caos es regenerador»50 y, de 50 Bodei, op. cit. pág. 40.

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esta forma, la existencia en el mundo es meramente vía crucis para la venida de otra verdadera vida. Hay un Todeslusl, una alegría de la muerte,51 que cambia el significado de la tragedia de los personajes de Schillcr. En la obra de éste último, la muerte es el final real del con­ flicto entre naturaleza y libertad, aunque produzca el aumento de co­ nocimiento moral e histórico correspondiente, y prepare con ello la nueva arena del combate. Todo esto queda sublimado en Hólderlin desde la ontología. Muerte ahora es sacrificio de lo ya imperfecto, acelaración de lo posible por venir, anuncio de la consumación de los tiempos de la separación y de la escisión, venida mesiánica de lo nue­ vo finito y lleno de vida. Ese orden del retorno parece que hace irrelevante el hecho de la historia. Con ello, Hólderlin estaría cubriendo sus ojos con el velo de la ideología, transformando su presente histórico en naturáleza. Cuan­ do alcanzamos este punto, comprendemos lo seductor, y lo precipitado también, de las palabras de Lukács: «el punto de partida inmediato de esta huida mística consiste, en efecto, para Hólderlin, en el hecho de que, como idealista, tuvo por fuerza que sublimar la tragedia social, necesaria y desesperada de sus esfuerzos, en una tragedia cósmica.»52* Las escisiones históricas son elevadas a momentos naturales de otro destino: «Y sin embargo, en el orden eterno, nunca te subvierte, Oh naturaleza, ni cambia una sola silaba en las tablas de tus leyesoP3 No obstante, la escisión y la muerte, el dolor y la angustia, no de­ jan de ser momentos históricos; jamás se convierten en momentos na­ turales neutros, inespecíficos, carentes de significado en su especifico suceder. Son a la vez sucesos temporales y sucesos míticos. Tienen una etiología y a la vez forman un destino. Exigen un diagnóstico del tiempo presente en su peculiaridad, a pesar de poseer la estructura del retomo. El poeta o el héroe trágico navega en las aguas de esta histo­ ria sagrada en la que el tiempo es retomo, mas registrando también el dolor o la alegría intransferible de sus propios ritmos. Hólderlin ha de­ fendido esta reversibilidad del orden y del caos, del amor y del odio, 51 Cf. «Stimmes des Volkes», StA, vol.II, I, 49. 52 Lukács, Goethey su época, Grijalbo, Barcelona, pág. 230. 55 «Dic Musse», StA, I. 237.

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esta eternidad cósmica de las fuerzas naturales.54 Bodei tiene razón cuando dice, retomando una vieja tesis de Lukács, que tenemos aquí «la elevación de la tragedia al nivel del universo, con el enfrentamien­ to perpetuo de los elementos. Es, en definitiva, un modelo de poesía filosófica.»55 Mas no sólo eso. Si fuera asi, la tragedia no se podría identificar con la persona del poeta. Sería mero regreso de lo idéntico, no de lo posible que lo antiguo vedó. La tragedia se vive en una individualidad ideal que tiene memoria y pasado. Sólo entonces nos damos cuenta de que la teoría de la tragedia no olvida su voluntad de diagnóstico de lo específicamente moderno. Cuando la tragedia especulativa de Hólderlin se personifique en un héroe moderno, tendrá que analizar el carác­ ter histórico del momento de la escisión burguesa, de la pérdida de la naturaleza. De esta manera, la noción de tragedia especulativa no ol­ vida la centralidad del hombre moderno en el destino de las manifes­ taciones del ser. Así, Hólderlin encuentra la manera de configurar una filosofía de la historia sobre la base de aquella ontologia del ser, en la que inciden todas las categorías de la filosofía burguesa que Schiller había empleado, y ante todo la categoría de Bildung y aprendizaje del hombre. ¿Acaso no quería Hólderlin escribir unas nuevas cartas sobre la educación estética del hombre? La ontologia que surgió de este pro­ yecto, la teoría de la poesía y de la tragedia que emergió de ella, ¿có­ mo se iba a volver contra el proyecto global y olvidarlo? El diagnóstico del presente no desaparece entre una ordenación mitológica del tiempo del Todo. «Hólderlin piensa que su época es un tiempo dominado por el neikos, por el caos regenerador y por el espíri­ tu de escisión, en el que toda armonía es prematura; un tiempo domi­ nado por lo trágico, aunque augure un rejuvenecimiento del mun­ do.»56 Pero estrictamente hablando, esto debería decirse de cualquier tiempo y de cualquiera patria, si el juego de las categorías descritas fuera meramente cosmológico. Pero su juego es también histórico. Así que al tratar especulativamente el sentido de la tragedia, Hólderlin no bloquea la praxis de la tragedia histórica, ni elimina el discurso acerca de las razones que constituyen la especificidad de una época, del tiem­ po presente cuyos dolores ha cantado con pasión. Hólderlin no aban­ dona el topos de la filosofía de la historia. Este paso lo dará Nietzsche, 54 Bodei, op. cü. pág. 45. 55 Bodei, op. cit. pág. 46. 56 Bodei, op. ciL pág. 46.

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peraltando el elemento del eterno retomo. Antes bien, el tema esencial de Schiller, la filosofía de la historia, es ahora —como en Schelling— resultado de la ontología, una reflexión sobre la relación entre lo abso­ luto y el tiempo en el suceder de los acontecimientos fundadores de las patrias de los hombres. 6. Ontología e historia. Un sentido occidental de tragedia. La nueva forma de revisión del problema griego que va a impulsar Hólderlin resulta cua­ jada de sintomas. Schiller, como se sabe, había supuesto que el idilio estético habría de retomar el mundo arcádico naiv de los griegos al Elíseo de la libertad moderna. Su arte mostró, sin embargo, que dicho estado final no era representable estéticamente. Con su obra, la educa­ ción estética se detiene en el nivel patético de la moral. Hólderlin, por su parte, habría despachado aparentemente el problema de la historia desde la introducción del retomo de las fuerzas cósmicas. Pues, en efecto, la historia pretende saber si el curso del tiempo, por sus pro­ pios sucesos acontecidos, es detenninante de su propio futuro, lo que va contra una estructura objetiva de repetición de los sucesos, tal y co­ mo rige en el eterno retomo. Desde este último punto de vista, el he­ cho griego implicaba su repetición, pues el tiempo no implica la des­ trucción de lo absoluto, sino que antes bien es su propia vida. Ahora bien, existía una diferencia ulterior y más imporante. El es­ píritu elegiaco de Schiller trataba de saber si la historia destruye aque­ lla realidad que permitió a los griegos ser griegos. Mas lo decisivo de aquel pueblo era su carácter naiv, idílico, identificado con la naturale­ za. En este sentido, para Schiller, los griegos eran norma justo porque eran naturales. Todo esto no es lo propio de Hólderlin, cuya metafísi­ ca se ha distanciado de la teoría de la decadencia de Schiller, en el fondo heredera de Rousseau. Para el nuevo poeta, los griegos son una señal de la realidad de la vida, pero justo porque tuvieron sensibilidad para la tragedia, y no tanto para el idilio. O mejor aún: ambas cate­ gorías no son en modo alguno contrarias. Los griegos no tienen idilio salvo como melodía de la muerte en el contexto de la tragedia. La conciencia producida por el dolor de la escisión, en la tragedia, es la huella de la unidad del ser. Por tanto Grecia no es tanto el idilio, sino una forma específica de sentir la tragedia y de sentir la unidad. Mas sentirla es lo propio de toda idealidad, de todo hombre y patria, en la medida en que responda al ser. Y sin embargo, este hecho estructural, que impone la tragedia co­ mo lo que se repite en el devenir, no nos exonera de la pregunta que desea saber si la tragedia de los griegos es la nuestra. Ahora debemos

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preguntamos si su tragedia encama, de una única forma posible, las categorías de la especulación, o si las modula hasta convertirse cada vez en un acontecimiento diferente. Se trata de saber qué Juerga es el vehículo central del mundo griego y cuál es el prisma desde el que se descubre la pérdida de la unidad. Y luego de juzgar si este aconteci­ miento es o no es propio de Occidente y de la modernidad, si es lo que debe repetirse entre nosotros o si, en todo caso, ya nos es para siempre ajeno. La pretensión de reconocer las diferencias entre griegos y moder­ nos se canaliza ahora en una fenomenología de las fuerzas en las que está condenado a sufrir y vivir lo absoluto, a refractarse y unirse. Mas, con ello, la especial posición del poeta respecto de su época se toma histórica. Lo que vincula Grecia con Occidente es una historia del ser, de factura estructuralmente idéntica en la medida en que esta historia siempre genera acontecimientos trágicos. Pero sobre esta forma única se dejan traslucir muy claras las diferencias. El dolor del poeta no pue­ de ser genérico, aunque no sea meramente temporal y personal. No es estrictamente nuevo, sino que también incorpora elementos de nove­ dad. Su experiencia viene impuesta por la dimensión absoluta del ser, pero también resulta condicionada por la fuerza histórica dominante del pueblo al que sirve. El factor tiempo, el factor histórico, está su­ bordinado a esta diferencia natural-ontológica, y no produce los rasgos formales del acontecer trágico. Pero sólo aquel factor genera la especi­ ficidad del contenido, en este caso, la vivencia propia de la subjetivi­ dad trágica, la refracción ideal de la experiencia trágica. Hólderlin escapa de esta forma a los dilemas más sencillos. Pode­ mos planteamos la alternativa en estos términos: o la noción de trage­ dia pierde toda connotación histórica, y entonces es mero naturalismo inherente al ser, o posee una dimensión histórica y normativa que cualifica la modernidad como especificidad dentro de la serie del tiem­ po. Pues bien, las dos cosas suceden en Hólderlin. 1.a tragedia pierde su connotación histórica cuando constituye meramente la forma de existir el ser en su unidad y diversidad. Pero existe una forma peculiar de tragedia, la de la modernidad, producida por una fuerza dominante en Occidente, cuyo sentido sólo se comprende plenamente a partir de un hecho temporal, a saber, venir históricamente tras la tragedia grie­ ga. En esta serie del tiempo, a Occidente le compete una síntesis y un aprendizaje propios. Historia es ahora efectuación de mundos posibles que, en el acontecer de su realización, no es indiferente a la serie del tiempo. Occidente tiene su tragedia y tiene que educarse desde lo grie­ go, pero no necesariamente según lo Griego. El desde señala un dimen-

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sión temporal e histórica insorteable; el segin apunta más bien a un di­ ferencia ontológica radical propia de lo moderno, una refracción espe­ cífica de la estructura especulativa del ser. Por eso, el problema griego ya no trata acerca de la transferencia del modelo republicano desde la polis al presente, como clave secreta de la sociedad burguesa. Tampoco de la realización del nuevo idilio como memoria de la Arcadia. El análisis, paralelo al que va a desarro­ llar Schelling en su Filosofía del Arte, se realiza desde diferentes poten­ cias de lo absoluto, fuerzas que refractan lo absoluto y que describen el problema de reconstruirlo desde una ontología determinada. La complejidad de la posición de Hólderlin se alcanza cuando nos damos cuenta de que la realización y el uso de esta fuerza propia de lo occi­ dental viene mediada por lo acontecido en el tiempo histórico, por la influencia de fuerzas que ya han realizado su tragedia en suelo griego. Cada tragedia carga con la herencia cultural de la anterior y aquí Oc­ cidente no es una excepción. La tragedia griega es un modelo de solu­ ción, como para Schelling el mito griego será un modelo estructural de solución para la representación de lo absoluto. Pero no uno que se deba traspasar sin más a Occidente. El problema de Occidente es, por lo tanto, redescubrir su propia potencia ontológica tras la herencia cul­ tural e histórica legada por los griegos y, asi, fundar de acuerdo con ello una tragedia propia, una forma de experimentar la vida de lo ab­ soluto. Y esta será la tragedia del poeta. De esta forma se puede decir que Hólderlin, antes que Hegel, ha construido su pensamiento desde una síntesis de ontología e historia, en un suceder de los acontecimientos del mundo histórico. Como ide­ ales, los modernos esperan su nuevo mundo, cumplir su posibilidad. Mas para ello la historia burguesa debe anunciar la tragedia que anti­ cipa lo nuevo. Asi se transforma el final de la práctica de Schiller. La muerte del héroe, del poeta trágico, es vista por Hólderlin como el fracaso de un camino equivocado de Europa, determinado histórica­ mente por suceder e imitar el modelo griego. Pero con su muerte, el héroe abre la posibilidad, no de un conocimiento pragmático-político, sino de un auténtico reconocimiento de las potencias ontológicas que están en el ser mismo de Europa, inconscientes antes del esplendor de esta epifanía trágica. Asi las cosas, Hólderlin ha propuesto un nuevo diagnóstico y un nuevo conocimiento, ha reinterpretado el pesimismo histórico de Schiller. El fracaso ha dejado de ser una acumulación de saber político en una serie temporal uniforme, caracterizada como his­ toria burguesa, para convertirse en el muro que cierra un viejo cami­ no equivocado y abre uno nuevo, con la heterogeneidad de un aconte-

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cimiento histórico radical. Este camino, que ahora abre Hólderlin, im­ pone la afirmación de un destino metaíisico y estético propio de Occi­ dente que, sin embargo, no puede obviar su condición de suceder al acontecimiento de los griegos. 7. El Absoluto y sus potencias. Esta metafísica de lo absoluto, que Sche­ lling desgrana en las potencias de la naturaleza y de la historia, se re­ fracta en Hólderlin en dos categorías centrales: lo orgánico y lo aórgico. Aquí reside la clave metafísica para comprender su visión del jue­ go entre Grecia y Occidente, asi como su filosofía de la historia. Ya no se trata de un ciclo Idilio-Alienación-Idilio, sino de una dualidad más definida: Tragedia Griega-Tragedia Moderna, cada una con su forma peculiar de representar lo absoluto. Pero reduciríamos la posición de Hólderlin si nos quedásemos aquí. Pues la fuerza de la tragedia genera una derivación que, curiosa­ mente, transciende su condición de anuncio y apertura para ingresar en la forma cultural de la plenitud. La fase triple de idilio-elegía-idilio, constitutiva de la filosofía clásica de la historia, se sustituye, en el inte­ rior de cada acontecimiento, por la dualidad de la forma tragedia, co­ mo expresión del final del mundo y anticipo de uno nuevo, y la forma del himno, como plenitud normalizada del nuevo acontecimiento. Mas el himno no describe un idilio, sino que se alza como una forma poé­ tica que obedece, en un eco debilitado, a la dimensión trágica de la existencia, mas ya sin héroe ni subjetividad ideal. La diferencia entre la cultura griega y la occidental reside en la distinta base ontológica sobre la que se conquista la síntesis que remomora lo absoluto, lo que determina una tragedia específica y una forma hímnica propia. La prioridad temporal del acontecer de los griegos, que ha determinado su función de modelo, como el padre de­ termina al hijo en el himno La fiesta de la Paz, es decisiva para enten­ der la forma de la tragedia moderna, pero no para la hímnica, que só­ lo se deja condicionar por lo anclado en la más profunda ontología, en la fuerza propia de Occidente. Mientras que la tragedia es el des­ cubrimiento de lo propio, el himno es el uso libre de lo propio. La ajeno es decisivo para el primer autoconocimiento trágico, no para su libre uso en el himno. En principio, ya lo hemos dicho, Hólderlin se aproxima a este problema desde el juego de las dos potencias: lo orgánico y lo aórgico. De hecho, estas dos fuerzas son las equivalente al amor-odio de Empédocles, a la capacidad de unidad y de caos, a la capacidad de Ve­ nus para conformar y establecer formas, y la capacidad del Odio para

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disociarlas. Lo orgánico es Allzufármlkkes, lo omnifomial. Lo aórgico es lo Unftimlkhes, lo informe. Para entender la característica de lo moder­ no y de lo clásico es preciso además mezclar otras dos categorías es­ tructurales: lo objetivo y lo subjetivo, o, si se quiere, la naturaleza y la idealidad o espíritu, la exterioridad y la interioridad. En la plenitud del mundo clásico, como acontecimiento, patria o modo de ser equilibrado, la naturaleza y la subjetividad eran orgánicas y aórgicas a la vez, en un equilibrio de conciencia y de exterioridad, de hombre y naturaleza. El hombre era consciente de sus dimensiones informes, como sucede en Antígona, en Edipo o en Medea, pero tam­ bién de que la naturaleza es informe, tal y como se revela en las Ba­ cantes o en Prometeo, cuando se la quiere dominar por un exceso de ras­ gos apolíneos de la cultura. El griego ni confía plenamente en la capa­ cidad formadora de la naturaleza —pues también es destructora— ni confía plenamente en la capacidad ordenadora de la cultura, pues en­ loquece, desorganiza y finalmente mata. El griego, en la cima de su cultura, no especializa las dimensiones del Todo. Todo en Todo, ésa es su síntesis armoniosa y por eso ha dado vida a la absoluto. Su mo­ delo permite destacar los desequilibrios del hombre moderno y ahí, en esa madurez, funciona un eco de la teoría del idilio. La cuestión deci­ siva, que estudiaremos después, debe explicar cómo se logró el equili­ brio y qué tuvo que decir ahí la tragedia. Empédoclcs, contra todas las evidencias superficiales, es un héroe moderno y occidental. Confía demasiado en la capacidad formadora de su arte, de su técnica, de su cultura. Y esto es así porque ya ha de­ jado atrás todo el momento aórgico a la naturaleza. Por eso Empédocles, el héroe que imita a los griegos en tierra occidental, se siente aje­ no a la naturaleza. En este sentido, la valoración excesiva de la capa­ cidad formadora del hombre se produce en el dominio de la naturale­ za, al extraer de ella lo orgánico de forma violenta e impositiva, inqui­ sidora, como exigía la metafórica baconiana del potro de tormento, o la kantiana del tribunal de la razón. Pero este monopolio de lo orgáni­ co por parte del hombre —que se produce como vimos en la filosofía de Fichte— deja a la naturaleza como lo aórgico, lo incomprensible, la cosa en sí, el mero no-yo. Hólderlin denuncia una dialéctica fatal. El hombre se ha hecho más formador y orgánico retirando a la naturaleza ese poder. Pero en la medida en que este proyecto ha dejado a la naturaleza como lo in­ comprensible, pronto el hombre también se toma incomprensible ante sí mismo y ante su poder formador. La naturaleza se hace orgánica de manera derivada, técnica, como proponía la Crítica del Juicio. Pero en

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sí misma es más aórgica, como reconoce Kant con la dialéctica de lo sublime. El hombre se hace más técnico, pero también más oculto a sí mismo. Como dice Bodei,57 se da aquí una naturalización del hombre y una humanización de la naturaleza, lo que implica una incompren­ sión simultána del hombre y de la naturaleza. Con ello, y como reac­ ción, se produce una supremacía de lo aórgico ante la voluntad de su­ premacía de lo orgánico, propia de la cultura occidental. Ésta es la prueba de la inevitable unidad y equilibrio de las dos fuerzas: que cuanto más se expande lo orgánico, tanto más terrible y autónomo se concentra lo aórgico, ya sea en el hombre, ya sea en la naturaleza, alejándonos así del momento pleno y equilibrado de los griegos, que logró una estable división de poderes entre estas fuerzas. Empédocles experimenta todo esto, y ahí reside su exceso de interiori­ dad. Y por eso encama la máxima potencia orgánica a fin de que, en ese mismo momento supremo, Occidente también pueda descubrir la potencia aórgica real, y en equilibrio con la propia fuerza orgánica pueda configurar un mundo nuevo. Asumir lo máximo aórgico es «la tarea de expresar lo desconocido, decir lo no pensado por las formas humanas» de Occidente. Pero esto significa desconfiar del sujeto, del hombre formador, categorial, dominador, técnico, y prccipiatarse en el abismo.58 Aquí está el eco de la metáfora de la órbita excéntrica: salir­ se de sí mediante el momento aóigico de lo máximamente orgánico, a fin de volver en sí, mediante otra forma equilibrado de lo orgánico, ya en síntesis con lo aórgico también equilibrado.59 8. Ontologia de los Griegos e Historia de Occidente. Sobre esta ontología de lo absoluto, desglosado en naturaleza y sujeto, por un lado, y en po­ tencia formadora y disolvente, por otro, se foija el elemento específico de la patria. El elemento nacional, natural y patrio de los griegos es el fuego, el elemento pánico, aórgico, oriental. Su dios nativo es Dionisos, el dios del vino y del fuego, el que tiene que ser temperado por el descubrimiento de Apolo, un dios de la forma. El espíritu de Europa, el propio de Occidente, es lo orgánico, lo formal, lo ilustrado, lo cata­ logado^ lo apolíneo en sí. Desde Homero, los griegos han tratado de hacerse con este elemento occidental, complemento del Todo en rela­ ción con su elemento patrio. Y esto significa que han tratado de limi57 Bodei, op. cit. pág. 51. 58 Bodei, op. cit. pág. 51. Cf. Empédocles, scg. red. w . 103-133. 59 Bodei, op. cit. pág. 55.

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tar lo informe por el principio formativo de la individualidad, de for­ ma lógica e ideal. Sócrates ha experimentado esta fuerza disolvente transladándola al lenguaje como potencia escéptica, Sócrates, el griego originario que enseñó a Platón el reto de Grecia: la conquista de la ló­ gica ideal de la forma que, por aquel mismo tiempo, Sófocles también habría sentido con fuerza extrema. Aquí, en este juego paralelo desplegado entre la filosofía y la tra­ gedia, se ha organizado culturalmente lo aórgico. Sófocles limita lo aórgico, las leyes de la destrucción, mediante el héroe que impulsa la investigación, la memoria, la encuesta racional por el origen; mientras, Platón se opone al desorden de la ciudad con la disciplina de la anámnesis, verdadero método en la constitución de la subjetividad. Con es­ tas armas, tragedia y filosofía se enfrentan a la muerte acelerada de la patria, personificada todavía en Alcibíades, elevando a cultura ese via­ je a través de las diosas del horror aórgico. Así, lo que en el ingenuo y autodestructor Aquiles se consumó en un instante de fuego, con Sófo­ cles y con Platón funda una historia. La comprensión de Hólderiin se nos presenta más penetrante que la de Nietzsche, más atenta a la pro­ pia lógica evolutiva de los griegos, a las necesidades internas de sus pe­ ligros endémicos. La filosofía, la tragedia y la ciencia, como potencias apolíneas objetivantes, quedan reconocidas como potencias compensa­ doras, que constituyen equilibrios frente a la fuerza natural de los grie­ gos, monstruosa e informe. Jamás aparecen entonces como potencias asentadas en la decadencia de la vida. Aquí la profundidad de Hólderlin sobre Nietzsche es irrevocable. El peligro, sin embargo, no está en los griegos, en su ontología o en la cultura que supo compensarla, sino en nosotros, que, justo por venir detrás, hemos imitado la filosofía y la ciencia griega, subrayando y aumentando nuestra propia tendencia natural hacia lo orgánico. 1.a idea y la forma, que en ellos funcionaba como equilibrio contra lo aórgico, en nosotros exageraba nuestra propia inclinación a lo apolí­ neo. Lo que los griegos buscaban, nosotros, los occidentales, lo tenía­ mos como propio. Al imitar a los griegos, sin embargo, hemos desco­ nocido que lo obtenido en la imitación era lo más propio, lo más po­ seído desde siempre. Asi, nos hemos ignorado y justo por eso hemos sido incapaces de foijar equilibrios. El peligro, por lo tanto, radica en la historia, en ese antes que hemos asumido como nuestro, de manera inconsciente. Nosotros, los Occidentales, hemos transformado cultural­ mente lo orgánico que nos era propio, en una potencia excesiva, exa­ gerada, y lo hemos convertido en aórgico; lo formador ha devenido principio de caos, la lógica en herramienta de desconocimiento, la

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identidad en fuente de extrañamiento. Lo complementario de los grie­ gos era lo propio en nosotros. Imitado, no produce sino el exceso y al final, en el momento del máximo dominio, convoca también a la fuer­ za contraria bajo la forma de lo excesivo y lo dominador. Así, hemos llegado a sentirnos presos de terror en la cultura. Rousseau, el padre de todas las dialécticas de la ilustración, expresó ese miedo a la cultura, retirándose del mundo, habitando la muerte lenta y la ensoñación, que siempre amenaza con caer en la locura. Ese desequilibrio, que procede de una exageración de lo orgánico, es la fuente más profunda del narcisismo occidental, que hace valer la om­ nipotencia del deseo humano. Como en el mito de Narciso, Occidente acaba experimentando la muerte en la cultura en la que creyó objeti­ var su omnímodo poder. De esta forma, culminando la metamorfosis del principio de subjetividad, asumió una objetivación de sí que le hi­ rió de muerte. Al imitar en los griegos sólo en lo que ya era propio, Occidente sólo se vio a sí mismo. Mas Hólderlin descubre que, hasta el momento, Occidente no tiene nada que oponer salvo la nostalgia del pasado y la insistencia final en el principio de la subjetividad ideal de los griegos, que ahora es precisamente la fuente del caos. De ahí su radical carencia, la errancia de la modernidad. Una vez más, Hólder­ lin describe, ahora en otros términos, la fría estación de Fichte, que transformaba la órbita esférica en un vagar a través de un mundo sin amor, en una imitación perenne del camino horrible del Edipo ciego sobre la tierra inhóspita. Esta realidad del mundo griego, como Bildung formadora de lo aórgico, es lo que hemos heredado de una manera mimética, siendo así que en nosotros, los occidentales, este programa no era funcional respecto de la ontología que nos sostiene. Por naturaleza lo orgánico era innato en nosotros. Ahora bien, si falta el sentido de lo aórgico, ¿a qué potenciar tanto lo orgánico? El peligro griego —ser dominado por lo aórgico en un frenesí autodestructivo antes de alcanzar la madurez, como en Aquiles— supo dar con lo orgánico, como potencia complemenaria de lo absoluto. Pero en nosotros, los occidentales, lo orgánico es natural y, por tanto, al seguirlo plenamente, imitando a los griegos, corremos el peligro de desconocer la modulación de lo orgánico que nos es propia, dada nuestra inclinación a lo formado. En nosotros, los occidentales, Apolo debe buscar a Dionisos, al vino y al fuego. Apolo debe descubrir a Dionisos en una persona trágica que no es otro que Empédoclcs. Pero tras el nombre de Empédocles veremos alusiones muy importante al dios que acontece en Occidente como descubri­ miento, a Cristo. Pues al conocer a Cristo, la mente occidental viaja

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hacia Siria, cuna del fuego oriental nativo de los griegos y prepara su nueva síntesis, su nueva tragedia y su nuevo himno. 9. Los géneros poéticos de los Griegos. El pensamiento de Hólderlin sobre la Bildung griega puede seguirse en sus reflexiones sobre los géneros lite­ rarios griegos. Sobre todo en su reflexión sobre el poema épico educa­ tivo y el arte trágico, que integra categorías especulativas. En este sen­ tido es relevante su análisis de la litada. En aquel fragmento titulado Una palabra sobre ¡a litada, apenas se habla de la composición de Home­ ro. Sólo se alude a la parcialidad de toda educación, al carácter selec­ tivo de la Bildung, a esa relación intema entre decisión y existencia que rompe de cuajo el reino de la posibilidad originaria y escinde el ser en una efectividad, a la síntesis de inclinación y circunstancias propia de toda libertad existencial.60 Con el mismo principio, sin embargo, se inicia la reflexión Sobre los diferentes modelos de poesía. Mas ahora se nos habla ya de la 1liada y de los modos posibles de Bildung. De hecho, Hólderlin dedica el primer párrafo a describir la llamada existencia natural, en la que se ofrecen los caracteres originarios.61 En ellos nos «encontramos de nuevo lo más fácilmente posible en un equilibrio, en calma y en claridad.» El texto Sobre Aquiles, 2 nos dice, además, que este héroe lo es todo por su «bella naturaleza.»62 Todas estas reflexiones, como se ve, tratan de captar la esencia de Grecia en términos de Schiller: allí se dio una educación natural, la que se nos ha conservado en el milagro del arte de Homero. La épica y la educación natural, como en Schiller, son categorías convergentes. «El poema épico se atiene a lo efectivamente real»,63 se concluye. Ahora bien, para que la épica nos dibuje un carácter, debe cum­ plir determinados requisitos. Ante todo, tener «unidad sensible visi­ ble». Lo que Hólderlin quiere decir es que «todo surge del héroe y re­ toma a él [...]; comienzo y catástrofe Anal están ligados a él.»64 Por eso los héroes conforman una individualidad cerrada, deflnen sus ca­ racteres dentro de los limites propios, como una posibilidad de existen­ cia. De este modo, la épica describe el momento en el que «el carác60 E, 40. 61 E, 41-42. 62 E, 37. 63 E, 43. 64 E, 43.

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ter de su héroe, tal y como es por naturaleza y formación, ha ganado una determinada existencia [Daseiñ\ propia, una realidad efectiva.»65 En este sentido, para presentar la individualidad, la épica debe dibujar las circunstancias en las que la individualidad se ha abierto paso, se ha decidido, ha cristalizado. Pero el arte aquí debe pintar un mundo limi­ tado, en la medida en que llega a ser significativo para la formación de un carácter. Así que, como conclusión, los griegos dispusieron de una formación natural, que verderón en la forma de la épica. Estas reflexiones sobre las formas de la poesía, adquieren ulterior relevancia en el texto Sobre la distinción de los géneros poéticos. El vocabula­ rio es aquí casi schilleriano. Ahora, sin embargo, el autor trata de dis­ tinguir entre poema lírico, épico y trágico. El poema épico, como he­ mos visto, es ingenuo y natural según la apariencia estética, pero tiene un carácter heroico, es decir, educativo en significación. Frente a él, se dice que el poema lírico es ingenuo, aunque con una significación ide­ al. El poema trágico es «ideal en su significación», mas tiene un conte­ nido conceptual o especulativo respecto de la realidad. Sólo en apa­ riencia es épico, ya que no está destinado a pintar un carácter ni un afán educativo, sino sólo a presentar idealmente lo nuevo mediante la muerte real. Por eso «es la metáfora de una intuición intelectual.»66 Esta intuición intelectual, no hay que olvidarlo, apunta al ser que todo lo reúne. Pues en el héroe trágico se une lo viejo y lo nuevo en una recíproca iluminación y transfiguración. Ahí se reúnen el dolor de la muerte de lo viejo y la alegría de la contemplación ideal de lo nuevo, el dolor de la no existencia de lo nuevo y la alegría por la cercana muerte de lo viejo. Todo esto ya lo hemos visto. Sin embargo ahora empieza a forjar­ se la propia terminología de Hólderlin, y se tienden puentes concep­ tuales con otras categorías centrales. Considera el autor que el poema épico es patético en su temperamento fundamental. Lo decisivo es que, justo por el patetismo, el poema épico es más heroico, más «aórgico»; tiene que presentar el obstáculo, lo terrible, lo monstruoso, o lo informe, finalmente superado por el héroe, que lo siente en sí como patología y pasión. La dimensión patética se relaciona con su dimen­ sión educativa, y ahí juega su aspiración a dibujar un carácter preciso, figurado, apolíneo. Frente a la tragedia, la épica no aspira a describir la vida y el movimiento de sus metamorfosis, ni se entrega de forma 65 E, 44. 66 E, 79.

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complaciente a los dolores y los goces de la destrucción renovadora. Ulises una vez más es el modelo.67 Para este héroe épico, el tempera­ mento, como punto de partida, es la conciencia de la irresistible incli­ nación al desorden y al caos informe. Lo heroico, la dimensión formadora, se revela en la resistencia contra esta inclinación al descorden, que sin embargo se somete a la propuesta educativa cuando el héroe se pone en las manos del desuno, como orden superior. La dimensión aórgica, transformada en destino, sufre una metamorfosis y, en el mis­ mo momento, queda neutralizada, ordenada, sometida a una Diké. Es­ tas explicaciones justificarían la tremenda influencia pedagógica de la epopeya en el mundo griego, la fuerza permanentemente formadora del panteón griego, como sintoma de las fuerzas aórgicas domesticadas. En el poema trágico, sin embargo, por mucho que existan vincula­ ciones con el poema épico, ya no existe impulso formador, educativo, ni se presenta lo aórgico para verlo superado por el destino del héroe. Lo dominante en la tragedia es, más bien, su contenido especulativo. Toda tragedia depende de «la posesión de una intuición intelectual, que no puede ser otra que aquella unidad con todo lo que vive.»68 Lo que se sustancia en la tragedia, por tanto, es la comprensión de «la imposibilidad de una absoluta separación y singularización», la imposi­ bilidad real del héroe. Por eso tiene necesidad de una apariencia heroi­ ca, como en el caso del héroe épico; esto es, debe iniciarse con un ca­ rácter individual, con su inclinación aórgica dominante y con su exis­ tencia formal. Pero sólo para mostrar su final: que «la separación efec­ tivamente real [...] es tan sólo un estado de lo originariamente unita­ rio.» En la tragedia se expresa por tanto la necesidad de que lo unita­ rio se despliegue en lo individual [aparencia heroica de la tragedia], pero sólo a fin de que, haciendo valer su derecho y su entera medida de vida, y experimentando el dolor subsiguiente, el Todo se sienta más vivamente determinado en este individuo que en cualquier otra parte de su totalidad. Así pues, en la individualidad trágica el todo se siente a sí mismo más intesamente. Pero justo por eso, la individualidad trágica tiene en sí, en cuanto órgano del Todo, la inclinación a superar la propia indi­ vidualidad. La tragedia en este texto se defiende como una necesidad ontológica del Todo. Éste se siente justo cuando el individuo superior anticipa su final. Pues aquí la fuerza formadora, que desea monopoli67 E. 80. 68 E. 81.

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zar la individualidad, descubre su contrario, se toma aórgica, destruc­ tora. Mas alegremente destructora. Por tanto, en la tragedia se produ­ ce la síntesis de lo orgánico y lo aórgico, la relación recíproca de lo formado y de lo informe, y no el sometimiento épico del desorden al carácter del héroe o a la justicia.69 CUADRO DF. I.OS GÉNEROS GRIEGOS

Épica Urica Tragedia

Apariencia

Significación

Temperamento

naiv naiv heroica

educativa ideal ideal

patético elegiaco especulativo

El siguiente texto nos ayudará a desentrañar el signiñcado de lo dicho: «Y aquí, en la desmesura del espíritu, en la unilateralidad y en su aspiración a la materialidad, en el aspirar de lo divisible a aquello más infinito, más aórgico, en lo cual tiene que estar contenido todo aquello que es más orgánico, porque todo lo que existe de manera determinada y más necesaria hace necesario algo existente de manera más indeter­ minada y más innecesaria, en esta aspiración de lo divisible, más infi­ nito, a la separación, aspiración que, en el estado de la más alta unitariedad de todo lo que es orgánico, se comunica a todas las partes con­ tenidas en esta unitariedad, en este necesario albedrío de Zeus reside propiamente el comienzo ideal de la separación efectivamente real.»70 De este texto resulta claro —si algo— lo siguiente: 1. El espíritu posee una desmesurada tendencia a ser unitario, di­ visible, individuo, carácter, formación, todas ellas las categorías heroi­ cas de la existencia trágica, en apariencia iguales a las de la épica. 2. Esta inclinación es propia de aquello más infinito, más aórgico, más informe, lo que por ser tal es menos necesario en toda determina­ ción, y por eso más indeterminado en si mismo. Pues sólo por aquella 69 E. 82. 70 E, 82-3. De este momento teórico depende el texto sobre la significación de las tragedias. [E, 89]. Pero esto todavía no es el fundamento de Empédocles. Para que sea el fundamento de Empédocles será preciso que este momento teórico se aplique al mismo destino del poeta, a la imposibilidad del lenguaje poético ex­ cepto como lenguaje de la interioridad excesiva.

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aspiración desmesurada a lo unitario se puede dominar y formar lo más intrínsecamente informe. 3. Por ello, desde una mirada especulativa, en lo aórgico está con­ tenido lo más orgánico, según la conocida sentencia de que «alli don­ de se alza el mayor peligro allí comienza la salvación». 4. Esto significa que lo más existente y determinado —lo orgáni­ co, el carácter—, hace necesario lo más indeterminado, innecesario, posible, infinito —aórgico— . El momento de la máxima individuali­ dad hace necesario, como su apriori, el momento de la máxima pre­ sencia de lo aórgico, vale decir, de la destrucción y la muerte. Esta es la estructura de la tragedia. El héroe épico, una vez enfrentado a la potencia aórgica más griega, más propia, y consciente de este en­ frentamiento, es ya el héroe trágico. Su resultado: una relación en la que se produce la conciencia compensada de ambas potencias, su destino común, la imposibilidad de colonización de la una por la otra sin una venganza o justicia recíproca. El héroe trágico trae un nuevo mundo: que lo orgánico sólo puede comprenderse en la medi­ da en que sea reconocido lo aórgico. Pero también que no cabe este reconocimiento pleno salvo en la medida en que el destino, la natu­ raleza en general, sea lo más orgánico incluso cuando presenta la destrucción. Ix) orgánico sólo puede captarse en su autonomía cuando transparenta en su fondo extremo un poder destructor aórgico. La trage­ dia griega ha sido consciente de esta síntesis, y por eso ha sido guia­ da por una intuición intelectual. Occidente, por el contrario, no la ha reconocido porque no ha generado su propia tragedia, su propio cultivo y cultura de la potencia aórgica complementaria de, e interna a su natural inclinación lógica, formadora, objetiva, orgánica, apolí­ nea. Por eso no ha reconocido que, en su contrario, en lo aórgico, también se transparenta una función orgánica y necesaria para la vi­ da del Todo. Autoconciencia y tragedia son términos internos. Así que al no poseer una tragedia propia, Occidente no se ha conocido. La tragedia, al mostrar cómo en el fondo de una potencia unilateralmente considerada siempre se presenta la otra, objetiva la vida inter­ na del Todo que culmina en la intuición intelectual. Occidente toda­ vía no tiene esa cima. 10. Occidente y la Historia. Podemos ver este tema en el ensayo de Hólderlin El punto de vista desde el cual tenemos que contemplar la antigüedad. El problema del que habla este texto es el de la Bildung. Y el primer enunciado, sorprendente, es que nosotros, los occidentales, no tenemos

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Bildung alguna.71 Lo que quiere decir Hólderlin es que la Bildung de que disfrutamos no es propia, sino adaptada. Y esto significa que he­ mos desplegado una actitud servil ante la Antigüedad. La elección y la decisión se le presenta a este Hólderlin de manera radical: o ser imita­ dor o ser original. Se trata de seguir lo meramente positivo de la cultu­ ra heredada (en sentido hegeliano) o de ser una fuerza viviente capaz de nuevas formas. «Ser oprimido por lo adoptado y positivo, —dice— o con brutal arrogancia, ponerse a sí mismo, como fuerza viviente, frente a todo lo aprendido, dado, positivo.»72 En una palabra: ser me­ ros epígonos históricos de los griegos o llegar a vivir como realidades naturales capaces todavía de sentir la dialéctica de las potencias vitales. El impulso originario del presente, de todo presente, es «formar lo no formado.» El efecto de la decadencia hiere a Hólderlin con plena lucidez. Aquella herencia de la positivo le pesa «como un pasado casi ilimitado por instrucción o por experiencia, que actúa y presiona sobre nosotros.» Aquí tenemos el mal denunciado por el Sturm, primero, y luego por Nietzsche, el exceso de conciencia histórica, el exceso de ilustración. Este peligro, sin embargo, también ofrece una circunstan­ cia favorable para la formación moderna, pues impide que el impulso de acción actúe ciegamente. La conciencia histórica garantiza que el impulso de formación no se extravíe, siendo éste el mayor peligro hu­ mano. Historia y anámnesis impiden el vagar infinito, si no matan la vida. No es ésta su única ventaja. También la conciencia histórica pro­ duce conciencia del «comunitario fundamento originario del cual sur­ ge esc impulso en todas partes, junto con sus productos.»73 La conciencia histórica ofrece la noticia de la igual libertad de todos los presentes históricos, y de la misma dignidad de sus exigencias formadoras. «En el fundamento originario de todas las obras y actos de los hombres nos sentimos iguales y en unidad con todos, por grandes o por pequeños que sean, pero en la particular dirección que nosotros tomamos.»74 Esta no será la versión definitiva del problema. En reali­ dad aquí hacemos pie todavía en la órbita de la historia ilustrada. Pues bien, si traducimos el principio orgánico, tal y como Occi­ dente lo ha comprendido en su unilateralidad, como principio de la subjetividad y de la libertad, comprendemos entonces la recepción del 71 B, 33. 72 B, 33. 73 B, 34. 74 E, 34.

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idealismo de Kant y de Fichte por parte de Hólderlin. En su ensayo sobre La ley de la Libertad, expone el aspecto clásico del problema con claridad: «La ley de la libertad manda, sin ninguna consideración a los recursos de la naturaleza. Sea o no sea favorable la naturaleza al cum­ plimiento de su ley, la libertad manda. Más bien presupone una resis­ tencia de la naturaleza; de lo contrario no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se expresa en nosotros, se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acaece a partir del mal. Por tanto, la moralidad no puede jamás ser confiada a la naturaleza. Pues aun­ que la moralidad no dejase de ser moralidad, tan pronto como los fundamentos de determinación residiesen en la naturaleza y no en la libertad, la legalidad que podría ser producida mediante la mera natu­ raleza sería una cosa muy insegura, variable según el tiempo y cir­ cunstancias. En cuanto las causas naturales fuesen determinadas de otra manera, esta legalidad....»73 En este texto, Hólderlin condensa la posición de los primeros dra­ mas de Schiller y diseña la potencia propia de Occidente, con toda la brutalidad de su unilateralidad. Europa ha elevado la elegía a ontología. 1.a pérdida de la naturaleza, la salida del paraíso, es la potencia propia de la libertad europea, asi como forma de su tragedia. Schiller y Hegel dirán más bien que aquí encontramos la estructura de la tra­ dición cristiana, asentada en la corrupción de la naturaleza originaria por obra del pecado. Hólderlin se ha referido al momento de esta es­ cisión, que ha interpretado igualmente como culpa, y se ha limitado a decir que esta visión no respeta las claves de un pensamiento especula­ tivo adecuado. Esta clave especulativa sin duda la foijó Hólderlin después de so­ meter a un profundo descrédito la teoría del progreso ilustrado, en la que el tiempo es el mero tiempo del hombre,*76 que no se levanta sobre la base de ninguna ontología de lo absoluto. Esta opacidad del kantis­ mo al planteamiento de lo absoluto se ve en un tema especial: el del castigo. Sin duda la escisión naturaleza-libertad aparece siempre me­ diante la irrupción del castigo, como también sabe Hegel.77 «Lo que acontece, acontece por derecho, puesto que acontece.»78 Lo que acon73 E, 19-20. 76 cf. «Hermócrates a Cefalo», E. 21. 77 cf. el escrito de Hegel sobre la Ley, en Escritos de Juventud. F.C.E. Ed. J.M. Ripalda, pág. 318. 78 E. pág. 22.

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tecc aquí es el castigo. Luego ha de tener un derecho y, para hacerlo valer, invoca la ley que así se revela a la conciencia. Castigo es la con­ secuencia que nos anuncia por primera vez que la ley -ahora conocidaha sido violada. Y sin embaído, el castigo es el fundamento del conoci­ miento de la ley, no el fundamento de la existencia de la ley. La elimi­ nación del mal se toma imposible al hilo de esta teoría, pues el castigo, la herida en la naturaleza, es el supuesto de la vida libre. Este mapa categorial resulta superado por Hólderlin desde la noción de intuición intelectual. El castigo, desde esta teoría, es la consecuencia del Juicio que se toma origen de la ley: en esta división original algo es puesto y algo es sentido como dolor de la escisión. Pero el juicio no es lo originario, sino el ser. Por lo tanto, ahora se hace posible la racionali­ zación del mal tanto como su remedio: la vuelta a la intuición intelec­ tual que elimina el juicio, la ley y el deber ser. Ser es de nuevo la liga­ zón de sujeto y objeto, la intuición intelectual propiamente dicha. Recordando esta critica a Fichte, podemos ver el problema de Oc­ cidente. Pues el kantismo, con su identidad, con su Yo, con sus formas catcgoriales, con su libertad racional, es un indice de lo más peculiar de Occidente. En la revolución copemicana tenemos la manifestación más precisa de lo orgánico, de lo formador, de la imitación superficial del trabajoso clasicismo. Esta revolución persigue una apropiación hu­ mana de las ideas de Platón, vale decir, de las formas de orden capa­ ces de compensar una realidad aórgica, dominante del ser de Grecia, pero que en Europa es secundaría. Por lo tanto, esta revolución formadora no compensa la existencia de lo informe, sino que despliega hasta el exceso lo propio de Occidente, colonizando la totalidad del ser sólo desde una de sus fuerzas. Este final del pensamiento kantiano debe abrirse con la invocación de una intuición intelectual que ofrezca a Occidente un sentido para la estructura de la tragedia, pensada desde lo absoluto, y no sólo desde este enfrentamiento trivial de libertad y naturaleza, habitual en Schi­ ller. Por eso Hólderlin comprende que no cabe insistir en la tragedia de la reflexión y de la subjetividad que ya se da en Kant, y que Schi­ ller ha desplegado como un intento vano de capturar en la tierra el ideal platónico, sino proponer un sentido especulativo de tragedia que transforme esta subjetividad, si ha de enfrentarse al problema de lo absoluto y reconocerlo. Sólo entonces Occidente tendrá una Bildung propia, sin imitar las potencias del mundo griego. / /. Occidente en la Carta a Bohlendorff. Lo nacionaly la cultura. En la carta a Bóhlcndorff se obtiene una reflexión importante sobre el problema de

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la cultura en el presente, si ha de superar la unilateralidad del kantis­ mo. «Nada aprendemos con más dificultad que a usar libremente de lo nacional»,79 dice Hólderlin. En su representación mitológica de Oc­ cidente, Hólderlin atribuye a los alemanes, a los europeos, la claridad de representación, esto es, lo orgánico, lo que Heidegger ha llamado la representación, propia de la época de la imagen del mundo. Los griegos poseían por naturaleza el fuego del cielo, lo aórgico. Homero usó de lo nacional, lo aórgico, pero sólo desde lo contrapuesto, desde el elemento occidental y hespéreo que supo conquistar, mostrando lo terrible y destructor en el caso de Aquiles como si fuera un destino objetivo y representable, decidible y dominable a partir de una senten­ cia divina y oracular. Usar lo nacional para Occidente sólo puede sig­ nificar usar lo orgánico, pero no exclusivamente, desde la imitación a Grecia, sino desde el reconocimiento y la comprensión del elemento aórgico, «desde la hermosa pasión». Ahí, en esa conquista deljuego, de la vid, del vino, del poema, es donde hay que superar a los griegos, pues ellos gozaban ya de estos bienes por naturaleza. Por eso no los subra­ yaron en su importancia. Por eso, en ellos, como en toda verdadera educación, «lo nacional será, con el progreso de la cultura, cada vez menos importante» No porque haya de extirparse, sino porque dejará paultinamente de ser visible, elaborado desde su fuerza complementa­ ria. Lo natural de Occidente, lo formador, habrá que usarlo desde y para la apropiación de lo que era natural en Grecia, el fuego de la pa­ sión y de la muerte, que será lo más objetivamente visible. El reto de Occidente consiste, por tanto, en apropiarse de lo aórgico e informe, que no nos es natural, a fin de sintetizarlo y trabajarlo con lo que nos es propio, lo orgánico. Sólo desde lo informe iniciaremos el tra­ bajo por el que finalmente nos apropiaremos de lo nuestro. Una lógica precisa de la pasión y de la naturaleza en sus profundas fuerzas dionisíacas: ése es el tema propio de Occidente, frente a una pasión que se con­ vierte en lógica, en idea, como fue el camino propio de los griegos. Mas para eso, la imitación occidental de Grecia debe denunciarse como un exceso a pagar en una tragedia propia de Occidente. En ella, la incor­ poración unilateral de la lógica y de la forma debe mostrarse como alia­ da de la muerte y de la destrucción y así convertirse en camino de co­ nocimiento de lo otro pretendidamente olvidado. Esto es lo que se muestra en el poeta occidental que imita al poeta griego hasta las últi­ mas consecuencias. Esta es la experiencia de Empédocles. 79 E, 125.

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Curiosamente, lo natural e innato es más difícil de usar, pues este camino de apropiación sólo es factible desde la mediación a través del reconocimiento y uso de lo extraño. Lo inmediato yace en la in­ conciencia hasta que es descubierto a partir del contraste con lo ajeno consciente. La vida inmediata no es artística ni formada, como ha mostrado Benjamin, porque no ha dado ese rodeo, esa mediación a través de lo extraño que permite que su elaboración sea enriquccedora, rastro de síntesis de lo absoluto. «Por eso son los griegos menos dueños del palkos sagrado, porque éste le era innato.»80 Era la fuerza sustantiva en ellos, la base sobre la que conquistaron lo orgánico. Por eso no se puede imitar a los griegos de una manera mimética, pues es­ ta imitación nos llevaría insistir en lo propio, en lo orgánico. Lo es­ tructuralmente igual es tener que cumplir el destino de síntesis, el reconocimento de lo propio a través de lo ajeno. Pero no se obtiene un destino igual ni una síntesis de igual procedimiento. Nosotros tenemos por delante una síntesis de elementos inversa a la propia de los Grie­ gos, pero estructuralmente idéntica en su resultado —el reconocimien­ to de lo absoluto en la intuición intelectual— , como propondrá el Schelling de la Filosofía del Arte. La clave del problema es que «lo propio tiene que ser aprendido tanto como lo extraño.»81 Aprender es usar libremente. Este libre uso sólo es posible desde lo ajeno. Que los griegos hayan logrado esta sín­ tesis estructural es lo que los toma necesarios como modelos cultura­ les. Mas el modelo lleva en si el peligro de la imitación pasiva. Lo más imitable de la Bildung es siempre lo más manifiesto, mientras que lo más necesario es lo implícito, lo supuesto. Aquello manifiesto, fruto del trabajo de la cultura griega, no identifica el combate apropiado para lo implícito y sustancial de Occidente. El destino, la anterioridad tem­ poral de un acontecimiento en la historia, se muestra así cargado de peligros y de trampas. Lo que el tiempo nos presenta en las manos bien puede ser lo despreciable. Lo que nos envía el destino verdadera­ mente quizás sea un rechazo, un no. Si esta negación no se pronuncia, la historia puede convertirse en una carga hostil contra la vida. Ahora bien, dada la secuencia histórica entre Grecia y Occidente, ¿cómo se aprende lo ajeno y cómo se usa libremente lo propio? Indu­ dablemente, sólo desde la trágica insistiencia inmediata en lo propio, esa insistencia que nos lleva hasta apurar el cáliz de nuestra unilatera80 E, 126. 81 E. 126.

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lidad formadora, introduciéndonos en dinámicas superdominadoras y autodestructivas, que nos obligan a descubrir lo informe como poten­ cia de lo absoluto a través justo del exceso formador narcisista, que as­ pira a reflejar la forma humana en el Universo entero. Aquí encuentra la tragedia su función dentro de una filosofia de la historia y de una teología de la omnipotencia que encarga a Occidente su penosa tarea de mimesis. En el seno de esta filosofía de la historia, Occidente pudo representarse todavía que iba por buen camino, sin escuchar la voz de Kant, que ya anuncia la insuperable tensión entre omnipotencia y finitud humana. Mas la crítica de Kant, todavía anclada al viejo mundo, no podía ser reconocida como un rostro nuevo. Así la crítica fue de­ sestimada en vida para dar paso a otras formas más rotundas de autoafirmación humana. Tras ellas, Occidente pronto descubrirá, en una tragedia propia, que tenia que superar la senda por la que se había perdido el héroe dominador. El peculiar destino de Occidente, con esta subjetividad unilateral que insiste en lo propio, no sólo nos recuerda aquella autoafirmación del sujeto fichteano denunciada en Hiperián. También nos recuerda aquel regreso al hogar, a través de la errancia de la órbita excéntrica, ella misma una dialéctica del uso de lo propio a través de lo ajeno. Pero la idea de Grecia ha cambiado. El héroe ya no es griego ni debe volver a la tierra natal. La metafórica se invierte. Ahora el europeo debe volver a suelo occidental desde Grecia. Ahora la Hélade es la ex­ céntrica para descubrir el ser de Europa. Para iluminar este camino, los lugares importantes son aquéllos que, situados en la periferia de sus mundos respectivos, rozan las potencias extranjeras que se levantan en las fronteras. Y entre estos lugares, en los que realmente puede irrum­ pir el acontecimiento y el milagro, dos se elevan con la plenitud del destino: Sicilia y Jerusalén. La Hélade se sitúa en este nuevo mapa co­ mo un eje entre Oriente y Occidente, con su doble faz, mostrando así su poder sintético supremo. Esos lugares en los que se disuelve una síntesis y se revelan las po­ tencias separadas y hostiles de lo absoluto, capaces de presentar el ros­ tro nítido de un semidiós con toda la fuerza simbólica del mito, gene­ ran los espacios de los mesías, de los enviados. Ahí se alza la figura de Cristo, pero también la figura de Empédocles. En esos lugares se tor­ nan visibles los límites del mundo griego, porque en ellos la síntesis que su cultura formó se deshilacha y muestra unilateralmente un ele­ mento predominante. En ambos casos, tanto en la figura de Cristo co­ mo en la de Empédocles, el problema es el mismo: la interioridad co­ mo ámbito que experimenta hasta el final un elemento de lo absoluto,

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pero de tal forma que así descubre la alegría por lo ajeno. Esta in­ terioridad del semidiós genera la tragedia de la unilateralidad. Cristo será la tragedia oriental de la muerte aórgica en su forma no griega, libre, ingenua, sin formación épica alguna, sin héroe ni significado educativo. Empédocles será la tragedia occidental en su forma más pura, en su más acabada imitación de los griegos. En ella el héroe do­ mina todo el escenario mientras la naturaleza, que corría el peligro de desaparecer, se presenta en toda su violencia aórgica. Cada uno de es­ tos héroes descubrirá la fuerza contraría de su pecho. Cristo, con su sencilla inclinación aórgica, nos descubre la organicidad y objetividad de la muerte. Empédocles, con su elemental pasión orgánica, nos muestra la elemental dimensión aórgica de la vida. Por eso, Hólderlin se inclina al sincretismo de estas dos figuras, por mucho que estructruralmente sean diferentes. Bodei lo ha dicho y no lo ha dicho: «Empédocles, como el Cristo hegcliano, ha conciliado los extremos demasiado íntimamente, prematuramente los ha resuelto sólo en la propia persona, sin ser capaz de difundir el sometimiento y el conocimiento de la unificación con todo cuanto vive también entre los otros, sus conciudadanos en primer lugar.»82 Mas lo mismo le su­ cede al propio Cristo. Mesías de lo nuevo, lo prematuro en ellos es la fuerza de lo anunciador. No es que la reconciliación se haya produci­ do de forma prematura en sus personas. La reconciliación se presenta trágicamente en su persona, y por eso es muerte de lo viejo y anuncio de lo nuevo, las dos cosas indisolublemente. En cada uno de ellos, al insistir al máximo en la unilateralidad de lo interior y propio, se pro­ duce la experiencia de la fuerza ajena. La dimensión práctica de todo mesías se revela en el mandato de hacer vivir las dos fuerzas en una síntesis elaborada. Lo prematuro interviene desde el momento en que sólo en un héroe temprano se anuncia lo nuevo. Pero lo prematuro no es un elemento que produzca la dinámica de la destrucción, sino la forma en que se abre paso el anuncio. Cristo ya percibió la plenitud consumada de la cultura griega, con su dominio de la objetividad claramente personificado en el mundo romano. Por eso, allí, en el límite, a la sombra de la palmera siria, de nuevo el fuego oriental de la pasión y de la muerte, la fuerza disolven­ te del amor acósmico, la potencia eremítica destructora de todos los lazos sociales, prendió de nuevo, como potencia autónoma, violenta, deseosa de muerte. Pero no se trató sólo de redescubrir el fondo origi82 Bodei, op. cit. pág. 56.

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nano de Oriente bajo el pesado fardo que ya había amontonado la paideia griega. No se trató sólo de ese paralelismo, demasiado eviden­ te, de los jóvenes Cristo y Aquiles, que se encaminan a la muerte vo­ luntaria con la decisión del que sólo tiene un acto que hacer. Cristo descubre la potencia de la muerte como otra forma de reconocer y elaborar inicialmente la objetividad de la vida. El Sermón de la Mon­ taña no induce a la muerte, sino que describe la forma de vivir de quien ya ha interiorizado la muerte. Este mandato es el que espera to­ davía su consumación y su cumplimiento. En el otro extremo del mundo clásico, en la frontera de Sicilia, es­ pina misma de Europa, como supieron demasiado bien los emperado­ res alemanes, el espíritu griego se recibe desde la fuerza propia de Oc­ cidente. Empédocles no vive ingenuamente en la vieja pasión aórgica de la muerte, como Cristo. Antes bien, su realidad propia es la poten­ cia del orden y desde ella recibe la cultura griega. 1.a suya es la expe­ riencia de un orden potenciado, dominador, exclusivo. La subjetividad de Empcdocles es la del héroe legislador, político, poético, técnico, médico, taumaturgo. A través de esta herencia unilateral, la metamor­ fosis de lo orgánico se tornará destructora y así le llevará de la mano hasta el reconocimiento del poder orgánico de la muerte. Esta tensión, esta metamorfosis, detennina la fuerza de la interioridad del poeta, que también anunciará una objetividad nueva que ahora pasa por re­ conocer la luminosidad de la muerte. Así vemos la complejidad de las relaciones entre Cristo y Empédocles. A aceptar su muerte con sencillez, el primero nos descubre una nueva forma de tratar la muerte, según una objetividad orgánica no dominadora, iluminada por la comparación del hombre con los lirios del campo. El segundo nos descubre una objetividad orgánica que cuenta permanentemente con la objetividad de la muerte y lo informe. Cada uno de ellos exige distanciarse de la herencia sintética del mun­ do griego. Cada uno, a su manera, anuncia un nuevo mundo, perfec­ tamente compatible, en el que las dos potencias de lo absoluto se dan cita de una forma diferente de los griegos. Cristo alberga una inclina­ ción a la muerte no heroica ni destructora de la naturaleza, sino res­ petuosa al extremo con ella, en tanto suceder guardado. Empédocles, tras su experiencia, modulará una inclinación a la objetividad que sa­ be conocer y cantar la organicidad de la muerte. El primero parte de la subjetividad inclinada a la muerte y llega a la objetividad gloriosa de la naturaleza. El segundo parte de la subjetividad inclinada a la na­ turaleza y descubre la objetividad de la muerte. La raíz de la dificul­ tad de cumplir hasta el final estos anuncios trágicos, reside en el hecho de que sólo son experimentados por las subjetividades mesiánicas. Ahí

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reside la incapacidad de la palabra del poeta para revelarse a otros, cuando se produce desde la agitación violenta de la subjetividad. Aquí se verifica la tragedia del semidiós occidental, en la dificultad de lograr una comunidad, en la medida en que el punto de partida es la subjeti­ vidad, sea la orgánica de Empédocles, sea la aórgica de Cristo. La vivencia que el propio semidiós tiene de su mesianismo es, cu­ riosamente, una experiencia de impotencia. Lo que desea se reduce a un anuncio, no a la plenitud. No puede ser de otra manera, por cuan­ to lo nuevo se divisa a través de la conciencia de lo viejo como culpa, la experiencia de la muerte, dolorosa y gloriosa a la vez, indica al mismo tiempo el pago de una culpa y la emergencia de una nueva Fe. No es que sea mcsias y muera por serlo: muere y justo entonces cono­ ce lo nuevo y se toma promesa de Futuro. Su unificación del Todo es individual y privada,83 prematura en la medida en que sólo se da en él. Pero la estructura final de su personalidad es una posibilidad existencial nueva, una síntesis de Fuerzas aórgicas y orgánicas. Todo mesías debe morir para que sólo «busque cada uno dentro de sí»,84 esto es, se apropie de lo natural y propio (orgánico) a través de esta muerte como experiencia reconocible. Ésta es la figura del mesías muerto: no salva, pero traza el camino a todos. Que el resultado de la predicación de Cristo sea objetivamente simétrico con el resultado de la predicación de Empédocles, no debe hacemos olvidar que, en ambos casos, se trata de una posibilidad que todavía no ha sido consumada. Una muerte anhelada, como la de Cristo en el Sermón de la montaña, que se olvida de ella en la suavi­ dad de las Formas naturales sencillas —y no por la objetividad sublima­ da de las ideas platónicas—; o una vida objetiva tan poderosa, como la del Empédocles transfigurado, que ha sabido descubrir la sencilla organicidad de la muerte —sin que tenga que descubrirse mediante la pato­ logía de la oscuras potencias autodestmetoras— constituyen dos síntesis complementarias, conFormadas desde Oriente o desde Occidente, pero en todo caso capaces de proponer algo nuevo que supere a los griegos. «En ambos casos el aspecto más trágico estriba en el hecho de poseer en sí la solución del enigma del destino, sin que tal solución pueda aplicarse al tiempo propio. [...] Con la muerte se puede acele­ rar la salida de la corrupción del presente, hacia un rejuvenecimiento del mundo [...] Empédocles y Cristo han tratado de transFormar el 83 Bodei, op. cil. pág. 59. 84 Bodei, op. dt. pág. 59.

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mundo con su muerte.»85 Así explica Bodei el paralelismo en el que insistimos. Y sin embargo, esta argumentación denuncia una com­ prensión voluntarista del semidiós trágico que no parece solvente. La autorreferencialidad de la experiencia trágica es clara, lo mismo que la primada de la subjetividad. Justo por eso, sin embargo, lo trágico determina un cosmos absoluto, con su gozo y su dolor, con su culpa y su plenitud. La voluntad de expandir la vida anunciada no se da nunca. Asentada en una nueva fe inconmovible, el semidiós está segu­ ro de su futuro. Acontecimiento en sí mismo pleno de sentido, el tiempo del cumplimiento de la posibilidad que inagura es un asunto secundario. Y sin embargo, cuando Hólderlin tiene que llevar a la práctica la noción de tragedia que aquí analizamos, sólo traza la propia de Empédocles. Cristo apenas es tratado dramáticamente. El héroe de Sicilia, como dice en el Entwurf a la continuación de la Tercera redacción de Empédocles, «es el hombre en el que, y por el que, un mundo en sí [mundo oigánico de Occidente] se disuelve [pues internamente se ha tomado aórgico e informe) y se renueva. Y el hombre que así, hasta la muerte, puede padecer la decadencia de su patria, puede presentir, así, su nueva vida.»86 Esto hace de Empédocles un drama europeo: el drama de la decadencia y de la Veijimgung de la patria. De hecho, esta elección era lógica, pues la experiencia consumada de Occidente que­ dó descrita en términos de excesiva autoafirmación formadora. Por eso, el camino de Occidente hacia lo nuevo era el de la tragedia de Empédocles. Pero Hólderlin jamás dejó de pensar que, cuando Occidente su­ piera liberarse de su propio exceso, cuando supiera usar libremente de la objetividad, encontraría en la experiencia de Cristo la manera de identificar lo ajeno, lo aórgico, lo informe, lo oriental, la muerte, en su tranquila presencia compatible con el goce sereno de la vida. Entonces la plenitud de la cultura viviría en la intuición del Todo, de lo diverso de las formas, y de lo único de lo informe; sería en todo y por encima de todo. Y entonces, en esa muerte presente compatible con la radian­ te vida de las formas naturales, el sujeto olvidaría las dos patologías extremas que navegan en la sangre del hombre: la violenta pasión des­ tructora de Aquiles y la violentad voluntad de dominio que se ha he­ cho realidad en Occidente. 85 Bodei, op. cit. págs. 60-61. 86 StA, vol. IV, 1, pág. 167.

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La poesía «El único» incide sobre la figura de Cristo y le llama her­ mano de Heracles y de Dionisos. En él, Occidente encuentra el Dionisos suave complementario del Apolo propio. En Cristo se une de nuevo el poder aórgico del fuego, del vino, de la muerte, de la sangre, dispues­ to a reunirse con el pan, con el fruto de la tierra, con lo orgánico que Empédocles descubrirá en su tragedia.87 Por eso la unión es el pan y el vino: un fruto de la tierra y un fruto del arte humano, pero en todo ca­ so objetividades, formas, organismos, que hunden sus raíces en la tierra oscura y aórgica, poesías naturales que desde esas oscuridades de fuego se elevan hacia la luz apolínea, reuniendo a los hombres bajo un mismo cielo. De esta forma se espera la venida del espíritu, pensando en que no es «la hora». Pero se hace de una forma natural, simbólica, pura, sin mediación de la palabra. El rito ahora se convierte en una forma no cosificada de relación con el Dios. Esto es el Andenkm: la conmemoración ritual de la síntesis de orgánico y aórgico, de espíritu y muerte.88 / 2. La forma Occidental de la Tragedia. La Tragedia del poeta. Mas éste no puede ser el estado final de nuestra investigación. Hasta ahora hemos tratado de la teoría, pero todavía nos falta la praxis de la tragedia, que siempre excede las previsiones abstractas. La clave reside en este exce­ so de la forma orgánica personificado por el semidiós Empédocles, el exceso del poeta occidental imitador de los griegos que, en su afán de poder, desvela la forma de la muerte. Veremos entonces cómo dibuja Hólderlin el proceso de autoconocimiento que lleva a la nueva Bildung a través de la tragedia. Mas esta dialéctica entre lo aórgico y lo orgá­ nico, desplegada de forma concreta en la obra, debe complementarse con la relación subjetividad-comunidad. De esta forma, vemos que la teoría de la tragedia reproduce la problemática de Hipemn. En la órbi­ ta excéntrica, el camino de la subjetividad siempre está secretamente orientado hacia la formación de la comunidad. Si ya en Hiperión esta tensión era fuente de la tragedia que separó a los tres amigos, y que dejó en soledad al poeta, ahora, en Empédocles, asistiremos a una des­ cripción detallada de la tragedia de esta soledad. Cuando el poeta se hace dueño del espíritu es cuando «entiende que un conflicto necesario surge entre la más originaria exigencia del 87 cf. el poema «Pan y Vino», y los comentarios de Adorno, «Parataxis», No­ tas sobre Literatura. Ahora en GesammeUe Schriften II, 447-491. cf. igualmente W. Benjamín. «Zwei Gedichtc von F. Hólderlin», GesameUe Schriften, vol II, págs. 105-126. 88 Bodei, op. di. pág. 95.

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espíritu, la cual se encamina a la comunidad, al unitario ser a la vez de todas las partes, y la otra existencia, la cual le ordena salir de sí, y en un hermoso proceso y cambio reproducirse en sí mismo y en otros.»89 Este es el retrato de Empcdocles, como antes fue de Hiperión: el retrato del que quiere formar orgánicamente la comunidad de los hombres como último ejercicio de su dominio formador. En este momento, el poeta no puede acoger el Todo en sí, pero tampoco pue­ de presentarse a sí mismo como Todo. Debe presentarse como proce­ so de construcción de comunidad, como dominio no sólo de la natura­ leza, sino de los demás hombres.90 De este exceso formador, Empédocles tomará conciencia como culpa tan profunda que sólo se curará con la muerte. En su exceso mesiánico, el poeta tiene que padecer en su individualidad lo aórgico, la potencia mortal, el destino que ilumina el reconocimiento de una nueva poesía. Penetremos teóricamente tras la huella de esta culpa necesaria. En efecto, como encarnación de la intuición intelectual, el poeta siempre experimenta la amenaza de la carencia de juicio, la carencia de división objeto-sujeto. Al espíritu poético «no le está permitido, en absoluto, comprenderse mediante sí mismo, volverse objeto para si mismo»,91 divinizarse en un yo cosifícado. Si, por alguna circunstan­ cia, el poeta saliera de su ingenuidad inconsciente y nato, entonces ca­ ería en lo positivo y se convertiría en «una unidad muerta y dadora de muerte, un resultado infinitamente positivo»,92 en el sentido hegeliano del término. Esto puede suceder tan pronto el poeta quede re­ flejado en su objetividad por los demás o tan pronto se objetive a si mismo en su poder. El poeta «no puede aparecer en absoluto»:93 sólo puede ser. Si aparece es «una nada positiva».94 Empédocles será una forma refinada de tragedia, porque mostrará que el movimiento del poeta occidental siempre avanza desde el ser al aparecer, desde la conciencia intelectual a la conciencia sensible y confiada, desde el ser a la nada, desde la realidad a esa positividad que es nada muerta y dadora de muerte. Y todo esto justo porque aspira a la formación de todo. 89 E, 55. 90 E, 64. 91 E, 66. 92 E, 66. 93 E, 66. 94 E, 66.

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En cierta medida, el tema de Empédocles viene propuesto en estas líneas, y con ello comprobamos que la tragedia es interna al poeta: «el último ensayo del espíritu poético [sería] captar la individualidad poé­ tica originaria, el yo poético; ensayo mediante el cual el espíritu poéti­ co suprimiría esta individualidad y su objeto puro, unitario, y lo vi­ viente, la vida armónica, recíprocamente eficaz.»95. Si el hombre desti­ nado a asumir lo absoluto se toma unilateralmente sujeto soberano, entonces, en su propio seno se produce la escisión de lo que él mismo desprecia. Esto es lo que lleva a cabo Empédocles: la autoconciencia del espíritu poético impone su destrucción trágica. Todo esto es apa­ rentemente el paso del artista naiv al artista sentimental, pero de hecho se trata de una profundización en la esencia de la conciencia poética mo­ derna. Lo más curioso es que esta tragedia del poeta es su deber, y en su cumplimiento acredita el coraje de poeta, que como veremos con­ siste en cargar con su culpa. Pues ciertamente, el poeta no puede sino desplegar su exceso, ya que la intuición de lo absoluto se da en él. Si el poeta finalmente estaba en todo y por encima de todo, es inevitable la tentación de encamar un yo soberano. «Tiene que hacerlo, pues dado que él debe y tiene que ser con libertad todo lo que en su negocio es, en cuanto que erige un mun­ do propio, [...] tiene también que asegurarse esa individualidad suya.»9697 Y entonces deja de ser órgano de lo absoluto, dirá Hóldcrlin. Y suplan­ tará a la naturaleza, que deberá retirarle sus dones y darle a conocer lo aórgico que él mismo despierta en ella. Entonces debe morir como poe­ ta, en el doble sentido de morir a la poesía y de morir a la poesía como sólo el poeta puede hacerlo, esto es, poéticamente, propiciando una nue­ va forma de poesía que registraremos en los Himnos. Sin embargo, Hólderlin ve todavía que se puede eludir esta posibi­ lidad, si el poeta realiza una comunidad de al menos otro poeta. La fi­ gura de Pausanias se deja capturar aquí. En efecto, el poeta puede lle­ gar a la autoconciencia de una manera no trágica si se refleja en una tercera individualidad «que ha sido elegida con libertad, [...] en quien él se contempla al mismo tiempo en sí mismo como algo determinado por una elección, empíricamente individualizado y caracterizado.»9? Sólo entonces la bella individualidad del poeta se hace objeto, sin de­ jar de ser sujeto, autoconciente sin dejar de ser naiv, sujeto sin ser yo 95 E, 66. 96 E, 66. 97 E, 68.

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único. Pero ¿qué pasa si el poeta ha de vivir en soledad, como quedó sentenciado al final de Hiperián?98 Si esta condena se impone, «en vano busca el hombre en un estado demasiado subjetivo como en uno de­ masiado objetivo alcanzar su destino.»99 Por eso Hipaión es la premisa escondida de EmpédocUs. Mas por su parte, la tragedia viene a despertar de su sueño al antiguo héroe. El poeta sólo puede ser poeta en un mundo de poetas, no en soledad. En dicho mundo, la conciencia no sería ni mera reflexión, ni mero aspirar a lo externo; no sería ni mera intuición intelectual ni mero intuir sen­ sible, ni mera mística ni mera conciencia sensible. «Es todo eso a la vez.»100 Sería lo armónicamente contrapuesto en la unidad viviente.101 Pero, ¿cómo llegar a ese mundo de poetas, a esa forma plena de co­ munidad propia de Occidente en la que Hólderlin deja transparentar el ideal de Europa como nueva iglesia? Sólo se podría llegar por el lenguaje, por el lenguaje más espiri­ tual, por el más viviente.102 Mas para eso Occidente debe llevar a ca­ bo la experiencia de lo destructor que ese mismo lenguaje puede llegar a ser. El lenguaje vivo sería así «todo espiritual en el todo viviente.»103 Sería «arte que da vida»104, que «con un golpe mágico tras otro, hace brotar más bella la vida perdida, hasta que la vida se sienta tan por completo como se sentía originariamente.» Todo esto sería el cumpli­ miento de la utopía estética, ahora expresada con toda su fuerza panteísta, tal y como se refleja en el texto: «El camino de la determina­ ción de la vida en general es formarse [...] [hasta] la más alta forma en la más alta vida.»105 Con ello, «la determinación del hombre en ge­ neral [...] es la determinación y el curso de toda poesía.»106 De nuevo, el «producto de esta reflexión creativa sería el lenguaje»107, un lengua­ je perfectamente creador que no incluye nada de positivo, que nom­ bra por primera vez, que hace del poeta un creador desde la nada, sin partir de ningún lenguaje previo de la naturaleza o del arte. 108 Pero 98 E, 69. 99 E, 72. 100 E, 73. 101 E, 74. 102 E, 74. 103 E, 75. 104 E, 5. 105 E, 76. 106 E, 76. 107 E, 77. 108 E, 77.

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el poeta está solo en su tragedia y su exceso consiste justo en forzar la comunidad desde el lenguaje poético, sin que se forme la comunidad de los poetas. Pues mediante esta distorsión, el lenguaje se cosifica en la imitación del yo del poeta, que así se diviniza. Su yo se convierte en yo superior. Su vida y su lamento, su dolor y su gloria, serán entonces el tema privilegiado de la tragedia que nos pondrá ante las puertas de lo nuevo. 13. El fundamento de Empédocles. Holderlin confiesa que «todo poema, también el poema trágico, tiene que haber surgido de viva y efectiva realidad poética, tiene que haber procedido del propio mundo y alma del poeta, porque si no, falta la verdad justa.»109 El caso Empédocles seria así también el caso Holderlin. Esto ya lo hemos dicho. En él se expresa «lo divino que el poeta siente y experimenta en su mundo [...], su vida.»110 Su intimidad es próxima al nefas en el sentido de que se ha reconcentrado en la negación del presente, en la búsqueda de lo puro. No se reconoce en el momento de su patria. Mas presiente la disolución y la renovación de la vida. Su patria y Occidente ya llegan al final en la insistencia sobre lo orgánico. Pero por eso se acerca el dia del rejuvenecimiento. Se nos ofrece aquí una relación entre naturaleza y arte específica­ mente occidental, atravesada por el exceso de la técnica. El poeta se introduce en esta relación a través de la dialéctica de lo orgánico y lo aórgico. En principio, la relación hombre-naturaleza puede ser dada al sentimiento. Es lo que Schiller llamaría .A(ai). En este sentimiento el hombre es «la flor de la naturaleza.»111 Aquí el hombre, dominado por el sentimiento, es más aórgico, sin por eso ser destructivo. En este sentir sintiendo todas las cosas, el hombre experimenta orgánicamente su potencial divino. En la misma medida, la naturaleza es orgánica para el hombre y se ofrece como «mezcla ideal», pero aquello que le ofrece orgánicamente en todas sus formas es justo su dimensión aórgica, la indiferencia del mismo sentimiento. Si alguien debe conocer reflexivamente esta relación orgánica en­ tre sentimiento y naturaleza, entonces debe romperse la unidad entre el hombre y la naturaleza. Junto con la reflexión se introduce inevita­ blemente la desmesura de la intimidad. Con ello «los contrapuestos se 109 E, 104. 110 E, 104. 111 E, 106.

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intercambian en esta intimidad.»'12 Entre ellos ya no se alza el punto de la síntesis, sino que lo orgánico pasa a la cultura, al arte, a la refle­ xión, y la naturaleza se refugia en lo aórgico, lo no sensible, lo ilimita­ do, lo inconcebible. Lo que era unitario, ahora se enfrenta en térmi­ nos de yo y no-yo, la estructura reflexiva flchteana. La naturaleza pasa a ser cultivada y dominada (por ser lo terrible), y el hombre se pierde en ese dominio excesivo de lo técnico, se convierte en aórgico, se des­ conoce a sí mismo, poseído por la aspiración unívoca y reductora de dominio absoluto. Aquí se nos describe el punto de partida de Empédocles. Lo orgáni­ co abandona su funcionalidad y su limite, domina enteramente la sub­ jetividad, determina completamente su existencia, y así se abre paso la conciencia de lo aórgico inmanente al hombre. Empédocles es la conciencia particular de lo aórgico, de lo informe y destructor, produ­ cida por el exceso de técnica, dominio y forma; por eso se dice del hé­ roe que «se atiene a la individualidad de lo aórgico.»"3 La más alta hostilidad de lo orgánico y lo aórgico se convierte aquí en principio trágico de la más alta reconciliación. «Por su muerte, reconcilia y uni­ fica los extremos en lucha más bellamente que en su vida.»"4 Empédocles es el hijo «de las violentas contraposiciones de natura­ leza y arte», se nos dice. En él se unifican los contrastes hasta hacerse Uno. En la sobreexcitación del principio reflexivo, el gran siciliano consigue llegar a ser consciente de lo hasta ahora inconsciente, hacer lenguaje de lo sin lenguaje. Conoce lo propio hasta el final y se asusta de ello, pues ve que en el fondo de su conciencia se alza un enemigo que mata. Fruto de esta vida, de este periodo de tensiones, logra «una instantánea unificación que tiene que disolverse para llegar a ser más»."3 Esta disolución se vive bajo la forma de la tragedia. Los vio­ lentos extremos en que creció Empédocles, lo máximo orgánico trans­ formado en lo máximo aórgico, exigían un holocausto y por eso el po­ eta, que mira el Todo, debe resolver en si el destino de su tiempo. Mas todo esto ha de suceder bajo la forma de la subjetividad, en la que el «individuo se pierde en un acto ideal [...) porque en el indi­ viduo se mostró la unificación sensible, que ha surgido prematura de necesidad y discordia.»"6 Por eso, «Empédocles es una víctima de su1234*6 112 E, 107. 113 E, 107. 114 E, 108. 113 E, 108. 116 E, 110.

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tiempo.»117 La solución que otorga a los contraríos, sin embargo, en cuanto ideal, es meramente aparente, y como ocurre siempre en los personajes trágicos, una solución temporal. Sólo por eso se torna ejemplar, aspira a más y marca el camino joven a una época. El mesías se suprime porque no puede ser universalmente válido a menos que se presente como efímero. Y sin embargo, esta experiencia es sólo un aspecto de la subjetividad, quizás el más glorioso. Para que exista tra­ gedia, no sólo debe revelarse una solución de los conflictos: se debe experimentar también su tensión, en todo su exceso, como culpa, co­ mo el mal del mundo, a fin de que la subjetividad desee lo nuevo. «De modo que aquel que aparentemente resuelve el destino de la manera más completa [...] es el que más se presenta en su carácter perecedero y en el progreso de sus intentos, de la manera más chocante, como victima.»118 Aquí tenemos la explicación que el propio Hólderlin anticipó para su Empédocles. El espíritu artístico y técnico de su pueblo tenía que dar­ se en él, de hecho un occidental, del modo más atrevido, con más pre­ tensión de absoluto, y por tanto produciendo lo más aórgico. Su espí­ ritu aspiraba a descubrir un todo completo desde la mera interioridad. Consecuentemente, tenía que ser un espíritu reformador en exceso, que forzase la técnica política, que pusiese la poesía al servicio del len­ guaje cosifícado de la retórica. Su propio carácter inventivo y artístico tenia que llevarle a «lo más insocial, más solitario, más orgulloso y más propio, y estas dos facetas de su carácter tenían que exagerarse y realzarse recíprocamente.»119 De ahí que tuviese que aspirar a «hacer­ se dueño de lo no-conocido»120 (ya fuese en sí, ya en la naturaleza). Por ello debía identificarse con la naturaleza, ya desconocida y deveni­ da aórgica, «arrancarse de sí mismo» y, en esta misma medida, desco­ nocerse y devenir aórgico él también. Pero aórgico como experiencia, no como lo propio. En un occidental, lo informe sólo puede ser el cristal a través del cual redescubrir lo propio orgánico en su originaria y limitada potencia. «El objeto apareció en él en figura subjetiva, del mismo modo que él había adoptado la figura objetiva del objeto,»121 dice Hólderlin en 117 E, 111. 118 E, 111. 119 E, 112. 120 E, 113. 121 E, 113.

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una de sus frases crípticas. Entiendo el texto en el sentido de que Empédocles subjetivizó, humanizó, dominó totalmente la naturaleza, pero a costa de hacer de la propia subjetividad una cosificación objetiva, de dominarse también a si mismo y perder su propia dimensión subjetiva, sentida, que antes le enlazaba con la naturaleza como fuente aórgica y le daba su sentido orgánico ideal. La dialéctica de la ilustración es lo aqui descrito. Arte y naturaleza quedaron unificados en su poder, pero a costa de que el arte fuese inconsciente de su potencia destructora, a costa de reducir la naturaleza a organismo sometido al hombre, como si no poseyese una potencia destructora oprimida. «Este fue el encanto con el que Empédocles apareció en su mun­ do»: 122 la potencia dominadora de la naturaleza. Esta identidad con la naturaleza, no mediante el sentimiento, sino mediante la técnica, le dio su gracia terrible y divina. Los demás le siguen por eso.123 «Pero esta aparente solución empieza de nuevo a suprimirse.»124 En este «empieza» casi se pone en marcha la acción trágica. Por ello, cuando iniciamos la lectura de la obra, de la tragedia propiamente dicha, nos damos cuenta de que lo dicho hasta ahora es su implícito punto de partida, La tragedia comienza en este punto provisional y aparente de dominio y unidad, en el que todavía apenas nada hace presagiar la aparición de lo nuevo. Todavía vive Empédocles en «intimidad con los elementos.»125 No tenemos todavía «al personaje dramático»,126 pero en el disfrute pasajero de su dicha ideal se abre ya camino la desgracia. Para que la desgracia se alce rotunda, el poeta tiene que abando­ nar su universalidad y resolver su destino de una manera particular, histórica, individual, hundido en la soledad de su yo. Aqui tenemos el elemento del drama. De la misma forma que Empédocles pudo hacer­ se íntimo con la naturaleza, deseó hacerse íntimo con su pueblo127 en la forma del yo que los demás adoran. Entonces deseó penetrar la esencia más intima de su pueblo, el alma de todos sus paisanos. «Te­ nía que intentar hacerse dueño con su espíritu del elemento humano y de todas las inclinaciones e impulsos; del alma de ellos, de lo incom122 E, 113. 123 E, 113. 124 E, 114. 125 E, 114. 126 E, 114. 127 E, 114-5.

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prehensible inconsciente, involuntario en ellos; por eso mismo, su vo­ luntad, su conciencia, su espíritu, en cuanto él traspasó el límite habi­ tual y humano del saber y actuar, tenia que perderse a sí mismo y ha­ cerse objetivo.»128 Sólo aquí comienza la tragedia de Empédocles: cuando la autoconciencia técnica y lógica llega a su límite y descubre que, en su fondo, anida la muerte, lo contrario del orden. Aquí se aplican todas las categorías que hemos venido preparando: aquí esta­ mos ante la tragedia del poeta positivo, tragedia de Occidente, trage­ dia que podemos presumir propia de Hiperión, si éste, tras su periodo de eremita, hubiese encontrado por fin a su pueblo, a la moderna Eu­ ropa, tras el devenir de la órbita excéntrica. Hólderlin ha contemplado a Empédocles a la luz de su propias ca­ tegorías. El punto más básico de su posición nos dice que la primacía absoluta de la subjetividad resulta inseperable del lenguaje cosificado que mata a la poesía. Se trata de la relación interna entre reflexión y cosificación que ya se ha denunciado contra la ilustración. Mas tam­ bién de la autodestrucción de las energías emancipadoras de la razón moderna que había experimentado Schiller. Así, como reformador re­ ligioso, como hombre político, y en todas las acciones que contra sus paisanos realizó en beneficio de ellos, Empédocles se comportó con es­ ta devoción orgullosa de visionario poseedor de certezas que parecía resolver todo el destino desde su única alma. «Si lo unificante tiene que perecer es porque apareció de modo demasiado visible y sensible, y sólo es capaz de esto por cuanto se expresa en algún punto y caso muy determinado,»129 dice Hólderlin, anticipando el destino del hom­ bre carismático en el que Occidente siempre ha creído y esperado, imitando de forma perezosa y epigonal la forma heroica de la cultura griega y desdeñando el indiscutible final de todo mesianismo heroico encamado en el Cristo. El pueblo tenía que «ver lo unitario entre ellos y aquel hombre», y por tanto tenía que positivizar y cosificar a Empédocles.130 Max Weber lo dirá de otra manera: la transformación del carisma en realidad coti­ diana implica la opresión del hombre carismático y de su pueblo por el poder finalmente dominador de su séquito, o la rebelión trágica de aquél contra la cosificación de su carisma en éste. Mas el séquito re­ fuerza el carácter técnico-taumatúrgico del héroe imitador del mesías, y 128 E, 115. 129 E, 115. 130 E, 115.

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con él crecen las exigencias de que resuelva el problema de la época, el de la reunifícadón de naturaleza y arte, según la forma del dominio y del poder. Ésta es la prueba que Ocddente pide a los imitadores del mesías desde hace tiempo. Empédocles, consdente de que ahí se foija su tra­ gedia, con más escrúpulos que los profetas reales de nuestra historia, cumple esta prueba «con amor y repugnancia.»13* «Pues el temor de llegar a ser positivo tiene que ser, de manera natural, su mayor temor, en virtud del sentimiento de que cuanto más efectivamente expresa lo íntimo, más seguro está de perecer.»132 Cuando él concede la prueba, ellos creen que todo se ha cumplido. Entonces el poeta se da cuenta de que, justamente al dar prueba de lo que les une, ha dado la prueba de lo que les separa. «El engaño en que él vivía, la ilusión de que él era uno con ellos, cesa ahora.»133 Ha conoddo lo aórgico que llevaba en sí, lo aórgico que ha producido en la naturaleza y en la ciudad. Mas que derramar nueva vida sobre todos, los ha tomado meno­ res de edad y dependientes. Empédocles entonces se retira. En el vado que deja, los poderes positivos buscan resolver los problema del tiem­ po desde la administración de las cosas, guiados por el entendimento y por la necesidad. Entonces comienza el drama. Pues en él se trata de mostrar todo esto como la experiencia de lo viejo, de lo que no puede repetirse, con el Fin de alumbrar ya en el horizonte la experiencia de lo nuevo. Mas el futuro de Occidente no descubrió lo nuevo. La histo­ ria de Occidente no se alzó precisamente sobre la convicción de que era preciso dejar atrás la forma de lo mesiánico, sino sobre la obstina­ da insistencia en esta inclinación cuyo carácter destructor Hólderlin ya había penetrado hasta el final. Sólo Max Weber generaría todavía energías antimesiánicas y antinarcisistas, él, que había de ver la muer­ te justo cuando el torbellino de la historia comenzaba a concentrar las miasmas del peor Anticrísto.

*3' E, 115. >32 E, 115 nota. 133 E, 116.

V. Empédocles o la tragedia del poeta» I. P r im e r a v a r ia c ió n

1. El elegido desde siempre. Delia, el personaje femenino de la obra, cono­ ce la razón profunda del destino de Empédocles. Después de todo ella será caraterizada al fina! de la pieza como Seherin, la vidente. A ella debemos invocar entonces para reconocer al héroe. Ante todo, en él destaca la libertad. Su mayor mérito, dice, es «selbst zu sein», ser él mismo (101). Ahí se nos descubre el principio que separa al héroe de los demás, y ahí reside la infinita distancia que le hace siempre extra­ ño (92), más cercano al reino vegetal que al humano, pues también las plantas viven en el cauce secreto de sus leyes, (95-96), sin necesidades que no puedan cumplir, satisfechas y reconciliadas con su devenir. Autosuficiente en su infinita apertura a la realidad: ese estar en todo y por encima de todo es, una vez más, la característica originaría de Empédocles y, con ella, la carencia de necesidades, la fácil calma divi­ na (72-3), el dominio de su interno despliegue. Y sin embargo, el pro­ blema central del autoconocimiento resuena ya como la canción de un destino: «Eterno misterio: lo que somos y buscamos no podemos hallarlo. Ijo que encontramos, eso no somos»(165-168). La insatisfacción está ausente de la vida superior de poeta en la que crece Empédocles. Por ello desconoce toda la sintomatología del* * Para el análisis de esta obra uso la siguiente regla: con sólo el número árabe indico el verso del primer borrador según la SlA 4.1. Cuando el número árabe va acompañado del número romano II y III, indica el verso del segundo o tercer bo­ rrador de la misma edición StA. 133

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hombre moderno. Sabemos que Empédocles todavía no está sometido a ia depresión que cuestiona la propia subjetividad del yo, la creencia en sus propias fuerzas (27). Y sin embargo, también sufre y sufrirá aún más. No obstante, su dolor es divino (31): el de contemplar su propio destino, su muerte (133), porque es hombre y tiene que marchitarse -vergehen- (38). Y es que el hombre plenamente maduro, aquel que reposa sobre si, no puede tampoco evitar la noticia anticipada de su decaden­ cia. Antes bien, por su propio carácter no se hará ilusiones acerca de la necesidad de su existir. Todo esto es la descripción externa de Delia, ciertamente, una apreciación del presente y del futuro apoyada en la veneración que le dicta el amor. Empédocles es llamado antes que ninguna otra cosa «el admirado desde siempre». ¿Pero qué quiere decir ese siempre? ¿Qué historia previa a la acción del drama fundamenta la admiración hacia Empédocles? ¿Puede una historia reflejar adecuadamente ese simpréí ¿No es más bien la estrutura del mito lo que puede encajar con esta eternidad? ¿A quién pues se admira desde siempre en Empédocles? Tenemos que apuntar hacia otro vidente, otro que domina más clara­ mente todo el arco del tiempo. Hermócrates, el sacerdote, también co­ noce el destino y el pasado. Y lo que nos dice es algo rotundo: «Los dioses lo han querido mucho.» (209) La tragedia por tanto emerge desde una pregunta: ¿Cuál es el fu­ turo de aquél a quien los dioses amaron mucho desde siempre? ¿Cuál es el futuro del poeta? En Empédocles se cuenta la historia de una nueva Pasión. Desde siempre, el héroe es el favorito de los dioses, el hijo muy amado, aquel en quien Dios se ha complacido. ¿Pero cómo se presenta en el futuro ese amor, más allá del ya anunciado sufrimiento divino? ¿Qué es ser amado por los dioses? Según algunas notas, que encuentro extraordi­ nariamente vinculadas a este detalle, Empédocles aparece como el do­ minador de lo finito, de los fenómenos, de las plantas, de las aguas, de la tierra, de las tormentas y de las nubes (12-23). Tenemos aquí la for­ ma de ser amado por los dioses propia de la cultura orgánica de Occi­ dente. Empédocles domina todos estos seres porque su esencia es omnitransformadora (23) (AUverwandelnd), aunque podría llamarse «omniadministradora». De hecho es omniorgánica. La elementalidad occi­ dental se opone asi a la elementalidad oriental, definida en el mito de Sileno o en el personaje de Aquiles, donde la temparana muerte del héroe es la señal de la predilección divina. Frente a esta pasión orien-

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tal que desprecia las cosas humanas, el don de los dioses a Occidente consiste en esa infinita capacidad de la simpatía poética, que posibilita la adopción, por parte del hombre, de aquel yo profundo de las cosas aparentemente inertes. Esa capacidad de vivir desde dentro y por den* tro lo que para los demás es mera superficie, de penetrar hasta la identidad todo lo finito, ahí reside el regalo que los dioses hacen a Empédocles. Mas existe una diferencia entre el pasado inocente de este don po­ ético y el destino futuro del poeta. Lo finito obedece a Empédocles porque su voluntad se ha vinculado a la única voluntad que todo lo domina. Ajeno a toda imposición externa y técnica, el taumaturgo consiguió ordenar a la naturaleza porque se limitó a obedecerla. Lejos de imponerse como señor ajeno, el defensor del principio de lo seme­ jante (151), con su determinación subjetiva, sirvió como vehículo para que la propia naturaleza, lo finito, brillase y obtuviese vida. Se trataba de un héroe que servía de instrumento para la revelación de la finitud, de un sujeto trascendental kantiano destinado a gustar de la existencia porque a su través la naturaleza devenía Erschtinung, brillo y luz. Empédocles, como el sujeto kantiano, fue ante todo una capacidad meramente receptiva de lo orgánico, y encerró su más preciada pose­ sión en su pecho, como receptáculo donde presenciar las cosas, como materia prima donde instalar las formas bellas y finitas, esa capacidad de omnitransformación, de metamorfosis infinita propia de la subjetivi­ dad que ya cautivara y sorprendiera a Hobbcs. Sólo a través de Em­ pédocles, «en su entusiasmo, se hace fenómeno la gran naturaleza, y el mundo disfrutando vida.» (84) Hemos construido todas estas frases con un tiempo verbal de pasa­ do. Y sin embargo, no es sólo el crítico quien asi lo hace. El propio Empédocles se caracteriza a sí mismo como el que fue amado, el que ha experimentado, conocido, actuado y vivido (325) con los dioses fini­ tos, con todos los fenómenos naturales, grandes y pequeños. Se apunta aquí una forma de conocer que no acarició las superficies, sino que navegó por los brillantes mares interiores de las venas del mundo, en un palpitar común entre el objeto manifestado y el sujeto que recoge el don. Tras este poetizar de Holdcrlin se desvela la esencia del pensa­ miento kantiano. Y al presentarlo dramáticamente parece como si el hombre occidental, omnistransformador y administrador de toda la tierra, hubiera encontrado en ese héroe su ideal. Por eso, ser el admi­ rado desde siempre puede significar, de hecho, desde toda la historia de Occidente, esa historia mítica por excelencia que ahora llega a su verdadero fin y a su verdadero principio.

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Y sin embargo, Hermócrates, el sacerdote, maldice al héroe. Su maldición (248) le condenará a errar fugitivo. ¿Por qué? Como última razón se alza aquí la trasgresión de su papel de sujeto revelador de lo finito, en tanto índice del mundo, ¿mas cómo se produjo aquélla? ¿Qué tentación es tan inmanente a esta misión del poeta que preverla es lo mismo que caer en ella? La vinculación de Hólderlin al espíritu griego se manifiesta en la inevitabilidad del pecado que asalta al elegi­ do de los dioses. Pues se trata de la hybiis, en este caso del olvido de que, a pesar de todo, quien sirve de medio a la revelación de los dio­ ses finitos, el amado por ellos, sigue siendo hombre. La inclinación de entenderse y valorarse también como un semidiós es inmanente al ofi­ cio de poeta orgánico. Se abre camino aquí la tentación del antropocentrismo, común al poeta y al sujeto trascendental. La previsión del sacerdote Hermócrates apunta en esa dirección: los dioses le han reti­ rado ya la fuerza desde que Gmpédocles se proclamó dios delante del pueblo (186). Y sin embargo, esta blasfemia no invalida el contenido real de sus enseñanzas. Antes bien, es una blasfemia que se sigue ine­ vitablemente desde la necesidad de aquéllas. £1 sacerdote sólo está interesado en las consecuencias que sobre la sociedad civil tiene aquel gesto de divinificación de Empédocles. Aquél sabe que una comunidad que cree presente en ella el mundo sagrado de los dioses, apenas puede conceder valor a la ley muerta (232) en la que su sacerdocio se legitima. Pero estas consecuencias del carisma vi­ vo de Empédocles sobre la sociedad civil no nos interesa por el mo­ mento. La cuestión fundamental es otra, a saber: ¿ha penetrado Her­ mócrates mejor que Delia en el destino de Empédocles? La muchacha avistaba su muerte, pero no sabia más. Hermócrates conoce una razón, mas ¿está en lo cierto? ¿No serán ambas profecías los cascotes comple­ mentarios de la vasija rota que, en Grecia, servían para reconocer al héroe después de su viaje, como clave de la anagnóresis? ¿No será esta divinificación más bien el destino de todo genuino servidor de la gloria del mundo? ¿Y no equivaldría al presentimiento de la muerte que re­ lata Delia? ¿Qué dice Empédocles de sí? ¿Qué sabe él de si mismo? Es notable la construcción de la pieza cuando la analizamos desde estas preguntas. Como dos ejemplos que sólo reflejaran parcialmente la esencia de Empédocles, Hólderlin anticipa los juicios de Delia y Hermócrates. Los dos son videntes, sin duda. El amor y el sacerdocio son carismas tradicionales que habilitan para esa función. Pero sólo Empédocles comprende la totalidad de su historia. Con la penetración radical sobre sí mismo propia de la nueva subjetividad, él reúne los dos fragmentos presentados a partir la memoria completa de su vida.

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Es más, sólo porque Empédocles sabe que Hermócrates ve, interioriza su diagnóstico, se adueña de él y desde su propia experiencia le presta profundidad. Por eso, la maldición del sacerdote se toma en el poeta acto, vivencia, y así, interiorizada, resuena en la propia boca de Em­ pédocles, que al comienzo de la tercera escena sólo puede preguntar, secas ya las fuentes que antes calmaran la sed de los mortales, solo y ciego (308) como Edipo: «¿Dónde estáis, dioses míos?» En el huerto particular de los Olivos de Empédocles resuenan, in­ teriorizadas, las viejas maldiciones de los sacerdotes, igual que sucede en la Pasión. El que fue sacerdote delante de la naturaleza, ahora de­ be entregarse a ella como una Opferblut, como sangre de sacrificio (297), pues se sabe abandonado por los dioses. La experiencia real del abandono no es la pasión como muerte trágica, ni la condena al des­ tierro en el sentido de la maldición del sacerdote. El punto es más profundo: se le ha arrojado al frío mundo, fantasmal, hiriente, ajeno a lo sagrado, de la Tagewerk, de la rutina diaria (316). La condena es la comprensión de la caída del cansina del poeta y la positivización de la llama de su espíritu. Esta caída del carisma en lo cotidiano implica curiosamente la divinización del salvador. Divinización y duda respec­ to de su carisma son, respectivamente, los espacios público y secreto del mismo proceso subjetivo del poeta y del mesías, internamente depotenciado y externamente divinizado. Tenemos aquí la antinomia central de la obra: el amado por los dioses, sirvió de medio a la revelación de los fenómenos, frente a la ruti­ na de la vida cotidiana, frente a la obra de los días carente de poten­ cia. Su obra reveló lo real en su claridad, en su efecdvidad prístina, en su luminosidad conmovedora. Sin embargo, la maldición de Hermó­ crates, tal y como queda interiorizada por Empédocles, hasta conver­ tirse en experiencia del destierro e índice de su ruina (317), simboli­ zando al mismo tiempo la experiencia moderna, es el final de la viven­ cia de las cosas naturales como atravesadas por una vida común al su­ jeto, el final del gran poder orgánico reconciliador de las cosas y el hombre. Empédocles era AUversohner (330), el que lo hermanaba todo, el que curaba el dolor del extravio de los mortales, el confuso Irrsaal, el vagar (327) sobre una realidad resbaladiza sin hueco acogedor algu­ no, carente de interioridad. Y lo era porque, sobre esa superficie mo­ nótona, él sabía destacar y descubrir la presencia de formas sensibles, bellas, placenteras. Ahora, toda la experiencia mediadora de Empédo­ cles está en el pasado: el bello layo se rompió. Prima aquí la experiencia moderna, la escisión naturaleza-hombre, la reducción de la naturaleza a cosa, a res, a mercancía, en tanto que se ha disuelto el encanto \Zau~

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berei ] (373) de la luz que la animaba y la humanizaba a un tiempo. El momento del desencanto coincide con la potencia máxima administra­ dora de Empédocles. La autonomización de la dimensión orgánica se descubre así como el momento de inquietud que anuncia la potencia aórgica del hombre y de la naturaleza. Nada de esto nos asombra. Dada la transparencia de su propia ex­ periencia, Empédocles es necesariamente consciente de su función. Sorprende en la pieza, más bien, que esa autoconciencia, que inte­ rioriza la maldición del sacerdote, llegue hasta la autoinculpación. Em­ pédocles no sólo ha perdido la magia del poeta. Además es culpable (335). Y en función de esta úldma enseñanza, de esta conclusión, re­ cuenta su propia experiencia y destino. Culpa y memoria son ya la es­ tructura de la experiencia trágica, antes de que Nietzsche las vincule en su diagnóstico del nihilismo modeno. La obra es pues un tratado de la figuras de la conciencia que debe atravesar la experiencia del que fue amado por los dioses, de) que divinizó la tierra. Se trata de la fenomenología que describe la relación del hombre occidental con lo divino hasta llegar a la sacralización de la tierra. Se trata de la doble cara de un héroe trágico que resume en sí la memoria del pasado pa­ ra proponer lo nuevo. 2. La culpa del poeta. En el verso 337 comienza Empédocles el recuerdo de su experiencia según la estructura de una elegía schilleriana. En el pasado queda el favor de los genios del mundo. ¿Cómo empezó entonces el idilio? Sólo donde hay un sehnend Herz, un corazón con nostalgia que busca lo omniviviente -Allelebende- (337), puede iniciarse la expe­ riencia del espíritu, la que clausura el dempo en que los hombres no aprenden nada. La prehistoria queda en la ferviente búsqueda donde Muh und ¡jebe (400), el esfuerzo y el amor, operan como transcenden­ tales últimos a partes iguales, pues «difícil conoce el mortal a los pu­ ros» (381). Quienes poseen estas dos alas, quedan signados como elegi­ dos. De nuevo la situación de Irrsaal, de vagabundaje, de movimiento agitado (408) y excéntrico, exige cura, como vimos en Hiperión. El pro­ blema reside en que lo curativo, lo omniviviente, no aparece ya como tal sino que, como una cosa en sí, ni puede encontrarse ni se ofrece a nuestras manos. Cosa en sí que jamás se abre a la mirada, realidad a la que aspira de manera continua el corazón nostálgico, lo curativo y salvador mantiene con su negatividad lo positivo del peregrinar huma­ no. ¿Cómo curamos en este indefinido vagar por un espacio infinito, siempre incumplido? El giro del espíritu tiene entonces una dirección precisa, clara: «Oh, luz celeste,...aquí me dirijo hacia ti.» (375)

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Debemos investigar qué significa este giro hacia la luz celeste, ha­ cia el sol que anima con su atracción las órbitas excéntricas con que se inicia el espíritu. Porque estamos en lo más peculiar de la posición de Hólderlin, centrada siempre en una experiencia antinovalisiana, anti-noctuma, alejada de toda oscuridad, presidida siempre por la lumi­ nosa realidad del éter. Volverse hacia la luz es una forma de superar la búsqueda de lo omniviviente, ya reconocido como lo que nunca se da. Mas al mismo tiempo implica reconocer que se buscó mal, como si lo salvador fuera una realidad aislada, separada, ilusa, un ente más. Ese ideal se buscaba donde no podía darse. Pero disuelto el error, ahora quedamos reconciliados con lo omniviviente, ya que en cada cosa iluminada y luminosa, en cada manifestación distinta y finita, en cada Erscheinung que esa luz hace posible, reconocemos a los amigos de la derra (398). La experiencia del espíritu avanza entonces por la com­ prensión de que lo omniviviente no era algo separado y cosificado, si­ no que se presenta en cada iluminación de la derra como amiga. En­ tonces tenemos algo aprendido y recogido: se produce aquí la recon­ ducción de la vida al poema (389). Ahora y sólo ahora reconocemos nuestro tema. Puesto que la ex­ periencia no puede hacerse sino desde el espíritu de un sujeto, necesi­ tamos ponerle un nombre tanto como reconocer el camino objetivo que recorre. Pues bien, lo que Empédocles cuenta es la historia del es­ píritu del poeta, sublimado en la figura del Salvador. Su experiencia es la encamación del espíritu en la iinitud. Esa historia de la elección del poeta, de su vocación, de su tentación, de su culpa, y de su muer­ te, es la nueva historia del espíritu de Occidente, conocida sin embar­ go en sus rasgos estructurales. Es la historia paradigmática de la rela­ ción occidental con lo divino. Escrito al final de su periplo, el Empédo­ cles también cuenta la propia historia de Hólderlin, en un ensayo final y anticipatorio de autoconciencia, de análisis objetivo de los rasgos de la existencia del poeta, en tanto mediador de la potencia salvadora. La clave de todo, sin embargo, reside en que el poeta ha sido llamado y elegido para una función muy precisa: mostrar a la tierra como amiga y elevarla a poema. Ix>s peligros de esta función, sin embargo, no se hicieron evidentes con su mero anuncio. La cuestión dice así: ¿cómo una experiencia personal puede expre­ sar la esencia de la tierra entera? La respuesta apunta hacia la teoría de la mimesis, pues afirma que los rasgos del poeta siempre serán re­ flejo de su propia poesía, a su vez mero reflejo de los rasgos de la tie­ rra amiga. Es así como el poeta deviene la subjetividad llena de dolor y destino, porque la tierra, la potencia curativa para el hombre orgá-

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nico occidental, la que permite al poeta curar el vagabundaje, es la su­ friente y la llena de destino. El poeta así refleja e imita a la tierra mis­ ma, pero de la única manera posible para su amor: como reproduc­ ción de la experiencia de la tierra. 3. La Tima como destino. ¿Por qué se nos presenta la tierra como su­ friente y llena de destino, como potencia aórgica curativa del hombre orgánico? ¿Qué relación tienen estos dos adjetivos? La tierra sufre por­ que ella, como el antiguo Dios padre, no goza de la luz por la que se despliega su propio espectáculo. Ella sueña formas, pero no posee el ojo extático que las contemple. Actora de sus obras, incapaz de reple­ garse sobre sí misma, es pura interioridad creadora, ignorante de sí, que desea encontrar al sujeto que su propia opacidad presagia y exige. Por esa carencia de ojos, la naturaleza sufre de no conocerse. Y justo por ello está llena de destino. La tragedia y el dolor del poeta resuena en este lamento: pobre de aquel que encuentre en sí el amor suficiente para ser ojo que aprecie la luz. Tarde o temprano este hijo predilecto de la tierra, este poeta, será culpable. ¿Culpable de qué? De considerarse, en una interpretación equivo­ cada de su vocación, no como servidor de la tierra y de su potencia ciega, sino como dueño de la naturaleza. Ahí, la dimensión orgánica deviene excesiva. Al proclamar el malentendido, el poeta profana el templo sagrado, —Heligttum— , se profana a sí mismo y despierta la capacidad destructiva de la tierra. Ciertamente, mediante el poema, la tierra obtiene los ojos para lo finito. Pues, en el canto, lo finito es algo más que un mero cuerpo aislado: es índice de la tierra y de la luz, de lo omniviviente, representación plena de síntesis de lo sagrado y de lo finito. La contradicción del poeta no sólo consiste en que él, una parte más de lo real, sea utilizado por la tierra para cantar toda su gloria visible, su epifanía. No se reproduce aquí sólo el viejo «estar en todo y por encima de todo». Antes bien, el problema reside en las consecuencias hermenéuticas que la finitud de su existencia impone al poeta: éste siempre correrá el peligro, siempre caerá en la tentación, de considerar el poema como algo propio, fruto de su arte, de su co­ nocimiento, medio de crear lo sagrado y no de prestarle palabras y ojos al propio canto de lo real. El pecado de querer asegurase el poe­ ma como propiedad, la operatividad artística, ésta es la conversión del poema en una Tagewerk. Aquí se cosifíca el espíritu, aquí se hace letra preparada para el sacerdocio y el dominio: al creer que ser poe­ ta depende de la subjetividad autónoma y genial, cuando el status y el objeto del poeta es siempre algo regalado, mero don entregado a los

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elegidos. El saber más penoso de sí demuestra entonces el poeta que se vuelve hada la luz. De ser quien recoge la luz de las cosas, la luz de los dioses, el poe­ ta se entiende inventor de los dioses en la comprensión prometeica de su poema. Perder la humildad del canto, creer que los objetos sagra­ dos y finitos están al servido de la producción de su obra, desvirtúa la función de la poesía. El pecado, concluye la obra, sustancia aquella tentadón y actúa «como si los dioses le sirvieran de esclavos.» (342) Pronto emergerá la señal de la culpabilidad: la pérdida de la ingenui­ dad del poeta ante la propia inspiración, la zozobra de perder la crea­ tividad, el final de la inocencia que urge al poeta el trabajo frío, una re­ lación con el poema en términos de realidad técnica, construida y no regalada o donada. En una palabra, Hólderlin narra, como Hegel, la estructura de la cosificación del espíritu, y por eso su tragedia puede ser leída de tal forma que represente la inevitable transformación opresiva de los proyectos salvadores. Mas esta cosificación también forma parte estructural de la relación de lo occidental con lo divino, con la conversión del carisma en rutina, del don en trabajo, de amor a la tierra en dominio técnico. Hólderlin, por mucho que tenga igual­ mente una teoría especulativa de la tragedia, siempre la despliega en clave subjetiva: su héroe siempre alberga una culpa secreta. Cuando esta culpa de autodivinificarse domina al poeta, ¿qué buscar sino el silencio, la renuncia al propio arte, esa negación a trabajar las pa­ labras? Negándose a ser herramienta en manos propias, el poeta se quita la corona délfica (346), única opción del arrepentido, y consciente de quedar separado del favor de los dioses, espera superar de otra manera la escisión que su soberbia antropocéntríca ha creado. Lo decisivo es la inevitabilidad de la culpa: tanto le fue dado al poeta (367) que le resultó sencillo y natural creerse alguien. El papel central del hombre como testi­ go de los dioses, como mediador o héroe, el verse como necesario, le in­ clina a confundir la centralidad de su fundón con la centralidad de su existencia, de su realidad. Esa inclinadón es la de autocomprenderse co­ mo fundador o dominador de la comunidad, como creador. En la culpa de Empédocles, Hólderlin condena toda la noción romántica del artista y, con ello, toda la modernidad artística. Pero también dcnunda el desti­ no de poder que anida en todo lo que aparezca como divino. Empédocles reconoce su falta y comprende que debe volver atrás. Ahora vive en su presente elegiaco lleno de memoria. Entonces descu­ bre que redbió un divino encanto (373), y que al ejercerlo erróneamen­ te, se le ha retirado. El destino del espíritu finito occidental es la nece­ sidad de ese falso ejercicio, la inevitabilidad de esa ilusión en el ámbito

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de la experiencia. Como ya vimos, esta necesidad procede de la imita­ ción exagerada de lo orgánico en los griegos, obligada por tratarse de un acontecimiento anterior. Entonces, consumada esta imitación como hybris, la tierra, ahora convertida en potencia aórgica frente al exceso orgánico, queda comprensiblemente bañada de dolor fue su propio destino inevitable elegir al poeta y ahora es su obligación retirarle el don, y con ¿1 su canto. Mas, ya sin poeta, ahora queda oculta ante sí misma y deja oír únicamente el grito terrible que denuncia la traición de su elegido, grito que domina el pecho oscuro y tenebroso del poeta inseguro. Pues también ahí poeta y tierra siguen juntos en su muerte, como ya lo hicieran la Tierra y Deméter, que reflejaba el furor de su pecho agostando las cosechas y entristeciendo a las razas humanas. En ningún otro sitio refleja y reconoce la tierra su propio dolor, su potencia destructora, sino en el corazón del poeta que ha perdido su don para cantar lo luminoso, que en su impotencia poética experi­ menta la imposibilidad de la creación y la realidad de la destrucción. En su mirada oscura y silenciosa canta ahora el poeta, en su mismo si­ lencio y sin quererlo, las tinieblas profundas del llanto de la tierra. Con la pérdida de su magia también la tierra pierde su alegría. Y es así como ya no puede haber tragedia aislada del poeta, porque aquí la tragedia que se cuenta es la de lo omniviviente. 4. Interioridad y Dialéctica. Pausanias tiene una lectura externa de esa conciencia intima del poeta. Acepta la dialéctica del silencio y de la palabra. Pero no lo acepta como drama. Silencio es para él la necesa­ ria recogida en la interioridad tras el viaje sobre la tierra, una introver­ sión de lo aprendido a través de la exterioridad, un anticipo de ese ca­ rácter negador y voraz, que luego manifestará la conciencia a través de todas sus figuras, ya en Hegel. Y esto es lo que hace lejano a Hólderlin-Empédoclcs de ese Hegel-Pausanias. El amigo del héroe se rebela ante la posibilidad de que la última forma de la experiencia sea el si­ lencio. Exige que la interiorización sólo sea una mediación hacia otra forma de exterioridad, hacia otra ilusión que reclame una nueva crea­ tividad. Empédoclcs rompe con esta estructura dialéctica forzada, úni­ camente soportable desde la aceptación metafísica de otro espíritu su­ perior que contemple el drama recíproco de la tierra y el poeta, que integre en un solo juego la relación entre lo orgánico y lo aórgico. Re­ sulta evidente que Hólderlin no quiere definir la figura del filósofo co­ mo aquél que mimetiza el espíritu del mundo superior a los sucesos de la tierra. Se ha mantenido fiel a la vocación del poeta. Por eso su última palabra será la confesión y la autonegación.

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¡Bárbaro, soberbio! Me atuve a vuestra sencillez, poderes puros siemprejóvenes, que con gozo me alimentasteis y con alegría me educasteis. Y porque siempre regresaban idénticos, ¡oh bienes!, mi alma no os honró. Conocía, había aprendido, la vida de la naturaleza. ¡Cómo iba a ser todavía sagrada como antes! Los dioses estaban a mi servicio ahora. Yo solo era Dios, y ¡o prediqué con orgullo atrevido. Créeme, ¡Mejor no haber nacido! (470-485). Tenemos aquí el paso inevitable desde una consideración de la re­ alidad como fenómeno para una receptividad, a una consideración de la subjetividad transcendental dominadora. Descubrimos la visión antropocéntrica en la plenitud de su orgullo, tal y como Fíchte la procla­ mara. Si la tierra es la amiga que se nos ofrece, el fenómeno que brilla en el ámbito espacial de la luz, entonces es una fácil tentación pronunciar la sentencia: «las cosas están porque yo soy. Si no fuera por mi recep­ ción no serían nada». ¿Cómo la realidad puede ser sagrada tras esta sentencia? Sólo yo, el sujeto transcedental puedo serlo. Toda la ambi­ güedad del criticismo surge de ahí, tal y como la verá Jacobi, con quien de hecho coincide esta crítica hólderliniana, salvo en el pequeño detalle de la divinización de lo sensible, frente a la condena nihilista que sobre lo sensible lanza Jacobi. Pues Holderlin es ante todo herede­ ro del sentido panteísta contra el que Jacobi luchó hasta el final. Y sin embargo Kant nunca rompió esa ambigüedad central de su pensa­ miento, que vincula la receptividad y la espontaneidad, el regalo y la obra. Kant nunca llegó a la exclamación blasfema de que el fenómeno existe como realidad porque el yo lo representa. El sujeto kantiano no le da la existencia, sino que la recibe. Y sin esa donación, el entendi­ miento no puede ejercer su forma peculiar de llevar la tierra a poema, su forma de leer y deletrear la realidad basada en la apreciación de la belleza y las formas de la intuición. En todo caso, en el poema o en la ciencia, se trata de la legibilidad del fenómeno. No obstante, la ambigüedad de Kant no es ingenua: surge de con­ ceder su papel a lo real y al sujeto y, sintetizando las dos dimensiones, impide la soberbia antropocéntrica del entendimiento y reconoce la necesidad que tiene lo real de nuestros ojos. Y es que Kant sitúa como

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apriori último de toda subjetividad a la estética, a la realidad sensible espacial, vale decir, formada, finita, bella y natural. Empédocles no se mantiene en ese equilibrio, sino que de manera consecuente y natural, tan consecuente como demostró Fichte y Schopenhauer, reconoce la tentación de sobrepasarlo. Pues todo equilibrio es siempre precario. Sin embargo, Hólderlin avanza sobre Kant y se sitúa en plena época idealista. La descripción del drama de Empédocles es así la representa­ ción de la tragedia de la conversión del poeta naiv en idealista. La me­ tamorfosis del poder creativo que experimenta el poeta, se correspon­ de con la desmesura de la espontaneidad del yo, que acaba desplazan­ do la receptividad a producción propia de la subjetividad. De esa hybris Kant siempre acaba escapándose, pues siempre reserva un fondo de lo real no leído, no dicho, que impone silencio y que fundamenta la donación última, la recepción, y la emergencia del ser que brilla. Un fondo indominable, aórgico, una naturaleza destructiva que no hay que rozar. Goethe sabrá también de los lugares de lo demoníaco y de lo destructor, en la Afinidades, como ha demostrado en un reciente ensayo Michele Cometa.2 Hólderlin llevó hasta las últimas consecuencias esta reacción ante el idealismo, que rompe el equilibrio clásico de la relación entre el su­ jeto y el objeto. En el fondo, reaccionaba contra una época que eleva­ ba desmesuradamente al hombre, olvidando la finitud propia del espí­ ritu de la filosofía crítica. Fausto es testigo preciso de esa desmesura que sólo obtiene realidad mediante un recurso a la acción infinita, an­ siosa, devoradora de sí misma. Y sin embargo, frente al final irónico que Goethe prepara para su personaje, Hólderlin propone la necesi­ dad del sacrificio, de la expiación para este sujeto occidental que, por amor a la tierra, se eleva a poeta y luego a Dios. El destino de Empé­ docles se agiganta entonces como destino de la cultura que tiene su origen en la imitación de Grecia. 1.a historia del espíritu de Empédocles es la del espíritu de Occidente que, perdida la inocencia de Grecia, acepta el papel omnipresente del sujeto, ilimitado, incapaz de callar y de reposar. La condición suprema de la expiación exige que debe llevarla a cabo quien cometió el exceso. De ahí la necesidad de la memoria para la emergencia de lo nuevo. En el fondo, sólo quien gustó de la vida inocente del poeta mimado por el mundo, puede encontrar motivos para el sacrificio del silencio: lo hará por la fidelidad a aquella dicha. 2 Cf. su trabajo II romanzo de ¿'Infinito, en el ensayo destinado al problema del diablo en las Afinidades electivas. Estética, Parlermo, 1991.

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Quien se mantiene fiel a ese recuerdo puede encontrar en el sacrificio el perdón suficiente para seguir acariciando su pasado y llamarlo suyo todavía. Sólo quien amó el mundo y los seres finitos, cubiertos por el halo de los dioses, siente el sacrificio como exilio (525-530ss). Sin em­ bargo, Hólderlin se sabe expulsado por nadie. Al contrario, se llama a sí mismo Autogestossener (424), autoexpulsado. Este dolor es su única for­ ma de luchar por reencontrar la experiencia inocente, ahora ya como perdón obtenido en mérito a su fidelidad. Como en Karl Moor, sólo el más perfecto puede hacer el peor mal, pero igualmente, en su autosacrificio, en su entrega a la justicia moral, puede refundar un orden. La asimetría entre la subjetividad del poeta y la objetividad del fi­ lósofo permite mostrar la diferencia entre Hólderlin y Hegel. Cuando se peca contra la vida de la tierra, dirá el filósofo en un escrito juvenil, sólo queda el destino de vagar. El héroe que pecó, vaga solo a lo largo del espacio eterno que crea la conciencia de la ley que surgió con nuestro pecado. Hegel, en este escrito juvenil, contempla una peculiar tragedia, porque en su comprensión del destino no existe final catárti­ co posible que permita de nuevo la emergencia de la inocencia en ese infinito espacio regulado por la ley externa. En este sentido, Hegel re­ conoce la conünuidad maldita de los procesos sociales e históricos. Por eso la evolución de Europa se parece más al destino de Hegel, y por eso su diagnóstico nos resulta menos iluso. De todas maneras, en esa imposibilidad del perdón y del silencio, siquiera como deseo, hay más odio que realismo. Quizás su espíritu del mundo, abierto a las infinitas cristalizaciones, no sea sino la historia imposible del demonio profundo que busca perdón. Y por eso la dialéctica debe mantenerse hasta el fi­ nal, como único terreno donde es posible sustanciar la impotencia y el afán de reconciliación. Que en la Fenomenología del Espíritu se deje ani­ dar el perdón en el seno del Saber absoluto, apenas puede alterar la consideración fundamental: que ese perdón no es grande y definitivo, sino propiciado por el filósofo y apropiado a las acciones puntuales de la ilusión finita. Es el perdón del olvido parcial, a fin de que una nue­ va ilusión se abra paso con su positiva exigencia de poder y de muerte. En Empédocles todo es de otra forma. La coherencia de la expia­ ción exige que el sacrificio del poeta repela toda forma de arte, y que el silencio del Logos sea total. A duras penas Pausanias logra sacarle una palabra a Empédocles acerca del enigma de su pena. No hay poe­ ma sobre ese dolor último, sobre el cumplimiento final del destino de la tierra que se duele en nosotros. El pudor domina aquí porque es más grande el dolor de un esfuerzo comunicativo vano y frustrado, que cargar con la propia soledad. «Nada más doloroso que retirar el

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enigma de una pena» (468), dice Empédocles, descubriendo aquí el se­ creto del orgullo de un Telheim frente a Minna. ¿Cómo pretender co­ municar y conformar el dolor que produce la experiencia del límite de la potencia orgánica del hombre, si esta experiencia se asentó en la cosificación de las formas comunicativas? ¿Cómo confiar en las pala­ bras tras la conciencia de la perversión intrínseca del oficio del poeta, de la acción del propio hablar? Su pena — Tratar— escapa al burdo sentido, dice el poeta (471). No hacer del dolor una herramienta para alcanzar relevancia entre los hombres: ésa es la voluntad de Empédo­ cles, deseoso de alejar de si la deformación de su profesión como ins­ trumento de poder, que había consumado al deificarse. 5. La maldición y la bendición del silencio. La descripción de la relación de Empédocles con la sociedad, tras esa decisión del aislamiento, alcanza virulencia porque su deseo de sacrificio integra los efectos destructo­ res aórgicos.También el impulso de Karl Moor contra todo iba en el fondo dirigido contra sí mismo. Ese rechazo a seguir viviendo en el seno de la palabra traicionada, ¿cómo pueden interpretrarlo los de­ más sino como un desprecio? Desde luego que ese desprecio aumenta inevitablemente las distancias y envuelve en sus consecuencias a los cercanos de Empédocles, que ahora también son malditos. Pero, cu­ riosamente, ni siquiera entonces puede Empédocles usar la palabra; sólo una expresión sale de su boca: nahmenlosen (749), sin nombre. Cuando el poeta se retira de su tarea mediadora, el mundo pierde su luz y los fenómenos devienen sombras (Schatten) (828), igual que era para los griegos la vida en el infierno, realidades sin forma precisa, fi­ guras sin rostros, sin individuación y sin destino. Estas cosas merecen aquel calificativo de anónimas. Las masas de las sociedades ordenadas desde la Tageswerk encuentran en esta referencia al mundo infernal de Homero su imagen más buscada, dada desde el principio del mundo contemporáneo, como una profecía. Por eso cuando Pausanias maldi­ ce la sociedad política que le ofende, Empédocles le recrimina con fuerza: no es momento de rohe Rede, de groseros discursos (1214), dice el héroe, como si hubiera perdido todo compromiso con una reorde­ nación social. Y sin embargo, esta tragedia de Empédocles y los suyos, la me­ moria elegiaca del mundo y la sociedad huidos, lo que él llamó su mundo de la alegría (937), es un Widerkehr, un regreso. Ahora bien, en este regreso no se vuelve al mismo sitio. La transfiguración de Edipo no se da en Tebas, sino en Colonos. ¿A dónde se regresa en­ tonces? ¿A la experiencia originaria de la inocencia poética? ¿O a

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otra forma experiencia? La Kehre es desde luego un camino, un redes­ cubrimiento tras la experiencia de la perdición y del sacrificio al si­ lencio, toda vez que el poeta «no tenía reposo, ni camino, ni encon­ traba el sueño» (940ss). Ese camino lleva de nuevo a los dioses, a los nuevos dioses. Pero todo ha cambiado al final (1170) porque las pa­ labras han desaparecido y con ello emerge la necesidad de una nue­ va poesia que, en su potencia orgánica, no divinice al poeta y al len­ guaje humano. «No hablamos más de lo sucedido» (1176), dice el héroe para invocar que ya pertenece al futuro que se abre. Y así, respondiendo a la voluntad de reconciliación, los dioses vuelven a ser propicios — Gütigen—. En la faz de Empédocles ahora de nuevo se dibuja lo victorioso (1178), aunque Pausanias no tenga la clave de la victoria final. El rostro que brilla de nuevo saluda hoy una vez más los bellos tiempos de la vida. Piénsese en el Gólgota y en el largo cami­ no desde el huerto de los Olivos, porque andamos tras la esencia de mitos comunes. Y ese rostro que brilla ¿no mira acaso el paraíso prometido tras el sacrifico? Al separarse de la excesiva interioridad y de la construcción estéti­ ca de la poesía, Hdldcrlin propone una vuelta a la sencillez objetiva de la naturaleza y al espíritu de la objetividad que, como vimos, era con­ vergente con la forma poética del Sermón de la Montaña, espíritu que pasa revista a las realidades del entorno, al tiempo que subraya su hermandad con el hombre. Esa nueva poesía, meramente vivida, se descubre de nuevo en la alegría última del rostro brillante de Empé­ docles. La muerte, como en el propio ejemplo de Cristo, no es la ne­ gación de lo sensible, ni la vuelta a esa unidad disolutoria de todos los nombres que el propio Novalis llamará Noche. No podrá adorar la noche quien, manteniendo la fidelidad a su compromiso con la luz, se entrega en sacrifico. 1.a entrega, con todo, no produce gozo unilateral ni dolor unilateral. Se goza al recuperar la tierra, pero en un dolor amargo que impone el silencio, la muerte para el poeta. Dolor y gozo se compensan en la inmediatez de una experiencia compleja. Porque los dioses que brillan una vez más son de nuevo los que permiten a la tierra gozar, los que tienen nombre, forma, fmitud eterna: los dioses de la exterioridad que, de manera coherente, se enseñorean de la in­ terioridad silenciosa del poeta. El premio ante el sacrificio no es el re­ torno al estado primigenio, porque la inmolación no se produjo desde el ascetismo lleno de odio, sino desde el dolor por romper una vocatio y por amor al antiguo servicio. De ahí que la alegría restaurada posea la misma base que la antigua, e incluya esa un retomo a la experiencia primigenia, aquélla en que la tierra generosa nos daba el espectáculo

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de corrientes, islas, mares (1200), la luz del sol, las eternas estrellas, el espíritu, el éter. Es así como, olvidada la historia, despreciadas las pa­ labras de lo sucedido, de lo aprendido y vivido, Empédocles puede mi­ rar con los ojos del nuevamente nacido a la naturaleza divina. Recuperamos así a la tierra transfigurada, tal y como se vistió por primera vez con el manto divino, bajo el poder del éter que permite ver y vivir en la visión (1208). El lenguaje de la poesía, de la creativi­ dad humana, queda olvidado; en su lugar se alza otro lenguaje más originario que no necesita de palabras; el lenguaje de las cosas que están ahí, con su exigencia de silencio que se desliza en la intuición. Lo que se capta por la mirada, el fenómeno (1653) es la voz y el len­ guaje de los dioses: una potencia orgánica de la tierra que no corre peligro de levantar la destrucción. Por eso, aquel lenguaje de las for­ mas se aprende cuando se abren los ojos, antes que el lenguaje de los padres, y por eso es superior al lenguaje humano y sólo se conquista cuando éste se desprecia como un rudo sentido. Aquel lenguaje es gcnuina revelación y anuncio (1753): «a menudo divinamente se revela la na­ turaleza divina a través de los hombres» (1741). El sacrifico, que retira del sujeto su carácter productor y soberano, permite regresar al principio, mas ahora reconociendo la superficialidad del lenguaje poético habla­ do y la superioridad comunicativa del silencio y del habla de las co­ sas. Este lenguaje también exige reconocimiento, pero ahora la recep­ ción del poeta se ha minimizado, pues sólo la visión da cuerpo a la palabra que la propia existencia de las cosas pronuncia. Los ojos, dueños del lenguaje universal de la mirada, son reestablecidos de nuevo en sus derechos. La felicidad de Empédocles apenas se nos hace explícita. También es miserable revelar las alegrías. El ha negado el único infinito que se impone al hombre en un mundo de fínitudes: el infinito de su propio discurso, de su propia acción, el infinito malo del entendimiento kan­ tiano. La poesía debe limpiar la vista y enseñar a callar y reposar. Mas para eso, lo que nos rodea debe sentirse como ámbito propicio y acogedor. Esto es: como dioses protectores que regresan del exceso aórgico producido por el exceso dominador del lenguaje humano. Frente a los nuevos dioses sólo cabe una actitud, la de recibirlos y gus­ tarlos. Si se habla, es que no se ha respetado lo suficiente su estatuto de dioses. Si se sigue preguntando ansioso, es que el veneno del áspid sigue actuando en nosotros, forzándonos al desprecio de lo que está cerca en su belleza, como si fuera mera apariencia, insensibles a su ser, cambiando su posición decidida y bella por un interrogar infinito y baldío. Dice entonces Empédocles en su victoria final:

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«Ya no es la hora de hacer palabras acerca de ¡o que sufroy lo que soy. Ya es bastante: no quiero saber más. Guerra. No son estos los dolores que como niños nacen, con devocióny sonrisas nutridos en el pecho alegrey triste. Mordeduras de áspid: eso son, y no soy el primero al que envían ¡os dioses estos del corazón venenosos vengadoresj> (1215-1225) El ansia infinita de conocimiento y dominio, que se niega a acep­ tar lo que luce como donación originaría, e ignora la existencia aun­ que dependa de la cosa misma, ése es el veneno del áspid que expulsa del jardín. Es la venganza que espera al que hace de lo sensible algo al servicio del hombre. Echar fuera ese ansia de saber es curarse, re­ gresar al jardín, hermanarse de nuevo (1234) en un gozo carente de sospecha, porque no desea la confirmación ni el fortalecimiento del coro comunicativo y público. «No deseo revelar ni una pizca de mi placer y sentido», dice el poeta unos versos abajo. Pero éste es un nivel del análisis. Al leer la larga cita anterior también sabemos que la decisión va dirigida al hombre de Europa, cuya conciencia de enfermedad ha quedado de manifiesto con la po­ lémica de Schiller acerca de la modernidad, o con la Introducción a la Filosofía de la Naturaleza de Schelling. La enfermedad era la emergen­ cia de la continua reflexión sobre el propio dolor. En este contexto, la naturaleza era siempre reconocida como la ausente y la reflexión, aunque terapéuticamente orientada, la alejaba cada vez más. La terri­ ble paradoja del idealismo de Fichte residía, tal y como la veía Hólderlin, en que se quería reconstruir la solidez del mundo sustancial de la naturaleza a partir de la dinámica de la reflexión. Schelling, más coherente en este contexto, elevó la actividad inconsciente a principio que habitaba en el genio creador, ya fuera de la naturaleza, ya fuera del artista. Hólderlin propone una alternativa más radical. El silencio será para él la palabra final. Por habitar el ser de una manera postre­ ra y definitiva, no sólo se excluye el conocimiento, sino el saber y la misma poesía. Para que el destino de Empédocles se cumpla, no obstante, algo más es preciso. Ha de poner todavía en duda su camino como pecu­ liar, como heroico. Con esta desvinculación de la forma heroica, Hól­ derlin logra que Empédocles deje de imitar a los griegos, cuya trage-

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dia siempre consistía en la formación del héroe. Las penas de Empédocles no son las •primeras que envían los dioses. Por eso Empédocles puede callar. ¿Pero cómo no caer en la tentación de seguir hablando si creemos que nuestra historia es única? Es curioso entonces que esa humildad —una virtud que también Cristo lanza sobre Occidente— sea el único camino para conservar lo que vale en el hombre. Pues, en la negativa a comunicar una pena, radica de hecho el único valor ge­ nuino de lo humano y emerge el nuevo lenguaje que se entrega a las cosas. En esa negativa se escapa a la Tageswerk, pues lo no-dicho no puede tomarse medio de relevancia ni de poder, ni de comercio o mcrcancia. Lo que no sale a la plaza pública, ni puede lanzarse al mercado, lo que sólo ven los ojos, esa interioridad que no nos distin­ gue, que nadie puede sustituir, ese lenguaje del alma disuelto en luz, borrado en la luz, que no sólo no se dice, sino que tampoco se mues­ tra, eso se defiende ahora como sustancia intransferible del hombre, refractaria a la apropiación ajena tanto como a la exclusividad propia. Orgulloso y humilde puede decir Empédocles: «No es para ti, no te le apropies. Dejámela, como te dejo a ti las tuyas.» (1265) El destino de Empédocles no es peculiar por el dolor que encierra, sino por la posibilidad de reconstruir su viejo servicio en el silencio de la palabra. El poeta, por fidelidad a su antigua vocación, está más capa­ citado para recibir el lenguaje de la luz y alcanzar el perdón de lo re­ al, de la naturaleza, de lo sensible que complace, de la omnidisculpadora naturaleza —Alherzeihender Natur—-. Y esto es algo que vamos a ver en lo que sigue. 6. Muerte y Vida nueva. Pero ¿por qué el mantenimiento del silencio tie­ ne que caracterizarse como muerte? ¿Por qué el respeto al propio san­ tuario —fíeiligtun— (1500) la impone? ¿Por qué la muerte es el final de ese desprecio al lenguaje? Ciertamente, porque el poeta no renun­ cia a comunicar, pero desea hacerlo con un gesto que hable sin sospe­ cha, que funde otro idioma. La diferencia entre decir y mostrar, el más importante descubrimiento dramático de Lessing, se toma aquí central. El parámetro del mesías proyecta su luz una vez más sobre la figura del héroe. Y sin embargo, ¿no hay en la muerte provocada, buscada, deseada, algo de aspaviento? ¿Qué tiene que pagar el poeta si ya de nuevo goza de la tierra? La respuesta es, me parece, que sólo así su figura abre una nueva posibilidad para otros. Ni el mesías ni el

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profeta acaban de renunciar a ser guías del pueblo, pero quieren cum­ plir su destino mediador y comunicativo con una verdad que no deje dudas. Esa verdad tiene que estar dicha en el nuevo lenguaje de la recon­ ciliación, el que dicen las mismas cosas en su presencia simple. La muerte habla de esta manera y por eso es necesaria. Es un (