Mutaciones Del Cine Contemporaneo

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COLECCIÓN LOS POLIOFTÁLMICOS

TRADUCCIÓN DE ESTHER GAYTÁN FUERTES

Índice

Prólogo de Pere Portabella

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mutaciones del cine contemporáneo Prefacio

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Mutaciones del cine contemporáneo.

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Espacios abiertos en Irán.

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Occidente y Oriente… aquí y allí.

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Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta Una conversación con Abbas Kiarostami Ensayo sobre el cine de Tsai Ming-liang

Crónicas de Róterdam

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En japonés no existe el plural.

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Mutaciones musicales.

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«Ellos y nosotros».

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El futuro del estudio académico del cine

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Las luces de Taiwán.

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Tras el 11 de septiembre de 2001.

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África y Latinoamérica.

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Mutaciones del cine contemporáneo.

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Nota sobre los colaboradores

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Nota sobre el texto

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Viaje de ida y vuelta de Masumura a Hawks Antes de Hollywood, más allá de Hollywood y contra Hollywood El cine político en Irán y la cuadratura de El círculo

Notas para un resumen de la poética de Hou Hsiao-hsien Reflexiones sobre la multinacionalización del cine El cine y sus migraciones circunatlánticas Segunda ronda de una correspondencia

Prólogo Pere Portabella

Durante un periodo de seis años, Jonathan Rosenbaum coordinó un grupo de analistas, críticos e historiadores cinematográficos con la idea de lanzar una investigación a través de diálogos, textos, cruces epistolares y encuentros personales. Los integrantes de este interesante proceso, ya convertido en libro, han enhebrado un cúmulo de observaciones, han manejado información contrastada y han llegado a conclusiones que nos permiten ver y comprender el cine desde una perspectiva actualizada y solvente. Todo empezó como un fenómeno generacional y se convirtió en algo más, en una reflexión más amplia y colectiva sobre diversas formas de «mutación» que afectan al cine y a la cultura cinematográfica en la actualidad. La mutación tecnológica: «la era digital», que lleva consigo una nueva definición de la imagen fílmica. Así, por ejemplo, si el cine que conocimos en el pasado se basaba en el registro fotográfico del mundo —un concepto muy apreciado en su momento por André Bazin, su mentor—, ahora, con la imagen digital, podemos falsear ese mundo. ¿Qué significa esto para los cinéfilos? Sin embargo, y de forma paralela, surge algo parecido a una reinvención del neorrealismo italiano a través de la Nueva Ola Iraní

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y en relación a algunos de los conceptos del grupo Dogma. Se podría pensar, por tanto, que no toda la concepción baziniana de realidad en relación al medio fílmico ha quedado desfasada. Quedan sin duda restos de eso que podríamos llamar el humanismo de Bazin. Los autores reunidos en este volumen insisten en que hay que estar muy atentos al mapa cambiante del cine mundial, y ello presupone que nuestras percepciones y explicaciones de este fenómeno deben seguir el ritmo de las más diversas mutaciones. Así, por ejemplo, al tiempo que se descentraliza geográficamente la producción cinematográfica, muchas películas provenientes de Asia y Oriente Medio, que presentan narrativas ajenas al «canon» occidental, han conseguido a lo largo de la pasada década una preeminencia en la cultura cinematográfica mundial impensable hace veinte años, transformando nuestra idea de lo que es y puede ser un relato trenzado con imágenes y sonidos. El cine cambia, muda, muta. Y, así, internet legitima la existencia y constante construcción de comunidades horizontales donde la imagen fílmica se dispersa y se construye con criterios no sospechados hace apenas unos años. Y hay que pensar, claro, esos criterios. Tal vez por ello, a nivel mundial, han proliferado los departamentos universitarios dedicados a los estudios fílmicos y a la creación de nuevas estrategias teóricas y académicas para entender el presente del cine. Hay que pensar, quizás en este tiempo más que nunca, lo que está ocurriendo en las pantallas: cómo se transforman los géneros tradicionales, cómo se relacionan la ficción y el documental, cómo ambos dejan de ser una cosa distinta, o cómo, ahora, se diría que, de repente, descubrimos que siempre fueron esa única cosa. Aún estamos muy lejos de conocer la verdadera amplitud y diversidad de la producción fílmica en muchos países del mundo. Otro aspecto que nos invita a una reflexión urgente es el surgimiento de las nuevas pantallas de cine: en el teléfono móvil, en el Iphone, en el Ipad, en la Play Station Portable, por supuesto, pero también en el museo y en la galería de arte. Y además, tal vez, habría que volver a pensar los motivos para que otra vez se hable, ahora que todos somos ya mutantes y mutados, de la muerte del cine, como si eso fuese posible, como si el cine no fuese por su propia naturaleza la incesante mutación de una imagen en otra, de un discurso en otro.

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La convergencia de reflexiones sobre todas estas cuestiones determinantes (y otras muchas) en un único libro ha convertido las ediciones anglosajonas de Mutaciones del cine contemporáneo en una suerte de clásico prematuro, o en un libro de culto para muchos lectores y cinéfilos. Se trata de un libro «raro», si me permiten el epíteto, o, si lo prefieren y para ser más exacto: un libro excepcional, una excepción editorial. Pues no es fácil ni común encontrar este tipo de publicaciones. Más que un libro, Mutaciones del cine contemporáneo es un escenario, un lugar donde se acumulan propuestas, sugerencias, caminos abiertos al pensamiento, a la polémica y a la provocación. Mutaciones del cine contemporáneo perfila un horizonte de reflexión pero, convenientemente, no lo define ni, mucho menos, lo clausura. No se trata aquí de constituir en ningún momento un Movimiento o una Nueva Vía. Pues el origen de este proyecto no tiene que ver tanto con un Grupo, escrito con mayúsculas, como con un simple grupo de amigos. Y con el deseo de uno de ellos, Jonathan Rosenbaum, que vive en Chicago, de saber más sobre las inquietudes, intereses y gustos de los otros: Adrian Martin en Melbourne, Kent Jones en Nueva York, Alexander Horwath en Viena, Nicole Brenez en París y quienes se fueron sumando poco a poco al grupo. Desde este origen, Mutaciones del cine contemporáneo se presenta como un libro de una atractiva estructura formal: un bloque de cartas de estos amigos abre el libro, otro bloque lo cierra y, entre ambas correspondencias, unos cuantos años, el atentado del World Trade Center de Nueva York y diez sólidos capítulos con un sinfín de intuiciones y reflexiones sobre todo aquello que algunos llaman el «post-cine» y al que la mayoría nos seguimos refiriendo como el presente y el futuro del cine. Verdadero diario colectivo de mutaciones y mudanzas. Entre todas estas mutaciones, una enormemente presente es la relativa al Nuevo (o no tan nuevo) Cine Asiático, o tal vez a su renovada presencia en nuestras pantallas occidentales (en las viejas y en las nuevas). Varias partes del libro abordan, a través de artículos, entrevistas e incluso un delicioso intercambio de faxes, las obras de cineastas referenciales del actual cine iraní, como Abbas Kiarostami y Jafar Panahi —así como las dificultades que se interponen para que estas películas ingresen en un circuito de distribución como el norteamericano, unidas a las dificultades, quizás aún mayores, para que sus directores ingresen en este país por el mero hecho de tener

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un pasaporte iraní; otra forma de abordar la realidad política del cine actual—. Encontramos también varios textos sobre cineastas asiáticos (chinos, taiwaneses, japoneses…) como Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-hsien o Yasuzo Masumura, que, teniendo en cuenta la escasez de bibliografía referencial en castellano sobre estos autores, pueden conformar un auténtico arsenal para el francotirador-cinéfilo y puntos de partida para la investigación o el cultivo de nuevas pasiones por la imagen en movimiento. Y es interesante a este respecto, además, la (auto)crítica que el propio libro aloja, recordando cómo el acercamiento tradicional de los críticos occidentales al cine oriental no termina de abandonar cierto paradigma cercano al «exotismo» y al «orientalismo» tradicionales, preservando casi siempre, y casi siempre inconscientemente, esa amable distancia que refuerza la supuesta extrañeza del objeto de estudio, que lo hace, paradójicamente, más maleable a los meneos de la razón ilustrada. A estas reflexiones se unen otras propuestas relativas a otras mutaciones y sobre las que trato en desorden, tras la lectura de este libro que no rehúye la fragmentación. Para empezar, la transformación acelerada de esa operación estética y crítica que llamamos «visionado», cuyos cambios afectan tanto al espacio y al tiempo de visionado como al propio mecanismo, tal y como lo describe Jonathan Rosenbaum, utilizando como excusa sus trasiegos por el Festival de Cine de Róterdam. También se recoge en este volumen una serie de intercambios reveladores entre Catherine Benamou y Lucia Saks en torno a la relación entre identidad y cine en un contexto de navegación circunatlántica de las imágenes, desde África a América Latina o viceversa. Pero, además, en este diálogo se aborda la transformación sufrida por la imagen —su formalización, su contexto productivo, su destinatario— en el nuevo contexto político de Sudáfrica tras el final del Apartheid y su relación con la memoria y el futuro (lo que inevitablemente me lleva a pensar en nuestra propia Transición). Me resulta igualmente imprescindible, pues creo que podría ser uno de los textos más lúcidos del volumen, un conjunto de consideraciones, propuestas por Nataša Durovičová, sobre la necesidad concreta y presente de enfocar la teoría y la práctica cinematográficas desde una perspectiva definitivamente global. Un texto que ciertamente da que pensar, un tipo de donación que, en última instancia y siendo rigurosos, es poco habitual.

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También querría anotar la importancia de las colaboraciones de otro de los editores del libro, Adrian Martin. En una de ellas, Martin deconstruye de forma ecléctica y brillante la americanización que soporta la teoría fílmica, incluso aquélla producida fuera de Estados Unidos, a la hora de abordar determinados géneros (como es el caso de la película musical que analiza aquí Martin), pero que bien podríamos extender a otros dominios cercanos dentro del territorio de los estudios fílmicos. Igualmente, es el propio Martin quien dialoga con James Naremore sobre el futuro del estudio académico del cine, perfilando un paisaje que a algunos les podría parecer grisáceo, pero que en realidad alienta una crítica contra las instituciones pedagógicas que, según la consideración lapidaria de Martin —a la que no me costaría demasiado unirme—, «promocionan una segura consolidación del conocimiento existente como forma de afianzamiento del consenso». Finalmente, me parece importante destacar el interés de Jonathan Rosenbaum por «una docena de nuevas revistas en Francia, como Balthazar y Exploding, que exploran nuevos métodos de análisis (como la crítica “figural”) y establecen conexiones interesantes entre, por ejemplo, películas de terror “basura” y los experimentos más radicales de la vanguardia. Todas estas nuevas publicaciones han creado un contexto que es descaradamente intelectual en vez de rendirse a las defensas anti-intelectuales, muy extendidas desde distintos frentes, y hemos intentado ser testigos de este compromiso en el libro». Lo que le interesa aquí a Rosenbaum, y me parece destacable, es que cada revista parece tener un pie en su propia cultura nacional y el otro en un nuevo tipo de espacio internacional compartido —son nuevas formas de hacer comunidad que Rosenbaum no puede dejar de comparar con las antiguas comunidades cinematográficas, a cuya fundación asistió en Nueva York, Los Ángeles, Londres, París o Roma a principios de los años sesenta—. Del mismo modo, gran parte de este libro toma la forma de diálogos, cartas o intercambios de correos electrónicos. Todos estos tipos de escritura comunitaria pueden crear una forma diferente de hablar y pensar sobre los objetos cinematográficos. Se mezclan modos y tonos, la digresión tiene su espacio y se valora la voz personal. Por ello, este libro ofrece su propio mapa de una cultura cinematográfica cambiante, pero no pretende hacerlo definitivo

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o exhaustivo. Se trata, más bien, de un ejemplo extenso de los tipos de exploraciones y conexiones que se pueden realizar en la actualidad. Para Adrian Martin, Mutaciones del cine contemporáneo es una manera de mostrar cómo se puede conjurar una comunidad para compartir información e invitar a la reflexión mutua. Para Jonathan Rosenbaum es importante destacar que gran parte del material que incluye este libro se concibe como una obra en progreso. Se puede, y se debe, ampliar más allá de los parámetros de un proyecto o publicación únicos. Y, como apunta Rosenbaum en su último comentario, no se puede obviar que la aceleración de este cambio sigue en aumento, pues en los pocos años que han transcurrido desde que el crítico norteamericano firmara su texto hasta hoy, no son pocos, por ejemplo, los nuevos dispositivos de visionado de los que disponemos y, de forma paralela, las nuevas experiencias estéticas y críticas que esos dispositivos permiten (u ocluyen). * * * La era digital Es evidente que para Rosenbaum y los demás componentes de este proyecto-libro, es fundamental que la red y el alcance de las reflexiones sobre las mutaciones del cine se amplíen. Así, considero oportuno exponer algunas consideraciones que entroncan directamente con ese mismo devenir mutante de la imagen-movimiento en nuestros días. Y querría empezar recordando que, ya desde su inicio, la revolución digital apuntaba consecuencias de igual o mayor impacto que la Revolución industrial hace más de un siglo. Los nuevos formatos de emisión en la sociedad cambiaron el mapa de los medios de comunicación frente a un proceso destinado a configurar una nueva entidad individual y colectiva. Hoy ya no es posible obviar las pautas de representación de nuestra época y, en lugar de resistirse ciegamente, conviene estar atentos a los nuevos procesos culturales que se están abriendo. Pues el individuo, aun desde su aparente mudez, en ausencia de un compro-

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miso efectivo, ocupa un espacio desde el que está constantemente apuntando nuevos datos, ideas, situaciones. Mientras, el espectador atento se emancipa de los mecanismos de la comunicación tradicional y se convierte en ejecutante de los contenidos a los que accede. Y el ciudadano desarrolla de forma imparable una «mirada digital» que afecta al ámbito general de la estética y los contenidos, expresando su deseo de una mayor participación en todo lo que hace, si bien desde una actitud adolescente ante todo lo que se le viene encima. Así pues, se transforman el trabajo, el lenguaje, la percepción, la memoria y la escala de las cosas como consecuencia de los procesos de virtualización y, por tanto, de implantación de una nueva realidad, irreal. No parece que falte mucho tiempo para que la idea tradicional del estado se vea transformada como consecuencia del impacto tecnológico y la creación de empresas-estados. Y en todos estos procesos, el valor de la simultaneidad en tiempo real de cualquier gesto desde cualquier lugar conlleva una nueva manera de ver, una necesidad de recibir y escuchar la información de otro modo. En definitiva, está apareciendo un individuo que se organiza de forma diferente, que es invitado constantemente a implicarse en los procesos de comunicación y que está impulsando la revolución digital en cada uno de sus actos de consumo. No es tanto que este individuo se mueva con extrema precisión en los límites de lo global, como que él, en sí mismo, es global y local. Como consecuencia, parecería que el doble fenómeno de la globalización y del mantenimiento de la identidad de lo local no conlleva excesiva contradicción en el seno del individuo —a diferencia de lo que ocurre en el ámbito industrial, económico o cultural de los estados y empresas—. Los contextos multimedia son un mundo interactivo con usuarios participativos y polivalentes a través de ordenadores que reciben y transmiten mensajes digitalizados, más reales que la realidad. La aparición y el uso de la informática permiten desarrollar muchos proyectos con intereses y objetivos tan dispersos como contradictorios, y no faltan ejemplos recientes. El profesor Giovanni Sartori define la edad multimedia como un tiempo regido por un elemento, el ordenador, que unifica la palabra, el sonido y las imágenes, y, lo fundamental: que introduce en lo visible realidades simuladas, virtuales, imágenes imaginarias, y deja para la televisión las imágenes de las cosas realmente existentes.

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Dicha realidad virtual es una irrealidad creada que sólo es real en la pantalla. Lo virtual y las simulaciones amplían de forma desmedida las posibilidades de lo real… pero no es lo real. Las consecuencias de los cambios estructurales que en los años ochenta ya exigía la mundialización de la economía, favorecida por la aparición de la informática, han producido efectos devastadores. Las llamadas «ingenierías financieras» son una irrealidad que sólo es real en las pantallas de los ordenadores: «finanzas imaginarias». Los efectos de estas simulaciones han ampliado de forma descomunal las posibilidades de la economía productiva real, llevándola hasta límites insostenibles. Al estallar la burbuja no ha llovido nada, y hoy todavía nadie sabe si hemos o no tocado fondo, sumergidos en una crisis sistémica y global que nadie parece estar dispuesto a afrontar. Se intenta encubrir el fiasco con planes de ajustes exclusivamente económicos y financieros, cuando en realidad se trata de la urgente necesidad de cambios estructurales políticos, económicos, sociales y culturales, a corto y largo plazo, tan indispensables como obligados por la globalidad de las crisis energéticas anunciadas reiteradamente. Desde criterios científicamente contrastados, se trataría de pasar del consumismo desaforado, vinculado al supuesto aumento del nivel de vida, a una razonable calidad de vida de bajo consumo, sostenible y equitativo. Un cambio de raíz de los modelos de desarrollo y crecimiento actuales de consecuencias imprevisibles. Un esfuerzo que genera vértigo por su desmesura y estupor por la envergadura de dichos cambios, de un efecto paralizante para el poder político ante la agresividad de los poderes económicos. Pero no podemos dejar de pensar que, sin el uso instrumental y desmedido de «los hiper-medios globales», no hubiera sido posible semejante descalabro. La condición postmedia En un congreso aún reciente, titulado «La condición postmedia en el contexto español», se trataba de discutir si esa supuesta «condición postmedia» delimitaría el estado inminente del arte en un nuevo contexto caracterizado por la desaparición de los medios artísticos tradicionales y la aparición de un nuevo «hiper-medio» o «súper-medio global». Éste sería, por supuesto, el medio informático,

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a través de cuyo lenguaje computacional fluirían todos los antiguos medios: pintura, escultura, fotografía, cine; todos ellos cada vez más dependientes del sistema binario que soporta todo el ámbito informático. Lo que propone la idea de la condición postmedia es un nuevo modelo narrativo para la comprensión de la historia del arte actual y, por lo tanto, de la historia del cine que estamos construyendo. Es decir: una nueva historia o una nueva fábula del arte contemporáneo. La condición postmedia otorgaría al arte, la pintura, el cine, la fotografía, la escultura, la música, etc., armado de los poderes que le confiere el actual proceso tecnológico vinculado al ámbito informático, la misión de hacer de la práctica artística un nuevo espacio democrático y global, donde el espectador se convierta en usuario activo, y donde el arte, a través de la supuesta globalización del espacio cibernético, se convierta en un «mecanismo de emancipación» al alcance de todos los individuos. Esta fábula nos recuerda otras bien conocidas: por ejemplo, la fábula de la filosofía racionalista ilustrada (Kant) que hizo del arte el espacio privilegiado para la emancipación del sujeto moderno. También nos recuerda la otra gran fábula, de corte marxista, que propuso el avance tecnológico como gran camino de acceso a la utopía social. Sin embargo, ya se sabe cómo el racionalismo y la técnica se aliaron a mediados del siglo xx, de forma brutal y perversa, en una mezcla explosiva: la instrumentalización de la razón y la alienación tecnológica para perpetrar una de las mayores tragedias vividas por la humanidad. Por lo tanto, parece al menos legítimo, a estas alturas, sospechar de todas aquellas fábulas que nos proponen un espacio general de libertad y creación estrictamente derivado del progreso técnico del hombre. El derrumbe del paradigma esencialista moderno (es decir, la progresiva desaparición o contaminación de los medios artísticos tradicionales: pintura, escultura, arquitectura, fotografía, etc.) no acontece, por tanto, como consecuencia de la promiscuidad efectiva de esos medios, sino a raíz de un pensamiento teórico que propone la co-pertenencia de esos mismos medios desde su propio origen. De este modo pasamos de la crítica al modernismo llevada a cabo por el pensamiento postestructuralista, que planteaba la afirmación de una diferencia esencial arraigada como única identidad

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posible de los distintos medios, a la nueva propuesta de la condición postmedia, que implica una negación esencial de los propios medios como nueva identidad neo-esencialista del arte «postmedial». Si pensamos en el contexto de la nueva realidad social y política que vivimos al final de esta primera década del siglo xxi, así llamada «sociedad del conocimiento», ésta se fundamenta en la explosión de las nuevas tecnologías, la democratización de la información y la socialización de la producción. La importancia de la información y nuestra capacidad para gestionarla se convierte ahora en la punta de lanza. La facilidad para relacionar información y acceder a los datos se impone con rotundidad por delante del propio conocimiento. El entorno que nos ofrece este nuevo espacio parece generar la democratización del conocimiento, al igual que la condición postmedia estaría democratizando la experiencia del arte y sus estrategias emancipadoras: la información sería ahora más libre y más variada, se diversificaría y multiplicaría. El conocimiento, por tanto, sufre una mutación constante, fruto de una «inteligencia colectiva» que permite elaborar nueva información, alterar los datos existentes, modificar los contenidos, evaluar… Esta constante mutación informativa nos obliga a desarrollar lo que conocemos como «metahabilidad»: la habilidad para adquirir nuevas habilidades, provocando consecuentemente un aumento de nuestra «adaptabilidad». Tenemos que pensar y resolver diferentes temas a la vez, rápidamente, de forma casi intuitiva. Nuestra capacidad para asimilar los cambios constantes que se producen a nuestro alrededor debe llevar implícita la capacidad para conocer y aprovechar el entorno. Cambia nuestra percepción y nuestra demanda. Como consecuencia de esta constante mutación, encontramos con frecuencia estrategias orientadas a enriquecer esa «sociedad del conocimiento» que resultan poco rigurosas, banales, desactualizadas o fragmentarias. La clave reside en la capacidad de gestión de la información, de los datos, que nos ha de permitir seleccionar y sintetizar los contenidos que recibimos para convertirlos en conocimiento útil. Y, para no sucumbir al bombardeo informativo y sin sentido, requerimos una base formativa consolidada, «multidisciplinar». Esta formación, lejos de ser elitista, no sólo no se fundamenta en el conocimiento académico, sino que en muchos casos queda sustentada por la curiosidad autodidacta, condicionando así nuestro acercamiento y nuestra percepción.

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Del mismo modo, se crean nuevos espacios colaborativos formados por multiusuarios que participan de un sentimiento comunitario, activo y enriquecedor, espacios que nos permiten disponer de datos a nivel global. Un espacio tan etéreo como frágil plagado de navegantes, de buscadores, de redes sociales, de apoyo, de opinión, etc. Lugar de encuentros y hallazgos, alterados por el azar, sin líneas delimitatorias (mapeos). Nuevos espacios públicos de alcance imaginario, inimaginables hace tan sólo un par de décadas. Muchos de estos espacios se conforman a través de una multitud de lenguajes orientados no sólo hacia la comunicación, sino también hacia el pensamiento. Allí conviven tanto el lenguaje conceptual como el emotivo, el lenguaje lógico, el científico y también el de la imaginación poética. Cada uno por sí solo y permeables entre sí, forman un magma, un núcleo con una enorme capacidad para impulsar un potencial imaginativo expansivo. Un lenguaje eminentemente audiovisual que puede utilizar todo tipo de recursos multimedia. Además de mutable, en constante cambio, se fundamenta en una estructura contradictoria que disfruta de una armonía aparentemente invisible. Un lenguaje eminentemente intuitivo, atemporal, que diluye los márgenes establecidos entre ficción y realidad. Un lenguaje donde el conocimiento es obsoleto casi en el momento en que se genera. Sensorial o emocional, sin límites más allá de los sentidos. También un lenguaje adaptativo que tiene en cuenta los requerimientos de los diferentes usuarios. Y, por qué no, al límite: un tipo de «código abierto» que permita intervenir directamente sobre él, manipularlo, retocarlo, complementarlo individual o colectivamente… que pueda ser viable durante un instante de la realidad ficcionada. Blogs, wikis, redes, podcasts, realidad virtual… todos estos espacios de nueva generación nos permiten crear mundos virtuales paralelos que sustituyen la realidad física que nos rodea. En definitiva, hablamos de un «nuevo» sistema de comunicación interactivo específico que permitirá a cada usuario percibir una misma «realidad» de forma individualizada y participar en ella tantas veces como quiera con un registro personalizado que, si fuera necesario, lo identificará automáticamente.

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Mutaciones cinematográficas No olvidemos que el cine es la última de las artes «renacentistas», la séptima, que nace pegada a la tecnología. La fotografía y las veinticuatro imágenes por segundo hicieron posible la ilusión de visualizar imágenes reales en movimiento reflejadas en una precaria pantalla, lo que por cierto provocó grandes dosis de hilaridad y risas. El cine, gracias a su vinculación de origen, tiene la oportunidad de progresar cómodamente, con fluidez y cierta naturalidad, de la mano de las nuevas y más avanzadas tecnologías. Pero, ¿qué ha pasado con la industria del cine? En su primera etapa, ésta generó un cine intensamente comunicativo y atractivo. El espectáculo más popular del siglo xx. Paradójicamente, fue esa misma industria la que impidió que el cine pudiera explorar todas sus posibilidades narrativas, como hizo el resto de las artes del momento en el período de transición de la modernidad a la postmodernidad. Su anclaje en los modelos narrativos de la novela y el teatro decimonónico, esa milenaria «herramienta perfecta» aristotélica, lo convierte en el arte más joven y el que más rápidamente ha envejecido, secuestrado por sus propias cotas de audiencia y exigencias de éxito. En plena decadencia de las salas de cine, éstas son incapaces de «contener» las nuevas estrategias narrativas altamente vinculadas a la transformación acelerada de la tecnología y de la propia realidad. Sin embargo, tratan de reciclar las salas con retransmisiones en directo de acontecimientos deportivos, musicales y mediáticos, o proyectando en 3D para jóvenes y no tan jóvenes. El mercado sigue controlando, aunque sea a trancas y barrancas, lo que llega o no a las salas. Y para ello, como siempre, dispone de los filtros necesarios para garantizar el diseño y los límites del «producto»: una cadena de producción estandarizada para homogeneizar los productos culturales requeridos por las distribuidoras y exhibidoras. Por otra parte, hace ya tiempo pasamos de una política dirigida hacia los creadores a otra dirigida hacia las empresas culturales (bajo el subterfugio de que la política dirigida hacia los creadores acaba siendo dirigista e intervencionista). Esta transformación permitió que las políticas de los distintos gobiernos en materia cultural se limitasen a la potenciación del hecho industrial de la cultura, la defensa de la identidad, la consolidación de la lengua, la

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conservación del patrimonio simbólico popular y arquitectónico… dejando la creación en la periferia y a la intemperie. En definitiva, las ayudas económicas de las instituciones se destinan en relación a los resultados, cuando en realidad debería invertirse en el proceso. Hoy el proceso es el único resultado. Por otro lado, se está produciendo un proceso que anuncia el final definitivo de la hegemonía de las redes comerciales y sus principales empresas. Tanto las discográficas como los grandes grupos editoriales, audiovisuales y cinematográficos están en plena crisis, y en algunos casos sus planteamientos han quedado obsoletos. Y si nos detenemos en el ámbito cinematográfico, más allá del cierre de las salas y del agotamiento de determinadas estrategias de comercialización, es importante decir una vez más que el modelo estándar narrativo del cine está agotado. Son, sin duda, las novísimas tecnologías aplicadas a este entorno las que le están permitiendo al cine avanzar y afrontar los cambios estructurales que se avecinan con un carácter radical. La imagen fílmica está sometida hoy a un proceso de mutación que afecta no sólo a la producción, la distribución y la comercialización de cada película, sino a su propia naturaleza fílmica. Ésta se halla ya en un estado permanente de mudanza desde un restrictivo y cerrado círculo viciado amparado aún por las grandes industrias cinematográficas, pero en plena decadencia. No son tiempos para el reciclaje de aparatos, artilugios y modelos que han devenido tan inútiles que su sola presencia nos molesta. La última generación de dispositivos electrónicos hace que los adolescentes, por ejemplo, usen más su móvil para conectarse a internet (con todas las posibilidades que eso conlleva) que para hablar por teléfono. Pantallas múltiples (smartphones, tabletas, iPods, etc.), aparatos autónomos que hacen innecesario acudir a los lugares tradicionales donde era depositado el saber. Es posible, sencillo y barato acceder a todo ese conocimiento sin pisar un cine o una biblioteca, ni siquiera debemos cargar ya con un libro o un CD para nuestro próximo viaje. En definitiva, el valor de la posesión está cambiando por el valor del uso, y esto puede ser una noticia muy buena. Estaríamos hablando de la pantalla global.

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Producción Otra mutación fundamental que no podemos olvidar es la reducción, a pasos agigantados, de la distancia entre el mundo audiovisual profesional y el doméstico. Hoy en día, gracias a las nuevas tecnologías, está al alcance de muchos la posibilidad de realizar proyectos audiovisuales de alta calidad técnica sin necesidad de entrar en el circuito industrializado de la creación cinematográfica. La industria audiovisual ya no puede ser reconocida como marca de calidad exclusiva, pues, en gran medida, ha desaparecido el trecho que hasta hace no mucho mediaba entre los proyectos profesionales y las «buenas intenciones de los domésticos» o, incluso, las maneras del underground. Nos dirigimos hacia un territorio donde la calidad creativa será la única diferencia entre unos y otros. El propio mercado garantiza hoy la posibilidad de producir y realizar audiovisuales «sin salir de casa» (salvo para rodar y sólo cuando sea necesario). En este sentido, las nuevas cámaras han revolucionado el mercado audiovisual no sólo por su calidad y sus prestaciones, sino también por su precio. Una realidad que ha hecho que muchas productoras profesionales y colectivas hayan adquirido estos aparatos de forma particular para realizar sus proyectos. Uno de los aspectos más importantes de la última generación de cámaras cinematográficas es su funcionalidad para la «captura de imágenes», que constantemente pueden ser actualizadas con mejoras en sus prestaciones de forma instantánea vía internet, pensadas y preparadas para facilitar y mejorar los procesos de postproducción de la imagen. Si se cuenta con buenos técnicos, actores y actrices, sólo es necesario un potente ordenador, un programa de edición de vídeo y audio y una cámara para obtener resultados con alta calidad, utilizando presupuestos bajísimos y equipos reducidos a las necesidades reales. Al fin y al cabo, los que verdaderamente estorban aquí son los nombres mediáticos, tan buenos profesionales como el que más, pero con sueldos inasumibles para un nuevo modelo productivo en el campo del cine que tiende a la socialización de los medios de producción y la democratización de la distribución, es decir: la quiebra de la hegemonía de las estructuras clásicas de Producción, Distribución, Exhibición y el auge de nuevas formas de difusión a través de la Red y las Pantallas Globales.

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Post-media y Post-cine Se puede pensar, por tanto, que este nuevo contexto post-cinematográfico, que se extiende desde las nuevas pantallas y dispositivos de reproducción hasta la inmensidad del ciberespacio, contribuye a un acceso prácticamente generalizado a la creación y a la recepción de ficciones y documentales. Hay quien habla, incluso, de la supresión de elementos de estratificación social gracias a la interactividad telemática que ofrecen los nuevos usos y manipulaciones de las imágenes en movimiento. Sin embargo, parece importante anotar también que, a pesar de todas estas transformaciones, sin duda positivas, el poder sigue estando de forma fundamental del lado de aquellos que crean, distribuyen y comercializan estos aparatos y softwares, imponiendo aún una multitud de restricciones tanto ideológicas como prácticas para su uso, y que muchos de ellos están fuertemente vinculados. La batalla para la regulación y control de las redes e internet no ha hecho más que empezar. Tampoco se presta la suficiente atención, en muchas ocasiones, al desarrollo real y ordinario de estos procesos: por ejemplo, que para poder hablar estricta y consecuentemente de la aclamada interactividad que pudiera ofrecer una obra (por ejemplo, cinematográfica o videográfica) debería existir siempre una comunicación de doble vía entre el usuario y el dispositivo, algo que muy pocas veces ocurre. La condición post-media y el fenómeno del post-cine constituyen, por tanto, un interesante campo de reflexión y también, desde luego, un mar de dudas teóricas e ideológicas. La crítica radical de estos nuevos fenómenos y discursos es, sin duda, una de las principales tareas que nos competen si queremos entender de qué hablamos a comienzos del siglo xxi cuando utilizamos la palabra «arte» o la palabra «cine». En relación a estas cuestiones, Andreas Broeckmann distingue más claramente entre el arte en la red y el arte de la red. El arte en la red utiliza internet como un medio de distribución: para ser accesible y estar en la red. El arte de la red está hermanado con el medio de las redes electrónicas, juega con sus protocolos y sus particularidades técnicas, saca partido de los virus y aprovecha el potencial del software y el hardware: resulta inimaginable sin su medio, sin internet. Al mismo tiempo, el arte de la red se muestra receptivo

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no sólo con los factores tecnológicos de internet, sino también con los sociales y culturales que de allí se derivan, y juega con ellos mediante estrategias artísticas híbridas, tácticas de intermediación. El problema clave de la presentación del arte de la red es que no existen distinciones entre el artista y el público, entre la producción y la recepción. Se percibe a través de la participación. El arte de la red es en línea y para quienes están en línea. Se puede concluir que el audiovisual es el medio que mejor se adapta y con más fuerza se expande en este espacio digital. En nuestras sociedades contemporáneas, la cultura tiende a ser consumida o demandada a través de la imagen, lo que permite entender cómo lo audiovisual ocupa y se adueña de la red en proporciones muy considerables a través de diversas herramientas multiusos. Pero las nuevas tecnologías no nos aportan nada significativo si no prestamos una especial atención al porqué y al para qué de la excelencia en el uso de estas herramientas, así como a los criterios éticos de control de las técnicas con las cuales la estética se materializa. No disociar el reto de los nuevos lenguajes de ruptura artística, que operan radicalmente en los códigos lingüísticos, de las expectativas de cambio más amplias y generales, es un planteamiento irrenunciable para cualquier movimiento social que busque transformar las cosas. Articular el arte y la política. La realidad parece evidenciar que con el siglo que apenas comienza han nacido también nuevos recursos narrativos, nuevas fronteras para los «géneros» tradicionales, nuevas técnicas para la creación de la imagen fílmica, nuevos espacios geográficos de producción y nuevos contextos y formas de visionado, así como una incesante demanda de imágenes por parte de nuestra sociedad. En este nuevo universo audiovisual, el cine se mueve a sus anchas en un estado permanente de mudanza y periodos mutantes: la producción cinematográfica ha explotado. Pere Portabella Diciembre de 2010

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Mutaciones del cine contemporáneo

En memoria de Serge Daney (1944-1992) y Raymond Durgnat (1932-2002)

Prefacio Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin

ADRIAN MARTIN: El proyecto Mutaciones del cine contemporáneo se presentó al público por primera vez en uno de los números de 1997 de la revista francesa Trafic, en una serie de cartas recopiladas en el capítulo primero de este libro. ¿Por qué comenzaste ese intercambio epistolar, Jonathan? JONATHAN ROSENBAUM: El proyecto empezó realmente con la grabación de una conversación entre tú y yo, en un barrio a las afueras de Melbourne en 1996. Yo estaba tratando de resolver un enigma que había surgido de algunos de mis viajes previos y mis contactos internacionales, como aquella primera carta y el paquete con tus dos primeros libros que me habías enviado inesperadamente en 1995. Lo que despertó mi curiosidad fue el haber conocido a cuatro cinéfilos profesionales sumamente cultos y muy activos, que vivían en diferentes partes del mundo, habían nacido alrededor de 1960 y tenían gustos cinematográficos muy similares, gustos que no eran los míos. El hecho de que ninguno de vosotros os conocierais (salvo Kent Jones en Nueva York y Alex Horwath en Viena) fue lo que más me intrigó, porque a los cuatro, incluida Nicole Brenez en París, os interesaba el mismo grupo de directores de cine. ¿Cuáles eran las circunstancias generacionales de esta unión inconsciente

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entre desconocidos, que atravesaba tantas fronteras nacionales y lingüísticas? Esto es lo que yo quería investigar en nuestro diálogo y, por razones prácticas, se acabó convirtiendo en una serie de cartas, que pedí a los editores de la revista francesa Trafic que consideraran para su publicación. El hecho de que Trafic (fundada por el difunto Serge Daney, que me invitó a ser uno de los primeros colaboradores) fuese ya muy internacional, el que se basara en la cinefilia y estuviese a favor de formas de expresión muy personales, tales como diarios y cartas, la convirtieron en una elección obvia. Además, el hecho de que estas cartas provocaran discusiones incluso en otros países, como Holanda e Italia, en las que estaban involucrados cinéfilos más jóvenes que vosotros cuatro, sugería un desarrollo en cierto modo diferente del proyecto inicial: una exploración de lo que los cinéfilos (y, en algunos casos, los cineastas) en todo el mundo tienen en común y lo que pueden generar, impulsar e investigar al unirse de maneras distintas. A pesar de que comencé queriendo explorar el fenómeno de una cierta simultaneidad «global» inconsciente, que encontré no sólo en los gustos de determinados cinéfilos remotos, sino también en los estilos y temas de ciertos directores alejados entre sí (lo que se convirtió en mi punto de partida en el capítulo quinto, comparando a Yasuzo Masumura con varios directores norteamericanos), los intercambios internacionales y las colaboraciones que tuvieron lugar a continuación son ejemplos de simultaneidad deseada y deliberada. En otras palabras, el reconocimiento de intereses comunes, lo que incluye hacer determinadas películas y posturas críticas más accesibles y mejor conocidas. Una forma de ampliar la gama de alternativas. El resto de este libro sigue más o menos ese desarrollo, paso a paso. Algunos de los capítulos iniciales, como las conversaciones con Abbas Kiarostami en Chicago en 1998 y con Shigehiko Hasumi en Tokio en 1999, seguidas del intercambio de varios correos electrónicos entre otras personas a lo largo de los tres años siguientes, se elaboraron específicamente para el libro, mientras que otros, como el ensayo de Kent sobre Tsai Ming-liang, artículos míos sobre el Festival de Cine de Róterdam y The Circle [El círculo], así como tus propias reflexiones sobre musicales internacionales, se pusieron en marcha independientemente del libro, pero finalmente se convierten en integrantes del mismo al sugerir caminos nuevos, aunque relacionados, por los que proseguir.

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AM: Por supuesto, algunos de los capítulos se desarrollaron al mismo tiempo, pero su orden, principalmente cronológico, refleja el proceso general a través del cual este libro se fue definiendo a sí mismo, una especie de narrativa en curso que en ocasiones nos llevaba en direcciones impredecibles, y que se vio influida por sucesos contemporáneos, desde el ataque al World Trade Center a la muerte de Raymond Durgnat. Todo esto culminó en una segunda serie de cartas, cinco años después de la primera, provocada por la invitación de Quintín, un crítico de cine y director del Festival de Buenos Aires. Así que existe una cierta ampliación de la difusión geográfica, y también un desarrollo cronológico que se reflejan en la estructura del libro. De este modo, lo que comenzó como tu investigación de un fenómeno generacional fascinante se convirtió en otra cosa, una reflexión colectiva más amplia sobre los muchos tipos de «mutación» que afectan al cine y a la cultura cinematográfica hoy en día. Vamos a comenzar con la mutación tecnológica que aparece en el primer capítulo: esta cosa misteriosa popularmente llamada «cine digital», que lleva consigo una nueva definición de la imagen fílmica. JR: Daney fue el primero en plantear este tema a principios de los noventa. Para él, el cine que una vez conocimos se basaba en el registro fotográfico del mundo, una noción a la que tenía cariño su mentor, André Bazin, perteneciente a una generación anterior. Pero con la imagen digital podemos simular el mundo, pintar la imagen. Así que, ¿qué significa esto para nuestra fe y creencia cuasi religiosas en el cine? Por otra parte, nos encontramos con algo parecido a la reinvención del neorrealismo italiano en el nuevo cine iraní y en algunos de los conceptos del cine Dogma, de manera que no es que las ideas de Bazin sobre la realidad estén completamente pasadas de moda. Todavía existe una cierta permanencia de la idea de Bazin como un tipo de humanismo. Quiero decir, ¿para qué era el cine, según Bazin? Era una forma de que el mundo permaneciera en contacto consigo mismo, y claramente eso sigue siendo un asunto a debatir hoy en día, incluso de forma urgente cuando nos enfrentamos con las consecuencias, por ejemplo, del aislacionismo norteamericano.

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AM: El aislacionismo es lo opuesto al otro tipo de mutación que este libro persigue: el trazado de un mapa cambiante del cine mundial y cómo nuestras percepciones y consideraciones al respecto deben mantener la paz con esa transformación. El cine de Asia y Oriente Próximo ha adoptado durante la pasada década una prominencia en la cultura cinematográfica mundial inimaginable hace veinte años. Muchos de nosotros nos encontramos todavía lejos de conocer la amplitud o profundidad de la producción y el pensamiento cinematográfico en la mayoría de países del mundo. Pero los antiguos prejuicios y suposiciones están cediendo el paso. Este libro examina a un número de «maestros» de este nuevo mapa del cine mundial, como Kiarostami, Hou y Tsai, lo cual quizá constituye una forma de proceder anticuada y «de autor», pero que resulta absolutamente necesaria cuando al abrir la última edición de The New Biographical Dictionary of Film de David Thomson, aún se lee la queja, mal informada, de que «quedan ahora tan pocos maestros»1. JR: Sí, resulta alarmante cómo se valora a determinados críticos precisamente por su capacidad para mantener cerradas ciertas puertas, haciendo que sus colegas más perezosos funcionen de forma mucho más fácil; lo que inevitablemente da lugar a mutaciones en la misma crítica cinematográfica, en los modos de escribir, de publicar y en el estado de ánimo o en la forma de ser que denominamos cinefilia. Durante el periodo en el que hemos trabajado en este libro, han aparecido varias revistas que tienen una relevancia explícita para nuestra tarea: la revista en internet, con sede en Melbourne, Senses of Cinema, en la que estuviste involucrado durante sus primeros dos años y medio; Cinema Scope, de Mark Peranson y publicada en Toronto, la cual empezó poco después de la anterior; y ahora Rouge, otra publicación internacional en internet, que estás ayudando a fundar y editar, y que se lanzará en 2003. Y hay ahora al menos una docena de nuevas publicaciones en Francia, como Balthazar y Exploding, que exploran nuevos métodos de análisis (como la crítica «figurativa») y establecen conexiones interesantes entre, digamos, películas de terror «malas» y los experimentos de vanguardia más radicales. Todas estas nuevas publicaciones han 1

Thomson, David, The New Biographical Dictionary of Film, Nueva York, Knopf, 2002, p. 22.

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propiciado un contexto abiertamente intelectual, en vez de satisfacer la posición anti-intelectual de la mayor parte de la cultura «fan» de hoy en día, y hemos intentado dar fe de este compromiso en el libro. AM: A mí me llama mucho la atención cómo estas revistas (podemos citar también El amante y Otrocampo en Argentina, Schnitt en Alemania y De Filmkrant en Holanda) tienen todas algún tipo de página web, incluso sin ser principalmente revistas de internet. Y todas han sido creadas por personas que tienen auténtica curiosidad por las cosas que ocurren en otros países. Así que, por primera vez según mi experiencia, estamos logrando un sentido auténtico de internacionalismo en representaciones tan humildes de la cultura cinematográfica como las pequeñas publicaciones, que ya no se ven limitadas por la cultura cinematográfica en la que se encuentran, y que toman parte en el esfuerzo por compartir el conocimiento a través de otros países. Otrocampo y Senses of Cinema, por ejemplo, han adoptado la política de publicar artículos en sus idiomas originales, siempre que sea posible, acompañados de su traducción al inglés. JR: Lo que resulta interesante es que cada revista parece tener puesto un pie en su propia cultura nacional y el otro en un nuevo espacio compartido, internacional; el tipo de espacio donde, por ejemplo, gracias a los reproductores multirregionales de DVD, puedes comprar fácilmente películas en otras partes del mundo en vez de esperar a que lleguen a los cines locales. Es una comunidad en crecimiento que realmente me interesa, en parte porque me recuerda a la comunidad cinematográfica que vi formarse entre Nueva York, Los Ángeles, Londres, París y Roma durante los primeros años sesenta; y soy ya una persona lo suficientemente chapada a la antigua como para sentir nostalgia de aquellos lazos. La amistad entre determinados directores de la nouvelle vague proporcionó un modelo para esa estrategia de capacitación mutua. Y en Nueva York, donde yo vivía en aquel momento, la comunidad era lo suficientemente nueva como para ser realmente plural, por lo que te podías encontrar a Stan Brakhage, Manny Farber, Pauline Kaen, Jonas Mekas, Andrew Sarris, Jack Smith y Parker Tyler escribiendo todos en los mismos números de Film Culture. Y poco después hubo un intento

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efímero por sacar la edición en inglés de Cahiers du cinéma, algo que se ha hecho más recientemente en países como Japón. AM: Y con la comunidad viene el diálogo, el debate. Ésa es la razón por la cual gran parte de este libro toma la forma de diálogos, cartas o intercambios de correos electrónicos. Todas estas clases de escritura colectiva pueden dar lugar a una manera diferente de hablar y pensar sobre los objetos cinematográficos. Se mezclan los modos y los tonos, hay digresiones, se valora la voz personal. Pero nuestro objetivo no es meramente personal, ¿no es así? JR: A menudo digo que una de las funciones clave de la crítica cinematográfica es, o debería ser, la información, y uno de los impedimentos de Occidente para acceder a cierto tipo de información sobre el cine es la escisión radical de la cultura cinematográfica, provocada por el desarrollo del estudio académico del cine. Considero que lo que causó una enorme desviación en este estudio fue el modo en que las llamadas ciencias sociales se apoderaron de él, convirtiendo al arte mismo en un concepto sospechoso, como Gilberto Pérez ha señalado, por lo menos en las vertientes académicas anglosajonas2. Y a causa de su base institucional, esta orientación empezó también a evitar determinadas ideas políticas, pese a que en algunos casos pudiera parecer lo contrario. Aun así, resulta igualmente reprensible que la corriente crítica dominante ignore a la academia, una actitud no menos estrecha de miras. Me inquieta mucho una cuestión que concierne tanto a la academia como a la crítica dominante, la disponibilidad: cuándo están disponibles las películas, o si permanecen inaccesibles, donde quiera que uno se encuentre. Éste es un asunto que siempre se da y es particularmente grave en Estados Unidos. Creo que, generalmente, allá donde haya un conjunto de cinéfilos que se conocen entre sí a través de los diferentes grupos de una comunidad cinematográfica, este problema se da en menor medida. Pero yo diría que, por ejemplo, en un lugar como Nueva York o incluso Los Ángeles, donde tienes grupos completamente autónomos compuestos de estudiosos académicos del cine, gente de la industria y periodistas, 2 Pérez, Gilberto, The Material Ghost: Film and Their Medium, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1998.

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se trata de un gran problema. Se pierde mucho tiempo porque la gente duplica el mismo trabajo, la misma investigación, discuten los mismos temas pero por separado, cuando podría haber una puesta en conjunto de todo esto. En realidad no existe nada que pudiera denominarse una única comunidad cinematográfica. AM: Mutaciones del cine contemporáneo es, entonces, nuestra forma de mostrar cómo podría formarse una comunidad semejante, a través de lo que este libro lleva a cabo: compartir información y reflexionar en común. Sin embargo, hay aquí una trampa, que es la clásica dominación imperialista: tomar una película asiática (por ejemplo), extraerla de su contexto específico, nacional y cultural, fantasear sobre ella, traerla a Occidente y escribir una crítica sobre ella. Nuestra esperanza es que, a través de las colaboraciones que pongamos en marcha, podamos ir más allá de ese tipo de miopía hacia un entendimiento intercultural. Pero también tratamos de permanecer abiertos a las emocionantes oportunidades que pueden surgir de no permanecer siempre atados a lo «culturalmente específico»: siempre que podemos, intentamos lograr ciertos conocimientos de nuestras propias circunstancias, en el proceso que Bérénice Reynaud ha denominado la utilización del espejo de otra cultura para lograr el «efecto de extrañamiento». JR: Mi interpretación inicial del cine taiwanés era como la expresión de una cierta crisis existencial de Taiwán con respecto a la historia, lo que resultaba instructivo por sus similitudes y diferencias respecto a determinadas cuestiones sobre la identidad norteamericana. Pero ése debería ser sólo el primer paso. Tal y como señalé en mi conversación con Hasumi, hay un rasgo norteamericano desagradable que consiste en considerar interesantes otras culturas sólo si repiten o imitan a la estadounidense, y sospecho que versiones alternativas de este rasgo pueden encontrarse (digamos) en Francia, Inglaterra y China. Por otra parte, en mi aprendizaje sobre Irán ha tenido gran protagonismo la enseñanza de Mehrnaz Saeed-Vafa sobre cómo Bresson podía hablar directamente de la experiencia del Irán posrevolucionario, no solamente en Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut [Un condenado a muerte se ha escapado] (1956), que trata directamente de la Ocupación Francesa y la Resistencia, sino de forma más general a través de la idea de almas escondiéndose.

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Lo que intento decir es que las identidades nacionales son, en general, útiles y las discusiones que las abordan pueden resultar interesantes en un primer momento; pero al final acaban por convertirse en un estorbo, ya que se vuelven obsoletas. Es decir, obviamente somos de donde somos cuando estamos en internet debido al bagaje cultural que llevamos con nosotros, pero en otros aspectos intuimos la ausencia virtual del Estado, el sentimiento de que todos somos ciudadanos del mundo (lo cual George W. parece empeñado en negar). Está desarrollándose una nueva cultura internacional a partir de esta percepción compartida y de algunas de las distintas formas de capacitación que puede acarrear. Esto forma parte de lo que hace tan apasionante la obra de Naomi Klein, No logo3, traducida ya a varios idiomas, y creo que resulta significativo que haya sido escrita por una canadiense. Los países más grandes son normalmente los últimos en darse cuenta de lo que está pasando, y de que cuanto más tiempo sigan las multinacionales haciendo lo mismo en todo el mundo, más tendrá en común la gente de todo el mundo, así como una razón para unir fuerzas. Me gusta pensar que la reacción en cadena de la plaza de Tiananmen en 1989 entre los hablantes de chino alrededor del planeta fue un arrebato de energía que fue posible y se hizo manifiesta gracias al fax, y que la organización World Trade Organization, que se levantó una década después en Seattle, se había gestado en gran parte a través de internet. Las posibilidades son, de hecho, ilimitadas y en este momento apenas han sido exploradas. AM: Tal y como Ray Durgnat ha escrito, se aplican las «exenciones de responsabilidad» habituales: este libro ofrece su propio mapa de una cultura fílmica cambiante, pero no pretende ser exhaustivo ni ejercer una autoridad mayor. Es más bien una muestra ampliada, un «rizoma» de los diferentes tipos de investigaciones y conexiones que pueden llevarse a cabo hoy en día. JR: Algunas de las partes de este libro se plantearon en un momento u otro pero nunca se materializaron. Son las discusiones con el director de cine Richard Linklater sobre su largo trabajo con la Austin Film Society; con Edward Yang sobre cómo los espectadores 3

Klein, Naomi, No logo: el poder de las marcas, Barcelona, Paidós, 2009.

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asiáticos interpretan las películas occidentales recientes y, a la inversa, cómo los occidentales interpretan las últimas películas asiáticas; y una conversación entre dos historiadores de cine, el francés Bernard Eisenschitz y el ruso Naum Kleiman, sobre películas soviéticas censuradas. Es de gran importancia resaltar que gran parte del material de este libro está concebido como un trabajo en pleno desarrollo. Puede y debe ampliarse más allá de los parámetros de un único proyecto o publicación. Entre Melbourne y Chicago, diciembre de 2002

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agradecimientos Nuestro agradecimiento a: Grant McDonald y Helen Bandis, por su ayuda sin límites con el manuscrito. Por la ayuda con la investigación Masumura, a Chika Kinoshita, Mikiro Kato, The Japan Foundation, Tokyo’s National Film Centre, Pacific Film Archives, Bernard Einsenschitz y Adriano Apra. Por su trabajo en Movie Mutations. Cartas de cine, a Flavia de la Fuente, Marta Álvarez, Lisandro A. de la Fuente, Gabriela Ventureira y Javier Porta Fouz. Y a Quintín, Lynne Kirby, Muhammed Pakshir y Bérénice Reynaud.

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Mutaciones del cine contemporáneo

Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta Jonathan Rosenbaum, Adrian Martin, Kent Jones, Alexander Horwath, Nicole Brenez y Raymond Bellour

Chicago, 7 de abril de 1997

Querido Adrian:

Ha pasado casi un año desde que escribí en Trafic sobre «el gusto de una generación de cinéfilos en particular: un conciliábulo internacional e inconsciente de, sobre todo, críticos, profesores y programadores, todos ellos nacidos alrededor de 1960, todos con una especial pasión por la investigación (tanto bibliográfica como cinematográfica), y, (aquí está lo que quizá más los distingue) una fascinación por la corporalidad de los actores vinculada a un interés especial por las películas de John Cassavetes y Philippe Garrel (así como Jacques Rivette y Maurice Pialat)»1. Yo nombraba a cuatro miembros de esta generación: Nicole Brenez (Francia), Alexander Horwath (Austria), Kent Jones (EE UU) y tú, Adrian Martin (Australia). A cada uno de vosotros, debo añadir, lo conocí por separado, al principio por correspondencia (salvo a Kent), aunque Kent y Alex ya se conocían. Me alegra decir que ahora los cuatro ya os conocéis, bien por carta o bien en persona, lo cual ha generado múltiples oportunidades para poner a prueba mi hipótesis y, más aún, ampliarla, pulirla, modificarla y entenderla mejor. He observado, 1

Rosenbaum, Jonathan, «Comparaisons à Cannes», Trafic, n. 19, 1996, p. 11.

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por ejemplo, otro entusiasmo común a la mayoría o a todos vosotros, que comienza con Jean Eustache, Monte Hellman y Abel Ferrara. Y diferencias que normalmente están relacionadas con tu (y mi) distinta nacionalidad: Kent y yo somos más indiferentes a Brian De Palma que el resto de vosotros, y Nicole es la única entre nosotros cinco que no se ha entusiasmado por el reciente trabajo de Olivier Assayas. Lo que más me fascina de esta «agrupación» de la que hablaba antes (Nicole se opone al uso del término «conciliábulo» por sus connotaciones de derechas) es cómo llegó a formarse. Después de todo, el principal mensaje que alguien de mi generación (nacido en 1943) escucha casi diariamente es que la cinefilia, tal y como la conocemos, está desapareciendo; es decir, la cinefilia que arraigó en la nouvelle vague más o menos al mismo tiempo que vosotros cuatro nacíais. Especialmente en la prensa norteamericana mayoritaria, los artículos de (entre otros) Susan Sontag, David Thomson y David Denby sobre la «muerte del cine» y/o la cinefilia se han convertido en moneda corriente; una postura desde luego fácil de sostener en un país donde todavía no se ha distribuido adecuadamente ni una sola película de Hou Hsiao-hsien, Edward Yang, Abbas Kiarostami o Mohsen Makhmalbaf, y donde las películas europeas (y en algunos casos norteamericanas) más importantes (como Dead Man [1995] y Les voleurs [Los ladrones] [1996]) tan sólo son reconocidas normalmente en la prensa alternativa o underground. Aunque está claro que mis gustos no coinciden con los tuyos, aun así creo que tu generación ha sido, desde los años setenta, la primera en rebelarse contra esa amnesia que atenta contra el cine y contra la crítica y que, en última instancia, afecta a casi todos los demás, lo que hace que me resulte relativamente fácil comunicarme con todos vosotros. Me recuerda a una novela estupenda de 1936 de mi escritor de ciencia ficción favorito, Olaf Stapledon, Odd John [Juan Raro], sobre un grupo de mutantes sobrehumanos repartidos por todo el mundo que poco a poco van conociéndose, y lo hacen en secreto, por supuesto, porque el reconocimiento público de sus talentos extraordinarios asustaría a la mayoría de la gente y sería una amenaza para las instituciones existentes. Lo que a mí me parece peligroso de vuestra sensibilidad colectiva (si se puede describir como tal) es la familiaridad con los paradigmas y principales teorías del pasado, combinada con una voluntad

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de actualizarlas y cambiarlas de acuerdo a las necesidades actuales. Durante demasiado tiempo, los espectadores de la generación de Sontag y mía han sostenido que si no estabas aquí en los sesenta, cuando Jean-Luc Godard, Michelangelo Antonioni y otros estaban cambiando la cara del cine, no se puede esperar que entiendas en qué consiste la técnica del morphing2 (lo que el cambio de un píxel significa como acontecimiento en la pantalla), por lo que no se puede esperar que entiendas la relevancia (o irrelevancia) actual de las teorías de André Bazin sobre el plano-secuencia y la profundidad de campo. Es más, si uno es incapaz de comprender el aspecto cambiante de la comercialidad cinematográfica a partir de la era de Bazin (un asunto que reúne elementos tan dispares como la financiación estatal, la propiedad corporativa, el cine en casa y la publicidad) será imposible que comprenda la estética cinematográfica actual y la formación de sus cánones. Para que luego se hable de la necesidad de nuevos paradigmas y modelos teóricos. ¿Pero cuáles eran las necesidades específicas de vuestra generación que dieron lugar a una rama de la cinefilia en particular? Tal y como tú señalaste cuando hablamos de esto en Melbourne, el año pasado, el atractivo explícito del minimalismo, tal como se puso en evidencia en películas de Garrel y Chantal Akerman y en La maman et la putain [La madre y la puta] (1973) de Eustache, fue una respuesta histórica a un cierto exceso de referencias intertextuales surgidas de la nouvelle vague. Entonces el sentido de cada texto era hasta cierto punto una antología de remisiones a textos previos, un palimpsesto de historia del cine que, a partir de un punto determinado, se volvía tan codificado en su propio proceso textual que se hacía deseable una simplificación de temas y afectos. Y, como tú has señalado, esta simplificación adoptaba diferentes formas: Cassavetes, al salirse del habitual proceso de relación intertextual, estaba inyectando en el cine una versión nueva de vida «pura» y experiencia vivida, y lo mismo estaba haciendo Garrel de una forma distinta. Akerman, cuyo minimalismo se derivaba en parte de la pintura, estaba sacudiéndose las telarañas de una manera distinta aunque afín, y Hellman, que puede que haya tomado alguna de sus ideas del teatro de Samuel Beckett, tenía su propia manera 2 Morphing es un efecto especial utilizado para modificar el rostro de la persona que aparece en pantalla hasta transformarlo en el de otra distinta (N. de la T.).

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de agotar significados pasados de moda. Este proceso puede quizá verse más claramente en La maman et la putain, en la que Eustache tomó deliberadamente algunos de los emblemas más queridos de la nouvelle vague ( Jean-Pierre Léaud, largas conversaciones en cafés de la Rive Gauche, aforismos literarios, cinematografía en blanco y negro) y mostró su desencanto porque ya no se pudieran defender o sostener las ideas utópicas de amor y libertad propias de aquella época; cómo, de hecho, se habían convertido en un disfraz seguro y una tabla de contención de la desesperación. El hecho de que esto también implicara un cierto derrotismo y conservadurismo, en el que la «necesidad» católico-burguesa se convierte implícitamente en una especie de verdad biológica, sobre todo en el largo y lloroso monólogo de Françoise Lebrun, constituyó para mí la limitación de esta propuesta. Una ilustración aún más clara de lo que le estaba ocurriendo al cine en este periodo puede encontrarse siguiendo la carrera de Jacques Rivette a principios de los años setenta. Intenta cruzar de dos formas distintas la misma frontera: la primera vez en Out 1, Noli me tangere (tanto en su versión de 1971 como en la de 1972), quedándose más o menos a medio camino; la segunda entre Céline et Julie vont en bateau [Céline y Julie van en barco] (1974) y Duelle [Dualidades] (1976). Soy consciente de que tú no has podido ver ninguna de estas películas, salvo Céline et Julie (tales son los caprichos de la distribución australiana, por no mencionar la distribución de la obra de Rivette en general), así que espero que puedas soportar mi interpretación, en cierto modo abstracta, de lo que ocurrió, lo que en ambos casos implicó un vaciado de significado. Es un proceso sobre el cual Roland Barthes discutió con Rivette y Michel Delahaye muchos años antes: «Las mejores películas [para mí] son aquellas que ocultan mejor su significado. La suspensión del significado es una tarea extremadamente difícil que requiere al mismo tiempo una técnica magnífica y una lealtad intelectual absoluta»3. El modelo de Barthes para esta delicada operación era El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel. Sin embargo, a mí me parece que se puede encontrar un ejemplo aún más claro una década después en la narrativa magistral de Out 1, que comienza acumulando todo 3 Barthes, Roland, Le grain de la voix: entretiens 1962-1980, París, Ed. du Seuil, 1981. En un principio la entrevista apareció en Cahiers du cinéma, n. 147, septiembre de 1963.

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tipo de significados; significados relacionados con conspiración, teatro, con toda clase de interacciones e intercambios humanos (implícitamente incluyendo la acumulación de significados en torno a sueños como los de la nouvelle vague, los de la contracultura y los de Mayo del 68; en resumen, los sueños utópicos de los sesenta sobre el esfuerzo colectivo) y luego filma inexorable el agotamiento de esos significados y conexiones, la fragmentación gradual de la misma idea de colectividad hasta la soledad, en puzles insolubles, la paranoia, locura. A lo mejor se trata solamente de otra versión de la dialéctica que Rivette experimenta (como muchos otros cineastas) entre la aventura colectiva de rodar y la actividad más solitaria del montaje, pero en este caso proporciona un modelo mítico y formal para el Zeitgeist artístico y político de los propios años sesenta y setenta, por lo menos en aquel rincón del mundo en concreto. A través de Céline et Julie vont en bateau y Duelle se atraviesa una frontera semejante. La primera de estas películas representa para mí un florecimiento final (¿o es el último suspiro?) del aspecto referencial de la nouvelle vague, aspecto en el que se ve más claramente la carrera previa de Rivette como crítico cinematográfico: una explosión de referencias a musicales de Hollywood, seriales de Louis Feuillade, thrillers de Alfred Hitchcock, otras películas de la nouvelle vague, etc. Todas estas referencias podían relacionarse con ciertas localizaciones, actrices y actores, estados de ánimo cotidianos y detalles, realzándolos. Pero en Duelle, que puede que tenga la misma cantidad de alusiones a otras películas (especialmente del cine negro de Hollywood como The Seventh Victim [La séptima víctima] [1943], The Big Sleep [El sueño eterno] [1946], The Lady from Shanghai [La dama de Shanghai] [1948] y Kiss Me Deadly [El beso mortal] [1955], pero también a fantasías de Jean Cocteau y Georges Franju), las referencias ya no están vinculadas de la misma manera con la realidad material. El mundo de los personajes parece petrificado, como puesto en una vitrina, desvinculado de las localizaciones naturales y hasta cierto punto también de los actores y actrices; un mundo privado y más obsesivo, poblado más por los cuerpos de los actores que por sus rostros o almas. Esto es, en todo caso, una versión de lo que ocurrió entre la nouvelle vague y el periodo posterior: la versión de alguien diecisiete años mayor que tú que tiene la tendencia a ver la nouvelle vague como una especie de melancólica hacienda familiar que ha sido

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nivelada para levantar otra planta más. Pero existen otras, y estoy seguro que más fructíferas, formas de ver esta evolución. Estoy deseando escuchar la tuya. Tu amigo, Jonathan

Melbourne, 30 de junio de 1997

Queridos Jonathan y Kent:

Aunque técnicamente es cierto que soy hijo de los años sesenta (nacido el 16 de septiembre de 1959, el día después de que Godard finalizara el rodaje de À bout de souffle [Al final de la escapada]), no tengo la misma relación mágica con el cine de esa época que tienen Jonathan y otros de su generación. Como un niño que creció en los años sesenta (que es una forma más mundana de describir la situación), mi recuerdo más intenso del cine de los años sesenta mientras éste se desarrollaba fue el soñar, con una claridad perfecta y con todo detalle, cuando tenía siete años, varias escenas de Planet of the Apes [El Planeta de los Simios] (1968) muchos meses antes de que supiera siquiera que dicha película existía. En realidad, hoy en día, mi relación con los sesenta tiene su imagen perfecta en el sueño o mito de aquella década que creo que anima Irma Vep (1996) de Assayas: una amalgama de vestigios culturales, Franju y Serge Gainsbourg y Chris Marker y la nouvelle vague, vista a través de un filtro velado de nostalgia y fascinación desde nuestro presente confuso y desesperado. En cuanto a las aficiones que me colocan junto a mis hermanos y mi hermana en este conciliábulo que nos traemos entre manos, puedo determinar más sinceramente ese momento de ruptura y auto-identificación en una etapa concreta de los años setenta. Es el tiempo en que las grandes teorías estaban en pleno apogeo: Louis Althusser, Jacques Lacan, la semiótica fílmica de Christian Meltz, Stephen Heath y la

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pandilla británica de la revista Screen, los análisis feministas en los primeros números de Camera Obscura en Estados Unidos, el «nuevo cine sonoro» de Wollen y Mulvey o películas de ensayo obedientemente interpretadas (y enseñadas) de acuerdo a la plantilla de la teoría. Además de las distintas avanzadas australianas de este movimiento amplio, difuso pero poderosamente influyente. Recuerdo esta época como la de las duras palabras, de sectas intelectuales radicalmente exclusivistas, de la «necesaria destrucción del placer» y el neo-puritanismo, de la corrección política antes de su tiempo y el anti-humanismo, de signos y significados, plantillas interpretativas y santos griales vanguardistas. Si ahora caricaturizo este movimiento para poder ponerlo por escrito, en aquel entonces lo satirizaba aún con más rabia a través de la fuerza pura de mi pasión airada, cabreada. Los setenta, al menos en este circuito que tuve que aguantar en las universidades, no eran ni el tiempo ni el lugar para un cinéfilo iluminado como yo. Tampoco era el tiempo para ninguna clase de poesía o lirismo o simplemente diversión ni en el cine ni en la escritura crítica; había un trabajo programático que realizar. Cuando yo era joven e impresionable, escribí también brevemente bajo la influencia de la teoría, hasta el día que un amable y sabio amigo me dijo: «Adrian, ¿por qué no escribes tus artículos de la misma forma que escribes tus cartas?». Y eso es lo que, en cierto sentido, he intentado hacer desde entonces: escribir cartas de amor al cine, si recordamos incluir en nuestra hipotética definición de amor a todo tipo de pasión y necesidad y exasperación y exigencia rigurosa y crítica. Me gusta el modo en que el estudio de Nicole Brenez, «The Ultimate Journey: Remarks on Contemporary Theory» [El Viaje Final: Comentarios sobre la Teoría Contemporánea], esquiva educadamente todo este desagradable legado de los años setenta y comienza su historia con los movimientos intelectuales más libres y creativos de los ochenta: para ella, esto significa Gilles Deleuze, Serge Daney, Jean Louis Schefer… y también algunas viejas glorias, hábilmente desenterradas, reinterpretadas, traducidas e insertadas en el tiempo presente, como Vachel Lindsay4. Desde mi particular 4 Brenez, Nicole, «The Ultimate Journey: Remarks on Contemporary Theory», Screening the Past, n. 2, 1997. http://www.latrobe.edu.au/screeningthepast/reruns/brenez.html.

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rincón del mundo, sentí la necesidad de seguir un trazado similar: unir a Manny Farber, Raymond Durgnat y otros del pasado con viajeros paradigmáticos del presente como Bill Routt y Stanley Cavell. Pero fue el propio cine el que guió mi camino desde principios hasta mediados de los ochenta. Es difícil recuperar, describir adecuadamente, la abrumadora impresión que supusieron hechos cinematográficos fundamentales de aquel tiempo como Sans soleil [Sin sol] (1983) de Marker, Der Stand der Dinge [El estado de las cosas] (1982) de Wim Wenders, Passion [Pasión] (1982) de Godard, Toute une nuit [Una noche entera] (1982) de Akerman y L’hypothèse du tableau volé [La hipótesis del cuadro robado] (1978) de Raúl Ruiz. De pronto estaban ahí las películas que se movían justo fuera de los mapas teóricos de los setenta: películas libres, líricas, tiernas, poéticas, pero también duras, salvajes, crueles, perversas, a veces violentas; películas que eran diagramas abiertos, sin vergüenza de unir fragmentos puros de experiencia humana (o humanista) con los experimentos más rigurosos o exhaustivos con la forma. Estos descubrimientos conllevaron también un giro histórico enriquecedor: de pronto mis amigos y yo estábamos viendo de nuevo las películas de Jean Vigo, Humphrey Jennings y especialmente a esa figura única pre-nouvelle vague, Jean Rouch. Más tarde, mi amor por un cine sin límites, por el ideal de una forma de cine verdaderamente abierta, global y sobre todo impura, se cristalizó en mis descubrimientos personales de Cassavetes y Garrel: considero las únicas proyecciones en mi ciudad natal de Melbourne de Love Streams [Corrientes de amor] (1984) en 1985 y Les baisers de secours [Besos de emergencia] (1989) en 1994 como escenas clave en mi vida de cinéfilo. Cassavetes y Garrel representan un tipo de extremismo que me encanta y aprecio en el cine: una especie de arte povera centrado en las fluctuaciones mínimas de la vida íntima, en la efervescencia del estado de ánimo y la emoción, y la inestabilidad de todo significado vivido. Un cine que es una especie de hecho documental en el que las energías de la representación corporal, del gesto y la expresión y el movimiento, chocan de cualquier manera, de forma no siempre prevista o proscrita, con el trabajo dinámico, formal, figurativo, de rodar, encuadrar, montar, grabar el sonido. Un cine abierto a la energía e intensidad de la vida, y continuamente transformado por ellas.

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Siempre he buscado en el cine una energía e intensidad que afirmen y den realce a la vida. Pero soy consciente de que las energías que me gustan, las que me alimentan, no vienen en una única forma, ni de una sola fuente. El arte povera de Cassavetes y Garrel me proporciona una intensidad callada, clara, minimalista. Pero obtengo un tipo diferente de energía, no menos necesaria para la supervivencia del alma, de un cine absolutamente comercial, un cine de espectáculo menospreciado todavía hoy por tantos con una inclinación ligeramente situacionista. Me refiero a un tipo de cine popular que incluye Mission: Impossible [Misión imposible] (1996) de De Palma, las películas de Tim Burton, Gremlins 2 (1990) de Joe Dante; películas parecidas a veces a los dibujos animados, extremadamente artificiales y alteradas tecnológicamente, sin la más mínima reivindicación de ser el lenguaje cinematográfico del futuro. He cultivado mi particular y, en cierta forma, gusto menor (en el sentido de la idea de Deleuze y Guattari de una literatura menor, modesta) dentro del ámbito del cine popular contemporáneo; un gusto por las películas adolescentes, desde Ferris Bueller’s Day Off [El día de pellas de Ferris Bueller] (1986) hasta Romy and Michele’s High School Reunion (1997), películas que consisten totalmente en citas populares, clichés y estereotipos, pero que están dotadas de la voluntad y el ingenio necesarios para dar vida a estos símbolos, combinarlos y reanimarlos y revolverlos a un ritmo vertiginoso. Jonathan habla de cómo el cinema povera, tan querido para nosotros, los hijos de los sesenta, llega como una especie de reacción o correctivo de un legado de la nouvelle vague sobresaturado de referencias cinematográficas y culturales. Pero el cine íntimo, minimalista, que yo aprecio está realmente sólo en un interregno, o un intersticio, dentro de una historia fílmica que reencuentra su inclinación referencial, auto-reflexiva, referencial de verdad en la era posmoderna; lo cual también empieza, creo, a principios de los ochenta. Todos los géneros y subgéneros en proliferación del cine popular son parte de este movimiento, como también lo son algunos éxitos de taquilla posmodernos como Brazil (1985) y Blade Runner (1982), y también películas de cine de autor posmodernas sobre «identidades como simulacros en un mundo desquiciado y confuso», empezando por Paris, Texas (1984) y Diva (1982). Algunos importantes directores actuales, como Assayas y Léos Carax, encuentran sus ricas y distintivas formas híbridas al cruzar elementos

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del enérgico estilo norteamericano (el estilo de Francis Ford Coppola o Martin Scorsese) con los elementos miniaturistas y minimalistas de Garrel o Hellman. Creo que soy más o menos producto de lo que fue denominado a finales de los setenta (por Louis Skorecki) la nueva cinefilia. En realidad, las primeras preocupaciones por una nueva cinefilia se expresaron ya a mediados de los sesenta, cuando los jóvenes empezaron a ver las grandes obras de cine por primera (y a veces única) vez en televisión, en vez de en las pantallas de cine. Pero la nueva cinefilia realmente comienza con la era del vídeo en casa. La implantación del vídeo alteró por completo el carácter de la cultura cinematográfica en todo el mundo. De repente, había en todas partes especialistas autodidactas en áreas anteriormente elitistas como el cine B, el cine de explotación y el llamado cine de culto (y también, por supuesto, mil y una campañas que pretendían organizar y guiar las preferencias de semejantes nichos de mercado). Donde yo vivo, directores como Abel Ferrara, Larry Cohen e incluso gente de extrema izquierda como el olvidado erotomaniaco Walerian Borowczyk, figuran como directores de videoclub. La cultura de los aficionados al vídeo a veces puede resultar algo extraño, propio de gente rara, exasperante y limitado de una forma decepcionante, pero no considero que esto sea algo malo, porque ha permitido nuevas intensidades, nuevas corrientes para la circulación y la apreciación del cine. Y eso resulta especialmente valioso en una época en la que (ciertamente en Australia) el una vez santo (y a menudo inspirador) ideal del «cine de autor» ha degenerado hacia el muy limitado acceso al cine mundial proporcionado por el circuito del «cine de arte y ensayo» comercial. Así que todo lo que necesitamos ahora es una forma de rescatar a artistas como Raúl Ruiz, Manoel de Oliveira, Béla Tarr y tantos otros casos límite del olvido al que han sido desterrados por esas «salas de cine de arte y ensayo» despiadadas; una forma de rescatarlos es llevarlos a los vastos y caóticos mercados del vídeo, ligeramente democráticos, cuyos aficionados sólo necesitan extender su definición provisional de lo que es raro y maravilloso en el cine. Porque lo que es democrático en esta cultura del vídeo es precisamente la capacidad (o al menos el potencial) de suspender los juicios normativos sobre el cine, lo que me recuerda a uno de mis lemas favoritos de la crítica, la actitud atribuida por Louis Seguin a

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Ado Kyrou de buscar la «sorpresa en vez de satisfacción» y preferir el «descubrimiento a la certeza»5. Mi propio gusto cinematográfico, decididamente dual (ya que hoy en día me encanta el cine experimental «duro» de Martin Arnold tanto como el cine popular de John Hughes, y nunca dejo de buscar conexiones profundas y secretas entre ambos), me lleva a la meditación sobre varias paradojas. Por ejemplo: las películas de Garrel y Cassavetes anuncian una especie de retorno principal, fundamental, al cuerpo, al cuerpo como el único escenario que queda de autenticidad, de experiencia vivida y verificable, de sensación y deseo. Esto ha llevado a los directores y guionistas de cine a desarrollar notables elogios de la carne, el rostro, el cuerpo mortal y vulnerable capturado por medio del celuloide, dolorosamente perecedero… Aun así, el cine del artificio de alta tecnología, de los efectos especiales, de la digitalización y la técnica del morphing, nos lleva a contemplar una clase de cuerpo cinematográfico radicalmente distinto, un cuerpo creado en y para el cine: el cuerpo totalmente sintético, protésico, retocado, el cuerpo de acción o de terror, el cuerpo hiper-sensible, súper-resistente, inmortal e imperecedero. Como explica el teórico de la cultura australiano Philip Brophy, todos los cuerpos cinematográficos son, a cierto nivel, pornografías6: cuerpos totalmente elaborados, diseñados, por los artífices del medio; y de esta manera todos los populares éxitos de taquilla son (y digamos esto sin la habitual condena moral) nuestra pornografía desquiciada, delirante, moderna. En buena parte de la crítica cinematográfica actual, incluso en alguna de la más avanzada, se recurre a razones de alta moral, y a un cierto purismo lamentable. Leemos u oímos demasiado a menudo que solamente hay media docena de directores trabajando hoy en día que alcancen (o que puede que lo logren algún día, si tienen suerte) el potencial, la promesa de este medio deslumbrante. Seguimos sacando cánones familiares de los cien grandes títulos que merece la pena conservar, incluso cuando pretendemos haber ido más allá de todos los cánones, jerarquías y evaluaciones. Seguimos buscando voces personales y auténticas en el cine, el verdadero poeta solitario, el vidente maldito y el rebelde rechazado, Kyrou, Ado, Le Surréalisme au cinéma, París, Ramsay, 1985, prólogo. Brophy, Philip, «The Body Horrible», http://media-arts.rmit.edu.au/Phil_Brophy/ BDYHRBLartcls/BodyHorrible.html. 5 6

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décadas después de que las películas nos hicieran saber que incluso las fantasías más sórdidas, o aquellas propuestas más comprometidas ideológicamente de Blake Edgard, son también (¿y quién puede dudarlo?) hermosos, conmovedores y lúcidos testamentos autobiográficos. Herética como suena, incluso dentro de este mismo contubernio, me gusta la opinión expresada a la ligera en el comentario introductorio de Deleuze en La imagen-movimiento: «El cine siempre es tan perfecto como puede ser»7. Lo que significa que su potencialidad, su realidad virtual, de alguna manera está teniendo lugar aquí, ahora mismo; si sabemos dónde buscarla, cómo maximizarla, por qué importa y cómo hacer que baile para nosotros y en nosotros, como la figura de Rouch, privilegiada, chamánica, del Sócrates bailarín. Tu amigo, Adrian

Nueva York, 7 de julio de 1997

Queridos Alex, Adrian y Jonathan:

El otro día recordé que, cuando Alex y yo nos conocimos, fuimos «emparejados» por una amiga común que es más o menos veinte años mayor que nosotros. Su intuición fue correcta, ya que ahora somos muy amigos, pero evidentemente nos había calado a ambos como miembros jóvenes de esa especie supuestamente extinta: el cinéfilo. Ahora, otro amigo común y mayor nos invita a hablar para definir nuestra versión particular de la cinefilia. Jonathan está fascinado, no por lo que comparte con Alex, Nicole, Adrian y conmigo mismo, sino más bien por lo que le separa de nosotros. Para muchos miembros de la generación de Jonathan, la cinefilia es algo tan del 7

Deleuze, Gilles, La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2003.

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pasado como lo puedan ser los discos LP o el teléfono de disco, una pasión de su juventud vehemente y ardiente que ahora ha desaparecido, malograda por la televisión y el vídeo (y en Estados Unidos, como señala Jonathan, por la desaparición de las salas de cine independientes). Pero Jonathan, como devoto de Thomas Pynchon y Rivette, lo sabe todo sobre las prácticas y rituales que se siguen llevando a cabo en secreto, mucho tiempo después de que la chispa primera se haya consumido. No voy a dedicar tiempo a las lúgubres predicciones de Sontag, Thomson y Godard sobre la muerte de la cinefilia, todas llenas de rabia apenas contenida, aunque simpatizo con esa rabia. Desde 1982 a 1984 trabajé en uno de esos videoclubs en Manhattan, y nunca olvidaré la conmoción que me causó un cliente cuando me pidió «algo grande y de lujo en lo que realmente pueda sumergirme, como las películas de The Godfather [El Padrino]». En aquel preciso instante y lugar me di cuenta de que el vídeo en casa estaba dando lugar a una nueva forma de apreciar el cine, antitética a todo lo que yo conocía, en la que cada película podía utilizarse como un mecanismo terapéutico que recetarse uno mismo. El vídeo en casa había convertido las películas en productos de consumo y en fetiches potenciales, que podían pararse, empezarse, rebobinarse, repetirse o abandonarse a voluntad. Éste era el comienzo de un mundo absolutamente nuevo, el mundo en el que actualmente vivimos. Resulta interesante que en la diatriba de Sontag sobre la muerte de la cinefilia, Quentin Tarantino se convierta en lo que curiosamente ahora se denomina una ausencia estructurante: obviamente para ella el problema no es tanto que él no sea un cinéfilo sino que sea la clase equivocada de cinéfilo. El pasado de Tarantino como empleado en un videoclub se ha convertido en un chiste, y me temo que es un chiste despreciativo y esnob (cuando le conté a un amigo mío de lengua afilada que Tarantino era fan de Eric Rohmer, él replicó: «Debe haberlo descubierto en la sección de “cine extranjero”»). Como señala Jonathan, el vídeo en casa puede que haya convertido en objetos de consumo a las películas pero también ha extendido y popularizado la cultura cinematográfica, lo que es infinitamente preferible a las formas más extremas de cinefilia, que tienen una terrible tendencia a degenerar en disputas académicas satisfechas de sí mismas. Por supuesto, ahora ya la cultura del vídeo se ha infectado completamente de la cultura empresarial. Pero, a

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lo largo del camino, la ingravidez de usar y tirar de la experiencia del vídeo ha revelado al cine algunos tipos de contaminación muy interesantes. La aparición de los videoclips y la revolución del vídeo doméstico constituyeron fenómenos paralelos que influyeron y repercutieron uno en el otro. He leído un montón de teorías inútiles sobre los videoclips, por un lado despotricando nerviosamente sobre cómo han destruido la coherencia narrativa y, por otro, afirmando equivocadamente que su estética tiene precedentes históricos tales como Bruce Conner, Kenneth Anger y Un chien andalou [Un perro andaluz] (1928). Pero a mí siempre me ha parecido evidente que el videoclip tuvo su origen en otra tecnología anterior. Una de las experiencias clave de los adolescentes norteamericanos de mi generación fue conducir con la radio puesta sintiendo el efecto embriagador producido por la unión de la música rock y el paisaje que pasaba. Este ritual poético, tecnológico, de un avance sin rumbo, que las más de las veces iba acompañado de hachís o alcohol, es festejado en la canción de Jonathan Richman «Roadrunner», que termina con la extasiada consigna, «Radio on!» [¡La radio encendida!]. También encuentra su perfecta cristalización cinematográfica en Dazed and Confused [Aturdido y confuso] (1993) de Richard Linklater, una película que mejora cada vez que la veo. Un tipo de realidad virtual fabricada en secreto, que producía misteriosas epifanías cuando la imagen borrosa a través de la ventanilla del coche se mezclaba con el sonido de cualquier cosa que viniera a través de las ondas. La experiencia de música/movimiento pronto se perfeccionó con la aparición de la grabadora, lo que permitía escoger la música para que encajara con el paisaje, interior o exterior (siempre se mezclaban bien), convirtiéndose así en una auténtica banda sonora. El walkman fue un perfeccionamiento aún mayor, que permitió liberar la experiencia de los límites del coche y le otorgó el potencial de la privacidad total y un impacto físico más directo. Los videoclips de rock fueron una consecuencia intuitiva de este nuevo tipo de experiencia, engrandecida monumentalmente por la producción en masa. Para alguien como Sontag, una propuesta verdaderamente aterradora. Creo que la sensación de «fundirse» con la música (ya que bajo circunstancias teóricamente ideales debería sonar como si viniera del interior de tu cabeza; las primeras paradas de este viaje son el

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equipo de estéreo doméstico y el añadido posterior de auriculares), la sensación de conducir y ser conducido simultáneamente, ha dado lugar a una nueva forma de hacer cine que se arriesga a caer en la ligereza, para crear a partir de este nuevo género de experiencia moderna. Está presente en las dos últimas (y muy impopulares) películas de Edward Yang, A Confucian Confusion [Una confusión confuciana] (1994) y Mahjong (1996); en Chunking Express (1995), Fallen Angels [Ángeles caídos] (1996) y Happy Together [Felizmente juntos] (1997) de Wong Kar-wai; en Irma Vep y en todas las películas de Atom Egoyan. En muchos sentidos, su manifestación más extrema puede encontrarse en Breaking the Waves [Rompiendo las olas] (1996), una película que a mí me da la impresión de ser la realización perfecta de la fusión música/paisaje en la cabeza de Lars von Trier, que ha guardado preciosamente desde sus años de adolescente hasta su edad adulta. Muchos amantes del cine que conozco tienen un montón de problemas con estas películas. Si tuviese que adivinar por qué, diría que probablemente se debe a que reflejan la infiltración de una subcultura matriz por parte de fuerzas externas. Para mí, cuanto más se arriesgan estos directores a la complicidad con el sentido del movimiento perpetuo que intentan retratar, más emocionantes son. Pero también comprendo que estas películas representan el final de un precioso momento en la cultura cinematográfica que comenzó con la nouvelle vague, y que cuando Godard dijo (en la presentación de su Histoire(s) du cinéma en el Museo de Arte Moderno en los noventa) que el cine, «al menos un cierto tipo de cine, el cine de Rossellini y Rivette», está llegando a su fin, es evidente que éste es el cine que él teme que esté reemplazándolo. Sólo sé que este nuevo cine (si éste es, después de todo, el término correcto) a mí me llega. Cine, cine, cine. Delante del televisor, o en una sala de cine, primero con nuestra madre o nuestro padre o hermano o hermana, luego con amigos o amantes, después quizá solos. Y para nosotros, los hijos de los sesenta, el cine ya era el arte del cine: esa batalla ya la habían librado y ganado nuestros predecesores. Así que, aunque nunca olvidaré la emoción que sentí la primera vez que vi The Crimson Kimono [El kimono carmesí] (1959) o Psycho [Psicosis] (1960), fue mi deseo posterior de aclarar la diferencia entre un corte de Samuel Fuller y otro de Hitchcock, y luego entender cada corte por separado como un hecho único, lo que fue un impulso generacional.

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Mientras que los que nos precedieron se habían centrado en aislar y definir las herramientas del cine, nosotros nos centramos en cada película como un hecho singular, con una lógica y un conjunto de reglas únicos. En este sentido, resulta imposible sobrevalorar la importancia que Manny Farber tuvo para mí como crítico. Más que ningún otro, él describió lo que él veía en la pantalla: aclaraba si le gustaba o no la película con extrema precisión. De hecho, creo que, a su manera, Farber describió perfectamente la ruptura movimiento/tiempo de la posguerra, tan importante en los libros de cine de Deleuze. Pero aparte del hecho de que éramos una nueva generación en busca de nuevos descubrimientos e influencias, debo volver a la tecnología del sonido para llegar al núcleo de nuestra cinefilia. La nuestra fue una generación para la cual escuchar música era una experiencia fundamental y obsesiva, recalco la palabra «escuchar» a diferencia de bailar, tocar o cantar. Y al escuchar las mismas canciones una y otra vez, nuestros oídos se compenetraron con cada una de ellas como eventos sonoros únicos. En otras palabras, no se trataba de la canción sino de la grabación. Los procedimientos de grabación aplicados por Phil Spector y Brian Wilson por primera vez, promovidos por los Beatles después de que dejaran de tocar en directo para concentrarse exclusivamente en hacer discos, y después afinados y articulados teóricamente por Brian Eno, convirtieron a la propia radio en una herramienta de composición. La música no era simplemente la melodía o la estructura sino el timbre de la voz, el tono de la instrumentación, la textura del sonido, el menor rasgo propio de la interpretación, mucho más allá de las fronteras del término «fórmula». Un solo de guitarra ya no era la simple grabación de una elección posible entre varias en un momento concreto del tiempo, sino un componente estructural de un hecho único. En su forma más extrema, este cambio de percepción incorpora al acontecimiento sonoro todo aquello que pudiera parecer ajeno o accidental: imperfecciones en la grabación, incluso un disco rayado de tanto ponerlo (en mucha de la música techno actual se vuelve a la mezcla de los pitidos y rayadas de la cinta). La organización «cinematográfica» de la música rock y nuestras relaciones adolescentes obsesivas con esa música crearon un paradigma que ahora se refleja en la forma de hacer cine, alcanzando un extremo fetichista con Breaking the Waves (donde se exagera el grano de la imagen

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retocándola en el vídeo, y los innumerables saltos de imagen infinitesimales, así como la incesante cámara en mano, se convierten en una evocación estética de la idiosincrasia común del rodaje de documentales en los setenta) y convirtiéndose en locura con Guy Maddin, cuyas películas evocan a la perfección las rayadas grabaciones televisivas en 16 mm de las películas sonoras a principios de los años treinta. Veo un reflejo de este cambio en nuestra transformación de la cinefilia, en especial tal y como fue realzada por el vídeo. Creo que ha sido lo que nos ha permitido ver belleza plástica en un director como Cassavetes. En su ensayo sobre Germania anno zero [Alemania, año cero] (1947), Nicole señala que para Bazin o Amédée Ayfre no fue posible entender la interpretación de Edmund Moeschke en esta película: las preferencias de ambos se habían gestado en un momento muy particular de la historia mundial8. De igual modo, mientras que por una parte parece absurdo que nadie pudiera haber creído jamás que las películas de Cassavetes se improvisaran en el momento, por otra es comprensible que así fuera. Creo que la generación anterior había supuesto sin ningún género de dudas que «la dirección» era una fuerza externa, organizadora, que se desplegaba sobre la acción. Para nosotros, la dirección se convirtió en una cuestión de compromiso con la vida de la película; no la vida capturada por la película sino la materia viva creada en el encuentro entre cámara, realidad y equipo de montaje. Jonathan ha escrito acertadamente que todos nosotros sentimos una afinidad especial con cineastas como Ferrara, Garrel, Hellman y Eustache. Pero yo me aventuraría a decir que el director que realmente ocupa el centro de nuestros corazones es Cassavetes. En Ferrara, Garrel, Hellman y Eustache existe todavía una mano dominante del exterior sobre la acción. En Cassavetes, la mano del director parece como si viniera de lo más profundo de la acción. Cuando Cassavetes rehízo el montaje de Opening Night [Noche de estreno] (1977) porque era «demasiado buena», sospecho que le parecía que el flujo de acción y emoción no estaba suficientemente en primer plano, que todavía se podía reconocer una estructura generada desde fuera de la vida del filme. En The Killing of a Chinese 8 Brenez, Nicole, «Acting. Poétique du jeu au cinéma: 1. Allemagne année zéro» en Cinémathèque, n. 11, 1997.

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Bookie [El asesinato de un corredor de apuestas chino] (1978), la forma en que el viejo chino (Soto Joe Hugh) cierra fuertemente los ojos y la boca, eleva la barbilla y sacude la cabeza con un sentimiento de incredulidad, extrañamente parecido al de los dibujos animados, es un hecho tan estructural en Cassavetes como lo es un cambio de ángulo en Hitchcock. Para muchos antes que nosotros, y muchos otros más, Cassavetes es una alternativa auténtica al cine. Para nosotros, él es el cineasta esencial porque conoce mejor que ningún otro la diferencia entre la vida real y la cinematográfica, y sabe que a ésta no hace falta diferenciarla con artificios ya que se distingue por sí misma suficientemente bien. Es cierto que la experiencia comunitaria, acogedora, de ir al cine se ha desvanecido para siempre, por lo menos aquí en Estados Unidos, y que ya nada la podrá devolver. Creo que si estamos de acuerdo sobre Assayas o Wong es menos importante que el hecho de que nuestras respectivas reacciones sean apasionadas y estén bien fundadas. Al final, eso es lo que distingue al cinéfilo del aficionado, el académico o el carca. Y ahora que hemos llegado al momento de multiplicidad deleuziana, en el que se ha cumplido la predicción de Robert Fripp de una «unidad móvil pequeña y muy inteligente», realmente nos hemos convertido en nuestras propias islas. Que es por lo que escudriñamos el mundo y nos animamos al reconocer en otros algo que nosotros, como amigos de Jonathan Rosenbaum y admiradores de John Cassavetes, reconocemos en nosotros mismos: amor verdadero. Kent

Viena, 5 de agosto de 1997

¡Querida Nicole, querido Jonathan, querido Adrian, querido Kent!

Os escribo en alemán. Vosotros leeréis tan sólo la traducción de esta carta. Estoy preocupado: ¿extraeréis de esta carta exactamente

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lo que yo he puesto en ella? Creedme, sé por qué estoy preocupado: en la cultura cinematográfica de habla alemana, las películas extranjeras no se ven a menudo en su idioma original. Hasta hace muy poco tiempo, solamente las filmotecas y algunos cines de arte y ensayo en las ciudades principales ofrecían películas en versión original. Antes de que yo cumpliera los dieciocho, diecinueve años, el 95% de todas las películas que yo había visto estaban sincronizadas: ésa es la palabra que se utiliza aquí para el doblaje, sincronización. Esta palabra tiene mucho que ver con el modo en que la gente percibe la cultura del cine, que se basa en algunas concurrencias y muchas dislocaciones. La misma idea de nuestra generación, la de los hijos de los sesenta, es un tipo de sincronización. Queremos descubrir los aspectos comunes de cómo nos formamos cinematográficamente, y con motivo, pero en este proceso necesariamente se resaltarán las diferencias también. La ruptura entre las líneas dobladas de un actor y el movimiento de sus labios. Compartimos un entorno determinado en el que pelean por la hegemonía tres actitudes respecto al cine: pesimismo cultural, afirmación del mercado e ironía. De forma sucinta, los pesimistas culturales creen que el cine «de verdad» está más o menos muerto y enterrado, cien años después de su nacimiento, y que los pocos «grandes maestros» que existen todavía se alzarán automáticamente por encima de la marisma (de acuerdo al modelo del genio del siglo xix). La segunda actitud es la de los portavoces de la industria de los medios de comunicación, repitiendo las órdenes del mercado en voz alta. Los «irónicos» se diferencian de la corriente dominante haciendo alarde de su modernismo: siempre están un paso por delante del mercado, para ser alcanzados tan sólo en cuestión de meses (han acuñado el término «independientes»). Yo creo que cualquier escritura o trabajo con películas hoy en día corre el riesgo de caer en una de estas posturas. Pero también pienso que el tipo de cinefilia que nos ha reunido está bien equipado para evitar este triángulo. Jonathan nos pregunta: «¿Cuáles eran las necesidades concretas de vuestra generación que dieron lugar a vuestra rama de cinefilia particular?». Creo que se trató de una necesidad en concreto: la de hacerse suficientemente flexibles, ser capaces de actuar, de reaccionar rápidamente y con conocimiento, para así minar posturas firmemente establecidas. Convertise en las «pequeñas unidades móviles, de gran inteligencia» de las que habla Kent.

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Móviles también en un sentido físico. Viajamos mucho, vamos a las películas si no las trae el mercado; somos cazadores-recolectores de información (ya la intercambiamos). Procuramos observar de cerca lo pequeño y regional en el cine, lo que Deleuze denomina una literatura menor. Jonathan dice que somos rebeldes contra la amnesia. Pero yo pienso que también intentamos resistir el proceso de globalización económica y cultural (otro tipo de sincronización), que constituye la causa principal de esta amnesia. En el contexto de la globalización cinematográfico-cultural se han desarrollado dos falsas alternativas a Hollywood: el concepto de películas «independientes» norteamericanas de Miramax y la reducción del cine europeo y asiático a unos pocos maestros que pueden traspasar todas las fronteras nacionales y moverse en todos los mercados (Krzysztof Kieslowski y Zhang Yimou serían dos buenos ejemplos). A mí me interesan mucho más los cineastas que hablan con palabras y voces concretas, desde un lugar concreto, sobre lugares y personajes concretos. Me gusta la imagen de Jean-Pierre y Luc Dardenne (La promesse [La promesa] [1996]) parados en algún lugar de los alrededores industriales belgas, mirando alrededor y diciendo: «Todos estos paisajes construyen nuestro propio lenguaje». Además de los directores sobre los que hemos hablado a menudo (Ferrara, Assayas, Egoyan, Kiarostami, Wong y otros) hay muchos otros ejemplos, menos conocidos, de este tipo de cine. Sus dialectos son demasiado específicos como para poder insertarlos en el comercio mundial de bienes. Por ejemplo, en Austria: Wolfgang Murnberger (actualmente) y John Cook (en los setenta); en Alemania: Michael Klier, Helge Schneider. O en Kazajistán: Darezhan Omirbaev. E incluso en Hollywood: Albert Brooks. Cada uno de nosotros podría pensar en otros veinte. Al mismo tiempo, la necesidad de «ponerse al día» difiere bastante de un país a otro (y así mismo, por tanto, diferirán nuestras necesidades estratégicas al escribir sobre cine marginal o al programar películas). El año pasado, Film Comment publicó una lista bien escogida de las treinta películas en habla extranjera más importantes y que no habían sido distribuidas en Estados Unidos. En Austria, sorprendentemente, catorce de esas treinta películas se habían exhibido en el circuito comercial. Yo también soy demasiado joven como para haber sido testigo contemporáneo de los movimientos innovadores del cine europeo. Incluso el último de estos movimientos, el Nuevo Cine Alemán,

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prácticamente había acabado cuando mi pasión por las películas y mi «investigación» comenzaron (alrededor de 1980). Pero al mismo tiempo, también soy demasiado mayor como para pertenecer a una generación posterior, que crecía de forma muy «natural» con el vídeo doméstico, los videoclips, videojuegos y ordenadores. Esto podría constituir una parte importante de cómo yo me formé (cómo nosotros nos formamos): el aura de las películas en primera persona del singular (como idea predominante en el cine) estaba todavía en el aire, como una imagen residual, y todavía no era completamente tangible la cosificación del cine en el contexto de la explosión de las industrias del entretenimiento (como idea predominante en el cine). Nacido en este intervalo, sin un principio cinematográfico guía, mi perspectiva era inestable: iba a la vez hacia delante y hacia atrás. Y tengo la misma experiencia que Kent: el único principio a seguir en aquel tiempo, para definirte como persona joven, era la música pop. Para mí, en Austria, el intervalo o espacio intermedio duró más o menos desde 1980 hasta 1986; como un espacio auténtico en la historia del cine, puede que haya durado desde 1975 hasta 1983, desde Saló [Saló o Los 120 días de Sodoma] a Flashdance. Me imagino que también fue la etapa formativa de muchos de los cineastas a los que apreciamos hoy en día. (Al principio, quería seguir aquí con una de las grandes mutaciones cinematográficas en los países de habla germana: cómo ha cambiado en los últimos diez años la ideología de las subvenciones cinematográficas, cómo el Estado y el mercado han convergido en un mismo objetivo: «¡Dejad de miraros el ombligo!». La sutileza de tales políticas cinematográficas recientes encuentra su equivalencia en la bronca de un joven periodista durante una entrevista con Maggie Cheung en Irma Vep. Pero debido a que el Nuevo Cine Alemán no ha producido ni una sola película memorable, comparable a Irma Vep en género y calidad, me abstendré de la digresión y os ahorraré la depresión). Sin embargo, los setenta me atraen, el espacio de esa nueva simplicidad, el tipo de minimalismo que habéis asociado con Eustache, Garrel y Cassavetes, entre otros. Para la cultura cinematográfica alemana, este momento está, por supuesto, vinculado con Wim Wenders, Werner Schroeter y, de forma decisiva, con Rainer Werner Fassbinder. En Alemania, no hacía falta romper con un cine

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interminablemente (auto) referencial a lo nouvelle vague (ya que no existía como tal). Wenders y Fassbinder fueron los primeros en introducirlo, más bien calladamente (y haciendo referencia a películas clásicas de Hollywood, y de forma secundaria a la nouvelle vague). Al mismo tiempo ya habían reconocido la necesidad de un vaciado completo; su inter-textualidad nunca es lúdica sino un eco desesperado de John Ford, Douglas Sirk o Jean-Pierre Melville, relacionada con las deprimentes circunstancias posteriores al 68. La descripción de Jonathan del mundo de Duelle («petrificado, tras una vitrina, desconectado… un mundo privado y más obsesivo») se corresponde precisamente con mi experiencia de la Chinesisches Roulette [Ruleta china] de Fassbinder, del mismo año (1976). Fassbinder había llegado a un punto en el que el pensamiento progresista y la acción en grupo parecían llegar a su fin (tanto artística como políticamente); en el que el discurso público se había vuelto empalagoso, atascado en un punto muerto entre el terrorismo y el estado policial. Las distintas variaciones de esta emoción se representan en su episodio para Deutschland im Herbst [Alemania en otoño] (1978) y Die Dritte Generation [La tercera generación] (1979). El momento está marcado por la desesperación (otra película de Fassbinder a finales de los años setenta lleva incluso ese título) y drogas e impulsos suicidas. En este contexto resulta magnífica la película In einem Jahr mit 13 Monden [Un año con trece lunas], de 1978 (en la que, con Jerry Lewis/Dean Martin en la pantalla de televisión, la referencialidad misma es llevada al nivel de la desesperación). He visto la mayoría de las películas de Fassbinder, Pialat, Eustache, Cassavetes y Garrel, cinco o diez años después de que se estrenaran, pero el profundo dolor que expresaban se convirtió en una sensación conmovedora y hermosa; este dolor siempre parecía haber sido experimentado de primera mano, y mantenía un sentimiento de vida incluso en la muerte o la locura. Me ayudó a perder finalmente toda creencia en la mejora históricamente predeterminada del mundo. Yo no me consideraba a mí mismo apolítico, más bien lo contrario, pero con estas películas sufría de buen grado una derrota simbólica. Creía que me sentiría más a gusto así de lo que los ganadores pudieran sentirse en su victoria codiciosa y oportunista. El hecho de estar interesado en el dolor constituía más o menos un avance en el conocimiento respecto a los amigos más frívolos. Y la autenticidad del dolor (en la pantalla) estaba garantizada por

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el hecho de que muchos directores de aquel momento se dirigían a sí mismos, grababan sus propios cuerpos. Cuando hablamos de la importancia del cuerpo en las obras de estos artistas, puede resultar relevante señalar que a menudo querían sentir su propia carne delante de la cámara; y hacérnosla sentir a nosotros en la imagen en movimiento (por ejemplo: Garrel, Fassbinder, Akerman, Cassavetes, Jacques Doillon, Nanni Moretti). Debo retrotraerme aún más para esbozar mi formación como cinéfilo de forma cronológicamente exacta. Yo soy, como la mayoría de nosotros, un hijo del cine popular norteamericano. La transición de la etapa inocente a la reflexiva está ligada a películas como Alien [Alien: El octavo pasajero] (1979), The Shining [El resplandor] (1980), Escape from New York [1997: Rescate en Nueva York] (1981) y Apocalypse Now (1979), las cuales le dieron un giro intelectual a mi ansia de espectáculo. Se encuentran a mitad del camino que recorrí desde Star Wars [La guerra de las galaxias] (1977) a Blade Runner. A lo mejor la debilidad de Nicole y Adrian por De Palma deriva de una experiencia similar. (Aunque estoy de acuerdo con Kent y Jonathan sobre las limitaciones del cine de De Palma, probablemente yo defendería a Coppola, Paul Schrader o Scorsese de sus objeciones). El comienzo de mis estudios universitarios en el otoño de 1983 (teatro y comunicación, no existen estudios de cine en Austria) estuvo profundamente relacionado con el descubrimiento del cine de autor europeo y con el lanzamiento de una revista de cine llamada Filmlogbuch (Cuaderno de bitácora de cine). En un corto periodo de tiempo el cine explotó para mí. Vi Klassenverhältnisse [Relaciones de clase] (1983) de Straub y Huillet, Toute une nuit, L’enfant secret [El hijo secreto] (1983) de Garrel, À nos amours [A nuestros amores] (1983) de Pialat, Le pont du nord [El puente del Norte] (1980) de Rivette, Sans soleil, L’argent [El dinero] (1983) de Bresson, Stalker (1979) y Nostalgia (1983) de Andrei Tarkovsky; The Draughstman’s Contract [El contrato del dibujante] (1982) de Peter Greenaway, Die Macht der Gefühle [El poder de los sentimientos] (1983) y poco después Paris, Texas de Wim Wenders; Stranger than Paradise [Más extraño que el paraíso] (1984) de Jim Jarmusch (y su Permanent Vacation [Vacaciones permanentes] [1980]); así como la trilogía de Godard Passion, Prénom Carmen [Nombre: Carmen] (1983) y Je vous salue, Marie [Yo te saludo, María] (1985) poco tiempo después. El descubrimiento de las conexiones secretas entre Straub y Huillet, Wenders, Jarmusch

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y Nicholas Ray hizo posible también la apreciación de The Lusty Men [Hombres errantes] (1952) y muchas otras «películas malditas» procedentes de los Estados Unidos. La máxima de Godard sobre los «aliados exiliados» del cine (Wenders, Akerman, Rivette) dio legitimidad a mis inclinaciones (en otro momento también rindió tributo a Straub y Huillet, Pialat y Garrel). En la revista tratamos de hacer un nuevo tipo de crítica de autoría colectiva. Todos los miembros del grupo se involucraron en la escritura de hipertextos enormemente complicados sobre películas importantes a las que entonces denominábamos «discursos». Pero muy pronto surgieron dos bandos opuestos entre los editores: aquellos que se centraban en lo que llamaban un «cine de teoría fílmica», que tenía como referencia a Godard, Kluge, Marker y Gabor Body (su principal enemigo era Hollywood); y los que estaban fascinados por David Cronenberg y David Lynch, que hurgaban en la escena (del vídeo) y el cine norteamericano de segunda para abonarlo de nuevo (su principal enemigo era el «árido» cine de autor europeo). Para este grupo (y para la revista también) esta polarización resultó ser fatal, pero, de forma indirecta, resultó bastante productiva para mí: parecía totalmente lógico y natural incluir ambos intereses en mi relación con las películas. El choque de ideologías se me antojaba inútil y casi incomprensible. Después de todo, yo me sentía igualmente fascinado por Peter Kubelka, Godard y The Texas Chain Saw Massacre [La matanza de Texas] (1974); principalmente debido a su poder «gestual», que convertía mis encuentros con ellos en acontecimientos casi corporales. Supongo que mi cinefilia, que me arrastra hacia cualquier cine más allá de todo, tiene sus orígenes en la mezcla y contaminación conscientes de varias doctrinas puras. Al primero de los dos bandos le debo mis lecturas de Theodor Adorno y Roland Barthes. (La teoría cinematográfica pura y dura no constituía una amenaza para la cinefilia en aquel tiempo en Austria: los textos en otros idiomas apenas se habían aprovechado todavía, y la teoría cinematográfica en lengua alemana era empleada mayoritariamente por semióticos que conocían muy pocas películas nuevas y no tenían relación con la crítica de cine). Al segundo grupo de nuestra revista le debo mi re-encariñamiento con la cultura popular. Recuerdo mi lectura febril de la novela gráfica de Alan Moore, Watchmen, que evoca todo el potencial irrealizable del cine. Al igual que el libro favorito de Jonathan, Watchmen también trata de superhéroes. Pero

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la metáfora era distinta para mí: el círculo íntimo de los amigos superhéroes se rompe por el peso de las utopías opuestas y las circunstancias sociales (como ocurrió con Filmlogbuch). Moore incluso coincidía con mis gustos musicales: al final de Watchmen, cita la canción de John Cale, «Santies»: «Sería un mundo más fuerte, un mundo fuerte pero adorable en el que morir». Todavía no he comprendido exactamente esta poderosa frase (quizá porque se me escapan algunos matices de la lengua inglesa), pero me encanta porque contiene tanto el eco del dolor como el presentimiento de un futuro asombroso. Experimenté esta misma mezcla en el cine cuando conocí por primera vez a mis «propios» cineastas en 1985-86 (aquellos que no había «heredado»): descubrí a Carax y Assayas, y fue como si descubriera todo a la vez: el cine y la música y las dificultades de hacerse mayor. En ambos casos, fueron descubrimientos románticos y apasionados. Era un nuevo cine porque hacía muchas cosas al mismo tiempo, era referencial en un sentido cinéfilo, compartía los placeres y el carácter de la música pop anglonorteamericana y decía sin rubor «yo»; aunque, como yo mismo, podía transmitir la desesperación de una generación anterior sólo mediante citas. Yo ya sabía que Cale algún día compondría música no sólo para Garrel sino también para Assayas o Carax. En una de mis primeras cartas a Kent, ocho años después, encuentro todavía vivo este sentimiento; creo que forma una parte importante de nuestro común entusiasmo. En Cannes 1994, había visto Pulp Fiction, Exotica, Caro diario [Querido diario] y Cold Water [Agua fría] (y me había quedado maravillado por los múltiples usos de las canciones de Leonard Cohen). A Kent le comenté sobre estas películas: [Assayas] muestra cómo se utilizaban los platos y discos en las fiestas, una melodía arrancada de la banda sonora, la aguja chirriando, otra melodía, aguja, la misma melodía de nuevo para sentir los efectos, parecidos a una droga, de repetir una y otra vez tu subidón… No a causa de algún efecto nostálgico, sino porque estos directores actúan/se mueven/piensan en términos musicales y cinematográficos al mismo tiempo. Producen sensaciones al ponerlos juntos, no ilustran, ni prostituyen uno en favor del otro; no pueden hacer más que sentir a uno en el otro.

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Esta imagen-música en el cine (¿L’image-musique?) ha cambiado totalmente el sector establecido desde principios hasta mediados de los ochenta (interconectando las industrias de la música y el cine) y se ha convertido en uno de los aspectos más emocionantes del cine de autor. Incluso nos sorprende en lugares extraños como la reciente comedia Nothing to Lose [Nada que perder] (1997), en la que de pronto la música extra-diegética se convierte en la «autora» de escenas enteras, por ejemplo redirigiendo algo verdaderamente escalofriante (la araña en la cara de Tim Robbins) hasta convertirlo en una loca actuación de baile. En películas como Lost Highway [Carretera perdida] (1997), Illtown (1998) o The Blackout [Oculto en la memoria] (1997) tenemos una vasta narrativa que parece moldeada a semejanza de la música electrónica. (Y es exactamente ahí, curiosamente, donde Nick Gómez y Ferrara encuentran una renovada «relevancia social», al dibujar el Sueño del Estado Norteamericano como un tapiz descentrado: historias de drogas, pérdida de identidad y un Miami nubloso). Aunque muchos en nuestra generación ya tenían que esforzarse mucho para llegar a conocer el ambiente de los noventa y la música dance, creo que es un componente esencial de la caracterización de la narrativa contemporánea en el cine. No es sólo que los artistas de música pop se sientan inspirados por el paisaje cinematográfico, sino que, a la inversa, dichas experiencias musicales, cada vez más y más, son importantes en el nuevo cine. (Sólo tengo que añadir un pequeño detalle, propiamente centroeuropeo, a la precisa genealogía de Kent sobre la relación entre la música pop, la imagen y el movimiento en Norteamérica. Debido a la falta de una cultura de coche-autopista-adolescente propia, nosotros jamás escuchamos a Creedence Clearwater Revival o a Van Morrison mientras conducíamos a través del país. Pero hemos visto y oído cómo, desde el comienzo, Wenders y Peter Handke postulaban esta experiencia como mitológica, importada, en una pequeña película con el revelador título de Three American LPs [Tres LPs norteamericanos] [1969]). Otra de las transformaciones de nuestra generación parece ser el trabajo y la revisión obsesivos de la textura de la imagen; las alteraciones deliberadas del color, la definición y el grano que derivan del dominio de los medios electrónicos y la mezcla actual de tecnologías digitales y analógicas. Nacido de las experiencias visuales que abarcan desde la imagen televisiva del primer hombre en la Luna

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hasta los efectos de alienación moderna en los videoclips, una especie de hongo o virus se ha estado comiendo la otrora transparente imagen cinematográfica. Se ha convertido una ventana al mundo en una tela que el espectador sigue tejiendo incluso sin estar en absoluto interesado en el mundo que queda detrás de ella (desde The Element of Crime [El elemento del crimen] [1984] de Von Trier hasta la «pixelegancia» de Michael Almereyda). Adrian ya ha señalado la tensión entre los cuerpos radicalmente auténticos y los radicalmente sintéticos en «nuestras» películas. Tengo que admitir que considero la mayoría de éxitos populares de taquilla (que buscan una virtualización y desmaterialización completas) como genuinamente inhumanos. Independence Day (1996), The Rock [La roca] (1996), Con Air (1997) y Batman & Robin [Batman y Robin] (1997) honran a nuevos cuerpos e identidades solamente en un sentido fascista; reducen estas posibilidades a aburridos e impasibles fantasmas de una sociedad esclava. Pero sí que creo que existen ejemplos potencialmente liberadores de cómo tratar la corporalidad en el cine comercial actual, que me fortalecen y estimulan como espectador: en las películas de acción asiáticas, en Babe [Babe, el cerdito valiente] (1995) o en las comedias de Jim Carrey. En Escape from L.A. [2013: Rescate en L.A.] (1996), de John Carpenter, el uso consciente de efectos de baja tecnología (la ilusión «inverosímil») ayuda a hacer de nuevo más presentes a los cuerpos. En la visión de Cronenberg de una «Nueva Carne» todo el potencial de nuestros intereses parece por fin hacerse realidad: se trata de cuerpos mutados de formas variopintas, futuristas, pero las películas los representan como radicalmente auténticos. (No obstante, nadie debería sorprenderse de que, como movimiento en contra, intentemos seguir la tradición viva del neorrealismo y promocionemos apasionadamente películas como La promesse, Kardiogramma [Cardiograma] [1995] o Y aura-t-il de la neige à Noël? [¿Nevará en Navidad?] [1996]). Casi me olvido de otro significativo interés común: el cine de vanguardia. ¿Acaso no es éste el lugar donde es más tangible el peso de lo corporal, el uso material/manual del cine? Gracias a este interés, de forma bastante obvia, nos volvemos también en contra de la especialización (el cine de vanguardia siempre ha sufrido por el hecho de habérsele considerado un campo hecho por y para especialistas). En los setenta mucha gente se lamentaba del agotamiento del cine de vanguardia y la segregación de la cultura

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cinematográfica; Andrew Sarris, Peter Nidal y Christian Metz no tienen prácticamente nada que decirse. Creo que mi generación, desde comienzos hasta mediados de los ochenta (sin haber sufrido esta historia o sin habernos enfrentado a una historia aparentemente cerrada), pudo ver las opciones de la vanguardia con nuevos ojos. El primer boom del vídeo musical y el florecimiento de películas hechas con metraje encontrado (revisando así imágenes cinematográficas ya existentes) fueron parcialmente responsables de esto. Por lo tanto, yo también soy hijo de Anger-Brehm-ConnerDeren-Gehr-Kren-Rimmer-Sharits-Snow, etc. (¿Por qué tienen todos nombres tan cortos, claros, nítidos e intensos? Suenan como sus películas). El público ciertamente ha cambiado con nuestra generación, debido a los cambios en la distribución (y las películas que este cambio trajo consigo). El historiador William Paul describe cómo el cine en la era del vídeo tuvo que establecerse primero como un producto de consumo, junto a otros muchos, antes de que pudiera volver a ocupar de nuevo un cierto centro, donde ahora congrega a otros productos de consumo a su alrededor. Las grandes películas hoy en día se hacen y comercializan para cumplir esta función fundamental: no son sólo responsables de sí mismas y de sus audiencias, sino de otros numerosos procesos de consumo. (A menudo parece que han sido dirigidas con la mente puesta en su aparición final en formatos domésticos). Ya que nosotros mismos vamos a estos lugares, ya que también vemos muchas películas en vídeo, porque pertenecemos a una generación intermedia que ha tomado parte tanto en los rituales anteriores como en las nuevas formas de consumo; debido a estas mismas razones, deberíamos rechazar una retórica que habla de la audiencia como un rebaño de ovejas o que le asegura a la audiencia que forma parte, inevitablemente, de ese rebaño. (El mercado dice: «Eso es lo que quiere la audiencia». El pesimista cultural dice: «La audiencia es una masa de voluntad débil dirigida por el sistema»). El fetichismo de los grandes números (ingresos en taquilla, medidas de audiencia televisiva, los sueldos de los actores, etc.), que domina el discurso público sobre las películas, a veces se nos contagia también a nosotros. Nos vestimos de luto si la retrospectiva reciente sobre el western clásico atrae tan sólo a una décima parte de los espectadores que atrajo hace quince años. ¿Pero no

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es más importante que estas pocas personas tuvieran todavía la oportunidad y la elección de ver películas del Oeste en una sala de cine? A riesgo de parecer un esencialista, me pregunto por qué todavía creemos en este tipo de cine; por qué no basta con ver «nuestras» películas en vídeo. El ver una película en el cine significa no ser capaz de tenerla a nuestra disposición. Se desarrolla sin que yo sea capaz de acceder a ella; se me escurre entre los dedos. Por otra parte, el espectador en el cine tampoco está a disposición de la película; ésta no puede hacerme hacer nada, se me ofrece a sí misma. Es un encuentro que yo he escogido, pero ambos quedamos a la misma altura. Pago una cuota de entrada para hacer contacto con la película. La película en vídeo, sin embargo, está dominada por el espectador; se forma, utiliza, desgasta y rompe a voluntad, según la libre organización temporal y espacial del espectador. La película en vídeo se hace pequeña, no sólo en términos del tamaño de la imagen (pantalla), sino también en su relación conmigo como espectador. No me encuentro con ella, le ordeno existir, y voy hacia delante y hacia atrás, avanzo rápido y despacio. Pago la cuota de alquiler o el precio de compra que me permite hacerla pequeña. Quizá fue también una forma de pensar esencialista la que me impidió durante largo tiempo ir a ningún cine con pantalla IMAX («todos estos chismes nuevos»). Hace unas pocas semanas fui al cine IMAX por primera vez. Vi la película Mountain Gorilla (1992), cuarenta y dos minutos de un simplista documental de naturaleza. Pero lo que realmente vi fue la perspectiva de un nuevo medio artístico con inmensas posibilidades. Si el cine muestra imágenes en movimiento, IMAX muestra diapositivas en movimiento. Me acordé de las enormes y brillantes transparencias de Jeff Wall, uno de mis artistas favoritos, y tenía en la cabeza una película IMAX imaginaria, dirigida por Wall y Antonioni, una nueva categoría de narrativa visual sobre gente en espacios (no habiendo visto en todo el rato más que unos pocos simios y selvas tropicales africanas). Frente a este muro de imágenes, me di cuenta de que puede que nos estemos exponiendo a todo tipo de contagios. Si creemos en el cine, debemos creer también que siempre encontrará un bonito anticuerpo para cada virus. Esta carta se ha vuelto muy (quizá demasiado) biográfica. Schefer escribe: «La subjetividad (mi autobiografía) permanece en ella

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más que como un rasgo, como un mecanismo»9. Por lo tanto, una nota privada más sobre nuestra conspiración no puede hacer más daño. En mi cultura, se le pide a cada alumno que lea una conocida obra de Friedrich Schiller del siglo xviii. Su título es Kabale und Liebe (que en alemán quiere decir «Intriga y Amor»). Pero Adrian y Kent ya han firmado sus cartas respectivas con «intriga»10 y «amor». Así que yo quedaré como el que os ha encasquetado la mitad de su autobiografía sin pediros permiso… Vuestro Chico del Cable, Alex

París, 18 de agosto de 1997

Querido Jonathan, querido Adrian, querido Kent, lieber Alex:

Después de todo lo que había escrito sobre mutaciones cinematográficas —el trauma que surge de la hipertrófia teórica (tal y como lo describió Serge Daney), las maravillas de la aculturación del vídeo, la necesidad de hacer ciertos cambios conceptuales para realmente ver las películas modernas, el rol estructurante de la música popular en la narratividad contemporánea, una confianza genuinamente grande en lo que el cine se está convirtiendo… y tantas otras cosas sobre las que, salvo una excepción importante, estoy de acuerdo— me gustaría volver al origen de estos intercambios, la carta de Jonathan, que nos ha dirigido amablemente como a personajes de Rivette, pero en la realidad. Al haber vivido la mayor parte de mi cinefilia adolescente bajo los auspicios de la «muerte del cine», creo que entiendo lo que Jonathan tiene en mente cuando lo convierte en una piedra de toque Schefer, Jean Louis, «Journey», http://osf1.gmu.edu/~psmith5/parcours.html. Juego de palabras imposible de traducir: en el inglés original los autores emplean la palabra cabal (parecida a la alemana Kabale) para referirse al «conciliábulo» o grupo conspirador que ellos forman (N. de la T.). 9

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para la reflexión. Pero el hecho es que, en ese periodo, nadie lo creyó ni por un momento; para nosotros la muerte del cine representaba simplemente un tema melancólico y grandilocuente que ciertos cineastas necesitaban para hacer sus películas. Era un tema encantador, eso es cierto: cuando lo abandonaron, las películas de Wenders se volvieron de una alguna forma insoportables de ver, y cuando Godard quiso hacer de nuevo una película sobre (o con) la juventud, una obra que era crítica pero sin melancolía, hizo la que es, a mi parecer, su primera y única película mala, For Ever Mozart [Para siempre Mozart] (1996). Creo que entendí completamente el carácter dinámico de la muerte del cine tan sólo cuando tuve que explicárselo a otro. Todavía recuerdo a este hombre jovencísimo (el hijo del dueño de un cine de Marsella, apunto para Jonathan11) saliendo con lágrimas en los ojos de una presentación increíblemente brillante de Daney, su ídolo entonces y ahora, preguntándome: «Daney ha dicho que el cine va a morir, así que ¿qué podemos hacer?». Tuve que consolarle diciéndole, aunque yo misma estaba impresionada: «No, el cine no va a morir, no te preocupes; si tú lo creas, entonces por propia definición no muere». Después de lo cual puse en orden mis vagos recuerdos de Saturn and Melancholy12, le conté los cuentos y leyendas de la cinematografía moderna y, unas pocas limonadas después, estaba más animado. (Lo último que he oído es que se dedicaba al teatro y a la fotografía). En resumen, la muerte del cine duró bastante como una fórmula ingeniosa, y su aspecto productivo se hizo evidente en cuanto se desvaneció como un tema estético, para ser sustituido por películas de buenas intenciones, muy logradas y oscuras. De igual modo, yo sostendría que mientras que la cinefilia clásica tenía sin duda una razón de ser, la cinefilia moderna se ha convertido en una forma de vida. Veo a mis amigos y estudiantes más jóvenes, que sólo piensan en el cine, esperando el estreno de las películas de sus autores favoritos de la misma forma que uno espera a su novia: con tanto amor, esperanza y fervor que, al final, a veces acaban por no verlas siquiera, del mismo modo que uno no Tal y como vuelve a relatar Rosenbaum en Moving places: A Life at the Movies, Berkeley & Los Ángeles, University of California Press, 1995, su abuelo y su padre dirigieron una cadena de salas de cine en Alabama. 12 Klibansky, Raymond; Panofsky, Erwin; Saxl, Fritz, Saturn and Melancholy, Nueva York, Basic Books, 1964. 11

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se atreve ni a mirar fijamente a la criatura de la que está locamente enamorado. (Es un fenómeno que entendí mejor cuando lo experimenté yo misma: me había gustado tanto Carlito’s Way [Atrapado por su pasado] [1993] que no pude soportar Mission: Impossible y tuve que volver atrás para descubrir cuál era el problema). Sueñan con ellas de noche; uno de ellos soñó una vez con The Addiction [La adicción] (1995) meses antes incluso de que fuera estrenada, y su sueño («apenas se ve a Christopher Walken y hay que esperar un buen rato para ello») demostró ser cierto, tanto como el sueño premonitorio de Adrian sobre Planet of the Apes, que se parece a una memoria proyectada y muestra ante todo la intimidad e intensidad de la relación de la cinefilia con las prácticas de la imagen en general: son como avezados arqueólogos, que necesitan tan sólo de la sombra de una imagen para reconstruir una película entera. Se levantan por la mañana (sobre las doce), ven películas durante el desayuno (en vídeo), luego se van a verlas en salas (en formato cine), unas pocas las exhiben de noche (en formato cine), luego se van a verlas todos juntos (toda la noche); ellos las hacen (en todo tipo de formatos); las comentan en diarios y cartas privadas y, sobre todo, hablan sólo de cine. (Así entiende uno que el cine nos libra de hablar de nosotros mismos; la única intimidad que toleramos es imaginaria, y el único imaginario que toleramos es compartido. Todo lo demás es extremadamente secreto). ¿Les convierte esto en consumidores? No, tiene que haber una pequeña curiosidad, una virtud que prevalece entre ellos, para que salgan de las películas de género y se conviertan rápidamente en expertos. ¿Les convierte eso en criaturas apolíticas, desgajadas del mundo? Por el contrario, se sumergen en los pensamientos histórico-críticos, pasan por Pier Paolo Pasolini, Fassbinder y Godard en vez de Hegel o Marx (a los que descubren a continuación) y, en mi opinión, esto les proporciona una versatilidad mayor. Christian Metz nos enseñó que el santo patrón de la gente del cine no era el señor Sony sino san Agustín, porque él había concebido el cine mucho antes de su existencia («Un sistema donde la realidad fuera el símbolo de la propia realidad»). Después de la carta de Adrian, tengo la impresión de que el santo patrón de los cinéfilos es Artemidoro, el antiguo autor de La interpretación de los sueños: principalmente debido al trabajo de precisión que requiere la interpretación de imágenes, pero también, tal y como Michel Foucault recuerda en El cuidado de sí, porque «el

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análisis de los sueños era una de las técnicas de la existencia»13. Para esta generación de cinéfilos, la imagen, en cualquier caso, no representa un reflejo o una sustitución del mundo. Es una materia, una sustancia, algo que subsiste y con lo que uno puede trabajar como si fuera arcilla; las imágenes no están vivas, pero son algo concreto. (Las imágenes vivas pertenecen a la siguiente generación, las del Tamagotchi). Realmente es por esa razón por la que nos hace tanta falta no sólo Godard sino también De Palma: porque, el primero en la forma de ensayo y el segundo en el ámbito de la ficción, han explorado a fondo la economía de imágenes. Han mostrado a través de las propias imágenes cómo éstas parecen limitadas, cómo difieren unas de otras en el contexto de una misma película y, a continuación, los modos lógicos en que uno puede descubrirlas, compararlas, completarlas, transformarlas, agotarlas, convertirlas… En los casos tanto de Godard como de De Palma, no se trata ni de una sobrecarga referencial ni de un abandono de la realidad y la vida, bajo mi punto de vista, sino de dos iniciativas críticas trabajando juntas que, en sí mismas, son necesarias y vitales para la comprensión de los poderes del cine. Lo que amenaza con desaparecer en semejante cultura es, más bien, la lectura. Pero no parece que sea así, a juzgar por el ejemplo de mis amigos, que tiene un parecido familiar a los personajes de Tesis (1996)14: antes de ver Drugstore Cowboy (1989) se leen las obras completas de William Burroughs; y como por encima de todo les encantan las películas de fantasía, se saben a Edgar Allan Poe de memoria; Maurice Blanchot les ayuda a entender Body Snatchers [Ladrones de cuerpos] (1994) (¡uno de ellos subrayó en La comunidad inconfesable los mismos pasajes que Jacques Aumont!)15; y supongo que también leerán textos sin conexión directa con el cine. Por otro lado, algo que a todos nos gustaría que desapareciese es el vídeo doméstico, esa muleta frágil, fea, pesada y torpe: esperamos impacientes la próxima tecnología, en la que las películas se reconstituirán en brillantes discos fáciles de usar y de intercambiar y enviar alrededor del mundo. (El que haya magníficas películas de vídeo, Foucault, Michel, El cuidado de sí. Historia de la sexualidad, volumen 3, Madrid, Siglo xxi editores. Cf. también Artemidoro, La interpretación de los sueños, Madrid, Gredos, 1989. 14 Un thriller de terror del director español Alejandro Amenábar, ambientado en una escuela de cine, que trata sobre el rodaje de una película snuff. 15 Aumont, Jacques, «Leçon de ténèbres», en Cinémathèque, n. 10, 1996. 13

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como The Giant [El gigante] [1983] de Michael Klier, o grandes obras en vídeo, como las de Bill Viola, tan sólo demuestra el genio de los artistas que se han impuesto a la tecnología mediocre). Sin duda Jonathan escribió con el espíritu de provocar y como un desafío que debía ser contestado: yo no comparto en absoluto su visión del cine después de la nouvelle vague. A medida que yo iba poco a poco descubriendo el cine, percibí que, aparte de los noventa, que prometen ser magníficos, ha habido tres grandes décadas en las que los autores, conjuntamente, estaban inspirados (aún no sabemos qué los inspiró): la década de 1890, cuando todas las películas eran estupendas, debido quizá a la cualidad artesanal de la ayuda al cine, pero lo más seguro es que se debiera a que la larga batalla entre Étienne-Jules Marey y Georges Demeny alimentó la historia de las formas; la década de los veinte, gracias a la invención sin igual del material de montaje; y la de los setenta, debido a la libertad formal que triunfó entonces. En cualquier caso, no puedo considerar los setenta como unos años de estancamiento y de suspensión del significado: desesperación histórica, sí; petrificación estética, desde luego que no. Fue con desesperación que Fassbinder hizo de cada una de sus películas un tratado sublime sobre la violencia; fue con desilusión que Godard y Jean-Pierre Gorin dieron lugar a sus panfletos más hermosos; con tristeza que Eustache rodó sus obras maestras, La maman et la putain y Mes petites amoureuses (1975); con desencanto que Akerman pudo llegar a la crudeza de Jeanne Dielman (1975)… En los años setenta, que por supuesto me perdí en su momento y ahora apenas estoy empezando a descubrir, se rodaron las películas más bellas de Pialat, Garrel, Jean-Daniel Pollet, Jacques Rozier, Bresson… Éstas fueron (siendo un poco flexibles) Tom, Tom the Piper’s Son [Tom, Tom, el hijo del gaitero] (1971), Two-Lane Blacktop [Carretera de dos carriles] de Monte Hellman (1971), casi toda la obra completa de Paul Sharits, Berlin Horse [El caballo de Berlín] (1970) de Malcolm Le Grice, la película más hermosa de Straub y Huillet (Trop tôt, trop tard [Demasiado pronto, demasiado tarde] [1981]), Reminiscences of a Journey to Lithuania [Recuerdos de un viaje a Lituania] (1972) de Jonas Mekas, Badlands [Malas tierras] (1973) de Terrence Malick, Free Radicals [Radicales libres] (1979) de Len Lye, Les doigts dans la tête [Los dedos en la cabeza] (1974) y la primera película de Ferrara, The Driller Killer [El asesino del taladro] (1979) que es puro

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Bataille sin adulterar… El año pasado, Kent organizó en Nueva York un festival de películas norteamericanas de los setenta; veinte películas, veinte obras maestras, desde Cockfighter [Gallos de pelea] (1974) hasta Dog Day Afternoon [Día de perros] (1975). Podría hacerse lo mismo con películas de Francia, Alemania, Japón… El pasado viernes puse en el programa de la Cinémàtheque Der Tod der Maria Calibran [La muerte de María Calibrán] (1971) de Schroeter. En el auditorio, que estaba lleno hasta las tres cuartas partes de su capacidad, había casi exclusivamente gente joven que tenía curiosidad por este cine legendario e invisible; salvo unas pocas excepciones, estaban asombrados, abrumados, entusiasmados por tanta libertad formal unida con semejante amor a la belleza. En cierto modo, el cine de Schroeter convierte al cine actual en algo pasado de moda, al parecer más nuevo que la mayoría de las películas acartonadas de hoy en día. A lo mejor les habría gustado menos si Wong Karwai no les hubiera acostumbrado a la contemplación de rostros, al estudio del color y la destrucción narrativa. Pero el ver películas de Garrel, Eustache y Hellman, ya sea en la Cinémathèque o en copias malas de vídeo, produce invariablemente el mismo efecto. Hace no mucho tiempo, Jonathan y Kent me llevaron aparte y me explicaron que Pialat no era en absoluto conocido en Estados Unidos; para Norteamérica, el cine francés se acaba con la nouvelle vague y, necesariamente, nada le sigue. No resultaría difícil demostrar lo contrario: después de la nouvelle vague vino lo esencial, un cine que, en su totalidad, estaba impregnado de una necesidad vital de experimentar, de permitir a los autores ejercitar su inventiva hasta el extremo, de no recurrir a ninguna solución simple, de formular cada pregunta hasta el extremo del delirio (como en The Last Movie [La última película] [1971] de Dennis Hopper) y lo inadmisible. Alex ha citado uno de los momentos emblemáticos de todo esto, por una coincidencia que ya no me asombra pero me sigue encantando, una secuencia que también me ha ocupado durante meses: la del baile del capitalismo en In einem Jahr mit 13 Monden cuando, en lugar de una esperada explicación narrativa, Fassbinder se arriesga al infierno de la pérdida formal, gracias a lo cual puede elaborar una teoría pasmosa sobre la renuncia humana. Aquello que inspiró colectivamente el cine de los setenta (que ya nunca podré llamar post-nouvelle vague porque es algo muy rico y autónomo): se trata obviamente de un impactante cuidado formal relativo a la figuración de la historia,

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e incluso si no todos los autores son tan brillantes como Fassbinder, pocos son los que no son presa de esta preocupación. Lo único en lo que estoy en desacuerdo contigo se refiere al trauma teórico sufrido durante ese periodo: eso se debe a que, a diferencia de Alex, Adrian y Kent, yo no hice estudios de cine. El resultado es el mismo, pero el impacto emocional muy diferente. Yo estudié literatura; cuando, saturada (pero no enfadada), decidí cambiar de campo y centrar mi investigación en el cine, los instrumentos y conceptos que estaban muy en activo en este otro campo me parecieron muy familiares: eran inevitablemente los mismos, Barthes, Gérard, Genette, semiología y psicología. De este modo, todo lo que yo quería aprender, lo que no pude estudiar en literatura y que me interesaba del cine, tuve que descubrirlo por mi cuenta: la dimensión figurativa del cine (en aquel tiempo ni siquiera sabía ponerle nombre), el tratamiento del cuerpo, el gesto, la interpretación, los efectos de la presencia, velocidad… A diferencia de Adrian, a mí la teoría de los setenta no me había decepcionado porque no me gustara, sino porque me parecía una cosa tan completa en sí misma que no tenía sentido volver a ella. Para abordar el cine como un campo de mediación figurativa, se necesitaban otros instrumentos diferentes que uno podía idear a partir de textos más antiguos (Vachel Lindsay, pero también Visible Man [El hombre visible] de Béla Bálazs, los textos críticos de Jean Epstein, Sergei Eisenstein, Pasolini…) y, sobre todo, de las propias películas; comenzando con The Killing of a Chinese Bookie, para mí el mejor tratado de todos los tiempos sobre formas cinematográficas. Desde entonces, el único método posible ha sido el empirismo de los principios: el poner siempre tu confianza en la película, asumiendo siempre que una película puede pensar tan bien como un texto teórico; lo que se convierte en un maravilloso y exigente desafío cuando piensan exactamente lo mismo. (Durante los últimos meses he estado trabajando sobre Lon Chaney, y las conexiones con el psicoanálisis han demostrado ser fuertes y bastante delicadas: ¿cómo se puede explicar que las herramientas del psicoanálisis, tales como la castración y la asimilación, no abarquen las invenciones de Lon Chaney, sino que más bien Chaney abre un nuevo campo en las cuestiones de la comprensión del cuerpo?). Este método es una protección: el principio básico es que el cine no es ilustrativo sino que tiene sus propios poderes figurativos, que resulta necesario seguir sus propuestas tan

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lejos como sea posible y que éstas no son «justificables» por ninguna otra disciplina, al menos de momento. Al leer la carta de Kent, me he dado cuenta de que este principio de «análisis libre», si lo puedo llamar así, constituye nada menos que la otra cara del momento en el que, como él escribió en una ocasión, «el cine tuvo que ser invalidado por algo externo a él». Pero para mí la consecuencia es que nada aclara tanto una imagen como otra imagen, nada analiza una película mejor que otra película. Muchos otros cinéfilos han realizado el mismo esfuerzo, una ruptura (más o menos dolorosa) seguida de una renovación, en cuestiones de historia, estética, de método: revistas como Meteor en Austria, Close Up en Italia, Cinémathèque y Trafic en Francia resuenan unas en otras. ( Jonathan y Kent no podían pensar en ningún equivalente en los Estados Unidos, lo cual me sorprendió). Por lo tanto, no siento ninguna animosidad hacia las teorías de los setenta. Por el contrario, cuanto más tiempo pasa, más las veo como una protección. Foucault y Adorno siguen siendo puntos de referencia incuestionables y me parece que su lectura (yo fui precoz, pero al principio realmente no entendí nada) me ha impedido subscribirme a reflexiones burguesas (para siempre, espero). Por ejemplo, me asombra cómo la mayoría de críticos de cine, con algunas felices excepciones, rechazan las películas más importantes. Ni siquiera estoy hablando de las películas de Rose Lowder o Cécile Fontaine (que ni siquiera ven) sino de películas incontestables como The Blackout o Ma 6-T Va Crack-Er [Mi ciudad va a hacer «crack»] (1997), de Jean-François Richet. En ambos casos, para evitar la contemplación de la violencia, recurrieron (tal y como escribió Adrian, que debía tener otros ejemplos en la cabeza) a una espantosa vuelta a criterios morales, a un moralismo sin ningún sentido político o ético (para Richet, que hizo una película indispensable sobre la desgracia y la sublevación, sin concesiones) y con ninguna discriminación formal (para Ferrara, que realizó la elegía a la imagen más hermosa que el cine ha producido en mucho tiempo, una elegía profundamente amable). En este momento, me temo que lo mismo le ocurrirá a Docteur Chance [Doctor oportunidad] (1997) de F. J. Ossang, por su exceso de belleza y poesía, sus imperfecciones demasiado conmovedoras, y su espíritu, que parece demasiado poderoso para el criterio de hoy en día, que son siempre construcciones puramente realistas. (Yo también tengo mis

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propios límites: jamás se me ocurriría ir a ver películas que mucha gente me ha asegurado que son magníficas. Inmediatamente me repelen, y preferiría ir a ver The Blade [La espada] [1995] de Tsui Hark por décima vez). También formaban parte del legado de los setenta muchas cosas inaceptables, tanto grandes como pequeñas; por ejemplo, los ecos de la excomunicación sectaria y las eternas polémicas que Adrian menciona en su carta, escuchadas en la retórica de nuestros profesores. Un profesor mío, por ejemplo, comenzaba compulsivamente cada frase con las palabras: «Quería decir que…» seguidas de la aseveración de que, en general, no había nada que decir (un verdadero logro, en el caso de Rimbaud). Debido a esto, me enseñé a mí misma a no dudar nunca antes de afirmar algo firmemente, y no tomar nunca la más mínima precaución retórica. Mejor estar equivocada que estar segura. A un nivel más serio, para aquellos que, como yo, habían progresado en su cinefilia a través de la lectura de Cahiers du cinéma a lo largo de los setenta, el interés por el cine norteamericano tenía un aspecto de deliciosa transgresión. Un día, en 1978, la víspera de mi examen de Filosofía, mi hermana menor (mucho más a la moda que su ortodoxa hermana mayor) me llevó a ver Saturday Night Fever [Fiebre del sábado noche] (1977), para «distraerme». ¡Menuda sorpresa fue el comprobar que sí, el cine norteamericano era muy bueno mostrando a gente y sencillos sentimientos! Y uno de los espectáculos cinematográficos más conmovedores de toda mi vida sigue siendo el ver a mi hermana pequeña y sus amigos bailar siguiendo los pasos de la canción Night Fever en el garaje familiar. ¿Cuántas veces habían visto la película, hasta aprenderse esos pasos de memoria? Bailaban para sí mismos, por placer, pero era tan hermoso como las procesiones funerarias en los acantilados de Bandiagara. Durante mucho tiempo, mis prejuicios habían impedido que me gustara nada aparte de Bresson, Carl Dreyer y Godard, pero, de repente, cuando defiendo Mission: Impossible, frente a Jonathan y Kent, me parece que no lo hago a ciegas. La otra consecuencia es que comencé a descubrir todo aquello de lo que Cahiers du cinéma no hablaba, empezando por el cine experimental, cuya ausencia en la cultura cinematográfica francesa sigue siendo un malentendido nefasto. Para decirlo claramente: los setenta fueron años de división y «duras palabras» (como ha escrito Adrian), años en los que se llevó

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a la práctica la consigna de Godard: «La televisión une a la gente, mientras que el cine la divide». Ahora, y para mí ésta es la más preciosa mutación cinematográfica, hoy en día somos testigos de una especie de expiación, no tanto una reconciliación (con todo respeto hacia Adorno) como un rechazo de los límites establecidos y un sentido más amplio de lo que constituye el arte cinematográfico por parte de los cinéfilos. Hubo un tiempo en que el cinéfilo amaba un género o «campo» (tal y como lo define la politique des auteurs) en particular; hoy es posible amar tanto a Hark y Sharits (dos grandes directores de la crueldad), John Woo y Le Grice (la obra respectiva de cada uno sobre la velocidad explica la del otro). Conozco unos pocos precedentes, además del libro de Amos Vogel Film as a Subversive Art16. Hoy en día, sin embargo, es un hecho obvio tanto como un deseo, algo que nuestras cartas demuestran y que la Cinémathèque Française ha puesto en práctica cada día que ha programado películas «impuras» de Dominique Païni y Jean-François Rauger, y que las nuevas revistas de cine como 101 o Episodic reflejan cada mes. En el cine, puedo encontrarme por casualidad una noche en la proyección de la obra de Stéphane Marti al mismo tipo que al día siguiente en Pazeekah [Corazón puro] (1970), una maravillosa comedia musical india. Los mismos jóvenes hacen retrospectivas tanto de Hark como de los éxitos de Bresson, mientras que otros vuelven cada viernes para ver tanto obras experimentales como películas de explotación. Me entró curiosidad por ver las películas de una joven cineasta de la que nunca había oído hablar, Anne Benhaïem, cuando leí la lista de las películas que le habían inspirado, que incluía Blow Job [Felación] (1963) de Andy Warhol, Les enfants desacordés [Los niños mal avenidos] (1964) de Garrel y The Act of Seeing with One’s Own Eyes [Ver con tus propios ojos] (1971) de Stan Brakhage17. Y a pesar de todo ello, no es una cuestión de ecumenismo, ni de una súbita reintegración de cines opuestos dentro de la cultura cinematográfica ortodoxa, ni un aspecto derivado del centenario: se trata fundamentalmente de rechazar todas las barreras dominantes, de criticar lo que nos han enseñado, de no creer nunca ni una palabra de la comunicación cultural estándar sobre ninguna película. Y otra ventaja es que eso puede servir en la creación de una verdadera historia de las formas. 16 17

Vogel, Amos, Film as a Subversive Art, Nueva York, Random House, 1974. Benhaïem, Anne, «Le court métrage n’est pas un genre en soi», en Positif, n. 432, 1997, p. 87.

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Durante varias semanas puedo ver The Inspector [El inspector] (1988) de Arthur Omar en la sección de Cine Experimental del catálogo del Museo de Arte Moderno, y Marquis de Slime [El marqués de Slime] (1997) de Quelou Parente en una sesión alternativa de la Cinémathèque: dos películas asombrosas, obviamente rodadas bajo unas difíciles condiciones de financiación y, aún así, más suntuosas que nada de lo que hizo Cecil B. DeMille. Dos películas, sobre todo, que pertenecen a la misma historia formal, un tipo de historia que considera el cine como una mezcolanza heterogénea, que se perpetúa a sí misma, de teatro, cine, fotografía, tiras de cómic, arte informático... en ambos casos, un cine que es irregular y deliberadamente pródigo. Los orígenes opuestos de estas dos películas (la primera un panfleto político, un panegírico del cine de explotación en el segundo caso) son obviamente menos importantes que el hecho de que se mezclen. Entre estas dos películas, que a priori no tienen nada que ver una con la otra, existe una relación: al compararlas con otras obras parecidas, como las investigaciones de Jean-Michel Bouhours o My Own Private Idaho [Mi propio Idaho privado] (1991), se observa que desde Emile Cohl el cine es ante todo un conjunto de técnicas variadas, y también que la técnica de morphing es una mutación cinematográfica falsa, pero, aun así, una evolución normal del sistema, que exacerba ciertos fenómenos de artificio sin recurrir siquiera al procedimiento real de rodar. (Según Alain Bergala, Rossellini inventó el morphing en la versión francesa de India [1958], para los pasajes de transición entre los capítulos de la película, cuando los animales se metamorfosean rápidamente). Jonathan y Alex están siempre a la vanguardia y llevan a cabo el trabajo más importante: ver películas procedentes de todo el mundo, distinguiendo unas de otras, y dar cuenta inmediatamente de ellas, librando una batalla cotidiana contra las fuerzas de la industria. Ahora mismo, estoy protegida por mi fortaleza universitaria, así que el trabajo que realizo aquí es del tipo que uno sólo puede llevar a cabo en un lugar que está felizmente aislado del mundo económico: ver películas sin tener que tener en cuenta sus orígenes industriales ni sus legitimaciones culturales, no para privarlas de su historia sino para entender, lo más claramente posible, tomando el tiempo que sea necesario (dos años para una hora de Chinese Bookie, pero incluso entonces íbamos muy rápido), qué es lo que realmente están diciendo. Para ver que Cassavetes es uno de los grandes

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artistas plásticos del siglo. Para comprender que Body Snatchers, que procede del escalón más bajo de la industria de Hollywood, es una obra mucho más experimental que las de aquellos que imitan las magistrales películas de Jürgen Reble. Para ver que Sharits y Hellman lograron al mismo tiempo las mismas formas de destrucción plásticamente hermosas, pero con fines radicalmente distintos. Para comprobar cómo Al Razutis y Godard pensaron al mismo tiempo en crear una historia del cine en su propio medio, sin saber el uno del otro. ¿A qué fin sirve esto? E incluso si yo no creyera en la posibilidad de una historia formal objetiva (pero creo firmemente en ella, ya que las palabras «obra abierta» se repitieron sin cesar durante los setenta, y el pensamiento dio forma y extendió la idea de que en una obra de arte podía decirse cualquier cosa y que todo era correcto), al menos sirve para demostrar que las películas son hermosas e interesantes, siempre más ricas de lo que uno piensa que son y no necesariamente en la forma en que uno había creído que lo serían, para encontrar más placer y encontrarlo en todas partes, tanto en la fascinante V.W. vitesses women [V.M. velocidades mujeres] (1972-74) de Claudine Eizykman como en la muy emotiva Dans les coulisses du clip «California» [Detrás de las cámaras del videoclip «California»] (1996), un documental sobre el rodaje de Ferrara de un videoclip de Mylène Farmer. No creo que se trate de un tema de eclecticismo. Creo que el cine, para nosotros, es, ante todo, un conjunto de experiencias psíquicas y que así es como se relaciona con lo real. Está la experiencia del cliente de Kent en el videoclub («Algo grande y lujoso en lo que pueda realmente sumergirme»; personalmente lo encuentro encantador); están las experiencias de las que Jonathan habla en su libro Moving Places, en particular el conjunto formidable de distintas descripciones de On Moonlight Bay [En la bahía a la luz de la luna] (1995), vista en diferentes momentos de su vida. Este año, un inquieto estudiante me planteó una pregunta preocupante: «¿Qué hay que hacer para analizar una película?» (preocupante porque la pregunta habitual suele ser «¿Cómo analiza uno una película?» o «¿Cómo puedo hacerlo?»). Al menos tal y como yo puedo explicarlo, en mi caso hago dos cosas: primero, tengo confianza en la película (lo cual es fácil); luego, intento reconocer lo que no entiendo (lo cual es muy difícil). Así, las películas más importantes para mí siguen siendo aquellas que no comprendí

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cuando las vi por primera vez, las películas que exigían de mí un gran esfuerzo antes de poder amarlas: películas «strombolianas», ya que la primera de éstas fue Stromboli [Stromboli, tierra de Dios] (1949), al principio imposible de ver debido a mi pasado anticlerical y porque en aquel tiempo, confundiéndola con La Terra Trema: Episodio del Mare [La tierra se mueve: episodios del mar] (1948), no entendía realmente cómo la divina gracia podía resolver los problemas de los pescadores… Éstas son películas que resisten, que uno debe superar al modo que Ingrid Bergman escaló su volcán, y esto te cambia para siempre: Stromboli, Mission: impossible, Nice: À Propos de Jean Vigo [Niza: a propósito de Jean Vigo] (1983) de Oliveira. Hay también películas apetitosas, que te permiten descubrir, de forma inesperada, todo un mundo: Saturday Night Fever en el cine comercial norteamericano, Schwechater (1958) del cine experimental, Hard-Boiled (1992) en el cine de Hong-Kong. Están las películas que te acompañan a lo largo de tu vida (L’atalante [1934], Francis, God’s Jester [Francisco, juglar de Dios] [1950], By the Bluest of Seas [En la orilla del más azul de los mares] [1936]; la película con la que, instintivamente, comparas todas las demás (Adebar [1957]); la película que permanece en tu cabeza como una canción popular y en la cual las imágenes familiares vuelven una y otra vez del mismo modo que tarareas un estribillo (King of New York [Reyes de Nueva York] [1990]); aquellas que no puedes volver a ver de lo mucho que te han encantado (Le Mépris [El desprecio] [1963]); aquellas que entiendes en fragmentos, poco a poco, a lo largo de toda una vida (Faces [Rostros] [1968]); aquellas que esperas entender algún día (Cockfighter); aquellas que debes esperar a que cobren más fuerza (Epileptic Seizure Comparison [Comparación de ataques epilépticos] [1976]); aquellas que te dan de pronto todo lo que necesitabas (Animated Picture Studio [Estudio de imágenes en movimiento] [1904], The Killing of a Chinese Bookie)… Sin embargo, nunca me he encontrado con una película que me hiciera alejarme del cine. Y Adrian tiene absolutamente toda la razón, luego están las películas de Jean Rouch, en las que uno encuentra todas las otras. Y tantas, tantísimas otras experiencias, porque, en definitiva, a mí el cine me parece inagotablemente generoso. También debería decirse que hoy en día hay muchas otras formas y prácticas más allá de las de nuestro grupo (marginal) dentro de la cultura de la cinefilia, que casi siempre es contracultural ya

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que sigue siendo una tribu de criaturas muy diferentes y a menudo inadaptables al mundo social; que la idea de generación es útil en lo que pueda ayudar a definir qué es lo que nos determina, queramos o no, pero que esto también constituye un tipo de técnica fácil que uno debe refutar. Queridos amigos, disculpadme, esta carta es demasiado larga: quiero que veáis aquí sólo vuestras reflexiones y la afectuosa atención que han suscitado. Desde que os conozco, me encuentro en el mismo estado que Tom Courtenay, el personaje principal de The Loneliness of the Long Distance Runner [La soledad del corredor de fondo] (1962), quien quema los pagarés que le habían dado a cambio del amor de su padre: «He aprendido mucho últimamente… Pero no sé exactamente el qué». Por ésta y tantas otras cosas, os mando un beso fuerte. Nicole

París, 25 de septiembre de 1997 Para los Cuatro Mosqueteros de la nueva generación, y para mi viejo amigo Jonathan: Sumergirse en vuestras cartas es como forzar la entrada de una casa. Incluso si al principio soy vuestro partidario más devoto (y de hecho soy la siguiente entrega en la serie comenzada por Jonathan y seguida por cada uno de vosotros), las cartas me provocan angustia. Esta angustia nace de la lógica imposible de gustos, sentimientos y circunstancias personales (una vez, eso sí, que propongo las mías para tratar mejor las vuestras). ¿Cómo puede uno conjugar, por ejemplo, la lista de Adrian con las películas de los ochenta más importantes para él (Sans soleil, The State of Things, Passion, Toute une nuit, L’hypothèse du tableau volé; ésta podría ser mi lista, especialmente en lo que se refiere a Marker y Godard) con el riesgo lógico que Kent corre al unificarlo todo finalmente en Cassavetes (aquí, de pronto, me siento excluido, y esto no es un juicio sobre

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la obra)? ¿Cómo te ubicas a ti mismo en la corriente que atraviesa las cartas de Alex, generosa y que lo abarca todo, y aún más las de Nicole, que te desorienta, no porque no sepas cómo amarlas, sino porque realmente es demasiado, el entender la ley o el deseo (es todo una misma cosa), el credo político o artístico, que gobierna esas olas afectuosas de nombres y títulos? Como Nicole, no me gustaría dar demasiado crédito a la idea de las generaciones, incluso si no puedo olvidar la convicción de Serge (lo siento, «Daney» es demasiado) de que nuestra generación (suya y mía) no ha hecho realmente su trabajo en lo que se refiere a la nouvelle vague y las grandes obras intelectuales que le fueron contemporáneas. Así que, de todos modos, estamos limitados por generaciones, a pesar de la soledad de cada uno. Creo, por ejemplo, que nunca he entrado en un videoclub para comprar una película. En realidad, sólo ocurrió una vez: hace muchos meses, corrí a una tienda FNAC para buscar Miss Oyu (1951) de Kenji Mizoguchi, que nunca había sido emitida por televisión. Tenía que presentar la primera secuencia de la película en la Cinémathèque Française, y tenía que repasarla de nuevo, con paciencia, plano a plano, lo mismo que cuando uno se sienta a trabajar18. Pero comprar una película, simplemente para verla, jamás. Compras una entrada, un asiento en la oscuridad, pero no una película. Aunque yo fuera el primero en decidirme a estudiar películas en vídeo, y en comprar uno de los primeros reproductores VCR que llegaron a París, al menos según el mito, éste fue solamente un instrumento de trabajo, para la crítica y la teoría. La televisión no es visión. Marker lo dice muy bien en su CD-ROM Immemory [Inmemoria] (1997), citando y ampliando a Godard: «El cine es aquello más grande que nosotros; tienes que alzar tus ojos hasta él… En televisión puedes ver la sombra de una película, el rastro de una película, la nostalgia, el eco de una película; pero nunca una película». Eso no significa que no puedas llorar delante del televisor, pero se llora en primer lugar en el cine, en su inmensa sombra. Kent me aclara algo sobre Tarantino: su cine es verdaderamente el cine de la peor amnesia, que cree que está siendo visto por primera vez, y que no conoce el peso real de una imagen, lo que explica su llamativa irresponsabilidad ética. 18 Véase Bellour, Raymond, «Figures aux allures de plans» en Aumont, Jacques (ed.), La mise en scène, Bruselas, De Boeck, 2000, pp. 109-126.

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Otro mal a mis ojos (y oídos) comenzó en el cine casi desde el momento en que se «petrificó», como Jonathan dice a propósito de otra cosa totalmente distinta, en el ámbito de la música. La línea divisoria que Kent traza aquí es implacable. Naturalmente, no estoy hablando de Straub y Huillet, ni tampoco de los montajes de Godard, intolerablemente bellos, ni de Cassavetes, en el que la música está tan viva porque forma parte del cuerpo de la imagen y de la historia de los cuerpos que la motivan. Me refiero a todas esas películas que llegarán después de ellos en las que la secuencia del título sirve como anuncio para las compañías de discos; un digno reconocimiento, ya que la música acaba adquiriendo a la imagen. Siento nostalgia de aquellas películas en las que el sonido se atrevía a aparecer sin música (o casi): La mort en ce jardin [La muerte en este jardín] (1956), donde Buñuel nos hace escuchar un bosque, y The River [El río] (1997) de Tsai Ming-liang, tan atrevida en su carencia de música diegética, y donde, sin embargo, el sonido imbuye al fotograma y da lugar a una película brillantemente desprovista de acontecimientos externos. Sin embargo, confieso que sí me compré un Mustang en los años setenta, en Estados Unidos, para hacer la carretera, como en las películas, especialmente las películas norteamericanas, y copiar la música ubicada, cantada y entregada a cada toma, antes de que las películas se identificaran a sí mismas con los actores que encarnan el sonido. Otra brecha generacional, sin duda la más evidente. Hacia el final de los sesenta, se dio la mera ilusión de que el cine no era tan vasto, ni en su historia ni en su geografía. En los cincuenta, un adolescente intrépido y obsesionado todavía podía creer, de forma inocente, que era posible «conocer el cine», ser capaz de hacerse con un amplio terreno en este mundo infinito en el que la cinefilia podía regir como una conspiración. Serge lo expresó muy bien: «Existe el cine norteamericano, y luego está el resto». También dijo: «El cine norteamericano, menuda redundancia». Escribió, por ejemplo, en las primeras anotaciones recogidas en L’exercise a été profitable, Monsieur: Los actores son la carne y el hueso del cine. Pero también son la realidad suprema de la sociedad norteamericana. Es en este sentido que el cine es, en cierta forma, espontáneamente norteamericano, de igual modo que muchos de los actores que acabo de citar son

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norteamericanos. Son también sus nombres los que uno cita hoy en día, entre amigos, como si América, a finales del periodo de la posguerra, se hubiera adueñado del secreto definitivo de nuestra identidad19.

De esta forma, la cinefilia francesa fue norteamericana desde el principio. «¿Cómo puede uno ser Hitchcock-Hawksiano?». Es una cuestión teórica, pero, aún más, territorial. Esto es lo que me diferencia necesariamente de Jonathan, para el que la cinefilia nació, como en todos los demás, a través de la nouvelle vague, pero quien, como norteamericano, toma la propia nouvelle vague como un objeto de la cinefilia; mientras que el cinéfilo, en el sentido histórico y francés del término, educa su mirada en el cine norteamericano como un mundo cerrado y encantado, un sistema de referencias suficiente para interpretar el resto. «Cuando Mel Ferrer se apoya en el balancín, ¡es sensacional!». Cuando conocí a Patrick Brion, en la época en que hicimos nuestro libro sobre western de los años sesenta, él veía casi exclusivamente cine norteamericano. Pero veía todas las películas, lo sabía todo de cada una de ellas. Más allá, diría uno, del amor, el conocimiento, la pasión, el pensamiento, la cultura del cine; quizá de la cinefilia, en el propio sentido de la palabra. Aunque tal vez existan dos cinefilias, del mismo modo que he propuesto recientemente (con motivo de la conferencia en la que proyecté Miss Oyu) que hay dos mises en scène, que deben ser diferenciadas. Por un lado, está la mise en scène que corresponde tanto con una época como con una visión del cine, un determinado tipo de creencia en la historia y la trama, una mise en scène que debe distinguirse claramente de otras formas de ordenar las imágenes que a menudo se confunden con ella y fluyen a través de ella (mise en plans [planificación], mise en place [localización], mise en pages [puesta en página], mise en phrases [diálogos], mise en images [puesta en imágenes] y especialmente mis en plis [escenografía]). Luego la mise en scène es como un término general que abarca el mundo escenográfico común a todas las películas de ficción. Mi cinefilia, que no tiene nada de original, consistía, en un principio, en rastrear los alrededores de Lyon buscando cines donde pusieran películas norteamericanas horriblemente dobladas (lo que 19

Daney, Serge, L’exercise a été profitable, Monsieur, París, P.O.L., 1993, p. 15.

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también me permitió descubrir L’amour est plus fort [Te querré siempre], como se tradujo Viaggio in Italia [1953]). Ésta es la razón por la cual me cuesta imaginar una cinefilia totalmente ilimitada, que tome el mundo entero de la cinefilia como su ámbito, la cinta de vídeo como su herramienta cómplice (por lo menos hasta que aparezca algo mejor), la televisión como su espacio de tránsito, y el museo como su referente ideal. Como de costumbre, Godard lo definió cuando dijo de la nouvelle vague que, de principio a fin, había convertido el cine en historia del arte de forma definitiva. Pero ésa no es realmente la esencia de lo que tus cartas quieren decir, y de lo que uno podría responderles (tomándolas insultantemente como un conjunto cuando son tan singulares). Deberíamos volver al pasaje de Nicole que Jonathan citó en «Comparaisons à Cannes» [«Comparaciones con Cannes»], cuando formuló por primera vez la idea de vuestro conciliábulo, encontrando en él «una formulación reciente de lo que creo que son los gustos de este grupo»: Si Warnung vor einer heiligen Nutte [Atención a esa prostituta tan querida] (1970) de Fassbinder, a pesar de ciertos esquemas y motivos comunes, no constituye un eslabón entre Le Mépris y The State of Things [El estado de las cosas] se debe, fundamentalmente, a que no se trata realmente de una película reflexiva. En ese aspecto está más cerca de Elle a passé tant d’heures sous les sunlights [Ella ha pasado tantas horas bajo el sol] (1985), su tema no es el cine sino el cuerpo, su material no es una imagen sino el actor, su problema no es la representación sino el poder 20.

Esto me ayuda a comprender en vuestras cartas (a pesar de Alex) una cierta exclusión, o por lo menos una subordinación, de todo un cine que no sé realmente cómo denominar. Llamémoslo, chapuceramente, un cine de la palabra, del discurso, del intento crítico, de la disociación, el pensamiento, el aparato crítico, el cerebro, como dice Deleuze (tengo que citarle ahora, como veis). Las grandes ausencias (o casi) de su lista de éxitos son, por ejemplo, Alain Resnais, Marker (incluso si Sans soleil alcanza dos veces una buena posición, 20 «L’acteur en citoyen affectif», en Brenez, Nicole, De la figure en général et du corps en particulier. L’invention figurative au cinema, Bruselas, De Boeck, 1998, pp. 243-252.

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gracias a Adrian y a Alex), Marguerite Duras, Hans-Jürgen Syberberg, Straub y Huillet (la tríada ejemplar de Deleuze al final de La imagen tiempo). Resulta llamativo que, de las películas de Eustache, ninguno escojáis las películas incluidas en su aparato crítico, como Une sale histoire [Una historia sucia] (1977) o Les photos d’Alix [Las Fotos de Alix] (1980); en vez de eso escogéis su película más corporal, Mes petits amoureuses [Los pequeños enamorados] (La Maman et la putain se mueve en un doble registro). Lo mismo ocurre con el minimalismo de Akerman: vuestras elecciones no hablan de sus películas más discursivas. Y mientras que mencionáis tantas películas y directores, Stanley Kubrick no está nunca entre ellos, ni João César Monteiro, y apenas Tarkovsky, Moretti o Kiarostami. Y Godard asume el papel de Dios presente/ausente en vuestro intercambio (a pesar de Nicole…). En resumen, es un poco como si hubierais partido por la mitad el capítulo titulado: «Cine, Cuerpo y Cerebro, Pensamiento», de La imagen tiempo. Si miráis más de cerca el rasgo característico, como Kent se atreve a hacer por el bien de la claridad, y si tomáis como guía la fórmula de Nicole, se roza una especie de punto ideal, el del cine de los cuerpos. Éste sería entonces el garante del cine, con Cassavetes como protagonista, y el corredor de apuestas chino21. Lo que me cuesta entender, o quizá admitir, no es tanto este gusto violento (yo también lo comparto, ya que en nuestra cinefilia sin límites todos compartimos prácticamente todo) como la tendencia a erigirlo como una referencia-preferencia intelectual y apreciable. Yo me aventuraría a decir que, aunque no sea obvio de forma inmediata, esto concuerda perfectamente con el tan legítimo, y en cierta forma militante, deseo de reinsertar el cine de vanguardia (Alex) o el cine experimental (Nicole) en la cultura cinematográfica mundial. Su ausencia en la cultura cinéfila francesa fue un «malentendido nefasto», como dice Nicole. Es escandaloso, pero tiene una explicación. Se debe a que en el cine se han demandado mucho más una visión del mundo y un tipo de comportamiento que no están satisfechos ni con las hechuras características del arte ni con un sentido demasiado purificado de la corporalidad. Curiosamente, me viene a la mente la palabra «civilización». Una palabra mucho mayor que el cine, su vida o muerte, pero que, Chinese bookie en el original, aludiendo así al título de la película Killing of a Chinese bookie (N. de la T.).

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en sí misma, es también interior. Hay un nombre que acompaña esta palabra: Manoel de Oliveira. Lo mencionáis poco: Adrian una vez, por la necesidad de salvarle como artista (pero qué suerte, si es en vídeo); Nicole también, en la lista final de sus películas indispensables (pero sin verdaderas consecuencias, si no es para hacer referencia a la mirada documental, tan poco presente en vuestras cartas). Como sabéis, es el cineasta de mayor edad que sigue trabajando hoy en día; en este mismo momento, está terminando una difícil película compuesta de tres historias (Inquiétude [Inquietud], 1998). Podría ser el mejor, si es que esta palabra significara algo. Recuerdo que cuando entrevistamos a Oliveira para Chimères, Serge llegó y dijo, medio en broma y medio en serio, antes de hacerle los honores: «Mirad, el más grande cineasta vivo». La preocupación de Oliveira es, por decirlo simple y llanamente, el destino del mundo, cómo vivir y morir, sobrevivir en armonía con la lógica de un país antiguo y con prestigio, que tuvo la suerte de descubrir el mundo cuando merecía la pena ser descubierto, y el extraño destino de haber escapado a los peores conflictos de este siglo, en parte gracias a una dictadura vil y cruel. Él es, creo, el único director que sabe cómo contar, en una sola película, la historia de su país desde su fundación, a través de un mito melancólico, hasta el final de su imperio (Non ou a vã glória de mandar [No o la vana gloria de mandar], 1990). Para Oliveira es su país; basta con ver O pintor e a Cidade [El pintor y la ciudad], un corto de 1956, para entender lo que significa vivir en una ciudad en la que uno ha nacido (Oporto), y comprender el verdadero límite entre los juegos del arte y los de la vida. El saber cómo correr un gran riesgo, con una maestría disparatada pero discreta, a través de unos cincuenta planos de la vida cotidiana en un documental sobre una figura menor del Neoimpresionismo: esto denota una sensibilidad y un humor formalmente seguros. Además de la enorme belleza de las imágenes y de una impresionante visión de las capacidades del plano y del montaje, Oliveira muestra en todas sus películas un profundo sentido de la cultura y el arte, de su lugar en la vida cotidiana, así como en la memoria colectiva. En pocas palabras: es un gran artista, inmenso, y, sobre todo, un hombre profundamente civilizado, que es hiperconsciente y está aterrado porque su civilización se está acabando, su país está sucumbiendo ante Europa, y Europa es el camino más corto hacia América (acordaos del monólogo de la vieja campesina en Viagem

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ao princípio do mundo [Viaje al principio del mundo] [1996], o el cómico montaje teatral de una representación del «Misterio de la Pasión» en un pequeño pueblo en Acto de primavera [1963]). Mientras que en Godard la civilización se alcanza mediante la cultura, en Oliveira la cultura surge, de manera natural, de la civilización. A propósito, Godard, el provocador par excellence, se mostró incómodo en el curso de una entrevista que había solicitado con un Oliveira divertido e inalterable. Extraño al mundo del trabajo intelectual profesional, a Oliveira, sin embargo, sí que le importa lo que tantos cineastas negarían: nuestra entrevista tuvo lugar a causa de su deseo expreso de conocer a Deleuze (que ya estaba en franco declive), para entender así lo que él pensaba del Tiempo, y cómo esto podría relacionarse con su cine. Ya no sé exactamente qué estoy tratando de decir al seguir hablando de Oliveira. Simplemente, que es alentador que haya existido y exista todavía, y que uno siente con él, como con la mayoría de los grandes directores, que el cine es al mismo tiempo mucho más y mucho menos que él. Respecto a Rossellini se siente lo mismo, pero de forma bastante diferente, lo que explica por qué él podía creer que el cine no era la cumbre de la civilización y por qué prefirió renunciar a él por la pedagogía de la televisión. A diferencia de la vida real, la vida del espectador, o incluso del crítico, no te obliga realmente a elegir. Pero si realmente tuviera que hacerlo, me quedaría con Oliveira antes que con Cassavetes; la civilización y su malestar por encima del cuerpo y sus deseos. Porque el cuerpo permanece en el corazón de la civilización (no puede evitarlo), pero eso mismo no ocurre a la inversa. Tuve la suerte de pasar tres días en el escenario real, impresionantemente hermoso, de la película de Oliveira O Convento [El Convento] (1995). Pensé mucho en lo que había logrado realizar allí, incluido el hacer creíbles a dos estrellas de renombre internacional (Catherine Deneuve y John Malkovich) en una película absolutamente local. Mientras estuve allí, releí vuestras cartas por primera vez, lo que sin duda explica todo esto. Podría haberlo abordado de forma diferente. Podría haberos contado, por ejemplo, los varapalos que ha sufrido mi antiguo amor por el cine de Hollywood al ir viendo las nuevas nuevas películas norteamericanas, más abiertas, que se producían. El periodo de los estudios, entre el final de la conquista del Oeste y el comienzo de

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la guerra de Vietnam, debió de ser el único momento en que Estados Unidos fue un país civilizado, cuando todavía podía afirmarse a sí mismo, a pesar de toda su carga ideológica, como un país entre los demás, antes de convertirse, insufriblemente, en la ley para todos los demás. El cine norteamericano reina hoy de forma suprema en virtud tan sólo de la tecnología y el capital, a pesar de Hellman, de Ferrara, de Burton, de Dead Man (a la que Jonathan hace bien en mencionar). Podría haberos preguntado cuánto y, especialmente, cómo esta lógica de las nuevas pasiones cinematográficas que intentáis evocar afecta (o no) a vuestra imagen de aquellos cineastas que yo llamaré, a pesar de todo, trascendentales; aquellos que han alcanzado el nivel de figuras supremas e inigualables, y a los que mencionáis tan poco, como si ya no pertenecieran al mismo mundo (yo mismo tengo a veces esa horrible impresión): Murnau, Dreyer (desde Vampyr [1932] hasta Gertrud [1964]), Buster Keaton, Lang, Hitchcock, Von Sternberg, Ozu, Mizoguchi, el Bergman de Persona (1966), Ghatak, Bresson (a pesar de Kent, a pesar de Nicole…). Podría haberos repetido cómo siempre me he sentido muy unido al cine que asume la tarea de hablar de los estados del mundo, como gran parte de la civilización: desde Nuit et brouillard [Noche y niebla] (1955) a Straub y Huillet, desde el cine-ensayo de Marker hasta Le gai savoir (1968), desde Le camion (1977) hasta Ludwig’s Cook [El cocinero de Ludwig] (1974) o Puissance de la parole [El poder de la palabra] (1988). Estoy pensando en la verdad y la ficción documentales, que hoy en día se reinventan constantemente a sí mismas frente a los silencios parlanchines de la televisión. Necesitamos el texto tanto como la imagen, la voz tanto como el cuerpo. Juntos, componen una figura. Quizá la imagen de Rouch, presentada tan vívidamente por Adrian y evocada de nuevo por Nicole, servirá a través de vuestras cartas para compensarlo, para envolver el mismo cuerpo informado en y por el discurso. Finalmente, podría haberos dicho cómo hoy en día encuentro increíblemente interesante, estética y antropológicamente, todo el «cine de pasajes» (que he denominado «entre-imágenes»), que reconoce no sólo la impureza esencial del cine, sino también una impureza mucho mayor que puede llegar tan lejos como para transformar la misma idea del cine, y que, lejos de la muerte del mismo, lo pone en el futuro del pasado, entre la fotografía, la pintura, la literatura y la música (que es donde se encuentran ciertas obras experimentales, especialmente el videoarte,

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y los nuevos usos tecnológicos de las grandes películas norteamericanas, como la animación por ordenador; admito que me emocionó la carta de Alex cuando menciona, casi al final, el IMAX, y hace referencia a Jeff Wall, que es testigo de esos estados inciertos que están por venir). Immemory, como dice Marker; toda la memoria del mundo, sin fin y en todas partes, da siempre más y menos que el cine. Os confío estos fragmentos de historia personal. Es una forma de deciros que vuestras cartas me han llegado tanto como me han intrigado. Conozco a Jonathan desde hace veinte años, a Nicole desde hace ya mucho tiempo, a Alex y Kent de forma más reciente, y a Adrian sólo a través de textos intermitentes. Está claro que este tipo de ejercicio, con la excusa de dirigirse uno mismo a los demás, termina por obligarnos a nosotros mismos. Cada uno de los que estamos en el comité editorial de Trafic podría haber escrito una carta a su manera, que sería, creo, al mismo tiempo tan y tan poco considerada como la mía. Con gran afecto, os agradezco por estar, a través de nosotros, «entre-escrituras»22, y a Jonathan, nuestro fiel traficante, por haber iniciado este movimiento. Raymond

El juego de palabras entre «cine de pasajes», «entre-imágenes» y «entre-escrituras» se aprecia teniendo en cuenta que, en 1989, Bellour dirigió un espectáculo llamado «Passages de l’image», basado en las conexiones y contaminaciones entre distintos tipos de imágenes y, posteriormente, publicó una colección de ensayos sobre cine, vídeo y fotografía titulada L’Entre-Images: photo, cinéma, video [Entre-imágenes: fotografía, cine, vídeo], París, La Différence, 1990; a la que siguió L’Entre-Images 2: mots, images [Entre-imágenes 2: palabras, imágenes], París, P.O.L., 1999 (N. de la T.). 22

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Espacios abiertos en Irán

Una conversación con Abbas Kiarostami Jonathan Rosenbaum (con Mehrnaz Saeed-Vafa)

El protagonista de Abbas Kiarostami en Taste of Cherry [El sabor de las cerezas] (1997) es un hombre de unos cincuenta años llamado señor Badii que está pensando en suicidarse por motivos desconocidos, que conduce alrededor de las colinas que hay a las afueras de Teherán buscando a alguien que le entierre si logra su propósito (su plan es tomar somníferos) y que le saque del agujero en la tierra que ha escogido, en el caso de que falle. A lo largo de una tarde, recoge a tres pasajeros y le pide a cada uno que realice esta tarea a cambio de dinero: un joven soldado kurdo, un seminarista afgano algo mayor que él, y un taxidermista turco aún mayor. El soldado huye asustado, el seminarista intenta convencerle de que no se suicide y el taxidermista, que también intenta hacerle cambiar de opinión, accede a su pesar, ya que necesita el dinero para cuidar a su hijo enfermo. El terreno que el Range Rover de Badii atraviesa repetidamente, en círculos, está reseco, lleno de polvo y sembrado de feas obras y ruidosos bulldozers, aunque el lugar que ha escogido para ser enterrado está relativamente tranquilo, limpio y deshabitado. Deciden que el taxidermista acudirá a la ladera designada al atardecer, llamará dos veces a Badii, lanzará un par de piedras

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al agujero para asegurarse de que Badii no está dormido y, si entonces no hay ninguna respuesta, echará tierra sobre su cuerpo y recogerá el dinero que Badii le habrá dejado en su coche aparcado. Esa misma noche, más tarde, Badii sale de su apartamento, se dirige en medio de la oscuridad al lugar designado y se tumba dentro del agujero, desde donde oímos el ruido de una tormenta y los aullidos de los perros callejeros. La pantalla funde a negro. A continuación, en un epílogo, vemos a Kiarostami en el mismo lugar, a plena luz del día, con su equipo de cámara y sonido grabando a unos soldados haciendo footing y coreando canciones en el valle. Homayoun Ershadi, el actor que interpreta a Badii, enciende un cigarrillo y se lo tiende a Kiarostami justo antes de que éste anuncie que la toma se ha terminado y que están listos para la toma de sonido. La cámara se entretiene con el viento en los árboles, que están en flor, y con los soldados y el equipo de rodaje, antes de alejarse para enfocar a un coche que desaparece por la carretera. Al son de Louis Armstrong interpretando una versión instrumental de St. James Infirmary aparecen los créditos finales.

Fax enviado por Jonathan Rosenbaum a Abbas Kiarostami 18 de noviembre de 1997

Querido Abbas (si me permites):

Me he decidido a escribirte esta carta a causa de la inquietante noticia, que hace poco he escuchado, de que has decidido borrar la secuencia final de Taste of Cherry en la versión de la película que se va estrenar en Italia. También he oído que existe el peligro de que cortes la misma secuencia cuando la película se estrene en Estados Unidos. Debo confesar que cuando oí esta noticia sufrí un profundo sentimiento de pérdida; como si algo que amara me hubiera sido arrebatado repentinamente. Y me gustaría intentar persuadirte de que no toques ni un fotograma de tu obra maestra. He visto Taste of Cherry tres veces (dos en Cannes [en mayo de 1997] y una en Nueva York [en octubre de 1997]) y aunque la consi-

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dero una de tus mejores obras, con o sin el final en vídeo, creo que tan sólo con el final tal y como está ahora puede calificarse como tu mejor película. No pretendo explicar en una carta todas las razones por las que me siento así; aunque intentaré hacerlo cuando la película llegue a Chicago y escriba sobre ella en mi periódico. Por ahora, sólo puedo recalcar que considero el final como un regalo muy especial para la audiencia; un regalo que tiene consecuencias complejas y profundas en cuanto a cómo cada espectador acepta todo lo que precede en la película a ese final. Sin que éste empobrezca el resto de la película, le permite resonar en un mundo más amplio, más libre, y permite al espectador percibirla de una forma más completa. Debo añadir que no creo que esta opinión sea una interpretación meramente «norteamericana» u «occidental»; [la profesora, escritora y cineasta iraní, residente en Chicago] Mehrnaz Saeed-Vafa, por ejemplo, está completamente de acuerdo conmigo sobre la importancia absolutamente vital del final en vídeo. (Acabo de hablar con ella por teléfono, y me ha pedido que te diga que ella opina tan fervientemente como yo sobre este tema). Sé que Taste of Cherry es una obra profundamente personal para ti, y no me atrevería a suponer las razones por las que el final en vídeo te preocupa. Pero sí creo que muchos de los grandes artistas son capaces de producir obras que «comprenden» más de lo que a veces ellos mismos entienden como individuos; supongo que es por eso por lo que Gógol destruyó la segunda parte de sus Almas muertas después de escribirla, porque su novela, de una forma misteriosa, sabía más que él. Sería estúpido por mi parte, sin conocerte, especular por qué estás reconsiderando el final de Taste of Cherry. Pero creo que algo sé sobre tu obra, y sigo prestando atención a la sabiduría que imparte. Humildemente te pido que escuches a esta misma sabiduría, y que permitas que le hable a otros. Atentamente (y con esperanza): Jonathan Rosenbaum

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Fax enviado por Abbas Kiarostami a Jonathan Rosenbaum 20 de noviembre de 1997

Querido Jonathan (si me permites):

Acabo de volver de un largo viaje y he recibido tu fax. Aprecio tu preocupación y también tu opinión sobre el cine y sobre yo…1 Respecto a la secuencia final, tienes toda la razón y tengo que decir que no se supone que deba cortarlo o cambiarlo para nada, ni en mi país ni en ningún otro lugar. Acabo de ver la versión doblada de mi película en Italia y he decidido proyectar en varias ciudades la versión con y sin el final en vídeo. Algunos cines exhiben la película con el final en vídeo y otros sin él. Se trata sólo de una especie de juego, hecho a partir de la película… un juego con el que puedes ver las reacciones del público después de dos finales distintos… hablando con franqueza, me gusta este juego… es muy interesante, como el cine… La vida hace valer la pena experimentar todo una vez. Si alguna vez pudiéramos conocernos, te contaría más a este respecto. Así que, aseguro de nuevo, el final será el mismo. Gracias por tu interés. Atentamente, Abbas Kiarostami Recuerdos a Mehrnaz

Unas breves palabras sobre lo anterior: mi carta no fue pensada para ser publicada, sino que surgió como respuesta a mi preocupación por haber escuchado, en primer lugar, que muchos críticos (tanto iraníes como norteamericanos) estaban tratando de convencer 1 En la traducción al español se han respetado en lo posible los errores gramaticales de la carta original en inglés (N. de la T.).

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a Kiarostami de eliminar el final original de Taste of Cherry (que a veces llevaba por título The Taste of Cherry cuando se proyectaba en festivales) y, en segundo lugar, que Kiarostami acababa de hacerlo en Italia; lo que para mí implicaba que podría hacer lo mismo cuando se estrenara la película en Estados Unidos. Me pareció extraordinario que los críticos que habían visto la película sólo una o dos veces pudiesen terminar siendo los árbitros últimos de obras en las que los cineastas trabajan durante años. De hecho, los recientes y perjudiciales cambios de montaje de otras películas, motivados por las críticas en revistas del gremio, demostraban que esta práctica iba en aumento. Merece la pena añadir que las proyecciones en Italia de la película sin el final demostraron ser más populares que las proyecciones con dicho final, y después de que Kiarostami se marchara de Italia, a pesar de su deseo de que la película se proyectara en ambas versiones, el distribuidor optó por exhibir sólo la versión sin el final. (Por lo que yo sé, esta versión más reducida no se ha proyectado en ninguna otra parte del mundo, pero es difícil estar seguro de ello)2. Antes de nuestro intercambio epistolar por fax, apenas conocía a Kiarostami. Saeed-Vafa (una cineasta que le conocía desde que asistió a la proyección de su primer largometraje, Report [Informe], en Teherán en 1977) nos había presentado y nos había servido de intérprete durante una breve conversación en el Festival de Cine de Toronto de 1992 y, posteriormente, tan sólo nos habíamos saludado en otros dos o tres festivales, y después hablamos de nuevo brevemente (con Mehrnaz de nuevo como intérprete) en el Festival de Cine de Nueva York en octubre de 1997. (Mehrnaz y yo habíamos colaborado, junto a algunos otros, en la elaboración de los subtítulos en inglés de la única película de Forugh Farrokhzad, The House Is Black [La casa es negra], que se exhibió junto a Taste of Cherry en el festival). El 28 de febrero de 1998 Kiarostami presentó dos proyecciones de Taste of Cherry en el Chicago Art Institute Film Center. Entre estas dos proyecciones, cuando asistí a una cena en honor de Varias copias en vídeo de Taste of Cherry, compradas a un distribuidor británico, aparecieron en Australia sin la escena final. Éste parece ser un caso no ya de censura sino de una confusión de doblaje o de laboratorio, como ocurrió con Irma Vep (1996) en la televisión de pago australiana. Ambos finales estaban rodados como material distinto al resto de la película (Adrian Martin). 2

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Kiarostami, me preguntó si podía traducirse mi carta para publicarla en una revista de cine iraní, y acepté, sugiriendo que a lo mejor también podría traducirse y publicarse su carta también. Después me enteré de que mi carta (aunque no la suya) había aparecido traducida al persa en Film Monthly, y me he tomado la libertad de reproducir aquí la carta de Kiarostami palabra por palabra, porque creo que lo que logra comunicar es mucho más relevante que su dominio de la gramática inglesa (que ciertamente es muy superior a mi prácticamente inexistente conocimiento del farsi). El hecho de que fuéramos capaces de comunicarnos de esta manera resulta fundamental para mi visión de lo que este libro trata; en concreto, el sentido del aprendizaje en común que puede brotar de semejante intercambio. El 1 de marzo, la mañana después de que Kiarostami presentara Taste of Cherry en el Chicago Art Institute Film Center, organicé un encuentro con él y Merhnaz durante el desayuno, con la idea de grabar la conversación para este libro, gracias a la interpretación simultánea de Mehrnaz. Muhammed Pakshir, otro iraní residente en Chicago, tuvo la gentileza de llevarnos en coche al restaurante y participó en parte de nuestra charla. Aunque en un primer momento mi intención era, sobre todo, tratar asuntos generales sobre nacionalidades y audiencias, Kiarostami acabó explicando bastante sobre sus métodos de trabajo (más de lo que había hecho en otras entrevistas suyas que yo había leído por entonces) y he decidido mantener partes de ese material aquí. Después de este encuentro, Mehrnaz y yo le realizamos dos entrevistas posteriores para un libro sobre Kiarostami que escribimos juntos. La primera se realizó en San Francisco en la primavera de 2001 y giró en torno a The Wind Will Carry Us [El viento nos llevará] (1999); la otra tuvo lugar en la primavera siguiente a través de faxes entre Chicago y Teherán, y abordó ABC Africa (un documental que realizó Kiarostami en 2001 sobre los huérfanos de víctimas del sida en Uganda, rodado en vídeo digital). Para esta ocasión, Mehrnaz tradujo al persa nuestras preguntas y al inglés sus respuestas escritas a mano (incluyendo su burla del garabato con el que yo firmaba en persa), y la entrevista terminó con el siguiente intercambio memorable que de alguna manera se quedó fuera de nuestro libro:

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MEHRNAZ SAEED-VAFA: ¿Los ugandeses que conociste sabían de ti o de tus películas antes de que fueras allí? ¿Cómo reaccionaron ante ti? ABBAS KIAROSTAMI: No creo que ni yo ni ningún otro que estuviera en ese extraño ambiente pudiera recordar que era un cineasta. No me conocían y yo no me reconocía a mí mismo. Estábamos presenciando escenas que nos impresionaron profundamente. Era algo parecido al Día del Juicio Final. En ese Día del Juicio, ¿quién puede recordar a qué se dedica en la vida? Nuestras esperanzas de volver a entrevistar a Kiarostami con motivo de su última película, Ten [Diez] (2002) (que finalmente logramos ver gracias a un vídeo que él mismo le entregó a Martin Scorsese en Cannes, cuya oficina en Nueva York nos reenvió a Chicago), se frustraron definitivamente debido a las crecientes dificultades puestas por el Departamento de Inmigración y Fronteras estadounidense a los iraníes que querían entrar en Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001 (que fueron incluso más allá de las descritas en el capítulo 7 de este libro), y comprensiblemente hicieron que Kiarostami cancelara su visita prevista para abril. Lo que sigue es un fragmento de aquella primera entrevista realizada en el Chicago Art Institute Film Center: MEHRNAZ SAEED-VAFA: Jonathan está preparando un libro y parte de él será esta conversación contigo. JONATHAN ROSENBAUM: Su título provisional es Mutaciones del cine contemporáneo. Una mutación implica una transformación biológica, y aquí la idea básica es que en todo el mundo se están produciendo cambios en las comunicaciones, la tecnología y la economía que alteran la forma en que pensamos y escribimos sobre cine. Queremos tener apartados en el libro sobre el cine iraní y taiwanés, y cuando Edward Yang estuvo en la ciudad hace unos pocos meses, ya empezamos a discutir algunos de los temas que quiero tratar aquí. Para mí, lo que une al cine taiwanés con el iraní es, en parte, una cierta resistencia a los valores occidentales.

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AK: ¿Por qué Edward Yang y no Hou Hsiao-hsien, cuyo estilo es más característico? JR: Porque estaba aquí. Por supuesto, también me gustaría incluir a Hou en nuestra discusión. MS: Jonathan quiere hacer hincapié en cómo las audiencias están ávidas de una alternativa, de una visión diferente. JR: Y es una paradoja interesante que en la mayor parte del mundo se te considere un cineasta iraní, mientras que en Irán te consideran en gran parte como un director occidental. ¿Cómo te sientes al respecto? ¿Cuáles son las diferencias entre la idea que tienen en Irán de tus películas y cómo éstas se interpretan en otros lugares? A mí me llamó mucho la atención algo que me dijo en Chicago un crítico de cine peruano, hace más o menos un año: hacía poco que había visto Goodbye, South, Goodbye [Adiós, Sur, adiós] (1996) de Hou, y le parecía que le decía más sobre lo que está ocurriendo ahora en Perú que cualquier otra película rodada en cualquier otro sitio. AK: Yo pienso igual. Nuestro idioma, el de Hou y el mío, es un idioma universal. Y si el cine no atraviesa las fronteras geográficas, ¿qué otra cosa puede hacerlo? Todo lo demás sirve para mantener las fronteras y las separaciones de culturas, costumbres y nacionalidades. El cine es la única forma de examinar las culturas desde una perspectiva menos prosaica. JR: Sí, pero siempre que uno atraviesa una frontera, aparece la idea de nacionalidad. A lo mejor el aspecto económico importa más que los asuntos nacionales, que es por lo que el crítico peruano se sintió conmovido por la película de Hou: porque ver a gente enfrentándose a diversas manifestaciones del capitalismo le importaba más que las diferencias nacionales entre Taiwán y Perú. AK: Yo también creo que Taiwán y Perú tienen mucho en común; tienen unas similitudes extraordinarias. Y las más importantes son las económicas. Por supuesto, Irán está relacionado con otros países debido a su situación económica, relacionada a su vez con la situación política, la cual refleja la situación social. Así que todos los

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países con semejanzas económicas tienen problemas similares, lo que les lleva a un idioma común. Tenía un amigo en Irán que se suponía que iba a rodar una película en Estados Unidos, y tenía miedo de que si le daban un gran presupuesto no iba a saber cómo gastar el dinero y no sabría hacer una película de acuerdo a su propio criterio. Por otra parte, en Irán hay veces que no tenemos dinero suficiente para rodar películas. Este tipo de diferencia es la discrepancia más importante entre el cine de Irán y el de Estados Unidos. Por ejemplo, si me invitaran a hacer una película aquí y me asignaran un gran presupuesto y un equipo de rodaje numeroso, tendría muchos problemas para rodar a mi manera una película. JR: Raúl Ruiz odió rodar The Golden Boat [La barca dorada] (1990) en Nueva York, debido a que muchos estudiantes de cine querían colaborar con él como asistentes y su equipo se hizo demasiado grande. Pero parte del sistema en Estados Unidos funciona a través de sindicatos. ¿Existen sindicatos parecidos en Irán? AK: Sí, en todos los ramos de la profesión, pero no exigen un cumplimiento tan estricto de su reglamento, así que todavía puedes tener un equipo de menos de diez personas. Creo que este gusto cambiante en el cine de todo el mundo es, en parte, el resultado de factores económicos, pero también existen otros factores importantes. Uno de los más importantes es una audiencia participativa, que es activa, no pasiva. Los propios cineastas no son los únicos portavoces; los espectadores tienen también el rol y el derecho de crear parte de la película. Simplemente porque no tienen acceso al negativo y al equipo cinematográfico, no significa que no se merezcan ser considerados como parte de la película. Creo que la actual distancia entre el cineasta y la audiencia es enorme, y mi forma de hacer cine pretende reducir esa distancia. No me cabe duda de que hay personas en la audiencia que tienen tanto talento como yo o más incluso, y debería concedérseles la oportunidad de ser creativos y formar parte del trabajo en cine. Creo que, dondequiera que voy, existe una única audiencia y he aprendido mucho de esta importante similitud entre públicos. Me parece como si siempre estuviera en la misma situación con la audiencia, y que existe una semejanza en sus reacciones, a pesar de las diferencias de nacionalidad, religión, origen, cultura e idioma.

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Por ejemplo, cuando estuve presentando Through the Olive Trees [A través de los olivos] (1994) en Taipéi, me olvidé completamente de que la audiencia no era iraní. Tuve una experiencia similar en Róterdam con Homework [Deberes] (1989), una película aún más local. Al principio pensé que se debía a que había algunos iraníes entre el público, pero cuando se encendieron las luces me di cuenta de que no había ninguno. Creo que el cine impresiona a todo el mundo por igual. MUHAMMED PAKSHIR: Creo que lo que intenta conseguir es eliminar la separación entre un cineasta y miles de espectadores, y esto es un gran logro. JR: Sí, y en parte logras esto en Taste of Cherry siendo multicultural. Alguien señaló anoche en el Chicago Art Institute Film Center que los tres personajes principales, aparte del protagonista, son un afgano, un kurdo y un turco y, como tú has observado, eso se debe a que el propio Irán es multicultural. Esto constituye ya un paso en el sentido de lo que comentabas, porque lo que llamamos «Irán» es, de hecho, varias culturas; de igual modo que lo es «Norteamérica». AK: Y ninguna de esas diferencias culturales impide que se entienda la película. Los espectadores dejan su lastre cultural en la puerta antes de entrar al cine; ésta es la forma en que los públicos se parecen entre sí. JR: Parece que parte de lo que hace tus películas tan interactivas es el hecho de que casi siempre faltan partes de la narración; éstas son lagunas que la audiencia debe rellenar de alguna manera. AK: Mi película ideal es una especie de crucigrama con huecos en blanco que el público puede completar. Algunos describen las películas como perfectas, sin grieta alguna, pero para mí esto significa que la audiencia no puede meterse dentro de ellas. MS: ¿Les decías a los actores de Taste of Cherry cuándo estabas grabando y cuándo estabas sólo ensayando?

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AK: No. No había ningún equipo de rodaje. Colocaban la cámara para mí dentro del coche, porque yo era el único que estaba allí aparte del actor [esto es, haciendo de doble del personaje al que el actor estaba hablando o escuchando]. JR: ¿Los actores memorizaban su papel? AK: No había nada escrito, todo era improvisado. Yo controlaba ciertas partes y les hacía decir algunas frases, pero básicamente era improvisación. JR: ¿Entonces, todos estos actores hablaban por sí mismos? AK: No exactamente. El actor que interpretaba a un soldado no era un soldado; le indiqué de antemano la localización del campamento militar, por ejemplo. Era una combinación de lo real y lo irreal. Por ejemplo, pedí algunas pistolas, para que creyera que tendría la oportunidad de disparar una después, cuando estuviésemos rodando, y no se dio cuenta de que esta especie de instrucción era el auténtico rodaje. Incluso se ponía nervioso y preguntaba cuándo iba a empezar el rodaje. Hasta le hice creer que estaba pensando en suicidarme. Me recuerda a unos versos del poeta Rumi: Eres mi pelota de polo, corriendo delante del palo bajo mi mando. Siempre corro detrás de ti, aunque sea yo quien hace que te muevas.

JR: Parece tener algo en común con el jazz. Quizá es por esto por lo que me gusta tu utilización de Louis Armstrong interpretando St. James Infirmary en la secuencia final. AK: Exactamente. Porque aunque estés siguiendo determinadas notas, también estás siguiendo el sentimiento que transmite la pieza, por lo que la actuación que realices esta noche será diferente de la actuación de mañana. JR: Se trata de tocar juntos.

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AK: Sí, pero los actores no pueden dialogar entre sí porque siempre hay un papel interpretado por mí. JR: Exacto; tú eres el compositor y el director de la banda. AK: En un momento determinado, quise que el personaje del soldado expresara asombro, pero ya que no podía pedírselo, empecé a hablarle en checo. Dijo que no entendía de lo que le estaba hablando, y eso lo utilicé en la película. En otro momento puse una pistola en la guantera y cuando quería que pareciera asustado, le pedí que la abriera para buscar un bombón. JR: Una cosa que Taste of Cherry transmite nítidamente es la experiencia de estar solo, y tu forma de rodar agudiza ese sentido de aislamiento. AK: Hay algunas señales en la película que a veces me hicieron pensar que el hombre no quería realmente suicidarse, que estaba buscando una especie de comunicación con los otros personajes. Quizás sea ése uno de los trucos de su aislamiento, el involucrar a la gente en sus propios problemas emocionales. No recoge, al principio, a una pareja de trabajadores que estarían dispuestos a matarle con sus palas; escoge a otras personas con las que probablemente cree que puede mantener una conversación. Esto nos da una señal de que seguramente no está buscando a alguien que le ayude a suicidarse. JR: Resulta también interesante cómo tus imágenes reproducen metafóricamente la situación del espectador que ve la película. En muchas de tus películas, la vista a través de la ventanilla del coche reproduce esta situación; la de estar buscando algo pero también la de sentirse separado de aquello a lo que se está mirando. AK: Eso viene de mi experiencia conduciendo alrededor de Teherán en mi coche, a veces, fuera de la ciudad; mirando a través de las ventanillas delanteras, laterales y trasera, que se convierten en mis encuadres.

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Occidente y Oriente... aquí y allí Ensayo sobre el cine de Tsai Ming-liang Kent Jones

Que los hombres son hombres dondequiera que estén es algo que podríamos haber previsto; el que nos sorprenda tan sólo nos dice algo sobre nosotros mismos. […] Si la música es un lenguaje universal, también lo es la mise en scène: es este idioma, y no el japonés, el que hay que aprender para entender «Mizoguchi»1.

Jacques Rivette comienza su elogio, con tintes de polémica, a Kenji Mizoguchi, con una advertencia sobre la doble trampa del humanismo y la especialización que aguardaba a los occidentales que se enfrentaran a cineastas de culturas «exóticas». Casi medio siglo después, el fenómeno del especialista occidental en cine chino está muy en auge. Son los guardianes de la puerta al Oriente, una abigarrada pandilla que al confundido espectador le hace pensar en una variación, esparcida por todo el mundo, de los reporteros en His Girl Friday [Luna nueva] (1940), sólo que mucho más frenéticos en sus esfuerzos por proteger su territorio, y con parlamentos más decepcionantes y pesimistas. Con su oreja colectiva apretada permanente y ansiosamente contra el pecho de Asia, intentan escuchar las señales más leves de formas de vida sin descubrir, siempre dispuestos a ser los primeros en anunciar la buena nueva a sus amigos y competidores occidentales. Rivette, Jacques, «Mizoguchi Viewed From Here», en Hiller, Jim (ed.), Cahiers du cinéma: The 1950s – Neo-Realism, Hollywood, New Wave, Cambridge, Harvard University Press, 1985, p. 264; originalmente en Cahiers du cinéma, n. 81, 1958. 1

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Nadie que esté involucrado en el ámbito de la crítica o de la programación cinematográficas está exento del fanatismo territorial; una vez se refirieron a mí como un «especialista en cine francés», hasta el punto de que escribí un montón de artículos para revistas norteamericanas sobre cineastas franceses cuyo trabajo había sido pasado por alto o ignorado hasta ese momento (mediados de los años noventa). De esto me confieso culpable. Ninguno de nosotros es inmune al encanto de la propiedad, y muchos hemos cruzado la línea entre la crítica y la promoción sin ni siquiera habernos dado cuenta. No es que haya nada malo en el hecho de ser devoto del cine de una región en particular, especialmente cuando es tan apasionante como los varios cines regionales que denominamos, a grosso modo, «cine chino». Sin embargo, me resisto a la idea de un lenguaje crítico que se estanca en la contextualización regional. Me parece el fruto de ideas imperialistas, que, por consiguiente, desdibuja todos los sistemas de valores fuera de lo culturalmente correcto. El antiguo tópico del significado universal ha sido sustituido por un nuevo tópico del significado localizado, en el que una gran cantidad de historia nacional y regional acompaña a cada película y amenaza con enterrarla definitivamente; en el mejor caso, un tema de auto-evaluación crítica, en el peor, de auto-validación crítica. Este éxtasis de la comunicación ha ayudado de forma definitiva a levantar los pocos velos de exotismo del cine asiático, pero también ha fracasado al suscitar un sentimiento de ansiedad (¿Sé lo suficiente de la historia de HongKong/Taiwán/el continente, como para seguir en lo más alto?) y a veces ha dado lugar a lo que el crítico asiático Stephen Teo ha denominado el síndrome «T. E. Lawrence», es decir, útiles sugerencias de expertos occidentales respecto a qué película refleja con mayor exactitud una determinada tradición o circunstancia histórica local, nacional o regional. «La mentalidad de descubrimiento de la crítica cinematográfica occidental», escribe Teo, «puede que esté actuando ahora contra su propio desarrollo. Ha sentado cátedra sobre el arte en el cine pero no puede hacerlo en cuestiones de interpretación cultural»2. Es una declaración, engañosamente sencilla, que lo dice todo sobre la Teo, Stephen, «The Legacy of T. E. Lawrence: The Forward Policy of Western Film Critics in the Far East», en Williams, Alan (ed.), Film and Nationalism, New Brunswick y Londres, Rutgers University Press, 2002, pp. 181-194. 2

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cuestión de escribir sobre cualquier objeto artístico desde cualquier posición de ventaja. El hecho es que cualquier escala de valor, cuidadosamente equilibrada, casi siempre queda relegada a un segundo plano en la crítica cinematográfica, y cada uno reclama su territorio como si fuera un minero en plena fiebre del oro. Justo cuando uno cree que ha logrado acabar con cualquier rastro de certeza sin fundamento, ésta vuelve a manifestarse. En cierto sentido, esto es natural: la certeza es la posición desde la que nos dirigimos al mundo que mejor conocemos. Pero, aún así, el lenguaje crítico sigue estando infectado hasta el tuétano de nociones imperialistas, y la contextualización se ha convertido en su herramienta peor utilizada. Tomemos el caso de Edward Yang y su película taiwanesa Mahjong (1996). En Taiwán, la película comenzaba y terminaba en un abrir y cerrar de ojos, y muchos de mis amigos asiáticos estaban consternados ante lo que consideraron su vulgaridad general. Esta opinión siempre me ha dejado perplejo. Yo veía que Yang estaba buscando un estilismo uniforme entre sus actores, con más agresividad incluso que en su anterior A Confucian Confusion (1994). Y reconozco que hay una cierta estridencia en el tono de Mahjong. Pero nunca sería «vulgar» el adjetivo que me vendría a la mente. Más aún, muchos de mis amigos asiáticos consideran absolutamente inverosímiles las travesuras y chanchullos de los veinteañeros y aprendices de capitalista de Mahjong. Esta última crítica me ha recordado muchas situaciones que me he encontrado a lo largo de los años. Un amigo europeo estaba emocionado con películas norteamericanas como Little Odessa (1994), The Crossing Guard [El guardia del cruce peatonal] (1995) o Hard Eight3 [Sidney] (1997), películas que para mí, como estadounidense, funcionaban como si estuvieran hechas de la misma materia que la realidad, cuando de hecho eran abstracciones vagamente míticas, sutilmente encubiertas por una superficie sintéticamente «real». Quizá había algo en esas películas que le decía algo a la cultura europea, o que llenaba un vacío en el cine europeo; estoy seguro de que para un cinéfilo francés resulta siempre refrescante encontrar una estética basada en el género, en contraposición a la basada en el documental. 3 En el libro aparece el título con el que se estrenó la película, Hard Eight, pero en Estados Unidos se cambió posteriormente este título por el de Sydney.

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Por mi parte, me infunde ánimo cualquier película que trate sin vergüenza, desde un punto de vista crítico, el capitalismo tardío, tal y como hizo Mahjong, un punto de vista prácticamente inexistente en el cine norteamericano (visto desde otro ángulo, creo que la desilusión occidental con Mahjong proviene de la ausencia de una sensibilidad «contemplativa» en la película, algo que se espera del cine chino en general y que explica la relativa popularidad en Occidente de la siguiente película de Yang, Yi Yi: A One and a Two [Yi Yi] [2000]). Mientras estaba sentado en el antiguo Zoo Palast viendo Mahjong con la traducción simultánea martilleándome los oídos, no estaba diciéndome a mí mismo: «¡Vaya, qué representación tan sorprendentemente exacta de Taipéi!», ya que nunca he estado allí. A lo mejor a un nivel inconsciente estaba diciéndome: «¡Vaya, qué representación tan sorprendentemente exacta de cómo Taipéi debe de ser!». Por encima de todo, lo que me conquistó fue la osada unión de distancia intelectual y proximidad propia de un cómic, y aunque me pueda imaginar que un espectador nativo busque algo más moderado y menos evidente, estoy seguro de que hasta los más escépticos consideraron Mahjong como la obra de un verdadero artista. ¿Habría cambiado mi opinión si hubiera tenido un conocimiento de primera mano de Taipéi, o si hubiera sabido más de la historia de Taiwán? Lo dudo. Si somos realmente honestos con nosotros mismos, deberíamos admitir que siempre que nos sumergimos en la contemplación de cualquier cine extranjero, tenemos un interés por preservar su cualidad de extranjero, logrando así que el conocimiento rutinario y la certeza de nuestras realidades cotidianas no lo toquen; creo que todo ese conocimiento especializado entre los expertos occidentales tiene el efecto paradójico de preservar, e incluso aumentar, dicha cualidad de extranjero, en vez de neutralizarla. Puede que los espectadores sensibles ajusten su medida de la realidad con la que normalmente ven su propio cine nativo para acomodarla a una realidad supuesta o propuesta, pero creo que también mantendrán intacto su sentido del exotismo sobre lo que están viendo; si la realidad está ocurriendo siempre en otro lugar, ¿dónde podría estar ese «otro lugar» si no en un lugar «extranjero»? En la obra de un gran cineasta como Tsai Ming-liang los occidentales tenemos lo mejor de ambos mundos: nos sentimos cómodos con la contundencia de la mise en scène (y, en el caso de Tsai, con

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la agradable sensación de confianza que proporciona la extraordinaria homogeneidad de su universo narrativo); pero, a un tiempo, disfrutamos de nuestro viaje como extranjeros en un espacio regido por rasgos culturales ajenos. Estamos familiarizados con la realidad filmada, y al mismo tiempo, nos resulta extraña; en ella descubrimos simultáneamente semejanzas y diferencias con nuestro propio mundo. De hecho, la película más reciente de Tsai, What Time Is It There? [¿Qué hora es ahí?] (2001) trata sobre esa dialéctica, tan humana, de lo propio/lo ajeno, lo familiar/lo extraño. La obra de Tsai despierta una emoción singular, como resultado de la extraña mezcla de observación penetrante, fría fascinación y mitología exclusivamente personal. En cada una de sus cinco películas, y también en sus primeros trabajos en televisión, cada elemento es invariable, y permanece en la misma rígida relación con los demás elementos: la tonalidad emocional (como un malestar grisáceo), la gama de usos y costumbres (apartamentos pequeños y de construcción barata, centros comerciales, restaurantes de comida rápida, lugares públicos como parques o las riberas del río), el telón de fondo psicológico (adaptabilidad natural a la vida urbana, salpicada de súbitos impulsos sexuales salvajes), la acción (vagar sin rumbo, comer vorazmente, actividades para matar el tiempo como la masturbación, saltar en una cama o torturar bichos), la organización espacial (una cámara fija puesta en el centro de una habitación y grabando una esquina desde un ángulo discretamente bajo, travellings impecables de gente en moto), el sonido (silencios salpicados con los sonidos más obsesivamente leves, como el nudillo de un masajista golpeando la piel de su paciente, y otros cómicamente fuertes, como el del agua siendo succionada por un sumidero atascado) y sus temas favoritos (guerras silenciosas entre padres e hijos, interpretados por Miao Tien y Lee Kang-sheng, respectivamente; madres débiles, frustradas, como meros testigos; agua corriendo o desbordándose; triángulos amorosos, siempre una de las partes sintiéndose frustrada o no correspondida; pasajes al despertar homosexual difíciles y cargados de tensión). Lo único que ha cambiado en la obra de Tsai es la paleta, que ha pasado naturalmente del deslucido quehacer cotidiano de su primera obra televisiva (All Corners of the World [Todos los rincones del mundo] [1989], Youngsters [Jóvenes] [1991]) y sus primeras películas, a los brillantes focos de luz y color en The River y What Time Is It There?

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Se produce aquí una extraña y misteriosa unión, no muy distante del universo, absolutamente coherente y en buena parte privado, de un Kenneth Anger o de un Wes Anderson. Pero lo que resulta raro y completamente excepcional sobre Tsai es que, quizá mucho más que cualquier otro director moderno, ha logrado realizar en el cine lo que muchos de los que vivimos en ciudades experimentamos, pero pocos comprendemos de forma consciente, que es la fusión de lo público y lo privado. Aquellos de nosotros que caminamos por las mismas calles, vemos las mismas caras y nos movemos de un sitio a otro mediante los mismos medios de transporte, escuchando los mismos sonidos y sintiendo las mismas vibraciones y respirando el mismo aire viciado todos los días, no podemos evitar el convertir en algo privado los rituales asimilados a partir de esta parte aparentemente neutra, pero aún así importante, de nuestras vidas, y adaptar a su ritmo nuestros deseos y rituales de descubrimiento y pérdida. Tsai es el primer cineasta que de alguna manera logra transmitir el patetismo antiséptico de la vida urbana moderna, su multiplicidad de subjetividades circunspectas, cautelosas, que pueblan un paisaje diseñado para la «funcionalidad». No tiene nada que ver con las viejas ideas de impersonalidad y alienación urbanas. No hay ninguna realidad preexistente, como la de un paraíso perdido, que la gente corriente de Tsai recuerde con nostalgia. Éste es su mundo y todo ese hormigón, asfalto y formica forman parte de él. Como Nueva York y Tokio, el Taipéi de Tsai parece funcionar de acuerdo a una nueva física, en la cual la propia ciudad funciona gracias a las obsesiones privadas y las peculiaridades biológicas de los individuos que viven en ella, y en los que ella vive; el reverso de las películas urbanas de la época muda. Debido a que Lee Kang-sheng interpreta más o menos el mismo personaje autobiográfico en Youngsters, Rebels of the Neon God [Los rebeldes del dios Neón] (1992), Vive l’amour [Viva el amor] (1994), The River, The Hole [El agujero] (1998) y en What Time Is It There?, resulta tentador imaginárselo como el «Antoine Doinel asiático». Pero eso podría inducir a error, ya que el ingrediente que le da el toque de gracia a su experimento estético, de una singularidad esperanzadora, es la equidistancia que Tsai mantiene respecto a todos sus personajes, incluido el de Lee. La cámara parece observar cada escena desde una distancia que es, sucesivamente (o, a veces, al mismo tiempo) discreta, respetuosa, empática y voyerista. Tsai tiene una

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habilidad especial para llevar al cine comportamientos íntimos que pocos de sus compañeros soñarían jamás con rodar (como cuando Lee Kang-sheng se levanta de la cama en mitad de la noche y orina en una bolsa de papel que hay cerca, porque tiene miedo de encontrarse con el fantasma de su padre de camino al cuarto de baño). Cada personaje es su propia isla, que no sabe mantener una conversación: hay tanto diálogo en todas las películas de Tsai juntas como en una sola escena de Eric Rohmer. En esta obra, profundamente perturbadora y extrañamente hilarante, uno tiene la impresión de que cualquier vida, mostrada durante un determinado periodo de tiempo, revelará demasiado dolor escondido bajo la superficie. Incluso los números musicales fantaseados en The Hole, en los que Yang Kuei-mei recita las letras de los éxitos de Grace Chang enfundado en fantásticos vestidos de lentejuelas con un Lee Kang-sheng de esmoquin como compañero ocasional, parecen ser más prolongaciones de la realidad interiorizadas que espectaculares escapadas de la misma. Son muy divertidas, pero también son tan melancólicas como cualquier otra escena de Yang o Lee lavando los platos o viendo la televisión, acumulando provisiones en previsión de la plaga apocalíptica que se aproxima. ¿Qué comparte Tsai con los otros dos maestros indiscutibles del cine taiwanés, Yang y Hou Hsiao-hsien? Todos poseen una cualidad que durante un tiempo ocupó el epicentro del cine de autor taiwanés en general: una actitud apesadumbrada respecto al turbulento pasado del país y a su presente cruel, desmemoriado. En la propia existencia de este cine existe un tono de profunda tristeza, elegíaco; lo cual no resulta sorprendente, dado el estatus tan ambiguo, cultural y emocionalmente, de Taiwán respecto al continente chino. Quizá sea este desequilibrio lo que le proporcione al cine taiwanés su suspensión única entre la dura realidad y la realidad de lo etéreo. De los tres cineastas, Hou sigue siendo el más interesado en la historia de Taiwán. Yang es el que está más enfadado y es más mordaz políticamente, con una atrevida visión de los personajes y una inusual tendencia a las narrativas complejas. Si Yang tiene una sensibilidad cercana a la de un director como André Téchiné (ambos se ocupan del mundo primero intelectualmente antes de tratarlo emocionalmente), y si Hou está cerca de John Ford (ambos son autores de elegías circunspectas, en busca del punto medio justo entre la experiencia personal e histórica), Tsai está más cerca de

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la tradición de la comedia, en especial de Buster Keaton y Jacques Tati. Cada escena se estructura en torno a las personas y sus relaciones, alternativamente satisfechas e indiferentes, con el mundo que les rodea. Este callejón sin salida explica los muchos momentos de disgusto, aparentemente sin motivo, en la obra de Tsai. El episodio de llanto prolongado con el que termina Vive l’amour (el personaje de Yang Kuei-mei camina a lo largo de un parque público feo y en obras, se sienta en un banco y empieza a llorar desconsoladamente) recuerda, desde luego, al famoso paseo de Jeanne Moreau en La notte [La noche] (1961), pero hay una diferencia crucial: esa tristeza no tiene nada que ver con el hecho de sentirse perdido o fuera de lugar en la sociedad moderna, sino más bien con el de sentirse demasiado parte de ella. Es uno de los momentos más fascinantes, quijotescos, del cine moderno, extraña pero maravillosamente fuera del resto de la película. Vive l’amour es como una cancioncilla pseudorromántica, que va alternando entre las acciones aparentemente más casuales y ligeras, realizadas por los tres protagonistas, pillados a menudo en momentos de profundo ensimismamiento. Puede que esta película sea el principal ejemplo del esfuerzo de Tsai por relacionar poéticamente la acción humana con la de las máquinas (la escalera mecánica con la que empieza The River, los videojuegos en Rebels of the Neon God, el jacuzzi en Vive l’amour) o con objetos inanimados, a los que la cámara observa durante tanto tiempo que su movimiento parece inmanente. En este proceso, la humanidad, las máquinas y la materia sólida se confunden entre sí, con un matiz frío y espeluznante. A Tsai se le ha criticado por el final de Vive l’amour , pero es una elección osada el acabar una película, elaborada a partir de acciones insignificantes, frustradas, la mayoría de las cuales se desarrollan en interiores y en las que resalta el malestar, con una larga caminata alrededor de un parque que termina con un arrebato de emoción inesperado e imprevisto. Esto produce un doble efecto: obtenemos tanto una vista panorámica de la propia ciudad que ha albergado este extraño comportamiento, como un alivio catártico de dicho comportamiento. La excelente interpretación de Yang no ha recibido los elogios que merece, al saber representar de la forma más incisiva posible a una persona de imaginación limitada que aún así es consciente de que vive una vida de satisfacciones fáciles.

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En la misma película, el personaje de Lee (con su violenta cortesía, su aceptación, de mala gana, de su insignificancia en el mundo, su delicadeza como de cera y su vulnerabilidad adolescente) ocupa el apartamento vacío donde Yang y Chen se citan para: a/ intentar suicidarse y, entonces, después de que se haya cortado las venas, salir corriendo avergonzado cuando oye a Chen abriendo la puerta principal; b/ vestirse de mujer y hacer volteretas; y c/ hacer tres agujeros con un cuchillo en un melón (cuando hace el primero, piensas que lo va a usar para masturbarse, de lo densa que es la atmósfera de deseo acumulado), hacerlo rodar por el suelo como una bola de bolos y comérselo después. Es un tipo de actividad íntima habitual en el cine norteamericano y, normalmente, forma parte de un momento de autoliberación en un montaje musical. Pero con Tsai, ese momento pierde su vaguedad, la sensación de flotar libre. La holgazanería y el aburrimiento están trazados tan minuciosamente en esta película de un modo que raramente aparece en el cine: un ego incompleto en acción. Cuando Lee hace rodar el melón y ve cómo hace «plaf» al estrellarse (el sonido es perfecto), es como un súbito intento de plenitud, conocido para cualquiera que haya sido adolescente. Creo que el logro profundo de Tsai como artista es presentar la mezcla psíquica de complacencia y malestar en un tono de cómica melancolía. En todas sus películas, la liberación, el terror y una tregua con la vida, adormecida y satisfecha, están a una distancia mínima entre sí. Un sentimiento de constante irritación, compartido por todos y cada uno de los personajes, es común a todas las películas de Tsai. Todos están atrapados en habitaciones estrechas, cerradas, y el espacio físico equivale al psíquico (The Hole sería la expresión última del malestar espacial/psíquico de Tsai). Es especialmente duro con padres e hijos. En Rebels of the Neon God y The River, Miao Tien y Lee Kang-sheng se cruzan en silencio en el pequeño apartamento familiar, y ceden de mala gana cualquier lugar que ocupan antes de retirarse a sus habitaciones, pequeñas como cajas de cerillas. Cada uno reafirma una supremacía diferente: el hijo es incapaz de expresarse, está atormentado y a la defensiva; el padre es silencioso, replegado en sí mismo, reacciona de forma impertinente, buscando un statu quo ilusorio (What Time Is It There?, más lastimera, empieza y termina con un eco inquietante de estas interacciones dolorosamente mudas). La figura materna está siempre al margen, haciendo

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algún comentario supersticioso y disparatado, preparando comida que nadie quiere o haciendo sugerencias que son ignoradas al instante. Esta configuración de familia triangular parece ser el núcleo del pensamiento de Tsai. La trayectoria profesional de Tsai es interesante. Sugiere los túneles subterráneos alrededor de una central eléctrica, o la red de arterias que llevan al corazón. Pensemos en la evolución de su trabajo desde sus intervenciones en televisión hasta la abstracción mayor de Rebels of the Neon God, en la que la homosexualidad de Lee Kang-sheng parece estar latente pero lista para florecer (un hecho que quizá sea más evidente para nosotros que para él) y en la que las escenas, aunque en su mayoría transcurren en silencio, todavía están estrechamente relacionadas con los mecanismos de la narrativa habitual (la venganza de Lee en nombre de su padre; los problemas de Chen con la mafia por haber robado el cuadro de mandos de un videojuego) y pierden menos tiempo. Y después del paso a Vive l’amour, en la que desaparecen los padres, Lee tiene un conocimiento pleno, aunque frágil, de su sexualidad en su primer florecimiento, y la uniformidad de la acción proporciona a la película una estructura musical (como una pieza interpretada por La Monte Young o Terry Riley). Sin olvidar la abstracción aún mayor de The River, en la que cada rincón sombrío y cada mancha de luz, late con el deseo absorbido de sus personajes. Y así llegamos al uso de la vida en espacios reducidos, funcionales como una metáfora virtual de la propia existencia en The Hole. Si Vive l’amour parece contar de nuevo la historia de Rebels of the Neon God (en ambas películas Lee está obsesionado con Chen, que tiene una relación sin incidentes con una mujer), a continuación The River toma elementos de ambas películas y los modifica hasta convertirlos en algo inquietantemente nuevo; entonces dichos elementos se reorganizan y reconfiguran con un telón de fondo apocalíptico (The Hole) y metafísico (What Time Is It There?). Mientras que The Hole y Vive l’amour constituyen las películas más atrevidas de Tsai, y What Time Is It There? la más puramente bella y exquisita (aunque el ritmo es más suave de lo habitual, la perspectiva sobre la humanidad es más grandiosa), The River es probablemente la mejor: una película que se vuelve más admirable con cada visionado. La figura de la mujer es ahora una dulce joven (Chen Chiyang-chiyi) que tiene una aventura con Lee, y, dada la

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consistencia del universo de Tsai, podría decirse que después ella se transforma en la madre frustrada y completamente ignorada (Lu Hsiao-ling). La interminable reserva de agua en Rebels se convierte aquí en un elemento extrañamente simbólico. Chen Chao-jung interpreta a un chapero que patrulla un centro comercial, en el que es recogido por el padre de Lee, una escena extraordinaria. Cuando el padre se sienta detrás de un cristal en un restaurante de comida rápida, sorbiendo un refresco, mira pasar a Chen, mostrando sutilmente su mercancía en los ceñidos vaqueros, para alejarse despacio por el pasillo después de haber hecho contacto visual. El padre se levanta y abre la puerta, dejando que se escuche ligeramente la conversación dentro del restaurante. Tsai mueve la cámara lentamente hacia la izquierda para abarcar el extraño ritual de evitarse y reconocerse, y de paso obtiene una buena vista de las superficies inhumanas de los centros comerciales modernos. Al comienzo de The River, Lee es abordado por una directora (Ann Hui), que no está satisfecha con el maniquí que ha estado intentando utilizar para que parezca un cadáver flotando, y se tira al (inmundo) río del título para hacerle un favor y así hacer un poco de dinero extra. Un rato después, empieza a tener un dolor en el cuello tan fuerte que no puede mantenerlo derecho, y se ve obligado a soportar todo tipo de curas, desde un espiritista (un tema recuperado de Rebels, repetido en What Time Is It There? y en el extraordinario corto en vídeo digital de Tsai A Conversation With God [Una conversación con Dios] [2001]) hasta un acupuntor, un masajista y un vibrador para uso doméstico. Cuanto más aumenta el dolor, la necesidad de satisfacer su deseo crece proporcionalmente y deambula hasta una sauna gay que (sin que él lo sepa) también frecuenta su padre. Ya hemos visto a su padre en acción, pero este patriarca algo antipático utiliza su autoridad para ocultar su sexualidad, mientras que su mujer se queda en casa, frustrada, haciendo comida y viendo porno. En el clímax de la película, profundamente desconcertante, pero innegablemente liberador, que se extiende hasta un infinito dramático, padre e hijo vagan por el mismo cuarto oscuro en la sauna y hacen el amor hasta que se reconocen el uno al otro y el padre le cruza la cara a Lee. Después de este suceso, el padre sigue a lo suyo, intentando fingir que no ha pasado nada. The River es, sin lugar a dudas, la película de Tsai más siniestra, una larga y cómicamente incómoda preparación para lo Inespera-

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do y lo No-experimentado. También resulta extrañamente mágica, con el agua como un potente elemento simbólico: Lee se tira al agua «sucia», seguramente la causa de su infección, que saca a flote su propio deseo y también el de su padre, tan oculto; porque la pequeña y sucia habitación del padre, en la que duerme solo, se está inundando debido al agua que se desborda, primero de una bañera en el piso de arriba (entonces apaña un elaborado mecanismo para desviar el agua, es decir, la verdad) y luego a causa de una tormenta (esta vez es la madre la que evita que entre el agua). Mientras tanto, en la sauna, fluye una corriente de deseo. La forma en que Tsai planifica y rueda esta escena es como si se hubiese estado preparando toda su vida para ella. El hijo desnudo descansa en los brazos de su padre, sus rostros y sus cuerpos cuidadosamente iluminados en la oscuridad para evocar la Piedad, y el cuello estirado de Lee es el foco de atención mientras se retuerce de dolor y gime de placer al mismo tiempo, como un niño pequeño. Es una imagen impresionante, su efecto es aún más devastador que el momento en The Last Temptation of Christ [La última tentación de Cristo] (1988) en que el ángel le quita los clavos a Jesús y le ayuda a bajar de la cruz: en ambos casos, se borran siglos de memoria cultural en un instante. Sólo que en la película de Tsai Ming-ling el efecto es aún más impactante, pues el momento se extiende tanto en el tiempo como en el espacio. Supera el aspecto sexual y se convierte en la comunión de dos almas incapaces de alcanzar jamás una auténtica unión, aunque estén siempre a punto de lograrlo; en otras palabras, la expresión última de una relación padre/hijo. Tsai es tan hábil manejando estos elementos simbólicos que no se hacen evidentes hasta mucho después de que la película haya terminado, y su maestría es total. A primera vista, la fuerza de la película parece existir tan sólo dentro de los restringidos límites del universo de Tsai, pero una vez que caes en la cuenta de que The River trata más sobre la relación entre padres e hijos que sobre la ruptura de los tabúes, se vuelve grandiosa. Y en los momentos finales de la película, cuando el padre pretende que el suceso jamás ha ocurrido, el efecto es igualmente grandioso; se levanta un muro de represión y se reconstruye a sí mismo a partir de sus propios escombros como una fotografía trucada. What Time Is It There? termina también con una imagen magnífica de un padre, esta vez pasando de la muerte a otro mundo que

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es, al mismo tiempo, imaginario y real. Es un momento de mágica calma, que habla de algo difícil de alcanzar pero esencialmente humano: esto es, la idea, la realidad del «allí», queriendo decir, simplemente, «no-aquí». Esto quiere decir cualquier sitio en el que uno no está: otra habitación, otra casa, otra ciudad, otro país, otro mundo. E imaginemos como imaginemos estos lugares, sabemos que contendrán normas y acontecimientos y costumbres que no podemos imaginar. Podemos deducir lo que ocurre allí a partir de lo que conocemos de aquí, pero en el fondo es lo que no conocemos lo que más nos intriga y cautiva. Esta imagen final de armonía late con la tensión entre lo conocible y lo incognoscible. Se dirige a lo que es común, y a lo que no lo es, entre la vida aquí y la vida allí. Y, de alguna manera, en ella se concentra el gesto lleno de gracia que es la obra de Tsai Ming-liang.

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Crónicas de Róterdam Jonathan Rosenbaum

El Festival de Cine de Róterdam de este año [1998] tuvo lugar durante doce días a finales de enero y principios de febrero. Sin embargo, sólo pude asistir a la primera mitad; cinco días además de la noche de estreno. Y gracias a una videoteca que había en el festival, con copias de la mayoría de las películas que se iban a proyectar, incluidas muchas programadas para la segunda mitad del festival, me encontré alternando la mayoría de los días entre las proyecciones en el Pathé y el Lantaren, los dos cines multisala del festival (en los que siempre había público, entre veinte y varios cientos de personas), y sesiones solitarias con cascos en la videoteca (que se encontraba en la planta baja del Hotel Central y que se utilizó como cuartel general de la Gestapo durante la guerra). Algunos otros hechos de interés: 1/ conseguí ver unas cuarenta películas (en pantalla grande y en vídeo); 2/ sólo diez de esas películas llegué a verlas enteras; 3/ de entre aquellas películas de las que me salí o que sólo «caté», cinco se proyectaban en los cines multisala y otra, que vi en la videoteca, acabé rebobinándola hacia delante: era el documental The Voice of Bergman [La voz de Bergman] (1997) de Gunnar Bergdahl, y yo buscaba el momento en que Bergman

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descarta a Dreyer como un cineasta que tan sólo ha hecho dos películas de valor, La passion de Jeanne d’Arc [La pasión de Juana de Arco] (1928) y Vredens Dag [Dies irae] (1943). (Resulta que Bergman ni siquiera se molesta en respaldar esta opinión con ningún argumento, excepto la insistencia en la inmensa superioridad de Jan Troell, director de películas como Utvandrarna [Los emigrantes] [1971] y Nybyggarna [La nueva tierra] [1972]). Doy este tipo de datos para hacer algunas consideraciones importantes: 1. Actualmente, en todo el mundo, los críticos, profesores y estudiantes ven, a menudo, las películas en vídeo solos y luego escriben o hablan sobre ellas como si las hubieran visto de forma colectiva en una sala de cine. Es una de las consecuencias de vivir un periodo de transición, y a menudo implica una cierta imprecisión e impostura en lo que se refiere a nuestra propia relación con estas películas. Es decir, cuando decimos qué es una película o cuando intentamos describirla, generalmente la consideramos un objeto desligado de su forma de presentación y recepción. Sin embargo, las circunstancias de esa presentación y recepción a menudo moldean nuestra percepción de la película como objeto. 2. Todo espectador en un festival de cine tiene un itinerario, ya sea determinado por cuestiones temperamentales o profesionales (llamémosle un patrón del deseo o, al menos, una línea de investigación) y mi propio itinerario en Róterdam, que toma forma durante los dos primeros días, consiste principalmente en buscar las diferencias y las relaciones entre dos periodos del cine experimental: el presente (es decir, los pasados años) y el pasado (fundamentalmente los años sesenta y los setenta), utilizando el término «experimental» de la forma más general posible. Al menos ésta es mi línea de investigación consciente la mayor parte del tiempo; lo cual explica, en gran medida, por qué veo tantos cortos y tan pocos largometrajes. Pero, tras mi diario ir y venir entre el visionado colectivo y el solitario, finalmente decidí que no podía ignorar por completo las consecuencias de estas dos formas de ver una película, que afectan al estatus de estas obras como objetos.

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3. Podría decirse, en pocas palabras, que mi modo de recepción (y percepción) tiene más cosas en común con «el muestreo» de la música popular: la forma en que un d.j. va pasando entre fragmentos de distintos discos, utilizando transiciones que, por analogía cinematográfica, abarcan desde el corte repentino hasta un encadenado. 4. Una consideración más general: cada viaje que realizo desde Estados Unidos a Europa, hoy en día, me proporciona el placer de sentir la liberación de las profecías egocéntricas y de autocumplimiento del comercio norteamericano, especialmente las que se refieren al cine y lo que podría denominarse como «corrección narrativa». Algunas de estas fórmulas simplistas son: «Hollywood le da al público simplemente lo que éste quiere». (Primera mentira: que Hollywood sabe lo que el público quiere. Segunda mentira: que se pueda medir lo que el público quiere atendiendo a cómo gasta su dinero). O bien: «El público sólo quiere películas de género al estilo de Hollywood». (Ver lo anterior). Ergo, todo lo que no pueda clasificarse como película de género de Hollywood tiene una importancia y un interés menores. La peor consecuencia de la «corrección narrativa» al introducirse en el discurso crítico es su identificación con productores y distribuidores, más que con directores, de forma que ahora los críticos son propensos a recomendar el mismo tipo de retoque del montaje, perjudicial desde el punto de vista artístico, que a veces los productores llevan a cabo. De hecho, conozco a dos respetadísimos críticos en Estados Unidos (uno norteamericano y el otro iraní), que han tratado de convencer a Kiarostami de que elimine la secuencia final de la sublime Taste of Cherry (1997); y en el caso de The Apostle [El apóstol] (1997) de Robert Duvall, las críticas, después de su proyección en festivales, sugieren que podría «mejorarse» mediante varios cortes que llevaron a Walter Murch a suprimir diecisiete minutos antes de que la película se estrenara comercialmente. Y aunque el retoque del montaje realizado por Murch fue sensible y considerado, de alguna forma alteró el estilo de la película; lo que en un principio recordaba a un documental de Jean Rouch se ha «narrativizado» por completo; una corrección narrativa vengativa, derivada en última instancia de la mitología de ese «darle al público lo que quiere».

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Así que para mí uno de los placeres de asistir, año tras año, al Festival de Cine de Róterdam (y éste es el decimotercer festival al que he asistido desde 1984) es el de ver reiteradamente cómo se frustran las creencias del comercio norteamericano. Por lo visto, existe un ansia de obras experimentales que productores, distribuidores y la mayoría de críticos establecidos ignoran por completo, y que me proporciona una fe renovada en las capacidades de los espectadores. El difunto Huub Bals, que fundó el festival y definió su espíritu hasta su muerte en 1988, ciertamente estaba abierto a la mayoría de variedades del cine transgresor, pero la tradición del cine no-narrativo representada por figuras como Ernie Gehr, Ken Jacobs y Rose Lowder se le escapaba. Bals, un visionario apasionado, que no exactamente un intelectual, se parecía a Henri Langlois en su confianza en la intuición y en su querencia por la noción francesa de una vanguardia que, en aquel tiempo, le tenía más simpatía a Philippe Garrel y Raúl Ruiz que a Michael Snow y Hollis Frampton. Marco Müller, el primer sucesor de Bals (1990-91) —un auténtico intelectual y académico con una amplia variedad de referencias, y el único director del festival de Róterdam, hasta la fecha, con un marcado interés por la publicación de libros y monográficos para acompañar sus programas (un proyecto que mantiene ahora en Locarno)— cambió esta prioridad al invitar a Róterdam a directores de cine experimental norteamericanos como Leslie Thornton y Laurie Dunphy. Sin embargo, Emile Fallaux (1992-96), un director de documentales con más interés en el contenido que en temas formales o históricos, tendió a evitar o marginar obras «difíciles». (De forma significativa, y a diferencia de sus predecesores y sucesores, excluyó sistemáticamente las películas de Straub y Huillet de sus festivales). Posteriormente Simon Field —quien, como Fallaux, ha sido presidente durante la fase de expansión del festival— combina algunos de los intereses de sus predecesores. Como especialista en el cine experimental, fundó y coeditó la irremplazable Afterimage en Londres (quizá la revista de cine experimental más interesante que jamás ha tenido Inglaterra a lo largo de sus aproximadamente doce números y quince años de publicación [1970-85]), y este año ha tenido un éxito sin precedentes al popularizar el cine experimental en Róterdam. En buena medida, esto se ha producido gracias a la

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apertura en 1997 del Pathé (el cine multisala más grande de Holanda y probablemente el mejor diseñado que conozco, que rápidamente se convirtió en el centro del festival el año pasado) y a la decisión de Field de programar ahí un buen número de películas experimentales. En algunos aspectos, el cine Pathé recuerda a un aeropuerto o una estación de tren en la que las muchedumbres aparecen y desaparecen periódicamente, de acuerdo a los horarios de salida; en otros, se parece a las grandes tiendas como Virgin o FNAC (o, en Estados Unidos, librerías como Borders y Barnes & Noble) que se han convertido en los sustitutos capitalistas de los centros artísticos estatales o las bibliotecas públicas. El rasgo inquietante de estas tiendas es la consiguiente desaparición de cualquier distinción entre cultura y publicidad, que ya caracteriza a la sociedad urbana en general. Pero también podría darse un aspecto positivo en términos de comunidad y emociones colectivas. París, flash-back n. 1: Gracias a que conservo todas mis agendas, puedo decir con exactitud que la Noche en blanco dedicada al Nuevo Cine Norteamericano en el cine Olimpia comenzó en la medianoche del 4 de diciembre de 1971, y que, de alguna forma, logré ver allí tan sólo tres películas: Back and Forth [Atrás y adelante] 1969, Hold Me While I’m Naked [Abrázame mientras estoy desnuda] (1966) de George Kuchar, y Mass for the Dakota Sioux [Misa por los Sioux de Dakota] (1963-64) de Bruce Baillie. No logré ver las películas que allí se exhibieron de Ron Rice, Jonas Mekas, Peter Kubelka, Ken Jacobs, Hollis Frampton, Stan Brakhage y Kenneth Anger porque la experiencia en conjunto, tal y como hoy la recuerdo, fue más parecida a la participación en un motín; quizá lo más parecido que he visto nunca al legendario estreno de L’Âge D’Or [La edad de oro] (1930), salvo que los ofendidos espectadores no eran miembros de la alta burguesía sino hippies franceses, tan indignados con el rigor no-narrativo de la película de Snow que estuvieron abucheando y silbando durante toda la película; incluso hubo alguien que lanzó un sujetador contra el proyector, acto que fue recibido con un rabioso aplauso. Por consiguiente, tuve que ver la mayoría de las otras películas experimentales norteamericanas de esta época en mis viajes a Nueva York, la mayor parte de las veces en los Anthology Film Archives, y terminé por perderme todas las primeras películas de Ernie Gehr.

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París, flash-back n. 2: Durante los cinco días que paso en París, antes de aquellos cinco días en Róterdam, veo a Noël Burch, que tiene pensado dar una conferencia en Róterdam poco después de que yo vuelva a los Estados Unidos, una ponencia en la que está trabajando actualmente («La estética sádica: una consideración crítica») y me da un primer borrador para que lo comente. La conferencia surgió como respuesta a una invitación para participar en «La máquina cruel», una serie de películas, vídeos y conferencias programados por Gertjan Zuilhof sobre la que Noël tiene serias dudas. Zuilhof define la crueldad cinematográfica en relación a tres películas que considera clásicas: Peeping Tom [El fotógrafo del pánico] [1960] de Michael Powell, Mondo Cane [Este perro mundo] [1963] de Gualtiero Jacopetti y Pentimento [Penitencia] [1980] de Frans Zwartjes; y la intervención de Burch pretende criticar «lo que considero la relación social fundamental entre el poder demiúrgico, megalómano y, en última instancia, sádico, de la Gran Mente Creativa y el masoquismo estoico del aficionado corriente, halagado por compartir los gustos austeros de una élite»1. Un intento radical y, en mi opinión, utópico, quijotesco incluso, de reconciliar sus tendencias sexuales masoquistas con sus opiniones políticas marxistas y sus discrepancias con el modernismo francés; el proyecto de Noël está claramente plagado de trampas (especialmente porque la estética sádica y la masoquista, tal como Noël las define, están tan estrechamente entrelazadas con el hecho de ser francés y ser norteamericano que dan forma a su misma biografía), pero tampoco puedo evitar verlo como una empresa noble y heroica. (Se da la casualidad de que recientemente se ha puesto en cuestión en Estados Unidos el encumbramiento contemporáneo de Sade —de forma exhaustiva y en mi opinión muy convincente— por parte de Roger Shattuck en Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography2, y es una pena que Noël todavía no haya tenido acceso a este libro). Lo cierto es que, a pesar de sus dificultades, es una empresa tan ambiciosa e instructiva que mantengo un diálogo silencioso con ella cada día que paso en Róterdam. Por una parte, la defensa actual que hace Burch del masoquismo dominante (es decir, Sternberg), por encima de lo que considera 1 Burch, Noël, «The Sadeian Aesthetic: A Critical View» en Beech, David y Roberts, John (eds.), The Philistine Controversy, Londres/ Nueva York, Verso, 2002, p. 179. 2 Shattuck, Roger, Forbidden Knowledge: From Prometheus to Pornography, Nueva York, Dutton, 1968.

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la estética sádica del cine experimental contemporáneo (Brakhage, Gehr, Snow, etc.) evita los temas que a mí más me interesan. Pero, por otra parte, nadie más intenta realmente conciliar su sexualidad, sus ideas políticas y su estética de una forma tan decidida, y tanto si esto es lo que pretende como si no, de nuevo encuentro estimulantes sus argumentos, como una especie de meta-ciencia-ficción. Hoy en día, Noël cree que tiene que rechazar su propia Praxis du cinéma como una validación elitista de todo lo que representa la estética sádica actual. Sin embargo, este libro tuvo para mí un gran valor en los años setenta, no como ninguna suerte de modelo político o social, sino como una guía sobre la variedad de formas de hacer cine y analizar películas sobre las que todavía estaba aprendiendo. Para mí dio lugar a una dialéctica esencial con The American Cinema3 de Andrew Sarris, como una especie de catálogo de lo que debía ver y cómo debía verlo. Como si fuera un carroñero y un bricoleur, tengo la tendencia natural de pervertir los programas estéticos y políticos de otros, y creo que todos los espectadores (incluido Burch), en cierta medida hacen lo mismo. De forma consciente o inconsciente, todos reinventamos compulsivamente las películas y programas estéticos según la forma de nuestros deseos, haciendo mucho más difícil la crítica sincera y práctica. Tal y como descubrí en la universidad, se puede coger cualquier verso de la poesía inglesa, poner a continuación uno de T. S. Eliot («Como un paciente eterizado sobre una mesa»4) y esperar confiadamente que encajen juntos e incluso que tengan un significado coherente. ¿Qué tiene este verso de The Love Song of J. Alfred Prufrock [La canción de amor de J. Alfred Prufrock] que lo hace tan versátil y fácil de usar? Sospecho que se trata del hecho de que el paciente eterizado no es otro que nosotros mismos, espectadores posmodernos, empeñados en seguir a nuestra propia conciencia dividida a dondequiera que nos lleve, que casi siempre es lejos de la sociedad. Pero también merece la pena señalar las excepciones a esta regla. El ensayo personal de Stephen Dwoskin, Pain Is… [El dolor es…] (1997), incluido en «The Cruel Machine» y que he visto en vídeo (una mezcla de autobiografía, investigación y reflexión filosófica), es, con mucho, la película más emocionante que encontré en este Sarris, Andrew, The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968, Nueva York, Dutton, 1968. 4 «Like a patient etherised upon a table», en el original en inglés (N. de la T.). 3

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programa, ya que lleva a la esfera pública el sadismo y el masoquismo (entre otros temas relacionados) de una forma lúcida, como algo que debe estudiarse y no sólo experimentarse o convertirse en algo mitológico. Realizada por un director de cine experimental, que se ha pasado la mayor parte de su vida en una silla de ruedas a causa de la polio, contiene el tratado sobre el dolor más complejo y lleno de matices de todas las películas que conozco, ya que, como Zuilhof señala en el catálogo del festival, no distingue entre el dolor deseado y no deseado. La película abre con un plano subjetivo desde una silla de ruedas avanzando a través de los pasillos de un hospital, hasta que la intensa luz del día hace que la imagen se vuelva completamente blanca, y por encima de la última parte de este viaje, la voz en off de Dwoskin comienza a plantear cuestiones sobre el dolor, de las cuales tan sólo unas pocas reciben respuesta. («¿Es posible hacer una imagen del dolor? Cuando frotas un dedo contra la madera, sientes la madera. Si te clavas una astilla, sientes tu dedo. Así es como funciona el dolor. Se desplaza del exterior al interior»). La película está plagada de primeros planos de gente discutiendo, experimentando, infligiendo y representando dolores de diferentes clases; primeros planos agresivos y extremos que a menudo justifican el término que se utiliza para describirlos: planos «ahorcados»5. A pesar de todo, la mayoría de las palabras empleadas para describir el dolor en cuestión son relativamente objetivas y desapasionadas, manteniendo la distancia con las respuestas de cada cual. En la secuencia más notable de la película, Dwoskin graba en primer plano a una dominatrix mientras ésta le azota con una correa, tarea de la que ella claramente está disfrutando, y, después de la sesión, cómo él le realizaba una entrevista, tranquilamente, sobre su trabajo. Es un modo de abordar la cuestión que de alguna manera recuerda tanto a Brecht como a Montaigne, y para mí proporciona la respuesta dialéctica (y contemporánea) precisa al ataque de Burch a la estética sádica, al desplazarse del interior al exterior. ¿El hecho de que vea esta película en vídeo, a solas con mi propia sexualidad y mis propios fantasmas, resalta o contradice este logro? Al no tener la ventaja de poder hacer la comparación 5 «Choker» en el original en inglés; la palabra técnica que se utiliza en español para este tipo de planos es «primerísimo primer plano» (N. de la T.).

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con cómo funciona frente a un público, tan sólo puedo hacer conjeturas sobre la respuesta. El jueves por la tarde asisto al primer programa de la retrospectiva sobre Gehr en el Lantaren (Shift [Cambio] [1972-74], This Side of Paradise [A este lado del paraíso] [1991] y Side/Walk/Shuttle [Lateral/ paseo/lanzadera] [1991]) junto a otros veinte espectadores, la mayoría holandeses veinteañeros, y la respuesta en este caso parece ser de perplejidad e indiferencia; la primera pregunta planteada a Gehr después de la película es: «¿Es usted una especie de fetichista del 16 mm?». Aunque me fascinan sobre todo los movimientos de cámara y el rigor estructural de Side/Walk/Shuttle, ésta es una experiencia solitaria, más que colectiva, que contrasta llamativamente con lo que he compartido con cientos de embelesados espectadores (de nuevo, la mayoría de ellos era holandesa de unos veintitantos años) en parte del programa de vídeo llamado «City Sounds» en el Pathé, unas horas antes. En teoría, es posible que, habiéndome fumado un porro antes del programa a primera hora de la tarde, haya idealizado las buenas vibraciones en «City Sounds», pero no lo creo. Por una parte, la primera obra del programa, Abducted [Abducido] (1996), de Jason Spingarn-Koff (un vídeo de veinte minutos procedente de Alemania, rodado en Berlín, Providence y Nueva York), comienza en el contexto explícito de la televisión: se ve un monitor de televisión sobre señales pulsantes (incluidas algunas en rojo y verde) en un panel inferior, y en la pantalla de televisión aparecen imágenes mudas, descoloridas, de paisajes urbanos. Por otra parte, la presencia de la música (la música «industrial» de percusión se atribuye a DJ Fresh Blend) sitúa este trabajo de Gehr en un universo separado del resto de su obra. Una imagen de vídeo en blanco y negro ocupa por completo la pantalla después de que se ha establecido el contexto televisivo inicial, y se establece una rudimentaria y seductora narrativa: una figura femenina que recuerda a Maya Deren se levanta de la cama en un soleado desván y camina hacia la ventana; a continuación se la ve moviéndose a través de las imágenes de fondo de una ciudad, como dibujadas con lápices de colores, mientras que, de vez en cuando, unos intertítulos en alemán nos van contando cosas de su viaje: «Una torre de televisión se alza por encima de la ciudad». «¿Ha ocurrido algo? Quizá algo terrible». «¿En el Ministerio del Aire del Reich?». «Aquí solían estar unos grandes almacenes

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judíos». En efecto, el vídeo cuenta un viaje a través de la tenebrosa e insondable historia que abarca desde el comienzo de siglo hasta el Berlín contemporáneo, mientras que, al mismo tiempo, resucita recuerdos del cine mudo alemán y del Holocausto que parecen sueños recordados a medias, y la experiencia global resulta tan cautivadora que acabo viendo Abducted por segunda vez en vídeo en el Cine Central pocos días después. ¿Implica esto que los placeres más solitarios de las exploraciones de Gehr son algo del pasado? Quizá sea así, pero sólo para algunos espectadores. Cuando el sábado por la noche vuelvo al Lantaren para otro programa sobre Gehr, que consiste exclusivamente en películas mudas (Serene Velocity [Velocidad tranquila] [1970], Table [Mesa] [1976] y Eureka [1974]), en esta ocasión hay al menos sesenta personas en el auditorio, y prácticamente ninguna abandona la proyección. Así que parece que ha habido algún tipo de educación del público entre el martes y el sábado; una iniciación al modo de ver y reflexionar sobre imágenes cinematográficas que puede desarrollarse sólo a través de la experiencia. Por otra parte, dudo que el público de las películas de Gehr pueda alcanzar jamás la compenetración colectiva de la que soy testigo y que comparto cuando veo Abducted por primera vez, y sospecho que el uso de la música tiene mucho que ver con ello. Experimento la misma diferencia cuando veo Blight [Ruinas] (1996), un vídeo grabado en Londres, realizado por John Smith en colaboración con el compositor Jocelyn Pool; una obra fascinante que es al mismo tiempo un documental sobre la construcción de la carretera de enlace a la M2 en el este de Londres, que provocó una prologada campaña por parte de los residentes locales para evitar que sus casas fueran demolidas, y con un tratamiento de los improvisados discursos de algunos de estos residentes que los convierte en la base de una especie de musique concrète (las distintas voces acompañadas por unos acordes de piano y maravillosamente enlazadas con el montaje, tanto que me lleva a escribir en mi cuaderno: «Como Frank Zappa, pero mejor»). La cuestión es: ¿la compenetración colectiva que provoca Blight se traduce en algún tipo de compromiso social con el tema del vídeo? De esto estoy ya menos seguro, aunque sólo sea porque el compromiso social colectivo (incluido el que rechazó a Michael Snow en el Olympia en 1971, así como otras formas más positivas

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de participación) es mucho más difícil de encontrar actualmente en el cine que en otros contextos de emoción colectiva. Seguramente esto se deba, en parte, a que la utópica visión de los sesenta ya no absorbe a la audiencia actual; hay demasiado escepticismo respecto a la cultura y los medios de comunicación y a la posible toma de conciencia revolucionaria, como para considerar dicha posibilidad. Esto se hace aun más evidente cuando asisto a un concierto de David Shea, la noche del viernes, que acompaña en directo el largometraje en vídeo de Johan Grimonprez Dial H-I-S-T-O-R-Y [Marque H-I-S-T-O-R-I-A] (1997). El vídeo es una recopilación de material encontrado de informativos de televisión sobre actos terroristas (principalmente secuestros de aviones a lo largo de los últimos treinta años) así como dibujos animados, anuncios y películas educativas: una celebración posmoderna de la banalidad, la incoherencia y el miedo, que me recuerda a recopilaciones parecidas de Craig Baldwin. Podría decirse que Grimonprez escapa a la perspectiva nihilista de Baldwin al incluir algunos pasajes con inteligentes y provocadores comentarios sobre el terrorismo extraídos de dos novelas de Don DeLillo, Ruido Blanco y Mao II, pero considero que esta distinción es sobre todo académica, ya que Grimonprez elige el comentario de otro en vez de ofrecer el suyo propio. Asimismo, el acompañamiento de Shea incorpora elementos de la banda sonora de Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution [Lemmy contra Alphaville] (1965) y de algunas películas del cine hongkonés; además de algunas apropiaciones posmodernas que no siempre saben distinguir entre texto y comentario. Desde la perspectiva política de la década de los sesenta, todo esto resulta muy dudoso y claramente «irresponsable». Aun así, simpatizo e incluso comparto en parte la experiencia colectiva cuasieufórica que ofrece esta combinación de elementos, una experiencia que combina los placeres de la sorpresa y la aventura con el derrotismo político en un discurso muy propio de los noventa. El encontrar placer en fuentes de dolor, tales como la «renovación de zonas urbanas» y el terrorismo, ciertamente requiere una fuerte dosis de alienación. ¿Se trata del mismo placer amargo que experimenta un animal enjaulado haciendo sonar los barrotes de su jaula? Si es así, quizá estos barrotes deban golpearse antes de que se puedan echar abajo o eliminarlos por completo.

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Durante dos días seguidos, domingo y lunes, en la videoteca, veo dos películas norteamericanas de media hora de duración, realizadas en el medio-oeste del país (What Farocki Taught [Lo que enseñó Farocki] [1998] de Jill Godmilow y Shulie [1997] de Elisabeth Subrin), dos remakes minuciosos de documentales políticos hechos en los años sesenta: la película de Godmilow es un remake, en color y en inglés, de un documental alemán en blanco y negro dirigido por Harun Farocki en 1969 sobre la producción y los efectos del napalm, Nicht löschbares Feuer [El fuego inextinguible]; y el de Subrin de un remake de un documental de 1967 realizado por Jerry Blumenthal, Sheppard Ferguson, James Leahy y Alan Rettig sobre Shulamith Firestone, futura autora de The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution [La dialéctica del sexo: estudio para la revolución feminista] (1970)6, un libro que recuerdo que me impactó cuando era un estudiante en el Instituto de Arte de Chicago. What Farocki Taught se presenta como una película de no ficción; Shulie termina con la leyenda: «Ésta es una obra de ficción»7. Las dos películas hechas en los años sesenta son obras de investigación radicalmente comprometidas, y lo mismo puede decirse de las dos películas de los años noventa, a pesar de las marcadas diferencias en temas y estilos. ¿Por qué surgieron estas dos nuevas versiones, más o menos al mismo tiempo, cuando ninguno de los dos cineastas sabía que el otro proyecto se estaba llevando a cabo? El impulso de hacer un remake de una obra de protesta de los años sesenta parece proceder de otro deseo posmoderno, el de «abrir un túnel de salida desde dentro»: reconfigurar el pasado según los términos de un presente petrificado, golpear los barrotes de otra manera. ¿Volver a pensar los años sesenta es un preludio y un requisito previo para repensar los años noventa, o se trata quizá de algún sustituto de ese difícil proceso? Dentro de los confines semiclandestinos de la videoteca, no puedo estar seguro. Debo confesar que prefiero Shulie de Subrin a la película de la cual se realiza el remake, aunque sólo sea porque el complejo pathos histórico que se esfuerza en presentar proporciona mucha más información sobre los años noventa que todo lo que la película original podía decirnos sobre los años sesenta, entonces o ahora. Sin Firestone, Shulamith, The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, Nueva York, Morrow, 1970. 7 Este rótulo se quitó posteriormente. 6

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embargo, prefiero Nicht löschbares Feuer a What Farocki Taught, ya que las motivaciones políticas de la primera son mucho más claras y directas. Mis preferencias tienen poco que ver con la habilidad técnica o el ingenio de Subrin o Godmilow; se establecen, por el contrario, en relación al valor político que ostenta una obra en su época correspondiente. La sabiduría popular, haciendo una cierta justicia, considera que los años sesenta fueron una época mucho más libre que la de ahora, por lo que Subrin muestra cierta osadía al centrarse en un momento de aquel periodo en que la conciencia feminista todavía estaba luchando por definirse a sí misma. La paradoja es que incluso el más nítido de los espejos retrovisores de la historia resulta insuficiente para darle a una actriz, treinta años después, el tipo de urgencia conmovedora que Firestone expresaba en la película original a través de su confusión y timidez; Kim Stross, la actriz que interpreta a Shulie, refleja el tipo de indiferencia contemporánea que tendemos a ver como normal. Sin embargo, sólo a través de esta yuxtaposición empezamos a atisbar el miedo paralizante que define nuestro presente; el tipo de miedo que hace que la idea misma de un remake parezca una respuesta lógica. El lunes, durante mi última tarde en el festival, asisto en el Pathé a una proyección de la película taiwanesa Blue Moon [Luna azul] (1997). Escrita y dirigida por Ko I-cheng (miembro de la Nueva Ola Taiwanesa que es más conocido fuera de Taiwán en su faceta de actor, sobre todo por sus papeles en las películas de Edward Yang), esta película consiste en cinco bobinas, de veinte minutos cada una, que deben proyectarse en distinto orden cada vez, de forma que son posibles hasta ciento veinte versiones distintas. Las cinco bobinas presentan más o menos los mismos personajes y escenarios, incluyendo, entre otros, a una joven, un escritor, un productor de cine y el dueño de un restaurante, todos residentes en Taipéi y pertenecientes al mismo círculo de amigos y conocidos; y en cada bobina la mujer está liada con un hombre distinto. A partir de ahí uno puede construir una narrativa continua al colocar algunas bobinas como flash-backs, saltos al futuro o como acontecimientos que suceden en un universo paralelo. Más allá de esta construcción única (Ko explica, después de la proyección, que escribió las cinco partes a la vez, en hojas de papel de distintos colores) Blue Moon es una película narrativa convencional,

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incluso «comercial», y uno de mis colegas norteamericanos, que había visto la película antes, la rechazó por esta razón, tachándola de banal y decepcionante. Pero para mí resulta fascinante precisamente por la misma razón: porque exige la participación creativa del espectador al mismo tiempo que pretende satisfacer sus expectativas convencionales. Y hay otras agradables recompensas también: por ejemplo, siempre he deseado ver algún día una película que, de forma poco convencional, incluya los créditos más o menos a la mitad de metraje, y esta particular configuración de Blue Moon cumple ese sueño al mostrar al productor de la película viendo una secuencia de créditos, en una sala de proyecciones, al final de la segunda bobina; una secuencia de créditos que, estoy seguro, son los créditos de Blue Moon. De forma más convencional, la primera bobina de esta proyección explica el significado del título. En resumen, las posibilidades de satisfacer algunos de los deseos del espectador y frustrar otros son infinitas, y estoy completamente de acuerdo con la directora Jackie Raynal, con la que he asistido a esta proyección, cuando me dice, después de la misma, que querría ver de nuevo la película inmediatamente, con las bobinas en distinto orden. Está claro que no se pueden resolver todos los misterios de la narrativa múltiple de esta manera, pero indudablemente surgirán nuevas pistas, de igual modo que aparecerán otros misterios. En cierto sentido, es como la experiencia de ir de cata a un festival de cine condensada en una sola película, obligando a cada espectador a hacer su propia síntesis de las partes dispares pero interconectadas. ¿Lo convierte esto en una película tanto política como experimental? En la medida en que trata e intenta cambiar la relación del espectador con el aparato cinematográfico, no puede tratarse de otra cosa.

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En japonés no existe el plural

Viaje de ida y vuelta de Masumura a Hawks Shigehiko Hasumi y Jonathan Rosenbaum

Primer movimiento. El cine dislocado de Yasuzo Masumura Voy a comenzar citando el ensayo de Andrew Sarris, The American Cinema, para decir que Yasuzo Masumura (1924-1986) es un «tema para seguir investigando». Mi primer encuentro con su obra fue hace casi treinta años en París, donde su Chinjin no Ai [Amor a un idiota] (1967), una adaptación actualizada de la novela de Junichiro Tanizaki, Naomi, de 1924, se proyectaba bajo el título La Chatte Japonaise [La gata japonesa]. (Tal y como descubrí mucho después, existen otras dos excelentes adaptaciones de la obra de Tanizaki: Manji [Esvástica] [1964] e Irezumi [Tatuaje] [1966]). Un especial de doce páginas en el número de octubre de 1970 de Cahiers du cinéma (quizá el reconocimiento crítico más extenso que ha recibido en Occidente hasta la fecha) espoleó mi interés; me impactó y fascinó su representación del delirio erótico de un obrero de mediana edad por su mujer, mucho más joven que él, a la que adiestra, con la que se casa y a la que pierde. Una imagen: enloquecido por el recuerdo erótico de las ocasiones en que llevaba a su mujer montada a caballito, intenta imitarlo a solas en su apartamento. Pasaron veintisiete años hasta que volví a ver otra película de Masumura, y fue gracias a un ciclo de doce películas organizado

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por Kyoko Hirano, de la New York’s Japan Society, que llegó a Chicago en 1998. Desde entonces existen tres razones concretas y distintas por las cuales me siento impelido a continuar con esta investigación. 1. La curiosidad por el misterioso fenómeno que denominaría «sincronicidad» mundial: la aparición simultánea de los, aparentemente, mismos gustos, estilos y/o temas en distintas partes del mundo, sin ninguna señal de que estos rasgos comunes y sincrónicos se hayan influido mutuamente; todo lo cual sugiere una experiencia mundial común que todavía no ha sido definida adecuadamente. Fue este tipo de curiosidad el que motivó el intercambio de cartas con el que comienza este libro: el hecho de que unos cuantos cinéfilos, de distintos países, la mayoría de los cuales no se conocían entre sí, compartiesen más o menos el mismo criterio especializado. Y fue la curiosidad por otro tipo de sincronicidad la que, en parte, provocó mi interés por Masumura: cómo un director japonés de los años cincuenta y sesenta, cuyas películas en muchos aspectos recordaban tanto estilística como temáticamente a las películas norteamericanas del mismo período dirigidas por Samuel Fuller, Nicholas Ray, Douglas Sirk y Frank Tashlin, había acabado rodando sus filmes sin ninguna influencia aparente en uno u otro sentido. No puedo afirmar que haya llegado a ningún resultado concluyente en mi investigación, salvo la impresión de que probablemente haya mordido más de lo que puedo masticar. Las complejas relaciones entre las culturas japonesa y norteamericana, fraguadas durante la ocupación estadounidense (incluidas las distintas formas de censura practicadas en ambos países durante aquel periodo), no son un tema que me sienta capacitado para tratar de forma exhaustiva. Sin embargo, cualquier estudio serio de la sincronicidad entre Hollywood y las películas de Masumura durante la posguerra debe, sin duda, tener este factor en cuenta. E incluso una investigación mucho más concreta y delimitada (como las definiciones de locura que vemos en Bigger Than Life [Más poderoso que la vida] (1956) de Ray, Shock Corridor [El pasillo del miedo] (1963) de Fuller y The False Student [El falso estudiante] (1960) o Sex Check [Chequeo sexual] (1968) de Masumura) tendría que tener en cuenta las diferentes estrategias estéticas que operan en estas películas, así como el papel que desempeña la alegoría en la película de Fuller,

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lo que hace que sea difícil proponer una metodología crítica que resulte eficaz para las cuatro películas. 2. No es difícil toparse con la melancólica convicción de que ya se han realizado todos los descubrimientos importantes en la historia del cine (un amigo japonés ha propuesto una variante de esta proposición: que de hecho Masumura es el único gran descubrimiento significativo que queda por hacer, por lo menos en el cine japonés). Francamente, esta creencia siempre me ha parecido presuntuosa y un tanto arrogante; sugiere una cierta capitulación frente a las prácticas habituales de marketing que pretenden que todos los productos que merece la pena consumir son ya conocidos, teóricamente accesibles, si no disponibles. Este rasgo es particularmente pronunciado en Estados Unidos, donde la mayoría de editores de libros y revistas cree que los lectores no deben encontrarse con demasiadas referencias a películas que no conozcan y/o que sean difíciles de encontrar. Así que un encanto especial que ostenta el estudio de una figura como Masumura es que la posibilidad de dar a conocer su obra en Occidente sería prácticamente nula: una obra de cincuenta y ocho películas (cincuenta y cinco largometrajes y tres cortos), ninguna de las cuales entró en el circuito de distribución1. El desafío de llegar a conocer su obra bajo tales circunstancias está, por tanto, motivado por el deseo de convencerme a mí mismo y a otros cinéfilos de que los objetos de estudio «imposibles» no son tan imposibles de estudiar como a veces pretendemos perezosamente. Y, en gran medida, este proyecto dio frutos. En un momento dado, cuando me esforzaba por encontrar los vídeos de algunas de las películas de Masumura subtitulados al inglés, por ejemplo, me alegró descubrir que al menos un par de ellos procedían del contacto de un amigo en Israel. De una forma muy parecida a cómo una reciente conferencia sobre Philippe Garrel se ha celebrado en Dublín y ha sido organizada, en su mayor parte, a través de aficionados a la obra de Garrel que escribían para una revista digital de cine con sede en Melbourne2, parecía que el correo electrónico constituía una ayuda potencial para la cinefilia y la investigación Después de concluir este artículo en 2001, una empresa llamada Fantoma comercializó en DVD Blind Beast, Giants and Toys, Afraid to Die, Manji, The Black Test Car y Red Angel. 2 www.sensesofcinema.com 1

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a la que apenas se está empezando a recurrir. Y, entre tanto, ha resultado que mi investigación llegaba en el momento apropiado, ya que, recientemente, Masumura está empezando a obtener más atención que nunca. Al igual que mi tercera razón para emprender este estudio (ver abajo), ésta indicaba que la sincronicidad era mucho más fácil de ubicar en relación a la cinefilia que al cine per se. 3. Una investigación de determinadas cuestiones sobre diferencias culturales. Al leer el libro de Shigehiko Hasumi sobre Yasujiro Ozu en su traducción al francés3, me fascinó comprobar cómo las estrategias interpretativas de Hasumi rompían, o al menos desafiaban, muchos de los estereotipos (tanto occidentales como orientales) sobre la «japonesidad» esencial de Ozu; estrategias que, de hecho, tenían muy en cuenta las diferencias culturales pero sin permitir su mitificación en nombre del exotismo. Y debido a que Hasumi resultó especialmente instructivo sobre el modo en que el cine norteamericano marcó las películas de Ozu, empecé a pensar que él podía ser el interlocutor ideal en mi investigación sobre lo que era específicamente japonés (o no japonés) en la obra de Masumura. Además, sabiendo del entusiasmo personal de Hasumi por Hawks, comencé a pensar que podía resultar provechoso explorar no sólo lo que de «norteamericano» tenía mi interés en Masumura, sino también cuánto de «japonés» había en su interés por Hawks. Finalmente, resultó en nuestra conversación que sólo llevamos a cabo esta última exploración de forma intermitente, y no apareció en ningún momento en los ensayos posteriores de Hasumi sobre Hawks, pensados y realizados independientemente de nuestra discusión. Aun así, su ensayo aporta una dimensión inestimable al tema transcultural que yo quería abordar, enfocando de forma muy distinta la aceptación internacional de Hawks, a través de modelos formales con implicaciones relacionadas con el género, el cuerpo y, más en general, con los principios de inversión. Al analizar hasta qué punto los enfoques formales y estilísticos pueden unir y reconciliar tradiciones culturales muy divergentes (una tarea que también llevaron a cabo Viktor Shklovsky, con su comentario estilístico sobre Tristram Shandy, y François Truffaut, en su análisis de las imágenes que se multiplican y riman en Shadow 3

Hasumi, Shigehiko, Yasuhiro Ozu, París, Editions de l’étoile/Cahiers du cinéma, 1998.

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of a Doubt [La sombra de una duda] [1943]), Hasumi logra que resulte más fácil entender exactamente por qué Hawks puede narrar mediante los géneros clásicos de Hollywood en vez de a pesar de los mismos. En efecto, las enseñanzas de Hasumi tuvieron una influencia decisiva en la generación de cineastas japoneses conocida como la «Nueva Nueva Ola» que incluye a Shinji Aoyama (Eureka, 2000), Nobuhiro Suwa (2/Duo [1996], H Story [2001]) y Kiyoshi Kurosawa (Cure [La cura] [1997], Pulse [Pulsación] [2001]). Kurosawa todavía se acuerda vívidamente del principio que Hasumi impartía en su clase: «Tanto en una imagen de Robert Aldrich como en una de Jean-Luc Godard podéis encontrar las claves de las preguntas: ¿Qué es una película? y ¿cuál es su lugar en la historia del cine?»4. Es en parte gracias a esta lengua franca que el lenguaje formal de Kiarostami, Panahi, Hou y Tsai puede entenderse fácilmente y ser apreciado en todo el mundo, proporcionando así una guía a sus significados culturales, que serían más difíciles de aprehender desde perspectivas exclusivamente sociológicas, filosóficas o basadas en el género. El hecho de que la educación formal de Hasumi esté basada en la literatura francesa resulta especialmente obvio en su sensibilidad hacia una determinada concepción de la forma fílmica, esa misma que empieza a ser reivindicada desde Cahiers du cinéma en los años cincuenta, y que desafiaba los cánones tradicionales de la estética cinematográfica francesa en el momento en que ésta adoptaba los géneros tradicionales y populares de Hollywood. De hecho, se podría argumentar que, de igual modo que la forma cinematográfica en Hou y Kiarostami consigue comunicar algo, tanto a través de sus respectivas culturas nacionales como más allá de ellas, la atención que Hasumi presta a la forma en Hawks acaba diciéndonos de manera indirecta algo sobre la cultura japonesa, la francesa y la angloamericana, así como algo más explícito aún sobre una corriente internacional que une estas y otras tradiciones. El azar quiso que mi primera visita a Japón, en diciembre de 1998, fuera para participar en un simposio organizado por Hasumi en la Universidad de Tokio y titulado «Yasujiro Ozu en el mundo». Poco después de esta visita, pedí a la Japan Foundation una beca de investigador visitante para el año siguiente y, cuando me fue 4 Citado en Stephens, Chuck, «Another Green World», en Film Comment, septiembre-octubre 2001, p. 68.

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concedida, empleé parte de mi visita de dos semanas a Japón, en diciembre de 1999, para proseguir mi investigación sobre Masumura viendo ocho de sus películas con un intérprete en el Centro Cinematográfico Nacional y grabando una conversación con Hasumi, en la Universidad de Tokio, sobre Masumura y Hawks. Además, en mi primer día en Tokio, la Japan Foundation organizó un almuerzo con Sadao Yamane, quien acababa de publicar un libro con un completo estudio crítico de Masumura5, y pude después fotocopiar material relevante en inglés en la Fundación Cinematográfica en Memoria de Kawakita. También pase un día agradable con Mikiro Kato, un profesor asociado de la Universidad de Kioto, quien, además de llevarme a la tumba de Kenji Mizoguchi, generosamente me organizó una visita al museo de arte local que alberga los cuadernos de producción de todas las películas de Masumura rodadas en Daiei, que constituyen alrededor del ochenta por ciento de su obra. La investigación posterior fue posible a través de distintas vías. Chika Kinoshita (una antigua estudiante de Hasumi que investiga sobre Mizoguchi y es estudiante de posgrado en la Universidad de Chicago) me ayudó generosamente al proporcionarme las películas de Masumura en vídeo, así como sinopsis detalladas, escena por escena, de la mayoría de las mismas, lo que me permitió verlas sin subtítulos. También me tradujo partes de las críticas cinematográficas de Masumura y otros materiales, obtenidos de un libro japonés indispensable sobre este cineasta que Hasumi fue tan amable de regalarme6. En la primavera de 2000, pude ver otras nueve películas de Masumura en los Pacific Film Archives de Berkeley, California7. Sumando otras que he logrado ver en vídeo a través de distintas fuentes, hasta ahora he podido ver treinta y ocho de las cincuenta y ocho películas de Masumura, todas, salvo unas pocas, con algún tipo de traducción. Lo que sigue a continuación son algunas reflexiones que resultan de este trabajo que está en pleno desarrollo. 5 Yamane, Sadao, Masumura Yasuzo: Ishi to shite no erosu [El Eros como Voluntad], Tokio, Chikuma Shobo, 1992. 6 Fujii, Hiroaki (ed.), Eiga kantoku Masumura Yasuzo no sekai [El mundo de Yasuzo Masumura, director de cine], Tokio, Waizu Shuppan, 1999. 7 Le estoy especialmente agradecido a Mona Nagai, Edith Kramer, Jason Sanders y Nancy Goldman por su ayuda en esta labor.

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Masumura nació el 24 de agosto de 1924 en Kofu, en la isla de Honshu, y desde una edad muy temprana empezó a ir al cine, ya que en el jardín de infancia se hizo amigo del hijo del dueño de una sala de cine. En el instituto descubrió a Jean Renoir y después de un breve periodo en el ejército al final de la II Guerra Mundial, se inscribió en la Universidad de Tokio para estudiar Derecho y Literatura. Allí se hizo amigo de Yukio Mishima, uno de sus compañeros de clase, quien más tarde protagonizaría su película Karakkaze yaro [Miedo a morir] (1960). Dejó los estudios dos años después y encontró trabajo como asistente de dirección en el estudio Daiei de Tokio, donde ganó lo suficiente para volver a la universidad y obtener la licenciatura en Filosofía con una tesis sobre Kierkegaard. Al año siguiente, consiguió una beca del Centro Sperimentale Cinematografico en Roma, donde se dice que Michelangelo Antonioni, Federico Fellini y Luchino Visconti estuvieron entre sus profesores. (El primero de ellos, el único que aún vive, todavía se acuerda de él, y recientemente se presentó en una retrospectiva sobre Masumura en Roma). Una vez terminados sus estudios, Masumura trabajó de asistente en una versión italo-japonesa de Madame Butterfly (1954). Después volvió a Japón, en 1954, donde trabajó como asistente de Mizoguchi en Princess Yang Kwei Fei (1955) y Street of Shame [La calle de la vergüenza] (1956) en el estudio Daiei de Kioto. Después de la muerte de Mizoguchi se convirtió en el asistente de Kon Ichikawa en otras tres películas antes de rodar sus primeros largometrajes: Shokei no heya [El cuarto de los castigos] (1956), Nihonbashi (1956) y Man’in densha [El tren está lleno] (1957). Hasta que Daiei cayó en la bancarrota en 1971, siguió trabajando allí, a menudo haciendo tres o cuatro películas al año, casi siempre aceptando encargos y a veces adaptándolos a su forma característica y rebelde. Después, a lo largo de los últimos once años de su carrera como director, hizo una media de una película por año; una producción irregular que incluyó muchas de sus peores películas, pero al menos dos logros encomiables: Daichi no komoriuta [Canción de cuna de la tierra] (1976), quizá su producción independiente más importante, y Sonezaki shinju [Doble Suicidio en Sonezaki] (1978), una adaptación de una obra de teatro Bunraku. (Por el contrario, sus dos últimas películas, que sólo he podido ver sin traducción, parecen tener pocos defensores: Eden no sono [El jardín del Eden, 1980], su única película hecha en el

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extranjero, una versión italiana de The Blue Lagoon [El lago azul]; y In Celebration of this Child [Como celebración de esta niña], un thriller detectivesco). También escribió mucho para la televisión japonesa (parece que sobre todo después de abandonar Daiei), pero que yo sepa esta obra es mínima. Todo lo que sé de su vida privada es que se casó con una peluquera y que no tuvo hijos8. Precursor de la llamada «Nueva Ola japonesa» que tuvo su origen a principios de los años sesenta, más o menos al mismo tiempo que la nouvelle vague francesa, Masumura fue considerado por primera vez como referente por parte de Nagisa Oshima en 1958, antes de que éste se embarcara en la producción de sus propias películas. En efecto, Masumura, el director Ko Nakahita y el guionista Yoshio Shirasaka (quien escribió al menos diez de las películas de Masumura, incluida Giants and Toys [Gigantes y juguetes] y The False Student) fueron presentados por Oshima en 1958 en un ensayo titulado «¿Se trata de una ruptura? (Los modernistas del cine japonés)» y Masumura fue descrito como «poseedor de las percepciones sociológicas más agudas de los tres»9. En este momento, todavía faltaba un año para el estreno de la primera película del propio Oshima, y lo que él celebraba de este trío era un gusto por la irreverencia juvenil, una metodología deliberada y una llamada a la libertad y la innovación. En el caso de Masumura, parte de lo que su desafío implicaba no era la aplicación de los principios del neorrealismo italiano (que es lo que se podría haber esperado de su educación formal) sino, como trataré brevemente, más bien lo contrario. Oshima se volvió contra el que había sido su modelo tan sólo dos años después, expresando sus reparos contra Afraid to Die (en mi opinión, no es una de las mejores películas de Masumura). En esencia, denunciaba a Masumura como modernista (que en términos japoneses significaba rendirse a los gustos occidentales) y jamás 8 Un ensayo de Masumura, «Kon Ichikawa’s Method» (traducido al inglés por Michael Raine e incluido en Quandt, James [ed.], Kon Ichikawa, Toronto, Cinémathèque Ontario, 2001, pp. 95-103), muestra una gran ambivalencia hacia su mentor. Cuando en cierto momento Masumura señala que «el asistente de dirección, encargado de los trajes históricamente inexactos preparados para Nihonbashi, protestó enérgicamente pero fue totalmente ignorado», uno se pregunta si se refería a sí mismo. 9 Oshima, Nagisa, Cinema, Censorship and the State: The Writings of Nagisa Oshima, Cambridge, MIT Press, 1992, p. 30.

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se retractó. Quizá este tipo de disputa era inevitable, dado el perfil de Masumura como un director de estudio influido por Occidente, aunque esto apenas explica que mucha de la obra de Masumura parezca tan transgresora hoy en día, sobre todo desde el punto de vista norteamericano. Masumura, que como crítico de cine es autor de una bibliografía tan extensa como la de Jean-Luc Godard, escribió un manifiesto publicado en Eiga hyoron, en 1958, en el que replicaba a las críticas que le acusaban de hacer películas deprimentes y de mal gusto, faltas de sentimiento y que presentaban a personajes cómicamente exagerados e inverosímiles, sin describir su entorno o ambiente. Masumura, reconociendo básicamente que era culpable de todas esas acusaciones, contraatacó con los siguientes argumentos: (a) En las películas japonesas, sentimiento significa compostura, armonía, resignación, pena, derrota y huida, y nada tiene que ver con dinámica vitalidad, conflictos, lucha, placer, victoria y búsqueda… Yo sólo tengo en cuenta la expresión directa y cruda, ya que creo que los japoneses contenemos tanto nuestro deseo que tendemos a perder de vista nuestra verdadera opinión. (b) No existe el deseo no-reprimido como tal. Una persona que da rienda suelta al deseo solamente puede ser considerada como fuera de sus cabales… Y lo que a mí me gustaría crear no es una persona estable que tiene calculada inteligentemente la realidad y expresa su deseo de forma segura dentro de ese cálculo. Yo no quiero crear un ser humano «humano». Yo quiero crear a un loco que exprese su deseo sin vergüenza, sin que le importe lo que piensen los demás. (c) Lo que me interesa en el enfrentamiento entre dos deseos al desnudo es que el ambiente no puede apaciguar10.

En las películas de Masumura, esta locura puede abarcar desde las delirantes campañas promocionales, a la manera de las películas de Frank Tashlin, de tres compañías de caramelos rivales en Giants and Toys, hasta la enfermera militar de la desternillante, cercana a la estética de Fuller, Akai tenshi [Ángel Rojo] (1966), que realiza favores 10

Traducido al inglés por Chika Kinoshita a partir de Fujii, Hiroaki (ed.), op. cit.

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sexuales a un soldado al que le han amputado ambos brazos y a un médico drogadicto. Es la locura de la misma guerra chino-japonesa la que aparece en Heitai Yakuza [Soldado Yakuza] (1965), en la que la única violencia que se ve en su retrato de la II Guerra Mundial es la que tiene lugar entre los propios soldados japoneses, y la deserción es considerada una muestra de cordura y buena salud; o en Rigukun Nakano gakko [La escuela Nakano de espías] (1966), en la que las traiciones personales y sexuales dentro del mundo del espionaje excluyen cualquier coartada patriótica. Se puede encontrar también esta locura en el torpe joven de The False Student que se hace pasar por un estudiante universitario, se une a un grupo de estudio de ideas radicales y se vuelve literalmente loco cuando le confunden con un informante de la policía; y en el maestro de té que de forma metódica empieza a acostarse con las antiguas novias de su padre (en la relativamente mediocre Senzaburu [Las mil grullas] [1969], adaptación de la famosa novela de Yasunari Kawabata). También se puede encontrar en la modelo secuestrada que se somete voluntariamente, por motivos «artísticos», a que un escultor ciego la descuartice en un almacén en Moju [La bestia ciega] (1969). (Pero éste no es el único ejemplo de esencialismo que se puede encontrar en los excéntricos retratos de la sexualidad de Masumura, un rasgo que o bien pone en entredicho su ambivalente feminismo o bien lo contradice por completo, como la espantosa Goyokiba-kamisori Hanzo Jigokuzeme [Las torturas del infierno] [1973], que muestra a un detective de policía que ha transformado su pene, duro como el acero, en un instrumento de tortura que emplea con las sospechosas femeninas). Masumura afirmaba que las típicas películas de problemática social, incluidas las del neorrealismo italiano, fomentaban la resignación al dotar al ambiente de una fuerza determinista. Al mismo tiempo, mientras que insistía en que él no consideraba que la sociedad europea fuera superior a la japonesa, mantenía que «se puede experimentar de verdad al “hombre bello y poderoso” una vez que se llega a Europa»: Sus museos están llenos de pinturas y esculturas en donde se plasman la belleza y el poder humanos que los europeos han estado descubriendo y creando a lo largo de dos mil años; sus calles están llenas de personas cuya osada mirada, paso firme y porte desenfadado

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transmiten su orgullo y su confianza como Hombres. En Europa, el «hombre» es real11.

El crítico Tadao Sato, que le encargó este artículo de 1958 (y quien se adjudica el mérito de haber descubierto a Masumura como director) me dijo que Masumura fue el primer miembro de su generación que veía con cierta irreverencia a maestros como Mizoguchi, Ozu y Kurosawa12. Un radical cuya estrategia era exclusivamente la de llevar a cabo la revolución desde el interior, trabajando con cualquier cosa que tuviera a mano (incluidos los géneros ya existentes, así como guiones y actores). Supuestamente, le disgustaba incluso el estilo llamativo que el cineasta Kazuo Miyagawa llevó a Tattoo, con sus hermosas composiciones dípticas. «Algunos creen más en la imagen, otros creen en la historia», confesaba en una entrevista. «Personalmente creo en la historia. Porque las imágenes no son absolutas, uno no puede expresarlo todo con ellas». También afirmaba: Jamás utilizo primeros planos. Los detesto. ¿Para qué hacer un primer plano del rostro de un actor o una actriz? Estoy de acuerdo en hacer un primer plano si se trata del rostro auténtico de un campesino, por ejemplo… [pero] la interpretación de los actores no tiene ningún interés, porque es, en definitiva, una mentira y no va más allá de un cierto «parecido»13.

Aunque esto suene como un menosprecio hacia los actores en general, a Masumura debe reconocérsele que perfeccionó las interpretaciones de Ayako Wakao, una de las mejores y más sensuales actrices de cine japonesas, y fomentó una clase de feminismo vinculado a la autodeterminación de sus personajes femeninos, muchos de los cuales fueron interpretados por ella. Ibid. Conversación mantenida con Tadao Sato en el Hotel Tokyu Capitol, en Tokio, el 11 de diciembre de 1999. Una conversación anterior en Tokio con Donald Richie en la Japan Foundation (el 29 de noviembre de 1999) fue también de gran ayuda, y James Quandt (director de la Cinémathèque Ontario y seguidor incondicional de Masumura) me ha hecho más fácil el trabajo de numerosas maneras. Michael Raine también me ayudó con sus consejos, resultado de su propia investigación sobre Masumura. 13 Fujii, Hiroaki (eds.), op. cit. 11 12

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Lo que es constante en la obra de Masumura, a veces acompañando sus fructíferas colaboraciones con Wakao y otros actores, es un cierto compromiso ético con el mundo, y un conjunto de estrategias cuyo fin es buscar y mantener ese compromiso, como el de privilegiar y exagerar formas de comportamiento obsesivas. En parte es por esta razón por la que muchas de sus películas son profundamente eróticas. Porque la sexualidad a menudo ha servido a las mujeres como moneda de cambio en la sociedad japonesa: la forma en que se ahorra, se gasta o se despilfarra la «fortuna» de estas mujeres, dentro de esa economía, sigue siendo un asunto ético serio, y puedo pensar en pocos directores además de Masumura, de su mentor parcial Mizoguchi y su discípulo parcial Oshima, que hayan hecho tantas películas eróticas acompañadas de la franqueza de sus preocupaciones políticas. En Estados Unidos, el erotismo tiende a estar más asociado con el extremo derecho del espectro político que con el izquierdo: figuras como Ayn Rand, Josef von Sternberg, Leni Riefenstahl y King Vidor, por ejemplo. Pero si se quiere comprender por qué El imperio de los sentidos (1976) de Oshima constituye una película profundamente izquierdista (y antibelicista), la obra de Masumura y todo lo que implica nos marcan la dirección adecuada. Además, puede decirse que el deseo de Masumura de «representar exageradamente» ciertas formas aberrantes de comportamiento social procede del mismo tipo de impulso que llevó a Oshima a excluir sistemáticamente el color verde en Cruel Story of Youth [Historias crueles de juventud] (1960), su primera película en color y segundo largometraje. Para Oshima, el verde simbolizaba la casa típica japonesa con su jardín vallado y su habitación del té, y «creo firmemente que, a menos que se destruya la siniestra sensibilidad que esos objetos engendran, no podría aparecer nada nuevo en Japón»14. Para Masumura, la fatalidad del realismo social, que implica la imposibilidad del cambio, resultaba tan fatal como el color verde para Oshima. En su lugar, él quería erigir un universo ficticio al que la libertad y la individualidad pudieran huir, libres de inhibiciones; en muchos casos, esto implicaba un cine sobre fanáticos nada sentimental. Tal y como lo ha expresado el crítico canadiense Mark Peranson: «Las películas [de Masumura] tratan de la libertad 14

Oshima, Nagisa, op. cit., p. 208.

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de hacer cualquier cosa que te dé la gana, y las consecuencias de esta actitud cuando la sociedad no la acepta»15. Esto a menudo lo representa en distintos grupos de películas que pueden clasificarse, sin excesivo rigor, como películas antibelicistas, anticapitalistas, pervertidas, sobre la juventud, y películas con heroínas fuertes; aunque, como ocurre con las obsesiones de Fuller con la guerra, el periodismo y el crimen, estas categorías, aparentemente no relacionadas entre sí, a menudo acaban interactuando entre sí hasta el punto de que terminan por ser indistinguibles. Un buen ejemplo de ello es la delirante Sex Check, que abarca las cinco categorías. Tan sólo unas cuantas pinceladas de los primeros cuarenta minutos: una vieja y disoluta estrella del deporte (Ken Ogata) adiestra y entrena fanáticamente a una chica de dieciocho años (Michiyo Yasuda), que trabaja para una compañía eléctrica, para que se convierta en una deportista olímpica, mientras que al mismo tiempo abandona a la mujer con la que vive e ignora al resto de atletas femeninas del equipo. La ambiciosa compañía, que ansía el prestigio de tener una campeona olímpica, accede a regañadientes a su enfoque decidido, que incluye darle frecuentes masajes íntimos. Después de que años atrás le dijeran que los deportistas tenían que convertirse en bestias para salir adelante, puso a prueba su teoría durante la II Guerra Mundial (tal y como vemos en un breve flash-back) yendo como una fiera con su bayoneta contra sus enemigos y violando a muchas mujeres, e intenta impartirle la misma sabiduría a su protegida. Durante su primera comida juntos, le tiende una cuchilla de afeitar y le dice: «Aféitate cada día para que puedas convertirte en un hombre; tienes que superar las limitaciones de las atletas femeninas», y poco después ya viven y se acuestan juntos. (Más tarde se plantea la cuestión de si ella es una hermafrodita, lo que complica considerablemente este escenario psicosexual). Ya se apuntaba algo en Kiss [Beso] (1957), el primer largometraje de Masumura, cuando los jóvenes héroes (un repartidor de pan y la modelo de un artista) se conocen durante la visita a sus respectivos padres en la cárcel. El padre de él cumple condena por una «violación del día de las elecciones», el de ella por haber robado dinero para pagar las facturas médicas de su madre. Para que su madre no se entere de que su marido está en prisión, la modelo está planteándose 15

Peranson, Mark, Now, 12 de febrero de 1998.

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seriamente la prostitución para juntar el dinero de la fianza de su padre, para que así éste pueda ir a visitar a su mujer al hospital. Decisiones morales de este tipo, retorcidas pero sutiles, destacan aún más en la extraordinaria Ángel rojo; una de las películas de Masumura más conocidas en Occidente, aunque aparentemente no tuvo muy buena fama en Japón. La heroína, una enfermera de guerra que ha sido violada, intercambia posteriormente favores sexuales por una pinta de sangre que podría salvar la vida de su violador; aparentemente no quiere que muera porque podría creer que ella se está vengando. Algunas otras generalizaciones. Muchas de las películas de Masumura pueden agruparse en unas pocas categorías superpuestas. Para dar una lista no exhaustiva, ésta incluye: películas anticapitalistas (Giants and Toys, Hanran [Inundación] [1959], Tadare [Inflamación] [1962]), películas antibelicistas (Soldado Yakuza, La escuela Nakano de espías, Ángel rojo, Onna no issho [La vida de una mujer] [1962], Seisaku no tsuma [La mujer de Seisaku] [1965]), películas pervertidas (Manji, Ángel rojo, Amor por un idiota, Sex Check, La bestia ciega, Thousand Cranes, Torturas del infierno), películas sobre mujeres fuertes (Aozora musume [Una chica brillante] [1957], Tsuma wa kokihaku suru [Una esposa se confiesa] [1961], Majin, Tatuaje, Amor por un idiota, Seishu no tsuma [La mujer de Seishu Hanaoka] [1967], Denki kurage [Medusa eléctrica] [1970], Shibire kurage [La medusa paralizante] [1970]), películas sobre la yakuza (Miedo a morir, Oda a la Yakuza, Medusa eléctrica, Nawabari arashi [Luchas territoriales] [1974]) y películas sobre la juventud (Beso, El falso estudiante, Asobi [Juego] [1971]). Salvo algunas notables excepciones (La mujer de Seishu Hanaoka, Tatuaje, Doble suicidio en Sonezaki, las películas bélicas), las mejores películas de Masumura son aquellas que se desarrollan en escenarios contemporáneos. Sus películas menos interesantes, según mi experiencia, en general, son las que tratan del crimen/la yakuza; la peor de todas, con diferencia, es Las torturas del infierno (irónicamente la única que está disponible comercialmente en Estados Unidos con subtítulos en inglés, por lo menos en vídeo, en el momento en el que escribo este artículo). En parte como una respuesta a la sumisión de Japón posterior a la guerra y la ocupación, el cine de individualistas enloquecidos de Masumura mantiene una contradicción que se podría decir que

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forma parte del propio idioma japonés. Al darme cuenta de que la primera película de Masumura, Kuchizuke, se había traducido por Beso y por Besos, le pregunté a una amiga japonesa cuál era la traducción más acertada. Me explicó que no había forma de saberlo ya que en japonés no existe diferencia alguna entre el singular y el plural. Además de obligarme a repensar a fondo el sentido que le había dado a los títulos de las películas japonesas, esta idea me sirvió para darme cuenta de que la noción misma de individualidad en japonés es, en cierta forma, lingüísticamente abstracta. Sin duda, esto constituye tanto una fortaleza como una limitación; los norteamericanos que se quejan de que no encuentran personajes «con los que identificarse» en algunas películas (algo que, en mi opinión, preocupa menos a los espectadores japoneses), puede que sufran de un exceso de «yo». También indica una clase de ambigüedad que da forma al lenguaje como conjunto. El falso estudiante proporciona una fascinante remisión a La Chinoise de Godard (1967), una mirada en cierta forma más comprensiva, aunque ambivalente, hacia los estudiantes maoístas siete años más tarde. Y el falso estudiante del título (que termina en un manicomio, despotricando de una manera que parodia a los ideólogos marxistas y recuerda a Shock Corridor de Fuller) es un buen ejemplo del protagonista loco característico de Masumura. Sin embargo, en el momento en que uno cae en la cuenta de que el título puede ser tanto El falso estudiante como Los falsos estudiantes, la crítica al marxismo se amplía un poco más. Masumura, un defensor de la individualidad y la libertad que acabaría, paradójicamente, asociando estos valores con la locura, resultaba aún más contradictorio al ser él mismo el hombre de empresa por excelencia en Daiei. Para entender contra qué se rebelaba, hay que ver Bigger than Life de Ray como lo más cercano a una película de Masumura en Hollywood, en la que se considera la locura como la alternativa al conformismo. Pero también es importante tener en cuenta que algunos de los rasgos que Masumura desafiaba en un contexto específicamente japonés, como el respeto a los padres, son menoscabados en Bigger than Life pero de manera distinta. La mayor parte de La doncella del cielo azul, su segunda película, se parece a uno de esos retratos de Sirk de adolescentes malcriados, ricos (las hermanastras que se encuentra la joven heroína del título cuando se muda del campo a la ciudad en busca de su verdadera

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madre), de acuerdo al estilo, los colores pastel, la iluminación, el comportamiento, la dirección de actores y la colocación de la cámara propios de los años cincuenta. Pero lo que le proporciona un punto de inflexión propiamente japonés, y muy transgresor, es el clímax en el que la protagonista denuncia a su padre en su lecho de enfermo y le obliga a admitir que él es el culpable de todos los problemas de la familia. Aún más chocante resulta la rabia de la heroína de Medusa eléctrica, una chica de alterne que va ascendiendo en la empresa yendo de cama en cama, contra su padre alcohólico y mujeriego, al que golpea hasta casi matarlo por causarle problemas con los yakuzas. De hecho, tanto si se traduce Kuchikuze como Beso o Besos, era un título provocador en japonés y en aquel tiempo (1957), teniendo en cuenta que no se pudieron enseñar besos en el cine japonés hasta después de la II Guerra Mundial (cuando los censores de la ocupación norteamericana los fomentaron enérgicamente). Beso es una historia de amor adolescente, fotografiada de forma emocionante, que recuerda a Nicholas Ray, a pesar de su relativa cordura, pero resulta más característica del estilo de Masumura para los espectadores que hablan japonés debido a su inusual velocidad y la entonación de los diálogos (aunque puede que su fracaso en taquilla se debiera a la dificultad del público para acostumbrarse a este estilo). Sato, al escribir sobre esta película, sugiere de forma vaga que el problema fue el contenido implícito de este estilo: los críticos ignoraron la película cuando se estrenó debido a la presunta similitud con otras películas sobre la juventud del mismo periodo, y sólo más adelante se hizo evidente que Masumura rechazaba muchas de las convenciones del género: Su protagonista no era apacible, romántico ni especialmente atractivo, sino más bien atrevido, y estaba siempre enfadado. No era la primera versión japonesa del joven enfadado (antes que él la juventud rica y libertina ya había protestado hasta cierto punto), pero era el más significativo porque era un chico pobre del montón. A diferencia de anteriores protagonistas jóvenes, él da rienda suelta a sus frustraciones a través de acciones exageradas, en vez de languidecer melancólicamente, ya que lo último que quiere es despertar simpatía. De esta forma, no hay un atrezo que cree un ambiente nostálgico ni efectos sentimentales en Besos, y el joven protagonista

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logra cumplir sus necesidades frustradas únicamente a través de la acción16.

No obstante, no deben pasarse por alto las implicaciones del propio estilo. Según las declaraciones de Yoshio Shirasaka durante una entrevista, el objetivo de Masumura al adaptar la novela en la que se basó La doncella del cielo azul era eliminar buena parte del sentimentalismo. Al realizar esta obra, Shirasaka (que ya había estado trabajando en el guión durante algún tiempo, antes de conocer a Masumura) había calculado a partir de los diálogos que la película duraría unos cien minutos, pero, en cuanto descubrió que el estilo acelerado de Masumura le quitaría media hora, añadió algunas escenas más. Creo que teniendo en cuenta todos estos factores se puede valorar hasta qué punto mi hipótesis sobre la sincronicidad de las películas de Masumura de los años cincuenta y sesenta, y algunas películas norteamericanas de los años cincuenta, puede ser un trampantojo basado en mi ignorancia de determinados aspectos de la lengua y la historia social japonesas. ¿Es posible que mi hipótesis refleje la desagradable tendencia de los norteamericanos a encontrar aceptables e interesantes ciertos rasgos en otras culturas tan sólo cuando se asemejan a rasgos propiamente norteamericanos? Para protegerme de este posible peligro voy a tener en cuenta algunas otras formas en las que la sincronicidad que me interesa es, en el mejor de los casos, una aproximación y, por tanto, potencialmente engañosa. La tercera película de Masumura, Danryu [Corriente cálida] (1957), un remake de una película de 1939 que en parte transcurría en un hospital, está ambientada, de forma más genérica, entre la clase alta, al estilo de la ambientación de las películas de Sirk. Pero, en este caso, los rasgos occidentales de este ambiente, vistos a menudo en la película anterior como una especie de elegancia modernista (como por ejemplo, cuando el hermanastro de la protagonista toca jazz al estilo Dixieland), se ven reflejados con mayor frecuencia como una especie de decadencia, se trate de reproducciones de Chagall o de un andrógino número musical francés visto en televisión. (Otro elemento relativamente no propio de Sirk es una frase, que no se encuentra en la versión 16

Sato, Tadao, Currents in Japanese Cinema, Tokio, Kodansha International, 1987, pp. 210-211.

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de 1939, que se hizo famosa en Japón: «Te esperaré, aunque me conviertas en tu amante o tu concubina»). Es posible, por supuesto, que yo malinterprete las connotaciones culturales de los elementos occidentales de ambas películas, pero mi tesis principal es que los escenarios de clase alta, que tienen un doble cariz tanto en Sirk como en Masumura (son atractivos pero siniestros), obviamente no tienen el mismo doble cariz en lo que se refiere a la visión japonesa con respecto a Occidente. Giants and Toys, la película de Masumura cuyo estilo se parece más al de Tashlin de las que he visto, se distingue de éste por la deliberada y absoluta fealdad de la fotografía de colores chillones, así como por el tratamiento misántropo de muchos de los personajes; esto último parece aun más característico de Masumura. Aunque la vulgaridad de la que acusan a menudo a Tashlin sus detractores podría achacársele también a Giants and Toys. El argumento de la película (una pobre chica con una dentadura impresionantemente fea, que se convierte en la mascota de una compañía de caramelos, después de un fenómeno mediático gracias a los esfuerzos de un fotógrafo de una revista pornográfica) aspira a ser desagradable y negativo de una forma que no podría haber sido minimizada ni siquiera por Tashlin, que tendía a disfrutar de los excesos culturales sobre los que satirizaba. De hecho, se podría replicar que las cualidades «tashlinescas» de una farsa en color y CinemaScope, mediocre y anacrónica, ambientada en la época Edo, Koshoku Ichidai Onna [Vida de un Don Juan] (1961), podrían describirse más bien como el equivalente japonés de las comedias de Bob Hope realizadas durante la misma época. Más aún, la película que yo señalaría como la obra maestra suprema de Masumura (un diestro melodrama en blanco y negro y en CinemaScope, Una mujer se confiesa) no encuentro que tenga precedentes en las obras de Ray, Fuller, Sirk o Tashlin. En realidad, la película demuestra la influencia directa de Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais en su uso sorprendente de la continuidad para introducir los sucesivos flash-backs, confirmando así la creencia habitual de que las afinidades más importantes de Masumura se establecen con los cineastas europeos contemporáneos. Se trata de un thriller existencial cuidadosamente estructurado y espléndidamente dirigido, que se centra en el juicio por asesinato de una mujer de veintiocho años (Wakao) cuyo marido, un profesor universitario

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grosero y de mediana edad, muere como consecuencia de un accidente mientras hace montañismo, después de que ella se vea forzada a cortar la cuerda que los mantiene unidos. Para complicar aún más su decisión, tomada en cuestión de segundos (el argumento de toda la película) se añade el hecho de que la misma cuerda sostenía en el otro extremo a un atractivo y joven vendedor, con el que su marido mantenía relaciones comerciales, y del que ella estaba enamorada, y de no haber cortado la cuerda que la ataba a alguno de los dos hombres, probablemente hubieran caído los tres y habrían muerto. Esta cuerda que mantiene unidos los miembros de un triángulo amoroso, una poderosa metáfora de la interdependencia japonesa, podría decirse que también está vinculada al tema principal de Masumura: la tragedia, la persistencia del deseo y la necesidad de la elección individual en una sociedad enormemente interactiva.

Segundo movimiento. Coloquio sobre dos autores Tokio, 3 de diciembre de 1999 JONATHAN ROSENBAUM: ¿Cuándo escribió usted por primera vez sobre Howard Hawks? SHIGEHIKO HASUMI: En 1977, justo después de su muerte. En aquella época Hawks estaba tan poco considerado en Japón que ninguna revista de cine quería un artículo sobre él. Lo publiqué en una revista literaria. JR: ¿Y hay alguna etapa concreta de su trayectoria que prefiera? SH: Sí, desde Bringing Up Baby [La fiera de mi niña] (1938) a His Girl Friday (1940). Por supuesto, sus dos películas de cine negro con Lauren Bacall y Humphrey Bogart, To Have and Have Not [Tener y no tener] (1944) y The Big Sleep (1946) me impactaron profundamente.

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Pero las comedias de ese periodo me parecen el mayor logro de su mise en scéne. Para mí, Hawks es esencialmente un director de comedia. En este sentido, podría decir también que mi preferido es el periodo que abarca Twentieth Century [La comedia de la vida] (1934) y Monkey Business [Me siento rejuvenecer] (1952). Pero me gustan mucho también sus tres últimas películas del Oeste con John Wayne: Río Bravo (1959), El Dorado (1967) y Río Lobo (1970). JR: Puede que sea más corriente entre directores japoneses como Ozu hacer remakes de sus propias películas, pero creo que Hawks es de los pocos norteamericanos que lo ha hecho ¡dos veces! SH: Todos sabemos que His Girl Friday fue un remake de The Front Page [Primera plana] (1931). Pero, en este caso, ¡la copia es mucho más original que el modelo en el que está basada! JR: ¿Cuáles fueron las primeras películas de Hawks que vio usted? SH: Sergeant York [El sargento York] (1941) y Red River [Río rojo] (1948), más o menos al mismo tiempo, cuando estaba en el colegio. Pero no podía ponerlas en el contexto adecuado porque en Japón no se pudieron ver las películas norteamericanas producidas entre 1939 y 1945. Y justo después de la guerra, ésas no fueron las películas de los grandes estudios escogidas por el ejército estadounidense durante la ocupación de Japón. Fort Apache (1948) de John Ford, por ejemplo, estuvo prohibida, incluso después de la guerra, porque mostraba la derrota del ejército norteamericano. Air Force (1943) no tuvo oportunidad de estrenarse en Japón debido a la presencia de algunos soldados japoneses. Y por alguna razón, Ball of Fire [Bola de fuego] (1942) tampoco se estrenó hasta después del remake que hizo el propio Hawks, A Song is Born [Nace una canción] (1948). Descubrí estas películas en París durante mi primera estancia en Francia, entre 1962 y 1965. JR: Para mí, el rasgo más japonés que puede encontrarse en Hawks es un cierto estoicismo masculino, sobre todo en relación a una moral de grupo. Pero el tratamiento de la violencia en Río Bravo (donde ésta parece empezar y acabarse muy rápidamente) también me parece que es bastante japonés.

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SH: Río Bravo fue un enorme éxito en Japón. Pero, desafortunadamente, en aquel momento no existía el lenguaje crítico necesario para apreciar esta película, a la que se consideró demasiado comercial. Resulta extraño, porque Only Angels Have Wings [Sólo los ángeles tienen alas] (1939), la última película de Hawks que se estrenó en Japón antes de la guerra, fue muy apreciada por los críticos y cineastas japoneses. JR: ¿Es cierto que usted dijo una vez que lo que más le gustaba del cine japonés era su parecido con el cine norteamericano? SH: Sí, el cine japonés anterior a los años setenta era esencialmente el cine de los grandes estudios, como el cine norteamericano. Incluso Mizoguchi, Ozu y Mikio Naruse eran simplemente directores contratados. Estaban más próximos a los cineastas norteamericanos porque habían visto más películas norteamericanas. No sólo los directores, también los directores de fotografía habían aprendido su oficio viendo muchas películas de Hollywood. Cuando entrevisté a Yuharu Atsuta, el director de fotografía de Ozu, me sorprendió mucho que, a la edad de ochenta años, nombrara a los directores de fotografía más eminentes como Charles Rosher, Lee Garmes, William Daniels, George Barnes, Gregg Toland... como si fueran viejos amigos. JR: Parece que lo que el cine japonés y el cine norteamericano tienen más en común son los géneros y los remakes. Y también las sagas, pero en el caso del cine japonés parecen estar más desarrolladas. SH: En realidad, hubo muchos remakes de películas estadounidenses que no se acreditaron como tales. Por ejemplo, Tsuruhachi Tsurujiro (1938) de Naruse fue un remake no reconocido de Bolero (1934) de Wesley Ruggles. Éste es un ejemplo típico del remake que es mucho más interesante que el original. Masahiro Makino, durante la guerra, adaptó las historias detectivescas de la saga de The Thin Man [La cena de los acusados], protagonizada por William Powell y Myrna Loy, a la época Edo en Kino Kieta Otoko [El hombre que vino ayer] (1940) y Matteita Otoko [El hombre que yo estaba esperando] (1942). Ambas fueron grandes éxitos. También intentó hacer un remake de Orphans of the Storm [Huérfanos de la tormenta] de Griffith con Ahen Senso [La guerra del opio] (1943). Aceptó rodar esta película sobre las

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guerras del opio para contentar a los militaristas, pero, de hecho, hizo una especie de homenaje a Griffith. El público japonés no podía ver este aspecto de la película, pero se entusiasmaron con la victoria local contra la ocupación inglesa de China. Así que es una situación complicada. JR: En su libro sobre Ozu, usted sostiene muy convincentemente que la mayor parte de su formación provino de las películas de Hollywood. ¿Qué cree usted que sabía Masumura sobre directores como Nicholas Ray y Samuel Fuller? SH: Después de la guerra, los directores japoneses estaban menos interesados en las películas norteamericanas. Por una parte, el impacto del neorrealismo italiano fue muy profundo. Por otra, los intelectuales y artistas japoneses tenían una cierta tendencia antinorteamericana y, en cambio, idealizaban los valores europeos. Masumura fue uno de esos artistas-intelectuales proeuropeos. Escribió un artículo sobre Au-delà des grilles [Demasiado tarde] (1949) de René Clément cuando solicitó ser estudiante extranjero en el Centro Sperimentale en Roma en 1952, en el que estuvo tres años. No creo que Masumura estuviera interesado en los directores de Hollywood de los años cincuenta. No tengo ni idea de qué tipo de película vio en Italia, pero antes de dejar Japón, de la obra de Ray solamente se habían estrenado Knock on Any Door [Llamad a cualquier puerta] (1949) y Flying Leathernecks [Infierno en las nubes] (1951). Y películas de Fuller tales como The Steel Helmet [Casco de acero] (1951) o Fixed Bayonets! [¡A bayoneta calada!] (1951) en aquel tiempo tuvieron una proyección tan limitada en Japón, básicamente en cines de muy mala calidad, que dudo que Masumura las hubiera visto. JR: Por otra parte, cuando vi Una mujer se confiesa, me convencí de que Masumura debió de tener influencias de Resnais. Su montaje en continuidad a partir de una mano sangrando, moviéndose súbitamente del pasado al presente, era tan sólo dos años después de Hiroshima, mon amour. SH: Sí, es cierto. Hiroshima, mon amour fue coproducida por Masaichi Nagata, presidente del Estudio Daiei, en el que Masumura estaba contratado. Y Hiroaki Fujii, director de producción de todas

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las películas de Masumura, estuvo involucrado en la producción de la película de Resnais. JR: También me impresionó lo cerca que La doncella del cielo azul estaba de Sirk en su crítica de los adolescentes ricos y mimados. Por otra parte, cuando al final de esta película la protagonista le dice a su padre que está equivocado, y él admite que lo está, claramente resultaba una provocación mucho mayor en Japón que nada que Sirk hiciera respecto a los Estados Unidos. SH: Su idea de una sincronicidad mundial en el cine me interesa mucho. En este sentido, algunas de las películas de Masumura (especialmente las que critican el capitalismo y el poder político, como Inundación, El coche de pruebas negro y Black Super Express) me recuerdan en algunos aspectos a Body and Soul [Cuerpo y alma] (1947) y All the King’s Men [El político] (1949) de Robert Rossen. En mi opinión, Force of Evil [El poder del mal] (1948) de Abraham Polonsky muestra también una actitud similar a la de Masumura respecto a los problemas sociales. Huelga decir que jamás vio estas películas, pero, tal y como tú sugieres, la coincidencia (en tema, estilo y ambiente) es flagrante. Debo añadir que, de las películas italianas que pudo ver durante su estancia en Roma, Ossessione (1943) de Visconti fue la que despertó en él una mayor admiración, tal y como señaló en una entrevista17. Resulta interesante que su admiración no se extendiera a Roberto Rossellini o Vittorio de Sica, sino a esta historia de Visconti bastante melodramática, adaptación de una película norteamericana. ¿Acaso no podríamos establecer un cierto paralelismo entre la situación de la esposa en Una mujer se confiesa (matando por necesidad a su marido anciano, al que detesta) y la historia original de James Cain en la que se basó Ossessione (y que, por supuesto, fue posteriormente adaptada por Tay Garnett en Hollywood), The Postman Always Rings Twice [El cartero siempre llama dos veces]? JR: Sí, tiene razón. Pero me llama la atención la diferencia generacional entre nuestros puntos de referencia: todos los míos son de los años cincuenta y los suyos de los cuarenta. 17 Yasuzo Masumura entrevistado por Toru Ogawa en Eiga geijutsu [Arte cinematográfico], n. 326, 1978.

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SH: Vi las primeras películas de Masumura cuando se estrenaron, cuando yo era estudiante de bachillerato, y me sorprendió mucho el tono neutral de su mise en scène. Aquello no era nuevo para mí, sino que era totalmente diferente. Tiene que entender que para la industria del cine japonesa de aquel tiempo, la idea de una buena película era The Third Man [El Tercer Hombre] (1949) de Carol Reed. Aquél era el modelo para el montaje y el efecto visual en su conjunto; todos los jóvenes directores japoneses trataban de imitarlo, consciente o inconscientemente... JR: Creo que ése habría sido el modelo también en Estados Unidos. O por lo menos un modelo… SH: ... y Masumura estaba completamente libre de esa influencia, ya que utilizaba pocos primeros planos psicológicos. Tampoco había planos líricos de paisajes, lo cual era verdaderamente excepcional en el caso de un director japonés. JR: Me pregunto si la principal diferencia que él representaba era una especie de bricolaje: empezar con géneros y estilos que ya existían en el cine japonés para luego destruirlos desde dentro, deconstruyendo las posturas y clichés establecidos. Besos y La doncella del cielo azul, por ejemplo, fueron intentos de dar un cambio radical al cine que se hacía en el imperio del sol naciente. En cierta forma, no era tan distinto de lo que estaban haciendo Ray, Fuller, etc., aunque en aquella época nadie en Estados Unidos consideraba radical su obra. Salvo algunas excepciones, el reconocimiento de lo que estaban haciendo vino primero de Francia. Y debo admitir que a ellos, y también a Masumura, los descubrí en las páginas de Cahiers du cinéma. ¿Ocurrió lo mismo con usted y Hawks? SH: No, para nada. En Japón, justo antes de la guerra, por ejemplo, Mizoguchi apreciaba mucho Only Angels Have Wings. Y Ozu dijo en una entrevista (cito de memoria): «La película es muy buena (de hecho, está demasiado bien hecha; en resumidas cuentas, no me gusta) pero aprecio mucho la calidad de la mise en scène». En mi casa, antes de la guerra, había una gran colección de revistas de cine (no sé a quién pertenecían). Solía leerlas cuando estaba en el instituto. Así que ya sabía que Hawks era un nombre de muchas campanillas.

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Y puesto que acababa de ver Sergeant York, no podía entender por qué Ozu y Mizoguchi le tenían tanto aprecio a Hawks, porque Only Angels Have Wings no se estrenó en Japón después de la guerra. Así que tardé diez años en descubrir a Hawks. Cuando vi Río Bravo por primera vez en Japón, no me pareció una obra maestra, pero entendía por qué en Japón se apreciaba ese tipo de mise en scène, incluso ya antes de la guerra. Y puede que yo fuera una excepción, pero por aquella época yo odiaba High Noon [Solo ante el peligro] (1952) y agradecí descubrir que Hawks sentía lo mismo. JR: Sí. Pero claro, se podría decir que parte del odio de Hawks tenía un matiz político encubierto. Porque High Noon era una película sobre la lista negra, del mismo modo que lo era On the Waterfront [La ley del silencio] (1954). SH: En aquel contexto político en Hollywood, la única película que me encantó fue Johnny Guitar (1954). Para mí, en aquella época, el problema era cómo podían gustarle a uno al mismo tiempo Hawks y Ray. Esta cuestión fue el punto de partida de mi carrera como crítico de cine. Posteriormente, formulé esto de otra manera, diciendo que es posible disfrutar de Jean-Luc Godard y de Masahiro Makino. JR: Resulta interesante cómo Hawks siempre pareció considerarse a sí mismo como apolítico, lo que finalmente produjo una disputa con Cahiers du cinéma en los años setenta, cuando les contó que planeaba hacer una película sobre la guerra en Vietnam. Sin embargo, si uno tuviera que sostener que era un director conservador, Sergeant York serviría como la primera prueba. En cambio, Masumura debió molestar tanto a la derecha como a la izquierda, en los años sesenta, al no ser políticamente correcto en ningún sentido. El falso estudiante, como una crítica a los estudiantes radicales, tiene una semejanza fascinante con La Chinoise, aunque la película de Godard se rodara siete años después y sea algo más condescendiente con los estudiantes radicales. Y, de hecho, mi reciente descubrimiento de que el plural y el singular no se distinguen en japonés hace que surja una ironía literaria completamente nueva para mí, ya que el título de esta película podría ser también Los falsos estudiantes, refiriéndose así no sólo al chico con el falso carnet de estudiante sino también a los estudiantes radicales de la película. Esta película se rodó el

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mismo año que Oshima atacó a Masumura en la prensa, tan sólo dos años después de haberle alabado. ¿Siguió oponiéndose a Masumura después de esto? SH: Sí, creo que seguiría pensando igual incluso ahora. Lo que realmente quería decir Oshima cuando criticó a Masumura era que lo veía como un cineasta moderno, en el sentido occidental del término. No creo que eso sea verdad, pero es lo que pensaba Oshima. Para Oshima, Masumura resultaba demasiado distante, y a veces desarraigado, cuando criticaba la situación política y cultural japonesa. Y para Oshima este tipo de modernidad era cuestionable porque, después de la II Guerra Mundial, no podía explicarse la cultura japonesa desde semejante punto de vista. JR: Resulta curioso que los dos libros en japonés sobre Masumura hayan aparecido en los noventa: el Eros as Will de Sadao Yamane, hace unos pocos años, y la colección de los escritos de Masumura y varias entrevistas sobre él este año. ¿Por qué han tardado tanto? SH: Esto indica precisamente la inopia de la crítica cinematográfica en Japón. Hasta los años ochenta, no hubo ningún estudio serio sobre cineastas japoneses contemporáneos. Fue nuestra generación (Sadao Yamane, Koichi Yamada y yo mismo) la que comenzó a escribir sobre ellos. El público japonés ya ha olvidado por completo el nombre de Yasuzo Masumura después del hundimiento de Daiei, a pesar de nuestros esfuerzos. Ya había muerto cuando Yamane escribió su libro. Para nosotros es difícil hablar de él porque resulta complicado elegir una única película. En el caso de Kurosawa, te guste o no la película, siempre puedes citar The Seven Samurai [Los siete samurais] (1954). Es fácil. Pero no hay ninguna película representativa de Masumura. JR: Supongo que no. Pero al menos hay unas pocas e imprecisas categorías: las películas antimilitares, como Soldado Yakuza, La escuela Nakano de espías y Ángel rojo o las anticapitalistas como Giants and Toys o Inundación. SH: Comprendo su punto de vista. Me gustan esas películas y creo que la mise en scène de Masumura en Ángel rojo es extremadamente

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radical. Pero en aquel tiempo, esta película se consideró simplemente como una película porno. Soldado Yakuza, igual que La escuela Nakano de espías, no era más que un capítulo dentro de una serie. La película de Masumura más conocida para los japoneses puede que fuera La mujer de Seishu Hanaoka, pero tan sólo debido a la exitosa novela en la que se basó la película. La gente consumía cada película de Masumura simplemente como otra producción Daiei. Fue ya en 1969 cuando Yamane y Yamada, ambos miembros fundadores de las nuevas revistas trimestrales Cinema 69 y Film Art, trataron por primera vez seriamente a Masumura y a Seijun Suzuki como cineastas y autores. Las primeras entrevistas con ellos las tuvimos en aquellas revistas. Pero en 1969 Nikkatsu despidió a Suzuki y en 1971 Daiei se hundió. Durante los años setenta no fueron tan productivos como lo habían sido en los sesenta. Me alegra mucho que, gracias a los dos libros sobre Masumura que se han publicado recientemente, las nuevas generaciones hayan empezado a descubrir su obra. JR: ¿Cree que hay algún parecido entre Masumura y Suzuki en lo que se refiere al sistema de estudios? SH: Sí y no. Como usted ha señalado, ambos intentaron deconstruir los géneros que ya había en el cine japonés. En este sentido, hay un cierto paralelismo entre los dos. Pero Suzuki ya era conocido como un director de culto desde los años sesenta. Masumura no era en absoluto un cineasta de culto. La experiencia occidental de Masumura coloca a su obra en una categoría totalmente distinta. Suzuki es apreciado en Occidente, pero él es esencialmente un japonés tradicional que considera unos bárbaros a los occidentales, en el sentido tradicional japonés del término; acuérdate del prosaico título de la película de John Huston, The Barbarian and the Geisha [El bárbaro y la geisha] (1958)... Pero para Masumura existe una especie de universalidad: claro que existen diferencias, pero en definitiva todos los seres humanos somos iguales. JR: Resulta interesante cómo, a pesar de toda su sincronicidad con la obra de Fuller, Sirk, Ray y Tashlin, las influencias occidentales de Masumura parecen ser estrictamente europeas. Ya he mencionado a Resnais como un ejemplo, y la última escena de Inundación es

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puro Antonioni, de igual modo que lo son las últimas tomas de la fábrica en Amor por un idiota. SH: O la forma de hablar de los personajes de las películas de Masumura. Especialmente en su primera época, todos hablan sin ninguna entonación. Y en este aspecto, hay cierta similitud con las películas de Antonioni. A lo mejor una semejanza entre Masumura y Hawks es el rechazo de un cierto sentimentalismo dramático. Quizá podría decirse que el sentimiento no es importante en sus películas. JR: Desde luego que en las películas de ambos se encuentran mecanismos sociales que intentan evitar el sentimentalismo, como en Only Angels Have Wings y Soldado Yakuza. Pero también podría decirse que Masumura es más distópico y Hawks más utópico. SH: Sí, Masumura es un pesimista. Debió considerarse a sí mismo como un extraño en su propia tierra, como algunos de los protagonistas de Ray, porque para él la sociedad japonesa no se había modernizado lo suficiente, sobre todo al nivel de la conciencia individual. Sus personajes masculinos aceptan este falso sistema moderno en Japón; a veces lo aceptan con una fidelidad absurda, como en el caso de La escuela Nakano de espías. Pero sus personajes femeninos se niegan instintivamente a integrarse en él, como vemos en la violencia solitaria que exhuma la actriz Ayako Wakao en una obra tan importante como Una mujer se confiesa... JR: El final trágico de esa película es para mí el perfecto ejemplo de las tendencias distópicas de Masumura. En cambio, una de las películas más utópicas de Hawks es The Big Sky [Río de Sangre] (1952). De adolescente me encantaba esa película. SH: Es cierto, una película espléndida. En mi opinión, Kirk Douglas no encajaba en el papel protagonista de una película de Hawks, pero me gustó mucho su compañero, Dewey Martin. JR: Quizá sea porque Douglas es demasiado individualista; no puedes verle como miembro de ningún grupo. El espíritu colectivo es fundamental en Hawks, incluso en una película como His Girl Friday.

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SH: Sí, incluso cuando significa compartir el mismo problema con los propios enemigos. Por ejemplo, los viejos periodistas: son terribles, pero también forman más o menos una comunidad. En Red River, cuando comienzan a arrear al rebaño, Hawks los muestra a todos en un plano completo distinto. Y en Air Force, cuando el avión está a punto de salir del aeropuerto por primera vez, Hawks nos muestra a todos, sin distinguir al capitán o al sargento. No hay ninguna jerarquía. JR: Eso es cierto, pero no se puede decir lo mismo de Río Bravo. Aquí no se puede encontrar ningún plano similar entre Pedro González-González y John Wayne. De hecho, incluso en Red River... ¿está Wayne incluido en el montaje de los rostros? SH: No, está aparte. JR: Así que es como un rey y sus súbditos, y son los súbditos los que son iguales entre sí. Sin embargo, lo que encuentro fascinante es que, incluso cuando Hawks es más conservador que nunca, podría decirse que estéticamente es aún un socialista. Y se da una paradoja comparable en Masumura: incluso aunque favorezca la individualidad, no puede evitar verla como una especie de infierno y de tormento. Y, paradójicamente, Masumura es el hombre de empresa por excelencia, cuya carrera comenzó a decaer tan sólo después del hundimiento del estudio Daiei en 1971. De hecho, en Rio Lobo encuentro difícil la pérdida de la camaradería. Aquí se hace evidente la amargura que uno asociaría con El Rey Lear y que se ve reflejada en la violencia. Y me acordé de ese sentimiento en Oda a un Yakuza de Masumura: un tipo de frustración política y sexual que se refleja en la furia como intensificación de la violencia. Sin embargo, aunque el incesto entre hermano y hermana en esta película recuerda a Scarface, no soy capaz de imaginarme una versión de Scarface en la que Tony termine suicidándose para que su hermana pueda casarse. Ese tipo de negación de uno mismo, como acto sacrificial, se convierte en un final japonés típico. SH: Tiene razón, el final de Oda a un Yakuza parece típicamente japonés. Pero, según Hiroaki Fujii, director de producción de las películas de Masumura y su verdadero amigo, fueron los jefes

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ejecutivos de Daiei, a los que no les gustaba el incesto entre los hermanos, los que impusieron el final sentimental. Si Masumura hubiera tenido completa libertad, el final de esta película hubiera sido distinto. Ya que estamos hablando de este tema, debo confesar que no me entusiasma demasiado Scarface. Es cierto que, comparada con otras películas de gánsteres de aquella época de Mervyn LeRoy, Roy Del Ruth o incluso William Wellman, Scarface resulta totalmente moderna, tal y como Henri Langlois califica la obra de Hawks en general. Pero me disgusta el efecto de las imágenes en algunas secuencias, con demasiadas sombras. Y no puedo negar mi impresión de que el deseo de poder de Camonte y su trágico fracaso tienen algo anti-hawksiano. Por la misma razón, no me gusta mucho el personaje de Wayne en Red River. Su personaje en Rio Bravo es totalmente distinto. Por ejemplo, en la secuencia en que Dean Martin, Walter Brennan y Ricky Nelson están cantando canciones en el despacho del sheriff, la postura de Wayne observándoles con una sonrisa y una taza de café en la mano no es la postura de un rey. Se le excluye de la escena y tan sólo se le muestra un par de veces, al comienzo y al final. Creo que hay algo femenino en su postura; les mira como si fuera su madre... JR: ¿En Japón, Hawks todavía pertenece a un conocimiento especializado, o se ha vuelto más popular? SH: Podría decirse que, en cualquier caso, no hay una época «hawksiana» en la historia de la asistencia al cine en Japón. Se le aprecia, pero no se le considera una gran figura o un director importante. Espero que la retrospectiva de Hawks que el Centro Cinematográfico Nacional de Tokio está preparando para el año que viene cambie la situación.

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Tercer movimiento. Inversión, intercambio, repetición. La comedia de Howard Hawks. Introducción A lo largo de su carrera como director, que abarcó más de cuatro décadas, Howard Hawks probó suerte con casi todos los géneros de Hollywood, salvo el drama sentimental. Y con muy pocas excepciones, como el musical Gentlemen Prefer Blondes [Los caballeros las prefieren rubias] (1953), realizó obras maestras en cada género, incluida la película de gánsteres Scarface, la película de aviación Only Angels Have Wings, la película de cine negro The Big Sleep, el western Red River y la película de aventuras Hatari! (1962). Air Force es, indiscutiblemente, una de las mejores películas bélicas de la historia, y His Girl Friday es, por supuesto, una comedia magnífica. Por tanto, resulta díficil, en términos de calidad, probar que las comedias de Hawks son superiores a sus trabajos en otros géneros. Por ejemplo, sería imposible decir cuál es mejor: la comedia Ball of Fire o To Have and Have Not. Así que, en lugar de la calidad, vamos a fijarnos en la cantidad. Desde la película muda Air Circus [Circo aéreo] (1928) hasta Air Force, rodada durante la II Guerra Mundial, Hawks dirigió muchas películas de aviación. El propio Hawks era piloto, y durante un tiempo los pilotos ocuparon un lugar privilegiado como héroes de sus películas. Después de la guerra, sin embargo, estas películas de aviación desaparecieron de su obra, y los escenarios de sus películas bélicas se trasladaron de los cielos al salvaje Oeste. The Outlaw [El forajido] (1943) (atribuida a Howard Hughes pero que en su mayor parte fue dirigida por Hawks) afianzó el marco de trabajo para sus westerns, que alcanzó su cumbre creativa con Río Bravo. Concluyó su carrera con Río Lobo. Debido a que hizo muchas de sus películas del Oeste con John Wayne, Hawks llegó incluso a ser considerado, erróneamente, como un especialista del género. Por lo tanto, en términos estrictamente cuantitativos, entre las más de cuarenta obras que hizo a lo largo de su carrera, las comedias de Hawks no superan en número a sus películas de aviación ni del Oeste. Sin embargo, hay algo que resulta innegable: aunque las comedias de Hawks no predominan ni en calidad ni en cantidad, el director sí que trabajó en este género a lo largo de toda su carrera,

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antes, durante y después de la II Guerra Mundial. En este sentido, la comedia fue la forma dominante para él. Desde una de sus primeras obras de cine mudo, Fig Leaves [Hojas de parra] (1926), hasta una de sus últimas películas, Man’s Favourite Sport? [¿Cuál es el deporte favorito de un hombre?] (1964), Hawks dirigió comedias de una buena calidad constante. Hoy me gustaría examinar algunas de las características de las comedias de Hawks, según les fue dando forma a lo largo de su carrera. El director francés Eric Rohmer dijo que uno no puede entender el cine si no entiende a Hawks18. Mi postura es que no se entiende a Hawks si no se entienden sus comedias. 1. El engaño de la semejanza El propio Hawks decía que las películas de aventuras y las comedias eran, en esencia, lo mismo. La única diferencia, decía, es que el peligro que aparece en las de aventuras es sustituido en las comedias por la vergüenza19. Este comentario sugiere que él consideraba que el género de una película tenía una importancia secundaria. O puede ser que creyera que todas sus películas formaban una única obra que trascendía cada obra particular. Las películas de Hawks tienen semejanzas significativas que se extienden a lo largo de su carrera y en cada género en el que trabajó. Por ejemplo, las últimas escenas de Only Angels Have Wings y El Dorado muestran situaciones casi idénticas. En Only Angels Have Wings, los dos pilotos heridos intentan volar sus respectivos aviones, ambos con un brazo en cabestrillo. En El Dorado, los dos sheriffs malheridos deben mantener la paz en la ciudad apoyados en sus muletas. Puede que el espectador se pregunte si los pilotos que necesitan ayuda para ponerse el abrigo serán capaces de llevar los mandos del avión, pero eso, en realidad, no importa. El obstáculo que suponen sus heridas aumenta el sentido de su misión y dota a la escena final de la adecuada tensión. En cambio, en la última escena de El Dorado los dos sheriffs cojos ya han derrotado a sus enemigos, y es ese ambiente despreocupado el que lleva a la risa. 18 Schérer, Maurice (conversación con Eric Rohmer), Cahiers du cinéma, n. 29, diciembre de 1953. 19 Becker, Jacques; Rivette, Jacques ; Truffaut, François, «Entretien avec Howard Hawks», Cahiers du cinéma, n. 56, febrero de 1956.

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Es difícil no reírse al ver a ese par de estrellas de cine cojeando en sus muletas. Ningún otro director se atrevería a dar semejantes papeles a John Wayne y Robert Mitchum. Pero el parecido entre las escenas finales de ambas películas, separadas tres décadas entre sí, no es una coincidencia. De hecho, es un retorno por parte de Hawks al tema de la incapacidad física. Empezando con el dedo herido de Robert Armstrong en A Girl in Every Port [Una novia en cada puerto] (1928), Hawks hace que sus protagonistas repetidamente sufran algún tipo de impedimento. En Tiger Shark [Pasto de los tiburones] (1932), el capitán del barco (Edward G. Robinson), que corteja a una bella mujer, tiene un garfio de hierro en vez de su mano, que se comió un tiburón. En Today We Live [Hoy estamos vivos] (1933), Robert Young trepa a un torpedero a pesar de que no puede ver. Incluso las gruesas gafas de Cary Grant en Bringing Up Baby y Monkey Business son una prolongación del tema de la incapacidad física. Otro ejemplo más es la embriaguez de Dean Martin y Mitchum en Río Bravo y El Dorado. Incluso un western en el que Wayne interpreta a un sheriff parapléjico no resulta sorprendente tratándose de una película de Hawks. De esta forma, las últimas escenas de Only Angels Have Wings y El Dorado son sólo otro ejemplo de la repetición hawksiana del tema de la debilidad masculina. Es típico de Hawks que dos personas compartan la misma debilidad. De hecho, Only Angels Have Wings y El Dorado se parecen tanto en este sentido que ésta parece casi una copia de aquélla. En Only Angels Have Wings, Cary Grant resulta herido accidentalmente con una pistola por su novia ( Jean Arthur) y, poco después, también su compañero (Allyn Joslyn) queda imposibilitado para usar el brazo. Hawks emplea la lógica de esta repetición como un giro casi mecánico, los dos hombres con sendos brazos dañados de la primera película son sustituidos por dos hombres con sendas piernas heridas en la película posterior. El concepto es esencialmente formalista en el sentido de que la situación sigue siendo la misma a pesar del cambio de piernas por brazos. Pero, en este intercambio de miembros malheridos, El Dorado no está conectado tan sólo a Only Angels Have Wings. También hay un gran parecido con Gentlemen Prefer Blondes, donde el intercambio se extiende a través de las fronteras de género. En vez de dos sheriffs, hombres, apoyados en sus muletas, vemos a dos bailarinas ( Jane Russell y Marilyn Monroe) manejando sus bastones con destreza.

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El póster del club nocturno en donde actúan muestra una fotografía de las dos, en medias, con los bastones en sus manos. Los bastones y las muletas se parecen porque están hechos de largas y finas piezas de madera, pero su función es claramente distinta para hombres y para mujeres. Para los hombres de El Dorado, las muletas son un símbolo de su incapacidad, mientras que para las mujeres en Gentlemen Prefer Blondes, los bastones son una señal de libertad física. La debilidad masculina se transforma en fortaleza femenina. Las mujeres de Hawks son capaces de responder mucho mejor que los hombres a la repetición de elementos semejantes. Estos parecidos repetidos logran tan sólo confundir a los hombres. Por ejemplo, en Come and Get It [Rivales] (1936), Edward Arnold está confundido por el parecido entre una madre y su hija. Frances Farmer interpreta ambos papeles. Cuando escucha a una joven cantar una canción que su antigua novia solía cantar, le grita que se calle. La hija se parece tanto a la madre que él es incapaz de quitársela de la cabeza, y pone su propio matrimonio en peligro. Incluso un próspero hombre de negocios es incapaz de escapar a la trampa de los parecidos de Hawks. En Gentlemen Prefer Blondes se representa una situación casi idéntica con un toque cómico. Russell se tiñe su pelo castaño de rubio para fingir que es Monroe, y canta la canción de Monroe para que la detengan en su lugar. Aunque el baile de Russell está plagado de sugerentes movimientos que tan sólo ella podría interpretar, ninguno de los hombres en el juzgado la reconoce a través de su disfraz. Igual que el hombre de negocios de Come and Get It, el juez (Marcel Dalio) intenta detener a Russell, pero ella sigue con su seductora imitación de Monroe mientras los hombres la contemplan estupefactos. A diferencia del tono serio, melodramático incluso, de Come and Get It, el intercambio de papeles entre las dos amigas en Gentlemen Prefer Blondes se convierte en un alegre número musical que parece probable que enfurezca a las autoridades. Lo que hace posible este giro del control femenino sobre el engaño de los parecidos y su eficacia. Lo mismo ocurre al final de Only Angels Have Wings. Cuando al personaje femenino le dan una moneda que es igual por ambas caras, en vez de sentirse confundida por esta semejanza, ella lo interpreta correctamente como un signo de amor. La moneda pertenecía a Kid (Thomas Mitchell), que ha muerto en un accidente. Solía utilizarla para engañar a sus amigos y conseguir así dinero para

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bebida. La mujer juega con ella y la convierte en un símbolo de buena fortuna; para los hombres, la semejanza tan sólo había sido un truco. Esta diferencia en la respuesta de hombres y mujeres revela la lógica hawksiana del intercambio. En las historias de aventuras y las comedias, el intercambio es entre el peligro y la vergüenza; en los melodramas y musicales, entre la debilidad de los hombres y la fuerza de las mujeres. Parece que Hawks creía que siempre encontraría el marco para una nueva película, bien dándole la vuelta a una situación para crear otra similar, o bien intercambiando un elemento por otro semejante. Eso es precisamente lo que Hawks hizo en His Girl Friday. En lugar del papel protagonista masculino interpretado por Pat O’Brien en The Front Page de Lewis Milestone, Hawks convirtió ese papel principal en femenino y se lo dio a Rosalind Russell. La hábil manipulación de semejantes inversiones, intercambios y repeticiones por parte de Hawks es aún más diestra en sus comedias. En Ball of Fire, puso a Gary Cooper en un papel basado en el personaje de Blancanieves y, menos de una década después, volvió a hacer la película con el título A Song is Born con Danny Kaye como protagonista. Inversión, intercambio, repetición: éstas son las claves de Howard Hawks. No voy a entrar en el tema de todas las inversiones hawksianas de hombres obligados a vestirse con ropas de mujer o papeles de adultos adjudicados a niños o animales, porque el tema realmente importante en Hawks no es el resultado de sus inversiones e intercambios, sino el proceso mismo. Debo decir primero, sin embargo, que tratar a Hawks a través de los temas de la inversión, el intercambio y la repetición no es en modo alguno original. Muchos críticos han señalado estos aspectos de su obra ya desde el famoso ensayo de Jacques Rivette publicado en 195320. También hay un breve pero perspicaz ensayo de V. F. Perkins sobre las comedias de Hawks21. Lo que pretendo explicar es que Hawks incorporó estos temas no sólo en situaciones dramáticas, sino también en acontecimientos sorprendentemente pequeños que suceden en la pantalla. A lo largo de sus películas, semejantes inversiones y giros son captados como imágenes visuales claras. Esto es lo que quiero demostrar a continuación. Hillier, Jim (ed.), Cahiers du cinéma: The 50s-Neo-Realism, Hollywood, New Wave, Cambridge, Harvard University Press, 1985, pp. 126-131. 21 Perkins, V. F., «Comedies» en Movie, n. 5, diciembre 1962, pp. 21-22. 20

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2. Coincidencia e inversión Las inversiones hawksianas22 suceden con fiabilidad mecánica, pero nada en la historia hace que se puedan presagiar. Una coincidencia llevará, de pronto, a una inversión inesperada de las relaciones de superioridad e inferioridad, siendo la acción tan rápida que no tendremos tiempo para pensar. Pero, de nuevo, los personajes femeninos, sin pretenderlo, salen victoriosos de la coincidencia. El mejor ejemplo es la secuencia en el hotel en Ball of Fire. Un accidente inesperado obliga a Barbara Stanwyck a quedarse en el motel de una pequeña ciudad. Cuando cierra, de un portazo, la puerta de su habitación, el número 9 se da la vuelta y se convierte en el 6. Gary Cooper, sin haberse dado cuenta de este cambio fortuito, entra por error en la habitación de ella para hablar con su compañero, que se supone que está en la habitación 6. Acaba por confesarle su amor a Stanwyck. (Voy a dejar de lado el plano fantástico de los ojos de Stanwyck brillando en la oscuridad mientras le escucha, y tan sólo voy a señalar que el plano del 9 convirtiéndose en el 6 se repite fielmente en A Song Is Born). En la lógica de Hawks, los números 9 y 6 son morfológicamente equivalentes. Pero para darse cuenta de esa equivalencia, el tornillo que se supone que mantiene la parte superior del número sujeta a la puerta debe soltarse por casualidad, y la coincidencia tiene lugar tan sólo gracias a la acción del personaje femenino. Las beneficiarias de la coincidencia son Stanwyck, en Ball of Fire, y Virginia Mayo, en A Song Is Born. En el mundo de Hawks, en el que la inversión, el intercambio y la repetición aseguran siempre el predominio de las mujeres, el asunto clave es quién controlará las coincidencias y no se dejará engañar por los parecidos. En casi todos los casos, son los hombres los que están en la posición débil y las mujeres en la posición de fuerza. Para confirmar eso, vamos a considerar el efecto definitivo de la inversión de los números.

Tal y como he mencionado anteriormente, muchos críticos han tratado el tema de la inversión desde diversos puntos de vista. Por nombrar tan sólo a dos: Gili, Jean, Howard Hawks, París, Seghers, 1971, p. 31; y Simsolo, Noël, Howard Hawks, París, Edilig, 1984, p. 108. 22

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3. Números y cuerpos Una inversión de números tiene un importante papel en Monkey Business, en la que la confusión de un asistente de laboratorio entre los monos jóvenes y viejos acarrea algunas consecuencias inesperadas. Esto ocurre cuando Cary Grant y Ginger Rogers, que han rejuvenecido notablemente después de tomar algunas sustancias químicas, aparecen en el despacho donde se han reunido los jefes del laboratorio. Debido a que el mono que sostienen entre los dos está cabeza abajo, el número 3 en la espalda del mono aparece invertido. A diferencia del 9 y el 6, el número 3 no puede invertirse para convertirse en otro número, pero su inversión en esta escena sí que hace aún más extrema la transformación de los dos adultos. El comportamiento de niña malcriada de Rogers resulta especialmente sorprendente. Pero en lo que yo me quiero centrar aquí es en el fenómeno mecánico de la inversión de algo a lo largo de su eje vertical. En una comedia de Hawks, hay una escena en la que un ser humano realiza la misma inversión cabeza abajo que la del número 9 en la puerta en Ball of Fire. La escena transcurre en Man’s Favourite Sport?, cuando Rock Hudson se cae al agua llevando puestos los pantalones impermeables que él mismo ha inventado. Para Hawks, el cuerpo humano imita a la materia física. En esta película, Hudson interpreta a un especialista en pesca que jamás ha ido a pescar. Le invitan a un campeonato de pesca, donde se mete en muchas situaciones embarazosas; la única manera en que logra salir de ellas es poniéndose cabeza abajo. Éste es un ejemplo perfecto del fenómeno cabeza abajo. En las comedias de Hawks, los hombres frecuentemente son víctimas de este fenómeno en vergonzosos episodios que dejan al descubierto su debilidad. Hay otro ejemplo en I Was a Male War Bride [La novia era él] (1949). Cuando Cary Grant trata de recoger algo que se le ha caído a una soldado (Ann Sheridan), una barrera elevadiza le levanta en el aire y queda colgado cabeza abajo a la vista de todo el mundo. En esta comedia, el absurdo reglamento militar obliga a un hombre a vestirse con ropa de mujer, así que resulta natural que se repita muchas veces el tema de la inversión. Pero un concepto abstracto sólo tiene efecto real cuando se convierte en una acción visible en la pantalla. El formalismo morfológico de Hawks se

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expresa a través de hechos concretos. Una inversión física parecida tiene lugar en Monkey Business. La víctima de nuevo es Grant. Su mujer, convertida en una niña malcriada, le rompe las gafas y ella sale de su habitación del hotel persiguiéndole. Mientras él busca a tientas el camino de vuelta a la habitación, acaba cayendo cabeza abajo por el túnel de la ropa sucia hasta el sótano. (Estas situaciones tan embarazosas no les ocurren sólo a científicos cortos de vista. En Ball of Fire, el jefe de los gánsteres [Dana Andrews] da un tropezón y se le cae la pistola de la chaqueta). Aparte de las slapstick comedies23 de la época muda, ninguna otra película muestra a los hombres tan a menudo cabeza abajo como las de Hawks. Los hombres en sus películas son incapaces de evitar verse metidos en situaciones embarazosas. En Gentlemen Prefer Blondes, el detective privado (Elliott Reid) está atrapado entre dos mujeres y se deja caer cabeza abajo sobre una silla. Se rasga los pantalones y se queda con las piernas desnudas pataleando en el aire. Debo señalar que, en el caso de los protagonistas de las películas de aviación de Hawks, la postura invertida se emplea como un símbolo de valentía. En un vuelo de prueba en Only Angels Have Wings, Grant evita valientemente que su avión dé la vuelta. Y en Ceiling Zero [Águilas heroicas] (1936), James Cagney aparece, de hecho, volando cabeza abajo para demostrar sus extraordinarias habilidades como piloto. En The Dawn Patrol [La escuadrilla del amanecer] (1930), un avión cae en picado detrás de las líneas enemigas. El impacto hace que el cuerpo del avión quede del revés. A pesar del accidente, los dos pilotos se alejan sin un rasguño y pueden escapar de allí y volver a territorio seguro. En estos casos, el género de la película es diferente, por lo que una situación similar da lugar a un resultado completamente opuesto. Fijémonos ahora en otra película bélica, Sergeant York, protagonizada por Gary Cooper. En una escena de batalla, se puede ver la cara de Cooper al revés, cuando está cabeza abajo con las piernas estiradas sobre la pared. El efecto es cómico, lo cual no resulta sorprendente, ya que esta escena tiene lugar en un momento de la película en el que su personaje todavía es un tipo duro y no Se suele emplear esta expresión inglesa (literalmente quiere decir «comedias de bufonadas») para designar a las películas mudas en las que se exageraba cómicamente la violencia física para provocar la risa del público (N. de la T.). 23

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ha abrazado la religión. De hecho, la historia misma de Sergeant York es un cuento irónico en el que un joven despreciable da un giro radical y se convierte, finalmente, en un héroe en el campo de batalla. 4. Femineidad contra masculinidad Las comedias de Hawks están llenas de confusión, originada por la debilidad de los hombres que son incapaces de adaptarse al nuevo orden en el que arriba y abajo están invertidos. Su debilidad aparece sobre todo cuando sus piernas quedan al descubierto y las mujeres lo descubren. Las mujeres de Hawks casi siempre apuntan a las piernas de los hombres cuando los atrapan en situaciones de mayor vulnerabilidad. El arqueólogo de Bringing Up Baby es un experto en la inversión en cada faceta de su vida. Se cae por todas partes, incluso se desploma desde su sala de estar y cae en el jardín de una anciana a la que ni siquiera conoce. En Río Bravo, Wayne parece haber heredado los genes inferiores de este arqueólogo. Cuando queda atrapado en una trampa del enemigo, se cae al suelo cabeza abajo. Esta escena sugiere que, en las comedias, las mujeres, incluso sin pretenderlo, cumplen la misma función que los malos en las películas de aventuras. Dependiendo del género, la cooperación y la intromisión tienen un valor equivalente. Sin embargo, la pérdida de coordinación física que padecen los hombres no se aprecia tan sólo en la inversión física. En Monkey Business, Grant pierde también su capacidad de caminar. Una escena muestra a un hombre incapaz de realizar la sencilla acción de abrir una puerta y salir fuera. Esto ocurre no sólo porque sea corto de vista. No logra hacerlo precisamente porque su mujer le da instrucciones detalladas de cómo cerrar la puerta y salir fuera. Por supuesto, ella no se da cuenta de que su intento de ayudarle es, de hecho, una intromisión. Éste es un espléndido ejemplo del dilema freudiano. Una escena parecida con Grant aparece en I Was a Male War Bride cuando se cae el picaporte de la puerta de la habitación de Sheridan. No se da cuenta de que puede salir simplemente empujando la puerta, así que se pasa la noche nervioso sin poder dormir, creyendo que está atrapado en el dormitorio de ella. La clave aquí es

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que Sheridan está tendida en la cama. Está agotada y suena como si estuviera dormida, así que, a diferencia de Rogers en Monkey Business, no puede decirle qué hacer. Pero, aun así, el silencio de ella actúa como una orden para él, de modo que es incapaz de irse de la habitación. Incluso una mujer dormida es capaz de destruir la coordinación corporal de un hombre. En las películas de Hawks, tales fallos sólo les ocurren a los hombres. Sus mujeres nunca fallan. Y mientras que las inversiones demuestran la inferioridad de los hombres, colocan a las mujeres en la posición dominante. Esto se demuestra en la asombrosa inversión de Katharine Hepburn en Bringing Up Baby. Sus delgadas piernas, colgando a lo largo del grueso tronco de un árbol, son un ejemplo casi perfecto de esta inversión. Pero para Hepburn esto no significa un fracaso. De hecho, el accidente redunda en su beneficio. Grant acaba de decirle que quiere romper con ella, pero ahora, mientras trata de sostenerla, está tan sorprendido que olvida por completo lo que estaba diciendo. La lógica hawksiana triunfa de nuevo: cuanto más caen las mujeres, más fuerte es la posición que adquieren. Esto recuerda a otra escena de Bringing Up Baby en la que Hepburn utiliza una caída para atraer a un hombre. Tal como demuestra esta escena, las comedias de Hawks no confían únicamente en que los hombres caigan delante de las mujeres, que permanecen de pie. Las inversiones les ocurren a unos y otras, pero el efecto es distinto según el género. En sus películas, las mujeres a menudo realizan acciones que son muy similares a las llevadas a cabo por los hombres. Por ejemplo, en Gentlemen Prefer Blondes, Monroe intenta escapar a través de una portezuela y queda atrapada con su cabeza abajo y las piernas en el aire. El niño (George Winslow) habla como un adulto, lo que da un toque cómico. Pero comparado con la incapacidad de Grant para abrir siquiera una puerta, la huida de Monroe por esta portezuela, aunque no precisamente hábil, muestra claramente la superioridad de su competencia física. Las mujeres son expertas en mantener su cuerpo en armonía con el eje vertical. Otro buen ejemplo de esto tiene lugar en A Girl in Every Port cuando la acróbata (Louise Brooks) se lanza de cabeza a un tanque de agua. Igual que el protagonista de una película de aviación, fácilmente invierte su orientación vertical y cae en el aire totalmente cabeza abajo. Pero ése es su trabajo; lo hace para ganar dinero y

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para atraer a los hombres. Después de que la chaqueta de Victor McLaglen se salpique, él va a verla entre bastidores. Debemos tener cuidado de no interpretar que la atracción que ella despierta en él se basa únicamente en la estrategia sexual femenina de exponer su figura a través del traje de baño. Como en los ejemplos de las comedias de Hawks que he citado hasta ahora, en éste una mujer imita exactamente la postura que para los hombres representa la inferioridad física. Sin embargo, en el caso de la mujer, la repetición de esa postura tiene un efecto radicalmente distinto. Deberíamos adoptar la misma perspectiva para ver la famosa escena en Ball of Fire en la que Stanwyck tiende sus piernas desnudas hacia Cooper. Esta escena muestra una acción provocativa, al echarse la mujer hacia atrás en la silla con sus piernas al descubierto y sus pies apuntando al hombre atontado. Para los hombres, sin embargo, semejante postura sería muy humillante. De hecho, es la misma postura en la que Reid cae en Gentlemen Prefer Blondes cuando se rasga los pantalones y deja sus piernas desnudas al descubierto. La lógica cómica de Hawks es consecuente: una posición de inferioridad para un hombre es de superioridad para las mujeres. Tal como muestra Hepburn al caerse en Bringing Up Baby, las piernas de las mujeres son mucho más expresivas que las de los hombres. Una vez que las piernas de un hombre quedan colgando al revés, ya no sirven para nada más. Las piernas de las mujeres, levantadas hacia lo alto, pueden convertirse en un gesto defensivo efectivo. Un ejemplo excelente de una mujer utilizando sus piernas con buen resultado es Carole Lombard en Twentieth Century (1934) pateando al coprotagonista. Esas piernas son demasiado incluso para el veterano John Barrymore. Otro ejemplo lo encontraremos en His Girl Friday, en la que la astuta reportera, de pronto, se sube la falda, se mueve más deprisa de lo que ningún hombre sería capaz de correr y arremete contra un hombre como un jugador de rugby para lograr la primicia. Para que un hombre maduro pudiera llevar a cabo un truco semejante, tendría que haber tomado alguna droga que le devolviera su juventud. De hecho, Grant, en Monkey Business, intenta una estratagema parecida, haciendo una voltereta lateral para demostrar que ha perdido su torpeza, cuando cree que su experimento químico ha tenido éxito. Por supuesto, tan sólo es una victoria temporal. Como hemos visto, pronto se hundirá más y más. Después de todo,

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las comedias de Hawks están construidas alrededor de la pérdida, por parte de los hombres, de sus facultades físicas debido a la útil intromisión de las mujeres. Nadie puede violar este principio. 5. «¿Quién es usted?» Para los hombres, que se ven constantemente colocados en situaciones de inferioridad debido a la inversión morfológica que hace que el 9 sea equivalente al 6, solamente existe una forma de mantener el control: hablando. Ésta es la fuente de mucha de la verborrea en las comedias de Hawks. De hecho, el único hombre que logra evitar la inversión, Grant en His Girl Friday, mantiene su puesto como redactor jefe dando una constante sarta de órdenes por teléfono. Utiliza su capacidad retórica para intentar comprobar las relaciones con su esposa Russell, de la que está separado, al mismo tiempo que no hace nada por ocultar su propósito de aprovecharse de sus habilidades como reportera. A sus reporteros les dice por teléfono que utilicen cualquier medio, salvo el asesinato, para conseguir noticias. Él sabe bien que el teléfono es un magnífico instrumento para ocultar su propia identidad y confundir a otros. En The Big Sleep, el detective privado Marlowe (Humphrey Bogart) manipula a la policía de forma parecida, al mismo tiempo que intenta atraer el interés de una mujer. En Ball of Fire, Andrews engaña al profesor por teléfono pretendiendo ser el padre de Stanwyck. Sin embargo, después de colgar, los hombres empiezan a perder su superioridad. Tal y como hemos visto anteriormente, los antiguos compañeros de Cooper atacan a Andrews y le hacen pasar por una inversión incómoda. Y una vez que el redactor jefe de His Girl Friday deja su oficina, debe enfrentarse con un maremagno de nombres y personas. Termina planteando la pregunta: «¿Quién es usted?», casi como si quisiera empezar una discusión. A lo mejor, la pregunta debería habérsela hecho Grant a Hepburn en Bringing Up Baby. Pero semejantes palabras no habrían tenido efecto alguno en una mujer. De hecho, puede que empeoren la situación, como cuando se encuentra con una anciana vestida con un albornoz de mujer. Aquí la pregunta: «¿Quién es usted?» es pronunciada por ambos personajes casi simultáneamente. La

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imitación da lugar a una repetición mutua, casi mecánica, que destruye el propio significado de la pregunta. Para los hombres, que han empezado a temer por su propia identidad y que se sienten abrumados por la verborrea de las mujeres, incluso el ladrido de un perro añade más confusión en la escena posterior. Grant ha perdido, sin darse cuenta, su propio nombre y ahora todo el mundo le llama de forma distinta. Está aturdido, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Cuanto más habla, tanto más confusa se vuelve la situación. (La misma situación alcanza el clímax hacia el final de I Was a Male War Bride: en esta ocasión Grant sabe quién es, en qué situación se encuentra, y qué es lo que debería decir, pero cuando explica que él es la novia, tan sólo logra enredar aún más el galimatías). Otro ejemplo de una situación derivada en una confusión aún mayor, causada por la repetición de la pregunta: «¿Quién es usted?» aparece en la escena, en la comisaría de policía, al final de Bringing Up Baby. Aquí, ninguno es capaz de demostrar quién es, así que les encierran. La única que consigue quedar en libertad es Hepburn, quien de repente se inventa una excusa. Así que, ¿cómo es posible cerrar el interminable círculo de las preguntas de: «¿Quién es usted?». O, por decirlo de otra forma: ¿por qué se repite esa pregunta película tras película, personaje tras personaje, sin llegar a resolverse nunca? La razón es que, en realidad, no es una pregunta, sino que la cuestión se emplea para expresar dudas sobre una persona sospechosa, para mostrar disgusto por otra persona, para amenazar a alguien con el arresto, o incluso como excusa para esconder responsabilidades. No obstante, a los hombres de Hawks les cuesta dar una respuesta razonable, y cuanto más tratan de explicar la situación, tanto más lo complican todo. Cuando Grant va a una carnicería en Bringing Up Baby, le preocupa parecer un tipo raro por comprar tanta carne, así que aclara: «Es para Baby»24. Para el carnicero, que no sabe que el leopardo que Grant tiene como mascota se llama Baby, es un comentario absurdo e incomprensible. Como resultado, Grant acaba pareciendo extraño de todos modos y únicamente consigue aumentar la 24 Juego de palabras imposible de traducir. En inglés «Baby» significa «bebé» y también es el nombre del leopardo que aparece en la película (N. de la T.).

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desconfianza de la gente. Grant se encuentra en una situación parecida en I Was a Male Bride War: cuanto más trata de explicar su situación, tantas veces más le encierran en el cuartel. No sólo las acciones, también las palabras ponen a los hombres en las comedias de Hawks en situaciones de inferioridad. Pero cuando las mujeres hacen las mismas afirmaciones absurdas, no salen perjudicadas de la misma manera. Pensemos en la escena de Monkey Business en la que Rogers se dirige a toda prisa al hospital en un taxi. Cree que su marido se ha convertido, de nuevo, en un niño pequeño, debido a las sustancias químicas que ha ingerido. Rogers está aquí tan obsesionada con una cosa, que habla de forma que no le preocupa si las otras personas la entenderán. Pero su precipitado error, al creer que el niño sentado junto a ella es su marido, es una estrategia cómica típicamente hawksiana. Así que, ¿cuál es la solución para estos hombres que intentan responder con seriedad a la pregunta de «¿Quién es usted?»? La solución parece encontrarse al final de Monkey Business. El efecto de las sustancias químicas, que habían convertido a Grant en un chico, ya se ha disipado y se despierta. Se pone las gafas y señala al niño que duerme junto a él. Le pregunta a su mujer: «¿Quién es éste?». La respuesta de su mujer prolonga la confusión, pero la clave aquí es que su pregunta se dirige ahora a un tercero. Marido y mujer por fin se ven liberados del círculo interminable de preguntas: «¿Quién es usted?». Conclusión Estudiando las comedias de Hawks desde los ángulos de inversión, intercambio y repetición, podemos confirmar que se muestra a las mujeres desde una posición superior. Incluso cuando se ven enfrentadas a la misma trampa que ha cazado a los hombres, ellas no quedan atrapadas. Incluso cuando se ven colocadas cabeza abajo, no se vuelven inferiores. Incluso cuando no dejan de irse de la lengua, evitan la confusión. Siempre mantienen su ventaja sobre los hombres. Pero, aunque Hawks represente a las mujeres como ajenas a la derrota, incluso cuando cometen errores, muchas veces se le ha considerado un cineasta masculinista. De hecho, incluso ha sido clasificado como misógino. La biografía de Todd McCarthy sugiere

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que puede haber cierta verdad en esas afirmaciones25. Sin embargo, yo no querría interpretar el significado de las obras de Hawks a partir de su biografía personal. Por el contrario, quiero hacer hincapié en que Hawks le asigna un papel secundario al «significado» mismo. Lo que a él le atrae no es el significado, sino el interminable intercambio y repetición de elementos para crear situaciones disparatadas que no tengan ningún significado definitivo. Hawks animaba sus obras con repeticiones que trascendían las fronteras del género. Cuando estudiamos estas comedias de nuevo, podemos ver un fuerte deseo formalista, no tanto de contar una historia como de jugar con la estructura narrativa. En cada película, intentó aplicar la misma estructura narrativa de nuevo, para ver por sí mismo cómo de bien podría funcionar. Por supuesto, esa estructura narrativa era el colmo de la sencillez. Por un lado, hay una persona intentando alcanzar un objetivo. Por otro, hay otra tratando de impedirlo. Y en el medio, hay una categoría vaga, representada por una mujer, en un papel intercambiable. En las películas de aventuras de Hawks, tipificada por Lauren Bacall en The Big Sleep, la mujer es una acompañante entrometida que, al final, ayuda al protagonista a alcanzar su objetivo. En casi todas las comedias, sin embargo, la función de la mujer no es la de ofrecer una ayuda entrometida, sino una útil intromisión. Arrastra al hombre a una zona difusa de acción, que no es intromisión ni cooperación, un lugar en el que su objetivo inicial se vuelve irrelevante. Sin exagerar el significado de la falta de sentido, la mujer varía de muchas maneras el proceso basado en el principio de inversión, intercambio y repetición, impidiendo así que se cree cualquier significado. A menudo se oyen discusiones sobre la «transparencia hawksiana». La fuente de dicha transparencia es la ausencia de significado. Como director/autor, Howard Hawks desaparece detrás de las historias que crea. Es como una mano invisible que manipula las historias, una mano cuya estructura y función no pueden ser analizadas.

25 McCarthy, Todd, Howard Hawks: The Grey Fox of Hollywood, Nueva York, Grove Press, 1997.

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Cuarto movimiento. Epílogo Intercambio de correos electrónicos entre Chicago y Tokio, verano de 2002 JR: En los dos años y medio que han transcurrido desde nuestra primera charla, el Centro Cinematográfico Nacional de Tokio ha celebrado importantes retrospectivas, dedicadas tanto a Hawks como a Masumura, y siento curiosidad por saber si han traído consigo algún cambio notable para los japoneses en su comprensión y apreciación de ambos directores. Para mí resulta significativo que Hawks no fuera reconocido de verdad por los críticos de cine norteamericanos hasta principios de los años sesenta, cuando Andrew Sarris empezó a escribir sobre él como un director de cine de autor. Hasta entonces, tal y como Peter Bogdanovich y otros han señalado, casi todo el mundo había visto y valorado algunas de las películas de Hawks, pero los críticos no las consideraban realmente como una obra coherente en su conjunto (a diferencia, digamos, de Ford y Hitchcock, que ya habían llamado mucho la atención en los cincuenta). Respecto a Masumura, el reconocimiento en Estados Unidos está empezando a ser posible gracias al lanzamiento en DVD de algunas de sus películas. Hasta ahora se han comercializado La bestia ciega, Giants and Toys, Manji y Miedo a morir, todas en color; en este momento, todavía están pendientes de salir a la venta dos títulos en blanco y negro, Black Test Car (otra película de espionaje industrial, como Giants and Toys) y Ángel rojo (para mi gusto, la mejor del lote). Una posible distinción, que ya puedo percibir entre las percepciones japonesa y norteamericana de Masumura, es que el solapamiento entre películas de explotación y películas de arte y ensayo en Estados Unidos constituye una categoría genérica imprecisa, sobre todo aplicable a La bestia ciega y Manji, y que se complica aún más debido a la desafortunada idea de que cualquier película de habla extranjera (salvo algunas raras excepciones, como Crouching Tiger, Hidden Dragon [Tigre y dragón] [2000]) automáticamente es considerada de arte y ensayo debido a su distribución marginal. SH: La retrospectiva sobre Hawks en Japón, organizada por el Centro Cinematográfico Nacional de Tokio desde diciembre de 1999 hasta febrero de 2000, con la colaboración de Asahi Shinbun, fue, por

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lo que yo sé, la más completa, abarcando sus treinta y ocho películas. Asahi Shinbun es un periódico japonés de calidad y la tendencia de su sección de cine ha sido más bien conservadora. Por lo tanto, para este periódico, colaborar en la organización de la retrospectiva sobre Hawks era realmente una iniciativa novedosa y sorprendente. Hace dos décadas hubiera sido absolutamente inconcebible ver juntos los nombres de Hawks y Asahi Shinbun. Así que está claro que algo está cambiando en Japón. Incluso se proyectaron las dos versiones distintas de The Big Sleep (la versión de estreno y una versión de preestreno restaurada recientemente por el archivo fílmico de la Universidad de California en Los Ángeles). La mesa redonda organizada para la ocasión, titulada «Reconsiderando a Howard Hawks», en la que participamos Geoffrey Nowell-Smith, Peter Wollen, Anne Friedberg y yo mismo, atrajo a más de trescientas personas. Personalmente, fue un verdadero placer para mí redescubrir en Tokio algunos de sus primeros trabajos, tales como Fig Leaves, Paid to Love [Amor comprado] (1927) y Fazil (1928). En la proyección de estas películas, el aula magna del NFC (310 asientos) estaba completa. Junto a esta retrospectiva, se publicó la traducción al japonés del libro de Todd McCarthy Howard Hawks (Hawks on Hawks de Joseph McBride ya se había traducido al japonés en 1986). Así que fue una oportunidad excepcional para la generación más joven para descubrir la obra de Hawks al completo. Desafortunadamente, no hubo una buena reacción por parte de los jóvenes críticos de cine. En términos estadísticos, la retrospectiva sobre Jean Renoir organizada en 1996 por el NFC atrajo a más espectadores. Comparado con Renoir, que es oficialmente considerado como un director/autor, me temo que a Hawks todavía no se le considera un «autor artístico» en Japón. A ese respecto, recuerdo que en los años sesenta y setenta había dos famosos cines de arte y ensayo en Tokio, en los que se proyectaban principalmente películas europeas: Bergman, Bresson, Buñuel, Godard, Losey (las películas que rodó en el Reino Unido), Truffaut, Munk, etc. Es importante señalar que tan sólo se estrenaron tres películas norteamericanas en estos cines de prestigio: The Sun Shines Bright [El sol siempre brilla en Kentucky] (1953) de John Ford, Citizen Kane [Ciudadano Kane] (1940) de Orson Welles y Shadows [Sombras] (1960) de John Cassavetes. Cuando yo empecé a escribir sobre cine, ésa era la imagen típica de películas de arte y ensayo en Japón.

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No se consideraba como directores/autores ni a Hitchcock ni a Hawks. Es por esto por lo que decidí poner una imagen de Bringing Up Baby en la cubierta de mi primer libro sobre cine, Eizo no Shigaku (Poetics of Image, 1979), como un acto de provocación. Estos cines de arte y ensayo, que conformaban la Asociación de Cines de Arte y Ensayo (ATG), también coproducían y distribuían películas japonesas, principalmente los trabajos de cineastas independientes como Nagisa Oshima, Kiju Yoshida y Shuji Terayama, entre otros. La única película de Masumura que se pudo ver allí fue Ongaku [Música] (1972). Rodó esta adaptación, relativamente floja, de la novela de Mishima justo después de que Daiei se hundiera. Masumura era esencialmente un director del sistema de estudio, y casi todas sus películas eran adaptaciones de novelas. Ésta es la razón por la cual, comparado con Oshima, Yoshida y Terayama, Masumura jamás fue considerado un director/autor en los sesenta y setenta. La retrospectiva sobre Masumura se organizó en una pequeña sala de cine llamada Euro-space (120 asientos) de noviembre de 2000 a enero de 2001 y comprendió cincuenta películas. Este cine es conocido por ser uno de los cines de arte y ensayo más importantes de Tokio desde los ochenta, después de que fracasara la ATG, y a él acuden principalmente estudiantes y jóvenes cinéfilos. Actualmente se están proyectando allí For Ever Mozart (1996) y JLG/JLG (1995) de Godard. Así que puedo decir que la retrospectiva sobre Masumura tuvo lugar en un espacio de prestigio y, afortunadamente, fue un auténtico éxito. Debido a esto, Euro-space decidió, inmediatamente, organizar una segunda retrospectiva justo después de la primera. Importantes museos y bibliotecas municipales en todo Japón acogen ahora la retrospectiva sobre Masumura. Y al mismo tiempo que descubría a Masumura, la generación más joven también descubrió a la excelente actriz Ayako Wakao, que jamás había aparecido en televisión. Gracias al inesperado éxito de la retrospectiva, las principales películas de Masumura han salido en vídeo y en DVD. Cualquier videoclub importante de Tokio tiene ahora un rincón dedicado a Masumura, donde fácilmente se pueden encontrar al menos veinte de sus obras, lo cual era inconcebible hace diez años. El joven e influyente director Shinji Aoyama (Eureka, 2000) declaró que Masumura es el director más importante en la historia del cine japonés de posguerra. Masumura se está convirtiendo ahora en un director mítico para las generaciones más jóvenes de Japón, quince

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años después de su lamentable desaparición a la edad de sesenta y dos años. Diría que este lapso de tiempo no es extraordinariamente largo, ya que en Japón se tardó lo mismo en reconocer a Ozu como un director/autor. La primera retrospectiva completa sobre Ozu no se organizó hasta 1981, dieciocho años después de su muerte.

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Mutaciones musicales

Antes de Hollywood, más allá de Hollywood y contra Hollywood Adrian Martin

1. Obertura La película tiene una belleza que es insolente y patética, como un cristal de colores fragmentado, fragmentos que de alguna forma componen un dibujo al mismo tiempo que se niegan a permanecer unidos: musical, triste, estrepitosa, definitivamente frágil. Es esta celebración simultánea de la belleza y su fragilidad, de lo efímero de la alegría, de la naturaleza pasajera de toda emoción, la que revela en Une femme est une femme [Una mujer es una mujer] (1961) una actitud romántica peculiar, reservada y abnegada, que quizá sea el único romanticismo posible para una sensibilidad contemporánea. Edgardo Cozarinsky The Films of Jean-Luc Godard Jacques no era un cineasta radical. Lo que era radical era su deseo de llevar música, canciones y baile a cosas que parecían fuera de ese ámbito; como la lucha de clases. Agnès Varda sobre Jacques Demy Eye on the World

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En un solo día espero llorar, reír, bailar, cantar. Puede incluso que me encierren en prisión. Una película debería contener todas esas cosas. Youssef Chahine1 ANDRÉ LABARTHE: ¿Te gusta el jazz? JOHN CASSAVETES: Sí, me gusta toda la música. Es buena. Te da ganas de vivir. El silencio es muerte. AL: ¿Te apetece hacer un musical? JC: Sí. AL: ¿Sí? ¿Con bailes y todo? JC: Sí, un musical. Sólo uno. AL: ¿Sólo uno? ¿Ya has escrito la historia? JC: No, no la he escrito. La escribió Dostoievsky: Crimen y castigo. Me gustaría convertirla en un musical. Cinéastes de notre temps (Documental para televisión) Todavía está por hacerse el amargado musical que tanto me gustaría ver. Raymond Durgnat2 Aunque se ponga a menudo a cantar, el personaje de Björk, una obrera industrial acosada, sufre terriblemente en Dancer in the Dark [Bailando en la oscuridad]. Karen Durbin3 1 Citado en Rosenbaum, Jonathan, «Echoes of Old Hollywood», en Chicago Reader, 2 de abril de 1999. http://www.chireader.com/movies/archives/1999/0499/04029.html. 2 Durgnat, Raymond, «Film Favourites: Bells Are Ringing», en Film Comment, marzo-abril 1973, p. 49. Reimpreso en Rickman, Gregg (ed.), The Film Comedy Reader, Nueva York, Limelight, 2001, pp. 230-236. 3 Durbin, Karen, «Every Dane Has His Dogma», en Good Weekend, 17 de junio de 2000, p. 32.

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Y cualquier combinación que mezcle a Judy Garland con Jean-Luc Godard seguro que dejará una huella imborrable. Geoff Pevere4

2. La misma vieja canción En caso de que hiciera falta una prueba del imperialismo norteamericano (no sólo en la cultura popular, sino también en el pensamiento crítico sobre la misma), la enorme montaña de literatura dedicada a ese género cinematográfico conocido como el musical ofrece una evidencia deprimente. Esta afirmación puede parecer extraña o perversa, porque el fenómeno ha sido asimilado de una manera tan perfecta en la cultura cinematográfica mundial que casi nunca llama la atención. Sin embargo, la verdad se mantiene: «el musical» en esencia se identifica, en los debates sobre el género en todo el mundo, con «el musical norteamericano»; una suposición normalmente hecha sin conocimiento y sin aclaración ninguna. La influyente antología de Rick Altman, Genre: The Musical, emplea indistintamente los términos musical, musical de Hollywood y musical norteamericano; su recomendación final de las «áreas que necesitan ser estudiadas más a fondo» no sugiere ninguna ampliación geográfica del terreno5. Su libro posterior, The American Film Musical, es más específico, pero no explica por qué debe limitarse geográficamente el tema de esta forma6. El estudio Comédie Musicale elaborado en 1981 por Alain Masson (él mismo criticaba la fijación aparentemente patriótica de Altman con el homo americanus7) también trata únicamente sobre musicales de Hollywood. Y así sigue la canción. Un ensayo de Marc Miller sobre los musicales de cine en los años noventa dentro de la antología Film Genre 2000 menciona tan sólo un puñado de musicales, todos ellos producciones norteamericanas de renombre y grandes presupuestos; Pevere, Geoff, «Naive Revisionary», en Cinema Scope, n. 4, 2000, p. 41. Altman, Rick (ed.), Genre: The Musical, Londres, British Film Institute, 1981, pp. 216-219. 6 Altman, Rick, The American Film Musical, Bloomington, Indiana University Press, 1987. 7 Masson, Alain, «Notes de lecture» en Positif, n. 329-330, 1988, pp. 124-125. 4 5

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y, de forma nada sorprendente, considera que el género se encuentra en un estado lamentable8. El ilustrativo A Song in the Dark: The Birth of the Musical Film de Richard Barrios, aunque reconoce obras magníficas hechas en Francia, Alemania y Gran Bretaña en los años 1931-1932, con sinceridad se considera a sí mismo «chovinísticamente enfocado hacia los progenitores yanquis»9. Incluso cuando se tratan los musicales procedentes de otros países, invariablemente quedan marginados en relación al modelo norteamericano. Por ejemplo, Brian McFarlane cree necesario comentar al comienzo de la entrada correspondiente a Star Struck [Tocado por las estrellas] (1982) del Oxford Companion to Australian Film: «El musical es un género cinematográfico que Estados Unidos ha hecho propiamente suyo»10. Ciertamente esto es propio del cine estadounidense. En el contexto de una cultura cinematográfica mundial tan miope, es una gran sorpresa encontrarse con un comentario como éste de Paul Willemen al final de un ensayo escrito en 1980 sobre el porno: «¿Quizá hay material aquí para un estudio comparado de los musicales egipcios, indios y norteamericanos?»11. Más de dos décadas después, este hecho resulta aún más asombroso: no existe ningún libro de referencia que siquiera esboce una historia del musical satisfactoriamente internacional. De vez en cuando, un resurgimiento, una restauración o una recopilación documental (como los musicales yídish de Edgar Ulmer producidos en los años treinta; el guiño a los musicales comunistas en East Side Story [1997], que ha sido un éxito en los festivales donde se ha proyectado; o —para espectadores que no son indios— el extravagante collage de docuficción Cinema Cinema [1979]) nos obliga a prestar atención a una variedad aberrante del género musical. Pero incluso el hablar de alternativas a Hollywood no siempre resulta pertinente, ya que, a pesar de todo, se acaba por restablecer la predominancia del modelo norteamericano. 8 Miller, Marc, «Of Tunes and Toons: The Movie Musical in the 1990s», en Dixon, Wheeler Winston (ed.), Film Genre 2000, Nueva York, State University of New York, 2000, pp. 45-62. 9 Barrios, Richard, A Song in the Dark: The Birth of the Musical Film, Nueva York, Oxford University Press, 1995, p. 10. 10 McFarlane, Brian; Mayer, Geoff; Bertrand, Ina (eds.), The Oxford Companion to Australian Film, Melbourne, Oxford University Press, 1999, p. 468. 11 Willemen, Paul, Looks and Frictions: Essays in Cultural Studies and Film Theory, Londres, British Film Institute, 1994, p.123.

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Y, sin embargo, probablemente cada país con un cine propio tenga una historia, sea grande o pequeña, del musical local y, a menudo, muy popular. Nuestra comprensión de los musicales y, antes que eso, nuestro acceso más básico y material a los mismos, se encuentra obstaculizado por un simple hecho: de todos los géneros, los musicales son los que peor viajan al extranjero (ya que no responden bien ni al subtitulado ni al doblaje). Una excepción: las tiendas étnicas de vídeos y DVDs para las comunidades emigrantes en todo el mundo. Una verdadera historia del musical (si alguna puede escribirse o, más probablemente, recopilarse como parte de un proyecto colectivo, internacional12) tendría que reconocer, de una vez por todas, que el modelo tomado como paradigma dominante del género (aquellos musicales de Hollywood hechos en los años cuarenta y cincuenta, principalmente los relacionados con la MGM) está lejos de ser un punto de referencia absoluto y determinante. Hay musicales más allá de Hollywood (la tradición india, sobre todo, que es mayor en número y ha perdurado más) y anteriormente también. Tanto en Estados Unidos como en cualquier otro sitio, los musicales rodados por Ernst Lubitsch y King Vidor, en la década de los años treinta, resultan ahora tan ajenos a muchos estudiosos del género como las producciones musicales independientes de hoy en día, tales como Manhattan Merengue! (1995). También hay muchos casos extraños dentro del sistema de los estudios de Hollywood; aquellas películas con elementos de canción y baile como las comedias de Dean Martin/Jerry Lewis y las películas de rock’n’roll para el lucimiento de Elvis Presley, como Twist All Night [Baila toda la noche] (1961) con Louis Prima, o fantasías para niños como The 5.000 Fingers of Dr. T [Los 5.000 dedos del Dr. T] (1953). La especulación teórica (en diversos idiomas) sobre el musical (que se centra en las películas canónicas norteamericanas de los años cuarenta y cincuenta) se ha ido restringiendo a múltiples variaciones de un pequeño número de postulados derivados, a su vez, de un puñado de textos: The American Film Musical de Altman, el brillante ensayo de Richard Dryer «Entertainment and Utopia» y The

12 Un intento reciente en este sentido es Marshall, Bill y Stilwell, Robyn (eds.), Musicals: Hollywood and Beyond, Exeter, Intellect Books, 2000.

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Hollywood Musical de Jane Feuer13. De estos textos (cuya influyente contribución a los estudios de cine no deseo subestimar), procede una serie limitada de elementos que ahora constituyen un verdadero dogma del género musical: canción y baile como utópica liberación emocional; la relación sintáctica de los números cantados con las tramas que los contienen; el entretenimiento metalingüístico. El hecho de asumir este conjunto de elementos como doctrina lleva, inevitablemente, en muchos casos, a rechazar todo aquello que opera fuera de esas reglas tan particulares. Una de las pruebas más contundentes de que generalmente trabajamos con un modelo de musical extremadamente limitado aparece en el nivel más básico, sobre la premisa de la trama y la situación dramática o cómica. Esperamos, como si tal cosa, que los musicales traten de mundos de fantasía (Brigadoon [1954]), del mundo del espectáculo (Singin’ in the Rain [Cantando bajo la lluvia] [1952]) o sobre pequeñas ciudades, agradables y nostálgicas (Meet Me in St. Louis [Cita en San Luis] [1944]). En pocas palabras, que apenas tengan que ver con el realismo. Cuando un musical aborda elementos naturalistas (como en el estupendo y máximo ejemplo de West Side Story [1961]) o toma prestados elementos de un género de acción (como en las referencias al western de Seven Brides for Seven Brothers [Siete novias para siete hermanos] [1954]), éstos deben intensificarse y abstraerse lo suficiente para llegar a ser argumentos o escenarios apropiados para un musical. Así, imaginar formas absurdas como el musical de terror (The Little Shop of Horrors [La pequeña tienda de los horrores] [1986]), el musical de espionaje (Awesome Lotus [El loto alucinante] [1981]), el musical de ciencia-ficción (The American Astronaut [El astronauta norteamericano] [2001]) o el musical sobre el Holocausto (la célebre incongruencia del número de «Primavera para Hitler» en The Producers [Los productores] [1967]), lo convierten automáticamente en chistes teatrales. Pero este rasgo anula inmediatamente muchas de las manifestaciones propias del género: principalmente, los musicales cuasi-trágicos de Jacques Demy que tratan temas como el suicidio, conflictos laborales, asesinatos en serie e incesto, y todos esos musicales modestos, extravagantes, que tratan de la vida cotidiana y de los Dyer, Richard, «Entertainment and Utopia» en Altman, Rick (ed.), Genre: The Musical, pp. 175-189, publicado originalmente en Movie, n. 24, 1975; Feuer, Jane, The Hollywood Musical, Londres, British Film Institute, 1982. 13

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espacios de trabajo; ésta parecería una forma que define a los musicales de Hollywood de segunda fila, de peor calidad (películas como I Love Melvin [Quiero a Melvin] [1953] o Give a Girl a Break [Tres chicas con suerte] [1953]) así como también musicales británicos protagonizados por Arthur Askey (Band Wagon [El vagón de la banda] [1939]) o Cliff Richard (Summer Holiday [Vacaciones de verano] [1963]). El enfoque crítico habitual del musical tiende a ser implacablemente normativo: habiendo definido como modelo, de forma reducida, la forma norteamericana más perfecta, lujosa y lograda, juzga cualquier desviación de esa norma como mala, torpe, risible, un esfuerzo en vano. Esta pesimista falta de generosidad llega muy lejos, condenando musicales como Guys and Dolls [Ellos y ellas] (1955), Yentl (1983), Popeye (1980), The Wiz [El mago] (1978), Pennies from Heaven [Dinero caído del cielo] (1981), Absolute beginners [Principiantes] (1986) y Jeanne et le garçon formidable [Jeanne y el chico formidable] (1997). Por supuesto que se debe admitir y tener en cuenta la importancia del musical de Hollywood como referencia o piedra de toque para cineastas de todo el mundo, tal y como Youssef Chahine, por ejemplo, ha atestiguado afectuosamente y como demuestran sus películas, incluida Silence... on tourne [Silencio… se rueda] (2001). De todos modos, todo lo que se considera una desviación del modelo norteamericano comprende, en definitiva, a la mayoría de los musicales hechos en el mundo. En contra de la opinión de Pauline Kael de que las películas de Demy demuestran «cómo incluso un francés con talento que adora los musicales norteamericanos malinterpreta sus convenciones», Jonathan Rosenbaum prefiere considerarlas como «inspiradas apropiaciones» de los elementos de una determinada «época dorada» de Hollywood14; y, como ocurre en toda apropiación cultural, aquello que se toma resulta transformado, se personaliza, se combina, se orienta a las intensidades y sensibilidades específicamente «locales». Desde esta perspectiva, una forma de calibrar la multiplicidad de formas musicales regionales es abordar estas manifestaciones cinematográficas a través de sus raíces en el teatro. El cine nunca ha dejado de absorber una amplia variedad de formas musicales teatrales (ópera, opereta, sprechgesang, la épica de Brecht, el café-teatro, el 14 Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance» en Chicago Reader, 24 de noviembre de 1998. http://www.chireader.com/movies/archives/1998/1198/11248.html.

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eisteddfod15 escolar, etc.), cada una de las cuales tiene sus historias e inflexiones nacionales específicas. Tanto si hablamos de la ópera maoísta The Red Detachment of Women [El rojo desapego de las mujeres] (1970), como del irónico musical de salón Von Heute Auf Morgen [Desde hoy hasta mañana] (1997) de Arnold Schoenberg, tal y como lo rodaron Jean-Marie Straub y Danièle Huillet; del atrevido musical social de Fritz Lang y Kurt Weill You and me [Tú y yo] (1938) o del australiano Bootmen (2000), adaptación del fenómeno teatral de los Tap Dogs, estamos a muchos kilómetros de distancia del modelo de espectáculo musical definido por Broadway. En un gesto revelador, muchas recopilaciones críticas o teóricas del musical se basan en una exclusión dramática de ciertas formas cinematográficas próximas que no son consideradas musicales, como la película-concierto o la llamada «película MTV». Rick Altman, por ejemplo, declara: Si el musical pretende sobrevivir más allá de la segunda mitad del siglo xx, en vez de sucumbir a sus primos hermanos, MTV y la película-concierto (como en una monarquía, los primos hermanos siempre son los rivales más peligrosos), entonces tendrá que volver la mirada a su pasado; y a la tradición del musical norteamericano en su conjunto16.

A fin de cuentas, esto no resulta de gran ayuda. ¿Para qué querríamos o necesitaríamos una teoría del musical que excluye con desdén a Phantom of the Paradise [El fantasma del paraíso] (1974), Purple Rain [Lluvia púrpura] (1984), Flashdance (1983), Sign o’ the Times [El signo de los tiempos] (1987) o The Year of the Horse [El año del caballo] (1997)? El hecho es que apenas hemos comenzado a trazar el mapa del ámbito estético más amplio del cual el musical realmente es tan sólo una subcategoría dentro de la película-música, que yo defino como cualquier película que parece ser conducida por la música (instrumental o lírica), es decir, en la que el papel de la música como guía de la imagen ocupa un primer plano. Éste es un campo muy amplio que debe incluir desde películas en las cuales las canciones 15 16

Festival de música, teatro y poesía de origen galés (N. de la T.). Altman, Rick, The American Film Musical, op. cit, p. 363.

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revisten la acción de forma destacada (que es a lo que generalmente se refiere el término «película MTV»); hasta las películas de Martin Scorsese, Emir Kusturica, Federico Fellini, Terrence Malick, Miklos Jancsó, Michael Mann, Glauber Rocha, Werner Schroeter, Sergei Paradjanov o Jon Jost, en las que las partituras o collages musicales parecen dirigir, dictar o sugerir, de forma muy teatral, los ritmos de montaje o mise en scène; sin olvidar las películas-balada en las que las canciones de la banda sonora se convierten en la narración esencial, como en The Tracker [El rastreador] (2002); o películas animadas modernas de Disney o Dreamworks en las que en mitad de una estrofa las canciones pasan de ser cantadas por los personajes a convertirse en una narración lírica externa (como en The Road to El Dorado [La ruta hacia El Dorado] [1999]); o bien obras extraordinarias y únicas que crean un híbrido entre el documental musical y la ficción musical, como Latcho Drom [Buen viaje] (1993) y Buena Vista Social Club (1999); incluso películas experimentales como Alone. Life Wastes Andy Hardy [Solo. La vida echa a perder a Andy Hardy] (1998). Actualmente existe un numeroso grupo de musicales que es, sencillamente, demasiado llamativo como para pasarlo por alto. Son las películas que toman el modelo de Hollywood, en modos y grados diversos, como un tótem del que burlarse, al que desafiar o atacar: mutaciones musicales obvias como los musicales gays militantes (Zero Patience [Paciente cero] [1993], Highway of Heartache [La carretera de los corazones rotos] [1994] y The American Astronaut); también encontramos los anti-musicales posmodernos (Pennies from Heaven [1981]; All That Jazz [Empieza el espectáculo] [1979]), los pastiches traviesos (Tano Da Morire [Morir por Tano] [1998] y South Side Story [2000]), los experimentos vanguardistas (Haut Bas Fragile [Alto, bajo, frágil] [1995] o The Long Day Closes [El largo día acaba] [1992]), los desafíos al género despiadadamente excéntricos, enloquecidos (como Popeye), los musicales que son deliberadamente sencillos y poco profesionales (Awesome Lotus) o «feos» y desconcertantes (Dancer in the Dark [Bailando en la oscuridad] [2000])... ¿Por qué, para variar, no pueden ocupar estas películas el centro, en vez de la periferia, de nuestro pensamiento sobre el musical?

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3. Rompiendo a cantar Hoy en día, la referencia al musical (o más bien lo que Jean-Luc Godard definió una vez como «no un musical» sino «la idea de un musical»17) está omnipresente en la cultura popular. En televisión, comedias de situación como Ally McBeal introducen habitualmente cortes de canción y baile, y series (desde Taxi en los años setenta hasta Buffy, the Vampire Slayer [Buffy, la Cazavampiros]) han tenido capítulos especiales enteramente musicales. Bret Easton Ellis alardea del insólito final que escribió para la adaptación cinematográfica de su novela American Psycho (1999): una secuencia musical que muestra a unos yuppies en lo alto del edificio Empire State. Vincent Gallo anuncia que está a punto de rodar un «musical sobre Charles Manson». Incluso el cine comercial, en ocasiones, tiene sus estilismos musicales insólitos e ingeniosos: en los incesantes números simulados de las comedias pastiche (como Life Stinks [¡Qué asco de vida!] [1991]) o las sátiras adolescentes horteras de John Walters; en piezas «conceptuales» como Little Voice [Pequeña voz] (1998) o Duets [A dúo] (2001)); en la obra posmoderna, majestuosamente teatral, de Baz Luhrmann (desde Strictly Ballroom [El amor está en el aire] [1993] a Moulin Rouge [2001]); en las películas de los hermanos Coen cada vez más orientadas hacia la música (The Big Lebowski [El gran Lebowski] [1998] o O Brother, Where Art Thou? [O brother!] [2000]); y en las sofisticadas farsas de romanticismo y buenos modales construidas según los principios de Gershwin o Porter (Everyone Says I Love You [Todos dicen I love you] [1996], Love’s Labours Lost [Trabajos de amor perdidos] [2000]). El cine de arte y ensayo también tiene sus sueños musicales. Ang Lee está preparando un remake americanizado de la obra maestra de Alain Resnais, On Connaît la Chanson (1998). Magnolia (1999), que homenajea a películas anteriores como Welcome to L.A. [Bienvenido a Los Ángeles] (1977), Last Chants for a Slow Dance [Los últimos acordes de un baile lento] (1977) y Light Sleeper [Posibilidad de escape] (1992), está concebida en relación a un relato compuesto por canciones de Aimee Mann, hasta llegar a un momento central en el que cada personaje, en distintas situaciones, canta algunas frases. Gouttes d’eau sur pierres brûlantes [Gotas de agua sobre piedras calientes] (2000), 17

Milne, Tom (ed.), Godard on Godard, Londres, Secker and Warburg, 1972, p. 182.

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adaptación de una obra de Rainer Werner Fassbinder, contiene un impresionante interludio musical. Caro Diario (1994) primero introduce el chiste, repetido a lo largo de la película, del director Nanni Moretti (¿o se trata de un deseo más inocente, más serio?) sobre un musical que quiere hacer sobre un pastelero trotskista; Aprile [Abril] (1998) termina con un hermoso fragmento de ese sueñopelícula. Y, una década y media antes de este resurgimiento actual, John Cassavetes llegó a rodar no un musical de Crimen y castigo sino una fantasía extraordinaria de ballet y canción insertada en la cumbre emocional de Love Streams (1984). Podemos arriesgarnos a reivindicar el universalismo (como opuesto al imperialismo) de la forma del musical: tal como lo expresa Masson, el musical puede entenderse «como un arte soberano y la realización del genio cinematográfico»18: no el genio de ningún cineasta, sino el genio inherente al propio medio. El musical, igual que el ideal platónico, encarna todo aquello que es teatral, artificial y puramente expresivo en el cine como lenguaje estético, como gesto artístico. Cualquier cosa puede ocurrir; todo canta. Aquí, en el ámbito de los conceptos amplios pero esenciales, el musical se alinea con el melodrama y el expresionismo en la definición de una esencia del cine como medio. Godard, con toda seguridad, tenía en mente esta esencia cuando expresó (en una reseña de The Pajama Game [Juego de pijamas] [1957]) que el musical «es en cierta forma la idealización del cine»19. El musical depende del artificio, y también de la magia de un cierto misterio. El resorte fundamental de cualquier número musical en el cine es que la música no está fuera de la película (extradiegética) ya que la gente se mueve al son, y tampoco dentro de la misma (diegética), ya que físicamente no se la escucha en su plenitud. Rick Altman denomina a esto el mundo de la «música trascendente, supra-diegética»20 a la que, como señala Tom Gunning, «el propio mundo reacciona», en «un encantamiento gradual del mundo diegético [...] como si se hubiera contagiado del ritmo o la melodía, entregado a la pura expresividad»21. Masson, op. cit, p. 125. Milne, Tom (ed.), op. cit. , p. 87. 20 Altman, Rick, The American Film Musical, op. cit., p. 70. 21 Gunning, Tom, The Films of Fritz Lang: Allegories of Vision and Modernity, Londres, British Film Institute, 2000, p. 265. 18 19

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De nuevo aquí rozamos la noción de la película-música, más amplia y extensa que el musical per se. Siempre que los elementos estilísticos del cine (color, movimiento, ritmo, sonido, cuerpos) se unen en una intensidad sincrónica, nos sentimos al borde de un musical, casi un musical. Este súbito, a veces fugaz, florecimiento de imagen y sonido en una fusión mágica puede ocurrir en los lugares más insospechados: en el plano aéreo de unos coches de brillantes colores arrancando en un cruce en perfecta orquestación en Carlito’s Way (1993); cuando, en dos ocasiones, la banda sonora con el saxofón entrecortado de Barney Wilen armoniza con el canto casual de Brigitte Sy, en un plano secuencia de Les baisers de secours (1989); o el inolvidable momento en el que Jeremy Irons grita una y otra vez, en tono lastimero, el nombre de su hermano gemelo sobre los acordes de la partitura de Howard Shore, que suben y desaparecen en Dead Ringers [Inseparables] (1988). Quizá la mejor secuencia de este tipo, delirantemente estilizada, sea el despertar por la mañana de un ejército de robustas mujeres en The Ladies’ Man [El terror de las chicas] (1961). Entre la música de Walter Scharf, la coreografía de Bobby Van y la mise en scène de Jerry Lewis, resulta una deslumbrante declaración del poder y la elegancia del artificio y de su libertad expresiva. Existe un umbral supremo, un punto sin retorno, ante el cual el casi-musical se convierte en un musical de verdad; y también, ineludiblemente, entabla un diálogo con la historia del género. Es el momento en el que los personajes, como se dice tan a menudo, se ponen a cantar. Es este preciso momento (con su promesa, su potencial, sus connotaciones, su carga de historia) el que es, al mismo tiempo, el más atractivo y el más difícil para los cineastas contemporáneos. La atracción es la emoción del ideal: la posibilidad de llegar hasta el final mismo de las energías expresivas, intensivas, del cine. Sin embargo, lo que resulta difícil es negociar la contradicción entre esta emoción estética, sentida, y el impresionante peso inhibidor del gusto cultural que prefiere, y proscribe, códigos y protocolos más realistas o naturalistas. Es revelador que solamente en el campo de la animación infantil (en el que el artificio completo no supone un problema para nadie, en donde se rebaja el listón del gusto para los más pequeños) el musical pueda manifestarse sin cortapisas como un género popular. Más allá de la presión del gusto cultural, la historia también interviene implacablemente. Entre su entusiasmo por The Pajama

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Game en 1958 y el rodaje de su tercera película, Une femme est une femme, tres años después, algo cambió profundamente en la actitud de Godard respecto a la promesa de los musicales; por fin se afianzó el desencanto. En cualquier caso, el musical ha muerto. Adieu Philippine [1963] es un musical en cierto sentido, pero el género mismo ha muerto. Incluso para los norteamericanos sería inútil volver a hacer Singin’ in the Rain. Hay que hacer algo distinto: mi película también expresa esto. Es nostalgia del musical22.

Éste es un punto inflexivo histórico, ya que Godard no era el único que sentía este desencanto. Entre 1958 y 1961, la nouvelle vague francesa irrumpía con fuerza, y se extendió rápidamente la impresión de que había terminado toda la época clásica marcada por el sistema de los estudios de Hollywood, o al menos que éste estaba agonizando. Es en este momento, en todo el mundo (con el aparente nacimiento de un nuevo cine y la aparente muerte del antiguo), cuando surge una compleja nostalgia del musical. Le sucede como a la comedia romántica, el melodrama o el western: ya no se hacen de la misma forma que los hacían los antiguos maestros. La naturalidad e inocencia, la profesionalidad y la fluidez, han desaparecido; se ha perdido un secreto. De ahí la reacción horrorizada y melancólica de Terence (cuyas películas son todas musicales mutantes) ante la sugerencia de que hiciera un «verdadero» musical: «La piedra de toque es Singin’ in the Rain, que vi cuando tenía siete años. Nada es tan bueno. No importa cuánto se intente, jamás se logrará»23. 4. Dos tradiciones Una vez que, para muchos directores de cine desde principios de los años sesenta, el musical se convirtió en un sueño perdido, surgió el gesto posmoderno por excelencia: el de citar o apuntar hacia el musical en sus propias obras. Lo que siempre está en juego con este Milne, Tom (ed.), op. cit., p. 182. Boorman, John y Donohue, Walter (eds.), Projections, n. 6, Londres, Faber and Faber, 1996, p. 174. 22 23

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gesto es la marca de un intervalo entre, por un lado, el mundo de ficción en el que viven los personajes (invariablemente caracterizado como gris, plomizo y triste, o simplemente, insulso y prosaico) y, por otro, el mundo del musical, que está en un lugar completamente distinto, normalmente encerrado en un sueño gestionado por Hollywood. Rosenbaum localiza con exactitud la línea divisoria en la que tiene lugar este drama socio-cultural de nostalgia, anhelo, amargura y pérdida: esos momentos que Rick Altman denomina fundidos de audio y vídeo que sortean los cambios «hacia delante y hacia atrás entre el argumento (diálogo hablado) y los números de canción y baile, provocando, a menudo, transiciones incómodas justo antes o después de estos cambios, cuando no estamos seguros de dónde nos encontramos estilísticamente»24. Manejar o sortear esa incomodidad es el gran desafío estético y profesional del musical clásico de Hollywood y de todas aquellas películas, de otros países, que intentan emularlo en mayor o menor grado. Para las mutaciones musicales, esa incomodidad también es el tema principal, pero da lugar a diferentes soluciones y respuestas. Existen fundamentalmente dos formas de respuesta moderna, que dan lugar a dos tradiciones. La primera respuesta consiste en fortalecer la distancia o el salto entre el mundo real de la ficción y el mundo del musical, distinguiéndolos claramente. Solamente un corte directo, un salto desconcertante que puede estar lleno de ilusión, angustia o ironía, puede meternos o sacarnos de la canción. Esta tradición musical mutante florece de la mano de Dennis Potter, escritor de series de televisión tales como Pennies from Heaven (1978), The Singing Detective [El detective cantarín] (1986) y Lipstick on Your Collar [El carmín en el cuello de tu camisa] (1993), entre otras. La segunda respuesta formal es eliminar, en la medida de lo posible, la distinción entre el mundo real y el mundo del musical, o entre canción e historia. Esta tradición comienza con Demy, cuya larga y fructífera trayectoria como director de musicales (siete en total) merece ser conocida en todo el mundo más allá del hito inaugural que supuso Les parapluies de Cherbourg [Los paraguas de Cherburgo] (1964). 24

Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit.

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Vamos a analizar más de cerca la primera de estas tradiciones. Potter empleó con rigor, en su trabajo para televisión, la técnica del play-back: los personajes mueven los labios pretendiendo cantar canciones ya existentes, normalmente canciones populares de la época anterior. La brecha entre los sueños de Hollywood, Broadway o el music-hall y el deprimente realismo británico es abismal y, normalmente, apabullante. Siempre resulta ser una yuxtaposición irónica: gente cantando «We’re in the Money» [Tenemos dinero] cuando están arruinados; cantan sobre el amor cuando están hundidos en el fango de la frustración y el desengaño; cantan sobre la felicidad y los sueños mientras caminan hacia la horca. Potter y los directores con los que trabajó en televisión inventaron entradas nuevas, abruptas, para los números musicales: una luz coloreada cubre la escena y de pronto empieza la canción. Los escenarios siguen siendo deprimentemente sórdidos y mugrientos, antes, durante y después de las canciones: un dormitorio, una cafetería, un bar. El mundo que estas canciones evoca no sólo es irreal e inalcanzable, también es superficial y narcisista: un mundo donde los deseos se cumplen de forma desesperada. Casi todas las canciones en una obra de Potter son una fantasía, en su sentido más negativo. Una escena de la versión cinematográfica de Pennies from Heaven, construida en torno a la canción «It’s a Sin to Tell a Lie» resume el modelo de estilo de las interpolaciones musicales de Potter. En esta escena, el vendedor (Steve Martin) acaba de volver con su mujer ( Jessica Harper), a la que le ha sido infiel. La mise en scène de Herbert Ross funciona magistralmente con una noción casi brechtiana del encuadre visual: en cuanto la esposa se sumerge en su fantasía de venganza conyugal, los bordes mismos de la pantalla quedan marcados como el espacio puro, como de dibujos animados, de una fantasía irreal; la utopía sólo puede existir en esos estrechos márgenes artificiales, en esas burbujas narcisistas. El cerrado encuadre de Ross sigue el movimiento de Harper y prepara el terreno para el momento sorpresa en el que, de repente, ella saca un cuchillo de la zona que queda debajo de la pantalla; no hace falta decir que todo el retrato de alegre rencor se esfuma en un segundo, cuando la escena devuelve abruptamente a esta mujer a su postura original, pasiva en la cama. ¿Resulta simplista eliminar el glamour, la energía y el arte, de una escena típica de musical y después declarar, retóricamente, que

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está vacía y es falsa? Ésta es la trampa en la que caen muchas de las obras televisivas de Potter. La falta de ambigüedad (de humor, emoción, significado y asociación), que a veces encuentro en la obra de Potter, es restituida por una de las películas más claramente deudoras con su legado: The Hole (1998) de Tsai Ming-liang. Esta película recurre a un corpus concreto de viejas canciones pop de Grace Chang, una estrella de los musicales glamurosos del Hong Kong de los años cincuenta, conocida en todo el sudeste asiático. En unas secuencias de fantasía, estas canciones las cantan haciendo play-back los dos protagonistas, Yang Kuei-mei y Lee Kangsheng, habituales de Tsai. Si se eliminaran estas escenas, The Hole se parecería más a obras anteriores de Tsai como Vive l’amour (1994) y The River (1997): películas minimalistas, casi mudas y lúgubres, al estilo de Antonioni, sobre la represión emocional, la desconexión existencial y la crisis social. Pero The Hole, rodada como parte de un conjunto de películas sobre el año 2000, posee un elemento extra, futurista, transformador. Narra principalmente el apocalipsis del milenio, en el que un virus mortal, transportado por el agua de lluvia (el agua nunca deja de caer) barre Taiwán y reduce a las personas a un estado parecido al de un insecto, hasta que finalmente mueren. Más allá del contexto puramente argumental, contemplamos principalmente a dos personas distintas en dos apartamentos, uno encima del otro, y el agujero en el suelo que de alguna manera podría conectar a estos dos jóvenes profesionales que, presumiblemente, están viviendo sus últimos días. Tal y como preguntó Robin Wood: «¿Es éste el primer (y quizá último) musical sobre el fin del mundo?»25. ¿Son realmente fantasías las canciones? Tsai no nos proporciona nunca mucha información sólida. Pero dos cosas están claras. Primero, que Tsai ha hallado el punto de intersección perfecto entre la forma y el contenido de un musical, y su propio universo cinematográfico: ambos (igual que dice Rosenbaum de Haut bas fragile) intentan explorar «las alegrías y penas de estar solo y de estar con alguien»26. Segundo, que estas canciones y bailes, alegres en la superficie y puestos en escena con tanto entusiasmo e invención, contienen muchos ecos y reversos lúgubres de todo aquello que Wood, Robin, «Singin’ in the Rain: The Hole» en Cinema Scope, n. 2, 2000, p. 29. Publicado originalmente en CineAction, n. 48, 1998. 26 Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit. 25

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vemos en el mundo en el que transcurre la historia de la película. La ambigüedad de esta yuxtaposición de mundos, incomparables entre sí, es desgarradora para el espectador y la remata, en los créditos finales, un epílogo firmado por el director: «Se acerca el año 2000. Estamos agradecidos por tener todavía con nosotros las canciones de Grace Chang». En una escena, Yang Kuei-mei está metida en la bañera y estornuda, señal de que tiene el virus y también de que va a comenzar una ácida canción, una melodía maravillosa titulada «Achoo Cha Cha» (de Yao Ming, coreografiada por Joy Lo)27. En este número, Tsai reinvierte ingeniosamente los elementos del estilo de Potter. El lugar (en este caso, el bloque de apartamentos) permanece in situ durante todas las canciones, jamás cambiamos este mundo físico por otro. Aquí, sin embargo, al menos se disfraza y embellece el escenario sombrío, mundano. ¿Pero de qué se disfraza? Todos los objetos (materiales que cuelgan y ondean y rollos de tela) recuerdan a los motivos y al atrezo del mundo en el que transcurre la historia: los papeles con los que la mujer no deja de intentar limpiar su espacio, o el papel de las paredes que está cayéndose. El ensayo pionero que escribió Richard Dryer en 1975, «Entertainment and Utopia», proponía que los musicales evocaban la abundancia (abundancia física, material) cuando en la realidad sólo hay escasez. Tanto Potter como Tsai le dan a este aspecto de la forma musical un nuevo y malicioso giro. En Pennies from Heaven o Golden Eighties (1986) de Chantal Akerman, los problemas, preocupaciones y obsesiones respecto al dinero están en todas partes, tiñendo todas las huidas a la fantasía. El mundo es un lugar ceñido. Así que en las canciones de The Hole todo es abundante, desbordante, una fantasía de consumo: hay un exceso y derroche de materiales, además de coros de adoradores, hombres y mujeres intercambiables, tan distintos de ese otro mundo real en el que ni siquiera un hombre y una mujer pueden conectar. La puesta en escena, el encuadre y la edición que de «Achoo Cha Cha» hace Tsai son todo cosa suya: ni comprensiva (como en Donen) ni indiferente (como en los números musicales de Godard en Pierrot le fou [Pierrot, el loco] [1985]), la mise en scène está llena de vida y de alegría en la interpretación, pero también resulta insuficiente, 27

Esta canción se conoce a veces como «Sneezing (Da Penti)» [Estornudando].

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esquemática, casi geométrica en sus cambios de dirección (grabando hacia arriba de las escaleras, luego hacia abajo), movimientos de cámara aislados y súbitos cambios de escenario (como cuando el protagonista entra en un campo de gastadas serpentinas blancas). De nuevo, los bordes del encuadre forjan una unidad estática de magia frágil, efímera. ¿Cómo acaba Demy, y cualquiera que trabaje en la segunda tradición mutante del musical, con estas distinciones fatales, pesimistas, entre canción e historia? En Les parapluies de Cherbourg, se propuso rodar un musical completo, sin pausas, que dura toda la película, en el que jamás para la música y cada frase, cada escena, cada interacción, son cantadas. Otros orientan este extravagante deseo hacia el descubrimiento de caminos distintos. En Haut bas fragile, Jacques Rivette toma ese momento de transición suspendido justo antes de que comience o termine una canción, y lo convierte en el principio guía de su mise en scène, extendiéndolo a toda la película: ésta está repleta de andares, gestos y movimientos que son casi como un baile; y se necesita ver una hora de película antes de que aparezca la primera canción. En Nuit et Jour [Noche y día] (1991) de Akerman, Julie (Guilaine Londez) se pasa toda la película paseando por París y canta para sí sobre su vida cotidiana, esté o no su ensoñación sincronizada con las notas de la banda sonora en ese momento. La película juega al escondite, sólo ocasionalmente se da un momento mágico de sincronía o coincidencia entre este personaje, su mundo y el de la música supra-diegética. En On connaît la chanson, un trabajo que combina brillantemente los legados de Potter (al que está dedicado) y Demy, Resnais hace que los personajes, cuando no están cantando canciones en play-back, hablen a veces con letras de canciones. En Les demoiselles de Rochefort [Las señoritas de Rochefort] (1967) Demy recurre constantemente, entre los grandes números de canción y baile, a personas tarareando, cantando para sí, enredando entre instrumentos musicales; de modo que estas acciones invaden todos los aspectos de la vida cotidiana, igual que en The Tango Lesson [La lección de tango] (1997) el baile lo impregna todo (como por ejemplo en la hermosa secuencia en la que Pablo Verron baila en la cocina mientras prepara la comida). Siguiendo la técnica de Minnelli en Meet Me in St. Louis, en la que interpretaciones chapuceras de la canción del título, solapándose unas con otras, nos conducen

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al mundo del auténtico musical, la película de Demy comienza con distintos arrebatos cortos de música y baile (visitantes que llegan, clases de piano y de baile) en vez de entrar inmediatamente con un número a gran escala. En el plano técnico, ese gesto hacia el musical total a menudo da paso a bandas sonoras completa o parcialmente sincronizadas a posteriori: de esta forma, la palabra y la canción armonizan maravillosamente, sin ninguna transición incómoda entre ellas, al oído o para los actores. Esta post-sincronización total ocurre en Golden Eighties y la mayoría de películas de Demy. En Les demoiselles de Rochefort, todos caminan sin cesar: una extensión delirante de lo que Eric de Kuyper (crítico/teórico y guionista de Akerman) denominó una vez el principio del «paso a paso»28. Casi la mitad de la película de Demy transcurre en las calles, entre encuentros de los muchos y variados personajes. El principio de diseño espacial, arquitectónico, de la película, es el de los espacios abiertos: todo son patios, plazas, enormes ventanas y vistas. Todo el mundo está constantemente en tránsito, circulando, chocándose o a punto de chocarse con los otros peatones. Para Demy, el mundo (en este caso, la ciudad de Rochefort al completo) es realmente un escenario, un desarrollo radical del espíritu de Minnelli. Y este escenario no tiene límites, ni espaciales ni temporales. Los movimientos de cámara y encuadres panorámicos son asombrosos. Puede que éste sea el único musical que encaje en la teoría favorita de André Bazin del encuadre cinematográfico como una ventana móvil a una realidad abundante, ya que el baile está constantemente pasando de dentro a fuera de campo, atravesando esta ventana rectangular, como si estuviera ocurriendo en todas partes al mismo tiempo, podamos verlo o no. Finalmente, Demy entremezcla el simple caminar con el baile, con algunos participantes deslizándose casi imperceptiblemente desde lo más alejado del fondo hasta la acción en primer plano. Algunos caminan y otros bailan, pero todos están hechizados por igual, lo que recuerda a la idea de Rosenbaum sobre aquellos musicales (de Demy, Lubitsch/Mamoulian y Milestone) que se caracterizan por un «impulso metafísico que percibe la forma del musical como un estado de ánimo en permanente delirio en vez de 28 De Kuyper, Eric, «Step by Step: Reflexions on the “Dancing in the Dark” Sequence from Vincente Minnelli’s The Band Wagon», en Wide Angle, vol. 5, n. 3, 1983, pp. 44-49.

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una historia tradicional con estallidos musicales»29. Este estado permanente ofrece una gran capacidad de libertades estilísticas; una libertad imprevisible en lo que se refiere al concepto de punto de vista cinematográfico, de forma que, por ejemplo, en la primera aparición de Gene Kelly (una mutación musical mágica en y de sí misma), se alcanza un punto álgido de delirio cuando, inesperadamente, empieza a cantar directamente a cámara. De forma similar, Golden Eighties cambia, en broma, entre distintos puntos de vista, hasta el punto de que, durante un dueto, el personaje femenino flirtea con la cámara y su interlocutor se limita a mirar alrededor, confundido y perplejo. 5. La oscuridad Coincidiendo con el cambio de milenio, la controvertida Dancer in the Dark (2000) de Lars von Trier fue un bombazo dentro de la cultura cinematográfica mundial. Aquí tenemos un ejemplo de mutación musical tan audaz y descarada que, prácticamente de la noche a la mañana, reactivó el discurso crítico en todas partes, alterando suposiciones superficiales, cómodas, y obligando a la gente a plantearse la pregunta: «Al fin y al cabo, ¿qué es exactamente un musical?»30. Dancer in the Dark ha gozado del paradójico honor de haber sido considerada como una obra perteneciente a la tradición de Potter (para David Jays, Von Trier intenta «hacer resaltar las contradicciones, echar por tierra las relucientes obras de Busby Berkeley»31), mientras que su distribuidor en Australia la publicitó como un «homenaje parcial a los euro-musicales de Jacques Demy». En cierto sentido, ambas afirmaciones son ciertas. Por una parte, la película hace hincapié en la deprimente separación entre las fantasías escapistas del musical y la realidad triste, oscura, de lo cotidiano, a través del instrumento estilístico estándar de Potter: así se entiende el corte repentino antes de que se haya terminado la canción, trayéndonos de vuelta a las escenas de la vida cotidiana, descriptivas, Rosenbaum, Jonathan, «Not the Same Old Song and Dance», op. cit. Véase Arroyo, José, «How Do You Solve a Problem Like Von Trier?» en Sight and Sound, vol. 10, n. 9, 2000, pp. 14-16. 31 Jays, David, «Blues in the Night», Sight and Sound, vol. 10, n. 9, 2000, p. 19. 29 30

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en las que estas fantasías han surgido. Pero, por otra parte, a los números musicales en sí mismos les falta la intensidad y virtuosismo de la tradición de Potter. La verdadera fusión de las canciones y la trama dramática en Dancer in the Dark tiene lugar al nivel de una lógica formal de complementariedad, ingeniosa y cuidadosamente elaborada. Resulta fácil tomar las escenas no-musicales como las habituales formaciones libres no rigurosas tan apreciadas por Von Trier en su fase Dogma: cámara en mano, jump-cuts constantes, imágenes digitales turbias, improvisaciones libres, una mise en scène inacabada (descuidada incluso). Pero, de manera excepcional en su filmografía, este método existe tan sólo como contrapunto a otro método que lo desdice en casi todo. Al igual que The Hole, Dancer in the Dark contrapone una fantasía de abundancia a una realidad de mísera escasez, económica y material. Pero su salto más brillante es localizar esa abundancia en un plano formal y estilístico. Tal y como se publicitó repetidamente, cien cámaras digitales grabaron las secuencias musicales, pensadas como tomas únicas, y éstas fueron posteriormente montadas en una sucesión rápida. Esto no es mero capricho, exhibicionismo o perversidad, por parte de Von Trier. El método de filmación escogido tiene tres importantes recompensas. Primero, cuando las escenas dramáticas son inexorablemente discontinuas en su representación formal, las canciones son casi mágicamente continuas; la continuidad (el montaje en movimiento) rara vez ha tenido una emoción tan palpable. Segundo, mientras las escenas dramáticas se vuelven densas, agobiantes, debido a que hay una única cámara en mano yendo y viniendo monótonamente de uno a otro actor (como si los actores fueran insectos puestos bajo una lente para su inspección mórbida o sádica) las escenas musicales resultan aparentemente ilimitadas en su extensión espacial... Tercero, este estimulante efecto plástico queda garantizado por las cien cámaras, muchas de las cuales están colocadas en ángulos extraños, no-clásicos: en una auténtica orgía de abundancia formal, esta multiplicidad de puntos de vista garantiza que jamás se emplee dos veces el mismo ángulo. De todas estas maneras, Von Trier ha abordado literalmente y ha hecho explícita la estética sutil utilizada en los musicales de Hollywood como Singin’ in the Rain, en la que, como demuestra

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Masson, «el espacio es transparente, el área fílmica ilimitada […] inaugurando una visión del espacio abstracta, definida únicamente de acuerdo a su propio criterio, como si fuera independiente de cualquier ubicación»32. De forma más completa, estos instrumentos formales se coordinan para construir una imagen del mundo expresiva: Selma (Björk) nunca canta para nosotros, jamás se libera de la diégesis hasta ese punto, como hace Gene Kelly en Les demoiselles de Rochefort. Por el contrario, sus fantasías musicales constituyen débiles y desesperados intentos de reunir a su alrededor un grupo intersubjetivo de almas compasivas y en armonía; y las cien cámaras rodean, cercándola, la burbuja de este sueño. Éste constituye un enfoque radical de la mise en scène del musical. Un enfoque que se enfrenta a las protestas de aquellos que piensan que los números musicales en la película están interpretados perezosamente o con poco entusiasmo, como si hubieran sido realizados como una broma ácida, posmoderna, referencial, o como si simplemente reciclaran la estética MTV. Resulta evidente que hay mucho trabajo detrás de la concepción y planificación de estas escenas y en la rigurosa combinación de todos sus elementos (puesta en escena, producción sonora y coreografía), como para que dichas quejas tengan algún valor. Se puede decir que Von Trier experimenta con lo que podría denominarse un enfoque agresivo de la interpretación de las canciones de Selma (tal y como acertadamente se queja Paul Willemen: «Las posiciones de la cámara están siempre separadas de la lógica narrativa» y «se destruyen el espacio y tiempo cinematográficos»33). ¿Pero nos encontramos, así, tan alejados del tipo de fracturas escenográficas que Godard explora en Une femme est une femme y Pierrot le fou? Robert Altman llevó a cabo un experimento similar en Popeye, en el que los elementos típicos de su estilo (uso constante del plano general, murmullo de voces y sonidos, cortes encadenados, escenas que transcurren en distintos lugares, y lo que Leonard Maltin considera una «puesta en escena desordenada») se emplearon tanto en las «canciones presuntamente interpretadas de Harry Nilsson»34 como en las escenas normales, con las consiguientes confusiones, sorprendentes y emocionantes. Masson, Alain, «An Architectural Promenade», en Continuum, vol. 5, n. 2, 1992, pp. 164-165. Willemen, Paul, «Note on Dancer in the Dark», en Framework, n. 42, 2000. http://www. frameworkonline.com/42pw.htm. 34 Maltin, Leonard, Movie and Video Guide, Nueva York, Signet, 2000, p. 1091. 32 33

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Otra diferencia formal entre las escenas dramáticas y las musicales en Dancer in the Dark tiene lugar a nivel del diseño. Aquellas del campo sonoro se mueven en un rango de sonidos estrecho, restringido; éstas estallan en un Dolby con muchos bafles. Esto es un índice de la atención que Von Trier presta al sonido y a su lógica formal a lo largo de la película. Cada canción está compuesta e interpretada en torno a un tipo concreto de fundido sonoro: un sonido real (como el ruido de las máquinas de la fábrica, por ejemplo) que proporciona el ritmo para que comience la canción propiamente dicha. La música de Björk, sin embargo, va más allá de los límites del fundido del audio, ya que la repetición de determinados fragmentos compone gran parte de la textura de cada canción. Por su parte, Von Trier compone los bailes en su extensión espacial, para permitir así filtrar constantemente los sonidos no musicales que al mezclarse se convierten instantáneamente en musicales, como la rueda de bicicleta a la que da vueltas Gene (Vladica Kostic) y el sonido metálico del asta de la bandera al ser azotada por el viento en el número de la resurrección de Bill (David Morse) después de haber sido asesinado. La película avanza hasta el momento magistral en el que la orden un tanto cursi de Kathy (Catherine Deneuve), «¡Escucha a tu corazón!», asume su lógica formal al completo: en ese momento, en sonido directo, Selma canta al ritmo (amplificado para nosotros) de su propio corazón, todo el sonido que le queda una vez que toda indicación externa del fundido sonoro le haya sido cruelmente arrebatado (la cárcel, se nos dice, es un lugar de infernal silencio). Se traza así el curso de desintegración musical que conduce hasta este momento: la fase clave es la inquietante interpretación de «My Favourite Things» de The Sound of Music [Sonrisas y lágrimas] (1965) cantada por Selma (la primera de las dos canciones grabadas en sonido directo) en su celda, por encima de la repetición de unos sonidos determinados pertenecientes al canto coral que se escucha por las tuberías y a través de las rejas de su celda. Antes de esta desintegración, toda la música de Selma ha sido como una música interna en gran escala, proyectada a un mundo externo (ésta es la capacidad sensorial de su mundo ciego, semejante a la condición de Juliette Binoche en Les amants du Pont-Neuf [Los amantes del Pont-Neuf] [1991]). Ahora ha quedado reducida a pedazos de sonido, como los pasos que la llevan a la horca. Dancer in the Dark desmonta

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de arriba a abajo las canciones, pero también incluso a su protagonista. Su experiencia de una plenitud psico-acústica expresada, luego desmontada y finalmente suspendida en el momento de nocierre, anticipado (al principio casi con indiferencia) por la película en su sueño de una eterna «penúltima canción». Una de las razones por las cuales la película de Von Trier ostenta semejante fuerza cultural es el modo riguroso en que desnaturaliza el origen norteamericano del género del musical. En esta historia norteamericana, ninguna localización y pocos de los actores son auténticamente norteamericanos; en cambio, la película da la impresión (como lo expresó John Caughie en una ocasión) de estar «jugando a ser norteamericana» para nuestro divertimento atormentado y embelesado35. Y es un juego inflexible, ya que, en el plano dramático, la película evoluciona hacia una crítica sin rodeos del sistema norteamericano de la pena de muerte. Una atrevida ampliación del contenido genérico convencional que, de nuevo, está en deuda con el legado de Demy. Las definiciones y representaciones de la nacionalidad constituyen otro elemento principal, cautivador, de Dancer in the Dark. Resulta característica la existencia de un personaje que es una estrella del musical checo, muy querido en la memoria popular de su país; tan querido que, en la fantasía de Selma, él representa a su padre imaginario. En un giro final, vertiginoso de anti-verosimilitud, esta estrella checa es interpretada al final por Joel Grey de Cabaret (1972). La perversidad de Von Trier aquí se halla en estado de gracia. Lo que hace que este personaje, extrañamente extranjero, sea al mismo tiempo tan estrambótico y tan mágico, casi extraterrestre: solamente dentro de un mundo completa y desesperadamente imaginado podría prevalecer por encima de destinos sentimentales y sociales un musical que no sigue el estilo de Hollywood. Pero puede que éste sea, después de todo, un mundo real para muchos espectadores en tierras remotas y en reductos subterráneos de la cultura mundial. O una utopía musical en verdad digna de considerarse en el futuro.

Caughie, John, «Playing at Being American: Games and Tactics» en Mellencamp, Patricia (ed.), Logics of Television: Essays in Cultural Criticism, Bloomington, Indiana University Press, 1990, pp. 44-58. 35

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«Ellos y nosotros»

El cine político en Irán y la cuadratura de El círculo Jonathan Rosenbaum

Nota: El siguiente artículo fue escrito en 2000 para el Chicago Reader, para que coincidiera con el estreno de The Circle [El Círculo] de Jafar Panahi (aunque se publicó una versión distinta) y se ha dejado que permanezcan muchos de los rasgos que delatan su origen periodístico. El mes pasado me sorprendió un correo electrónico de un compañero (no de un chiflado desconocido) que me esperaba, desde primera hora de la mañana, en la bandeja de entrada de mi ordenador. Decía: «Me pareció que, como presunto defensor de la República Islámica de Irán, deberías leer esto». Antes incluso de que pudiera acceder al enlace adjunto (una noticia de Associated Press sobre una mujer que había sido lapidada hasta la muerte, por orden judicial, por haber aparecido en películas porno) le contesté que me sentía ofendido por la insinuación de que considerar a los iraníes seres humanos significara apoyar a un régimen totalitario. Rápidamente me envió una disculpa, pero añadió: «Es sólo que a veces parece como si consideraras su régimen “mejor” que el nuestro. A lo mejor te he malinterpretado». Se podría preguntar: ¿«mejor» para quién? ¿Y por qué poner comillas a esa palabra y no a «su» o «nuestro»? Pero me estoy adelantando. A decir verdad, este segundo correo me molestó aún más que el primero, y no sólo porque hablara de una malinterpretación. Si el primer correo podía explicarse racionalmente como una

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broma pesada (un poco como si me llamaran «amante de los negros» cuando era adolescente en Alabama, epíteto que a veces era seguido de un «¡es broma!»), los pronombres personales en el segundo me helaron la sangre, retrotrayéndome a la mentalidad de lo uno o lo otro, nosotros/ellos, que seguramente sea lo más primitivo y lo más peligroso de todo lo que hemos heredado de la Guerra Fría. Me asusta aún más cuando pienso adónde nos llevará el aislacionismo actual de este país, y lo que estos pronombres pueden acabar haciendo a los cuerpos vivos así como a las mentes que desean crecer. Supongo que esto debe sonar como una reacción exagerada. Pero tengo que admitir que aquellas palabras y lo que implicaban me persiguieron durante el resto de la semana. Resonaban en mis oídos como la orden de la tribu, diciéndome de forma implícita que mi compañero y yo (junto con Timothy McVeigh, Janet Reno, Jeffrey Dahmer y cualquier otro norteamericano que pueda considerarse un asesino en serie) compartíamos algo inapelable en cuanto a nuestras identidades que no podía ser reemplazado por nada que yo tuviera, o creyera tener, en común con nadie más en el mundo. Implicaban que incluso aunque yo no hubiese tenido elección al nacer hombre, norteamericano, blanco, judío o sureño, aun así, eran estos mismos atributos los que me permitían utilizar los pronombre «mi» y «nuestro» (a diferencia de los atributos más existenciales que sí elegí para mí, como el de seguir siendo norteamericano pero no sureño, seguir siendo judío pero no practicante, o, lo más importante, considerarme a mí mismo como una parte del mundo). Guste o no, nosotros —mi compañero, yo y los demás que he mencionado— somos miembros del mismo club, al que no tiene por qué pertenecer necesariamente otra gente. De todas formas, ¿qué quiso decir exactamente mi compañero con «su» régimen? ¿De verdad podía identificarse a la mujer que había sido lapidada hasta su muerte con ese régimen? De ser así, ¿cómo podría explicarse su aparición en películas porno, algo que no es para nada el tipo de cosa que «ellos» harían? Incluso los iraníes que conozco en Irán son personas a las que no se me ocurriría insultar identificándoles con la opresión que todos ellos deben soportar, del mismo modo que me sentiría ofendido si alguien insinuara que George W. Bush es «mi» líder personal. ¿Ese tío, al que ni yo ni la mayoría de mis conciudadanos hemos votado siquiera? Después de

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todo, son él y sus patrocinadores, no «nosotros», los que están rompiendo todos esos tratados internacionales y contaminando nuestro planeta a cambio de dinero. ¿O sería más apropiado, llegados a este punto, llamarlo «su» planeta? Una razón por la que de verdad me gusta seguir siendo norteamericano es que no hay tantas leyes aquí que me obliguen a atribuirme la culpa o el mérito de alguien como Bush. La única vez que he estado en Irán (el pasado febrero, para formar parte del jurado de un festival de cine) me trataron con gran cordialidad y hospitalidad personas que yo no consideré totalitarias, quizá porque Irán y el islamismo están lejos de ser la misma cosa. Pero con todo, mis anfitriones y yo estábamos sujetos a unas leyes totalitarias, en un país en el que, por ejemplo, es ilegal que un hombre y una mujer que no sean matrimonio se toquen en público, incluso para darse la mano. Esto no significa que no se toquen en la intimidad; de hecho, las fiestas a las que asistí en casas particulares eran bastante relajadas. Pero sí significa que no puedo contarte todo lo que vi y oí en Irán sin causar problemas a algunos amigos; y ni siquiera puedo decir esto sin dar la falsa impresión de que es una especie de chiste verde. Uno de los mayores problemas de las sociedades totalitarias es la limitación de la comunicación de todos en general, incluidos los pronombres personales, tribales y la paranoia de la Guerra Fría. Durante la única tarde que pasé en Berlín Oriental antes de que cayera el muro, lo más inquietante de los bares y cafés a los que fui era el silencio sepulcral que reinaba en ellos, las voces apenas se elevaban por encima del susurro. Éste no era el caso en los cafés y restaurantes iraníes (no hay bares en Irán). Pero en los lugares públicos a veces a uno le preocupa estar siendo observado, y el cineasta Belá Tarr, un compañero del jurado en Teherán, me dijo que la ciudad le recordaba a su infancia en Budapest. Parte de la singularidad de The Circle (2000) de Jafar Panahi (e indicadora de la valentía y la perspicacia del hombre que la hizo) es que es, casi con seguridad, la primera película iraní que retrata su miedo cotidiano y lo convierte en parte de la textura emocional. Es muy distinta y supone un salto espectacular respecto a The White Balloon [El globo blanco] (1995) y The Mirror [El espejo] (1997) (las dos películas anteriores de Panahi, siendo ambas películas relativamente desenfadadas). Pero The Circle también hace que quiera ver de nuevo esas películas, porque claramente tiene ciertos

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vínculos estilísticos y temáticos con ellas. Para empezar, estas tres películas presentan a mujeres yendo solas por las calles de Teherán y juegan con la noción del tiempo real. Pero es con The Circle, en cualquier caso, con la que Panahi demuestra completamente sus credenciales como un maestro, un hombre que claramente conoce al dedillo el oficio de cineasta. Panahi es, probablemente, de todos los discípulos de Kiarostami, el de mayor talento (trabajó como ayudante de director en Through the Olive Trees [A través de los olivos] (1994) y Kiarostami escribió para él la historia de The White Balloon). Se le puede reconocer el mérito de haber ido más allá que su mentor en, al menos, un aspecto fundamental: por haberle dado una fuerza política determinada al mismo tipo de elipsis narrativa y construcción formal deliberada por las que Kiarostami se ha hecho famoso. Mostrar cómo el radicalismo formal y político pueden funcionar juntos constituye, por sí mismo, un logro considerable, teniendo en cuenta que generalmente se considera que semejantes proyectos están enfrentados entre sí, sobre todo en este país. Veamos un ejemplo de lo que quiero decir. Algunos de los personajes femeninos principales en la película acaban de salir de la cárcel, pero no llegamos a averiguar nunca por qué fueron a prisión en primer lugar, y, en algunos de los casos, nuestra comprensión de si se han escapado, están en libertad condicional o simplemente han cumplido sus condenas, queda aplazada o incompleta. Vamos dándonos cuenta, gradualmente, de que esta información no importa, dada la historia que Panahi cuenta, y que nuestra falta de certeza sobre estos detalles añade, incluso, una ventaja especial de cara a la implicación del espectador con la narración. Es una ventaja que funciona como una inflexión ideológica una vez que nos damos cuenta de que ésta es una película que se niega a explicarnos racionalmente, con ayuda de excusas o coartadas, el modo en que estas mujeres son tratadas por la sociedad. No hay villanos o héroes en la película, en el sentido habitual del término, porque todos los protagonistas tienen una mezcla verosímil de virtudes y defectos. Pero desde el principio es obvio que lo que estas mujeres deben soportar es intolerable y en todo momento Panahi nos niega la posibilidad de creer, por cualquier motivo, que cualquiera de ellas está «recibiendo lo que se merece». Como ocurre con Kiarostami, los saltos narrativos constituyen una forma de respeto para con el espectador, pero

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en este caso el respeto no es sólo a la imaginación del público sino también a su ética, su sentido innato de la dignidad. Es una sensibilidad que acabamos compartiendo con Panahi y, por tanto, nos sentimos con derecho a llamarla «nuestra»; queriendo decir, en este caso, «suya y nuestra», no «nuestra» a diferencia de «la de ese iraní». El momento en el que The Circle realmente comienza para mí es cuando el personaje adolescente, llamado Nargess, intenta sin éxito una y otra vez subirse a un autobús que debe llevarla de vuelta a su ciudad natal, Raziliq. Sabemos que quiere irse desesperadamente, pero algo se lo impide. Panahi y Nargess Mamizadeh, la actriz no profesional maravillosamente expresiva y espontánea que interpreta el papel, crean una sinfonía virtual con todo aquello que sabemos y no sabemos de ella, que encaja perfectamente con todo aquello que ella sabe e ignora, así como con los horarios de salida de los distintos autobuses. Al igual que el banquete de bodas que aparece continuamente en distintos momentos de la película, su personaje es constante e impredecible, y su desorientación mientras vaga por la terminal de autobuses pronto se convierte en la nuestra. Luce un enorme moratón en su ojo derecho y nunca averiguamos su causa. Está convencida de que una reproducción de un paisaje de Van Gogh que ve en la calle representa su ciudad natal, aunque el pintor haya olvidado incluir ciertos detalles. Sospechamos también, pero sin poder confirmarlo, que su amiga Arezou (Maryiam Parvin Almani), mayor que ella y cuyo nombre significa «esperanza», se ha prostituido para conseguir el dinero para su billete de autobús, y tampoco se nos cuenta por qué al final Arezou decide no irse con ella tampoco. Lo que poco a poco descubrimos es que el hecho de que Nargess no logre subirse al autobús puede deberse a una reacción fóbica y, suponiendo que en algún momento podamos interpretar su causa, no será hasta casi al final de la película (cuando vemos a otra mujer subiéndose a un vagón policial) que logremos comprender su origen. De hecho, forma parte de la arriesgada estrategia global de esta película, poéticamente interactiva, tomar la historia continuada de una mujer por la historia de otra. Un procedimiento muy artificial que la película consigue milagrosamente llevar a cabo haciendo que todos los fragmentos que vislumbramos sean tanto extremadamente verosímiles como congruentes unos con otros. Este método puede ser una especie de unión forzosa entre el formalismo y el realis-

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mo, poesía y propaganda agitadora, pero Panahi la lleva a cabo con tanta gracia que a veces parece una unión perfecta. Ésta es la primera película de cine negro iraní que he visto1. Y uso aquí el término «cine negro» para referirme a un estilo que no es «nuestro» sino del mundo. Después de todo, el nombre original «noir» es francés y hay que añadir que Francia ha influido en Irán tanto como lo ha hecho en nosotros. (La forma más habitual de decir «gracias» en Teherán, tal como se oye en The Circle, es «merci»). Miedo y cine negro habitualmente van de la mano. Y la más aterradora de las películas de cine negro serie B de Val Lewton, The Leopard Man [El hombre leopardo] (1943), tiene una estructura narrativa un tanto parecida, un relevo de la narración que va pasando de un personaje a otro (también la tienen Le fantôme de la liberté [El fantasma de la libertad] [1974] de Luis Buñuel y Slacker [Gandul] [1991] de Richard Linklater, entre otros ejemplos de cine de arte y ensayo). Me vienen a la cabeza otros ejemplos del cine comercial. En muchos más aspectos de los que puedo dar cuenta, The Circle es también como una ácida comedia de protesta obrera de la Warner de los años treinta, con presidiarios rudos; una prostituta testaruda, contenta consigo misma, que podría haber sido interpretada por Joan Blondell; unos extras irascibles y un ritmo narrativo (el modo en que los personajes entran y salen de la narración) que evoca el de los peatones de las concurridas aceras de la ciudad. (Pregunta entre paréntesis: ¿las películas que se hicieron antes de que nosotros naciéramos son «nuestras» o «suyas»? Respuesta: creo que pueden ser nuestras si decidimos adoptarlas). La película comienza y termina con dos planos secuencia magistrales, dos panorámicas de 360 grados que definen los límites poéticos y metafóricos del universo de Panahi y que están tan sobrecargados que amenazan con reventar la estructura de la película. En el primero, un bebé está naciendo, fuera de campo, en un hospital, su madre aúlla de dolor, y cuando la enfermera anuncia a través del cristal de la puerta que es una niña, la abuela, hablando desde el otro lado, se muestra claramente disgustada («¡Pero la ecografía decía que sería un niño!»), y, mientras se dirige al piso inferior Coletilla: de 2002 añadiría otro título, la notable y hermosa película de Ebrahim Golestan, Brick and Mirror [Ladrillo y espejo] (1965), aunque puede considerarse como perteneciente tanto al neorrealismo como a la Nueva Ola. 1

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y habla con otra hija, le preocupa el previsible enfado de la familia política. Esta segunda hija se va del hospital y pasa junto a tres mujeres que están muy cerca de una cabina de teléfono: todas antiguas reclusas que rápidamente se adueñan de la narración. En la última toma, una prostituta entra en una celda de la cárcel en la que, mediante un largo barrido circular, se descubre que están también casi todos los personajes principales de la película, salvo la abuela. Cuando suena un teléfono en la cercanía, y un guardián aparece por la ventanilla que da a la celda preguntando por una mujer que no se encuentra allí, pero que al parecer está en la celda contigua, el nombre es el de la madre a la que oímos dando a luz en el plano inicial de la película. Dicho simplemente, la película de Panahi trata de mujeres iraníes que no son libres: libres para subirse a un autobús o alojarse en un hotel sin un carnet de identidad, libres para caminar solas por las calles o entrar a algunos lugares sin el chador o para hacer autostop o fumar en público o para abortar o ser madres solteras o que la policía las deje marchar sin problemas (a diferencia de algunos de los hombres que vemos). Y a pesar de la artificialidad de los encuadres y todos los recorridos circulares trazados entre medias (y los vistazos a través de las mirillas de las puertas), por no mencionar el catálogo completo de excesos narrativos, las apariencias superficiales de esta película son tan reales e inmediatas como las de The White Balloon y The Mirror. Es más, el hecho de que sea tan directa y eficaz enfurece a algunos, iraníes y no iraníes por igual, porque es axiomático que las provocaciones políticas tienden a ponernos en un aprieto y a hacer que nos enfademos o nos pongamos a la defensiva, a veces las dos cosas a la vez. El propio Panahi afirma que The Circle no es en absoluto una película política y que esta historia podría estar ambientada en cualquier lugar. Me insistió en ello cuando lo conocí en el Festival de Cine de Toronto el pasado mes de septiembre y es lo que ha dicho en muchas otras ocasiones. Para mí, calificar de apolítica a The Circle equivale a decir que el cerdo es una verdura, pero, teniendo en cuenta todo a lo que Panahi se ha tenido que enfrentar para rodarla, resulta difícil culparle por decir algo así, como también es muy poco probable que él mismo se lo crea. Puede que sea tan sólo una cuestión de semántica: si el humanismo puede calificarse o no como un tipo de ideología. «Un cineasta

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político se compromete con una ideología determinada, intenta difundirla a través de su obra y ataca a las ideologías opuestas», dice Panahi. Y también: En The Circle, no ataco ni apoyo a nadie. No digo quién es el bueno y quién el malo. Intento mirarlos a todos desde un punto de vista humanista y poner un espejo que refleje la realidad social. Es decisión del público interpretar esa realidad en términos políticos si así lo desean. Yo he hecho un cine de arte y ensayo con un mensaje de protesta, no una película política subversiva2.

Panahi luchó durante años para lograr que el gobierno iraní le aprobara el guión y parece probable que jamás lo hubiera logrado de no haber sido por el prestigio de sus dos películas anteriores. La película aún no tiene el permiso de exhibición en Irán y se dice que tan sólo ha sido proyectada allí una vez, en una proyección clandestina pensada para veinticinco estudiantes, aunque según Panahi «se presentaron cuatrocientos y su respuesta fue muy positiva». Rechazó la propuesta de proyectarla el año pasado en el Festival de Cine Fajr en Teherán, sin los dieciocho minutos finales, pero acabó por poner un vídeo de la versión sin censurar en su casa para invitados extranjeros. Esto ha provocado que algunos iraníes, incluidos algunos de ideas muy liberales, le acusen, airadamente, de hacer sus películas a la medida occidental y de reforzar los estereotipos de Occidente respecto a los iraníes. Éste es, en parte, el núcleo central del ataque de dos profesoras de Estudios de la Mujer en el número del pasado marzo de The Montreal Gazette, Roksana Bahramitash y Homa Hoodfar, quienes definen «tres clases distintas de problemas a los que nos enfrentamos los que intentamos familiarizar a la gente con la realidad de la situación de las mujeres en el mundo musulmán»: Primero, se ignora por completo la multiplicidad de actos de resistencia y de subversión de las mujeres contra las prácticas de opresión. Segundo, se presenta la historia de las mujeres iraníes como una derrota continua. Como resultado, parecen estar en desesperada necesidad de un caballero blanco que venga cabalgando desde Occi2

The Gazette, Montreal, 15 de marzo de 2001.

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dente, tal y como hicieron los cruzados, para rescatarlas. Tercero, se compromete la situación de las mujeres musulmanas y se envenena el ambiente entre la familia, amigos y la comunidad. Cuando una de mis hijas adolescentes vio la película, susurró: «Jamás volveré a Irán», debido a que se avergonzaba de ser iraní.

Esto parece otra variedad del discurso de «ellos» y «nosotros» al que me he referido anteriormente, una parte del cual puede parecer inevitable, aunque debo decir que me sigue dando escalofríos. Pero si la gente va a lanzar acusaciones como ésta contra Panahi, podrían también ser más concretos y decir que The Circle está hecha a la medida de los occidentales que toleran el tabaco y el aborto. ¿Pero cómo de en serio nos tomaríamos a alguien que acusara, digamos, a William Faulkner de escribir Luz de agosto para intelectuales yanquis y franceses? Supongo que debe valer también para los iraníes, porque me han dicho que es más fácil encontrar muchas de las novelas de Faulkner en persa (incluida ésta) de lo que resulta encontrar cualquier novela iraní en inglés. Ya que es mi novela favorita en cualquier idioma, tengo el sueño de que a algunos iraníes, a otros tantos norteamericanos y a mí nos guste por las mismas razones, a pesar de todas las demás diferencias entre nosotros. Y ése es un «nuestro» que, a diferencia del que proponen Bahramitash y Hoodfar, respaldo y respeto plenamente. Espero que me perdonen si digo que las respuestas problemáticas a The Circle que citan son, precisamente, lo que las obras de arte complejas tienden a provocar. Detestaría ver el linchamiento al que los críticos someterían a El Rey Lear, a la que podrían acusar de ser injusta con los hijos agradecidos y los patriarcas humildes, entre otros personajes a los que Shakespeare pasó por alto. Pero me parece impensable que el mismo Panahi diga jamás que se siente avergonzado de ser iraní, tenga las peleas que tenga con la República Islámica, y muy improbable que ningún caballero blanco (una versión estereotipada de la imagen ética de mí mismo que me resulta aborrecible, se pueda aplicar o no a otros hombres blancos occidentales) pudiera ofrecer la brillante luz que proporcionan el prudente distanciamiento y la rabia de Panahi. Además, sugerir que todas las mujeres que él muestra están «derrotadas» es una forma reduccionista de sintetizar una historia en la que la solidaridad entre mujeres, mostrada en distintos grados a lo largo de la misma,

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seguramente importa algo, junto a indicios muy claros de orgullo y desafío. (Una de las primeras cosas que vemos en la película es una mujer reprendiendo duramente a un transeúnte por preguntarle a ella y a su amiga: «¿Vosotras dos estáis solas?», lo que no es exactamente el comportamiento de una víctima pasiva). Y me temo que estas dos académicas se delatan al añadir: «Es interesante que la película la haya hecho un hombre, evidentemente en busca del triunfo en Hollywood». No voy a esperar sentado a que DreamWorks le ofrezca un contrato exclusivo a Panahi, pero dado que no habla ni una palabra en otro idioma que no sea el farsi, no alcanzo a imaginar qué querría hacer con semejante contrato si se lo ofrecieran. «Hay muchas otras películas iraníes, técnica y estéticamente de mayor calidad, que dan una imagen mucho más fiel de la realidad y que no han tenido ningún reconocimiento en Occidente». Ya que rehúsan proporcionar ni un solo título, haciendo así que su argumento sea imposible de rebatir, pecaré de presuntuoso y citaré una yo mismo, que da la casualidad de que se va a proyectar gratuitamente en el campus noroeste este miércoles (Divorce Iranian Style [Divorcio al estilo iraní]) destinada a ocupar el cuarto lugar en mi lista de las diez mejores películas de 2000. Yo no la calificaría como «técnica y estéticamente de mayor calidad», ni diría que queda aún más descalificada al haber recibido, al menos, un mínimo reconocimiento en Occidente. Pero por el mero hecho de que se trate de un documental magistral hecho por dos mujeres, una de ellas iraní, no veo razón para ponerlo al mismo nivel que la magistral obra de ficción de Panahi, como si fueran comparables. Baste con decir que presta una atención exquisita a la «multiplicidad de actos de resistencia y subversión de mujeres contra los actos de opresión», presenta la historia de las mujeres iraníes como un triunfo habitual (si no constante) contra obstáculos imposibles y complementa fantásticamente a The Circle sin desafiar o negar en manera alguna lo que ésta tiene que decir. Está claro que Panahi no ofrece el retrato completo de las mujeres en la sociedad iraní. ¿Quién podría… y quién querría? Luz de agosto no da cuenta de la variedad completa dentro de la sociedad de Misisipi y su propia protesta airada contra el racismo (que debe proporcionar un cierto consuelo injustificado a los yanquis charlatanes) debe también ser valorada en relación a las emociones que despierta en el resto de nosotros. Los sureños que consideran derro-

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tistas esos sentimientos, provocando así una humillante vergüenza para sus hijos, resultan tan provincianos como el resto; incluido yo mismo, que la encuentro dignificante y trágica, hermosa y comprensiva, comedida e irreconciliable. Como muchas obras de arte, puede y debe afectar de forma distinta a muchas personas. Como ya no estamos en la Guerra Fría, espero que todavía se pueda criticar al gobierno de este país sin ser considerado un terrorista en potencia. Esto debe sonar hiperbólico, pero sólo porque tengo la suerte de no ser iraní. Según nuestra Secretaría de Asuntos Exteriores, el simple hecho de ser iraní te convierte automáticamente en un potencial terrorista fundamentalista, independientemente de que uno sea o no crítico con este país; e incluso de que uno sea o no fundamentalista. En este aspecto, al menos, se debe admitir que tal vez «su» régimen sea mejor que el «nuestro», porque, aunque los iraníes sepan de norteamericanos como McVeigh y Dahmer, por no hablar de innumerables adolescentes con pistolas dispuestos a dispararlas por cualquier motivo, «sus» funcionarios son lo suficientemente confiados y respetuosos (es decir, civilizados) como para no tomar las huellas dactilares y hacer una ficha con fotografía a todos los visitantes norteamericanos que llegan a Irán. Pues eso es lo que los funcionarios de aduanas estadounidenses hacen a todos los iraníes que cruzan nuestras fronteras. Cuando una película de Majid Majidi fue nominada al Óscar, le tomaron sus huellas dactilares y le hicieron una fotografía al venir a la ceremonia de los Óscars a la que había sido invitado. (A lo mejor temían que disparase a Billy Crystal si no ganaba). Ese mismo año, Darius Mehrjui, uno de los pioneros de la Nueva Ola iraní, sufrió la misma humillación junto a su esposa, educada en Harvard, y su hijo de dos años, cuando se dirigía a una retrospectiva de su propia obra en el Lincoln Center al que había sido invitado conjuntamente por el Festival de Cine de la ONG Human Rights Watch y Naciones Unidas. Todavía en estado de shock, él y su mujer decidieron volar de vuelta a Irán. Pero les dijeron que no podrían hacerlo a menos que primero les tomaran las huellas dactilares y las fotografías para ficharlos. ¿Por qué? Porque, les explicaron, ya estaban en territorio norteamericano y sujetos a las leyes norteamericanas. ¿Por qué nuestros funcionarios de aduanas (o, para ser más precisos, los charlatanes que dictan sus normas) insisten en ser tan desagradables? No me puedo creer que siempre haya sido así o que no

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sea un embrutecimiento de la conducta provocada por el creciente aislacionismo de la cultura norteamericana, en gran parte impuesto por el mercado. Últimamente, tal y como escribió Gore Vidal en Vanity Fair en 19983: He estado repasando unas estadísticas sobre terrorismo (normalmente respuestas directas a crímenes que nuestro gobierno ha cometido contra extranjeros, aunque, recientemente, están aumentando los crímenes federales contra nuestra propia gente). En doce años, únicamente dos aviones comerciales norteamericanos han sido destruidos por terroristas en pleno vuelo, ninguno de los cuales había partido de Estados Unidos. Sin embargo, para evitar que se repitan estos dos crímenes, cientos de millones de viajeros deben someterse a registros, detenciones, retrasos.

Y parece que se trata a los iraníes y cubanos con especial rudeza. La crisis de los rehenes iraníes que tuvo lugar durante la administración Carter es, probablemente, la razón principal de esta actitud. Una crisis que, siguiendo el razonamiento de Vidal, en parte fue una respuesta de los fundamentalistas al golpe de estado orquestado por la CIA que derrocó al primer ministro Mohammed Mossadegh en 1953. En cualquier caso, Panahi se cansó de que le trataran como a un criminal cada vez que venía aquí (y ha venido aquí muchas veces con sus películas). Finalmente decidió dejar de venir si tenía que pasar por lo mismo de nuevo. Esto dio lugar a algunas excepciones de esta regla cuando asistió al Festival de Cine de Nueva York con The Circle el pasado otoño y a la National Gallery un poco después, pero no ha vuelto a venir desde que George W. Bush subió al poder, ni siquiera para hacer escala. No es broma. Recientemente, cuando Panahi volaba desde Hong Kong a Sudamérica para asistir a un par de festivales de cine, y tuvo que hacer escala en el JFK, United Airlines le aseguró que no tendría que sufrir la afrenta que «nosotros» impartimos de forma imparcial a todos los iraníes, independientemente de su raza, credo o color. Pero United Airlines se equivocaba y cuando Panahi se negó a cooperar, le mantuvieron esposado a 3 Vidal, Gore, «Shredding the Bill of Rights» en Vanity Fair, noviembre de 1998; reimpreso en The Last Empire: Essays 1992-2000, Nueva York, Doubleday, 2001, pp. 399-400.

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un banco, durante más de doce horas, en una habitación llena de inmigrantes ilegales, sin permiso para usar el teléfono, y luego le mandaron de nuevo a Hong Kong con las manos y pies encadenados, incluso después de haber enseñado las pruebas de quién era y adónde se dirigía. Al fin y al cabo, el hecho de que The Circle ganara el León de Oro en Venecia el año pasado no significa que no se las hubiera apañado para pasar a escondidas una granada de mano por el detector de metales en Hong Kong. Se podría decir que Panahi, un hombre con un evidente complejo de mártir, tendría que haber soportado las molestias menores y no haber sido tan intransigente. Aunque, de haberlo hecho, no es probable que los demás nos hubiéramos enterado jamás de estas historias (de las que ha informado recientemente Jamsheed Akrami, profesor en Estados Unidos y cineasta). Imagino que Bahramitash y Hoodfar no aprobarían lo sucedido, pero sí que resulta irónico que el hombre que supuestamente satisface los prejuicios norteamericanos sobre los iraníes, y «evidentemente en busca del triunfo en Hollywood», de pronto sea tratado como un perro cuando pasa por uno de nuestros aeropuertos. Sin embargo, también parece algo terriblemente coherente, porque aquellos que condenan a Panahi por armar jaleo, ya sea con The Circle o en la aduana norteamericana, están diciendo esencialmente lo mismo: «Deja ya de causar problemas». O: «¿Quién te crees que eres, un norteamericano?». Así que, ¿qué deberíamos hacer? ¿Deberíamos aplaudir a Panahi por denunciar la injusticia allá donde la encuentra? ¿O deberíamos tacharlo de gilipollas por protestar cuando la encuentra aquí? ¿Y cómo deberíamos sentirnos cuando nos obliga a darnos cuenta de una práctica de la que muchos de nosotros sabemos menos que sobre los chadores que las iraníes tienen que llevar? Puede que este hombre sea un terrorista, después de todo: un terrorista emocional cuyo afán es alterarnos, y al que, como consecuencia, la mayoría de nosotros está decidido a ignorar. Soy consciente de que los referentes de ese «nos» y ese «nosotros» en el parágrafo anterior no dejan de cambiar, refiriéndose a alguien distinto cada vez. Pero yo diría que eso es lo que a menudo ocurre cuando empleamos esas palabras, especialmente cuando tienen referentes nacionales, raciales y étnicos, y solamente cuando aparecen agitadores como Panahi empezamos a darnos cuenta de algunos de los problemas y engaños que entrañan. Si simplemente

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somos unos occidentales contemplando a los iraníes en The Circle («nosotros» mirándoles a «ellos») no podemos prestar mucha atención a lo que de verdad trata la película, que tiene que ver también con un iraní contemplando a los iraníes, entre otras cosas. Uno de los festivales a los que se dirigía Panahi, al que nunca llegó, era uno al que yo asistí en Buenos Aires, y cuando su propio relato de los hechos apareció en inglés en internet pasé un rato en el ciber-café del festival con Mark Peranson, el director de la revista canadiense CinemaScope, buscando lo que los periódicos norteamericanos habían tenido a bien informar del incidente, si es que alguno lo había hecho. En aquel momento, ninguno había informado al respecto, aunque LA Times y Village Voice contaron la noticia un poco después. Como cabía esperar, The New York Times decidió, más o menos a esa hora, que los apuntes jocosos de Harvey Weinstein, de Miramax, sobre Exodus [Éxodo] (1960) de Otto Preminger, era lo que sus lectores interesados en el cine realmente necesitaban saber. Volviendo a los pronombres personales, merece la pena preguntarse, por último, a quién pertenece The Circle. Aunque puede que en parte fuera autorizada (y con dificultad) por la República Islámica de Irán, evidentemente no se puede afirmar que la película sea suya, sobre todo si «ellos» no permiten su exhibición. Y tampoco se puede decir que sea una película del «pueblo iraní», sobre todo si muchos de ellos la rechazan tan enérgicamente. ¿Es una película de los occidentales para los que algunos iraníes (y occidentales) afirman que fue hecha, la mayoría de los cuales no la ha visto? ¿O es una película de los iraníes que no pueden verla, a algunos de los cuales, en el caso de que pudieran, no les gustaría? El problema, sin embargo, no es tan grave como estoy presentándolo. De hecho, en todo el mundo hay mucha gente a la que le gusta mucho The Circle, y su número se hace aún más evidente una vez que dejamos esta anticuada jerga nacionalista llena de consignas tribales ridículas y reconocemos que algunos están en Occidente, algunos en Oriente, algunos en Oriente Próximo (incluido Irán) e incluso algunos están en el Medio Oeste. También conozco a algunos iraníes en Estados Unidos a los que les gusta. Puede incluso que más o menos formemos una comunidad, aunque puede que algunos de nosotros no lo sepamos todavía. Me atrevo a decir que existe un número significativo de nosotros en el mundo que

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se alegraría de llamar a este objeto encantador y misterioso nuestra película, al menos si otros nos dejaran. De hecho, aunque no hablo ni una palabra de farsi, no puedo pensar en ninguna otra película que haya visto en el último año, en ningún sitio, que me haya llegado de una forma tan directa o poderosa. Ciertamente, no he visto ningún plano de una belleza tan espectacular o tan dramáticamente satisfactorio como el plano secuencia de la prostituta (Mojhan Faramazi) sentada sola en el furgón policial después de que otro detenido, hombre, haya ofrecido tabaco, con éxito, a los dos policías sentados en la parte delantera, uno de los cuales le había ordenado a ella, previamente, que apagara el cigarro que iba a encenderse. (Aparentemente es fácil fumar en casi todas partes en Irán si eres un hombre). Echando una mirada furtiva a su alrededor, y cayendo en la cuenta de que por fin puede encenderse el cigarro en paz, porque ya nadie va a meterse con ella o le va hacer caso siquiera, mira a la oscuridad a través de la ventana y da una calada mientras la noche pasa ante ella. Quizá sea un factor importante que Panahi, yo y muchos otros tengamos una película en común, y ciertos sentimientos sobre la misma, incluso aunque no compartamos un país, un gobierno, un idioma, un conjunto de leyes, un concepto de la política, o incluso el mismo tratamiento a manos de los funcionarios de aduanas norteamericanos. En este momento concreto de la historia, en el que se supone que este país, según algunos de «nuestros» líderes, es el único que de verdad existe o importa, yo diría que es un comienzo positivo, incluso si todavía no alcanzamos a ver la continuación o el final.

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El futuro del estudio académico del cine Adrian Martin y James Naremore

Creo que el problema es que hay demasiada información, un exceso de conocimiento. Ya no se duda lo suficiente sobre los procesos creativos, dudas sobre qué busca el pintor o el director de cine. Es terrible que se den con tanta facilidad cierto lenguaje y cierta capacidad para emitir juicios. Debería resultar difícil escribir sobre estas películas. Sea cual sea la película, constantemente nos dicen plano a plano, escena a escena, qué es bueno o malo. Es una locura, una completa locura. Me gustaría que se aplicara ese método crítico a Cézanne o a Mozart, diciendo a cada paso qué es lo que funciona o lo que no. Ni siquiera estoy hablando de Hitchcock o Hawks. En resumen, la resistencia a la crítica planteada por el material artístico ha desaparecido; se ha convertido en un pastel que los críticos rápidamente se han repartido. Manny Farber1 1

Gorin, Jean-Pierre et al., «Manny Farber: Cinema’s Painter-Critic», en Framework, n. 40, 1999, p. 49.

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PREGUNTA: ¿Qué papel tiene la evaluación en tu trabajo crítico? MANNY FARBER: Prácticamente nulo. Lo último que quiero saber es si te gustó o no: los problemas de la escritura son posteriores. Creo que no tiene ninguna importancia, es uno de esos apéndices de la crítica ya abandonados. La crítica no tiene nada que ver con las jerarquías. Manny Farber 2

15 de agosto de 2001

Querido Adrian:

Tengo sentimientos encontrados respecto a estas citas de Farber, como quizá también te ocurra a ti, aunque en cualquier caso creo que se dirigen al meollo de toda la escritura sobre cine. Mi primera reacción a sus afirmaciones es que parecen poco sinceras, ya que todo lo que he leído de Farber a mí me parece valorativo. De hecho, son precisamente sus peculiares juicios de valor y su continua batalla con un determinado gusto medianamente culto lo que hace tan divertidas sus críticas de las películas de los años cincuenta y de los sesenta. Pero volveré a él más tarde. Creo que en parte es cierto que la crítica (y puede que incluso el cine) ha languidecido durante la última década más o menos debido a una falta de evaluación. Tal y como yo lo veo, nos hemos visto atrapados en una situación en la que, en un extremo, tenemos a académicos anticuados que por una u otra razón creen que no es su trabajo hacer juicios de valor; y en el otro extremo tenemos a críticos populares que funcionan simplemente como guías de la economía de consumo y que creen que su trabajo consiste en dar o no su aprobación. La mejor escritura 2

Farber, Manny, Negative Space: Manny Farber on the Movies, Nueva York, Da Capo, 1998, p. 365.

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ha estado siempre entre dos extremos, en donde una cierta perspectiva histórica y una apertura a la experimentación se unen a un reconocido amor por el objeto de discusión. En verdad no creo que sea posible escribir nada sobre historia, teoría o crítica de cine sin entrar en algún juicio de valor. La propia elección de escribir sobre «a» en vez de sobre «b» entraña una decisión sobre su valor. Y creo que los autores deben ser honrados en relación a este hecho. Pero también deben ser conscientes de una cuestión importante: al fin y al cabo, ¿qué es «bueno»? Algunas respuestas a esta cuestión (por ejemplo, en tu propio trabajo) implican tanto habilidad formal como complejidad emocional. Pero claro que hay otras formas (algunas más políticas) de resolver esta cuestión, y aquí es donde surgen los problemas. Puedo probar esta tesis con mi propia historia. Cuando recuerdo los movimientos intelectuales que han determinado mi carrera y que todavía funcionan en mi conciencia como una especie de palimpsesto, me doy cuenta de que cada uno de ellos, implícitamente, defendía determinados géneros o tipos de arte (aunque yo en aquel momento no lo supiera). Aquí están, en el orden en el que yo los descubrí. 1. New Criticism3. Este tipo de educación literaria se ha ganado mala fama, por lo que yo sé, ya que a menudo se la describe como elitista y de derechas. En realidad, los Nuevos Críticos originales trabajaban en universidades públicas, y crearon un tipo de crítica que resultó reveladora para los chicos que jamás habían leído otra cosa que el catálogo de Sears-Roebuck4. Su idea básica era, en palabras de Eliot, que se debería estudiar la literatura como literatura y no como ninguna otra cosa. (Lo cual da por sentado qué es la literatura). Para hacer esto, uno sólo tiene que mirar de cerca el objeto artístico y su funcionamiento interno. En otras palabras, cualquier persona corriente tendría la capacidad para comentar un texto si le dedicara la suficiente atención. Claro está que los Nuevos Críticos siempre escogieron un tipo de texto determinado. Lo que ellos más 3

En español se traduciría como «Nueva Crítica», aunque se emplea su nombre original en inglés para referirse a un grupo de críticos, norteamericanos y británicos, cuyo enfoque se oponía al del formalismo ruso aunque, a diferencia de éstos, no llegaron a formar una escuela propiamente dicha (N. de la T.). 4 Cadena estadounidense de grandes almacenes, parecida a El Corte Inglés español (N. de la T.).

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apreciaban era la complejidad lingüística, la ironía, la ambigüedad y la destreza verbal. Sus ideales eran la poesía lírica y el modernismo literario. 2. Relacionado con los Nuevos Críticos y algo menos influyente para mí fue F. R. Leavis (quien tuvo una poderosa influencia en Robin Wood). Leavis y su grupo en Scrutiny creían en una Inglaterra tradicional, agraria, protestante, a la que estaban dañando y destruyendo la modernidad industrial y cosmopolita. (Eliot compartía algunas de estas opiniones, pero no era protestante sino católico y políticamente más de derechas). Lo que Leavis apreciaba por encima de todo (y suscribía a menudo como un predicador apasionado y brillante) era la novela realista del siglo xix, además de las novelas de D. H. Lawrence. 3. La teoría de autor. No necesita explicación. La descubrí fuera del ámbito académico (nunca hice ninguna asignatura sobre cine en la universidad) y fue la que ejerció la mayor influencia de todas. Era implacablemente evaluativa. Lo que más valoraba era el Hollywood clásico y el cine de arte y ensayo internacional. 4. Teoría de la revista Screen. Le doy este nombre a la teoría elaborada por los críticos que escribían en Screen en los años setenta, en el apogeo del nuevo pensamiento francés. Este tipo de escritura era a menudo impenetrable, pero siempre estaba en contra tanto de Hollywood como del realismo social. Estaba a favor del «contra-cine» de Godard y la vanguardia política. 5. El movimiento de los cultural studies. Esta formación crítica, que comenzó siendo de izquierdas, reaccionó en contra de la teoría izquierdista de Screen proponiendo una noción un tanto populista del cine y de la televisión. Prestaba más atención al público que a las características formales de las películas, a la recepción que a la producción. En la práctica, a menudo parece estar «por encima» de la evaluación, actuando como la ciencia o la antropología. Desacredita a la mayoría de las formas de crítica establecidas (incluyendo las mencionadas anteriormente) insinuando que son «verticales» y clasistas. Evita hacer reivindicaciones esencialistas sobre los medios de comunicación, pero tiende a favorecer o hacer más hincapié en

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unas cosas que en otras. Sus textos canónicos son las películas de serie B de terror, las telenovelas y las películas de acción con muchos golpes y patadas. ¿A cuál de todas estas categorías pertenece Farber? Bueno, en los años cincuenta y sesenta él era un seguidor de la teoría de autor, que hacía declaraciones populistas, pero formalmente muy sofisticadas, sobre los usos del espacio en directores como Hawks, Walsh, Wellman, Furly y el primer Godard (al mismo tiempo que menospreciaba constantemente a la Tradition de Qualité en Estados Unidos, mayoritariamente izquierdista, representada principalmente por John Huston, al que detesta). Sus fuentes de referencia y de sus preferencias, sin embargo, proceden del mundo del arte neoyorquino, en lugar de la formación literaria que yo (como Sarris, Wood y Rosenbaum) llevo conmigo al estudio del cine. En décadas posteriores, le ha influido más la vanguardia estructuralista y política, y finalmente acabó, más o menos, por dejar de escribir sobre cine. Puedo entender por qué Farber le quita importancia a la evaluación, porque a veces puede obstaculizar el análisis más sutil de las formas. Pero su intuición de que hay algo de valor en juego es exactamente lo que le convierte en un crítico tan convincente. Y uno puede admirar o gustarle los críticos con los que no se está de acuerdo. En el caso de Farber, no estoy de acuerdo con él en su contraposición de Wellman y Huston, pero creo que lo que dice de ellos es fascinante, de valor, y merece ser debatido. Por elegir un ejemplo más extremo fuera del mundo del cine: desprecio las opiniones políticas de T. S. Eliot (que influyeron enormemente en sus opiniones literarias), pero creo que es uno de los críticos más interesantes que ha habido jamás y disfruto enormemente leyendo sus ensayos críticos. ¿Cómo puedo opinar que es «bueno» un crítico (o un cineasta, si vamos al caso) incluso cuando no comparto sus valores? Ésa es una cuestión fundamental. Tengo más ideas al respecto, pero hoy no seguiré con esta incursión en la historia intelectual hasta escuchar lo que tengas que decir. Un cordial saludo, Jim

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30 de diciembre de 2001

Querido Jim:

Creo que resulta interesante que, en la búsqueda de futuros posibles para el estudio académico del cine, ambos sintamos la necesidad de trazar unas líneas divisorias concretas que conecten, o bien dividan (a veces es difícil decidir cuál de las dos), las distintas escuelas, movimientos y épocas en este campo. De la misma forma que tú has esbozado un palimpsesto de preferencias en tu propia formación intelectual, y la predilección de cada movimiento sucesivo por un tipo de cine u otro, me interesa lo que podría denominarse los distintos espacios sociales de la cultura cinematográfica (siendo la academia uno de ellos), y los tipos de cine que promueven o restringen en sus prácticas evaluativas. A continuación viene un buen ejemplo de lo que quiero decir. A mediados de los años ochenta, la aclamada historiadora y crítica cultural Sylvia Lawson escribió un artículo de gran agudeza titulado «Pieces of a Cultural Geography» [Retazos de una geografía cultural]5. Ofrece el relato de un mes durante el cual Sylvia asistió a distintos foros públicos que habían captado su interés: uno era una conferencia sobre cine, otro un seminario sobre el mundo del arte y, por último, un foro político. Sylvia relata su impresión de que, aunque algunas de las caras del público (e incluso algunos de los participantes en las mesas) se repitan, tiene la fuerte sensación de que no existe un solapamiento entre estas parcelas del terreno cultural: simplemente no están comunicadas entre sí. Cada una se convierte en una especie de caja, con su historia propia, su lenguaje propio, sus asuntos propios. Cada una se convierte en un núcleo tribal, que en gran medida se alimenta a sí mismo y es autosuficiente, supongo que como todas las instituciones. E incluso cuando individuos con amplios intereses, de mente abierta y con capacidad de síntesis como Sylvia, van de uno a otro, experimentan una especie de alienación, como si tuvieran que reorientarse, reconfigurarse, reinventarse a sí mismos cada vez que entran en un nuevo espacio. 5

Lawson, Sylvia, «Pieces of a Cultural Geography», en The Age Monthly Review, febrero de 1987, pp. 10-13.

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Pienso mucho sobre cómo esto está relacionado con la situación actual de la cultura cinematográfica. La academia parece no tener mucha relación (o, más bien, ninguna) ni con el ámbito de los críticos de cine (me refiero a las personas que, por necesidad, deben tener su atención puesta en lo que el sistema dominante de exhibición-distribución pone ante ellos para que lo comenten) ni con el ámbito de un tipo concreto de crítico cinematográfico sofisticado, que recorre el globo buscando lo último en cine internacional en los festivales de cine y escribe para diversas publicaciones y revistas serias. Me parece que cada una de estas tres actividades puede definirse en base a su especial relación con una matriz simbólica, un tipo de actividad ya asentada. Les guste o no, los críticos están ligados irremediablemente al ámbito local y más próximo: les interesa qué película va a estrenarse la semana siguiente en su ciudad. En todo momento, ésa es la totalidad del cine para ellos, lo cual limita mucho. El crítico de festivales, viajero, por otra parte, vive a menudo en un ensueño sin patria: la mayoría de cines locales, nacionales (incluso los de aquellos países donde tienen lugar los festivales a los que acude el crítico o el de su propio país natal), resultan aburridos o sin sentido para ellos, una mera retrospectiva del siglo xx. Ellos persiguen las manifestaciones de un determinado cine sin fronteras liderado por los nombres más recientes e importantes (Hou, Kiarostami, De Oliveira, etc.). Sabemos que muchos críticos progresistas de esta clase se pasan gran parte del tiempo suspirando (y exigiendo y luchando públicamente) por lo que no pueden ver en casa (y, por extensión, tampoco la comunidad a la que representan): las riquezas de otros lugares de las que se ven privados y que, por tanto, idealizan un poco… La academia es un híbrido extraño entre lo local y lo extranjero (¡por citar el título de una popular telenovela de la televisión australiana6!). El circuito internacional de congresos académicos sobre cine proporciona otro tipo de ambiente apátrida, portátil (siempre que exista un acuerdo sobre, o una asunción de, qué películas en concreto conocemos y nos importan, (es decir, al público de dichos eventos). Por supuesto, en la práctica (al menos a juzgar por los 6

Se refiere a Home and Away [En casa y lejos], una telenovela producida por Seven Network y que lleva en antena en Australia desde 1987 (N. de la T.).

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conferenciantes académicos que han venido a Australia a lo largo de los años), esta supuesta cultura común tiende a estar compuesta por un reducido canon académico de temas estrella (cine negro, melodrama, cine afroamericano, etc.), además del equivalente del sentido que tiene un crítico (o un aficionado) del cine comercial de lo que es popular, actual y, por tanto, consumido con entusiasmo y memorizado por todos (The Matrix [1999], The Simpsons, Crouching Tiger, Hidden Dragon [2000], etc.). Me interesa qué sucede (si es que sucede) cuando estas demarcaciones y certezas se desmoronan: cuando finalmente uno se sale del círculo reconfortante, asfixiante, de su hogar simbólico; o cuando uno se enfrenta al hecho de que el canon de lo familiar y lo distinguido que ha asumido en realidad no lo comparten todos en todo el mundo; o que uno debe descubrir cuál es la definición de hogar, de cultura local a la que de verdad merece la pena volver y defender. De hecho, se parece un poco a esos melodramas ambientados en ciudades pequeñas que gustan a tantos cinéfilos, que a lo mejor de forma inconsciente perciben una cierta alegoría en relación al aprieto cultural en el que ellos mismos se encuentran: abandonar el hogar es al mismo tiempo aterrador y necesario, tanto una melancólica pérdida de seguridad, estabilidad y tradición como una apuesta por un porvenir abierto y que puede resultar emocionante… Jim, tal y como tu propio trabajo demuestra tan bien (como tu libro sobre cine negro, More Than Night7 [Más que la noche]), un sentido de la historia y de la ideología puede ayudarnos a ser sensibles a estos cambios en el paisaje cultural y guiarnos a través de él. Quiero concentrarme un momento en sólo una de las muchas divisiones que forman el mapa que acabo de esbozar: la no correspondencia entre la agenda del crítico internacionalista sobre lo que constituye el nuevo cine y el plan de trabajo del profesional académico sobre lo que merece la pena enseñar, analizar e investigar. Creo que el estudio académico del cine tiende (en general) a una consolidación segura de lo ya conocido, a un cierto tipo de consenso. Estas instituciones intelectuales tienden a querer separar los estados o fases de crisis y desequilibrio. Periódicamente se producen giros o ajustes de los paradigmas predominantes (del 7

Naremore, James, More Than Night: Film Noir in its Contexts, Berkeley, University of California Press, 1998.

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estructuralismo al postestructuralismo, de la posmodernidad al poscolonialismo…) pero no una gran revolución. Al menos no desde el gran triunfo de la semiótica, que cuestionó seriamente el pensamiento humanista-literario anteriormente reinante (¡un golpe de estado sobre el que algunos —sus víctimas— todavía refunfuñan!). Empleo la palabra crisis en un sentido positivo, en el sentido de una emergencia: el difícil momento en el que algo nuevo está emergiendo, al principio de forma confusa. Y supongo que me pregunto si, hoy en día, el estudio académico del cine, como un sistema, un modo de pensar y de proceder, está realmente interesado en lo nuevo o lo desafiante en este sentido. Recientemente he vuelto a leer (pero me pareció nuevo) un ejemplo alucinante del conservadurismo en el consenso y el pensamiento canónico sobre el cine. Es una gigantesca antología clásica de crítica cinematográfica escrita por Richard Roud en dos volúmenes, Cinema: A Critical Dictionary, elaborada a lo largo de toda la década de los años setenta y publicada, finalmente, en 1980. Es un texto variado, que incluye a críticos de renombre así como a académicos, en un tiempo en el que, en general, críticos y académicos no estaban tan alejados entre sí como lo están ahora. La introducción de Roud resulta particularmente sintomática. En ella, hace de pasada un par de afirmaciones extraordinarias (por lo menos el paso del tiempo histórico hace que sean extraordinarias, echando abajo su anterior sensatez). Primero, Roud afirma que «Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, Suecia, Rusia y Japón son los siete países que han producido, digamos, el noventa y cinco por ciento de las obras maestras del cine mundial». Segundo, declara que «Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia son los tres países en los que se elabora la mejor y más influyente literatura crítica, porque el estudio del cine necesariamente está restringido a las metrópolis del mundo, Nueva York, Londres y París»8. No estoy tratando de hacer una crítica fácil de Roud, porque muchos de nosotros podíamos haber escrito esas palabras en aquel tiempo, y mucho de lo que circula ahora en los espacios de una emergente cultura cinematográfica mundial no circulaba entonces. Pero el texto de Roud ofrece un magnífico ejemplo de lo que sucede 8

Roud, Richard (ed.), Cinema: A Critical Dictionary - The Major Film-makers, Nueva York, The Viking Press, 1980, vol. 1, pp. 18-20.

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cuando un periodo de confianza en la cultura cinematográfica en general (incluyendo la académica) se vuelve demasiado confiada y se atrofia, y por tanto se halla lista para el cambio. Y ese cambio comienza en el momento en que empezamos a dudar, de forma colectiva, de los firmes principios de nuestro presunto saber cinematográfico: de que sepamos de dónde van a venir las películas mejores o las más importantes, o las más innovadoras o las más provocadoras; y de que tengamos un lenguaje crítico que dará perfecta cuenta de su funcionamiento e importancia, que pueda evaluarla de forma productiva. Y pienso ahora, con sentimientos algo encontrados, en alguien, recientemente fallecido, cuya obra ha sido tan importante e inspiradora para mí: Raymond Durgnat. Gracias a su espíritu y su inteligencia abiertos, Durgnat fue un verdadero pionero que derribó fronteras. De hecho, voy a ser desvergonzadamente canónico: forma parte de la media docena de los mejores críticos de la historia del cine. Sin embargo, cuando examinamos su obra, nos damos cuenta de que da la casualidad de que él representaba un mundo más o menos anticuado de gustos e intereses cinematográficos. Él se ocupaba del cine en inglés (principalmente norteamericano y británico) y europeo (y del este de Europa). El cine asiático (¡salvo algo de cine erótico japonés!) nunca contó para él. Y en la época de su muerte jamás había oído hablar y, de hecho, no se había molestado en averiguar nada, de Kiarostami y otros aclamados maestros de regiones del mundo del cine que hasta entonces habían sido ignoradas. Está claro que Ray Durgnat, como cualquier individuo con su propia vida que vivir y sus intereses, capacidades y pasiones particulares, era selectivo, hacía sus elecciones. ¡No existe ninguna ley cultural que nos obligue a todos a conocer a fondo cada nueva figura que alguien, en algún lugar, juzga importante! Pero, igualmente, también me pregunto si las circunstancias actuales, en la política y cultura mundiales, nos obligan a hacer inventario y seguir adelante, a abrirnos al mundo en modos que sean vitales y productivos. Pero me gustaría saber tu opinión sobre cómo podría resultar esto en las universidades, ya que sigues más de cerca que yo las circunstancias, la política y los sueños cotidianos del trabajo académico; sobre cuáles son las divisiones más acusadas y las posibilidades dentro de esta parcela particular del paisaje cultural. ¿Qué te parece, por ejemplo, el refutado legado de lo que a veces se denomina

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(por injusto o inexacto que sea) la Gran Teoría del Cine de los años sesenta y setenta? ¿Qué comportó el giro historiográfico en el estudio del cine, que sitúo a finales de los ochenta, cuando la Gran Teoría en cierta forma se había agotado a sí misma y a los considerados como sus gurús, que haya tenido un valor duradero? ¿Y cómo (sé que esto es algo que tú has perseguido exhaustivamente en tu propio trabajo) se pueden cuadrar los estudios culturales con la estética y los cánones? Impacientemente, Adrian

30 de julio de 2002

Querido Adrian:

En primer lugar, me gustaría decir unas palabras sobre Raymond Durgnat. Ocupa un puesto elevado entre todos los que han escrito sobre cine y que me han impactado profundamente. Me alegré de que le rindieras un magnífico tributo en Senses of Cinema con motivo de su reciente fallecimiento9. Uno de sus primeros libros, Films and Feelings [Películas y sentimientos], fue muy importante para mi formación y me inquieta mucho el hecho de que sus logros apenas sean reconocidos aquí, en Estados Unidos. Sus ensayos sobre Psycho [Psicosis] (1960) y This Island Earth [Regreso a la tierra] (1955), por ejemplo, deberían estar recogidos en una antología académica de las mejores obras escritas jamás sobre cine10. Tuve el placer de ver en persona a Durgnat sólo una vez, hacia finales de los años setenta, cuando vino a Bloomington a dar una conferencia sobre Luis Buñuel. Pareció alegrarle que le dijera que había leído uno de sus poemas en una antología de la nueva poesía 9

«A Festschrift for Raymond Durgnat», en Senses of Cinema, n. 20, mayo-junio de 2002. http://www.sensesofcinema.com/contents/02/20/contents.html#durgnat 10 Durgnat, Raymond, Films and Feelings, Londres, Faber and Faber, 1967.

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británica y charlamos brevemente sobre el estado actual de los estudios sobre cine. Como a mí, le interesaban las numerosas referencias a Jacques Lacan que comenzaban a aparecer en Screen. Sin embargo, comentó que pensaba que los nuevos teóricos del cine sabían muy poco de Freud. Esta observación me pareció sintomática de una línea generacional que lo separaba de los postestructuralistas. Durgnat era una especie de teórico del cine de autor (por mucho que prefiriera a Huston frente a Hawks) y su formación representaba la supervivencia de un temperamento romántico y esencialmente surrealista que estaba a punto de parecer anticuado. Otra forma de describir su situación sería decir que no sólo creía en Freud y en Marx, sino también en el poder de la imaginación artística. (Su ensayo sobre This Island Earth era, además de un agudo análisis político, una celebración de lo que él denominaba «La Unión de Poesía y Ficción Barata»). Para mí, los ejemplos más cercanos de este tipo de inteligencia, en particular entre los que escriben sobre cine hoy en día, serían el notable académico independiente Paul Hammond y, quizá también, el escritor académico Sean Cubitt, los cuales son más eruditos y, en algunos aspectos, más sofisticados intelectualmente que Durgnat. Ciertamente Durgnat tenía sus limitaciones, como tú señalas, pero aún así sigue mereciendo mucho la pena leerlo. También es un buen ejemplo de un crítico con un saber considerable, que era valorativo de una forma que admiro. Piensa en su libro sobre Hitchcock, que trata en profundidad sobre lo que Durgnat cree que es una sobrevaloración de un artista menor aunque fascinante, pero que de alguna manera hace que Hitchcock resulte mucho más interesante. En éste y otros textos, Durgnat fue capaz de deconstruir y analizar seriamente las películas, de revelar incluso su inconsciente político/ideológico, pero sin convertirlas en leña con la que alimentar el fuego teórico. Estoy de acuerdo contigo en lo que dices sobre cómo el espacio o el hábito social influyen en lo que escribimos y en el tipo de juicios que hacemos sobre el cine. Sin duda es cierto que nuestro criterio artístico y nuestras ideas políticas están determinados, hasta cierto punto, por la sociología de nuestras profesiones. (Dentro de la academia algunas divisiones quedan aún más acentuadas por la segmentación en departamentos y la presión por desarrollar redes profesionales y discursos especializados, específicos para cada campo). También estoy de acuerdo en que la separación es inevitable

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debido a que muy pocos periódicos proporcionan un foro para la reflexión intelectual y al hecho de que tan pocas publicaciones académicas estén verdaderamente orientadas a la esfera pública. Además, también los roles que describes son distintos. El crítico de festivales está en una mejor posición para darnos noticias, mientras que el académico está en una mejor posición para reflexionar sobre el pasado. Por naturaleza, los académicos están menos inclinados a una actitud de aprobación/rechazo. De hecho, a menudo les enseñan a sus estudiantes a dejar a un lado sus opiniones para entender mejor las características sistémicas del arte. (Quizá debería señalar aquí que dos de las mejores obras de erudición y análisis literarios que he leído jamás, Mimesis de Erich Auerbach [1946] y Some Versions of Pastoral [Algunas variaciones del Pastoral] [1935] de William Empson, no tienen nada que ver con una evaluación crítica manifiesta11). Pero el crítico de prensa y el investigador académico se necesitan mutuamente y deberían trabajar en una relación dialéctica. Los críticos de festival deberían tener al menos un conocimiento sólido de la historia y la teoría, y los académicos deberían estar al tanto de los nuevos artistas importantes. Necesitamos más escritores como tú y Jonathan Rosenbaum, que puedan tender puentes entre estos dos mundos. Aquí, en Estados Unidos, también necesitamos más publicaciones como Cineaste y Film Quarterly, que al menos tratan de tender esos puentes, facilitando un debate productivo en el ámbito de la estética y también en el terreno político. En respuesta a tu pregunta sobre el legado de lo que David Bordwell llama Gran Teoría, puede que yo no sea el mejor juez y no sé cómo darte una respuesta concisa. Sin embargo, estoy convencido de que ni el arte ni la teoría del arte pasan de moda. Si desechamos una antigua teoría como si fuera un vestido viejo o un coche usado, perdemos una parte fundamental de una larga conversación. Eisenstein y Bazin son todavía lecturas obligadas, como lo son las mejores obras de los años setenta. Por eso he descrito mi propia historia intelectual como un palimpsesto en vez de un salto de una postura a otra. Para mí, los llamados Grandes Teóricos plantean cuestiones básicas sobre representación, patriarcado y la interpelación del 11

Auerbach, Erich, Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1974; Empson, William, Some Versions of Pastoral, Nueva York, New Directions, 1992.

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sujeto humano. Sostener, como hacen algunos, que sus teorías no son científicas o verificables, no tiene nada que ver. (Lo mismo podría decirse de Freud, que sigue siendo importantísimo). Mi problema con los teóricos de Screen de los años setenta es que tendían a hacer amplias generalizaciones sistémicas, pasando por alto los detalles confusos de la historia. También se centraron casi por completo en temas de sexo y género, dejando a un lado cuestiones de raza y clase, y se preocupaban demasiado por ciertas clases de erotismo y placer estético. Me disgusta especialmente la grandiosidad o superioridad de su tono de voz. Por ejemplo, empecé a deprimirme seriamente a finales de los años setenta cuando Stephen Heath, cuyo trabajo yo había admirado en ocasiones, planteó la siguiente preguntaba retórica: «¿Es el interés en la “obra de Max Ophuls” hoy en día algo más que un área menor en el campo de los estudios y la crítica de cine?»12. Puede que no, pero uno podría tener intereses peores y las comillas intimidatorias no constituyen un argumento en sí. Cuando leí esa pregunta me dije a mí mismo que a lo mejor debía abandonar la academia y conducir un camión. La ventaja del movimiento de los estudios culturales es que redirigió su atención a lo popular, que era de lo que, en algunos aspectos, trataba la teoría del cine de autor, salvo que ésta no derivó nunca hacia el populismo. El populismo es la clase de cosa que hizo que el decano George Wallace se plantara en la puerta de la Universidad de Alabama para impedir que los chicos negros asistieran a la escuela. Pero el arte popular puede resultar tan magnífico como cualquier arte de élite. Personalmente creo que un programa de televisión como Ozzie and Harriet tiene el mismo encanto indefinible que ciertas películas de Howard Hawks. Y Ricky Nelson está tan bueno en televisión como en Río Bravo (1959). Algunos episodios de The Honeymooners de Jackie Gleason me parecen tan buenos como los cortometrajes de Buster Keaton o W. C. Fields. El problema es que la televisión tiende a ser local o nacional, en comparación con el cine. Y el problema aún mayor de los estudios culturales es que adoptan una postura «teórica» respecto a lo popular. La buena crítica debería escribirse desde el corazón más que desde una perspectiva neutral. 12

Heath, Stephen, «The Question Oshima» en Willemen, Paul (ed.), Ophuls, Londres, British Film Institute, 1978.

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Teniendo todo esto en consideración, creo que escribir sobre cine merece la pena, pero necesita como base un espíritu crítico y un background cinéfilo. En general, me agrada lo que tú y otros denomináis el giro hacia la historia en el estudio del cine, pero éste también necesita expresar el sentido del placer y del juicio de un buen crítico. De hecho, creo que la distinción entre crítica, teoría e historia es, hasta cierto punto, artificial. ¿Cómo puede construirse una teoría sin conocer la historia, y cómo se puede escribir sobre historia sin hacer juicios críticos sobre el pasado? Respeto profundamente la tradición que la Escuela de Frankfurt denominaba Teoría Crítica, un término que capta muy bien la necesidad de crítica para cualquier reflexión sobre la cultura. Me alegra el renovado interés por figuras como Siegfried Kracauer y aplaudo el trabajo de académicos contemporáneos como Tom Gunning y Miriam Hansen, quienes entienden la historia del cine en relación a la historia más amplia de la modernidad. Me parece que el verdadero enemigo del estudio académico del cine, y lo que necesita evitar en el futuro, no es la teoría, la historia o la estética (que, en las obras de figuras como Kracauer y Walter Benjamin están muy relacionadas con las ideas políticas) sino el positivismo, que genera un formalismo estéril, el estudio de las audiencias que se perpetúa a sí mismo y una historia apolítica de la industria. Si sigo insistiendo en la estética es porque mi propio esteticismo siempre ha sido el fundamento de mis ideas políticas y no creo que el estudio del cine pueda pasar sin ellas. Me gustaría saber más de lo que llamas la crisis de este campo de estudio, porque no estoy seguro de haber sentido la complacencia que tú describes. Tengo ganas de conocer tu opinión sobre lo que está ocurriendo. Un cordial saludo, Jim

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26 de agosto de 2002

Querido Jim:

En lo que respecta a la universidad y la academia, mi vida ha dado recientemente un giro extraño. Dejé la universidad a los dieciocho años. A los diecinueve me invitaron a volver para dar clase en el mismo puesto que había dejado, gracias a un crítico de mucho talento y que se preocupaba por mí, Tom Ryan (retirado ya de la academia y crítico semanal en el mismo periódico en el que yo escribo). Desde 1982, y durante los diez años siguientes ininterrumpidamente, estuve dando clases en distintos campus, en el nivel más bajo de trabajo eventual que estas instituciones podían proporcionar. Durante aquel tiempo escribía críticas y ensayos sobre cine, arte, música, y me involucré en revistas muy serias de escasa circulación (una se llamaba Buff y otra Stuff !). Después de una década de trabajo universitario, a menudo apasionante, pero no especialmente provechoso para mi carrera profesional, rompí mis lazos con ese mundo y me lancé de cabeza a ser escritor por cuenta propia. Un hecho evidente me dio la lección vital que necesitaba: durante diez años había concebido, enseñado y dirigido cursos de manera febril, pero no había escrito ningún libro; dos años después de dejar mi último trabajo en la enseñanza se publicó mi primer libro. Pero ahora, a la edad de cuarenta y tres años, estoy inmerso en la tarea de escribir mi tesis doctoral. El Departamento de Arte y Diseño (no el de Cine y Medios de Comunicación) de una universidad local me ofreció esta oportunidad (aunque no tenga un título universitario) basándose en el conjunto de mi obra crítica. Mi director es Robert Nelson, el crítico de arte del mismo periódico para el que Tom y yo escribimos, y un claro ejemplo de lo que a Australia le gusta llamar (con una mezcla de amor y odio) un intelectual público. Puede que todo esto sirva para darte la impresión de que, aunque esencialmente me considero, dentro del sistema universitario, un forastero, siempre he estado próximo a él. Más exactamente, ¡cerca de la biblioteca de la universidad! Soy uno de esos buscadores que recorren compulsivamente las anaqueles de las bibliotecas universitarias y la época de internet todavía no me ha arrebatado esta costumbre. Cuando la gente hace caricaturas de los cinéfilos como criaturas que habitan habitaciones oscuras, pienso tanto en los

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sótanos misteriosos de enormes bibliotecas como en las luces en penumbra de las salas de cine. Como tú, creo que la historia mundial de la literatura crítica se parece a la práctica arqueológica y se confunde con la naturaleza de un palimpsesto, y nada tiene que ver con una lista de éxitos que cambia constantemente y a un ritmo veloz de obsolescencia. Sé que mis vagabundeos de amante de la biblioteca provocaron en mí, muy tempranamente, el deseo de sintetizar personalmente dos tradiciones que admiraba por igual: la crítica estética orgánica de lo que, de forma imprecisa, podría llamarse la escuela Movie/Monogram/Positif (la obra de Andrew Britton, por ejemplo, siempre ha sido un punto de referencia fundamental para mí) y el enfoque manifiestamente anti-orgánico de los postestructuralistas (Raymond Bellour, Peter Wollen, Paul Willemen). De hecho, la síntesis de estos dos enfoques, si consigo realizarla con éxito en mi imaginación, ¡es el tema de mi tesis doctoral! Pero también me gustaría pensar en los anales de la crítica, empleando el término de Greil Marcus, como una historia secreta, plagada de textos desconocidos o apenas consultados o malinterpretados que han quedado olvidados en oscuros rincones, esperando a ser descubiertos, elogiados, usados, yuxtapuestos con alguna nueva película o preocupación actual... Hoy en día hablamos mucho de las nuevas redes y comunidades globales, como si toda la información (incluida la información intelectual) fuera a volverse transparente, tabulada, lista al momento para poder ser sintetizada. Pero pienso mucho en las funciones de la crítica como un mensaje en una botella: lo lanzas lejos, cabecea entre las olas, no tienes ni idea de a dónde llegará, quién lo leerá o qué harán con él. En la cultura cinematográfica (o en cualquier otra cultura) no todo puede ser organizado y programado de antemano, ¡tal y como demuestra la subvención gubernamental de las artes en muchas ciudades del mundo! En este sentido, la literatura académica, ciertamente, no es muy diferente de cualquier otra literatura, una vez que la liberas de los confines inmediatos de su espacio institucional. Como te ocurre a ti, no siento la necesidad de rechazar los años setenta, como muchos hacen ahora. Algunos ensayos de Thierry Kuntzel y Stephen Heath, por ejemplo, causan un impacto mayor y resultan más estimulantes hoy en día que hace veinticinco años. ¡A veces (siguiendo el pícaro consejo del inclasificable y transgresor escritor australiano, George

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Alexander) es necesario leer tanto teoría pura y dura como poesía disparatada para sentir realmente y transmitir su intensidad y su percepción! Y supongo que es por eso por lo que me he sentido atraído, durante mucho tiempo, por esa área llamada (es un término feo, lo sé) fictocrítica, en el que la línea entre la imaginación creativa y la conceptualización intelectual no está trazada con claridad, ¡en donde el ensayo realmente ensaya algo hasta entonces desconocido! Ray Durgnat fue una de las primeras figuras importantes de este tipo en Inglaterra, pero creo que puedo proclamar sin temor a equivocarme que Australia también ha sido pionera en este ámbito: escritores como Meaghan Morris, Lesley Stern, Edward Colless y Tara Brabazon, algunos conocidos fuera de mi país, otros todavía no. Los investigadores académicos norteamericanos como Robert Ray y Gregory Ulmer han expuesto sus propias propuestas de teoría creativa, pero considero que lo que dicen resulta demasiado programático y apegado a la fórmula, que está un tanto desconectado de cualquier formación social actual más allá del circuito universitario de publicaciones/congresos/antologías. Resulta curioso, para las naciones pequeñas como Australia, que las sensibilidades críticas y los estilos idiomáticos se formen en el cruce violento entre áreas (arte, literatura, cine) y los caminos a menudo traicioneros que toman los que van por libre, yendo de un trabajo precario a otro (enseñanza, crítica periodística, consultoría). Hace falta señalar algo más sobre esta escena cultural determinada: mientras que, por una parte, ser un intelectual público puede ser una tarea ingrata que proporciona un placer dudoso, efímero por ser una celebridad mediática que le convierte a uno en un busto parlante en televisión o en una frase corta de treinta segundos en radio, al mismo tiempo resulta que muchos de los fictocríticos australianos han coqueteado, al menos una vez, con las artes creativas más allá de la palabra escrita: interpretación, escritura de guiones, música, etc. Y eso me recuerda al modelo ideal de Serge Daney del crítico como un passeur, alguien que atraviesa diferentes mundos e intenta levantar puentes entre ellos, lo que, efectivamente, constituye la otra cara de la imagen dividida de la geografía cultural que he planteado anteriormente. Personalmente, aspiro a ser como los passeurs del mundo, como Chris Fujiwara en Boston, reescribiendo, pieza a pieza, la historia del cine especialmente para nosotros, o como los profesores-historiadores-productores como Peggy Chao

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en Taiwán, o la nueva generación de cine-activistas en París como Stéphane de Mesnildot y David Matarasso, quienes son, al mismo tiempo, cinéfilos voraces, jefes de redacción, editores con criterio y artistas de cine y vídeo experimental. Pero no digo que haya que estar más allá de la academia para realizar un trabajo rompedor, o simplemente bueno, ¡ciertamente no a ti, Jim! Aunque nunca nos hayamos conocido en persona, habiéndonos puesto en contacto para este libro, hace tiempo que he tomado tu obra sobre Hitchcock, Vincente Minnelli, la interpretación cinematográfica y el cine negro como modelo de lo que tú llamas teoría crítica. Es fácil criticar el sistema académico cuando estás fuera de él, tal y como yo lo he estado (a efectos prácticos) desde hace ya mucho tiempo. Cuando pienso en mi propia antipatía, expresada a menudo públicamente, hacia el sistema universitario y el tipo de conocimiento que genera, creo que ésta era una reacción mía a lo mismo que de tanto en tanto te irrita: el apego al terruño, los ataques intelectuales preventivos, las modas inconstantes, la repetición obediente de análisis genéricos que producen los mismos resultados predecibles. Pero el futuro del estudio académico del cine debe ser más brillante que todo eso si, en verdad, como tú dices, no puede decirse que esté sumido en la autocomplacencia o el simple oportunismo arribista. Ahora te cedo la palabra para que elabores tu refutación final. Un abrazo, Adrian

1 de septiembre de 2002

Querido Adrian:

Me divierte tu necesidad de explicar a algunas personas que la teoría cinematográfica de los años setenta no es inútil. Me estoy convirtiendo en un viejo tan excéntrico que a menudo siento la

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necesidad de defender también los años cincuenta y los sesenta. A medida que me hago mayor se hace más evidente para mí que la teoría y la crítica no se han desarrollado de forma progresiva, como si nos estuviéramos acercando a la Verdad. Como mucho, estas actividades establecen ciertos valores, proporcionan un conocimiento histórico y determinan el tipo de cuestiones que nos planteamos. Visto desde una perspectiva más amplia, sin embargo, toda literatura sobre cine es parte de un discurso mayor sobre la modernidad que data del siglo xix. Me parece que este discurso contribuye a veces al progreso social (haciendo que seamos más conscientes del feminismo y de temas de raza y clase social, por ejemplo), pero también sigue luchando con los mismos viejos problemas bajo formas nuevas. Desde el siglo xix en adelante, la gente con una educación liberal, de procedencias muy variadas, ha tenido al menos cuatro formas de responder al avance del capitalismo industrial y a la ideología apoyada por el Estado: pueden convertirse en burgueses (como muchos profesores de universidad); anarquistas (lo que significa marginarse y portarse mal, como Rimbaud, Tzara y los Sex Pistols); pueden convertirse en estetas (como Baudelaire, Wilde, Joyce, Woolf y todos los grandes modernistas); o en activistas políticos revolucionarios (como Mother Jones13, Lenin, Fanon y Malcolm X). Una de las mejores representaciones dramáticas de estas alternativas es la divertidísima obra de Tom Stoppard, Travesties, que plantea un imaginario y disparatado encuentro entre Tzara, Joyce, Lenin y un burgués normal y corriente en Zurich durante la I Guerra Mundial. Por mi parte, a menudo siento como si mi subjetividad personal estuviera dividida entre las cuatro posturas. En ciertos momentos de mi historia personal, algunos de mi «yoes» pueden formar alianzas entre sí, pero en otros, que son los momentos de auténtica crisis, el activista tiende a apartar a un lado al burgués, al anarquista y al esteta. En lo que respecta a la sociedad moderna en general, uno de los periodos de crisis más importante para los artistas e intelectuales fueron los años treinta. Otro fue el final de los años sesenta, un periodo que dejó su impronta en la teoría cinematográfica radical de los setenta. Mientras te escribo 13

Nombre con el que se conoce a Mary Harris, nacida en Cork (Irlanda) pero que muy joven se trasladó a Estados Unidos donde se convirtió en una importante activista sindical y comunal (N. de la T.).

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esta respuesta, el capitalismo estadounidense parece estar empujando al mundo con fuerza a una nueva guerra, y las contradicciones del sistema de nuevo están quedando en evidencia. Puede que se dé una nueva crisis, en cuyo caso será cada vez más difícil para cualquiera de nosotros mantener un equilibrio entre cinefilia y acción social. Como he dicho, no percibo que se esté produciendo en este momento ninguna crisis especial en el pequeño ámbito académico conocido como el estudio del cine, que sigue produciendo buenas obras a pesar de la sobre-profesionalización. Por lo que parece, yo encuentro mucho más interesantes a Robert Ray y Greg Ulmer que tú, en parte porque están entre los pocos académicos que admiten que las revoluciones pueden darse de forma surrealista, al nivel de la imaginación. Podría enumerar muchos otros autores académicos que para mí son importantes (especialmente aquellos que escriben historia del cine), pero me sentiría como uno de esos aburridos ganadores del Óscar que da las gracias a cincuenta personas e inevitablemente se olvida de mencionar a alguien. Aun así, déjame añadir que el estudio del cine en la academia se ve siempre desafiado, y no sólo al nivel de la política institucional o las modas críticas. Toda la cultura popular norteamericana (cine, música, televisión y literatura de masas) se encuentra hoy en día en un estado lamentable, provocado por el capital corporativo, el marketing masivo y los diversos tipos de integración vertical y horizontal. Vivo la mayor parte del año en una ciudad universitaria del medio oeste, donde es especialmente evidente la «McDonalización» y la adaptación de las películas al público joven. En los dos últimos años solamente he visto una superproducción de Hollywood en un cine multisala (AI: Artificial Intelligence [A.I. Inteligencia artificial] [2001] de Spielberg/Kubrick) que fuera lo suficientemente interesante como para querer escribir algo sobre ella. Por otra parte, la era digital está creando nuevas formas de producción, distribución y exhibición que, más que nunca, hacen posible que la gente acceda a películas alternativas y extranjeras. Las mejores películas hoy en día no son underground, en el sentido de Manny Farber, es decir, producciones no publicitadas que bordean la subversión política o narrativa. Se acercan más a lo que tú has denominado arte passeur: películas que hacen borrosas las fronteras entre géneros y experimentan con la nueva tecnología. Estos cineastas siempre han trabajado fuera de Hollywood, y

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necesitan especialmente a críticos actuales con el talento de Farber, que puedan darlos a conocer. Ésa es la razón principal por la que la evaluación clara y directa sigue siendo importante para mí, y por la que creo que necesitamos involucrarnos en la creación de un canon tradicional (por muy excéntrico que resulte o lo mucho que sea refutado) para la escena contemporánea. En solidaridad, Jim

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Las luces de Taiwán

Notas para un resumen de la poética de Hou Hsiao-hsien Fergus Daly

La creencia popular sobre el cine de Hou dicta una serie de observaciones generales: son cuentos íntimos que presentan a unos personajes que se ven envueltos en los grandes movimientos de la historia de Taiwán; los personajes apenas se involucran en lo que les sucede; el estilo de Hou consiste en largas tomas fijas de espacios relativamente distantes y repetidos; el significado de una escena surge de factores como la experiencia temporal o el juego de luces, más que del drama que se desarrolla ante nosotros. Muy a menudo, un resumen de la estética de Hou fácilmente podría estar describiendo a cualquier auteur del cine del siglo xx, desde Michelangelo Antonioni a Béla Tarr. Sin embargo, y tratando de ser más concreto y riguroso, considero que hay cuatro principios básicos que fundamentan la construcción y el desarrollo de la estética de Hou: 1. La memoria histórica es impersonal. 2. Mis experiencias no me pertenecen. 3. El centro de atención de un plano se desvía siempre hacia el fuera de campo.

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4. Somos un conjunto de símbolos y afectos a los que la luz da forma. Estas fórmulas explican por qué los personajes de Hou son ajenos a la realidad de la que forman parte. El espectador percibe que la experiencia histórica nunca es verdaderamente subjetiva o colectiva, y su recuerdo no es ni subjetivo ni inter-subjetivo. Un aura de extrañeza envuelve al espectador ante las largas tomas fijas del director. Los hechos no tienen lugar en el espacio-tiempo, el espacio-tiempo es el acontecimiento que tiene lugar ante nuestros ojos. Su representación crea su propia memoria. El mundo contemporáneo no tiene cabida para los viajes psicológicos hacia lo más profundo de la memoria. La memoria es impersonal, nuestros recuerdos meras encarnaciones inscritas en la materia. Para Hou, la historia en el cine es lo que debe componer la memoria, para prestar así un punto de orientación al sujeto, abrumado por estas visiones impersonales en las que está incluido o implicado. Los flash-backs, las elipsis incluso, nunca resultan convincentes en una película de Hou. Una historia es más bien la suma de «planos, su movimiento y variación»1 desde el punto de vista de un sujeto que desesperadamente trata de detener el curso del tiempo, pero sin lograrlo. Las incursiones históricas de Hou no se contentan nunca con permanecer en el pasado, sino que contaminan invariablemente las circunstancias actuales de un personaje; Good Men, Good Women [Hombres buenos, mujeres buenas] (1995) es un claro ejemplo. Wang (Tony Leung) en Flowers of Shangai [Flores de Shangai] (1998) y Kao ( Jack Kao) en Goodbye, South, Goodbye (1996) se encuentran desgarrados por una discrepancia interna, esa «dulce disyuntiva»2 que, en una película de Hou, hace añicos cualquier cosa unificada. Sus fotogramas son cúmulos dispersos de símbolos y afectos. A menudo sus imágenes son como presentimientos de recuerdos futuros más que representaciones de acontecimientos contemporáneos. Jean-François Rauger habla de sus personajes «embalsamados», «rodeados por el silencio de sueños premonitorios»3. El análisis de Flowers of Shangai de Alain 1

Burdeau, Emmanuel, «Goodbye, South, Goodbye», en Frodon, Jean-Michel (ed.), Hou Hsiaohsien, París, Cahiers du cinéma, 1999, p. 160. 2 Burdeau, Emmanuel, «Les aléas de l’indirect», en Frodon, Jean-Michel (ed.), op. cit., p. 33. 3 Rauger, Jean-François, «Naissance d’une nation», en Cahiers du cinéma, n. 469, 1993, p. 18.

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Bergala destaca la escena en la que se ve a Wang solo, a altas horas de la noche, en la casa de Rubis, enfrentado a una situación que es incapaz de comprender. Bergala lo interpreta como una pérdida de todo rumbo psicológico, ya que no hay nadie que pueda interpretar para él las circunstancias en las que se encuentra; en otras palabras, basar esas circunstancias en una experiencia inter-subjetiva4. Es un ejemplo modelo del hecho impersonal en el proceso de hacerse realidad. Tal y como afirma Burdeau sobre Goodbye, South, Goodbye, «Hou pasa de lo manifiesto a lo latente, de lo real a lo virtual»5. El reencuadre es mínimo en la obra de Hou. La cámara no sigue a los personajes porque una vez que se han salido del límite del encuadre se metamorfosean. Hou habla de sus fotogramas como «zonas», afirmando que «ciertos planos parecen vacíos, pero no es así». El plano sigue conteniendo afectos, que flotan en ese espacio. «Existe un paralelismo con los grabados chinos en los que parece que hay huecos vacíos... que ayudan a dirigir la mirada. Abarcan todo lo que está representado. Yo concibo mis planos de la misma manera»6. Trata el tiempo y la historia de forma parecida. En The Puppetmaster [El maestro de marionetas] (1993), por ejemplo, el «movimiento alterna entre lo visible/invisible, lo perceptible/imperceptible» expresando «la progresiva comprensión de una memoria en proceso de formación, una memoria atribulada e inquieta»7, que hace realidad la constante transformación del mundo, para convertirla luego en algo virtual. Pero se me antoja que, a fin de cuentas, los rasgos sociohistóricos de la obra de Hou son menos importantes para él de lo que parece, y que no constituyen la esencia de su originalidad. Tal y como Dudley Andrews dijo de Kenji Mizoguchi, los problemas sociales son «emanaciones de una ficción cósmica»8, y se muestra a menudo la degradación social como si meramente fuera un pliegue apenas perceptible en el complejo tejido de la realidad. Para Hou, como ha señalado Kent Jones, lo que proporciona el fundamento de una posible ética es el «deslumbrante arreglo de luz y formas 4

Bergala, Alain, «Les fleurs de Shangai», en Frodon, Jean-Michel (ed.), op. cit., p. 175. Burdeau, Emmanuel, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 170. 6 Jousse, Thierry, «Entretien avec Hou Hsiao-hsien», en Cahiers du cinéma, n. 474, 1993, p. 45. 7 Morice, Jacques, «La Mémoire impressionée», en Cahiers du cinéma, n. 474, 1993, p. 40. 8 Citado por David Williams en Wakeman, John (ed.), World Film Directors Vol. I, Nueva York, H. W. Wilson, 1987, p. 802. 5

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en espacios a medio definir, lo que sugiere una variedad de entradas a nuevas dimensiones». Hou consigue «hacer que lo visible del fotograma se despliegue… hacia el mundo que se extiende más allá de sus parámetros»9. Su forma de trabajar la luz, increíblemente original, permite crear espacios perforados o (según el término de Gilles Deleuze y Felix Guattari) intersticios: fotogramas que son como coladores por los que se escapa cualquier centro de expresión o punto de enfoque. Esto da lugar a su correspondiente narrativa con lagunas, que presenta a personajes que tienen huecos donde Occidente pone egos. Hou prefiere los contrastes, las referencias, el significado alusivo. «Lo que me interesa no es seguir la acción, “verla con claridad” sino subrayar las lagunas, los agujeros, los signos de interrogación. Me mantengo alejado de la acción, no la sigo en todos sus detalles sino que me sitúo en el sentido general de un acontecimiento»10. Un estética general de lo translúcido, interiores en tonos rosados, la neblina azul del crepúsculo o la luz suave y difusa de una lámpara de aceite: Hou trabaja con estos elementos como si fueran un sónar (el piso de Good Men, Good Women se ha comparado con un acuario, el sonido de Goodbye, South, Goodbye ha sido descrito como un magma). Se dan a menudo los contrastes, pero jamás con el carácter expresionista del cine negro. Una forma de claroscuro le proporciona porosidad al espacio, más que profundidad de campo. En todas las formas, Hou trata de dominar la «gama completa entre la oscuridad y la luz»11. Sus personajes no pueden hacer frente a sus problemas más inmediatos, tal y como Burdeau los enumera: «Sus recuerdos (Good Men, Good Women y The Puppetmaster), el contexto histórico en el que viven (A City of Sadness [Ciudad doliente] [1989]), sus proyectos (The Boys of Fengkuei [Los chicos de Fengkuei] [1983] y Goodbye, South, Goodbye) o sus asuntos amorosos (Dust in the Wind [1987], Flowers of Shanghai)»12. Jones vincula todo esto con lo que considera la problemática fundamental de Hou: cómo estos personajes «han ido a dar con su propio destino, cómo han llegado hasta 9

Jones, Kent, «Cinema with a Roof over its Head», en Film Comment, septiembre-octubre 1999, p. 47. 10 De Baecque, Antoine; Mazabrard, Colette; Strauss, Frédéric, «Le temps suspendu. Entretien avec Hou Hsiao-hsien», en Cahiers du cinéma, n. 438, 1990, p. 28. 11 Burdeau, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 169. 12 Burdeau, «Les aléas de l’indirect», op. cit., p. 33.

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este lugar en particular en este momento particular bajo este conjunto de circunstancias determinado»13. Quizá esto sea demasiado existencialista como para explicar la singularidad de Hou. Si, como señala Jones con tanta perspicacia, «se le permite a cada espacio existir por sí mismo», entonces la pregunta se convierte en una cuestión cosmogénetica: cómo esta realidad puede ser, por momentos, real o virtual y por qué «todo lo visible está en el umbral entre lo que se muestra y lo que permanece oculto»14. Hou desarrolla o, más bien, disipa, el espacio-tiempo del cine occidental. Sus espacios perforados distribuyen la luz de una forma increíblemente inventiva, revelando temas derivados de esta luz: conjuntos de símbolos y de emociones, figuras fantasmagóricas o «hechos energéticos», como dice Burdeau15. En palabras del filósofo taoísta Lie-Tzeu, citado por Stéphane Bouquet: «Caminas sin saber qué te mueve, te paras sin saber qué te detiene, comes sin saber cómo digieres. Todo lo que eres es un efecto de la irresistible emanación cósmica. Por lo tanto, ¿qué te pertenece?»16. Hou podría responder: te pertenece toda aquella forma que la luz te conceda, por poco que ésta dure. En ocasiones Hou recuerda a Samuel Beckett, cuando aparece esa atmósfera de resignada perseverancia. Cuando todo está dicho y hecho, ello «continúa», el ser es conato, ello persevera. Ésta es la razón de que la repetición (de lugares, escenas, gestos) tenga un papel tan importante en las películas de Hou. A través de situaciones repetidas insistentemente, Hou redefine y vuelve a trazar sus unidades de espacio-tiempo. De ese modo, la repetición deshace la linealidad del cine narrativo, sustituyendo el nudo o desarrollo por el pasaje y la modulación. A través de la repetición, se trastornan todos los ejes. Y la consecuencia de todo esto para el espacio ético es que no hay un destino al que el hombre esté subyugado. Sólo existe la vida y la luz y las imágenes impersonales que se crean y se deshacen sin cesar. Los críticos no dudan de que la intención de Hou en Millennium Mambo (2001) es poner a examen la trastornada y desorientada percepción característica del mundo contemporáneo: una percepción 13

Jones, Kent, op. cit., p. 47. Burdeau, «Goodbye, South, Goodbye», op. cit., p. 169. Burdeau, «Les aléas de l’indirect», op. cit., p. 33. 16 Bouquet, Stéphane, «Un peu de danse ne fait pas de mal, ou deux ou trois choses sur la place de spectateur», en Cahiers du cinéma, n. 516, 1997, p. 42. 14 15

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que atestigua en su «superposición de capas cromáticas iridiscentes, sus magníficos planos electrónicos, su ondulante variación de planos, entre lo atonal y lo explosivo»17. El propio Hou afirma: «La historia de Taiwán ha quedado atrás en mi carrera. Ahora quiero filmar el presente»18. La película, por tanto, no es tan sólo un espectáculo audiovisual. A pesar de la cualidad de ensueño de las imágenes, Millennium Mambo no tiene nada que ver con los sueños. Es una película sobre la memoria: sobre la memoria como algo que puede habitarnos o ser habitado, que puede perseguir o ser perseguido. Si los bloques de recuerdos parecen estar, literalmente, teñidos de distintos colores, es porque son imágenes-memoria que comprenden momentos y vidas individuales que cobraron vida sólo cuando la luz y los colores los aislaron. Estos estados luminosos incluyen todos los colores, texturas e intensidades imaginables en una lección sobre la esencia de la luz, que abarca desde la luz solar natural hasta la turbia luminosidad de las imágenes de los circuitos cerrados de televisión. La elección del entorno de un club techno es esencial para el proyecto de Hou. Como observa sagazmente Didier Peron: «Si, contra la supremacía de la melodía, el techno se ocupa de las texturas de los sonidos, secuencias rítmicas, experimentos volumétricos, realizando loops sintéticos en un espacio mental ilocalizable, Hou realiza una mutación equivalente en el cine»19. La película estudia el mundo de los clubs techno y a diversos personajes cuyas vidas se hallan vinculadas a estos espacios, se pregunta qué puede significar en el presente hablar de espacios interiores y exteriores separados (o tiempos-espacio) y analiza la desaparición del umbral entre ellos. Hou explora a través del ritmo los espacios contradictorios de nuestros mundos internos y externos. Él une la luz y el sonido como los dos extremos de una sola fuerza. La película sugiere que, si los tiempos del milenio verdaderamente están «desorientados», si el espacio-tiempo que habitamos ha perdido sus relaciones métricas, y si los individuos han perdido todas sus coordenadas internas y externas, entonces el techno puede aislarse como una de esas fuer17

Peron, Didier, «Terminus Techno», en Libération, 31 de octubre de 2001. Burdeau, Emmanuel, «Rencontre avec Hou Hsiao-hsien», en Frodon, Jean-Michel (ed.), op. cit., p. 104. 19 Ibid. 18

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zas que realiza, simultáneamente, una des- y re-organización de cuerpos y mentes. El personaje de Hao-hao (Chu-hao Tuan) sirve como prototipo de esta tendencia, presentándose como una membrana que late al ritmo de un tocadiscos en la réplica del Blue Club que ha montado en su habitación. ¿Qué significa «memoria» en semejante universo? Para profundizar en esta cuestión, Hou se distancia del ahora mirando al presente desde un tiempo futuro, una voz en off habla sobre acontecimientos ocurridos en 2001 desde una posición de ventaja diez años después. Deleuze: «En esencia la memoria es voz, que habla, que habla consigo misma, o susurra y narra lo ocurrido. De ahí la voz en off que acompaña al flash-back»20. Pero ningún espectador podría confundir los sonidos e imágenes de Millennium Mambo con el flashback de algún narrador; ni, si a eso vamos, podría confundir la voz en off con un narrador. Al principio no fue la palabra sino la luz, la luz de neón. La película empieza con una configuración abstracta que luego deja ver cómo, en realidad, se trata de la iluminación de neón del techo de una entrada de metro bajo el que una joven (Shu Qi) se pasea a grandes zancadas, con la cámara siguiéndola de cerca. Mueve los brazos como si estuviera remando o volando. De pronto, mira a la cámara por encima del hombro. Esta mirada parece decir: sígueme si quieres, pero ¿por qué a mí, qué «mí»? Inmediatamente le responde una voz en off: «Rompió con Hao-hao, pero él siempre la ha encontrado». ¿Explica esto sus miradas a la cámara? A lo mejor cree que él la ha encontrado de nuevo. Parece feliz, liberada porque no sea así. Baja dando saltos las escaleras del metro y desaparece. Ya no es localizable, como un fragmento de transparencia a la deriva. Ésta es Vicky, el tema de la película. Hablará en tercera persona de su propio pasado reciente. ¿O acaso estamos suponiendo demasiado fácilmente que la voz y el cuerpo pertenecen al mismo personaje (incluso si conocemos la voz de la actriz)? Ésta es una cuestión que la película no resuelve en ningún momento. A primera vista lo que este comienzo promete es la imagen de un viaje a través de la memoria de un individuo. Pero Millennium Mambo no es ni una reflexión tierna sobre los días salvajes ni tampoco un simple juego posmoderno y cerebral. El mundo de la película es el de la materia 20

Deleuze, Gilles, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 2009.

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dotada de sensaciones, materia que cobra vida como recuerdos impersonales, como afectos impersonales que o bien se escapan, o bien se aferran a los cuerpos y objetos, materializando las sensaciones. Las palabras de Nicole Brenez resultan muy ajustadas: «Las emociones atraviesan las situaciones, poco importa quién las expresa, siempre y cuando estén ahí»21. Estos afectos suelen estar contenidos en las imágenes en vez de estar disponibles para el espectador a través de la identificación con los personajes: un aspecto esencial del famoso estilo indirecto de Hou al hacer películas. Su experimento está en la misma línea que el proyecto de Baudelaire tal y como lo interpreta Foucault: «El gran valor del presente es indisociable de la desesperada impaciencia por imaginarlo, imaginarlo de otra forma distinta de la que es, y transformarlo, no destruyéndolo, sino comprendiéndolo tal como es»22. La elección del entorno de una discoteca y su música resulta vital también aquí. El techno está extremadamente vinculado al presente: su función es precisamente adueñarse del cuerpo del bailarín, convirtiéndolo en un autómata que existe en un puro «ser o estar aquí». Hou crea la oportunidad perfecta para diseccionar ese «ser-aquí», para revelar de qué está compuesto. La voz en off, que va y viene, busca en la memoria del presente, abre agujeros en él para llegar hasta «lo que es», una imagen pura del presente, que ofrezca una apertura hacia el futuro, que proporcione una visión de la vida que está por llegar. El presente así representado se divide en imágenes sonoras y visuales; la voz en off parece tirar de las imágenes en un sentido, mientras que la incesante pulsación techno tira de ellas en sentido contrario. Precisamente cuando nuestros ojos se ven arrastrados en uno u otro sentido, nuestros oídos conectan y desconectan de esa pulsación constante, que funciona como un parpadeo para el recuerdo visual: tanto como una evocación o una entrada al recuerdo como un bloqueo para impedir que se alojen o se asienten en la memoria. Las películas de Hou se encuentran en el umbral de nuestra capacidad de percepción. Aquí, la homogeneidad de la pulsación se 21

Brenez, Nicole, «The Actor in (the) Place of the Edit», en Senses of Cinema, n. 21, 2002. http://www.sensesofcinema.com/contents/02/21/sd_actor_edit.html. 22 Foucault, Michel, «¿Qué es la ilustración?», en Saber y verdad, Madrid, Ediciones de La Piqueta, 1991.

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opone a lo que mayoritariamente son los planos-retrato y otras imágenes desprovistas de acontecimientos, que mantienen el ojo y el oído del espectador ocupando dos espacios distintos. La música y la voz en off, que debería proporcionar la unificación convencional de las imágenes, están expuestas a una disfunción: la pulsación no te arrastra consigo, no se mete en tu sistema nervioso como lo hace, por ejemplo, en Trainspotting (1995). Se queda flotando, en cambio, un tanto distante del espectador; de hecho a menudo tiene una cualidad amenazadora (como la dimensión sonora de un mal viaje) antes de convertirse, después de un tiempo, en un «punto sordo». La pulsación techno tiene la misma función que el teléfono móvil en Goodbye, South, Goodbye: «Este sonido repetitivo acaba por convertirse en un motivo de irritación, arrastrando toda la escena con él y casi anulando la imagen: ya no se ve nada más que este sonido»23. Shelly Kraicer considera que «la música dance define la pulsación de sus planos, la dirección de la cámara, los infinitos loops dentro de loops de su cronología en espiral»24. Pero el uso de la pulsación es más complejo y ambiguo. Es precisamente en las imágenes visuales donde Hou crea un verdadero ritmo, en el sentido en el que Olivier Messiaen define el ritmo como aquello que no tiene una pulsación constante. El estilo visual de Hou está desarticulado, carece de coordenadas o medidas. Este choque entre los ritmos sonoros y visuales es lo que da lugar a los efectos únicos de Millennium Mambo. La estructura de la película resulta intrigante. Hay seis bloques aislables de imágenes audiovisuales, como burbujas plasmáticas de espacio-tiempo, cada una de ellas separada por un umbral móvil y acompañada de una voz en off. ¿Cómo se ocupa cada bloque? ¿Cuáles son sus límites internos? ¿Cuáles son los umbrales entre los bloques y qué es capaz de atravesarlos? El guionista Chu Tien-lu describe la forma de componer The Puppetmaster: «Como juntar nubes que pasan»25. Resulta imposible medir los límites de estos bloques 23

Lavin, Mathias, «Plans écliptiques (Goodbye, South, Goodbye)», en Cinergon, n. 11, 2001, p. 98. Kraicer, Shelly, «East Asian Films at the 26th Toronto Film Festival», en Senses of Cinema, n. 17, 2001. http://www.sensesofcinema.com/contents/01/17/toronto_east_asia.html. 25 Citado en Klinger, Gabe, «Decoding Hou: Analizing Structural Coincidences in The Puppetmaster», en Senses of Cinema, n. 8, 2000. http://www.sensesofcinema.com/contents/00/8/ puppetmaster.html. 24

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o nubes: se solapan y se alejan entre sí. No hay una lógica definitiva, consistente y articulable, que guíe la trayectoria de esos umbrales cambiantes y las modulaciones entre bloques, más allá del apenas perceptible «paso de un estado luminoso a otro»26. La película encuentra un ejemplar equivalente formal para su elección como tema de un mundo sin coordenadas o puntos de referencias aislables. Kraicer sugiere que Hou ha alterado substancialmente sus preferencias estéticas en el modo en el que «dirige los ojos del espectador». En Millennium Mambo se opone a la forma en que habitualmente «explora el espacio que despliega ante nosotros»27. Pero no hay ninguna necesidad de considerar esto como una regresión respecto de la radicalidad formal y narrativa de sus dos películas anteriores. Esta vez sí que se acerca más a los cuerpos, rodando a menudo en un primer plano abierto y con poca profundidad de campo, pero, al hacerlo, lleva aún más lejos sus experimentos con lo que Bergala denomina «el plano de acuario»: la concentración de cuerpos y objetos en un espacio o decorado cerrado28. El espectador se topa con el cuerpo de Vicky como si fuera una «persona desaparecida», una criatura que le pide al director y al espectador: «¡Sitúame, por favor! ¡Dame algunas coordenadas!». Si la película anterior lograba desplazar el punto de vista, sobre todo a través del uso de los movimientos en grupo, entonces Millennium Mambo trata desesperadamente de permanecer junto al cuerpo para que la imagen completa no implosione o se salga de la pantalla. La cámara se recrea en el cuerpo de Vicky, pero no se parece en nada a lo que Godard hizo con Myriem Roussel en Je vous salue, Marie [Yo te saludo, María] (1984) para demostrar la impenetrabilidad del cuerpo. Hou demuestra su porosidad, afirma su excesiva penetrabilidad, su propensión a la descomposición. ¿Es ésta la verdadera razón de la aparente vuelta de Hou al cine de un solo personaje? Sus experimentos poéticos se han desarrollado desde las exploraciones de la memoria histórica hasta el espacio poroso de lo cotidiano, la filmación de vidas saliéndose de foco y de campo. Ahora puede investigar la porosidad del individuo contemporáneo, desgarrado interiormente, o más bien, vuelto del revés; 26 27 28

Bergala, Alain, op. cit., p. 177. Deleuze, Gilles, La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2003. Bouquet, Stéphane, «Un art qui transporte», en Cahiers du cinema, n. 512, 1997, p. 25.

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cuerpos sometidos a la automatización por parte de las fuerzas dominantes «como si estuvieran bajo un hechizo» (como dice Vicky), cuerpos protésicos que rechazan la identidad y la intencionalidad con la ayuda de las drogas y el alcohol, sin elección o resistencia, pero exponiéndose a ser encontrados, localizados. Tomemos por ejemplo las magníficas escenas en las que Vicky vuelve de marcha y Hao-hao la husmea, como si pasara un detector por su cuerpo. ¿Qué está buscando? ¿Indicios de actividad sexual? ¿De humanidad? ¿Está buscando grietas, agujeros a través de los que poder llegar a lo que está en el interior? La gran novedad de Millennium Mambo frente a las películas anteriores de Hou es la manera en que proyecta en la superficie misma de los cuerpos el traspaso de límites y umbrales. Quizá Hou consigue que la misma superficie se vuelva porosa al allanar el espacio (como si creyera que ha agotado todas las posibilidades del claroscuro y la profundidad de campo en sus películas sobre la historia y la memoria), sustituyendo los espacios agujereados de sus primeras películas por unos colores desquiciados, al estilo del fovismo, que se deslizan por la superficie de la pantalla. De esta forma, el cuerpo queda fragmentado… por la luz, el color, por toda la variedad de efectos reverberantes y estroboscópicos, la intensificación de los colores vívidos hasta convertirse en «pura incandescencia o una luz terriblemente brillante que ha quemado el mundo y a sus criaturas»29. En lo que se refiere a la temática de la degeneración visual, en un mundo en el que el ser es luz, el personaje de Jack ( Jack Kao) resulta esencial. «No está aquí», insiste Vicky; no se refiere tan sólo a que esté ilocalizable en Japón, sino a una incapacidad ontológica fundamental de localizarle. Jack existe sólo tecnológicamente: una voz virtual y una imagen virtual. En una secuencia extraordinaria, Jack vuelve a su apartamento; le vemos entrar a través de la pantalla del circuito cerrado de televisión, pero no hay ninguna otra prueba sustancial de este hecho aparte de la imagen de vídeo. Vicky está allí tumbada, durmiendo, y Jack, como un vampiro, ronda por el espacio. Ni ella ni nosotros tenemos las coordenadas espaciales de esta criatura subjetivamente insustancial, ilocalizable. Desaparece poco después, dejando nada más que un mensaje de voz en el contestador del móvil. 29

Kraicer, Shelly, op. cit.

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En el bloque-imagen final de la película (último para el espectador pero que, en esencia, es tan sólo un momento dentro de un circuito) «ella» (la sonda-memoria) consigue penetrar el magma y «encontrar una imagen». El que esto esté relacionado con la nieve tiene una cierta inevitabilidad porque la nieve es precisamente la sustancia que cuaja. Aquí hay algo que se «asienta» en la memoria, incluso si la imagen es de una metamorfosis o de un deshacimiento, a través de la cual se dota de sentido a su relación con Hao-hao, a la transmutación vampírica de Hao-hao, que desaparece al amanecer «igual que un muñeco de nieve». Malestar, apatía, inercia, melancolía, autismo, fatalismo, tedio, lasitud, vacuidad: éstas son las palabras con las que los críticos se han referido a la actitud hacia la vida predominante en los personajes más recientes de Hou. Pero su misma disparidad atestigua la resistencia del director a crear ningún gancho afectivo sencillo para el espectador, lo que puede constituir uno de sus mayores logros estéticos y narrativos. A él no le interesa juzgar al individuo contemporáneo, sino, más bien, trazar las coordenadas vitales del individuo contemporáneo.

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Tras el 11 de septiembre de 2001

Reflexiones sobre la multinacionalización del cine Nataša Durovičová y Jonathan Rosenbaum

JONATHAN ROSENBAUM: Como alguien que se crió en Bratislava (la antigua Checoslovaquia) y en Uppsala, Suecia, y que habla y lee seis idiomas (eslovaco, alemán, ruso, sueco, francés e italiano), además de poder leer como mínimo otros cinco (checo, polaco, serbocroata, noruego y danés) estoy seguro que en muchas ocasiones has reflexionado sobre las diferencias nacionales. De hecho, el área de investigación en la que te has especializado durante la pasada década (las primeras películas habladas rodadas en diferentes idiomas tanto en Hollywood como en Europa) se centra, en parte, en este asunto. ¿Cómo explicarías el hecho de que, hoy en día, cuando los mercados globalizados e internet parecen obligar a los países a saber cada vez más del resto (o al menos de los productos culturales de los demás, como las películas) la población estadounidense parezca ser más aislacionista incluso que durante la Guerra Fría? ¿No es más que un efecto secundario de las prácticas de marketing, o apunta a una tendencia ideológica, independiente de estas prácticas? ¿O no estás de acuerdo con las presunciones en las que se apoya mi pregunta?

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NATAŠA DUROVIČOVÁ: No se trata de que no esté de acuerdo con tu premisa, pero puede que mi escala temporal sea distinta de la tuya, lo bastante como para que yo vea la situación de una forma un poco diferente. Y el 11 de septiembre de 2001 verdaderamente sirve para medir esa diferencia, porque establece un periodo, un fin, el fin de una época. Lo que yo me pregunto es si no sería más acertado decir que Estados Unidos no era, ni con mucho, tan aislacionista durante la Guerra Fría como lo ha sido durante la última década, entre 1989 y los atentados de septiembre de 2001. Porque, se diga lo que se diga de la Guerra Fría, seguramente su rasgo constitutivo fue la existencia ineludible y bien definida de un «Otro», y en este sentido el bloque soviético formaba siempre parte, de una forma u otra, del campo de visión general, ya fuera para los políticos o la gente corriente de Estados Unidos. En mayor medida, por supuesto, en su aspecto negativo, como «Cuba», luego «Vietnam» y, más tarde, «la amenaza nuclear». Pero muchos de los conceptos/ideas mundiales, que hoy en día empleamos habitualmente (ecología, derechos humanos), ocupan el centro de atención gracias al esfuerzo que durante cuarenta años Estados Unidos realizó para derrotar a este «Otro», en un juego a escala mundial (la ecología como una forma de demostrar que nos importa el mundo más que a los directores de Chernóbil, los derechos humanos para demostrar que nosotros nos preocupamos por los ciudadanos y la esfera pública más que esos tipos de Moscú, etc.). Durante los últimos cuarenta años, la mayor parte de lo que los estudiantes de las universidades norteamericanas han aprendido de lenguas y culturas extranjeras ha sido dentro de los programas de los denominados «estudios de área»: los programas sudasiáticos, de Oriente Próximo, latinoamericanos, rusos, que se fundaron inmediatamente después de la II Guerra Mundial para crear expertos en cultura e idiomas, fuera de la dominante cultura media de la Ivy League1 francesa. Debido a la rápida atrofia de estos programas durante la última década, el servicio de inteligencia norteamericano se ha visto obligado a subcontratar los servicios de interpretación de la Iglesia Mormona (la cual todavía obliga sin compasión a sus miles de misioneros a aprender dialectos mongoles minoritarios o el wolof, 1

En Estados Unidos se llama Ivy League al grupo de universidades de la Costa Este de mayor antigüedad del país y que gozan de un gran prestigio académico.

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además de idiomas con un número mayor de hablantes, como el árabe y el polaco). En el caso del cine, este internacionalismo fue innegable y omnipresente por lo menos desde mediados de los años cincuenta hasta principios de los setenta. Si echas un vistazo al catálogo de películas de ficción del American Film Institute, correspondiente al periodo de 1960-1970, verás que la misma definición de «americano» se diluye totalmente durante esa década. Casi todas las películas, de las aproximadamente 2.000 incluidas en esta lista, tienen algún tipo de participación «extranjera»: actores, localizaciones, productores, temas, etc. No es que Ingmar Bergman fuera un nombre muy conocido en Estados Unidos en 1965, pero es innegable que, al menos en sus películas, el mundo exterior era una fuente de emoción buena y constante, o de novedad, o de atractivo. Lo mismo vale tanto para James Bond, Julie Christie, el cine erótico europeo y los spaghetti westerns como para Rambo, Apocalypse Now (1979), Queimada! [¡Quemada!] (1969) o Bernardo Bertolucci, por no hablar de Jean-Luc Godard. Una actriz como Meryl Streep podía alcanzar el estrellato (de acuerdo, una especie de estrellato) basándose en su habilidad para actuar simulando tener acento. Resulta realmente llamativo cómo el cine norteamericano recuperó su poderío mundial a mediados de los años setenta, con la doble estrategia de Lucas: por un lado, con la proto-mundial, no-local y absolutamente sintética Star Wars (1977); por el otro, con American Graffiti (1973), con sus hiperprecisas coordenadas espacio-temporales de Bakersfield, California, alrededor de 1960. Cualquier mundo que hubiera entre la Luna y la Costa Oeste, poco a poco, dejó de importar. Sin duda, el aislacionismo que tú señalas es la consecuencia de la sorpresa profunda y general ante el hecho de que Norteamérica pudiera provocar una hostilidad lo suficientemente intensa como para provocar los atentados de septiembre. Y esa sorpresa es una consecuencia directa de la situación posterior a 1989, del cambio de un sistema mundial bipolar a uno mono-polar. Los monopolios tienden a no (tener que) escuchar: la práctica supresión de las corresponsalías en el extranjero por parte de los principales periódicos y cadenas, que se ha podido percibir a lo largo de la última década, resulta un buen ejemplo. Cuanto más accesible es el mundo, tanto menos importante resulta acceder a él, salvo en nuestros propios términos. Pero me pregunto si la simultánea proliferación de

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tecnologías que hacen más accesible todos los otros mundo-espacios, así como nuestro pasado más inmediato, no tendrá inmediatamente el efecto opuesto en el deseo de averiguar realmente algo sobre ello. No hay duda de que es más fácil para ti o para mí, sentados delante del ordenador y a una corta distancia de una biblioteca universitaria, tener ahora un mejor acceso al cine malayo o italiano del que teníamos antes de que fuera tan común la unión entre el vídeo e internet. Pero, al mismo tiempo, el apremio por encontrarlo, y la impaciencia, la curiosidad por saber cómo será, parecen haberse atrofiado gradualmente; ciertamente en proporción a lo que es posible. Ahora Bollywood tiene sus propias tiendas de alquiler de vídeo en las periferias de las ciudades, algo tan análogo y tan invisible para la corriente cultural norteamericana dominante como el enorme surtido de vídeos asiáticos sin subtitular disponibles desde hace tiempo detrás del mostrador de las tiendas de ultramarinos «orientales» locales. Todos hemos pasado por la experiencia de ser demasiado vagos y estar demasiado ocupados como para ver ese drama familiar vietnamita (sin subtítulos) y un marketing segmentado ha venido en nuestro rescate, por así decirlo, ofreciéndonos una herramienta muy útil y muy perniciosa para no tener que enfrentarnos con este torrente de material nuevo y sin clasificar. La expectativa más extendida hoy en día es que, a menos que algún tipo de eslogan publicitario me ponga sobre aviso y me lo traduzca, la experiencia por la que voy a pagar es, probablemente, demasiado incierta como para que merezca la pena el esfuerzo: ante la duda, elige una marca comercial. En Norteamérica, por ejemplo, existe desde hace tiempo, al menos desde mediados de los años veinte, la estrategia de meter en el cajón del «arte y ensayo» cualquier cosa extranjera que aparezca en pantalla. El consenso nunca cuestionado de nuestra tradición social (formulado por unos medios de comunicación guiados exclusivamente por la publicidad) es que la primera obligación del producto cultural es garantizar el placer; es decir, entretener; es decir, evitar todo riesgo. El término «arte y ensayo» y, por tanto, cualquier cosa extranjera (una estrategia cuidadosa y deliberadamente cultivada, tanto en la prensa del gremio cinematográfico norteamericano como en Hollywood, es hacer pasar este concepto por el antónimo de la idea de «diversión») era equivalente a una advertencia de peligro tóxico.

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Los años noventa, de veras, tienen otras semejanzas con los años veinte. En ambos momentos, hubo un tsunami de exportaciones norteamericanas de todo tipo tras la reconstrucción de un nuevo orden de posguerra, y llenó varios vacíos: consumistas y sociales. Pero, en ambos momentos, esta americanización de los medios de comunicación no se produjo necesariamente porque los mercados locales ansiaran los productos estadounidenses (tal y como los ideólogos del mercado querían, y quieren todavía, que creamos), sino que también se debió a las presiones políticas directas de la maquinaria diplomática de Estados Unidos. En los años veinte, este proceso tuvo lugar con el escenario de fondo de las deudas e indemnizaciones de guerra; en los años noventa, con el telón de fondo de los debates del GATT2 y los acuerdos de libre comercio. Pero en ambos casos, tanto Washington como Hollywood llevaron a cabo una campaña para permitir la libre «circulación» de películas norteamericanas en el resto del mundo. Y en ambos periodos se predicó y adornó esta enorme ola de exportaciones con una mezcla de publicidad e «inglés genérico en los medios de comunicación», un inglés «enriquecido» no sólo con los términos clave de las nuevas tecnologías, sino también con un conjunto de nombres de marcas comerciales («McDonalización» sería el ejemplo fundamental, «CNN» sería otro). Me pregunto si esta lengua franca, este «omni-inglés» elástico y comercial (y, por tanto, sin demasiadas reglas) no será una especie de pantalla de percepción que impide, cada vez más, que los norteamericanos imaginen un mundo distinto al suyo. Aunque, por una parte, proporcione una herramienta esencial para una comunicación universal eficiente, de forma muy parecida al latín para los botánicos, y permita a las enormes masas entenderse, aunque sea mínimamente, este «inglés mundial», decididamente sin refinar, sin raíces, oscurece precisamente todo aquello que se pierde en la traducción: el matiz, la tradición, la maestría, el estilo personal. En la mayoría de las demás sociedades, un segundo idioma forma parte de la rutina diaria y constituye una necesidad incontestable. E internet, hoy en día, amplía aún más lo que otras formas de la cultura de masas, reproducidas mecánicamente, han estado 2

Siglas en inglés del «Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio» o «General Agreement on Tariffs and Trade» (N. de la T.).

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difundiendo al menos desde la época del jazz, seguida de la llegada del cine sonoro. En la distancia que separa al idioma principal del secundario nace una conciencia determinada de lo que significa vivir al otro lado de una barrera lingüística. En el peor de los casos, esto puede traducirse en un nacionalismo patológico, que posteriormente puede llevar a la guerra. Pero el Estados Unidos oficial, al operar cada vez más dentro de esta invisible y aislante burbuja de monolingüismo, no sólo impide el conocimiento del «Otro» en sus propios términos, sino que reduce a cualquiera que quiera dirigirse a él a la condición de siempre-imperfecto. Antes, los jefes de Estado o los altos mandatarios solían utilizar su lengua materna para mantener la dignidad (por no hablar de ganar tiempo para pensar) y empleaban a intérpretes para las ocasiones oficiales. Cada vez más, sin embargo, todos (incluidos los franceses) se sienten obligados a hablar en un inglés más o menos claro y suenan, a veces más, a veces menos, como el ayudante extranjero del profesor que solía haber en clase de matemáticas. Dale la vuelta a la imagen e imagínate a Dick Cheney dirigiéndose al politburó en Beijing en un chino mediocre. O a George W. Bush buscando apoyos en la OTAN en un alemán con acento. En el orden mundial actual, las reglas del juego están escritas en inglés. Sin embargo, de forma similar a esos folletos de instrucciones plastificados que te dan en los aviones, te dicen que si no lo entiendes, por favor, se lo digas al auxiliar de vuelo (algo imposible si uno no entiende el idioma único en el que está escrito el folleto). Esta falacia monolingüe resulta, por lo general, invisible para sus principales víctimas. No se trata tanto de ser capaz de distinguir si Osama bin Laden nos habla en árabe, urdu o pastún, en esas cintas de vídeo que se supone que no debemos ver y de las que no debemos saber demasiado. Se trata de ser capaces de hacer esta pregunta. Algo fácilmente olvidado en un universo en el que ninguna película subtitulada, es decir, ninguna banda sonora que no sea en inglés, ha penetrado jamás en los cines fortificados de los centros comerciales, hasta el éxito sorpresa del año pasado, Crouching Tiger, Hidden Dragon (2000). Imagino que un contexto parecido a éste puede servir para explicar la reciente Dancer in the Dark (2001) de Lars von Trier. Como si hubiera procurado escapar de la patrulla de los distribuidores estadounidenses de cine de arte y ensayo y liberarse del gueto de los festivales, se esforzó mucho por lograr un lenguaje aceptable para

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una audiencia más amplia, con el objetivo de mostrar a los norteamericanos cómo podría verse su país desde el otro lado. A diferencia de la mayoría de cineastas extranjeros que intentan rodar su «película norteamericana» trabajando en un entorno estadounidense, Von Trier se dirige en sus propios términos lingüísticos a Estados Unidos desde otro entorno. Su costa noroeste del Pacífico, inquietantemente bien «interpretada» por una localización danesa, está habitada por unos personajes genéricos, familiares de las películas norteamericanas, interpretados, como es costumbre, por grandes estrellas (Deneuve, Björk) y que supuestamente rinden homenaje al más típicamente norteamericano de todos los géneros: el musical. Sin embargo, Von Trier utiliza este idioma «vernáculo de Hollywood» no sólo para atraer a una mayor audiencia, sino también para calzarles un tratado moral sobre la «crueldad de la pena de muerte» (siendo la pena de muerte uno de los temas en torno al que mayoritariamente el anti-americanismo ha cristalizado en gran parte de Europa durante la pasada década). Así que la película no es sólo un caso de bravuconería (anti-Dogma), el ensayo de una ópera trágica con el estilo de un musical; es también, creo, un intento de dirigir una carta a los norteamericanos en su propio idioma, de decir algo como: «Esto es lo que nos parecéis desde donde estamos». Y por ello está escrita en un lenguaje de entretenimiento que resulta, de alguna forma, familiar y aceptable para el público estadounidense. Al final, resultó que el acento era demasiado fuerte y el «mensaje» quedó condenado a quedarse fuera del recinto de los centros comerciales. No estoy tratando de argumentar indiscriminadamente a favor de la película; sólo digo que lo que tenía que decir y cómo lo decía nos puede proporcionar una visión particular y externa de los Estados Unidos. Que si alguien quería aguantar su «chapurreo de inglés de Hollywood», por así decirlo, podía escuchar una alerta temprana, incluso una interesante respuesta a la cuestión clave posterior al 11 de septiembre de 2001: ¿por qué nos odian? JR: Lo que me resulta fascinante de tu comparación entre los años veinte y los noventa (con la avalancha de exportaciones norteamericanas llenando en ambos casos «diferentes vacíos» en el periodo subsiguiente a «la reorganización de un orden de posguerra») es cómo éste también describe perfectamente el Plan Marshall de mediados de los años cuarenta, que facilitó el redescubrimiento del

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cine norteamericano por parte de la crítica francesa durante los años cincuenta, el preludio de la politique des auteurs. A su vez, esto inspiró la teoría norteamericana de auteur de la década de los años sesenta, que concedía valor a directores como Hitchcock, Hawks, Sirk, Ray y Fuller, elevando así de categoría al cine norteamericano en cuanto se le consideró un artículo de exportación con estilo. Sinceramente, así es como yo aprendí a apreciar a la mayoría de estos directores y estaba lejos de ser el único. En otras palabras, en los sesenta, cuando un cierto internacionalismo en la cultura norteamericana estaba alcanzando su punto álgido (la mayoría de mis contemporáneos la consideran todavía la Época Dorada del cine, en parte porque parecía desarrollarse de forma pareja al descubrimiento más amplio del planeta), paradójicamente se hizo posible de nuevo para los norteamericanos tomarse el cine norteamericano seriamente como un arte, por primera vez desde los años veinte. Desgraciadamente, esto degeneró al final en algo parecido a un criterio exclusivo, cuyos precursores fueron, en parte, críticos como Pauline Kael con respecto a películas como Bonnie and Clyde (1967), The Godfather (1972) y The Godfather Part II [El Padrino. Parte II] (1974), que absorbió las influencias europeas de la misma forma que Estados Unidos tiende a absorber a sus inmigrantes (como François Truffaut en el primer caso y Luchino Visconti en el segundo), hasta el punto de que efectivamente se vuelven invisibles, o innecesarios. Misión cumplida, se podría decir: el cine norteamericano podía volver a pretender que era el que dictaba las reglas del juego, un monopolio cultural que se ha mantenido desde entonces. Sin embargo, hay otro aspecto que hace falta estudiar: la desaparición de la nacionalidad como tal que acompaña a la globalización, una desaparición que afecta tanto a Estados Unidos como al resto del mundo. Tal y como propongo en mi libro Movie Wars3, «McDonalización» no es lo mismo que «americanización» (pensemos que en los McDonalds de Tokio se vende sopa de maíz) y también he sostenido, en otras ocasiones, que en el momento en que se instalen máquinas de Coca-Cola en Teherán, Estados Unidos dejará de tomar las huellas dactilares a todo iraní que cruza sus fronteras. Porque lo paradójico sobre el aparente aumento de 3

Rosenbaum, Jonathan, Movie Wars, Nueva York, A Capella, 2000.

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tribalismo en todo del mundo es el hecho de que, hoy en día, los países se definen exclusivamente como mercados, hasta el punto de que, hablando existencialmente, podría decirse que se están convirtiendo en mercados. Del mismo modo que la mayoría de países empieza a compartir la misma cultura mundial, en el mismo monótono «inglés mundial», podría decirse incluso que tenemos más cosas en común que en el pasado. Aun así, los que dirigen el mercado están convencidos de que somos muy diferentes entre nosotros, principalmente porque, en teoría, necesitamos campañas publicitarias muy distintas. La verdad es que soy más que escéptico al respecto. Lo terrible es que, de alguna forma, estamos dejando que la gente que idea las campañas publicitarias nos diga quiénes somos; algo que, normalmente, significa también quiénes no se supone que debemos ser. ND: Puede que tengas razón al decir que entre nosotros tenemos más similitudes que diferencias. Pero creo que hay que añadir algo esencial: lo que nos hace «personas» a ti y a mí es la posibilidad de decidir de qué forma yo me veo a mí misma parecida a ti y en qué forma considero que me distingo de ti, así como del resto del mundo. Idioma, medio ambiente, discursos políticos, comida, la crianza de los hijos... podemos decir que éstos pueden ser algunos de los ámbitos emocionales en los que buscamos solidaridad entre nosotros y los otros. La memoria, el sexo, el olfato, el espacio, el arte, pueden ser ámbitos en los que, en el mejor sentido romántico, preferiría hacer un mayor hincapié en las diferencias que en las semejanzas. Y puede que el cine confunda lo que tú considerabas tus «diferencias» y tus «semejanzas». Así, el sonido de los zapatos de tacón de Maggie Cheung subiendo las escaleras del edificio donde tiene su apartamento, puede que te haga sentir que encuentras eco en tu propio interior, mientras que la idea de la «familia universal» en la que claramente se inspiró Mira Nair para Monsoon Wedding [La boda del monzón] (2001) le da un significado nuevo, aunque sea aún más aterrador, a la idea de lo «tribal». Eso es lo que una película, anclada siempre en un momento particular, concreto, puede hacer: ofrece una superficie sensible latente, por así decir, en la que podemos encontrar un eco, en mayor o menor grado y según lo que esté siendo mostrado. Lo mismo que decía Adrian. En la soledad y la unión que genera la sala de cine

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uno se siente seguro para avanzar en uno u otro sentido (y por aquí transcurre mi reflexión en torno al debate actual sobre TV/DVD). Si elijo y veo una película a solas, estoy predispuesto a elegir una apuesta más segura. En una sala de cine, incluso una película que te haga sentir demasiado diferente, insensible a las ideas y texturas en las que te ves inmerso (en otras palabras, una película que no te gusta nada), aún así, te atrapa en la red de la unión del público; al final, te ves obligado a prestarle atención. Como en la pregunta anterior, en general estoy de acuerdo contigo, pero me gustaría definir cuáles son las ideas de referencia. Y también voy a dividir en dos partes tu largo comentario/pregunta. En primer lugar, añadir algo más sobre la década tan productiva en las relaciones del cine de Estados Unidos y Europa Occidental durante la Guerra Fría y su legado. En segundo lugar, sobre la relación «autóctona» de Estados Unidos con el nacionalismo, en contraposición a su versión caricaturizada, el «americanismo». Lo que hizo que los años cincuenta y sesenta fueran tan interesantes desde el punto de vista del cine fue que, gracias al Hollywood temporalmente atrofiado por la televisión, lo más importante no era el cine. La primera industria cultural del mundo se encerró en su capullo; como resultado, no sólo salieron a la palestra varias industrias cinematográficas nacionales ( Japón, incluso la India con Ray, los soviéticos «descongelados», y diversas industrias europeas, cada una de las cuales dio lugar a su propia Nueva Ola). Las distintas artes también se mezclaron mejor: el cine se unió más estrechamente con la música (entre el jazz y el rock), la pintura (el expresionismo abstracto y el proto-minimalismo), la literatura (cruzada con la filosofía), incluso con el baile (que alimentó a buena parte del arte corporal o body art que estaba latente y al cine experimental): todos bajo el denominador común de arte pop. El arte pop se quitó el estigma del comercialismo, disolviendo así los últimos vestigios que quedaban de la distinción entre arte mayor/menor, propia de la época anterior a la guerra, con su legado político y su agenda, así como las fronteras formales y de género. Comenzaban a forjarse las herramientas de lo que, una década después, sería identificado en su conjunto como posmodernidad: parodia, pastiche, cita, autoreflexividad. Puede que esto tuviera algo que ver con la relación histórica más estrecha de la industria de la televisión norteamericana con Nueva York, y su dependencia de ella.

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Esta sensibilidad pop se fraguó y se pulió conceptualmente en las emergentes facultades de artes liberales y cine como la Universidad de California (a diferencia de las escuelas de cine profesionales como la Universidad de Southern California, que se había ido fortaleciendo desde finales de los años veinte), y acabó por inspirar a muchos (aunque no a todos) los autores norteamericanos de los años setenta. En contraposición a la viril indiferencia de «soy John Ford, hago películas del Oeste», de la que tanto dependía la cinefilia de los críticos de Cahiers, Lucas legitimó sus narrativas predecibles con ayuda de lo que había aprendido de Lévi-Strauss en la universidad, tal y como lo presentaba Joseph Campbell. «Pueblo» significaba «mercado» desde el ángulo adecuado y en el momento preciso. En la larga época de reaganismo posterior a Vietnam, en un clima intelectual que ensalzaba la actitud rabiosamente antimoderna, antipolítica, antianalítica y pro-pop, segura de sí misma y fuertemente dogmática de una Pauline Kael, Hollywood fue volviendo gradualmente a los productos norteamericanos convencionales, después de haber recuperado su desprecio, absoluto e impertérrito, por las formas «alternativas» del pensamiento cinematográfico. Su desprecio, resultado de un exceso de confianza propio de las facultades de cine, salió a la luz en las ridículas escenas de finales de los años noventa, cuando Spielberg y compañía (que habían crecido en una diluida teoría de autor post-Cahiers) recriminaron reiteradamente a los cineastas europeos, tachándoles de pusilánimes, por querer mantener cierto grado de proteccionismo en las industrias cinematográficas de la Unión Europea, subvencionadas por el Estado. «El genio del sistema»... ¿pero qué hacer cuando Jack Valenti se ha apropiado de Bazin? Durante la siguiente década, aproximadamente, incluso cuando a mediados de los años ochenta el sistema paralelo de la distribución en vídeo se convirtió en algo común y parte del panorama cinematográfico norteamericano en su conjunto, la presencia de otros cines (y aquí me refiero, todavía y sobre todo, al eje europeo) cambió de la presencia de los objetos fílmicos a la presencia de los cineastas. Como apenas se importaban películas que no fueran norteamericanas a Estados Unidos para su proyección en cines, Percy Adlon, Michelangelo Antonioni, Bertolucci, Costa Gravas, Milos Forman, Ivan Passer, Slava Tsukerman, Jerzy Skolimowski, Louis Malle, Nikita Michalkov, Wenders, Sergio Leone, Verhoeven (y luego

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en los años noventa Jean-Jacques Annaud, Emir Kusturica, Lasse Hallstrom, Roland Emmerich, Wolfgang Petersen, Ang Lee, John Woo) optaron por venir en persona, por así decirlo, para traer consigo lo que tenían que decir. Puede que también este fenómeno sea cíclico. En cierta forma, existe una similitud entre este aislamiento progresivo en los ochenta, después de un periodo de relativa apertura, y la retirada paulatina de películas importadas a los Estados Unidos a mediados de los años treinta, después de que hubiesen gozado de una presencia temporal, pero crucial, en la escena cinematográfica norteamericana en los años veinte e incluso a principios de los treinta, justo después de la llegada del sonido. En ambos momentos, la industria del cine norteamericano se consolidó (es decir, como dirían algunos estudiosos hoy en día, «innovó» lo suficiente como para recuperar el espíritu que había perdido en la rutina industrializada). Pero los rescoldos que habían dejado las películas importadas, la plusvalía circulatoria y el caché que habían proporcionado a sus directores y a sus industrias nacionales, les valió para negociar un acuerdo «personal» con Hollywood. Este fenómeno, por sí mismo, no carece de interés. De hecho, propondría la hipótesis de que existe toda una categoría de películas sobre Estados Unidos «vistos de otra forma» y «vistos desde otros lugares», que a menudo llaman la atención sobre acontecimientos/ ámbitos/escenarios/áreas que permanecen invisibles para el observador interno. Piensa en lo extraño que resulta el universo norteamericano de What’s Eating Gilbert Grape? [¿A quién ama Gilbert Grape?] (1993), por no hablar de Paris, Texas (1984) o Rosalie Goes Shopping [Rosalie va de compras] (1989). Pero este fenómeno es un movimiento dialéctico, como un péndulo; y, de hecho, está muy alejado de la evidencia cuasi-física de que hay otros mundos ahí fuera inherentes a las películas «importadas». Olvida a Baudrillard y los simulacros: para mí es importante la documentación antropológica, y, con ella, una especie de «redención física de la realidad», que las películas son las que mejor llevan a cabo: imágenes precisas, luz nítida, voces reales, una temporalidad ligeramente distinta, perspectivas impredecibles, texturas y sonidos radicalmente diferentes, etc. Todo ello son evidencias de que hay otros lugares en el mundo. Un arraigo fenomenológico. Antes de ponernos a discutir si una narrativa particular no es más que otra adaptación local

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de una narrativa clásica de Hollywood o bien una ruptura con sus normas estilísticas, se trata de ver que la gente se suena la nariz de forma diferente en las películas suecas, o que los ascensores de los edificios taiwaneses son los mismos, o cómo son los canalones en Teherán, o la comparación entre la forma de hablar rápido y lento en una película suiza. Y son estas pequeñas pruebas definitivas de las diferencias potenciales en el mundo, tal y como insisto una y otra vez, las que están tan dolorosamente ausentes, no tanto en los catálogos de los videoclubs norteamericanos como en la visión del mundo que en general tiene el país. Creo que a los norteamericanos realmente les han engañado con la mentira orwelliana de que el mercado les está dando exactamente lo que ellos quieren. Sí, sí, lo sé, esta argumentación tiene muchas lagunas en lo que se refiere a las teorías de la representación: Tom Hanks no es un norteamericano común y corriente, sólo lo interpreta, y un cubo de basuras se ve distinto en una película de Wajda y en una de Kieslowski. Pero estoy realmente convencida de que esto es una queja visceral de orden cultural. Del mismo modo, comparto tu inquietud sobre el antiamericanismo sin sentido que hay ahí fuera, producido como un efecto secundario e imprevisto de la circulación asimétrica, así como de la escala de las imágenes. En la pequeña ciudad francesa donde acabo de pasar seis meses, Estados Unidos está presente principalmente en la oferta del videoclub local, y la imagen que surge es una especie de infierno en la tierra, poblado únicamente por hombres violentos y sus coches. Obviamente, esta selección no la ha realizado Jack Valenti o el Departamento de Estado, sino el dueño de la tienda, francés de pura cepa, y responsable de haber añadido un toque de Woody Allen y Robert Altman a la sección de comedia francesa. Pero Estados Unidos todavía provoca miedo en el corazón de una gran parte (probablemente la mayoría) de los ciudadanos de la Unión Europea, acrecentado por los titulares sobre «el Eje del Mal» y las películas hechas para televisión, centradas principalmente en el mundo del crimen, que ocupan la franja nocturna de la mayoría de las cadenas comerciales europeas. El programa de Oprah es lo más parecido a un informe de los temas de actualidad en Estados Unidos que ve el mundo ahí fuera. En el caso de las películas, tener que exportar por necesidad una imagen «de grano grueso» de Estados Unidos al extranjero es algo

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que ha preocupado a los funcionarios norteamericanos desde los años veinte. Y de hecho fue modificada sistemáticamente por la Hays Office, a instancias del Departamento de Estado. El libro de Ruth Vasey, The World According to Hollywood4 cita algunos ejemplos muy interesantes del interés de facto de la censura nacional, durante los años anteriores a la II Guerra Mundial, por restringir la representación más «socialmente corrosiva» de las costumbres norteamericanas. Aunque era la unión de consumismo y sexo lo que se consideraba lo más problemático. Y la OWI5, encargada de la propaganda de los Departamentos de Estado y de Defensa durante y después de la guerra, procuró, en una línea muy parecida, proporcionar una «pantalla de interés nacional» para la fuerte presión ejercida por la MPPDA6 para exportar todo lo que tenía en reserva en cuanto acabara la guerra. Todas las vueltas en torno al cine negro (el hecho de que en Francia se convirtiera en un fetiche, precisamente porque no ofrecía el punto de vista optimista que se podía esperar de Estados Unidos) no habrían tenido lugar si la OWI hubiera conseguido sus propósitos antes de su desmantelamiento. Lo único bueno que puede que salga del desastre del 11-S (en lo que incluyo el derroche de capital moral en el que Estados Unidos ha incurrido instantáneamente a costa de los muertos) es esta idea de Estados Unidos como una «patria», es decir, un hogar. Porque «hogar» es un término cambiante, relacional, como «yo» o «tú» o «allí» y por tanto, inevitablemente, da lugar a unas coordenadas geopolíticas. Así que, si aquí tenemos un «hogar», eso significa, no sólo que no lo tenemos «allí», pongamos en Oriente Próximo; también significa, diría yo, que, cada vez más, muchas personas podrían hacerse responsables de un Estados Unidos que es un «hogar», en vez de una superpotencia, con el correspondiente cambio en la forma de ver las cosas. Quizá el éxito de Michael Moore en el Festival de Cannes de este mes [mayo de 2002] con Bowling for Columbine, tenga algo que ver con todo esto.

4

Vasey, Ruth, The World According to Hollywood, Exeter, University of Exeter Press, 1997. Siglas que en inglés corresponden a la Oficina de Información de Guerra u Office of War Information (N. de la T.). 6 Siglas que en inglés corresponden a la Asociación de Productores y Distribuidores de Películas de Norteamérica o Motion Picture Producers and Distributors of America (N. de la T.). 5

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África y Latinoamérica

El cine y sus migraciones circunatlánticas Catherine Benamou y Lucia Saks

1. Maletas viejas y nuevas Ann Arbor, Bastille Day 2002

Querida Lucia:

Qué bien saber de ti justo cuando estás mudándote de Durban a Johannesburgo y estás preparándote para dar el salto al otro lado del Atlántico. Como descendiente de judíos europeos, nacida y criada en Sudáfrica y educada, en parte, en Estados Unidos, compartes conmigo un sentido del desplazamiento periódico que afecta a nuestra identidad étnica y nacional, al mismo tiempo que cambian las fronteras que delimitan esas identidades. (En mi caso, esto tiene que ver con ser en parte judía franco-argelina y en parte norteamericana anglo-alemana; razón por la cual tengo dos pasaportes). Las distancias que tú estás cubriendo ahora, que yo no me planteé jamás en mis viajes transatlánticos, provocan comparaciones entre las naciones modernas y pretendidamente multiculturales en las que vivimos. Parece que sólo se pueden considerar las diferencias si uno está dispuesto a reconocer las semejanzas: tanto Estados Unidos como Sudáfrica se fundaron sobre las olas sucesivas de la inmigración, el neocolonialismo, el genocidio como una «necesidad» de la colonización, el apartheid (legal y social), la brutal

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explotación de las tierras del país debido a su riqueza mineral y la protesta civil. Actualmente, uno de los dos países está recurriendo a estrategias descaradamente oligárquicas para permanecer en el centro del imperio (al mismo tiempo que le afecta, más de lo que está dispuesto a admitir, la situación de los países en los que se ha entrometido, un mal endémico del neocolonialismo de posguerra). El otro todavía está en medio de un experimento democrático, intentando no quedarse en la periferia y caminando, como un funambulista, por un alambre imaginario entre su afiliación con el G8 y el llamado Tercer Mundo, a ninguno de los cuales se puede permitir dejar de lado. Las implicaciones que todo esto tiene en lo que se refiere a la cultura cinematográfica aún son difíciles de ver para mí como interamericanista. Al menos superficialmente parece que, aunque Sudáfrica permanezca mucho más apegada a sus tradiciones étnicas, tanto el cine estadounidense como el sudafricano han tratado la raza y la inmigración como características indelebles de sus realidades nacionales, cuando no como cuestiones políticas que el público debe esforzarse por resolver. Esto contrasta fuertemente con sus homólogos dominantes en Europa y Asia (con las posibles excepciones de países multilingües y multirregionales como España, Bélgica y la India), que, sorprendentemente, siguen ignorando (cuando no rechazando directamente) estos temas. Esto no quiere decir que los públicos europeos y asiáticos no se interesen por las películas sudafricanas y estadounidenses cuando tratan estos temas, sino más bien que, en sus propios países, la inmigración y la raza representan, todavía, una fuente de interferencias en la fabricación cinematográfica de la integridad nacional y el sujeto nacional unificado. El director japonés Masato Harada ha relatado alguna vez cómo fue imposible para él conseguir que una película suya (Kamikaze Taxi, 1995) sobre los Nikkeijin (los emigrantes japoneses que volvieron de Sudamérica) fuera producida por un estudio japonés, incluso aunque los Nikkeijin representen, actualmente, un porcentaje significativo de la fuerza de trabajo y hayan conseguido introducir en la esfera pública japonesa algunos elementos de la expresión cultural latinoamericana, como el fútbol y la samba. Cuando en el contexto europeo surgen películas sobre raza e inmigración, como el cine negro británico de Isaac Julien, adoptan a menudo la forma de expresión étnica o de la diáspora, lo que

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ciertamente no es algo malo, pero los circuitos para esas películas son claramente más reducidos que los del cine mayoritario. Los paralelismos entre Estados Unidos y Sudáfrica (espero no estar exagerando) no apuntan sólo a los vestigios del Tercer Mundo que todavía quedan entre nosotros, con todas las cuestiones que esto plantea en cuanto a su representación cinematográfica, sino que también apuntan al hecho de que el cisma que tiene lugar a finales del siglo xx entre el Primer y el Tercer Mundo puede que ya no sirva, ni descriptiva ni estratégicamente. Al mismo tiempo, no creo que hayamos alcanzado el nivel de las metrópolis interconectadas, «globalizadas», cada una con su propia periferia, como sostenían algunos analistas de la globalización posterior a 1989. Al hablar de los trabajadores de la empresa de mudanzas que están en tu casa y su embelesamiento con la Copa del Mundo que se está jugando ahora, mezclado con el almuerzo con té que toman mientras llevan las cajas, me has hecho pensar en qué es lo que ha cambiado exactamente en la transmisión transnacional de los medios de comunicación, y en qué quiere decir su «efecto globalizador» en nuestras vidas sociales y culturales. ¿Es cualitativamente diferente de lo que ocurrió hace veinte años? ¿Qué es lo que ha pasado, además de una expansión del uso de los medios, la ramificación de los modos de producción y distribución, y una mejora de la habilidad técnica necesaria para construir mercados en todo el mundo? (Por supuesto, estas mejoras teóricamente no benefician únicamente a las prácticas de los medios de comunicación producidos y patrocinados por las grandes corporaciones). Naturalmente, hay un sentido de conexión mayor provocado por nuestra experiencia sensorial de un acontecimiento que sabemos que otros, separados espacialmente de nosotros, están experimentando simultáneamente, como si se pudiera eliminar la brecha entre el ver y el ser. Cuando los canales de conexión se activan con la suficiente frecuencia o consistencia, puede darse lo que John Tomlinson ha llamado «desempotramiento»: la extirpación y la dispersión de la expresión cultural y la experiencia social de un contexto geohistórico a otro, dando lugar a un número variable de uniones transnacionales y mezclas culturales. Aun así, este proceso a menudo está acompañado por un ansia de participación, ya que nuestra capacidad de consumo se ve disminuida por el visionado intermitente, la reducción de la pantalla

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electrónica y la escala implícita (y por tanto inconmensurable) de los acontecimientos mediatizados. Podemos encontrarnos atrapados fácilmente en la espiral mundial, hegemónica o alternativa, pero ¿cuánto podemos acercarnos de verdad al epicentro de la acción? ¿Cómo definimos la relación con nuestros interlocutores? En el momento en que llegamos «allí», ¿todavía somos «nosotros» los que hablamos? Y si de verdad llegamos alguna vez a los centros de producción y difusión, ¿hasta qué punto nos convertimos en agentes en relación al conjunto global? (En la periferia latinoamericana ya hay vuelos directos a Disney World. Sin embargo, la mayoría de los que aspiran a vivir en la meca de los sueños estadounidense se da cuenta, una vez que está totalmente inmersa en ella, de que no tienen más derechos ni más ventajas que antes). Esta condición afecta por igual a los productores no-corporativos, cineastas y espectadores. Sin embargo, el parecido en el conocimiento y la mediación es, exactamente, lo que se está ofreciendo como beneficio secundario y como gancho del mensaje de los medios de comunicación mundiales: el mundo «al alcance de tu mano» o, hablando de fútbol, el mundo «en una copa». Junto a la promesa de totalidad, se da la inevitable disonancia cognitiva en la mayoría de los espectadores cuando la imagen globalizada no concuerda con lo que podemos ver y palpar en nuestra vida cotidiana. Incluso cuando hemos estado «allí» y «hecho» o «tenido aquello», nuestro conocimiento fragmentario hace que nos perdamos, y deseemos siempre, la experiencia real de una forma inquietante. Aun así, esta experiencia no puede tenerse sin algún tipo de mediación (¿Quizá el cine sensible de Aldous Huxley?). Volviendo a la Copa del Mundo: ésta es la expresión última de la sincronía y comunicación mundiales combinadas con un renacimiento sospechoso, ritualista, del nacionalismo. ¿Está en juego lo mismo, tanto real como simbólicamente, para Croacia, Ecuador, Turquía o incluso Brasil en comparación con Alemania o Francia? ¿Lo nacional sigue coincidiendo con estas fronteras geopolíticas? Y, como tú señalas, no se debe olvidar que fuera de la pantalla existen los rituales y expectativas, no tan poscolonialistas, de la vida cotidiana. En la mayoría de los análisis actuales, parece que falta el confuso término medio entre la cultura global de las grandes corporaciones y las manifestaciones locales de consumo y resistencia. Dentro de esta gama de opciones, estamos todavía atrapados en la trampa

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retórica de Mothra contra Godzilla (o Biollante, si prefieres) cuando intentamos atravesar la barrera de vallas publicitarias o, incluso, cuando tratamos de mandarnos un correo electrónico. Podemos atribuir, de forma plausible, la disminución y el eclipse de este término medio no ya a la desaparición del nacionalismo y su expresión en los medios de comunicación (al contrario, el que los europeos occidentales eviten tratar temas de raza y emigración no es más que una reacción instintiva del nacionalismo), sino más bien a su oclusión por parte de los conglomerados bizantinos y los intereses subsidiarios de la cultura cinematográfica transnacional. Esta cultura cobra múltiples formas: «el cine de arte y ensayo» y los movimientos cinematográficos explícitamente radicales, que han empuñado la bandera de lo nacional, al mismo tiempo que dependen, en alto grado, de los foros internacionales de exhibición y distribución (Cannes, Viña del Mar, Venecia, Berlín, etc.); y también la circulación semiclandestina, en todo el mundo, de películas de serie B en cines de barrio y franjas televisivas vacías. Tanto si este ámbito intermedio existe todavía como si no (y, como fiel seguidora de Walter Benjamin, prefiero pensar que está siendo «reprimido» en vez de creer que simplemente ha desaparecido, y que tiene una importancia mayor de lo que podría parecer a simple vista para nuestra comprensión de la globalización actual), es fundamental recuperarlo como una útil y ventajosa posición desde la que evaluar cómo la nueva «era global» (o más bien esta nueva fase de la globalización, ya que el cine siempre ha sido global) ha transformado la elasticidad cultural del cine, así como los términos de interacción entre los medios transnacionales y sus audiencias. Las mudanzas no tratan solamente de irse y abrazar algo nuevo, sino también de retrotraernos a momentos concretos del pasado, que comparamos con el presente. A lo mejor, mientras en mi estudio sobre la circulación entre los medios de comunicación de las Américas fluctúo intelectualmente entre el «buen vecino» de los años cuarenta y el NAFTA1 de los noventa, puedo conservar un poco de este confuso término medio volviendo a la prehistoria inmediata de la última fase mundial del cine; un pasado que, como un inconsciente colectivo de los medios de comunicación, todavía 1

Siglas correspondientes al Tratado Norteamericano de Libre Comercio o North American Free Trade Agreement, en inglés (N. de la T.).

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sigue siendo explotado debido a su atractivo popular (como la blaxploitation de los setenta en Jackie Brown [1997] o las diversas referencias en Austin Powers in Goldmember [Austin Powers y el miembro de oro] [2002] y Undercover Brother [Hermano encubierto] [2002]). Aun así, parece necesario dar un paso más allá de la desmitificación de los medios de comunicación internacionales convertidos en meros productos de consumo, que se vehicula centrándose en su seductora influencia sobre la psique individual, cada vez más dispersa y extensa; un paso más allá, por tanto, en la redefinición de la idea de «comunidad» y de lo que significa «participar» en ella, o en el reconocimiento de la nación-Estado como una construcción retórica que todavía puede golpear con fuerza brutal, ayudada e instigada por el capital financiero a escala mundial (Guatemala, Indonesia, Israel, Rusia, Estados Unidos). Tampoco se remedia el peligro de la generalización recurriendo a las apropiaciones de lo global por parte de las idiosincrasias locales, que han tenido un éxito momentáneo al traducir los mensajes patrocinados por las grandes empresas en obras con un significado cultural que mitigan psicológicamente, ya que no materialmente, los efectos de la «dominación cultural». ¿No han aprendido ya los publicistas de las multinacionales, duchos en multiculturalidad, a falsificar el supuesto viaje del poder del centro a la periferia promocionando los logos de las grandes marcas como moneda mundial definitiva, ocultando su carácter de signo de la dominación cultural? ¿Acaso no nos dicen ya que todos somos logocéntricos, aunque de formas distintas? Pienso en los anuncios de televisión de la Copa del Mundo, en los que vemos a personas de diversas nacionalidades intercambiándose las camisetas, todas pagadas con MasterCard en distintas monedas; y al comentarista de deportes japonés, que por fin logra gritar al estilo latino un «¡Goooooooool!» como Dios manda, aleccionado por un locutor deportivo mexicano, pero sólo después de haber tomado un sorbo de la omnipresente e inequívoca Coca-Cola. Maestría imperfecta y conversión cultural: hace más de veinte años, en una expedición cinematográfica a través de los Andes, fui a dar con un cine de barrio en Lima, Perú. De forma nada sorprendente, por aquel entonces era muy difícil ver películas peruanas en los cines comerciales. Vimos, en cambio, carteles desgastados de películas de posguerra de Hollywood y musicales épicos de Bollywood (sin ninguna lógica aparente en lo que se refiere a su

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fecha de estreno). Esa tarde se proyectaba Shaft’s Big Score! [Shaft se apunta un gran tanto] (1972), a la que asistió un público razonablemente numeroso, de distintas clases, compuesto principalmente de hombres solteros. Me pregunté qué podría resultar relevante en este canto a la masculinidad urbana y negra y a la defensa de la integridad, en un mundo norteamericano «blanco», hostil, pervertido para el espectador peruano serrano2, desplazado y solitario. Pocos días después, al aventurarnos en la Sierra Central, que todavía no había sido destrozada por las campañas de Sendero Luminoso, llegó allí la respuesta. En cualquier ciudad y en cualquier mercado se podían escuchar los gañidos jadeantes de los Bee Gees, introduciéndose en nuestra consciencia distraída, junto con los sónidos más vernáculos de los huayños (baladas indígenas electrizantes) y las conversaciones en quechua. Por todas partes se veían trazas de Saturday Night Fever (1977) y los jóvenes cholos3 se peinaban el tupé, vestían pantalones y caminaban como John Travolta. Al realizar estos actos de consumo, los jóvenes expresaban su deseo de rehacer su propia identidad social, no a imagen de los poderosos magnates de Manhattan o siguiendo el arquetípico gringo torpe y vil del imaginario serrano (representado tan acertadamente por Jorge Sanjines en Blood of the Condor [La sangre del cóndor] [1969]), sino a imagen de la juventud de barrio, obrera trabajadora, ambulante, y totalmente urbana, que Travolta y su compañera de baile representaban. La masculinidad de Travolta y Shaft era corroborada y proyectada por sus estilos picarescos, con el que cada uno podía «expresarse» mostrando sus talentos físicos, ingenio y valor innatos, sin pedir permiso a nadie. De esta forma, estas audiencias masculinas locales, faltas de dinero, aunque con gran desparpajo, absorbieron ávidamente los dramas de Shaft y Travolta, no de acuerdo a los matices del diálogo o las referencias históricas o las tramas, sino a un nivel más profundo, más visceral de lucha e identificación. Los actores que interpretaron los papeles protagonistas en estas películas (Richard Roundtree y, sí, incluso John Travolta) apenas eran considerados estrellas según el patrón establecido. Sin embargo, sus personajes se antojaban heroicos porque ellos, también, al igual que el cholo serrano o el mestizo4 urbano (que se habían 2 3 4

En español en el original (N. de la T.). En español en el original: dicho de un indio que adopta los usos occidentales (N. de la T.). En español en el original (N. de la T.).

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vuelto vulnerables a causa de un asimilación social incompleta y la inestabilidad laboral en una economía posmilitar tambaleante), fueron capaces de reconocer, cultivar y reafirmar incluso su propia diferencia étnica, al mismo tiempo que inventaban una identidad moderna y luchaban por un mundo mejor. Además, esto era algo que se podía lograr de forma individual, sin esperar a cambios generales y sin que las tendencias nacionales y políticas les hicieran quedarse estancados. Lo que distingue claramente la interpretación en la pantalla de Travolta y Roundtree de las grabaciones más omnipresentes de los Bee Gees es que éstas quedaban confinadas a la esfera de lo global, cuyo estilo y lenguaje estaban más allá de su alcance, excepto a través de algún tipo de torpe mímesis; mientras que estas películas ofrecen todavía la posibilidad de la identificación transcultural y, finalmente, la transculturización. Lo que resulta llamativo de la recepción peruana de los medios de comunicación estadounidenses en los años setenta es que estas audiencias fueron capaces de crear sus propios rituales de consumo. Si el fútbol mundial televisado trata sobre la conservación del ritual (y ahora los jugadores fingen incluso las lesiones por su efecto teatral), indiferente a la identidad cultural del espectador; el cine, por su parte, parece permitir la construcción de un ritual alrededor de poderosos mitos sociales y, a un tiempo, ampara notables esfuerzos de desmitificación. Quizá al estudiar estos rituales pueda aparecer de nuevo la sustancia actual del «ámbito intermedio». En segundo lugar, aunque es posible que los intérpretes y los productores de las canciones de los Top Forty5 y de los grandes éxitos de taquilla hubiesen sabido que su obra saldría fuera del perímetro del mundo anglófono, ni las interpretaciones ni las tramas, ni siquiera el envoltorio de producto, se concibieron según criterios transnacionales. En cambio, la industria inundó los circuitos del Tercer Mundo con estas obras para recuperar cualquier plusvalía que pudieran recoger. Esta falta de premeditación es absolutamente evidente en la ausencia de todo esfuerzo de promoción para atraer al público local al cine o a la tienda de discos, salvo por uno o dos pósters. Mientras que inundar discretamente otros mercados con estas películas puede que contribuyera a la comprensión incompleta (y por tanto, al consumo «imperfecto») de los textos en 5

El equivalente en Estados Unidos a las listas de éxitos de los Cuarenta Principales (N. de la T.).

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su formulación original, esta negligencia etnocéntrica de los modos de uso multiculturales también dejó un margen para la mediación del espectador, del que se aprovecharon totalmente los peruanos y, sin duda, muchos otros. Además, los caóticos programas de exhibición, resultado de la inundación indiscriminada de los mercados extranjeros, pueden preparar el terreno para que se dé una alquimia diferente entre los posicionamientos culturales y los géneros cinematográficos: el director de origen chileno Raúl Ruiz, quien este año formó parte del jurado oficial de Cannes como cineasta «francés», debe sus innovaciones narrativas a la plétora de películas norteamericanas de serie B que vio durante su adolescencia en Chile. Al mismo tiempo, su «afrancesamiento» tiene menos que ver con un cambio de identidad cultural que con la disposición de subvenciones estatales y privadas en Francia para las películas en 35 mm. De este modo, cada vez es más difícil situar a determinados directores, como Ruiz y Harada, dentro de la trayectoria de un cine nacional, incluso aunque permanezcan muy pendientes de las trayectorias, política y culturalmente, de sus respectivas naciones de origen. Deberíamos contemplar también la posibilidad de que dichos directores sean capaces de transformar el cine nacional, provocando un giro de 180 grados o un efecto boomerang en los vectores culturales, en virtud de su estatus internacional. Por ejemplo, Ruiz acaba de regresar a Chile para realizar una serie de televisión experimental para el Ministerio de Cultura chileno. Lo que ha ocurrido es que las películas que están en el circuito mundial (incluidos los vídeos indígenas del interior de Brasil) se producen, hoy en día, teniendo en mente audiencias mundiales. Esto ha dado lugar a unas nuevas reglas del juego en las relaciones entre el director y la productora, así como a presiones explícitas a nivel del texto cinematográfico (algo que ha ocurrido también en la televisión transnacional). Mientras que en la época en la que se inundaba, indiscriminadamente, los medios de comunicación de otros países no existía un criterio de representación claramente definido, más allá de un concepto autoimpuesto e interiorizado de lo que eran los valores de producción y la gramática de Hollywood (el contenido narrativo, la elección de actores, la estructura de la trama y las orientaciones temáticas se adaptaban a las características locales), ahora hay un estándar internacional no reconocido al

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que se están adhiriendo estratégicamente los directores mexicanos, peruanos, bolivianos, brasileños y europeos que dependen incluso de compañías como Miramax para la producción y la distribución. Esta dependencia es más una necesidad que una elección para todos los directores que no tienen el acceso suficiente a sus mercados internos y a los que les gustaría hacer más de una película. Podría parecer, por tanto, que las posibilidades de la mímesis y su prima hermana, la farsa, dentro de la red cultural del imperio, son mayores que nunca, incluso cuando las voces discordantes y los alquimistas de la pantalla insisten en su empeño. Apenas me he referido a películas concretas: quizá más tarde podamos tratar el nuevo cine mundial en términos más concretos y contemporáneos. Monsoon Wedding (2001) de Mira Nair acaba de estrenarse en cines de arte y ensayo en Río de Janeiro, y tengo curiosidad por saber sobre su recepción en Durban y lo que esto podría decirnos sobre las nuevas tendencias transnacionales. Espero saber muy pronto de ti, desde la etapa de tu viaje donde sea que esta carta te encuentre… Transnacionalmente tuya, Catherine

Johannesburgo, 27 de julio de 2002

Querida Catherine:

Tu carta tiene tantas observaciones sugerentes y oportunas, no sólo sobre el cine transnacional (que supongo que también incluye el vídeo, la televisión y la tecnología informática) y el tipo de migraciones que motivan los medios de comunicación, sino también sobre mi situación personal, ya que me encuentro en tránsito entre dos naciones, vida, familias y trabajos, al mudarme de Durban a Ann Arbor. Como señalas tan acertadamente, es un gran salto no sólo a través del Atlántico, sino también del océano Índico, y que

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ya di anteriormente cuando emigré a California desde Sudáfrica justo después del levantamiento de Soweto (sin soñar jamás que regresaría casi veinte años después a la nueva y flamante democracia sudafricana con Nelson Mandela, una figura mítica escondida durante décadas en Robben Island). Tal y como lo expresas tan convincentemente, desde aquella época, Sudáfrica ha estado dando pasos de funambulista entre su deseo y necesidad de apaciguar y atraer al mundo desarrollado y su capital, y su necesidad, igualmente perentoria, de mostrarse a sí misma como el líder del continente africano. De ahí el NEPAD, el plan del presidente Thabo Mbeki, para un nuevo anteproyecto económico y político en la relación de África con los países del G8 y su idea de un Renacimiento africano (un hecho muy eurocéntrico) en el lugar donde nació la humanidad, que se apoya en los discursos sobre la negritud, el panafricanismo y la crítica colonial de Frantz Fanon. Para estar en la onda de los tiempos, el concepto de Mbeki de un Renacimiento africano es, en apariencia, un gesto inclusivo. Pero también hay gestos exclusivos que se dan en los momentos de grandes cambios y hechos. Desde el poder del gobierno local (asociaciones de propietarios, vecindarios vallados, clubs y colegios privados, reglamentos y multas) se puede lograr que la conversión en miembro de la sociedad sea más difícil para dejar fuera a aquellos considerados indeseables. Ambos gestos se dan en la Sudáfrica contemporánea, que se ha convertido en el crisol del África subsahariana. Un rápido paseo por los comercios de las aceras del sector Hillbrow, cerca del centro de Johannesburgo, te pondrá en contacto con los vendedores callejeros etíopes, que venden relojes, bolsos, verduras, bisutería y cosméticos; un antiguo restaurante griego ahora es angoleño, etc. Por otro lado, una vuelta por los antiguos barrios blancos, donde ahora vive la nueva élite negra urbana, te permite descubrir los vecindarios vallados con alambres de espino en lo alto de muros de tres metros y puertas automáticas de seguridad. En los pueblos y ciudades del interior existe un rechazo creciente hacia todo lo que pueda parecer extranjero y extraño. El aumento de las cifras de criminalidad y del paro han dado lugar a una reacción xenófoba contra los extranjeros o los forasteros negros, porque se considera que les están quitando el trabajo a los negros sudafricanos, que se aprovechan de los escasos recursos públicos y cometen crímenes.

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A nivel interno, ha habido una completa reestructuración de las leyes, instituciones, del reglamento económico, del sistema electoral y las políticas sociales como parte del proceso de conversión de Sudáfrica en una democracia progresista. Pero por supuesto una idea así, utópica como es, necesita una representación y una construcción narrativa para crear las nuevas formas de comunidad e identidad que acompañan a dichas transformaciones. Quizá la única palabra que pueda explicar la proliferación de las nuevas coaliciones que ha tenido lugar a todos los niveles en Sudáfrica sea la palabra italiana provare, que significa probar, intentar. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo, que la gente trata de ponerse y quitarse, «probarse» distintas identidades, disfraces y comportamientos. Por supuesto, esto ha dado lugar, como era de esperar, a una reacción conservadora, motivada por la idea de la tradición y la costumbre étnicas. Pero los medios de comunicación han explotado esta proliferación de nuevos «tipos» sociales; especialmente las agencias de publicidad. Me viene a la cabeza una reciente campaña publicitaria: utilizando las enormes vallas publicitarias de la autopista principal a Johannesburgo, una agencia ha jugado con la idea de raza como una moda, algo que uno se puede poner y quitar. El cliente, un programa de radio para negros, claramente trata de apelar a una audiencia heterogénea para atraer así al nuevo Joburg6 sofisticado y urbano, independientemente de su raza. Los anuncios presentan a varios sudafricanos negros, todos guapos, jóvenes, modernos y urbanos (incluyendo a una mujer albina y a un gay algo extravagante) con el pelo teñido de diferentes colores (rubio, pelirrojo, azul) y lentillas azules y verdes. «¿Qué te hace ser negro?» es la pregunta colocada encima de estas imágenes y respondida por el logotipo y eslogan de la cadena de radio. La negritud consiste en escuchar la música y los programas adecuados, lo que, por supuesto, permite que todo el mundo sea negro, incluidos los chicos blancos que también luchan por ser africanos. ¿Un caso de logocentrismo, como tú lo expresas tan ingeniosamente, o una forma de reconocer que la raza y la etnia se pueden intercambiar: el factor provare? Dada la terrible historia de Sudáfrica, que arrastra la noción de raza como una marca de fuego en el cuerpo, se puede considerar que la campaña celebra que se haya producido un cambio. 6

Forma coloquial de referirse a Johannesburgo (N. de la T.).

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La cultura popular sudafricana ha sido influida profundamente por la cultura popular norteamericana. Las prolongadas conexiones culturales entre África y Estados Unidos se han perdido en la teoría cinematográfica debido a la creación de tipologías como cine mayoritario/de Hollywood, cine no convencional/alternativo o incluso la de cines nacionales. Aunque estas tipologías hayan sido importantes y útiles en la historia del estudio académico del cine, también han tendido a volverse dogmáticas y a petrificarse, oscureciendo las conexiones mundiales que la historia del cine, como parte de la historia general, debe procurar reconocer y entender, incluso si eso supone hacer constar las diferencias existentes. En verdad, la conexión con la cultura popular norteamericana, especialmente con la cultura afroamericana, es tan importante para la historia de la cultura negra sudafricana que el surgimiento de espacios urbanos negros, como Sophiatown o el Distrito Seis, se asienta en la transposición, imitación, traslación y reconstrucción allí de la cultura norteamericana. En los años treinta, las películas de Fred Astaire influyeron en la interpretación de los bailes africanos. En los cincuenta, las bandas de jazz como The Manhattan Brothers, The Woody Woodpeckers y The Harlem Swingsters fueron esenciales para la creación de la cultura negra y urbana de Sophiatown, mientras que la revista Drum tenía un toque de Philip Marlowe y un estilo de presentación prácticamente indistinguible de Life y Look. Los discursos panafricanistas del Movimiento por el Despertar Negro (Steve Biko era el mejor) se basaban en los escritos de W. E. B. Du Bois sobre África como el lugar de unidad racial definida por las líneas de la descendencia cultural, un legado para el presente que equipara el despertar negro con el despertar nacionalista. El derecho a un cine propio: no hay lugar mejor desde el que recuperar lo que tú llamas el «reprimido término medio», ese discurso que gira en torno al deseo sudafricano de tener sus propios medios de comunicación, capaces de «reflejar la cultura propia de la nación en su cine y televisión». La cita es del Departamento de Arte, Ciencia, Cultura y Tecnología y está en consonancia con la política de propiedad cultural en Sudáfrica hoy en día, que se ha convertido en el campo de duras batallas que recuperan las líneas de falla históricas de la raza, la cultura, el género y la clase. Tanto los medios de comunicación como la industria del cine han sido acusados de «ser insoportablemente blancos».

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La transformación no ha sido lo suficientemente rápida. La industria favorece a aquellos que ya tienen una formación, recursos y oportunidades, es decir, los blancos. Es hostil a la tradición de la cultura oral, poco amiga de los aspirantes negros a cineastas y sufre lo que Haile Gerima ha llamado una falta de equidad de imagen. En los tiempos posmodernos, posmarxistas y neoliberales ya no queda ni una sola imagen de la gente en la que se pueda confiar para representar la cuestión del cine nacional en relación con los derechos (y representaciones) culturales. Un grupo variado de sudafricanos, con diferentes antecedentes culturales y trayectorias históricas increíblemente distintas (lugares con una gran carga emocional en el triste mapa del pasado), no encaja en ninguna imagen con la que los medios de comunicación podrían expresar mejor su derecho a ser representados y sus derechos culturales en general. Incluso si uno tiene claro qué es un derecho cultural, su contenido no es tan evidente. De ahí la imagen predominante en la teoría cinematográfica y de los medios de comunicación sudafricanos de una nación-arco iris, que proyecta un grupo caracterizado por la unidad en la diversidad, en virtud de un proyecto común, un paisaje común, una historia común y una necesidad común: unirse en un todo nuevo al mismo tiempo que siguen siendo distintos entre sí. Lo que se busca es que una de las franjas de color se refracte en las demás, para producir algo hermoso, al mismo tiempo que cada uno mantiene sus cualidades cromáticas propias. Ésta es la estética multirracial, una armonía de tipos que antes estaban en guerra unos con otros y ahora cada uno brilla con la luz de los demás. El problema teórico fundamental de los medios de comunicación sudafricanos es cómo alcanzar este efecto arco iris Technicolor mientras se abastece a unas audiencias muy distintas entre sí. Como señaló Benedict Anderson en su ya clásica obra Imagined Communities, el sentido de pertenencia a una nación es el sentido más universalmente legítimo y proporciona el marco de referencia para todo tipo de actividades políticas, y aun así los términos de representación se tienden a homogeneizar: toman textos dispares y los juntan como si fueran el mismo, bajo los falsos auspicios de una comunidad imaginaria compartida7. 7

Anderson, Benedict, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, Verso, 1983.

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En algunos aspectos, los medios transnacionales ofrecen una ruta de escape para este acertijo. En el peor de los casos, pueden ser un correctivo para la arrolladora represión nacional. Bajo el apartheid, la imaginación cultural acabó obsesionándose con el propio apartheid como el único tema digno de representación. Irónicamente, esto generó, de forma inmediata, una audiencia mundial especializada en las películas y la literatura anti-apartheid. Ahora la cuestión es, ¿qué representar, a quién, y cómo? Las películas sudafricanas tienen que desarrollar un mercado mundial para sobrevivir, ya que el mercado interno es demasiado pequeño para recuperar los gastos de producción y asegurarse una audiencia. Esto no resulta fácil, como demuestran los problemas que ha tenido Anant Singh, el único productor de cine internacional de Sudáfrica, residente en Durban. Él produjo Mr. Bones [Señor Huesos] (2001), una copia de Ace Ventura situada en Lost City, un escenario simulado, increíblemente caro, de una ciudad «africana» construido en unas ondulantes colinas cerca de Johannesburgo, donde hay unos campos de golf de lujo. Ésta fue la única película rodada en el África subsahariana (no sólo en Sudáfrica) que estaba a la venta en la Feria de Televisión de Los Ángeles de este año. Estaba protagonizada por un cómico local muy popular, Leon Schuster, que interpretaba a un sangoma (hechicero) blanco, invirtiendo así los estereotipos sobre el primitivismo africano, pero lo fundamental era que apuntaba al mercado internacional combinando el talento local con dos prometedores actores afroamericanos, David Ramsey y Faizon Love, y adoptando los valores de producción propios de Hollywood. Aparentemente, funcionó: los compradores alemanes y algunos sudamericanos se llevaron la película y se espera que se estrene en Estados Unidos este año. Singh, quien ha producido de todo, desde películas anti-apartheid (Sarafina! [1992] es la más conocida) al remake de Cry, the Beloved Country (1995) con James Earl Jones y Richard Harris, tiene los derechos para llevar al cine la famosa autobiografía de Nelson Mandela Long Walk to Freedom [El largo camino a la libertad]. Durante los últimos seis años, ha tratado de encontrar a un actor que interprete a Mandela, pero no encuentra a nadie que resulte aceptable tanto para las audiencias internacionales como internas. El público de Sudáfrica se ofendería si no fuese un sudafricano quien interpretara a su hijo más famoso, mientras que la audiencia internacional (como quiera que cada uno la defina) requiere, según

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Singh, a una estrella como Denzel Washington en el papel. Claramente la relación de interacción entre los medios transnacionales y sus audiencias es, dependiendo del texto, compleja y menos elástica de lo que se supone a menudo. Las películas procedentes de África tienen otra característica. Como tú has dicho muy bien, han formado parte de un tímido circuito cinematográfico internacional, que se reduce a las salas de arte y ensayo europeas y a los festivales de cine. Han tenido una exhibición muy limitada dentro del continente. En este sentido, son productos auténticamente transnacionales, o productos sólo para la exportación. (A este respecto, uno se pregunta cómo fue acogida y exhibida Monsoon Wedding en la India). La South African Broadcasting Company8, como parte de su vocación como ente público, al estilo pedagógico de John Reith9, ha comprado recientemente y ha programado muchas de las películas clásicas africanas que nunca se habían visto. El problema fue que se retransmitieron a través del canal de satélite digital y la mayoría de los que las vieron eran blancos: la televisión digital es cara y tiene una audiencia mayoritariamente blanca. Así que, de nuevo, las películas africanas se movieron por el circuito minoritario, pero esta vez en la pequeña pantalla y a través del espacio virtual. Sin embargo, las cosas están cambiando en lo que respecta al modo en que las películas africanas, y concretamente los directores de cine africanos, se conciben a sí mismos, y es un cambio que debería repercutir en el modo en el que el cine africano (y sudafricano) está considerado en el panteón del cine mundial. La primera ola del cine africano de los sesenta y setenta era, ante todo, sobre ideas políticas. Apareció a comienzos de la independencia africana, ligada a la idea de que los africanos no sólo eran capaces de forjarse sus propios Estados independientes, sino también de hacerse con espacios alternativos para hacer cine fuera del modelo de Hollywood. Era un cine social; un cine de liberación y con un propósito, orientado a la reeducación de una nueva generación, que estaba creciendo en una nueva era. Hoy en día, muchos de los cineastas más importantes de África rechazan el concepto de «cine africano» 8

El ente de Radiotelevisión sudafricana (N. de la T.). John Reith fue un ejecutivo de la BBC durante sus primeros años, tiempo en que estableció la tradición de la radiodifusión pública independiente en el Reino Unido, por la que dicha institución se ha caracterizado desde entonces (N. de la T.). 9

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y la etiqueta de «director de cine africano». No quieren que su obra quede encasillada bajo la categoría de «películas africanas», separada del resto de la producción cinematográfica mundial. Se niegan a que el nacionalismo estatal se adueñe de ellos, o a ser considerados importantes tan sólo en función de su contribución a la nación o a todo el continente. Gaston Kabora ha comentado que, sólo porque él proceda de África, sus películas no tienen por qué representar al continente en su conjunto. El hecho de que él ruede películas en África meramente refleja su propia individualidad y su propia historia. La segunda ola de cineastas africanos está muy preocupada con el marketing de su producto. Se da un giro hacia el pragmatismo, se hace hincapié en llegar a una audiencia más amplia, dentro y fuera del continente, en encontrar soluciones a los continuos problemas de distribución, la subvención y las erráticas censuras estatales, y al hecho de que el cine africano sea una industria falsamente separada de sus consumidores. Si llegar a una audiencia más amplia significa hacer películas en inglés, apropiándose de los códigos narrativos del cine establecido, o alejarse de las películas anticolonialistas hacia argumentos más complejos y diversos como la vida actual en el África urbana (Kini and Adams [1997] de Idrissa Ouedraogo), la desigualdad femenina (Everyone’s Child [El hijo de todos] [1996] de Tsitsi Dangarembge) y la experiencia como inmigrante en Europa (Clando [1996] de Jean-Marie Teno y Le complot d’Aristote [El complot de Aristóteles] [1997] de Jean-Pierre Bekolo), pues que así sea. No se considera a los espectadores como revolucionarios en potencia que necesitan ser educados y transformados culturalmente, sino como consumidores, miembros de la industria del ocio y entretenimiento mundial. Incluso los cineastas francófonos, más inclinados hacia la didáctica, están hablando de hacer películas en inglés que luego podrían distribuir a través de Sudáfrica, el Hong-Kong de África, para llegar a una amplia audiencia mundial. En su encarnación anterior, Sudáfrica se veía a sí misma como una avanzada occidental en el extremo de África, un accidente geográfico que debería reflejarse en sus formas culturales. Buscó, por tanto, la legitimización de los países que «importaban» (el mundo occidental) con el que sigue manteniendo un lazo imaginario, a pesar de las sanciones económicas y el rechazo moral.

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En fin, permíteme que lo deje aquí, por el momento no en Ciudad del Cabo sino en Johannesburgo, en la punta de África, mientras espero mi propia exportación a Estados Unidos. Espero con ansia nuestra próxima charla y los cambios y mutaciones que provocará en mis pensamientos e ideas. Con mis mejores deseos, Lucia

2. In situ Ann Arbor, 25 de agosto de 2002 CATHERINE BENAMOU: Me llamaron la atención en tu carta los desafíos a los que Sudáfrica se enfrenta actualmente, la labor de rehabilitar un cine nacional a través de un modelo orientado al mercado global en esta era postsocialista, post-apartheid. ¿Qué puede suponer esto, exactamente, para el espectador local? LUCIA SAKS: Hay que distinguir el cine del África francófona del cine del África anglófona. El primero tiene un rico pasado cultural e histórico; y hay muchas razones para ello… CB: Sí, el otrora Estado postcolonial «responsable», que ahora ha derivado esa responsabilidad hacia los cineastas africanos francófonos. LS: Exactamente, y la idea de que Francia vea a sus antiguas colonias como avanzadillas de una cultura francesa potencial y que favorezca el rodaje y exhibición de películas. Pero éste no fue el caso en el contexto postcolonial o colonial anglófono. Era un sistema británico, un sistema económico y no tanto cultural. Algunos dicen irónicamente que estaba bien porque dejaba a la gente en paz. Por tanto, no dio lugar a ningún análisis profundo, detallado, de la

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situación postcolonial. La época posterior al apartheid es aún más compleja, porque no es exactamente postcolonial. Es difícil explicar por qué algunos estilos en particular han sido adoptados por ciertos países y no por otros. ¿Por qué Sudáfrica no adoptó las prácticas del Cinema Nôvo, un enfoque mucho más intelectual, una especie de enfoque de vanguardia, didáctico y polémico que se puede encontrar en Mozambique? CB: Tal y como lo resumió el director brasileño Glauber Rocha: «En la cabeza, una idea; en la mano, una cámara». LS: En primer lugar, debes considerar el hecho de que fue un colonialismo anglófono y, luego, que hubo un largo periodo de apartheid. No responde totalmente a tu pregunta, pero es un factor significativo. CB: ¿Entonces este cine contestatario no fue capaz de imaginarse una nación más allá del apartheid? LS: No, no podía. También se preocupó mucho de la estética realista, tanto que casi se le consideró… CB: ¿… un cine de desmitificación? LS: Exacto. Porque era obvio que el apartheid era algo malo. Por tanto, un cine que abogara por intervenciones formalistas de esa naturaleza al nivel del texto era considerado casi un lujo, por lo que observar y registrar se hizo más importante y esto limitó el concepto de «creación» cinematográfica. CB: En América Latina ha habido grandes debates sobre cuál es la forma adecuada de proceder y, en determinados momentos, hubo algunas divisiones. Los realistas y aquellos que creían que debían emplear un enfoque documental pensaban que cualquier tipo de enfoque formalista actuaba como una cortina de humo e impedía un tratamiento directo de las crisis sociales, así que hay algunas analogías en este punto. Lo que resulta interesante es que, hoy en día, se han recuperado algunas de aquellas estrategias realistas, pero mezcladas, en el mejor de los casos, con un enfoque iconoclasta de la

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forma, de la búsqueda del autoconocimiento, debido al cinismo resultante de las políticas neoliberales, posdictatoriales en Latinoamérica. Me gusta llamarlo el cine del desencanto. Lo vemos en México, Brasil (y, en menor grado, en Argentina y Venezuela, que también tienen una industria audiovisual muy activa). Es un realismo descarnado, burdo, al estilo de Zola, combinado con alguna referencia posmoderna e ideas muy distintas sobre la continuidad narrativa. En otras palabras, hacer hincapié en la continuidad narrativa significa complicidad: significa que te has tragado completamente el modelo de Hollywood, inapropiado para estos contextos históricos. Así que, sí, apostemos por los valores de producción más novedosos, el 35 mm, los grandes equipos de producción y la distribución de New Line y Miramax, pero insistamos en las estructuras episódicas o, al menos, en las narrativas compuestas de imperfecciones en las que las continuidades y las contigüidades sacan a relucir las contradicciones: películas sórdidas que muestren la cara más sórdida de la vida. Estoy pensando sobre todo en dos películas mexicanas, Amores perros (2000) de Alejandro González Iñárritu y la road movie de Alfonso Cuarón, Y tu mamá también (2001). En Brasil, Cronicamente Inviável [Crónicamente inviable] (2001) de Sergio Bianchi, sobre el estado de desmoralización de la vida civil en el Brasil posterior a la dictadura, se niega a dejar que el espectador salga indemne. Muestra todas las clases sociales brasileñas en interacciones cotidianas, pero el objetivo de Bianchi es el espectador políticamente correcto, así como los burgueses más convencionales. Estas películas se centran en el nivel microscópico de los conflictos que tienen lugar en la vida cotidiana y, para ello, utilizan una apariencia comercial, la de los géneros más conocidos como la telenovela y la road movie, para tratar los mismos objetos fílmicos que habría tratado el Nuevo Cine Latinoamericano (como La hora de los hornos [1968] de Solanas y Getino), pero de forma mucho más cruda. Este agresivo cine posmoderno (la argentina Nueve reinas [2000] también es un buen ejemplo) adopta un enfoque refinado para tratar situaciones muy desagradables, y me parece que es un cine totalmente nuevo, que no ha sido apreciado realmente, porque la gente intenta valorarlo en función de la taquilla internacional y las interpretaciones de los actores. Pongamos que Antonio Banderas apareciera en una de estas películas, o alguno de los actores mexicanos más famosos, como el rompecorazones de las telenovelas Jorge Salinas, o la veterana

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actriz brasileña Fernanda Montenegro, que protagonizó Central do Brasil [Estación Central de Brasil] (1999) de Walter Salles. Se habla de sus actuaciones, pero la intervención que se está realizando al nivel de la forma normalmente se elude, debido al miedo que existe a dificultar que las películas se conviertan en productos internacionales. LS: Estoy empezando a darme cuenta de lo atrás que el cine sudafricano se ha quedado. Ha habido declaraciones, retórica, se han aprobado proyectos de ley, se han hecho llamamientos al cine sudafricano para que salga del gueto del apartheid para entrar en la era post-apartheid, pero apenas ha sucedido nada. ¿Adónde ir? De hecho, Nadine Gordimer ha escrito un ensayo titulado «Living in the Interregnum»10 [La vida en el interregno] en el que se pregunta: «¿Sobre qué escribimos ahora?». Ése es uno de los problemas: realmente nadie quiere hablar ya del apartheid. Muchos jóvenes se avergüenzan de que sus padres vivieran el apartheid y sienten que se vendieron o, al menos, que se rindieron durante muchos años. Muchos sólo tenían ocho o nueve años cuando Nelson Mandela fue liberado en 1994. De hecho, el apartheid clásico, como así se le conocía, acabó a principios de los setenta. Después hubo estados de emergencia, y caos general, y después el fin del apartheid, el fin negociado. Así que resulta muy difícil decidir qué asunto tratar. La gente no va a ver películas sudafricanas; hay muchos debates en torno a por qué las pocas que se producen tienen tan poco público. Pero están las telenovelas de televisión nacionales, que tienden a seguir el formato de las telenovelas sudamericanas, y tienen éxito. Una de las más populares es Generations, que lleva ya cuatro o cinco años en antena. Trata sobre una agencia de publicidad y todos son guapos, son blancos y negros, también tienen aventuras amorosas y todo es de lo más yuppy. Quiero decir: esto no representa exactamente las condiciones sociales de la mayoría de los sudafricanos negros, pero es muy popular y los productores defienden que tiene un «valor aspiracional». Creo que fue Armand Mattelart quien dijo que tres cuartas partes de los habitantes del mundo en vías de desarrollo no resultan rentables para las fuerzas del mercado de ese mundo; pero están 10

Gordimer, Nadine, «Living in the Interregnum», en Clingman, Stephen (ed.), The Essential Gesture: Writing, Politics and Places, Nueva York, Knopf, 1988, pp. 261-284.

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totalmente integradas en el contenido simbólico, y participan en él, y es una participación fuerte, valiosa. Los críticos de los estudios culturales lo han desestimado con un: «Oh, pero no tenéis un poder real»; y sin embargo, ¿quién tiene derecho a decirles que no tienen ningún poder? Si se considera que estos textos son poderosos, entonces debemos creer que es posible este tipo de público. Creo que es importante darse cuenta (y está ocurriendo en Sudáfrica) de que estos textos enfocados a la esfera internacional no son producidos meramente por corporaciones multinacionales que luego los retransmiten o se los venden a Sudáfrica; están producidos localmente. CB: Así que, para los espectadores, la nación ha alcanzado un cierto nivel de competencia en la representación. LS: Sí, y también en lo que respecta a las interacciones de la nación con lo global. CB: Y eso permite que cobre forma un sentido de identidad nacional: si el Estado y estas empresas consiguen negociar el espacio televisivo para una telenovela que tiene los mismos valores de producción que pueda tener una telenovela brasileña, es una señal de éxito que permite la identificación a nivel nacional. Esto nos devuelve a la cuestión de Sudáfrica teniéndose que enfrentar al hecho de que no sólo es un país post-apartheid y que necesita ir más allá de esta supremacía blanca, sino de que es una nación multiétnica. A menudo hay tensiones entre la idea de una nación en construcción y la de lo multiétnico. Sólo para darte un ejemplo: recuerdo una película del director boliviano Marcos Loayza titulada Cuestión de Fe (1995), una especie de road movie posmoderna que le da la vuelta al paradigma del viaje del campo a la ciudad y deja La Paz para ver qué está ocurriendo en el campo de Bolivia: la decadencia provocada por el tráfico de drogas, la hipocresía moral en torno a la cuestión de la religión y, al mismo tiempo, una celebración de la multiplicidad de la identidad boliviana, que está compuesta de indígenas que no hablan ni una palabra de español, descendientes de españoles, y los mestizos, que viven entre esos dos mundos. Proyectamos esta película tan sólo una vez aquí, en Ann Arbor, pero para justificarla tuve que demostrar que tendría audiencia autóctona

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y, para lograrla, tuve que ir a buscarla. A la proyección, de hecho, vinieron bolivianos procedentes de las zonas urbanitas de Chicago que «vinieron a provincias» para ver una película boliviana, además de cualquiera que fuera boliviano o andino en el sudeste de Michigan. Estos espectadores pudieron reafirmar y reformular su sentido de identidad nacional, incluso aunque ya fueran ciudadanos estadounidenses. Pudieron reavivar una nostálgica relación con el país que habían dejado atrás. El último musical de Flora Gomez, Nha Fala [Mi voz] (2002), que está a punto de proyectarse en el Festival de Cine de Venecia, trata sobre las consecuencias de la migración para los inmigrantes de Guinea-Bissau en París, que hablan portugués y criollo, pero también debe responder a las expectativas e intereses de los productores de Portugal, Luxemburgo y Francia… Durante una primera discusión en París sobre el guión de la película, sugerí a diversas personas del equipo de producción que, ya que la película hacía hincapié en el tema al poner a una joven de Guinea-Bissau como protagonista, podría resultar una buen idea hacer más problemática la identidad francesa del amante que conoce en París haciendo que fuera norteafricano y/o judío. ¡Los productores estaban horrorizados! Realmente Francia no tiene un cine multicultural. LS: Incluso cuando el cine trata de reflejar temas multiculturales, es muy difícil dotar de validez al concepto mismo de cine nacional hoy en día, no sólo debido a las corrientes culturales mundiales, sino también porque los propios textos locales tratan de personas que emigran y forman parte de una diáspora, que viven en el exilio o que van y vuelven. Por ejemplo, en Monsoon Wedding, el joven vuelve de Estados Unidos a la India para buscar esposa y obviamente se la va a llevar con él. Así que, incluso en este caso, la película trata de personas que están en perpetuo movimiento y creo que, en parte, es por eso por lo que atrae tanto a la comunidad de la diáspora. No es la clásica película sobre la patria; se trata de esas personas que están en el punto intermedio, en transición o en el exilio. CB: Una nueva generación que rompe con la tradición, al mismo tiempo que busca la forma de volver a ella.

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LS: Puedes encontrar lo mismo incluso en Inglaterra con Bhaji on the Beach [Bhaji en la playa] (1993)… Es muy interesante porque en Durban tenemos una gran comunidad india que llegó en 1840. Es la mayor del mundo: un millón y medio de personas. Monsoon Wedding tuvo un éxito tremendo en Durban y no sólo entre el público indio. Atrajo a una audiencia muy variada. Fue aplaudida precisamente por ser una película que podía interesar a todo el mundo. Incluso aunque se distribuyó a través del circuito independiente, se estrenó como una película comercial en veinte cines el mismo fin de semana que K-Pax [K-Pax: un universo aparte] (2002) e incluso recaudó más dinero. CB: Uno de los problemas que plantea la antinomia Hollywood/ Tercer Mundo es que distrae nuestra atención de aquellos otros lugares que siempre han sido centro de difusión de la cultura cinematográfica. Desde hace tiempo, Filipinas exporta a Estados Unidos cine filipino en vídeo, porque aquí tenemos una numerosa comunidad filipina. Ya existía, por tanto tenía, una concepción transnacional de su distribución, aunque en términos de contenido estuviera orientada al mercado nacional, ya que confiaba en la diáspora filipina para su comercialización. LS: Así que ya era un cine global, tenía un mercado mundial aguardándole. CB: Hasta hace poco se producían películas de serie B en la frontera del norte de México, no sólo para el público mexicano sino también para exportarlas a Estados Unidos. Sabían que las cadenas de televisión norteamericanas comprarían estas películas, y llegaron hasta Rusia, donde por alguna razón, el público se identificaba con estas películas de serie B sobre la migración y la entrada ilegal en Estados Unidos. Los productores de estas películas lograron tener sedes en Texas y en México, para obtener así dólares norteamericanos con los que financiar películas de bajo presupuesto. Así que estaban al margen de la industria del cine de México D. F. y del tipo de cine que el Estado quería enviar a Cannes, pero probablemente tenían un alcance mayor, ya que se distribuían en vídeo en las tiendas de ultramarinos mexicanas de Chicago, por ejemplo. Bollywood es otro buen ejemplo: cuando hace años estuve en los Andes viendo

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Jaws 2 [Tiburón 2] (1978) y Saturday Night Fever, una de las mayores atracciones un sábado por la tarde en la sierra era una película de Bollywood. Por tanto, la India siempre ha tenido un amplio mercado al que exportar sus películas, y así ha sido cómo en una nación multilingüe y multirreligiosa como la India, la industria ha sido capaz de sostenerse a sí misma. LS: Para finalizar, deberíamos señalar que, a menudo, se emplea la palabra transnacional como un sustituto de multicultural, pero no creo que sean lo mismo en absoluto… CB: No, no lo son; como tampoco son lo mismo que el cine internacional. Yo definiría el cine transnacional como un cine que es capaz de circular fuera de un determinado territorio geopolítico y que refleja conscientemente esa circulación. LS: Que nos aleja de las categorías preconcebidas y nos acerca a lo concreto.

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Mutaciones del cine contemporáneo Segunda ronda de una correspondencia

Quintín, Mark Peranson, Nicole Brenez, Adrian Martin y Jonathan Rosenbaum

Buenos Aires, 18 de diciembre de 2001

Querido Mark:

Hace unos días escribí sobre Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001) en tu revista, Cinema Scope. Por lo que me cuentas, ha sido la única crítica desfavorable de esta película que ha aparecido en la prensa de Toronto. Este hecho, por sí solo, justifica una nueva serie de cartas como continuación de las que se publicaron en Trafic en 1997: es bueno que los críticos no se sientan solos. Sin embargo, el primer conjunto de cartas, agrupadas bajo el título de Mutaciones del cine contemporáneo, es mucho más que una reunión de individuos con las mismas opiniones, y cuando las leí por primera vez (desde entonces he seguido releyéndolas) me convencí de que eran un hito en la historia de la crítica cinematográfica. Para empezar, representan un paso decisivo más allá del discurso de la «muerte del cine» que fue tan importante para la cinefilia a mediados de los noventa. Al mismo tiempo, la reconfiguración de la cultura cinematográfica que se propone en esas cartas y el camino que toman hacia el futuro del cine son el reverso de la nueva moda del «cine mundial» diseñado de acuerdo a las mismas características que la «música mundial», de la que Amélie constituye un ejemplo perfecto.

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En cambio, el internacionalismo de Mutaciones del cine contemporáneo demuestra que el cine todavía es capaz de establecer una comunicación entre las películas y los espectadores que está fuera de las presiones de la fanfarria publicitaria; una comunicación que tiene su propia historia y que aflora a través de estas cartas. Las cartas revelan también una emoción estética compartida por una generación que existe más allá de las fronteras; un importante elemento que formó parte de lo que, originalmente, dio lugar a la cinefilia allá por los años cincuenta, que sentó las bases de un debate renovado en el que la pasión, a pesar de todo, permanece intacta. Creo que cuando Jonathan le pidió a gente más joven que él que aclararan los orígenes y las coordenadas de una cierta forma de apreciar el cine, que él no comparte del todo pero que considera esencial para la cultura cinematográfica del siglo xxi (sé que suena pomposo, pero así es), estaba haciendo algo más que satisfacer su propia curiosidad; estaba poniendo a prueba sus propias creencias con la esperanza de mejorarlas y modificarlas. Personalmente, también siento la necesidad de hacer algo parecido. Desesperadamente. Sobre todo por una razón: porque vivo en Argentina. Además de la terrible crisis económica que sufre el país, que no puedo dejar de mencionar, el hecho de estar en la periferia del mundo no favorece la circulación de películas o textos que representen la alternativa a las grandes corporaciones cinematográficas y publicitarias (aunque, paradójicamente, puede que sea positivo para las películas locales). Puede que internet ayude mucho, pero las redes intelectuales y las conexiones interpersonales son difíciles de construir. (Resulta significativo que las cartas de Mutaciones del cine contemporáneo estuvieran disponibles en la red tan sólo durante un breve periodo de tiempo y en una página web difícil de encontrar). Pero la circulación de personas a través de largas distancias geográficas es más difícil. Así que, la primera vez que leí las cartas no pude evitar sentir que había dado con un objeto procedente del espacio exterior, incluso si lo que leí respondía a una profunda necesidad personal. En aquel momento, había leído alguna de las obras de Jonathan y alguna cosa de Kent, pero Nicole, Alex y Adrian eran totalmente desconocidos para mí, ni siquiera me sonaban sus nombres. Y, de hecho, fueron los textos de ellos tres los que me resultaron más significativos a causa de su novedad radical: estaban en las antípodas de mi propia historia.

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Necesitaría mucho más espacio del que dispongo aquí para explicar eso, y aún más tiempo para explicármelo a mí mismo. Pero permitidme que aclare un par de cosas. Nací en 1951, lo que por edad me sitúa más cerca de Jonathan que del resto, pero empecé mi labor como crítico cerca ya de los cuarenta, lo que hace que sea, con diferencia, el que menos experiencia tiene de todos. Además, antes de que empezara a escribir, ni siquiera era un cinéfilo y, probablemente, tampoco lo sea ahora. Los dos hechos que puede que justifiquen mi participación en este intercambio epistolar son una circunstancia fortuita y una disposición personal. Y ésta tiene un doble aspecto. Me gusta casi más hablar de películas que verlas, así que siempre me gusta tener a gente con la que hablar de ellas. Y, cuando busco con quién, considero que los críticos son más estimulantes que los directores, precisamente a causa de los motivos que hacen que los directores tengan glamour y los críticos no. A priori, los críticos no son interesantes por ellos mismos, así que muchos de ellos consiguen evitar tener que hablar de sí mismos. Puede que este le suene raro a Nicole, que considera admirable a Abel Ferrara, sin conocerle siquiera (personalmente, me aterraría conocerle en persona). O a Jonathan, que se emociona sinceramente cuando se encuentra con Jim Jarmusch o con cualquiera de sus directores favoritos. O a Kent, que trabaja con Martin Scorsese, otro personaje que me resulta aterrador. Ésa es una de las razones por las cuales no soy digno de ser considerado un cinéfilo: porque no siento ni la más mínima curiosidad por los héroes de la cinefilia. Pero por los críticos sí que la siento; sobre todo los que participan en Mutaciones del cine contemporáneo, de los que me he convertido en una especie de fan entregado. Los conocí, por fin, gracias a la oportunidad que me brindó el convertirme, hace un año, en el director del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. Desde entonces, me he hecho amigo de Jonathan y Adrian, y conseguí convencerles de que era importante que vinieran a mi ciudad el pasado mes de abril (Nicole vino también, pero se quedó menos tiempo). Y pude conversar brevemente con los demás, pero no tuve tanta suerte con las invitaciones. En cualquier caso, mi búsqueda de los «mutantes» demostró haber merecido la pena. Le debo a Flavia de la Fuente, mi mujer y compañera en las aventuras cinematográficas, haberme descubierto que estas personas tienen algo especial: una forma determinada de estar en el

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mundo, una extraordinaria alegría propia de los que están embarcados en una misión de la más alta nobleza. La cinefilia, como cualquier religión, tiene sus santos y los mutantes pueden muy bien estar entre ellos. Pero dejemos esta confesión de mis intimidades. Permíteme, por favor, que intente justificar esta nueva serie de cartas; un proyecto que surgió durante una cena en el Festival Internacional de Cine de Vancouver en octubre, al que tú y yo asistimos, así como Jonathan y Adrian. Mi idea era descubrir qué cambios habían tenido lugar desde el primer intercambio, cómo debía redibujarse el mapa actual del cine y qué forma adoptaría en el futuro. Esperaba que las distintas aportaciones darían lugar al nacimiento de un nuevo canon cinematográfico y que organizarían conceptualmente un conjunto disperso que muchos consideraban un agotamiento, en comparación con una edad dorada, y otros muchos veían en él como una explosión sin orden ni concierto. Pero a lo largo de los últimos meses, hemos reunido pruebas de que las mutaciones no han cesado de producirse. Por ejemplo, Kent publicó un largo artículo alabando Moulin Rouge (2001), una película que en Cannes no recibió más que desprecio. Por su parte, Nicole ha escrito decididamente para apoyar la trascendencia revolucionaria de una película que horroriza a los defensores del buen gusto, Baise-moi [Fóllame] (2000). Formé parte junto a Adrian de un jurado en el que su película favorita fue la coreana Teenage Hooker Became Killing Machine in Daehakno [Una prostituta adolescente se convierte en una máquina de matar en Daehakno] (2001), una cosa estrafalaria que todavía me tiene desconcertado, aunque estoy seguro de que él tiene una poderosa justificación. He oído a Alex declarar que la mejor película en Róterdam 2000 (entre 400 títulos) fue Face [Rostro] (2000), una película japonesa en la que nadie se interesó y que todavía lamento no haber podido traer a nuestro festival. Tantos datos aislados recogidos por los mutantes responden a mucho más que una serie de preferencias críticas. Mutaciones del cine contemporáneo apunta a una parte del cine precisa, aunque fragmentada, para la cual la crítica tradicional no tiene una respuesta. Supongo que la intención primera de Jonathan era hacerla visible. Y demostrar también que los miembros de esta generación deberían ser los encargados de trazar los límites de este nuevo cine. En la cena en Vancouver, Jonathan sugirió también que alguien aún más

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joven debería participar en este nuevo intercambio epistolar para aclarar algunos cambios que se avecinan. Así que tú, como escritor y redactor jefe de una revista a los veintitantos, apareciste como el perfecto corresponsal benjamín. Como redactor jefe algo más maduro, confieso que me alegra tu presencia por una razón oculta y relacionada con mi propia revista. El Amante también ha mutado recientemente (más o menos en la época en que aparecieron las primeras cartas de Mutaciones del cine contemporáneo) gracias a los colaboradores jóvenes que están dispuestos a morir por Moulin Rouge, elogiar las películas asiáticas de género y compartir la visión de Kent sobre las conexiones entre el cine y la música pop. Me los imagino como los auténticos destinatarios de un diálogo sobre la cultura pop, un asunto totalmente ajeno a mis intereses. El aislamiento de Argentina es, a pesar de todo, un suelo fértil para las mutaciones. Hay otra razón para alabar al grupo de Mutaciones del cine contemporáneo por su clarividencia, pero voy a hablar aquí de un personaje que no he mencionado hasta ahora. Me refiero a Raymond Bellour, cuya intervención cerraba y analizaba todas las demás. Me resulta difícil identificar a Bellour como miembro del grupo. Es un académico en el sentido estricto (mucho más que Nicole, la más académicamente orientada de todos los demás). Su carta desafía el culto cinéfilo a Cassavetes, un ídolo común a los mutantes, y escribió en contra de las creencias fundamentales del grupo, contra lo que tienen en común, aunque su alto nivel intelectual le permitió que su discurso fuera aceptado y se convirtió en un participante de pleno derecho. Pero al leer su artículo después del 11 de septiembre, me sentí literalmente estupefacto. Recuerdo que en ese día tristemente célebre tú y yo estábamos en Toronto, asistiendo a un festival de cine en el que todo lo que se proyecta está orientado hacia el comercio norteamericano. En aquellos días, era difícil ser argentino y aún más ser canadiense. Nuestra identidad común se basaba en ser clientes de CNN esperando los discursos de George W. Bush. El internacionalismo de nuestras discusiones sobre cine parecía ser desmentido por la violenta explosión del mundo entero, por un hecho que se tragaba a todos los demás y que no admitía ninguna reflexión. Bellour escribió: El periodo del cine de los grandes estudios, comprendido entre el final de la conquista del Oeste y el comienzo de la Guerra de Vietnam,

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debe de ser el único momento en el que Estados Unidos fue un país civilizado, en el que todavía podía afirmarse a sí mismo, a pesar de toda su carga ideológica, como un país junto a todos los demás, antes de convertirse en la justicia insufrible de los demás.

Después del horror del 11 de septiembre, una de las pocas conclusiones que se pueden sacar con seguridad es que Estados Unidos ha declarado explícitamente su voluntad de convertirse en la justicia de todas las naciones. Así pues, si la interpretación oficial del 11 de septiembre no admite ninguna réplica, ¿qué utilidad puede tener Mutaciones del cine contemporáneo? Y, lo que es aún peor, ¿acaso es el amor por un cine del cuerpo (y sin ninguna referencia a la esfera pública) representado por Cassavetes una forma de olvidarse de la civilización y dejarla en manos de los que gobiernan el mundo, como implica el texto de Bellour? ¿Acaso estábamos mirando al lado equivocado mientras el mundo mutaba según sus propios términos? Reconozco que esta pregunta está más allá de mi capacidad de respuesta y te la paso como un regalo envenenado. También te dejo la tarea de plantear más cuestiones y redefinir desde el hemisferio norte el nuevo lugar que ocupan la cinefilia y la crítica cinematográfica en estos tiempos difíciles. Quintín

Toronto, 8 de enero de 2002

Queridos Quintín y Nicole:

Aunque me siento muy honrado por haber sido invitado a participar en este intercambio, me aventuro a formar parte de este proyecto con gran ansiedad, la propia del designado como benjamín. Pero son los hechos, y no las palabras, los que de verdad dicen algo. Dirigir una revista, con el riesgo que suponen los presupuestos, los

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plazos y la falta de confianza en uno mismo, se parece mucho a producir una película independiente; y nunca sabes realmente cuál va a ser la reacción del público. El que parezca que a los críticos más tradicionales de tu entorno no les importe es un desafío para un contestatario. Del mismo modo que los acontecimientos del 11 de septiembre o la situación actual en Argentina, esta posición estratégica puede que también explique el tono de la introducción de Quintín, más preocupado que pesimista: es una carta escrita por un redactor jefe disgustado (y, más recientemente, un director de festival), en vez de por un crítico. Ambos trabajamos en revistas que atraviesan las fronteras nacionales e introducen las obras de críticos internacionales a una (espero) audiencia mayor: en mi caso, esto surge de la carencia en Canadá de voces interesantes, asequibles, que estén dispuestas a desafiar la línea oficial del partido. Además de aportar algo en este aspecto, puse en marcha Cinema Scope, hace dos años, para encontrar a compañeros mutantes canadienses y darle voz en un entorno de la crítica cinematográfica que se caracteriza por los pecados mortales enunciados por Alex: el pesimismo cultural, la afirmación del mercado y la ironía. (A esto yo añadiría la presuntuosa creencia en la infabilidad de la propia opinión). O, por emplear la terminología que apreciarían nuestros homólogos de los años sesenta, quería ver si se podía despertar la conciencia, levantar el espíritu, en un lugar en el que cualquier pensamiento intelectual sobre la cultura popular, pública, es un anatema. Los gustos y actitudes toman forma de acuerdo a lo que está frente a ti en el momento adecuado: las semillas de mi cinefilia se plantaron pronto, pero tardaron en dar su fruto. Al igual que Jonathan, mi abuelo era dueño de un cine de arte y ensayo en Toronto, aunque lo vendió cuando yo tenía seis años. Empecé obsesionándome con las películas que veía no en los cines o en vídeo, sino en la televisión, en particular Hitchcock. No me convertí en cinéfilo de verdad hasta 1994-1995, cuando estaba haciendo el posgrado en Ciencias Políticas en Nueva York: tuve que irme de casa para descubrir el cine. Como corresponde a cualquier religión, tuve una epifanía al asistir a la proyección (uno siente la necesidad de matizar esto) de La Chinoise (1967) de Godard, que sigue siendo una sobrecogedora película de ideas, y leer inmediatamente después la crítica de Pauline Kael, ya que sus libros eran los más fáciles de

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encontrar en aquel momento. A continuación vi un montón de las películas canónicas, la mayoría en vídeo, pero al mismo tiempo seguí leyendo sobre cine. Mi cinefilia se conformó como una reacción al mundo académico, en un estado de alienación general. No he ido nunca a una clase sobre cine, lo que es tanto una desventaja (todavía intento ponerme a la par que los demás) como una ventaja (aunque he rechazado la academia, nunca tuve la oportunidad de rechazar la teoría cinematográfica y sigo siendo pluralista). En 1997, cuando tropecé por primera vez con las primeras cartas de Mutaciones del cine contemporáneo, acababa de empezar a escribir sobre cine y pronto me sentí aislado en un mundo en el que la cinefilia intelectual es sinónimo de elitismo cultural. (Uno de mis principios básicos es que los llamados críticos populares, que tienen en baja estima a la población, son los verdaderos elitistas: están por encima de ellos, presumiendo de saber qué les gustará a las «masas», instándoles a que se identifiquen ingenuamente con los personajes). También fue importante el hecho de que en 1992 me invitaran al Festival de Cine de Róterdam como crítico en prácticas. Para mí, ahora, el cine y viajar están unidos: ver películas en otros lugares implica una emoción especial (un tema que todavía no he estudiado a fondo), pero, lo que es aún más importante, pone al descubierto lo que los críticos y programadores de otros países consideran esencial. Todavía no ha habido suficientes críticos que se hayan dado cuenta de la necesidad de buscar obras no tradicionales. Aquel año vi «películas menores» como A True Story [Una historia verdadera] (1996) de Abolfazl Jalili, Confession (1998) de Alexander Sokurov, The Power of Kangwon Province [El poder de la provincia de Kangwon] (1998) de Hong Sang-Soo y las películas de Daniele Ciprì y Franco Maresco, ninguna de las cuales se había estrenado en Toronto por aquella época. Desde entonces, se han estrenado algunas en la Cinémathèque de Ontario, no en el festival; el cine minoritario no funciona bien en los grandes mercados norteamericanos. Muchos de estos cineastas resultan desconocidos fuera de un reducido grupo de asistentes a festivales internacionales. Esto explica también por qué muchos de los números de Cinema Scope están estructurados en tono a la cobertura de festivales y que incluyan siempre importantes artículos sobre películas que no tienen distribución nacional. Al mismo tiempo, mi trabajo en el Festival de Cine Internacional de Vancouver es otra manifestación del mismo impulso y supone un esfuerzo aún más

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concreto; la experiencia de tener que elaborar un programa debería ser obligatoria para todos los críticos, ya que ayuda a comprender los muchos factores que influyen a la hora de que determinadas películas estén disponibles para el público local y cómo los gustos personales de los programadores son uno de ellos. Necesito aclarar algo sobre nosotros, los más jóvenes. Para mi generación, la televisión ha sido igual de importante que la música y mucho más importante que el vídeo en casa. La mayoría de las películas las descubrimos en televisión y las innumerables horas de televisión después del colegio nos enseñaron, desde una edad temprana, a mirar de una forma determinada; su equivalente fueron las películas de adolescentes de los ochenta rodadas por John Hughes, que poseen pocas cualidades formales apreciables. Transformaron nuestro gusto, uniendo lo culto y lo popular (y me han ayudado a saber apreciar lo que hay de valioso en los hermanos Farrelly). De forma inconsciente nos sentimos atraídos por lo hortera y una película como Moulin Rouge (una apuesta arriesgada de un antiguo escritor de poca monta, que te roza la piel igual que la aguja del tocadiscos pasaba por un disco de vinilo) puede satisfacer esa tendencia. La televisión se caracteriza también por una forma narrativa que considera al cuerpo como un vehículo para la historia. Es natural que los cinéfilos de la generación de la televisión y el vídeo tiendan a considerar las películas como un todo, en vez de como de un conjunto de distintas partes. En otras palabras, puede que a algunos cinéfilos más jóvenes les gusten los mismos directores que a la generación de los sesenta, como Cassavetes y Eustache, pero por otras razones; una de las cuales, para mí, se debe a una energía histórica que está fuera de mi experiencia personal (y generacional). En lugar de aclamar a Cassavetes como a un cineasta que considera que el cuerpo es el último refugio de la autenticidad, la mayoría de fans de Cassavetes que conozco ven las películas a través de un filtro moralista. Por este motivo, prefieren A Woman under the Influence [Una mujer bajo la influencia] (1974), porque el comportamiento de Mabel Longuetti (Gena Rowlands) es fácil de comprender, de empatizar con él y de explicar como propio de una demente, a diferencia del de Cosmo Vittelli (Ben Gazzara). Hoy en día se admira aún más una cierta actitud, una postura respecto a los personajes, incluso un mensaje político. Podría considerarse como una sensibilidad norteamericana, más que europea. Uno de mis objetivos es

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integrar esta actitud dentro del formalismo reflejado en las primeras cartas de Mutaciones del cine contemporáneo. En cualquier caso, la cuestión realmente no es por qué les gusta Moulin Rouge a algunos cinéfilos más jóvenes (la reacción general en Cannes no fue tan unánime como Quintín quisiera hacernos creer), sino por qué no les gusta Manoel de Oliveira, cuyas últimas películas me convencen de que siempre será posible el arte en el cine; y puede que sea porque De Oliveira, un director anticuado del Viejo Mundo, no tiene absolutamente nada que ver con la televisión. Tampoco De Oliveira quiere decir mucho para los hijos de internet, un medio social, interactivo, y una herramienta que ha hecho más por el intercambio internacional de ideas que la televisión. (¿Cómo lograban editarse las revistas antes de que existiera el correo electrónico?). Aun así, siento una cierta inquietud por el papel cada vez más relevante que tiene internet, tanto por lo que podría afectar a la crítica (favoreciendo la prisa por opinar, por ejemplo, lo que simplemente agudiza una tendencia ya presente en la crítica tradicional) como al propio cine (en la necesidad de una comunidad de individuos aislados). Estoy de acuerdo en que el cine está sufriendo, pero la causa no es internet o el vídeo digital sino, como ha expresado Quintín, en palabras de Bellour, «la justicia de todas las naciones». Es la ley del capitalismo multinacional o del comercio neoliberal norteamericano la que tiene parte de culpa en el desplome económico de la patria de Quintín. En Canadá, un país con una preocupación constante en lo referente a su colonización cultural, cada diciembre aparecen los mismos artículos de opinión: ¿por qué no van más canadienses a ver películas canadienses? No puedo evitar pensar que esta pregunta está mal enfocada: ¿acaso este fracaso en taquilla demuestra, de forma algo retorcida, que nuestros artistas no están sucumbiendo a esta ley universal? Aquí las películas canadienses son consideradas, a menudo, similares a las películas extranjeras de arte y ensayo y quizá lleguen a su público principal en los festivales y en los circuitos de distribución regionales, más reducidos. Y como las películas «populares» más rentables son las más odiadas, los autores de Hollywood que merece la pena defender son aquellos que critican a Hollywood (a muy pocos les importa el resto del mundo) y no les preocupa que les quieran, como Paul Verhoeven, el opuesto a JeanPierre Jeunet. La creencia de que esta ley del comercio es inmutable

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está relacionada con la crítica de Quintín sobre Amélie y él mismo responde a su pregunta: aunque la película dé muestras de que se acerca el fin de la historia, sus adversarios demuestran que siempre habrá revolucionarios. También observo que los críticos de diferentes nacionalidades elaboran sus propias leyes, ricas en matices, a la hora de entender sus propios cines nacionales, un sentido de comunidad localizado; algo cuyo origen puede también encontrarse en Cassavetes. En vez de expresar en sentido abstracto qué significa ser canadiense, yo diría que necesitamos películas que hablen de lo que significa vivir en Canadá hoy en día. (O en Australia, Argentina o, incluso, Estados Unidos). Esto explica por qué las películas canadienses que me gustan puede que sean distintas de las que le gustan a Adrian, o por qué ninguno de los críticos extranjeros en Buenos Aires el año pasado mostró el más mínimo interés por El Descanso (2001). Pero debe haber unos puntos en común, incluso en este nuevo orden. El primer conjunto de cartas planteaba la tesis y la antítesis: falta la síntesis. Mi teoría es como una caja de herramientas lista para su uso si la ocasión lo requiere, y mis herramientas proceden de las primeras Mutaciones: los conceptos de Kent sobre conducir y dejarse conducir; la inquietud extra-filosófica de Jonathan por las ideas políticas; los cineastas de Alex que «hablan con palabras y voces concretas, desde un lugar concreto, sobre lugares y personajes concretos»; el cine sin fronteras de Adrian; la preocupación de Nicole por la representación del poder; y la inteligencia civilizada de Raymond. Yo añadiría, por citar el título del corto satírico de Mike Leigh que vi este año en Vancouver, un sentido de la historia: una película debería enfrentarse a la vida en un espacio que esté fuera del alcance de las corrientes del capital internacional (un ejemplo es la película La Libertad [2001], de un compatriota de Quintín), describir su desarrollo o tomar una postura en contra. En otras palabras, hacer visible lo invisible; lo que, de forma casi inevitable, me lleva de nuevo a Godard (y a Bresson y a Rossellini). Un buen ejemplo de un cine que integra estas cualidades, un cine que puede interpretarse de distintas maneras, es Platform (2000) de Jia Zhangkem en su versión completa que (supongo) ya no se puede ver debido a razones de mercado, a pesar de todas las voces que han protestado. Si resulta que supera el examen holístico, es decir, que la película posee un estilo que, expresándolo claramente

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(parafraseando a Dreyer) nos permite ver el material a través de los ojos del director, tanto mejor. Beau travail [Bella tarea] (1999) de Claire Denis podría valer también: el reducirla a una película del cuerpo elude muchos de sus logros. Yo apostaría a que Genghis Khan de George Lam es tan importante para Jia como, digamos, These Days de Nico para Wes Anderson o la música de los Tindersticks para Denis; incluso aunque yo prefiera la banda sonora de Trouble Every Day [Problemas cada día] (2001) a la película en sí; y la interpretación de Wang Hongwei en Platform es tan natural como cualquiera de Ben Gazzara. Quizá debido a que descubrí estas películas al mismo tiempo que los cinéfilos de mayor edad, quizá porque hablan del miedo a la influencia (de Hou Hsiao-hsien), pero también hablan en una especie de lengua extranjera, ya que está relacionada con el cine chino, Platform pone el dedo en la llaga de lo real: en vez de considerar que esta nueva película mutante, que posee una energía histórica propia, pertenece a un cine del cuerpo o de la mente, siguiendo la analogía religiosa de Quintín, a mí me gusta verlo como un cine del alma. Afectuosamente: Mark

París, 15 de febrero de 2002 Querido Quintín de Argentina, querido Mark en Canadá, querido Adrian de Australia, queridos todos vosotros cuya verdadera patria parece ser la multiterritorialidad de la cinefilia: Dos mil palabras, dos mil palabras para describiros lo que está ocurriendo actualmente en Francia: si escribo «misión: imposible», me acercaré a lo que me refiero. Pero dos mil no son suficientes, así que empezaré con las dos palabras extra que me habéis concedido, sin duda en honor a la fecha en que comenzamos el intercambio de estos nuevos textos, cinco años después de las primeras cartas

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de Mutaciones del cine contemporáneo y también después del cambio de milenio; está bien, aquí, en París, en dos palabras: Edad Giratoria. ¿Qué significa esto? Para mí, en concreto, significa que estoy descubriendo cada semana películas nuevas, autores nuevos, prácticas nuevas, nuevos lugares de proyección. Y, de forma más amplia, en términos del Zeitgeist, significa que aquí todos están experimentado la sensación de estar inmersos en una atmósfera exuberante, efervescente, intensa. Por describir este estado de ánimo: hoy en día, en Francia, el cine se ha reconciliado con la vanguardia. Por daros sólo una muestra de ello: la semana pasada, ¿quién creéis que fue al FEMIS1 a enseñar a los estudiantes cómo conformar una imagen? Era David acudiendo en ayuda de Goliath: los miembros de unos talleres experimentales realmente interesantes que actualmente están funcionando en París. ¿A qué puede atribuirse esta reconciliación y cuáles son sus principales características, para poder entenderla en toda su extensión? Se puede empezar por ponerle una fecha: comenzó con el estreno de Sombre (1998), la obra maestra de Philippe Grandrieux, quien ha dado un nuevo vigor de forma magistral a la gran tradición vanguardista que había desaparecido con Jean Epstein. A continuación, se puede citar la convergencia de tres factores: la multiplicación de instrumentos creativos; la diversificación de prácticas y de modelos artísticos; y un despertar político radical que tan sólo hará que este periodo histórico sea más difícil de relatar. Unos pocos hechos llamativos: primero, la aparición de autores y obras importantes, ya sea en cines de arte y ensayo, galerías o en diversas localizaciones del circuito alternativo. Puede que conozcáis a algunos, o puede que jamás hayáis oído hablar de ellos, y seguramente me olvidaré de muchos: Grandrieux, Gaspar Noé, Virgine Despentes y Coralie Trinh-Ti, Jean-François Richet, Patricia Mazuy, Dominique González-Foerster, el grupo Étant Donées, Sothean Nhieim, Régis Cotentin, Johanna Vaude, Jean-Philippe Farber, Stéfani de Loppinot, Nicolás Rey, Hugo Verlinde, Othello Vilgard, David Matarasso, Xavier Baert, Yves-Marie Mahé, Philippe Jacq... mientras que las generaciones anteriores continúan creando 1

Siglas de la Fondation Europénne de L’image et du Son o Fundación Europea de Imagen y Sonido, antes conocida como IDHEC, la principal escuela de cine en Francia (N. de la T.).

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y a veces produciendo sus obras maestras más hermosas, como Claire Denis con Beau travail, por ejemplo. René Vautier, Maurice Lemaître, Marcel Hanoun, Lionel Soukaz, Philippe Garrel, Ange Leccia, Raymonde Carasco, F. J. Ossang, Maria Klonaris y Katerina Thomadaki, Rose Lowder, Cécile Fontaine y seguramente otros muchos nunca han dejado de producir, inventar, proponer, de forma que está teniendo lugar la primera hibridación, primero entre generaciones y después sólo entre sus herramientas estéticas. Estéticamente, de hecho, esta mezcla de herramientas supone el ámbito principal para la reflexión y la intervención del artista: las películas se convierten en palimpsestos en los que la convergencia de lo análogo y lo digital, Súper 8, 16 mm, 35 mm, vídeo y ordenador se alían, se confunden y se enfrentan entre sí de todas las formas posibles, dando a veces resultados sorprendentes tanto textual como rítmicamente, como en Sombre, île de beauté [Isla de belleza] (1996) de Leccia/González-Foerster, la segunda mitad de Éloge de l’amour [Elogio del amor] de Godard (2001), Il n’y a rien de plus inutile qu’un organe [No hay nada más inútil que un órgano] de Augustin Gimel (1999) o My Room the Grand Canal [Mi habitación el gran canal] (2001) de Anne-Sophie Brabant/Pierre Gerboux; lo que demuestra una de las fuerzas más importantes del cine: su complejidad técnica, la naturaleza de su aparato tecnológico, que le permite insertarse en una tecnología completamente distinta o de hecho en cualquier ritual, espectáculo en vivo, teatro, actuación, music hall, concierto o celebración. ¿Cómo se expresa esta renovación en lo que se refiere a la repolitización del cine? ¿Cuáles son las exigencias y los objetivos de esta nueva generación? ¿Qué nuevos campos de pruebas formales, éticos e incluso existenciales están surgiendo hoy en día? Una de las historias que me conmovió este año fue la de Peter Tscherkassky: en una visita a París, un librero del Barrio Latino le reconoció y le saludó, cosa que jamás le había ocurrido en Viena. Aquí se vive el cine como si fuera una causa nacional. Bajo los auspicios de un gran analista, Alain Bergala, el cine va camino de convertirse es una disciplina pedagógica. Una red increíblemente sólida de festivales, actos y lugares de recepción cubre este ámbito: hay festivales dedicados a todos los géneros, formatos, duraciones y temáticas, desde los grandes cines hasta los lugares más diminutos, y muchas veces el tamaño reducido garantiza un programa de calidad. Proliferan las revistas de cine, tanto generalistas como

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especializadas, institucionales e impulsadas por aficionados, y las menos conformistas no son siempre las que uno espera; hoy en día, por ejemplo, más allá de las revistas eruditas como Trafic, Exploding, Cinergon, Repérages o Balthazar se está defendiendo la vanguardia en Bref, una revista del CNC2 dedicada a los cortometrajes, en Le Technicien du film, una revista para técnicos profesionales y en la Gazette des scénaristes, un órgano del sindicato de guionistas. También es una causa nacional en el sentido de que la gente se enardece fácil y colectivamente a favor o en contra de una película, a favor y en contra de un determinado asunto. El reciente intento de crear un gran debate después de que un director se quejara del maltrato que recibía por parte de los críticos ha provocado una protesta. En Francia existe un cierto orgullo entre los críticos, una tradición a la que Godard rindió un merecido homenaje al comienzo de Deux fois cinquante ans de cinéma français [2 X 50 Años de cine francés] (1995). (Dicho esto, debe señalarse que la primera conferencia sobre la obra de Philippe Garrel fue organizada por un irlandés, Fergus Daly, en Dublín, y que el mayor congreso internacional sobre Godard tuvo lugar en Londres, organizado por Michael Temple, James Williams y Michael Witt). Para mí, esta polémica aclaró el estado de las cosas al mostrar abiertamente los tres tipos de críticos que existen: los colaboradores, que venden la película copiando el dossier de prensa (periodistas, por tanto), que un estudio de cine se puede inventar hasta el último detalle, como ha ocurrido recientemente en Estados Unidos; los partisanos, que saben hacer distinciones entre los productos de la industria, a veces con auténtica genialidad, como hacía Daney, por ejemplo; y los francotiradores, que se alejan de la lógica de la industria para sumergirse en la investigación de otros tipos de cine, rasgos, comportamientos. Pero sin estos últimos, que son los menos numerosos porque no es en absoluto una actividad lucrativa, no se podría escribir la historia el cine y Quintín hace muy bien al tomarlos bajo su ala. Desde la primera entrega de Mutaciones del cine contemporáneo han ocurrido dos cosas en mi vida. La primera fue la concepción y realización de una retrospectiva de la historia del cine de vanguardia 2

Siglas del Centre National de la Cinématographie o Centro Nacional Cinematográfico (N. de la T.).

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en Francia, a la que puse por título Jeune, dure et pure (Joven, fuerte y puro). A lo largo de los meses de larga y ardua preparación, fui descubriendo de forma progresiva, casi subrepticia, dos principios que se me han quedado grabados. Primero: todavía está por escribir la historia completa del cine. Segundo principio: cuanto más importante es una película, menos gente la ve. ¿Exagerado? Bueno, veamos pues las películas de René Vautier o de Patrice Kirchhofer, Ali au pays des mirages [Ali en el país de las maravillas] (1976) de Djouhra Abound y Alain Bonnamy, las de Tobias Engel o de Bruno Muel… ¿Son importantes estas películas para vosotros, o no mucho? Son esenciales; es a partir de ellas que se debe escribir una verdadera historia del cine y no a partir de la notoriedad de obras que reflejan tan sólo el criterio cuantitativo impuesto por la industria. Decir que estas películas son marginales descalifica automáticamente a aquellos que las califican así: la historia del cine debe separarse de la historia del comercio o de la sociología, con las que demasiado a menudo se la confunde hoy en día. Salvo algunas notables excepciones ( Jean Mitry, Noël Burch…), hasta ahora la historia del cine se ha escrito, sobre todo, desde el punto de vista de la industria. Esto no significa que haya que negar el cine de la industria, que ciertamente posee sus propios mártires y víctimas expiatorias, desde Émile Reynaud a André Sauvage, de Eli Lotar a Monte Hellman. Al contrario, una de las características de la generación experimental, sin dogmas, es que conoce perfectamente su situación respecto a la producción, sabe cómo ver y analizar cualquier película, mientras que el nombre de Robert Bresson hacía reír a la generación precedente. De forma ejemplar, una de las características específicas de los cineastas actuales consiste en trabajar con material de archivo de forma analítica y ya no sólo meramente polémica, entrecruzando Tom, Tom, the Piper’s Son (1971) de Ken Jacob con Politics of Perception [Políticas de la percepción] (1973): la sublime trilogía en CinemaScope de Peter Tscherkassky o, por mencionar ejemplos tan sólo de los últimos años, Exposed [Al descubierto] de su alumno Siegfried Fruhauf o High [Colocado] de Vilgard, basada en The Addiction (1995) de Ferrara, Mody Bleach de MTK basada en Moby Dick (1956), Revelation de Baert, basada en In the Mood for Love [Deseando amar] (2000), o Samourai de Vaude basada (entre otras) en The Blade (1995), que representan tanto iniciativas poéticas como densas propuestas teóricas.

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Actualmente, la fuerza de la industria cultural, lo que Adorno denominó muy acertadamente «cultura masoquista de masas», florece con tanto cinismo que casi se puede establecer una ley de proporción inversa entre la visibilidad social de una película y su verdadera importancia; hasta el punto de que se hace necesario subvertir el sistema de producción al completo, como logró hacer Verhoeven magníficamente con su superproducción satírica Starship Troopers [Policías del espacio] (1997). En este cometido, los verdaderos críticos ( Jonathan, Adrian, Mark, y en Francia Raphaël Bassan sobre el cine y Raymond sobre el vídeo), los verdaderos programadores (Kent Jones en Nueva York, Jean-François Rauger en París), los auténticos directores de festivales (Quintín en Buenos Aires, Simon Field en Róterdam, Bernard Benoliel en Belfort, antes Jacques Leroux en Bélgica) o responsables de filmotecas (hoy Alex en Viena, ayer Dominique Païni en París) o páginas web (Senses of Cinema); es decir, los francotiradores (cito vuestros nombres como emblemas, indudablemente hay muchos otros y nuestro trabajo es encontrarlos) van abriendo camino y construyendo los circuitos paralelos. Sin su trabajo, toda la creación no-estandarizada sería, no imposible, sino inaccesible. A veces, frente a la suerte injusta reservada para toda película que nadie ve y cuya existencia está en peligro, me digo a mí misma que sería más adecuado sustituir la palabra «verdadera» de la «verdadera historia del cine» de Godard por la palabra «verídica», que tiene mayor fuerza, en el sentido de que, pese a todas las apariencias, ciertas imágenes predominantes están ahí sólo para tapar y ocultar otras, haciendo que sean invisibles e inaudibles. ¿Podríamos imaginar la historia de la literatura sin Los Cantos de Maldoror? Y, de hecho, la historia del cine está llena de obras cruciales que son tan frágiles como el manuscrito de Lautréamont. Ya hemos perdido algunas de ellas, como La vie des travailleurs italiens en France [La vida de los trabajadores italianos en Francia] (1926) de Jean Grémillon, Actua I (1968) de Philippe Garrel o casi todas las películas de la cooperativa del Cinéma du Peuple rodadas en su adolescencia. ¿Acaso se puede decir que perder a Grémillon, censurar Afrique 50 (1951) de Vautier y meter en la cárcel a su autor, no exhibir Ali au pays des mirages o Black Liberation [Liberación negra] (1964), cuatro panfletos fundamentales sobre el racismo, sigue la misma lógica que la de negarse a considerar los vínculos entre los Iguales y los

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Otros, relegando así a tres cuartas partes del mundo a las regiones oscuras que el imperio desdeña, lo que ha dado lugar, entre otras catástrofes, a la atrocidad del 11 de septiembre y a la crisis económica en Argentina? Antes de responder, me gustaría saber la opinión de Kent, quien ha escrito con gran sensibilidad sobre el tratamiento televisivo de los atentados en Nueva York3. Parece más urgente y difícil escribir la historia del cine contemporáneo porque, gracias al aumento y la mayor accesibilidad de las herramientas tecnológicas, gracias a la diversidad de modelos artísticos, debido a la amplia necesidad de imágenes, la producción está disparándose. Primer fenómeno: al igual que un pintor o un escritor, un director puede crear un estudio en su propia casa y crear él solo y con total libertad una obra magnífica; en Francia ése es el caso del artista de vídeo Jean-Philippe Farber o el cineasta David Matarasso, por ejemplo. Segundo fenómeno: la profileración de redes y lugares alternativos, tanto para la producción como para la distribución, permite que muchas personas se nieguen no sólo a seguir las condiciones de la industria, sino a entrar en el mercado del arte, considerándolo como corrupto, separado de la realidad y aniquilador de la misma. El término «artista» hoy en día es aplicable tanto a cantantes conocidos como a maestros visuales y ya no representa un objeto de burla sin ningún prestigio. Sólo podemos alegrarnos ante este cambio en el curso de los acontecimientos. Además de todo esto, un segundo acontecimiento en mi vida me ha dado mucha confianza. Gracias a la primera serie de cartas de Mutaciones del cine contemporáneo, conocí a un historiador que se ha vuelto indispensable para mí, Brad Stevens. Brad es un joven crítico inglés. Escribe sobre historia del cine; descubre autores, obras, ideas; ha escrito libros sobre Ferrara y Hellman. Cada vez que me escribe, me ayuda a descubrir nuevos vínculos entre las imágenes. Recientemente, por ejemplo, me ha informado de que para la película de Michael Winner, The Mechanic [Fríamente... sin motivos personales] (1972), Hellman supervisó el guión del material utilizado por esa otra obra maestra, The Politics of Perception, y fue él quién debía haberla dirigido, lo que explica en gran medida su genio crepuscular. (Permitidme también que repita las sabias palabras de Francis Moury, especialista en cine underground y coeditor de una 3

Jones, Kent, «Première Prise», en Trafic, n. 40, 2001, pp. 16-18.

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Historia del cine erótico y pornográfico en Francia, que está actualmente en proceso de redacción: «Un hecho gracioso: algunas personas conocen toda la obra de Fritz Lang, pero nunca han visto una película de Michael Winner. Un hecho lamentable: otros conocen toda la obra de Michael Winner pero jamás han visto una película de Fritz Lang»)4. Ahora bien, Brad trabaja por su cuenta en un pequeño barrio a las afueras de Londres, sin ninguna relación con ninguna universidad, grupo de investigación o institución en absoluto, y ésa es probablemente la razón por la cual puede mover montañas. Día a día, me alienta pensar en Brad y en otras pocas figuras sublimes, tutelares como Vautier, al que dejaron completamente solo para rodar, con veintidós años, Afrique 50 en oposición a todo el imperio colonial, en contra de gobiernos, del imperialismo económico, incluso de su propio partido político; o Edouard de Laurot, que hizo Black Liberation para los Panteras Negras, igualmente solo, y su oposición al estado policial norteamericano; o Muel, volando de vuelta a Chile en cuanto se enteró del golpe de Estado de Pinochet, sin que nadie se lo pidiera, tan sólo movido por el impulso humano propio de un cineasta; o Stan Brakhage, reinventando afanosamente el cine mientras contempla cómo muere una polilla en la noche; o Hanoun, cansado de librar una batalla legal que le ha arruinado económicamente, elaborando en pocas semanas una antología, Cinéma Cinéaste, el equivalente contemporáneo de Notes sur le Cinématographe de Robert Bresson, pero escrito por un Bresson de ultra-izquierda5… Actualmente, por hablar de mi experiencia personal, me enfrento a una paradoja. Por una parte, no he renunciado ni a mi infancia colectivista ni a mi adherencia adolescente a Bataille o a Foucault (es decir, una profunda aversión a los valores basados en el individuo, hasta el punto de que el único rasgo de positividad que se permitió Adorno, la simple promesa stendhaliana de felicidad, carece de sentido para mí). Por otra parte, no me he encontrado nunca con ejemplos de humanidad más nobles o más respetables que Vautier o Muel, cuya inteligencia histórica y cuyos actos están basados por entero en sus convicciones personales y su iniciativa individual. 4

Respuesta a un cuestionario sobre cinefilia propuesto por Françoise de Paepe, que se puede leer y responder en internet en la página www.cinerivage.com 5 Hanoun, Marcel, Cinéma Cinéaste. Notes sur l’image écrite, Crisnée, Yellow Now, 2001.

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Pero considero que el cine pocas veces ha sido tan inteligente como lo es hoy en día, sin olvidar las grandes épocas de Peeping Tom [El fotógrafo del pánico] (1960) de Michael Powell o Fassbinder o Pasolini. Pero Godard, Grandrieux, Garrel, Ferrara, Kinji Fukasaku, Carpenter, Yervant Gianikian, Angela Ricchi Lucchi, Straub y Huillet, Pedro Costa… todos ellos me ayudan, no tanto a no olvidar como a reflexionar sobre el peligro de confiscación que acecha a la humanidad. Ellos desarrollan un discurso ético cuyo equivalente no logro encontrar en ninguna otra disciplina y sus últimas películas me provocan el deseo de releer a Hobbes, Saint-Just y Gracchus Baboeuf, lo que seguramente sea el mayor cumplido que se me puede ocurrir. Os manda muchos besos electrónicos, Nicole

Melbourne, 24 de febrero de 2002

Queridos amigos: Las cosas habían cambiado. Ya no te podías sentir a salvo tan sólo porque tenías la suerte de vivir en Occidente. Sólo porque tuvieras la suerte de no ser un refugiado, o de no vivir en Afganistán o en Oriente Próximo. Ya no importaba quiénes creyeras que eran los malos, el Orden Mundial había cambiado. Ahora, aparentemente, había buenos y malos, enemigos y aliados, amigos y adversarios.

Éstas no son las palabras de un político, un periodista o un comentarista crítico. Es la voz en off con la que empieza a narrar un personaje de ficción la nueva temporada de una conocida serie de la televisión australiana, The Secret Life of Us, el último programa de estilo de vida para ese nicho de mercado que se ha llamado Generación X. Es un programa totalmente apocalíptico; se burlan tanto de los extremistas de izquierdas como de derechas; todo lo que necesitan

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es amor. Cada capítulo está basado en una metáfora aparatosa: la vida es como el mercado de valores, el mundo de las citas es como un campo de tiro. Así que la razón por la que todos los personajes se ven envueltos, de forma pasajera, en un acontecimiento de enorme actualidad (la cobertura informativa del 11 de septiembre) es para pronunciar el eslogan más reciente de este Zeitgeist: «Hay un Nuevo Orden Mundial en nuestras vidas». Tan rápido como los acontecimientos históricos cambian el mundo, se convierten en accesorios de un determinado estilo de vida; como la nueva portada de Interview que acabo de ver de reojo al pasar por el quiosco de la esquina: «Grandes directores fotografían Nueva York». Quintín ha planteado una pregunta difícil: ¿acaso el 11 de septiembre ha convertido las ideas discutidas en las cartas de 1997 de Mutaciones del cine contemporáneo en obsoletas, irrelevantes, ridículas incluso? Inmediatamente después de ese acontecimiento, continuamente escuchamos y leímos que cualquier arte o cultura popular eran respuestas inútiles, patéticas, absolutamente insensibles a semejante crisis. Al menos hubo un aspecto en el que se podía estar de acuerdo: era deprimente leer tantos comentarios oportunistas discutiendo sobre si el 11 de septiembre había cumplido las profecías de Baudrillard, Virilio o Žižek sobre la «precesión de los simulacros» en nuestra época, saturada de medios de comunicación; como si todo fuera una pregunta de examen teórica en vez de una catástrofe política y humana. Pero me niego a dejarme atrapar en esta retórica de «el mundo ha cambiado para siempre» de los últimos seis meses. Yo solía burlarme de esos severos marxistas que intervenían en todos los debates culturales proclamando solemnemente que todo debe tratarse históricamente. Pero hoy en día me inclino a la misma cautela. Cuando el 11 de septiembre golpeó al mundo occidental, no sentí deseos de desconectar mi reproductor de vídeo o de dejar mi trabajo como crítico de cine. Muy al contrario, sentí una primitiva ansia cinéfila que no había sentido en años. Y digo esto de una forma puramente instrumental, medicinal casi: me sentí obligado a ver películas de desastres ambientadas en Nueva York, como Tycus (1998), cuya portada, que mostraba las torres de la ciudad derrumbándose, se tapó discretamente en el videoclub al que suelo ir; películas sobre las frágiles fronteras del Nuevo Orden Mundial, como The End of Violence [El final de la violencia] (1997) de Wim Wenders;

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meditaciones sobre la guerra como The Thin Red Line [La delgada línea roja] (1998) de Terrence Malick; comedias demoledoramente anarquistas y antisociales como The Disorderly Orderly [Lo desordenadamente ordenado] (1964) de Frank Tashlin o los dibujos animados más apocalípticos de Tex Avery; el vídeo aterradoramente profético de Godard De l’origine du XXIe siècle [De los orígenes del siglo xxi] (2000), que para mí es como la imagen de acompañamiento del CD de Leonard Cohen, The Future (1992); las películas de terror sangrientas; y las comedias más negras de Luis Buñuel (Buñuel, cuyo último proyecto, que no llegó a filmar, era un guión sobre un atentado terrorista en el Louvre y la desquiciada y surrealista guerra internacional que desencadenaba). A través de todo esto, recordé unas palabras misteriosas, apasionadas, de Nicole en un panel en Buenos Aires en 2001: «Las imágenes nos quieren». ¿Estaba buscando la catarsis, la liberación, a través de la pantalla? No tenía nada (o no mucho) que ver con el escapismo. Sinceramente, nunca he sido capaz de separar el contenido de la cinefilia (sus emociones puras y sus fantasmagóricas corrientes ocultas, sus reverberaciones físicas y sus estremecimientos infantiles) de su aspecto cerebral. En los momentos de crisis y confusión busco en las películas los conceptos, metáforas y esquemas que puedan proporcionarme; también busco en ellas distintos tipos de liberación, sabiduría y sensaciones. ¿Cómo puede la historia, siquiera por un instante, convertir en obsoleto el arte o la crítica? El arte le habla al plano de nuestro estar en el mundo que no es que sea eterno (según el absurdo cliché manoseado por los mitomaniacos de Jung y Campbell) sino que más bien está fuera del tiempo, antes del tiempo. John Berger lo explica perfectamente en un documental televisivo: el arte no puede resolver o cambiar nada, pero puede salvar algo. Un recuerdo, un sentimiento, un testamento, una forma de imitación. Tenéis que entender que los atentados del 11 de septiembre coincidieron en Australia con las elecciones generales y con lo que se conoce como la crisis de los refugiados: barcos llenos de personas huyendo de países turbulentos, a las que nuestro gobierno les negó la entrada y confinó indefinidamente en centros de detención; precisamente porque el partido conservador (los liberales), en el poder, pudo aprovechar la oportunidad para despertar el miedo y el pánico en la esfera pública de que cualquier forastero que llegara

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a nuestras costas podía ser un terrorista mortal, subversivo y antioccidental. En otras palabras (tal y como lo expresó el comentarista político Robert Manne), el voto cristalizó en torno al miedo generado por el tema candente del control de fronteras y el espejismo (que se desvaneció el 11 de septiembre) de que las naciones occidentales son fortalezas, lugares seguros protegidos de todo tipo de intrusos e influencias (físicas, culturales, políticas…). Y me estoy acordando ahora de la descripción de Nicholas Ray de la imagen final (¿o era la de apertura?) de un proyecto suyo que tenía en los años cincuenta y no llegó a realizar: Passport. Un hombre encuentra a un niño rompiendo su pasaporte después de habérselo robado y mirando cómo los pedazos se esparcen en la marea mientras se pregunta en voz alta: «¿Cuándo empieza la marea a ser nacional?». Esto me lleva a las Mutaciones del cine contemporáneo de ayer y de hoy. Todos los que hemos estado involucrados en ello hemos intentado dar la bienvenida a las olas de internacionalismo que llegan a nosotros, a nuestras fronteras. ¿Hasta qué punto lo hemos conseguido? Confieso que las promesas de la edad de internet y de un cine mundial me han decepcionado y frustrado un poco. Tomemos las corrientes del lenguaje, por ejemplo. Publicaciones como Senses of Cinema y Cinema Scope alaban al cine iraní y coreano; artículos de Jonathan y míos han sido traducidos en revistas o webs de cine en farsi y coreano. ¿Pero a cuántos críticos iraníes y coreanos hemos traducido al inglés?, ¿sabemos siquiera quiénes son? La cultura cinematográfica mundial todavía es, ante todo, una carretera de sentido único hacia Occidente (a pesar de algunas muestras importantes de un sistema de intercambio verdaderamente radical, multilingüe, como la colección de libros Traces [Rastros], dedicada a la teoría cultural y la traducción, con ediciones disponibles simultáneamente en chino, japonés, coreano y en inglés; y el proyecto pedagógico de Paul Willemen de desarrollar un currículo de estudios de cine comparados). Si contextualizamos históricamente la situación, mis observaciones pueden parecer menos categóricas. A lo largo de mi vida he sido testigo de una lenta y difícil conversión masiva desde un eje casi exclusivamente euroanglosajón en las culturas cinematográficas occidentales (centrado sobre todo en el cine norteamericano y francés) hacia un supuesto Nuevo Orden Mundial que abarca a las naciones que previamente habían quedado marginadas o excluidas.

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Pero no nos engañemos respecto al alcance real de esta conversión: a nivel general, es casi imposible estrenar películas asiáticas en muchos de los mercados occidentales (a pesar de Crouching Tiger, Hidden Dragon [2000]) y, cuando consiguen entrar, puede que se encuentren con las reticencias más increíbles, pseudorracistas, por parte tanto del público como de los críticos/guardianes del mercado. Y, a un nivel más concreto, nuestras historias personales (de familia, viajes, contactos, lecturas, educación, etc.) nos han situado a muchos de nosotros en las proximidades y bajo el influjo del viejo eje euroanglosajón; todavía es más probable que le prestemos más atención y respeto a la teoría del cine procedente de París y Nueva York que de Tokio o El Cairo. Darnos cuenta de ello es el primer paso (pero sólo el primero) para alejarnos de este eje. Vivimos tiempos en los que el pensamiento utópico se ha unido al sueño de «un solo mundo». Pero en lo que a mí respecta, debo decir que algunas de las películas más inteligentes, conmovedoras y provocativas de los últimos tiempos son aquellas que insisten (incluso hasta caer en la frialdad, el fatalismo y la desesperación misántropa) en las diferencias irreductibles, fundamentales entre culturas, naciones y experiencias. En la mejor película de Michael Haneke, Code Unknown [Código desconocido] (2000) todos los problemas y crisis giran en torno a la falta de traducción: desde la discusión callejera con un refugiado inmigrante y vagabundo hasta la habilidad para lograr entrar en un apartamento parisino, el código es desconocido o se ha perdido. De forma aún más enigmática, What Time Is It There? [¿Qué hora es ahí?] (2001) de Tsai Ming-liang trata fundamentalmente de vasos no comunicantes: París y Taipéi, un hombre y una mujer, los vivos y los muertos, zonas horarias no sincronizadas entre sí, idiomas incompatibles, deseos no recíprocos. Hay un momento (vuelve siempre de forma cíclica) en el que necesitamos que estos crueles recordatorios de la realidad deshagan cualquier ilusión prematura de unidad. Este mismo coloquio en torno a Mutaciones del cine contemporáneo corre el riesgo de crear su propia ilusión de unidad. Confieso que demasiadas invocaciones al santoral compuesto por KiarostamiHou-Denis-De Oliveira-etc. hacen que quiera ver por quincuagésima vez mi copia en vídeo ya gastada de la comedia maravillosamente absurda, Superstar (1999), o defender un éxito para intelectualoides como Amélie, del que Quintín y Mark abominan tanto. Porque,

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¿quién de nosotros se atreve a negar que alguien, en algún lugar del mundo y en este preciso momento, está sintiendo ese ímpetu, ese necesario afán por la cinefilia, gracias a Jean-Pierre Jeunet, más que a Jia Zhangke? (Por supuesto, sería mejor si los dos estuvieran igualmente disponibles). No me interesa elaborar un nuevo criterio, que tan sólo puede convertirse en otra prisión exclusiva, que nos limita, como cualquier otro criterio o sistema de ideas. El sentido de la historia puede difuminar la ilusión de la identidad propia que tiene cada generación. Me divierte mucho cuando Mark se describe a sí mismo como miembro de la generación televisiva, porque eso es precisamente lo que mi generación (los niños de los años sesenta) piensa de sí misma. No creo que las diferencias significativas en la cultura cinematográfica dependan de las generaciones, ni siquiera de la aparición per se de nuevas tecnologías (o novedades en el soporte, como el DVD); hay rasgos fundamentales que tienen mayor influencia. Así que me divierte aún más que no sea capaz de imaginarme a Nicole o a Jonathan viendo jamás ni siquiera un capítulo de realities como Survivor [Superviviente] o Loft Story6 en sus televisores, a los que dan mucho uso. Pero la mejor película experimental que he visto nunca en la televisión comercial fue una noche en Atenas, en Grecia, y realmente era telerrealidad: la cobertura en directo de las manifestaciones organizadas allí con ocasión de la visita de Clinton, en la que la pantalla aparecía dividida por la mitad: una de ellas mostraba un lento recorrido hacia delante y hacia atrás de los estáticos dignatarios, esperando en un elegante salón de baile (Michael Snow); en la otra era un plano tomado cámara en mano de los disturbios en las calles (Rosetta [1999]). Si tan sólo lo hubiera grabado para distribuirlo en copias piratas… Sin embargo, creo que la cultura cinematográfica, incluso en esta época de supermercados inmensos, necesita todavía sus leyendas invisibles, tentadoras. La vida secreta de la cinefilia… Algo que se ha perdido en los años de internet es el enfoque abierto, riguroso, siempre lleno de curiosidad, de afán de exploración y minucioso de los géneros populares (y subpopulares) del 6

La palabra loft en inglés significa literalmente «buhardilla» y designa habitualmente un gran apartamento sin tabiques. Pero fonéticamente es similar a love, «amor», por lo que el título del programa tiene un doble sentido imposible de traducir al español. En sentido literal quiere decir «Historia de buhardilla», pero también se puede entender como «Historia de amor», lo que a su vez recuerda al título de la película Love Story (N. de la T.).

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cine. Creo que la tendencia altamente selectiva de introducir en el nuevo canon a películas del tipo de Starship Troopers, Moulin Rouge o The Royal Tenenbaums [Los Tenenbaum, familia de genios] (2001) no es más que un mal sustituto de la labor de oposición a la cultura popular sin la ayuda de la teoría de autor. En cuanto a la mayoría de los otros géneros o de películas de ínfima calidad, ha sido abandonada en manos de las normativas de las revistas de aficionados y páginas de internet que, a menudo, son abiertamente filisteas. Debo enfrentarme aquí a una contradicción personal. Por una parte, me opongo radicalmente a cualquier tipo de elitismo. Por otra, sigo sintiendo apego por el credo subcultural de los ochenta, es decir, que todos los movimientos culturales interesantes e innovadores son reducidos en número, de naturaleza ferozmente guerrillera y su acción social se caracteriza por la formación de redes de comunicación. Un pasaje de Pursuits of Happiness de Stanley Cavell, lo expresa muy bien: Es posible que […] nada que tenga valor y sea comprensible para cada uno de nosotros, tenga valor y sea comprensible para todos. Y es posible que la misma idea de valor, como cualquier objeto de valor, deba todavía surgir formando parte de un culto y, por consiguiente, uno deba esperar que algunos sean más benignos y útiles que otros7.

Entonces, ¿cuál sería la política de un culto cinematográfico benigno y útil, en su intento de reconciliar y salvar las diferencias (como nos recuerda Nicole) entre lo Mismo (o el Yo) y lo Otro? Una cita de mediados de los años sesenta de Octavio Paz interpela significativamente a nuestro momento presente: «Luchamos por preservar nuestra alma; hablamos para que otros reconozcan nuestra alma y para reconocernos a nosotros mismos en la suya, que es distinta de la nuestra»8. Soy escéptico respecto a la unidad, pero, como los demás, aspiro a ella. Me acuerdo perfectamente del terrorismo intelectual de los años de la política académica de lo idéntico, cuando cualquier intento de acercarse, de abarcar o aceptar al Otro, incluso aunque fuera tan sólo dentro del imaginario del cine, era 7

Cavell, Stanley, Pursuits of Happiness: The Hollywood Comedy of Remarriage, Cambridge, Harvard University Press, 1981, p. 273. 8 Paz, Octavio, Corriente alterna, Madrid, Siglo xxi, 2009.

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recibido por la policía de la diferencia con una pregunta hipercrítica: «¿Quién eres tú para hablar?». Los años entre las dos entregas de Mutaciones Cinematográficas han sido testigos del florecimiento de un aspecto del ideal democrático: cuánto más hablemos, mejor. El desafío consiste ahora en mejorar nuestra capacidad de escucha. Vuestro camarada, Adrian

Chicago, 1 de marzo de 2002

Queridos Compañeros Mutantes:

Esta carta, que concluye (al menos provisionalmente) un experimento que empezó hace cinco años, debe servir a un doble propósito. Primero de todo, debe servir como conclusión de una serie de cartas que inició Quintín hace más de dos meses, con el objetivo de ser publicadas en español con motivo del Festival de Cine Internacional de Buenos Aires, junto a la primera serie de cartas. En segundo lugar, se supone que debe servir como cierre a un libro en inglés mucho más amplio, enmarcado entre ambas series, cuya publicación por parte del British Film Institute está prevista para el año que viene. Además, lo que empezó en inglés (las tres primeras cartas) y en alemán (la cuarta) fue publicado primero en francés, mientras que la segunda ronda empezó en español con Quintín y será publicada inicialmente en esa lengua; aunque las últimas cuatro cartas estén en inglés o francés y se haya incluido una versión en inglés de la carta de Quintín para los autores de las mismas. La importancia de la traducción en esta empresa se ha convertido en una parte de su significado, porque cada cambio de idioma ha alterado sutilmente y expandido el terreno de juego. Han ocurrido muchas más cosas a lo largo de estos cinco años. Kent y Alex han pasado a ocupar importantes cargos como programadores: Kent en el Teatro Walter Reade de Nueva York y Alex,

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desde hace sólo dos meses, en el Museo de Cine de Viena. Efectivamente, Nicole ha despertado a un gigante dormido al convertirse en la principal pionera en el descubrimiento, organización, exhibición y celebración de la vanguardia francesa por medio de la Cinémathèque de París; un gigante formado por una audiencia muy participativa así como por un grupo de cineastas. Y Adrian, que está escribiendo más que nunca, actualmente está trabajando nada más y nada menos que en cinco libros; uno de ellos es la versión inglesa de Mutaciones del cine contemporáneo que está editando conmigo. Mark ya ha hablado en su carta del lanzamiento de nuevas revistas internacionales de cine en inglés, que ofrecen alternativas al rumbo que han adoptado Sight and Sound (cuando se volvió más norteamericana) y Film Comment (cuando se volvió más institucional), así que permitidme tan sólo añadir que estas recientes incorporaciones tan bien recibidas han supuesto para el público y la crítica lo mismo que la labor de Nicole para las obras experimentales francesas. El crecimiento de internet también nos ha influido, al hacer ciertamente más pequeño el mundo y al hacer mucho más intensas nuestras conexiones solapadas entre sí. (No todos nosotros teníamos correo electrónico allá por 1997). La mayoría de los ocho autores de las dos series de cartas, procedentes de seis países, se han hecho amigos y una de las alianzas más importantes ha sido la de Adrian y Nicole, que ha logrado un público anglófono para parte de sus obras, principalmente a través de las traducciones de Adrian en Senses of Cinema. También se tradujeron las primeras seis cartas al holandés, alemán, italiano, inglés y ahora al español (acompañadas, en la mayoría de los casos, por más cartas de otros autores) y Quintín intentó reunir el año pasado a los mutantes originales en Buenos Aires9. Lo que empezó como la grabación de una conversación con Adrian en un barrio a las afueras de Melbourne el 20 de octubre de 9

En francés, Trafic, n. 24, 1997; en holandés, Skrien, n. 221-222, 1998; en alemán, Meteor, n. 12-13, 1998; en italiano, Close Up, n. 4, 1998; en español, Movie Mutations: Cartas de cine, Buenos Aires, Ediciones Nuevos Tiempos, 2002; en inglés, Film Quarterly, vol. 52, n. 1, 1998. Skrien y Close Up acompañaron el texto con comentarios de sus propios escritores. Lamentablemente, pero como suele ser habitual en estos casos, la versión inglesa quedó reducida prácticamente a la mitad de su longitud original debido a limitaciones de espacio, aunque durante un tiempo el texto completo en inglés estuvo disponible en una página web de la University of California Press. Ésta es la página a la que Quintín alude en su carta.

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1996 acabó por tomar forma, aproximadamente un año y medio después, como una serie de cartas escritas (y, en cuatro de los casos, traducidas) para Trafic. Poco después se convirtió en un libro de intercambios internacionales sobre algunas de las direcciones que estaban tomando el cine y la cinefilia del mundo; en principio Ken, el único norteamericano del grupo, iba a coeditarlo. Más o menos un año después de haber firmado un contrato con el British Film Institute y después de que se hiciera evidente que las nuevas responsabilidades de Kent como programador y las habituales de su trabajo como escritor (así como coguionista en la película de Scorsese, Il mio viaggio in Italia [Mi viaje a Italia] [2002]) hacían mucho más difícil su participación en este proyecto, Adrian aceptó reemplazarle, con el beneplácito de Kent, una decisión que se tomó en Buenos Aires hace ahora unos ocho meses. El cambio de mi papel como promotor de esta empresa en continua expansión al de un participante más de la misma ha sido una experiencia interesante pero en ocasiones confusa para mí. Me resulta embarazoso admitirlo, pero desde el principio de este proyecto tuve las mismas pretensiones que con mi primer libro Moving Places: el deseo de combinar la escritura con el activismo (es decir, cambiar el mundo escribiendo sobre él y lograr así algún tipo de poder) y al mismo tiempo embarcarme en una aventura cuyo destino final es desconocido, pues a través de su desarrollo va elaborando su propia lógica acumulativa. Es verdad que el estímulo que estaba detrás de mi primer libro era muy personal, aunque incluso entonces tenía la idea de incluir materiales de otros autores publicados anteriormente para demostrar que el libro no trataba sólo de mí. (Los detalles al respecto se pueden encontrar en el prefacio que escribí para la segunda edición). Mientras que el destino desconocido de aquel libro era el pasado (principalmente el mío propio, pero también el de la cadena de salas de cine de mi familia), la terra incognita de Mutaciones del cine contemporáneo ha sido el futuro de la cinefilia visto desde un extremo a otro del mundo y cada vez más en términos sociales. Nicole fue lo bastante sagaz como para captar en la primera ronda la idea de nuestro proyecto colectivo como una empresa tanto artística como política, cuando sugirió que yo había «dirigido sutilmente» al grupo original de mutantes «como si fueran personajes de Rivette, pero en la realidad». Otra forma de expresarlo sería decir que mi modelo semiconsciente era

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André Bazin más que el doctor Mabuse. Pero por supuesto no pretendo insinuar que el proyecto fuera jamás simple o exclusivamente mío. Para empezar, hubo que convencer a Trafic (otra revista internacional que tuvo un papel fundamental en esta operación) para que diera luz verde a este proyecto. Pero no creo que merezca la pena señalar que yo estaba especialmente interesado en superar cualquier incoherencia al poner en marcha un proyecto que sería tanto parte de mi propia obra como algo ideado y llevado a cabo por (y perteneciente a) muchos otros que quedaban fuera de mi control. Todo lo cual, me alegra decir, ha sucedido. Incluso este segundo conjunto de cartas es, sobre todo, el resultado de la iniciativa de Quintín más que de la mía. Esto me permite cierta libertad al comentar las últimas cartas como un observador relativamente desinteresado, el director de circo convertido en un trabajador del kibutz, y, siguiendo este exceso intertextual, he intentado concluir mi último libro, Movie Wars, de la misma forma10. Además, desde el principio ha existido el peligro, en esta segunda serie de cartas, de abocarnos a un internacionalismo simple transformándose en un antiamericanismo aún más simple; un peligro al que yo, como norteamericano, puede que sea más susceptible que el resto de nosotros. Aunque le agradezco a Quintín su resumen del comentario de Raymond sobre lo que Estados Unidos tiene de civilizado y lo que no, también es importante tener en cuenta que Norteamérica, como Argentina, Australia, Canadá y Francia, significa muchas cosas. Australia, por ejemplo, tiene tanto una crisis de refugiados como la SBS, un canal de televisión estatal multicultural del que cualquier país se sentiría orgulloso. Para contextualizar históricamente el momento presente (y estoy de acuerdo con Adrian en que es algo que debemos hacer), estas cartas han sido escritas coincidiendo con el lanzamiento del euro y el discurso de George W. Bush sobre «el eje del mal»: dos versiones de lo que significa vivir en el hemisferio occidental en este momento concreto, aunque seguramente no sea lo único que esté ocurriendo (y muchos de los otros acontecimientos están todavía demasiado alejados de nuestro radar como para que los podamos detectar). Quizá yo asocie ambos hechos porque yo estaba en Róterdam y 10

Rosenbaum, Jonathan, Movie Wars: How Hollywood and the Media Conspire To Limit What Films We Can See, Chicago, A Cappella, 2000.

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París, gastando alegremente euros holandeses y franceses, cuando me llegaron por primera vez los cantos de guerra de Bush. Pero si creyera honestamente que su estúpida enunciación puede considerarse un sinónimo de «Norteamérica» (como tampoco los habitantes de Irán e Iraq, que llevan largo tiempo en guerra, ambos armados por «nosotros», y de Corea del Norte, con escasa relación con los otros dos, pueden considerarse como un «eje del mal»), entonces tendría que creer realmente que el 11 de septiembre ha hecho obsoletas nuestras quimeras. Es más, creo que este acontecimiento, que marca un antes y un después, ha provocado respuestas antitéticas y contradictorias; incluyendo que Norteamérica se haya visto dolorosamente forzada a entrar en la zona de peligro que ocupa el resto del mundo, lo que ha ido acompañado de una negación regresiva y agresiva de esa experiencia compartida. Para mí, esto se ve reflejado en la insistencia por parte de varios botarates de que los atentados del 11 de septiembre han sido «ataques contra Norteamérica» (en vez de, digamos, contra los seres humanos que resultaron estar en el World Trade Centre), aceptando así que las suposiciones sobre los terroristas muertos definan la identidad de sus víctimas y eludiendo, por tanto, a los no norteamericanos asesinados. En otras palabras, el descubrimiento de que la nacionalidad es, al mismo tiempo, más y menos importante de lo que normalmente se proclama. Puede que todavía peque de ingenuo, pero insisto en seguir viendo la nacionalidad hoy en día como el alcance y los límites de ciertos mercados; lo que se confunde demasiado fácilmente con el armamento o con temas culturales de raza, religión, idioma, etnia. Eric Hobsbawm ha señalado recientemente que, a diferencia de nuestros predecesores más civilizados del siglo xix, ya ni siquiera distinguimos la guerra de la paz, por lo que definirnos a nosotros mismos según unas arbitrarias fronteras nacionales parece la peor forma de engañarnos y reducirnos. Eso es lo que resulta tan alentador respecto al euro, y tan desesperanzador respecto al «eje del mal». Por supuesto, si uno lee a Robert Darnton, se da cuenta de que la idea del euro se remonta al siglo xix11, y es aún más fácil ver que el «eje del mal» surge de la dramáticamente estúpida Guerra Fría de mediados del siglo xx. 11

Darnton, Robert, The New York Review of Books, 28 de febrero de 2002.

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El problema en el que estamos todos involucrados es tratar de resolver cómo pueden coexistir unas ideas tan contradictorias. Surgen hasta cuando compramos reproductores y cintas de vídeo, DVDs y reproductores de DVD. Es muy fácil comprar un vídeo triestándar en Europa, pero para conseguir uno en Chicago tuve que encargarlo a Nueva York, a una tienda de equipos electrónicos cuyo catálogo me había enviado Jim Jarmusch. Por supuesto, esto vuelve locos a los Jack Valentis del mundo, porque se supone que los derechos de ciertas películas están asignados a cada región junto con el acceso a las mismas; lo que probablemente sea la causa de que tuviera que comprar en París el DVD de Johnny Guitar (1954). Por otra parte, semejante sistema de compra por nichos de mercado es una locura, igual que las copias piratas sin subtítulos de películas de Hollywood recién estrenadas en vídeo, que se pueden encontrar en países como Irán, lo que, según me cuentan, es la mayoría de películas que se ven allí. Pero en este caso, la responsable es evidentemente la demanda de los espectadores y no el imperialismo del mercado, así que de nuevo nos vemos enfrentados a corrientes contradictorias. Esto no significa que no debamos seguir atacando la arrogancia y presunción norteamericanas. Pero, a veces, de lo que nos lamentamos no es tanto de lo que dicen y hacen los norteamericanos como de lo que algunos líderes (nombrados por el pueblo o por sí mismos) dicen y hacen en su nombre; incluyendo, debo decir, la indiferencia escandalosa hacia la crisis económica argentina. Las ilusiones de consenso y las profecías de autocumplimiento de las encuestas de opinión de las películas que han sido previamente testadas con un público, que consideran a la audiencia de antemano como a un grupo de idiotas, sirven también para hacer pruebas de mercado a los políticos y sus programas, y demasiada gente está dispuesta a sacar conclusiones precipitadas sobre lo que los norteamericanos tienen en la cabeza; algo de lo que, como llevo afirmando desde hace algún tiempo, sobre todo en Movie Wars, sabemos muy poco. Incluso si algunas de nuestras ideas alternativas sobre la audiencia y el público demuestran ser excesivamente optimistas, ¿acaso no nos proporcionan estas suposiciones algo más con lo que trabajar que el monótono y trillado cinismo, que invariablemente favorece y da la razón a las fuerzas en el poder?

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Es cierto que el conocimiento del resto del mundo es verdaderamente flojo en mi país (como lo es en todos los países grandes y relativamente aislacionistas) y ni siquiera yo mismo estoy exento de esta limitación. También es verdad, como señala Adrian, que las corrientes del lenguaje (como las de muchos otros productos culturales, desde las películas hasta la Coca Cola) fluyen principalmente en una sola dirección. Pero cuando Adrian pregunta a cuántos críticos iraníes y coreanos hemos traducido y si «sabemos siquiera quiénes son», podría responderle, porque acabo de escribir junto a una crítica iraní un libro sobre Kiarostami, un capítulo del cual publicó Senses of Cinema el año pasado, más o menos al mismo tiempo que apareció publicado en farsi en la revista iraní Film Monthly. Yo le ayudé con su inglés (un tipo de traducción) y ella tradujo al farsi la mayor parte de nuestra conversación, al mismo tiempo que me enseñó, entre otras cosas, a escribir mi nombre en dicho idioma, cuando le escribimos una carta a Kiarostami para mandársela por fax. No es mucho, pero es un comienzo y Mehrnaz está lejos de ser la única crítica de cine iraní con cuyas opiniones he conectado (en el Festival de Cine de Fajr del año pasado, unos cuantos críticos locales me abordaron para debatir el final de Taste of Cherry, por ejemplo). De todas formas, lo que quiero decir es que esa ignorancia no es una actitud o una postura, y que debemos empezar, cuando y como podamos, a reconocer y corregir nuestros errores según vayamos avanzando. Por raro que pueda parecer, una de las formas que tiene Adrian de ilustrar su escepticismo es con una película cuya crítica acabo de escribir esta semana para el Chicago Reader, What Time Is It There?, que es, en mi opinión, un triunfo de la comunicación y hasta una especie de sentimiento de fraternidad. No olvidemos que es una producción franco-taiwanesa y que Tsai revela una cierta conexión, congruencia, unidad y hasta esperanza; no tanto en la pantalla como en la conciencia de cada espectador, que es lo que realmente importa. ¡Tiene incluso lo que yo llamaría un final feliz! En cuanto a la preocupación de Adrian respecto al elitismo, considero que esto, más que un peligro, es un posibilidad flagrante que ha estado rondando desde que empezó nuestra correspondencia, y que me inclino más a aceptar que a repudiar, aunque me doy cuenta de que el elitismo es una cuestión relativa y que el cine mismo podría interpretarse en algunas partes del mundo como un interés elitista. (Aún así, Mark tiene toda la razón cuando escribe que «los llamados

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críticos populistas, que menosprecian al pueblo, son los verdaderos elitistas»). ¡Larga vida a esos clichés, que son los que alimentaron al cine ruso posterior a la revolución, al neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa, el cine estructural norteamericano, el Nuevo Cine Alemán y a las más recientes Nuevas Olas del cine en Irán y Taiwán! Lejos de ser un obstáculo para la comunidad, forman su base misma. Ésa es la teoría y práctica implícitas que propone Quintín cuando reúne a los mutantes para que realcen y se mezclen con la comunidad cinematográfica de Buenos Aires. Esto se debe a que, hoy en día, dichas comunidades no se encuadran dentro de determinadas ciudades o incluso en un conjunto de ciudades (o de países, si a eso vamos) sino por el alcance de internet, lo que da lugar a un nuevo tipo de poder colectivo. Si no fuera por internet, puede que no hubiera conocido a Quintín y a Flavia, porque mi primer viaje a Buenos Aires, en otoño de 2000, cuando les vi por primera vez, fue como invitado de la sucursal local de la FIPRESCI, la organización internacional de críticos de cine, gracias a un grupo de jóvenes críticos que me había descubierto en la red. Y fue gracias a internet, a través de Senses of Cinema, que cobró forma la retrospectiva de Garrel en Dublín el pasado mes de junio; un acontecimiento que Nicole, jugadora en equipo par excellence, ayudó generosamente a organizar, aunque luego estuviera demasiado ocupada y no pudiera asistir. Se podría decir que las comunidades cinéfilas a veces se conforman un poco como los grupos de boy scouts. Hace unos años, al saber del intercambio de vídeo entre Kent y yo, nuestra común amiga Bérénice Reynaud señaló que éramos como niños intercambiando cromos de béisbol. Pero con Nicole, Mehrnaz Saeed-Vafa, Nataša Durovičová, Catherine Benamou, Lucia Saks, Flavia de la Fuente, Chika Kinoshita, Helen Bandis, Lynne Kirby, Dana Linssen, Belinda van de Graaf y la misma Bérénice, entre otras, formando parte de nuestra «pandilla», en momentos distintos y de formas diferentes, ya no es muy exacto decir que nuestro grupo se basa en el género. Prefiero aceptar el epíteto de pueril o infantil; estoy pensando ahora en el cambio de perspectiva que, en este sentido, ha ofrecido recientemente Peter Wollen: Para Serge Daney, retrospectivamente, la cinefilia era como una «enfermedad», un mal que se había convertido en una obligación, casi

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en una obligación religiosa, una forma clandestina de inmolación en la oscuridad, una exclusión voluntaria de la vida social. Al mismo tiempo, era una enfermedad que proporcionaba un placer inmenso, momentos que, mucho después, te dabas cuenta de que habían cambiado tu vida. Yo lo veo de forma distinta, no como una enfermedad, sino como el síntoma de un anhelo por mantener la visión del mundo de un niño, fascinado siempre con el misterioso drama paterno, buscando siempre controlar la propia ansiedad mediante la repetición compulsiva. Mucho más que otra actividad de ocio12.

Así que quizá lo que todos necesitamos considerar no es simplemente cómo reconciliar el euro con el «eje del mal», sino también cómo reconciliar la idea de civilización de De Oliveira, evocada y descrita tan maravillosamente por Raymond, con la idea de cinefilia de Wollen, es decir, cómo seguir siendo un niño y un adulto al mismo tiempo, de forma tanto individual como colectiva. Le corresponde al arte intentarlo de alguna manera, y puede que lo que más me agrade de las once cartas que componen estos dos intercambios epistolares sea la manera en que seriamente (y frívolamente) han seguido ambas aspiraciones mientras han dado vueltas y más vueltas alrededor del mundo. Puede que no hayamos alcanzado todavía el equilibrio perfecto entre madurez e inocencia, pero no hay duda de que todos estamos buscándolo y que, en el proceso, estamos encontrando algunas otras cosas que casi ni sabíamos que existían. Naturalmente, hacerlo juntos hace que sea mucho más agradable, así como más instructivo. Con cariño para todos vosotros, Jonathan

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Wollen, Peter, «An Alphabet Of Cinema», en New Left Review, n. 12, 2001, p. 119.

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Nota sobre los colaboradores

Shigehiko Asumi es crítico cinematográfico y ha sido rector de la Universidad de Tokio entre 1997 y 2000. Allí enseña cine y literatura francesa, y ha publicado ampliamente sobre ambos temas. Sus textos en inglés incluyen ensayos como: Suzuki Seijun: The Desert under the Cherry Blossoms, Mikio Naruse y Ozu’s Tokyo Story. Raymond Bellour es escritor, crítico y una de las máximas figuras de la teoría fílmica en Francia. Es director del Centre Nationale de la Recherche Scientifique de París, uno de los editores fundadores de la revista Trafic y editor en Gallimard de las obras completas de Henri Michaux. Entre sus publicaciones cabe destacar: Alexandre Astruc, Le Livre des autres, L’Analyse de film, L’Entre-Images: photo, cinéma, vidéo; L’Entre-Images 2: mots, images; Partages de l’ombre; y Le Corps du cinéma: hypnoses, émotions, animalités. Catherine Benamou es profesora de cine y medios audiovisuales en la Universidad de California. En Nueva York ha comisionado diversos ciclos de cine y debates públicos con directoras de cine latinoamericanas y cineastas indígenas de las regiones de los Andes y

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el Amazonas. Es colaboradora habitual de publicaciones como The Independent, Afterimage, Cineaste, Nuevo Texto Crítico o Cahiers du cinéma. Su último libro: It’s all true: Orson Welles’s pan-american odyssey. Nicole Brenez es historiadora, crítica de cine, programadora y especialista en el cine de vanguardia. Imparte clases de teoría del cine en la Universidad de La Sorbonne de París y ha sido la comisaria de la Cinémathèque Française para la programación de cine experimental y de vanguardia desde 1996. Sus publicaciones más recientes son: Cinémas d’avant-garde; Abel Ferrara: le mal mais sans fleurs; y Le cinéma critique. De l’argentique au numérique, voies et formes de l’objection visuelle. Fergus Daly es cineasta y crítico cinematográfico. Vive en Galway (Irlanda) y es coautor de un libro sobre el cineasta francés Léos Carax. Sus ensayos han aparecido en publicaciones como Film West, Senses of Cinema, Realtime y Metro. Igualmente, ha dirigido un documental sobre Abbas Kiarostami. Nataša Durovičová es escritora y crítica de cine originaria de la República Eslovaca. Actualmente es editora del International Writing Program de la Universidad de Iowa, cuya investigación se ha interesado desde hace tiempo por diversas formas de poliglotismo en el cine y, más recientemente, por la historiografía cinematográfica más allá de los paradigmas nacionales. Alexander Horwath es crítico cinematográfico y director del Museo Austriaco de Cine. Ha publicado extensamente sobre cine y arte y es colaborador habitual de publicaciones como Die Zeit, Süddeutsche Zeitung, Meteor, Film Comment, Die Presse y Der Standard. Recientemente ha comisariado el programa de cine de la Documenta 12 de Kassel. Algunas de sus últimas publicaciones son: Film als subversive Kunst; Josef von Sternberg. The Case of Lena Smith; y Michael Haneke. Kent Jones es crítico cinematográfico del The Village Voice, editor de la prestigiosa revista Film Comment y director de programación fílmica del Lincoln Center de Nueva York. Es autor del guión de My voyage to Italy dirigida por Martín Scorsese y su última publicación es Physical Evidence. Selected Film Criticism.

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Abbas Kiarostami es uno de los cineastas y fotógrafos más influyentes y controvertidos del Irán postrevolucionario y uno de los más consagrados directores de la comunidad cinematográfica internacional. Su última película, Copia certificada —Premio Espiga de Oro en la 55 edición de la SEMINCI y Palma de Oro a la Mejor Interpretación Femenina en Cannes 2010 para Juliette Binoche— ha sido prohibida en Irán. Adrian Martin es crítico de cine y profesor de teoría cinematográfica de la Universidad de Monash (Australia) donde dirige el Departamento de Investigación de Cultura Fílmica y Televisión. Colabora con diversas publicaciones internacionales y escribe regularmente en revistas como Filmkrant y Cahiers du Cinéma España. Sus libros y ensayos han sido traducidos a más de veinte lenguas. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan Raúl Ruiz: Sublimes obsesiones y ¿Qué es el cine moderno? Mark Peranson es crítico de cine, fundador y editor de la revista canadiense Cinema Scope y colaborador de prestigiosas publicaciones como The Village Voice o The Believer. Eduardo “Quintín” Antón ha sido profesor de la Universidad del Cine de Buenos Aires, investigador, programador informático y árbitro de fútbol. Fue director de la revista de cine El amante y del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires y de la Asociación de Críticos (FIPRESCI). Como crítico de cine ha colaborado en distintas publicaciones nacionales y extranjeras como Cahiers du cinéma y Perfil. Jonathan Rosenbaum es escritor y crítico de cine del Chicago Reader y colaborador de distintas revistas como Trafic, Premiere o Film Comment. En Estados Unidos es considerado una figura referencial del periodismo cultural, especialmente gracias a su labor de difusión y estudio del cine de otros países. Entre sus últimas publicaciones destacan: Movie Wars: How Hollywood and the Media Limit What Films You See; Abbas Kiarostami; y Essential Cinema. Mehrnaz Saeed-Vafa es cineasta, crítica de cine y profesora en el Columbia College de Chicago. Trabaja como consultora sobre cine

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asiático para el Gene Siskel Film Center de Chicago desde 1989, y su libro sobre el cine de Abbas Kiarostami, coescrito con Jonathan Rosenbaum, es una referencia en los estudios sobre este cineasta. Lucia Saks es investigadora, crítica de cine y profesora en la Universidad de Southern California y en la Universidad de Natal en Sudáfrica, donde ha sido directora del Programa de Investigación sobre Cine y Medios de Comunicación. Su último libro: Cinema in a Democratic South Africa: The Race for Representation.

Nota sobre el texto

El capítulo 1 de este libro se publicó por primera vez en el n. 24 de la revista Trafic, en su traducción francesa. Apareció en inglés en una versión resumida en Film Quarterly, vol. 52, n. 1. Una versión anterior del capítulo 3 apareció por primera vez traducida al francés en Trafic, n. 26, y toma parte de su material de «Remaking History» [Rehaciendo la historia], Chicago Reader, 10 de noviembre de 1998. Parte del capítulo 5 apareció en su versión francesa en la revista Cinéma 03. Una versión anterior del capítulo 8 apareció en Senses of Cinema n. 12. Una versión anterior del capítulo 10 apareció en Philip Brophy (ed.), Cinesonic: Experiencing the Soundtrack (Sidney, Australian Film, Television and Radio School, 2001). Una versión distinta del capítulo 11 apareció en el Chicago Reader, el 8 de junio de 2000. El capítulo 13 apareció por primera vez traducido al español en el cuadernillo Movie Mutations. Cartas de cine (Buenos Aires, Ediciones Nuevos Tiempos, 2002).

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Mutaciones del cine contemporáneo es el tercer libro de la colección Los polioftálmicos. Compuesto en tipos Dante, este texto se terminó de imprimir en los talleres de kadmos por cuenta de errata naturae editores en octubre de dos mil diez, más o menos medio siglo después de aquella mañana radiante en que el guionista de cómics Stan Lee se levantó, se duchó, se afeitó, se calzó un traje de pana y, sin apenas desayunar, acudió a su reunión con el editor de la Marvel Martin Goodman, que rechazó sin paliativos y con oscuros argumentos el título que Stan proponía para su nueva serie de tebeos: Los mutantes, que hoy conocemos como X-Men.