Mujer, locura y feminismo
 9788485337125, 8485337123

Citation preview

J e a n e t t e T u d o r ,P .C h e s te r R a c h e l T. H a r e-M u stin R o u th M o u lto n , J .B a r r e t

edición a cargo de Carmen Saez

O Carmen Sáez O Dédalo Ediciones, S. A. Bravo Murillo, 3, 2* C M adrid-3. Teléfono 448 97 30 ISBN: 84-85337-12-3 Depósito Legal: M. 23.766- 1979 Impreso en España - Printed in Spain AG1SA. Tomás Bretón, 51. M adrid-7

MUJER, LOCURA Y FEMINISMO CARMEN SAEZ BUENAVENTURA, VVALTER R. GOVE y JE A N T T E TUDOR, PA U LIN E BART, M A RLEN E B O SK IN D LODAHL, ANN W O LB ER T BU R G ESS y LINDA LYTLE HOLM STROM , CAROL J . BARRET, PH Y L L IS C H E S L E R , JE A N N E T M ARECEK y K IA N E KRAVETZ, ROUTH MOULTON, RA CIIEL T. H A RE-M USTIN

INTRODUCCION

E l presente volum en se ha llevado a cabo con la intención de atender la necesidad existente tanto en el ám bito del fem inism o, com o en el de la psiquiatría de nuestro país, de encontrar un lugar com ún desde donde iniciar el planteam iento de las in te­ rrogantes m ás fundam entales que ocasiona la circunstancia de la m u jer com o enferm a m ental y com enzar, si es posible, a proporcionar algunas alternativas al respecto. S e que, por supuesto, ni este pequeño libro, ni siquiera otro de m ayor envergadura podría atender, por sí solo, la tarea que sin duda nos ocupará durante los próxim os años a profesiona­ les, fem in ista s y m ujeres en general, pero sí creo que desde aquí, puede iniciarse ese trabajo pendiente. E n la brevedad de estas páginas y a través de los artículos que en ellas se recogen, he pretendido tocar al m enos, tres as­ pectos del acontecer fem enino, relacionados con el área de la lo­ cura o del enferm ar psíquico: la m u jer com o sujeto que a través de la historia ha sido víctim a de violencia y alienación a conse­ cuencia de com portam ientos socialm ente intolerables; la m ujer com o presunta enferm a m ental de síndrom es diversos pero ca racteristicos para su sexo y tributaria por tanto de un deter­ m inado tipo de tratam iento y la m u jer com o profesional de la salud m ental y de cuya práctica son beneficiarías otras m ujeres, y todo ello desde el enfoque que posibilita un punto de vista fem inista. Dentro de esta triple pretensión, he procurado selec­ cionar aquellos textos que, expresados en un lenguaje asequible, tanto para legos com o para profesionales, poseyeran la catego­ ría suficiente, desde el punto de vista de un tipo de investiga­ ción riguroso e innovador, capaz de estim ular el interés o satis­ facer la necesidad de inform ación que rebasara el lím ite de la m era divulgación. E l hecho de que la casi totalidad de los trabajos recopilados sean de autoras, /Tone de m anifiesto que al m enos hasta hoy.

son las m ujeres las que se ocupan m ayoritariam ente de estas cuestiones, que en realidad son las suyas propias. E n cuanto a la circunstancia de que en ellos se haga referencia a la proble­ mática de las m ujeres de otros países, no creo deba significar un inconveniente (dado que abordan cuestiones en gran medida sim ilares y próxim as a las nuestras), sino que, por el contrario espero sirva de estím ulo a esos esperanzadores atisbos que des­ de diversos pu n to s de nuestra geografía em piezan a expresar su interés por estos temas, lo que sin duda posibilitará en breve, un nuevo volum en, en el que puede quedar reflejada la imagen de la m u jer española, en el am plio y com plejo cam po de la lo­ cura. C a r m e n S auz B u en aventura

MUJER, LOCURA Y FEMINISMO

Carmen Sdez Buenaventura

H asta ahora, la m u jer no ha contado para nada en las so­ ciedades hum anas. ¿Cuál ha sido el resultado de ésto? Que el sacerdote, el legislador, el filósofo, la han tratad o como verda­ dera paria. La m u jer (la m itad de la hum anidad) ha sido echada de la Iglesia, de la ley, de la sociedad (...) El sacerdote le ha dicho: M ujer, tú eres la tentación, el pecado, el mal (...). Llora p o r tu condición, echa ceniza sobre tu cabeza, enciérrate en un claustro y allí m ortifica tu corazón, que ha sido hecho para el am or, y tus entrañas, que han sido hechas para la m aternidad; y cuando hayas m utilado de esta form a tu corazón y tu cuerpo, ofrécelos ensangrentados y resecos a tu Dios, p ara la rem isión del pecado original com etido por tu m adre Eva. Después el le­ gislador le ha dicho: M ujer, p o r ti m ism a no eres nada, como m iem bro activo del cuerpo hum anitario: no puedes esp erar en­ c o n tra r lugar en el banquete social. Si quieres vivir, deberás servir de anexo a tu dueño y señor, el hom bre. Por lo tan to , de soltera obedecerás a tu padre; casada, obedecerás a tu marido, viuda y anciana, no se te hará ningún caso. Después el sabio filósofo le ha dicho: M ujer, ha quedado constatado p o r la cien­ cia que. por tu constitución, eres inferior al hom bre. No tienes inteligencia, ni com prensión p ara las cuestiones elevadas, ni ló­ gica en las ideas, ninguna capacidad para las ciencias llam adas exactas, ni aptitu d para los trab ajo s serios, en fin, eres un serdébil de cuerpo y espíritu; en un palabra, no eres más que un niño caprichoso, voluntarioso, frívolo (...) Por ésto m ujer, es necesario que el hom bre sea tu dueño y tenga toda la autoridad sobre ti.

He aqui cómo, desde los seis mil años que el m undo existe, los sabios en tre los sabios han juzgado la raza m ujer. «Por qué m enciono a las m ujeres» «La Unión Obrera» F

lora

T

r is t á n

(1843) *

Ya antes de H ipócrates, y hasta nuestros días, ha prevaleci­ do la idea, de que la m u jer es algo así, com o un hom bre mal acabado, defectuoso, débil e incom pleto. La salud, la fuerza, la inteligencia y la entereza, están representadas por el varón. Desde que el patriarcad o se im pone (1) y la m u je r deja de tener una posición igualitaria al hom bre, m ediante el trab ajo y las relaciones sociales desarrolladas com unitariam ente, se en­ cuentra considerada y definida, no a través de lo que es. como persona globalm ente estim ada, sino a través de una sola de sus capacidades, especialm ente valiosa p ara la perpetuación y con­ solidación de dicho sistem a social: la capacidad reproductiva. Todo cuan to posibilita y reasegura esta función, se potencia hasta extrem os de anular, como si jam ás hubieran existido, otras aptitudes. A través de la historia, la m u jer ha sido m agnificada y /o esclavizada, exclusivam ente a través del acontecer de su ciclo biológico; la m enstruación, los em barazos, el p arto , el puerpe­ rio, la lactancia, la m enopausia, etc., han sido recubiertos por el hom bre-dueño de la civilización, con tu frondosa mitología, que se ha conducido a la m ujer, desde cabañas donde se la excluía, ju n to con o tras m en stru an tes (de todas las cuales se tem ían m aléficos perjuicios), h asta las fiestas en que se la enaltecía com o virgen; desde cerem onias en que se le rendía culto como «gran m adre», o' se las incineraba vivas ju n to a sus esposos difuntos, etc. (2). Todo ha sido, en fin. un continuo dis­ c u rrir histórico, uncidas al yugo de su peculiar biofisiología. En tanto que a la m u jer se la om ite, o tan sólo se la con­ sidera com o h em bra hum ana, el hom bre es definido, desde siem ­ pre, como anim al racional e inteligente. Toda n u estra cultura y civilización se anuncian como obra de esa razón, de esa inte­ ligencia. y se denom inan con su lenguaje. H asta la palabra le pertenece. A través de ella, somos abarcadas y nom inadas por un género y un sustantivo: HOM BRE, que no nos corresponde. *

E d it. F o n t a m a r a . 1977.

en el que no nos reconocem os, pero donde el hom bre nos ubica o nos acoge, cuando se siente patern al, o de donde nos excluye, las m ás de las veces, cuando cree que, desde ese térm ino ofre­ cido en calidad de préstam o, podem os a te n ta r co n tra su supe­ rioridad (3). No o b stante todo ello, la m u jer logró en determ inados mo­ m entos históricos una im p o rtan te revalorización, m ediante la que casi llegó a eq u ip ararse socialm ente al p rim er sexo, si bien a expensas de los estra to s sociales m ás afortunados. En nuestro m undo occidental uno de los m om entos m ás espectaculares en este sentido, es la Rom a de finales del período republicano y comienzos del Im perio, en que la m ujer, exceptuando el terreno político-jurídico, tiene acceso y p articip a con un am plio m argen de libertades, en el cam po de la cultura, las finanzas, el culto religioso, etc., y ello en un sistem a nada fem inista (4). Pero la rom ana que puede a d m in istra r sus bienes, co n tratar, divorciar­ se, ab o rtar, cu ltiv ar las arte s o los negocios, regular su descen­ dencia e in fluir en la vida pública, ve p erd erse los logros y con­ quistas de siglos precedentes, a m edida que se expanden y se enraizan con m ayor fuerza, la m isoginia y el patriarcalism o judeo-cristianos (5). Poco a poco, van retrocediendo nuevam ente a los ghettos fam iliares, donde vuelven a afanarse en sus tareas, con la doci­ lidad de anim ales dom ésticos. Una nueva imagen va im ponién­ dose com o m odelo: la de virgen-madre-de Dios. El patriarcalis­ m o rom ano de la República, en su época m ás p o ten te se ve, no sólo reforzado, sino consolidado m ediante el concepto tu rb io y vidriado que p ara el cristianism o rep resen ta la sexualidad, y, p o r ende, la m u je r «portadora» de la misma. Las coordenadas lícitas para las cristianas, retro traíd a s a sus hogares, son escasas y bien delim itadas: por m uros, los m anda­ tos de un solo Dios, hom bre, que nunca tuvo hijas; p o r techo, la autoridad del esposo; com o recom pensa, la servidum bre y el sacrificio constantes, hacia aquél y los hijos, p ara quienes su seno se hallará siem pre disponible, com o receptáculo agradeci­ do, en el que anide la sim iente del ser superior; com o esperanza, m ás allá de la vida: una resurrección de los m uertos en la que, en el m ejor de los casos, se le reserva un puesto de segunda cla­ se en el banquete de los santos. E sta es la imagen de m u jer del cristianism o (depósito de los designios de la divinidad m ascu­ lina) que no sabe de sexo, que no sabe de m undo, que no sabe de nada que no sea c ria r al hijo y desaparecer de la historia, cuando éste ha cum plido su ciclo vital. Ese es el m ito que ha prevalecido d u ran te siglos y que. aún hoy, m arca la pauta del

quehacer fem enino, en gran m edida, en n u estro m undo occi­ dental. El hecho de que la Iglesia católica decidiese un día conce­ dernos un alm a, no vino a cam b iar dem asiado las cosas. Desde el Concilio de T rento hasta n u estro s días, el ánim a, el espíritu o la psique, han experim entado una serie de m atizaciones, en cuanto a su concepción se refiere, pero ha perm anecido incólu­ m e el hecho esencial de que, ya com o cria tu ra inánim e, ya como ser psicológico, la m u jer ha continuado considerada, no como persona individual, sino como p ersonaje consecuencia o refe­ rencia de otro. La influencia de los padres de la Iglesia ha sido fundam ental en este sentido. Un San Agustín que, en principio considera a la m u je r igual al varón, en virtud de «la inteligencia racional que Dios le h a dado, como al hom bre», afirm a sin em bargo: «en lo tocante al sexo, está físicam ente subordinada al varón, lo m ism o que n u estro s im pulsos naturales necesitan e sta r su­ bordinados a las potencias racionales de la m ente, p ara que las acciones a las q u e puedan conducir, resulten inspiradas por los principios de la conducta conveniente» (6). Como vemos, el pen­ sam iento agustiniano d iscu rre de m anera tortuosa, en tre la ne­ cesidad de a c a ta r íntegram ente la palabra de la Iglesia y su propia experiencia vivida y racionalizada com o hom bre, antes de ab razar el cristianism o. Si la inteligencia fem enina es considerada de verdad igual a la del varón, ¿qué es lo que puede im pedir a c tu a r «físicam en­ te» de m anera razonable?; ¿ p o r q u é ha de som eterse necesaria­ m ente, en este aspecto, a la inteligencia m asculina, sino p ara que el hom bre satisfaga, a su m anera, la sexualidad, a la vez que ve garantizado el origen de su prole, hered era de sus bienes? No se desprende del discurso cristiano-agustiniano o tra cosa (a pesar de la concesión p relim in ar de ex istir una inteligencia igual p ara am bos sexos), que la rcafirm ación de la idea prevalentc hasta nosotros, de q u e la m ujer, a fin de cuentas, es lo irracional. lo «instintivo», lo anim al, por el hecho de se r consi­ derada, no m ujer, sino h em b ra hum ana. El hom bre la som ete, la dirige y la vigila, a través del sexo; m arca su destino físico, bajo el cual, quedarán so terrad as e ignoradas al fin, las capaci­ dades cognoscitivas e intelectivas, que m agnánim am ente se le concedieron en un tiempo. De ello se deduce, que al hom b re se le considera como la razón «más razonable» y a la m u jer como la razón «menos ra­ zonable»; de ah í a considerar que uno es la razón y o tra la sin­ razón y que el prim ero debe co n tro lar a la segunda en todos los

ám bitos, no hay m ás que un paso, dado sin esfuerzo alguno, hace ya siglos. La m ujer, concebida tan sólo com o sexo y éste concebido como estigm a, perviven pues, desde los albores de la cristian ­ dad (7). M ediante este pretexto, se crea el m ito necesario, para m antener una ideología basada en la negación de las necesida­ des reales, que el individuo posee como tal. Y todo ello, m edian­ te un proceso rep reso r de las m ism as y a costa fundam ental­ m ente de la m ujer. Según ésto, el hom bre íntegro, el ju sto y tem eroso de Dios, controla, es capaz de refren ar y an u lar sus apetitos; quien echa a p erd er todo ese cam ino hacia la perfec­ ción es «esa c ria tu ra de m em oria débil, m entirosa p o r n a tu ra ­ leza. toda instintos y sensualidad» que, según los p adres cris­ tianos, es la m ujer. De esta form a, el sexo como pretexto, se convierte en la pieza clave q u e debe dom inarse, en la co n stru c­ ción de un m undo de hom bres y para hom bres, si se desea que éste se suceda a sí m ism o de m anera perm anente; en este uni­ verso, la m u jer adquiere la categoría de peón disponible, para asum ir los erro res de la p u esta en práctica de dicha ideolo­ gía (8). Así, se ha conducido a la m u jer del brazo de inquisidores, sacerdotes, proxenetas, p siq u iatras o m aridos: a la hoguera, los altares, los prostíbulos, los m anicom ios o el scpultam iento en sus hogares. Los distin to s m om entos históricos y las necesida­ des políticas, económ icas y sociales, han m arcado la p au ta de este destino su b altern o y «caprichoso». AQUELLAS «DISIDENTES» Al hilo de lo que antecede, detengám onos unos instantes p ara analizar un acontecim iento, de sin igual im portancia en la historia de n u estro sexo, dada la m agnitud del mismo, y el papel trágicam ente protagónico de aquéllas, que a lo largo de cu atro espantosos siglos (tan to en E uropa, como en las colonias am e­ ricanas) fueron víctim as del m ayor sexocidio que recuerdan los tiem pos. H ablem os de la caza de brujas. Son m uchos los au to res que han dedicado atención al tem a, pero pocos los que hayan sentido inquietud o al m enos cu rio ­ sidad, ante dos circunstancias características del mismo: 1) en todos los países, en q u e sem ejante hecho tuvo lugar, el grupo perseguido y aniquilado estuvo integrado p o r m ujeres, esencial­ m ente (9); 2) en tales m ujeres, se daban determ inadas caracte­ rísticas, algunas de las cuales todavía hoy prom ueven m alestar,

indignación e incluso persecuciones, en ciertos sectores de nues­ tra sociedad actual. La caza de bru jas nació de la caza de herejes y los juicios p o r brujería, de los juicios por herejía (10). La Edad Media heredaría de la antigüedad (de los ju d ío s y prim eros cristianos) una tradición profética y apocalíptica, que adquirió, en este período especial pujanza, vitalizada sin duda, p o r los deseos y la necesidad de los pobres, desarraigados y descontentos, de m ejo rar sus condiciones d e vida. Ello debería cristalizar en la llegada de «El Gran Año» o del «Reino de los Santos», paraíso terrenal, libre de sufrim ientos y pecado (11). En el m undo profundam ente religioso de la Edad Media, las gentes (a excepción de los incrédulos), seguram ente se dividían en tre los que creían en las b ru ja s y sus actos, como personas y hechos reales, y los que veían que, am bos, eran producto de la influencia diabólica (12). En ese m undo convulsionado p o r las luchas políticas, de religión y de fronteras, sacudido p o r toda clase de dificultades económ icas y sociales, perseguir y d a r caza a Satanás y sus secuaces, como prom otores y causantes de las desgracias y angustias que los pueblos padecían, era el objetivo prioritario. Ni que decir tiene, que, tanto el poder secular, como el religioso, consideraban aliados del diablo (y así lo propalaban sin descanso), a todos aquéllos pertenecientes a grupos políticos y /o ideologías religiosas que, o bien no había logrado sofocar el cristianism o todavía, o bien surgían com o respuesta hacia el mismo. Un m undo am enazaba con desm oronarse y de él pugnaba p o r surgir un orden nuevo. La absorventc Iglesia cristiana m e­ dieval, guiada y m odelada p o r la iglesia de Roma, estaba am e­ nazada p o r la disensión, el odio y la violencia; la Reform a se anunciaba necesaria para renovarla y volverla a sus oríge­ nes (13). El orden feudal com enzaba a a b rir paso al absolutism o político y a la nación estado. En este clim a de inseguridad y ansiedades, que se reflejaban en profecías sobre el fin del m undo, y como solución p reten ­ didam ente definitiva, surge la Inquisición en Francia (1204), bajo los auspicios del Papa Inocencio, siendo ad optada en ese m ismo siglo, p o r diversos países europeos (14). Dos siglos más tarde, comienza la caza de brujas. Pero, ¿por qué las b ru jas fueron m ujeres, m ayoritariam ente? y ¿qué características tenían, las que eran conceptuadas com o tales? Intentem os co n testar estas preguntas, a pesar de que la historia de la caza de b ru jas está contada (como buena

historia de m ujeres), no por éstas, sino por quienes fueron sus ejecutores: los hom bres, Desde la antigüedad, la historia da fé de la creencia (no tan sólo popular), de que ciertas m u jeres ejercían la m agia con especiales habilidades y se relacionaban de m odo m isterioso con los poderes ocultos: hechiceras, pitonisas, curanderas, tarascas, pueblan la historia y sirven determ inadas necesidades de los ciudadanos, arriesgándose tam bién, por aquel entonces a deter­ minados castigos, si con sus poderes acarreaban desgracias o perjuicios. Es con el triu n fo del cristianism o, cuando se condenan todas las creencias y prácticas paganas, asim ilando los antiguos dio­ ses, ritos y costum bres, al diablo y al culto dedicado a él (15). Y si, como decíam os en páginas anteriores, la nueva doctrina venia a reforzar, la nada escasa m isoginia de la época clásica, considerando a la m u jer poco m enos que cria tu ra dem oníaca y al deseo sexual com o tentación satánica (y estrecham ente ligada al sexo fem enino), hem os de reconocer, que no podían co rrer tiem pos peores, p ara las m ujeres. Por añadidura, en 1486 surge el M alleus M aleficarum , obra de los dos principales inquisidores p ara Alemania: H einrich K rám er y Jacobo Sprenger, a su vez, hijos predilectos de In o ­ cencio V III (16). Este, en 1498 y m ediante prom ulgación de la bula Sum ís desiderantes, declaró la guerra ab ierta a las brujas. (No obstante, ya en la Biblia se ordena exterm inarlas). Generaciones y generaciones, form adas y educadas con cri­ terios como los que la Iglesia difundió d u ran te siglos, a través ele las bulas papales y el refrendo de la actuación de sus trib u ­ nales, contribuyeron a crear el am biente propicio (gracias a la internalización popular de dichos criterios), para expiar, a tra ­ vés del confinam iento y destrucción de m ujeres, situaciones de origen político, económico, social y psicológico, que atem oriza­ ban y angustiaban a los ciudadanos (17). En cuanto a las características específicas que las brujas exhibieron, es im posible deslindar aquéllas que se les atribuían, de las que realm ente poseyesen, dado el escaso testim onio p er­ sonal de las interesadas. De ellas se creía, en general, que pertenecían a una «secta*, creencia que provenía, seguram ente, de las características co­ m unes entre unas y o tras de estas m ujeres, así como de su asistencia, real o im aginada a los tan controvertidos sabbats (18). Del influjo de esta secta, se pensaba proveían la m uerte, las enferm edades, la pérdida de las cosechas, los malos partos, la

im potencia m asculina, la salud y la vida de los niños, los acci­ dentes m etereológicos, etc. (19). ¿Pero cuáles eran los rasgos que tipificaban a las brujas? Sin duda, aquéllos que las hacían p arecer d istin tas a las «bue­ nas» m ujeres o m ujeres «normales». En un sistem a hondam ente cristiano-patriarcal, como el de la E dad Media, el sitio de la m ujer, seguía siendo la casa (20). Como esposa, hija o sierva, se hallaba b ajo la custodia y las órdenes de padre de casa, dueño absoluto de cuantos de él dependían, tan to desde el p u n to de vista político y económico, como penal y hasta físico. Las m ujeres de la casa del señor feu­ dal, tan sólo salían de ella para co n tra er m atrim onio o profesar en los conventos. E n tre el cam pesinado, fuera de éstos y el ca­ sam iento, no existían o tras alternativas para la m ujer, que la servidum bre, la prostitución o el vagabundeo. Si a ello añadim os, que el señor impedía el enlace en tre sus siervos y las siervas de o tro feudo pues ello suponía la pérdida de la fuerza de trabajo de los hom bres, que pasaban a fo rm ar p arte de la servidum bre del o tro señor feudal), nos encontram os con que la situación del cam pesinado era desesperada, en cuanto a u n a vida sexual regular. Para colmo, el clero extendía el tabú del incesto hasta los parientes de quinto y sexto grado, de m anera que siendo casi im posible la endogam ia y tan restringidas las posibilidades de enlaces extrafam iliares, gran p a rte de los cam pesinos, que veían cohartadas sus legítim as aspiraciones de em parejam iento, deri­ vaban éstas por cauces «indignos e inconfesables» para sus dueños, en tan to que las m ujeres que aceptaban o eran sorpren­ didas en prácticas sem ejantes, eran acusadas, no de q u eb ran tar la ley, sino de e s ta r aliadas con las fuerzas del mal (21). Así pa­ rece, que si a lo largo de la historia fuim os siem pre rechazadas, en ningún o tro período como éste, fuimos tan enorm em ente abo­ rrecidas (22). Una persona, nacida m ujer, sólo era bienvenida al mundo si en la casa donde veía la luz p o r vez prim era, no abundaban o tras del m ismo sexo; si llegaba a co n traer m atrim onio, gran p arte de lo trabajado y aprendido en la casa parental, signifi­ caría beneficios sólo para el fu tu ro m arido o el señor de am bos, y si no casaba, era una boca m ás para m antener y dos brazos m enos fuertes para labrar; no digamos nada, si llegaba a unos años o situación, en que el vigor físico com enzaba a extinguirse. En este desalentador panoram a, las únicas que resultaban m ejor libradas, eran las casadas, m ás o m enos jóvenes, con una m ediana situación económ ica, ya que aunque supeditadas al m andato del esposo y ligadas invariablem ente a los quehaceres

dom ésticos, gozaban de una relativa im portancia en la unidad de producción, vida y consum o que significaba la casa m e­ dieval (23). Resum iendo, la m u jer europea, en la E dad Media, era un siervo m ás, incluso en su propio hogar, tan sólo gozaba de cierto respeto com o esposa-m adre y fuerza de trabajo, que co n trib u ­ yese al saneam iento de la econom ía dom éstica. El único poder extraordinario que socialm ente se le atribuía, p ara m ayor des­ gracia suya, era el de tipo sexual, precisam ente en un m edio y una época, en que tales atribuciones se creían em parentadas con lo diabólico. Así las cosas, cualquier m u jer no casada (viuda o soltera), dedicada a tareas no dom ésticas (máxime, si éstas no le p ropor­ cionaban m edios para ev itar su dependencia económ ica de la com unidad), y /o de la que se supusiera o sospechase tuviera tra ­ to sexual, fuera del m atrim onio, se convertía antes o después, en blanco de tem ores y recelos p o r p arte de sus convecinos y au to ­ ridades. Coincidiendo con ésto, la literatu ra dedicada al tem a, ratifica que las m ujeres acusadas de b ru jería, eran en gran p arte viejas, pobres, provenientes del m edio ru ral, carentes de prestigio so­ cial y cuyo com portam iento resultaba «especial», tan to en cuan­ to a sus ocupaciones, como al contacto con la esfera sexual y productiva (24). En m uchas ocasiones, el hecho de que se diese una sola de estas circunstancias podía provocar el recelo, tras el cual, surgían la acusación y la denuncia (25). Al igual que algunos au to res refieren p ara Inglaterra, en la m ayor p arte de E uropa solía d arse el hecho de que cualquier anciana, viuda y carente de m edios propios para subsistir, supo­ nía una carga p ara la ya difícil econom ía de la com unidad; si ésta le era hostil (circunstancia nada infrecuente), no le queda­ ban otros recursos, que buscarse un medio de vida «peculiar» (marginal, diríam os hoy), alejarse de las «buenas» gentes y unir­ se quizá a otros-as en su m ism a situación. Una conducta sem e­ ja n te creaba inquietud, provocando fácilm ente las m urm uracio­ nes y las tensiones. No se tardaba mucho en atrib u ir, al perso­ naje en cuestión, todo tipo d e anorm alidades y desgracias de la vida com unal, quizá com o expresión inconsciente del sentim ien­ to de culpa, por h ab er originado su exclusión y el tem o r conse­ cutivo a posibles venganzas de la persona m arginada (26). Todo ello, tard e o tem prano, cristalizaba en acusaciones firm es de b rujería y en las delaciones correspondientes, dadas las exigen­ cias continuas que los tribunales del Santo Oficio hacían a la población.

Veamos ahora, cuales eran las prácticas a q u e se dedicaban este tipo de m ujeres. R esum iendo los hallazgos de los estudiosos del tem a, las consideradas b ru jas eran ex p ertas magas, hechiceras, p arteras y sanadoras, prim ordialm ente. Pero p o r paradójico que resulte, lo cierto era, que estas actividades surgían de u n a serie de ne­ cesidades ap rem ian tes de las capas populares, en tro n cad as so­ bre todo, con el cuidado de la salud, es dccir, con la m edicina, en sus d istin tas facetas. Las m agas, b ru jas o cu ran d eras fueron, d u ran te m ilenios, los únicos m édicos del cam pesinado ru ra l y de los ciudadanos po­ bres (c incluso de m iem bros de las clases poderosas). Sus cono­ cim ientos eran considerables sobre farm acología y rem edios de diversa índole, basados en el conocim iento exhaustivo de plantas y hierbas (filtros, ungüentos, pócim as, jarab es, etc.) (27); tra u ­ m atología (reducían luxaciones, com ponían fra ctu ras y a rtic u ­ laciones, aliviaban traum atism os, etc.; ginecología (atendían en­ tuertos, em barazos y partos) c incluso nos atrevem os a decir, sobre psicología, ya que no puede in terp retarse de o tra m anera, la utilización y necesidad de los servicios de celestinas y tro ta­ conventos que pueblan la E dad Media, cuyas características conocerem os perfectam ente hoy, gracias a la lite ra tu ra y que gozaban de un am plísim o sa b er em pírico sobre las personas, sus sentim ientos y reacciones, que m anejaban con m aestría indu­ dable. Pero la m edicina com enzó a ten er un c a rá cte r académ ico excluivam ente. a p a rtir del siglo Xlli, bajo los auspicios de la Igle­ sia y las clases dirigentes, que exigían q u e los conocim ientos m édicos fuesen adquiridos en las universidades (28); a ellas, sólo podían acceder los varones de los estra to s acom odados (29). Esto, unido al deseo de sofocar la influencia de la práctica m é­ dica y de todo el sa b er que árab e s y m usúlm anes habían alcan­ zado en E uropa, condujo a los Papas Inocencio IV y G regorio IX a im poner el uso del latín en las universidades francesas, prohi biendo el rom ance y el hebreo, en general (30). Así. la m ayoría de los sanadores ju d ío s y m oros com enzaron a ser perseguidos y discrim inados, en tanto cu ajab a el plan general p ara su expul­ sión. De la m ism a m anera, puede decirse que, e n tre finales del siglo xiv y com ienzos del siglo xv, quedó concluida toda la cam ­ paña de los m édicos profesionales, co n tra las san ad o ras cultas de las ciudades (31). De esta form a, se crearon dos castas bien precisas: la de los cristianos ricos y cultos, q u e podían acceder a las universidades, para convertise en m édicos de las clases, asim ism o ricas y cultas y la de las sanadoras y sanadores, cu ran d eras y hechiceras, que

utilizarían su am plio acervo em pírico en favor de las clases po­ pulares y cam pesinas. Viene a establecerse así la distinción e n ­ tre la m edicina «m asculina», que perm anece en estrech a alianza con la ley y con Dios, y la magia, la hechicería y la superstición «femeninas», sum ergidas, de lleno, p o r esas leyes y en nom bre de ese Dios, en la herejía. Y au n q u e la caza de b ru jas no eiiminó p o r en tero a los sanadores, los desacreditó p o r com pleto an te la incipiente clase media, com o gentes ligadas a prácticas sospechosas e ilegítim as. Pero aún hay m ás: esta clase m édico-m asculina, nacida me­ diante o gracias al ejercicio del poder, tuvo tam bién un papel protagonista en los procesos de b ru jería. Al e n tra r a dirim ir como expertos y a petición de los jueces del S anto Oficio, qué enferm edades estab an provocadas p o r m edios n atu rales o no naturales (hechicería, etc.), eran los que, en últim o extrem o, de­ cidían el destino de infinidad de m u jeres. Pasados los siglos, decidirán sobre el destino de infinidad de enferm as m entales. E n cuanto a las m u jeres jóvenes, procesadas p o r b ru jería, la m ayor p arte de los relatos de juicios que han quedado tra n s­ critos, vienen a referirse a aquéllas que hacían uso de la sexua­ lidad «indebidam ente» (32); m u jeres so lteras q u e habían coha­ bitado, casadas que lo hicieron fuera del m atrim onio, o tra s que habían m antenido tra to con casados o habían concebido sin e sta r desposadas, o ab o rtad o (fuese cual fuese su estado civil), significaban el grueso de las que unas veces fueron considera­ das posesas, y o tra s b ru jas, sin que los lím ites e n tre am bas de­ nom inaciones se m antuviesen claros jam ás. C ontra las primeras, sólo se disponía del exorcism o, co n tra las segundas y las posesas «dudosas», la horca y la hoguera eran la única solución (a no ser que an tes hubieran perecido p o r ahogam iento tra s una ordalía del agua (33). Y en un as y o tra s ocasiones, los tales ju i­ cios no hacían sino serv ir de co b ertu ra a in tereses de índole muy diversa (34). Teniendo en cuenta el p an o ram a de la época, descrito h asta el m om ento, no es difícil im aginarse, au n q u e sea de m anera aproxim ada, el significado, naturaleza y función de los sabbats. Sin duda, y au n q u e puedan ex istir o tro s m uchos m atices, eran el em ergente de una serie de necesidades sexuales, políti­ cas, religiosas e incluso culturales, que la rígida e stru c tu ra so­ cial im perante, obligaba a expresar, de m anera clandestina. No es tem erario suponer, que sem ejantes fiestas o conciliábulos fuesen utilizados p o r los disidentes y /o m arginados, gentes de d istintas razas, confesiones, creencias y tendencias políticas, p ara d a r culto a su s dioses, d isc u tir e in tercam b iar inform ación

de todo tipo, e incluso organizar revueltas; es posible que cu­ randeras y magas acudiesen, ju n to con sus «parroquianos» y «parroquianas», p ara sanar, proporcionar filtros, p ro cu rar abor­ tos de niños concebidos en adulterio, incesto o pobreza, a la par que hom bres y m ujeres de la com arca diesen rienda suelta a su sexualidad (35). La im aginación, la envidia, el rencor y la angustia, que, m e­ diante sus proclam as, encendía la Inquisición en las alm as de los «buenos» ciudadanos, ju n to con los m étodos q u e sus trib u ­ nales auspiciaban, p ara provocar la delación y llevar a cabo el castigo de los inculpados, com pletaban el m onstruoso cuadro de caza de herejes y b ru jas, que asoló E u ro p a d u ran te cientos de años (36). E n resum en, el scxocidio que supuso la caza de b ru jas, no fue, sino una inm ensa cam paña terro rista, o rq u estad a p o r el poder civil y eclesiástico, que culm inó en la m asacre de cientos de m iles de m ujeres. Estas, sirvieron de chivos expiatorios a una sociedad em inentem ente sexista, im buida de la infalibilidad de sus esquem as y que atra p ad a p o r la inadecuación de los m is­ mos. descargó el peso de sus erro res sobre las espaldas de aque­ llas infelices, que, con su conducta, ponían en entredicho la incuestionabilidad de las reglas del juego. El odio que despertaron, no sólo de cara al poder, sino incluso respecto a sus coetáneos se basaba en cinco pilares fundam entales: 1) eran m ujeres, en una sociedad que despreciaba a la m ujer; 2) p o r su edad, habían perdido su encanto físico, su posibilidad de p ro crear y de repo­ n e r la fuerza de trab ajo en el ám b ito del hogar; 3) hicieron uso de su sexualidad, fuera de los lím ites prescritos y aprobados socialm ente; 4) se reunían y form aban grupos, y 5) lograban vivir autonóm am ente, dedicándose a actividades no dom ésticas. Pero todo ello, que h ubiera podido ser el germ en de una autén tica revolución social, fue ahogado en sangre. Algo m ás tard e los m iem bros de este m ism o grupo hum ano, no lo b astan ­ te aniquilado, al parecer, fueron retom ados por la h isto ria m as­ culina recibiendo el nom bre de «locas» en lugar del de «brujas». Y así como la creencia en las b ru jas, incitaba y favorecía, no sólo su persecución y caza, sino su «aparición», andando el tiem ­ po y con el auge del concepto de enferm edad m ental, irá abun­ dando el núm ero de conductas, que se hacen sospechosas de su frirla, y surge la necesidad de reconocerlas, tra ta rla s de form a especial y excluirlas socialm ente.

DE LA BRUJERIA A LA PSICOPATOLOGIA La nueva organización social, surgida de la Edad Media, creó el am biente propicio para canalizar, p o r o tras vías, las in q u ietu ­ des individuales y sociales. No o b stante p ersistir la caza de b ru jas h asta el siglo x v iii , ya en el siglo xvn, se habían alzado voces, como la de Girolano Cardano. que consideraban a las b ru ja s com o viejas m endigas, cuya conducta estaba m otivada p o r la m iseria, las privaciones y el ham bre (37). A m edida que a finales del siglo xvii, la nueva actitu d cien­ tífica había com enzado a incidir en el estudio de la b ru je ría y la demonología, y los m édicos recogían detalladas histo rias clí­ nicas de endem oniados, com enzó a hablarse de fisiología y pato­ logía de estos casos. O tras voces, las m ás, fueron pronuncián­ dose en el sentido de Johan W eyer (consideraba a las b ru jas como a viejas de escasa o p ertu rb ad a inteligencia, a las que el diablo engañaba) y com enzaba a tran sm u tarse el significado de «bruja», p o r el de «enferm a m ental». Asi se expresaron Tuke y más adelante O tto Snell y K irchoff, quienes afirm aban que eran la paranoia, la histeria, la dem encia senil, la epilepsia y la melancolía, los procesos q u e padecieron las m ujeres acusadas de b ru jería (38). En la actualidad, dicha teoría todavía encuen­ tra determ inados portavoces (39). Una m itología sucedía a o tra, una interpretación su stitu ía a la anterior, y m ientras tan to , continuaban olvidándose los con­ dicionantes que m otivaban sem ejantes actitudes, diversas a las del com ún de las gentes, así com o se ocultaba el significado de las m ism as, de cara a la com plejidad y características que eran peculiares de la época y la sociedad en que surgían. Confundi­ das de esta m anera las consecuencias (tratam ientos sim ilares, aplicados a unas y o tras m ujeres), con las causas, hom ologáron­ se, burdam ente, unos casos y otros. No debem os olvidar que, a lo largo del Renacim iento y a fi­ nales de la Edad Media, el concepto y el tratam ien to de la en­ ferm edad m ental derivan, todavía, de las ideas de la antigüedad clásica, m odificadas a lo largo de gran p arte del período m edie­ val. a consecuencia de los dogm as teológicos y las creencias populares, prim ordialm ente. De esta m anera, los m édicos sus­ tentaban aún la idea de que, las causas de los trasto rn o s psíqui­ cos podían se r tanto natu rales, com o sobrenaturales. Una en­ ferm edad a la q u e se le aplicaban rem edios natu rales, p o r creer que natu ral era su etiología (basada ésta en los conceptos de la teoría hum oral), era considerada, al cabo de cierto tiem po de

p ersistir y sobre todo si tom aba un curso o evolución descono­ cidos, como enferm edad de causa sobrenatural, en cuyo caso corría una su erte sim ilar, en cuanto a su terapéutica, que los casos de posesión o em brujam iento. Para unos y otros, los re­ m edios últim os eran el exorcism o y /o las peregrinaciones a de­ term inados santuarios, prom ovidas y costeadas con frecuencia, p o r las autoridades civiles y religiosas. En últim o extrem o, la horca y la hoguera, debieron recibir sin duda un cierto núm ero de locas y locos pobres, como tantos o tro s com pañeros de infortunio y m iseria, no porque b ru jas y herejes fueran enferm os m entales, sino porque los prejuicios inarginadores sobre todos ellos eran sim ilares, los medios para discernir, en tre unos y otros, escasos, y porque, a fin de cuentas, iodos ellos pertenecientes a la casta de los desposeídos, resul­ taban víctim as propiciatorias, para prom over catarsis y escar­ m ientos populares, que aliviasen las tensiones m últiples de la época y m antuviesen las riendas firm es en m anos del poder. LA RAZON SE CONVIERTE EN MEDIDA DE TODAS LAS COSAS Es a m ediados del siglo xvn, aproxim adam ente, cuando co­ mienzan a crearse, en E uropa, los prim eros hospitales genera­ les (40). Como afirm a Foucault, el nacim iento de éstos, surge como respu esta a la crisis económ ica que afectaba al mundo occidental en su conjunto: desempleo, escasez de m oneda, des­ censo de salarios (41). El ejército de parados y de pobres, al­ canzaba en las ciudades, del diez al veinte por ciento y en los principados eclesiásticos, o en m om entos de crisis, h asta el treinta por cien, o m ás (42). Nos encontram os en los albores de la época de la «razón», del capitalism o y del absolutism o. C ualquier form a de irracio­ nalidad. que en la Edad M edia hubiera sido incluida en un m un­ do divino-demoníaco, queda ahora excluida del m undo del co­ m ercio, la m oralidad y el trabajo. A la vez que la razón se erige en m edida de todas las cosas y la locura se convierte en trasunto de la irracionalidad y /o anim alidad de los seres hum anos, las instituciones hospitalarias han ¡do pasando de m anos de la Igle­ sia, a m anos del estado absolutista, si bien religiosos y religio­ sas continúan participando en la gestión de los m ism os y eje r­ ciendo las funciones de custodia y vigilancia de los asilados (43). La figura del Papa va siendo su stitu id a por la del soberano abso­ luto, quien rige a los ciudadanos como una gran fam ilia de la

que él fuera padre y p atriarca y de cuyos m iem bros exige la obediencia m ás estricta; quien osara violarla m erece ser som e­ tido con toda severidad, h asta que reconozca su conducta erró ­ nea, irracional (44). Razón y sinrazón se contem plan como actos dependientes de la voluntad (virtud m oral), de ahí la prescrip­ ción de castigos y sanciones, con que reforzar la voluntad de aquellos que exhibieran una conducta extravagante o antisocial, dado que sinrazón venía a ser sinónim o de inm oralidad. No o b stante ser el m ism o el nivel de irracionalidad, de im ­ productividad, y por tan to de inm oralidad, el destino de unos y otros locos difería, com o siem pre, según el e stra to económico del cual procedían. El cuidado de los enferm os m entales, en este período, corría a cargo de sus fam iliares y parientes, por lo general, ocupán­ dose de ellos los m unicipios, tan sólo en caso de que 110 existie­ sen allegados, o los locos vagasen por las calles, creando escán­ dalo o significando un peligro p ara la com unidad. Así, los que poseían bienes, perm anecían con los suyos, m ás o m enos pró­ ximos al ám bito fam iliar, pero cuidados y vigilados p o r perso­ nas, a las que se rem uneraba con tal fin, m ientras que los ca­ rentes de medios, eran enviados a los hospitales o expulsados a sus países de origen, si no eran naturales del lugar donde se les capturaba. La com unidad co rría con los gastos de su tras­ lado, siendo trám ite previo y casi siem pre obligado, la cárcel y los azotes, como m edidas necesarias, desde el punto de vista correctivo y disciplinario (45). E sta situación propiciaba que las gentes acogidas en los hos­ pitales, no diferían apenas, en cuanto a sexo y extracción social, de las que poblaron las m azm orras de la Inquisición. Sírvanos como ejem plo, los datos que arro ja el H ospital de París, a los cinco años de su creación: en la S alpétriére se encontraban 1.460 m ujeres y niños de tiern a edad; en la Pitié, 98 m uchachos, 896 m uchachas entre siete y diecisiete años y 95 m ujeres; en Bricétre, 1.615 hom bres adultos; en la Savonnerie: 305 m ucha­ chos, en tre ocho y trece años; en Scipion, 530 personas (m ujeres embarazadas, m adres lactantes con sus pequeños). De estas ci­ fras, que significaban en aquella época el 1 p o r 100 de la pobla­ ción. resulta que, casi el sesenta por ciento, estaba representado por m ujeres y niños. Añadir que, tanto unas como otro s, p e rte ­ necían a los estra to s m ás bajos, resulta innecesario. Aquellas m ujeres y niños, cuyos destinos perm anecían fundidos (como ha ocurrido siem pre a través de la historia) era la m asa de po­ blación sobre la que m ás incidía la crisis económica, dado su

com pleto alejam iento de los medios de producción y la nueva estru c tu ra fam iliar, que iba perfilándose poco a poco. En este nuevo orden de cosas, la casa, como unidad de pro­ ducción y consum o, que era en la Edad Media, así com o las re­ laciones, el núm ero y com etido de sus distintos m iem bros, va constituyéndose en fam ilia y adquiriendo los perfiles burgueses, que serán característicos ya en los siglos x v ili y x ix (46). En contraposición a la form a medieval, que in ten tab a la di­ fícil com posición de un universo fam iliar autosuficientc, la fa­ milia burguesa va em ergiendo de la disolución de la com unidad dom éstica; frente a la antigua com unidad de gestión, va inicián­ dose la separación en tre econom ía in tern a (dom éstica) y econo­ m ía externa (de m ercado), en tre espacio fam iliar y espacio de los negocios, en tre lo público y lo privado (47). A lo largo de toda la etap a preindustrial, en la fam ilia agríco­ la, artesana, textil, etc., el padre de casa se convierte, adem ás, en patró n del resto de fam iliares consanguíneos, así como de los aprendices y aún de los pocos siervos que pudiera tener, em pleados todos ellos, en labores auxiliares de la tarca sobre la que se sustenta la econom ía fam iliar. No poca im portancia tiene, en todo este proceso, el papel representado p o r la Iglesia a través del Concilio de T rento, en el que se sanciona la legiti­ m idad de la elección libre, la sacram entalidad del m atrim onio y. por tanto, la indisolubilidad del mismo; con ello se funda el contenido ético y m etahistórico de la fam ilia, en tan to que el m atrim onio posee, en realidad, un c a rá cte r contractual, de cara a acrecen tar unos bienes económ icos, que engrosan, sobre todo, a p a rtir de la «inversión» que significa la dote de la esposa. En cuanto a la libertad de elección, en tre los fu tu ro s cónyuges, ésta era una p u ra ficción ideológica de principio a fin. La fam ilia así fundada (casi siem pre a p a rtir del com prom iso previo en tre las fam ilias de los contrayentes), tendía a la acum ulación de bienes transm isibles hereditariam ente, y proporcionaba al hom bre una autonom ía de m arido-padre-propietario, que ejercía despótica­ m ente su au to rid ad y negaba autonom ía alguna a la esposa e hijos, dependientes de él social y económ icam ente (48). En este tipo de form ulación fam iliar, la m u jer se veía cada vez más constreñida a un papel de esposa y m adre. Ni que dccir tiene, que, sem ejante evolución, afectaba a las clases más depaupera­ das. no en cuanto al cam bio de estru cu ra fam iliar (pues la ausen­ cia de bienes convertía en superflua sem ejante sofisticación), sino en cu an to al concepto absolutam ente negativo, que sobre éstas poseían y expresaban, cada vez con m ayor fuerza, las ca­ pas sociales m ás aventajadas (49). No obstante, incluso a los ni­

veles m ás precarios, la figura m asculina era sinónim o de au to ­ ridad. En este tiem po pues, en que los com portam ientos consecuti­ vos a los conflictos sociales, políticos y económ icos, se definen m ediante adjetivos de significado ético, la m u jer puede resu ltar asilada p o r tres m otivos fundam entales: 1) cuando se revela contra el orden fam iliar-patriarcal im perante; 2) cuando se ve excluida de pod er p artic ip ar en el m ism o y, 3) cuando sufre, en si m ism a, el desequilibrio de poder fam iliar que la victima especialm ente. En el p rim er sentido, va encam inando el edicto del 20 de abril de 1690, en París (50); en el segundo, se dirige la orden de encarcelar (en la m ism a época) a las p ro stitu tas y a las m ujeres que gobernaban burdeles y que deberían ser reclui­ das en una sección especial de la Salpétridre (51). Respecto al tercero, nos referim os m ás am pliam ente en páginas suce­ sivas (52). Cierto, que en Francia se fraguaba la revolución de fin de siglo, pero tam bién es cierto, que en la Proclam ación de los Derechos del H om bre no hubo sitio para conceder derecho al­ guno a la m ujer. Rousseau, cuyas ideas ilum inarían a los ges­ tores del proceso revolucionario y trascenderían a través de todo el siglo xix (y aún hoy perduran), a la p ar que proclam aba la libertad originaria del hom bre, afirm aba en el Em ilio: «Ha­ brán de se r educadas (las m ujeres), p ara so p o rtar el yugo desde el principio, para que no lo sientan; para dom inar sus propios caprichos y som eterse a la voluntad de los dem ás»; al m ismo tiempo, reforzaba y ju stificab a la exclusión de la m ujer, de todo tipo de tarcas intelectuales y de toda clase de educación supe­ rior: «la búsqueda de las ideas ab stractas y especulativas, de los principios y axiom as científicos, de todo lo que tiende a la generalización, queda fuera del alcance de la m ujer; su s estu­ dios han de ser, com pletam ente prácticos (...) los pensam ientos de la m u jer (...) deben ser orientados al conocim iento del hom ­ bre (...) pues las obras geniales no están a su alcance» (53). Y así, aunque la contribución de las m ujeres francesas du­ rante la revolución y sus preparativos, fue innegable y decisiva a través de todas las clases sociales, en 1793, la Convención Nacinal les negaba todos los derechos políticos, a la vez que su­ prim ía los clubs, centros de encuentro y sociedades de m u­ jeres. En este estado de cosas, no es de extrañar, que, a finales del siglo x v m , la situación de la S alpétriere (v. gr.) fuera la siguicn te: «este hospital es, al m ism o tiempo, una casa p ara m ujeres y una prisión. Acoge m ujeres y m uchachas em barazadas, am as

de leche con sus niños; niños varones desde la edad de siete u ocho meses, h asta cu atro o cinco años; niñas de todas las eda­ des; ancianos y ancianas casados; locos furiosos, im béciles, epi­ lépticos. tiñosos, lisiados, incurables (...) En el cen tro del hos­ pital hay una prisión para las m u jeres que com prende cuatro cárceles diferentes: la com ún, p ara las jóvenes disolutas; la co­ rrectiva, p ara las que no se consideran irrem ediablem ente de­ pravadas; la prisión, reservada a las personas detenidas por orden del Rey; y la «grande forcé» para las m ujeres m arcadas p o r orden de los tribunales (54). Cuando a p a rtir de la Proclam ación de los Derechos del Hom­ bre (1790), se da libertad a los ciudadanos internados, quedan íecluidos, en estrecho y peculiar m aridaje, reos y dem entes: «(en la Salpétriére) las habitaciones eran aún m ás funestas (que en Bicétre, asilo p ara h om bres)... ya que en invierno suben las aguas del Sena (...), las situadas a nivel de las alcantarillas, se volvía refugio de grandes ratas (...) se han hallado locas con los pies, las m anos y el ro stro desgarrados por m ordiscos (...). Las locas atacadas p o r accesos de fu ro r, son encadenadas, como perros, a la p u erta de su cu arto y separadas de los guardianes p o r una reja de hierro; se les pasan, en tre los b arro tes, la co­ m ida y la paja, sobre la cual se acuestan. Por m edio de un ras­ trillo. se retira p arte de la suciedad que las rodea» (55). Pero tam poco parecían gozar de m ejor su erte las m ujeres de o tro s países y de o tra escala social, que, al parecer, se encon­ traban expuestas al encierro, h a rto frecuentem ente, si tenem os en cuenta lo que Daniel Defoe escribía en 1728 (56): «Todo me lleva a denunciar la vil práctica, tan en boga en tre la llam ada buena clase social (la peor, realm ente), de enviar a sus esposas a m anicom ios al m enor capricho o disgusto, a fin de verse más libres en su libertinaje. S em ejante práctica se ha hecho tan frecuente, q u e el núm ero de m anicom ios privados ha crecido considerablem ente en Londres y sus alrededores, en los últim os años (...) Si no están locas, cuando llegan a esas casas horribles, pronto pasan a estarlo, a consecuencia del sufrim iento y del b árb aro tra to que allí reciben (...) ¿No es p ara enloquecer a una persona, dejarla privada de todo, encerrada y tratad a a golpes repentinam ente, sin ningún motivo p ara ello, sin e sta r acusada de ningún crim en, ni tener acusador al que en fren tar­ se? (...) ¿C uántas podrán ser todavía sacrificadas, si no se pone fin rápidam ente a esta m aldita práctica? Tiem blo al pen sarlo ^ Y no o bstante, podem os a firm ar que el siglo x v m , desde el punto de vista histórico-m édico, representó una cen tu ria espe­ cialm ente coherente y significativa.

Recogiendo los inapreciables hallazgos del siglo an terio r, en que aparecieron las aportaciones fundam entales de los prim eros m icroscopistas, asi com o los no m enos im p o rtan tes de Marvey (sobre el sistem a nervioso), Sydenham y Willis, en tre otros m uchos pueden considerarse dicho siglo, como aquél en que se sientan las bases de la m edicina m oderna o científica. En él, se crea asim ism o el térm ino «neurosis», p o r el m édico escocés VVilliam Cullen (57), a la vez que en la patología de la segunda m itad de esta centuria, aparece ya, claram ente form ulado, el concepto de «enferm edad nerviosa», cuyos antecesores fueron precisam ente Thom as Willis y Thom as Sydenham . E ste últim o publicó p o r prim era vez en 1862, un texto esencial sobre la histeria, en el que realizó la aportación clínica fundam ental de que, la citada enferm edad, era una especie m orbosa que afec­ taba, tanto a hom bres (hipocondría), como a m ujeres (histeria, sensu stricto) y ésta, no como consecuencia de trasto rn o s u teri­ nos, sino del funcionalism o nervioso (58). Dicha concepción tiene, en efecto, un carácter específicam ente m oderno, porque su form ulación y p o sterio r desarrollo dependió, directam ente, de los fundam entos típicos de la m edicina «moderna»: la idea de un principio unitario, regulador del fisiologismo y la nueve, nosografía inductiva y notativa (59). LO OUE EL SIGLO XIX TRAJO CONSIGO A LA MUJER Muy a grandes rasgos, cu atro acontecim ientos decisivos ja ­ lonan el siglo xix y significan hitos, cuya influencia en la histo­ ria de las m ujeres, perd u ra hasta n u estro s días: 1) la aparición del Código Napoleónico; 2) el desarrollo de la Ciencia Médica; 3) la incorporación de la m u jer al trab ajo asalariado y 4) la aparición del M ovimiento Fem inista. El Código Napoleónico aparece en 1805 y fue adoptado rápi­ dam ente por un sinnúm ero de países, no sólo europeos, sino tam bién am ericanos, an te los cuales aparecía com o la propia esencia de la revolución, no o b stan te su contenido absoluta­ m ente lesivo p ara las m ujeres. E n tre o tras circunstancias, éstas pasaban, una vez m ás. a ser consideradas propiedad privada del m arido, determ inándose taxativam ente su inferioridad, desde el punto de vista político, económ ico y social. En v irtu d de que éste códice sostenía como fundam ental, la prem isa de «una fam ilia fuerte, en un estado fuerte», tra jo consigo un reforzam iento d rástico del poder m arital y una rein terp retació n de la

vida de la m ujer, a través de su función fam iliar, p o r enésim a ocasión a través de la historia (60). La figura social fem enina, ritualizada en el Código, es la de la cam pesina o el am a de casa, esposa del m ilitar de c a rre ra o del propietario burgués; en todo caso se proclam a: «el m arido debe p o d er decir a su m ujer: señora, m e pcrteneceis en cuerpo y alm a; ... señora, no saldréis, no iréis al teatro , no podeis ver a tal o cual persona...» (61). La ciencia médica. No en vano se ha considerado el siglo XIX como aquél donde el desarrollo m édico científico se ha dado con m ás rapidez; sin em bargo, la aceleración sin precedentes de dicho progreso, no fue sino la continuación del poderoso im ­ pulso iniciado 150 años an tes. Pero la nueva esperanza de la hum anidad, creada gracias al descubrim iento de las causas bac­ terianas e infecciones de determ in ad as enferm edades, del m ejor conocim iento sobre la función de los sistem as circulatorio y nervioso, de la aparición de nuevas especialidades como v. gr.: la psiquiatría, etc., etc., resu ltó un arm a de doble filo para la m ujer y en absoluto csclareccdora de su situación. Por el con­ trario. al servicio del sexo y la clase dom inantes, no hizo más que rein te rp rctarla con nuevos m étodos, pero p artien d o de las m ism as prem isas ya tradicionales de inferioridad, minusvalía, etcétera, logrando reforzar gracias a una serie de hallazgos que debieron s e r liberadores, los viejos prejuicios de siem pre. No en vano, es el siglo xix, cuando tra ta de fundam entarse, «científicam ente» la inferioridad fem enina, basándose en deter­ m inadas características cerebrales. E s el período en el que se encuentra en pleno auge la teoría evolucionista d an v in ian a, a p a rtir de la cual, surgió de nuevo la tentativa de ju stific a r la dom inación m asculina, a p a rtir de la superioridad «natural» del hom bre (62), de m anera que la dependencia creada en la m ujer, respecto al sab er médico, a lo largo de los siglos, a costa de m antenerla pendiente de su acontecer biológico (como si éste fuera patológico) y convencida de que su destino e ra consecuen­ cia de los av atares ocultos de su organism o, logra cotas insos­ pechadas, a través del desarrollo de la ncurofisiología. A ello debe añ adirse el hecho de que com o quiera que en una sociedad laica el m édico había venido a su stitu ir, en gran m edida, las funciones del sacerdote y confesor, asim ism o se había conver­ tido en guía y consejero de gran núm ero de m ujeres, no sólo desde el pu n to de vista de la salud, sino incluso de la m oral y su com portam iento en general. E sta opresión, a través de la tecnocracia científica, aún se ejercería m ás poderosa, pero m ás sutilm ente, gracias a dos nue­ vas ram as q u e surgidas de la Psicología, vinieron a significar

nuevos elem entos q u e proporcionaron a la conciencia oficial «garantías»* en cu an to a la inferioridad fem enina: la psicología médica y la psicología diferencial. Los térm ino s «psicosis» y «psiquiátrico» fueron introducidos en un sentido m oderno p o r p rim era vez, en la o b ra de E rn st von Feuchtersleben The Principéis o f M edical Psychology (1847), a la vez que aparecían diferenciadas, psicosis y neurosis (63). Asimismo, los m édicos con p ráctica psiquiátrica, fueron deno­ m inados p o r el a u to r como «médicos psicológicos», o «médicos psiquiátricos» y «médicos psicopáticos» (64). Sin duda, Feuch­ tersleben fue un adelantado de su tiem po; en tre o tra s cosas, creía que el su je to nunca d uerm e sin so ñ ar y que estab a segu­ ro de que los sueños poseían con frecuencia un significado psi­ cológico, en ta n to que sus contem poráneos pensaban sobre los sueños en el sentido de adivinación y superstición. T anto sus aportaciones, com o las de G riesinger, Pinel, Laennec. Virchovv, etcétera, hicieron del siglo pasado el vivero científico del actual, de las enferm edades m entales una de las áreas de m ayor interés y de la h isteria (adem ás de la hipocondría y la m elancolía) la enferm edad rein a en tre la neurosis (*), en tan to que C árter, W erner, C harcot, Jan et, B reucr y otro s, sus m áxim os paladines, servirían de puente h asta Freud y el psicoanálisis. La psicología diferencial. La psicología experim ental, sea su su jeto el hom bre o el anim al, es esencialm ente u n a psicología general: busca «leyes» válidas p ara toda la especie hum ana y hasta p ara el co n ju n to de los seres vivientes. Pero si se consi­ deran grupos diferentes de individuos (por ejem plo los hom bres y las m ujeres), y aún individuos diferentes, se advierte que to­ dos los grupos o todos los individuos, no se ad ap tan de un m odo igual, a un m ism o cam bio de las condiciones del m edio. La «ley», la relación válida, en su form a general p ara toda la es­ pecie, se diversifica e n tre ciertos lím ites, cuando se consideran sucesivam ente individuos particulares. El estudio de esas dife­ rencias individuales constituye el o b jeto de la psicología dife­ rencial (65). (é) E n ta n to q u e la a c titu d d e S y d en h am fue h acia la h is te ria , com ­ p ren siv a y la d e F eu ch tersleb en d e e m p a tia li a d a los p a c ie n te s, en los e sc rito s d e G risin g er se a d v e rtía la c e n su ra c o n s ta n te fre n te a los trazo s q u e el co n sid era b a neg ativ o s, en q u ien es p a d e c ía n la e n ferm ed ad : m alicia, envidia, ten d en cia al p ecad o y la d ecepción, etc. Al m ism o tie m p o la idea ex p resad a en el siglo x v m d e q u e la h iste ria e ra u n a en ferm ed ad nerviosa fue d esap arec ien d o y ced ien d o lu g a r n u ev am en te a la etio lo g ía u te rin a o genital q u e en el siglo x ix , c o n ta b a co in o m ay o ría a s u s ad ep to s. ( I i.z a V e i t h :

Ob. cit.)

A mi juicio, los m étodos psicom étricos, surgidos de ella, no vinieron a m o strar, en cu an to a las características diferenciales en tre am bos sexos, nada que todos no tuvieran ya de tiempo a trá s an te su vista, creando no o b stan te la ilusión y /o la certeza, de que se asistía gracias a la exactitud y concisión de sus resultados, en cifras m atem áticas, al descubrim iento de la «esen­ cia» y el «eterno femenino», inm utables. «Niego que nadie pueda conocer la naturaleza de los dos se­ xos, en tanto en cuanto, sólo han sido estudiados en su relación recíproca actual», escribía J. S tcw art Mili hace cien años (66). Pero m ejo r era acallar las deficiencias del m étodo, creado por la cu ltu ra y el sexo dom inantes, asi com o las voces de quienes se oponían a la co rrien te m ayoritaria, que a d m itir resultados que cuestionasen las prem isas, sobre las q u e seguir basando el statu-quo, establecido en tre los sexos. Las p ru eb as psicom étricas m ostraban, que, la m u je r tenia m enos capacidad creadora, iniciativa, autocontrol, agresividad, capacidad de abstracción, independencia, etc., a la vez que po­ seía una m ayor intuición, com prensión, paciencia, afectividad, sensibilidad, q u e el hom bre; ¿y qué o tra cosa cabía esperar, después de u n a socialización de siglos, p ara o b ten er estos re ­ sultados? P or añadidura, p ara los psicólogos que identifican las «normas» de la conducta hum ana, con la conducta m asculina, la m ujer siem pre ofrecerá anorm alidades peculiares en algún sen­ tido. Pero los bienpensantes de la época, que, com o los de siem ­ pre, son los carentes de ideas propias y en consecuencia se adhieren al pensam iento hegcmónico, aplaudieron entusiasm a­ dos an te el hallazgo, que confirm aba incuestionablem ente (para ellos) su s sospechas, y ratificaba una vez m ás su convencim ien­ to, respecto a la subvalía fem enina. Para ello, desoyeron in­ cluso, las observaciones de los propios pioneros del m étodo psicom étrico: Ribot, había afirm ado: «Es una ilusión creer, que porque se utilicen procedim ientos m atem áticos, se llegue a una certeza m atem ática.» Jan et, advertía: «las cifras son lo que ha causado la pérdida de los tests». «La estadística no da nada, que no sea mediocre», añadía B inet (67). El psicoanálisis. Son infinidad los artículos, capítulos, libros, ensayos y conferencias que se han expuesto, desde q u e Freud comenzó a publicar sus observaciones, h asta n u estro s días. Com oquiera que asim ism o, tam bién yo he referido en algún

otro lugar mi opinión sobre el tem a (68). dedicaré unas breves puntualizaciones sobre el m om ento histórico de aparición e in­ fluencia, así como su relación m ás directa en cuanto a la m ujer. liza V eith en su libro Histeria, refiere que: «R obert Brudenell C árter (1828*1918), un contem poráneo de G riesinger (...) escribió sobre las enferm edades m entales, en general, y la his­ teria, en particu lar, con ideas de tipo psicodinám ico, tan estre­ cham ente sem ejantes a las de Freud (antes de que éste naciera), que la m era coincidencia e n tre un as y o tras, resu lta b astan te alarm ante (69). A parte esta posible fuente de influencia, tras la m uerte de C harcot (1893) su d o ctrin a sobre la h isteria y el hip­ notism o, se enco n traro n en una situación critica. Al d em o strar B em heim , el origen puram ente sugestivo de la semiología adu­ cida p o r la S alpétriére, aparecía com o insostenible la teoría de Charcot, de red u cir el hipnotism o a una m anifestación pato­ lógica de c a rá c te r histérico. Todo ello obligó a una revisión re s ­ pecto a la concepción teórica de las neurosis, de su clínica y de su tratam ien to (70). Dos figuras se destacaron fundam entalm en­ te: una a causa de sus aportaciones en el cam po de la neurolo­ gía: Babinski; y otra, en el de la psicología: Janet; (Paul Dubois y Jules-Joseph D ejerine, pasarían a la historia, a conse­ cuencia de sus aportaciones sobre la renovación en el tra ta ­ m iento de estas afecciones en Francia). Fue precisam ente P ierre Janet, quien encabezó la nueva concepción de las neurosis, desde el punto de vista psicogénico y sus estudios fueron lo bastante lejos, como p ara que percibiese como u n a confirm ación de los mism os, los E studios sobre la histeria, publicados en 1895, en Viena, p o r J. B reu er y Freud (71); no obstante, el fundador del psicoanálisis siem pre rechazó la posible influencia de Janet, si bien consideró q u e tanto B reuer, com o él mismo, eran discípu­ los de Charcot. No es mi intención, negar la contribución decisiva q u e p arte de la teoría freudiana significó, p ara una m ejor com prensión de los procesos psíquicos, tan to norm ales como patológicos y cómo su técnica vino a posibilitar un ab o rd aje de ro stro hum ano (ya iniciado p o r sus predecesores) en cuanto a los problem as de determ inados enferm os m entales, pero p o r lo que se refiere a la m ujer, no hizo sino in te rp retar, psicologizándolos, co m p o rta­ m ientos y características fem eninas atrib u id as a la biología, ex­ clusivam ente, si bien todos conocem os, que Freud fue un fiel defensor del determ inism o biológico (72). De una lectura bioló­ gica, pasam os pues, a una lectura psicológica; en tanto, el texto de «lo femenino» perm anece intacto. No recuerdo cuantas veces habré leído la frase de que:

«Freud fue un hijo de su tiempo» o «consecuencia de su época», pero lo cierto es que, siem pre, sem ejante aseveración m e ha producido desde un cierto m alestar, h asta un decidido rechazo. Son afirm aciones esgrim idas en general p o r los pusilánim es o los reaccionarios, pues todos sabem os que una época, no es un período de tiem po absolutam ente lineal, homogéneo e idéntico en su desarrollo, sino una sucesión de acontecim ientos, una relación dinám ica y com pleja e n tre situaciones y condiciona­ m ientos heredados, que unas veces llegan a extinguirse y otras, antes de hacerlo, dan vida o enlazan con el nacim iento de descu­ brim ientos nuevos o aportaciones originales. Cuando insistentem ente se apela a la era victoriana, como caldo de cultivo que perm itió el nacim iento del germ en psicoanalitico, ni estam os siendo precisos, desde el punto de vista histórico, ni tenem os en cuenta que las ideas de F reud no n a­ cieron p o r generación espontánea, ni querem os asu m ir que den­ tro de su época, Freud. com o cualquier ser hum ano en la suya, asum ió una postura determ inada, que en su caso fue conserva­ dora, en lugar de crítica o progresiva. Enfocó la vida, las gen­ tes, y sus problem as p o r tanto, desde el patriarcalism o burgués y desde el sexismo consecutivo a ellos y desde esc m ism o punto de referencia, analizó las consecuencias negativas que sem ejante sistem a producía, proponiendo m edios para ad ap tarse m ejo r al mismo. Aunque ya en 1908, A dler había expresado que el com plejo de Edipo, era culturalm ente específico del capitalism o (73). la idea del padre y el hom bre au to ritario (patriarca) era tan fuerte en Freud, que no fue capaz de concebir una sociedad altern ati­ va, a p esar de que an te sus o jo s desfilaban a d iario las fu ertes contradicciones surgidas e n tre hom bres y m ujeres que rep re­ sentaban. respetuosam ente, los roles sexuales tradicionales. C onscientem ente de espaldas al m arxism o (74) y al fem inis­ mo (75), pujantes en la Viena en que él perm aneció la m ayor p arte de su vida, creó u n a ciencia que, como cualquier o tra que investiga aspectos parciales del sistem a hegemónico, dejando in­ tactas las estru ctu ras básicas, vino a convertirse en un in stru ­ m ento m ás de la clase y el sexo en el poder, proporcionando a am bos, los m edios p ara su b san ar ciertos aspectos deficitarios del mismo, prestándole de este modo la posibilidad de m ejo rar una imagen, tras la cual, co n tin u ar ejerciendo u n a opresión incluso m ás intensa, pero m ás sutilm ente encauzada, facilitando así la perpetuación de ese sistem a de clases y sexos. A m ayor abundam iento, a lo largo de toda su vida, el funda­ d o r del Psicoanálisis se consideró incapaz de com prender en

profundidad a la m ujer (76). Esa afirm ación disculpa, en cierta medida, su torpeza respecto a ella, aunque por supuesto agrava su petulancia al in sistir una y o tra vez en in terp retarla. Cuando, a consecuencia de la especial ceguera que le caracterizó para los fenóm enos sociales y culturales, creía e s ta r encontrando la «auténtica» psicología fem enina, el hallazgo no era o tro que el de las características im presas p o r las norm as y las condiciones de una determ inada cultura, y cuando creía e s ta r «curando» a sus pacientes histéricas, lo que llevaba a cabo, en realidad, era

fam iliares llevan a co n su ltar, p o r la su p u esta lo cu ra q u e vienen o b sei’vando: h o ra rio s p o r en cim a de los p rescrito s, arreg lo perso n al fuera d el ha­ b itu al en la clase social d e d o n d e proviene, c o m p o rtam ien to sexual libe­ ral, etc.; o la m u ch ach a lesbiana, tra íd a p o r su s p ad res o fam iliares, con­ vencidos d e te n e r una en ferm a m en tal en la fam ilia, desde q u e lian o b ser­ vado cóm o el co m p o rtam ien to d e la chica en cu estió n se va haciendo m ás explícito o lo h a com unicado a b iertam en te a la fam ilia; o la m u jer casad a desde h ace v ario s añ o s y m a d re d e h ijo s q u e «sin faltarle nada» según el esp o so (que se refie re siem p re a situaciones m ateriales) no ceja en su em peño de sep ararse, etc. (103) «La d iferencia d e sexos ha p restad o a la d iscu sió n del m ism o (el p roblem a de cóm o de la b isex u alid ad in fan til su rg e la sexualidad d e la m u jer) u n a tra c tiv o p eculiar, p u es cad a vez que u n a com paración resu l­ ta b a desfav o rab le a su sexo, n u e stra s an alíticas se a p re su ra b a n a ex p resar sus sospechas, d e que n o so tro s, su s colegas m asculinos, no h ab íam o s su-

p crad o p reju icio s p ro fu n d am e n te arraig ad o s c o n tra la fem inidad, p re ju i­ cios q u e p o r parciales, invalidaban n u e stra s investigaciones. E n cam bio, a n o so tro s la tesis de la bisexualidad nos h acía facilísim o ev ita r to d a d es­ cortesía. pues llegado el caso , salíam os del ap u ro , diciendo a n u estras antagonistas: E sto no va con usted, u sted es una excepción, p ues en este p u n to concreto es u ste d m á s m asculina que fe m en in a ». S. F reu d : La fe ­ m in id a d (Tom o II, O bras C om pletas). El su b ray ad o es mío. A m i juicio, estos casos p rete n d id am en te excepcionales, no co n firm an , sin o q u e niegan ro tu n d am en te la regla. (104) «Este juicio d e lo cu ra es siem p re u n ju ic io de v alo r y va ligado a una valoración m o ral: a h o ra bien, este ju ic io puede s e r in ju sto , pero no tiene p o r qué s e r n ecesariam en te a rb itra rio , G. J e rv is : M anuale critico d i psiquiatría (E d. F eltrinelll, 1975. H ay trad u cció n caste lla n a en Ed. Ana­ gram a. 1977). V er del m ism o a u to r y en el m ism o volum en: «Los in ten to s d e llegar a re d u c ir el p ro b lem a d e la locura» (Ap. 3.°), cu y o contenido suscribo am pliam ente. (105) D. ROSE HAN: «On being sa n e in insane places» (Science, 179: 256-258. 1973), La experiencia se realiza a p a r tir d e la e n tra d a d e una serie d e individuos norm ales en in stitu cio n es p siq u iátricas, q u e se hacen p a sa r p o r enferm os m en tales, sien d o d iagnosticados y tra ta d o s com o si lo fue­ ra n , p o r el p erso n al técnico de las m ism as. La experiencia se co m p letab a con el aviso d e q u e «enferm os falsos», h acían a cto d e p resen cia en las co n su ltas a m b u lato rias, llegada q u e n u n ca se p ro d u jo , a p e sa r d e lo cual, los técnicos co n sid eraro n «sim uladores» a una serie d e a u té n tic o s pa­ cientes. (106) M. K. TEMeRUN: «Suggcstion E ffects in P sychiatric Diagnosis» (Journal o f N erv. a n d M ental Desease). C itad o p o r PH . CHeSleR en Wornan an d M adness (D oubleday an d Co. Inc. G ardcm City, N ew Y ork. 1972). 1.a experiencia d escrita p o r Tem erlin en 1968 y llevaba a cab o en O klahom a, d em o strab a cuan frecu en tem en te e ra la tendencia, e n tre pro fesio n ales de la Psicología y la P siq u iatría, llev ar a cabo el diagnóstico d e «patológico» en com paración con los no profesionales. La p ru e b a tu v o com o protago­ n ista a un acto r, que h ab ía co m p u esto un p erso n aje según la s c ara cterís­ ticas d e lo q u e el se n tir general co n sid era «norm al» o «sano» y cuya actuación fue televisada. Se co n tó con un g ru p o d e p siq u ia tras, psicólogos clínicos y e stu d ia n te s d e psicología recién g rad u ad o s, a qu ien es an tes de p resen ciar la actu ació n , «una p restig io sa figura» del m ism o se c to r p ro ­ fesional les expresó su opinión, d e q u e «el h o m b re e ra m uy in teresan te, !>orque debió s e r un n eurótico, p e ro en la actu alid ad e sta b a b a sta n te psicótico». El sesen ta p o r ciento de los p siq u ia tras de este gru p o , así com o el veintiocho p o r ciento d e los psicólogos clínicos, y el once por cien to de los e stu d ia n te s d iag n o sticaro n «psicosis». Del g ru p o d e co n tro l, integrado p o r profesionales a quienes n o se les había hecho ninguna su­ gerencia previa a la actu ació n , n inguno diagnosticó psicosis. Lo decisivo fue, q u e en el g ru p o in teg rad o p o r no profesionales, elegidos al a za r e n tre los m iem bros d e u n ju ra d o , todos co n sid eraro n «sano» a l h o m b re.

ROLES SEXUALES ADULTOS Y ENFERMEDAD MENTAL (1) Por W alter R. Gove (V andcrbilt University)

Jeannete F. Tudor (C entral M ichigan U niversity)

La enferm edad m ental ha sido objeto de innum erables estu­ dios, m uchos de los cuales se han centrado en la relación entre variables sociológicas y trastornos psicológicos. Se ha esta blecido que existe una relación inversa entre clase social y en­ ferm edad m ental (v. gr.: Hollingshead y Redlich, 1958; Dohrenwend y Dohrenwcnd, 1969; Rushing, 1969), aunque la causa de esta relación aún está en debate. Sin em bargo, las relaciones entre enferm edad m ental y m uchas o tras variables, permanecen sin esclarecer. E ste artículo pretende investigar la relación entre los roles sexuales adultos y la enferm edad m ental. Los anteriores inten­ tos de clarificar esta relación han producido resultados contra­ dictorios c inconsistentes (ver v. gr.: Dohrenwend y D ohm wend. 1965, 1969; Manis, 1968). Creemos que el hecho de que la enfer­ medad m ental haya sido tratada con frecuencia como una ca­ tegoría residual, en la cual se han agrupado trastornos diversos y no relacionados, supone una razón im portante para que estos resultados aparezcan en estudios sobre personas en tratam iento psiquiátrico (Scheff, 1966). En este artículo, la enferm edad men­ tal será tra ta d a como un fenómeno totalm ente específico: un trastorno que engloba m alestar personal (fatiga, ansiedad, etc.) y /o desorganización m ental (confusión, bloqueo de la mente, enlentecim iento motriz y en los casos m ás extrem os, alucina­ ciones e ilusiones) que no está provocado por una causa orgánica o tóxica. Los trastornos neuróticos y las psicosis funcionales son dos grandes categorías diagnósticas, que se adecúan a nuestra definición. La característica principal de los trastornos neuró­ ticos, en ausencia de desorganización psicótica, es la ansiedad.

las psicosis funcionales (esquizofrenia, reacción psicótico-depresiva y reacción paranoide) son trastornos psicóticos sin causa orgánica (conocida) (American Psychiatric Association, 1968). Las o tras dos grandes categorías de diagnóstico, las caracteropatías y los trastornos cerebrales crónicos y agudos, no se adecúan a nuestra concepción de enferm edad m ental. I-as perso­ nas con trastornos caracteriales no experim entan m alestar p er­ sonal, no se sienten ansiosas ni fatigadas, ni sufren ningún tipo de desorganización psicótica. Se las considera enferm os men­ tales, porque no se ajustan a las norm as sociales y se ven for­ zadas a som eterse a tratam iento habitualm ente, porque su con­ ducta resu lta agresiva, impulsiva y am biciosa, lo cual resulta antisocial o asocia!. (American Psychiatric Association, 1968; Rowe, 1970; Klein y Davis, 1969). Los síntom as asociados a los trastornos de personalidad, no sólo son diferentes a los asocia­ dos a la enferm edad m ental (tal y como la estam os definiendo), sino que las form as de terapia que norm alm ente son efectivas en el tratam iento de la enferm edad m ental, dejan de serlo en el tratam iento de los trasto rn o s de la personalidad. En realidad, sólo recientem ente se ha llegado a considerar que los trastornos de la personalidad en tran en el terreno de la psiquiatría (v. gr.: Robbins, Í966, pág. 15). Los trastornos cerebrales (los síndrom es cerebrales agudos y crónicos) tienen una causa física (lesión ce­ rebral o tóxica) y no son un trastorno funcional. Como las alte­ raciones de la personalidad y del cerebro no se adecúan a nues­ tra concepción de la enferm edad m ental y en este artículo no serán tratados como tales. Casi todos los pacientes psiquiátricos están clasificados den­ tro de las categorías de diagnóstico ya com entadas. Tres de las categorías restantes «deficiencia mental», «sin trasto rn o men­ tal* y «sin diagnóstico» se explican suficientem ente por sí mis­ mas, no se utilizan norm alm ente y no son relevantes para el presente trabajo. O tras dos categorías pueden tener interés. El trasto rn o de personalidad transitorio es un síntom a agudo de respuesta ante una situación insoportable, en el que no existe ninguna perturbación esencial de la personalidad (3). Cuando el stress situacional disminuye, tam bién lo hacen los síntom as. Esta categoría de diagnóstico se aplica sobre todo a niños y adolescentes, y tam bién se utiliza ocasionalm ente con adultos. Quizá debiéram os incluir en nuestra concepción de en­ ferm edad m ental algunas personas diagnosticadas de esta for­ ma, pero no estam os seguros de ello. En la o tra categoría, están incluidos los trastornos psicosomáticos, caracterizados por sín­ tomas som áticos, que aparecen como consecuencia de una ten­

sión emocional, si bien el sujeto no es m uchas veces consciente de esa tensión. Dicho esto, pasam os a exponer las características de los ro ­ les sexuales adultos que, según creemos, se relacionan con la enferm edad mental. Queda im plícito en nuestro análisis, que el stress puede conducir a enferm ar psíquicam ente. Queremos su­ brayar asim ism o que nuestra exposición estará lim itada a los países industrializados m odernos de Occidente, especialm ente a los Estados Unidos. Después de considerar la relación entre ro ­ les sexuales adultos y enferm edad m ental (neurosis y psicosis funcionales, como habíam os indicado) veremos brevem ente otros trastornos en los que prácticam ente es innegable la exis­ tencia de un alto grado de angustia o ansiedad, es decir, los llamados trastornos de la personalidad transitorios, los tras­ tornos psicosom áticos y el suicidio.

ROLES SEXUALES En la sociedad occidental, como en otras sociedades, el sexo actúa como determ inante fundam ental del status, canalizando al individuo hacia roles específicos y determ inando la calidad de su propia interacción con los dem ás (Hughes, 1945; Angrist, 1969). Hay ciertas razones que perm iten suponer que las m uje­ res, a causa de los roles que desem peñan norm alm ente, están más predispuestas que los hom bres a tener problem as em ociona­ les. En p rim er lugar, la m ayor p arte de las m ujeres están limi­ tadas a un único rol social principal —am a de casa— m ientras que la mayoría de los hom bres ocupan dos roles, cabeza de fa­ milia y trabajador. De este modo, un hom bre posee dos fuentes principales de gratificación, su familia y su trabajo, m ientras que la m ujer sólo posee una, su familia. Si un varón encuentra que uno de sus roles es insatisfactorio, puede m uchas veces cen trar su interés y atención en el otro. Por el contrario, si una m ujer encuentra que su rol de familia es insatisfactorio, nor­ m alm ente no posee o tra fuente de gratificación alternativa (Bernard, 1971, págs. 157-63; tam bién Lopata, 1971, pág. 171; Langner y Michael, 1963). En segundo lugar, parece lógico suponer que un am plio nú­ m ero de m ujeres encuentran que la m ayoría de sus actividades instrum entales —criar a los hijos y cu id ar la casa— resultan frustrantes. S er am a de casa no requiere una especial habilidad, ya que, prácticam ente todas las m ujeres, educadas o no. pare­ cen ser capaces de llevar a cabo tal actividad con m ayor o me-

ñor eficacia. Además, se trata de una posición poco prestigiosa. Y como la pertenencia a un status tan bajo no requiere especialización técnica, no se encuentra en consonancia con las ex­ pectativas intelectuales y educativas de una buena parte de las m ujeres de nuestra sociedad, lo cual hace suponer que tales m ujeres están descontentas con su rol (4). En tercer lugar, el rol de am a de casa es relativamente invi­ sible y carente de estructura. Al am a de casa le es posible dejar las cosas para después, no ocuparse de ellas, en resum en, traba­ ja r mal. 1.a ausencia de estructura y de visibilidad le permiten cavilar sobre sus preocupaciones, y de ese modo, su ansiedad va alim entándose a sí misma. Por el contrario, el que posee un em­ pleo, debe responder de forma conveniente y satisfactoria a las exigencias que le fuerzan a implicarse con su entorno continua­ mente. La obligación de satisfacer estas exigencias estructuradas le hace ap artar la atención de sus propios problemas, contribu­ yendo a evitar que llegue a obsesionarse con los mismos (5). En cuarto lugar, incluso cuando una m ujer casada trabaja, se encuentra, normalm ente, en una posición menos satisfactoria que el varón casado. Desde 1940. ha habido un persistente des­ censo en el status relativo de las m ujeres, respecto a la ocupa­ ción, ingresos c incluso educación (Knudsen, 1969). Las m ujeres sufren una discriminación laboral, por la cual, muchas veces mantienen una posición que no corresponde a su nivel educa­ tivo (Harrison, 1964); Knudsen, 1969; Epstein, 1970; Kreps, 1971). Además, las casadas que trabajan norm alm ente piensan, al igual que piensan los demás, que el producto de su trabajo no es más que un suplemento a los ingresos familiares y esto hace que adquieran un compromiso poco serio con su carrera (H arri­ son. 1964, pág. 79; Epstein, 1970, págs. 3-4; Hartley, 1959-60). Y lo que tal vez sea más im portante; la m ujer casada que tra ­ baja, presenta un estado de agotamiento mayor que el de su marido; además de su empleo aparente, norm alm ente realiza la mayor parte de las tareas domésticas, lo que significa que trabaja una cantidad de horas diarias considerablem ente mayor que la de su cónyuge (6). En quinto lugar, diferentes observadores han señalado que las diferentes expectativas con las que se enfrentan las m ujeres son poco claras y difusas (Goode, 1960; Parsons, 1942:; Angrist. 1969; Rose, 1951; Epstein. 1975; muchos han sostenido que esta falta de especifidad les crea problemas (7) (ver csp. Rose, 1951; Parsons, 1942; y Cottrell, 1942). Rose (1951), Angrist (1969), Eps­ tein (1970). y Bardwick (1971), señalan que el rol de las m ujeres se caracteriza por una adaptación y una preparación para afron­

tar las contingencias. Rose (1951), por ejemplo, descubre que las m ujeres tienden a concebir su carrera en térm inos de «lo que los hom bres harán» en tanto que los hombres conciben sus carreras en térm inos de sus propias necesidades. En el mejor de los casos, probablemente, muchas m ujeres se sienten inse­ guras y carentes de control sobre su frustrante futuro. Muchos autores (Koinarovsky, 1950; McK.ee y Sherrifs, 1959; Friedan, 1963; Mead, 1949; Gavron, 1966; Rossi, 1964; Hartley, 1970), han considerado las dificultades con las que se enfrentan las m ujeres como un resultado de los diferentes cambios en el rol de la m ujer, en las sociedades industrializadas. Según este argumento, anteriorm ente el rol de las m ujeres tenía más sen­ tido. Las familias eran num erosas y durante gran parte de su vida adulta las m ujeres eran responsables del cuidado de los niños. Sin las comodidades de la vida de la sociedad industrial moderna, el trabajo doméstico requería más tiempo y más téc­ nica, y se valoraba mucho. Desde el momento en que el sostén económico de la familia estaba frecuentem ente asegurado por la em presa familiar, la esposa desempeñaba un papel en el mantenim iento de la familia. Con el desarrollo de la industria­ lización y de la pequeña familia nuclear se acortó el tiempo de crianza de los niños, sus habilidades domésticas fueron reem­ plazadas en gran parte por los adelantos modernos y ya no to­ maba parte en la empresa familiar, manteniendo a la familia. Durante esta etapa, ambos sexos recibían una educación más amplia; para el varón la educación suponía un ascenso y una diversidad ocupacional, para la m ujer la educación estaba unida a un papel de reducida importancia. Estos cambios en los roles de las m ujeres se acompañaban de cambios en la estructura legal e ideológica, que defendían la aplicación de los mismos modelos para hombres y m ujeres. Sin embargo, en lugar de con­ seguir que se les tratase como iguales, ellas seguían mantenien­ do su antigua situación, institucionalizada. Si este análisis es correcto, gran parte de los supuestos stress de las m ujeres son un fenómeno relativam ente reciente. En resumen, existen bases sólidas para suponer que las m u­ jeres consideran que su posición social es más frustrante y me­ nos gratificante que los hom bres y ésto puede constituir un fe­ nómeno relativam ente reciente. Por tanto, respecto a este punto, postularem os que, debido a las dificultades asociadas al rol fe­ menino, en las sociedades occidentales modernas, un número mayor de m ujeres que de hombres enferman mentalmente. N uestro análisis de los roles se ha centrado, principalm ente, pero no exclusivamente, en los papeles de hombres y m ujeres

casados, y es en este grupo, donde se puede esp erar descubrir la m áxim a diferencia en los porcentajes de enferm edad m ental en­ tre unos y otras. D esgraciadam ente, la m ayoría de los datos exis­ tentes están diferenciados según el sexo y no según el sexo y el estado civil. Antes de e n tra r un un análisis de los datos acerca de la en­ fermedad m ental, podríam os señalar dos tipos de pruebas, que parecen apoyar nuestro esquem a de trabajo. En prim er lugar, hay un gran núm ero de pruebas de que las m ujeres tienen una imagen de si m ism as más negativa que la que los hom bres tie­ nen de sí mismos (McKee y S herriffs, 1957, 1959; S h e n ifs y McKee, 1957; Gurin, VerofF y Feld. 1960; pág. 70; Rosenkratz. Vogel, Bee, Broverm an y B roverm an, 1968). En segundo lugar, la evidencia palpable respecto a la depresión indica, de un modo uniform e, que las m ujeres están más predispuestas a deprim irse que los hom bres (v. gr,; Silverm an, 1968). TASAS DE ENFERMEDAD MENTAL PARA HOMBRES Y MUJERES ADULTOS Para valorar tas tasas de enferm edad m ental, p ara hom bres y m ujeres, nos fijarem os en estudios epidemiológicos, prim eras adm isiones en hospitales psiquiátricos, adm isiones psiquiátricas en hospitales generales, atención psiquiátrica am bulatoria, aten ­ ción psiquiátrica a pacientes privados, así como en el predo­ minio de la enferm edad m ental en la práctica de los médicos generales. El N ational In sth u te of Mental H ealth (7) (NlMH) proporciona datos de prim eras adm isiones en hospitales psi­ quiátricos. adm isiones psiquiátricas en hospitales generales y atención psiquiátrica am bulatoria, en todos los E stados Unidos. Como quiera que estos datos son mucho más globales que cua­ lesquiera que estén proporcionados por la investigación indi­ vidual, n uestra exposición de este tratam iento se lim itará a tales datos. En cuanto a los estudios epidemiológicos y la atención a pacientes externos privados, por supuesto tendrem os que de­ pender de resultados de estudios individuales (y de nuestra ca­ pacidad para encontrarlos). E studios epidem iológicos.—De acuerdo con nuestro interés por los roles sexuales, en tas m odernas sociedades industriali­ zadas, expondrem os únicam ente estudios epidemiológicos que se llevaron a cabo después de la Segunda G uerra Mundial (8). Pudimos recopilar 21 trabajos llevados a cabo en este período, que tratab an sobre la relación entre el sexo y la enferm edad m ental. Tres de estos estudios, investigaban una población que

consideram os poco relevante para nuestros objetivos (9). Y un cuarto trabajo, sólo ofrecía una inform ación m uy lim itada (10). Quedaban o tros 17 que sí resultaban interesantes y aprovecha­ bles. Tales estudios abarcan desde la prevalencia en un momen­ to determ inado (v. gr.: Essen-Moller, 1956), la incidencia en un período de liem po concreto e incluso el intento de identificar la aparición de un episodio de enferm edad m ental, en cualquier m om ento de la vida del sujeto examinado, h asta el m om ento del estudio (Leígthon, Hardin. M atklin y MacMíllan, 1963). La m ayoría de los trabajos se ceñirán principalm ente, aunque no de form a exclusiva, en la p rev alenda dura m e el tiem po del es­ tudio. En todos aquellos en los que no aparece un diagnóstico de crisis nerviosas, los criterios de determ inación de enferm edad mental encajan perfectam ente con los nuestros. En el cuadro I «c exponen los resultados de estos trabajos. En todos los casos, es m ayor e! núm ero de m ujeres enferm as que el de hom bres. Prim eros ingresos en hospitales psiquiátricos*—En los Estados Unidos exiten tres tipos de hospitales psiquiátricos: públi­ cos (federales y estatales), privados y hospitales psiquiátricos del V. A.*frl NI MU inform a anualm ente d e lo?» prim eros ingre­ sos en hospitales públicos y privados. Según su definición, los prim eros ingresos incluyen solam ente a personas que no tienen experiencia anterior como pacientes internos^ De este modo, no sóio se excluye a personas que han estado previam ente en un hospital psiquiátrico, sino tam bién a lus que han estado ínter* nados, bajo tratam iento psiquiátrico, en un hospital general (NIMH, 1967 a, pág. 16). Utilizando estos inform es (JSJIMH 1967 ü. 1967 Jj) hemos calculado las tasas de adm isiones en tos hospitales psiquiátricos públicos y privados d e E stados L'nidos, a p a rtir de los 18 años de edad (II), Estas cifras se basan en las estim aciones, para 1967, del núm ero de personas civiles in ter­ nadas (12) a p a rtir de los 13 años, siendo aju stad as p o r edades (standardizadas) (13). La inform ación más relevante de Jos cen­ tros psiquiátricos del V.A. es el núm ero total de ingresos (tanto prim eros ingresos como readm isiones) sin diagnóstico de crisis nerviosas (A dm inislrator of V eleransh Affairs. 1967, pág. 207). Por L an ío , tuvimos que calcular ei núm ero de prim eros ingresos en estos hospitales. Como los pacientes del V. A. son en su m a­ yoría hom bres, y hemos pronosticado que habrá m ás m ujeres que hom bres enferm os m entales, estam os prácticam ente segu­ ros, de que las estim aciones que hemos realizado son muy am ­ plias y, por tanto, no hay peligro de que distorsionen favorable­ m ente nuestros resultados (14). * V etcran 's A ffairs.

C

u a d r ü

1

P O R C E N T A JE S 0 fc H O M B R E S Y M U JE R E S M E N T A L M E N T E E N F E R M O S S E G U N E S T U D IO S E P ID E M IO L O G IC O S

FUENTE

H om bres

A.

M u je r e s

T árti& k? d e la m u e s tr a

T a s a s h a w d s s ú n ic a m e n te e n la s

respuestas a Lirifl en trevista estructurada M a rtín . B r o th e r s f o n y C h a v e

(1957, pág. 200) .............................. Phillips y Sega] {m % píErna 61} ■■l h-- F»j — i h j Phillips C1WS6>....................... tirad bu rn y O plovilz (J965, página 30) ....................... Tauss U967, pág. 122) ......... Taylor y Chave (1^64, pá­ gina 50) ............ ............ .... Gtirin y otros {1^60, Pagi­ na í '» i * ............................................. Habemian (1969): Washington Heights........ Hew Yorfc City .............. Haré y Shniv (1965. pág. 25 Jí Ntiw A d am ............................ Oíd QulC r- ■ --L Jl- JLL uu Public Hcail Service (1970, página 2 1 ) ............................. Bradbum (1969, p ág . 119) ... Melle y Iftüse (1969. pági­ na 239) .................................................... ee

25

40(üpros.)

750

21,2 21

35r5 34

ÍTC eoo

31 1M

54 33,0

2.006 707

11

43

422

22

40

2.460

l&J

25,3

14,9

3#

1.365 706

15,6

1.015

13.1

22,9 26,3

l4r9

34.2

203

33.9

6,672 2379



§

5.498

m

E. Tasas basadas sobre la EvalucJdu Clínica (Psicosis y Nctinssis) PasamanLck y otros (1959, p á g in a

íd-Sí ... ...

hr.

$09

f2

1A

P rim ro s e (1962, p a g s, 13-24) r

V

14.7

E s s e n - M d lk r {195&r p á g in a s i 4 t « > .....................................

1.7

3.7

2550

H a g n c ll (1% 6. p ig s , 93-J03)

6,0

15.6

2.550

tm

C. T a s a s b a s a d a s e n d iv e rs a s f u e n te s * ■ (P sic o s is y N e u ro s is } I x ig h to n y o tr o s (I9&3, pfr g in a s 265-67) ........................

45

M

IJOIO

Los datos sobre los prim eros ingresos en hospitales m entales $e m uestran en el cuadro 2, Como hemos subestim ado los ingre­ sos de los V.A.j la tasa verdadera se sitúa más o memos entre la tasa com binada para hospitales públicos y privados, y la presen­ tada para tocios los hospitales. Incluso si nos fijam os en la tasa para todos los hospitales, que increm ente artificial meo Le la tasa para los hombres, es obvio que en Jos hospitales psiquiátricos ingresan más m ujeres que hombres. Aíetioión psiquidiriai en tos hospitales generales.—En los hos­ pitales generales reciben t¡atam iento psiquiátrico en régimen de intem am lento casi tantas personas como en los hospitales psi­ quiátricos. Por regla general, s$te tratam iento es bastante corto y Ea m ayoría de los enferm os vuelven a integrarse en la com u­ nidad, si bien unos pocos continúan ingresados hasta convertir­ se en pacientes de Jos centros psiquiátricos. El NJMJH inform a anualm ente, acerca del núm ero y de las características de los pacientes dados de alta en huspiLales genci'ales con servicios psiquiátricos. E ste inform e no Incluye a los hospitales generales bajo control federal. Utilizando el Informe del NIMH (1967 d )

53 ^ tu “O

| . « -s

EN LOS HOSPITALES

PSIQUIATRICOS

DE ESTADOS UNIDOS

a ? §

a. 5 3 *2

oo

t"

■O 90

| l w -i O v> M 2^ ’M q s =: 5|

;o

2

r in oo

o>



CO

C ft.

•O

PRIMEROS

INGRESOS

*T •H

3.

l/> 2

i ’5c — O .y e w ard a D fíJn iláu [i u f F c in in is t T t ic r a p y », / W P ^VLv.TÍeií£r, o in ñ ú d e 1975P pd££. ■‘1-5. {46) SAfiiifl, C . J,: \iürri