Muerte y transfiguración de Martín Fierro [2]

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Prim era edición, 1948 (Publicada en México) Segunda edición, 1958 Corregida

Derechos r e s e r v a d o s conforme a la ley Copyright by Fondo de Cultura Económica Impreso y hecho en Argentina Printed and made in Argentina

E2EQUIEL MARTINEZ ESTRADA

Muerte y Transfiguración de Martín Fierro Ensayo de interpretación de la vida argentina SEGUNDA EDICIÓN CORREGIDA

T omo

II

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO - BUENOS AIRES

P a rte

P rim e ra

LA FRONTERA

a] El T erritorio EL PAISAJE l l a n u r a s configuran un paisaje peculiar, no ¡oictórico ni acomodable a los cánones de la pintura. Su profunda belleza permanece todavía inexpresada, y las tentativas que se han hecho para llevarla al lienzo o al libro han asegurado los mé­ ritos de su inaprehendida esquivez. Pues nada hace tan invio­ lable el tesoro como la búsqueda donde no está. Quien va a los campos del sur y a la pampa, no ve nada. Se esfúerza por in q u irir de dónde emerge ese in flu jo que lo invade, de una belleza que no puede reducir a conceptos, y se cansa. La lla­ nura no le sugiere ningún sentimiento estético que pueda ex­ presar con palabras ni por otros medios. Unicamente el de la soledad. Las llanuras no configuran un paisaje convenido; no está hecho, y se le tiene que coordinar con uno mismo. Lo que llamamos paisaje suele ser un prejuicio de espectador, y se lo ha descubierto en la Naturaleza después que en el alma. La Antigüedad no lo conoció. Resulta de una m anera de ponerse el hombre frente al espectáculo de la Naturaleza en form a pa­ siva, en dejarse penetrar por él y en ir experim entando un estado de ánimo de gozo y de admiración que siempre es un recuerdo. Muy pocos ven en el paisaje otra cosa que el “paisa­ je ”. Suele ser la m ontaña, el bosque, el río, las costas del mar, combinados, fragmentados, proyectados de m il diversas formas: el paisaje que lleva el espectador a la Naturaleza. Tiene su li­ teratura, su historia, su escolástica, su superstición. Los poetas gauchescos no han acertado a describir el campo y han super­ puesto una sensibilidad artística a una sensación pura y lim ­ piam ente anim al, que es con la que se le capta en su belleza. Siempre que en obras bien escritas encontremos descripción de paisaje, debemos desconfiar. En caso de que lo haya, ni el paisano ni mucho menos el forastero saben que existe. L ite­ rariam ente no hemos hallado la form a de expresarlo y ésta es la m ejor prueba de cuán lejos estamos de vivir nuestra reali­ dad. El escritor y el poeta argentinos no lo han visto, ni sen-

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tido. Porque como no se inspiran en lo real, sino en lo con­ vencional, y como ese paisaje es pobre, lo convencional le atri­ buye lo que no tiene, y busca el tesoro donde no está. El paisaje del gaucho es topográfico, no pintoresco. Lo considera comc lugar: distancias, caminos, lomas, bosques, sierras, lagunas. Inglaterra, el país de los escritores paisajistas, no descubrió le belleza de sus llanuras hasta fines del siglo pasado, y fu€ nuestro Hudson quien se la reveló en su adm irable libro Nature in Downland. Seguramente después de m uerto él no la han vuelto a ver, como tampoco nosotros la de la pampa. El campo, que comienza por abrirse en una apoteosis de cielo, con tal juego de nubes y esplendor que parece que la tierra se lim ita a reflejarlos, deja desamparado al espectador. Es uiz cielo de tierra, efectivamente. A quien de veras quiere com­ prenderlo es preciso ir indicándole, en los matices de los re­ lieves y del color, sutiles siempre y cambiantes, en lo que está más cerca o más lejos, valores plásticos y de colorido que la vista sola no puede abarcar. Hay que m irar con todo el cuer­ po. Dos cosas que parecen juntas están m uy distantes, dos manchas que parecen idénticas son muy distintas; suaves co­ linas, algunos bajos que se descubren por otros datos, hierbas y pastos, la carrera de la sombra de la nube que todo lo per­ turba, y m il otras inocentes trampas de su juego. Por eso la llanura no ha tenido quien la describa, fuera de Hudson. Los paisajes de la pampa que nos ha dejado en muchos de sus libros, especialmente en El naturalista en el Plata y Días de ocio en la Patagonia ya han perdido una de sus más gloriosas galas, que eran los pájaros y las aves en bandadas fabulosas, y las hierbas altas de flores en penachos y corimbos. Algunos de los Viajeros Ingleses entrevieron un poco de llanura ver­ dadera entre esas magnificencias de Dios, como él las llam aba. El sentido de la llanura es para el paisano m uy diverso del que ven sus sagaces ojos estéticamente ciegos. Por eso dice Eladio Segovia (“El paisaje en el M artin Fierro”, en Nos­ otros, 1934): Siempre la descripción es un elemento secundario, estrechamente subordi­ nado al movim iento de los personajes. Esa ausencia de descripción directa de la naturaleza contribuye m uy especialmente a dar al Poema el sabor gauchesco que lo caracteriza. A l gaucho le interesa lo que el hombre.

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hace, pero no el panoram a que lo circunda. El paisaje como espectáculo no existe para él; no lo siente, y, en consecuencia, ni lo ve ni sabe pintarlo.

Para el paisano la llanu ra es un lugar donde vive, el terreno de sus faenas y marchas, un territorio que tiene un significado de lejanías, caminos, calidades de pastos, haciendas, animales dañinos, clima, estaciones. Apenas figuran estos datos en el Poema. No. se -in dica-dónde .ni..en qué época del año .ocurren lo? hechos. No se hace diferencia de invierno y verano, sino con referencia al frío y calor padecidos; las noches de invier­ no, con ias heladas crudas, pero ni siquiera vientos ni lluvias. El texto del_Poema..con figura _un mundo vital, y también el paisaje __aus_ente es ^elemento activo en la comprensión del_ lec­ tor. Observa Borges que la crítica “afirm a con delicado error, por ejemplo, que el M artín Fierro es una presentación de la pam pa”. La luz, sobre todo el cielo, que es el elemento esencial de belleza en los campos abiertos, indica al paisano el horario de sus obligaciones. El aire para él es seco o húmedo, hace frío o calor porque las notas del paisaje las percibe orgánica­ mente. H ernández ha respetado, con su silencio, la im presión fiel del mundo que rodea al gaucho. El campo es un lugar de residencia como el cuerpo. No tiene divisiones, extendón, lí­ mites, ni caminos. Apenas huellas, cuando no en sentido figurado. El rum bo se adivina por los pastos y se rumbea al az^r, infaliblem ente, porque extraviarse es m orir. No hay puntos cardinales,_sino^. la salida. y_la.,puesta del sol, las estrellas y el andar,, de. los animales que siempre saben a dónde van. Todas son notas orgánicas, vitales, relacionadas con su existen­ cia tanto como con las cosas que allí custodia o labora. La llanu ra para ver, la llanura para el hombre quieto en calidad de espectáculo, no existe. Nosotros sentimos que falta en el Poema, pero el campesino, no. El nunca se detiene a obser­ varla cuando observa otras cosas, las cosas que hay en ella, y entonces distingue objetos y peculiaridades que escapan a la visión más aguda del profano. T oda descripción de la llanura es literaria en el desacredi­ tado sentido de la palabra, porque debe ser hecha más que expresada según sea sentida. Por lo menos requiere una téc-

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nica distinta de la usual, que es lo que constituye la inim itable propiedad de las descripciones de Hudson. El poeta pone en ella lo que no encuentra sino en su cultura, en su arte de embellecer. La belleza de la llanura no es para encontrar, sino para descubrir, no para pintar y describir, sino para sentir y, en cuanto se pueda, transm itir. Conocientes de la dificul­ tad, los poetas gauchescos eludieron las descripciones realistas y transigieron con las formas convencionales. Sobre todos ellos, Ascasubi, que encuentra siempre personal satisfacción en des­ cribir lugares, indum entaria, objetos. Describe porque, al con­ trario de Hernández, la acción tiene para él una im portancia, secundaria dentro de la más vasta trama de la historia; m u­ cho menor im portancia que los lugares. Hasta el diálogo de­ pende en él del lugar tanto como de las personas. En el M artín Fierro no solamente el m undo circundante sino hasta las per­ sonas nacen de las palabras, y la acción cobra un relieve y un colorido de paisaje. En este sentido el M artín Fierro corres­ ponde a otra ,era literaria que el Santos Vega. Las primeras novelas realistas fueron am pliam ente descriptivas, porque lo real necesitaba afianzarse en lo m aterial: La Nueva Eloísa, W erther, Pamela, Los novios. Dostoiewsky suprime casi por completo el decorado y lo reemplaza con el diálogo, con pers­ pectivas interiores, con hechos. Desde entonces hemos com­ prendido que el paisaje es un elemento a cargo del lector, atinente a la parte con que ha de colaborar. M a riín ^ F ie x ia . está escrito en esa tesitura. Es un libro de evocaciones y, por lo tanto' las cosas han de ser con mayor razón evocadas, aludi­ das, presentadas en nieblas, .en ausencias. Con lo cual, inespera­ damente,. l a - acción adquiere jun relieve-singular, concentra, por contraste, todj^eljntjerés^que en otras obras se diluye en el ambiente. Si lo que sugiere es superior a lo que cuenta, y si sentimos que en el Poema hay muchísimas más cosas de las que enumera y describe, es porque ha suprimido cuanto no era estrictamente fundam ental; por ejemplo, el paisaje. Ascasubi ha trazado muchos cuadros de la llanura, esbozos m ejor dicho, que apenas son superados en su falsedad p or los de Del Campo. El único poeta que arrostró el compromiso de describir la pampa tal como es, Echeverría, no consiguió darnos

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una impresión verdadera sino en muy pocos versos de su ex­ tenso poema. En total, estos cinco: . . . La hum ilde hierba, el insecto, la aura arom ática y pura, el silencio, el triste aspecto de la grandiosa llanura, el pálido anochecer.

Lo que podemos .denominar paisaje,~en-,cL M artín- Fierro, es todavía m enos.: .cuatro-versos, en. total. Dos en la Ida: Ten­ diendo al campo la vista No vía sino liaci_enda_y^cielo^.{2,15-6); y dos en la Vuelta: ¡ Todo es ciclo y horizonte En inmenso campo verde! (II, 1491-2). Hernández no ha ido más allá, con lo que ha dejado a la literatura privada de pampa verdadera. Como habría quedado privada de veracidad en cuanto a per­ sonajes y acciones, sin su Poema. Sólo conociendo el fracaso de los poetas gauchescos en su esfuerzo por dar una imagen del paisaje de la llanura, se comprende con qué tacto Hernández sorteó el escollo fatal. Ju n to a intuiciones m uy finas, Echeverría ha dejado, en La cautiva, trágico testimonio de su impotencia. En el prim er can­ to (“El Desierto”), dice: Era la tarde, y la hora en que el sol la cresta dora de los Andes. El desierto inconm ensurable, abierto y misterioso a sus pies

Sereno y diáfano el cielo, sobre la gala verdosa de la llanura, cual velo esparcía, misteriosa sombra dando a su color

se extiende, triste el semblante, solitario y taciturno como el m ar, cuando un instante, al crepúsculo nocturno, pone rienda a su altivez.

E1 aura> moviendo apenas sus Qj as ¿g aroma llenas, entre la hierba bullía del campo, que parecía como un piélago o n d e a r...

Más eficaz es su confesión de que esas imperceptibles notas crepusculares, que en su conjunto comunican la impresión del anochecer, dicen más al pensam iento que todo cuanto a porfía la vana filosofía pretende, altiva, enseñar. ¿Qué pincel podrá pintarlas

sin deslucir su belleza? ¿Qué lengua hum ana alabarlas? Sólo el genio y su grandeza puede sentir y adm irar.

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Ninguna de las demás descripciones del poema alcanzan a comunicar al lector las emociones de los versos transcriptos, en que, precisamente por negación, obtiene su efecto más elocuente. De los numerosos lugares que describe Ascasubi en su Santos Vega, dos son, a mi juicio, los más certeros. En el prim er Canto: Ansí, la pam pa y el monte a la hora del mediodía un desierto parecía, pues de uno al otro horizonte ni un p ajarito se veía.

Y una ilusión singular de los vapores nacía; pues, talmente, parecía la inmensa llan u ra un m ar que, haciendo olas, se mecía

Pues tan quem ante era el viento que del naciente soplaba, que al pasto verde tostaba, y en aquel mesmo momento la higuera se deshojaba.

Y en aquella inundación ilusoria, se m iraban los árboles que boyaban, allá medio en confusión con las lomas que asomaban.

Y más adelante, en el Canto IV; . . . flacones los mirasoles y tristes y corcovados, se pasan de sol a sol m irando al cielo embobados; en tanto que altas cigüeñas

con el pescuezo estirado, plantadas en la maciega, allí se están atorando con una víbora entera de cinco cuartas de largo.

Mucho más célebres, y no por las razones que debieran serlo, los paisajes del Fausto, de Del Campo, aparte el lugar en que se encuentran los paisanos {¿Sabe que es linda la mar? La viera de mañanita Cuando agatas la puntita D el sol co­ mienza a asom ar. . . ) , correspoden a la escenografía de un teatro: El la ya su

sol ya se iba poniendo, claridá se ahuyentaba, la noche se acercaba negro poncho tendiendo.

Ya las estrellas brillantes una por una salían, y los montes parecían batallones de gigantes. Ya las ovejas balaban en el corral prisioneras,

y ya las aves caseras sobre el alero ganaban. Ya de al se

sobre el agua estancada silenciosa laguna, asomarse, la luna m iraba retratada.

Y haciendo un extraño ruido en las hojas trompezaban los pájaros que volaban a guarecerse en su nido.

EL TERRITORIO El toque de la oración triste los aires rom pía y entre sombras se m ovía el crespo sauce llorón.

Punto difícil de supe su Santos Vega: Cuando la tarde se inclina sollozando al occidente, corre u n a sombra doliente sobre la pam pa argentina, y cuando el sol ilum ina con luz b rillante y serena del ancho campo la escena la m elancólica sombra

Ya la ya de

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del sereno brillando h o ja de la higuera estaba, la lechuza pasaba trecho en trecho chillando. . .

, pero que lo supera Obligado en

huye besando la alfom bra con el afán de la p e n a . . . El sol ya la herm osa frente abatía, y silencioso, su abanico luminoso desplegaba en occidente. . . etc.

Más pampa y más ci es la nada que rodea a los persa-. najes del M artín F ierro. ¿Qué sabemos? Es el campo^_e n_la __ Frontera, cerca de_ algunas poblaciones, o el„desierto. Se men­ cionan y no pasan de__ser_simples nombres sin rp'ngrm signifi-, cado, el_ pueblo de Ayacucho, que no tenía ninguna importancia a la sazón, porque había sido recientemente creado por decre­ to del gobernador Alsina, y la muy vieja ciudad de . Santa Fe, No alcanzan a anclar la acción flotante del Poema, que arras­ tra esos nombres en su incesante movimiento de remolino por la llan u ra abstracta, universal. El lector sabe dónde ubicar, la acción —en cualquier parte—, que es lo ^que le interesa. Tam ­ poco, le in teresa que le describan los_ personajes, porque pue­ de imaginarlos exactamente como fueron. Muchísimos lectores creen que han sido descritos, tal es la ilusión que produce la fuerza increíble de lo abstracto en el Poema. Tam bién ima­ ginan que se les ha descrito la pampa. Es como si le dijéra­ mos al lector que tampoco hay nada real en el Poema y que su lectura ha sido un sueño: no lo creería.

ESCENARIO Y ELENCO El escenario del M artín Fierro es la zona fronteriza del dom inio ^eT gobernante y del dominio del cacique, de la na-

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ción constituida y del país salvaje, de la civilización y de la barbarie. Geográficamente es el deslinde de los campos de pastos tiernos y del desierto, de las praderas de cultivo y cría y de los ganados cimarrones y las hierbas naturales. El Fortín es representativo del pueblo y de la toldería, del hogar y del aduar. Las personas y la acción también oscilan entre uno y otro mundo, por igual pertenecientes a la civilización y la barbarie. El Poema mismo está ubicado en esa zona lim ítrofe y es, como sus elementos constituyentes, obra que contiene am­ bas formas de ser. No se especifican el territorio ni su continente: es un terri­ torio indefinido, que podemos denom inar “la tierra de fron­ teras”. A un lado, lejos, están los indios; al otro, lejos, los que gobiernan, legislan y juzgan. Dos lejanías por igual, que ejer­ cen la misma atracción y presión sobre los habitantes. Los ha­ bitantes flotan en esa línea divisoria sin arraigo m aterial ni moral. Son seres fronterizos, especie de mestizaje de dos Jfcrmas de vivir m ás, (pie {le dos razas. U na línea divisoria puede establecerse por accidentes naturales, que suelen favorecer tanto a uno como a otro de los bandos. Como dice M ansilla, en Una excursión: La Laguna del Bagual es p or este camino un punto estratégico, como lo es por el otro La Verde. Se seca rara vez, siendo fácil hacer brotar el agua por medio de jagüeles, y no tiene nada de notable, presentando la form a común de los abrevaderos pampeanos —la de una honda taza. Cuando el desertor, o el bandido, que se refugia entre los indios, sediento y cansado, zumbándole aún en los oídos el galopar de la partida que lo persigue, llega a la Laguna del Bagual, recién suspira con libertad, recién se apea, recién se tiende tranquilo a dorm ir el sueño inquieto del fugitivo. Saliendo de las tolderías sucede lo contrario; allí se detiene el m alón organizado, grande o chico, el indio gaucho que solo o acompañado sale a trab ajar de su cuenta y riesgo, el cautivo que huye con riesgo de la vida. Una vez en los Médanos de Bagual, el que entra ya no m ira para atrás, el que sale sólo m ira para adelante. El Bagual es un verdadero Rubicón, no tanto por la distancia que hay de allí a las tolderías cuanto por su situación topográfica. Es que p or el camino de Bagual, entrando o saliendo, jam ás se carece de agua, de esa agua cuya fa lta es el más form idable enemigo del cam inante y de su caballo, en el desierto de las pampas argentinas.

Cuando M artín Fierro invita a Cruz a internarse en el

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Desierto, e s qiie_tom a_uno„de.losadosrumbos abiertos, ante..él, indiferentes,. equidistantes: A lgún día hemos de llegar,.D es­ pués sabremos ^adonde (2207-8), es . u n a d e fin ic ió n . Se decide al azar, no por razones, sino por hacerle el juego al propio destino. El destino del.fronterizo era ése: el de la moneda que se tira a cara o cruz. M artín ,Fien-o lo expone con .toda„»cla:. lid ad: quiere salir de ese .infierno. Y a ese infierno volverá diciendo que, uno p or otro, prefiere el de, la ^frontera. En su animo el albur de vivir entre los indios es preferible, poique es el albur puro, con la ventaja de que hasta allá no llega el gobierno. D el otro lado, del de la civilización, ya sabe qué puede esperar. No se le ocurre salvarse de los ‘‘males regionales de la fro n tera” internándose en los pueblos: al contrario. Pre­ fiere lo que no conoce, guiándose p or indicios y referencias. Ese mund( esa tierra de nadie, 110 es descrita en el Poema. Queda descrita por implicación. No era una franja de tierra; era una zona movediza, que según los eventos de la contienda se replegaba o distendía, internándose hasta los grandes núcleos de población o hasta las regiones del Cuero. El problem a del lugar en el que serían confinados los indios, la demarcación de sus fronteras hacia las tierras pobladas por el blanco, era fun­ damental. Les pertenecía la tierra árida: ,.., de ahí que ~se deno­ m inara Desierto el área que ocupaban ,las tribus. Este aspecto lo trata Hernández muy en general, como paisaje apenas alu­ dido. En M ansilla, no obstante, ocupa capítulos de relieve, como que ésa era, precisamente, la misión que Sarmiento le enco­ mendó ante el cacique M ariano Rosas y sus confederados. He£u nández no tiene ningún interés en fijar_esa frontera. Es una marca que estabilizan los fortines, pero que el ganado hace andar. Una cuerda vibrante. A llí se confundían, además, indi­ viduos de una y otra zona; tanto el habitante natural —el gau­ cho de esos pagos— como el habitante circunstancial: el m ilitar, eJLpulpeio. Hay, en esa población dos habitantes que van adap­ tándose al medio, aclimatándose: el soldado de profesión y el comerciante, su asociado. Estos seres pertenecen por intereses corporativos a la civilización; pero actúan como enemigos de los unos y de los otros. Sus intereses no son de frontera, sino de país civilizado, y sus pautas vitales son de tierra salvaje. Son allí, en la frontera, en el fortín, el juzgado o la comisaría, entes j

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autónomos. Mando, justicia, orden, son atributos personales, facultades discrecionales, fuera de control. El ejército mismo está fuera de una y de otra ley, fuera de uno y de otro territo ­ rio: del de Derecho y del de la Fuerza, del de la Violencia y del de Orden. El comandante y su tropa están desarraigados del pueblo, form an una casta, y combaten a los indios porque son atacados por ellos, como combatirían contra los cristianos si los atacaran éstos. La organización a la cual pertenecen, como miembros integrantes, aunque desprendidos de ella, ocupa tam­ bién las fronteras de la vida nacional. Existe como cuerpo cuya razón de ser es defender las fronteras territoriales dondequiera que estén, y si se desplazan al interior del país, ahí establece "sus fronteras”, sólo que ahora serán interiores. La situación de las tropas y sus jefes en esas fronteras interiores, en que parte de la población argentina —los indios— era vista como extran­ jera y parte del territorio que habitaban —el Desierto— como tierra fuera de la soberanía nacional, era una situación “tipo”. Roberto J . Payró lo dice con pocas palabras en Pago Chico: Pago Chico es fo rtín ; los indios fueron civilizados a balazos y la población quedó compuesta de soldados y chinas.

Desaparecido el indio, el pueblo quedaría frente a sus fron­ teras, en la tierra de nadie: el ejército seguiría ocupando el verdadero territorio nacional. Con las mismas razones que los blancos juzgaban que los indios invadían sus dominios, juzga­ ba el indio como invasores a los blancos. Tam bién para el indio eran los blancos conquistadores extranjeros. Los blancos alega­ ban representar la parte del país sometida a las leyes y a las instituciones consolidadas, pero era lo que el indio negaba, acu­ sando al gobierno y a sus fuerzas de despojarlos de sus tierras y ganados, de confiscarles lo que les pertenecía, de pactar y no cumplir, de dirim ir los conflictos por las armas cuando eran superiores, de no representar una sociedad m oralm ente supe­ rior a la tribu. L a inferioridad de la causa del indio estaba en que necesi­ taba salirse de la ley, apelando a la guerra para defender sus derechos y su vida, mientras que el blanco necesitaba entrarse en la ley para combatirlos a muerte m ediante el funcionam ien­

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to mecánico de los derechos a la guerra y a la paz. La paz que el blanco proclam aba era la m uerte del indio; la guerra del indio era la justificación de la violencia del blanco. Aquello era, de verdad, una frontera. El gaucho de aquellos parajes tomó a menudo partido con­ tra el indio, pero no en favor del blanco; contra el salvaje, pero no en pro de la civilización. No creía en ella. Hizo la guerra como asunto personal. El blanco lo sometía a toda clase de atropellos y despojos, pero el indio lo degollaba. Con el blanco estaba en lucha pacífica, con el indio en lucha a muerte, en guerra. En la frontera, ese habitante fronterizo tenía que servir los intereses de su enemigo para salvarse.

L A T IE R R A Los problemas que se vinculan a la tierra son en nuestro país los más antiguos, los más difíciles y los más escandalosos. A esos problemas se ligan otros de m oral pública, de despojos y de negociados que form an parte de la riqueza nacional; en cuanto al Estado ha tenido casi siempre el papel de corruptor y expoliador. Como asunto de su natural jurisdicción puso en la tierra la m ira de su política económica y de gobierno. Lo que entre las gentes miserables del M artín Fierro son simples despojos y raterías, en gran escala lo realizaba el Estado con la tierra pública y la privada. El problem a del indio se relaciona directamente con el problem a central de la tierra fiscal. Con las tierras, los ganados, que son la base de la riqueza de la pro­ vincia de Buenos Aires, la más rica de todas. Tierras y ganados, mostrencas y cimarrones, pertenecían de hecho al indio. Las campañas llevadas contra él no fueron empresas de civilización, sino grandes especulaciones para fundar y consolidar un sistema agropecuario que enriqueciera a un amplio grupo de familias, creando así lo que se ha llam ado la aristocracia feudal, dueña de la tierra. No existe palabra para designar el cuatrerismo de la tierra; pero este existió durante muchísimos años como un régimen norm al de regular la distribución de la riqueza y de equilibrar los presupuestos. El Estado robaba la tierra y la repartía, como los cuatreros robaban y vendían las haciendas.

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La única ¡eolítica inteligente sobre distribución de la tierra fiscal fue la tentativa de enfiteusis llevada a cabo por Rivadavia y que concurrió a su caída. Esa reform a agraria data de 1822. Por decreto del 19 de junio, del gobernador M artín Rodríguez, que refrendó R ivadavia, se disponía dar en enfiteu­ sis todos los terrenos del M inisterio de Hacienda. Por ley del 18 de noviembre de 1825 se hipotecaron las tierras fiscales y los demás bienes inmuebles “que posee y en adelante posea la Nación”, para el pago del servicio de una emisión de quince millones de pesos en fondos públicos nacionales. El 16 de marzo de 182G se movilizó la tierra propiedad de las corporaciones, y en ese mismo año el Congreso confirmó por ley el régimen enfitéutico, para garantizar el empréstito hecho en Londres dos años antes. Comenta M iguel Angel Cárcano (en Evolución his­ tórica del régimen de la tierra pública, 1917): “L a tierra fué un recurso financiero-político y la enfiteusis una necesidad para asegurarlo”. Por ese medio, el Estado se convirtió en poseedor absoluto de la tierra. Cedióse con liberalidad, en 'cuanto que más que a un plan de colonización y explotación racional del suelo, servía al acrecentamiento de la renta fiscal. Desde 1827, las cesiones eran por veinte años. Cada diez años un ju ry reta­ saba el canon, que oscilaba entre el 8 y el 4 % , tal como existía desde 1822 hasta su sanción por el Congreso, en 1826. Los go­ bernantes se creyeron autorizados para despojar a los que po­ seían, desde muchísimos años atrás, propiedades en la zona de fronteras sin tener títulos, y contra tales excesos levantó su voz Dorrego, en defensa de los ocupantes que explotaban por sí esas tierras, provocando con la presión lateral de esa actitud la caída y el destierro de R ivadavia. Si para T ejedor, a la en­ fiteusis se debían todas las conquistas efectivas que se hicieron al Desierto, para M itre esas conquistas fueron debidas a las donaciones de tierras que hizo el Directorio, asegurando la línea de las fronteras. Dos conceptos divergentes, planteados como programas de gobierno, inmediatamente después del derroca­ miento de Rosas, que señalaban el camino que había de seguir­ se en lo sucesivo. Se optó por el que indicaba M itre: en vez del reparto y administración de la tierra se optaba por la lucha sin cuartel contra el indio, verdadero poseedor de casi todos los terrenos fértiles y de vaquerías y caballadas. “La provincia

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se adm inistraba como cosa propia —comenta Cárcano_, como gran estancia del caudillo dominante. Si la vida no estaba se­ gura, menos lo estaba la propiedad.” Desde la caída de R ivadavia, la tierra pública fue un ne­ gocio que monopolizaba en gran escala el Estado. “Las tierras de propiedad privada eran ocupadas por intrusos, protegidos por el gobierno que los utilizaba como soldados” (Cárcano, p. 109). Se hacían mensuras oficiales erróneas o intencionalm en­ te falsas. Aunque por ley del 2 de octubre de 1884 sobre pose­ sión treintenaria, y su decreto reglamentario, se intentaba adap­ tar la form a del homestead americano, “favoreció en toda for­ ma el aprovecham iento fraudulento de la tierra, adquirida sin mas condiciones que la astucia y la audacia”. T a l fue la prisa con que se quiso realizar esa “obra”, que concluyó “con el de­ rroche de la tierra pública”. T rein ta millones de hectáreas se dieron a particulares, medida que implicaba otros peores abu­ sos. En 1864 se habían vendido a un tal Echegaray m il leguas por unos cuantos pesos. Lo que se ha llamado la grandeza del país, desde 1880, es casi exclusivamente ese escándalo de los negociados de la tierra fiscal. Se creaban Bancos de crédito que crecían acromegálicamente con el exclusivo objeto de financiar esas operaciones, y quebraban de golpe. En 1877, el ministro de hacienda, R ufino V arela, confesó: “El régimen de la tierra pública ha sido creado para el capitalista y el arrendatario”; pero se llegó a tal frenesí en la especulación, “que la influen­ cia del capital se esparcía por la provincia y estimulaba aún más la marcha vertiginosa de los negocios inconsistentes”. Estos datos se encuentran en el libro mencionado de Cár­ cano: “En 1889 se habían constituido setenta y ocho socieda­ des comerciales, y el afán p or las emj^resas basadas en el mayor precio de la tierra, era preocupación de todos”. El gobierno m antenía enormes gastos, no pudo reparar el déficit y se lim itó a confiar en el porvenir. "Todo era hiperbólico y extraño en aquel m om ento.” Observa T erry que el déficit en el presupuesto, la inconversión, las emisiones, los descuentos fabulosos, la depreciación del papel moneda, la improvisación en los actos de gobierno, la inflación de todos los valores, hacía pensar en un progreso ficticio que no era resultado del crecimiento gradual de las necesidades y del adelanto general.

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Se contraían deudas con la ilusión de que todo seguiría aumen­ tando de valor. El precio de la tierra era arb itrario y falseaba todo patrón de valor. Se negociaba con las concesiones, a base de crédito. Todo lo agravó la Ley de Premios a los M ilita de Avellaneda, y con una ineptitud y m ala fe criminales se sucedieron unas tras otras las leyes de tierras públicas, llegán­ dose a ofrecer en los mercados de Europa la cesión de vein ti­ cuatro m il leguas de tierra habidas por el Estado más que fiscal, con privilegios especiales encima. Para castigar los abu­ sos de los intermediarios, desamparados por ellos, que se decla­ raron insolventes, el gobierno se apropiaba de la tierra a p de haber pagado en término sus cuotas, pues ni tenían tít ni quién los defendiera. Doscientas treinta y cuatro concesiones, hechas desde 1883 hasta 1889, entregaron 15.569.717 hectáreas lejos de los pueblos y de las vías de comunicación. El P. E. violó la ley para ceder a Grüm bein, en el sur, cuatrocientas leguas de campo, que en 1896 se pudieron ubicar para que las ocupara. D ijo Eleodoro Lobos que al sustituirse la ganadería por la agricultura “se servía a los defraudadores del Estado para convertirlos en propietarios”. Por ley de 1902 pasaron al do­ minio privado 5.118,304 hectáreas en el Chaco, Formosa y Neuquén. En 1890 (cuando culm inan los escándalos en una revo­ lución que derroca a Juárez Celman), la crisis económica, fin an­ ciera y m oral parecía haber concluido; pero en realidad tomaba otros aspectos. En doce años, el indio expoliado y exterm inado se había vengado de m anera terrible. Viciados por los mismos defectos, los planes de colonización y de fomento de las comunicaciones sirvieron igualm ente a esa especulación. Para atraer capitales y tender líneas férreas se hacen concesiones de tierra —una legua a cada lado de la vía—, a pesar de que el transporte de pasajeros y de carga cubre am­ pliamente el interés m ínimo fijado para la inversión por las empresas. En algunos casos los gobiernos de provincia tienen que enajenar la tierra pública para expropiar los terrenos ce­ didos a las empresas. Pero el aspecto más indigno del reparto de la tierra pública como soborno o como prem io a los m ilitares constituye una norma invariable de procedimiento. Ejercido el gobierno por militares de carrera, directa o indirectamente, la apropiación

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y reparto de la tierra fiscal se consideró un tributo y además una recompensa honorífica. Como A lberdi advirtió, no se trata de una institución, sino de una corporación que tiene el domi­ nio efectivo de la República. Los datos que utilizo aquí están tomados de los libros de Saldías (Un siglo de instituciones), Cárcano (Evolución histórica del régimen de la tierra pública) y José M?’ Ramos M ejía (Rosas y su tiempo). Interesa esta re­ seña porque se vincula con las campañas m ilitares contra el indio y con la posesión de esa rica zona pastoril de las fron­ teras en que se desarrolla toda la acción del M artín Fierro. Por ley 658, del 6 de ju n io de 1834, y ley 695, se dispuso el reparto de 150 leguas en premios m ilitares. La ley 696 regaló a Rosas 60 leguas (a su elección el lugar) e hizo también dona­ ciones a Pacheco y a Bustos. “Para construir los fuertes Fede­ ración Argentina y Blanca, a que se destinaban cuatro leguas a cada viento, los enfiteutas debían dejar libre y desembarazado dicho terreno, dándoseles en cambio, una, dos y más suertes de estancia en propiedad”. “Avanzaron por esas franquicias las estancias hacia el sudeste, sud y sudoeste hasta Sierras del V ol­ cán, T an d il y A rroyo T apalqué; por el oeste hasta los puertos Mayo y Federación”. Por otros combates contra los indios en 1839, se hicieron cuantiosas distribuciones, y ese mismo año, a raíz de la sublevación de los hacendados del sur, se sancionó la ley de premios del 9 de noviembre, entregándose seis leguas a los generales, cinco a los coroneles y así sucesivamente hasta los soldados. En la M em oria de Pedro de Angelis, de ese año, sobre la tierra pública, se decía que, no bastando los dineros para pagar los sueldos m ilitares, hubo que repartir tierras pú­ blicas entre los jefes y oficiales adictos. “La lucha por el ascen­ so fue inseparable de la guerra civil”, dice Saldías. Como pro­ cedimiento para equilibrar los gastos del presupuesto, en su m ayoría originados por el ejército, se recurrió a la venta de 300 leguas cuadradas de tierra fiscal (Ramos Mejía). Por ley del 31 de marzo de 1840 se acuerda a los vencedores de Pago Largo, “de las haciendas que fueron de salvajes unitarios”, tres m il cabezas de ganado vacuno, dos m il quinientos lanares, a los coroneles; m il quinientos vacunos, m il quinientos lanares, a los tenientes coroneles; m il vacunos y m il lanares, a los ma­ yores; quinientos vacunos y seiscientos lanares, a los capitanes;

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cuatrocientos vacunos y quinientos lanares, a los alféreces y doscientos vacunos y trescientos lanares, a los sargentos; y así hasta el últim o soldado e indio adicto. Iguales retribuciones se hicieron a quienes se hallaron en las batallas de Quebrachito, San Calá, Rodeo del Medio, etcétera (Ramos M ejía). Por de­ creto del 26 de marzo de 1841, “los federales de las provincias que se hallaban en campaña en tierra o agua, combatiendo triunfantes por la libertad e independencia de la Confedera­ ción, contra el salvaje unitario, o que permanecieran en las filas del ejército, quedaban exonerados por el térm ino de veinte años del pago de la contribución directa” (ídem). Por decreto del 13 de noviem bre de 1842, “al soldado que m ató a Lavalle, José Bracho, por servicios de alta im portancia, se le declara “benemérito de la patria en grado heroico, digno del más dis­ tinguido aprecio de todos los federales”. Se le nom bra teniente de caballería de línea, con goce de sueldo de trescientos pesos por mes y acreedor a un boleto por tres leguas cuadradas de terreno, seiscientas cabezas de ganado vacuno y m il de lanares. Las leyes del 9 y del 27 de ju n io de 1860 y la del 14 de diciembre de 1869 subvencionaban con tierras a las villas, fu n­ daciones, edificios públicos, y recompensaban servicios civiles y militares. La reglamentación de esas leyes, del 18 de marzo de 1874, manda entregar diez leguas a los guerreros del Para­ guay. Tam bién distribuyen tierras públicas la ley del 14 de diciembre de 1890 y el decreto del 12 de marzo de 1894. T oda­ vía en 1901 y 1906 se tram itan títulos para obtener tierra en premios, y en 1916 se abonan algunas indemnizaciones prove­ nientes de dichos premios. Por ley de 1875 se am plía la auto­ rización de 1865 y se dispone el reparto de tierra pública al ejército, con pretexto de la guerra del Paraguay. Por ley del 11 de ju n io de 1881, se entregan a Roca veinte leguas de cam­ po por sus servicios. Avellaneda, presidente de la República, „ concibió un proyecto de premios al ejército, por sus servicios contra el indio. Su objetivo era poblar el territorio baldío. Este es el origen de los premios posteriores (5 de septiembre de 1885) para los jefes superiores. “Se creaban grandes propieta­ rios a costa de la sangre del pueblo, siempre pobre y desvalida” (Cárcano). “Las propiedades extensas de los jefes perm anecie­ ron incultas, convirtiéndose ellos en especuladores, en acecho

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del momento propicio para la venta”. En épocas posteriores, los m ilitares solicitaron numerosas concesiones al Congreso, con exigencia de hecho establecido (Eleodoro Lobos), como si su derecho a la tierra fiscal fuera como de galones y uniformes (Cárcano). En 1885, la m ayoría asegurada en favor del pro­ yecto sólo discutió y elim inó al general Roca, a la sazón pre­ sidente de la R epública, y se hacía constar que las tierras con­ cedidas eran “premios que la Nación acordaba al ejército por sus servicios”. La ley concedía a los herederos de Alsina quince m il hectáreas, lotes de m il quinientas a ocho m il hectáreas a los jefes y oficiales, una chacra y solar en el pueblo a la tropa y cien hectáreas a todo soldado que hubiere sido dado de baja por haber cumplido su enganche o hallarse inutilizado para el servicio. Com prendían esos beneficios a las fuerzas navales que operaron en combinación con la 2* División y batallones de Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Mendoza, aunque no hu­ bieran hecho la campaña del R ío Negro, si habían participado en las maniobras prelim inares. U n decreto de 1890, para de­ p u rar la Ley, clasificó a quince m il individuos acreedores a premio. Emitió certificados de propiedad con que los benefi­ ciarios especularon. Se lanzaban al mercado papeles que repre­ sentaban tierra, cuyo ínfimo costo se infló en manos del nego­ ciante, sin crear valor por el trabajo. “Los derechos de los agraciados fueron cedidos a especuladores que los acaparaban como títulos negociables”, dice Cárcano, y agrega: La Nación siempre recompensó con tierras a sus m ilitares, como España distribuyó mercedes a capitanes y conquistadores. La R epública creó los prem ios y certificados, arraigados en la azarosa vida política de su orga­ nización, m antenidos en las presidencias constitucionales. Era una imposi­ ción de la época y de la clase m ilitar. Numerosas provincias sancionaron (además) en diversas épocas leyes de prem ios en tierras a veteranos de fronteras y a guerreros del Paraguay. Se sacaba al ejército de su función patriótica para lanzarlo al m undo de los negocios y aspiraciones u tili­ tarias que degeneraron en groseros a p e tito s ... Nunca, sin embargo, p u ­ dimos crear una colonia de m ilitares agricultores.

Todavía después de 1894 los m ilitares y sus deudos se creían con derechos indiscutibles sobre el suelo, e iban al Congreso a solicitar premios, muchos de ellos enajenados de antemano a especuladores y hombres influyentes.

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Entiéndase que se trata siempre de premios honoríficos, pues los puestos m ilitares estaban rentados. Según A lberdi, la indus­ tria de la guerra civil era un filón para enriquecerse, además de ser el camino natural para los altos cargos públicos, que siempre estuvieron estrechamente soldados con la propiedad te­ rritorial y con el ejercicio de las armas. M antenido el país en pie de guerra civil, se estableció para­ lelamente a la burocracia sedentaria una burocracia m ilitar movilizada. Dice Ju an Alvarez, (Estudios sobre las guerras ci­ viles argentinas, pp. 77-79): Desde 1822 a 1823, p or decretos sucesivos de la Provincia de Buenos Aires, fueron dados de baja y separados del ejército dieciséis generales, ochenta y cinco jefes y ciento noventa o fic ia le s... Hacia 1825 el ejército insumía más de un m illón de pesos fuertes sobre los dos m illones dos­ cientos noventa y dos m il cuatrocientos cincuenta y dos pesos del gasto total. Para 1834, calculaba Angelis que el desarreglo de la hacienda pública era obra exclusiva de los gastos “ilegales, excesivos y ruinosos” del presupuesto de G uerra; y explicaba de paso que todo el producto de la contribución directa de 1833 apenas servía para costear un regi­ m ie n to ... El ejército teórico debía form arse p or entonces de 4,500 soldados y 260 oficiales, en números redondos; el ejército real no llegaba a 2,400 soldados, y en cambio tenía más de 700 oficiales. En lugar de dos generales, trece; cuarenta y un coroneles, en vez de siete; y noventa y dos tenientes coroneles en reemplazo de los diecisiete a u to riz ad o s... A principios de 1865, en plena reorganización interna, quedaban aún treinta generales con goce de sueldo para un ejército de ocho m il hombres; y ese año, la guerra del Paraguay volvió a hacer im posible la reducción del personal superior.

Esos servicios eran retribuidos con sueldos que, para ser pagados con relativa puntualidad, exigían a veces la venta de tierras públicas. Tam bién se otorgaban otros beneficios com­ plementarios, en casos excepcionales. Y según dice Groussac (en Estudios de historia argentina), el últim o decreto de Lavalle, el 19 de agosto de 1829, m anda entregar veinticinco m il pesos a cada uno de los coroneles Suárez, O lavarría, Vega, Martínez, Vilela, Medina, Quesada, Díaz, Thompson, Acha y Maciel (total: 275,000 pesos), “p o r la parte que han tenido en las disensiones civiles”, y "teniendo en cuenta la necesidad de ponerlos a cubierto de sucesos v e n id e ro s... delaciones, adulaciones, destierros, fusilam iento de adversa­ rios, conatos de despojo, distribución de los dineros públicos entre los amigos de causa. Se ve que L avalle en m ateria de abusos (y aparte su núm ero y tamaño) poco dejaba que innovar al sucesor”.

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En 1869 (artículo “La división de la tierra”, del 1? de sep­ tiembre, en E l R io de la Plata), reaccionaba Hernández contra el sistema de enajenar la tierra pública que hasta ese año ha­ bía sido el recurso de todos los gobiernos para aum entar las rentas fiscales. Fue ésa, sin duda, una desdichada consecuencia del concepto fundam entalm ente sano de R ivadavia, de que el Estado debía adm inistrar, como patrim onio nacional, la pro­ piedad inm ueble; porque paralelam ente al sistema de enfiteu­ sis adoptó el de vender o dar en caución la tierra pública, que no era ni una consecuencia necesaria ni una necesidad insu­ perable. Hernández propicia el parcelam iento de la tierra (era uno de los puntos del programa político de su diario), pero no atina con la causa real de los males del latifundio; pues no fue ésta el m onopolio de la tierra por el Estado, sino la desviación de su donación gratuita, desde Rosas en adelante, casi siempre como premios a m ilitares, muchas veces a fam iliares de los gobernantes. La enfiteusis hubiera sido la solución radical a todos los problemas morales que entre nosotros siempre se han derivado de la inm oralidad económica. Pero simultáneamente cometió R ivadavia, con el error de convertir al Estado en tra­ ficante irresponsable de la propiedad raíz, el error muchísimo más grave de cercenar la autoridad de las comunas, sometién­ dolas, como órganos policiales más que municipales, al poder central. La crítica de Hernández de todos modos es sana, cuan­ do dijo: ! Fué un gran erro r el que padeció don Bernardino R ivadavia cuando en un decreto del 1822 dijo: “Las propiedades de terrenos de un Estado son las que más habilitan a una adm inistración, no sólo para garantir la deuda pública, sino para hacerse de recursos en necesidades extraordina­ rias”. Nosotros negamos a los gobiernos el derecho de vender las tierras públicas, o de afectarlas a ninguna deuda, o de hacer de ellas un medio de crear recursos para las necesidades e x tra o rd in a ria s... La sociedad no hace de los gobiernos agentes de comercio, ni los faculta para colosales riquezas, lanzándolos en especulaciones atrevidas del crédito. G obernar no es comerciar, es simplem ente adm inistrar, dentro de las le y e s ...

Y aconsejaba: P ara nosotros ese sistema consiste en la distribución de la tierra en pequeños lotes, como ya lo hemos manifestado. En subdividir la propie­

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dad lo más posible reside el secreto de su m ayor beneficio. Las grandes fortunas tienden, sin embargo, a irse agrandando cada vez más, m antenien­ do la tierra, p or lo general, en la esterilidad y en el abandono. La avaricia de la posesión no es esa noble aspiración del trabajo inteligente y activo.

Estas palabras, escritas en 1869, antes de la conquista del Desierto, con que el problem a de la tierra pública adquirió magnitudes de una quiebra m oral de las instituciones y de una inflación de los valores territoriales y espirituales que dio de nuestro país una imagen grandiosa, sin que se considerara ese fenómeno como una tumefacción, revelan u n buen sentido práctico en el autor, que no demostró después. ¿Cómo desde 1880, precisamente al comenzar su carrera política como legis­ lador, cuando aquellos males iban a cristalizar en un escán­ dalo fabuloso para muchos años, Hernández no insiste en su doctrina y se aviene a contemplar, con los ojos optimistas de Dardo Rocha, como resuelto un problem a que se agravaba con caracteres ignominiosos? Porque con las presidencias de A ve­ llaneda y de Roca, las “dos grandes y prósperas etapas de nues­ tro progreso”, con cuya política Hernández está de acuerdo, las castas m ilitar y burocrática —que cierran una oligarquía por sus intereses— entran en posesión no sólo de la tierra fiscal, sino de la Nación por sus órganos de dominio constitucionales. En aquel artículo había vinculado el problem a de la tierra con el problem a del indio, sin que él ni nadie hubiera excogi­ tado los medios de habilitarla para los fines de una economía racional sin el extremo de aniquilar al poseedor para repar­ tirla entre los expedicionarios como botín de guerra. Decía, en efecto: En esta provincia, que tiene en su contra el flagelo de los indios y donde se agita como un problem a insoluble la cuestión de fronteras, el medio de resolver en pocos años esa cuestión es fom entar la población industriosa, llevar al desierto las locomotoras del progreso, que traerían de regreso a nuestros mercados los pingües productos que regala la tierra a los que la cultivan y abonan.

Llevar la locomotora era tapar el verdadero problema, que era el indio que estaba allá para enlazarla. Y la cuestión se esquiva, derivándola a un socorrido expediente de oratoria:

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A nuestio juicio, de esa solución depende la organización radical estable y definitiva, de esta provincia, amenazada constantemente de las inva­ siones de los indios y constantemente preocupada de la suerte de la campaña. No nos alucinemos con el b rillante oropel de los grandes capita­ les. No es oro todo lo que reluce, y de esas alucinaciones fastuosas se despierta siempre al rudo golpe de la verdad, para ver en el fondo un abismo de miseria.

Hernández había realizado una eficaz propaganda política con la denuncia de los desórdenes en la administración de la tierra fiscal, pero no tenía una doctrina firm e en cuestiones económicas y financieras, ni un ideal consciente de las funcio­ nes propias del gobierno. Con la extinción en masa del indio, y la posesion de mas de veinte m il leguas cuadradas que ocu­ paba, se había dado un paso de gigante en el progreso del país. En la Segunda Parte de su Poema también él falló en últim a instancia, no en el problem a del indio, sino en el problema de la tierra.

LAS ESTANCIAS La estancia era la civilización rural. Pertenecía a la tierra y al dueño de la tierra, formando parte de ella. Así se deno­ m inaba a grandes extensiones de tierra adquirida u obtenida como merced; a la población se le llamaba “el casco”, y tenía muchas dependencias para el personal, desde el mayordomo hasta los peones. Los dueños habitaban regularmente en la capital, cuando no en otros países. Era la estancia una empresa industrial ganadera, donde la explotación se hacía conforme a una organización semejante a la europea (particularm ente in­ glesa, escocesa). Estaban instaladas en la provincia de Buenos Aires y en m enor escala en la de Entre Ríos; menores aún las hubo en Santa Fe, en Corrientes y en la parte llana de Cór­ doba. Ju an Agustín García (La ciudad indiana, I, 2) dice que todas esas estancias estaban comprendidas en una zona de diecinueve leguas de sud a norte, po r sesenta o setenta de este a oeste [en Buenos Aires]. El resto de la pam pa, con las quinientas m il cabezas de ganado alzado, era del indio. La tierra tuvo un papel preponderante en la evo­ lución y jerarquías de la sociedad colonial. Era la única fuente de riqueza

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y de prestigio en un pueblo sin carreras liberales, en que el comercio era despreciado y rozaba a cada paso las fronteras de la ley penal; que por sugestión hereditaria y viejas tradiciones caballerescas, dejaba los oficios industriales, ocupaciones villanas de moros y judíos, a los negros, indios, mulatos y mestizos, prohibiéndoles otras profesiones, po r “no ser decente que se ladeen con los que venden y trafican géneros”.

Desde sus orígenes, la posesión de la tierra im plicó nobleza, y por ese concepto se retrogradó a cierta form a estamental de autoridades y rangos propia de la Edad Media. Los parecidos formales de nuestra riqueza territorial y ganadera acuñaron las frases de “época feudal”, “caudillismo feudal”, cuyo sentido era más hondo que el de las simples analogías de ordenación, pues calaba hasta la formación del alma nacional, hasta la psi­ cología colectiva de todas las capas sociales campesinas. La es­ tancia fue una institución, y entre sus legisladores el prim ero fue Rosas, con su M anual del estanciero y uno de los últimos, en la tecnología empírica, Hernández, con su libro Instrucción del estanciero. El padre de Hernández trabajaba para establecimientos de esa clase, y allí adquirió el poeta sus conocimientos de las cosas del campo. Además de las estancias que adm inistraba él, había en la misma zona otras no menos importantes: “Sierra del V o l­ cán”, de Pedro Castelli; “Laguna de los Padres” y “Laguna de Navas”, de Ladislao M artínez; “Las V íboras”, de Tomás de Anchorena; “Chapadm alal”, adm inistrada por M. Amores; “Chacabuco”, de Feo. Ramos M ejía; “Cinco Lomas de L ara”, de Benito Míguens; “La Esperanza”, de Zimmermann y Cía.; “Marihuincul”, de Matías Ramos M ejía; a quince leguas de Chascomús, en las bocas del río Salado, las de Piñero, Escribano y Míguens; al sur de este puerto, en el “Rincón de López”, la de Gervasio Rozas; más abajo las estancias del T uyú (datos tomados por Tiscornia, en el Prólogo a su edición del M artín Fierro). A principios del siglo pasado Anchorena poseía 154 leguas de campo, y a doce propietarios pertenecían cuarenta leguas en Chivilcoy. En un artículo publicado en La Prensa (17 de abril de 1938) con datos suministrados por una carta de H erbert Gibson, dice Ricardo Hogg: La historia de la estancia inglesa “Los Ingleses” es parte de la historia ganadera del país. Esa estancia fué escenario del últim o capítulo de la

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R evolución del Sur del 39 [sublevación de los estancieros, en un episodio que Echeverría conmemoró en un poema]; fué escenario del prim er capí­ tulo de la revolución del 72. Fundó el cuerpo y pueblo del T uyú, hoy General L avalle; en A jó fundó el prim er saladero local. Después de la caída de Rosas se im portaron para los ingleses las prim eras ovejas Romney M arsh que vinieron al país. Tam bién desde esa fecha fué el T uyú el hogar de muchas fam ilias escocesas, contratadas por la fam ilia Gibson para pastores, y muchas de ellas labraron su fortuna.

El mismo autor, en su artículo “Facón Chico y Facón Grande, héroes de la fro n tera” (en La Prensa, 10 de octubre de 1943), inform a que hasta fines del siglo pasado se conocía solamente por estancias a los esta­ blecimientos rurales dedicados a la cría extensiva de ganado con no menos de una legua cuadrada de tierra, y estanzuelas a las más reducidas. T am ­ poco se aplicaba la denom inación a campos arrendados para invernada, tambo o agricultura. Se entendía por chacra una propiedad inferior en cuadras a la estanzuela, aunque no tuviese cultivos, y quintas a los terrenos dedicados a huertas, como también a las fincas de veraneo. A c­ tualm ente es difícil deducir lo que se estima p or estancia, desde que se viene adulterando el significado tanto como el creciente empeño de llam ar gaucho a todo peón de campo que anda a caballo; pero, a pesar de la vertiginosa desaparición de la estancia auténtica por la parcelación de las tierras, queda p or un m ilagro mereciendo el título real, aunque en m uy reducida escala com parada con su gigantesco origen, la más an ti­ gua de la provincia: "El Rincón de N oario”. Fué fundada el 6 de junio de 1636 con el nom bre de “Rincón de Todos los Santos” po r el general don Francisco Velázquez, que vende a Ju an del Pozo y Silva la merced de doscientas leguas, el 27 de mayo de 1665, en el precio total de tres­ cientos pesos corrientes en monedas de ocho re a le s ... O t r a ... "Negrete”, ubicada en R a n c h o s ... W h itfield y Sheridan en 1825 edificaron en Ne­ grete el prim er edificio señorial de esta provincia, estableciendo grandes bosques artificiales y la cabaña ovina más im portante.

Las construcciones (vivienda, galpones, dependencias, corra­ les) se fabricaban de m aterial. Solían estar defendidas por pe­ queños torreones en que se emplazaban cañoncitos de bronce, y circuidas por un foso para im pedir que las asaltaran los in­ dios. Las dependencias más importantes eran la cocina y el corral, únicos lugares que menciona el M artín Fierro. Dice Hernández (en Instrucción del estanciero, III, 1): Ya pasaron los tiempos en que el poblador de una estancia a cuarenta o cincuenta leguas de Buenos Aires se situaba con su hacienda y su tro p illa de caballos en la costa de un arroyo, empezaba por hacer un

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toldo con cueros, y allí se refugiaba mientras buscaba algunos palos, cortaba la paja, arm aba su rancho, le ponía un quincho em barrado, y así construía una habitación en la que vivía años enteros, sin más puerta que un cuero atado con unas guasquillas. No tenía corrales, y cuando necesitaba asegurar un potro, m ataba una yegua y le servía de palenque. Hoy se cuida, se trabaja y se vive en el campo con muchas de las como­ didades que tam bién se goza en la ciudad, aunque los nuevos pobladores de los campos de afuera están m uy distantes de esas comodidades y de ese bienestar.

Se percibe en seguida que los trabajos de instalación que aquí enumera Hernández son los mismos que M artín Fierro realiza en el fortín, y que el toldo que fabrica con Cruz es "la prim itiva choza del estanciero de antaño. Sobre las poblaciones rurales dice Hernández en la obra mencionada: Antes, cuando los campos eran abiertos completamente, sólo se buscaba para situar la población un paraje alto, en un costado o preferentem ente en una de las cabeceras del campo, jamás en el centro ni en las esquinas. dejaba libre todo su campo, para que pudieran pastar cómodamente los ganados.

Recomienda construir alambrados interiores para separar ha­ ciendas, “que no deben estar mezcladas y juntas en el rodeo”, atender m ejor el campo, evitar epidemias, y estrechar relaciones con los “puestos” donde fácilmente se vicia y se relaja todo sistema. En su libro E l viaje intelectual (“El gaucho”), recuerda Groussac: En el centro de aquellas encomiendas rurales, vagamente medidas y nunca cercadas, la casa-estancia, con su galería cubierta y su techo de azotea o de dos aguas, levantaba sus paredes de adobe blanqueadas con cal; casi siempre un ombú enorme o un bosquecillo de duraznos arro­ jab a su nota alegre sobre el campestre hogar. A corta distancia de la casa señorial, algunos ranchos de peones y pastores dom inaban apenas con sus techos de paja los corrales de las ovejas.

Tam bién tenemos la descripción de una pequeña estancia, instalada hacia el año 1856 (el año terrible de las invasiones a los grandes pueblos por Calfucurá), en el libro El hogar en la pampa, de Santiago Estrada, donde se lee: Establecida la

fam ilia en

el campo, el prim er cuidado fué,

como

era

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natu ral, construir una pequeua casa. Don A ntonio dirigió los trabajos, y en menos de dos meses su m ujer e h ija ocupaban los cuatro ranchos que componían su población. Apenas instalados en ellos les dieron una mano de blanqueo con cal de Córdoba p o r dentro y p or fuera, que les agració la fisonom ía. Doña Luisa cosió un cielo raso, que una vez colo­ cado im pidió al aire tomarse la libertad de introducirse p or entre las pajas y colaise dentro de la c a s a .. . Don A ntonio plantó algunos paraísos al frente del puesto que m iraba al s o l.. . Un peón que los acompañaba delineó con su lazo varios cuadros en el fonde la casa. . . y M aría plantó en ellos semillas y ^cabezas de flores. A la derecha del estableci­ m iento, doña Luisa hizo sem brar varias clases de legumbres y don Antonio unas cuantas libras de sem illa de alfalfa, destinada para el moro que m ontaba su bella M a r ía ... A pocas cuadras de la lom ada sobre la cual estaba edificada la casa construyeron el corral de las ovejas, que debían dar de comer a don A ntonio con el producto de sus espesos y blancos vellones. La fam ilia de Páez pasaba sus días consagrada al trabajo, sin ajitarse p o r otro m undo que el que ella veía encerrado dentro de los mojones que separaban su puesto de la vecindad.

Afortunadam ente tenemos la descripción que hizo Juan G utiérrez (en Noticias biográficas sobre don Esteban Echeve­ rría) de la estancia de “Los T alas”, donde, huyendo de la per­ secución de Rosas, se refugió Echeverría antes de encaminarse a M ontevideo. "Emigrar, decía él, es inutilizarse para su país.” Prefirió, en consecuencia, retirarse del todo a su estancia de “Los T alas” situada al norte de la provincia, entre los pagos de L u ján y de G ile s ... Hemos conocido la estancia de “Los T alas”, en donde se concibieron estos pensamientos tan generosos, trascendiendo perfum es de patria. Era modelo de un estable­ cim iento fundado con corto capital y suma inteligencia y economía, po r el herm ano predilecto del poeta, ayudado de los consejos de éste. Las “taperas” sobre que los Echeverría habían levantado unos ranchos có­ modos y bien distribuidos, tenían un aspecto triste y sombrío. Profundas zanjas con tapias endurecidas a pisón, anunciaban que alguna vez sus remotos habitantes habían sido fronterizos y defendídose contra los indios y los ladrones del poblado. Las “tunas de España” mezclaban sus hojas pulposas en form a de “raq ueta” claveteadas de púas, a los talas desco­ loridos y espinosos, y form aban un bosque de algunas cuadras en que se anidaban bandadas de aves y una especie de gatos monteses gran­ des y bravos como cachorros de tigre, a los cuales asestábamos frecuen­ temente nuestra escopeta de estudiantes en vacaciones, a disgusto m ani­ fiesto del amigo dueño de casa que aborrecía la destrucción de los seres vivos aunque fuesen dañinos. Los peones y campesinos m iraban de mal ojo aquel m atorral más que bosque, y tenían en opinión de b ru ja a una sirvienta vieja santiagueña, que durante todo el año sacaba de los nopales excelente cochinilla con que teñía de ro jo el hilo de lana para sus tejidos a la usanza de su provincia. Bajo aquellas bóvedas ralas de hojas amari-

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lientas se notaban algunos senderos angostos, prolongados y recién h o lla ­ dos, abiertos po r los frecuentes paseos de don Esteban, único habitan te de aquel sitio donde arrullab an las enamoradas torcazas y b rillaban en la sombra los ojos sanguinolentos y astutos del gato montés.

Con su habitual minuciosidad, Ascasubi nos ha dejado en su Santos Vega (Canto IX) la descripción completa del casco de una estancia: Todo el frente que habitaba la fam ilia del patrón, del lado que hacia al campo y de la banda exterior, con arcos de largo a largo lo ceñía un corredor, y también a un oratorio, de lo lindo lo m ejor. Después, en los otros puntos tenían colocación: una tahona, dos cocinas, el granero y el galpón del uso de la pionada; y en seguida otro m ayor para apilar el cuerambre, y en cierta separación el sebo, la cerda y lana, con toda ventilación. De ahí, palom ar y cochera, y después la habitación que ocupaba el mayordomo; y al lado un cuarto m enor que guardaba un arm am ento nuevito y de lo m ejor . Luego otras piezas aisladas donde m etía el patrón a las gentes de su agrado cuando era de precisión. Además de eso, a la casa, por si acaso, a precaución, la rodeaba todo un foso de cinco varas de anchor, tan profundo, de m anera que nunca agua le faltó. Ansí, del lado de adentro de la zanja en derredor, sauces coposos y eternos ostentaban su verdor;

y álamos que hasta las nubes se elevaban p or su autor, hacían de aquella estancia un palacio encantador. A fuera estaba la chacra en tan linda situación, que un arroyo la cercaba para regarla m ejor. Luego había tres corrales de suficiente grandor; dos para hacienda vacuna en los que sin opresión cabía todo un rodeo mansito y resuperior. Después, el tercer corral tan sólo se destinó para encerrar las manadas , que eran una bendición, mucho más la de retajo, del esmero del patrón, por la m ultitú de muías que esa m anada le dió; de modo que, año por año, rem itía una porción para los pueblos de arriba: trajín que lo enriqueció. Luego, p ara la m ajada, el ladito de un galpón que cubría seis carretas, un bote y un carretón, dejando el chiquero aparte el corral se les form ó; y para cuidarla bien ahi mesmo en la inmediación dorm ían los ovejeros, cada perro como un lión que toriaban al sentir • el más pequeño rum or.

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A l rem em orar la estancia de sus tiempos felices, M artín Fierro no menciona sino la cocina y el corral: una, el lugar donde se descansa, y otro, el lugar donde se trabaja.

L A COCIN A Es el lugar de reunión de los peones, al atardecer, y al mis­ mo tiempo la sala de recibo del caminante que llegaba a pedir hospitalidad. Hernández ha dedicado a la cocina m ayor espacio que a ninguna descripción de las demás dependencias de la estancia, en su Instrucción del estanciero, donde leemos: Sólo en el campo puede apreciarse debidamente la im portancia que tiene la construcción de una buena cocina para peones. Debe ser grande, lo más espaciosa que sea posible; el fogón debe estar en el suelo y retirado de la pared. Debe estar siempre aislada de todos los demás edificios, como precaución para los incendios. Debe estar situada de sur a norte, y las puertas en los m ojinetes: así es clara, fresca en verano y abrigada en invierno, pues la puerta del sur favorece en la estación de los calores que son del norte, y la puerta del norte favorece en la estación del invierno, pues las lluvias y los fríos son del s u r ... U na cocina estrecha, con puertas m al situadas, o que tenga el fogón en alto, no sólo es m uy incómoda, sino que revelaría en el propietario o mayordomo mucha in ­ competencia o mucha falta de consideración por su g e n te ... Que la cocina debe ser m uy espaciosa se comprende fácilmente, desde que está destinada a prestar los m últiples servicios de cocina, comedor, dorm itorio y punto de reunión de los peones del establecimiento. El fogón en el suelo perm ite el uso de los asientos bajos, que tienen comodidad y ven­ taja para el descanso. Todos los trabajadores le dan preferencia, porque después de las fatigas de los trabajos fuertes se descansa m ejor en un asiento b a jo ... Debe estar retirado de la pared, porque eso perm ite a los hom bres ocupar todos un asiento alrededor del fu e g o ... El frío de la campaña es intenso; y el peón de estancia que debe estar en pie antes de aclarar, necesita, en invierno sobre todo, un buen fogón donde calen­ tarse un poco antes de salir al tr a b a jo ... En tiempo de llu via el fogón en el suelo les perm ite reparar los efectos del frío, y ofrece la comodidad inestim able de que todos pueden secar allí sus ropas, sus ponchos, sus jergas, pues tienen que dorm ir en e lla s ... Algunas cocinas de estable­ cimientos bien m anejados tienen alrededor un escaño de m aterial, corrido, como de tres cuartas de alto por otro tanto de ancho, y es sumamente cómodo. Ese escaño no sólo sirve de asiento, sino que los peones ponen allí sus recados, allí tienden sus camas, evitándoles dorm ir en el suelo, y de ese modo queda la cocina más desahogada y más c ó m o d a ... Esto cuesta poco y un buen patrón no debe om itir nada de cuanto contribuya a la comodidad de los que lo sirven y cooperan con su trabajo al adelanto

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de sus intereses. Cuanto sean m ejor tratados han de ser ellos más celosos en el cuidado de los intereses del establecimiento. Después de esto, perm í­ tasenos decir algunas palabras respecto de esta pieza tan im portante en la vida de nuestras campañas. La reunión en la cocina tiene para el hom bre de campo un atractivo irresistible; tiene encantos que sólo él comprende. A llí, alrededor del fuego, m ientras se prepara la cena y circula el sabroso m ate, ellos se comunican alegrem ente las novedades del día, se refieren con m utua cordialidad todas sus observaciones: cuanto han visto en el campo, los animales que han encontrado, los episodios del trabajo, las ocurrencias más minuciosas, y cuanto form a el m ovim iento de la vida d ia ria . . . A llí son las ocurrencias originales, los equívocos inge­ niosos, los juegos de palabras llenos de sutileza e intención. A llí aparecen las relaciones de sucesos pasados, la historia de las campañas hechas, sus andanzas y sus peligros, las novedades que han presenciado u oído; las hazañas de otros y las suyas propias, las empresas acometidas, los peligros corridos, los medios ingeniosos rápidam ente empleados para salvarse de ellos; y todo esto en una conversación animada, llena de colorido, de comparaciones originales, de juicios y comentarios chispeantes. T odo el mundo es escuela. El fogón es alegre por excelencia. El fuego disipa las tristezas. V er la llam a distrae infinitam ente__ V er ondear la llam a, seguir los varios caprichos de su giro, es tan entretenido como ver correr el agua__ ¡C uánto se oye en una cocina! Hasta hace algunos años iban a parar [a ella] cuantos objetos raros se hallaban o descubrían en el campo, como fósiles, petrificaciones, etc. En el sur de esta misma p ro v in ­ cia liemos encontrado algunas vértebras de ballena sirviendo de asiento en una c o c in a ... En el partido de Arrecifes vimos unos huesos que parecían de m astodonte, extraídos de un zanjón seco, inm ediato al río, en un paraje próxim o al pueblo y que form aban parte del m ueblaje de la cocina. En el Estado O riental vimos también asientos de hueso de megaterio (tibias y fémures) que fueron más tarde recogidos p or un médico francés, y de la cocina de la estancia pasaron honrosam ente a la sección paleontológica de un museo de París. En la provincia de Santa Fe vimos cómodamente sentados dos soldados de Ju an Pablo López en el cráneo de un respetable paquiderm o antediluviano que tenía cada m uela del tamaño del puño de un hom bre.

Una cocina igual a la que describe Hernández encontramos al final de L a tierra purpúrea de Hudson, y muchas otras, de ranchos, donde el viajero, R ichard Lamb, se alberga y a veces pernocta. Pero aunque la cocina de los ranchos ofrecía la mis­ ma hospitalidad —recuérdese las casas del adm irable Jo h n Carrickfergus y la de M ónica—, eran muy escasas sus comodidades. Head nos ha dejado la descripción de una de ellas, en San Luis, que puede ser tomada como una de las muchas que ha descrito Hudson. Es, con sus cosas y sus seres, el ambiente típico de

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la vida fam iliar en el campo, no solamente en el siglo pasado, sino aun en nuestx'os días: Llegamos una hora después de puesto el sol; posta fortificada, dispután­ donos la cocina en la oscuridad. Cocina rem olona. El correo nos da su comida. Choza de gente con aspecto salvaje; tres muchachas y mujeres casi desnudas; su raro aspecto cuando cocinaban nuestras gallinas. Nuestra choza; un viejo tullido; la figura de M ariquita; un chicuelo mestizo, otras tres o cuatro personas. Techo soportado en el centro por un horcón; agujeros del techo y paredes; de barro, rajadas y rotas; botija sobre trípode de m adera, en un rincón; piso, la tierra; ocho peones ham ­ brientos a la luz de la luna, parados, cuchillo en mano, ju n to a un carnero que iban a carnear y m irando su presa como tigres implacables. Por la mañana, Morales y los peones parados ju n to al fogón; la llam a haciendo la escena detrás de ellos negra y oscura; horizonte como m ar, excepto aquí y allá el lom o de una vaca que se ve; carro y coche casi perceptibles. En la choza todos nuestros compañeros ocupados del equipaje, iluminados por una vela torcida y delgada; escena de urgir al maestro de posta para conseguir caballos y, a M ariquita, para obtener leche; el patrón desper­ tando al negrito.

EL C O R R A L El corral estaba ju nto al rancho o a los galpones. A llí se encierra el ganado y se realizan diversas tareas: marcar, castrar, curar, amansar. Para esto existe un palo en el centro (palen­ que), al que se ata con fuerte bozal y resistente piola de cáña­ mo el anim al que ha de domarse para tiro. Hernández acon­ seja en la Instrucción del estanciero (II, 8), que se haga el corral con palos de ñandubay, “palo fuertísimo que dura siglos y que ni el sol ni la lluvia ni la humedad del suelo lo perju­ dican en lo más m ínim o”. Ju n to al corral grande, otro más chico, el tras-corral. Cuando los terneros han sido marcados —dice—, “le toman miedo al paraje en donde han sido quema­ dos, se resisten a volver a pasar por él, y entonces la pequeña puerta falsa del fondo sirve para largarlos por allí”. Como la cocina para los peones es el lugar más im portante de la casa, el corral lo es del campo. En él solían encerrarse los animales cuando los indios amenazaban en sus correrías. Muchos episodios sangrientos han tenido su escenario en el corral. Hudson cuenta uno interesantísimo en Una cierva en el Richm ond Park (capítulo vin):

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Los indios habían invadido el sur de la Provincia de Buenos A ires y se enviaban rápidam ente a ese lugar tropas separadas en pequeñas partidas. Uno de los oficiales enviados de la capital era un coronel que al llegar a la población de Azul, en la frontera, se puso al mando de un contingente de doscientos hombres, ordenándosele que se dirigiera a un lugar que quedaba veinte leguas más al sur, llevando una tropa de quinientos caba­ llos; es decir, más del doble de los que necesitaban para abastecer con nuevas montas a otros contingentes que habían sido ya enviados al mismo sitio. Antes de llegar a su destino, hizo alto en una estancia abandonada, en la que había un gran corral de palo a pique. Detúvose allí para que sus soldados cambiaran de caballo y comieran un asado, pues era mediodía. Un poco más tarde, los exploradores que enviara antes para ir reconociendo el camino volvieron inesperadamente a toda carrera p o r­ que habían visto un grupo considerable de indios que venían hacia ellos. Inm ediatam ente el coronel dispuso que sus soldados condujeran los caba­ llos al corral, y una vez ejecutado esto ordenó que tam bién entraran ellos y que se colocaran alrededor del cerco, siguiendo la línea de postes, para luego abrir fuego no bien los indios estuvieran a tiro. M uy poco tiempos después aparecieron los salvajes, echados sobre sus cabalgaduras y profiriendo sus acostumbrados gritos. Los caballos, enloquecidos de terror, se atropellaban lanzándose contra los postes del corral, golpeando y pisoteando los hombres hasta que, desde el comándente hasta el últim o soldado, no quedó ni uno solo en pie. Fueron pisoteados y sofocados y llegaron a tener un fin desastroso bajo las patas de los caballos, m ientras los indios gritaban y olían; m anteniéndose todavía a considerable distancia, éstos daban vueltas y más vueltas alrededor del corral y, viendo satisfechos que no tenían nada que temer, se arrim aron, abrieron la tranquera y dejaron escapar los caballos.

Por peligros semejantes a ése —colmo de torpeza en un coronel, pero no en un coronel de la ciudad— Hernández acon­ sejaba que los corrales fueran cuadrados, “con más defensa para el hombre que el redondo”. Así se hacen todavía. Sobre el mis­ mo tema que trató Hudson, Head se refiere en su libro citado: A menudo preguntaba a los gauchos por qué no se defendían dentro del corral que, al principio, me parecía posición más fu erte que los fortines. Me decían que los indios suelen traer lazos con que echan abajo los postes del corral; que a veces encienden fuego ju n to a ellos y, además, que siendo sus lanzas de dieciocho pies de largo, podían m atar todos los animales en el corral.

En otra página lo describe así: El corral está a cincuenta o cien yardas del rancho y es un círculo con diámetro de treinta yardas, hecho de palo a pique. Hay generalm ente encima de los postes numerosos buitres o cuervos perezosos, y las inm e­

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diaciones del rancho y corral están cubiertas con huesos y osamentas de caballos, astas de novillos, lana, etc., que les dan el olor y el aspecto de perrera m al cuidada en Inglaterra.

Entendíase también por palenque, formando parte adjunta del corral, cerca del cuadro de los peones, un lugar de reparo y abrigo para los animales. “El modo de construir un buen pa­ lenque —dice Hernández— es hacerlo redondo o cuadrado, plan­ tando dentro u n ombú o sauces, que pronto ofrecen un exce­ lente abrigo contra los rayos del sol. El piso alrededor del pa­ lenque no debe tener pozos, y ha de cuidarse que se conserve form ando bóveda.”

L A PU LPER IA Era la pulpería un lugar de reunión. Se congregaban allí los paisanos para jugar a los naipes o a la taba y para beber. Era el lugar donde se organizaban bailes, de ninguna manera fam iliares, adonde los hombres iban con sus mujeres los días de fiesta. Vicente Rossi apunta la probabilidad, no exenta de verosim ilitud, de que las “milongas” adonde concurren M artín Fierro y Cruz fueran prostíbulos. Las pulperías fueron tanto el origen de los almacenes de campaña como de los prostíbu­ los, o lugares donde se podía pernoctar con mujeres. En una de ellas muere Ju a n M oreira. A llí los cantores lucían sus habilidades, como lo consigna el Facundo y el mismo M artín Fierro lo declara con ufanía. Ante numerosas personas que escuchaban con respetuosa atención, el cantor exponía sus cuitas o relataba algún episodio de su vida, tal como se ve en el Poema; y si había otro cantor "de media talla o de talla entera”, cantaban en contrapunto, payaban. La pulpería tomó, a este respecto, el mismo carácter que la cocina de la estancia; era “otra cocina” donde los paisanos de distintos lugares y hasta de pagos distantes se encontraban y cambiaban impresiones. Fue la pulpería, como Sarmiento advierte, lugar de sociabilidad, no solamente de peleas, sino tam bién de amistades. La lim itada tertulia de la cocina se ampliaba en la pulpería a una fiesta de forasteros, amenizada por el juego, la bebida y

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el baile. Cruz dice: Ansí andaba como gaucho Cuando pasa el temporal— Supe una vez pa mi m al De una milonga que había, Y ya pa la pulpería Enderezó mi bagual. Era la casa del baile Un rancho de mala m uerte, Y se enllenó de tal suerte Que andábamos a empujones— Nunca faltan encontrones Cuando el pobre se divierte. Yo tenía unas medias botas Con tamaños berdugones— M e pusieron los talones Con crestas como los gallos; ¡Si viera mis aflicciones Pensando yo que eran callos! Con gatos y con fandanguillo H abía empezao el changango, M e colé haciéndome bola— Mas metió el diablo la cola Y todo se volvió pango. Había sido el guitarrero Un gaucho duro de boca— Yo tengo pacencia poca Pa aguantar cuando no debo— A ninguno me le atrevo, Pero me halla el que toca. A bailar un Pericón Con una moza salí, Y cuando me vido a llí Sin duda me conoció— Y estas coplitas cantó Como p o r rairse de m i: . . . (1921-56).

T IE R R A S Y GANADOS El indio poseía la tierra y el ganado por derecho natural; la tierra pertenecía a quienes la ocupaban y el ganado a quie­ nes lo cuidasen. La codicia de la tierra vino como consecuen­ cia del comercio de haciendas: cueros, astas, cerdas y sebo. Para poseer el ganado era preciso poseer la tierra, pues, como indicó Sarmiento, aquél formaba parte de la propiedad inm ueble hasta que la marca la sujetó al hacendado. Pero aun así, en campos sin delim itar, señalaban ellas la propiedad de la tierra, donde pisaran. Hostigadas las poblaciones por el indio, a raíz de la falta de cumplimiento del gobierno a los compromisos de pro­ veerle de alimentos en compensación de los terrenos y los ani­ males de que se apropió, se hizo una empresa del liberar y del poseer. El lema era: “Civilización contra barbarie”. La táctica del gobierno era doble: combatir al indio, y al mismo tiempo emprender negociaciones para desalojarlo por medios pacíficos hacia lugares de pastos pobres, alejados de las vías de comu­ nicación y de los centros poblados. La misión del coronel Mansilla, a quien comisiona Sarm iento en su carácter de presidente de la República, documenta la perfidia aun en nuestros grandes

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hombres. Su libro de viaje, Una excursión a los indios ranqueles, es un documento insospechable de veracidad; pero un documento que, sin intentar ser más que una producción lite­ raria, nos ilum ina hoy más que cuanto se ha escrito y decla­ mado sobre las razones verdaderas de la campaña final contra el indígena. Vemos por esa crónica que en general los caciques y sus tribus estaban lejos ya de la época en que podía conside­ rárselos como salvajes. H abían adquirido muchos conocimien­ tos del blanco; habían aprendido a desconfiar, a jugar con los mismos naipes. Pero también habían degenerado incorporán­ dose, además de los códigos de la felonía, sus vicios y miserias morales. De esto hablaron los misioneros P. Salvaire y P. Chanbon. Pero también sin ánimo de documentar su futura empresa libertadora, el general Roca expuso con claridad cuál era la política que había de seguirse para extirpar de raíz ese mal de la tierra que era el indio. El general Francisco M. Vélez, en Ante la posteridad, escribe lo siguiente: El dom inio efectivo del gobierno sobre el al sur sólo alcanzaba a principios de 1876 arco de m il quinientos kilóm etros, cuyos Fuerte G eneral San M artín, el del oeste, del este.

territorio nacional en dirección hasta la línea que form aba un extremos se apoyaban en el y en Carm en de Patagones, el

Y transcribe el parte del general Roca, desde Río Cuarto, del 19 de octubre de 1875, dirigido al ministro de la guerra, doctor Adolfo Alsina: El avance de esta frontera al Cuero o a un punto más al sur nos presentará todos los inconvenientes del aislamiento y del d e sie rto ... Para establecer la línea a la altu ra del Cuero, debemos dar por rotas las paces con los ranqueles que, la verdad sea dicha, han cumplido fielm ente sus com­ promisos, a pesar de haber quedado completamente abandonada la frontera, con m otivo de la rebelión de setiem b re... En el Cuero, laguna de escasa im portancia, donde hoy se ha establecido el cacique Ram ón con unos pocos indios, empiezan los prim eros toldos de los rancjueles. Vamos, pues, a disputarles sus propias guaridas, pretendiendo llevar a ellas nuestras líneas, lo que no conseguiremos sino por medio de la fuerza. T en tar com prarles esa zona de territorio, como se ha hecho con muchas tribus en el N orte de Am érica, no daría resultados. Sin embargo, se podría hacer la experiencia y m andar hacer proposiciones con este sentido a los caciques principales. Pudiese ser que el cebo de una gran recom­

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pensa decidiese a algunos a aceptar, obligándose a v iv ir en espacios más reducidos, a donde les designase el gobierno. A mi juicio, el m ejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del R ío Negro, es el de la guerra ofensiva, que es el mismo seguido por Rosas, que casi concluyó con ellos.

Esto a cinco años de la misión de M ansilla. Necesito ahora transcribir literalm ente una de las muchas escenas que M ansilla cuenta con ingenua lealtad, y que se en­ cuentra en el capítulo X L de su mencionada obra. Dice: ¿Por qué insistía yo tanto en com parar la posesión de la tierra? M ariano me dijo: Ya sabe, herm ano, que los indios son m uy desconfiados. Ya lo sé; pero del actual presidente de la República, con cuya autorización he hecho estas paces, no deben ustedes desconfiar, le contesté. —¿Usted me asegura que es un buen hombre?, me preguntó. —Sí, herm ano, se lo aseguro, repuse. —¿Y para qué quiere tanta tierra, cuando al Sur del R ío Quinto, entre Langheló y Melincué, entre Aucaló y El Chañar, hay tantos campos despoblados? Le expliqué que para seguridad de la frontera y para el buen resul­ tado del trato de paz, era conveniente que, a retaguardia de la línea hubiera por lo menos quince leguas de desierto, y a vanguardia otras tantas, en la que los indios renunciasen a establecerse y a hacer boleadas cuando les diera la gana sin pasaporte. Me argüyó que la tierra era de ellos. Le expliqué que la tierra no era sino de los que la hacían produc­ tiva; que el gobierno les compraba, no el derecho a ella, sino la posesión, reconociendo que en alguna parte habían de vivir. Me argüyó con el pasado, diciéndome que, en otros tiempos, los indios habían vivido entre el R ío Cuarto y el R ío Quinto, y que todos esos campos eran de ellos. Le expliqué que el hecho de viv ir o haber vivido en un lugar no constituía derecho sobre él. Me argüyó que si yo fuera a establecerme entre los indios, el pedazo de tierra que ocupara sería mío. Le contesté que si podía venderlo a quien me diera la gana. No le gustó la pregunta porque era embarazosa la contestación, y disim ulando m al su contrariedad, me dijo: —M ire, herm ano, ¿por qué no me habla la verdad? —Le he dicho a usted la verdad, le contesté. —A hora va a ver, herm ano. Y esto diciendo, se levantó, entró en el toldo y volvió trayendo un cajón de pino con tapa corrediza, lo abrió y sacó de él una porción de bolsas de zaraza con jareta. Era un archivo. Cada bolsita contenía notas oficiales, cartas, borradores, periódicos. El conocía cada papel perfectam ente. Podía apuntar con el dedo al párrafo a que quería referirse. R evolvió su archivo, tomó una bolsita, descorrió la jareta y sacó de ella un impreso m uy doblado y arrugado, revelando que había sido manoseado muchas veces. Era La T ribuna de Buenos Aires. En ella había m arcado un artículo sobre el gran ferrocarril interoceánico. Me lo indicó diciéndome: Lea, herm ano. Conocía el artículo y le dije: —Ya sé, hermano, de lo que se trata. —Y entonces, ¿por qué no es flanco? —¿Cómo, franco? —Sí; usted no me ha dicho que nos quieren com prar las tierras para que pase p or el Cuero

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un ferrocarril. A q u í me vi sumamente embarazado. H ubiera previsto todo, menos argum ento como el que me acababa de hacer. —Hermano, le dije: no se ha de hacer nunca. Y si se hace, ¿qué daño les resultará a los indios de eso? —¿Qué daño, herm ano? —Sí ¿qué daño? —Que después que hagan el ferrocarril dirán los cristianos que necesitan más cam­ po al Sur, y que querrán echarnos de aquí y tendremos que irnos al Sur del R ío Negro, a tierras ajenas, porque entre estos campos y el Río Colorado no h ay buenos lugares para vivir. Doblando el diario y dándo­ selo, le contesté: —Eso no h a de suceder, herm ano; si ustedes observan honradam ente la paz. —No, herm ano, si los cristianos dicen que es m ejor acabar con nosotros. —Algunos creen eso, otros piensan como yo, que ustedes merecen nuestra protección, que no hay inconveniente en que sigan viviendo donde viven. ¡O jalá fuera así!, y me dijo: —Hermano, en usted yo tengo confianza, ya se lo he dicho. Arregle las cosas como quiera. No le contesté; le eché una m irada escrutadora y nada descubrí; su fiso­ nom ía tenía la expresión habitual. M ariano Rosas, como todos los hombres acostumbrados al mando, tiene un gran dominio sobre sí mismo.

Este diálogo, entre un ahijado y un sobrino de Rosas, entre un representante típico de la barbarie y un típico representante de la cultura, después de los sucesos que termina en la cam­ paña de Roca, nos deja perplejos. Porque estamos, no ante un problem a psicológico de por sí muy interesante, sino ante una fractura accidental por la que se ve una vasta perspectiva de la historia argentina. Sin comprender a fondo esta escena, toda ella es un enigma. Pertenece, además, a esa clase de historia documental que nosotros leemos como buena literatura, y pintoresca. Esos campos que el gobierno pretendía para trazar líneas de ferrocarril eran, además, campos de pastoreo. La verdad es que no quería el campo, sino las haciendas que podían m ultipli­ carse sobre él. Aunque expulsado de las mejores zonas de pastos tiernos, también había allende la frontera, en que vivía una población flotante de soldados y gauchos rebeldes, campos feraces, de hierbas finísimas, en que vivían juntos el indio, la vaca y el caballo. A unque el capítulo sobre la Pampa del libro Un naturalista en el Plata, de Hudson, describe magníficamente esa región, prefiero transcribir un cuadro análogo, unos veinticinco años anterior, de L a Pampa y los Andes, del capitán F. B. Head: Las pampas, al oriente de la cordillera, tienen novecientas m illas de ancho, y la parte que recorrí, aunque en igual latitud, está dividida en dos regio­

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nes de clima y de producción diferentes. Dejando Buenos Aires, la p ri­ mera de estas regiones está cubierta con ciento ochenta m illas con trébol y cardos; la segunda región, de unas cuatrocientas m illas, produce pajas y espartillo; y la tercera región, que llega al pie de la C ordillera, es un monte de árboles bajos y arbustos. La segunda y tercera regiones tienen el mismo aspecto todo el año, pues solamente cambia de color verde a oscuro; pero la prim era región varía, con las cuatro estaciones del año, de manera m uy extraordinaria. En invierno, las hojas de cardo son m uy grandes y exuberantes y toda la superficie del campo tiene el tosco aspecto de una plantación de nabo. El trébol en esta estación es sumamente rico y fuerte; y la vista del ganado paciendo en completa libertad es lindísim a. En prim avera el trébol ha desaparecido, las hojas de cardo se han exten­ dido por el suelo y el campo todavía parece una cosecha de nabos. Antes de un mes el cambio es de lo más extraordinario: toda la región se con­ vierte en exuberante bosque de cardos enormes que se lanzan de repente a diez y once pies de altura, y están en plena florescencia. El camino o senda está cerrado en ambos lados; la vista com pletamente im pedida; no se ve un animal, y los tallos de cardo se ju n tan tanto y son tan fuertes que, aparte las espinas de que están armados, form an una barrera im penetrable. El rápido desarrollo de estas plantas es del todo sorprendente; y aunque sería infortunio desusado en la historia m ilitar, sin embargo, es realm ente posible que un ejército invasor, sin conocimiento del país, sea aprisionado por estos cardales antes de darle tiem po para escapar. No pasa el verano sin que la escena sufra otro cambio rápido: los cardos de repente pierden su savia y verdor, sus cabezas desfallecen, las hojas se encogen y m architan, los tallos se ponen negros y m uertos y zumban al frotarse entre sí con la brisa, hasta que la violencia del pam pero los nivela a ras del suelo, donde rápidam ente se descomponen y desaparecen, el trébol pu ja y el campo recupera su verdor. A unque pocos individuos estén desparramados ju n to al camino que atraviesa esta vasta llanura, o vivan juntos en agrupaciones pequeñas, no obstante, el estado del país es el mismo desde el prim er año de la Creación. El país entero lleva el noble cuño del Creador Omnipotente, y es imposible que cualquiera lo recorra a caballo sin sentim iento agrada­ bilísimo de acariciar. Pues aunque en todo el país “los cielos declaran la gloria de Dios y el firm am ento enseña su obra m an ual”, la superficie de los países populosos da generalm ente el insípido producto de la labor hum ana; es erro r fácil considerar que quien ha labrado el suelo y plantado Ja semilla, es autor de la cosecha, y por consiguiente, acostumbrados a ver la producción confusa que, en países poblados y cultivados, es efecto de abandonar el suelo a sí mismo, se sorprenden al principio en las pampas observando la regularidad y belleza del m undo vegetal cuando se le aban­ dona a las sabias disposiciones de la N aturaleza. La vasta región pastosa de las pampas en cuatrocientas cincuenta millas, no tiene un solo yuyo, y la región boscosa es igualm ente extraordinaria.

Hernández dedicó siete capítulos (II a VIII) de su Instruc­ ción del estanciero a describir y explicar las clases de pastos, sus cualidades y el modo de conservarlos. Son los pastos: tier­

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nos, fuertes, de Puna, malos, venenosos e inútiles. T rébol, gramillas, cebadilla, alíilerillo, cola de zorro, cardo, capiquí, alver­ jilla , flo r m orada, alfalfilla y otros menos importantes. Acom pañando la expedición al Desierto, de Roca, algunos de sus cronistas dejaron constancia de los campos que se gana­ ban al indio. En su correspondencia a La Tribuna, del 19 de mayo de 1879, escribió A. Raym undo: Esos puntos de unión de las dos formaciones geológicas son la alhaja del desierto. Criaderos de un lado, invernadas de otro. A la derecha el piso duro, el pasto vigoroso, que da estatura a la hacienda, solidez a los huesos, peso y sabor a la carne; a la izquierda, el terreno blando, los pastos tier­ nos, todo lo que constituye campos de engorde: en el centro, agua abundante.

Doering y Lorentz (en La Conquista del Desierto): Los campos son inm ejorables. ¡Q ué riquezas inmensas posee, sin saberlo, la R epública A rg e n tin a !. . . Ya en Nueva Rom a empiezan ciertos arbustos aislados. Desde allá se aum entan en ciertas localidades, aumentando tam ­ bién su tamaño; piquillines, molle, mimosas.

Y Estanislao Zeballos, en correspondencia al vicepresidente del Instituto Geográfico (26 de noviembre de 1879), desde Carhué, asiento del cacique Namuncurá, hijo de Calfucurá: El pasto llega a la rod illa del caballo, predom inando entre sus elementos la cola de zorro, cebadilla, gram illa y trébol de olor que embalsama el aire. En estos campos no hay p a jo n a le s ... Carhué es otro valle herm osí­ simo, rodeado de altas y fértiles cuchillas y no de médanos áridos, como se decía hasta en documentos o fic ia le s ... El pueblo puede clasificarse como los de tercer orden de nuestra campaña. Los cuarteles, catorce casas de comercio, las escuelas, las casas de los jefes y oficiales son de m aterial y azotea. Cada casa contiene una quinta bien cultivada, y m ientras en Olavarría no hay un árbol, sino embriones de un metro, en Carhué hay gran­ des árboles de dos años ya logrados, quintas, jardines y los alfalfares, que miden cientos de cuadras. A quí hay árboles de toda clase, hortalizas que prosperan m uy bien, siendo de notarse, entre muchas cosas, los espárragos, p or sus dimensiones, y las fru tillas, p or su delicado sabor.

Campos que, sin otras riquezas, bien valían como botín de guerra para el conquistador. Campos de las fronteras, campos de la T ierra de Nadie, campos del indio. Rosas dividió el país en dos zonas y la población en dos razas, correlativamente, A nota Mac Cann (en Viaje a caballo, 1847):

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Le estaba reservado al general Rosas imponerles [a los indios] un verda­ dero escarmiento con su expedición de 1833. Esta expedición alcanzó tanto éxito que su jefe, al volver, fué aclamado por todos el Héroe del Desierto. La guerra los hubiera exterm inado, pero los mismos indios pidieron la paz. El vencedor no se proponía otro objeto; una vez que los hubo aterrorizado —al punto de que tem blaban a su solo nom bre— m uy de buena gana hizo la paz, pero imponiéndoles la ley. Las condiciones del tratado fueron sen­ cillas: los indios se com prom etían a mantenerse dentro de sus propios te rri­ torios sin cruzar nunca la fro n tera ni en trar sin permiso en la provincia de Buenos Aires. Obligábanse tam bién a prestar contingentes m ilitares cuando se les pidieran y a mostrarse pacíficos y fieles. En compensación, cada cacique recibe hasta ahora del gobierno cierta cantidad de yeguas y de potros para alimento de su tribu y de acuerdo con su núm ero; además, una pequeña ración de yerba, tabaco y sal. En rigor, cada indio viene a costar al gobierno, en tiempos de paz, unos seis pesos papel po r mes y, en tiempo de guerra, unos quince pesos. El núm ero de yeguas que se les suministra m ensualmente no alcanza a dos mil. De tal m anera, con verd a­ dera economía, se ha comprado la paz con estas tribus nómadas y rapaces. El cumplimiento de las cláusulas estaba encomendado a D. Pedro Rosas y Belgrano, persona m uy querida po r todos: indios, criollos y extranjeros. La provincia entera se encuentra ahora libre de indios, como que ninguno puede avanzar un paso en la frontera, bajo penas rigurosas. Suelen come­ terse, naturalm ente, robos y asesinatos, pero debe decirse que son casi siem­ pre desertores del ejército quienes incitan a esos hechos. Por lo demás, no son m uy frecuentes, si se considera la extensión de la fro n tera y que a lo largo de toda ella los indios, que son m uy pedigüeños, andan vagando de c o n tin u o .. . Se calcula en tres m il el núm ero de indios de lanza que pueden considerarse adictos a las autoridades de Azul y T apalquén, pero, en caso necesario, esa cantidad podría duplicarse apelando a los caciques de T ierra Adentro, que tienen una idea altísim a del poder y la grandeza del general Rosas. Nada revela m ejor la superioridad de una raza sobre otra, que lo siguiente: los indios poseen todavía un territorio mucho más extenso que el poseído por los habitantes de raza española; eso, no obstante, reciben como limosna el auxilio que se les presta, cuando con sólo im itar lo que hacen sus dominadores, podrían ser igualmente ricos en vacas y caballos.

En las tierras del indio estaban las salinas. Hernández co­ menta, en la Instrucción del estanciero: En la provincia de Buenos Aires los pastos tienen sal, pero no siempre lo suficiente. Antiguam ente casi todos los estancieros acostum braban aquí a poner sal en los rodeos. En aquel tiempo, para proporcionársela, los h abi­ tantes de la campaña se reunían y hacían grandes expediciones para traerla en carretas de las Salinas, que estaban en el in terio r del Desierto en poder de los indios. No se introducía sal del extranjero, y era necesario expedicionar al desierto para proporcionarse ese a r tíc u lo ... Las expediciones a Salinas Grandes en busca de sal han tenido lugar desde épocas m uy lejanas. Durante los prim eros años del presente siglo, en virtu d de los tratados cele­

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brados por los virreyes, las indiadas perm anecían en paz, y entraban y salían los indios al in terio r de las provincias, a trab ajar como peones en algunas estancias, a vender m antas, lazos, charqui, botas de potro, sal, y los famosos caballos pampas, que eran tan estimados en aquellos tiempos por su lige­ reza, buena rienda, seguridad para correr en el campo y su incansable resistencia. Era preocupación común entonces y aceptada como una verdad que estaba fuera de toda duda, que los indios poseían un secreto con el cual le hacían reven tar la h iel al caballo, y los que se salvaban en la ope­ ración eran infatigables para correr. Así los caballos pampas eran estimados como de prim era clase. Lo curioso de esta preocupación es que, como dice m uy seriam ente un agrónomo antiguo, igual cosa practicaban algunas tribus árabes con sus caballos, para que tuvieran m ayor resistencia y ligereza. Las relaciones con los indios y este frecuente comercio, se m antuvieron sin alteraciones durante los prim eros veinte años de este siglo. Hasta entonces eran frecuentes las expediciones a Salinas Grandes, y vamos a decir algo sobre el modo como se preparaban y llevaban a cabo. Se anunciaba una expedición para la estación conveniente, generalmente a la entrada del verano, y se fijab a el punto de reunión de los que quisieran tom ar parte en ella, el cual era po r lo común el paraje denominado Cruz del Eje, situado al sud del Bragado, como seis leguas para afuera. A llí se juntaban con sus carretas, sus caballos, sus animales y sus peones, todos los vecinos de la provincia que deseaban tom ar parte en la expedición; reuniéndose generalm ente de trescientas a cuatrocientas carretas, que se ponían en viaje llegada la época señalada. Para protegerse recíprocam ente de toda traición o ataque de los indios, m archaban form ando varias divisiones; en un orden que en el tecnicismo m ilitar se llam an líneas paralelas, y hasta hace veinti­ cinco o treinta años existían las huellas profundas, algunas existen todavía, que indicaban la dirección y el orden de m archa de las carretas; no faltando tampoco alguno que otro vecino antiguo que había alcanzado a form ar parte de esas expediciones. En la noche, la expedición acampaba tomando todas las precauciones, form ando con las carretas buenos cuadros, que po­ nían a los expedicionarios a cubierto de toda sorpresa. Esas expediciones eran siem pre protegidas p or el Gobierno, que las hacía acompañar con una pequeña fuerza m ilitar. Cada una de las carretas que form aba la cabeza de cada columna llevaba acomodado en el pértigo un pequeño cañoncito, con el que hacían sus disparos en el desierto, causando no poco terror a los salvajes que se aproxim aban a la expedición y presenciaban esa prueba del poder irresistible de los cristianos. Es de allí, de ese antecedente, de donde han conservado los indios de la pam pa la costumbre de llam ar a la artillería “carreta quebrau”. Ellos conocieron los cañones en carreta. La sal en las Salinas adonde iban las expediciones está en piedras, en grandes capas sólidas que se levantan por medio de palancas, se rom pían y se cargaban con ellas las carretas, que volvían de la expedición a los cuatro o cinco meses generalmente. A quella sal presenta un color azul antes de pisarse, le llam an sal de piedra, pero después de m olida es de una perfecta blancura. Esas expediciones cesaron totalm ente en 1820. Después de una paz de muchos años y de relaciones amistosas y frecuentes, en que los indios entraban y salían de la provincia sin ser hostilizados, y los cristianos penetraban en el desierto sin su frir tampoco hostilidad alguna,

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en 1819 tuvieron lugar los prim eros actos de enemistad con los indios. Eli 1820 el fuego de las discordias civiles, que ardían en todo el país, pene­ tró también hasta el desierto, y se sublevaron todas las indiadas, azuzadas p o r las ambiciones de un caudillo. La guerra dió principio con una grande invasión, penetrando los indios hasta el pueblo de Salto. Todas las fam i­ lias del pueblo e inmediaciones se refugiaron en la Iglesia, y de allí las sacaron los indios, llevándolas cautivas al desierto. Esa guerra sangrienta ha seguido con muy breves intervalos durante sesenta años, es decir, hasta hoy, en que la bandera nacional ha ido a flam ear en los extremos australes de la República, libre ya para siem pre de ese enemigo feroz, con que ha lidiado más de medio siglo.

M artín Fierro, que vuelve con el rescate de la Cautiva, explica las vicisitudes de la travesía del Desierto para el blanco: Es un peligro muy serio Cruzar juyendo el desierto— M uchísi­ mos de hambre han m uerto, Pues en tal desasosiego No se puede ni hacer fuego Para no ser descubierto. Sólo el arbitrio del hombre Puede ayudarlo a salvar— No hay auxilio que esperar, Sólo de Dios hay am paro— En el desierto es muy raro Que uno se pueda escapar. ¡T odo es cielo y horizonte En inmenso campo verde! ¡Pobre de aquel que se pierde O que su rum bo estravea! Si alguien cruzarlo desea Este consejo recuerde.— M arque su rumbo de día Con toda fidelidá— M arche con puntualidá Siguiéndolo con fijeza, Y si duerme, la cabeza Ponga para el lao que va — Oserve con todo esmero Adonde el sol aparece; Si hay neblina y le entorpece Y no lo puede oseruar, Guárdese de caminar, Pues quien se pierde perece. Dios les dió istintos sutiles A toditos los mortales— El hombre es uno de tales, Y en las llanuras aquellas Lo guían el sol, las estrellas, El viento y los animales. Para ocultarnos de día A la vista del salvage, Ganá­ bamos un parage En que algún abrigo hubiera— A esperar que anocheciera Para seguir nuestro viage. Penurias de toda clase Y miserias padecimos— Varias veces no comimos O comimos carne cruda; Y en otras, no tengan duda. Con reices nos manlubimos. Después de mucho sufrir Tan peligrosa inquietú— Alcanzamos con salú A divisar una sierra, Y al fin pisarnos la tierra En donde crece el Ombú (II, 1479-532). La residencia del indio dependía de que el ganado hallara pastos, y esto liabía creado en él los hábitos transliumantes, como en el gaucho. Explica Head:

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El sur de las pampas es habitado po r indios sin m orada fija, que cambian de lugar cuando el pasto es comido por el ganado. El norte de las pampas y las demás provincias del Río de la Plata son abatidas p o r pocos indi­ viduos errantes y pocos grupitos de gentes que viven juntos solamente porque nacieron juntos. Su historia es realm ente curiosísima.

Confinados en el Desierto, los indios pronto carecieron de ganados para abastecer a las tribus, en parte porque el cuatrerismo que el blanco realizaba no tenía sanción ninguna, y en parte porque el gobierno dejaba de cumplir sus obligaciones de proveerles de caballadas. Veinticinco años después delviaje de Mac Cann, la situación había cambiado. En el libro Ges­ tiones del arzobispo Aneiros, el cardenal Francisco Luis Copello recoge algunos documentos interesantes. El cacique Nam uncurá le escribe a uno de los misioneros, el 21 de marzo de 1874, desde su toldería en Salinas Grandes: .. .para esto mismo es preciso un cum plim iento form al y también que el Superior Gobierno Nacional m e pase por racionamiento los cuatro m il seis­ cientos animales que propuse pedir y voy haber si seme pasan dicha can­ tidad en las raciones venideras; lo mismo que un racionamiento de ani­ males y vicios p o r separado a m i secretario Bernardo Nam uncurá por turno correspondiente a mis herm anos Catricurá y Reumay, que juntos los dos recibirán su racionam iento separado y también un bestido completo a los casiques y capitanes de mi o ve d en cia... He dispuesto pedir al Sr. M i­ nistro de G uerra el racionam iento de animales en la form a siguiente: a m i se me pasen dos m il y seiscientos animales po r el Azul, a mi herm ano C atri­ curá y R eum ay dos m il animales p.or el Nueve de Ju lio , al casique Pissen pueden pasarle tam bién m il animales por Ju n in y al casique Cañum il las raciones correspondientes por Badía Blanca; esos cuatro punto tomados para el racionam iento dan por consecuencia una gran im portancia en el tratado para que puedan haber respecto por todos los indios en esos cuatro puntos de fro n te ra s ... y en adelante siguiendo la senda de amistad, p ro­ greso y paz con todos los cristia n o s... espero de que haga p riva r que los fortines los vengan sacando aqui afuera y que el Carué está tomado para hacer un fuerte; esto no perm ito que como se quitan los campos por fuerza esto no ovstante como ya se h a dicho al Sr. M inistro se puede tratar amis­ tosamente como ya quedamos en tratados formales de paz atendiendo a vib ir como hermanos. Lo mismo que se ha dicho que hiban a poner fortín en Cuelechel estableciendo a poner una fuerza sin mi permiso esto desdice a sostener un buen tratado de paz, al sacar fortines a estos lados de afuera sin mi aprovación.

Y en carta del 10 de noviembre de 1874, al Padre Salvaire, insiste aquel cacique:

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B. E. después de impueso como m inistro de Dios que representa espero me hayudara en mis asuntos y pa estar en bienestar con el Superior G o­ bierno y p a que el Superior Gobierno me respete y que no me quiten los campos que el Superior Gobierno quiere tomar posición del Carué y p arar las hordenes de que se prosiga el ferrocarril hasta esta de Chiliochel esta form a de disposición no anim a a los buenos deseos de bienestar del país para con los demás Casiques que somos dueños de estos campos y que no queremos se nos quiten los campos del Carué que es el único que podemos trabajar y que Dios nos ha enseñado a volear p o r donde nos sum inistra­ mos para cubrir nuestro cuerpo y para satisfacer nuestras necesidades y pobrezas en donde se conservan el m ayor núm ero de animales que tenemos que son los caballos que presizamos tener en invernadas para el servicio de nuestro trabajo; mas yo no creo en esto que me im ponen los casiques mas sera cosa solamente que disponen los Jefes y asi espero de B.E. como ser m inistro de Dios y padre de fa m ilia s ...

En la carta al Arzobispo Aneiros, desde las Taperas de Díaz, del 17 de febrero de 1875, dice el cacique Antonio Coliqueo: El padre Micionero nos a pedido hayarle a lo menos un lugar en alguna casa o habitación cualquiera para vivir en compañía de alguna fam ilia y po r más que hayamos vuscado n i siquiera esto hemos podido lograr. Por lo tanto, pedimos a Su Señoría lim a, que nos conciga del Gobierno y de alguna Asociación carictativa los aucilios necesarios para fabricar un ranchito esperando que el Gobierno nos conceda cuanto antes la capilla y la Escuela que nos prom etió hace dos años visto que tenemos los mejores deceos para hacem os cristianar y para particip ar de los progresos de la cristiana civilización.

El mismo cacique le expresó a un misionero: Padre: salimos de nuevo a cazar; el Gobierno no nos paga las raciones, yo no quiero que mi gente robe, pero tampoco puedo dejarlos m o rir de ham bre, ni pueden ellos dejar a sus mujeres y a sus hijos casi desnudos. Hay mujeres, padre, tan desprovistas de ropa que no pueden salir de sus toldos o sus ranchos. Asi es que yo mismo quiero acompañarlos, aunque no esté m uy bueno de salud.

Y añade el misionero: Cuando los indios salen a cazar, durante cuarenta o cincuenta días dura la caza, no quedan más que las m ujeres y los ancianos en los toldos. Los mismos niños de 9 ó 10 años suelen acom pañar a sus padres, para ayudarlos y aprender a cazar.

Mucho más angustiosa era la reclamación de Namuncurá en

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la carta al misionero P. Jorge des, del 7 de ju lio de 1874:

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Salvaire, desde Salinas G ran­

Después de haber recibido de V. este favorable servicio de la libertad de mi cuñado espero pedirle otro más y es para que V. sea empeño de que se me pasen pronto las raciones para saciar el ham bre de los indios y de toda la trib u pues el ham bre hasta mi llega el modo de carecer consiste p o r no recibir las raciones a mis indios los octeugo de invadir pero el ham bre habansa sobre mis fam ilias y las fam ilias de los indios de la tribu, que se rem edia con estar matándonos unos a otros que ni siquiera eso sirve para vib ir deseo la paz para con el Superior Gobierno y para con todos los cristianos de los que trato a ser amigos con los indios; y si esto no fuese mi condición de que tiempo perm itiría invadir haciendo descono­ cer el bien que se espera en el tratado de paz; no seria esto modo de tratar; asi es que lo reconozco a V. para que me ayude a que seme racionen las tribus enla brevedad posible faboreciendome en esta condicion que suplico en necesidad urgente.

Dos años después el Padre M eister daba su opinión sobre el pensamiento de Namuncurá, que no había obtenido aún res­ puesta a sus demandas: M ientras estamos —así dijo N am uncurá— en pendencias con el gobierno de Buenos Aires, que m il veces prom ete mandarnos las raciones estipuladas que nunca recibimos, no hay esperanza para la misión. Puede ser que esta circunstancia sea solamente uno de los motivos de su repugnancia en contra del cristianismo, pero seguro es que antes de quedar arreglados estos asun­ tos de los indios con el gobierno, la misión en esta parte de la frontera no tiene esperanza ninguna.

Así quedaban las cosas a dos años de terminada la presiden­ cia de Sarm iento y a dos de iniciada la de Avellaneda. La mayor parte del territorio apto para la ganadería, tierra adentro, seguía siendo un m otivo de vergüenza para los m ilitares que no podían consumar la victoria por las armas y para los gobernantes que habían recurrido a toda suerte de estratagemas para incautarse de las tierras sin necesidad de exterm inar al poseedor ni de indem nizarlo. “Desde Salinas Grandes hasta Nahuel Huapi y Clioele Choel —recuerda Luis Franco, en El Olro Rosas—, desde la Punta de San Luis hasta los cerros entilados sin cabo al pie de los Andes, se extiende la legendaria comarca nombrada T ierra A d entro”. El año de la aparición de La vuelta de M artín Fierro

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apenas quedaban algunos indios cautivos y las fronteras inte­ riores también habían desaparecido. Los derechos de propiedad de sus tierras y haciendas que invocaba el indio, eran ciertos y válidos. Esas inmensas vacadas y manadas de caballos que constituían la riqueza natural, ex­ tractiva, de las tierras del V irreinato de Buenos Aires, se habían formado de los primeros animales traídos por Mendoza y aban­ donados al fracasar su tentativa de conquista. Se aum entaron después, pero siempre procreándose en las tierras del indio. El indio no los apacentaba, pero crecían y se m ultiplicaban en la misma ley natural en que él vivía. Hasta que la llegada de nuevos contingentes de conquistadores y colonos, renun­ ciando a encontrar riquezas minerales, se avinieron al comercio hum illante de los cueros, la cerda, el sebo y el asta. Recuerda Lugones (en Roca) que por real cédula de 1708 la hacienda alzada era de propiedad comunal, y que el arreo libre por los indios se transformó legalmente en depredación, organizándose entonces expediciones punitivas. “Era, en verdad —escribió allí—, la prosecución de la Conquista”. En esa obra postuma, escrita para glorificar la campaña del Desierto, dice Lugones que el avance de las fronteras fue un asunto capital, y que ya en 1772 se había practicado el reconocimiento a fondo, hasta la Sierra del Volcán; que el general Ceballos, prim er virrey, ideó en 1777 el único plan factible: con diez m il hombres ocupa el territorio de la jurisdicción austral; que Vértiz, su reem pla­ zante, hizo en 1780 un ligero avance. Los demás datos que ese autor nos proporciona son: En los años 1827 y 1828 se extienden Fuertes desde Ju n ín , por 25 de Mayo y T apalqué, hasta Bahía Blanca. El coronel Rauch fue vencido y m uerto en Las Vizca­ cheras, el 28 de marzo de 1829. (En 1826 el gobierno de Rivadavia le había encomendado combatir a los indios para “escar­ m entarlos”.) En 18B0, Rosas organiza la policía de campaña, y planea con Chile un ataque convergente a R ío Negro, “ba­ rriendo la indiada”. A l sucederle Balcarce en la gobernación, en 1833, éste le confía el mando de la división de Buenos Aires, pues el comandante en jefe de la triple expedición era Ju an Facundo Quiroga. La división de Rosas, compuesta de nueve m il hombres, acomete a las tribus. El abandono de la campaña por las otras divisiones dejó incompleta la victoria sobre los

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ranqueles. En 1834, estas tribus invaden R ío Cuarto, exterm i­ nando casi totalmente a su guarnición. Obedecía el movimiento a un vasto plan trazado por los araucanos de Chile, y su jefe era Calfucurá. Hasta 1852 (caída de Rosas) quedaron bien guarnecidas las fronteras en R ío Colorado y R ío Negro. \

UN IM PO R T A N T E PERSONAJE H ISTO RICO : L A V A C A Ha sido y es la ganadería el renglón más im portante de la riqueza nacional. Dio configuración a la economía y al habi­ tante. De la vaca, que como los hindúes y los egipcios debiéra­ mos adorar, dim anan casi todos nuestros bienes y nuestros males. No ha sido el m enor de éstos la fecundidad con que procrearon por las libres praderas, realizando la prim era y más completa conquista del país. Intim a relación tiene la demografía del vacuno con el conquistador y con el caudillo, su heredero. Mendoza trajo en 1535 los prim eros caballos; Garay, cuarenta años después, las prim eras vacas y ovejas; Ortiz de Zárate au­ m entó la hacienda ovina en 1787; ovejas y cabras vinieron del Perú al Paraguay y al R ío de la Plata, traídas por la expedición de N uflo de Chaves. Ju an T orre de la Vega y Aragón trajo desde Charcas, poco después, cuatro m il vacas, cuatro m il ove­ jas, quinientos caballos y quinientas cabras. A l volver los espa­ ñoles en 1580, hallaron una riqueza ganadera superior a la de m inería de otras regiones de la Colonia. Los animales que habían dejado abandonados al marcharse constituían un nuevo mundo. Los primeros planteles, en campos feraces, cubrían la llanura. Tendiendo al campo la vista No vía sino hacienda y cielo (215-6), dice M artín Fierro. Es lo que contempló con asombro Azara. El país estaba despoblado de personas, pero poseía una población ganaderil que cubría el territorio. Desde entonces la lucha fue por recuperar esa riqueza que el indio había asociado a su propio destino. Su apropiación, reparto y cuidado es el eje de las guerras civiles y de fronteras. Los go­ biernos son arrastrados por las vacas, en un desastre común. T odo era hacienda y pájaros en los tiempos de Hudson; y también revoluciones. El indio aprendió la doma y el uso del caballo, hechos más inteligentemente qne el blanco.

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modificó la vida del indio y del gaucho; dio una fisonomía a la civilización sudamericana, un carácter a su historia, un ethos a su política, una técnica a su economía y comercio. Vaca y caballo son las divinidades agrestes, y el ciudadano las acata y les rinde culto. Rivadavia, que refina nuestras costumbres y nuestra des­ ordenada vida adm inistrativa, al volver de Inglaterra, sin el príncipe que anduvo buscando, en 1824, trajo las primeras ovejas caras-negras, South-Down, y caballos percherones. El p ri­ mer poeta argentino, M anuel José de Lavardén, fue el prim er ganadero que refino las crías. El general Beresford, que intentó conquistar estas tierras en 1806, para establecer una gran dehesa británica —que resultó serlo por fatalidad de las cosas—, des­ embarcó caballos de guerra, y uno de ellos fue vendido en subasta, sirviendo de padrillo en alguna estancia. M oreno y Belgrano, antes de la Revolución, operan con el comercio de ganados y aprovechan sus relaciones con los estancieros para predicarles los ideales de independencia. En la historia de nuestra ganadería, dice Prudencio de la C. Mendoza, en H istoria de la ganadería argentina, la Representación de los Hacendados, de M ariano Moreno, debe fig urar como uno de los más interesantes capítulos de su expansión e intervención en la concurrencia u n iv e rsa l.. . M anuel Belgrano, que se especializó en lenguas vivas, economía política y derecho público, era secretario perpetuo del Consulado, que además tenía jurisdicción m ercantil para fom ento de la agricultura, la industria y el comercio.

Las poblaciones indígenas sólo poseyeron la llam a, anim al dócil pero de poca resistencia para la carga, y lento. Por eso donde se la domesticó, las poblaciones eran sedentarias y se dedicaron al cultivo de la tierra, especialmente con maíz. El caballo y la vaca dan un carácter distinto a la colonización. Leemos en la Historia de la Conquista del R ío de la Plata, del Padre Lozano: Los españoles vaqueros atropellaron la justicia de los pobres indios, y con mano poderosa consiguieron que se les perm itiese en trar a vaquear con el mismo desorden qnc en las vaquerías de la Banda de Buenos Aires, y en menos de veinte años han extinguido millones de vacas, a que ayudan por su parte los portugueses de la Colonia del Sacramento y de otras fundadas

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hacia el Brasil, que entran tam bién a hacer corambre sin ningún orden que se o b se rv e ...

Orlando W illiam s Alzaga dice en Evolución -histórica de la explotación del ganado vacuno en Buenos Aires: Los hacendados estimaban [durante el virreinato de Vértiz] en seiscientas m il el num ero de cabezas que se m ataban por año y en ciento cincuenta m il las reses que se consumían en estas comarcas; quedaban, pues, cuatro­ cientas m il que devoraban los perros y aves de rapiña y que representaban, conjuntam ente con el sebo, las cerdas, las astas, ocho millones de pesos.

Leopoldo R. Ornstein, en Historia de la democracia ar­ gentina, habla de una reclamación que se presentó ante el Cabildo de Buenos Aires, en 1589, reclamación form ulada p or F ray Pablo de Velazco porque los criollos se apoderaban de las haciendas cim arronas. . . En ella el cuerpo m unicipal se pronunció a favor de los nativos, considerándolos dueños legítimos de tales haciendas, en su carácter de herederos de los Conquistadores, máxime ante la circunstancia de haber poblado ellos, a su propia costa y sin ninguna ayuda de la Corona, las tierras a las cuales extraían los ganados.

Recuerda este autor que en el inform e de 1621, H ernandarias describe las primeras vaquerías [reco­ gida de ganado alzado] como un deporte, en el cual los criollos, empuñando una filosa cuchilla en form a de m edia luna enastada en una tacuara, se lanzaban a la carrera de sus cabalgaduras en pos de los vacunos, a los que desjarretaban de un solo y certero golpe dado en las extremidades poste­ riores. Esta actividad despertó enorme interés y entusiasmo en los nativos, haciéndolos cada vez más diestros como jinetes y más hábiles en el manejo de sus a rm a s ... A l in vadir este ganado la provincia'de Entre Ríos, atrajo a las tribus charrúas de esta región. Las relaciones entre éstas y los pobla­ dores no fueron nada cordiales al principio, pero bien pronto se suavi­ zaron. Los indígenas se adaptaron fácilm ente a las faenas de las estancias y term inaron po r convivir con los criollos. Estos últimos, tan alejados ya del contacto con la civilización, se unieron con los indios e intervinieron en los malones que estas tribus llevaron contra Corrientes, donde llegaron hasta las misiones jesuíticas.

Las avanzadas de la civilización sobre el Desierto seguían, con sus líneas de frontera y fortines, la marcha de los gana­ dos cimarrones. A hí se fundaban pueblos que venían a ser vastos hogares de pastores. Sarm iento llegó a decir que

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la Constitución ha sido el Paladium de la cría de las vacas, aunque no sea el m ejor sistema de defensa de la fr o n te r a ... La Constitución trajo otra consecuencia todavía más ventajosa para los criadores de ganado, y fué term inar con las expoliaciones, los auxilios, el estanco de las yeguas y las prorratas de caballos (t. X X V I de las Obras completas).

No sólo los caballos, cuya requisa o confiscación hacían las tropas; también las vacas [fueron] declaradas más o menos artículo de guerra y prohibida su exportación por decreto gubernativo de 1857. Casi desaparecieron del mercado como elemento de cambio (Zeballos, Callvucurá).

La industria extensiva de la ganadería dio al país su actual estructura pastoril, según señaló Sarm iento en el Facundo; pero no ha de creerse que esto se refiera sólo a la organiza­ ción comercial, sino a cierto aire de establo que los viajeros perciben al desembarcar, y que hizo a Ortega y Gasset definir al país como una factoría. Nosotros hemos perdido el olfato. M il circunstancias prueban la certeza de ese veredicto, y se­ ría prolijo enum erar algunas de ellas. Para quien contempla el país desde fuera, esto es obvio. Baste recordar el poco valor que se otorga al hombre, al ser humano, como individuo y como ciudadano en la vida pública y privada; esa falta de respeto al prójim o, y a sus obras cuando no se relacionan con las industrias matrices, y el desdén por sus bienes espirituales, propio de quien está habituado a contar electores, in q u ili­ nos o subalternos como reses. Sarm iento expresó en un ar­ tículo: “Los Ganados en Am érica y los Ganaderos en E uropa”; Esta parte de Am érica que es sobre la que más pesa el deber de llen ar los vacíos estómagos de las muchedumbres de Europa, debe apacentar ciento cuarenta y cuatro millones de cabezas de ganado; y como la Europa tiene poco menos del doble de habitantes, vése que le toca a cada uno m edia res sobrada. Si algo quedare, eso será para los pocos bípedos que estaremos encargados de apacentarlos.

Un cuento de Echeverría, que se refiere a las matanzas de adversarios por los mazorqueros de Rosas, se titu la El m ata­ dero. Antes que otros lugares públicos, monumentos arq ui­ tectónicos y edificios, llam aron la atención de los Viajeros Ingleses los mataderos. D arwin, Head, Hudson y casi todos

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los que describieron la pasado, encontraron en la población. Uno de Head (en Las Pampas

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ciudad de Buenos Aires en el siglo ellos características muy peculiares de los mejores cuadros está trazado por y los Andes):

D urante mi breve estada en Buenos Aires, vivía en una casa de las afueras, situada frente al cementerio inglés y m uy cerca del m atadero. Este lugar era de cuatro o cinco acres, y completam ente desplayado; en un extremo había un gran corral de palo a pique, dividido en muchos bretes cada uno; con su tranquera correspondiente. Los bretes estaban siempre llenos de ganado para la matanza. Varias veces tuve ocasión de cabalgar por estas playas, y era curioso ver sus diferentes aspectos. Si pasaba de día o de tarde no se veía ser hum ano; el ganado con el barro al garrón y sin nada que comer, estaba parado al sol, en ocasiones mugiéndose o más bien bra­ mándose. Todo el suelo estaba cubierto de grandes gaviotas blancas, algu­ nas picoteando, famélicas, los manchones de sangre que rodeaban, mientras otras se paraban en la pu nta de los dedos y aleteaban a guisa de aperitivo. Cada manchón señalaba el sitio donde algún novillo había m uerto; era todo lo que restaba de su historia, y los lechones y gaviotas los consumían ráp i­ damente. Por la m añana tem prano no se veía sangre; numerosos caballos con lazos atados al recado estaban parados en grupos, al parecer dormidos; los m atarifes se sentaban o acostaban en el suelo, junto a los postes del corral, y fum aban cigarros; m ientras el ganado, sin m etáfora, esperaba que sonase la últim a hora de su existencia; pues así que tocaba el reloj de la Recoleta, todos los hombres saltaban a caballo, las tranqueras de todos los bretes se abrían, y en m uy pocos segundos se producía una escena de confusión aparente, im posible de describir. Cada uno traía un novillo chúcaro en la pu n ta del lazo; algunos de estos animales huían de los caba­ llos y otros atropellaban; muchos bram aban, algunos eran desjarretados y corrían con los muñones; otros eran degollados y desollados, m ientras en ocasiones alguno cortaba el lazo. A menudo el caballo rodaba y caía sobre el jin ete y el novillo intentaba recobrar su libertad, hasta que jinetes en toda la fu ria lo pialaban y volteaban de manera que, al parecer, podía quebrar todos los huesos del cuerpo. Estuve más de una vez en medio de esta escena salvaje y algunas veces, realm ente, me vi obligado a salvar galopando mi vida, sin saber con exactitud adónde ir, pues con frecuencia me encontraba entre Scyla y Caribdis.

Lo común, en relatos de malones, es que la gente fuera degollada en los corrales. El mismo Head trae alguna de esas escenas. Pero interesa fija r que, a juicio de muchos estudio­ sos de nuestra historia, entre ellos Sarmiento, la práctica del degüello, perfeccionada por Rosas, no influyó en la táctica y ferocidad de las guerras civiles y contra el indio. En la in­ troducción de su Instrucción del estanciero decía Hernández: Nuestro país, con su industria ganadera, gira y se desenvuelve dentro del

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círculo de las naciones civilizadas. La Am érica es para la E uropa la colonia ru ral. La Europa es para la Am érica la colonia fabril.

En las luchas contra el indio, la vaca fue el verdadero ob­ jetivo de las operaciones. Solían hacerse arreos hasta de ciento cincuenta m il vacunos, que eran recuperados, pasando el bo­ tín de guerra alternativam ente de unas a otras manos como trofeo de victoria. Indios y blancos se robaban recíprocamente. El pretexto de la civilización vino luego, cuando el indio se encarnizó en defender sus haciendas. Se enconaron los ánimos y no se cumplían los pactos. El saqueo de poblaciones y el rapto de cautivas era lo accesorio. Las líneas de fronteras eran vastos cercos que encerraban caballos y vacas. La vaca deter­ mina la conducta. Donde las industrias estaban localizadas, se formaban grupos de población con intereses más o menos comunes. Se establecía una cohesión sobre la base de esos intereses. Los jornaleros de esa industria peregrinaban tras las reses, y los trabajos de desjarretar, degollar y desollar in flu ­ yeron en sus sentimientos y en sus ideas. El M artin Fierro es un trasunto de la psicología del gaucho más que de su exis­ tencia histórica. Antes de plasmarse y organizarse una eco­ nomía y una política social, el ganado había ya plasmado al hombre. Todo en lo sucesivo respondía a esas características: la oligarquía en defensa de intereses pecuarios; la m ontonera como m ilicia a caballo cuya arma es el cuchillo; las invasio­ nes de tropas de una en otra provincia; el espíritu de disocia­ ción; el destierro como sanción “de profundis”; el sacrificio de los prisioneros. En su obra citada, dice Sarm iento: La campaña proveía a los ejércitos que la guarnecían con los auxilios de ganado, que era una contribución pagada p or cada poseedor de vacas, en v a c a s... Las vacas amenazadas por los indios, pedían la existencia de un ejército; luego cada poseedor de vacas daba una parte de las que poseía para conservación del r e s to ... Este sistema tiene además la ventaja de hacer sentir que la defensa de la propiedad se hace con la propiedad m is­ ma, que es lo que llamamos defenderse las vacas a sí m ism a s... Los gas­ tos de guerra ascienden este año (1856) a treinta y siete m illones, que p a ­ gan las rentas de aduana, cobrados principalm ente sobre las m ercaderías europeas; y los vecinos de Rojas han cargado al gobierno trescientos pe­ sos por cada vaquillona que los criadores de vacas dan para el sostén del ejército que defiende a las vacas, y aun así no se encuentra siempre quien sum inistre ganado, pues en general los criadores no quieren vender al Es­

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tado, acaso por no tomarse la m olestia de cobrar. Debe referirse a este plan de la industria ganadera, el hecho de que no se h a conseguido n u n ­ ca, por resistirlo tenazmente los grandes criadores, que se suspenda el ejer­ cicio de la Constitución a los puntos de la frontera, amenazados p o r los salvajes, para poner en vigencia la ley m arcial donde hay guerra, el esta­ do de sitio, que es lo mismo. Esta resistencia no proviene del temor de que la lib eitad personal o la vida sea atacada. Es sólo para evitar que en la de­ fensa del país que ocupan con sus crías, pueda requerirse caballos y gana­ dos, sin comprarlos al contado, malos y a precios exorbitantes.

Las guerras civiles comp malones, los malones como expe­ diciones de cuatrerismo. En su expedición del Azul, el go­ bernador M itre aseguró que “respondería hasta de la últim a cola de vaca”. Los ganados eran de los indios, y Rosas, en 1833 a 1834, constituye un trust ganadero a base del despojo en su Campaña al Desierto. Los pactos entre Rosas y López, entre las provincias de Buenos Aires y de Santa Fe, son por vacas, como entre los indios y los cristianos. En su M anual del estanciero, Rosas aconsejaba que no se perm itiera poblar los campos dedicados a pastoreo, “bajo ningún pretexto”. La propiedad raíz dependía directamente de la hacienda. Se poseían títulos no deslindados, en que se consignaba el área de la posesión, y sobre ella se apacentaba el ganado que tenía marca. La propiedad de la tierra llegaba por lo regu­ la r hasta donde el anim al se aventurara; el animal sostenía a la tierra que era subsidiaria de él. Dice Sarmiento (op. cit.): “La marca del ganado y no los límites del suelo distinguen a la vista la propiedad de cada uno”. Y Hernández, en su Instrucción del estanciero (cap. iii): Antes nadie tenía el derecho de señalar su propiedad sino por medio de mojones, quedando los campos abiertos y las haciendas sin ningún género de seguridad. Un tem poral, una noche sola de borrasca, dejaba al hacen­ dado sin una cabeza de ganado en su campo, y en la obligación de buscar­ las donde las hubiera llevado el m al tiempo. En épocas de seca o escasez de pastos, las pérdidas p o r dispersión de haciendas eran considerables.

Sabemos que la zona ocupada por los indios en la pro­ vincia de Buenos Aires hasta los Andes y hacia Córdoba, se llam aba la Región del Cuero. Significaba tanto como la zona de las grandes industrias, pues el cuero constituyó una civili­

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zación, como la piedra, el bronce y el hierro. En Conflicto y armonías de las razas en Am érica, escribió Sarm iento: Las puertas de las casas, los cofres, los canastos, los sacos, las cestas, son h e­ chas de cuero crudo con pelo, y aun los cercos de los jardines y los techos están cubiertos con cueros: los odres para el transporte de los líquidos, los yoles, las árganas para el de las sustancias, la tipa, el noque para guardar­ las y moverlas, las petacas para asientos y cofres, los arreos del caballo, los arneses para el tiro, el lazo, las riendas tejidas, para todo el cuero de vaca ha sustituido en Am érica, donde abundan los ganados, a la m adera, al h ie ­ rro, a la m im brería y aun los m ateriales de las techumbres, y como basta para m anejarlo en sus m últiples aplicaciones el uso del cuchillo, puede de­ cirse que arruinó todas las artes a que suplía, como se ve en la confección de las m onturas, en que se perdió hasta la form a de la silla española o árabe que traían los con quistad ores... En Am érica m arca de tal m anera una época la introducción del caballo, que puede decirse que suprim e dos siglos de servidum bre para el indígena, lo eleva sobre la raza conquistado­ ra, aun en las ciudades, hasta que el ferrocarril y el telégrafo devuelvan a la civilización del hierro su preponderancia.

A las invasiones de los indios, que se llevaban las vacas, seguían las expediciones para recuperarlas. Saldías nos cuenta el ataque de las tribus de Calfucurá; Hudson una de esas ex­ pediciones punitivas, en El ornbú, en boca de N icandro: A l rayar el alba del siguiente día, ya estábamos a caballo galopando hacia el oriente, porque nuestro coronel había decidido buscar a los indios en aquel lugar distante, cerca del m ar, en donde se habían refugiado de sus perseguidores en otra ocasión, muchos años atrás. La distancia era cosa de setenta leguas, que tardamos nueve días en recorrer. Por fin, en un hondo valle ju n to al m ar, nuestros exploradores alcanzaron a ver al enemigo. Marchamos toda la noche y acampamos a media legua de ellos, de donde podíamos ver sus hogueras. Dormimos cuatro horas y cenamos con carne de yegua. Luego recibimos orden de que cada hom bre m ontara su m ejor caballo y de que nos form áram os en m edia luna, para poder arrear fácil­ mente delante de nosotros nuestra tro pilla de caballos. El coronel, de a ca­ ballo, nos dirigió la palabra: “Muchachos — nos dijo —: mucho han su­ frido, pero la victoria es de ustedes y no han de perder la recompensa. T o ­ dos los cautivos que se tomen y los m illares de caballos que logremos re ­ coger, serán vendidos en subasta pública a nuestro regreso, y el producto se dividirá entre ustedes”. Dio la orden y nos movimos cautelosamente hacia adelante un trecho de media legua. A l llegar al borde del valle, lo vimos cubierto de ganado y divisamos los indios que dorm ían en su campamen­ to; y mientras el sol se alzaba de las aguas del m ar y la luz de Dios baña­ ba la tierra, dando un solo grito cargamos sobre los indios. En un instan­ te, la tropa de ganado, presa de pánico, empezó a desbandarse furiosam en­ te en todas direcciones, mugiendo y haciendo estremecer la tierra bajo sus

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cascos. Nuestra tropa de caballos, azuzada por nuestros gritos, m uy pronto llegó al campamento, y los salvajes, sobresaltados, corrían en todas direc­ ciones tratando de escapar, y caían bajo nuestras balas o eran lanceados o acuchillados. Un deseo único ardía en nuestros corazones y estallaba en nuestros labios. M atar, m atar, m atar. Nunca se viera igual matanza, y los pájaros, los zorros y los peludos sin duda debieron engordar con tanta car­ ne de infieles como les dejamos aquel día.

La clase de lucha que debían lib rar contra los indios había creado en las tropas regulares hábitos semejantes a los de las hordas. La descripción extensamente transcripta de una escena que Hudson debió de haber presenciado muchas veces en sus andanzas por la pampa, si no como soldado de fron­ tera, demuestra que solamente las insignias y acaso el vestua­ rio diferenciaban al blanco del salvaje. Los móviles de las batallas, sin otra finalidad que robar o rescatar las haciendas, homogeneizaron a unos y otros combatientes, unas y otras tácticas, que se acomodaban a las circunstancias del lugar y del momento. Tampoco había un principio de derecho, de propiedad, que estuviera de parte de uno de los bandos. El indio peleaba por su tierra y por sus haciendas, que había cedido bajo la fe de que obtendría cómo vivir en compensa­ ción; y cuando eso se le negó llevándoselo a una guerra de exterm inio, se levantó en masa contra sus enemigos. La única razón que tuvimos para fallar contra el indio, es que era in­ dio. Porque en la balanza de Dios los platillos estaban en el fiel. Y la matanza final de los indios dio la razón a las ar­ mas de fuego y a la fuerza, pero no a la justicia. Todo lo que se ha sembrado y edificado sobre la tierra del salvaje; todo io que ésta ha producido para la prosperidad del país se hizo contrayendo una deuda sagrada. Esa deuda es el silencio so­ bre estos episodios de nuestra historia, de la conquista del país de los ganados por el ejército, de una riqueza naciqnal cuya base ha sido el despojo y el crimen. Esa deuda se paga, pero no de golpe. Se paga todos los años un poco, como antes con los subsidios en especie. Se paga porque el indio había sido vencido por las mismas tropas que combatían como él y por los mismos ideales que él. Porque para vencerlo y des­ pojarlo habíamos tenido que entregarnos a su táctica, rebaján­ donos a sus necesidades, aceptando su ley. Y todos los ven­

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cidos, pero mucho mas los muertos, habían transferido su mana a los vencedores. Y con esa mana se construyó, inm e­ diatamente, instantáneamente, una grandeza que elevó en la m agnitud de las cifras a nuestro país sobre todos los países que no habían sacrificado a los hijos naturales de la tierra. Pues la Argentina ha sido el único país donde la conquista española, iniciada en la isla de Santo Domingo y en Nueva España como guerra de exterm inio, se llevó a cabo hasta sus últimos extremos.

O TR O

P R O T A G O N IST A DE N U E ST R A EL CABALLO

H IST O R IA :

Lo que dentro de un orbe de civilización significa el telar mecánico significa para la nuestra, agropecuaria en sus fu n ­ damentos, el caballo. Sarm iento ha diseñado su significación, en Conflicto y armonías de las razas en Am érica (t. I): El caballo rom pe todas estas amarras, y el jin ete a campo raso, donde no hay cercos que lo dividan, montañas que lo estrechen; cuando aquel cam­ po es la Pampa o los llanos sin lím ites, se siente libre en sus acciones; y daría rienda suelta a su pensam iento como a su caballo si alguien, u otro en iguales condiciones, igualm ente a caballo, tratase de sustraerse a las p e­ nosas sujeciones del patrón, de la m ita, encomienda o rep artim iento . Se ha creado una Edad de Piedra y una Edad de Bronce que m arcaría el p a ­ so de la vida salvaje a la bárbara, debiéndose al hierro el comienzo de la civilización. Ha debido haber una Edad del Caballo, que perm ite al hom ­ bre desligarse del suelo, aspirar otra capa de aire más pu ra, m irar a los demás hombres hacia abajo, someter a los animales y sentir su superiori­ dad por su dilatación del horizonte, p o r la ubicuidad de m orada, p o r la im punidad obtenida sustrayéndose a la pena. En Am érica marca de tal m anera una época la introducción del caballo, que puede decirse que su­ prim e dos siglos de servidum bre para el indígena, lo eleva sobre la raza co n quistad o ra... La influencia del caballo ha sido tal, que los países que no lo poseen. en abundancia, como en B olivia y el Ecuador, las indiadas conservan su carácter secular y su secular fisonom ía. P or el contrario, en Venezuela y la R epública Argentina, los llaneros y la m ontonera han ejer­ cido suprema influencia en las guerras civiles, habilitando a las antiguas razas a mezclarse y refundirse, ejerciendo como masas populares a caballo la más violenta acción contra la civilización colonial y las instituciones de origen europeo, poniendo barreras a la introducción de las form as en que reposa hoy el gobierno de los pueblos cultos. Los coriolanos de las ciuda­ des espanolas, los hijos sublevados, los escapados de la justicia hallarían

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siempre en la pam pa sin lím ites, más que un asilo inviolable, elementos de guerra con poblaciones prontas a la obediencia, con recursos inagotables de los dos indispensables elementos; caballos y g a n a d o s... Quizás sea ésta la única extensión conocida de la tierra en que el país se halla infestado en un siglo o más de ganados y caballos, vueltos a la vida salvaje, y de tan extraño hecho debían resultar extrañas consecuencias, y no fueron en efec­ to oscuras ni pequeñas.

El cabalgar ejerce un influjo notable sobre Hudson nos dice (en Una cierva en el Richm ond galopando con el viento de frente, se le ocurrían llos pensamientos. M ontaigne confiesa lo mismo. Head anota una observación similar:

la psique. Partí) que, los más be­ El capitán

A l principio el galope constante abomba la cabeza y con frecuencia he es­ tado tan aturdido al desm ontar que apenas me tenía en pie; pero el orga­ nismo se acostumbra po r grados y luego se convierte en la vida más d e li­ ciosa p or su variedad y p or la m anera natu ral de reflexionar que fom en­ ta; pues, en el gris m atinal, cuando el aire está todavía helado y tónico, cuando los ganados parecen salvajes y amedrentados, y cuando la n atu ra­ leza entera tiene aspecto de juven tud e inocencia, uno se perm ite aquellos sentimientos y meditaciones que, con razón o sin ella, es tan agradable aca­ riciar; pero el calor diurno y la fatiga corporal gradualm ente traen a la mente la razón; antes de ponerse el sol muchas opiniones se modifican y, como en la tarde de la vida, se ven atrás con melancolía los devaneos apa­ cibles de la m añana.

Para el gaucho y para el indio el caballo constituía parte integrante de su vida privada y de relación. Se le empleaba para el trabajo, para el ocio y para la guerra. La caballería fue el arm a casi exclusiva en nuestras guerras civiles. Paz dice en sus M emorias que “el m ilitar argentino quería que su caballo participase también en la victoria”, aunque A rti­ gas y Ramírez conocieron la utilidad de la infantería com­ binada. Señala que la batalla de Gamonal, a caballo y arma blanca, se decidió porque López llevó a Dorrego a un lugar de pastos malignos para las caballadas. En un libro sobre estos temas, el general Sarobe llegó a decir que “las páginas más gloriosas de la historia argentina han sido escritas por la caballería”. M itre perdió la batalla de Cepeda contra Urquiza, porque los soldados de éste iban m ejor equipados: lle­ vaban, además de la cabalgadura, caballos de tiro debidamente aperados, para cambiar. Los indios llegaron a utilizar los caballos con una estrategia diabólica. Juntaban en diversos

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lugares grandes manadas de potros y yeguas y las espantaban para que desbaratasen los campamentos enemigos. Otras ve­ ces ataban a los pescuezos largas cuerdas de cuero para que derribaran cuanto hallaran en su carrera. Sarm iento, hom bre de a caballo, se deleitaba con el espectáculo de las caballerías disciplinadas. Cuenta de los prolegómenos de la batalla de Caseros, contra Rosas (en Campaña en el Ejército Grande): El general en jefe (Urquiza) em pleaba activamente la vanguardia en reco­ ger yeguas chúcaras o potros que nos dejaba en corrales para rem ontar la caballería. Uno de los espectáculos más novedosos que se ofrecían a la vis­ ta, era el de una división entera m ontada en potros indóm itos y aquella doma de m il quinientos caballos cayendo, levantando, haciendo piruetas en el aire o lanzándose a escape p or los campos hasta que a la vuelta de dos horas de lucha, los brutos vencidos, la división recobraba su orden de m ar­ cha cual si fuera m ontada en caballos domesticados.

En el sentimiento de simpatía por el caballo, en el hom ­ bre blanco, se ha de distinguir lo que corresponde a una con­ vención literaria, en parte derivada de la tradición española, o arábiga, y lo que corresponde a la verdad. Encontramos ya en el Cantar de M ío Cid que “cuando llegaron a Zocodover, el rey le dijo al Cid, que iba montado en su caballo Babieca: —Don Rodrigo, me gustaría ver que arrancárais ese caballo, del que tanto he oído h a b la r ... El Cid entonces picó espuelas y dió tal arrancada, que todos se m aravillaron de su carrera”. En su comedia El remedio en la desdicha, de Lope, se dice en versos “a lo gauchesco”: A

rráez:

Sólo mi arnés es mi dama; éste adoro, déste fío, tanto que, a no ser tan frío, aun le acostara en la cama.

Yo iba a ver mi labor y alejéme sin pensallo donde me llevó el caballo y a él le llevó el furor. [Acto I, Esc. VIII]

Yo le lim pio, yo le visto, porque en la necesidad

Ñ

me muestra la voluntad con que una espada resisto.

uño:

Yo no quiero más amor que mis armas y caballo; en éstos mis gustos hallo y me porto a mi sabor.

Mi amor es lanza y caballo; soldado que a amor se inclina, tan cerca está de gallina cuanto pretende ser gallo. [Acto I, Esc. VII]

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T odavía se encuentra en el campo, fuera de la cruel, des­ piadada insensibilidad del paisano para con el caballo de tiro, una simpatía m uy grande por el caballo que monta. Se­ ría muy difícil explicar esa relación vivencial de ser a ser, de hom bre a bestia. Casi cuanto se ha dicho en la literatura sentimental a ese respecto es exacto, si se entiende ese género de afecto desprovisto de todo pathos decadente. No es, por supuesto, el sentimiento heroico de Buffon, sino más bien esa solidaridad de suerte y de miseria que Hudson ha sabido ex­ presar como nadie, en los pasajes de sus libros en que re­ cuerda su infancia: Zango, Cristiano, el Overo. Precisamente este sentimiento que otros autores exageran, porque en el iondo no lo sienten de verdad, falta en el M artín Fierro. Se aprecia al caballo por su estampa, por su ligereza, por su precio. T a l es, exteriorm ente, la estima del paisano por su “flete”. Tam bién en la simpatía por el caballo puso el gau­ cho un sentido escéptico del mundo. Ni la m ujer, ni la ri­ queza, ni el hombre, su semejante, merecían el afecto amis­ toso o de compañerismo que el caballo. Más honroso que poseer tierras era poseer caballadas de un pelo. Lo dice Fierro: El gaucho más infeliz Tenía tropilla de un pelo (211-2). Hudson nos cuenta que el estanciero Gándara era aficionado a los caballos bayos hasta el punto de no consentir que nadie los poseyera de ese color. Entre los indios pasaba lo mismo, según consigna M ansilla en su Excursión: Los indios se ocupan de éstos (los caballos) a propósito de todo. Para ellos los caballos son lo que para nuestros comerciantes el precio de los fondos públicos. T ener muchos y buenos caballos es como entre nosotros tener muchas y buenas fincas. La im portancia de un indio se mide por el núm e­ ro y la calidad de sus caballadas. Así, cuando quieren dar la medida de lo que un indio vale, de lo que representa y significa, no empiezan por de­ cir: tiene tantos y cuantos rodeos de vacas, tantas o cuantas manadas de yeguas, tantas o cuantas m ajadas de ovejas y cabras, sino: tiene tantas tro ­ pillas de oscuros, de overos, de bayos, de tordillos, de gateados, de alaza­ nes, de cebrunos; y, resumiendo, pueden cabalgar tantos o cuantos indios. Lo que quiere decir que, en caso de m alón, podrá poner en armas muchos, y que si el m alón es coronado por la victoria, tendrá participación en el botín según el núm ero de animales que haya suministrado, según veremos en el caso de platicar sobre la constitución social, m ilitar y gubernativa de estas tribus.

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Desechado el gaucho por una sociedad que iba formándose en la codicia y la fuerza de las prebendas, halló un refugio a su condición de meteco en el campo y un consuelo en la bes­ tia noble. De la hum illación y sumisión en que se encontraba pasó al dominio de sí y del mundo con sólo m ontar su “pin­ go”. La similitud de vida que Sarm iento y A lberdi encon­ traron entre el gaucho y el árabe proviene de los hábitos de cabalgar, pero mucho más de la convivencia estrecha entre jinete y m ontura. Se trata, por lo tanto, de su sensibilidad en una concepción ecuestre del mundo. A parte Hudson y Sarmiento, a quienes podríamos agregar inm ediatam ente des­ pués Cunninghame-Graham, no encuentro en nuestra litera­ tura campesina quién haya reflejado con íntim o sentido, el significado del caballo en la psicología del paisano. H ernán­ dez lo elude con sabia prudencia, y sólo se aventura a una descripción objetiva del caballo del indio. Mucho más vivo y muchísimo más convencional y afeado por desaciertos in­ creíbles, se lo encuentra en Del Campo. Comienza su Fausto por un encuentro de paisanos y de caballos (como el Santos Vega) que integran una comunidad de afecto. Destácase, co­ mo elaboración artificiosa que Lugones ridiculizó con toda justicia, el elogio del caballo: En un overo rosao, flete nuevo y parejito, caiba al bajo, al trotecito y lindam ente s e n ta o ...

de suerte que ser no sólo sino tam bién del de alguna moza

se creería arrocinao, recao pueblera.

Tampoco Ascasubi logró transm itir el pathos de esa amis­ tad singular, y mucho menos Echeverría, que describe siempre al caballo en su aspecto de cabalgadura de pedestal. O la orgía de sangre, en que el indio saja la yugular de la yegua para beber el chorro de sangre, pegados los labios al cuello como un vam piro. Pudo ser eso lo que hacían, pero no lo que el gaucho ni el indio sintieron. Si debiera tomarse un índice de referencia para juzgar entre nosotros de la sensibilidad de un autor con respecto al campo, es su descripción del caballo y lo que refiere de sus complejos instintos. Asimismo, nunca se conoce más honda­

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m ente la índole del hom bre que en el trato que le da. Y es cierto que jamás, ni con su sangre ni con sus lágrimas, p u r­ gará el crimen de crueldad y bestial ingratitud para con el caballo. ¿Quién ha escrito ese capítulo hum illante para la hum anidad, ofensivo para Dios, infame para la Naturaleza? En el evitar Hernández acometer esa empresa ardua de rela­ cionar al paisano con su cabalgadura, se percibe que era un hom bre frío, insensible a los afectos profundos. No delata verdadera simpatía por el caballo ni por el perro. Siempre el perro es considerado como anim al despreciable, ya en la ja u ría del viejo Vizcacha, ya en los toldos, ya en las compa­ raciones. Recordemos, además, que una de las anécdotas sobre la fuerza titánica de Hernández refiere que podía reventar al caballo que cabalgara, apretando las piernas. Insensibilidad que en cierto aspecto corresponde, efectivamente, al paisano y cuya m odalidad trasunta el Poema. Siempre, en lo que nos cuenta de los indios, el caballo queda como objeto, como au xiliar que conviene domesticar con clemencia para que le sea más útil. En la V uelta hay dos descripciones de este tipo. En su obra Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú (1829), Samuel Haigh anotó: Los caballos indios se consideran los mejores de la llanura, por ser más ricos los pastos del sur; los indios tam bién los cuidan más que los gauchos; nunca m ontan en yeguas que se reservan completamente para cría y alim en­ to, del que sum inistran la m ejor provisión posible a sus dueños salvajes, pues galopan ju n to con los soldados en todos los malones; y de este modo los indios siempre pueden sorprender a los cristianos por la rapidez de sus marchas y no sufrir ham bre.

Head, en su magnífica obra tantas veces citada, dice: Los gauchos que tam bién cabalgan lindam ente, todos declaran ser imposi­ ble seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos, y tam bién tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movim iento es­ pecial del cuerpo, que aun si cambiaran caballo, los indios los batirían.

Tam bién M ansilla (en Una excursión, cap. xx) se entre­ tuvo en describir el amansamiento del caballo por los indios: Ya veremos cómo los mismos caballos que nos roban a nosotros, pues ellos no tienen crías, ni razas especiales, sometidos a un régimen peculiar y se-

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vero, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una im potente desesperación. Para ganar tiempo y dar más alivio a mis cabalgaduras, mandé m udarlas. Los indios no echaron pie a tierra. T ienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera del pescuezo del anim al, y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas; así permanecen largo rato, horas enteras a veces. Ni para dar de beber se apean; sin desmontarse, sacan el freno y lo ponen. El caballo del indio, además de ser fortísim o, es mansísimo. ¿Duerme el indio? No se m ueve. ¿Está ebrio? Le acompaña a guardar el equilibrio. Se apea y le baja la rienda? A llí se queda. ¿Cuánto tiempo? Todo el día. Si no lo hace es castigado de modo que entienda por q u é. Es raro h allar un indio que use manea, traba, bozal y cabestro. Si alguno de estos útiles lleva, de seguro que anda redomoneando un potro o en un ca­ ballo arisco, o enseñando uno que ha robado en el últim o m a ló n ... El in ­ dividuo vive sobre el caballo, como el pescador en su barca; suelemento es la pam pa como el elemento de aquél es el m ar.

Una historia de caballos e indios encontramos en completando un cuadro realista de la época:

Head,

Estábamos en el centro de este país horrible; siempre cabalgaba unas cuan­ tas postas por la m añana, e iba con un gauchito de quince años, santafesino; su padre y m adre habían sido asesinados por los indios; lo salvó un hom bre que había huido a caballo; pero entonces era criatu ra y nada re­ cordaba. Pasamos por una tapera que decía haber pertenecido a su tía . D ijo que hacía dos años estaba en esa choza con su tía y tres prim os mocetones; que m ientras todos conversaban, un muchacho venía al galope des­ de la otra posta y al pasar por la puerta gritó: “ ¡Los indios!, ¡los indiosl”; que él corrió a la puerta y los vió venir en dirección al rancho, sin som­ breros, desnudos, con largas lanzas, golpeándose la boca con la mano de la rienda y dando alaridos que, según él, hacían tem blar la tierra. Decía que estaban dos caballos afuera de la puerta, enfrenados pero desensillados; que saltó sobre uno y se alejó al galope; que uno de los jóvenes saltó so­ bre el otro y lo siguió como veinte yardas, pero que luego dijo algo acer­ ca de la madre y regresó al rancho; que, ju n to con llegar allí, los indios ro ­ dearon el rancho y que la últim a vez que vió a sus prim os estaban en la puerta, cuchillo en mano; que varios indios lo siguieron más de una m i­ lla, pero que m ontaba un caballo “m uy ligero, m uy ligero”, decía el m u­ chacho. Y m ientras galopábamos, aflojaba las riendas y lanzándose adelan­ te sonreía mostrándome la m anera cómo escapó, y luego, poniendo su ca­ ballo al galope corto, continuó su historia. Decía que cuando los indios vieron que se les alejaba, se volvieron; que él se escapó, y cuando los in ­ dios dejaron la provincia, lo que sucedió dos días después, regresó al ra n ­ cho. Lo encontró quemado y vió la lengua de su tía pegada en un poste del corral; el cadáver estaba dentro del rancho; un pie separado del tobi­ llo y, al parecer, se había desangrado hasta m o rir. Los tres hijos estaban afuera de la puerta, desnudos, los cuerpos cubiertos de heridas y los b ra­ zos acuchillados hasta el hueso, con una serie de tajos distantes entre sí una pulgada desde los hombros hasta la muñeca.

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Hudson (en Una cierva en el Richm ond Park) explica cómo procedían en sus invasiones los indios, y la causa de la superioridad de sus caballadas, aunque desde otro punto de vista: Su triunfo, en la m ayoría de los casos, se debía al terror que provocaban en los caballos de los blancos. H ay que explicar que en todas las circuns­ tancias se peleaba únicam ente a caballo, pues la infantería y la artillería resultaban inútiles, dada la extrem ada rapidez con que se movían los gru­ pos indios que había que perseguir por toda la región invadida. Los in ­ dios, siem pre m ejor m ontados que los blancos, se lanzaban a la pelea sólo cuando les convenía, y su táctica consistía en atropellar, am pliam ente des­ parramados, en furiosas embestidas, echados sobre el lomo y el pescuezo del caballo y lanzando sus penetrantes gritos de batalla. Pero era el olor a in ­ dio lo que les daba ventaja, pues era tan grande el terror que poseía a los caballos del enemigo, que se hacía imposible dominarlos y hacerlos enfren­ tar a los indios; y con un caballo enloquecido por el miedo los blancos no podían em plear la carabina” .

Nadie tenía compasión por los animales; ni chado” capitán Head, que nos cuenta:

el

“agau­

Galopé en mi caballo hasta donde aguantó, y luego subí al de repuesto, dejando atrás al postillón. En una hora más, este caballo estaba conclui­ do; espoleándolo podía m antenerlo a galope corto; al fin se cayó y el pie se me enganchó en el estribo, la larga espuela se enredó tam bién en la la ­ na del cojinillo; vi, por la palpitación del costado y narices del caballo, que estaba demasiado cansado para seguir. Monté y lo hice galopar hasta que cayó sobre otra pierna, y tuve ambas lastimadas; alcancé un muchacho que arreaba algunos caballos, tomé uno y el mío se incorporó a la tropilla has­ ta llegar a la posta.

El caballo pampa no es de hermosa pinta, pero tiene cua­ lidades muy singulares. A lfredo Raym undo (en correspon­ dencia a La T ribuna, del 19 de mayo de 1879), lo describe: Es que el campo de la pam pa es como el caballo del pam pa. T iene m u­ chos m éritos pero es preciso entenderlo y presenta una diferencia notable con el tipo que esa eterna engañadora — la imaginación — se ha compla­ cido en fo rja r. Los que no conocen el caballo del indio se figuran por lo general un brioso corcel, soberbio, incansable, ligero como un galgo, pron­ to a rayar como un trom po, y galopando por médanos, m atorrales y gua­ dales como si supiera el alemán y hubiera leído la Balada de Leonora, de R ürger. Ha de haber a veces entre los indios de esos caballos que pintan los versos, crinados como Peñaloza, el Chacho, pisando alto y haciéndose los fanfarrones. Fanfarrones p or todas partes hay. Pero no es éste el ver­

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dadero modelo del caballo del indio. Cuando en una tro p illa vean un an i­ m al mem brudo, agachado, tristón, charcón, cabezón, con la cruz alta, el pes­ cuezo estirado, el encuentro ancho, el pecho desarrollado y el aire p a rti­ cularm ente zonzo y adormecido, digan con confianza: éste es un caballo in ­ dio. Y si son un poco baqueanos en los asuntos fronterizos y que tengan amistad con el dueño de la tropilla, agreguen en el acto, para que no se adelante nadie: ése es mi caballo de m archa. Si consiguen m ontarlo encon­ trarán un anim al medio lerdo, de buen andar, torpe al freno del lado del lazo, bien enseñado de la boca del lado de m ontar, nada a propósito po r cierto para jin etear y que poco honor les haría para pasear en una ciudad; pero que en un paseíto de doscientas leguas no m erm ará ni un instante y que al principio como al fin, no se presentará ni más ni menos zonzo, ni más ni menos pesado, ni más ni menos agachado, resignado y valiente que en el momento que se m ontó.

Así como existe la leyenda del caballo brioso a que se refiere Raymundo, y el verdadero, mucho m ejor, en la lite­ ratura, existe la leyenda del “am or” del paisano a su caba­ llo. No es eso, sino algo mejor. Él conoce y estima esas cua­ lidades de condición superiores a las de estampa; lo cuida y lo valora como el artesano una buena herram ienta que le sirve bien. En determ inado momento puede cambiarla por otra m ejor o más adecuada. Su falta de compasión hacia el caballo es un rasgo genuino de su psicología, porque la vida le ha enseñado a no tener misericordia. En la caza, que es también donde el hom bre piadoso y sobrecivilizado exhibe su hez bestial, el gaucho procedía con salvaje entusiasmo. La caza del ganado vacuno, como del avestruz y el venado, era una fiesta no menos exultante que la doma o la hierra. Pero sacar la consecuencia de que el gaucho haya sido inferior al hombre sobrecivilizado, es falso. Se trata de otra concepción totalizadora del mundo, de otra clase de sensibilidad. Todos los poemas gauchescos —excepto el M artín Fierro— abundan en tiradas retóricas acerca de las cualidades hípicas y cir­ censes del caballo. La vida nacional ha sido desfigurada por el mismo afán de embellecer con abalorios cualidades exce­ lentes y sin brillo. La alabanza form a parte de una cortesía ritual, y en los poemas, al encontrarse dos paisanos, cambian esas frases de etiqueta en que el elogio de los caballos reem ­ plaza al interés por las cosas familiares. Con Del Campo ad­ quiere un formulismo que pasa a form ar parte de la falsa sensibilidad de los imitadores. Mucho más cierto es, aun

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dentro del elogio convencional, lo poco que dice M artín Fierro del “flete” que le quitó el comandante: Yo llevé un moro de numero, ¡Sobresaliente el matucho! Con él gané en Ayacucho Más plata que agua bendita. Y atempera lo que pudo haber de arrogancia de gringo: Siempre el gaucho ne­ cesita Un pingo pa fiarle un pucho (361-6). Es preciso determ inar siempre, en estas cuestiones, qué elementos literarios se superponen y embozan la verdad en los sentimientos y conducta del hom bre de campo, pues nues­ tra literatura gauchesca y la derivada ha constituido raigam­ bres de verosim ilitud en este terreno de exageraciones y malentendidos. La poca im portancia que el caballo tiene, tanto en el argumento como en la sensibilidad de los per­ sonajes del Poema —configurando temas netamente adiciona­ les— es un signo más de su honesta veracidad. Hernández no enaltece las cualidades morales de sus personajes, que des­ naturalizarían la auténtica psicología del gaucho. Propenso más bien a lo contrario, a recortar y concentrar, ha preferido suprim ir por completo al caballo como elemento épico con­ vencional, como suprimió al perro, que es inseparable com­ pañía del hom bre de campo. Lo hizo a costa de darnos de sí una impresión de dureza espiritual para captar aspectos delicados del alma de sus personajes. Es lo que el lector anhela y, no encontrándolo, igualmente lo proyecta de sí al Poema. Se trata de fenómenos de cristalización y de proyec­ ción literaria, como los ha estudiado Lipps, y de esas cris­ talizaciones y proyecciones sentimentales es preciso que nos libremos para gozar de la gran belleza y de la pura verdad.

EL AM IG O OLVIDADO Llam a la atención que en el Poema no haya otros perros que los del viejo Vizcacha. Ninguno de los otros personajes tiene esa compañía. Para el pastor es un auxiliar de trabajo indispensable. Eduardo Gutiérrez no olvidó que Ju an Moreira debía tener, además del caballo, el perro, “Cacique”. En la tapera de M artín Fierro queda el gato, pero jamás de­ muestra haber tenido afecto a ningún animal doméstico.

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Los Viajeros Ingleses cuentan que los ranchos estaban poblados de perros, y Hudson muestra la extrañera de R i­ chard Lamb cuando llega a una vivienda, en el campo, y no sale a ladrarle ningún perro. Sus obras tienen abundantes historias de estos animales, comenzando por “César”, y m u­ cho más que el caballo juegan un papel protagónico en la vida de sus pastores. En el M artín Fierro sólo tienen perros los indios. Les tiran los restos de una criatura descuartizada y se los comen. Todas las comparaciones despectivas se refie­ ren al perro. Cuando se sacrificaban por m illares de cabezas cada día los ganados en los campos, se formaban manadas de perros cimarrones que vivían en cuevas, compitiendo con los caran­ chos en devorar las carroñas. Darwin registra la exuberan­ cia de canes en los campos, y vio pelotones de gauchos galo­ pando seguidos de traillas enormes, de que se servían para cazar y para defenderse. Una página de Vicente F. López, en su H istoria de la República Argentina, relata la feroci­ dad de esos animales. Tam bién Ju an Agustín García (en La ciudad indiana, I, 3): Los perros cimarrones diezmaban las haciendas; se m ultiplicaban prodigio­ samente por incuria y egoísmo de los estancieros. Era un caso interesante de regresión. El perro también seguía al hom bre en el camino de la b a r­ barie. El compañero fiel y noble, cooperador en todos los trabajos de cam­ po, vivía en cuevas subterráneas: feroz y cruel, como los lobos y las hienas, llegó a hacerse tan tem ible que se organizaron expediciones m ilitares para exterm inarlo.

Y el padre Cattaneo escribe: Cubren todas las campañas circunvecinas y viven en cuevas que trabajan ellos mismos, y cuya embocadura parece un cementerio por la cantidad de huesos que la rodean. Y quiera el Cielo que, faltando la cantidad de car­ ne que ahora encuentran en los campos, irritados p or el ham bre, no aca­ ben por asaltar a los hom bres.

J. M. Fernández Saldaña publicó, en colaboración con César M iranda, el libro Historia general de la ciudad y el departamento de Salto, donde se lee: Eran los perros cimarrones que chicoteados por el ham bre acorralaban a los vacunos con ánimo de cazadores. Las vacas defendían sus crías reserván­

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doles el in terior de la rueda, pero en la confusión del choque siempre sa­ lía a la vera algún ternero que era devorado por aquellos mastines, semilobos, baqueanos en una clase de faenas en que sus antepasados habían ser­ vido con el hom bre.

Las crónicas de fines del siglo xvm y de principios del x ix abundan en señalar el peligro que representaba para las haciendas y para las personas la existencia de esas, manadas de perros feroces. Era una consecuencia del sistema prim i­ tivo de cría de las reses, del comercio de corambre, de cómo se explotaban las industrias de la ganadería, el que regresa­ ran a los instintos del chacal. Hasta habían tomado su as­ pecto, pareciéndose mucho a los lobos. No dieron resultado las expediciones de tropas armadas con carabinas para su exterm inio, ni las trampas que se im aginaron para cazarlos y darles muerte. U na de ellas recuerda Sánchez Saldaña que describió A lfredo Bellemaré, con m otivo de su viaje a la Banda O riental en los años 1830 a 1835: se formaba una palizada con una puerta de guillotina, sostenida en alto por una cuerda que un hom bre sostenía comoa 100 metros de distancia. Se colocaban algunas reses en el corral durante dos noches, y después trozos de carne. Los perros iban en m a­ nadas a comerla, y entonces se dejaba caer la puerta apre­ sándolos. Se los m ataba con lanzas introducidas entre los postes de la palizada. Tam bién se ideó rodearlos por dos­ cientos o trescientos jinetes, obligándolos a echarse al mar. Pero la estratagema no dio resultados. Se obligó a los veci­ nos del campo a presentar al alcaide cuatro orejas (de dos perros) por mes, con pena de m ulta en caso de incum pli­ miento. En 1852, en una batida que se les dio en el Rincón de T acuarí, se sacrificaron trece m il perros. Una tercera parte de las crías de las haciendas eran devoradas por los perros cimarrones. Los indios tenían en sus toldos inmensa cantidad. Estos perros no acompañaban a las hordas en sus malones ni en las maniobras. M ansilla se ha ocupado de transmitirnos una escena detallada en Una excursión (cap. x l i v ) : Mi fatigado cuerpo no sintió ni el aire de la noche, ni la dureza del suelo, ni la fam élica inquietud de los perros, que devoraban los rezagos y huesos

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de nuestro fogón, haciendo crugir sus afilados dientes, hasta rom perlos y chupar el escondido tuétano. Los indios no les dan de comer a los perros y, sin embargo, tienen muchos; en cada toldo tienen una ja u ría . Los p o ­ bres viven de los bichos del campo, que cazan, o como los avestruces, pes­ cando moscas al vuelo. El ham bre les hace ad q u irir una destreza increíble. Mosca que zumba por sus narices va p arar a su estóm ago. Los tratan con la mayor dureza; el que no está lleno de chichones tiene alguna cicatriz agusanada. Es lo que sacan cuando se acercan a algún fogón, o cuando al acam ear alguna res se arrim an tím idam ente a ella para chupar siquiera la sangre que riega el suelo. Las chinas son las que tienen alguna compasión de ellos. Son sus compañeros inseparables. Van al m onte y al agua con ellas; con ellas recogen el ganado; y al lado de ellas duerm en. A los indios no los siguen jam ás.

Otra escena nocturna encontramos en Head: A la noche comimos algo y dormimos en el suelo de la ram ada. Habíamos notado un perro m uy bravo atado en el patio, que constantemente trata­ ba de atraparnos. A m edia noche, cuando la luna brillaba sobre nosotros por unos agujeros del techo, el perro entró y, después de olfateam os a to ­ dos, fué a dorm ir entre nosotros.

Sin perros, ¿cómo se arreglarían Cruz y Fierro para la cacería de alimañas de que pensaban vivir en el Desierto? Dos años vive éste como gaucho m atrero, a la intem perie, y cinco en tolderías, sin m encionar nunca la compañía de un perro, y éste es el rasgo más revelador de que su índole era la de un hombre desafecto y montaraz.

LOS RANCHOS El rancho fue, más que la casa de ladrillos (crudos o cocidos), la base de la construcción dom iciliaria en la A rgen­ tina, en el campo y en la ciudad. Ranchos y toldos, muy semejantes en sus m ateriales'y en su utilidad, son esquemas típicos: construcciones que se relacionan más con la psicología del huésped que con el arte edilicio. La casa surge del fuerte. T ipo impuesto al campesino por la calidad deleznable de los materiales (el barro, la paja, el junco, el cuero, la ma­ dera endeble) y por la necesidad de cambiar de sitio su pre­ caria vivienda, dio mucho más tarde una pauta de estilo, una jnodalidad psicológica. Hoy se le adopta en su aspecto, por

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cariño tradicional a lo pintoresco para casas de veraneo, con lo que se confirm a esa característica de condición psicológica. La construcción en piedra transforma al huésped en un se­ dentario rupestre: lo encaja en ella como argamasa. El toldo y el rancho lo m antienen en la expectativa de una víspera de partida, en la ansiedad del cambio de horizonte. La llanura lo impele a m archar y despierta en él atávicos instintos migra­ torios. Por muchísimos siglos el hombre fue un animal tras­ hum ante. Se sabe que el nomadismo actual del gitano es un inerte m ovim iento ancestral. En Una cierva en el Richm ond Park, Hudson lo ha considerado afín a la migración de aves y cuadrúpedos, aun en grandes artistas como Shelley y Byron. Las gentes fronterizas del M artin Fierro poseen esa psicolo­ gía del hom bre sin raigambre, del m orador del rancho que prefiere la intem perie y la libertad de movimientos más propia del vagabundo que del hombre libre, en una querencia de cos­ tumbres muy antiguas. Precisamente la m ovilidad irrefrenable de los personajes da a la Obra uno de sus caracteres constitu­ cionales de “poema fronterizo”. Nos dice Ju an Alvarez (en Estudios sobre las guerras civiles argentinas) que en 1868 las cuatro quintas partes de los edificios de la República eran ranchos de barro y paja, barro y madera. Toda la provincia de Santiago del Estero no exhibía más que doscientas treinta y siete casas de azotea y reja; y la provincia de San Luis sólo ciento veinte, para cincuenta y tres m il habi­ tantes. “El rancho argentino, sin piso de m adera o m aterial, sin chimenea, sin cocina, sin tabiques divisorios en muchos casos, es casi la guarida del hombre prehistórico”, dice ese autor. En efecto, según A. L. Kroeber (Antropología general), es de creerse que en época tan rem ota como es el paleolítico inferior, se construyeran sencillos cobertizos con ramas o que se colgaran pieles de unos cuantos postes para guarecerse del viento y de la llu via.

Azcárate de Biscay vio en la ciudad de Buenos Aires, en 1957, cuatrocientas casas de barro, y en El lazarillo de ciegos cami­ nantes habla Concolorcorvo de “chozas techadas y guarnecidas de cuero”. El censo nacional de 1895, que registró en el país una población de cuatro millones de habitantes, dio doscientos

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sesenta y siete m il ranchos sobre quinientas treinta y seis m il casas. La ciudad de Córdoba tenía, en 1905, un cuarenta por ciento de ranchos en el ejido urbano, y el censo m unicipal de Rosario, en 1910, arrojó el porcentaje de un veintidós por ciento de ranchos y casillas de m adera y latas. “El cuarto de la población total se encontraba m aterialm ente hacinada en con­ ventillos.” El rancho sigue siendo aún la vivienda típica en las llanuras, y su habitante no ha contraído aún el gusto de poseer árboles. El amor al árbol es un coeficiente de la psicología social, y esa falta de simpatía por el árbol es la misma incapacidad para la contemplación del paisaje, para el goce de lo estable y dura­ dero, de lo tranquilo y ajDacible. Perdura el estado latente de m ovilidad y de violencia que creó en el paisano el am bular constante de los ganados. Sarm iento observó muy agudamente este fenómeno. Para sentir en el árbol su firm e voluntad de fijeza, es preciso haber incorporado en las propias ideas, en uno mismo, un sentido no menos fuerte de la vida, lo que significa una raíz en la estirpe o en la tierra. En nuestro continente de los pájaros, que decía Hudson, y de los árboles, ni una ni otra cosa han ejercido in flu jo en el alma de su habitante. La prim era plantación de árboles se hizo aquí en 1824, por una colonia escocesa, en los Montes Grandes, cerca de Buenos Aires, donde tuvo Rosas uno de sus importantes cuarteles ganaderos. En el M artin Fierro sólo se alude a la selva y, con intención compa­ rativa, al “arbolito que crece desamparao en la lom a”. La afición a la huerta y al monte de árboles de sombra y particularm ente de frutales, caracteriza aún al extranjero, y el paisano rechaza ese hábito de “gringo” como una cualidad humana de servidumbre a la casa y a la fam ilia, signos ambos de inequívoco afeminamiento. Si el paisano de la llan u ra m ira con menosprecio al hombre que se agacha para cultivar su predio, es porque el padre que alzaba su choza únicamente para dorm ir y guarecerse del viento y de la llu via vive todavía en él y lo manda. El gaucho sigue en la actualidad reducido, no cambiado, tan indomable como antes en sus sentimientos erra­ bundos. Casa y trabajos domésticos corresponden a la m ujer, pero mucho más a lo femenino, que el hombre no comprende. Observaba Hernández en su Instrucción* del estanciero;

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Las plantas form an un ramo m uy im portante, muy descuidado en la ma­ yor parte de nuestra campaña, y sobre el cual deben fija r su atención to­ dos cuantos van a poblar una e sta n c ia ... (Del) ombú, ante el cual, con permiso de nuestros lectores, vamos a dedicar algunas palabras más ade­ lante por su im portancia especial, diremos desde ya que los hielos lo m a­ tan m uy fácilm ente cuando es tierno, pues las raíces van cerca de la super­ ficie de la tierra. El sauce y el álamo requieren mucha hum edad. El sauce colorado es un excelente árb ol. El espinillo no se produce al sur. El sauce crece perfectam ente en toda la provincia. Son buenas plantas, m uy sanas y m uy útiles: el eucalipto, la acacia de albata y el p a ra ís o ... Tam bién h a ­ brá una pequeña quinta, sólo destinada para el cultivo de hortalizas nece­ sarias para la alim entación, la cual trae la ventaja de abaratarla, dism inu­ yendo la matanza de animales para proveer sólo de carne a toda la gente del establecim iento. No debe fa ltar en una estancia un cuadro o dos de alfalfa.

Ascasubi evoca un ombú, desarraigado después por el pam­ pero, en Santos Vega (canto IX): Pues ese ombú, el más soberbio que en estos campos se vió, erguido se interponía entre la tierra y el sol, cubriendo de fresca sombra

a un inmenso caserón de ochenta varas en cuadro, trabajando con prim or, de adobe crudo, tejado, y m adera superior.

M artin Fierro caracteriza por el ombú “la tierra bendita que ya no pisa el salvaje”. La estancia que Ascasubi describe (en su poema, que ubica hacia el 1800), es ya la de un extranjero: A lviértase que la estancia tenía, por descontado, buena chacra, linda quinta, un ja rd ín que era un encanto, árboles de todas layas, especialmente paraísos, y esos fragantes aromos que dan botones dorados: ricas frutas y verduras,

aves de todo tamaño, corderos gordos, lechones, conejos, y hasta pescado se agenciaba algunas veces; y, como con mucho agrado recebía a los amigos que iban allí a visitarlo, era su estancia una fonda de mogollas en verano.

Pero en el rancho, a menudo menos que en el toldo, no se cultivaban legumbres ni se plantaban árboles. Hay numerosas descripciones de ellos, coincidentes en lo fundam ental. Azara dice:

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Sus habitaciones (del campesino) se reducen generalmente a ranchos y chozas cubiertos de paja, con la puerta de palos verticales hundidos en la'

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tierra y embarradas las coyunturas, sin blanquear y los más sin puertas ni ventanas, sino cuando mucho un cuero. Los muebles son p o r lo común un b arril para el agua, un cuerno para bebería y un asador de palo; cuando mucho agregan una olla, una mesita y un banquito, sin m anteles y nada más, pareciendo imposible que viva el hom bre con tan pocos utensilios y comodidades, pues aun faltan camas, no obstante la abundancia de lan a. Por supuesto que las m ujeres van descalzas, puercas y andrajosas, a seme­ janza en todo a sus padres y maridos, sin coser ni h ila r nada. Lo común es dorm ir toda la fam ilia en el propio c u a r to ... Sus asquerosas habitacio­ nes están siempre rodeadas de huesos y carne podrida, porque desperdician cuadruplicado de lo que aprovechan'... Sus vicios capitales son una inclina­ ción a m altratar a n im a le s ...; repugnan toda ocupación que no se haga a caballo y corriendo, ju g ar a los naipes, embriagarse y r o b a r ...

V. F. López (en Historia de la República Argentina) observa, muchos años después; Plantaba (el gaucho) una choza en la rinconada de un arroyo, cerca del agua para evitarse el trabajo de acarrearla; y como los prebostes de la H er­ mandad solían tener la ocurrencia de atravesar los campos con cincuenta o sesenta blandengues, ahorcando expeditivam ente bandoleros, el gaucho te­ nía buen cuidado de levantar esa choza bajo la cubierta del bosque, entre sendas y vados que le eran conocidos, para evitar que lo encontrasen des­ prevenido, porque la justicia del rey no era m uy solícita en distinguir a los inocentes de los vagos.

La noticia de Head, siempre tan gráfico y certero, es ésta: Los ranchos se construían en la misma form a sencilla, pues aunque el lujo tiene diez m il planos y alzados para la m orada frágil del más frágil m ora­ dor, sin embargo, la choza en todas partes es igual y, por tanto, no hay d i­ ferencia entre la del gaucho sudamericano y la del “hig hland er” escocés, excepto en que la prim era es de barro y se cubre con largas pajas am ari­ llas, mientras la otra es de piedra techada con brezos. Los m ateriales de ambas son productos naturales del suelo, y las dos se confunden tanto con el color del país que a menudo es difícil distinguirlas; y como la velocidad con que se galopa en Sudamérica es grande y el campo llano, casi no se descubre el rancho hasta llegar a la p u e rta . . . El rancho generalm ente se compone de una sola habitación para toda la fam ilia, muchachos, hom ­ bres, m ujeres y chicuelos, todos mezclados. La cocina es un cobertizo ap ar­ tado unas pocas yardas. H ay siempre agujeros tanto en las paredes como en el techo del rancho, que uno considera al principio como señal singular de indolencia en la gente. En verano la m orada está tan llena de pulgas y vinchucas que toda la fam ilia duerm e afuera frente a su habitación; y cuando el viajero llega de noche y, después de desensillar su caballo, cami­ na entre esa comunidad dorm ida, puede colocar el recado para dorm ir ju n ­ to al compañero que más agrada a su fantasía: el adm irador de la inocen­ cia puede acostarse al lado de un niño dormido, el melancólico dorm itar

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cerca de una negra vieja y el que adm ira las bellezas más lindas de la Crea­ ción, puede m uy m odestamente poner la cabeza a pocas pulgadas del ído­ lo adorado. Sin embargo, nada hay que ayude a la elección, a no ser los pies y tobillos descalzos del entero grupo de dormidos, pues sus cabezas y cuerpos están cubiertos y disfrazados p or el cuero y ponchos que los ta­ pan. En invierno la gente duerm e dentro del rancho y el espectáculo es m uy original. T an pronto como la cena del pasajero está lista, se trae aden­ tro el gran asador de hierro en que se ha preparado la carne y se clava en el suelo: el gaucho luego brinda al huésped un cráneo de caballo, y él y varios de la fam ilia en asientos semejantes rodean el asador del que sacan con sus largos cuchillos bocados m uy grandes. El rancho se alum bra con luz m uy débil, em itida p or sebo vacuno y se calienta con carbón de leña; en las paredes del rancho cuelgan de huesos clavados dos o tres frenos o espuelas, y varios lazos y boleadoras; en el suelo hay muchos montones oscuros que nunca se distinguen con claridad. A l sentarme sobre éstos, cuando estaba fatigado, con frecuencia he oído el agudo chillido de un chicuelo debajo de mí, y a veces he sido dulcemente interrogado p or una joven: ¿Qué quería?” y otras veces ha saltado un perro enorm e. Estaba una vez calentándom e las manos en el fogón, sentado en una calavera de caballo, m irando el techo negro, entregándome a mis fantaseos e im aginán­ dome estar com pletam ente solo, cuando sentí alguna cosa que me tocaba, y v i dos negritos desnudos repantigándose ju n to al fogón en actitud de sa­ pos; se habían arrastrado de abajo de algún poncho y después encontré que otras muchas personas, así como gallinas cluecas estaban tam bién en el rancho. D urm iendo en los ranchos, el gallo frecuentemente ha saltado so­ bre mi espalda para cantar p o r la m añana. Sin embargo, luego que apun­ ta el día todo el m undo se levanta.

Otro rancho describió Samuel Haigh, en Bosquejos de Bue­ nos Aires, Chile y Perú: Su rancho es pequeño y cuadrado, con pocos postes de sostén y varillas de m im bre entretejidas, revocadas con barro, y a veces solamente protegido p o r cueros. El techo de paja o juncos, con un agujero en el centro para d ar escape al hum o; pocos trozos de m adera o calaveras de caballo sirven de asientos; una mesita de dieciocho pulgadas de altura, para jug ar a los naipes, un crucifijo colgado de la pared y a veces una imagen de San A n ­ tonio o algún otro santo patrono, son los adornos de su m orada. Pieles de cam ero p ara que se acuesten las m ujeres y niños y un fueguito en el cen­ tro, son sus únicos lujos. El gaucho en su casa siempre duerm e o juega; ra ­ ram ente pasamos po r un rancho donde estuvieran reunidos; pero este p a­ satiempo era para ser presenciado, y ocasionalmente un fraile con hábito sucio se veía tan serio en la partid a de juego como los demás. Si el tiempo está lluvioso, la fam ilia y los visitantes, perros, lechones y gallinas se ju n ­ tan dentro del rancho en prom iscuidad. Y cuando el humo de la leña m o­ jad a generalm ente llena la m itad del rancho, las figuras, en esta atmósfera opaca, semejan los fantasm as sombríos de Ossian. Pocos frutales se encuen­ tran cerca del rancho.

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A mediados del siglo pasado, Mac Cann observó similares cosas, y las registró en su libro Viaje a caballo: El paisano vive en una choza o rancho, construido con barro, estacas y p aja. El rancho se compone p o r lo general de dos departam entos, uno de ellos destinado a cocina, cuyos utensilios he descrito; el otro se usa como dorm itorio, y contiene dos o tres sillas y un catre o lecho. Los paisanos más pobres se sirven de una especie de plataform a dispuesta con estacas, tablas y trenzas de cuero, o bien de una piel de vaca, estirada sobre cuatro postes clavados en el suelo. Colocan encima cueros de ovejas y lo cubren todo con una m anta; suelen verse, a veces, algunas sobrecamas lim pias.

En su Viaje intelectual, Paul Groussac describe al rancho más bien como un tipo de construcción continental, el mismo desde A rgentina y Perú hasta México y San Francisco de California. No había exageración, pues, cuando M artín Fierro dijo que volvía a su rancho lo mismo que el peludo enderezaba para su cueva, ni en la descripción, para muchos caricaturesca, de la guarida del viejo Vizcacha. Ni del todo han desaparecido toda­ vía en su abandono y su miseria. En el libro M ancha y galo, de A. F. Tschiffely (1944), en que cuenta su viaje a caballo de Buenos Aires a Nueva York, apunta en el capítulo “La desolación de Santiago del Estero” : Las escasas chozas que encontré (en 1925) eran m uy pobres y los m orado­ res de tez oscura, señal de la acentuada presencia de sangre india. Es un misterio para mí cómo pueden v iv ir con tan pocas cabras. Niños desnudos jugaban al aire libre en la arena, y esqueletos vivientes de perros husm ea­ ban en busca de algún hueso entre los desperdicios. Recorrim os grandes distancias sin pasar frente a una choza ni encontrar un ser viviente, excep­ ción hecha de los cuises y alguna víbora que se alejaba, probablem ente asus­ tada po r el pesado pisoteo de los cascos de los caballos. Yo solía ver algún lagarto de b rillante color, que nos m iraba como preguntándose qué hacía­ mos a llí. Es extraño, pero abundan los zorros en esas regiones, y todavía me pregunto de qué viven, como no sea de la caza de lagartos o de las p e­ queñas cotorritas verdosas que vuelan en bandadas. Las pocas habitaciones que se encuentran bastante alejadas entre sí, son m uy prim itivas, y esto m is­ mo se aplica a la gente que vive en ellas. Cerca de la choza hay com ún­ mente un charco lleno de agua sucia y am arillenta con un fu erte sabor a sal. A fin de evitar que los animales beban más de la ración que les p e r­ m ita subsistir, se apilan ramas cortadas alrededor de este único abrevade­ ro, form ando una barrera im penetrable, y los corrales se construyen de la misma m anera. La genle obtiene el agua para sí del mismo pozo, pero a veces el líquido es filtrad o con un trapo.

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No m uy superiores, pero tampoco, si eso fuera posible, infe­ riores a los ranchos, particularm ente los que se alzaban en las fronteras, fueron los toldos de los indios. M ansilla conoció unos y otros, y la equidad de sus apreciaciones depende de que no tuvo ninguna simpatía para el indio ni para el gaucho. Consignó en su Excursión: El espectáculo que presenta el toldo de un indio es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho. Y, no obstante, el gaucho es un hom bre civilizado. . . En el toldo de un indio hay divisiones para evitar la prom iscuidad de los sexos: camas cómodas, asientos, ollas, platos, cubiertos, una porción de utensilios que revelan costumbres, necesidades. En el ra n ­ cho de un gaucho falta todo. El m arido, la m ujer, los hijos, los hermanos, los parientes, los allegados, viven todos juntos, y duermen envueltos. ¡Qué escena aquélla para la m orall En el rancho del gaucho no hay, generalm en­ te, p u erta . Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo o en cabezas de vaca disecadas. No usan tenedores, ni cucharas, ni platos. R ara vez h a ­ cen puchero, porque no tienen ollas. Cuando lo hacen, beben el caldo en ella pasándosela unos a otros. No tienen jarros; un cuerno de buey los su­ p le. A veces ni esto h ay. U na caldera no falta jamás, porque hay que ca­ len tar agua para tom ar m ate. Nunca tiene tapa. Es un trabajo taparla y destaparla. La pereza se la arranca y la bota. El asado se hace en un asa­ dor de fierro o de palo, y se come con el mismo cuchillo con que se m ata al prójim o, quemándose los dedos. ¡Q ué triste y desconsolador es todo es­ tol Me parte el alm a tener que decirlo. Pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones.

T am bién parecería indicar la identidad del toldo y del rancho M artín Fierro cuando le dice a Cruz: Fabricaremos un toldo, Como lo hacen tantos otros, Con unos cueros de potro, Que sea sala y sea cocina. ¡T a l vez no falte una china Que se apiade de nosotros! (2239-44). La identidad de aspecto y de sentido fue advertida también por Sarm iento (en La educación popular): Quien haya estudiado en nuestras campañas la form a del rancho que habi­ tan nuestros paisanos, y aun alrededor de nuestras ciudades como Santiago (de Chile) y otras los huangalíes de los suburbios, habrá podido compren­ der el abismo que separa a sus moradores de toda idea, de todo instinto y todo medio civilizador. El huangalí nuestro es la toldería de la tribu sal­ vaje fijad a en torno de las ciudades españolas, encerrando para ellas la mis­ ma amenaza de depredación y de violencia que aquellas movibles que se clavan tem porariam ente en nuestras fronteras.

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LOS TOLDOS La vivienda del indio, cuando asentaba el campamento en las llanuras, se instalaba acumulando en ella objetos diversos, muchos obtenidos en los malones, otros adquiridos por trueque. Los cronistas que visitaron esas poblaciones precarias y visitaron los toldos coinciden en señalar el interés de las mujeres por los adornos y la acumulación de utensilios, en cuanto les era posi­ ble. Disponían a menudo de esclavas blancas —las cautivas— para los trabajos domésticos. En su obra ya citada dice Mac Cann: Las habitaciones de estos indios son chozas o tiendas llam adas toldos. Los toldos se form an con cueros de potro cosidos unos a otros con hilos de ten­ dones; el toldo se compone de dos partes o piezas y cada una está form ada por seis u ocho cuerpos. Para levantar el toldo, las mujeres se encargan de clavar los horcones en el suelo con travesaños de maderas o cañas, y p or encima extienden los cueros. A veces dejan una abertura en el techo para que salga el hum o y p or ella se cuelan el frío y la llu via cuando hace mal tiem po. Suelen d ivid ir el toldo, interiorm ente, en dos compartim ientos, se­ gún el núm ero de m ujeres que lo habitan: la división consiste en un cuero de yegua suspendido del techo. Las camas se componen de dos o tres cue­ ros de ovejas y los cobertores o llycas son pieles de otros animales: estas p ie­ les, untadas siempre con grasa de potro, tienen un olor insoportable. El aspecto exterior de los toldos es feísimo y el in terio r sucio y repugnante, porque sus m oradores arrojan los desperdicios de la comida po r doquiera, quedando estos a veces sobre las camas y ropas en estado de putrefacción. En suma: viven un género de vida abom inable, difícil de describir. Las ca­ bañas se levantan en grupos de tres, seis u ocho, donde viven los caciques y sus guardias. De ordinario, las tolderías están en las márgenes de los ríos y arroyos; en las cercanías se hallan las haciendas y campos de pastoreo.

Barbará (en Usos y costumbres de los indios pampas) coin­ cide en la descripción de Mac Cann. Explica: Las habitaciones de nuestros indígenas son de pieles de caballo, cosidas unas a otras p or medio de cuerdas. D ividen en dos paños la sábada de p ie­ les y cada uno se compone de seis u ocho. Las m ujeres son las que tienen la obligación de arm arlas, toda vez que mudan campo, y lo hacen de este modo: Ponen unos palos, clavados a sus fuerzas (no usan macetas ni otro instrum ento que sus manos), de m enor a mayor, para que tengan caída las aguas. Sobre las horquetas de los horcones colocan unas varillas o sogas bien tirantes, y así aseguran el armazón, sobre el cual tienden la techum bre de pieles, quedando form ado el toldo. Algunos de éstos tienen la figura de un

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triángulo irregular, otros la de una campana, y los más son cuadrados. Es feísima la perspectiva que presentan estas habitaciones, y su interior no es otra cosa que una cloaca inm unda, teniendo, muchas veces que he pasado cerca de ellas, que llevar un pañuelo a la nariz. Las divisiones que hacen dentro del toldo son según el núm ero de las m ujeres que lo habitan; pero no se crea que estas divisiones son con arreglo a lo que exige el pudor; le ­ jos de eso, no hacen más que deslindarlas unas de otras con sólo la piel de un caballo o colocando una m anta en la varilla horizontal que queda en los horcones. En lugar de colchones, usan la piel del ganado lanar; sus cu­ biertas son llycas de guanaco, zorros, vizcachas, liebres y otra infinidad de anim ales. I'orman de todas estas pieles, cosidas unas con otras, un qu illan ­ go, siendo algunos tan particulares que no desdeñarían nuestras bellas p o ­ nerlos delante de sus sofás para los pies.

Especial interés tuvo M ansilla en detallar la forma, aspecto y uso de los toldos: El de Caniupán estaba perfectam ente construido. Sus mujeres, sus chinas y cautivas, lim pias. Cocinaron con una rapidez increíble un cordero, h a ­ ciendo puchero y asado, y me dieron de com er. El indio hizo los honores de su casa con una naturalidad y una gracia encantadoras. Me habría que­ dado allí de buena gana un par de días. Los cueros de carnero de los asien­ tos y camas, las mantas y ponchos parecían recién lavados; no tenían una mancha, ni tierra ni abrojos. Me presentó todas sus mujeres, que eran tres; sus hijos, que eran cuatro, y varios parientes, excepto la suegra, que vivía con él; pero con la que, según la costumbre, no podía verse, porque, como me parece haberte dicho antes, los indios creen que todas las suegras tie­ nen gualicho, y el modo de estar bien con ellas es no verlas ni oírlas.

Y en otro lugar:

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El toldo de Epumer distaba un cuarto de legua del de M ariano R o s a s ... No tiene más que una m ujer, cosa rara entre los indios, y la quiere mucho. Vive bien, con lujo; todo el m undo llega a su casa y es bien recibido. A mí me esperaban hacía rato. El toldo acababa de ser barrido y regado; todo estaba en orden. Epumer estaba sentado en un asiento alto, de cuero de carnero y m antas. E nfrente había otro más elevado, que era el destinado para m í. Las chinas aguardaban de pie, con la comida pronta para servir­ la a la prim era invitación. Las cautivas atizaban el fu e g o ... La conversa­ ción roló sobre las costumbres de los indios, pidiéndome disculpas de no poder obsequiarm e en razón de su pobreza, como yo lo m erecía. Un cris­ tiano bien educado, modesto y obsequioso, no habría hecho m ejor el aga­ sajo. Epum er me presentó su m ujer, que se llam aba Q uintuiner, sus hijas que eran dos, y hasta las cautivas, cuyo aire de contento y de salud llamó grandem ente mi atención.

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En el libro La conquista del Desierto, Doering y Lorentz., observaron que cerca de la población se hallaban tres tolderías de indios sometidos, una de ellas gobernada po r el cacique M anuel Grande. Estaban form adas p or modestas chozas construidas de tierra, cortaderas, varas de m adera y cueros. En todas partes se obser­ vaba la m ayor pobreza y miseria, a pesar de que las gentes recibían, según nos decía el general Roca mismo, racionam iento m ilita r. El indio, tenien­ do lo más necesario, no se preocupa de nada; no es un elemento de cu ltu­ ra y en contacto con el blanco m archa a un rápido e inevitable fin . Las mujeres, con el cabello negro y lacio, andaban de aquí para allá; los hom ­ bres se encontraban, según se decía, generalmente en las filas del ejército.

La descripción de un toldo que hace M ansilla en el capí­ tulo xxxv de su obra, diario de su campaña diplomática, agrega algunos detalles que se encontrarán en el M artin Fierro: Un toldo es un galpón de m adera y cuero. Las cumbreras, los horcones y costaneras son de madera; el techo y las paredes de cuero de potro co­ sido con vena de avestruz. El m ojinete tiene una gran abertura; p or allí sale el hum o y entra la ventilación. Los indios no hacen nunca fuego al raso. Cuando van a un m alón tapan sus fogones. El fuego y el hum o tra i­ cionan al hom bre en la pam pa: son sus enemigos. Se ven de lejos. El fu e­ go es un fa ro . El hum o una atalaya. Todo toldo está dividido en dos sec­ ciones, de nichos a derecha e izquierda, como los camarotes de un buque. En cada nicho hay un catre de madera, con colchones y almohadas de p ie­ les de carnero; y unos sacos de cuero de potro colgados en los pilares de la cama. En ellos guardan los indios sus cosas. En cada nicho pernocta una persona. De la teoría de Balzac sobre los lechos m atrim oniales, los indios creen que la m ejor para la conservación de la paz doméstica es la que acon­ seja camas separadas. Como ves, el espectáculo que presenta el toldo de un indio es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho. Y, no obstante, el gaucho es un hom bre civilizado. ¿O son bárbaros? ¿Cuáles son los verdaderos caracteres de la barbarie?

LOS FORTINES Interm ediario entre el pueblo y el toldo o el rancho, estaba el fortín. Toda clase de miserias —las heroicas y las pecunia­ rias— se conocían allí. M artín Fierro lo define como plaga, y le tenia más miedo el gaucho que a la intem perie y a la pelea con los indios. La descripción somera que hace D anvin, en M i viaje alrededor del mundo, de la ciudad de Bahía Blanca

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a poco de fundada, corresponde a lo que era un fortín, en todo sentido: Bahía Blanca apenas merece el nom bre de pueblo. Un foso profundo y una m uralla fortificada rodean algunas casas de los cuarteles de tropa. El gobierno de Buenos A ires ha ocupado injustam ente esos terrenos por me­ dio de la fuerza (año 1828).

Samuel Haigh explica cómo se formaban: El modo de hacer las fortificaciones merece anotarse por su singularidad. Se plantan juntas tunas que crecen veinticinco o treinta pies de alto, fo r­ mando círculo, y dentro de este recinto se guarecen los habitantes del ra n ­ cho; a veces hay una zanja rodeando estas defensas. Como los indios van ar­ mados solamente con arcos y flechas y lanzas largas, no pueden hacer daño alguno. Los gauchos tienen, generalmente, mosquetes, y pueden hacer fue­ go con seguridad detrás de sus fortines vegetales imposibles de rom per con caballos y hom bres. Se me ha dicho que los indios a veces se acercan jin e­ teando a la zanja, profiriendo alaridos de guerra y cabriolean en son de bu rla con destreza fa n tá stic a ... Algunos de los fortines, en la época colo­ n ial, se hallaban provistos de cañoncitos, ahora tan viejos y picados que, creo, si se hiciera fuego con ellos probablem ente fueran víctimas los ar­ tilleros .

G uillerm o Enrique Hudson recuerda, en Una cierva en el Richm ond Park, escenas de la vida m ilitar en la campaña donde nació: En aquella época (recuerda sesenta años después) la frontera estaba prote­ gida p o r una línea de pequeños fuertes construidos de adobe, contando ca­ da uno con una guarnición de cuarenta a sesenta soldados o gauchos arm a­ dos de sables y carabinas, y estos fuertes se encontraban a distancia de cin­ co a diez leguas uno de o tro . Cuando invadían, los indios separaban sus fuerzas en grupos e irrum pían en una m archa furiosa en varios y diferen­ tes puntos am pliam ente separados. Con rápidos movimientos saqueaban las estancias de más afuera, m atando y tomando cautivos, quemando casas y jun tan do todo el ganado y los caballos que podían agarrar, y volvían con el botín otra vez al desierto, apartándose de sus enemigos, pero peleando cuando los encontraban.

Uno de los más célebres de estos fortines fue el de Nueva Roma. El nombre indica ya su origen itálico. Era comandante allí su fundador, un tal O livieri, que disponía de un batallón de compatriotas, enganchados, por los que el gaucho sentía es­ pecial desprecio y encono. Hallábase destacado allí, a las órde­

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nes de O livieri, Santiago Calzadilla, autor del libro Las bel­ dades de mi tiempo, a quien pone preso y envía en esa condi­ ción a Buenos Aires. Este es un dato que consigna Zeballos en Callvucurá. Los soldados de Calzadilla llam aban “napoli­ tanos” a los de O livieri, y a éste “el rey Bomba”. Dieciséis sargentos fueron arrojados a una caverna que había hecho cavar el Comandante, cuando apresó a Calzadilla. Cuando la Campaña del Desierto, de Roca, existía todavía el fortín. R e­ migio Lupo, que acompañó al general como cronista, escribió en La conquista del Desierto: En Nueva Roma acampamos frente al Fortín, enclavado en la falda de va­ rios cerrillos bastante elevados. Su posición es, pues, interesante. Este fo r­ tín se halla situado en el mismo paraje, según datos que he adquirido, don­ de el comandante O livieri fundó en 1851 la "Colonia M ilitar A grícola”, que bautizó con el mismo nom bre que aún conserva este fo rtín y también en donde en 1859 asesinaron a ese infortunado j e f e . . . Del comandante O li­ v ie r i ... se contaban las cosas más extraordinarias, sin respeto a su m em o­ ria. Hablábase de su crueldad para con los soldados que componían la co­ lonia: crueldad que llegó hasta hacer construir pozos profundos y oscuros subterráneos, donde encerraba a sus subordinados, sometiéndolos a crueles tormentos. Decíase que los que caían en aquellas lóbregas prisiones p e r­ manecían allí días enteros, alimentándose con trozos de carne que les h a ­ cía arrojar por la boca de los pozos.

Cada fortín tenía un foso que lo rodeaba, pero la línea de fortines a su vez estaba protegida por una zanja que se extendía unas quinientas leguas, desde M elincué hasta el Fortín Argentino, cerca de Bahía Blanca. Fue la empresa más fantástica de toda la ingeniería y la estrategia de fortificacio­ nes que se conoce en la historia universal. Se construyó du­ rante la presidencia de Sarm iento y Avellaneda, acaso conce­ bida por Adolfo Alsina, cuya aversión a los indios hizo de su actuación una pesadilla obsesiva. Delenda Cartílago pudo ser su lema, aplicado, m atatis mutandis, a nuestra empresa ro­ mana de concluir con el enemigo m ortal del país. Cuentan Doering y Lorentz, que en calidad de botánicos y geógrafos acompañaron al general Roca: Llegamos a la zanja y m uro de más de cincuenta (sic) leguas de largo que había mandado construir el anterior Ministro de G uerra, doctor A dolfo Alsina, para con ellos proteger la frontera avanzada contra los indios. La

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seguridad consistía principalm ente en que los indios no enseñaban sus ca­ ballos a saltar y franqu ear obstáculos de cierta altura; por consiguiente, de­ bía la ancha y profu nd a zanja lo mismo que el m uro bastante alto opo­ ner considerables dificultades a sus in vasio n es... La zanja acompaña, co­ mo queda dicho, la fro n tera guarnecida densamente con fortines y de ca­ da uno de ellos se despachaba todas las mañanas una patrulla, que debía revisar el trecho correspondiente al respectivo fortín {La conquista del Desierto).

Tam bién Remigio Lupo, en su libro del mismo título, comentó así esa famosa obra de romanos, o de chinos; Los campos que ocupa y que lo rodean (Sierra de Currum alán) son exce­ lentes: al oeste corre la célebre zanja, que se extiende a la izquierda hasta B ahía Blanca. He visto la zanja, la he tocado con mis propias manos y me he convencido hasta la evidencia de la justicia con que fué censurada su construcción, y de cómo se ha despilfarrado el dinero en obra tan ineficaz como in ú til. La zanja no existe; de tal no tiene sino un nom bre im propio. Es una excavación de dos varas de ancho por una profundidad que no es m ayor de una cuarta. Juzgue usted por esto cuán grande sería el obstáculo a las invasiones de los indios con esa famosa invención, que no dejó de costar buenos miles de pesos. . . Unos pocos indios con su lanza pueden en menos de un cuarto de hora d errib ar una gran parte de ese parapeto, para en trar y salir librem ente con el arreo arrebatado en nuestras poblaciones fronterizas. Le repito a usted que la segunda edición de la m uralla china fué una invención ridicula, costosa e ineficaz en todo punto.

M ucho más grave que el sistema absurdo de defensas lu­ cubrado contra el indio fue el sistema de corrupción que resultó de concentrar tropas en los fortines. Constituidas por indivi­ duos maleantes llevados como castigo, y por paisanos sin ocu­ pación o sacados por la conscripción de las estancias, se haci­ naban, ociosos, en esos campamentos que no eran otra cosa que focos de toda clase de escándalos, aunque dieran origen a futuros pueblos. Dice, en su libro Ante la posteridad, el general Francisco M. Vélez: Fácilm ente se supondrá q u e ... un sistema de servicio m ilitar tan defi­ ciente como el q u e ... se hacía en las fronteras, era origen de irregularida­ des de todo orden; que, p or parte de la tropa, la disciplina 110 existía en el sentido real, el derecho de propiedad se respetaba poco y que, en gene­ ral, los principios de la m oral eran tan raram ente tenidos en cuenta como los de la higiene, dando todo ello lugar a reprensiones no siempre regla­ m entarias ni m edidas. Sin embargo, una virtu d m ilitar habíase impuesto como ley absoluta en la conciencia de aquellos hombres de hierro..,: el valor.

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Un cuadro muy expresivo de esa vida miserable en los fortines dejó Remigio Lupo en sus correspondencias al diario La Pampa (que editó el M artín Fierro), y que form a parte del libro ya citado: Este Fortín (Rivadavia) es el más miserable de los que llevo hasta ahora conocidos, y me atrevo a asegurar que en tal sentido ninguno lo supera de todos los que existen en la vastísim a línea de fronteras. Ni siquiera tie­ ne una choza miserable que dé albergue y pro teja contra el viento, la llu ­ via, el frío o los crueles calores del verano, a los dos infelices soldados que le guardan, perdidos allí, en medio del desierto, como centinelas avanza­ dos de una civilización que olvida sus sacrificios, hasta el pum o de no p a ­ garles corrientem ente sus sueldos y no levantarles ni una ram ada d o n d ; puedan guarecerse. Más todavía: que ni siquiera prem ia sus afanes prove­ yéndoles de los alimentos indispensables para no m orirse de ham bre. “¿Por qué tienen ustedes aquí esta cantidad de perros?”, preguntóles al ver una jau ría de perros flacos que p or allí andaban. “Ellos nos conservan la vida, señor. H ay veces que nos faltan las raciones y entonces comemos los anim a­ les que estos perros nos ayudan a cazar” . Desgraciadamente, esta escena de dolor la he visto repetida en muchos de los demás fortines por donde he pasado, y duele contem plar el abandono en que se deja a esos valientes sol­ dados, que todo lo sufren con santa resignación, y cuyo carácter es tal que convierten sus penas en objeto de sus propias alegrías.

El m al no consistía únicamente en los sistemas de cons­ cripción ni en la arbitrariedad con que los aplicaban. Era más profundo; estaba en el cuerpo mismo del ejército. Escri­ bió Hernández en El R ío de la Plata, el 22 de agosto: Tropas de línea, bien organizadas, con jefes m orales y probos a la cabeza, vendrían a resolver esa gran dificultad, a asegurar en verdad las fronteras constantemente amenazadas de las depredaciones de los indios, y a ab rir un horizonte inmenso al porvenir de nuestra ca m p a ñ a ... Es necesario que los ejércitos de fronteras no sean ya los campamentos del ocio y de la corrup­ ción. La vagancia es la causa de males inmensos, que se han desplomado sobre nuestra c a m p a ñ a ... Los ejércitos de fronteras no sólo deben tener armas: deben estar además m unidos de instrumentos de trab ajo. No sólo deben salvar a la campaña de las invasiones de los indios sino que deben fructificar la tierra que pueblan, apropiándola a su existencia y bienestar.

La tentativa de salvar de su relajam iento al ejército, cuya tropa daba simplemente el cuadro panorámico del soldado en el fortín, hecha por Sarm iento en los años 1870 y 1872, al fundar el Colegio M ilitar y la Escuela Náutica (Naval), no remedió ese estado de cosas, agravado con la desmovilización

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de los batallones enviados a la guerra del Paraguay. El re­ crudecimiento de las campañas contra el indio, que comien­ zan en esa época y duran casi diez años, indica el plan de ocupar en tareas profesionales a los jefes y las tropas. Esta empresa desdichada, m antenida durante toda la presidencia de Sarm iento y gran parte de la de Avellaneda, concluye vic­ toriosamente en la Campaña del Desierto de Roca, y es im­ posible no ver en esos vastos despliegues de fuerzas otra cosa que la necesidad de ahuyentar el peligro de un ejército sin program a de acción, además del proyecto de apropiarse de las tierras y las haciendas del salvaje, con que se satisfacían las demandas de botín por los jefes que no habían obtenido nin­ guno en el Paraguay. Era una form a de recompensa, eviden­ temente, como m uy pronto quedó demostrado. G ran parte de la miseria en que se hundían los fortines y sus gentes se debía al plan insensato de defensas, otra parte a la desorganización de todas las obras que emprende el go­ bierno, aun en las m ilitares, y otra a la venalidad de los jefes de tropa que, al mismo tiempo que cumplían su misión pro­ fesional, especulaban apropiándose de las haciendas y de los sueldos de los soldados. Todo esto está intergiversablemente expuesto en el M artin Fierro. Todo esto está, además, en el plan de denunciar esos crímenes por el autor. Comenta Tiscornia, en su edición del Poema: La tradición lo tiene (al fortín), en efecto, como asiento de todas las la ­ cerias y amarguras del soldado. Los hechos históricos no la desmienten. Testigo de m ayor excepción, el coronel Barros tuvo que soportar, en 1809, la vida de los fortines y poco después escribía: “Siendo yo jefe de la fro n ­ tera del sur de Buenos Aires, hace tres años, la guarnición contaba de unos pocos gauchos desnudos, m al armados, cumplidos en triple tiempo de su obligación y absolutam ente impagos. Los pocos oficiales que quedaban eran acreedores a los haberes de veinticuatro meses. En esa situación se presen­ ta el comisario pagador y todos olvidan las miserias p a sa d a s... Pero el co­ misario les llevaba un cruel desengaño: el gobierno había resuelto dejar lo atrasado para pagarlo en mejores días y el comisario les llevaba el valor de los dos últim os meses devengados. La tropa bajó la cabeza y guardó si­ lencio. Los oficiales me m anifestaron la im posibilidad de continuar en ser­ vicio” (Frontera, 69).

Y continúa Tiscornia:

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En octubre de 1871 don Emilio Castro, gobernador de la provincia, decía en carta al m inistro de la guerra don M artín de Gaínza: “Es doloroso ver cómo son tratados los infelices a quienes les toca hacer el servicio en la frontera. Estoy seguro de que el procedim iento observado p o r los jefes de frontera no es arreglado a las disposiciones del gobierno, ni en cuanto a la alim entación y raciones de entretenim iento. T e llam o, pues, la atención sobre este asunto y no dudo que pondrás remedio a este escándalo” .

Leemos también La vida de un soldado, del general Fotheringham: No era cuestión de un día o dos sin comer: de un mes o dos sin sueldo: de estaciones sin vestuario: de fatiga excesiva por un tiempo lim itado. Era una “vid a” de tarea de día y de noche: una "vida” de fatiga, de m ala co­ mida, de vestuario de invierno en verano y de verano en invierno p or dos o tres años; y en cuanto al pago de haberes ni se pensaba en ello, pues no se efectuaba, puede decirse, nunca. Y como la costumbre hace ley, esas “pe­ queñas” privaciones no se notaban. Era un estado n atu ral fisiológico: un brusco cambio favorable, tal vez hubiera sido hasta pernicioso.

Lo cita el general Vélez, en Ante la posteridad, y agrega: Parece esto demasiado para ser cierto; sin embargo, el glorioso veterano, guiado por su estoicismo de soldado e intenso afecto a la p atria de su adop­ ción, se queda corto todavía en relación a la realidad. Como el proveedor no entregaba los suministros en el tiempo y cantidad que eran necesarios, las tropas debían asegurar por sí mismas la obtención de las subsistencias para personal y ganado, al mismo tiempo que construían o refeccionaban sus alojamientos y los dotaban con las consiguientes obras de defensa pasi­ va. De ahí que la tropa, en los fortines mayores, estuviera regularm ente di­ vidida en “cortadores de m aterial”, agricultores para cultivar cereales y fo ­ rrajes, “albañiles”, “obreros constructores” de viviendas, depósitos, corra­ les, potreros, etc., piquetes para el pastoreo del ganado y patrullas de en la­ ce con los fortines menores; m ientras que en éstos, donde los recursos de aprovisionamiento llegaban con m ayor dificultad o, como dice el general Fortheringham , “no llegaban”, se organizaban sistemáticamente partidas de caza con la tropa veterana, al efecto de proveer de carne al puesto y con­ seguir cueros y plum as con cuyo valor se adquiría yerba y tabaco.

Hermosísimas páginas sobre la vida en fronteras ha escrito Hudson, que fue soldado algún tiempo en el sur de la pro­ vincia. Están en El ombú, que es un cuento casi totalmente elaborado con materiales vivos recogidos en su experiencia de la llanura. Dice que, después de haber acometido las tropas a los indios, derrotándolos,

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empleamos dos días en recoger el ganado y los caballos que pasaban de diez mil, dispersos en todas direcciones, y luego, con nuestro botín, em prendi­ mos el regreso y llegamos al Azul hacia fines de agosto. A l día siguiente la fuerza fue dividida en los varios contingentes de que se componía y cada uno de ellos hubo de ir a casa del coronel para recibir su paga. El contin­ gente de Cliascomús fue el últim o que hubo de presentarse. Cada uno de nosotros — siempre es el viejo Nicandro quien habla — recibió dos meses de sueldo. Después de eso el coronel Barboza, nos dió las gracias por nues­ tros servicios, nos ordenó entregar las armas en el Fuerte y regresar a nues­ tros distritos, cada cual a su casa. “Hemos pasado algunas noches frías en el desierto, vecino N icandro”, me dijo Valerio sonriente; “pero no nos ha ido tan m al comiendo carne de caballo cruda; y ahora para m ejorarnos nos han dado d i n e r o ...” Pero los demás que salían del Fuerte se quejaban en alta voz del modo como se los trataba. Valerio les reconvino diciéndoles que se portaran como hom bres y le dijeran al coronel que no estaban con­ tentos y que si no querían hacer eso, callasen. “Vamos, Valerio, ¿quiere us­ ted hablar por nosotros?”, le dijeron. Valerio consintió. Todos tomaron sus arm as'y se dirigieron con él a casa del coronel. Barboza escuchó aten­ tam ente lo que se le decía y contestó que la exigencia era ju sta. D ijo que los prisioneros y el ganado habían sido puestos a cargo de un oficial nom ­ brado por las autoridades para ser vendidos en pública subasta dentro de pocos días. Pidió que volvieran al Fuerte y entregaran sus armas, y que le dejaran a Valerio para que le ayudara a preparar la petición form al de la parte que les correspondía en el botín. Nos retiram os dando vivas al coro­ n el. Apenas hubimos entregado las armas en el Fuerte, cuando se nos o r­ denó perentoriam ente que ensilláramos nuestros caballos y que nos alejára­ mos. Emprendí la m archa con los demás, pero al ver que Valerio no llega­ ba, m e volví al Fuerte en su busca. He aquí lo que había sucedido: A l h a ­ llarse solo en poder de Barboza, éste le había hecho quitar sus armas, or­ denándoles a sus hom bres que lo sacaran al patio y lo desollaran vivo. Los hom bres vacilaban en cum plir una orden tan cruel, y esto le dió tiempo de h ab lar a V alerio: “Coronel, dijo, la tarea que usted les impone a estos infelices es muy dura, y cuando me hayan desollado mi piel de nada le servirá a usted ni a ellos. Mándeles usted que me lanceen o que me corten el pescuezo y yo aplaudiré la clemencia de usted” . “Ni te desollarán ni m orirás, contestó el coronel, porque adm iro tu valor. Sáquenlo, m ucha­ chos; ténganlo entre estacas y denle doscientos azotes. Luego arrójenlo al camino para que se sepa que su conducta de rebelde ha sido castigada” . La orden obedecida, Valerio fué arrojado en mitad del camino. Un buho­ nero vecino lo vió allí tendido, insensible e inm óvil. Los caranchos carni­ ceros revoloteaban sobre él atraídos por su cuerpo desnudo y ensangren­ tado. A q uel buen hom bre lo recogió y cuidaba de él cuando yo regresé. Lo encontré tendido boca abajo sobre un m ontón de mantas, atormentado por dolores horribles; pasó una noche de terribles sufrimientos; al ama­ necer insistió en em prender viaje inm ediatam ente para Cliascomús.

En su verdadero escenario, los relatos de M artín Fierro y de Picardía —si no son uno, duplicado—, adquieren todo su

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bárbaro significado de una etapa de la conquista del Desierto y del comienzo de nuestra era de la prosperidad. Literalmente, estas penurias son relatadas por M artín Fierro y por Picardía. Tampoco faltan en el Poema los castigos cor­ porales (625-798; II, 3 5 8 9 - ,. .3886, y 271-6 y 835-88 de la Ida).

b]

Los

h a b i t a n t e s : L a s L u c h a s C o n t r a e l I n d io

EL PRO BLEM A DEL INDIO En el problema del indio deben verse tres fases: a) la de los hechos: situación del indio al comienzo de la Conquista, en sus luchas para sobrevivir y salvar su status y en su some­ timiento o extinción; b) la de las crónicas, donde en diversas formas se documenta el problema del indígena en relación con la cultura y la civilización; c) la de la literatura, como vivencia histórica y hum ana de ese acontecimiento extraordinario, que es lo que condiciona nuestro sentido de la realidad americana. Este últim o aspecto nos interesa aquí, si se le puede considerar de modo que señale la evolución del sentimiento del escritor hacia el indio como ser humano, protagonista de un drama que el historiador no racionaliza ni sensibiliza. En el mismo plano que Cieza de León. Las Casas y Díaz del Castillo está Ercilla. Este autor, en la postura del cronista, fija para la poesía el canon de una antítesis que Sarmiento llegó a revalidar para la historia: la barbarie representada por el indígena y la civili­ zación representada por el conquistador. Es un eco de la con­ cepción religiosa de la vida que inspiró las alegorías del Mahabharata y del Ram ayana y la guerra de Ormuz contra Ahrim án. Prevalece tal antítesis en toda nuestra literatura, desde La cau­ tiva hasta el M artin Fierro, con una declinación peyorativa que finalm ente reduce al indio a un salvaje feroz digno de desprecio. Es Echeverría quien lleva a la poesía ese tema, después de la R evolución, olvidado en los años de convivencia más o menos tranquila. En La cautiva se ha borrado todo recuerdo de la antigua grandeza heroica que encontramos en La Araucana y hasta de la participación de las tribus en las guerras de la Emancipación, pudiendo considerarse al poema encuadrado en la opinión pública que dio a la campaña de Rosas las magni­ tudes de una apoteosis. Ya el indio form a hordas de criminales y borrachos, sin ningún vestigio ni conato de hum anidad ni de civilización. Los temas principales de su poema: la cautiva, el

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festín (malón), la pelea con el cacique, el regreso, se encontrarán en el Santos Vega y en el M artín Fierro. Echeverría prescinde, en su realismo de difícil avenim iento con su exaltado rom anti­ cismo, de toda obra literaria anterior, y su designio es estigma­ tizar la barbarie con un concepto europeo de los bienes abso­ lutos de la civilización. Forja, como buen byroniano, un poema espectacular, y determ ina una actitud de repudio que nuestra literatura ha conservado con la misma vehemencia como ca­ rácter prominente. Responde esa obra poética a su plan político, donde el indígena no es considerado ni siquiera como problem a, elaborándose un plan de reorganización del país sobre la base de una población y de un territorio aptos para entrar de inm e­ diato en las formas de una civilización completa y madura. La cautiva fue el fallo inapelable de condenación del indio antes de que se exarcebara su ferocidad por el trato inicuo a que se le sometió, precisamente por la irracional política de los pros­ criptos, que al repatriarse consideraron que con la caída de Rosas todos los males habían desaparecido. El fenómeno curioso que me interesa señalar ahora es el de los escritores, cuya misión específica queda subordinada a los planes políticos de los gobernantes, im prim iendo a la obra literaria el mismo tono condenatorio y desdeñoso de los in for­ mes oficiales. Aparte declaraciones de algunos misioneros, na­ die tuvo conciencia del problem a del indígena acosado siste­ máticamente y despojado de sus haciendas y sus tierras, unos y otros en la misma ley de violencia y de odio. Caudillos y ca­ ciques empleaban las mismas tácticas, sin que jamás se acusara a los blancos de sus propios crímenes. El sentido de la verdad y hasta la concepción entera de la realidad quedó falseada no sólo para la literatura, sino también para la historia. La ven­ ganza más terrible del indio —su victoria— ha constituido en dejarnos habitar un mundo sin indulgencia para los miserables, sin delimitación precisa entre lo justo y lo injusto, lo digno y lo indigno, el poder y el derecho, lo auténtico y lo apócrifo. Mundo que por no haber tenido conciencia del problem a del indio ahora se debate sin encontrar solución a sus “problemas indígenas”. M undo sin poesía y sin realidad, sin otro pasado que el que se ha hecho para vivir sin cargos de conciencia y sin necesidad de m irar de frente su imagen verdadera.

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Estas observaciones equivalen a afirm ar que la posición ad­ versa de Eclieverría fija el canon de repudio al indio y de eli­ m inación de im portantes factores de sensibilidad y de racioci­ nio en la estima de nuestra vida nacional; pero no quiere decir que L a cautiva influya en la formación de ese pathos y ese cri­ terio. Lo cierto es que Echeverría refleja a su vez un estado de ánimo ecuménico desde la llegada de don Pedro de Mendoza, y que los Viajes de Schmidl fijan ya ese canon. Este fenómeno de solidaridad de la literatura con la política y ios intereses artísticos y sociológicos con los de los estancieros y jefes de tropa no tiene paralelo en ningún país de Iberoamérica. Acaso únicamente en los Estados Unidos, con su despiadada conquista del Oeste, hasta los recientes novelistas “removedores de estiércol” según la frase del bismarckiano Theodore Roosevelt, el problem a del indio ha permanecido extraño a la honradez intelectual. Nosotros podemos individualizar en Eche­ verría, si no al prom otor de un realismo incompleto que se­ para y condena “lo desagradable”, sí al que consigue polarizar el descontento general de sí misma de una población que du­ rante siglos vivió desarraigada, y el odio a un mundo en que para sobrevivir tenía que estar alerta. Y para prosperar aispuesto a todo género de arbitrios. Pero la cuestión de saber por qué hubo de ser el mismo hom bre que se levantó .contra el dom inio español el que había de tratar al indígena con m ayor saña que el mismo conquistador, corresponde a otro orden de averiguaciones. No se puede explicar ese hecho, que repercute en la cultura entera del país, sino integrándolo en un estudio de nuestra psicología social. Los problemas del indio son ante todo problemas psicológicos, y en segundo término históricos y económicos. Por eso precisamente la literatura no ha podido adoptar un punto de vista propio, como si los de­ beres del escritor fueran los mismos que los del sargento y del capataz; como si una convención ecuménica contra “lo desagra­ dable” en la historia alcanzase también a la poesía. Pues la misma tendencia a elim inar lo inferior y a crear una historia sicut Plutarco, se m anifiesta en las letras cuando el indio com­ parece con atributos alegóricos. Ya el Himno salta por sobre la realidad para evocar los númenes del inca. Lo más sencillo ha

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sido, sin embargo, encapsular el problem a del indio en el tabú de nuestro complejo de inferioridad. Tampoco en la historia figura ese capítulo; es preciso buscar los materiales en las crónicas de frontera, escritas por amanuences asalariados por el gobierno, pues son los únicos que se conservan. A llí la conducta del blanco es paliada o puesta en contraste con la del indio, siempre peor. Escribía el Padre Salvaire al coronel Levalle (el 30 de setiembre de 1874): Los malos y siempre más malos ejemplos de la casi totalidad de los cris­ tianos que viven en las inmediaciones de los indios destruyen, p o r una p a r­ te, lo que p or otra intentan los misioneros establecer con sus instrucciones

Y en el inform e del 3 de octubre al Arzobispo: La corrupción entre los cristianos de la frontera ha llegado a tal punto, que un día he oído a una m ujer india e infiel echar en cara a un h ijo su­ yo, el cual se iba entregando a malas costumbres, estas increíbles pero te­ rribles palabras, que ellas solas bastan para la demostración de mi propo­ sición: “H ijo, eres deshonesto como un cristiano”.

La historia está expurgada de aquellas escorias, pero aquellas escorias son el sedimento de tres siglos de nuestra vida nacional. Pueden faltar en los libros sin que los lectores perciban el hiato, pero forman parte del texto de la realidad en que los niños aprenden a pensar antes de que se les mande a la escuela.

LAS T R IB U S Con la lectura del Poema no se tiene idea ni aproxim ada del poderío ni de la m agnitud de la población indígena. Más de la mitad del país estaba ocupada por ella en 1872, y sus habitantes sumaban muchas decenas de millares, en distintas tribus; y todas, directa o indirectamente, confederadas en un im perio que comprendía también vastas regiones de Chile. Las zonas y los caciques principales eran: En las márgenes del río Negro, las tribus de C albouquirque, Callón, Thurén, Acrú-Agé, Yanguelén, Rondeau y sus herm a­ nos M elín y A lún, N ahuel Q uintín, M ilá Pulqui y otras;

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En las márgenes del río Colorado, las tribus de Chuqueta, Chocorí, Calfucurá, jefe de la Confederación, uno de cuyos cam­ pamentos más poderosos estaba en Salinas Grandes, a cargo de los jefes C atriel “el V iejo ”, Cachul, R aipil, Carupán, Cañum il, Namuncurá, Pichicurá, Baigorrita, Pincén, T rip ilao y otras; Los ranqueles, al mando de Yanquetruz y Painé; A l oeste de la provincia de Buenos Aires, Coliqueo, jefe de numerosos caciques; Hacia el noroeste, en la región del Cuero, las tribus de Epumer y M ariano Rosas, Indio-Cristo, M anuel Grande, Pla­ tero, Chipitruz, R aninqueo, Maicá, R ailef y otras. En el libro, bien documentado, Callvucurá, de Zeballos, se dice que en las huestes de ese jefe —un emperador, según él, fundador de la dinastía de los piedra— combatían Catriel el V iejo, “no menos terrible”, y M illá Curá, hijo del gran cacique. Este se retira a Guam iní, después del asalto al Azul (1856), donde vendió diez o doce cautivos a dos m il pesos cada uno. Era ése un “negocio ho rrib le”, según las palabras del autor, y el cacique se negaba a vender las cautivas lindas que, como se dice en el Santos Vega y en el M artín Fierro, se conservaban como esclavas, y que las indias celosas m artirizaban y asesinaban. Como se trataba de tribus trashumantes, solían cambiar de región según las suertes de la guerra, pero por lo regular cada cacique ocupaba sus propias tierras. Roca realizó la conquista del Desierto, en 1879, dividiendo su ejército en cinco divisiones: la 1^, bajo su mando, llegó al río Colorado y de allí al río Negro; la 2^, al mando de Levalle, salió de Carhué y llegó hasta Traru-Lauquen; la 3^, al mando de Racedo, partió de V illa Mercedes y de Sarmiento y bajó en línea recta hasta Poitagué; la 4?-, al mando de U riburu, salió de Fuerte San M artín, vadeó los ríos Grande, Barrancas, PichiN euquén y A grio hasta el río Neuquén; la 5^, al mando de Godoy, que salió de Guam iní y llegó a Naicó y otra fracción, al mando de Lagos, que de T renque Lauquen fue a Luán Lauquen. M ientras la República caía en un estado anárquico, con tantos núcleos de gobierno cuantos focos de insurrección, los indios aum entaban y coordinaban sus fuerzas. Los caudillos dis­ gregaban, dividían, separaban en odios y rivalidades; los ca­

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ciques agrupaban, disciplinaban. Zeballos escribió la historia de Callvucurá y la dinastía de los Piedra, cuyo cuartel general estaba en Salinas Grandes, pero cuyo dominio se extendía hasta Córdoba y San Luis por el norte, la Patagonia por el sur y Chile por el oeste. Las gentes del este, o puelches, asentaban en Carhué, bajo las órdenes de Catriel el Viejo; al norte de V illa Rica, en la región de los pinares, estaban las tribus de los picunches, que obedecían al cacique Duadmane: El inmenso im perio de la Pam pa estaba, pues, organizado de una m anera form idable bajo la influencia de Callvucurá — Piedra Azul —; sus espías establecidos entre los cristianos; los indios de Cachul en el Azul y los de Coliqueo al oeste m antenían al soberano de Salinas al corriente de la tem ­ pestad que se condensaba en 1851 sobre la cabeza del T ir a n o ... (Hacia el sur) las tribus de Catriel, los yanguelenes y algunos de Bahía Blanca, que obedecían a los caciques Collinao, Cayú Pulqui, H uayquem il y T renqué, contestaron a C allvucurá que ellos no protestaban contra su Poder; pero que se reconcentraban hacia la frontera buscando el am paro de los cristia­ nos, la tranquilidad y la sub sistencia... Los indios argentinos, generalm en­ te conocidos por pampas, no m iraron con simpatía la invasión extran je­ ra; pero la comunidad de origen, las lenguas, los hábitos de organización po­ lítica y de religión atenuaban la rivalid ad .

Cuando la invasión de 1856 al Azul, el im perio de Calfucurá había decaído muchísimo. Dice Zeballos: | Callvucurá quedó reducido a ochocientos guerreros, que era la suma de su poder propio en esa época, la de mayor esplendor de la tribu ; y es és­ ta la base de ejército con que la dinastía de los piedra ha tenido en jaqu e durante medio siglo a la civilización argentina.

En 1875 se litografió, para la Exposición de Filadelfia, una carta topográfica trazada por el sargento m ayor M elchert, según la cual los pehuenches se extendían entre el río A tuel y el río Colorado; Namuncurá ocupaba desde los cañadones de Urre Lauquen, cerca del Colorado, hasta las prim eras vertientes de los Andes, y desde Salinas Grandes hasta las lagunas de Regandeó, Chilhué y U tracán; las tribus de Pincén acampaban en las lomas de Chaiqueló, tras la laguna de Epecuén; los ranqueles desde el río Salado (Chadi Leubú) hasta Toay, La Ja rilla y Laguna Verde; el cacique Pichihuincó ocupaba las sierras de Curum alal y las tribus de Raniqueo desde Nueva Rom a hasta Bahía Blanca. ¡

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LOS INDIOS EN LAS TR O PAS L a cooperación de las tribus en la formación de los ejércitos libertadores se realizó de buen grado, bajo la promesa de que la Independencia sería algo más que el cambio de unas personas por otras. Las proclamas de los jefes habían de ser leídas también en aymará, quechua y guaraní. Los ejércitos de los caudillos se form aban por igual con contingentes de gauchos y de indígenas. Dice el general Paz en sus M emorias que los indios del Chaco acompañaban a López en sus campañas de Buenos Aires y de Córdoba: López, para llevarlos a la guerra, jam ás tocó otros resortes que el de exci­ tar las propensiones al robo, al asesinato y a la violencia; desde que fa l­ taba donde ejercerlas, venían contra Santa Fe.

Tam bién fomentaba el odio entre las tribus, para deshacerse de las que no le eran adictas. “Este caudillo era un gaucho en toda la extensión de la palabra —dice Paz—: taimado, silencioso, suspicaz, penetrante, indolente y desconfiado”. Darwin, que lo había conocido algunos años antes, dice más o menos lo mismo. El chileno Carrera incorporaba de preferencia los indios a sus tropas. Dice Ramos M ejía (Rosas y su tiempo) que “el coronel G ranada tenía a sus órdenes batallones enteros de indígenas, y como él muchos otros regimientos de caballería”; Zeballos (en Callvucurá) escribe: He clasificado de “casi salvaje” la división de Rivas, porque en ella p re­ dom inaban los indios, y esta circunstancia im prim e una fisonomía peculiar a la batalla de San Carlos.

Pero estas circunstancias no impedían que, llegada la ocasión, esas mismas tropas realizaran incursiones a la región de los toldos. Los indios se hicieron desconfiados y a su vez colaboraban con las tropas regulares o combatían contra ellas según sus conveniencias. Era la táctica de unos y otros. “La montonera, el m alón y las guerras de conquista, tienen el mismo origen”, afirm a Lugones (en Sarm iento). En esa forma, aprovechando las fuerzas incorporadas al

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ejército, se llevó a cabo la “carnicería de indios en 1836” (J. M. Estrada: La política liberal bajo la tiranía de Rosas). En las batallas de Cepeda y de Pavón, M itre y U rquiza for­ m aron escuadrones de indios, y M itre, Arredondo y Rivas, que los habían combatido a muerte, acudieron a las tribus de C atriel cuando la revolución de 1874. Observa finalmente Sarm iento (en Conflicto y armonías, II) que el auxilio que prestaban los indios a los caudillos im ponía las terribles prác­ ticas de la guerra. Por ese tiempo, persona verídica asegura haber visto la escolta de López tres días después de su encuentro o sorpresa dada a los porteños, con testeras de orejas humanas cortadas a los muertos; y delante del pretal, con cascabeles y otros odiosos trofeos humanos.

Hernández recuerda (en la Instrucción del estanciero) que “en 1820 penetró también hasta el desierto el fuego de las discordias civiles”, y que se levantaron las tribus azuzadas por la ambición de los caudillos. Y el cardenal Copello (en Ges­ tiones del arzobispo Aneiros) escribe: En el partido del Bragado, al oeste de la población, en las proxim idades de la estancia San Francisco, propiedad de D. Diego Kavanagh, en el sitio de­ nominado Barrancosa, el gobierno había dado a los restos de la tribu de M elinao una extensión de campo. Esta tribu había sido una de las más fieles que había tenido la República, habiendo luchado p or la Independen­ cia de Chile a las órdenes de Venancio Cañopán y servido a la p a r de los cuerpos de línea desde 1827, en que se trasladó a poblar Bahía Blanca a las órdenes del coronel Ram ón Estomba. Fueron sucesivamente sus caci­ ques: Collinao, M elinao padre, M elinao hijo y R ailef, hasta que en 1869 fueron separados del servicio de fronteras.

En 1875 (carta al arzobispo Aneiros, del 20 de abril) decía Pedro M elinao que sus gentes se hallaban tan pobres que me perm ito pedir a S .S . se digne interponer su influencia ante el Gobierno de la Provincia para que se nos dispense el pago de la con­ tribución directa; pues será una gracia que el Superior Gobierno h aría a los hijos de los indios que compusieron esta tribu, que tanto en la desgra­ cia como en la prosperidad fueron siempre fieles al Gobierno Nacional que s e rv ía n ... para solicitar se me dispense el pago de la contribución directa, cosa que ninguna tribu paga.

Leemos en Una excursión, de M ansilla (cap.

x lii):

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El ejemplo y el recuerdo de lo que sucedió con la tribu de Coliqueo no se borra en la m em oria de los indios. La tribu de éste form aba parte de la Confederación de que antes he hablado; cuando los sucesos de Cepeda, com­ batió contra las armas de Buenos Aires, y cuando Pavón hizo al revés, com­ batió contra las armas de U rquiza. Coliqueo es para ellos el tipo más aca­ bado de la perfidia y de la m ala fe. M ariano Rosas me decía en una de nuestras conversaciones: "Dios no lo ha de ayudar nunca, porque traicio­ nó a sus herm anos” . Efectivamente, Coliqueo no solamente se alzó con su tribu, sino que peleó e hizo correr sangre, para venirse a Ju n ín ju n to con el regim iento 7” de caballería de línea, que guarnecía la frontera de Cór­ doba; se pasó al ejército del general M itre, que se organizaba en Rojas, m e­ ses antes de la batalla de P avó n . Con estos antecedentes y tantos otros que p od ría citar, para que se vea que nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes, puesto que no una vez sino va­ rias, hoy los unos, m añana los otros, todos alternativam ente hemos arm a­ do su brazo para que nos ayudaran a exterm inarnos en reyertas fratricidas, como sucedió en M onte Caseros, Cepeda y Pavón; con estos antecedentes, decía, se comprenden y explican fácilm ente las precauciones y temores de M ariano Rosas. •

En los países en que el elemento indígena se incorporó a la vida nacional como elemento aceptado y no por cruzas repu­ diadas, como acá, la historia colonial sufre un corte al iniciarse el régimen republicano. Quedan elementos subyacentes, absor­ bidos, asimilados y convertidos; no en calidad de elementos activos, determinantes, influyentes. Nosotros no hemos aleado ese m aterial indígena, ni hemos dado un corte al pasado. La R evolución se hizo fuera del país; dentro actuaron de inme­ diato sus opositores —Saavedra— sin necesidad de plantear un conflicto decisivo. La campaña no sufrió ningún cambio, sino por la subsiguiente conmoción del caudillaje, que representaba la independencia y lo americano sin afectar la estructura social. Fueron sacudimientos políticos, en que el antiguo comandante se erigió en jefe del gobierno provincial o regional. El proceso histórico prosiguió su curso, sin ninguna alteración en el sis­ tema económico, quedando subsistentes los estamentos hasta que, casi en seguida, Rosas los reafirm a dándole al país un régimen de gobierno autocrático y centralizado —hasta donde pudo—, que m antenía todo el status y la organización prerrevolucionaria. Arrasó con los principios republicanos, y su federalismo habla­ ba un lenguaje de cabildos que era fácilmente comprensible por todos. Él consigue desviar el odio al godo en el odio al indio, cualquiera que sea el m érito positivo de la empresa. Lo

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cierto es que también renueva un m óvil de la conquista al dirigir las fuerzas hostiles en la misma dirección de la pendiente colonial, se transfiere y absorbe como fuerzas propias del des­ arrollo de la nación, las mismas fuerzas coloniales. Han cambia­ do las insignias y el vocabulario, pero ni existe un fuerte ideal que condicione para nuevas formas de vida cívica a la población, ni en la conciencia del ciudadano existe la certidum bre o el sentimiento de que la vida política emancipada sea otra cosa que un laissez faire de la Colonia. Inmediatamente los tres poderes fijadores del status político —el ejército, el clero y la burocracia— consagran ese status, sin importarles qué intereses ni en qué form a los defiende: es la sociedad organizada, los poderes públicos aliados, sometidos, una santa alianza dentro de un imperio. Todos los móviles de conducta, los hábitos, las costumbres, el pensamiento, siguen válidos e intactos. Lo nuevo, lo eman­ cipado, lo revolucionario se enquista en lo poético, y el senti­ miento de la libertad se satisface con las fiestas y las canciones patrióticas que dejan de expresar lo real para consagrarse a lo ideal, a lo abstracto, a lo retórico. Queda así en el aire la lite­ ratura, que es lo único que pudo crear el sentimiento y la conciencia de una vida nueva.

LAS LEVAS La conscripción de soldados para el ejército de fronteras, que constituía la casi totalidad de las fuerzas armadas de en­ tonces, revestía siempre tal carácter de arbitrariedad y de vio ­ lencia, que despertaba en el hombre del campo un espíritu de repulsión. Ejército y presidio se asociaron siempre en su con­ cepto de los abusos del poder. Así se increm entaron los ejércitos de la independencia, mientras no despertaron en el pueblo la conciencia de la empresa que se realizaba. Los caudillos acu­ dieron al mismo expediente para m antener sus tropas regulares, y sólo Rosas pudo organizar una m ilicia voluntaria, por la lib er­ tad de acción que consentía a los individuos y por los bene­ ficios que de tal profesión obtenían. En realidad, la Mazorca

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fue la regimentación de la montonera, la organización guberna­ m ental del abigeato. La resistencia del gaucho a servir en el ejército lo arrojaba a la vida errante en los campos de la frontera. Esa gran pobla­ ción trashumante de vagos y gentes sin oficio, que pululó duran­ te más de cincuenta años en el campo bonaerense, proviene de aquella resistencia, que era a un tiempo la de servir sumisa­ mente a jefes ensoberbecidos y la de trabajar gratuitam ente en las chacras de los mismos. Así se aprende de la lectura del M artín F ierro: Los gauchos porteños huyeron de las levas para incorporarlos al ejército y siguieron cometiendo toda clase de excesos en la campaña bonaerense, so­ bre los cuales el coronel G arcía presentó en 1811 y 1821 un inform e bien concluyente (Coni, Discurso Académico, 1941).

Vicente Fidel López, en su H istoria de la República Argentina t. III, iii), dice: Cuando el acaso terrible de la leva lo había apresado (al gaucho) para el servicio de los ejércitos veteranos de la patria, se debatía como un anim al bravio p or escapar a la presión y a la esclavitud de la disciplina del cuar­ te l. Desertaba apenas podía, y se escondía en las entrañas de la tierra. Pe­ ro si le volvían a cazar, se daba más o menos pronto según su carácter más o menos indóm ito; y cuando una campaña feliz, una campaña ganada o perdida, venían a darle la pasión del cuerpo en que servía, se convertía en un soldado e je m p la r.. . Era sobrio, sufrido, bravo y experto; ni el ham ­ bre n i la desnudez lo indignaban o lo abatían.

Mac Cann, en su Viaje a caballo después, contempló el mismo cuadro:

(cap. vi), muchos años

A los daños que im porta ese proceder, hay que añadir las levas de solda­ dos que se hacen para el servicio m ilitar. Cuantas veces el gobierno necesita de auxilios de esa naturaleza, sus oficiales visitan los establecimientos de campo y hacen m archar a quien se les antoja, para incorporarlo al ejército. Es así como se deseca la verdadera fuente de la industria nacional, y el dueño del más próspero establecimiento puede ver de un momento a otro paralizados sus trabajos por la llegada de un comandante que se presente exigiendo hombres y caballos. Lo mismo ocurre en cuanto respecta al ganado p ara la m anutención de las tropas, y esta es una de las menores exacciones que deben soportarse. Dicho bárbaro tributo no podrá ser abo­ lido m uy pronto: provoca, como es natural, las quejas de todos los habi­ tantes, así naturales como extranjeros, y no sólo es tiránico y destructor

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de la industria nacional, sino que las levas se llevan a cabo con diferencias injustas; el poder del comandante es de tal m anera arbitrario, que está en su mano exim ir a quien le place, y así quedan salvos sus amigos sin pres­ tar servicio alguno, m ientras otros soportan pesadas cargas m ilitares. El ge­ neral Rosas no estaba enterado de esas injusticias; cuando se le han in te r­ puesto quejas bien fundadas, invariablem ente ha reprim ido los abusos; pero lo común y más prudente es guardar silencio, antes de atraerse la m alque­ rencia de las autoridades de campaña y de la hueste de subalternos. El sis­ tema es funesto, sin duda, porque la tranquilidad y el bienestar de los ciudadanos, quedan así librados a la irresponsabilidad de cualquier em­ pleado inferior.

Una escena de este tipo se encuentra mucho tiempo, de Hudson. Constituía un Circular del M inisterio de Gobierno, del 1852, firm ada por M itre, ordenaba:

en A llá lejos y hace sistema regular. Una 16 de noviem bre de '

Luego que se halle instalada la Comisión Clasificadora, la autoridad m ilitar, prevenida al efecto, pondrá a su disposición la fuerza necesaria para p ro ­ ceder al reclutam iento por medio de levas, las cuales sólo recaerán sobre los vagos y mal entretenidos, sobre los desertores de los cuerpos de línea asilados en el territorio de su jurisdicción, y sobre todos los que hasta la fecha no se hubiesen enrolado en los cuerpos de la G uardia Nacional con arreglo a la Ley. Los individuos tomados por leva serán presentados a la Comisión Clasificadora, dentro del térm ino de las veinticuatro horas, y si resultase que son realm ente vagos y m al entretenidos, desertores o no alis­ tados en los cuerpos de la Guardia Nacional, la Comisión lo certificará así en un registro que llevará al efecto, y en consecuencia lo pondrá po r medio de un oficio de rem isión firm ado por usted, a disposición del jefe m ilitar que se indicará más adelante, para ser destinado al servicio en el Ejército de línea. (En Saldías, Un siglo de instituciones, II apéndice.)

Veinte años después, las cosas no habían cambiado; y lo que Mac Cann llam aba “bárbaro tributo”, no había podido, en efecto, ser abolido muy pronto. A la leva según arbitrio del comandante, siguió la conscripción por sorteo, sujeta a las mis­ mas irregularidades. El Decreto del 10 de agosto de 1869, que da pie a la campaña periodística de Hernández en El Río de la Plata, disponía que se practicara un nuevo sorteo de contri­ buyentes de toda la Guardia Nacional (art. 1?); en el artículo 3? establecía las excepciones para el sorteo, y del 59 al 109 las condiciones del mismo. Y el art. 139 decía: El guardia nacional designado p or la suerte para form ar el contingente de frontera que sin causa legítim a declarada por la comisión m encionada lo

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excusase p or medio de la fuga u ocultación, será castigado, una vez apre­ hendido, con el mismo servicio de fronteras po r triple térm in o . . .

Los fundamentos de ese Decreto, firm ado por el gobernador Castro y su m inistro M alaver, eran: El servicio que presta la Guardia Nacional en la defensa de las fronteras de la Provincia, es una pesada pero necesaria carga que gravita sobre los habitantes de la campaña, que se vuelve desigual y, por consiguiente, in ­ justa por la m anera como se exige; La designación de los contingentes, hecha por los respectivos comandantes, da o puede dar lugar a que no se atiendan debidam ente excepciones que son admisibles, o que se admitan otras que sólo puede dar el sorteo; exonerando de él únicamente a aquellos que la ley ha dispensado expresam ente de rendir tal servicio por causas bien justificadas; la capital y extram uros han concurrido para la guerra que sostiene la R epública con el Paraguay, con cinco batallones y dos cuerpos de caballería; y San Nicolás de los Arroyos con uno más, m ientras que el resto de la provincia, con un núm ero incom parablem ente mayor de enro­ lados activos, ha dado solamente cuatro b a ta llo n e s... La remisión de con­ tingentes aislad o s... que no tienen cohesión alguna, ni el m enor espíritu de cuerpo, no puede producir otros resultados que el de form ar cuerpos faltos de la disciplina que es indispensable para la regularidad y eficacia del mismo servicio que han de prestar. El térm ino de seis meses en que se cumplen los contingentes que se envían a las fronteras no basta siquiera p ara la instrucción que necesariamente reclaman, y llega la época del relevo cuando recién empiezan a ad quirirla, sucediendo entonces que el servicio se hace siempre con reclutas, además del inconveniente que trae para la campaña la m uy frecuente movilización de dichos contingentes, etc.

El comentario de Hernández a ese Decreto da la impresión de que no considera que remedie los males de las levas, sino que los legaliza. En El R ío de la Plata, número del 19 de agosto, comenta: La reglam entación del servicio de fronteras hasta hoy ha podido excusarse en medio de la guerra civil y de las complicaciones extrañas que han absorbido los esfuerzos de nuestros g o b iern o s... ¿Qué se consigue con el sistema actual de los contingentes? Empieza por producirse una p erturb a­ ción p rofu nd a en el hogar del habitante de la campaña. Arrebatado a sus labores, a su fam ilia, quitáis un miembro ú til a la sociedad que lo reclama, para convertirlo en un vago, en un elemento de desquicio e inm oralidad. No se m iden todas las consecuencias de un acto semejante de arbitrariedad, de despotismo, que no por estar consagrado por la costumbre es menos violento y menos vejatorio para la condición del ciudadano. ¿Qué tributo espantoso es ese que se obliga a pagar al poblador del desierto? Parece que lo menos que se quisiera fom entar es la población laboriosa de la campaña o que nuestros gobiernos quisieran hacer purgar como un delito oprobioso

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el hecho de nacer en el territorio argentino y de levantar en la campaña la hum ilde choza del gaucho, [Palabras que casi literalm ente pronuncia Picardía, en la Vuelta, XXVIII.] ¿Qué privilegio monstruoso es el que así se quiere acordar a las capitales?

A l día siguiente, insiste: ¿Y qué diremos de la profunda inm oralidad del sorteo, de ese medio de lib rar a la suerte caprichosa la libertad del hombre, haciendo que los unos se regocijen con el infortunio de los otros? El servicio de fronteras sólo pesará sobre los pocos vecinos laboriosos y acomodados que no pudiendo abandonar sus fam ilias se someten a las tristes consecuencias de una suerte fatal. Así es que no sólo obligamos a una parte de la población de la campaña a andar errante y al acaso, huyendo al servicio personal que se le quiere im poner, sino que se les hace víctimas de una irritan te injusticia a los que no abandonan su hogar para hacer como los demás, y se resig­ nan sólo a abandonarlo si se viesen arrastrados p or la fuerza de esa ley de conscripción que ha adoptado el gobierno de la provincia. Esto es desalen­ tador; es más, esto es conspirar sin la conciencia del peligro, p or agravar la situación lam entable del país, y aum entar las dimensiones de las crisis que nos amenazan y contra las cuales hemos querido prevenir el espíritu de nuestros gobiernos.

Cómo se aplicaban las leyes y decretos de milicias en 1872, cuando se publica el M artín Fierro, resulta de la nota de Tiscornia sobre Fronteras: A falta de una ley de reclutam iento, en la época de Fierro [la había, pero se aplicaba mal, debió decir el comentarista], y p o r la insuficiencia de criollos y extranjeros enganchados, se echaba mano, para rem ontar los cuerpos, de los condenados a presidio y se practicaba el sistema autoritario de levas de paisanos. Este fué pronto recurso común de constituir los con­ tingentes de la frontera y a él alude el coronel Barros cuando dice que, agotados los medios lícitos, “se recurre, por fin, a la arbitrariedad y la violencia, y las autoridades de campaña condenan po r el delito de vagancia y rem iten, para rem ontar el ejército, a todo pobre diablo que no ha sabido colocarse en su gracia (Fronteras, 87).

Esto tres años después del Decreto del gobernador Castro, durante la presidencia de nuestro gran Sarmiento. En una de esas levas es llevado M artín Fierro al Fortín. Anota Luis H. Sommariva (en Historia de las intervencio­ nes federales): Así como en ocasión de las hostilidades contra el Paraguay se in firió un ataque contra el poder de las Provincias al establecerse una nueva fuente

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de rentas nacionales, así en esta otra form a sufrieron un cercenamiento más al privárselas de las milicias. Hasta entonces las fuerzas permanentes de la Nación se componían de voluntarios, enganchados e infractores o desertores incursos'en el servicio m ilitar punitivo; y en caso de insuficiencia, los vacíos se llenaban m ediante contingente que los gobernadores formaban por sorteo, si bien los insaculados gozaban de la prerrogativa de señalar reemplazantes. Las milicias constituían una institución independiente, tem­ p oraria y accesoria para la Nación y de índole provincial.

Las milicias provinciales, o particulares, del latifundista, fueron creadas por Rosas. En esta forma llegó a tener él bajo sus órdenes un ejército, el de los Colorados del Monte, que constituyó lo más robusto de la montonera, capaz de hacer la guerra a las milicias regulares. Comenzaron siendo tropas de asalto para defensa de sus fronteras contra el indio, y acabaron en una policía secreta, una Gestapo, que allanaba los domicilios y degollaba en las calles. Estos contingentes perduraban en épo­ ca del M artin Fierro, y al im plantarse la ley de servicio obliga­ torio, precisamente en 1872, bajo la presidencia de Sarmiento, esas milicias perdieron el carácter de independientes. A pesar de ello, subsistían en 1880, y con tales milicias T ejedor hizo la revolución contra el ejército nacional en defensa de la autono­ m ía de la Provincia y para resistir la capitalización de Buenos Aires. )

ENGANCHE DE E X T R AN JE R O S EN LAS M ILICIAS Los batallones de fronteras se integraban con las levas de los ciudadanos nativos, pero también con aportes de soldados a sueldo, por lo regular italianos. Existía una empresa que se ocupaba de ello, la misma que embarcaba grandes contingentes de inmigrantes para el trabajo de los campos. Juan Alvarez (en La defensa de Cocoliche) hace que uno de ellos cuente su odisea: Soy uno de tantos emigrados. A principios del año 1865, hallándom e sin trabajo en el puerto de Burdeos, oí las proposiciones de un contratista de enganchados que operaba por cuenta y orden del comadante don H ilario A sc a su b i... Nos m etieron en una rudim entaria fortaleza de quince metros de diám etro, sin más resguardo que el terraplén y el foso, ni otros m ue­ bles que nuestros aperos. Había allí, además del rancho y el jagüel sin brocal ni roldana, un corralito para guardar de noche los caballos, un palo

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alto con muescas destinado a observatorio, y un viejo cañón mohoso, apenas ú til para hacer ruido. Eso era todo. En aquella miseria viví varios años, junto con dos condenados a presidio que cum plían así su pena, y varios guardias nacionales, arreados a la fuerza, siempre m al montados y peor comidos, pues de ordinario el racionamiento andaba flo jo y nuestro jefe inm ediato era hom bre m uy guapo y muy criollo, pero se robaba hasta los correajes.

Cocoliche era uno de los gringos contra los que clama y declama M artín Fierro. El contrato para el ejército era semejante al contrato para colonizar: se cumplía o no, según conviniera. Muchos inm igran­ tes preferían buscarse la vida recorriendo los campos. Uno de ellos es el que estaba en la pulpería haciéndolos reir con una mona y un órgano; otro el que despluma Picardía, quien no es menos severo que M artín Fierro en su desdén. Es la suerte del inmigrante, traído para fletar barcos y aban­ donado por lo regular en el muelle. La Legislatura de la Confederación autorizó, el 25 de enero de 1853, la entrada de inmigrantes, y el 29 el P. E. firm ó con La C orrentina, empresa de colonización de Brougnes, un contrato para que trajera cua­ renta m il trabajadores en seis años. En 1854 llegaron las p ri­ meras familias embarcadas en Burdeos. En Corrientes, A arón Castellanos inició la colonización con sentido comercial de pre­ ferencia, y pronto el Gobierno contrató semejantes empresas con las firmas Vanderest y Cía., de D unkerque; T extor, de Francfort, y Beck y Herzog, de Basilea. “Urquiza cedió tierras propias, por llegar las familias y no haber dónde ubicarlas” (Cárcano). La empresa W ern er y Cía., de Francfort, se compro­ metió a introducir diez m il familias en diez años, m ediante la cesión, por el gobierno, de dos y media leguas por cada ochenta familias. A l año siguiente la Argentine Land and Emigration Company Limited debía im portar m il quinientas familias. A cada doscientas familias se darían seis leguas de campo. Muchos otros contratos se hicieron: en 1864 con Rom any, que recibiría cuatro leguas a orillas del río San Javier, y con V ilken y Vernet, que obtendrían m il leguas sobre el mismo río, para doscientas cincuenta familias, más cincuenta m il ovejas y cuatro m il vacas. Estas colonizaciones formaban parte de un vasto plan de gana­ dería humana: los barcos traían inmigrantes y llevaban tasajo.

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Hasta los indios conocían ya esos negociados. Cuando M ansilla visita las tribus, están exaltados. Tiene que explicarles: Oigan lo que les voy a decir: Hace muchísimos años que los gringos desembarcaron en Buenos Aires. Entonces los indios vivían por ahí, donde sale el sol, a la o rilla de un río m uy grande; eran puros hombres los gringos que vinieron, y no traían mujeres; los indios eran m uy zonzos, no sabían andar a caballo, porque en esta tierra no había caballos. Los gringos trajeron la prim era yegua y el prim er caballo; trajeron vacas, tra­ jeron ovejas. ¿Qué están creyendo ustedes? Ya ven cómo no saben nada. —“No es cierto —gritaron algunos— lo que está diciendo ése” (Una excursión, cap. l i v ).

Sobre este problem a se ocupó Hernández repetidas veces en su diario El R ío de la Plata: Grande es la idea de poblar el desierto, pero hay que ver si los medios corresponden a la idea. Llam ar inm igración simplemente no es el medio de m ejorar la situación, sino de e m p e o ra rla ... Los buques de allende el océano vienen frecuentem ente cargados de inmigrantes, que buscan en nuestras playas la realidad de esas promesas seductoras que entrevén en el nom bre de nuestro magestuoso río. ¿Ha mejorado en algo nuestra con­ dición, esa inmigración que llega periódicamente? Hemos dicho ya que la inm igración puede ser un elemento de progreso, y puede serlo de a tra s o ... El inm igrante que desembarca en nuestras capitales se encuentra frente del desierto, sin medios de trabajar porque la campaña amenazada aleja los capitales, la ciudad le ofrece la susistencia y trata de amoldarse a una vida las más veces in ú til y o c io sa ... El ejercicio de los lustra­ botas, de los vendedores de números de lotería, ramos tan explotados hoy, ¿en qué favorecen al engrandecimiento comercial de la sociedad? Sirven más bien a la relajación de las buenas costumbres, ofreciendo un ejemplo pernicioso y un espectáculo inm oral. La inmigración sin capital y sin tra­ bajo es un elemento de desorden, de desquicio y de a tra s o ... Mientras persistan los sistemas viciosos que nos hemos dado, m ientras subsista el desequilibrio entre la población y la riqueza; mientras no se abra un ancho campo a la avidez de las especulaciones individuales, la inmigración que afluye a nuestras playas se encontrará sin dirección y sin rum bo; será una inm igración extraña siempre a nuestra suerte, egoísta e inesta­ b l e .. . Entre nosotros, la tierra está aglomerada en pocos propietarios, pero existe una vasta porción de ella que no está poblada, porque nuestros gobiernos han opuesto obstáculos a su población, con la esperanza de h allar en ella el medio de crear recursos extraordinarios para las situaciones di­ fíciles (número del 9 de septiem bre de 1869).

Ju a n Gutiérrez hizo una pintura del inmigrante, en “El hom bre-horm iga” :

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El hom bre-horm iga no tiene amigos; su amigo es el peso; sus enemigos son sus semejantes, los otros hombres-hormigas. El hom bre-horm iga no tiene consistencia, ni m oral, ni patriotism o; hipocresía, sí. Apenas habrá otro ser más in ú til y perjudicial a la sociedad, si se exceptúa el pulpero genovés.

Contra la invasión de inmigrantes italianos se volvió indig­ nado Hudson, y acaso su abandono del país se deba en parte a ello. Dice (en Aventuras entre pájaros): Queda sólo la suposición de que G aribaldi, durante su furiosa lucha de años en la Confederación Argentina, se había en cierto modo desitalianiza­ do, contagiándose del sentim iento amistoso que profesaba a los pájaros sus camaradas “piratas y rufianes”, como les llam aba todo el pueblo en general, desde su enemigo el dictador Rosas, el “Nerón de Sud A m érica”, hasta el últim o gaucho de la tierra. Ellos, los luchadores, eran rufianes en su m ayor parte, en aquellos días y en aquel país donde la revolución [con atrocidades] era endémica; pero no m ataban ni perseguían a los "pajaritos de Dios”, como los llam aban. Y los extranjeros que hacían tales cosas eran mirados con desprecio.

Otra inmigración hubo, iniciada y concluida en tiempos de Rivadavia, de colonias inglesas e irlandesas, que consolidaron la ganadería por la cría fina, y la agricultura del cereal. A ella se refiere Groussac (en El viaje intelectual: “El gaucho”): La cría científica de los ganados de raza fina y el cultivo del suelo, cui­ dadosamente cercado, han creado la verdadera industria pastoril. C aballeri­ zas y establos reemplazan el antiguo corral. Desde la vecina estación de ferrocarril, el propietario enriquecido llega en carruaje a la estancia; la antigua habitación rústica se ha convertido en una verdadera residencia de campo, algunas veces en un castillo con parques y jardines. Estancias hay, a unas cien leguas de Buenos Aires, que pudimos conocer como cam­ pos abiertos a las tribus indias, donde hoy los carruajes con tiro inglés recorren la llanura, y en cuyas mansiones lujosas se come en traje de etiqueta. Los criadores europeos han relegado al gaucho hasta las grandes heredades de antiguo estilo. Se ha cum plido la ley fatal: de fu era ven­ d r á . . . Y el h ijo de la pam pa se ha refugiado en lo que de la pam pa queda, por el lejano sur. Es allí donde se le encuentra aún, pero des­ orientado y empobrecido al contacto de la civilización invasora, cuando no ha logrado refundirse en el grupo urbano.

Angel Rosenblat (en Población indígena de Am érica) ha considerado el avance del extranjero acorralando por igual al indio y al mestizo:

LOS HABITANTES: LAS LUCHAS CONTRA EL INDIO Pero en esa "pacificación” no hay que olvidar el proceso afluencia, el aluvión de inm igrantes europeos, que no sólo de las zonas agrícolas al indio, sino tam bién al mestizo; platense es hoy sólo un tipo de evocación literaria o una vida o de carácter.

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colonizador, la han desalojado el gaucho ríomera form a de

A unque en los poemas gauchescos (en Fausto: Tenía hecha la intención De ir a la fonda de un g fin g o ...) el inm igrante italiano se acoge a los-oficios de menor esfuerzo; para él eran en realidad los rigores de la lucha por la vida en el campo. Las chacras, que fundaron, quedan; en cambio, las grandes estancias de colonos ingleses, recordadas por Hudson, casi todas han desaparecido hasta en sus refinadas costumbres. A quella inm i­ gración laboriosa e inteligente fue sofocada por otra que no combatió contra los indios, sino con el clima y con los especu­ ladores, Italianos y españoles se aclim ataron más que al país, a sus costumbres coloniales. Esa inmigración no fue asimilada cuanto absorbida, al revés de la inglesa. Aunque a unos y a otros el rigor de las cosas los trituró, a ellos o a su prole. Hud­ son describió, en el capítulo “La guerra contra la naturaleza”, de su libro Días de ocio< en la Patagonia, el trabajo de destruc­ ción paciente que llevan a cabo los vientos, las epidemias, los yuyos, las plagas, contra el colono. Tam bién los hombres. Su padre, inm igrante norteam ericano, concluyó perdiendo sus bie­ nes después de cuarenta años de lucha. Y lucha no sólo contra el indio, sino contra los malos gobiernos, que siempre han propendido a castigar al poblador de los campos por la des­ organización todavía increíble de las industrias matrices de la riqueza nacional. No se trata ya de los cuadros horrendos de la época del indio, uno de los cuales describe Alfredo Raymundo, en su viaje con las tropas de Roca a la Campaña del Desierto: Esa benem érita fam ilia, salvajes del desierto, ¿dónde está? El desierto guarda su secreto, y el sombrío corral, testigo inconsciente del drama, se calla. Lo hacemos servir a calentar la caldera; pero he visto los sobre­ vivientes de un dram a análogo y se lo puedo contar. Figúrese un puesto de ovejas, dos hermanos, ingleses también —uno de ellos recién casado— y de repente una invasión. El perro degollado, uno de los hermanos lan ­ ceado, el otro con su m ujer entrados en el agua hasta el cuello, para que los jinetes no puedan llegar al alcance de lanza sin perder pie, lu ­ chando toda una noche contra la corriente, contra el frío, contra las pedradas, ilum inados po r el incendio de su casa.

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No se trata de eso, sino de resistir la hostilidad “en suspen­ sión”, la que la misma naturaleza parece haber aprendido de esas tácticas. El problema hum ano del colono y del chacarero también tiene sus raíces en la tierra. La historia del inm igrante no pue­ de ser comprendida si no se comprende esa ilim itada placenta de tierra. A llí se genera la riqueza, pero también los íntimos ins­ tintos de la lucha por la vida. Sus milicias en las que todos estamos enganchados.

LAS DESERCIONES Las deserciones del ejército se producían por diversas causas. En prim er término, el sistema de desquicio y servidumbre per­ sonal en que los comandantes de fortín m antenían a los solda­ dos. El M artín Fierro se refiere a él. En segundo, por las con­ diciones en que se realizaba la conscripción, recolectando gente en los campos según el capricho de los encargados del recluta­ miento. En tercero, por los hábitos de vida libre del gaucho y por las condiciones insoportables que se le habían creado, obli­ gándolo a recurrir a los campamentos de los indios como única solución a ese dilema de la desorganización gubernativa. Diez días después de firm ado el Decreto del gobernador Castro sobre levas para form ar la G uardia N acional del ser­ vicio de fronteras, publicó Hernández en El R ío de la Plata (20 de agosto de, 1869) un artículo sobre la fuga a los toldos del campesinado que m iraba con terror el arreo al fortín. Es uno de los artículos que más m aterial ideológico aporta al M artin Fierro. Decía: ¿Ignórase que no hay derecho más sagrado que la resistencia a la opre­ sión injusta y arbitraria, venga de donde v in ie re ? ... El gobierno de la provincia, preocupado de resolver a todo trance la cuestión, asaltado de otras graves atenciones, sin m edir las consecuencias ulteriores, lanza desde su poltrona su decreto reglam entario del servicio de fro n te ra s ... Nues­ tros paisanos tienen el oído acostumbrado a percibir rum ores lejanos, y la vista avezada a conocer el peligro. De algo les ha servido la vida nómada y errante, a que le han condenado nuestras pasadas disen sion es... La noticia ha recorrido con la velocidad del telégrafo los ámbitos de nues­ tra abandonada campaña, y el gaucho ha preparado su m ontura para h u ir

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del peligro, para escapar a nuestra civilización, refugiándose en las tribus de la b a rb arie. . . Los corresponsales se encargan de comunicarnos esos hechos y ayer mismo en nuestro Correo de la Campaña se ha dado la noticia de que el cacique Coliqueo proporciona toda clase de facilidades a la fuga de nuestros gauchos. . . ¿Y en nom bre de qué principios nos levantarem os nosotros para condenar al hom bre oprim ido que corre en busca de aire, de espacio y de libertad? ¿No es ésta la condición más im periosa de nuestra condición humana? Las combinaciones artificiales de la ley no persuaden a nuestros gauchos, no pueden persuadirles de que sea lícito agobiarlos con la pesada carga de una esclavitud tem poral. Han nacido para vivir libres; sus antepasados han sabido rom per los eslabones de la ignominiosa cadena y les han enseñado el camino de la emancipación.

Las tribus de los indios fueron siempre una alternativa de libertad para librarse de todo género de opresiones e injusti­ cias. Escribía mucho antes el coronel Pedro Andrés García (en Nuevo Plan de fronteras): ...a q u e llo s nuestros com patriotas fam iliarizados con ellos, por h u ir del castigo de sus delitos sirven de guía unas veces, y otras de verdaderos con­ ductores, a los cuales no sólo protegen los indios sino que a viva fuerza defienden sus personas si algunas veces perseguidos se acogen a sus toldos, como repetidam ente se ha visto, y yo lo he experimentado.

En el Santos Vega, de Ascasubi, leemos (canto X LVII): Pero en vano se afanaban acá en riu n ir los soldaos; pues éstos de resabiaos, cuando a diez acuartelaban, catorce se resertaban; es verdá que eran los piores m ientras que de los mejores

sólo en los campos se vían las partidas que seguían a perseguir resertores. Más de un año se pasó en estas preparaciones, y la indiada sus malones entretanto m e n u d ió ...

La deserción se hacía regularmente en masa, de soldados reclutados a la fuerza y de extranjeros contratados. Ya por no afrontar excesivos peligros, ya por el trato inclemente. Cuenta el coronel Barros (en su libro tantas veces citado): E ntretanto, volvamos la vista hacia el soldado: el pago demora cuando menos seis meses y cuando mas tres años. Esto agregado al m al tratam iento que experim enta en los cuerpos, en diversos sentidos, induce a los buenos a la deserción, y la im punidad que los desertores alcanzan induce a m u­ chos hombres malos a engancharse con la intención de desertar luego que reciban la prim era parte de la cuota, y el núm ero de desertores que hay

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en los cuerpos del ejército cada año es, por eso, aso m b ro so ... Una de las causas que m otivaban la deserción de los guardias nacionales que prestan su servicio en la frontera era la poca pu ntualidad con que se hacía su relevo, lo que tuvo ocasión de presenciar el infrascrito cuando se licenció, en la frontera, el contingente de ju n io del año próxim o pasado, cuya mayor parte de individuos había estado doble tiem po que aquél po r que fueron mandados.

Los extranjeros disfrutaban de prerrogativas, pues, como dice el citado cronista, el precio del enganche es doscientos fuertes, pagaderos parte al principio y parte al térm ino de los cuatro años del empeño. El soldado tiene, luego, el sueldo mensual de cinco fuertes sesenta céntimos y tres sesenta para el rancho. En las legiones de extranjeros el valor del rancho es en tre­ gado al jefe y este lo adm inistra sin control ni responsabilidad de ninguna clase. Este es un privilegio acordado a los jefes y soldados extranjeros; los otros cuerpos del ejército en campaña reciben raciones en lugar de aquella c a n tid a d ... Hay que ad vertir que sólo los extranjeros recurren al enganche; el hom bre del país, el campesino ignorante, condenado a vivir eternam ente en el ejército, profesa sus doctrinas y no se vende jamás. Los extranjeros son absolutam ente inútiles en el servicio de la frontera y, sin embargo, allí son remitidos.

La deserción se provocaba, muchas veces, por falta de cos­ tumbre al rigor de los cuarteles. Escribe Paz, en sus M em orias: Los soldados decían ser ciudadanos, lo cual los exim ía de fo rm ar con la tropa. Actuaban con libertad; se iban sin pedir licencia p o r ocho o quince días. Un cuarto de la tropa estaba ausente hasta a veinte leguas. Robaban y saqueaban. " '

El paso a los toldos no les ofrecía ningún riesgo, según se advierte en el Poema. Solamente en las guerras de malones los habitantes de los pueblos y los estancieros consideraban a los indios como salvajes destructores; pero a ellos se acudía en casos apremiantes, y también cuando en las innum erables re­ voluciones y asonadas los jefes necesitaban acrecentar sus fuerzas con las de las tribus, que en tantas batallas habían adquirido tácticas de guerrear muy eficaces. N aturalm ente, los caciques sacaban partido de esas circunstancias, mas no por ello se puede decir que vivieran en pie de ataque contra la civilización, sino que vivían en la expectativa de aprovechar las coyunturas p ro­

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picias para aum entar su poderío y hacerse de haciendas y bienes, cautivos y armas, que obtenían como botín. Tam bién los indios desertaban, cuando se pasaban al go­ bierno. Es el triste caso del cacique Cipriano Catriel, que es­ taba sometido con sus tribus, en O lavarría. En 1874, durante la revolución contra la elección de Avellaneda para presidente, en que tomó parte M itre, se m antuvieron comunicaciones entre las tropas que habían de sublevarse y los principales caciques. C ipriano C atriel se decidió por la revolución. El Estado Mayor de fronteras, en el que figuraba el coronel A lvaro Barros, le envía un parlam entario, M ariano M oreno, que es degollado por el cacique rebelde. Tomado prisionero, deliberan sobre el castigo que ha de imponérsele, y por m ayoría de votos se re­ suelve entregarlo a su herm ano, el cacique Ju an José Catriel. A ntonio G. del V alle (en Recordando el pasado) refiere así su m uerte: Su mismo herm ano Ju an José mandó atarle los brazos. Forman un cerco de lanceros y se ordena la ejecución a lanza. En la prim era arrem etida C atriel consigue rom per sus ligaduras. A cribillado a lanzazos, los apos­ t r o f a ... Sus últim os momentos, sus últim as palabras, sus últim os gestos, fueron gestos, imprecaciones de odio, gritos de dolor contra la cobardía que en su form a más deprim ente y b ru tal le cortaba la vid a a él, que tantas veces había conducido a sus indios verdugos y traidores al triunfo y a la victoria a la som bra de la bandera nacional. Juan José Catriel, que había m andado aquella ejecución tan salvaje como horripilante, en­ sañándose en el cuerpo caliente aún de su propio herm ano, se tira al suelo blandiendo en la m ano derecha un filoso puñal cabo de plata. Con adm irable serenidad y sangre fría (al fin sangre de salvaje), con impavidez asombrosa, lo tom a po r el pelo y de un solo tajo le corta la cabeza.

D urante la tiranía de Rosas y el dominio feudal de los cau­ dillos fue muy frecuente que jefes y soldados de las fuerzas vencidas salieran a buscar refugio en las tolderías. Servían, como se ha visto, de baqueanos para los malones. Entre los que adoptaron esa actitud, figura el teniente Antonio Baigorria, que actuó en las filas de Urquiza y de M itre, alternativam ente en las batallas de Cepeda y Pavón. Alcanzó el grado de te­ niente coronel. Prisionero en 1831, huyó a los toldos de T renel, donde im peraba el cacique Painé. Ju n to a él encontraban am­ paro los desertores de los cuerpos de líneas y los matreros que

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se negaban al servido en el ejército; y hasta personalidades destacadas. Cuenta Lugones (en Roca): Formó [Baigorria] con indios y desertores un regim iento que, disciplinado, impuso su predom inio en los malones. Ascendió a cacique en 1844 sobre la frontera de Buenos Aires y Santa Fe. Fué abatido p or el coronel Vicente G o nzález... Baigorria, al conocer el triunfo de Urquiza, presentósele ofreciendo sus servicios. Urquiza aceptó nom brándolo coronel po r antigüe­ dad y mando de frontera con los ranqueles. Híibo paz durante diez años. En Cepeda y Pavón fué célebre su cacicazgo entre la caballería. Apenas aliviada la situación con el Brasil, reemplazan a B aigorria con jefes como Arredondo y M ansilla. Veinticinco años después de la caída de Rosas se hicieron tres expediciones infortunadas contra los ranqueles. B aigorria quedó con tropas y quedó allá.

En Pavón este militar-cacique tomó otra vez el partido de la victoria. Dice Saldías (en Un siglo de instituciones): El m inistro Gelli y Obes escribió a M itre: "Sobre adquisicióñ del coronel Baigorria con su cuerpo y la tribu de Colliqueo, lo felicito m uy de corazón, pues no sólo ha de ser m uy ú til en la presente cuestión, sino para lo sucesivo; pues fijando su residencia en esa frontera, será lo bas­ tante para que quede a cubierto de toda invasión.”

Y el general Vélez (en A nte la posteridad): El viejo coronel Baigorria, que ha vivido veintidós años con ellos [los * in d io s ]..., me decía que solo él con unos cuantos indios había podido librarse del sometimiento, porque tenía la certidum bre de que él, pros­ cripto por la tiranía, hubiera m uerto en el acto de presentarse, y esta creencia le daba aliento para viv ir errante de bosque en bosque, alim en­ tándose con raíces.

En los toldos emparentó con los indios. M ansilla encontró, veinticinco años después de su regreso a la civilización, al ca­ cique Baigorrita, su ahijado. Cuenta, en Una excursión: M anuel Baigorria, alias Baigorrita, tiene treinta y dos años. Se llam a así porque su padrino de bautismo fué el gaucho puntano de ese nom bre, que en tiempos del cacique Pichun, de quien era m uy amigo, vivió en T ierra Adentro.

Este cacique, Baigorrita, cuando se sublevó, a fines de di­ ciembre de 1875, la tribu de Juan José Catriel, fue en su auxilio con tribus ranquelinas; en las indiadas de Salinas

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Grandes, de Namuncurá, un m illar de indios chilenos y el cacique Pincén y su tribu form aban un ejército de tres m il quinientos hombres de lanza. Esta sublevación dio m otivo a que el Senado de Buenos Aires autorizara el gasto de tres mi­ llones de pesos para la compra de caballos. Alsina estableció las líneas de Carhué-Trenque Lauquen-Puan-Guamini-Italó, con fortines unidos por zanjas, m uro y espaldón de tierra (en Saldías, op. cit.). Otros datos hallamos en la mencionada cró­ nica de Del V alle: Los indios de Painé y B aigorria llevaron una invasión a la provincia de San Luis, en 1847. Las fuerzas indígenas se m ovieron de sus toldos de Leuvucó, y B aigorria de su campamento de T renel. La invasión era n u ­ merosa, form idable. Las fuerzas del gobierno de San Luis salieron a batir la invasión, que perfectam ente regim entada marchaba en tres columnas paralelas. La columna del centro la form aba el escuadrón de cristianos refugiados en T renel, que obedecían las órdenes directas del coronel Baigorria.

A llí hallan a los soldados dormidos de cansancio. Saben dónde está el fortín El Lince. Degüellan a todos, y visten las ropas de los muertos. Siguen a San José del M orro; asaltan, saquean, roban, asesinan. Y Del V alle prosigue: Los indios em prenden la retirada sin ser molestados por fuerzas del go­ bierno. Aparece el comandante Ju an Saa. Painé y Baigorria combaten a sable, lanza, bola y facón. Por el campo rodaban indios y cristianos abra­ zados, prendidos de las mechas, m utilados a puñaladas. [Esto ocurre en Laguna A m arilla.] En lo más recio del entrevero, el coronel Baigorria y el com andante Saa se reconocen. Se desafían a batirse cuerpo a cuerpo. Am bos se separan de sus filas. Los dos son bravos. Se arrem eten a sable, se tiran golpes a fondo. Breves m inutos dura esta lucha singular. Saa, más ágil o más diestro que Baigorria, le ha partido la cara de un feroz hachazo. El coronel cae como electrizado. Su adversario, que lo cree m uer­ to, se retira. Y los gauchos de T renel, que han visto rodar a su jefe, lo rodean y lo sacan del campo. A pesar de lo dolorosa y de lo grave de su herida, B aigorria no pierde el sentido. Ayudado por los suyos m onta a caballo y sale de aquel infierno abrazado al pescuezo de su corcel.

Caciques y jefes blancos, unidos, hacían la guerra en favor o en contra de las fuerzas del gobierno, según conviniera a sus intereses. La deserción solía ser el paso de un bando a otro. Era común, además, que los jefes revolucionarios que se le­ vantaban contra las autoridades legítimas, apelaran a las tribus,

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sin que im portara haberlas combatido antes ni los compro­ m etiera a ulteriores alianzas. Entonces la deserción se hacía incorporándose las tribus. Se aliaban o batían sin otro fin que conseguir la victoria inmediata. La revolución de M itre, el 24 de septiembre de 1874, fue el caso más flagrante de esa clase de alianzas. La capitulación se hizo en La Verde, asiento de poderosas tribus. La insurrección repercutió en la provincia de Santa Fe y, esporádicamente, en todo el país. M itre, Rivas y otros jefes fueron condenados a destierro. El general A rre ­ dondo, expatriado, a muerte. A l frente de los indios estaba el cacique Catriel, con el grado de coronel del ejército nacio­ nal. Dice Saldías: "No im portaba a las gentes quién triunfara, con tal de asegurar alquileres y cueros a sus tropas.’ M artín Fierro huye con Cruz a los toldos en carácter de desertor, y no de gaucho m atrero. No temían que la justicia los castigara: temían al gobierno.

LAS M ILICIAS El M artín Fierro es un poema de milicias más que un poema civil. M artín Fierro nos cuenta con detalles su vida de soldado, pero no nos dice sino m uy vagamente qué sabe hacer como trabajador de campo. El H ijo Segundo y Picardía estuvieron en la Frontera, y Cruz, además de ser soldado de­ sertor, ha sido sargento de policía. Cruz es el personaje sig­ nificativo de la vida m ilitar en la campaña, tal como aparece en los poemas gauchescos. Brián es sargento de policía (en La cautiva), Genaro V erdún {en Santos Vega) también, y no podía faltar en el M artín Fierro. Pero aquí se presenta con una psicología de bandolero, con lo cual recobra su fisonomía ancestral. Si no se puede afirm ar que el M artín Fierro es un poema de bandidos, tampoco se puede afirm ar que sea un poema po­ licial; pero ambas cosas están dadas en dosis prevalecientes, en-el tipo de psicología am bivalente que representa Cruz. En cambio, sí puede catalogarse el Poema dentro del ciclo u n i­ versalmente popular de los hombres que intentaban ejercer la justicia por su mano. En Carlos Moor, Scliiller da categoría

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heroica a ese tipo antisocial que en la Edad M edia cumplía ya cierto ministerio de brazo de Dios, reparando los entuertos del poderoso y de sus tribunales. Si hemos de colocar el Poema dentro de algunos de los grandes ciclos en que por propias afi­ nidades se clasifica la literatura universal, corresponde en lo antiguo al de los caballeros-bandidos y en lo contemporáneo a la novela policial. Así lo entendió el continuador, Eduardo Gutiérrez. La psicología del bandido justiciero es la de los caudillos y, en un plano inferior, del comisario de campaña. “G orra Colo­ rada” fue, en los campos del sur de la provincia de Buenos Aires, un m ilitar en funciones policíacas que hizo de la comisaría un cuartel. El prototipo del funcionario policial con investidura de caudillo, como se le representa en los poemas gauchescos y en la novela congénere, es el bandido tal como lo describe Valdemar Vedel (en Ideales de la Edad M edia, I, xiii): El bandido —el desterrado, el despreciado— es aquella figura que en la poesía heroica se ve obligado a representar, con cierta frecuencia, el héroe g u e r r e r o ... Sucede que el héroe, por odio a los hombres, vuelve voluntariam ente la espalda a la sociedád y se entrega por completo a la n a tu ra le z a ... La eterna lucha por la existencia que el bandido debe reñir, lo mismo contra la N aturaleza que contra los hombres, desarrolla su vigor y su destreza, su inventiva y su decisión; su vida es una serie de aven­ turas, peligros y situaciones verdaderam ente complicadas. Constantemente sumido en nuevos peligros y aventuras, está agitado por el deseo de volver a su p a tria y a sus amores, impulsado por un descabellado deseo de luchar con el peligro y de burlarse de la justicia. Con frecuencia logra visitar furtivam ente su pueblo n a t a l... Un elemento completamente aventurero penetra en la poesía heroica en las descripciones de actos de presencia de ánimo y astucia, gracias a las cuales los extrañados logran siempre sus­ traerse a sus p e rseg u id o res... Cuanto más se afirm a la ordenación ju rí­ dica, con m ayor fatalidad aguarda al osado bandolero un lam entable fi­ n a l . . . Sin embargo, en el transcurso de los tiempos nim ba la vida del bandido y la convierte en un m otivo de rom ántica delectación, de tal modo que, en las m odernas literaturas, las novelas de esta naturaleza, y aun los dramas, constituyen especies poéticas dilectas.

En el M artin Fierro no hay simpatía para el ejército ni para la profesión m ilitar. En ninguna parte se habla de sus glorias ni de su acción en las luchas civiles, asunto fundam ental de Los tres gauchos orientales, de Lussich. Nada tampoco de los cau­ dillos. Los indios baten a los soldados porque sus jefes son ra­

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paces y se guardan las armas, porque los distraen en trabajos particulares y porque no los alimentan ni los disciplinan. El ejército que para el A u tor existe es ése de fronteras. No se con­ cibe, no se menciona otro. En cambio es mucho más m anifiesta su befa a la policía, en la pelea que M artín Fierro sostiene con la partida: Y ya vide el fogonazo De un tiro de garabina, M as quiso la suerte indina De aquel maula, que me errase, Y ay no más lo levantase Lo mesmo que una sardina. A otro que estaba apurao Acomodando Una bola, Le hice una dentrada sola Y le hice sentir el fierro, Y ya salió como el perro Cuando le pisan la cola. Era tanta la aflición Y la angurria que tenían, Que tuitos se me venían Donde yo los esperaba; Uno a otro se estor­ baba Y con las ganas no vían. Dos de ellos que traiban sables, Más garifos y resueltos, En las hilachas envueltos En frente se me pararon. Y a- un tiempo me atropellaron Lo mesmo que perros sueltos. Me fu i reculando en falso Y el poncho adelante eché, Y en cuanto le puso el pié Uno medio chapetón, De pro n ­ to le di el tirón Y de espaldas lo largué. A l verse sin compañero El otro se sofrenó; Entonces le dentré yo. Sin dejarlo resollar, Pero ya empesó a aflo jar Y a la p u n .. .ta disparó. Uno que en una tacuara Había, atao una tigera Se vino como si fuera Palen­ que de atar terneros, Pero en dos tiros certeros Salió aullando campo a ju e r a ... El más engolosinao Se me apió con un ha­ chazo; Se lo quité con el brazo, Denó, me mata los piojos; Y antes de que diera un paso Le eché tierra en los dos ojos. Y mientras se sacudía Refregándose la vista, Yo me le fu i como lista Y hay no más me le afirm é D iciéndole: «Dios te asista Y de un revés lo voltié (1543-608). Tres veces compara a los vigilantes con los perros. Por su parte, el traidor Cruz ha de burlarse de tal oficio, al explicarle a M artín Fierro los motivos de su actitud, diciendo que a él no le gustaba andar “con la lata a la cintura”. Tam bién Picardía hace un retrato humorístico del oficial de partida, expresándose en términos despectivos. La policía está puesta en el Poema como elemento negativo que ilustra un aspecto de las contingencias de la vida del paisano, bajo la autoridad brutal y canallesca de los comisarios. Comisarios, sargentos y partida tienen valor episódico, mas lo que realizan registra una m odali­ dad que tiene vigencia todavía. En el cuadro psicológico del

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Poema conservan los rasgos típicos que en toda la gama de las instituciones armadas m antuvieron desde que representaban la autoridad degradada del virrey en el gobernador, el intendente, el corregidor, el alguacil, el blandengue, en el vasto sistema po­ licíaco que configura la arborescente rama ejecutiva de los poderes públicos. Dice Vicente F. López (en Historia de la República Argentina): De m anera que el servicio policíaco deferido a la Intendencia tenía en su apoyo la fuerza m ilitar, y se completaban así los objetos con que se completaba también la Comisión de Justicia Crim inal, pues se le daban los agentes necesarios para el arresto de los delincuentes que debía juzgar.

En el plan de desorganización m oral sistemática que enten­ demos por Reorganización Nacional, la policía ha tenido, y tiene, una función coercitiva sim ilar a la del ejército. Ambas instituciones operan de consuno para mantener a los ciudada­ nos en un estado latente de temor, según los métodos que Rosas entronizó para consolidar la paz y el orden. En realidad, la policía no necesitaba ingurgitar de la vida montaraz de los cam­ pos el elemento antisocial para cum plir sus funciones punitivas, pues estaba desde el desembarco de los conquistadores en su naturaleza verdadera. T anto ella como el ejército se formaban y sostenían por el ingreso de individuos desclasificados, quienes, lejos de desprestigiarlos, le daban respeto por el temor al poder. La m ilicia policial ha necesitado de aquellos individuos, por la fórm ula terapéutica del sim ilia similibus curantur; pero el ejér­ cito hubo de adoptar el sistema por necesidades de otra índole. Dice Sarmiento (en La Guerra, t. X X IV , 1856): Más tarde el hastío de los m ilitares, el desprecio en que cayeron las armas hicieron una revolución en los espíritus, y los padres de fam ilia creyeron deshonrarse si su hijos llevaban una espada al cinto. Gracias a esta reacción inconsiderada el ejército se hizo plebeyo y reclutó sus oficiales en las clases abyectas o entre loscaracteres desesperados. La tira­ nía que ha pesado sobre nosotros tuvo cuidado de exterm inar el plantel de m ilitares que nos había legado la Independencia; y aun después de habernos librado de ella, las armas están en menosprecio entre los notables de nuestra sociedad. Un hacendado estará pronto a dar parte de sus ganancias para defender la frontera, pero h allará siempre indigno de su elevación que su hijo vaya a tom ar parte en la defensa de sus propios bienes, que esto ha de confiarse a gentesrecogidas de aquí y de allí, que poco interés sienten po r la cosa pública. Creemos que el gobierno deb'e

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obrar enérgicamente para reclutar el ejército, y en lugar de tom ar la hez del pueblo para confiarle la salvación del Estado, pedir o tom ar p ro p o r­ cionalmente su contingente de brazos y de inteligencia en todas las clases de la sociedad, a fin de im prim ir en el ejército la dignidad m oral, de que se muestra, donde la disciplina no la suple, tan destituido.

A su vez, el general Paz (en M emorias, IV) aludía a otro aspecto de la descomj:>osición interna de los ejércitos: He deseado y he procurado que la clase m ilitar ocupe en la escala social el lugar que debe tener, sin perjuicio de la libertad y en beneficio de esa l i ­ bertad misma. Que el ejército sea honrado como lo es en los países bien gobernados, pero sin que sea opresor ni se sobreponga a las otras c la se s... La ingerencia de los m ilitares en cuestiones políticas, por medio de re ­ presentaciones en que colectivamente los oficiales de una división o un ejército pedían tal o cual cosa, en que se exprim ía este hermoso consejo: La disciplina m ilitar debe ser más exacta en proporción a que las institu­ ciones políticas del país son más lib e ra le s... Nada hay más general que asociarse un leguleyo a un jefe m ilitar para in flu ir en todas sus delibera­ ciones. Otros, y esto se ha visto con demasiada frecuencia, han buscado en las relaciones íntim as y privadas los medios de dirigir en circunstancias es­ peciales la conducta de los jefes m ilitares, haciéndolos servir a sus miras; y muchos, finalm ente, se han servido de la penuria de recursos y sistema de pobreza en que se les tiene para el mismo efecto. No es extraño v er a los que declaman contra el empleo de la fuerza bruta procurar dirigirla se­ gún sus intereses, en cuyo caso deja de ser bruta y pasa a ser fuerza inte­ ligente, de tal modo que a estos modernos Catones, que desdeñan a los hom ­ bres de espada, no les pesa disponer de un p a r de batallones o escuadro­ nes, m ediante la influencia privada que se procuran de un je fe . No es de adm irar, pues, que se haya abusado de la buena fe, del candor y de la ig­ norancia de muchos m ilitares, y que se haya sacado partido para em pre­ sas criminales de sus necesidades, de sus vicios, de sus pasiones y hasta de sus virtudes. El secreto ha consistido en conservar el caos, para em pujar­ los adonde se quiera, para que sean siempre las víctimas. m

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El instrumento de acción del ejército sobre la población civil es, y ha sido, la policía. Cedieran o no a su vez a la presión de los “leguleyos”, como afirm a Paz, lo cierto es que en el gobierno oculto del país (Alberdi decía que siempre había, entre nosotros, dos gobiernos: uno visible y otro invisible) ellos han manejado y han sido manejados mediante ese instrum ento dócil a cualquier mando y a cualquier aplicación. Por medio del terror, pero también por medio de esa fascinación que el poder inviste siempre ante la ignorancia del pueblo, policía y ejército, tal como en el Poema aparecen, han contribuido a

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detener el desarrollo de la vida económica y cultural del país. Más que lo m ilitar, lo policial es lo nacional. Casi todo nuestro modas operandi psicológico tiene la im pronta de lo policíaco, y hasta la literatura tiene su más alto punto en las historias de comisaría y de cárcel. El M artín Fierro es ejemplo concluyente. Pero todavía lo es mucho más el Santos Vega, ya netamente un poema del ciclo de los bandidos. Lo declara el autor en el Prólogo. La historia de Los mellizos de la Flor, que es su subtítulo, uno bueno y otro malo, es eso. Ni le falta tampoco, como en los M ilagros de Berceo, la intervención divina que restablece la conexión natural en esa clase de obras con la Providencia, que en definitiva es la que restablece el orden de la justicia en todos los desvíos humanos. Pero en Ascasubi toma la obra otro cariz típico: la glorificación de la policía, con que el autor se anticipa a las historias de detectives y a las películas norteamericanas del género. Precisamente en Anselmo, el sanjuanino rastreador y razonador deductivo, hay un detec­ tive, como lo hubo antes en el Calíbar, del Facundo de Sarm ien­ to. Berdún, sargento de policía, es el paladín, el caballero que se opone al bandido, y el bandido tiene ya un rival, porque no campea en valim iento del desheredado y del oprimido. En las obras del género hay ya la degradación del adalid al castigador de uniform e, del héroe al sargento, y la inicia Echeverría con Brián, la continúa Ascasubi con Berdún y la finiquita H ernán­ dez con Cruz, que ya es la más baja calidad m oral en ese orden decreciente. Cruz ya es el bandido disfrazado de policía, que representa un papel y juega otro. Para la imaginación popular im bricaba dos héroes: el policía y el bandido, en quien triunfa un atávico impulso antisocial, y eso fue lo que le perm itió sobrevivir en la m emoria de los paisanos. Así como en el orden descendente damos con Chirino y con M oreira —su fisiparidad—, en el orden ascendente damos con el caudillo, que es el ban­ dido m ilitar. No porque sí llam aba Alberdi a Sarmiento “el Plutarco de los forajidos”. Para asumir un categórico papel carismático, el m ilitar hubo de representar en parte al antiguo ídolo, al progenitor de la estirpe. En la Edad Media era el caballero. Su decadencia ha sido indicada así por Erich K ahler (en Historia Universal del hombre):

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A hora ya sólo se consideraban caballeros a aquellos nobles pobres que te­ nían toscos castillos, sin tierra suficiente para sostenerlos y que, por consi­ guiente, se veían obligados a ofrecer servicio m ilitar dondequiera que se necesitase. Así la palabra llegó a significar servicio m ilitar y profesión m i­ l i t a r . . . Sus procedimientos resultaron inadecuados e inútiles y se les ce­ rraron las carreras m ilitares. Pero se negaban con obstinación a en trar en la vida y las profesiones de la ciudad o a prestar servicios de ninguna otra clase, pues consideraban que éstos no estaban a la altu ra de su rango. P re­ ferían languidecer apiñados y pobres en sus ruinosos castillos y, p or ú lti­ mo, se convirtieron en caballeros ladrones, que asaltaban a los comercian­ tes que viajaban y perseguían a los campesinos.

El Mefistófeles de Goethe asociaba, sin necesidad de bús­ quedas históricas, “la guerra, el comercio y la p iratería”. Pero en tierras sudamericanas, acaso sin que sea ello una innovación, la m ilicia se asoció a otra institución a la que am paraba tom an­ do de ella realce: la iglesia. D urante las guerras civiles, nuestra grande epopeya, el sacerdote y el caudillo obraban en manco­ mún y a veces eran uno mismo, puesta la casaca del general sobre la sotana. Es el caso, entre otros, del fraile Aldao, cari­ catura bárbara de Richelieu. Las proclamas y edictos invocaban la religión, y el estandarte negro de Quiroga llevaba el lema “Religión o M uerte” sobre dos fémures. Se combatía por la federación, por el libre tránsito de los ríos y por la fe católica, apostólica, rom ana de los borbones. La Restauración, que eleva a Rosas al solio del mariscalato, fue una taracea del clero y su gobierno una monstruosa teocracia pampeana. Desde m uy anti­ guo en nuestra historia la carrera m ilitar fue algo más que una carrera m ilitar: fue un sacerdocio. Y desde las misiones jesuíti­ cas, el sacerdocio una m ilicia de carácter político. Pero en el M artin Fierro no se alude siquiera a este tema de la m ilicia eclesiástica, y no vale la pena ocuparse más de ello aquí. GU E RR AS Y MALONES La mención de la últim a guerra —en la que el inglés no quiso servir refugiándose en la sierra— es la que se libró contra el Paraguay (1865-1870). En el Fausto se comentaba: Con el cuento de la guerra andan m atreros los cobres, vamos a m orir de pobres

los paisanos de esta tierra. Yo casi he ganao la sierra de puro desesperao.

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A ella se refiere Cruz al decir que va quedando poca gente en el pago, pues Se los ha tragao el oyo, O juido o muerto en la guerra (2043-4). En el Poema no se mencionan las guerras civi­ les, que eran las que efectivamente ocasionaban las persecucio­ nes y las levas de los gauchos. Porque esas eran las guerras de los gauchos. Nos inform a Ju an Alvarez (en Estudios sobre las guerras civiles argentinas) que el gaucho se alistaba voluntaria­ mente en las montoneras, pero no en las filas del ejército. Siempre ofrecía mejores perspectivas, y en esos trances el gue­ rrillero no tenía motivos de odio contra el indio, con quien muchas veces se aliaba. Hernández, que participó durante veinte años (1853-1873) en casi todas las guerras civiles, y que tenía una larga experiencia en estas luchas, hizo que sus gauchos las ignorasen. Tampoco se comentan los enconos de las facciones políticas, como en Los tres gauchos orientales, sino la mala política. En este poema los personajes conversan sobre la guerra entre blancos y colorados, en el Uruguay; en el M artín Fierro sólo se mencionan los m alo­ nes. Las alusiones a la política del Protagonista, de Cruz y de Picardía, son m uy vagas y zahieren la desorganización de la justicia, los malos gobiernos, los despojos realizados en conni­ vencia por jueces y comandantes, no la conducta de determinado partido en el poder. Si es una sátira dirigida contra M itre y Sarm iento, eso ha de inferirse, pues no existe ninguna alusión concreta (excepto el desfigurado apellido Don Ganza) que perm ita individualizar el objetivo de las críticas. El Ju an M o­ ren a, de Gutiérrez, reparará también ese descuido; hará que su héroe intervenga en el hervor de las pasiones políticas, en las batallas de comicio. De modo que la falta de ese elemento concreto y personal en el Poema responde a una actitud deliberada de Hernández. Particularm ente lo es el desechar un m aterial que Lussich había colocado en prim er término, reduciendo así los peligros para el gaucho —además de los naturales del desamparo— a las agre­ siones del indio. Hernández sabía muy bien que el desorden y la subversión provenían de las agitaciones políticas, que también la hostilidad del indio derivaba de ellas, y que la montonera, de la cual era elemento esencial el gaucho, había creado congénitamente esa situación. Por esa neutralidad de su parte, M artín

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Fierro, Cruz y Picardía parecen defender, sin decirlo, pero con sarcasmos muy expresivos, la época de Rosas. Que los gauchos omitan las contiendas de caudillos y la frontera sea el parapeto que contiene las incursiones del salvaje, obedece a un propósito deliberado. Bien sabido es que el origen de aquellos males estaba en otra parte. En la H istoria m ilitar argentina, del T eniente Coronel A u ­ gusto A. Maligne, se da la estadística( de las batallas, acciones, combates y asonadas de las guerras de independencia a las civi­ les, sin contar las que se libraron contra el indio, más num e­ rosas y sangrientas. Desde 1810 hasta 1824, en la Argentina, Chile y Perú (comenzando en la expedición a Córdoba y el A lto Perú, por Ocampo, hasta la batalla de Ayacucho, en que participa Balcarce) son setenta y siete acciones. En las guerras civiles, desde 1817 hasta inclusive la batalla de Caseros (1852), sesenta y dos batallas; desde el 21 de noviem bre de 1852 (derro­ ta del coronel Hornos y del general M adariaga por Ricardo Ló­ pez Jordán —padre—, en el ataque a Concepción del Uruguay) hasta el 4 de febrero de 1905 (revolución del partido Unión Cívica Radical), cincuenta y nueve combates, batallas y asona­ das. Luis M. Sommariva (en Historia de las intervenciones fe­ derales) enumera sesenta y cuatro intervenciones a las p rovin ­ cias, casi todas resistidas o hechas a fuerza armada, desde 1852 a 1916 (presidencia de Yrigoyen). Yrigoyen fue derrocado, en su segunda presidencia, por la revolución del 6 de septiembre de 1930, y la últim a revolución, del 4 de ju nio de 1943, es la segunda fase de la de 1930. Se comprende bien lo que escribió Sarmiento en su obra postuma (Conflicto y armonías, II): La Am érica del Sud es un pronunciam iento perm anente hasta 1875, en que fué cayendo de pronunciam iento en pronunciam iento en manos de te­ nientes y coronelillos que se fortificaron en los cuarteles y abolieron o des­ virtuaron con el auxilio de la plebe, las instituciones populares.

Ya había escrito A lberdi (en Estudios económicos), quince años antes: No hay guerra civil que no invoque entre sus motivos justificando la disipa­ ción de la fortuna pública que hace el gobierno dueño del poder. No hay una sola que no derroche el dinero público en nom bre del ahorro y de la economía.

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Y en El crimen de la guerra: Luego, la guerra es una industria privilegiada de esos países, cuyo p riv i­ legio consiste en que, lejos de ser como las otras el trabajo organizado és, al contrario, la ociosidad constituida. La guerra así tomada significa plata más que sangre; goces más que lágrimas; es un mero gasto público; un asunto de finanzas; un consumo de la riqueza pública y privada, hecho con el objeto involuntario de alejar la inmigración, de degradar el crédito p ú ­ blico, de paralizar los trabajos de la industria, de suspender la instrucción, de despoblar el país de la flo r de su población obrera y trabajadora; y, fi­ nalm ente, de alejar más y más la inteligencia y el imperio de la libertad, que consiste en el gobierno del país por el país, cosa que no se aprende ba­ jo el estado perm anente de sitio. En este sentido el presupuesto de gue­ rra podría denom inarse con más propiedad, en la Am érica republicana del Sud, presupuesto de barbarie y tiranía, gasto ordinario del atraso nacional, consumo de los recursos del país en alim entar una clase privilegiada de em­ pleados vitalicios ocupados en no hacer nada sino en gastar lo que otros pagan. Dad ejércitos a países que no tienen enemigos ni necesidad de h a­ cer guerras y creáis una clase de industriales que se ocuparán de hacer y deshacer gobiernos o, lo que es igual, de hacer la guerra del país contra el país, a falta de guerras extranjeras. El ejército degenera en clase gober­ nante, y el pueblo en clase gobernada o som etida. El ejército es el surtidero de los candidatos al gobierno, que no son otros que los héroes de espada erigidos en libertadores siempre que salen victoriosos de las guerras de can­ didaturas al gobierno político, convertido en propina o sinecura m ilitar.

Ju an Alvarez, en la obra citada, barruntaba que se podría establecer un régimen de periodicidad para tales perturbacio­ nes, dentro del orden natural de las cosas, cuando decía: No llegaremos sin duda a predecir que tal día determ inado un jefe suble­ vará sus tropas; pero se podrá establecer con bastante aproxim ación en qué momento y por qué m otivo hayan de aum entar en ciertas regiones las p ro ­ babilidades de desórdenes sangrientos.

En fin, con las palabras de Maligne, en su historia citada (de 1910): Cuando se piensa que durante medio siglo, y aún más, las provincias han peleado dentro de sí mismas, unas contra otras, varias contra el gobierno dicho nacional, como en batallas de ciegos, siempre con más muertos que h e r id o s ..., se adm ira uno de que, a pesar de los “proceres”, viva aún el país y que éste se haya hecho estado y “nación”, en la que haya espíritu nacional” . ..

En cuanto a las batallas, comenta ese autor:

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Son éstas: soldados a la fuerza, incorporación al ejército vencedor de p ri­ sioneros vencidos o degüello de éstos (no siempre, pero frecuentem ente), ausencia completa de arte en las combinaciones y de energía en los avan­ ces, defecciones frecuentes, predom inancia de la caballería en los efecti­ vos, sorpresas tácticas producidas por la presencia de un solo batallón de in fa n tería.

M artín Fierro y Cruz no conocían lo peor en la vida de fron­ teras ni del interior del país. Hernández tampoco quiso, por medio de ellos, evocar sus experiencias en las luchas civiles que despoblaban y ensangrentaban los campos de las provincias; aunque al despedirse nos advierte: Sepan que olvidar lo malo También es tener memoria (11,4887-8). Los historiadores —con pocas excepciones, como Vicente Quesada, en Las guerras contra el indio— han reducido las guerras contra el indio a capítulos insignificantes y circunscritos a lo anecdótico, con el pundonor de relatores de hechos glorio­ sos cuya dignidad personal va asociada a la dignidad de las empresas; como si ellos fueran responsables y monitores de la historia. Los cronistas —como Zeballos— han procedido con m a­ yor veracidad y franqueza, no arredrándose de los descalabros de tropas aguerridas y comandadas por generales de renom bre frente a salvajes sin otra escuela m ilitar que los ejercicios a campo raso de equitación, y la experiencia. A esa clase de ba­ tallas se las denomina malones, y se caracterizan por la feroci­ dad de los encuentros y por el odio fanático que los animaba a todos. No sé que se haya explicado satisfactoriamente el origen del odio m ortal entre el gaucho y el indio. Según el historiador Vicente F. López, el gaucho y el campesino odiaban al “godo” —el español—, particularm ente al comerciante y al hacendado. Azara observó ese mismo fenómeno tem peram ental en el seno de las familias, entre padre e hijo, m arido y m ujer; también Ju an Agustín García y Ju a n Alvarez, y Sarm iento en grado exquisito. Lo cierto es que el gaucho odiaba al godo —al padre— y también al indígena —la m adre—. No se había asimilado las costumbres del uno, y le repugnaban las del otro. Ese odio, que advirtió D arwin y que Head describió con su habitual maestría, parece que durante el virreinato no cobró caracteres tan exacerbados. Es sabido que durante el gobierno de Her-

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nandarias y del virrey Vértiz, gauchos e indios convivieron pa­ cíficamente en las faenas pecuarias. Participaron juntos en las guerras de independencia y en las civiles, en que voluntaria­ mente tribus enteras ingresaban en las filas de uno u otro bando. El odio florece después de la Revolución de 1810, en 2")lena íepública, y no sería extraño que se tratara de un sen­ timiento muy complejo de represalia. La guerra contra el indio es una m adrépora de malentendidos. Para intentar compren­ derla ha de recordarse que cuando la Argentina ha realizado ya su independencia, cuando ya ha sometido al godo, en el A lto Perú todavía estaban refugiados los magnates de la Colonia. Buenos Aires, Córdoba, Tucum án, Salta y Ju ju y fueron reduc­ tos de enemigos; en esas ciudades los derrotados indemnes ga­ naban pacíficamente su revancha. Esa es la reconquista de la Colonia que llega, a través de perturbaciones graves y de alter­ nativas dramáticas y ridiculas, hasta Rosas, el gran histrión teocrático. El gaucho no pelea entonces por reconquistar su independencia, sino para quitársela al indio. En una palabra, como escribe A lberdi en El crimen de la guerra, la guerra civil o semi-civil, que hoy existe en Sud América erigida en ins­ titución perm anente y en m anera norm al de existir, es la antítesis y el re­ verso de la guerra de su independencia y de su revolución contra España.

En Facundo, Sarm iento explicaba: L a guerra de la R evolución argentina ha sido doble: 1*? la guerra de las ciudades iniciadas en la cultura europea contra los españoles, a fin de dar m ayor ensanche a esa cultura; 2° guerra de los caudillos contra las ciuda­ des, a fin de librarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triun fan de los españoles, y las campañas de las ciudades.

Rosas ferm enta ese odio, que le es necesario para mante­ nerse en el poder, aunque no lo encienda. Desvía el odio al godo en odio al indio. Lo atiza, simplemente, pues es segura? que lo encendieron las reyertas de ¡orovincias. Descargábase el odio al arrasar las campañas; incautándose del ganado para avituallarse, tomaban posesión de provincias enteras, cuya po­ blación pasaban a cuchillo e incendiaban —era la táctica in­ dia—, y el indígena hubo de padecer en mayor grado esas de­

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predaciones y crímenes. Pero Rosas, que restaura, con las leyes, el pasado colonial, sus costumbres y sus enconos, consiguió cen­ tralizar el odio contra el enemigo común y unifica el oficio del degollador de reses con el del degollador de seres humanos. Los salvajes son los enemigos, y salvajes llam an los m ontoneros al indio y a los unitarios. El odio al salvaje es un slogan: se usa a diario en la conversación y se estampa en los membretes ofi­ ciales. El odio al salvaje es casi religioso, form a parte de un nuevo fanatismo. Los lemas corrientes son: “Federación o m uer­ te”, “M ueran los salvajes, inmundos unitarios”, “R eligión o m uerte”. El salvaje y el unitario liberal eran herejes. Entonces se pusieron en vigencia prácticas que engendran, en el alma una red de reflejos condicionados como en los oficios manuales. Particularm ente el rapto de mujeres se cometía en gran escala y a malsalva, ya para amancebarse las tropas, ya para que las mujeres hicieran en los cuarteles y en los vivaques las tareas domésticas. La vida regular era la del campamento, como la de los indios, y se amaba con las levaduras del odio. Esas gue­ rras civiles eran grandes empresas de cuatreros. En plena campaña de Rosas al Desierto, D arwin advirtió el terror que los indios tenían a los cristianos. A nota en su D iario, en agosto de 1833: Sin disputa, esas escenas son horribles. Pero cuánto más h o rrib le es el he­ cho cierto de que se asesina a sangre fría a todas las m ujeres indias que parecen tener más de veinte años de edad. Cuando protesté en nom bre de la hum anidad, m e respondieron: ‘‘Sin embargo, ¿qué hemos de hacer? ¡T ie ­ nen tantos hijos esas salvajesl” A quí todos están convencidos de que ésa es la más santa de las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civi­ lizado? Se perdona a los niños, los cuales se venden o se dan para hacerlos criados domésticos o más bien esclavos, aunque sólo por el tiempo que sus poseedores puedan persuadirlos de que son esclavos. Pero creo, en últim o caso, que los tratan bastante bien.

Y en los días 3 y 4 de octubre consigna: Santa Fe es una pequeña ciudad, tranquila, lim pia y donde reina buen o r­ den. El gobernador López, soldado raso en tiempo de la revolución, lleva diecisiete años en el poder. Esa estabilidad proviene de sus costumbres des­ póticas, pues hasta ahora parece adaptarse m ejor a estos países la tiranía que el republicanism o. El gobernador López tiene una ocupación favori-

LOS HABITANTES: LAS LUGHAS CONTRA EL INDIO ta: cazar indios. Hace algún tiempo mató a cuarenta y ocho y vendió hijos como esclavos, a razón de veinte pesos por cabeza.

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El capitán Head escribió en el capítulo “Los indios de las pampas”, de su obra muchas veces mencionada: Para gente habituada a las pasiones frías de Inglaterra, sería imposible des­ cribir el odio salvaje, inveterado, furioso, que existe entre gauchos e in ­ dios. Los últimos invaden por el extático placer de asesinar cristianos, y en las luchas que tienen lugar entre ellos, es desconocida la m isericordia. Antes de darme exacta cuenta de estos sentimientos, iba galopando con un gaucho de lindísim a apostura, que había peleado con los indios. Se me ocurrió preguntarle m uy sencillamente cuántos prisioneros habían tom a­ do. El hom bre contestó con un aspecto que nunca olvidaré; apretó los dientes, abrió los labios y luego, haciendo un movimiento de serrucho con los dedos sobre la garganta desnuda, que duró medio m inuto, inclinándo­ se hacia mí con sus espuelas que golpeaban el costado del caballo,me dijo con voz profunda y ahogada: “se m atan todos”.

Una referencia análoga se encuentra en Bosquejos de Bue­ nos Aires, Chile y Perú (1817), de Samuel Haigh: Los gauchos cuentan historias terribles de las atrocidades cometidas por sus salvajes vecinos, bien evidenciadas por las ruinas negras de los ranchos en esta parte del país; sin embargo, las dos tribus están en general al mis­ mo nivel, pues los gauchos invariablem ente degüellan a “los indios m aldi­ tos” que caen en sus m anos. Vi dos indiecitos en un rancho llam ado Can­ delaria; habían sido salvados por un gaucho piadoso, cuando sus padres y toda la tribu fueron masacrados, en una escaramuza de la pampa; los h a­ bía adoptado y jugaban en la p u erta ju n to con sus hijos. El mayor apenas tendría siete años; ambos estaban completamente desnudos; de color mo­ reno y extrem adam ente feos; piernas cortas y chuecas y los largos cuerpos parecían hinchados como sa p o s...

M ansilla form ula estas extrañas reflexiones en el capítu­ lo L X V I de Una excursión: T anto que declamamos sobre nuestra sabiduría; tanto que leemos y estu­ diamos, ¿para qué? P ara despreciar a un pobre indio, llam ándole bárba­ ro, salvaje; para pedir su exterm inio, porque su sangre, su raza, sus instin­ tos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización em pírica, que se dice hum anitaria, recta y justiciera, aunque hace m orir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor p ro ­ pio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos p re­ senta en nom bre del derecho el filo de una espada; en una palabra, que m antiene la pena del talión, porque si yo mato me m atan; que en definí-

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tiva lo que más respeta es la fuerza, desde que cualquier Breno de las ba­ tallas o del dinero es capaz de hacer inclinar de su lado la balanza de la justicia.

En La ciudad indiana, de Ju an Agustín García, leemos: Explotados (los indios) para satisfacer la avaricia de sus dueños, satisfa­ cer sus bajas pasiones, su lu ju ria y su crueldad, las tribus que no se reb e­ laron y huyeron a los valles de la cordillera, desaparecieron en pocos años.

EL INDIO EN L A ECONOM IA DEL PO EM A Y EN EL SENTIM IENTO DEL A U T O R De todo el Poema, las partes que se refieren a la vida en la toldería —costumbres de los indios, malones, parlamentos, danzas, crueldades— son las que a un mismo tiempo dan im ­ presión de m ayor veracidad y de más intencionada unilateralidad. Inevitablem ente, a pesar de la intuición de lo sustancial que caracteriza al Poema, el A u tor debe ser visto como un cro­ nista de ese período de lucha contra el indio. Si el Poema es netamente una obra sim ilar a los romances de frontera, mucho más tiene de crónicas del tipo de las de H urtado de Mendoza y Pérez de Hita, y mucho más de las de Las Casas, Fernández de Oviedo, López de Gom ara o Díaz del Castillo. El autor se ha colocado en la tesitura judicial y profesional de los cronistas españoles. Robustece la analogía la intención de fidelidad de la pintura de la vida salvaje, la minuciosidad inform ativa que emplea M artín Fierro, contra su costumbre de reducir a sínte­ sis m edular lo que contempla, pues certifica que él ha estado en los toldos y observado sus costumbres. Esta vez más que nun­ ca ha renunciado a la libertad que el poeta tiene sobre el his­ toriador —como lo comprendieron Ercilla y Oña, pero no Cen­ tenera, el amanuense— y se avino hum ildem ente a los deberes del oficio; pues su circunstanciado inform e de lo que ha pre­ senciado, ¿110 equivale a un capítulo prelim inar de la crónica de la Campaña del Desierto? En la producción literaria espa­ ñola a que da lugar la guerra contra el moro, se diferencian bien los romances fronterizos de las historias. El poeta registra otros hechos de la misma realidad.

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Hernández, fiel a su técnica, ha objetivado la vida en el Desierto contem plándola desde fuera, de modo que la realidad que refleja es la misma que se alcanzaba a divisar desde los for­ tines. Se comprende ahora que esa técnica, que puede generali­ zarse a todo el Poema, consiste en practicar profundos cortes en el m aterial vivo de la realidad, reduciéndola a fragmentos o parcialidades de la realidad. Sentimos siempre lo que ha omi­ tido, como elemento que gravita a distancia sobre la porción que nos presenta con su habitual fascinación; pero en esta his­ toria no se han escindido partes de un cuadro panorámico sino aquellas en escorzo que se internarían en las vivencias del indio. Su vida psíquica está extendida en esas dos dimensiones del espectáculo e inferim os de su alma bru tal por la brutalidad de sus actos. Tam bién su descripción de la vida en los toldos pue­ de ser aceptada como “pura realidad”, a condición de que se reconozca el derecho a efectuar en ella cortes ad libitum. Si el plano y la perspectiva que ofrece el corte sigue siendo reali­ dad, entonces puede hablarse de una realidad sometida al tra­ tam iento malicioso, tal como la palabra se emplea aplicada a los historiadores verídicos, a ultranza, cuando hacen esos cortes con vistas a una demostración o a una sistematización de la realidad histórica, con lo que se la desfigura en razón directa de su fidelidad documental. Toda historia es siempre una con­ figuración de hechos, dentro de las infinitas posibilidades, todas legítimas, de configurar una realidad. Hernández no pudo pre­ tender sino una clase de veracidad, y es precisamente aquella que perm ite a los hechos una interpretación profunda dentro del contexto, salvando la sustancia histórica más que la anéc­ dota histórica. Esto hizo en la Ida, y esto hace en la Vuelta. Pero su posición personal, la técnica de efectuar el corte sobre el bloque de la realidad, aplica a la vida del indio el proce­ dim iento de lo pintoresco que él reprochó a sus predecesores al representar la vida del gaucho. Para el gaucho él efectuó en la realidad un corte viviente hacia lo profundo de su alma, m ientras que para la vida del indio practica un corte frontal y superficial. Y, sin embargo, sentimos que tenía razón, y que lo que abstrae en uno y otro caso es lo perecedero y accesorio. Lo pe­ renne en el gaucho era su psique, no su indumento, y lo peren­

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ne en el indio fue la personalidad tribal que adquirió en las rudísimas condiciones de su lucha por la vida. El alma del indio se externó en sus costumbres, y la crueldad feroz, más que un carácter étnico de su psicología, fue una m odalidad que le impuso nuestra historia. El era de otra m anera pero lo hicimos así, y en esa fisonomía horrible —que es histórica y no étnica— Hernández encuentra otra vez, como en el gaucho, lo que no es pintoresco, sino vital. Lo que sí puede reprochársele es que se haya valido de re­ ferencias y de obras escritas, entre éstas las de M ansilla, B ar­ bará y Barros, que evidentemente son sus yacimientos directos. La verdad de Hernández es la verdad de estos cronistas, supri­ midos los pasajes favorables a la causa del indio. En la Ida hace su aparición inevitable en un episodio, ajustado al canon de Ascasubi, y en noventa versos liquida ese tema im portante de la vida de frontera. A pesar de su pelea con el H ijo del Cacique, el concepto de M artín Fierro al em prender la marcha al Desierto muy poco tiene que ver con el que expresa al re­ gresar. Hay de por medio la experiencia, naturalm ente; pero también hay un cambio en la experiencia histórica que el A u tor tiene de los siete años transcurridos entre la Prim era y la Se­ gunda Parte. De no haberse proseguido la Obra, la Ida nos daría clara idea de que Hernández no concedió al tema del indio la im portancia que hubo de tener en su relato de fron­ teras, y nos parecería deficiente comparado con el Santos Vega, para no m encionar La cautiva. La Vuelta compensa aquella de­ ficiencia, y en el tema del rescate de la Cautiva halla no sólo un buen pretexto para recuperar a su héroe, sino para dar al Poema un tono conveniente dentro del mundo en que viven los personajes. No solamente incrusta en el Poema un episodio sacramental del canon de las crónicas, sino que su inform e sobre lo que ha observado en la toldería pasa a ser elemento vivo de su vida, y hace que a su regreso el héroe se presente con algo más que sus observaciones de explorador. En resu­ men, la aventura de M artín Fierro en el Desierto es un parén­ tesis en la vida del Protagonista y un ingrediente de compen­ sación en la economía de la Obra. T oda la aventura cabe sin rebasar las crónicas en lo que se había escrito ya, e íntegra­ mente en la Excursión, de Mansilla. Son esos temas: llegada

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de los fugitivos al campamento, admisión, después de un con­ ciliábulo; el parlam ento; descripción de los hábitos y psicolo­ gía del indio; situación de M artín Fierro y Cruz en el desierto; fabricación del toldo y búsqueda de alimentos; preparativos para el m alón; concentración de tribus y belicosidad del indio; regreso del m alón y faena de las chinas; situación de las m u­ jeres; fiesta; un indio hospitalario; peste de viruela y muerte de Cruz; encuentro de la Cautiva, episodio que abarca qui­ nientos setenta y siete versos y se divide en: hallazgo de la m ujer castigada, sufrimientos que se le impusieron, muerte del hijito, pelea con el Indio auxiliado por la Cautiva, muerte del adver­ sario, digresión sobre amansamiento del caballo, retorno de los dos desdichados. Por prim era vez M artín Fierro cuenta lo que ha visto, y la descripción entra a form ar parte como procedimiento en la elaboración del Poema. Antes había contado solamente lo que hacía, y lo descriptivo estaba reemplazado por lo lírico. En su presentación de la V uelta ha cambiado de estilo, pero sobre todo ha cambiado de opiniones, y ese cambio se refleja en él desde otro foco. Lo que cuenta M artín Fierro no es lo que ha visto en la toldería, sino lo que al A u tor ha leído en las crónicas de M ansilla, Barbará y Barros. Sus opiniones hasta 1872 eran otras, y ahora descubrimos que se empleaban como argumento de oposición política al gobierno. Releídas desde el ángulo de la Vuelta, readquieren otro valor. D ijo H ernán­ dez en el núm ero del 22 de agosto de 1869, en El R ío de la P la ta : La experiencia ha demostrado el absurdo de las combinaciones hasta hoy adoptadas para arrebatar a los indios el señorío del desierto. La idea de llevarles una guerra ofensiva para exterm inarlos, que algunos han emitido en la prensa y hasta en el opúsculo que se han impreso bajo la protección oficial, no han dado el resultado con que soñaban los autores. Y decimos felizmente, porque si eso hubiese tenido lugar habría sido una mengua de nuestros gobiernos, que no habrían descubierto un medio más en armonía con nuestros sentimientos hum anitarios y cristianos de neutralizar el mal y hacer al salvaje mismo partícipe de los beneficios de la civilizació n ... Nos­ otros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio, y m e­ nos de exterm inarlos. La civilización sólo puede darnos derechos que se derivan de ella mism a. A l no reconocerlo así, nosotros, los que nos eman­ cipamos del yugo despótico del coloniaje, vendríamos a caer en los excesos que señalan perdurablem ente a la execración del mundo las bárbaras heca­

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tombes de la conquista de Am érica. Tenemos el derecho de introdu cir en el desierto nuestra civilización, nuestra legislación, nuestras prácticas hu m a­ nitarias, porque allí donde nada de eso existe, debemos llevar las exp lora­ ciones del progreso. ¿Pero qué civilización es ésa que se anuncia con el ru i­ do de los combates y viene precedida del estruendo de las matanzas? Las bestias se enfurecen y acometen, cuando son perseguidas de m uerte, ¿y có­ mo no esperar que los indios, que tienen al menos la organización hu m a­ na, se vuelvan contra nosotros, sedientos de venganzas, cuando no nos anun­ ciamos a ellos sino como heraldos de la m uerte?

Y en el “Camino Tras-A ndino”, artículo que se transcribe al fin al de El gaucho M artín Fierro, en la prim era edición, dijo: No hace mucho que algunos indios invasores comieron en una fonda del R ío Cuarto, y ayer 110 más llegaban hasta el Saladillo, a seis leguas de la ciudad de Rosario, que es la segunda en im portancia, comercio y población de la R epública. A San Luis lo han despoblado casi com pletam ente. So­ bre los fortines que el siglo pasado constituían la línea de frontera, pasan aún los indios como avalancha, para llevar el incendio, la desolación y la m uerte a los m oradores de la cam paña. A doce y quince leguas del Rosa­ rio existen pampas desiertas, dilatadas llanuras, donde la propiedad ru ra l está amenazada constantemente de ser arrebatada por los sa lv a je s... Pida­ mos a los pueblos gobiernos justos y progresistas y dejará de ahogarnos el desierto, que p or todas partes nos circunda como barrera im penetrable a la civilización y al comercio. No hace mucho que se ha negado po r el C on­ greso, al Sr. Crozadt y al Sr. Fillol, algunas leguas de territorio desierto en Patagones, donde prom etían form ar colonias agrícolas. Esta es la continua­ ción del sistema colonial.

El tema del indio figuraba en ese apéndice mucho más que en el texto del Poema, pero ya estaba planteado en los términos en que lo concebía Hernández, fuera de las contiendas perio­ dísticas, sobre la base de los intereses económicos. No era toda­ vía su franca opinión, que hemos de encontrar en la Vuelta, después de consumada la empresa antes execrada. Leemos: Estas cosas y otras piores Las he visto muchos años; Pero si yo no me engaño Concluyó ese bandalage, Y esos bárbaros salvages No podrán hacer más daño. Las tribus están deshechas; Los caciques más altivos Están muertos o cautivos, Privaos de toda esperanza, Y de la chusma y de lanza Ya muy pocos que­ dan vivos (II, 667-78). No había en Hernández ninguna simpatía por el indio, sino como reacción contra el gobierno y el sistema político im pe­ rante. Tomaba partido contra el gobierno y, por ende, en favor

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de sus víctimas: el gaucho y el indio. Pero ¿tuvo simpatía por el gaucho más allá de lo que puede experim entarla quienquie­ ra que haya vivido en el campo? Si observamos atentamente, tampoco hay en su defensa del gaucho tanto de humano como de político. La situación del gaucho dimana de la m ala orga­ nización política, no de la absurda organización social. Como diputado dirá en la Legislatura, el mismo año de aparecer la V uelta: Hay infinidad de gente, muchísimos pobres de nuestros paisanos que viven en aquellos bosques hace muchos años, y si ahora se les quita ese refugio (los montes, que el gobierno proyectaba vender), vamos a poblar la peni­ tenciaría.

El verdadero problem a del jornalero rural y del indio, Her­ nández no lo comprendió siquiera y mucho menos lo sintió. Los juicios de Hernández siempre tienen un contenido ambivalente, porque pertenecía a lo que desde 1880 se ha llamado la oligar­ quía, y era hombre de pasiones políticas tan vehementes, que hasta podía apelar a recursos circunstanciales que repudiaba en el fondo de su alma. Si hemos de juzgar por su am bivalen­ cia del complejo del indio, el gaucho era un arma en sus ma­ nos, pero que asió con tal violencia que no la pudo soltar. La política del indio concluye para Hernández, como para todos, con el problem a del indio. El patriotismo de los direc­ tores de la opinión pública y de los asuntos de Estado exige ese holocausto, y Hernández lo tributa espontáneamente sin tener en cuenta sus antiguas afirmaciones. Entra al juego de los conquistadores. M i opinión es que, por la intensidad que da a su defensa de la verdad en la defensa del gaucho, esta diferencia de puntos de vista, de sentimientos cardinales, plan­ tea la m ayor incongruencia entre la Primera y la Segunda Parte del Poema. Hay enfoques fundam entalm ente distintos, y en la V uelta adopta Hernández la tesis de sus adversarios ¡que era la misma suya! porque los que gobiernan y los que esperan gobernar están en el mismo juego. ¿No es precisamente en esa Segunda Parte donde el A u to r olvida una tesis ocasional de la Ida, y se consagra a detallar las bajezas y atrocidades del indio, su ignorancia y su miseria moral? ¿No se trata, eviden­ temente, de una ida y de una vuelta? En boca de M artín Fierro

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es una crónica intencioirada, que pone a este desdichado de parte de sus enemigos, de mucho m ayor desprecio y de m enor equidad que las de sus amigos Barros y M ansilla. En vano se alegará que ésa era la posición correcta de un hombre de su estirpe y de sus intereses de clase, o de su m entalidad, o de sus doctrinas políticas; pues aquí no me interesa sino el A u tor del Poema y, por sobre todo, el hombre de sentimientos de justicia y de veracidad. Lo que él quiso hacer ha quedado superado por lo que hizo. La actitud de M artín Fierro es someterse a la fatalidad de los hechos y no a su conciencia de los verdaderos males —que cantó—, y cuando dice: Besé esta tie­ rra bendita Que ya no pisa el salvage (II, 1537-8), viene a exhibir una documentación poética de la barbarie encubierta, refutando las hermosas palabras de Hernández, de que “la ci­ vilización sólo puede darnos derechos que se deriven de ella misma”. M artín Fierro nada tiene ya que hacer en nuestro mundo; ha m uerto y el indio es quien lo ha vencido como a muchos de los actuales panegiristas de la grande Argentina. Vuelve creyendo que el indio —como en otro sentido R o sa sera todo el mal, y que el m al desaparecería cuando uno y otro simulacro hubieran terminado su existencia personal. En fin, de los cinco años de estada en el desierto, y p arti­ cularmente de los que había pasado en compañía de Cruz, ape­ nas dice algo M artín Fierro. Lo que cuenta que vio y le ocu­ rrió está en otros libros. A quello que no encontramos en Eche­ verría y Ascasubi lo encontramos en M ansilla y Barros; si no está en verso, está en prosa. Esos poemas y libros que tratan de las guerras entre indios y blancos los leyó Hernández y mucho lo sabía de memoria, aunque la lectura la hiciera con criterio muy personal. Tom a y deja a su arbitrio. No hay en el M artin Fierro escenas nuevas, sino las mismas tratadas con maestría, desarrolladas y recortadas, de otras seme­ jantes. ¿Por qué escogió tan pocas, aunque de las mejores, entre las muchas que los testigos presenciales expusieron en sus cró­ nicas? Hernández desechó uira hermosa oportunidad de hacer la contraparte de la civilización rural, plagada de defectos e imperfecciones, con la vida sin ley ni gobierno del indio, así como hizo de la frontera la contraparte de la justicia, del orden y de la m oral pública.

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Es seguro que Hernández pudo haber asistido y hasta par­ ticipado en las furias de algún m alón, tal como en la Primera Parte lo describe con pintoresca vivacidad y sin mucho rigor para condenar las tropelías del salvaje. A hí el m aterial y la técnica son de Ascasubi y es muy difícil de aceptar que haya presenciado lo mismo que su antecesor. Pero de no ser enton­ ces, Hernández jamás vio un atropello en masa de los indios, y sus descripciones se basan en documentos ajenos; y, de ser así, su juicio es parcial, desdeñoso y condenatorio por motivos de carácter particular. De ninguna m anera como artista, sino como ciudadano, exagera unos detalles y omite otros, colmando de lúgubres y hórridos colores el segundo malón, en la Segunda Parte. Es casi seguro que Hernández conocía la vida de los tol­ dos por las noticias de su amigo el comandante, escritor y po­ lítico A lvaro Barros. T enía contra las tribus aversión de estan­ ciero, o de hijo de estanciero, y su osadía de enviar a M artín Fierro y Cruz al infierno del Desierto tuvo el significado de un ex abrupto político del que se muestra arrepentido al in­ sistir en el tema en la Vuelta. Es innegable que, con menos pre­ juicios, pudo sacar de la aventura motivos muy ricos para su Poema, él que observaba lo pintoresco con tanta sagacidad y que, especialmente en la pintura de lo grotesco de toda salva­ jez, poseyó una maestría nunca más igualada por nadie en prosa ni en verso. Su mundo poético era más bien la toldería que la frontera, como mucho más la frontera que la ciudad. Se lim itó en cambio a recoger y revalidar la consabida historia de los salvajes, se conformó con el testimonio de los actores de las luchas sangrientas sin preferir lo vivo, sin sentir inquietudes ni inclinación a observarlos y explicarlos. Es sensible, desde el comienzo de la Vuelta, el urgido inte­ rés que tiene el Poeta por concluir la historia del cautiverio de M artín Fierro, y que su exilio es visto como un error de conceptos si no de plan del Poema. M artín Fierro siente tal repugnancia de la aventura, que esa narración de su destierro es una palinodia. Las escenas se complican entre sí en el plano de lo pintoresco de la barbarie y no cala más hondo. En el Desierto no acontece nada que se refiera substancialmente al destino del Protagonista; es precisamente en los pueblos por donde yerran sus hijos y muere su m ujer, donde su destino se

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está dramatizando. Fuera de la muerte de Cruz, que es una inevitable peripecia, todos los pasajes en que el indio aparece están tratados con rudo desdén de defensor del progreso a mansalva. Ascasubi, Mansilla, fueron muchísimo más indulgen­ tes, a pesar de que uno comprometía su fortuna en la construc­ ción del T eatro Colón y el otro llevaba su Shakespeare en inglés dentro de la valija de diplomático.

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ORIGENES DEL GAUCH O Se ha tratado "de-eneooti’ar_£n fuentes étnicas el origen del gaucho. Pero el gaucho no es ni v A 'acial, ni una subclase del campesino. Es el campesino, y su denominación como “gau­ cho” obedece a ciertas peculiaridades, que en una parte del campesinado se acentuaron por contingencias muy diversas. vEl_

nuestra incipiente industria pastoriL No puede haber duda de que se trataba del mestizo, engendrado en los azares de la m ar­ cha del conquistador o del colono, estableciérase o no en un paraje. Pero,-eL-tipo„social más que étnico se perfila cuando comienzan a constituirse las. casta.s„de los hacendados -y los m i­ litares y a codificarse el rango de las personas por su estirpe o posición económica. Entonces van quedando, desclasijijadas, fuera de los grupos que se condensan por afinidades propias de? rango ~5~de intereses; y en calidad de parias, como también j e les ha designado, peregrinan por los campos, a caballo, mez­ clados con los animales mostrencos más que con las personas. Pueden agruparse, para"desempeñar en cuadrillas algunos 'tra­ bajos; pero ya su sino y su carácter están acuñados. De modo que las peculiaridades que diversos observadores en diversas épocas y lugares les atribuyeron, coinciden, más que en las cualidades personales, en las cualidades de clase, de oficio, de existencia. Dice Vicente F. López: Así, los prim eros españoles de las pampas se transform aron de agricultores en ganaderos exclusivamente, y en cazadores. Más tarde, cuando el país conquistó y proclamó su independencia, se sucedieron incesantes guerras ci­ viles, similares a los combates entre “cuervos y urracas”, salvo que en lugar de picos se usaban cuchillos. Todo eso contribuyó a sum ir a los habitantes de las pampas cada vez más hondam ente en una vida ruda y salvaje.

Es indiscutible que el medio y las exigencias de la lucha por la vida, la necesidad de form ar una familia, las condiciones

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de su trabajo, del indum ento que se relacionaba con él, del clima, de innumerables factores, le dio una fisonomía que acaso lo distinguiera del artesano y del habitante de los pueblos. Pero se trataba siempre de modalidades genéricas dentro de las cua­ les, como ocurre con los miembros de las sectas y los gremios, los rasgos comunes cristalizaron en otros personalísimos. ¿Cuán­ do comenzó el paisano de los campos sin linderos su peregri­ nación? Esto es absnrdo averiguarlo: cuando comenzaron los hijos del blanco y la india a encontrarse desplazados de su propio hogar —los “gauchos”—; cuando hallaron la form a de independizarse por el provecho de su trabajo o de su ingenio; cuando se diferenció la población estable de los pueblos de la población trashumante de los campos. Lo fundam ental en él es la m ovilidad, la falta de arraigo y, consecuentemente, el instinto am bulatorio. Ni el padre ni la madre los tuvieron; tampoco las condiciones ambientales podían creárselos, sino al contrario. Sus antecedentes hereditarios y sus condiciones de subsistencia concurrieron a darle este rasgo de su fisonomía moral, que unánimemente se le ha reconocido, aunque las in­ terpretaciones sean dispares. Por eso dice bien Luis Franco que la pampa que engendró los ganados y los pastizales, engendró al gaucho, y que sus cualidades psicológicas convienen al paisaje. De todos los autores argentinos que se han ocupado de de­ fin ir al gaucho, según sus componentes étnicos, el único que llega al extremo de encontrar en él diferencias somáticas y temperamentales tan acusadas como para configurar un tipo auténtico diferenciado, es López, que dice en su H istoria de la República Argentina: Todas estas diferencias de la contextura y del tem peram ento habían esta­ blecido una línea de separación tan firm e entre el gaucho y el español, que era imposible no ver en él una derivación del tipo colonial que había ve­ nido a constituir una raza esencialmente distinta y ca ra cte rística ... Somos también esencialmente americanos, y habíamos dejado de ser españoles, has­ ta por el tipo, al hacer su explosión la grandiosa Revolución de Mayo.

En otro lugar subraya: La influencia del clima, sus hábitos de vida, eran tan poderosos que trab a­ jaro n su ser físico de tal m anera, que era notable cuánto se diferenciaba del hom bre europeo. El uso del caballo y la vida de los campos fu eron cau­

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sas tan grandes, que hasta habían alterado la form a de su cuerpo y la n a­ turaleza misma de sus ideas de una m anera a b so lu ta ... Su cuerpo era por consiguiente m uy ágil. Sus miembros demostraban, por su esbeltez y deli­ cadeza, que de una generación en otra se habían criado sueltos de las tareas abrum adoras y serviles de la agricultura o de la industria.

Lugones lo caracteriza así: “el pie chico y el tobillo fin o” (“Juan R ojas”, en Poemas solariegos). M itre, a su vez, clice del gaucho que “era una nueva y hermosa raza”, pero estas palabras deben ser interpretadas en su intención encomiástica, sin estricta re­ ferencia a caracteres biológicos, sino puram ente a los de su psicología. En calidad de predicado, es verdad que aún con­ serva estigmas de su origen. Con sus indelebles rasgos pervive; y si no constituye una raza propia, sí ha dado una tonalidad a la historia y todavía impone sus relieves morales y mentales más acusados en la marcha de los acontecimientos políticos de nuestros tiempos. No solamente hubo este tipo de campesino en las orillas del Plata, sino tierra adentro: en Brasil, en Uruguay, en el Norte. Precisamente la prim era mención del gaucho que se encuentra en un documento oficial —del general San M artín, según dice Coni— se refiere a los gauchos salteños que m ilitaron con Güemes en las guerras de guerrilla de la Independencia. Los hubo en Paraguay, como en Bolivia y en Venezuela. Se asemejan por muchísimos rasgos de su vida y de su trabajo; de modo que más oportuno sería configurar sus condiciones de existencia que sus cualidades espirituales o indumentarias. Los mismos prim eros pobladores peninsulares debieron de adquirir sus hábitos y sus aspectos; y ya el padre, antes de engendrar los hijos, fijaba las pautas a su vida. T rajeron, sin duda, de la tierra natal, propensiones al género de vida que luego habrían de llevar en estas tierras, a poco que se indepen­ dizaran de las autoridades de la Corona. En su artículo publi­ cado en E l Centenario (t. I, M adrid, 1892), Ju an de Dios de la Rada y Delgado dijo: H allábanse fatigadas de muchos y escandalosos robos las ciudades y villas principales del reino; cundían en todos los pueblos de España los hom ici­ das y los salteadores, y eran aquellos triste presa de infinitos insultos y de toda clase de crímenes. No podían los hombres buenos defender sus patrim onios y haciendas de estos m alhechores que no temían a Dios ni al

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rey. Unos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias; otros, cruelm ente salteaban y m ataban a mercaderes, cami­ nantes y a hombres que iban a fe r ia s ... (cita en Luis C. Pinto, El gaucho y sus detractores).

Los orígenes del gaucho están en los orígenes de la vida pastoril de los mismos colonos. De los heterogéneos contingen­ tes de soldados, labriegos, jornaleros y advenedizos que trajo la Conquista, y de la cruza con las aborígenes, quedó esa pobla­ ción rebelde a todo sometimiento, resentida contra el poderoso, esparcida sin paradero. Emilio Alonso Criado, en su respuesta a la encuesta de la revista Nosotros, admite la m ayor in flu en­ cia, en la formación de esas poblaciones, del andaluz: Transportados a este medio los andaluces conservaron sin mezclas sus pe­ culiaridades, su fogosidad, su hiperbolism o, su alegría com unicativa, sus rasgos prom inentes: su amor a la m ujer y al caballo, la independencia y ese perfum e de g ita n ism o ...

Y cita, de Ernesto Quesada: La vida aislada en las soledades sin fin les dió su razón y su lin aje: torná­ ronse melancólicos y resignados, modificando su carácter, que ganó en se­ riedad lo que perdió en brillantez. Y así, el descendiente de andaluz a la larga se convirtió en el “gaucho argentino”.

Este historiador, más categóricamente, ha afirm ado: Los prim eros expedicionarios españoles vinieron de Andalucía: los “ade­ lantados”, a cuyo cargo corrió la conquista de esta parte de Am érica.

F. Sánchez Zinny, en su libro El gaucho, admite esa genea­ logía: Ya lo he dicho alguna vez: el auténtico gaucho era indudablem ente de ascendencia andaluza. Vale decir, traía en sus venas sangre árabe.

Pedro Henríquez Ureña estudió los andalucismos en la len­ gua que hablamos; Sarm iento y otros autores creyeron ver, en los modales y comportamiento del compadre y del gaucho, re­ sabios del “m ajo” y del “chulo”. Ya en l(il7, Hernandarias se refería a ellos como “gente

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perdida que tenía librado su sustento en el campo”. Hernando de Monsalvo, en 1579, escribía al rey que tenían “poco respeto a la justicia, a sus padres y mayores”, y el Padre Rivadeneyra, anotando sus rasgos comunes, dice que son todos m uy hombres de a caballo y a pie, porque sin calceta ni zapatos los crían; que son como unos robles, diestros con sus garrotes, lindos arca­ buceros por cabo, ingeniosos y osados en la guerra y aun en la paz.

Su aparición es simultánea en las tierras adonde va el ex­ pedicionario. Sánchez Zinny continúa: Con las encomiendas surge otro factor concurrente de gran im portancia en la formación diferencial del gaucho. En esos lugares, los españoles y crio­ llos se cruzan a elementos aborígenes con los cuales conviven. La riv a li­ dad hispano-lusitana agrega otro m otivo divergente. Varias campañas m i­ litares y encuentros de guerra pusieron frente a frente en tierras del Plata a las legiones de Castilla y P ortugal. Las acompañaron engrosando ambos ejércitos adversarios, los habitantes criollos de los campos. Para éstos, tan­ to los españoles como los portugueses representaban el sentido antagónico de sus tendencias vitales. Luchan con ellos para luchar contra ellos.

Las vicisitudes ulteriores de esa clase de hombres y de fa­ milias, abandonadas ciertamente a una existencia sin ciudada­ nía, m uy semejante a la del indio, es otro problema que no ha sido estudiado por nuestros historiadores ni cronistas. De modo que las incertidumbres acerca de los orígenes del gaucho form an parte de esa masa inmensa de hechos históricos que deliberadam ente se consideran fuera del interés de la historia argentina.

L A P A L A B R A “G AU CH O ” La palabra misma, “gaucho”, tiene una historia que es in­ dependiente de la historia del personaje. La verdad es que, para muchos, el juicio que merece éste depende, en cierta me­ dida, del abolengo de la palabra. Ella es despectiva en casi todas las etimologías que se le han encontrado o elaborado. Acaso la más auténtica sea la peor: aquella que por metátesis se form a de huacho, “guacho” (huérfano), en quechua. Eso

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era el gaucho: un ser sin padre ni fam ilia, tal como se p re­ sentan los personajes del M artín Fierro. Groussac, en el libro E l viaje intelectual (“A propósito de americanismos”), ha investigado ese origen lexicológico. Sus pacientes búsquedas nos dan casi todo el m aterial filológico disponible, aunque en definitiva hayamos de optar de acuerdo con predilecciones personales. Mas es curioso cómo diferentes voces coinciden fonética y analógicamente con el sentido que luego adquiere, en su form a predom inante, la palabra “gaucho”. He aquí el planteam iento y las razones de Groussac: ¿Cuál es el origen de la palabra gaucho? Era imposible que el vocablo so­ noro, representativo del grupo airoso y exótico que arro ja la nota p in to ­ resca en el vasto escenario pampeano, no excitara la imaginación del v ia ­ jero y amante del color local. Casi todos han arriesgado sus conjeturas eti­ mológicas, presentándola, no como tal, sino como una conclusión fundada en su conocimiento da las lenguas indígenas. Algunos optan por huacho, término quichua que significa algo así como huérfano, aplicándose a los animales criados lejos de la m adre. Otros prefieren em parentarlo con el chilenismo guaso, hom bre de campo que es, según Vicuña Mackenna, ‘‘p a ­ labra quichua y araucana a la vez”; es en todo caso quichua, y vale tanto como “lom o” o “espalda” . Casi todos los franceses adoptan la etimología de M artín de'M oussy, que deriva gaucho “de la palabra araucana gatchu, que significa com pañero” . He buscado vanam ente gatchu (lo mismo que guaso o huazo) en el vocabulario clásico del padre Fabrés; pero sí he h a lla ­ do cachú, por “amigo”, y lo propio en el M anual de la lengua pam pa del coronel B arbará. Por fin, no ha faltado un orientalista de ocasión que en­ contrara el origen de gaucho en el “árabe” chaouch, “tropero”, cuyo nom ­ bre habría volado desde el Yemen hasta el P lata sin asentarse una hora en España, donde nadie lo conoció ja m á s ... Gauderio se dijo al principio y se escribió durante muchos años, hasta que la abreviación denigrativa gau­ cho entrara en competencia con la voz originaria, concluyendo p or desalo­ ja rla en absoluto. La desinencia despectiva tiene tanto que ver con la eti­ mología como en los casos de calducho, animalucho, etc. Creo que hasta fines del siglo pasado (el xviii) no se generalizó la form a que luego había de prevalecer. Por prim era vez en la Descripción del Paraguay y del Río de la P lata, que se redactó a principios del siglo, veo fig urar yuxtapuestas, las dos voces sinónimas (pág. 310): “Además de los dichos, los vaquéanos (sic), hay por aquellos campos, principalm ente p o r los de M ontevideo y M aldonado, otra casta de gente, llamados más propiam ente gauchos o gau­ derios” . Ello no im porta afirm ar que nadie, antes de Azara, haya apareado ambas designaciones... Es notable, al par que instructivo, el hecho de que en tan breve lapso como el que inedia entre el V irreinato de Del Pino y las guerras de la Independencia, haya caído en absoluto desuso la prim era forma, sustituyéndola po r completo la segunda. La revolución recogió el epíteto injurioso, como hicieran con el de gueux los flamencos del siglo

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kvi y lo paseó triunfante p or los ámbitos de tres virreinatos. A fines del siglo pasado, el apelativo gauderio era de uso corriente en estas provincias; figura en gran núm ero de documentos privados y también o fic ia le s... Lo encontramos en el D iario de A lvear, y lo propio ocurre en los de otros co­ misarios o funcionarios, como Doblas. Rem ontándonos algunos años, da­ mos con una copiosa pin tu ra del tipo en el Lazarillo de ciegos caminantes, impreso en 1773, pero cuyo autor se refiere al gobierno de la Rosa en M ontevideo, po r el año 65. El gauderio es el vagabundo agreste de la cam­ pana orien tal. "Muchas veces se jun tan de éstos cuatro o cinco (a quienes con grandísim a propiedad llam an gauderios), con pretexto de ir al campo a divertirse, no llevando más que el lazo, bolas y un cuchillo. Se convie­ ne para comer la picana de una baca o un n o v illo ... otras veces matan una baca por comerle la lengua o el m ata ham bre”, etc. No se rem onta, pues, más allá de mediados del siglo pasado la “literatu ra” histórica del gaude­ rio . En ningún documento anterior a 1750 he hallado esta designación: no las traen el P . Lozano ni otros escritores misioneros de la región, m u­ cho menos los de esta banda del Río de la Plata, como los PP. Cardiel, Quiroga o Falkner.

Más se aproxim a Groussac a la etimología lógica en el artículo “El gaucho”, de la misma obra, al decir que la palabra gaucho nunca fué escrita ni conocida en España sino po r tras­ lado am ericano. No se debería, pues, buscar en otra parte, sino aquí mis­ mo, su etimología, si el resultado valiera el trabajo de la investigación.

El ingeniero Emilio Coni (en su disertación sobre “Los distintos significados de la palabra ‘gaucho’ a través de tiem­ pos y lugares”, leída ante la Academia Nacional de la Historia, el 26 de octubre de 1941) admite que desde la época colonial a los asalariados del campo se les denominaba “peones”; que en 1730 nace la palabra “arrim ado” o “agregado” que se aplica al paisano vagabundo que pasa estadas más o menos largas en las estancias; que en 1770 aparece la palabra “gauderio” y en 1790 la prim era mención documental de “gaucho”. Dice así: “malévolos, ladrones, desertores y peones de todas castas que llam an gauderios o gauchos”. Se refiere a gentes de la fron­ tera brasileño-uruguaya. Establece Coni que apenas difundidas las voces “gauderio” y “gaucho”, empezaron en el Uruguay las confusiones entre esos términos y el de “paisano”. Como conse­ cuencia del uso indistinto, incurrieron en error Concolorcorvo (en 1773), A lvear (en 1784) y Lastarria (en 1800-4); Azara es ex único que distingue, en su sentido actual, entre gaucho y

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paisano. En un expediente judicial de 1795 un procesado niega ser gaucho, lo cual indicaría que ya en ese tiempo el términp se juzgaba injurioso. Los acontecimientos m ilitares de la Inde­ pendencia presentan la palabra con nuevo significado, durante el sitio de M ontevideo en 1811, y, según el mismo autor, hasta 1814 “gaucho no se había aplicado a ninguna persona residente en la Banda occidental del río, y hasta 1803 no aparece en la documentación portuguesa”. Cita M itre una mención oficial de la palabra por San M ar­ tín, en un documento del 23 de marzo de 1814: “Los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recur­ sos tan terrible” . . ., que no deja lugar a dudas de su empleo conforme al uso corriente. Pero ya M artín de Moussy entiende por gaucho al vagabundo de los campos, cuando dice: En las inmensas llanuras de la pam pa vive y se desarrolla esa población de los pastores llamados im propiam ente g a u ch o s... En la campaña designa esencialmente al hom bre errante que vive tan pronto en una estancia, tan pronto en otra, sin ocupación fija, pidiendo aquí o allá una hospitalidad que nunca se le niega, pagando en la ocasión con pequeños servicios.

Para Moussy, gaucho equivale a cantor de pulpería, según el retrato que nos dejó, en el Facundo, Sarmiento. Agrega: Se le aplica el calificativo de malo, gaucho malo, cuando se le atribuye h a ­ ber raptado algunas jóvenes, herido o m uerto camaradas y soldados, en esos duelos a cuchillo tan frecuentes cuando algunos vasos de caña han exalta­ do los espíritus (en Descripción géographique et statistique de la Confédération Argentine, t. II, p. 28 1. Cita de El gaucho y sus detractores, de Luis C. Pinto).

Moussy es el prim ero de los cronistas extranjeros que per­ cibe la diferencia entre gaucho y paisano, mientras que, des­ pués de Concolorcorvo, A lvear y Lastarria, incurren en el error Blackenridge, Darwin, los Robertson, Head, Andrews, Marmier, Mantegazza, etc. Quizás no se trate de un error, como dice Coni, sino de la acepción nom inativa común en la p ri­ mera mitad del siglo X IX , aunque luego cayera en voz des­ pectiva. Es posible que, a pesar de su conocimiento del tema, Coni haya exagerado al decir:

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El significado “gaucho” entre los campesinos de Buenos Aires no puede ir a buscarse en la poesía gauchesca de Hidalgo; Ascasubi y Hernández, pues ésa no ha sido poesía pop ular sino popularizada, ya que no ha sido reco­ gida en la tradición oral legada p or varias generaciones de campesinos, si­ no escrita po r gente culta de la ciudad, que a gran parte de fantasía le agregó “un poco de tradición”.

Si, efectivamente, la palabra tuvo hacia los años 1872, en que aparece el Poema, un sentido desfavorable, se plantearía una curiosa cuestión por el uso intencional de la palabra no solamente en el título, sino enfáticamente en varios lugares del texto. La verdad es que en la Ida se la encuentra más abun­ dantemente usada, y que en el Cancionero bonaerense, de Bue­ naventura Lynch, como señala Coni, “sólo por excepción” los cantores populares cuya versión tomó ese investigador usan la palabra gaucho en acepción simpática. En su Cancionero de Salta dice Ju an Alfonso Carrizo: Lo cierto es que ya en Mac Cann leemos: "La palabra “gaucho” es ofensi­ va para la masa del pueblo, por cuanto designa un individuo sin domicilio fijo y que lleva una vida nómada; por eso, al referirm e a las clases pobres, evitaré el empleo de dicho térm ino” . En las Memorias de Paz, encontra­ mos: “ . . . la s masas, la plebe, los gauchos en una palabra” . Ingenieros se­ ñala, en su Evolución de las ideas argentinas: “Todos los habitantes de la campaña que hablaban español se llam aban "criollos” o “hijos del país”, hasta que la R evolución form ó con ellos milicias de a caballo al servicio de las pequeñas oligarquías blancas. Es tradicional la fam a de los gauchos, y con este nom bre merecen pasar a la historia” .

M ucho más enérgico es Milcíades A lejo Vignati en su pró­ logo a la últim a edición del Vocabulario rioplatense, de Fran­ cisco Javier Muñiz, donde dijo: El g a u c h o ... es compendio de todo lo que en la naturaleza hum ana hay de in ferio r y depravado, encarnación de todos los apetitos innobles y b ru ­ tales. . . Se im pone una franca reacción entre el elemento ilustrado y d iri­ gente p ara relegar al gaucho al bajo fondo propio de sus hábitos ruines y enaltecer, por el contrario, la m eritoria labor del “paisano” o el "criollo”, según quiera llam ársele.

En un tema de investigación los juicios ocupan uno de los dos extremos de la alabanza o del desdén. Cada cual tiene “su” gaucho.

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MESTIZAJES He aquí la terrible palabra, la palabra proscrita: mestizaje, clave de gran parte de la historia iberoamericana. La tragedia de los pueblos sudamericanos en su cuerpo y en su alma, que pertenecen a dos mundos separados; el secreto de la violencia y el encono que el mestizo lleva en su sangre y en su espíritu. Que los mestizos fueran hijos de m ujer india y varón español o portugués, esto es lo biológico, el estrato étnico; pero que los hijos fuesen el testimonio viviente de una afrenta y de una incontinencia, esto es lo psicológico. La animadversión del mestizo contra el blanco y contra el indio a la vez es un carácter psicológico de sumo interés para la historia. Ha de considerarse también como respuesta al des­ precio que por él tuvieron el blanco y el indio. El mestizaje no fue un proceso natural, de fatales circunstancias que se acep­ taran, sino, desde-sus-comienzps, un acto im perativo y violento, que amalgamó un resentimiento de desprecio. Como anotaron José Juan y Antonio U lloa: En las Indias es cosa honrosa para aquellas gentes el darles sus hijas en m atrim onio, huyendo de hacerlo con los criollos cuyas faltas de fam ilia (ca­ si común en todas) y defectos de proceder son públicos entre ellos.

En la segunda m itad del siglo X IX todavía subsisten esos ras­ gas primitivos, y Lynch consigna en su Cancionero, con res­ pecto al gaucho, que “puede decirse descendiente de dos razas, la blanca y la cobriza”; que “sentía correr por sus venas la ar­ diente sangre de los andaluces y la belicosa de los querandíes”. En Nuestra Am érica, Carlos Octavio Bunge insiste exage­ radamente en la im portancia psicológica de la cruza del blanco con la india y la negra. No se trata de dos razas que se fu n ­ den, de seres con experiencias y necesidades distintas, que convienen, por la pasión o el interés, en u n ir sus vidas y per­ petuarse en la prole: son dos fuerzas en pugna, la fuerza del invasor cuyo dominio comprende la naturaleza y el ser h u ­ mano, y la fuerza de la hembra sometida, que se rebela y cede, con sus hábitos de vida, código de m oral fam iliar, instintos domeñados. Son los hijos, eti quienes ese conflicto adquiere

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categoría de personas y de conciencia, los que plantean en sí el más grave problema. “Se pueden borrar todos los estigmas, dije en R adiografía de la Pam pa; esa gota de sangre ofendida es inm ortal”. Las uniones fortuitas no consolidaban el hogar, lo nega­ ban aun en su misma constitución, de llegar a formarse. Lo común era el abandono de la madre y la cría, o la convivencia de ella en el seno de otra fam ilia lícita, como fam ilia espuria, adulterina. A quí está la razón de la mayoría de los motines y revoluciones, el ferm ento de esa energía reprim ida que estalla contra el orden y la norma. Expulsados o emancipados_prem aturam ente de la_ tutela _pa tc7nar~loT~^!cshcxc7lados._de-.todo patrim onio se ponían fuera de la ley y de la sociedad que.„los_ consideraba cuerpos..extraños-U nos?' aceptá ro n l a severa suerte del gaucho vagabundo; otros orientaron su fuga hacia el seno de la sociedad que los repelía. Unos luchaban desde fuera, desde los campos, para violentarla; otros, desde dentro. A quel odio del hijo al padre, de la madre al marido, que advirtió Azara, se transform aría en un desafío perpetuo. Por eso, en su obra En vísperas, dice M ansilla: Forzosamente tienen que ser tan intrincados todos los asuntos o problemas argentinos de orden m aterial y m oral; la Sociología de semejante mestiza, singular aglomeración, en sus exigencias económicas actuales y en sus p ro ­ yecciones venideras.

El único reducto donde a la vez desaparecían su origen bas­ tardo y sus contenidas fuerzas reprimidas de destrucción era el ejército. Los grandes ejércitos sudamericanos han sido “una m anía m ontonera” —Sarm iento—, pero también una institu­ ción perm utadora de impulsos antisociales en fuerzas discipli­ nadas de agresión. R eclutaban los ejércitos, más que gauchos alzados contra el orden, energías de disolución y desorden, organizándolas con un objetivo y un lema. El comandante de campaña que los acaudillaba era un agente deagitación y de violencia, pero al mismo tiempo un dializador y un coagu­ lante que daba una dirección y un cuerpo a la acción indivi­ dual de las gentes de las llanuras. Formaban sus tropas unificando los elementos dispersos, y los lanzaban en batallones contra las fortalezas impenetrables

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para el individuo aislado. El ejército contenía los fermentos de la nada, pero el bandido se había reducido a soldado. La ley del cuartel era la ley más comprensible y admisible: perdía el recluta su libertad personal de acción, pero la m ultiplicaba en la acción común, y sus designios alcanzaban la m agnitud de una empresa libertadora. Los caudillos deciden que las fuerzas hostiles de la campaña se inclinen en pro del blanco contra el indio, y que la guerra civil desorganice y finalm ente deje libradas a su suerte las tribus del Desierto. Quien consuma esta cruzada decisiva es Rosas; pero la independencia que él realiza es la contrarrevolución, la “conquista”. Lo que interesa en este momento es fija r el sentido que los mestizos tienen como tropa, como ejército que hace de su vindicta un ideal, de su indivi­ dual venganza un program a nacional de victoria por las armas. Sería ociosa toda averiguación del sentido de nuestra his­ toria, y de las de los demás países sudamericanos, si se pres­ cinde de este problem a m oral del mestizo. En gran parte el hecho de que no tengamos obras de sociología, sino esbozos incompletos y provisionales (Sarmiento, A lberdi, M itre, J. A. García, J. V. González, J. Ingenieros) se debe a que el pro­ blema del mestizo se ha considerado superado ya. Unicamente, en sus últimos años, Sarm iento (en Conflicto y arm onías de las razas en Am érica) puso ese problema en el centro de todos. Sigue siendo un problema de actualidad, y nadie podrá de­ ducir ni una sola consecuencia racional y justa si prescinde de los orígenes, de las causas, de la etiología. Ahí, en los oríge­ nes y en las causas, no sólo están los antecedentes, sino que la actualidad está allí más que acá, en los hechos inconexos de la historia del momento que vivimos. Uno de los mejores conocedores de nuestra campaña, hombre veraz ante todo, el coronel A lvaro Barros, que vivió en fronteras veinte años y llegó luego a gobernador de la provincia de Buenos Aires, da una hipótesis de las más verosímiles acerca del problem a m oral del mestizo en estas palabras: El indio espantado huyó a refugiarse en el desierto, y la m ujer india que­ dó esclava del conquistador. En su solitaria libertad concibió aquél la idea de una injusta represalia, invadió y se llevó cautiva a la m ujer del hom bre civilizado. La m ujer india dió luego a luz al "gaucho” en la ciudad, y el “gaucho” nació también de la m ujer cristiana en el desierto.

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El gaucho era eso: un resentimiento. Sus hijos eran gauchos, eran una prolongación de su encono que ya había dejado de ser idea y razón, incorporado a su sangre y a su aliento. Con esa hipótesis coincide R afael Obligado, quien en su carta a M artiniano Leguizamón, publicada en La Nación del 7 de febrero de 1909, le decía: Para mí los gauchos no fueron en realidad criollos, sino mestizos de Indí­ gena y español. Esto está patente no sólo en sus caracteres étnicos, sino también en su lenguaje, donde abundan los neologismos americanos.

Bartolom é M itre llegó también muy hondo en el veredicto de la im portancia que tuvo para la historia argentina —y de todas las análogas sudamericanas— esa aparición en los campos del hijo de nadie. En su H istoria de Belgrano escribió: Los indígenas sometidos se amoldaban a la vida civil de los conquistadoíes, form aban la masa de sus poblaciones, se asimilaban a ellos, sus m uje­ res constituían sus nacientes hogares, y los hijos de este consorcio form a­ ban una nueva y herm osa raza, en que prevalecía el tipo de la raza euro­ pea con todos sus instintos y toda su energía, bien que llevara en su seno los malos gérmenes de su doble origen.

Con el gaucho se juntaban, para defenderse contra la socie­ dad y sus vandálicos heraldos, los malhechores de toda laya. Formaban poblaciones trashumantes, tropas que se introdu­ cían en los cuerpos del ejército regular, medrando o dedicán­ dose a la rapiña y el pillaje. Uno de los aspectos psicológicos de esa situación del hijo sin"padfes~era_^tT^ésprecio por los españolesTjái' ódíó^coñitra los blancos de las ciudades. Ese rencor se avivó durante^lasluchas-de la Independen c ia re n cuyas"filas libertadoras ocupa­ ron honrosos sitios y más tardecen esas guerras de pillaje que hemos llam ado, por sim ilitud con las de César,. Guerras Civilgs^en que hemos visto que el gaucho procedía c o n T n m sm a brutalidad del indio al hacer prisioneras y cautivas a las mu­ jeres de las ciudades. O tra indiscutible autoridad sobre el asunto, el historiador Vicente F. López, que ninguna simpatía tuvo para España y la conquista pero sí excesiva para los vástagos y derechohabientes, escribió:

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Nada había que estuviese más lejos de la mente o del recuerdo de los gau­ chos argentinos, que la idea de que ellos fuesen españoles, o de que lo h u ­ biesen sido alguna vez. Su acento era diferentísim o; su idiom a com pleta­ mente recortado en otra form a, aunque con los mismos elementos; sus acep­ ciones exóticas y bastante numerosas para hacerse incomprensibles de un hom bre de España que no estuviese habituado a in terpretarlas. Y sobre todo, lo que lo separaba de sus orígenes europeos era el caballo y la vida libre de los campos. Estas dos causas habían sido tan poderosas que habían alterado las formas de su cuerpo y la naturaleza misma de sus ideas.

Extraordinario testimonio de un hombre perspicaz, que vio en sus tiempos el apogeo de m ultitudes de gauchos integrando contingentes, mazorcas y salteadores. Según López, procuraba el gaucho, con rencor, diferenciarse de sus antecesores blancos; y llegaba hasta desfigurar el idioma que hablaba, dando lugar al lenguaje híbrido que llamamos gauchesco en la literatura, y que corresponde al habla popular campesina. El problem a de si esos males originarios pueden llegar a trastornar la vida entera de un país, a fundam entarla en falso, es distinto. Yo creo que sí. Creo, además, que el inmenso, irrem ediable daño con que se perpetuó ese mal, fue la hipocresía de todos, la hipocresía como dogma católico desde los historiadores m i­ núsculos (los que siguen a M itre y López) hasta los repre­ sentantes legítimos, puros, de las montoneras que por uno u otro camino llegaron al gobierno. Lo im portantísim o es, a esta altura, la transformación que se opera en el alma del gaucho —del mestizo— a la caída del gobierno colonial y a la avalancha de la ola inm igratoria de 1860. El odio contra el español se envasa en el odio contra el indio. El desprecio contra el español, en el desprecio contra el gringo. Son dos derivativos. El odio queda fresco. Y, mas tarde, cuando ya el gringo y el indio han pasado de su período llam ativo, contra lo americano y lo nacional, contra lo hum ano y lo racional, contra lo nuevo y progresista. De modo absolu­ tamente extraño, se cierra así un ciclo. Y los patrioteros de hoy eran ayer los enemigos de la España invasora, ahora ene­ migos de la España republicana; ayer los amigos de los revo­ lucionarios libertadores y hoy los amigos de la invasión falan­ gista española. Es un fenómeno curioso de transferencias; pero no es éste el lugar propio para estudiarlo.

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EL GAU CH O EN L A INDEPENDENCIA En ese estado de dispersión y disociación encuentra al gau­ cho la Revolución de 1810, y lo alista en la tropa. No fue preciso reclutar a viva fuerza al gaucho ni al indio, sino que voluntariam ente concurrieron al llam ado de los jefes para ope­ rar en las expediciones, de buena fe. Aunque las fuerzas p rin ­ cipales se reclutaran en las ciudades, los campos engrosaron las filas y contribuyeron con sus contingentes de gauchos y de in­ dios. Fueron, y 'otros, factor.-primordial pn las victorias “desde. Siupacha y „M a i.p.úlU i a st a las últimas asonadas del cau­ dillaje, donde, entremezclados los elementos rurales con los urbanos, constituyeron la legión de los “matadores de hombres” antes de esparcirse por las estancias y los campos, perseguidos y sin amparo. Los primeros batallones para la defensa del país se form a­ ron con gauchos~adiestrados en el manejo de las armas de combate, adaptación bélica de sus instrumentos de trabajo. De estos primeros batallones dice Buenaventura Lynch en su Can­ cionero, repitiendo a M itre: Aparecen en escena en 1806, cuando la prim era invasión inglesa. Juan M ar­ tín Pueyrredón, a la cabeza de algunos amigos y un grupo de paisanos sale a interceptarle el paso (a Beresford) a la altura de M oreno. Viene la re ­ conquista y con ella aparecen centenares de jinetes armados del lazo y las boleadoras.

Se í'epite en esa oportunidad la observación de Alvear, en su D iario: Una chos estas dría

m ilicia constituida sobre el pie de m ontura, lazo y bolas de los gau­ o gauderios (así se llam a a los hombres de campo), p or la ligereza de a rm a s ... y, finalm ente, por su mayor alcance, nos hace presum ir, po­ sacar alguna ventaja sobre el sable de la caballería europea.

Era un elemento aleatorio, advenedizo, y jamás se lo consi­ deró en calidad de “clase” (la clase de los desclasilicados). Se­ tenta años después de la Independencia, su suerte, echada ya en tiempos de la Colonia, no había variado. -Hernández repro­ cha (en Instrucción del estanciero, tanto como en el M artin

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Fierro) a los gobiernos su despreocupación ¡jor m ejorar su con­ dición de ilotas. No se refiere a su situación como jornalero, pues el desamparo del paisano era para él, más que una cuestión económica, un asunto social. A rb itrario o no el concepto, es indiscutible que tal fue y es la función de paterfam ilias feudal que se atribuye al Estado —superfetación del caudillo— en con­ dición de los campesinos, antes considerados con los indios como posibles milicias de emergencia, luego como aporte electoral y ahora como instrumentos de intim idación contra el pequeño propietario rural. Por otra parte, la vida m ilitar, llevada sin tregua desde los prim eros días del siglo, había alejado de las faenas rústicas los brazos viriles, y la tierra abandonada p or tanto tiempo no daba a aquella enorme masa de población am bulante el alimento necesario para la subsistencia; y de tal m anera, perdidos los hábitos de trabajo, sus hordas se dedicaban al saqueo de la propiedad ajena, de aquellas gentes sosegadas que habían heredado la fortuna de sus mayores y que sólo se ocupaban de conservarla. Pero, p er­ dido el respeto de la propiedad, se pierde también el del hogar que ella sustenta y anima con sus frutos; lo que al principio fue un tributo forzoso para la guerra de la emancipación, fue luego el objeto de las devastaciones famélicas de la soldadesca enfurecida; y, por últim o, los hogares y las personas cayeron sin piedad al golpe del sable y de la lanza tristemente memorables. Sus jefes no tenían los medios m ateriales ni legales de alim entar el cuerpo ni las pasiones de sus secuaces, y su sistema de ganar su afecto y su adhesión no era otro que lanzarlos al exterm inio y al pillaje (J. V. González, La tradición nacional, II).

Ese “abandono por el gobierno” era una fase casi postuma de su existencia histórica. Durante más de cinco décadas fue el gobierno quien veló por ellos, dándoles ocupación bélica de acuerdo con sus inclinaciones naturales. El abandono siguió al uso, lo mismo que tras las campañas de la Emancipación. Puede decirse, sin hipérbole, que halló para ese tipo hum ano tan original las ocujDaciones que concertaban sus instintos y am bi­ ciones con el ejercicio de una profesión aparentem ente decorosa, ya en las filas de los caudillos, ya en las del ejército. Cuando Hernández encuentra al gaucho desplazado a la frontera, es que su misión social ha concluido y el país está dividido en dos ¡porciones, una de cultivo y otra de barbecho, que lo repelen por igual. Si resistió al servicio m ilitar y pre­ firió huir de las levas o desertar, esa actitud respondía a su

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noción de una m ayor exigencia con m ayor provecho en su oiicio de soldado de los ejércitos de línea o de fronteras. Bien dis­ puesto, estaba, en cambio, a servir al jefe de cáfila que con la derrota de Rosas había depuesto las armas de combatir. Muchos de los caracteres adquiridos que se imprimen, como idiosincra­ sia histórica, en los hechos más significativos de la reorganización nacional, provienen de la naturaleza de ese elemento humano reclutado en los campos. Pero si ese mismo procedimiento cons­ tituyó la riqueza inicial del terrateniente y del ganadero, en cuanto que el reclutam iento era la equivalente apropiación lisa y llana de tierras y ganados del indio, resultó para el ejército un daño tan grande como el beneficio para el país. Esos ele­ mentos maleados se sustraían a los oficios del pillaje y la reyerta incorporándoselos a los batallones que, tras la guerra del Para­ guay la Conquista del Desierto, adquirían títulos y privilegios en calidad de ciudadanos beneméritos. Con ellos se hizo la Inde­ pendencia, con ellos se consumó la Conquista que en vano los españoles intentaron durante tres siglos y medio. Groussac, en El viaje intelectual (“El gaucho”), admitió el mismo aporte a las milicias de la Emancipación y a las de los caudillos, pues si algunas veces, por gran casualidad, el gaucho era “habido” y enviado a la fr o n t e r a ..., la vida del fortín no cambiaba mucho sus costumbres, como que sus actuales camaradas poco diferían de sus compañeros de ayer. En poco tiempo venía a ser un excelente soldado de caballería, sobre todo si la guerra lo arrancaba con tiempo a los ocios y vicios de la g u a rn ic ió n ... Con estos soldados se hizo la guerra de la Independencia; con ellos San M artín pasó los Andes y arrojó al m ar las tropas españolas que habían hecho frente a Napoleón; con estos mismos gauchos sufridos y aguerridos nuestros liberales acosaron a Rosas; y con ellos, por fin, la República Argentina desalojó de su guarida del Paraguay al dictador espeso y vulgar que aplastaba a ese pobre suelo, ¡históricam ente predes­ tinado a tan diversas tiranías!

Le faltó m encionar la Conquista del Desierto, que es el últim o capítulo de la serie, el más trascendental de todos por sus consecuencias. Con análoga visión que la de Groussac se expresa Joaquín V. González, vinculando su contribución m ilitar con las de los indígenas, lo cual es verdadero, aunque sean escasas las noticias que hallemos en las historias de curso legal. Dice, en efecto (en La tradición nacional, II):

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La revolución americana fué preconcebida en el seno de la raza nativa, vencida y destruida, tiranizada y vilipendiada, ahogada en sus expansio­ nes geniales y en sus impulsos sociales; y jamás una revolución hum ana fué más lógica en sus antecedentes, porque ella apareció a la superficie marcada desde el prim er momento con el sello de la unidad y de la u n i­ versalidad, en el pensamiento de todas las poblaciones que habían sido sometidas y educadas por España; y aunque entre los lím ites que abarcó su acción se comprendiesen naciones de razas originarias diferentes, como los guaraníes, los araucanos y los quichuas, dos siglos de obediencia y de desgracias comunes, y de recibir la misma educación política, social y religiosa, habían herm anado sus caracteres y predispuesto sus tendencias hacia un mismo destino.

En El payador dice Lugones: Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación de la libertad fué una obra gaucha. La Revolución estaba vencida en toda América. Sólo una comarca resistía aún. Salta la heroica. Y era la guerra gaucha lo que m antenía prendido entre sus montañas aquel últim o fuego. La civilización ha sido cruel con el gaucho, elemento, al fin irrespon­ sable, de los políticos que explotaban su atraso. Penurias, miserias y exterm inio, es lo único que le ha dado. El, como h ijo de la tierra, tuvo todos los deberes, pero ni un solo derecho, a pesar de las leyes dem ocrá­ ticas. Su libertad, cuando la reivindicaba, consistía en el aguante de su caballo y en la eficacia de su facón. Era el áspero fu tu ro de la barbarie rediviva en el m atrero, por necesidad vital contra la injusticia.

Tales fueron los elementos humanos más abundantes y sus­ ceptibles de ser utilizados impunemente en cualesquiera expe­ rimentos que demandasen el sacrificio ,de numerosas vidas. Si las ordenanzas que autorizan las levas de individuos sin resi­ dencia ni ocupación fijas, “vagos y mal entretenidos”, se cum­ plieron con el mismo rigor desde la Revolución hasta que en 1895 Roca estableció el servicio m ilitar obligatorio, no fue tanto una medida correccional cuanto una hábil m aniobra para in­ corporar a las filas la masa más numerosa de población indigente o desvalida. Pero esos mismos seres sin padres ni patria —como Picardía los define— constituyeron el grueso de las fuerzas emancipadoras y el fermento insurgente de las guerras de fron­ tera, en que debemos incluir en prim er término las de los cau­ dillos de provincia. Otra vez unifica Groussac con certera visión del problema unas y otras campañas, unos y otros ciudadanos libertadores. Dice en “C alandria” (un artículo de El viaje in­ telectual):

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En la República A rgentina han sido innum erables los ejemplares de gau­ chos alzados y montaraces; encarnan, puede decirse, la historia del país en sus prim eras décadas - de vida independiente, como se ha mostrado con adm irable colorido en el libro más original e ingenuamente m onto­ nero de la literatu ra sudamericana [alude al Facundo]. Los gauchos m a­ los de nuestras campañas, rastreadores y baqueanos incomparables, han prestado su relieve violento y áspero a nuestra sangrienta infancia em an­ cipada.

Con igual sentido de la unidad de esas acciones escribió E. F. Sánchez Zinny (en El gaucho): A l hacerse soldado, el gaucho perdió el hogar; no regresó jamás a la pampa. A la violencia del desierto, siguieron para él las no menos fre ­ cuentes emociones de la guerra. El espíritu de la llanu ra comprendió prontam ente el alm a de la revolución. Ambos sentimientos hablan al gaucho de libertad, y el gaucho entiende y ama, sobre todas las cosas, esta condición n atu ral de la vida. Se asimiló al ejército y encontró en los combates muchas de las impetuosidades de su anterior existencia semisalvaje en las lla n u r a s ... Cruzaron los Andes y libertaron a Chile. Na­ vegaron por el Pacífico y llegaron a Río Bamba, en tierras del E c u a d o r... Más tarde, los hijos de esos muertos por la emancipación de un conti­ nente caen en las luchas de la organización, se exterm inan en la con­ quista del desierto o van a los bosques y esteros del Paraguay para abonar con sus cuerpos las tierras guaraníes. De allí volvieron algunos. Curupaytí fué menos bárbaro que la ley que los persiguió a su regreso.

T a l vez el episodio más digno de atención, porque revela cómo en el acto mismo de aprovechar sus aportaciones loscam­ pesinos eran ya tratados con desdén, es éste que recoge Coni en su Disertación académica de 1941: La m ayor parte de paisanaje oriental se incorporó al ejército patriota, y tanto los realistas como los portugueses lo calificaron despectivamente de "ejército gaucho”, de “tropas gauchas”. Las acciones bélicas dieron al vocablo una popularidad que no había tenido hasta entonces.

Y por eso, algunos años más tarde, la Gaceta M inisterial reemplazó la palabra “gauchos” por sin duda despectiva para el ejército.

"patriotas campesinos”, juzgándola

Pero en los prolegómenos de las guerras civiles —cuando Rosas en la nueva defensa de Buenos Aires comenzaba a form ar sus propias milicias en sus propios dominios con sus propios

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súbditos— en cuando Head percibió sagazmente el desenlace de las grandes batallas en el panoram a de la sociología argentina: Estos soldados indomables nada saben de gobierno, costumbres, hábitos, necesidades, lujos, virtudes o locuras de nuestro m undo civilizado, y ¿qué sabe el mundo civilizado acerca de ellos? Los declara salvajes, et voitá tout; pero tan pronto lleguen armas de fuego a manos de estos bravos hombres desnudos, estarán en la escala política tan de repente como si hubiesen caído de la luna; y m ientras el mundo civilizado esté contem plando las mezquinas luchas de los españoles nacidos en el Viejo M undo contra sus hijos nacidos en el Nuevo, y se alegue la causa de la independencia versus la independencia (que, en realidad, no es más que un juego de palabras), los hombres dueños del suelo aparecerán entonces y nos adm irarem os de cómo nunca sentimos por ellos o les hicimos caso, o apenas supimos que existieran.

H ISTO RIA, LEYENDA Y SU PERCH ERIA DEL GAUCH O Ninguno de los poetas gauchescos ni de los novelistas argen­ tinos (excepto Hudson) ha tomado al gaucho histórico por mo­ delo. En Cuento de un overo y en Niño diablo hay dos estampas magníficas; en A llá lejos y hace mucho tiempo, apuntes del na­ tural; en La tierra purpúrea, el gaucho verdadero tiene su epo­ peya, del más hum ilde al gran caudillo (Santa Coloma). Nosotros 110 hemos sabido tomarlo y transportarlo así. Nos ha parecido que el de la leyenda era más interesante y, para muchísimos críticos, más real, más representativo. La misma pieza en su medio, viva y fresca, no la toleran, pero sí acicalada y puesta en la tónica de la poesía alegórica (Santos Vega, de Obligado, Lázaro, de Ricardo Gutiérrez). Se ha confundido el interés en eí arte, en la novela, en el cuento, en la historia, con la idea­ lización. Opinión de M itre. La prueba en contrario, de Hudson y de Cunninghame-Graham, no ha valido de nada. Nadie ha demostrado, en cambio, que ese gaucho, tal como era, resulte un ser detestable. Detestaríamos nuestra misma historia, nuestra más acusada idiosincrasia campesina (y esos son nuestros atributos). Hasta Groussac, el hom bre pulcro y forastero, sintió gran simpatía por el paisano de los campos, al que conoció vivo (y no por el de la literatura). D ijo:

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Tal es —o era—, a grandes rasgos bosquejada, la fisonom ía pintoresca y, en resumidas cuentas, simpática de nuestro hijo de la pampa. Con todos sus vicios y pecadillos, se acaba siempre p or quererle, porque es franco, valiente, hospitalario, m uy leal y hasta ingenuo bajo sus apariencias hirsutas. Ninguno de nosotros desdeña su compañía. Y en los tiempos de largas jornadas a caballo, en la etapa del amor del fogón nocturno, el viajero gustaba de atizar su plática sencilla, y de buena gana solía re ­ tardarse con él.

En los Viajeros Ingleses, cuya serie inicia D arwin y termina Cunninghame-Graham, ahí está el gaucho sin deformar, y cómo lo adm iraron todos y hasta lo consideraron superior al hombre de las ciudades! ¿De qué provino esa necesidad de cambiarlo por el literario, de m atar sus autenticas fallas y virtudes? Este es un proceso complicado, un modo de operar la historia, lo no-racional, lo no-lógico de la vida social. No es cuestión de críticos ni de ensayistas. A unque Hernández pretende ser realista en los materiales que recoge, no lo es, efectivamente, en la “toma”. Ya en él se da superpuesta la interpretación que tiende a sublimar, con el sentido seguro de lo real. Todo lo que cuenta corresponde a la vida verdadera (y no es nada halagüeño para el crítico patriota), pero lo que comenta el personaje ya corresponde a lo literario. Siempre es la interpretación lo malo. Hay en Hernández un élan hacia lo legendario, y el acomodo del can­ tor harapiento en los cánones del héroe, la metamorfosis de un ser real en un ser ideal ya está operada en su M artín Fierro. Por eso debemos tomarnos este trabajo de discernir lo histórico de lo legendario, apartar en dos capítulos distintos el gaucho y lo gauchesco. T odavía dentro del gaucho, lo histórico y lo hum ano (bien interpretado), y dentro de lo gauchesco lo ge­ nuino, típico y lo adscrito. -JEI^gaucho verdadero, el peón de estancia, el hombre libre .y-pm denaeroTTarecía- déflsustañcia, heroica para poder conver­ tirse en dechado~de~vírtudes. Pero ¿por qué un hombre ver­ dadero ha ~de ser un dechado? ¿Por qué el dechado ha de ser superior al hom bre verdadero? Hasta Nerio Rojas ha creído que debía enaltecer el m ito Ju a n M oreira sobre el bandido Juan M oreira, endosarle una personalidad ficticia y sellarla con los signos de lo psicológico, de lo significativo del argenti­ no. ¿Es que un Ju a n M oreira no cabe honradamente en la his­

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toria de un país; que puede desquiciarla? ¡Entonces esa historia está desquiciada, no se la puede sustentar con puntales y apoyos que eviten su derrumbe! Está derrumbada en sus sostenes, peor que por el suelo. Cuando ese psiquíatra menciona a Quijote, Otelo, Robinsón, incurre en el mismo yerro de otros críticos patrióticos de menor talento. Esos personajes no encarnan idio­ sincrasias nacionales tanto como personajes, dentro, si se quiere, de un marco nacional. En cambio, R oldán, Sigfrido, el Cid, los héroes de gesta, en pocas palabras, sí. Ellos contienen folk­ lore, sustancia étnica e histórica; y si esos pueblos han con­ seguido en el decantamiento de los siglos, cristalizar en figuras emblemáticas su índole común, cómo olvidar el tiempo en que esas leyendas se elaboran, el proceso natural de su cris­ talización y, por sobre todo, el temple y la calidad de los actos que cumplieron? Parangonarles un M artín Fierro o un Juan M oreira es acudir en desesperada necesidad de lo heroico a los materiales negativos, a su negación fundam ental. El gaucho no daba para la epopeya —la epopeya estaba fuera de época, más que él—, pero daba para la novela y el cuento, para la poesía del tipo llamado gauchesco y para el teatro. Y una gran novela no es inferior —hoy menos que nun­ ca— a una gran ejDopeya. Pero nosotros no queremos la novela, sino la epopeya, no queremos la verdad, sino la ficción; no las pepitas de oro, sino las cuentas de vidrio. Renunciar a clasificar al bandido en el tipo del bandido y al paisano en el tipo del paisano; atribuirle al paisano las características del bandido —también por necesidad del epos—; reducirlo a una caricatura siniestra y querer hacer de esa ca­ ricatura el emblema de una psicología nacional, del hombre representativo, es algo tan monstruoso como reducir la historia a un héroe, previamente expurgado. Con su realidad, ¿no es Hernández el verdadero culpable de la mistificación del gau­ cho? De Hidalgo, ni de Ascasubi, ni de Del Campo, ni de Lussich podía elaborarse un mito. Sostenían al gaucho un poco más en lo alto (no lo hacían descender a la renuncia de la fam ilia, al crimen, a la vida montaraz, a p referir la barbarie del indio), pero lo habían despojado del epos. En el M artín Fierro (sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia a la exal­ tación) el epos está vivo, y sólo hará falta reem plazar lo nega­

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tivo por lo positivo, insuflarle lo heroico latente de la sensi­ bilidad del argentino, para rellenarlo de heroísmo, de grande­ za, de misión redentora. Había, sin duda, una atracción humana en el M artín Fie­ rro, pero de ahí a que hubiera de des figurársela para que adquiriese toda su fisonomía hay largo trecho. Lo natural era que, en vez de rem ontar el desvío de la leyenda, tomara el buen camino de tierra de la novela, de lo real; que entrara a la literatura dándole un sentido. Lo que ocurrió, en cambio, fue que se convirtió en una nueva superchería: en un ídolo con el que se puede crear toda una liturgia de festejos y de oratoria, pero en el que nadie cree. Pues no se trata ya de la leyenda (como podrá serlo a través de los siglos), sino de una superchería: del cambio, por arte de magia, de lo real a lo escénico.

EL GAUCH O FRONTERIZO Por la definición del gaucho que da Mansilla, según la clase de trabajos a que se dedicaba, M artín Fierro y los que él recuerda como compañeros de oficio, en la estancia,corres­ pondían al gaucho andariego, renitente a la estabilidad en un sitio y ocupación. M atrero o simplemente alejado de los cen­ tros de población y de las mismas estancias, integraba una sociedad precaria, m arginal, que si no era la tribu del indio, tampoco era la peonada. No podía radicar en campos de pro­ piedad reconocida, de modo que la frontera que separaba dos mundos era su territorio residencial. Estaba ligado por inte­ reses y afinidades de raza con los blancos, pero su género de vida y sus costumbres se acercaban más a los de los indios Por eso la invitación de Cruz a la vida de m atrero enumera cuáles eran los recursos de que habrían de valerse —los mismos de las gentes en tal condición—, y a ello responde Fierro con un cuadro más completo de la vida del gaucho en los toldos, es decir, en el lado del Desierto de la Frontera. Entrar en relaciones con los indios para form ar parte de las tribus o simplemente en contactos eventuales de individuos sin vivienda ni modo regular de vida era cosa de poca impor­

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tancia. En su postura frente a la civilización, sea por injusti­ cias recibidas o por simple inadaptabilidad de su carácter con las exigencias de la disciplina y la moderación, los nom­ bres de proscripto, paria y otros que se les dio, encuadraban bien en tal condición. En este sentido quedaban en un pel­ daño más bajo que los mismos indios, pues éstos tenían su fam ilia constituida, su hogar, su casa y obedecían graduaciones de mando que iban desde el cacique hasta la chusma, a través de capitanejos, amanuenses y lenguaraces. Namuncurá tenía secretarios y emisarios para pactar y apersonarse a las auto­ ridades. Más aún, su persecución por la policía y la necesidad de huir de la justicia, sin acercarse al poblado, los colocaba en pie de guerra, como lo evidencia la vida de m atrero de M artín Fierro y su pelea con la partida. Individualm ente hacía la misma guerra que el indio en masa, y él mismo recuerda a Cruz que muchos eran los cristianos que pasaron a vivir, con mayor seguridad y bienestar, entre los indios. Debemos considerar pues, aparte de la leyenda del gaucho y de la imagen que se obtiene de los poemas gauchescos, que en la realidad el gaucho no formaba parte de la sociedad cons­ tituida con arreglo a la ley, y aunque no se sometiera tampoco a las leyes tribales de los indígenas, estaba más cerca de éstos, por un conglomerado de circunstancias temperamentales y de situación, que de los hombres de trabajo. Pues es imposible cerrar los ojos a la evidencia de que los gauchos a cuya cate­ goría pertenecían Fierro y Cruz eran los habitantes de esa tie­ rra de nadie, y que esa tierra de nadie, entre ambos mundos, con sus fronteras, era el país del gaucho m atrero.

PSICO LO GIA DEL GAUCH O Esbozar una psicología del gaucho es empresa vana, por­ que sería preciso, antes, poseer los elementos, más que des­ criptivos, históricos, de su contribución a la organización del país en los ejércitos, en las estancias y saladeros, en los pueblos que a la sazón se formaban, y en otras actividades económicas y políticas. Precisamente son esos los datos que nos faltan, pues

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la historia alude a ellos, como a los indios, en términos gene­ rales y demográficos. Nos falta, además, una literatura espon­ tánea, no intencionada ni de mera información, en que tras las huellas de los Viajeros Ingleses se hubiera recolectado con la crónica sucinta, su vivir cotidiano en una extensa área y en m últiples aspectos y situaciones. Más que el tipo, como pudiera serlo el componente de un gremio, una secta o una agrupación con fines definidos, el gaucho, que se confunde muchísimas veces con el paisano, es un producto genuino de un país. Aunque se le pueda localizar en su habitat:, sus peculiaridades comunes con el habitante de otras zonas da un común denominador de am plitud nacional y acaso continental. Hasta dónde, en tal concepto, siga siendo representativo de un carácter psicológico, es lo que realm ente interesa; pues que el gaucho haya sido o no como se le ha descrito, que pueda encontrársele todavía en grado de pureza que sirva para reconstruir su tipo, son coeficientes de prueba que no podrían in flu ir en una valoración de lo gauchesco. Lo que interesa, pues, es lo gauchesco en cuanto invariante étnica, social y psicológica; no el gaucho mismo. Pues ¿cómo establecer siquie­ ra los caracteres tectónicos de un tipo psicológico cuando aun dentro de la unidad del género se acusaban tipos humanos y de conducta tan dispares? Pero en sus atributos, por muy hete­ rogéneos que resulten, hay siempre ese común denominador en lo gauchesco. Hemos de adm itir, no' como una dificultad, sino como elementos concomitantes, que algunos hayan toma­ do para su descripción del gaucho al tijio bien definido como “gaucho m alo” o “gaucho m atrero”, a cuya variedad pertene­ cen el M artín Fierro de la Ida y Cruz; otros, al paisano se­ dentario, más o menos laborioso y afecto a las pautas de con­ ducta de una vida regulada. Este hubo de ser el paisano, que aún existe en su status de poblador de los campos; aquél, el gaucho que en sus cualidades psicológicas, aunque perdido en sus ejemplares vivos, no se ha extinguido ni modificado sustancialmente. M iguel Cañé decía en 1864 (en El gaucho argentino):

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Hace diez años que ese elemento de atraso y desorden revestía aún su corteza salvaje virginal; el frote de otras necesidades, de otro orden de cosas, va poco a poco desgastando ese tipo que parecía perpetuarse, p or desgracia, en las generaciones venideras. (Cita de R. Lehmann-Nitsche, Santos Vega.)

Si admitiéramos la posibilidad de que, desaparecido el agente portador de los caracteres de una raza o un sino histórico, desaparecieran también las invariantes que a lo largo de los siglos dan fisonomía a cada uno de los países, la historia sería un cúmulo de materiales cambientes imposibles de ordenar en un sistema. La verdad es lo contrario. Por mucho que hayan variado individualm ente los habitantes de Inglaterra, España, Francia, Holanda o cualquier otra nación cuya evolución his­ tórica ha sufrido las más increíbles perturbaciones, en lo que se entiende por los rasgos específicos de la nacionalidad siguen conteniendo vivos los elementos que encontramos ya en los orígenes de su formación como pueblos y como Estados. Pues esa misma ley de los invariantes que valen para la biología cuanto para los grupos étnicos, los idiomas y las religiones, ley que da unidad al género hum ano al mismo tiempo que con­ figura individualidades históricas inconfundibles, podemos en­ contrarla también en nuestro país y en todos los demás del continente. Para nosotros acaso el gaucho (lo gauchesco) ten­ ga un valor genético semejante al del normando, el sajón, el franco, el ibero, el latino, por lo que contuvo de lo español racial, antropológico, y del indio. Pues si el gaucho hubiera quedado definido por sus hábitos acomodados al nuevo am­ biente, o por su género de vida, o por sus modalidades psi­ cológicas, habría desaparecido; pero en cuanto variedad especí­ fica, resultante de clima y razas, lo mismo que el indio, por muy de raíz que lo hayamos extirpado, sobrevive como cepa de una nacionalidad. Y si encontramos diferenciados el gaucho y el paisano, también en sus transformaciones esos dos elemen­ tos se conjugan y se perpetúan en el argentino actual. Algunas de sus cualidades o defectos son similares a los de inmensas masas integrantes de población, y es tan difícil delim itar las fronteras del territorio que habitan, como enu­ m erar unas y otras de sus complejas características. Cuanto mayores sean sus tónicas de prim itivo, más difícil será su exa­

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men psicológico; el hom bre realm ente complejo es el que toda­ vía vive en su m undo inform e y habitado por potestades má­ gicas. La civilización es un método de abstracción, un proceso quizá semejante al de concreción de los seres orgánicos, que concluye por dar al castor, a la hormiga o a la abeja un esque­ ma simple y universal. Ni el gaucho ni el paisano —tomados en sí mismos, como mestizos de dos concepciones de la vida más de dos razas— se pueden fija r prácticamente si no se fijan antes los cuadros ecológicos e históricos. Quienes defienden sus virtudes, como quienes denuncian sus defectos, intuyen vagamente la inmensa complejidad del problema. Pero lo gauchesco, el común deno­ m inador étnico, psicológico, social, entra en la m ateria socio­ lógica susceptible de estudio sistematizado. Y esto es lo que no hemos realizado, ni realizaremos nunca, por impedimentos que están en el mismo mecanismo de la voluntad y de los complejos de inferioridad que refrenan ab initio toda posible tentativa de un análisis a fondo de la historia. El sello que im prim e en su psicología el hecho de su nacim iento es más profundo que las adquisiciones que haga después en su experiencia, en su formación individual. Joaquín V. González da algunas ideas en este escorzo histórico de su psicología, condicionada por sus orígenes. En La tradición nacional, t. n, dice: El gaucho es el hijo genuino de la tradición, es el fruto lozano de la amalgama del indígena y del europeo; reúne los hábitos vagabundos del uno a la mansedumbre y elevación m oral del otro; pero más hijo de la tierra porque sus influencias predom inan en su naturaleza, arrastran la causa de la independencia con el calor de su sangre, y ponen a su ser­ vicio los elementos de su vida y de su sociabilidad, sus turbas a caballo, veloces e irresistibles. Con toda la gallardía del árabe del desierto, atra­ viesan el escenario de nuestra evolución como evocaciones satánicas o como exhalaciones sobrenaturales, sembrando el asombro, la fascinación y el terro r en los ejércitos de la civilización europea, que los desconoce, y decidiendo en muchas batallas de la suerte y del triunfo.

Transcribo estos párrafos, que además revelan cómo una dificultad suele encubrirse en una evasiva de carácter literario, que encontramos asimismo en las tentativas de fija r un tipo psicológico del gaucho en Sarmiento, V. F. López, Groussac

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y otros autores. Como se quiso hacer de él un prototipo racial y nacional, cada autor ha proyectado en el retrato la propia imagen de su concepto de lo argentino y de lo rural.

IC O N O G R AFIA DEL GAUCH O Monvoisin y Prilidiano Pueyrredón —prim o de Hernández— han dejado en sus cuadros la efigie pintoresca del gaucho en sus atavíos de los días de fiesta y de los días de trabajo. Su indumento era vistoso, según las posibilidades pecuniarias de cada cual. Llam aban prendas a las partes de su vestimenta, como en el M artín Fierro, con la diferencia de que del Poema jamás podría colegirse cómo vistieron: tal es el grado de po­ breza en que todos ellos viven. Samuel Haigh, Mac Cann y Head nos han dejado vividas pinturas de su aspecto, ya descrito con interés por su caracte­ rística como vestido o por sus colores y adornos, en los relatos de Darwin, Azara y Lastarria, o en las litografías de Bacle. Sin embargo, no coinciden las imágenes de aquellos pintores y de sus observadores, más realistas éstos, aunque parezca para­ dójico, pues los diseñaron según iban encontrándolos al azar de sus andanzas. Azara dice de los gauchos: Los peones o jornaleros no gastan zapatos, y los más no tienen chaleco, chupa ni camisa y calzones, ciñéndose a los riñones un a fa ja que llam an chiripá; y si tienen algo de lo otro es sin rem uda, andrajoso y puerco, aunque nunca les faltan los calzoncillos blancos, sombrero y poncho para taparse y unas botas de medio pie que sacan de las patas de caballos y vacas. (Lo cita Ju an Alvarez en Estudios sobre las guerras civiles argentinas.

Lastarria confirma estas palabras cuando dice: No dejarán de asom brar nuestros campesinos a quien no se halla acos­ tum brado a verlos, con la barba siempre crecida, inmundos, descalzos, y aun sin calzones, con el tapalotodo del poncho; po r cuyas maneras, modo y traje se viene en conocimiento de sus costumbres sin sensibilidad y casi sin religión (Colonias orientales del Río Paraguay o de la P lata, 1805).

Para Sarmiento también el vestido era signo de las piendas morales, más o menos como para Teufeldrock, el del Sartor

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resurtus de Carlyle. Dice pop ular:

nuestro autor,

en

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No hay obstáculo m ayor para la civilización de la muchedum bre que el que opone la form a de los vestidos, que en nuestros países tienen un carácter especial en las clases inferiores de la sociedad, de cuyo uso re ­ sulta, para los que lo llevan, inm ovilidad de espíritu, lim itación de aspi­ raciones p or lo lim itado de las necesidades y hábito inalterable de des­ aseo y perpetuo desaliño.

Hacia la época en que Hernández publica la Ida, Buena­ ventura Lynch recorría los campos de la provincia de Buenos Aires, tomando versiones taquigráficas de canciones populares e improvisadas, y notas de las gentes que encontraba. Anotó en El cancionero rioplatense (“El gaucho”): Vestían los gauchos de aquel tiem po una chaqueta corta, larga m uy poco más de la m itad de la espina dorsal, con cuello y solapas, blanca camisa, corbata o pañuelo a guisa de ella, chaleco m uy abierto y prendido con dos botones casi sobre el esternón, dejando ver los caprichosos buches de la camisa entre él y el ceñidor. Un pantalón hasta la rodilla, m uy p a ­ recido al de los andaluces, con un entorchado a la altura del bolsillo y abotonado con cuatro ojales sobre la rodilla, destacaba un calzoncillo de h ilo o de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas. Usaba botas de potro con sus correspondientes espuelas, cuchillo o navaja de cinto, su largo poncho o manteo que generalmente doblaba sobre el brazo y no abandonaba el rebenque, objeto indispensable para los que están h abi­ tuados a viv ir sobre el caballo. Su sombrero era m uy parecido al de nuestros días, más alto, más cónico hacia la punta y con el ala más corta y estrecha. Como los actuales, usaba recado, bolas y lazo.

En otro pasaje de su obra traza las diferencias de indumento y de modales entre los gauchos federales y los unitarios. Pero puesto que no había un tipo de gaucho, sino varios, es preciso dedicar a esas diferencias, tanto de aspecto como de psicología, un capítulo aparte. El aspecto ha tenido una im portancia muy grande en nuestras letras, sirviendo para ocultar al personaje. Ha sido el vestido una especie de disfraz tras el cual para muchos se h a perdido la persona viviente y verdadera. Es el reproche que, sin especificar, dirige Hernández a sus congéneres tanto en el Prólogo a la Ida como en los versos del propio Protago­ nista. La apariencia tiene para nosotros un valor fundam ental;

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y sin que me interese ahora extraer derivaciones filosóficas del hecho, baste señalar que se trata de una tendencia muy prim itiva en el hombre, en algo semejante al juicio que de las fisonomías y los ademanes se form a quien no tiene otras instancias para valorar a las personas. Quizá sea, como piensan los fisiognomistas, una intuición vivencial directa, segura, en ese orden de las relaciones que se establecen con los descono­ cidos sobre todo, pero que para el escritor, para el artista se convierte en un telón que le impide penetrar en el sentido de las cosas. Inclusive del paisaje y del mundo que rodean al personaje, considerado en sus notas prim arias de semblante e indum entaria. Con este criterio hemos conseguido crear “una profundidad” en lo superficial, un sentido esencial para lo accesorio, una razón de ser en lo circunstancial y anecdótico. Si se observa bien, la literatura gauchesca —exceptuemos, na­ turalmente, el M artín Fierro— gira en torno a esas apariencias; y la crítica, para no hablar del fenómeno de la “rama de Salzburgo” con que todo se ha m irificado, sigue revisando los atavíos para estudiar la psicología de los personajes. Intento 110 del todo absurdo, porque las ropas contienen la huella del vivir del hombre; pero peligroso si se examina la trama y el colorido como datos de la piel y sobre todo del hueso. Esa pereza, que al mismo tiempo es voluntad secreta de no explo­ rar, de no catear en lo hondo, no nos ha perm itido crear una literatura ni una iconografía de mérito. El gaucho, en su si­ nónimo de paisano —y el paisano en su sinónimo de ser oriundo y representativo de la llanu ra—, se ha interpuesto con su ajuar pintoresco entre el observador y la realidad. En vano H ernán­ dez evitó distraernos con esa clase de pinturas de teatro —ves­ tuario y escenografía—, nuestro instinto hace a un lado la miseria y el andrajo de sus héroes para tender la vista a sus obsesivas representaciones. Hemos visto en láminas, aguafuertes y hasta estatuas, a M artín Fierro, el “cantor harapiento de la pam pa”, acicalado con las prendas de un estanciero en fiestas patrias. Y es eso mismo: es la fiesta patria invadiendo la litera­ tura. Y, por agravante, esa indum entaria pintoresca suscita, si no la admiración del tradicionalista, sí la ocurrencia humorística. Y el humorismo serio ha nacido de esa indum entaria. De modo que tampoco se ve en el M artín Fierro, debajo de sus

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harapos, la carne dolorida, la trágica desnudez del pobre. Con lo cual la voluntad de no ver da escape a un resorte siempre en tensión de nuestra psicología, que es la descarga por el ridículo. Este inconveniente de colocar lo significativo en lo superficial nos ha privado de una gran literatura, de una gran iconografía y, además, de una gran historia. Eduardo Gutiérrez escribió al autor del Fausto: Para p intar e in terp retar al gaucho es preciso trasladarse, no a su lenguaje sino a su corazón, y arreglarlo todo, no al paisaje, sino a su preocupación, a su filosofía, a su sentimiento. Así se comprende que dos solos versos puedan reflejar el carácter del paisano, con sus preocupacio­ nes y su religión enteras, cuando Hidalgo pone en boca del gaucho que va a afron tar un peligro este compendio de su alma: Puse el corazón en Dios Y en la viuda, y embestí. Usted verá todos los días pretendidas descripciones de la índole y costumbres del gaucho, donde todo se reduce a hacinar significados campesinos que no tienen más particularidad que estar subrayados hasta el fastidio. Es que no todos tienen bastante luz interna para p enetrar el corazón ajeno en la vorágine de sus instintos, y creen que, dibujando la vestimenta, puede reflejarse el tipo m oral refle­ jándolo por la vulgaridad de lo común. Esos que así son retratados no son gauchos de este m undo ni del otro: son simples camiluchos que no constituyen género de raza.

Palabras sensatísimas de un escritor que pretendió dar las pautas para una auténtica literatura argentina, basada en lo gauchesco, y dirigidas nada menos que a quien había hecho de las proezas de su venerado -Ascasubi una obra efectivamente teatral, falsa, con todos los defectos que atrevidamente G utié­ rrez le enumera en su carta. Recientemente ha dicho Franco (en E l otro Rosas): Lo que hay de pintoresco en el gaucho llam a tanto la atención, que su profundidad queda sin verse. Los veedores criollos notarán su gracia so­ m era y sus fallas fundam entales; los forasteros notarán algo más, pero no todo.

El uruguayo Florencio Sánchez y nuestro Hudson son ex­ cepciones. Tengo en cuenta a los novelistas y cuentistas que se inspiran en el folklore: ninguno de ellos sobrepasa el um bral de lo pintoresco, aunque lo introduzcan en el alma de los personajes, en las cosas y en las costumbres. Siempre es una proyección de la superficie hacia la profundidad, un

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escorzo del telón. Cuando han obtenido la revelación de un detalle característico, de un gasto, de una actitud acompañada de alguna frase de sintaxis convencional, ya están conformes. Lo mismo ocurre con nuestra cinematografía. Pero si eso es lo que nuestros autores ven y lo que nuestros lectores y es­ pectadores gustan, entonces es que no se trata de u n vicio “superficial” o restricto a lo literario y lo artístico, sino de una modalidad del alma nacional, de una form a de no ver, de una educación para no ver, de una conciencia deform ada desde la niñez. El vestuario y el vocabulario —dos valores afines— son aspectos significativos, sin duda. Pero en el sentido en que lo señaló Sarm iento: “son hábitos que im piden todo m ovim iento libre del espíritu”. Tanto la bota de potro como el chiripá tuvieron su razón de ser en las necesidades y formas naturales de vivir del paisano: eran una simplificación de uso cómodo y m últiple, para las tareas y la m ovilidad del jinete; pero tienen que ser comprendidas como puestos sobre esas necesi­ dades, costumbres y adaptaciones racionales. La espuela, por ejemplo, sería acaso el más interesante capítulo de la psicología del gaucho. Más significativa que el cuchillo. La espuela era el instrumento, ya insensibilizado en el talón del pie, de la crueldad más irrem isible del gaucho.

T R A B A JO S DEL HOMBRE M artín Fierro no es un hom bre trabajador. La única vez que se refiere al trabajo es en la descripción de las labores de la hierra en la estancia, y dice: Aqtiello no era trabajo, Alas bien era una junción (223-4). Entre las razones que ex­ pone para decidir a Cruz a que marclie con él al desierto, está la de que allí nadie trabaja: A llá no hay que trabajar, Vive uno como un señor — De cuando en cuando un m alón, Y si de él sale con vida Lo pasa echao panza arriba M irando dar güelta el sol (2245-50). A l regresar del Fortín, su decisión de hacerse gaucho m a­ lo puede responder a su desesperación, a su certidum bre de que habiendo perdido lo que más quería, no lo podría recu­

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perar; pero también existe en él una propensión latente a ese género de vid a. Así como buscar a su fam ilia y rehacer su ho­ gar habría sido congruente con su voluntad de trabajo; de te­ ner M artín Fierro inclinación al trabajo, de ser un hombre es­ tructurado para la vida social, su impulso se habría descar­ gado en la dirección de la búsqueda. Pero hay dos cosas en su súbita decisión: el desaliento y la amargura, y su índole mon­ taraz; esto es lo esencial: desaliento; y amargura la causa oca­ sional. Tradicionalm ente, el gaucho era un haragán, y los Viajeros Ingleses registraron antes que nadie esta característica de su conducta social, de su tem peram ento. Las faenas del campo, en el siglo x v i i i y en el comienzo del x ix — Rosas y los salade­ ristas la estim ularon, despertando hábitos herenciales — fue­ ron compatibles con la libertad, la crueldad y la holganza. Unidos gauchos e indios, degollaban reses para mantenerse, pero en cantidades que no podían aprovechar. Después dego­ llaban para los saladeristas, cortándoles antes el garrón, con una semiluna en la punta de una caña. El animal que huía, era herido y derribado. Luego de haber tumbado así cente­ nares y m illares de reses, las degollaban, sacándoles las astas, el cuero y el sebo — lo único que se cotizaba —. La carroña quedaba en los campos, y manadas inmensas de perros cima­ rrones y bandadas de buitres y chimangos las devoraban. El trabajo era una escuela de barbarie, un estigma de crueldad que Sarm iento valoró en toda su gravedad como constituyente de una característica del hombre de campo — aun del actual. — Esos trabajos, que exigían una destreza consumada en la eco­ nom ía de movimientos, rapidez y precisión, se realizaban en un estado de exaltación psíquica equivalente a la ebriedad bestial. Se bebía la sangre, y esa hubo de ser la m anera ha­ bitual de aplacar la sed, sin duda frecuente e intensa en esos ejercicios violentos. En esa clase de trabajos existía una téc­ nica pero no una disciplina; una coordinación individual y conjunta, pero no organizada. Cuando M artín Fierro dice que el trabajo de m arcar y castrar era una diversión, debemos re­ ferir este estado de ánimo, más que a esa labor, a lo que cons­ tituía el trabajo cotidiano del gaucho a campo abierto. Enla­ zar, m arcar y castrar era lo que se hacía con la hacienda en

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los coi rales al mismo tiempo no como tarea distinta, de una industria, de la de los campos. No era un trabajo, efectiva­ mente; era un género de actividades connaturales con la v i­ da corriente del gaucho, una form a de su existencia, una m o­ dalidad de la industria pecuaria fundam ental en nuestra eco­ nomía agraria. Los recuerdos que tiene M artín Fierro de la época feliz se refieren, pues, a los trabajos de la hierra, que no son ocupa­ ciones habituales en el campo, sino más bien “una función” . Se junta la hacienda vacuna para descornar, m arcar y castrar las crías. Es la tradicional fiesta campestre, que todavía se realiza como la escribe el Poema: 2 1 7 J52 Cuando llegaban las yerras, ¡Cosa que daba calor! Tanto gaucho pialador Y tironiador sin yel — ¡A h tiem pos!. . . pero si en él Se ha visto tan­ to prim or. Aquello no era trabajo, Más bien era una junción, Y después de un güen tirón En que uno se daba maña Pa dar­ le un trago de caña Solía llam arlo el patrón. Pues sietnpre la mamajuana Vivía bajo la carreta, Y aquel que no era chancle­ ta, En cuanto el goyete vía, Sin miedo se le prendía, Como güerfano a la teta. ¡Y qué jugadas se arm aban Cuando está­ bamos reunidos! Siempre íbamos prevenidos, Pues en tales oca­ siones A ayudarles a los piones Caiban muchos comedidos. Eran los días del apuro Y alboroto pa el hembraje, Pa pre­ parar los potajes Y osequiar bien a la gente, Y ansí, pues, muy grandemente Pasaba siempre el gauchaje. Venia la carne con cuero, La sabrosa carbonada, Mazamorra bien pisada, Los pas­ teles y el güen v in o .... Pero ha querido el destino Que todo aquello acabara (217-52). Los trabajos ordinarios que constituían las obligaciones ha­ bituales eran los de ayudantes ocasionales, o de domadores, que era una destreza especial y no común en los peones. Tampoco formaban parte de los trabajos de la estancia los que recuer­ da M artín Fierro: Este se ata las espuelas, Se sale el otro can­ tando, Uno busca un pellón blando, Este un lazo, otro un re­ benque, Y los pingos relinchando Los llaman dende el palen­ que. El que era pión domador Enderezaba a l corral, Ande es­ taba el anim al Bufidos que se las pela. . . Y más malo que su agüela Se hacia astillas el bagual. Y allí el gaucho inteligente, En cuanto el potro enriendó, Los cueros le aco?nodó Y se le

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sentó en seguida, Que el hombre muestra en la vida La astu­ cia que Dios le dió. Y en las playas corcobiando Pedazos se hacía el sotreta, M ientras él p or las paletas Le jugaba las llo­ ronas Y al ruido de las caronas Salía haciéndose gambetas. ¡A h tie m p o s!... ¡Si era un orgullo Ver jin etiar un paisano! — Cuando era gaucho vaquiano, Aunque el potro se boliase, No había uno que no parase Con el cabresto en la mano. Y mien­ tras domaban unos, Otros al campo salían, Y la hacienda re­ cogían, Las manadas repuntaban, Y ansí sin sentir pasaban Entretenidos el día. Y verlos al cair la noche En la cocina riw iidos, Con el juego bien prendido Y mil cosas que contar, Platicar muy divertidos Hasta después de cenar. Y con el bu­ che bien lleno Era cosa superior Irse en brazos del am or A dorm ir como la gente, Pa empezar al día siguiente Las fainas del día anterior (157-204). Tampoco son esos trabajos los que realizaba el dueño de una pequeña hacienda y de un campo como el que poseía M artín Fierro. A ñora una época en que trabajaba como peón, refi­ riéndose a las tareas para las que se ocupa personal adicional, pagándosele por día o a destajo. De esta clase de jornaleros, regularm ente gauchos alzados, hubo de ser M artín F ierro . Groussac ha descrito una hierra (en El viaje intelectual, “El gaucho’-): El ganado m ayor, vacas y caballos, pacía en libertad. Los rebaños, ma­ nadas y majadas de los vecinos, se confundían sin gran perjuicio para nadie; en los días de rodeo, se marcaba a fuego el anim al joven al lado de la madre, y se encerraban en el corral las reses destinadas a la pró ­ xim a venta. D urante el rodeo, cada propietario reconocía y apartaba lo( propio patriarcalm ente, como en las edades bíblicas. ¡Y allí eran las gran­ des fiestas del año pastoril! A hora bien: todos los que allí se afanaban, peones perm anentes o conchabados, compadres y transeúntes atraídos al torneo y al am or del asado en las brasas: cada cual montando su caballo enjaezado con el vistoso arreo chapeado de plata, vistiendo el rayado poncho recogido en los hombros, y con la lengua tan afilada como el cuchillo pasado al c in t o ...; todos ellos eran gauchos de la llanura, lo que simplem ente significaba: hombres adiestrados en el manejo del lazo y del c a b a llo ... Se conchababa [el gaucho sin ocupación fija] más tarde en alguna estancia, casi nunca p or mucho tiempo; pues prefiere vagar aquí y allá, en busca de fiestas, hierras y carreras, impelido po r el deseo in ­ curable de la aventura y la nostalgia del desierto: indolente y pródigo, los pesos ganados se le escurren de los dedos.

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Aunque diga “nací y me he criao en estancia”, M artín Fie­ rro no denota en ningún momento que conozca los trabajos de campo, ¡oor ejemplo aquellos que se hacen “en los meses que traen erre”. Eran en su tiempo preferentem ente de ga­ nadería, pues la agricultura, el cultivo de los cereales, el refi­ namiento de las tierras para pastoreo, estaban poco difundi­ dos. Es curioso que haya omitido M artín Fierro, como faena cotidiana, la carneada para consumo en la estancia, que Asca­ subi recuerda, como asimismo otras muchas labores genuinas y consuetudinarias. Las omisiones podrían obedecer a su de­ signio de no describir sino lo esencial, o a la idea de que sus gauchos no ¡pertenecían a la clase de los jornaleros, como resul­ ta claro de los sentimientos que proclam an. Nada habría sorprendido tanto al lector como que los per­ sonajes demostraran hábitos de civilidad y de laboriosidad. Cuando a su regreso M artín Fierro piensa buscar trabajo, de­ nota que vuelve transform ado. No había para el paisano otra alternativa que someterse a faenas muy rudas o v iv ir al m ar­ gen de la ley. Su indolencia respondía a su disgusto. Head dice: El gaucho ha sido acusado de indolencia por muchos. Quienes visitan su rancho lo encuentran en la puerta de brazos cruzados y poncho recogido sobre el hom bro izquierdo, a guisa de capa española; su rancho está agujereado y es evidente que sería más cómodo si em pleara, en arreglar­ lo. unas cuantas horas de trabajo. En un lindo clima carece de frutas y legumbres; rodeado de ganados, a menudo no bebe leche; vive sin pan y 110 tiene más alim ento que carne y agua y, por consiguiente, quienes contrastan su vida con la del paisano inglés le acusan de indolente y se sorprenderán de su resistencia para soportar vida de tanta fatiga. Es cierto que el gaucho no tiene lujos, pero el gran rasgo de su carácter es su falta de necesidades; constantemente acostumbrado a v iv ir al aire libre y a dorm ir en el suelo, no considera que agujero más o menos en el rancho lo prive de comodidad. No es que no guste del sabor de la leche,( pero prefiere pasarse sin ella a la tarea cotidiana de ir a buscarla. Es cierto que podría hacer queso y venderlo po r dinero, pero si ha conse­ guido un recado y buenas espuelas, no considera que el dinero tenga mucho valor. En efecto, se contenta con su suerte; y cuando se reflexiona que, en la serie creciente de lujos humanos, no hay punto que produzca contentamiento, no se puede menos de sentir que acaso hay tanta filosofía como ignorancia en la determ inación del gaucho de viv ir sin necesidades; y la vida que hace es ciertam ente más noble que si trabajara como esclavo de la mañana a la noche a fin de obtener otros alimentos para su cuerpo u otros adornos para vestirse.

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Mac Cann confirm a, por lo que observó a mediados del si­ glo xix, esas impresiones: Los hábitos y sentimientos del peón o trabajador criollo se deben al es­ tado mismo de la campaña. Yo me lim ito a considerarlo desde el solo punto de vista de su aptitud para el trabajo y el bienestar doméstico, que estimo como bases fundam entales de la riqueza y la m oral del p a ís ...; los trabajos de estos hombres se lim itan a todo lo que hace relación con los caballos y el ganado en general: todas las faenas las desempeñan sobre el caballo y nunca trabajan a pie. Por eso no se les ocurrirá tom ar un arado ni sembrar, ni cavar zanjas, ni cultivar una huerta, ni rep arar la casa. Jam ás se ocupan de las tareas propias de la granja: sienten asimismo aversión por las ocupaciones m arítim as y las labores mecánicas; la caza y la pesca tampoco les interesan. El paisano rehuye todo trabajo cuyo éxito dependa del transcurso del tiempo; no saben valorar éste y no lo cuentan po r horas ni po r m inutos, sino por días; es hom bre moroso y su vida transcurre en un eterno m añana; tiene hábitos migratorios y, por donde­ quiera se encamine, sabe que encontrará de qué alimentarse, debido a la hospitalidad de las gentes. Si v iaja —no siendo en invierno— duerme al aire libre con el mismo agrado que en su propia casa. Vive su vida activa siempre a caballo; si accidentalmente trabaja a pie, lo hace para m atar animales, poner cueros a secar o rep arar los arreos de su caballo. Cuando está ocioso, se lo h a lla rá siempre fum ando o tomando mate. Las mujeres se ocupan de la cocina y del lavado, pero trabajan apenas lo indispensable para la subsistencia de la casa. Los hábitos son uniformes, y los días se suceden todos iguales. El m arido se levanta al salir el sol, tom a mate, empieza a fum ar, y luego m onta a caballo y sale al campo para cuidar el ganado hasta las diez o las once. Cuando vuelve a casa, la m ujer ya tiene preparado el asado de vaca o cordero; después duerme su siesta y vuelve a m ontar a caballo para repetir la misma faena. A tiem po de entrarse el sol, deja su trabajo y vuelve para cenar: consiste la cena en un plato de puchero al que se añade, a veces, un trozo de zapallo. En general no gusta de las legumbres, y el pan constituye para él un lu jo que raram ente puede satisfacer. Su diversión principal consiste en ju g ar a las cartas y es un experto jugador.

Las dos noticias de los viajeros colocan al gaucho en su me­ dio, en un equilibrio en que la personalidad hum ana encaja en su medio como el líquido en el recipiente. Lo que se ha llam ado personalidad del gaucho es ese acomodo perfecto con las condiciones físicas que a todos da un rasgo colectivo más que in d ivid u al. La indolencia es la lentitud de los procesos de la Naturaleza, convertida en una especie de apacible cli­ m a espiritual. Es también la filosofía de Joh n Carrickfergus, en La tierra purpúrea} la misma que el inglés R ichard Lamb al fin halla sensata y plausible. Head termina sus observaciones

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con estas palabras, m uy justas sobre las luerzas inertes — ho­ rizontales — de la campaña: Es cierto que [el gaucho] sirve poco a la gran causa de la civilización, que es deber de todo ser racional fom entar; pero un individuo hum ilde que vive solitario en la llan u ra sin fin no puede introducir, en las vastas regiones deshabitadas que lo rodean, artes o ciencias; puede, p o r tanto, sin censura, perm itírsele dejarlas como las encontró, y como deben p e r­ manecer hasta que la población, que creará necesidades, invente los m e­ dios de satisfacerlas.

A más de ciento veinte años de escritas esas observaciones, podemos afirm ar que el problem a es más complicado, no otro. Los adelantos, las nuevas necesidades se han acomodado sobre las prim itivas, y todo el agregado de mayores alicientes, ne­ cesidades y medios de satisfacerlas, son atavíos puestos sobre su cuerpo. Tiene más cosas, pero ni espiritual ni caracterológicamente ha variado. La fractura de ese equilibrio, que hoy co­ loca al individuo por debajo de la m aquinaria, en el Poema se alteraba en sentido inverso. No existe allí el acomodo está­ tico de hombre y mundo, sino una violencia perm anente por desajustes. El hombre siempre es superior al medio en que v i­ ve, a las cosas que maneja, a los utensilios y bienes m ateriales de que dispone. Se nos presentan de inm ediato dos configu­ raciones de estados de cultura, que no tienen un mismo n ivel. El de las cosas, o estado condicionado por los objetos y los usos, y el de las personas aisladas o en sus relaciones recípro­ ca y generales. Familia, sociedad, agrupación accidental tie­ nen aquí un sentido muy neto y positivo, aclaratorio. Por des­ organizados que estén, se hallan en un nivel superior al de las cosas que utilizan. Los trabajos que M artín Fierro dice cono­ cer demarcan un orbe de cultura bajísimo, y se comprende que un hombre de su inteligencia no se avenga sin rebeldías a so­ meterse a lo que se exige de él. El mundo de cosas corresponde a lo que Sarm iento deno­ minó la “era del cuero” . Los trebejos encontrados en la tape­ ra de Vizcacha están en un estrato mucho más reciente: latas de sardinas, tintero, anillos. El mundo de los seres humanos se identifica con el de las alim añas. Vizcacha es el único ser en equilibrio estático con su m edio. Pero flotan en ese m un­

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do inform e despojos de una distante civilización, inferiorizados al adaptarse a necesidades elementales, o en tensión cons­ tante de degradación por las formas inferiorizadoras del am­ biente. Los representantes del orden y del adelanto son agen­ tes ciegos de esa naturaleza que resiste la acción del hombre. ¿Quién ha señalado que no se habla de herramientas de tra­ bajo en el M artín Fierro, de ninguna técnica del orbe real­ mente civilizado? La herram ienta es el arma. Las formas de vi­ da del Poema corresponden a la del nomadismo, con el agra­ vante de que los impulsos del nomadismo no provienen de la índole del habitante, sino de una organización cruel y bár­ bara que se refleja del remoto foco de la vida urbana. Son expulsados, echados a las fronteras. No es más significativo el Facundo, porque en el Poema vemos que la barbarie está en las cosas, en el suelo y en el aire más que en las personas, que influye sobre los ánimos y las ideas. El M artín Fierro es el anti-Facnndo, que denuncia como viciadas por los mismos m a­ les a las agrupaciones que detentan el poder para consumar la injusticia. Los seres humanos, en todos los poemas gauchescos, son su­ periores a sus bienes (casas, utensilios, indumentos, enseres), a la constitución fam iliar y política, así como en las grandes ciudades los edificios, las instalaciones, los espectáculos, el tránsito reglam entario y el confort de la existencia urbaniza­ da mecánicamente son superiores al habitante. Los desnive­ les son correlativos en el campo y en la ciudad: las relaciones entre hom bre y medio también, pues la observación de m u­ chísimos viajeros, desde Darwin, de que el hombre, del cam­ po era m ejor que el de la ciudad, debiera completarse dicien­ do que está privado de casi todos los instrumentos de la civi­ lización para sostenerse en form a. Esos seres campesinos — los gauchos — no tienen nada por­ que han sido privados de lo que ya sus padres habían obteni­ do. El despojo de que se lamentan es de magnitud histórica más que personal. No están en la etapa en que aún no han adquirido instrumentos — son los cuadros de Head y Mac Cann — o en que empiezan a adquirirlos y a asimilarlos en su uso adecuado, sino en la etapa en que va perdiéndose su po­ sesión, el uso y la costumbre de usarlos. El ejemplo de las ro­

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pas que se desgastan y decaen en harapos es simbólico. Se tra­ ta de un mundo en ruinas, que se derruye en tapera. El Poe­ ma marca un clím ax. Faltan las herramientas' más rudim en­ tarias — arado, pala, m artillo —, y en cuanto a las faenas agro­ pecuarias se alude a los trabajos de corral, o a los que M artín Fierro realiza en el fortín. Se nos sugiere que sea un hombre que jamás ha trabajado sino en tareas accesorias y circunstanciales, que ha vivido en un mundo que le im pidió encauzar sus aptitudes por m ejor camino, de modo que, como sus cantos, fueran “para bien de todos”. Sarmiento se ha referido a las duras condiciones del traba­ jo, en el Facundo: Es el capataz un caudillo, como en Asia el jefe de caravana: necesítase para este destino una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra que ha de gobernar y dom inar él solo en el desamparo del desierto. A la m enor señal de insubordinación, el capataz enarbola su chicote de fierro, y descarga sobre el insolente golpes que causan contusiones y h e ri­ das: si la resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general desdeña, salta del caballo con el form idable cuchillo en mano, y reivindica bien pronto su autoridad por la superior destreza con que sabe m anejarlo. El que m uere en estas ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítim a la autoridad que lo ha asesinado. Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por esta peculiaridad el predom inio de la fuerza bru tal, la preponderan­ cia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que m andan, la justicia adm inistrada sin formas y sin debate. La tropa de carretas lleva además armamento, un fusil o dos por carreta, y a veces un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la asaltan, form a un círculo atando unas carretas con otras, y casi siempre resisten victoriosamente a la codicia de los salvajes ávidos de sangre y de pillaje. La árrea de muías cae con frecuencia indefensa en manos de estos beduinos americanos, y ra ra vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos viajes el proletariado argentino adquiere el hábito de v iv ir lejos de la sociedad y de luchar individualm ente con la naturaleza, en­ durecido en las privaciones, y sin contar con otros recursos que su capa­ cidad y maña personal para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo.

La haraganería, que Bunge supuso un defecto congenital del mestizo, es una forma de resistencia a ser inferiorizado, o a efectuar cualquier acción estéril más allá del beneficio di­

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recto y m ínimo de la subsistencia. El desapego al trabajo es una virtu d hum ana en nuestros campos, donde el hombre tie­ ne que competir con la acémila. Concolorcorvo atribuía la in­ dolencia a la abundancia, y Ju an Gutiérrez cuenta que provocó la ira de sus vecinos por haber publicado un artícu­ lo en el cual decía “que no existía bajo el sol un lugar más a propósito que este R ío de la Plata para fom entar la haraga­ nería de los extranjeros, a causa de la abundancia de los ali­ mentos y de la superabundancia de mujeres solteras, y amigas de la ociosidad y del lu jo ” . En Buenos Aires} desde setenta años atrás, cita José A ntonio W ild e esta opinión de Hutchison (de Buenos Aires and Argentine gleamings, 1889): T odo aquel que haya vivido algún tiempo en la República Argentina, estará de acuerdo con mi experiencia, de que hay pocos países en el m undo en que se tenga más devoción por el principio de nunca hacer hoy lo que puede dejarse para m añana. El hereditario mañana domina todo el sistema social, político, comercial y m ilitar.

La desafección al trabajo, en que cae también el extranje­ ro, es resultado de que no responde a una necesidad social or­ ganizada en sus órganos de riqueza, de modo que ésta puede obtenerse, en el azar del juego de vivir, sin inteligencia y sin esfuerzo. Cuando M artín Fierro comenta la desidia de los in­ dios y dice que la tierra no da fruto si no la riega el sudor, construye una sentencia — la misma que dice M ansilla a la tribu que lo escucha — en la que no puede creer. Nuestra tie­ rra trabaja por todos los habitantes, que en la m ayoría de los casos la entorpecen y dificultan. No le requiere al hombre sino una cooperación mínima. Nuestros males morales provienen de que la Naturaleza es pródiga — su más asidua tarea es re­ m ediar los yerros de los estadistas — y con su industria repara el déficit de la contribución hum ana. Tampoco hoy tiene ali­ ciente ninguno el chacarero, cuyo producto le es prácticamen­ te confiscado por el gobierno y gravado para atender al pre­ supuesto de gastos inútiles. A ntaño la falta de estímulos pa­ ra el trabajo era todavía más aguda. El gaucho se rebelaba ante el trabajo por dos causas porque era una tarea inferior, embrutecedora, y porque estaba espiritualmente cansado. Ca­ recía su m undo de horizonte humano, de bienestar, de senti­

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do práctico de su sacrificio, y entonces era un castigo: un em­ pujar peñones en el infierno. Lo despojaban, además, en una técnica que equivale entre nosotros a la ingeniería industrial. El trabajo estaba desconectado de toda finalidad social, del bien público: era un tributo que pagaba por el hecho de exis­ tir, el saldo deudor que heredaba sin que pudiera redim irse por su propia iniciativa. T enía que cancelar con su trabajo ese saldo deudor de los padres y los abuelos, y en cambio el me­ dio le ofrecía oportunidades para subsistir en plena libertad y m anumisión. Cuando Picardía y M artín Fierro aluden al pecado que parecería que el gaucho tiene que pagar, tocan, sin saberlo, esa escandalosa tara económica que en todas par­ tes del mundo, como aquí, es de índole m oral. Es la filosofía de M artín Fierro al decidirse a abandonar la civilización y bus­ car refugio en la toldería, donde el problem a de la subsisten­ cia está reducido a la capacidad del individuo para obtener de la Naturaleza el sustento. Dice: Todas las tierras son güeñas: Váraosnos, amigo Cruz (2255-6). Antes ha expuesto, en una paráfrasis del monólogo de Segismundo, la situación del hom ­ bre comparada con la de seres creados también por Dios y que disfrutan de su vida sin sus zozobras. R enuncia no solamente a la tierra y a las cosas que ha im plantado en ellas la civiliza­ ción, sino al sacrificio de usarlas, prefiriendo la holganza, con todos los peligros y privaciones, en lugar de vivir sometido al trabajo circular de la noria. No es tanto la filosofía personal de un gaucho castigado injustamente, que teme al gobierno, sino la de una clase trabajadora que no tiene conciencia de cuáles son las verdaderas causas de sus infortunios. Lo que sa­ be es que no quiere someterse a una faena sin provecho, exce­ sivamente costosa. Pues las privaciones a que M artín Fierro se refiere no son sino accidentalmente las de orden social. Son las de orden económico que recubre la armazón política y ju ­ rídica. Están en juego esas fuerzas de una economía en su es­ tadio de voracidad inclemente y la conciencia del hom bre que ama su libertad. No tiene otro lenguaje ni otros indicios pa­ ra detestar ese estado de cosas. Avenirse a la vida del salvaje, donde puede alimentarse sin obligaciones, y aun aviarse de a l­ go en cualquier malón, guarecerse de la intem perie y, ocasio­ nalmente, ayuntarse, es lo principal. A lo que se renuncia es

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a la civilización en bloque, porque está deformada y sólo ofre­ ce motivos de torm ento. Debiera ser ésa la actitud de todos los infelices para quienes la civilización es la más horrenda m entira. El holgazán optaba por un tipo de vida, preconizado por las cosas, estrictamente justo para subsistir; y hoy el “lin yera”, el vagabundo de los caminos, reproduce literalm ente esa filo ­ sofía escéptica, dando la espalda a los bienes que le exhiben disfrutados por otros como una tentación para que capitule emasculando su condición hum ana. No es taxativam ente el juez, ni el comisario, ni el comandante, ni el temor a que lo apresen por sus delitos, lo que em puja a M artín Fierro al De­ sierto. Ellos son los órganos inconscientes de una universal injusticia. Lo em pujan la falta de sentido para su vida, el flo ­ tar a la deriva en la superficie de la tierra, el tener que entre­ garse a un sistema de convivencia que al fin no le ofrece más que el sustento, salcochado con lágrimas, más amargo que el de la N aturaleza. Pues lo que M artín Fierro confronta no es su libertad frente a la cárcel que ha merecido — el H ijo M a­ yor le dirá que se obtiene gratuitam ente —, ni la im punidad frente al castigo, sino el costo y el procedimiento de subsistir entre los indios o entre los cristianos. Cuando el gaucho pasó a paisano, de su existencia de paria a la de jornalero, se inició la era del peón cuyo auge se pro­ duce en estos momentos de nuestra historia. El trabajador a sueldo fijo, adscrito a la estancia o a la chacra, con ocupacio­ nes específicas, siguió siendo una paria sedentario, y los go­ biernos, que Hernández denuncia por haber olvidado su pro­ tección y su defensa, habrían más tarde de encontrar en ellos no un m otivo para englobar en la obra antes restringida de la civilización de las campañas, sino un pretexto para obte­ ner el triunfo electoral, usándolos como masa de presión con­ tra el pequeño propietario de la tierra y del ganado. A pare­ ció, en lugar del mayordomo y el capataz del estanciero o de la compañía ganadera, el patrón, cuya vigilancia era más se­ vera, como representante de un sistema de economía perso­ n a l. El parcelam iento de la tierra, la residencia del patrón en su campo, el cambio y refinam iento del sistema de explo­ tación influyeron en la modificación de los hábitos de vida al

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mismo tiempo que en las condiciones psicológicas del jo rn a ­ lero. Se habían cambiado las condiciones, ahora más propi­ cias, para la constitución del hogar. Pero al mismo tiempo aparecían otras dificultades contrarias: el jornalero no podía tener su fam ilia en la estancia o la chacra, sino en el pueblo. Este es todavía un problem a al que no se le ha encontrado so­ lución. El peón puede casarse y, si la m ujer trabaja también como sirvienta, pueden vivir juntos. De lo contrario — es lo común — ella y los hijos han de vivir en el pueblo donde, con un subsidio mísero, se m antendrán. El m arido va a la casa de su m ujer, que él no habita, una vez por semana o por quin­ cena . Las uniones fueron, casi sin excepción, libres; todavía lo son en la mayoría de los casos, aunque paulatinam ente el m atri­ monio ha reemplazado al concubinato. Se trata de una lega­ lidad más que de un nuevo status. Faltas y fallas de todo jaez mantienen precariamente unidos a los cónyuges, sin que las condiciones de vida y de educación hayan variado como para dar m ayor estabilidad a la fam ilia. Se la ha revestido de una form alidad dentro de la m ancebía. La separación convenida, y la cesión de los hijos a quien pueda criarlos sin privaciones, sigue siendo el recurso más fácil para anular los efectos eco­ nómicos y espirituales del m atrim onio. Repudiado el divorcio en la ley, en los prejuicios religiosos y en la convención social, es practicado de hecho con la misma mecánica inoperancia del m atrim onio. Este existe y aquél no, pero es lo m ism o. Las instituciones valen lo que las personas, y los hechos se institu­ cionalizan per se, al margen de las instituciones, cuando el status legal y el natural no coinciden ni se coordinan por pac­ tos de buena fe. Como dice Groussac (en M em oria histórica de la provincia de Tucum án): “Habían llegado los días trá­ gicos en que la presencia de la fam ilia es una desgracia. .. ”; o, según Ju a n Agustín García: “Como consecuencia de seme­ jante estado de cosas desaparece la fam ilia cristiana en la cla­ se proletaria, deshecha por el nuevo m edio” . El peón comprende ya su situación de joxnalero, en par­ te. La comprende hasta donde la propaganda política ha des­ pertado en él la codicia de ser lo que su patrón; pero no en una conciencia de clase ni en un sentido superior de la orga­

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nización social. Gobiernos demagógicos — son los mismos, dic­ tatoriales o constitucionales — han procurado el m ejoram ien­ to de las condiciones de trabajo, mediante mayores retribu­ ciones pero no mediante una economía más justiciera y pro­ ductiva. Se ha planteado una desinteligencia entre el capital y el trabajo, que antes no existía; no se ha planteado una inte­ ligente coparticipación, una cooperación. Esa desinteligencia es una fuerza de desorganización, ú til para los gobiernos inmo­ rales, no para la economía del país. El estatuto del peón atien­ de a situaciones entre individuos más que a situaciones de es­ tructuración de la economía, del capital y del trabajo. A l crearse en el peón la conciencia de que está mal retribuido, desamparado como miembro de una sociedad a que el patrón también pertenece, no se ha creado en él la conciencia de su responsabildad social ni de sus derechos verdaderos. El peón no siente que es explotado por un sistema económico injusto, sino que quiere a su vez explotar sin responsabilidades al pa­ tró n . Quiere suplantarlo y, mientras, se convierte en órgano parasitario e irresponsable. Abundan los procuradores y ase­ sores oficiosos y oficiales; los médicos rurales entran en arre­ glos con el agente de seguros y la supuesta víctima de acciden­ tes del trabajo. Policía y juzgado encontraron una fuente nue­ va de ingresos. Unos y otros constituyen ya una sociedad clan­ destina para la estafa del agricultor. Todo esto aumenta el poder del Estado, que vuelve a ser visto como entidad abstrac­ ta capaz de sellar la injusticia, el fraude, la exacción, el litigio ruinoso. El Estado engruesa así su caudal de poder destruc­ tor, desorganizador, y se hace temible y respetable, como una corporación de forajidos. T an miserables son los peones como los patrones. Han sido apartados del criterio de la justicia social y se lucha por el despojo, cuerpo a cuerpo, ante los tribunales, juzgados de paz vy las comisarías. Antes, el gaucho sirvió en las filas de la tiranía y en la gue­ rra contra el indio, sin proferir una palabra contra su patrón, el estanciero; ahora sirve a la misma tiranía, combate contra el patrón y está de parte de lo indígena de una organización m ilitar y gubernam ental de caciques. El proletariado campe­ sino vuelve a constituir el fermento de la m ontonera y la ma­

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zorca, y sus lemas de reivindicación tomados de la jerga ofi­ cial encuentran en la recíproca adecuación de barbarie am eri­ cana y fascismo una promesa de feliz regreso a la “época del cuero”. La reorganización de las fuerzas dispersas en la cam­ paña para una empresa de dominio del país con el método rosista, es una restauración. Todos nuestros dictadores son, de verdad, restauradores de las leyes naturales. El progreso de ju re en la situación del trabajador del campo es el regreso de facto a la política de Rosas.

T R A B A JO S DE L A M U JE R M artín Fierro denunció, como una de las costumbres b ru ­ tales de los indios, el hecho de que hubieran cargado el peso de los trabajos sobre las mujeres: Todo el peso del trabajo Lo dejan a las mujeres— El indio es indio y no quiere A p iar de su condición; Ha nacido indio ladrón Y como indio ladrón muere (11,583-8). Los trabajos más penosos eran a su vez im­ puestos a las cautivas. Una misma era la situación en el campo de la m ujer india, mestiza o criolla: trabajar en las tareas domésticas, entendién­ dose por tales la crianza y cuidado de la prole, los cultivos de huerta, el aseo, la manutención. En los toldos inclusive car­ neaban las reses para alimentación de las tribus, y en los m a­ lones iban con los indios para consumar el saqueo una vez pasada a cuchillo la población. Las mujeres y los chicos hacen el papel de merodeadores en las invasiones. Son los que despojan a los muertos sin dejarles ni camisa. M ientras que los maridos pelean, ellas entran en las estancias y escarban y escudriñan los rincones para apoderarse de todo (Barbará, en Vocabulario y costum­ bres de los indios pampas).

Es indudable que las mujeres tuvieron asimismo a su cargo la misión de curar y em brujar. La m ujer blanca —la m ujer del gaucho—, indolente como él, cumplía también la totalidad de las tareas domésticas en el rancho. Lo que la distinguía era el permanecer constante­ mente en la casa, excepto cuando todos habían de cambiar de

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1'esidencia. L a india trabajaba más. Cuenta Zeballos

(en Viaje al país de los araucanos) que sostenían los vicios de sus m ari­ dos con el fru to de su rudo trabajo “sembrando, cuidando ga­ nados, tejiendo telas: hacer de comer, repasar el toldo, traer agua y leña, cuidar la limpieza, amamantar los hijos’'. Además de sufrir todos los excesos de rigor a que estaban sometidas naturalm ente, Mac Cann encontró, en su viaje a los toldos, que en varios de ellos las m ujeren tejían. Dice:

El trabajo es engorroso y largo, porque hacen pasar el hilo a través de la urdim bre con los dedos, y así se explica que pierdan un mes en confec­ cionar un a prenda que, en Yorkshire, podría tejerse en una hora. Los indios varones suelen trab ajar en las estancias, pero nunca las mujeres.

M oralm ente su situación “no podía ser más hum illada y de­ prim id a” (Zeballos). M ansilla cuenta algunos castigos de que se las hacía víctimas en arranques de furor; y la falta de toda piedad y conmiseración de ellas, a su vez, para con las esclavas y cautivas está crudamente especificada en el M artin Fierro. Sin embargo, eran hacendosas, y en los toldos de muchos ca­ ciques cum plían debidamente sus funciones de amas de casa. M ansilla fue agasajado con viandas y en vajillas que el gaucho nunca soñó tener. Como las actuales indígenas del norte, “son tam bién excelentes amazonas y llevan sobre el caballo su m er­ cancía a las ferias” (Mac Cann). En cambio, la m ujer del gau­ cho holgaba. Hudson tiene magníficos retratos en geórgicas es­ cenas de esa m undial haraganería, en A llá lejos y hace mucho tiempo y en La tierra purpúrea. Y Head escribe: Los hábitos de las m ujeres son-m uy curiosos; las grandes llanuras que las rodean no les dan m otivo para caminar. R ara vez montan a caballo y sus vidas son ciertam ente m uy indolentes.

Así fué desde el principio, pues en 1556 se decía en una carta fechada en Asunción del Paraguay: Todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así en lavarles las ropas como en curarlos, hacerles de comer lo poco que tenían, lim piarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, arm ar las ballestas, cuando algunas vcces los indios venían a dar guerra.

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Casi generalmente se reproducen esas noticias en la tota­ lidad de las crónicas posteriores del Perú, Chile, Venezuela y Uruguay. Era la prim era distribución del trabajo, la prim era industria de explotación del ser hum ano por su semejante. Desde entonces en el campesinado la m ujer ocupa el lugar de la cautiva en la conquista de la civilización agropecuaria. Sólo una vez dice el Poema que las mujeres están atareadas trabajando, en ocasión de describir la hierra: Eran los días del apuro Y alboroto pa el hem braje, Pa preparar los potajes Y osequiar bien a la gente. . . (41-4). Hernández ha logrado des­ cribir con vivida impresión las brutalidades y atrocidades de la india, y cuáles eran sus tareas en los malones o en las cere­ monias guerreras, pero no acertó ni lejanam ente a transm itir­ nos ninguna impresión de cuál fuera la situación de la m ujer del gaucho en los tiempos en que éste era feliz. La vemos aban­ donada, despojada de sus pilchas, sorprendida en falta de adul­ terio, pidiendo clemencia, uniéndose a quien pudiera m ante­ nerla, rezando. Nuevamente es excepción el episodio feroz de la Cautiva. Por otros autores sabemos que las mujeres participaban tam ­ bién de las penosas campañas de las guerras civiles, y refirién ­ dose a las que seguían a las tropas de Lavalle, el general Paz las llamaba “cáncer del ejército”. Cuenta Sarm iento (en Con­ flicto y armonías de las razas en Am érica, II): Pero las mujeres, lejos de ser un embarazo en las campañas, eran por lo contrario el auxiliar más poderoso para el m antenim iento, disciplina y ser­ vicio de la m ontonera. Sirven en los ejércitos para hacer de comer a los soldados, repararles sus vestidos, cargar las provisiones y equipos, guardar las caballadas durante el combate y aum entar la línea o fingir reservas, cuando es necesario. Su inteligencia, su sufrim iento y su adhesión sirven para m an­ tener fiel al soldado que no puede desertar o no quiere teniendo en el campo todo lo que a m a ... Fructuoso R ivera no dejaba jamás a las m u ­ jeres de los soldados atrás; era el padrino de todos los nacidos y el com­ padre de todos sus jefes y soldados. Las mujeres vestían uniform es más completos que el de los hombres, por cuanto servían de almacén, de depó­ sito para transportarlos. El general Lavalle, que estuvo alojado ocho días en la estancia del doctor Vélez, tenía ciento veintiséis m ujeres con su regi­ miento, todas con m orriones de penacho rojo, altos como se usaban en­ tonces, y tan completamente equipadas, que form aban a la izquierda del regimiento con la m ayor compostura y seriedad. La cocina, el lavado eran sus funciones en el campamento. En la batalla cuidaban de los que caían

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heridos y de asegurar las caballadas, según que avanzaba o retrocedía el re g im ie n to ... A Ram írez, a C arrera, acompañaban muchas mujeres, y el general Alvarez, en una preciosa m onografía de una excursión del general Urquiza en el Entre Ríos, asegura que fueron detenidas en su m archa por una división tendida en batalla de m il ochocientos soldados detrás de un arroyo que protegía en un convoy de R ivera, conduciendo, en cuatrocien­ tas carretas, ochocientas o más fam ilias que seguían la retirada del cau­ dillo. Cuando aquél había ganado la distancia necesaria pusiéronse en retirada las m il ochocientas m ujeres que habían quedado a cubrirla y h a­ bían engañado al enemigo con sus aires marciales, sus ponchos raídos y sus lanzas, pues que las usaban. En Caseros cayó prisionera la chusma del cacique Catriel, pues los indios de quienes nos viene esta costumbre llevan sus mujeres consigo y ocupan éstas la retaguardia con sus caballos.

En recuerdos de la guerra del Paraguay escribió Carlos Pellegrini (en Discursos y escritos, “T reinta años después”, ju lio de 1896): Eran jóvenes que hacía un año sólo veían a esa m ujer de tropa, tan buena, tan útil, tan servicial y abnegada, verdadera providencia del soldado; pero que, como una Friné al revés, bastábale mostrarse para defenderse: figura apenas fem enina, sólo matizada en esos campamentos p or la aparición fan ­ tástica de aquellas negras brasileras que parecían arpías tropicales, cubier­ tas de cintas y plum as y vestidas de cien colores chillones, marcando su paso con una estela perfum ada, y dejando una sensación de chucho o de horrib le pesadilla. Para esos jóvenes una correntina joven, entre am arilla y rosada, color de durazno m aduro, fresca y lim pia con su cara de luna llena, ojos negros, una boquita ro ja que al sonreírse m ostraba un puñado de mazamorra, sus largas trenzas cuidadosamente peinadas, sus senos duros puntiagudos, insolentes, de donde colgaba como de una percha la camisa blanca y lim pia, único adorno de su busto rollizo y flexible, su pollerita sencilla y corta que m ostraba pies gorditos y chicos como sus m a n o s... y esos soldados fascinados corrían a poner a los pies de la diosa todo lo que p o s e ía n ... cuando recibían po r toda resp u esta... “Sin esperanza, che, andate”.

Tam bién en nuestra historia política tiene la m ujer un epi­ sodio en que compite con los promotores profesionales de aso­ nadas y motines. Lo cuenta M anuel Soria (en Fechas catamarqueñas, II): El 10 de agosto [de 1862], m ientras el Congreso discutía la Ley, Omill se hizo designar gobernador propietario. Presos o prófugos los jefes adictos a Correa, parecía que nadie fuese a alterar el orden; pero estaban en la capital las señoras de los políticos en desgracia, las cuales, acaudilladas por doña E ulalia Ares de Bildosa, resolvieron tom ar a su cargo la resistencia.

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Las damas contrataron secretam ente unos veinte hombres del pueblo, que reunieron con todo sigilo en la noche del 17 de agosto; y doña E ulalia los condujo en persona al asalto de la Casa de Gobierno, donde encontró la guardia dorm ida a pierna suelta. La animosa dama sometió a los soldados sin disparar un tiro, organizó la defensa de la Casa de Gobierno aum en­ tando su tropa con vecinos que hizo sacar de las camas donde reposaban; y dispuso la captura del gobernador, que no pudo ser habido, pues antes de amanecer había huido de T ucum án.

ESCLAVOS El desprecio por la raza negra no ha sido notorio en la po­ blación blanca del país. Observaba Lina Beck-Bernard, en su libro Cinco años en la Confederación Argentina (de 1857 a 1862), que aunque muchas fam ilias se sienten orgullosas de su ascendencia puram ente europea, lo cierto es que en estas repúblicas españolas no han existido nunca los inicuos prejuicios que se dan en la Am érica del Norte contra la gente de color. Desde m uy antiguo, los hijos naturales, pardos o mulatos, han sido con frecuencia reconocidos p or sus padres, gozando de los mismos derechos que sus hermanos de raza blanca.

Sin embargo, M artín Fierro expresa un recóndito desprecio por los negros en dos lugares prominentes del Poema: en la pelea con el Negro, en la Ida, y en la Payada con el hermano de su víctima, en la Vuelta. La provocación, la pelea y la muerte del Negro son de una agresiva superioridad inspirada en la raza. M artín Fierro lo considera, como a su m ujer, infe­ rior tanto en su conducta para con ellos como en la form a de referir el hecho. Tampoco tuvo el gaucho oportunidad de desdeñar al negro, con el que m antuvo en los campos muy pocos contactos. De existir algunos esclavos en las estancias, éstos desempeñaban tra­ bajos domésticos. La literatura es muy parca en relatar la exis­ tencia de esclavos en la campaña. M artín Coronado llevó a la escena, en Justicia criolla, un caso particular; otro hallamos en Am alia, siempre con carácter excepcional; Hudson contó, en El ombú, las consecuencias que le trajo al pobre M elitón su afán de emanciparse de la servidumbre de Santos Ugarte, y Sarmiento dejó un relato muy parecido en la historia de Ju an

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Chipaco} en una correspondencia que envía desde Tucum án. Los negros cobraron im portancia durante la tiranía de Rosas, ya en sus menesteres de servidores de las familias pudientes, donde actuaban por lo general como espías y delatores, ya en las industrias de guerra que el tirano instaló en diversos pueblos, como Santos Lugares. No se ha documentado la esclavitud del indígena, sino en los sistemas de mitas y encomiendas, poco explotados en nues­ tras tierras, y acaso se refieran al trabajo sin remuneración los autores que admiten que existió una forma de esclavitud tam­ bién para el indio en las posesiones ganaderas. Ello existió, con matices atemperados, a p artir de la reducción de las tribus por la campaña de Roca, pero no se puede hablar de un estado de esclavitud a que se los sometiera. No obstante, Ju an Agus­ tín García dice en La ciudad indiana: AI mismo tiempo actúan en la fam ilia los indios yanaconas y los proleta­ rios. Los prim eros son preferidos a los esclavos en el servicio doméstico. Por suerte, las tribus pampas resultaron bravas y la mezcla de razas no pudo operarse en grande escala, conservándose puro el tipo europeo. Un feliz azar que nos libró de la regresión irrem ediable de otras naciones de Am érica, con sus núcleos de población mestiza e india, con todos los in ­ convenientes m orales. . .

Páginas más adelante ese veredicto se invalida con estas pa­ labras: Esta corrupción m oral, la bajeza de los ideales, los sentimientos falsos, los vicios, la decadencia de todos estos elementos tan íntim am ente ligados re­ percute en la fam ilia explotadora, que es el jefe, el punto céntrico y do­ m inante de la pequeña agrupación. No se vive impunemente rodeado de siervos y miserables. Los conceptos sobre la vida, la m oral, el deber, que inculca la servidum bre parasitaria al niño, con ese método decisivo de ejemplo, forzosamente im itado, serán los motivos de la voluntad del adulto, las fuerzas ocultas que gobernarán su conducta.

Y Groussac, en la segunda serie de El viaje intelectual: Según éste [sistema], la perpetua servidum bre del indio domesticado se fundaba mucho menos en las trabas m ateriales que en el “cultivo” de su incapacidad e ignorancia, gracias al doble régimen de aislamiento (por la topografía y p or la lengua) y de em brutecimiento (por el terro r y la su­ perstición) que en las doctrinas im peraba.

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Tam bién A lberdi (en Estudios económicos): La verdadera riqueza que los españoles encontraron y explotaron en Sud Am érica fué la raza dócil, pacífica, de los americanos indígenas que la p o ­ blaban. El trabajo de esos pueblos vencidos y esclavizados, no el suelo, fué la causa y origen de la p lata y oro que los españoles sacaron de América.

Aunque el gobierno de la Revolución (el triunvirato que integraba Rivadavia) decretó en 1813 la manumisión de los es­ clavos por la “Ley de Vientres”, quedaron muchos de ellos, voluntariam ente más bien, en esa condición servil hasta mucho después de la caída de Rosas. Sin embargo, ese problem a de la esclavitud, y el consiguiente del mestizaje con el negro, no tuvo en la Argentina m ayor importancia. D urante la Colonia se circunscribió a la esfera de la vida doméstica, como observa J. A. García en la obra citada: De su trabajo viven casi todas las fam ilias. Monopoliza las industrias y oficios, las hum ildes funciones indispensables en la vida urbana. La casa es un taller o depósito de obreros, que salen todos los días a vender su trabajo po r cuenta del d u e ñ o ... Con cien o doscientos pesos se compra un esclavo que reditúa ocho o diez pesos mensuales, y cuya manutención cuesta m uy poco.

En el plan de restauración de la vida colonial sin m etró­ poli estaba restituir al negro a esas tareas antiguas, ahox'a por cuenta del Estado. El Poema no alude siquiera a la condición servil del negro, sino que lo ve en condición de asalariado (el Moreno), como los gauchos, conservando su propia tradición de raza, de am or a la fam ilia y al hogar (si ésos no eran datos suficientes, para el oyente, de su antigua esclavitud doméstica). El Moreno los expone con manifiesta intención de contraste con la vida de M artín Fierro y de sus hijos, que term inaban de aludir a su orfandad. Pero la amorosa crianza y la cohesión de la prole trascendían a formas o resabios de esclavitud fa­ m iliar. De todos los viajeros de m itad del siglo pasado, fué Lina Beck-Bernard, en la obra citada, quien dedicó m ayor atención a observar este aspecto de la esclavitud entre nosotros. Dice de la abolición de la esclavitud:

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Eso no podía llevarse a cabo de una sola vez__ Había que dar tiempo al arribo de inm igrantes extranjeros que reem plazaran a los negros en el trabajo. A ese efecto se dispuso que los esclavos casados debían continuar sirviendo a sus patrones p o r diez años, al cabo de cuyo tiempo quedarían libres, ellos y los hijos nacidos antes de 1814. Los hijos nacidos durante esos diez a ñ o s ... estaban obligados a servir, las m ujeres hasta cum plir dieciocho años y los varones hasta los veinte. T ranscurrido ese plazo que­ daban tam bién libres, y con ello se cum plía la total em an cip ación ... Co­ rridos los diez prim eros años, los esclavos casados y los mayores de sus hijos, declarados libres, abandonaron a sus amos. Esto ya im portó un trastorno m uy grande en la esfera del trabajo. Con esos hombres se iban los brazos bien ejercitados y los artesanos: carpinteros, cerrajeros, fabricantes de ca­ rretas, albañiles, tejedores, etc. Se iban tam bién los labradores, porque los negros desempeñaban los trabajos de agricultura. Entretanto la inmigración no llegaba. Las guerras civiles lo im pedían y, p or otra parte, las corrientes inm igratorias de E uropa se sentían atraídas hacia los Estados Unidos de Am érica del N o r te ... Quedaba, como dijimos, en las provincias, la segun­ da serie de esclavos p ara liberar, es decir, los nacidos de 1814 a 1824. El térm ino fijado para la emancipación se cum plió a su vez y la manumisión de todos los esclavo s... resultó casi im p ra ctic a b le... No podían ocultársele [a Urquiza] las dificultades que ofrecía la manum isión de los esclavos res­ tantes y se propuso dar un corte definitivo a la cuestión, perjudicando gravem ente a los propietarios. Fué así que ordenó la reunión de todos los esclavos en el Cabildo, haciendo entregar a cada uno su acta de liberación, con un pasaporte que les perm itía embarcarse de inmediato en cualquiera de los navios anclados en el puerto de Santa F e . . . ; se dió el caso de algún estanciero en cuyas chacras trabajaban hasta cien esclavos, que se encontró solo y abandonado por sus peones de un momento a otro. En pocas sema­ nas los ganados invadieron los sembrados y arrasaron las plantaciones. Los propietarios entonces abandonaron las estancias y campos cercanos a la ciudad, y los indios se aprovecharon para dar buena cuenta de todo. Huelga decir que los esclavos viejos, cojos o inválidos, no pensaron en acogerse a la libertad que les brindaba el general Urquiza. Perm anecieron ju n to a sus amos y fueron amparados y cuidados p or ellos hasta la m uerte, como lo hemos visto con nuestros propios ojos en casa de algunas fam ilias a m ig as... Esta esclava abandonó a su am a dejándole dos hijos m uy pequeños, un varón y una m u je r ... H ubo otros esclavos que dejaron a sus amos y vo l­ vieron atorm entados por los rem ordim ientos algún tiempo después; entre esos arrepentidos se contaban las m ujeres que reaparecieron en casa de sus antiguos dueños al cabo de cinco o seis años, con tres o cuatro rapaces a la rastra, pidiendo ser reintegradas en la fam ilia y protestando que las habían abandonado sus maridos.

Es m uy posible que dentro de las quintas y chacras el negro desempeñara trabajos manuales que desdeñaba el gaucho; pero la condición de ambos, como la del indio, si no tenían bienes ni profesión, era la misma. Ju a n Agustín García los identifica en la miseria:

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El proletario lleva una vida miserable, en pobrísimos ranchos edificados en terrenos baldíos, simple ocupante de los huecos de la ciudad donde arma su choza. Come los restos del m atadero, la limosna de la casa solariega. Si acaso se convierte en bandido, m erodea en las quintas y chacras con los indios alterados, los negros huidos. No tiene la m enor idea de un m ejo­ ram iento social. En su concepto su situación es definitiva, como las de sus compañeros de miseria, indios o negros.

A l identificar M artín Fierro a las cautivas y las esclavas, nos permite entender, como también de las crónicas similares, que el indio adoptó esa conducta como represalia, no solamente por el rapto de sus mujeres, sino también por la servidum bre a que el blanco los sometía. Para la india, la esclavitud de la cautiva blanca significaba mucho más que disponer gratuitam ente de quien hiciera las faenas pesadas del toldo. Ponía en el acto de dom inar el mismo énfasis que los pueblos blancos han tenido al someter a sus semejantes a condición servil. Está en la natu­ raleza hum ana de todos los colores, y para la interpretación de la historia americana —del norte al sur— es indispensable tener ese punto de referencia cuando se quiere profundizar en su psicología y en su destino. Parecería que el trabajo del es­ clavo formaba parte de la aclimatación del blanco, que era una amalgama indispensable para su trasplante de una tierra a otra, de un tipo de vida a otro. Norteamérica y Brasil enraizan al colono en ese subsuelo vivo del esclavo. La esclavitud del prójim o es un consuelo para el propio confinam iento, para la personal expatriación. Ese capítulo puede ir integrando cualquier historia de los pueblos conquistadores, de los que han marcado las rutas de la civilización. La civilización es tan­ to el dominio de la naturaleza cuanto el dominio del hom bre por el hombre. Se tuvo esclavos —siempre— por diferentes razones; la p ri­ mera, por codicia de fortuna; segunda, porque el esclavo ase­ guraba la propiedad, form aba parte de ella y la valoraba cuan­ do la organización era buena; tercera, por simple espíritu de dominio. Pero hay todavía otra razón que compete ya al sis­ tema de balancines que m antiene en su fiel a la civilización. La crueldad que se libera cotidianamente por ese drenaje de la servidumbre, el desprecio y el castigo, no socava la persona­ lidad. Las instituciones sociales se han configurado sobre ese

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patrón tipo, y el cristianismo lo adoptó como su razón secreta de ser. Ese ejercicio depura al bárbaro que se somete a la civi­ lidad sin sentirla como una necesidad, en la misma forma que los ejercicios espirituales depuran la salacidad en mujeres y hombres enclaustrados. Son vías de descarga. Por supuesto que no me propongo ahora averiguar qué compensaciones tiene en países libres en líneas generales, como el nuestro, de ese ves­ tigio infam e de la esclavitud, en la necesidad de contar siempre con una clase sometida que perm ita al rico y al poderoso sa­ borear en su opulencia algo así como un resabio canibalesco de su riqueza. Las indias que tenían esclavas blancas dan ese cuadro con nítidos relieves. A un el individuo más miserable tuvo aquí su caballo. Como grandes pueblos —Inglaterra— tiene sus colonias o —N orteam érica— sus yacimientos de hulla h u ­ mana.

d j E l O r b e H ist ó r ic o

L A REALID AD

J

protestas del A u tor de que en su Obra todo es cierto, y de que ha copiado fielm ente los modelos, inclusive sus hábitos y modos de hablar, responden a la necesidad de que no se supusiera, más adelante, que hubiese exageración. No lo guiaba un concepto de carácter estético, pues nada tiene que ver con la calidad literaria de una obra el que se ajuste o no a lo real. Los méritos poéticos del M artín Fierro están en su labor de artista; él lo sabía bien y mucha esperanza tuvo de la resistencia con que su fábrica resistiría al tiem po. Su preven­ ción iba ante todo contra los hombres que, en las ciudades o en los libros, ignoraban la vida que el campesino hacía, sus pe­ nurias y padecimientos, cuya vida era “como la de los ani­ males” . Qué entendía Hernández por realidad, es otra cosa. En p ri­ mer lugar, no desfigurar, no disimular, no encubrir. Lo que podemos llam ar franqueza. Era el tono y la am plitud de su franqueza lo que había de reprochársele, andando los años, co­ mo superchería. Increíble le parecía a él mismo esa realidad, de todos ignorada o vista en lo pintoresco y superficial, según palabras del texto y de los Prólogos. No hay en el Poema na­ da sobrenatural, aparte las supersticiones m uy comunes sobre el alma de los difuntos, los filtros de amor y su terapéutica, las brujerías en que creen los indios, elementos todos que son reales en cuanto se los cree. Lo demás, todo es de la tierra, de la vida terrestre. Más bien que realidad debiera emplearse la palabra veracidad. Lo increíble, lo absurdo es la form a cómo se gobier­ na el país, la iniquidad de los mandatarios y dirigentes, la rap a­ cidad de los jueces, los pulperos y los jefes de tropa, las aberra­ ciones de la justicia. Más ésos no son elementos que pueden ser irreales, sino falsos, falseados. La defensa de Hernández al alegar el trasunto fiel, es la defensa de su honrada buena fe de testigo. Lo cual tampoco era necesario para su Obra, como Poe­ ma, pues aun siendo fingida del principio al fin, sus deberes L a s r e p e t id a s

EL ORBE HISTÓRICO

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de artista no lo comprometían en calidad de fiscal acusador. Es ahí donde descubrimos, m ejor que en los alegatos y en las pruebas, la misión trascendental que asignaba a su O bra. No tanto por los personajes como por el estado de cosas del cual eran víctimas; no por las virtudes que pudieran tener Fierro o Cruz, sino porque sus crímenes y actitudes antisociales se expli­ caban por el desorden m oral y el ejemplo corruptor de las au­ toridades . Es negar el propósito manifiesto de la Obra y desmentir al A u to r en cuanto asevera, suponer que la existencia civil de Fie­ rro, Cruz y Vizcacha, pudieron suministrarle los modelos vivos que copiar: Hernández no copia personas, sino personajes, tro­ zos de realidad en lo más significativo, lo histórico y no lo anec­ dótico. Lo dice: Mi objeto ha sido d ib u jar a grandes rasgos aunque fielmente^ sus cos­ tum bres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes; este conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral, y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes.

Bien claro está que desdeña lo “personal”, lo que se da una sola vez, lo original, porque ni siquiera describe el rostro, el aspecto, la estatura — sólo rasgos de individualidad que son co­ rrelativos de su psicología, en Vizcacha —, ni los nombres — el único que no tiene apodo es M artín Fierro —. Hernández ha difum inado los perfiles, ha desvanecido los acentos de indivi­ dualidad: M artín Fierro o Cruz son el gaucho, no un gaucho, son m u ltitu d . Nada son que no sean los demás, nada hacen que no hagan los otros, nada sufren que no sufran todos: son símbolos, pues. Pero responden a cosas — por eso son símbo­ los —. Se ha de distinguir entre el símbolo, que es real, y la fic­ ción, que es irrea l. A u n los rasgos psicológicos, sus modismos en el hablar, res­ ponden a un tipo más que a un individuo. Como el mismo dice: Y he deseado todo esto, empeñándome en im itar ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho usa sin conocer ni valorar, y su empleo cons­ tante en comparaciones tan extrañas como frecuentes; en copiar sus reflexiones con el sello de la originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jam ás carecen, revelándose en ellas esa especie de filosofía

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propia que, sin estudiar, aprende en la misma naturaleza; en respetar la superstición y sus preocupaciones, nacidas y fomentadas por su misma ignorancia; en dibu jar el orden de sus impresiones y de sus afectos, que él encubre y disim ula estudiosamente; sus desencantos, producidos por su misma condición social, y esa indolencia que le es habitual, hasta llegar a constituir una de las condiciones de su espíritu; en retratar, en fin lo más fielm ente que me fu era posible con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido p or lo mismo que es difícil e s tu d ia rlo ...

De todos modos, debe reconocerse la preocupación de vera­ cidad que al elaborar sus símbolos tuvo el A utor, y esto da a su Obra un valor documental que no puede negársele; aunque por encima de él y de cualesquiera otros, debe interesarnos su valor poético y artístico. Pero aquellos otros valores ajustan la obra en un ambiente, y ese ambiente no es tan sólo aquello que rodea a los personajes: es el verdadero protagonista de la Obra, como lo es de nuestra historia. Lo que Hernández quiso de­ cir es que los personajes eran símbolos, pruebas o testimonios; pero que lo sustancial, lo dramático, lo más cierto de todo era ese “m undo”, que engendraba seres humanos como engendra­ ba caballos y vacas. Ese mundo era el “padre” de los hu érfa­ nos, y era también su destino, sellado ya, al nacer ellos, con un estigma de fatalidad. Por eso, porque lo social, lo gauches­ co, lo am biental es la sustancia del Poema, sus personajes con­ servan en todo él una vaga imprecisión de espectros: no tienen voluntad, ni tienen vida propia: son accionados y vividos por esas fuerzas latentes que como ráfagas penetran en el Poema para presentar a un personaje, para hacerlo actuar y para lle­ várselo a la muerte o al olvido. Esto lo sintió Hernández, por­ que esto está en el Poema; y por eso quiso que no se dudara de la veracidad de su pintura de ambiente, de todos los ele­ mentos simbólicos recogidos y encarnados en sus personajes, pues tenía más interés en afirm ar la existencia de ese estado de cosas — lo real — que la de sus pruebas vivientes, sus persona­ jes, que eran transitorios, arrastrados por sus pesares “como la arena por el pam pero” . La fidelidad literal de lo que describe Hernández resulta una consecuencia de esa deliberada intención de no desfigu­ rar su Obra — como habían hecho sus predecesores —. Para rea­

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lizar esa empresa no le bastaban sus dotes de escritor: tuvo que em plear toda su persona, convertir en sí mismo esos materiales de la realidad en materiales del Poema. De modo que el gra­ do de la verosim ilitud está dado por el grado de la viven cia. Antes de ser escrito, el Poema fue vivido por él; y si sentimos que pudo ser su autobiografía no es por lo que pueda contener de hechos de su existencia — esto sería absurdo pensarlo —, si­ no por lo que contiene de sus vivencias. De ahí el carácter que el Poema tiene, más que de realidad, de infalibilidad; pues no ha hecho como los cronistas, que observan y escriben, sino co­ mo los etnólogos, que antes de pretender haber comprendido se resignan a una previa, paciente conversión de catecúmenos. De la copia fiel como copia fiel, certifica M artiniano Leguizamón en De cepa criolla (1908): La im propiedad en la p in tu ra de los tipos, escenas y usos regionales son lunares en toda obra de am biente local. En Hernández —es necesario reconocerlo como una de sus cualidades más excelentes— no se encuentran esas im propiedades; dom ina la m ateria y se h a compenetrado con ella íntim am ente, sin preocuparse sólo del idioma, que es lo accesorio; ha visto las cosas, las h a sentido y las ha expresado como un paisano.

Francisco Grandm ontagne estima con m ayor latitud el mé­ rito de la veracidad en el Poema, que, de cualidad inherente, pasa a ser uno de sus títulos más insignes dentro de la litera­ tura universal. Cualidad que se magnifica por haber sido es­ crito en los comienzos de la literatura realista, aún circunscri­ ta a la novela y el cuento. La ponderación de Grandmontagne es recta cuando escribe en Indios, gauchos y europeos: No existe en la literatu ra universal un poema realista, crudamente realista, en que se coloque al héroe en situación de resolver, experim entalm ente —nada de abstracciones y vaguedades filosóficas—, si la civilización m ejora o em peora al hom bre, si ella depura, o, po r el contrario, corrompe y m alea a la sociedad hum ana, como cree y sostiene Rousseau. ¿Puede ne­ garse hondura y trascendencia al poema gaucho, que en form a tan original, y sobre todo veraz, históricam ente veraz —pues no faltaron gauchos que se pasaron a la indiada creyendo ser más libres—, somete a experim ento el principio filosófico roussoniano?

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REALISM O Y VERISM O El realismo del M artín Fierro es de tal naturaleza que pode­ mos aceptarlo como excepcional dentro de nuestra literatura realista. Pues m ejor se lo calificaría como verismo en cuanto no se lim ita a reproducir lo pintoresco — que siempre es en­ gañoso en cuanto encubre modos de ser —, sino que se aplica más bien que a lo anecdótico y personal — único cada vez — a lo simbólico y representativo. No es nuestra m anera de ser veraces. Nuestra veracidad se satisface, sin mayores compromi­ sos, con lo que no trasciende a juicios de valo r. Hasta con la historia se ha querido desglosar los hechos hasta que sólo sig­ nifiquen hechos, de tal persona en tal lugar y tal día, y no for­ mas de ser, de actuar, patrones de medida y de peso. H istoria pintoresca, anecdótica; literatura pintoresca, anecdótica. A es­ te canon corresponden los poemas gauchescos también, y no solamente la literatura de curso legal. De nuestras letras no encuentro más que el Facundo y Am alia, como obras orgáni­ cas, que se puedan parangonar con el M artín Fierro. V erdad que corresponden todas al “mundo desaparecido”, al m undo que ya no es real, al que se ha obliterado con la nueva im a­ gen del que lo ha sustituido — p or derrocamiento, no por evo­ lución —. A nosotros nos parece que toda nuestra literatura realista es verista, y que el país con sus seres y sus cosas está contenido cabalmente en la obras que se han escrito sobre ellos. Nada más falso. Si desaparecieran esas cosas y esos seres, no se tendría ni siquiera idea de ellos con el solo testimonio de la obra literaria. Ni siquiera los códigos y los documentos oficia­ les — como en China, Egipto, Asiría o Babilonia — servirían para reconstituir la imagen veraz de nuestra vid a. Vivim os una cosa y escribimos otra. No escribimos sino lo que puede agradar o desagradar al lector. El lector ha hecho al escritor, no por obligarle a que escriba lo que a él le gusta — en gene­ ral gusta poco de lecturas —, sino porque el lector que no lee libros lee a su modo el texto de la naturaleza y la historia que tiene ante sus ojos. De todas maneras, nuestra literatura veraz está entre la desagradable. ¿Por qué nos desagrada la obra veraz? Porque nos desagradamos nosotros mismos; porque considera­

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mos que sólo hay una m anera digna de vivir, de ser, que es “la otra” — cualquiera —; porque suponemos que los criminales, las mujeres perversas, los niños tarados, los infames, los trai­ dores, los falsarios, no existen cuando no se los menciona. T o ­ davía estamos en ese estadio de creencias en que la palabra crea la cosa, el nombre evoca al m uerto, el término exacto de la en­ fermedad la inocula. No es literalm ente cierto; es peor: es sub­ consciente, simbólicamente cierto. Nuestra literatura es, de fic­ ción o de naturalidad, falsamente agradable. En la misma re­ gla están las obras “maliciosamente” desagradables, porque ya se sabe que no son verdaderas. Así ocurre en todas las demás actividades de la cultura; diré: del espíritu. Los opositores de un gobierno, son ese mismo gobierno disidente. Las razones que tienen para estar en contra son las mismas que podrían tener para estar en favor. A ningún gobernante que tenga alguna pers­ picacia —y todos la tienen— lo ponen en cuidado las críticas de sus adversarios: carecen de eficacia porque responden a la mis­ ma concepción arbitraria, personal, circunstancial, de la reali­ dad. Faltando la conciencia cierta, positiva, de la realidad, cual­ quier cosa es más lógica que una teoría. ¿Cómo puede haber realism o en literatura si no hemos creado una realidad? Una realidad existe cuando está organizada, ordenada no sólo den­ tro de un territorio y de un siglo, sino dentro de un sistema de valores. El M artin Fierro y el Facundo están ordenados den­ tro de una realidad que expresa valores, y son reales no por lo que copian como copia, sino por lo que extraen de la realidad para que sirva a una reconstrucción amplia, total, de la rea­ lidad. De no ser así, serían también cuadros eventuales, rinco­ nes fotografiados sin su panorama que les da sentido. La rea­ lidad es el panorama, no las cosas que hay dentro de él. De es­ to se han ocupado casi todos los viajeros que, sin propósito de servir a cualquier diplomacia, han dicho con sinceridad lo que vieron, lo que comprendieron. Ninguno de ellos ha dejado lec­ ción sin provecho. Pero, en lo que ahora me interesa, nadie ha ido tan al fondo de la verdad como Azorín. Precisamente en su cbra sobre el M artín Fierro (Vida de Hernández) nos dice que le sorprende, como su rasgo característico, que la literatura ar­ gentina esté desvinculada de la realidad. Y esa observación se la inspira, por una parte, la literatura que conoce, y por otra,

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el Poema. El ha notado que el Poema está en otra tesitura, que su realidad no corresponde en un diagrama simétrico a las otras realidades. Sin duda, el Poema es para él lo que contiene esa sustancia indefinible que entendemos por lo auténtico. Naturalmente, el Poema no abarca toda la realidad rural, como el Santos Vega: escoge, abstrae, tipifica. El objeto que se propuso Hernández y cómo y hasta dónde lo ha logrado, son otros problemas. Lo que interesa es su procedim iento, por el cual llega a darle a su Obra un valor de autenticidad que la diferencia de casi todas las otras. No le guió el deseo de embe­ llecer ni de paliar; m ejor que purgar de sus propios males a la realidad, procuró que el lector los purgase en sí. Y en cuan­ to a que haya desechado lo bueno para elegir lo peor, deben recordarse sus palabras finales, que dejarían entrever que de los materiales que seleccionó había hecho una criba previa. Pues ¿qué otro sentido pueden tener esos dos versos: Sepan que olvidar lo malo también es tener m emoria? Bueno y m alo no tienen el mismo valor en literatura que en m oral o en política. Si el M ar­ tin Fierro está bien escrito, ¿quién lo condenará porque no se ajuste a tal o cual idea preconcebida de lo que está conforme con un tipo dado de civilización o de hum anidad? Unicam en­ te los herederos de aquellos jueces que condenaron p or inm o­ rales a Mme. Bovary y a Las flores del mal. Con la diferencia de que en nuestro caso no fue una m oral de sacristía la que in­ fluyó en el fallo, sino un patriotism o de com ido, y tampoco secuestrando el libro, sino estimulando su difusión con acota­ ciones para que el lector leyera lo que no estaba escrito.

H ISTORICID AD Dentro del concepto lato de realismo comprenden los comen­ tadores y críticos tanto la observación exacta del detalle como el reflejo de una época. Lo prim ero es habilidad del artista que describe, lo segundo es capacidad de distinguir, en el conjunto de los materiales vivos, aquellos que tienen un significado his­ tórico. Lo que corresponde, en fin, a la historia. Pues el Poe­ ma es un poema de la realidad histórica más que de la reali­ dad étnica, m oral y ¡Dsicológica. La realidad histórica es un con­

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cepto más am plio y central que cualquier otro; se form a con los invariantes que a través de los siglos perpetúan a un pue­ blo como tipo de raza, de misión, con su fisonomía y su némesis. Todo lo demás es su aderezo, y sólo mediante la observación atenta de esas líneas tectónicas un pueblo es un organismo in­ m ortal que persevera dentro de máximas y mínimas tanto vita­ les como formales: tiene un ethos, un rostro, un sino. C onfun­ dir en el Poema esos elementos invariantes con los episódicos, al M artín Fierro biográfico con el M artín Fierro histórico, la persona y el personaje, es desvirtuar el propósito expreso del A u to r y el sentido de la Obra. Si el Poema no contuviera más que elementos adventicios de la historia, no contendría sustan­ cia histórica; quedaría sujeto a las contingencias de envejecer, disgregarse y pasar a la categoría de objeto de arte puro, que es el sentido que debe de despertar en el extranjero. Pues el ver­ dadero sentido histórico de una historia se convive más que se com prende. Para muchos el Poema no es histórico, sino anec­ dótico; y sin pensar que M artín Fierro queda vivo, aunque al fin al desaparezca — un poco como Edipo —, presumen su m uer­ te por su ausencia. Y hay quienes le niegan, no esta form a de inm ortalidad que a toda obra profunda de poesía le asegura la existencia el pueblo que la produjo en tanto subsiste, sino su valor documental, como trasunto en su época de un status de significación histórica, pretendiendo que no es ya, ni enton­ ces fue, historia. Estos niegan la historia más que el Poema; suponen que la historia cristaliza en las obras que se escriben para dejar de ella una imagen rígida, y no que fluye eterna­ mente, casi inalterablem ente, de unos años en otros, de unos en otros hom bres. El trabajo sobre el texto del Poema es otro que sobre los textos de historia: de éstos hemos de expurgar lo no inherente a la historia — arrastres en la recolección de los ma­ teriales, posición del autor y esquema de su concepción de lo histórico —; en aquél, el discrimen ha de hacerse entre lo ar­ tístico, poético, técnico, y lo vivo perdurable, lo que de impe­ recedero fue arrastrado con el laboreo en sus capas más hon­ das. Observa Tiscornia que alrededor de estas tres personas —Fierro, Cruz y Vizcacha— y de otras, típicas también pero secundarias, que la organización social, m ilitar y p o ­

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lítica ofrecía a la observación del poeta, en sus propios días, se agrupan y disponen, como la urdim bre de una tela histórica, acciones y acaeci­ mientos palpitantes de la vida real, que pueden docum entarse sin fatiga. De ahí proviene la historicidad del M artin F ierro, que es su carácter prom inente y debe estudiarse, con espacio, antes de penetrar en el análisis de las pasiones y sentimientos que agitan la tum ultuosa hum anidad del p o e m a ... La realidad del M artin Fierro concuerda con la historia, y algu­ na vez hasta en los simples detalles. Hernández toma los datos de la vida contemporánea, en un momento áspero de confusión civil y m ilitar del país, cuando el servicio desesperado de las fronteras interiores, la guerra del Paraguay y la lucha horrenda con los indios pam pas y ranqueles demandaban soldados y habían herido de m uerte la existencia lib re de los gauchos.

En cuanto al papel del A u to r en la observación, no es el de un investigador que reconstruye, sino el de un espectador que convive. Lo atestigua su hermano R afael: No se hallará una sola im propiedad o erro r en cuanto allí describe, porque no procede de oídas, n i po r im itación, sino que pinta escenas en que ha sido, a menudo, actor o espectador.

Esta misma situación de actores y espectadores fue la de otros muchos cronistas, y, sin embargo, sus obras no suscitan en nosotros el mismo interés de permanencia, porque iban rese­ ñando aquello que perecía, tomaban el m ovim iento de lo que tenían ante sus ojos en su valor, anecdótico, personal. Se trata, entonces, además, de la autenticidad documental del hecho, de su perennidad como dato simbólico, de la cantidad de tie­ rra que en el trasplante se haya conservado adherida a la raíz. ¿Por qué aquellas obras documentan lo efímero y ésta lo eter­ no? Los materiales están tomados de la misma realidad: pero para unos se desvanecían en la sucesión de otros acontecimien­ tos, mientras que para Hernández se propagaban de padres a hijos, form aban lo que Tiscornia acertó a comparar con la ‘ ‘ur­ dimbre de la tela” (no con su dibujo). Si participam os de la opinión de que la historia no sólo varía, sino que deviene otra, lo histórico del M artín Fierro está en lo biográfico y en lo pin­ toresco, y el Poema es sólo una pieza arqueológica que única­ mente vive para el arte. Si en cambio creemos en un fatum his­ tórico y que el Poema no genera un sentido para lo histórico, sino que es generado precisamente por ese sentido fatídico de

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lo histórico, entonces aquello que perdura en la pieza arqueo­ lógica y en su vida para el arte es lo vital que contiene. H ernán­ dez no cuenta en calidad de creador, tanto por lo que hizo o contempló, como lo que convivió, por sus vivencias. Y esas vi­ vencias no han m uerto tampoco con él, sino que form an parte de las vivencias —con otros matices— del vivir argentino, del que vivimos y sentimos como una herencia en el todo. Para m u­ chos críticos, además, la veracidad y el realismo del Poema de­ ben ser medidos por el estado actual de la vida en nuestros cam­ pos; de modo que sería exagerado y mendaz aquello que no con­ cierta hoy con este estado. Pero para tal juicio se toma en cuen­ ta lo que en varias décadas ha desaparecido —el gaucho— y no lo que, adaptado, modificado —lo gauchesco—, perdura. Grous­ sac, que reconoció la supervivencia de lo gauchesco y de las m a­ las prácticas gubernativas, pertenece a esa élite que corta en dos partes la historia y en cada una de ellas aglutina lo m alo y lo bueno. Es el procedim iento tajante de Sarmiento, sólo que pa­ ra estos pioneros de la nacionalidad que se genera espontánea en 1880, la barbarie es el pasado y no el campo, la civilización el presente y no la ciudad. Es claro que lo im portante del pasa­ do es el campo, y lo del presente es la ciudad, mas en el discri­ men de estos valores de la cultura y de la civilidad estos cortes arbitrarios de la historia y de la cultura no tienen sino un sig­ nificado de esquema, y como tal obediente no a una clasifica­ ción, sino a un sistema de clasificar. Dice este autor (en El via­ je intelectual: “C alandria”): En la República A rgentina han sido innum erables los ejemplares de gauchos alzados y montaraces; encarnan, puede decirse, la historia del país en sus prim eras décadas de vida independiente.

Y, en seguida, una observación convencional y superficial, que de an ular páginas más adelante, cuando encuentra que ba­ jo los adobos de nuestra cultura, hasta los escritores conservan los rasgos agrestes de aquellos ejemplares montaraces: A m edida que se completaba nuestra organización social, han ido desapa­ reciendo, vencidos en la lucha, los tipos característicos del bandolerismo argentino. Los jefes m ontoneros, como Quiroga y el Chacho, al igual que sus soldados oscuros, no son ya sino recuerdos que el tejido legendario envuelve lentam ente.

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Este aserto plantea netamente el problem a de la unidad his­ tórica que nos divide en dos campos irreconciliables a los que examinamos con buena fe nuestra realidad. Hernández creyó también, en sus Prólogos —pero no en su Poema ni en sus opi­ niones expuestas en la Cám ara—, que el país había cambiado su historia en 1880. No por la desaparición de los caudillos, que siempre fueron para él objeto de devoción, sino por otras cir­ cunstancias: la población de los campos, el trabajo libre de pe­ ligros; en fin, la desaparición del indio. Todo eso lo trajo, más que una nueva política financiera y económica, más que el auge de la cultura dirigida y que la apertura de los muelles a la in­ migración, el dejar a la tierra que diera sus cosechas y sus crías pecuarias. Pero nunca creyó Hernández que su Poema, preci­ samente al aparecer la Segunda Parte, quedara fuera de esa rea­ lidad, relegado a espécimen arqueológico. Pues en el Prólogo, sin aludir al anacronismo de la crónica del Desierto, mantiene sus anteriores puntos de vista y M artín Fierro no vuelve para sumarse al gauchaje sometido, como piensa Tiscornia, sino para certificar que todo estaba lo mismo. Y para separarse de sus h i­ jos, cambiando de nombre, en la noche. Pero tampoco es el “bandolerismo argentino”, que dice Groussac, ni el servicio a pura pérdida del gaucho en las montoneras de los caudillos, lo que Hernández toma como realidad para su Poema. Es algo me­ nos susceptible de cambiar de aspecto, porque se dirige recta­ mente a la organización, al sistema m oral, al alma, donde re­ siden los males. No a meras reformas en la contabilidad, en la administración, según sus palabras; y lo que realm ente cambia, desde 1880, es la explotación más racional del suelo y de los productos agropecuarios, la administración de los bienes m a­ teriales y, consecuentemente, la organización del trabajo y la efectiva reestructuración de la vida burocrática, m ilitar, comer­ cial y sus derivados. Todo lo cual configura la realidad prim a­ ria, la realidad de las cosas y sólo por inducción la realidad real: la de las funciones, móviles y finalidades. De aquella rea­ lidad prim aria que recogió Hernández para el M artín Fie­ rro ha desaparecido casi todo, comenzando por la frontera y el hombre fronterizo. Pero no estaba únicamente ahí lo veraz y lo auténtico que Hernández defendía con tanto tesón, pues enton­ ces él mismo debió considerar su obra como concluida y peri-

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clitada. Algo había de subsistir; algo subsiste si la lectura del Poema nos coloca en el centro de una realidad que, como en el Facundo, sentimos que se ha transformado por el trabajo de las manos del hombre, aunque no tanto en la intención y el propósito que pone al ejecutarlo. El mismo Groussac, en ese ar­ tículo, enuncia la conversión de aquel pasado histórico en una leyenda literaria, con lo que ya el divorcio entre realidad y fic­ ción se opera sin que una y otra se influyan recíprocamente. Di­ ce, en efecto: La presente generación porteña poco o nada sabe ya de estas cosas agres­ tes; las desdeña en su afán de europeísmo. La venidera, más enam orada sin duda de originalidad artística, las gustará con afán, sin encontrar en ellas más eco subsistente que algunas vagas reminiscencias en las trovas de los cantores campestres.

CIUDAD Y CAM PO Plantear el conflicto entre la ciudad y el campo es colocar el problem a de las luchas civiles y las rivalidades políticas en el terreno del Facundo. Sarm iento había puesto frente a las ciu­ dades en que se guarecía la civilización, el campo en que los caudillos reclutaban sus huestes bárbaras para llevarles el sitio y el asalto. El M artín Fierro nace de una idea inversa. Para Hernández las ciudades —y en prim er término la ciudad de las ciudades, Buenos Aires— encierran casi todos los males políti- 1 eos: el germen de las discordias, el m anejo arbitrario de las ren­ tas, los gobiernos unitarios y despóticos, el olvido y desprecio del campesino. ^—J T oda la campaña política de E l R ío de la Plata gira en tor­ no a ese eje; sus folletos Las dos políticas y la Vida de Peñaloza son eso mismo: el negativo de la tesis de Sarmiento, de M i­ tre y de A lberdi, cuando inspirados en Echeverría atribuían el origen de nuestros males a tres causas: la Colonia, el Desierto y la Pobreza. La separación de Sarm iento y Alberdi, a raíz del triunfo de Urquiza en Caseros, y de Sarmiento y M itre en épo­ ca menos precisa, deja a Hernández en disposición de tomar de cada uno de ellos las tesis que son favorables a su doctrina federal a ultranza, hasta que insensiblemente cae en la defen-

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sa de la concentración del poder en Buenos Aires y en el unicato de Roca. Sus ideas, en Las dos políticas, provienen de Alberdi, pero las combina con el federalismo de Dorrego e, in vo lu n ­ tariamente, de los caudillos, inclusive Rosas y Artigas, a los que siempre fustigó. En el M artín Fierro ya no existe el problem a de los caudillos, pero sí el 'encono del campo contra la ciudad, del gaucho contra el ciudadano que sabe y m anda. El Poema , o, , , 1 , J 'iM I u 'l vd OfiN ? abandona uno de los tres puntos de sosten del atraso, la"Colo­ nia. M antiene exclusivamente los otros dos: el Desierto y la breza. La denuncia de los males que afligen al paisano está hecha ya en El R io de la Plata, con cuya campaña, tres años después, entronca la Prim era Parte. Decía allí: ¿O se im aginan nuestros gobiernos que basta ostentar un lu jo de lib e­ ralidad y de grandeza en las capitales, lu jo que p or otra parte se convierte en oropel, cuando no tiene bases sólidas y verdaderas en la riqueza de nuestros campos? Las ciudades se defienden y garanten por sí mismas y contra el espíritu de una población compacta, penetrada de sus derechos y con la conciencia de su libertad, se estrellan las arbitrariedades y el abuso. Hay en ellas un pacto tácito de m utua ‘d efensa, form ado po r la identidad y la confusión de sus intereses. Pero no está en este caso nues­ tra campaña, abandonada a la voluntad de los caudillejos que se la im ­ ponen como única l e y . . . Es la campaña, pues, fuente de nuestra riqueza y de nuestro porvenir económico y social, la que necesita de garantías, de medidas liberales y protectoras . Es necesario desarrollar su indus­ tria, fom entar la población nacional, escudar al ciudadano contra los atentados de la fu erza__ Es necesario crear un a nueva vid a en nuestras campañas, para dar dirección a una población exuberante, aglom erada en la capital, en que ha venido a buscar el refugio y el am paro de la ley, y una parte de la cual recoge, para m antenerse, las migajas de nuestros festin es.. . Es un atentado inicuo contra la verdad de nuestras institu­ ciones, contra los sagrados derechos del ciudadano, y nosotros que hemos venido a la prensa a hacernos eco de los deberes del pueblo y defensores de sus derechos, protestam os altam ente contra esas medidas arbitrarias que nos despojan de nuestro carácter de hom bres libres e introducen entre nosotros una doble leg islac ió n ... ¿Acaso la ley h a consentido que haya hijos y entenados en el territorio a rg e n tin o ?... ¿Qué contradicción tan monstruosa es esa que convierte al ciudadano de la campaña en guardián de los intereses de la capital más que de los suyos propios? (en edición del 19 de agosto de 1869).

El tema se endereza más incisivo contra el gobierno de Sar­ miento y contra sus ideas del Facundo, en el artículo “L a ciu­ dad y la campaña” (del 3 de octubre de 1869):

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La capital se resiente todavía de los privilegios monstruosos del coloniaje. A q u í se ha creado una especie de aristocracia, a la que paga su tributo la campaña desamparada, como los vasallos del señorío fe u d a l... Abando­ nada a todos los instintos brutales, sin conocer la autoridad, sino por la violencia y la arbitrariedad que se ejercían sin medida sobre sus inermes pobladores, la campaña se hallaba entonces entregada al estado prim itivo de la b a rb a rie ... La ciudad y la campaña, sin embargo, han seguido siendo en la práctica dos clases distintas de una misma organización p o lític a ... Los gobiernos despóticos que surgieron de la anarquía y de las convul­ siones sociales, concibieron entonces una idea satánica. “No podemos im ­ ponernos al pueblo”, se dijeron con diabólica sonrisa. “Pero podemos fraccionar a ese pueblo y levantar una fracción contra la otra. Podemos su­ blevar a la campaña y hacer que el casco de sus potros abata y pisotee su arrogancia”. La dictadura de Rosas cum plió ese plan, y sabemos cuál fué su resultado.

La misma tesis prosigue en el número del 6 de octubre: ¿Qué im porta que la ciudad se convierta en taller activo de reformas progresistas, si se desentiende de esa cuestión vital, de esa solución de un problem a que está devorando constantemente víctimas y fortunas como la Esfinge de la fábula? ¿Qué im porta que tengamos exposiciones, telégra­ fos, ferrocarriles, si los indios nos invaden, si la vida peligra, si la propiedad está amenazada en todo m o m en to ?... ¿Y cómo es que se abandona esa base social para em prender conquistas imaginarias, desde que no está asegurado el goce de sus beneficios para todos sus habitantes? ¿Qué im ­ p o rta el progreso, si la vida que debiera dar testimonio de él carece de garantías? ¿Qué im portan las grandes manifestaciones del espíritu em pren­ dedor, si subsiste una amenaza contra el derecho, si la existencia misma está amenazada?

El cuadro panorámico del M artín Fierro está trazado ya en esos artículos, y Picardía es quien los transporta al Poema. Pe­ ro el cuadro político y social de los campos no tiene el mismo vieror que en el Poema, porque le faltan los hechos y las per­ , , . ° 1 O .'Y 'A ',?X ' ..... 1 sonas, en cuyo m anejo demostraría Hernández ser habilísimo. Todo se difum a en frases y acusaciones vagas. Le faltaban las láminas que dan color y relieve al Facundo. Su denuncia de que la civilización de las ciudades es equivalente —y causati­ va— de la barbarie de los campos, tiene en sus artículos perio­ dísticos menos fuerza que en sus panfletos y menos enjundia que en Las dos políticas. Es eso mismo, pero ahora su voz de gigante se debilita porque habla desde una tribuna, fuera de su ámbito y de su ley, que era la de cantar con toda la voz que tenía. En 1880 el problem a del campo, como el de una civili­

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zación de exposiciones, telégrafos y ferrocarriles, que también invocaba Cruz, se ha consolidado y ya no hay debajo de ella el indio y la injusticia de los campos. Hasta el gringo que m an­ daban a la frontera, m ilico y pulpero, ha quedado transfigura­ do en la apoteosis de un país que le abre sus brazos y le ofre­ ce generosamente sus providenciales bienes. Como dijo en la sesión del 22 de noviem bre de 1880, en la Cám ara de Diputadosde la Provincia: Actualm ente, señor, he visto en los periódicos de la llegada de tres o cuatro vapores con un núm ero considerable de inmigrantes. Esta es la única república sudamericana que recibe la inm igración europea en este alto grado. ¿Por qué? Porque encuentran en nuestro país lo que ninguna república les ofrece. Encuentran un territorio fértil, un clim a benigno, una producción valiosa, una legislación liberal, un erario generoso, una índole como es la índole argentina que no tiene grandes preocupaciones, no tiene fanatismos religiosos arraigados, ni esa resistencia nativa contra el extranjero tan común en otras partes.

Por esos años comenzaba Sarmiento, el gran propulsor de la inmigración en gran escala, sus artículos contra la inm igración en masa. U n volum en, Condición del extranjero én Am érica, contiene su grito de alarma por los peligros del alud hum ano que traía de sus tierras todos los pecados que no habíamos lo ­ grado extirpar de la nuestra. Hernández m iraba al crecimiento^ m aterial del país y Sarm iento a su miseria espiritual, y los dos Lenían razón, cambiadas las espadas en el antiguo duelo, como la tenían y la tienen el Facundo y el M artín Fierro. ^

LO SO CIAL EN L A SOCIEDAD ¿Que hay de la sociedad argentina en el M artín Fierro? Ná^ da. Se supone que existe un mundo organizado, administrado, lejos; que de allí emergen, como de una fuente, los males que flagelan el campo. Pero la sociedad no se siente ni se puede presentir. Los personajes del Poema, las escenas, las historias son algo tan individual, que no sobrepasan el ámbito de la pre­ sencia del actor. Diríamos, como en las pinturas de M iguel A n ­ gel, que todo es escultórico, que está encerrado en sí m ism o'y

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que no se proyecta una perspectiva que ligue la escena o el personaje a un grupo, a un territorio. Pero de haber descrito Hernández la sociedad, el Poema se habría convertido netamente en una crónica; es lo único que le faltaba para serlo. De ahí, entonces, una de las sugestiones^ más fuertes del Poema: se supone cjue- ej, Desierto tiene un "confín. que ese confín es el campo labrantío, los pueblos, las ciudades, las rutas, de conexión con el resto del mundo. En torno y todo i C^'Y . . 1 lo alejados que se quiera, existen hombres cultos, que llevan una vida activa de comercio, m anufactura, convivencia; pero no se dice. El M inistro don Ganza (tomado sarcásticamente de Gaínza) es el único hilo que une esa parte de la vida campe­ sina a la ciudad, al desdichado con la autoridad central, al que se basta con su mote o su alias con el que lleva un apellido. Empero, toda la aflicción que se cuenta está referida, im­ plícita, elípticamente, a esa sociedad distante, nebulosa. Como en las obras de Kafka, hay potencias, autoridades escalonadas, jerarquizadas, que arreglan o desarreglan las cosas, semejantes a las divinidades fatídicas del griego. U na frontera remota, de donde llegan, no emisarios sino órdenes, disposiciones, auxilios, prebendas, protecciones y persecuciones sin que se entiendan bien. Esos personajes del Poema viven en el seno de una socie­ dad espectral y funesta, en un territorio circundado de mias­ mas m ortíferos, de fieras siniestras, de corrientes de aire agosta­ dor. Por momentos se tiene la impresión de un puñado de hom­ bres y mujeres abandonados a la deriva sobre una jangada, so­ bre un pedazo de tierra desprendida. Con nadie pueden comu­ nicarse sino entre sí, en su pequeño círculo. ¿Pero es que exis­ te la república, el continente, el mundo? ¿No está todo eso so­ ñado en un pedacito insignificante de campo? Si la sociedad existe —se siente que sí— es sólo para el mal. Indiferentes a la suerte del campesino, m anejando una polí­ tica y una economía que nada tienen que ver con la suerte de estos desdichados, gobiernan, decretan la guerra, venden y pac­ tan; pero no se sabe absolutamente nada de ellos ni para qué hacen eso ni cómo. El reintegro a la vida civilizada de Fierro, al regresar, que a Tiscornia le parece un entrar tranquila­ mente en el disfrute de la organización democrática del país, es de un tono desolador tan grande como acaso no lo haya

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igual en ninguna literatura. No es conectarse con las gentes de su patria, con la vida organizada: es encontrar los hijos, abandonados a sí, y a Picardía, tres náufragos absolutamente solos, para form ar un cuaterno de seres solitarios. T anto, que necesariamente deben separarse, en la noche, después de haber cambiado sus nombres. Sus nombres, que no tenían. ¿Es que también tienen que cambiar de mote? ¿Dónde está aquí la sociedad, la comunidad humana? ¿Qué ha sido de la Cautiva? ¿Qué es esa fiesta, las carreras? Sólo encontrará ahí M artín Fierro al Moreno vengador del hermano, al que había asesi­ nado siete años antes. No hay pueblo, sino las últimas poblaciones que Fierro divisa, rodándole los lagrimones, al p artir para el destierro. La ciudad de Santa Fe, alguna otra mención, como la de Ayacucho, que es un nombre tan solitariam ente plantado allí, y tan sin necesidad, que es casi el nombre vacío de un pue­ blo. Sociedad o comunidad, no las hay. M uchedumbres sólo hallaremos en los bailes, en el Fortín, en los toldos. ¿Tienen sociedad los indios? En el Poema no se alude a ello. El único amor que el indio demuestra es por el caballo; no hay hogares ni siquiera como existían de verdad, si nos atenemos a los relatos de M ansilla; los indios se reúnen para preparar un malón, para repartirse el botín; las mujeres para danzar y conjurar una peste. No existe aquí la agrupación de la tribu, ni de la horda; esos indios que estaban disciplinados y obe­ decían al cacique tenían sus costúmbres y sus lugares de asien­ to, más o menos estables. En el Poema flotan en el Desierto; son fantasmas en la llanura, sin vínculos que los congreguen, sin fusión.

GAUCHO, D EM O CRACIA Y SENTIDO DE LA H IST O R IA La situación de los historiadores y críticos de la literatura comporta una posición personal con respecto a los problemas de la nacionalidad y a los sociales y políticos. En la defensa de los caudillos y de los gauchos, considerándoseles fundadores del régimen democrático y de las libertades individuales, de­ bemos ver un sentido de las cuestiones sociales distinto de

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aquel que sostienen los que son contrarios a ellos. Para m u­ chos se confunden ambas posiciones, y la defensa de lo gauches­ co se identifica con la política. Si además aceptan la literatura correspondiente, es por extensión. Otros gustan de los poemas gauchescos, simpatizan con el gaucho, pero sienten aversión a lo democrático y popular. Los hay, también, enemigos de la democracia, del gaucho y del país entero. O que conciben un país arreglado a sus gustos, de donde elim inan cuanto no coincide con la naturaleza de sus pasiones o, si se quiere, de sus ideas. Esta confusión es característica de nuestro caos intelectual, íesultado de la ordenación precaria y caprichosa de la vida nacional. El país ha sido como una chacra m al administrada, pero con buena tierra y copiosas lluvias. La filosofía natural que extrajo el habitante, chacarero o legislador, o ambas cosas, tiene la virtu d de que su abandono, el desorden y la torpeza nunca alcanzan a m alograr las cosechas. Unos quieren que las cosas sigan por sus propias fuerzas inertes, vegetando; otros quieren imprimirles la dirección de sus deseos; otros piensan que lo más sencillo y práctico es pro­ ponerse la im itación de algún sistema que a su parecer sea adaptable con economía de esfuerzo a nuestra índole y forma de vivir. Por ejemplo, el fascismo. La crítica literaria es como la crítica política: se basa, más que en los valores intrínsecos de las obras y en la idiosincrasia del país, en los gustos personales o en el concepto que se tiene de las cosas. No hubo crítica literaria de los poemas gauches­ cos que no acusara, ab initio, la posición del autor. Así los historiadores juzgaron el caudillaje, los gauchos, conforme a su preferencia por una u otra doctrina política. Se considera al gaucho como correligionario o como enemigo, y de ahí se juzga de su papel en la historia; proceres, héroes y estadistas son juzgados con el mismo criterio. Pero es que, en el fondo, proceres y estadistas han procedido en función de móviles de esa misma clase. Tom aron, para su acción e ideal, una posi­ ción como la que toman sus jueces. Todo está dentro de una configuración, de un receptáculo que da forma a cuanto se genera en su interior. ¿Será la form a del país?

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/ PO L IT IC A DE PERSONAS Hernández tuvo una noción muy aproxim ada a la verdad, de la naturaleza de nuestros males políticos. Le faltó p ro fu n ­ dizar en los análisis, exigirse con franqueza, m editar en re­ poso. Alberdi y Sarm iento hicieron ese trabajo sin más caudal que el suyo de conocimientos acerca del país. Bastaba vivir y observar. Pero de sentir, comprender y decir lo que se siente, a tener la valentía de expresarlo, hay un abismo. Ese abismo separa de la realidad como verdad a casi todos nuestros escri­ tores e historiadores. Por eso la historia que tenemos es una historia incompleta, escolar. La verdad nos ha espantado siem­ pre. Y sin embargo es preciso decirla, proclam arla, aunque no sea exacta, para que las rectificaciones sean provechosas. Pero tampoco nadie rectifica. El tabú se extiende al tema, a los variantes y a las derivaciones, hasta el fin. Pocas historias hay que no reflejen sino la estúpida conform idad del historiador con su medio. Una historia política no se ha hecho. O habría que falsificar la verdad o resultaría un catálogo de atrocidades y de oprobios. La Historia de las intervenciones federales, de Luis H. Sommariva, uno de los poquísimos libros honestos y documentados con absoluta seriedad, es entristecedora. Los Estudios económicos, El crimen de la guerra y el preám bulo de Las bases, de Alberdi, no pueden leerse sin indignación y vergüenza. Hernández conocía también mucho historia de la no escri­ ta, de la callada y oculta, porque había vivido los años rudos de la reorganización nacional, como se la llam a con lenguaje eutrapélico. No hemos de suponer que creyera que con casa, escuela, iglesia y derechos se arreglaba todo. Pero estaba con­ tenido. El sintió y comprendió la inestabilidad, la eventualidad de lo levantado sobre el suelo, la civilización portátil que he­ mos fundado sin cim entarla en nada, ni en el hombre, ni en los ideales indispensables para vivir —los ideales-herramientas—. Esa falta de sazón para la vida la convierte en un juego de azar, en una peregrinación sin destino. Esto lo explica y taxa­ tivamente lo dice el Poema, que casi no dice otra cosa. A de­ más resulta, si se lee con cuidado, del m ovim iento incesante

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de las figuras. Sólo el viejo Vizcacha tiene paradero fijo, casa; y eso porque vive fuera de noche, robando. El rancho es un depósito de cachivaches hurtados. En 1880 decía Hernández en la Legislatura local (sesión del 19 de noviem bre): En la situación en que nos encontramos, nos hallamos con la República marchando siempre a lo desconocido, siempre a lo provisorio, yendo siem­ pre a lo im previsto, caminando sin brú jula, sin saber a qué puerto debemos arribar.

No es que en 1880 olvidara su experiencia y tristes convic­ ciones. Esas palabras, cuando está en la fila de los satisfechos, de los creyentes en la prosperidad y la cultura ex abrupto, son más amargas aún que las endechas de M artín Fierro. Hernández tenía una profunda, natural simpatía por los caudillos. En el orden histórico, considera con gran respeto a Gíiemes, Artigas y Ramírez. Pero en el Poema no hay alusión alguna a la actuación del gaucho en las tropas de los caudi­ llos. Hace abstracción de todo hecho de Carácter histórico y heroico. El Poema se ciñe estrictamente a su propósito y pro­ grama, y ni aun siendo una prolongación de su campaña po­ lítica, un portavoz de su credo, da un paso más allá de lo que concierne al Personaje y a su aventura. Pudo, sin embargo, haber incluido ese capítulo, como Eduardo Gutiérrez lo puso en su vida de Ju an M oreira; era casi indispensable. La historia que Picardía cuenta del reojo del Nato en las elecciones, o la alusión que el mismo M artín Fierro hace del Juez que por igual motivo lo perseguía, lo autorizaban a tratar ese aspecto de la vida nacional que es sin­ gularm ente im portante. Si . . .el gaucho en esta tierra Sólo sirve pa votar (1371-2); si El gaucho no es argentino Sino pa hacerlo m atar (II, 3869-70), esta clase de asuntos debió tener parte en las desdichas del gaucho. Mas aquí se ve que no era un fin político el que Hernández se proponía, sino que sigue fiel, con inquebrantable designio, a su plan. Lo político estaba absorbido en lo biográfico, desde el momento mismo de asumir M artín Fierro una personalidad. En lo político están esos dos cantos de la Segunda Parte (X X V II y X X V III) que originaria­

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mente debieron ser uno, sin separación, y que supongo “lo más antiguo” del Poema. Precisamente las aventuras de Picardía en la G uardia Nacional, en el Fortín de la Frontera —prim i­ tiva versión del cautiverio de M artín Fierro en la Frontera—, tienen un cariz político; pero Cruz ha superado ya esa preocu­ pación periodística, cuando nace de su hijo Picardía, y para Hernández el últim o retoño de Picardía, su nieto, que es M ar­ tín Fierro, ya no existe sino como una de las m últiples miserias de la vida rural. Está más allá de las preocupaciones políticas de Picardía y de Cruz. El contempla en los sucesos un destino. Además, en el Poema no hay gauchos que tengan que ver con amos de ninguna clase; ninguno depende de nadie —ex­ cepto el M oreno—: no son peones, ni tienen bienes. Corres­ ponderían, en verdad, a la clase de los vagos, a quienes se perseguía por los decretos de represión de la vagancia, por donde Hernández vino a defender, no al gaucho trabajador, sino al vago, error del cual se queja M artín Fierro sin que justifique que no lo sea. Pero mucho más corresponden al es­ tado ulterior a la reorganización. Es cierto que Cruz está en la política y que M artín Fierro tiene alguna hacienda. Del trabajo hablan los dos Hijos y el Moreno, que fue criado en estancia. Ellos trabajan aún, cuidando unos “parejeros” (caba­ llos de carrera). El gaucho, que había servido para hacerlo vo­ tar (M artín Fierro) o para hacerlo m atar (Picardía), tuvo otro papel en la emancipación, ju nto al indio, en las guerras civi­ les, junto a su enemigo otra vez. Hernández tenía suficientes pruebas y experiencias de que una de las causas de la degra­ dación moral del paisano había sido la política nacional o municipal, la coacción de sus agentes, el fraude descarado y el alquiler de matones para forzar a los electores a dar su voto por determinado candidato. Pero, lo que es muchísimo más importante, Hernández tenía la experiencia de que las guerras de la independencia y las civiles se habían hecho con tropas reclutadas en las estancias, con los llamados gauchos. El fue uno de ellos en las batallas de San Gregorio y de El Tala. Se les reclutaba o se les arrancaba, como para llevarlos al Fortín, para llevarlos a las filas de los ejércitos. Y sin embargo las ún i­ cas batallas y guerras de que trata el Poema son contra el indio. Hernández sabía muy bien la equívoca historia de las guerras

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civiles, que era la cuestión económica, como lo dijo en 1858 en su folleto Las dos políticas. Tenía, recientemente concluida, la guerra contra el Paraguay, si no quería recordar aquellas campañas de Urquiza y M itre, en Cepeda y Pavón. Eso debí? ir en la Prim era Parte, y parece injustificable la omisión. Está entre las grandes omisiones de Hernández, que en muchos sen­ tidos constituyen los más glorioso y genial de su Poema. No se arreaba a los gauchos para llevarlos al Fortín a pelear con­ tra el indio, sino a los batallones para derrocar los gobiernos. En realidad, éste era el fin, no la guerra al salvaje. ¿Cómo es que en sus planes políticos no incluyó Hernández el de demos­ trar este otro aspecto de los males antiguos, causa de la des­ dicha del gaucho? ¿Daría por sobreentendido que el lector poseía la clave y que debía leer guerras civiles donde decía guerras contra el indio? En tal inadmisible caso, ¿por qué este propósito de ocultar la verdad? . Tampoco en su campaña periodística acusa a los gobier­ nos de otra cosa que de reclutar paisanos para el servicio de fronteras. Su afecto a los caudillos, por su tipo varonil, por sus mo­ dos de vida y acción y por sus ideales, no están reflejados en el Poema; como si no existieran ni tuvieran que ver con la vida de los campos, cuando precisamente eran los agentes ac­ tivos, los dueños y señores, los propietarios, los comandantes, los mandones. ¿Acaso en 1879 habían fenecido? No; pero sí había m uerto el indio. ¿Por qué no aludió entonces a la batalla —la historia— terminada de los caudillos? La defensa del cau­ dillo formaba parte no solamente de su arsenal de argumentos contra las presidencias de M itre y Sarmiento, sino que era algo que estaba en sus convicciones. El folleto Vida de Peñaloza lo demuestra; y, acaso todavía más, la circunstancia de que en 1880, cuando el debate por la capitalización de Buenos Aires, luego de haber entrado en el círculo de los amigos del presidente (Avellaneda, por Dardo Rocha), vuelve a recordar con vivo y actual sentimiento de simpatía a los caudillos. ¡No había m uerto en él su adm iración ni el convencimiento del papel histórico que habían jugado! ¿Hasta tal punto, pues, el M artín Fierro no es un tema político?

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LO SO CIAL EN EL A U T O R Es muy difícil defender la opinión de que Hernández se propuso representar por los efectos las causas de un estado social íniusto. A la verdadera necesidad m oral de reivindicar al gaucho, agobiado de castigós y afrentas gratuitas, habría corres­ pondido otra forma de exponer los hechos, y la obra había adquirido las formalidades de una sátira. Para esta finalidad existían los cáno’nes, aunque no tradicionales, y el lenguaje v • C U 'f c ?1 , . caústico para zanerir personas j cpstumbres. A este respecto, el M^arlin Fierro es de un comeáimiento caballeresco. Descarga sus^Mconbs en abstracciones y deja incólumes a los verdaderos culpables de las iniquidades. Los agentes naturales de ellas, el Comandante, el Juez, son exhibidos en sus funciones pro­ pias de funcionarios sin escrúpulos; pero eso mismo contribuye a atenuar la culpa de los organizadores del desorden. Queda, sin embargo, tras la lectura más bien que durante ella, la impresión inequívoca de que la acción dram ática está condicionada por una finalidad crítica que se dirige a un es­ tado social inferiorizado que jamás se personaliza en nombres y medidas de gobierno. A l contrario, en “los puebleros”, “los que m andan”, las responsabilidades se diluyen en entidades impersonales que han perdido personería jurídica, en la irres­ ponsabilidad de las fuerzas de la naturaleza. El concepto que podría aplicárseles es el de “plagas sociales” de difícil p ro fila­ xis y el diagnóstico pesimista de que son males que no tienen cura, o de que se está errando el procedimiento de curarlos, nos pone frente a un orden fatídico de acontecimientos que parecería involucrar un automático sobreseimiento. Por otra parte, de existir una tesis en el Poema, y de ser ésta la de que la civilización administrada desde los centros urbanos no tiene de tal sino la apariencia, la prueba que aquí se concreta como en las comedias de Aristófanes carece de eficacia. Le falta la enjundia aristofanesca que ase al vicio y lo pone en escena con el nombre de un personaje eminente. Muchísimo más convin­ cente es esa misma tesis en las obras de Hudson, particu lar­ mente en La tierra purpúrea, en que, fuera del alegato final, todo el panorama de un país pastoril pero poseedor de una

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energía vital e ideal extraordinaria enjuicia en bloque a la civilización fab ril occidental. A quí comprendemos qué signi­ fica la vida prim itiva en que el anim al humano es todavía un ejem plar magnífico debatiéndose en toda clase de miserias. Pero el M artín Fierro, que desahoga su disconformidad en tí­ midas lamentaciones por el mal presente y por el bien perdido, no alcanza la categoría de una obra de crítica social. El A u tor había dado pruebas de poseer suficiente acopio de hechos y de ideas como para enjuiciar a una sociedad que llevaba al país a la ruina; pero en la composición del Poema fue contenido por prejuicios de clan, y porque, en el fondo de su alma, la cues­ tión social era para él una cuestión política. Lo dijo en sus folletos y en sus artículos periodísticos, si bien en ocasiones palabras como “proletariado”, “oligarquía”, son empleadas con un sentido de opresión del pobre por el poderoso. No basta, naturalm ente, decir, hacia el final de la Vuelta (4839-40), Qiie el fuego pa calentar Debe ir siempre p or abajo, cuando antes ha concretado las aspiraciones de una clase desheredada de todo orden de bienes sociales en tener casa, escuela, iglesia y dere­ chos. ¿No había aconsejado M artín Fierro poner su esperanza en el Dios que lo formó? Si el remedio era tan simple, los males no eran tan graves. Ha de confirm arlo en su Instruc­ ción del estanciero, donde el problema del “proletariado cam­ pesino” se reduce a que se le dé cómodo albergue, una espaciosa cocina donde contar cuentos, buena comida y trato humano. El Poema opera un efecto más profundo de injusticia social por la impresión que suscita que por el texto. Puede afirm ar­ se que el texto es un mero recipiente poético, muchísimo más estrecho que el de sus artículos en El R ío de la Plata, pero que los materiales contenidos en él concentran una levadura que lo hace desbordar de sus moldes. M artín Fierro ha pro­ m etido mucho más en los Preámbulos, aunque es cierto que estima en excesiva osadía sus pruebas. Cuando, al final de la Ida, el N arrador nos dice que se trata de males que conocen todos pero que nadie cantó, nos asombramos de hasta qué pun­ to el silencio sobre las iniquidades haya pasado a ser una con­ ten ció n y un olvido. Y cuando al final de la Vuelta, que ha traicionado su promesa de cantar cosas que harían arrepentir­ se hasta al que le enseñó a templar, se encabrita en dos o tres

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alardes de aspirar a un cambio en el orden social, comprende­ mos que la causa del gaucho estaba definitivam ente perdida. La explicación es otra: nuestra literatura y, en general, toda la obra del pensamiento social y político carece entre nosotros, desde los tiempos de Moreno y dejando a un lado los impromptus viriles de Echeverría, A lberdi y Sarm iento, de un contenido valiente en defensa de la justicia. Acaso no haya país alguno sobre la tierra con tal carácter de moderación y de tolerancia para la iniquidad y la infamia. Ni el novelista, ni el sociólogo, ni el historiador han denunciado las miserias de la vida corriente, de la organización económico-política, de los acontecimientos de dimensión histórica, como debe hacerse cuando la conciencia impone al hombre deberes más altos que los de la indulgencia, que siempre son una complicidad. Me refiero a una literatura, a una sociología y a una historia, no a obras aisladas, que las hay. Me refiero al espíritu de ocul­ tación y de miedo que predom ina en la investigación y que afecta hasta a las creaciones de la fantasía. Este es el freno que también sofocó en Hernández una bella disposición natural a marcar con fuego a los impostores y a los explotadores de la ignorancia y de la miseria como industrias subsidiarias de la riqueza pública y privada. El M artin Fierro es un ]x>ema eva­ sivo en que la intención de cantar la verdad es reprim ida, y en que una censura de magnitud nacional estrangula la voz. Comprendemos pero no leemos. La suerte de M artín Fierro no prueba sino un destino, la vida de un hombre. De muchos, pero cada vez de un hombre. La sociedad no existe allí; las costumbres se dan por reflejo o por ausencia, cuando no por contraste con una ausencia. Se supone que el mundo existe, y que es peor que el que vemos, pues esos males fronterizos tie­ nen su epicentro en otras regiones; se supone que la poca tierra\ que recorre M artín Fierro se dilata a miles de kilómetros a su alrededor, y hasta se siente que ése es sólo el rescoldo del in­ fierno. No habló M artín Fierro de las guerras civiles, ni de los despojos en gran escala que practicaba el gobierno, entre­ teniéndose en las minucias de la ratería y en algún crimen de boliche. Es claro que esos pequeños males localizados perm i­ tían la impunidad a los grandes males generalizados. Lo que M artín Fierro añora es la protección paternal del gobierno o

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del estanciero, esa otra orfandad del que no tiene ocupación fija. Esos poderes institucionales se comportan como padres desnaturalizados, y hasta se habla de la Provincia que no cui­ da de sus hijos. T a l es el sentido ecuménico de nuestros ciuda­ danos con respecto al Estado. Tampoco Hernández vio, en el truco de ilusionismo de 1880, que no se desterraban los males, sino que se los consagraba con los santos óleos para que los comandantes del fortín, los pulperos, los jueces de paz, los comisarios entraran a participar como accionistas de una gran casa de juego. No los vio el pobre M artín Fierro, para quien en 1879 las cosas seguían lo mismo, valiente en arriesgar su vida pero no en arriesgar su verdad. M artín Fierro no es un rebelde, sino un desdichado. Su instinto de la libertad atañe a su cuerpo, le pertenece al cuerpo como la facultad de andar. Tampoco son rebeldes Cruz ni Picardía. Son seres agrestes, en el seno de una sociedad agreste, en un mundo agreste. Pero a todos les falta la conciencia de lo que trasciende del individuo a la colectividad, no solamente porque los problemas sociales son de por sí complejos sino porque está en la índole de nues­ tro pueblo no sentir lo social. Este es un rasgo de su psicología, fijado sin duda por sus orígenes históricos y por las rudas condiciones de vida que ha debido afrontar. Fuerzas conteni­ das en el individuo trascienden a la sociedad y la sociedad las acum ula insensiblemente hasta que uno y otra establecen un equilibrio satisfactorio. Representante de lo social, en este sen­ tido, es el viejo Vizcacha, mucho más que el propio M artín Fierro. Este procede con relativa autonomía, mientras que aquél está engarzado con cuanto le circunda, hombres, seres y cosas. El más solitario de los personajes es, al mismo tiempo, un epí­ tome de su sociedad, su ecce-homo. Los hábitos rapaces, su alma hostil a todo sentimiento hum anitario, su filosofía cínica apren­ dida en el libro de la Naturaleza condensan una m odalidad de la psicología social del hombre de la llanura. Tam bién la vizcacha es el más sociable de los animales de la llanura. Ese viejo m isántropo ha entendido el juego y sus actos únicamente son antisociales si se concibe la sociedad como una organización ideal, no como la que realmente existe. En una sociedad irre­ gular como la que M artín Fierro integra, el ciudadano correcto, adaptado, es Vizcacha, y su filosofía tampoco puede ser juzgada

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sino con arreglo a esa sociedad. Si carece de todo instinto social —precisamente es la negación de todos ellos, por índice alfabé­ tico— es porque aquella sociedad en que se ha form ado —o deformado— tampoco los contiene. Entendido el Poema, el ambiente y los personajes, Vizcacha es el único que se ha avenido a un régimen legal con sus semejantes. El pueblo conoce bien a ese “antiguo” y todavía recuerda sus consejos como los de la m oral más adecuada a la naturaleza de las cosas. El Poema se genera de M artín Fierro hacia fuera, pero de todo el Poema hacia adentro se genera este “racionalista de la pam pa”. Es el momento de preguntarnos si Hernández creyó, efecti­ vamente, que su. Obra podría reivindicar al gaucho. De ser así, y no sólo una actitud asumida ante la responsabilidad de la fama, tendríamos que preguntarnos si tal reivindicación h a­ bía de asumir, a su criterio, un carácter de reestructuración del orden social o únicamente un despertar de la filantropía" en el alma del gobernante y del hacendado. Sus gauchos están m ar­ cados con el estigma del desaliento y M artín Fierro no aspira a nada, ni espera nada. En cuanto a Cruz y Picardía, saben aprovechar las circunstancias y van viviendo “aunque con ar­ dides”. Ellos le deben mucho a la vida, que les dio más de lo que obtuvo de ellos. Sin ninguna autoridad m oral, son los que recriminan más duram ente a la sociedad enrostrándole vicios que ellos tipifican. La misión catártica que cum plía el Poema era la de suscitar la compasión del poderoso —tal era su inten­ cional objeto— y en dejar documentada una condición de vida en el campo que era desconocida para el historiador. El prim er efecto es nocivo, porque perpetúa el sentido paternalista del Estado y la misión carismática del jefe; el segundo, sólo puede tener eficacia cuando en el pueblo existe una conciencia de su propia historia y de su propia vida no aletargada por la con­ veniencia de proseguir en un régimen social y político injusto pero de inesperadas oportunidades para prosperar. Los perso­ najes que exhibe el Poema no valen para ninguna reivindica­ ción; pero los materiales ecológicos son de prim era clase. Tan excelentes, que se ha querido reducirlos a lo pintoresco y anec­ dótico. El criterio con que se juzga hoy la Obra la reduce a pieza de filología o de tradición nacional. Los contemporáneos de Flernández veían en el Poema otro sentido, aunque no fuera

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el de quienes quieren convertirlo en bandera de rebeldía. Lee­ mos en la “Advertencia ed itorial” a la 14? edición —1897—: H a c e ... la h is to r ia ... de la azarosa vida de una clase que, bajo la do­ m inación colonial, como bajo la dominación republicana, sólo ha vivido víctim a obligada de todo género de abominaciones;

en la carta de José Tomás G uido (16 de noviembre de 1878): Las promesas de la Revolución no se han cumplido todavía para los hijos del pam pero;

en la carta de Ju an M? Torres de 1874):

(Montevideo, 18 de lebrero

...p e rte n e c e a esa clase desventurada que en la República Argentina ha sustituido a la negra, extinguida ya, en los trabajos y sacrificios de sangre y de vida, en beneficio exclusivo de las más elevadas o ambiciosas de la sociedad; '

en la carta de M ariano A. Pelliza (del 27 de marzo de 1873): En las luchas civiles la peor parte ha sido para ellos; y durante la paz arm ada en que los caudillos han m antenido a la República, el campa­ mento y los fortines los han alejado de la vida laboriosa y de los sagrados vínculos del hogar, relajando la constitución de la fam ilia y bastardeando las generaciones; convirtiéndolos en nómadas habitantes de nuestras inm en­ sas praderas, cuando no eslán sujetos al yugo del servicio, que es un lote en el repartim iento de los bienes de la libertad por cuya conquista tantos años han pugnado;

en el V artículo del P. Subieta, sobre el M artín Fierro: En verdad, estamos m uy lejos de ser una democracia, de gozar del beneficio práctico de nuestras instituciones, m uy liberales en la letra pero sin efecto en la vida s o c ia l...; M artin Fierro encierra estas grandes verdades políticas arrancadas n atu ral y lógicamente de nuestra vida ordinaria: falta de edu­ cación, pésima organización judicial y m ilitar, deficiencia en la política ru ral y, sobre todo, profundo resentim iento en el pueblo de la campaña contra las clases urbanas, po r abuso de fortuna, de autoridad o de ilus­ tración.

Todas estas ideas estaban inspiradas en el status social que se reflejab a en el Poema mucho más que en la doctrina que

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podía extraerse de la quejum bre de los personajes. Pero H er­ nández, que había cumplido esa proeza de rom per un tabú histórico para la literatura, queda muy rezagado respecto a las vistas de sus críticos. En la carta de agosto de 1874, a los editores de la 8?- edición de la Ida, fija el radio m áxim o de su programa de redención del gaucho: Pero ese gaucho debe ser ciudadano y no paria; debe tener deberes y también derechos, y su cultura debe m ejorar su condición. Las garantías de la ley deben alcanzar hasta él; debe hacérsele partícipe de las ventajas que el progreso conquista diariam ente; su rancho no debe hallarse situado más allá del dominio y del lím ite de la Escuela.

Se diría que experim entaba temores de que se lo juzgase hombre capaz de soliviantar las masas campesinas. Y eso es lo que se advierte en la V uelta: la obligación de m antener la te­ situra de la Ida, pero un apaciguamiento general en cuanto a las derivaciones sociales que sólo levanta —porque pertenece a una concepción muy anterior— el anacrónico Picardía. Con mayor cautela el general M itre le decía al A u tor (en carta del 14 de abril de 1879): No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada am argura sin el correctivo de la solidaridad social. M ejor es reconciliar los antagonismos por el am or y por la nece­ sidad de viv ir juntos y unidos, que hacer ferm entar los odios, que tienen su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las im perfec­ ciones de nuestro modo de ser social y político.

Palabras de nuestro más grande historiador, tan en el modo de ser y de pensar general, que tal ha sido la fórm ula con que todos nuestros problemas sociales se han desplazado al margen de la vida nacional, y lo episódico y lo reconciliatorio, por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, vino a ocupar el centro. Con lo cual el M artin Fierro, lo mismo que el Fa­ cundo, los libros de los viajeros ingleses, El matadero, Am alia y las crónicas de fronteras y de las guerras civiles, pasaron a ser obras de fantasía y de lectura amena.

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Hay en la predica periodística y (panfletaria de Hernández una base de razón que se relaciona con su honradez personal. Sus ideales son los de otros hombres eminentes en la vida pú­ blica, no más concretos ni de m ayor aleante1'que en aquéllos. Siendo un hombre de ideas conservadoras, enunciaba a veces, sin m ayor convicción, por una necesidad de combate, opiniones extremas/, sin que respondiesen a una concepción de la justicia o del bienestar, general diferentes de los que aceptaban sus i • TvT .v. ’ 1 ^ *- • » c* ., adversarios. Nuestra política gira siempre en torno de ideas conservadoras aunque se patrocinen osadas innovaciones. Tene­ mos una clave en el sentido democrático que se ha dado a las campañas de los caudillos, prototipos a su vez del absolutismo. Todo político argentino tiene compromisos tácitos con las es­ tructuras rígidas de, estabilidad del'sistema político, y sus ideas revolucionarias nd calan a lo hondo sino que se lim itan a vio­ lentas agitaciones de la periferia. Tam bién para Hernández la política es un ideal de ban­ dería. Posee una hermosa cualidad hum ana que detesta la in­ justicia y la opresión, como sobresale en el M artín Fierro, sin que alcance a organizar una concepción verdaderamente revo­ lucionaria. Sus severas palabras de condenación a Rosas son las mismas de todos los políticos, inclusive de los que anterior­ mente m edraron bajo la tiranía. Los caudillos son para él los representantes del sistema federal y los únicos que han que­ rido, contra el egoísmo centralista de Buenos Aires, un trato de equidad para todas las provincias. Es la razón que lo lleva a com batir ju nto a Urquiza, cuando M itre desea im poner la hegemonía de Buenos Aires, y ju nto a López Jordán cuando Urquiza pacta con sus viejos adversarios. Y, sin embargo, en la Legislatura ha de defender la capitalización de Buenos Aires. Esta solución a un pleito fundam ental de toda la historia ar­ gentina hace que esté en pugna nuevamente con M itre y Sar­ m iento, quienes en compañía de A lberdi se oponen a esa me­ dida, contra sus antiguas opiniones. Hernández es ahora el ne' gador de sus propias doctrinas. Queda en sus folletos sobre “El Chacho” y Las dos políticas

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lo más vehemente y claro de sus ideas: la defensa de las lib er­ tades democráticas contra el avasallamiento por los gobiernos que bajo formas liberales encarnaban la tiranía rosista. La idea es de A lberdi y su aplicación contra Sarm iento también. Es­ cribió (en El R ío de la Plata, 1? de septiembre de 1869): En vez de despojarse de falsas atribuciones devolviéndolas al pueblo a quien pertenecen, nuestros gobiernos se arrogan facultades monstruosas, estableciendo privilegios y m onopolios odiosos en favo r del que está en­ cargado precisamente, como ya lo hemos dicho, de asegurarnos los bene­ ficios de nuestras liberales in stitu cio n es... Los copiosos elementos de la riqueza nacional sólo se desarrollan a favor de la libertad, que consiste en el m utuo respeto de todos los derechos.

En el núm ero del 20 de noviem bre del mismo año (ibidem, “La O ligarquía”), leemos: Somos libres y queremos la oposición que se hace en nom bre de los p rin ­ cipios; pero somos enemigos de los T artufos que pretenden am ar la l i ­ bertad que violaron y sólo piensan y buscan obtener posiciones y burlarse del pobre pueblo. [“T a rtu fo ” llam aba tam bién A lberdi a Sarm iento, en sus Escritos postumos y en su panfleto sobre la presidencia de éste.] Por eso denunciamos esos trabajos como un complot contra la libertad, y no concebimos cómo los que tom aron parte en marzo obtuvieron el triun fo en nom bre del sufragio libre, apoyen a los viejos violadores del sufragio, a los maestros de la cábala electoral.

El 6 de octubre, escribe: ¡Extravío sin iguall Se ha llegado a creer que el individuo aislado nada representa, cuando es precisamente el derecho individ ual la base del edificio social y político de los pueblos. La colectividad de individuos que toma el nombre de sociedad, no tiene más derechos que un solo individuo. El número nada hace a la esencia del derecho. Se suman los individuos pero no se pueden sum ar los derechos, porque ellos no componen cantidad y son siempre el resumen de una misma e n tid a d ... De ese sofisma p ro vie­ nen las ventajas que disfruta la sociedad sobre la campaña.

En Las dos políticas había dicho: Rivadavia, Dorrego, Rosas y M itre han sido sus instrumentos. ¡P olítica sin entrañas! ¡Política fría y egoísta como un cálculo, tenebrosa y encarnizada como una deuda, yo te maldigo!

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Su actitud intransigente ante M itre y Sarmiento constituye el eje de su campaña política en el periodismo. El M artín Fie­ rro lleva la misma intención. Lugones comenta (en El payador): La civilización hostil al gaucho, representada p or el gobierno de Sarmiento contra el cual se alzó el caudillo entrerriano [López Jordán], actualizaba la crítica que H ernández propúsose realizar. Así el poema tenía caracteres de panfleto político, tal como sucedió con la Comedia, de Dante, y el Paraíso, de M ilton. Pero el hom bre tenía, además, el genio que se igno­ raba, y la enseñanza de la vida, que es la ciencia suprema.

En efecto, en política Hernández no iba más allá de su experiencia y de su honradez, sin que jamás alcance a trascen­ der los límites de lo puram ente personal. En el Poema, Cruz y Picardía exponen sus quejas políticas en un círculo todavía más estrecho. Esa queja contra las injusticias para el pobre, al final del Poema, es la últim a expresión de tales sentimientos en Hernádez. No perderá jamás su simpatía por el desvalido, pero el lenguaje será otro. Un año después, con el advenimiento a la presidencia del G eneral Roca, que había consumado la Con­ quista del Desierto, a su parecer los viejos males habían desapa­ recido. Vuelve a tom ar en la Cámara los grandes problemas de fondo tratados en sus folletos, especialmente en Las dos po lí­ ticas, de inspiración alberdiana, con un criterio distinto, y las ideas en ocasiones subversivas de E l R ío de la Plata, radiados de la acción pública M itre y Sarmiento, declina al tono de la reconciliación y el entusiasmo por la nueva Era de Progreso, que caracteriza la acción de todos los políticos hasta el desca­ labro de 1889. Todo lo grande que había en Hernández queda en el M artín Fierro, cuya Segunda Parte acusa, a pesar de los amagos del protagonista, un clima de concordancia con la po­ lítica gubernamental. Hernández está en la misma dirección de los creadores de la Grande Argentina. Lo triste es que muere lo m ejor de sí, sumido en aquel fondo bondadoso de sus sen­ timientos. Es la oligarquía, precisamente, la que llega al poder: los estancieros, los m ilitares, los jueces, los pulperos. No es du­ doso que, desaparecidos los motivos personales de lucha, re­ surge en él desde profundidades gentilicias lo que era auténti­ camente suyo. Apenas quedan vestigios de su ardor panfletario,

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porque la Vida de Peñaloza y Las dos políticas no fueron fruto de su legítimo amor al país, de su meditación sobre los proble­ mas de su formación y desarrollo, que habían tratado a fondo Echeverría, Alberdi, M itre y Sarmiento, ni de un designio de desenmascarar a los traidores a los ideales de Mayo. Se valía de ideas m uy peligrosas de m anejar, como las del preám bulo de Las bases, de los debates en el Congreso de la Confedera­ ción, en que fue taquígrafo, y de su trato con hombres im preg­ nados de doctrinas y pensamientos patrióticos. Pero no pren­ dieron en las ideas; simplemente las diseminó. Era hom bre de limitadas aspiraciones sociales, un burgués descontento y dis­ conforme, que más tarde se ufana en la contemplación de un resurgir de la riqueza bajo el lema, sim ilar al de Rosas, de: “Progreso y Paz”. T odavía es más curioso su últim o paso, como legislador, hacia puntos de vista opuestos a su prédica.

"LAS DOS P O L IT IC A S” El título de su folleto de 1858 puede aplicársele al autor, en cuanto que llegado a la Legislatura abandona sus doctrinas de luchador de oposición. ¿Cómo pueden conciliarse sus ideas de 1880 con las de 1858? Lo que permanece firm e, inalterado durante ese lapso, es su condena a la política de Rosas y sus secuaces, su simpatía por los caudillos, su compasión por los desdichados. Pero ya Buenos Aires ha dejado de ser m etrópoli hispánica, la here­ dera de la Colonia, m ejor dicho la Colonia dentro de la R e­ pública. Esta es, por lo demás, la opinión de muchos idólatras del progreso bajo cualquier receta. En La cabeza de Goliat he vuelto sobre este asunto, porque en 1880 se corta el nudo gor­ diano sin que se solucione el problema. Hoy tiene vigencia igual a la de entonces. Se ha dejado de ver que la Colonia ya no es un sustantivo sino un adjetivo, no una cosa sino una condición, un atributo, no algo extraño sino algo que tenemos dentro de nosotros: un tumor. El Buenos Aires de 1880, como el de 1945, con sus gobiernos municipales de fuerza, fraudu­ lentos y de caudillos, es el de 1800, el de 1806 y 1807, el de 1820, el de 1852, el de 1858, el de 1862. El mismo, porque ni

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su función ni su destino lian cambiado con el tiempo ni con el tamaño. Todo eso lo sabía Hernández La idea es de A lberdi tam bién—, pero lo olvidó muy pronto. Baste confrontar sus ideas prim eras con sus ideas de después. D ijo en Las dos po­ líticas: , Buenos Aires consagra la perm anencia de la guerra civil, y la guerra civil en las provincias significa la opulencia en Buenos Aires y la miseria en el resto del país. La historia dirá algún día que ha existido en Buenos Aires un partido localista y retrógrado, que se ha llamado unitario, que ha sido el apóstol fervoroso de la unidad indivisible, llevada a la exageración y el Im perio fra n c é s ... Partido de mercaderes políticos que ha negociado con la sangre y los sufrim ientos de la R e p ú b lic a ... Nuevo ídolo es M itre que en Pavón venció provincias para el im perio de Buenos A ir e s ... Nues­ tros grandes problem as políticos no han sido resueltos, porque no han sido planteados. Los enigmas de la Esfinge de la R evolución han sido indescifrables porque nos hemos atenido al significado natu ral de las p a­ labras, a la interpretación genuina de su espíritu, cuando las palabras han sido el disfraz de las ideas, la carátula dorada de un libro abom ina­ b l e . . . Nosotros hemos visto una cuestión política donde sólo había una cuestión eco n ó m ica... Buenos Aires, puerto único del virreinato, ha que­ rido seguir siéndolo de la R e p ú b lic a ... La m etrópoli había cambiado de nombre. En vez de M adrid se llam aba Buenos Aires. Las leyes de restric­ ción y exclusivismo cambiaron tam bién de distintivo. En vez de las reales armas ostentaron desde entonces la escarapela azul y b la n c a ... T al es el origen de nuestras dos grandes divisiones políticas [separación del Paraguay y del U ruguay, lucha de los caudillos]. . . Federales y unitarios, lomos ne­ gros y mazorqueros, nacionalistas y liberales, todos esos nombres con que se han bautizado los partidos argentinos, no han sido más que disfraces de una gran cuestión económica. En vez de llam arse a esta época el p rin ­ cipio de la división civil entre federales y unitarios, debe llam arse el na­ cimiento de la lucha entre las provincias y la antigua capital, entre las colonias y la m etrópoli, heredera de las facultades y prerrogativas del v irr e in a to ...

Explica luego que Buenos Aires quiso apoderarse de todo el país con constituciones unitarias que le daban incluso la facultad de im poner gobernadores en las provincias, facultad que no tuvo en la época del virreinato, y que las provincias resistieron. Agrega que los caudillos fueron hijos del egoísmo de Buenos Aires, y que cuando Buenos Aires no pudo impo­ nerse al interior por medio de una constitución, tentó lo mismo “por medio de la ausencia de toda constitución y de todo go­ bierno nacional”; lo cual le perm itió desempeñar la política exterior y efectuar con ella “el usufructo exclusivo de las ren­

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tas nacionales”. Este mismo sistema vino a producir la semilla del caudillaje. ¿Qué fueron los caudillos sino los gobernadores de las provincias abandonadas a su propia suerte, aguijoneadas por el hambre y por la inquietud del porvenir? En la sesión del 30 de octubre de 1880, le tocó a H ernán­ dez la difícil empresa de aprobar la capitalización de Buenos Aires, contra Alem , que la impugnaba. Dijo entonces, en su panegírico de la vieja m etrópoli del nuevo virreinato: Buenos Aires, siendo capital de la República, se restituye a su antiguo rango y recupera su gobierno p r o p io ... Si no tuviera el proyecto otra recomendación sino que van a m orir los partidos, sería para m í suficiente para votar por él, porque yo no quisiera partidos. Las necesidades de la época me im ponen el deber de afiliarm e a uno; pero los dictados de mi conciencia me dicen, como argentino, que no debe haber partidos que dividan la sociedad. Si pudiera haber un rincón de la R epública, un p e rí­ metro donde no existieran los partidos, allí sería la residencia obligada de todos los hombres honrados, de todos los que quieren con sinceridad el bienestar de la p a tr ia .. . Buenos Aires es el gran receptáculo de todas las ideas, es el laboratorio donde vienen a estar como en ebullición las ideas de progreso, de orden, las ideas de trabajo que nos envía el viejo mundo y que aquí se combinan con los sentimientos de independencia y de libertad, que son las fuerzas impulsivas del pueblo americano. Es en Buenos Aires donde vienen a vigorizarse, a fortalecerse los sentimientos más puros de americanismo, para irra d iar desde aquí, vigorosos, fecundos, por todos los ámbitos de la R e p ú b lic a ... En el orden de las ideas p o lí­ ticas, en el ejercicio del derecho constitucional, esto significa resolver el últim o de los problemas de nuestra organización. . . En el orden de los hechos voy a probar asimismo que esta resolución vigoriza e im pulsa todo el progreso m aterial de la República. Que esa resolución significa la redención de la campaña de la provincia de Buenos Aires y . . . , en fin, restablece a Buenos Aires en su antiguo rango, convirtiendo este cuerpo de civilización en la más vasta, más floreciente y más populosa ciudad de Sud América.

Hace después la historia de las tentativas de federalizar la pro­ vincia de Buenos Aires o la capital. Enumera las cualidades lo­ cales de los habitantes de las provincias del interior, para concluir, con increíble falta de lógica, que todos estos modos de m oral de cada una de las provincias tienen que venir a un centro común, trayendo cada uno la manifestación de su es­ pecialidad, para ser impulsados y desenvueltos en provecho general bajo la iniciativa fecunda, vigorosa y activa del hijo de Buenos Ai r e s . . . Desde hoy en adelante las generaciones argentinas pueden escribir en su bandera

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este program a: “No más caudillos de plum a ni de espada; sobre los dere­ chos im prescriptibles del pueblo argentino, no hay hom bre ni voluntad superior: desde hoy en adelante, en la Argentina debe im perar la ley, justa para todos, severa para todos.”

La historia ha demostrado que el Hernández de Las dos po­ líticas tenía razón. No solamente en cuanto atribuía a Buenos Aires el papel de heredera de la m etrópoli colonial, sino la dirección de la vida j)olítica del país. Es indispensable retornar a su prim era posición, que es la sólida: Decía entonces: El plan de Rosas se cum plió. El déspota y el partido centralista sacaron sus cuentas, y la historia dirá algún día que los principales hombres de ese partido [unitario] votaron por “las facultades extraordinarias” que cansagraron su satánica om nipotencia. Después vino el “terro r”. Parecería que la R epública había sufrido un profundo vuelco, que la barbarie se había desplomado sobre la civilización como un témpano de nieve des­ prendido desde la cum bre de una m ontaña, que el desierto había abarcado a las ciudades como una inundación gig antesca... Entonces se vió a ese pueblo v iril, habituado a las más altas proezas m ilitares, a los más poten­ tes esfuerzos de la audacia y el patriotism o, postrarse a los pies de su oscuro gaucho, encam ación de la barbarie aborigen y defenderlo en Caseros y escudarlo con su pecho en la hora de su terrible e x p ia c ió n ...

Hernández se inspira todavía en la doctrina de los Pros­ criptos, y hasta hay ideas que se encuentran en el Facundo. Pero era para él un program a am plio y difícil de desarrollar dialécticamente. Ni aun muchos de los emigrados pudieron sostener sus ideas, de regreso en el país; y cuando Buenos Aires comenzó a crecer y a embellecerse, la magia de las cosas fue tan grande que a todos fascinó. Para nosotros la lectura de la actualidad debe hacerse sobre el texto de la realidad de 1858 y no sobre la de 1880. En 1858 se llam aban partidos políticos las diversas faccio­ nes que defendían no tan diversas clases de intereses secretos, lo mismo que ahora. Partidos fundados y sostenidos por salade­ ristas, detentadores y especuladores de tierras fiscales, trafican­ tes en bancas legislativas y en industrias nacionales y extran­ jeras, propietarios de haciendas en lucha con los chacareros, los trabajadores rurales y empleados que esperaban a su vez las cuotas de dividendo en el reparto del patrim onio nacional. O partidos de falsarios que, tras los mismos intereses personales,

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los acondicionaban con prospectos y frases del más encendido nacionalismo. No había tampoco entonces —1858— políticos ni ideales patrióticos; las guerras civiles estaban atizadas por idéntico impulso de rapiña (el lema era “sangre y rap iñ a”, según Car­ los Octavio Bunge). A lberdi lo documentaría, razonándolo, en obras que hoy están interdictas. Esas ideas estaban en H ernán­ dez como en muchos, lo que significa que form aban parte del repertorio de la época, como después de 1880 los postulados teóricos vigentes hoy. Pero ambas cuestiones —la de 1858 y la de 1880— no estaban engranadas en el sistema de la historia ni de la economía, de las costumbres ni de la cultura. Estaban engranadas entre sí, en sendos sistemas políticos. No eran más que aislados relámpagos de intuición en una noche cerrada, como los que después de 1880 tuvieron m uy pocos hombres, hasta desaparecer en el sonoro año del Centenario. 1858 fo r­ cejea bajo la película de 1880; 1880 bajo la de 1890; 1890 bajo la de 1910; 1910 bajo la de 1930; 1930 bajo la de 1943; 1943 bajo la de 1946. .. La doble política ha dejado de ser máscara y rostro, para ser una máscara facial. Dice Costa Alvarez (en Nuestro preceptismo literario, 1924): . . . y los indios de la calle F lorida trom peaban al extranjero bien puesto, o manoseaban a la extranjera acicalada, que se aventuraba a pasar por delante del cantón instalado en la aristocrática confitería del Aguila; y la policía, en parte para defenderse, y en parte porque era el arm a opresiva de un gobierno m oralm ente desconceptuado, macheteaba y en­ carcelaba librem ente por desacato a todo el que se resistiera poco o mucho a sus arbitrios. Cuatro años duró esta regresión social al salvajismo, al que, en el orden político, puso térm ino la revolución del 90. A la bota de potro del gaucho había sucedido el botín elástico del compadre, y a éste lo reemplazó desde entonces la alpargata del plebeyo. Este período marca un recrudecim iento de nuestra lucha sin tregua contra la incultura, durante el cual la barbarie canta gozosa en las letras con acompañamiento musical de tango.

Lo cierto es que, cronológicamente, 1858 viene después de 1880.

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L A REDENCION , Acaso Hernández haya m uerto feliz de ver que, lentamente, a medida que se agotaban las ediciones de su Poema, iba me­ jorando la situación del paria de su tierra. El país, por esos días, se iba transform ando pero no m ejorando; iba absorbiendo sus viejos males, internándolos en su organismo. El sistema del enternecimiento corresponde en psicología al mismo sistema de “ablandam iento” de las posiciones enemigas que se ha practi­ cado en la últim a guerra. Lo que consiguió Hernández con su obra fue convertir un problema social en un problema sen­ tim ental. El déspota cambió de táctica, y el único que se había enternecido era el gaucho. La verdad pura es que esa situación no ha mejorado, como tampoco podemos decir que con la Conquista del Desierto haya m ejorado la situación del indígena. El indígena fue ba­ rrido por el Winchester, las epidemias y el hambre, en el fondo del desierto; y el gaucho desapareció. En este sentido el pro­ pósito de Hernández se cumplió y el gaucho fue reemplazado por el peón de chacra, cuya suerte, dentro de las nuevas formas de la civilidad rural, sigue siendo la m ism a. . . o peor, porque está fijada por un régimen legal. Desaparecer no es m ejorar, si es que no se arrastran las cosas por el cielo. El gaucho no fuvo hogar ni escuela ni ley, a no ser en aquellos campos de T rapalanda, a los que se refería Cunninghame-Graham cuando quería significar el otro mundo del gaucho. Desapareció como habían desaparecido sus bienes: rancho, m ujer, hijos y bien­ estar. Prim ero desaparecieron los minúsculos bienes de que disfrutaban M artín Fierro, el H ijo Segundo y Cruz; después desaparecieron ellos. Se los tragó la Pampa, como a los otros. Eso no era redim irlos ni hacer que los gobernantes y los terra­ tenientes estiraran hacia sus desgracias las orejas; bastante es­ tiradas y duras las tenían; encima, les aplicaron la coz. En vez de preguntarnos: después de popularizado el M ar­ tin Fierro y de leído por los magnates de la Banca y el Parla­ mento, ¿cómo se opera el proceso de regeneración del gaucho? tendríamos que preguntarnos: ¿cómo prosigue el proceso de

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extinción del gaucho después de ese “intermezzo” que se titula M artín Fierro? Tampoco quiero decir que la extinción del gaucho —su paso a m ejor vida, que es lo que Hernández quería— se haya operado en razón y por culpa del M artín Fierro, pero sí creo que cuando aparece el Poema, cuando a Hernández se le ocurre salir en su defensa acompañándose de la guitarra en vez de un equipo de zapadores para desecar la marisma, es el momen­ to del peligro. El momento en que todo lo malo iba a asegu­ rarse su perpetuación por el único método propicio: el cambio de las formas exteriores. Empezaba a desaparecer el gaucho; empezaban a ponerse en acción esas fuerzas invisibles que ata­ caban su existencia; quiero decir que iban haciendo incom­ patible su vida conforme a las tácticas nuevas que entraban al viejo juego. La conmiseración de Hernández obedece un poco a no tener conciencia clara de lo que está ocurriendo en el país a la sazón, y a suponer que cambiando al comandante, al pulpero, al juez, y sacando los gringos con jinetas estaba todo arreglado. Ellos quedaron y el gaucho se fue. Hernández, que peleó en los ejércitos y en los periódicos, y que luego actuó como diputado y senador, participando en lo que podríamos llam ar la dirección de la conciencia cívica de aquellos años críticos de borrachera de grandeza y de rapiña, ¿qué creyó que era esto? ¿Qué pensaba del drama de nuestro interior? ¿Creía, efectivamente, que eran los inmigrantes que venían a romperse las manos en la tierra nunca labrada, a perder sus crías en la soledad sin asistencia médica, a soltar hijas para que se las go­ zasen los hijos de los arrendadores, creía que eran esos pobres labriegos los culpables? ¿Creía que eran los comisarios analfa­ betos, cuya brutalidad estaba en razón directa del buen desem­ peño de su cargo, los causantes de la peste? ¿Creía que el co­ mandante del piquete o del batallón, un individuo que aspi­ raba a ju n tar unos pesos por otra senda que la del saladero; a tener leguas de campo honradamente habidas, con el trabajo de los milicos, procedía m al porque se desquitara de que el gobierno no se las diera por no descender de patricios o por no haber tomado parte en alguna revolución? No era el gringo: era el país sin brazos; era la herencia de haraganería y fraude de España en Am érica; el prejuicio com

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tra los trabajos villanos; la falta de profesión y oficio en los ricos y en los pobres; el sistema de asco y de ignominia en que la Am érica hispánica había vivido tres siglos; la falta de sentido m oral, de conducta lim pia, de conformidad a las reglas del buen juego. Era la desordenada libertad de que disfruta­ ban el hombre y el anim al de la campaña, por una parte; y del ansia de mando, de la necesidad visceral de gobernar, aun­ que en pequeña escala (si no podía en una provincia, en una comisaría); era la falta de un sentido de honor y de patriotismo en el ejército, para la defensa de los principios y de las insti­ tuciones. La falta de ejército, porque las levas de indigentes, de vagos y de criminales no hacen un ejército; la falta de ofi­ cialidad, porque las jinetas y los entorchados no hacen a un caballero que manda. Namuncurá y Catriel vistieron uniformes de general y de coronel de los ejércitos nacionales. Aquellas matanzas de blancos por los indios, que H ernán­ dez condenaba —como cualquier ser civilizado haría—, tampoco podían explicarse por sí mismas. Las matanzas de indios por los soldados fueron peores, y la cacería con rifle, en las pose­ siones privadas de los señores feudales de la Patagonia, no fueron mejores tampoco. Sólo faltó que Hernández dijera que el soldado representaba la civilización y que el indio represen­ taba la barbarie, para caer en el mismo error de una fórm ula simplista de su adversario Sarmiento. Entonces habríamos teni­ do que preguntarle, ya no qué entendía por civilización y por barbarie aquí, en la Pampa, en esas condiciones, en que se em barullaban no sólo soldados e indios, sino gobernadores de provincia y matarifes, abogados y bandoleros, sino esto otro: ¿son cualidades de civilización el despojo, la felonía, el atro­ pello del hogar y de la fam ilia (blanca o cobriza), el asesinato por deporte, la falta de fe a la palabra firm ada y rubricada con sellos del gobierno? Cuando Hernández cantaba en favor del gaucho contra el indio (en lo narrativo) y en favor del gaucho contra la injus­ ticia (en las endechas), no tenía ni la más remota idea de lo indio, de lo gaucho, ni de lo que él detestaba, pues hacía años se había retirado del campo dejando allí los cuerpos, para re­ fugiarse en las ciudades. Ni de que la barbarie combatida con seres de carne y hueso en las fronteras había ganado ya su ba­

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talla por la espalda en las legislaturas, en la prensa, en la ins­ trucción pública, en el arzobispado y en las reparticiones del gobierno. Quiero decir que los males que el M artín Fierro localizaba en individuos de frontera están ya enquistados en las mismas instituciones creadas como baluartes para comba­ tirlos. Y que ahora es una lucha social contra espectros que habitan los cuerpos de quienes nos dicen que combaten por la causa de la civilización.

M ILITAR E S Y CAUDILLOS “Los grandes ejércitos son una manía m ontonera”, decía Sarmiento en el Facundo; pero también eran una necesidad para los gobiernos, amenazados siempre con ser derrocados por los otros gobiernos en expectativa. Lo que equivale a decir que eran ya el gobierno, puesto que de su protección dependía su estabilidad. A pesar de su espíritu de constante innovación, los caudillos representaban las fuerzas inertes del pasado. Como dice Juan Agustín García, en La ciudad indiana: Periódicamente, en las épocas revolucionarias y de agitación social, resu r­ gen con nuevos bríos esos sentimientos coloniales, y con la misma energía de antes cambian m omentáneamente los ideales, los gustos y las aspiraciones com un es... Aprovechando todos estos dones de la Providencia, las fortunas se redondearían con facilidad o felicidad. Ideaba un sistema de gobierno con lodo el aparato de libertades y constitucionalismo que necesitaba su clase, con el capricho arbitrario de sus funcionarios, para la dirección de la turba proletaria, bajo la form a de democracia suiza, francesa, griega o inglesa, re­ servándose en el hecho y no obstante las leyes, el m onopolio de la tierra para el grupo de fam ilias patricias y sus amigos.

Es un error malintencionado diferenciar el caudillaje del ejército. Todos los caudillos eran prim eramente m ilitares y todos los m ilitares fueron después caudillos, con muy pocas excepciones. Tales ejércitos o montoneras nunca han defendido las leyes ni el derecho, sino el poder, el m antenim iento en el poder de sus defensores. Especie de pacto en que el gobierno garantizaba la riqueza pecuaria, pues así como antes defendía las vacas luego defendió a los defensores de sus privilegios. En opinión de Sarmiento, como brote del comandante de

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campaña, el caudillo había sido m ilitar antes de ser bandido. En Conflicto y armonías, II, leemos: Los m ilitares jefes de las ciudades, siendo con poquísimas excepciones hom ­ bres de raza blanca, muchos de clase principal, y casi todos soldados de línea educados en guerras extranjeras y regulares, han hecho una grande economía de sangre hum ana, p or la calidad de las tropas casi siempre de línea que m andaban, o po r la cultura de las milicias, de ordinario los arte­ sanos de las ciudades, como lo fueron los de Mendoza, Córdoba, San Juan, Catamarca, Tucum án. Se observó siempre en Buenos Aires, San Juan , Cór­ doba, que las milicias de campaña servían m al a los gobiernos regulares, m ientras que al prim er llam ado ocurrían al campo de los caudillos. Las tablas de sangre de las m ontoneras son terribles y comprenden muchos m i­ llares de su propia estirpe, extinguidos en veinte años de amotinamiento. A h ora que se sabe que los estragos de la guerra no tanto se hacen sentir a causa de las bajas operadas po r el plom o y el hierro sino po r la intem perie que engendra las enfermedades, se com prenderá qué cantidad enorme de montoneros ha sido silenciosamente suprim ida en aquellas terribles campañas en que la noche es el m ejor tiempo de operar y las fatigas del caballo agotan el sufrim iento.

Y, en el Facundo: La m ontonera sólo puede explicarse examinando la organización íntim a de la sociedad de donde procede.

Las tácticas que adoptaron los montoneros estaban calca­ das sobre las del indio. Escribe Lucas Ayarragaray (en La anar­ quía argentina y el caudillismo): Cuando la m ontonera y la guerra civil se generalizan, vivir de la hacienda del enemigo, talar su campo, incendiar su choza, era lugar común en la epo­ peya bárbara, porque al saqueo y al latrocinio le estimulaba la falta de integridad ju d icial am paradora de todos los abusos de los clientes del cau­ dillo. Las turbas armadas, único sostén de las quebradizas dictaduras eje­ cutoras de las violencias y despojos, ni se las pagaba ni menos se las avi­ tuallaba, debiendo encontrar en el merodeo recursos de subsistencia.

De ahí que el cuatrerismo se convirtiera en una industria legalizada por la costumbre, como antes el contrabando. Hasta podría decirse, sin exageraciones, que los gobiernos se habían constituido en monopolizadores de esa forma del abigeato en gran escala. Tam bién en esto im itaban los caudillos a los ca-

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ciques. Pero sus más profundas y congénitas analogías han sido destacadas por Andrés Lamas (en R ivadavia): Estando el poder del cacique tan vinculado a sus dotes personales y a la atracción inm ediata que ellas ejercían sobre los que lo rodeaban, con d ifi­ cultad podría irradiarse a grandes extensiones de territorio y a crecido n ú ­ mero de hombres; y es por ello que nuestros indígenas, que no eran muchos, estaban divididos en tantas tribus, que aun perteneciendo a una misma nación, se localizaban y hacían vida separada, en lo que estaba m uy inte­ resado el cacique para conservar su poder personal íntegro, aunque reducido a pequeño espacio. Esta tendencia localista, así entendida, es la que nos explica cómo aislándose, se fueron alejando, favorecidos p or el despoblado, del tronco común y de la lengua m a d re ... Ha sido en este molde indígena donde se ha vaciado el poder, el espíritu y la acción de nuestros caudillos p o p u la re s ... T anto en cuanto al origen del poder del caudillo, como al espíritu local y a las alianzas como medio de ad q u irir ocasionalmente la fuerza necesaria para defenderse o para agredir, las tradiciones indígenas se armonizaban con las de los españoles. Esta es la filiación histórica de los caudillos provinciales, cuyos títulos sólo derivaban de sus dotes e influencia personal, o de la fuerza arm ada de que habían logrado apoderarse.

José M? Ramos M ejía (en Las multitudes argentinas) se refiere a las montoneras, con parecida opinión, diciendo que eran belicosas y crueles por lo mismo que eran mestizas, heterogéneas y de corte animal. Habían sido prim ero crueles con el indio y con el bruto, que do­ maban a golpes, y luego con la ciudad que trataban como al potro, a rebencazos, o como al indio, a puñaladas.

La universalidad de esos métodos vandálicos de combatir es comentada por Leopoldo R. Ornstein (en H istoria de la democracia argentina): La lucha fratricida adquirió una ferocidad que caracterizó a toda una época. En ella no se daba cuartel al vencido y el darle m uerte se consideraba un^ obligación ineludible, una actitud patriótica. El degüello llegó a ser un procedimiento habitual y hasta un arte, en el que se ejercitaban bandas de forajidos que seguían a las montoneras en los campos de batalla.

También Emilio Coni (en Disertación ante la Academia de la Historia) se refería a este aspecto de la formación de las tropas montoneras; El hecho histórico que más ha influido en el significado de “gaucho” ha sido la m ontonera, que durante más de medio siglo asoló el in terio r de la

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R epública y que para el pueblo estaba form ada por “gauchos”. La m onto­ nera no sólo asesinaba sino que tam bién saqueaba; de ahí que a los saquea­ dores tam bién se los denomine “gauchos”, como sucedió después del terre­ moto de Mendoza, en 1861. P ara la población ru ral criolla, cuyos abuelos sufrieron durante cincuenta años sus excesos, la m ontonera está identificada con el gaucho, y m ientras ese recuerdo no se borre del folklore local, el vocablo no podrá tener el sentido elogioso que han pretendido darle los poetas gauchescos del litoral.

M itre explica así la aparición de la m ontonera (en Historia de Belgrano): Entonces nacen esos tipos genuinos de nuestra historia, denominados “m on­ toneros” que se adueñan del país y siembran el terror a su paso; entonces aparece aquel año Veinte, durante el cual López y Ramírez entran a Buenos Aires con sus escoltas de s a lv a je s ... El año V einte puede considerarse en la historia como un verdadero acceso de exaltación maníaca general, rabiosa y desordenada. *

Con palabras no menos severas, Joaquín V. González dice en L a tradición nacional, t. II: Pero este elemento decisivo en los días de entusiasmo por la revolución debía traer amarguras sin cuento en el futuro, una vez entregadas las masas a sí mismas, fanatizadas por los caudillos, a quienes m iraban y amaban como sus dueños, y en quienes veían sus protectores contra la soberbia del hom bre de las ciudades, sin distinguir al com patriota, al conciudadano del español que aborrecía por tradición; y he ahí la causa de la malísima influencia que los gauchos y sus caudillos ejercieron en nuestra evolución institucional, y de los años tenebrosos que han legado a nuestra historia. Ellos llenan con sus hordas sin freno y sus ambiciones sangrientas el sombrío escenario que co­ mienza en 1820 y term ina en 1852, y que prolonga aún su lum bre siniestra sobre algunas provincias hasta 1869.

La m ontonera fue el ejército regular de Rosas, iniciado como m ilicia feudal en sus posesiones próximas a la ciudad de Buenos Aires: eran sus Colorados del Monte. Para organizar sus milicias necesitó desmembrar el resto de los ejércitos que hicieron las campañas de la Independencia, creando una nueva disciplina y una nueva ciencia m ilitar al servicio de la polí­ tica. Comprometió a los jefes en sus negocios de haciendas, y así los redujo a capataces uniformados de sus estancias. Los acostumbró así a que identificaran sus intereses personales y sus intereses de cuerpo con los intereses de la Nación. T am ­

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bién sacó provecho del indio, aleccionado por el inmenso po­ derío m ilitar que el Paraguay constituyó con el elemento in­ dígena reducido a disciplina por los jesuítas. Rosas fue un adm inistrador de estancias que quiso organi­ zar al país como un vasto establecimiento ganadero, im pri­ miéndole esas características que habría de conservar a lo largo de un siglo. G obernar la República no difería de m anejar há­ bilmente una estancia, y lo que él transfirió al ejercicio del poder no fue otra cosa que su experiencia y su sentido de la autoridad como señor de capataces y peones. Dice Sarm iento, en el Facundo: Organizada la República bajo un plan de combinaciones tan fecundas en resultados, contrájose Rosas a la organización de su poder en Buenos Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había em pujado sobre la ciudad; pero abandonando él la Estancia por el Fuerte, necesitando m oralizar esa misma campaña como propietario, y borrar el camino po r donde otros co­ mandantes de campaña podían seguir sus huellas, se consagró a levantar un ejército que se engrosaba de día en día, y que debía servir a contener la R epública en la obediencia y a llevar el estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos.

En 1819 había escrito Rosas las Instrucciones para la adm i­ nistración de estancias, obra que desde 1825 se reeditó varias veces. Es un antecedente, el más directo, de la Instrucción del estanciero, de Hernández. El prestigio de Rosas, como m ilitar y gobernante, se debía a que representaba la riqueza ganadera de su provincia, tanto por su haber como por su saber. El otro caudillo omnímodo, Urquiza, poseía en Entre Ríos la estancia San José y el saladero Santa Cándida, y era en su provincia tan poderoso y sapiente en cuestiones agropecuarias como R o ­ sas en Buenos Aires. La política argentina de la Confederación y de la provincia de Buenos Aires (que abarcaba todo el terri­ torio de pastos tiernos, desde el litoral) gira en torno a esos intereses agropecuarios, y las dos grandes figuras del caudillis­ mo m ilitar y económico son sus máximos representantes. Rosas rebajó el ejército a servidumbre feudal, pero al mis­ mo tiempo le dio una función pública vinculada a los inte­ reses fundamentales del país. Hizo de la m ilicia nacional un cuerpo de blandengues al servicio de la clase de intereses que él representaba. Sus intereses —los de las estancias, en el trust

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de los demás estancieros— eran los del terrateniente y el pa­ tricio. El ejército bajo Rosas no tuvo verdaderos jefes. Era único entre sus pares y los demás, todos, sus subordinados. V alentín Alsina le observaba a Sarmiento, a raíz de la publi­ cación del Facundo, que en tiem po de Rosas éste no ha dado el cargo de comandante de campaña a hombres vulgares ni no vulgares: no lo ha habido. Lo más que hubo, en cortos intervalos, ha sido comandantes del sud o del norte; nunca uno general, como él.

Su desprecio por el ejército era igual a su desprecio por las jerarquías eclesiásticas. Pero aprovechaba de los dos, hum illán­ dolos y colmándolos de canonjías. Cuenta Hudson (en A llá lejos y hace mucho tiempo) cómo por las calles de Buenos Aires se veía pasear al negro bufón de Rosas, Eusebio, disfrazado de general y con escolta, como una befa andante a los jefes superiores: A l llegar a la calle encontramos un gran núm ero de espectadores que aguar­ daba la llegada del general, y al poco rato apareció don Eusebio en su uni­ form e, todo de grana, incluso su gran sombrero de tres picos y el enorme penacho de plum as que lo adornaba. M archaba con trem enda gravedad, la espada a la cintura y doce soldados, seis a cada lado, con espadas desenvai­ nadas, vestidos también de grana.

Pero en esto Rosas era un im itador que demostraba sus extraordinarias dotes psicológicas de conocedor de su pueblo. Porque el verdadero inventor de esta clase de profanaciones fue Dorrego, quien, apartado del ejército de Belgrano por burlarse de su jefe, en Santiago del Estero, a la llegada de este grande hom bre en desgracia, vistió de general a un loco y lo largó por la ciudad. La broma debió de complacer a esos miserables que siempre caen sobre el prójim o en desgracia y con mayor ensañamiento cuanto de más alto cae. Rosas extrajo sabias consecuencias de aquel experim ento, y se engañan los que en nuestros días creen que el retorno a sus prácticas sólo arrastra consigo a un grupo de insensatos y advenedizos. O lvidan que antes de Eusebio, el bufón que representaba a un general —y otras veces el bufón Biguá representaba a un obispo—, en Santiago del Estero había hecho el ensayo su predecesor en la

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política, lanzando al alborozo de la plebe la contrafigura del glorioso y angelical Belgrano. Lo cual no prueba que el pueblo desprecie a los generales ni a los obispos, sino que pone en libertad esa horrible fuerza del amor y la veneración que ne­ cesita hacer de un dios un ecce-homo para poder adorarlo. Rosas era un caudillo y además un gran señor que había permanecido indiferente al nuevo estado teórico de cosas en­ gendrado por la Revolución, y hasta a la R evolución misma. Vio y observó, desde los campos, lo que acontecía, y pronto sacó lógicas consecuencias de la decadencia m oral de los ejér­ citos y del papel que el comandante de campaña habría de asumir, al condensar en sí también las potestades del gober­ nante. Concibió la necesidad de reemplazar al ejército por la montonera, de crear un foco de intereses pecuniarios en lugar de los ideales abstractos del heroísmo. El era un comandante de campaña erigido por las tropas, que había creado con las peonadas de sus estancias, y demostró que sabía dirigirlas como sabía avituallarlas. Con él desaparece el comandante de cam­ paña, como indicó Alsina, porque en la suma del poder p ú ­ blico están comprendidas también las facultades del comando absoluto. M uy pocos jefes se resistieron; casi todos hallaron cómodo y proficuo m andar y adm inistrar como estancieros y poner las milicias a su servicio. La “constitución de las cosas”, que decía A lberdi, llevaba a eso. Y Ju an A. García escribe: Si el lector tiene presentes estos rasgos sociológicos, com prenderá que las montoneras argentinas y la anarquía subsiguiente a l m ovim iento de 1810 son consecuencias lógicas y fatales del estado intelectual y m oral, de la situación económica del p ro le ta ria d o ...

Recordó Sarm iento en el Facundo que “L avalle en 1829, no peleó jamás gauchamente ni montoneramente sino según el arte estratégico europeo, empleado en Ituzaingó y siempre con tropas disciplinadas”. Pero diez años después era otro ge­ neral y sus tropas eran otras. Paz recuerda en sus M emorias que Lavalle le dijo, en tono de reproche, que “era un general, pero que nunca podría ser un caudillo, como él”. Eran las condiciones mismas de las luchas, del medio, las dificultades propias del elemento hum ano de que disponían, lo que m alea­ ba a los jefes y a los súbditos. Lo mismo ocurrió con los indios,

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que fueron soldados obedientes y regimentados durante las guerras de la Independencia, pero que en las guerras civiles y en las que ellos hicieron a imagen y semejanza de las otras, cayeron en un verdadero estado de salvajismo. D arwin hizo la observación de que los indios patagones habían perdido en m oralidad lo que habían ganado en hábitos morigerados. En las últim as campañas contra el indio no había mayor diferen­ cia en el arte de combatir, ni en la clemencia, entre las tropas y las hordas. El comandante de campaña, elegido prim ero por los C abil­ dos, degeneró ya por ejercer el mando en circunstancias even­ tuales, sin dejarlo después. Leemos en el Facundo: Lo que digo del juez de paz es aplicable al comandante de campaña. Este es un personaje de más alta categoría que el prim ero, y en quien han de re­ unirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes de aquél. T odavía una circunstancia nueva agrava, lejos de dism inuirlo, el mal. El Gobierno de las ciudades es el que da el títu lo de Comandante de Cam­ paña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin adictos, el gobierno echa m ano de los hombres que más temor le inspiran, para en­ comendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; m anera m uy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del m om ento presente, para que se produzca más tarde en dimensiones colosales.

Si el gobierno delegaba así su mando, el comandante pronto había de subrogarse al gobierno; ser él quien gobernara. Y de ahí la tendencia unánim e a convertirse en caudillos, pues, sin necesidad de ascender en los grados militares, llegaban por ese medio al dominio del poder y al manejo de la hacienda pública. Casi ningún m ilitar ha creído nunca que bastase a su dignidad el ejercicio de sus funciones propias, y lo que nos parece hoy que es una anom alía explicable por eventos desconectados de la historia, es la más pura y oriunda tradición nacional e his­ panoam ericana. Quien tenga de la historia argentina y sud­ americana un concepto fundado en el conocimiento de los he­ chos, encuentra una filiación continua entre los acontecimien­ tos que están en el um bral de la formación de las nacionalidades y los actuales. La historia política argentina es una con la his­ toria m ilitar. Andrés Lamas ha explicado bien, en su obra R ivadavia, la génesis de lo que se entiende comúnmente por

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espíritu patriótico como identificado con el espíritu de m ilitancia: Buenos Aires es, a la vez, el centro más civilizado y la m etrópoli del poder opresor; por consiguiente, sobre ella recaían las antipatías de los atrasados y los odios de los oprimidos. Es éste uno de los surcos más profundos que hemos encontrado en el camino de los sucesos que vamos estudiando. A q u e­ llos hombres que, como queda indicado, se encontraban en un grado de civilización inferior, fueron llamados a la escena p or la revolución de la Independencia. A l llam arlos sirviéndose hasta de los idiomas indígenas para ser po r todos oída y por todos coadyuvada, como lo fué, los levantó desde la abyección en que su aislamiento, su atraso m oral y las jerarq uías coloniales los habían m antenido; les puso las armas en la mano en nom bre de la in ­ dependencia y de los derechos colectivos e individuales del hom bre; y los llevó a los campos de batalla, en los que se im pone la igualdad hum ana por la igualdad del sacrificio y por la igualdad de la m uerte. Entonces, cuando ellos, peleando y m uriendo, se reconocieron realm ente hombres, idénticos a los otros hombres que los habían menospreciado; cuando vieron po r sí m is­ mos que en esa arena sangrienta era la fuerza bruta, la fuerza num érica la que prevalecía y decidía; y, po r últim o, cuando sintiéndose vigorosos, ágiles, valientes y con menos necesidades para hacer la guerra que los hom bres de las ciudades, se contaron y se encontraron bastantes para no resignarse a ajenas voluntades, y para im poner las suyas en aquellos días de conflicto y de peligro, la revolución, que los había sacado del aislam iento y de la oscuridad, se hizo también, esencialmente, revolución social.

La capacidad para el gobierno se dedujo de la capacidad para el mando, y la capacidad para el mando estaba en saber sacar provecho de las circunstancias, sin norm a legal ni moral, sin otro designio que la victoria. Uno de los más graves yerros en nuestros historiadores es considerar la anarquía y el caudillismo argentinos como un fenómeno independiente del espíritu belicoso y de la profesión m ilitar. Todos los grandes caudillos: Rosas, Quiroga, López, Bustos, Ramírez, Hereñú, Urquiza, Aldao, López Jordán, fueron ante todo m ilitares profesionales. Hernández no omitió esta circunstancia al hacer el panegírico de “El Chacho”, a quien celebra como héroe y general de la nación.

LOS CAUDILLOS 1. En el folleto que Hernández publica en Paraná (2^ edi­ ción impresa el 1