Modernidad y Holocausto [3ª ed.]
 8495363240, 9788495363244

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Modernidad y Holocausto Zygmunt Bauman

sequitur

Modernity and the Holocaust © 1989 Zygmunt Bauman Primera edición: Polity Press in association with Blackwell Publishers,

Traducción:

1989

Ana Mendoza

Revisión de la traducción para la tercera edición:

Francisco Ochoa de Michelena

Diseño cubierta: B runo Spagnuoli Foto cubierta:

©

Xavi er Kaye

Primera edición en lengua española: Ediciones sequitur, Madrid

© Tercera

edición: Ediciones sequitur, Madrid

2006

www.ldelibros.com Todos los derechos reservados ISBN- !O: 84-95363-24-0 ISBN-13: 978-84-95363-24-4

Queda hecho el depósito que establece la ley 11. 723 Impreso en Argentina

1997

Indice

Prólogo

l. Introducción: la sociología después del Holocausto

11 21

El Holocausto como prueba de modernidad

26

El significado del proceso civilizador

33

Producción social de la indiferencia moral

40

Producción social de la invisibilidad moral

46

Consecuencias morales del proceso civilizador

50

2. Modernidad, racismo y exterminio (I) Algunas singularidades del extrañamiento de los j udíos

53 56

La incongruencia j udía desde la cristiandad hasta la modernidad

59

A horcajadas sobre las barricadas

63

El grupo prismático

64

Dimensiones modernas de la incongruencia

69

La nación no nacional

75

La modernidad del racismo

80

3. Modernidad, racismo y exterminio (II)

85

De la heterofobia al racismo

86

El racismo como ingeniería social

90

De la repugnancia al exterminio Una mirada hacia delante

97 1 02

4. Singularidad y normalidad del Holocausto

108

El problema

1 10

Genocidio extraordinario

1 13

La peculiaridad del genocidio moderno

1 19

Efectos de la división j erárquica y funcional del trabaj o

1 24

Deshumanización de los objetos burocráticos

128

La burocracia en el Holocausto

131

La bancarrota de las salvaguardas modernas

1 33

Conclusiones

1 37

5. Solicitar la cooperación de las víctimas

144

" Aislar" a las víctimas

1 50

El juego de " salva lo que puedas"

1 56

La racionalidad individual al servicio de la destrucción colectiva

1 63

La racionalidad de la propia conservación

171

Conclusión

178

6. La ética de la obediencia (lectura de Milgram)

1 80

La inhumanidad como función de la distancia social

1 84

La complicidad después de los propios actos

1 86

La tecnología moralizada

189

La responsabilidad flotante

191

El pluralismo del poder y el poder de la conciencia

1 93

La naturaleza social del mal

196

7. Hacia una teoría sociológica de la moralidad La sociedad como fábrica de moralidad

1 99 201

El desafío del Hol.ocausto

206

Las fuentes pre-sociales de la moralidad

210

Cercanía social y responsabilidad moral

215

Supresión social de la responsabilidad moral

219

Producción social de la distancia

224

Comentarios finales

230

8 . Addendum: racionalidad y vergüenza

233

Apéndice - Manipulación social de la moralidad: actores moralizadores y acción adiaforizante

241

Notas

256

A Janina y a todos los que sobrevivieron para contar la verdad.

Mientras escribo, seres humanos muy civilizados vuelan sobre mi cabe­ za con la intención de matarme. No sienten ninguna enemistad hacia mí como persona ni yo tampoco hacia ellos. Simplemente "cumplen con su deber" como suele decirse. La mayoría de ellos, no me cabe ninguna duda, son hombres de buen corazón y temerosos de Ja ley, que nunca soñarían con cometer un asesinato en su vida privada. Por otro lado, si uno de ellos consigue volarme en pedazos con una bomba certera, tampoco le quitará el sueño. Está al servicio de su país, que tiene poderpara absolverle del mal. George Orwell,

England your England ( 1 94 1)

Nada es tan triste como el silencio. Leo B aek, Presidente de Reichsvertretung der deutschen Juden, 1 933-43

Importa que Ja gran pregunta histórica y social... ¿Cómo pudo suceder?... conserve todo su peso, toda su espantosa desnudez, todo su horror. Gershom Scholem oponiéndose a l a ejecución de Eichmann

Prólogo

Tras escribir su historia personal, tanto en el ghetto como huida, Janina me dio las gracias a mí, su marido, por soportar su prolongada ausencia durante los dos años que dedicó a escribir y recordar un mundo que "no era el de su marido". Lo cierto es que yo pude escapar de ese mundo de horror e inhumanidad cuando se expandía por los rincones más remotos de Europa. Y, como muchos de mis coetáneos, nunca intenté explorarlo una vez que se desvaneció de la tierra y dejé que permaneciera entre los recuer­ dos obsesionantes y las cicatrices aún abiertas de aquéllos a los que hirió y vistió de luto. Evidentemente, tenía conocimiento del Holocausto. Compartía esta ima­ gen del Holocausto con muchas personas, tanto de mi generación como más jóvenes: un asesinato horrible que los malvados cometieron contra los inocentes. El mundo se dividió entre asesinos enloquecidos y víctimas indefensas, además de algunas personas que ayudaban a esas víctimas cuando podían aunque casi nunca pudieron. En ese mundo los asesinos ase­ sinaban porque estaban locos, eran malvados y estaban obsesionados con una idea loca y malvada. Las víctimas iban al matadero porque no podían oponerse a un enemigo poderoso y fuertemente armado. El resto del mundo sólo podía observar, perplejo y angustiado, sabiendo que sólo la victoria

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Modernidad y Holocausto

final de los ejércitos aliados pondría fin al sufrimiento humano. Con todos estos conocimientos , mi imagen del Holocausto era como un cuadro col­ gado en la pared: convenientemente enmarcado para distinguirlo del papel pintado y subrayar así su especificidad frente al resto del mobiliario. Cuando leí el libro de Janina, empecé a pensar en todo lo que no sabía o, mejor dicho, en todas las cosas sobre las que no había recapacitado debi­ damente. Empecé a comprender que no entendía realmente lo que había sucedido en "ese mundo que no era el mío". Lo que había ocurrido era demasiado complicado como para que se pudiera explicar de esa manera tan sencilla e intelectualmente tranquilizadora que ingenuamente daba por buena. Me di cuenta de que el Holocausto no sólo era siniestro y espanto­ so sino que además era un acontecimiento difícil de entender con los tér­ minos al uso. Para comprenderlo había que describirlo con un código. específico que, previamente, debía establecerse. Yo esperaba que los historiadores, los científicos sociales y los psicólo­ gos lo establecieran y me lo explicaran. Exploré los estantes de las biblio­ tecas y los encontré repletos de meticulosos estudios históricos y de pro­ fundos tratados teológicos. También había algunos estudios sociológicos, pulcramente documentados y escritos con ingenio. Las pruebas que habían acumulado los historiadores eran abrumadoras en volumen y contenido; sus análisis eran profundos y sólidos. Demostraban más allá de cualquier posible duda que el Holocausto es una ventana, y no un cuadro. Una ven­ tana por la que se vislumbran cosas que suelen permanecer invisibles. Se ven cosas de la mayor importancia, no ya sólo para los autores, las vícti­ mas o los testigos del crimen sino para todos los que estamos vivos hoy y esperamos estarlo mañana. Lo que vi por esa ventana no me gustó nada en absoluto. Sin embargo, cuanto más deprimente era la visión más convenci­ do me sentía de que si nos negábamos a asomamos, todos ' estaríamos en

��·

Lo cierto es que yo no había mirado hasta entonces por esa ventana y en eso no me diferenciaba del resto de mis compañeros sociólogos. Al igual que muchos de mis colegas, daba por sentado que el Holocausto había sido, como mucho, algo que los científicos sociales teníamos que aclarar pero en absoluto algo que pudiera arrojar luz sobre las actuales preocupaciones de la sociología. Creía, por pereza mental más que por exceso de reflexión, que el Holocausto había sido una interrupción del normal fluir de la histo­ ria, un tumor canceroso en el cuerpo de la sociedad civilizada, una demen­ cia momentánea en medio de la cordura. Así, podía crear para mis estu-

Prólogo I

13

diantes un retrato de una sociedad cuerda, saludable y normal y dej ar la historia del Holocausto a los patólogos profesionales. Nuestra suficiencia -la mía y la de todos mis colegas-, la avalaban, aun­ que no la excusaran, algunas maneras en que se ha utilizado el recuerdo del Holocausto. Con demasiada frecuencia, se ha sedimentado en la· opinión pública como una tragedia que les ocurrió a los judíos y sólo a ellos y que, en consecuencia, exigía de todos los demás poco más que remordimiento, conmiseración y acaso disculpas. Una y otra vez, tanto los judíos como los no judíos lo habían narrado como propiedad única y exclusiva de los pri­ meros, como algo que había que dejar para los que escaparon de los fusi­ lamientos o de las cámaras de gas y para sus descendientes, quienes lo guardarían celosamente. Las dos actitudes, la "externa" y la "interna" se complementaban. Algunos (autoproclamados) portavoces de los muertos llegaron al extremo de avisar contra los ladrones que se confabulaban para arrebatar el Holocausto a los judíos, para "cristianizado" o simplemente para disolver su carácter genuinamente judío en una "humanidad" triste­ mente indiferenciada. El Estado judío intentó utilizar los recuerdos trágicos como certificado de su legitimidad política, como salvoconducto para todas sus acciones políticas pasadas y futuras y, sobre todo, como pago por ade­ lantado de todas las inj usticias que pudiera cometer. Todas estas actitudes contribuyeron a que el Holocausto se afianzara en la conciencia pública como un asunto exclusivamente j udío y de poca importancia para todos los demás (los judíos individualmente considerados incluidos) que nos vemos en la obligación de vivir nuestro tiempo y de pertenecer a la sociedad moderna. Un amigo mío, culto y reflexivo, me reveló hace poco, en un des­ tello, lo peligrosamente que se había reducido el significado del Holocausto a trauma personal y reivindicacicón de una nación. Estábamos hablando y yo me quejaba de que en el campo de la sociología no había encontrado muchas referencias a las conclusiones de relevancia universal que se deri­ van de la experiencia del Holocausto. "Es realmente sorprendente" , me contestó mi amigo, " sobre todo si tenemos en cuenta la gran cantidad de -sociólogos judíos que hay". Se lee sobre el Holocausto con ocasión de los aniversarios, que se con­ memoran ante un público fundamentalmente j udío y se presentan como acontecimientos propios de las comunidades judías. Las univesidades. han programado cursos especiales sobre la historia del Holocausto que, sin embargo, se imparten desgajados de los cursos de historia general. Muchas personas definen el Holocausto como un asunto específico de la historia

14.

Modernidad y HÓlocausto

j udía. Tiene sus propios especialistas, profesionales que periódicamente se reúnen y disertan entre ellos en simposios y conferencias especializadas . Sin embargo, su trabajo, imponente y de crucial importancia, raramente acaba incidiendo sobre la línea central de las disciplinas académicas o sobre la vida cultural en general, como sí suele ocurrir con otros intereses especializados en este nuestro mundo de especialistas y especialidades. En las pocas ocasiones en que se le da audiencia, se le suele permitir salir al escenario público de forma aséptica, es decir, amable y desmovilizado­ ra. Entonces, puede llegar a conmover al público y sacarlo de su indiferen­ cia ante la tragedia humana (porque se hace eco de su mitología), pero no le sacará de su complacencia -como en Holocausto, la serie de televisión estadounidense en la que se veía a educados y pulcros médicos y a sus familias, erguidos, dignos y moralmente incólumes (igual que unos vecinos de Brookling), conducidos a las cámaras de gas por unos nazis degenera- · dos y repugnantes ayudados por campesinos eslavos sedientos de sangre. David G. Roskies, perspicaz analista cercano a las reacciones judías ante el Apocalipsis, ha observado el trabajo silencioso e inexorable de autocensu­ ra -las "cabezas inclinadas hacia el suelo" del poemario del ghetto se han sustituido, en ediciones posteriores, por las "cabezas erguidas por la fe". Roskies concluye diciendo: "Cuantas más zonas grises se eliminen, más claros serán los contornos del Holocausto en cuanto arquetipo. Los judíos muertos eran todos absolutamente buenos y los nazis y sus colaboradores absolutamente malos" . ' A Hannah Arendt la abuchearon coros de senti­ mientos ofendidos cuando se atrevió a sugerir que las víctimas de un régi­ men inhumano debieron perder algo de su humanidad en el camino hacia la perdición. El Holocausto sí fue una tragedia judía. Aunque los j udíos no fueran el único grupo sometido a " trato especial" por el régimen nazi (los seis millo­ nes de judíos estaban entre los más de veinte millones de personas aniqui­ ladas por orden de Hitler), solamente los judíos estaban señalados para que se procediera a su destrucción total y no tenían cabida en el Nuevo Orden que Hitler se propuso crear. El Holocausto, no obstante, no fue sólo un pro­ blema judío ni fue un episodio sólo de la historia judía. El Holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase a vanzada de nuestra civilización y en un momento culminante de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura. De ahí que la autocuración de la memoria histórica que se está produciendo en la conciencia de la sociedad moderna

Prólogo

15

no sólo constituye una negligencia ofensiva para las víctimas del genocidio sino que es el símbolo dy una ceguera peligrosa y potencialmente suicida. Este proceso de autociiración no implica necesariamente que el Holocausto se desvanezc;a por completo de la memoria. Existen muchas señales que apuntan en la dirección contraria. Aparte de las po9as voces revisionistas que niegan Ja realidad del suceso (y que, sin percibirlo, incre-· mentan la conciencia pública sobre el Holocausto gracias a los titulares sensacionalistas que provocan) parece que la crueldad del Holocausto y su impacto sobre las víctimas, especialmente las supervivientes, suscita cada vez mayor interés en el público. Los temas de este tipo han pasado a ser casi obligatorios, aunque con una función auxiliar, como tramas secunda­ rias , en películ as, series de televisión y novelas . Y, sin embargo, no cabe ninguna duda de que la autocuración sigue produciéndose -y por medio de dos procesos entrelazados. Uno de ellos es el que convierte la historia del Holocausto en un empeño especi alizado confinado en sus propias instituciones científicas, fundacio­ nes y circuitos de conferencias. Uno de los efectos frecuentes y sabidos de esta separación de las especializaciones académicas es que el vínculo entre el nuevo ámbito de estudio y el campo principal de la disciplina se va haciendo cada vez más tenue. Los intereses y conclusiones de los nuevos especialistas y el lenguaje y la imaginería que crean apenas inciden sobre el núcleo de la disciplina. A menudo, la compartimentalización académica implica que las temáticas encomendadas a las instituciones especializadas se eliminan de ese núcleo. Por así decir, las temáticas se particularizan y marginan y, en la práctica, aunque no necesariamente en teoría, pierden la posibilidad de incidir más allá de su propio ámbito académico. De esta manera, el núcleo de la disciplina puede obviar esos temas, de suerte que aunque aumente, a velocidad impresionante, el volumen, la profundidad y la calidad de las obras especializadas en el Holocausto, no lo hace ni el espacio ni la atención que se le dedica en el relato general de la historia moderna. Si acaso, resulta ahora más sencillo pasar por alto el análisis sus­ tantivo del Holocausto, escudándose tras una oportunamente engrosada lista de referencias bibliográficas. Otro proceso es la ya apuntada asepsia de la imaginería del Holocausto sedimentada en la conciencia popular. Con demasiada frecuencia, la infor­ mación pública sobre el Holocausto se ha asociado con ceremonias con­ memorativas y con las solemnes homilías que estas ceremonias suscitan y legitiman. Estos eventos, aunque sean importantes desde muchos puntos de

16 .

Modernidad y Holocausto

vista, dejan poco espacio para el análisis profundo de la experiencia de_l Holocausto y, menos aún, de sus aspectos más inquietantes y ocultos. De estos ya de por sí tímidos análisis, escasos son los que llegan a la concien­ cia pública, esa conciencia sostenida por no-iniciados y difundida por los medios de comunicación de masa. Cuando se pide a la gente que se plantee las preguntas más terribles ("¿cómo fue posible semejante horror?", "¿cómo pudo suceder en el corazón de la parte más civilizada del mundo?") ni su tranquilidad de espí­ ritu ni su equilibrio mental suelen alterarse. El examen de las culpas se dis­ fraza como investigación de las causas. Las raíces del horror, nos dicen, se deben buscar, y se encuentran, en la obsesión de Hitler, en el servilismo de sus partidarios, en la crueldad de sus seguidores y en la corrupción moral de sus ideas. Ahondando en esta etiología, acaso también, se vislumbren causas en algunos reiterados aconteceres de la historia de Alemania o en la particular indiferencia moral del alemán medio, actitud previsible a la vista de su antisemitismo patente o latente. Todo esto suele venir de la insisten­ cia en considerar que "intentar entender cómo fueron posibles esas cosas" , sólo s e consigue mediante una letanía de revelaciones sobre un Estado odioso llamado Tercer Reich , sobre la bestialidad de los nazis o sobre otros aspectos de la "enfermedad alemana" que, según creemos y nos animan a creer, indican la presencia de algo que "va contra los principios del plane­ ta" .2 Se dice también que una vez conozcamos con detalle las bestialidades del nazismo y sus causas "entonces será posible, si no curar, al menos cau­ terizar la herida que el nazismo ha causado a la civilización occidental" .3 Estas y parecidas actitudes pueden interpretarse en el sentido (no siempre pretendido por sus autores) de que una vez establecida la responsabilidad moral de Alemania, de los alemanes y de los nazis, la búsqueda de las cau­ sas habrá concluido. Como el Holocausto mismo, sus causas se dieron en un espacio reducido y en un tiempo circunscrito y, felizmente, pasado. Sin embargo, el centrarse en la alemanidad del crimen considerándola como el aspecto en el que radica la explicación de lo sucedido es también un ejercicio que exonera a todos los demás y, especialmente, todo Jo demás. Suponer que los autores del Holocausto fueron una herida o una enferme­ dad de nuestra civilización y no uno de sus productos, genuino aunque terrorífico, trae consigo no sólo el consuelo moral de la autoexculpación sino también la amenaza del desarme moral y político. Todo sucedió "allí", en otro tiempo, en otro país. Cuanto más culpables sean "ellos" , más a salvo estará el resto de "nosotros" y menos tendremos que defender esa

Prólogo

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seguridad. Y si la atribución de culpa se considera equivalente a la locali­ zación de las causas, ya .no hay motivo para poner en duda la inocencia y rectitud del sistema social del que nos sentimos tan orgullosos. El efecto final consiste1 paradójicamente, en quitar el aguijón del recuer­ do del Holocausto. El mensaje que contiene el Holocausto sobre la forma en que vivimos hoy, sobre Ja calidad de las instituciones con las que conta­ mos para nuestra seguridad, sobre la validez de los criterios con los que medimos la corrección de nuestra conducta y las normas que aceptamos y consideramos normales, se ha silenciado, no se escucha y sigue sin trans­ mitirse. Aunque los especialistas lo hayan sistematizado y se discuta en el circuito de conferencias, raramente se oye hablar de él en otro sitio y sigue siendo un misterio para las personas ajenas al asunto. Todavía no ha pene­ trado, por lo menos seriamente, en la conciencia contemporánea. Peor todavía, aún no ha modificado los usos contemporáneos . Este libro pretende ser una contribución pequeña y modesta a lo que parece ser, hoy por hoy, una tarea de una formidable relevancia cultural y política que debería haberse realizado hace tiempo:· la tarea de que las lec­ ciones psicológicas, sociológicas y políticas del episodio del Holocausto logren incidir sobre la conciencia y la acción de las instituciones y de los integrantes de la sociedad contemporánea. Este libro no ofrece ningún rela­ to nuevo de la historia del Holocausto, sino que se remite plenamente a los notables logros de las recientes investigaciones especializadas que he inten­ tado estudiar minuciosamente y respecto a las cuales tengo una deuda infi­ nita. Este libro se centra, por contra, en las revisiones que de los distintos asuntos fundamentales de las ciencias sociales (y posiblemente también de las costumbres sociales) deben hacerse a la vista de los procesos, tenden­ cias y potenciales ocultos que salieron a la luz en el transcurso del Holocausto. El propósito de las diferentes in vestigaciones aquí recogidas no es aumentar los conocimientos especializados o ahondar en determina­ das preocupaciones marginales de Jos científicos sociales sino hacer dispo­ nible para el uso general de Ja ciencia social las conclusiones de Jos espe­ cialistas: interpretarlas de manera que muestren su relevancia para las cues­ tiones principales de las investigaciones sociológicas, trasladarlas a la comente principal de nuestra disciplina y, de esta manera, conseguir que, desde su actual marginalidad, pasen al núcleo de Ja teoría social y de Ja práctica sociológica. El capítulo 1 se estructura como un repaso general a las respuestas sociológicas (o mejor dicho, a la manifiesta insuficiencia de las mismas)

Modernidad y Holocausto ante determinadas cuestiones teoréticamente fundamentales y vitales que plantean los estudios sobre el Holocausto. Algunas de estas cuestiones se analizan por separado y con mayor detenimiento en capítulos posteriores. En los capítulos 2 y 3 se estudian las tensiones que provocaron las tenden­ cias a trazar límites características de las nuevas condiciones de la moder­ nización, del hundimiento del orden tradicional, del afianzamiento de los Estados nacionales modernos, de los vínculos entre algunos elementos de la civilización moderna (el más importante de todos, la función de la retó­ rica científica en la legitimación de las ambiciones de la ingeniería social), del nacimiento del racismo como forma de antagonismo comunal o de la asociación entre el racismo y los proyectos genocidas. Al sostener que el Holocausto fue un fenómeno típicamente moderno que no puede entender­ se fuera del contexto de las tendencias culturales y de los logros técnicos de la modernidad, en el capítulo 4 intento plantear el problema de la com­ binación, realmente dialéctica, de singularidad y normalidad que caracteri­ za al Holocausto respecto a otros fenómenos modernos. En la conclusión sugiero que el Holocausto fue el resultado del encuentro único de factores que, por sí mismos, eran corrientes y vulgares. Y que dicho encuentro resultó posible en gran medida por la emancipación del Estado político -de su monopolio de la violencia y de de sus audaces ambiciones de ingeniería social- del control social, como consecuencia del progresivo desmantela­ miento de las fuentes de poder y de las instituciones no políticas de la auto­ regulación social. En el capítulo 5 emprendo la dolorosa e ingrata tarea de analizar una de esas cosas que, con denodado empeño, "preferimos dej ar sin expresar":4 los mecanismos modernos que permitieron que las víctimas cooperaran en su propio sacrificio; mecanismos que, en contra de lo que se afirma de los efectos dignificantes y moralizadores del proceso civilizador, indican el impacto progresivamente deshumanizador de la autoridad. El capítulo 6 se centra en uno de los "vínculos modernos" del Holocausto: su íntima rela­ ción con el modelo de autoridad desarrollado hasta la perfección en la burocracia moderna. Abordo ahí, con detalle, los importantes experimentos socio-psicológicos llevados a cabo por Milgram y por Zimbardo. El capí­ tulo 7, que sirve de síntesis teórica y de conclusión, estudia la posición que ocupa la moralidad en las versiones dominantes de la teoría social y aboga por una revisión radical de esa posición: una revisión que tome en cuenta la demostrada posibilidad de manipular socialmente la distancia social, ya sea física como espiritual.

Prólogo

19

A pesar de Ja diversidad de los asuntos tratados, tengo la esperanza de que todos los capítµlos apunten en la misma dirección y refuercen la idea central. Todos ellos vienen·a ser argumentos en fa vor de que incluyamos las lecciones del Holocausto en Ja línea principal de nuestra teoría de la modernidad y del proceso civilizador y sus efectos. Todos ellos proceden de la convicción de que la experiencia del Holocausto contiene información fundamental sobre la sociedad a la que pertenecemos. El Holocausto fue un encuentro singular entre las antiguas tensiones, que la modernidad pasó por alto, despreció o no supo resolver, y los poderosos instrumentos de la acción racional y efectiva creados por los desarrollos de la modernidad. Aunque este encuentro fuera singular y se produjera en vir­ tud de una peculiar combinación de circunstancias, los factores que con­ vergieron eran, y siguen siendo, omnipresentes y "normales " . No se ha hecho lo suficiente para desentrañar el pavoroso potencial que albergan estos factores y menos aún para ataj ar sus efectos potencialmente horribles. Creo que se pueden hacer muchas cosas en ambos sentidos y que debemos hacerlas.5

1. Introducci,,ón: la sociología después del Holocausto

En la actualidad, Ja civilización incluye Jos campos de muerte y Muselmanner entre sus productos materiales y espirituales. Richard Rubenstein y John Roth,

Approaches to A uschwitz

Para la sociología, en cuanto teoría de la civilización, de la modernidad y de la civilización moderna, existen dos formas de minimizar, juzgar erró­ neamente o negar la importancia del Holocausto. Una de ellas es presentar el Holocausto como algo que les sucedió a los judíos, un acontecimiento que pertenece a la historia judía. Esto convierte al Holocausto en algo único, cómodamente atípico y sociológicamente intrascendente. El caso más común de este enfoque es aquel que presenta el Holocausto como el punto culminante del antisemitismo europeo y cris­ tiano: un fenómeno único que, en sí mismo, no se puede comparar con el amplio y denso repertorio de prejuicios y agresiones étnicas o religiosas. Sin duda, el antisemitismo destaca entre todos los otros casos de antago­ nismos colectivos por su inaudita sistematicidad, por su intensidad ideoló­ gica, por su difusión supranacional y supraterritorial y por su mezcla única de fuentes y afluentes nacionales y universales. Así, mientras se defina al Holocausto como, por decirlo de algún modo, la continuación del antise­ mitismo por otros medios, el Holocausto seguirá pareciendo un "conj unto de un solo elemento" , un episodio aislado que acaso arroja alguna luz sobre la patología de la sociedad donde se produjo pero que no aporta casi nada al entendimiento que podamos tener del estado normal de esa misma sacie-

22

Modernidad y Holocausto

dad. Y menos aún reclama una rev1s10n significativa del entendimiento canónico de la tendencia histórica de la modernidad, del proceso civiliza­ dor o de las cuestiones centrales de la investigación sociológica. La otra vía, que aparentemente apunta en la dirección opuesta aunque, de hecho, conduce al mismo punto de destino, consiste en presentar el Holocausto como un caso extremo dentro de una amplia categoría de fenó­ menos sociales habituales: una categoría odiosa y repelente con la que, sin embargo, podemos (y debemos) convivir. Debemos convivir con ella debi­ do a su adaptabilidad y a su omnipresencia pero, sobre todo, porque la sociedad moderna ha sido desde siempre, es y seguirá siendo, una organi­ zación diseñada para reducirla y, quizá, eliminarla por completo. Así, se clasifica al Holocausto como un elemento más , aunque importante, de una clase muy amplia que abarca muchos casos "semejantes" de conflicto, pre­ juicio o agresión. Como mucho, se atribuye el Holocausto a una predispo­ sición "natural", primitiva y culturalmente inextinguible de la especie humana -lo mismo que la agresión instintiva de Lorentz o el fracaso del neocórtex para controlar esa antigua parte del cerebro que rige las emocio­ nes que describiera Koestler.1 Los factores que trajeron el Holocausto, en tanto que presociales e inmunes a la manipulación cultural, han quedado de hecho fuera del área de interés de la sociología. En el mejor de los casos, el Holocausto se sitúa entre los genocidios más pavorosos y siniestros: categoría que resulta, en definitiva, teoréticamente asimilable. O también se diluye en la amplia y familiar categoría de la opresión y persecución étni­ ca, cultural o racial.2 Sea cual fuere el camino que se tome, los efectos son muy parecidos. El Holocausto queda inmerso en el relato general de la historia: Visto así, y convenientemente relacionado con otros horrores históricos (las cruzadas religiosas, la matanza de los herejes albigenses, o de los armenios a manos de los turcos o incluso la invención británica de los campos de concen­ tración durante la Guerra de los Boers), resulta fácil considerar el Holocausto como un caso "único", pero normal, en definitiva.3

Otra opción consiste en sumarlo a la conocida historia de los cientos de años de ghettos, de discriminación legal, de pogroms y de persecuciones que han vivido los j udíos en la Europa cristiana. Entonces, el Holocausto se presenta como un episodio especialmente monstruoso aunque plena­ mente consecuente con esa lógica del odio étnico y religioso. De un modo

Introducción: la sociología después del Holocausto

23

u otro, la bomba queda desactivada: no es preciso acometer ninguna revi­ sión de alcance de· nuestra teoría social. Nuestras visiones de la moderni­ dad -de su potencial no manifestado aunque siempre presente o de su ten­ dencia histórica-, no predsan de ningún renovado examen toda vez que los métodos y conceptós que acumula la sociología son totalmente :adecuados para acometer esta empresa, para "explicar" nuestra modernidad, para "hacer que tenga sentido" y poder entenderla. El resultado final es la auto­ satisfacción teorética. En realidad, no sucedió nada que justi fique que se tenga que volver a criticar el modelo de sociedad moderna que ha sido tan · útil en cuanto marco teórico y en cuanto legitimación pragmática de la práctica sociológica. Hasta ahora, los historiadores y los teólogos han sido los que han expre­ sado su desacuerdo con esta actitud de autocomplacencia y orgullo; pero los sociólogos han prestado muy poca atención á esas voces. Las aporta­ ciones de los sociólogos profesionales a los estudios sobre el Holocausto, cuando se comparan con la enorme cantidad de trabajo que han realizado los historiadores y el esforzado examen de conciencia llevado a cabo por los teólogos, tanto cristianos como judíos, se antojan marginales e insigni­ ficantes. Los estudios sociológicos que se han hecho hasta ahora vienen a demostrar, más allá de cualquier duda razonable, que el Holocausto tiene más que decir sobre la situación de la sociología de Jo que la sociología, en su estado actual, puede añadir a nuestro conocimiento de lo que fue el Holocausto. Los sociólogos todavía no se han enfrentado a este hecho tan alarmante (y mucho menos han reaccionado ante él). La manera en que la profesión sociológica percibe su labor con respecto al hecho denominado "Holocausto" , quizá, la ha explicado de la forma más atinada uno de sus representantes más eminentes, Everett C. Hughes: El gobierno nacionalsocialista de Alemania realizó el "trabajo sucio" más colosal de la historia de los judíos. Los problemas fundamentales relacionados con este acontecimiento son (1) ¿quiénes son las personas que hicieron ese tra­ bajo? y

(2)

¿cuáles son las circunstancias en las que otras "buenas" personas

les permitieron realizarlo?

Lo

que necesitamos es conocer mejor los indicios

de su ascenso al poder y las mejores maneras de mantenerlos alejados de él.4

Hughes, fiel a los asentados principios del método sociológico, parte de la premisa de que el problema consiste en descubrir la combinación carac­ terística de factores psicosociales que pueden relacionarse de forma razo-

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nable (en cuanto variable determinante) con las tendencias de comporta­ miento propias de los que llevaron a cabo el "trabaj o sucio" , en enumerar otra serie de factores que relativicen la (esperable, aunque no efectiva) resistencia contra estas tendencias por parte de otras personas y en conse­ guir, por último, algún conocimiento aclaratorio y prospectivo que, en este mundo organizado de forma racional, regido por leyes causales y probabi­ lidades estadísticas, permita evitar a quienes posean estos conocimientos que las tendencias "sucias" vuelvan a ver la luz, puedan expresarse en com­ portamientos reales o logren sus nocivos efectos letales, "sucios " . Este últi­ mo cometido se logrará, es de suponer, aplicando el mismo modelo de acción que ha hecho que nuestro mundo esté organizado racionalmente y sea manipulable y " controlable" . Lo que nos hace falta, por tanto, es una tecnología más avanzada para proseguir con la vieja, y en ningún caso desacreditada, actividad de la ingeniería social. En la que, hasta la fecha, es la aportación sociológica claramente más importante al estudio del Holocausto, Helen Fein5 ha seguido fielmente el consejo de Hughes. Fein establece que su objetivo es explicar en detalle algunas variables psicológicas, ideológicas y estructurales que tienen más relación con los porcentajes de víctimas judías o supervivientes de las dis­ tintas colectividades nacionales de la Europa dominada por los nazis. De acuerdo con todas las pautas ortodoxas de valoración, el trabajo de Fein es impresionante. Tanto las propiedades de las colectividades nacionales o la intensidad del antisemitismo de cada país como los grados de aculturación y asimilación, así como la solidaridad dentro del país, aparecen cuidadosa y correctamente clasificadas de forma que se puedan calcular adecuada­ mente las relaciones y comprobar su importancia. Demuestra que algunas correspondencias hipotéticas no existen o, al menos, no son estadística­ mente válidas. Algunas otras quedan confirmadas estadísticamente, como la relación entre la ausencia de solidaridad y la probabilidad de que la gente "quedara desvinculada de las obligaciones morales" . Pero precisamente debido a la impecable habilidad sociológica de la autora y a la maestría con que la aplica, el libro de Fein deja inadvertidamente de manifiesto toda la debilidad de la sociología ortodoxa. Si no se revisan algunas de las suposi­ ciones esenciales y, sin embargo, tácitas del discurso sociológico, no se puede hacer otra cosa que lo que ha hecho Fein, es decir, formar un con­ cepto del Holocausto como el producto único, aunque completamente determinado, de una concatenación concreta de factores sociales y psicoló­ gicos que desembocaron en la suspensión temporal del imperio de la civi-

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lización bajo/el que se mantiene el comportamiento humano. Desde este punto de vista, lo que se deduce, implícita si no explícitamente, intacto e incuestionado, de la experiencia del Holocausto es el impacto humanizador o racionalizador (los do� conceptos se pueden usar como sinónimos) de la organización social sobre los impulsos inhumanos que rigen la conducta de los individuos pre- o anti-sociales. Cualquier instinto moral que se pueda hallar en la conducta humana es un producto social, y dicho instinto se disuelve cuando la sociedad no funciona bien. "En una situación de anomia (sin reglas sociales), la gente puede reaccionar sin tener en consideración la posibilidad de hacer daño a su prój imo" .6 De lo que se deduce que la pre­ sencia de reglas sociales efectivas hace que resulte improbable esta falta de consideración. La idea clave de las reglas sociales y, por tanto, de la civili­ zación moderna, que destaca por llevar las ambiciones reglamentarias hasta límites inéditos, es la de imponer restricciones morales al egoísmo desen­ frenado y al salvajismo innato del animal que hay en todos los hombres. Una vez procesados los hechos del Holocausto en el molino de esa meto­ dología que parece indicar que estamos ante un ejercicio académico, lo único que puede hacer la sociología ortodoxa es comunicar una idea más ligada a sus propios presupuestos que a los "hechos del caso": la idea que el Holocausto fue un fallo, y no un producto, de la modernidad. En otro notable estudio sociológico sobre el Holocausto, Nechama Tec intenta examinar el otro lado del espectro social: los salvadores, las perso­ nas que no permitieron que se realizara el " trabajo sucio" , y que, en un mundo de universal egoísmo, dedicaron su vida a los que sufrían: aquellos que, en suma, conservaron su moralidad en condiciones inmorales. Tec, fiel a los preceptos del saber sociológico, intenta con todas sus fuerzas encon­ trar los determinantes sociales de lo que, según todas las pautas de la época, fue un comportamiento aberrante. Una por una, somete a prueba todas las hipótesis que cualquier sociólogo respetable incluiría en su proyecto· de investigación. Calcula las relaciones entre la predisposición a ayudar, por un lado, y los diversos factores de clase, educación, confesión o lealtad política, por otro: y descubre que no había ninguna relación. En contra de sus propias expectativas, y de la de sus lectores con preparación sociológi­ ca, Tec llega a la única conclusión posible: "Esos salvadores actuaron de una forma que les era natural. De forma espontánea, fueron capaces de enfrentarse resueltamente a los horrores de su época".7 En otras palabras, los salvadores desearon salvar a su prójimo porque así se lo dictaba a su naturaleza. Provenían de todos los rincones y sectores de la " estructura

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social" y por esta razón desenmascararon la falacia de que existan "deter­ minantes sociales" del comportamiento moral. Si acaso, la contribución de estos determinantes se expresó en su fracaso para apagar el ansia de los sal­ vadores de ayudar a otros en su aflicción. Tec se acercó más que la mayor parte de los sociólogos al descubrimiento de que la cuestión clave no es " ¿qué podemos decir nosotros, los sociólogos, sobre el Holocausto?" sino " ¿qué tiene que decir el Holocausto sobre nosotros, los sociólogos, y sobre nuestros métodos?". Aunque la necesidad de plantear esta pregunta parezca ser la parte más urgente y también más vilmente abandonada del legado del Holocausto, debemos tomar cuidadosamente en consideración sus consecuencias. Es demasiado fácil tener una reacción exagerada ante la evidente bancarrota de unas visiones sociológicas sólidamente arraigadas. Una vez que se ha hecho pedazos la esperanza de constreñir la experiencia del Holocausto dentro de los márgenes teoréticos del defectuoso funcionamiento social (modernidad incapaz de suprimir factores de irracionalidad esencialmente ajenos, presiones civilizadoras incapaces de dominar los impulsos violen­ tos y emocionales o fracaso de la socialización incapaz de crear el volumen necesario de motivaciones morales), nos podemos sentir tentados de enfi­ lar la salida "evidente" ante el punto muerto teorético: salida que consiste en proclamar que el Holocausto es un "paradigma" de la civilización moderna, su producto "natural" y "normal" , quién sabe si también habitual, y su "tendencia histórica". De acuerdo con esta versión, se ascendería al Holocausto al rango de verdad de la modernidad en vez de identificarlo como una de las posibilidades de la modernidad. (Una verdad que se ocul­ ta sólo superficialmente, bajo la fórmula impuesta por aquéllos que se benefician de la " gran mentira".) De una forma perversa, este criterio que trataremos con más detalle en el capítulo cuatro y que supuestamente con­ fiere mayor relieve al significado histórico y teorético del Holocausto, lo único que hace es minimizar su importancia ya que los horrores del geno­ cidio resultan así prácticamente imposibles de distinguir de los otros sufri­ mientos que la sociedad moderna genera cotidiana y abundantemente. ·

El Holocausto como prueba de modernidad Hace algunos años, un periodista de Le Monde entrevistó a varias vícti­ mas de secuestros. Una de las cosas más interesantes que descubrió fue la tasa anormalmente alta de divorcios entre parejas en las que ambos habían

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sufrido juntos·'la agonía de esta experiencia. Intrigado, preguntó a los divor­ ciados sobre las razones, de su decisión. La mayor parte de los entrevista­ dos le dij eron que nunca h abían pensado en la posibilidad de un divorcio antes del secuestro. Sin embargo, durante la espantosa experiencia, "se les abrieron los oj os" y "vieron a su pareja de forma diferente" . Los que habían demostrado ser buenos maridos "demostraron ser" sólo seres egoístas que se preocupaban únicamente de su estómago, los osados hombres de nego­ cios se comportaron con asquerosa cobardía y los "hombres de mundo" sobrados de recursos se vinieron abajo y no hicieron nada aparte de lamen­ tar su inminente perdición. El periodista se planteó una pregunta: ¿cuál de las dos caras que estos Janos eran capaces de encarnar era la verdadera, y cuál la máscara?. Concluyó que la pregunta estaba mal planteada. Ninguna de las dos era "más verdadera" que la otra. Ambas eran posibilidades con­ tenidas en el carácter de la víctima y que simplemente se ponían de mani­ fiesto en diferentes momentos y circunstancias distintas . La cara "buena" parecía normal sólo porque las condiciones normales la favorecían por encima de la otra. Sin embargo, la otra estaba siempre presente aunque por lo general permaneciera invisible. No obstante, el aspecto más fascinante de su descubrimiento fue que si no hubiera sido por el secuestro, la "otra cara" probablemente habría permanecido oculta toda la vida. Las parejas habrían seguido disfrutando de su matrimonio y gustándoles lo que del otro conocían, ignorantes de las cualidades tan poco atractivas que unas cir­ cunstancias inesperadas y extraordinarias les harían descubrir en personas a las que parecían conocer tan bien. El párrafo que hemos citado antes del estudio de Nechama Tec termina con la siguiente observación: "De no ser por el Holocausto, la mayor parte de estos salvadores habría continuado su propio camino, algunos harían obras de caridad y otros llevarían vidas sencillas y modestas. Eran héroes en estado latente, a menudo indistinguibles de los que los rodeaban" . Una de las conclusiones más elaboradas (y convincentes) del estudio de Tec es aquella que subraya la imposibilidad de "descubrir por adelantado" las señales, síntomas o indicaciones de la predisposición individual para el sacrificio o para la cobardía frente a la adversidad. Es decir, determinar, fuera del contexto que las hace nacer o simplemente "despertar", la proba­ bilidad de que lleguen a manifestarse esas disposiciones. John R. Roth también plantea la cuestión de la relación entre potenciali­ dad y realidad (siendo la primera una modalidad aún no descubierta de la segunda y la segunda una modalidad ya descubierta y, por tanto, empírica-

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mente accesible de la primera). Su planteamiento tiene, además, el mérito de abordar directamente el problema que . nos ocupa: Si el poder nazi hubiera prevalecido, la autoridad para decidir lo que debe ser habría determinado que no se había violado ninguna ley natural y que no se habían cometido crímenes contra Dios ni contra la humanidad en el Holocausto. Sí se habría planteado la conveniencia o no de proseguir con las operaciones del trabajo de esclavos, ampliarlas o ponerles fin. Las decisiones se habrían tomado en base a criterios racionales.8

El terror no expresado que impregna nuestra memoria colectiva del Holocausto (relacionado con el deseo abrumador de no mirarlo de frente), radica en la angustiosa sospecha de que el Holocausto pudo haber sido algo más que una aberración, algo más que una desviación de la senda del pro­ greso, algo más que un tumor canceroso en el cuerpo saludable de la socie­ dad civilizada; que, en suma, el Holocausto no fue la antítesis de la civili­ zación moderna y de todo lo que ésta (creemos) representa. Sospechamos, aunque nos neguemos a admitirlo, que el Holocausto podría haber descu­ bierto un rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto del que ya conocemos y admiramos. Y que los dos coexisten con toda comodidad unidos al mismo cuerpo. Lo que acaso nos da más miedo es que ninguno de los dos puede vivir sin el otro, que están unidos como las dos caras de una moneda. A menudo nos detenemos j usto en el umbral de esta verdad pavorosa. De ahí que Henry Feingold insista en que el Holocausto forma, de hecho, parte de la larga y, en su conjunto, irreprochable historia de la sociedad moderna. Habría sido una faceta de la evolución que no se podía esperar ni predecir de ninguna manera, como si se tratara de una nueva y maligna mutación de un virus que se creía controlado: La Solución Final señaló el punto en el que el sistema industrial europeo fra­ casó. En vez de potenciar la vida, que era el anhelo original de la Ilustración, empezó a consumirse. Este sistema industrial y la ética asociada a él hicieron que Europa fuera capaz de dominar el mundo.

Como si las técnicas requeridas y usadas para dominar el mundo fueran cualitativamente distintas de las que facilitaron la efectividad de la Solu­ ción Final. Y, sin embargo, Feingold está dando con la verdad:

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[Auschwitz] fue tambi�n una extensión rutinaria del moderno sistema de producción. En lugar de próducir mercancías, la materia prima eran seres humanos y el producto fir¡al era la muerte: tantas unidades al día consignadas cuidadosamente en las tablas de producción del director. De las chimeneas, símbolo del sistema moderno de fábricas, salía humo acre producido por la cremación de carne humana. La red de ferrocarriles, organizada con acierto, llevaba a las fábricas un nuevo tipo de materia prima. Lo hacía de la misma manera que con cualquier otro cargamento. En las cámaras de gas, las víctimas inhalaban el gas letal de las bolitas de ácido prúsico, producidas por la avan­ zada industria química alemana. Los ingenieros diseñaron los crematorios y los administradores, el sistema burocrático que funcionaba con tanto entusias­ mo y tanta eficiencia que era la envidia de muchas naciones. Incluso el plan general era un reflejo del espíritu científico moderno que se torció. Lo que pre­ senciamos no fue otra cosa que un colosal programa

de ingeniería

social...

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Lo cierto es que todos los "ingredientes" del Holocausto, todas las cosas que hicieron que fuera posible, fueron normales. "Normales" no en el sen­ tido de algo familiar o de un componente más en una larga serie de fenó­ menos desde antiguo descritos, explicados y aceptados (por el contrario, el Holocausto representó algo nuevo y desconocido), sino "normal" en el sen­ tido de que se ajusta plenamente a todo lo que sabemos de nuestra civili­ zación, del espíritu que la guía, de sus prioridades, de su visión inmanente del mundo y de las formas adecuadas de lograr la felicidad humana en la sociedad perfecta. En palabras de Stillman y Pfaff, Existe algo más que una relación fortuita entre la tecnología que se utiliza en una cadena de producción, con su visión de la universal abundancia mate­ rial, y la tecnología aplicada de los campos de concentración, con su visión de un derroche de muerte. Puede que rtuestro deseo sea negar esta relación pero Buchenwald era tan occidental como el río Rouge de Detroit. No podemos considerar Buchenwald como una aberración fortuita de un mundo occidental esencialmente cuerdo.10

Recordemos asimismo la conclusión a la que llegó Raul Hilberg al final de su magistral e inigualado estudio sobre el Holocausto: "La maquinaria de la destrucción no era estructuralmente distinta a la organizada sociedad alemana en su conjunto. La maquinaria de la destrucción era la comunidad

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organizada realizando una de sus funciones especiales". 1 1 Richard L. Rubenstein ha sacado lo que en mi opinión es la lección definitiva del Holocausto. Escribe: "Es una prueba del progreso de Ja civilización" . Progreso, añadimos, en un doble sentido. En la Solución Final, el potencial industrial y los conocimientos tecnológicos de los que se jactaba nuestra civilización alcanzaron nuevas cotas al enfrentarse con éxito a una tarea de una magnitud sin precedentes. Y en esa Solución Final, nuestra sociedad nos ha revelado que tenía una capacidad que no habíamos sospechado hasta entonces. Como nos han enseñado a respetar y admirar la eficiencia técni­ ca y los buenos proyectos, no podemos hacer otra cosa que admitir, debido a la alabanza del progreso material que impone nuestra civilización, que hemos subestimado no poco su auténtico potencial. El mundo de los campos de la muerte y la sociedad que engendra descubre la cara oculta y cada vez más oscura de la civilización judeocristiana. Civilización significa esclavitud, guerras, explotación y campos de la muerte. También significa higiene médica, elevadas ideas religiosas, arte lleno de belleza y música exquisita. Es un error suponer que civilización y salvaje crueldad son antitéticas ... En nuestra época, las crueldades, lo mismo que otros muchos aspectos de nuestro mundo, se administran de forma mucho más efectiva que antes: no han dejado de existir. Tanto la creación como la des­ trucción son aspectos inseparables de lo que denominamos civilización.12

Hilber es historiador y Rubenstein, teólogo. He rebuscado en vano en las obras de los sociólogos intentando dar con afirmaciones que expresaran una conciencia parecida sobre la urgencia de la tarea planteada por el Holocausto o, también, con intuiciones de que el Holocausto supone, entre otras cosas, un desafío para la sociología como profesión y como cuerpo de conocimientos. Comparada con el trabajo realizado por historiadores y teó­ logos, la aportación de la sociología académica se parece más a un ejerci­ cio colectivo de olvido y ceguera. En general, las lecciones del Holocausto han dejado pocas huellas en el sentido común sociológico que cuenta, entre otros muchos, con artículos de fe tales como las bondades del imperio de la razón sobre las emociones, la superioridad de la racionalidad sobre (¿qué si no?) la acción irracional o el enfrentamiento endémico entre las exigen­ cias de eficiencia y las inclinaciones morales que torpemente afectan a las 'relaciones personales' . Las protestas contra esta fe, por altas y certeras que puedan ser, aún no han logrado penetrar los muros de la Sociología.

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No tengo coryocimiento de que haya habido muchas ocasiones en las que los sociólogos qua �ociólogos hayan abordado públicamente la evidencia del Holocausto. Una de .éstas ocasiones (discreta), la ofreció el simposio sobre La sociedad occidental después del Holocausto que convocó en 1 97 8 el Institute for the Study o f Contemporary Social Problems. 1 3 D.urante el · simposio, Richard L. Rubenstein presentó un intento imaginativti, aunque quizá excesivamente emotivo, de realizar una nueva lectura, a la luz de la experiencia del Holocausto, de algunos de los más conocidos diagnósticos de Weber sobre las tendencias de la sociedad moderna. Rubenstein quería saber si las cosas que nosotros sabemos, y que Weber naturalmente desco­ nocía, las podían haber anticipado Weber y sus lectores, al menos como posibilidad, partiendo de lo que Weber sabía, percibía o teorizaba. Creyó haber encontrado una respuesta positiva a esta pregunta o, al menos, así lo sugirió: en la exposición de Weber sobre la burocracia moderna, el espíritu racional, el principio de eficiencia, la mentalidad científica, la relegación de los valores al reino de la subjetividad, etc. no se menciona ningún meca­ nismo capaz de excluir la posibilidad de los excesos nazis y, además, no habría nada en los tipos ideales de Weber que exija calificar la descripción de las actividades del Estado nazi como excesos. Así, "ninguno de los horrores cometidos por los miembros de la profesión médica alemana o por los tecnócratas alemanes era inconsecuente con la opinión de que los valo­ res son inherentemente subjetivos y la ciencia es intrínsecamente instru­ mental y neutral-valorativa" . Guenther Roth, eminente erudito weberiano y sociólogo de reconocida y merecida reputación, no ocultó su disgusto: "Mi desacuerdo con el profesor Rubenstein es total. No hay ni una sola frase en su exposición que pueda aceptar" . Roth, acaso indignado por el posible daño a la memoria de Weber (un daño agazapado en el mérito mismo de la 'anticipación'), recordó a los presentes que Weber era un liberal que amaba la constitución y estaba de acuerdo con el derecho al voto de la clase tra­ bajadora por lo que, podemos pensar, no se le podía vincular con una cosa tan abominable como el Holocausto. Roth, sin embargo, se abstuvo de refu­ tar la esencia del planteamiento de Rubenstein y se privó, así, de la posibi­ lídad de examinar las "consecuencias no previstas" del creciente imperio de la razón que Weber identificaba como el elemento clave de la modernidad y a cuyo análisis hizo tan fundamental aportación. No aprovechó la ocasión para enfrentarse a quemarropa al "otro lado" de las penetrantes visiones legadas por el clásico de la tradición sociológica, ni para reflexionar sobre si nuestro triste conocimiento del Holocausto, desconocido por los clásicos,

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nos permitiría descubrir en sus intuiciones cosas de cuyas consecuencias no podía ser consciente. Con toda probabilidad, Guenther Roth no es el único sociólogo que se aprestaría a la defensa de las verdades sagradas de nuestra tradición sociológica aún en contra de los hechos. Lo que sucede es que la mayoría de los sociólogos no se han visto obligados a hacerlo de una manera tan abierta. Por lo general, no tenemos por qué molestarnos con el problema del Holocausto en nuestra práctica profesional cotidiana. Como profesión, casi hemos conseguido olvidarlo o arrinconarlo dentro de la zona de los "intereses especializados" , desde donde no tiene ninguna oportunidad de llegar al núcleo de la disciplina. Y cuando los textos sociológicos sí lo men­ cionan es para ponerlo como ejemplo de lo que puede llegar a hacer la inna­ ta e indomada agresividad humana, y luego alabar las bondades de domes­ ticarla más aún incrementando las presiones civilizadoras y acudiendo al consejo de los expertos. En el peor de los casos se recuerda como una expe­ riencia particular de los judíos, como un asunto entre los judíos y los que los odian (una "privatización" a la que han contribuido en gran medida muchos portavoces del Estado de Israel guiados por preocupaciones no exactamente religiosas). 14 Esta situación es preocupante no sólo, y no fundamentalmente, por razo­ nes profesionales, por muy perjudicial que pueda ser para la capacidad de análisis y para la relevancia social de la sociología. Lo que hace que esta situación resulte especialmente inquietante es la conciencia de que si "pudo suceder a escala tan masiva en algún sitio, puede suceder en cualquier sitio. Forma parte del espectro de las posibilidades humanas y Auschwitz, nos guste o no, expande el universo de la conciencia tanto como llegar a la luna" . 1 5 Resulta difícil calmar esta angustia si pensamos que no ha desapa­ recido ninguna de las condiciones sociales que hicieron que Auschwitz fuera posible y no se ha tomado ninguna medida efectiva para evitar que esas posibilidades y principios generen nuevas catástrofes semejantes a la de Auschwitz. Como advirtió Leo Kuper, "el Estado territorial reclama, como parte integrante de su soberanía, el derecho a cometer genocidios o a desencadenar matanzas genocidas contra las personas sometidas a su auto­ ridad y . . . de hecho, las Naciones Unidas defienden este derecho" . 1 6 Uno de los servicios póstumos que nos puede prestar el Holocausto es proporcionarnos una oportunidad para comprender los "otros aspectos" , que de l o contrario pasarían desapercibidos, de los principios sociales inhe­ rentes a la historia moderna. Propongo que se considere la experiencia del

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Holocausto, u�a experiencia sobradamente documentada por los historia­ dores, como un "laborat9rio" sociológico. El Holocausto ha desvelado y sometido a prueba características de nuestra sociedad que no se ponen de manifiesto en condicione¡; "fuera de laboratorio" y que, en consecuencia, no son abordables empíricamente. En otras palabras, propongo que trate­ mos el Holocausto como una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna.

El significado del proceso civilizador El mito etiológico más arraigado en la conciencia que de sí misma tiene la sociedad occidental es la historia moralmente edificante de la humanidad surgiendo de la barbarie pre-social. Este mito propició, y concedió popula­ ridad a, algunas influyentes teorías sociológicas y narraciones históricas que, a cambio, le proporcionaron un apoyo erudito y refinado; un vínculo recientemente ilustrado por el repentino éxito y la relevancia adquirida por la exposición de Norbert Elias del "proceso civilizador" . Algunos teóricos sociales contemporáneos mantienen opiniones contrarias (véanse, por ejemplo, los concienzudos análisis de los diversos procesos civilizadores: histórico y comparativo a cargo de Michael Mann o sintético y teorético a cargo de Anthony Giddens) y destacan el crecimiento de la violencia mili­ tar y el uso ilimitado de la coacción como características más importantes del nacimiento y consolidación de las grandes civilizaciones. Pero estas opiniones aún tienen un largo camino que recorrer antes de poder despla­ zar ese mito etiológico de la conciencia pública o incluso del difuso fol­ klore de la profesión sociológica. Por lo general, la opinión profana se ofende si se pone ese mito en tela de juicio. Esta resistencia viene refren­ dada, además, por una amplia coalición de opiniones respetables y eruditas entre las que se cuentan argumentos tan autorizados como la "visión Whig" de la historia, según la cual ésta es una lucha victoriosa entre la razón y la superstición; la visión weberiana de la racionalización, como movimiento que tiende a conseguir cada vez más con cada vez menos esfuerzo; la pro­ mesa psicoanalítica de desenmascarar, arrancar y domesticar al animal que hay en el hombre; la grandiosa profecía de Marx de que la vida y la histo­ ria pasarán a estar bajo el control de la especie humana una vez que ésta se libere de su estrechez de miras; la descripción de Elias de la historia recien­ te como eliminación de la violencia en la vida cotidiana; y, por encima de todo, el coro de expertos que nos aseguran que los problemas humanos tie-

Modernidad y Holocausto nen su origen en las políticas inadecuadas y su solución en las políticas adecuadas. Detrás de esta coalición, se mantiene firme el moderno Estado "jardinero" que toma a la sociedad que dirige como un objeto por diseñar y cultivar y del que hay que arrancar las malas hierbas. Según este mito, desde antiguo osificado en el sentido común de nuestra era, sólo cabe entender el Holocausto como un fracaso de la civilización (es decir, de las actividades humanas guiadas por la razón) en su contención de las predilecciones naturales enfermizas de lo que queda de naturaleza en el hombre. El Holocausto demuestra que el mundo hobbesiano no ha sido completamente domeñado y que el problema hobbesiano no se ha resuelto totalmente. En otras palabras, no tenemos todavía bastante civilización. El inconcluso proceso civilizador todavía tiene que llegar a su término. Si la lección de los asesinatos en masa nos enseña algo es que para prevenir semejantes problemas de barbarie se requieren todavía más esfuerzos civi­ lizadores. No hay nada en esta lección que pueda arroj ar una sombra de duda sobre la efectividad futura de estos esfuerzos y sobre sus resultados finales. Sin duda nos movemos en la dirección correcta pero, acaso, no lo hacemos con la suficiente rapidez. Una vez completada la descripción del Holocausto por parte de los his­ toriadores, aparece una interpretación alternativa y más creíble del mismo como un suceso que desveló la debilidad y la fragilidad de la naturaleza humana (la fragilidad del aborrecimiento del asesinato, de la falta de pre­ disposición a la violencia, del miedo a la conciencia culpable y a la asun­ ción de responsabilidad ante el comportamiento inmoral) cuando esa natu­ raleza se vio constratada por la patente eficiencia del más precioso de los productos de la civilización: su tecnología, sus criterios racionales de elec­ ción, su tendencia a subordinar el pensamiento y la acción al pragmatismo de la economía y la efectividad. El mundo hobbesiano del Holocausto no emergió de su escasamente hondo sepulcro revivido por un tumulto de emociones irracionales. Llegó (de una forma impresionante que con toda seguridad Hobbes habría repudiado) sobre un vehículo construido en una fábrica, empuñando armas que sólo la ciencia más avanzada podía propor­ cionar y siguiendo un itinerario trazado por una organización científica­ mente dirigida. La civilización moderna no fue condición suficiente del Holocausto, pero sí fue, con seguridad, condición necesaria. Sin ella, el Holocausto sería impensable. Fue el mundo racional de la civilización moderna el que hizo que el Holocausto pudiera concebirse. "El asesinato en masa de la comunidad judía europea perpetrado por los nazis no fue sólo

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un logro tecnológico de la sociedad industrial sino también un logr() orga­ nizativo de la sociedad bµrocrática" .17 Piensen simplemente qué es· lo que convirtió al Holocausto en algo único de entre todos los asesinatos en masa que han jalonado el avance histórico de la especie humana. La administración pública infundió al resto de las organizaciones s� decidi­ da planificación y su burocrática meticulosidad. El ejército le confirió a la máquina de la destrucción su precisión militar, su disciplina y su insensibili­ dad. La influencia de la industria se hizo patente tanto en el hincapié sobre la contabilidad, el ahorro y el aprovechamiento como en la eficiencia de los cen­ tros de la muerte, que funcionaban como fábricas. Finalmente, el partido aportó a todo el aparato el " idealismo ..., la sensación de estar "cumpliendo una misión" y la idea de estar haciendo historia ... Fue, en efecto, la sociedad organizada cumpliendo una tarea especial. Este ingente aparato burocrático, a pesar de dedicarse al asesinato en masa a esca­ la gigantesca, demostró su preocupación por la corrección en los trámites burocráticos, por las sutilezas de la definición exacta, por los pormenores de las regulaciones burocráticas y por la obediencia a la ley . 1 8

El departamento de la oficina central de las SS encargado de la destruc­ ción de los judíos europeos se denominaba "Sección de Administración y Economía" . Sólo era mentira en parte; sólo en parte se justifica por las céle­ bres "normas del lenguaj e" concebidas para despistar tanto a los observa� dores casuales como a los menos avispados de entre los criminales genoci­ das. Esta denominación reflejaba fielmente, hasta un extremo que produce náusea, el significado organizativo de su cometido. Si prescindimos de la repugnancia moral de su objetivo (o, para ser más precisos, de la gigantes­ ca magnitud del oprobio moral) esta actividad no difería, en sentido formal (el único sentido que el lenguaje burocrático sabe expresar), de las otras actividades organizadas, concebidas, controladas y supervisadas por las secciones administrativas y económicas "normales". Al igual que cualquier otra actividad susceptible de someterse a la racionalización burocrática, encajaba en la sobria descripción de la administración moderna que hizo Max Weber: En la administración estrictamente burocrática, los siguientes aspectos alcanzan el punto óptimo: precisión, rapidez, falta de ambigüedad, conoci­ miento de los expedientes, continuidad, discreción, unidad, estricta subordina-

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ción y reducción de las fricciones y de los costos materiales y de personal. La burocratización ofrece sobre todo una posibilidad óptima para poner en prác­ tica el principio de la especialización de las funciones administrativas siguien­ do consideraciones puramente objetivas . . . El cumplimiento "objetivo" de las tareas significa ante todo que las tareas se llevan a cabo según unas normas cal­ culables y 'sin tener en cuenta a las personas' . 19

Nada en esta descripción da pie a desautorizar la definición burocrática del Holocausto, una definición que no es ni una parodia de la verdad ni una manifestación de una forma especialmente monstruosa de cinismo. Y, sin embargo, el Holocausto sigue siendo fundamental para que poda­ mos entender el modo en el que la burocracia moderna racionaliza no sólo y no fundamentalmente porque nos recuerde (como si necesitáramos recor­ datorios) lo formal y éticamente ciega que es la búsqueda de la eficiencia burocrática. Su significado tampoco queda plenamente relevado cuando percibimos hasta qué punto un asesinato en masa de esta magnitud sin pre­ cedentes dependió de la existencia de técnicas y hábitos propios de una división del trabajo meticulosa y firmemente establecida o de que se man­ tuviera un suave flujo de información y de mando o una sincronizada coor­ dinación de acciones independientes pero complementarias : en suma, de todas esas técnicas y hábitos que alcanzan su mejor desarrollo en el con­ texto de una oficina. La luz que sobre nuestro conocimiento de la raciona­ lidad burocrática arroja el Holocausto alcanza toda su deslumbrante fuerza una vez que nos damos cuenta hasta qué punto Ja simple idea de la Endlüsung (Solución Final) fue un producto de Ja cultura burocrática. Debemos a Karl Schleuner20 el concepto de la carretera tortuosa que con­ dujo a la exterminación física de los judíos europeos, una carretera que no fue concebida por un monstruo enloquecido tras tener una visión ni tam­ poco fue una decisión sopesada de los dirigentes más ideológicamente entusiastas al principio del "proceso de solución de problemas" . Por el con­ trario, fue surgiendo milímetro a milímetro, encaminada en cada momento hacia un destino diferente, cambiando ante cada nueva crisis que surgía y avanzando con la filosofía de "ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él". El concepto de Schleuner resume los planteamientos de la escuela "funcionalista" en relación a la historiografía del Holocausto (planteamien­ tos que han ido ganando adeptos a costa de los "intencionalistas", los cua­ les tiene cada vez más difícil defender la anteriormente prevalente explica­ ción de que el Holocausto lo produjo una única causa -es decir, una teoría

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que atribuye aVgenocidio una lógica motivacional y una coherencia que nunca tuvo). Según los funcionalistas, "Hitler fij ó el objetivo del nazismo: 'librarse de los judíos y, sobre todo, q,ue los territorios del Reich fueran judenfrei, es decir, limpios de judíós' pero no especificó cómo había que lograrlo" Y Una vez fijado el objetivo, todo se desarrolló tal y como Weber, con su habitual claridad, había explicado: "El 'maestro político' se encuentra en la situación del 'dilettante' ante el 'experto', ante el funcionario cualificado de la direc­ ción de la administración" .22 Había que conseguir el objetivo y la forma de hacerlo dependía de las circustancias, de unas circunstancias valoradas por los 'expertos' teniendo en cuenta la viabilidad y los costos de las vías alter­ nativas de acción. Así, lo primero que se eligió como solución práctica para conseguir el objetivo de Hitler fue el traslado de losjudíos. Si había otros países más hospitalarios con los refugiados j udíos, el resultado sería una Alemania judenfrei. Después de la anexión de Austria, Eichmann se ganó entusiastas elogios tras coordinar y acelerar la inmigración en masa de los judíos austríacos. Pero el territorio bajo dominio nazi empezó a aumentar. Inicialmente, la burocracia nazi consideró que la conquista y la apropiación de territorios cuasi coloniales era la oportunidad soñada para completar la orden del Führer. parecía que el Generalgou verment proporcionaba el deseado vertedero para los judíos que aún vivían en un territorio alemán llamado a ser racialmente puro. Cerca de Nisko, en lo que antes de la con­ quista había sido la Polonia central, se proyectó una reserva para el futuro "principado judío". La burocracia alemana encargada de la adminitración de los antiguos territorios de Polonia puso, sin embargo, obj eciones: ya tenían bastantes problemas controlando a los judíos autóctonos. Así, Eichmann se pasó un año entero trabajando en el proyecto Madagascar: derrotada Francia, se podía transformar la antigua colonia en el principado judío que no se había podido crear en Europa. Pero el proyecto Madagascar también fracasó debido a la enorme distancia, a la gran cantidad de barcos que requería y a la presencia de la marina británica en los mares. Mientras tanto, continuaba aumentando el tamaño de los territorios conquistados y, con ello, el número de j udíos bajo j urisdicción alemana. Cada vez era más tangible la perspectiva de una Europa dominada por los nazis ( y no ya un "Reich reconstruido"). Gradual pero inexorablemente, el Reich de los mil años fue tomando la forma de una Europa dominada por Alemania. En esas circunstancias, el objetivo de una Alemania judenfreí tuvo que adaptarse al proceso. De manera casi imperceptible, poco a poco, pasó a convertirse en

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la idea de una Europa judenfrei. Unas ambiciones tan desmedidas no se podían conseguir con Madagascares por cerca que estuvieran (aunque, según Eberhard Jackel, existen pruebas de que todavía en julio de 1 94 1 , cuando Hitler esperaba poder derrotar a la Unión Soviética e n cuestión de semanas, se pensó que las vastas extensiones rusas situadas tras la línea Arcángel-Astracán podrían ser el vertedero donde trasladar a todos los j udíos que vivieran en la Europa unificada baj o el dominio alemán). Como no se producía la caída de Rusia y las soluciones alternativas no avanzaban al mismo ritmo que el problema, el 1 de octubre de 1941 Himmler ordenó que se pusiera fin a la emigración de los judíos. La tarea de " librarse de los judíos" había dado con otros métodos más efectivos para su cumplimiento: el exterminio físico fue el método escogido, era el más viable y eficaz para conseguir el inicial, y ahora ampliado, objetivo. Tomada la decisión el resto fue asunto a coordinar entre los distintos departamentos de la burocracia del Estado. Se realizó una cuidadosa planificación, se diseñaron la tecno­ logía y los equipos técnicos adecuados, se presupuestó, se hicieron cálcu­ los y se movilizaron los recursos necesarios : simple rutina burocrática. La lección más demoledora que se desprende del concepto de " la carre­ tera tortuosa hacia Auschwitz" es que, en definitiva, Ja elección del exter­ minio físico como medio más adecuado para lograr el Entfernung fue el resultado de Jos rutinarios procedimientos burocráticos, es decir, del cálcu­ lo de la eficiencia, de la cuadratura de las cuentas, de las normas de apli­ cación general. Peor todavía, la elección fue consecuencia del esforzado empeño por dar con soluciones racionales a los "problemas" que se iban planteando a medida que cambiaban las circunstancias. También tuvo algo que ver la tendencia burocrática a agrandar los objetivos -un defecto tan propio de las burocracias como lo pueden ser sus rutinas. La mera presen­ cia de funcionarios desempeñando sus funciones dio origen a nuevas ini­ ciativas y a una continua expansión de los objetivos originales. Una vez más, la competencia demostró su capacidad para impulsarse a sí misma, su tendencia a ampliar y complicar el objetivo que le confirió su raison d'etre. La simple existencia de un cuerpo de expertos en la cuestión judía propor­ cionó un determinado impulso burocrático a la política judía nazi. En

1942,

cuando ya se estaban produciendo deportaciones y asesinatos en masa, apare­ cieron decretos prohibiendo a los judíos alemanes que tuvieran animales domésticos, que les cortaran el pelo peluqueros arios y ¡ que recibieran la insig­ nia deportiva del Reich ! No hacían falta órdenes superiores para que los exper-

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tos en la cuesti.ón judía siguieran inventado medidas discriminatorias, lo garan­ tizaba la simpl� existencia de la función.2' ,

,

En ningún momento de su larga y tortuosa realización, el Holocausto llegó a entrar en contJicto c on los principios de la racionalidad. La Solución Final no fue en ningún momento incompatible con la búsqueda racional de la eficiencia, con la óptima consecución de objetivos . Antes al contrario, surgió de un proceder auténticamente racional y fue generada por una buro­ cracia fiel a su estilo y a su razón de ser. Sabemos de muchas matanzas, pogroms y asesinatos en masa, sucesos no muy alejados del genocidio, que se han cometido sin contar con la burocracia moderna, con los conoci­ mientos y tecnologías de que ésta dispone ni con los principios científicos de su gestión interna. El Holocausto no habría sid.o posible sin todo esto. El Holocausto no fue un arranque irracional de aquellos residuos-todavía­ no-erradicados de la barbarie pre-moderna. Fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad; un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio. No pretendo decir que la incidencia del Holocausto fue determinada por la burocracia moderna o la cultura de la racionalidad instrumental que ésta compendia y mucho menos que la burocracia moderna produce necesaria­ mente fenómenos parecidos al Holocausto. Lo que quiero decir es que las normas de la racionalidad instrumental están especialmente incapacitadas para evitar estos fenómenos, que no hay nada en estas normas que descali­ fique por incorrectos los métodos de "ingeniería social" del estilo de los del Holocausto o considere irracionales las acciones a las que dieron lugar. Sostengo además que el único contexto en el que se pudo concebir, desa­ rrollar y realizar la idea del Holocausto fue en una cultura burocrática que nos incita a considerar la sociedad como un objeto a administrar, como una colección de 'problemas' varios a resolver, como una 'naturaleza' que hay que 'controlar', 'dominar', 'mej orar' o 'remodelar', como legítimo objeto de la 'ingeniería social' y, en general, como un jardín que hay que diseñar y conservar a la fuerza en la forma en que fue diseñado (la teoría de la jardi­ nería divide la vegetación en dos grupos : " plantas cultivadas" , que se deben cuidar, y "malas hierbas", que hay que eliminar). También sostengo que el espíritu de la racionalidad instrumental y su institucionalización burocráti­ ca no sólo dieron pie a soluciones como las del Holocausto sino que, fun­ damentalmente, hicieron que dichas soluciones resultaran "razonables" , aumentando con ello las probabilidades de que s e optara por éllas. Este

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incremento en la probabilidad está relacionado de forma más que c.asual con la capacidad de la burocracia moderna de coordinar la actuación de un elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral.

Producción social de Ja indiferencia moral El doctor Servatius, abogado defensor de Eichmann en Jerusalén, resu­ mió de forma inequívoca su línea de defensa: Eichmann llevó a cabo accio­ nes por las cuales uno recibe una condecoración si gana y va a la horca si pierde. El mensaje más inmediato de esta afirmación -con toda seguridad una de las más conmovedoras de un siglo en el que no han faltado ideas sorprendentes- es trivial. Sin embargo, hay otro mensaje, no tan evidente aunque no menos cínico y mucho más alarmante y es que Eichmann no hizo nada esencialmente diferente de las cosas que se hicieron en el bando de los vencedores. Las acciones no tienen ningún valor moral intrínseco y tampoco son inmanentemente inmorales. La valoración moral es algo externo a la acción, algo que se establece siguiendo unos criterios distintos de los que guían e informan la acción. Lo más alarmante del mensaje del Dr. Servatius es que -si se desvincula de las circunstancias en que se pronunció y se examina en términos uni­ versales y despersonalizados- no difiere de forma significativa de lo que la sociología ha venido diciendo, ni tampoco difiere del -casi nunca cuestio­ nado y rara vez atacado- sentido común de nuestra moderna, y racional, sociedad. Precisamente por esta razón, la afirmación del Dr. Servatius resulta escandalosa. Pone sobre el tapete una verdad que preferiríamos que hubiera permanecido inexpresada: mientras se acepte como evidente esta verdad del sentido común, no existe ningún camino sociológicamente legí­ timo para no aplicarla al caso de Eichmann. Todo el mundo sabe hoy en día que los intentos iniciales de interpretar el Holocausto como una atrocidad cometida por criminales natos, sádicos, dementes, bellacos sociales y otras personas moralmente torcidas fracasa­ ron porque los datos recogidos nunca lo confirmaron. Las investigaciones históricas han hecho que esta refutación sea ahora definitiva. Kren y Rappoport resumen con acierto la actual línea del pensamiento histórico: De acuerdo con los criterios clínicos al uso, no se puede considerar "anor­ mal" a más de un diez por ciento de los miembros de las SS. Esta observación

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se ajusta al sentido general de los testimonios de los supervivientes que indi­ can que en la mayor· parte·de los campos había por lo general un miembro de las SS, o como mucho unos pocos, conocido por sus intensas explosiones de crueldad sádica. Los otros ·no eran siempre personas decentes pero los prisio­ neros consideraban que su comportamiento era, por lo menos, comprensible . . . Nuestro parecer e s que l a abrumadora mayoría d e los hombres d e las S S , tanto los dirigentes como los d e rango inferior, habrían superado con facilidad todos los exámenes psiquiátricos a los que se somete a los reclutas del ejérci­ to de los Estados Unidos o a los policías de Kansas City.24

Sin embargo, el hecho de que la mayor parte de los autores del genoci­ dio fueran personas normales, que pasaría tranquilamente por cualquier cedazo psiquiátrico, por tupido que éste fuera, resulta moralmente pertur­ bador. También resulta teoréticamente incomprensible, en especial cuando se combina esta constatación con la "normalidad" de las estructuras orga­ nizativas que coordinaban las acciones de estos individuos normales en la comisión de un genocidio. Ya hemos visto que las instituciones responsa­ bles del Holocausto, aunque criminales, no eran en un sentido estrictamen­ te sociológico ni patológicas ni anormales. Ahora vemos que las personas cuyas acciones estas instituciones encuadraban tampoco se desviaban de las pautas de la normalidad. No queda, por tanto, más remedio que volver a analizar, con los oj os aguzados por el conocimiento de este fenómeno, las supuestamente conocidas pautas normales de la acc ión racional moderna. Es en estas pautas donde podemos esperar descubrir esa posibilidad que de forma tan dramática reveló la época del Holocausto. Según la famosa frase .de Hannah Arendt, el problema más importante con que se encontraron (y que con "espectacular" éxito resolvieron) los que pusieron en marcha la End10sung, fue "cómo vencer ... la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento físi­ co".25 Sabemos que las personas pertenecientes a las organizaciones más directamente involucradas en el asesinato en masa no eran ni anormalmen­ te sádicas ni anormalmente fanáticas. Podemos dar por sentado que expe­ rimentaban esa aversión humana casi instintiva ante la aflicción del sufri­ miento físico y también el rechazo, mucho más universal, a quitarle la vida a un semejante. Sabemos incluso que cuando se alistaba, por ejemplo, a los miembros de los Einsatzgruppen y de otras unidades igualmente cercanas a la escena de las matanzas, se tenía un cuidado especial en descartar, excluir o dispensar a las personas especialmente perspicaces, con una gran

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carga emocional o con excesivo entusiasmo ideológico. Sabemos que se desaprobaban las iniciativas individuales y que se dedicaba mucho esfuer­ zo a mantener el conjunto de la tarea dentro de un marco estrictamente impersonal de tipo empresarial. El provecho personal y, en general, los motivos personales eran censurados y penalizados. Los asesinatos cometi­ dos por deseo o placer, a diferencia de los que se perpetraban siguiendo órdenes y organizadamente, podían terminar, por lo menos en principio, en un juicio y una condena, lo mismo que cualquier otro asesinato o matanza. En más de una ocasión, Himmler expresó su profunda y, por lo que parece, sincera preocupación por mantener la cordura mental y las normas morales de sus subordinados que diariamente realizaban actividades inhumanas y expresó su orgullo porque, en su opinión, tanto la cordura como la morali­ dad salían incólumes de la prueba. Citando a Arendt de nuevo, "por medio de su 'objetividad' (Sachlichkeit), los hombres de las SS se desligaban de los tipos 'emocionales' como Streicher, ese 'tonto poco realista', y también de ciertos 'peces gordos del Partido Germano-Teutónico que se comporta­ ban como si fueran vestidos de guerreros medievales"' .26 Los dirigentes de las SS contaban (acertadamente, por lo que parece) con la rutina organiza­ tiva y no así con el celo individual, con la disciplina y no con la entrega ide­ ológica. La lealtad a la sangrienta tarea debía proceder, y procedió, de la lealtad a la organización. No se podía buscar y encontrar la "forma de vencer la piedad animal" dejando que otros instintos animales básicos se expresaran. Esto provo­ caría, con toda probabilidad, una disfunción en la capacidad de acción de la organización. Una multitud de individuos vengativos y sanguinarios no encaj aría con la efectividad de una burocracia pequeña, pero disciplinada y rígidamente coordinada. Ni tampoco podía esperarse que afloraran instin­ tos asesinos en los miles de empleados y profesionales corrientes que, a causa de la magnitud de la empresa, tomaron parte en las diversas fases de la operación. En palabras de Hilberg, El alemán autor de los crímenes no era un tipo especial de alemán. Sabemos que la naturaleza misma de la planificación administrativa, de la estructura competencia! y del sistema presupuestario excluían los procesos específicos de selección del personal y la exigencia de capacitaciones especiales. Cualquier miembro de la Policía de Orden podía ser guardia en un ghetto como en un tren. Se daba por sentado que cualquier abogado del Departamento Principal de Seguridad del Reich podía dirigir las unidades móviles de la muerte y que

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cualquier ex�rto en finanzas del Departamento Princ ipal Económico Administrativo podía ser destinado a un campo de la muerte. En otras palabras, las operaciones que hubiera que acometer se encomendaban al personal dis­ ponible.27

Y entonces, ¿cómo se convirtieron estos alemanes corrientes en alema­ nes autores de asesinatos en masa? En opinión de Herbert C. Kelman,28 las inhibiciones morales ante las atrocidades violentas disminuyen cuando se cumplen tres condiciones, por separado o juntas : la violencia está autoriza­ da (por unas órdenes oficiales emitidas por los departamentos legalmente competentes) ; las acciones están dentro de una rutina (creada por las nor­ mas de gestión y por la exacta delimitación de las funciones) ; y las vícti­ mas de la violencia están deshumanizadas (como consecuencia de las defi­ niciones ideológicas y del adoctrinamiento) . De la tercera condición trata­ remos posteriormente. Sin embargo, las dos primeras nos resultan cierta­ mente familiares. Se han enunciado detallada y repetidamente como los principios de la acción racional que las instituciones más representativas de la sociedad moderna han convertido en principios universales. El primer principio relacionado de forma más evidente con nuestra cues­ tión es el de la disciplina organizativa. Para ser más exactos, la exigencia de obedecer las órdenes de los superiores hasta el punto de eliminar cual­ quier otro estímulo de la acción, de colocar la devoción por la suerte de la organización, tal y como ésta viene definida en las órdenes de los superio­ res, por encima de cualquier otra devoción o compromiso. De entre estas influencias "externas" , las más relevantes y susceptibles de interferir con el espíritu de dedicación, y que por tanto hay que eliminar, son las opiniones y las preferencias personales. El ideal de la disciplina apunta a la identifi­ cación total con la organización -lo cual quiere decir estar dispuesto a des­ truir la identidad individual y a sacrificar los intereses personales (por defi­ nición, los intereses que no coincidan con las tareas de la organización). En la ideología de la organización, esta disponibilidad para un sacrificio per­ sonal tan extremado se considera una virtud moral; de hecho, como la vir­ tud moral que dispensa de toda otra exigencia· moral. La desinteresada observancia de esta virtud moral es lo que viene a constituir, en palabras de Weber, el honor del funcionario: "El honor del funcionario reside en su capacidad para ejecutar a conciencia las órdenes de las autoridades supe­ riores, exactamente igual que si las órdenes coincidieran con sus propias convicciones. Esto ha de ser así incluso si las órdenes le parecen equivoca-

Modernidad y Holocausto das y si, a pesar de sus protestas, la autoridad insiste en que se ejecuten" . Este tipo de comportamiento exige, al funcionario, "una elevada disciplina moral y la negación de uno mismo".29 Gracias al honor, la disciplina susti­ tuye a la responsabilidad moral. La deslegitimación de todo lo que no sean las reglas organizativas internas, en tanto que fuente y garantía de correc­ ción y, en consecuencia, la negación de la autoridad de la conciencia per­ sonal, se convierten en la virtud moral más elevada. El desasosiego que puede llegar a producir la práctica de estas virtudes queda eliminado por la insistencia del superior en que él y sólo él es responsable de las acciones de sus subordinados, siempre y cuando, claro está, obedezcan sus órdenes. Weber terminaba su descripción del honor del funcionario subrayando " la responsabilidad personal exclusiva" del dirigente, "responsabilidad que no puede ni rechazar ni traspasar". Cuando durante el juicio de Nuremberg le conminaron a que explicara, por qué no había dimitido de la jefatura del Einsaztgruppe cuyas actuaciones, como persona, no aprobaba, Ohlendorf invocó precisamente ese sentido de la responsabilidad: si ponía en peligro las acciones de su unidad con objeto de conseguir que le dispensaran de unas obligaciones con las que no estaba conforme, habría hecho que sus hombres fueran "injustamente acusados" . Es evidente que Ohlendorf espe­ raba que sus superiores practicaran con él la misma responsabilidad pater­ nalista que él observaba con "sus hombres" . Esto le eximía de preocuparse de la evaluación moral de sus acciones, preocupación que podía traspasar a quienes las ordenaban. "No creo que esté en situación de juzgar si sus medidas . . . eran morales o inmorales . . . Supedito mi conciencia moral al hecho de que yo era un soldado y, por lo tanto, una pieza situada en una posición relativamente baja de una gran máquina" .30 Si la mano de Midas lo transformaba todo en oro, la administración de las SS transformaba todo lo que caía dentro de su órbita, incluyendo a sus víctimas, en parte integrante de la cadena de órdenes, un sector sometido a estrictas reglas de disciplina y exento de todo juicio moral. Como Hilberg observó, el genocidio fue un proceso compuesto: incluía cosas hechas por los alemanes y cosas hechas -bajo órdenes alemanas y, sin embargo, a menudo con una entrega que rozaba con el abandono de uno mismo- por sus víctimas judías. Aquí reside la superioridad técnica de un asesinato en masa diseñado con una intención clara y organizado racionalmente respec­ to a las explosiones desordenadas de las orgías asesinas. Es inconcebible que las víctimas de un pogrom puedan llegar a cooperar con sus agresores. La cooperación de las víctimas con los burócratas de las SS, sí se produjo;

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era parte integrante del plan y fue, de hecho, una condición eseneial de su éxito. "Gran parte del proceso dependía de la participación j udía -tanto de los actos individuales como de la actividad organizada de los consejos . . . Los supervisores alemanes s e dirigían a los consejos para recabar informa­ ción, dinero, mano de obra o agentes del orden y los consej os s� los pro­ porcionaban todos los días de la semana". Esta asombrosa capácidad de extender con éxito las normas de la conducta burocrática, junto con la des­ legitimación de las lealtades alternativas y en general de las motivaciones morales, con objeto de cercar a las víctimas de la burocracia y lograr que aporten (también del modo rutinario en que operan las burocracias, benig­ nas o siniestras) su propia capacidad y trabajo para llevar a cabo su propia destrucción, se consiguió de dos maneras. En primer lugar, el escenario de la vida del ghetto se diseñó de tal forma que las acciones de sus dirigentes y de sus habitantes fueran objetivamente "funcionales" para los propósitos alemanes . "Todo lo que se proyectaba para mantener su viabilidad [la del ghetto] favorecía al mismo tiempo un objetivo alemán . . . La eficacia de los judíos en la distribución del espacio o de las raciones era una extensión de la eficacia alemana. El rigor de los judíos en la recaudación de los impues­ tos o la utilización de la mano de obra apuntalaba la severidad alemana. Incluso la incorruptibilidad de los judíos era una herramienta útil para la administración alemana". En segundo lugar, se tuvo un cuidado especial en que todas las víctimas, en todas las etapas de esa carretera, estuvieran en una situación donde poder elegir, en base a criterios y acciones racionales, y en la cual la decisión racional venía a coincidir con el planteamiento general del 'objetivo administrativo' . "Los alemanes tuvieron un éxito notable al deportar a los judíos por etapas, porque los que quedaban atrás podían llegar a pensar que era necesario sacrificar a unos pocos por el bien de la mayoría" .31 De hecho, incluso a los deportados les quedaba la posibi­ lidad de hacer uso de su racionalidad hasta el final. Las cámaras de gas, ten­ tadoramente denominadas "duchas", eran una visión agradable tras varios días en vagones de ganado inmundos y atestados. Los que ya conocían la verdad. y no albergaban esperanzas aún podían elegír entre una muerte "rápida e indolora" y otra precedida por los sufrimientos adicionales reser­ vados a los que se insubordinaban. Por lo tanto, no sólo se manip�laban las articulaciones externas del ghetto, sobre las cuales las víctimas no tenían ningún control, hasta transformar el ghetto en una extensión de la máquina de la muerte, sino que también se conseguía hacer que los "funcionarios" de esta extensión hicieran uso de sus facultades racionales y provocar en

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ellos un comportamiento motivado por la lealtad y la cooperación �n la consecución de los objetivos definidos por la burocracia.

Producción social de la invisibilidad moral Hasta ahora hemos intentado reconstruir el mecanismo social para " ven­ cer la piedad animal " : una producción social de conductas contrarias a las inhibiciones morales innatas, capaces de convertir a personas que no son "degenerados morales" en ninguna de las acepciones "normales" en asesi­ nos o colaboradores conscientes del proceso de asesinato. Pero la expe­ riencia del Holocausto también sirve para destacar otro mecanismo social. Un mecanismo con un potencial mucho más siniestro: el de implicar en la perpetración de un genocidio a un número mucho más amplio de personas y sin que durante el proceso estas personas lleguen a enfrentarse conscien­ temente ni con difíciles opciones morales ni con la necesidad de sofocar la resistencia de sus conciencias. No se produce nunca un conflicto de orden moral, porque los aspectos morales de las acciones no son inmediatamen­ te evidentes o se impide deliberadamente que se descubran y discutan. En otras palabras, el carácter moral de la acción o bien es invisible o bien per­ manece intencionadamente oculto. Citaremos de nuevo a Hilberg: "No debemos olvidar que la mayor parte de las personas que participaron [en el genocidio] no dispararon rifles con­ tra niños j udíos ni vertieron gas en las cámaras . . . Casi todos los burócratas redactaron memorándums, elaboraron anteproyectos, hablaron por teléfono y participaron en conferencias. Destruyeron a mucha gente sentados en sus escritorios" .32 Si eran conscientes del resultado final de su ostensiblemente inocua actividad, este conocimiento debía encontrarse, en el mejor de los casos, en lo más recóndito de sus mentes. Era difícil identificar las relacio­ nes causales entre sus acciones y el asesinato en masa. Y poco oprobio moral merecía la natural y humana inclinación a evitar preocuparse más de lo estrictamente necesario -y, por tanto, abstenerse de examinar la totali­ dad de la cadena causal hasta sus eslabones más lejanos. Para entender cómo fue posible semej ante ceguera moral nos puede resultar útil pensar en los trabaj adores de una fábrica de armamento que celebran el "aplaza­ miento del cierre" de su fábrica gracias a que se han producido nuevos pedidos mientras, al mismo tiempo, lamentan sinceramente las matanzas mutuas entre etíopes y eritreos. O pensar en cómo es posible que todos con­ sideremos que una "caída de los precios de las materias primas" es una

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buena noticia a) tiempo que todos nos lamentamos sinceramente de. que en África haya niños que mueren de hambre. Hace unos años, John Lachs destacó la mediación de la acción como una de las características más notables y esenciales de la sociedad moderna. Este fenómeno consiste en que las acciones de uno las Ueve a cabo otra per­ sona, una persona intermedia que "está entre mi acción y yo, haciendo que me resulte imposible experimentarla directamente". Existe una gran dis­ tancia entre las intenciones y las realizaciones prácticas y el espacio entre las dos está plagado de una multitud de actos pequeños y de actores intras­ cendentes. El "hombre intermedio" esconde los resultados de la acción de la vista de los actores. El resultado es que hay muchos actos que nadie se atribuye conscientemen­ te. Para la persona en cuyo nombre se realizan, sólo existen verbalmente o en Ja imaginación. Nunca los reclamará como suyos porque nunca los ha vivido. Por otro lado, el hombre que los ha llevado a cabo siempre los considerará como imputables a otra persona, siendo él mismo nada más que el instrumen­ to inocente de una voluntad ajena. Sin un conocimiento de primera mano de sus acciones, incluso el mejor de los seres humanos se mueve en un vacío moral: el reconocimiento abstracto del mal no es ni una guía fiable ni un motivo adecuado ... No nos debería sor­ prender la crueldad enorme, y en gran medida no intencionada, de los hombres de buena voluntad . . . Lo notable e s que n o somos incapaces d e reconocer los actos erróneos o las injusticias graves cuando los vemos. Lo que nos deja estupefactos es cómo pueden haber sucedido cuando ninguno de nosotros ha hecho nada más que cosas inofensivas . . . Es difícil de aceptar que, con frecuencia, no hay ninguna persona ni grupo que lo haya planificado o provocado todo. Más difícil todavía es aceptar que nuestras propias acciones, a través de sus efectos remotos, hayan contribuido a provocar sufrimientos.'3

El aumento de la distancia física y psíquica entre el acto y sus efectos tiene mayor alcance que la suspensión de las inhibiciones morales: invali­ da el significado moral del acto y, por lo tanto, anula todo conflicto entre las normas personales de la decencia moral y la inmoralidad de las conse­ cuencias sociales del acto. Como casi todas las acciones socialmente signi­ ficativas se transmiten por una larga cadena de dependencias causales y . funcionales muy complej as, los dilemas morales desaparecen de la vista al

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tiempo que cada vez se hacen menos frecuentes las oportunidades para rea­ lizar un examen de conciencia y para que las elecciones morales sean cons­ cientes. Se logra un efecto parecido, aunque a una escala todavía más impresio­ nante, cuando se hace que las víctimas sean psicológicamente invisibles. De todos los factores responsables de la escalada de costos humanos en la guerra moderna, éste es uno de los fundamentales . Como ha observado Peter Caputo, el ethos de la guerra "parece ser un asunto de distancia y de tecnología. Nunca puedes hacer el mal si matas de lejos a la gente con armas sofisticadas " .34 Con el asesinato "a distancia", lo más probable es que el vínculo entre la matanza y los actos completamente inocentes, como apretar un gatillo, poner en marcha la corriente eléctrica o pulsar una tecla del ordenador, se quede en una noción puramente teórica (a esto ayuda mucho la mera diferencia de escala entre el resultado y su causa inmedia­ ta, una desproporción tal que desafía fácilmente la comprensión que se basa en la experiencia racional y lógica). Por lo tanto, es posible ser piloto y arroj ar una bomba sobre Hiroshima o Dresde, ser el mej or en las tareas asignadas a una base de misiles teledirigidos, crear ejemplares todavía más destructores de cabezas nucleares y todo sin perder la propia integridad moral y sin aproximarse al derrumbamiento moral (la invisibilidad de las víctimas fue uno de los factores importantes en los criticados experimentos de Milgram). Teniendo presente este efecto de la invisibilidad de las vícti­ mas, resulta más fácil entender las sucesivas mej oras en la tecnología del Holocausto. En la fase de los Einsatzgruppen, se llevaba a las víctimas aco­ rraladas frente a las ametralladoras y se las mataba a quemarropa. Aunque se hicieron intentos para mantener las armas a la mayor distancia posible de las fosas a las que iban a caer los asesinados, era sumamente difícil para los que disparaban pasar por alto la relación entre disparar y matar. Por esta razón, los administradores del genocidio decidieron que el método era pri­ mitivo y poco eficaz, a la vez que peligroso para la moral de los autores. En consecuencia se buscaron otras técnicas de asesinato, técnicas que sepa­ rarían ópticamente a los asesinos de sus víctimas. La búsqueda tuvo éxito y llevó a la invención de las cámaras de gas, las primeras de las cuales fue­ ron móviles. En un segundo momento, las cámaras se hicieron fijas -las más perfectas que les dio tiempo inventar a los nazis- reduciendo el papel del asesino al de "oficial de sanidad" que tenía que vaciar un saco de "pro­ ductos químicos desinfectantes" por una abertura del tej ado de un edificio cuyo interior no se le conminaba a visitar.

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El éxito téqüco y administrativo del Holocausto se debió en parte a la experta utilizaéión de las "pastillas para dormir la moralidad" que la buro­ cracia y la tecnología modernas habían puesto a su disposición. Los más importantes de todos estos somníferos eran los que producían la invisibili­ dad natural que adqiüeren las conexiones causales dentro de sistema com­ plej o de interacciones y el "distanciamiento" de los resultados repugnantes o moralmente repelentes de la acción, hasta el punto de hacerlos invisibles para el actor. Sin embargo, los nazis destacaron especialmente en un tercer método, que tampoco habían inventado ellos pero que perfeccionaron como nunca se había hecho. Este método consistía en hacer invisible la humanidad de las víctimas . El concepto de Helen Fein del universo de las obligaciones, es decir, el círculo de personas con obligaciones recíprocas de protegerse mútuamente y cuyos vínculos surgen de su. relación con una deidad o con una fuente de autoridad sagrada,35 permite aclarar los factores socio-psicológicos que hicieron que este método fuera tan pavorosamente efectivo. El "universo de las obligaciones" señala los límites exteriores del territorio social dentro del cual se pueden plantear, con sentido, las cues­ tiones morales. Más allá de esta frontera, los preceptos morales no tienen validez y las valoraciones morales carecen de sentido. Para que la humani­ dad de las víctimas pase a ser invisible, lo único que hay que hacer es expulsarlas del universo de las obligaciones. Dentro de la visión nazi del mundo, en la que predominaba el valor supe­ rior e incontestado de los derechos de los alemanes, el excluir a los judíos del universo de las obligaciones tan sólo requería despojarles de su derecho a pertenecer a la nación y al Estado alemanes. Dicho con otra de las con­ movedoras frases de Hilberg: "Cuando, a principios de 1933, el primer fun­ cionario escribió la primera definición de "no ario" en un decreto civil, el destino de los judíos europeos estaba decidido" .36 Se necesitó algo más para conseguir la cooperación o, simplemente, la inacción o la indiferencia, de los europeos que no eran alemanes. Despojar a los judíos de sus derechos como alemanes era suficiente para las SS pero no para las otras naciones, por mucho que compartieran las ideas que promovían los nuevos dueños de Europa, ya que sentían miedo y se sentían ofendidas por las afirmaciones de que los alemanes tenían el monopolio de la virtud humana. Una vez que el objetivo de una Alemaniajudenfrei se transformó en una Europa juden ­ írei había que sustituir la expulsión de los j udíos de la nación alemana por su total deshumanización. De ahí procede la asociación favorita de Frank de "judíos y piojos " : el cambio de retórica que se expresa en el trasplante

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de la "cuestión judía" desde el contexto de la pureza racial al de la "lim­ pieza" e "higiene política", los carteles de aviso sobre el tifus en las pare­ des de los ghettos y, finalmente, el pedido por parte de la Deutsche Gesellschaft für Schadlingsbekampung [compañía alemana de fumigación] de productos químicos para el último acto.

Consecuencias morales del proceso civilizador Aunque existen otras imágenes sociológicas del proceso civilizador, la más usual y compartida es aquella que incluye, como sus dos puntos fun­ damentales, la supresión de los impulsos irracionales y esencialmente anti­ sociales, y la eliminación gradual pero implacable de la violencia de la vida social (o, para decirlo con más precisión, la concentración de la violencia bajo el control del Estado, donde se utiliza para salvaguardar los períme­ tros de la comunidad nacional y las condiciones del orden social). Lo que une estos dos puntos y los convierte en uno solo es la visión de la sociedad civilizada -por lo menos en nuestro modelo occidental y moderno- como una fuerza principalmente moral, como un sistema de instituciones que cooperan y se complementan unas con otras para imponer un orden nor­ mativo y un imperio de la ley que salvaguardan las condiciones de la paz social y de la seguridad individual, que las sociedades pre-civilizadas defendían bastante mal. Esta visión no es necesariamente incorrecta. Sin embargo, si pensamos en el Holocausto, resulta bastante parcial. Aunque da pie para examinar algunas tendencias importantes de la historia reciente, anula el debate sobre otras tendencias no menos fundamentales . Si nos concentramos en una faceta del proceso histórico, esta imagen traza una línea divisoria arbitraria entre la norma y lo anormal. Al deslegitimar algunos de los aspectos más persistentes de la civilización, insinúa equivocadamente que se trata de aspectos de carácter fortuito y transitorio al tiempo que oculta la sorpren­ dente vinculación existente entre los mismos y los presupuestos normativos de la modernidad. En otras palabras, desvía la atención de la persistencia de la alternativa, es decir, del potencial destructivo del proceso civilizador y consigue silenciar y marginar las críticas que insisten en la duplicidad del orden social moderno. En mi opinión, la lección más importante del Holocausto es la necesidad de enfrentarse a estas críticas con seriedad y, en consecuencia, ampliar el modelo teórico del proceso civilizador con el fin de incluir su tendencia a

Introducción: Ja sociología después del Holocausto

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degradar y deslegitimar las motivaciones éticas de l a acción social. Debe­ mos tomar en consideración que el proceso civilizador es, entre otras cosas, ' un proceso por el cual Ja utilización y despliegue de Ja violencia queda libre de todo cálculo moral y las aspiraciones de la racionalidad se emancipan de Ja interferencia de las no�mas éticas o de las inhibiciones morales. Hace ya tiempo que se reconoció que una de las características constitutivas de la civilización moderna es el desarrollo de la racionalidad hasta el punto de excluir criterios alternativos de acción y, en especial, la tendencia a some­ ter el uso de la violencia al cálculo racional -de ahí que debamos aceptar que fenómenos como el del Holocausto son resultados legítimos de la ten­ dencia civilizadora y una de sus constantes posibilidades. Al leer de nuevo, con la perspectiva del tiempo transcurrido, la aclaración de Weber sobre las condiciones y el mecanismo de la racionalización, podemos descubrir estas importantes, aunque hasta ahora infravaloradas, relaciones. Podemos ver con más clarídad que las condiciones de la gestión racional del comercio -como por ej emplo la conocida separación entre el hogar y la empresa o entre la renta privada y el erario público- funcionan al mismo tiempo como factores poderosos para detraer la acción racional y finalista de todo entrecruzamiento con otros procesos regidos por otras (y por definición, irracionales) normas, haciéndola de este modo inmune a la incidencia de los postulados de asistencia mutua, solidaridad y respeto recí­ proco que se manifiestan en los usos de las formaciones no comerciales. Este logro general de la tendencia racionalizadora ha quedado codificado e institucionalizado (como no podía ser menos) en la burocracia moderna. Si se somete a la burocracia a la misma relectura retrospectiva, podrá verse que su mayor preocupación consiste en silenciar la moralidad; ya que en ello radica la condición fundamental de su éxito en cuanto instrumento de coordinación racional de las acciones. Y también se verá su capacidad para generar soluciones como la del Holocausto mientras solícita se dedica, de forma impecablemente racional, a realizar su cotidiana actividad de resol­ ver de problemas. Cualquier reelaboración de la teoría del proceso civilizador que siga las líneas mencionadas exigiría necesariamente cambios en la propia socio­ logía. El carácter y el estilo de la sociología se han armonizado con la sociedad moderna que teoriza e investiga. Desde su nacimiento, la socio­ logía se ha entregado a una relación mimética con su obj eto o, más bien, con la imaginería de ese obj eto que ella misma construyó y aceptó como marco para su propio discurso. Así, la sociología promovió, como su pro-

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pio criterio de pertinencia, los mismos principios de la acción racional .que consideró constitutivos de su obj eto de estudio. También validó, como reglas obligatorias de su propio discurso, el que las problemáticas éticas eran inadmisible en otra forma que no fuera la de la ideología sostenida por la comunidad de sociólogos ya que eran, por definición ajenas a la cienti­ ficidad y racionalidad del discurso sociológico. Expresiones como "Ja san­ tidad de Ja vida h umana " o "los deberes morales " suenan tan extrañas en un seminario de sociología como en Jos despachos asépticos y sin humo de una oficina burocrática. La sociología, al observar estos principios en su práctica profesional, lo único que ha hecho ha sido participar en la cultura científica. Como parte integrante del proceso de racionalización, esta cultura no debe librarse de la crítica. Después de todo, el silencio moral que la ciencia se ha impuesto a sí misma ha revelado algunos de sus aspectos más ocultos, por ejemplo, cuando el problema de la producción y recogida de los cadáveres en Auschwitz se planteó como un "problema médico" . No resulta fácil pasar por alto las advertencias de Franklin M. Littell sobre la crisis de credibili­ dad de la universidad moderna: "¿Qué tipo de facultad de medicina educó a Mengele y a sus asociados? ¿Qué departamentos de antropología prepa­ raron al personal del 'Instituto de la Herencia Ancestral' de la Universidad de Estrasburgo?".37 No hay que preguntarse por quién en concreto dobla esta campana. Para evitar la tentación de restarle importancia a estas pre­ guntas y considerar que tienen simplemente un significado históricamente circunscrito podemos recordar el análisis de Colin Gray sobre el afán que impulsa la carrera por el armamento nuclear: "Necesariamente, los cientí­ ficos y los tecnólogos de los dos bandos 'compiten' para minimizar su pro­ pia ignorancia. El enemigo no es la tecnología soviética sino los hechos físicos desconocidos que atraen la atención de los científicos ... Los equipos de científicos dedicados a la investigación, altamente motivados, tecnoló­ gicamente competentes y provistos de los fondos adecuados, generarán inevitablemente una serie sin fin de ideas con las que construir nuevas y más refinadas armas".38 Una primera versión de este capítulo se publicó en

The British Joumal of Sociology,

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2. Modernidad, racismo y exterminio (I)

Pocos vínculos de causalidad más evidentes que los que existen entre antisemitismo y Holocausto. Los j udíos de Europa fueron asesinados por­ que eran odiados por aquellos alemanes que los mataron y por todos sus cómplices. El Holocausto fue la espectacular culminación de una secular historia de resentimiento religioso, económico, cultural y nacional. Esta explicación del Holocausto es la primera que se nos ocurre: "resulta razo­ nable", si se permite la paradoj a. Y, sin embargo, la aparente claridad del vínculo causal no resiste un examen más profundo. Gracias a las minuciosas investigaciones históricas realizadas en las últi­ mas décadas, sabemos que antes de que los nazis llegaran al poder y mucho después de que se afianzara su dominio sobre Alemania, el sentimiento antisemita era discreto entre los alemanes, comparado con el odio hacia los judíos que existía en otros países europeos. Mucho antes de que la República de Wei mar completara el largo proceso de la emancipación judía, los j udíos de otros países ya consideraban a Alemania como un país de igualdad y tolerancia, tanto religiosa como nacional. A principios del siglo XX, Alemania tenía muchos más judíos universitarios y profesionales liberales que los Estados Unidos o Gran Bretaña. El resentimiento popular contra los j udíos ni estaba profundamente arraigado ni era generalizado.

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Casi nunca se manifestó en forma de estallidos de violencia pública,. tan habituales en otras partes de Europa. Los intentos de los nazis de sacar a la superficie el antisemitismo popular mediante manifestaciones públicas de violencia antij udía resultaron contraproducentes y fueron abandonados. Uno de los historiadores más destacados del Holocausto, Henry L. Feingold, ha llegado a la conclusión de que si hubiera habido encuestas de opinión pública para medir la intensidad de las actitudes antisemitas "durante Weimar, probablemente se habría descubierto que la aversión de los alemanes por los judíos era menor que la de los franceses" . 1 El antise­ mitismo popular no fue nunca, durante el proceso de destrucción, una fuer­ za activa. Como mucho, contribuyó indirectamente a que se cometieran asesinatos en masa porque produj o la apatía con que la mayor parte de los alemanes contempló el destino de los judíos, cuando lo conocían, o bien se conformó con ignorarlo. En palabras de Norman Cohn, " la gente no dese­ aba involucrarse en defensa de los judíos. La indiferencia casi general y la facilidad con que la gente se disociaba de los judíos y de su destino era en parte consecuencia de una vaga sensación de que . . . los judíos eran, de un modo u otro, misteriosos y peligrosos" .2 Richard L. Rubenstein va más allá e insinúa que la apatía alemana -la cooperación pasiva, por decirlo de algu­ na manera- no se puede entender sin plantear esta pregunta: "¿Consideraba la mayoría de los alemanes que la eliminación de los judíos sería benefi­ ciosa?".3 Otros historiadores, sin embargo, han explicado de forma convin­ cente que la "cooperación de la no-resistencia" se debe a factores que no necesariamente implican alguna creencia determinada sobre la naturaleza y esencia de los j udíos. Walter Laqueur, por ejemplo, subraya el hecho de que "a poca gente le interesaba la suerte de los judíos. Casi todas las personas debían afrontar problemas mucho más importantes. Era un asunto desagra­ dable, las especulaciones resultaban infructuosas y se desaprobaban las dis­ cusiones sobre el destino de los judíos. Esta cuestión no se tuvo en cuenta y se dej ó de lado mientras duró".4 Existe otro problema que la explicación antisemita del Holocausto no logra resolver. Durante miles de años, el antisemitismo, religioso o econó­ mico, cultural o racial, virulento o moderado, ha sido un fenómeno casi universal. El Holocausto, sin embargo, es un hecho sin precedentes en la historia. Prácticamente en todas y cada una de sus características es único y no puede compararse con otras matanzas, por sangrientas que hayan sido, de grupos previamente definidos como extranjeros, hostiles o peligrosos. Al ser el antisemitismo un fenómeno perpetuo y ubicuo no puede por sí

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sólo explicar lii singularidad del Holocausto. Es más, no es evident.e que el antisemitismo, seguramente condición necesaria de la violencia antijudía, pueda considerarse condición suficiente de la misma. Según Norman Cohn, el desencadenante mateüal y efectivo de la violencia radica en la existen­ ci.a de un grupo orgánizado de "asesinos profesionales de judíos",lo que, en sí mismo, es un fenómeno relacionado con el antisemitismo pero en abso­ luto idéntico a él . Sin este elemento, la aversión hacia los judíos, por inten­ sa que fuere, probablemente nunca habría estallado con agresiones contra el vecino judío. Parece que los pogroms, estallidos espontáneos de furia popular, son un mito y, de hecho, no existe ningún caso comprobado en el que los habitantes de un pueblo o de una ciudad sencillamente hayan acorralado a sus vecinos judíos y los hayan asesinado; ni incluso en la Edad Media . .. En la época moderna, la espontaneidad popular está aún menos demostrada, toda vez que los grupos organizados han sido efectivos sólo cuando ejecutaban la política de un gobier­ no y disfrutaban de su protección.5

En otras palabras, la explicación de que la violencia antisemita, ya sea la general como la específica del Holocausto, no es sino "el paroxismo de los sentimientos antijudíos" , "el antisemitismo llevado a sus extremos" o "el estallido de la aversión popular contra los judíos" resulta endeble y carece del aval de las pruebas históricas y sociológicas. Por sí solo, el antisemitis­ mo no explica el Holocausto. En términos generales, cabe sostener, que Ja aversión no basta por sí misma para explicar satisfactoriamente ningún genocidio. Aunque el antisemitismo fuera útil -y, acaso, indispensable­ para cometer el Holocausto, no es menos cierto que el antisemitismo de los diseñadores y administradores del asesinato en masa debía diferenciarse notablemente de los sentimientos antijudíos, de existir, de los ejecutores, colaboradores y testigos serviciales del genocidio. También es cierto que, para que el Holocausto fuera posible, el antisemitismo, del tipo que fuere, debía conjugarse con otros factores de una naturaleza totalmente distinta. Así, en lugar de desentrañar los misterios de la psicología individual, deberíamos analizar aquellos mecanismos sociales y políticos capaces de producir esos factores añadidos y estudiar la reacción, potencialmente explosiva, que se produce cuando entran en contacto con los tradicionales antagonismos sociales.

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Algunas singularidades del extrañamiento de los judíos Aunque acuñado y de uso generalizado a finales del siglo XIX, el "anti­ semitismo" era percibido como un fenómeno que hundía sus raíces, más allá de la novedad del término, en la antigüedad. Ha quedado historiográfi­ camente demostrado que la aversión y la sostenida discriminación contra los judíos ya existían más de dos mil años atrás. Los historiadores coinci­ den en vincular los comienzos del antisemitismo con la destrucción del Segundo Templo y el inicio de la gran diáspora (70 d.C.); si bien, intere­ santes investigaciones han dado cuenta de reacciones, por así decir, proto­ antisemitas ya en tiempos del exilio babilonio. (A comienzos de la década de los años 20, el historiador soviético Salomo Luria publicó un polémico estudio sobre el antisemitismo "pagano" .) Etimológicamente, el término "antisemitismo" no es muy feliz ya que define mal a su referente (por regla general, de forma demasiado genérica) y pasa por alto el verdadero motivo de las prácticas que pretende estigma­ tizar. (Hasta los nazis, los más entusiastas antisemitas que la historia haya conocido, se fueron desmarcando del término, especialmente durante la guerra, cuando la semántica del concepto se antojó políticamente peligro­ sa toda vez que el término también podía valer contra algunos de los más devotos aliados germánicos.) A efectos prácticos, sin embargo, la contro­ versia semántica se ha evitado para centrar el uso del concepto en su obje­ tivo: la aversión contra el j udío, eso significa "antisemitismo". La palabra refiere tanto la noción de pueblo j udío en cuanto grupo extraño, hostil y formado por indeseables como las prácticas que se derivan de la noción y la refuerzan. El antisemitismo difiere de otros casos de ancestral enemistad entre gru­ pos en un aspecto muy importante. Las relaciones sociales, de las que las ideas y prácticas antisemitas son objeto, no son nunca relaciones entre dos grupos territorialmente establecidos que se enfrentan en pie de igualdad. Son, por el contrario, relaciones entre una mayoría y una minoría, entre una población "anfitriona" y un grupo más pequeño que vive en su seno con­ servando su propia identidad; así, al ser la parte más débil, acaba convir­ tiéndose en el contrario: los "ellos" separados de los nativos "nosotros". Los objetos del antisemitismo pertenecen, como norma, a la categoría semánticamente confusa y psicológicamente desconcertante de "los extran­ jeros de dentro"; cabalgan sobre un límite vital que hay que delimitar con claridad y mantener intacto e inexpugnable. Así, en lo que a la intensidad

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del antisemití�mo se refiere, lo más probable es que sea proporcional a la urgencia y la ferocidad qel impulso por trazar y definir ese límite.6 A menu­ do, el antisemitismo ha sido una manifestación exterior tanto del afán por preservar el límite como. de las tensiones emocionales y prácticas que pro­ voca el intento. Es evidente que estas características singulares del antisemitismo han estado indisolublemente ligadas al fenómeno de la diáspora. Sin embargo, la diáspora judía se distingue, una vez más, de la mayor parte de los ejem­ plos conocidos de migraciones y asentamientos. Una de sus particularida­ des más notables es el largísimo tiempo histórico a través del cual estos "extranjeros entre nosotros" han mantenido su distinción, ya sea en su diacrónica continuidad como en su sincrónica identidad. Así, a diferencia de otros asentamientos, los esfuerzos por definir los límites que acotaran la presencia judía han tenido mucho tiempo para sedimentarse e instituciona­ lizarse como rituales codificados e intrínsecamente capaces de reproducir­ se y, por tanto, de apuntalar la separación. Otra característica singular de la diáspora fue la universal carencia de hogar, rasgo que los j udíos comparten acaso solamente con los gitanos. El vínculo original de los judíos con la tie­ rra de Israel se fue haciendo cada vez más tenue a lo largo de los siglos, aunque nunca perdiera su dimensión espiritual. Esta última, sin embargo, fue atacada por la población anfitriona cuando, al convertirse Israel en Tierra Santa, reivindicó para sí ese vínculo espiritual en nombre de sus ancestros bíblicos. Por mucho resentimiento que causara entre los anfitrio­ nes la presencia judía, más resentimiento hubiera provocado el que este pueblo, al que consideraban un pretendiente ilegítimo, volviera a tomar posesión de la Tierra Santa. La permanente e irremediable carencia de hogar de los j udíos fue parte integrante de su identidad prácticamente desde el principio de su historia, desde la diáspora. De hecho, los nazis lo utilizaron como uno de sus argu­ mentos principales contra los j udíos e Hitler lo empleó para j ustificar la afirmación de que la hostilidad contra los judíos era de una naturaleza radi­ calmente distinta a la de los habituales antagonismos entre razas o nacio­ nes rivales. Como señaló Eberhard Jackel,7 la persistente carencia de hogar de los judíos fue lo que, más que cualquier otra cosa, los diferenciaba a los oj os de Hitler de todas las otras naciones a las que odiaba y deseaba esclavizar o destruir. Hitler creía que los judíos,8 al no tener un Estado territorial, no podían participar en la lucha por el poder universal en su forma común, es

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decir, mediante una guerra de conquista territorial, sino que sólo podían hacerlo recurriendo a métodos indecentes, subrepticios y turbios. Esto los convertía en un enemigo formidable y especialmente siniestro. Un enemi­ go, además, al que era improbable que se pudiera pacificar o saciar nunca y, en consecuencia, había que destruir para que dejara de hacer daño. Y sin embargo, en la Europa premoderna, el peculiar sabor de la otredad de los judíos no les impidió, en definitiva, encontrar su lugar en el orden social. El que encontraran un lugar fue posible gracias a la intensidad rela­ tivamente baja de las tensiones y de los conflictos generados por los pro­ cesos de delimitación y mantenimiento de los límites. Pero también lo faci­ litó la estructura fragmentaria de la sociedad pre-moderna y el hecho de que la fragmentación fuera normal entre los distintos segmentos sociales. En una sociedad dividida en rangos o castas, los judíos eran simplemente una más de entre las muchas que había. Se definía al judío, en cuanto per­ sona, por la casta a la que pertenecía y por los privilegios de que disfruta­ ba o las cargas que soportaba. Pero esto valía para cualquier persona de la sociedad. Los judíos estaban apartados, pero el hecho de estar separados no les convertía en seres singulares. Su condición, como la de las otras castas, la habían conformado, perpetuado y defendido de forma efectiva todas aquellas costumbres destinadas a mantener la pureza y evitar la contami­ nación. Aunque muy diversas, estas costumbres tenían una misma función: crear una distancia de seguridad que, den.tro de lo posible, resultara insal­ vable. La separación de los grupos se conseguía manteniéndoles física­ mente apartados, excluyendo todo encuentro no estrictamente controlado o ritualizado, marcando a cada individuo para señalarlo como un ser extraño o provocando la separación espiritual entre los grupos con el fin de impo­ sibilitar cualquier ósmosis cultural entre ellos y reducir así el enfrenta­ miento cultural. Durante siglos, el judío vivía en un barrio apartado dentro de la ciudad y llevaba unas ropas muy extrañas, a veces prescritas por ley, especialmente cuando los usos ciudadanos no conseguían mantener la uni­ formidad de las distinciones. Pero la separación física no era suficiente ya, que a menudo, los negocios del ghetto y de la comunidad anfitriona esta­ ban entretejidos y requerían, en consecuencia, de contactos constantes. Así, la distancia territorial debía reforzarse por medio de un ritual cuidadosa­ mente codificado que servía para que aquellas relaciones que no podían evitarse fueran tan sólo formales y funcionales. Las relaciones que se resistían a esta formalización o a su reducción funcional solían estar prohi­ bidas o se desaprobaban. Aquellas relaciones sujetas a mayor veto eran las

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tenidas por má� contaminantes: el connubium y la convivialidad, así como cualquier commercium, salvo el meramente funcional. Debemos, no obstante, tener presente que todas estas medidas evidente­ mente hostiles eran al mismo tiempo vehículos de integración social, ya que eliminaban el peligro que contra la identidad y la reproducción del grupo anfitrión no podía sino representar el "extranjero del interior", esta­ blecían las condiciones para que los dos grupos pudieran coh abitar sin fric­ ciones y determinaban unas normas de comportamiento que, observadas con rigor, garantizaban la coexistencia pacífica en una situación potencial­ mente conflictiva y explosiva. Como señaló Simmel, la institucionalización de los rituales transforma el conflicto en un instrumento de cohesión social. Mientras fueran efectivas, estas normas de separación no debían venir reforzadas con actitudes hostiles. La reducción del comercio a los inter­ cambios estrictamente ritualizados exigía únicamente respeto a las normas y debida repugnancia cuando se desobedecían . También exigía, por supues­ to, que los objetos de la separación aceptaran pertenecer a una categoría social inferior a la de la comunidad anfitriona y que admitieran que los anfitriones tenían potestad para definir, reglamentar o modificar esa cate­ goría. Sin embargo, a lo largo de la mayor parte de la historia de la diás­ pora j udía, las leyes eran en general básicamente un entramado de privile­ gios y usurpaciones y la idea de igualdad, tanto j urídica como sobre todo social, era inaudita o, en cualquier caso, no se consideraba practicable. Hasta la llegada de la modernidad, el extrañamiento de los judíos era poco más que un ejemplo más de la universal separación de los grupos en la pre­ ordenada cadena de la vida.

La incongruencia judía desde la cristiandad hasta Ja modernidad Lo anterior no significa, antes al contrario, que la separación de los judíos no se diferenciara de otros casos de segregación y que no se teorizara sobre ella como un caso especial, con sus propios significados. Para las elites eru­ ditas de la Europa premodema -clérigos, teólogos y filósofos cristianos-, ocupadas como todas las elites eruditas en encontrar sentido en la aleato­ riedad y lógica en la espontaneidad de la experiencia de la vida, los judíos eran una singularidad, una entidad que desafiaba tanto la claridad cognos­ citiva como la armonía moral del universo. No pertenecían ni al grupo de los paganos que todavía no se habían convertido ni al de los herejes que habían perdido la gracia divina. Quedaban al margen de las dos fronteras

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de la cristiandad, celosamente defendidas y fácilmente defendibles. Los judíos, por así decir, se sentaban tercamente a horcajadas sobre la línea divisoria con lo que ponían en peligro su pretendida inexpugnabilidad. Eran al mismo tiempo los venerables padres de la cristiandad y sus detrac­ tores más odiosos y execrables. Su rechazo de las enseñanzas cristianas sólo podía considerarse como una manifestación de ignorancia pagana fal­ tando gravemente a la verdad de la cristiandad. Y tampoco se podía pasar por alto como si sólo se tratara de un error, en principio corregible, de una ovej a descarriada. Los judíos no eran simplemente infieles por omisión o por desprecio de la conversión, sino gentes que conscientemente se nega­ ban a aceptar la verdad cuando se les daba ocasión de hacerlo. Su presen­ cia constituía una amenaza permanente para la certeza de la verdad cristia­ na. Esta amenaza sólo se podía repeler o, por lo menos, apaciguar expli­ cando que la obstinación judía se debía a una malicia premeditada, a inten­ ciones aviesas y a una moral corrupta. Añadiremos otro factor que apare­ cerá a menudo en nuestro razonamiento y que consideramos como uno de los más sobresalientes y fundamentales del antisemitismo: los judíos eran, por decirlo de alguna manera, la extensión misma y el final de la cristian­ dad. Por esta razón, eran distintos de otras partes inquietantes y no asimi­ ladas del mundo cristiano. A diferencia de otras herejías, no eran ni un pro­ blema local ni un episodio con un comienzo claramente definido y, es de esperar, con un final. Por el contrario, constituían una constante ubicua, siempre unida a la cristiandad, un alter ego de la Iglesia cristiana. La coexistencia de la cristiandad y los judíos no era pues solamente un caso de conflicto y enemistad, era más que eso. La cristiandad no se podía reproducir a sí misma, y evidentemente no podía reproducir su dominación universal, sin salvaguardar y reforzar los fundamentos del extrañamiento judío, en cuanto heredera y vencedora de Israel. La identidad de la cris­ tiandad residía, de hecho, en el extrañamiento de los judíos. Nació del rechazo expresado por Jos judíos y extrajo su continua vitalidad del recha­ zo hacia Jos judíos. La cristiandad podía teorizar su propia existencia sola­ mente como una oposición constante a los judíos. La persistente cerrazón de éstos demostraba que la misión cristiana aún no había concluido. La idea del triunfo final de la cristiandad consistía en que los j udíos admitieran su error, se doblegaran ante la verdad cristiana y se convirtieran en masa. En cuanto alter ego, la cristiandad asignó a los judíos una m isión escatológica. Magnificó su visibilidad e importancia. Les confirió una poderosa y sinies­ tra fascinación que de otra manera no habrían poseído.

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La presencia-de los judíos en el seno de l a cristiandad, en sus tierr.as y en su historia, no era, por tij.nto, ni marginal ni contingente. S u carácter dis­ tintivo no era como el de ningún otro grupo minoritario sino un aspecto central de la identidad ctjstiana. La teoría cristiana de los j udíos iba más allá, por tanto, de los comunes métodos de exclusión: era algo m�s que un intento de sistematizar la vaga y difusa conciencia de la diferencia, que emana de, e informa, los métodos de separación entre castas. La teoría cris­ tiana sobre los j udíos, en vez de mero reflejo de los intercambios y friccio­ nes cotidianos entre vecinos, radicaba en una lógica diferente: la de la reproducción de la Iglesia y de su dominación universal. De ahí la relativa autonomía de la "cuestión judía" respecto a las circunstancias populares, sociales, económicas o culturales. De ahí también la relativa facilidad con que la cuestión podía quedar fuera del contexto de la vida cotidiana y ser inmune a la prueba de lo cotidiano. Para los anfitriones cristianos, los judíos eran al mismo tiempo objetos puntuales del trato diario y ejempla­ res de una categoría definida con independencia de ese trato y esta carac­ terística no era ni indispensable ni inevitable en el trato cotidiano con los judíos. Precisamente por esta razón, la categoría podía separarse con rela­ tiva facilidad de lo cotidiano y utilizarse como recurso en actividades que sólo tenían, de tenerla, una tenue relación con lo cotidiano. En la teoriza­ ción de la Iglesia, el antisemitismo adoptaba una forma poi la cual éste "puede existir casi con independencia de la situación real de los judíos en la sociedad . . . Lo más sorprendente es que se puede dar entre personas que nunca han visto un judío o en países en los que desde hace siglos no ha habido j udíos".9 Este antisemitismo demostró ser capaz de perpetuarse aún cuando decayó la dominación espiritual de la Iglesia y desapareció su con­ trol sobre las cosmovisiones del pueblo. La modernidad heredó "al judío " en cuanto categoría claramente diferenciada deljudío y la judía vecinos de sus ciudades y pueblos. Útil y eficaz alter ego de la Iglesia en retirada, "el judío" pudo pasar a ejercer similar función respecto a las nuevas, y ahora seculares, fuerzas de integración social. El aspecto más espectacular y significativo del concepto de "el judío", tal y como lo han construido los usos de la Iglesia cristiana, es su inherente falta de lógica. El concepto reúne elementos no sólo extraños unos de otros sino irreconciliables. La absoluta incoherencia de esta combinación confi­ rió a la entidad mítica que supuestamente la acrisolaba una poderosa y demoniaca fuerza, una fuerza intensa, al mismo tiempo fascinante y repug­ nante: aterradora, sobre todo. El j udío conceptual fue el campo de batalla

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en el que se libró la incesante lucha por la identidad de la Iglesia, por la fije­ za de sus límites espaciales y temporales. El judío conceptual fue una enti­ dad semánticamente sobrecargada, que abarcaba y combinaba significados que debían haberse mantenido aislados y que, por esta razón, se erigía en enemigo natural de cualquier fuerza que pretendiera trazar fronteras y con­ servarlas herméticas. El judío conceptual era visqueux, en palabra de Sartre, y baboso (slimy), según Mary Douglas : su imagen comprometía y desafiaba el orden de las cosas, era el epítome y encarnación de ese desafío (sobre la relación entre la universal actividad cultural de trazar límites y la igualmente universal producción de babosería, véase el tercer capítulo de mi Culture as Praxis). El judío conceptual, en cuanto desafiante, desem­ peñaba una función de primer orden ya que representaba las aterradoras consecuencias de la transgresión de los límites, de la no permanencia en el redil, de la incapacidad de obrar con incondicional lealtad e inequívoco compromiso. Era el prototipo y arquetipo del inconformismo, la heterodo­ xia, la anomalía, la aberración. El judío conceptual, como prueba de su inconcebible e irrazonable desviación, venía a mostrar lo horrible de la alternativa a ese orden de cosas que la Iglesia había definido, narrado y practicado. Era, así, el más fiable de los guardianes de la frontera del orden. Eljudío conceptual encarnaba un mensaje: la alternativa a este orden, el de aquí y ahora, no es otro orden distinto, sino el caos y la devastación. Creo que la creación de la incongruencia judía como subproducto de la constitución y reproducción de la Iglesia cristiana ha sido una de las cau­ sas fundamentales de la excepcional importancia conferida a los judíos entre los varios demonios internos de Europa que Norman Cohn describe tan gráficamente en su memorable estudio sobre la caza de brujas en Europa. Uno de los descubrimientos más importantes de Cohn (confirma­ do por numerosas investigaciones posteriores), es la evidente falta de corre­ lación entre la intensidad del miedo a las brujas y de los temores irraciona­ les en general y los avances del conocimiento científico y del nivel general de racionalidad. De hecho, la explosión del método científico moderno y los enormes avances hacia la racionalización de la vida cotidiana coinci­ dieron, en los primeros años de la historia moderna, con el periodo más feroz y cruel de caza de brujas de toda la historia. Parece, por tanto, que la irracionalidad de los mitos de la brujería y de su persecución poco tenía que ver con el retraso de la Razón y sí mucho . con la intensidad de las angus­ tias y tensiones generadas por el derrumbamiento del ancien régime y el advenimiento del orden moderno. Las viejas seguridades habían desapare-

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cido mientras que las nuevas emergían lentamente y no parecía que pudie­ ran llegar a ser tan s,ólida� como las anteriores. Se desecharon distitJciones seculares, se acortaron las distancias de seguridad, los extraños empezaron a salir de sus demarcacio�es y se mudaron a la casa de al lado: las identi­ dades, otrora seguras, perdieron su estabilidad y su autoridad. Lo que que­ daba de los viejos límites reclamaba una desesperada defensa y las nuevas identidades debían ser acotadas con nuevos límites y, además, en condicio­ nes de universal mudanza y de acelerados cambios . Uno de los instrumen­ tos más importantes para realizar estas dos tare.as fue, necesariamente, la lucha contra la "baba" , contra el enemigo arquetípico de la clari dad y de la inviolabilidad de los límites y de las identidades . Esta lucha estaba aboca­ da a alcanzar inéditos niveles de ferocidad, toda vez que la magnitud de las tareas a realizar tampoco tenía precedentes. Lo que este libro sostiene es que el empeño, ya fuera activo o pasivo, directo o indirecto, que la modernidad puso en la apremiante tarea de tra­ zar y mantener límites hará que se perpetúe, como característica más dis­ tintiva y definitoria, la imagen fronteriza del judío conceptual. Lo que sos­ tengo es que el judío conceptual se ha construido históricamente como el paradigma de la ubicua "viscosidad" de Occidente. Se le ha situado a hor­ cajadas prácticamente sobre todas las barricadas levantadas a lo largo de los sucesivos conflictos que han minado la sociedad occidental en sus diversas fases y dimensiones. El que el judío conceptual cabalgara tantas y diferentes barricadas y líneas divisorias, construidas en tantos y aparente­ mente dispares frentes, confería a su babosería una exorbitante y descono­ cida intensidad. La suya era una opacidad multidimensional y esta misma multidimensionalidad era una incongruencia cognoscitivamente inasible, ajena a todas las otras (en definitiva, sencillas porque confinadas, asiladas y funcionalmente circunscritas) categorías de lo "viscoso" generadas por las luchas de delimitación.

A horcajadas sobre las barricadas Por las razones antes señaladas, el fenómeno del antisemitismo no se puede, en verdad, conceptuar como un caso específico dentro de la ampli a categoría de los antagonismos nacionales, religiosos o culturales. El anti­ semitismo tampoco nace de intereses económicos contrapuestos (aunque a menudo se haya utilizado este argumento para justificarlo en esta nuestra era moderna y competitiva que se concibe a sí misma como un juego de



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suma-cero entre grupos de interés), ya que se perpetuó unilateralmente por el interés que tenían en i mponerse y definirse quienes lo aducían. El anti­ semitismo fue un asunto de (unilateral) delimitación, no de enfrentamiento por unos límites. De ahí que no pueda explicarse como el resultado de una suma de factores puntuales y localizados . Su increíble versatilidad a la hora de apoyar toda suerte de preocupaciones y propósitos distintos entre sí radi­ ca en la universalidad, en la atemporalidad y extraterritorialidad, que lo caracteriza. Se adapta muy bien a todo tipo de problemas puntuales porque no está causalmente relacionado con ninguno. Esta adaptabilidad del j udío conceptual a las más variadas, cuando no contradictorias, situaciones con­ flictivas ha ido exacerbando su innata incoherencia; pero también lo ha convertido en un elemento de explicación cada vez más pertinente y con­ vincente, contribuyendo así a exacerbar su supuesta potencia demoniaca. De ninguna otra categoría del mundo occidental podría decirse lo que Leo Pinsker dejó escrito sobre los judíos en 1 882: "Para los vivos, el j udío es un muerto; para los nativos, un extranjero; para los pobres y los explotados, un millonario; para los patriotas, un apátrida" .1º O lo que se dijo en 1 946, cam­ biando sólo la forma: "Se podría representar al judío como la personifica­ ción de todo lo que se debe temer, despreciar o nos puede ofender. Fue un agente del bolchevismo pero, curiosamente, defendía al mismo tiempo el espíritu liberal de la corrompida democracia occidental. Económicamente hablando, era tanto un socialista como un capitalista. Le culparon de ser un pacifista indolente pero, extraña coincidencia, fue también el eterno insti­ gador de las guerras" . 1 1 E incluso lo que W.D. Rubinstein escribió reciente­ mente haciendo referencia sólo a una de las innumerables dimensiones de la babosería judía: la combinación del antisemitismo dirigido contra las masas j udías "con las variaciones del antisemitismo dirigido contra la elite judía puede ser que le haya conferido al antisemitismo europeo su peculiar virulencia: mientras se guarda rencor a otros grupos por ser o bien elites, o bien masas, a los j udíos se les guarda rencor por ser las dos cosas" . 12

El grupo prismático Anna Zuk, de la Universidad de Lublin, señaló hace poco que se puede considerar a los j udíos como una "clase móvil" , "ya que son objeto de emo­ ciones que por lo general experimentan los grupos sociales más altos hacia los más baj os y, al contrario, los estratos más baj os hacia los más altos de la escala social". 13 Zuk ha estudiado con detalle este enfrentamiento de

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perspectivas c0,gnoscitivas en la Polonia del siglo XVIII, tomándolo como ejemplo de un fenómeno sociológico más general, muy relevante para explicar el antisemitismo. En el siglo pasado, antes del reparto, los judíos polacos eran por lo general sirvientes de los nobles y de la alta burguesía. Realizaban las funciones públicas más impopulares pero necesarias para mantener la dominación política y económica de los nobles terratenientes, como recaudar impuestos y administrar la producción que se enajenaba a los campesinos . Servían de intermediarios y, en términos socio-psicológi­ cos, de escudo de los dueños de las tierras. Los judíos se adaptaron al papel mej or que cualquier otra categoría ya que, por sí mismos, no podían aspi­ rar al progreso social que su importante función sí podía ofrecerles. Incapaces de competir social- y políticamente con sus amos, transigieron con compensaciones puramente económicas . Es decir, no sólo eran social y políticamente inferiores a sus amos sino que estaban condenados a seguir siéndolo. Los señores les trataban como a los otros sirvientes que provenían de las clases bajas, esto es, con desprecio social y repugnancia cultural . La imagen que la nobleza tenía de los j udíos no difería del estereotipo general de las clases inferiores. La pequeña aristocracia consideraba que los judíos, lo mismo que los campesinos y la clase baja urbana, eran sucios, incultos, ignorantes y avariciosos. Y lo mismo que a otros plebeyos, los mantenía a distancia. Como, en virtud de sus funciones económicas , no podían evitar tener algún contacto con ellos, las normas que marcaban la distancia social se observaban con mayor meticulosidad y se expresaban de forma más explícita, con mucha más precisión. En conjunto, se les prestaba mucha más atención que en las relaciones con otras clases, ya que en éstas no había ninguna ambigüedad y se podían perpetuar sin dificultad. Para los campesinos y para la clase baja urbana, los judíos tenían, sin embargo, una imagen completamente diferente. El servicio que prestaban a los terratenientes y a los explotadores de los productores primarios no era, después de todo, sólo económico sino también protector, ya que aislaban a la nobleza y a la alta burguesía de la ira popular. En vez de golpear su obje­ tivo real, el descontento se detenía y se descargaba en los intermediarios. Para las clases más inferiores, los j udíos eran el enemigo, los únicos explo­ tadores a los que conocían en persona. Tenían experiencia de primera mano sólo de la inexorabilidad de los j udíos. Para ellos, losjudíos pertenecían a las clases dirigentes. No es sorprendente que "los judíos, que ocupaban en la sociedad una posición tan baja y carente de privilegios como quienes los atacaban, se convirtieran en el objeto de las agresiones dirigidas contra las

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clases superiores". En cuanto mediadores, "eran un vínculo muy visible, y se convirtieron en el objetivo de la agresión de las clases inferiores y opri­ midas" . Parece que, por ambos lados, los judíos se encontraban implicados en una lucha de clases que no guardaba relación con su identidad y que, por sí mismo, no podía justificar las características específicas de la judeofobia. Lo que hizo que la situación de los judíos dentro de la guerra de clases fuera especial es que se habían convertido en el objeto de dos antagonis­ mos de clase que se oponían entre sí y se contradecían. Cada uno de los adversarios , encerrado en su propia batalla de clase, tenía la impresión de que los judíos, los mediadores, se situaban al otro lado de la barricada. Acaso la metáfora del prisma, y el concepto de "categoría prismática", refleje mej or esta situación que la de "clase móvil". Dependiendo del lado desde el que se mirara a los judíos, éstos, como los prismas, refractaban inconscientemente distintas visiones: una de clases inferiores groseras, bru­ tales y toscas y la otra de superiores sociales despiadados y altaneros . El estudio de Zuk se circunscribe a un periodo que se detiene en el umbral de la modernización polaca. No nos ilustra por tanto sobre las con­ secuencias últimas de esta dualidad de visiones que tan brillantemente des­ cribe. La comunicación entre las clases sociales era escasa en la época pre­ moderna y, por lo tanto, existían muy pocas oportunidades de que las dos opiniones, y los dos estereotipos que generaban, convergieran y finalmen­ te se fundieran conformando esa mezcla incongruente típica del antisemi­ tismo moderno. Debido a la escasez de intercambios entre las clases socia­ les, cada uno de los antagonistas libraba, por así decir, "su propia guerra" contra los judíos, guerras que sólo en modo muy tenue la Iglesia podía jus­ tificar -especialmente ante las clases populares- relacionando la animad­ versión con algún tipo de explicación ideológica. (Por ejemplo, durante la matanza que instigó Pedro el Ermitaño en los pueblos de Renania, los prín­ cipes, condes y obispos de la región intentaron defender a "sus judíos" de acusaciones que nada tenían que ver con las quejas que los j udíos sí debían suscitar y desactivar.) Solamente con la modernidad llegaron a reunirse, cotejarse y finalmente mezclarse las diversas apreciaciones, lógicamente incongruentes entre sí, en torno a la evidentemente extraña, porque ya segregada, "casta" judía. La modernidad implicó, entre otras muchas cosas, una nueva función para las ideas: el Estado las necesitaba para lograr su eficiencia funcional median­ te la movilización ideológica, para encauzar su pronunciada tendencia

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hacia la uniforqtidad (cuya manifestación más popular fueron las cruzadas culturales), para "civiliza¡;" y extender su ideario,14 y para atraer a las clases y localidades periféricas a fin de ponerlas en contacto con el centro en el que se generaban la idea pe! cuerpo político. El resultado global que pro­ dujeron todas estas transformaciones fue un fuerte aumento del 51lcance y de la intensidad de la comunicación entre las clases. Además de sus face­ tas tradicionales, la dominación de clase asumió funciones de guía espiri­ tual, proporcionando y difundiendo los ideales y las fórmulas culturales que habían de asegurar la lealtad política. Una de las consecuencias fue el encuentro y el choque de las diferentes imágenes que existían de los judíos . Su incompatibilidad, que hasta entonces había pasado desapercibida, se había convertido en un problema y e.n un obstáculo: había que "racionali­ zarlo" , como todo lo demás en una sociedad que se estaba modernizando con toda rapidez. Había que resolver la contradicción bien desechando por incongruente la imagen heredada, bien proporcionando, con argumentos racionales, bases sólidas y aceptables a esa misma incongruencia. Lo cierto es que ambas estrategias se ensayaron en la Europa moderna. Por un lado, se percibió la evidente irracionalidad de la situación de los judíos como un ejemplo más del absurdo orden feudal y de las supersticio­ nes que impedían el avance de la razón. En este sentido, la particularidad y la idiosincrasia de los judíos se consideraban semejantes a las innumerables particularidades que el ancien régime toleraba y que el nuevo orden debía eliminar. Al igual que muchas otras excentricidades locales, se entendió principalmente como un problema cultural, es decir, como un hecho que por medio del esfuerzo educativo podía y debía erradicarse. No faltaron profecías según las cuales, una vez que la nueva igualdad jurídica se exten­ diera a los j udíos, desaparecería su peculiaridad y éstos, como tantos otros individuos libres y con derechos civiles, pronto se disolverían en esa nueva sociedad cultural y j urídicamente uniforme. Sin embargo, por otro lado, el nacimiento de la modernidad iba acom­ pañado de ciertos procesos que apuntaban exactamente en dirección con­ traria. Parecía como si la ya consolidada incongruencia, que había marca­ do a su portador como un factor " viscoso" semánticamente perturbador y que subvertía la realidad transparente y ordenada, tendiera a acomodarse a las nuevas condiciones y a expandirse atacando las nuevas incongruencias. Adquirió, así, dimensiones nuevas y modernas y la ausencia de relación entre ellas se convirtió en otra incongruencia por derecho propio, una meta­ incongruencia, si se le puede llamar así. Los judíos, ya definidos como

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"babosos" en términos religiosos y de clase, eran más vulnerables que cual­ quier otra categoría al impacto de las nuevas tensiones y contradicciones traídas por las convulsiones de la revolución modernizadora. Para la mayor parte de la gente, el advenimiento de la modernidad supuso la destrucción del orden y de la seguridad. Y una vez más, se consideró que los judíos se encontraban cerca del centro del proceso destructivo. Parecía que su avan­ ce social, rápido y aparentemente incomprensible, representaba la destruc­ ción que la puj ante modernidad provocaba en todo lo conocido, habitual y seguro. Durante siglos, los judíos habían permanecido aislados y a salvo, en luga­ res que en ocasiones elegían libremente y en otras les imponían. Pero salie­ ron de su retiro, compraron propiedades y alquilaron casas en zonas que antes eran exclusivas de cristianos, se convirtieron en parte de la realidad cotidiana y en compañeros de un discurso difuso que rebasaba los inter­ cambios rituales. Durante siglos, se podía distinguir a los judíos a simple vista, como si llevaran su segregación escrita, simbólica y literalmente, en las mangas. Ahora vestían como todos los demás, en función de su condi­ ción social y no por su pertenencia a una casta. Durante siglos, los judíos fueron una casta de parias, a los que incluso los miembros de las clases bajas cristianas miraban con desprecio. Pero algunos de los parias se insta­ laron en posiciones de poder y prestigio social utilizando sus facultades intelectuales o su dinero: dos fuerzas que ahora determinaban la condición social sin atender a consideraciones relacionadas con el rango y el linaje. La nueva suerte de Jos judíos representaba de hecho el impresionante alcance de la convulsión social y servía para recordar, de forma vívida y molesta, la erosión de las antiguas certezas, que todo lo que antes parecía sólido y duradero se había disuelto y había desaparecido. Cualquiera que se sintiera expulsado, amenazado o desplazado podía, con facilidad -y racionaldad-, dar cuenta de su propia angustia afirmando que la turbulen­ cia padecida era debida a la subversiva incongruencia de los judíos. Así, los j udíos se vieron atrapados en el conflicto histórico más feroz, el que se produjo entre el mundo pre-moderno y la modernidad en marcha. La primera expresión del conflicto fue la resistencia abierta de las clases y estratos sociales del ancien régime a que el nuevo orden social, al que sólo podían percibir como caótico, les arrancara, desheredara y desarraigara de sus adquiridas posiciones sociales. Derrotada la inicial rebelión antimoder­ nista y asegurado el triunfo de la modernidad, el conflicto quedó soterrado y en este nuevo estado irá dejando notar su latente presencia adoptando la

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forma del miedo al vacío, de la insaciable codicia de seguridad, de lbs para­ noicos mitos de la c