Mito y religión en la Grecia Antigua
 9788434410961, 8434410966

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Jean-Pierre Vernant

MITO Y RELIGIÓN EN LA GRECIA ANTIGUA

E D I T O R I A L A R IE L , S. A . BARCELONA

Titulo original: Mithe et religión en CrÉce ancienne Traducción de S a lv ad o r M

a r ía d e l

C

a r r il

1.a edición: enero 1991 1." reimpresión: ju lio 1999 2.“ reimpresión: mayo 2001 © Éditions du Senil 1990, collection LA LIBRAIRIF. DU X X ' SliCLl dirigée par Maurice Olender, pour la versión fran^aisc el l'introduction © Macmillan Publishing Company, 1987. Dans sa versión anglaise, ce texto a cié publié le titre «Greek Religión» dans le 6Cvolume de The Enciclopedia o f Religión, Mircea Eliadc (éd.), New York et Londres, Macmillan, 1987, pp. 99-118 Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 1991 y 2001: Editorial Ariel, S. A. Provenga, 260 - 08008 Barcelona ISBN: 84 344-1096 6 Depósito legal: B. 22.453 - 2001 Impreso en España

IN T R O D U C C IÓ N

Intentar bosquejar el cuadro de la religión griega en un breve ensayo, ¿no parece una apuesta perdida de antemano? Desde que se toma la pluma para es­ cribir, apenas seca la tinta, surgen tantas dificulta­ des, se plantean tantos problem as... ¿Tenemos dere­ cho a hablar de religión en el sentido que nosotros la entendemos? E l politeísmo de los griegos no tiene lugar en el «retorno de lo religioso» que, para ale­ grarse o para deplorarlo, hoy nos sorprende a todos. Porque se trata de una religión muerta, es cierto, pero también porque no puede ofrecer nada a las esperanzas de quienes buscan la salida de una fe ín­ tima en una comunidad de creyentes, en un encuadramiento religioso de la vida colectiva. Desde el pa­ ganismo hasta el mundo contemporáneo, lo que ha cam biado es el propio significado de la religión, su papel y sus funciones, su lugar en la conciencia in­ dividual y en el grupo. A.-J. Festugiére — tendremos ocasión de revisarlo más extensamente— excluye de la religión helénica todo el campo de la mitología, pese a que prescindir de él nos coloca en una posi­ ción difícil para concebir a los dioses griegos. Según ese autor, en la religión que nos ocupa el culto reem­ plaza a lo religioso; el culto o, m ejor dicho, lo que como buen monoteísta Festugiére cree poder pro­ yectar de su propia conciencia cristiana sobre los

ritos de los antiguos. Otros eruditos llevan más lejos la exclusión. Suprimen de la piedad antigua todo aquello que le parece extraño a un espíritu religioso definido con referencia al nuestro. Así, hablando del orfismo, Comparetti afirma, en 1910, que es la única religión que merece ese nom bre en el paganismo; «todo el resto, salvo los misterios, no es más que mito y culto». ¿Todo el resto? Fuera de una corriente sectaria, totalmente m arginal en su aspiración de huir de lo terreno para unirse a lo divino, la reli­ giosidad de los griegos se reduciría a mito; es decir, desde el punto de vista del autor, a fabulación poéti­ ca y culto, a una serie de observancias rituales más o menos emparentadas con las prácticas mágicas de las que proceden. E l historiador de la religión griega debe, enton­ ces, navegar entre dos escollos. Debe cuidarse de «cristianizar» la religión que estudia, interpretando el pensamiento, las conductas y los sentimientos del griego que se entrega a sus prácticas piadosas en el marco de una religión cívica, superponiéndolos al modelo del creyente de hoy, que asegura su salva­ ción personal, en esta vida y en la otra, en el seno de una Iglesia única, con potestad para dispensarle los sacramentos que hacen de él un fiel. Pero tam­ bién debe guardarse de insistir en las diferencias, de que las oposiciones entre los politeísmos de las ciu­ dades griegas y los monoteísmos de las grandes reli­ giones del Libro le induzcan a descalificar los pri­ meros, a retirarlos del plano religioso para relegarlos a otro ámbito, incorporándolos, como han llegado a hacerlo los partidarios de la escuela antropológica inglesa, siguiendo a J. G. Frazer y J. E. Harrison, a un fondo de «creencias prim itivas» y de prácticas «m ágico-religiosas». Las religiones antiguas no son

ni menos ricas espiritualmente, ni menos complejas y organizadas intelectualmente que las actuales. Son distintas. Los fenómenos religiosos tienen múltiples formas y orientaciones. La tarea del historiador es exponer lo que la religiosidad de los griegos puede tener de específico, en sus contrastes y analogías con los otros sistemas, politeístas 0 monoteístas, que re­ gulan las relaciones de los hombres con el más allá. Si no hubiera analogías, no se podría hablar, re­ firiéndose a los griegos, de piedad e impiedad, de pureza e impureza, de temor y de respeto a los dio­ ses, de ceremonias y de fiestas en su honor, de sacri­ ficio, ofrenda, oración o acción de gracias. Pero las diferencias saltan a la vista. Son tan fundamentales, que incluso los actos de culto cuya persistencia pa­ rece probada, y que de una religión a otra designan conceptos equivalentes, como el sacrificio, presentan en sus procedimientos, sus finalidades y su conte­ nido teológico divergencias tan radicales que se pue­ de hablar, a su respecto, tanto de permanencia como de mutación y ruptura. Todo panteón, como el de los griegos, supone dio­ ses múltiples, cada cual con funciones propias, ám­ bitos reservados, modos de acción particulares y patrones específicos de poder. Estos dioses que, en sus relaciones mutuas, componen una sociedad je ­ rarquizada en la que las competencias y los privile­ gios son objeto de un reparto bastante estricto, se limitan y se complementan unos a otros. Estos dioses múltiples están en el mundo for­ mando parte de él. N o lo han creado por medio de un acto que, como en el caso del dios único, marca su total trascendencia respecto de una obra cuya existencia deriva y depende totalmente de él. Los dioses han nacido del mundo. La generación de aque-

líos a quienes los griegos rinden culto, los Olím pi­ cos, vio la luz al mismo tiempo que el universo, dife­ renciándose y ordenándose, tomó su form a definitiva de cosmos organizado. Este proceso de génesis se ha operado a partir de Potencias primordiales, como el Caos y la Tierra (G a ia ), de las que han salido, simul­ táneamente y en virtud del mismo movimiento, el mundo, los humanos — que, habitando una parte de él, pueden contemplarlo— y los dioses, que lo pre­ siden invisibles desde su m orada celeste. Hay, pues, divinidad en el mundo, como hay mundanidad en las divinidades. Por eso el culto no podría dirigirse a un ser radicalmente extrahumano, cuya existencia no tuviera nada que ver con el orden natural en el universo físico, en la vida humana y en la existencia social. Al contrario, el culto puede dirigirse a ciertos astros, como la luna; a la aurora, la luz del sol, la noche; a una fuente, un río, un ár­ bol; al eco de una montaña, y también a un senti­ miento, una pasión (A id os, E ro s ); a una noción mo­ ral o social (D ik é , E u n o m ía ). N o es que se trate en cada caso de dioses propiamente dichos, pero todos manifiestan lo divino en el registro que les es propio, de la misma form a que la imagen cultual, exteriori­ zando la divinidad en su templo, puede ser, con ra­ zón, objeto de devoción para los fieles. En presencia de un cosmos lleno de dioses, el hombre griego no distingue lo natural y lo sobrena­ tural como dos ámbitos opuestos. Uno y otro están intrínsecamente ligados. Frente a ciertos aspectos del mundo, experimenta el mismo sentimiento de sacralidad que en el trato con los dioses en las cere­ monias que establecen contacto con ellos. N o es que se trate de una religión de la natura­ leza y que los dioses griegos sean personificaciones

de fuerzas o fenómenos naturales. Se trata de otra cosa. El rayo, la tempestad, las altas cumbres no son Zeus; son de Zeus. Un Zeus mucho más allá de ellas, puesto que las engloba en el seno de una Po­ tencia que se extiende a las realidades, no físicas sino psicológicas, éticas o institucionales. Lo que hace de una Potencia una divinidad es que reúne b ajo su autoridad una pluralidad de «efectos», completa­ mente arbitrarios para nosotros, pero que el griego acepta porque ve en ellos la expresión de un mismo poder actuando en los dominios más diversos. Si el rayo y las alturas son de Zeus, se debe a que el dios se manifiesta, en el conjunto del universo, a través de todo aquello que lleva la marca de una eminente superioridad, de una supremacía. Zeus no es fuerza n atu ral: es rey, dueño y señor de la soberanía en todos los aspectos que ésta pueda revestir. ¿Cómo alcanzar con el pensamiento a un dios único, perfecto, trascendente, inconmensurable para el espíritu limitado de los humanos? ¿En las mallas de qué red la razón puede aprisionar el infinito? Dios no es cognoscible; sólo se le puede reconocer, saber que es en lo absoluto de su ser. Entonces, para cu­ b rir la infranqueable distancia entre Dios y el resto del mundo, son necesarios los intermediarios, los mediadores. H a sido necesario que Dios, para darse a conocer a sus criaturas, eligiese revelarse a algu­ nas de ellas. En una religión monoteísta, la fe hace normalmente referencia a alguna forma de revela­ ción: desde el principio la creencia se arraiga en la esfera de lo sobrenatural. El politeísmo griego no descansa en la revelación; nada hay que fundamente, desde lo divino y por él, la apremiante verdad. La adhesión se apoya en el uso: las costumbres hum a­ nas ancestrales, los n o m o i. Como la lengua, el modo

de vida, los modales en la mesa, el vestido, la subsis­ tencia, el estilo de comportamiento en privado y en público, el culto no necesita otra justificación que su existencia misma: desde los tiempos en que viene practicándose, ha pasado sus pruebas. Expresa, en efecto, la form a en que los griegos han regulado des­ de siempre sus relaciones con el más allá. Apartarse del culto equivaldría a dejar de ser ellos, como si perdieran el uso de su lengua. Entre lo religioso y lo social, lo doméstico y lo cívico, no hay oposición ni corte neto, no más que entre lo sobrenatural y lo natural, lo divino y lo mundano. La religión griega no constituye un sector aparte, encerrado en sus límites y que se superpon­ dría a la vida familiar, profesional, política o de ocio sin confundirse con ella. Si podemos hablar de «re ­ ligión cívica» para la Grecia arcaica y clásica, esto significa que lo religioso queda incluido en lo social y que, recíprocamente, lo social, en todos sus niveles y en la diversidad de sus aspectos, está penetrado de lado a lado por lo religioso. De ahí una doble consecuencia. En este tipo de religión el individuo no ocupa, como tal, un lugar central. N o participa en el culto a título puramente personal, como criatura singular a cargo de la salva­ ción de su alma. Desempeña el papel que le asigna su posición social: magistrado, ciudadano, m iem bro de una fratría, de una tribu o de un demos, padre de familia, matrona o joven (muchacho o muchacha) en las diversas etapas de su ingreso en la vida adulta. Es una religión que consagra un orden colectivo y que integra, en el lugar que conviene, a sus diferen­ tes componentes, pero que deja fuera de su campo las preocupaciones concernientes a la persona de cada uno, a su eventual inmortalidad, a su destino

más allá de la muerte. Hasta los misterios, como los de Eleusis, en que los iniciados obtienen la promesa de una suerte m ejor en el Hades, no se ocupan del alma: nada hay que evoque en ellos una reflexión sobre su naturaleza o el uso de técnicas espirituales para su purificación. Como lo observa Louis Gernet,1 el pensamiento de los misterios permanece lo bas­ tante confinado como para que se perpetúe, sin gran­ des cambios, la concepción homérica de la psyché, fantasma de lo viviente, sombra inconsistente rele­ gada bajo la tierra. Así pues, el fiel no establece con la divinidad una relación de persona a persona. Un dios trascendente, precisamente porque está fuera del mundo, más allá del alcance terrenal, puede encontrar en la concien­ cia de cada devoto, en su alma, si ésta se ha sometido a una preparación religiosa, el lugar privilegiado de un contacto y de una comunión. Los dioses griegos no son personas, son Potencias. El culto los honra en razón de la extrema superioridad de su condición. Si bien ellos pertenecen al mismo mundo que los hu­ manos, si tienen en cierta form a el mismo origen, constituyen una raza que desconoce todas las imper­ fecciones que señalan a las criaturas mortales con el sello de la negatividad — debilidad, fatiga, sufri­ miento, enfermedad, muerte— y no encarna lo abso­ luto ni el infinito, pero sí la plenitud de los valores que componen el premio de la existencia en esta tierra: belleza, fuerza, juventud eterna, eclosión per­ manente de la vida. Segunda consecuencia. Decir que lo político está impregnado por lo religioso es reconocer, al mismo tiempo, que la religión misma está ligada a lo polí­ 1. Louis Gernet, «L’AnthropoIogie de ¡a religión grecque», 1955, en Anthropoíogie de la Gréce antique, París, 1968, p. 12.

tico. Toda magistratura tiene un carácter sagrado, pero todo sacerdocio depende de la autoridad pú­ blica. Si los dioses son los de la ciudad, y si no hay ciudad sin divinidades políadas velando por su sal­ vación, dentro y fuera, es la asamblea del pueblo la que manda sobre la economía de los hiera, de las cosas sagradas, decide la organización de las fiestas, el reglamento de los santuarios, los sacrificios que deben cumplirse, los dioses nuevos que van a aco­ gerse y los honores que les son debidos. Porque no hay ciudad sin dioses, los dioses cívicos requieren, como contrapartida, ciudades que los reconozcan, los adopten y los hagan suyos. En cierta form a, como escribe M arcel Detienne,2 volverse ciudadanos para ser completamente dioses. En esta introducción hemos querido prevenir al lector contra la tentación, muy natural, de asim ilar el mundo religioso de los antiguos griegos al que hoy nos es familiar. Pero, al destacar los rasgos diferen­ ciales, no podemos evitar el riesgo de forzar un poco el cuadro. Ninguna religión es simple, homogénea, unívoca. Aun en los siglos vi y v antes de nuestra era, cuando el culto cívico tal como lo hemos recordado domina el conjunto de la vida religiosa de las ciuda­ des, no coexisten con él corrientes más o menos m ar­ ginales de orientación diferente. Hace falta ir más lejos. La misma religión cívica, por más que modele los comportamientos religiosos, no puede asegurar plenamente su dominio si no es haciendo un lugar en su seno a los cultos de misterios, cuyas aspira­ ciones y actitudes le son en parte extrañas, e inte­ grando, para englobarla, una experiencia religiosa

2. Marcel Detienne, La Vie quotidienne des dieux grecs (en colaboración con G. Sissa), París, 1989, p. 172; véase también, pp. 218-230.

como el dionisismo, cuyo espíritu es tan contrario al suyo. Religión cívica, dionisismo, misterios, orfismo: no está cerrado el debate sobre sus relaciones en el curso del período que trata nuestro estudio, ni sobre la influencia, el alcance y el significado de cada uno. Los historiadores de la religión griega que como W alter Burkert pertenecen a escuelas distintas a la mía, sostienen puntos de vista diferentes a los que yo expongo. Y entre los investigadores más próximos a mí, el acuerdo sobre lo esencial no está libre de matices o divergencias sobre ciertos puntos. La form a de ensayo que he elegido no me invitaba a recordar estas discusiones entre especialistas ni a lanzarme a una controversia erudita. M i ambición se limitaba a proponer una clave de lectura para com prender la religión griega. M i maestro Louis Gernet tituló la gran obra, siempre actual, que consagró al mismo tema L e G énie g re c dans la re lig ió n ? En este pequeño volumen he querido hacer patente al lector lo que de buena gana llam aría el estilo reli­ gioso griego.

3.

Louis Gernct y André Boulanger, Le Génie grec dans la

religión, 1932. Reeditado en 1970.

M ITO , R IT U A L E IM A G E N D E LOS D IO S E S

La religión griega arcaica y clásica presenta, en­ tre los siglos v iii y iv antes de la era cristiana, mu­ chos rasgos característicos que es necesario recor­ dar. Como otras culturas politeístas, es ajena a toda form a de revelación: no ha conocido ni profetas ni mesías. Ahonda sus raíces en una tradición que en­ globa, íntimamente mezclados con ella, todos los demás elementos constitutivos de la civilización he­ lénica, todo aquello que da a la Grecia de las ciuda­ des su fisonomía propia, desde la lengua, los gestos, las form as de vivir, de sentir, de pensar, hasta los sistemas de valores y las normas de vida colectiva. Esta tradición religiosa no es uniforme ni está estric­ tamente fijada; no tiene ningún carácter dogmático. Sin casta sacerdotal, carece de clero especializado y de Iglesia. La religión griega no conoce un libro sa­ grado en el que se encontrará la verdad, depositada de una vez para siempre en un texto. Tampoco im­ plica «cred o » alguno que imponga a los fieles un conjunto de creencias sobre el más allá. Si es así, ¿sobre qué descansan y cómo se expre­ san las convicciones íntimas de los griegos en mate­ ria religiosa? Sus certezas no se sitúan en un plano doctrinal, no generan para el devoto la obligación de adherirse en todo y al pie de la letra, b ajo pena de impiedad, a un cuerpo de verdades definidas. Para

que realice los ritos es suficiente dar crédito a un vasto repertorio de narraciones conocidas desde la infancia, cuyas versiones son lo bastante diversas y las variantes lo suficientemente numerosas como para dejar a cada cual un extenso margen de inter­ pretación. En este marco y b a jo esta form a toman cuerpo las creencias sobre los dioses, y se produce un consenso de opiniones seguras en cuanto a su naturaleza, funciones y exigencias. Rechazar este fondo de creencias comunes sería lo mismo que no hablar griego, no vivir a la manera griega, dejar de ser uno mismo. Pero no por ello se ignora que exis­ ten otras lenguas y otras religiones además de las propias, y que siempre se puede caer en la incredu­ lidad; tomar, con respecto a la religión, suficiente distancia como para entablar una libre reflexión crí­ tica sobre ella. Y esto no les está prohibido a los griegos.

La

v o z de

Los

poetas

Esta masa de «saberes» tradicionales, conteni­ dos en narraciones sobre la sociedad del más allá, las fam ilias de los dioses, la genealogía de cada uno, sus aventuras, sus conflictos y acuerdos, sus respec­ tivos poderes, sus competencias y su modo de ac­ ción, sus prerrogativas, los honores que les son de­ bidos, ¿cómo se conserva y se transmite en Grecia? En lo que concierne al lenguaje, de dos maneras esenciales. La primera, a través de una tradición pu­ ramente oral que se transmite en cada hogar, sobre todo a través de las m u je re s: cuentos de nodrizas, fábulas de viejas abuelas — para hablar como Pla­ tón— cuyo contenido asimilan los niños desde la

cuna. Estos cuentos, estos m y th o i, tanto más fam i­ liares cuanto que se escuchaban relatar al mismo tiempo que se aprendía a hablar, contribuyen a dar form a al cuadro mental en el que se induce a los griegos, con toda naturalidad, a representarse lo di­ vino, a situarlo, a pensarlo. A continuación, por la voz de los poetas el mundo de los dioses, en su distancia y su rareza, se tom a presente a los humanos. A través de los relatos que las ponen en escena, las potencias del más allá asu­ men una form a familiar, accesible a la inteligencia. E l canto de los poetas, acompañado por la música de un instrumento, no sólo se escucha en privado, en un ambiente íntimo, sino también en público, du­ rante los banquetes, las fiestas oficiales, los grandes concursos y los juegos. La actividad literaria, que prolonga y modifica, p or el recurso a la escritura, una tradición muy anti­ gua de poesía oral, ocupa un lugar central en la vida social y espiritual de Grecia. Para los oyentes no se trata de un simple entretenimiento personal, de un lujo reservado a una élite instruida, sino una verda­ dera institución que hace las veces de memoria so­ cial, de un instrumento de conservación y comuni­ cación del saber cuyo papel es decisivo. En la poesía y por la poesía se expresan y se fijan, adoptando una form a verbal fácil de memorizar, los rasgos esen­ ciales que, más allá de las particularidades de cada ciudad, fundan una cultura común para el conjunto de la Hélade, especialmente en lo relativo a las re­ presentaciones religiosas, ya se trate de los dioses propiamente dichos, o de demonios, héroes o muer­ tos. Si no hubieran existido las obras de la poesía épica, lírica y dramática, podríam os hablar de cul­ tos griegos, en plural, pero no de una religión griega.

Hom ero y Hesíodo tuvieron un papel privilegiado en este aspecto. Sus relatos sobre los seres divinos han logrado un valor casi canónico; han funcionado como puntos de referencia tanto para los autores que los siguieron, como para el público que los escu­ chó o leyó. Sin duda los otros poetas no han tenido una in­ fluencia comparable. Pero mientras la ciudad perm a­ neció viva, la actividad poética continuó desempe­ ñando este papel de espejo, devolviendo al grupo humano su propia imagen, permitiéndole aferrarse a su dependencia con respecto a lo sagrado, definir­ se frente a los Inmortales, integrarse en lo que ase­ gura a una comunidad de seres perecederos su cohe­ sión, su duración, su permanencia a través del flujo de las generaciones sucesivas. Por tanto, al historiador de las religiones se le plantea un problema. Si la poesía toma a su cargo el conjunto de afirmaciones que un griego se cree autorizado a sostener sobre los seres divinos, su con­ dición y sus relaciones con las criaturas mortales; si corresponde a cada poeta exponer, modificándolas a veces en alguna medida, las leyendas divinas y he­ roicas cuya suma constituye la enciclopedia de cono­ cimientos concernientes al más allá de que dispone el griego, ¿habría que considerar estos relatos poé­ ticos, estas narraciones dramatizadas, como docu­ mentos de orden religioso, o no atribuirles más que un valor puramente literario? En resumen: los mitos y la mitología, en la form a que la civilización griega les ha dado, ¿deben adjudicarse al campo de la reli­ gión o al de la literatura? Para los eruditos del Renacimiento, como des­ pués para la gran mayoría de los investigadores del siglo xix, la respuesta es obvia. A sus ojos, la reli­

gión griega es, en prim er lugar, ese tesoro, múltiple y copioso, de historias legendarias que nos han trans­ mitido los autores griegos, relevados luego por los latinos, y en el que el espíritu del paganismo ha per­ manecido lo bastante vivo como para ofrecer al lec­ tor de hoy, en un mundo cristiano, el camino más seguro de acceso a la comprensión de lo que fue el politeísmo antiguo. Además, adoptando este punto de vista, los m o­ dernos se contentan con pisarles los talones a los antiguos, con seguir el camino que éstos han tra­ zado. En el siglo vx a. J.C., Teágenes de Regio y Hecateo inauguran una trayectoria intelectual que se perpetuará después de ellos: los mitos tradiciona­ les no sólo son retomados, desarrollados y m odifi­ cados, sino que son objeto de un examen razonado; se someten los relatos, los de Hom ero en particular, a una reflexión crítica en la que se les aplica un método de exégesis alegórica. En el siglo v se pon­ drá en marcha un trabajo que será sistemáticamente continuado desde entonces y que adopta dos direc­ ciones esenciales. En prim er lugar, la recopilación y la comparación de todas las tradiciones legendarias orales propias de una ciudad o de un santuario: éste será el empeño de los cronistas que, a la manera de los atidógrafos para Atenas, se proponen fijar por escrito la historia de una ciudad o de un pueblo, desde los orígenes más lejanos, remontándose a sus tiempos fabulosos, cuando los dioses mezclados con los hombres intervenían directamente en sus asun­ tos para fundar las ciudades e iniciar los linajes de las primeras dinastías reinantes. Así será posible, a partir de la época helenística, el proyecto de com­ pilación llevado a cabo por los eruditos y que desem­ boca en la redacción de verdaderos repertorios mito-

lógicos: B ib lio te ca del Pseudo Apolodoro; Fábulas y A s tron óm ica s, de Higinio; libro IV de las H is to ria s de Diodoro; M e ta m o rfo s is , de Antonio Liberal, reco­ pilación de los M itó g ra fo s d el V atican o. En segundo lugar, y paralelamente a este esfuer­ zo que tiende a representar, resumido y siguiendo un orden sistemático, el fondo común de las leyen­ das griegas, se ven aparecer ciertas vacilaciones e inquietudes, apreciables ya en los poetas, sobre el crédito que en estos relatos merecen los episodios escandalosos que parecen incompatibles con la emi­ nente dignidad de lo divino. Pero este interrogante adquiere toda su amplitud con el desarrollo de la historia y de la filosofía. La crítica alcanja entonces al mito en general. Confrontada a la investigación del historiador y al razonamiento del filósofo, la fá­ bula se ve privada, en tanto que fábula, de toda competencia para hablar de lo divino de una manera válida y auténtica. Así, al mismo tiempo que se dedi­ can con mayor cuidado a catalogar y fijar su patri­ monio legendario, los griegos se ven impulsados a ponerlo en entredicho, a veces radicalmente, plan­ teando con toda claridad el problem a de la verdad — o la falsedad— del mito. En este aspecto, las solu­ ciones serán diversas: desde el rechazo, la negación pura y simple, hasta las múltiples form as de inter­ pretación que permiten «sa lv a r» al mito, sustituyen­ do la lectura banal por una hermenéutica erudita que, bajo la trama de la narración, saca a la luz una enseñanza secreta análoga, detrás del disfraz de la fábula, a las verdades fundamentales cuyo conoci­ miento, privilegio del sabio, abre el único camino de acceso a lo divino. Pero tanto si atesoran cuida­ dosamente sus mitos, como si los interpretan, los critican o los rechazan en nombre de otro tipo de

conocimiento más verídico, para los antiguos es lo mismo que reconocer el papel intelectual que fue comúnmente atribuido a esos mitos, en la Grecia de las ciudades, como medio de información sobre el mundo del más allá.

U na

v is ió n

m o n o t e ís t a

Sin embargo, una orientación nueva se perfila en los historiadores de la primera mitad del siglo xx. Muchos de ellos, en sus investigaciones sobre la re­ ligión griega, se distancian de las tradiciones legen­ darias, que rehúsan considerar documentos de orden propiamente religioso, con valor de testimonio eficaz sobre el estado real de las creencias y acerca de los sentimientos de los fieles. Para estos investigadores, la religión reside en la organización del culto, en el calendario de las fiestas sacras, en la liturgia cele­ brada para cada dios en su santuario. Frente a estas prácticas rituales, que form an el auténtico mantillo donde enraízan los comportamientos religiosos, el mito hace el papel de excrecencia literaria, de pura fabulación. Fantasía siempre más o menos gratuita de los poetas, sólo podría mantener relaciones leja­ nas con la convicción íntima del creyente, compro­ metido en lo concreto de las ceremonias cultuales, en la serie de actos cotidianos que, poniéndolo en contacto directo con lo sagrado, hacen de él un hom­ bre piadoso. En el capítulo dedicado a Grecia en la H is to ire générale des relig ion s , publicado en 1944, A.-J. Festugiére advierte al lector en estos términos: «Sin duda, poetas y escultores, obedientes a las exigencias mismas de su arte, se inclinan a representar una so-

ciedad de dioses muy caracterizados: form a, atribu­ tos, genealogía, historia; todo queda netamente defi­ nido, pero el culto y el sentimiento popular revelan otras tendencias.» Así, desde el comienzo, se encuen­ tra acotado el campo de lo religioso: «P a ra compren­ der bien la verdadera religión griega, olvidando, pues, la mitología de los poetas y del arte, recurri­ mos al culto, y a los cultos más antiguos.»1 ¿A qué responde este prejuicio exclusivo en favor del culto y este predominio reconocido a lo más ar­ caico? A dos tipos de razones muy distintas. Las pri­ meras son de orden general y obedecen a la filosofía personal del investigador, a la idea que se hace de la religión. Las segundas responden a exigencias más técnicas: el progreso de los estudios clásicos, en p ar­ ticular el desarrollo de la arqueología y de la epigra­ fía, han abierto a los estudiosos de la Antigüedad, junto al campo mitológico, nuevas áreas de investi­ gación que conducen a censurarlo para modificar, a veces profundamente, el cuadro que ofrece de la religió griega la sola tradición literaria. ¿Qué hay hoy en día de estas dos razones? Sobre la prim era pueden hacerse muchas observaciones. La descalificación de la mitología descansa sobre un prejuicio antiintelectual en materia religiosa. Tras la diversidad de las religiones, como, por otro lado, tras la pluralidad de dioses del politeísmo, se postula un elemento común que form aría el nudo primitivo y universal de toda experiencia religiosa. Desde luego, no podrá encontrárselo en las construcciones, siem­ pre múltiples y variables, que el espíritu ha elabo­ rado para tratar de representarse lo divino; enton­

1. A.-J. Festugiere, «La Gréce. La religión», en Histoire gené rale des religions, bajo la dirección de M. Gorce y R. Mortier, tom o II: Gréce-Rome, París, 1944, pp. 27-197.

ces, se lo coloca fuera de la inteligencia, en el sen­ timiento de terror sagrado que el hombre experi­ menta cada vez que se le impone, en lo que tiene de irrecusablemente extraña, la evidencia de lo sobre­ natural. Los griegos disponen de una palabra para designar esta reacción afectiva, inmediata e irracio­ nal, ante la presencia de lo sagrado: tham bos, el temor reverencial. Tal sería el pedestal sobre el que se apoyarían los cultos más antiguos, las form as diversas adoptadas por el rito, respondiendo, a par­ tir del mismo origen, a la pluralidad de circunstan­ cias y de necesidades humanas. De análoga manera, tras la variedad de los nom­ bres, las figuras y las funciones propias de cada divinidad, se considera que el rito pone en práctica la misma experiencia de lo «d ivin o» en general como poder suprahumano (to k re itto n ). Este carácter di­ vino indeterminado, en griego to th eion o to d a im o n io n , subyace en los dioses particulares y se diver­ sifica en función de los deseos o los temores a los que el culto debe responder. En este entramado co­ mún de lo divino, los poetas trazaron a su vez las figuras singulares, y las animaron, imaginando para cada cual una serie de aventuras dramáticas, hasta llegar al punto que A.-J. Festugiére no duda en llam ar una «novela divina». Por el contrario, para todo acto cultual no hay otro dios que aquel que se invoca. Desde el momento en que uno se dirige a él, «en él se concentra toda la fuerza divina, sólo se le considera a él. Seguramente, en teoría, no es un dios único, ya que hay otros y se sabe que los hay. Pero en la prác­ tica, en el estado en que se halla el alma del fiel, en ese momento el dios invocado suplanta a los otros».2 2.

ibid., p. 50.

El rechazo a tomar en cuenta el mito m uestra así su secreto: se llega, más o menos conscientemente, al mismo punto de partida que se intentaba probar. Borrando las diferencias y las oposiciones que, en un panteón, distinguen a unos dioses de otros, se su­ prime al mismo tiempo toda verdadera distancia en­ tre los politeísmos del tipo griego y el monoteísmo cristiano que, entonces, se propone como modelo. Este achatamiento de los universos religiosos que se busca fundir en el mismo molde es incapaz de satis­ facer al historiador. Su prim era preocupación ¿no debe ser, al contrario, extraer los rasgos específicos que dan a cada gran religión su fisonomía propia y que hacen de ella, en su unicidad, un sistema ple­ namente original? Fuera del temor reverencial y del sentimiento difuso de lo divino, la religión griega se presenta como una vasta construcción simbólica, com pleja y coherente, que cede un lugar al pensa­ miento y al sentimiento en todos los niveles y en todos los aspectos, comprendido el culto. El mito cumple un papel en este conjunto, lo mismo que las prácticas rituales y las representaciones gráficas de lo divino: mito, ritual, imagen, tales son los tres modos de expresión — verbal, gestual y gráfica— a través de los cuales se manifiesta la experiencia reli­ giosa de los griegos. Y cada uno de esos modos cons­ tituye un lenguaje específico que, aun en asociación con los otros dos, responde a necesidades particula­ res y asume una función autónoma.

La

in t e r p r e t a c ió n

del

m it o

Los trabajos de Georges Dumézil y de Claude Lévi-Strauss sobre el mito conducen a plantear de

un modo muy distinto los problem as de la mitología griega: ¿qué alcance intelectual reconocerles, qué es­ tado asumen en la vida religiosa? Y a no es tiempo de hablar de mitos como si se tratara de la fantasía individual de un poeta, de una fabulación novelesca, libre y gratuita. Hasta en las variantes a las que se presta, un mito obedece a presiones colectivas muy estrictas. Cuando, en la época helenística, un autor como Calimaco retoma un tema legendario para ofre­ cer una nueva versión, no tiene oportunidad de modi­ ficar arbitrariamente los elementos rehaciendo el ar­ gumento a su placer. Se inscribe en una tradición, y si se acomoda estrictamente a ella o se desvía en algún punto, está contenido por ella, se apoya en ella y debe referirse a ella, al menos implícitamente, si quiere que su narración sea comprendida por el pú­ blico. Louis Gernet ya lo ha señalado: aun cuando parece todo inventado, el n arrador trabaja en el cauce de una «imaginación legendaria» que tiene su m odo de funcionamiento, sus necesidades internas y su coherencia. Sin que lo reconozca, el autor debe plegarse a las leyes de este juego de asociaciones, oposiciones y homologías que la serie de versiones anteriores establece y que constituye el armazón con­ ceptual común a este tipo de narraciones. Para que tenga sentido, cada una de ellas debe ser releída y confrontada con las otras porque componen, reuni­ das, un mismo espacio semántico cuya configuración particular es como la señal característica de la tra­ dición legendaria griega. El análisis de un mito en la totalidad de sus ver­ siones o de un cuerpo de mitos diferentes centrados en torno a un mismo tema, debe perm itir explorar este espacio mental, estructurado y ordenado. La interpretación del mito opera entonces si­

guiendo otros caminos y responde a otras finalidades que el estudio literario. En efecto, tiende a desentra­ ñar, en la composición misma de la fábula, la arqui­ tectura conceptual que se encuentra oculta, los gran­ des cuadros de clasificación implicados, las seleccio­ nes operadas en el desglose y la codificación de lo real, la red de relaciones que el relato establece, por sus procedimientos narrativos, entre los diversos ele­ mentos que hace intervenir en el curso de la intriga. En resumen, la mitología busca reconstituir lo que Dumézil llama una «ideología», entendida como una concepción y una apreciación de las grandes fuerzas que, en sus relaciones mutuas y su justo equilibrio, dominan el mundo — naturaleza y sobrenaturaleza a la vez— , los hombres y la sociedad, y hacen de ellos lo que deben ser. En este sentido, el mito no se confunde con lo ritual ni se subordina a ello, pero tampoco se le opo­ ne tanto como se ha dicho. En su form a verbal es más explícito, más didáctico, más apto y dado a «teorizar». Lleva así el germen de ese «sa b e r» cuya herencia recogerá la filosofía para hacerla objeto pro­ pio, traspasándola a otro registro de la lengua y del pensamiento. La filosofía form ulará sus enunciados utilizando un vocabulario y unos conceptos despoja­ dos de toda referencia a los dioses de la religión co­ mún. El culto es menos desinteresado, está más afe­ rrado a consideraciones de orden utilitario, pero no es menos simbólico. Una ceremonia ritual se atiene a un argumento cuyos episodios están tan estricta­ mente ordenados, tan cargados de significado como las secuencias de una narración. Cada detalle de esta puesta en escena a través de la cual el fiel, en circuns­ tancias definidas, empieza a vivir su relación con tal o cual dios, comporta una dimensión y una mirada

intelectuales: implica, en efecto, cierta idea del dios, las condiciones de su acercamiento, los resultados que los diversos participantes, en función de su pa­ pel y de su condición, tienen derecho a esperar de este trato simbólico con la divinidad. La representación gráfica tiene el mismo carácter. Sí bien es cierto que en la época clásica los griegos otorgaron un lugar privilegiado a la gran estatua antropomórfica del dios, han conocido también todas las form as de representación de lo divino: símbolos anicónicos, ya sean objetos naturales como un árbol o una piedra en bruto, ya productos elaborados p o r la mano del hombre: cerámica, postes, pilares, ce­ tros; figuras icónicas diversas: un pequeño ídolo mal desbastado, en el que la form a del cuerpo, disimu­ lada por los vestidos, ni siquiera es visible; figuras monstruosas en las que lo bestial se mezcla con lo humano; una simple m áscara cuyo rostro profundo, con ojos fascinantes, evoca lo divino; una estatua totalmente humana. Todas estas figuras no son equi­ valentes ni se adaptan de manera indistinta a todos los dioses o a todos los aspectos de un mismo dios. Cada una de ellas tiene su form a propia de traducir ciertos aspectos de lo divino, de representar al más allá, de inscribir y localizar lo sagrado en el espacio de lo terreno: un pilar o un poste clavados en el suelo no tienen la misma función ni el mismo valor simbólico que un ídolo que se desplaza ritualmente de un lugar a otro, que una imagen encerrada en un depósito secreto con las piernas encadenadas para impedirle huir, que una gran estatua cultual insta­ lada inmóvil en un templo para m ostrar la presencia permanente del dios en su casa. Cada form a de repre­ sentación implica para la divinidad simbolizada una manera particular de manifestarse a los humanos y

de ejercer, a través de sus imágenes, el tipo de poder sobrenatural cuyo dominio posee. Si mito, figuración y ritual operan en el mismo registro de pensamiento simbólico siguiendo diver­ sas modalidades, se comprende que puedan asociarse para hacer de cada religión un conjunto en el que, para volver a citar a Georges Dumézil, «conceptos, imágenes y acciones se articulan y form an con sus conexiones una suerte de red en la cual toda la ma­ teria de la experiencia humana debe tomarse y dis­ tribuirse legítimamente».3

3. Georges Dumézil, L ’Héritage indo-européen á Rome, París, 1949, p. 64.

E L M U N D O D E LOS D IO S E S

Si mito, ritual y gráfica constituyen esta «re d » de la que habla Dumézil, haría falta identificar las m a­ llas de la trama, como lo ha hecho él, delimitar las configuraciones que la dibujan. Tal debe ser la tarea del historiador. Para el caso griego se ha revelado mucho más difícil que para las otras religiones indoeuropeas, en que el esquema de tres funciones — soberanía, gue­ rra, fecundidad— se mantiene en lo esencial. Sir­ viendo de esqueleto y de base a todo el edificio, esta estructura, allí donde permanece claramente expues­ ta, confiere al conjunto de la construcción una uni­ dad de la que parece estar muy desprovista la reli­ gión griega. Dicha religión presenta, en efecto, una comple­ jidad de organización que excluye el recurso a un código de lectura único para todo el sistema. Cier­ tamente, un dios griego se define por el conjunto de relaciones que lo unen y lo oponen a las otras divi­ nidades del panteón, pero las estructuras teológicas así liberadas son muy variadas y, sobre todo, de or­ den muy diverso para poder integrarse en el mismo esquema dominante. Según las ciudades, los san­ tuarios, los momentos, cada dios ingresa en una red heterogénea de combinaciones con los otros. Estos reagrupamientos de dioses no obedecen a un solo

modelo que tendría un valor privilegiado. N o; ellos se ordenan en una pluralidad de configuraciones que no se superponen exactamente, sino que componen un cuadro con muchas entradas, con ejes múltiples, cuya lectura varía en función del punto de partida o de la perspectiva adoptada.

Z eus,

padre y rey

Tomemos el ejemplo de Zeus: para nosotros es tanto más instructivo cuanto que el nombre de este dios revela claramente su origen: en él se lee el sig­ nificante «b rilla r», la misma raíz indoeuropea que en el latín dies-deus y el védico dyeus. Como el Dyaus p ita indio, como el Júpiter romano, Zeus pa ter, Zeus padre, continúa directamente al gran dios indo­ europeo del cielo. Sin em bargo, es tan manifiesta la diferencia entre la condición de este Zeus griego y la de sus correspondientes en la India y en Roma, la distancia queda tan acentuada, que se impone en este punto — hasta en la comparación de los dioses más seguramente emparentados— la comprobación de una desaparición casi completa de la tradición indoeuropea en el sistema religioso griego. Zeus no figura en ningún agrupamiento trifuncional análogo a la tríada precapitolina Júpiter-Marte-Quirino, en la cual la soberanía (Júpiter) se ar­ ticula, oponiéndose a ella, a la acción guerrera (M ar­ te) y a las funciones de fecundidad y prosperidad (Quirino). N i se asocia tampoco, como Mitra con res­ pecto a Varuna, en una potencia que traduce en sobe­ ranía, junto con los aspectos regulares y jurídicos, los valores de la violencia y de la magia. O uranos, el nom bre del cielo nocturno, que a veces se ha tra-

tado de aproxim ar a Varuna, form a pareja en el mito con Gaia, la Tierra, no con Zeus. Como soberano, y frente a la totalidad de los otros dioses, Zeus encarna la fuerza más grande, el poder supremo: Zeus de un lado, todos los olímpicos reunidos, del otro. Una vez más, Zeus prevalece. Fren­ te a Kronos y a los dioses Titanes, aliados contra él para disputarle el trono, Zeus representa la justicia, el reparto exacto de honores y funciones, el respeto de los privilegios que cada cual puede invocar, la atención que se les debe incluso a los más débiles. En él y por él, en su realeza, la fuerza y el orden se conjugan, reconciliados. Todos los reyes vienen de Zeus, dirá Hesíodo en el siglo v il a. J.C., no para opo­ ner el monarca al guerrero y al campesino, sino para afirm ar que no hay entre los hombres un verdadero rey que no se imponga la tarea de hacer triunfar la justicia sin violencia. De Zeus vienen los reyes, repe­ tirá Calimaco cuatro siglos más tarde; pero este pa­ rentesco de los reyes y de la realeza con Zeus no se inscribe en un cuadro trifuncional; corona una serie de enunciados similares, relacionando en cada caso una categoría concreta de hombres con la divinidad que la patrocina: los herreros con Hefaistos, los sol­ dados con Ares, los cazadores con Artemisa, los can­ tores que se acompañan con la lira con Febo (A po­ lo), como los reyes con el dios rey.1 Cuando Zeus entra en la composición de una tríada, como la que form a con Poseidón y Hades, es para delimitar el reparto de los niveles o dominios cósmicos: el cielo a Zeus, el mar a Poseidón, el mun­ do subterráneo a Hades, y a los tres en común, la superficie del suelo. Cuando se asocia en pareja con 1. Calimaco, «A Zeus», en Himnos, I, v. 76-79.

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