Mito y profecía en la historia de México
 9786071604873

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Acerca del autor David A. Brading es profesor en la Universidad de Cambridge. En el FCE ha publicado: Octavio Paz y la poética de la historia mexicana (2002, 2004), Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867 (1991, 1993, 1998, 2003), Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (1985, 1993, 1995), Una iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810 (1994) y Mineros y comerciantes en el México borbónico, 1763-1810 (1975, 1983, 1985, 1993, 1995, 2004).

Mito y profecía en la historia de México David A. Brading Traducción de Tomás Segovia

Primera edición en inglés, 1984 Primera edición en español (Ed. Vuelta), 1988 Priemera edición FCE, 2004 Primera reimpresión, 2004 Primera edición electrónica, 2010 Título original: Prophecy and Myth in Mexican History © 1984, Centre of Latin American Studies, Cambridge Univesity Press, Cambridge, Inglaterra ISBN 0-904927-44-0 D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-0487-3 Hecho en México - Made in Mexico

Prefacio Este libro se compone de tres conferencias, pronunciadas las tres en Cambridge, más o menos conectadas por unas piezas ocasionales concebidas ya sea como reseñas, ya como esbozos preliminares de un trabajo mucho más amplio sobre la tradición política mexicana. La primera conferencia se ofreció para conmemorar el quinto centenario del nacimiento de Bartolomé de Las Casas; la segunda celebraba el bicentenario de Simón Bolívar, y la tercera se leyó en la Pascua de 1984 en el congreso anual de la Society of Latin American Studies de Gran Bretaña. De las reseñas de los libros de los profesores Jacques Lafaye y Jean Meyer aparecieron primeras versiones en la revista mexicana Nexos en 1974 y en el Times Literary Supplement en 1976. Sólo después de terminar la conferencia sobre Las Casas concebí la posibilidad de reunir todas esas piezas, esencialmente ocasionales, para formar un libro. Su propósito y su unidad derivan de una perspectiva y de un método comunes, pues en las tres conferencias se ha intentado trazar un mapa del paisaje de la historia intelectual mexicana por medio de una comparación con el movimiento de ideas de Europa y de otras partes de Hispanoamérica. La premisa es aquí que México debería enfocarse como parte integrante del mundo occidental, sujeto en gran parte al mismo conjunto de ideas que afectó a la propia España, o de hecho a Rusia y a los Estados Unidos. Al mismo tiempo, la perspectiva europea pone de relieve la aplicación muchas veces idiosincrática de ideas conocidas a la circunstancia particular de México. La marcada originalidad de la tradición política mexicana, cuando se la compara con el resto de Hispanoamérica, queda también de manifiesto. No hace falta decir que la comparación puede fácilmente volverse injusta y que, al tratar de un país que en la mayor parte de su historia ha sido una dependencia cultural de Europa, existe el peligro de un determinismo secuencial, de insistir en que la provincia debe sufrir los mismos movimientos intelectuales que la metrópoli en un tempo muy similar. De hecho, en la cultura como en la economía, el retraso puede transformarse en ventaja y el atraso convertirse en trampolín de un nuevo avance. El origen de este libro se remonta a los comienzos mismos de mi carrera académica, a la época en que trabajé como profesor invitado durante cuatro años sucesivos en la Universidad de California en Berkeley, donde di tres cursos diferentes sobre las historias de México, Perú y Bolivia, y Argentina, abordados los tres desde la Conquista hasta el presente. Fue esa caminata intelectual, emprendida cuando estaba agobiado además por la tarea de completar Miners and merchants in Bourbon Mexico, la que me llevó a hacer mi botín con las riquezas de los historiadores y pensadores políticos hispanoamericanos. Fue entonces cuando leí por primera vez a Las Casas y di conferencias sobre él, sobre los primeros franciscanos, fray Servando Teresa de Mier, Francisco Bulnes, Andrés Molina Enríquez y José Vasconcelos. El

primer fruto de esa preocupación por la historia de las ideas fue Los orígenes del nacionalismo mexicano, escrito en New Haven en 1972, un libro que, a pesar de dos ediciones en español, no se ha publicado nunca en inglés. En gran medida, fue la bondadosa acogida dispensada a este libro en México la que me alentó a proseguir esa línea de investigación. En ese contexto, quiero dar las gracias a Edmundo O’Gorman, Enrique Florescano, Arnaldo Córdoba y Enrique Krauze por sus comentarios y por el estímulo que su obra ha dado a mi pensamiento. Como estas conferencias se dieron originalmente bajo los auspicios del Centre of Latin American Studies de la Universidad de Cambridge, no es sino justo que se hayan publicado en la nueva serie del Centro de Estudios sobre Latinoamérica. Muchas de las ideas fueron presentadas primeramente para la discusión en los seminarios semanales organizados por el Centro, en los que en años recientes me he beneficiado grandemente con los comentarios de Simon Miller, Lewis Taylor y Françoise Barbira-Freedman. En Cambridge quiero dar también las gracias a Quentin Skinner, T. C. Blanning y Derek Dowson por sus respuestas informativas a preguntas que planteé sobre diferentes aspectos de la historia intelectual europea. Alison Roberts, Helen Wilson y Ana Gray pasaron a máquina el manuscrito. Tanto el Lloyds International Bank como el Latin American Publications Fund ofrecieron amablemente su ayuda al Centro para cubrir los gastos de publicación. Finalmente, quiero hacer un reconocimiento al incentivo que me dio Celia Wu y a la paciencia de nuestro hijo Christopher, a quien dedico este volumen. Cambridge, 1984

Nota a la segunda edición mexicana Este libro se publicó por primera vez en México en 1988 y difiere de la edición en inglés por incluir como su tercer capítulo el ensayo “El patriotismo liberal y la Reforma mexicana”, que fue presentado en 1986 durante el Octavo Coloquio de Antropología e Historia Regional organizado por El Colegio de Michoacán, en Zamora. Además, incluí como Interludio III el trabajo titulado “La conquista de México”. En lo que respecta a la primera edición en español, quiero dar las gracias a Enrique Krauze, tanto por sugerir la publicación de la obra en la editorial Vuelta como por lograr que fuera traducida por Tomás Segovia, cuya versión en castellano siempre se equipara cuando no supera al original en inglés. Esta segunda edición mexicana conserva el contenido y la forma de la primera; unos pocos errores han sido corregidos y alguna página redundante eliminada; de esta manera, las diferencias significativas radican en la inclusión de cuatro apéndices. El primero, que trata de Manuel Gamio y su indigenismo, fue publicado en la Revista Mexicana de Sociología en abril de 1989 y complementa la exposición acerca del nacionalismo revolucionario. El segundo apéndice es un análisis de la obra maestra de Alan Knight, The Mexican Revolution, publicado en el Journal of Latin American Studies en noviembre de 1987. El tercero es un breve homenaje a don Edmundo O’Gorman, concebido en la UNAM en 1994 y publicado dos años después en Historia Mexicana. El apéndice final fue presentado a manera de palabras finales de la Sexta Conferencia de Historiadores Mexicanos y Estadunidenses, celebrada en Chicago en septiembre de 1981 y que tuvo como tema “Los intelectuales y el poder en México”. Como podrá observarse, la mayoría de los ensayos que ahora se agregan fueron escritos en la década de los años ochenta y mantienen la misma perspectiva de los trabajos originales. Omití observar en el prefacio a la primera edición de Mito y profecía que ello ocurrió en la misma década en que escribí los primeros borradores de The First America 1492-1867 (1991), que el Fondo de Cultura Económica publicó en México con el título de Orbe indiano. De esta manera, el hecho de que la presente obra incluya ensayos que abordan el tema de la Revolución mexicana indica que mi plan original para Orbe indiano debía concluir con una exploración del nacionalismo en el siglo XX. Unas palabras de disculpa. En el postfacio comparé indiscriminadamente a políticos mexicanos contemporáneos con los protagonistas de Los bandidos de Río Frío, novela comentada por mí en el Interludio IV. Esa severa comparación fue escrita en 1984 y expresaba mi reacción ante el desastre económico de los años precedentes. Ahora es sabido que desde el término de la Revolución un escogido grupo de políticos mexicanos se ha enriquecido en beneficio propio a partir de sus cargos públicos. Pero no fue mi intención en ese momento, ni

aún lo es en el presente al mantener dicho postfacio, denostar el buen nombre y la honradez de todos esos mexicanos que han servido a su país a través de cargos gubernamentales, sin empañar su buen nombre con acusaciones de peculado.

El que aplica su espíritu en la Ley del Altísimo […] y dedica sus ocios a la lectura de los profetas […] Investiga el sentido recóndito de los enigmas y se ocupa en descifrar las sentencias obscuras. Sirve en medio de los grandes, se presenta ante el príncipe; recorre tierras extrañas… Eclesiástico XXXIX, 1-4

Introducción La historia antigua de México empieza en mito y termina en profecía. Los códices y crónicas relatan que cuando los mexicas buscaban refugio de sus enemigos entre los pantanos e islotes que bordeaban los vastos lagos del Valle de México, su dios tribal, Huitzilopochtli, les ordenó que asentaran su campamento en el lugar donde encontraran, como en una visión, una gran águila, con las alas abiertas, encaramada sobre un nopal, con una serpiente o un pájaro en sus garras. Desde aquel momento —el año era o bien 1325 o bien 1345—, el pueblo mexicano creció en número y en fuerza y pronto ganó renombre por su ferocidad y su valentía en la guerra. Con la formación, en 1428, de la Triple Alianza con Texcoco y Tlacopan, se embarcó en una carrera de conquista que lo llevó tan lejos como Guatemala hacia el sur. La ciudad-isla de Tenochtitlan, con una población de más de 100 000 personas, llegó a depender del tributo de los territorios conquistados para mantener a sus habitantes. Y sin embargo, por impresionante que fuese su imperio, los mexicas preservaron la memoria de sus orígenes en elaborados códices, que insistían en que había sido Huitzilopochtli quien los había guiado en su largo viaje desde las estériles estepas del norte hasta los fértiles valles del Anáhuac. Siempre conscientes de que eran invasores bárbaros de unas tierras donde había florecido todo un ciclo de civilización, los monarcas aztecas buscaban esposas, en aquellas casas reales, que se jactaban de descender de los señores toltecas de Tula. Como parte de esta asimilación, los mexicas adoptaron el panteón de las divinidades tradicionales del Anáhuac y en su gran templo-pirámide de Tenochtitlan adoraban tanto a Huitzilopochtli como a Tláloc, el dios de las lluvias y de la agricultura. Cosa igualmente importante, los mexicas erigieron un templo a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, un dios ya adorado en la gran metrópoli de Teotihuacan en los primeros siglos de la era cristiana.[1] Además, preservaron la leyenda de la disputa en Tula entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, historia que tenía un sustrato histórico puesto que implicaba al gran sacerdote u “hombre-dios” Topiltzin, que tomó el nombre de Quetzalcóatl. La disputa era en parte sobre la práctica del sacrificio humano y condujo finalmente a la huida de Quetzalcóatl-Topiltzin a las orillas occidentales del Anáhuac, dejando tras de sí la promesa de un final retorno. Este mito recordaba a los aztecas no sólo que eran advenedizos en la secuencia de cinco soles que gobernaba la cosmología nativa, sino también que el reino de Huitzilopochtli no dejaba de estar amenazado desde dentro del panteón nativo. Y claro que cuando las naves de Hernán Cortés fueron divisadas frente a la costa de Tabasco, Moctezuma despachó embajadores para que ataviasen al conquistador con la vestimenta y las insignias de Quetzalcóatl y le ofrecieran sangre humana en adoración. Después, el monarca azteca dio la bienvenida a los españoles en Tenochtitlan como

mensajeros de Quetzalcóatl que habían venido a anunciar el fin del imperio mexicano. Por su parte, Cortés interpretó hábilmente estos mitos como una cesión manifiesta de la soberanía y escribió a Carlos V que Moctezuma había reconocido libremente la autoridad del emperador. Cualquiera que haya sido el diálogo preciso entre el conquistador y el rey cautivo, está claro que la caída de Tenochtitlan se debió en parte a la profecía autóctona de la catástrofe final. Si Cortés informó audazmente a Carlos V que había ganado para aquel monarca un imperio tan grande como el que acababa de adquirir en Alemania, fue porque estaba influido en parte por la esperanza que tenía curso por entonces en España de que el rey Habsburgo bien podría convertirse en el Emperador del Mundo, escogido por la Providencia para reconquistar Jerusalén y volver a unir a la cristiandad. Era la misma vena de profecía apocalíptica, tan influyente en la Europa de principios del siglo XVI, la que empujó a los franciscanos de México a interpretar la conversión de los indios como posible señal del advenimiento del Milenio. Además, dentro de la economía divina de la Iglesia, la conquista espiritual se miraba como recompensa por la pérdida de Alemania e Inglaterra en beneficio del protestantismo. En adelante, la autoridad de la monarquía española, encabezada por un rey católico que residía en un palacio-convento tal vez inspirado en el Templo de Salomón, se apoyó en la insistencia barroca en la armonía esencial de las jerarquías terrena y celestial, visión del universo resumida en el expresivo e intraducible término “ambas majestades”, las majestades gemelas de Dios y del Rey. En ese nivel de discurso, sólo el mito podía imponerse al mito. El prestigio moral de la conquista espiritual se veía minado por el entusiasmo con que el clero criollo alentaba la veneración a Nuestra Señora de Guadalupe. Se consideraba que la aparición de la Virgen María al indio Juan Diego significaba que la Madre de Dios, y no los frailes mendicantes, debía reconocerse como la fundadora y a la vez como la patrona de la Iglesia mexicana. Había allí un mito y un culto que despertaba tanto la devoción religiosa como el sentimiento patriótico. Además, cuando la ruptura con España se hizo posible en 1810, el clero del país reclutó a las masas en favor de la insurgencia bajo el pendón de Guadalupe. En ninguna otra provincia del Imperio español fue tan prominente el clero en el encabezamiento de la rebelión. Es igualmente importante que fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante, los principales ideólogos e historiadores de la insurgencia, invocaran a Las Casas, denunciaran a los realistas contemporáneos como equivalentes morales de los primeros conquistadores y ensalzaran a Moctezuma y a Cuauhtémoc como héroes patrióticos, hermanados con Hidalgo y Morelos en la lucha contra la tiranía española. En este llamado a la historia como arsenal de argumentos para justificar la independencia, México estaba solo; en contraste con esto, para Simón Bolívar el pasado colonial no era sino una edad oscura y lo mejor era olvidarla. En contraste con la fertilidad ideológica de la insurgencia, el proceso de independencia, lograda gracias a maniobras del ejército realista, no estuvo animado por un mito sustantivo. Destruida en efecto la autoridad tradicional de la monarquía y de la Iglesia, el remedo de imperio de Agustín de Iturbide pronto cedió el lugar a la constitución, tan remedo como él mismo, de la República federal. El liberalismo clásico, credo de la mayoría de los intelectuales, demostró ser una receta para la disolución del Estado, y en la práctica el país estaba gobernado por una banda de generales en disputa. El precio que se pagó por ello fue la

derrota en la guerra y la anexión de los territorios del norte. Si la Nueva España había sido un inmenso, ilimitado imperio, el México liberal nació y creció bajo la sombra que arrojaba sobre él la frontera que compartía con los Estados Unidos. Sólo en la Reforma de los años 1850, y más aún durante la heroica resistencia a la intervención francesa, recobró por fin México en la persona de Benito Juárez un dirigente capaz de recrear la presidencia como núcleo de la unidad nacional y fuente de la acción ejecutiva. Andrés Molina Enríquez alegó más tarde que la Reforma marcó el verdadero comienzo de la historia nacional y que Juárez debería ser reconocido como el verdadero padre de la independencia. “Para nosotros los mestizos —exclamaba—, Juárez es casi un dios.”[2] No menos importante es el hecho de que en las décadas que siguieron inmediatamente a la Reforma los intelectuales radicales como Ignacio Ramírez e Ignacio Altamirano predicaran el evangelio de la nueva religión de la patria, estableciendo un canon de héroes nacionales y un calendario de festivales patrióticos. El propósito de la historia patria era legitimar y glorificar la República liberal. En la generación siguiente, fue Justo Sierra quien asumió el palio como sumo sacerdote de esa religión cívica, y su principal escriba llevó el ciclo de la celebración hasta un elocuente clímax en su biografía de Juárez. Tan eficaz fue la propagación del nuevo culto a través de los canales del sistema educativo establecido durante el régimen de Porfirio Díaz que, cuando el país se vio arrojado una vez más a un ciclo de guerras civiles, los maestros de escuela y los pequeños funcionarios que enmarcaban los incontables manifiestos de los movimientos populares de la Revolución invocaban todos el nombre de Juárez en sus ataques al porfiriato. Habrá pues un nuevo mito, que apoyaba el llamado de Venustiano Carranza como cabeza civil de la causa constitucionalista. Una ventaja de esa insistencia en los grandes héroes era que permitía a hombres como Molina Enríquez disimular su repudio por las principales políticas de la Reforma. La búsqueda de antecedentes y de lecciones dentro de la historia mexicana era parte intrínseca de la Revolución. Mientras los bolcheviques de Rusia encontraban sus antecedentes históricos en la Revolución francesa, los intelectuales revolucionarios de México saludaban a Juárez pero se volvían hacia la Colonia en busca de inspiración efectiva. En general, fue sólo con la toma del poder por Álvaro Obregón cuando la élite cultural, encabezada por José Vasconcelos, colaboró activamente con el nuevo régimen. Gran parte de su tarea consistió en rodear al Estado de un aura de legitimidad, convertir la conquista militar en hegemonía social por medio de la persuasión cultural e ideológica. Su meta quedó alcanzada en parte con la transformación de un pasado reciente en un mito político. Lo que se miraba hasta entonces críticamente como una desastrosa serie de guerras civiles llevadas a cabo entre caudillos muchas veces bárbaros, quedó ahora cosificado como La Revolución, definida como un parteaguas en la vida nacional, pues dotó al país de una Constitución que expresaba las aspiraciones sociales del pueblo mexicano. El papel que desempeñó José Vasconcelos en este proceso fue de una importancia central, tanto más cuanto que estaba poseído de la idea de que estaba a punto de amanecer en México una nueva era del espíritu. Además, su patronazgo de los muralistas fue significativo, ya que pintores como Diego Rivera y José Clemente Orozco pintaban con asombrosa percepción los principales mitos que habían obsesionado al espíritu mexicano desde la llegada de los españoles. Más que cualquier texto literario, los murales que pintaron resumen y expresan la tradición política de México. Sólo la

Revolución francesa ofrece un paralelo de tan estrecha unión entre una ideología política y un logro estético. Hasta diciembre del año 2000, el régimen autoritario que gobernó a México sacó su sostén de la búsqueda nacionalista de los intelectuales revolucionarios.

[Introducción]

David Carrasco, Quetzalcóatl and the Irony of Empire, Chicago, Illinois, 1982. [2] Andrés Molina Enríquez, La Reforma y Juárez, México, 1906, p. 68, cit. por Justo Sierra. [1]

I. San Agustín y América Hernán Cortés, el milenio franciscano y Bartolomé de Las Casas I Las conquistas españolas en el Nuevo Mundo suscitaron pronto amargas controversias, cuyos puntos principales eran la naturaleza de los indios americanos, el origen de los títulos españoles al imperio y el carácter a menudo bárbaro de las expediciones de conquista.[1] Si el debate comenzó como una querella entre guerreros-aventureros y frailes mendicantes sobre el trato que se daba a los indios, sus términos de referencia se ampliaron pronto, a medida que entraban en la liza teólogos escolásticos y literatos humanistas. La más original de estas contribuciones provino del filósofo dominico Francisco de Vitoria, que en su Relectio de Indis desarrolló teoremas esencialmente tomistas sobre los derechos naturales para establecer los cimientos doctrinales del derecho internacional. Entre los juristas y gobernadores coloniales, sin embargo, sus ideas no encontraron mucha aprobación, tanta menos cuanto que acaparaba su atención la dramática intervención de Juan Ginés de Sepúlveda, destacado humanista que invocaba audazmente a Aristóteles para definir a los indios como esclavos por naturaleza, sólo apropiados para la sujeción. Sus alegatos fueron apasionadamente controvertidos por Bartolomé de Las Casas en un debate que se llevó a cabo en Valladolid en 1551. El dramatismo de esa famosa ocasión ha oscurecido, sin embargo, el hecho de que Sepúlveda sacó la mayor parte de su información y sus ideas sobre América y sus habitantes de los escritos de Gonzalo Fernández de Oviedo, el más importante cronista de Indias. Además, el principal oponente de Las Casas era Hernán Cortés, el más grande de los conquistadores, el cual, tanto con su ejemplo como soldado y gobernador como con su apoyo a humanistas y franciscanos, representaba la más elocuente refutación de esa interpretación de la conquista como una historia de desenfrenada destrucción y tiranía tan ardientemente pintada por el gran Protector de los Indios. Que Cortés fuese celebrado al mismo tiempo como un nuevo César y como otro Moisés es suficiente prueba de este aserto. Menos esperado resulta que en su campaña, encaminada a despojar a los conquistadores de toda aura de gloria, Las Casas se volviera ante todo hacia san Agustín. Nuestra tesis es que en el debate sobre la conquista de América, La ciudad de Dios fue un texto tan influyente como la Política de Aristóteles. II En su primera fase, la del Caribe, la actuación española en el Nuevo Mundo fue

particularmente poco gloriosa, bastante falta a la vez de grandes hechos y de maestría intelectual. Si la mayor gloria de la aventura recayó en Colón, fue el aventurero florentino Americo Vespucci el que recogió el desafío filosófico de los descubrimientos, llamando audazmente Nuevo Mundo a las islas dispersas y a la apenas rozada tierra firme; un nuevo mundo habitado, según escribió, por innumerables pueblos que “viven de acuerdo con la naturaleza”, sin propiedad ni leyes, y que ocupaban, saludables y promiscuos, unas tierras que aparecían como un paraíso terrenal.[2] Las implicaciones de la fábula renacentista de Vespucci, tan distinta en forma y estilo de los relatos circunstanciados de los españoles, fueron aclaradas por Pedro Mártir, un humanista milanés residente en la corte española, que en su De orbe novo describía a los nativos de las Indias viviendo “en un estado de naturaleza”, es decir, que “van desnudos, no conocen ni pesos ni medidas, ni esa fuente de todas las desgracias, el dinero; viven en una edad de oro, sin leyes, sin jueces mendaces, sin libros… Está probado que entre ellos la tierra pertenece a todo el mundo, lo mismo que el sol o el agua. No conocen ninguna diferencia entre meum y tuum, esa fuente del mal”.[3] Esta idílica imagen, en gran parte ficción de la imaginación renacentista, pronto quedó rota por las noticias de conflictos armados entre bandas rivales de españoles y de la devastación de los pueblos indios por aquellos guerreros. Pedro Mártir comentó que los hombres que acompañaron a Colón en su segundo viaje eran “en su mayor parte indisciplinados, inescrupulosos vagabundos”, y condenó mordazmente la expedición que entró en Darién: “esos descubridores de nuevos países se arruinaron o se agotaron por su propia locura y sus luchas civiles, sin poder alzarse en absoluto a la grandeza de los hombres que realizan tan maravillosas hazañas”.[4] Aunque Oviedo en su Historia general y natural de las Indias, cuya primera parte se publicó en 1535, trató de ensalzar las hazañas de su nación, admitió abiertamente que las sucesivas expediciones que conquistaron y poblaron las islas y la tierra firme del Caribe fueron demasiado a menudo culpables de los peores crímenes imaginables contra los naturales de la región, virtualmente indefensos, haciendo matanzas de pueblos enteros o reduciéndolos a la esclavitud, torturando a los cautivos o haciéndolos despedazar por los perros. No es que mostrara mucha simpatía por los indios, sin embargo, pues los consideraba más cercanos a las bestias que a los hombres, y en todo caso irrevocablemente condenados, y escribía: “Esta gente es por naturaleza perezosa y viciosa, de poca fe, melancólica, cobarde, de bajas y malas inclinaciones, mentirosa, y de poca memoria y constancia… Así como sus cráneos son espesos, así su entendimiento es bestial y dado al mal”.[5] En general, parece haberse alegrado del rápido despoblamiento que acompañó a la ocupación europea, alegando que su desaparición marcaba el fin del reino del demonio en el Nuevo Mundo. A pesar de esa denigración de los indios, Oviedo, que participó personalmente en la conquista de Darién, no intentó minimizar los crímenes cometidos contra ellos, que él atribuía a la dominante pasión de la avaricia. Cierto que insinuaba que las peores ofensas eran obra de hombres de bajo nacimiento, de luteranos como los Welser en Venezuela, o debidas a la influencia de otros extranjeros y sospechosos de ser judíos. Pero su prejuicio en favor de la nobleza quedaba compensado por su orgullo patriótico, pues declaraba que mientras en Francia y en Italia sólo la nobleza se dedicaba a las armas, en España todos los hombres habían nacido para la guerra, cualidad nacional que daba cuenta por sí sola de la rápida conquista de las Indias. Hombres

de todas las clases y ocupaciones se alistaban en las compañías libres que, conducidas por capitanes o caudillos y gobernadas por la estricta disciplina militar, se abrían paso a través del Nuevo Mundo en busca de oro y de esclavos. Comparables a las bandas que invadieron Francia durante la Guerra de los Cien Años, pero equipadas ahora con armas de fuego, esas compañías fueron licenciadas por la Corona y justificaban sus expediciones invocando la fe cristiana. Parodia salvaje, más que perpetuación de la cruzada, la mentalidad medieval que obsesionaba todavía a muchos de los “caballeros-compañeros” que guiaban esas expediciones se ve del mejor modo en la propuesta que hizo Oviedo a la Corona en 1519, de que se estableciera una orden militar en el Caribe, con una casa matriz en Santo Domingo y cien caballeros para patrullar los confines del imperio.[6] Esta tétrica imagen de saqueo desenfrenado en un paraíso tropical habitado por ignorantes salvajes se transformó de pronto por completo gracias al descubrimiento y la conquista de México, pues allí —por fin— los españoles, conducidos por Hernán Cortés, se alzaron a la altura de la ocasión. La decisión de un poco más de 500 hombres de abandonar sus naves y marchar hacia el interior; su batalla contra toda probabilidad con el estado montañés de Tlaxcala; la primera visión de la ciudad-isla de Tenochtitlan; la bienvenida ofrecida por Moctezuma y la ocupación de su palacio; la ignominiosa huida a lo largo de las estrechas calzadas de la ciudad durante la “Noche triste” y el final sitio de tres meses a la capital de México: todo esto daba materia a una historia épica que cautivó la imaginación de Europa. Historia contada primero que nadie, naturalmente, por el propio Cortés en sus cartas al emperador Carlos V, cartas hábilmente escritas para magnificar el dramatismo de aquellos acontecimientos.[7] Basta asomarse a la Historia general de Oviedo para ver cómo la conquista de México sobrepasa a todos los demás relatos de conquista y de exploración, tanto por su intensidad dramática como por su intrínseca nobleza. Nada amistoso hacia Cortés, Oviedo tuvo cuidado de comentar el lado oscuro de la historia: la gratuita matanza de la población de Cholula ordenada por Cortés, el ataque no provocado de Alvarado a la joven nobleza indefensa de Tenochtitlan, y la manera inescrupulosa en que Cortés repudió la autoridad de su patrón, el gobernador real de Cuba, Diego de Velázquez. Sin embargo, la pura grandeza de los acontecimientos de México llevó a Oviedo a ensalzar al conquistador como un nuevo César o un nuevo Ciro.[8] En sus cartas, Cortés subrayaba que en México los indios iban vestidos, vivían en ciudades populosas con casas estucadas y templos grandiosos; que tenían un clero organizado y una nobleza guerrera y que Moctezuma era un gran señor que vivía en un vasto palacio con sus propios jardines, su zoológico privado y sus pajareras. Comparaba a Cholula con Granada y estimaba que Tenochtitlan era igual en tamaño a Córdoba o Sevilla, con su gran mercado con cabida para más de 50 000 personas. En una palabra, presentaba una imagen atractiva de una sociedad avanzada, muy alejada del mero estado de naturaleza que se encontraba en el Caribe; una sociedad, sin embargo, afligida por la idolatría generalizada y los sacrificios humanos practicados en una escala nunca imaginada. Al mismo tiempo, Cortés exaltaba el valor heroico de su banda de guerreros, que luchaban por Dios y por el Rey contra números inenarrables de indios bien armados. La trágica destrucción de Tenochtitlan después de una heroica resistencia por parte de los aztecas, sostenida tanto contra sus antiguos aliados y súbditos como contra los españoles, le recordaba la caída de Jerusalén. Interpretó hábilmente los rumores entre los

indios de un regreso del dios Quetzalcóatl, informando que al principio Moctezuma acogió a los españoles como mensajeros de los dioses, y luego, después de oír a Cortés, aceptó abiertamente la autoridad de su soberano, residente en Europa, cediendo así efectivamente su reino a España. En un lenguaje atrevido, Cortés anunciaba que había ganado para Carlos V un imperio tan grande como el que el monarca acababa de adquirir en Alemania.[9] Era tal la habilidad con que Cortés presentaba su caso, apoyada por el evidente provecho de la hazaña, que el emperador perdonó su acto de rebeldía contra Velázquez, el cual, como observaba Pedro Mártir, había despertado en la corte temores de que quisiera hacerse rey, y lo reconoció como gobernador, recompensándolo más tarde con el título de marqués del Valle de Oaxaca.[10] Para entonces Cortés había asignado a sus principales seguidores encomiendas, es decir, dotaciones de indios que desde ese momento tenían que proporcionar trabajo y bienes a su señor, dotaciones que no implicaban por sí mismas ninguna concesión de tierras o de jurisdicción. Aunque Cortés consiguió la aprobación real de su propio estado miniatura de 30 000 tributarios, fuerza de trabajo que utilizó para una variedad de empresas económicas, no logró ser nombrado virrey. Además, cuando regresó a España por última vez, en 1540, encontró que la estrella de Las Casas estaba en ascenso, pues la corte se preparaba a poner coto a los abusos en el sistema de encomiendas. La subsiguiente rebelión de Gonzalo Pizarro contra las reformas sólo sirvió para ennegrecer más aún la reputación de los conquistadores de las Indias, Fue en el clima adverso de los años 1540 como Cortés cultivó un círculo de humanistas y alentó en particular a su capellán, Francisco López de Gómara, hombre educado que había residido algunos años en Italia, a escribir la historia de las conquistas, de manera que preservase el buen nombre de los conquistadores para la posteridad. Publicada en 1552, la Historia general de las Indias y conquista de México fue más notable por su estilo y su perspectiva que por su sustancia, pues es poco más que una paráfrasis de Oviedo y Cortés, completada con un muestrario de otros relatos de la conquista e informes de misioneros sobre las costumbres indias. El propósito general del texto era exaltar la grandeza de los acontecimientos del Nuevo Mundo y destacar los logros de Cortés. El enfoque triunfalista de Gómara queda ejemplificado en su dedicatoria inicial a Carlos V y en su elogio conclusivo de los españoles: […] la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Mundo Nuevo. Y no tanto lo dicen por ser nuevamente hallado, cuanto por ser grandísimo y casi tan grande como el viejo, que contiene a Europa, África y Asia… Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder.[11]

La ventaja de una educación humanista no le llevó, sin embargo, a considerar al indio americano con simpatía, ya que en general se limita a repetir el tremendo catálogo de vicio e imbecilidad establecido por Oviedo, poniendo muy en primer término los sacrificios humanos, la sodomía y el canibalismo. El régimen de Moctezuma quedaba destacado por su tiranía y sus crímenes, de tal manera que la conquista podía describirse como una liberación que traía a la vez el cristianismo y la civilización: “Con letras se convertirán en verdaderos hombres”.[12] Fue asimismo durante la década de 1540 cuando Juan Ginés de Sepúlveda, otro humanista

educado y residente también durante muchos años en Italia, escribió su diálogo Democrates alter, que justificaba la conquista sobre la base de que los indios eran esclavos por naturaleza, es decir, deficientes en la prudencia y el dominio de sí mismo propios de un hombre adulto, culpables además de vicios antinaturales. En cambio, entre todos los pueblos de Europa, los españoles eran especialmente famosos por sus dotes guerreras y de gobierno y, por tanto, más adecuados para la misión de llevar el Evangelio y la civilidad a los pueblos conquistados de América. No sin razón citaba Sepúlveda a Oviedo como su principal autoridad, puesto que se volvió hacia su crónica en busca tanto de datos como de confirmación de sus prejuicios. Si Cortés, que lo conoció en la corte, lo alentó o no activamente a escribir el diálogo es una cuestión todavía no resuelta.[13] El aspecto más intrigante de esta intervención humanista es hasta qué grado esos estilistas clericales (pues tanto Gómara como Sepúlveda eran sacerdotes seculares) se limitaron a adornar con un brillo literario los escuetos relatos de los conquistadores.[14] Mientras que aquellos humanistas que habían sufrido la influencia de Erasmo y del Renacimiento cristiano del norte atacaban el concepto mismo de una guerra justa y denigraban la persecución de la gloria militar, Sepúlveda en cambio, en un diálogo anterior, había defendido la compatibilidad esencial de la moralidad cristiana y el código guerrero, alegando que la gloria era la recompensa de la persecución honorable de la virtud, alcanzada tanto en el campo de batalla como a través del estudio. En otra ocasión había conminado al emperador a dirigir su ejército contra el turco y ganar el mayor imperio conocido en la historia.[15] Así, aunque su sentido del estilo y de la forma literaria distinguía claramente a hombres como Gómara de un cronista como Oviedo, que no conocía en absoluto el latín, no dominaba mucho el estilo y estaba todavía encerrado en una trasnochada cultura medieval de caballería, en cuanto sentimiento y perspectiva de los acontecimientos se mostraron sin embargo notablemente parecidos. Al mismo tiempo, el legado del espíritu de cruzada de España, combinado con la euforia que acompañó a la subida al trono de Carlos V, impidió al parecer toda asimilación directa de Maquiavelo y de su doctrina de la primacía de la vida política y la virtù personal sobre los valores cristianos. Una posible indicación de un giro en esa dirección es la observación de Gómara sobre un capitán español de Italia, famoso por su valor, su avaricia y su crueldad: “Empero la rosa de las espinas sale, y por milagro ay gran virtud sin vicio”.[16] En lo que Cortés se distinguía de la mayoría de los conquistadores de la primera camada era en su activo apoyo a la misión franciscana. Según una crónica de esa orden, el acto más importante de su vida tuvo lugar cuando se arrodilló en el polvo ante la nobleza de México, tanto india como española, reunida, para besar las manos de los 12 frailes cubiertos del polvo del viaje que venían a pie y descalzos desde Veracruz.[17] Reclutados en la provincia reformada, de reciente creación, de San Gabriel de Extremadura, esos franciscanos observantes estaban animados por la vívida esperanza de un renacimiento de la Iglesia en el Nuevo Mundo. Y sus esperanzas no quedaron enteramente frustradas puesto que, después de una fase inicial de “frialdad”, debida en parte, sin duda, al vigor con que los frailes derribaban sus ídolos, los indios venían en masa a escuchar las noticias del dios cristiano. Durante las décadas siguientes, se bautizó en masa a miles de ellos y los hijos de la nobleza fueron enviados a los conventos para ser educados y más tarde empleados como intérpretes y acólitos. El calendario litúrgico católico se explotó plenamente, con una elaborada ronda de

procesiones, representaciones de la pasión y la natividad, danzas, fiestas, misas al aire libre, instrucción diaria y sesiones penitenciarias, todo ello diseñado para sustituir al ciclo pagano de ceremonias. Si hemos de creer a los cronistas, los indios adoptaron su nueva religión con gran entusiasmo, sumergidos temporalmente en un movimiento de euforia ritual. Más aún: en el espacio de una generación, las órdenes mendicantes —pronto se unieron a los franciscanos los dominicos y los agustinos— lograron reasentar a la mayoría de la población concentrando las aldeas dispersas en nuevas poblaciones, todas ellas trazadas sobre un sistema de rejilla que partía de una plaza central invariablemente dominada por una iglesia parroquial de altas bóvedas y de una sola nave, construida en estilo gótico pero generalmente decorada con una fachada renacentista o plateresca.[18] Nada de esto hubiera sido posible sin la activa protección de Cortés y de los dos primeros virreyes, Antonio de Mendoza y Luis de Velasco, que utilizaron efectivamente a los frailes como guardianes políticos de la comunidad india. Al mismo tiempo, la nobleza india cooperó activamente con la misión, organizando los turnos de trabajo necesarios para construir las iglesias. Durante aquellos primeros años, los mendicantes creían claramente que la Iglesia primitiva había renacido en la Nueva España, con sus parroquias administradas por los religiosos y con sus obispos nombrados dentro de esas órdenes, que, libres del peso de riqueza y pompa que afligía a la jerarquía en Europa, se consagraban a la instrucción de su grey. De hecho, el primer arzobispo de México, Juan de Zumárraga, franciscano familiarizado con los escritos de Erasmo, preparó un catecismo que expresaba la doctrina cristiana en un lenguaje sencillo y bíblico. Del mismo modo, en Michoacán, el obispo Vasco de Quiroga estableció hospitales en todos los pueblos indios y organizó dos comunidades según los lineamientos que le había sugerido la Utopía de Moro. [19] En una palabra, hay una cualidad luminosa, eufórica, en la conquista espiritual de México, una cualidad que se encuentra expresada de la mejor manera en los escritos de fray Toribio de Motolinía, pero que se cierne también en los recintos de las iglesias en Huejotzingo, Acolman y Tzintzuntzan, para sólo nombrar unas pocas. Las crónicas que tratan de este periodo celebran a la vez las virtudes de los indios y la devoción de los frailes. Había una inesperada simetría en la relación entre los aborígenes de México y sus mentores europeos. Para los mendicantes, cuyo principal ideal social era la pobreza, la exigua dieta de los indios, la escasez de sus posesiones materiales y la ausencia en ellos de todo espíritu adquisitivo eran señales de sencillez evangélica. Además, los indios eran notablemente obedientes a sus superiores y por naturaleza, especialmente cuando se los comparaba con los coléricos inmigrantes de Castilla, generalmente flemáticos e indóciles. Estas eran las cualidades en que pensaba aquel misionero que afirmó más tarde: “En el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas que los indios de esta Nueva España”. No hace falta decir que para ganar esas almas se necesitaba una ejemplar dedicación por parte de los frailes, de los que se suponía que debían andar descalzos y desnudos con hábito de grueso sayal, cortos y rotos, dormir sobre una sola estera con un palo o manojo de yerbas secas por cabecera, cubiertos con sólo sus mantillos viejos sin otra ropa […] su comida era tortillas de maíz y chile, y cerezas de la tierra y tunas […]

Además, este agotador régimen físico iba acompañado de la necesidad de adaptarse al

carácter mismo de sus neófitos: “Conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción (si alguna tienen) y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos”. Leer esas crónicas es entrar en el mundo de los Fioretti de san Francisco, donde la santidad se expresaba todavía en noches pasadas en oraciones y autoflagelación.[20] Pues tanto los frailes como los indios vivían en un universo espiritual donde unos hombres santos, sometiendo sus cuerpos por medio del ayuno y la penitencia, luchaban contra Satanás y su ejército de demonios que, encarnados en las deidades nativas, habían gobernado el valle de Anáhuac durante tanto tiempo. Un elemento esencial de la misión era el estudio del lenguaje y las creencias religiosas de los indios. En eso los franciscanos tomaron una vez más la delantera, por un lado imprimiendo gramáticas, vocabularios, libros de oraciones, catecismos, sermones y hasta extractos de las Escrituras, y por otro lado examinando sistemáticamente la religión aborigen, sus ideales morales, su panteón de divinidades y el calendario de sus fiestas. Las encuestas iniciales de Motolinía y Andrés de Olmos habrían de servir tanto a Las Casas como a Gómara, y culminaron en el establecimiento del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde Bernardino de Sahagún enseñaba latín a un número selecto de alumnos indios, y a la vez, finalmente, con la colaboración de esos alumnos, produjo la Historia general de las cosas de la Nueva España, texto monumental a dos columnas en náhuatl y español que ofrecía un panorama enciclopédico de la religión india, punto de partida todavía hoy para toda investigación sobre ese tema. Para justificar el estudio del paganismo al que se dedicó toda su vida, Sahagún citaba el ejemplo de La ciudad de Dios de san Agustín y argumentaba que, sin un conocimiento completo del pensamiento y la práctica de los indios, la Iglesia no podría esperar erradicar la idolatría o ni siquiera percibir sus diabólicos subterfugios.[21] Describir así la conquista espiritual es por supuesto repetir lo que escribieron los cronistas. Había un lado oscuro en la historia que merece mencionarse. Motolinía no ponía reparos a la necesidad de una conquista armada antes de la entrada de la misión cristiana: la alternativa era el martirio inútil. Además, los mendicantes no vacilaron en derribar ídolos y arrasar templos. Más tarde, no rehuyeron azotar, encarcelar, exiliar y, por lo menos en una famosa ocasión, quemar a cualquier sacerdote o noble indio recalcitrante.[22] No menos importante es el hecho de que la euforia de las primeras décadas fuese sustituida más tarde por una mutua desilusión. Pues la cíclica mortandad de las enfermedades epidémicas, contra las que los indios no tenían resistencias naturales, redujo en un lapso de 80 años la población a sólo la décima parte de lo que había sido antes de la conquista. Y sin embargo, los colonos españoles hacían crecientes demandas de trabajo aborigen y la política fiscal de la Corona erosionaba la base económica de la nobleza. Reducida finalmente al nivel de un simple campesinado, la comunidad india se desmoralizaba, el alcoholismo crecía y el fervor religioso menguaba. Al mismo tiempo, los propios mendicantes eran blanco de ataques de los obispos y del clero secular, que trataba ahora de introducir una forma de organización eclesiástica basada en el modelo europeo, más familiar. En el pináculo del frenesí contrarreformista, la Corona prohibió todo estudio ulterior de la religión india y excluyó de la circulación los textos bíblicos traducidos; para la Inquisición la Biblia en náhuatl era casi tan peligrosa como la Biblia en hebreo.[23]

Si el establecimiento inicial y la subsecuente desmoralización de la Iglesia en México se pintó con tan dramáticos colores era porque muchos de los primeros franciscanos se inspiraban en la esperanza de que el milenio estaba a punto de advenir. Las profecías del abad benedictino Joaquín de Fiore, con su división de la historia en tres etapas trinitarias, respectivamente gobernadas por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, estaban muy difundidas. Además, tanto los franciscanos espirituales como los observantes tendían a aceptar la identificación que había hecho san Buenaventura de san Francisco como ángel del Apocalipsis, que abriría el sello de la sexta edad, época caracterizada a la vez por la predicación sin precedentes del Evangelio y por el advenimiento del Anticristo. Esta sexta edad marcaba también el comienzo del estadio joaquinita del Espíritu, que se consumaría en el milenio. Todos estos acontecimientos dramáticos, hay que señalarlo, se esperaba que se desplegarían en la historia antes de la segunda venida de Cristo y del Juicio Final. De hecho, un signo más de la sexta edad era el advenimiento de un emperador del mundo y un papa angélico.[24] Para Motolinía, uno de los doce primeros franciscanos que llegaron a México, la conversión de los indios señalaba una etapa decisiva en la marcha de la fe siempre hacia el oeste, desde su nacimiento en Oriente hasta su final destino en Occidente, con México como principal vía que llevaba a China. Bien entrada ya la sexta edad, era urgente llevar la salvación a los aborígenes de la Nueva España. Declaró que México “es muy propia tierra para ermitaños e contemplativos”, semejante a Egipto tanto por su paganismo como por su subsecuente entusiasmo por la fe. En una vena similar, apostrofaba a la capital: “Eras entonces una Babilonia, llena de confusiones y maldades; ahora eres otra Jerusalén, madre de provincias y reinos”. Los bárbaros decretos de un tirano pagano habían quedado sustituidos por las sabias leyes cristianas del Rey Católico. Su figura más vigorosa era con mucho la invocación del Éxodo, en la que los mexicanos quedaban identificados como un nuevo Israel, que antaño trabajó bajo el fardo de la idolatría en Egipto, luego sufrió las diez plagas de la conquista, la enfermedad, el trabajo forzado y más epidemias, hasta que alcanzó la tierra prometida de la Iglesia cristiana.[25] Además, en una famosa carta a Carlos V, Motolinía criticaba de plano a Las Casas por su persistente denigración de los conquistadores, insistiendo en que las enfermedades, y no la crueldad de los españoles, eran la causa principal del despoblamiento, y sobre todo alababa a Cortés “por singular capitán de esta tierra de Occidente”, que había protegido a los indios y alentado su conversión. Cortés, según creía él, era un “hijo de salvación”.[26] A Jerónimo de Mendieta, el más destacado discípulo de Motolinía, habría de corresponder la tarea de hacer explícita la visión de su maestro, pues definía ahora a Cortés como un nuevo Moisés que había guiado al nuevo Israel hacia la Tierra Santa.[27] Esa identificación tomó más significación aún cuando observó, aunque equivocadamente, que Hernán Cortés y Martín Lutero habían nacido el mismo año, que fue también el año, además, en que fueron sacrificadas en México miles de víctimas en la consagración del nuevo templo de Huitzilopochtli. Había en todo esto una maravillosa simetría espiritual. Pues en 1519 Lutero condujo a la herejía, y por ende a la condenación, a las ricas y poderosas naciones de la Europa del norte mientras que el mismo año Cortés derrocó el reino de Satanás y trajo a los pobres y humildes pueblos de México al seno de la Iglesia católica. La conquista espiritual

ocupaba así el lugar central dentro de la economía divina: la primera, pero no la última vez que el Nuevo Mundo era invocado para enderezar la balanza del viejo. Mendieta, sin embargo, escribiendo a fines del siglo XVI, repudiaba la alegre exuberancia de Motolinía. No era tanto del vacilante fervor de los indios de lo que se quejaba como de su explotación y corrupción por los españoles y sus descendientes mestizos y mulatos. Ojalá pudiera ponerse a los indios en una isla, exclamaba, “pues ellos vivieran quietos y pacíficos en servicio de Dios, como en el paraíso terrenal y al cabo de la vida se fueran al cielo”. Tal como eran las cosas, se comparaba a sí mismo con el profeta Jeremías, lamentándose de la caída de Jerusalén y del sometimiento al cautiverio de un nuevo Israel en una moderna Babilonia. Las plagas que afligían todavía a los indios no se consideraban como instrumento de la misericordia de Dios, que los liberaba de sus sufrimientos.[28] En su fase final, la visión franciscana de la Nueva España no estaba pues muy lejos de las polémicas de Las Casas, al que tendremos que volver ahora. III En 1531 un fraile dominico, residente en La Española, dirigió un memorial al Consejo de Indias en el que, con profética autoridad, advertía a los ministros que corrían todos el riesgo de la condenación eterna al permitir la destrucción del Nuevo Mundo. La Divina Providencia, actuando a través del Vicario de Cristo, el Papa, había entronizado al Emperador, Carlos V, como un nuevo José sobre un nuevo Israel, confiándole la salvación de los indios. Hasta ese momento, sin embargo, sólo habían entrado en las Indias ladrones y tiranos que robaban y mataban, con el resultado de que habían muerto ya más de un millón de personas. No toda la culpa recaía en los españoles, puesto que los alemanes de Venezuela eran en todo caso todavía más crueles. Además, “después de acabadas las guerras cometidas contra todo derecho divino y natural […] se sigue el segundo i despiadado dolor e governación tiránica”, en la que los indios, entregados a los conquistadores en encomiendas, eran explotados hasta hacerlos morir. Por qué Dios había enviado tan terribles castigos era un secreto divino, pero ¡guay con los instrumentos de su ira! “Que veamos, no son los reinos grandes sin justicia, sino grandes latrocinios, según San Agustín, que quiere decir moradas de ladrones.” Sin embargo, estaba en la mano de los consejeros convertirse en “redemptores de este gran mundo” y lograr “tanto aumento de las riquezas temporales al Estado del Rey” por medio de la pronta abolición de la encomienda.[29] El fraile que se dirigía al Consejo de Indias en términos tan apasionados y perentorios era Bartolomé de Las Casas, que en su Historia de las Indias relata que fue en 1514, unos 12 años después de su llegada a La Española a la edad de 18 años, cuando su confesor dominico le negó la absolución porque vivía del trabajo forzado y no pagado de su encomienda, adquirida en la brutal conquista de Cuba. Las Casas, primer sacerdote secular que fue ordenado en el Nuevo Mundo, fue comisionado en aquel momento para predicar el sermón de Pascua, cuyo texto asignado laceró su conciencia: El que sacrifica de lo mal adquirido hace una oblación irrisoria y no son gratas las oblaciones inicuas. No se complace el Altísimo en las ofrendas de los impíos ni por la muchedumbre de los sacrificios perdona los pecados […] Como quien

inmola al hijo a la vista de sus padres, así el que ofrece sacrificios de lo robado a los pobres. Su escasez es la vida de los indigentes y quien se la quita es un asesino.

La fuerza de estas palabras, junto con las admoniciones de los dominicos, convirtieron a Las Casas y lo alentaron a defender toda su vida a los indios americanos. Su conversión parece haber consistido en el sencillo pero apasionado descubrimiento de que los aborígenes del Nuevo Mundo eran tan hombres como los españoles y por ende dignos de derechos y trato muy semejantes a los de los españoles. Inversamente, sentía una apasionada repulsión contra aquellos españoles que eran culpables de crímenes contra los indios. Este momento de crisis en su vida tuvo evidentemente sus antecedentes. Cuando era todavía un muchacho, su tío, que había viajado en el segundo viaje de Colón, le regaló a un joven indio como esclavo. Además, entre los 18 y los 30 años había observado la introducción de las encomiendas en La Española bajo el gobernador Ovando y, cosa más importante aún, había presenciado las crueldades perpetradas durante la conquista y colonización de Cuba. Reflexionando sobre esas horrendas escenas hacia el final de su vida, escribió: “Todas estas obras y otras, extrañas de toda naturaleza humana vieron mis ojos, y ahora temo decirlas, no creyéndome a mí mismo, si quizá no las haya soñado”.[30] En busca de rectificación y reforma, Las Casas regresó en 1515 a España, donde consiguió audiencia primero con el rey Fernando, después con el regente, el cardenal Jiménez de Cisneros, finalmente con los ministros flamencos nombrados por el joven rey Carlos de Gante. Así, durante un periodo de cinco años Las Casas estuvo activo en la corte, donde su latín fluido, adquirido aparentemente en la escuela catedralicia de Sevilla, abierta por el destacado humanista español Antonio de Nebrija, le permitió conversar con Jean Le Sauvage, el famoso protector del Renacimiento septentrional.[31] Fue en parte debido a sus propuestas que una misión de monjes jerónimos fue despachada a La Española para regular el trato a los indios. Es asombroso que en un corto memorial Las Casas delineara en un audaz esbozo lo que habría de ser la estructura futura del gobierno colonial. Pues abogaba por la separación jurídica de los indios y los españoles en ciudades y pueblos distintos, sustituyendo la encomienda por un turno cuidadosamente regulado de trabajo de los indios, que nunca superase un tercio de todos los varones adultos, llevado a cabo siempre a menos de 30 leguas de sus casas, y siempre remunerado por un salario. Debía alentarse a los granjeros españoles a que emigraran con la esperanza de que desarrollaran la agricultura y tomaran esposas indias. En sus pueblos los indios habían de ser gobernados por sus propios jefes, y los religiosos debían actuar como sus guardianes políticos.[32] Estos planes se aplicaban únicamente a las islas caribes, ya que para la tierra firme Las Casas sugería que el asentamiento se limitara a diez fortalezas situadas a intervalos de cien leguas, gobernadas por un capitán y cien hombres, cuya tarea principal sería comerciar con los indios de las cercanías y dar un primer impulso al cultivo. La penetración en el interior debía dejarse a los dominicos y franciscanos, súbditos de diez obispos, que serían como los de la Iglesia primitiva y caminarían descalzos cuando fuera necesario. Por medio del comercio y de la conversión pacífica, los indios se asimilarían lentamente a la autoridad del rey de Castilla.[33] Ansioso de demostrar la viabilidad de sus propuestas, Las Casas consiguió la aprobación de la Corona para un proyecto de colonización pacífica y misión en Cumaná, en la costa de la actual Venezuela, que consistía en reclutar a 50 granjeros,

todos los cuales habían de ir ataviados con túnicas de cruzados y se alistarían como “caballeros de la espuela de oro”. En los hechos, el plan resultó un desesperado fracaso, pues los indios locales, recelosos ya a causa de previas incursiones españolas, atacaron y quemaron el asentamiento, de modo que los frailes a duras penas escaparon con vida. El fracaso del experimento de Cumaná en 1520 fue aprovechado por los enemigos de Las Casas como prueba de sus errores de juicio, y tanto Oviedo como Gómara en sus Historias generales dieron rienda suelta a sus sarcasmos.[34] Bastante apabullado, según todos los indicios, por ese mal paso, Las Casas permaneció los 14 años siguientes en La Española, donde entró en la orden dominicana, pasando sus días en el estudio y la reflexión y en la compilación de material para una verdadera historia de los acontecimientos de los que había sido testigo, con sólo algún sermón ocasional a la Corona para recordar sus anteriores esperanzas. Sin embargo, en 1534 partió a una misión a Perú, que, debido a la lucha civil que se desarrollaba en aquel país, terminó en Nicaragua. En 1537 intentó de nuevo poner en práctica sus ideas, esta vez con algún éxito, emprendiendo la conversión pacífica de los indios de Tuzulutlán, distrito de la actual Verapaz, entonces todavía no sometido por los españoles. Más tarde viajó a México, donde, aunque muy impresionado por “esos grandes frailes de San Francisco de la Nueva España”, peleó con Motolinía sobre la cuestión del bautismo en masa de adultos sin una instrucción adecuada sobre los rudimentos de la fe, y consiguió una condena episcopal de esta política.[35] Fue pues con la autoridad conseguida gracias a la reclusión y el estudio, fortificado por la experiencia apráctica en el campo misionario, como Las Casas volvió a España en 1540 para hacer allí campaña con renovada vehemencia en favor de una reforma de fondo del gobierno colonial. Fue entonces, al parecer, cuando compuso el más atractivo de sus libros, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, que adoptó como su primera premisa la afirmación de que todas las naciones de la Tierra poseen un nivel de inteligencia y capacidad muy similar. Por consiguiente, para todos los hombres en todo tiempo era aplicable la misma regla: que la conversión a la fe cristiana sólo podía lograrse por medio de un paciente proceso de razonamiento, con una instrucción basada en la presuposición de que todos los hombres tratan de conocer a Dios y vivir buenas vidas. Dios era la sabiduría y Cristo un “dios libertador” que traía la liberación del peso de los pecados. Por encima de todo, la predicación del evangelio dependía de la paz y la reflexión, y san Pablo ofrecía una imagen viviente del perfecto apóstol. En cambio, si el Evangelio iba precedido de la conquista armada, ¿cómo era posible la verdadera conversión, puesto que los corazones de los subyugados estarían llenos de terror o de odio? En todo caso, ¿qué tenía que ver la fe cristiana con la guerra, pues “qué otra cosa es la guerra sino un homicidio y un latrocinio común entre muchos?” Volviéndose hacia América, exclamaba que los conquistadores eran otros tantos demonios, más servidores del Anticristo que de Dios, efectivamente culpables de herejía, puesto que al difundir el Evangelio a punta de espada imitaban a los seguidores de Mahoma.[36] El espectáculo de Centroamérica y México sufriendo las mismas aflicciones y la misma explotación que las islas caribes empujó a Las Casas a una polémica todavía más violenta. En un memorial redactado con gran franqueza conminaba al Emperador a confiscar la mitad de la propiedad de todos los encomenderos y todas las posesiones de los 20 más destacados

conquistadores de la Nueva España. Los dineros obtenidos de este modo podrían usarse para atraer a otros colonos y construir así un imperio tan grande como el que hayan podido conocer los romanos. Por encima de todo, los indios debían declararse vasallos libres de la Corona. Haciendo eco a Aristóteles, declaró que era un grave error permitir a unos hombres pobres tomar el gobierno, pues siempre intentarían enriquecerse. En cambio, era aconsejable nombrar virreyes a hombres “de generosa sangre, como un hermano o hijo de algún grande de Castilla”. Concluía observando que se murmuraba ya abiertamente en las calles que la riqueza de las Indias derivaba toda ella del asesinato y el robo, y que Dios castigaría a España por esos crímenes.[37] En apoyo a la causa de la Reforma, Las Casas compuso en 1542 su más notable y virulento panfleto, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Describía, isla por isla, provincia por provincia, cómo las bandas de españoles, invariablemente caracterizados como ladrones y tiranos, habían quemado, torturado y asesinado a lo largo de su camino a través de todo un mundo habitado por innumerables poblados de aborígenes dóciles, mansos y, en gran parte indefensos, con el resultado de que después de medio siglo de colonización europea, unos 15 millones de indios habían desaparecido de la faz de la Tierra. La ausencia de todo nombre en el texto revestía a la marcha de la conquista con el carácter impersonal de algún proceso infernal en el que manadas de lobos humanos corrían sueltos por los verdes pastizales para estragar grandes rebaños de ovejas humanas. Publicado sin licencia en 1552, fue traducido después a todas las lenguas europeas importantes, muchas veces con lujosas ilustraciones, y sirvió como texto fundamental para desacreditar a España y su Imperio de ultramar.[38] Estos enérgicos memoriales, unidos a otros informes de las Indias, dieron su fruto en 1542 con la promulgación de las famosas Nuevas Leyes, que exigían la inmediata liberación de todos los esclavos indios del Nuevo Mundo. La Corona despojó a todos los funcionarios y rebeldes de sus encomiendas y decretó que todas las encomiendas existentes terminasen a la muerte de su beneficiario. No menos importante fue el hecho de que se aboliese el tributo de trabajo, de tal manera que desde entonces los indios estaban únicamente sujetos al tributo en forma de bienes o dinero; todo indio que trabajara para un español recibiría en el futuro un sueldo diario. No hace falta decir que esas reformas tropezaron con una intensa oposición de parte de los colonos, que en Perú se lanzaron a la rebelión abierta. Por temor a la agitación en otras partes del Imperio, la Corona en 1545 se desdijo de la abolición radical de la encomienda y permitió que esas concesiones continuaran durante una vida más después de la muerte de sus posesores. Para ayudar a la aplicación de esas reformas, el propio Las Casas aceptó el nombramiento de obispo de Chiapas, una diócesis nueva en la frontera del México actual con Guatemala. Sin embargo, tanto él como la misión dominica que lo acompañó entraron pronto en conflicto a la vez con la comunidad de los colonos y las autoridades civiles. Las Casas insistía en que debía prohibirse la absolución a todos los penitentes españoles, incluso en su lecho de muerte, a menos que firmaran un acto formal de restitución que devolvía a los indios todos los bienes y propiedades que habían adquirido. Al mismo tiempo, Las Casas advirtió a la audiencia, tribunal real local, que todos los casos de maltrato a los indios caían bajo su jurisdicción como obispo. Tampoco vaciló en amenazar a sus opositores con la excomunión. De modo muy

parecido a como la jerarquía medieval había tratado de poner coto a los excesos de la nobleza feudal por medio de la invocación de sanciones eclesiásticas, Las Casas intentó utilizar los mismos poderes espirituales para reformar la sociedad colonial. En los hechos, la oposición que provocó fue tal como para hacer insostenible su posición, y, profundamente desalentado, emprendió el viaje de regreso a España.[39] Durante el resto de su vida, que cubre el periodo 1547-1566, o sea entre sus 63 y sus 82 años de edad, Las Casas consagró sus todavía abundantes energías a escribir y a hacer política en el Consejo de Indias. Su célebre debate con Sepúlveda en 1551 no fue sino una parte de toda una campaña para desacreditar a los conquistadores y defender a los indios. Trató de derrotar a sus oponentes a la vez por medio de la censura y por medio de la argumentación. Así, no sólo impidió la publicación del Democrates alter de Sepúlveda, sino que compuso también tanto una Apología en latín como un tratado en español, la Apologética historia sumaria, para refutarlo. Del mismo modo, negó a Oviedo el permiso para publicar la segunda parte de su Historia general, que consideraba tanto más objetable cuanto que presentaba una reseña principalmente laudatoria de Cortés y la conquista de México, y consiguió una orden para que la Historia general de Gómara fuera retirada de la circulación, aunque sólo después de que había alcanzado ya rápidamente varias ediciones. Fue en parte para refutar las afirmaciones de esos dos autores para lo que escribió su propia Historia de las Indias.[40] En cambio, él mismo imprimió sin licencia nueve tratados, entre ellos la Brevísima relación y una reseña de su debate con Sepúlveda. Para volvernos primero a la Historia de las Indias, encontramos, al comienzo, la solemne doctrina agustiniana de que en todas las generaciones Dios ha predestinado un número desconocido de almas a la salvación, y que para cumplir esa providencia ha escogido a España y a Colón como sus instrumentos para abrir por lo menos las puertas de la Ciudad Santa a los pueblos de las Indias. La voluntad de Dios, sin embargo, sigue siendo inescrutable y lo único seguro es que todas las grandes obras de la Providencia son blanco de los ataques del Demonio. Así, aunque Las Casas pintaba un retrato bastante simpático de Colón, basado en los escritos del propio descubridor, lo condenaba por su ignorancia de la ley divina y natural, que había corrompido desde el principio la tentativa providencial entera con la esclavización de los indios. En la descripción de La Española y de sus habitantes resuena una nota bastante diferente, pues aquí Las Casas revive sus memorias de juventud; asistido por sus lecturas de Pedro Mártir, concluye que el Nuevo Mundo era probablemente la sede del Jardín de Edén y casi presenta de los indios una imagen anterior a la caída, al escribir de los habitantes de las islas Lucayas que “estas gentes […] fueron sobre todas las destas Indias, y creo sobre todas las del mundo, en mansedumbre, simplicidad, humildad, paz y quietud, y en otras virtudes naturales señaladas, que no parecía sino que Adán no había en ellos pecado […] vivían verdaderamente aquella vida que vivieron las gentes de la Edad dorada, que tanto por los poetas e historiadores fue alabada […] parecíame [escribe de un anciano indio] ver en él a nuestro padre Adán, cuando estuvo y gozó del estado de la inocencia”. Como los franciscanos, Las Casas se sintió impresionado por la semejanza entre la ausencia de posesiones y de espíritu adquisitivo entre los indios y los dictados de pobreza evangélica impuestos a los mendicantes por sus fundadores.[41] Las restantes secciones de la Historia, que cubre sólo el periodo hasta 1520, tratan de

manera predecible de los horrores de las conquistas y de la campaña, primero por parte de los dominicos y luego por parte del propio Las Casas, en favor de la reforma. Además de condenar al infame obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca, y a los gobernadores que nombró, Velásquez de Cuba y Pedrarias de Darién, Las Casas criticaba mordazmente a su viejo rival Oviedo por su denigración de los indios y se mofaba de su tentativa de pintar como caballeros errantes a unos hombres que soltaban a sus perros contra cautivos indefensos. Además, aunque su relato no cubre la conquista de México, Las Casas incluyó en él un feroz ataque contra Hernán Cortés, a quien había conocido bien en Cuba y acusaba de ser un tirano sin principios. La Historia concluye con una memoria justificatoria de los esfuerzos del propio Las Casas en España y en Cumaná por ganar apoyo para sus planes de un asentamiento pacífico en el Nuevo Mundo.[42] La otra gran obra de esos años fue la Apologética historia sumaria, vasto tratado que comprende más de 1300 páginas en una edición moderna, donde Las Casas intenta demostrar que los aborígenes del Nuevo Mundo eran tan salvajes o tan civilizados como los pueblos del Viejo Mundo. Es esencialmente, como observa el doctor A. Padgen, el primer ejercicio conocido de etnografía comparada. Tanto el modo de argumentar como el material en que se basa eran originales.[43] Las Casas reunió gran cantidad de datos sobre la mayoría de los aspectos de la moralidad, el gobierno y la religión de los indios, material que trataba principalmente de los aztecas y los incas, recogido directamente de las investigaciones de los franciscanos en México y los dominicos en Perú, y procedió después a una comparación y contraste sistemáticos, tema por tema, con un corpus igualmente formidable, pero menos original, de conocimientos espigado en los autores clásicos sobre los mismos temas en el Viejo Mundo, refiriéndose especialmente a los griegos y los romanos. Presintiendo pronto los peligros del determinismo climático, Las Casas argumenta en su sección inicial que el clima y el territorio del Nuevo Mundo son tan fértiles, si no es que más, y tan propicios para el asentamiento humano como los del Viejo Mundo. Va a buscar entonces en Cicerón un esbozo de la historia natural de la humanidad, arguyendo que todos los pueblos comenzaron su vida en condiciones bestiales, como simples nómadas sin agricultura ni leyes. Tal había sido el caso de Europa, incluso de España e Italia, y tal era el caso hoy en día en Norteamérica, donde las tribus, que recordaban a los antiguos escitas, vagabundeaban todavía “en aquel primer estado rudo”.[44] Sin embargo, el meollo del libro arranca con una comparación directa de los aztecas e incas con los romanos y griegos analizados dentro de un marco de referencia aristotélico de los seis prerrequisitos de una ciudad: agricultura, artesanos, guerreros, ricos, religión organizada y gobierno. El foco principal aquí se centraba inevitablemente en la religión, que abarca casi la mitad del texto total. Las Casas alega que todos los hombres, por razón de la luz natural infundida en ellos por su Creador, buscan naturalmente a Dios, pero que debido a su estado decaído caen de manera igualmente natural en la idolatría, proceso en el que son activamente extraviados por la intervención del demonio y sus secuaces. No hace falta decir que el quid de ese extenso ejercicio de religión comparada era mostrar que tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo los hombres suscriben tipos muy semejantes de culto y creencia. Pero la perspectiva difiere notablemente en el tratamiento de los dos sistemas, pues aunque Las Casas saca de una gran variedad de autores sus datos sobre la religión antigua, en su

interpretación se apoya en La ciudad de Dios, de san Agustín, a la que llama “aquella obra insigne y tan preclara de los libros”, de tal manera que su enfoque entero no muestra ninguna simpatía y subraya tanto la peculiaridad como la obscenidad de las creencias y la práctica clásicas. En cambio, cuando describe la religión india, afirma simplemente que no es peor, y en algunos aspectos es mejor que su contrapartida antigua. Más aún: sobre la fundamental y controvertida cuestión de los sacrificios humanos, argumenta que no deberían definirse como intrínsecamente antinaturales o irracionales, puesto que expresan hasta el más alto grado imaginable el deseo humano innato de ofrecer a su dios el sacrificio más valioso. Sostiene además que si los indios del Caribe, en materia de religión, eran prácticamente tabula rasa y los incas en su adoración del sol se acercaban al monoteísmo, sin embargo el elaborado panteón y los sacrificios sistemáticos de los mexicanos de hecho los acercaban más a Dios, y por ende los hacían mejor preparados para el cristianismo. Finalmente, Las Casas hacía una neta distinción entre la creencia y la moralidad y ensalzaba el rigor moral y la austeridad material de los indios. Por encima de todo, su religión y su moralidad estaban bastante libres de la invasora obscenidad que tanto desfiguraba el mito y la práctica de los antiguos.[45] En la parte dedicada al gobierno, Las Casas demostraba que tanto los mexicanos como los incas estaban gobernados por los dictados de la ley natural, y destacaba como especialmente dignos de alabanza al rey-filósofo de Texcoco, Nezahualcóyotl, y al legislador inca Pachakuti, cuya preocupación por el bienestar de sus súbditos ofrecía a la vez una lección a los reyes católicos y un contraste favorable con las depredaciones que habían acompañado las conquistas romanas. La presencia activa del demonio en la religión aborigen no impedía pues la operación de la ley natural. Todo este argumento abría el camino para la resonante conclusión del tratado de que los indios sólo podían describirse como bárbaros en el sentido de que les faltaba el cristianismo. Aparte de eso, en materia de civilización eran ampliamente superiores a los antiguos españoles e ingleses, e iguales, si es que no superiores, a los griegos y romanos.[46] La tercera gran zona de controversia en la que se movía Las Casas incumbía a los títulos de propiedad del imperio y la sobrevivencia de la encomienda, temas que le llevaban a una consideración de principios políticos más generales. En su Apología latina y en su Tratado comprobatorio bebe en las doctrinas enunciadas en la Relectio de Indis, de Vitoria, donde el principio tomista de que la gracia cumple más que destruye la naturaleza se interpreta políticamente para sostener que el paganismo o la infidelidad de los indios no invalida en modo alguno sus derechos naturales al autogobierno, la propiedad y la libertad. Por bárbaros que aparezcan, son hombres y gozan de los derechos de todas las sociedades humanas. Las Casas reitera calurosamente las dudas de Vitoria en el sentido de que la intervención armada para evitar crímenes contra la naturaleza bien podría provocar más pecados y destrucción que las prácticas que trata de eliminar. Además, mientras Sepúlveda había justificado las conquistas en América apelando a la invasión de Tierra Santa por Israel y citando la aprobación de san Agustín al uso de la fuerza contra los donatistas, Las Casas alegaba que el Antiguo Testamento había sido superado por las doctrinas más misericordiosas de Cristo. En cuanto a san Agustín, había abogado siempre por la conversión pacífica de los paganos, manteniendo que era necesario erradicar la idolatría de los corazones de los hombres antes de arrasar sus templos. Era contra los herejes, no contra los paganos, contra

quienes invocaba la coerción política. Era ésta una doctrina que Las Casas encontraba eminentemente atractiva. Bien lejos de todo liberalismo moderno, declaraba que el sacramento del bautismo era el equivalente espiritual de un juramento feudal de lealtad, de modo que toda herejía era un acto de traición digno de estricto castigo. De hecho, para preservar a las Indias de la infección, pedía al rey que introdujera en ellas la Inquisición. Afirmaba además que, una vez que un rey se convertía al cristianismo, tenía derecho a cerrar los templos paganos, citando con aprobación los casos del emperador Constantino y del rey Ethelbert de Kent. Tal como estaban las cosas, sin embargo, la Iglesia no tenía ninguna autoridad para aprobar o instigar guerras contra unos infieles que tenían un derecho natural al gobierno propio, regla de la que la única excepción era la de los moros y turcos que se habían apoderado de tierras poseídas antes por la cristiandad, y contra los cuales, por consiguiente, la cruzada estaba perfectamente justificada. [47]

Puesto que todas las guerras de conquista dirigidas contra los indios eran injustas y puesto que los estados indios eran tan avanzados en civilización como la antigua Roma, ¿qué título de imperio seguía siendo posible? Para Las Casas la única fuente aceptable de la legitimidad política era la bula papal de 1493, que otorgaba a los reyes de Castilla el dominio de las islas occidentales y la tierra firme para el propósito de predicar el Evangelio. A este respecto, Las Casas estaba dispuesto a aceptar que el Papa no tenía ninguna jurisdicción directa sobre los estados infieles, pero afirmaba que, en su papel de Vicario de Cristo, era el Rey y Redentor de toda la raza humana, tenía al mundo entero como parroquia y era responsable de la evangelización de todas las naciones. En la persecución de este gran fin, el Papa podía suspender cualquier autoridad temporal que representara un obstáculo a la misión cristiana y podía habilitar a los reyes cristianos para que protegiesen y fomentasen esa misión. Sobre esas bases era como Las Casas justificaba el otorgamiento papal del Nuevo Mundo a los Reyes Católicos. Los reyes de Castilla y León son verdaderos príncipes soberanos e universales señores y emperadores sobre muchos reyes, e a quien pertenesce de derecho todo aquel imperio alto e universal juridición sobre todas las Indias, por la autoridad, concessión y donación de la dicha Santa Sede Apostólica y así, por autoridad divina […] son casi legados y coadjutores de la Sede Apostólica […] ministros e instrumentos e medios idóneos.

En este significativo pasaje, Las Casas no sólo definía el origen sino también la naturaleza de la autoridad real en América. Del mismo modo que en siglo VIII el papado había coronado a Carlomagno emperador del Sacro Imperio Romano y rey de Jerusalén, convirtiendo el reino de los francos en el Sacro Imperio Romano, así Alejandro VI había conferido a los Reyes Católicos una jurisdicción imperial, creando en efecto un Sacro Imperio Castellano en el Nuevo Mundo, encargado por la Providencia de la conversión de sus habitantes aborígenes. La insistencia en el otorgamiento papal permitía a Las Casas sostener que en todas las cuestiones que afectaban al Imperio los fines espirituales debían considerarse superiores a los intereses meramente temporales. Además, el carácter imperial de la autoridad real era de la mayor importancia, porque le permitía afirmar que la donación papal no había abrogado los derechos de los indios al gobierno propio.[48] El dominio legítimo de los reyes y señores indios permanecía únicamente sujeto a la autoridad abarcadora del monarca católico

universal. Como Gladstone, Las Casas se volvía cada vez más radical en lugar de menos a medida que se acercaba a sus 80 años. En 1554 los encomenderos de Perú ofrecieron a la Corona cuatro millones de ducados por los derechos a perpetuidad de la herencia y la jurisdicción, tanto criminal como civil, sobre sus indios. En una palabra, deseaban convertir la encomienda en un feudo de pleno derecho. La propuesta fue calurosamente debatida en el Consejo de Indias durante no menos de ocho años antes de ser finalmente rechazada en 1562. Durante todo ese periodo Las Casas desempeñó un papel destacado en la movilización de la opinión oficial contra los encomenderos. En una carta enérgicamente redactada dirigida a Bartolomé Carranza de Miranda, correligionario dominico y en aquella época destacado consejero del rey Felipe, recomendaba una vez más la abolición completa de la encomienda. En cuanto a la defensa, podía manejarse del mejor modo instalando una guarnición de 500 hombres de Perú y otra de 300 en México. En una carta sin ambages dirigida al rey, recordaba a Felipe II que había aconsejado antes a su bisabuelo en 1515 y le había advertido que conferir la jurisdicción a “traidores y tiranos” sería algo que pondría en peligro el imperio. Después de todo, si había ocurrido en 1542 una rebelión abierta contra la Corona, ¿qué podría impedir que los hijos de aquellos rebeldes aprovecharan su nuevo poder en el futuro? En una vena aún más audaz, ponía en tela de juicio sin miramientos el derecho del rey a enajenar tanto vasallos libres como rentas reales de su jurisdicción soberana y sus tierras. Puesto que el asunto afectaba a todo el reino, debería discutirse en las Cortes.[49] Fue en el contexto de esas discusiones oficiales en el que Las Casas escribió un pequeño panfleto en latín, publicado más tarde en Alemania, titulado De regia potestate, en el que alegaba que los reyes recibían su autoridad del libre consentimiento del pueblo, que en cuanto fuente de la soberanía precedía al monarca tanto en esencia como en historia. El propósito esencial del gobierno era el bienestar de los súbditos. Además, puesto que el rey recibía del pueblo su jurisdicción como soberano, no podía enajenar permanentemente nada de ese poder ni los derechos fiscales que lo sostenían. En consecuencia, el rey no tenía derecho a vender ningún cargo judicial o a desplazar a ningún individuo o ciudad de su jurisdicción directa. Tanto la venta de cargos como la creación de feudos suponían la derogación de un poder soberano indivisible, pues aunque la lealtad fundamental del ciudadano era para con su patria o ciudad más que para con el reino en general, no obstante el reino formaba un corpus mysticum que no podía dividirse sin daño político.[50] En un panfleto latino subsecuente, escrito en 1561, titulado Los tesoros del Perú, Las Casas proseguía su idea hasta su última desesperada conclusión. Argumentaba ahora que, puesto que los conquistadores habían ganado el poder por medio de la violencia y habían mantenido su autoridad por medio de la fuerza, gobernaban sin el libre consentimiento de los indios, que no habían aceptado nunca ningún pacto político con el rey de España. En efecto, los términos de la donación papal no se habían cumplido nunca y, en consecuencia, la Corona no gozaba de una verdadera “possesión jurídica”. En lugar de ser recompensado con el título de marqués, Cortés hubiera debido ser degollado como un criminal común. Tal como eran las cosas, los indios tenían pleno derecho a resistirse al gobierno español y la Corona no tenía ninguna base legal para su gobierno. Todo el periodo 1492-1564 —escribió más tarde— fue una historia de asesinato y robo; lo mejor sería que el Perú fuese devuelto a los incas. El

Sacro Imperio Castellano con que Las Casas había soñado una vez era, pues, en su origen y su naturaleza, una tiranía incalificable, sin ningún título legítimo de posesión o de autoridad.[51] Al endilgar el epíteto de tiranos a los conquistadores y de tiranía al gobierno que ellos crearon, Las Casas citaba la Política y la Ética de Aristóteles, invocaba la distinción entre el verdadero monarca y el tirano establecida en De regimine principium, panfleto atribuido a santo Tomás de Aquino, y en su última obra se refería al tratado sobre la tiranía del jurista italiano Bartolus de Sassoferato. Todas esas obras distinguían entre el gobierno legítimo, cuya meta es el bienestar del pueblo, y los gobernantes ilegales que toman el poder sin consentimiento y cuya meta es su propio provecho personal, generalmente alcanzado a expensas de sus súbditos.[52] Pero debe subrayarse que en el uso del español de la época, la palabra “tirano” se aplicaba a los cabecillas de las rebeliones contra la autoridad real. Así, cuando Oviedo llamaba tirano a Gonzalo Pizarro, no se refería a ningún acto injusto de su breve gobierno, sino más bien al hecho de su insurrección.[53] En efecto, Las Casas, que disociaba siempre a los Reyes Católicos de los hechos de los ministros y gobernadores individuales, definía por consiguiente a los conquistadores como meros rebeldes que usurpaban el poder despreciando la autoridad real y a expensas de los derechos naturales de los príncipes indios. La encomienda, al igual que la conquista, quedaba también condenada como usurpación, como una derogación a la vez de la prerrogativa real y de la libertad de los indios. Había sin embargo una fuente más directa y poderosa de inspiración detrás de la condenación de los conquistadores por Las Casas. Al principio mismo de su carrera como dominico, en su memorial de 1531, citaba repetidamente a san Agustín. Es altamente instructivo seguir ese famoso texto de La ciudad de Dios a lo largo de su párrafo, pues leemos allí: Sin la justicia ¿qué son los reynos sino unos grandes latrocinios? Porque aun los mismos latrocinios ¿qué son, sino unos pequeños Reynos? Porque también esta es una junta de hombres, goviérnase por su caudillo y Príncipe, está entre sí unida con el pacto de la compañía, y la premia, la reparte, conforme a las leyes y condiciones, que entresí pusieron. Este mal quando viene a crecer con el concurso de gente perdida, tanto que tenga lugares, funde asientos, ocupe ciudades y sujete pueblos, toma otro nombre más ilustre, llamándose Reynos, el qual se le da ya al descubierto, no la codicia que ha dexado, sino la libertad, sin miedo de las leyes, que se le ha añadido.

Aquí, en este pasaje escrito mil años antes del descubrimiento de América, encontramos una descripción bastante precisa de la banda de los conquistadores.[54] En realidad, si buscamos una traducción española de La ciudad de Dios encontramos exactamente las mismas palabras, puesto que el término leader de la versión inglesa se convierte en “caudillo” y la compact association en “compañía”. Las compañías libres de aventureros que conquistaron América eran precisamente bandas de hombres sometidos a un caudillo, unidos en la búsqueda del botín, el cual, lo mismo después de la caída de Tenochtitlan que tras la ejecución de Atahualpa, se repartió según un acuerdo predeterminado. Además, san Agustín no vacila en despachar la gloria de un César como expresión de su sed de dominio, y cita con evidente regocijo la famosa respuesta del pirata a Alejandro el Grande, de que la única diferencia entre ellos era una diferencia de escala. Así también Las Casas denunciaba a Cortés y a Pizarro como simples bandidos más que conquistadores. Del mismo modo, si san Agustín condenaba al propio Imperio romano por estar arraigado en la tiranía y la conquista, Las

Casas condenaba también finalmente al Imperio español en el Nuevo Mundo. Aunque Las Casas se esfuerza por descubrir argumentos en Aristóteles y santo Tomás de Aquino para apuntalar su argumentación, se muestra con ello profundamente agustiniano tanto en su temperamento natural como en su filosofía moral y política. No estaba solo en su vuelta a La ciudad de Dios, ni en España ni fuera de ella: en 1522 se había publicado sobre ese texto un extenso comentario de Luis Vives, el más importante discípulo español de Erasmo y destacado humanista por derecho propio. En realidad, la disquisición sobre la mitología antigua en ese comentario bien podría haber servido a Las Casas en su exploración del tema en su Apologética historia sumaria. No menos importante es el hecho de que en su Concordia y discordia, escrito en 1529, Vives citaba repetidamente a san Agustín como su autoridad principal para el vehemente ataque que lanzaba no sólo contra la guerra, a la que describía como “más propia de bestias que de hombres”, sino también contra todo el ethos anticristiano del honor personal y la gloria militar, que tenía su resorte principal en el orgullo y la sed de dominio. En Vives, hijo de un supuesto judío inconforme quemado por la Inquisición, las conquistas españolas en Italia no despertaban mucho fervor patriótico, y condenó efectivamente toda la lucha entre España y Francia por la supremacía en Europa como una forma de guerra civil, una oportunidad de robar y asesinar en una escala sin paralelo.[55] Claro que señalar la notable semejanza de principio entre Las Casas y Vives no es demostrar ninguna influencia directa. Eso está todavía por probarse. Además, la insistencia de Vives en el papel casi divino del hombre intelectual o sabio no encontró eco en el dominico. Un posible canal de la influencia erasmiana sería Carranza de Miranda, correligionario dominico, amigo íntimo y asociado político de Las Casas. Ciertamente, Las Casas no adquirió nunca una sólida formación escolástica.[56] Después de todo, las obras por las que es recordado consisten en una historia narrativa, un ejercicio de etnografía comparada y varios panfletos polémicos. Además, su insistencia en la donación papal como título de propiedad del Imperio, cuando se la considera en el contexto de su tentativa como obispo de invocar sanciones eclesiásticas para conseguir fines políticos, apunta a una perspectiva esencialmente canonista de la Iglesia y de su papel en el mundo. Finalmente, en su confianza en los Reyes Católicos como primeros agentes de la voluntad de Dios para las Indias, una confianza que le llevó a atacar el incipiente feudalismo de la encomienda como derogación de la soberanía, manifestaba ese sesgo agustiniano que en Europa sirvió finalmente para aumentar el poder de la monarquía. Mirado desde la perspectiva de los jefes indios, Las Casas puede considerarse como el profeta del gobierno indirecto y de los derechos de los aborígenes; pero mirado desde el punto de vista de los conquistadores y los colonos, era el arquitecto del absolutismo real, el abogado del gobierno por medio de un virrey o una guarnición militar. V En su última voluntad y testamento, Las Casas declaró que Dios lo había escogido para defender a los indios de la injusticia de “nosotros los españoles” y profetizó que Dios castigaría a España por sus crímenes en el Nuevo Mundo.[57] Como lo revela esa insistencia en el juicio, Las Casas no era un apóstol; no hay ninguna prueba de que aprendiera nunca

ninguna lengua india o de que dedicara mucho tiempo a catequizar a los indios. A pesar de su alabanza de los franciscanos en Nueva España, nunca compartió sus sueños de un milenio a punto de alborear. En realidad nunca delató mucho entusiasmo por esa gran cosecha de almas reunida con tanta devoción por Motolinía y sus hermanos. Su insistencia, tomada de san Agustín, en La ciudad de Dios como una Iglesia peregrina compuesta de elegidos predestinados, vedaba toda ilusión de salvación en la historia. En cambio, la mejor manera de describirlo es como profeta, aunque más profeta de corte que de los campos, más a gusto en las cámaras de consejo que en la espesura. Su mensaje sin embargo era áspero. Si Savonarola, en el pináculo del Renacimiento, denunció la corrupción mundana de aquella cultura como una traición al destino espiritual de Florencia, así también, en el momento histórico en que la euforia patriótica e imperial alcanzaba su clímax en España bajo Carlos V, considerando al país como el principal baluarte de la Iglesia católica contra el turco y el protestante, Las Casas condenaba públicamente la conquista del Nuevo Mundo como injusticia monstruosa, la traición a la misión providencial de España, más obra del demonio, en realidad, que de Cristo. El profesor J. H. Hexter ha afirmado que tanto Maquiavelo en El príncipe como Tomás Moro en Utopía vislumbraron, como en una intensa visión, la naturaleza del poder político contemporáneo, y en el caso de Moro, de una comunidad basada en principios contrarios, visiones cuyas implicaciones no se vieron sino bastante después de la Ilustración.[58] Bartolomé de Las Casas estaba obsesionado por una visión de naturaleza muy semejante, la del recuerdo de una Utopía viva destruida por la llegada del Príncipe, con caudillos como Hernán Cortés que ganaban gran renombre y riquezas por medio de la destrucción de la sociedad india. Además de eso, sin embargo, estaba la paciente tarea de toda una vida a la vez para remediar la injusticia y para demostrar, cosa igualmente importante, con la ayuda de cualquier erudición disponible, ya fuese patrística, clásica, humanista o escolástica, que los pueblos del Nuevo Mundo eran tan humanos, tan morales y tan inteligentes, e incluso, en todo lo que no fuese el cristianismo, tan civilizados como las naciones de Europa; mensaje, puede sostenerse, cuyas implicaciones no habrían de quedar enteramente claras hasta bien entrado el siglo XX. Interludio I Quetzalcóatl y Guadalupe En 1794 fray Servando Teresa de Mier predicó en la gran basílica del Tepeyac el sermón anual en honor de Nuestra Señora de Guadalupe. Empezó con una nota tradicional de retórica piadosa: “¿No es éste el pueblo escogido, la nación privilegiada y la tierna prole de María, señalada en todo el mundo con la insignia gloriosa de su especial protección?” Pero después informaba emocionado a la congregación que el descubrimiento de la Piedra del Sol en la Plaza Mayor demostraba que la imagen de la Virgen María había sido impresa milagrosamente en la capa por el apóstol santo Tomás, que había predicado el Evangelio en el Nuevo Mundo. Puesto que en aquellos tiempos los indios, “ya cristianos”, habían venerado la imagen del Tepeyac hasta que su apostasía colectiva los llevó a ocultarla, la Virgen María se le apareció a Juan Diego después de la conquista para revelar el paradero de su imagen. El recuerdo de

esa primera evangelización de México nunca se borró del todo, sin embargo, ¡y los indios acabaron por adorar a santo Tomás en la figura de Quetzalcóatl![59] A los dignatarios de la Iglesia y el Estado reunidos para escuchar un sermón en honor de la patrona de la Nueva España no les hizo gracia esa extraña amalgama de fantasía devota y fervor patriótico. Fray Servando fue sentenciado inmediatamente al exilio y al confinamiento conventual en España. No habría de regresar a México hasta 1817, en compañía de Javier Mina, ya para entonces famoso autor de la primera historia de la insurgencia dirigida por el padre Hidalgo, libro que atacaba violentamente las atrocidades realistas, aducía argumentos convincentes para negar la legitimidad del gobierno español y sostenía una vez más la tesis de la evangelización de México antes de la llegada de Cortés. Al final de sus días, fray Servando sostenía que Quetzalcóatl era un misionero cristiano. En Quetzalcóatl y Guadalupe, el profesor Jacques Lafaye explica con claridad cómo es posible que un doctor en teología, un ideólogo patriota, residente durante algunos años en el París napoleónico y el Londres de la Regencia, dedicara tanta energía intelectual a algo que a primera vista parece un pueril disparate.[60] Pues las raíces ideológicas del sermón de Mier y de su posterior disertación sobre la presencia de santo Tomás en el Nuevo Mundo estaban profundamente ancladas en la búsqueda por parte del clero de un cimiento autónomo y honorable para su Iglesia y su pueblo. Curiosamente, lo que les preocupaba tanto en este asunto, más que la conquista armada de Cortés, era la conquista espiritual de los frailes mendicantes. El fervor milenarista triunfante de los franciscanos, consagrado en la Monarquía indiana (1615) de Torquemada, resultaba cada vez más intolerable para su identidad patriótica, pues celebraba fundamentalmente una empresa misionera y hacía así de la Iglesia mexicana un mero vástago colonial de la institución peninsular. Al mismo tiempo, su creciente orgullo e interés en el Imperio azteca se veía coartado por la insistencia misionera en el carácter diabólico de la religión india. En esas condiciones, no les bastaba a Balbuena y a Sigüenza y Góngora con cantar las glorias de las bellezas naturales de México y afirmar en la poesía o las procesiones que allí se encontraba un paraíso terrenal. Era necesario encontrar un nuevo comienzo espiritual para su Iglesia y hasta cierto punto liberar el pasado indio del reino de las sombras. La difusión del culto de Guadalupe y su identificación con Quetzalcóatl eran cosas que brotaban ambas de esta búsqueda esencialmente ideológica. En su tratamiento del culto de Tepeyac, Lafaye sigue de cerca el brillante y precursor ensayo sobre El guadalupanismo mexicano de Francisco de la Maza, por desgracia actualmente agotado.[61] Pero también ha sacado a la luz datos nuevos. En particular, subraya la semejanza, tanto en el mythos central como en la significación política que lo rodea, entre el culto de Guadalupe en Extremadura y en México. Es también importante su caracterización de la “generación de 1730” y del episcopado del arzobispo Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta (1730-1747) como el periodo en que la veneración de Guadalupe se convirtió de veras en un culto nacional, celebrado en sermones e imágenes en toda la Nueva España. Este brote de fervor religioso, acompañado como estuvo del último y extraordinario florecimiento de la arquitectura churrigueresca, minará sin duda toda interpretación del siglo XVIII mexicano como una simple absorción pasiva de las corrientes del pensamiento ilustrado. Es fascinante pensar que en los mismos años en que el clero criollo propagaba tan ardientemente la veneración a la Guadalupana, sus equivalentes puritanos de las Trece

Colonias predicaban el Great Awakening. Sobre el tema de Quetzalcóatl, Lafaye cuenta con la gran ventaja de los documentos reunidos por Fernando Ramírez e impresos por Nicolás León.[62] Si el cronista dominico Diego Durán fue el primero que encontró pruebas de una enseñanza cristiana en la religión india, fue el erudito del siglo XVII Carlos de Sigüenza y Góngora quien, siguiendo una indicación del historiador peruano Antonio de la Calancha, identificó por primera vez a Quetzalcóatl con santo Tomás. Hay que subrayar que en la Europa de comienzos de la modernidad eran comunes teorías comparables con ésta. En la Inglaterra de los Tudor los poetas y eruditos seguían exaltando los orígenes troyanos de los antiguos britones y todavía en 1740 William Stukeley acompañaba sus cuidadosos grabados de las ruinas prehistóricas de Stonehenge con un texto donde se alegaba que fueron construidas por los fenicios, introductores de la religión patriarcal de Israel. Detrás de semejantes historias se encontraba la búsqueda de antepasados nobles, el deseo de redimir del diablo el pasado autóctono. ¿Qué mejor respuesta al desprecio misionero que encontrar a un apóstol en el antiguo Anáhuac? Además, la hipótesis fue reafirmada de manera aceptable por Lorenzo Boturini, erudito italiano que, como ha mostrado recientemente Álvaro Matute, trajo a México las teorías de Vico, arguyendo que, puesto que los dioses paganos eran en realidad héroes y reyes primitivos, la transformación de un santo en Quetzalcóatl no presentaba entonces ninguna dificultad intelectual. La mentalidad crítica del siglo XVIII se deleitaba convirtiendo el mito en historia.[63] En su conclusión, Lafaye nos informa que hubiera preferido como subtítulo de su libro “Escatología e historia” en lugar del más explícito “La formación de la conciencia nacional en México”, porque hubiera reflejado mejor la tesis central de su estudio. Sobre este particular permanecen algunas dudas. No está del todo claro que el culto a Guadalupe pueda describirse como mesiánico, milenarista o escatológico. Cierto que algunos misioneros franciscanos, como Motolinía y Mendieta, influidos por las profecías joaquinistas de la Tercera Edad, interpretaban la conversión en masa de los indios como un renuevo de los primeros tiempos de la Iglesia, como un providencial segundo nacimiento. Además, la cosmología azteca de los Cuatro Soles puede llamarse con justicia una visión apocalíptica de la historia. En cambio, la aparición de la Virgen María en el Tepeyac, fechada con tanta precisión en el año 1532, debe interpretarse con toda seguridad como un mito fundador. A pesar de la inevitable cita del capítulo XII del Apocalipsis de san Juan, en el que la Santa Virgen lucha efectivamente con el Anticristo, el culto a Guadalupe significaba esencialmente que la Madre de Dios había elegido al pueblo mexicano para su protección especial. Es la aparición en el Tepeyac, más que la llegada de los franciscanos, la que señala el nacimiento de la Iglesia mexicana. Pero esto es indudablemente un mensaje de consolación más que de expectativas: no hay allí ninguna promesa de una Segunda Venida o de un Nuevo Reino o una batalla final contra el Anticristo en el Día Final. En contraste con Brasil, donde surgieron varios movimientos mesiánicos el siglo pasado, la historia religiosa de México aparece tan desprovista de promesas milenaristas como rica en su sentido de una elección providencial. Pero es la tesis central de Quetzalcóatl y Guadalupe la que exige el escrutinio más cuidadoso. Abogado incondicional de la primacía de las ideas sobre las determinaciones de clase o de sociedad, Lafaye sitúa el nacimiento de la nación mexicana en el espíritu del clero

criollo. Sobre el autor de la primera reseña escrita de la aparición escribe: “Miguel Sánchez se nos presenta como el verdadero fundador de la patria mexicana ya que, sobre las bases exegéticas que él propuso a mediados del siglo XVII, pudo desarrollarse hasta conquistar su independencia política bajo la bandera de Guadalupe” (p. 343). Más adelante afirma que la consagración solemne de México a la Virgen de Guadalupe en 1737 unió a todos los mexicanos “en un lazo sagrado” como “servidores de Guadalupe”, acto que “tenía para la unidad de México una importancia comparable, mutatis mutandis, con la que tuvo el juramento de la federación para la unidad de la Francia revolucionaria” (p. 348). No es de extrañar que llame a la insurgencia la Guerra Santa. La hipótesis, por supuesto, es enormemente estimulante y provocará sin duda intensos debates. Hasta qué punto resulte convincente dependerá de la percepción que tenga el lector de la relación entre las ideas y la sociedad. Lo que es discutible sin embargo es la presuposición que implica el subtítulo elegido: que el patriotismo criollo que encontró su expresión en el culto a Guadalupe y el mito del apóstol Quetzalcóatl-santo Tomás fue el padre efectivo del mexicano. En un prefacio escrito con su habitual penetración, Octavio Paz insiste en que, en realidad, México mató a la Nueva España: los mestizos liberales que echaron los cimientos de la nueva nación Estado en el siglo XIX rechazaron explícitamente e intentaron destruir la cultura clerical de la Nueva España. En una palabra, hay una profunda ruptura entre el patriotismo criollo y el nacionalismo mexicano. Con la Reforma, la Iglesia y sus sacerdotes fueron expulsados de la esfera de la política nacional, expulsión que equivale a un exilio interno confirmado después por los excesos anticlericales de la Revolución. Si el sermón de fray Servando en 1794 aparece como rareza biográfica más que como gran acto precursor del movimiento en favor de la independencia, es sin duda porque la Guadalupana, por muy honrada que fuera, no se convirtió en el símbolo central y unificador de la nacionalidad mexicana.[64] Irónicamente, el único tema que une las dos fases de la conciencia nacional en Nueva España y en México apenas es tratado por Lafaye. Me refiero por supuesto a la continua preocupación por el pasado indio y las glorias del antiguo Anáhuac, preocupación que a lo largo de cuatro siglos ha atraído a muchos de los mejores espíritus del país. La historia de la historiografía mexicana está aún por escribirse, y sin embargo es una notable línea de autores que va desde Motolinía, Durán y Torquemada en el siglo XVI hasta Alfonso Caso, Ignacio Bernal, el padre Garibay y Miguel León-Portilla en nuestros días, con figuras tales como Sigüenza y Góngora, Clavijero, Bustamante, Orozco y Berra y Chavero para llenar los años intermedios. Si la misión de santo Tomás en el Nuevo Mundo es hoy una curiosidad intelectual, Quetzalcóatl, despojado de su aureola apostólica, sigue poblando los anaqueles de libros y despertando efectivamente el interés presidencial. Y la resplandeciente nueva basílica de Tepeyac, cosa no menos importante, es el testimonio más efectivo del perdurable poder de la Guadalupana en México, pues encontramos en él uno de los grandes altares de la cristiandad, un culto que ha superado y sobrevivido a muchos de sus equivalentes europeos. Interludio II El México churrigueresco y el renacimiento neoclásico

En los mismos años en que alcanzaba su clímax la devoción, la arquitectura religiosa de la Nueva España entraba en una fase exuberante de construcción en un estilo llamado churrigueresco. La iniciativa aquí se debió al arzobispo y al cabildo de la catedral de México, que contrataron a dos arquitectos andaluces, Jerónimo Balbás y Lorenzo Rodríguez, al primero para diseñar el gran retablo de la Capilla de los Reyes, y al segundo para construir un sagrario enteramente nuevo. Desde la década de 1720 hasta la de 1780, tanto las órdenes religiosas como los ricos patrocinadores compitieron para erigir nuevas iglesias en sustitución de los altares existentes, con retablos que se alzaban hasta los techos. Durante más de 60 años, la Nueva España fue escenario de un logro artístico que dentro del contexto cultural de las postrimerías del catolicismo tridentino sólo encontraba rival en Andalucía, Austria y la Alemania meridional. El éxito fundamental no radicaba tanto en la esfera de la arquitectura en sentido estricto, puesto que la mayoría de las iglesias mexicanas conservaron una planta simple cruciforme que no permitía mucha innovación en la organización del espacio y el volumen, sino más bien en el modelado escultórico de los altares y las fachadas,[65] de modo que lograran una composición unificada enteramente dominada por un movimiento de vuelo hacia arriba. Este arte era popular, y sin embargo suscitaba también el entusiasmo de la élite cultural. Sólo con el advenimiento del estilo neoclásico, impuesto por los ministros ilustrados de la monarquía borbónica, apareció una fisura entre el gusto popular y el culto. La caracterización del churrigueresco mexicano es un problema difícil y espinoso, pues cae fuera de los cánones convencionales de la historia arquitectónica, con su secuencia establecida de Renacimiento, manierismo, barroco y rococó. Tanto el empleo ecléctico de los órdenes arquitectónicos como la disolución de esos órdenes ha inducido a algunos estudiosos europeos a negar que pueda aceptarse como parte del barroco. Pero a la vez ciertos estudiosos mexicanos han intentado encontrar orígenes indios en esa decoración exuberante. Tampoco ofrecen ninguna ayuda los cronistas contemporáneos, que se contentaban con describir el estilo simplemente como “moderno”. Lo que está claro incluso para el espectador menos crítico, sin embargo, es que durante la década de 1720 tuvo lugar una impresionante transformación en el diseño. Es preciso subrayar la naturaleza radical de ese cambio. En un nivel, consistió en la sustitución de las columnas salomónicas retorcidas por estípites, columnas piramidales invertidas, divididas por bloques y molduras, con cabezas y medallones incrustados. De hecho, algunos estudiosos han insistido en el estípite como característica definitoria del churrigueresco mexicano. Sin embargo, una revisión de la mayoría de los retablos y fachadas del siglo XVII muestra que constituían poco más que un marco para las esculturas y pinturas, dividido en paneles rectangulares, sin ninguna interrupción en las líneas horizontales de la rejilla. Cierto que las columnas salomónicas se introdujeron para soportar los paneles, muchas veces amontonadas para el efecto, y que toda la superficie disponible estaba a menudo cubierta de decorados tallados. Pero el diseño seguía conservando su propósito medieval como simple marco para la instrucción figurativa sobre los misterios de la fe. En cambio, el churrigueresco se caracteriza por la subordinación de todos los rasgos figurativos y arquitectónicos al propósito dominante de un movimiento unificado hacia arriba. La elección de las columnas estípites, salomónicas o con nichos, e incluso la disolución de todos los órdenes en una masa arremolinada de detalles y esculturas decorativos, estaba

enteramente subordinada a la concepción del retablo o la fachada como formando un campo unificado de diseño, con el impulso vertical como característica definitoria. La paradoja es que cuanto más se disolvía el vocabulario arquitectónico renacentista, más barroco se volvía el espíritu que informaba la composición. Otros rasgos que distinguen a esta época constructiva son el empleo de materiales aborígenes como el tezontle, la piedra volcánica roja del México central y los azulejos policromos que adornaban las cúpulas de la mayoría de las iglesias. No menos importante es la insistencia en las torres altas y abruptas, que en algunos lugares se ciernen muy por encima de las poblaciones y paisajes circundantes, dotando a sus iglesias de una cualidad de elevación medieval. Es preciso hacer una advertencia: poco había que fuera peculiarmente mexicano en todo esto. El estilo churrigueresco se originó en Andalucía y siguió floreciendo en esa provincia a lo largo del periodo en que alcanzó tanto impulso en la Nueva España.[66] Al mismo tiempo, la contribución mexicana estuvo cerca de igualar a la Península en calidad, y la sobrepasó con mucho en la pura escala de las construcciones, tanto más especialmente cuanto que ciertas regiones como el Bajío construyeron la mayoría de sus iglesias en el siglo XVIII. En cambio, el estilo no tuvo mucha acogida ni en Sudamérica ni en el resto de la Península. En ese sentido, el churrigueresco es típico del México colonial, como el gótico lo es de la Inglaterra medieval. Un impedimento para la interpretación del churrigueresco es que ningún contemporáneo eminente dio ninguna explicación de su práctica. Que yo sepa, no hay ningún equivalente español o mexicano de Fischer von Erlach. Sin duda, leer las Gacetas de México (17221742) es acercarse a un mundo donde la élite criolla aparece sumergida en una fase de devoción teatral, mientras se consagraban nuevas capillas, se sacaban en procesión por las calles las imágenes y el patronazgo de la Guadalupe se celebraba con creciente exuberancia. [67] A partir de esas descripciones resulta claro que la liturgia católica se representaba con el máximo de pompa y esplendor, con los coros y orquestas catedralicios en pleno auge y los densos dorados de los altares que reflejaban las luces palpitantes de los masivos grupos de cirios. En aquellos momentos, entrar en una iglesia era entrar momentáneamente en la Casa de Dios, ascender en espíritu al reino de los cielos. La dificultad es encontrar un equivalente literario de esa experiencia que no sea o tedioso o extravagante, pues mientras en la arquitectura la disolución de los órdenes del Renacimiento en busca de una ascensión mística estaba gobernada por las limitaciones físicas del marco, que ponía un límite y estaba ordenado de acuerdo con la perspectiva del espectador, en la literatura o en cualquier forma de escritura la disolución del vocabulario clásico produjo una prosa informe y trivial. Las metáforas y personificaciones clásicas fueron repetidas hasta el punto de perder todo sentido a medida que se apilaban epítetos sobre epítetos. Un contraste similar en la operación de un mismo espíritu que da resultados diferentes en la literatura y el arte es el que observó Huizinga en la poesía y en la pintura flamencas y borgoñonas, donde la aplicación de un minucioso realismo produjo brillantes pinturas y versos tediosos.[68] Un ejemplo de estas observaciones nos lo ofrece la Americana Thebaida, escrita en 1729 por el cronista agustino Matías de Escobar, cuya exuberancia conduce a un absurdo tan desproporcionado que a veces acaba por ser divertido. Así, la gran iglesia de Yuriria, hermoso e impresionante edificio, fue saludada como un monumento comparable con

cualquiera de Europa, como un nuevo Escorial. De modo semejante, el valle remoto y fértil de Jacona, en Michoacán, se convirtió en “la Chipre de América, los Campos Elíseos de este Nuevo Mundo y el espléndido Paraíso de estas Indias Occidentales”. No hace falta decir que los frailes de la provincia de Michoacán no escaparon a esa cascada de elogios, de modo que un heroico misionero y cronista era saludado como un Homero y un Virgilio en poesía, un Tucídides y un Livio en historia y un Demóstenes en elocuencia. Cuando el “célebre Rodríguez” es descrito simplemente como “un Tiziano americano”, la cosa resulta un anticlímax.[69] En una palabra, lo que encontramos en Escobar es un batiburrillo de alusiones clásicas invocadas en masa que resulta en la destrucción de todo sentido. La reacción contra la extravagancia del espíritu barroco tanto en la literatura como en el arte fue encabezada por la élite ilustrada que trabajaba para el Estado borbón. En un importante discurso a la Academia de la Historia y en su elogio de Ventura Rodríguez, Gaspar Melchor de Jovellanos, dramaturgo y estudioso de la economía y la historia que ocupaba el puesto de ministro de Justicia en 1798-1799, alababa al Escorial como “ese inmortal edificio” y lamentaba que el sobrio estilo del Renacimiento y su principal arquitecto, Juan de Herrera, hubieran sido pervertidos y sustituidos por la aparición del barroco. Reservaba su más enérgica condenación a los altares y fachadas de Churriguera y de Ribera, retoños, según pensaba él, de Borromino y Bernini, los hombres más culpables de la destrucción del buen gusto. En cambio, saludaba al insípido pintor neoclásico alemán Anton Raphael Mengs (a quien Carlos III había invitado a España) como un “filósofo-poeta”. Si nos detenemos a considerar que Jovellanos había sido magistrado en Sevilla durante la década de 1770, precisamente cuando estaban en construcción los últimos grandes altares en aquella ciudad, apreciaremos mejor su sentido de una ilustración combatiente.[70] Tampoco era únicamente la decadencia de la arquitectura la que le daba motivo de preocupación, ya que para Jovellanos la literatura había sufrido el mismo envilecimiento, pues contrastaba la armonía clásica de Garcilaso de la Vega y fray Luis de León con el drama irregular de Lope de Vega y la retorcida extravagancia de Góngora. En una palabra, con excepción de las pinturas de Velázquez y de Murillo, Jovellanos condenaba efectivamente de un plumazo la cultura literaria y artística entera de la España del siglo XVII, haciendo un llamado a un retorno al Renacimiento como modelo apropiado tanto en la poesía como en la construcción. Esos principios son los que subyacen tras los edictos reales que prohibían toda nueva construcción de iglesias en cualquier estilo que no fuera el neoclásico. En México, tanto el Palacio de Minería como la Alhóndiga de Guanajuato se diseñaron según ese modo, y en Guadalajara el Hospicio Cabañas se construyó de acuerdo con un plan evidentemente inspirado en El Escorial. Si en la Europa del norte el renacimiento neoclásico se asoció con un retorno al canon artístico de la Grecia y la Roma antiguas y llevó a una insistencia en la forma arquitectónica básica, en España consistió en gran parte en la asimilación final del Renacimiento tal como quedaba filtrado a través de los principios neoclásicos del siglo XVII francés. Todo el acento se ponía en el buen gusto, en la aplicación en literatura y arte de las reglas y el orden correctos, de modo que quedase suprimida tanto más rápidamente toda difusión ulterior de los envilecidos principios acuñados por el barroco y el churrigueresco. Así, en una época en que tanto en Alemania como en Inglaterra los primeros románticos se entregaban activamente a un

ataque de la Ilustración francesa, volviéndose hacia Shakespeare y la Edad Media para liberarse de la frígida poesía de los augustinianos, en España, en cambio, la bandera del neoclasicismo se desplegaba de nuevo en una campaña contra la religión popular y la cultura barroca. En consecuencia, mientras en Alemania la expansión de la Revolución francesa, justificada por la apelación a los derechos universales del hombre, provocó pronto una reacción nacional que insistía en las virtudes y cualidades particulares del pueblo alemán, en España los literatos que ocupaban el proscenio después de la invasión francesa de la Península se apresuraron a adoptar más que a rechazar los principios franceses. Como observó más tarde Unamuno, Manuel José Quintana declamaba la causa de la liberación frente a Napoleón en odas patrióticas basadas en el verso clásico francés.[71] Después, los liberales, tanto en México como en España, se mostraron inflexibles en su tentativa de desarraigar los remanentes del pasado, introduciendo legislaciones y constituciones tomadas de la Europa del norte o de los Estados Unidos. Sin embargo, en 1810 aún no se extinguía el legado de la cultura tradicional y por ende la insurgencia en México estuvo dominada ideológicamente por mitos y principios firmemente arraigados en la cultura de los dos siglos anteriores.

[I. San Agustín y América]

La mejor manera de entrar en esta controversia es a través de Mario Góngora, Studies in the Colonial History of Spanish America, Cambridge, 1975, pp. 33-36. [2] Americo Vespucci, El Nuevo Mundo, Roberto Levillier (ed.), Buenos Aires, 1951, pp. 147, 173 y 181-183. [3] Pedro Mártir de Anglería, De orbe novo: The Eight Decades, 2 vols., F. A. MacNutt (ed.), Nueva York y Londres, 1912, t. I, pp. 61, 79 y 104. [4] Ibidem, t. I, pp. 106, 217 y 376. [5] Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, 5 vols., edición y estudio preliminar de Juan Pérez de Tudela Bueso, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1959, t. I, pp. 31, 67-68, 112 y 124; obsérvese que Oviedo afirma que en 1525 y 1532 testificó ante el Consejo de Indias sobre la capacidad de los indios. [6] Ibidem, t. II, pp. 96-98, 165-173, 212 y 429; para este proyecto véase el t. III, p. 62. [7] Hernán Cortés, Cartas y documentos, Mario Hernández Sánchez Barba (comp.), México, 1963. La edición inglesa más útil es Cortés, Letters from Mexico, traducido por A. R. Pagden, con una introducción de J. H. Elliott, Oxford, 1972. [8] Para la comparación con César, véase Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general, t. IV, p. 97; véase también el diálogo clave con Juan Cano, t. IV, pp. 259-263. [9] Hernán Cortés, Cartas, pp. 33 y 1114; véase también Miguel León-Portilla, “QuetzalcóatlCortés en la conquista de México”, Historia Mexicana, 93 (1974), pp. 17-35. [10] Pedro Mártir, De orbe novo, t. II, 351, 417. [11] Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias y vida de Hernán Cortés, prólogo de Jorge Gurría Lacroix, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979, pp. 7, 314. [12] Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979, pp. 366-367. [13] Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra con los indios, Ángel Losada, Madrid, 1951. Sobre Sepúlveda, véase J. A. FernándezSantamaría, The state, War and Peace. Spanish Political Thought in the Renaissance, 1516-1559, Cambridge, 1977, pp. 168-234. Sobre su encuentro con Cortés, véase Demetrio Ramos, Ximénez de Quesada, Sevilla, 1972, pp. 196-198. [14] Véanse J. H. Elliott, “The mental world of Hernán Cortés”, Transactions of the Royal Historical Society, 17 (1937), pp. 44-58; Ramos, Ximénez de Quesada, pp. 114 y 183184; y Robert B. Tate, Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo XV, Madrid, 1970, pp. 281-292. [15] Véase Juan Ginés de Sepúlveda, Tratados políticos, Ángel Losada, Madrid, 1963. [16] Francisco López de Gómara, Annals of the Emperor Charles V, Oxford, 1912, pp. 232233. [17] Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, 2ª ed., facsímil, Joaquín García Icazbalceta, México, 1971, pp. 210-211. [1]

Sobre la misión mendicante, véase George Kubler, Mexican architecture in the Sixteenth Century, 2 vols., New Haven, 1948; Robert Ricard, The Spiritual Conquest of México, Berkeley y Los Ángeles, 1966. [De ambos libros hay edición en español del Fondo de Cultura Económica: Arquitectura mexicana del siglo XVI, México, 1986, y La conquista espiritual de México, México, 1987.] [19] Silvio A. Zavala, La “Utopía” de Tomás Moro en la Nueva España y otros estudios, México, 1937. [20] Mendieta, Historia eclesiástica, pp. 222 y 250. [21] Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 4 vols., A. M. Garibay K. (ed.), México, 1956, t. I, p. 268; sobre el colegio, véase R. Ricard, La conquista espiritual de México, FCE, 1988. [22] Véase Inga Clendinnen, “Landscape and world view: The survival of Yucatec Maya culture under Spanish conquest”, Comparative Studies in History and Society, 22 (1980), pp. 374-393; Ricard, Spiritual Conquest, pp. 269-272. [23] Georges Baudot, Utopie et histoire au Mexique, Tolosa, 1976, pp. 475-510. [Hay traducción al español en Siglo XXI.] [24] Marjorie Reeves, The Influence of Prophecy in the Late Middle Ages, A Study of Joachinism, Oxford, 1969, pp. 180-200, 224-230, 236-237, 271 y 365. [25] Toribio de Motolinía, Historia de los indios de Nueva España, en Joaquín García Icazbalceta, Colección de documentos para la historia de México, 2 vols., 2ª ed., facsímil, México, 1971, t. I, pp. 177 y 194. [26] Ibidem, t. I, pp. 274-276. [27] John L. Phelan, The Millennial Kingdom of the Franciscans in the New World, 2a ed., Berkeley y Los Ángeles, 1970. [UNAM, México, 1972.] [28] Mendieta, Historia eclesiástica, pp. 174-177, 513-524 y 556-563. [29] Bartolomé de Las Casas, Obras escogidas, 5 vols., edición y estudio crítico preliminar de Juan Pérez de Tudela Bueso, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1957; véase pp. 43-55; para la cita de san Agustín, véase p. 50. [30] Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, 3 vols., edición de Agustín Millares Carlo y estudio preliminar de Lewis Hanke, México, 1951 (reimpr., 1965), t. III, pp. 92100 para la conversión: el texto era el Libro del Eclesiástico, XXXIV, 18-22; para sus memorias, véase t. II, p. 264. Para la estimación revisada de su fecha de nacimiento, Helen Rand Parish con Harold E. Weidman, S. J., “The correct birth date of Bartolomé de Las Casas”, Hispanic American Historical Review, 56 (1976), 3, pp. 385-405. [31] La mejor guía para la voluminosa bibliografía sobre Las Casas es Juan Friede y Benjamín Keen, Bartolomé de Las Casas in History, De Kalb, Illinois, 1971, pp. 605-616. La mejor guía para los escritos de Las Casas se encuentra en Henry Raup Wagner con Helen Rand Parish, The life and writings of Bartolomé de Las Casas, Albuquerque, Nuevo México, 1967, pp. 251-293. [32] Bartolomé de Las Casas, Obras escogidas, t. V, pp. 6-27. [33] Ibidem, pp. 35-39. [34] Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, t. III, pp. 368-386; Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general, t. II, pp. 194-199. [18]

Wagner y Parish, Las Casas, pp. 83-107. [36] Bartolomé de Las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, Lewis Hanke y Agustín Millares Carlo (eds.), México, 1942 (reimpr., 1975); sobre Cristo como liberador, véase p. 157; sobre la definición de la guerra, p. 345; sobre los conquistadores como demonios, pp. 375, 390 y 402. [37] Las Casas, “Representación al emperador Carlos V, 1542”, en Obras escogidas, pp. 126133; sobre “entre los remedios”, véase pp. 69-117. [38] Se encontrará una reimpresión facsimilar y una transcripción de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias en Bartolomé de las Casas, Tratados, 2 vols., México, 1965, t. I, pp. 3-173. [39] Sobre estos acontecimientos, véanse Wagner y Parish, Las Casas, pp., 107-170; y Las Casas, Obras escogidas, t. V, pp. 213-233. [40] Sobre Las Casas como censor, véanse López de Gómara, Annals of Charles V, p. 258; y Ramos, Ximénez de Quesada, p. 153. [41] Las Casas, Historia, t. I, p. 258, sobre Colón; t. II, pp. 41-62, comentarios sobre el Jardín del Edén; t. II, pp. 347, 354 y 399 sobre los indios lucayos. [42] Bartolomé de Las Casas, Historia, t. II, pp. 528-529; t. III, pp. 222-257, sobre Hernán Cortés; t. II, p. 518; t. III, pp., 313-333, sobre Oviedo. [43] Bartolomé de las Casas, Apologética historia sumaria, 2 vols., Edmundo O’Gorman (ed.), México, 1967. Véase David A. Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 75-121. [44] Bartolomé de Las Casas, Apologética, t. I, pp. 260, 470 y 554. [45] Véase Bartolomé de Las Casas, Apologética, t. II, p. 251, sobre san Agustín; t. II, pp. 244245, sobre los sacrificios; t. II, pp. 268-270, sobre la religión mexicana. [46] Bartolomé de Ibidem, t. II, pp. 416-417, sobre la ley natural; t. II, p. 580, sobre Pachakuti; cita en t. II, p. 630. [47] Para el original latino y la traducción española del texto, véase Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra fray Bartolomé de las Casas y de fray Bartolomé de las Casas contra Juan Ginés de Sepúlveda, Ángel Losada, Madrid, 1975. Una traducción inglesa de Stafford Poole, se publicó bajo el título de Bartolomé de las Casas, In defense of the Indians, DeKalb, Illinois, 1974; sobre la distinción entre herejía e infidelidad, véase pp. 65, 107, 168-170 y 305. [48] Las Casas, “Tratado comprobatorio del imperio soberano y principado universal que los reyes de Castilla y León tienen sobre las Indias”, en Tratados, t. II, donde la cita proviene de las pp. 117 y 1153; la referencia a Carlomagno se encuentra en las pp. 1033 y 1129. [49] Se encontrará el texto latino y una traducción española en Bartolomé de Las Casas, De regia potestate, Madrid, 1969, pp. 175-226. [50] Bartolomé de Las Casas, De regia potestate, pp. 4-113. El texto se imprimió en Alemania en 1571; muchos de sus argumentos están tomados de un jurista italiano, Lucas de Penna. [51] Se encontrará el texto latino y una traducción española en Bartolomé de Las Casas, Los tesoros del Perú, Ángel Losada, Madrid, 1958. Véase también “Tratado de doce dudas”, en Las Casas, Obras escogidas, t. V, pp. 485-534. [52] Hay un breve comentario de Bartolus en Quentin Skinner, Foundations of Modern [35]

Political Thought, 2 vols., Cambridge, 1978, t. I, pp. 53-65. [53] Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general, t. V, p, 243. [54] San Agustín, City of God, Penguin, Londres, 1967, p. 139. [55] Carlos G. Noreña, Juan Luis Vives, La Haya, 1970; también Juan Luis Vives, Concordia y discordia, trad. Laureano Sánchez Gallego, México, 1940; sobre san Agustín, véase la p. 105; la cita sobre la guerra está en las pp. 149 y 209. [56] José Ignacio Tellechea Idígoras, El arzobispo Carranza y su tiempo, 2 vols., Madrid, 1968, t. II, pp. 16-43. Cuando Carranza chocó con la Inquisición, Las Casas lo defendió con su usual vigor. [57] Bartolomé de Las Casas, Obras escogidas, t. V, pp. 530-540. [58] J. H. Hexter, The Vision of Politics on the Eve of the Reformation, Londres, 1973, pp. 179-203. [59] Véase fray Servando Teresa de Mier, El heteroxodo guadalupano: Obras completas, vols. I-III, Edmundo O’Gorman (ed.), México, 1981, t. I, pp. 221-254; también D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, Era, México, 1980, pp. 46-52. [60] Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, prefacio de Octavio Paz, México, 1977. [61] Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, México, 1953. [Reedición del FCE, 1981.] [62] Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo XVIII, 5 vols., México, 1902-1908, t. III, pp. 195-347. [63] William Stukeley, A Temple Restored to the British Druids; Arbury, a Temple of the British Druids, Londres, 1740-1743; véase también, de Álvaro Matute, Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, México, 1976. [64] Véase D. A. Brading, La Virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, México, Taurus, 2002. [65] George Kubler y Martin Soria, Art and Architecture in Spain and Portugal and their American Dominions, 1500 to 1800, Penguin Books, Londres, 1959, pp. 69-82, 165-169. [66] Se encontrará un comentario sobre estas cuestiones de estilo en Elisa Vargas Lugo, La iglesia de Santa Prisca de Taxco, México, 1974; Antony Blunt et al., Baroque and Rococo: Architecture and Decoration, Londres, 1978, pp. 299-328; Joseph Armstrong Baird, Churches of Mexico, Berkeley y Los Ángeles, 1962; y Antonio Bonet Correa, Andalucía barroca, Barcelona, 1978. [67] Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche y Juan Francisco Sahagún de Arévalo, Gacetas de México, 1728-1742, 3 vols., Francisco González de Cossío (ed.), México, 1949. [68] J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Penguin, Londres, 1955, pp. 275-321. [Hay edición en español: El otoño de la Edad Media, Fondo de Cultura Económica, México.] [69] Matías de Escobar, Americana Thebaida, 2ª ed., Morelia, 1970, pp. 194, 244, 196-302 , 312, 374 y 456. [70] Gaspar Melchor de Jovellanos, Obras, 5 vols., Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1951-1965, t. I, pp. 350-387. [71] Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, Espasa-Calpe, Col. Austral, Madrid, 1943,

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II. El republicanismo clásico y el patriotismo criollo Simón Bolívar y la Revolución Hispanoamericana I Hay dos puntos de vista generales sobre la relación entre ideología e independencia en Hispanoamérica. En una versión, se describe el movimiento como una gran rebelión, el simple desmembramiento del mundo hispánico, debido a la imposición por Napoleón de José Bonaparte en el trono español. Movida tanto por la ambición política como por el interés económico, la élite criolla aprovechó la oportunidad que le deparaba la crisis de la Península para arrebatar el poder a la burocracia colonial, justificando su acción con las doctrinas contractuales del constitucionalismo español. En cambio, el otro punto de vista interpreta la independencia como el tercer gran acto de la Revolución atlántica, en el que las ideas y el ejemplo de Francia y de los Estados Unidos inspiraban a los criollos y a sus aliados del populacho a destruir el viejo orden, repudiando los principios de la monarquía absolutista y de la jerarquía étnica. En estos últimos años, la tendencia ha sido insistir en las tensiones producidas por las reformas de los Borbones a fines del siglo XVIII y concentrarse en los problemas económicos y sociales que afectaron al movimiento de independencia.[1] La tesis de la presente conferencia es que por lo menos en dos frentes, en México y en Venezuela, la ideología desempeñó un papel significativo a la vez en la motivación del liderazgo insurgente y en la producción de símbolos que proporcionaron focos de adhesión a las masas en su rebelión contra el orden colonial. Dos doctrinas políticas bastante apartadas ejercieron este tipo de influencia. Estas doctrinas fueron el patriotismo criollo y el republicanismo clásico. El sentido preciso que damos a estos términos se aclarará en lo que sigue. Baste decir, a manera de introducción, que aunque se podían encontrar formas de patriotismo criollo en la mayoría de las provincias del Imperio español, sólo en México logró transformarse esta tradición en un nacionalismo insurgente. Por otra parte, el republicanismo tradicional encontró en Simón Bolívar un profeta armado que invocaba sus ideales para justificar la liberación de cinco grandes provincias del Imperio español. En ambos casos, según argumentaremos, la ideología determinó el contexto en que se logró finalmente la Independencia. II Que el curso de la Independencia mexicana haya sido influido por un conjunto de ideas tan arcaico como el patriotismo criollo tiene algo de enigmático. Sin duda los lectores del Ensayo

político sobre el reino de la Nueva España, de Alexander von Humboldt, que subrayaba tanto la extraordinaria riqueza como el reciente adelanto científico del país, bien podrían haber esperado una transición hacia el gobierno local tan suave como la que tuvo lugar en Brasil, donde el príncipe heredero simplemente se declaró emperador. De todas las ciudades virreinales, era México la que más justificadamente podía considerarse como una verdadera capital, con sus calles principales bordeadas por los palacios de una aristocracia cuyas propiedades se extendían por todas las provincias. Las grandes casas mercantiles de México controlaban la vida comercial de la colonia entera. Además, las reformas de los Borbones de fines del siglo XVIII habían dotado a la Nueva España de toda la maquinaria administrativa de un Estado absolutista, incluso de un ejército regular de 10 000 hombres, reclutados allí mismo y con oficiales tanto españoles europeos como españoles americanos.[2] Hay que añadir que si Humboldt llamó también la atención sobre la rivalidad endémica entre criollos y gachupines (como llamaban a los españoles peninsulares), se trataba en realidad de una vieja disputa. Más importante era quizá su comentario sobre las enormes disparidades de riqueza entre la élite y el populacho, puesto que eso favorecía grandemente los motines y la insurrección. No obstante, cuando en 1808 llegaron las noticias de la invasión napoleónica a España, existía la posibilidad de alcanzar pacíficamente el gobierno local. El Ayuntamiento de la ciudad de México, bastión de los intereses criollos, conminó al virrey a que convocase una junta representativa del reino, con el fin, según dijeron, de llenar inmediatamente la inmensa brecha que separaba ahora el poder soberano de las autoridades que gobernaban. Con un argumento basado en las leyes medievales de las partidas y en los textos de derecho natural utilizados en las universidades españolas, declararon que con la abdicación del monarca legítimo, Fernando VII, la soberanía retornaba a su fuente original, el pueblo, con el corolario de que la burocracia existente había perdido su mandato. La premisa clave era que la Nueva España constituía un verdadero reino unido a España por una común lealtad al monarca. En consecuencia, el concejo de la ciudad aconsejaba también al virrey que no reconociera a las juntas autodenominadas de Sevilla y de Asturias, que en aquel momento habían enviado agentes a solicitar el reconocimiento mexicano de su soberanía.[3] En esa situación, la burocracia colonial se asustó y conspiró con el gremio de los mercaderes, dominado entonces por españoles peninsulares, para obligar al virrey a dimitir, con el fin de instalar a un oficial menos inclinado a dejarse persuadir por los criollos. Con este solo acto de violencia se perdió toda esperanza de una solución pacífica de la crisis constitucional. A diferencia de Sudamérica, donde la revolución se centró en las capitales, en la Nueva España el desafío vino de las provincias. En 1810, en la intendencia de Guanajuato, un grupo de nobles rurales que había planeado movilizar al ejército vio su movimiento rebasado por una insurrección masiva del populacho dirigida por Miguel Hidalgo, un cura de aldea de ideas progresistas. Del mismo modo que en la Italia meridional y en España el clero católico exhortó al campesinado a hacer campaña contra los franceses y sus colaboradores liberales, así también en México un sector del clero levantó al populacho indio y mestizo en una amplia región que cubría los actuales estados de Jalisco, Michoacán, Guanajuato y Guerrero, en una guerra en defensa de la religión, afirmando que las autoridades virreinales planteaban traicionar al país en favor de los franceses.[4] El carácter religioso de la insurgencia quedaba confirmado por la celebración de misas mayores y Te deums en las catedrales de Valladolid y

Guadalajara. Tampoco flaqueó el dominio clerical del movimiento después de la derrota y ejecución de Hidalgo, puesto que el cabecilla de su segunda fase, en el sur, José María Morelos, era también un sacerdote que reclutó a varios otros clérigos a los que hizo sus generales. Cuando el virrey abolió la inmunidad ante los juzgados reales de la que había gozado hasta entonces el clero por criminal o rebelde que fuera, un general insurgente, según se dice, “dio a su tropa por insignia una gran bandera con su cruz roja, semejante a la que usan los canónigos en la seña del miércoles santo, con las armas de la Iglesia, y letrero que decía […] Morir por la inmunidad eclesiástica”.[5] Un símbolo más poderoso y persuasivo era, sin embargo, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe que Hidalgo dio a sus seguidores, que desde entonces marcharon al grito de “¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los gachupines!” Para captar el sentido de estas consignas tenemos que volvernos al patriotismo criollo, ese complejo de temas y de emociones que expresaba la búsqueda de una identidad social por parte de los españoles americanos.[6] Ya a finales del siglo XVI los hijos y nietos de los primeros conquistadores y colonos recordaban con nostalgia los primeros días de la conquista y atosigaban a la Corona con solicitudes de nombramientos para cargos públicos. Los más intelectuales entre ellos, generalmente clérigos, empezaron a insistir en el Imperio azteca como la gloria principal de su patria mexicana. Tras esta vuelta a la historia se ocultaba la amarga queja de que los criollos habían sido despojados de su herencia legítima: el gobierno de un reino conquistado por sus antepasados. La preferencia de la Corona por los españoles peninsulares para los puestos públicos se aunaba al éxito de los inmigrantes gachupines, que dominaban el comercio y se adelantaban a los criollos en la persecución de las riquezas y los cargos. En el siglo XVIII, la rivalidad entre las dos mitades de la nación española residente en América se expresaba en hirientes estereotipos: al gachupín se lo pintaba como un mercader ignorante y avaro, y al criollo como a un manirroto de buena crianza. El resentimiento se ahondó en la Nueva España después de 1763, cuando los ministros de Carlos III extendieron considerablemente la burocracia colonial a la vez que tomaban medidas explícitas para reducir la participación criolla. La campaña contra los privilegios y los bienes de la Iglesia afectó principalmente al clero nativo. Casi al mismo tiempo, los estereotipos de la barbarie azteca y de la incapacidad criolla, temas de controversia durante casi dos siglos entre cronistas de España y de México, eran ahora repetidos y exagerados en Europa por Buffon, el abate Raynal y el historiador escocés Robertson.[7] Le tocó a un jesuita mexicano exiliado, Francisco Javier Clavijero, defender al indio de los más burdos de estos ataques por parte de la Ilustración reafirmando en su Historia antigua de México la insistencia criolla en el Imperio azteca como civilización avanzada. Aunque esta insistencia en el pasado indio se encuentra también en otras provincias del Imperio español, en México el sentimiento patriótico contó con un foco suplementario en el culto a Nuestra Señora de Guadalupe. Pues la historia de la aparición de la Virgen María en 1531 al indio Juan Diego y la milagrosa impresión de su imagen en la tilma de éste, en la que la Virgen aparece como una india o mestiza, fue aprovechada por el clero criollo como una gloria de su patria. Las peregrinaciones al santuario de Tepeyac, situado en una colina en las afueras de la ciudad de México, se multiplicaron. En 1747 las diócesis de la Nueva España aclamaron a Nuestra Señora de Guadalupe como su patrona y todas las capitales de provincia

construyeron altares especiales, situados a menudo en las afueras a imitación del Tepeyac. La historia de la aparición llegó a constituir lo que los estudiosos de las religiones llaman un mito fundador, pues ahora se alegaba que la Iglesia mexicana no debía sus inicios a los esfuerzos de los misioneros españoles sino más bien a la intervención de la Virgen María. Más aún: la veneración a la imagen, junto con los milagros asociados con su culto, acarreaba una doctrina de elección en el sentido de que la Madre de Dios había elegido al pueblo de la Nueva España para su protección especial.[8] Non fecit taliter a omni natione, decía el mensaje inscrito en algunas copias de la imagen del siglo XVIII. Todos los grupos étnicos de México —criollos, indios, mulatos y mestizos— quedaban unidos como una sola nación sometida a “Nuestra Santa Madre de Guadalupe”. Cuando la insurgencia marchó bajo su estandarte, recibió la savia de la raíz central de la nacionalidad mexicana. Desde el comienzo mismo de su rebelión, Hidalgo pretendió que su autoridad derivaba de la nación, escribiendo al intendente local que su movimiento buscaba liberar a los mexicanos de la tiranía que habían sufrido por tres siglos desde la conquista, y recobrar así los derechos que Dios había otorgado a “la nación mexicana”.[9] Su objetivo inmediato era la expulsión de todos los gachupines de México, pues si la insurgencia se inspiraba en un nacionalismo casi instintivo, su detonador era un amargo resentimiento contra los españoles peninsulares. Los indios y las castas odiaban a los gachupines como a voraces mercaderes y rígidos administradores de tierras y minas. Este sentimiento era tan fuerte en México que el historiador Justo Sierra lo comparó más tarde con el antisemitismo popular de la Europa oriental. Al mismo tiempo, el ataque insurgente contra los gachupines puede compararse con la proscripción de la nobleza en la Revolución francesa. Pues si en Francia una porción de las clases poseedoras, la burguesía, compró el apoyo de los sans-culottes con la ejecución de los aristócratas, de modo semejante en la Nueva España el clero criollo y sus asociados de la nobleza ganaron el apoyo de indios y mestizos alentando un asalto general tanto a las propiedades como a las personas de los españoles peninsulares.[10] Además, mientras la queja tradicional de los criollos se había centrado siempre en la cuestión de los cargos públicos, Hidalgo expresó su denuncia en términos cuidadosamente armonizados con los agravios populares, describiendo a los gachupines como “hombres desnaturalizados, que han roto los más estrechos vínculos de la sangre […] que han abandonado a sus padres, a sus hermanos, a sus mujeres y a sus propios hijos […] al atravesar inmensos mares […] Ellos no son católicos, sino por política: su Dios es el dinero”.[11] El acento puesto en la nación quedaba confirmado por una insistencia en la igualdad étnica. Hidalgo abolió desde el principio el impuesto per capita, pagado sólo por los indios y mulatos. Más positivamente, Morelos declaró en público: “A excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos, ni otras castas, sino todos generalmente americanos. Nadie pagará tributo, ni habrá esclavos en lo sucesivo…” Trataba de acabar de un solo golpe con todo el venenoso sistema por el cual los derechos civiles y las obligaciones fiscales de un individuo quedaban inmutablemente definidos al nacimiento mediante su inscripción en los registros bautismales que se llevaban para cada grupo étnico. Típicamente, esta exigencia de igualdad étnica tomó la forma de una afirmación de la identidad común como mexicanos en lugar de derivar de alguna declaración de los derechos del hombre. Al mismo tiempo, Morelos condenaba tajantemente toda tentativa de

convertir a la insurgencia en un ataque contra los ricos o contra todos los blancos, insistiendo en que los criollos habían sido los primeros en tomar las armas en defensa de los indios y de las castas. Todos los americanos eran hermanos en Cristo. Y concluía: “esta igualdad en calidades y libertades […] en consiguiente el problema divino y natural, y es que sólo la virtud han de distinguir al hombre y lo han de hacer útil a la Iglesia y al Estado”.[12] En el Congreso de Chilpancingo, celebrado en 1813 para redactar una Declaración de Independencia, Morelos presentó un documento llamado Sentimientos de la Nación, en el cual, después de insistir una vez más en la abolición de las distinciones étnicas, exhortaba al Congreso a elaborar unas leyes que “moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres…” No hace falta decir que “María Santísima de Guadalupe” debía ser aclamada como “la patrona de nuestra libertad”. De manera igualmente significativa, propuso que todos los extranjeros, salvo algunos artesanos útiles, fueran expulsados de México y se tolerara a los mercaderes de ultramar únicamente en los puertos. En una declaración anterior, había propuesto la imagen arcaica de una república gobernada por soldados y sacerdotes, cada uno con sus impuestos y jurisdicción. Esta imagen vuelve a aparecer en la cláusula en la que Morelos aconseja que se prohiba a las tropas mexicanas abandonar el territorio nacional salvo para defender la predicación del Evangelio a los nativos del norte.[13] Esta insistencia en una república confesional, aislada de la influencia extranjera, se vio reforzada aún en el Decreto Constitucional de Apatzingán, donde, además de la obligada declaración del catolicismo romano como la única religión verdadera, se establecía que los derechos del ciudadano se perdían por los crímenes de herejía y apostasía. [14] Nombrado Generalísimo por el Congreso, Morelos tomó el título de “Siervo de la Nación”, un recordatorio más de su incomparable contribución a la Revolución hispanoamericana. A diferencia de los levantamientos campesinos de la misma época en Europa, la insurgencia mexicana poseía su propia ideología, altamente idiosincrásica, basada en el patriotismo criollo. En 1813 el dominico exiliado fray Servando Teresa de Mier publicó en Londres una Historia de la Revolución de Nueva España antiguamente Anáhuac, en la cual, después de una amarga denuncia de las crueldades de los realistas contra la insurgencia, formulaba argumentos en favor de la independencia. La vieja queja de los criollos de estar excluidos de los cargos públicos, la denegación de sus derechos ancestrales como herederos de los conquistadores, eran audazmente reinterpretadas como la falla de la Corona española en el respeto del pacto social fundamental que ligaba a los criollos con el rey. Este pacto, se apresuraba a añadir fray Servando, no se refería al “contrato antisocial de Rousseau, aquel tejido de sofismas” que había llevado a la Revolución francesa, sino que más bien denotaba “el pacto solemne y explícito que celebraron los americanos con los reyes de España […] y está autenticado en el mismo código de sus leyes. Ésta es nuestra magna carta”. Al mismo tiempo, fray Servando daba un giro a la reclamación de antiguos derechos, definiendo hábilmente a los criollos como herederos de las órdenes mendicantes que se habían unido a fray Bartolomé de Las Casas en su defensa de los indios. Las famosas Nuevas Leyes de 1542, que liberaban a los indios de la esclavitud y los trabajos forzados, se presentaban para Nueva España como “sus leyes fundamentales o su verdadera Constitución. Entonces se zanjaron los cimientos del Código de Indias, cuyas leyes en lo favorable tampoco son sino las conclusiones

de los escritos de Las Casas”. El objetivo de esta línea de argumentación era demostrar que México no podía describirse en ningún sentido como una colonia de España. En cambio, como el concejo de la ciudad había argumentado en 1808, constituía un verdadero reino, con sus propios magistrados, juzgados, universidades y leyes.[15] Al mismo tiempo su Constitución no había sido respetada por la Corona, de tal modo que la Nueva España había sufrido una tiranía abominable ejercida a la vez por la burocracia real y por la oligarquía mercantil. Paralelamente a esta doctrina de una Constitución histórica aunque no respetada, fray Servando desarrollaba una amarga línea retórica en la que comparaba la despiadada campaña realista contra Hidalgo y Morelos con las matanzas perpetradas por los conquistadores españoles. Así como una vez Cortés en Cholula o Alvarado en Tenochtitlan habían hecho matanzas de indios, así ahora en Guanajuato y Jalisco los generales Calleja y Cruz ejecutaban a sus prisioneros criollos. La promoción subsiguiente de Calleja al rango de virrey sugería una comparación con el gobierno del Duque de Alba en los Países Bajos. En resumen, afirmaba fray Servando, las escenas contemporáneas de crueldad ofrecían suficiente material para escribir una continuación de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Las Casas.[16] Como parte de su polémica contra los españoles, fray Servando promovió la publicación en Londres, Filadelfia y México de no menos de tres ediciones diferentes de su famoso panfleto. En esa utilización de la historia como arsenal de argumentos en favor de la Independencia, Carlos María de Bustamante se unió a fray Servando. Bustamante era un abogado y periodista que se alistó en la insurgencia con Morelos. Ya anteriormente, como director del Diario de México, había publicado materiales de la historia india, y en las décadas que siguieron a la independencia habría de convertirse en el principal oficiante tanto de la independencia como del pasado indio. En 1813 escribió el discurso inaugural pronunciado por Morelos en el Congreso de Chilpancingo. Era una composición extraordinaria.[17] Pues, después de una referencia de cajón y casi desdeñosa a la doctrina de la soberanía del pueblo, enarbolada por los españoles contra los franceses pero negada a los americanos, el texto comparaba a los mexicanos con el pueblo de Israel en Egipto, que sufrió bajo el faraón. Pero ahora, afirmaba, Dios mismo había escuchado sus agravios y había decretado su liberación, enviando a su Espíritu a que moviera sus corazones y los guiara en la lucha. Con una audaz metáfora, comparaba al Todopoderoso con el águila mexicana, que protegía a su pueblo a la vez con las alas y los espolones. Al mismo tiempo, se presentaba a la Independencia como un acto de restauración: “Vamos a restablecer el imperio mexicano, mejorando el gobierno”. La continuidad entre el pasado azteca y el presente mexicano quedaba subrayada en la siguiente invocación: ¡Genios de Moctehuzoma, de Cacamatzin, de Cuauhtimotzin, de Xicotencatl y de Catzonzi, celebrad, como celebrasteis el mitote en que fuisteis acometidos por la pérfida espada de Alvarado, este dichoso instante en que vuestros hijos se han reunido para vengar vuestros desafueros y ultrajes, y liberarse de las garras de la tiranía y fanatismo que los iba a sorber para siempre! Al 12 de agosto de 1521, sucedió el 14 de septiembre de 1813. En aquél se apretaron las cadenas de nuestra servidumbre en México Tenoxtitlan, en éste se rompen para siempre en el venturoso pueblo de Chilpancingo.

En este discurso, escrito por Bustamante y leído por Morelos, encontramos una clara afirmación de una nación mexicana ya existente antes de la conquista y a punto ahora de

recobrar su independencia. Que su autor fuera hijo de un español no hace sino resaltar el drama de la situación. El patriotismo criollo, que empezó como una articulación de la identidad social de los españoles americanos, quedaba transmutado aquí en la ideología insurgente del nacionalismo mexicano. Hidalgo y Cuauhtémoc quedaron así unidos en la lucha común contra el enemigo español. Al mismo tiempo, este tipo de argumento permitía al liderazgo clerical de la insurgencia esquivar toda insistencia en doctrinas tales como la soberanía popular y los derechos humanos universales. De hecho, la Declaración de Independencia, elaborada en Chilpancingo, era un documento redactado con oscuridad, que, después de invocar a la Providencia y a los acontecimientos de Europa como su causa principal, se apresuraba a garantizar las propiedades y privilegios del clero.[18] A pesar del amplio apoyo popular, la insurgencia mexicana fue aplastada, y tanto Hidalgo como Morelos fueron ejecutados. Enfrentadas a una rebelión que amenazaba con arrasar toda propiedad de tierras, las clases altas se aliaron con la Corona y una generación de jóvenes criollos se apresuró a enlistarse en el ejército realista, adoptando los sentimientos y la carrera del militar profesional. Fueron estos hombres los que en 1821 se volvieron contra su regio señor, en un momento en que la Península estaba entregada a la revolución liberal, y llevaron a cabo la Independencia con el Plan de Iguala, que garantizaba la monarquía constitucional, la unión de los españoles americanos y europeos y los privilegios de la Iglesia. A pesar de la naturaleza conservadora de esa revuelta, la Declaración de Independencia se abrevó en la ideología insurgente, puesto que proclamaba: “La nación mexicana, que por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”. [19] Además, cuando el cabecilla del golpe, Agustín de Iturbide, se proclamó emperador, hubo antiguos insurgentes que se unieron a los realistas disidentes para derrocar ese régimen de corta vida. En el Congreso Constituyente que fue convocado para esbozar una Constitución, tanto fray Servando Teresa de Mier como Carlos María de Bustamante desempeñaron un papel influyente, logrando el reconocimiento de Hidalgo y Morelos como Padres de la Patria de México, aunque sus esperanzas de rebautizar Anáhuac al país quedaron frustradas. Pero su propuesta de una República unitaria con un fuerte poder ejecutivo central fue derrotada por el partido de los liberales, que impusieron un sistema federal copiado de la Constitución de los Estados Unidos.[20] En las décadas siguientes, antiguos insurgentes, nuevos liberales y militares profesionales se disputaron el mando. El nacionalismo de la época de la Independencia cedió el lugar al enfrentamiento de liberales y conservadores y no habría de reanimarse, aunque bajo forma secular, hasta la Revolución. III A diferencia de lo que sucedió en México, en Venezuela los terratenientes criollos aprovecharon la oportunidad que ofrecía la invasión francesa de la Península para establecer su propia junta. Venezuela, remota región del Imperio que había quedado unificada como Capitanía General apenas en 1777, dependía para su prosperidad de la exportación de cacao, que se cultivaba en plantaciones gracias al trabajo de esclavos importados de África. La llamada aristocracia mantuana que dominaba Caracas defendía celosamente sus privilegios,

excluyendo a los “pardos” (los mulatos libres por nacimiento, que constituían la mayoría de la población) de todas las profesiones y los cargos públicos. Las instituciones coloniales de la era de los Borbones poseían poco prestigio innato y fueron fácilmente despojadas del poder. Una vez en posesión del mando, la junta, dominada por terratenientes y abogados, se movió rápidamente en 1811 para proclamar una Declaración de Independencia y promulgar a continuación una Constitución que establecía una República federal gobernada por un débil ejecutivo de tres miembros. Aunque se incluyó una declaración de los derechos del hombre, con una cláusula que abolía expresamente toda distinción étnica, los artesanos y granjeros “pardos” no se dejaron impresionar, puesto que los plantadores criollos que dominaban la República hicieron bien poco para terminar con las prácticas discriminatorias de la Colonia. Como resultado, los “pardos” apoyaron una rebelión realista que pronto barrió aquel experimento aristocrático de liberalismo. Además, cuando Simón Bolívar liberó al país con un pequeño ejército reclutado en Nueva Granada, el territorio llamado hoy Colombia, pronto fue derrocado a su vez por renovados ataques realistas, esta vez apoyados en los “llaneros”, jinetes bárbaros de las llanuras del interior.[21] Con la llegada en 1815 de tropas expedicionarias de la Península, España gobernó una vez más toda América desde Nuevo México hasta Chile, con la excepción de los estados del Río de la Plata, que seguían siendo independientes. El éxito mismo de la reacción realista da la mejor medida del logro de Simón Bolívar. Es cierto que en 1817 el general San Martín encabezó un ejército argentino que ayudó a la emancipación de Chile y organizó después una expedición para tomar Lima y liberar las costas de Perú. Pero le faltaron los recursos para proseguir hacia el interior, de modo que todas las sierras andinas, desde Potosí hasta Bogotá, permanecieron sujetas a la Corona española. Además, en Venezuela los insurgentes restantes eran dirigidos por caudillos populares, mutuamente celosos, que hostigaban las selvas y llanos del interior pero dejaban los ricos valles costeros a los españoles y a sus aliados criollos. Aunque la opción de una independencia negociada llevada a cabo por el ejército realista, similar a la que tuvo lugar en Brasil, siguió siendo siempre una posibilidad táctica, la forma efectiva que tomó la independencia, ganada en el campo de batalla por las fuerzas patrióticas, fue enteramente un logro personal de Simón Bolívar. No es éste el lugar para relatar la dramática secuencia de los acontecimientos.[22] Baste decir que en 1817 Bolívar estableció su base en Angostura, hundida en el interior de Guayana, donde se aseguró la lealtad de los caudillos insurgentes y en particular la del caudillo llanero José Antonio Páez. Se alegró de la llegada de voluntarios británicos e irlandeses que venían a actuar en la infantería. Con esas fuerzas combinadas, dirigió con maestría un ataque por sorpresa a Nueva Granada, que le proporcionó nuevos recursos y tropas suficientes para vencer a los españoles en Venezuela. En las batallas decisivas de Boyacá y Carabobo, la victoria se logró gracias a la carga impetuosa de la caballería llanera, apoyada por la firmeza de la infantería británica bajo el fuego enemigo. En aquellos años de guerra, Bolívar actuaba como general y como caudillo, es decir, era seguido a la vez por sus proezas físicas y por su dominio de los hombres, y también, a medida que crecían los recursos, organizó un ejército regular mantenido por el Estado. Para dar una autoridad política a sus operaciones, Bolívar creó la República de Colombia, que cubría los estados actuales de Ecuador, Colombia,

Panamá y Venezuela, cuyas fronteras coincidían con las del antiguo virreinato de Nueva Granada. Fue en su calidad de presidente de Colombia como Bolívar condujo un ejército a Perú, donde en 1824 las tropas realistas resultaron derrotadas en las dos batallas de Junín y Ayacucho. Su invasión, sin embargo, no fue bien acogida por la élite criolla de Lima, que buscaba todavía un arreglo negociado, de modo que Bolívar se vio obligado a proclamarse dictador. En 1825 aprobó el establecimiento de un estado independiente en el Alto Perú, que tomó su nombre bajo la forma de Bolivia. Actuando como único legislador, el Libertador regaló entonces a esa República su Constitución y nombró a su fiel lugarteniente venezolano, Antonio José de Sucre, presidente vitalicio. Nada tiene de extraño que en esos años se comparara a Bolívar con Washington y con Napoleón. ¿Pero en nombre de qué creencias políticas intentó Bolívar liberar medio continente? Para contestar a esa pregunta es preciso recordar que, aunque era un aristocrático criollo, nacido y criado en Caracas y heredero de una gran fortuna de plantaciones y esclavos, de hecho se había educado y había alcanzado la madurez intelectual en Europa. Aparte de los pocos meses de su matrimonio, trágicamente breve, pasó todo el periodo 1799-1806, es decir, entre las edades de 16 y 23 años, en una gran gira, asistiendo a las cortes españolas, introduciéndose en la sociedad parisina y viajando por Italia. Durante esos años leyó mucha literatura europea y, en particular, según afirmó más tarde, estudió a los principales autores de la Ilustración francesa.[23] Los dramáticos acontecimientos políticos de esa época, junto con sus lecturas, le empujaron a adoptar los ideales del republicanismo clásico, ideales que habrían de determinar el curso de su vida. Por republicanismo clásico entendemos no el simple repudio de la monarquía como forma de gobierno, sino más bien la aceptación de toda una filosofía secular que enseñaba que el hombre sólo puede alcanzar o perseguir la virtud como ciudadano de una república. El profesor J. G. A. Pocock ha rastreado el origen de esta doctrina hasta la Florencia del siglo XV, donde llevaba el nombre de humanismo cívico, y en particular hasta Maquiavelo, que afirmó tan claramente la primacía de la acción política sobre cualquier otro valor humano o cristiano.[24] En la Francia del siglo XVIII, Montesquieu dio una perspectiva comparativa sobre esa doctrina cuando dividió los gobiernos en tres grandes tipos: la monarquía, el despotismo y la república, animados respectivamente por los principios del honor, el temor y la virtud, subdividiendo las repúblicas en aristocracias y democracias, de las cuales las primeras son preferibles por su equilibrio y moderación. Estas distinciones fueron profundizadas por Rousseau, que alegaba que únicamente en cuanto ciudadano de una república libre podía gozar un hombre de libertad y de igualdad, o incluso realizarse como ser social. Tanto Maquiavelo como Rousseau criticaron acerbamente al cristianismo por su preocupación por el otro mundo, que distraía de la persecución de la acción cívica y la virtud política.[25] Para todos estos autores, las repúblicas del mundo antiguo proporcionaban un acervo de ejemplos y un criterio para juzgar el presente, para lo cual Esparta, más que Atenas, era el modelo preferido. Éste era el ideal que animaba los sueños políticos de Simón Bolívar. En una carta al obispo de Popayán contrastaba la carrera del guerrero con la del sacerdote y distinguía entre las virtudes de un Sócrates o un Catón y las cualidades de un santo. “El mundo es uno, la religión otra.”[26] Como lo sugieren estas referencias, suscribía enteramente el neoclasicismo

de la época revolucionaria francesa. No sólo exaltaba a Voltaire como al más grande escritor de esos tiempos, sino que aconsejaba también al poeta criollo Olmedo seguir las reglas de Boileau.[27] Sus propias cartas están salpicadas de referencias a Bruto y a Sila, a Licurgo y a Solón. El culto al héroe republicano que gana la gloria inmortal gracias a sus servicios y su sacrificio por la patria, culto que encontró su expresión artística en los cuadros de David, ofreció a Bolívar a la vez una inspiración y una justificación de su actuación política.[28] La aplicación distintiva de este credo puede observarse de la mejor manera en la Carta de Jamaica, de 1815, en la que Bolívar trataba de calmar las dudas de un inglés obviamente desconcertado por la Historia de la revolución de Nueva España de fray Servando Teresa de Mier, publicada en Londres apenas dos años antes.[29] Cierto que rendía tributo al “filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas”, como testigo principal de las crueldades de los españoles durante la conquista, y citaba con aprobación la teoría de fray Servando de un “pacto social” celebrado entre el emperador Carlos V y los conquistadores. Además, en un famoso pasaje, daba una expresión dramática a una queja conocida: Jamás éramos virreyes, ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes.

Pero el texto donde se insertaba este pasaje transformaba claramente un tema fundamental del patriotismo criollo en una afirmación de republicanismo clásico. Pues Bolívar pasaba a argumentar que, debido a la negación de derechos políticos, los españoles americanos se veían reducidos a una condición de infantilismo perpetuo, impedidos de alcanzar esa madurez que sólo podía provenir del ejercicio de la virtud política. De hecho, haciendo claramente eco a Montesquieu, definía el gobierno español del Nuevo Mundo como un despotismo peor aún que el que podía encontrarse en Turquía o en Persia, puesto que en esos países los gobernantes empleaban por lo menos a ministros nativos. El resultado era que los criollos vivían en un estado de pasividad, reducidos a la esfera de lo meramente económico como simples productores y consumidores de mercancías. Excluidos de toda oportunidad de acción política, sus sociedades constituían verdaderas colonias, meras posesiones de la metrópoli. Obviamente, en toda esta línea de argumentación Bolívar rompía decisivamente con la tradición del patriotismo criollo, con su insistencia en que las Indias formaban verdaderos reinos con sus propias leyes e instituciones. Una medida de su distancia respecto de esa tradición la da el hecho de que no haya vuelto prácticamente a mencionar a Las Casas. El trecho de historia al que se volvía su espíritu era el mundo antiguo; nunca mostró mucha preocupación por las glorias del pasado indio o por los crímenes de la conquista. En sus recomendaciones para el futuro, Bolívar volvía los ojos una vez más hacia Montesquieu, pues tanto en la Carta de Jamaica como en su Discurso en Angostura, pronunciado en 1819 ante el Congreso venezolano, el punto de partida de su exposición era la observación preliminar que se hace en El espíritu de las leyes de que éstas deben reflejar y acomodar el carácter y la situación particulares de cada pueblo más bien que intentar cambiarlos. Bolívar observaba que, a pesar de que el “huracán revolucionario” había destruido la tiranía de España, el espíritu del despotismo, con su apoyo en el miedo como

principal instrumento de la obligación política, seguía contaminando el aire político del nuevo Estado. Además, el breve pero desastroso experimento de la República federal de 1812 había demostrado “la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes estados”. Sólo una república de santos, como los Estados Unidos, podía sobrevivir con una forma tan laxa y complicada de gobierno. “Las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales […] la Constitución moral de Venezuela” no estaba acorde con ellos. Los ejemplos contrarios de la antigua Atenas y la Gran Bretaña contemporánea indicaban la superioridad de una Constitución equilibrada, con una presidencia fuerte, un poder judicial independiente, una asamblea de elección popular y un Senado hereditario. No hace falta decir que fue la inclusión de un Senado vitalicio hereditario lo que provocó las críticas, sobre todo porque Bolívar pretendía nombrar a los senadores entre las filas de los caudillos insurgentes, los terratenientes que habían servido a la primera República y los funcionarios destacados, exigiendo la posesión de por lo menos 6 000 pesos como prerrequisito para el nombramiento. En respuesta a un crítico, alegó que “el oficio de mi Senado es temperar la democracia absoluta, es mezclar la forma de un gobierno absoluto con una institución moderada, porque ya es un principio recibido en la política, que tan tirano es el gobierno democrático absoluto como un déspota”. Pero más disputada aún fue su propuesta de establecer un Areópago, un Consejo de Censores, dividido en dos concejos, uno para vigilar la educación, el otro para salvaguardar a la República de la corrupción mediante la investigación de la moral pública. En defensa de “este Tribunal verdaderamente santo”, Bolívar recurrió al ejemplo de Licurgo, que había constreñido a los espartanos a la virtud mediante la imposición de leyes sabias.[30] Esta fantasiosa justificación de una propuesta impráctica da fe de la creciente divergencia en el pensamiento de Bolívar entre el principio conservador, tomado de Montesquieu, de que las leyes deben reflejar las realidades sociales, y la doctrina radical de que las leyes deben ayudar a cambiar esas realidades. La naturaleza utópica de su ambición política encontró expresión en la Constitución que elaboró para Bolivia. Actuando como único legislador, esbozó un sistema tan complejo que resultó inaplicable, y que incluía un presidente vitalicio, un vicepresidente hereditario y una asamblea de tres cámaras.[31] Los derechos civiles estaban restringidos a los ciudadanos que sabían leer y escribir y eran solventes, y las elecciones quedaban virtualmente eliminadas. En esencia, el documento era una obra de imaginación más bien que una forma de gobierno y, como tal, indicativa de cierto desequilibrio en las acciones de Bolívar durante aquellos años de triunfo. Fue entonces cuando convocó una conferencia en Panamá para discutir el proyecto de una gran federación de repúblicas hispanoamericanas. Planteó la posibilidad de una intervención en la guerra entre Buenos Aires y Brasil, apuntando a ejercer “el protectorado de América”. Más concretamente, abogó por la formación de una Federación Andina de Bolivia, Perú y Colombia, aduciendo a modo de apoyo doctrinal la definición por Montesquieu de la República confederada como la forma de Estado que más probabilidades tenía de sobrevivir a los tumultos y facciones de cualquier provincia en particular. Era un argumento que había sido ya desarrollado ventajosamente por James Madison en The Federalist. Pero Bolívar presentó el proyecto como patente vehículo de su propia ascensión, al escribir: “El Libertador, como jefe supremo, marchará cada año a visitar los departamentos de cada estado […] Habrá una bandera, un ejército y una nación sólo”.

Dada la desunión y la fragmentación del poder político que para entonces había reducido a la Argentina a una serie de pequeños feudos, la propuesta de una federación fuerte tenía sin duda sentido. Pero, en la medida en que puede juzgarse, su principal instrumento de unión había de ser “una invención moderna y hábil”, los ejércitos de ocupación reclutados entre aquellos “10 000 inmortales” del ejército de Colombia que habían derrotado a los españoles y que habrían de servir como “conservador de nuestra tranquilidad”.[32] En toda esta catarata de geopolítica, en una época en que Bolívar se describía a sí mismo por escrito como un Sísifo que intentaba mantener el equilibrio de medio mundo, se siente uno impresionado por el contraste entre el astuto realismo que sin duda cimentaba su dominio de los hombres, y la naturaleza abstracta, por no decir utópica, de sus proyectos políticos.[33] Para encontrar una explicación de esta contradicción tenemos que volvernos hacia los manantiales de su ambición, a aquel año de 1805 en que viajó de París a Roma en compañía de Simón Rodríguez, el tutor de su infancia. Pues a pesar de que la encantadora historia de que Rodríguez educó a Bolívar según los principios del Emilio carece al parecer de fundamento, difícilmente puede dudarse de que aquel hombre excéntrico y poco social, radical implicado en la conspiración “parda” de 1797, ejerciese una influencia central sobre el Libertador. En una carta famosa, notable por su calor, Bolívar saludaba en Rodríguez a su maestro y mentor, que le había mostrado el camino que habría de seguir en la vida.[34] En su jornada hacia Roma, los dos hombres se detuvieron en Chambéry a rendir homenaje a la memoria de Rousseau; presenciaron la coronación de Napoleón como rey de Italia en Milán; reflexionaron sobre el auge y la decadencia de las repúblicas en Venecia; estudiaron las obras de Maquiavelo en Florencia; y en Roma, en el Monte Sacro, hicieron el juramento solemne de liberar a su patria de la tiranía española. Como es fácil imaginar, era un momento embriagador. La lectura de Maquiavelo y de Rousseau, el espectáculo de Napoleón, el destino de Roma: todas esas vivencias contribuían a producir una escena digna de las telas de David. Rodríguez recordaba más tarde que el juramento estuvo precedido por reflexiones sobre la historia romana y acompañado de la esperanza expresa de que la causa de la libertad, tantas veces derrotada en Europa, se mostrase victoriosa en el Nuevo Mundo, siguiendo la trayectoria de la civilización, que se desplaza siempre hacia el oeste.[35] Detrás de esta escena yacían los textos claves del republicanismo clásico, El príncipe y El contrato social, que ofrecían sus lecciones a un innovador o a un libertador que intentaba establecer un nuevo Estado. Sin duda, los consejos prácticos sobre la necesidad en política aplicada del disimulo y de la violencia anticipatoria recibieron la atención que merecían. Más importante para nuestro propósito es la importancia que dieron al legislador, al nuevo príncipe que asumía el papel profético de elaborar leyes que gobernarían a las generaciones futuras; a gobernantes tales como Licurgo, Solón y Moisés. Si Maquiavelo alababa al profeta armado, a su vez Rousseau declaraba que el legislador tenía que investir su función con un aura tan luminosa como fuese posible.[36] Tenemos, pues, aquí la explicación de la actuación de Bolívar al elaborar una Constitución para la República que llevaba su nombre. Había de ser a la vez Libertador y Legislador. Aspiraba también a ser profeta. Tanto en la Carta de Jamaica como en el Discurso de Angostura intentó predecir el futuro político, y se mostró en efecto notablemente perceptivo en cuanto a la forma futura de gobierno que adoptaría Hispanoamérica. Es igualmente

significativo que en 1823, cuando era ya presidente de Colombia y estaba a punto de embarcarse en la conquista de Perú, escribiera una breve relación titulada “Mi delirio en el Chimborazo”, donde describía cómo había seguido los pasos de Alexander von Humboldt, escalando el pico más alto de los Andes en Ecuador. En una prosa cuidada, afirma que al hacer esa ascensión se sintió poseído por un espíritu divino, que identificaba con el Dios de Colombia. En la cumbre, se encontró con el Tiempo en persona, bajo el atuendo convencional de un hombre sabio, al que interrogó sobre la razón de que él hubiera sobrepasado a todos los otros hombres en fortuna, y entonces, tras un recordatorio de la vanidad de los deseos humanos, percibió, como en una visión, profundas verdades sobre la historia humana y sobre el universo.[37] Puesto que Bolívar no se dignó informarnos del contenido de su revelación, la importancia de este texto literario más bien retorcido consiste en ser un testimonio del sentimiento que tenía el Libertador de su propio estatuto y de su misión. Obviamente, se veía a sí mismo como un profeta armado, escogido por el destino para “constituir a la mitad de un mundo”. Si acaso todo esto pareciera demasiado fantasioso, no tenemos más que volvernos a Simón Rodríguez en su defensa de Bolívar, donde encontramos la afirmación de que los profetas políticos dominarán el porvenir, o sea, “los filósofos que calculan para predecir acontecimientos que están en el orden de las cosas”.[38] Esta imagen de Bolívar como profeta secular se ve confirmada si consideramos qué pocos lazos sociales tenía. Huérfano desde temprana edad, viudo a los 19 años, sin heredero, habiendo pasado sus años formativos en Europa, Bolívar mostró poco interés por administrar las tierras que había heredado. Una vez en la vida pública, liberó a sus esclavos, abandonó las plantaciones y despilfarró todos los regalos o donativos que llegaron a sus manos durante su carrera, de tal modo que a su muerte contaba únicamente con su pensión presidencial.[39] Este carácter de manirroto debe subrayarse porque distinguía a Bolívar de los conquistadores del siglo XVI, con los que se le ha comparado, y de los caudillos de su propia época, que se esforzaban tanto como aquéllos por echar los cimientos de grandes fortunas familiares. No puede considerarse a Bolívar en ningún sentido como el agente o el representante de una clase económica. Además, se mostró notablemente poco ligado a Venezuela o incluso a Caracas, y rara vez visitó el país después de su liberación salvo para censurar a sus turbulentos caudillos. En efecto, escribió a su viejo amigo el marqués de Toro que en lo sucesivo no debía ya considerársele como hijo de Caracas, sino más bien como el dirigente de Colombia.[40] Pues allí estaba el foco de su lealtad, la patria por la que había luchado y que murió alabando: Colombia, la unión de Venezuela, Ecuador y Nueva Granada, con capital en Bogotá, que él había creado y bautizado. Era un estado destinado a disolverse, puesto que la unión era detestada a la vez por los abogados políticos de Nueva Granada y por los caudillos militares de Venezuela. En resumen, era una república establecida por Bolívar para sostener las campañas que liberaron los Andes. Era también un estado sostenido únicamente por el prestigio y la autoridad del Libertador. En reconocimiento de esa función personal, en 1830 Venezuela declaró que deseaba romper la unión a fin de “separarse del gobierno de Bogotá y no depender más de la autoridad de S. E. el Libertador General Simón Bolívar”.[41] En una carta Bolívar se había referido a su tutor Rodríguez como a “un filósofo cosmopolita, no tiene patria, ni hogar, ni familia”.[42] Al final de sus días, con Colombia disuelta, lo mismo podría haberse dicho del Libertador.

Si su falta de ataduras y sus sueños utópicos impidieron a Bolívar consolidar el estado que había fundado, sus premoniciones de desastre inminente se hicieron cada vez más proféticas. Definió sardónicamente la primera Constitución de Colombia, compilada por un grupo de abogados, como la tentativa de “edificar sobre una base gótica un edificio griego al borde de un cráter”. Casi al mismo tiempo, definió a la población en estos términos: “Una parte es salvaje, otra esclava, los más son enemigos entre sí y todos viciados por la superstición y el despotismo”. Además, si Bolívar no tenía mucho sentimiento de su pertenencia a una clase de terratenientes, era agudamente consciente de su condición de criollo, un hombre blanco que intentaba dominar a una población que era en gran parte de color. Aunque insistía en la igualdad legal y era un abogado apasionado de la abolición de la esclavitud, temía que las masas quisieran la igualdad absoluta para establecer primero lo que él llamaba una “pardocracia” y exterminar posteriormente a los blancos. Es este miedo a la guerra racial lo que explica su decisión de ejecutar al héroe insurgente general Piar por el crimen de predicar una campaña de exterminio de todos los blancos.[43] Sus temores sobre el futuro, sin embargo, se fundaban principalmente en la observación de que la Colonia había sido gobernada mediante el despotismo, es decir, mediante el miedo. La independencia y las Constituciones subsiguientes no habían cambiado el carácter del pueblo ni la naturaleza del gobierno. En una carta famosa escrita en 1826 declaraba: “estoy penetrado hasta adentro de mis huesos, que solamente un hábil despotismo puede regir a la América”. En 1829 escribió un panorama de la América española en el que describía, país por país, las guerras civiles y la disolución que afligían entonces al hemisferio. Como en Europa después de la caída del Imperio romano, así también el colapso del Imperio español había conducido a una nueva Edad Oscura, con repúblicas que se desintegraban en mínimos feudos y ciudadesEstados facciosas. Un mes antes de morir escribió que después de 20 años de mando había llegado a las siguientes conclusiones: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una revolución ara en el mar […] este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas”. [44]

Esas palabras desesperadas de un hombre moribundo, prematuramente envejecido por sus trabajos, amargado por el derrumbe de sus esperanzas, deberían recordarnos los extremos de tentación que Bolívar experimentó en sus años de presidente y de dictador de la República. Pues en dos ocasiones, muy apartadas en el tiempo, citó de Montesquieu una sentencia sobre la que Rousseau había llamado ya la atención: que une nation libre peut avoir un libérateur; une nation subjuguée ne peut avoir qu’un autre oppresseur. Cómo llevar la libertad a un pueblo formado por el despotismo: ése era el dilema. Pero la sentencia tenía un corolario, que Bolívar no citó pero que obviamente había leído: Car tout homme qui a assez de force pour chasser celui qui est déjà le maître absolu dans un Etat, en a assez pour le devenir luimême.[45] De hecho, tanto al comienzo como al final de su carrera, Bolívar ejerció la suprema autoridad como dictador, que definió una vez como una función necesaria a la República. Pero cuando Páez, el caudillo venezolano, le exhortó a coronarse emperador, rechazó vehementemente la sugerencia, afirmando que América no tenía nada en común con Francia y que la población de color interpretaría la monarquía como una condenación de todas sus esperanzas de igualdad. En cuanto a sí mismo: “Yo no soy Napoleón ni quiero serlo; tampoco

quiero imitar a César; aún menos a Iturbide”.[46] Sin embargo, la vehemencia misma de su repudio sugiere que Bolívar se enfrentaba efectivamente a la tentación de establecer una forma permanente de gobierno absoluto a fin de dominar la anarquía que amenazaba de destrucción a los países que él había liberado. La razón principal que dio Bolívar para rechazar el título de emperador era que eso lo desviaría de su gloria como Libertador. De manera semejante, cuando Páez se rebeló contra la autoridad de Bogotá, Bolívar rehuyó la perspectiva de una guerra civil más, no sólo por su costo inevitable en derramamiento de sangre sino también porque dañaría a su reputación. Es cierto que para entonces estaba cansado de la política y preocupado sin duda por la fuerza militar de los “llaneros”, pero a medida que se acercaba a su fin se concentraba cada vez más en el veredicto de la posteridad. En 1825 se había jactado de que “el demonio de la gloria debe llevarnos hasta la Tierra del Fuego”. Pero ya para 1829 se contentaba con reflexionar: “Mi nombre pertenece ya a la historia […] No cedo en amor a la gloria de mi patria a Camilo; no soy menos amante a la libertad que Washington, y nadie me podría quitar la honra de haber humillado al León de Castilla desde el Orinoco al Potosí”.[47] Si se abstuvo de la guerra civil y de la represión necesarias para consolidar a Colombia fue porque no tenía ningún deseo de convertirse en un tirano. Siempre fiel a su credo de republicanismo clásico, escribió a Páez que no quería abandonar “el carácter noble de hombre libre y el sublime título de Libertador. Para salvar la patria he debido ser un Bruto, y para contenerla en una guerra debiera ser un Sila. Este carácter no me conviene”.[48] En resumen, los imperativos de su personal visión, que habían inspirado la heroica gesta de la emancipación, le apartaron también de las duras medidas necesarias para preservar a Colombia. Sería pues un error interpretar su retórica política y sus proyectos como una espléndida máscara de sus ambiciones personales, discernir los rasgos del Príncipe tras el disfraz de Libertador. Bolívar era esencialmente un hombre de acción, un soldado más que un estadista, que era impulsado a la acción por unas pocas ideas fuertes que había adoptado durante su estancia en Europa. Era ciertamente un Príncipe que había creado su propio Estado, pero era también un héroe republicano cuya gloria dependía de la estimación pública. A fin de cuentas, las doctrinas de Rousseau y de Maquiavelo, de la virtù personal y de la libertad pública, luchaban por la primacía en su alma. IV El movimiento de independencia en Hispanoamérica no fue una mera rebelión; fue una verdadera revolución que tanto en México como en Venezuela atacó los principios de la monarquía absoluta y de la jerarquía étnica para crear repúblicas autónomas basadas en la igualdad legal. El hecho de que no se hiciera nada para aliviar la enorme disparidad en la posesión de propiedades no borra la importancia de la campaña para erradicar un sistema social donde los derechos y obligaciones civiles dependían del estatuto étnico. Al mismo tiempo, la destrucción de la autoridad tradicional de la monarquía católica condujo a una inmediata y duradera crisis de legitimidad. Durante las guerras de independencia, dos grandes figuras antitéticas —Nuestra Señora de Guadalupe y el Libertador, la Virgen y el Príncipe— movieron a combatir a miles de hombres. Pero las borrosas y antitéticas ideas por las que

luchaban también la nación mexicana y la república de Colombia pronto perdieron su eficacia política. La derrota de la insurgencia en México y la incapacidad de Bolívar para preservar a Colombia significaban que el poder pasaba respectivamente a antiguos oficiales realistas y a los caudillos insurgentes. Pero ninguna de esas clases de hombres logró establecer el poder ejecutivo fuerte por el que habían abogado tanto Bolívar como fray Servando Teresa de Mier, y sus profecías de guerra civil se cumplieron con creces. En México la Reforma liberal, dirigida por Benito Juárez, habría de despojar a la Iglesia de su poder político, y aunque Hidalgo y Morelos siguieron gozando de reverencia como Padres de la Patria republicana, la Guadalupe quedó relegada al olvido oficial, a pesar de que su santuario del Tepeyac atrae todavía a miles de peregrinos. En contraste con esto, la identificación insurgente con el pasado indio floreció de nuevo en la reminiscencia del nacionalismo mexicano durante la Revolución y ha encontrado recientemente su encarnación material en la construcción del magnífico Museo de Antropología de Chapultepec. En Venezuela, caudillos de diversos credos dominaron la vida política del país hasta bastante después de la segunda Guerra Mundial, cuando se estableció el actual sistema de democracia representativa. La devoción a la memoria de Simón Bolívar asumió, sin embargo, todas las proporciones de un culto civil, de tal manera que el Libertador se convirtió en un elemento constitutivo del nacionalismo venezolano. Las ambigüedades de su legado fueron explotadas tanto por los abogados de la dictadura como por los partidarios del republicanismo clásico. En otros países, a comienzos de este siglo, los intelectuales hispanoamericanos se concentraron en Bolívar como el símbolo mismo de su patria americana, profeta de la unidad hispanoamericana. Interludio III La conquista de México I En su Profecía política, discurso pronunciado en el Congreso Constituyente de 1823, fray Servando Teresa de Mier denunció la Constitución federal, que estaba a punto de ser promulgada por la mayoría radical, como una prescripción de anarquía. El federalismo era una forma ideal de gobierno para los angloamericanos, que tenían una larga experiencia de autogobierno y mostraban un alto grado de homogeneidad social. En cambio, los mexicanos habían sufrido tres siglos de subyugación colonial que los habían dejado divididos e impreparados para la independencia. Sin un ejecutivo central fuerte, el país sería presa de la guerra civil y de la desintegración política. En una enérgica comparación de los dos pueblos, declaraba: Aquel era un pueblo nuevo, homogéneo, industrioso, laborioso, ilustrado, y lleno de virtudes sociales, como educado por una nación libre; nosotros somos un pueblo viejo, heterogéneo, sin industria, enemigo del trabajo y queriendo vivir de empleos como los españoles, tan ignorantes en la masa general como nuestros padres, y carcomido de los vicios anexos a la esclavitud de tres centurias.

Después de un acerbo ataque a las teorías radicales de “Voluntad General”, que rechazaba como meras abstracciones inaplicables a México, concluía en tono sombrío: “Protestaré que no he tenido parte en los males que van a llover sobre los pueblos de Anáhuac. Los han seducido para que pidan lo que no saben ni entienden, y preveo la división, las emulaciones, el desorden, la ruina y el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”.[49] Con el tiempo, habría de tocarle a Carlos María de Bustamante, amigo y discípulo de Mier, hacer la crónica del ciclo de pronunciamientos militares y desórdenes civiles que se abatieron sobre México en las décadas que siguieron a la independencia. Siempre fiel al credo republicano y católico de Mier, el ex insurgente lamentaba con igual fuerza las ambiciones personales del general Antonio López de Santa Anna y los proyectos anticlericales de los radicales encabezados por Valentín Gómez Farías. Más propagandista patriótico que político, Bustamante surgió en aquellos años como el principal celebrante tanto de las glorias del antiguo México como de las heroicas hazañas de los insurgentes. Publicó varias crónicas coloniales, especialmente la reseña de la conquista española escrita por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, la descripción de Texcoco por Mariano Veytia, y la obra monumental de Bernardino de Sahagún acerca de la cultura y la religión indias. Además, magnificó los logros de Hidalgo y Morelos, defendiendo su reputación frente a las violentas críticas enderezadas contra su movimiento por Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora. Sin embargo, Bustamante terminó sus días casi en la desesperación, publicando en 1847 su última obra con el título ominoso de El nuevo Bernal Díaz, o sea la historia de la invasión de los angloamericanos en México. En una prosa tan desordenada y frenética como los acontecimientos que describía, el patriota entrado en años hacía con creciente furia la crónica del desastroso año de 1846, cuando las tropas norteamericanas se internaron cada vez más profundamente en el territorio nacional mientras diferentes fracciones se disputaban el gobierno de la República, que pasó rápidamente de la clique monárquica del general Mariano Paredes al Partido Radical de Gómez Farías, únicamente para caer entonces presa de la dictadura militar de Santa Anna.[50] Lejos de intentar unir al pueblo mexicano en una empresa común para rechazar a los invasores, la élite política siguió entregada a fruslerías e intrigas hasta que la ciudad de México fue finalmente capturada. El subsiguiente Tratado de Guadalupe Hidalgo, que despojó a la República de sus territorios al norte del Río Grande, confirmó ampliamente las sombrías predicciones del padre Mier. La desilusión provocada por estos traumáticos acontecimientos puede observarse del mejor modo en el diario y las cartas de José Fernando Ramírez, en aquella época joven político de persuasión liberal. Observando de primera mano las intrigas políticas de la capital, se lamentaba de que “en nuestro desaventurado país se hace todo para las personas y nada para los principios […] sistemas tan desbaratados como los nuestros, donde los hombres aparecen y desaparecen en la escena política, como las sombras de la linterna mágica”. Habiéndosele ofrecido el cargo de embajador en Londres, Ramírez lo rechazó, observando en privado que su orgullo no le permitiría tratar con la aristocracia inglesa como representante de un país que se había vuelto objeto de irrisión universal en Europa. Después de que las fuerzas norteamericanas infligieron una serie de derrotas al ejército mexicano, refirió que Santa Anna había exclamado que todos los generales mexicanos, incluyéndolo a él mismo, no eran mejores que cabos, expresión de desesperación que llevaba a Ramírez a

concluir: “¡Tarde ha venido el de que todos, en nuestros respectivos ramos, no pasamos de cabos! —pero, eso sí, juzgándonos Almirantísimos”. No es que encontrara nada que admirar en el comportamiento de las tropas norteamericanas, pues le escandalizaban los voluntarios, que pronto se ganaron el sobrenombre de “comanches blancos” y que con sus obtusas borracheras convertían el centro de la ciudad de México en un campamento fronterizo.[51] Hacia el final de su vida, Ramírez dio la bienvenida a Maximiliano de Austria como emperador de México y ocupó el cargo de secretario de Asuntos Extranjeros. Como sugiere el título de la última obra de Bustamante, había un gran parecido entre la conquista española de México y la norteamericana. En ambas ocasiones, un país acremente dividido y vuelto hacia adentro quedaba rápidamente subyugado por unos aventureros animados por una mezcla idiosincrática de voracidad material y confianza providencial. Pues si los españoles estaban ávidos de oro, justificaban su apoderamiento del Anáhuac apelando al Evangelio cristiano, dando por supuesto sin examen que el Todopoderoso había escogido a España como bastión de la ortodoxia católica y confiado la conversión de los indios americanos a los reyes de Castilla. Del mismo modo, los angloamericanos de principios del siglo XIX se abatieron a lo largo de todo un continente en unas pocas décadas, individualmente decididos a enriquecerse, colectivamente confiados en su Destino Manifiesto: que la Providencia había escogido a los Estados Unidos para ofrecer a la humanidad una lección práctica de los beneficios, tanto materiales como políticos, de las instituciones democráticas. No por nada un miembro del gabinete del presidente Polk, George Bancroft, había escrito una historia de los Estados Unidos en la que celebraba su desarrollo como la viva encarnación de los principios de autogobierno y progreso.[52] En todo esto había un notable paralelismo entre los españoles y los angloamericanos. En una famosa oda al emperador Carlos V la víspera de su partida hacia Túnez, Hernando de Acuña escribió: Ya se acerca, Señor, o ya es llegada la edad gloriosa en que proclama el cielo un Pastor y una Grey sola en el suelo por suerte a vuestros tiempos reservada. Ya tan alto principio en tal jornada es muestra al fin de vuestro santo celo y anuncia al mundo, para más consuelo, un Monarca, un Imperio, y una Espada. Ya el orbe de la tierra siente en parte y espera en todo vuestra Monarquía, conquistado por vos en justa guerra.[53]

Mientras el siglo XVI español esperaba el advenimiento de un emperador mundial, un nuevo Carlomagno cuyo reino inauguraría la última edad de la humanidad, en las décadas centrales del siglo XIX Walt Whitman caracterizaba a los Estados Unidos como sinónimo de la democracia y situaba confiadamente a su país a la cabeza del progreso de la raza humana. [54] En A Broadway Pageant, escrito en parte para conmemorar la llegada a Nueva York de enviados del Japón, apostrofaba al Oriente entero que venía a pagar tributo a la libertad americana, declarando: I chant the new empire, grander than any before, as in a vision it comes to me

I chant America the mistress, I chant a greater supremacy… […] The sign is reversing, the orb is enclosed, The ring is encircled, the journey is done…* Después de la derrota infligida por los norteamericanos, México perdió sus esperanzas de convertirse en un gran imperio comparable a Brasil, heredero apropiado de la monarquía universal de España, y se convirtió en cambio en otra Polonia, un estado fronterizo cuya independencia y cuya existencia misma estaban amenazadas por la fuerza expansiva de su vecino del norte. II En la misma década en que los angloamericanos tomaron posesión de los vastos territorios que se extienden al norte del Río Grande, un hombre de letras de Nueva Inglaterra, William Hickling Prescott, se adentró audazmente en el territorio histórico del patriotismo criollo y publicó en 1843 su History of the Conquest of Mexico, obra que suscitó pronto una universal aclamación a ambos lados del Atlántico. Dueño de una fortuna suficiente como para permitirle peinar toda España en busca de todos los textos disponibles, impresos o en manuscrito, que trataban de su tema, Prescott bebió en la misma medida en los clásicos reconocidos como Torquemada, Clavijero y Humboldt y en obras como las de Ixtlilxóchitl y Sahagún, que sólo recientemente habían salido a la luz. Sobre los acontecimientos de la conquista misma, se apoyó en Bernal Díaz del Castillo para dar vida a las escuetas reseñas de Cortés y de Gómara. No contento con hacer simplemente la crónica de los hechos de los españoles, presentaba a manera de introducción una extensa descripción de la cultura y la historia de los aztecas. Además, en todos sus puntos el texto se apoyaba en numerosas referencias, con incisivas notas sobre todos los autores anteriores importantes que constituyen una garantía convincente del dominio que tenía Prescott de todas las fuentes disponibles. Antes de que expirase la década, salieron de las prensas de México no menos de dos diferentes traducciones, suficiente tributo a la calidad de esa gran obra. Para comprender el espíritu con que Prescott abordaba la historia de México es importante observar que pertenecía a la escuela de historiadores liberales y románticos de Nueva Inglaterra, en la que figuraban también George Bancroft, Francis Parknian y John Lothrop Motley. Todos esos hombres estaban unidos en una común veneración por sir Walter Scott, cuyas novelas les habían enseñado que los grandes personajes del pasado podían pintarse como hombres de carne y hueso, retratarse como individuos vivos, vivificando sus pensamientos y su carácter gracias a la imaginación del historiador. Por encima de todo, miraban la historia como una rama de la literatura, tratando de captar el interés del público por medio de dramáticas pinturas verbales de escenas de batalla, de alta política y de decisiones individuales, modulando cuidadosamente su prosa para adecuarla a los acontecimientos que describían. Al mismo tiempo, esos habitantes de la Nueva Inglaterra suscribían todos una versión liberal y protestante del pasado, según la cual la libertad política

y la expansión comercial florecieron primero en Holanda e Inglaterra y sólo después encontraron su perdurable hogar en los Estados Unidos. En cambio, las monarquías obsoletas de Francia y de España, y todavía más la Iglesia católica que las sostenía, eran rechazadas como obstáculos al progreso, restos marchitos del feudalismo y la superstición, predestinadas al fracaso cuando se confrontaban con la sólida virtud de los protestantes del norte. No hace falta decir que los indios de Norteamérica quedaban descritos como meros salvajes condenados a desaparecer ante la marcha del progreso. Del mismo modo, se hacían eco de Montesquieu para condenar las civilizaciones de Oriente por estar manchadas por el despotismo y la superstición, y sus gobernantes hundidos en un lujo que los hacía afeminados. En esta escala los españoles figuraban con cierta ambigüedad, ya que, comparados con los moros, aparecían como sólidos guerreros cristianos, pero mirados al lado de los holandeses y los ingleses pronto tomaban su carácter despótico y supersticioso. Bajo el enfoque del pasado de la escuela de Nueva Inglaterra subyacía la más profunda aversión puritana a la liturgia elaborada y la autoridad antiliberal de la Iglesia católica.[55] La influencia de estos puntos de vista sobre Prescott puede observarse claramente en sus comentarios sobre la cultura azteca. Su simpatía por la insistencia tradicional en el patriotismo criollo era manifiesta sobre todo en su decisión de iniciar sus comentarios con los toltecas, siguiendo así a Clavijero en su completa disociación de los pueblos del Anáhuac y los aborígenes del norte: “Las razas azteca y texcocana eran avanzadas en civilización mucho más que las tribus vagabundas de Norteamérica […] no inferiores en grado a nuestros antepasados sajones bajo Alfredo […] respecto a su naturaleza, puede comparárselos con los egipcios”. No es que aceptara la hipótesis de Alexander von Humboldt de una influencia cultural directa ejercida por Asia, pues, tras una cuidadosa discusión, concluía que el antiguo México formaba “en sus rasgos esenciales una civilización peculiar y autóctona”. En esa línea de razonamiento estaba influido por John Lloyd Stephens, el viajero norteamericano que en su obra sobre Centroamérica y Yucatán, publicada en 1841, había sostenido que las grandes ruinas mayas de Copán, Palenque y Uxmal eran monumentos de la cultura india, y no, como todavía solía afirmarse, reliquias de asentamientos egipcios o fenicios. Sin embargo, si Prescott presentaba un retrato lleno de simpatía de la edad de oro de Texcoco, aceptando la descripción que hacia Ixtlilxóchitl de Nezahualcóyotl como un rey-filósofo que aborrecía los sacrificios humanos y adoraba a la deidad suprema, también juzgaba que la pompa y el lujo de su corte recordaban “el despotismo asiático y egipcio”. Tampoco dejaba de condenar la insistencia en los sacrificios humanos que caracterizó la expansión de los mexicas, concluyendo que “las envilecedoras instituciones de los aztecas proporcionan la mejor apología de su conquista”. La única excepción en esa imagen de despotismo oriental la ofrecía Tlaxcala, que Prescott definía como una Suiza primitiva, una república feudal montañesa, con una sólida población más libre que los demás habitantes del Anáhuac.[56] Una vez embarcado en el relato de la conquista, Prescott llegaba rápidamente a describir el conflicto como una lucha entre civilización y barbarie, entre progreso y salvajismo. “Había ahora llegado el momento de que esas imperfectas tácticas y esas rudas armas de los bárbaros entrasen en choque con la ciencia y la ingeniería de las naciones más civilizadas del globo.” Una vez más, “el hombre blanco, el destructor”, cumplía su acostumbrada y predestinada tarea de destrucción en sociedades cuya barbarie las condenaba a fracasar ante la marcha del

progreso occidental. En este conflicto, los personajes de Cortés y Moctezuma ejemplificaban las cualidades contrastadas de un guerrero cristiano y de un déspota oriental. Cortés surgía como el héroe de la historia, representante adecuado de España, que, aunque feudal y católica, poseía no obstante todavía abundante vigor e inventiva. “Era la época de la agonía de la caballería, y España, la romántica España, era la tierra donde sus fulgores se demoraban más largamente en el horizonte.” En cambio, Prescott describía con sarcasmo a Moctezuma como la encarnación de los efectos debilitadores del despotismo oriental, alegando que “su pusilanimidad nacía de su superstición” y que la llegada de los españoles lo dejó atormentado y “afeminado”. Así quedaba dramatizado y personificado el conflicto entre dos civilizaciones. [57]

En sus reflexiones finales, Prescott aprobaba la conquista española de México como cosa a fin de cuentas benéfica, que había rescatado a sus aborígenes del reino del terror instaurado por los aztecas. Su aprobación, sin embargo, estaba cuidadosamente cualificada, pues no excusaba las matanzas de Cholula y de Tenochtitlan perpetradas por Cortés y Pedro de Alvarado. Además, los tormentos de la Inquisición no representaban una gran mejoría respecto de los sacrificios humanos de los mexicas. Al mismo tiempo confesaba, aunque con cierto desdén, que el catolicismo estaba mejor adaptado a las necesidades religiosas de los indios que el protestantismo, apegado a “frías abstracciones” y a “una pálida luz de la razón”. En cambio, la pompa litúrgica de la Iglesia católica se parecía a los ritos del paganismo y era adecuada para suscitar “una tempestad de pasión en sus bárbaros participantes”.[58] Que los historiadores mexicanos de la década de 1840 se hayan apresurado a procurarse traducciones de la obra de Prescott es cosa que atestigua a la vez su atractivo literario y su erudición. En sus notas a la edición de 1844, Lucas Alamán prevenía a los lectores mexicanos del sesgo anticatólico que subyacía bajo muchas de las observaciones eventuales de Prescott. Curiosamente, escogió no combatir ninguna de las aseveraciones centrales de los historiadores protestantes, pero insertó en cambio como apéndice el célebre comentario del padre Mier sobre la pretendida misión de santo Tomás apóstol en el Anáhuac, disquisición que se imprimió por primera vez en la Historia de la Revolución de Mier. Alamán afirmaba que la posibilidad de una misión cristiana en México mucho antes de la llegada de los españoles no era tan remota como imaginaba Prescott.[59] En este contexto, debe señalarse que Alamán se interesaba muy poco en el pasado prehispánico de México y que consagró sobre todo su talento literario a escribir una acerba reseña de la insurgencia y de las guerras civiles y los subsiguientes desórdenes que ocasionaron. Su breve estudio de Cortés carecía por completo de la vitalidad imaginativa del relato de Prescott. Como él mismo admitió, Alamán se esforzaba por mantener el estilo de la prosa del siglo XVIII, claro indicio de su punto de vista esencialmente neoclásico sobre la literatura y la historia. Fue José Fernando Ramírez, sin embargo, quien en el desdichado año de 1846 ofreció el comentario más equilibrado sobre Prescott. Después de alabar tanto la fuerza literaria como los vastos conocimientos de las fuentes que sostenían el texto, criticaba el “desdén de raza” generalizado que determinaba hasta el vocabulario mismo empleado por Prescott para describir el comportamiento de los mexicas. En los relatos de las batallas entre españoles e indios, los aztecas eran descritos por lo general como bárbaros y salvajes, muy dados a vociferar y lanzar gritos de guerra. Advirtiendo que Prescott describía el náhuatl como una

lengua antimusical, Ramírez se preguntaba cómo era posible que un hombre acostumbrado a las melodías del Yankee Doodle se pronunciara sobre la calidad de una lengua que no había escuchado nunca. Cosa más importante aún, organizaba una defensa sostenida de la credibilidad de las fuentes aborígenes de la historia antigua de México arguyendo que era posible reconstruir una cronología de los acontecimientos a lo largo de varios siglos anteriores a la conquista. Era la desconfianza del estudioso de Nueva Inglaterra ante esas fuentes la que lo había llevado a pasar por alto la creencia de Moctezuma de que Cortés era el heraldo del regreso de Quetzalcóatl al Anáhuac. Sobre el espinoso tema de los sacrificios humanos, sin embargo, era sobre el que Ramírez disentía más firmemente de las conclusiones de Prescott. Después de observar que Texcoco, lo mismo que Tenochtitlan, había mantenido esa práctica, argumentaba que el sacrificio humano no era una medida de barbarie, como sostenía Prescott, sino más bien de civilización. Citando a la vez a Benjamin Constant y a Joseph de Maistre, afirmaba que toda religión deriva de la necesidad de propiciar al Cielo por medio del sacrificio. El temor de la muerte se encuentra en el centro mismo de todo concepto de religión. El sacrificio humano se encuentra en muchos países y señala un estadio de civilización en que las nociones religiosas han alcanzado cierto grado de complejidad. En cuanto al canibalismo de los aztecas, Ramírez insistía en que el consumo de carne humana tomaba la forma de un ritual religioso y no se consideró nunca como fuente de alimentos. En cuanto al resto, denunciaba el marcado contraste que Prescott había trazado entre Texcoco y Tenochtitlan, observando que sus prácticas religiosas habían sido muy semejantes.[60] III No es éste el lugar de un comentario a fondo de las reacciones a la incursión de Prescott en la historia nacional, menos aún de explorar las razones de que ese trecho de territorio histórico hubiese quedado tan indefenso, tan abierto a la apropiación por extraños. Obviamente, a juzgar por las publicaciones, la principal preocupación de los historiadores mexicanos de aquella época era ofrecer relatos esencialmente partidistas de los acontecimientos contemporáneos. Desde Mier y Bustamante hasta Mora, Zavala y Alamán, lo que dominaba en sus obras era la insurgencia y la serie de “revoluciones” subsiguientes. Además, las divisiones políticas de la época determinaban el enfoque del pasado. Radicales como Zavala y Mora rechazaban tanto el Anáhuac como la Nueva España, considerándolas sociedades retrógradas cuyo legado era una constante constricción para el nuevo México que esperaban crear. En cambio, conservadores como Alamán y Joaquín García Icazbalceta defendían denodadamente la herencia española de México, loando a la vez a Cortés y a los misioneros mendicantes, pero se interesaban poco en el pasado precolombino. Cierto que había un puñado de estudiosos, entre los que figuraba José Fernando Ramírez, que intentaba proseguir la laboriosa y exigente tarea de interpretar los códices aborígenes. Pero la principal actividad en ese terreno tomaba la forma de la publicación de fuentes manuscritas, aunque de manera más disciplinada que las entusiastas correrías de Bustamante. En esta línea, García Icazbalceta había de tomar la cabeza, poniendo a disposición del público las obras de Motolinía, Mendieta y otros cronistas de la primera hora. Lo que estaba totalmente ausente en

esa generación era cualquier asimilación del concepto romántico de la historia como obra de literatura en la que los recursos imaginativos del novelista podían desplegarse para dar una pintura del pasado como una realidad viva, enfoque encaminado a despertar el interés de un vasto público. Como veremos, es en el periodismo, en artículos impresionistas sobre la vida contemporánea, donde puede observarse un primer acercamiento al romanticismo. En todo caso puede argumentarse que hasta que Justo Sierra escribió su libro sobre Juárez ningún autor mexicano había mostrado tanta familiaridad y holgura con las nuevas técnicas y conceptos de la historia, dedicando su prosa magistral a celebrar al gran presidente como un héroe patriótico ejemplar.[61] Una vez más.

[II. El republicanismo clásico y el patriotismo criollo]

Sobre estos puntos de vista, véanse Jorge I. Domínguez, Insurrection or Loyalty, The Breakdown of the Spanish American Empire, Cambridge, Mass., 1980; Víctor Andrés Belaúnde, Bolívar and the Political Thought of the Spanish American Revolution, Baltimore, 1938; y John Lynch, The Spanish American Revolution 1808-1826, Londres, 1973. [2] Alexander von Humboldt, Essai politique sur le royaume de la Nouvelle-Espagne, 2 vols., París, 1807-1811; D. A. Brading, Miners and Merchants in Bourbon Mexico, 1763-1810, Cambridge, 1971. [Hay edición en español, del FCE: Mineros y comerciantes en el México borbónico, 1763-1810.] [3] José Guerra (fray Servando Teresa de Mier), Historia de la revolución de la Nueva España, antiguamente Anáhuac, 2 vols., foliación corrida, Londres, 1813, pp. 42-51. [4] Sobre esos movimientos, véanse Owen Chadwick, The Popes and the European Revolutions, Oxford, 1981, pp. 471-476; Elizabeth, Lady Holland, The Spanish Journal, Londres, 1910, p. 326. [5] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, 3 vols., México, 1961, t. I, p. 444. [6] Sobre el patriotismo criollo, véanse D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, 1973, 1980; Jacques Lafaye, Quetzalcóatl et Guadalupe, la formation de la conscience nationale au Mexique, París, 1974; Severo Martínez Peláez, La patria del criollo: ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca, Guatemala, 1971. [7] Sobre el acceso a los cargos públicos, véase Mark A. Burkholder y D. S. Chandler, From Impotence to Authority. The Spanish Crowns and the American Audiencias, 1687-1808, Missouri, 1977; sobre la Ilustración y América, véase Antonello Gerbi, The Dispute of the New World, trad. Jeremy Moyle, Pittsburgh, 1973. [Hay trad. al español: La disputa del Nuevo Mundo, Fondo de Cultura Económica, México, 1960, 1983.] [8] Lafaye, Quetzalcóatl et Guadalupe, passim; también Joaquín García Icazbalceta, Investigación histórica y documentada sobre la aparición de la Virgen de Guadalupe de México, México, 1896; y Mircea Eliade, Cosmos and History, the Myth of the Eternal Return, Nueva York, 1959, pp. 6-20. [Hay trad. al español.] [9] Sobre las declaraciones de Hidalgo, véase Ernesto de la Torre Villar et al., Historia documental de México, México, 1964, t. II, pp. 42-48. [10] Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, 1956, p. 243; Patrice Hígonnet, Class, Ideology and the Rights of Nobles During the French Revolution, Oxford, 1981, pp. 112121,182 y 215. [11] Ernesto de Torre Villar, ibidem, p. 42. [12] Ernesto Lemoine Villicaña, Morelos, México, 1965, pp. 162, 181 y 264. [13] Ibidem, pp. 264 y 373. [1]

Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1964, México, 1967, p. 34. El artículo 15 declara: “la calidad de ciudadano se pierde por crimen de herejía, apostasía y lesa nación”. [15] Fray Servando Teresa de Mier, Historia de la revolución, pp. 570-614. [16] Ibidem, pp. 350-368 y 771. [17] El manuscrito original sobrevive: véase Lemoine Villicaña, Morelos, pp. 365-369; también Carlos María de Bustamante, Cuadro de la Revolución mexicana, t. I, p. 622. [18] Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales, pp. 31-32. [19] Ibidem, pp. 123-124. [20] Edmundo O’Gorman (comp.), El pensamiento político del padre Mier, México, 1945, pp. 127 y 132. [21] La mejor introducción a este periodo es la de Miguel Izard, El miedo a la revolución, la lucha por la libertad en Venezuela 1777-1830, Madrid, 1979; también Domínguez, Insurrection or Loyalty, pp. 37, 57 y 174-175. [22] La mejor biografía del Libertador sigue siendo la de Gerhard Masur, Simón Bolívar, 2a ed., Albuquerque, Nuevo México, 1968. [23] Simón Bolívar, Obras completas, 3 vols., Vicente Lecuna (ed.), Caracas, 1964, t. II, p. 139, 20 de mayo de 1825. [24] J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment, Florentine Political Thougth and the Atlantic Republican Tradition, Princeton, 1975, pp. 48-82 y 156-219; véase también Isaiah Berlin, “The originality of Machiavelli”, en Against the Current, Londres, 1979, pp. 25-79 [trad. al español: FCE, 1983]; y el ensayo clave de J. H. Hexter, “The predatory vision: Niccollo Machiavelli, Il Príncipe and lo stato”, The Vision of Politics on the Eve of the Reformation, Londres, 1973, pp. 150-178. [25] Barón de Montesquieu, The Spirit of the Laws [El espíritu de las leyes], trad. al inglés por Thomas Hugent, Nueva York, 1949, libros II y III, pp. 8-27; acerca de Rousseau y El contrato social, véase Judith N. Shklar, Men and citizens, Cambridge, 1969, p. 212: “No seremos hombres hasta que seamos ciudadanos”. [26] Simón Bolívar, Obras, t. I, p. 641, 10 de junio de 1822. [27] Simón Bolívar, Obras, t. II, pp. 176-178; en cuanto a su opinión sobre Voltaire, véase L. Perí de la Croix, Diario de Bucaramanga, Lima, 1965, p. 71. [28] Sobre el neoclasicismo y el culto al héroe republicano, véanse también Hugh Honour, Neoclassicism, Londres, 1968, pp. 34-36; Robert Rosenblum, Transformations of late Eighteenth Century Art, Princeton, 1967, pp. 70-72; Harold T. Parker, The Cult of Antiquity and the French Revolutionaries, Chicago, 1937; y Robert L, Herbert, David, Voltaire, Brutus and the French Revolution, Londres, 1972, pp. 70-71 y 109, donde se cita a David: “Así, pues, las marcas de heroísmo, de virtudes cívicas presentadas a la gente electrificarán sus almas e implantarán en ellas todas las pasiones de la gloria y la devoción al bienestar de la Patria”. [29] Para el texto de la Carta de Jamaica, véase Bolívar, Obras, t. I, 159-181, 6 de septiembre de 1815; se hace referencia a Mier por su pseudónimo de Guerra. Es su disertación sobre Quetzalcóatl puesta en el Apéndice a su Historia de la revolución la que explica el comentario de Bolívar sobre esa deidad. [14]

El texto del Discurso de Angostura está en Bolívar, Obras, t. III, pp. 675-696; el texto de su proyectada constitución está en Pedro Grases, Estudios bolivarianos, vol. IV de las Obras completas, Barcelona, 1981, p. 306; sobre la defensa de Guillermo White por Bolívar, véase Obras, t. I, p. 443, 26 de mayo de 1820. [31] Puede encontrarse una traducción inglesa contemporánea de los principales discursos de Bolívar y de la Constitución boliviana en John Miller, Memoirs of General Miller, 2 vols., Londres, 1818, vol. II, pp. 372-439. [32] Sobre el protectorado, véase Simón Bolívar, Obras, t. II, p. 229, 10 de octubre de 1825; sobre la Federación véase Obras, t. II, pp. 364, 367, 464, 12 de mayo de 1826, 18 de agosto de 1826; sobre el papel del ejército, Obras, t. II, pp. 88-91: 23 de febrero de 1825, y Obras, t. III, p. 294, 21 de agosto de 1829. Véase también Alexander Hamilton, J. Jay y J. Madison, The Federalist, Everyman, Londres, núm. X, pp. 41-48. [33] Simón Bolívar, Obras, t. II, p. 628, a sir Robert Wilson, 26 de mayo de 1827: “No se sabe en Europa lo que me cuesta mantener el equilibrio en algunas de esas regiones. ¿Puede un hombre solo lograr constituir medio mundo?” [34] Simón Bolívar, Obras, t. I, p. 881, 19 de enero de 1824. [35] Véase un relato de esta escena en Simón Rodríguez, Obras, 2 vols., Caracas, 1975, t. II, p. 328; también Daniel Florencio O’Leary, Bolívar y la emancipación de Sur-América, 2 vols., Madrid, 1915, t. I, p. 88. [36] Niccolo Machiavelli, The Prince, Penguin Books, Londres, 1961, etc., pp. 52, 128. El libro, por supuesto, termina con la expresa esperanza de un libertador para Italia. También J.-J. Rousseau, The Social Contract, Everyman, Londres, pp. 35-38: “la gran alma del legislador es el único milagro que puede probar su misión”; véase Shklar, Men and citizens, pp. 154-165. [37] Simón Bolívar, Obras, t. III, pp. 729-730. En una discusión magistral, Pedro Grases ha demostrado la autenticidad de este texto en sus Estudios bolivarianos, pp. 367-384. [38] Simón Rodríguez, Obras, t. II, p. 310. [39] Simón Bolívar, Obras, t. II, pp. 422-429, 11 de mayo de 1830, 16 de junio de 1830. [40] Simón Bolívar, Obras, t. I, pp. 683-685, 23 de septiembre de 1822. [41] José Antonio Páez, Autobiografía, 2 vols., Nueva York, 1869-1870, t. II, p. 34, 13 de enero de 1830. [42] Simón Bolívar, Obras, t. II, p. 158, 27 de junio de 1825. [43] Sobre la Constitución, véase Simón Bolívar, Obras, t. I, p. 566, 13 de junio de 1821; en cuanto al carácter del pueblo, Obras, t. I, p. 709, 23 de diciembre de 1822; sobre la pardocracia, Obras, t. II, p. 116, 7 de abril de 1825; sobre Piar, Obras, t. III, pp. 644-648, 5 de agosto de 1817. [44] Sobre el despotismo, véase Simón Bolívar, Obras, t. II, p. 431, 8 de julio de 1826; un panorama de Hispanoamérica se encontrará en Obras, t. III, pp. 841-847, escrito en 1829; las últimas reflexiones, en Obras, t. III, p. 501, 9 de noviembre de 1830. [45] Barón de Montesquieu, De l’ esprit des lois, Classiques Garnier, París, XIX, XXVII, p. 337. Nótese que en la traducción inglesa habitual “Libérateur” se traduce por “deliverer”. Bolívar cita ese dicho en la Carta de Jamaica impresa en Obras, t. I, p. 168, 6 de septiembre de 1815; y el 12 de abril de 1828, Obras, t. II, p. 823. [30]

Bolívar, Obras, II, p. 324, 6 de marzo de 1826. [47] Bolívar, Obras, t. II, p. 214, 8 de septiembre de 1825; Obras, t. III, p. 255, 22 de julio de 1829. [48] Simón Bolívar, Obras, t. III, p. 405; 7 de junio de 1826; las referencias a Sila y Bruto se repiten en una carta a sir Robert Wilson. Obras, t. II, p. 638, 16 de junio de 1827. La fuente de su horror a la reputación de Sila fue probablemente “Le dialogue de Sylla et d’Eucrate”, de Montesquieu, publicado con sus Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, Garnier, París, 1954, pp. 139-145. [49] Edmundo O’Gorman (comp.), Pensamiento político del padre Mier, México, 1945, pp. 127 y 140. [50] D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, pp. 115-125. [51] José Fernando Ramírez, “México durante su guerra con los Estados Unidos”, en Genaro García y Carlos Pereyra, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, 1905, reimpr. en Biblioteca Porrúa, vol. 60, México, 1974, pp. 480, 507-508 y 547-548. [52] Acerca de Bancroft, véase Richard C. Vitzthum, The American Compromise. Theme and Method in the Histories of Bancroft, Parkman and Adams, Norman, Oklahoma, 1974, pp. 3-45. Véase también Heury Nash Smith, Virgin Land. The American West as Symbol and Myth, Cambridge, Mass., 1950, pp. 3-50. [53] Hernando de Acuña, Al emperador Carlos V. [54] Walt Whitman, Complete poetry and selected prose and letters, Londres, 1938, pp, 226227. * Traducción literal: “Canto a un nuevo imperio, más grande que todos los anteriores, tal como viene a mí en una visión, / Canto a América el ama, canto a una mayor supremacía / […] / El signo se invierte, el orbe está concluso, / El anillo se cierra, la jornada está hecha…” [T.] [55] Véase David Levin, History as Romantic Art. Bancroft, Prescott, Matley and Parkman, Stanford, 1959, El mejor estudio en español es el de Juan A. Ortega y Medina, en William H. Prescott, Historia de la conquista de México. Anotado por don Lucas Alamán. Con notas críticas y esclarecimientos de Don José Fernando Ramírez, prólogo, notas y apéndices de Juan A. Ortega y Medina, México, 1970, pp. XI-LX. [56] William H. Prescott, History of the Conquest of Mexico, The Modern Library, Nueva York, s. f., pp. 33, 52, 91 y 99-103; John L. Stephens, Incidents of Travel in Central América, Chiapas and Yucatan, 2 vols., Londres, 1841, t. II, 439-457. [57] Prescott, ibidem, pp. 171, 515, 531 y 537-538. [58] Ibidem, pp. 159 y 195. [59] Ibidem, pp. 34-35. [60] Ibidem, pp. 661-664, 670-671 y 683-696. [61] Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, 1905-1906. El romanticismo de Sierra proviene de fuentes francesas y fue muy influido por los escritos de Jules Michelet. [46]

III. El patriotismo liberal y la Reforma mexicana I La paradoja central del liberalismo mexicano consistió en que “los partidarios de una transformación masiva de las relaciones de propiedad se negaron a sancionar un poder ejecutivo central dotado de suficiente poder ya fuera para poner en práctica esas metas o para resistir a la reacción que inevitablemente provocaron. Los liberales se negaron resueltamente a adoptar los medios apropiados para alcanzar los fines deseados”.[1] Los estadistas contemporáneos denunciaron la Constitución de 1857 como impracticable, en 1861 Benito Juárez se quejaba de que “no es posible gobernar en estas condiciones, nadie obedece, a nadie puedo obligar a obedecer”.[2] En un estudio ulterior sobre ese periodo, Emilio Rabasa señalaba que en la práctica Juárez gobernó a México a despecho de la Constitución, consiguiendo del Congreso la concesión de “facultades extraordinarias” que le permitieron gobernar efectivamente como un dictador. La obra reciente de Richard N. Sinkin y Laurens Ballard Perry ha confirmado la exactitud del diagnóstico de Rabasa.[3] Durante la República Restaurada (1867-1872) Juárez utilizó hábilmente el prestigio y la lealtad que se había ganado gracias a su indómita resistencia a la Intervención francesa para crear una autocracia presidencial. Los ingresos públicos se utilizaron para reclutar y sostener una maquinaria política que logró imponer a los candidatos oficiales como diputados al Congreso, jefes políticos e incluso gobernadores de los estados. Todas las tentativas de desafiar al régimen mediante la rebelión armada fueron firmemente aplastadas por el ejército regular. Al mismo tiempo, la oposición política seguía hallando expresión pública y a menudo violenta en la prensa. Si los hechos más visibles de la situación están claros, en cambio se sabe bien poco del contexto ideológico en el que se creó y justificó la autocracia. ¿Cómo reaccionaron los liberales de la Reforma a ese manifiesto desafío a unos principios largamente acariciados? ¿Sufrieron sus principios durante ese periodo algún cambio marcado, o quedaron simplemente arrumbados, excluidos en lo sucesivo de toda influencia política? Ya sólo el hecho de plantear estas preguntas indica la extensión de nuestra ignorancia en cuanto a las diferentes corrientes de pensamiento político a mediados del siglo XIX en México. Pues las mismas preguntas pueden dirigirse al papel de la ideología liberal durante la Reforma y la Intervención. ¿Por qué causa invitaban los partidarios de un individualismo posesivo y una economía de mercado a que los hombres sacrificaran sus vidas en la guerra civil? Obviamente, no bastaba apelar al principio del interés propio; se necesitaba otra clase de retórica pública. Se ha argumentado que los liberales estaban empeñados en la “edificación nacional” y que por consiguiente apelaron al nacionalismo para justificar su causa. No hace falta decir que se encontraban

mexicanos de todas las confesiones políticas luchando contra la invasión francesa a pesar de la buena acogida que le dispensaron algunos conservadores y católicos. Pero una lectura cuidadosa de la retórica liberal revela que pocas veces o nunca apelaron al concepto de nación, salvo en su sentido constitucional, como ámbito y fuente de soberanía. A los radicales les era ajeno el vocabulario del discurso nacionalista. En cambio, los liberales de la Reforma invitaban a sus conciudadanos a entregar sus vidas por “la patria”, concepto que sólo nebulosamente podría corresponder al de país (o a la noción inglesa de country). La tesis de este trabajo es que los radicales más influyentes de este periodo, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, transformaron el significado político de este término, redefiniendo la vieja patria criolla como una República federal, heredera no del Anáhuac o de la Nueva España, sino de la Revolución francesa y de la insurgencia de 1810. En efecto, el liberalismo posesivo de José María Luis Mora se acompañaba de un recurso al republicanismo clásico. Para apreciar la importancia de esta innovación ideológica es recomendable recordar que J. G. A. Pocock ha trazado un claro contraste entre las doctrinas del liberalismo y del republicanismo clásico. Mientras el liberalismo concebía la sociedad como un concurso de individuos, empeñados cada uno de ellos en la persecución del interés propio, que constituía una confederación de propietarios ligados por una obligación contractual, el republicanismo clásico enseñaba en cambio que los hombres sólo encuentran su realización en la acción política emprendida como ciudadanos de una república libre.[4] Se ha rastreado el origen de esta doctrina hasta el humanismo cívico de la Florencia del siglo XV y Maquiavelo, que afirmaba tan enérgicamente la primacía de la acción política sobre los demás valores humanos o cristianos. En la Francia del siglo XVIII Montesquieu observaba que, mientras las monarquías y los despotismos se gobiernan respectivamente por el honor y por el temor, las repúblicas en cambio están animadas por la virtud, concepto que conserva todavía gran parte del sentido de la virtù maquiavélica. De modo semejante, Rousseau argumenta que sólo como ciudadano de una república libre podía el hombre gozar de la libertad y de la igualdad y realizar sus posibilidades como ser social.[5] Tanto Maquiavelo como Rousseau critican enérgicamente el cristianismo por sus preocupaciones trascendentes, que distraen a los hombres del compromiso en la persecución de la virtud cívica y la acción política. Así, mientras el liberalismo posesivo adoptó la idea del Estado como vigilante, temeroso de que un gobierno central fuerte pudiera coartar el libre juego del interés individual, el republicanismo clásico conminaba a los hombres a alcanzar la gloria por el sacrificio de sus vidas en nombre de su ciudad y su país. En este trabajo me propongo a) demostrar el liberalismo perdurable de Ramírez y Altamirano; b) examinar su aplicación a México del republicanismo clásico; c) examinar el “nacionalismo” cultural de Altamirano. El acento se pone aquí decididamente sobre la interpretación de textos publicados; no se ha hecho ninguna tentativa de manejar fuentes manuscritas o tomadas de la prensa. La elección de estos dos radicales nos fue dictada por su preeminencia, su interés y su semejanza; un panorama más completo tendría que haber incluido a Francisco Zarco, Guillermo Prieto y Manuel Payno. Unos pocos detalles biográficos pueden ser de utilidad. Ignacio Ramírez (1818-1879) era mestizo, nacido en San Miguel Allende y educado en Querétaro, donde, según afirma él mismo, sufrió la habitual secuencia: “La pasé con

sarampión, viruelas, sustos, regaños, misa, escuela”. Educado en el Colegio de San Gregorio de la ciudad de México, pronto pasó a la política y al periodismo, en el que adquirió fama bajo el pseudónimo de el Nigromante. En la década de 1840 fundó el Instituto Literario de Toluca y enseñó en él durante algún tiempo. Su carrera política alcanzó su pináculo en 1861, cuando tuvo el cargo de ministro de Justicia e Instrucción Pública bajo el gobierno de Juárez. Más tarde disputó con el presidente, y bajo la República Restaurada llevó a cabo una violenta guerra periodística contra su anterior dirigente. Ramírez fue también juez de la Suprema Corte y finalmente, en 1879, formó parte del primer gabinete de Porfirio Díaz, una vez más como ministro de Justicia.[6] Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) era indio, nacido en Tixtla, ciudad natal de Vicente Guerrero. Asistió como becario al Instituto de Toluca y fue alumno de Ramírez, del que se convirtió en discípulo para el resto de su vida. Durante la Guerra de Tres años fue secretario de Juan Álvarez, el caudillo de Guerrero, y durante la Intervención francesa se alistó en el ejército, donde llegó a tener el rango de coronel. Más tarde fue fiscal y juez de la Suprema Corte, dio conferencias en diferentes instituciones y se dedicó al periodismo tanto literario como político. Se unió a Ramírez tanto en su oposición a Juárez como en su apoyo a Díaz y recibió nombramientos oficiales en la década de 1880. En 1889 partió a Europa a desempeñar el cargo de cónsul en Barcelona y en París.[7] A pesar de sus puntos de vista comunes en política, los dos hombres eran muy distintos en temperamento y estilo. Mientras Ramírez era un político influyente y un periodista acerbo, Altamirano tenía más de hombre de letras, muy dado a la nostalgia romántica, con considerables logros literarios en su crédito. Ambos simbolizaban la emergencia en México de una nueva clase de intelectuales que confiaban en su inteligencia y en la fluidez de su pluma para salir del anonimato, aunque rara vez de la pobreza. El hecho de que tuvieran, como Juárez, en todo o en parte, sangre india, acentúa aún más su carácter de “hombres nuevos”, ya que el mundo literario y político seguía dominado principalmente por criollos. II El meollo del radicalismo en México era el aborrecimiento de la Iglesia católica, cuyo poder e influencia se consideraba como el principal obstáculo para el progreso social, económico y moral. Sin la destrucción de su autoridad pública sería imposible crear una sociedad moderna y secular dedicada a los principios de la Revolución francesa. Como ministro de Justicia e Instrucción Pública en el gabinete liberal de 1861, Ignacio Ramírez se hizo pronto célebre por el celo con que aplicaba las Leyes de Reforma. Bajo su dirección, las órdenes religiosas, masculinas y femeninas fueron expulsadas de sus claustros, y sus propiedades, confiscadas. Varios de los grandes conventos fueron destruidos a fin de facilitar el desarrollo urbano y otros fueron incautados para uso público; antiguas iglesias servían ahora de bibliotecas. Sus pinturas, imágenes y tesoros quedaron dispersados o destruidos. Tan decidido estaba en efecto Ramírez a librar a México de todo rastro de las pasadas glorias, que cuando se enteró de que los obreros de la Casa de Moneda nacional se resistían a fundir las preciosas custodias y cálices, se apresuró a blandir él mismo un martillo para asestar los primeros golpes. Mientras

muchos liberales eran deístas o criptocatólicos, Ramírez no ocultaba su ateísmo y su aversión a toda religión. Ya en 1836 había escandalizado a una peña literaria con la detonante declaración: “No hay dios”. Más tarde, como jefe político de Tlaxcala, intentó prohibir la procesión anual que se hacía en honor de Nuestra Señora de Ocotlán, imagen que se guardaba en el santuario principal de aquella ciudad, sólo para ser expulsado por un populacho y un clero indignados.[8]

Evidentemente, Ramírez inculcó su anticlericalismo al Instituto Literario de Toluca, puesto que su joven discípulo Ignacio Manuel Altamirano se ganó el sobrenombre de “Marat de los liberales”, debido a sus violentos discursos en el Congreso de 1861. En una ocasión, denunció apasionadamente las propuestas de una amnistía general para los conservadores, recientemente derrotados en la Guerra de Tres Años, y lamentó abiertamente: “El gobierno desterró a los obispos, en vez de ahorcarlos, como lo merecían esos apóstoles de iniquidad”. En años posteriores felicitó al gobernador de México por prohibir en Tacubaya las procesiones de Semana Santa, “este espectáculo que nada tenía de común con la religión cristiana y que desdecía de la cultura de nuestro siglo”. A diferencia de Ramírez, sin embargo, Altamirano apoyaba una forma purificada de religión y argumentaba efectivamente que “el partido liberal es el verdadero observador del Evangelio”. El enemigo era la Iglesia católica, tal como estaba constituida entonces, no las enseñanzas de Cristo.[9] En su visión de los problemas económicos de su país, los liberales eran partidarios de las doctrinas del laissez-faire del liberalismo clásico, insistiendo en el propio interés individual como motor principal del progreso material. Por su parte, Ramírez percibía agudamente las injusticias infligidas a las masas por los terratenientes e industriales, y en una ocasión, efectivamente, fue acusado de incitar a los indios a la rebelión contra sus explotadores. Pero en general predicaba “el evangelio de [Adam] Smith” e insistía en “el principio de no intervención de la autoridad en la producción y en el consumo”. Afirmaba de hecho que el principal propósito de la independencia conseguida respecto de España era crear en México una economía de libre mercado. Se seguía de ello que condenase toda medida de protección arancelaria, alegando que si México había de superar su actual “barbarismo industrial” debía importar tantas mercancías manufacturadas como le fuera posible. Haciendo claramente eco al anterior ataque de los liberales contra el Banco de Avío y contra el proyecto de Lucas Alamán, tendiente a la mecanización de la industria mexicana por medio de financiaciones y aranceles estatales, Ramírez denunció como una injuria a los intereses nacionales toda tentativa de introducir el proteccionismo, que sólo beneficiaría, según él, a unos 5 000 obreros y “200 especuladores”. Al mismo tiempo, se interesaba bastante en los asuntos europeos como para darse cuenta de que el conflicto entre el capital y el trabajo era inevitable, punto de vista que le llevó a defender la formación de sindicatos y proteger los intereses de los trabajadores. Sin embargo, hacía también advertencias sobre los peligros inherentes a cualquier avance hacia el socialismo o el comunismo, alegando que la restricción de la libertad individual característica de sus posiciones resultaría en una servidumbre colectiva. Esos temores le llevaron a informar a su colega liberal Guillermo Prieto de que “el derecho del trabajo no podía realizarse sino por el medio del comunismo”. De manera más positiva, su defensa de una economía abierta se expresaba en el apoyo que ofreció como ministro a la construcción de ferrocarriles y al establecimiento de colonias agrícolas. Sin arredrarse ante la historia de

Texas, favorecía la inmigración europea y pedía asentamientos franceses en Sonora y Sinaloa. De modo semejante, consideraba bienvenida la inversión extranjera y declaraba: “Todo capital, por el hecho de existir en México, debe considerarse como mexicano”.[10] Debe recordarse, naturalmente, que murió antes de que el país recibiese ninguna aportación importante de inversiones extranjeras. En la esfera de la autoridad política, Ramírez seguía teniendo ante el Estado la habitual desconfianza liberal, pero así como sus predecesores habían insistido en el sistema federal de estados soberanos para contrarrestar el poder del gobierno central, él en cambio identificaba el municipio como el bastión principal de la libertad cívica. Para justificar esa preferencia, citaba la autoridad de Alexis de Tocqueville y el ejemplo de la Comuna de París de 1870. Una vez más hacía advertencias sobre el comunismo, insistiendo en que cada municipalidad debía expresar la unión política de los propietarios individuales, ya fuesen agricultores o artesanos. Una vez que la propiedad estuviera repartida entre el mayor número de ciudadanos, la sociedad debería ejercer el autogobierno por medio de instituciones locales. El ejemplo de los Estados Unidos era en este punto una poderosa lección de democracia, muy admirada por Ramírez. Fue en parte su oposición a toda forma de centralismo administrativo la que empujó a Ramírez a romper con Benito Juárez. Resumió sus creencias en esta fórmula lapidaria: “El individuo es el soberano; el municipio es la nación”.[11] La educación pública era la panacea liberal para todos los males de su país, tanto sociales como cívicos. En cuanto ministro, Ramírez dispuso que los libros confiscados a los grandes conventos se depositaran en la ex iglesia de los hermanos agustinos para formar una biblioteca nacional en la ciudad de México. Pero los fondos estatales para la educación sólo llegaron con el régimen de Porfirio Díaz. Altamirano lamentaba la incapacidad de los estadistas mexicanos para tomar las medidas necesarias al establecimiento de escuelas primarias. Y sin embargo, sin un sistema de educación primaria obligatoria, ¿cómo podría rescatarse a las masas de las supersticiones que enseñaba la Iglesia o prepararlas para ejercer sus derechos democráticos? Sin tales medidas, los habitantes de la República seguirían profundamente divididos y toda esperanza de igualdad social seguiría siendo un engaño. En un pasaje que nos dice mucho sobre el México de aquella época, Altamirano declaraba: “Nosotros, obreros de progreso y de regeneración, hemos logrado después de largos años de propaganda y de lucha, destruir todas las distinciones sociales que aquí, en una República, hacían irrisoria la igualdad ante la ley”. Los hombres acaudalados y privilegiados de México habían perdido su anterior influencia tanto en la sociedad como en la política. Pero quedaba todavía la distinción importantísima entre “las clases que se educan y las que permanecen en la ignorancia”. Mientras no se introdujese la educación universal, el país seguiría dividido entre una aristocracia de patricios e intelectuales y las masas, y el conocimiento, en lugar de la religión o el poder militar, sería fuente de privilegios.[12] A juzgar por sus obras publicadas, los liberales no ponían en tela de juicio los efectos de la Ley Lerdo de 1856 sobre la tenencia de la tierra de los indios. Su silencio es tanto más notable si consideramos que subsiguientemente tanto Wistano Luis Orozco como Andrés Molina Enríquez condenaron la abolición de la tenencia comunal y la distribución de tierras entre los aldeanos como una medida que llevaría a la apropiación generalizada de las tierras de los pueblos por los mestizos y los terratenientes vecinos. A este respecto, la tarea de la

Revolución consistía en invertir la obra de la Reforma.[13] Parecería que Ramírez y Altamirano estaban cegados por su fe en el valor supremo de la propiedad individual y privada, persuadidos de que una vez que los campesinos indios se convirtieran en pequeños propietarios el juego del interés propio promovería el mejoramiento material. En todo caso, miraban la sobrevivencia de los pueblos indios como un obstáculo a la integración social de la población nativa, punto de vista que habían heredado de Mora. Por su parte, Ramírez afirmaba que, debido a su aislamiento y a la multiplicidad de sus lenguas, los indios no podían definirse como mexicanos, puesto que “esas razas conservan todavía su nacionalidad, protegida por la familia y la lengua”. Por regla general, su vida pueblerina seguía su ritmo embotado más o menos inmune a las cuestiones de interés nacional. Los nativos se parecían más a hormigas industriosas que a ciudadanos de una república. ¿Hasta qué punto eran viables en México las instituciones liberales si las masas rurales seguían sumidas en la apatía política, ignorantes de todo lo que ocurría más allá de los confines de su localidad inmediata? Haciendo involuntariamente eco a los gobernadores y misioneros españoles del siglo XVI, Ramírez ponía en duda de plano la humanidad misma de los indios: “Para contar con ellos como ciudadanos, tenemos necesidad de comenzar por hacerlos hombres […] Tenemos instituciones republicanas y no tenemos ciudadanos, porque ni siquiera tenemos hombres…” No hace falta aclarar que no era ninguna teoría de superioridad o inferioridad étnica la que sostenía estas observaciones, sino más bien la convicción de que el ejercicio de la virtud y el talento humanos exigían una base de propiedad individual y de libre expresión en la vida política de la República.[14] III En lo que los radicales de la Reforma diferían marcadamente de sus predecesores liberales era en su nueva insistencia en la “patria”. Para captar la originalidad de esa maniobra ideológica debe recordarse que ya en el siglo XVII ciertos intelectuales criollos tales como Carlos de Sigüenza y Góngora habían escrito para defender y exaltar su patria mexicana, fundada sobre las glorias de Tenochtitlan y protegida por Nuestra Señora de Guadalupe. Además, durante la insurgencia, fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante transformaron efectivamente el patriotismo criollo en un nacionalismo mexicano incipiente en el que Cuauhtémoc y Moctezuma figuraban junto a Hidalgo y Morelos como héroes nacionales que habían luchado por liberar a la nación mexicana del enemigo español. Después de la Independencia, Bustamante dedicó sus formidables aunque desiguales energías literarias a la celebración conjunta del Anáhuac y de la insurgencia, insistiendo en que era Hidalgo y no Iturbide quien debía ser aclamado como autor principal de la Independencia. Su defensa tuvo tanto éxito que el “grito de Dolores” empezó a conmemorarse en una celebración pública anual durante la cual los políticos tomaron la costumbre de explayarse sobre temas patrióticos. Nada de esto era del agrado de la primera generación de liberales mexicanos, puesto que tanto Lorenzo de Zavala como José María Luis Mora criticaron acerbamente la insurgencia por sus excesos populares y su vaguedad doctrinal, rechazando a Bustamante como a un entusiasta falto de inteligencia. ¿Qué hubiera podido merecer la simpatía de un

liberal en un movimiento que estuvo guiado por el clero provinciano y que marchaba a los gritos de “¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe”! y de “¡Mueran los gachupines!”? Tampoco les impresionaban en absoluto las continuas loas de Bustamante al pasado indio, que en opinión de ellos tenía poco que alabar.[15] Para cualquiera que esté familiarizado con esa insistencia antitética en el nacionalismo insurgente y en el liberalismo mexicano, resulta sorprendente ver a Ramírez y a Altamirano definiendo el movimiento de 1810 como la fundación de la patria radical. Efectivamente, Ramírez alegaba que el pueblo mexicano no podía volver a la época de los aztecas, menos aún considerarse como español; en cambio, “nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo”.[16] La adopción por los radicales de la insurgencia como punto de nacimiento de su país no acarreó ninguna simpatía por los temas caros al patriotismo criollo. Aunque Ramírez se había educado en el Colegio de San Gregorio, institución fundada por los jesuitas para la nobleza india y administrada en sus tiempos por Juan Rodríguez Puebla, indigenista ferviente, mostró poco interés en el pasado indio. Es cierto que se burlaba de toda sugerencia de una influencia exterior sobre el desarrollo autóctono de la civilización nativa, y que compuso un incisivo juguete cómico sobre la supuesta misión de santo Tomás apóstol en Anáhuac. En realidad apoyaba el establecimiento de un instituto nacional para el estudio del náhuatl y de la cultura y la historia nativas, afirmando que “la sabiduría nacional debe fundarse sobre una base indígena”. Pero todo esto quedaba más que compensado por su desdén radical por una sociedad dominada por la religión y el miedo, los residuos de cuya literatura que había sobrevivido eran notables por su incoherencia y barbarie. ¿Qué lecciones podían aprenderse de unos textos que confesaban que “el primer emperador mexicano se consumió a su esposa [sic] en la noche de bodas y ante el sol del día siguiente la convirtió en Diosa”? En lo que hace al orden político, observaba: “Todas estas clases, empero, no forman sino una jerarquía […] el pueblo se compone de súbditos y de esclavos […] el terror estremecía todo el cuerpo social”. En una palabra, definía la confederación azteca como un despotismo oriental, opinión sostenida tanto por Alexander von Humboldt como por William Prescott.[17] Era también el punto de vista que adoptaba Altamirano, quien se refirió alguna vez a “los antiguos sultanes del Anáhuac y […] sus odaliscas princesas”. Pero fuera de un breve elogio de la valentía de Cuauhtémoc en defensa de la libertad mexicana, Altamirano se abstuvo de cualquier pronunciamiento sobre el carácter y los logros de sus antepasados paganos, y su silencio sobre la historia indígena es tan notable como su desinterés en los problemas de los indios contemporáneos. No hace falta decir que Ramírez y Altamirano coincidían en el escarnecimiento de los 300 años de gobierno colonial, que consideraban como una edad oscura durante la cual el país se parecía a un vasto convento, aterrado por la Inquisición y explotado en beneficio de España. Ni su arte ni su literatura les parecían tener el menor valor y en realidad sería mejor destruirlos, no fuesen a corromper el gusto contemporáneo. Neoclásico en su manera de considerar las artes, Ramírez pidió la destrucción de los excelentes relieves barrocos que representaban a san Agustín y que adornaban la fachada de la Biblioteca Nacional, denunciando sus líneas torturadas como ejemplo bárbaro de “un arte frailesco”. Del mismo modo, Altamirano condenó una exposición de pinturas sobre el arte colonial por su “carácter de ascetismo triste y enervante”, negando que se las pudiera considerar como mexicanas.[18]

En una vena similar, Ramírez rechazaba a sor Juana Inés de la Cruz como persona pía que no había conocido el amor y cuya poesía era comparable a las vaguedades de Manuel Carpio, poeta contemporáneo de vena religiosa del que dice que “es también llorón, amante piadoso, como Nezahualcóyotl y sor Juana”, en una frase abarcadora que barría con siglos enteros de exaltación criolla. La sombra que había arrojado sobre México el régimen colonial era tan oscura que no se necesitaba menos que la figura de Alexander von Humboldt para alumbrar al país con la ciencia y la filosofía de la Ilustración. En un estilo tan mexicano como los nopales, Ramírez exclama: “El progreso necesitaba un Colón y ése fue Humboldt […] El conquistador, el misionero de la filosofía”.[19] No nos sorprenderá, pues, observar que Ramírez escogió alabar a Hidalgo como propulsor del progreso y de la ciencia que alentó activamente la industria local en su parroquia. Del mismo modo, Altamirano no sólo saludaba en el cura de Dolores al “Padre de la patria y liberador de México”, sino que afirmaba también que sus decretos, que liberaban a todos los esclavos y abolían el tributo de los indios, habían elevado su estatura por encima a la vez de Washington y de Bolívar. En una breve reseña de la historia mexicana desde la Independencia, caracterizó la insurgencia como un movimiento popular en el que el pueblo mexicano se rebeló contra la explotación de las clases privilegiadas, compuestas por la “nobleza colonial, alto clero, propietarios territoriales, comerciantes ricos”. Con el fracaso de la revuelta, esos mismos elementos privilegiados ayudaron a Iturbide a instrumentar su golpe de tal modo que pudieran mantener su estatuto amenazado y sus propiedades. Sólo con la Reforma pudieron los liberales, “el partido de la nación”, disputarles el poder a la Iglesia y al ejército. A diferencia de Zavala y de Mora, Altamirano postulaba así una continuidad de propósito subyacente entre los insurgentes y los liberales basada sobre una común consistencia popular. Lo que encontramos aquí es la emergencia en el nivel literario de los puntos de vista y acciones políticas de Guerrero y Juan Álvarez, insurgentes tempranos que, a diferencia de Nicolás Bravo y Carlos María de Bustamante, lucharon en coalición con radicales e ideólogos urbanos. Como oriundo de Tixtla y antiguo secretario de Álvarez, Altamirano expresaba la lealtad popular a la vez a la insurgencia y a la Reforma. Pero era Ramírez el que interpretaba el “grito de Dolores” como el otorgamiento al pueblo mexicano de un derecho natural que exigía la insurrección contra la tiranía y el gobierno extranjero. Si Hidalgo no logró dar forma a la Constitución ni elaborar una doctrina política, fue debido a que estaba inspirado y animado por la imagen de su patria liberada de la explotación colonial. Su decisión de llamar a las masas a la rebelión contra España constituía así un principio duradero de acción política. El ejemplo de Hidalgo resultó tanto más significativo cuando México se enfrentó a la invasión francesa y al imperio de Maximiliano, pues esos acontecimientos significaban con claridad que las metas del movimiento de 1810 estaban todavía por alcanzarse plenamente. La intensidad con que reaccionó Ramírez a la amenaza contra la Independencia puede calibrarse por la observación que hizo en 1865, cuando huía hacia el norte del avance francés: “¡Mueran los gachupines! ¿Hay algún mexicano que no haya proferido en su vida esas palabras sacramentales?”[20] Si la patria liberal se fundó durante la insurgencia, se inspiró en los ideales y en el ejemplo de la Revolución francesa. Tanto Ramírez como Altamirano rendían tributo a Francia, “la nodriza” de todos los políticos mexicanos en la esfera de las ideas. En particular, estaban

influidos por Jules Michelet, Edgar Quinet y Victor Hugo, intelectuales que trasmutaron el republicanismo clásico de la Revolución en nacionalismo jacobino. Fue Michelet quien celebró la patrie como un dios inmortal, una escuela viva, una gran amistad, animada desde la Revolución por “el evangelio de la igualdad”. Afirmaba que “la vasta legión de campesinossoldados propietarios” de la Francia contemporánea ofrecía a la libertad un cimiento que le negaban otros países sometidos ya a la servidumbre impuesta por la industria moderna. Michelet y Quinet aplicaban a menudo un vocabulario religioso a los héroes y acontecimientos nacionales, tratando de crear una religión cívica, provista de su propio panteón de santos, su calendario de fiestas y sus edificios cívicos adornados de estatuas. Pero el nacionalismo en este caso iba ataviado con galas neoclásicas en lugar de los habituales ropajes góticos, y la patrie no se definía apelando a la historia sino invocando los ideales radicales de la República y la Revolución. La distinción quedó claramente expresada por Victor Hugo cuando observó que los ingleses “están todavía encariñados con las ilusiones feudales. Creen en la herencia y la jerarquía […] piensan todavía en sí mismos como una nación, no como un pueblo”. En cambio, Francia había heredado la antorcha de la civilización de la antigua Grecia y de Italia, y sus ideales republicanos eran así expresión de una permanente mission civilisatrice.[21] Hasta qué grado los radicales mexicanos adoptaron esa retórica es cosa que puede observarse claramente en los primeros discursos de Altamirano, en los que declaraba: “Los apóstoles del culto a la patria, al contrario de los apóstoles de la religión, deben morir combatiendo”. En una vena muy similar, se presentaba a sí mismo como “humilde apóstol del culto a la patria” y saludaba en Juárez al “gran sacerdote de la República […] nuestro inmortal Presidente […] el segundo padre de la Independencia mexicana”. De hecho, defendió a Juárez de la crítica que se le hacía por no haber escrito un libro, observando que Sócrates y Cristo eran venerados por su ejemplo vivo más que por cualquier libro. En discursos subsiguientes dirigidos a los escolares, Altamirano los exhortaba a servir a su país en la política y la literatura. Pero advertía a los niños que sin el patriotismo y el autosacrificio, la acción pública pierde su dignidad y su honor y se reduce a mero egoísmo y ambición. Si Ramírez era menos explícito, el sesgo de sus comentarios apunta en la misma dirección. Durante la Intervención francesa escribió que era más importante dar a los ciudadanos armas que ropas, invocando la imagen de la nación en guerra, en la que todos los ciudadanos son soldados en potencia. Además, su visita subsecuente a San Francisco lo dejó más deprimido que exaltado ante el espectáculo de tanta energía humana despilfarrada en la persecución del enriquecimiento, y sus ideales republicanos se sintieron ofendidos por aquel individualismo del laissez-faire.[22] El republicanismo clásico que abrazaban Ramírez y Altamirano no se reconciliaba fácilmente con la autocracia presidencial introducida progresivamente por Juárez después de 1867. Ni uno ni otro aceptaron su retención de la presidencia en 1864 y desde entonces hicieron campaña en la prensa contra sus reelecciones sucesivas en 1868 y 1872. La violencia de sus denuncias brotaba en parte de su disgusto por la dictadura y en parte de su apoyo a la candidatura del general Porfirio Díaz. Habiendo sido elegido juez de la Suprema Corte, Ramírez encontró que el gobierno no podía o no quería pagar su salario porque el ingreso público quedaba absorbido por el ejército, o porque, según afirmaba él, se gastaba “en ganar

votaciones, en comprar las urnas electorales, en imponer gobernadores a los estados”. La mitad por lo menos de los diputados del Congreso era gente impuesta, obligada a apoyar al gobierno en razón de sus puestos. El resultado era que “no existe en la República mexicana un gobierno legítimo”, puesto que Juárez utilizaba su dominio del Congreso para conseguir la suspensión de la Constitución, gobernando como dictador en virtud de sus “facultades extraordinarias”. En un ataque mordaz, Ramírez escarneció a su anterior guía: “D. Benito, ud. y todos ustedes reducen la política a intrigas electorales, a gastos secretos, a corrupción de diputados y a derramar sangre con frecuencia. Otra cosa desea y necesita la nación: caminos, puentes, colonias, libertad municipal”. Tal como eran las cosas, bajo el gobierno de Juárez habían perdido la vida en guerras civiles más mexicanos que durante toda la lucha contra los franceses y Maximiliano. Que esas acusaciones no brotaban meramente de un republicanismo angustiado es cosa que quedó clara cuando Ramírez definió los tres partidos en que había quedado dividida la coalición liberal. Pues si condenó a los juaristas como poseedores de cargos y describió a los seguidores de Sebastián Lerdo de Tejada como hombres de caudales y de inteligencia, identificó a los partidarios de Porfirio Díaz como “el partido del pueblo”. [23] Desde la época de la alianza entre Valentín Gómez Farías y el general Antonio López de Santa Anna, los radicales habían mostrado siempre una fascinación ante los caudillos militares. Aunque Altamirano siempre se mostró dispuesto a reconocer la grandeza de Juárez al oponer una indomable resistencia a los franceses, nunca sancionó la “ambición de poder” del presidente que lanzó al país a la rebelión y a la guerra civil. En su breve historia de México, escrita en 1883, pronunció un veredicto condenatorio en el cual, después de conceder que Juárez poseía una “voluntad de granito” que le permitía superar todos los reveses, condenaba su implacable persecución de sus enemigos personales. “Perdonaba al enemigo de sus ideas […] y elevó a traidores a la patria con tal de que no hubieran atacado su persona, y proscribió y persiguió tenazmente o mandó fusilar a liberales sin mancha, a patriotas esclarecidos, si habían tenido la desgracia de no haberle sido adictos personalmente o de ofenderlo de algún modo.” En particular, criticaba a Juárez por mantener a los mismos ministros en el gabinete durante muchos años y por su “sistema de coalición”, mediante el cual utilizaba al ejército y a los gobernadores de los estados para imponer candidatos oficiales en todos los niveles del gobierno. El ensayo terminaba con un mesurado panegírico de Porfirio Díaz y de su sucesor como presidente, Manuel González, que había logrado la reconciliación entre las diversas facciones de la “familia liberal”. Además, sus éxitos políticos al gobernar a México sin provocar más revueltas armadas iban acompañados de la construcción de ferrocarriles y de una inversión extranjera que prometía abrir una nueva era de progreso y prosperidad.[24] En la época en que escribió esas palabras, Altamirano se desempeñaba como funcionario del nuevo régimen, empleado ya como diputado al Congreso, ya en el Ministerio de Fomento, de manera que su condenación de Juárez provenía, en parte, de su afiliación política. El patriotismo liberal era la versión mexicana del republicanismo clásico. A diferencia de sus mentores franceses, sin embargo, los radicales no pudieron elaborar ninguna forma de nacionalismo jacobino. “El Dios de las naciones” puede que haya hablado por boca de Francia, como declaró Michelet; pero su palabra radical no le fue revelada a ningún profeta mexicano. Aparte de sus ideales y proyectos liberales universales, los liberales no tenían más

que un gran mensaje para su pueblo: la necesidad absoluta de la independencia de todo gobierno extranjero. Al aseverar la prioridad de la acción política por encima de las preocupaciones privadas, incitaban a los mexicanos a servir a su patria y morir por ella. Su retórica estaba destinada a convertirse en el discurso corriente cada vez que la “familia liberal” se reunía en ceremonias cívicas para conmemorar sus victorias y honrar a sus héroes. Habría de educar también a generaciones de escolares y formar la base de la historia patria. Halló su expresión material pública en el Paseo de la Reforma, imponente avenida en cuyas orillas se advertían los bustos de los héroes liberales e interrumpida periódicamente por monumentos elevados en honor a Cuauhtémoc, Colón y, sobre todo, los héroes de la insurgencia. El porfiriato fue tan heredado de la Reforma como lo es hoy el PRI de la Revolución. Si los radicales evitaban todo discurso específicamente nacionalista, era en parte porque el lenguaje del idealismo no estaba todavía disponible, y en parte porque los habitantes de la República mexicana no constituían todavía una nación. Casi invariablemente, la ideología nacionalista apela a las virtudes populares y los valores históricos para unir al país contra la dominación extranjera y los ideales cosmopolitas. Sin embargo, en el caso de México, por lo menos dos quintos de la población eran indios que, si hemos de creer a Ramírez, seguían formando nacionalidades separadas, dichosamente inconscientes de su identidad mexicana. Además, los valores y la cultura populares estaban todavía sujetos a la influencia de la Iglesia católica. En resumen, las masas tenían poco que ofrecer a cualquier tentativa radical que buscara “modernizar” su país. Es más educado considerar a la Reforma de esta manera: no como un ensayo de “construcción nacional” sino más bien como un ejercicio de “construcción del Estado”. Además, si ese Estado se fundaba en la autocracia presidencial, ese resultado era enteramente predecible para todo estudioso de la Revolución francesa. La Reforma encontró su termidor y su directorio en Juárez, y su Napoleón en Díaz. Por qué exactamente los radicales habrían de preferir al rey Cigüeña antes que el rey Tronco es cosa bastante misteriosa. Posiblemente el culto neoclásico a los héroes nacionales los predisponía a identificarse más estrechamente con un general popular que con un abogado impasible. El viaje que llevó a David desde El juramento de los Horacios hasta su retrato iconista de Napoleón no estaba tan alejado como podría imaginarse: dentro de la República yacían las semillas del Imperio.[25] IV Fue en la esfera de la cultura donde los radicales efectuaron una tentativa de acercamiento al nacionalismo. En los primeros años de la República Restaurada, Altamirano se aventuró a delinear para sí mismo un papel de promotor de la literatura nacional, organizando reuniones literarias a las que asistían escritores de diversos plumajes políticos. Fundó una revista de crítica y él mismo escribió ensayos y novelas para exponer su mensaje. El motivo de semejante promoción era obvio: “Aquí en México […] todavía no nos hemos atrevido todos a dar el grito de Dolores en todas materias”. En literatura, la tradición española imponía todavía su autoridad, ahogando todo interés real en los temas nacionales. El contraste con la situación que prevalecía en otras partes del Nuevo Mundo era patente, ya que “la literatura en

esos pueblos sudamericanos nació del patriotismo”. ¿No había compuesto inmediatamente José Joaquín de Olmedo una oda patriótica para celebrar la victoria de Simón Bolívar en Junín, saludando al Libertador como “personificación de la libertad”? Más tarde, los discípulos de Andrés Bello consagraron sus talentos literarios a la descripción poética del magnífico paisaje de América; sus montañas, ríos y pampas fueron su tema de elección. Pero en México, aparte de las crónicas bien intencionadas pero indigestas de Carlos María de Bustamante, la historia de la insurgencia estaba todavía por escribirse. En realidad, el carácter y las hazañas de sus caudillos habían sido culminados por Lucas Alamán, el archirreaccionario “de nefanda memoria”. Además, las canciones y versos populares siguen reflejando “el carácter profundamente religioso del pueblo mexicano”. Si en años recientes Guillermo Prieto había intentado llegar a un público popular con su poesía, se había limitado sin embargo a las clases “mestizas que hablan castellano” y había esquivado “el mundo sombrío y melancólico de la raza indígena”.[26] En su ansia de promover a los jóvenes escritores, Altamirano transformó a veces a patitos feos en majestuosos cisnes, declarando que si Manuel Eduardo de Gorostiza no era superior a Shakespeare, era sin duda el igual de Molière. Pero las tempranas esperanzas pronto dejaron el lugar a la duda, a medida que se persuadía de que los autores contemporáneos de México eran meros “segundones”, hombres de calidad inferior. El talento literario que pudiera surgir pronto quedaba desmoralizado por el desinterés público, ya que los hombres de Estado no tenían en cuenta a las artes en sus presupuestos y las clases educadas se interesaban poco en los libros que tratasen temas mexicanos. El resultado era que la profesión de las letras en México era “un potro de tormento”, y que la mayoría de los autores arrastraban una existencia dominada por la pobreza como maestros de escuela de provincia y pequeños empleados antes de morir “en la miseria y en la tristeza”. No es que Altamirano exagerara, pues en cierta ocasión confió a su diario que, aunque poseía abundantes premios y honores, carecía de los medios para saciar su hambre. El caso era tanto más trágico si se tenía en cuenta que México ofrecía tan espléndidos materiales tanto al novelista como al poeta, con una historia que era “un manantial de leyendas poéticas y magníficas”. Al mismo tiempo advertía a los jóvenes poetas contra los romances caballerescos como posible tema en México, “donde no hay más ruinas que las de los teocallis o las pirámides de los aztecas […] y donde no ha habido más cruzadas que contra los indios, ni más recuerdos caballerescos que la rapacidad de los antiguos encomenderos…” En cuanto a los temas religiosos, se había escrito ya demasiado y en todo caso “los contemplativos […] eran casi locos”. La radical aversión de Altamirano en contra de la Nueva España quedaba de manifiesto en su desprecio por sor Juana Inés de la Cruz, “a quien es necesario dejar quietecita en el fondo de su sepulcro y entre el pergamino de sus libros”, ya que había medrado en el nefando periodo “de culteranismo, y de la Inquisición y de la teología escolástica”. En otro lugar se lamentaba de que la imaginación popular no se hubiera apoderado de la figura de la Malinche como de una Medea mexicana cuya memoria sería recordada para siempre.[27] Los principios críticos que guiaban a Altamirano en sus juicios sobre las artes pueden observarse especialmente en sus comentarios sobre pintura. No sólo condenaba la producción de la Colonia como no mexicana, criticaba también el resurgimiento de la Academia de San Carlos inaugurado por el pintor catalán Pelegrín Clavé por su insistencia en los modelos y

criterios europeos. De todos modos se alegraba de informar que después de 1867 había aparecido una nueva generación de pintores mexicanos, hombres ansiosos de pintar escenas de interés nacional. Tal era en efecto la ambición de José María Velasco, cuyos paisajes figuran entre los cuadros más estimados que haya producido México. Pero su descripción de la meseta central sólo despertó una tibia estimación en Altamirano, que recomendaba sus cuadros de dientes para afuera como “estimadísimos”. Pues lo que el patriota liberal deseaba ver eran telas que tratasen de escenas y figuras históricas, preferencia que queda de manifiesto en su lamentación ante una exposición en la que no encontró “ni un solo héroe de la Independencia ni ningún mártir de la Reforma” entre los retratados. A modo de consuelo, insistía en las dos composiciones de Félix Parra que trataban respectivamente de la matanza llevada a cabo por Cortés en Cholula y de Bartolomé de Las Casas, el gran defensor de los indios. “Esta sí era la pintura nacional —declaró—; Félix Parra es hoy, sin duda alguna, el primer pintor de México.” Como cualquier victoriano, Altamirano quería que un cuadro contuviera un mensaje, aunque en este caso más patriótico que moral.[28] Aunque Altamirano compuso varias novelas, entre las cuales El Zarco fue la más ambiciosa, es en cuanto ensayista más que en cuanto novelista como merece ser recordado. Pues a principios de la década de 1880, o sea, cuando se acercaba a los 50 años, Altamirano aprovechó los ferrocarriles recién construidos para viajar y registrar sus impresiones. Al mismo tiempo, encontró también la suficiente confianza para recordar sus experiencias infantiles, describiéndose a sí mismo con cariño como un típico “alumno de municipalidad”, lo cual “significa miseria, desabrigo, flacura, rústica timidez y fealdad caricaturesca”. A causa de su relativa franqueza, esos ensayos ofrecen importantes indicios en cuanto a las contradicciones internas del radicalismo mexicano. Pues en una descripción de Texcoco en 1882, Altamirano confiesa su desilusión al encontrar una ciudad que era “híbrida por sus edificios, híbrida por sus habitantes, por sus costumbres, por su fisionomía”, y que presentaba “el aspecto ordinario, monótono y triste que caracteriza a los pueblos mestizos del Estado de México”. Ese carácter triste y empobrecido pronto se transformaría, esperaba Altamirano, con la llegada del ferrocarril, expresión de la nueva civilización del siglo XIX, gracias al cual se difundirían la prosperidad y el conocimiento, rescatando a la población de su anterior aislamiento. Lo que llama la atención en este ensayo es la palmaria falta de interés de Altamirano en las antiguas glorias de Texcoco, en la época en que Nezahualcóyotl reunía a su corte en aquella ciudad. Entre el pasado azteca y la población contemporánea no había más nexos que entre la antigua Babilonia y los modernos campesinos iraquíes. En cambio, el monumento del pasado que captó la atención de Altamirano fue la iglesia franciscana, que le evocaba de inmediato una serie de reflexiones sobre el trabajo misionero de los frailes mendicantes en México. Confesaba que había estado leyendo los documentos y crónicas de los frailes, publicados por Joaquín García Icazbalceta, que revelaban con cuánta abnegación habían servido de ministros a los indios. En particular, le había impresionado el relato de Pedro de Gante, que había enseñado a los nativos las artes y oficios españoles. Sin duda, exclamaba, todos los mexicanos deberían “tributar gustosos el homenaje debido a la santa memoria” de los primeros franciscanos.[29] Tampoco fue ese súbito entusiasmo una reflexión pasajera, puesto que en un ensayo diferente sobre el santuario del Sacromonte de Amecameca, donde se veneraba una imagen de Cristo en una gruta utilizada antiguamente como ermita por

Martín de Valencia, cabeza de la primera misión franciscana en México, Altamirano encomia la crónica de Jerónimo de Mendieta por su “estilo suave, pintoresco y dulce” y su “gracia infantil e inocente” y saluda después a los frailes mendicantes como a “los primeros amigos de los indios, los mensajeros de la Ilustración, los héroes verdaderos de la civilización latinoamericana”. Casi al mismo tiempo, aprovechó la ocasión de un discurso escolar para describir el colegio franciscano de la Santa Cruz de Tlatelolco como “ese primer santuario de civilización” en México. Todo esto estaba bien lejos del anticlericalismo de su juventud.[30] La creciente brecha entre el radicalismo público de Altamirano y su nostalgia privada de la religión de su infancia en ningún sitio se revela más claramente que en “Semana Santa en mi pueblo”, ensayo en el que evoca sus tempranas memorias de Tixtla, en la época en que todavía hablaba náhuatl. El resultado es un curioso trozo de escritura, lleno de encanto, bañado de una nostalgia casi dolorosa, un retrato de la inocencia perdida. Mientras que los indios aparecían generalmente en la literatura mexicana de aquella época como payasos provincianos, alternativamente borrachos, embotados, idólatras e impasibles, en cambio en la reseña de Altamirano están pintados como fervientes católicos, cuyas vidas están centradas en la liturgia y las fiestas de la Iglesia. Describe la expedición de los niños a cortar palmas para la Semana Santa y la procesión del Jueves Santo en la que cada familia se echa a la calle cargando su propio crucifijo o imagen de Cristo, más de mil imágenes iluminadas por las antorchas que parpadean en la noche. Reflexiona que “la religión es la hada buena de la infancia”, y confiesa que al escribir ese fragmento ha revivido algunas de las alegrías de sus primeros años. Puesto que Altamirano en otros lugares aplaudió públicamente la decisión del gobernador del Estado de México de prohibir las procesiones de Corpus Christi en los alrededores de la capital, está claro que no podía acercarse a la Iglesia o simpatizar con ella sino relegando sus virtudes a la infancia o al pasado. Curiosamente, fue en su novela corta La navidad en las montañas donde estuvo más cerca de resolver esta contradicción, pues presentaba allí una descripción atractiva de un sacerdote español, antiguo carmelita, que predicaba el sencillo evangelio de las buenas obras y la fraternidad, estableciendo una escuela para su parroquia y alentando la agricultura. Había abolido la recolección de todo pago por las misas y los sacramentos y había desnudado su iglesia de imágenes y altares laterales. Todo esto llevaba a la conclusión de que el verdadero cristianismo, distinguido de las prácticas y dogmas de la Iglesia contemporánea, estaba verdaderamente muy cerca de los ideales del liberalismo.[31] Hasta qué grado su reconocimiento de la fuerza del sentimiento religioso en México disuadió a Altamirano de intentar fortalecer el patriotismo liberal mediante un llamado al nacionalismo, es algo que puede observarse de la mejor manera en su ensayo sobre el culto a Nuestra Señora de Guadalupe, el único estudio sistemático salido de su pluma. Ofrece allí un panorama de la compleja bibliografía que rodeaba a la historia de la aparición de la Virgen María al indio Juan Diego en Tepeyac. Pero así como García Icazbalceta habría de negar más tarde que la aparición contara con pruebas documentales, Altamirano en cambio se contenta con discutir la cuestión sin hacer polémica. Su propósito no era discutir el milagro, si es que lo hubo, sino más bien examinar su significación política. Ya en el siglo XVIII un “espíritu nacionalista” rodeaba al culto a Guadalupe, que para entonces había asumido un “carácter patriótico”. En efecto, durante la insurgencia la Virgen se convirtió en “símbolo de la nacionalidad”, y Guerrero era tan devoto de la santa patrona de México que en 1828 depositó

las banderas capturadas a los españoles en la basílica del Tepeyac. Más tarde, hasta la llegada al poder de Juárez, todos los gobernantes de México, incluyendo a Maximiliano, tributaron su respeto a la “deidad nacional”. Tan honrada era la Virgen que los liberales eximieron al santuario de la aplicación de las Leyes de Reforma. Altamirano, sin embargo, no contento con valorar la significación histórica del culto, confesaba abiertamente que sólo cuando los mexicanos se agrupaban en la adoración a Nuestra Señora de Guadalupe se sentían iguales y unidos, independientemente de su raza o su clase: tal era la realidad viva, todo lo demás era cuestión de teoría y de derecho. “Es la igualdad ante la Virgen; es la idolatría nacional […] y en último extremo, en los casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une.” Altamirano concluía que el día que no se venerase a Nuestra Señora de Guadalupe “la nacionalidad mexicana” habría desaparecido.[32] Si tal era efectivamente el caso, ¿sobre qué base podía fundarse entonces una teoría del nacionalismo? Durante la insurgencia, las doctrinas del patriotismo criollo habían servido como voz unificadora y bandera de las masas, tanto indias como mestizas, unidas como los hijos de la Madre de Dios. Toda una generación más tarde, el patriotismo liberal no había dibujado un culto con la fuerza suficiente para remplazar la influencia decreciente de la Virgen mexicana. V Fue Justo Sierra, discípulo de Altamirano, quien asumió el manto de su maestro y ofició como sumo sacerdote de la patria liberal durante la última década del porfiriato. En una altisonante descripción de la Reforma y la Intervención, escrita como texto escolar, concluía: “La libertad había triunfado: la gran revolución reformista se había confundido con una guerra de independencia, y Patria, República y Reforma eran una casa sola desde entonces”. En otro lugar afirma: “el partido liberal, que hoy es la nación…” El corolario implícito de esos audaces pronunciamientos era, por decirlo así, la expatriación ideológica de todos los conservadores y católicos, que obviamente no figuraban como miembros de la patria liberal. No contento con tales afirmaciones, Sierra trató de resolver las contradicciones entre las instituciones republicanas y la autocracia presidencial. Rechazó abiertamente la Constitución de 1856, calificándola de “generosa utopía liberal”, y argumentó que la apatía y la ignorancia de las masas cuando se combinaba con la preferencia reaccionaria de la élite social y de la Iglesia, significaba inevitablemente que México necesitaba un poder ejecutivo central fuerte si es que el país había de progresar. En una palabra, hacía de la necesidad una virtud y proclamaba: “La evolución política de México ha sido sacrificada a las otras fases de su evolución social”. Al mismo tiempo, distinguía claramente entre la patria y la nación, argumentando que la esencia de la nación se encarnaba en los mestizos, pues “la familia mestiza […] ha constituido el factor dinámico en nuestra historia”. Si la patria había nacido del “grito de Dolores”, la nación había sido concebida en el abrazo de Cortés y la Malinche. Las implicaciones de esta nueva teoría de la nacionalidad mexicana habían de ser elucidadas por Andrés Molina Enríquez y transformadas en una ideología notablemente coherente del nacionalismo mexicano. Otra cosa de igual importancia es que Sierra trató de rescatar a Juárez de la denigración de Ramírez y Altamirano, tanto más especialmente cuanto que Francisco

Bulnes había reiterado sus críticas en no menos de dos libros. El resultado fue una impresionante biografía romántica en la que Sierra aplicó toda su habilidad literaria en retratar a Juárez como un héroe republicano, un semidiós que salvó a su país de la traición conservadora y el dominio extranjero.[33] El impacto de ese efervescente relato quedaba realzado por la virtual omisión de toda descripción de los medios con que Juárez consolidó la autoridad presidencial durante la República Restaurada. En cambio, Sierra volvía a vivir su propia juventud radical y dejaba a sus lectores la imagen de un liberalismo triunfante y de una República salvada de las fuerzas de la reacción. Una vez más, Molina Enríquez sacó la conclusión implícita de que la historia nacional, en el verdadero sentido de la palabra, empezaba con la Reforma, con lo cual Juárez era aclamado como su fundador y padre. Del mismo modo que la crítica liberal a Hidalgo había sido suprimida por Ramírez y Altamirano, el ataque radical a Juárez era repudiado ahora por Sierra y Molina Enríquez. El republicanismo clásico quedaba así instaurado como credo oficial. No fue sino durante la Revolución cuando algunos ideólogos como Manuel Gamio, Molina Enríquez y José Vasconcelos, conscientes del abismo que separaba a la patria liberal de la nación mexicana, imaginaron toda una gama de doctrinas nacionalistas. Pero esa es otra historia. Interludio IV México bandido En sus esfuerzos por alentar la emergencia de una cultura nacional en México, Ignacio Manuel Altamirano ponía fuertemente el acento en la novela, que definía como la forma artística más importante del siglo XIX, tan moderna y original en su esfera como el ferrocarril o el telégrafo. ¿En qué otro sitio podía encontrarse un retrato tan convincente y realista de la historia y la política, de los hombres y mujeres individuales y su amor, del paisaje y las ciudades, de los modales y la sociedad, de los héroes y las guerras, todo ello abarcado dentro de las páginas de una sola obra que daba deleite lo mismo al populacho iletrado que a la élite intelectual? Como siempre, la meta de Altamirano era patriótica y didáctica. Sin duda, exclamaba, la dramática y turbulenta historia de México desde la Independencia, con su cielo de invasión extranjera y guerra civil, ofrecía abundantes materiales para la composición de una novela épica. Además, del mismo modo que la Iglesia había inculcado tan hábilmente el dogma por medio de sermones e himnos, así los liberales podían utilizar la novela como el medio ideal para la propagación de los sentimientos radicales y patrióticos, ya que la descripción de las costumbres es un poderoso vehículo para la educación popular. Si el impulso de este programa literario bien puede sugerir al lector moderno un equivalente de La guerra y la paz, lo que Altamirano tenía en mientes era Waverly, Les misérables y The Last of the Mohicans, puesto que los autores que recomendaba como modelos eran Victor Hugo, sir Walter Scott, Fenimore Cooper, Alexandre Dumas y Manuel Fernández y González. Fiel a sus propios preceptos, el propio Altamirano escribió varias novelas sobre escenas contemporáneas, en las cuales, ¡ay!, la influencia de Victor Hugo no era sino demasiado evidente. El principio de que el fin de la literatura era “crear un carácter nacional” inhibía su impulso satírico y atiborraba su relato de digresiones morales.[34] En todo caso, aunque se

publicó gran número de novelas históricas y modernas, surgieron pocas obras de interés duradero. En cambio, como lo demuestra el ejemplo del propio Altamirano, el talento literario de México encontró su mejor expresión en el periodismo, género en el que durante las décadas centrales del siglo una generación de escritores pintó un retrato colectivo de su país y su pueblo. Las sabrosas memorias y viajes de Guillermo Prieto sobrepasan con mucho en vivacidad e interés las sobrevaloradas Cartas desde México de Fanny Calderón de la Barca. Sobre todo, es la influencia del costumbrismo español, con su insistencia en los cuadros de costumbres y en la vida inmediata, lo que hay detrás de su fascinación ante la realidad contemporánea. Además, las colecciones litográficas de ese periodo, de las que la más notable es México y sus alrededores (1854), ofrecían un testimonio pictórico de los trajes y escenas notablemente variopintos de México. Puede observarse el mismo cuidado en la pintura de la realidad local en los retratos de Juan de Herrera (1818-1878) y de su discípulo Hermenegildo Bustos, pintores provincianos cuyos logros eran muy superiores a las composiciones históricas y religiosas producidas bajo la égida de la Academia.[35] Si a pesar de las esperanzas de Altamirano no surgió ningún Tolstoi mexicano era, obviamente, porque ni el carácter de la historia nacional ni su cultura intelectual ofrecían un suelo propicio para la emergencia de un talento literario de ese orden. En todo caso, sólo una obra captó la extraña realidad de México en las tumultuosas décadas que siguieron a la Independencia, cuando el general Antonio López de Santa Anna se ajetreaba en un escenario político dominado por los golpes militares y las luchas partidarias. Su autor, Manuel Payno (1810-1894), político y periodista liberal, escribió Los bandidos de Río Frío (1888-1891) durante un exilio en Santander en los últimos años de su vida, y lo publicó en forma de folletín en periódicos españoles.[36] Puesto que los acontecimientos que describía se referían obviamente al periodo anterior a la Reforma, Payno tenía la ventaja de perspectiva de quien explica a un público extranjero escenas y acontecimientos que ha presenciado personalmente, pero que son ya un pasado alejado y ciertamente ya para 1888 muchas veces muy transformado. Al comienzo, la novela —si así puede llamársela— es poco más que una serie de esbozos costumbristas escritos en una vena humorística y nostálgica, vagamente conectados entre sí por una historia de amor convencional entre un joven oficial y una joven dama inefablemente virtuosa. Pero a medida que avanza el relato —Payno tardó cuatro años en escribirlo—, la historia se vuelve más y más sombría, para no decir macabra, y a pesar de su melodrama, da de México una imagen amarga, la de un país gobernado por bandidos y bribones. Es difícil, por supuesto, defender a Los bandidos de Río Frío como obra de arte: es cosa dispersa y desordenada, llena de subintrigas mal organizadas, con personajes que quedan en movimiento interrumpido capítulo tras capítulo, mientras el hilo de la acción principal emerge solamente en el tercero de sus cinco volúmenes. La conclusión es un verdadero matadero en que los villanos son despachados a toda prisa al otro mundo. Pero lo que tiene el libro es vitalidad; sus escenas y personajes se apoderan de la imaginación y presentan una imagen inolvidable de México en la época de Santa Anna. Con la tranquila confianza de un hombre de mundo, Payno describe a abogados, oficiales del ejército y sus hombres, a la aristocracia, los sacerdotes, los artesanos, los políticos, los terratenientes y granjeros, los indios, las criadas y, por supuesto, los bandidos. Los escenarios incluyen la célebre feria de San Juan de los Lagos,

el presidente en su palacio, la Basílica del Tepeyac, la vida en las haciendas, los canales y barcas que unen a Chalco con la ciudad de México, y el más importante orfanato de México. Al mismo tiempo, Payno incluye en su relato personajes históricos, como el financiero Manuel Escandón, el excéntrico obispo Andrés Fernández de Madrid y el conocido correo de la embajada británica. Uno de sus personajes pide incluso a Guillermo Prieto unos versos de amor para ayudarle en su empresa amorosa. En una palabra, se nos ofrece un retrato deslumbrante y comprensivo de todos los niveles de la sociedad mexicana, casi como si las figuras retratadas en México y sus alrededores salieran de sus páginas y se pusieran a hablar y a disputar. El más cercano equivalente en la literatura inglesa sería La feria de las vanidades, de Thackeray. La semejanza queda subrayada si consideramos que ambos hombres llegaron a la novela después de haberse hecho un nombre como escritores de artículos en los periódicos, y que ambos conservan una visión esencialmente dieciochesca de la sociedad y de la naturaleza humana. Para captar la verdadera significación de Los bandidos de Río Frío es necesario primero excluir de nuestra consideración la proliferación de intrigas secundarias y concentrarnos en el curso central de la acción. A pesar de su humorismo inicial, la familia de Moctezuma III y su rancho tienen que eliminarse. Del mismo modo, el conde de Sauz, su hija Mariana, su envarado amante Juan Robreño y su pretendiente el marqués de Valle Alegre tienen que expatriarse y regresar a las novelas europeas de donde vinieron. Así también el hijo perdido de Mariana, el huérfano Juan, en las escenas citadinas copiadas del Gavroche de Victor Hugo, sirve sobre todo para conectar tramos separados de la intriga. En una palabra, si a fuer de buenos liberales eliminamos a la aristocracia criolla y a la mayoría de los indios, nos quedamos con aquellos personajes que encarnan el mensaje escondido tras el libro: tres abogados, un artesano, un coronel del ejército y una vendedora de fruta. Son sus acciones, llevadas a cabo bajo los vigilantes auspicios del presidente, las que constituyen el interés real del texto. Leído de esta manera, tenemos una historia que, a diferencia de la novela habitual del siglo XIX, no tiene ningún joven héroe para sostener el hilo del relato. En cambio, el principal interés de la obra consiste en los nefastos hechos de sus tres villanos: Crisanto Bedolla, abogado indio; Evaristo, ebanista convertido en bandido; y el coronel Relumbrón, criollo bastardo que organiza una vasta conspiración criminal. El lado romántico de la novela se centra en la prolongada corte del abogado Crisanto Lamparilla a los favores de la vendedora de fruta mestiza, Cecilia. Si la obra tiene un héroe, es un abogado conservador entrado en años, Pedro de Olañeta, que, como fiscal y juez, representa un rasero de justicia y final retribución en un mundo descrito por lo demás como desordenado y corrupto. En Bedolla encontraremos el conocido tipo mexicano del licenciado y político de extracción humilde, alternativamente humorista y cínico, que administra un periódico inspirado por el gobierno, llega a ser confidente de los ministros y engaña al gobernador de un estado con consumada holgura. Una vez que ha sido nombrado juez, Bedolla pierde prácticamente todo escrúpulo, feliz de despachar a cautivos inocentes a las galeras para favorecer su propia reputación. Mientras la carrera de Bedolla está trazada con el escepticismo del político avezado y muy al corriente, en Evaristo en cambio Payno presenta una encarnación simple de la malevolencia, aunque anotando que el curso de la violencia fue desencadenado primero por una paliza injustificada y un sentimiento de talento no

recompensado. Hombre de ilimitada energía y decisión, Evaristo organiza una banda de ladrones para asaltar en la principal carretera a Puebla, y en reconocimiento a sus talentos es nombrado capitán de los rurales, la policía del campo, puesto que le permite extorsionar dinero a cambio de dar protección a los viajeros que van a la capital. El México del siglo XIX era un país clásico para el bandidaje, y en Evaristo tenemos un personaje fuerte y malintencionado que resulta familiar a todos los lectores de las novelas de Martín Luis Guzmán; muchos hombres como Evaristo habrían de hacerse un nombre en la Revolución mexicana. El tercer villano, el coronel Relumbrón, está retratado como una figura más compleja, un hombre que se mueve en la buena sociedad, ama a su esposa y a su hija pero al mismo tiempo mantiene a otras mujeres, es un jugador compulsivo y saca finalmente ventaja de su posición como edecán del presidente para montar un turbio garito de juego y organizar después un imperio criminal, enrolando a Evaristo como su principal lugarteniente. De este modo Payno nos ofrece la imagen de un país donde el crimen y la corrupción invaden todos los niveles de la sociedad. Además, si nos volvemos hacia las causas del éxito criminal, encontraremos que son el no nombrado presidente o su leal coronel Baininelli los que tienen la responsabilidad de la carrera de Bedolla, del nombramiento de Evaristo como capitán de rurales y de la posición de Relumbrón. Por otra parte, las acciones del Estado, incluso cuando no son positivamente malas, quedan descritas como arbitrarias y predatorias. Baininelli actúa como un proyectil sin meta, obedeciendo ciegamente las órdenes del presidente, destruyendo virtualmente su regimiento en la demente persecución de las fuerzas rebeldes. Franco, su cabo de confianza, deja tranquilamente que su batallón devaste una granja en busca de provisiones y, cuando más tarde recibe la orden de suprimir el bandidaje, arranca informaciones de los pueblerinos bajo coacción y resuelve el problema mediante ejecuciones sumarias. Cierto que en Pedro de Olañeta Payno nos ofrece la figura de un juez recto que, con algún perjuicio para su propia familia, lleva finalmente a todos los criminales ante la justicia. Además, en esa coyuntura, logra contar con el apoyo activo del presidente, que así queda retratado en última instancia como benevolente. Sin embargo, el veredicto implícito del libro es condenatario: en todos los niveles de la sociedad y el Estado mismo la corrupción y el cinismo reinan soberanamente, y el gobierno se describe como un organismo parásito que sobrevive gracias al saqueo de sus ciudadanos. Un último rasgo de la novela merece un comentario. Es la amorosa descripción en que ese literato de avanzada edad se prodiga sobre los encantos de Cecilia, la vendedora de fruta mestiza del mercado del Volador. Mujer de carácter y de sustancia, con casa tanto en México como en Chalco y una chalupa para su transporte, Cecilia es objeto de la persecución a la vez de Evaristo y de Crisanto Lamparilla, un abogado que es simultáneamente protegido de Olañeta y socio de Bedolla. Temible en la defensa de su honor, Cecilia pasa gran parte de la novela cuidándose de los abrazos amorosos de Lamparilla, que a su vez pasa mucho tiempo entregado al debate sobre los problemas de casarse con una mujer tan inferior a él en educación. Esta parte de la historia es humorística y tiene mucho del encanto de una pastoral. Se compara a Cecilia con Ceres, y Payno está tan enamorado de su creación que nos da todo un capítulo sobre el deleitoso tema de Cecilia tomando un baño. Al final la virtud de Cecilia y la lascivia de Lamparilla llevan a la pareja al altar. Pero, como observa Payno en su postfacio, el matrimonio no resultó feliz. ¿Sería demasiado extravagante percibir en este relato

la sugerencia de una alegoría en la que Cecilia sirve como imagen de México, virtuosa con natural vigor, más india que mestiza, de carácter abierto pero atropellado por las exigencias de un típico abogado radical, demasiado dispuesto a utilizar la política como medio de medro personal, que se casa con Cecilia más por lascivia que por amor? ¿No hay aquí algo de la relación de México y sus políticos en el siglo XIX? Interludio V Cristiada y Revolución La interpretación de la Revolución de México como un movimiento esencialmente agrario llevado a cabo por la reacción campesina ante la creciente concentración de la propiedad territorial que había acompañado al crecimiento económico del régimen de Porfirio Díaz (1876-1910) ha quedado consagrada en la mayoría de los libros de texto durante tanto tiempo, que resulta un poco escandaloso enterarse de que grandes sectores de la población rural mexicana o bien se abstuvieron de participar en los levantamientos armados de los años siguientes a 1910, o bien combatieron activamente contra el gobierno que pretendía representar a la Revolución. Sin duda, la sorpresa es mayor en el extranjero que en el país, puesto que existe una tradición en los comentarios populistas norteamericanos sobre México que insiste en los agravios de campesinos e indios como causa principal del conflicto después de 1910. A su cabeza se sitúa el libro de J. K. Turner, México bárbaro (1911), que condenaba enérgicamente la guerra de exterminio llevada a cabo contra los indios yaquis de Sonora y la esclavización de los mayas en las plantaciones de henequén de Yucatán. Una línea muy similar siguió John Reed, quien en su México insurgente (1914) pintaba un vivo contraste entre Pancho Villa, al que saludaba como “el Amigo de los Pobres, el Robin Hood mexicano”, y la camarilla corrupta de clase media que rodeaba a un Venustiano Carranza envejecido. Y era también en una vena muy parecida como Carleton Beals, en su Laberinto mexicano (1931), describía a Felipe Carrillo Puerto, gobernador de Yucatán, como “el Gandhi de los mayas”. La figura más influyente, con mucho, en esta tradición populista, era Frank Tannenbaum, que en 1933 escribió: La Revolución mexicana fue anónima. Fue esencialmente obra de la gente común. Ningún partido organizado presidió su nacimiento. No hubo grandes intelectuales que prescribieran su programa, formularan sus doctrinas, delinearan sus objetivos […] No hay un Lenin en México […] Pequeños grupos de indios bajo dirigentes anónimos eran la Revolución.

Siguiendo esta interpretación, Tannenbaum destacaba a Emiliano Zapata como la figura más representativa de la revolución agraria. Además, aunque el principal partidario moderno de esta tradición, John Womack, subraya la derrota infligida a los zapatistas por los generales constitucionalistas del norte, el mensaje de su efervescente reseña Emiliano Zapata and the Mexican Revolution (1968) es que en la dura búsqueda de tierras y autonomía local de la “gente del campo” de Morelos es donde debe buscarse la verdadera esencia o la gracia salvadora de la Revolución.[37] En cambio, en La rebelión cristera (1976), Jean Meyer define la Revolución en estilo

tocqueviliano como “el clímax del proceso de modernización en las postrimerías del siglo XIX, el perfeccionamiento más que la destrucción de la obra de Porfirio Díaz”. Sus héroes son los campesinos de las regiones occidentales que combatieron en nombre de Cristo Rey.[38] Para los hombres que participaron en esa Vendée mexicana, la “fiesta de las balas”, como llamó una vez a la Revolución Martín Luis Guzmán, fue un apocalipsis en el que el Anticristo, en la persona de incontables generales y bandidos, quemó, saqueó y asesinó a lo largo y lo ancho del país. La reforma agraria de esos años se miraba como poco más que un expediente con que los políticos se hacían de una clientela rural cautiva. Tanto como los zapatistas —y Meyer subraya que varios zapatistas se convirtieron en cristeros—, esos campesinos buscaban la liberación de los excesos de la Revolución y soñaban con un sistema político en que los pueblos pudieran decidir su propio destino, con las tierras distribuidas entre propietarios individuales. Detrás de la rebelión cristera debía verse ese notable despertar de energía espiritual e institucional que tuvo lugar en el interior de la Iglesia mexicana durante las últimas décadas del siglo XIX. Había allí un México rural que recuerda a Irlanda. Pues en las zonas de asentamientos mestizos, el clero, reclutado generalmente entre los hijos de los rancheros y tenderos prósperos, surgió como líder natural de esas comunidades y utilizó su influencia para alentar una significativa renovación de la observancia y el apego religiosos. Fue una reviviscencia que floreció sobre todo en los estados de Michoacán, Guanajuato y Jalisco, con las nuevas ciudades episcopales de Zamora y León como verdaderas ciudadelas de la influencia clerical. Que en esas dos nuevas ciudades los nuevos obispos intentasen erigir grandiosas catedrales e iglesias de estilo neogótico es cosa que ilustra la cualidad ultramontana de la inspiración intelectual del movimiento.[39] Al mismo tiempo, la jerarquía nacional, influida por el catolicismo social alemán, convoca congresos para debatir cuestiones de justicia social, y en 1912 apoyó al Partido Católico, que ganó un número considerable de curules en la Asamblea Nacional. Todo esto era anatema para la élite revolucionaria que, ya fueran viejos jacobinos o nuevos socialistas, estaba unida para aplastar el renacimiento del poder de una Iglesia que para ellos encarnaba todos los males y errores de la Colonia. A fin de cuentas, ambos lados del conflicto, el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles y los obispos, quedaron sorprendidos, para no decir rebasados, por la rebelión espontánea del campesinado en un vasto arco de territorio en el México occidental que se extendía desde Guerrero hasta Durango, con el epicentro de ese levantamiento político en las tierras altas de Jalisco. El profesor Meyer no oculta su identificación con esos campesinos católicos en quienes encuentra, mucho más que el clericalismo pietista de la clase media urbana, el espíritu de la verdadera religión. Su evidente simpatía por su causa le valió tener acceso a los papeles privados de antiguos líderes cristeros. Son esas fuentes, apoyadas por los informes de la inteligencia militar enviados a Washington por observadores norteamericanos, las que lo llevan a rechazar toda explicación simplemente económica o conspirativa de la rebelión. En las filas de los cristeros figuraban pequeños terratenientes, rancheros, indios, trabajadores rurales y antiguos revolucionarios. Las mujeres eran partidarias ardientes. En una palabra, era un movimiento eminentemente popular, conducido en gran medida por hombres locales con una formación muy similar a la de sus seguidores. En realidad, fue precisamente la ausencia de intelectuales urbanos o de políticos nacionales al

timón de la rebelión lo que la condenó a la derrota y a la final oscuridad. Pues después de tres años de guerra de guerrillas y de contrainsurgencia caracterizada por las habituales tácticas de atrocidad y reasentamiento, se pactó la paz cuando el embajador norteamericano Dwight Morrow, apoyado por el peso combinado de Washington y del Vaticano (que nunca había aprobado la revuelta), persuadió al presidente Calles y a la jerarquía mexicana de llegar a un acuerdo. Abandonados por el establishment eclesiástico, que sin ninguna garantía de salvoconductos conminó a los rebeldes a entregar sus armas, los cristeros volvieron a sus campos, donde, en algunos casos, pronto cayeron en emboscadas y fueron fusilados. En lo que hace a la Revolución, la obra de Meyer es un ejercicio en la vía negativa. Toda pretensión de que la coalición victoriosa encabezada por Carranza y Obregón representaba la causa del campesinado mexicano debe tratarse desde entonces con la mayor reserva. Esos hombres y sus asociados suprimieron despiadadamente dos grandes movimientos populares de aquellos años: el zapatismo y la cristiada. Gracias a la obra de Héctor Aguilar Camín podemos rastrear ahora los intereses y la ideología que sostenían a la dinastía de los sonorenses en su búsqueda del poder y de la fortuna: esencialmente miembros de una élite fronteriza local, los generales norteños tenían poca simpatía y menos comprensión aún hacia las exigencias populares de tierra y libertad religiosa.[40] Es impresionante, en efecto, observar cómo la Revolución profundizó y perpetuó la honda brecha que existía en el seno de la sociedad mexicana entre una élite política e intelectual radicalmente secularizada y la población en general, que seguía siendo notablemente leal a la Iglesia. Como lo muestran las fotografías de la época, tanto los zapatistas como los cristeros desfilaban con el pendón de Guadalupe a la cabeza, hecho tranquilamente pasado por alto por los historiadores norteamericanos radicales del movimiento. Había sido la Reforma la que había excluido a la Iglesia de toda intervención o todo papel en los asuntos públicos. En ese contexto, la Revolución fue, pues, el segundo acto de un continuo ataque liberal a una institución que la élite temía y detestaba. La significación de la cristiada consistió en que hizo ver al directorio político que había por lo menos una zona de la vida nacional en la que el Leviatán no podía imponer su voluntad.

[III. El patriotismo liberal y la Reforma mexicana]

D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, Era, México, 1980, p. 108. [2] Justo Sierra, Obras, 14 vols., México, 1948, t. XIII, p. 274. [3] Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura, 3ª ed., México, 1956, pp. 98-112; Richard N. Sinkin, The Mexican, Reform, 1855-1876, A Study in Liberal Nation-Building, Austin, Tex., 1979, pp. 75-92; Laurens Ballard Perry, Juárez and Díaz. Machine politics in Mexico, Dekalb, Northern Illinois, 1978, passim. [4] J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Tradition, Princeton, 1975, pp. 462-505. [5] Barón de Montesquieu, The Spirit of the Laws (L’esprit des lois, trad. inglesa de Thomas Nugent, Nueva York, 1949), pp. 8 y 27. Sobre Rousseau y El contrato social, cf. Judith N. Shklar, Men and Citizens, Cambridge, 1969, p. 212. [6] David R. Maciel, Ignacio Ramírez, ideólogo del liberalismo social en México, México, 1980, passim. [7] Luis González Obregón et al., Homenaje a Ignacio M. Altamirano, México, 1935, pp. 319. [8] Ignacio Manuel Altamirano, “Biografía de Ignacio Ramírez”, en su libro La literatura nacional, 3 vols., México, 1949, t. II, pp. 189-234. Sobre el incidente de la Casa de Moneda, véase Justo Sierra, Obras, t. XIII, p. 268. [9] Ignacio Manuel Altamirano, Discursos, París, 1892, p. 32. Nótese que hay dos diferentes recopilaciones de los ensayos de Altamirano, ambas publicadas bajo el mismo título. Véase Paisajes y leyendas. Tradiciones y costumbres de México, 2ª serie, Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 228. [10] Ignacio Ramírez, Obras, 2 vols., México, 1966, facsímil de la edición de 1889, t. II, pp. 90-101, 111, 126 y 159-161. [11] Ignacio Ramírez, ibidem, t. II, pp. 226-246 y 541-542. [12] Ignacio Manuel Altamirano, Discursos, pp. 253-256. [13] Wistano Luis Orozco, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, 2 vols., México, 1959, t. I, pp. 442-443 y 658-659; t. II, pp. 937-967 y 1084; Andrés Molina Enríquez, La Reforma y Juárez, México, 1906, pp. 72-76. [14] Ignacio Ramírez, Obras, t. I, pp. 190-191; t. II, pp. 183 y 192. [15] D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, pp. 73-82, 105-108 y 115-129. [16] Ignacio Ramírez, Obras, t. I, p. 136. [17] Ignacio Ramírez, Obras, t. I, pp. 221-222; t. II, pp. 206-209. [18] Ignacio Manuel Altamirano, La literatura nacional, t. I, p. 11. [19] Ignacio Ramírez, Obras, t. I, pp. 466-472. [20] Ignacio Manuel Altamirano, “Revista histórica y política”, en Manuel Caballero, Primer almanaque histórico, artístico y monumental de la República mexicana, Nueva York, 1883-1884, p. 5. Véase también su Biografía de don Miguel Hidalgo y Costilla, México, [1]

1960, pp. 10-13. También, Ignacio Ramírez, Obras, t. I, pp. 180-183 y 317. [21] Ignacio Ramírez, ibidem, p. 156. Según Juan Sánchez Azcona, Altamirano adoraba a Victor Hugo como a un “semidiós”; véase Homenaje a Ignacio M. Altamirano, p. 79. Raoul Girardet, en Le nationalisme français 1871-1914, París, 1966, pp. 12-14, define esta ideología como una actitud que reúne “Le chauvinisme cocardier et le messianisme humanitaire”. Véase Jules Michelet, Le peuple, Lucien Refort (ed.), París, 1946, pp. 45, 71, 239-248 y 262-267; Victor Hugo, Les misérables, Penguin, Londres, 1980, t. I, p. 316; t. II, pp. 328 y 351. [22] Ignacio Manuel Altamirano, Discursos, pp. 59, 94, 109, 135, 368-374 y 388-390; Ignacio Ramírez, ibidem, pp. 148, 368 y 389. [23] Ignacio Ramírez, Obras, t. I, pp. 372 y 411; t. II, pp. 286-288, 355, 368, 392, 402, 495 y 504. [24] Ignacio Manuel Altamirano, Discursos, pp. 351-352; “Revista histórica y política”, pp. 60-63 y 72-74. [25] Véase Robert L. Herbert, David Voltaire, Brutus and the French Revolution, Londres, 1972, passim. [26] Ignacio Manuel Altamirano, La literatura nacional, t. I, pp. 234-237 y 262-265; t. II, pp. 15 y 144-145. Véase también Nicole Girón, “La idea de cultura nacional en el siglo XIX: Altamirano y Ramírez”, en Héctor Aguilar Camín et al., En torno a la cultura nacional, México, 1976, pp. 51-84. [27] Catalina Sierra Casasús, “Altamirano íntimo”, Historia Mexicana, t. I, (1951), pp. 97103; Ignacio Manuel Altamirano, La literatura nacional, t. I, p. 10; t. II, pp. 60-67, 126 y 150; Discursos, p. 288. [28] Ignacio Manuel Altamirano, “Revista artística y monumental”, en Caballero, Primer almanaque, pp. 90-107. [29] Ignacio Manuel Altamirano, Paisajes y leyendas, México, 1949, pp. 172-184, 192-194 y 235. [30] Ignacio Manuel Altamirano, Paisajes y leyendas, México, 1974, pp. 4-7; Discursos, p. 364. [31] Ignacio Manuel Altamirano, Paisajes y leyendas, 1974, pp. 9-19; Clemencia y La navidad en las montañas, México, 1966. [32] Ignacio Manuel Altamirano, Paisajes y leyendas, 1974, pp. 56-57, 95, 119, 125 y 128. [33] Justo Sierra, Obras, t. IV, p. 230; t. IX, pp. 131, 165, 193-194 y 388; t. XII, passim. [34] Ignacio Manuel Altamirano, La literatura nacional, 3 vols., México, 1949, t. I, pp. 12-15, 31-39 y 69-72. [35] Gonzalo Obregón, “Un pintor desconocido, Juan de Herrera”, Artes de México, núm. 138, México, 1960. Véase también México y sus alrededores, México, 1855-1856, 2ª ed. facsimilar, 1967. [36] La edición más conveniente es Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío, edición y prólogo de Antonio Castro Leal, 5 vols., México, 1965. [37] John Reed, Insurgent Mexico, 2ª ed., Nueva York, 1969, p. 116; Carleton Beals, Mexican Maze, Filadelfia, 1931, pp. 11-12 y 191; Frank Tannenbaum, Peace by Revolution: Mexico After 1910, 2ª ed., Nueva York, 1968, pp. 115, 118-119 y 176.

[38] [39] [40]

Jean Meyer, La cristiada, 3 vols., México, 1974; una versión abreviada se publicó en inglés con el título de The Cristero Rebellion, Cambridge, 1976. Sobre esa reviviscencia, véase Luis González, Zamora, Morelia, Michoacán, 1978, pp. 105-123. Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada: Sonora y la Revolución mexicana, México, 1977.

IV. Darwinismo social e idealismo romántico Andrés Molina Enríquez y José Vasconcelos en la Revolución mexicana I Aun cuando generalmente suele aceptarse que un estallido de nacionalismo acompañó, si no es que aceleró, la Revolución mexicana, se ha prestado relativamente poca atención a la naturaleza precisa de esta ideología. Ciertamente, populistas norteamericanos tales como Frank Tannenbaum estimaron que la Revolución fue un movimiento desprovisto de ideas y prefirieron definirla como un movimiento campesino animado por una simple y casi instintiva búsqueda de la tierra.[1] Igualmente, la élite cultural mexicana, representada por el Ateneo de la Juventud, tendió a descartar la Revolución, pues vio en ella un descenso a la barbarie, un incoherente conflicto civil con el poder. La tierra sólo aparecía como el premio a los caudillos victoriosos que forjaron el nuevo Estado. Para hombres como Alfonso Reyes o Antonio Caso lo verdaderamente importante era la revolución concomitante en las ideas, desbancar al positivismo en favor de un idealismo sin cortapisas y ecléctico.[2] Recientemente, algunos estudios han empezado a subrayar la existencia de una cultura política vigorosa, populista y patriótica en México que, con profundas raíces en la movilización de masas efectuada durante las guerras de Reforma y la Intervención francesa, se conservó íntegra, aunque apaciguada, a lo largo de los años del porfiriato.[3] En cuanto a la esfera de la ideología, la Revolución operó un salto dialéctico dentro de la tradición central del liberalismo mexicano, al reafirmar y simultáneamente repudiar a la Reforma. Contrariamente a las opiniones prevalecientes, México experimentó además un considerable proceso de fermentación intelectual tanto antes de la Revolución como durante ella. El resurgimiento de la Iglesia, inspirado en parte por el catolicismo social de Alemania, rápidamente se vio alcanzado por un recrudecimiento del jacobinismo que, cuando fue reprimido, se transformó en un franco anarquismo bajo el liderazgo de los hermanos Flores Magón. Igual importancia tuvo el que Justo Sierra y Francisco Bulnes, precisamente los hombres más asociados con el régimen porfirista, escribieran una serie de libros después de 1900 que prepararon al público para los acontecimientos que estaban por venir. En tanto que Bulnes insistía en la astuta realpolitik de Juárez para explicar sus éxitos, Sierra, por su parte, revivió el fervor radical de su juventud y retrató a Juárez como un gran héroe liberal, interpretación que seguramente influyó en las expectativas del público cuando se vio confrontado con la campaña de Francisco I. Madero en favor del restablecimiento de la democracia representativa.

Si bien durante los años de turbulencia la Revolución estuvo dominada y asesorada por generales y abogados de mediana edad, fue también un periodo en que los hombres jóvenes soñaron con el futuro y escribieron libros. Las publicaciones de un solo año, el de 1916, muestran por sí mismas una gama notablemente entreverada de esfuerzos políticos y filosóficos que dan prueba del fermento intelectual del país. Los títulos abarcan desde La existencia como economía y como caridad, de Antonio Caso; Pitágoras, una teoría del ritmo, de José Vasconcelos; hasta La higiene en México, de Pani; Forjando patria, de Manuel Gamio; la conferencia de Luis Cabrera, México y los mexicanos; y el primer libro de poesía de Ramón López Velarde, La sangre devota, donde pinta una provincia dividida entre “católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de la época terciaria que se odian los unos a los otros con buena fe”.[4] Nuestro objetivo aquí, sin embargo, no es el de examinar todo el espectro ideológico entonces presente en México, ejemplificado en buena medida por estos títulos, sino más bien concentrarnos en la obra de Andrés Molina Enríquez y José Vasconcelos, dos hombres representativos, aunque sumamente idiosincráticos, de dos generaciones distintas de intelectuales que trataron de influir en la dirección y la política de la Revolución. El interés de la comparación reside en el común impulso nacionalista que animó su atrevida empresa, una identidad en las motivaciones que resulta altamente sorprendente cuando las filosofías en que se basan para crear su teoría de la nacionalidad muestran divergencias. El que tanto el darwinismo social como el idealismo romántico pudiesen canalizarse en favor del nacionalismo sirve para indicar la fuerza del móvil común. II El texto por el que Molina Enríquez es aún recordado, Los grandes problemas nacionales, publicado en 1909,[5] fue ulteriormente reivindicado por Luis Cabrera, en un discurso ante la Cámara de Diputados, como la mejor guía disponible de los problemas agrarios de México. Desde entonces, el libro encontró una audiencia selecta en los Estados Unidos, influyó en estudiosos tales como G. M. McBride y Frank Tannenbaum, y su influencia sobrevive incluso hasta nuestros días en los trabajos de Eric Wolf, François Chevalier y Enrique Florescano.[6] Fue gracias a la amistad con Luis Cabrera, un periodista radical que primero fue líder de los diputados del bloque “Renovador” durante el gobierno de Madero y que luego prestó sus servicios como secretario de Hacienda de Venustiano Carranza, como Molina Enríquez pudo encontrar audiencia para sus propuestas en la vida política de aquellos años. Fue Cabrera quien aseguró su nombramiento como asesor legal del Congreso Constituyente de Querétaro, en donde preparó el primer proyecto del artículo 27 de la Constitución de 1917, la ley fundamental que gobernaría el futuro curso de la reforma agraria.[7] En su libro, Molina Enríquez tributa reconocimiento a la investigación pionera de Luis Wistano Orozco, quien en 1895 publicó una crítica vehemente del latifundio mexicano; definía a estos estamentos como instituciones feudales enraizadas en la violenta expropiación de las tierras indígenas que siguió a la conquista, como un cáncer social que hundía a la fuerza de trabajo agrícola en la servidumbre, principal obstáculo para la emergencia de una democracia

social basada en pequeños propietarios rancheros. Orozco fue también el primero en condenar la Ley Lerdo de 1856, por haber despojado a los pueblos indígenas de la seguridad que les daba la tenencia comunal de la tierra y por promover una distribución forzada de títulos individuales de propiedad, sistema que pronto condujo a una pérdida generalizada de la tierra. [8] Molina Enríquez participó activamente en esta crítica a la Reforma y al gobierno de Porfirio Díaz, que fue el que aplicó la ley, sacando partido de la experiencia que adquirió como notario de provincia y juez rural. Condenó la ignorancia de los liberales del siglo XX sobre la realidad mexicana, así como su sustento doctrinario basado en los teoremas europeos de la sociedad. En contrapartida, elogió a España y a las autoridades coloniales por su sabiduría al reconocer que los indios y los españoles, en razón de su diferente estadio en la evolución social, requerirían diferentes formas de tenencia de la tierra. Donde Molina Enríquez se anotó un éxito fue en su análisis económico de la hacienda, a la que definía como un patrimonio feudal controlado, a menudo durante generaciones enteras, por la misma familia, que producía bajos réditos del capital invertido y que sólo sobrevivía gracias a los bajos salarios pagados a sus peones y al régimen de autosuficiencia existente dentro de la propiedad para cubrir los costos básicos de producción. Comparaba los vastos y a menudo baldíos terrenos de los latifundios con las parcelas intensivamente cultivadas por los rancheros y los pueblos indígenas, alegando que, puesto que muchas haciendas restringían el crecimiento del cultivo del trigo y del maíz a áreas delimitadas de tierra bajo irrigación, eran los pequeños propietarios y los comuneros quienes abastecían los mercados urbanos la mayor parte del tiempo. En síntesis, dentro de la zona cerealera del centro de México la hacienda era una institución artificial y no económica que impedía que una clase emprendedora de rancheros, dedicada al cultivo de las serranías circundantes, explotara racionalmente el suelo. Concluía: “La hacienda no es negocio […] entre nosotros el hacendado, como buen criollo, no es agricultor, sino, por una parte, señor feudal, y por otra, rentista; el verdadero agricultor entre nosotros es el ranchero”.[9] Al poner el acento en el papel del ranchero, del pequeño propietario agrícola, Molina Enríquez reiteraba una insistencia tradicional del liberalismo mexicano, iniciada ya por José María Luis Mora, Mariano Otero y, desde luego, Orozco. Con el advenimiento de la Revolución, sin embargo, Molina Enríquez rompió con esta tradición, que buscaba promover la reforma por medio del libre juego del mercado al exigir públicamente la expropiación inmediata de las haciendas y su reparto en ranchos de no más de 500 hectáreas.[10] Es significativo que, a pesar de haber elogiado antes el sistema de tenencia comunal para los pueblos indígenas, sólo cuando los zapatistas publicaron su Plan de Ayala abrazó activamente la causa de la reconstitución de los ejidos, avance significativo en política agraria que contó con el apoyo público de Luis Cabrera en el Congreso. Claro que el artículo 27 de la nueva Constitución ponía fuera de la ley a los latifundios, cuyas tierras deberían distribuirse para dotar a todos los asentamientos rurales sin perjudicar los derechos inviolables de la pequeña propiedad.[11] De igual relevancia fue la introducción del principio de tenencia comunal bajo el nombre de ejido. De esta manera, la obra de la Reforma quedó invertida y México se transformó en una versión moderna del sistema colonial, con dos tipos distintos de tenencia de la tierra: la pequeña propiedad y los ejidos de los pueblos. En cuanto liberal posesivo, Molina Enríquez abogó a favor de que se entregara la más amplia dotación posible de tierras a

la población, argumentando que el alcanzar la igualdad social no dependía, como pretendían muchos liberales, de la educación sino más bien de la distribución de la propiedad. Detrás de este interés agrario existía toda una teoría de la nacionalidad y la historia mexicanas. En este punto conviene traer a colación que Molina Enríquez nació en la pequeña ciudad de Jilotepec en 1866, que fue un mestizo de abuela otomí y que se educó en el famoso y radical Instituto Científico y Literario de Toluca. Liberal declarado, cuyo primer libro había sido una biografía de Juárez,[12] conocía a fondo la tradición mexicana del análisis social y del comentario histórico iniciada por Manuel Abad y Queipo, continuada por Mora y Otero y que alcanzó su apogeo en los trabajos de Justo Sierra, Francisco Bulnes y Vicente Riva Palacio. Al mismo tiempo, aunque se educó dentro de los postulados del positivismo comtiano, como la mayor parte de los hombres de su época, estuvo fuertemente influido por sus lecturas de Spencer, Darwin y Ernest Haeckel. A pesar de que todavía en los años treinta elogiaba el “genio sublime” de Comte y se describía a sí mismo como “un positivista de absoluta convicción”, también fue un darwinista social, persuadido de que “entre las naciones como entre los individuos, la progresiva desaparición de los débiles es una condición del progreso, que obedece, como dijo Spencer, a la acción de una providencia inmensa y bienhechora”.[13] Los conceptos de una lucha por la existencia, de la supervivencia de los más aptos, de la evolución social a través de la selección natural basada en una adaptación al medio, todos ellos armaron su mente con amplios elementos para edificar una teoría de la nacionalidad. El darwinismo social era susceptible de ser utilizado tanto por los nacionalistas como por los imperialistas. En su habilidad para integrar las determinaciones del medio y de la raza con el liberalismo usual, Molina Enríquez hace pensar en su contemporáneo norteamericano Frederick Jackson Turner, el cual, en su libro The Frontier in American History, invoca el mismo espectro de conceptos.[14] Una demostración de su independencia de pensamiento puede encontrarse en su teoría de la evolución social, pues en lugar de reproducir el sistema usual de etapas progresivas preferido por Spencer y Comte, insistió en una antítesis sincrónica entre aquellas sociedades basadas en la división interna del trabajo, la jerarquía social y la guerra entre los Estados, y las sociedades caracterizadas por la competencia individual dentro del grupo, la tenencia común de la tierra, las formas patriarcales de autoridad y una ausencia de guerra organizada. En lo esencial, se trataba de una antítesis entre Europa y Asia, entre sociedades donde por razones de cohesión social el individuo alcanzaba un desarrollo superior de sus facultades, y sociedades donde la competencia interna y la adaptación superior al medio hacían más apto al individuo para la sobrevivencia.[15] En un conflicto cualquiera entre estos dos tipos, la victoria inmediata muy bien podría favorecer a Europa, pero en el largo plazo las fuerzas que trabajaban por la supervivencia favorecerían a Asia. Aplicando esta teoría general a México, Molina Enríquez se centró en el mestizo como base de la nacionalidad. Claro que esta selección no era de ninguna manera original, ya que tanto Riva Palacio como Justo Sierra habían definido al mestizo como el elemento dinámico dentro de la población mexicana, como un estrato medio que se había abierto camino hasta la supremacía política durante la Reforma y que en la persona de Porfirio Díaz aún dirigía los destinos del país.[16] Pero a pesar de ser Molina Enríquez un spenceriano tan convencido, seguían aún en pie las aplastantes palabras de su maestro, que negaban cualquier posibilidad

de estabilidad a la media-casta: Es una unidad cuya naturaleza no ha sido moldeada por ningún tipo social, y por ende no puede, con otros de su misma naturaleza, evolucionar en ningún tipo social. El México moderno y las repúblicas sudamericanas, con sus revoluciones perpetuas, nos muestran el resultado […] las sociedades híbridas son imperfectamente organizables…[17]

La respuesta de Molina Enríquez a este dictum fue la de argumentar que el ascenso de los mestizos en México, desde una condición de parias sociales, de desheredados, hasta el dominio político se debía a su notable adaptación al medio local y que asimismo demostraban provenir de una evolución sostenida a través de la selección natural. Su tipo social era tan asiático como europeo, puesto que no se distinguían, argumentaba, “ni por su hermosura, ni por su cultura, ni en general por los refinamientos de las razas de muy adelantada evolución, sino por las condiciones de su incomparable adaptación al medio, por las cualidades de su portentosa fuerza animal”.[18] Además, se pertrechó en el inesperado arsenal de ideas de Ernst Haeckel, el biólogo alemán que posteriormente sería tan elogiado por los nazis y que había mezclado las doctrinas de Darwin y Lamarck sobre la selección natural con un vitalismo orgánico tradicional, preservando así la teoría de que cada especie posee su propio “tipo original”, su “fuerza constructiva interna”. Incluso admitió que el “hibridismo es una fuente del origen de nuevas especies”.[19] En suma, lejos de ser un mero híbrido condenado a una incoherencia permanente en el tipo, el mestizo mexicano generaba una nueva raza de hombres, con su tipo propio, su fuerza interna propia, que gracias a su adaptación al medio americano estaba destinada a crecer vigorosamente y a multiplicarse. De hecho, era tal la fuerza biológica de esta raza, que en una batalla a largo plazo por la supervivencia contra sociedades más evolucionadas, es decir, los Estados Unidos, estaba destinada a emerger como la fuerza victoriosa.[20] Para Molina Enríquez sólo los mestizos eran verdaderos mexicanos y en esto difería de Sierra. Así, de un solo gesto, desnaturalizaba a todos los criollos e indios. La cuestión era sencilla. Los criollos, debido a su ascendencia europea, seguían siendo una flor exótica injertada al tronco central de la raza mexicana. Vinculados a sus antepasados de ultramar por el sentimiento, la cultura y las costumbres, siempre volteaban hacia el extranjero en busca de la salvación política. Lo que es peor, actuaban como una quinta columna interna, dando siempre la bienvenida a nuevos extranjeros para que se instalaran en México, procurando matrimonios y alianzas con estos inmigrantes para despreciar al resto de la población. Por lo que se refiere a los indios, Molina Enríquez simplemente hizo eco a los tradicionales temores liberales; pensaba que los indios permanecerían vinculados exclusivamente a sus pueblos, sin la menor lealtad a la nación o a su estado, debido a la multiplicidad de lenguas y grupos sociales. La verdadera patria del indio era su pueblo.[21] Estas aseveraciones no pasarían de ser una mera curiosidad de ese periodo de no haber sido porque Molina Enríquez procedió a correlacionar las tres grandes secciones étnicas de la población con las clases sociales y las ocupaciones, para luego definir su papel en la historia y la política recientes. El cuadro que compiló es extremadamente idiosincrásico, pero particularmente instructivo.[22] Para empezar, definió a la clase alta o privilegiada como una categoría amplia, que incluía a todos los extranjeros y criollos, muchos mestizos y pocos indios. Por su ocupación, los criollos se dividían en terratenientes, alto clero y liberales

moderados; estos últimos eran hijos de empresarios recientemente inmigrados y se subdividían en políticos y criollos nuevos. En tanto que los criollos y los extranjeros dominaban la vida económica, los mestizos de la clase privilegiada incluían a los directores políticos, burócratas, profesionistas, oficiales del ejército y la clase trabajadora alta. Los únicos indios en esta categoría eran los del bajo clero. Sólo un elemento de la sociedad fue tomado en cuenta como constitutivo de una clase media, los rancheros mestizos, es decir, los pequeños propietarios agrícolas. Finalmente, definió a la clase baja como enteramente indígena y la subdividió en soldados, comuneros, la clase trabajadora urbana baja y los jornaleros eventuales o peones. División étnica de la población mexicana y su relación con las clases sociales y ocupacionales, según Andrés Molina Enríquez Clase Clases altas o privilegiadas

Casta

Ocupación

Extranjeros Criollos

Señores Alto clero Liberales moderados Nuevos

Mestizos

—Directores políticos Profesionistas Burócratas Oficiales del ejército —Artesanos trabajadores calificados

Indígenas

Bajo clero

Clase media

Mestizos

Pequeños propietarios Rancheros

Clase baja

Indígenas

Soldados Trabajadores no calificados Comuneros Jornaleros

La interpretación de este cuadro es de suma importancia para la comprensión de Molina Enríquez. De ninguna manera puede aceptarse que su afirmación de una correlación entre etnia y clase en México fuese exacta. De hecho, el mismo Molina Enríquez citaba un censo reciente que clasificaba a cerca de la mitad de la población como mestiza, 15% como criolla y 35%

como india.[23] No obstante, en su cuadro de ocupaciones clasificó a la amplia mayoría de la población dentro de la clase baja, a la cual definió como enteramente indígena. En cambio, los tres principales grupos descritos como mestizos —el estrato profesional y burocrático, la clase trabajadora alta y los rancheros— probablemente sumaban menos de un quinto de la población. En pocas palabras, Molina Enríquez utilizó las adscripciones étnicas como definiciones de un status social más que genético. Una manera fácil de resolver el problema es aceptar la sugerencia de Luis Chávez Orozco y tomar al mestizo como sinónimo de la clase media.[24] Pero esta identificación simplemente transfiere la carga ideológica a un sistema diferente, pues Molina Enríquez ordenó sus grupos sociales también en cuanto actores políticos de la historia mexicana reciente. Así, la división de los criollos en liberales y conservadores, los últimos compuestos de terratenientes y clérigos, fue el elemento que permitió a los mestizos, definidos como radicales, tomar el poder durante la Reforma e instaurar una nueva política agraria que benefició en primera instancia a los rancheros mestizos. Los indios permanecieron apáticos o, si se movilizaron, participaron en el bando conservador como sacerdotes y soldados. Ante el enemigo criollo y la apatía del indio, los radicales tuvieron que aliarse, para poder conquistar el poder político, con los liberales moderados, todos ellos criollos, pero esta alianza les impidió destruir ese bastión de la influencia criolla que era la hacienda. Así, aunque en lo inmediato los mestizos lograron consolidar, primero con Juárez y luego bajo Díaz, su control sobre el Estado, más tarde se vieron confrontados a un resurgimiento criollo provocado en gran medida por la inversión extranjera y la inmigración, que vinieron a reforzar a las clases propietarias a través de nuevas industrias, bancos, minas y agricultura de exportación. Por otra parte, la emergencia de una clase trabajadora alta más numerosa reforzó la base popular de los mestizos. La conclusión que se desprende de este breve esbozo es sorprendente y profética. Si se acepta el argumento de Molina Enríquez en el sentido de que fue la Reforma, más que la Independencia, la que marcó el verdadero inicio de la historia nacional, se concluye entonces que el nacimiento de la nación mexicana, en lo esencial, consistió en la creación de un Estado por parte de un grupo relativamente pequeño de mestizos radicales.[25] Demasiado débiles para destruir el poder económico de las clases propietarias, los rancheros y la clase trabajadora urbana no pudieron proteger a sus principales aliados. Ahora bien, si hacemos una pausa para considerar que los elementos sociales que lograron forjar un nuevo Estado después de la Revolución provenían precisamente de esos mismos estratos —la clase media profesional, los rancheros y los trabajadores urbanos—, la calidad perceptiva de la visión de Molina Enríquez resulta de todo punto innegable. Fue esta misma confianza en los criterios étnicos lo que permitió a Molina Enríquez defender la necesidad de un gobierno autoritario en México sin caer en una posición incómoda. Aceptó el dictum de Spencer de que la inestabilidad esencial de las sociedades híbridas requería una cooperación compulsiva, para luego argumentar que la cohesión social tenía que depender de un gobierno fuerte para su mantenimiento, debido a que los vínculos locales de los indios y las tendencias jacobinas del mestizo la ponían en peligro. De cualquier manera, “para los mestizos y los indios la forma espontánea y material de gobierno era la dictatorial”. Incluso en años tan tardíos como los treinta, Molina Enríquez aún defendía los logros de Porfirio Díaz, sosteniendo que su régimen “había encontrado en su estructura y su

estabilidad propia la forma definitiva de los Gobiernos Nacionales”. Así, no resulta sorprendente que haya despreciado la tentativa de Madero de restaurar la democracia y preferido al general Bernardo Reyes como sucesor de Díaz.[26] Es obvio que un Estado fuerte resultaba tanto más indispensable debido a la amenaza creciente de una intervención norteamericana. Durante el porfiriato México se había convertido en una dependencia económica de los Estados Unidos, con inversiones extranjeras que dominaban líneas de producción enteras. Pero lo que más alarmaba a Molina Enríquez era la alianza de estos intereses con los criollos y su entrada al gobierno a través de la camarilla de los Científicos, más aún si se toma en cuenta que amenazaba con hacer de los mexicanos, es decir, de los mestizos, extranjeros en su propio país, sometidos al desprecio racista de los criollos y de los extranjeros. Con amargura escribió: “El hecho es que la opinión plenamente admitida en nuestro propio país acerca de este punto es la de que somos un pueblo de unidades sociales que saben menos, pueden menos y que merecen menos que las unidades de los demás pueblos de la tierra”. Esa misma pasión atizó su odio contra los terratenientes y condenó la criminal dominación que ejercían tan a menudo los hacendados: “El propietario ejerce la dominación absoluta de un señor feudal. Manda, grita, pega, castiga, encarcela, viola mujeres y hasta mata”.[27] Molina Enríquez fue un nacionalista mexicano, un positivista radical y un darwinista social. A partir de elementos ideológicos habitualmente calificados de conservadores, construyó una maquinaria para la reforma que no pusiese en peligro sus objetivos liberales. Defendió el artículo 27 contra las acusaciones de favorecer un “franco comunismo”, con el argumento de que la declaración inicial, al reconocer a la nación como propietaria primordial de todas las tierras dentro del territorio de la República, simplemente restituía a la nación y al Estado los derechos reales que una vez había gozado la Corona española. Desde un punto de vista filosófico, dicha declaración iba un poco más allá del principio comtiano según el cual los derechos de la sociedad preceden y son superiores a los derechos del individuo.[28] En forma similar, al definir como feudales a las haciendas y etiquetar a todos los criollos como hacendados, pudo justificar la destrucción inmediata de lo que constituía el sustrato del antiguo régimen en México, sin poner de ninguna manera en peligro los inolvidables derechos de propiedad de la clase media. Su defensa de la tenencia comunal para los pueblos indígenas se fundó en una mezcla de precedente colonial y de necesidad étnica. A todas luces, Molina Enríquez prefirió así apelar a argumentos enmarcados en términos de historia y de raza, que evitaban cualquier acusación de anarquismo o de comunismo. En el contexto del liberalismo mexicano fue un revisionista radical que, si bien elogió los logros políticos de Juárez y de Díaz, también atacó fuertemente tanto la legislación agraria de la Reforma como las políticas económicas del porfiriato. Sin embargo, al insistir en la necesidad de un Estado dictatorial, intervencionista, dotado de poderes para actuar como patrón de obreros y campesinos, cuyos dirigentes provenían fundamentalmente de la clase media, y dispuesto a actuar en alianza con los pequeños propietarios por encima de esos sectores, Molina Enríquez demostró ser el profeta de la Revolución y del partido que aún gobierna a México en la actualidad, el PRI. III

Si la victoriosa coalición constitucionalista dirigida por Venustiano Carranza, para armarse de una justificación ideológica, se apoyó en una mezcla de viejos liberales, positivistas radicales y antiguos anarquistas, se debió en gran medida a que la élite cultural de México, centrada en el Ateneo de la Juventud, o bien se abstuvo de participar en la Revolución, o bien se comprometió con Pancho Villa y los Convencionistas. De los líderes de ese grupo sólo Antonio Caso permaneció en la ciudad de México, lustrando diligentemente la lámpara de la cultura en un país desgarrado por la guerra civil. En 1916 publicó un corto ensayo, titulado La existencia como economía y como caridad, en donde denunció a Spencer, Darwin y Malthus por su teoría social determinista con su insistencia egoísta en la competencia y la mera sobrevivencia; por ser doctrinas, argumentaba, que no supieron tomar en cuenta ese excedente de energía humana que permite a los hombres jugar, dedicarse a la contemplación estética y aventurarse en la acción heroica. Por encima del imperio de la necesidad biológica y económica existía la esfera del desinterés, un campo libre de acción donde los hombres encontraban su más alta forma de expresión en el autosacrificio altruista. En un México dominado por la rebelión campesina, el bandolerismo puro y la violencia faccional de caudillos ambiciosos, el sermón secular de Caso, predicado con intensidad rapsódica, conquistó un amplio auditorio entre las más jóvenes generaciones de intelectuales.[29] Si Caso sembró la semilla del idealismo filosófico, José Vasconcelos, otro líder del Ateneo, recolectó la cosecha política cuando regresó a México en 1920, primero para servir como rector de la restablecida Universidad Nacional y luego para ocupar el cargo de secretario de Educación en el gabinete del presidente Álvaro Obregón. Vasconcelos había participado ya activamente en favor de la campaña de Francisco I. Madero, y en 1915, a la edad de 34 años, había desempeñado el cargo de secretario de Educación en el corto gobierno provisional de Eulalio Gutiérrez. Durante su exilio subsecuente, publicó varias obras filosóficas que dieron contorno al amplio programa de su gestión.[30] En su discurso inaugural como rector proclamó que venía como “delegado de la Revolución” para conminar a la Universidad al trabajo en beneficio del pueblo mexicano y para ayudar a las masas a liberarse de la ignorancia y la pobreza. “La revolución —anunció— anda ahora en busca de sabios […] seamos los iniciadores de una cruzada de educación pública.” Esto no significaba que su exhortación se confinase sólo a esta tarea social, pues también afirmó que “a la Universidad Nacional corresponde definir los caracteres de la cultura mexicana” y dotó a la institución con el lema que aún hoy enarbola: “Por mi raza hablará el espíritu”.[31] La obra de Vasconcelos como secretario de Educación es demasiado conocida como para requerir una discusión extensa. El envío de misiones rurales concebidas para promover la educación popular, donde la escuela actuaba como centro de la actividad cultural, la entrega de bibliotecas públicas, el establecimiento de institutos de investigación agrícola, escuelas de ingeniería, y la especial atención que se prestó a la incorporación de los pueblos indígenas a la comunidad nacional, han sido ya descritos con gran detalle. El papel de Vasconcelos como mecenas de un renacimiento cultural, que abarca desde el ballet folklórico hasta la pintura mural, demostró ser decisivo. Estimuló e incluso en momentos difíciles protegió a artistas tales como Diego Rivera y José Clemente Orozco, a pesar de que su temática a veces más que atraerle le repelía.[32] Una generación entera de intelectuales y artistas entró en el servicio

público, bajo su inspiración y dirección, para asesorar a los múltiples institutos y departamentos establecidos en esa época y para instrumentar las políticas del gobierno revolucionario. La cualidad mesiánica de su contribución puede apreciarse mejor en el discurso que pronunció en la inauguración de la Secretaría de Educación, un elegante edificio construido con líneas neoclásicas, con murales pintados en las paredes de sus corredores, con estatuas de Platón, Buda, Las Casas y Quetzalcóatl dominando el patio central para simbolizar la herencia cultural de Grecia, Asia, España y América. Para Vasconcelos, el edificio anunciaba los albores de una nueva era, en la que México por fin ofrecía su propia voz a la cultura común de la humanidad. Concluyó con una resonante invocación: “Gloria en la tierra […] Ya es tiempo, mexicanos. En cuatro siglos de encogimiento y de mutismo, la raza se ha hecho triste de tanto refrenarse y de tanto cavilar, y ahora se suelta a las empresas locales de la acción; en dolor o contento, victoria o yerro, pero siempre gloria”.[33] Cuando viajó a Brasil para develar la estatua de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, Vasconcelos proclamó, en ese mismo tono, que ya era hora de que Latinoamérica alcanzara su segunda independencia, “la independencia de la civilización, la emancipación del espíritu”. Caracterizó al siglo XIX como “el periodo simiesco del afrancesamiento”, en el que la imitación esclava de modelos extranjeros, especialmente el francés, había reducido al hemisferio a la condición de “colonias espirituales”. Él escuchaba ya “estas voces de una gran raza que comienza a danzar en la luz”.[34] ¿Tuvo alguna vez algún filosofo o poeta romántico tal oportunidad de expresar públicamente su visión o de contar con tales recursos para su instrumentación? “Era la dicha estar vivo en ese amanecer”, pero ser Vasconcelos, podríamos especular, “era el mismo cielo”. Seguramente en esto reside la explicación de la intensidad vibrante del mensaje: Vasconcelos se deslizó en la cresta de esa ola de romanticismo que se filtró en el mundo hispánico durante la década de 1880, ganó vigor hacia finales de siglo y fluyó en pleamar después de la primera Guerra Mundial. ¿Sería demasiado sugerir que, tomando el término en su sentido más profundo, Vasconcelos fue el primer romántico mexicano? Para calar la fuerza de tal afirmación hay que retroceder al inicio del movimiento. En sus inicios, el romanticismo fue en gran medida un asunto de poetas ingleses y filósofos alemanes comprometidos en una batalla abierta contra la Ilustración, tanto la francesa como la escocesa, y que se caracterizaron, después de un temerario amanecer de entusiasmo, por un rechazo igualmente vehemente de la revolución. Si en la política inmediata los románticos se aferraron al carácter y cualidad de la nación —definidos por su historia, arte y literatura—, como baluartes en contra de la pretensión de los filósofos de hablar por toda la humanidad, en un nivel más profundo los románticos hicieron hincapié en el papel central de la religión contra el frío mundo de la ciencia; en esta afirmación, lanzada en forma de revelación espiritual, el poeta o filósofo asumía el papel de un profeta secular.[35] Para el propósito de nuestra argumentación es necesario recordar que durante la mayor parte del siglo XIX el mundo hispánico permaneció obstinadamente indiferente a cualquier cosa que rebasara los elementos más superficiales del movimiento. La liberación española respecto a Francia y la independencia americana con respecto a la Península fueron celebradas en versos neoclásicos. Así, aunque sir Walter Scott y lord Byron encontraron imitadores, su influencia apenas si fue algo más que una simple adición al repertorio literario; más que transformar el lenguaje, se

limitó a ampliar el vocabulario de una cultura que aún atesoraba una liberación intelectual alcanzada a través del neoclasicismo durante las últimas décadas del siglo precedente. Sólo bajo el impacto de Victor Hugo y Taine el mundo hispánico empezó a abrir cautelosamente sus puertas al nuevo movimiento. En estas condiciones, le tocó a Rubén Darío proponerse a sí mismo como profeta de ese nuevo evangelio que proclamaba la supremacía del arte sobre otros valores y que pintaba al poeta como un sacramento viviente, desgarrado por las demandas de amor y plegaria, hijo de la visión.[36] Paralelamente, Darío celebró en verso declamatorio las cualidades de la raza hispánica, aunque lanzando una mirada temerosa al poder de los Estados Unidos. Mientras en España el mensaje de Darío era rápidamente desplazado por el surgimiento de la generación del 98, la cual, dirigida por Miguel de Unamuno, trataba de definir la quintaesencia del alma nacional, en América Latina, en cambio, el estilo y el enfoque de Darío dominaron a todo el grupo conocido como los modernistas. Su mensaje fue enriquecido por José Enrique Rodó, el ensayista uruguayo que en su Ariel tocó la campana nacionalista advirtiendo a la juventud de América Latina sobre el peligro que representaban los Estados Unidos. Denunció la cultura materialista y utilitaria del coloso del norte y conminó a los jóvenes latinos a realizar hazañas heroicas en la esfera estética y espiritual, donde el carácter esencialmente aristocrático de su raza encontraba su expresión más idónea. Rodó alegaba que la verdadera patria de la raza latina del Nuevo Mundo no la constituían las repúblicas particulares sino la gran confederación de toda la América hispana. Desde el principio, por ende, el romanticismo se identificó con una búsqueda de identidad cultural y con una afirmación de unidad nacional frente a la amenaza de los Estados Unidos, pintados como la encarnación del progreso industrial y la democracia materialista.[37] En México, por supuesto, la generación del Ateneo estuvo casi enteramente moldeada, en su periodo inicial, por los escritos de Darío y Rodó, que les fueron transmitidos por su colaborador cercano, Pedro Henríquez Ureña. Lo que distinguió su contribución fue calificar el positivismo en México de Ilustración estéril, de opositor más que precursor de la visión profética, cuya dependencia de las doctrinas anglosajonas era un obstáculo para la autonomía cultural. Pronto, Caso y Vasconcelos remontaron sus lecturas más allá de las fuentes francesas inmediatas utilizadas por Darío, para inspirarse en las obras de Schopenhauer, Nietzsche y Wagner.[38] Como ninguno de los dos tenía chispa de invención literaria prefirieron prudentemente, aunque con reticencias, ocupar el terreno de la filosofía tratando de aplicar los argumentos tradicionales del idealismo romántico al caso de México. Sobra decir que su reacción ante la Revolución fue profundamente ambigua. Al reflexionar sobre Vasconcelos encontramos que en su primera obra importante, Pitágoras, una teoría del ritmo, publicada en La Habana en 1916, se esforzaba en establecer la distinción entre dos tipos de conocimiento radicalmente distintos, dos visiones conceptuales de la realidad. Además del mundo de la ciencia y de la economía, gobernado por leyes generales, sometido a la necesidad, objetivo y analítico en su relación con la realidad, existía el reino del arte y de la contemplación desinteresada, al que se llegaba por medio de la percepción intuitiva, estética, de carácter sintético y subjetivo. Interpretando las doctrinas de Pitágoras con la ayuda de argumentos tomados de Schopenhauer y Wagner, Vasconcelos declaraba que el universo en su esencia era musical, que sus elementos vibraban de acuerdo

con su ritmo interno y que todos contribuían, en armonía oculta, a esa vasta sinfonía que diariamente el mundo ejecutaba para deleite del filósofo y del artista. Al comparar a Newton con Pitágoras, Vasconcelos se declaraba partidario ferviente del agorero griego, al cual saludó como “mago y esteta, filósofo y santo”. El ensayo es un poema en prosa, más que un ejercicio de lógica es una declaración de fe. Su equivalente en la literatura sería The Eolian Harp [El arpa eoliana] (1795), de Coleridge, donde se enuncia en verso la misma doctrina del carácter musical del universo.[39] Se podría argüir que estas voces están demasiado distantes de Pancho Villa y de Molina Enríquez. Sin embargo, la inspiración rectora que hay detrás de esta filosofía no estaba tan alejada del ataque de Columbus como podría pensarse, pues no hay que olvidar que entre los ocho y los 13 años José Vasconcelos, conocido como “Joe” por muchos de sus amigos norteamericanos, iba y venía sobre el puente fronterizo que separaba Piedras Negras de Eagle Pass con el fin de acudir a la escuela en los Estados Unidos. Como resultado de ello no sólo se convirtió de hecho en bilingüe sino que mantuvo también, por el resto de su vida, un marco de referencia dual, por no decir bicultural.[40] Poseyó todas las actitudes de un nacionalista fronterizo. Fiel a su propia naturaleza, asoció, siguiendo a Rodó, la modalidad científica del conocimiento con el mundo anglosajón y atacó a los Científicos porfirianos por adorar a Spencer y Darwin. A la vez, caracterizaba esta modalidad del conocimiento como la fuente del capitalismo industrial y del imperialismo económico. En ensayos que escribió antes de regresar a México denunció “esa civilización del taller y de la labor manual cuyo modelo se encuentra en la Inglaterra moderna”, y protestó contra ella, “aunque hoy se haya dado en llamar civilización a ese sistema de la organización industrial que reduce a esclavitud moral y física al noventa por ciento de los hombres de una sociedad”. Su repudio de la supremacía burguesa y el darwinismo social que justificaba su dominación lo llevaron a abogar por lo que llamó “el socialismo científico”, en el que los frutos de la industria serían compartidos por la comunidad entera. Como secretario de Educación se dirigió a sus trabajadores en los siguientes términos: “La clase productora necesita hacerse del poder para socializar la riqueza y organizar bajo nuevas bases las libertades públicas”.[41] Aquí, en un inesperado rincón de sus escritos, encontramos resurrecto el viejo sueño comtiano de una alianza entre trabajadores e intelectuales para contener a la burguesía industrial. Vasconcelos tocó una cuerda original al proclamar mesiánicamente que una nueva era en la historia de la humanidad estaba despuntado y que esa nueva edad pertenecía a Hispanoamérica.[42] En La raza cósmica (1925) e Indología (1926), publicados inmediatamente después de renunciar a su cargo de ministro, remplazó su dicotomía previa de las modalidades científica y estética del conocimiento por una gran teoría del progreso temporal en la que la historia estaba dividida en tres etapas. La primera, la fase material o militar, estaba dominada primariamente por la fuerza; la segunda, la etapa intelectual o política, estaba gobernada por la ciencia y la ley constituía una época de competencia entre Estados-naciones, y la tercera, la edad estética o espiritual, estaba animada por el amor y la belleza y por ello era un periodo de confederación y paz. Aun cuando la segunda gran etapa estaba en ascenso, signos de la edad tercera y final eran ya evidentes y visibles para el ojo informado. En consecuencia con sus expectativas milenaristas, Vasconcelos declaró que la moral convencional, basada en la ley y en la obligación, era una causa que debería ser

sobreseída ante los indicios superiores del amor y la belleza. Tampoco tuvo empacho en sacar la conclusión antinómica al exclamar: “Hacer nuestro antojo, no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del apetito, no el del silogismo; vivir en el júbilo fundado en amor, ésa es la tercera etapa”.[43] Había llegado el momento de construir el reino de Dios en la tierra, de realizar la utopía. A estas doctrinas, ya conocidas desde los días de Joachim de Fiore y de los románticos alemanes, Vasconcelos les dio una aplicación original al identificar el Nuevo Mundo con la escena predestinada, en la que florecería la tercera edad. Asia y Europa eran decrépitas y nada propicias, África era aún informe, sólo América ofrecía esperanzas de un nuevo principio a la humanidad. Sobra decir que los Estados Unidos no figuraban en este placentero prospecto: los éxitos que en ese entonces alcanzaban eran la prueba de que pertenecían enteramente a la segunda fase de la historia, la era de la industria, la ciencia, la competencia. En pocas palabras, era Hispanoamérica, portuguesa y castellana, la que ahora entraba en su periodo de Destino Manifiesto. En todo esto, el hijo promisorio, la raza escogida, era el mestizo. Vasconcelos descartó con desdén las teorías de Spencer y Le Bon sobre la inestabilidad o degeneración de las sociedades híbridas, tachándolas de calumnias imperialistas, y proclamó al mestizo primera gran raza de la humanidad, formadora de una síntesis universal, mezcla final de los pueblos de Europa, África, Asia y América. Esta raza, hispánica o latina, ya había desplegado en el terreno de la cultura su aptitud peculiar para la creación estética y la actividad erótica, preludio preparativo para el futuro reino de belleza y amor. La sede dominante de este nuevo reino se ubicaría en los trópicos, con la Amazonia como epicentro, opinaba Vasconcelos, mientras que los fríos países del norte se marchitarían, anquilosados en la rutina de la segunda edad. En breve, nos encontramos aquí con una combinación de las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, y los Discursos a la nación alemana, de Fichte, cantados en el tono de Espectáculo en Broadway y Por la orilla del Ontario azul, de Walt Whitman.[44] A decir verdad, para un oído inglés acostumbrado a la retórica mexicana, hay en su obra un optimismo hemisférico que suena más a Eagle Pass que a Piedras Negras. En este mareante fermento de ideas hay otro elemento que requiere discusión. Ya desde 1916, a su llegada a Lima, Vasconcelos se calificó a sí mismo de Ulises, portador desde México de la buena nueva de la revolución de ideas que había derrocado al positivismo a favor de la “nueva religión de belleza”. Sus meses en Lima, escribiría más tarde, constituyeron un periodo de “desesperanza y de visión” que lo empujó a asegurar que “a nosotros nos toca un periodo de indecisión y de elección extraordinariamente propicio para el milagro”. En ese mismo año, en su Pitágoras, describió a la élite intelectual como “espíritus elegidos […] videntes”, los únicos con el poder para intuir las fuerzas internas que animaban a la raza, y añadió: “El filósofo, interpretando el conjunto, es un artista en grande”. A partir de su estudio de la filosofía hindú desarrolló la teoría de que sucesivos sabios, una serie de budas, entraban al mundo para predicar el evangelio del amor. Es más, en su Indología relata que cuando proclamó el advenimiento de la tercera edad frente a un público mayoritariamente mulato en Santo Domingo le aplaudieron como si fuera una especie de mesías. Incluso se preguntó si las lastimosas edicioncillas de sus libros lo hundirían en el olvido, de manera que a las generaciones ulteriores les apareciese como un “Hermes americano”, un filósofo de

sabiduría secreta, revelador de las fuerzas internas de la raza hispánica.[45] La intrépida y loca decisión de Vasconcelos para tratar de alcanzar la presidencia en 1929 sólo se comprende tomando en cuenta que estaba persuadido de ese destino personal. En aquel año, el general Plutarco Elías Calles, el “Jefe Máximo”, había reunido a las abigarradas facciones y caudillos que tomaron el poder durante la Revolución dentro de un partido oficial conocido como PNR, un partido que bajo diferentes nombres ha gobernado a México hasta la fecha. Ciertamente, la campaña de Vasconcelos levantó considerable entusiasmo, hubo multitudes que salieron a las calles para escucharlo y un cuadro solícito de jóvenes intelectuales se dedicó a reunir apoyo en su favor. Pero el resultado fue una tragedia. Los mítines fueron brutalmente interrumpidos, muchos de sus seguidores fueron encarcelados o asesinados y la votación final fue cínicamente manipulada para dar la aplastante mayoría al candidato oficial. En sus discursos Vasconcelos se presentaba a sí mismo como Quetzalcóatl redivivus, un profeta de la paz, un segundo Madero cuya misión era la de restaurar la democracia y el gobierno civil en México. Sin embargo, el país estaba cansado de la guerra civil y el régimen de Calles no tenía nada de exhausto.[46] Una vez más en la historia mexicana Huitzilopochtli, el dios de la guerra, desterraba a la serpiente emplumada. En esta coyuntura se le ofreció a Vasconcelos la dirección de la cristiada, la insurgencia armada de los campesinos católicos del occidente de México en contra de las medidas anticlericales de Calles. Pero Vasconcelos no tenía temple para la guerra de guerrillas y se escabulló ignominiosamente cruzando la frontera. Al inicio de su vida profesional había escrito: “Ya sabemos que los grandes guerreros son variedades del tipo criminal, habemos muchos que no nos decidiríamos a matar ni en nombre de la patria o de la gloria”. A lo largo de toda su vida se mofó de los caudillos calificándolos de bárbaros ignorantes y proclamó el advenimiento del reino de la paz. En los hechos, propulsado por un sentido de elección providencial, condujo a toda una generación de jóvenes mexicanos hacia su primera derrota política y a algunos hasta a su propia muerte.[47] El clímax de la vida de nuestro héroe, en consecuencia, no fue la conquista de la presidencia sino, al estilo romántico, la redacción de su autobiografía, grandiosamente bautizada Ulises criollo (1936). Fue tal el éxito popular de estas memorias de su niñez, educación y primera empresa política, que Vasconcelos produjo tres volúmenes más, atinadamente intitulados La tormenta (1937), El desastre (1938) y El proconsulado (1939), que narraban su vida pública y sus asuntos privados hasta llegar a la malhadada campaña de 1929. Su trabajo, una obra maestra cuarteada de dolorosas fisuras, sobrevive gracias a su obsesividad, al dramatismo de los acontecimientos que relata y la fuerza vituperativa de su polémica. A pesar de sus pretensiones estéticas, Vasconcelos tenía poco sentido de la forma literaria y del estilo, su trabajo a menudo adoleció de disonancias grotescas, entre arrebatos proféticos, tediosas narraciones de sus viajes y suplantaciones de la tragedia política por un sentimiento nostálgico de amor perdido. Lejos de alcanzar la tranquilidad espiritual, Vasconcelos prefirió revivir su propia vida en sus páginas, poseído por una furia vengadora aunque algo amarga. Sólo a través del recuerdo de su madre y de sus primeras correrías por el mundo de la literatura y del arte se alcanza a vislumbrar por qué este hombre pudo agitar a toda una generación de jóvenes intelectuales. Por lo demás, lo que más sorprende al lector moderno es la incapacidad de Vasconcelos para proponer un análisis de la Revolución.

Siempre fiel al evangelio maderista de la democracia liberal, se dedicó a destrozar a los caudillos de esos años con un espíritu de diatriba moralista que no dejaba lugar para ninguna explicación, ni de las fuerzas sociales ni del carácter político del movimiento. En resumen, su tan vanagloriada filosofía estética lo despojó de todo instrumento conceptual que le permitiese rebasar la mera superficie del acontecimiento. En lugar de ello simplemente hizo eco al ideólogo político argentino Domingo Faustino Sarmiento, quien hizo el primer retrato de la tiranía de los caudillos. Sobre Pancho Villa y sus asociados, Vasconcelos escribió: “De pronto se hacía realidad otra vez en nuestro suelo el tipo del Facundo de Sarmiento”. En otro pasaje, después de la descripción desdeñosa de un vaquero norteño, con pantalones ajustados y un sombrero monstruosamente ancho, exclama tristemente: “Será esto de verdad México y no la corteza de europeísmo que mantenemos en las ciudades”.[48] La antítesis entre barbarie rural y civilización urbana, entre Europa y América, la extrajo directamente de su mentor argentino. Sin embargo, su denuncia más feroz la dirigió contra la coalición constitucionalista dirigida por Venustiano Carranza, que fue la que forjó el Estado autoritario que gobernaría al país en los años venideros. Calificó esa conquista del poder como una traición más que como una realización de las aspiraciones de la Revolución iniciada por Francisco I. Madero. Con el advenimiento de Calles el régimen se tornó cada vez más dependiente de los Estados Unidos, dependencia abiertamente ostentada en el reconocimiento otorgado al embajador norteamericano Dwight Morrow. En fin, Ulises criollo constituye una acusación permanente contra la Revolución por ser una mera conquista del poder realizada por hombres que estaban más interesados en su enriquecimiento personal que en el bienestar de su pueblo. Si cuatro siglos antes Bartolomé de Las Casas había denunciado a los conquistadores españoles por tiranos y ladrones, también Vasconcelos condenó a los caudillos de la Revolución mexicana por sus crímenes y su corrupción. Desgraciadamente, su costumbre de mezclar asuntos privados con los acontecimientos públicos le quitó fuerza moral a su polémica. En última instancia, su actitud de denuncia contra la tiranía de los caudillos provino, podemos suponer, no tanto de la tragedia del pueblo mexicano, de su propiedad destruida, de sus esperanzas traicionadas y de sus vidas puestas en peligro, sino más bien de la comedia inconsciente de un rey filósofo al que se le ha negado su trono terrenal. No sin razón Ortega y Gasset declaraba que el narcisismo era el vicio que acechaba a los intelectuales latinoamericanos. Los altercados de los intelectuales literarios con la Revolución es una vieja historia, que se encuentra tanto en Rusia y Francia como en México. El constante desliz de los románticos hacia el ala derecha de la política es un tema igualmente familiar. Pero Vasconcelos, amargado por el exilio y la derrota, fue más lejos en el camino de la reacción que la mayoría de su generación. En 1936 publicó una Breve historia de México donde abanderaba los colores de un hispanismo conservador.[49] El pasado azteca era totalmente condenado como un despotismo bárbaro, manchado por el sacrificio humano y la guerra perpetua. Por el contrario, saludaba a Cortés como a otro Quetzalcóatl portador de paz y civilización para el sufrido pueblo de México, adaptando así su filosofía a la versión franciscana en la que el conquistador aparecía como un nuevo Moisés. Al mismo tiempo, no mostraba ningún entusiasmo ni por el régimen de los Habsburgos ni por el de los Borbones, lamentándose tan sólo de la declinación de la cultura hispánica del siglo XVII. Vasconcelos insistía, en abierto espíritu de controversia, en que la Independencia fue en gran medida resultado de las

manipulaciones británicas y que incluso el éxito de Juárez se había fundado en su subordinación a los Estados Unidos. Sólo el estadista conservador Lucas Alamán emergía de la historia con algún crédito. Así, la historia de México como nación independiente era un triste relato sobre generales como Santa Anna y políticos como Juárez y Calles, que traicionaron los intereses vitales del país para congraciarse con Washington, una historia sólo mitigada por las aspiraciones de Madero. México estaba condenado a convertirse en otra Texas. La insistencia en el pasado azteca y el carácter indígena del México contemporáneo eran parte de una campaña norteamericana para eliminar la cultura hispánica y reducir al pueblo mexicano al nivel de “pochos” texanos, despojados de toda cultura nacional. La Breve historia es una irritante invectiva donde quedó plasmado su viraje desde una visión generosa, omnicomprensiva, de su periodo en el poder hasta el amargado vituperio de su exilio. En sus últimos años, Vasconcelos hizo por fin las paces con la Iglesia, expurgó su biografía para adecuarla al consumo pío y terminó sus días como apologista del catolicismo, más inclinado a leer a Hilaire Belloc que a Plotino. IV Es instructivo indicar, a manera de conclusión, los puntos de acuerdo entre el darwinismo social y el idealismo romántico para evitar que se juzgue insalvable el abismo que los separa. Tanto Molina Enríquez como Vasconcelos fueron nacionalistas que trataron de dotar a México con leyes e instituciones diseñadas para proteger al país de la hegemonía cultural y económica de los Estados Unidos. También resulta sorprendente que ambos hombres hayan estado preocupados por la cuestión de la identidad nacional y que hayan puesto sus ojos en el mestizo como fundamento de la nacionalidad. Ninguno de los dos prestó atención a las glorias del pasado indígena, ese tema tan perenne de celebración patriótica, sino que más bien definieron a la Colonia —la Nueva España— como fuente de inspiración y modelo para el presente, tanto en educación como en tenencia de la tierra. Ambos hombres elogiaron el estilo churrigueresco en la arquitectura por ser peculiarmente mexicano. Las diferencias existentes entre ellos son igualmente instructivas. Mientras que Molina Enríquez lanzaba escarnios precisamente contra la noción de raza latina, tildándola de propaganda criolla diseñada para renovar los vínculos entre España y Europa y de enemiga de la base mestiza de la nacionalidad mexicana, Vasconcelos, por el contrario, repudió el patriotismo puramente mexicano a favor de un nacionalismo basado en la raza, de una identificación cultural con toda la América hispánica en cuanto mundo cultural en sí mismo, como posible base de una gran confederación. En una comparación final entre Molina Enríquez y Vasconcelos sobre sus respectivas contribuciones a la elaboración de la ideología revolucionaria, la palma ciertamente es para el más viejo de los dos. Hasta cierto punto, es la vieja historia de la tortuga y la liebre. Pues fue el aplicado provinciano darwinista social, con un estilo tan execrable como el de Spencer mismo, quien construyó un sistema entero de análisis que logró integrar la geografía, la historia y la política en una sola tesis coherente sobre la sociedad mexicana y su Estado. A pesar de la naturaleza difícil y fastidiosa del texto, Los grandes problemas nacionales es un

clásico que todos los estudiantes de México deberían leer. Por el contrario, ningún libro de Vasconcelos exige el mismo trato. Ciertamente, tanto Ulises criollo como La raza cósmica dan fe del amplio alcance de su ambición intelectual, son testimonios inolvidables de los trágicos acontecimientos e ideas exóticas que determinaron la trayectoria de una generación particular en la historia mexicana. Pero son tan sólo testimonios, más que obras de arte o análisis de los acontecimientos. Los verdaderos logros de Vasconcelos se ubican en la esfera de la acción, durante su gestión como secretario de Educación, cuando aglutinó a toda una generación de jóvenes intelectuales para que entraran al servicio público, y fue durante esos años, en gran medida gracias a su mensaje mesiánico, cuando la Revolución revivió como un gran movimiento social de renovación, como un inicio del Renacimiento nacional.

[IV. Darwinismo social e idealismo romántico]

Frank Tannenbaum, Peace by Revolution: México After 1910, 2ª ed., Nueva York, 1968, pp. 11 y 118-119. [2] Alfonso Reyes, “Pasado inmediato”, en Juan Hernández Luna (comp.), Conferencias del Ateneo de la Juventud, México, 1962, pp. 187-214. [3] Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada: Sonora y la Revolución mexicana, México, 1977; Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución mexicana, México, 1973; Alan Knight, “Intellectuals in the Mexican Revolution”, en Los intelectuales y el poder en México, Roderic A. Camp, Charles A. Hole, Josefina Zoraida Vázquez (comps.), El Colegio de México, México, 1991, pp. 141-171. [4] Ramón López Velarde, Poesías completas y El minutero, México, 1957, p. 62. [5] Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales (1909) y otros textos, 19111919, pról. de Arnaldo Córdova, Era, México, 1978. Todas las citas subsiguientes se refieren a esta edición. Sobre la recomendación, véase Luis Cabrera, Obras completas, 4 vols., México, 1972-1975, t. I, p. 141. [6] Esta influencia puede rastrearse a través de las notas al pie en George M. McBride, The Land Systems of México, Nueva York, 1973, y Frank Tannenbaum, The Mexican Agrarian Revolution, Washington, 1929; véanse también Eric R. Wolf y Sidney Mintz, “Haciendas and plantations in Middle America and the Antilles”, Social and Economic Studies, t. IV, 3 (1975), pp. 380-412; y Enrique Florescano, Estructuras agrarias de México, 1500-1821, México, 1971, pp. 153-163. [7] Pastor Rouaix, Génesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución Política de 1917, México, 1959, pp. 152-163. [8] Wistano Luis Orozco, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, 2 vols., México, 1895, t. I, pp, 442-443, 658-659; t. II, pp. 937-967, 1084 y 1097. [9] Andrés Molina Enríquez, op. cit., pp. 157-165. [10] Véase “Las derrotas de Degollado”, reimp. en Los grandes problemas nacionales, Anexos, pp. 453-463. [11] Andrés Molina Enríquez, La revolución agraria en México, 2ª ed., México, 1976, pp, 449-450. Nótese que la primera edición llevaba el título de Esbozo de la historia de los primeros diez años de la revolución agraria de México (de 1910 a 1920), 5 vols., México, 1934-1936. [12] La mejor exposición de la vida de Andrés Molina Enríquez es la de Arnaldo Córdoba en su prólogo a Los grandes problemas nacionales; véase también Luis Cabrera, Obras, t. IV, pp. 405-409. [13] Sobre esta visión de Comte y el positivismo, véase Andrés Molina Enríquez, Clasificación de las ciencias fundamentales, 2ª ed., México, 1935, pp. 3-4 y 17; la cita sobre la competencia está tomada de Los grandes problemas nacionales, p. 439, y se refiere explícitamente a Spencer. [1]

Véase Richard Hofstadter, Social Darwinismo in American Tought, 1860-1915, Filadelfia, 1945, pp. 91-97. Los socialistas adoptaron igualmente al darwinismo. También, G. F. Turner, The Frontier in American History, Nueva York, 1920, p. 206: “La historia de nuestras instituciones políticas […] es la historia de la evolución y adaptación de unos órganos en respuesta a un medio social cambiado, la historia del origen de una nueva especie política”. [15] Véase la “Nota científica”, en Los grandes problemas nacionales, pp. 346-348. [16] Justo Sierra, “México social y político”, en Obras completas, 12 vols., México, 1948, t. IX, p. 131: “la familia mestiza […] ha constituido el factor dinámico en nuestra historia”; Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos, 5 vols., México, 1884-1889, t. I, pp. 912-915. [17] Herbert Spencer, The Principles of Sociology, 3 vols., Londres, 1876-1896, t. I, pp. 592, 594. [18] Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, p. 349. [19] La cita de Haeckel se encontrará en Los grandes problemas nacionales, pp. 34 y 272-274; véase también Ernst Haeckel, The history of Creation, 2 vols., 4ª ed., Londres, 1892, t. I, pp. 92-93, 306 y 309; un útil comentario sobre el vitalismo orgánico en Goethe puede encontrarse en Erich Heller, The Disinherited Mind, Penguin Books, Londres, 1961, pp. 3-32. [20] Los grandes problemas nacionales, p. 356, donde Molina Enríquez habla de “nuestro destino manifiesto” y predice a la vez una inmigración masiva a los Estados Unidos y una población mexicana de 50 millones en un lapso de 50 años. [21] Los grandes problemas nacionales, pp. 378-424. [22] El programa está impreso en las pp. 308-305 de Los grandes problemas nacionales. [23] Los grandes problemas nacionales, p. 279. [24] Véase la introducción de Luis Chávez Orozco a Andrés Molina Enríquez, “Los grandes problemas nacionales”, Problemas agrícolas e industriales, suplemento al vol. V, México, 1953. [25] Andrés Molina Enríquez, La Reforma y Juárez, México, 1906, p. 2. [26] Andrés Molina Enríquez, La revolución agraria, pp. 324 y 384-398. Fue el general Reyes quien financió la publicación de Los grandes problemas nacionales. [27] Los grandes problemas nacionales, pp. 157 y 315; para el ataque contra los Científicos como agentes de penetración, véase Luis Cabrera, Obras, t. III, pp. 54-57, 94 y 150-157. [28] Véase Andrés Molina Enríquez, “El artículo 27 de la Constitución”, reimp. en Anexos a Los grandes problemas nacionales, pp. 465-478. [29] Antonio Caso, Obras completas, 13 vols., México, 1971-1973, t. III, pp. 5-22; sobre su influencia, véase Enrique Krauze, Caudillos culturales en la Revolución mexicana, México, 1976, pp. 67-73. [30] No hay todavía una biografía satisfactoria de Vasconcelos; véase sin embargo José Joaquín Blanco, Se llamaba Vasconcelos, México, 1977; Joaquín Cárdenas Noriega, José Vasconcelos, 1882-1982, educador, político y profeta, México, 1982; y Gabriella de Beer, José Vasconcelos and his World, Nueva York, 1966. [31] José Vasconcelos, Obras completas, 4 vols., México, 1961, t. II, pp. 773, 775 y 781. [14]

May Kay Vaughan, State, Education and Social Class in Mexico, 1880-1928, Dekalb, Illinois, 1982; Edgar Llinás Álvarez, Revolución, educación y mexicanidad, México, 1978. [33] José Vasconcelos, Obras, t. II, p. 802. [34] Ibidem, pp. 851-852 [35] M. H. Abrams, Natural Supernaturalism: Tradition and Revolution in Romantic Literature, Nueva York, 1971, edición de bolsillo, 1973, pp. 65-68. [36] Sobre Rubén Darío, véanse Pedro Salinas, La poesía de Rubén Darío, Buenos Aires, 1948; y Octavio Paz, Cuadrivio, México, 1965, donde en la p. 28 define el modernismo como “nuestro verdadero romanticismo”. [37] José Enrique Rodó, Obras completas, intr. de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, 1957. La correspondencia que se encuentra en las pp. 1300-1306 entre Rodó y Unamuno es extremadamente iluminadora. [38] José Vasconcelos, “D. Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”, Obras, t. I, pp. 3855. [39] Vasconcelos, Obras, t. III, pp. 9-86. Las fuentes principales de estos argumentos pueden encontrarse en Arthur Schopenhauer, The World as Will and Representation [El mundo como voluntad y representación], 2 vols., Nueva York, 1958, t. I, pp. 257-265, 357; t. II, p. 450; y Richard Wagner, Prose Works, 8 vols., Londres, 1892-1899. Véase “Beethoven”, pp. 57-126, donde encontramos nociones tales como “la música, revelación de la visión interior de la esencia del Mundo” y “los números de Pitágoras deben con seguridad entenderse correctamente a través de la música”. Véase también Thomas Taylor, Iamblichus’ Life of Pythagoras, Londres, 1818, reimp. 1965, p. 32, donde Pitágoras “tendió el oído y fijó su intelecto sobre las sublimes sinfonías del mundo, oyendo y entendiendo él solo, según parece, la universal armonía y consonancia de las esferas, y las estrellas que se mueven gracias a ellas y que producen una melodía más plena y más intensa que todo lo que puedan efectuar los sonidos mortales”. Coleridge en The Eolian Harp escribió: [32]

On the one Life within us and abroad, Which meets all motion and becomes its soul, A light in sound, a sound-like power in light Rhythm in all thought, and joyance everywhere […] And what if all of animated nature Be but organic Harps diversely fram’d That tremble into thought, as o’er them sweeps Plastic and vast, one intellectual breeze, At once the Soul of Each, and God of all. [Traducción literal: “¡Oh! la vida única que está en nosotros y afuera, / Que se une a todo movimiento y se convierte en su alma, / Luz en el sonido, sonora fuerza en la luz / Ritmo en todo pensamiento, y goce en todas partes. […] Y qué sucedería si la naturaleza animada

entera / No fuese sino Arpas orgánicas diversamente constituidas / Donde tiembla el pensamiento cuando sobre ellas sopla, / Plástica y vasta, una brisa intelectual, / A la vez Alma de cada una y Dios de todas ellas.”] [40] John Skirius, “Génesis de Vasconcelos”, Vuelta, México, 37 diciembre de 1974, pp. 1421. [41] José Vasconcelos, Obras, t. II, pp. 826-827, y t. III, pp. 100 y 199-202. [42] Véase Enrique Krauze, “Pasión y contemplación en Vasconcelos”, Vuelta, México, núm. 78-79, mayo-junio de 1983, pp. 16-26 y 12-19. [43] José Vasconcelos, Obras, t. IV, p. 382: “Todos los conflictos de la moral se resuelven entonces en la ley superior de la estética, que es amor en el corazón, belleza en los ojos, goce infinito en la conciencia”; véase también Obras, t. II, p. 930. [44] Friedrich Schiller, On the Aesthetic Education of Man, Londres, 1959; hay trad. al español: La educación estética del hombre, Col. Austral, Buenos Aires, p. 77, presenta tres estadios de Naturaleza, Razón y Belleza: “A través de la Belleza llegamos a la libertad”; J. H. Fichte, Addresses to the German Nation [Discursos a la nación alemana], Chicago, 1922, predice también el advenimiento de la Tercera Edad con la nación alemana como “regeneradora y recreadora del mundo”, p. 253. Vasconcelos escribió que Walt Whitman había superado a Rubén Darío como poeta de la naturaleza americana: véase Obras, t. II, p. 1213; Pablo Neruda era el Whitman hispánico. [45] José Vasconcelos, Obras, t. II, pp. 114; t. III, p. 43; t. IV, p. 44. [46] Sobre esa campaña, véanse John Skirius, José Vasconcelos y la cruzada de 1929, México, 1978; y Vito Alessio Robles, Mis andanzas con nuestro Ulises, México, 1938. [47] Véase su “Teoría dinámica del derecho” (1907), en Obras, t. I, p. 29. [48] José Vasconcelos, Obras, t. I, pp. 569 y 886. [49] Reimp. en Obras, t. IV; la mayoría de los hechos están tomados de Pereyra, Historia de América.

V. Postfacio[*] Ante la amenaza de la Revolución, el Estado porfiriano, que había gobernado a México desde 1876, simplemente se disolvió, sus ejércitos fueron dispersados por la derrota, su burocracia expulsada de sus funciones y su directorio político enviado al exilio. A los nuevos presidentes revolucionarios les llevaría casi una generación forjar un nuevo Estado comparable en autoridad con su predecesor. En el primer momento, el poder se revirtió a las provincias y localidades, donde generales, caudillos y gobernadores autonombrados crearon feudos autónomos. Más tarde, a medida que las sucesivas oleadas de la guerra civil barrían el país, se tejieron alianzas y patrocinios para apoyar a los aspirantes a la presidencia. Durante la década de 1920 surgió una nueva camada de dirigentes que trataban de movilizar el apoyo popular por medio de la formación de ligas campesinas y sindicatos. Si el presidente Calles logró unir a los caciques regionales y a los gobernadores progresistas en un partido nacional, para mediar así en el conflicto interno, al presidente Lázaro Cárdenas le tocaría incorporar tanto a las ligas campesinas como a los sindicatos en las filas del partido del gobierno. Además, su programa de reparto agrario, junto con la nacionalización de la industria petrolera, reforzó inmensamente la autoridad del régimen posrevolucionario. Desde ese momento, aunque los sucesivos presidentes se lanzaron a una política de industrialización que transformó la economía, la autoridad política del partido gobernante no se enfrentó nunca a ninguna amenaza seria. La última rebelión importante ocurrió en 1928, y todos los presidentes desde Cárdenas han completado su mandato. La creación de un sistema estable de control político y de sucesión en México es tanto más notable si se le compara ya sea con la experiencia del país en las décadas que siguieron a la Independencia, ya sea con la situación en el resto de Hispanoamérica, donde los gobiernos populistas se han alternado con despotismos militares. El precio de esa estabilidad es la dictadura burocrática, puesto que hasta hoy las elecciones en México son un mecanismo para confirmar en su cargo a candidatos ya seleccionados por el Partido Revolucionario Institucional. (PRI). Toda auténtica amenaza al mantenimiento de este sistema se enfrenta por medio de la cooptación o la represión. Además, la corrupción sigue infectando gran parte de las operaciones de Estado, que van desde el policía en la calle hasta la oficina misma del presidente. Es como si los personajes presentados por Payno en Los bandidos de Río Frío estuvieran ahora permanentemente incrustados en el gobierno. Evaristo sigue figurando como capitán de la policía o tal vez como el guardaespaldas de algún líder sindical. Del mismo modo, en cada departamento del Estado, los licenciados como Bedolla y Lamparilla están perfectamente dispuestos a saquear los fondos públicos o a abusar de la autoridad política para asegurar su medro. En cuanto al coronel Relumbrón, sería ahora gobernador de un estado

o jefe de la policía del Distrito Federal. Tras la fachada del gobierno constitucional, existe un aparato de Estado que es a la vez represivo y parásito de la sociedad y que ofrece a sus servidores oportunidades sin paralelo de enriquecimiento a cambio de una sumisión incondicional. El grado en que el Estado mexicano utiliza la represión para mantener su autoridad fue especialmente evidente en 1968, cuando una multitud de manifestantes estudiantiles fue objeto de una gran matanza en la Plaza de Tlatelolco. No hace falta decir que ese bárbaro acontecimiento provocó un amplio espectro de agitación y debate políticos, con el resultado de que el presidente entrante tuvo cuidado de conciliar tanto a los intelectuales como a la joven generación de universitarios por medio de un generoso patronazgo. Le tocó a Octavio Paz, el más destacado poeta y crítico de México, profundizar los términos de la discusión. Ya en El laberinto de la soledad había tratado de delinear un análisis del carácter nacional del mexicano, a la vez por medio de una meditación psicológica y de un examen de la historia. El tono de aquella obra era conciliatorio y pacifista. Mientras Vasconcelos acabó por pronunciar una maldición contra la Revolución y sus caudillos victoriosos, Paz trataba de subrayar su cualidad positiva como movimiento social y nacional. Sin embargo, en Posdata (1970), escrito en respuesta a la matanza de Tlatelolco, condenó abiertamente el sistema político contemporáneo como una dictadura burocrática, similar en muchos aspectos a los regímenes de un solo partido de la Europa del este, argumentando que sin una verdadera democracia México no podía esperar resolver los problemas que implica la modernización económica. Para un historiador, las secciones más instructivas de Posdata son las reflexiones sobre el pasado mexicano,[1] pues Paz alega que desde la fundación de Tenochtitlan en el siglo XIV, el destino del país, ya se llamara Anáhuac, Nueva España o México, ha estado siempre determinado por la capital. Mirado desde el punto de vista de los gobernados, hay una evidente continuidad de la autoridad entre el tlatloani azteca, el virrey español y el presidente mexicano. Mientras que en otros lugares de Hispanoamérica caudillos y generales han detentado el poder desde la Independencia, en México la presidencia ha mantenido un aura de autoridad tradicional, basada en la legitimidad que deriva de la sucesión histórica de tlatloani a virrey, sucesión que da cuenta en parte del estilo monárquico del gobierno actual. Claramente, los dos momentos claves de esa historia fueron la decisión de Cortés de construir su capital en el asiento de Tenochtitlan y el éxito de Benito Juárez en la reconstrucción del prestigio y la autoridad de la presidencia. Al mismo tiempo, Paz argumenta que el Estado mexicano ha sido siempre autoritario y represivo. ¿Por qué habría de destacarse tanto a los aztecas para ensalzarlos, cuando eran bárbaros advenedizos en el Anáhuac, cuyas principales glorias deben buscarse en la edad clásica, cuando existían varios centros culturales: en Teotihuacán, en Monte Albán, Oaxaca, y en las ciudades mayas? El Museo de Antropología recientemente construido, alega Paz, es un monumento a la ideología nacional, más altar que museo, aunque no por ello menos impresionante, donde las salas de exposición están dispuestas de manera que magnifiquen a los mexicanos como la culminación de la antigua cultura mesoamericana. Más recientemente, Octavio Paz se ocupó de una biografía de sor Juana Inés de la Cruz, la célebre monja del siglo XVII que fue la poetiza más destacada del periodo colonial. No es éste el lugar para discutir ni su vida ni su poesía, que Paz trata con notable habilidad.[2] Sin

embargo, a pesar de su fiel retrato de la cultura barroca en la que se educó sor Juana, Paz no puede ocultar su repugnancia por un sistema en que la Inquisición y el episcopado asfixiaban todo signo de disidencia intelectual. Para Paz, sor Juana poseía un espíritu moderno que fue finalmente aplastado por la pesada mano de la censura eclesiástica, represión que Paz no vacila en equiparar con el sistema empleado por la Unión Soviética. A diferencia de Vasconcelos, Paz no ha emprendido una jornada a Canosa. Al mismo tiempo, su final falta de simpatía por el periodo colonial brota de su liberalismo tradicional con su inseparable anticlericalismo. Pues la cultura del catolicismo que animaba el periodo colonial y que, muy modificada y erosionada, sigue gobernando sin embargo gran parte de la cultura popular de México, es una ofensa tanto para los hombres universitarios que llenan los cargos gubernamentales como para la élite intelectual que intenta influir en el régimen. Si el Estado asignó generosos fondos para el Museo de Antropología y a la vez, más recientemente, para la reconstrucción de la gran pirámide de Huitzilopochtli frente a la catedral, una suscripción popular ayudó a financiar la construcción de la gran basílica en honor de Guadalupe en Tepeyac. Si el Museo está en gran medida lleno de turistas y niños de escuela, en cambio en Tepeyac Nuestra Señora de Guadalupe sigue atrayendo a cientos de peregrinos cada día de la semana. Tenemos aquí un México muy alejado de la ideología del Estado, pero al que habrían reconocido tanto los primeros franciscanos como el padre Mier. Pues el pasado vivo del México moderno, contra el que todavía desata sus iras la élite intelectual, ya sea de persuasión liberal o socialista, no es el de Anáhuac sino el de la Nueva España.

[V. Postfacio]

El lector debe tener en cuenta que este postfacio se escribió en 1984. Con las elecciones del año 2000 terminó el régimen del PRI. Algunas de las observaciones pertenecen a la historia. [1] Octavio Paz, Posdata, México, 1970, pp. 99-148. [2] Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, FCE, México, 1982. [*]

Apéndices

Apéndice I Manuel Gamio y el indigenismo oficial en México I El nacionalismo se manifestó en la ideología oficial mexicana antes y después de la Revolución. Andrés Molina Enríquez y José Vasconcelos, aunque desde muy diferente posición intelectual, denunciaron las imitaciones estériles de doctrinas europeas que le sirvieron a la reforma liberal de mediados del siglo XIX para justificar políticas que tenían antecedentes coloniales. Al señalar que el “mestizaje” era la fuente histórica de la nacionalidad mexicana, estos dos intelectuales hacían eco de las palabras de Justo Sierra, ilustre exponente del patriotismo liberal en el porfiriato: “La familia mestiza […] ha constituido el factor dinámico en nuestra historia”.[1] Era tal la importancia del movimiento nacionalista en México en las primeras décadas del siglo XIX que para justificarlo se invocaba el darwinismo social y el idealismo romántico. Le tocó a Manuel Gamio (18831960) aplicar los principios antropológicos de Boas a esa causa, aunque partiendo de la base de que la civilización indígena había dejado una huella perdurable en el desarrollo de México. Hasta en el título de su libro, Forjando patria (1916), aclamaba Gamio a la Revolución porque derruía los obstáculos que impedían la creación de “la futura nacionalidad […] la futura patria mexicana”. Aunque no tomó parte en la lucha armada, alabó a Pablo González, el poco distinguido general carrancista, por ser “un nacionalista intuitivo”, y del propio Carranza dijo que aunque era una persona “con muchos defectos, era sin embargo un verdadero progresista y un hombre del pueblo”, lo que demuestra que Gamio estaba a favor de una coalición constitucionalista, y no de las fuerzas populares que dirigían Emiliano Zapata y Pancho Villa.[2] En 1935, Gamio manifestó que siempre tuvo como objetivo profesional fomentar “un verdadero nacionalismo integral”, para evitar que se pudiera caer en los extremos contemporáneos del fascismo y del comunismo.[3] Para valorar la importancia de la aportación de Gamio a la tradición política y cultural de México, hay que tener presente que aunque los principales ideólogos de la insurgencia de 1810, Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante, invocaban la grandeza del Anáhuac como la mayor gloria de la patria criolla, definiendo al pueblo de México como una nación que había luchado tres siglos para liberarse (proposición que se incorporó en la Declaración de Independencia de 1821), la mayoría de los liberales mexicanos del siglo XIX desdeñaban a los aztecas, a quienes consideraban bárbaros, y a los indígenas contemporáneos, a quienes veían como un estorbo para la modernización del país.[4] Para justificar su opinión, citaban a Alexander von Humboldt, quien proyectaba en sus estudios de los monumentos y

códices prehispánicos sus preconceptos neoclásicos, sosteniendo que siempre coexistieron el desarrollo estético y la libertad política, unión supremamente realizada en la antigua Grecia, pero ausente entre los aztecas, a los que describía como “un pueblo montañés y guerrero; robusto, pero de una exagerada fealdad, según los principios de belleza europeos; embrutecido por el despotismo, acostumbrado a las ceremonias de un culto sanguinario, está por ello mismo poco dispuesto para elevarse al cultivo de las bellas artes”.[5] En vista de estos comentarios, no sorprende que Ignacio Ramírez, ministro de Justicia en el primer gabinete de Juárez y gran admirador de Humboldt, tachara a la civilización azteca de despótica y dominada por supersticiones y miedos, y calificara de bárbaros el arte y la literatura que quedaban como vestigios de su cultura.[6] Según los liberales, dos grandes obstáculos se interponían en el camino de una sociedad laica, democrática: el poder y la riqueza de la Iglesia católica, y el atraso y aislamiento milenario del pueblo indígena. La Reforma le quitó sus propiedades a la Iglesia y al clero su autoridad oficial; y eliminó la personalidad jurídica de los pueblos indígenas, al distribuir sus tierras comunales entre particulares. Como resultado, aun cuando los propios indígenas individualmente siguieran siendo dueños de sus tierras, muchas comunidades se vieron indefensas ante la expansión de las haciendas aledañas, lo que propició una fuerte concentración en la tenencia de la tierra. Pero los ideólogos radicales que llevaron a la práctica estas medidas tardaron mucho en percatarse de las consecuencias de sus políticas. Dogmáticamente convencido de que el progreso económico sólo se podía lograr por medio del libre comercio de los intereses individuales en un mercado sin restricciones, Ignacio Ramírez observó que los indígenas estaban tan inmersos en el lento ritmo de la vida rural que, más que ciudadanos libres de una república liberal, parecían hormigas industriosas, y precisó que por su mismo aislamiento y por la multiplicidad de sus lenguas la mayor parte de los indígenas no podía ser clasificada como mexicana, ya que “estas razas conservan aún su nacionalidad, protegida por el hogar doméstico y por el idioma”.[7] Andrés Molina Enríquez, en su obra Los grandes problemas nacionales (1909), fue el primer intelectual liberal que defendió con empeño el principio de tenencia comunal de las tierras de los pueblos indígenas, pero no mostró gran interés en la historia de los mismos, excluyéndolos de la nación mexicana, a la que definió como una nación fundamentalmente mestiza. Lo que hizo Manuel Gamio fue poner de cabeza un siglo de desprecio liberal, devolviéndole a Anáhuac su lugar como el glorioso cimiento sobre el cual se yerguen la historia y la cultura de México; y a la vez exigió que se revaloraran las formas del arte indígena y se rechazaran los cánones neoclásicos de la estética para juzgarlas. Al igual que Molina Enríquez, pidió la redistribución de la tierra sobre una base colectiva y abogó porque se le diera nuevo impulso a la industria artesanal de los pueblos. Sin embargo, el indigenismo oficial que promovió Gamio tuvo como objetivo final incorporar a las comunidades indígenas en la sociedad nacional del México moderno. Gamio, liberal laico, criticó a la Iglesia católica y al catolicismo popular que gobernaba la mente y la vida del pueblo, y ofreció a cambio difundir conocimientos científicos y beneficios estéticos. Por lo tanto el indigenismo, más que una misión, fue el medio para lograr un fin: si su propósito era incorporar a los indígenas, entonces, más que reforzar, habría que destruir la cultura tradicional de las comunidades indígenas. El nacionalismo modernizante que proponía Gamio ofrecía el paliativo de las

glorias del pasado, pero su visión interna se basaba en el propósito liberal de transformar a un país atrasado en una nación moderna, capaz de defenderse de la hegemonía extranjera.[8] II La base intelectual de la carrera pública de Gamio se sustentó en sus conocimientos de arqueología. Estudió un año (1909-1910) con Franz Boas en la Universidad de Columbia. Boas, quien además de encabezar un movimiento renovador en el mundo antropológico de los Estados Unidos, ayudó a crear la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología en la capital de México, impresionó mucho a Gamio.[9] Bajo la dirección de Boas, Gamio realizó excavaciones en San Miguel Amantla, Azcapotzalco, empleando por primera vez en el continente americano el método del análisis estratigráfico, método que permitió a los arqueólogos seguirle el rastro a diferentes culturas a través de capas sucesivamente más profundas y más antiguas de mampostería y tepalcatería. En reconocimiento a la calidad de sus investigaciones, que fueron dadas a conocer en 1913 en el Congreso Internacional de Americanistas, Gamio sucedió a Boas en el cargo de director de la Escuela de Arqueología, y de 1912 a 1915 trabajó también en el Departamento de Monumentos Arqueológicos, del que llegó a ser director general en los momentos más críticos de la lucha revolucionaria.[10] En 1917, gracias al apoyo de Pastor Rouaix, ministro de Agricultura en esa época, se nombró a Gamio director del nuevo Departamento de Antropología, puesto que ocupó hasta 1924. En ese periodo, Gamio se distinguió por la tarea que más huella ha dejado, o sea, la restauración de la zona arqueológica de Teotihuacan. En los últimos años del porfiriato, Leopoldo Batres había desmontado la vegetación acumulada durante siglos en las dos grandes pirámides. Fue un trabajo torpe, poco profesional, que despojó de simetría a los monumentos y llenó de escombros los alrededores. Con un equipo de arqueólogos y unos 300 peones, Gamio hizo un levantamiento minucioso del centro ceremonial, puso al descubierto algunos de sus elementos más importantes, y desbrozó la Ciudadela, revelando que formaba parte de un templo dedicado a Quetzalcóatl con las grandes cabezas de serpiente que caracterizan el culto a ese dios. A la vez, hizo trabajos de restauración para evitar que la zona sufriera deterioro; por medio de algunas excavaciones profundas, hizo estudios estratigráficos para determinar la secuencia de asentamientos humanos en Teotihuacán; y llevó una crónica minuciosa, con fotografías, planos y gráficas, de los trabajos que se iban realizando. En 1922, Gamio publicó el material recopilado por sus colaboradores en una obra de dos tomos titulada La población del Valle de Teotihuacán.[11] Ignacio Marquina fue el autor de la primera descripción completa de los monumentos y de la zona de Teotihuacán, con abundancia de ilustraciones y detallados análisis de la secuencia de las superposiciones de mampostería y de los frisos. Otros integrantes del equipo dieron cuenta de la mitología y de la cultura de esta civilización antigua. En su introducción a la obra, Gamio manifiesta que aún no es posible fijarle fecha a los monumentos, y que sólo se podía conjeturar acerca de la relación entre Teotihuacán y Tula, capital del reino tolteca. Gamio se abstuvo de pronunciarse en forma definitiva acerca de la civilización indígena, dejando que los descubrimientos arqueológicos dieran fe de los hechos. Pero a pesar de esta omisión, la calidad profesional de la empresa era obvia y la Universidad

de Columbia le otorgó un doctorado a Gamio por su trabajo, raro honor para un mexicano en esa época y prueba clara de su alto rango académico en el mundo. Teotihuacán se convirtió en el monumento público más importante de México y situó a la civilización prehispánica en el lugar que le correspondía en la base de la historia de México. Ya no se podía despreciar por bárbaro el pasado indígena, y mucho menos se podía clasificar a los aztecas, como pretendían algunos antropólogos estadunidenses, como apenas superiores a los iroqueses. La escala imponente de este centro ceremonial lo ponía en la misma categoría que las pirámides de Egipto, dándole nuevo impulso a la vieja tesis criolla de que la grandeza del imperio prehispánico era la gloria de México, tesis que popularizó Gamio en una guía de turistas que publicó en esa época, con el propósito de que el turismo nacional e internacional viniera a admirar su obra.[12] Con esto, Gamio echó a andar lo que había de convertirse en una industria netamente mexicana: la reconstrucción de monumentos antiguos, industria artesanal financiada por el Estado con el doble objetivo de recuperar la gloria nacional y de atraer turismo en masa. En México, la arqueología se rige tanto por razones políticas y prácticas como por criterios académicos. No contento con estudiar el pasado, Gamio también quiso analizar y modificar el presente. En línea paralela con sus descubrimientos arqueológicos, hacía estudios de antropología aplicada. Para Gamio, estas dos tareas se vinculaban, ya que en Forjando patria había planteado la tesis de que la mayor parte de la población mexicana, definida en gruesos términos culturales y no por criterios lingüísticos, se componía de indígenas. Para comprobar su tesis, Gamio organizó, simultáneamente con su trabajo arqueológico en la zona, un estudio etnográfico del distrito de Teotihuacán con un equipo de especialistas. Los resultados de este estudio, que abarcaron diversos temas, incluyendo agricultura, tenencia de la tierra, dieta, religión, tradiciones, medicina y hasta historia colonial para hacer un puente entre el pasado y el presente indígenas, fueron publicados en el segundo tomo de La población del Valle de Teotihuacán. De nuevo, Gamio dejó que sus colaboradores presentaran sus trabajos, haciendo él únicamente el resumen de los resultados a fin de que sirvieran de base para sus recomendaciones. Ante todo, Gamio estaba convencido de que los indígenas contemporáneos conservaban en esencia, aunque erosionada, la cultura tradicional de sus antepasados. En sus manifestaciones materiales e intelectuales, la población indígena exhibía las características de una identidad intransigente, perdurable, muy parecida en el siglo XX a la de la época de la conquista,[13] cosa que intentó demostrar Gamio señalando por una parte que sólo 5% de los habitantes de Teotihuacán hablaban náhuatl y que las mediciones físicas mostraban que únicamente 60% de dichos habitantes eran indígenas, y el resto, mestizos; y por otra parte, mediante un cuadro que elaboró de características culturales, demostró que coexistían dos grupos distintos en la zona, uno de ellos básicamente indígena, y el otro predominantemente mestizo-europeo.[14] Para este trabajo, Gamio se apoyó en las ideas de Franz Boas, quien sostenía que había que clasificar a los grupos por conceptos culturales y no por raza, que era entonces la teoría prevaleciente en las ciencias sociales en los Estados Unidos. Según Boas, no había razas superiores o inferiores, puesto que todos los grupos humanos tenían más o menos los mismos rangos de capacidades y cualidades, y en ese caso no tenía objeto agrupar a las razas y a las naciones en una clasificación evolucionaria, práctica muy popular entre los exponentes del

darwinismo social, quienes colocaban a las naciones teutónicas “blancas” a la cabeza del progreso universal de la humanidad. Gamio se servía de estas ideas de Boas para rechazar el determinismo genético que impregnaba el pensamiento social de México en esa época. Todos los seres eran iguales, si no ante Dios, por lo menos ante el antropólogo. Por este motivo, Gamio siempre se refería a la “civilización” indígena difundiendo en México los conceptos de Boas, que definía la cultura como “las manifestaciones naturales e intelectuales” de cualquier grupo humano. Gamio hacía notar que si los indígenas contemporáneos parecían estar sumidos en un embrutecimiento rural, su atraso se debía atribuir a una dieta inadecuada, a la falta de instrucción, a su pobreza material y al hecho de encontrarse aislados de los estímulos de la vida nacional. Nada de original tenían estas afirmaciones, ya que justo Sierra había dicho en un conocido escrito que la dieta y la educación eran determinantes gemelos del atraso de los indígenas.[15] Con base en estos principios, Gamio defendió los logros estéticos de la civilización indígena, atacando de frente los cánones del gusto neoclásico que predominó en el arte académico de México hasta la víspera de la Revolución. Preguntaba si no había una semejanza impresionante entre el cubismo incipiente y el arte azteca, a la vez que señalaba que bastaba un análisis superficial para descubrir que la literatura y el arte de la civilización prehispánica eran tan bellos y tan originales como cualesquiera que se hubieran producido en México en los siglos que siguieron a la conquista. Al mismo tiempo, advertía que no había que aplicar criterios europeos mal entendidos a los artefactos y a la artesanía indígenas, puesto que aún no había bases para juzgarlos estéticamente. En general, los observadores se embelesaban con aquellas imágenes que accidentalmente se asemejaban a la forma europea, como la del Caballero Águila, y desechaban las que les parecían feas, como la compleja escultura de la Coatlicue. No le bastó a Gamio defender la relatividad de los gustos estéticos, sino que también sostuvo que los artistas mexicanos deberían inspirarse en estas fuentes indígenas, especialmente porque al hacerlo su propio arte sería más accesible y atractivo para la población indígena contemporánea. Con esta idea didáctica en mente, Gamio propuso que el Estado creara un Departamento de Artes Plásticas, con objeto de fomentar un arte nacional, afirmando que esa forma de arte “es una de las grandes bases del nacionalismo”.[16] Para iniciar ese programa comisionó a Francisco Goitia, artista indígena, cuyos cuadros de paisajes, iglesias y retratos de gente de Teotihuacán, en un estilo algo impresionista, formaron parte de la obra que se publicó sobre ese Valle. Al tiempo que pedía se revalorara la civilización indígena, Gamio iniciaba una campaña para darle nueva vida a la industria artesanal popular mexicana, en especial a los textiles, la cerámica, la orfebrería y la porcelana. Aunque muchas de estas artesanías se originaron en la época colonial, guardaban sin embargo la tradición y los rasgos indígenas, incorporando armónicamente las técnicas y formas hispanas e indígenas. Lamentablemente, en el siglo XIX había decaído mucho la producción de estos objetos, debido por un lado a la importación de artículos extranjeros, y por el otro al establecimiento de industrias modernas en México, cuyos productos no tenían una buena acogida en los mercados exteriores. En cambio, las artesanías gustaban mucho en el extranjero, pero se requería que el Estado propiciara la modernización de su producción y distribución. “La industria nacional”, como llamaba Gamio a las artesanías, generaba fuentes de trabajo que hacían mucha falta en las zonas rurales, y

contribuía al desarrollo económico de las comunidades indígenas. En Teotihuacán, Gamio propulsó activamente la producción de artesanías, y si no todas sobrevivieron, la variedad enorme de objetos de piedra que se exhiben ante los turistas contemporáneos que visitan la zona arqueológica son un tributo a su previsión.[17] O sea que también en este campo fue Gamio el iniciador de una política que habían de continuar los gobiernos mexicanos subsiguientes y que a la fecha forma parte del indigenismo oficial. Pero las actividades de Gamio no se limitaron al mundo de la cultura. Se interesó también en la reforma agraria, que veía necesaria. Haciéndose eco de Molina Enríquez, señaló que mientras las Leyes de Indias de la Colonia habían protegido la tenencia de la tierra de los indígenas, las Leyes de Reforma, por el contrario, habían servido para arrebatarles sus tierras a los campesinos indígenas. “La Constitución de 1857 —dijo Gamio— es de carácter extranjero en origen, forma y fondo.” Los partidarios de la Reforma habían expedido leyes y creado un sistema de gobierno adecuado para apenas una cuarta parte de la población, un sistema exótico e inapropiado para la gran masa indígena. En Forjando patria pedía que se tomaran medidas para reconciliar a los yaquis de Sonora y a los mayas de Quintana Roo, a fin de incorporar a estos grupos disidentes en la nación. Aceptó además que, aunque hubiera algunos bandidos en el zapatismo, existía un “zapatismo legítimo o indianismo”, que no se circunscribía únicamente a Morelos, sino que representaba a un tercio de la población, y que simplemente pretendía devolver a los pueblos indígenas las tierras comunales que habían perdido a causa de las Leyes de Reforma. Al atacar la Reforma, Gamio reiteraba el dictamen de Montesquieu, en el sentido de que las leyes deben derivar “de la naturaleza y necesidades de la población”, y no ser sólo principios abstractos importados del extranjero.[18] Para el gran estudio de Teotihuacán, Gamio comisionó a Lucio Mendieta y Núñez para que siguiera el rastro de la tenencia de la tierra en la región desde el principio de la Colonia hasta la fecha.[19] Los resultados que publicó demostraron que, aunque España comenzó a expedir títulos de propiedad en el siglo XVI, y las tierras cultivables pasaron a manos de españoles a medida que se reducía la población indígena, los pueblos siguieron teniendo tierras comunales hasta la época de la Reforma, cuando la mayor parte de la población quedó reducida al nivel de campesinos sin tierra. La Independencia no benefició a la comarca de Teotihuacán, y los datos indicaban que prácticamente no se había registrado aumento alguno en la población entre 1810 y 1876, ni entre 1876 y 1919. Este estancamiento se debía en parte a la carencia de tierras, y en parte al alto índice de mortalidad infantil, a las hambrunas periódicas y a la emigración. Unos siete hacendados eran dueños de 9 523 hectáreas, o sea, 90% de la tierra cultivable de la región, y el remanente estaba en manos de pequeños propietarios. Las haciendas dedicaban buena parte de sus tierras al cultivo del maguey y producían pulque para la ciudad de México. Sólo cuatro haciendas tenían irrigación, y nada más en una había tractor. Únicamente las grandes haciendas producían trigo, pero el maíz se cultivaba por igual en las haciendas y en los pueblos. Pese a la preponderancia de las haciendas, en 1900 sólo empleaban a 371 peones acasillados, y el resto de la población vivía en más de 30 pueblos dispersos, grandes y chicos, en los que había algunas casas con huertas de buen tamaño. Aunque los datos de Mendieta parecen indicar que las propiedades comunales tenían una extensión mayor de las 977 hectáreas que él había calculado, no hay razón para desautorizar su conclusión de que la mayor parte de las familias carecía de tierra suficiente para satisfacer

sus propias necesidades, de manera que la clase más numerosa en las comunidades se componía de jornaleros que buscaban trabajo de temporada o que se colocaban como peones en las haciendas grandes. Sin embargo, en los pueblos por lo regular también había una que otra familia indígena influyente, con propiedades y con cierta autoridad. Mendieta y Núñez advertía que no se debía ir demasiado aprisa en la redistribución de las tierras porque para abastecer a la capital se necesitaba de pequeñas propiedades eficientes, mecanizadas y con irrigación, por lo que convenía, a la vez que se repartiera más tierra a los pueblos, tomar medidas para modernizar la agricultura. Gamio hizo suyas estas conclusiones, a la vez que se mostraba reservado para precisar la mecánica a seguir en una reforma agraria, prefiriendo atacar al bolchevismo para defender sus recomendaciones. Se hace notar que todo esto ocurría justamente durante el régimen de Obregón y en medio de la histeria que se había desatado en los Estados Unidos por el “peligro rojo”. Sin embargo, los argumentos de Gamio carecían de ingenio dialéctico. En primer término, aceptaba que en la ciudad de México “el socialismo ha hecho tan grandes y positivas conquistas como en cualquier otro país del mundo”, con la única excepción de Rusia. En esos años, las condiciones de los trabajadores habían mejorado gracias a la acción colectiva y a la organización de sindicatos, con lo cual se incorporaban al mundo moderno. En contraste, en Teotihuacán se desconocía o no venían al caso las ideas socialistas. Desgraciadamente, en la capital había “líderes pseudo-bolchevistas” que proponían instaurar soviets (consejos) en México; se trataba de individuos que desdeñaban “las leyes indeclinables de la evolución” para venir a imponer formas modernas, extranjeras, de organización en comunidades que aún vivían en diversos niveles de cultura neolítica, prehispánica o medieval. De cualquier manera, agregó, Washington no aceptaría tal situación, sino que intervendría en perjuicio de la soberanía nacional. Como alternativa, Gamio hacía notar que en la época prehispánica los pueblos se gobernaban por una “organización comunista del trabajo […] una aplicación práctica y feliz de las teorías de Marx”. Este “sistema comunista de propiedad” siguió operando durante la Colonia, y sólo había desaparecido con la Reforma. Por lo tanto, existían bases históricas suficientes para llevar a la práctica la Constitución de 1917 y adjudicarle tierras a las comunidades indígenas con base, de acuerdo con la propuesta de Gamio, en el “sistema de mutualismo o comunismo rural, pero no de bolchevismo”.[20] Para justificar la torpeza de la expresión ideológica de Gamio hay que recordar que en ese mismo año Molina Enríquez defendía el artículo 27 de la Constitución, alegando que se sustentaba históricamente en los derechos reales de la Corona española y filosóficamente en los principios positivistas de Comte.[21] III Hacer hincapié en las diversas manifestaciones de la trayectoria de Gamio (su revaloración del arte prehispánico; su estímulo para reactivar la industria artesanal; su insistencia en la supervivencia de las tradiciones prehispánicas; su fuerte crítica del liberalismo clásico y del comunismo contemporáneo por tratarse de doctrinas exóticas; su preocupación por las realidades sociales en contraste con las doctrinas abstractas, y su vivo anhelo de crear una

nación unida, fuerte) es retratarlo como un típico nacionalista romántico, un hombre que mental y afectivamente respondía casi por instinto a los temas e ideales que en el siglo XVIII habían impulsado a los patriotas alemanes a rechazar la Ilustración. El “particularismo histórico” que se le achaca a Boas le sirvió de base para rechazar el darwinismo social y su secuela de penetración imperialista. En las primeras páginas de Forjando patria, Gamio se proyecta como un romántico al instar a los “revolucionarios” mexicanos a que forjen una nueva patria de hierro hispano y bronce indígena; y en su manifiesto empieza por afirmar que, a juzgar por Japón, Alemania y Francia, México no es todavía una nación definida, pues carece de las cuatro características necesarias, que son una lengua común, un carácter común, una raza homogénea y una historia común. Por la multiplicidad de lenguas, por el aislamiento rural, por la pobreza y el analfabetismo, las comunidades indígenas constituían una serie de países individuales, pequeñas patrias, cuyos pobladores no participaban de la “vida nacional” ni ejercían sus derechos ciudadanos en la República. La meta principal, afirmó Gamio, era crear “una patria poderosa y una nacionalidad coherente y definida”, con base en la “fusión de razas, convergencia y fusión de manifestaciones culturales, unificación lingüística y equilibrio económico de los elementos sociales”.[22] Pero, por más románticos y nacionalistas que fueran los impulsos que animaban la carrera oficial de Gamio, tenía demasiado arraigada su formación liberal, positivista, para ceder al empuje ideológico de estos sentimientos. Desde el comienzo se perfiló como un científico social que ponía sus conocimientos profesionales al servicio del pueblo y del gobierno de México. Las consecuencias de su positivismo latente se pueden observar en que, después de haber rechazado el “progreso integral ascendente” a favor de un “progreso temporal y periódico”, eliminó de esta regla a la ciencia por considerar que ésta se sustentaba en la fuerza de una casta internacional de sabios. En 1935 convirtió esta proposición en una antítesis total, cuando escribió que “en la evolución cultural humana se observa que las actividades científicamente regidas, han seguido en su desarrollo una curva ascendente”, en contraste con ciertas actividades o manifestaciones intelectuales, como las desprovistas de carácter científico ya citadas, arte, religión, ética, política, que son meramente convencionales, emotivas y sentimentales y cuya irregular evolución no puede describirse gráficamente por una curva ascendente, sino por una que alternativamente asciende y desciende.[23]

En efecto, todos los problemas nacionales no eran sino remolinos compensatorios, destinados a disolverse frente a la marca universal del progreso científico. La contradicción entre el positivismo y el romanticismo de Gamio quedaba de manifiesto desde el momento en que no encontraba ningún otro valor en la cultura indígena que el de su producción artística. El dato importante de que los indígenas contemporáneos de México conservaban en su vida cotidiana la configuración básica de la civilización prehispánica no era para Gamio motivo de exaltación nacional, ni era un cimiento sólido sobre el cual asentar una nueva nación, ni constituía una fuente de los valores sociales hasta entonces devaluados por ideologías extranjeras; más bien, formaba un obstáculo para el mestizaje y era la causa del retraso económico y del estancamiento cultural. Aun en relación con el Teotihuacán clásico, Gamio mostró cierta tradicional reserva liberal. Ciertamente afirmó que, a pesar de la práctica del sacrificio humano, la religión indígena ejercía una influencia moral benigna,

tomando en cuenta “el grado evolutivo que habían alcanzado”.[24] Ciertamente, la densidad de la población excedía con mucho la de los siglos subsiguientes. En un ensayo que escribió para el público estadunidense, Gamio manifestó que la civilización indígena era “espontánea, es decir, que se desarrolló a partir de un crecimiento mental progresivo, convergente, y de factores geográficos y biológicos. Por este motivo sus características raciales eran normales, sus manifestaciones culturales lógicas, y su estructura social natural y bien organizada”. Sin embargo, desvirtuaba estas observaciones cuando comentaba que las pirámides de Teotihuacán, “las inmensas moles”, que sustentaban los templos, “significaban… la ofrenda de trabajo, dolor, sangre y lágrimas que hacía el pueblo a los dioses, subyugado por las teocracias que explotaban su fanatismo”.[25] Ignacio Ramírez no lo podía haber dicho mejor. Además, si la sociedad teotihuacana era prueba de una trayectoria evolutiva, ésta se invirtió a partir de la conquista, pues desde esa fecha “apenas si se conservó la raza” y los indígenas se vieron reducidos a una “existencia mecánica, oscura y dolorosa, interrumpida por movimientos de rebeldía y odio contra sus opresores”. El legado de España después de la Independencia fue una población de siervos de la gleba dominados por una “cultura híbrida, defectuosa”.[26] Este proceso de declive secular se comprobaba al descubrirse que los descendientes de Fernando Alva Ixtlilxóchitl, historiador mestizo de principios del XVII, familia de pequeños propietarios, de apariencia y de cultura indígenas, aún vivían en Teotihuacán sin saber que entre sus antepasados se contaban Nezahualcóyotl, el rey filósofo de Texcoco, e Ixtlilxóchitl, el único historiador indígena que podía equipararse con el inca Garcilaso de la Vega.[27] Gamio, sin embargo, no hizo hincapié en esta interesante y simpática historia. Al contrario, declaró que “hay en México dos grandes agrupaciones sociales conviviendo en el mismo territorio; una (numéricamente inferior) presenta civilización avanzada y eficiente, y la otra (numéricamente mayor) ostenta civilización retrasada”. O sea, que hacía un contraste entre los indígenas y los mestizo-europeos, contraste como el que en la Colonia se hacía entre “indios y gente de razón”;[28] y según Gamio, después de casi cinco siglos de conflicto, la lucha entre las dos culturas seguía tan dura y opresiva como siempre. Las siguientes palabras de Gamio demuestran que no consideraba que la civilización indígena hubiera aportado algún valor perdurable o lección alguna que pudiera aprovechar el México contemporáneo:[29] La extensión e intensidad que presenta la vida folklórica en la gran mayoría de la población demuestra de modo elocuente el retraso cultural en que vegeta la misma. Curiosa, atractiva y original es esa vida arcaica que se desliza entre artificios, espejismos y supersticiones; mas en todos sentidos sería preferible para los habitantes estar incorporados en la civilización contemporánea de avanzadas ideas modernas, que, aunque desprovistas de fantasía y de sugestivo ropaje tradicional, contribuyen a conquistar de manera positiva el bienestar material e intelectual a que aspira sin cesar la humanidad.

En breve, Gamio examinó la cultura indígena como un patólogo examina el morbo físico de su paciente. El gran proyecto de Teotihuacán no sirvió para buscar las raíces y los cimientos indígenas de México, sino para explorar los bajos fondos de las privaciones humanas. No faltaban estadísticas y datos para sustentar esa tesis. La dieta del pueblo era apenas suficiente y carecía de los elementos necesarios para sostener actividades físicas prolongadas, siendo el promedio de calorías semejante al que consumían los egipcios y no los europeos, cálculo que llevó a la conclusión de que “los indígenas que ahora habitan el Valle

de Teotihuacán pertenecen a una raza en decadencia fisiológica”.[30] Además, el objeto principal del proyecto era eliminar los obstáculos para que el mestizaje, proceso iniciado siglos atrás, tarde o temprano produjera una nación mexicana homogénea. En este sentido, Gamio estaba empeñado en que los indígenas aprendieran español, pues de otro modo se quedarían refundidos en sus pueblos, viviendo “como extranjeros en su propia patria”. Aunque no estaba en contra de que hablaran en sus propios dialectos, era evidente que esperaba que éstos poco a poco fueran desapareciendo, pues al referirse a que ya había menos dialectos que antes, comentó que “esta decadencia […] es en bien de la unificación nacional”.[31] Al subrayar la importancia de la cultura por encima de la genética, Gamio sacó algunas conclusiones interesantes, afirmando que no se podía clasificar como indios a Juárez y a Altamirano, a pesar de serlo genéticamente, porque se habían incorporado totalmente a la cultura moderna. Todavía en los años treinta, Gamio distinguía entre la cuarta parte de la población, que gozaba de una cultura científica moderna, predominantemente urbana, y la mayoría de los habitantes, que se regían por ideas y costumbres anacrónicas. Para entonces, ya estaba convencido de que la soya era un agregado útil para mejorar la dieta del pueblo, y además se afanaba por introducir la medicina moderna en el medio rural. Nombrado director del Instituto Indigenista Interamericano en 1938, cargo que conservó durante muchos años, se mantuvo firme en su posición de que “la cultura indígena es la verdadera base de la nacionalidad en casi todos los países americanos”, insistiendo en el “futuro brillante de la industria artesanal”, y catalogando a la cultura autóctona de “más natural, espontánea y pintoresca” que la civilización extranjera de las ciudades; y sin embargo, definía como propósito de su Instituto ayudar en “las necesidades de los grupos que vegetan en las más bajas etapas de evolución”.[32] Otro indicador de la fuente ideológica del indigenismo oficial en México es que en Gamio, tras la máscara del sobrio científico social, se escondía un implacable liberal anticlerical. Todo su trabajo sobre Teotihuacán está salpicado de invectivas contra los tres siglos de dominación española en que los indígenas prácticamente se vieron sometidos a la esclavitud, víctimas de explotación y de una crueldad insensata; Gamio hace hincapié en la tragedia de la dispersión y opresión de esta gente. Pero su crítica más severa, en la introducción de su obra, la reserva para la religión católica, afirmando que “la imposición de esa religión fue la causa principal, o una de las más importantes, que motivaron la pronunciada y continua decadencia de la población indígena en la época colonial y en la contemporánea”.[33] Pese al empeño de los propagandistas reaccionarios en representar a los primeros frailes como protectores de los indios, lo que éstos hicieron fue explotar sin misericordia a los indígenas, obligándolos en masa a construir las iglesias y conventos que se elevaban muy por encima de los míseros jacales de los pueblos. Gamio afirmaba que Las Casas y Sahagún fueron la excepción y no la regla, a la vez que exclamaba: “¿Quién sabe cuántos frailes sanguinarios y expoliadores debieron morir en la horca?” Por más que los franciscanos, obedeciendo “las sobrias reglas del misántropo de Asís”, hayan construido edificios menos ostentosos que los de los agustinos, las crónicas de Motolinía y Mendieta son engañosas, pues los frailes no les inculcaron la fe cristiana a los indígenas, sino que a partir de la Conquista, lo único que hicieron fue sustituir los ídolos paganos por imágenes católicas. Hasta la fecha, los indígenas practican un “politeísmo rudimentario […] una mezcolanza extraña de supersticiones y

conceptos religiosos idólatras, muy alejados de los principios del catolicismo romano”.[34] El encono de Gamio contra la Iglesia era típico de la coalición constitucionalista que derrotó a la alianza popular en la Revolución. Herederos de la Reforma, los integrantes de este grupo acusaban a la Iglesia de ser el principal obstáculo para sus planes de constituir una sociedad moderna y laica en México. El estudio de Teotihuacán había demostrado que sus habitantes eran muy religiosos y que gastaban sus escasos recursos en fiestas y en adornos para las iglesias; pero su devoción los ponía bajo el dominio del clero rural, al que poco le importaba el bienestar material de su rebaño, contento de poder cobrar cuotas altas por sus servicios, vivir con sus mancebas y, en general, inculcar ideas retrógradas. Los resultados del estudio etnográfico de Teotihuacán no confirmaron del todo este juicio tan severo. Por las encuestas se precisó que 4 826 personas tenían conocimientos elementales de los principios de la fe cristiana, y que 3 419 sólo se podían clasificar como paganos católicos. Se vio, además, que casi todos los indígenas hacían uso de medicinas naturales y siempre acudían a los curanderos para aliviarse; y que su concepción del mundo y de los espíritus distaba mucho de los dogmas de la Iglesia. Pero los investigadores señalaron que, si bien el clero tenía mucha injerencia en la vida de esta gente, tal injerencia dependía de que los sacerdotes se ganaran la simpatía del pueblo, pues se había dado uno que otro caso de que algún sacerdote fuera expulsado por feligreses iracundos. Pero la conclusión a la que llegaron los investigadores fue que la religión era necesaria para los indígenas, pues era el único rayo de luz en “la vida animal de estos hombres”.[35] En vista de estos resultados, Gamio se abstuvo de recomendar que se atacara de frente a la Iglesia, pero sugirió que el gobierno interviniera para que se redujeran las cuotas por servicios religiosos y que se buscara la manera de persuadir a los sacerdotes de que se casaran. También recomendó que se eliminaran o por lo menos se modificaran las imágenes que con su ridícula vestimenta y su aspecto sanguinario tanto atraían a los devotos, porque su apariencia corrompía la sensibilidad de los indígenas. Además, sugirió que se implantaran “en la región otros credos religiosos y otros cleros, como el protestantismo y sus pastores”, y que se organizaran “logias masónicas regionales y asociaciones cívicas”. Años más tarde, Gamio dijo que ojalá se pudieran fomentar las cualidades estéticas naturales de los indígenas de manera que la expresión artística sustituyera a la devoción religiosa. Y como siempre, imputó a la religión el atraso cultural de los indígenas, y para combatir su nefasta influencia aconsejó al gobierno que impulsara la educación y la ciencia.[36] El indigenismo de Gamio pretendía extirpar el catolicismo popular que se había desarrollado en la Colonia: el coloso no admitía rivales en su guarida. IV En la Declaración de principios sociales, políticos y estéticos que publicó David Alfaro Siqueiros en 1922, un grupo de destacados pintores y escultores mexicanos, entre ellos Diego Rivera y José Clemente Orozco, proclamaron que no sólo el trabajo noble, sino hasta la mínima expresión espiritual y física de nuestra raza, brota de lo nativo (y particularmente de lo indio). Su admirable y extraordinariamente peculiar talento para crear belleza: el arte del pueblo mexicano es la más sana expresión espiritual que hay en el mundo y su tradición nuestra posesión más grande.

Digna de la visión rectora de José Vasconcelos, había una euforia mesiánica en esta proclama en la que los artistas mexicanos afirmaban su vocación para crear formas de significación universal, pero de origen indígena. La tensión entre las raíces indígenas y la ambición universal, por no decir futurista, condujeron a Siqueiros y a Orozco a criticar la obra de Rivera, aduciendo que su nacionalismo estrecho era una mezcla poco original de reivindicación arqueológica, narrativa popular, y primitivismo tipo Gauguin. En cambio, Siqueiros se dedicó a trabajar con técnicas diferentes y nuevos materiales coherentes con la mecanización del siglo XX, descartando los modelos historicistas por considerarlos románticos y manifestando que el arte revolucionario tenía que ser clásico, público y monumental, y que debía tener como elemento importante las formas básicas de la geometría, característica que ya se notaba en las primeras obras de Siqueiros y de Cézanne. Orozco, por su parte, consideraba deplorable que se le diera tanta importancia a lo indígena, pues mucho del supuestamente arte indígena provenía de “los criollos y mestizos de las zonas rurales”: para Orozco el nacionalismo en asuntos estéticos sería importante en relación con el arte popular local y de interés transitorio, pero tendría un efecto negativo en la obra artística importante que tuviera que someterse a requerimientos universales comunes a todos los países. Orozco dijo que “cada raza podrá hacer, y tendrá que hacer, su aportación intelectual y emocional a esa tradición universal, pero nunca se la podrá imponer a las modalidades locales y transitorias de las artes menores”.[37] En la ideología de Manuel Gamio se observa esta misma dicotomía entre el énfasis que había que poner en las raíces indígenas del pueblo de México y la firme convicción de que había que modernizarse. En el arte, la tensión entre estos impulsos contrarios condujo a la producción de pinturas que eran a la vez nacionalistas en contenido pero modernas en forma y técnica, combinación que se justificaba en parte por la experiencia de la Revolución y en parte por la ambición revolucionaria de producir formas de expresión pública y didáctica. Las imágenes del pasado que expusieron los grandes muralistas se derivaban de la ideología liberal nacionalista fomentada por el gobierno revolucionario. También en la obra de Gamio se encuentra ese impulso por emplear las técnicas más avanzadas de las ciencias sociales para dilucidar sobre las realidades de la historia nacional y de la situación contemporánea de los indígenas mexicanos. También en su obra arqueológica aplicó técnicas modernas para descubrir la secuencia de las culturas anteriores y para rescatar y reconstruir los grandes monumentos de la civilización indígena, a fin de convertirlos en una demostración tangible, pública, del origen indígena de México. En resumen, es un hecho significativo que Gamio, con su estudio etnográfico de Teotihuacán, haya sido el primero en hacer una investigación metodológica de las costumbres y creencias de los indígenas desde 1560, cuando Sahagún terminó de escribir su crónica monumental. Hay cierta identificación entre las dos obras, pues el franciscano justificó su acumulación de datos con base en que su labor era como la de un médico que investiga una enfermedad: estudiaba el paganismo de los indígenas con objeto de encontrar la manera de extirparlo, pues estaba totalmente convencido de que para incorporar a éstos a la cultura universal de la Iglesia católica había primero que conocer y luego arrancar la raíz de su religión. Con ese mismo sentido formó Gamio a su equipo de ayudantes para investigar todos

los aspectos de la “civilización indígena”, a fin de recomendar medidas que permitieran al Estado mexicano incorporar al pueblo indígena a la sociedad nacional, que Gamio definía como una variante de la cultura universal del capitalismo liberal occidental, persuadido de que para la modernización era menester destruir las costumbres y creencias tradicionales, haciendo hincapié en la necesidad de arrancar de raíz la influencia de la Iglesia católica. Pero, en esencia, los únicos elementos de valor que encontró Gamio en su exploración de la civilización indígena fueron sus artefactos, objetos que servían como fuente legítima de orgullo nacional, dignos de exhibirse en museos erigidos para celebrar los logros culturales de México. De tres siglos de opresión hispana sólo trató de rescatar la arquitectura, el patrimonio artístico y las artesanías de la civilización indígena. En suma, Gamio descartó, por considerar que tenía muy poco que aportarle al México contemporáneo, el largo ciclo de civilización humana prehispánica: lo pasado, pasado estaba, y de haber aún algún remanente, había que extirparlo, conservando únicamente para ser admirados en el presente sus monumentos materiales y sus artefactos. Pese a que, según Gamio, la población indígena conservaba la cultura de Anáhuac, los datos que acumuló revelaban que era la época colonial la que constituía el pasado vivencial y cultural, y que éste era el que le daba su forma al modo de ser del pueblo indígena, al grado de que hasta las artesanías que se empeñaba en fomentar provenían de esa época. Por otra parte, la forma de tenencia de la tierra que proponía era la que existía en la época colonial. Y por último, el arraigo que tenía el catolicismo popular hacía patente la profunda penetración que se logró en esos siglos de cultura colonial. Había, en efecto, dos Méxicos. Pero el conflicto se hallaba entre una mayoría católica y una minoría liberal, entre un pueblo cuyas tradiciones e instituciones estaban arraigadas en tres siglos de dominación española, y los proyectos modernizantes del Estado revolucionario. No tenemos aquí el propósito de cuestionar la preocupación, digna de admiración, que inspiró la carrera profesional de Gamio. Pero no hay duda de que su indigenismo se derivó de su liberalismo, animado por un nacionalismo modernizante que buscaba la incorporación y asimilación de comunidades indígenas a la sociedad urbana hispana. La meta final y paradójica del indigenismo oficial de México fue la de liberar al país del peso muerto de su pasado indígena, o, para decirlo de otro modo, para darle la puntilla a la cultura indígena que había surgido durante la época colonial. Traducción de María Urquidi

Apéndice II La Revolución mexicana y la sociología alemana[*] Como vimos en el Interludio V, la figura más importante de la tradición populista norteamericana dedicada al estudio de la Revolución mexicana, Frank Tannenbaum, señaló que: “La Revolución mexicana fue anónima. Fue esencialmente obra del pueblo. Ningún partido organizado encabezó su nacimiento. No hubo intelectuales importantes que diseñaran un plan… En México no hay un Lenin… Pequeños grupos de indios detrás de líderes anónimos fueron la Revolución”. A partir de esta definición se puede decir que la Revolución fue esencialmente agraria y su principal motivo fue el hambre de tierra de los campesinos nativos. La dificultad que representa esta interpretación populista radica en la victoria de los constitucionalistas del norte, hombres como Álvaro Obregón y Venustiano Carranza que trataron de crear un Estado autoritario dedicado a las tareas paralelas de la modernización económica y la centralización política, metas que el régimen revolucionario heredó de su antecesor porfiriano. Como ha señalado Jean Meyer, la Revolución puede verse como “el clímax del proceso de modernización iniciado a finales del siglo XIX, el perfeccionamiento más que la destrucción de la obra de Porfirio Díaz”. En esta interpretación al estilo de Tocqueville fueron los caudillos progresistas de Sonora, más que los líderes populares como Zapata y Villa, quienes iniciaron la “verdadera” revolución en México. No es necesario decir que los estudiosos marxistas habían entrado ya al combate atreviéndose a identificar a las facciones revolucionarias que competían con las distintas clases sociales, y llamando a los victoriosos la pequeña burguesía, aunque bajo los auspicios “bonapartistas”. Alan Knight, en The Mexican Revolution, pretende justificar la tesis de Tannenbaum, contradecir a revisionistas como Meyer y limpiar el ambiente de la infección marxista. Con mil páginas de texto —cerca de medio millón de palabras—, el profesor Knight ha sacado a la Revolución de su anonimato o, mejor dicho, ha construido una bien abastecida galería de retratos de “la nación política” que luchó por su superioridad durante la Revolución. Discípulo de Lewis Namier, Alan Knight pretende identificar las relaciones sociales y los intereses concretos del liderazgo revolucionario. Con conocimiento y claridad, después de buscar minuciosamente en diversas fuentes, ofrece una serie de detalladas descripciones llenas de comentarios vivaces e irónicos. Sobra decir que Knight es consciente de que la prosopografía no es más que un medio que lleva a un fin y no es el adecuado para el análisis de las decisiones individuales durante una etapa de levantamiento político. En todo caso, Knight es también un populista que acepta la afirmación de Trotsky en cuanto a que lo que define a una revolución es el movimiento de las masas en una etapa política. Fueron las propagadas y violentas acciones de las masas rurales en México las que eventualmente

disolvieron el Estado porfiriano y su oligarquía de colaboradores. El terremoto social que permitió que Villa y Zapata —hombres sin educación ni formación política— asumieran de manera decisiva el control de la capital transformó la cultura política de México e impuso un programa de reforma agraria a los ganadores de las guerras civiles de 1915-1917. Para apoyar su visión populista, Knight tiene que lanzar su red bastante lejos. Divide a las fuerzas populares en dos categorías, la de campesinos tradicionales y la de lo que él llama comunidades serranas, cada una con una forma distinta de liderazgo. Señala que ambas categorías se vieron afectadas por la rápida modernización de la economía mexicana durante el porfiriato, proceso que dio como resultado una enorme pérdida de tierra, la caída de los ingresos reales, contratos desfavorables para los agricultores y, en el aspecto político, un creciente despojo por parte de una pequeña oligarquía empresarial. La lucha por la sobrevivencia de los habitantes de Morelos contra las expansivas plantaciones de azúcar fue sólo una parte, aunque la más explosiva, del enorme conflicto entre las haciendas y los campesinos tradicionales del México central. Al afirmar este argumento convencional, Knight expone una serie de ejemplos sacados de una área geográfica amplia. Una debilidad de su libro es que no hace un análisis estadístico serio de los cambios en la tenencia de la tierra a finales del siglo XIX. No obstante, el uso de la categoría de “serranos” es lo que hace a Knight original y supongo que también controvertido, ya que éste es un concepto geográfico y sociológico. Las comunidades serranas se definen como asentamientos periféricos, por lo general dominados por propietarios individuales, “rancheros”, a menudo entregados a bandidos ocasionales y cuya existencia con frecuencia es amenazada por los estados vecinos grandes. Estos distritos fronterizos o localizados en elevaciones de la tierra servían como bases de poder de los caciques locales o regionales, cuyo despotismo era nivelado por formas de autoridad de familia extendida y patriarcales. En los asentamientos serranos se reclutaron caudillos populares como Pancho Villa, Pascual Orozco y los hermanos Cedillo. De hecho, como deja claro la narración de Knight, si bien las grandes revueltas e invasiones de los campesinos tradicionales desestabilizaron al Estado porfiriano tanto en 1910 y 1911 como durante las siguientes presidencias de Madero y Huerta, no obstante fue el efecto de la movilización serrana lo que causó el derrocamiento de Díaz y Huerta. El problema interpretativo se centra en las credenciales revolucionarias de los caudillos serranos. Referirse a la familia Santos de la huasteca potosina como gente insignificante que habita en lugares apartados, más jacobitas que jacobinos (tomo I, p. 197), es enfatizar la ambigüedad conceptual de la categoría de serrano en cualquier informe populista de la Revolución. La “economía moral” de estos caciques y caudillos rurales no admite ninguna descripción fácil o favorable. The Mexican Revolution consiste en una serie de ensayos en los que Knight analiza a los grupos políticos de los regímenes y facciones sucesivas que dominaron México en los años de 1910 a 1917, vinculados por una narración ágil de acciones militares e interrumpida periódicamente por incursiones en la teoría sociológica. Knight se esmeró en negar la aplicabilidad de los conceptos marxistas a la Revolución. Si bien México había abandonado hacía tiempo el feudalismo, aún tendría que experimentar el capitalismo industrial, su economía todavía era fundamentalmente agraria, con una clase trabajadora urbana que era una fuerza naciente carente de cualquier impulso revolucionario. Las facciones que peleaban por

el poder en México tenían su base en el campo y comprendían coaliciones que raras veces se encontraban en un solo estrato social. Sin embargo, no contento con burlarse del ejercicio marxista, Knight recurre a los conceptos centrales de la sociología clásica enunciados por Tonnies, Durkheim y Weber. Mientras que Tannenbaum describe a la Revolución como el resultado dramático de una lucha de siglos entre las haciendas españolas y los pueblos indígenas, Knight hace una diferencia dentro de la propia confusión de la guerra civil, la invasión y la Revolución, los conflictos que subyacen entre las fuerzas que representan a los principios contrarios de gemeinschaft [comunidad] y gesellschaft [sociedad], de comunidad y sociedad, de solidaridad orgánica y mecánica, de tradicional y racional, de autoridad burocrática, del campo y la ciudad, y de los intereses regionales y nacionales. En esencia, dice, tanto los campesinos tradicionales como las comunidades serranas se alzaban contra la modernización que se estaba dando debido a la creciente incorporación de México a la economía mundial. Por lo tanto, su reacción estaba fundamentalmente en contra de los ideales de progreso de los liberales urbanos encabezados por Francisco I. Madero. También es importante mencionar que sus esperanzas de distribución de la tierra y de autonomía local iban en contra de la visión de los caudillos constitucionalistas, cuya crítica de las haciendas tradicionales surgió de la impaciencia por su ineficacia económica y monopolización de recursos que los granjeros comerciales explotaban de mejor manera. Aún más, tanto Carranza como los generales sonorenses rechazaban la democracia maderista por impracticable y pretendían establecer un régimen autoritario que ofreciera la estabilidad política necesaria para su proyecto modernizador. En un análisis brillante del villismo y el carrancismo, Knight emplea una metáfora de la física atómica en la que cada “partido” consistía de un núcleo rodeado por un número de partículas cambiantes, a menudo intercambiables, cuya atracción estaba determinada por causas complejas e individuales que incluían la repulsión de los vecinos inmediatos. En estas dos grandes coaliciones se encontraban caudillos serranos, intelectuales liberales, líderes campesinos y acaudalados poseedores de tierras. Sin embargo, el centro del villismo consistía en bandoleros sociales institucionalizados y en la movilización de las comunidades serranas de Chihuahua y Durango. Por el contrario, el centro del Carrancismo estaba constituido por los generales de las milicias de los estados de Sonora y Coahuila, muchos de los cuales se movilizaron en 1912 contra la revuelta de Orozco, siempre impusieron una disciplina profesional en sus fuerzas y desde entonces emplearon el poder que habían ganado en la batalla para crear nuevas estructuras políticas. La “Revolución desde fuera” en Yucatán, introducida a punta de bayoneta por las fuerzas constitucionalistas guiadas por Salvador Alvarado, es un ejemplo de la visión reformista de los líderes sonorenses. En efecto, había una fisura radical, una división cultural que separaba a los simpatizantes de Pancho Villa y a los Arrieta de Durango de las ambiciones empresariales de un Obregón o un Calles. Los valores culturales, más que la clase social, definieron el núcleo político de las dos coaliciones que lucharon por el poder en 1915-1917. Lo que distinguía a los vencedores fue su determinación inflexible, no estalinista, de imponer su régimen autoritario sobre una población que sufría epidemias, hambruna, una inflación descontrolada y un acentuado bandolerismo. El hecho de que fuera suya la victoria de la modernidad sobre la tradición simbolizada en su amargo anticlericalismo sólo refuerza el rigor de la elección política en la

historia de México. ¿Cómo hacer justicia a un libro de esta magnitud en unos cuantos párrafos? A manera de advertencia final, el lector debe saber que la prolijidad no es lo mismo que la omnisciencia y que el objetivo explícito de Knight es escribir la historia de la Revolución, no una historia del pueblo mexicano de 1910 a 1920. A pesar de su tendencia tolstoiesca de hurgar debajo de la superficie de los hechos y explicar las causas que llevaron a tantos miles de hombres a conflictos armados en la República, enfoca su atención en los actores que pisaron el escenario político, no en la masa de espectadores que sufrieron las consecuencias de sus acciones. Tomando una diferencia hecha por Luis González, el libro de Knight trata de “los revolucionarios”, no “los revolucionados”. Manifiesta poca simpatía por el destino de la Iglesia católica. Es más, debido a su filiación con Lewis Namier y a su convicción populista, Knight resta importancia al papel de los intelectuales y sus ideas, los describe casi como bardos y bufones de la corte cuya presencia es irrelevante para la lucha por el poder. Por lo tanto, no presta ninguna atención a los medios administrativos mediante los cuales se alimentó y equipó a las tropas, ni a los impuestos recolectados y gastados. Como último recurso, The Mexican Revolution presenta dos paradojas sin resolver. Se define al levantamiento como una Revolución precisamente por el movimiento de las fuerzas populares, aunque esas fuerzas fueron vencidas por líderes comprometidos con un proyecto modernizador. ¿Se resuelve la paradoja mediante la observación de que estos líderes, especialmente los sonorenses, eran hombres de antecedentes oscuros, forjados en la Revolución, que percibieron la necesidad de aceptar el programa agrario de los populistas? La segunda paradoja es que aunque Knight no presta atención a los intelectuales por considerarlos sin importancia, la diferencia entre el villismo y el carrancismo depende de dos visiones distintas del mundo: los ideales y medidas de los generales constitucionalistas, equivalente mexicano de los bolcheviques, surgidos a partir de la lectura de libros, de su educación sin importar cuán imperfecta fuera y, por encima de todo, de las ideas y textos de generaciones anteriores de liberales mexicanos. A pesar de estas características, planteadas a modo de debate, todos los historiadores de México están en deuda con Alan Knight por la rica cantidad de datos importantes y por el entusiasmo dialéctico con que plantea sus argumentos. The Mexican Revolution es un logro histórico de primer orden. Traducción de Leticia García Cortés

Apéndice III Edmundo O’Gorman y David Hume Fue en el verano de 1961, en una visita a México en calidad de estudiante turista, cuando conocí a don Edmundo O’Gorman. Dado que durante ese viaje decidí emprender el estudio de la historia de México, es justo reconocer que gracias a dicho encuentro hice mi elección. La ocasión fue un almuerzo entre O’Gorman y el director del Consejo Británico en México, y mi papel era escuchar a mis mayores; en todo caso, por aquel entonces yo sabía muy poco sobre México y su historia. Sólo una observación se alojó en mi mente: O’Gorman nos informó que había traducido una obra de David Hume, el filósofo escocés del siglo XVIII, a quien yo había leído asiduamente en Cambridge. En 1994, invitado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México para participar en un homenaje a don Edmundo, aproveché este recuerdo y presenté a David Hume como una influencia principal en la filosofía de la historia de O’Gorman. En esta ocasión también reconocí mi deuda intelectual con sus ensayos e interpretaciones y sobre todo con las magistrales ediciones de tantos de los cronistas que yo había utilizado en mi propia obra. Lo que sigue es una versión corregida y aumentada de aquel breve homenaje. En Fantasmas en la narrativa historiográfica (1991), alocución que presentó al ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad Iberoamericana, Edmundo O’Gorman atacó vigorosamente las doctrinas y legado del alemán Leopoldo van Ranke, sosteniendo que su celebrada definición de la historia como el descubrimiento de “lo que realmente pasó” es una negación del inevitable “relativismo subjetivo” del conocimiento histórico, negación que “se cifraba en la utopía de una aséptica imparcialidad y exhaustiva información testimonial”. Además, esta ilusoria búsqueda de la certeza objetiva estaba perseguida por tres fantasmas cuya influencia maligna había destruido muchas vocaciones históricas prometedoras. En primer lugar, estaba el espectro del “esencialismo”, es decir, la suposición de que “los entes históricos” poseen una esencia inmutable que perdura a lo largo de los siglos sin importar las vicisitudes de su existencia. Escribir un libro titulado México a través de los siglos equivalía a asegurar que existía un ente cuya identidad esencial, “encerrada en su fortaleza entitativa”, sobrevivía los cambios producidos por el tiempo. En segundo lugar, O’Gorman desafió la aplicación del principio de causalidad a la historia, aquella suposición de que “un fenómeno cause como efecto necesario el fenómeno subsiguiente […] sólo por su antelación”. Esta suposición es la que había permitido que el descubrimiento casual de Cristóbal Colón de una isla caribeña se interpretara como la causa del “encuentro del Antiguo y el Nuevo mundo”. El tercer fantasma que amenazaba a los jóvenes historiadores era la insistencia rankeana en la investigación exhaustiva y su obsesión por los “materiales históricos” y el “aparato técnico”.

Ante la actual inundación de “ponencias en congresos, coloquios, mesas redondas, encuentros et hoc genus omne”, O’Gorman apeló a una renovación en el modo de concebir y escribir la historia, como para abrir paso a “una historia sólo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia-arte, cercana a su prima hermana la narrativa literaria”, en la cual la “experiencia vital del historiador […] su cultura, sus preferencias, sus filias y sus fobias” generarían una especie de revelación causada por el encuentro personal del historiador con el pasado.[1] A primera vista, uno podría interpretar este elocuente discurso como una protesta romántica contra la actual profesionalización de la historia en México, una protesta lanzada por un anciano sobreviviente de la belle époque de la historia literaria. Pero una interpretación así no haría justicia al fundamento filosófico del ataque de O’Gorman a la “historia científica” e ignoraría los firmes argumentos que han caracterizado sus principales obras. Para comprender el origen de su ataque, presentado de manera resumida en 1991, es preciso volver a su libro Crisis y porvenir de la ciencia histórica, publicado en 1947 y dedicado a “José Gaos, maestro de siempre y siempre amigo”, donde exponía en toda su extensión sus objeciones a la historia naturalista de Ranke. Sostenía que desde el renacimiento hasta mediados del siglo XIX había sido posible que los historiadores enmarcaran sus narraciones como antologías de ejemplos morales, presentando a los grandes hombres y los grandes hechos del pasado como modelos para el presente. Desde esta perspectiva se había escrito la mayor parte de la historia patria. Pero con la aparición de Ranke y sus discípulos, el historiador se volvió una guía imparcial y desapegada, sumergida en documentos oficiales y archivos para descubrir “lo que verdaderamente ocurrió”. El principio que animaba esta empresa quedó expresado por Ranke cuando escribió: “Descubrí que la verdad era más interesante y hermosa que la ficción. Me desvié de ésta y decidí evitar toda invención e imaginación en mis trabajos y ‘sujetarme a los hechos’”. Declaró además que “el pasado humano no tiene ni puede tener influencia sobre la vida”. Con su inmenso cuerpo de escritos y su seminario, el estudioso alemán fomentó el tipo de sistemática investigación de archivos que, de acuerdo con O’Gorman, “pervive embotellando en conserva su acumulado saber en bibliografías, ficheros e índices de índices…” El descendiente directo de Ranke es el académico moderno que corre de un lado a otro siempre ocupado buscando nuevos documentos, siempre listo con algún nuevo artículo sobre algún tema insignificante, aunque nunca capaz de comprender las realidades del pasado y de hecho comprometido con una “ocultación de la posibilidad de llegar a conocer especulativamente a la historia”.[2] ¿Fue una paradoja o una reacción natural que cuando O’Gorman desarrolló su sátira de la historia científica y de sus practicantes contemporáneos estuviera empleado por el Archivo General de la Nación y ocupado en la edición de su boletín? La crítica a la pedantería académica es un expediente tradicional de los historiadores románticos. Fue Thomas Carlyle quien en Cromwell (1845) caracterizó con sorna al estudioso contemporáneo como un pazguato que aseguraba que no se podía comprender la guerra civil inglesa sin leer los 50 000 panfletos escritos al respecto. Para Carlyle la tarea del verdadero historiador era mandar a volar las heces y escoria del pasado y emplear su visión poética para resucitar sólo aquello que merece recordarse, con vistas a escribir “una Ilíada moderna como monumento del pasado”. En otra obra sugirió que la historia nacional debería concebirse

como una especie de biblia secular.[3] Tanto prevaleció en Ranke la idealización de la nación y de su historia que incluso expuso un pasado europeo dominado por el surgimiento de los Estados dirigentes, cada uno con una individualidad propia basada en principios averiguables de prácticas política y social.[4] Aquí estaba, por supuesto, otra razón para que O’Gorman rechazara la escuela rankeana, pues en ningún momento de su carrera se vio tentado a narrar cómo se formó la nación mexicana. Aunque elocuente en su denuncia de la investigación naturalista, O’Gorman fue menos capaz de definir el tipo de historia que prefería. Como veremos, invocó la filosofía de Martin Heidegger para salvarse de las intolerables demandas de los rankeanos. Pero el historicismo existencial también le permitió exorcizar el escepticismo provocado por el relativismo histórico. Para cuando escribió Crisis y porvenir… ya había traducido el Diálogo sobre la religión natural de Hume y estaba evidentemente familiarizado con la filosofía de la ilustración escocesa.[5] Sin duda, se debió a Hume su ataque a que los historiadores invocaran “entes imaginarios” como las naciones, gobiernos, épocas, ideas, estilos, América y el Renacimiento, personificaciones todas que malversaban metáforas biológicas y a las que caracterizó como “entes imaginarios de quienes, para confusión irremediable, se dice y piensa que nacen, se desarrollan y mueren, y aun llega a decirse que gozan y padecen, aman y odian”. [6] Es evidente que estas metáforas orgánicas provenían de la equiparación de los seres humanos individuales con las instituciones sociales. En este contexto, hay que recordar que Hume sostenía que […] aquello a lo que llamamos mente no es más que un amontonamiento o colección de distintas percepciones […] Esta tendencia a atribuir una identidad a nuestras percepciones semejantes produce la ficción de una existencia continua […] Si no tuviéramos memoria nunca tendríamos noción de la causalidad, y en consecuencia tampoco de aquella cadena de causas y efectos que constituyen nuestro ser o persona.[7]

Y si la identidad de los individuos mismos no tiene más fundamento que el efecto acumulativo de la memoria y el hábito, ¿qué realidad puede atribuirse a conceptos como nación, Estado o época histórica? En estas líneas de Hume encontramos el origen del escepticismo de O’Gorman en cuanto a los “entes históricos”, expresado por primera vez en Crisis y porvenir… y reiterado 40 años después en Fantasmas… Cualquier duda respecto a la influencia perdurable de Hume sobre O’Gorman se disipa con la referencia al filósofo escocés en Fantasmas… como su autoridad para el ataque al principio de causalidad. En un pasaje famoso Hume se había negado a aceptar necesariamente una conexión entre los fenómenos. La causalidad era simplemente una suposición humana basada en percepciones reiteradas de contigüidad, constantes coyunturas y prioridad. O’Gorman aplicó este argumento en su celebrada crítica a la idea tradicional de que Cristóbal Colón descubrió América en 1492. Pero en este contexto también hay que notar que al terminar su demolición de las doctrinas tradicionales, Hume confesó que sus reflexiones lo habían expuesto a “melancolía y delirio filosóficos”. Sólo entonces sugirió que se habría de permitir a la naturaleza curar las ansiedades provocadas por el exceso de pensamiento, y agregó: “Ceno, juego una partida de backgammon, converso y me divierto con mis amigos…” A modo de remedio intelectual, dedicó los últimos años de su vida a escribir una historia de Inglaterra interpretada a partir de Tory.[8] De modo que el escepticismo no le impidió disfrutar

de la compañía o de su actividad como autor. En Crisis y porvenir… queda claro que O’Gorman recurrió al historicismo existencial de Martin Heidegger y José Gaos para evitar el peligroso escepticismo de Hume. La premisa de su filosofía era que todo conocimiento está determinado por la realidad existencial del agente humano. Aplicado a la historia, de este principio se desprendía que el pasado siempre se conoce por medio de una “precomprensión predeterminante”. Mientras que la historia científica concebía el pasado como algo ajeno, separado del presente y así inanimado, el historicismo interpretaba el pasado como “depósito de experiencia”, que como tal permanecía incorporado al presente. En tono poético, O’Gorman aseguraba que como el pasado ha creado el mundo en el cual nacemos, moldea nuestras vidas y pensamientos, permeando así nuestra realidad, y agregaba: Lo hallamos, sin reconocerlo como “historia”, en las conversaciones, en una leve huella, dentro de los armarios; anda por los caminos, surge de los sepulcros y habla en las canciones; y su grande y silenciosa voz tiene un claro acento, fácil de comprender en cuanto nos dice cosas de inmediata aplicación a nuestra vida.[9]

En efecto, para que la historia se recuperara como fuerza intelectual era necesario crear una relación vital entre la existencia del historiador y las experiencias decantadas del pasado. Para lograr esta relación, el “varón heroico” tenía que rechazar los dictados del simple sentido común y la nulificante mediocridad de la civilización moderna, y sobre todo buscar “expresar con autenticidad” su visión personal. Todo esto valía la pena decirlo y sin duda tuvo un efecto benéfico, aunque cuando O’Gorman trató de dar una definición teórica de estas ideas, rayó en lo metafísico: La historiografía es, desde el punto de lo verdadero, la elaboración de la inteligibilidad del ser que tiene la historia, para el modo de ser cotidiano de la existencia […] la verdadera ciencia histórica, la historiología, consiste en mostrar y explicitar la estructura del ser con que dotamos al pasado al descubrirlo como nuestro.[10]

En estas fórmulas sería difícil encontrar alguna sugerencia práctica sobre cómo ha de concebirse e iniciarse la escritura de la historia. Aquí no corresponde hacer un extenso examen del logro histórico de Edmundo O’Gorman. Es evidente que si no hubiera estudiado la filosofía de Heidegger no habría llegado a su celebrada tesis de que América fue inventada y no descubierta. Así, en esta aplicación de la teoría del conocimiento a la historia, anticipó muchas de las lucubraciones del posmodernismo, aunque, a diferencia de los comentaristas posteriores, O’Gorman poseía un conocimiento amplio y crítico de los principales cronistas e historiadores del siglo XVI en América. Fue esta familiaridad la que luego le permitió promover las ediciones críticas de obras de Las Casas, Acosta, Alva Ixtlilxóchitl y Motolinía, producidas por su seminario en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. A primera vista podría parecer que con este trabajo O’Gorman había renunciado a su crítica de Ranke y se había incorporado a las filas de los historiadores científicos, pero hay que recordar que Ranke y sus seguidores eran investigadores de archivo que escribían principalmente historia política basada en documentos oficiales. En cambio, O’Gorman eligió confrontar a los cronistas más importantes de América, sometiendo sus textos a un análisis agudo, culto e ingenioso. Los suyos siempre fueron comentarios personales, generalmente marcados por argumentos tenaces, pero en todo

caso eruditos y perceptivos. Su modelo en este tipo de trabajo seguramente fue Marcelino Menéndez y Pelayo, a cuyo ensayo sobre historiografía colombina recurrió profusamente en La idea del descubrimiento de América (1951).[11] De hecho, O’Gorman percibía que era en la gran sucesión de crónicas donde se podía hallar la tradición intelectual de Hispanoamérica. Fue en el prolongado interés de O’Gorman por fray Servando Teresa de Mier donde se hizo más evidente lo fértil de su concepción de la historia intelectual. Si bien las antologías del Pensamiento político de Mier, publicadas en 1945, demuestran el papel central del antiguo dominico en la justificación doctrinaria de la Independencia, El heterodoxo guadalupano (1981) fue una contribución decisiva no sólo a la comprensión de Mier, sino al desarrollo del guadalupanismo en las vísperas de la insurgencia. Es lamentable que se haya suspendido la proyectada edición de las Obras completas de Mier. Por último, con Destierro de sombras (1986), O’Gorman se unió a la gran caravana de historiadores mexicanos que han buscado dilucidar la significación del culto a Nuestra Señora de Guadalupe. En su descripción de la controversia de los años cincuenta organizó con tacto incisivo los argumentos que inspiraron tanto la crítica como la defensa del emergente culto. Es sin duda en esta obra donde podemos observar la práctica tanto de su escepticismo como de su historicismo heideggeriano. Al igual que Joaquín García Icazbalceta, adoptó una visión escéptica de la veracidad de la narrativa sobre apariciones y, sin embargo, el hecho de que haya elegido examinar los comienzos de un culto que ha legado tal “depósito de experiencia” al México actual demuestra, sin duda, su principio de que el historiador debe trabajar desde el presente hacia el pasado y elegir temas donde su propia realidad existencial forme una relación viviente con el tema de su inquisición en el pasado. Desde este punto de vista, Destierro de sombras es quizá, de toda la gran producción escrita de Edmundo O’Gorman, el libro que de modo más completo expone su filosofía de la historia. Traducción de Lucrecia Orensanz

Referencias Carlyle, Thomas, (1988), “Oliver Cromwell’s Letters and Speeches”, en Obras completas, Londres, s. p. i., vols. X-XII, introducción. Florescano, Enrique, y Ricardo Pérez Monfort (comps.) (1995), Historiadores de México del siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica. Gooch, G. P. (1953), History and Historians in the Nineteenth Century, Boston. [Historia e historiadores en el siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1977.] Hume, David (1958), A Treatise of Human Nature, Oxford, Oxford University Press. O’Gorman, Edmundo (1945), Crisis y porvenir de la ciencia histórica, México, Imprenta Universitaria. ——— (1976), La idea del descubrimiento de América, México, Universidad Nacional Autónoma de México. ——— (1992), Fantasmas en la narrativa historiográfica, México, Centro de Estudios de México, Condumex. Saborit, Antonio (1995), “El profesor O’Gorman y la metáfora del martillo”, en Florescano y Pérez Monfort. White, Hayden (1973), Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, Baltimore-Londres, The Johns Hopkins University Press, 1973. [Metahistoria: la imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.]

Apéndice IV Los intelectuales mexicanos y la legitimidad política En las ponencias que se han presentado en este Congreso encontramos dos conceptos diferentes de lo que es un intelectual. Según una de estas ideas, los intelectuales forman una élite cultural, descrita de manera más adecuada mediante la biografía o el perfil grupal de acuerdo con su generación. El enfoque alternativo, derivado de Antonio Gramsci, percibe a los intelectuales como un orden funcional en la sociedad, definido por la ideología y el interés de clase. La imagen de los intelectuales como una pequeña élite cultural tiene una historia larga que se puede remontar hasta la propaganda de los humanistas del Renacimiento y los filósofos franceses. Los prototipos son Erasmo y Voltaire. Sin embargo, aunque la ironía crítica con la que estos hombres enfrentaban a la pedantería académica y a las pretensiones del clero pudiera sugerir una postura de independencia política, la realidad es que la mayoría de los eruditos subsistían gracias al apoyo financiero que recibían de la corte. No fue sino hasta finales del siglo XVIII que el Estado y la sociedad se convirtieron en el centro de su escrutinio y censura. Después, en la época de las revoluciones, los intelectuales sencillamente pretendían revelar las leyes universales que gobernaban el progreso económico y proponer una reorganización radical de la sociedad humana. Pronto se vio que esta empresa era grande y el liderazgo de Voltaire se dividió entre Baudelaire y Proudhon, esto es, entre el artista romántico y el militante revolucionario.[1] No obstante, en las personas de Renan y Taine persistió la figura del intelectual como crítico local en la literatura, historia, filosofía, artes y política, y ellos moldearon los horizontes culturales del público educado. En España, la Generación de 1898 y en México los líderes del Ateneo de la Juventud pertenecieron a esta tradición. La visión gramsciana de este asunto es bastante distinta. En las notas que Gramsci escribió en prisión dice: “Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en la sociedad la función de intelectual”. Sobre esta premisa, todos los profesores, sacerdotes, burócratas, periodistas, militantes de partidos y académicos actúan como intelectuales en la medida en que forman y articulan una visión del mundo que refleja la forma actual de producción económica y su sistema de clases.[2] Durante la Edad Media, el clero católico predicaba doctrinas que estaban al servicio de los intereses de los señores feudales. En gran medida, cumplían la misma función los economistas liberales y los políticos parlamentarios con respecto a la burguesía industrial. Sólo en momentos de transición, cuando surgen nuevas formas de vida económica y las clases compiten abiertamente con el objeto de dominar, los intelectuales desafían activamente a la autoridad formal. Fuera de estos momentos, la función

histórica de los intelectuales ha sido, y será, defender la hegemonía social de la clase dominante logrando, a través de la persuasión moral y cultural, el consentimiento popular a una autoridad política que, de hecho, se basa en el poder económico y las sanciones militares. Cabe mencionar que la teoría de la hegemonía de Gramsci se aproxima bastante al concepto de Max Weber de legitimidad política, con su tríada de autoridad carismática, racional o legal y tradicional. Resulta también de suma importancia la insistencia de Gramsci en el papel fundamental que desempeñan los intelectuales para conservar el orden político y que evoca la teoría del desarrollo histórico elaborada por Augusto Comte. El positivista francés señalaba que los intelectuales, al actuar como sacerdotes o eruditos, formaban un Poder Espiritual que tanto en la etapa “teológica-feudal” como en la “científica-industrial” de la historia occidental colaboró de manera cercana con la clase política dominante, compuesta por guerreros o bien por banqueros, para conservar la armonía social.[3] Sólo en la etapa “metafísica-legal” los intelectuales, entonces principalmente periodistas y abogados, se movieron de manera independiente para derrocar al orden establecido, campaña que abrió las puertas de la anarquía moral y política que Comte asoció tanto con la revolución como con las instituciones parlamentarias. De manera contraria, en la etapa “positiva” final del desarrollo humano los eruditos formaron un clero secular que predicaba a los industriales y trabajadores la doctrina del beneficio mutuo y de la justicia social. Una vez reconocida la necesidad de acumulación de capital y la inevitable desigualdad de ingresos, era fundamental ofrecer a los trabajadores un empleo de tiempo completo, educación y bienestar. Por lo tanto, los intelectuales tuvieron que proponer medidas y argumentos que se adecuaran a los intereses de todas las clases de la sociedad, que reconciliaran a los trabajadores con el grupo al que pertenecían y que recomendaran prudencia a los dueños del capital. Debe enfatizarse que en ningún momento Comte sugirió que el Poder Espiritual pudiera sustituir o asumir la autoridad política, el poder efectivo permanecía en las manos de banqueros e industriales. No obstante, para el siglo XX, muchos positivistas tardíos estuvieron tentados a ampliar el campo de acción de los intelectuales. Por ejemplo, Beatrice Webb, una de las primeras integrantes de la Sociedad Fabiana, confesó que se sentía fascinada por la Unión Soviética precisamente porque el Poder Espiritual que tenía el Partido Comunista dominaba su vida e instituciones. Escribió en su diario: Es la invención de un orden religioso, como factor determinante de la vida de una gran nación, el imán que me atrae a Rusia. Prácticamente esa religión es el comteismo —la religión de la humanidad—. Augusto Comte finalmente es reconocido. Dudo mucho que él percibiera esta extraña resurrección de sus ideas.[4]

Ahora, con respecto a las ponencias leídas en el Congreso, encontramos pocas menciones de una élite cultural en la Nueva España hasta las últimas décadas del siglo XVIII. Ya que si bien las publicaciones de Ramón Alzate y Ramírez llegaron a un público educado más bien pequeño, los textos de Carlos Sigüenza y Góngora fueron todos publicaciones ocasionales dirigidas a un pequeño grupo de la corte. Por otro lado, en la legitimación del orden colonial el clero católico desempeñó un papel fundamental. Rodolfo Pastor señala que la evangelización de los indios implicó una batalla espiritual cuya victoria, en cierta medida, se basó en la autoridad moral. Para la población nativa de México —aún inmersa en un universo mágico, sin la protección de la epidemia de la explotación española— los mendigos descalzos

con los hombros flagelados, su prolongado ayuno e intensas oraciones eran la imagen de un extraordinario poder espiritual. Por lo tanto, la autoridad de la monarquía, encabezada por un rey católico que residía en un palacio-convento construido a semejanza del templo de Salomón, era sostenida por la fuerza de la armonía esencial de las jerarquías del cielo y de la tierra, concepto del universo resumido en la expresiva frase: Ambas majestades.[5] Los ministros de la Iglesia, a través de sus múltiples instituciones y ritos, insistían diariamente sobre la inevitabilidad del orden actual y predicaban la obligación de lealtad. Sólo en el sistema legal, con su premisa de justicia común para todos los sujetos libres de la Corona, encontramos un paralelo de la influencia moral ejercida por la Iglesia. Es también importante mencionar que el clero criollo primero menguó sutilmente el prestigio moral de la conquista espiritual con su entusiasta promoción de la veneración a la Virgen de Guadalupe. Más que cualquier misionero español, la propia Virgen María fue venerada como la verdadera fundadora y patrona de la Iglesia mexicana. Éste fue un mito y un culto que atrajo un fuerte sentimiento patriótico. Aún más, si bien el reto eventual de la dominación española se derivó de la filosofía crítica del siglo XVIII, un periodo en el que los cambios en las instituciones políticas por fin se pudieron imaginar y fueron atractivos, el momento real de la ruptura en 1810 fue la oportunidad para que el clero del país llamara a las masas en torno a la bandera de la Virgen de Guadalupe para apoyar a la insurgencia. En ninguna otra provincia del Imperio español el clero fue tan determinante en el liderazgo de la rebelión. Y mientras que en el resto de los lugares se invocaban las doctrinas de los derechos naturales y la soberanía popular para justificar la Independencia, en México la insurgencia fue defendida apelando a la historia.[6] La retórica ideológica de Mier y Bustamante era tan idiosincrásica y local como el liderazgo de Hidalgo y Morelos. El logro de la Independencia después de una década de guerra civil y de actividad guerrillera destruyó efectivamente la autoridad tradicional, por lo tanto ejercida por la monarquía, la Iglesia y la ley. El falso imperio de Iturbide pronto dio lugar a una República federal dotada con una Constitución de papel igualmente falsa. El resultado fueron décadas de discordia durante las cuales los conflictos internos e invasiones extranjeras destruyeron cualquier esperanza de crecimiento económico. El liberalismo clásico, cuyas doctrinas atraían a la mayoría de los intelectuales, demostró una manera de disolver el Estado; en la práctica, el país estaba gobernado entonces por grupos de generales peleoneros. El precio fue la derrota en la guerra y la anexión de los territorios del norte. Si la Nueva España fue un imperio inmenso e ilimitado, el México liberal nació y creció bajo la sombra de la frontera que compartía con los Estados Unidos. No fue sino hasta la Reforma, y más precisamente durante la heroica resistencia a la Intervención francesa, que México por fin descubrió —en la persona de Benito Juárez— a un líder capaz de volver a crear a la presidencia como núcleo de la unidad nacional y fuente de la acción ejecutiva. En las ponencias que abordan el tema del liberalismo, el profesor Halperín Donghi planteó la cuestión central mediante una comparación con Argentina. ¿Cómo podemos explicar la continua validez de Juárez y de la Reforma como símbolos importantes del discurso político del México moderno? En Argentina, Mitre y Alberdi, los liberales que crearon el marco del Estado que preside la nueva economía de exportación, están políticamente extintos, encerrados en los libros de texto, y son tan irrelevantes para las masas peronistas como

Gladstone para el Partido Laborista de la Gran Bretaña. Debemos buscar las respuestas a esta pregunta tanto en los inicios de la tradición liberal como, mejor aún, en el momento vital de transición a principios del siglo XX, cuando el individualismo clásico abrió paso a las doctrinas de la intervención del Estado. Se trata de un problema complejo si tomamos en cuenta que, aunque los liberales mexicanos se consideraban a sí mismos un partido popular que luchaba para derrocar el establecimiento conservador de la Iglesia y el Ejército, las medidas que introdujeron demostraron ser nocivas para las poblaciones indígenas, cuyos habitantes conformaban casi la mitad de la población de la República. ¿Quiénes exactamente conformaban el grupo social del liberalismo mexicano? ¿Qué sectores o estratos de la sociedad representaba? ¿Qué aspectos de su vocabulario ideológico evocaban el apoyo entre los artesanos y campesinos analfabetas y con poca educación que peleaban en sus ejércitos? Estas preguntas siguen esperando a un historiador. El papel de intelectuales como Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto y Manuel Payno resulta fundamental cuando se pretende abordar este problema, ya que todos ellos fueron hombres de una gran habilidad literaria que intervinieron de manera activa en la política nacional, en algunos casos logrando una posición relevante durante la Reforma, cuando encabezaron la violenta protesta contra las propiedades de la Iglesia y la educación del clero. No obstante, a pesar de esta temprana, aunque efímera, relevancia, la mayoría de estos hombres eventualmente llegaron a denunciar la implacable determinación de Juárez de mantenerse en el poder y convertir la presidencia en una dictadura popular.[7] Excluidos de la política por la máquina juarista, los intelectuales radicales, no obstante, siguieron celebrando el triunfo de la Reforma y su Constitución. Como lo muestra David Maciel, fueron Ramírez y Altamirano en particular quienes promovieron el nuevo patriotismo cívico, establecieron su canon de héroes nacionales y lo pusieron en práctica en sus celebraciones. El fin de la Historia patria era legitimar y glorificar a la República liberal. Irónicamente, estos dos hombres pusieron sus expectativas en Porfirio Díaz para restablecer las elecciones libres y, gracias a su apoyo inicial, confirmaron la continuidad de la Reforma y del nuevo régimen. Ya que de la misma manera que el Partido Revolucionario Institucional reclama la herencia de la Revolución, el porfiriato justificó sus normas apelando a la Reforma. Fue, por supuesto, Justo Sierra, protegido de Altamirano, quien tomó la investidura de sacerdote de la religión civil y principal escribano de la Historia patria, inaugurando lo que sería la larga procesión de los intelectuales mexicanos hacia la Secretaría de Educación. Sin embargo, ¿cómo sobrevivió la tradición liberal a la Revolución, un levantamiento social encabezado por caudillos aparentemente carentes de todo apoyo ideológico? Por su parte, los brillantes jóvenes del Ateneo de la Juventud se mantuvieron alejados de la política o, como en el caso de José Vasconcelos, fueron llevados al exilio. Alan Knight da una respuesta a esta pregunta y, de manera convincente, señala que los intelectuales orgánicos de la Revolución se encontraban entre los maestros de escuela, periodistas de provincia y empleados menores que intervinieron a nivel local como secretarios o líderes de movimientos populares. Fueron estos hombres quienes escribieron los innumerables manifiestos que expresaban los objetivos e intereses de la población rural. El énfasis sobre la inmediata reforma de la tierra indicaba la relación orgánica de estos intelectuales con los campesinos. Al mismo tiempo, los manifiestos empleaban una retórica política ya utilizada en el salón de

clases y apelaban al glorioso nombre de Juárez para reforzar sus denuncias contra Porfirio Díaz. De hecho, como lo ha demostrado Héctor Aguilar Camín, los mismos caudillos de la dinastía sonorense crecieron con estas doctrinas y las aplicaron tanto para justificar sus aventuras políticas como para fundamentar sus intereses empresariales.[8] La destrucción de los latifundios se llevó a cabo tanto para satisfacer las ambiciones de los rancheros como para defender la tenencia comunitaria de los pueblos. Como insiste Gloria Villegas, incluso un anarquista confirmado como Antonio Díaz Soto y Gama apoyó la distribución de la tierra en propiedades de granjas pequeñas. Lo anterior ejemplifica la observación de Arnaldo Córdova en el sentido de que mientras que en Rusia los bolcheviques encontraron en la Revolución francesa sus antecedentes históricos, en México los revolucionarios encontraron su antepasado político en Juárez y los héroes de la Reforma.[9] Si bien los secretarios de los pueblos dieron a la Revolución un programa social, fue un grupo de intelectuales bastante distinto —Friedrich Katz los llamó “funcionales”— el que sentó las bases de un Estado intervencionista. La carrera de Alberto Pani resulta especialmente reveladora en este aspecto porque, como lo muestra Keith Haynes, era esencialmente un científico de segunda generación cuya apariencia positivista estaba matizada por la ligera pátina de una cultura estética. Como Secretario de la Tesorería, revivió al sector financiero privado y creó un banco central para asegurarse de que el gobierno conservara el control del sistema crediticio. Ningún recuento del México del siglo XX puede negarle importancia a este autoproclamado “capitalista revolucionario”. En términos generales, no fue sino con la llegada al poder de Obregón que la élite cultural, encabezada por José Vasconcelos, colaboró de manera activa con el nuevo régimen. Gran parte de su tarea era rodear al Estado de un aura de legitimidad, convertir la conquista militar en una hegemonía social por convencimiento cultural e ideológico. En parte lograron su finalidad a través de la transformación del pasado reciente en un mito político. Lo que hasta entonces había sido considerado una serie de desastrosas guerras civiles libradas entre caudillos bárbaros y caciques regionales, ahora adoptó una nueva forma: La Revolución, definida como un parteaguas de la vida nacional, con una Constitución que expresaba las aspiraciones sociales del pueblo mexicano. No está claro cuándo o por qué razones los intelectuales llegaron a este concepto del asunto, ni siquiera lo está en las admirables biografías de Enrique Krauze.[10] Por supuesto, la dinastía sonorense y todavía más Lázaro Cárdenas, ganarían apoyo a través de la organización de los sindicatos y su programa de distribución de tierras, medidas que movilizaron a las clases trabajadoras con el objeto de apoyar al régimen. No obstante, un elemento esencial en este logro de legitimidad fue el eventual entronizamiento de la dictadura de partido como heredera e instrumento de la Revolución. Quizá en ningún otro lugar se pueda observar mejor la contribución de los intelectuales que en la escuela de los pintores muralistas. Ya que, como señala Alistair Hennesy, sólo la Revolución francesa ofrece un paralelo a tan cercana relación entre la ideología política y las actividades estéticas, con Rivera y Orozco en el papel de David. De hecho, quizá sólo en los muros de los edificios públicos encontremos una incorporación completa y satisfactoria de la Revolución en la tradición de la Historia patria. Si la cultura esencialmente literaria y estética del intelectual tradicional mexicano puede

todavía servir a un Estado que ha empujado al país al torbellino de la bonanza del petróleo, es la pregunta que plantea Enrique Florescano en su ensayo acerca del México contemporáneo. Se considera que los trágicos acontecimientos de 1968 marcan un punto clave en la relación del gobierno y los intelectuales. Desde entonces, las administraciones han tratado de recuperar el apoyo perdido a través de una expansión sin precedentes del sistema universitario, hasta el punto en que el número ya alto de estudiantes se ha incrementado hasta superar cualquier posibilidad de una instrucción adecuada. Aún más, se señala que los académicos ya no son amos en su propia casa; cada vez más son víctimas de una administración burocrática dentro de la propia estructura de su carrera y de los sindicatos, controlados por un partido político. Esencialmente sin poder, los académicos se han retirado a la investigación individual, se basan y evalúan según su gremio profesional sin ninguna referencia a las exigencias públicas. Mientras más profesional es el académico, participa menos en la política. Al mismo tiempo, en la medida en que los problemas que enfrenta México se agudizan, la actividad intelectual se aparta de la antigua cultura literaria y se acerca al análisis económico o a una interpretación marxista de la realidad social. Resultaría impertinente que alguien de afuera comentara lo que se plantea en esta ponencia. De hecho, ya que su objetivo parecería tanto prescriptivo como diagnóstico, cuestionaríamos incluso su oportunidad como parte de un Congreso que pretende el diálogo entre los historiadores estadunidenses y mexicanos. No obstante, me parece que las ponencias y discusiones que originaron tienen un valor extraordinario como testimonio de lo que algunos mexicanos, relacionados estrechamente con los asuntos públicos, piensan acerca del estado de su país. Sin duda, otros mexicanos presentes pueden sentirse con derecho a cuestionar lo que se plantea y, con más razón, las soluciones están implícitas. Por ejemplo, Enrique Krauze citó a Max Weber en su doble vocación de intelectual y de político.[11] La participación en la política a menudo implica una pérdida de independencia intelectual y absorbe tiempo y energía que estarían mejor invertidos en la investigación y la reflexión. Los adelantos en los conocimientos han surgido a partir de la especialización y la división del trabajo. No obstante, con respecto a este punto no nos podemos olvidar de los desastres de la República Weimar, y tampoco debemos dejar de insistir en que la democracia exige la participación de todos los ciudadanos. Fue Pericles quien, como señala Tucídides, orgullosamente dijo de Atenas: Aquí cada individuo está interesado no sólo en sus propios asuntos, sino también en los del Estado… no decimos que un hombre que no se interesa en la política sea un hombre que sólo se preocupa por lo suyo; decimos que no tiene nada de qué preocuparse.[12]

Con el país en medio de un vertiginoso ascenso a la modernidad, ¿cómo podía el intelectual mexicano quedarse como un simple espectador, encerrado en los edificios de su universidad? No se puede menos que admirar a los historiadores que se encuentran aquí y que a través del periodismo y los libros han tratado de aumentar las posibilidades de los comentarios informados acerca de los asuntos públicos. Debe decirse también que no todo el abstencionismo de las actividades políticas se debe interpretar como pasividad. No hay duda en cuanto a la importancia de la aportación de John Stuart Mill a las discusiones en la Cámara de los Comunes, pero fue en la oscuridad de la biblioteca del Museo Británico que Carlos Marx escribió los libros que transformarían a gran parte del mundo. Aún más, en la

universidad, los académicos inician a sus alumnos en formas de discurso que en algunos casos se remontan, intactas, a la Edad Media. De manera similar, sus textos influyen lentamente la mente pública y crean nuevas tendencias de opinión. Con respecto a esto, resultan oportunas las palabras de John Maynard Keynes: Las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando están en lo correcto como cuando no lo están, tienen un poder mayor de lo que por lo general se piensa. De hecho, el mundo está gobernado por un poco más. Los hombres prácticos que creen que están exentos de cualquier influencia intelectual, son por lo general esclavos de algún economista desaparecido… Estoy seguro de que se exagera enormemente el poder de los intereses personales comparado con el despojo gradual de las ideas.[13]

No obstante, hay que señalar que Keynes se refiere a los economistas y filósofos políticos, no a los historiadores. Mientras que en el siglo XIX los historiadores actuaron como profetas de la nación Estado, los teólogos del capitalismo contemporáneo son economistas. Como estudiante del pasado, el historiador no cuenta con una habilidad profesional que le permita diagnosticar los males de la era actual, mucho menos ofrecer recetas para remediarlos. Su tarea es describir y explicar la compleja relación entre la causalidad y la contingencia que ha determinado el presente. Ya que, aunque las leyes generales que gobiernan la actividad económica ofrecen instrumentos útiles para medir el ritmo del cambio en el mundo moderno, la entrada de cualquier país en el círculo del intercambio y producción internacionales por lo general está determinado por sus instituciones políticas y la forma particular de la sociedad que se deriva de ciclos completos de cambio histórico. En resumen, a la mayoría de los historiadores les llamará más la atención la idiosincrasia del desarrollo de cada nación que las generalidades del proceso económico común a todos los países. No obstante, si bien la nación y su pasado serán siempre de gran interés para los historiadores, como estudiosos profesionales nos corresponde desmitificar ese pasado, imitar a los bolandistas que sacaron del calendario de los santos los milagros que consideraron absurdos. En la misma medida, la historia mexicana consiste en un árido positivismo y una retórica emocional —huesos secos y aire caliente—, y sólo en un puñado de obras —pienso en Pueblo en vilo, de Luis González, y en La frontera nómada, de Héctor Aguilar Camín— parece el pasado mexicano cobrar vida y dejarnos escuchar su voz. No obstante, hacer del pasado un lugar habitable es tanto la tarea del historiador como la lenta y cansada acumulación de investigación que haga posible tal resurrección. Seguramente, aquí hay trabajo suficiente para aquéllos a quienes no nos llama el mundo de la política. Traducción de Leticia García Cortés

[Apéndice I]

Justo Sierra, Obras, 14 tomos, México, 1948, t. IX, p. 131. [2] Manuel Gamio, Forjando patria, 2ª ed., México, 1960, pp. 169, 181; José Vasconcelos y Manuel Gamio, Aspects of Mexican Civilization, Chicago, 1926, p. 177; como era de esperarse, Vasconcelos escribió sobre “las bases latinoamericanas” y Gamio sobre “las bases indígenas” de la civilización mexicana. [3] Manuel Gamio, Arqueología e indigenismo, introducción y selección de Eduardo Matos Moctezuma, México, 1972, p. 175; nótese que en esta selección se reproducen partes de Hacia un México nuevo, México, 1935. [4] D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1980, pp. 73-82 y 106-115. [5] Alexander von Humboldt, Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, traducción e introducción de Jaime Labastida, México, 1974, pp. 87, 95 y 236-237. [6] Ignacio Ramírez, Obras, 2 tomos, México, 1966, t. I, pp. 221-222. [7] Ignacio Ramírez, ibidem, t. I, pp. 190-191; t. II, pp. 183-192. [8] Ángeles González Gamio, Manuel Gamio. Una lucha sin final, México, 1987. [9] Para datos biográficos de la carrera profesional de Gamio, véase Juan Comas, “La vida y la obra de Manuel Gamio”, en I. Bernal y E. Dávalos Hurtado (comps.), Estudios antropológicos publicados en homenaje al doctor Manuel Gamio, México, 1956; también véase Gonzalo Aguirre Beltrán, “Prólogo en Alfonso Caso”, en La comunidad indígena, México, SEP-Setentas, 1971. [10] Véase Ignacio Bernal, A history of Mexican Archaeology, Londres, 1980, pp. 160-169; Gordon R. Wiley y Jeremy A. Sabloff, A History of American Archaeology, San Francisco, 1974, pp. 89-91; y David Straug, “Manuel Gamio, la Escuela Internacional y el origen de las excavaciones estratigráficas en las Américas”, en Manuel Gamio, Arqueología e indigenismo, op. cit., pp. 107-233. [11] Manuel Gamio (comp.), La población del Valle de Teotihuacán, México, 1972, 2 tomos, ed. facsimilar en 5 tomos, introducción de Eduardo Matos Moctezuma, México, 1979. [12] Para turismo, véase Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), pp. XXVI-XXVIII. [13] Para esta hipótesis, véase Manuel Gamio, Forjando patria, p. 96; Teotihuacán, t. I (i), t. XXIX. [14] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), pp. XXVII-XXIX; t. II (iv), p. 165. Los resultados de las mediciones físicas fueron: 5 657 indígenas, 2 137 mestizos y 536 blancos; las mediciones culturales dieron 5 544 personas de “civilización indígena” y 2 866 de “civilización moderna”. [15] Manuel Gamio, Forjando patria, pp. 24, 95, 106; Justo Sierra, Obras, t. IX, pp. 126-127. Para Boas, véase George W. Stocking, Jr., Race, Culture and Evolution. Essays in the History of Anthropology, Chicago, 1968, pp. 161-234; y Marvin Harris, The Rise of [1]

Anthropological Theory, Londres, 1969, pp. 250-318. [16] Manuel Gamio, Forjando patria, pp. 40-47 y 55. [17] Ibidem, pp. 140-147; Teotihuacán, t. I (ii), pp. XC-III. [18] Manuel Gamio, Forjando patria, pp. 30, 72 y 172-181. [19] Teotihuacán, t. I (ii), pp. 709-774; t. II (v), pp. 448-470. Nótese que Mendieta y Núñez también realizó un estudio de los problemas agrarios de México e hizo una revisión de la legislación actual con base en la obra de Wistano Luis Orozco y Andrés Molina Enríquez, en el t. II (v), pp. 177-572. [20] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), p. XCVII. Su referencia al “pseudo-bolchevismo” probablemente se refiere a que Vicente Lombardo Toledano sugirió dividir a México en una serie de repúblicas indígenas: véase Ramón E. Ruiz, “The Struggle for a National Culture in Rural Education”, en I. Bernal y E. Dávalos Hurtado (comps.), Estudios antropológicos, p. 480. [21] Andrés Molina Enríquez, “El artículo 27 de la Constitución”, reimp. en los Anexos a Los grandes problemas nacionales, pp. 465-478. [22] Manuel Gamio, Forjando patria, pp. 6-8, 12 y 183; Aspects of Mexican Civilization, pp. 177. [23] Manuel Gamio, ibidem, p. 106; Arqueología e indigenismo, p. 164. [24] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), p. XIII. Temió que después de una evaluación tan favorable “se nos tache de indianistas a ultranza”. [25] Manuel Gamio, ibidem, t. I (i), p. LXIV; Aspects of Mexican Civilization, pp. 105-106. [26] Manuel Gamio, Aspects of Mexican Civilization, pp. 118 y 169; y Teotihuacán, t. I (i), p. XIX. [27] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (ii), pp. 546-548. [28] Manuel Gamio, ibidem, t. I (i), p. XXVIII. [29] Manuel Gamio, ibidem, t. I (i), p. LII. [30] Manuel Gamio, ibidem, t. II (iv), p. 186. [31] Véase Onésimo Ríos Hernández, “Gamio y la juventud nativa”, en I. Bernal y E. Dávalos Hurtado (comps.), Estudios antropológicos, pp. 49-50; Manuel Gamio, Aspects of Mexican Civilization, p. 130. [32] Manuel Gamio, Consideraciones sobre el problema indígena, México, 1948, pp. 2, 5, 89; y del mismo autor, Arqueología e indigenismo, pp. 125, 131-135, 158-159 y 162. [33] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), p. XLIII. [34] Manuel Gamio, ibidem, t. I (i), pp. XLVI-XLIX; Manuel Gamio, Aspects of Mexican Civilization, pp. 110-111. [35] Manuel Gamio, Teotihuacán, t. I (i), pp. XXII, XLII-XLIII; t. II (iv), pp. 226-229. [36] Manuel Gamio, ibidem, t. I (i), p. XCIX; M. Gamio, Arqueología e indigenismo, pp. 166169. [37] David Alfaro Siqueiros, Arte y revolución, Londres, 1975, pp. 21-24, 31, 62 y 113-115; José Clemente Orozco, The Artist in New York, Austin, 1974, pp. 89-90. Véase también Justino Fernández, Estética del arte mexicano, México, 1972, pp. 495-526.

[Apéndice II]

[*]

Alan Knight: The Mexican Revolution, t. I: Porfirians, Liberals, and Peasants, pp. XX, 619; t. II, Counter-Revolution and Reconstruction, Cambridge University Press, 1986, pp. XXI, 679.

[Apéndice III]

Edmundo O’Gorman, 1992, passim. [2] Edmundo O’Gorman, 1945, pp. 91-101, 148-149, 191 y 140-143. [3] Thomas Carlyle, 1988, vols. X-XII, introducción. [4] Sobre Ranke, véanse White, 1973, pp. 161-190; y Goech, 1953, pp. 72-97. [5] Véase Antonio Saborit, 1995, p. 148. [6] Edmundo O’Gorman, 1945, pp. 266-268. [7] David Hume, 1958, pp. 252-254 y 261-262. [8] Edmundo O’Gorman, 1992, p. 19; y David Hume, 1958, pp. 155-176 y 169. [9] Edmundo O’Gorman, 1945, pp. 137-144, 181-182, 215, 277 y 302-304. [10] Edmundo O’Gorman, 1945, pp. 257-269. [11] Edmundo O’Gorman, 1976, pp. 308-328. [1]

[Apéndice IV]

Una discusión de esta tradición se encuentra en Edward Shils, The Intellectual and the Powers and Other Essays, Chicago, 1972, pp. 1-23 y 71-94. [2] Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks (ed. y trad. de Quentin Hoare y Geoffrey Nowell Smith, Londres, 1971), pp. 5-23; cita de la p. 9. Agradezco al profesor Tulio Halperín Donghi y al doctor Alan Knight sus explicaciones con respecto a las ideas de Gramsci acerca de los intelectuales. [3] Las teorías de Comte se pueden percibir mejor en sus primeros ensayos, traducidos en The Crisis of Industrial Civilisation. The Early Essays of Augusto Comte, Ronald Fletcher (ed.), Londres, 1974. [4] Beatrice Webb’s Diaries 1924-1932, Margaret Cole (ed.), Londres, 1956, p. 299. En p. 307 repite su observación: “[…] el aspecto notable y característico de la Rusia Soviética es, sin embargo, el establecimiento de un Poder Espiritual por encima del gobierno ostensible y que domina el resto de los elementos centrales y locales”. [5] Véase René Taylor, “Architecture and Magic: Consideration on the Idea of the Escorial”, Donald Fraser et al. (eds.), Essays in the History of Architecture Presented to Rudolf Wittkower, Londres, 1967), pp. 81-109. [6] D. A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1980, pp. 60-82. [7] Sobre esta dictadura, véanse Laurens Ballard Perry, Juárez and Díaz: Machine Politics in México, DeKalb, Ill., 1978, pp. 339-352 y 365-378; y Richard Sinkin, The Mexican Reform, 1855-1876: A Study in Liberal Nation-Building, Austin, 1979, pp. 75-91 y 176. [8] Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada: Sonora y la revolución mexicana, México, 1977, passim. En el capítulo “Los jefes sonorenses de la Revolución mexicana”, en D. A. Brading (ed.), Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana, Nexos/FCE, 1985, pp. 125-160, se encuentra un resumen. [9] Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución mexicana, México, 1976; y Daniel Cosío Villegas: una biografía intelectual, México, 1980. [10] Véase Enrique Krauze, Caudillos culturales en la revolución mexicana, México, 1976; y Daniel Cosío Villegas: una biografía intelectual, México, 1980. [11] Estas carreras se plantean en H. H. Gerth y C. Wright Mills (eds.), From Max Weber: Essays in Sociology, Nueva York, Oxford University Press, 1958, pp. 77-156. [12] Tucídides, The Peloponnesian War, trad. al ingles de Rex Warner, Londres, Penguin Books, libro 2, cap. 4, pp. 118-119. [13] J. M. Keynes, The General Theory of Employment, Interest and Money, Londres, 1936, reimpreso en 1957, p. 383. [1]