Mis Razones Para Vivir

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PARA VIVIR" | M E M O R I A DE U N C R E Y E N T E — — • — • —

I IV **

P P C

ABBÉ PIERRE //

Mis RAZONES PARA VIVIR7 MEMORIA DE UN CREYENTE

P P C

Al saharaui Frangois Garbit Al padre Henri de Lubac

Ambos tan distintos y ambos tan parecidamente orientados hacia Dios. A ambos, en los dos momentos más graves de mi vida, les debo lo poco que soy.

Título original: Mémoire d'un croyent Traducción: José Manuel López Vidal Fotografía de cubierta: Franck Martine/MAGNUM ZARDOYA Diseño de cubierta: Estudio SM Pablo Núñez

© Librairie Arthéme Fayard, 1997 © PPC, Editorial y Distribuidora, S.A. C/ Enrique Jardiel Poncela, 4 28016 Madrid

ISBN: 84-288-1448-1 Depósito legal: M-37.178-1997 Fotocomposición: Grafilia, S.L. Impreso en España / Prínted ¡n Spain Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

PRÓLOGO En el crepúsculo de mi vida, siento tres necesidades imperiosas. La primera es la de confiar lo que creo que ha sido lo esencial de mi existencia, dejando que en el recuerdo se mezclen hechos antiguos y recientes. La segunda necesidad que siento es la de dar las gracias por todo lo que me ha sido dado. Lo más preciado de lo que he recibido procede de las tres fuentes que han regado mi vida interior: el pueblo judío, que a través de su libro santo, la Biblia, me enseñó a creer en el Dios Único, Justo y Misericordioso; la Iglesia, que me dio la certeza de que el Eterno es Amor y de que no cesa de manifestarse entre nosotros, y Emaús, donde, viviendo entre los más machacados por la vida, me he encontrado más íntimamente unido a Jesucristo. Y la tercera necesidad es que este viejo, después de tantos enfados, luchas y polémicas, aspira cada vez más intensamente a la reconciliación y a la paz. ¿Cómo es posible que, a lo largo de mis ya dilatados días, haya podido, a pesar de mis esfuerzos sinceros por vivir en el amor y la verdad, herir a las personas que más amaba y respetaba? ¡Y qué profundamente me han afectado también a mí estos golpes crueles de la vida! Ojalá en nuestros últimos días podamos decir humildemente a Dios y a nuestros hermanos: Perdónanos como también nosotros perdonamos. Este libro es, ante todo, una exigencia que surgió en mí tras la visita de un desesperado que vino a preguntarme sobre mis razones para vivir. 7

A través de su interpelación, me vi obligado a rememorar lo que ha constituido, a lo largo de toda mi vida, el meollo de mi fe y de mi esperanza. ¡Ojalá este libro pueda aportar una respuesta a este desconocido y a todos los que, hoy más que nunca, se interrogan sobre el sentido de la vida! Quiero expresar toda mi gratitud a Frédéric Lenoir que ha hecho posible este libro con su apoyo amistoso y sus preciosos consejos.

PRIMERA PARTE Águilas heridas

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I LA ALEGRÍA DE LAS LÁGRIMAS El pasado verano recibí una carta de un desconocido en la que me decía: «Estoy obsesionado por la idea del suicidio. No tengo conocimiento espiritual alguno. Le pido que me reciba, antes de que ceda a mi obsesión, simplemente para que usted me hable de las alegrías de su vida». Me quedé desconcertado. Obviamente, he experimentado en mi vida alegrías sencillas, como todo el mundo. Durante los seis años de mi vida de capuchino, enclaustrado, cuando terminaba de escribir, pintar o dibujar, firmaba mis obras sin dudarlo con el seudónimo «hermano Alegría». Un día que estaba enfermo, uno de mis compañeros deslizó sobre mi mesa una de las miniaturas que había pintado, en la que había añadido a mi firma: «hermano Alegría de las lágrimas». ¿Pero había sentido también en mi vida alegrías profundas, esas alegrías con las que sueña todo ser humano cuando el absoluto le ronda? ¿Encontraría en mi vida alegrías que merecieran ser contadas? Lo que experimenté, ante la interpelación del desconocido fue un sentimiento de vacío. ¿Qué esperaba de mí el desconocido que me planteaba tal experiencia? ¿Me había planteado alguna vez ese tipo de cuestiones? Estuve buceando durante varios días en mi interior cuando, de pronto, me vino a la mente un hecho acaecido II

hacía cuarenta años. Un acontecimiento en el que no había pensado de inmediato, porque me había sobrecogido tanto que, desde entonces, formaba parte de mi ser. Fue en una de las primeras acogidas de los que, abandonando la miseria o el desencanto de una vida sin objetivos, iban a convertirse en los primeros compañeros de Emaús. Estábamos instalados entonces en Neuilly-Plaisance, en las afueras de París. Todos los domingos por la mañana, teníamos una reunión en la que debatíamos las ayudas que íbamos a darles a los que eran todavía más desgraciados que nosotros. Terminada la reunión, yo solía subir al primer piso, donde estaba mi cuarto. Siempre trabajaba de pie, porque estaba tan cansado que, cada vez que me sentaba, me quedaba dormido. Para que no me sorprendiera el sueño abría dos cajones metálicos de unos archivadores, ponía una plancha de madera entre ambos y ésa era mi mesa de trabajo. Al estar de pie, divisaba continuamente el patio de delante de la casa. Desde mi atalaya veía a uno, dos, cinco o diez compañeros que salían de paseo. Al verles, una alegría inmensa recorría todo mi ser, porque estos hombres se habían transformado en personas dignas y aseadas. Nadie podría distinguirles, en la calle, de cualquier persona decente de la ciudad. Entonces recordaba el sucio aspecto que tenía éste o aquél quince días o un mes antes, ...cuando temblando preguntaban: «¿Todavía hay sitio para mí?». Estaban avergonzados porque se sentían malos, sucios, no podían cambiarse de ropa y dormían a la intemperie. Recordaba a aquellas personas abatidas y humilladas y los veía, ahora, convertidos en «hombres en pie», como ellos mismos decían. Esta fue la alegría más grande que vino a mi mente en primer lugar. Apenas se despertó este viejo recuerdo en mi memoria, me sentí invadido por otras alegrías, también muy intensas, 12

como si se hubiese roto un dique y bajasen en tromba todas ellas. Un ejemplo: la primera vez en la que, junto con una docena de judíos perseguidos por la Gestapo, pasamos clandestinamente la frontera suiza. Enclaustrado en un convento durante siete años, estuve ajeno al crecimiento del nazismo y del antisemitismo hasta que estalló la guerra. En mi ambiente se admiraba a Pétain, el vencedor de Verdún, y nadie me había informado de las primeras medidas de Vichy contra los judíos. Tras la derrota, estuve de sacerdote en Grenoble y allí descubrí que los judíos eran perseguidos. Una noche, dos de ellos vinieron a llamar a mi puerta con lágrimas en los ojos: «Escóndanos, por favor, padre. Somos judíos y nos persiguen». Ni por un instante me planteé qué debía hacer. A uno de ellos lo acosté en mi colchón, al otro sobre el somier y yo terminé la noche en un sillón. Al día siguiente fui a ver a la superiora del convento de Notre-Dame de Sion para saber qué amenaza pesaba sobre ellos y qué debía hacer. Me dijo que su convento estaba repleto de judíos escondidos y que era absolutamente necesario pasarlos a Suiza. Yo conocía un sendero, para cruzar la frontera, pero un sendero que discurría a 3.200 metros de altitud. Con la ayuda de un amigo, guía de alta montaña, organicé pasajes clandestinos a Suiza. Tras una larga marcha y tras pasar una noche en el refugio Alberto I, alcanzábamos la colina y entrábamos en el glaciar del Trient. Al llegar a la frontera les decía con el corazón henchido de alegría: «Estáis salvados. ¿Veis aquella cabana a lo lejos? Allí os espera un amigo que tiene todo preparado para introduciros y estableceros en Suiza». Más tarde volví a encontrarme con alguno de ellos. Recuerdo que una vez, en Washington, al finalizar la confe13

rencia que yo daba, se me acercó un profesor de historia y me dijo: «¿No me reconoce?». «No», le contesté, sorprendido. Entonces él me dijo: «Marcus». Y mi rostro se iluminó: Marcus formaba parte del primer grupo de clandestinos a los que había ayudado a cruzar la frontera. Tampoco olvidaré jamás la intervención de un rabino, durante una conferencia pública en plena campaña electoral, inmediatamente después de la guerra. En medio de una asamblea tumultuosa, mientras los adversarios políticos lanzaban calumnias contra mí, alguien se levantó y dijo: «Déjenme decirles algo». Nos sentamos todos y vi subir al estrado a un viejecillo en un estado lamentable. Cogió el micrófono y dijo: «No votaré por el Abbé Pierre porque no estoy en el mismo bando político que él, pero no puedo soportar los insultos que le están dirigiendo. Quizá usted no se acuerde de mí, pero yo soy el rabino Sam Job, el que le confiaba a mis amigos que estaban en peligro durante la Ocupación. Un noche, usted se quitó sus zapatos y se los dio a uno de los que tenía que huir a través de las montañas, acompañado de un guía amigo suyo, y usted volvió descalzo por la nieve». Emocionados por la evocación de este recuerdo, nos abrazamos y la sala comenzó a aclamarme. La política divide, los gestos de solidaridad unen. Otro recuerdo muy vivo y mucho más conocido: en la batalla que sosteníamos para construir viviendas, habíamos pedido un crédito de mil millones (de francos antiguos) para la construcción de viviendas para los pobres. Nos respondieron: «Más adelante». Ese mismo día, un bebé murió de frío y una anciana fue expulsada de su buhardilla por retrasarse en el pago del alquiler. Entonces, decidimos desencadenar la tormenta mediática del invierno de 1954. Ante la concienciación de la opinión pública —¿no consiste precisamente en eso la democracia, en que la opinión pública imponga lo que quiere a los que ha elegido para represen14

tarla?—, los diputados se reunieron de urgencia, en sesión extraordinaria. Un mes antes se habían negado a desbloquear un crédito de mil millones. Ese día, votaron la aprobación de diez mil millones, gracias a los cuales pudimos construir doce mil viviendas por toda Francia. Qué alegría tan grande cuando Robert Buron y el senador Leo Hamon llegaron a mi despacho exultantes y gritando alborozados: «¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos conseguido diez mil millones!». Recuerdo también a aquel hombre al que le construimos una casa. Llegó un día, fuera de sí: «¡Padre, mi mujer y mis hijas han desaparecido!». Los buscamos durante veinticuatro horas. Toda la comunidad se movilizó. Finalmente, vino a decirme: «Ya los hemos encontrado». La mujer estaba a orillas del Marne, temblando de frío y con sus dos hijitas apretadas contra ella. Había ido hasta allí para arrojarse al agua, pero no se había decidido a hacerlo. Hacía veinticuatro horas que estaba allí, sin comer, sin dormir, con sus dos hijas medio muertas de frío. Además, la pobre mujer estaba esperando otro bebé. Vivían en un sótano, sin ventanas, ni agua, ni servicios. Hacían sus necesidades en periódicos y en botellas, que echaban a la papelera del inmueble vecino. Algo terrible. Por fin pudimos construirles una pequeña casita. Evidentemente, no podíamos resolver el problema de los sin techo de toda Francia. Pero valía la pena haber sudado la gota gorda recogiendo trapos, periódicos viejos y chatarra, para conseguir algo de dinero y comprar los materiales. Como ven, mis recuerdos están poblados de hechos dramáticos. Mis alegrías surgían en el momento en que el drama cesaba o se atenuaba, aunque otras muchas angustias continuasen sin resolverse. El encuentro con el desconocido que me había escrito la carta duró dos días, en la paz del monasterio. 15

Durante esos días, sólo entrecortados por los oficios cantados de los monjes, la verdad es que dedicamos poco tiempo a la evocación de estos recuerdos. Pero cada vez que le contaba alguno de ellos, mi interlocutor comprendía que implicaba toda una opción de vida. Cuando llegó la hora de despedirnos, escribió en el libro de oro del monasterio estas líneas: «28 de julio de 1996. Antes de venir aquí, me resultaba difícil imaginar o soñar con que algo así fuese posible. Ésta es la señal de que existe la fe en el amor del hombre. Existe y se puede tocar, sentir, ver, respirar lo más sencillamente, lo más naturalmente del mundo, cuando se hace un hueco en la vida para ello. Praglia (es el nombre de la abadía donde nos habíamos encontrado) es la evidencia del amor, la evidencia de este tiempo, la evidencia de esta eternidad. Gracias». El encuentro con este desconocido tampoco había sido vano para mí. Más de un lector se habrá preguntado quizá cómo se me ha ocurrido el título de este capítulo. Pues a través del trabajo de la memoria. Los recuerdos de estas alegrías reales y extrañas que jalonan mi larga vida, ¿no muestran acaso claramente que el ser humano está, a la vez, ávido de horizontes y de espacios ilimitados, como un águila, y al mismo tiempo obligado a luchar, incapaz de volar realmente, como si una herida se lo impidiese?

II EMAÚS Emaús está formado en la actualidad por 350 grupos implantados en 38 países. En Francia hay 110 comunidades, integradas por unas 4.000 personas. Tenemos tres reglas. En primer lugar, trabajamos para ganarnos la vida (rechazamos toda subvención estatal, regional o local excepto para los ancianos y los inválidos). En segundo lugar, lo compartimos todo. El más fuerte o el que más aporta a la comunidad no tiene más que el viejecillo jubilado. Y por último, trabajamos más de lo que necesitaríamos para vivir, con el fin de poder nosotros, los humillados, los excluidos y los marginados, ofrecernos el lujo de ser donantes. Somos pobres que damos a pesar de nuestra indigencia. Por eso podemos decir a los demás: «Nosotros, que somos pobres, pequeños e insignificantes, con lo que otros desechan conseguimos dar y salvar a otros, poniendo en ello todo nuestro corazón. Ustedes que no carecen de nada, que tienen más de lo que necesitan, cuántas cosas podrían hacer si lo intentasen». En esto consiste el movimiento Emaús. ¿Cómo comenzó? Era la época de la posguerra. Yo era diputado. Una mañana, alguien me llama: «Un hombre acaba de intentar suicidarse a tres kilómetros de su casa y quiere volver a hacerlo. Venga». Al llegar, me encontré con un hombre pro-

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fundamente desgraciado, que me contó su vida. ¡Una auténtica novela! Su madre era una modesta mujer de la limpieza. Un día un notario la convoca y le dice: «Señora, un viejo señor al que usted ha servido, al no tener herederos, le ha designado a usted como heredera universal. Es toda una fortuna: viñas en Champagne, propiedades, etc.» Apenas esta pobre mujer se hizo rica, un gendarme sin escrúpulos —los hay buenos y malos, como en todas las profesiones— se puso a hacerle la corte. Se casaron y el gendarme comenzó de inmediato a despilfarrar el dinero de su mujer. Después, nació Georges, el hombre que acababa de intentar suicidarse. Georges nunca había tenido vida de familia, porque siempre había estado en internados. Cuando iba a su casa de vacaciones, su madre, desesperada y humillada al ver cómo se comportaba su marido, le decía: «Mira, su revólver está en el cajón. Algún día tendrás que vengarme». A los veinte años, Georges se enamoró de una chica y se hicieron novios. Pero, al poco tiempo, su novia le mandó una carta de ruptura, sin más explicaciones. Incluso ahora, a sus cuarenta y cinco años, me decía que seguía amando a esa mujer y lloraba amargamente. La culpable de su desgracia había sido la amante de su padre, quien, para «meter mano» en su fortuna, quería que el joven Georges se casase con una chica pariente suya. Por eso, le había enviado a la novia terribles cartas anónimas para que le abandonase. Desesperado, Georges había terminado por aceptar este otro matrimonio y pronto les nacería un bebé. Hablando con su primera novia para tratar de entender los motivos de la ruptura, unos amigos descubrieron la existencia de las cartas anónimas. Indignados, corrieron a enseñárselas a Georges. Este reconoció la letra de la amante de su padre y, presa de un rapto de locura, cogió el revólver 18

para matar a la mujer que le había separado de su novia. Se trataba de un arma automática que Georges no sabía manipular e hirió a la mujer. Su padre, que estaba por allí, se precipitó sobre él, recibió la última descarga y murió. Parricidio, el peor de los crímenes. El tribunal le condenó a trabajos forzados perpetuos. Y Georges partió para Cayenne antes del nacimiento de su bebé. N o conocía, pues, a su hija. Cuando ésta tuvo quince o dieciséis años, le escribía a la cárcel cartas llenas de ternura. La chiquilla se había hecho una imagen idealizada de su padre: una víctima que sufría allá lejos por culpa de un amor. Y de pronto, un golpe de suerte. A Georges le conmutaron la pena por haber salvado a alguien en un incendio con riesgo de su propia vida. Y volvió a Francia de improviso. Cuando llegó a su casa, impaciente por conocer a su hija, descubrió que su mujer vivía con uno de sus compañeros de presidio, liberado unos meses antes que él, y que había venido a traer noticias suyas a su familia. Ya había un bebé en camino. En cuanto a su hija, la que le escribía con tanto amor, quedó decepcionada y casi sintió asco al descubrirle tal y como era: con un poco de tuberculosis (de esa enfermedad murió quince años después), palúdico y un poco alcohólico. Y la niña se negó a hablar con él. Entonces, Georges intentó suicidarse. Fue el momento en el que le encontré. Después de haberle escuchado, le dije: «Georges, tu historia es terrible. Pero yo no puedo hacer nada por ti. Mi familia es rica, pero cuando decidí hacerme monje renuncié a toda mi herencia. N o tengo un céntimo. Soy diputado, recibo mi sueldo todos los meses pero hay muchas familias que vienen llorando a contarme las terribles condiciones en las que viven. Por eso decidí construirles pequeñas casas. En eso invierto todo mi sueldo de diputado y tengo muchas deudas. No puedo hacer nada por ti. Y tú, además, quieres morir y, si lo quieres, nada ni nadie te lo podrá impedir. 19

Sólo te pido que pienses en las madres que están esperando que termine sus viviendas. Antes de matarte, ¿no te gustaría echarme una mano para que les podamos entregar más pronto sus casas?» Su rostro cambió. Georges dijo que sí. Y vino. Era como un fantasma ambulante, pero era útil para ayudarme a transportar las planchas, cuando mi cargo de diputado me dejaba un poco de tiempo libre para avanzar en la construcción. Y este trabajo volvió a dar sentido a su vida. «Con cualquier otra cosa que me hubiera dado usted (dinero, una casa, trabajo), me hubiera intentado suicidar de nuevo. Lo que me hacía falta no era de qué vivir sino razones para vivir», me confesó más tarde. A partir de entonces, vivió para ayudar a otros todavía más pobres y más desgraciados que él. El desesperado se convertía en salvador. Emaús había nacido. ¿Cuál fue la primera familia a la que le construí una casa? Un día vi llegar a una mujer con tres niños, un abuelo ... y dos papas. Me explicaron que acababan de ser expulsados de un local vacío que ocupaban. Les alojé provisionalmente en mi gran casa de Neuilly-Plaisance, que había convertido en un albergue de jóvenes. Eran las vacaciones de Navidad. Nevaba. El albergue estaba lleno de alemanes, franceses, ingleses, etc. No había sitio para la familia. Al no encontrar otra solución, quité al Buen Dios de la capilla, le llevé a un rincón limpio del granero, e instalé a esta curiosa familia en su lugar. A veces, me digo que si nuestra lucha por los sin techo ha alcanzado tal amplitud es porque el mismo Jesús fue el primero en dejar su casa a una familia sin hogar. Unos días después de instalarse en la capilla con sus colchones y sus maletas, el verdadero padre, el legítimo, vino a verme un poco avergonzado y me dijo: «Padre, tengo que hablar con usted. Espero que no nos juzgue ni nos condene. He estado preso durante toda la guerra en Ale20

mania. Cuando volví, encontré a mi mujer viviendo con ese otro. Yo tenía un hijo y, durante mi cautiverio, ella tuvo otros dos del otro. ¿Qué podía hacer? ¿Matarla a palos? Estuve tentado de hacerlo. Pero los tres son hijos de mi mujer, dos eran del otro y el primero era mío. Reflexioné y me dije: ¿Qué hará sufrir lo menos posible a los pequeños? Al final, llegamos a un acuerdo: él trabaja de día y yo de noche». Me dieron ganas de reír y llorar al mismo tiempo. En vez de matarse o de pensar exclusivamente en ellos, optaron por lo que podía preservar mejor a los pequeños, a los más débiles. Les construimos una casa y les instalamos en ella. Lo primero que hicieron fue clavar un cartel en la puerta con la siguiente frase: «La alegría de vivir». Después, cuando los hijos fueron creciendo, se instalaron en dos casas, lo cual parecía una solución más conveniente. En los inicios de Emaús, no sólo hubo compañeros y familias, sino también voluntarios, la mayoría de las veces chicos a los que no les faltaba de nada, hijos de ricos que nos echaban una mano. El primero de estos voluntarios era el hijo de un empresario. Había terminado sus estudios, era ingeniero y estaba destinado a suceder a su padre al frente de una gran empresa. Un día vino a verme y me dijo: «Padre, por mis estudios, creo que soy un profesional competente. Conozco mi oficio, pero en cambio no sé nada de los hombres. ¿Podría vivir con usted algún tiempo para aprender a conocerlos?». «Claro que sí», le contesté. Al cabo de un año, me trajo una carta del padre de su novia —lo que me hizo reír mucho—, en la que le decía: «Querido chaval, ya está bien. Tienes que elegir entre los trapos del Abbé Pierre y mi hija». Se casaron y tuvieron rápidamente dos hijos. Pero, presa de pánico ante la responsabilidad paterna, este hombre generoso desapareció de repente sin dejar di21

rección alguna. Su mujer no sabía nada de él. Un buen día recibió una carta. En ella, su marido le contaba que se había alistado en la Legión extranjera. Le escribía desde Sidi-BelAbbés, donde estaba su acuartelamiento. Sin dudarlo, cogió a sus hijos y se fue a vivir a su lado, hasta que su marido terminó los cinco años en la Legión. Desde entonces se convirtieron en una familia maravillosa. Así nació Emaús: con un asesino suicida fracasado, con una familia con dos padres para una sola esposa y con un ingeniero, hijo de papá, que abandona a su mujer y a sus hijos para alistarse en la Legión extranjera. En definitiva, Emaús nace con todo tipo de águilas heridas. Y así me parece que es el corazón humano: tejido de sombras y de luz, susceptible de actos heroicos y de terribles cobardías, aspirando a vastos horizontes y tropezando sin cesar contra todo tipo de obstáculos, la mayoría de las veces internos.

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III EL EVANGELIO DE LOS POBRES Esta aventura, que comenzaba convirtiendo hombres abatidos en «hombres en pie», con estas familias desesperadas a las que veía recobrar la esperanza una vez que tenían su pequeña casita, me impulsaba a cuestionar toda aquella educación que me había enseñado a respetar el siguiente principio: «Hay cosas que se hacen y otras que no se hacen». Gracias a acontecimientos como éstos, iba a verme impulsado, y casi obligado, a buscar otros valores. Valores que iba a encontrar en el Evangelio. Pero un Evangelio releído con otra sensibilidad. Un Evangelio que iba a abrirme la puerta de la esperanza, por encima de toda duda. Leía y releía los evangelios. En ellos veía a un Jesús que se atrevía a poner en solfa una multitud de prescripciones que pretendían regular, en nombre de la religión, desde la oración hasta los más mínimos detalles de las relaciones sociales, de los noviazgos, de la vida doméstica, definiendo las conveniencias, etc. Y descubrí también que Jesús no cesaba de encontrarse con «águilas heridas» y de ayudarles a recobrar la esperanza. Observemos, por ejemplo, el personaje de Zaqueo (Lucas 19). Era un canalla que se dedicaba a recaudar los impuestos para los ocupantes romanos. Con tal de que le entregase a la autoridad romana lo que ésta le exigía, él tenía 23

casi total libertad para imponer los impuestos que quisiese al pueblo de Israel. ¡Era, pues, un colaboracionista y un ladrón a la vez! Un día, Jesús atravesó la ciudad de Jericó. Y Zaqueo quería conocer al tal Jesús. Como era bajo de estatura, no conseguía verle entre la multitud. Entonces, corrió un poco más adelante y se subió a un sicómoro para poder verle mejor. Llegado a este lugar, Jesús le dijo: «Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Zaqueo bajó de su árbol y lo recibió con alegría. Entonces, la multitud murmuró y dijo: «Se ha alojado en casa de un pecador». Pero Zaqueo le dijo a Jesús: «Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno, le devolveré cuatro veces más». Jesús les respondió: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». Un día, un compañero había encontrado un Evangelio y lo hojeaba. Nunca lo había leído. Y les decía a los demás: «¿No conocéis este libro? ¡Pues tiene cantidad de historias!». Hay, en efecto, muchas historias que se podrían contar y que nos muestran a Jesús haciendo recobrar la esperanza a hombres y mujeres sumidos en todo tipo de situaciones. Muchos de estos seres rotos, magullados y deshechos con los que convivo desde hace cerca de cincuenta años se parecen mucho a los que Jesús encuentra en el Evangelio. La historia de la primera familia a la que dimos cobijo, con una madre y dos padres, ¿no se parece un poco a la de la samaritana (Juan 4)? Jesús le pide de beber, pero ella se escandaliza porque los judíos no pedían nunca nada a un samaritano. Eran dos pueblos que se odiaban. (Acabo de llegar de Belfast y las relaciones entre protestantes y católicos son casi las mismas). Los judíos no hablaban con los samaritanos, a los que despreciaban. Por eso, esta mujer le dice a Jesús: «¿Cómo es que tú, siendo judío, te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana?». Y Jesús le con24

testa: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, sin duda que tú misma me pedirías a mí y yo te daría agua viva». Y ella, que estaba cansada de tener que ir todos los días al pozo a buscar agua en su ánfora, le replica: «Señor, si ni siquiera tienes con qué sacar el agua, y el pozo es hondo, ¿cómo puedes darme agua viva? Nuestro padre Jacob nos dejó este pozo del que bebió él mismo, sus hijos y sus ganados, ¿acaso te consideras mayor que él?». Y Jesús le contesta: «Todo el que bebe de este agua, volverá a tener sed; en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que surge vida eterna». «Señor —exclamó la mujer— dame ese agua; así ya no tendré más sed y no tendré que venir hasta aquí para sacarla». Y Jesús le dice: «Vete a tu casa, llama a tu marido y vuelve aquí». Ella le contestó: «No tengo marido». Jesús prosiguió: «Cierto; no tienes marido. Has tenido cinco, y ése, con el que ahora vives, no es tu marido. En esto has dicho la verdad». La mujer le dijo entonces: «Señor, veo que eres profeta. Nuestros antepasados rindieron culto a Dios en este monte; en cambio, vosotros, los judíos, decís que es en Jerusalén donde hay que dar culto a Dios». Y Jesús respondió: «Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene de los judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoren en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad». La mujer le dijo: «Yo sé que el Mesías, es decir, el Cristo está a punto de llegar; cuando él venga nos lo explicará todo». Entonces Jesús le dijo: «Soy yo, el que está hablando contigo». 25

¿Cómo no sentir dolor ante las divisiones de la Tierra Santa, al leer este intercambio de insultos que hacen saltar por los aires los sectarismos en los que se encerró la religión? ¿Cómo no considerarlos un terrible desgarro? ¿No conseguiremos nunca vivir juntos, diferentes y hermanos, lejos de estas luchas sangrientas? Todas estas historias de «águilas heridas» les dicen mucho a nuestros compañeros y a las familias a las que auxiliamos. También ellos han sido explotados. También ellos han estado desesperados. Y ver que Jesús transforma a los canallas les aporta una enorme esperanza. Quiero precisar algo importante: las comunidades del movimento Emaús, impregnadas del Evangelio, siguen siendo absolutamente aconfesionales. Aquí no se le pregunta a nadie: «¿Eres creyente, practicante, votante de la derecha o de la izquierda? ¿Has sido de la resistencia o colaboracionista?». Nada de eso. Cuando llega alguien por vez primera, simplemente se le pregunta: «¿Tienes hambre o sueño? ¿Quieres darte una ducha?». Evidentemente, cada cual es muy libre de ir a misa o a cualquier otro lugar de reunión. Hay que señalar que muy pocos de los miembros de Emaús son «practicantes». Pero les encanta que se les cuenten estas «historias» extraídas del Evangelio. De esta forma, perciben que Jesús no ha venido para los acomodados y los bien pensantes, sino para los perdidos, los pecadores, los derrotados, los que dudan... Lo que cuenta el Evangelio, al igual que los recuerdos sobre los comienzos de Emaús evocados anteriormente, representa la imagen de la condición humana. Aspiramos a la libertad, a la dignidad, a unos horizontes amplios, a la felicidad, a la salud, a la fraternidad, pero a menudo vivimos en el miedo, en la humillación, en la frustración, en el frío, en la guerra y en la enfermedad. En un sentido o en otro, todos somos águilas heridas. ¿Acaso la historia de la humanidad nos enseña otra cosa? 26

IV LA DESILUSIÓN ENTUSIASTA Después de la guerra, fui elegido diputado por Nancy. Tenía que encontrar un sitio donde albergarme en París. Tras diversas peripecias, descubrí una casa en Neuilly-Plaisance, con casi una hectárea de jardín. La casa estaba a la venta a muy buen precio, porque había sido desvalijada durante la guerra. Mi llegada intrigó a toda la gente del barrio. Miraban, estupefactos, desembarcar a un cura con sotana en un coche con la divisa de la Asamblea Nacional. Apenas instalado, me vieron salir por las ventanas en mono y ponerme a reparar el tejado. Me tomaron por loco. Cuando terminé de arreglar la casa, la convertí en un «albergue juvenil», porque era demasiado grande para mí. En aquella época, era el presidente ejecutivo del M o vimiento Universal para una Confederación Mundial. El presidente del consejo era lord Boyd Orr, el fundador de la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura). Einstein era uno de los miembros del movimiento, lo que me proporcionó la ocasión de hablar en varias ocasiones con él. Como presidente ejecutivo de tal Movimiento participaba frecuentemente en congresos por toda Europa. Por eso, muchos jóvenes europeos estaban encantados de venir a pasar sus vacaciones en este albergue juvenil y de encontrarse de nuevo conmigo. Entonces me di cuenta de algo realmente sorprendente y que le cuesta mucho imaginar a la juventud actual. Cuan27

do lo lógico era que estuviesen dominados por la alegría del fin de la guerra, constataba que los jóvenes más lúcidos, ya fuesen del lado de los vencedores o de los vencidos, estaban tristes y dudaban de la vida. Era la época en la que se veían llegar los terribles convoyes de los supervivientes de los campos nazis. Recuerdo a una de estas jóvenes que se había ofrecido para ir a cuidar a estos esqueletos vivientes, como voluntaria de la Cruz Roja, en un gran hotel de París en los que se les albergaba a su llegada de los campos de la muerte. Quedó tan impresionada que comenzó a sentir horror del cuerpo en general, y del suyo en particular. Tenía tan sólo veinte años. Y tuvo que pasar mucho tiempo para que superase el trauma. En el campo de los vencedores, se comenzaba a saber cuáles habían sido las consecuencias de las bombas atómicas (aunque entonces no se dijese toda la verdad y ni siquiera hoy la sepamos). No sólo fueron las 180.000 personas asesinadas por las dos bombas en un instante, sino también los bebés que estaban todavía en el vientre de sus madres y nacían monstruosos. Quizá por todo ello, estos jóvenes dudaban de la humanidad, al ver lo que el hombre era capaz de hacer contra sus semejantes. Dudaban incluso de que la vida mereciese la pena vivirla. Una vez que leía el Evangelio pensando en esta juventud desencantada, me tropecé con el pasaje de san Lucas que habla de los discípulos de Emaús (Lucas 24). Me quedé impresionado por la desesperación de aquellos dos discípulos que escapaban de Jerusalén tras la muerte de Cristo. El domingo de Ramos (una especie de desfile por los Campos Elíseos) llegaron a creer que Jesús, aclamado por todo el mundo, iba a ser proclamado rey e iba a liberar al pueblo de Israel del yugo de los romanos. Pero unos cuantos días después, tiene lugar la agonía: Jesús ya no hace más milagros y se deja maltratar y torturar. Finalmente, muere 28

en la cruz como un bandido. Todos los discípulos, presas de pánico, se esconden o huyen de Jerusalén por miedo a los romanos y a los sumos sacerdotes judíos. Es la derrota más completa y total. Como otros muchos, estos dos discípulos también ponen pies en polvorosa. Pero he aquí que, en el camino hacia el final del día, se encuentran con otro viajero quien les pregunta por qué están tristes. Ellos le contestan: «¿Eres tú el único en Jerusalén que no está triste hoy? ¿No sabes lo que ha pasado?». Y le cuentan los trágicos acontecimientos de los últimos días. El viajero, al que no han conocido pero que es Jesús resucitado, retoma en los textos del Antiguo Testamento todo lo que anunciaba la salvación a través de la Pasión. Que el Mesías sería un salvador humilde, sufriente, y no un Mesías triunfante como ellos lo imaginaban... Caminando, llegan al albergue al anochecer. Los dos discípulos se disponen a entrar, para descansar y cenar, pero el viajero hace ademán de seguir adelante. Entonces ellos le dicen estas palabras que tanto me gustan: «Quédate con nosotros, porque es tarde y está anocheciendo». Es la frase que solemos grabar en las tumbas de nuestros compañeros. Sentado a la mesa, el viajero toma el pan, lo bendice, lo parte y se lo da. En ese momento, reconocen a Jesús. Pero éste desaparece de repente. Entonces ellos se dicen el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba la Escritura?». Su retorno a la fe no está motivado por un argumento racional o lógico, sino por un argumento afectivo: «nuestro corazón ardía». ¡Es magnífico! He aquí, pues, que estos cobardes, estos fugitivos se transforman. Y entonces asumen todos los riesgos. Regresan a Jerusalén corriendo para ir a gritar la buena nueva del Cristo resucitado. Se dirigen al Cenáculo, donde se había celebrado la Última Cena, institución de la Eucaristía, esperando encontrar allí a los apóstoles escondidos. Cuando 29

llegan, proclaman la buena noticia: «¡Jesús está vivo!». Los apóstoles les responden: «Es verdad, el Señor ha resucitado y se le ha aparecido también a Pedro». Desde ese instante, Jesús se manifiesta tal y como es, tal y como nosotros seremos también en el momento de la resurrección de nuestros cuerpos con un cuerpo glorioso. Al leer este pasaje de los evangelios, llamado de los «peregrinos de Emaús», surgió en mí una especie de filosofía de la vida, que suelo llamar la «desilusión entusiasta». Cogí una plancha de madera, un bote de pintura y escribí «EMAÚS» en grandes letras blancas. Y me fui a colgar la tablilla en la puerta de entrada del jardín. Evidentemente, todo el mundo me preguntó qué quería decir aquello. Entonces les expliqué a los chavales que la vida, desde el instante en que comienza, nos exige liberarnos de nuestras ilusiones. Ei niño tiende a tocar con las manos todo lo que sea bonito, incluso si es fuego. Cuando se haya quemado, no volverá a tocarlo. El niño tenía una ilusión, de la que se ha liberado. Pues lo mismo pasa con los adultos. Progresivamente la vida nos conduce a perder nuestras ilusiones para alcanzar la realidad. Sólo entonces podemos descubrir el entusiasmo. En griego, «en» significa «un» y «theos», significa «Dios». El entusiasta es el hombre que se hace uno con Dios. Pero para conseguir esta unión, hay que liberarse de la ilusión. Explicaba todo esto a los jóvenes desencantados, diciéndoles: «Estáis viviendo la des-ilusión. Tenéis que salir de ella y entrar en la realidad de la vida, donde podréis encontraros con el Eterno que es Amor». Cuando puse esta pancarta en la entrada del jardín, no tenía ni la más remota idea de lo que iba a pasar poco tiempo después. Es decir que, en vez de jóvenes, todas las camas iban a ser ocupadas, una tras otra, por gentes víctimas de la peor des-ilusión. Porque era su propia vida la que se ha-

bía roto en mil pedazos: matrimonios separados, mujeres abandonadas con niños, alcohólicos, presos recién salidos de la cárcel... ¡Qué maravilla entrar en una casa que reposa por completo en el relato evangélico de Emaús! Fue algo que me emocionó hasta lo más profundo de mi ser, como uno de esos signos que, a veces, nos envía la Providencia. Porque jamás había imaginado, al escribir el letrero de «EMAÚS», que iban a llegar tantos desilusionados de la vida, tantos que necesitaban urgentemente reencontrar una auténtica esperanza.

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V ESPERANZA Como siempre que se abordan cuestiones esenciales, comencemos por ponernos de acuerdo sobre el sentido de las palabras. ¡Cuántas disputas se terminarían si, antes de discutir, comenzásemos por ponernos de acuerdo sobre el sentido de cada una de las palabras importantes que vamos a emplear! No confundamos, por ejemplo, expectativa con esperanza. Se pueden tener mil expectativas de todo tipo, pero una sola esperanza. Esperamos que fulanito llegue a la hora, esperamos aprobar un examen o que la paz vuelva a Ruanda. Son expectativas particulares. La esperanza es otra cosa, y está íntimamente relacionada con el sentido de la vida. ¿Vale la pena vivir si la existencia no conduce a ninguna parte, si únicamente nos llevaba un agujero en la tierra donde se coloca un poco de materia que se va a descompongr? La esperanza es creer que la vida tiene un sentido. La esperanza nace cuando nos damos cuenta de que necesitamos la salvación. ¿Pero qué significa la palabra «salvación» para alguien que no se siente perdido? Sólo nos sentimos salvados cuando tenemos conciencia de estar en peligro. Creo que esta toma de conciencia puede hacerse en dos planos. En primer lugar, todos llevamos dentro una serie de aspiraciones. La aspiración de conocer, de amar, de dar, de M

recibir, de buscar emociones fuertes o de superar los propios límites. Si las hemos llevado dentro durante décadas sin obtener resultado alguno, sin que hayan sido jamás satisfechas, es lógico que tengamos la sensación de haber fracasado en la vida. Es entonces cuando necesitamos ser salvados de la des-ilusión negativa, pues hemos perdido nuestras ilusiones así como nuestro entusiasmo. Pero también hemos podido instalarnos en la ilusión —algo por desgracia bastante frecuente— para no tener que afrontar la realidad. El hombre lleva dentro una aspiración al infinito, a la eternidad, al absoluto, mientras vive en lo finito, en el tiempo, en lo relativo. Está, pues, fundamental y ontológicamente insatisfecho. Si no toma conciencia de ello, orientará sus aspiraciones más profundas hacia el ámbito del tener y se lanzará a una búsqueda continua de bienes materiales y de placeres inmediatos que jamás podrán satisfacerle por completo. Se verá, pues, eternamente insatisfecho, porque se equivoca sobre la naturaleza del auténtico bien. Si no es lúcido, también puede mentirse a sí mismo y vivir en la ilusión de sentirse satisfecho o de poder estarlo a través de medios erróneos. ¿Dejar de ser persona no consiste precisamente en sentirse satisfecho? También necesitamos salvación cuando estamos enfermos, cuando sufrimos o cuando nos encontramos sumidos en la miseria. Cuando la vida es una larga cadena de pruebas y de dificultades de todo tipo. Esta es la salvación que nos propone la Escritura cuando nos dice: el amor es tan fuerte como la muerte. En esto consiste la esperanza: en la muerte, todos los límites que se me imponían, todas las dificultades cesan para dejar su sitio a la plenitud de la alegría y del amor. Estoy absolutamente convencido de que en la vida eterna viviremos en la plenitud y en la contemplación. Santo Tomás de Aquino dice que en el cielo cada uno de nosotros se sentirá lleno a rebosar. Y ya se haya reducido al tamaño 34

de un dedal, o bien sea como un gran tonel de vino, en cualquier caso se sentirá lleno a rebosar. Si tienes pocas aspiraciones, si has amado a Dios y al prójimo sin entregarte demasiado, tendrás una felicidad del tamaño de un dedal. Si, por el contrario, has desarrollado una sed inmensa, un vacío inmenso, si has amado intensamente, te llenarás a rebosar, con una plenitud a la medida de tu sed y de tu amor. La esperanza cristiana es la esperanza de que nuestras aspiraciones no quedarán incumplidas. Varias imágenes muy sencillas expresan muy bien esta idea. Imaginemos que una tuerca se cae al pasar un camión por una aldea primitiva donde jamás se ha visto nada parecido a un mecánico. Pues bien, si en esa aldea hay un hombre muy inteligente, a fuerza de mirar cómo está hecha la tuerca sabrá qué es un tornillo. Imaginemos ahora la cera de la que se acaba de retirar el sello. Cuando la cera esté seca, observándola, puedo conocer hasta el más mínimo detalle del sello. La cera lo ha retenido todo en hueco. De la misma forma, también nosotros podemos tener una cierta noción de Dios estando atentos a nuestras aspiraciones, a nuestros deseos de amor, dado que la Escritura nos dice que estamos hechos «a imagen de Dios». Así, observando nuestros deseos y aspiraciones, «en hueco» en nosotros, podemos adivinar algo de Dios. La esperanza es esta certeza de que Dios puede colmar estas expectativas, esta sed y que responde plenamente a estos deseos. También podemos poner el ejemplo de una de las mejores canteras. Por ejemplo, si visitamos una cantera de mármol sólo veremos escombros, astillas y pequeños trozos de mármol que no sirven para nada, ni siquiera para hacer adoquines. ¿Por qué? Porque, si bien es cavando la cantera como se elabora el monumento maravilloso que se quiere construir —una catedral, un castillo—, no es aquí donde se 35

edifica. Tan pronto como se extrae una bella losa, se coloca en un camión que la transportará. Todos nosotros somos los trabajadores de la bella cantera de piedra que es la vida, y quizás nunca hayamos visto los planos del maravilloso edificio que se está construyendo en otra parte. Mientras caminamos por este mundo, sólo nos vemos sudar y fatigarnos para extraer las grandes placas de mármol de la cantera de la vida. El edificio se construye fuera del tiempo, en ese más allá que llamamos eternidad. Sólo lo veremos perfectamente después de nuestra muerte, cuando hayamos dejado las sombras del tiempo para entrar en la Vida Eterna. No podemos tener la experiencia de su belleza en esta vida. Podemos tener una idea más o menos aproximada, quizás un arquitecto nos haya enseñado los planos, hemos podido visumbrar algo, pero gozar del edificio a plena luz es algo muy diferente. La vida es una gigantesca cantera orientada hacia la plenitud de la belleza. La esperanza es saber que Dios llenará en plenitud todo lo que estaba en germen y en hueco, en nosotros. Con una sola condición: haber amado. Aunque sólo sea porque hemos hecho lo que hemos podido. Afortunadamente, hace tiempo que la Iglesia ya no afirma que sólo serán salvados los creyentes catalogados como tales, los bautizados y los practicantes. Porque ¿cual es el porcentaje de los que han conocido la Biblia, el Evangelio y a Jesús entre los cientos de miles de millones de seres humanos que han vivido en la tierra a lo largo de milenios? ¡Un porcentaje ínfimo! El Espíritu Santo ha soplado, ha hablado al fondo del corazón del más agnóstico, del más alejado de todo conocimiento de la revelación cristiana. El Espíritu Santo ha trabajado cada conciencia para suscitar la tentación del bien al mismo tiempo que sentía la tentación del mal. 36

Y la libertad naciente y vacilante de cada cual ha tenido que optar a diario. A propósito de este asunto, recuerdo un encuentro fraterno con personas cuyas opiniones eran diametralmente opuestas a las mías. Fue en 1942, justo antes de entrar en la resistencia. Francia estaba gobernada por Vichy. Yo había sido nombrado padre espiritual en un seminario menor recientemente confiscado por el Estado, como consecuencia de las leyes anticlericales de comienzos de siglo. El seminario se había convertido en un centro de formación agrícola ultramoderno, en manos de profesores laicos «comecuras». Recuerdo a uno de estos profesores, encargado de acompañar a la misa a los alumnos de familias practicantes que pedían que sus hijos participasen en ella cada domingo. Pues bien, el profesor se instalaba confortablemente en la iglesia y se ponía a leer, con toda la ostentación del mundo, el periódico. A pesar de todo, yo mantenía excelentes relaciones con algunos de estos profesores, sobre todo con el director de la escuela, que me había pedido discretamente que preparase a su nieto para la primera comunión... A menudo mantenía profundas discusiones con estos profesores anticlericales. Profesores que, de hecho, habían puesto toda su fe en el progreso de la humanidad. A sus ojos, yo era un pesimista por la teoría cristiana del pecado original, que considera que la humanidad está como herida o magullada. Ellos, por el contrario, creían en el hombre y esperaban un mañana radiante bajo el signo del progreso técnico y científico. Yo les decía: «Me dais lástima, porque si bien es cierto que se constata en la humanidad un progreso material relacionado con el desarrollo de las ciencias y de las técnicas, no veo dónde está el progreso moral y la felicidad. Estamos en plena guerra. Una guerra que no es ni limpia ni bella y estoy seguro de que estamos sólo al comienzo de nuestras 37

desilusiones sobre el hombre del siglo xx». Desgraciadamente, no me podía imaginar en aquel momento que mis argumentos iban a ser ratificados por el descubrimiento de los campos de la muerte y por la explosión de la bomba atómica. Y solía añadir: «En cuanto a mí, que creo que el hombre es capaz de cometer las peores atrocidades, me maravillo de ver a personas como vosotros que se entregan a su profesión y a su ideal, que son buenos esposos y buenos padres de familia. Me descubro ante la más mínima acción bella y desinteresada. Veo florecer con estupefacción la más pequeña florecilla sobre el gran estercolero de la humanidad. «Partiendo de una perspectiva que vosotros llamáis "pesimista", voy a terminar mi vida en el júbilo de ver que, a pesar del mal, también existe el bien. Y vosotros, partiendo a priori de la perspectiva optimista de que el hombre es bueno, os arriesgáis a llegar a la meta un poco amargados y diciendo: "La verdad es que el balance total del progreso, no sólo del científico, no es para echar las campanas al vuelo"!»

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VI ENTRE EL ABSURDO Y EL MISTERIO Como acabo de indicar, hay personas muy interesantes y dotadas, pero que se han dedicado a vivir aburguesadamente (en el sentido caricaturesco de la palabra), a rodearse de todas las seguridades posibles, incluido el seguro de vida. Piensan que así estarán tranquilos. Para no sufrir demasiado con la crueldad del mundo, para esconderse de tanta desolación, intentan distraer su espíritu o adormecerlo. Imagino a ese valiente burgués por la tarde, después del trabajo, confortablemente instalado en su sofá escuchando música o viendo la tele, con sus zapatillas de andar por casa. De pronto, alguien rompe su ventana y le grita: «¡Rápido, rápido, salga rápido si quiere salvarse!». «¿Pero quién es usted y qué quiere? Déjeme en paz». «¿Pero es que no se ha dado cuenta? ¡Su casa está ardiendo!» Hay gente que no sabe o no quiere reconocer que necesita ser salvada. Hay quienes no quieren reconocer que la felicidad no está en las seguridades en las que se refugian, porque esas seguridades son superficiales, externas a su ser profundo y a su auténtica necesidad de amor. Por eso, cuando llegan los bomberos tienen que decirle: «Rápido, rápido, queda más gente que salvar, la escalera está allí, deje sus títulos y sus valores bursátiles y salga por la ventana». Estos bomberos son los maestros de la esperanza, los que despiertan el auténtico sentido de la vida. 39

Sócrates, Buda, Epicteto, Jesús y otros muchos a lo largo de la historia, han intentado también despertar al hombre de su letargo, hacerle abandonar el mundo de la ilusión y despertarle a la necesidad de salvación. Pero también hay quienes despiertan a la gente al absurdo, maestros de la desesperanza. Pienso, por ejemplo, en el caso de Sartre. En su libro autobiográfico Las Palabras, reconoce que pasó su vida casando palabras que no dejaron huella en su alma. Y su amiga, Simone de Beauvoir, escribe poco antes de morir: «Hemos sido estafados». ¿Estafados? ¿Pero por quién sino por ellos mismos? Ambos fueron valientes. Adoptaron posturas que no se correspondían con las de su medio burgués de origen. Seguramente, a los ojos de Dios tienen muchos méritos. No los juzgo. Pero también fueron maestros de la desesperanza. Muchos de sus discípulos se suicidaron por llevar hasta el final sus enseñanzas. Pienso también en Camus. Trabajamos juntos durante algún tiempo, después de la Liberación, en el periódico Combat. Me parecía una persona profundamente sincera en todo. La sinceridad era el rasgo de su carácter que más sobresalía cuando se le trataba de cerca. Pero también fue él quien escribió aquella célebre frase: «No puedo tener fe en un todopoderoso que deja sufrir tanto a los niños pequeños». En el fondo, Camus era un desilusionado negativo, lo cual es un signo de lucidez y de generosidad. Nunca consiguió descubrir la esperanza, la única que pudo haberle conducido a la desilusión entusiasta. Y fue, como Sartre, aunque de distinta forma, un maestro del absurdo. Supo ver el mal que reina por doquier en el mundo y en el corazón del hombre. Pero no supo ver el amor que Dios imprimió en hueco en la humanidad. Este amor misterioso, todavía oculto, sobre el cual se basa la esperanza. Durante el servicio militar llegó a mis manos una revista que hablaba de un libro de Ernest Psichari. Se trataba de un hombre que había vivido en los ambientes más mun40

danos de París. Era el nieto de Renán. Pero cuando iba a cumplir veintidós años intentó suicidarse. Lo salvó providencialmente la llegada de Jacques Riviére, el amigo de Cludel. Tras este suicidio frustrado, Pcichari se alistó en el ejército, del que era oficial en la reserva, y pidió que le enviasen al Sahara. Allí escribió tres pequeños libros maravillosos: La llamada de las armas, Las voces que gritan en el desierto y, el más bello, El viaje del centurión. La lectura de este último libro me impresionó profundamente. En él, Psichari describe sus estados de ánimo. Una noche, bajo un cielo iluminado por miríadas de estrellas, se pone de rodillas y grita: «No, no es verdad que la auténtica ruta sea la que no conduce a ninguna parte». Y prosternado dice: «A pesar de todas las alegaciones de mi abuelo, en el fondo de mi corazón brota el "Padre nuestro, que estás en los cielos"». También los apóstoles tuvieron que optar entre el absurdo y el misterio en el momento del final trágico de Cristo. El pueblo de Israel esperaba un Mesías que le liberara del yugo del invasor romano. Para los discípulos, estaba clarísimo que Jesús era ese Mesías. ¿No confirmaba esa idea la entrada triunfal en Jerusalén del domingo de Ramos? Por eso, cuando es detenido en el monte de los Olivos, Pedro saca su espada y le corta la oreja al criado del sumo sacerdote. Pero el mismo Jesús le disuade de actuar así. «Mi Reino no es de este mundo», le dirá a Pilatos al día siguiente. Tenemos también el extraordinario pasaje en el que Jesús explica a sus apóstoles que tiene que subir a Jerusalén para ser condenado y morir. «No te ocurrirá eso», replica Pedro, incapaz de admitir tal cosa. Pero Jesús le contesta: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». ¡Qué comienzo de desilusión para los apóstoles ver al salvador detenido por los enviados de las autoridades que querían su ruina y, después, verle morir en la cruz sin utilizar su poder milagroso! Es tal la desilusión de los apóstoles que huyen. 41

¿Cómo no intentar comprender el estado de ánimo en el que se encontraron sumidos Pedro y Judas, por muy diferentes que fueran? Ambos están desilusionados. Pero mientras Pedro ha conservado la suficiente esperanza como para llorar amargamente por haber renegado de Cristo, Judas, avasallado por tanto horror y por una situación tan absurda, termina haciéndose cómplice de los aparentes triunfadores. Se quedó anclado en la desilusión negativa que le llevó a la desesperación. Una desesperación que, después de conducirle a traicionar a su amigo, le llevará a suicidarse. A veces, en la vida de un hombre alternan la esperanza y la desesperación, la luz y las tinieblas. Me viene a la memoria el dramático grito de una carta de Charles Baudelaire a uno de sus íntimos: «Soy como un viajero perdido en el bosque, rodeado de peligros en la noche, desorientado y sin saber qué camino coger. Y he aquí que, a lo lejos, se divisa una luz. Sin duda es la casa del guarda forestal, que vuelve a su hogar para acostarse y que ha encendido su candela. Estoy salvado, sé adonde ir. Todo parece sencillo. Pero al instante, el guarda apaga su luz y, de nuevo, me encuentro perdido y sin esperanza». Y la carta termina con esta frase conmovedora que recuerdo a menudo: «El diablo apagó todas las luces en torno al albergue». Jamás olvidaré tampoco las palabras de un ministro peruano, amigo queridísimo y matemático eminente. Era agnóstico y buscaba. Una tarde, concluyó una de nuestras conversaciones con estas palabras: «Si se tiene una mirada lúcida sobre la vida, no queda más alternativa que la siguiente: el misterio o el absurdo». Era consciente de que el absurdo conduce a la desesperanza y de que el misterio, que reposa en la fe del Eterno oculto que es Amor, puede ser fuente de esperanza. Sabía que en mi elección había paz y alegría. ¡Y quizá estuviese también él a punto de experimentarlas! 42

SEGUNDA PARTE Certezas del incognoscible

I DE LA FE RECIBIDA A LA FE PERSONAL Un día me encontré, de una forma absolutamente imprevista, con André Frossard en un plato de televisión. André Frossard se había hecho célebre por un libro titulado Dios existe, yo lo he encontrado, el testimonio de su conversión. También era conocido por los zarpazos que solía dar en sus pequeños artículos de Le Figuro. Durante el programa declaró: «Recientemente me ha ocurrido algo gracioso. Al entrar en una iglesia, el predicador estaba hablando de Dios y decía: "Dios el Incognoscible". Salí inmediatamente del templo, pensando que me había equivocado de Iglesia». Entonces, sorprendido, le interrumpí: «Mi querido amigo, ¿es que han cambiado en el credo el «yo creo» por el «yo sé»? Sonrió y no entró en polémica, porque, en el fondo, ambos teníamos razón. Él tenía razón al decir que existe una cierta manera de conocer a Dios y yo tenía razón al recordar que ese conocimiento no es un conocimiento que autorice a decir «yo sé». La fe no es ni el fruto de razonamientos lógicos ni el término de un cálculo matemático. En realidad, como iremos viendo, la fe pertenece al ámbito del amor. Evidentemente, el amor no excluye la reflexión. La razón sopesa los defectos, las cualidades, las ventajas y los inconvenientes de unirse de por vida a tal o cual persona. Pero la conclusión no es rigurosa, automática o 45

absoluta, como un cálculo matemático. Llega un momento en el que, independientemente de los razonamientos, hay que dar un salto en el vacío. Y en eso consiste el amor. Si se le pregunta a cualquier enamorado: «¿Por qué amas a tu pareja?», contestará: «Déjame en paz, no tengo ninguna explicación que darte; la quiero porque la quiero». De todas formas, el diálogo con Frossard me llevó a interrogarme sobre mi propia experiencia de la vida. En cierto sentido, «nací creyente» por el medio en el que me crié, por la educación que recibí y por los colegios en los que estudié. ¿Pero cómo se operó la sucesión de etapas por las que fui pasando, desde el ferviente amor a Jesús en mi pequeño corazón de niño hasta la fe personal y adulta, que me llevó a asumir responsabilidades graves que implicaban realmente a todo mi ser? Voy a intentar recorrer rápidamente estas etapas. Siendo niño me sentía privilegiado por la seguridad que la fe recibida proporciona. En esas circunstancias no se buscan pruebas. Cuando era pequeño hacía esfuerzos por «tener contento al Niño Jesús». Me gustaba especialmente la época de Navidad, sobre todo por el belén. Eramos ocho hermanos. Cada uno de nosotros tenía su corderito, con una cinta de un color diferente para cada uno, en el belén. Según se hubiese sido bueno o no, el corderito se acercaba o se alejaba más o menos de Jesús en el momento de la oración de la tarde, con toda la familia reunida de rodillas ante el portal. Recuerdo una vez que, por no sé qué tontería, mi corderito del belén acabó debajo de la mesa, en la otra punta de la sala. Así fue discurriendo más o menos mi vida hasta la crisis profunda que atravesé a los catorce años. Hubo, sin embargo, dos etapas intermedias que ciertamente jugaron un papel considerable. Esos dos momentos de mi juventud ya los he contado otras veces. Pero no recordarlos aquí sería absurdo. 46

Debía tener unos siete u ocho años y había comido mermelada a escondidas. Cuando en mi casa se dieron cuenta, sospecharon de uno de mis hermanos y yo me callé, no salí en su defensa. Después, se dieron cuenta de que había sido yo y me dijeron: «Como castigo, no irás a la fiesta familiar», que celebraban unos primos ricos que tenían siempre los juguetes más formidables. Por la tarde, cuando volvió mi familia, uno de mis hermanos corrió hacia mí, exultante, y me dijo: «Fue maravilloso, había tal juguete y tal otro... etc.» Todavía me estoy oyendo, como si hubiera ocurrido esta mañana, replicarle desdeñosamente a mi hermano: «¿Y qué me importa todo eso, si yo no estuve?». Y dicho esto, le di la espalda y me fui. Al poco rato vino mi padre, me cogió de la mano y no me riñó ni me castigó, sólo me condujo a su habitación y muy apenado me dijo simplemente: «He oído lo que le has dicho a tu hermano hace un rato. Es horrible. ¿Es que sólo cuentas tú? ¿No eres capaz de sentir alegría y de ser feliz sabiendo que los demás lo son?». Fue como si, de golpe, todo un universo se viniese abajo para dejar su sitio a otro. Como si me hubiese encontrado de pronto en una habitación oscura y, de repente, una tempestad hubiese abierto la ventana y yo descubriera otro horizonte. A través de la pena y del dolor de mi padre percibía otro ámbito de la realidad, el ámbito del amor, de la bondad, del compartir: si tú eres feliz, yo también; si sufres, yo sufro. Esta historia me marcó profundamente. Y lo mismo pasó cuando, unos años después, mi padre nos dijo a uno de mis hermanos y a mí que quería llevarnos con él un domingo por la mañana. Habíamos notado que todos los domingos por la mañana mi padre desaparecía, pero no sa bíamos adonde iba. Llegamos con él a un suburbio sórdido de Lyon, a un local en el que estaban reunidos unos cuarenta mendigos, vagabundos y pordioseros. Allí estaban también cinco sois 47

señores, amigos de mi padre y burgueses como él: un general retirado y varios empresarios. Nadie de su entorno sabía qué hacían estos señores todos los domingos por la mañana. Y lo que hacían era venir a peinar, cuidar o afeitar a todos estos mendigos, en el marco de una asociación. Les recogían también su ropa sucia, la llevaban a lavar y volvían al domingo siguiente a traérsela, añadiendo a su colada un pantalón nuevo o alguna otra prenda. Al mismo tiempo, ayudaban a salir de la situación en la que se encontraban a aquellos para los que todavía era posible. Pero la mayoría era incapaz de romper con su vida de mendicidad y no quería dejar sus costumbres. Todavía recuerdo, cuando volvimos, la reflexión de mi padre, al que uno al que le cortaba el pelo le chilló de mala manera (probablemente porque la maquinilla le había arrancado un mechón): «¿Veis niños, lo difícil que es ser digno de servir a los que son tan desgraciados?». Eso también me marcó profundamente. Es evidente que estas dos anécdotas han debido influir decisivamente en mi destino, consagrado a servir a los más pobres. Fueron pasando los años. En la adolescencia, un simple razonamiento se me impuso como un relámpago: «Vas a comprometerte en la vida de una cierta manera porque has nacido en una familia así; pero si hubieses nacido en una familia no religiosa, atea, islámica, judía o de religión hinduista, harías otra elección. Por lo tanto, si no has realizado una búsqueda personal sobre tus creencias, ¿cómo puedes estar seguro de ellas?». A partir de ese momento, leí todo lo que caía en mis manos. Buscaba. Hablaba con unos y con otros, pero discretamente, sin compartir el tormento que me invadía. Durante toda una época me sentí seducido por las corrientes más o menos panteístas de poetas y filósofos alemanes. De una forma imprevisible, se produjo el primer chasquido de mi fe personal. Leí — n o en la Biblia, sino en un 48

libro del que ya no me acuerdo— el relato de Moisés en el desierto, cuando ve la zarza ardiendo sin consumirse (Éxodo 3). Moisés se acerca y oye una voz que le dice: «No te acerques; quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado». Y la voz misteriosa prosigue: «Yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas». Y Moisés, un simple pastor que había huido de Egipto, le contesta a la voz misteriosa: «Pero si me preguntan cuál es el nombre del que me envía, ¿qué les responderé?». La voz le dice — y ésta fue la primera turbación profunda de mi ser—: «Explícaselo así a los israelitas: "Yo soy" me envía a vosotros». Este «Yo soy» escuchado en plena confusión fue todo un descubrimiento. Era un concepto de tal sencillez que me deslumhró. A partir de ese instante, la noción de lo divino adquirió para mí precisión, claridad y consistencia. Todas mis dudas se disiparon e hice mía esta certeza: que la vida a la que me habían arrojado no era un camino que no conduce a ninguna parte, sino una ruta que conduce hacia un encuentro. Pero mi búsqueda prosiguió. Atravesé entonces varios periodos marcados por la enfermedad, durante los cuales tuve que interrumpir mis estudios. Justo antes de acceder a lo que entonces se llamaban las Humanidades, caí enfermo con anemia. Para reponerme me enviaron durante seis meses al borde del mar y, después, tres meses a la alta montaña. La enfermedad había retrasado un año mis estudios, pero fue también una época que me enseñó mucho. Los scouts me regalaron un tótem con el siguiente nombre: «Castor meditabundo». Es curioso que unos chavales de catorce años, reunidos alrededor de un fuego de campamento una noche, por medio de gritos que aprobaban o reprobaban tal o cual nombre de animal, hayan elegido para mí estas dos palabras: «castor» —desde luego que iba a pasar mi vida luchando para construir viviendas y el castor es W

el animal que construye su casa— y «meditabundo» — y la meditación es, ciertamente, uno de los rasgos de mi carácter—. La meditación y, más tarde, la adoración acompañaron siempre en mi vida la actividad más manual y más práctica. Después se produjo otro acontecimiento inolvidable, que iba a sacudir mi vida. A la vuelta de una peregrinación de colegio a Roma, nos detuvimos en Asís. Una vez allí, subimos a la montaña, a una decena de kilómetros de la ciudad, al convento de Carceri. San Francisco y sus primeros compañeros venían a pasar días y semanas de soledad y de adoración en estas grutas. Tras la muerte de san Francisco se construyó aquí un maravilloso convento, colgado de la montaña. Después de que un monje nos explicase la vida de san Francisco, abandoné el grupo y me fui solo a pasearme por una ruta que bordeaba la montaña. Tuve entonces la doble intuición de que en la adoración se encontraba la más absoluta y plena comunión universal con toda la humanidad y con toda la naturaleza. Al mismo tiempo, alimentado por el ejemplo de la vida de san Francisco, descubrí que la adoración es la fuente más extraordinaria de la acción. Y de una acción realista, absolutamente cercana a los dramas de la época feudal, cuando se luchaba entre un castillo y otro movilizando a los campesinos, que se mataban entre ellos por las bagatelas y los caprichos de sus señores. En este contexto, la orden tercera fundada por san Francisco se constituyó en la primera forma de objeción de conciencia. En efecto, Francisco consiguió que los laicos que hacían sus promesas en la orden tercera quedasen asimilados a las gentes de Iglesia, pudiendo rechazar a los señores que les obligaban a luchar. Esta fue una de las razones por las que la tercera orden se extendió tan rápidamente entre la gente sencilla del pueblo: era el único modo de librarse del servicio militar obligatorio, que estaba regido por el capricho de los señores. 50

A la vuelta de este peregrinaje a Asís, víctima de nuevo de la enfermedad, tuve la suerte de que cayese entre mis manos el mejor libro escrito sobre san Francisco, el más documentado y el más riguroso desde el punto de vista histórico. La lectura de esta obra, adornada con las impresiones de mi paso por Asís, fue decisiva. Poco después visité las dos principales órdenes de san Francisco en Francia: los capuchinos y los franciscanos. Estos últimos vivían en pisos, formando pequeñas comunidades. En cambio, entre los capuchinos descubrí una atmósfera muy tradicional, monástica, mucho más austera y mucho más dura. Dormían vestidos sobre una plancha de madera, permanecían despiertos todas las noches desde las doce a las dos de la mañana y consagraban mucho tiempo a la oración. Anuncié a mis padres que al año siguiente, cuando hubiese terminado mi bachillerato, entraría en el noviciado de los capuchinos. Fue duro para ellos, pero eran profundamente cristianos y estaban orgullosos, tal y como me dijeron, de tener un hijo sacerdote, aunque hubieran preferido que su hijo se hiciese dominico o jesuíta. Es decir, hubieran preferido que ingresase en una orden en la que los religiosos, según sus aptitudes, reciben formación y se convierten en sabios o en consumados especialistas. La orden de los capuchinos, en efecto, es una orden popular, en la que se consagra más tiempo a la adoración que al estudio. Ingresé, pues, en el noviciado a los diecinueve años. En aquella época era íntimo amigo de un camarada de colegio que, después, se convirtió en uno de los héroes de la resistencia: Tho Morel, al que más tarde se le conoció simplemente por el nombre de Tom. El padre Ravier acaba de consagrarle una admirable biografía: Tom Morel • Este amigo, al enterarse de que me iba a hacer capu-

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Le Sarment-Fayard.

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chino, decidió venir a mi profesión. Pero llegó tarde y cuando entró en la capilla del convento ya no quedaba nadie, sólo un fraile que estaba apagando los cirios. Despistado, pidió ver al maestro de novicios, al que le habló de nuestra amistad. El maestro de novicios aceptó que nos viéramos. Cuando entró en el pequeño locutorio en el que me esperaba Tho Morel, presenció una escena extraordinaria. Aquel que más tarde iba a convertirse en el creador del heroico maquis de Gliéres, aquel que iba a morir en una emboscada despreciable, entregando su vida por el honor de Francia, explotó de cólera, diciéndome: «Pero Henri —éste es mi nombre de pila—, no eres tú. Te han tonsurado y te han rapado, como si acabases de salir de la cárcel. Estás descalzo, vas a enfermar. ¿No ves que tienes mala salud? ¿Y qué es ese hábito con el que te han disfrazado? Ve a vestirte, porque te vuelves conmigo inmediatamente». Dejé que pasase su acceso de ira y que se tranquilizase. Durante un hora le fui explicando, poco a poco, mis motivaciones y el camino que había ido recorriendo hasta dar este paso. N o lo entendía, pero lo aceptó. Y se volvió tranquilo, llevando consigo el recuerdo de un misterio que le superaba. Pasaron los años de noviciado, los de Filosofía y los de Teología (seis años y medio en total) en las mismas condiciones: descalzo, durmiendo en una plancha de madera y levantándome a medianoche para recitar los salmos durante una hora y rezar durante otra hora en la oscuridad. Hoy puedo asegurar que todo lo que mi vida tuvo después de positivo fue el fruto de estos años pasados en el convento. Estoy absolutamente convencido de que si la Providencia no me hubiese conducido a consagrar estos años a la adoración, mi vida habría discurrido por otros derroteros. Tras ser ordenado sacerdote, me desligué durante unos meses del convento, para poder seguir los cursos del Ins52

tituto Católico de Lyon. Uno de mis profesores fue el admirable padre de Lubac. El fue el sacerdote que pronunció la homilía de mi primera misa y, hasta la hora de su muerte, poco tiempo después de haber sido nombrado cardenal, fue mi padre espiritual. Un año después de mi ordenación volví a caer enfermo y los médicos insistieron en que tenía que ir a la montaña. El padre de Lubac y otros compañeros me dijeron: «Pida a Roma que le desvincule de la orden de los capuchinos y solicite a un obispo de una diócesis de montaña que le acoja entre su clero». Obtuve el permiso de Roma y el obispo de Grenoble me aceptó en su presbiterio. Así fue como me convertí en cura diocesano. Mi superior desde entonces — y hace ya sesenta años de esto— es el obispo de Grenoble. Aunque la verdad es que siempre fui un pato salvaje que paró poco en su diócesis. Cuando se desencadenó la guerra, estaba hospitalizado por una pleuresía y, por eso, no participé en la desbandada, a veces heroica, de 1939-40. Cuando aún estaba convaleciente, el obispo me nombró vicario de la catedral de Grenoble. Otra página de mi vida y de mi fe iba a abrirse con la entrada en la resistencia; donde, para ser sincero, tengo que decir que entré no tanto por motivaciones políticas cuanto para oponerme a las persecuciones raciales, como ya conté al principio de este libro. Con la Liberación fui elegido diputado y entonces nació, como también he explicado ya, el movimiento Emaús. De esta forma, pasando por distintas etapas, mi fe ingenua de niño se fue transformando en una fe personal, raíz y fundamento de las opciones más importantes de mi vkl.i Cuando echo la vista atrás y contemplo este largo re corrido, puedo decir que mi vida ha sido sobre todo un.i vida de fe. Una fe siempre unida al amor, como me gustaría poder explicar a continuación.

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II ¿QUÉ ES LA FE? Quizá sorprenda el título de esta segunda parte del libro, «Certezas del incognoscible». De todas formas, cuando observamos más de cerca las realidades vividas de la fe, ésta se ilumina con una luz extraordinaria. Miremos, por ejemplo, hacia santa Teresita del Niño Jesús. Sufriente y casi agonizante en la enfermería, le encantaba, durante sus insomnios, garabatear cánticos en cualquier pedazo de papel. Un día, la hermana enfermera, al leer algunos de estos papeles, le dijo: «¡Qué suerte tenéis, hermana, de tener una fe y un amor de Dios tan grandes que os hacen escribir cosas tan bellas!». Y Teresa le replicó: «Pero hermana, si lo único que canto es lo que quiero creer». La fe es una certeza que descansa sobre una realidad no evidente. Para intentar comprenderla, retomemos la analogía del amor. Dos personas que viven juntas pueden tener la certeza de amar y de ser amadas, a pesar de los momentos de cansancio, de enfado o de dificultades. Esta certeza indemostrable se siente en el interior. Es precisamente el caso de la pequeña santa Teresita, que canta en sus pequeños cánticos sus certezas de fe y su amor a Dios, a pesar de que Éste sigue siendo un misterio incognoscible para ella. Un día, uno de mis innumerables sobrinos me dijo: «Pero, vamos a ver, tío, ¿cómo es posible pensar que Dios se ocupa de cada uno de nosotros? ¿Cómo es posible algo así, si hay en estos momentos unos seis mil millones de 55

seres humanos?». Yo le contesté: «Dios es. Dios nos rodea. Sólo existimos porque El está con nosotros, porque su voluntad es que existamos y que seamos. Si su voluntad cesa, nosotros cesamos de ser. La atmósfera, ese aire que se renueva y envuelve a todo ser vivo, mantiene, a mi juicio, una relación de analogía con el misterio de Dios. Dios está en todas partes. Dios es todo. Todo es para El y todo está en El. Y, al mismo tiempo, Dios sigue siendo el incognoscible». Otro ejemplo. Todo el mundo se ha planteado muchos interrogantes sobre Francois Mitterrand, tanto en la época en que desempeñaba las más altas responsabilidades políticas como cuando Dios le llamó a su seno. ¿Era o no era creyente? Al menos externamente, no lo parecía. No iba a misa, como De Gaulle. Se sabía que había tenido una educación cristiana y que había frecuentado colegios católicos. A medida que se iba haciendo mayor, iba haciendo pequeñas confesiones que demostraban que pensaba en un más allá. Varias veces abordó conmigo la cuestión de la muerte. Esta cuestión ha sido, como saben bien todos sus amigos, el gran interrogante de su vida. Un interrogante que no tenía nada que ver con el miedo. Era, más bien, la curiosidad de un hombre que tenía una gran cultura científica y filosófica y, sobre todo, una constante curiosidad por todo. Y que quería morir lúcidamente. Me han contado que, al final, se negó a tomar algunas medicinas y ciertas drogas porque no quería prolongar artificialmente su vida. A un amigo que le preguntó: «¿Qué le dirás a san Pedro cuando llegues?», él le contestó: «Es san Pedro el que me dirá: "Ahora ya sabes lo que hay"». ¿No son estas afirmaciones propias de un creyente? Sabré lo que no sé. Pero el «yo sabré» significa también «yo seré», existiré y podré conocer la realidad última. Por otra parte, mientras estoy en las sombras del tiempo 56

puedo ciertamente tener certezas, pero certezas que versan siempre sobre lo incognoscible. Durante la última entrevista que mantuvimos y que duró tres horas, Mitterrand me preguntó: «¿Pero de verdad nunca experimentó la duda en toda su larga vida, una vida llena de peripecias y repleta de penas y alegrías?». Y yo le contesté: «Sí. A los dieciséis o diecisiete años experimenté la duda más absoluta en relación con todo lo que me habían enseñado. Después, la fe expulsó a la duda. Y una vez vencida la duda, mi vida siempre ha estado tejida de interrogantes». Al interrogarse sobre la fe es frecuente que los compañeros me pregunten: «Pero ¿quién es Dios?». Habitualmente les contesto: «¿Recuerdas aquel día que volvimos por la noche cansados, muertos de frío, sin haber comido y sin traer nada para la comunidad? Habíamos trabajado todo el día reparando una vieja casa para hacerla habitable para unos viejecillos y, cuando volvíamos, tú me dijiste: "Padre, me siento tremendamente contento de esta jornada". ¿Y ahora me preguntas que quién es Dios? Pues bien, no olvides jamás esa alegría, tan distinta de las demás, que sentías en aquel momento. Porque estabas recibiendo el don más maravilloso que pueda existir, eso que los teólogos llaman el don de la sabiduría. La sabiduría no quiere decir ser sabio y no hacer tonterías. Sabiduría viene de supere, la palabra latina que significa "saborear", "degustar". En ese momento degustabas lo bueno que es amar a Dios. Era Dios al que estabas encontrando y quien cantaba en tu corazón. Y por muchas bibliotecas teológicas que conocieses, tendrías ideas sobre Dios, pero no le conocerías. Mientras que en ese sentimiento de alegría, en esa alegría inexpresable, ahí saboreaste a Dios». En el mensaje cristiano, la fe es absolutamente indisociable del amor, porque Dios es Amor. Yo no creo en Dios. Yo creo en el Dios Amor, ,\ pesar de todo lo que parece negarlo. Su esencia es su propio Ser 57

de ser Amor. Por eso, estoy convencido de que la división fundamental de la humanidad no es entre los que se dicen creyentes y los que se llaman o llamamos no creyentes. La división fundamental es entre los «idólatras de sí mismos» y los «comulgantes», entre los que ante el sufrimiento de los demás se vuelven y los que luchan por liberarles. Es la división entre los que aman y los que se niegan a amar. Jamás olvidaré a Coluche. Nos encontramos unos meses antes de su muerte en el campo de batalla de la lucha contra el hambre. A petición de su madre celebré sus funerales. Si la juventud le llora es para agradecerle el que haya desenmascarado la hipocresía de nuestra sociedad bien educada. Porque Coluche era un testigo que denuncia y actúa. Era un auténtico «comulgante». ¿No está compuesta acaso la mayoría de los aparentemente no creyentes por los que han visto en la imagen de Dios sugerida a sus ojos por la comunidad de los creyentes una imagen desfigurada? Las blasfemias que suben en tropel de la tierra no son lanzadas contra el Dios auténtico, contra el Dios Amor. Son las proferidas a la cara de esos falsos dioses, hechos de egoísmos, de hipocresías y de intereses políticos. La única blasfemia es la blasfemia contra el Amor. Por eso, no está mal que volvamos a recordar aquí las Bienaventuranzas, unas de las palabras más comprometedoras de Jesús. ¡Nunca las releeremos lo suficiente! «Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras: Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los cielos. Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará. 58

Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará. Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias, por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» (Mateo 5)

Hace tiempo que vengo meditando este mensaje de Jesús. Y sin embargo, hace unos quince años, tenía que dirigirme a una gran multitud de jóvenes en el anfiteatro de Verona, en Italia. Ellos habían escrito el texto de las Bienaventuranzas en grandes carteles. Mientras esperaba mi turno, tenía todo el tiempo del mundo para leerlas una y otra vez. Fue entonces cuando descubrí algo en lo que, Insta entonces, nunca había reparado: que todas las Bieruivcn59

turanzas están en futuro, salvo dos que están en presente (la primera y la última). La primera: «Dichosos los pobres de espíritu porque suyo es el reino de los cielos». Y la última: «Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el reino de los cielos». No hay futuro en ellas. El reino de los cielos ya está aquí. ¿Qué significa pobre de espíritu? N o quiere decir que haya que repartir todos los bienes, como san Francisco. Quiere decir que, ya seas jefe de Estado o empresario o responsable sindical o profesor, te preguntes cada tarde: ¿Qué he hecho con mis poderes, con mis privilegios, con mis dones, con mi saber, por el servicio de los más débiles, de los más desfavorecidos? El que se pregunta esto, ése es el pobre de espíritu. Y la última bienaventuranza no quiere decir que haya que morir necesariamente mártir. Sino que el día en el que se encuentren tres hombres y el más fuerte de los tres quiera explotar al más débil, el tercero en discordia se coloque entre ambos y declare: «No consentiré que le hagas daño a este débil, a no ser que pases por encima de mi cadáver». Entonces el reino de los cielos estará ya en la tierra. Gracias a Dios, muchos de esos mismos que dicen no saber nada de la fe son en realidad hijos de Dios a través de la entrega de sí mismos para proteger al más débil. Aunque no quieran saber nada de curas, ni de Iglesia, ni de credo, comprometiendo su vida en la defensa de los derechos y de la dignidad de los más débiles, forman parte de los que hacen surgir y crecer el reino de los cielos. Eso es lo que dice el Evangelio. Y en eso consiste la ética cristiana. El fracaso de la Iglesia y de la comunidad de los llamados creyentes consiste precisamente en no lograr hacer creíble que Dios es Amor. ¿No será que por muy vigilantes que estamos en favor de la exactitud de la doctrina y sobre 60

la exactitud de la fe no vivimos lo esencial del mensaje: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»? Si no se vive desde el amor, la fe se convierte en un faro apagado. Éste es el corazón del mensaje de Cristo. San Pablo lo expresa a las mil maravillas en el siguiente himno: «Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. N o es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. El amor no pasa jamás.» (1 Corintios I \)

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III TRES CERTEZAS A pesar de las atrocidades que a todos nos hieren, lo esencial de mi vida de fe descansa sobre tres certezas. El primer fundamento de mi fe es la certeza de que el Eterno es Amor. El segundo fundamento es la certeza de ser amado. Y el tercero es la certeza de que la libertad humana no tiene otra razón de ser que la de hacernos capaces de responder con nuestro amor al Amor. Recuerdo una anécdota. Hace muchos años, unos amigos habían decidido rodar una película sobre el invierno de 1954. El productor, un joven que había cargado sobre sus espaldas la empresa heredada de su padre muerto, vino a decirme: «Va a comenzar el Festival de Cannes. Queremos hacer una película, pero no tenemos dinero suficiente. Tenemos que encontrar coproductores. Nos haría un gran favor si aceptase venir con nosotros al festival. Allí se reúnen los productores de todo el mundo, al acecho de nuevas ideas. Si Yves Mourousi le hiciese un par de preguntas en el telediario, todos los productores lo sabrían. Entonces nos lloverían las ofertas y sólo tendríamos que preocuparnos de elegir la mejor». Me fui con ellos a Cannes. A mi llegada al barco que iba a servir de escenario, las cámaras del programa «Veinte horas» ya habían subido a bordo. Mientras me disponía a hacer yo otro tanto, un amigo me dijo: «No tienes suerte, acaban de subir tres grandes actores, que seguramente com¿?3

partirán la entrevista contigo y uno de ellos suele ser un poco "comecuras". No te va a ser nada fácil». «Ya veremos», le contesté. Subí a bordo. Mourousi hizo las presentaciones. Los tres en cuestión venían a hablar de la película Bajo el sol de Satanás. Eran Sandrine Bonnaire, Gérard Depardieu y Maurice Pialat. Este último era el «bocazas», el «comecuras». Yves Mourousi comenzó su entrevista. Cuando mis tres compañeros de navegación terminaron de contestar, Mourousi se volvió hacia mí: «¿Usted también metido en el mundo del cine, Abbé Pierre?». Le contesté, con voz fuerte y serena, lo que todavía pienso hoy: «Sí, porque cuando uno se hace viejo, tiene la sensación de oír una voz en el interior que le dice: "antes de irte, dinos lo que sabes". Y lo que yo sé es que la vida es un tiempo dado a la libertad para aprender a amar, si se quiere, a través del encuentro con el Eterno Amor en el siempre del más allá del tiempo...». Silencio. Y, de pronto, el terrible Pialat gritó: «¿Por qué no se me enseñó esto cuando era niño?». Fue un instante extraordinario. Se nos enseñan creencias y doctrinas. Posiblemente nos ayude a vivir. Pero obligados a retenerlas, las rechazamos muy pronto. Sobre todo porque no comprendemos el significado de las cosas que nos obligan a creer. Al día siguiente a la emisión en la que Pialat había lanzado ese grito, habló a los periodistas de su educación católica, en la que le hablaban del diablo y del infierno y le decían: «Pórtate bien o el buen Dios te castigará». Y añadió que nunca había oído relacionar a Dios con el Amor y con la libertad. Ese era su grito de angustia: «¿Por qué nunca me enseñaron eso?» Y sin embargo, eso es el fundamento mismo de la fe cristiana, al menos tal y como yo la he entendido al leer el Evangelio. Este es el tema central del Nuevo Testamento: «Dios es Amor». Dios es incognoscible. De El sólo se puede decir que es Amor y que se entrega. Y cuando digo esto, siempre siento la necesidad de precisar: Dios es Amor. A 64

pesar de todo. A pesar de todas las atrocidades, a pesar del sufrimiento de tantos hombres y mujeres, a pesar de las guerras y las epidemias. Sí, creo que Dios es Amor a pesar de todo. Mi segunda certeza es que somos amados a pesar de todo. El Evangelio nos lo recuerda constantemente: «Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo, para que el mundo sea salvado por El» (Juan 3). A lo largo de su vida pública, Jesús siempre miró con amor a todas las personas con las que se iba encontrando. Amó a Pedro, a Juan, a Natanael y a todos los apóstoles. Amó a la mujer pecadora, a María Magdalena, a Zaqueo y a la samaritana. Amó al paralítico de la piscina de Betsaida, a la viuda de Naín, al centurión romano y a Nicodemo. Amó incluso a Judas. Cristo nos reveló a través de su persona y de su vida que Dios es como un padre que ama infinitamente a cada uno de sus hijos, por muy malos y desobedientes que sean. Por muy pecador y rebelde que sea, o por muy hundido que esté un hombre en el mal, Dios le sigue amando, porque el Amor no se rinde jamás y crece sin cesar. Sólo el hombre puede rechazar libremente este Amor y poner una pantalla refractaria a este rayo de luz que se ofrece siempre. Por eso Pascal decía justamente: «La luz de Dios es lo bastante fuerte como para que el que quiera pueda creer, y la oscuridad de Dios es suficiente para que el que se niega a creer no se vea obligado a hacerlo». El amor, en efecto, implica el respeto absoluto de la libertad del otro. Si me siento obligado a amar, eso deja de ser amor. Y ésta es precisamente la tercera certeza de mi fe: el hombre es libre de amar o de no amar. En este inmenso cosmos compuesto por miles de millones de galaxias, el hombre es, por lo que conocemos, la única criatura dolada de libertad. Por muy ínfimo que sea a los ojos de la ¡ninen65

sidad cósmica, el hombre tiene un valor infinito, porque es un ser capacitado para la libertad y esta libertad le hace capaz de amar. Ésta es la dignidad del hombre. Cuando me preguntan: «¿Por qué venimos a la tierra?». Respondo simplemente: «Para aprender a amar». El universo entero sólo tiene sentido porque, en alguna parte, existen seres dotados de libertad. El hombre, este ser ínfimo colocado en un planeta minúsculo, puede ser aplastado por el universo, pero es más grande que el universo, como dice Pascal, porque sabe que muere y que puede morir amando. Para que el amor sea posible no basta con que haya océanos, glaciares y estrellas. Es necesario que haya seres libres. Por muy horrible que sea a veces, la libertad humana no se puede borrar. Afortunadamente, existe la ayuda de Dios, a la que solemos llamar gracia. Para explicar esto suelo recurrir a menudo a la imagen del barco. Nuestra libertad consiste en desplegar la vela. Pero la vela por sí sola no basta para hacer avanzar el barco. Tiene que soplar el viento. Y por otra parte, si el viento, el Espíritu Santo, sopla, pero la vela no está desplegada, el barco tampoco avanzará... Dios necesita nuestra colaboración para hacernos avanzar. Y añadiría que toma parte de la responsabilidad humana elegir el rumbo y la dirección que le queremos dar a la vida. El hombre tiene el timón y despliega la vela. Entonces, el soplo divino le puede conducir a buen puerto. Evidentemente, la libertad puede conducir a las peores atrocidades. Soy libre para amar o no amar. Si quiero ser libre sin freno ni meta, si quiero utilizar mi libertad según mis caprichos, muy pronto mi libertad quedará reducida a cenizas. No hemos sabido enseñar que la libertad no consiste en hacer esto o aquello, sino que la libertad es «para». Para amar. Los animales aman, pero aman sin libertad. Aman por un instinto que les determina. Son capaces de ponerse en 66

peligro o de morir para proteger a sus pequeños. Pero cuando los pequeños sean grandes se pelearán con sus progenitores y sólo actuarán en función de su instinto. El hombre es el único que tiene libertad. Pero esta libertad debe ser educada. Sin educarla, la libertad corre el riesgo de verse reducida a servir al egocentrismo del individuo. Entonces engendrará miedo en los demás y pronto entraremos en la famosa espiral de la violencia, de la guerra y del odio sin fin. Sí, la libertad puede tener consecuencias temibles —¿no es ésta la razón por la cual tantos seres humanos prefieren los animales a las personas?— pero éste es el precio que hay que pagar para que exista el amor. Si no hubiese libertad, no habría amor. Y la vida no tendría interés ni sentido. Una amiga me hablaba un día de su hijita, a la que intentaba explicarle la fe. La pequeña le había dicho: «Pero mamá, ¡qué equivocación tan tremenda cometió el buen Dios al darle la libertad al hombre! ¡Si no hubiese libertad, todo sería maravilloso! Todos los seres humanos de la tierra serían como las estrellas que dan vueltas sin parar y que jamás se pelean». Su mamá le contestó: «Tienes razón, pero si Dios no hubiese cometido esta equivocación, como dices, tú no tendrías una mamá para quererte y yo no tendría una hijita que me quisiera. Seríamos autómatas». ¿Valdría la pena?

IV LOS TRES ROSTROS DEL AMOR A pesar de todo, Dios es Amor. A pesar de todo, somos amados. El hombre es libre para amar o no amar. Estos son los fundamentos esenciales de mi fe. Estoy convencido de que muchos hombres religiosos no cristianos pueden compartir estas convicciones. La revelación, esta secreta palabra dirigida por Dios a los hombres, invita a explorar todavía más el misterio de Dios. De ahí que los teólogos hayan intentado, a lo largo de los primeros siglos después de la muerte de Cristo, aproximarnos más a los misterios fundamentales de los que Dios nos habla: el misterio de la Trinidad, el de la Encarnación y el de la Redención. Por decirlo de alguna manera, en el claroscuro de estos misterios se ha desarrollado toda mi vida de hombre de fe. En efecto, más allá del descubrimiento de este simple «Yo soy» que había renovado mi fe, llegué al conocimiento de que a este «Yo soy» sólo se le puede añadir la palabra «Amor». «Yo soy Amor» es lo único que podemos decir de Dios. Desde entonces he ido descubriendo progresivamente el misterio que, habitualmente, parece el más opuesto a la razón humana y el más difícil de concebir: el misterio dr la Trinidad. Es en este misterio donde mi espíritu cnau-nln más luz y más energía. Si Dios es Amor, como todo amor tiende a |M|>.i)',.ii'.