Miradas locales en tiempos globales: intervenciones literarias sobre la ciudad latinoamericana 9783954878840

Este libro se despega de los paradigmas analíticos que han puesto el foco en los espacios de tránsito y en los recientes

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Spanish; Castilian Pages 366 [367] Year 2016

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Miradas locales en tiempos globales: intervenciones literarias sobre la ciudad latinoamericana
 9783954878840

Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Palabras preliminares
I. FUNDAMENTOS
II. CRONOTOPOS POSNACIONALES
III. FLÂNERIE “ANACRÓNICA”
IV. CIUDADES TEXTUALES PROSPECTIVAS
V. CIUDADES TEXTUALES DE LA MEMORIA
Conclusiones finales
Bibliografía
Summary
Índice onomástico

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MIRADAS LOCALES EN TIEMPOS GLOBALES Intervenciones literarias sobre la ciudad latinoamericana

JORGE J. LOCANE

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencia y que existe en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Fernando Aínsa (Zaragoza); Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston); Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México); Beatriz González Stephan (Rice University, Houston); Gustavo Guerrero (Université de CergyPontoise); Jesús Martín-Barbero (Bogotá); Andrea Pagni (Friedrich-AlexanderUniversität Erlangen-Nürnberg); Mary Louise Pratt (New York University); Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)

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MIRADAS LOCALES EN TIEMPOS GLOBALES Intervenciones literarias sobre la ciudad latinoamericana

JORGE J. LOCANE

Nexos y Diferencias

Iberoamericana

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Vervuert



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Dissertation. Lateinamerika-Institut. Fachbereich Philosophie und Geisteswissenschaften. Freie Universität Berlin. 2015 Gedruckt mit Unterstützung des Förderungs- und Beihilfefonds Wissenschaft der VG Wort

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Iberoamericana, 2016 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2016 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-970-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-504-7 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-884-0 (e-book) Diseño de cubierta: Carlos Zamora Fotografía de cubierta: Jorge J. Locane

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Índice

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Agradecimientos .............................................................................

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Palabras preliminares .....................................................................

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I. Fundamentos ................................................................................ 1.1 Evoluciones urbanas recientes y literatura. Un planteo ................. 1.2 Marco teórico. De la trama textual a la trama urbana. Ida y vuelta

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II. Cronotopos posnacionales........................................................ 2.1 De la isla al cronotopo posnacional. Algunas reflexiones ................. 2.2 Polos urbanos: Urbana (2003) y Puerto Apache (2002)................. 2.3 Ciclos del consumo: Mano de obra (2002) y Única mirando al mar (1993) .............................................................................. 2.4 Síntesis y coda. Nuevas formas para pensar y actuar .....................

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III. FLÂNERIE “anacrónica” ................................................................ 3.1 Personajes a la deriva en la ciudad latinoamericana contemporánea. Contribución a un debate inconcluso ................ 3.2 El arte de pasear entre sicarios: La Virgen de los Sicarios (1994) y “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro” (1992) .................. 3.3 Nostalgia y aporía: Ídola (2000) e Y retiemble en sus centros la tierra (1999) ............................................................................ 3.4 Síntesis y coda. La “función flâneur” en tiempos globales .............

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IV. Ciudades textuales prospectivas .............................................. 4.1 La tradición prospectiva. Cimiento y desmarque ......................... 4.2 Quiebres y recomposiciones: Angosta (2003) y Tikal futura (2012)

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4.3 Fin y refundación: La leyenda de los soles (1993) y 2010: Chile en llamas (1998)..................................................... 4.4 Síntesis y coda. El futuro como llamado de atención y enmienda

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V. Ciudades textuales de la memoria ............................................ 5.1 En busca del espacio perdido. Algunas precisiones ....................... 5.2 Ciudades autobiográficas: “Veteranos del pánico” (2005) y Calducho o las serpientes de calle Ahumada (1998) ...................... 5.3 Ciudades polifónicas: “DF en un abrir y cerrar de agua” (2011) y Un sol sobre Managua (1998) .................................................... 5.4 Síntesis y coda. Usos de la memoria: (también) reinventar la ciudad

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Conclusiones finales ......................................................................

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Bibliografía ..................................................................................... Primaria ............................................................................................. Complementaria ................................................................................

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Summary............................................................................................

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Índice onomástico...........................................................................

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Agradecimientos

Como suele ser la regla general, también este trabajo es producto del aporte material y simbólico de numerosas personas e instituciones. Muchos colaboraron a conciencia y con entusiasmo en estas páginas, otros lo hicieron indirectamente al favorecer mis condiciones de producción. Algunos, sin proponérselo, me han cedido citas o gérmenes de ideas; otros, viejos profesores que a veces me daban clases de temas completamente alejados de este trabajo, me heredaron un recurso y un método: la palabra crítica. Los errores, imprecisiones y desvaríos son —a no dudarlo— de mi exclusiva autoría. Los aciertos, por el contrario, corresponde asignárselos a mis guías y mecenas. La profesora Susanne Klengel, mi primera asesora, dedicó incalculables horas a encauzarme por el camino más atinado. Sus atentas lecturas, sus lúcidos consejos y sus justas reprimendas valen para mí tanto como su enorme calidad humana. Aunque la deuda permanezca para siempre, que le agradezca de modo tan enfático como sincero su apoyo y cariño es lo menos que merece. Alexandra Ortiz Wallner, mi colega y amiga, leyó, subrayó y comentó con entusiasmo y rigor muchas versiones preliminares de los diferentes capítulos. No ahorró ni comentarios casuales en los pasillos del Lateinamerika-Institut ni largas conversaciones en Berlín o San José con el objeto de contribuir desinteresadamente a que mi labor se aproximara a lo correcto. Su aporte, como intelectual y persona, es invaluable. Mi deuda —con ella también—, infinita. La profesora Andrea Pagni, a pesar de sus múltiples responsabilidades, accedió a ser mi

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segunda asesora, a comentar y conversar distendidamente avances de mi investigación. Valoro su esfuerzo y lo agradezco. También su confianza y apoyo en el proceso de publicación de mi investigación en la editorial Iberoamericana / Vervuert. Tanto Stephanie Fleischmann como Guillermo Jajamovich, a quienes respeto por su sólida lucidez, revisaron y comentaron más páginas y con mayor atención de lo que suele ser esperable. Por su dedicación y compromiso generosos, por su estímulo intelectual, anoto un agradecimiento para ambos. Karina Theurer, sutil pero persistente, afilada pero dócil, estuvo siempre, desde el momento en que esto solo era un vago proyecto mal formulado, dispuesta a ceder su tiempo y su palabra para convertir el caos en algo legible, para hacer de un compilado de intuiciones un Promotionsvorhaben y una beca. Estas páginas también le pertenecen. Clara Ruvituso y Francisca García nunca claudican: leen, piensan y cuestionan. Aunque quizás no lo hayan advertido, trabajar a la par de ellas para mí no solo ha sido un placer, sino también una importante ventaja. De la segunda tomé prestada una cita de Roberto Bolaño. Al coloquio de Susanne Klengel le debo tanto amistades como enriquecedores aportes. Juan Camilo Rodríguez Pira, Jasmin Wrobel, Christiane Quandt y Jeanette Kördel pueden sentirse particularmente interpelados. El Instituto Iberoamericano de Berlín es una institución sin cuya existencia cualquier emprendimiento de este tipo se vería seriamente limitado. Los privilegios que este espacio, lugar de encuentro y producción intelectual, ofrece a quienes trabajamos en Berlín temas iberoamericanos son sin duda innumerables. Pero poco sería de esta respetadísima institución sin el compromiso de los bibliotecarios Francisca Roldán y Edgar Kreitz. Por su amable atención, por su predisposición a hacer de una dificultad una solución, va mi agradecimiento. El profesor Daniel Link, en Buenos Aires, y la profesora Maristella Svampa, en Berlín, comentaron aspectos de mi trabajo. Solo su palabra es suficiente para sentirme halagado. Y si se trata de nombrar ciudades y gente que me dio acogida para poder desarrollar mi investigación, la poeta Maricela Guerrero y el poeta Julio Carrasco me abrieron tanto las puertas de sus casas como las de sus ciudades:

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México y Santiago de Chile, respectivamente. Gracias a Julio conversé con Germán Marín. Con Maricela chocamos en colonia Roma y casi lloré en Tlatelolco. También Jessica Hübschmann facilitó mi paso por la vieja Tenochtitlán. Para todos ellos mi casa es su casa. A Timo Berger le debo una amistad cultivada al ritmo de infinitas caminatas por Berlín, muchas veces sin más rumbo que el de encontrar la palabra precisa. Poder pensar mejor la literatura de Sergio Chejfec es algo que una de esas noches vislumbramos. Nada de esto, sin embargo, se hubiese concretado sin el apoyo económico del KAAD. Treinta y seis meses de beca y la posibilidad de visitar varias ciudades de América Latina fue ni más ni menos lo que me ofreció esta institución. Pero, gracias a Renate Flügel y Thomas Krüggeler, lo que podría ser un impersonal cajero automático o un frío organismo de gestión transnacional de recursos y saberes es un lugar tanto de debates y reflexión como de esparcimiento. Por hacer del KAAD un ideal, anoto este agradecimiento, particular y destacado, para ambos. También para mis familias, la argentina y la alemana, porque nunca dejaron de acompañarme: mi mamá, Jorgelina Secchi; mis hermanos, Javier y Ale Locane; mi suegra, Almut Drummer; mi suegro y su esposa, Johannes Drummer y Manuela Drummer. Y muy especialmente a Janna Drummer, a mi mujer y compañera Janna, porque esta tesis le sustrajo muchísimo de mi tiempo y atención, porque su complicidad, su alegría e inteligencia nunca flaquean, porque, a pesar de mis numerosos errores, Janna jamás falla. Otras personas que por algún tipo de colaboración no quiero dejar de nombrar son Rike Bolte, Anja Bandau, Pablo Hernández Hernández, Bernhard Chapuzzeau, Thomas Schlegel, Étienne Röder, Bernhard Kohl, Carolin Sonnabend, Luis Berneth, Camilo Jiménez, Anne Wigger, Román Setton, Uli Reich, Nadia Zysman, Irene Albers y Diana Grothues. Con todas ellas, queda acá registrado, también me siento en deuda. No menos que con VG Wort, que ha hecho posible la publicación de este libro.

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El espacio de los flujos mundializados olvida que él mismo pertenece a un mundo, a un único mundo, y que tiene tratos con el mundo. Olivier Mongin, La condición urbana 2006 [2005]: 283

El eclipse, B lo sabe, es Henri Lefebvre. El eclipse es la relación entre Henri Lefebvre y la literatura. O mejor dicho: el eclipse es la relación entre Lefebvre y la escritura. Roberto Bolaño, “Vagabundo en Francia y Bélgica” 2001: 83

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Palabras preliminares

Fue hace cerca de quince años, pero supongo que no mucho ha variado desde entonces. En aquel momento tuve ocasión de participar de un programa de forestación urbana en Villa Fiorito, en el conurbano bonaerense. Las napas freáticas, de donde muchos de los habitantes de la zona extraen agua para el consumo diario, se encontraban demasiado expuestas a la superficie y estaban contaminadas. El proyecto de plantar fresnos en las veredas surgió como medida que a un determinado plazo de tiempo conduciría esas napas a mayor profundidad y, así, se reducirían los niveles de contaminación. No podría decir si el programa tuvo algún efecto celebrable, lo cierto es que durante el proceso de capacitación conocí a un grupo de jóvenes y adolescentes de entre quince y veinticinco años que cursaba estudios básicos en la escuela para adultos Nº 706, el espacio institucional desde donde se coordinó el emprendimiento. En una ocasión varios de estos estudiantes estaban vestidos de manera no habitual, con una pulcritud a todas luces impostada. Llevaban zapatos, corbata, camisa. Los chicos. Mientras que las chicas se habían pintado los labios, lucían carteras y tacos. Evidentemente, algún evento extraordinario estaba por tener lugar. No demoré en preguntar, y la respuesta que recibí fue natural. Quiero decir, no había en ella ironía alguna: iban a conocer la Ciudad de Buenos Aires. Una ciudad ubicada —solo en términos administrativos porque al final tanto Fiorito como la Ciudad de Buenos Aires son parte del mismo continuo espacial— a menos de diez kilómetros de

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donde nos encontrábamos y a la que se puede llegar con solo tomar un colectivo por treinta minutos. Una hora, tal vez, si la idea es llegar hasta el centro, hasta el café Tortoni que solía frecuentar Jorge Luis Borges o la emblemática plaza de las Madres de Plaza de Mayo. El presente trabajo brota de un cierto malestar: de la desconfianza que suelen despertarme celebraciones apresuradas o lecturas ortodoxas de conceptos que, como in-between, border thinking o contact zone, han proliferado en los últimos años colocando en el centro de su modelo al migrante como sujeto histórico por excelencia, como el agente destacado en los desplazamientos identitarios posmodernos y posnacionales, y, consecuentemente, como el objeto de investigación predilecto de los estudios culturales. Ya hace varios años Homi Bhabha reclamaba en favor de esta tendencia que “the truest eye may now belong to the migrant’s double vision” (1994: 5). El verdadero y —a veces pareciera— también el único. Me permito un rodeo. En una entrevista realizada por Nelson Maldonado-Torres, Walter Mignolo se refiere a su carrera académica desarrollada en Argentina, Francia y EE. UU. con las siguientes palabras: Hay una línea que conecta la experiencia en estos tres lugares y de la que fui consciente apenas en Estados Unidos cuando “descubrí” lo que significaba ser chicano/a o latino/a. Ahí me di cuenta de que en Argentina era hijo de inmigrantes del interior del país y que nunca sentí que pertenecía al país. En Francia, uno era “sudaca” como decían en Madrid, o el ejemplo del dernier gadget d’outremer que consumía la intelectualidad francesa a través de las novelas del “boom”. Y en Estados Unidos descubrí que era latinoamericano y blanco, pero no tan blanco, y que también era “hispano” (2007: 191).

De un modo similar, Arjun Appadurai narra en las primeras páginas de Modernity at Large su desplazamiento desde su “upper-class adress” en Bombay a la Universidad de Chicago donde comenzó su carrera académica: “The American bug had bit me. I found myself launched on the journey that book me to Brandeis University (in 1967, when students were an unsettling ethnic category in the United States) and then on to the University of Chicago” (1996: 2). Quiero destacar dos operaciones presentes en ambos casos. Por un lado, la enunciación explícita del relato de la gesta migratoria estaría

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funcionando claramente en Appadurai —ya que el pasaje de carácter personal encabeza el libro—, pero también en Mignolo, como el “punto de apoyo” biográfico desde donde legitimarán sus respectivos postulados teóricos. Esta exhibición del locus de enunciación debe ser leída como una instancia de autorización en la medida en que la subjetividad migrante, ubicada entre espacios, no podría ser mejor conceptualizada por nadie más que por propios migrantes, de modo tal que los atributos del objeto de estudio que les interesa —las subjetividades trans/posnacionales— terminarían coincidiendo, o al menos en una cierta intersección, con los de los sujetos de la enunciación. En un segundo nivel, cabe poner de relieve la acentuación que ambos realizan de una diferencia marcada por el componente étnico. El lugar desde donde Appadurai y Mignolo articulan sus teorías sería el de una alteridad fundamentalmente étnica, es decir que serían portadores de la voz del inmigrante rechazado por su carga cultural y, eventualmente, por rasgos corporales. Pero lo cierto es que esta maniobra retórica que les permite ubicarse del lado de los grupos “abyectos”, estigmatizados por su condición de no pertenencia étnica y cultural, se torna posible únicamente en virtud del desplazamiento de atributos vinculados a la clase social. La diferencia en el corte analítico al que conduce un énfasis del elemento étnico en menosprecio del de clase es al menos significativo si se considera que un bracero centroamericano en EE. UU. o una vendedora ambulante peruana en las calles de Santiago de Chile no se halla de ningún modo en las mismas condiciones que un profesor argentino en Duke o un inversionista limeño en “Sanhattan”, a pesar, claro, del atributo compartido “inmigrantes”. No es el objetivo de este excurso, ni creo que esté a mi alcance, cuestionar el valioso arsenal de herramientas teóricas que han sabido elaborar los estudios poscoloniales en sus diversas declinaciones. Antes pretendo realizar un simple llamado de atención para poner al descubierto una zona que considero particularmente débil y sugerir reajustes a una teoría que por lo demás disfruta de una merecida e indiscutible aceptación académica. Un llamado a reflexión que en última instancia no se aparta mucho del que ya hace varios años realizaba Terry Eagleton cuando decía que

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Miradas locales en tiempos globales Of the left triptych of preoccupations [clase, género y raza], it has undoubtedly been social class which has been in such quarters the subject of the most polite, perfunctory hat-tipping, as the feeble American concept of “classism” bears witness. But the problem is a pressing one in Europe too. We have now produced a generation of left-inclined theorists and students who, for reasons for which they are in no sense culpable, have often little political memory or socialist education (1990: 6).

Mi argumento sería, pues, que en el contexto de una realidad histórica que indudablemente auspicia traslados acelerados de información, recursos y personas, habría subjetividades “globales”, insertas en la dinámica de movimiento e intercambio mundial, y subjetividades “varadas” en el espacio local, con escasa capacidad de traslado y de acceso a información socialmente relevante en un marco en el que las culturas desterritorializadas dan la tónica. Ambas constituirían, en términos por supuesto muy esquemáticos, dos grandes categorías signadas por una diferencia de “clase” posmoderna y posnacional. Dentro de estos dos grandes rubros, cabría, a su vez, establecer subclasificaciones —“interseccionalidades”— de género, étnicas y también, nuevamente, de clase, de modo tal que un profesor argentino de Duke compartiría rasgos con otros inmigrantes, pero también —y quizás en su dimensión más honesta— con otros trabajadores intelectuales estadounidenses. Aunque esto último no debería necesariamente implicar una desautorización de su discurso sobre subjetividades en tránsito, ya que él mismo pertenece en parte a tal universo y las identidades nacionales, fundamentalmente en ámbitos culturales y económicos desterritorializados propios de la emergente élite mundial, habrían perdido sustento y capacidad de generar diferencia. Un caso paradigmático de las segundas, de las subjetividades ancladas a lo local y a las que este trabajo de algún modo pretende devolverles atención, serían los chicos de Villa Fiorito, para quienes un traslado momentáneo de treinta kilómetros puede significar un suceso insólito. Aclaro acá que una mirada orientada hacia los espacios locales urbanos y las subjetividades asociadas no supone una restauración de algún tipo de nacionalismo regionalista o una exaltación idealizante y populista de atributos locales esencializados, sino que busca dar cuenta de lo que ocurre en el reverso del gran relato de las migraciones

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contemporáneas. Busca retratar los espacios locales en sus contradicciones y diversidad en un contexto en el que —como anoté arriba— los estudios culturales se han visto inclinados a indagar los grandes desplazamientos y los espacios fronterizos y de tránsito a la respectiva escala. Con un foco más concentrado en el espacio urbano latinoamericano, lo señalado arriba equivale a decir que mi interés principal se orienta a examinar las zonas, y sus representaciones literarias, que no han sido asimiladas positivamente por la corriente modernizadora neoliberal que tuvo su apogeo en América Latina hacia los años 90. Estos espacios son, precisamente, los mismos que han perdido atractivo para las investigaciones culturales que, acaso justificadamente, han privilegiado las áreas de tránsito y comunicación. Esto no significa que estos territorios, que hoy conforman una suerte de aggiornada periferia de lo que Saskia Sassen (1991) y Jordi Borja y Manuel Castells (2000 [1997]) denominan ciudad global, sean inmunes a la tendencia globalizadora ni que en ellos se halle necesariamente un germen de resistencia “nacional”, sino, acaso, todo lo contrario: los territorios menores, la ciudad de los lugares “abandonados”, son también efecto de la globalización y, asimismo, allí toman o pueden tomar forma relatos e imaginarios que cuestionan tanto el orden global determinado “desde arriba” como el nacional, aunque en sí mismos bien puede —y suele— ser que estén constituidos como complejos híbridos y heterogéneos. El escozor mencionado anteriormente relativo a un imaginario en torno a las grandes migraciones transnacionales que ha descuidado e incluso despreciado las configuraciones espaciales y discursivas locales —tal vez porque no han sabido adaptarse al dictado cosmopolita impartido por las élites posnacionales— no implica un rechazo de los postulados que afirman y promueven identidades “líquidas” o inestables. Tampoco —como ya recalqué— oculta una nostalgia populista o restauradora, sino que —y este es el desafío de fondo— estaría alertando sobre un vacío epistémico, una cierta carencia de reflexión en el seno mismo de los estudios culturales y/o poscoloniales. En este sentido, mi intervención intenta más bien complementar las reflexiones que han puesto el énfasis en algunas inflexiones de lo “trans” sin detenerse a considerar espacios y subjetividades que han quedado relegados o

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que tienden al encapsulamiento. Para reforzar la idea, hago mías palabras de Antonio Cornejo Polar que —considero— todavía reclaman cierta meditación: “Aclaro que en modo alguno desconozco las obvias o subterráneas relaciones que se dan entre los diversos estratos socioculturales de América Latina; lo que objeto es la interpretación según la cual todo habría quedado armonizado dentro de espacios apacibles y amenos (y, por cierto, hechizos), de nuestra América” (2002 [1997]: 868). En plena sintonía con tal afirmación y con la serie de implicancias que acarrea, pero obligado a realizar el corrimiento pertinente, lo que yo me resisto a aceptar es que las diferencias, en su significado más amplio —y en esto también la de clase—, hayan quedado disueltas en la nebulosa de un “tercer espacio” o “zona de tránsito” que la mayoría de los sujetos —y aquí piénsese especialmente en quienes jamás podrían poner en sus bocas el relato de una migración exitosa hacia las universidades estadounidenses— con fortuna apenas experimentan como padecimiento, coerción o, eventualmente, deseo. Más en concreto me interesa la literatura, me interesa el tratamiento que la ficción literaria ha hecho del espacio local —ese incipiente “desconocido”— después de la caída del Muro. Puesto que —como veremos— el campo o la naturaleza, al ser, finalmente, absorbidos por el logos occidental, han perdido relevancia como problema, puesto que tal territorio se ha disuelto como nutriente discursivo, el espacio local que ahora parece concentrar la atención de la producción narrativa es el urbano. El escenario actual de la micropolítica. Se trata, por lo tanto, de una literatura atenta a la microfísica del poder global, al impacto microterritorial de los reordenamientos mundiales, y que ya no se monta sobre el esquema clásico que dividía el territorio latinoamericano en términos de ciudad/naturaleza. Hablo también de una literatura que no denuncia, que no refleja, que no reproduce, sino que, consciente de sus límites y posibilidades, ejerce acciones simbólicas sobre el espacio como, a su manera, lo hacen organizaciones ciudadanas, colectivos que piensan globalmente, pero actúan en lo local. La estructura que adoptan estas reflexiones consta de cinco partes. La primera, “Fundamentos”, está dedicada a presentar los interrogantes que motivan el trabajo y un respaldo conceptual necesario para poner en funcionamiento la maquinaria crítica, así como un marco

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teórico decidido pero versátil. Junto a definiciones ajustadas de globalización y ciudad, que buscan captar ciertas particularidades latinoamericanas, se presenta en este primer capítulo un modelo de abordaje que retoma la categoría de ciudades textuales acuñada por Andreas Mahler (1999) para insertarla en un marco más amplio que, según lo ha esbozado Henri Lefebvre (1991 [1974]), permite pensar los mecanismos de producción de espacio desde un enfoque holístico. A esta parte inicial le siguen cuatro capítulos que también son cuatro procedimientos, matrices o recursos reconocibles en la literatura latinoamericana de las últimas décadas: cronotopos posnacionales, flânerie “anacrónica”, ciudades textuales prospectivas y ciudades textuales de la memoria. Cada uno de ellos se nutre de la tradición y la reinventa en vista de un objetivo específico guiado por la coyuntura histórica: producir simbólicamente espacio local urbano. Estos procedimientos son examinados en los capítulos respectivos a través de un grupo de casos “ejemplares” para luego cerrar con una “Síntesis y coda”, donde se amplía el potencial corpus y se dejan asentadas las conclusiones específicas. Las “Conclusiones finales”, por último, retoman escuetamente los argumentos parciales expuestos en extenso en cada una de las “Síntesis y coda” y resumen los resultados generales del estudio.

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¿Qué es hoy día la ciudad de México? [...] Es la ciudad del anonimato protector, de la sonrisa escondida, de la fiesta esperanzadora, del clima benigno, de los ojos empeñosos. Atroz y amada, fascinante y desoladora, inhabitable e inevitable. Es la ciudad perdida por antonomasia, pero encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta. Gonzalo Celorio, México ciudad de papel 1997: 48-9

Nunca nos podremos explicar o justificar la ciudad. La ciudad está ahí. Es nuestro espacio y no tenemos otro. Hemos nacido en ciudades. Hemos crecido en ciudades. Respiramos en ciudades. Cuando cogemos el tren es para ir de una ciudad a otra. No hay nada de inhumano en una ciudad, como no sea nuestra propia humanidad. Georges Perec, Especies de espacios 2001 [1974]: 99-100

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1.1 Evoluciones urbanas recientes y literatura. Un planteo Ya desde la llegada de los primeros europeos a Abya Yala —como era conocido el continente entre algunos de sus habitantes originarios— las representaciones de lo urbano y lo telúrico, designados como universos mutuamente excluyentes, adquieren un peso simbólico gravitante. José Luis Romero, con Latinoamérica: las ciudades y las ideas (2011 [1976]), y Ángel Rama, con La ciudad letrada (1998 [1984]), serán dos de los exégetas más consecuentes de la evolución de dicha dicotomía. Al respecto, Rosalba Campra apunta que “las ciudades americanas representaron el esfuerzo del conquistador por imponer a estas tierras desaforadas la racionalidad de un trazado urbano geométrico” (1989: 9). De modo tal que la ciudad, primero bajo el estandarte de una consigna civilizatoria y más tarde de una modernizadora, se constituirá en el agente principal de expansión y conquista de los territorios —naturalmente con sus habitantes y repertorios culturales asociados— que, de algún modo u otro, se empecinaban en persistir inscriptos en cronologías y cosmovisiones no ajustadas al patrón europeo.1

1. A los textos clásicos de Rama y Romero se suman investigaciones más recientes que profundizan desde sus ópticas particulares en aspectos de la dicotomía; entre ellas, se pueden mencionar Bartra 1997, Jáuregui 2008 y Serje 2005. Esta última, en su esclarecedor análisis de la categoría de frontera, afirma que “el conjunto de nociones asociadas al concepto occidental de frontera se vio condensado finalmente en la demarcación espacial de las zonas civilizadas, apropiadas por la administración colonial y las salvajes, tras las que se expresa la separación de un mundo amenazante sobre el que se proyectan por igual sueños y pesadillas” (118). Y, en una misma sintonía, que “estas líneas demarcadoras se establecen de acuerdo con las nociones tradicionales europeas de comprensión de la historia y de la espacialidad, es decir, siguiendo la lógica de la oposición entre la naturaleza y la cultura” (116). Otro abordaje se halla en Aínsa 2006.

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La dicotomía campo/ciudad se ubica, pues, en el centro de las problemáticas del corpus textual que Doris Sommer (1991) caracterizó como foundational fictions. Por su parte, Graciela Montaldo escribe que “sin duda, y como lo afirman los últimos trabajos sobre la espacialidad: la lucha por el espacio es agudamente política” (1995: 8), de modo que, antes que como descripciones de un espacio que el logos occidental comenzaba a indagar con obsesión, estas narraciones fundacionales reclaman lecturas en términos de intervenciones programáticas, como proyectos de Estado-nación que, según donde pusieran el acento, apostaban básicamente por un modelo liberal cosmopolita o por un nacionalismo proteccionista. De aquí en más, a pesar de lo mucho de cuestionable que ella encierra, la alegoría dicotómica —en realidad, una herramienta de control del espacio—2 ha sido extremadamente fértil para la imaginación literaria latinoamericana. Basta recordar, por ejemplo, la observación de Jorge Luis Borges acerca del éxito del Martín Fierro (1872/1879), quien al respecto señaló que si, como texto canónico nacional por antonomasia, en lugar de este se hubiera impuesto el Facundo (1845), el destino de la Argentina hubiera sido otro (2007 [1975]: 126). Del mismo modo, se podrían retomar las consideraciones de Alejo Carpentier acerca de la naturaleza latinoamericana como fuente primaria para las escrituras del continente en contraposición a los paisajes citadinos, ya que estos, según sus observaciones, “carecen de estilo” (2003 [1975]: 124). Esto es así al punto de que bien podría trazarse una historia de la espacialidad en la literatura latinoamericana que indagara las tendencias históricas a representar o los territorios urbanos o los naturales y sus imbricaciones (cfr. Dessau 1977).3 Siguiendo este recorrido imaginario, a su vez, se podría

2. En referencia al desarrollo urbano colonial latinoamericano, Henri Lefebvre va a anotar que “some historians have described this colonial town as an artificial product, but they forget that this artificial product is also an instrument of production: a superstructure foreign to the original space serves as a political means of introducing a social and economic structure [...]. The main point to be noted, therefore, is the production of a social space by political power – that is, by violence in the service of economic goals” (1991 [1974]: 151). 3. Más aún, según observaciones de Silvia Spitta, “a diferencia de Europa y Estados Unidos donde [...] se ha constituido la identidad occidental al privilegiar al tiempo y la historia (entendidos como lo vivo, lo fluido, lo ontológico) por sobre el

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sostener que desde las últimas décadas del siglo xx, vinculada acaso a las significativas transformaciones generadas por lo que Maristella Svampa (2005) denomina el proceso de modernización excluyente iniciado con la consolidación del paradigma neoliberal en la región —volveremos al punto en el apartado 1.1.1.1—, se registra una tendencia general de concentración en lo urbano e incluso una aparente abolición o suspensión de corte posmoderno del esquema dicotómico.4 Considero, en este sentido, que las transformaciones experimentadas en las últimas décadas exigen un replanteo de las fórmulas de análisis que habían guiado las investigaciones en instancias anteriores. Hago propia, pues, la siguiente reflexión de Marc Zimmerman: Nuestro esfuerzo radica en entender los nuevos espacios creados por nuestras ciudades globalizadas. Los desplazamientos de poblaciones y objetos, de identidades en transformación y flujo, la desintegración de tradiciones y lugares tradicionales han creado nuevas geografías que han hecho problemáticos y cuestionables los viejos modelos que utilizábamos para entender la sociedad como expertos culturales, politólogos, sociólogos, antropólogos, críticos de literatura y arte e incluso economistas (2004: 9).

Pues bien, mi interés se concentra justamente en esta instancia histórica, es decir, en el período en el que a una gran expansión urbana5 le sucede la propagación global de un ideario de corte neoliberal como receta político-económica hegemónica, dando lugar a lo que diferentes investigadores denominan, con sus variaciones, ciudades fragmentadas espacio (lo muerto, lo inerte), América Latina ha seguido un proceso diametralmente opuesto. La ciudad, lo urbano, la división campo/ciudad, ha dominado el pensamiento latinoamericano desde la Conquista hasta nuestros días” (2003: 7). Mientras que Carlos Fuentes se refiere “al más tradicional de los temas latinoamericanos —el hombre asediado por la naturaleza—” (1974 [1969]: 37). 4. Con foco en la literatura, Josefina Ludmer se refiere al fenómeno en los siguientes términos: “Después de 1990 se ven nítidamente otros territorios y sujetos. Otras temporalidades y configuraciones narrativas: otros mundos que no reconocen los moldes bipolares tradicionales. Que absorben, contaminan y desdiferencian lo separado y opuesto y trazan otras fronteras” (2010: 127). 5. “The period from 1940 to 1980 was both an intense phase of urban development and also a period of sustained economic growth throughout the region” (Gilbert 1994: 31).

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o duales (Harvey 1985; Marcuse 1994; Borja/Castells 2000; Janoschka 2002; Svampa 2002, 2004; Pérgolis 2005b; Koonings/Kruijt 2007; etc.), es decir, un tipo de configuración urbana en la que destacan las fronteras internas y los contrastes marcados: “Bajo la influencia de la globalización y de la política económica neoliberal, las metrópolis de América Latina se transformaron desde la década de los noventa. La estructura espacial de las ciudades se transforma mediante un proceso llamado ‘fragmentación’. Por tanto es tiempo de adaptar los modelos existentes a la estructura actual de las ciudades” (Bähr/Borsdorf 2005: 208). Indagaremos el fenómeno y la pertinencia de la categoría con mayor precisión en el apartado 1.1.2.2. Señalemos en este punto y pasando al dominio de la narrativa que, mientras que a mediados del siglo xx Carpentier dictaminaba que en América Latina únicamente se podía escribir sobre el espacio natural, a comienzos del nuevo siglo Rodolfo Fogwill apunta en el prólogo de su novela Urbana (2003) que su título es de alguna manera redundante porque para ese momento todas las novelas son urbanas —profundizaré en los detalles en 2.2.1—. Este fuerte corrimiento en las concepciones relativas a las representaciones del espacio abierto acarrea una serie de implicancias, entre las que cabe mencionar el hecho de que la literatura latinoamericana canonizada a nivel internacional por medio de diversas políticas culturales durante los años 60 y 706 aparentemente ha dejado de tener sustento. La pregunta que aquí se impone, a la que en cierta medida intentan dar respuesta los movimientos literarios surgidos en la década de los 80 y de los 90 (Babel, Kloaka, el Crack, McOndo), refiere a si la literatura latinoamericana ha perdido “personalidad” con la propagación del actual proceso globalizador o si, por el contrario, ha conseguido por fin estatus universal.7 Reflexionar sobre este aspecto implica, a su vez, 6. Me refiero a la “narrativa donde se reconoce lo mejor del interior secreto del continente, esos pueblos emblemáticos de Macondo (García Márquez) y Rumí (Ciro Alegría), Comala (Juan Rulfo) y Santa María (Juan Carlos Onetti), los sertãos y las veredas del Brasil en la obra de João Guimarães Rosa, los ‘viajes iniciáticos’ de Alejo Carpentier que remontan el Orinoco” (Aínsa 2006: 232). 7. El desplazamiento del paisaje semirural que caracterizó al realismo mágico y que pretendió ser representativo de una especificidad latinoamericana por uno que se

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considerar qué facetas de la ciudad son representadas y cómo. ¿Se trata de conjurar simbólicamente el avance del capitalismo tardío —especialmente agresivo en la América Latina de los años 90— y su expresión despersonalizada, entre otras cosas a través de lo que Marc Augé (2000 [1992]) denominó non-lieux, o más bien habría que pensar en un tipo de literatura “cómplice” que desde su especificidad contribuye a fortalecer la ideología espacial del neoliberalismo?8 La respuesta a este interrogante no tiene por qué ser unilateral, de modo que bien se podría argumentar que ambas reacciones coexisten. Más difícil sería negar el hecho de que la literatura de los últimos años —o acaso décadas— ha posado su “ojo clínico” sobre el espacio urbano, donde numerosos fenómenos de (in)comunicación e (in)movilidad hasta el momento insospechados han comenzado a manifestarse. Al respecto, Andrea Jeftanovic anota que la reiterada aparición de la ciudad en gran parte de la literatura latinoamericana actual hace evidente que el nudo semántico urbano se encuentra en el centro de la pregunta por la realidad, y ha tomado un lugar predominante en la pulsión creadora y en la representación. Al mismo tiempo, en un número significativo de obras, este nudo semántico se presenta como derrotero o ruta que evidencia la constitución o desintegración del sujeto; a tal punto se da la identificación entre interioridad y urbe, que pareciera que la ciudad se ha constituido en un “supra

distingue por su deliberada prescindencia de todo color local fue estudiada en varias ocasiones. Entre otros, pueden consultarse Bandau 2007 y Llano 1999. Esta última considera que a partir de los años 90 una nueva “etapa” se inaugura; a la que denomina de la “ciudad/aldea” se le superpone la que tiene como foco de interés los espacios emblemáticos del nuevo orden global y que ella define como el “núcleo” “ciudad/urbe”. Por su parte, Anja Bandau escribe que “El mundo de los mcondistas es una sociedad informática, global e interconectada. Sus postulados deconstruyen a América Latina como exclusivamente indígena, folclórica, orientada a la izquierda, y construyen una generación ‘postodo: posmoderna, posyuppie, poscomunista, posbabyboom’” [“Die Welt der McOndistas ist eine Informationsgesellschaft, vernetzt und global. Ihr Ansatz dekonstruiert Lateinamerika als das ausschließlich Indigene, Folkloristische, Linksdenkende und konstruiert eine Generation ‘postalles: post-modern, post-yuppie, post-kommunistisch, post-babyboom’” (2007: 29) (la traducción es mía)]. 8. “Neoliberalism represents a strategy of political-economic restructuring that –to borrow a phrase used by Henri Lefebvre in a different context– uses space as its ‘privileged instrument’” (Brenner/Theodore 2002: vii).

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Miradas locales en tiempos globales sujeto” del cual personajes y circunstancias vitales son subsidiarios emocional y síquicamente (2007: 73).9

Y, de manera similar, pero con foco en la literatura brasilera, Flora Süssekind, que é predominantemente urbana a imaginação literária brasileira nas últimas décadas. O que se evidencia até mesmo em relatos de forte teor regional (como os de Raimundo Carrero), em histórias de migração e inadaptação social (como em As Mulheres de Tijucopapo, de Marilene Felinto), ou nas quais rastros da experiência rural se justapõem por vezes a um cotidiano citadino (como em alguns dos contos de Angu de Sangue, de Marcelino Freire). Essa dominância parecendo apontar tanto para o fato de a população brasileira ter se tornado sobretudo urbana nesse período, com apenas 30% permanecendo no campo, quanto para uma reconfiguração artística das tensões entre localismo e cosmopolitismo, rural e urbano (2004: 11).

Y si esta reconfiguración efectivamente es constatable, quizás cabría preguntarse ¿qué ha sucedido con la pampa, con la selva, con los manglares y el sertão, con el mundo rural mítico y exotizado que ha alimentado con insistencia la imaginación literaria del subcontinente? ¿Efectivamente ha dejado de existir o se lo ha dejado de representar, al menos en cierta franja de la literatura? ¿U ocurre, acaso, que los atributos —habitualmente negativos— que se les habían asignado ahora aparecen recodificados en imágenes de la ciudad? Antes de avanzar en tales interrogantes, apuntemos que ellos se hallan vinculados a un problema que ha sido poco indagado en la bibliografía crítica interesada por la evolución de la ficción literaria en los últimos años. Ottmar Ette (2012), entre muchos otros, se ha ocupado de reflexionar sistemática y rigurosamente acerca de las transformaciones ocurridas en la literatura, producidas en el contexto de la aceleración en la circulación internacional de bienes, personas, información y recursos financieros experimentada desde las últimas décadas del siglo pasado. El foco de esta crítica se ha concentrado, justificadamente, sobre los fenómenos transnacionales, transcontinentales, transareales y, por supuesto, 9. En la misma línea, Josefina Ludmer anota en la contraportada de Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana (2008), de Gisela Heffes, que “hoy la ciudad está en primer plano. Y me refiero a la literatura”.

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transculturales, como un medio para socavar los esencialismos nacionalistas todavía sobrevivientes. Si bien la operación crítica en sí no puede ser cuestionada porque efectivamente se muestra atenta a una serie de novedades culturales que obligan a una reflexión profunda, se registra en ella una pérdida de interés por las particularidades, por los localismos y por las expresiones de los microuniversos que por voluntad o imposibilidad son excluidos de los beneficios de un mundo cada vez más intercomunicado, aunque no necesariamente de las consecuencias perjudiciales. Como señaló en su momento Arjun Appadurai, lo que sucede es que “yet a framework for relating the global, the national, and the local has yet to emerge” (1996: 188), de tal suerte que las dialécticas específicas entre los regímenes de lo local y el orden global —es decir, los dos dominios hacia los que tiende a desplazarse el Estado-nación en proceso de adaptación— recién están comenzando a ser reveladas. En este sentido, Olivier Mongin advierte que el mismo proceso histórico que favorece los desplazamientos hacia reconfiguraciones transareales de gran escala nutre también una dinámica de resignificación de lo urbano, de los espacios locales, que suele pasar desapercibida: Con la globalización, los lugares no desaparecieron, junto a la desterritorialización se produjo una reterritorialización: ya sea el despliegue infinito y con frecuencia monstruoso de la ciudad mundo, ya sea el repliegue de la ciudad global o la ciudad étnica. Sin embargo, a pesar de algunas manifestaciones como la Conferencia de Río (en mayo de 2001) o la Conferencia United Cities and Local Government (París, mayo de 2004), no se advierte que a este resurgimiento efectivo de los lugares se le sume una toma de conciencia efectiva del papel que desempeña lo “local” con sus múltiples variantes. En realidad lo local se muestra débil, anémico, impotente, en el contexto de una globalización que nos hace creer que la única salida concebible se sitúa en el nivel de los flujos y no en los lugares (2006 [2005]: 276-277).

Este llamado a considerar aspectos de lo local, a su vez, resulta especialmente válido a la hora de evaluar fenómenos culturales producidos en un subcontinente como América Latina, donde las desigualdades en cuanto a capacidad de consumo, acceso a la información, posibilidades de circulación, etc., son decididamente profundas. En esta línea argumentativa, que busca poner de relieve las experiencias localizadas

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en los márgenes del actual diseño global, resulta oportuno recordar a Jean Franco cuando afirma que the contemporary narrative of globalization as purveyed by the World Bank and by official circles in Europe and the United States is a narrative of development fantasized as a journey into prosperity. Seen from Latin America, the outcome is not so certain and the pauperization of those left behind hardly makes for a heartening “story”. The stigmatized bodies of those marked for death in the drug wars and in urban violence reveal the other side of the globalization narrative (2002: 19).

Pues bien, la reflexión que se desprende de lo desarrollado hasta aquí es que la ficción inclinada a retratar aspectos de las grandes ciudades latinoamericanas, aquella que preocupada por el “nudo semántico urbano” ha adquirido carácter de “dominância”,10 estaría generando significados en torno a los reordenamientos espaciales a nivel local, en los que, entre otras particularidades, se advierte que zonas de alto desarrollo económico (con sus variaciones, similares a lo que antiguamente había sido caracterizado como “civilización”) conviven con zonas que persisten en cronologías y condiciones de existencia preglobales e incluso premodernas (es decir, la antigua “barbarie”); zonas, y subjetividades asociadas, con escasa capacidad para producir valor.11 Espacios, 10. Este carácter dominante del núcleo semántico urbano a partir de los años 90 se advierte incluso en la trayectoria productiva de escritores considerados aisladamente. Para el caso de César Aira, Graciela Villanueva anota: “Los años 90 marcan una inflexión en la producción airiana, que empieza entonces a proliferar y diversificarse y que paralelamente va asignando a la ciudad un lugar creciente: tanto en Los fantasmas (1990), en La prueba (1992) o en La guerra de los gimnasios (1993) como en La abeja (1996) o en El sueño (1998) —por citar solo algunos ejemplos de esos años— y sobre todo en varias de las últimas novelas del autor —particularmente en La villa (2001), en Yo era una chica moderna (2004) y en Las noches de Flores (2004)— la imagen de Buenos Aires se va enriqueciendo, el barrio de Flores se va definiendo hasta convertirse en una suerte de sinécdoque de la capital argentina y la acción acaba por imbricarse de tal modo con el espacio urbano que lo que antes era un mero decorado llega por momentos a ocupar los primeros planos” (2007: 369). 11. En un sentido más amplio, Carlos Monsiváis se refería irónicamente al fenómeno del siguiente modo: “Globalización significa que todo lo que ocurre en Nueva York o Los Ángeles repercute enormemente en Puebla o Hermosillo, pero lo que pasa en Puebla o Hermosillo no tiene la menor importancia para Nueva York o Los Ángeles” (Reati 2006: 21).

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también, que de alguna manera se insertan en el nuevo diseño global como lo hicieron en su momento los espacios naturales —la pampa, la selva, el sertão—, es decir, como universos culturales aparentemente no afectados —o, al menos, no favorecidos— por los procesos de modernización.12 En este trabajo propongo analizar específicamente algunos casos concretos de la narrativa latinoamericana producida a partir de 1990 del siglo pasado. Se trata, ciertamente, de literatura urbana, como la ha denominado la crítica para el caso colombiano (Pineda-Botero 1995; Jaramillo/Osorio/Robledo 2000; Giraldo 2001; Hoyos Ayala 2003; Mejía Correa 2010) con el fin de distinguirla de la literatura de ciudad. Es decir, ficciones que no se conforman con montar un escenario urbano pasivo, sino que disponen de procedimientos específicos para ubicar a la ciudad en un lugar protagónico, reflexionar sobre ella y, para retomar el epígrafe de Celorio que inaugura este capítulo, (re)construirla. O como, en términos más generales, lo ha formulado Andreas Mahler: “Por ‘textos de ciudad’ entiendo todos los textos en los cuales la ciudad —apoyada en recurrencias semánticas o referenciales— es el tema dominante. Es decir, no solo trasfondo, escenario o setting para algún otro tema, sino un componente irreductible del texto”.13 Se trata, en definitiva, de ficciones que invierten la lógica convencional y utilizan, muchas veces como simple excusa, a los personajes y la trama

12. Walter Benjamin advertía en una sentencia hoy célebre que “no existe documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie” [“Es ist niemals ein Dokument der Kultur, ohne zugleich ein solches der Barbarei zu sein” (1991 [1974]: 696) (la traducción es mía)], de tal suerte que todo “avance modernizador” posee, indefectiblemente, una contracara oculta y necesaria sobre la que recaen los impactos negativos. Esta representación sugiere, a su vez, que lo que fue concebido idealmente como dicotomía —civilización/barbarie, ciudad/naturaleza— en realidad debería ser visto como dialéctica y entrecruzamiento. Muchos de los textos que abordaré en este trabajo van a proponer revisar modelos dicotómicos bajo esta óptica. 13. “Dabei verstehe ich unter ‘Stadttexte’ all jene Texte, in denen die Stadt ein – über referentielle bzw. semantische Rekurrenzen abgestütztes – dominantes Thema ist, also nicht nur Hintergrund, Schauplatz, setting für ein anderes dominant verhandeltes Thema, sondern unkürzbarer Bestandteil des Texts” (1999: 12) (la traducción es mía).

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narrativa que tejen para construir como fin último retratos críticos que se proyectan como intervenciones imaginarias sobre el espacio urbano. O, como ya lo advertimos con Jeftanovic, de que “la ciudad se ha constituido en un ‘supra sujeto’ del cual personajes y circunstancias vitales son subsidiarios emocional y síquicamente”. Con esta base, antes que ofrecer una categorización más o discutir las ya existentes, me interesa analizar sus recursos y funciones en el contexto de una región que, tensionada entre múltiples intereses locales, nacionales e internacionales y con sus respectivas particularidades, ha experimentado un proceso de reducción del espacio público y de su sentido de ciudadanía (cfr. Caldeira 2000), pero en la que, al mismo tiempo, diversas expresiones culturales y movimientos sociales se han posicionado críticamente para construir nuevos modos de acción y participación. Vale decir, una región donde la tendencia histórica ha conducido a una marcada disputa por los territorios, fundamentalmente entre fuerzas locales y globales, de la que —voy a intentar demostrar— la literatura no es ajena. Juan Carlos Pérgolis, un investigador argentino radicado en Bogotá y especialmente interesado por los órdenes urbanos —materiales y simbólicos— de la región, escribe: En esta nueva arquitectura de la ciudad, la comunidad queda huérfana de sus símbolos espaciales representativos, hecho que abrió las puertas a otros niveles de simbolización, como las expresiones de la sociedad de consumo que unifican globalmente los códigos del nuevo poder, destruyendo las particularidades locales. Pero los nuevos símbolos no constituyen monumentos nuevos en reemplazo de los tradicionales: dejan un vacío de significación que se traduce en la desarticulación y despersonalización que hoy afecta al significado de las ciudades (1995: 79).

La pregunta que en principio moviliza este trabajo es, pues, cómo, con qué especificidades, reacciona la literatura que, siguiendo los lineamientos trazados arriba, ha subordinado otras funciones para asignarle a la ciudad un lugar protagónico; es decir, cómo actúan dichas ficciones literarias frente a estos fenómenos emergentes de desarticulación, despersonalización y reconfiguración. El interrogante también apunta a indagar, por un lado, el corrimiento experimentado de la tradición

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dicotómica14 que hasta un período reciente le había asignado un lugar destacado en la recepción mundial a textos como Pedro Páramo (1955) o Cien años de soledad (1967) y, por el otro, su interés por los atributos mínimos en un marco que orienta constantemente a los fenómenos de ramificación transnacionales y los flujos de gran escala. En línea con estos argumentos, Arjun Appadurai en las últimas páginas de Modernity at Large (1996) les concede un espacio reducido a las localidades. Dentro de este apartado, a su vez, dedica las últimas páginas al fenómeno más restringido de las localidades urbanas. Tiene sentido que un pasaje sea citado aquí en extenso: These new urban wars have become to some extent divorced from their regional and national ecologies and turned into self-propelling, implosive wars between criminal, paramilitary, and civilian militias, tied in obscure ways to transnational religious, economic, and political forces. These are, of course, many causes for these forms of urban breakdown in the First and Third Worlds, but in part they are due to the steady erosion of the capability of such cities to control the means of their own self-reproduction. It is difficult not to associate a significant part of these problems with the sheer circulation of persons, often as a result of warfare, starvation, and ethnic cleansing, that drives people into such cities in the first place. The production of locality in these urban formations faces the related problems of displaced and deterritorialized populations, of state policies that restrict neighborhoods as context producers, and of local subjects who cannot be anything other than national 14. En esta línea, Pérgolis sostiene que “el funcionalismo, expresado a través de una secuencia de dicotomías como ‘ciudad-campo’ y ‘centro-periferia’ organizó jerárquicamente las relaciones de vecindad. Hoy resulta innegable que esas tradicionales relaciones están siendo reemplazadas por otro tipo de vecindades consecuentes con la pertenencia de los habitantes a diferentes redes de comunicación e información: académicos de distintos países que comparten una misma red o financistas interconectados con centros y bolsas extranjeros podrían hablar de cercanías mayores con esas terminales que con sus propios vecinos. Estos y otros ejemplos relativos a la tecnología de las comunicaciones y al desarrollo de los transportes evidencian que la forma de la ciudad representada por ese espacio central, aglomerado y circunscrito era solo una imagen del funcionamiento de la ciudad moderna. [...] Esto significa la conformación de fragmentos funcionales arbitrarios, de límites imprecisos, con sus habitantes incorporados a distintas redes y con una imagen cuya lectura no necesariamente configura una identidad urbana específica. Por lo tanto, también el ‘sentido de ciudadanía’, de pertenencia a la ciudad, estaría mostrando signos de disolución” (2005: 112).

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Miradas locales en tiempos globales citizens. In the most harsh cases, such neighborhoods hardly deserve the name anymore, given that they are barely more than stages, holding companies, sites, and barracks for populations with a dangerously thin commitment to the production of locality (193).

América Latina se constituye, pues, como una región especialmente afectada por los efectos negativos de los procesos históricos mencionados por Appadurai. Las “nuevas guerras urbanas” se han convertido, al menos por momentos, en un lamentable emblema de ciudades especialmente golpeadas por el narcotráfico como Río de Janeiro, Medellín, Caracas o Tijuana; los desplazamientos forzados por violencia o pobreza estuvieron y están del mismo modo a la orden del día, dando lugar al estallido demográfico que ha transformado definitivamente el perfil de numerosas ciudades y que en pocos años las ha convertido en grandes centros urbanos a escala mundial: Bogotá, Lima y el DF mexicano son claros ejemplos de ello; la llegada masiva de capitales transnacionales producidos por la dinámica del narcotráfico o la especulación financiera, como sucede en Panamá, Santiago de Chile o Buenos Aires, y su reinversión selectiva, por último, son también agentes considerables (cfr. Beatty 2007; De Mattos 2010; Carrillo 2014). Todos estos fenómenos se hallan de tal modo presentes en América Latina que quizás se pueda afirmar que la posibilidad de generar localidad y sujetos locales urbanos sea un proyecto difícilmente alcanzable. Cabe señalar, sin embargo, que, a pesar de estas grandes dificultades, los recursos de identificación por medio de la producción cultural siguen en constante reajuste, dando lugar a manifestaciones altamente localizadas que reclaman su derecho a la diferencia, como es el caso de la producción cultural de la periferia de San Pablo (hip-hop, literatura, pixação) o la recuperación de hábitos comunitarios andinos en los pueblos jóvenes de Lima. Pues bien, para resumir y conforme con los argumentos hasta aquí desarrollados, la pregunta que va a guiar mis postulados se refiere a cómo participa la literatura de ficción de los cambios urbanos producidos por la evolución reciente hacia un orden mundial regido por una lógica que durante los años 90 contó en América Latina con un claro sesgo de corte neoliberal y que —como veremos—, si bien comenzó a ser cuestionado a mediados de la primera década del siglo xxi, inauguró

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un concepto de espacialidad urbana que permanece fundamentalmente vigente. En otros términos, el interrogante se orienta a analizar las intervenciones producidas a nivel simbólico sobre un espacio urbano que según lo advierte la bibliografía especializada —haremos un repaso en 1.1.2.1— desde los años 90 en adelante ha ingresado, con sus oscilaciones naturales y sus rasgos específicos, en una fase de sensible reconfiguración. Mucho se ha escrito sobre el espacio urbano representado por la literatura latinoamericana, pero muy poco fuera de una tradición ya consagrada que no abandona el interés por las ciudades de Roberto Arlt, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. De tal carencia, da cuenta Beatrix Ta cuando escribe que a los textos de ciudad más recientes la investigación le ha prestado escasa atención. Los abordajes académicos se orientan antes a la literatura urbana del realismo y del modernismo clásico que a los textos de la actualidad. A esto se agrega que en la investigación de la literatura sobre las grandes ciudades el continente latinoamericano —como en general sucede con los territorios extraeuropeos y no norteamericanos— solo raramente es considerado.15

Lo advierte, pero curiosamente su desvío resulta estrecho en la medida en que su análisis se concentra en las ciudades construidas en las ficciones de Ricardo Piglia, Guillermo Cabrera Infante y Carlos Fuentes. Mi propuesta, por el contrario, pretende indagar un corpus que, producido a partir de 1990, año considerado aquí como bisagra, resulta sintomático de que la tradición moderna, preglobal, dicotómica y con énfasis en las dinámicas nacionales, ha perdido sustento y que, por consiguiente, como reclaman Zimmerman y Ludmer,16 los abordajes requieren reajustes, redefiniciones y nuevas ópticas. 15. “Gerade den neuesten Stadttexten hat die Forschung zudem kaum detailliert Rechnung getragen. Die wissenschaftliche Auseinandersetzung findet eher mit der Stadtliteratur des Realismus und der klassischen Moderne statt als mit Texten der Gegenwart. Hinzu kommt, dass der lateinamerikanische Kontinent in der Forschung der Grossstadtliteratur – wie überhaupt der gesamte aussereuropäische und nicht-nordamerikanische Raum – nur selten berücksichtigt wird” (2007: 12) (la traducción es mía). 16. “La globalización produce espacialidades que pertenecen tanto a lo global como a lo nacional, lo regional y lo local. Caen algunas fronteras, se refuerzan o aparecen

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La línea argumentativa que voy a seguir para responder al interrogante sostiene que las ficciones latinoamericanas de entre siglos, efectivamente, han comenzado a nutrirse de un imaginario en congruencia con los reordenamientos globales que reformula las conceptualizaciones privilegiadas en instancias anteriores. Pero esto quiere decir que, ante el debilitamiento de los Estados nacionales, la literatura latinoamericana se muestra no solo atenta a las configuraciones supranacionales, sino también a las subnacionales y a las microterritorialidades urbanas. Esto es: que, si bien una zona de la literatura prefiere avalar una imaginación que tiende a significar la globalización actual como una totalidad reconciliadora o una nueva comunidad imaginada, existe otra que, precisamente y que por eso no es menos “global”, remarca los límites de esa imaginación. Parto del principio de que, como un fenómeno paralelo de lo que Henri Lefebvre denomina urbanización completa (2003 [1970]),17 la literatura de la región ha devenido esencialmente urbana, esto es, que la dialéctica civilización/barbarie ahora se diluye o se resuelve dentro de los límites de la ciudad, con lo cual aparecen nuevas disposiciones espaciales y territorios (cronotopos, en el sentido más estrecho que siguiendo a Mijail Bajtin le daremos en el apartado 1.2.2 y luego en el capítulo II) que desafían los esquemas que proponían novelas modernas como Una excursión a los indios otras; la cuestión del territorio como parámetro de autoridad, derechos y soberanía ha entrado en una nueva fase” (Ludmer 2010: 124). 17. Hace más de cuarenta años Lefebvre anunció con valor de hipótesis “virtual” lo siguiente: “I’ll begin with the following hypothesis: Society has been completely urbanized. This hypothesis implies a definition: An urban society is a society that results from a process of complete urbanization. This urbanization is virtual today, but will become real in the future” (2003: 1). Se trata, pues, de que ya no habría “afuera” de la ciudad, no existiría un espacio “otro” y, por lo tanto, tampoco sociedades que no compartan su condición e imaginario. En la misma línea Peter Taylor sostiene que actualmente “el mundo rural experimenta un vacío que se expresa en la desagrarización, en la descampesinización y haciendo uso de un término de uso más generalizado, en la desruralización” (2010: 159). También JeanFrançois Lyotard se refirió a su manera al fenómeno: “Si Urbs deviene Orbs y la zona se convierte en toda la ciudad, entonces la megápoli se queda sin afuera. Y en consecuencia, sin adentro. La naturaleza está bajo control cosmológico, geológico, meteorológico, turístico y ecológico. Bajo control o bajo reserva. Ya no se entra en la megápoli” (1996 [1993]: 23).

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ranqueles (1870), La vorágine (1924), Canaima (1935) o incluso Los pasos perdidos (1953). Así, por ejemplo, el motivo clásico del recorrido hacia “el infierno” o el territorio del “otro” se desarrolla ahora dentro de la ciudad, deviene circular, híbrido y con solapamientos. Al mismo tiempo, voy a tratar de demostrar que la experimentación de las reconfiguraciones del espacio y la necesidad de producir significados alternativos asociados a las nuevas territorialidades urbanas han requerido la activación o reformulación de una serie de recursos específicos que le asignan a la literatura, en tanto discurso que se ha mostrado preocupado por las recientes transformaciones espaciales, un estatus privilegiado de gran versatilidad y poder crítico —frente a la sociología, la etnografía, los estudios urbanos o culturales— y como un modo de intervención simbólico paralelo al ejercido por organizaciones sociales y otras instituciones.18 Los recursos que voy a presentar como especialmente recurrentes son cuatro —al margen de que efectivamente pueda haber otros—. Estos son, en primer término, lo que aquí (capítulo II) llamaré cronotopos posnacionales: es decir, dispositivos ficcionales de segregación que se definen por su dinámica interna y acaso por sus propias contradicciones y que ya no se insertan en regímenes dominados por el imaginario de la nación. Un segundo bloque está constituido por lo que, respectivamente, denominaré flânerie “anacrónica” (capítulo III), ciudades textuales prospectivas (capítulo IV) y ciudades textuales de la memoria (capítulo V): es decir, un movimiento físico —y fundamentalmente circular— sobre el espacio, un movimiento imaginario de proyección hacia el futuro y uno mental hacia el pasado. En otros términos, la memoria sería un recorrido por el espacio en un eje transversal, de tipo temporal, en el sentido de cuarta dimensión del espacio y que, a su vez, se orientaría hacia el futuro en la forma de 18. Retomando a Rem Koolhaas, Fredric Jameson escribe en “Future city” que “of the 33 megalopolises predicted in 2015, 27 will be located in the least developed countries, including 19 in Asia... Tokyo will be the only rich city to figure in the list of the 10 largest cities. Nor is this a problem to be solved, but rather a new reality to explore” (2003: 92). En este sentido, lo que trato de poner de relieve es que, sin necesariamente proponérselo, la literatura orienta parte de sus recursos hacia “esa nueva realidad que hay que analizar” y, así, anticipa postulados de otros discursos.

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narrativa de anticipación; mientras que el desplazamiento a pie estaría diseñando recorridos estrictamente espaciales, físicos, a lo largo de un eje horizontal. Se trata, en su conjunto, de técnicas de exploración y recreación del espacio urbano, de recursos de intervención crítica, que solo la literatura, y tal vez otros lenguajes estéticos como el cine, pueden activar. En el desarrollo de lo arriba postulado, este libro pretende, además, responder a los siguientes objetivos. Por un lado, busco fundar aquí los cimientos de un modelo de análisis de los espacios urbanos elaborados por la literatura que permita insertarlos y comprenderlos por medio de un enfoque holístico en la compleja dinámica de la producción de espacio social como fue conceptualizado por Lefebvre en La production de l’espace (1974). Otro objetivo es el de someter a consideración un conjunto de textos que hasta el momento han sido escasamente visitados por la crítica académica, o abordados desde otras ópticas, y que, sin embargo, conforman un material privilegiado para reflexionar sobre problemáticas estéticas y culturales de gran actualidad. Finalmente, también pretendo formular una lectura orgánica y comparativa que permita insertar en un mismo marco textos producidos en toda la región y enriquecer, así, sus entramados de significados individuales. A continuación, examinaremos en mayor detalle los conceptos de globalización y de ciudad a la luz de los atributos específicos que fueron adquiriendo en América Latina.

1.1.1 Algunas precisiones conceptuales 1.1.1.1 ¿De qué globalización hablamos? El corte temporal considerado en este trabajo reclama una reflexión sobre algunos aspectos del proceso histórico que se ha popularizado bajo el nombre de globalización. Ni es mi objetivo ni creo que sea necesario hacer un reporte minucioso del vasto corpus19 que con diversas categorías 19. Para una recapitulación concisa pero acabada, aunque ahora algo desactualizada, puede consultarse Ianni 2001 [1995].

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(mundialización, imperio, cuarta fase del capitalismo, modernidad líquida, modernidad desbordada, sistema mundo, sobremodernidad, etc.) ha intentado dar cuenta del fenómeno.20 Tampoco pretendo aquí contribuir de manera original a dichas reflexiones. Simplemente voy a llamar la atención sobre algunos núcleos que resultan relevantes a la hora de abordar y reflexionar sobre expresiones culturales producidas a la luz de estos recientes avatares históricos. El énfasis, a consciencia de que muchos elementos quedan relegados, estará puesto en factores que atañen al tema de esta investigación, es decir, con especial atención a los atributos distintivos que el fenómeno adquiere en América Latina. Hechas las aclaraciones anteriores, descartemos de entrada dos de los lugares comunes que hacen a una definición de globalización irreflexiva. La globalización no es de ningún modo un fenómeno reciente, sino la aceleración y profundización de una tendencia vinculada a la necesidad de expansión capitalista. Según lo formula Immanuel Wallerstein, “the proponents of the world-systems analysis [...] have been talking about globalization since long before the word was invented – not however as something new but as something that has been basic to the modern world-system ever since it began in the sixteenth century” (2004: x). El siglo xvi, pues, como punto de inflexión claramente determinado por la expansión europea hacia el Oeste y la progresiva consolidación de un modelo de producción, con su respectiva división internacional del trabajo, que terminará con los últimos resabios del viejo orden recién en 1789 con la Revolución Francesa. Una globalización que también es inseparable de la historia de Abya Yala devenida América. Se trata del eje modernidad/ colonialidad atravesado por una incipiente y progresiva dinámica global

20. Algunos de los aportes individuales que hacen a este archivo sobre el tema pueden resultar incluso repetitivos o infundados. Al respecto, Renato Ortiz afirmaba que “si bien [la globalización] hoy forma parte de las pautas de los medios (revistas, diarios, televisión), son pocos los estudios realmente reflexivos, que se apartan de un interés inmediatamente pragmático o de vulgarización del conocimiento. También son numerosos los escritos de hombres de gobierno o de administradores de multinacionales sobre el tema; sin embargo, ellos piensan el mundo a partir de un horizonte estrecho, parcial. Lo que les importa es defender los intereses de sus países, competidores en la arena geopolítica, o su porción de lucro en el mercado que se globalizó” (2004 [1994]: 16).

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que activa un flujo insólito hasta el momento de mercancías, personas y saberes, a tal punto que “en los cinco siglos transcurridos desde la epopeya de Cristóbal Colón hasta la actualidad, la globalización ha ejercido siempre una extraordinaria influencia sobre América Latina. Probablemente, más que en cualquier parte” (Ferrer 1999: 9). Un segundo componente que suele aparecer en el discurso de voceros más o menos acreditados por los medios de comunicación y de organismos internacionales legitimadores de saberes es el de la homogenización entendida como igualación de oportunidades y borramiento de desigualdades (cfr. Ohmae 2005). Observemos, sin embargo, que la pretendida homogeneidad promovida por el orden global de las últimas décadas solo se daría en la medida —y dependiendo de la condición— en que los sujetos individuales o colectivos accedan y participen de la dinámica productiva internacional, ya sea esta la de bienes materiales o simbólicos.21 Las mayorías excluidas y relegadas a su localidad, en muchos casos también invisibilizadas, se hallan, por lo tanto, claramente dificultadas de poder participar de esa corriente igualadora. Como lo postula Milton Santos, é como se o mundo se houvesse tornado, para todos, ao alcance da mão. Um mercado avassalador dito global é apresentado como capaz de homogeneizar o planeta quando, na verdade, as diferenças locais são aprofundadas. Há uma busca de uniformidade, ao serviço dos atores hegemónicos, mas o mundo se torna menos unido, tornando mais distante o sonho de uma cidadania verdadeiramente universal (2000: 19).22

21. Al respecto, Beatriz Sarlo señala que “el mercado promete una forma del ideal de libertad y, en su contracara, una garantía de exclusión. Como se desnuda el racismo en las puertas de algunas discotecas donde los guardias son expertos en diferenciaciones sociales, el mercado elige a quienes van a estar en condiciones de elegir en él. Pero, como necesita ser universal, enuncia su discurso como si todos en él fueran iguales. Los medios de comunicación refuerzan esa idea de igualdad en la libertad que forma parte central de las ideologías juveniles bien pensantes, donde se pasan por alto las desigualdades reales para armar una cultura estratificada pero igualmente magnetizada por los ejes de identidad musical que se convierten en espacios de identidad de experiencias. Sólo muy abajo, en los márgenes de la sociedad, este conglomerado de estratos se agrieta” (1994: 34). 22. En una dirección similar, Fernando Coronil anota: “De todas estas fantasías milenarias, el discurso sobre la globalización de las instituciones financieras y corporaciones

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Con lo mencionado, no es mi intención invalidar la afirmación de que en las últimas décadas se haya comenzado a delinear un nuevo diseño global, sino más bien evaluar de un modo más acertado la envergadura de las transformaciones y al mismo tiempo acentuar las diferencias de impacto a nivel local. Consideremos, en primer lugar, que los discursos celebratorios de mayor difusión vienen con frecuencia o de la mano de publicidades de marcas transnacionales que buscan presentar un mundo que por mediación de prácticas de consumo se encuentra “al alcance de la mano” o de ideólogos, como Alvin Toffler, Francis Fukuyama o Kenichi Ohmae, vinculados a los principales centros de producción de saber estadounidenses. Lo cual, sin embargo, no quita que en el Sur también se haya propagado una óptica optimista como la que exhibe José Joaquín Brunner (1998). De aquí que la retórica celebratoria haya sabido encarnar también en los discursos de “inserción en el Primer Mundo” de los países latinoamericanos articulados por exmandatarios como Fernando Collor de Melo, Alan García o Carlos Menem. Al margen de estas operaciones de marketing político, se puede constatar que un cierto optimismo relativo a la globalización se presenta en alguna medida como un artefacto simbólico más puesto en circulación desde los centros de producción cultural mundial.23 Al otro lado, normalmente en los territorios sometidos a relaciones de subordinación

transnacionales evoca con una fuerza particularmente seductiva el advenimiento de una nueva era. Su imagen de la globalización trae a mente el sueño de una humanidad no dividida entre Oriente y Occidente, Norte y Sur, Europa y sus Otros, ricos y pobres. Como si estuviese animada por un deseo milenario de borrar las cicatrices de un pasado conflictivo o de lograr que la historia alcance un fin armonioso, este discurso promueve la creencia de que las distintas historias, geografías y culturas que han dividido a la humanidad están siendo unidas en el cálido abrazo de la globalización, entendido éste como un proceso progresivo de integración planetaria” (2000: 88). 23. Incluso se podría argumentar que postulados críticos como los de Arjun Appadurai (1996) y Homi Bhabha (1994), que procuran examinar las recientes transformaciones a nivel cultural y simbólico, fueron acuñados dentro de un imaginario optimista propio del Norte. De ningún modo considero que estén equivocados en sus apreciaciones, pero sí que se realizan desde una perspectiva parcial —un locus de enunciación que coincide con historias de migración (exitosa) hacia el Norte— y que lecturas desprevenidas de sus categorías o traslados mecánicos al Sur pueden alentar evaluaciones reductivistas de la actual coyuntura histórica.

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neocolonial, las evaluaciones suelen alejarse de las estimaciones más positivas: Samir Amin (1998), Milton Santos (2000), Boaventura de Sousa Santos (2009) o Aijaz Ahmad (2010), entre otros, cuentan entre los críticos más acérrimos de la globalización en su formato “oficial”. Pues bien, esta diferencia en las evaluaciones del fenómeno —sugiero— responde, entre otros factores, a que los impactos no son homogéneos y a que, por consiguiente, los modos de experimentarlo son necesariamente localizados.24 En términos objetivos, y la bibliografía al respecto abunda, lo que parece marcar la tónica de la evolución histórica mundial de los años 70 en adelante es la creciente importancia y aceleración de los flujos financieros e informáticos. De aquí que se haya convertido en un lugar común la percepción de un debilitamiento de las tradicionales fronteras nacionales, aunque, paradójicamente, al mismo tiempo las restricciones a los flujos de algunas personas se hayan acentuado sensiblemente. Ahora bien, la globalización que interesa para los fines de este trabajo aparece demarcada por dos sucesos de enorme gravitación regional e internacional. La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 es la instancia decisiva que catapulta la disolución de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas y de Yugoslavia, con lo cual comienza a constituirse lo que, en una dimensión simbólica, Jean-François Lyotard (1979) había caracterizado como “el fin de los grandes relatos” y que, de forma más acabada, quedaría rápidamente plasmado bajo el rótulo “pensamiento único”, acuñado por Ignacio Ramonet (2002 [1995]), pero que en términos materiales no sería otra cosa que la posibilidad 24. Al respecto del relato de la globalización idealizada como un proceso de universalización de una historia local hegemónica, en una breve intervención oral Stuart Hall decía “I think that what we call ‘the global’ is always composed of varieties of articulated particularities. I think the global is the self-presentation of the dominant particular. It is a way in which the dominant particular localizes and naturalizes itself and associates with it a variety of other minorities” (2000: 67). Desde una perspectiva localizada en el Sur, Sousa Santos escribe que “visto a partir del Sur global, el universalismo es la expresión de una aparente convergencia o reconvergencia del mundo bajo la égida de la globalización neoliberal. Se trata, por lo tanto, de un falso universalismo. Está constituido por los siguientes principios generales y abstractos: comercio libre, democracia, primacía del derecho, individualismo y derechos humanos” (2009: 121).

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histórica de concreción de una utopía fundada, naturalmente, en otro gran relato: un mercado de alcance mundial sin resistencias ideológicas. Este es, pues, el sentido más llano de la actual fase de la globalización: una instancia histórica en la que el mundo en su totalidad parece ser terreno fértil para colocaciones de capital y obtención de renta. Lo cual la convierte sin duda en una coyuntura plagada de desafíos y no necesariamente negativa en sí misma. El segundo suceso, que tendrá un enorme impacto a nivel latinoamericano y que por eso merece aquí ser destacado, acompaña de cerca esta evolución internacional acaso como medida confirmatoria o de refuerzo. Se trata de la conferencia pronunciada por John Williamson, también en 1989, en el Institute for International Economics de Washington y que unos meses más tarde sería publicada con el título “What Washington means by Policy Reform” (1990). En dicha exposición, Williamson presentó las diez medidas económicas que enseguida serían propagadas como el “consenso de Washington” y aplicadas sin mayores consideraciones en toda América Latina. Ambas instancias se conjugan y, a partir de los años 90, en América Latina comienza a avanzarse en un modelo de desarrollo compulsivo indiferente a las especificidades y a las carencias previas.25 Un modelo que, ciertamente, ya había sido puesto en marcha de manera experimental y con el “rigor” indispensable en el Chile de Augusto Pinochet. La incorporación de la región a la dinámica económica y cultural mundial resulta, pues, inseparable —indiferenciable incluso— del proyecto de modernización neoliberal. Es por esta razón que, cuando en el 2000 Fernando Coronil realiza una evaluación del fenómeno de la globalización, el término que utiliza para caracterizarla —claramente apelando a una serie significante localizada— es, al igual que Sousa 25. En consonancia con tal corte, Perry Anderson escribe que “el viraje continental en dirección al neoliberalismo no comenzó antes de la presidencia de Salinas, en México, en 1988, seguido de la llegada de Menem al poder, en 1989, de la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez en el mismo año en Venezuela, y de la elección de Fujimori en el Perú en el ‘90” (2003: 33). Y Andreas Huyssen, por su parte, que “the trend to transnational economic networking accelerated significantly after the fall of the Berlin Wall in 1989, the collapse of the Soviet Union, and the opening up of China to capitalist investment” (2008: 9).

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Santos en publicaciones más recientes, el de globalización neoliberal, con lo que sugiere que, no obstante de que haya y haya habido otras, la que tiene lugar en América Latina se experimenta fundamentalmente como neoliberal.26 Pero, ¿qué significa experimentar la globalización como neoliberal? En uno de los estudios más atentos sobre el neoliberalismo, David Harvey lo resume de la siguiente manera: Neoliberalism is in the first instance a theory of political economic practices that proposes that human well-being can best be advanced by liberating individual entrepreneurial freedoms and skills within an institutional framework characterized by strong private property rights, free markets, and free trade. The role of the state is to create and preserve an institutional framework appropriate to such practices. The state has to guarantee, for example, the quality and integrity of money. It must also set up those military, defense, police, and legal structures and functions required to secure private property rights and to guarantee, by force if need be, the proper functioning of markets. Furthermore, if markets do not exist (in areas such as land, water, education, health care, social security, or environmental pollution) then they must be created, by state action if necessary. But beyond these tasks the state should not venture. State interventions in markets (once created) must be kept to a bare minimum because, according to the theory, the state cannot possibly possess enough information to second-guess market signals (prices) and because powerful interest groups will inevitably distort and bias state interventions (particularly in democracies) for their own benefit (2007: 2).

La globalización neoliberal, por lo tanto, procura, o mediante libre convencimiento o coerción, que el mundo entero sea terreno apto para 26. En un artículo más actual, propone la utilización de la categoría imperialismo global identificable como “un reordenamiento y una redefinición de las unidades geohistóricas básicas del imperialismo moderno en términos que expresan un creciente predominio del mercado global sobre los Estados nacionales. [...] Lo que distingue al imperialismo global es que, por primera vez, el mercado mundial ejerce un papel dominante sobre los Estados en su conjunto, condicionando sus funciones y determinando la formación de identidades colectivas dentro y fuera de sus fronteras. [...] Todos tienen que adaptarse al mercado mundial, pero mientras que los Estados del Sur deben someterse a sus movimientos y a los dictados de las instituciones que lo representan (como el Fondo Monetario Internacional), los de las naciones metropolitanas poseen mayor capacidad de desarrollar políticas internas e internacionales que articulen los intereses domésticos dominantes con los del mercado globalizado” (2003: 21).

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el sano funcionamiento de un mercado totalizante. Todo intercambio humano debe, así, mercantilizarse, dejarse a merced de leyes de ofertademanda y libre competencia con el objetivo de que, finalmente, se imponga la regulación natural y conciliadora de la circulación del dinero. Por supuesto que esta idealización difícilmente pueda hallarse en la aplicación concreta. Las múltiples críticas se encuentran profusamente desarrolladas en el estudio de Harvey, de modo que aquí solo intentaremos responder escuetamente a la pregunta formulada arriba: ¿cuál es la experiencia concreta que las mayorías latinoamericanas tienen de la modernización impulsada por la globalización neoliberal? Para una primera aproximación, se puede señalar la ascendente desigualdad registrada en la región durante los mismos años en que se da el proceso de apertura general a los flujos económicos internacionales y que se ve reflejada en una evolución del coeficiente Gini que aún hoy no es mejor que el que se había alcanzado durante la década de los 70 (cfr. Gasparini/Lustig 2011: 7). A la inequidad estructural arrastrada como legado del período colonial que caracteriza a la región, desde fines de los años 80 se sobreimprime el paquete de reformas consensuadas en Washington, con lo cual la distribución se mantiene en un constante ritmo de concentración ascendente. El descenso registrado recién hacia fines de la primera década del siglo xxi da cuenta del efecto positivo que tuvo el deslinde de las consignas neoliberales más ortodoxas por parte de algunos países de la región como Argentina, Bolivia, Brasil y Ecuador.27 Al margen de los indicadores que siempre pueden ocultar una cuota de engaño, el mismo Banco Mundial que había promovido políticas de ajuste en la región afirmaba en un apartado que acompaña el informe “Perspectivas Económicas Globales” del 2004 que “la desigualdad de los ingresos aumentó en países como Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica y Uruguay luego de haber emprendido reformas liberalizadoras en diferentes momentos durante las últimas tres décadas” (s/p). En

27. En vista de tal proceso histórico, Atilio Borón escribió que “sería tan absurdo sostener que hoy el neoliberalismo se encuentra en retirada como afirmar que su ascendiente sobre la sociedad, la cultura, la política y la economía latinoamericanas se ha mantenido incólume con el transcurso de los años” (2003: 7).

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otras palabras, algo que los latinoamericanos perciben fuertemente al mismo tiempo que la región ingresa en la actual fase de la globalización es que las diferencias se agudizan, produciendo un efecto de desmembramiento social y una consecuente desconfianza en los discursos aglutinadores.28 Un desmembramiento social, vale decir, que ofrecerá su manifestación más contundente en el territorio urbano y, por lo tanto, también en la experiencia cotidiana y corporal de los usuarios.29 Dicho de otro modo, un resquebrajamiento que se manifiesta con contundencia material en un espacio urbano que antiguamente había sido concebido como una unidad orgánica en relación de oposición con el universo “natural” o “salvaje”. Ahora bien, esta polarización social y este empuje de las mayorías hacia la marginalidad se ve acompañado, a su vez, de un debilitamiento de los recursos tradicionales de identificación colectiva, ya sea a través de las esperables intervenciones de un Estado que ahora ha reconceptualizado sus funciones o de organizaciones civiles históricas como sindicatos, fraternidades o clubes barriales. El paisaje etnográfico y cultural cambia, los códigos de sociabilización se transforman y el sujeto que antes disponía de recursos de subjetivación a través del trabajo o la rutina local debe redefinirse como individuo, supuestamente solo a merced de su propia iniciativa o desgano, y expresar su derecho a la diferencia por medio del consumo. En este contexto, los lenguajes y símbolos de pertenencia local se retrotraen y dejan espacio a un entorno cultural enrarecido y ajeno. Sobre el fenómeno, también Coronil llama la atención al referirse a una entrevista con un desempleado argentino publicada en el New York Times: “Uno de los trabajadores que fue despedido de la compañía de petróleo expresa este sentimiento de alienación de una nación que le ofrece pocas oportunidades: ‘Antes iba 28. En un informe de la CEPAL, donde se analiza la reciente evolución de la desigualdad en la región, se destaca que, a pesar de las mejoras relativas en algunos países, “en 2011, seis de cada diez latinoamericanos confiaban poco o nada en las instituciones políticas o del Estado, lo cual es un valor muy alto” (2012: 24). 29. Al respecto, William Robinson escribe: “Capitalist globalization in Latin America has resulted in rapid social polarization: mass impoverishment alongside the rise of a new high-consumption sectors crowding the luxury malls that can be found in Latin America cities” (2008: 228).

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a acampar o a pescar; ahora escucho que Ted Turner está aquí, Rambo por allá, Terminator en otro lado. Y me digo, no, ésta no es mi Argentina’” (2000: 97). Este debilitamiento de los recursos tradicionales de identificación y de producción de significados, ya sea con un referente nacional o más localizado, es una de las consecuencias locales de la globalización más subrayada por algunos analistas; una, también, que la literatura, en tanto máquina de conceptualizar mecanismos identitarios, no dejará pasar desapercibida. Se trata de que, mientas que los significados globales se filtran y se imponen en las localidades periféricas, estas últimas carecen de herramientas para atribuirles visibilidad a sus relatos, imaginarios y representaciones del mundo. En este sentido, la globalización también distribuye privilegios de manera desigual, ya que, como observa Zygmunt Bauman, some of us become fully and truly “global”; some are fixed in their “locality” – a predicament neither pleasurable nor endurable in the world in which the “globals” set the tone and compose the rules of the life game. Being local in a globalized world is a sign of social deprivation and degradation. The discomforts of localized existence are compounded by the fact that with public spaces removed beyond the reaches of localized life, localities are losing their meaning-generating and meaning-negotiating capacity and are increasingly dependent on sense-giving and interpreting actions which they do not control (1998: 2-3).

Con esta reflexión ya se está abriendo paso al próximo apartado, pero permítanseme unas palabras para concluir con este. Digamos, en resumen, que la globalización en su sentido más crudo fue experimentada en América Latina a partir de 1989 como el shock producido por el agresivo, pero fragmentario, salto modernizador impulsado por la apertura al mundo, un choque que abarca tanto la dimensión material como la simbólica, es decir, que ha empujado a un reordenamiento de las estructuras político-económicas, así como también de los modos de interacción subjetiva y cultural. Con esto, vale aclarar, no quiero sugerir que se haya vivido como un fenómeno determinante y de una sola cara. Por el contrario, la misma evolución histórica muestra que la globalización impulsada por la apertura comercial ha favorecido el

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empoderamiento de colectivos transnacionales emancipadores que incluso han logrado reorientar la agenda política de muchos países latinoamericanos. El Foro Social Mundial, de gran peso en América Latina y en el Sur en general, es testimonio de ello.30 Lo mismo la red de editoriales cartoneras que supieron articular un diálogo y una actividad resignificadora de los “residuos” materiales y humanos que produce la circulación del dinero. Coincido, en este sentido, con la mayoría de los balances críticos de la globalización, ya sea el de Milton Santos (2000), el de Samir Amin (2001), el de Fernando Coronil (2000, 2003) o el de Boaventura de Sousa Santos (2009), en los que otra globalización es posible, deseable y que incluso es probable que esté en marcha. 1.1.1.2 En la encrucijada global/local Samir Amin escribe: “All the regions of the world (including so called ‘marginalized’ Africa) are equally integrated in the global system, but they are integrated into it in different ways. The concept of marginalization is a false concept that hides the real question, which is not: ‘To what degree are the various regions integrated’? But rather: ‘in which way are they integrated’?” (2001: s/n). Esta afirmación remite a uno de los grandes desafíos de los estudios culturales contemporáneos, es decir, el de crear un modelo de análisis adecuado para reflexionar sobre las reconfiguraciones que están teniendo lugar en la interacción, en su sentido más amplio, entre los entramados locales y el global.31 La pregunta de Amin se apoya en la hipótesis, ya sugerida aquí, de que

30. Cabe aclarar, precisamente, que los movimientos sociales muchas veces tildados de “antiglobalización”, como el Foro Social Mundial, en realidad “no son movimientos contrarios a la globalización, sino que su oposición es a la forma actual, predominante, de esta globalización, signada por la hegemonía del neoliberalismo” (Borón: 2003: 13). 31. Aunque todavía no se haya constituido ningún paradigma hegemónico, hay varios aportes parciales sobre el tema que pueden ser consultados: entre otros, Friedman 1994, Robertson 1995, Borja/Castells 2000, Hall 2000, King 2000, Moreiras 2001. Un enfoque destacable se halla en Sousa Santos 2009. En lo que refiere a los desarrollos urbanos diferenciados, se puede consultar Massey 2007 y Huyssen 2008.

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el proceso actual de la globalización, a pesar de que ha llegado a tener un alcance mundial, no resulta homogéneo. En tanto que la dicotomía primer y “segundo” mundo se ha disuelto, ya no pareciera existir una exterioridad a los patrones culturales y económicos hegemónicos de Occidente. El mundo se occidentaliza y en ese proceso tiende a absorber las diferencias como propias o como objetos de consumo exóticos. Pero la pregunta “¿de qué manera se integran las regiones, vale decir, las localidades, en el nuevo orden global?” supone que la distribución de beneficios y desventajas no es homogénea y que por esa razón es preciso hacer una evaluación de los impactos a escala local. Sin duda, desde un punto de vista económico, la división internacional del trabajo actual asigna funciones claramente disímiles a las diferentes regiones. Esto es lo que le interesa a Amin, pero no es lo que a nosotros nos ocupa. Un primer acercamiento ya fue realizado al advertir con Bauman que, mientras que los sectores sociales que se integran positivamente a los circuitos globales se convierten en productores de significados valiosos, los que permanecen afincados en las localidades periféricas son despojados de su capacidad de identificación por medio de narrativas vernáculas. Se trata de que los significados avalados por mecanismos de promoción cultural, como los medios de comunicación, se convierten en referencias universales, mientras que los que no disponen de tal crédito se mantienen afincados en su localidad, en la invisibilidad e incluso en el desprestigio. Se trata de significados “provincianos”, despreciables —en el mejor de los casos, traducidos como “world music”—, frente a los metropolitanos o “cosmopolitas” que marcan pautas prestigiosas de subjetivación.32 En esta misma línea, Stuart Hall apuntaba: “So I think of the global as something having more to do 32. En referencia a los hábitos urbanos de los jóvenes de las élites, donde —como se advierte— se expresa tanto la des- y reterritorialización espacial como la cultural de la que participan algunos grupos sociales, Teresa Caldeira anota que “eles parecem gostar bastante dos espaços seguros e vigiados dos shopping centers, lojas de fast food, discotecas e fliperamas. Para eles, estes são espaços legais nos quais mostram seu conhecimento de uma cultura jovem globalizada, das grifes e outras tendências da moda. Eles se ligam a uma ‘juventude global’, mas não à juventude da sua própria periferia” (2000: 323).

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with the hegemonic sweep at which a certain configuration of local particularities try to dominate the whole scene, to mobilize the technology and to incorporate, in subaltern positions, a variety of more localized identities to construct the next historical project” (2000: 67). Este fenómeno se vincula, a su vez, con el de la mayor facilidad para relacionarse que el desarrollo de recursos tecnológicos les ofrece a las élites locales, de tal modo que estas se desvinculan de los sectores subordinados —y literalmente se amurallan en sus islas de confort— para participar de una “comunidad imaginada”, en el sentido que le diera Benedict Anderson (1991), pero ahora desterritorializada.33 Voy a avanzar sobre este último aspecto más adelante cuando demos cuenta de la evolución del espacio urbano latinoamericano. Apuntemos por el momento que este desplazamiento hacia una cultura desterritorializada tiene su correlato en un movimiento en la dirección opuesta. Como advierte Stuart Hall —y ya he adelantado con Mongin—, one of the things which happens when the nation-state begins to weaken, becoming less convincing and less powerful, is that the response seems to go in two ways simultaneously. It goes above the nation-state and it goes below it. It goes global and local in the same moment. Global and local are the two faces of the same movement from one epoch of globalization, the one which has been dominated by the nation-state, the national economies, the national cultural identities, to something new (2000: 27).

Lo global y lo local son, pues, dos dimensiones del mismo fenómeno, de tal modo que cualquier examen que se pretenda imparcial requiere una doble mirada. Cabe subrayar, no obstante, que, si bien el desplazamiento se da hacia ambas direcciones socavando las históricas entidades nacionales, la potencialidad para favorecer construcciones 33. En una clave similar, Paul Virilio escribe que “para los responsables militares de EE. UU., lo global es el interior de un mundo finito y lo local es el exterior, la periferia. Así, para US Army, las semillas ya no están en el interior de las manzanas ni los gajos en el centro de la naranja, ¡la corteza se ha dado vuelta, puesto que la astroestrategia orbital da vuelta como un guante a la geoestrategia! El exterior del mundo ya no es la superficie de la Tierra, es todo aquello que está in situ, localizado con precisión aquí o allá” (2011 [2004]: 69).

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identitarias a nivel supranacional y subnacional no es la misma, ni es la misma en la paleta de realizaciones de lo subnacional. Sobre esto último, convengamos que las localidades que se hallan en condiciones relativamente privilegiadas, como, por ejemplo, Cataluña, funcionan, ciertamente, como recursos atractivos para redefiniciones identitarias y tomas de posición frente a las tendencias globalizadoras; por el contrario, los espacios culturales sometidos históricamente a condiciones de marginalidad, al diluirse o reformularse el vínculo con el Estadonación, quedan abandonados a sus escasas herramientas para construir discursos identitarios legítimos. El empoderamiento de las localidades periféricas para que hagan valer su voz y su derecho a la diferencia en un mundo globalizado y totalizante constituye, pues, un gran desafío para nuestra coyuntura histórica. Al respecto, Hall sostiene que “the subjects of the local, of the margin, can only come into representation by, as it were, recovering their own hidden histories. They have to try to retell the story from the bottom up, instead of from the top down” (2000: 34). Con estas reflexiones lo que pretendo dejar anotado es que uno de los grandes dilemas que abre una globalización que parece haberse impuesto definitivamente no es de ningún modo cómo contrarrestarla, cómo volver —si es que alguna vez existieron— a universos endogámicos comunales, sino cómo lograr que ella se convierta en un encuentro dialógico de especificidades reales o imaginadas y que contribuya a distribuir beneficios de manera igualitaria. La literatura que en este trabajo interesa, precisamente, estaría asignándole visibilidad a las transformaciones en el nivel de los dominios subnacionales —y no supranacionales, como en efecto lo hace otra literatura—, también afectados por el reacomodo global. Ciertamente, esta investigación pone el énfasis en la evolución de lo local en el marco del actual proceso de globalización. En este sentido, buscamos devolverle significatividad a los territorios locales urbanos y a las subjetividades asociadas, más precisamente a los que aparecen representados por la literatura latinoamericana reciente, para detectar configuraciones culturales específicas que no necesariamente toman la forma de “resistencia”, pero que sí se han visto afectadas, que se hallan en proceso de reacomodo al nuevo ordenamiento mundial y

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que parecen haber perdido atractivo para los estudios culturales que han orientado su mirada a los grandes espacios de tránsito e hibridación. La ciudad, por lo tanto, interesa acá fundamentalmente como escenario privilegiado donde fuerzas globales y fuerzas locales adquieren materialidad y, eventualmente, expresan sus diferencias. Fue Claude Lévi-Strauss en Tristes tropiques (1955) alguien que supo advertir que no por estar constituida por componentes antagónicos la ciudad se descompone en el caos, sino que, por el contrario, es precisamente allí donde ellos se articulan, complementan o, dado el caso, colisionan: Por lo tanto, y no sólo metafóricamente, tenemos el derecho de comparar, como tan a menudo se ha hecho, una ciudad con una sinfonía o con un poema: son objetos de la misma naturaleza. Quizá más preciosa aún, la ciudad se sitúa en la confluencia de la naturaleza y del artificio. Congregación de animales que encierran su historia biológica en sus límites y que al mismo tiempo la modelan con todas sus intenciones de seres pensantes, la ciudad, por su génesis y por su forma, depende simultáneamente de la procreación biológica, de la evolución orgánica y de la creación estética. Es a la vez objeto de naturaleza y sujeto de cultura; es individuo y grupo, es vivida e imaginada: la cosa humana por excelencia (1988 [1955]: 125).

Pero para los fines de este trabajo la ciudad es, por lo menos, algo más que un espacio de confluencia entre la naturaleza y el artificio, entre la experiencia y la imaginación, pues interesa también —y, acaso, ante todo— como escenario donde se materializa el encuentro, a veces armónico, a veces profundamente discordante, entre fuerzas locales y globales. Precisemos ahora algunos aspectos relativos al concepto y su evolución. 1.1.2.1 La ciudad. Del apogeo a la actualidad La bibliografía especializada de las últimas décadas que ha recibido mayor aceptación tiende a ser concluyente: las transformaciones generadas por la más reciente internacionalización económica y el proceso de globalización, según fue conceptualizado en 1.1.1.1, han producido un impacto tal en las geografías urbanas de todo el mundo que es preciso reconceptualizar las categorías con las que se las

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venía estudiando. Términos como “ciudad global”, “ciudad mediática”, “ciudad informacional”, “ciudad de los flujos”, “posmetrópolis”, “megalópolis”, etc., anuncian una ruptura aparentemente radical en relación con los órdenes espaciales que caracterizaban la urbe hasta mediados del siglo xx, una ruptura reconocible en los fenómenos de progresiva fragmentación, estallido demográfico, policentrismo, en la emergencia de no-lugares y nodos de comunicación internacional, etc. Este supuesto ha generado una densa producción bibliográfica y ha vuelto a poner en un lugar destacado de la agenda de los estudios culturales la problemática del espacio urbano. Uno de los términos que ha recibido mayor acogida es el de global city acuñado por Saskia Sassen (1991). Su estudio se concentra en Tokio, Nueva York y Londres como espacios urbanos que fundamentalmente debido a la dinámica producida por los mercados financieros han devenido globales y que, por lo tanto, conforman una red que los comunica entre sí y que al mismo tiempo los desconecta de su entorno nacional más inmediato. Entre los atributos más relevantes que caracterizan a las ciudades globales se pueden distinguir: 1. Una marcada tercerización de la economía con núcleo en los centros financieros; 2. Se constituyen como los centros de control desde donde se gestiona y determina el rumbo de la economía mundial; 3. Son espacios altamente dependientes de las tecnologías más avanzadas; 4. Absorben conocimientos, servicios e infraestructura de gran sofisticación para administrar los flujos de capital internacional; 5. Poseen un aeropuerto internacional destinado a favorecer las conexiones rápidas con el mundo, etc. En continuidad con tal modelo, pero con énfasis en las tecnologías de la comunicación, Manuel Castells (1996) ha propuesto el término ciudad informacional y más tarde el de ciudad de los flujos —al que volveremos más adelante— para caracterizar la emergencia de territorios unidos por complejas redes virtuales transnacionales pero incomunicados con su hinterland. Ahora bien, sin entrar en mayores detalles, dejemos apuntados dos aspectos relativos al tema que resultan especialmente relevantes. En primer lugar, entre las transformaciones referidas por muchos investigadores se menciona frecuentemente la descomposición del orden tradicional con un centro desde donde se irradiaba el poder político,

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religioso y económico y que producía una cierta homogenización en sus zonas de influencia (Soja 2000; Marcuse 1989 y, para América Latina, Pérgolis 1998; Prévôt Schapira 2001, entre otros). Este esquema habría sido sustituido por territorios urbanos compuestos por fragmentos con funciones específicas y muchas veces débilmente interconectados entre sí. Los nodos de la ciudad global, en este sentido, estarían conformados por zonas especializadas distribuidas a lo largo del mundo en las ciudades con mayor peso político y económico. Al respecto, sin embargo, cabe formular una pregunta relativa a la capacidad de aplicación de tales postulados a otros casos, ya que normalmente los estudios urbanos actuales que enseguida se expanden a todo el mundo se realizan a partir de casos euroamericanos. En referencia a la propagación de la categoría “ciudades globales” de Sassen, Blanca Ramírez alerta que la autora ejemplifica y analiza estos procesos concentrándose en tres importantes ciudades del mundo: Tokio, Nueva York y Londres, para generar, a partir de ahí, un instrumental que se ha aplicado a otras ciudades, tanto en el norte como en el sur. La categoría usada por Sassen desde los años noventa la aplican, posteriormente, sin rigor, al caso latinoamericano, los urbanistas de la zona y, sin duda, también en otros continentes (2010: 66).

Para no incurrir en el mismo error, voy a considerar en los próximos apartados algunas especificidades históricas y las condiciones actuales de las grandes ciudades latinoamericanas. 1.1.2.2 La ciudad latinoamericana. Cambios y continuidades La ciudad latinoamericana fue concebida como el espacio natural de una sociedad mesiánica —de acuerdo con Romero (2011), pretendidamente “compacta, homogénea y militante”— cuyo destino superior era primero evangelizar y más tarde civilizar un territorio signado por la oscuridad y el salvajismo. Su destino, que, por supuesto, encubría un proyecto imperial de largo alcance, las instaló, originalmente, como pequeños agentes civilizatorios fortificados en un inmenso territorio inhóspito que no entendía ni aceptaba su programa. Con el tiempo,

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la red de puestos de avanzada, en clara sintonía con un proyecto netamente militar, se fue expandiendo y, a la larga, la ocupación del territorio salvaje pareció ser un hecho (cfr. Rama 1998; Romero 2011). El trazado en forma de damero, con la plaza mayor en el centro y los poderes dispuestos a su alrededor, que caracterizó a las ciudades coloniales, y que todavía en cierta medida se conserva como sustrato en las configuraciones actuales, constituyó un ordenamiento espacial y simbólico —extremadamente racionalizado— que se distinguía de la exuberancia natural que mucho más tarde seguiría reclamando Alejo Carpentier como propia del continente, y que por eso mismo representaba también el ingreso a territorio “europeo”. Por esta razón, en referencia a la ciudad de México, Marcela Dávalos apunta que entre la traza y los indios existe una relación estrecha, pues la zona indígena comenzaba donde terminaba la ciudad. La traza se refiere al diseño de la ciudad, y en ésta no habitan los indígenas. De modo que en aquella época la palabra “ciudad” no significaba lo mismo que hoy para nosotros: cuando alguien se refiere a ella, lo hacía aludiendo exclusivamente a aquello que estaba dentro de esa frontera (1991-92: 57).

Ciertamente, la ciudad latinoamericana, en tanto idealización, se funda como civitas, es decir, como espacio natural de esa sociedad mesiánica, compacta, homogénea y militante de corte feudoburgués. Pero en sus extramuros, tras sus límites, quedará establecida, mientras se sostenga el ideal, una incipiente urbs indígena. Hacia adentro valía un orden jurídico que favorecía quimeras de ascenso social y enriquecimiento acelerado, los habitantes allí se sentían pares y con una serie de beneficios naturales compartidos. En palabras de Romero, “lo importante es que [los primeros colonos] gozaban de un privilegio que había sido consagrado. Ese grupo constituyó el conjunto de los vecinos. Eran los pobladores por excelencia, los que tenían derechos” (2011: 61). Ahora bien, difícilmente las ciudades latinoamericanas actuales, incluso aquellas que se presentan como centros de gravitación regional —y que antiguamente fueron aquellos centros de expansión del proyecto colonial—, puedan ser hoy consideradas ciudades globales de acuerdo con el modelo postulado por Sassen (cfr. Pradilla Cobos 2008). Sin embargo —como veremos—, tampoco sería acertada una

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caracterización que se desentendiese de tendencias apreciables en mayor o menor medida en otras regiones del mundo. La línea que sigo aquí sugiere que en la ciudad latinoamericana actual se superponen en relación de tensión nodos dispersos de modernización —fragmentos, si se quiere, de ciudades globales— sobre otros componentes que no han sido afectados positivamente por tal proceso. A diferencia de lo que ocurre en otras regiones, lo que ha ganado enorme visibilidad es el contraste entre espacios marcados por la desigualdad y el deterioro de un sentido de pertenencia que, aunque imaginado —aquí también en el sentido de Anderson (1991)—, se presentaba como compartido. Lo que, gracias a la reconceptualización de la función mediadora del Estado nacional, ha cobrado una materialidad incontestable son, pues, las fronteras internas que delimitan tanto diferencias históricas como otras de nuevo carácter, con lo que la ciudad orgánica de la colonia y la modernidad ha cedido su lugar a un modelo sensiblemente diferente. Como se postuló en 1.1.1.1 siguiendo el enfoque de Wallerstein, el capitalismo ha ingresado en una fase comúnmente denominada “globalización”, marcada por dos aspectos que constituyen su columna vertebral, estos son, la configuración de una sofisticada red informática transnacional con soporte en los nuevos recursos tecnológicos y la aplicación generalizada de un proyecto económico desregularizador que ha desarticulado las viejas estructuras del modelo de producción fordista, generado una nueva división internacional del trabajo y reformulado los códigos de intercambio y consumo. El modelo de desarrollo neoliberal como paradigma de aplicación universal y los flujos acelerados de información son, pues, dos grandes pilares sobre los que se asienta el actual diseño global y que ha dado lugar a sensibles, pero diferenciadas, transformaciones en los ordenamientos urbanos de todo el mundo. Esto es, todas las grandes ciudades, y con ellas las subjetividades urbanas, son afectadas, pero no todas de la misma manera, puesto que estos reajustes se sobreimprimen sobre estructuras pretéritas (Santos 2008 [1978]). Como ya se anotó anteriormente, en América Latina la actual fase de desarrollo se articula como un pliegue sobre un proceso migratorio del campo a la ciudad de gran magnitud. Los desplazamientos de campesinas y campesinos colombianos, peruanos o centroamericanos,

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víctimas de diversas violencias, a través de los cuales fueron conducidos a Lima, Bogotá, Medellín o Guatemala en los años 80, se presentan como una expresión manifiesta, aunque no la única, de tal proceso. Estos grupos urbanizados a la fuerza y otros que los antecedieron y los suceden, instalados necesariamente en las zonas más precarias de los centros urbanos, son, acaso, quienes en las últimas décadas han experimentado con mayor intensidad las consecuencias negativas del proyecto modernizador, ya que la inserción y el ascenso sociales por medio del trabajo que antiguamente prometía la ciudad se han desvanecido con la implementación de medidas de flexibilización y desregulación de las actividades laborales.34 Ahora bien, estos grupos constituyen sectores “anómicos”, históricamente excluidos del derecho a la ciudad (Lefebvre 1969 [1968]; Harvey 2008) y, por lo tanto, de los derechos y beneficios ciudadanos. En el mejor de los casos, pertenecen a grupos que habían convivido en una relación de “abyección”, contenidos en los extramuros de la ciudad, frente a los sectores dominantes y que, incluso hasta los más recientes regímenes dictatoriales (cfr. Oszlak 1991; Rodríguez/Icaza 1993), se los ha tratado de ocultar y silenciar sistemáticamente con el fin de sostener un orden imaginario de matriz colonial.35 En este sentido específico, la fragmentación urbana que se registra en las ciudades latinoamericanas de la actualidad, a diferencia de lo que pueda ocurrir en otras regiones, no es calificable tanto de nueva, sino, antes, de reajustada y profundizada —entre otras cosas, por medio de muros, barreras, rejas electrificadas, alarmas y personal de seguridad, así como 34. Al respecto de la ruptura con el modelo integrador de la ciudad moderna, Huyssen anota que “there is a consensus among the contributors [del volumen, como Sarlo, García Canclini y Caldeira] that this modern city, characterized by urban planning, developed infraestructure, public services and institutions, and the leading role of the national state, has been dismanteled and transformed in recent decades by neoliberal economics and privatization as much as by new waves of migration from country to city and by transnational migrations” (2008: 16). 35. Guillermo del Cioppo, titular de la Comisión Municipal de la Vivienda de Buenos Aires y más tarde intendente durante la última dictadura militar, decía: “Vivir en Buenos Aires no es para cualquiera sino para el que lo merezca, para el que acepte las pautas de una vida comunitaria agradable y eficiente. Debemos tener una ciudad mejor para la mejor gente” (citado en Oszlak 1991: 78).

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también por un “miedo al otro” actualizado, es decir, un miedo a los “vecinos” que antiguamente habían sido relegados a los extramuros— por las políticas que han priorizado y favorecido el desarrollo privado en detrimento de lo público.36 A la segregación espacial de carácter fundamentalmente étnico durante la colonia y de inmigrantes internos durante el siglo xx, se le superpone desde las últimas décadas del mismo siglo una fase signada por el resquebrajamiento del tejido urbano y por una segregación entre aquellos que logran conectarse al orden global y quienes permanecen afincados en las localidades pauperizadas. Si durante el período colonial y las primeras décadas del republicano los sectores “abyectos” habían sido mantenidos con cierto éxito fuera del territorio propio del racionalismo civilizador, con las progresivas oleadas migratorias del siglo xx ese esquema comenzó a vacilar, conduciendo progresivamente a la ciudad escindida, pero más diversa, que hoy aparece atravesada por muros y barreras. Al respecto, ya apuntaba Romero en 1976, en Latinoamérica, las ciudades y las ideas, que los viajeros del siglo xix [...] describieron ciudades de aspecto homogéneo habitadas por sociedades compactas, cualesquiera fueran los grados de diferenciación

36. También García Canclini advierte aquí una profundización de problemas históricos propios de la región y un nuevo modo de afrontarlos: “Las formas tradicionales de segregación (en barrios, entre centro y periferia) que en parte subsisten, se potencian con nuevos conflictos y dispositivos que aspiran a controlarlos: calles y barrios amurallados, puestos de vigilancia privados, edificios con entradas electrónicas codificadas. La segregación física instituida por estos ‘enclaves fortificados’ explica Teresa Caldeira en su estudio sobre Sao Paulo, es exacerbada por cambios en los hábitos y rituales familiares, obsesivas conversaciones sobre la inseguridad que tienden a polarizar lo bueno y lo malo, establecer distancias y muros simbólicos que refuerzan las barreras físicas. Una cultura de la protección sobrevigilada se alía con nuevas reglas de distinción para privatizar espacios públicos y separar más abruptamente que en el pasado a los sectores sociales. El imaginario se vuelve hacia el interior, rechaza la calle, fija normas cada vez más rígidas de inclusión y exclusión. ‘La nueva estética de la seguridad modela todos los tipos de construcción e impone su nueva lógica de la vigilancia y el distanciamiento como medio para exhibir un rango social’ (Caldeira, 1996, p. 75). El espacio público de las calles queda como espacio abandonado, síntoma de la desurbanización y del olvido de los ideales modernos de apertura, igualdad y comunidad; en vez de la universalidad de los derechos, la separación entre sectores diferentes, inconciliables, que quieren dejar de ser visibles y de ver a los otros” (2004: 70).

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social que las caracterizaban. Pero el observador que se enfrentaba con las ciudades que sufrieron más intensamente los efectos de la crisis posterior a 1930 no sólo percibió grados de diferenciación sino verdaderos abismos sociales. Ciertamente, las migraciones y las polarizaciones sociales que enseguida se produjeron, transformaron a las ciudades en una yuxtaposición de guetos, zonas urbanas poco comunicadas entre sí o con contactos superficiales y convencionales (2011: 363).

Ahora bien, a esta incipiente escisión de viejo cuño se le superpuso años más tarde la aparición de un nuevo segmento social que también iría confirmando su existencia en la forma de materialidades urbanas. Interesante es destacar la temprana intuición con la que Romero advirtió su emergente configuración y que hoy, cuarenta años después, conforma una realidad innegable. En las últimas páginas de su estudio, Romero llamaba la atención sobre la presencia de una cultura de secretarias ejecutivas, de cocktails, de reuniones de alto nivel realizadas en una sala a la que un móvil de acrílico prestaba su frialdad, de agendas saturadas de fechas comprometidas y de decisiones adoptadas en complicidad con la computadora amiga. Esa cultura era, sin duda, propia de las metrópolis, pero no específica de cada metrópoli. Era la que habían creado entre todas bajo la seducción del modelo elaborado en las grandes ciudades de Estados Unidos, y en la que quedaron sumergidos y atrapados sus creadores, víctimas y usufructuarios a un tiempo: los grandes empresarios, los abogados influyentes, los científicos enloquecidos por el paper que debían presentar a un congreso con el objeto de que no dejaran de invitarlos al próximo, los gestores de las grandes empresas internacionales, los artistas del éxito, los promotores de la parafernalia publicitaria, los organizadores de grandes espectáculos, las reinas de la belleza que aspiraban a ser modelos internacionales, y todos los que trataban de ser internacionales antes de ser o acaso olvidados de ser (2011: 370-1).

Adviértase en esta cita que muchos de los componentes que hoy han comenzado a ser estudiados en profundidad y conceptualizados como característicos del actual orden global ya habían sido vislumbrados por Romero. “La computadora amiga” como soporte electrónico que favorece los flujos acelerados de información, una cultura desterritorializada, posnacional y “no específica de cada metrópoli” y, por último, los grupos que constituyen la “clase capitalista internacional”

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y sus satélites, que ha retratado Leslie Sklair (2002), ya comenzaban a estar presentes, como se ve, en la ciudad latinoamericana de fines de los 70. Lo mismo vale para las expresiones arquitectónicas que, progresivamente, comenzaron a alterar la fisionomía urbana y que, en tanto materializaciones de esta tendencia a la desterritorialización y el anonimato, han sido caracterizados por Augé como no-lugares. Así lo formulaba Romero: Las torres modernas —vidrio y aluminio, de ser posible— se transformaron en los baluartes de esta cultura cosmopolita o, si se quiere, multinacional. Porque no sólo la economía se fue haciendo multinacional, sino también la peculiar cultura creada en gran parte por quienes la manejaban y por los creyentes de esa nueva fe, en la que se transmutaba, sin diferenciarse demasiado, la antigua fe del siglo xix en el progreso. Baluartes y símbolos de ella eran también los Sheraton internacionales y los Hilton internacionales, entre los que se desplazaban los habitantes de las torres de vidrio y aluminio, quizá sin saber bien si estaban en México, San Pablo, o Buenos Aires, porque las diferencias desaparecían en el ambiente cosmopolita e internacional. Sólo el perfil y el color de la tez del personal de servicio podía [sic] sembrar alguna duda. Y acaso algún viajero llegara a sospechar que la camarera que lo atendía regresaba a un rancherío periférico cuando terminaba su escrupuloso trabajo (2011: 371).

Pues bien, como se advierte, este esquema polarizado entre los rancheríos propios de los empleados no calificados y de tez sospechosa y los artefactos urbanos de gran escala que se reproducen en todo el mundo ignorando la diferencia local había comenzado a delinearse a fines de los 70. En los años 90, después de la caída del Muro de Berlín y de la propagación del consenso de Washington, esta tendencia se ha acentuado hasta convertir a las ciudades latinoamericanas en lo que Mike Davis (2006) denomina “ciudades de barrios pobres” o “ciudades miseria” (slums), con islas de alto desarrollo tecnológico y/o económico resguardadas tras muros y rejas (esquirlas de ciudades globales o, como prefiere llamarlas Fernando Reati (2006: 90), “destellos del Primer Mundo”), esto es, en su conjunto, en ciudades neoliberales (Harvey 2010). Si bien esta fractura urbana y social es reconocible en muchos lugares del mundo con mayor o menor claridad, en América Latina la histórica desigualdad que se reproduce como estigma del

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orden colonial ha devenido abismal y acaso irreversible, al menos a mediano plazo.37 Coincido con Jordi Borja y Manuel Castells en que el quiebre esencial se da entre esas zonas urbanas que se han conectado a la red global, y con ello disuelto las distancias espaciales tradicionales que las separaban de territorios distantes, y aquellas otras, ancladas a la localidad, en las que una lucha fratricida por la supervivencia signa la cotidianeidad. Estos serían respectivamente el espacio de los flujos y el de los lugares: La transformación de nuestras sociedades por los procesos de globalización e informacionalización tiene una dimensión espacial [...]. Podemos proponer la idea de que esa lógica espacial se caracteriza por la dominación del espacio de los flujos, estructurado en circuitos electrónicos que ligan entre sí, globalmente, nodos estratégicos de producción y gestión. [...] Frente a ella, sigue existiendo, como fue la regla a lo largo de la historia, el espacio de los lugares, como forma territorial de organización de la cotidianeidad y la experiencia de la gran mayoría de los seres humanos. Pero mientras el espacio de los flujos está globalmente integrado, el espacio de los lugares está localmente fragmentado (Borja/Castells 2000: 66-7).

Pues bien, puesto que el foco de esta monografía recae sobre los espacios de los lugares y en especial sobre los territorios urbanos que han perdido conexión con los flujos globales, dejemos constancia, para concluir, de las cinco tendencias que De Mattos (2006) reconoce en la ciudad latinoamericana actual. Estas son: 1. La emergencia de redes de empresas que han desplazado los focos de gravitación económica hacia nuevas zonas, transformado el paisaje urbano, debilitado la función tradicional del centro y generado dinámicas logísticas alternativas. 2. Como consecuencia de los programas de flexibilización laboral y el consecuente crecimiento del desempleo y la precarización, las tugurizaciones y barrios marginales se han propagado, en mayor o menor medida, de manera incontenible a lo largo de toda la superficie urbana. Frente a ellos, entre ellos, se han gestado espacios altamente autosegregados, los denominados “conjuntos cerrados”, donde los sectores 37. De acuerdo con García Canclini, “la distancia entre la urbanización globalizada y la ciudad tradicional, no integrada, es aún mayor en las megalópolis del Tercer Mundo” (1999: 168).

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favorecidos recrean imaginarios de seguridad y homogeneidad —vale decir, como los vecinos de la ciudad colonial, en términos de una “sociedad compacta, homogénea y militante”—. Estas islas posmodernas conectadas a la red global bien podrían ser consideradas un símil de las ciudades fortificadas que hace quinientos años fundaban los conquistadores como prolongación de la metrópoli, pero profundamente recelosas de su entorno inmediato. 3. El retroceso del Estado en materia de planificación ha cedido la evolución del desarrollo urbano a la especulación inmobiliaria. Asociado con ello, se encuentra el hecho de que la necesidad de atraer inversiones ha dado lugar a una intensa competencia interurbana como mecanismo central de gestión. Este modelo de administración, sin embargo, no se traduce en una distribución equitativa de la plusvalía urbana, ya que los agentes inversores dirigen sus intereses necesariamente a maximizar beneficios y no a generar empleos y mejorar la calidad de vida de los habitantes. 4. Los desarrollos tecnológicos recientes y el deterioro de las condiciones de vida en las zonas más densamente pobladas han favorecido un desplazamiento de familias y empresas mucho más allá de los límites urbanos históricos, dando lugar a una marcada periurbanización y policentralización y a un solapamiento de los límites entre campo y ciudad, lo que obstaculiza las delimitaciones clásicas. 5. Los nuevos modos de gestión urbana han conducido a la aparición de artefactos urbanos emblemáticos del nuevo orden global y, por lo tanto, presentes en mayor o menor medida en todas las grandes ciudades del mundo con formatos genéricos, pero que en América Latina se destacan porque conviven con extensas zonas pauperizadas y entregadas a su propia evolución. En resumen, el paisaje de la ciudad latinoamericana contemporánea, que, por cierto, ha adquirido proporciones impensadas hace cincuenta años, generando un marcado déficit habitacional y de transporte público, se caracteriza, fundamentalmente, por un claro debilitamiento de la función centro, como espacio irradiador de un discurso homogeneizador, y el desmembramiento de su trama en diversos compartimientos delimitados por fronteras materiales y simbólicas y escasamente comunicados entre sí. De ellos, solo unos pocos han logrado insertarse y

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formar parte de la red de ciudades globales, mientras que la mayoría participa únicamente del planeta de ciudades miseria o, como lo anota Michael Janoschka, que la división espacial como signo de la división y desintegración social se expresa ahora mediante barreras físicas y limitaciones en los accesos. Un aislamiento mutuo reemplaza el patrón (Leitbild) previo de la ciudad abierta e integradora. De este modo, se forman islas funcionales de bienestar con lugares de alto nivel de servicios, consumo y vida nocturna. Y paralelamente se expanden las no-go-areas, en las cuales los “extraños” se sienten físicamente amenazados. [...] Mientras que antes de la industrialización la protección de los enemigos externos constituía la principal preocupación del hombre urbano, hoy el acento está puesto en la eliminación de aspectos internos no deseados de la vida en grandes ciudades (2002: s/p).

Esta trama de “archipiélago” —y esto redunda, como veremos, en una marcada reformulación de las matrices narrativas clásicas—, compuesta por “islas” desacompasadas y hostiles entre sí, reformula sensiblemente el esquema que había desdoblado el territorio latinoamericano en términos de espacios “naturales”, como el dominio del “otro”, y el espacio “cultural”, el de la ciudad, concebido como una unidad “compacta, homogénea y militante”. Agreguemos para concluir que, si bien este cambio en la fisonomía de las grandes ciudades latinoamericanas tuvo un período de apogeo durante los años 90 y principios del siglo xxi, la reorientación de los rumbos políticos en varios de los países de la región no ha logrado favorecer una democratización efectiva del espacio urbano. En el 2006, por ejemplo, David Harvey respondía a una entrevista en los siguientes términos: “El neoliberalismo es más que una política de gobierno: es un modo de hacer negocios y una ética individualista que vemos en varios países de América Latina nominalmente de izquierda, como Brasil, Chile y la Argentina, donde fundamentalmente la cuestión del poder político y económico tiene que ser abarcada de manera mucho más comprehensiva y seria” (Libedinsky 2006: s/p). Más recientemente, Gisela Heffes escribía: “El surgimiento de una ‘nueva izquierda’ en América Latina no ha sido, hasta ahora, suficiente como para contrarrestar el efecto demoledor que ha tenido la implementación de las políticas neoliberales” (2012: 136, nota 9). Por su parte, de manera más

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circunscripta a los ordenamientos urbanos y en respuesta al recelo expresado por parte de la expresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, a un proyecto de ley que, entre otras cosas, promueve que los barrios cerrados se vean obligados a invertir en viviendas sociales, Maristella Svampa escribió no hace mucho que “los countries y barrios privados son una expresión clara del modelo de ciudad neoliberal. El hecho de que ahora, a diferencia de 15 años atrás, éstos aparezcan incorporados al paisaje urbano no los hace ni más ‘naturales’ ni tampoco los sitúa en un orden teórico y fáctico diferente al de la configuración neoliberal original” (Svampa 2012: s/p).38 En lo que sigue voy a dejar las ciudades empíricas y su evolución de trasfondo para presentar un diseño teórico que, a partir de la categoría de ciudades textuales, permite pensar cómo la literatura interactúa con el dominio extratextual que, eventualmente, le sirve de referente y, para el caso que nos interesa, también como objeto a (re)crear. 38. La Ley de Acceso Justo al Hábitat fue, finalmente, aprobada por las cámaras de la Provincia de Buenos Aires a fines de noviembre del 2012. Esta ley propone contrarrestar una tendencia que las políticas sociales de los últimos años no han podido revertir y que aparece explicitada en los fundamentos del proyecto: “En los últimos años, y más allá del esfuerzo estatal mencionado, ha aumentado el déficit de suelo urbano y viviendas para sectores sociales medios y bajos. Asimismo, se ha acrecentado y densificado la población que habita en villas y asentamientos. Por otra parte, se ha producido una fuerte concentración de la renta urbana que se materializa a través de la realización de prácticas especulativas por parte de los desarrolladores y propietarios, lo cual da como resultado una gran cantidad de inmuebles deshabitados y terrenos baldíos aptos para ser edificados pero que se encuentran retenidos a la espera del aumento del valor del suelo” (Proyecto de Ley de Acceso Justo al Hábitat de la Provincia de Buenos Aires: 28). Este avance en materia de políticas urbanas pone al descubierto, por un lado, que recién a fines del 2012, a varios años de que se comenzara a cuestionar el paradigma neoliberal, se está comenzando a reformular el ordenamiento alentado durante los años 90; por otra parte, se revela el carácter fragmentario y no del todo resuelto que tiñe el avance en tal emprendimiento: en el caso argentino, lejos de ser la regla nacional, es únicamente una modificación en políticas regionales específicas de la Provincia de Buenos Aires. En lo que respecta a Brasil, recién a fines del año 2014 el alcalde de San Pablo, Fernando Haddad, ha comenzado a promover una reforma estructural de la ciudad destinada a fortalecer el espacio público. Con esta iniciativa, “gigantes urbanos como grandes shoppings e condomínios residenciais fechados entraram na mira da Prefeitura de São Paulo, que quer proibir empreendimentos maiores de 10 mil m2” (Correa 2014: s/p).

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1.2 Marco teórico. De la trama textual a la trama urbana. Ida y vuelta 1.2.1 Ciudades textuales 1.2.1.1 Definición(es) Como ya he sugerido, las ciudades, o sus imágenes parciales, construidas en los textos de ficción se insertan en una dialéctica de negociación en la que también intervienen otras prácticas y discursos orientados a producir el espacio social. Este enfoque permite concebir a tales imágenes no como meramente reproductivas o motivadas por un afán más o menos mimético, sino, antes, como recursos simbólicos desde donde los significados vinculados al espacio de sociabilización cotidiana pueden ser corroborados, discutidos, corregidos, desplazados y/o ampliados. Dentro de un esquema más general, sin embargo, también habría que incluir aquellos textos que, como las guías de turismo, poseen pretensiones de objetividad y mimetismo y parten del supuesto de que existe una ciudad fáctica que puede ser reproducida con mayor o menor fidelidad. Frente a estos, la representación literaria de la ciudad —aunque naturalmente reduce la ciudad a palabras— no necesariamente posee la pretensión de servir como información fáctica o recurso orientativo para el lector. Se puede proponer estratégicamente este principio, pero no está obligada, pues también tienen la posibilidad de despegarse de las funciones relativas a la experiencia práctica y, dependiendo de la intención, “postergarlas” de diferentes modos. De esta manera la representación literaria de la ciudad es más abierta y puede, por lo tanto, ser más abarcativa que la descripción de la experiencia práctica.39

39. “Die literarische Stadtdarstellung – obgleich sie natürlich die Stadt auf Wörter reduziert – hat nicht unbedingt den Anspruch auf sachliche Information und Orientierungshilfe für den Leser. Sie kann sich diesem strategischen Prinzip verschreiben, muss es aber nicht, denn sie hat ebenso die Möglichkeit, sich von den lebensweltlichen Funktionen loszulösen und diese je nach Intention auf unterschieldiche Weise zu ‘verschieben’. Damit ist die literarische Stadtdarstellung offener und kann somit

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Esta facultad propia de la literatura de ficción, que le permite regular su proximidad con un eventual referente extratextual y dado el caso (re)crearlo dentro de su lógica, es precisamente la que le asigna un poder analítico y crítico difícil de hallar en discursos sujetos a la ilusión de un objetivismo más o menos cientificista. Es por esta razón que en un contexto de significativo reordenamiento espacial que —como vimos en apartados anteriores— lo son los años 90 en América Latina la ficción se presenta como una herramienta de enorme potencial para abordar las transformaciones y, eventualmente, presentar imágenes alternativas que se solapan con mayor o menor éxito sobre el espacio material al hacer un uso simbólico de este o agenciárselo con fines narrativos. De aquí que David Harvey pueda afirmar que “aesthetic judgments (as well as ‘redemptive’ artistic practices) have entered in as powerful criteria of political, and hence of social and economic, action. If aesthetic judgment prioritizes space over time, then it follows that spatial practices and concepts can, under certain circumstances, become central to social action” (1990: 207). Pues bien, de acuerdo con la definición que se adelantó al comienzo de este capítulo siguiendo a Andreas Mahler, los Stadttexte —textos de ciudad— son aquellos en los que la construcción del espacio urbano no cumple una función secundaria, de mero escenario, sino que ella misma es el objetivo central de las operaciones de escritura. La lucha por el derecho a la ciudad —es decir, el poder colectivo de dar forma al espacio urbano de acuerdo con necesidades e intereses específicos y diversos (Lefebvre 1969)— que se recrudece durante los años 90 y principios del siglo xxi en América Latina sería, por consiguiente, el disparador que habría dado lugar a una marcada proliferación de Stadttexte durante el período o, como ya ha sido formulado en palabras de Jeftanovic, a que desde aquel entonces “el nudo semántico urbano se encuentra en el centro de la pregunta por la realidad”. Me permito insistir, sin embargo, en la función creativa de la literatura de ficción, en su distanciamiento de la función deíctica al que otro

auch vollständiger als die lebensweltliche Beschreibung sein” (Ta 2007: 19-20) (la traducción es mía).

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tipo de textos se mantiene aferrado o que en ocasiones se le pretende atribuir a la literatura realista: Este criterio de la sujeción temática sugiere que la ciudad antecede al texto, esto es, como lo ha formulado Volker Klotz, la ciudad como “preconcepto”. Esto quiere decir que se hace como si hubiera una ciudad preexistente que en el texto aparece solo representada, reproducida, imitada. Esta es la ilusión de la mimesis. Sin embargo, también es imaginable el camino inverso: que la correspondiente ciudad recién por medio del texto se construye, se fabrica, se produce. Esta sería la potencia de la imaginación.40

Es precisamente este camino inverso el que caracteriza a la literatura de ficción y el que pretendo poner de relieve por el uso intensivo que de ella hace la que aquí en particular interesa: sin texto, sin el poder de la imaginación, la ciudad quedaría reducida a su dimensión más pedestre, a su esqueleto de acero y betón, y los usuarios obligados a experimentar el espacio únicamente en sus prácticas espaciales mecánicas. En otros términos, la ciudad invisible, es decir, ese entramado de simbologías, relatos e imágenes que conforman el lado no material del espacio urbano (cfr. Calvino 1974 [1972]), se vería sin la literatura de ficción constreñida de manera significativa.41 Las ciudades textuales contribuyen, pues, a construir la ciudad invisible y son el resultado de los textos de ciudades, es decir, el producto de la articulación de recursos literarios en función de una imagen simbólica, alternativa y no sujeta al espacio material, al que, no obstante, puede referir de manera más o menos explícita. O, como lo propone Mahler, 40. “Dieses Kiterium thematischer Gebundenheit suggeriert eine Vorgängigkeit der Stadt vor dem Text bzw., wie Volker Klotz dies formuliert hat, die Stadt als ‘Vorwurf ’: d.h. es wird so getan, als werde eine bereits existente Stadt im Text lediglich dargestellt, abgebildet, nachgeahmt. Das ist die Illusion der Mimesis. Allerdings ist auch der umgekehrte Weg denkbar: nämlich dass die jeweilige Stadt erst durch den Text hervorgebracht, hergestellt, produziert wird. Das wäre die Kraft des Imaginierens” (Mahler 1999: 12) (la traducción es mía). 41. De acuerdo con Michel De Certeau, “allí donde los relatos desaparecen (o bien se degradan en objetos museográficos), hay una pérdida de espacio: si le faltan narraciones (como se puede constatar lo mismo en la ciudad que en el campo), el grupo o el individuo sufre una regresión hacia la experiencia, inquietante, fatalista, de una totalidad sin forma, indistinta, nocturna” (2000 [1990]: 136).

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Miradas locales en tiempos globales voy a llamar a los resultados de tal proceso imaginario ciudades textuales [Textstädte]. Con esto quiero mostrar que los textos de ciudad [Stadttexte] en el fondo únicamente modelan ciudades textuales [Textstädte]: que, por ejemplo, la Praga de Kafka no es otra cosa que la Praga constituida por los textos de Kafka, que el París de Balzac no es más que un París-textual o que la Londres de Dickens un Londres-discursivo construido por los textos de Dickens.42

Anotemos, sin embargo, que estas ciudades textuales modeladas en los textos de ciudades, con su autonomía y su versatilidad para aproximarse o distanciarse y así (re)crear la ciudad, no dejan de ser un aporte significativo para los imaginarios urbanos en la medida que ofrecen visiones alternativas, disidentes o confirmatorias, nunca tan distantes ni tan pegadas a las que por medio de las prácticas espaciales experimentan los usuarios. Más aún si, como ya fue anticipado, se considera que en la literatura latinoamericana de los últimos años se registra una tendencia a cierta referencialidad, es decir, a un no sacrificio absoluto de la función deíctica. Expresado en otros términos, si, como sucede claramente en, por ejemplo, Las noches de Flores (2004), de César Aira, las referencias espaciales —desde el título mismo—, en particular las que configuran la odonimia de la ciudad textual, son perfectamente recuperables en la realidad empírica, aunque los hechos que va tejiendo el relato no siempre ni necesariamente se mantengan dentro de los límites de una verosimilitud racionalista. Subrayemos, pues, la observación que Beatrix Ta ofrece al momento de presentar los textos contemporáneos que aborda en su estudio: “Aunque en este trabajo veremos que numerosos textos modernos rechazan la ilusión de realidad, la mayoría, sin embargo, no prescinde de la constitución de un espacio urbano que al menos en un sentido básico remite a una ciudad realmente existente fuera del texto”.43 De donde se sigue que 42. “Die Resultate eines solchen Imaginationsprozess will ich ‘Textstädte’ [ciudades textuales] nennen. Dabei werde ich [...] zeigen, dass Stadttexte [textos de ciudad] im Grunde immer nur Textstädte [ciudades textuales] modellieren: dass etwa Kafkas Prag nichts anders ist als das durch Kafkas Texte konstituierte Prag’ Balzacs Paris nicht mehr als nur ein Text-Paris oder Dickens’ London ein von den Texten Dickens’ hergestelltes Diskurs-London” (1999: 12) (la traducción es mía). 43. “Obwohl wir in dieser Arbeit sehen werden, dass eine Vielzahl moderner Texte gerade die Illusion von Wirklichkeit verweigert, verzichten die meisten jedoch

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esta insistente, aunque también desplazada, referencialidad da cuenta de una inquietud histórica general por aspectos espaciales que, por un lado, excede el dominio estrictamente textual para proyectarse sobre el extratextual e intervenirlo creativamente, pero que, por el otro, se reserva una enorme libertad para la elaboración estética. Dicho de otro modo, lo que caracteriza a estas ficciones es que estarían poniendo en escena un especial interés por significar y con ello contribuir creativamente a la construcción de dimensiones de la realidad empírica por medio de operaciones estéticas que le otorgan una licencia y versatilidad excepcionales. Pero retomemos a Mahler y reforcemos aún más su fórmula, ya que, si la Praga de Kafka no es otra cosa que la Praga construida por los textos de Kafka, ¿no es acaso Praga, la ciudad, también en parte esa construcción imaginaria realizada por Kafka? o ¿no sería otra Lisboa sin los textos de Fernando Pessoa? ¿Qué quedaría de Buenos Aires sin Fervor de Buenos Aires (1923)? Y ¿cómo sería una Medellín vaciada de los significados aportados por la escritura de Fernando Vallejo?44 Estas

nicht auf die Konstitution eines urbanen Raums, der zumindest noch ansatzweise auf eine außertextlichem real existierende Stadt verweist” (2007: 52, nota 79) (la traducción es mía). 44. Un indicador que permite evaluar en qué medida las imágenes elaboradas por los relatos condicionan nuestra percepción del espacio sería la propia experiencia al llegar a ciudades hasta el momento “desconocidas”. En su estudio sobre el relato de viajes Ottmar Ette escribe que “lo visto se conecta aquí con lo oído y lo leído, lo no-sabido con lo pre-sabido o dado el caso con existencias de saber accesibles; ojo y oído se interconectan para completar el vacío de lo desconocido en el mapa mental definitivo —aunque nunca llegue a estar completo—” [“Das Gesehene verbindet sich hier mit dem Gehörten und Gelesenen, das Nicht-Gewußte mit dem Vor-Gewußten beziehungsweise mit zugänglichen Wissensbeständen, Auge und Ohr verknüpfen sich hier miteinander, um die Leere des Unbekannten aus dem definitiven Kartenbild – wenn auch keineswegs immer vollständig – zu verdrängen” (2001: 27) (la traducción es mía)]. La llegada a un lugar “desconocido”, por lo tanto, nunca lo es tal, sino que la información previa que maneja el viajero —lo leído, lo oído: los relatos en circulación— opera como regímenes de significación acuñados por la tradición que poco a poco serán sometidos a una reevaluación por medio de la experiencia subjetiva. Las ciudades textuales son, en este sentido, previas y condicionantes de la ciudad empírica. Cfr. también Pamuk 2008, donde el premio Nobel argumenta que escritores franceses, como Gustave

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preguntas abren líneas de reflexión que —como veremos en el apartado 1.3 en mayor profundidad— permiten conexiones con el modelo espacial diseñado por Lefebvre: las ciudades textuales, además de ser elaboraciones autónomas y altamente maleables, pueden concebirse como operaciones simbólicas orientadas al agenciamiento de espacios que de otra forma se presentan ajenos, muchas veces simplemente impuestos, a los usuarios. Pueden ser entendidas, especialmente si no se muestran pasivas en relación con el dominio extratextual, como contribuciones imaginarias que intervienen con sus recursos intrínsecos en la producción del espacio urbano. Y contribuyen de un modo que, finalmente, afecta “la realidad”, pues, como argumenta Andreas Huyssen, “urban imaginaries are [...] part of any city’s reality, rather than being only figments of the imagination” (2008: 3). Interesan, además, porque, al proyectarse directamente sobre ese espacio urbano, funcionan como construcciones versátiles destinadas a intervenir en la esfera pública, es decir, sobre la ciudad como lugar compartido por excelencia, como lugar cuyos significados se hallan siempre en permanente negociación y jamás determinables por una perspectiva individual única. 1.2.1.2 ¿Hacia una tipología? Alcances, limitaciones y transiciones La capacidad de tomar mayor o menor distancia de un referente extratextual y reconstituirlo crítica y creativamente dentro de la lógica textual es lo que le asigna a la literatura de ficción un potencial ausente en discursos aferrados a la ilusión de una efectiva facultad mimética en la lengua. Digamos, pues, que, sea cual fuere el carácter de la ciudad textual, aunque reclame para sí una alta cuota de realismo, esta nunca puede crear más que, dado el caso, un effet de réel (Barthes 1968). Un efecto de realidad, que, necesariamente, requiere la complicidad del

Flaubert y André Gide, que visitaron Estambul, construyeron una imagen de la ciudad con ojos occidentales que todavía permanece vigente como referencia que condiciona a los mismos escritores turcos.

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lector para que este acepte el pacto45 implícito que le permite acceder al universo ficcional bajo la premisa de que la ciudad textual “coincide” con la extratextual. Mientras que, en la otra dirección, por más que se aleje de la verosimilitud y busque reducir su “fidelidad” con el mundo empírico, seguiría operando —como quería Bertolt Brecht (1967 [1940]) para la literatura en general— como un complemento enriquecedor de la experiencia fáctica. Así, al mantenerse en un nivel de tensión entre la reproducción y la creación, la literatura ofrecería una paleta de perspectivas alternativas, un repertorio de posibles opciones paradigmáticas, que para nuestro caso específico entraría en diálogo con otros actores productores de espacio urbano. Pues bien, en tanto “perspectiva alternativa” o conjunto de perspectivas, una ciudad textual es siempre necesariamente parcial y única, es decir, que nunca va a agotar la ciudad fáctica ni tampoco duplicar la(s) experiencia(s) de los usuarios. Este potencial de crear abordajes simbólicos alternativos del espacio urbano se consigue en la literatura por medio de recursos técnicos como la focalización, según la ha caracterizado Gérard Genette (1989 [1972]), la opción de un tipo de narrador o la articulación y rearticulación de referencias intra y extratextuales.46 Las técnicas literarias permiten, así, que a partir de un referente 45. El concepto de pacto fue ampliamente desarrollado por Philippe Lejeune (1975) en su estudio sobre el género autobiográfico. No es objeto de este apartado profundizar en detalles y distinciones ni de presentar críticas a un modelo que solo identifica unidades “puras” y antagónicas (cfr. Toro 2007); obsérvese únicamente que entre las categorías postuladas por Lejeune se halla la de pacto referencial como el acuerdo que el paratexto propone al lector para que lea en el texto información que remite a la dimensión extratextual y que, eventualmente, puede ser sometida a pruebas de verificación. Frente a él, se debería ubicar el pacto novelesco como aquel que propone un ingreso al texto en clave exclusivamente ficcional, no deíctica (cfr. 1975: 36). Retomaremos la categoría en el capítulo V. 46. A modo de ejemplo, considérese la gran diferencia entre una novela como La Virgen de los Sicarios (1994), donde un narrador homodiegético fuertemente centrado emite permanentes juicios valorativos sobre el medio en el que se desenvuelve la trama, y Ciudad Baabel (2005), de Luis Barros Pavajeau, en la que la narración no es asumida por un narrador interno o externo, sino que se articula como una trascripción polifónica —en el sentido que le diera Bajtin y al que volveremos con mayor atención en el capítulo V— de conversaciones, publicidades, exposiciones de vendedores ambulantes para promocionar sus productos, etc.

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real más o menos explícito sea posible constituir múltiples y diversas imágenes siempre disímiles entre sí. Tan disímiles que proyectar una taxonomía precisa y rígida sea tal vez una empresa condenada desde su concepción al fracaso. Consideremos, por lo tanto, únicamente algunas categorías que pueden resultar útiles para los fines analíticos. Con Andreas Mahler coincidimos en que los textos producen ciudades por medio de una isotopía “ciudad” establecida como dominante y normalmente obligatoria que en lo posible se concreta referencialmente al señalar a un lugar conocido por la experiencia fáctica y que se precisa semánticamente en función de un espacio de significados específico. A su vez, mediante las técnicas de modalización, los textos modifican y perspectivizan las ciudades constituidas de tal modo.47

Es decir, que en términos generales, por medio de las técnicas de modalización, de reelaboración y asignación de atributos, un espacio urbano conocido por la experiencia y al que el texto remite semántica y/o referencialmente es (re)creado como ciudad textual. En este sentido, de manera similar a lo que ocurre con la categoría de cronotopo de Mijail Bajtin —volveremos sobre el punto—, lo que Mahler denomina constitución semántica y constitución referencial cumple la función de proyectar el universo textual hacia el contexto y las técnicas de modalización, la de reconfigurar dichos referentes hacia dentro del espacio simbólico y con ello crear distancia crítica y creativa en relación con el exterior. Ahora bien, siguiendo a Mahler, las técnicas de modalización consideradas en su relación con el mundo de la experiencia empírica permiten una clasificación de las ciudades textuales en tres categorías: ciudades de lo alegórico (Städte des Allegorischen), ciudades de lo real (Städte des Realen) y ciudades de lo imaginario (Städte des Imaginären).

47. “Daß, Texte Städte zum einen herstellen über eine dominant gesetzte, in der Regel obligatorische Konstitutionsisotopie ‘Stadt’, die sie möglicherweise referentiell konkretisieren zu einem lebensweltlichen bekannten Ort wie auch semantisch präzisieren zu einem spezifischen Bedeutungsraum, und daß sie die so konstituierten Städte zum anderen modifizieren und perspektivieren über die Techniken der Modalisierung” (1999: 23) (la traducción es mía).

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Las primeras habrían sido predominantes en la literatura europea antes del siglo xviii, y la ciudad construida textualmente tiende, como en toda alegoría, a ser representativa de otra cosa: “Se da que la ciudad textual producida se presenta, finalmente, desbordada de tal modo por una semántica secundaria que el tema urbano termina por volcarse, entonces, el resultado es ‘ciudades de lo alegórico’”.48 Las segundas habrían florecido durante el siglo xviii a partir de un afán realista que supone la existencia de una realidad previa al acto de enunciación. Se trata de un realismo llano que pretende poseer recursos para reproducir —y no producir— fielmente el espacio extratextual referido borrando las marcas de su mediación, es decir, que “en las ciudades de lo real está en el centro la referencia”.49 Con Charles Baudelaire, a mediados del siglo xix, habrían comenzado a imponerse las ciudades de lo imaginario, es decir, aquellas construcciones textuales que, en tanto construcción lingüística, no niegan su carácter artificial y hacen uso de él deliberadamente con fines creativos. Se imponen aquí las asociaciones semánticas, las sugerencias diferidas y los desplazamientos hacia lo ficticio, de tal suerte que “en lugar de una reproducción surge una imagen de la ciudad producida textualmente”.50 Las producciones contemporáneas, por lo tanto, contarían con este repertorio de opciones, perfectamente combinables de acuerdo con fines específicos, pero normalmente conscientes de su intervención creativa y de sus límites en la construcción de una ilusión mimética. Cabe señalar, sin embargo, que esta taxonomía elemental no agotaría de ningún modo el abanico de realizaciones efectivas ni tampoco sería de gran utilidad para ingresar en la espesura textual específica. Un ejemplo, acaso especialmente desafiante, sirve para ilustrar los alcances y debilidades de este modelo.

48. “Wird schließlich die erzeugte Textstadt von einer sekundären Semantik derart überbordet, dass das Stadtthema selbst ins Kippen gerät, so ergeben sich ‘Städte des Allegorischen’” (Mahler 1999: 25) (la traducción es mía). 49. “In Städten des Realen ist im Zentrum die Referenz” (Mahler 1999: 25) (la traducción es mía). 50. “Statt eines Abbilds entsteht ein textuell produziertes Bild der Stadt” (Mahler 1999: 33) (la traducción es mía).

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Angosta (2007 [2003]), de Héctor Abad Faciolince, pone en escena desde el título mismo una ciudad imaginaria, pero también constituida isotópicamente como potencialmente existente y proyectada, a su vez, en un futuro más o menos cercano: “Desde hace treinta y dos años Angosta no es una ciudad abierta. [...] [C]uando arreciaron los atentados terroristas, a finales de siglo, las tropas de los países acordonaron la zona, y la ciudad fue dividida” (23-4). Por otra parte, el epígrafe que encabeza el texto, tomado de Virgilio, “Iban oscuros por angosta tierra”, abre un diálogo intertextual y ubica la novela en una red semántica que aparta la recepción de cualquier clave realista. No obstante, desde las primeras páginas, donde a modo de marco se transcriben pasajes de un imaginario tratado de geografía escrito por Heinrich Guhl, las referencias hacia una realidad extratextual efectivamente existente abundan: “Hay un territorio en el extremo noroeste de la América meridional que va desde el océano Pacífico hasta el río Orinoco, y desde el río Amazonas hasta el mar de las Antillas [...]: Colombia” (12) y, más adelante, después de una larga serie de referencias que orientan la lectura en una clave realista, el desvío hacia lo imaginario: “La capital de este curioso lugar de la Tierra se llama Angosta” (14). La división de la ciudad, a su vez, da pie a una lectura alegórica que remite a la marcada desigualdad, la exclusión y la violencia social en Colombia: “Abajo, en Tierra Caliente, alrededor del Salto de los Desesperados y la Boca del Infierno, y por las laderas que suben a Tierra Templada, hay millones de tercerones [...]; en el valle de Turbio y las primeras lomas se hacinan cientos de miles de segundones; y arriba, en el altiplano de Paradiso, se refugia la escasa casta de los dones” (19). En breve, dado este entrecruzamiento de atributos, lo que quiero señalar es que difícilmente se podría encolumnar la ciudad de Abad Faciolince como una unidad y, sin recurrir a argumentaciones fuertes, bajo alguna de las categorías de Mahler. Ciertamente, no todas las producciones contemporáneas apelan del mismo modo que Angosta a las diferentes configuraciones textuales que Mahler presenta como desarrolladas y ofrecidas por la tradición histórica de ciudades textuales; no obstante, vale tener presente que la propagación de los medios de comunicación, y fundamentalmente de internet, ha dado lugar a una coyuntura donde los límites de lo real y

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lo ficcional han comenzado a desdibujarse, al menos en los mismos términos que regían en la modernidad. En este sentido, Josefina Ludmer detecta que para cierta zona de la literatura latinoamericana contemporánea “la realidad (si se la piensa desde los medios, que la constituirían constantemente) es ficción y que la ficción es la realidad” (2010: 151). De aquí se sigue que la clasificación elaborada por Mahler, tomada en un sentido rígido, sin permeabilidades ni transiciones, especialmente en el presente conduciría a aporías insalvables. En la misma línea que Ludmer, Luz Horne se ha ocupado recientemente de analizar regímenes de representación que parecieran desenvolverse dentro de un concepto ampliado de realismo, donde las referencias identificables a nivel extratextual y la dimensión más estrictamente imaginaria se entrelazan, se complementan y, finalmente, se confunden: De diferentes modos, con matices muy particulares y con obras de envergaduras diversas, en las narrativas de Caio Fernando Abreu, César Aira, Sergio Chejfec, João Gilberto Noll y Luiz Ruffato —y la lista es, por supuesto, incompleta— puede encontrarse la siguiente preocupación: que la literatura muestre algo del orden de lo real de su propia época, pero que, para hacerlo, recurra a formas diferentes a las del realismo clásico para lograrlo. Esta transformación no implica necesariamente una novedad absoluta en la historia literaria, sino un reordenamiento de ciertos modos representativos, en donde viejas formas literarias adquieren una capacidad renovada para mostrar, incluir o señalar lo real (Horne 2011: 14).

Pues bien, hecha esta salvedad que, según creo, es distintiva de nuestra época y de nuestras ficciones, sostengo que la clasificación propuesta por Mahler puede resultar de utilidad para abordar analíticamente ciertos pasajes, fragmentos o zonas textuales, pero no para ordenar los anaqueles de las ciudades textuales contemporáneas. Como ya ha sido consignado, lo que destaca en las ficciones que voy a someter a examen es una tendencia a la referencialidad que, sin embargo, no impone restricciones para reelaborar ficcionalmente el material heredado de la dimensión extratextual. En este sentido, ubico mi corpus en el marco de la corriente más amplia que Luz Horne aborda como literaturas reales. Dentro de esta, mis textos se muestran particularmente orientados a

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(re)significar el espacio urbano y sus recientes transformaciones.51 Profundizaré en cuestiones relativas a géneros discursivos y formas narrativas en los capítulos dedicados a los análisis de las fuentes primarias. Queda por destacar aquí, antes de concluir este apartado, el carácter performativo que adquieren los textos estudiados por Horne y que, acaso en mayor medida, resulta aplicable al corpus interesado en producir ciudades textuales que aquí nos compete. Puesto que, y esto merece ser subrayado, “ya no se busca representar sino más bien señalar o incluir lo real en forma de indicio o huella y, al mismo tiempo, producir una intervención en lo real” (Horne 2011: 15), la ficción asume ahora una función fundamentalmente creativa, de intervención y no meramente mimética como, según lo formula Mahler, fue el rasgo distintivo de las Städte des Realen dominantes hasta Baudelaire. Es en base a este carácter performativo, brechtiano en el sentido que se ha apuntado, que las palabras de Celorio adquieren un significado acabado: la ciudad es ahora “encontrada por la literatura”, pero de tal suerte que su intervención “la construye día a día” al asignarle otros órdenes y configuraciones por medio de una explotación recurrente y deliberada de las técnicas de modalización. Se trata, en breve, de una literatura que, si bien se muestra interesada por algún aspecto de lo real empírico, de ningún modo oculta sus recursos y sus estrategias de intervención, sino que, al contrario, hace un uso intensivo y transparente de ellos con el fin de transformar una materialidad que parece haberse consolidado y que se resiste a reformulaciones. Una literatura que —como podremos advertir en los próximos capítulos—, más allá de sus aciertos y errores,

51. A pesar de que no coincido con la excesiva “objetividad” que pareciera asignarles a los informes periodísticos de la violencia, Katja Gußmann indentifica una tendencia similar en la literatura brasilera que últimamente ha puesto el foco en las grandes ciudades del país. Según sus argumentos, estos textos de ficción estarían confundiendo sus límites con el periodismo: “Desde hace tiempo ya no se destacan por el realismo feroz al estilo Rubem Fonseca. Se trata de textos-reality que obtienen su efecto realista antes con métodos sutiles que con una descripción fría, fiel al detalle, de brutales actos de violencia” [“Sie zeichnen sich nicht länger durch den realismo feroz eines Rubem Fonseca aus. Es sind Reality-Texte, die ihre realistische Wirkung mit subtileren Mitteln erzielen als der Detail getreuen, eiskalten Beschreibung brutaler Gewalttaten” (2002: 7) (la traducción es mía)].

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se muestra atenta y “activa” en una lucha cotidiana por el derecho a la ciudad que otros discursos demoran en comprender y asumir. En este sentido, como ya lo intuía Lefebvre, aquí también “literature and art [...], as opposed to politics and philosophy, have better grappled with understanding the everyday” (Merrifield 2006: 6). 1.2.1.3 Las ciudades textuales en este trabajo La intensa reflexión sobre la evolución de los ordenamientos espaciales tradicionales se halla claramente asociada a los diversos desafíos que fue imponiendo la actual fase de la globalización. El llamado spatial turn en los estudios culturales y el enorme caudal de bibliografía producido por los estudios urbanos son expresión de ello (cfr. Huyssen 2008: 1). En correspondencia con tal fenómeno habría que considerar también el boom de la crónica latinoamericana, encabezado, entre otras, por figuras como Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y Pedro Lebemel.52 A diferencia de este tipo de discurso híbrido, los textos que voy a abordar en este estudio elaboran ciudades textuales, presentadas —ya sea en clave más o menos realista o imaginaria— siempre como constructos ficcionales impresos sobre un trasfondo en mayor o menor medida referencialista, es decir, con la suficiente flexibilidad como para recrear de acuerdo con necesidades internas los territorios empíricos a los que remiten directa o indirectamente. Se trata, en otros términos, de un tipo de literatura que, ante las modificaciones espaciales ocurridas en el contexto, se muestra particularmente dispuesta a refuncionalizar sus recursos de tal manera que, si bien señala hacia el exterior, al mismo tiempo se toma la libertad de transformar hacia dentro del texto ese material “heredado”. 52. Una valiosa aproximación a la crónica urbana a la que me refiero se encuentra en Franco 2002: 179-200. También destacables son el volumen en colaboración coordinado por Spitta (2003) y el editado por Falbo (2007). En este último, el estudio de Juan Poblete “Crónica y ciudadanía en tiempos de globalización neoliberal: la escritura callejera” resulta particularmente interesante en función de los argumentos de mi trabajo. La Antología de crónica latinoamericana actual (2012), editada por Darío Jaramillo Agudelo, a su vez, reúne nuevas generaciones de cronistas como Cristian Alarcón.

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Dentro de este marco general, vale decir, los textos que conforman mi corpus son también heterogéneos y representativos de una tendencia identificable a lo largo de toda América Latina. Algunos, como Ídola (2000), tienden a presentar ciudades reconocibles empíricamente sin mayores distorsiones y otros, como sucede en Mano de obra (2002), se inclinan hacia lo alegórico y optan por reducir las señas orientadas hacia el exterior al mínimo. Sin embargo, ninguno de los textos prescinde de la intención de construir claramente un escenario urbano, una ciudad textual, con atributos específicos que de algún u otro modo se proyectan hacia ciudades materiales. Todas las fuentes que conforman el corpus fueron publicadas a partir del año 1990 y, aunque aquí serán abordadas con fines analíticos en grupos separados, articulan y combinan diferentes recursos para construir las ciudades textuales que ofrecen. Es decir, que si bien por momentos pondré de relieve determinado elemento porque permite que se lo considere especialmente destacable en el constructo textual, eso no significa que sea el único. Por otra parte, todas, a pesar de que producen imágenes de las grandes ciudades latinoamericanas, parecen mostrar un interés por los detalles, por territorios parciales, o zonas urbanas que por alguna u otra razón han perdido o nunca han recibido mayor visibilidad, es decir, que se estarían concentrando en los impactos microterritoriales del reordenamiento global. El segundo capítulo estará dedicado a lo que aquí ya he introducido bajo la noción de cronotopos posnacionales —es decir, espacios urbanos que se resuelven dentro de una lógica interna y que prescinden de cualquier interacción con un contexto nacional o siquiera externo— y se concentrará en Urbana (2003), de Fogwill; Puerto Apache (2002), de Juan Martini; Mano de obra (2002), de Diamela Eltit, y Única mirando al mar (1994 [1993]), de Fernando Contreras Castro. En el tercer capítulo, y con foco en el desplazamiento espacial de los personajes, se trabajarán los textos Y retiemble en sus centros la tierra (1999), de Gonzalo Celorio; Ídola (2000), de Germán Marín; La Virgen de los Sicarios (2001 [1994]), de Fernando Vallejo, y “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro” (1994 [1992]), de Rubem Fonseca. En el cuarto, donde nos concentraremos en imágenes urbanas proyectadas hacia el futuro, los textos principales serán Tikal futura. Memorias para un futuro incierto

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(novelita futurista) (2012), de Franz Galich; Angosta (2007 [2003]), de Héctor Abad Faciolince; 2010: Chile en llamas (1998), de Darío Oses, y La leyenda de los soles (1993), de Homero Aridjis. El último capítulo, centrado en las ciudades textuales (re)construidas mediante operaciones de rememoración, se detendrá en Calducho o las serpientes de calle Ahumada (1998), de Hernán Castellano Girón; “Veteranos del pánico” (2006 [2005]), de Fabián Casas; “DF en un abrir y cerrar de agua” (2011), de Mónica Lavín, y Un sol sobre Managua (1998), de Erick Aguirre. Antes de ingresar en detalle en los análisis textuales, en las próximas páginas voy a presentar un marco teórico general que retoma —y también reajusta— el modelo que diseñó Lefebvre para explicar las operaciones de producción de espacio desde un punto de vista que articula las acciones materiales con las intelectuales e imaginarias.

1.2.2 Ciudades textuales en un marco holístico. Una propuesta a partir de La production de l’espace (1974)53 En base a las propuestas expuestas con anterioridad, es decir, bajo la petición de principio de que en las últimas décadas —especialmente desde 1989, cuando el modelo de modernización global comienza a consolidarse en América Latina— la evolución histórica ha redefinido las estructuras espaciales que conocíamos y de que la literatura latinoamericana se muestra particularmente atenta a tales transformaciones, mi trabajo pretende analizar el corpus de ficciones ya presentado para poner al descubierto cómo, con qué operaciones, la ficción literaria se ha involucrado en la pugna por significar el espacio público urbano y, al mismo tiempo, cómo es que ella misma ha reformulado parte de sus recursos y esquemas heredados o desarrollado nuevos para poder responder a los desafíos históricos indicados.

53. Una versión preliminar de este apartado apareció en la revista Estudios de Teoría Literaria (cfr. Locane 2013b).

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Desde una perspectiva afincada en el denominado spatial turn, Wolfgang Hallet y Birgit Neumann han señalado recientemente que el gran desafío para un “giro espacial” en los estudios literarios consiste, acaso, en desarrollar una teoría literaria espacial que, como el modelo de tres niveles de Ricoeur para el tiempo y el argumento, ponga los espacios y las representaciones del espacio culturalmente prefigurados (y premediados), con sus configuraciones literarias y las refiguraciones (y remediaciones) de allí resultantes, en diálogo con la realidad cultural.54

En conformidad y tratando de ser consecuente con tal propuesta, voy a partir por ubicar las lecturas en un marco teórico amplio que recurre, fundamentalmente, a desarrollos llevados a cabo por Henri Lefebvre. Con esta operación intento, por un lado, evitar reduccionismos de tipo determinista, pero también insertar la producción literaria en un entramado más vasto, donde diversas prácticas y discursos intervienen, desde sus especificidades y con su repertorio de recursos, en la negociación y configuración del espacio social; es decir, que intentamos leer las fuentes textuales en una relación dialéctica con otros modos de intervención destinados a (re)crear el espacio social. Recordemos para comenzar algunos aspectos de la trayectoria de Lefebvre y en especial de su teoría espacial. Por la importancia de su producción, tanto en términos cuantitativos como cualitativos, Lefebvre podría ser considerado uno de los filósofos más destacados del siglo xx. Desde fines de los 60 comienza a mostrar un interés creciente en las configuraciones espaciales y urbanas que se expresa en la publicación de Le droit à la ville (1968) y que, finalmente, confluirá en el texto capital del período, La production de l’espace, de 1974. La historia y recepción de este importante estudio dista de ser llana. Por un lado, se lo puede considerar fundante, ya que desde su aparición se registra un progresivo 54. “Besteht die größte Herausforderung für eine ‚räumliche Wende‘ in den Literaturwissenschaften wohl darin, analog zu Ricoeurs dreistufigem Mimesis-Modell von Zeit und Handlung eine literaturwissenschaftliche Raumtheorie zu entwickeln, die kulturell präfigurierte (und prämediierte) Räume und Raumvorstellungen, deren literarische Konfiguration und die daraus resultierenden Refiguration (und Remediationen) in der kulturellen Wirklichkeit zueinander in Bezug setzt” (2009: 22) (la traducción es mía).

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desplazamiento en el paradigma de los estudios culturales y sociales que a partir de los años 90 ha dado lugar al ya mencionado spatial turn. Sin embargo, si ahora, visto en perspectiva, lo podemos evaluar de tal modo, esto es porque algunos de los investigadores y especialistas que hoy son los referentes de la tendencia, Edward Soja y David Harvey, entre ellos, hicieron un esfuerzo destacable, pero también limitado, para revalorar los postulados lefebvrianos relativos al espacio. Destacable porque lograron darle gran visibilidad, principalmente gracias a la traducción al inglés (1991) impulsada por el último de ellos, en el mundo angloparlante —y que hoy vale como la de mayor circulación—; limitada porque solo muy recientemente ha aparecido una traducción al español55 y porque al alemán, por ejemplo, todavía está pendiente. También porque el campo intelectual francés sigue presentándole resistencia. Al respecto, Daniel Hiernaux-Nicolas considera que “La producción del espacio es un libro de gran complejidad para quienes analizamos el espacio, sin lugar a duda el trabajo más complejo propuesto por Henri Lefebvre sobre el tema, lo que posiblemente justifique su traducción tardía al inglés y la carencia de una edición castellana” (2004: 22). Ciertamente, esta puede ser una de las razones para la escasa difusión del libro, pero sin duda no la única. El contexto de emergencia y las tensiones hacia dentro del campo cultural francés del momento tampoco eran los más propicios. Posicionado dentro de un marxismo heterodoxo dispuesto a reformulaciones profundas, Lefebvre cuestionó el estructuralismo de Louis Althusser, quien por aquel entonces todavía concentraba la atención y marcaba tendencia. En La question urbaine (1972), Manuel Castells dedica el segundo capítulo a rechazar la “fetichización” del espacio que encuentra en los desarrollos parciales de la teoría lefebvriana y a advertir su relegamiento de lo que debía ser considerado central incluso para las incipientes investigaciones sobre el espacio: la lucha de clases. Lo cierto es que, en un contexto marcado

55. La traducción al español apareció en octubre del 2013, por la casa editorial Capitán Swing, poco después de que este capítulo fuera redactado. En la nota de contraportada se lee: “La producción del espacio, incisiva y clarividente, es su principal obra filosófica, y estudiosos de muchos ámbitos llevaban años esperando su traducción”.

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por la Guerra Fría, con un Partido Comunista influyente en los centros franceses de producción de saber, una teoría que proponía acentuar la importancia del espacio por sobre la de la historia y desplazar hacia un modelo tricotómico las relaciones dialécticas entre los modos de producción y la superestructura ideológica contenía, por definición, escaso poder de aceptación, si no todas las condiciones para ser condenada al olvido. No obstante, con el desmoronamiento del bloque socialista en los años 90 y el avance de un nuevo proceso globalizador, se impuso la necesidad de formular esquemas explicativos actualizados, al mismo tiempo que el pensamiento marxista se vio obligado a replantear sustancialmente sus conceptos y diversificarse. Para ello, muchos de sus más destacados representantes, como Friedric Jameson,56 tenían a mano el modelo lefebvriano como un recurso provechoso y no desprestigiado, de tal suerte que recién con la tardía traducción al inglés este comienza a ganar terreno y, acaso, a ser reconocido como el principal sustrato que alimenta el spatial turn que se irá consolidando también en las investigaciones culturales y literarias durante los primeros años del siglo xxi.57 Así lo señala Merrifield: Debuting in 1991 and capably translated by one-time Brit Situ Donald Nicholson-Smith, The Production of Space has been the biggest catalyst in Lefebvre’s rise to Anglophone stardom. Its appearance was the event within critical human geography during the 1990s, sparking a thorough reevaluation of social and spatial theory, just when apologists for a globalizing neoliberalism proclaimed “the end of geography” (2006: 103).

De aquí también que muchas de las herramientas analíticas actualmente vigentes en la reflexión y práctica sobre cuestiones espaciales 56. En la contraportada del reader sobre Lefebvre publicado en el 2006 por Andy Merrifield, Jameson escribe: “A lively introduction to the work of the twentieth century’s last great undiscovered philosopher. Henri Lefebvre pioneered the theorization of everyday life and space, of the city and the festival, in innovative ways that are still unexplored and that might productively stimulate the multiple searches for a new politics under globalization which are in course everywhere today”. 57. Cfr., entre otros, Böhme 2005; Bachmann-Medick 2006; Dünne/Günzel 2006; Döring/Thielmann 2008; Hallet/Neumann 2009.

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tengan un antecedente directo, aunque también a veces desconocido, en los desarrollos de Lefebvre, entre los cuales, quizás sea la idea de derecho a la ciudad —es decir, ese poder colectivo de darle forma al espacio según las necesidades específicas y heterogéneas de sus usuarios—, fundamentalmente para el contexto latinoamericano, la más relevante. El texto de David Harvey aparecido en el 2008 en The New Left Review con el título “The right to the city” es una cita, traducción y actualización del libro homónimo de Lefebvre (1969 [1968]). A los numerosos movimientos sociales, como el originario de Hamburgo Recht auf Stadt, que fundan su activismo en el concepto (cfr. Mayer 2012), se añaden las iniciativas que recientemente han asumido gestiones latinoamericanas como en Brasil con el Estatuto de la Ciudad (2001) y en Ecuador con el reconocimiento explícito de tal derecho en la Constitución del 2008. También se podría considerar, aunque no sea la intención de este apartado cuánto hay de Lefebvre, de su idea de espacio abstracto, en tanto el espacio frío, homogeneizador y despersonalizado que alienta el avance del capital (cfr. Lefebvre 1991: 306-308), en la altamente difundida teoría de los no-lugares de Augé. En este sentido, y como señala Merrifield, La production de l’espace no solo anticipa, sino que posee un gran poder explicativo para abordar los regímenes espaciales que ha inaugurado el actual proceso de globalización: “On a few occasions, Lefebvre brandishes the term globality, hinting at the continued planetary reach of this process [de colonización del espacio por parte del capitalismo], anticipating our own debates around globalization” (2006: 118). Junto a esta tardía pero justificada puesta en valor del modelo lefebvriano, es de destacar —lo cual hasta el momento ha pasado especialmente desapercibido— el interés específico que Lefebvre mostró por las configuraciones y prácticas espaciales en América Latina. Si, como ya fue señalado, coincidimos con Spitta en que América Latina se ha diferenciado marcadamente de Europa y EE. UU. al priorizar el espacio por sobre el tiempo, en que, repetimos, “la ciudad, lo urbano, la división campo/ciudad, ha dominado el pensamiento latinoamericano desde la Conquista hasta nuestros días”, resulta comprensible que Lefebvre se haya mostrado interesado por las correspondientes particularidades del subcontinente. Al respecto, escribe que

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Miradas locales en tiempos globales the Spanish-American colonial town is of considerable interest in this regard. The foundation of these towns in a colonial empire went hand in hand with the production of a vast space, namely that of Latin American. Their urban space, which was instrumental in this larger production process, has continued to be produced despite the vicissitudes of imperialism, independence and industrialization. [...] The very building of the towns thus embodied a plan which would determine the mode of occupation of the territory and define how it was to be reorganized under the administrative and political authority of urban power. The orders stipulate exactly how the chosen sites ought to be developed. [...] A social space of this kind is generated out of a rationalized and theorized form serving as an instrument for the violation of an existing space (1991: 150-152).

Resulta, pues, muy probable que la evolución particular del espacio latinoamericano haya sido un nutriente de primer orden en las investigaciones de Lefebvre. Pero no solo por su interés en la distribución campo/ciudad y el trazado urbano geométrico fundados por el régimen colonial, sino también por su posterior evolución y los modos particulares de agenciamiento desempeñados por organizaciones ciudadanas contemporáneas. Así, en la introducción a un volumen colectivo dedicado a Lefebvre, Cecilia Pacheco Reyes, por ejemplo, destaca que “la realidad latinoamericana y eventos como el sismo de 1985 en México llamaron la atención de Lefebvre, quien visitó esta parte del mundo impartiendo conferencias, y para acercarse por ejemplo a las organizaciones vecinales que surgieron a raíz del sismo, cosa que llamó poderosamente su atención” (2006: 7). Pero la inquietud de Lefebvre por cuestiones latinoamericanas no se redujo a las dimensiones espaciales y urbanas. Junto a ello, conviene poner de relieve la atención con que siguió los avatares de la literatura latinoamericana de su época y el lugar de preponderancia que le asignó, como lo evidencia “Envoi”, el poema de Octavio Paz —a quien consideraba su amigo— que introduce La production de l’espace. La carta dirigida a este mismo, que funciona como prólogo a La présence et l’absence. Contribution à la théorie des représentations (1980), acentúa esta conexión de Lefebvre con el universo literario de América Latina y nos permite también recuperar una figura doblemente olvidada: el Lefebvre crítico literario. No solo porque el volumen no es otra cosa que una contribución a la teoría de la representación estética y porque desde el comienzo lo propone en diálogo directo y explícito con quien

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unos años más tarde será distinguido con el mayor premio a la trayectoria literaria, sino también porque con él se actualiza esa faceta hoy poco conocida, pero nunca abandonada, de Lefebvre. Al margen de que a comienzos de los 60 ejerció como profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Strasbourg, el volumen Littérature et société: problèmes de méthodologie en sociologie de la littérature (1967) que lleva su firma junto a la de Roland Barthes, Robert Escarpit y Lucien Goldmann, entre otros, también deja constancia de ello. Lo mismo que las numerosas referencias literarias que pueblan sus más diversos escritos, sin excluir, La production. Con el afán de revalorar una cierta faceta, acaso la menos evidente, del crítico literario Lefebvre, nos interesa aquí poner de relieve otro aspecto. ¿Qué es lo que le atrae de Octavio Paz como para que uno de sus poemas encabece acaso su texto central? La respuesta la ofrece en la carta/preámbulo a La presencia y la ausencia arriba mencionada: “He trabajado con los conceptos, trabajo que desdramatiza las historias y que sin embargo muestra los dramas. ¿Los conceptos? Los encuentro en sus obras: la alienación, lo cotidiano, la diferencia, la ciudad y lo urbano, el espacio social” (1983: 7). Esta motivación inicial, este interés por cómo la literatura contribuye a la producción del espacio social, ha quedado, sin embargo y curiosamente, relegada en los argumentos llevados a cabo por Lefebvre en La production, donde no olvida dar razones explícitas para tal opción: “The problem is that any search for space in literary texts will find it everywhere and in every guise: enclosed, described, projected, dreamt of, speculated about” (1991: 15). Ciertamente, pero dado que, como observamos, el motivo de la ciudad y las imbricaciones de la espacialidad urbana, lejos de ser algo circunstancial, “hallables en todos lados” sin mayor razón, parecen haber adquirido un carácter singularmente dominante en la literatura latinoamericana de las últimas décadas, al punto de que muchos textos se avocan a la construcción de ciudades textuales poniendo a su servicio el hilo narrativo y a los personajes, y que este fenómeno se registra en un contexto de importantes transformaciones espaciales, trataremos en lo que sigue de retomar el incipiente interés de Lefebvre por cómo la literatura articula estrategias para significar lo urbano, la ciudad y el espacio social, y, así, mostrar de qué modo una consideración de

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la ficción narrativa puede enriquecer la teoría espacial lefebvriana e, inversamente, cómo esta contribuye a explicar, dentro de un marco holístico, fenómenos literarios. Antes de revisar algunos aspectos de la teoría, recordemos que, de acuerdo con Merrifield, “unfortunately – or perhaps fortunately – he [Lefebvre] sketches this out only in preliminary fashion, leaving us to add our own flesh, our own content, to rewrite it as part of our own chapter or research agenda” (2006: 109). Asimilada como propia la observación de Merrifield, comencemos con que, según lo muestra Lefebvre, “what we call ideology only achieves consistency by intervening in social space and in its production, and by thus taking on body therein. Ideology per se might well be said consist primarily in a discourse upon social space” (1991: 44). De aquí se sigue que los reordenamientos espaciales donde destacan los contrastes abruptos entre zonas de una misma ciudad son consecuentes con un programa ideológico que, como señala Perry Anderson, hace de la desigualdad un valor: “Desafiando el consenso oficial de la época, ellos [los ideólogos tempranos del neoliberalismo como Friedrich Hayek] argumentaban que la desigualdad era un valor positivo —en realidad, imprescindible en sí mismo—, que mucho precisaban las sociedades occidentales” (2003: 25). La expansión acelerada de la globalización neoliberal en América Latina a partir de 1989 sería, pues, el motor de las transformaciones espaciales que tuvieron lugar durante el período y que ya han sido indagadas en profundidad en apartados anteriores. Dejemos asentado en este punto que, de acuerdo con este modelo de pensamiento, todo proyecto de reforma social económica y política posee un correlato que se expresa en lo espacial. Esta correspondencia, sin embargo, estaría incompleta si no se consideraran las operaciones simbólicas tendientes a cuestionar, pero también por momentos a sustentar, las reconfiguraciones. Según el modelo lefebvriano, por lo tanto, el espacio tal como lo experimentan los usuarios está compuesto no solo por su dimensión más palpable, sino también por el entramado de representaciones simbólicas y teóricas que le asignan significados, valores y funciones. Puesto que el esquema busca alejarse de cualquier reduccionismo materialista y de toda relación de determinación unívoca, la producción de espacio se resolvería en definitiva en la intrincada interacción de tres elementos, según se muestra resumidamente en el siguiente gráfico:

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Prácticas espaciales

ESPACIO Representaciones del espacio

Espacios representacionales

Pueden o no constituirse como contraespacios

Si las prácticas espaciales remiten a los usos cotidianos que los habitantes de un espacio hacen de él y las representaciones del espacio a los diseños que proyectan expertos encargados de racionalizarlo de acuerdo con un programa ideológico —arquitectos, urbanistas, diseñadores—, los espacios representacionales se corresponderían con el repertorio de operaciones simbólicas y rituales tendientes a la resignificación y reapropiación de los espacios destinados en principio a ser experimentados pasivamente por los usuarios (cfr. Lefebvre 1991: 33, 38-39). Ahora bien, la literatura y los lenguajes estéticos en general, en tanto mecanismos de producción de significados, participarían, en la medida que así se lo propusieran, de los espacios representacionales. Se configurarían, según el mismo Lefebvre lo señala, aunque no lo retome más adelante, como codificaciones: “Art [...] may come eventually to be definied less as a code of space than as a code of representational spaces” (1991: 33). Sistemas de significados, pues, que se sobreimprimen sobre el espacio material, aunque no siempre ni necesariamente de manera crítica, es decir, no en todos los casos proponiendo ese tipo de configuraciones contrahegemónicas que Lefebvre denomina contraespacios (counter-spaces). Tampoco, siguiendo sus postulados, de un modo decisivo o gravitante. Es decir, que habría que ver en la literatura un tipo casi imperceptible en lo inmediato de intervención y de negociación con las otras dimensiones que le sirven de contraparte —el espacio material y los discursos de racionalización—.

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Los espacios representacionales, considerados en la especificidad arriba descripta, han sido hasta el momento escasamente analizados y son el aspecto que aquí más me interesa “reescribir como parte de mi propia agenda de investigación”, puesto que se trata, fundamentalmente, de experiencias estéticas y simbólicas que muchas veces intentan resignificar las prácticas espaciales confrontando las representaciones del espacio. En palabras de Lefebvre, a diferencia de lo que ocurre con estas últimas, “the only products of representational spaces are symbolic works. These are often unique; sometimes they set in train ‘aesthetic’ trends and, after a time, having provoked a series of manifestations and incursions into the imaginary, run out of steam” (1991: 42), y, unas páginas antes, “this is the dominated — and hence passively experienced — space which the imagination seeks to change and appropriate. It overlays physical space, making symbolic use of its objects” (1991: 39). Es precisamente de este modo, con el recurso de la imaginación, que los productos estéticos involucran, que comienzan a gestarse contraespacios, en tanto territorios donde la lógica de producción y reproducción hegemónica es puesta en cuestión. Naturalmente, estos contraespacios pueden, y esta es la regla, ser concebidos y, finalmente, materializados por medio de otras prácticas que no sean necesariamente estéticas, pero, puesto que siempre apelan a la imaginación como herramienta para reformular los diseños espaciales heredados de la intervención del poder, puede afirmarse que es en los discursos estéticos, y para nuestros fines especialmente en la literatura, donde la posibilidad de articular contraespacios halla una veta privilegiada, aunque no siempre sea el resultado ni la intención. Apuntemos también con Lefebvre que “it happens that a counter-space simulate existing space, parodying it and demostrating its limitations, without for all that escaping its clutches” (1991: 382), con lo cual queda patente la relativa debilidad de los contraespacios para discutir los órdenes hegemónicos, pero también el gran potencial que, en esta dimensión, los productos estéticos conllevan.

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Como se advierte, mi planteo propone asignarle mayor relevancia a la literatura de la que le diera en su momento Lefebvre58 y, por lo tanto, correr el foco, sin perder de vista la dimensión más tangible, al aporte simbólico que ella realiza. Con este fin, consideraremos como un elemento central para el ensamblaje de la literatura con los espacios representacionales la unidad de tiempo y espacio propia del discurso literario, es decir, elaborada fundamentalmente por la ficción literaria, que Mijail Bajtin caracterizó como cronotopo. Al respecto, interesa destacar que “el cronotopo determina la unidad artística de la obra literaria en sus relaciones con la realidad. Por eso, en la obra, el cronotopo incluye siempre un momento valorativo, que solo puede ser separado del conjunto artístico del cronotopo en el marco de un análisis abstracto” (Bajtin 1989 [1937-1938]: 393). De donde se sigue, por un lado, que este recurso literario se proyecta crítica y creativamente sobre la dimensión material y, por el otro, que toda representación es al mismo tiempo una prolongación valorativa hacia ese exterior directa o indirectamente referido. Si bien, por supuesto, el interés aquí no radica en reconstruir esos lazos de referencialidad, tendremos presente, y así lo sugiere la hipótesis que guía estos desarrollos, la idea de que el corpus literario a abordar está asumiendo una preocupación por el espacio urbano propia de una época de cambios. Como veremos en los próximos capítulos, el objetivo de este trabajo consiste en poner al descubierto y analizar mecanismos intrínsecamente literarios, construidos según reglas propias de la ficción, pero orientados a significar y (re) crear desde su especificidad zonas de la realidad empírica que, sometidas a modificaciones abruptas, se han tornado problemáticas. Dado que “los estudios literarios marcados por la teoría espacial se interesan por integrar y localizar las literaturas en coordenadas históricas reales, e investigan cómo la literatura participa en la elaboración de órdenes

58. Creo que esta postergación se explica antes por razones contextuales y de toma de posición en el campo intelectual que por una efectiva falta de interés por parte de Lefebvre. La necesidad de distanciarse del giro lingüístico que condujo, por ejemplo, a Roland Barthes a abstraer el espacio urbano para someterlo a un análisis semiótico e ignorar su materialidad sería una de estas motivaciones (cfr. Lefebvre 1991: 3-7, 141-147).

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topográficos”,59 el concepto de literatura que guía este trabajo, y que se apoya tanto en los postulados de Lefebvre como en los de Bajtin, no puede ser, nuevamente, otro que performativo. Digamos, para resumir, que, a la vista del esquema tricotómico de Lefebvre, este trabajo pone el foco en los espacios representacionales que la literatura latinoamericana contribuyó a producir al mismo ritmo que la región se insertaba en una coyuntura histórica signada, al mismo tiempo, por el achicamiento de los Estados nacionales y el fortalecimiento de los mercados transnacionales. Nos interesa, pues, la ciudad, o alguno de sus fragmentos, (re)construida en el dominio simbólico de la literatura como cronotopo, pero no como simple escenario, sino como motivo principal de reflexión y experimentación estética de Stadttexte, es decir, volviendo a las palabras de Celorio que encabezan este capítulo, “encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta”. De tal suerte que el modelo explicativo diseñado por Mahler para dar cuenta del funcionamiento de las ciudades textuales, inserto ahora en el marco mayor que aquí se propone a partir de Lefebvre, permite reconfigurar el esquema teórico del siguiente modo: Prácticas espaciales

ESPACIO Representaciones del espacio

Espacios representacionales

Ciudades textuales

59. “Eine raumtheoretisch informierte Literaturwissenschaft interessiert sich für die Einordnung und Verortung von Literaturen in ‚historische Realitätskoordinaten‘ [...] und untersucht, wie Literatur an der Erzeugung topographischer Ordnungen teilhat” (Hallet/Neumann 2009: 24) (la traducción es mía).

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Los textos que abordaré a continuación, al mostrarse particularmente interesados por elaborar ciudades textuales, al poner al servicio de esa elaboración tanto a los personajes como los argumentos y también recursos y moldes narrativos, aportan a los espacios representacionales, a las construcciones imaginarias que se proyectan sobre el espacio material, y, así, participan de la dialéctica de producción de espacio social.

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II. CRONOTOPOS POSNACIONALES

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Una ciudad no es tal hasta que existan los ciudadanos como unidad. Urbis y civitas. Un banco coralino de casas no es una ciudad. Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa 1986 [1933]: 197

La sociedad ha estallado en escenarios. Beatriz Sarlo, Tiempo presente 2003 [2001]: 56

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2.1 De la isla al cronotopo posnacional. Algunas reflexiones Comenté en el capítulo introductorio las características particulares que adquiere la ciudad latinoamericana en el contexto de la actual fase de globalización, donde algunos fragmentos logran insertarse en los procesos de modernización transnacionales, mientras que otros permanecen afincados en cronologías ajustadas a ritmos locales. Examinamos cómo un nuevo tipo de escisión, caracterizada por fronteras materiales que producen compartimientos estancos dentro de lo que antiguamente había sido concebido como un espacio continuo y relativamente homogéneo, propio de una sociedad compacta, emerge y se consolida como un atributo que define la “nueva ciudad” latinoamericana. Dejamos constancia también de cómo estas modificaciones, si bien con síntomas previos que por lo menos se remontan a fines de los años 70, se profundizaron y tuvieron un período de apogeo durante los años 90, cuando se aceleró el avance de las inversiones internacionales en la región. Otro aspecto que hemos destacado es que la reorientación de las políticas estatales desde mediados de la primera década del siglo xxi en algunos de los países de la región no ha significado, sin embargo, una alteración de las condiciones urbanas fundadas en los años de hegemonía neoliberal. Pareciera, pues, que los años 90 abrieron paso a un nuevo modelo de ciudad que ha logrado convertirse en “natural” y, por lo tanto, inmune a las derivas políticas coyunturales. Retomemos, al respecto, algunas palabras de Janoschka: Estas características subrayan la tendencia hacia una ciudad extremadamente segregada y dividida. La metrópolis latinoamericana actual se desarrolla hacia una “ciudad de islas”. Esto resulta tanto del asentamiento insular de estructuras y funciones en su construcción como también del posterior aislamiento de espacios urbanos preexistentes mediante la construcción de rejas o muros.

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Este desarrollo de fragmentos urbanos no integrados entre sí debe ser tomado como un corte con la ciudad latinoamericana tradicionalmente abierta y signada por espacios públicos (2002: s/p).

Me interesa aquí poner de relieve dos apreciaciones de Janoschka. La primera, en la que en gran medida se sostiene este trabajo, es la idea de “corte” en relación con un modelo previo de ciudad que todavía concebía la producción de espacio público como recurso para generar cohesión social. Resalto particularmente este “corte” con respecto al formato anterior porque también implica una reformulación de las operaciones estéticas y literarias preocupadas por significar los territorios urbanos. En otros términos, lo que sugiero es que los métodos y lecturas que la investigación literaria elaboró para las ciudades de Carpentier, Arlt o Fuentes no resultan efectivos para las ciudades textuales producidas a partir de los años 90. El segundo aspecto que quiero destacar es el concepto de “islas”. Ya lo adelantamos en el apartado final del capítulo anterior, pero sin darle mayor relieve. Nos interesa ahora retomarlo y asignarle un rol gravitante. Según Janoschka, este carácter insular que ha adquirido la ciudad latinoamericana se constituye como un rasgo distintivo;1 apelando a la misma metáfora, 1. Janoschka identifica cuatro tipos de “islas”: “Islas de riqueza: la diversa nomenclatura en los países de América Latina apenas posibilita una denominación con validez general. Pero en todas las ciudades existen condominios urbanos y de varios pisos para las clases medias y altas. Como elemento adicional se toman en cuenta también los vecindarios aislados con posterioridad. En el espacio suburbano se pueden distinguir tres elementos: el Barrio Privado como lugar de residencia principal, el Barrio Privado como lugar de residencia secundaria, así como también megaproyectos del tipo Nordelta/ Alphaville, con la unión de más funciones urbanas. La composición social alcanza desde la clase media —incluso la clase media-baja— hasta la clase alta. Islas de producción: el modelo distingue dos clases de áreas industriales. Por un lado, las áreas industriales nuevas, desarrolladas y comercializadas en forma privada. Frente a esto, áreas industriales ya existentes, cuya reforma parcial y revalorización producen ínsulas industriales con uso individual en grandes ejes industriales tradicionales. Islas de consumo: en el modelo se distinguen centros urbanos de compras recién construidos y centros que reciclan la infraestructura edilicia previamente existente. También se toman en cuenta los templos suburbanos del consumo y el tiempo libre.

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Josefina Ludmer señala que la aparición de islas caracteriza la literatura latinoamericana reciente. Las islas, según postulados de esta última, son un fenómeno histórico material, existen, del mismo modo que lo formula Janoschka, en la ciudad fáctica: “Las ciudades brutalmente divididas del presente tienen en su interior áreas, edificios, habitaciones y otros espacios que funcionan como islas, con límites precisos. [...] La isla es un mundo con reglas, leyes y sujetos específicos” (2010: 130-131). Pero, al mismo tiempo, este fenómeno ha dado lugar a islas literarias, es decir, espacios que en la ficción se configuran como ecosistemas autárquicos, independientes de cualquier entorno y con atributos particulares de todo tipo, incluso lingüísticos, que los distinguen de un eventual afuera. Señalemos también que “si la isla urbana en América latina es la ficción de un territorio que se puede desterritorializar, abandonar y destruir, la literatura ya no es manifestación de identidad nacional. Se trata de una forma de territorialización que es el sitio y el escenario de otras subjetividades o identidades y de otras políticas” (Ludmer 2010: 135). La propuesta sin duda resulta sugerente y en gran medida guiará los desarrollos que expondré en el presente capítulo. Sin embargo, me parece oportuno introducir algunas modificaciones y al mismo tiempo profundizar en zonas que no han sido exploradas en el breve ensayo de Ludmer. Vamos a resolver este pasaje de la dimensión extraliteraria, de las islas de Janoschka, a la literaria, las de Ludmer, apelando a una categoría que ya se adelantó en el capítulo anterior, esto es, el cronotopo bajtiniano, pero adjetivado como “posnacional” con el fin de acentuar su carácter particular y emergente. Se trata de una nueva configuración cronotópica, pero no de cualquiera: como veremos, lo que en ellos aparece en cuestión es tanto la idea de nación como la de ciudad entendida en su formato clásico o ideal. Ciertamente, resulta Islas de precariedad: el modelo muestra barrios informales o precarios centrales, barrios informales o precarios en el borde de la ciudad (de los cuales algunos se han consolidado a lo largo de las últimas décadas) y los barrios de vivienda social. La terminología se orienta de acuerdo a los conceptos que ya fueron utilizados en los viejos modelos de la ciudad latinoamericana de Mertins y Bähr. En este contexto, se prescinde de la distinción propuesta entre barrios ilegales y semiilegales, porque muchos barrios de ‘casillas’ fueron legalizados o por lo menos aceptados de facto por la administración municipal” (2002: s/p).

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interesante que desde dos disciplinas en principio diferenciadas —los estudios urbanos y los literarios o culturales— se haya arribado, siguiendo vías incomunicadas, a un mismo concepto/metáfora. Entre otras razones, propongo recurrir a la figura del cronotopo porque, según lo ha postulado Bajtin, este opera como una suerte de vórtice que comunica el texto con su contexto. Esta facultad, a su vez, nos permite establecer una relación con la teoría más amplia que enmarca nuestra investigación y que, como ya ha sido presentado, se funda en argumentos de Lefebvre. En breve, el recurso literario del cronotopo se proyecta como un puente que comunica críticamente los espacios representacionales que a nosotros nos interesan con las representaciones del espacio y las prácticas espaciales. Nos detendremos rápidamente en estos y otros aspectos que conciernen a la teoría para luego pasar a un análisis detallado de algunos textos ejemplares. Un extenso apartado de la Teoría y estética de la novela (1989), de Bajtin, está dedicado al estudio de “Las formas del tiempo y el cronotopo de la novela”. A partir de una definición sintética en los siguientes términos: Vamos a llamar cronotopo (lo que en traducción literal significa “tiempoespacio”) a la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura. [...] Es importante para nosotros el hecho de que expresa el carácter indisoluble del espacio y el tiempo (el tiempo como la cuarta dimensión del espacio). Entendemos el cronotopo como una categoría de la forma y el contenido en la literatura (1989 [1937-1938]: 237).

Bajtin emprende un ambicioso recorrido histórico por las formas que fue adquiriendo el cronotopo en la literatura europea, desde la novela de aventuras de la Grecia clásica hasta la novela burguesa de fines del siglo xix. La aparición de un motivo específico responde a condiciones históricas, lo cual no inhibe la posibilidad de que algunos logren cristalizarse y sobrevivir a su época de emergencia. En este sentido, algunos de los espacios que han resultado más productivos para la literatura son el camino, el locus amoenus o lugar idílico, el castillo, el umbral y el salón recibidor, cada uno de ellos en correspondencia con procesos históricos que les sirven de fundamentos. Así, el castillo de la novela gótica como lugar donde, en el contexto de la modernización industrial, sobreviven

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recuerdos y fantasías de un pasado medieval que se ha desvanecido por completo. O el salón recibidor como lugar emblemático donde la cada vez más consolidada burguesía decimonónica determina la fortuna de una obra de arte, de un proyecto político o un negocio. Es de mencionar también la importancia que, en el modelo de Bajtin, adquiere el cronotopo para la definición de géneros. En la medida que un motivo espaciotemporal se cristaliza y se torna un recurso recurrente para la literatura, este funciona como elemento básico de una matriz narrativa. “El cronotopo tiene una importancia esencial para los géneros. Puede afirmarse decididamente que el género y sus variantes se determinan precisamente por el cronotopo” (Bajtin 1989 [1937-1938]: 238). Un tercer aspecto que ya he presentado, pero que resulta pertinente poner de relieve acá, es la capacidad que posee el cronotopo de interactuar entre la realidad empírica y el dominio de la ficción o, para nuestro caso específico, entre la ciudad fáctica y la literaria. Como ha sido señalado siguiendo a Bajtin, el cronotopo “incluye siempre un momento valorativo”, es decir, que se proyecta hacia el exterior del relato como reelaboración crítica del espacio referido. En este sentido, también hay que entenderlo como una interpelación al lector, quien posee una experiencia espacial propia, compartida en parte con una comunidad, que, a su vez, entra en diálogo con la que construye la narración y que, de acuerdo con Brecht, Lefebvre o el mismo Bajtin, consecuentemente redunda en un enriquecimiento de su percepción. Lo cual, naturalmente, contribuye a la recreación del espacio en cuestión. En breve, como también lo registran Hallet y Neumann, su importancia es crucial, ya que “los cronotopos escenificados por la literatura entablan con las representaciones temporales y espaciales del lector productivas interconexiones que, a su vez, pueden conducir a recodificaciones o nuevas codificaciones de los órdenes temporales y espaciales preestablecidos histórica y culturalmente”.2

2. “Die literarisch inszenierten Chronotopoi gehen also mit den Zeit- und Raumvorstellungen des Lesers produktive Verflechtungen ein, die wiederum eine Um- bzw. Neucodierung jener historisch und kulturell gegebenen Raum- und Zeitordnungen bewirken können” (2009: 18) (la traducción es mía).

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Ahora bien, dada la reconfiguración de los territorios urbanos que ha tenido lugar en las últimas décadas en América Latina, no solo se advierte una preocupación particular por parte de la literatura, sino también una refuncionalización de recursos que, entre otros, se manifiesta en la aparición de un nuevo tipo de cronotopo literario que, precisamente, señala las fronteras internas como factor novedoso y gravitante. Estos cronotopos exploran la densidad de esos límites y los lugares de pertenencia que enuncian. Aparecen, así, espacios definidos por lógicas y dinámicas internas, cronologías y códigos comunicativos incluso, que los diferencian de un exterior que apenas se puede vislumbrar o que resulta altamente ajeno y hostil para los personajes. Se trata también de espacios donde muchas veces nuevos simulacros sociales, no ya el de la nación, son ensayados y que —al margen de cualquier triunfo o fracaso— tienden a negar los diálogos entre heterogéneos. No hay zonas de tránsito, vías de comunicación, sino únicamente vacíos, zonas innombradas, entre islas por lo menos indiferentes entre sí. En este sentido, dan cuenta no solo de que “la literatura ya no es manifestación de la identidad nacional”, como lo expone Ludmer, sino también de que un modelo urbano se ha agotado. Se trata, pues, de cronotopos al mismo tiempo posnacionales y, si nos atenemos a los epígrafes que encabezan este capítulo, posurbanos. Sin embargo, creemos que no informan tanto del fin de la ciudad como del fin de una ciudad, acaso la del ideal europeo que todavía se permite hacer coincidir urbs y civitas.3 En cualquier caso, ciertamente, dejan en evidencia que las operaciones de lectura concebidas para las ciudades de la utopía moderna han perdido sustento. Ya no existe la ciudad sino las ciudades en la ciudad. Esto, al menos, en América Latina. El hecho de que Ludmer vea que la literatura ya no funciona como condensador de un imaginario nacional, tiene una serie de correlatos y se inserta en una constelación de reflexiones que remonta por lo menos

3. Para Olivier Mongin “habitar entre dos mundos” puede significar “entre un mundo europeo aún dinamizado por valores urbanos y los mundos no europeos en los que la urbs y la civitas ya no comparten gran cosa” (2006 [2005]: 20). De acuerdo con Huyssen (2008: 9), por su parte, la ciudad europea del ideal moderno hoy en día se conservaría únicamente como pieza de museo.

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a fines de los años 80. El fenómeno de insularización de la ciudad es por supuesto concomitante de una descomposición del ideal republicano moderno y del reemplazo del ciudadano por el consumidor. Espacio y sociedad se nutren, se complementan y se significan mutuamente. En uno de sus estudios sobre el espacio urbano, Sarlo anota que el otro dato del problema, sin duda más complejo que su dimensión urbana, es la atenuación de la idea de pertenencia a una sociedad. Cuando tanto los sectores populares como las capas medias (por razones diferentes y desigualmente fundadas) sienten que el Estado ha dejado de darles la seguridad que, por definición, le toca garantizar, se debilitan los motivos de pertenencia que, en la tradición filosóficopolítica y sus narraciones fundadoras, sustentan el contrato de producción de lo estatal (2003 [2001]: 55).

Agotados los relatos clásicos que sostenían la integridad del Estadonación, así como la de la ciudad como lugar concreto de realización del pacto, tanto una como otra tienden a esparcirse en esquirlas a la espera de algún otro relato reconfigurador. La narrativa del mercado fuerte, sano y libre como escenario de encuentro y de solución de conflictos se ha mostrado insuficiente para ocultar las desigualdades y evitar conflictos que, como, por ejemplo, sucedió a mediados del 2013 en Brasil,4 ganan las calles para poner en evidencia que no todos poseen las mismas herramientas ni expectativas. La sociedad y la ciudad se desarticulan, y la literatura se nutre de ello y devuelve significados que serán reelaborados por los lectores. Hace poco tiempo atrás, todavía inspirado en el halo dejado por el realismo mágico, Fredric Jameson podía ver en la literatura del Tercer Mundo siempre una alegoría de lo nacional. Literalmente, esta propuesta, que no solo hoy suena desproporcionada, afirmaba lo siguiente: “All third-world texts are necessarily, I want to argue, allegorical, and in a very specific way: they are to be read as what I will call national allegories, even when, or perhaps I should say, particularly when 4. Escribí estas líneas a fines de julio del 2013. Por aquel entonces, en las calles de las principales ciudades de Brasil grandes protestas populares reclamaban mejoras en la educación, en el transporte público y otro tipo de gestión en los fondos públicos que habían sido destinados a producir la infraestructura turística que daría cobertura al Mundial de fútbol del 2014.

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their forms develop out of predominantly western machineries of representation, such as the novel” (1986: 69). Criticado en su momento en numerosas ocasiones con argumentos solventes (cfr., por ejemplo, Franco 1989; Yúdice 1992), el ensayo todavía pertenece a un contexto histórico —con una Revolución Sandinista aún en marcha y el Muro de Berlín en pie— que alimentaba dicho imaginario. Una literatura, pensaba Jameson, representativa de las luchas de resistencia que tenían lugar en las (ex)colonias. Diez años más tarde, sin embargo, en un contexto marcadamente cambiado, Donald Shaw retoma brevemente los argumentos de Jameson con las siguientes palabras: “El ensayo famoso de Jameson, ‘Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism’, tiene el mérito indiscutible de reconocer que en muchos países ‘subalternos’ ha habido un renacimiento del interés por ‘la situación nacional’ que contrasta con el nacionalismo cultural, ahora obsoleto, de los países ricos” (Shaw 1999 [1998]: 371). Pues bien, como trataré de mostrar en las próximas páginas, en realidad lo que cobra gran presencia en la literatura latinoamericana reciente son enclaves espaciales, cerrados tras límites precisos, por momentos asfixiantes, que si pueden ser leídos de algún modo es, justamente, como negación de la nación o, en el mejor de los casos, como “alegorías posnacionales”. Alegorías, dicho en otros términos, que desmienten la vigencia del Estado-nación o lo que, con su soberanía territorial y su calendario de fechas patrias, no sería otra cosa que el gran cronotopo moderno.5 Lo cual, sin embargo, no niega la posibilidad de otras potenciales reconfiguraciones, pero sí al menos da cuenta de que el pacto social que tradicionalmente daba sentido a la ciudad ya no convence o no es necesario.

5. No se trata exactamente del fin de la nación, sino antes de que el poder aglutinador de su relato se ha debilitado sensiblemente. En este sentido, ya hace varios años señalaba García Canclini que “las naciones y las etnias siguen existiendo. Están dejando de ser para las mayorías las principales productoras de cohesión social. Pero el problema no parece ser el riesgo de que las arrase la globalización, sino entender cómo se reconstruyen las identidades étnicas, regionales y nacionales en procesos globalizados de segmentación e hibridación intercultural” (1995: 113).

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Las lecturas que desarrollaré a continuación de Urbana (2003) y Puerto Apache (2002), en un primer término, y de Mano de obra (2002) y Única mirando el mar (1994 [1993]), en segunda instancia, no responden a criterios de prioridad, jerarquía o privilegio. El modo de presentarlas en dos bloques y una posterior conclusión integradora sigue fines fundamentalmente prácticos. Sin embargo, también pueden ser identificadas —como intentaré mostrar— dos líneas semánticas ordenadoras: respectivamente, la que busca escenificar los extremos del orden material urbano y la que hace lo suyo en relación con los ciclos del consumo. Como sugeriré al final, otros cruces y diálogos serían sin duda posibles y enriquecedores.

2.2 Polos urbanos: Urbana (2003) y Puerto Apache (2002) 2.2.1 La ciudad ausente. Una clave de lectura En el apartado 1.2.1 observamos con Mahler cómo la constitución semántica —una serie de enunciados que articulados constituyen un escenario como urbano— y la constitución referencial —marcas deícticas que señalan hacia un territorio extraliterario reconocido como ciudad por el lector— operan como soporte narrativo esencial para la construcción de ciudades textuales. Urbana, de Fogwill, presenta una suerte de “conciencia extrema” de este procedimiento, de tal manera que apenas describe los trazos más gruesos para favorecer —explícitamente, como veremos— que el lector rellene los múltiples vacíos que va dejando el hilo del relato. En este sentido, Urbana establece una clave de lectura que permite ser trasladada al resto de los textos que abordaremos en este capítulo. Las marcas que permiten identificar la ciudad textual de Urbana aparecen, ciertamente, reducidas al mínimo, pero articuladas de tal manera que en última instancia ese escenario sutilmente sugerido se impone como el principal protagonista o el gran motivo a narrar. Al título breve pero elocuente, que desde el primer momento marca la dominante semántica y orienta la lectura, se le suma la foto que cubre la portada y contraportada y que retrata la Plaza del Congreso en la

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Ciudad de Buenos Aires en un registro realista y algo vintage (cfr. Imagen 1). Este primer gesto del libro propone, pues, un pacto de lectura centrado en el espacio público, abierto y representativo por excelencia del orden democrático de una gran ciudad latinoamericana. Sin embargo, una nota introductoria sin título se intercala entre el comienzo efectivo de la narración y el pacto propuesto inicialmente para desplazarlo e instalar la lectura en otro orden de recepción. La advertencia señala lo siguiente: Claro que es redundante llamar urbana a una novela. Hoy toda novela es urbana: la ciudad, que es su agente, compone a la vez el fondo de todo lo que sucede. Más cuando ni se nombra y más aún cuando el relato figura una escenografía sin ciudades ni casas ni más vida colectiva que la que pueda hallarse en los recuerdos y en los diálogos interiores del presunto personaje: al parecer, sólo puede escribirse con las palabras de la ciudad (7).6

Efectivamente, en Urbana la ciudad textual se presenta definida en cierta medida por negación. Es el “fondo”, lo que no se nombra o que de a poco se va dibujando entre las fisuras de lo que sí se nombra. Lo que se destaca porque falta. Y, sin embargo, la ciudad, un tipo, está permanentemente presente desde que el título instala la clave de lectura. Un tipo de ciudad, de entramado urbano, que, como veremos, niega la ciudad vintage, la que celebraba el espacio público y que había sido el ideal moderno. Este procedimiento, el de —como proponía Ernest Hemingway (1981)— poner al descubierto solo la punta del iceberg, pareciera imponerse como especialmente funcional y productivo para construir ciudades textuales contemporáneas. Si Urbana lo hace transparente en la nota introductoria, otros textos surgidos en el mismo marco histórico apenas dejan entrever solo algunos tenues filamentos que en el fondo conducen y dan forma a la ciudad elaborada por la narración. Puerto Apache, de Juan Martini, también es explícita y realista en su paratexto, pero del mismo modo que la novela de Fogwill construye una escenografía urbana precisamente por ausencia. La portada retrata por medio de una foto una escena asociada con frecuencia con las ciudades latinoamericanas: 6. Sigo siempre la edición del 2003. De aquí en más, solo en caso de que sea necesario, acompaño el número de página del nombre del autor y/o el año de publicación.

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Imagen 1: Plaza del Congreso - Urbana

chicos revisando bolsas de residuos (cfr. Imagen 2). El título que le da nombre al libro remite, a su vez, a uno de los lugares emblemáticos de la modernización arquitectónica de los años 90 en Buenos Aires, Puerto Madero, pero “intervenido” por otro territorio que constituye su antípoda social y económica: Fuerte Apache. Si con el título concentra la atención en el contraste entre dos zonas distantes y efectivamente existentes en la Ciudad de Buenos Aires, la narración circunscribirá su espacialidad fundamentalmente a la que queda definida por la Reserva Ecológica,7

7. La Reserva Ecológica es una zona verde protegida de la Ciudad de Buenos Aires. Ocupa 350 hectáreas de tierras ganadas al Río de la Plata durante los años 70 y 80 del siglo pasado y es objeto de intereses inmobiliarios desde el mismo momento en que se comenzó la construcción del barrio colindante Puerto Madero en los años 90. Emplazado sobre la zona sur de la Reserva Ecológica se encuentra el asentamiento,

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Imagen 2: Puerto Apache.

convertida en la ficción en asentamiento. Urbana, un texto que a diferencia de otros de Fogwill hasta el momento ha pasado desapercibido para la crítica académica, narra, por su parte, en primer lugar, la inauguración del apart hotel Karina en Barrio Norte de la misma ciudad, precisamente en el cruce de calles acaso más representativo de la élite porteña, Callao (127) y Quintana (65). De este modo, cada una de las narraciones traza unos límites espaciales específicos que, respectivamente, dan forma a polos socioespaciales que configuran la ciudad. Polos también que se desconocen o ignoran mutuamente y que se encuentran regidos por lógicas claramente diferenciadas.

barrio o villa Rodrigo Bueno, que, según el censo del 2010, cuenta con una población de 1.795 habitantes.

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2.2.2 Límites, atributos e instituciones Aunque desde el título, Urbana, el texto pareciera evocar ese espacio que comunica a los ciudadanos y los convierte en tales, lo que queda puesto de relieve es, justamente, la ausencia de “vida colectiva” y la de espacios comunes: no hay calles, no hay plazas, nada que favorezca el encuentro con algún “otro”. Como se señaló, el relato transcurre en el cruce de Callao y Quintana, pero no en la calle sino en la terraza del apart hotel donde se lleva a cabo la inauguración. Algunos de los atributos que definen el orden específico de este espacio son la vigilancia, el simulacro y un patrón de interacción social mediado indefectiblemente por el dinero. La vigilancia es omnipresente. Así lo muestra, por ejemplo, el narrador heterodiegético: “Los de uniforme azul andaban siempre con revólveres o pistolas. Hacía más de un mes [la hija del escribano que vive enfrente] los venía viendo rondar la zona y abrir y cerrar las puertas de la planta baja del apart. Uno de ellos trabajaba con el teclado frente a un monitor gigante de computadora” (45). Pero también durante la fiesta de inauguración la vigilancia es de tal envergadura que resulta imposible distinguir entre invitados, custodios y personal de seguridad: “El gerente no volvió a ver al otro custodio, ni a los muchachos disfrazados de fotógrafos que anduvieron por los tanques de agua vigilando todo” (58). También el personaje —ninguno tiene nombre porque lo que importa es el tipo de dinámica, la estructura, y no los casos específicos— que se presenta como “electricista” y protagoniza el encuentro sexual con la mujer vagamente caracterizada como casada y madre de dos hijos pertenece, en tanto técnico de un servicio de escuchas, al régimen de vigilancia y control. Del mismo modo, el country como espacio subsidiario y eventualmente como prolongación del apart hotel en tanto que este se proyecta como un servicio para esa gente que se está trasladando a los countries y que puede necesitar alojamiento en la ciudad (66-67): Al llegar al country del otro escribano encontraron una larga cola de autos y todoterrenos. Había alguien de gobierno visitando a una familia, se temía un atentado y los de seguridad revisaban baúles, motores, bajo los asientos y en el

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equipaje de las familias buscando armas y explosivos. Gente inexperta, se distraía verificando detalles y les llevó minutos revisar la mochila de la nena, que venía cargada de cosméticos infantiles y libros de Disney (82).

Asimismo, el simulacro se impone como rasgo distintivo. Nada ni nadie en la terraza del apart hotel es lo que parece ser: “Apostaría que todas las mujeres de bikini tenían prótesis de silicona en los pechos” (48), “¿Se divertían o simulaban divertirse?” (61), “Él jamás se metería en una pileta donde simulaba nadar gente como aquella” (50), el mariachi, al interpretar el vals peruano, “simulaba ensoñarse y sufrir” (67), “Las mujeres viven tratando de incitar. Y los hombres tratando de mandar o de hacer ver que mandan” (98), el presentador/“falso autor” (78), “Como suele ocurrir, aunque en ella [La Cementera] se lo veía en un grado menor, la cirugía, eliminando las marcas de expresión, le había tensado la piel de los ojos y suavizando todo artificialmente, le había dejado una carita de conejo” (58) son todas parte de un enorme repertorio de sentencias y alusiones con las cuales, por mediación de algún personaje, el narrador construye una atmósfera regida en todo y de manera excluyente por la artificialidad y la ilusión. Apuntemos, como último rasgo distintivo, la indefectible mediación del dinero en las relaciones sociales. Por supuesto, la relación del principal gestor del negocio, el Mecánico, con el senador, el Turco, y la Cementera se inscriben bajo este signo. También la que vincula a los miembros de la sociedad de la que participa el Mecánico: “El tipo...”, lo reconoce el gerente, “era uno de la financiera de Quilmes que no estaba en la sociedad del Karina, pero compartía varios negocios con el Mecánico. El contador le había dicho que era miembro de la mafia de los remates y que hasta hacía poco la financiera era parte del poderoso aparato económico del partido comunista” (49). El presentador contratado. El servicio. La seguridad. Nadie pareciera en el apart hotel escapar al influjo del dinero. Ni siquiera las mujeres que “simulan” ser invitadas, pero que en realidad conforman el “plantel”, y las relaciones que potencialmente establecen: Es fácil convocarlas a una de estas reuniones: se paga un básico, no más de veinte dólares por muchacha o modelo, y un premio en el caso de que terminen saliendo satisfactoriamente con alguien de la lista privilegiada por el anfitrión. De

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lo contrario, todo se libra al azar: si la chica hace su cita con algún participante que no figura en la lista, lo que pueda obtener será su propio beneficio, del que tal vez deba rendir alguna comisión a la agencia (66).

Destaquemos también que la mediación del dinero dentro de los códigos que determina el apart hotel se cifra, indefectible y llamativamente, en dólares y no en la moneda de curso legal en el resto de la ciudad o en el país que el lector puede reconstruir. Por las mujeres se paga un básico de “veinte dólares”, el obsequio entregado a los invitados “debió costar más de cien dólares” (46) y el presentador cobra “seiscientos miserables dólares” (76). Lo mismo en el country, donde el juez, “el nuevo rico de la familia” (83) y cuya hija de trece años “siempre subrayaba: ‘nuestro’ campo, ‘nuestro’ country, ‘nuestros’ autos. A cada chico que conocían le preguntaba si su familia tenía campo, cuántos caballos tenían, y si ellos también tenían una lancha y un crucero para hacerse escapadas al Uruguay” (37), supone que “por ahí, con cien mil dólares se soluciona todo” (84) o cree que “de golpe un cretino que gana quinientos dólares por mes escucha eso y hace copias para la prensa” (84). Tanto en el apart hotel como en esa extensión que es el country las interacciones sociales se enuncian, pues, exclusivamente en dólares. Este principio podría ser considerado un recurso para facilitar la inserción del libro en el mercado internacional; sin embargo, la moneda nacional vigente en el contexto de aparición de Urbana también aparece referida en el relato, curiosamente en uno de los personajes que por su condición no pertenece al mundo del apart hotel: se trata de la empleada tucumana de la familia del escribano. Según el narrador, “[Su sobrino] ahora gana más de mil y le manda a la madre cincuenta pesos y nunca a tiempo. Comparando, ella gana cuatrocientos y manda todos los principios de mes cien o ciento cincuenta, según vengan las cosas” (97). Este personaje, migrante interno, ajeno a la dinámica del apart hotel y en condición de inferioridad social, observa con sospecha desde la casa de sus empleadores los sucesos en la terraza y los somete a un juicio moral: “A los chicos les siguen inculcando el pecado de la carne como si fuese lo peor. Pero la vanidad, la soberbia y el egoísmo llevan a matar, a robar y a mentir mucho más que la carne” (100). Al margen del banal gesto moralizante, lo que pareciera encarnar este

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personaje es un tipo de perspectiva externa, acaso la única, no regulada por los mismos patrones que rigen hacia dentro del apart hotel y que también se imponen como el andamiaje simbólico dominante en el orden del relato. También en Puerto Apache —aunque con un personaje, la Rata, que ejerce un cierto desplazamiento por la ciudad— un mundo cerrado, con códigos propios, cobra forma. Desde el título, la configuración espacial queda circunscripta a un reducido fragmento urbano y progresivamente los límites que lo enmarcan van tornándose más nítidos hasta ganar un espesor prácticamente infranqueable. Ya en las primeras páginas el narrador protagonista precisa dichos límites: “Puerto Apache es un asentamiento que va por la Costanera desde el Yacht Club hasta la altura de la calle Corrientes, y que llega, para el lado del río, más o menos hasta la baliza que hay en la punta de la Escollera Exterior. O sea, frente a los viejos diques del puerto de Buenos Aires” (16).8 Precisamente enfrente de Puerto Madero, el barrio más representativo de la modernización de los años 90, que gracias a los “cruces” que realiza la Rata también aparece tematizado, siempre por contraste con el asentamiento, en la narración: “no hay nada peor que la realidad. Nunca me siento más raro, más lejos del mundo y más caliente que cuando me meto en la cama de Maru, y me estiro, y doy vueltas, y miro las lucecitas amarillas y parpadeantes de Puerto Apache, allá abajo, del otro lado del Dique y de la Costanera” (24). Un territorio, Puerto Madero, que al igual que Puerto Apache es un gueto social específico y que, por cierto, comparte muchos atributos con el apart de Urbana. Allí, un restaurante “es un boliche lleno de caretas, ex funcionarios, algunos productores de la TV, tipos enriquecidos a costillas de todos nosotros, merqueros y vividores de calañas diversas y estirpes múltiples. O sea, un paraíso argentino” (97). Pero los límites de Puerto Apache no solo aparecen definidos por contraste, por la enunciación de las calles o construcciones que los constituyen o por un perfil de clase. El movimiento que realiza la Rata señala permanentemente un adentro y un afuera: “Salgo de Puerto 8. Todas las citas de Puerto Apache son de la edición del 2002. De aquí en más solo se consignará el autor y el año de edición en caso de que sea necesario.

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Apache. [...] Entro en la ciudad” (155), “Voy a entrar en la ciudad” (182), “Estoy seguro de que en cualquier momento las cosas van a pasar a mayores. Adentro y afuera de Puerto Apache” (106). Esta serie de enunciados dejan claro que, si Puerto Apache está en la ciudad de Buenos Aires, no es parte de ella. O lo es bajo la condición de que se lo considere un territorio autónomo, una isla y, textualmente, un cronotopo literario. A su vez, como ya se apuntó, los límites que trazan los contornos de la isla se van a ir acentuando en el transcurso del relato, aunque para los personajes no tenga mayor implicancia, ya que, excepto para la Rata, su capacidad de desplazamiento es siempre mínima. Promediando el relato, las recurrentes invasiones, las tensiones y los conflictos darán lugar a fronteras incluso custodiadas a ambos lados por fuerzas de seguridad y los habitantes de Puerto Apache, respectivamente. De un lado, la policía “controlando [...] la seguridad de Puerto Madero. Ellos también tienen que mantener limpios los inodoros de los ricos” (163). Del otro, la seguridad improvisada de Puerto Apache: “Los pibes que vigilan la entrada tienen palos, fierros, pasamontañas, camperas impermeables y fuego” (163). Y más claramente: “Cruzar los cordones de seguridad de la policía es como pasar de un sistema a otro con la idea de que ninguno de los dos te arregla las cuentas pendientes. En Puerto Apache la guardia está reforzada” (143). Un orden que se conservará hasta que el texto llegue al fin y deje el desenlace en suspenso. Hacia dentro de la zona demarcada por límites geográficos, sociales y, finalmente, también por controles de seguridad similares a los que regulan el ingreso a países diferentes se constituye también un orden específico con instituciones propias, un “sistema”. El Chueco explica ante la cámara que lo entrevista que “éste es un asentamiento organizado. Tenemos normas de convivencia y vecindad. Aunque usted no lo crea acá hay una manera de hacer y de organizar las cosas, y hay responsables de que las cosas se organicen y se hagan bien” (63). Además de una idiosincrasia, como lo explica la Rata, el asentamiento tiene un gobierno propio: “Ahora la gente a la Primera Junta también le dice el Gobierno. Eso no importa. Acá nos inventamos nombres todo el tiempo. Lo que importa es que ellos son los que mandan desde la primera noche” (13). Y si el nombre, Primera Junta, designa, por

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un lado, ese gobierno autoproclamado que rige desde que se fundó el asentamiento, también evoca la Primera Junta que gobernó Argentina inmediatamente después de la independencia de España, con lo que señala un acto de refundación nacional. La Primera Junta posee su casa de gobierno: “En Palacio Apache, hoy, se reúne la Primera Junta. También los delegados del barrio. Y los jefes de los mendigos rusos, húngaros y kosovares que hablan castellano” (37), donde al mismo tiempo funciona el hotel (38). Hay un cementerio (142), un cura (150) y, como consigna la Rata, “tenemos una escuela, una computadora y un cine... ¿Hace falta algo más para educar al soberano?” (95). En fin, un incipiente entramado institucional que insiste en que una configuración social paralela y autónoma se ha instalado en el territorio urbano. Una configuración social, a su vez, que se encuentra anclada al espacio local más reducido e íntimo, sin mayores tránsitos siquiera hacia otras zonas de la misma ciudad: “¿Qué piensa Cúper [el amigo de la Rata] cuando lee que Cúper [un exjugador y entrenador de fútbol] se va de España a Italia, del Valencia al Internazionale, de un fútbol a otro fútbol? ¿Piensa que él no se va a ningún lado, que se queda acá, que el fútbol, para él, es una cosa anclada, sin futuro, o sin otro destino que las canchitas porteñas para equipos de amigos y campeonatos de veteranos?” (146). Y frente a esta comunidad fuertemente enraizada en la localidad, otra, la de Puerto Madero o del country de Urbana, que se desterritorializa, desconoce las islas vecinas y prolonga su territorio natural, también un sistema o isla, hacia ciudades europeas o estadounidenses. Cuando la Rata le pregunta al Toti “qué van a hacer los bacanes” en vista de la pauperización general, este último responde: Lo que hacen siempre. Se van a ir. Los que ya estén hechos se van a ir a Miami. Y los que todavía tengan cuentas para cobrar, laburos negros, estafas pendientes, se van a ir a barrios privados, a ciudades privadas, a palacios con murallas, ejércitos de seguridad rodeando las murallas, cuidándoles las casas, los autos, los colegios, las canchas de golf... Cuando terminen de afanar, cuando ya no quede nada, nada de nada, entonces ellos también se van a ir. Y en los barrios privados, las ciudades inviolables, los palacios amurallados los únicos que van a quedar son los peluqueros, los personal trainers y los dílers. Entonces todo se va a llenar de mendigos, de ladrones, de putas, y de putos (Martini 2002: 122).

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Del mismo modo, el juez de Urbana que por el momento vive en un country planea “vender todo para ir a hacer un postgrado en leyes en Estados Unidos” (85). Y su cuñado, el escribano, lo ratifica alegando nuevas razones: “En cualquier caso su cuñado acertaba: vivir algunos años en una pequeña comunidad americana sería una manera de evitar la amenaza de la locura para quien tuviese los recursos necesarios” (94). Retomaremos la referencia a la locura en breve, anotemos antes que estos dos sistemas socioespaciales, que representan claramente los dos polos de la reconfiguración urbana latinoamericana en el contexto de la actual fase de la globalización, asociados cada uno y respectivamente con el creciente poder de desplazamiento transnacional y la inmovilidad absoluta, además, conforman órdenes recelosos y hostiles entre sí. El cartel montado sobre la entrada oeste de Puerto Apache ilumina el conflicto y lo comunica hacia el exterior: “Somos un problema del siglo xxi” (18). Y si el asentamiento, es decir, la inmovilidad y el anclaje en condiciones de vida locales y desfavorecidas, toma la forma de un problema del siglo xxi, el encierro, la vigilancia y, dado el caso, una eventual fuga hacia alguna ciudad extranjera son la “solución” del siglo xxi que se fragua en los sistemas privilegiados o “para quien tenga los recursos necesarios”. Todo cruce de límites, todo ingreso en territorio ajeno, se presenta, por lo tanto, como altamente sospechoso y desestabilizante. Los controles que se establecen entre Puerto Apache y el exterior o en el apart hotel buscan evitar esas contaminaciones, pero algunos tránsitos no pueden ser evitados y, por supuesto, inquietan hasta la paranoia. Así, con la construcción e inauguración del apart hotel de Urbana, necesariamente aparece un nuevo protagonista en el barrio: “La presencia de trabajadores era ingrata para la gente de la zona” (30). La dinámica tradicional de un barrio aristocrático se enrarece y amenaza con sembrar esa locura de la que el escribano pretende escapar con un virtual viaje a EE. UU.: “Si existía la locura, y si alguna de sus posibles variantes pudiese llegar a afectarlo, sería bajo la misma forma: una amenaza venida desde abajo, desde los animales, desde la servidumbre o de las mismas calles de su barrio invadidas por gente indeseable que en apariencia eran iguales a él y a los de su familia” (93). Sin embargo, la amenaza de la locura, los miedos y hostilidades, se proyectan en Urbana en diversas

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direcciones. Como se señaló, el apart hotel constituye un cronotopo, un orden espaciotemporal con una idiosincrasia y una cosmovisión propia que comparte mucho con el country de los “nuevos ricos”, pero también se inserta en Barrio Norte como una aberración espacial y cultural, como una isla dentro de una isla. Para protestar, los vecinos tradicionales cubren las ventanas de sus departamentos con telas negras y, así, acentúan tanto su propio aislamiento como el del apart hotel, por eso el escribano, antiguo residente de la zona, “pensaba en las absurdas láminas de poliestireno negro que, simbólicamente y por unos pocos días, repudiaban la invasión de su barrio por la canalla del Apart Hotel. Tendría que haber un medio más eficaz que una cortina para garantizar que la locura, igual que esa fealdad venida desde abajo, no llegara a entrometerse en su vida” (93). El contraste, los límites y el fenómeno de la intrusión, por lo tanto, aquí también son significativos; el apart hotel “estaba ahí, rodeado de mansiones señoriales, sedes diplomáticas y departamentos de lujo, como una excrecencia kitsch o una avanzada del desvarío postmoderno sobre la adustez de un pasado más sobrio e hipócrita, y, tal vez por ello, más verdadero” (29). Y, por supuesto, también tras las murallas del country del juez se impone la sospecha frente al otro que, lamentablemente, no puede ser mantenido a la distancia. El jardinero es despedido porque, a raíz de unos escritos con contenido erótico hallados en su taller, despierta un temor a que sea pedófilo. Así enuncia los hechos el narrador: Siempre cualquiera puede ser un violador, o un asesino. De este jamás hubiera sospechado nada. Que era loco, decían, pero sucede siempre con la servidumbre llegada a cierta edad: la gente tiende a atribuir locura a los que, siendo mayores que ellos, ocupan un rango social tanto más bajo. Solo la demencia puede explicar por qué esa gente no ha podido progresar con el paso del tiempo [...]. Los médicos de la policía que rato después mencionó su cuñado, aseguraban que a la vista de lo que había escrito, no era un violador pero que potencialmente era un tipo peligroso: todo lo que desconcierta suele encubrir algún peligro (91-92).

Pero también en Puerto Apache el ingreso de agentes extraños se presenta como amenaza permanente. El Chueco le cuenta a la Rata “que se corre la bola de que se está preparando otra invasión de Puerto

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Apache, le digo que hay que aguantar, me contesta que ahora los que no tienen techo son los otros” (123). Así, el orden constituido en el asentamiento corre el riesgo de ser desestabilizado por alguna fuerza exterior. En este caso, algún “otro” sin techo, pero, como veremos, también la que representan intereses y corporaciones. Lo cierto es que el clima que se experimenta en el enclave de Puerto Apache se halla próximo al de una guerra con algún impreciso enemigo exterior: “La Primera Junta está organizando las cosas, les dan instrucciones a la gente, se multiplican las guardias, se refuerzan los accesos, se vigila la laguna: a ver si nos meten un desembarco, me dice Cúper, como en Normandía” (136).

2.2.3 Vaso comunicante. La sutil senda de la especulación inmobiliaria Estas tensiones con un exterior imaginado, siempre sospechoso, presentes tanto en el apart hotel y en el country, espacios cerrados, pero con una prolongación transnacional, como en el asentamiento, enclave enraizado fuertemente en lo local, constituyen dos extremos de un entramado urbano que en conjunto podría ser caracterizado como un “problema del siglo xxi”. Algunos encierros y las fugas de quienes pueden sostenerlo toman muchas veces la forma de “solución” ante la amenaza de la “locura”. Sin embargo, hay un trasfondo común que comunica a ambos territorios, que los convierte en dos caras de una misma moneda, y que en las ficciones se teje como una red de significados subcutánea: esto es, la especulación inmobiliaria. Este es, acaso, un elemento de peso que permite caracterizar a ambos textos de narraciones “urbanas”, no tanto porque efectivamente se propongan (re)construir ciudades —lo cual sí realizan por negación al remarcar el desvanecimiento de todo espacio público— sino, antes, porque la operación de poner en escena las dinámicas de dos formas cronotópicas emergentes señala los extremos, los polos, en que desemboca la política de regulación del espacio, y con ello también las relaciones sociales, guiada exclusivamente por la libre especulación inmobiliaria. El orden global hegemónico se funda en este principio y Urbana lo

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hace explícito: “La escuela de Chicago, y tras ella todas las doctrinas económicas predominantes, sostiene que en un mundo globalizado no es posible reeditar experiencias como la del primer gobierno de Perón, en cuyo transcurso casi la mitad de los recursos económicos se destinaba al bienestar de quienes no producían” (21). El imaginario del Estado benefactor se ha agotado y el cuerpo de la ciudad es un campo de batalla donde los intereses y la especulación marcan la tónica y los demás actores sociales sobreviven con sus propios recursos, atrincherados en el miedo y el recelo. El apart hotel surge de un negociado que involucra a funcionarios públicos e inversores inmobiliarios. Por medio de coimas y uso de influencia, el Mecánico y sus socios logran conseguir la habilitación del edificio en una zona de construcción restringida: El Karina Apart fue resultado de uno de esos arreglos que a cualquiera le parecerían imposibles y que serían imposibles sin la intervención de voluntades capaces de ensayar nuevos ensambles de partes cuando todo indica que el resultado nunca funcionará como se espera. [...] Tomando riesgos, haciendo banco y distribuyendo con paciencia sus fichitas de inversión y poder, el mecánico consiguió que el Karina, esa torre de diecisiete pisos enclavada en un barrio palaciego, fuera habilitado al cabo de dos años de la finalización de la obra (28-29).

Los socios del Mecánico y muchos de los invitados, va revelando el narrador, se hallan vinculados a la compra, venta y especulación inmobiliaria por vías turbias. El administrador reconoce a uno de los socios del Mecánico, y el narrador, en relación con el personaje, comenta que “cuando todavía trabajaba en Sheraton, había oído hablar de la mafia de los remates. La gente de negocios la llamaba ‘los de la liga’, refiriendo siempre el enigma del poder que esta gente, en su mayoría usureros y gestores de los suburbios, disponía sobre las figuras menos sospechables del poder judicial” (49). En este caso, pero no solo en este, los funcionarios del Estado mencionado en Urbana se presentan definidos por su vínculo con el negocio de la construcción. Políticos, proveedores e inversionistas conforman, así, un triángulo de poder destinado a modificar abruptamente y sin interferencias la materialidad urbana. La realización

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más acabada de este pacto se encuentra representada por el triángulo que conforman el senador,9 la Cementera.10 ambos invitados a la fiesta, y el Mecánico. Así comenta el narrador el nacimiento del vínculo entre ellos: Ella y el senador estaban interesados en la compra de una parcela en el puerto, que después de un largo trámite de remates judiciales había quedado en poder de un grupo de financistas de Quilmes. No eran los dueños: sólo habían conseguido juntar el dinero para comprar el boleto en un remate, y algunas garantías hipotecarias del cumplimiento del pago del saldo en el curso de dos meses. Como en el caso del Karina, el Mecánico había intervenido en los arreglos con el Banco Cooperativo, y aunque sólo tenía un dos por ciento del capital en juego, cuando los de la empresa de la Cementera consiguieron la lista de nombres de los presuntos propietarios, el único conocido era él. Por eso lo convocó el Turco. Quería saber el precio. Él le dijo que era el de práctica en el negocio de compra de boletos: lo invertido, más un honorario del treinta por ciento. —¿Sabe quién quiere comprar?— le había preguntado el senador y él le dijo que no, aunque por las relaciones del turco con el negocio del cemento, estaba sospechando que sería esa mujer (33-34).

Después de este encuentro con el Turco, el Mecánico realiza efectivamente el negocio con la Cementera. A su despacho llega en un “auto del senado”, acaso porque, si es que hay un Estado, no pareciera ser otra cosa que un socio más en el negocio de la construcción, y una vez firmada la transacción la Cementera comenta: “Parece que usted no sabe cuánto significaba esa tierra para mí: era el último espacio abierto de la ciudad donde podíamos —miró al senador— construir” (35). Esta remisión a una parcela ubicada en la zona del puerto, donde todavía es posible construir en espacio abierto, establece un interesante punto de fuga que conduce a Puerto Apache. 9. Por el cargo que desempeña y el apodo, el Turco, este personaje remite claramente a Eduardo Menem, hermano de quien fuera presidente de Argentina durante los años 90. 10. Este personaje también encubre a uno de los protagonistas de la política y los negocios de los años 90: Amalia Fortabat. Proveniente de la vieja aristocracia argentina, fue directora de la cementera Loma Negra desde 1976 al 2005 y la mujer más rica del país. En 1999 fue nombrada por el presidente Menem embajadora plenipotenciaria.

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Desde la toma de posesión de la Reserva por parte de los habitantes de Puerto Apache, los grandes competidores por el espacio que ocupan son la especulación inmobiliaria y la industria de la construcción. La Rata no se reserva detalles para caracterizar el conflicto de intereses: La única idea que los presidentes y los empresarios y los capos tenían para la Reserva era quemarla. Todos querían quemarla, declararla inútil, yerma, se dice, evacuada por la fauna, y hacer negocios. Mover guita. Toneladas de guita. Poner bancos, restaurantes, casinos clandestinos, hoteles, quilombos, emprendimientos así. Esta ciudad no puede imaginar otra cosa. La forma de transformar el plomo en oro es quemando arbolitos y jodiéndole la vida a los patos. Reventar reservas, parques nacionales, tierras fiscales... Nada legal. Entonces se nos ocurrió que no era un mal lugar para vivir. Nosotros no quemamos nada, ni echamos a los animales, ni a los bichos (17).

Los habitantes del asentamiento establecen, así, un nuevo pacto que redefine las relaciones con la naturaleza y, por lo tanto, también un modelo alternativo de ciudad que choca con el que proyecta la especulación inmobiliaria. La amenaza que proviene del exterior es para la comunidad de Puerto Apache también este actor que encarna el poder del dinero, pero que no adquiere una forma más precisa para ellos que la que un eventual lector podría reconstruir en el triángulo representado por el Mecánico, la Cementera y el Turco. El conflicto tensiona permanentemente la atmósfera de la narración y, aunque esta no consigna mayores referencias, es, al igual que en Urbana, uno de los grandes motores que sostiene el relato y el posicionamiento de los personajes: “Los ministros, los secretarios, la Pe Efe, todos ya lo saben, se la ven venir. ‘A esos piojosos no los sacamos vivos’, deben batirles a los bancos, a las inmobiliarias, a todos los que están haciendo cuentas antes de tiempo” (18). De este modo, Urbana y Puerto Apache tematizan la existencia de subsociedades urbanas enclaustradas en espacios que se repliegan sobre sí mismos, que habitan temporalidades diferentes —posmoderna y premoderna, respectivamente— y, puesto que no hay zonas de tránsito —más que las pocas calles que recorre la Rata en sus excursiones al exterior de Puerto Apache— se desconocen y desmienten la existencia de algún sentido de pertenencia compartido. Estas sociedades, con sus

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lenguajes y cosmovisiones propias, con sus enclaves territoriales específicos, niegan la existencia de la ciudad clásica concebida, al menos idealmente, como un todo orgánico. En Puerto Apache —como vimos— las instituciones tradicionales, estatales, civiles, religiosas se reconstituyen localmente siguiendo patrones y necesidades internas. En el apart hotel los políticos y funcionarios que lo evocan no son nunca representantes de una sociedad o una ciudad con intereses comunes, sino de los que representa el lobby inmobiliario. La policía habita el incierto exterior de Puerto Apache y, si ingresa en el apart hotel, no es más que como un resabio de una antigua institución o parte del gran simulacro. Al final, “daba igual que siguiera la lluvia, que hubiera un ahogado y que los policías anduvieran por ahí enredándose en sus propias rutinas y montando un espectáculo de órdenes, trámites y uniformes como en una película argentina de los años cincuenta. La policía era el pasado invadiéndolos y haciendo boludeces por los pasillos” (Fogwill 2003: 142). No obstante, la lucha de intereses por el espacio urbano adquiere la forma de un sutil, pero consistente y altamente tensado, vaso comunicante que subrepticiamente conduce de un polo al otro. Ambos espacios, así como las derivas hacia un entramado global y otro local, son, de esta manera, producto de un mismo momento histórico, del mismo fenómeno de propagación global de un ideario que promueve la mercantilización de las relaciones sociales y la disolución del Estado según lo había concebido “la tradición filosófico-política y sus narraciones fundadoras”, es decir, aquel que actuaba como soporte institucional representativo de una comunidad imaginada.

2.2.4 Intervenciones: destrucción y ensamblaje El técnico que recoge las escuchas en el apart hotel y que, finalmente, se revela como arquitecto de formación, es decir, de alguna manera también vinculado a la construcción, abandona el edificio embarcado en reflexiones sobre algunos aspectos de la configuración urbana de Buenos Aires. El narrador comenta así sus percepciones como migrante interno:

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Para el que llega a la ciudad ignorando sus barrios, los nombres de las calles y la ubicación de los lugares donde ocurrieron los principales acontecimientos que todos recuerdan, la ciudad se manifiesta en un bloque donde todo es presente, o mejor dicho, donde todo se da a un mismo tiempo, de modo que pasan años hasta que pueden interpretarse los espacios y las construcciones como resultados del curso de un tiempo que les imprimió tales o cuales significados (140).

Para el migrante recién llegado, para el turista desprevenido, la ciudad se presenta como un texto plano, sin subniveles o huellas de trazos anteriores. La ciudad, para este, carece de relatos o memoria que recuerde sus avatares y contorsiones. Los artefactos parecieran estar donde siempre estuvieron; las calles, llamarse como siempre se llamaron. La literatura, sin embargo, es un instrumento que permite reconstruir significados asociados a un espacio o crear otros alternativos. Como veremos en próximos capítulos, la literatura hace un uso deliberado e intensivo de esta facultad de proyectarse hacia el pasado o el futuro para modificar simbólicamente ciudades que, como las latinoamericanas, han sido atravesadas por procesos de cambio acelerados. En otros casos, como en Urbana y Puerto Apache, interviene los territorios al crear situaciones imaginarias que enriquecen la percepción de una realidad histórica contemporánea. Urbana, además de poner en escena un orden cronotópico específico, opera marcadamente a nivel metaliterario. Exhibe sus recursos, las operaciones de construcción de un personaje y los argumentos, y le da espacio a una voz supranarrativa, externa al relato, que se presenta como “el autor”. Urbana es, por lo tanto, también una novela sobre literatura y el repertorio de artilugios del que ella dispone para montar la ficción. Pone al descubierto las razones que justifican la mirada de un personaje y la voluntad de conducir el rumbo del relato hacia un desenlace lindante con lo trágico. Un desenlace que se anuncia desde el comienzo y que, aunque los personajes lo experimentan como una suerte de “castigo divino”, no es otra cosa, insiste el narrador, que un acentuado artificio literario. Al principio, la nube que comienza a cubrir el cielo y a anunciar la tormenta que terminará por arrasar con la fiesta “parecía el cuerpo de un fantasma inclinándose sobre la ciudad y la gente” (70). Y, poco después, a la mujer que conversa en la pileta “la forma que había

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adoptado al curvarse le parecía un gran dedo índice, que, flexionándose, se dispondría a aplastar a todos los que estaban en la terraza” (70). Después de la conversación, ella y el hombre “no podrían librarse de la imagen del dedo” (72). El narrador, sin embargo, se ocupará de revelarle al lector que ese anuncio de un desenlace con tintes apocalípticos es tramado deliberadamente en el hilo narrativo para desbaratar el simulacro reinante: Ninguna de las infortunadas víctimas de la tragedia de Barrio Norte habría contemplado la posibilidad de que muchos de los que antes del derrumbe parecían divertirse, se divertían por el goce de simular divertirse y por la conciencia de que lo hacían a la perfección. Para que surja esa conciencia se necesita un personaje como el gerente. No precisaban verlo: algo en la atmósfera comunicaba que detrás de la diversión generalizada había un padecer, o alguien que padecía por su mera existencia, y eso convertía al divertirse, o al simular divertirse, en algo más divertido. Para saber esto no hace falta un derrumbe: basta con la presencia de un autor que fragüe tormentas y derrumbes, y, en plena digresión, anuncie otra posible diversión, dando a la vez testimonio de ella (63).

De este modo, Urbana lleva a cabo al menos dos procedimientos de intervención sobre el territorio que conforma el apart hotel. Por un lado, pone en escena una fiesta dominada por la hipocresía y la ostentación, pero, inmediatamente, la somete a una suerte de “revancha literaria” que la desbarata y envuelve a los personajes en una escena tragicómica. Por el otro, también pone al descubierto los pilares ocultos que sostienen la materialidad tanto del edificio como del country, que, por supuesto, pretenden ser representativos de cualquier gran emprendimiento inmobiliario surgido en el contexto de la modernización neoliberal, y que no son otros que la corrupción, la especulación y el capricho de la corriente privatizadora. Del otro lado, en Puerto Apache, la literatura también revela las tramas de poder sobre las que se sostiene y con las que confronta una configuración urbana que bien podría ser la efectivamente existente Rodrigo Bueno. Sugiere también modos de acción, articulaciones

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contrahegemónicas, al proponer una refundación de las instituciones y del orden republicano, ya no guiado por una élite totalitaria sino autogestionado por los propios habitantes de ese subterritorio. Propone, en breve, tácticas colectivas, no garantizadamente efectivas, pero sí de defensa del derecho a la ciudad. Asimismo, un nuevo pacto entre cultura y naturaleza, de modo tal que ya no sean concebidas como fuerzas antagónicas sino complementarias y solidarias entre sí. En este sentido, las palabras de la Rata al respecto podrían leerse como todo un manifiesto de urbanística programática: “Marcamos las calles, loteamos, le dimos a cada cual lo suyo, y no quemamos nada. Si hubo que mover arbolitos, plantas, los movimos. No entramos acá para reventar nada. Entramos acá porque la gente necesita un lugar donde vivir” (17). Para resumir, tanto Urbana como Puerto Apache construyen ciudades textuales que se caracterizan por estar constituidas por compartimientos estancos. No hay conductos, zonas de tránsito, que comuniquen al menos implícitamente Puerto Apache con el apart hotel o con el country, solo las redes de la especulación y los intereses inmobiliarios, en tanto que un espacio es consecuencia del otro. Las lógicas internas, la aparición de instituciones propias, los límites precisos, los regímenes de control que aíslan y mantienen alejados a los extraños, las temporalidades diferenciadas que dominan en cada uno de ellos permiten caracterizar a estos espacios como cronotopos posnacionales, como órdenes espaciotemporales sin referencias mayores. No hay comunidad imaginada, ni civitas ni nación. Toda interacción se resuelve en la endogamia. La literatura interviene, revela estructuras semánticas subcutáneas potencialmente existentes y, así, enriquece la percepción del espacio. Fragua destrucciones, mientras que, por otro lado, ensaya institucionalidades alternativas y sentidos de pertenencia vinculados a contraespacios. Aporta siempre nuevos significados destinados a superponerse sobre la espacialidad empíricamente constituida que los usuarios experimentan con sus prácticas. Busca participar, así, en la negociación del espacio urbano. Por momentos, también tematiza explícitamente la función de los actores involucrados: arquitectos, constructores, proveedores, inversionistas, mafias y sociedades proyectan representaciones

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del espacio indiferentes a las necesidades de otros actores. Finalmente, produce espacios representacionales, territorios imaginarios, en los que la (re)construcción de la ciudad, de sus fragmentos, es abordada críticamente. Así, los cronotopos posnacionales construidos en Puerto Apache y Urbana se presentan como instancias valorativas, como recodificaciones, de un orden espacial donde se destacan las polarizaciones y el borramiento de toda zona de comunicación. Reelaboran, en otros términos, las islas de riqueza y precariedad identificadas por Janoschka.

2.3 Ciclos del consumo: Mano de obra (2002) y Única mirando al mar (1993) 2.3.1 Proyectos de escritura, flujos y constantes Pero no solo estas islas que constituyen los extremos más visibles en los que se resuelve el emergente orden urbano latinoamericano de las últimas décadas ingresan en la literatura en la forma de cronotopos posnacionales. Como veremos, otros territorios, zonas y espacios representativos de este nuevo ciclo histórico también cobran formas similares. El interés de Diamela Eltit por el espacio urbano recorre transversalmente toda su actividad estética y política, tanto sus reflexiones teóricas como su accionar artístico y literario. En una entrevista publicada recientemente se refería en los siguientes términos a los orígenes del grupo CADA11 a fines de los años 70: “Ahí empezamos a pensar un tema que sigue siendo apasionante, que es el tema de la ciudad, de una ciudad cortada, interrumpida, ocupada, vigilada. Nos preguntamos cómo modificar virtualmente o simbólicamente ese espacio, y decidimos hacerlo en base a estas acciones” (Pérez 2013: s/p). Más de treinta años después del comienzo de aquellas legendarias acciones, el interés de Eltit no se ha desplazado mayormente. Si en aquel momento 11. El mítico grupo CADA, Colectivo Acciones de Arte, desarrolló una serie de acciones estético-políticas durante la dictadura de Pinochet. Junto a Eltit estuvo conformado por el sociólogo Fernando Balcells, el poeta Raúl Zurita y los artistas visuales Lotty Rosenfeld y Juan Castillo.

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el proyecto consistió ante todo en reformular la lógica espacial cotidiana imperante bajo el régimen dictatorial por medio de las acciones del colectivo, progresivamente Eltit ha ido concentrando su labor, sin abandonar nunca su interés inicial, en la significación de los espacios mediante la literatura. También en lo que estrictamente a ella respecta, la ciudad se constituye como un denominador común, siempre presente, aunque sea solo murmurada o, precisamente, al igual que en el caso emblemático de Urbana, de Fogwill, destacada como ausencia o en su descomposición. En referencia a ello, Gwen Kirkpatrick apunta que “desde Lumpérica, donde el ‘espectáculo’ de L. Iluminada toma lugar en una plaza de barrio, hasta Mano de obra (2002), donde los empleados del supermercado viven los ritmos frenéticos de una ciudad poseída por una economía de mercado, la idea de ciudad/comunidad, por fracturada que sea, emerge como trasfondo” (2006: 38). Sin embargo, si el trasfondo en términos amplios se mantiene constante, cabe señalar también un interesante corrimiento en lo que va de Lumpérica (1983) al texto que aquí nos interesa, Mano de obra (2002). Si en la primera el espacio en el que se articula la trama, y también sobre el que recae la indagación y el interés, es todavía una plaza pública, en Los vigilantes (1994) la atención se traslada al encierro doméstico de una madre y su hijo, donde la narradora considera que “la única defensa que nos resta es hacer de nuestras casas una fortaleza pues la ciudad ya se ha transformado en un espacio intransitable” (83). En Mano de obra, a su vez, ese espacio asociado con una unidad social mínima clásica, la familia, vuelve a desplazarse esta vez a otro claustro asfixiante: el supermercado como espacio de ingreso semipúblico, pero dominado exclusivamente por los imperativos del mercado. Rubí Carreño Bolívar da cuenta de este movimiento cuando anota que el erial y la plaza pública, como espacios en los que se condensa la casa, el prostíbulo y la patria, así como el pasado colonial y un presente militarizado, dan lugar a un supermercado en que la historia se inscribe como representación, como un gag, con habitantes que le temen a la calle y con una casa separada en lo formal del espacio laboral, pero absolutamente minada por el disciplinamiento del súper (2006: 147).

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De tal modo que en la escritura de Eltit, siempre atenta a las contorsiones de la historia, se advierte, asociado con el desplazamiento espacial, un movimiento que lleva de un imaginario en el que la “patria”, aunque en descomposición y plagada de contradicciones, parecía contar al menos con el aval de una cierta invocación a otro en el que esta se diluye por completo y da paso a un régimen social signado estrictamente por el consumo, sus ritmos y delimitaciones. Sobre los ritmos del consumo también trata Única mirando al mar (1994 [1993]),12 de Fernando Contreras Castro, pero con foco en una zona invisibilizada del ciclo, en cierta medida la opuesta a la que narra Mano de obra, esto es, en la producción y procesamiento de residuos. Con este trabajo, Contreras Castro inaugura un proyecto de escritura que recurre sistemáticamente al territorio de San José de Costa Rica como referente privilegiado a recrear en la ficción. Tanto en su narrativa, en Los peor (1995), en Urbanoscopio (1997), en Cierto azul (2009), como en sus intervenciones críticas (cfr. 2012), el interés por el espacio urbano se reitera regular y explícitamente. Mencionemos también que el reconocimiento alcanzado por Única es de tal magnitud que se ha convertido en bibliografía escolar habitual y ha sido reeditada numerosas veces. En lo que sigue voy a presentar una lectura paralela de ambas novelas en tanto ficciones que construyen lo que he denominado cronotopos posnacionales y que permiten una lectura en continuo en la medida en que ambas tematizan etapas del ciclo del consumo en el contexto de una América Latina inserta en el estadio actual de la globalización. Mano de obra narra, en su zona más expuesta, la experiencia de los empleados del supermercado, sus contradicciones y conflictos, en un espacio vivido como hermético, que lo absorbe todo y no deja lugar para un afuera, ya sea espacial o ideológico. Única, por su parte, relata un período de la vida de un grupo de “buzos”, recicladores, que adopta como lugar natural de vida y residencia el botadero de residuos de Río Azul, en San José de Costa Rica, y que se ve obligado a reposicionarse frente a la amenaza de un futuro cierre del botadero. Antes de ingresar 12. En el año 2010 la editorial Legado publicó una nueva edición con sensibles modificaciones que no he podido consultar.

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en la lectura que aquí voy a ofrecer, dejemos anotado que la novela de Contreras Castro hasta el momento ha sido abordada fundamentalmente desde claves ambientalistas o desde la perspectiva de la ecocrítica (entre otros, Budd 1999; Durán-Rodríguez 2011). Vale destacar también que el depósito de residuos de Río Azul efectivamente ha sido un lugar altamente conflictivo desde su origen como botadero a cielo abierto en 1973 hasta su cierre técnico en el 2007.

2.3.2 Límites, cuerpos y subjetividades Tanto el supermercado de Eltit como el botadero de Contreras Castro aparecen como enclaves espaciales insertos en una ciudad que el lector, especialmente en el primer caso, solo puede reconstruir por borrosos indicios. En este sentido, el título de la segunda parte de Mano de obra, “Puro Chile (Santiago, 1970)”, funciona como una marca que contribuye a la constitución referencial de la ciudad textual. Otros fragmentos señalan vagamente, como parte de la constitución semántica, que el súper se encuentra ubicado en un espacio caracterizado como “ciudad” (cfr. 15, 170).13 Al margen de estos indicios, todos los recursos dispuestos por Eltit están orientados a acentuar el carácter genérico, reproductivo e impersonal, del patrón que impone el súper. El súper de Mano remite, en este sentido y porque no hay otras precisiones espaciales que las ya mencionadas, a todo súper, por lo menos chileno. En el caso de Única, tanto la constitución referencial como la semántica son decididamente más explícitas, ya que orientan con insistencia a un territorio identificable por el lector en el dominio extratextual: la “ciudad” de San José de Costa Rica, Río Azul, Desamparados, el botadero de Río Azul, etc. No obstante, del mismo modo que en los textos ya estudiados, lo que adquiere gran presencia en ambas no es tanto ese exterior, la ciudad en su trama y extensión, sino antes los límites que demarcan 13. Todas las referencias de Mano de obra pertenecen a la edición del 2002. Excepto que sea necesario, de aquí en más no se registran con otra indicación que la correspondiente a las páginas.

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los territorios del súper y el botadero y la dinámica social inherente a ellos: “El acceso al basurero estaba restringido por una malla metálica que lo separaba de las vecindades rioazuleñas” (20).14 La provisión de agua desde el exterior resultaba difícil “por la poca simpatía de que gozaban los buzos en las comunidades vecinas” (28). Y, de modo más enfático, cuando el Bacán oye que los terrenos del botadero van a ser anexados a una zona protegida, reflexiona: “Lo que yo no sabía era que Río Azul no era de Costa Rica” (41). Los buzos raramente y a desgano salen del botadero; a Momboñombo, una vez asimilado como parte de la comunidad, “sólo un golpe muy fuerte lo haría salir de ahí, sólo un revés más en su historia lo pondría de nuevo en las calles de esa ciudad” (77). En resumen, toda una serie de articulaciones semánticas destinadas a poner de relieve que en ese territorio claramente delimitado una suerte de autonomía sociopolítica está en gestación o, en términos más concretos, que allí ya ha tomado forma “el país de los buzos” (76). Los empleados del súper, por su parte, habitan un espacio continuo que comunica su lugar de trabajo con la casa en la que viven hacinados. Un espacio único sometido a una misma lógica. Entre ellos, ningún tránsito. Fuera de este territorio continuo, apenas se vislumbra un exterior signado por la hostilidad y los miedos que despierta. El personaje que se expresa por medio del monólogo interior de la primera parte es explícito al respecto: “El súper es como mi segunda casa, lo rondo así, de esta manera, como si se tratara de mi casa” (71); por eso, considera, “cuando estoy fuera del súper, alejado de las miradas que me podrían enjuiciar, me apeno. La verdad es que no soy de fierro y la oscuridad realista de la calle me resulta francamente perturbadora” (36). Como en el caso de Urbana y Puerto Apache, aquí también la dialéctica del adentro/afuera es un eje articulador del relato. Volveremos al finalizar este apartado al punto, digamos ahora que solo habrá una “salida” decidida al exterior para el Bacán de Única, precisamente esa que le provocará la muerte. También en Mano el “acceso” al exterior se presenta como un momento clave de la narración. Un exterior que 14. Todas las referencias de Única mirando al mar pertenecen a la edición de 1994. Excepto que sea necesario, de aquí en más no se registran con otra indicación que la correspondiente a las páginas.

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hasta el final ha sido siempre temido, pues “era rigurosamente verídico lo de los robos. Proliferaban por todo el barrio” (97). Y si hacia afuera se proyecta un imaginario de miedos y hostilidad o una efectiva exclusión, hacia adentro el encierro espacial crea órdenes totalizantes tendientes a absorberlo todo bajo sus respectivas lógicas y a determinar, por lo tanto, también las subjetividades involucradas. El súper de Eltit es, así, no solo un artefacto urbano de gran escala que modifica la espacialidad, sino también, y fundamentalmente, una especie de vórtice que se impone agresivamente en el territorio, que altera las centralidades históricas, y que somete las relaciones humanas, los códigos y también los cuerpos a los patrones de su funcionamiento. Los ciudadanos una vez dentro de sus engranajes devienen clientes encandilados por los espejismos de la oferta y el consumo. Los empleados, sujetos disciplinados, carentes de cualquier relato aglutinador más allá del que acentúa el rendimiento y la eficiencia como dinamizadores sociales. Todo, a su vez y necesariamente, sometido a un régimen de vigilancia y control omnipresente. “Los clientes ocupan el súper como sede (una mera infraestructura) para realizar sus reuniones. [...] Los observo llegar con sus rodillas rotas, sangrantes, dañadas, después de poner fin a una peregrinación exhibicionista desde no sé cuál punto de la ciudad” (15), comenta el narrador de la primera parte. Llegan, pues, por propia voluntad y desafiando distancias, seducidos por los cantos de sirena que produce el súper en tanto templo de consumo y sustitución posmoderna —correlativa del desplazamiento que va del ciudadano al cliente— del mítico ágora griego: “Los clientes [...] se reúnen únicamente para conversar en el súper” (13). Entre ellos, sin embargo, supervisores, encargados, cámaras, personal de seguridad, todo un enorme y riguroso dispositivo de control dispuesto para garantizar el sano funcionamiento del (super)mercado y evitar cualquier anomalía. Inspeccionar, examinar, revisar, calcular, espiar, fiscalizar (25, 26, 34), a su vez, operaciones constantes que se proyectan sobre los cuerpos que habitan y recorren el súper. Todo vela, así, para que el (super)mercado imponga, totalitario y sin resistencias, el lenguaje de la oferta, la demanda, la competencia y las ganancias. “Mi rutina continúa. Me acomodo a las demandas” (25), son las primeras irónicas palabras del pasaje titulado, como los demás

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de la primera parte, con el nombre de un olvidado periódico libertario: “Autonomía y Solidaridad. (Santiago, 1924)”. Colas y colas de desempleados, con la autoestima devastada, compiten por un puesto en el súper o simplemente por unas horas de trabajo: “Obsequiosos, zalameros o decididos a cualquier cosa para obtener nuestros puestos” (110), observa el narrador. En fin, una sistemática, estricta y exitosa racionalidad destinada únicamente a maximizar la rentabilidad: “Los guardias plenamente armados retiran los cuantiosos fondos y se desplazan hasta el camión blindado realizando un bello operativo bélico [...]. El año se retira colmado de divisas. Próspero el año y yo aquí, de pie en el súper cautelando la estricta circulación de la moneda” (75-76). Y, como suele insistir la narrativa de Eltit, el impacto de las dinámicas del poder, en este caso del que representa el supermercado en tanto estructura, sobre los cuerpos. Por supuesto el dedo índice de Sonia mutilado por su propia hacha (153) y los cuerpos prostituidos de Gloria e Isabel, a quien “no le costaba nada ser una lameculos”, si “la única manera de conseguirlo era lamiendo el culo” (80). Pero también, y simplemente, el del narrador cuando dice: “Soy un cuerpo que sabe amoldarse” (25), pues la rutina disciplinar que impone el espacio súper es suficiente para determinar corporalidades que llevan el estigma de su lógica. El cuerpo de Sonia, antes de que fuera trasladada a la carnicería, ya era testimonio contundente e implacable de ello: “Sus manos veloces contaban y contaban los inacabables billetes o bien ordenaban los cheques o certificaban las tarjetas o manejaban las monedas hasta que las manos se le ponían rojas. Feas. Como sangrientas. Se le inflaban las manos por el roce constante con las monedas. Las manos le olían a billetes” (105). Un artefacto urbano representativo del nuevo orden global, sí, pero también una maquinaria metódica, un dispositivo deshumanizante, un sistema de absorción y vaciamiento. El súper de Eltit refuncionaliza también todas las capacidades creativas humanas y las pone a su servicio. “Una verdadera artista de las cuentas” (105), “Depositaba la fruta en las bolsas de una manera verdaderamente científica” (126), “Como un artista popular, como un tragafuego, como un músico” (127), “Era un cazador brillante, un experto en pistas, en rostros, en modales, en gestos, en intenciones, en formas” (137). Ciencia, arte, talentos y facultades:

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todo atributo humano aparece, así, redefinido en función de la máquina y a partir de su lógica. Aunque claramente de otro signo, también el botadero demarca un espacio que determina las subjetividades y los cuerpos de sus habitantes bajo la lógica que él establece. Después de cuarenta años de esfuerzo para sostener una vida de supervivencia como “costarricense”, Momboñombo decide no suicidarse sino arrojarse a la basura. Así llega al botadero e inmediatamente comienza su transformación. Tras algunos días de letargo, “el hombre recordó su nombre y lo retuvo en su mente sólo un momento. Ese nombre ahora era el nombre de otro; sobre él había perdido ese nombre todas sus funciones clasificatorias capaces de distinguirlo de los demás costarricenses” (16). Por eso, a continuación, “trabajó duramente unos momentos en la fabricación de un nombre nuevo que se ajustara a lo que estaba comenzando a ser” (17). Finalmente, y luego de un proceso de progresiva adaptación, su subjetividad termina por ser reterritorializada por completo bajo el régimen de significaciones imperante en el botadero: “Había matado su identidad, se había desecho de su nombre, de la casa donde vivió solo años de años, de su cédula de identidad, de sus recuerdos, de todo; porque el día que se botó a la basura fue el último día que sus prestaciones le permitieron simular una vida de ciudadano” (24). Ingresar en el mundo del botadero es, así, al mismo tiempo abandonar tanto Costa Rica, la nación, como la ciudad de San José en tanto espacialidad con una lógica dominante claramente diferenciada de la que caracteriza al botadero. Durante el período de huelga de los recolectores, muchos buzos de Río Azul se ven obligados a “entrar” en la ciudad para procurarse alimentos. Paradójicamente, ese pequeño y circunstancial desplazamiento pone de relieve la inmensa brecha que media entre ambos órdenes territoriales: “Las lineales aceras y las calles irremediablemente rectas les daban a los buzos una sensación de infinitud que los descompensaba. Una acera o la del frente no les decía lo mismo a los buzos que a los ciudadanos; para ellos la red de calles no implicaba ningún principio de orden” (98). Acostumbrados al encierro en el botadero, circunscriben sus movimientos a las distancias que conocen: “Al caminar en un espacio abierto, los buzos reproducían los límites del basurero y los pasos que allá debían dar para revolcar varias

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veces en el mismo sitio” (99). Lo que ocurre, en breve, es que “sencillamente manejaban el espacio a partir de otras coordenadas, su vista estaba especializada y su oído, atrofiado” (99). De aquí también que, si los espacios que definen el botadero, por un lado, y la ciudad, por el otro, señalan lógicas diferenciadas, al mismo tiempo sean maquinarias de producir corporalidades. Cuerpos altamente disciplinados —ya vimos—, los del súper; cuerpos orientados al autoabastecimiento, los del botadero. Después de su período de aprendizaje, Momboñombo podía distinguir entre un mendigo y un buzo sentados uno al lado del otro en sus harapos: el mendigo alza automáticamente la mano con la palma hacia arriba. El buzo la baja con la palma hacia abajo y los dedos como independientes, listos para agarrar. La mirada del buzo está conectada a su mano; la del mendigo está dirigida hacia aquel a quien apunta su súplica (111).

Tanto uno como otro dependen de una estructura urbana excluyente, pero si el primero expone, y con su gesto reproduce, su condición subalterna, el segundo enarbola una suerte de dignidad residual, la única que acaso le queda como desposeído: “El mendigo es una parásita que espera paciente la savia, mientras que el buzo es una planta carnívora que despide el aroma que atrae a las moscas, tomando sin pedir lo que la gente desecha” (112). Y, curiosamente, hacia adentro, en el país de los buzos, las instituciones de los “ciudadanos”, de los que habitan ese exterior que en su momento los ha expulsado, parecieran reinventarse, reconstituirse desde la precariedad (cfr. 83). Sin embargo, observamos que, a diferencia de lo que ocurre en Puerto Apache, aquí el signo que termina por imponerse es el de la parodia. Aquí también, una biblioteca como reservorio del saber occidental: la del Bacán. Aquí también, un cura y un ritual: el casamiento de Momboñombo y Única. Aquí también, celebraciones como el cumpleaños y la Navidad. Aquí también, la familia idealizada. No obstante, una biblioteca que desbarata las jerarquías culturales dominantes en el exterior: contaba con cientos de volúmenes inverosímiles, desde los Cuentos Petersburgueses de Gogol, firmado por un fulano que nunca leyó, hasta libros de quiromancia y las revistas dominicales de los periódicos nacionales; había también un tomo

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con la segunda parte de El Quijote, que el niño tenía haciéndole pareja a un libro gordo de cocina y un diccionario de términos botánicos del mismo espesor (40).

Si hay un cura, el Oso Carmuco, lo es ciertamente impostado. El ritual del casamiento guiado por él en clave burlesca, a su vez, es también ocasión para leer “mal”, para apropiarse, el relato bíblico. Así explica la expulsión de Adán y Eva del paraíso: Como habéis visto, hermanos, Dios echó a Adán y a Eva del paraíso porque algo sucio habían tirado por ahí; se comieron las manzanas prohibidas y dejaron el paraíso lleno de cáscaras y de semillas; pero Dios envió a un ángel con una escoba y los obligó a limpiar todo y a largarse, pero se tuvieron que llevar la basura con ellos. Después, Dios les dijo que se tenían que ganar la comida con el sudor de la frente, por eso siempre buscaban entre la basura, por si les había quedado algo que comer. Así pasó que cuando murieron dejaron la basura a sus descendientes y la basura fue pasando de esa forma de mano en mano, hasta que llegó a este basurero y esa fue la primera basura que hubo aquí, por eso es que nosotros buscamos la comida aquí (94-95).

El cumpleaños del “niño”, quien ya pasó los veinte años y tiene barba. Una Navidad con un árbol adornado con papel higiénico y latas de frutas, y regalos “reciclados”. Una familia “ideal” que vive de la basura. En conjunto, una red de connotaciones que apunta insistentemente a la carnavalización de los órdenes culturales imperantes en el exterior como herramienta crítica. Los exabruptos lúdicos y la parodia que priman en el basurero actúan, pues, como deformación especular de una moral ciudadana fundada en valores caducos o siempre hipócritas. En este sentido, y si se retoma a Lefebvre, el basurero asume el lugar simbólico de un contraespacio que simula paródicamente y exhibe las limitaciones de una ciudad regida por el consumo y las exclusiones. En ambos casos, tanto en Mano como en Única, señalemos para cerrar este apartado, los regímenes de encierro con los atributos y determinaciones arriba señalados se verán interrumpidos. En ambos textos, los personajes, por voluntad o fatalidad, se verán conducidos, finalmente, hacia el exterior. Este paso, sin embargo, pareciera abrir destinos disímiles. Si en Mano la ruptura con el súper sugiere una suerte de “liberación”, en el caso de Única el destino de los personajes queda en suspenso.

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El súper, como ya se advirtió, se comporta como una máquina que se ha emancipado del ser humano y que ahora lo somete. Hacia el final, cuando se aproxima el despido de los empleados, el narrador comenta que “el súper había entrado en una batalla definitivamente monetaria en contra de nosotros, exigiendo hasta lo indecible, imponiendo más y más funciones, [...] porque las ventas debían subir, subir, subir” (163). En ese espacio, dentro de la máquina de producir ganancias, los sujetos son vaciados de toda subjetividad y marcados únicamente “con el signo monótono del uniforme” (151). Allí no hay, pues, otro sentido de pertenencia o comunitario que el que imprime el ritmo del trabajo enajenado. La salida al exterior, sin embargo, pareciera producir en los empleados una reconciliación con la calle en tanto espacio público y una potencial recuperación del ejercicio de la ciudadanía. Una vez despedidos de sus trabajos, el narrador informa que “agrupados como banda indigente, caminamos de manera penosa por las calles que tanto despreciábamos (y temíamos) y que ahora empezaban a resultarnos insoportablemente familiares” (170); y, un poco más adelante, “Gabriel empezó a decir las primeras palabras después que se hubiera desatado la catástrofe. El estallido de su ira callejera nos devolvió una inesperada plenitud. [...] Aseguró que iba a implementar con urgencia una nueva organización” (175). Si el súper, el espacio de encierro y su racionalidad totalitaria, había anulado toda subjetividad disruptiva, el abandono de los miedos previos, el acceso a la calle, es decir, la vuelta a ese lugar emblemático de lo público, pareciera ser el motor para una reconstitución colectiva bajo otra lógica, una que el libro deja fundamentalmente en suspenso, pero que sugiere como una recategorización ampliada de lo nacional. En efecto, la sentencia de Gabriel que cierra el relato así lo expresa: “Vamos a cagar a los maricones que nos miran como si nosotros no fuéramos chilenos. Sí, como si no fuéramos chilenos igual que todos los demás culiados chuchas de su madre. Caminemos. Demos vuelta la página” (176). En Única la salida del botadero por parte de los personajes principales también acarreará consecuencias decisivas. La primera y principal de ellas es la muerte del Bacán después de los sucesos de la manifestación. El exterior aquí es, por lo tanto y en principio, a diferencia de lo que sucede en Mano, no solo territorio de exclusión y discriminación para

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los buzos, sino también causante de muertes. Sin el Bacán, el idilio familiar construido por Única se derrumbará inevitablemente. Esto, junto con un potencial cierre del botadero, conducirá, finalmente, a Momboñombo a abandonar con Única el asentamiento. No hay mayores datos sobre el destino de los personajes, pero lo que sí sabe el lector es que esa salida del Bacán, al igual que para los personajes de Eltit, es crucial tanto para la vida de Única como para el desarrollo del relato, ya que con ella se diluye el cronotopo: “Precisamente ahora que el gran basurero hasta le había prodigado al príncipe azul y ya se estaba haciendo a la idea de comer perdices; precisamente en ese momento le explotaba en pedazos la esfera herrumbrada y abollada de su mundo” (153).15

2.3.3 Dispersiones cronológicas Y si con el súper y el botadero la trama espacial de la ciudad que hasta no hace mucho podía ser imaginada como continua y relativamente homogénea, eventualmente opuesta a un exterior caracterizado como lo no urbano, aparece sensiblemente compartimentada, algo similar sucede con las temporalidades. Tanto en Única como en Mano las especificidades que adquiere el régimen temporal interno quedan una y otra vez destacadas. La dialéctica del ingreso/egreso, esencial —como se señaló— para la evolución de los argumentos, marca, pues, también el traslado de un sistema de tiempo a otro completamente disímil. El súper, con su iluminación regularmente pálida, sus olores y su dinámica cíclica, configura un ambiente atemporal, aislado de todo avatar histórico que no sea traducible en mayores ganancias. Allí el 15. Recordemos, al respecto, la importancia que Bajtin les asigna a los cronotopos para la estructuración de la línea argumentativa del relato: “¿En dónde estriba la importancia de los cronotopos que hemos examinado? En primer lugar, es evidente su importancia temática. Son los centros organizadores de los principales acontecimientos argumentales de la novela. En el cronotopo se enlazan y desenlazan los nudos argumentales. Se puede afirmar abiertamente que a ellos les pertenece el papel principal en la formación del argumento” (1989: 400). En este sentido, el abandono por parte de los personajes de un enclave espaciotemporal como los que estamos analizando señala también un giro en la trama argumentativa.

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tiempo sigue un ritmo maquínico que neutraliza no solo el que podría provenir de subjetividades aisladas, o incluso de las necesidades biológicas, sino también el que el ser humano se autoasigna con sus colectivos. El único que prevalece, finalmente, es el que queda establecido tiránicamente por ese órgano autónomo que conforma el súper. Sonia “estaba enferma. Ni mear podía. Especialmente ella que trabajaba encadenada a la caja. Porque si pedíamos permiso para hacer un trámite, si salíamos a respirar al jardín, si nos apoyábamos en los estantes, [...] nos despedían en el acto” (107). El sistema no se puede detener, debe cumplir siempre, día y noche —a veces los empleados están obligados a trabajar 24 horas seguidas (76)—, con su máxima de mejorar el volumen de ganancias, por eso, comenta el narrador, “nosotros teníamos que correr y volar por los pasillos para reponer” (163). En breve, un espacio que contiene y define también un orden temporal frenético que ignora las necesidades y condiciones de los sujetos que lo habitan con el fin de realizarse en su destino. La ciudad, aquella que sospechamos en el exterior, tendrá sus velocidades, pero el súper tiene la suya propia. Y —el mismo narrador lo advierte en sí mismo—, finalmente, se impone con su ciclicidad e infinitud: “El tiempo juega de manera perversa conmigo porque no termina de inscribirse en ninguna parte de mi ser. Sólo está depositado en el súper, ocurre en el súper. Se trata de un horario tembloroso e infinito que se pone en primer plano” (31). Si el tiempo en el súper toma en primer lugar la forma de una atmósfera fuertemente tensada y perceptible en cada párrafo, en Única numerosas intervenciones explícitas del narrador heterodiegético o de algún personaje acentúan el carácter específico, marcado principalmente por los flujos de la basura, que el mismo adquiere hacia dentro del botadero. Allí, por supuesto, no hay fechas ni calendario, ni siquiera Única, más apegada a los rituales del exterior, “estaba nunca al tanto de la fecha” (58). Cuando señala que “ya casi es diciembre” y Momboñombo le pregunta cómo lo sabe, ella responde simplemente: “¡Ay, no sé!, es que siento como hormigas en el culo” (58). Los cumpleaños se celebran sin regularidad alguna y sin que se sepa siquiera qué edad alcanza el homenajeado: “Este año, el cumpleaños de El Bacán se celebró en los primeros días de diciembre. Única lo celebraba cada año en un mes diferente [...]. La sorpresa lograba siempre euforia

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en El Bacán pero nunca le despertaba la curiosidad por saber cuántos años cumplía; eso no era importante y quizás sólo las entrañas profundas del basurero lo sabrían” (66-67). Las horas tampoco representan mucho en el país de los buzos; a Momboñombo “el tiempo era algo que cada vez le importaba menos, hasta le había regalado su reloj pulsera a El Bacán, quien no se molestó en lo más mínimo por aprender a leerlo pero se fascinaba viendo las agujas girar y girar sin propósito alguno” (65). Así, todas las convenciones temporales extendidas en mayor o menor medida en el exterior se ven en el botadero vaciadas de sus significados, atravesadas por la parodia, diluidas o simplemente redefinidas de acuerdo con la lógica allí vigente: “En el basurero regía otro tiempo. Los horarios estaban determinados por la afluencia de los camiones recolectores, que igual podían llegar a las seis de la mañana como a media noche o en la madrugada” (27). Los ciclos temporales, ya sea el de la nación, el subjetivo o el de la historia, quedan tanto en el botadero como en el súper suspendidos. Los espacios que ellos delimitan conforman de esta manera también regímenes temporales autónomos, independientes de lo que pueda suceder en el exterior, que condicionan a los personajes que los habitan. En el primero, la cronología imperante es cíclica, no hay un destino ni un pasado, únicamente regida por el ingreso y egreso de los camiones, pero también emancipadora de convenciones abstractas que no necesariamente responden a necesidades específicas o localizadas. En el segundo, el tiempo imperante es también parte de la maquinaria de opresión. Ella lo dicta y lo regula como si se tratara de una fuerza divina, acaso el nuevo compás global, fuera de cualquier comprensión humana. Solo la salida a la calle del final pareciera emancipar a los personajes de su tiranía. En cualquier caso, en Mano así como en Única los compartimientos espaciales marcan territorios sumidos también bajo tiempos propios, tiempos que no coinciden con ni respetan aquel que podría regir en un exterior, ya sea nacional o urbano, comprendido como una unidad homogénea. La ciudad toma, así, también la forma de un archipiélago de temporalidades ajustadas a ritmos de signos disímiles.

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2.3.4 (Super)orden y progreso Si el exterior del súper, imaginan los personajes, está regido por una incertidumbre anárquica, por la violencia social, la miseria e incluso por una sórdida fealdad, el súper se define también en negación a esos atributos, como la contracara impoluta de ese deterioro externo. El orden altamente custodiado que hacia dentro impera genera, así, una tranquilidad que las calles ya no pueden garantizar. Su atmósfera, en conjunto, conforma una burbuja narcótica dispuesta para apaciguar las percepciones de sus habitantes y transeúntes. Las olfativas: “Los olores industriales [...] caracterizan el espacio ambiguamente desodorizado del súper” (51). Las visuales: “[La luz] se ha empecinado en conducirme de manera violenta (pese a mi voluntad, en contra de ella) hasta su paraíso. Sí, quiere llevarme hasta su paraíso y, para conseguirlo, abusa de los dones que le fueron conferidos gracias a la jerarquía de su omnipotencia” (61). Las auditivas: “Por los altoparlantes se filtra la ambientación de una música carente de armonía que se resuelve como mero sonido aletargante” (61). Y, junto con ello, una geometría estrictamente regular, monótona, categórica. En el súper se impone la “impenetrable linealidad de los estantes” (47), mientras que el narrador dice: “Sigo acumulando la manzana tras un orden seriado y agotadoramente perfecto” (58). Se trata de un dispositivo impecable, sin fisuras, amenazado única, eventual y paradójicamente por la euforia consumista de los clientes: “Los clientes invalidan el tiempo que le he dedicado al orden programado por el analista (ese misterioso supervisor a distancia)” (14). Un racionalismo regulador que pone bajo su dominio también a los empleados: “Debo (es mi función) lucir limpio, sin sudor, sin muecas. ¡Cómo no! Es urgente cumplir con el deber externo de parecer pálido. Obvio. Bien peinado, preciso, indescifrable, opaco. Yo formo parte del súper —como un material humano accesible— y los clientes lo saben” (21). El súper se convierte, así, en una forzada utopía. Más precisamente, viene a sustituir aquella que había proyectado el positivismo latinoamericano de fines del siglo xix. La de aquel ideario que bajo un programa higienista había resuelto hacer de la ciudad un espacio “sano” por antonomasia, libre de enfermedades, anomalías y disturbios (Kohl 2006).

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Fracasado aquel proyecto, el súper de la globalización, al igual que el shopping, resuelve ese programa de idealismo político con resignación: las calles están perdidas, el espacio público se ha disuelto, la ciudadanía corrompido. El espacio homogéneo, inalterable y geométrico del súper toma, así, también el lugar renovado de la utopía liberal de un mercado autosuficiente, sin resistencias ni imperfecciones. Por eso, después de que Alberto fuera despedido por querer fundar un sindicato, el narrador comenta que “tenía las horas contadas en la casa. Nosotros no permitíamos cesantes. Ni enfermos” (90-91). Por supuesto no en el súper, pero tampoco en la casa de los trabajadores, donde la misma lógica evolucionista, guiada por el principio del rendimiento y la eficiencia, se ha impuesto. Frente a la utopía artificial del súper, el botadero pareciera definirse como su antinomia, como el territorio donde domina un amontonamiento caprichoso e irracional. Y en cierta medida es así, ya que, como se observó anteriormente, “las calles irremediablemente rectas” de la ciudad confunden y descompensan a los buzos (98). Sin embargo, como veremos en el próximo apartado, las fibras subterráneas que conectan a ambos espacios son, al igual que en el caso del asentamiento de Martini y el hotel de Fogwill, también muchas.

2.3.5 Localizaciones de la globalización. Hilos conectores Los clientes “acuden al súper a adquirir lo que tanto necesitan: la harina, el café, el té, la mermelada, el azúcar, el arroz, los tallarines, los porotos, la fruta, la sal, los garbanzos, los refrescos, la verdura, la carne” (20). Comestibles, juguetes, electrodomésticos, ropa, todo se puede conseguir en el súper. Y todo también, tarde o temprano, termina en el botadero. Reciclado, como los perfumes y el jabón de Única o el casual queque que llega al botadero para alegrarle el día a la familia de Momboñombo; o simplemente desechado para siempre y a la espera de que el proceso de degradación cumpla su ciclo. Bolívar Carreño señala que Mano de obra presenta “una subjetividad que se construirá a partir de la contrapastoral de la globalización: no hay tierra prometida ni de las oportunidades” (2006: 144). En efecto,

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los sujetos que han sido absorbidos por la máquina, emblemática de la propagación de un proyecto global fundado en el consumo, no solo se hayan lejos de ser redimidos por ella, sino que también pierden los relatos aglutinadores —como el de la identidad de clase del discurso sindical— que habían heredado de la modernidad. Pero Mano también muestra una de las formas en que la modernización neoliberal se manifiesta en las regiones postergadas del mundo, esto es, como una impostada y restringida asimilación de patrones de consumo que ocultan violencia, opresión y descomposición social. En tanto artefacto de gran escala que ocupa y modifica la espacialidad, representa también el lenguaje que se ha impuesto en la ciudad y que Momboñombo, de Única, no deja de advertir: “Estaba decidido a no salir más del basurero. [...] Temía también pasar por los lugares de toda una vida y hallarlos ajenos ya; sentir que entonces con nada se identificaba, más aún con la rapidez con que cambia San José, derribando el patrimonio histórico cada vez que hace falta un parqueo o una galería de tiendas” (Contreras Castro, 1994 [1993]: 75). Al otro extremo del vertiginoso ciclo de consumo que ahora atraviesa y marca el ritmo urbano, se halla el botadero como espacio donde se reúnen las excrecencias, y la dimensión negada de su nueva estructura, “la mala conciencia de la ciudad” (Contreras Castro 1994 [1993]: 12), se materializa. Porque también allí, en el dominio de la localidad más “abyecta”, el lenguaje de la globalización hegemónica se pronuncia por medio de los objetos. Así le comunica Momboñombo sus reflexiones a Única: Es como cuando, no sé si te acordás, los gringos querían venir a botar su basura aquí a Costa Rica, y eso sí era cosa seria, Única, era un barco del tamaño de San José que iba a venir hasta la mierda de basura... y ¿qué?, que la gente se paró de pestañas y nadie aceptó... bueno, hasta donde se sabe, porque aquí llega tantísima basura en inglés que a lo mejor sí aceptamos sin darnos cuenta (130).

Los nuevos flujos de la mercancía recorren la ciudad. Ella ingresa seductora y deseada por el súper y se despide envejecida y despreciada en el basurero. Pero siempre hay un nuevo comienzo, el flujo no se detiene, se reproduce a perpetuidad. Y con él también nacen nuevas “abyecciones” humanas: la de aquellas y aquellos que carecen de capacidades o recursos para seguir el ritmo del pulso modernizador.

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Porque, por supuesto, el espacio del súper se constituye como semipúblico. Todas y todos pueden en principio ingresar en él. Todos —como sucede en el imaginario liberal del mercado— pueden participar de él. Pero, sin duda, no todos de la misma manera, con los mismos recursos e incondicionalmente. Por eso, en el súper de Eltit hay “buenos” y “malos” clientes (20). A los otros, los que ni siquiera reúnen los requisitos para participar de esa comunidad en calidad de “malos”, les corresponde habitar el botadero, devienen buzos, y encarnan un tipo de subjetividad innombrada del paisaje global. Los viejos, con su movilidad y la agilidad para el consumo reducida, apenas son tolerados en el súper. El narrador se pregunta: “¿Qué hacen ellos (aquí) en el súper?, pues ciertamente —para qué mencionarlo— son escasas las posibilidades de que adquieran alguno de los productos. O si compran —si llegaran a comprar— su aporte va a ser insignificante, irrisorio, unas pocas mercaderías blandas que no los prestigian como clientes” (37-38). “Y los buenos clientes no ocultan su impaciencia cuando los ancianos impiden que ellos avancen con sus carros por los pasillos [...] enloquecen con ‘los viejos del súper’ y sus interrupciones” (39). Su ritmo reproduce el ritmo de lo local, los viejos patrones de consumo, y el de todos los que van a la zaga o no logran ajustarse al régimen de la modernización global. Momboñombo y Única también son viejos, pero, además, han fracasado como consumidores de segunda categoría. Única, en tanto “maestra agregada, pensionada a la fuerza a sus cuarenta y pico de años, por esa costumbre que tiene la gente de botar lo que aún podría servir largo tiempo” (14). Y Momboñombo, en tanto desempleado, “no planificó botarse a la basura, eso lo decidió más bien después de agotar todas las posibilidades de supervivencia de este mundo, cuando se dejó convencer de que ya no servía para nada” (25). El botadero, pues, como espacio que reúne tanto los residuos materiales como los humanos de una ciudad dominada por los exigentes códigos del mercado global. Un mercado que a todo le pone precio y que por eso también amenaza con invadir ese lugar que, para los buzos, al menos para ellos, se ha convertido en una heterotopía, en la posibilidad de reconfigurarse desde la exclusión como colectivo. Ante la inminencia del traslado, Momboñombo le escribe al presidente: “Lo dicen los periódicos todos los días, el basurero

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va a ser privado, o sea que lo más público del mundo, que es la basura, ahora resulta que va a ser privada y dicen que no nos van a dejar ni vivir ahí” (120). Así, al igual que en Urbana y Puerto Apache, los cronotopos que conforman el súper y el basurero, en tanto isla de consumo y de precariedad respectivamente, a pesar de los límites precisos, rigurosos, que demarcan sus dominios, se encuentran comunicados subterráneamente por los hilos de la ideología que domina y guía la evolución de la espacialidad urbana. Una ciudad mercantilizada, regida por las leyes de la oferta, la demanda y la competencia, produce, en uno de sus extremos, paraísos artificiales donde los sujetos se realizan como consumidores; en el otro, un territorio que metaforiza la condición más rasa de lo que por impericia o deseo no ha sabido adaptarse al nuevo orden. Allí, tanto en un espacio como en el otro, bajo el único denominador común de una globalización orientada por el consumo, el relato de la nación ha perdido por supuesto su fundamento. En el basurero: Momboñombo “no tenía garantías sociales, por lo tanto no se sintió nunca un costarricense” (25). Y en el súper, un vaciamiento semántico reterritorializador: Enrique hablaba con “una voz que conseguía darle una categoría nacional a los tarros de papayas e impregnar de fervor patriótico a los clientes” (159).

2.4 Síntesis y coda. Nuevas formas para pensar y actuar Hemos analizado en este capítulo un corpus textual en el que destaca la aparición de órdenes espaciotemporales que niegan críticamente la ciudad como un espacio continuo o siquiera relativamente homogéneo. Por medio de la elipsis que trazan al no enunciar la ciudad ampliada, estos textos ponen de relieve el deterioro de lo público, de las zonas compartidas que en la representación de la ciudad clásica hacían de elemento tonificador identitario y social. El mapa que emerge de estas ciudades textuales es, pues, uno constituido por islas, ya que lo que sí se manifiesta de forma explícita es la conformación de rigurosos límites que marcan dominios culturales aislados e incluso hostiles entre sí. Algunos, como el apart hotel o el country de Fogwill, permiten flujos

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de personas hacia otras territorialidades aparentemente distantes pero vinculadas a ellos gracias a la reconfiguración actual del orden global. Otros, como el basurero de Contreras Castro o el asentamiento de Martini, retienen a los sujetos que los habitan anclados en una localidad sensiblemente postergada, aunque de ninguna manera sean ajenos a las determinaciones de la globalización hegemónica. Entre ellos, entre el asentamiento y el apart hotel, entre el súper y el basurero, sólidas tramas fluyen sutilmente y ponen de relieve que las reterritorializaciones que construye la literatura latinoamericana actual surgen, todas, como efecto de un marco histórico en el que el relato de la nación, y el de la ciudad en tanto civitas, ha perdido sustento. Por razones de espacio, he optado por concentrar el análisis en una muestra reducida, pero ejemplar, de la emergencia de lo que he denominado cronotopos posnacionales. Bajo esta misma óptica, sin embargo, se podrían leer numerosas narraciones aparecidas en los últimos años en América Latina. En ellas los cronotopos pueden tomar diferentes configuraciones y remitir, por medio de su constitución referencial, a espacialidades urbanas específicas; sin embargo, lo que aparece de manera recurrente es la insistencia en que la ciudad, reconstruida como ciudad textual, se compone de fragmentos y que las fronteras de ser eventualmente simbólicas y/o delimitar un “extramuros” no urbano han pasado a ser materiales e internas. Con afán etnográfico, varios textos elaboran villas, favelas o comunas como espacios autónomos que niegan la ciudad que en principio las contiene. Subúrbio (1991), de Fernando Bonassi; Cidade de Deus (1997), de Paulo Lins; Capão Pecado (2000), de Ferréz; Inferno (2000), de Patricia Melo, cuentan por supuesto entre ellos. En el otro extremo, la literatura (re)construye textualmente islas de confort, oasis de “civilización”, como el de Las viudas de los jueves (2005), de Claudia Piñeiro.16 Pero, junto a estos órdenes cronotópicos que hoy

16. De aparición reciente es El muro (2013), una novela escrita por Maristella Svampa que también aborda el tema de los barrios cerrados. El caso es particularmente destacable, ya que con esta publicación Svampa, reconocida socióloga interesada en cuestiones urbanas, como lo acredita su estudio Los que ganaron. La vida en los countries y barrios privados (2001), retorna al tema desde un punto de vista ficcional.

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en día pueden resultar “esperables” o incluso “lugares comunes”, otros espacios toman la forma de enclaves aislados, de donde los personajes raramente pueden evadirse, que también desmienten la ciudad como un todo unificado por medio del espacio público. En Hotel DF (2010), Guillermo Fadanelli presenta un hotel que también es una suerte de comunidad posurbana. Con Hotel en Shangri-Lá (2004) y No shopping (2000), Octavio Escobar Giraldo y Simone Campos, respectivamente, articulan relatos ubicados dentro de centros comerciales que han sustituido los centros urbanos, que activan imaginarios de participación del “Primer Mundo” y que le dan la espalda a la ciudad como un todo. Yuri Herrera, en Trabajos del reino (2004), y Juan Pablo Villalobos, en Fiesta en la madriguera (2010), narran el encierro de narcos en espacios supuestamente comunicados con la ciudad pero definitivamente inexpugnables. Varios relatos y novelas recuperan el espacio barrio —volveré al punto en el capítulo V— como territorio de resubjetivación siempre amenazado por fuerzas externas. En Montserrat (2006), de Daniel Link, por ejemplo, el narrador redefine los límites del barrio según principios subjetivos y en confrontación con la administración estatal. M. aclara: Muchas personas suelen corregir nuestra afirmación de que vivimos en Montserrat, diciendo que en Independencia empieza Constitución, y como nosotros estamos, respecto de Independencia, dos cuadras hacia el sur, sería más lógico que nos adscribiéramos a esa circunscripción. Según la topología municipal el dato es cierto, pero cualquiera que conozca Constitución comprenderá que su ecología es radicalmente diferente de la nuestra, de modo que es un poco injusto meter todo en la misma bolsa [...]. Modificamos los límites del barrio según nuestra sensibilidad [...]. De modo que “nuestro Montserrat” no es el mismo que el de la Municipalidad de Buenos Aires (que, en esto, como en todo, se equivoca) (25-6).

Especialmente para el caso de Única mirando al mar, hemos destacado cómo estos espacios se insertan también en cronologías autorreferentes, desacompasadas en relación con las de zonas vecinas. Hacia dentro de estos espacios no existe por supuesto el tiempo de la nación, pero tampoco Tal operación argumenta en favor de una hipótesis en la que se sostiene mi trabajo, esto es, que las ciudades textuales producidas por la literatura son recursos altamente redituables para dar cuenta y pensar problemáticas urbanas contemporáneas.

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uno universal o trascendente. Algunos se han insertado en una temporalidad anónima y global, como el súper de Eltit, y siguen ritmos dictados por una globalización que promueve una modernización fundada en el consumo. Otros operan a ritmos extremadamente localizados y específicos. En este sentido, los barrios del conurbano bonaerense (re)construidos en El campito (2009), de Juan Diego Incardona, funcionan ejemplarmente como microuniversos sociales con temporalidades propias. Allí, uno de los protagonistas, al observar las celebraciones en el barrio Mercante, infiere que “algunos barrios del campito seguían calendarios diferentes, que probablemente eran doce barrios, uno por cada mes, y que si en La Sudoeste corría octubre era lógico que allí fuera mayo y, obviamente, en otras localidades vecinas junio, o agosto, o diciembre” (16). En “Parquecito” (2007), Aurora Arias narra una noche en el Parque Duarte de Santo Domingo, una “media isla” (37), otro régimen espaciotemporal autorreferente. Allí, los excluidos del proyecto nacional, personajes parias, confluyen: portadoras de HIV, mendigos, locas, jóvenes bailadores de reggaetón, adictos, exguerrilleros, extranjeras y extranjeros. Muchos de ellos “no salen del parquecito” (37), el cual conforma un lugar heterotópico donde, ante todo, el relato de la nación aparece vacío y parodiado. Allí, el exguerrillero desencantado se pregunta: “¿Pero defender qué?, la patria, ¿cuál, qué patria?, la de Duarte... [...] Toda mi juventud la perdí dizque defendiendo la Patria de Duarte, y ya ven” (32), mientras Pippen, poeta reguetonero a quien “han echado de varios lugares donde acude en busca de espacio para su movimiento” (33), declama: “¡Santo Domingo! ¡Ciudad! ¡Neoliberalismo!” (33). También el cine ha comenzado a narrar la ciudad a partir de sus fronteras y enclaves. La Zona (2007), de Rodrigo Plá, es ejemplar en este sentido. Un barrio cerrado, autosuficiente y fuertemente custodiado es en esta película el protagonista. Su aislamiento es tal que la legislación vigente en el exterior, la del Estado, si es que hay uno, hacia dentro de La Zona no representa ningún referente mayor. Las leyes que allí imperan son únicamente las que la comunidad que lo habita se autoasigna para sí de acuerdo con la contingencia de sus necesidades.17 Una variante destacable, sin embargo, 17. Otra película que coincide en poner en escena un barrio cerrado fue presentada en la Berlinale del 2014. Se trata de Historia del miedo, del director argentino Benjamín Naishtat.

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cobra forma en la película: la de la violación de las fronteras. Unos chicos ingresan al territorio del barrio cerrado, cruzan sus muros, con el fin de robar. El único que logra sobrevivir al intento queda, no obstante, atrapado en el interior. Después de varias jornadas de búsqueda por parte de vecinos armados que procuran hacer valer su ley, el adolescente es descubierto, asesinado y, finalmente, descartado como basura. Esta forma que adquiere el relato, la del cruce de límites y la consecuente confrontación violenta de órdenes socioculturales, se reitera, asimismo, con frecuencia en la literatura. Muchas veces, como incluso —aunque en una suerte de paradójica inversión— en el caso de Miguel,18 el protagonista de La Zona, ese cruce de fronteras actualiza un motivo clásico, es decir, la katabasis en su forma de viaje, descenso o ingreso al infierno.19 La llegada de Momboñombo al botadero es, en este sentido, también un proceso de aprendizaje. A su llegada, Única le informa: “El infierno es aquí... y ya ves, no cabemos todos. El infierno es aquí” (30). La novela de Patricia Melo ya mencionada convoca el imaginario desde el título. El testamento de la tormenta (1997), de Mario Wong, comienza con las siguientes líneas: “Escalera del infierno; bajar en las noches por el jirón Belén y el bulevar Quinca es descender al subsuelo. Visite nuestros subterráneos” (11). Una y otra vez, el ingreso a territorios o espacios desconocidos o ajenos, pero ahora siempre dentro de la misma ciudad, es representado en la narrativa reciente recuperando el modelo clásico consagrado en la literatura latinoamericana por Eustasio Rivera en La vorágine (1924).20 En Angosta (2003), de Abad Faciolince; en Scorpio city (1998), de Mario Mendoza. Si antiguamente la selva o la pampa, por un lado, y la ciudad, por el otro, eran concebidos como dos órdenes espaciotemporales completamente disímiles, la literatura actual, con su reajuste cronotópico, muestra que los desfasajes y atonías se han instalado en la ciudad. Y que, si actualmente hay territorios, y sistemas culturales asociados, 18. Alan Chávez, el joven que encarnó el papel del Miguel en La Zona, fue asesinado por la policía en el 2009. 19. Ángel Vilanova (1993) estudió la variación del motivo en la tradición literaria latinoamericana. En los tres casos ejemplares por él abordados, Cubagua (1931), Adán Buenosayres (1948) y Pedro Páramo (1955), el periplo reitera una misma matriz que va, del mismo modo que en La vorágine, desde un territorio presentado como urbano a otro dominado por la presencia de la naturaleza. 20. Para una lectura hoy ya clásica de La vorágine bajo este signo, véase Morales 1965.

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que escapan a la racionalidad occidental como en el pasado lo hacían los territorios indígenas percibidos como “naturales”, estos se encuentran ahora dispersos en la ciudad en la forma de “no go areas”. En “Lucas y los colores de la nieve” (2003), de Gonzalo Roncagliolo, un chico raptado temporalmente por un taxista cruza Lima de sur a norte, de los barrios que participan de la modernización “global” a los que todavía carecen de iluminación eléctrica (34). El itinerario adquiere, así, también la forma de un viaje temporal, desde la fase histórica de la actual globalización hasta una premoderna: “Conforme avanzaban, cada vez las casas le parecían más feas, las calles más sucias y los autos más viejos. Todo lo que veía parecía viejo, hecho hace miles y miles de años. Se imaginó que viajaba en el tiempo” (32). Si, como lo demuestran muchas narraciones de Jaime Bayly (entre otros, 1994, 1997), es que existe una continuidad que prolonga el barrio limeño de Miraflores, o alguno de los otros pocos que han logrado insertarse en el nuevo diseño global, no se da dentro de la geografía representada por Lima sino hacia el exterior y, más precisamente, en Miami. De allí a la Lima moderna no hay tanta distancia como la que existe entre esta y la que el chico de Roncagliolo se ve obligado a visitar. El esquema completo aparece de manera acabada en “La vida está llena de cosas así” (1996), de Santiago Gamboa. Sobre él, Catalina García-Herreros ha escrito que “es la historia de un desplazamiento Norte-Sur (Riqueza-Pobreza, Sol-Nubes, Calidez-Frío) por la troncal carrera séptima, pero también es más que eso. Es el relato de ese choque cultural entre dos estratos abismalmente diferentes que coexisten en una ciudad que alberga dentro de sí escenarios opuestos e irreconciliables” (2010: 642). Clarita, una joven bogotana que habita en la zona norte junto a sus padres, sale a dar una vuelta despreocupada en su auto. Este vehículo, que suele aparecer como el único medio habilitado para aventurarse en lo que antiguamente era caracterizado como espacio público, no le resultará, sin embargo, suficiente como para mantenerse alejada de las condiciones de vida de los “otros” que habitan la ciudad. Atropella a un hombre y para trasladarlo a un hospital se ve obligada a conducir en dirección a una zona jamás visitada con anterioridad por ella. Apenas le informan a dónde se tiene que dirigir, se despierta el alerta: “El corazón se le iba a salir del pecho. Esa

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dirección quedaba al otro lado de Bogotá” (84). Tiempo más tarde, al recordar la experiencia, comenta: “Yo había estado dos veces por esa zona yendo al Salón Rojo del Hotel Tequendama, pero de ahí para allá nunca. Ni siquiera la Catedral o el Palacio de Justicia. Los conocía de haberlos visto en televisión” (86). De tal modo que, solo por medio de esta última, Clarita tiene una leve sospecha de que su ciudad posee un centro histórico y que, más allá de él, la ciudad continúa a pesar de que desde ningún punto de vista sea la misma que la de ella. Visto desde el Sur, desde ese territorio tan distante y desconocido, su lugar natural de pertenencia, a su vez, se enrarece: “Mi casa, el Club, el barrio, Unicentro, me parecían lugares inalcanzables de los que había salido hacía tres vidas. El sur era para mí la boca del lobo” (87). Finalmente, el golpe emocional de haber cruzado tan densas fronteras y de haber visto cara a cara al “otro” se resolverá para Clarita con un traslado terapéutico y restaurador, similar al que realizan los personajes de Bayly cuando se asquean de Lima, a EE. UU. Ocurre que, al tomar la decisión de doblar en una calle desconocida, “Clarita perdió la última oportunidad de evitar lo que más adelante sólo el tiempo, un traslado definitivo a Boston, la tranquilidad y el psicoanálisis podrían curar” (84). En breve, un desplazamiento apaciguador que, como en Urbana, sirve para alejar la “locura” que produce conocer la cercanía de un “otro” indeseado. Nos hemos referido a estos espacios de encierro que solo pueden ser franqueados al costo de la violencia o la locura con el término de cronotopos posnacionales porque, además de constituirse como órdenes autorreferentes, tienden a redefinir las subjetividades que los habitan en términos que ya no coinciden con el de la nación o la ciudad como comunidades imaginadas amplias. Sin embargo, como se apuntó desde el principio, también nos interesa este recurso literario por su capacidad para proyectarse críticamente hacia el dominio extraliterario. Al respecto, recordemos con Bajtin que “son los cronotopos épico-novelescos que sirven para la asimilación de la verdadera realidad temporal (histórica, hasta cierto punto), que permiten reflejar e introducir en el plano artístico de la novela momentos esenciales de esa realidad” (1989 [19371938]: 402). Si la ciudad latinoamericana desde comienzos de los años 90 ha ingresado en una etapa de modernización selectiva guiada por

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iniciativas privadas que tiende a desconocer la importancia del espacio público, muchos relatos abordan esta emergente constitución espacial, ese “momento esencial de la realidad”, al recrearla críticamente como su objeto central y presentar contranarrativas de la modernización que promueve la globalización hegemónica. Algunos espacios o artefactos urbanos emblemáticos de la globalización reúnen ejemplarmente atributos que hacen a la nueva distribución urbana, pero al mismo tiempo toman la forma del modelo ideal a seguir por otros. Como lo ha señalado Teresa Caldeira, os enclaves fortificados incluem conjuntos de escritórios, shopping centers, e cada vez mais outros espaços que têm sido adaptados para se conformarem a esse modelo, como escolas, hospitais, centros de lazer e parques temáticos. Todos os tipos de enclaves fortificados partilham algumas características básicas. São propriedade privada para uso coletivo e enfatizam o valor do que é privado e restrito ao mesmo tempo que desvalorizam o que é público e aberto na cidade. São fisicamente demarcados e isolados por muros, grades, espaços vazios e detalhes arquitetônicos. São voltados para o interior e não em direção à rua, cuja vida pública rejeitam explicitamente (2000: 258-259).

La ciudad, así, adquiere la forma de un archipiélago con zonas intermedias estigmatizadas como territorios perdidos o, en el mejor de los casos, solo transitables en la seguridad que puede ofrecer, pero no siempre garantizar, el automóvil. Hacia dentro de shoppings, supermercados, casinos, hoteles o conjuntos cerrados el acondicionamiento de la atmósfera produce el efecto de realidad de que los estándares de confort y consumo de las zonas más beneficiadas del planeta efectivamente se han globalizado. Mientras que afuera, en una calle que ha sido abandonada a su suerte y que merece ser despreciada, proliferan los “males” y el “desorden”. Así, al referirse al modelo del shopping, Liliana López Levi señala que “el espacio apacible con fuentes, aromas florales y gente de andar tranquilo y sin prisas, no pertenece a un ámbito público, exterior, el que es de todos. Afuera están el tránsito, la mendicidad, la contaminación y la inseguridad. La gente se siente más segura adentro, en lo que se ha constituido como una idealización de la calle” (2006: 159). Los trabajadores de Mano lo constatan.

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Y si estos espacios constituyen islas de modernización o confort, otros espacios, muchas veces cerca geográficamente de los primeros, pero distantes por las condiciones generales en que ellos imperan, toman la forma de enclaves de exclusión igualmente inaccesibles. Al respecto, Raúl Antelo escribe que “villas y favelas integran y no integran la ciudad: su modelo de exclusión territorial es mucho más que la mera estática expresión de las desigualdades sociales clásicas, en la medida en que funcionan, para la economía, como una especie de la megamáquina de especulación inflando y expandiendo, moviendo, infinitamente, el capital en ellas invertido” (2013: 204). De tal modo que, como se pudo ver con Puerto Apache, estos territorios no son únicamente islas de postergación y marginalidad, sino también objeto de especulación y dinamizadores de la industria inmobiliaria, es decir, necesarios para el funcionamiento de la ciudad fragmentada. No hemos contado aquí con espacio suficiente para abordar ficciones que construyen imágenes de centros comerciales. Hotel en Shangri-Lá es precisamente uno de ellos. La población de una ciudad colombiana se atropella para participar de la inauguración del Megacentro Babilonia, seis historias personales confluyen, así, en él; finalmente, una bomba colocada por un grupo insurgente, es decir, la intromisión de la violencia que reina en el exterior, da por acabada la fiesta consumista. Por el gesto nihilista, destructivo y desencantado, Hotel posee elementos comunes con Urbana. Los espacios construidos en ambas ficciones como cronotopos altamente aislados y autosuficientes son repentinamente invadidos por fuerzas naturales o sociales provenientes del exterior. Sarlo anota que “tirar abajo un shopping center es imposible, porque iría en contra de la época de un modo utópico y revolucionario” (2009: 12), pero la literatura pareciera asumir muchas veces el mandato de producir una “revancha simbólica” enunciada desde la impotencia. Hemos analizado el súper de Eltit como una manifestación de la agresividad con que se impone el modelo dominante de la globalización en zonas periféricas del actual orden geopolítico internacional, pero muchos de sus atributos podrían encontrarse también en el Megacentro Babilonia. Sarlo se refiere a la similitud entre shoppings y supermercados en los siguientes términos:

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Si con algo hubiera que comparar su claridad, su racionalidad, sería con el supermercado. Son contemporáneos y tienen las mismas cualidades: eficiencia en el uso que deja pocos espacios residuales; apertura a recorridos que den la impresión de libres elecciones mercantiles y espaciales, claridad de los señalamientos, con signos e índices bien legibles de modo que el cliente de un supermercado o un shopping pueda usar otro sin dificultades, aunque se encuentre lejos, incluso en una ciudad diferente (o sobre todo en una ciudad diferente); definición de los perfumes, las luces y los sonidos a fin de evitar la injerencia de olores, sombras, penumbras o ruidos no contemplados por el programa. Y, sobre todo, la repetición: “La abundancia puede ser opresiva o euforizante, pero la repetición es siempre estética y el efecto que produce es misterioso” (2009: 32).

De tal manera que la destrucción ficcional de alguno de estos espacios, ya sea el hotel, el shopping o el supermercado, es también una respuesta simbólica y un modo de intervenir frente a la imposición de un modelo urbano que reproduce, sin considerar la diferencia local, espacialidades en todo el mundo bajo la única consigna de la maximización de ganancias. Precisamente en relación con los centros comerciales, pero fácilmente aplicable a otros de los artefactos emergentes, López Levi señala que dichos espacios semejan unos a otros por todo el mundo; las mercancías que ofrecen no tienden a reflejar la producción local, sino las grandes firmas internacionales, se aíslan de su entorno urbano y llevan al encierro físico y psicológico de la población que los visita. Los centros comerciales retoman el espacio arquitectónico de las galerías europeas del siglo xix, pero tienen su origen en la reestructuración urbana estadounidense desencadenada a partir de la invención del automóvil. Con el acceso masivo al coche, la industria de los centros comerciales tuvo un gran impulso y se cambiaron los patrones de localización establecidos hasta el momento (2006: 157).

En breve, es este “momento esencial de la realidad”, el de una instancia histórica que tiende a desentenderse de la importancia del espacio público, a producir compartimientos estancos dentro de la ciudad y a estratificarlos según su capacidad de acceso a los estándares de consumo modélicos, el que, precisamente, es absorbido y reelaborado críticamente en forma de cronotopos posnacionales por la literatura latinoamericana reciente. En este sentido, las ficciones que hemos analizado conforman también posicionamientos que cuestionan el concepto dominante de ciudad y que bien pueden contribuir a iluminar aspectos que, para la urbanística, la geografía o la sociología, quizás

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han pasado, al menos temporalmente, desapercibidos. Así lo entiende, por ejemplo, la misma López Levi, profesora de Geografía de la UNAM, cuando estudia Las viudas de los jueves para comprender mejor el funcionamiento de los conjuntos habitacionales cerrados. En los primeros párrafos del artículo destinado a tal fin anota que “geografía y literatura son dos disciplinas que se encuentran, se tocan y se alejan. A lo largo de la historia del pensamiento han caminado cerca una de la otra, pero sus vínculos no han sido lo suficientemente valorados. [...] Geografía y literatura, cada una a su manera, abordan la realidad y tratan de analizarla, reflejarla, describirla y entenderla” (2011: 2). Agreguemos —y corrijamos—: significarla, recrearla, transformarla. Las intervenciones de la literatura, frente a un espacio urbano en proceso de cambio abrupto, buscan producir correcciones simbólicas, añadir significados y confrontar las narrativas oficiales. Contribuye, al revelar tramas potencialmente ocultas o alterar desde la ficción las condiciones materiales empíricas, a la producción del espacio social mediante espacios representacionales. Esta literatura ha renunciado por supuesto a la denuncia, al gesto didáctico o mimético, para convertirse en productora de significados asociados con los espacios y, por eso mismo, a recodificar las valoraciones sociales que con respecto a ellos se hallan en circulación. Para concluir este capítulo y permitirnos a continuación ingresar “a pie” en lo que queda de espacio público en la ciudad latinoamericana, hagamos propio un pasaje de Gwen Kirkpatrick acerca de la narrativa de Eltit que podría ser trasladable a otros casos que hemos estudiado y que —considero— resume cabalmente el modo de actuar de estas ficciones: La diferencia que marca Eltit es la manera de acercarse a la materia prima, dejando atrás la literatura de denuncia, de exposé, de didactismo social. Busca, por el contrario, la ciudad apenas visible, como lo expresa en entrevistas con Leonidas Morales: “Tú puedes aportar a una ciudad posible, esa ciudad que no está contenida en los discursos más oficiales, o más institucionales, o más dominantes (...) no importa cómo lo pongas (...) y en la medida que tú intentas reponer, restaurar, rehacer ciertos espacios, de manera gozosa o de manera hiperdramática (...) tú puedes de alguna manera ampliar el concepto de ciudad” [...]. Para subvertir esta visión de la sociedad “normalizada” y “disciplinada”, Eltit narra los intersticios de la ciudad “sudaca”, la otra cara de la ciudad (2006: 37).

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Antes de levantar el menhir —llamado en egipcio benben, “la primera piedra que surgió del caos”— el hombre poseía una manera simbólica con la cual transformar el paisaje. Esta manera era el andar. Francesco Careri, Walkscapes 2002: 20

Los apologistas del paseo han enaltecido el acto de caminar al punto de convertirlo en una actividad con tintes literarios. Desde los peripatéticos hasta los flâneurs modernos, se ha concebido la caminata como poética del pensamiento, preámbulo a la escritura, espacio de consulta con las musas. Es verdad que en otros tiempos el mayor riesgo que uno corría al salir a caminar era, acaso, como relataba Rousseau en una de sus Meditaciones, ser arrollado por un perro. Pero lo cierto es que ahora, en la poco caminable y apenas literaria ciudad de México, el peatón no puede salir a la calle con el mismo buen ánimo que declaraba Robert Walser al inicio de su paseo. El peatón defeño ha de marchar al ritmo de la ciudad y demostrar la misma intención unívoca de los demás transeúntes. Cualquier modulación de su paso lo convierte en un blanco de sospechas. El que camina demasiado lento podría estar tramando un crimen o estar perdido. El que corre sin uniforme deportivo podría estar huyendo de la justicia, o bien, tener alguna urgencia escandalosa y digna de atención. Salvo aquellos que aún sacan a pasear a sus perros, los niños que regresan de la escuela, los muy viejos y los vendedores ambulantes, nadie en esta ciudad tiene derecho a la velocidad del paseo. Valeria Luiselli, Papeles falsos 2010: 39

The street is dead. Rem Koolhaas, “The Generic City” 1995: 1253

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3.1 Personajes a la deriva en la ciudad latinoamericana contemporánea. Contribución a un debate inconcluso1 Ya observamos con Andrea Jeftanovic que, en muchos casos, a la construcción de las ciudades textuales contribuyen los derroteros realizados por personajes a la deriva. Retomo sus palabras cuando señala que “en un número significativo de obras, este nudo semántico [el del espacio urbano] se presenta como derrotero o ruta que evidencia la constitución o desintegración del sujeto” (2007: 73). Este apartado está orientado, pues, a elaborar una reflexión teórica inicial sobre los atributos y problemáticas que presenta dicho fenómeno. Acaso a falta de mejores elementos, quizás por el hábito de aplicar mecánicamente categorías acuñadas en Europa a otros espacios culturales, o tal vez por resistencia a mayores reflexiones analíticas, muchas veces se ha leído esta trashumancia urbana que define a varios personajes que pueblan la literatura latinoamericana contemporánea en términos de flânerie. En una crítica más amplia, relativa al uso indiscriminado de Walter Benjamin en los estudios culturales latinoamericanos, ya advirtió Sarlo la existencia de “un murmullo donde las palabras flâneur y flânerie se usan como inesperados sinónimos de prácticamente cualquier 1. Poco antes de que concluyera este capítulo, apareció el libro de Graciela Speranza Atlas portátil de América Latina. Artes y ficciones errantes (2012). En el capítulo titulado “Ciudades” señala la importancia que ha adquirido la caminata en la narrativa y el arte latinoamericanos recientes. Al respecto, escribe: “Artistas y narradores recuperan la tradición del paseo urbano, el desvío o la deriva, para crear objetos y relatos porosos, capaces de albergar los desechos y las diferencias. En la marcha, componen fábulas que extrañan o reencantan el paisaje caótico o disciplinado, o simplemente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades latinoamericanas. Pero no siempre el futuro es sombrío: hay quien ha conseguido dar realidad material a utopías fabulosas de nuevos espacios aéreos habitables, ciudades flotantes que surcan el cielo como nubes” (81).

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movimiento que tenga lugar en el espacio público. Se habla de la flânerie en ciudades donde, por definición, sería imposible la existencia del flâneur” (2007 [2000]: 78). Se trata de que, como veremos en las páginas siguientes, las ciudades latinoamericanas y la práctica de andar a la deriva resultan, en principio, definitivamente incompatibles. Se trata también, como señala Valeria Luiselli en el epígrafe que introduce este capítulo, de que actualmente nadie en el DF mexicano “tiene derecho a la velocidad del paseo”. Partamos, pues, de la base de que la categoría es sin duda problemática. Lo cual, sin embargo, no niega que efectivamente las figuras que recorren ciudades textuales sin destino preciso se hayan convertido en un tópico recurrente. Ciertamente, ellas aparecen con frecuencia y no solo en los relatos ejemplares que analizaremos en este capítulo. Es precisamente por estas razones que no basta con denunciar el apresuramiento o la carencia de perspectiva analítica de la crítica especializada, sino que más productivo sería plantear la pregunta de por qué el flâneur, o algún símil, reaparece a pesar de todo. La crítica lo encuentra —y difícil es tacharlo de desacierto absoluto—, por ejemplo, en la narrativa de Fernando Vallejo: “Existe un elemento común a lo largo de la narrativa vallejiana, que es el carácter de flâneur de su narrador protagonista; quien camina por la ciudad aportando movilidad al espacio urbano mediante su práctica cotidiana” (Villena Garrido 2009: 81). Y también, ya con matizaciones tendientes a redefinir la categoría, en la literatura del subcontinente en general: Aunque es muy discutible la categorización de los nuevos sujetos como practicadores de la flanerie en Latinoamérica, sí se produce un devaneo callejero de tipo flaneur de parte de los personajes. Detectives y periodistas, en busca de la resolución de los casos, realizan recorridos urbanos, como parte de cierto proceso de disección visual de la ciudad. Esta actividad se liga a una interpretación que es propia de la función del detective, en ese sentido una nueva flanerie (Santos López 2009: 79).

Aceptemos, si se quiere, una cierta ligereza de la crítica, pero, ¿qué ocurre si las ficciones mismas poseen claves explícitas o implícitas que orientan la lectura para que los personajes sean concebidos como flâneurs o alguna suerte de neoflâneurs? Porque esto es precisamente lo

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que sucede en la novela colombiana Ese último paseo (1997) —título que, por cierto, convoca un juego de intertextualidad con Der Spaziergang (1917), de Robert Walser—: “En la Bogotá de ese año [1983], bastante diferente de la de hoy, caminar en plan de flaneur y turista al mismo tiempo era frecuente y bien visto” (Hernández Benavides 1997: 11). O así retrata su práctica el narrador homodiegético de Ídola: “A veces iba a matar el tiempo al centro, donde había ciertos puntos como algunos bares y librerías que me resultaban familiares, ligados al ayer, que me dedicaba a visitar sin otra inquietud que un extraño ocio como el del flâneur baudelariano desarrollado en el libro de Walter Benjamin” (39).2 Y algo similar en “A arte de andar nas ruas do Rio do Janeiro”, donde, al margen de que desde el título se registra una remisión a Franz Hessel y a la tradición, Augusto, el protagonista, “anda nas ruas o dia inteiro e parte da noite. Acredita que ao caminhar pensa melhor, encontra soluções para os problemas; solvitur ambulando, diz para seus botões” (593).3 ¿Cómo no interrogar estas caracterizaciones dado que, efectivamente, el contexto de emergencia de estos relatos y los escenarios, las ciudades textuales mismas, que recorren los personajes se presentan casi incondicionalmente como excluyentes? ¿Por qué descartar posibles abordajes de estos textos con el supuesto —justificado— de que la emergencia de personajes a la deriva en espacios definidos porque en ellos “nadie tiene derecho al paseo” no es más que una insalvable contradicción? Precisamente por eso, ¿no convendría formular la pregunta de qué permite que estas figuras aparezcan a pesar de los múltiples obstáculos y argumentos que las niegan? El interrogante inicial, pues, se impone por sí mismo: ¿cómo se explica la reaparición de tal figura en un contexto tan disímil al de su nacimiento —y ciertamente hostil— como lo son los desmesurados centros urbanos latinoamericanos de fines del siglo xx y comienzos del xxi? 2. Todas las citas de Ídola, de Germán Marín, provienen de la edición de 2000; a continuación, excepto que sea necesario, se registran sin más indicaciones que la página de aparición. 3. Todas las citas de “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro”, de Rubem Fonseca, son de la edición de 1994; a continuación, excepto que algún caso requiera otros datos, se registran sin más indicaciones que la página de aparición.

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Pues bien, permítaseme realizar una rápida excursión a algunos episodios de la tradición bibliográfica para tratar de dilucidar dónde radican las contradicciones y eventualmente aventurar una respuesta viable a tal incógnita. Constituye un lugar común que la figura del flâneur surge ligada al París decimonónico y que, según el mismo Walter Benjamin lo formuló en su célebre análisis, “sin los pasajes la flânerie difícilmente hubiera llegado a ser lo que fue”;4 es decir, que sin los pasajes parisinos como condición de posibilidad, la práctica del flâneur hubiera sido difícilmente concebible. Posteriormente, París siguió su evolución arquitectónica, el barón Haussmann aplicó su programa de modernización compulsiva y, consecuentemente, Benjamin decretó el desajuste con la realidad y/o anacronismo del posterior flâneur encarnado por Charles Baudelaire (cfr. 1991 [1974]b: 550). Adentrémonos unos pasos más en la bibliografía especializada. En su contribución al volumen colectivo The Flâneur (1994), Stefan Morawski afirma, al considerar la flânerie como un fenómeno exclusivamente europeo, “I have not heard, maybe because of ignorance, about anything similar in say Asiatic or African cultural history” (181). En la “Introduction” al mismo volumen, a su vez, Keith Tester da cuenta de la reaparición del flâneur en la literatura de ficción de Jean-Paul Sartre y Robert Musil en los siguientes términos: “Sartre was not alone with this appropriation of motifs which can be identified with the figure of the flâneur to try to say something about metropolitan existence in and of itself. Something very similar, although arguably much more ambitious, can be found in Robert Musil’s great synthetic novel The Man without Qualities” (1994: 10). De aquí se puede extraer, pues, una serie de apreciaciones. En primer lugar, el fenómeno comienza a ser registrado en un escenario diferente a París, aunque no fuera de Europa. Al margen de que en esta afirmación no aparezcan considerados cronistas latinoamericanos vinculados a la práctica, como Manuel Gutiérrez Nájera y José Santos Chocano, es oportuno subrayar dos factores de relevancia que retomaremos más adelante: el primero, que la figura del flâneur pareciera haber abandonado la experiencia real 4. “Die Flanerie hätte sich zu ihrer Bedeutung schwerlich ohne die Passagen entwickeln können” (1991 [1974]b: 538) (la traducción es mía).

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para trasladarse al espacio ficcional de la literatura; segundo, que ahora estamos frente a una “apropiación” de motivos que caracterizaban al nómada urbano del siglo xix para “decir algo sobre la existencia metropolitana”. Este desplazamiento del personaje de un contexto a otro, a pesar de las restricciones que, según Benjamin, la historia le fue imponiendo, le llama la atención a Tester, de tal manera que se ve obligado a observar que “there is a certain ambiguity concerning the historical specificity of the figure of the flâneur. On the one hand, there seems to be little doubt that the flâneur is specific to a Parisian time and place. On the other hand, the flâneur is used as a figure to illuminate issues of city life irrespective of time and place” (1994: 16). Especificidad y universalidad. La pregunta que motiva a Tester es, dado que Benjamin dictaminó la muerte del flâneur con la desaparición de los pasajes de París, qué factores determinan su reaparición en Sartre o Musil. El interrogante, no obstante, se le puede formular al mismo discurso benjaminiano del flâneur, ya que, según él, si bien su condición de posibilidad habría desaparecido con la eliminación de los pasajes, la racionalización del espacio urbano y la aceleración del tráfico producidos por las intervenciones modernizadoras de Haussmann, pocas décadas después puede volver a materializarse en el Berlín retratado por Franz Hessel en Spazieren in Berlin (1929) (cfr. Benjamin 1991 [1929]). Es decir, que la ambigüedad relativa a sus condiciones de posibilidad ya se encontraba presente en el mismo Benjamin5 o, como lo observa Tester al avanzar en su reflexión (1994: 16), en Baudelaire.

5. Al respecto, Harald Neumeyer anota que “las definiciones [de Benjamin] exigen una comprensión previa de los atributos del flâneur, a partir de la cual se deduce quién es flâneur y quién no. Sin embargo, con los atributos formales concretos que hacen a la figura del flâneur Benjamin resulta bastante impreciso, ellos varían” [“[Benjamins] Definitionen setzen bereits ein bestimmtes inhaltliches Verständnis des Flaneurs voraus, aus dem das Urteil darüber hergeleitet wird, wer Flaneur ist und wer nicht. Mit den inhaltlichen Konkretisierungen dessen, was die Figur des Flaneurs ausmacht, nimmt es Benjamin jedoch nicht allzu genau, sie variieren” (1999: 17) (la traducción es mía)].

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Al margen de que tanto los dadaístas como los situacionistas a partir de los años 50 y el grupo Stalker6 ya en los años 90 hayan encontrado en el libre andar una práctica simultáneamente estética y política, lo cierto es que la figura literaria, o algún derivado, no ha dejado de reaparecer, al menos si se la considera a partir de las señas que los mismos textos emiten en esa dirección y de una definición amplia como la que introduce Harald Neumeyer en su estudio del fenómeno: A partir de la definición mínima de que el flâneur deambula por la gran ciudad sin dirección ni meta, la figura del flâneur debe ser vista como un “paradigma abierto”. En tanto tal recibe por cierto atribuciones formales, sin embargo, no existe una configuración trascendente en la que la figura del flâneur tenga que basarse; no hay una esencia que lo determine; ningún tipo social con el que, definitivamente, se tenga que identificar: existen únicamente diferentes funciones que, dependiendo del texto y del contexto histórico, se le atribuyen al flâneur, y de las cuales, finalmente, resultan las determinaciones formales efectivas.7

Reaparece en Musil y Sartre, en Hessel y Walser, pero también —lo cual es aún más llamativo— con insistencia en la ciudad latinoamericana contemporánea, donde, como es innegable, por diversas razones las condiciones de posibilidad resultan en principio excluyentes o, en los términos de Sarlo, en ciudades donde “por definición, sería imposible la existencia del flâneur”. Como ya se advirtió, en principio se lo puede reconocer en Fernando Vallejo, en Rubem Fonseca o en Germán Marín referido incluso de modo explícito, pero, para 6. En continuidad con los situacionistas, el grupo Stalker fue fundado en 1993 por un colectivo de arquitectos, activistas y artistas vinculados a la Università Roma Tre con el fin de producir reflexiones acerca del espacio urbano a partir de la deriva y la creación de situaciones experimentales. 7. “Ausgehend von der Minimaldefinition, daß der Flaneur richtungs- und ziellos durch die Großstadt streift, soll die Figur des Flaneurs als ein ‚offenes Paradigma‘ gesehen werden. Als einem solchen kommen ihm zwar inhaltliche Attribuierungen zu, doch es gibt kein zeitloses Setting, in dem die Figur des Flaneurs aufgeht, kein Wesen, das ihn letztgültig erfaßt, keinen sozialen Typ, mit dem er ausschließlich zu identifizieren ist: Es gibt lediglich unterschiedliche Funktionen, die dem Flaneur in den jeweiligen Texten und historischen Kontexten zugewiesen werden und aus denen dann die vorgenommenen Inhaltsbestimmungen resultieren” (1999: 17) (la traducción es mía).

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nombrar solo algunos casos más, también en la narrativa de Gonzalo Celorio y Guadalupe Santa Cruz; en novelas publicadas en el mismo marco temporal como La villa (2001), de César Aira,8 o Boca de lobo (2000) y, fundamentalmente, Mis dos mundos (2008) o La experiencia dramática (2012), de Sergio Chejfec; en las películas Ronda nocturna (2005), de Edgardo Cozarinsky, y Rodrigo “D” No futuro (1990), de Víctor Gaviria. También, en una imagen cercana a la de un grupo de situacionistas, en Angosta, de Abad Faciolince. ¿Cómo se explica, pues, su reaparición, no ya en Viena o Berlín en las primeras décadas del siglo xx, sino en un espacio público altamente degradado, y rodeado por autos, balas, dealers, prostitutas y vendedores ambulantes? Como ya intenté sugerir, es posible responder con la hipótesis de que, al abandonar el contexto de su nacimiento, el personaje ha devenido ante todo una figura retórica, un recurso literario, independientemente de cuál sea el uso específico que se le quiera dar, especialmente fructífero para informar acerca de los atributos del espacio urbano y, sobre todo, del espacio urbano sometido a transformaciones abruptas. Si se considera que la consolidación del proyecto neoliberal en América Latina intentó ser un salto modernizador, excluyente y limitado, pero igualmente impactante y agresivo como el que tuvo lugar durante el proceso de modernización del París decimonónico, entonces es relativamente “natural” que la figura del flâneur, ahora en tanto “función literaria”, reaparezca precisamente para dar cuenta de las transformaciones y oponer un modo crítico de intervención, ya que, en su esencia y en términos generales, “the flâneur observes and seeks the meaning of his modernity” (Tester 1994: 16). De su modernidad, sea cual fuere, es decir, el proceso de modernización de los centros urbanos europeos a mediados del siglo xix o bien el más reciente en América Latina. Sucede que también para el caso de los situacionistas y el grupo Stalker, quienes ejercieron la práctica del andar en espacios que, ciertamente, ya

8. En 2014, cuando este capítulo ya había sido redactado, apareció la tesis de máster de Gwyn Bouwman dedicada al estudio de la reaparición del flâneur y su función, precisamente en la escritura de César Aira. Bouwman también revisa la observación de Sarlo relativa al uso no meditado de la categoría y destaca la función que la reutilización de la figura puede tener en el contexto de la globalización.

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no la favorecía, Gilles Tiberghien señala que “ambos grupos comparten su gusto por las investigaciones urbanas, su sensibilidad hacia las transformaciones contemporáneas y hacia los síntomas característicos de una sociedad en proceso de mutación, por no decir de ‘descomposición’” (2002: 11). Si las transformaciones espaciales y con ellas las mutaciones en los ordenamientos sociales son objeto de interés compartido por estos grupos, acaso su razón de ser, una motivación similar, de orden histórico, podría haber alentado la reaparición de la figura durante el proceso de inserción acelerada de América Latina en un nuevo diseño global y, consiguientemente, de redefinición de sus estructuras socioespaciales. En sintonía con estas observaciones, Anke Gleber recuerda que la aparición del flâneur es inseparable de la modernización capitalista de la Europa decimonónica: Flanerie was in fact coincidental with what was perhaps the most accelerated capitalist development in modern history, one that resulted in the emergence of various new dispositions, rapid urbanization and industrialization, and an increased influence of the visual upon our experience of reality. It is connected to such contemporary issues as the interpretation of images, visual literacy, power and public space, the female gaze, and the cultural definition of identity (1999: vii).

Modernización capitalista y urbanización acelerada, bombardeo de imágenes, relaciones de poder, espacio público y redefinición de la identidad cultural: todos elementos que de alguna u otra manera también serán centrales en la transición hacia el siglo xxi en América Latina. Y el ejercicio de deambular por la ciudad con el afán de recolectar imágenes y percepciones relativas a la evolución de estos elementos, independientemente del contexto en el que tenga lugar, no es otra cosa que leer en la materialidad del espacio los atributos de una conciencia histórica o, como acaso lo formularía Lefebvre, que revelar la ideología interviniente en la conformación de la espacialidad dominante. Como observa Susan Buck-Morss, esta fue precisamente la razón que impulsó el Passagen-Werk (1982), de Walter Benjamin: The covered shopping arcades of the nineteenth century were Benjamin’s central image because they were the precise material replica of the internal consciousness, or rather, the unconscious of the dreaming collective. All of the errors of bourgeois consciousness could be found there (commodity fetishism, reification,

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the world as “inwardness”), as well as (in fashion, prostitution, gambling) all of its Utopian dreams (1989: 39).

Esta, con la particularidad de que lo que ahora se explora son las transformaciones espaciales producidas en el contexto de modernización neoliberal, es también la que impulsó el reciente boom de la crónica urbana latinoamericana y el de ficciones en las que personajes a la deriva recorren ciudades textuales más o menos referencialistas, realistas o imaginarias. Las dificultades naturales para ejercer la práctica en la ciudad fáctica o un simple desinterés —no es intención de este trabajo indagar los alcances de su realización efectiva— encuentran, así, una compensación en la dimensión ficcional que ofrece la literatura. Ahora bien, con estos desarrollos no he intentado anunciar un renacimiento enfático del flâneur, sino antes reflexionar sobre las motivaciones que se hallan tras la aparición de personajes a la deriva en aparentes condiciones de imposibilidad. Creo que el hecho de que estas figuras estén innegablemente presentes y que sean herramientas de exploración de la materialización de una conciencia histórica no implica que automáticamente deban ser leídas como flâneurs, al menos sin las adjetivaciones pertinentes. Stefan Morawski advierte que “in the present stage of the cultural domination of mass products, when there occurs a total submission to (and identification with) the rules of mass media communication, flânerie came full circle and became useless and out-of-date” (1994: 196), con lo cual establece, incluso para el contexto europeo, una falta de empatía entre el personaje y el escenario histórico. Una falta de empatía que, sin embargo, no la estaría anulando, sino más bien distinguiendo como “anacrónica”. El neoflâneur, aquel que sigue deambulando por los territorios urbanos y no el de los espacios virtuales, del siglo xxi es fundamentalmente “anacrónico”, por momentos ridículo, pero muchas veces, en especial para el caso latinoamericano, paródico. Veremos en los próximos apartados qué características y funciones son propias de esta flânerie “anacrónica”, pero dejemos constancia, para concluir esta introducción, de un paralelo que podría resultar iluminador. Las figuras que analizaremos a continuación bien podrían ser concebidas, en un sentido estricto, como quijotes posmodernos, en tanto que aquellas como este, al encontrarse claramente desfasadas en

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relación con su contexto histórico y cultural, operan simultáneamente como crítica y parodia, como ironía y toma de conciencia. Funciones que, como no ha dejado de ocurrir con El Quijote (1605) en sí mismo, no pueden pasar desapercibidas para la crítica. Del mismo modo que en el capítulo II, los apartados que siguen a continuación están organizados de acuerdo con razones fundamentalmente prácticas. Otros cruces y diálogos serían sin duda posibles y productivos, pero con el fin de sostener una línea argumentativa trasparente he optado por seleccionar algunos rasgos específicos para agrupar las narraciones en dos secciones diferentes: la primera, centrada en La Virgen de los Sicarios (2001 [1994]) y “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro” (1994 [1992]), donde resalto la tensa pero finalmente efectiva interacción entre los paseantes letrados y su entorno; y la segunda, dedicada a Ídola (2000) e Y retiemble en sus centros la tierra (1999), donde la nostalgia por órdenes pretéritos y la imposibilidad de reconciliación se imponen. Para concluir, trataré de ofrecer una síntesis panorámica y transversal.

3.2 El arte de pasear entre sicarios: La Virgen de los Sicarios (1994) y “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro” (1992)9 3.2.1 Fernando y Augusto. Andar a pesar de todo La Virgen de los Sicarios (1994), de Fernando Vallejo, es, entre las novelas publicadas en las últimas décadas en América Latina, indudablemente una de las más frecuentadas por la crítica. No obstante, pocas lecturas han sabido tomar distancia de su nivel más visible para tratar de desentrañar significados que trascienden la figura del sicario y la tematización explícita —exhibicionista incluso— de la violencia —tópicos que, por cierto, considerados dentro del corpus vallejiano

9. Algunos argumentos expuestos en este apartado fueron desarrollados con anterioridad en Calle 14. Revista de investigación en el campo de arte (cfr. Locane 2012).

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signado por la recurrencia de la memoria individual y las referencias autobiográficas, resultan anómalos—. La lectura que aquí expongo retoma postulados de Aileen El-Kadi (2007) y Victoria Orella DíazSalazar (2008) y se aparta de las más habituales. De manera similar, la producción de Rubem Fonseca ha sido estudiada, principalmente, desde enfoques que ponen la tónica sobre la tematización de la violencia urbana, incluso en paralelo con la narrativa de Vallejo (cfr. Pacheco Gutiérrez 2008). Aquí intentaré seguir una línea alternativa. La frecuencia con que en la producción de Vallejo aparece una figura actualizada, imperiosamente problemática, del flâneur ha sido —como ya se señaló— destacada en diversos estudios. Por su parte, Jean Luiz Neves Abreu, al referirse a “A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro”, de Fonseca, apunta que “em suas andanças pelo centro da cidade Augusto – personagem que assume o papel de flâneur no conto de Rubem Fonseca – registra tudo o que vê e reconstrói, assim como Macedo, a memória das ruas” (2004: 36). Al margen del nivel de pertinencia de estas observaciones, lo cierto es que tanto Fernando como Augusto son personajes que recorren vagando a la deriva ciudades de Medellín y Río de Janeiro representadas de un modo referencialista, es decir, actualizadas en la ficción, de manera que sus esquinas, sus calles, sus artefactos urbanos y sus plazas son perfectamente identificables en la ciudad fáctica. En muchos casos, el destino de los desplazamientos de Fernando resulta ser una de las tantas iglesias de Medellín, en otros, el personaje simplemente se lanza sobre la geografía urbana a inspeccionarla, a documentarla, con su ojo crítico/clínico. Augusto, por su parte, escribe un libro titulado de la misma manera que el cuento y en su andar “olha com atenção tudo o que pode ser visto, fachadas, telhados, portas, janelas, cartazes pregados nas paredes, letreiros comerciais luminosos ou não, buracos nas calçadas, latas de lixo, bueiros, o chão que pisa, passarinhos bebendo água nas poças, veículos e principalmente pessoas” (594). La función —siempre conflictiva— de estos paseantes es, por lo tanto y en principio, documentar los territorios por los que se mueven, observarlos, experimentarlos en primera persona y, eventualmente, convertirlos en objeto de reflexión. A su vez, la insistencia con que Fernando contrasta las imágenes que presencia a diario con las archivadas en su

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memoria como recuerdos de infancia da cuenta de un sentimiento de pérdida y de alienación que aparece formulado por el personaje como un interrogante en las primeras páginas de la novela: “¿Pero por qué me preocupa a mí Colombia si ya no es mía, es ajena?” (9).10 La preocupación por algo que creía suyo —Colombia, Medellín, Sabaneta— y que después de treinta años de exilio ya no le pertenece es, pues, objeto fundamental de su meditación; lo cual también, acaso implícitamente, incluye la pregunta por cómo restablecer ese lazo. En cuanto a Augusto, si bien el personaje pareciera encarnar antes un espíritu “niilista” (599) y desesperanzado, en contraste con el nostálgico que representa “o Velho” (cfr. 616-617), también es cierto que con la escritura de su libro persigue un objetivo explícito: “Augusto quer encontrar uma arte e uma filosofia peripatéticas que o ajudem a estabelecer uma melhor comunhão com a cidade. Solvitur ambulando” (600). De tal suerte que en ambos casos la pregunta por la reconstitución de canales de comunicación con la ciudad, la necesidad de un reencuentro, es uno de los impulsos centrales que conduce a los personajes en sus errancias. Un impulso lo suficientemente intenso como para motivar sus marchas, pero no como para quitarles su cuota de ridiculez o terquedad, pues los obstáculos que se les presentan, tanto a Fernando como a Augusto, convierten sus prácticas, además de en algo anacrónico, en epopeyas de alto riesgo y, por lo tanto, únicamente explicables por una pulsión irracional e incontenible. Es que, como sucede —al menos en la representación de algunos de sus habitantes o medios de comunicación— en la metrópolis latinoamericana de fin de siglo, en las ciudades textuales que recorren nuestros personajes se pasea al precio de poder ser asaltado o alcanzado por una bala gratuita. Por eso, “nas ruas desertas é preciso andar muito depressa” (602) o correr el riesgo de Fernando: “Vagando por Medellín, por sus calles, en el limbo de mi vacío por este infierno, buscando entre almas en pena iglesias abiertas, me metí en un tiroteo. [...] Pasé ileso, sano y salvo, y seguí sin mirar atrás porque la curiosidad es vicio de granujas” (32). O simplemente atropellado por un vehículo: “Y así 10. Todas las citas de La Virgen de los Sicarios son de la edición 2001; a continuación, se registran sin más indicaciones que la página de aparición.

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voy por estas calles de Medellín alias Medallo viendo y oyendo cosas. Desquitándole a la muerte, cruzando rápido antes de que me atropelle un presunto carro” (46). Y en la Río de Augusto: “Em todas as ruas da cidade os automóveis batem uns nos outros à procura de espaço para se locomoverem e passam por cima das pessoas mais lentas ou distraídas” (621). A pesar de todo, ver y oír. Con los sentidos alertas. El personaje a la deriva registra, documenta, y para ello recurre a su cuerpo, lo expone y lo lleva al límite. En la ficción. Porque, a diferencia de lo que sucede en la ciudad empírica, las ciudades textuales ofrecen esa posibilidad de consumar un imposible: andar, hacer uso de esos espacios públicos de cuerpos urbanos marcados por el vértigo y los miedos, es para Augusto y Fernando —en un ademán claramente compensatorio— realizable a pesar de todo.

3.2.2 Ciudades bárbaras, norma lingüística y pedagogía Pues bien, concedido que tanto Fernando como Augusto encarnan figuras descontextualizadas de paseantes que desafían las condiciones en las que se mueven y que algunas de las funciones de sus periplos son documentar los territorios que recorren, hacer uso del espacio público a pesar de las múltiples resistencias que se les oponen y, con esto, activar mecanismos de reencuentro con ciudades que se les presentan enrarecidas y hostiles, consideremos ahora en más detalle cómo opera esta dinámica y qué significados va produciendo el desplazamiento. Fernando se autocaracteriza como un gramático, más aún, como “el último gramático de Colombia” (70). “Colombia, país de gramáticos” reza un célebre dicho que recuerda, pero que al mismo tiempo disimula, la sólida trama de saber —especialmente lingüístico— y poder que sirvió para establecer los fundamentos del Estado moderno colombiano a fines del siglo xix (cfr., entre otros, Uribe 1997). Los custodios de la norma gramatical fueron en aquel momento, “en este que fuera país de gramáticos, siglos ha” (27), también los custodios del orden conservador. Fernando no solo se identifica como el último descendiente de esa casta aferrada al poder, sino que bajo el tutelaje simbólico de su “viejo amigo don Rufino José Cuervo” (20) somete

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a escrutinio y crítica permanente el lenguaje popular que escucha en las calles de Medellín. De un modo similar, Augusto es retratado por el narrador como un escritor letrado con una decidida, aunque disparatada, vocación pedagógica. Por eso, “além de andar ele ensina as prostitutas a ler e a falar de maneira correta. A televisão e a música pop tinham corrompido o vocabulário dos cidadãos, das prostitutas principalmente. É um problema que tem de ser resolvido” (600). Frente a la cultura popular de masas, a la “corrupción” de las poblaciones llevada a cabo por ella, tanto Fernando como Augusto enarbolan una pedagogía aferrada a la palabra escrita y a la corrección gramatical como referentes y recursos civilizatorios por excelencia. Y, vinculada a ella, ciertamente, una jerarquización que les reasigna, en tanto representantes de un tipo de saber —formal, libresco—, un estatus privilegiado o, al menos, de guías sociales. Estas particularidades que distinguen a los personajes y que al mismo tiempo los insertan en un modo específico de interacción con sus entornos ubican los relatos, como lo ha analizado Díaz-Salazar (2008) para el caso de La Virgen, en una serie semántica de mayor alcance que remite a la fundación y posterior desarrollo de la ciudad letrada según lo ha formulado Ángel Rama, pero presentado como proyecto fracasado o, acaso, cruzado por un rotundo hemistiquio: “ciudad”, por un lado, y “letrado”, ahora, como su contracara. Así lo expresa DíazSalazar para referirse a Fernando: “La figura del narrador representa de forma problemática —estableciendo un diálogo entre el pasado y el presente— la doble función que durante el siglo xix tuvieron los intelectuales orgánicos” (2008: 282). En sus recorridos urbanos, Fernando advierte a cada paso que el territorio que había sido concebido como refugio de la palabra escrita y centro de irradiación de un proyecto de país ha sido colonizado precisamente por quienes habían ocupado los escalones más bajos del orden imaginado. En la misma línea, El-Kadi afirma que “lo central es destacar que a lo que se opone el intelectual es a la otredad inferior, negativa, pero que ha tomado los espacios que el narrador consideraba exclusivos de su cultura” (2007: 9). Esta apreciación, algo apresurada —avanzaremos sobre ella más adelante—, adquiere en “A arte de andar”, a su vez, matices específicos que conviene destacar. “Augusto, que nasceu e foi criado no centro da cidade, anda

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que numa época mais luminosa” (614), es decir, en tanto letrado gestado en el corazón simbólico de la ciudad y por lo tanto como su “hijo legítimo”, comparte el territorio que habita y recorre con personajes que se han “apropiado” de él. Todos sin duda hacen sus contribuciones a la transformación del paisaje que advierten tanto Augusto como o Velho, pero no todos de la misma manera. Por un lado, “o pastor Raimundo [que] migrou do Ceará para o Rio de Janeiro quando tinha sete anos, junto com a família que fugia da seca e da fome” (596) es representante de una cultura popular, la religión evangelista, que ha ocupado espacios simbólicos de la ciudad tradicional, como lo son los cines, y aspira también a llegar a los sectores más exclusivos como la Zona Sul —“Um dos sonhos de Raimundo é ser transferido do centro para a Zona Sul e chegar ao coração dos ricos” (596)—. Una cultura popular en expansión, llegada desde el nordeste y de origen campesino. Pero, por el otro, también algunos de los numerosos sintecho que ocupan las calles con refugios precarios, que se encuentran en mayor o menor medida organizados y que cuando explican que “ninguém vai mexer com a nossa casa, [ya que] faz parte do ambiente”, Augusto “entende bem o que Benevides lhe diz em seu infindável abraço, ele também não sairia do centro por nada” (614). Es decir, figuras, por otro lado, que parecieran haber sido asimiladas al “yo” de la ciudad, acaso por insistencia, como “hijos naturales”. Al margen de esta diferencia, el factor lingüístico resulta en ambos casos determinante para las dinámicas narrativas. Puesto que “al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma” (79), el hábito de Fernando de corregir lo que oye en su deambular urbano o el de Augusto de señalar los errores ortográficos en los grafitis (600), es también corregir el desviamiento de la sociedad. La voluntad restauradora de una norma lingüística aristocrática y, al menos para el caso de Fernando decimonónica, implica, asimismo, un cierto deseo de desandar la “involución” y retornar al viejo orden. De este modo, ambas narraciones se inscriben también en un entramado literario-político de gran densidad simbólica, es decir, la línea trazada por la vieja dicotomía civilización-barbarie. Allí se inscriben, pero al mismo tiempo, cada una a su manera, como se anticipó en el primer capítulo de este trabajo, lo reformulan.

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Frente a Fernando y a Augusto, pero también junto a ellos, se halla la “barbarie”. El espacio latinoamericano que en el pasado había servido para demarcar competencias, jerarquías y funciones, desdoblado fundamentalmente entre campo/selva/sertão y ciudad, se ha comprimido de manera tal que ahora ambos universos culturales se ven obligados a compartir un mismo territorio. El campo ha sido abandonado, Raimundo es testimonio de ello, y en la ciudad, fundada originalmente como centro de difusión e imposición de una ideología civilizadora de raigambre europea, ahora se encuentran a diario, a cada paso —para quien camine—, letrados e iletrados, “civilizados” y “bárbaros”, prostitutas analfabetas y escritores, sicarios y gramáticos. Al respecto, Fernando observa: Cuánto hace que se murieron los viejos, que se mataron los jóvenes, unos con otros a machete, sin alcanzarle a ver tampoco la cara cuartiada [sic] a la vejez. A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque de “la violencia” y fundaron estas comunas sobre terrenos ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De “la violencia”... ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De lo que venían huyendo era de sí mismos (119).

Así, la clasificación racial y social y la subsecuente jerarquización dejada por el orden colonial se encuentran, para Fernando, en el origen del mal. A su vez, la superposición, la hibridación, de los elementos que conformaban aquel orden ha acentuado el conflicto: “De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro. [...] Ésa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro” (129). La ciudad ha devenido, así, como en un oxímoron de pesadilla, “bárbara”. Esta tendencia, apreciable en ambos relatos, adquiere, sin embargo, especificidades en cada uno de ellos. Nos detendremos en ellas más adelante. Señalemos en esta instancia que lo llamativo, la contradicción acaso, reside en que las prostitutas analfabetas, Kelly, y los habitantes de las calles que visita Augusto, y Alexis, como contracara, pero fundamentalmente como compañero afectivo de Fernando, representan la encarnación más contundente de esa “barbarie” que ha invadido la ciudad y corrompido el lenguaje. Es decir, que ocupan tanto un lugar

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de oposición como uno de intimidad o cercanía con los protagonistas; oposición en tanto letrados, pero empatía en tanto usuarios obstinados del espacio público urbano. Veremos a continuación cómo cada una de las ficciones resuelve la paradoja.

3.2.3 ¿Hacia una reconciliación? Dos propuestas Uno. Nacido en alguna de las comunas que ahora conforman “el abrazo de Judas” (118) que rodea a la ciudad letrada devenida “bárbara”, degradada, Alexis, al igual que Wílmar, es descendiente directo de esa población de origen campesino denostada por el narrador. Fernando, por supuesto, lo advierte: “Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje universal del golpe. Eso hace parte de su pureza intocada. Lo demás es palabrería hueca zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga” (31). El lenguaje del “otro”, como en tiempos bíblicos, es retratado como jerga o sublengua, es cierto, pero en esa “carencia” de saber letrado Fernando también halla un fuerte atractivo: “Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño” (64). El rechazo, el desprecio que Fernando siente por la cultura primitiva y violenta que ha ocupado lo que él creía propio debe ser, pues, matizado. Rechazo, sí, pero también atracción. Y, puesto que el sicario a la vista de Fernando siempre aparece erotizado, deseado, lo que moviliza a Fernando por la geografía castigada de Medellín es también deseo. El impulso que lo obliga a salir y recorrer las calles se explica también por una necesidad de contacto físico con las expresiones culturales de ese “otro” cercano que ha sido históricamente reprimido y ahora se manifiesta de un modo incontenible, desbordante, y —para recurrir a un término freudiano— siniestro.11

11. La categoría de Sigmund Freud das Unheimliche resulta de difícil traducción al español. A falta de mejores opciones, se ha privilegiado el término “lo siniestro” y así se ha difundido en el ámbito hispanohablante. En algún caso también podría considerarse válido “lo inhóspito”.

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En referencia al fenómeno, Díaz-Salazar sostiene que “aquel sujeto al que se le había dejado fuera de la comunidad nacional que se construyó a partir de las constituciones, ese no ciudadano, por no ser sujeto de la ley —ley que no podía comprender, ya que eran leyes escritas— hace su aparición como lo reprimido —con todo su sentido amenazador— en la escena urbana” (2008: 286). Esa emergencia de lo reprimido, incluso con todo su carácter amenazador, posee, sin embargo, un marcado componente erótico que no es registrado por Díaz-Salazar. Del mismo modo que en Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco, una novela que con frecuencia ha sido leída en paralelo a La Virgen de los sicarios, el sicario/la sicaria es retratado/a como un objeto de deseo claramente erotizado. Lo “bárbaro” reaparece. Lo invade todo, y, a pesar de los temores atávicos que despierta en el último sobreviviente de la ciudad letrada, seduce. La cadena semántica atracción-represiónamenaza-reaparición decanta precisamente en lo que Freud caracterizó como das Unheimliche, puesto que “siniestro sería todo lo que debería haber permanecido como un secreto oculto, pero que se ha revelado”.12 El lado reprimido del yo nacional, relegado a los extramuros del refugio urbano, se ha manifestado y reactualiza su vínculo indisoluble con una cultura letrada que lo ha creado como desecho y contraimagen. “El carácter de lo siniestro”, sostiene Freud, “únicamente puede deberse a que el doble es una proyección perteneciente a una historia primigenia superada que en aquel momento poseía un sentido más amable. El doble ha devenido una imagen de espanto, así como los dioses después del derrocamiento de su religión devienen demonios”.13 El doble es lo que aparentemente se había superado y lo que vuelve. Es también, como Wílmar, en tanto duplicación de Alexis, a lo que irremediablemente vuelve Fernando.

12. “Unheimlich sei alles, was ein Geheimnis, im Verborgenen bleiben sollte und hervorgetreten ist” (1955 [1919]: 236) (la traducción es mía). 13. “Der Charakter des Unheimlichen”, sostiene Freud, “kann doch nur daher rühren, daß der Doppelgänger eine den überwundenen seelischen Urzeiten angehörige Bildung ist, die damals allerdings einen freundlicheren Sinn hatte. Der Doppelgänger ist zum Schreckbild geworden, wie die Götter nach dem Sturz ihrer Religion zu Dämonen werden” (248) (la traducción es mía).

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El derrotero de Fernando por la ciudad está signado, por lo tanto, por esa dupla contradictoria de rechazo y atracción. Junto con Alexis, aprende los códigos del espacio enrarecido que lo rodea y a interactuar con él. Gracias a esta suerte de (des)aprendizaje e impulsado por un deseo irracional, ingresa no solo en tiroteos, sino también en las comunas de “Medallo, donde el riesgo de vida es permanente: “Ah, porque dizque nos iban a matar en Aranjuez, un barrio alto pero muy bajo, alto en la montaña y bajo en mi consideración social” (61). La ciudad, su espacio público, está en disputa, y Fernando arriesga su cuerpo atravesando fronteras fuertemente custodiadas. Va a visitar a la madre de Alexis, aun a sabiendas de que “cada comuna está dividida en varios barrios, y cada barrio repartido en varias bandas: cinco, diez, quince muchachos que forman una jauría que por donde orina nadie pasa. Es la tan mentada ‘territorialidad’ de las pandillas” (81). De tal modo que el desplazamiento de Fernando cumple también la función de restaurar imaginariamente una cierta integridad a un cuerpo urbano desmembrado —“el tiempo barre con todo y las costumbres. Así, de cambio en cambio, paso a paso, van perdiendo las sociedades, la cohesión, la identidad, y quedan hechas unas colchas deshilachadas de retazos” (42)— por medio de un uso perseverante del espacio público. El cruce de fronteras que ejerce Fernando al ingresar en el territorio del “otro” es por supuesto también un cruce social. El deambular sin destino, por el mero hecho de hacerlo o de hacer uso del carácter público del espacio, implica no solo una reapropiación simbólica de él, sino también la posibilidad de satisfacer un deseo personal y al mismo tiempo una utopía social. Así narra Fernando el encuentro con Wílmar: Yendo por la carrera Palacé entre los saltapatrases, los simios bípedos, pensando en Alexis, llorando por él, me tropecé con un muchacho. [...] Le pregunté que para dónde iba y me contestó que para ninguna parte. Como yo tampoco, bien podíamos seguir juntos sin interferirnos. Tomando hacia ninguna parte por la calle Maracaibo desembocamos en Junín (130).

El desplazamiento a través del cuerpo urbano por parte de Fernando, violando fronteras, deseando el cuerpo del “otro” siniestro, implica también una contaminación del yo, la “barbarización” del “último gramático colombiano”. Veremos más adelante cómo se realiza y dónde

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se manifiesta esta mutación del personaje; dejemos apuntado por el momento que este sumergirse en y dejarse afectar por la cultura “salvaje” producido en el desplazamiento hacia y por el territorio del “otro” actualiza —como ya comenté en el capítulo II en referencia a otros relatos— el realizado por Arturo Cova setenta años antes en La vorágine. El poeta modernista de aquel entonces se encuentra con el “otro” al trasladarse de la ciudad al llano y de este a la selva; el gramático de La virgen, en tiempos de un nuevo orden global, ya no necesita dirigirse a los eventuales extramuros de la fortaleza “civilizada”, sino precisamente llegar a la ciudad latinoamericana, desde su exilio, y a continuación adentrarse en ella. Este acercamiento al “otro”, realizado por un narrador totalitario y totalizante, autoritario, pero sin duda permeable a su entorno, tiene lugar también en un espacio cerrado: “la habitación de las mariposas” en la casa de su amigo José Antonio Vázquez. En esa casa, no solo se cruzan fronteras sociales, sino también las que impone la normativa heterosexual. El tiempo allí se ha detenido, hay “relojes, relojes y relojes viejos y requeteviejos, de muro, de mesa, por decenas, por gruesas, detenidos todos a distintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo” (13). Se trata de una hora cero, una instancia adánica de refundación radical del pacto social y sexual. La “civilización” y la “barbarie” se reencuentran en el espacio público y en el privado confunden sus secreciones en un gesto, no obstante, nihilista. Ya no habrá reproducción, poco se espera de ese encuentro. Pero, a diferencia de lo que sucede en la ciudad, desperdigada en múltiples esquirlas inconexas y hostiles entre sí, la utopía de fundirse en un todo, que aun así conserva las particularidades de sus elementos, vuelve a ser posible por medio del nuevo pacto convenido entre Fernando y sus amantes: “He dejado de ser uno y somos dos: uno solo inseparable en dos personas distintas” (76). Dos. Los sucesivos encuentros de Augusto con las prostitutas lejos se hallan de estar signados por lo erótico. Antes se trata —como se observó— de un mero afán pedagógico, de una necesidad irracional de transmitir a ese sector social “vulnerable” a la influencia de los medios de comunicación, a pesar de todas las resistencias que presentan, un tipo de saber fundado en la norma culta. Pero —como ya se adelantó— junto

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a estas prostitutas, acaso en disputa por el mismo territorio urbano que recorre Augusto en sus paseos, se encuentran otros personajes que también son frecuentados por él. Precisemos en este aspecto. Entre los atributos que presenta la Río de Augusto se cuenta una serie de transformaciones que, a diferencia de lo que sucede en La virgen, no son sometidas a una evaluación crítica ni por parte del narrador ni por parte del protagonista. Simplemente, Augusto “anota o que vê ao caminhar pela cidade e escreve seu livro” (597), es decir, que se pasea por la ciudad tal vez como lo haría el cine-ojo de Dziga Vertov. Y lo que documenta son una serie de cambios como fachadas renovadas, demoliciones, un tráfico creciente, la aparición de varios McDonald’s y junto a ellos numerosos grupos marginales dedicados a la prostitución, al comercio clandestino o al robo. Una ciudad atravesada por los contrastes y tensionada entre diversos intereses en pugna. Si “as putas não gostam de mendigos” (615), otro desencuentro se da entre los intereses que promueven una imagen higiénica de la ciudad, libre de miseria, y la ciudad real, como se lo comenta Benevides a Augusto: “Estão dizendo que vai ter aqui na cidade um grande congresso de estrangeiros e que vão querer esconder a gente dos gringos. Não quero sair daqui” (614). En otros casos, la confrontación por el espacio se agudiza y se torna abiertamente violenta: “Na rua Uruguaiana, centenas de camelôs, proibidos pela Prefeitura de instalar suas barracas e ajudados por jovens desempregados e outros passantes, depredam e saqueiam as lojas. Alguns seguranças contratados pelas lojas atiram pata o ar” (620). Este territorio, el centro, uno de los “bairros mais impenetráveis” (596) y caracterizado por la descomposición, a su vez, contrasta con la Zona Sul, que si bien no está en el foco del interés de Augusto, aparece mencionada indirectamente como el lugar donde ahora dos de los adolescentes que fueron parte del grupo familiar encabezado por Benevides viven “assaltando em grandes bandos as lojas elegantes, pessoas bem vestidas, turistas; e, aos domingos, os otários que estão se bronzeando na praia” (612). La ciudad del ocio y la elegancia, por un lado, y la de la miseria, por el otro. Esta última, a su vez, marcada por la confrontación y un sensible deterioro del sentido de pertenencia ciudadana.

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Entre los cambios que corroen el sentido de pertenencia cabe mencionar también las modificaciones en los nombres de las calles realizadas sin consultar a los ciudadanos. Ciudadanos, vale decir, a los que mediante tales operaciones se busca reducirlos a meros usuarios pasivos sin dominio sobre el espacio. Así se lo hace saber el Velho a Augusto: “A mania que essa gente tem de mudar os nomes das ruas” (598). Y aquí comienza advertirse que si la planificación urbana —con Lefebvre diríamos los proyectos formulados como representaciones del espacio— se guía por una racionalidad que se desentiende de las necesidades de los habitantes, frente a ella Augusto no se presenta en absoluto pasivo. Es cierto que no manifiesta explícitamente una condena a las transformaciones ni somete a una evaluación moralizante a los habitantes que pueblan el territorio recorrido del mismo modo que lo hace Fernando, pero eso no significa que sea un personaje indiferente ni que por medio de sus prácticas no intervenga críticamente ese espacio. El ingreso clandestino al Campo de Santana, cuyo uso se encuentra restringido, es expresión de ello: “Seu plano naquele dia é ficar entre as árvores até a hora de fechar e quando o guarda começar a apitar ele se esconderá na gruta; irrita-o só poder ficar com as árvores das sete da manhã às seis da tarde. O que os guardas temem que se faça durante a noite no Campo de Santana?” (606-607). Y a la mañana, cuando abandona el parque, “desce pela Presidente Vargas maldizendo os urbanistas que demoraram dezenas de anos para perceber que uma rua larga daquelas precisava de sombra e só em anos recentes plantaram árvores, a mesma insensatez que os fizera plantar palmeiras-imperiais no canal do Mangue” (608). De un modo similar, ese ímpetu por recuperar, en tanto ciudadano, el control del espacio urbano y la “corrección” simbólica de las condiciones materiales también se pone de manifiesto en la operación que Augusto realiza junto a Hermenegildo. Con él no solo reparte un “manifesto ecológico contra o automóvel”, sino que para hacerlo “penetra[...] na garagem pública Menezes Cortes sem ser presentido pelos seguranças” (601). Así, atraviesa límites para llevar a cabo un acto de gran poder simbólico, ya que los autos no se presentan meramente como un obstáculo permanente y agresivo para el ejercicio del andar realizado por Augusto, sino también porque, como lo analizó Richard Sennett (1994), el desarrollo y la promoción del automóvil

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como medio de transporte se encuentran estrechamente vinculados a la consolidación de una idiosincrasia individualista que alienta la atomización, el aislamiento y la incomunicación en el espacio urbano.14 Al automóvil como instrumento de ensimismamiento que dificulta la experiencia de lo urbano en tanto espacio común donde se funda el sentido de comunidad, Augusto opone explícita y consecuentemente el caminar y, con este, un intento de reconstitución de lazos de interacción social. Porque Augusto no solo visita a las prostitutas y les da alojamiento en su habitación con la intención de ilustrarlas en los usos de la cultura letrada, sino que también se encuentra con otros habitantes marginales de las calles involucrados en la lucha por el derecho a la ciudad. En la primera incursión visita a la familia Gonçalves, que se refugia en “casinholas de papelão” en la puerta del Banco Mercantil do Brasil en la calle Carmo. Se dirige a ellos simplemente para conversar (613) y, si Kelly permanece despreciativa en la esquina (613), después de informarse acerca de las condiciones de la resistencia que la familia lleva a cabo frente al programa estatal de “limpieza”, “Augusto se despede abraçando uns e outros” (614). El gesto, en un marco de pronunciada descomposición social, contrasta no solo con la actitud de Kelly, quien, además de mantenerse alejada, después le reclama: “Não me pega não, aqueles mendigos devem estar com sarna, você vai ter que tomar um banho antes de se encostar em mim” (614), sino también con el mismo afán higienista que Augusto pone en práctica en los McDonald’s, donde “abre a porta do banheiro com o cotovelo, um truque que ele inventou, as maçanetas das portas dos banheiros estão cheias de germes de doenças sexuais” (601). De esta manera, el contacto de Augusto con los habitantes marginalizados de la ciudad no solo se hace efectivo mediante la mirada, sino también a través de una interacción corporal desprejuiciada. Mayor interés, no obstante, 14. “People now move rapidly, especially to and within peripheral territories whose fragments are linked together only by automobiles. The logistics of speed, however, detach the body from the spaces through which it moves; highway planners seek, for reasons of safety if nothing else, to neutralize and standardize the spaces through which a speeding vehicle travels. The act of driving, disciplining the sitting body into a fixed position, and requiring only micro-movements, pacifies the driver physically” (Sennett 1994: 365).

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le despierta el grupo que encabeza Zumbi do Jogo de Bola: hacia él se dirige desafiando fronteras aún más densas, marcadas claramente por la segregación étnica y social; por eso, cuando lo encuentra, de inmediato “percebe que não é bem-vindo. Um dos homens tem um porrete na mão” (623). Y, a pesar de ello, Augusto se muestra necesitado de entrar en contacto con Zumbi, un personaje que ante todo representa la utopía de la rearticulación de los colectivos, porque si Kelly le explica a Augusto que “organizar marginal é a coisa mais complicada do mundo, até mesmo bandido que vive junto dentro da cadeia tem esse problema” (610), Zumbi expresa la posibilidad de la organización politizada en la lucha por el espacio urbano: “Nosso nome é União dos Desabrigados e Descamisados, a UDD. Nós não pedimos esmolas, não queremos esmolas, exigimos o que tiraram da gente” (623). De este modo se advierte cómo ambos personajes, Augusto y Fernando, cada uno a su manera y con sus aciertos y dificultades específicos, ejercen mediante la práctica de andar también una política de reintegración. Cruzan fronteras, exponen su cuerpo al evitar la circulación en auto e ingresar a territorios signados por lo “siniestro” —explícitamente, Augusto camina por “o largo da Carioca, vazio e sinistro àquela hora” (602)—, y con ello también restituyen una continuidad en un espacio público urbano que se distingue por aparecer como objeto de pugna entre diversos actores y reflejo de una sociedad desmembrada.

3.2.4 Entre la norma culta y la heteroglosia. Derivas (también) del lenguaje Ya ha quedado apuntado que ambos relatos ponen en foco el desencuentro lingüístico gramatical entre los protagonistas y su entorno. Analicemos en este apartado un aspecto que en este nivel distingue a La virgen y que —como veremos— la acerca fundamentalmente a Ídola. Hemos señalado que los recorridos realizados por Fernando y su vínculo insistentemente actualizado con personajes pertenecientes al “siniestro” mundo de las comunas no pueden menos que afectar al narrador y transformarlo. De un modo similar a lo que sucediera con Arturo Cova, Fernando aprende y progresivamente asume un rol de

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mediador entre la cultura iletrada y los lectores que accederán a su testimonio. Una función mediadora que —como analizaremos más adelante— también a su manera es atribuible a Augusto. En referencia a la evolución de Fernando, El-Kadi ha señalado que, “paulatinamente y como resultado de su relación con los criminales, va dejando de ser un letrado moderno para convertirse en ese bárbaro posmoderno” (2007: 6). Esta observación —convengamos, algo extrema, puesto que Fernando, en claro contraste con Augusto, nunca abandona su registro de superioridad y desdén hacia el “otro”— se circunscribe, según lo expone El-Kadi, a su pérdida de sentido moral. La indiferencia ante la muerte y la violencia, sus propias reacciones cargadas de agresión e intolerancia, el abandono del cuerpo de Alexis en un hospital, etc., son parte de este perfil barbarizado que va adquiriendo Fernando. Sin embargo, puesto que el personaje se presenta como un purista lingüístico y que el lenguaje es la principal herramienta que utiliza para demarcar identidades, resulta conveniente destacar las inscripciones que esta evolución del carácter de Fernando va dejando en su registro. Las observaciones acerca del habla popular de Medellín son frecuentes, en las primeras páginas analiza el modo de expresarse de Alexis e informa que la jerga de las comunas o argot comunero [...] está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia, que fue el que hablé yo cuando vivo (Cristo el arameo), más una que otra supervivencia del malevo antiguo del barrio de Guayaquil, ya demolido, que hablaron sus cuchilleros, ya muertos; y en fin, de una serie de vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el muerto, el revólver, la policía... Un ejemplo: “¿Entonces qué, parce, vientos o maletas?” ¿Qué dijo? Dijo: “Hola hijo de puta”. Es un saludo de rufianes (31).

Aquí y en otros fragmentos el gramático decimonónico asume una función de intérprete, somete a su maquinaria de disección positivista el lenguaje popular local y deja asentada una relación determinista entre sus usos y la criminalidad. No obstante, a medida que Fernando profundiza su relación con sus amantes sicarios y avanza por las calles haciendo con ello avanzar el relato, se advierte una suerte de contaminación de su propio registro. Involuntariamente, los usos que él cree

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correctos comienzan a desdibujarse y a dar paso en su misma voz a la del “otro”, sicario, pobre e iletrado. La variación “a la final” —de uso muy extendido en América Latina— por “al final” es señalada por Fernando como anómala, como propia de los sectores populares, en las primeras páginas: “‘A la final’, como dicen en las comunas” (22). El entrecomillado refuerza el carácter de ajenidad que representa el giro inserto en lo que podría ser considerado un largo monólogo solipsista de un letrado que ya no posee interlocutor alguno. Promediando la novela, sin embargo, el giro no solo pierde su entrecomillado, sino que reaparece inscripto en un enunciado con múltiples marcas de origen popular: “Impuestos y más impuestos pa que a la final nu haiga ni con qué tapar un hueco” (63). Algo similar ocurre con el verbo “bajar” empleado con el valor de “matar”: mientras que en la página 43 aparece enmarcado entre comillas para destacar su carácter “prestado”, en la 54 ya se ha incorporado a la voz del gramático y, puesto que las comillas han desaparecido, asimilado como algo propio. Lo mismo ocurre con el término “gonorrea”, explicado al comienzo de la novela, y progresivamente absorbido por la corriente discursiva desplegada por Fernando. El análisis detenido de estas particularidades del registro de un narrador homodiegético, que aparentemente tiene bajo el control de su percepción y conciencia la presentación de los fenómenos experimentados, da cuenta de que en su misma voz tiene lugar un proceso de hibridación, de deriva hacia una heteroglosia involuntaria que, acaso, ni el mismo narrador reconocería. Fernando se barbariza, pero sin dejar de ser el último gramático de Colombia. En él, como en la ciudad, tiene lugar un encuentro, una fusión —necesariamente problemática— de subjetividades. De su deambular por las calles, de su cruce de fronteras, se sigue una contaminación: su integridad no permanece inmune. Alexis y Fernando terminan por ser uno, sus cuerpos entrelazados en el cuerpo de la ciudad, sus lenguajes tensionados entre la palabra escrita y la iletrada.

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3.2.5 Aproximaciones a lo local: “Queremos ser vistos, queremos que olhem a nossa feiúra” Augusto nació y creció en el centro de Río de Janeiro, y, después de abandonarlo durante algún tiempo incierto, precisamente en el momento en que gracias a la obtención de un premio se encuentra en un pasar económico despreocupado, se mudou para o sobrado da chapelaria para melhor escrever o primeiro capitulo, que compreende, apenas, a arte de andar no centro da cidade. Não sabe qual capitulo será o mais importante, no fim de tudo. O Rio é uma cidade muito grande, guardada por morros, de cima dos quais pode-se abarcá-la, por partes, com o olhar, mas o centro é mais diversificado e obscuro e antigo (597).

Este retorno al centro, considerado impenetrable, oscuro y antiguo, pero, además, con el valor simbólico que todo centro urbano posee, debe ser leído como un proceso de aproximación previa y necesaria a los atributos particulares del espacio urbano con el que pretende rearticular una empatía. Este acercamiento adquiere en La virgen proporciones simbólicas aún mayores, ya que el desplazamiento de Fernando por Medellín supone un traslado previo desde el exterior, desde Europa como zona privilegiada a una desfavorecida. Las razones que llevan a Fernando, después de treinta años fuera de su ciudad de origen, a volver a Colombia son inciertas, pero el impulso resulta lo suficientemente intenso e irracional como para que pueda convivir con la degradación generalizada que encuentra. Fernando no solo es culto, sino que también es un cosmopolita bonvivant que ha sabido de la violencia en Colombia a través de la televisión: “Cuando mataron al candidato que dije yo estaba en Suiza, en un hotel con lago y televisor” (57). Su traslado a y por Medellín significa, por lo tanto, la posibilidad de que el personaje entre en contacto directo con la ciudad “real”, la de los lugares, y el paisaje local. La mirada clínica a la que somete a Medellín y sus pobladores opera como una suerte de zoom que lleva desde una perspectiva distanciada y superficial a una concentración obsesiva en los detalles mínimos. Desde lo global a lo local. Se trata de experimentar con los propios sentidos

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—con los pies, con la vista, con el oído—, siempre exponiendo el cuerpo, las inflexiones de un espacio que en el contexto de un proceso de redefinición del diseño global ha perdido visibilidad. En consonancia con este acercamiento a las expresiones mínimas de lo local, en “A arte de andar” sucede algo que —como veremos en próximos apartados— también se registra en Y retiemble en sus centros la tierra. La mirada panorámica desde alguno de los morros que rodean el centro es descartada por el narrador como opción satisfactoria para captar las intensidades y detalles del territorio: “Para se ver o centro de cima, e assim mesmo mal e parcialmente, é preciso ir ao morro de santa Teresa, mas esse morro não fica em cima da cidade, fica meio de lado, e dele não dá para se ter a menor idéia de como é o centro, não se vêem as calçadas das ruas, quando muito vê-se em certos dias o ar poluído pousado sobre a cidade” (597). Es que experimentar la ciudad —la de los lugares— desde la distancia, desde la seguridad que ofrece la altura de toda torre de marfil, o, como ya se observó, el auto, no solo no permite captar los atributos específicos, las condiciones materiales según las viven los usuarios rasos, sino que le asigna al espectador una función pasiva, de mero voyeur, que le impide interactuar con los habitantes y activar prácticas de reapropiación de ese espacio enrarecido y hostil. Así lo expresa Michel De Certeau: “La ciudad-panorama es un simulacro ‘teórico’ (es decir, visual), en suma, un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. [...] Es ‘abajo’ al contrario, a partir del punto donde termina la visibilidad, donde viven los practicantes ordinarios de la ciudad (2000 [1990]: 105). Allá “abajo”, justamente, es donde tanto Fernando como Augusto, poniendo sus cuerpos siempre en juego, llevan adelante su gesta empecinada de significar y resignificar los territorios locales que recorren. Una gesta que realizada por otros medios o desde la distancia perdería todo su sentido, ya que, como comenta el narrador para el caso de Augusto, “como anda a pé, vê coisas diferentes de quem anda de carro, ônibus, trem, lancha, helicóptero ou qualquer outro veiculo” (600). ¿Cuáles son, pues, esas “cosas diferentes” que Augusto y Fernando en tanto paseantes, y únicamente gracias a ello, pueden ver? La violencia y la pobreza por supuesto abundan. En la Medellín de Fernando,

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gamines, niños de la calle, aspiran pegamento (106). La alteración del paisaje por la aparición de artefactos urbanos, no-lugares, característicos del nuevo orden global, así como ocurre con los McDonald’s de la Río de Augusto, también es documentada por Fernando: “Viniendo de la catedral, en el parque de Bolívar donde Junín desemboca a éste, en ese Centro Comercial de ladrillo que construyeron sobre el sitio mismo en que se levantaban, siglos ha, arqueológicamente, las dos cantinas de mi juventud, el Metropol y el Miami” (76). Del mismo modo, el impacto local de los nuevos flujos transnacionales de capitales y mercancías es advertido por Fernando: “Eran los infinitos carros comprados con dineros del narcotráfico que en los últimos años embotellaban la ciudad” (117). En breve, en el cuerpo urbano que recorren ambos protagonistas y que presentan a sus respectivos lectores —Fernando como narrador en primera persona y Augusto como escritor del libro que redacta— se hallan inscriptas múltiples marcas que dan cuenta de una inserción problemática de Medellín y Río de Janeiro en el diseño global que las enmarca. Una inserción que favorece a pocos y que mantiene anclados en la escasez y el empobrecido espacio local a muchos: Pero no nos desviemos de las comunas de aquí abajo y sigamos subiendo, viendo: ojos secretos nos espían por las rendijas: ¿Quiénes seremos? ¿A qué vendremos? ¿Seremos sicarios contratados, o vendremos a contratar sicarios? Asolados por las bandas, se ven aquí y allá negocitos entre rejas: una venta, por ejemplo, de aguardiente, o un “granero” con su extenso surtido de cuatro plátanos, cuatro yucas y unos limones podridos (81).

O como Augusto escucha de boca de Benevides: “A cidade não é mais a mesma, tem gente demais, tem mendigo demais na cidade, apanhando papel, disputando o ponto com a gente, um montão vivendo debaixo de marquise, estamos sempre expulsando vagabundo de fora, tem até falso mendigo disputando o nosso papel com a gente” (613). Mientras que el territorio local abunda en carencias y conflictos sociales, otros espacios, conocidos por el letrado de la era global que representa Fernando, concentran beneficios, bienestar e incluso lujos. La ironía con que retrata el fenómeno no carece de una dimensión crítica. Cuando un mendigo sube a un bus en el que viaja, reflexiona:

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¡Por qué no especuláis en la bolsa, faltos de imaginación, desventurados! O montáis una corporación financiera y os vais a Suiza a depositar y a la Riviera a gastar. ¡O qué! ¿Creéis que el mundo se acabó en Medellín y que todo es sancocho? Bobitos, el mundo sigue y sigue, se va redondiando [sic], dando la vuelta hacia las antípodas hasta que llegas, por la parte de debajo de la naranja, en jet propio o primera clase a la Côte d’Azur, donde hay salmón, caviar, pâté de foie, y putas de a quinientos dólares que no habéis olido en vuestras míseras vidas (147).

Fernando ha regresado a Medellín y experimenta en persona el fuerte contraste entre Europa y Colombia, las diferentes formas de insertarse en la dinámica global que tienen las regiones. Piensa en el cardenal López T. y dice: “Yo me lo imaginaba poniéndoselas [las joyas] ante un espejo de cristal de roca renacentista para irse luego a divisar, todo enjoyado, a la ciudad santa desde Villa Borghese. A ver volar palomas sobre las cúpulas, y entre esas palomas del Espíritu Santo. ¡Él allá disfrutando de semejante espectáculo, y yo aquí viendo volar gallinazos sobre los botaderos de cadáveres!” (99). Sus ojos, su mirada crítica, son, pues, también un recurso para testimoniar el descalabro en el que se halla el espacio local, para informar que, si es que Medellín efectivamente participa del orden global neoliberal, no lo es precisamente para su beneficio. Ahora bien, a diferencia de Fernando, quien puede trasladarse a voluntad por el mundo, Alexis —como las prostitutas o los sintecho de Augusto— se encuentra aferrado al espacio local más estrecho. Como lo comprueba Fernando, su capacidad de movilidad es prácticamente inexistente: “Pero si Alexis no conoce el mar para qué lo menciono. No conoce ni siquiera el Cauca que está aquí abajo, el río de mi niñez que tiene una ‘u’ en medio. [...] Alexis sólo conoce arroyos turbios, desaguaderos” (43). Su experiencia de la globalización posee, pues, poco de ventajoso, el mundo a él, al igual que al resto de los habitantes pobres de Medellín o de Río, no se le ha abierto. Lo único que efectivamente experimenta de la globalización es la violencia producida en las comunas por el tráfico internacional de drogas, los cambios urbanos y el consumo de información a través de la televisión y de productos como el rock con sello internacional. Cuando Fernando le pide a Wílmar que escriba qué espera de la vida, este hace una lista que incluye “unos tenis marca Reebock [sic] y unos jeans Paco Ravanne

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[sic]. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein [sic]. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool [sic] que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave” (131). Sin duda en esta lista se expresa más que una simple atracción por lo que debido a su origen social se le niega, en ella también está contenido, por lo que representan las marcas nombradas, el deseo de acceder a una globalización fundada en el consumo que lo ha excluido. Las marcas son tanto símbolo de estatus como de acceso a una cadena de producción y consumo que al trascender las fronteras nacionales ha devenido mundial, pero, por cierto, no necesariamente para todos. Al menos no para Alexis, Wílmar y Kelly, quien, en un mercado donde se ofrecen “mercadorias contrabandeadas” y “marcas famosas falsificadas”, “pára em frente aos tabuleiros, examina tudo, pergunta o preço dos rádios de pilha, dos brinquedos elétricos, das calculadoras de bolso, dos cosméticos” (615). Esta práctica del andar reveladora de los contrastes y los atributos que ha adquirido el espacio de los lugares abandonado a su propio destino adquiere en “Arte de andar”, a su vez, un matiz altamente significativo que conviene destacar. Augusto se muestra especialmente interesado por el centro y sus habitantes lúmpenes; frente a este territorio, como se advirtió, aparece mencionada, aunque no recorrida ni retratada, una Zona Sul habitada por turistas y presentada como “el corazón de los ricos”. La mirada de Augusto, quien gracias al premio recibido también se ha convertido en rico, se orienta, sin embargo, a captar los detalles del submundo de los excluidos, de los que no tienen voz y que —según señalé siguiendo a Bauman y Monsiváis— en el contexto del actual ordenamiento global han perdido visibilidad y capacidad de producir significados localizados legítimos. En este marco, el desplazamiento obsesivo que Augusto realiza para encontrarse y conversar con Zumbi do Jogo da Bola adquiere su mayor trascendencia. Porque no solo es el referente de un modo de organización colectivo que rechaza las limosnas y exige lo que se les ha quitado, sino que, además, su principal reclamo —y esto es precisamente lo que Augusto con sus ojos, sus oídos y su práctica escrituraria le ofrece— consiste en ganar visibilidad: “Queremos ser vistos, queremos que olhem a nossa feiúra, nossa

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sujeira, que sintam o nosso bodum em toda parte; que nos observem fazendo nossa comida, dormindo, fodendo, cagando nos lugares bonitos onde os bacanas passeiam ou moram” (623-624). Así como Augusto, a pesar de haberse convertido en rico, concentra su mirada en los espacios de la miseria y sus habitantes y con ello les restituye la posibilidad de manifestarse, Fernando, en tanto miembro de la élite favorecida por los flujos y jerarquías del actual proceso de globalización, se distancia de su lugar de pertenencia y se acerca a ese universo del “otro” que permanece recluido en un espacio local abandonado a su suerte. Ese es, pues, el gran desplazamiento de Fernando: de los viajes en avión al recorrido a pie; de Europa a las comunas de Medellín; de una perspectiva global a una local. En este proceso, Fernando, del mismo modo que Augusto, presta sus ojos y su voz —con sus numerosas contradicciones, por supuesto— para que lo local tome conciencia de sí y pueda de ese modo comenzar a generar y negociar significados desde su especificidad.

3.3 Nostalgia y aporía: Ídola (2000) e Y retiemble en sus centros la tierra (1999) 3.3.1 Germán y Juan Manuel en la ciudad desconocida Tanto Ídola, de Germán Marín, como Y retiemble en sus centros la tierra, de Gonzalo Celorio, son susceptibles de múltiples ingresos y exploraciones. En la primera, el personaje Germán Marín, un escritor con una carrera trunca en Europa, regresa a Santiago de Chile, de manera similar a Fernando en La virgen, después de diecisiete años de exilio; receloso de los grandes cambios que encuentra, comienza a recorrer la ciudad en busca de algo que permanentemente se le escurre y que jamás alcanza a identificar; progresivamente se familiariza con el entorno y con los sectores populares hasta que entabla una relación con Sofía, una empleada de una fuente de soda: de ese vínculo, el fruto es un hijomonstruo, un producto condenado a la anomia y el desprecio. En la segunda, Juan Manuel Barrientos, un profesor de literatura barroca, se

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entrega a una deriva solitaria y desencantada por el centro del DF mexicano después de un malentendido que lo conduce a desencontrarse con los estudiantes que iban a actuar de público y compañía. El desenlace lo ubica en el centro de El Zócalo protagonizando una imagen bíblica de gran intensidad: borracho, con el torso desnudo y los pies descalzos, resulta finalmente baleado junto a un par de ladrones. Al margen de los ribetes específicos y de las series de significados que respectivamente habilitan, también aquí el carácter de paseantes anacrónicos que define a los protagonistas hermana las dos novelas, las inserta en un corpus mayor y autoriza una lectura en paralelo. Este aspecto es el que aquí se pondrá de relieve, a sabiendas de que otros permanecerán ocultos o apenas mencionados. Como en los casos anteriormente analizados, las referencias directas a la figura del flâneur se hallan, tanto para Y retiemble como para Ídola, al alcance de la mano. Ya fue mencionada la autocaracterización explícita como flâneur del narrador de Marín. Para el caso de Celorio, a su vez, Celina Manzoni afirma que “en una línea relativamente cercana a la prestigiosa tradición del flâneur, el protagonista —Juan Manuel Barrientos— deambula en soledad y entre desconocidos en un recorrido que constituye a la ciudad como espectáculo, o, por lo menos, como escenario” (2003: s/n). Detengámonos, pues, en algunas particularidades. Las derivas de Germán y Juan Manuel se asemejan en muchos aspectos. Después de recuperarse tras una caída, el segundo “deambuló temerariamente por el barrio de La Merced sin rumbo fijo, como turista aventurero dispuesto a perderse en una ciudad desconocida y a correr todos sus peligros” (137).15 Mientras que Germán, después de las primeras incursiones por la ciudad, informa que era un extranjero en mi país, como el personaje Mersault de la novela de Camus, después de tantos años vividos afuera. Flotaba cada tarde en medio de la muchedumbre del centro, a la búsqueda de algo que ignoraba, aunque los fines de semana me retiraba más temprano a objeto de evitar la zozobra de ser asaltado por alguna pandilla de malandras, perseverando durante esos días festivos en los lugares que me resultaban ya habituales en el sector de Ñuñoa (71).

15. Todas las citas de Y retiemble son de la edición de 1999. En adelante, solo en caso de necesidad se señalará el año y eventualmente el autor.

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En ambos casos, los personajes recorren los territorios urbanos que alguna vez sintieron propios como entidades ajenas movilizadas por un impulso que no alcanzan a vislumbrar. Este motor no solo los conduce hacia un destino que desconocen y que no se lo han propuesto como meta, sino que también los lleva a confrontar con los peligros que potencialmente les acechan. Ñuñoa, en el caso de Ídola, representa desde el comienzo el espacio familiar todavía receptivo para un deambular despreocupado y el que el protagonista considera menos afectado por los cambios que percibe en la ciudad. Frente a Ñuñoa, el centro, precisamente la misma zona que recorre Juan Manuel en el DF, se presenta como la fuente de mayor amenaza, como un territorio merodeado por “pandillas de malandras”. Y, sin embargo, es precisamente hacia allí, hacia el corazón histórico de Santiago y del DF hacia donde los personajes son insistentemente dirigidos y redirigidos por la “caligrafía” (Celorio 1999: 82; De Certeau 2000 [1990]: 105) que los conduce. Más aún, si bien Juan Manuel realiza un primer recorrido a resguardo de su auto, no demorará en apearse y seguir su gesta hacia el corazón de El Zócalo, expuesto de manera aparentemente injustificada a los avatares que le depara la intemperie. Así, pues, “se sintió liberado de la prisión del automóvil” (23). Una prisión que, no obstante, supone una gran garantía porque, como señala Bauman, “to the innocent who had to leave for a moment the wheeled security of cars, or those others, still thinking of themselves as innocent, who cannot afford that security at all, street is more a jungle than a theatre. One goes there because one must. [...] The street is the ‘out there’ from which one hides, at home or inside the car, behind security locks and burgular alarms” (1994: 148). De donde se sigue, como Morawski anota para el inocente flâneur posmoderno que se resiste a desplazarse protegido por la seguridad rodante del auto, que “his passion is curiosity blended with fear and uneasiness (or anxiety) because the new reality is alien and threatening to him. Thus attraction goes together with repulsion” (1994: 183). Atracción y repulsión. Al igual que para Fernando, ambos componentes determinan la deriva de Juan Manuel y Germán. Experimentan atracción por las reservas de memoria que aún son recuperables a partir de las eventuales huellas del pasado depositadas en los

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edificios,16 calles y plazas que recorren, pero también repulsión en la medida en que se ven obligados a confrontar con las transformaciones espaciales y demográficas que ellos consideran indeseables y que constituyen parte irreductible del presente. De esos cambios, de la degradación del espacio urbano, informa precisamente la mirada documentadora de los personajes: “La calle peatonal de Motolinía [dice el narrador de Y retiemble] estaba abigarrada de puestos de vendedores ambulantes: toldos de polietileno, videos pornográficos, relojes chatarra, aparatos electrónicos de fayuca, juguetes gringos de sofisticadas belicosidades y toda la basura de ese universo desechable que cada noche dejaba las calles como si por ellas hubiera pasado la navidad o la guerra” (166). Es que “en manos de burócratas de trajes brillosos y cabellos envaselinados, de comerciantes venidos a menos, de empleados mal pagados, el centro [...] había comenzado su decrepitud” (123). En la misma tónica nostálgica y denuncialista, Germán informa que pasaba así en la calle casi toda la jornada, si bien ahora me causaba menos repeluz concurrir al centro y vagar de un lado a otro, a la espera de nada, hasta que caía la noche. El corazón social y económico de la capital había cambiado durante los años vividos en el exterior y me resultaba ahora escasamente familiar, turbio y hosco como una jungla, cuyo pasado lo veía cubierto, donde mirara, por una seguidilla de paletazos de cemento. La historia borrada parecía hacer más nuevo ese lugar de Santiago, modernizado por una mano sucia que, sin inspiración alguna, se había dedicado a mercantilizar el paisaje inmediato, entrecruzado de letreros, cables, marquesinas, toldos, en un derroche de fealdades que saltaba a la vista (65).

Con frecuencia, esta pérdida de control sobre un espacio que ha sido entregado a la mercantilización y los protagonistas lúmpenes de la noche es revertida por Juan Manuel y Germán apelando al recurso de la memoria como herramienta restauradora de un viejo orden añorado y tranquilizador. En Y retiemble, a su vez, el impulso que conduce al protagonista a subir a edificios y ganar, así, una visión panorámica de El Zócalo (116-120) se presenta como un intento de 16. Voy a presentar en el capítulo V mayores detalles en lo que respecta a las huellas del pasado rastreables en la superficie urbana. Varios de los desarrollos que allí expondré son, hasta cierto punto, también aplicables a los casos aquí estudiados.

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dominio y restauración condenado al fracaso, ya que, como se advirtió con Michel De Certeau para el caso de “A arte de andar”, la ciudad observada desde lo alto se presenta como un simulacro teórico, tranquilizador, pero al mismo tiempo desafectado de la experiencia práctica del usuario que la transita recurriendo no solo a la vista, sino también a la corporalidad en sus múltiples dimensiones. El andar, en tanto práctica de reapropiación del espacio público, constituye, pues, el único recurso auténtico en el intento de retornar a una empatía con el entorno. “La historia comienza a ras del suelo, con los pasos”, señala De Certeau (2000 [1990]: 109), y Germán y Juan Manuel, al igual que Fernando y Augusto, ejercitan la consigna con perseverancia a pesar de los numerosos obstáculos. La realización de los personajes se halla, paradójicamente, en esa práctica anacrónica y temeraria. Nihilista incluso, ya que la destrucción de la ciudad, no obstante el esfuerzo simbólico que ellos realizan, será en ambos casos la solución final. Imaginada o real, subjetiva u objetiva, el ejercicio impaciente de deambular por la ciudad para resignificarla por medio de la memoria y la experiencia no podrá, a pesar de que —como veremos a continuación— cada una de las novelas traza soluciones diferenciadas, contener la inminencia del desenlace.

3.3.2 Hacia un reencuentro. Reescribir la ciudad Germán regresa a Santiago después de que el golpe de Estado lo obligara a un exilio de diecisiete años en Europa. A su regreso, se encuentra con los sectores populares entregados a la artificialidad narcótica de un consumo desmesurado e irreflexivo, con los grupos medios que habían estado comprometidos con el programa socialista absorbidos por el orden neoliberal imperante y con los pocos intelectuales y artistas no asimilados, como Giaconi, Ossa y Lihn, recluidos en un encierro solipsista y convertidos en “gente derrotada como yo” (178). De un modo similar, Juan Manuel se enfrenta a una ciudad hostil abandonado incluso por los escasos interlocutores que hubiera podido tener: sus alumnos y discípulos. Sin audiencia, condenado a un triste soliloquio, “su paraguas empezó a convertirse, como si sus alumnos lo siguieran

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paso a paso, en un señalador profesoral de frisos y cornisas, de capiteles y arquivoltas, tan pronto se incorporó al trajín de la calle peatonal, sin rumbo fijo” (135). El paseo solitario que ambos personajes llevan a cabo es, por lo tanto, también aquí la deriva de dos letrados que han perdido —o que nunca han tenido realmente— un público que los reconociera como autoridad y los escuchara. El impulso que los conduce, y que en el caso de Ídola desemboca en una relación afectiva entre el protagonista y Sofía —en la cual profundizaremos más adelante—, se constituye, así, en un ansia inconsciente de reconstruir un lazo entre letrados y sectores populares que con el afianzamiento de la industria de la cultura de masas hace tiempo que se presenta como una entelequia. En este marco, la deriva desencantada de Germán y Juan Manuel adquiere uno de sus sentidos más reveladores, ya que, en la actual coyuntura y de acuerdo con Morawski, “flânerie represents the growingly dramatic destinies of the intellectuals (a family which embraces, amongst others, the artists, or at least the artists who are most sensitive and ambitious with regard to their genuine or alleged vocation) versus mass culture, the prevalence of which in today’s civilization is mounting up like stormy waves” (1994: 182). Que el escenario y objeto de deseo de sus recorridos sea, respectivamente, el centro de Santiago y de México DF termina por cerrar el circuito argumentativo, puesto que él, como ya se indicó para el caso de “A arte de andar”, representa, conforme con los análisis clásicos de Ángel Rama (1998 [1984]) y José Luis Romero (2011 [1976]), el corazón de la ciudad letrada o, en la terminología del último, normalizada, es decir, el espacio físico donde se ejercía desde la fundación del orden colonial el pacto disciplinador entre saber letrado y poder. Como lo registra Rama, “dentro de ese cauce de saber, gracias a él, surgirán esas ciudades ideales de la inmensa extensión americana. Las regirá una razón ordenadora que se revela en un orden social jerárquico transpuesto a un orden distributivo geométrico” (1998 [1984]: 19). De tal modo que no debe resultar curioso que sean precisamente las marcas esenciales sobre las que se asentó dicho orden, y con ellas el mismo orden, las que aparecen corrompidas en Y retiemble:

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Dos pepenadores que acababan de vaciar el contenido de sus tambos en la montaña de basura que se alzaba en uno de los costados de la plaza —que se había vuelto escala obligatoria de los desechos de La Merced— compartían una cerveza y un cigarro, sentados en el pretil de la fuente dedicada al alarife García Bravo, quien hizo la traza de la ciudad colonial sobre las ruinas de México Tenochtitlan. Miraban con curiosidad y con codicia a Juan Manuel que proseguía su soliloquio sobre el barroco con ademanes profesorales. Qué pinche jarra trai este cabrón. Hubieran podido atracarlo, quitarle su reloj, robarle su cartera, sus plumas, sus anteojos de aros dorados, que se asomaban por el bolsillo del pecho del saco, desvestirlo, despojarlo de su corbata de seda, de sus mocasines italianos color vino, de su cinturón de piel, de sus calcetines de rombos, echarlo a patadas, desnudo, de la plaza Alonso García Bravo, la plaza de la Merced, su plaza (138-9).

De tal modo que el centro que los personajes encuentran degradado, tanto Germán como Juan Manuel, pero también Augusto, es el mismo que antiguamente operó como aglutinador de los poderes político, religioso, económico y epistémico y fuente de irradiación del proyecto civilizatorio que, con el tiempo, logró imponerse sobre los territorios considerados “incivilizados”. La reescritura del paisaje urbano que los pasos de Germán y Juan Manuel realizan se halla signada, pues, por una nostalgia, por un orden que la mercantilización modernizadora de las últimas décadas ha terminado por desbaratar. Una nostalgia que, por cierto, los acerca a Fernando de La virgen, pero que los aleja de Augusto. Restauración en una de sus dimensiones. Porque, por otro lado, un uso obstinado del espacio público en un contexto generalizado de degradación —y esto vale para los cuatro textos analizados— no deja de ser un gesto “heroico”. Un espacio público que aquí también aparece tensionado entre diferentes agentes involucrados en una lucha a veces descarnada, a veces latente, por el derecho a la ciudad: “Aquel lugar público, creado en el casco más antiguo de la ciudad, era, además, desde las primeras horas de la noche, el lugar de encuentro de distintas estirpes de la misma condición, tales como macarras y prostitutas que se adueñaban del paseo” (Marín 2000: 67). El uso perseverante que Germán y Juan Manuel hacen del espacio urbano común no solo los lleva a exponer su cuerpo, sino también, gracias al osado abandono de la esfera más privada, a encontrarse con el “otro” que al mismo tiempo amenaza y seduce, precisamente con el “otro” bárbaro

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que ha sido históricamente reprimido y negado: “Qué te pasa, Juan Manuel. Tú, tan reservado, tan selectivo, tan celoso de tus espacios y de tu intimidad, aquí estás conversando con un desconocido de uñas sucias y barriga prominente” (89). Y, si bien el ademán nostálgico y restaurador se presenta como una aporía condenada al fracaso (expresada en el hijo-monstruo de Ídola y en la “crucifixión” final de Y retiemble), el andar a la deriva con el afán de recrear los espacios por medio de la experiencia, el relato y la memoria, no deja de ser celebrable en un contexto histórico en el que estos fueron entregados a la caprichosa racionalidad ordenadora del mercado. Sucede que, como lo afirma De Certeau, si los lugares, entendidos como territorios no marcados por significados propios —individuales o colectivos—, solo devienen espacios mediante las prácticas de ejercitarlos y recrearlos mediante la narración, la ausencia de relatos implica una pérdida de espacio, una regresión hacia una ajenidad innombrada que no permite identificaciones. Y si las novelas en sí ya son relatos tendientes a la resignificación y reapropiación de los espacios, también las prácticas de los protagonistas —especialmente la de Juan Manuel— funcionan, en la dinámica narrativa interna, como resistencia a la pérdida de la memoria y a la despersonificación de los lugares. Al respecto, De Certeau escribe que los objetos también, y las palabras, son huecos. Allí duerme un pasado, como en las acciones cotidianas del andar, el comer, o el acostarse, donde duermen antiguas revoluciones. El recuerdo es sólo un príncipe azul que va de paso, que despierta, un momento, a las Bellas Durmientes del bosque de nuestras historias sin palabras. ‘Aquí estaba una panadería’; ‘acá vivía la madre Dupuls’. Sorprende aquí el hecho de que los lugares vividos son como presencias de ausencias. Lo que se muestra señala lo que ya no está: ‘vea usted, aquí estaba....’, pero eso ya no se ve. Los demostrativos expresan las identidades invisibles de lo visible (2000 [1990]: 120).

Mientras que Juan Manuel “pasó por los palacios gemelos del Mayorazgo de Guerrero, observó el sol y la luna de sus torreones y, al llegar a una cortina metálica que resguardaba una lonchería, les dijo a sus discípulos [imaginarios] con una solemnidad transgredida por el hipo: éste era el taller de José Guadalupe Posada” (131). Así, sin abandonar el gesto nostálgico y en ausencia de todo interlocutor posible, Juan Manuel busca reescribir y apropiarse del espacio que le resulta

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ajeno y hostil. Una corrección simbólica, sin embargo, que, finalmente, se constituye como desacertada y necesariamente destinada al fracaso. Incluso de modo preanunciado, ya que en el uso de la segunda persona —enunciada, se podría argumentar, por la misma ciudad y, por lo tanto, convertida en narradora— se expresa una conciencia de las aporías de Juan Manuel y del inminente desenlace: “Tus alumnos te mandaron al carajo, ¿no te das cuenta? ¿A quién demonios le vas a explicar los edificios, su historia, su arquitectura? ¿A ti mismo? [...] No te rías. Sabes muy bien que ahora sí te va a llevar la chingada, Juan Manuel” (129). Pero si Juan Manuel acaba sus días como un profesor aferrado al ideal de ciudad barroca y a la jerarquización que esta ofrecía, otra es la propuesta sugerida por Germán. A diferencia de Juan Manuel, que en su andar permanece empeñado en hablar su “lengua solitaria” (124), la deriva de Germán se constituye también como un proceso de aprendizaje similar al que Fernando lleva a cabo junto a Alexis. Un aprendizaje irresuelto, en cierta manera trunco, pero —como veremos— con implicancias en diferentes niveles. Germán llega desde Europa y se establece en Ñuñoa, el barrio que en principio le ofrece mayor seguridad. Sin embargo, en sus caminatas comienza a aproximarse progresivamente al centro y a interactuar con sus personajes hasta que, finalmente, conoce a Sofía y entabla una nueva vida junto a ella y, por extensión, una vinculada a sus amigos y familia. La atracción que Germán siente por esa zona emblemática tiene lugar a pesar de que se había transformado, como me daba cuenta luego del paréntesis del exilio, en un lugar de nadie que, al caer la noche, resultaba invadido por el barro social proveniente de los extramuros, tanto de Huechuraba como de La Pintana o de Conchalí, por lo que era prudente saber retirarse a tiempo a objeto de evitar dificultades. Después de las nueve, el centro de Santiago no era una broma, en particular los fines de semana, bajo un conjunto al desnudo de modernidad y barbarie (57).

Esta impresión inicial de una ciudad barbarizada que lo rechaza, sin embargo, no le impide insistir en sus derroteros hasta que Germán comienza a matizarla y a percibirla en sus detalles. Así, una vez establecida la relación con Sofía, el objeto de su deseo, su ídola, dejará

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envolverse lentamente por su círculo de amigos e intereses. Este contacto inicial, a su vez, irá tomando forma más acabada, como sucede en La Virgen, a medida que el protagonista se deja contaminar precisamente por ese “lenguaje de la pobla”. En un comienzo, Sofía es para Germán “una galla del montón con la cual [...] estaba impedido de hablar de literatura” (80); sin embargo, ella será también el vehículo por medio del cual Germán comenzará a descubrir el lenguaje de la ciudad: “Era una mina, tal cual me parecía, ciertamente achorada, retrotrayendo el lenguaje que, de cara a ella, comenzaría a emplear, influido por el contorno que me tocaría vivir” (79). A este aprendizaje lingüístico, a su vez, le sucederá un interés por los hábitos del entorno social que poco a poco lo irá asimilando: Cuando desconocía en esas tertulias una palabra u otra del vocabulario actual, preguntaba condescendientemente dispuesto a saber, pues los años fuera de Chile me hacían un tanto extranjero al respecto y averiguaba, por ejemplo, qué significaba el prosaísmo carrete. Me preocupaba también de seguir con seriedad, por irritantes que me resultaran, los comentarios acerca de las liquidaciones de temporada de los grandes almacenes, como a la vez de los eventos deportivos de la casaca roja en el extranjero (93).

Así, Germán ingresa a un espacio cultural con un repertorio de prácticas propio y con una percepción del mundo diferente a la que él traía como escritor desterritorializado. Ingresa, transgrede fronteras y, naturalmente, se transforma. Con ello también descubre los modos en que la modernización producida por la globalización se manifiesta a nivel local: Fuimos durante esas tardes interminables a pasear al Parque Arauco como una buena familia chilena por las galerías resplandecientes, compuesto el mall de distintas tiendas de lujo de marcas prestigiosas, donde se saboreaba de vitrina en vitrina, a través de cada una de las plantas, el aire cosmopolita que se respiraba allí sin salir al extranjero. Éramos un país moderno con vista al mundo, pero que aún estaba envuelto en el subdesarrollo como ratificaba cuando salíamos del lugar, después del esparcimiento, a esperar el modesto bus en la esquina (89).

Esta experiencia de lo global en lo local, o de fragmentos de la ciudad de los flujos en la de los lugares, posee, no obstante, una zona aún

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más oscura en la que Germán también se verá involucrado por mediación de sus nuevos amigos. Por medio de Waldo, el hermano de Sofía, conoce a Ruiz, quien, por su parte, le permitirá acceder, finalmente, a un trabajo estable y bien pago. Observemos aquí algunos detalles. En virtud de su trayectoria como escritor, su trabajo consistirá en elaborar guiones elementales para cine pornográfico, más específicamente para “una empresa llamada Solsticio Films, cuya actividad consistía en producir cintas pornos [sic] de costo barato que luego se despachaban al exterior” (124). La empresa que le da el empleo a Germán rápidamente se constituye como la realización visible a nivel local de una misteriosa “Organización” internacional sin dueños o responsables conocidos (124-125), pero que obtiene gran rédito en la dinámica de producción que genera, ya que “debido a los bajos costos que ofrecía esa clase de producto en Chile, resultaba de sino ventajoso para la Organización” (125). Este circuito de obtención de beneficios cuenta, sin embargo, con un reverso que pronto será revelado por el narrador: “Nada de esto revestiría importancia si no señalara a las guaguas, caídas aparentemente del cielo, que participaban como protagonistas de las filmaciones, obtenidas de los rastrilleos en las comunas de Maipú y Renca” (134). Estas “guaguas”, en realidad mujeres jóvenes y adolescentes procedentes de los sectores más bajos, son, pues, la materia prima que alimenta la red de producción con sus veladas ramificaciones internacionales y con una demanda específica: “Predominaban las morenas de carnes generosas como quería la Organización, de cara a la clientela de afuera proclive al exotismo tercermundista” (136). El develamiento de la red de explotación neocolonial marcada por el género y la clase es, por lo tanto, donde finalmente desemboca el proceso de progresivo aprendizaje que transita Germán. Un circuito de explotación que no carece de sadismo, ensañamiento con las víctimas y un vínculo residual con los avatares políticos del país, ya que Calisto, quien normalmente ejerce el papel de protagonista masculino y practica todo tipo de violencia sexual y de género con las jóvenes, había sido en tiempos de Pinochet colaborador de la DINA. Esta doble figura de actor porno y (ex)torturador al servicio de la dictadura enlaza el circuito de abuso donde, por un lado, se encuentran la demanda y los intereses internacionales y,

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por el otro, los cuerpos de las mujeres pobres utilizados y, finalmente, desechados: “Me provocaba cierta congoja el entusiasmo inicial que ofrecía cada una de ellas después de saber que terminaban por completo drogadas, soltando sangre por abajo en oportunidades, si se dejaban ir por la pista del guano, abandonadas después como bultos en cualquier recodo próximo de la carretera Panamericana” (136). Germán descubre, así, mediante su acercamiento a las condiciones locales en los espacios relegados de Santiago, una contracara solapada del orden global. Reconocer a una de las amigas de Sofía en un video será, pues, un momento de revelación máxima, y a la lectura profunda de las imágenes que ofrece este tipo de cine porno arribará, guiado por la acumulación de experiencia, por su propia cuenta: “Al asentir el canibalismo que practicaba su chato de confianza [Calisto] en el grupo de trabajo, se estimulaba en el marco del video la correspondencia que larvada existe aún hoy, tapada por la historia, entre el amo y la esclava del pasado. En la superficie de la pantalla esa servidumbre del presente sólo era sexual” (150). En la superficie, porque en el trasfondo se encuentra un fenómeno que Gisela Heffes observa en una serie de textos y películas contemporáneos a la novela de Marín: “La condición marginal de los sujetos representados en estas narrativas de la desigualdad transforma los cuerpos (sean propios o ajenos) en un recurso natural privilegiado, en cuanto único medio de subsistencia disponible. En un plano general, se trata del excedente de toda una población, los que han quedado fuera de esta nueva geografía global” (2012: 130). Esta progresiva toma de conciencia por parte de Germán, sin embargo, no logrará coagular en un nuevo pacto social y, como resulta previsible, se resolverá de manera trágica. El producto de la violación de Sofía por parte de Germán será un hijo monstruo, el resultado natural de un acto de violencia, y de este también se deriva la conclusión de la novela: un escenario apocalíptico posterremoto donde la ciudad, lejos de haber reconciliado a sus partes, queda desintegrada y sus habitantes entregados a una lucha salvaje por la sobrevivencia.

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3.4 Síntesis y coda. La “función flâneur” en tiempos globales Se observó en las páginas anteriores cómo las ciudades textuales presentadas como complejos territorios donde el espacio público se halla en disputa no impiden la aparición de personajes que las recorren a pie sin mayores predeterminaciones en sus destinos. En principio, podría decirse, esta práctica los coloca en relación de parentela con la figura del flâneur que conceptualizó en su momento Walter Benjamin, pero los atributos de los escenarios que transitan obstaculizan una aplicación de la categoría sin las reflexiones o las adjetivaciones pertinentes. La observación de Sarlo con la que se da inicio a este capítulo conduce a evitar dichas reflexiones y, así, se desentiende de un fenómeno literario que no solo ha llamado la atención de la crítica, sino que también en varios casos los mismos textos lo ponen de relieve al retomar explícitamente la categoría y, en consecuencia, insertarse en la tradición y sugerir claves para el abordaje. Los planteos desarrollados a lo largo del capítulo muestran cómo los paseantes de la literatura latinoamericana de fines del siglo xx y principios del xxi bien pueden ser caracterizados como flâneurs en la medida en que también se destaque su desfasaje en relación con el contexto. Se trata de flâneurs temerarios, ridículos y/o paródicos, siempre dependiendo del caso específico. En cualquier caso —y este es el aspecto que merece ser subrayado—, lo que los relatos estudiados están poniendo en escena es una efectiva apropiación y refuncionalización literaria —“anacrónica”— de la figura que floreció a mediados del siglo xix parisino. Una operación favorecida por el hecho de que en ambos contextos las modificaciones del espacio urbano conducidas por corrientes modernizadoras específicas se producen de un modo abrupto, de tal suerte que ambos reclaman una mirada que las testimonie. Los textos analizados, por lo tanto, exhiben por medio del recurso de unos personajes a la deriva absolutamente desactualizados, de flâneurs “anacrónicos”, pero tan tercos y perseverantes como existentes, la evolución de un territorio urbano que aparece entregado a fuerzas que ya no son las que tradicionalmente lo gestionaban. Sus recorridos raramente tienen destinos pautados con antelación. Porque la realidad

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pareciera no ofrecerles mayor opción, pero, desde un punto de vista narratológico, también porque el personaje que se mueve hacia una meta no tiene por qué llegar a otro espacio. En muchas historias de viajes, el movimiento es una meta en sí mismo. Se espera que resulte en un cambio, liberación, introspección, sabiduría o conocimiento. Si falta incluso un objeto experimental, siquiera implícito, el movimiento, por completo sin meta, puede operar como simple presentación del espacio (Bal 1990 [1985]: 104).

Por consiguiente, la “función flâneur” —y recuérdese aquí la definición introducida al principio de este capítulo con Neumeyer— activada por los textos analizados, por un lado, presenta de manera referencialista —“documental” incluso— un paisaje urbano enrarecido o, al menos, en reajuste,17 sometido a cambios que, si bien podrían ser considerados de otro modo, los protagonistas perciben, normalmente, como negativos e irreversibles. En el mejor de los casos, solo corregibles simbólicamente por medio de la memoria y el relato, aunque también por el agenciamiento ejercido por la literatura de ficción. Pero, por el otro, también sirve para poner en escena un proceso de aprendizaje o maduración en personajes letrados que tienden a desplazarse desde una perspectiva global o distanciada a una preocupada por los detalles microbianos del espacio urbano local y su cotidianeidad. Dentro de este esquema general, no obstante, se pueden distinguir constantes y matices. Un sugerente punto de partida posible es el hecho de que todos los protagonistas son letrados, escritores o profesores universitarios —como también lo es el de Ese último paseo (1997), de Manuel Hernández Benavides;

17. Acerca de la función del flâneur en Benjamin, ya observaba Buck-Morss que consiste, principalmente, en leer en la materialidad urbana la verdad de una época: “The images are not subjective impressions, but objective expressions. The phenomena –buildings, human gestures, spatial arrangements– are ‘read’ as a language in which a historically transient truth (and the truth of historical transiency) is expressed concretely, and the city’s social formation becomes legible within perceived experience. This experiment would have central methodological import for the Passagen-Werk” (1989: 27).

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el de Mis dos mundos (2008),18 de Sergio Chejfec, o el de El asco (1997), de Horacio Castellanos Moya—, obligados o simplemente impulsados a confrontar con un espacio que ha sido colonizado por la “barbarie”19 y en el que no se reconocen. Estos representantes de una cultura libresca y muchas veces cosmopolita, acaso los últimos vestigios de una ciudad letrada que ahora se ha desplazado hacia una zona desterritorializada de intersecciones, han perdido toda empatía con sus contextos y muchas veces llegan a montar escenas de tinte ridículo, como aquella en la que el narrador de Mis dos mundos, a falta de otros interlocutores, se ve tentado de hablar con peces y tortugas de un lago de la ciudad brasilera que recorre: “Por supuesto, me sentí inmediatamente interpelado por la situación. Siempre un escritor sueña con un público real, y esto era lo máximo a lo que yo podía aspirar. No hace falta decir que estuve tentado de dar un discurso o por lo menos ofrecer un argumento” (98). En El asco, si bien el protagonista no se dedica a deambular por las calles como el de Chejfec, llega desde un largo exilio en el exterior al igual que Fernando y Germán y, así, se ve obligado a confrontar con los atributos del espacio local. El itinerario, con sus variaciones específicas, tiende, pues, a describir un efecto de zoom sobre los detalles locales. Algunos personajes llegan desde el exterior; otros abandonan sus autos; otros experimentan, inicialmente, con una mirada panorámica y, luego, se deciden por el recorrido a pie; otros, como el de Chejfec, rechazan la abstracción que ofrecen los mapas20 y se lanzan sin mediaciones ni guías 18. Donde, curiosamente, Sarlo (2008) no ve de manera explícita un flâneur, pero sí, sin embargo, una figura asimilable al protagonista de Der Spaziergang, de Robert Walser. 19. Explícitamente en Chejfec: “Imaginé entonces el lago y aquel parque como la antesala de ese gran continente, la espesura verde hecha de vegetación y misterio, devoradora de personas y dignidades, trituradora de almas, la naturaleza inapelable a la que me referí más arriba, etc. Yo quedaba del lado de la civilización, representando una de las más habituales escenas típicas de escritor” (2008: 120). O como lo observa otro personaje que a su manera también indaga la emergente configuración urbana, Gabriel, de La noche es virgen: “Uno siente que vivir en Lima es una puta mierda porque ya no queda gente con un poquito de cultura en esta triste ciudad” (Bayly 1997: 79). 20. Al respecto, De Certeau anota: “El mapa, escena totalizante donde elementos de origen dispar se conjuntan para formar el cuadro de un ‘estado’ del saber geográfico,

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sobre el cuerpo urbano. Otros, el de Castellanos Moya en particular, no se deciden a salir del refugio que les ofrece el espacio cerrado y se asfixian en el desengaño y el solipsismo. En cualquier caso, con los aciertos y fracasos por los que transitarán en el proceso de aprendizaje los que sí se permiten verse cara a cara con el “otro” que ha quedado atado a lo local, el gesto de volver a la práctica de andar a pie en un contexto que alienta flujos acelerados a niveles transnacionales guarda una cuota de heroicidad que debe ser destacada. Esto porque, si para Benjamin el flâneur representaba el “héroe” de la vida moderna (1991 [1974]b: 569), más aplicable aún resulta para quien insiste en caminar en el contexto de la actual fase de la globalización en América Latina. Al respecto, Tester apunta que “completion [en el sentido de realización] requires an escape from the private sphere. The hero of modern life is he who lives in the public spaces of the city” (1994: 5). El “héroe” de la ciudad neoliberal latinoamericana, signada por las desigualdades y diversas declinaciones de la violencia, no solo hace uso de un espacio público vaciado, sino que en ello también compromete constantemente su cuerpo. A la revalorización simbólica y compensatoria del espacio público se agrega la función de comunicar los fragmentos en que ha quedado dispersa la ciudad o, expresado de otra manera, reformularla como lugar donde el encuentro de heterogéneos todavía resulta posible. Ya Guy Debord señalaba en el marco de su teoría de la deriva que “today the different unities of atmosphere and of dwellings are not precisely marked off, but are surrounded by more or less extended bordering regions. The most general change that dérive experiences lead to proposing is the constant diminution of these border regions, up to the point of their complete suppression” (2006 [1958]: 66). En un contexto de actualización y profundización de fronteras, Fernando, guiado por un deseo difícil de concebir, y que en el apartado correspondiente hemos tratado de caracterizar como atracción por lo siniestro, las desafía, ingresa a zonas “prohibidas”, se comunica con rechaza antes o después, como entre bastidores, las operaciones de las que es el efecto o la posibilidad. Se queda solo. Los descriptores de recorridos han desaparecido” (2000 [1990]: 133-4).

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el “otro” históricamente excluido de la ciudadanía y lo experimenta en su propio cuerpo. Al igual que él, Germán deja que su lenguaje se impregne de usos populares, que este devenga mestizo y que una episteme localizada se confunda con la que él posee en tanto letrado desterritorializado. En todos los casos estudiados —pero también, por ejemplo, en Angosta, o en La villa, de César Aira— el arte de andar a la deriva, que en principio pareciera injustificado, promueve dicho contacto. Sin embargo, no en todos este se resuelve del mismo modo. Si Augusto se muestra como un personaje desprejuiciado que mediante sus paseos y su práctica de escritura consigue, aún con todo el desencanto que exhibe, darles visibilidad a los sujetos locales y tanto Fernando como Germán se permiten un acercamiento fallido a ellos, el protagonista de Y retiemble en sus centros la tierra jamás abandona un ademán nostálgico por el orden perdido con el fin de la ciudad barroca. Al margen de estas diferencias de resolución, lo cierto es que, frente a un escenario histórico de cambios, los personajes de los relatos presentados se reapropian de un territorio que parece abandonado al capricho de la violencia y los intereses privados. Se lo reapropian y tienden a ofrecer una corrección simbólica, es decir, a intervenir desde el dominio específico de la literatura, en tanto codificación que alimenta los espacios representacionales, la producción social de espacio. En oposición a los regímenes de encierro y guetización que alienta la urbanización neoliberal y que —como ya he presentado en el capítulo anterior— en la literatura toman la forma de cronotopos posnacionales, la “función flâneur” de estos relatos tiende a cuestionarlos y recrear la ciudad como lugar donde los cruces de diferencias todavía son posibles e incluso deseables. Como se indicó, Richard Sennett (1994) muestra que a partir de mediados del siglo xx se acentúa una tendencia al individualismo que, entre otros, se expresa en el aislamiento de los cuerpos mediante el uso de autos.21 Esta tendencia, a su vez, posee una continuidad en la emergencia 21. También Janoschka acentúa el efecto disgregador del transporte privado: “A través de la separación en dueños de medios de transporte motorizados y aquellos que no los poseen aparece una grieta social que es decisiva para las posibilidades de uso

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de barrios cerrados y asentamientos precarios incomunicados entre sí. Al respecto, Pablo Sztulwark escribe que los barrios cerrados, los barrios cerrados urbanos autosuficientes (torres) y hasta cualquier edificio pequeño hoy intentan construir un sueño a medida. Si consideramos una de estas situaciones, el sueño de la vida verde y segura da lugar a un “barrio” cuyo reverso es la destitución de la vida social y urbana. ¿Qué implica esto? Primero, un proceso de segmentación de la ciudad que limita, impide, corta los intercambios entre heterogéneos, es decir, diluye la misma condición urbana porque desalienta los intercambios. Segundo, la expulsión de la dimensión barrial está acompañada de la instalación de una escenografía de imágenes carentes de vida urbana (2010: 218).

Pues bien, si esta configuración tiende a segmentar el espacio y con ello a diluir la misma condición urbana, los personajes a la deriva ofrecen una corrección simbólica al promover los cruces, al menos en forma paródica, desencantada o precaria. En la misma línea, pero en una dirección inversa, Sennett se pregunta: “For without a disturbed sense of ourselves, what will prompt most of us – who are not heroic figures knocking on the doors of crack houses – to turn outward toward each other, to experience the Other?” (1994: 374). Ciertamente, como nadie de “nosotros” se halla predispuesto a ingresar en los territorios de la droga, de la violencia y el abandono, los flâneurs literarios —ellos sí figuras “heroicas”— se permiten hacerlo, experimentar al “otro” y ensayar interacciones que sin el auxilio de la ficción se presentan como difícilmente realizables. En este sentido, la literatura asume una función reparadora de las carencias presentes en la dimensión empírica. De la dimensión empírica, sí, pero también de los proyectos urbanísticos o, en términos de Lefebvre, de las representaciones del espacio que han colaborado en el desmembramiento del tejido urbano latinoamericano o que no han hecho mucho para corregirlo. En un llamado de atención al urbanismo, Sztulwark precisamente escribe que

y apropiación de las diversas islas” (Janoschka 2002: s/p). El rechazo explícito al auto que muestran personajes como Juan Manuel, de Y retiemble, o Augusto, de “A arte...”, es, por lo tanto, un acto tendiente a suturar simbólicamente la fractura urbana.

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si el pensamiento arquitectónico moderno [...] pensó [la ciudad] exclusivamente desde el plan macropolítico, hoy (si no nos olvidamos de que nuestro problema es la segmentación) es necesario también pensarla desde la micropolítica. ¿Por qué? Porque si la tarea de nuestra generación, definida no en términos etarios sino como aquellos que compartimos un mismo problema, es trabajar para la multiplicación de encuentros entre heterogéneos, será clave indagar en diversas escalas las formas de potenciar, fomentar, profundizar ese tipo de experiencias que solamente suceden en el marco de la ciudad (2010: 220).

A este reclamo, justamente, responde la literatura latinoamericana contemporánea que pone en escena personajes a la deriva. Porque el problema que confronta es la segmentación, porque insiste en revalorar el espacio público, porque se muestra orientada a favorecer la interacción entre heterogéneos y porque, al mostrarse interesada por los detalles y no por las perspectivas panorámicas, ofrece un modo de pensar la ciudad desde la micropolítica y, por consiguiente, de indagar las necesidades localizadas. Si los programas urbanísticos y sociales han fracasado o se muestran con frecuencia insensibles a este reclamo de Sztulwark, la literatura está ahí para, con sus aciertos y fracasos, aventurar correcciones y compensar. Esta es quizás la principal “función”, el sentido, que adquiere un modo temerario de andar a la deriva que, aparentemente, no posee razón alguna. Para concluir, es posible conjeturar que este modo de intervención del espacio, en principio meramente enunciativo o simbólico, no deja de tener un cierto impacto sobre la dimensión material, aunque sea mínimo o por efecto de mediaciones. Considérese, por ejemplo, que desde la publicación de La Virgen de los Sicarios Medellín ha seguido su derrotero y los niveles de violencia y deterioro que la caracterizaron a comienzos de los años 90 hoy han retrocedido sensiblemente, en principio, gracias a programas estatales de recuperación del espacio público y la intervención de movimientos ciudadanos. En vista de este proceso —desde ya celebrable—, podría plantearse la pregunta por qué parte de responsabilidad le corresponde a La Virgen de los Sicarios —en tanto best seller que ha sido intensamente leído y que, por lo tanto, ha logrado llamar la atención sobre una serie de graves problemas que parecían irreversibles— precisamente en la reversión de la tendencia. El programa de red de parques bibliotecas implementado en Medellín

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entre 2004 y 2007 con el fin de revalorizar el espacio público, favorecer los flujos de personas entre diferentes zonas de la ciudad y articular nuevos modos de convivencia en los barrios es, ciertamente, una de las caras visibles de una política de refundación ciudadana (cfr. Jaramillo 2010, González Vélez/Carrizosa Isaza 2011). Pero, como se mostró en estas páginas, La Virgen de los Sicarios se presenta, al proponer modos de interacción social entre sectores diferenciados y una recuperación de la calle como espacio simbólico para el ejercicio de la ciudadanía, acaso, como un antecedente difuso de ella. En este sentido, también una operación política.

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IV. CIUDADES TEXTUALES PROSPECTIVAS

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En el año 2000 nuestra ciudad será hermosa, sana y eficiente, con una población de alrededor de tres millones de habitantes. El exintendente de la dictadura Osvaldo Cacciatore (1980) (citado en Oscar Oszlak, Merecer la ciudad: los pobres y el derecho al espacio urbano 1991: 78-9)

Construir una Ciudad Futura múltiple, plural, conectada y sin persecuciones de ningún tipo, donde la información y el conocimiento fluyan y sean parte constitutiva de las nuevas subjetividades, donde el desarrollo humano se basa en la solidaridad y la colectividad en lo múltiple es el desafío. Movimiento Giros, “Los 6 puntos para la ciudad futura” (s/a: s/p)

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4.1 La tradición prospectiva. Cimiento y desmarque Las imágenes futuras de fenómenos existentes en el presente pueden —acaso deben— ser consideradas literatura por excelencia. Sea cual fuere el nivel de verosimilitud o probabilidad que se le quiera asignar a una proyección semejante, nunca puede ser deslindada por completo de su dimensión especulativa. De este modo y paradójicamente, la exploración del futuro, en tanto discurso vacilante, siempre suspendido en la incertidumbre, adquiere un enorme valor como herramienta crítica para un abordaje potencialmente irrestricto del presente. En su grado de mayor exacerbación, la limitación racionalista impide cualquier tipo de movilidad hacia realidades imaginarias y, así, al menos en apariencia sortea todo peligro; mientras que los discursos que deliberadamente buscan inscribirse más allá del umbral del racionalismo ortodoxo se arriesgan tanto a la posibilidad del bochorno como a la del acierto. Cuando estos discursos se presentan como ficcionales, suelen instalarse automáticamente en el campo de los géneros menores o poco prestigiosos. No obstante, esa condición paria puede ser también garantía para desarrollos críticos no realizables bajo otras premisas. Este capítulo está dedicado a las ciudades textuales prospectivas que la literatura latinoamericana fue elaborando en el corte temporal propuesto. Como voy a exponer a continuación, considero que este corpus es parte de uno de mayor alcance, la ficción prospectiva, la cual, a su vez, en principio conforma, aunque no siempre ni necesariamente, una vertiente de la ciencia ficción.1 Lo cierto es que,

1. Conviene aclarar, antes de avanzar en los desarrollos, que por “ciencia ficción” no se entiende aquí su inflexión conocida como “dura”, es decir, aquella que funda su línea argumental en rigurosos postulados científicos. Para una distinción entre la vertiente más dura de la ciencia ficción y la ficción prospectiva, véase Moreno 2011, quien concluye que “el contrato de ficción prospectivo —pese a su evidente

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en sus mejores manifestaciones, esta zona de la literatura se ampara en la especulación como recurso para el despliegue crítico, es decir, que si bien tiende a tomar distancia de las convenciones realistas, de ningún modo abandona su interés por pensar las contradicciones de la realidad empírica inmediata por medio de procedimientos que pueden constituirse como un modo de reflexión. Como comenta Josefina Ludmer, la especulación es propia de un género que siempre me fascinó: la ficción especulativa, que se relaciona con la utopía y la ciencia ficción. La especulación es una especie de pensamiento, pero es aceptable porque no es pretencioso. Es un pensamiento bastardo, ficcionalizado, que procede por imágenes. [...] La especulación inventa un mundo diferente del conocido; es un universo sin afuera, que es “realvirtual” (Molina 2010: s/p).

A diferencia de lo que sucede con otras tradiciones literarias, la ciencia ficción latinoamericana no ha recibido mayor atención por parte de los estudios académicos. Tal vez por su carácter “sospechoso”, acaso porque, en comparación con la producción anglosajona, el caudal presente en América Latina pareciera ser mínimo, lo cierto es que las investigaciones sobre ciencia ficción, y también las concentradas en la ficción prospectiva, escasean. Puesto que los aportes más solventes existentes hasta el momento (Suvin 1979; Heller 1988; Malmgren 1991; Jameson 2005; entre otros) fueron concebidos para pensar la tradición europea y estadounidense, resultan limitados para considerar la especificidad latinoamericana. Un texto que merece mención, que ya cuenta con gran reconocimiento en el área de investigación y que aquí no puedo menos que destacarlo como un antecedente, es el de Fernando Reati Postales del porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999) (2006). Creo, no obstante, que el enfoque concentrado en la literatura argentina es susceptible de ser ampliado y que una lectura de fuentes textuales aparecidas en el resto de América Latina —al fin y al cabo, el modo de gestión neoliberal, crítica cultural— no se enfoca por obligación a la defensa de una tesis, mientras que el contrato de ciencia ficción dura vincula la tesis defendida con el sentido de la maravilla inherente a la relación entre descripción científica y lirismo” (265).

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sobre el que Reati funda sus argumentos, no es atributo exclusivo de Argentina— resulta una operación no solo justificada, sino también enriquecedora, ya que todo enfoque comparativo permite iluminar zonas que de lo contrario permanecerían en sombras y porque, en cualquier caso, el terreno, en el mundo iberoamericano, permanece hasta el momento prácticamente inexplorado. Así, en una sección monográfica consagrada a la ciudad prospectiva de reciente aparición en la revista Ángulo Recto, Fernando Moreno e Ivana Palibrk advierten que resulta muy probable que numerosos investigadores desconozcan a qué se refiere el término “ficción prospectiva” o incluso que duden a la hora de clasificar ciertas obras dentro de la ciencia ficción. Esta situación se debe al escaso interés que ha existido en nuestro país [España] por los estudios de ciencia ficción. Estos estudios han sido desarrollados casi siempre por periodistas, escritores o incluso meros aficionados, por lo que carecemos prácticamente de bibliografía científica dentro del mundo académico. Por fortuna, el aumento del número de tesis doctorales defendidas que se centran en obras del género, algunos artículos rigurosos, algunos congresos y seminarios, y los sucesivos premios con los que se la está vinculando, están introduciendo desde hace unos siete ocho años un ligero cambio en los estudios sobre un conjunto de obras desarrollado a lo largo de más de cien años de historia (2011: 119-120).2

Otra contribución, aunque escueta y también concentrada en la literatura argentina, que vino a sumar su aporte en los últimos años es el artículo de Alejo Steimberg “El futuro obturado: el cronotopo aislado en la ciencia ficción argentina pos-2001” (2012),3 en el cual el autor 2. De un modo similar, en la introducción a una suerte de catálogo de autores mexicanos que pueden ser inscriptos en la ciencia ficción y que pretende ser un aporte al estudio del género en su especificidad nacional, Gabriel Trujillo Muñoz anota que “recuérdese que, hasta principios del siglo xx, la utopía contaba con un cierto prestigio. Pero la ciencia ficción, como una literatura desnacionalizada o norteamericanizada, o como un género para científicos en plan de ocio, para literatos aficionados, pasa a ser considerada una literatura no adulta, inmadura, incapaz de darle calidad literaria a ideas extravagantes o descabelladas. La ciencia ficción nacional no tiene más remedio que vivir al margen de las corrientes principales en boga: realismo mágico, literatura de la onda, indigenismo. Las sirenas de la fama no cantan para ella” (2000: 17). Véase también Kurlat Ares 2012. 3. Después de una primera publicación en la revista Hélice, el artículo fue reeditado en La ciencia-ficción en América Latina: entre la mitología experimental y lo que

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retoma tanto la tradición crítica dedicada a la ciencia ficción europea y estadounidense como el libro de Reati para avanzar postulados que profundizan y amplían el corpus indagado por este último. A continuación, propongo retomar la línea de su pensamiento. El género de la ciencia ficción no es obvio. Identificarlo —o, eventualmente, inventarlo— con cierta precisión es un trabajo que exigió la producción de algunos libros que hoy cuentan como clásicos, fundamentalmente los de Darko Suvin y los de Carl Malmgren, a quienes recupera Steimberg explícitamente.4 Dentro de este marco general, que no pretendo reconstruir de un modo acabado, voy a tratar de aislar la especificidad latinoamericana. Según lo formula Steimberg, y de acuerdo con la línea teórica clásica, “la ciencia ficción [...] presenta mundos ficcionales cuyo sistema de actantes y cronotopos contiene al menos un factor de extrañamiento (un novum) con respecto al mundo empírico, que se presenta naturalizado a través de un discurso científico” (2012: 6-7). Para que un relato sea considerado de ciencia ficción, se requiere, pues, que al menos un componente del mundo ficcional presente algún tipo de disociación en relación con el mundo fáctico. Sin embargo, este componente diferencial, el denominado novum, no puede surgir como producto del libre discurrir de la fantasía, sino que reclama algún tipo de aval científico. Es destacable que para determinar el punto de comparación a partir del cual evaluar el novum (es decir, el parámetro a considerar para determinar si determinado elemento del mundo de ficción constituye o no un novum), Malmgren sigue también a Suvin (Metamorphoses 11), para quien este “mundo básico narrativo” corresponde al “mundo cero” de propiedades empíricamente verificables en el que vive el autor de la obra en cuestión. Esto resulta coherente, ya que si la ciencia ficción especula o proyecta lo hace forzosamente desde un punto de partida, que no puede dejarse de lado en el momento del análisis de la obra (Steimberg 2012: 7).

vendrá (2012), un volumen temático de Revista Iberoamericana coordinado por Silvia Kurlat Ares, al que también le corresponde una mención subrayada. 4. Al respecto, Darko Suvin anota que “the concept of SF is in a way inherent in the literary objects – the scholar does not invent it out of whole cloth – but its specific nature and the limits of its use can be grasped only by employing theoretical methods” (1979: 63).

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De aquí se sigue que la ciencia ficción funciona como una suerte de despegue crítico a partir de la realidad empírica en la que se la enuncia. La instancia histórica en la que el responsable del texto lo escribe es, por lo tanto, el marco de referencia a partir del cual la ficción toma mayor o menor distancia. Como queda registrado en la cita, un análisis que descuide este “punto de partida” desde el cual se proyecta la especulación no puede ser considerado acabado o de relevancia para la investigación. Acentuar la importancia del diálogo entre el texto y su contexto en este dominio específico coincide, pues, con el marco general que inspirado en Lefebvre guía este trabajo: también las ciudades textuales prospectivas, las que se alejan de sus eventuales referentes mediante una proyección hacia el futuro, son modos de interactuar desde el dominio imaginario, como espacios representacionales, con la experiencia espacial cotidiana que poseen tanto el escritor como los lectores. Ahora bien, en lo que respecta a los nova particulares que ponen en escena las ficciones que nos interesan, veremos que no es depreciable, precisamente, el que tiene que ver con la configuración espacial que adquieren los territorios proyectados en el futuro. Este aspecto, como advierte Steimberg, ya fue destacado por la tradición crítica interesada en la ciencia ficción. En los escenarios posapocalípticos, en tanto elaboraciones específicas y más o menos consolidadas en los imaginarios del futuro,5 llama la atención que siempre y paradójicamente lo que toma forma es un nuevo algo, precario e inestable, pero que inevitablemente se constituye como un volver a nacer. Después de la destrucción total, en breve, siempre sobrevive o brota algo nuevo y “como señala

5. En la introducción a un volumen dedicado a los imaginarios apocalípticos, Geneviève Fabry e Ilse Logie destacan la recurrencia con que estas imágenes aparecen en la literatura latinoamericana desde los años 70: “A nuestro modo de ver, el imaginario apocalíptico está presente en tantos textos de la ficción hispanoamericana posterior a 1970 porque esta tradición parece ser la única que hace justicia a la violencia de la América Latina dictatorial y posdictatorial sin que en ella se renuncie por completo a la plasmación del porvenir concebido en ese Nuevo Mundo más que en ningún otro lugar como escenario de lo novedoso. Lo que se aplica a los grandes mitos en general, es particularmente verdad para el apocalíptico: el que se vuelva a ellos sobre todo en épocas de desorden social y cultural agudo” (2009: 16).

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[James] Berger, en la ciencia ficción lo que suele sobrevivir es una tierra baldía o una distopía urbana” (Steimberg 2012: 8). Es posible observar, no obstante, que en la ficción prospectiva latinoamericana de las últimas décadas los órdenes urbanos y sus contradicciones han ganado un protagonismo insólito en la tradición prospectiva general. Cualquier imagen del futuro puede ser en principio una elaboración crítica del presente, pero no todas ponen en el centro el mismo objeto ni todas muestran las mismas preocupaciones. En términos generales, la ficción prospectiva es la rama de la ciencia ficción que emplea las herramientas del género para desarrollar crítica cultural, política, social, filosófica, económica... El término fue acuñado por Julián Díez (2008) y reutilizado como concepto clave con matices diferentes (Moreno 2010). Díez lo emplea para clasificar un conjunto de obras que comparten una serie de rasgos dominantes específicos desde el siglo xix y que, tras cierta evolución durante el siglo xx, terminaron siendo vinculadas por el público con la ciencia ficción. [...] Toda la tradición utópica y distópica de la modernidad entraría aquí: Nosotros, 1984, Un mundo feliz (Moreno/Palibrk 2011: 122).

Esa tradición, que efectivamente conforma la base de la ficción prospectiva occidental, mostraba intereses que no son exactamente los mismos que se pueden hallar en las realizaciones contemporáneas del género en América Latina. Así, para el caso de dos exponentes clásicos por excelencia, Luis Cermeño anota que entendemos que cuando Orwell y Huxley, respectivamente, escribieron sus ficciones ubicadas en un probable mundo futuro, estaban extrapolando las posibilidades sociopolíticas de su época mezclada con los miedos particulares que ambos autores sentían ante la amenaza de caer bajo una dictadura de corte socialista. En términos de [Fredric] Jameson, estaban describiendo lo que ellos percibían como la otredad radical de su estructura social (2012: s/p).

Estos “miedos particulares” que inspiraron las proyecciones críticas de George Orwell y Aldous Huxley fueron sin duda enormemente prolíficos para la consolidación y desarrollo del género. El componente central que fue extrapolado en Brave New World (1932) y 1984 (1949), el del control social y el de la sofisticación de la biopolítica, respondía

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a un contexto histórico en el que regímenes dictatoriales o democracias claramente restringidas ganaban terreno desde España hasta Rusia, desde EE. UU. hasta Alemania. Era ese el “punto de partida” histórico sobre el que aquella ficción prospectiva especulaba al producir imágenes futuras donde los “males” presentes aparecían exacerbados. Pero los contextos cambian y las ficciones comienzan a responder a otros “miedos particulares”. En algunos casos, como argumenta la hipótesis que sostiene este trabajo, estas últimas recuperan recursos articulados por la tradición y los redisponen o refuncionalizan para intervenir en el presente que les sirve de marco. Las ficciones prospectivas latinoamericanas de fines del siglo xx y comienzos del xxi se inscriben, así, en la tradición para, inmediatamente, tomar distancia y seguir sendas propias marcadas por demandas históricas y locales. En esta línea, Julián Díez escribe que el territorio de las temáticas alegórico-admonitorias existía antes, [...] desde la época del propio Luciano. Se ha ampliado hoy, cuando un montón de escritores van descubriendo paulatinamente que una forma de manifestar su inquietud por el devenir de nuestra sociedad es extrapolar sobre el desarrollo de algunas de sus tendencias más inquietantes, como han hecho desde Saramago hasta Amin Maalouf (2008: 9).

Y lo cierto es que la extrapolación, una operación narrativa sobre la que sin duda se monta el género prospectivo,6 que más ha incursionado la literatura latinoamericana reciente es la que atañe a los atributos espaciales de las grandes ciudades en tanto tendencia de la 6. La técnica de la extrapolación suele ser central para la ciencia ficción en general y para la narrativa prospectiva en particular; sin embargo, no hay que considerarla en ningún caso condición esencial. De acuerdo con Suvin, “although extrapolation was historically a convention of much SF [...], pure extrapolation is flat as any quantity, and the pretense at it masks in all significant cases the employment of other methods” (1979: 76). Más aún, si se siguen sus argumentos, la extrapolación no es más que un recurso orientado a articular una analogía entre la realidad fáctica del mundo y la definida por lo que potencialmente este podría llegar a ser: “For extrapolation itself as a scientific procedure (and not pure arithmetic formalization) is predicated upon a strict (or, if you wish, crude) analogy between the points from and to which the extrapolating is carried out: extrapolation is a one-dimensional, scientific limit-case of analogy” (1979: 76).

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realidad social inmediata que sin duda se ha tornado altamente inquietante. Así, en referencia a la literatura argentina, Annelies Oeyen argumenta que una de las categorías que destaca para estudiar estas ciudades es la ciudad posapocalíptica. Se trata de espacios literarios que recurren a ciertos códigos de la ficción distópica e imaginan el colapso urbano. [...] Estos espacios extrapolan ciertas realidades argentinas —como fracturas del tejido social después de la dictadura militar y el impacto de la globalización neoliberal en un país periférico— a espacios futuros que muestran objetos urbanos icónicos y reconocibles en un ambiente desintegrado y violento (2011: 226).

Volveremos durante el análisis textual al carácter distópico que asumen las ciudades textuales prospectivas producidas recientemente en América Latina; me interesa destacar ahora que la extrapolación de rasgos propios de la configuración espacial contemporánea se ha convertido en un recurso frecuentemente explorado por la literatura vernácula, de tal suerte que ha devenido un rasgo dominante de las ficciones prospectivas. Es así que las imágenes del futuro latinoamericano suelen acentuar como factor preocupante no ya las relaciones de poder y control en la estructura sociopolítica, como era el caso de Huxley u Orwell, sino, antes, la transformación radical del espacio social y, específicamente, de las condiciones de interacción espacial en las grandes ciudades.7 Se trata de textos que anticipan el porvenir y configuran ciudades textuales posibles fundadas en elementos aún no 7. Resulta interesante poner en sintonía esta línea argumental con observaciones de Raymond Williams relativas a lo que él denomina “novela social”. Según sus palabras, en la novela social “from the sum of social experience, a particular pattern is abstracted, and a society created from that. The simplest examples are in the field of the future-story, where the ‘future’ device (usually only a device, for nearly always it is quite obviously contemporary society that is being written about) removes the ordinary tension between the chosen pattern and normal observation. Such novels as Brave New World, Nineteen Eighty-Four, Fahrenheit 451, are powerful social fiction, in which a pattern taken from contemporary society is materialized, as a whole, in another time or place” (1958: 23). En continuidad con este postulado, es posible argumentar que la “future-story” latinoamericana reciente ha optado por aislar y proyectar acentuadamente en el futuro un tipo de pattern definido como las condiciones espaciales de las ciudades contemporáneas.

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del todo reconocibles en las ciudades fácticas. Si bien estos mundos son productos imaginarios, es decir, espacios representacionales, no se apartan lo suficiente de nuestra realidad histórica como para quedar vaciados de verosimilitud. Vale comentar que esta tendencia en la literatura de ficción ya ha dado lugar a un cierto interés por parte de los estudios académicos. Entre otros eventos que le han prestado atención a la temática, se puede mencionar una jornada que se realizó en las universidades de Gante y Lovaina la Nueva en el 2010 bajo el título “Ciudades fragmentadas en la literatura (hispano)americana”, donde “se destacó reiteradamente que la radicalización literaria de la fragmentación urbana desemboca a menudo en una representación posapocalíptica de la ciudad. Así, se subrayó reiteradamente la creación de espacios decrépitos, pesadillescos y en ruinas” (Oeyen 2011: 227). Pero —conviene volver a acentuar— el “miedo particular” o, en términos de Williams, el pattern que está tras la narración latinoamericana que actualmente se proyecta hacia el futuro y que da lugar a estas imágenes de ciudades dislocadas no es generalizable ni tiene precedentes. Como señala Reati para el caso argentino, “la imagen novelística de ciudades mutantes, en crisis, posapocalípticas o sometidas a potencias extranjeras respondió más bien a temores más acotados [que los rastreables en la narrativa de anticipación estadounidense] que tienen que ver con el impacto de la globalización neoliberal en un país periférico” (2006: 92). La emergencia de nuevas condiciones de existencia y de un nuevo orden espacial permitió, así, el desarrollo de ciudades textuales prospectivas, construcciones ficcionales que se sobreimprimen sobre la trama urbana empírica al proyectar imágenes futuras en las que sus atributos más preocupantes aparecen radicalizados. Como veremos, la constitución referencial de estas ciudades textuales suele destacar que al menos se trata de ciudades localizables/localizadas en América Latina: “Estas ‘marcas de territorialización’ del mundo posapocalíptico relativamente típico de la ciencia ficción son de tres tipos: culturales, idiomáticas y geográficas” (Steimberg 2012: 11). Nos detendremos en ellas en los próximos apartados, pero dejemos apuntado, aquí también, que estas ficciones nunca buscan deslindarse por completo

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de las ciudades empíricas a las que retornan mediante la constitución referencial explícita. A su vez, las técnicas de modalización desplegadas por las narraciones permiten tomar distancia de ellas y reelaborar los espacios referidos crítica y creativamente. La proyección del espacio urbano en un futuro más o menos cercano, desde este punto de vista, puede ser considerada como una técnica de modalización que, al ubicar la narración en un futuro necesariamente imaginario, pero no tan distante del presente, permite articular operaciones transformadoras sobre la realidad referida. Las próximas páginas están dedicadas al estudio pormenorizado de algunos textos ejemplares que ponen en escena ciudades textuales prospectivas. En el primero voy a detenerme en posibles diálogos entre Angosta (2007 [2003]), de Héctor Abad Faciolince, y Tikal futura. Memorias para un futuro incierto (novelita futurista) (2012), de Franz Galich, donde la ciudad como espacio fracturado y altamente limitante para la movilidad gana protagonismo. A continuación, y a partir de los atributos distópicos de las ciudades elaboradas en las ficciones, voy a proponer una lectura en paralelo de La leyenda de los soles (1993), de Homero Aridjis, y 2010: Chile en llamas (1998), de Darío Oses. Cabe aclarar, no obstante, que aquí también el modo de agruparlas se funda ante todo en principios prácticos y no excluye otro tipo de posibles articulaciones. Para cerrar este capítulo, voy a presentar conclusiones generales que, dado el caso, podrían ser trasladadas a otras fuentes similares.

4.2 Quiebres y recomposiciones: Angosta (2003) y Tikal futura (2012) 4.2.1 El futuro entre la dicción y la ficción En una entrevista aparecida en el periódico colombiano Semana, Abad Faciolince fue consultado por rastros de Un mundo feliz y 1984 que pudieran estar operando como sustrato en su novela Angosta. A la pregunta, que por sí misma sugiere brechas de diálogo en la línea que propongo en este capítulo, el escritor respondió:

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He leído a Huxley y a Orwell, aunque me interesa más Kafka, que no es tan explícito. En Angosta hay algo de ficción futurista —y no es un futuro muy lejano, tal vez unos cinco o 10 años—, pero hago algo muy distinto a la ciencia ficción. Lo que busco es una imagen hiperrealista del mundo contemporáneo. Y para contarlo me siento más cómodo en un sitio que no existe, pero que podría existir. Angosta es también un conjuro para que ojalá no exista nunca (Semana 2003: s/p).

Con estas palabras Abad Faciolince confirma que en Angosta coexisten diferentes niveles de lectura, sobre algunos de los cuales ya he realizado una escueta aproximación en el primer capítulo de este trabajo. De hecho, y justificadamente, Angosta resulta una de las ficciones producidas por la literatura latinoamericana reciente más indagadas por la crítica académica. Los diversos enfoques (cfr., entre otros, Osorio 2005; Escobar-Mesa 2006; Heffes 2008; Catalín 2009; Silva Liévano 2009; Toro 2013) desde donde se ha propuesto abordarla dan cuenta del cuantioso caudal semántico que posee en tanto relato. A las posibles lecturas en clave alegórica, realista o imaginaria —según la categorización de Andreas Mahler ya descripta—, se pueden añadir, por ejemplo, la problematización de los órdenes temporales —donde, por momentos, pasado, presente y futuro parecieran superponerse y entrelazarse— o una concentrada en la focalización narrativa múltiple que resulta posible gracias a una distribución tripartita de la voz enunciadora entre el diario de Andrés Zuleta, el tratado de Geografía de Heinrich Guhl y la de un narrador heterodiegético. En mi caso me interesa poner de relieve aspectos contenidos en la respuesta ofrecida por Abad Faciolince a Semana y que ubican la novela en una zona que la vincula, pero que a la vez la distancia, de la tradición prospectiva occidental, al mismo tiempo que desestabiliza las habituales fronteras entre lo “existente” y lo “imaginado”, y con ello también la categorización de Mahler. A diferencia de Angosta, y aunque cuenta con varios aspectos comunes con ella, Tikal futura todavía no ha despertado el interés de la crítica. Si bien la publicación relativamente reciente puede considerarse una razón para ello, también podría argumentarse la escasa visibilidad internacional que, excepto en algunos casos aislados, suele acompañar a la literatura centroamericana, reforzado esto por la publicación bajo un sello, F&G Editores, que no cuenta con la misma

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capacidad de difusión que Planeta, la editorial que dio a conocer Angosta. Otra posible razón podría ser la muerte prematura de Franz Galich y la consecuente publicación tardía de Tikal futura. Uno de los contados investigadores interesados en el trabajo de Galich es Werner Mackenbach. En la contraportada de la única edición de Tikal futura disponible hasta el momento anota: ¿Novela del mito? ¿Novela de ciencia-ficción? ¿Novela política? ¿Thriller? Todo eso y mucho más y algo diferente. [...] Resemantización del pasado mítico con múltiples recursos al Popol Vuh (Tikal), previsión/premonición de lo venidero con técnicas de ciencia-ficción (Futura), sin caer en el tecnicismo tradicional del género, sino hurgando en las relaciones entre los seres humanos en un futuro no lejano.

Este marco que crea Mackenbach desde el paratexto orienta la lectura en una dirección que en cierta medida coincide con los argumentos de Abad Faciolince y con los que sigue este apartado. Tikal futura, al igual que Angosta, retoma técnicas y modelos compositivos heredados de la tradición occidental para problematizarlos, actualizarlos y dar paso a una nueva vertiente. Como lo registra Mackenbach, el encasillamiento de Tikal futura bajo el rótulo de la ciencia ficción solo podría proponerse bajo la condición de que se adjunte un interrogante. Del mismo modo, si bien una especulación relativa al futuro se encuentra presente en la novela de Galich desde el título mismo, los recursos articulados se apartan de clásicos como los invocados en la entrevista con Abad Faciolince. En su nivel más expuesto, Tikal futura narra, en 71 capítulos y desde la perspectiva dominante de un narrador heterodiegético omnisciente, dos macrorrelatos paralelos: por un lado, los encuentros entre el Apocalíptico, un oportunista político y hombre de negocios de Cuahutemallán (ex-Guatemala) (51),8 y Kilowitz, el embajador de Quisyanland, un país imaginario con reminiscencias de EE. UU., con el fin de establecer acuerdos comerciales privados, particularmente la 8. Todas las citas y referencias de Tikal futura son de la edición del 2012. De aquí en más, excepto que el caso específico exija otra cosa, se remite a ella únicamente con la mención de la correspondiente página.

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construcción del complejo Tikal Futura y el atractivo turístico La Ruta Maya en Ciudad de Arriba, uno de los territorios en que ha quedado dividida la Guatemala de fines del siglo xxii (99). Al mismo tiempo, el relato describe las intervenciones guerrilleras llevadas a cabo por el Ejército Revolucionario de Liberación de Ciudad de Abajo con el fin de desestabilizar el orden instaurado desde la llegada de los españoles al territorio maya, con la subsecuente intervención de Quisyanland, y por la fractura de la ciudad/nación/país en Ciudad de Arriba y Ciudad de Abajo acaecida a comienzos del siglo xxii (125). La trama de este último relato se va tejiendo mediante la acción protagónica de un grupo de personajes con vínculos familiares más o menos cercanos, cuyos nombres, a diferencia de lo que ocurre con los que protagonizan el primero, remiten a la tradición indígena vernácula y, más específicamente, al Popol Vuh: Ix, Namú, la abuela Cané, el tío Balanqué, Vitz, Zacté y otros. Angosta, por su parte, da cuenta de las vivencias experimentadas por los residentes del hotel La Comedia, situado en la zona Tierra Templada de la ciudad que le da nombre a la novela y que dispone, además, de otros dos Sektores: Tierra Caliente y Tierra Fría. De mayor complejidad estructural que Tikal futura, el relato se articula en un único capítulo interrumpido por pasajes del tratado de Geografía redactado por Guhl —también llamado simplemente Angosta (12)—9 que lee Jacobo Lince y el diario de Andrés Zuleta, un joven poeta que se establecerá en La Comedia en el transcurso del relato. A estos dos personajes centrales, se sumará, gracias a la mediación de Lince, Virginia Buendía, una joven proveniente de Tierra Fría y descendiente, acaso, de la familia más “representativa” de la literatura latinoamericana. Si Tikal futura se ubica en un futuro relativamente distante del presente de la enunciación, Angosta también se proyecta hacia una instancia histórica similar, pero —como ya he intentado señalar— en una dimensión menor y algo incierta: treinta y dos años después de que arreciaron los atentados a fines del siglo xx (23-24). En cualquier caso, ambos textos proponen una imagen explícitamente futura, especulativa, de ciudades textuales 9. Todas las citas y referencias de Angosta remiten a la edición del 2007. De aquí en más, salvo en caso de necesidad, menciono únicamente la página correspondiente.

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que son construidas como tales, por medio de la constitución referencial e isotópica, desde el título o el paratexto mismos. También mediante la constitución referencial, el lector ingresa a las ciudades textuales imaginarias construidas en ambas novelas como si se tratase de ciudades efectivamente identificables en América Latina, de modo más específico, en Colombia y Guatemala: sitios que no existen, pero que —como propone Abad Faciolince— podrían existir. Sitios que reúnen atributos generales y específicos propios de las tramas urbanas localizadas en América Latina: Angosta no solo se encuentra explícitamente en una Colombia retratada de manera realista (14), sino que también se halla en un valle y posee un pueblito paisa en la cima de un cerro (307) al igual que Medellín, o un salto acuífero y un colindante hotel en desuso que reproducen el Salto de Tequendama y el Hotel del Salto, ubicados en las afueras de Bogotá. Por su parte, Tikal Futura —el complejo que construyen y explotan el Apocalíptico y su socio Kilowitz y que le da título a la novela— remite a un referente extratextual localizado en la ciudad de Guatemala y que Mackenbach se ocupa de explicitar aún más en el paratexto que conforma la contraportada: “Ese ‘modern shopping and business complex and hotel in Guatemala City, Guatemala’ del que hace alarde la omnisciente world wide web”. Con, entre otras, estas referencias o marcas de territorialización como anclaje al contexto y base, las proyecciones hacia el futuro, a su vez, otorgan a los relatos un margen creativo y crítico. Como señala Abad Faciolince, la operación consiste en “retratar el mundo contemporáneo”, es decir, el “mundo cero de propiedades empíricamente verificables”, pero con una distancia capaz de garantizar “comodidad” para la acción narrativa, de tal modo que Angosta y el conglomerado urbano compuesto por Ciudad de Arriba y Ciudad de Abajo son construcciones textuales que se alejan permanentemente de sus eventuales referentes sin llegar a —ni querer— romper el lazo deíctico.

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4.2.2 Atributos: verticalidad, jerarquización y desgarro Las configuraciones ficcionales que, respectivamente, adquieren las ciudades de Galich y Faciolince poseen varios aspectos en común. Ambas presentan una estructura claramente vertical que, a su vez, reproduce estrictas jerarquías sociales. En el caso de Angosta, a fines del siglo xx, la ciudad fue dividida, con nítidas fronteras, en tres partes: el Sektor F, correspondiente al llano de Paradiso, en Tierra Fría, con paso restringido; el Sektor T, el verdadero centro de Angosta, a todo lo ancho del estrecho valle del Turbio, en la antigua zona cafetera; y el Sektor C, en algunas laderas de la orilla occidental del río, en Tierra Templada, pero sobre todo al pie y alrededor del Salto de los Desesperados, en Tierra Caliente (24).

Mientras que en lo que refiere a Cuahutemallán, el territorio de la ex-Guatemala que en el presente de la novela se halla completamente urbanizado (cfr. apartado 4.2.3), pero dividido en dos grandes megalópolis estratificadas, Ciudad de Arriba fue construida sobre Ciudad de Abajo. Villa Progreso, sobre Villa Miseria. Súper ciudadanos sobre descartables. Hipergea contra hipogea. Ciudad de Arriba se yergue mil metros más arriba para no mezclarse con los descartables de Ciudad de Abajo. Arriba el aire es limpio y transparente. La región más transparente le dicen sus aduladores y poetas, que para el caso son lo mismo. A quinientos metros más abajo el horizonte Coca Cola, la bebida exclusiva de los de arriba. Los de abajo sólo agua contaminada y Rogua, la ínfima bebida embriagante (125).

Este orden vertical y jerarquizado que caracteriza a ambas ciudades ha producido una escisión tal que cada uno de los estratos se encuentra apenas comunicado con su(s) contraparte(s). Lejos de conformar un continuo arquitectónico y social, estas ciudades textuales del futuro aparecen desmembradas en territorios colindantes y mutuamente dependientes, pero en abierta y permanente confrontación entre sí. La agresión entre las diferentes zonas que componen la ciudad ha escalado al punto de haberse convertido en una perpetua guerra fría, donde el “otro”, en principio y aparentemente cercano, es también el principal

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sospechoso y enemigo. Esta trama, a su vez, va a aparecer reforzada mediante una marcada militarización, estrictos controles y la presencia de fronteras altamente custodiadas. Un esquema que actualiza un modelo de gestión política y social en el que los Estados nacionales eran el actor protagónico; el esquema se reitera, pero ahora hacia dentro de las ciudades, es decir, hacia dentro de ese organismo que había sido concebido, según el modelo europeo clásico, como una unidad producto de un acuerdo entre heterogéneos dispuestos a dejar de lado las diferencias. Al respecto, Andrés Zuleta anota en su diario que “antes las ciudades requerían muros que las defendieran del exterior, de los bárbaros o de la selva. Angosta es tan salvaje que requiere muros internos que la defiendan de sí misma” (Abad Faciolince 2007: 227). Me interesa detenerme en los atributos de estas fronteras internas destinadas a obstaculizar el libre tránsito entre los diferentes estratos. En Angosta, registra Guhl en su tratado, el acceso al Sektor F está completamente restringido y, además de la muralla natural que levantan las montañas, Paradiso está aislado por una obstacle zone, o área de exclusión, que consiste en una barrera de mallas, alambrados, caminos de huellas, cables de alta tensión, sensores electrónicos y multitud de torres de vigilancia con soldados que pueden disparar sin previo aviso a los intrusos. Por tierra (bien sea en bus, en metro, en bicicleta o en automóvil) hay un único acceso a Paradiso, a través del Check Point, un búnker subterráneo que está manejado por una fuerza de intervención internacional (24).

Y, de manera similar, en Tikal futura: “Ciudad de Arriba prácticamente estaba incomunicada de Ciudad de Abajo, excepto por dos autopistas, ubicadas en los extremos norte-sur de ambas ciudades. Se ejercía un estricto control de los reciclables que diariamente subían a Ciudad de Arriba a trabajar” (126). Las ciudades del futuro aparecen, así, atravesadas brutalmente por mecanismos de separación que ya no son únicamente simbólicos, imaginarios o acaso preventivos, como los existentes en muchas ciudades reconocibles en el presente del lector —o en las ficciones analizadas en el capítulo II—, sino de una materialidad hiperbólica, sin porosidad alguna, de carácter represivo y en principio sumamente eficientes.

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Se manifiesta en este punto algo que Abad Faciolince señala como uno de sus objetivos: producir “una imagen hiperrealista del mundo contemporáneo”. El procedimiento de acentuar “males” históricos, reconocibles en el “‘mundo cero’ de propiedades empíricamente verificables” desde donde se enuncia la narración, mediante una proyección extrapolada en el futuro, constituye uno de los recursos centrales del género prospectivo; y el objeto extrapolado, uno sobre el que la narración va a concentrar la atención. De este modo, Tikal futura y Angosta construyen ciudades textuales prospectivas donde, entre otros atributos, destacan las fronteras internas como un novum, es decir, como un componente que favorece el extrañamiento del lector al contrastar sensiblemente con la experiencia del mundo que este posee. La operación de remarcar las fronteras internas se convierte, así, en un llamado de atención, en una suerte de alerta, dirigido a un lector que proyecta momentáneamente su imaginación al futuro, pero que no deja de habitar en el presente que lo rodea. Ahora bien, la instauración de un régimen de apartheid, como el que literalmente se encuentra vigente en Angosta —“una política de Apartamiento, es decir, de Apartheid, para ser más claros, así éste no sea racial sino estrictamente económico” (240)—, ha corroído de tal manera los mecanismos de cohesión e identificación social que los fragmentos en los que han quedado escindidas estas ciudades textuales han tomado, aquí también, la forma de nuevos e incipientes órdenes (pos) nacionales. Así, en Tikal futura, Kilowitz le pregunta a su socio: “¿Se olvida o acaso desconoce los tratados de no agresión y respeto a la nación de abajo [...]?” (120). Y, de un modo similar, en Angosta: “Aunque Angosta se llame Angosta en todas partes, no todos sus habitantes viven en la misma ciudad” (195), de tal suerte que “tampoco se habla igual en todas las Angostas” (198). O, cuando Jacobo desciende al Sektor C, “se enc[uentra], sin saber cómo, en una ciudad que no reconocía. [...] Esa parte de Angosta le resultaba tan extraña como un lugar nunca visto” (143). E, inversamente, después de su primer ingreso al Sektor F, Andrés Zuleta registra en su cuaderno: “Yo antes había ido a Tierra Fría, claro, pero como quien dice de turista, porque uno ahí, si no es muy rico, se siente un extranjero” (129). De tal modo que las identidades históricas, definidas por la nacionalidad, la filiación étnica o la pertenencia a una

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ciudad como un todo, aparecen ahora también reconfiguradas conforme con el lugar de origen más específico, es decir, de acuerdo con el correspondiente estrato urbano. En la ciudad de Galich “los de abajo”, o desechables, son vistos por los de arriba como “nuestros enemigos en potencia” (28), y en la de Abad Faciolince la configuración urbana ha dado lugar a tres castas: los dones, los segundones y los tercerones (18), donde —como comenta Andrés— “los de abajo se sienten de otra especie, de otro país, y odian visceralmente a los de arriba; y los de arriba sienten ese odio, y lo temen, y lo combaten con una furia histérica que no sirve de nada” (294). Y, en ambos casos, la trama urbana segmentada y jerarquizante no solo ha alentado la emergencia de nuevas identidades sociales, sino que también ha dado lugar a una lucha entre ellas que se expresa abiertamente mediante la militarización y las armas. Del mismo modo que el Ejército de Liberación de Ciudad de Abajo en Tikal futura, en Angosta existen movimientos armados que luchan por la emancipación de los territorios sometidos y que amenazan el orden con sus recurrentes atentados en Tierra Fría: El CEA, sigla de Contra el Apartamiento, era un pequeño grupo guerrillero que fue destruido por el Ejército en los tiempos de la división de Angosta, aunque durante años siguieron en función algunas de sus células, y todavía quedan algunos reductos suicidas (los kamikazes de Jamás, una disidencia dura, más radical que el CEA, ahora dedicada a actividades terroristas) en las honduras más inhóspitas de Tierra Caliente (98).

Así, estas ciudades prospectivas describen escenarios donde, a pesar de que el mundo ha entrado en una fase globalizadora, los fundamentalismos locales y las conflictivas diferencias internas en los territorios específicos se han recrudecido marcadamente. El futuro globalizado —precisaré algunos de sus detalles en lo que sigue— en el que se insertan estas ciudades no es de ninguna manera uno donde la armonía universal se ha impuesto, sino, por el contrario, uno donde los territorios más postergados y los más prósperos de una misma trama local han extremado sus diferencias y se han declarado la guerra mutuamente. El esquema, sin embargo, no se agota en esto, sino que contiene otras líneas de flujo y complejidades que me interesa poner de relieve. Donde pareciera que lo que se ha impuesto es un futuro distópico, en

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realidad se debería ver un modelo al menos reduplicado en zonas de un mismo territorio que han ingresado en la modernidad global, utópica, y otros que han quedado olvidados en instancias históricas premodernas; zonas, ambas, que comparten una superficie más o menos continua pero que son representativas de los extremos más pronunciados de lo que se ha dado en llamar Primer Mundo y Tercer Mundo. Posmodernidad y premodernidad, utopía y distopía, civilización y barbarie, o Primer y Tercer Mundo cohabitan conflictivamente este futuro imaginado por Galich y Abad Faciolince de un modo en el que, como sugirió Walter Benjamin (cfr. nota 12), la versión estigmatizada se presenta como la contracara oculta, pero necesaria y colindante, de la que se impone como modelo privilegiado: “En el altiplano de Paradiso, se refugia la escasa casta de los dones, en una plácida ciudad bien diseñada, limpia, moderna, infiel y a veces fiel imitación de una urbe del Primer Mundo enclavada en un rincón del Tercero” (Abad Faciolince 2007: 19), “la vida en Paradiso es una copia de la vida en Soho” (Abad Faciolince 2007: 226), mientras que “en todo el Sektor C no hay calles bien trazadas, y menos pavimentadas, ni casas con nomenclaturas; allá no arrima la policía y rige el orden o el desorden de las bandas de muchachos sin padres que se dedican a imponer unas costumbres salvajes, una justicia radical y primitiva” (Abad Faciolince 2007: 197). Ciudad de Arriba, por su parte, adquiere la forma de una ciudad donde, finalmente, se ha realizado la utopía imaginada por el higienismo positivista de fines del siglo xix:10 “En Ciudad de Arriba no hay accidentes automovilísticos, gracias a los sistemas de navegación existentes que los hacía prácticamente imposibles; tampoco existía delincuencia de ningún tipo” (Galich 2012: 171) y los “ingenieros en genética han logrado controlar todas las enfermedades sexuales. Incluso el embarazo no deseado” (73). Mientras que, en su contraparte, “en ciudad Xibalbá, como también se conoce a la Ciudad de Abajo, la vida es un infierno” (15). Así, si los fragmentos urbanos desfavorecidos se

10. Para estudios acerca del higienismo, se puede consultar el ya mencionado Kohl 2006 y Kingman Garcés 2006. También el volumen en colaboración coordinado por Gisela Heffes (2013) aborda el tema desde enfoques que lo conciben principalmente como utopía.

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encuentran sumergidos en la miseria, el abandono y anclados a una dinámica estrechamente localizada, los que se ven beneficiados, Tierra Fría y Ciudad de Arriba, no solo disfrutan de la abundancia y la seguridad, sino que también se han desconectado claramente de su apoyatura territorial y reinsertado en un orden global de amplio alcance que incluye a estos tanto como excluye a los primeros. En Tierra Caliente no solamente se vive como en Soho, sino que también la moneda de circulación habitual, del mismo modo que en otros textos ya estudiados como Urbana, de Fogwill, ya no es una representativa de una soberanía nacional localizada, sino el dólar —a Jacobo “le pagaban en dólares, como se usa con frecuencia en Paradiso” (168)—, y la lengua vernácula es el inglés: “En el altiplano, los niños asisten a colegios bilingües y tanto ellos como sus padres prefieren hablar inglés” (198). Y en Tikal futura, en un futuro más avanzado, los intercambios comerciales se realizan en “worldólares, la nueva moneda que regía en todo el mundo” (19-20), aunque no necesariamente sean accesibles para todos de manera equitativa: “Namú tiene que ir diariamente a la fábrica para poder ganar algunos worldólares y así irla pasando. Cómo podrá así formar un hogar con Ix, quien también debe trabajar en la zona franca para ganar unos cuantos centavos” (82). Pero la conexión excluyente de Ciudad de Arriba con el mundo global no se realiza únicamente por medio del acceso masivo a worldólares o los negocios que vinculan al Apocalíptico y Kilowitz, sino también por medio de una infraestructura urbana sólidamente establecida: Tikal Futura, “símbolo viviente del desarrollo de Ciudad Superior o Ciudad de Arriba” (163), se conecta mediante “la Calzada del Gran Jaguar”, cien kilómetros con tres carriles de ida y tres de venida [...] con una barrera que protegía ambos lados para evitar posibles accidentes, pues ésta se elevaba a mil metros de altura con la única y sana intención de que los millones de turistas que llegarían no vieran —¡y mucho menos se mezclaran!— con la terrible y horrible gentuza de Ciudad de Abajo (272),

con el “aereomegapuerto que era la puerta de entrada y salida a la nación de Quisyan y resto del mundo” (216), del mismo modo que el aeropuerto de Angosta, que, ubicado en Tierra Fría (368-369), es el que, finalmente, les permitirá partir a Jacobo y Virginia de Angosta.

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Esta estructura urbana donde los no-lugares, como la autopista y el aeropuerto, son nodos que comunican zonas geográficamente apartadas, pero socialmente comunicadas, atributos que recuerdan rápidamente a la ciudad global de Saskia Sassen o a la de los flujos de Borja y Castells; en estas novelas aparece extrapolada en un rígido orden espacial, al punto de que, si bien facilita la comunicación y circulación de algunos grupos —turistas, extranjeros y habitantes de las zonas privilegiadas—, al mismo tiempo restringe gravemente la movilidad de otros, los desechables y los habitantes de los estratos inferiores de Angosta: para acceder a ambos aeropuertos, antes es necesario ingresar a las zonas más modernas de la ciudad, tránsito que —como se vio— a priori se halla interrumpido por controles, barreras y muros. Uno de los próximos apartados estará dedicado con mayor precisión a la (in)movilidad dentro de las ciudades textuales prospectivas que, con las características que he intentado resaltar aquí, construyen Faciolince y Galich. Me interesa concluir ahora con un último aspecto que refuerza la inserción de estas ficciones en una discusión de relevancia para esta investigación: otra vez la tensa dialéctica entre fuerzas locales y globales que colisionan en el espacio urbano. Como ya he intentado presentar para el caso de Urbana y Puerto Apache, la especulación inmobiliaria y la planificación urbana aparecen también en Tikal futura explícitamente tematizadas y abordadas críticamente como elementos que, si bien se convienen mediante la interacción de actores privilegiados locales y fuerzas globales, poseen un contundente impacto material hasta en las zonas más postergadas del escenario local. Los acuerdos pactados entre el Apocalíptico, representante de intereses locales privados, y Kilowitz son expresión de ello. Este último personaje, retratado como un inescrupuloso hombre de negocios, no solo es embajador de Quisyan sino, antes y fundamentalmente, representante del grupo de “empresarios de la constructora universal, la Empresa Constructora a nivel mundial encargada de reconstruir lo que los quisyan destruían en sus frecuentes guerras punitivas” (68). Así, las representaciones del espacio presentadas en la novela, como el proyecto de carretera y complejo turístico que planean construir los socios Kilowitz y el Apocalíptico, son también distintivas de un modelo de gestión del espacio urbano

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que ha priorizado la iniciativa privada y que, al estar movilizado por mecanismos de producción espacial globales, se desentienden y atropellan agresivamente la diferencia local. De un modo similar, aunque no tan central para el argumento principal, en Angosta sucede que, como anota Zuleta en su diario, “ahora la vieja abadía es un centro comercial, el Mall Cristalles, escrito así, sin pudor, con sus dos eles y su lenguaje de ninguna parte. En lo que era el altar y la nave de la iglesia hoy queda el patio de comidas rápidas” (225). Resaltable, en este contexto, es que con quien Jacobo Lince mantiene un caldeado debate crítico relativo a la constitución espacial de Angosta —“el tema era casi siempre el mismo: las diferencias de Angosta, sus sektores separados” (238)— es, precisamente, “el segundo esposo de Dorotea [la exesposa de Jacobo] [...], un conocido arquitecto de Paradiso [que] [...] diseñó el Mall Cristalles, el Edificio Inteligente, el Mercado Nuevo, la Biblioteca de la Universidad” (232). De este modo, las representaciones del espacio, concebidas como proyecto de modernización bajo un signo global y en la medida que producen un tipo de materialidad urbana que altera significativamente las condiciones espaciales locales, se convierten en objeto más o menos central y explícito de la narración. También en este sentido, Tikal futura y Angosta son relatos preocupados por las transformaciones espaciales acaecidas en América Latina en el contexto de la actual fase de globalización, es decir, preocupados por uno de los temas neurálgicos del contexto de la enunciación.

4.2.3 Urbanización completa (1): ocaso de la literatura telúrica La imaginación literaria que se nutría de la dicotomía naturaleza/ ciudad se ha desvanecido. Eso es por lo menos lo que ya de manera inapelable anuncian tanto Angosta como Tikal futura. En ambas los territorios considerados antiguamente naturales han desaparecido de un modo que verifica la hipótesis de Lefebvre relativa a una futura urbanización total. En estos escenarios la ciudad lo ha absorbido todo y se ha impuesto como hábitat excluyente. Este fenómeno, que pareciera

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ser únicamente un artificio de la acción narrativa para favorecer la línea argumental, posee —como ya comenté en capítulos anteriores— una implicancia mayor: la literatura latinoamericana que había insistido en diferenciarse mediante paisajes naturales o pueblos semirrurales ha quedado ahora concluyentemente atrás y la dicotomía sobre la que se fundaba —la de civilización y barbarie— ha agotado sin duda su ciclo o, al menos, ingresado en una nueva fase. En una larga conversación con Jacobo, Dan, otro de los habitantes del hotel La Comedia que luego será uno de los principales promotores del grupo de caminantes (cfr. apartado 4.2.5), reflexiona sobre aspectos relativos a la constitución fragmentada de Angosta en los siguientes términos: “Antes se decía que era absurdo ponerle puertas al campo, ahora el campo es una puerta cerrada, una gran muralla imposible de traspasar. O quizás no haya campo y por eso parece lógico que todo tenga puertas” (Abad Faciolince 2007: 108). Este interrogante desplegado sobre un territorio que ha sido emblemático para la literatura latinoamericana, el “campo” entendido acá como sinécdoque, y que lo ubica en una dimensión al menos ininteligible, si no es que del todo ya inexistente, se encabalga con una serie de referencias intertextuales, dispersas a lo largo de todo el texto y comunicadas por diferentes narradores, que terminan por cerrar el circuito sémico en el que se apoya la construcción de Angosta en tanto ciudad literaria. Angosta, y –como veremos– también Tikal futura, cancelan, así, una especificidad literaria latinoamericana cuyo mejor exponente, del que, por supuesto, se desprende toda una genealogía, lo encarnaba la aldea de Macondo. El personaje de enlace y transición es, en este sentido, Virginia —conocida entre los habitantes de La Comedia también como Candela—, quien, aunque nacida en Angosta, “en un barrio de invasión en las laderas de las peñas que suben desde la base del Salto de los Desesperados” (196), desciende por línea directa de la familia Buendía. Virginia representa, pues, una primera generación de personajes latinoamericanos de estirpe puramente urbana; también una primera generación con la cual el ciclo del exotismo rural ha quedado clausurado:

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Los padres de Candela habían llegado a la ciudad de abajo a finales de siglo, desplazados de un pueblo de la costa, Macondo, que había sido diezmado, primero por las matanzas oficiales y luego por las burradas de la guerrilla, las amenazas de los narcos y las masacres de los paramilitares. Lo habían perdido todo: la casa, la inocencia, el entusiasmo, la fantasía, la confianza en la magia y hasta la memoria. De su aldea de casas de barro y cañabrava, de los espejismos del hielo, la astrología y la alquimia, sólo recordaban la lluvia interminable o la sequía infinita (196).

De tal suerte que Virginia y los demás personajes que habitan Angosta son protagonistas de una instancia histórica en la que ni siquiera queda memoria de un pasado en el que los territorios naturales o semirrurales habían sido tanto el hábitat de sus antepasados como el escenario privilegiado de la literatura que les da vida. Angosta narra, así, también un tránsito: el que proviene de, pero al mismo tiempo abandona, la tradición signada por los caseríos polvorientos para dar lugar a un tipo de narrativa prospectiva de nuevo cuño, no ya inspirada en problemáticas europeas modernas, sino en las contradicciones urbanas del siglo xxi latinoamericano.11 De un modo similar, Tikal futura presenta un escenario y objeto central de reflexión donde la naturaleza o las tramas semirrurales han sido, por lo menos, desplazadas a un plano secundario o reducidas a una prebenda orientada a la demanda internacional de exotismo. “Cuahutemallán, como se conocía antes todo el territorio que ahora está dividido en Ciudad de Abajo y Ciudad de Arriba” (222; cfr. también 51), es en el futuro de la narración un vasto continuo urbano con la posibilidad de reproducir, solo artificialmente y con fines comerciales, paisajes naturales. “Como en la actualidad las ciudades del norte están agotadas en su flora y su fauna” (43), lo que resta de naturaleza en el mundo se ha convertido en un interesante commodity que el Apocalíptico, en sociedad con Kilowitz, pretende capitalizar mediante la oferta de tours a visitantes extranjeros: “Allí tendrán oportunidad de cazar toda la fauna digna de cacería. Estos animales por supuesto

11. Al respecto, Vera Toro propone que “Angosta puede ser leída como antagonista de Macondo, como su gran hermana urbana. Mientras García Márquez ha desarrollado una compleja psicología de lo campestre, Abad Faciolince indaga en la psicología urbana un último estado de enfermedad” (2013: s/p).

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serán hologramas. Podrán [...] cazar mariposas de verdad y hacer su verdadera colección de insectos en sus más de cinco mil variedades aún existentes. Ellos serán muy fáciles de reproducir en nuestros laboratorios de ingeniería genética” (51). De este modo, aquella naturaleza que para la tradición literaria había sido “característica” de América Latina ahora, en el futuro de urbanización total propuesto por Galich, solo puede ser reconstruida por medios técnicos con el fin de responder a un imaginario que desde el norte no deja de proyectarse hacia el sur en busca de un mítico pasado natural perdido para siempre. Para concluir este apartado, observemos que este proceso en el que la ciudad lo ha ocupado todo no significa que con ello la “civilización”, o el proyecto de la ciudad letrada, se haya impuesto en todo el territorio latinoamericano. Por el contrario, la reformulación del orden en términos de urbanización total no deja de reenviar al esquema sostenido por la tradición, pues la expansión de la ciudad no ha conllevado una eliminación de las desigualdades y la violencia, sino que las ha adoptado en su unidad. Así, al encontrar una segunda edición de La vorágine en un lote de libros a la venta, Quiroz, el empleado de Jacobo, reflexiona: “A mí me produce una mezcla de sentimientos, porque la selva de Rivera se parece a Angosta. Ahora, como antes, el pantanero de este país nos va a destrozar” (206).12

4.2.4 Ciudades prospectivas iletradas Aldo-José Altamirano (1989) ha propuesto una imagen feliz para describir el fracaso de la ciudad letrada: la de la selva en el damero. Pero no se trata de que en las últimas décadas la ciudad latinoamericana ha sido colonizada por la selva misma, por la naturaleza, sino, antes, por lo que ella connotaba, por el “atraso” y el primitivismo. Las ciudades han devenido “bárbaras” al mismo tiempo que la cultura letrada ha

12. En esta misma línea argumentativa, que aquí pretendo extender a Tikal Futura, Augusto Escobar-Mesa anota que “de Angosta podría decirse que es una versión moderna de La vorágine donde ya no es la selva la que se traga al otro, sino la urbe y el otro, su semejante” (2006: 6).

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perdido influencia. Las ficciones prospectivas que nos ocupan radicalizan esta disociación entre la cultura del libro y las necesidades de las poblaciones locales al punto de que la primera se encuentra localizada en la trama urbana apenas en la forma de pequeños reservorios y siempre amenazada por un contexto que no la entiende ni la respeta. En Angosta, la librería La Cuña, patrocinada por Jacobo Lince a la manera de un nostálgico mecenas, funge como un espacio de reunión —acaso el único— para los contados lectores que aún habitan la ciudad: Adentro, encerrados entre miles y miles de libros, como detrás de una coraza de historias y de gestas, de crónicas reales o inventadas, de papelas parlantes, se sentían protegidos, ajenos a los permanentes sobresaltos de Angosta, a sus hechos de sangre, sus robos furibundos, la lucha y discriminación entre sus castas enfermas de desprecio o de resentimiento, todas teñidas de odio y suspicacia. Los libros, en esta ciudad estrecha y sitiada, eran su único refugio, el oasis arcádico en medio del desierto (301).

La ciudad, así, convertida en un “desierto”, pasa a ser también un “vacío” cultural similar al que había sido durante la colonización europea el territorio ocupado por las poblaciones vernáculas.13 Paradójicamente, en la configuración espacial de este futuro, aunque la ciudad se ha expandido sin dejar lugar para un territorio “otro”, con ella también se ha propagado la barbarie iletrada ahora encarnada por la cultura de masas. Mientras tanto, en la ciudad prospectiva de Tikal futura y de un modo que recuerda a otro clásico de la ciencia ficción, Fahrenheit 451 (1953), lo libros han pasado a ser una reliquia prácticamente inexistente para las nuevas generaciones. En un encuentro con la abuela Cané, ella “extrajo un objeto extraño que Namú nunca había visto. Eran muchas hojas de papel que contenían signos extraños” (33). Aunque este personaje no está en condiciones de saberlo, se trata de uno de los tres libros que conserva la abuela con la historia de los quichés. Voy a profundizar en este aspecto en el próximo apartado, lo que ahora me 13. Para una conceptualización ya clásica de la función de la imagen del desierto en América Latina, véase Halperín Donghi 1982.

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interesa destacar es cómo en estas ficciones la cultura letrada ha sido sustituido por otra, la que dicta el consumo y la capacidad de desplazamiento, a la hora de determinar jerarquías en el orden social. Las élites, los habitantes de Tierra Fría y Ciudad de Arriba, no son ahora quienes más acceso a la cultura libresca, es decir, capital cultural, poseen, sino quienes ostentan una mayor capacidad de consumo y de movimiento a gran escala. De hecho, los pocos libros hallables en toda la extensión de las ciudades no se encuentran necesariamente en esos estratos superiores y, según los percibe Jacobo, como le incrimina al arquitecto Palacio: “Ustedes no tienen otra cultura [diferente a la de los de abajo]. Ustedes simplemente tienen más plata; la cultura es la misma, o al menos se parece mucho” (241). Destacable en este marco es la continuidad entre los relatos ya estudiados aquí de Fernando Vallejo y Rubem Fonseca, por un lado, y Angosta, por el otro. Como bien anota Vera Toro, “La Virgen de los Sicarios [...] ha dejado muchas huellas en Angosta” (2013: s/p). Como se observó en el capítulo III de este trabajo, tanto Fernando como Augusto, los personajes de Vallejo y Fonseca respectivamente, asumen una función pedagógica con tintes mesiánicos al querer ilustrar de acuerdo con la cultura letrada tradicional a otros personajes provenientes de los sectores populares: sicarios, en el caso de Fernando; prostitutas, en el de Augusto. De un modo similar, Jacobo se ve obligado a confrontar con el universo de Virginia y, progresivamente, intenta transmitirle el repertorio de saberes y hábitos que le es propio: “Había en ella algo más (tenía que ver con su barrio, claro, y no era culpa de nadie) que a él le repugnaba, y lo hacía estremecerse de disgusto: la manera de hablar. [...] Pensaba que tal vez debería volverse profesor de dicción, de fonética” (152). Y, de hecho, así lo hará, pero, a cambio, recibirá de Virginia otro tipo de saberes indispensables para poder moverse en los sectores más bajos de Angosta: “En realidad no somos más peligrosos que ustedes, mejor dicho, somos menos, porque tenemos cuchillos, y ustedes tienen metralletas. Lo que yo sí creo es que somos otra cosa. Somos como una manada de animales salvajes, y entre nosotros nos ayudamos y tenemos nuestro código” (153). Precisamente, un acercamiento a este código, aunque sin que se exprese en una transformación de la lengua del letrado, como en el caso de Fernando, será lo que Virginia le ofrecerá a Jacobo. Gracias a este

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diálogo y a otras acciones de los personajes, Angosta se tornará menos fragmentada, sus densas fronteras, más permeables. Desarrollaré estos aspectos en el siguiente apartado. Queda por señalar en este que algo similar sucede en Tikal futura, donde la abuela Cané, en tanto depositaria de algunos libros y redactora de memorias, encarna simbólicamente acaso la última reserva de cultura letrada —al menos en lo que atañe al soporte libro— clásica que ella misma buscará heredar a sus nietos.

4.2.5 (In)movilidades y transgresiones Como se observó, estos territorios del futuro, con características que extrapolan rasgos de las actuales ciudades latinoamericanas, aparecen marcada y jerárquicamente segmentados en zonas que han logrado integrarse a los flujos globales y beneficiarse con ello, y otras, retenidas en la postergación tanto económica como tecnológica y en la miseria. En este apartado me interesa poner en evidencia cómo este esquema, que con el carácter acentuado que adquiere en las ficciones pareciera rígidamente establecido, es, sin embargo, cuestionado insistentemente por las acciones de los protagonistas. Lo que destaca claramente en las previsiones del futuro de Galich y Faciolince es que la movilidad aparece caracterizada como un bien que no se distribuye en absoluto de modo equitativo, sino lo contrario: que ella, precisamente, es un factor clave en la determinación de jerarquías sociales. En Angosta los salvoconductos que autorizan el ingreso a Tierra Fría apenas son accesibles. Para tramitarlos, los personajes como Virginia se ven obligados a concurrir a la oficina de Movimiento y Migración, un organismo que, paradójicamente, lleva el nombre de lo que él mismo impide: “Casi todos los aspirantes son tercerones. [...] Parece que nadie nunca tuviera los documentos en regla, los papeles completos, parece que ninguno de los postulantes hiciera nada bien. Niegan los salvoconductos uno tras otro, sin importar que la gente llore, implore, grite” (270). La restricción del tránsito a Paradiso adquiere, así, también la forma de una obstaculización del “ascenso” social que tercerones o segundones como Virginia y Andrés naturalmente persiguen. La capacidad de desplazamiento en este futuro imaginado se encuentra, por lo

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tanto, exclusivamente reservada para los privilegiados que habitan Tierra Fría o para quienes poseen los documentos necesarios; en cualquier caso, definitivamente no para todos. Al igual que Alexis, el sicario de La virgen, Virginia, nacida en Tierra Caliente, nunca ha salido de su lugar de origen, no conoce el mar ni otro territorio que ese. En el mejor de los casos, ha sabido violar por propia iniciativa y con su propio ingenio las restricciones a la movilidad impuestas por los dones como para ingresar temporalmente en Tierra Caliente: “Virginia [...] contó sin vergüenza lo poco que conocía del mundo y del país. Había ido algunas veces a Paradiso, pero como clandestina” (250). Para los tercerones, no solo la movilidad física se ve coartada; ni siquiera la facilidad en la comunicación, es decir, la de los flujos informáticos, que para el futuro podrían suponerse todavía más ágiles, los ha alcanzado: “En la casa de la hermana de Virginia, como en buena parte del Sektor C, no había teléfono ni otra manera moderna o rudimentaria de comunicarse” (215). Frente a la movilidad en extremo limitada de Virginia, frente a esta obligada retención física y comunicativa en el paraje local de los personajes de los estratos —geográficos y sociales— bajos, contrasta la capacidad de desplazamiento a gran escala exhibida por los personajes del estrato superior. Así, Burgos y doña Cristina, los empleadores de Andrés Zuleta en Tierra Caliente, —informa el narrador no sin ironía— “tienen tres hijas mujeres, ya casadas, y sólo una sigue viviendo en Paradiso. Las otras dos se habían escapado de la zona tórrida, una a Francia y otra a Alemania; las tres estaban dedicadas a campañas ecológicas y a escribir memoriales sobre los derechos de los indígenas del Amazonas” (252). La profunda diferencia, la desigualdad en la capacidad de desplazarse y atravesar fronteras nacionales se presenta, sin embargo, de tal manera que los habitantes de Paradiso ni siquiera son conscientes de ello, es decir, experimentan su libertad de movimiento como si fuera un derecho o, al menos, una posibilidad que alcanza a todos, tanto a los habitantes de arriba como a los de abajo. Cuando se inician las persecuciones de los residentes de La Comedia, Burgos, desde su inocencia o perspectiva de casta, les recomienda un alejamiento preventivo de Angosta. Ante ello,

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Jacobo pensó que todos los dones, por bondadosos que fueran, así fueran filántropos de mucho valor, como el doctor Burgos, no dejaban nunca de ser dones, en el fondo. ¿De dónde sacaba que una persona como Virginia, una tercerona, podía irse de vacaciones a otra parte? No conocía ni siquiera el mar, ni ninguna otra ciudad fuera de la Angosta baja, no se había subido jamás a un avión, y le recetaba vacaciones (345).

La distribución desigual del movimiento toma un carácter tan abismal que, mientras que para una minoría es un privilegio percibido como natural, para los más, aunque sea en una expresión mínima, raramente puede ser adquirido. Y en esto apenas se distinguen Angosta y Cuahutemallán. Aunque esta última esté ubicada en un futuro aún más alejado del presente de escritura, tampoco ofrece, contrariamente a lo que se esperaría, avances o al menos modificaciones en lo que a la (in)movilidad de sus habitantes se refiere. Después de una redada policial con motivo de un atentado en Ciudad de Arriba, Napú fue trasladado temporalmente al estrato superior de la ciudad: “Si no hubiera sido por ese acontecimiento fortuito jamás hubiera conocido Ciudad Superior” (55), advierte el narrador. Es que, en general, pero también en lo que tiene que ver con el movimiento de sus habitantes más pobres, esta ciudad literaria prospectiva pareciera haberse quedado estancada en un período premoderno, de tal suerte que las promesas de la globalización allí son percibidas como una experiencia efectiva únicamente por un grupo extremadamente limitado. En Xibalbá, abajo, de día las calles principales están con el bullicio normal de las grandes ciudades del siglo xx. No fue cierto eso de las transformaciones extraordinarias que se iban a operar durante los primeros años de siglo xxi. Mejor dicho, fue una verdad a medias, como todas las verdades que crea el ser humano. Sí hubo avances portentosos, pero estos beneficiaron sólo a una minoría muy exclusiva, aún más exclusiva que la que existía al finalizar el siglo xx (15).

Ahora bien, si estas ciudades no ahorran esfuerzos como para alentar el movimiento de unos y restringir el de otros, sucede que los protagonistas activarán recursos y acciones para alterar ese orden. En este sentido, tanto Angosta como Tikal futura ponen en escena y formulan propuestas para desarticular tramas urbanas altamente represivas para las mayorías.

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Si —como ya se ha visto en el capítulo III con Richard Sennett— el desarrollo tecnológico que supuso la invención y propagación del auto como medio de transporte es también una acentuación de hábitos tendientes al aislamiento de los sujetos,14 sorprende que en Angosta, una ciudad signada por la violencia, los residentes de La Comedia —al igual que los flâneurs “anacrónicos” ya estudiados— tiendan a hacer un uso insistente del espacio público mediante la caminata, que procuren experimentar la ciudad, sus espacios y fronteras en primera persona y sin mediaciones. Solo en los pocos casos que asciende a Paradiso, Jacobo utiliza un auto: “Subía en su carrito destartalado (odiaba manejar, y sólo los martes lo sacaba del garaje del hotel)” (167). Y gracias a su descenso a pie a Tierra Fría, a modo —como ya adelanté— de katabasis15 y con el cuerpo expuesto a la potencial violencia, resulta asaltado, pero también gracias a ello conoce a Virginia, quien en adelante modificará su modo de percibir e interactuar con el espacio urbano. Por su parte, Andrés, en un momento dado, “se convirtió en un gran caminante. Caminaba a todos lados” (44). Y con él precisamente emprenderá Virginia las primeras caminatas hacia la obstacle zone: “Si nos creen intrusos, podría haber problemas, eso es seguro. A Candela nada de esto le importa. Dice que le hace bien el aire de la montaña, y andar, porque está acostumbrada. Dice que nada le gusta tanto como caminar” (185), anotará luego en su diario. Estos personajes, particularmente Virginia, y otros de los habitantes de La Comedia desempeñarán con su opción por el traslado a pie y otras prácticas un papel destacable en el cuestionamiento de los órdenes

14. También en su momento Guy Debord argumentó en contra de modelos urbanos fundados en la circulación en automóvil: “A mistake made by all the city planners is to consider the private automobile (and its by-products, such as the motorcycle) as essentially a means of transportation. In reality, it is the most notable material symbol of the notion of happiness that developed capitalism tends to spread throughout the society. The automobile is at the center of this general propaganda, both as supreme good of an alienated life and as essential product of the capitalist market” (2006 [1959]: 69). 15. “Jacobo, el personaje de la movilidad, el turista en la ciudad de barbarie, el náufrago de una vida malograda para la felicidad, emprenderá un viaje cuesta abajo, una especie de catábasis” (Silva Liévano 2009: 103).

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establecidos en Angosta.16 Ciertamente, Jacobo exhibe un tipo de comportamiento tendiente a cuestionarlos: baja a Tierra C a pie a pesar de sus temores, vive en Tierra T y sube regularmente a Tierra F. Pero es Virginia, con las enormes limitaciones que posee por origen social, el personaje que otorga mayor dinamismo a los espacios, y no solo porque gracias a la ayuda de Jacobo conseguirá establecerse en Tierra T y trabajar en Paradiso. Virginia impulsa las caminatas con Andrés a la zona de frontera aunque “a nadie le aconsejan que se acerque a pie hasta la cima” (185). A pesar de hablar por origen la lengua paria de los estratos inferiores de Angosta, rápidamente logra mimetizarse con los dones: “Como tenía buen oído y el mismo Jacobo le había dado un curso intensivo de inglés básico, era capaz de imitar las inflexiones y los tics verbales típicos de Tierra Fría” (282). Y, una vez que consigue el trabajo en la librería de Hoyos y Pombo en Paradiso, no obstante los resquemores que despierta, les “abrirá la puerta” a personajes, como al barrendero tercerón Freddy, excluidos por naturaleza de tal espacio: “Virginia lo hizo pasar y le ofreció un taburete. Hoyos asomó la cabeza desde arriba, miró un momento con desconfianza y volvió a su oficina. [...] Al otro día le dijo a Virginia [...] que en adelante no los hiciera entrar a la librería, y mucho menos les ofreciera tinto” (284-285). Junto con el carácter disruptivo que desde ya presentan estos personajes, me interesa poner de relieve la función del grupo de caminantes que funda Jacobo en colaboración con Dan, de un modo muy similar a como lo fueron los grupos de situacionistas que ponían en práctica la teoría de la deriva de Guy Debord.17 Angosta no solo es una ciudad 16. El personaje Dan formula incluso, en tanto privilegiado que puede circular libremente por Angosta, una interesante ética de la (in)movilidad que acá no puedo abordar en mayor detalle, pero que al menos merece ser mencionada: “Usted [le dice a Jacobo] y yo tenemos el privilegio, inmoral, de podernos mover a través de esas puertas. Inmoral porque si no nos podemos mover todos, los que sí podemos deberíamos quedarnos quietos, iracundos, inmóviles, tristes” (108). 17. Según lo ha formulado Debord, “one of the basic situationist practices is the dérive, a technique of rapid passage through varied ambiences. Dérives involve playful-constructive behavior and awareness of psychogeographical effects, and are thus quite different from the classic notions of journey or stroll. In a dérive one or more persons during a certain period drop their relations, their work and leisure activities, and all their other usual motives for movement and

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escindida, sino también una colonizada por violencias de todo tipo —de hecho, “la ciudad más violenta del planeta” (308)—, allí el espacio público se ha deteriorado al extremo y el desplazamiento solo pareciera ser posible “con escoltas y guardaespaldas, en helicópteros o en caravanas de carros blindados, por temor a los atracos, miedo al secuestro, angustia de atentado” (25). Sin embargo, ante este sombrío panorama los personajes liderados por Dan emprenden en un gesto épico marchas a pie para explorar la ciudad y, especialmente, los territorios bajos. Así presenta el plan Dan, al que adherirán todos los convocados: “Desgraciadamente, ustedes saben, el país está sitiado por el miedo. Hay violencia por todas partes, y caminos minados, zonas donde no se puede pasar porque te matan o te secuestran aunque no tengas donde caerte muerto. [...] Nos queda esta ciudad estrecha, y para colmo dividida, pero incluso en este solo territorio es posible caminar” (248-249). Se trata, pues, de modificar mediante el andar la experiencia restrictiva que ofrece Angosta; la caminata de estos personajes va, así, a recrear el rígido orden de exclusión y compresión del espacio público en términos de uno más apto para el cohabitar humano entre sujetos heterogéneos. Esta riesgosa micromovilidad es, pues, y dados los preocupantes atributos de una ciudad como Angosta, un modo de cuestionar las fronteras y los compartimientos sociales estancos; de alterar la experiencia comunitaria y urbana dominante donde solo unos pocos privilegiados tienen derecho al movimiento. Y, por eso mismo, debido a esta sustancial transgresión, sobre estos personajes recaerá una “sentencia de muerte” inapelable (cfr. Silva Liévano 2009: 108). Aunque de manera más elemental y explícita, también en Tikal futura las fronteras internas y los modos de opresión mediante la restricción del movimiento aparecen cuestionados y saboteados. El Ejército de Liberación de Ciudad de Abajo y los miembros reclutados entre los desechables más rasos son, en este sentido, actores protagónicos. Se desplazan por túneles y alcantarillas en desuso que conectan espacios action, and let themselves be drawn by the attractions of the terrain and the encounters they find there. Chance is a less important factor in this activity than one might think: from a dérive point of view cities have psychogeographical contours, with constant currents, fixed points and vortexes that strongly discourage entry into or exit from certain zones” (2006 [1958]: 62). Para un estudio acabado sobre la tradición del deambular urbano y la psicogeografía, véase Coverley 2006.

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incomunicados en la superficie; ese es su hábitat principal, uno donde los flujos de sujetos se tornan posibles gracias a la clandestinidad: “Esos mismos colectores eran utilizados por unos cincuenta individuos, hombres todos, que habían decidido levantarse en armas en contra de lo que ellos llamaban la opresión de la tiranía planetaria. Ellos partían del anacrónico principio de que la unidad hace la fuerza” (99). Y algunos de ellos, en virtud de que no poseen instalado el chip identitario que los categoriza como ciudadanos de abajo, acaso porque son menos que eso,18 pueden, bajo determinadas condiciones, desplazarse entre los diferentes estratos: arriba, abajo y un territorio aún inferior y más insalubre donde van a parar todos los desechos urbanos, el lago Naltitama: “Ellos se podían mover en los tres escenarios, aunque con sumo cuidado, pues no tenían microchip de identidad” (58). Estos sujetos, al carecer de chip, alteran el orden identitario según la estructura espacial dominante en Cuahutemallán: no pertenecen a ninguna casta, o no pueden ser identificados automáticamente como pertenecientes a alguna de ellas, y por eso mismo ganan una movilidad insólita para los ciudadanos de abajo. Varias acciones de este grupo, vale destacar, se ejecutarán en contra de fronteras, muros y/o espacios de exclusión. La primera de ellas se llevará a cabo contra un “puesto fronterizo”: “Habían atacado un puesto fronterizo de las Milicias Ciudadanas de Arriba (Milciar) habiendo dado muerte a los quince hombres que conformaban la guarnición” (143). De donde la abuela Cané, una suerte de mística visionaria, concluye que con ello una nueva era ha comenzado a vislumbrase: “Parece que ya se viene acercando, otra vez, el tiempo de desempacar las viejas armas que serán las insignias que establecerán la ligazón entre la memoria y el presente, el pasado con el futuro, las alianzas con los hermanos que se reencontrarán de nuevo, para que los sueños de los sacerdotes se hagan realidad” (159). Otra de las operaciones emprendidas por este

18. “Estos miserables tenían la ventaja de que no estaban controlados por los sistemas de chips incorporados. Eran considerados por los miembros del Comando Central (CC) y los Servicios Súper Secretos (SSS) como descartables. Para el comando, estos ciudadanos ya habían concluido su vida útil. Por eso los dejaban vagar sin control por la ciudad y sus alrededores boscosos” (99).

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grupo es el ataque a la casa de Tauromaquio, “un castillo inexpugnable” (222), por lo que “la columna tardó cerca de ocho días en aproximarse a su palacio. Éste estaba rodeado de murallas, las cuales eran vigiladas constantemente por cámaras de video” (175). Mención aparte, aunque también significativa en cierto sentido, corresponde darle a la función de la abuela Cané, quien, en tanto depositaria de la memoria indígena, cargará con la misión de restaurar, aunque sea estratégicamente, un relato étnico favorable a la cohesión social y política de los personajes mancillados. En un contexto dominado por fuerzas globales, en un territorio que ha sido despojado de memorias locales, la abuela Cané es la figura responsable de reponer una continuidad histórica entre el pasado indígena, entre la resistencia frente a los conquistadores españoles de antaño, y la que llevan a cabo en su presente los grupos beligerantes de Ciudad de Abajo. Es la encargada de volver a narrar un lazo que ha sido deliberadamente disuelto mediante la eliminación de los estudios étnicos y el interés en las especificidades culturales: “La verdad es que esa rama de las ciencias —la de conocer a las antiguas civilizaciones a través de sus restos materiales— pronto cayó en el desinterés y luego en el olvido. Ello debido a las exigencias que el nuevo orden mundial impuso” (163-164). Y, como si se tratara de una confabulación mundial, el narrador acentúa que “a ellos [a los líderes del orden global] ya no les interesó saber de dónde venía la gente. No era necesario. Lo único que se necesitaba era saber y tener la capacidad de amar a la gran confraternidad de la Cofradía Universal. Por supuesto, que en este caso la capacidad de amar era sinónimo de fidelidad” (164). Frente al olvido, a la descomposición de las imaginaciones identitarias locales que caracteriza a su siglo xxii, Cané reconstruye mediante la reescritura del Popol Vuh, el Rabinal Achí y Los anales de los cachiqueles un pasado heroico y cohesivo que se ha perdido en la lucha contra los españoles: “Razas descendientes de una extraordinaria civilización, nos hemos extraviado entre la maraña de luchas intestinas” (104). Y estas memorias, este relato mayor, épico, a su vez, sería el elemento aglutinador para que las nuevas generaciones de Ciudad de Abajo, sujetos amarrados a la trama local más estrecha pero condicionados por flujos de alcance global, puedan articular una acción de resistencia ante

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la opresión en que los tiene sometidos la “tiranía mundial”; por eso, considera “que sería bueno legar estas memorias a sus nietos, quienes continuaban ignorantes del pasado de sus familias” (105). Tanto en Angosta como en Tikal futura el movimiento disidente, clandestino o temerario, de algunos personajes centrales pone en tela de juicio una trama urbana que en la ficción narrativa se define por una radical segmentación orientada a la obstaculización del libre tránsito de sus habitantes más pobres. En Tikal futura, a diferencia de lo que ocurre en Angosta, junto a esta acción de violar órdenes espaciales, cobra forma una apuesta por una suerte de esencialismo étnico defensivo que, si bien podría ser fácilmente discutido, resulta comprensible —aunque no necesariamente justificable— como último gesto de resistencia ante un orden global que ha vaciado las localidades, especialmente las más postergadas, de su significado y relevancia. De este modo, podemos concluir, estas ficciones prospectivas anuncian un futuro sombrío, marcado por la desigualdad y por la convivencia en un mismo territorio, en un único continuo urbano, de una modernidad posnacional fundada en el consumo y una premodernidad que ni siquiera ha accedido a una mínima libertad de desplazamiento. No obstante, este panorama que extrapola condiciones identificables en nuestro presente será no solo sometido a juicio, del modo que lo haría una literatura de denuncia, sino también modificado, intervenido por la práctica de los personajes. En este sentido, se expresa aquí también una voluntad performativa, una operación de transformación simbólica de la realidad espacial y de las prácticas que los usuarios pasivamente ejercen en ella. Se trata, como vimos con Abad Faciolince, de un “conjuro” para que ese desgarro que atraviesa las ciudades latinoamericanas empíricas, y no solo las textuales, “ojalá no exista nunca”.

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4.3 Fin y refundación: La leyenda de los soles (1993) y 2010: Chile en llamas (1998) 4.3.1 Deslindes Aunque La leyenda de los soles (1993), de Aridjis, y 2010: Chile en llamas (1998), de Oses, fueron publicadas en los extremos geográficos de América Latina, en México y Chile, respectivamente, los años de aparición las acercan. Acaso por esta razón, las zonas de intersección que presentan no son pocas y por eso mismo tampoco las posibles lecturas en paralelo. Esto ha permitido que ambas hayan sido abordadas por los estudios académicos con frecuencia desde la perspectiva de la ecocrítica,19 siempre, sin embargo, por separado. En este apartado me interesa presentar una lectura transversal y abarcadora para ambos textos, y que se aparta del enfoque ecocrítico para poner el acento en las ciudades textuales prospectivas que diseñan. Junto a su prolífica labor como poeta y escritor, Homero Aridjis se destaca por su activismo como ecologista. En los años 80 fundó el Grupo de los Cien, un colectivo de reconocidos científicos, escritores y artistas convocados con el fin de brindar apoyo a acciones de protección ambiental y de la naturaleza. Esta iniciativa lo ha llevado a confrontar con poderosos intereses locales e internacionales —la multinacional Mitsubishi, por ejemplo (cfr. Aridjis/Ferber 2012)—, al punto de que ha sido víctima de frecuentes amenazas. Su producción literaria puede, por lo tanto, ser entendida en continuidad con su compromiso con las luchas ambientalistas y en favor de una globalización más justa y respetuosa. La leyenda de los soles, ciertamente, se integra dentro de esta serie con prolongaciones extraliterarias y también dentro de otra más acotada, de carácter intertextual, que la comunica con su novela posterior, ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996), donde los personajes y la ambientación en un México DF de tintes futurísticos se reiteran.

19. Para algunas lecturas de La leyenda de los soles, se pueden consultar López 1997, Stauder 2006, López-Lozano 2008, Ordiz 2010 y Larochelle 2013. Para el caso de 2010: Chile en llamas, Ferrer 2005, Areco 2008 y Araya Grandón 2010.

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Es el año 2027 (15)20 y la ciudad de México experimenta el fin de la era del Quinto Sol, según fue pronosticado en el Códice de los soles (38). En este escenario, La leyenda narra, desde la perspectiva de un narrador heterodiegético y en cuarenta breves capítulos, paralelamente el ascenso a presidente y posterior caída del oscuro general Carlos Tezcatlipoca, alias el Jaguar, y las andanzas por un escenario en descomposición del pintor Juan de Góngora y la fotógrafa Bernarda Ramírez: el primero, por momentos en un estado de aletargamiento y, en otros, guiado por un sabio indígena llegado del pasado, Cristóbal Cuauhtli; la segunda, en busca de su hija adolescente secuestrada, según indicios, por el Tláloc. No voy a reconstruir aquí la intertextualidad con los relatos cosmogónicos vernáculos ni prestarle mayor atención a la función de personajes secundarios, como Natalia, la hermana del general Tezcatlipoca, quien, en tanto activista ecologista, funge como contracara de su hermano y abre vías de lectura en la clave de la crítica ambientalista. Antes voy a poner de relieve la particular constitución literaria que adquiere la ciudad de México imaginada por Aridjis y los modos de intervención que articulan los personajes principales para rediseñarla. Una ciudad de México que —conviene resaltar— termina por absorber la línea argumental e instalarse en el centro del foco narrativo. También en 2010 la ciudad adquiere un carácter protagónico. Santiago de Chile llega al bicentenario de la Independencia como una ciudad confiada a la “mano invisible del mercado” (98),21 pero después de una derrota futbolística contra Perú el resentimiento social contenido por décadas se desata y convierte a la trama urbana en un campo de batalla. Repartida en veintitrés capítulos y también conducida por un narrador heterodiegético, la narración construye este escenario mediante la acción de cuatro personajes principales: en primer lugar, el alférez Alvear, luego, Vicky y Raquel —dos jóvenes feministas— y, finalmente, el pirata y exsuboficial Gajardo. A su vez,

20. Todas las citas y referencias de La leyenda son de la edición 1993. De aquí en más, excepto en caso de necesidad, consigno únicamente las páginas correspondientes. 21. Todas las citas y referencias de 2010: Chile en llamas son de la edición 1998. De aquí en más, excepto en caso de necesidad, consigno únicamente las páginas correspondientes.

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un grupo de políticos de diferentes orientaciones, pero todos pertenecientes a la generación promovida durante el mandato dictatorial del General, diseña proyectos personalistas para corregir la utopía neoliberal, retomar el control de la ciudad y refundar el país. Voy a privilegiar también aquí el modo en que se construye la ciudad literaria prospectiva y dejar en un segundo plano elementos que favorecen líneas de diálogo con la historia reciente chilena o que conducen a críticas ambientalistas.

4.3.2 Urbanización completa (2): desastre ambiental y escatología Tanto la ciudad de Aridjis como la de Oses señalan hacia el exterior del texto mediante una constitución referencial explícita e insistente. Sus calles, monumentos, accidentes geográficos y artefactos urbanos son perfectamente localizables en las ciudades fácticas y contribuyen, así, a crear un cierto efecto de realidad. A Juan de Góngora “sus padres lo habían traído al Distrito Federal. Precisamente al edificio de la calle Río Elba, donde ahora vivía” (Aridjis 1993: 15). Mientras que en 2010 “los ediles de Las Condes, Providencia y Vitacura alegaban que no iban a gastar fondos de sus comunas para socorrer a quienes habían ido a saquearlas” (101) o “el estudio se encontraba en el borde de una autopista de alta velocidad que alguna vez tuvo el nombre de Avenida Kennedy” (75). De este modo, estas ciudades textuales buscan sobreimprimirse sobre la topografía urbana empírica y sugerir que los hechos que en ellas tienen lugar podrían tenerlo también en una futura “realidad”. Pero, por otra parte, al igual que Cuahutemallán y Angosta, también este México DF y esta Santiago se han impuesto sobre la naturaleza y se han constituido como continuos urbanos inabarcables: “Juan de Góngora contempló el caer de los copos grises, que cubrían la mancha urbana, el corazón del país desierto. La mancha urbana, que de tan grande alcanzaba lo visible y lo invisible, lo pedestre y lo aéreo” (164). Una mancha urbana, esta que habita y explora Juan de Góngora, en la que esa naturaleza que en su momento había pretendido caracterizar a América Latina y a

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su literatura ahora solo aparece reconstruida artificialmente: “En el paseo de la Malinche no había ni un árbol, ni una planta, sólo pasto pintado de verde, arbustos de plástico, fuentes secas” (29). Las explosivas revueltas de 2010, por su parte, tienen lugar “en Santiago y otros de los grandes núcleos poblados del gran continuo semiurbano que comprendía desde La Serena a Concepción” (94). Y puesto que aquí también, con su expansión, la ciudad se ha barbarizado y llegado a su límite social y ecológico, Eyzaguirre se empeña en su proyecto de reconstruir la utopía agraria que encarna la Hacienda Corazón de Jesús. Pretende este político conservador restaurar, así, un orden decimonónico fundado en la estancia como centro organizador de la sociedad y la producción: “En la entrevista declaró que su intención era volver a los orígenes. No quedaba otro camino cuando ya todo estaba perdido y descompuesto” (111). Pero su plan no se agota ahí, sino que, dado que la ciudad se ha revelado como un espacio de degradación generalizada y que su imaginada antípoda siempre ha sido el campo, concibe un proceso de desmontaje programado de la vida urbana moderna y un retorno simulado a la naturaleza: “Enseguida declaró que la Hacienda Corazón de Jesús era sólo el primer paso de un proyecto para ruralizar a Chile, ponerlo en el buen camino que perdió al encandilarse con la modernidad” (112). Así, pues, la ciudad construida de manera referencialista aparece, en ambos relatos, como un espacio totalitario que solo puede ser contrarrestado por la imaginación utópica o por una reconstrucción artificiosa o impostada de espacios naturales. En efecto, tanto el DF de Aridjis como la Santiago de Oses son espacios escatológicos, distópicos, conducidos por sus propios errores a una destrucción inevitable. Todas sus dimensiones, la social, la económica, la política, la ambiental, han colapsado después de que la ciudad hubo experimentado procesos de modernización no planificados ni sustentables. En México, a la seis de la tarde, “los coches se suben a las banquetas, se meten en los parques, en los jardines de niños y en los patios de los colegios, dejando a la multitud embotellada sólo un espacio mezquino para moverse y para transitar. A esa hora congestionada de todo: de automóviles, de sonidos estridentes y de malos olores” (112). “Sobre el gentío y sobre los puestos de fritangas, sobre el suelo pegajoso de mugre y de petróleo” cae “una lluvia ácida y gris, una lluvia triste que irrita[...] los ojos y el ánimo, ensucia[...] el pelo y

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hac[e] toser” (30). Mientras que las unidades de transporte son “asaltadas por bandas de policías [...] quienes, armados con metralletas, granadas, pistolas y cuchillos despoj[an] a sus compañeros de viaje de sus pertenencias y dinero, desv[ían] el transporte hacia parajes solitarios y viol[an] a las mujeres jóvenes delante de los otros pasajeros” (44). Sin luz, sin agua, con las calles destruidas y el aire contaminado, México del futuro reúne atributos que en realidad la identifican como una ciudad que avanza en sentido inverso, hacia una regresiva premodernidad: “Legiones de vendedores callejeros se acercaron [a Bernarda y Juan] para ofrecerles linternas de baterías y lámparas de gas y gasolina [...]. Productos de la nueva industria que prosperaba gracias a los cortes cotidianos de luz eléctrica” (113). Pero si este es el panorama del 2027 mexicano, Juan de Góngora, nacido en el 2000, se encarga de recordar que no siempre ha sido tan desalentador (15), que una irresponsable gestión política carga con no pocas culpas en este desarrollo y que en ese territorio ya no existen referencias ni condiciones que permitan una apropiación por parte de los usuarios: Regentes sucesivos habían abierto en canal sus barrios, en nombre de un desarrollo económico dudoso habían hecho destrozo y medio. La colonia donde él había crecido, durante su no tan terriblemente vieja vida, había sido una y otra vez desfigurada. Aún ahora, las máquinas de construcción hacían agujeros, hacían demoliciones, levantaban edificios baratos, altos y flacos. Ruinas contemporáneas. Él y su pasado, pensaba, eran expulsados sin cesar de una ciudad sin memoria, en la que el automóvil era el dueño de las calles del presente (16).

Muy similar es la ciudad de Santiago diseñada por Oses, también marcada por el derrumbe social y ambiental. El agujero de ozono se ha instalado sobre Santiago (19) y los habitantes se ven obligados a llevar antiparras (37). La energía eléctrica y el agua escasean (105) y la basura se acumula en las calles: “Santiago estaba ahogándose en sus propios desperdicios; los pocos vertederos habilitados eran carísimos. Mientras tanto prosperaban los recolectores clandestinos que retiraban las basuras e iban a botarlas en cualquier parte” (18). La contaminación es generalizada e irreversible: “Aún los edificios de concreto parecían de plástico calentado por los rayos del sol invisible que penetraba a través de la bruma. Y era esta bruma húmeda y tórrida, hecha por una mezcla

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de emisiones de gases y nieblas provocadas por las alteraciones climáticas, el material que se veía más estable y consistente en la ciudad de Santiago, en la primavera del 2010” (8). Y una vez que se desate la ira colectiva después de la derrota contra Perú, la descomposición social se manifestará como una enorme guerra tribal entre numerosos grupúsculos o pandillas descentradas enfrentadas por el control territorial. El grupo de protagonistas se lanza a la calle y “al doblar una esquina apareció la primera barricada que marcaba los límites del territorio ocupado por una de las tantas bandas que se dividían el dominio de sectores importantes de la ciudad” (154), eran “hombres con peinados comanches y tatuajes en los brazos descubiertos” (154); y más adelante se topan con “jóvenes ansiosos e iracundos” (163), “una horda desordenada y heterogénea, formada por tribus de diversa procedencia. Algunos llevaban las cabezas rapadas o con penachos coloridos, chaquetas de cuero, sólidas botas y cinturones llenos de herrajes” (164). Y si este escenario, esta ciudad de Santiago, adquiere el carácter de un campo de batalla entre “primitivas neotribus” —el oxímoron habla una vez más de este tipo de futuro caracterizado por una “involución”—, la causa no es otra que la radicalización de las reformas neoliberales impulsadas años atrás por los continuadores del modelo del General. La utopía neoliberal en aquel entonces parecía haberse realizado: las instituciones gubernamentales fueron vaciadas y el congreso ocupado por actrices, galanes, modelos, humoristas y zares de la moda (93); el Estado, prácticamente abolido (92, 135); todos sus organismos, la educación, la salud, hasta el ejército, fueron privatizados (120); los recursos naturales, agotados (118), y la droga, en vista del rédito que tributa, fue legalizada (126). Después de la profunda reforma económica, los políticos ultraliberales creían haber cumplido su misión y se jactaban de que “Chile era el primer país del mundo en llegar al fin de la Historia” (93). Sin embargo, pronto empezó a notarse que, para la economía reconvertida, el hombre era un recurso desechable y desechado. Aumentaron el desempleo y la pobreza, lo que hizo crecer la delincuencia y el odio difuso que iba acumulándose peligrosamente en las ciudades. Los pobres odiaban a los ricos y eran plenamente correspondidos en este sentimiento. Los ricos se odiaban también unos con otros, cosa en que eran imitados por los pobres. Los intelectuales odiaban a los economistas y estos

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despreciaban tanto a los intelectuales que ni siquiera se tomaban la molestia de odiarlos [...]. Ahora todos esos odios habían explotado. Los hombres descartados por la economía destruían y saqueaban la ciudad (129-130).

Estos descartados, como los de Angosta y Cuahutemallán, están ciertamente fuera de una dinámica productiva que ha devenido internacional y que no los necesita, pero que no por eso son inmunes al impacto de la reformulación de los órdenes nacionales en la nueva dinámica. Este marco aparece explícitamente referido en ambos relatos y presentado como una razón de importancia para las transformaciones locales. “Aunque no lo declararan abiertamente, muchos ultraliberales tenían el íntimo convencimiento de que la nación era un caduco concepto decimonónico, que ya no tenía ninguna utilidad puesto que los negocios se hacían ahora en grandes espacios transnacionales” (30), observa el narrador de 2010. Esa zona de grandes tránsitos se ha convertido en la privilegiada y los territorios que no han podido adaptarse a las nuevas condiciones dictadas por el mercado internacional han sido o abandonados a su suerte o castigados. Los descartados, los parias de Santiago y el DF, son, así y aunque no lo sepan, víctimas anónimas del nuevo diseño global, y no solo por el impacto local de la catástrofe ecológica mundial, sino también porque “la mano invisible del mercado”, de la que Agüero de 2010 es su más fiel apologista (98), se prolonga sutilmente desde la distancia para intervenir esos espacios maltratados. Las violadas, las niñas secuestradas en el México DF de Aridjis —y que también están presentes en Tikal futura— son testigos en primera persona del fenómeno, testigos vivenciales que para la historia de la literatura preanuncian “la parte de los crímenes” de 2666 (2004), de Roberto Bolaño. En este mismo sentido, tanto Mary Louise Pratt (2006) como Jean Franco (2002, cap. 9) han estudiado la aparición del “chupacabras” y el “robachicos” y otros personajes del repertorio narrativo popular, “fantasies of the excluded and marginalized” (Franco 2002: 221), como una forma en la que se manifiesta la globalización en las periferias locales. La ciudad de Aridjis está azotada por estos males y misterios; cuando Miguel Ramos García, un sospechoso de secuestro, se ve obligado a declarar, afirma que “los niños que han desaparecido en Ciudad Moctezuma han sido plagiados por ella

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[su hermana] con el fin de extraerles sus órganos vitales y exportarlos a Estados Unidos, donde les pagan elevadas sumas de dinero por ellos” (177). Niños y mujeres, los más sometidos entre los más postergados, padecen sin recibir beneficio alguno las prolongaciones de la mano invisible en los territorios locales: “La Zona Rosa se había vuelto roja y en los últimos años se había convertido en la carnicería humana más grande del país. Competía con las ciudades fronterizas con sus variados productos carnales, procedentes de las tres Américas. Pues en el mundo se había establecido un nuevo mercado de esclavos, el de las hembras para la prostitución” (Aridjis 1993: 77). Pero, como da cuenta 2010, no todos los habitantes de estas ciudades textuales viven en las mismas condiciones ni bajo las mismas amenazas. No todos —formulado de otro modo— habitan la ciudad de los lugares o condicionados por ella. Pocos privilegiados, como en Angosta o Cuahutemallán, han sabido adaptarse al orden global y trasladado su lugar de residencia, de identificación y trabajo a la ciudad de los flujos, a la “patria” posnacional del dinero. Un subterritorio físico, un supraterritorio ideológico y social; en cualquier caso, exclusivo y excluyente, indiferente a las circunstancias locales, a las violadas y los asesinados, al hundimiento y la regresión de su entorno. Uno que, no obstante su prolongación hacia el exterior, se manifiesta con materialidad portentosa en la geografía urbana local: El edificio Milenio II era inteligente, como los de otros tantos centros de negocios que habían llegado a convertirse en islas de orden y organización en medio de la ciudad anárquica a la que ignoraban. Si no tenían ventanas ni puertas hacia fuera era precisamente porque los operadores preferían evitar los contactos distractores con el entorno inmediato. Sus vínculos con el exterior estaban dirigidos y programados. Se hacían a través de antenas y pantallas conectadas con otros centros de la gran patria virtual del dinero, que, aun cuando estaba esparcida por todo el mundo, tenía la solidez y consistencia que les faltaba a todos esos viejos países que se estaban borrando de los mapas y de la superficie del planeta (Oses 1998: 117).

Mientras que, en un pasaje anterior: “Bastaba una pequeña elite de hombres que dominaban la más avanzada tecnología informática para manejar ese movimiento de miles de millones de dólares. Se los conocía como ‘los operadores’. El resto de la población permanecía

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ajena a ese coloquio con los satélites” (37). Y es precisamente ese “resto de la población”, es decir, las masas no asimiladas por la ciudad desterritorializada, el que montará un desesperado acto de presencia, el que, una vez agotado el último referente aglutinador que para el relato es el fútbol, ocupará la ciudad en una irrupción descentrada de rencor, odio y desorientación. Una reapropiación, pues, irracional y destructiva, guiada simplemente por la necesidad y un último soplo de ardor: Los hombres sobrantes, los analfabetos informáticos, los incapaces de entenderse con el computador, los condenados de la economía virtual, seguían fluyendo como una corriente continua, a inundar la ciudad, a prodigarle su odio y a desatar allí la locura que habían incubado con la droga; la agresividad desarrollada en la lucha por sobrevivir, y la desesperación de sus desamparos y orfandades y de sus condiciones de desintegrados y malditos (164).

Frente a esta nueva emergencia de la “barbarie”, frente a esta irrupción de los (neo)parias ahora del mundo globalizado, no escasearán los proyectos de restauración del Estado, tanto en 2010 (cfr. 150) como en La leyenda. En el DF prospectivo, signado por la pobreza, el abandono y la destrucción generalizada, el general Tezcatlipoca asumirá el gobierno con grandes promesas y planes, ante todo la de recuperar la ciudad, bajo premisas que inmediatamente recuerdan al higienismo decimonónico y que, finalmente, no sumarán más que nuevos errores a la larga fila ya registrada en las efemérides de la ciudad recordadas por Juan de Góngora. Una cita en extenso aquí se justifica: El nuevo presidente, en su discurso de toma de posesión, reveló sus sueños de crear una nueva grandeza mexicana. Prometió abrir grandes avenidas en las calles donde actualmente sólo había cuatro carriles para los coches, manifestó sus planes de levantar torres de cincuenta pisos donde ahora existían pajareras de cemento y vidrio. En Ciudad Tezcatlipoca, ex Ciudad Moctezuma, erigiría la urbe del orbe: una ciudad del futuro sin pobres, sin familias numerosas, sin prostitutas, delincuentes ni mendigos. Con calculado entusiasmo, ordenó a su secretario de Recreación y Obras Públicas que en un plazo no mayor de sesenta días se trazara en Ciudad Tezcatlipoca un centro comercial con boutiques de lujo, casas de bolsa de vidrio, pirámides mexicanas, pasajes peatonales y circuitos interiores y exteriores. A su secretario de Salud y Control de la Natalidad mandó que a partir del día siguiente limitara

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el número de hijos a dos por familia y que controlara el acceso a la capital de la población rural exigiendo pasaporte en aeropuertos, entradas de carreteras y terminales de autobuses y de ferrocarriles (159-160).

Se trata de un paquete de medidas inspirado en la tradición urbanística más caduca, pero al mismo tiempo orientado a una utopía siempre deseada, a la de una ciudad futura —como la que imagina audazmente Cacciatore en el epígrafe de este capítulo— sin “barbarie”; sin excluidos porque se los ha expulsado a los extramuros o se los ha eliminado; sin “degradaciones” morales porque se las ha reprimido o silenciado. Una ciudad, en breve, restringida, escindida en el territorio para los pocos elegidos y el de las grandes masas pauperizadas. Una ciudad que, al igual que Angosta o Cuahutemallán, niega el residuo espurio que sus propios mecanismos de modernización compulsiva crean y que, a falta de mejor opción, se conforma con esa imagen impostada de una ciudad que se ha integrado al mundo global, pero solo por retazos o islas de hedonismo.

4.3.3 Intervenciones: narrar el sueño abolido Estos futuros imaginados se superponen críticamente sobre las imágenes y experiencias presentes de Santiago y el DF mexicano; pretenden anunciar —si es que no se corrige el accionar contemporáneo de la enunciación— un oscuro porvenir dominado por la descomposición y, finalmente, por las ruinas. Esto pareciera, y desde ya que la intervención crítica, el procedimiento de elaborar un contrarrelato que cuestiona las fórmulas exitistas de la globalización hegemónica, se expresa de manera contundente. No obstante, no todo se agota en el pronóstico sombrío, sino que, al mismo tiempo, los personajes despliegan estrategias de resignificación del espacio que los acoge y que mediante artificios no deja de remitir al de los lectores. En La leyenda es de destacar el uso que Juan y Bernarda, respectivamente, hacen de la pintura y la fotografía. Tanto el uno como la otra disponen de su práctica artística como un recurso para desvelar o reponer dimensiones invisibles del DF que habitan; uno —como

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considera Juan— que, en el estado que él lo conoce, lo expulsa, que no posee memoria (16) y que se encuentra en acelerada descomposición. Bernarda se dedica a “retratar espectros en las calles y en las casas viejas de la ciudad de México (apenas advertibles en las multitudes, contra los muros y en el paisaje circundante)” (29); se dedica, pues, a desenterrar imágenes diluidas en la transformación de su ciudad. Juan, por su parte, está embarcado en la producción de una pintura definitiva, la que para él representará su realización como pintor y que, al igual que la fotografía de Bernarda, está destinada a recuperar una imagen de México DF no reñida con la naturaleza que ha quedado en el olvido: “Según antiguos maestros chinos, las montañas tienen tres dimensiones. Para mí tienen una cuarta dimensión, la de la imaginación humana —ignoró él la voz agorera [de la radio]—. En los postreros días del mundo voy a pintar el cuadro de mi vida, el cuadro de mí mismo, la vista del Valle de México. Pintar ese sueño abolido será mi última obra” (20). Esa cuarta dimensión, la que la imaginación humana —es decir, los relatos, las fantasías, el arte— proyecta sobre los espacios, no es otra que la que corresponde a los espacios representacionales de Lefebvre. Mediante la pintura, Juan imagina, y con ello busca producir, una ciudad donde la vida aún sea posible, donde naturaleza y cultura no se oponen, sino que se enriquecen mutuamente. De este modo, el arte de Juan, así como el de Bernarda, se constituyen como una herramienta orientada, fundamentalmente, a significar el espacio urbano bajo premisas más alentadoras, para reponer en ese territorio aparentemente perdido imágenes de lo que podría ser. Junto a este uso de la fotografía y de la pintura, otras estrategias de los protagonistas colaboran para atribuirle a la ciudad literaria de Aridjis un carácter más positivo y rescatarla de la fatalidad. Al igual que en otros casos ya estudiados, el andar del personaje principal, Juan, toma la forma de una práctica épica por los riesgos que implica y por el empeño que invierte en ello. En un espacio devastado, marcado por el deterioro generalizado y por la violencia, castigado, además, por constantes terremotos, Juan expone su cuerpo y se sumerge en mareas humanas, ingresa en espacios altamente restringidos y le otorga visibilidad, al permitir que la ciudad sea narrada, a un territorio que ha quedado recluido en las periferias del mundo. Su vista, la mirada

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del flâneur que por momentos encarna, desempeña, así, una función testimonial. Mediante ella, el narrador es capaz de dar cuenta de las pronunciadas transformaciones urbanas acaecidas: [Juan] se metía en la muchedumbre, caminaba a su ritmo. En compañía de muchos subía a los buses ballenas, al metro, llegaba al Centro Histórico y se devolvía a pie, observando las fachadas decrépitas de los edificios nuevos, los monumentos coloniales hundidos en el suelo, los anuncios apagados de la Cervecería Adelita y de la Fábrica de Ropa Olimpo, del Cine Mundial y del Cine Apolo. Reconocía no tener imágenes ni palabras para describir lo que estaba acaeciendo en su interior y afuera de su cuerpo (124).

La ciudad se transforma negativamente, pero el paseante, llevado muchas veces por la nostalgia o la angustia, recupera su memoria al mismo tiempo que le devuelve una integridad que se ha desvanecido. Con sus pasos, Juan reconstruye huellas pasadas, rescata narrativas ocultas e hilvana fragmentos, más aún cuando adquiere el poder de atravesar muros. Así, gracias a esta facultad, recuerda la ciudad “culta” que en algún momento supo ser México: “Entró en una biblioteca repleta de autores del siglo xx: Marcel Proust, Franz Kafka, James Joyce, Jorge Luis Borges, Fernando Pessoa... Los volúmenes (en libreros, en cartones y en desorden) cubrían el suelo, las paredes, subían hasta el techo. Pero, desgraciadamente, se veían abandonados, que no habían sido abiertos en muchos años” (86). Así, viola límites, comunica espacios y revela territorios vedados, como cuando ingresa a la casa de Tezcatlipoca: Al borde de los altos muros de piedra negra, que rodeaban la casa del general, estaba una profunda barranca [...], sus balcones de piedra que daban a paredes cerradas, sus puertas y ventanas inaccesibles [...], la puerta llena de escopladuras, para mirar desde adentro sin ser visto. [...] Pero Juan desapareció de pronto en el grueso muro que se alzaba sobre la barranca (106-107).

De este modo, el paseo, al mismo tiempo extraordinario y desencantado de Juan, se convierte en un motor de la narración, en el acto que conduce la construcción de la ciudad textual. Finalmente, la destrucción de México será inevitable, pero Juan y Bernarda sobreviven tanto como Tezcatlipoca, la figura que encarna la decadencia de la ciudad, muere atrapado por ella misma. La imagen última, en la que

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la pareja se dirige a las afueras de la ciudad, parece ser, pues, promisoria. Un nuevo espacio quizás será fundado por estos dos desterrados que han librado un combate en contra del desastre, de tal suerte que allí uno de los epígrafes que introduce la novela cumple su admonición: “Passer a travers les murs ne saurait d’ailleurs constituir une fin en soi. C’est le départ d’une aventure”, quizás la de refundar México bajo un signo más humano. Menos optimista parece ser el destino de Santiago en 2010. La ciudad ha sido ocupada por masas anónimas, no politizadas y enfurecidas, la integridad del territorio ha estallado en esquirlas dispersas, y el equipamiento urbano, devastado; mientras, políticos inescrupulosos organizan sus propios ejércitos con la expectativa de someter los numerosos enclaves y erguirse como nuevos líderes. Las posibilidades de un desenlace en cierta medida positivo parecen nulas. Sin embargo, en las afueras de la ciudad ha comenzado a gestarse una utopía, “la primera del siglo xxi” (171). Aunque en sus antípodas ideológicas, junto a la estancia Corazón de Jesús de Eyzaguirre, que, finalmente, será saqueada y destruida, se encuentra el refugio de las afuerinas, un colectivo de mujeres organizadas que ha declarado el territorio que ocupan como autónomo y que en su modo de gestión se opone radicalmente al que ha dominado la ciudad conducida por los hombres: se trata aquí de solidaridad, autogestión, horizontalidad y armonía con la naturaleza. Proponen ellas, como la imagen final de La leyenda, un abandono de la ciudad corrompida y una refundación de la organización social en condiciones alternativas. Al finalizar la novela, se encuentran atrincheradas en la estación de Curicó, desde donde esperan emprender una diáspora hacia el Sur. Macarena Areco ha observado que esta “utopía es considerada imposible por las propias feministas” y que, por lo tanto, “en 2010: Chile en llamas no hay alternativas para imaginar el futuro” (2008: 35). En efecto, las alternativas son extremadamente limitadas, pero la cita en la que Areco funda su argumento no está completa. La reproduzco, pero con el contexto faltante: Valía la pena defender lo poco que tenían: la posibilidad de formar una comunidad sin subordinación a maridos, ni a jefes, ni a empresas que les impusieran uniformes, ni lealtades arbitrarias, ni conductas pautadas, ni cánones de belleza que se traducían en la fórmula de la “buena presencia”, ni la entrega servil a los clientes.

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Lupe y Raquel sabían que a lo largo de la historia todos esos experimentos de establecer comunidades de vida libre habían sido efímeros parpadeos, rápidamente reprimidos y ahogados. Pero ahora que el mundo y el país se dislocaban, tal vez había una esperanza (174-175) (el subrayado es mío y corresponde al fragmento extraído por Areco).

Ahora que Chile y el mundo han llegado al “fin de la Historia”, ahora que “la mano invisible está de vacaciones” (135), ahora que la nación ha sido abolida y las fuerzas destructivas, hasta el momento reprimidas, han desatado su furia, solo queda —y esta, si se recupera el pasaje completo y no solo la línea pesimista, también es una lectura posible— la refundación de la ciudad o de un nuevo espacio de convivencia, pero definitivamente bajo otros consensos y reglas, allá en un Sur lejano y utópico. De este modo, tanto 2010 como La leyenda presentan distopías urbanas que parecen haber llegado a su fin, que han clausurado sus futuros porque el ser humano que habitaba estas ciudades textuales ha abusado de la naturaleza y de su prójimo. Son futuros ciertamente sombríos, pero no son más que advertencias aleccionadoras, moralistas incluso, dirigidas al presente de la enunciación. Son, en este sentido, intervenciones críticas sobre la ciudad de México y de Santiago. Pero, al mismo tiempo, tanto una como la otra, alimentan una cuota vaga, mínima pero constatable, de última esperanza. Después del fin y casi necesariamente en otro espacio, la imaginación permite, así, vislumbrar aún un destello de utopía.

4.4 Síntesis y coda. El futuro como llamado de atención y enmienda Las cuatro fuentes abordadas en este capítulo resultan ejemplares para lo que he tratado de caracterizar bajo el concepto de ciudades textuales prospectivas. Se trata de constructos ficcionales que proyectan en futuros más o menos cercanos ciudades total o parcialmente identificables en el presente de enunciación. De este modo, los relatos tienden a acentuar propiedades hallables en la ciudad latinoamericana actual,

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con lo que dan lugar a analogías críticas que llaman la atención sobre esas mismas propiedades y un potencial devenir de los territorios referidos. Si bien acá he trabajado con un corpus reducido de cuatro textos, Fernando Reati ha arribado a conclusiones similares en su estudio de la narrativa prospectiva producida en las últimas décadas en Argentina. En este sentido, mi aporte puede concebirse como una ampliación del trabajo de Reati y presupone una continuidad en los postulados fundamentales. Pero no solo la ficción argentina y los relatos reunidos en este capítulo ponen desde hace algunas décadas la ciudad futura en primer plano, sino que bien podría ser identificado un corpus más amplio con aportes de gran parte de América Latina. No es mi intención agotar aquí las referencias, pero algunos textos —sin mencionar los analizados por Reati— que podrían ser abordados con el foco puesto en las ciudades prospectivas que elaboran y bajo premisas que guiaron este capítulo son Ganadores (1991), del uruguayo Tarik Carson; Tiempo Lunar (1993), del mexicano Mauricio Molina; El caballero de la invicta (1994), del colombiano Rafael Humberto Moreno-Durán; De cuando en cuando Saturnina (2004), de la inglesa radicada en Bolivia Alison Spedding; Nocturama (2006), de la venezolana Ana Teresa Torres; Al final del vacío (2007), del también mexicano J. M. Servín, etc. Todas estas ficciones se caracterizan por poner en escena ciudades futuras con rasgos similares a los que han sido comentados en apartados anteriores para las novelas aquí estudiadas en detalle. Se trata de ciudades frecuentemente segmentadas y signadas por la violencia generalizada, en muchos casos también por un deterioro significativo de las condiciones ambientales. Aspectos, estos, que aparecen extrapolados en relación con las condiciones que ofrecen las ciudades empíricas. Si bien, en muchos casos, estas ciudades textuales parecieran estar dominadas por la destrucción y el desencanto, también es cierto que muchos espacios contenidos en ellas, es decir, subterritorios o islas según formulaciones del capítulo II de este trabajo, son representativos de una utopía, de la realización de algún tipo de ideal. Pero, al contrario de lo que se pudiera esperar, estas utopías no son las que guiaron las aspiraciones de la ciudad letrada según la ha caracterizado Ángel Rama, de la ciudad inspirada acaso en los ideales de la ilustración europea, sino los de una globalización fundada en el consumo, en los

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negocios y en el mercado devenidos globales. El edificio Milenio II de 2010: Chile en llamas; Ciudad de Arriba, en Tikal futura, o Paradiso, en Angosta son ejemplos claros de que utopía y distopía, “civilización” y “barbarie”, o el Primer Mundo y el Tercero en estas ficciones del porvenir cohabitan un espacio físico, una misma ciudad, pero que no por eso se entienden, se hibridizan o interactúan positivamente, sino que, al contrario, se excluyen y observan con recelo mutuo. Precisamente en relación con el aspecto distópico de las ficciones latinoamericanas contemporáneas, Luz Mary Giraldo ha anotado que si algo define e identifica a los autores que formaron parte del boom narrativo latinoamericano es su relación con la utopía: esa situación o lugar inexistente que redime al generar la ilusión de encontrar las llaves de la satisfacción. Lo que resulta contrario en quienes responden a las expectativas que reflejan el espíritu contemporáneo, representadas en nuevas narrativas y manifestaciones culturales cuya actitud ajena a las posibilidades de otras formas de vida o de pensamiento, a la fantasía de un lugar posible, o a la aspiración transformadora, parece no tener cabida en el presente (2007: s/p).

Considero que, examinada a la luz de las ficciones aquí estudiadas, esta distinción entre la narrativa del boom y la del posboom debe ser relativizada. En efecto, un cierto carácter distópico —en muchos casos incluso dominante— puede ser identificado en la literatura que actualmente imagina ciudades para el futuro y, sin embargo, no debe ser ignorado que, junto a él, algunos subterritorios resaltan —y contrastan— porque en ellos parece haberse realizado una utopía del confort. En este sentido, resulta también aquí conveniente retomar a Walter Benjamin y su fórmula acerca de que toda expresión de la civilización contiene una dimensión bárbara reprimida u oculta. Estas ficciones, consideradas desde este punto de vista, tienden a poner en escena —o eventualmente a “denunciar”—, antes que una América Latina estancada en condiciones de existencia “bárbaras” o “primitivas”, una en la que la realización de la utopía de unos pocos se efectiviza al costo de una distopía para las mayorías. Dicho de otro modo, que la utopía que promete la globalización hegemónica solo se puede realizar bajo la condición de que las mayorías latinoamericanas sean retenidas en la miseria y una oscura subalternidad. Asimismo, ponen en evidencia

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algo que también inquieta a Héctor Abad Faciolince cuando en la entrevista ya citada dice que “el mundo parece abierto, pero lo está sólo para unos cuantos: los que hacen negocios y los que tienen grandes cuentas bancarias. Para el resto es un mundo cerrado, amurallado” (Semana 2003: s/p). En este sentido, y como ha sido analizado, la constitución de las ciudades textuales y el movimiento de muchos personajes que las habitan tienden a exhibir, llamar la atención sobre y cuestionar un tipo de orden que suele pasar inadvertido o, al menos, no evaluado en toda su dimensión. Uno en el que la movilidad transnacional ciertamente ha ganado impulso y es favorecida, pero solo para algunos privilegiados. Las mayorías, al contrario, apenas logran desplazarse con cierta facilidad dentro mismo de una ciudad. Como traté de mostrar en el capítulo III, pero también aquí, el desplazamiento, especialmente a pie, de algunos personajes desafía fronteras internas y restituye una continuidad en el espacio que, de otro modo, parece haberse naturalizado como clausurada. En este sentido, los espacios representacionales a los que contribuyen estas ficciones adquieren tanto un carácter crítico como creativo: crítico, mediante la construcción de un futuro donde las fronteras internas y la precariedad del acondicionamiento urbano, constatables en el presente de la enunciación, aparecen exacerbados y distinguidos como problemáticos; creativo, porque el andar de los personajes, su memoria o las gestas de refundación, como la utopía de las afuerinas, permiten pensar espacios alternativos o disidentes, es decir, contraespacios según la terminología de Lefebvre. El hecho de que estas ciudades textuales estén ubicadas en el futuro —vale insistir— no conduce a pensar que deban ser consideradas estrictamente como especulaciones sobre el porvenir de la ciudad latinoamericana contemporánea, sino, antes, como un procedimiento para destacar preocupaciones presentes. Según lo ha formulado Suvin, “the cognitive value of all SF, including anticipation tales, is to be found in its analogical reference to the author’s present rather than in predictions, discrete or global” (1979: 78). Y el presente que enmarca las ficciones estudiadas es uno caracterizado por pronunciadas transformaciones urbanas conducidas por el impulso, hasta el momento insólito,

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del proyecto hegemónico de modernización global. Así lo ha identificado Reati para su estudio sobre prospectiva argentina: “Los cambios estéticos y espaciales de las principales ciudades argentinas durante la década y media que nos concierne no parecieron ser tanto el resultado de genuinos proyectos de renovación urbanística cuanto de las fuerzas económicas de la globalización” (2006: 90). Pero, puesto que este marco histórico, extensible incluso hasta el presente —Reati lo cierra en 1999—, es el mismo para toda la narrativa latinoamericana, es posible argumentar que las ficciones aquí estudiadas responden, fundamentalmente, a esos cambios y que ellos conforman la referencia analógica del presente que aparece exacerbada en el futuro de los relatos. Este apartado no ha tenido la pretensión de ser un estudio de géneros literarios,22 pero corresponde que anote algunas apreciaciones al respecto, puesto que una de las hipótesis en que se funda este capítulo afirma que las ficciones que nos interesan están poniendo en práctica una reutilización de la tradición y formas literarias con fines específicos, un procedimiento que, naturalmente, posee un efecto retorno en la forma de una reformulación del eventual género del que descienden. Darko Suvin (1979) ha dedicado gran parte de su estudio fundacional sobre la ciencia ficción a la anticipación y ha caracterizado la proyección en el futuro como un mecanismo de extrañamiento del entorno inmediato de la enunciación, pero también es cierto que no toda la ciencia ficción se basa en tal operación. La literatura prospectiva puede, asimismo, tomar tanta distancia de las convenciones de la ciencia ficción como para no seguir siendo parte de ella. En efecto, todas las novelas abordadas en este capítulo se ubican en el futuro, pero raramente respetan o se ajustan a las demandas de la ciencia ficción, especialmente en su formato “duro”, donde la racionalidad científica adquiere una función determinante. Para Steimberg, la localización temporal de un relato ficcional en el futuro constituye un mecanismo frecuente de la ciencia ficción: “La ubicación del relato en un futuro cercano o remoto es una constante en una parte importante de los relatos de ciencia ficción, tanto para la producción anglosajona o europea como en el contexto, menos canónico, de la ciencia ficción 22. Para un análisis de La leyenda bajo esta óptica, véase Stauder 2006.

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de otras latitudes” (2012: 4-5). Sin embargo, no es posible extraer de aquí que la proyección hacia el futuro sea condición suficiente para que una narración pertenezca a la ciencia ficción. Moreno, como ya se ha señalado, pretende distinguir la narrativa prospectiva de la ciencia ficción, al menos en su realización “dura”. En sus términos, la narrativa prospectiva es aquella que plantea un mundo futuro plausible, pero que busca transmitir una sensación de desasosiego ante la humanidad o ante su destino. Así, la literatura prospectiva plantea una realidad alternativa plausible que conlleva una fuerte crítica cultural a algún nivel: social, político, económico, ideológico... Obras prospectivas célebres son A Clockwork Orange (Burguess 1962), Nineteen Eighty-Four (Orwell 1949), Brave New World (Huxley 1932) (2011: 258).

Todas estas observaciones son parte de un debate de gran actualidad en los foros especializados. Esto se debe tanto a las dificultades constitutivas del potencial corpus como a que la conceptualización de estos géneros y subgéneros es de factura reciente y aún en proceso, particularmente en lo que atañe a las realizaciones específicas producidas en el mundo hispanoamericano. Al respecto, Kurlat Ares ha señalado que qué objetos pueden definirse como pertenecientes al ámbito de la ciencia-ficción es una de las preguntas teóricas que domina la discusión crítica cuando ésta ocurre [...]. Tal situación puede ser atribuida a que las preocupaciones capitales de la ciencia-ficción escrita en castellano y portugués rondan temáticas vinculadas con distintos aspectos de las ciencias sociales, en particular, lo sociológico, lo político, lo filosófico (sobre todo, la epistemología) y lo psicológico, adscribiéndose a lo que se ha dado en llamar la tendencia soft de la ciencia-ficción, aun cuando tal definición y la descripción precedente sean perfectamente discutibles (2012: 15).

Y Darko Suvin (1979: 14) ha empleado la categoría “social-sciencefiction” para referirse a narraciones de tendencia utópica que prescinden de argumentos estrictamente científicos para montar los universos ficcionales. De todo esto extraigo, sin que estos postulados tengan mayores pretensiones que las que corresponden a los objetivos de esta investigación, que la narrativa prospectiva latinoamericana, especialmente

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aquella interesada en construir ciudades textuales, retoma algunos recursos identificables en la tradición de la ciencia ficción de anticipación —al fin y al cabo, algunos “avances” tecnológicos, como videófonos, androides o el porno virtual, se encuentran en novelas como La leyenda, Tikal futura y 2010— sin que ello desempeñe un rol gravitante, es decir, que se aparta fundamentalmente de la línea “dura”23 y de un futuro imaginado como imperio de los desarrollos tecnológicos para poner en el centro argumentos elaborados o elaborables por las ciencias sociales. Dicho en otros términos, el novum con el que trabajan estas ficciones suele ser una hipótesis potencialmente proveniente de las ciencias sociales, como la relativa a la fragmentación urbana o la que refiere al carácter excluyente de la globalización hegemónica. En este sentido, la degradación del medio ambiente urbano y del tejido social, en novelas como 2010 y La leyenda, o la constitución de fronteras internas con muros y puesto de control al modo de Tikal futura y Angosta pueden ser perfectamente catalogados como nova provenientes de las ciencias sociales sobre los que se montan las respectivas estructuras narrativas. De acuerdo con Suvin, “SF narration is a fiction in which the SF element or aspect, the novum, is hegemonic, that is, so central and significant that it determines the whole narrative logic – or at least the overriding narrative logic – regardless of any impurities that might be present” (1979: 70). Las novelas analizadas, por lo tanto, se alejan de la línea de la ciencia ficción “dura” al poner en el centro de sus argumentos, como elemento hegemónico y determinante, algún tipo de novum que responde a modificaciones en los órdenes sociales. Y, puesto que responden a inquietudes del presente de enunciación, estos nova suelen ser características del espacio urbano condicionadas por la inserción compulsiva de América Latina en una lógica que descuida las especificidades locales y que, por eso mismo, genera marcados desfasajes. Las fronteras y los eventuales cruces entre estos órdenes

23. Este aspecto ya ha sido destacado por Kurlat Ares: “La tradición de producción más fuerte de la ciencia-ficción latinoamericana rompe con las expectativas de lectura que provienen fundamentalmente del pulp y de la ciencia ficción ‘dura’ originados en el mundo de habla inglesa durante lo que se llamó la Golden Age de la ciencia-ficción (ca. 1930-1960)” (2012: 15-16).

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desacompasados, por lo tanto, son centrales para los desarrollos argumentativos de estos textos. Para concluir, me interesa destacar la importancia de este tipo de narrativa, es decir, una que, en línea con una ciencia ficción de corte social, se ha abocado a construir ciudades textuales prospectivas. Puesto que la proyección hacia el futuro no puede ser considerada del todo “seria” o aceptable por los estudios científicos, este tipo de ficción pareciera asumir la función de especular e imaginar las consecuencias que acarrearía un modo de gestión irresponsable del presente. En términos más específicos, estas narrativas, a falta de mejores recursos para hacerlo, producen un futuro imaginado de las ciudades latinoamericanas que exacerba tendencias del contexto de enunciación. Son, ciertamente, ficciones especulativas sobre el presente proyectado en el futuro, pero cualquier otro método que intente asumir el desafío difícilmente pueda ser más confiable, difícilmente pueda ser otra cosa que literatura de ficción. Como señala Darko Suvin, “anticipating the future of human societies and relationships is a pursuit that shows up the impossibility of using the orthodox – absolute or scientistic – philosophy of natural science as the model for human sciences” (1979: 77). Por esta razón, que la literatura haya orientado sus recursos a explorar especulativamente hipótesis de las ciencias sociales constituye una operación que debe ser considerada un aporte “único”, en la medida que otros discursos hallan allí sus propios límites, y una intervención crítica y creativa, en tanto que organizan de manera alternativa y amplían la percepción de un espacio recuperable en su exterior.

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Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, muescas incisiones, cañonazos. Italo Calvino, Las ciudades invisibles 1974 [1972]: 20

Si “el acontecimiento es lo que se cuenta”, la ciudad carece de historia: sólo vive al preservar todas sus memorias. Michel De Certeau, La invención de lo cotidiano II 1999 [1994]: 145

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5.1 En busca del espacio perdido. Algunas precisiones Guiada por los drásticos procesos históricos del siglo xx, la producción crítica y de reflexión en torno al concepto de memoria y sus declinaciones ha cobrado en las últimas décadas una dimensión colosal. Tanto en el pensamiento europeo de posguerra (Nora 1984, Le Goff 1988, Todorov 1998, Assmann 1999, Ricoeur 2004 [2000], entre otros) como en las disquisiciones teóricas latinoamericanas resultantes de las violencias y dictaduras que tuvieron lugar en el subcontinente en el contexto de la así denominada Guerra Fría1 (Theidon 2000, Jelin 2002, Sarlo 2005, Calveiro 2006, Richard 2007, Huet 2008, etc.), dar cuenta de los mecanismos de producción de memorias —y olvidos— se ha convertido en una tarea central. Esta necesidad histórica ha permitido, asimismo, indagar o profundizar de manera exponencial dimensiones vinculadas al fenómeno de la memoria hasta el momento veladas o apenas vislumbradas. En su valioso estudio sobre el tema, Ricoeur vuelve su mirada a una distinción que ya habían considerado Platón y Aristóteles: la que se establece entre mneme y anamnesis (2004 [2000]: 46-50). Si la primera refiere al hábito espontáneo e irreflexivo de recuperación de escenas pasadas, la segunda requiere una intervención activa, una voluntad orientada a reconstruir aquello que, momentáneamente, ha quedado enterrado en el 1. Resulta oportuno aquí remarcar el carácter relativo, localizado en el Norte, que conlleva la denominación “fría”. Si un enfrentamiento armado entre el proyecto capitalista y el comunista efectivamente no tuvo lugar en los países del Norte, en el Sur —en Vietnam, desde ya, pero también en Perú, en Guatemala o en Argentina— la confrontación entre ambos signos políticos, o algunos de sus desprendimientos, cobró la forma de verdaderos conflictos bélicos que dejaron saldos humanos y materiales aún hoy no reparados. Estas son, precisamente, las violencias que las revisiones de la memoria colectiva han comenzado a poner en el centro de sus investigaciones a partir de los años 90.

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tiempo. De aquí sigue, de modo prácticamente obligado, una reflexión acerca del vínculo entre historia y memoria. Si aceptamos que el pasado es actualizable mediante la intervención de los procedimientos de la historiografía, entonces es indispensable considerar el desempeño de la anamnesis en tal tarea. Jacques Le Goff (1988), al igual que Ricoeur, ha incursionado en las complejas relaciones que se establecen entre pasado, historia y memoria sin, por supuesto, ignorar las operaciones de olvido y resalte que son inherentes al trabajo de historización. No menor en esta zona del gran escenario de los estudios sobre la memoria es el aporte ofrecido por Walter Benjamin, destacado y vuelto a evaluar por Georges Didi-Huberman: La revolución copernicana en la visión de la historia consiste en esto: antaño se consideraba el “pasado” como el punto fijo y se pensaba que el presente se esforzaba buscando a ciegas acercarse al conocimiento de ese punto fijo. En adelante, esa relación debe invertirse y el pasado devenir inversión, dialéctica e irrupción de la conciencia despierta [...]. Los hechos devienen algo que llega solamente a sorprendernos en el instante, y establecerlos es asunto de recordar (Benjamin citado en Didi-Huberman 2011 [2000]: 152).

De este modo, Benjamin daba por acabada la concepción positivista de un pasado esencial y unívoco al que mediante el proceder de la historiografía se pretende —y potencialmente se consigue— acceder y reconstruir en su objetividad. El pasado, desde la intervención de Benjamin, es un efecto del enunciado articulado desde el presente, con lo cual se abre paso a la contienda discursiva por significar y moldear ese pasado conforme con necesidades e intereses parciales y localizados. Por supuesto que desde esta perspectiva el pasado no deja de existir como realidad temporal, pero el único modo que tenemos para abordarlo es por medio de la maquinaria de enunciación, de producción de significados y de ordenamiento de ese corpus que de otra manera sería un continuo sincrético e indiscernible, un aleph polifónico de proporciones inhumanas. En otros términos, el pasado “es algo de-terminado, no puede ser cambiado”, pero el “sentido” que se sobreimprime sobre él sí, y la “lucha” entre los diferentes actores interesados se ejercerá, necesariamente, en ese plano: “La intención es establecer/convencer/transmitir una narrativa, que pueda llegar a ser aceptada” (Jelin 2002: 39). Es decir

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que la posibilidad de pensar el pasado y acceder a una versión aleatoria de él, finalmente, se asienta en la elaboración de un relato con suficiente aval y capacidad de convicción como para que logre convertirse en más o menos hegemónico. Me permito dejar en suspenso por un momento el vínculo entre relato/narración y memoria para detenerme escuetamente en uno que hasta ahora he ignorado de manera deliberada y que refiere a memoria individual y memoria colectiva. En una concepción clásica delineada por San Agustín (1991 [398]) y examinada, entre muchos otros, por Ricoeur (2004 [2000]: 128-134), la memoria es un atributo del sujeto individual, tan personal que en ella se funda la garantía del yo, particularmente del yo cristiano ante Dios, como una unidad a lo largo de la historia. El archivo de experiencias individuales queda, según este modelo, almacenado de manera más o menos transparente y accesible en ese depósito que conforma la memoria. Anota Agustín: Cuando estoy en este palacio, llamo a los recuerdos para que se presenten todos los que deseo. Unos salen al instante, otros se hacen buscar por algún tiempo y sacarlos como unos depósitos más secretos; algunos irrumpen en tropel; y, cuando se pide y se busca otra cosa, salta en medio, como diciendo: ¿no seremos nosotros? [...] Otros recuerdos se presentan ante mí, sin dificultad, en filas bien ordenadas, según van siendo llamados; los que aparecen los primeros van desapareciendo ante los que siguen y, al desaparecer, se ocultan, prestos a recuperar cuando yo lo desee (1991 [398]: 313).

Frente a este concepto incipiente y por lo menos restringido de memoria, Maurice Halbwachs (2004 [1939]) ha acentuado la dimensión colectiva de la memoria. Sin desconocer un sustrato individual en los procesos de rememoración, al que denomina “intuición sensible” (2004 [1939]: 37), ha propuesto considerar ese archivo, el palacio de Agustín, como un depósito solo existente como tal, como repertorio de imágenes a disposición de los usuarios individuales, gracias al aporte e intervención de la sociedad en sus diferentes escalas, ya sea familiar, regional o, por ejemplo, nacional. Incluso para la dimensión aparentemente más individual, Halbwachs ha anotado que

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comprobaremos que los esbozos o los elementos de estos recuerdos personales, que parecen no pertenecer a nadie más que a nosotros, pueden encontrarse en medios sociales definidos y conservarse en ellos, y que los miembros de estos grupos (de los que nosotros no dejamos de formar parte) podrían descubrírnoslos en ellos y mostrárnoslos, si les preguntásemos como es debido (2004 [1939]: 49-50).

Una vez desbaratada la ilusión de la memoria alojada puramente en un yo amurallado, Halbwachs va a conceder un espacio a la memoria personal, siempre y cuando ella sea considerada en un lugar subordinado en relación con la social. En sus términos: Así pues, cabría distinguir dos memorias, que podemos denominar, por ejemplo, una memoria interior o interna y otra exterior, o bien una memoria personal y otra memoria social. Podríamos decir aún con más precisión: memoria autobiográfica y memoria histórica. La primera se apoyaría en la segunda, ya que al fin y al cabo la historia de nuestra vida forma parte de la historia en general. Pero la segunda sería, naturalmente, mucho más amplia que la primera. Por otra parte, sólo nos representaría el pasado de forma resumida y esquemática, mientras que la memoria de nuestra vida nos ofrecería una representación mucho más continua y densa (2004 [1939]: 55).

Pues bien, ahora que he presentado abreviadamente algunas —y dejado también otras de lado por razones de pertinencia para este trabajo— de las grandes líneas de análisis y complejización de la categoría de memoria, me permito señalar que los siguientes desarrollos no intentan ser de ningún modo un aporte capital ni una reflexión acerca de estas grandes vertientes. Aunque sin perder de vista esta herencia teórica, mi propuesta se enmarca en la línea general de este trabajo y, por consiguiente, busca tener un alcance específico, reducido a un fenómeno que dentro de los límites de su dimensión acotada no ha sido mayormente explorado, me refiero a la memoria narrativizada por la literatura en función del espacio urbano. Lo cual, desde ya, no redunda en una simplificación de las tramas de problemas a resolver, sino que, al contrario, añade otros relativos particularmente a cuestiones de género discursivo o literario: ¿qué funciones desempeñan las “memorias” de un escritor en la producción de pasado? ¿Cuándo un texto que, por ejemplo, reconstruye aventuras adolescentes en un barrio es susceptible de ser calificado como “novela autobiográfica” o, por el

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contrario, como “autobiografía novelada”? ¿Puede un texto remover los escombros de una ciudad y, desde una perspectiva en principio altamente subjetiva, recuperar algún atributo de ese patrimonio colectivo por excelencia? Porque el dilema central es: si el espacio urbano es público, patrimonio de los colectivos que lo habitan, ¿de qué modo pueden documentos enunciados fuertemente desde un yo sobresignificarlos o restaurar en su textura fosilizada ramificaciones de memoria gestada como personal? ¿Puede la memoria autobiográfica convertida en narración orgánica intervenir el espacio urbano y asignarle, así, valores alternativos? Todas estas preguntas bien podrían ser formuladas como plataforma para las líneas argumentativas que seguirán a continuación; sin embargo, la complejidad y las derivas que producirían conducirían a desarrollos que exceden los objetivos más específicos postulados para este trabajo. La pretensión no es, pues, responder a todas ellas de manera acabada, sino quizás únicamente sondear de manera tentativa algunas zonas e incursionar más en profundidad en otras. Sin dejar de lado por completo los intereses y el trasfondo teórico presentados arriba, este capítulo comenzará por indagar un corpus textual que, producido en el marco histórico de transformaciones espaciales que he delimitado para este trabajo, pone en el centro momentos pasados de un espacio urbano que, aunque reelaborado mediante técnicas de modalización, aquí también resulta identificable como “real” gracias a operaciones ficcionales de constitución referencial, según se la ha definido con Mahler. El procedimiento literario de recurrir a la memoria, “real” o imaginada, para desarrollar un relato no es nuevo. Marcel Proust, con su À la recherche du temps perdu (1913-1927), es, en esta tradición y dentro del canon occidental, sin duda una figura insoslayable. En nuestro caso, no obstante, nos interesan textos que inspirados implícita o explícitamente en esta tradición ponen sus recursos a funcionar para revelar no tanto recuerdos de la vida privada, sino, antes, dimensiones del espacio urbano que, según ellos mismos sugieren, han quedado en el olvido y merecen ser rescatadas. Estos textos, al menos en lo que atañe a América Latina, han ganado en volumen en las últimas décadas y —como trataré de presentar— abierto nuevas posibilidades e interrogantes. Estamos, pues, ante un escenario específico en el que memoria, espacio

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y relato son los actores protagónicos. Un subdominio que, desde la perspectiva que se sigue aquí, recién hace muy pocos años ha comenzado a llamar la atención entre la crítica académica.2 Dos tesis de doctorado son mencionables al respecto: en primer lugar, Ciudad y derrota. Memoria urbana liminar en la narrativa hispanoamericana contemporánea (2011), de Antonio Villarruel Oviedo, y, en una circunscripción algo más alejada de mi interés central, El espacio urbano en la escritura autobiográfica: el ejemplo de Ávila (2008-2009), de Fernando Romera Galán. Considero algunos pasajes de estas investigaciones relevantes para los desarrollos que llevaré a cabo y, aunque no sean siempre mencionadas, operan, particularmente la primera, como dos antecedentes de importancia. En esta misma línea, ya Michel De Certeau (junto con Luce Giard) había escrito que las historias sin palabras del mercado, del vestido, de la vivienda o de la cocina cincelan los barrios con ausencias; trazan memorias que carecen de lugar: infancias, tradiciones genealógicas, acontecimientos sin fecha. También ése es el “trabajo” de los relatos urbanos. En los cafés, en las oficinas, en los edificios, los relatos insinúan espacios diferentes. Añaden a la ciudad visible las “ciudades invisibles” de las que hablaba Calvino. Con el vocabulario de los objetos y las palabras bien conocidos, crean otra dimensión, a veces fantasmática y delincuente, temible o legitimante (De Certeau 1999 [1994]: 144).

Estos relatos acuñadores de memorias permanecen inscriptos en la superficie urbana en la medida en que una maquinaria de relevamiento 2. Coincido plenamente con Carolina Rolle cuando, en función del caso específico de Fabián Casas, escribe que “es indiscutible que en la literatura latinoamericana contemporánea, en este caso argentina y específicamente bonaerense, aparece un fenómeno ligado al presente y al vínculo que de él se desprende. Gran parte de la crítica actual, me refiero a Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Reinaldo Laddaga, Tamara Kamenszain, Alberto Giordano, Sandra Contreras, por citar algunos, dedica sus investigaciones a analizar dicho fenómeno. Sin embargo, hasta ahora ninguno de ellos ha centrado su atención en cierta tendencia que observo en la producción escrita en Buenos Aires de estos últimos años y que a mi criterio, se hace evidente en Los Lemmings y otros de Fabián Casas. Ésta es, el retorno al barrio de la infancia, adolescencia y/o juventud que se constituye como variante de lo irrecuperable” (2009: 1).

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los recupera y los conserva. Este es, precisamente, el trabajo que han llevado a cabo investigadores como Armando Silva, Néstor García Canclini o Eduardo Kingman Garcés con sus respectivas indagaciones de los imaginarios urbanos. La literatura de ficción, vista desde este punto de vista, puede hilvanar memorias dispersas, inconclusas y/o incongruentes, individuales o colectivas, dentro de un relato orgánico y sistemático. Puede ordenar recuerdos asociados con territorios bajo una ilusión de coherencia narrativa. En la medida que asume este desafío y que se proyecta sobre un espacio referido como existente fuera de ella, restaura significados posibles que han quedado obsoletos o significados cuyos significantes, los objetos urbanos mentados, han mutado o desaparecido. Las ciudades invisibles, de este modo, mantienen su consistencia y perduran en el tiempo confundidas entre sí. Un relato oral, acaso íntimo, que circula a una escala social limitada difícilmente pueda tener un impacto en los espacios representacionales del mismo modo que lo puede tener la literatura o el cine.3 Cuando estos discursos se consagran a desentrañar memorias espaciales pueden llegar a interferir las representaciones dominantes y asignar significados divergentes, si no contrahegemónicos. Potencialmente, al menos, poseen recursos para que los usuarios del espacio alteren o desplacen otras memorias y realicen una actualización de acuerdo con sus propuestas. Sostengo, pues, y en línea con los planteos de Lefebvre, que la literatura que en los últimos años ha recurrido a la memoria para crear relatos orgánicos sobre territorios específicos está colaborando con la producción de espacio, es decir, significándolo conforme con otros intereses. Aquí también, por lo tanto,

3. Elizabeth Jelin distingue entre las memorias que se agotan en el solipsismo del sujeto y aquellas que logran propagarse mediante una narración medianamente transmisible: “Las repeticiones y dramatizaciones traumáticas son ‘trágicamente solitarias’, mientras que las memorias narrativas son construcciones sociales comunicables a otros” (2002: 29). Sin mediación de la sistematización narrativa, difícilmente las memorias pueden tener un impacto a nivel social: “El acontecimiento rememorado o ‘memorable’ será expresado en una forma narrativa, convirtiéndose en la manera en que el sujeto construye un sentido del pasado, una memoria que se expresa en un relato comunicable, con un mínimo de coherencia” (2002: 27). La literatura y el cine, por lo tanto, son instrumentos altamente eficaces para la reelaboración de memorias y el ejercicio de la contienda por la significación del pasado.

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se percibe una “lucha” por las memorias vinculadas a las ciudades latinoamericanas en proceso de transformación. Ya en su momento Maurice Halbwachs había destacado la importancia del espacio en la elaboración de memoria colectiva y sentido de pertenencia. El espacio, su carácter material, sería un documento tangible sobre el que están inscriptas huellas de las historias locales.4 Una iglesia, un banco de una plaza o un puente pueden operar, así percibidos, como un recurso mnemotécnico aglutinador de un colectivo. Por esta razón, argumenta Halbwachs, “las costumbres locales se resisten a las fuerzas que tienden a transformarlas, y esta resistencia permite percibir mejor hasta qué punto en estos grupos la memoria colectiva se apoya en imágenes espaciales” (2004 [1939]: 136).5 Ahora bien, si, como resulta en nuestro caso, el espacio ha sufrido una serie de transformaciones abruptas guiadas por mecanismos externos, por fuerzas globales difíciles de procesar a nivel local, entonces es de esperar que se produzca una efervescencia de relatos nostálgicos tendientes a recuperar “un pasado mejor”. Ya sea en la forma de autobiografías, novelas o memorias —avanzaré sobre estas categorías y sus complejidades a medida que trabaje los textos—, la ficción literaria producida en América Latina en un contexto de reordenamiento del espacio en términos de globalidad ha elaborado —junto a imágenes prospectivas como las estudiadas en el capítulo anterior— un repertorio de representaciones que actualizan creativamente órdenes desaparecidos, debilitados o al menos modificados. Al surgir e imponerse tanto espacios representativos de la globalización hegemónica, que a grandes rasgos pueden ser englobados bajo la categoría de no-lugares, como

4. Al respecto, Jelin escribe que “lo que el pasado deja son huellas, en las ruinas y marcas materiales, en las huellas ‘mnésicas’ del sistema neurológico humano, en la dinámica psíquica de las personas, en el mundo simbólico. Pero esas huellas, en sí mismas, no constituyen ‘memoria’ a menos que sean evocadas y ubicadas en un marco que les dé sentido” (2002: 30). 5. Más recientemente, Mike Crang y Penny Travlou han revitalizado precisamente a Halbwachs con el fin de resaltar las capas de tiempo que, contenidas en el espacio, pueden operar como aglutinadores identitarios: “We follow Hallbwach’s approach where sites of memory hold communal identities together – or divide them – and where the spatiality of memory links the social and the personal” (2001: 161).

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áreas de deterioro material y social, ambos, espacios vacíos y/o vaciados de memorias colectivas sustentables, buena parte de la literatura ha concentrado esfuerzos para revelar huellas de otras configuraciones. Desde este punto de vista, conforme con Villarruel Oviedo, se trata de una literatura de “la derrota”, una que narra el repliegue de lo local frente a las fuerzas de la globalización: La ausencia de centros conmemorativos, de hitos que definen la ciudad como tal, es parte de la narración histórica misma de la ciudad suburbana, aquella que se encuentra en los suburbios del sur de California, en las afueras de Quito o emplazada con su universo inaccesible en ciertas zonas de Sao Paulo. El centro comercial que reemplaza a la plaza; el supermercado de colosales aparcamientos en vez de la tienda de barrio; la autopista en lugar de la vereda son síntomas de una historia que no deja de ser particular y no escapa los trazos básicos de una nueva forma de hacer historia; pero que, a su vez, exigen que la metodología con la que se piense el tiempo pasado sea repensada. La huella histórica con la que se escribirá la narración probablemente no dará cuenta de una victoria local; sino, además, de una victoria sistémica sobre las estructuras mentales que se enmarcan dentro del urbanismo, la idea de comunidad y la edificación de un espacio común (2011: 43).

Como se observa, el relato triunfalista de la globalización dominante ocupa en los argumentos de Villarruel Oviedo una posición de supremacía tal que a la literatura lo único que le resta es contar pasivamente la versión de los “vencidos”. Bien puede ser así si se considera que la historia, si le queremos asignar un locus de enunciación identificable, es narrada desde “ese universo inaccesible en ciertas zonas de San Pablo” que investiga Teresa Caldeira y que Maristella Svampa retrata como el de “los que ganaron”.6 La ficción en muchos casos, es verdad, busca recuperar la voz y la memoria de “los que perdieron”, pero, de acuerdo con una perspectiva lefebvriana, “cavar” para revelar rastros de memorias sometidas en el territorio urbano es también una operación activa de producción de espacio. En la medida que la literatura pone

6. Al respecto, en relación con la emergencia y consolidación de una nueva lógica de gestión transnacional, Eduardo Milán escribe: “La globalización de mercado, aplicada así, a mansalva como para amansar el sueño, acabó con las expectativas primermundistas de una clase, la media semi-culta. Después acabó con la clase” (2012: 157).

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al descubierto otras memorias, disidentes, alternativas o nostálgicas, el espacio que le sirve de referente es modificado, resignificado en sus pilares históricos y, así, vuelto a narrar. Villarruel Oviedo ha propuesto el concepto memoria urbana liminar para caracterizar el conglomerado de imágenes y narrativas relativas a momentos pasados de un espacio urbano que ofrecen una versión alternativa a la(s) dominante(s), pero que permanecen replegadas. La literatura sería, en este marco, un medio más para desentrañarlas y producir memoria urbana liminar sistematizada, es decir, organizada como un relato continuo y relativamente uniforme. No creo que esta literatura unívocamente ponga en escena “la derrota”, pero sí, como sostiene Villarruel Oviedo, que ella, al iluminar y resignificar dimensiones solapadas de la territorialidad local, es también un modo de ejercer acciones micropolíticas (cfr. 2011: 38-39). Escribe Villarruel Oviedo que lo interesante, y el centro de esta tesis es, entonces, desempolvar rezagos de esa memoria histórica que la ciudad no está dispuesta a contar, pero que, inevitablemente, lo hace. A esto se le llamará memoria urbana liminar. La memoria urbana liminar aparece en espacios narrativos periféricos, que por lo general la Historia no concede como legítimos. A pesar de que aquí se sostiene que la literatura es uno de ellos, esta no es, ni de lejos, la única herramienta (2011: 55).

Pues bien, en lo que sigue voy a abordar cuatro documentos textuales que —como veremos oportunamente— vacilan en su definición genérica, pero que coinciden en operar como herramienta de rescate y escenificación de memoria urbana liminar. Relatos que, al construir ciudades textuales de la memoria, asignan otros sentidos al espacio urbano contribuyendo de este modo a (re)producirlo creativa y críticamente. En el próximo apartado me concentraré en “Veteranos del pánico” (2006 [2005]), de Fabián Casas, y Calducho o las serpientes de calle Ahumada (1998), de Hernán Castellano Girón, en tanto textos que se asientan en una fuerte voz autobiográfica para construir textualmente ese espacio de dominio público y compartido que, en principio, son, respectivamente, las ciudades de Buenos Aires y Santiago de Chile.

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En el que sigue orientaré el análisis a dos fuentes que desde el título mismo construyen ciudades textuales referenciales: “DF en un abrir y cerrar de agua” (2011), de Mónica Lavín, y Un sol sobre Managua (1998), de Erick Aguirre. Sin abandonarlo por completo, estos textos toman distancia del registro más autobiográfico para dar espacio a otras complejidades relativas a la construcción mnemotécnica de la ciudad mediante procedimientos de intertextualidad, es decir, por medio de la exhumación de discursos, voces, memorias y documentos de dominio público y privado que han caído en el olvido o nunca salido del anonimato. Para concluir, en el apartado final de este capítulo, presentaré un cierre abarcador y las correspondientes conclusiones.

5.2 Ciudades autobiográficas: “Veteranos del pánico” (2005) y Calducho o las serpientes de calle Ahumada (1998) 5.2.1 El pasado como carencia del presente Gran parte del trabajo de Fabián Casas, tanto en lo que refiere a sus poesías como a su narrativa, se desarrolla en la confluencia entre espacio y memoria; más en concreto, se funda en las operaciones que la memoria personal —según la terminología de Halbwachs— ejerce sobre el territorio de Buenos Aires recortado como el barrio de Boedo. Carolina Rolle (2009; 2011) y Sandra Contreras (2011) son dos de las investigadoras que mayor atención le han prestado a esta particularidad del corpus de Casas. A partir de argumentos desarrollados por Andrea Mancini y Enrique Foffani, la primera de ellas escribe que en el caso que nos interesa “la región se construye a partir de la inscripción en la memoria del que escribe y esto hace que la escritura se convierta en una región de los recuerdos” (Rolle 2009: 2). Esto significa que en la operación de Casas hay menos un afán mimético que el de reimprimir imágenes subjetivas sobre el territorio urbano con el fin de intervenirlo creativamente. Así, en muchos casos los personajes se ponen al servicio del espacio que habitan para, mediante su memoria,

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asignarle significados alternativos. Del mismo modo, y en un sentido inverso, ese espacio se internaliza en los personajes de manera tal que estos aparecen atravesados en su subjetividad por él. Como si de un determinismo geografista —más precisamente, barrialista— se tratara, los personajes de Casas son lo que son porque comparten una indeleble experiencia espacial alojada en su memoria: “Boedo queda donde estemos nosotros” (Casas 2005 [2003]: 36). Consultado al respecto por Silvina Friera en una entrevista, Fabián Casas respondió que “hay una pérdida que es esencial: no saber por qué estás en este lugar, ni de dónde venís ni adónde vas. Tengo siempre la sensación, como tenían los gnósticos, de que ésta no es mi casa. Quizá por eso trato de construir una referencia emotiva con mi barrio, porque tengo la sensación de que es lo que perdí” (Friera 2005: s/p). Ese lugar a reconstruir mediante la memoria y la escritura es, por lo tanto, según lo presenta Casas, una carencia del presente, es lo que, en el contexto de escritura, en los años 00 de Buenos Aires, quedó olvidado, aunque sea solo una percepción subjetiva, en algún pliegue del pasado. Un extrañamiento en relación con el entorno inmediato, que ya no puede ser pensado como “la casa” en tanto espacio familiar y reconocible,7 aparece, a su vez, postulado como motivador de este tipo de escritura. Aunque más circunscripta a un grupo reducido de textos, también en el caso de Castellano Girón la reinvención del espacio mediante la memoria personal desempeña una función determinante. Su texto capital, Calducho, cuenta entre ellos, pero no solo fue escasamente leído desde esta óptica, sino que, a pesar de su carácter ambicioso e importancia, apenas fue considerado por la crítica académica.8 Uno de los

7. Para un estudio de la metáfora de la casa, véase Bachelard 1965 [1957]. Allí anota que “todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa” (35). 8. Después de décadas de sistemática invisibilización, la producción de Castellano Girón ha comenzado a llamar la atención en Chile. En una entrevista reciente, el escritor se refirió al respecto del siguiente modo: “Como ahora esta novela [Calducho] ha suscitado el interés de importantes editoriales independientes para su reedición y se está postulando a un fondo para ello, preferiría no explayarme sobre el tema. Cabe aquí mencionar y enfatizar el inveterado ninguneo dentro del mundillo literario chileno, su desconfianza y hasta odio por todo lo que aparece como diferente u original, las alianzas mafiosas basadas en la mediocridad literaria y humana de sus miembros

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pocos estudios dedicados al texto que aquí nos interesa fue realizado por Ana Elizabeth Inza Reyes como tesis de licenciatura y se titula, precisamente, Ciudad y memoria en Calducho o las serpientes de calle Ahumada. Allí, Inza Reyes anotó que “como consecuencia de la visión narrativa, se articula una segunda característica de esta ciudad [la ciudad textual escenificada en Calducho]: el narrador refunda, reconstruye una ciudad que ya no existe o que existe solo entrañablemente en su memoria, y que es la ciudad de Santiago de los años 40 y 50” (2004: s/p). El procedimiento de escribir apelando a la memoria es aquí también, según observa Inza Reyes, un acto de refundación y no de recuperación pasiva de una “realidad” esencial y objetiva. Por eso mismo, en las palabras introductorias a Calducho Castellano Girón aclara que “lo escrito es aquello rescatado del pozo de la memoria, y animado con un soplo de vida completamente nuevo” (5).9 Se trata, del mismo modo que en Casas, de un tipo de pasado que, aparentemente, ha quedado elidido del presente y que solo la intervención de la memoria personal puede “rescatar del pozo” en el que se halla enterrado. Como sugiere la solapa, estamos ante “un Chile crepuscular que tiende a desaparecer y a perderse en el recuerdo, pero cuyas raíces, pese a todo, siguen persiguiéndonos”. Calducho sondea, así, en los atributos de Santiago de Chile atravesados por la subjetividad de un narrador fuertemente homodiegético. Un personaje, sin embargo, que, como ocurre con Casas, se va a autorretratar como determinado por la experiencia espacial articulada como memoria por medio de su narración: “Esta cuadra entre Antonio Varas y Manuel Montt era y todavía es como mi propia mano, mi propio rostro” (18), afirma al describir la zona más reducida donde tuvieron lugar sus experiencias tempranas. Difícil de clasificar genéricamente, el relato “Veteranos del pánico” ingresa en el corpus de Casas arriba descripto con características específicas, pero también con líneas de continuidad que lo comunican con y otras lacras parecidas, han jugado un papel negativo en la difusión de mi obra en general durante medio siglo. Los reconocimientos mayores hacia mí y mi obra hasta ahora han ocurrido en el extranjero” (Álamos 2013: s/p). 9. Todas las referencias de Calducho remiten a la única edición existente hasta el momento, la de Planeta de 1998. De aquí en más, solo en caso de que sea necesario agrego más información que la(s) página(s).

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otros textos de su producción. Enunciado, al igual que Calducho, desde un foco narrativo marcadamente homodiegético, el relato reconstruye en un registro insistentemente referencialista pasajes de la vida de infancia y adolescencia, en los años 70, del narrador anónimo. En otro de los relatos de Casas, “Casa con diez pinos”, conectado temática y estilísticamente con el que aquí me interesa, y, además, aparecido en el mismo período temporal,10 el narrador aseguraba que desde que empecé a publicar la gente me pregunta: “¿Esto es autobiográfico, no?”. O: “¿El personaje sos vos, no?”. Así que voy a empezar por decir que todo lo que se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó realmente como lo voy a contar. Eso sí, me tomé la licencia de cambiar algunos nombres. El único personaje que mantiene el suyo es mi amigo Norman. Si lo conocieran, verían que no es necesario cambiárselo. Y los reales seguidores del realismo, con sólo ir hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que regentea mi amigo Norman, llamado “Los dos demonios”, existe. Tiene una pareja de leones dorados custodiando la entrada (2005 [2003]: 41).

Esta referencia espacial que remite al exterior del texto, es decir, esta operación de constitución referencial, busca introducir un efecto de realidad en la recepción del texto que apela al espacio urbano empírico como garantía. Del mismo modo, en “Veteranos del pánico” todas las referencias espaciales son constatables en el dominio extraliterario, de tal suerte que la intervención homodiegética, la enunciación desde una rigurosa subjetividad, se superpone sobre un territorio que al menos en su aspecto nominal posee pretensiones de objetividad. Sobre esta base, “Veteranos” es susceptible de ser leído como una sucesión de anécdotas familiares y barriales activadas a partir de un recurso de raigambre proustiana. El narrador no puede dormir y, al esperar el momento del sueño, comienza a remontar su memoria y recuperar momentos pasados (78):11 “Este es mi recuerdo más antiguo. Estoy en la cama

10. La primera edición de “Casa con diez pinos” apareció en Eloísa Cartonera en el 2003. “Veteranos del pánico”, en la misma editorial en el 2005. 11. Todas las referencias de “Veteranos del pánico” remiten a la edición de Santiago Arcos del 2006. De aquí en más, solo en caso de que sea necesario agrego más información que la(s) página(s).

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de mis viejos frotándole las piernas a mi mamá” (77) es la imagen que inaugura el desarrollo narrativo. Más explícito aún en la recurrencia a Proust es Calducho: “Y ahora es preciso describir minuciosamente, maniacalmente, la casa, como lo haría un verdadero Proust mapochino” (22). De aquí en más, de un modo similar a lo que sucede con el relato de Casas, Calducho será un despliegue de anécdotas hilvanadas experimentalmente bajo cuatro ejes “barajados como si fuesen cartas” (9): “Calducho”, “El topacio caído”, “Las mañanitas del Paine” y “Las serpientes de Calle Ahumada”. Si bien un análisis que inquiriese en la estructura narrativa articulada en Calducho sería, naturalmente, pertinente e interesante, en este trabajo voy a poner de relieve cómo, a pesar de esta veta experimental, la operación referencialista y, dada su apelación a la fotografía por momentos documental, no termina de ningún modo por desdibujarse. Desde el título, “Las serpientes de calle Ahumada”, el texto interpela al lector para que dirija su mirada hacia un exterior arraigado a un espacio específico y reconocible. Todas las referencias espaciales aparecidas en el cuerpo del texto siguen, a su vez, el mismo principio: actualizan y remiten con un ademán deíctico a las efectivamente hallables en la ciudad de Santiago de Chile. La serie de fotos que salpica el continuo textual insiste, por su parte, en acentuar la “veracidad” de los hechos narrados en un texto que, paradójicamente, lleva en su paratexto el descriptor “Novela” (cfr . Imagen 3), es decir, que a pesar de la advertencia que reclama una lectura en clave ficcional, las fotos intercaladas en el texto se postulan como pretendida evidencia de la veracidad de los hechos narrados.12 La portada condensa esta propuesta al recuperar algunas de estas fotografías, que por sus temáticas debemos considerar 12. Desde ya que aquí no interesa si la fotografía es un documento “fiel” o no de la realidad retratada, ni siquiera importa constatar si las fotografías contenidas en Calducho son documentos de la vida “real” del autor, lo que sí merece ser considerado es cómo operan o desean operar, es decir, el efecto de lectura que su inserción en una “novela” busca producir. W. G. Sebald también recurrió al procedimiento de intercalar fotografías en textos presentados como ficcionales. Su traductora al español, Teresa Ruiz Rosas, lo interrogó al respecto y así lo comenta: “Y las fotografías y demás, me reveló con una sonrisa de niño pícaro, estaban porque la gente, para creer, necesita pruebas fehacientes” (Ruiz Rosas 2014: 33).

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extraídas del archivo familiar, y presentarlas rodeadas de ilustraciones siempre de carácter urbano e impresionista, es decir, con colores saturados y dominadas por la percepción subjetiva, por la imaginación incluso, del ilustrador, que no es otro que el mismo Castellano Girón. Voy a dejar por el momento en suspenso esta tensión entre documentación/objetividad y ficción/subjetividad hallable en ambos textos como marca transversal para avanzar en otros aspectos.

5.2.2 El yo y la ciudad El personaje que asume la voz narrativa en “Veteranos” ha pasado por una etapa de honda depresión (78). Con el fin de superar esa instancia de desconcierto, decide dirigir su mirada hacia el pasado y poner por escrito lo que le dicta su memoria. Las causas para trasladarse a aquel momento, según quedan registradas por el narrador, responden también a un desencanto en relación con la realidad que le ha tocado habitar: “No me gusta el mundo en el que vivimos” (79), señala. Se trata, por lo tanto —como ya he adelantado—, de un presente de enunciación dominado por las carencias, por el vacío. Unas líneas más abajo, aclara: “Estamos bajo una guerra abstracta, fría. Es como el efecto de esas bombas que pueden destruir toda la vida de una ciudad sin tocar un solo edificio, dejando a la vajilla intacta y el café caliente. Uno puede ver desde el cielo —o desde lejos— a la ciudad. Pero no hay vida” (79). Esta imagen destinada a describir su percepción del entorno no es casual, ya que la acción de hacer retrospectiva y volver a la infancia será también una orientada a llenar los espacios de su ciudad, de su Buenos Aires recortada, de relatos. Narrar su infancia va a ser, así, al mismo tiempo, restaurar significados subjetivos, narrativas íntimas, propias del dominio de la micropolítica, a ese espacio que de otro modo permanecería “vacío de vida”. “Mi terapeuta me había aconsejado que escribiera sobre mis orígenes para ver si de ese modo podía volver a funcionar” (79), advierte el narrador. Y esos orígenes son tanto los del protagonista, los del período de gestación de su subjetividad, como los de un territorio que, aparentemente, en su evolución ha ido perdiendo atributos que lo definían, dado el caso, en una eventual instancia primigenia.

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Imagen 3: Calducho.

Y ese lugar que resguarda huellas de sus orígenes, que lo vio crecer, lo formó, y sobre el que el personaje mismo dejó impresa su historia pasada, no puede ser otro que Boedo:13 “Estaba escribiendo sobre mi papá, mi mamá y mi hermano. Sobre el barrio de Boedo, que es el lugar donde nací” (82). Ya maduro, en su etapa de formación como escritor, el narrador vivirá un tiempo en Iowa, una ciudad que, a diferencia de 13. Boedo es un barrio de la ciudad de Buenos Aires de sectores medios y populares conocido especialmente por su tradición cultural vinculada, por un lado, al tango y, por el otro, a la literatura de escritores como Nicolás Olivari, Elías Castelnuovo y Leónidas Barletta que postularon una estética nutrida de la experiencia de los sectores populares y, preferentemente, realista. Como se verá más adelante, algunos recursos intertextuales de Casas —citas, referencias directas o en clave— remitirán al imaginario estético-cultural asociado con Boedo como forma de inscribir los relatos en una tradición que prefiere tomar distancia de la herencia borgeana.

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su barrio natal o “lugar de origen”, aparece inhabilitada como fuente de inspiración para el desarrollo narrativo. Vacía de significados para el protagonista, “la ciudad de Iowa, en el midwest, era como una etiqueta de agua mineral. Lagos, ciervos, ardillas y senderos por donde paseaban los estudiantes universitarios. Los bosques extremadamente domesticados, el confort a full” (80). Un espacio, evidentemente, que para quien en este caso lo percibe se presenta como resistente a cualquier modo de apropiación mediante la memoria y/o la narración. Es este, pues, también un lugar donde “no hay vida”, ni para el narrador ni para Adrián Salgari, el actor argentino que conoce en la residencia para escritores y que vive carcomido por la depresión: “‘I want real people’, murmuraba cuando estaba borracho y melancólico” (80). En Calducho, el procedimiento metaliterario de poner al descubierto las supuestas instancias que han conducido a la gestación del texto aparece elidido. Sin mayor preámbulo, los recuerdos del narrador protagonista, que coincide en su nombre con el del autor, comienzan a fluir desde las primeras páginas, para prolongarse a lo largo de las 520 que, con algunas ilustraciones y fotografías intercaladas, conforman el volumen. No obstante, en ese continuo de imágenes y palabra algunas reflexiones guían la lectura hacia las razones que han dado lugar a esa reconstrucción del pasado mediante la memoria personal. El golpe de Estado del 73 y la posterior modernización compulsiva bajo un signo neoliberal van a aparecer retratados como una instancia bisagra en la que el orden de antaño va a descomponerse abruptamente. Epifanio Estéfane, uno de los compañeros de escuela de Hernán, desaparecerá repentinamente de las aulas para ensayar un viaje de rechazo social e iniciación hacia el Norte. Frente a este hecho, en un contrapunteo con una perspectiva presente, el narrador considera que tal vez el Epi ya preveía el gran problema de nuestra generación, que era encontrar una mañosa vía de retorno al paraíso, acto patético que incluía un procedimiento tentativo para lavarnos el pecado original del sudor de la frente (que se lava con más sudor todavía) en las márgenes del Amazonas, del Orinoco o del Mapocho, preveía desde ese momento crítico del fin de su infancia los días y noches en que nos humillarían los dueños y los gerentes del mundo en un futuro cercano que él no llegaría a conocer (215).

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Desde su enfoque, la infancia, ese momento mítico de esparcimiento y libertad, se verá obturado por el ingreso en la madurez. Una madurez, sin embargo, que, para el caso específico de esta generación de chilenos, coincidirá con la abolición de las utopías y la imposición de la lógica administrativa de “los dueños y gerentes del mundo”. El “paraíso” que había estado alojado en los espacios de la infancia quedará, pues, definitivamente clausurado a partir del 73 mediante la violencia: Todos íbamos a ser reyes pero terminamos siendo siervos de otros territorios que nada tienen de ensoñación o de misterio, y aunque el sabor de la muerte no tenía lugar en mi territorio de los sueños, poco de éste quedó para la vida posterior. Los compañeros de juego en un país milagroso se dispersaron como era natural que sucediera, y ello ocurrió en mi generación con las características del asesinato, de la autoinmolación (212).

Poco ha quedado de ese territorio de los sueños en el dominio empírico, la ciudad de Santiago, sus calles, se ha transformado según el dictado de una modernidad que desprecia la diferencia local, que desconoce las memorias vernáculas de quienes, siguiendo a Villarruel Oviedo, han sido derrotados. Pero justamente porque el dominio de los relatos y de lo imaginario no puede ser doblegado de la misma manera que el espacio material,14 la literatura, la memoria articulada como texto, se presentará como un recurso para devolverle a ese territorio atributos de ensueño, para ejercer, eventualmente, una victoria simbólica. Este poder que posee la literatura para participar a su manera en la configuración de los espacios lo comprueba el narrador en su infancia al visitar en unas vacaciones con su madre el balneario de Llico, una zona que el narrador ya había descubierto gracias a la lectura de Alsino (1920), de Pedro Prado:

14. Al respecto, Halbwachs anota que “si entre las casas, las calles y los grupos de habitantes, no hubiera más que una relación accidental y de corta duración, los hombres podrían destruir sus casas, su barrio, su ciudad y reconstruir otros, en el mismo lugar, según un plano distinto. Pero aunque las piedras se dejan transportar, no es tan fácil modificar las relaciones que se han establecido entre las piedras y los hombres” (2004 [1939]: 137).

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Cuando estuvimos instalados en la Hostería Llico de don Atanasio Bravo, una de las primeras cosas que hice, además de comprobar la precisión y la riqueza de la descripción de Pedro Prado, fue explorar la ribera norte de esa ría o brazo de mar buscando el caserío de Las Conchas que Prado describe en la novela como hogar del Alsino, su hermano Poli y su abuela curandera. No sabía distinguir el texto de la realidad y pensaba que todo lo que estaba escrito en los libros debía existir literalmente en el mundo. Todo ese villorio —a menos que realmente hubiese existido treinta años antes cuando se escribió Alsino— era una creación de la ficción, cosa que realmente no me cabía en la cabeza (93).

De modo que aquí también, como en el caso de Casas, la ficción encarnada por la literatura se convertirá en un potente medio para explorar los orígenes, tanto personales como espaciales, y otorgarles creativamente nueva vida en un contexto que, a la vista de los narradores, ha perdido atributos distintivos celebrables. Y, del mismo modo, como el lugar de la experiencia más íntima de la infancia o la adolescencia pareciera ser el único capaz de activar esa simbiosis entre sujeto y espacio, esa (re)construcción que va a poner en escena la literatura solo será posible con un anclaje en los escenarios locales de la micropolítica. Por eso en el recuerdo escenificado en Calducho, “todo eso era chileno, y lejano, e irrepetible. Una vez comí sopaipillas pasadas en un restaurante chileno de Pontiac, Michigan, y parecían pedazos de suela de calamorro, o como si hubieran descongelado la carne de los mamuts petrificados en Siberia para preparar unos anticuchos” (294). “Veteranos” es, aparentemente, un relato disperso, sin un hilo narrativo consistente. Las imágenes y sucesos se irán desprendiendo del recuerdo del narrador sin que se imponga el rigor de la continuidad lógica. Una vez expuesta la razón que impulsó este tipo de escritura fundado en la memoria personal, los recuerdos comenzarán a sucederse aleatoriamente, pero siempre en función de ese espacio privilegiado que resulta ser el barrio de Boedo. Se trata, sin embargo, de un barrio de Boedo recreado, liberado de algunos estigmas y acentuado en otros, atravesado siempre por la percepción parcial del narrador. El traslado de sus antepasados al barrio será, pues, una instancia fundacional, un momento iniciático de la historia de ese espacio que, hasta ese entonces, según lo construye el protagonista, no guardaba mayores perspectivas de futuro ni potencial narrativo:

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¿Qué era Boedo? Cuando el papá de mi viejo se mudó a la casa del 97 69 33, a mediados de los años 20, el lugar era un gran descampado, con potreros para las vacas, y habitado por cuchilleros que trabajaban transportando grasa en carretas. Estos tipos eran gauchos, guapos o matarifes. Rápidos para resolver las cosas a cuchillazos. Cuando mi abuelo —el tipo de la foto del combinado con cara de serial killer—, decidió dejar el barrio de Flores para sentar sus reales en Boedo con la mamá de mi viejo, —esta mujer murió joven y no es novelable— todos le aconsejaron que no lo hiciera. Era como ir al infierno (86).

La historia de este territorio que merece ser narrada comienza, así, con el ademán contestatario del abuelo del protagonista. Antes de que su familia se asentara en el barrio, y que, por lo tanto, la historia personal y la del espacio entraran por primera vez en contacto, Boedo no era más que “un descampado”, un espacio sin memoria. En el mejor de los casos, un lugar abandonado a su suerte: “el infierno”. De tal modo que la llegada de la familia del protagonista es también el comienzo de la historia del barrio susceptible de ser vindicada. Se trata, por consiguiente, de un indispensable acto de apropiación iniciático que el narrador reclama para sí, constitutivo tanto de su hoja de vida como del territorio en cuestión porque, si antes de la llegada de su familia allí no había nada, ¿quién sino él podría contar mejor o de modo más confiable la historia de ese espacio? Y más aún, si los antepasados del narrador son “migrantes” que tuvieron el “valor” de desoír consejos que no recomendaban el barrio, el narrador es, en cambio, alguien que nació y creció a la par del barrio: es, desde este punto de vista, un indígena en sentido estricto. Junto con este procedimiento fundacional de poner en sintonía la historia familiar con la espacial, es decir, la memoria personal con la colectiva, el narrador irá recuperando simbologías vinculadas al barrio, esquirlas de imaginarios urbanos, para ponerlas a actuar en función de su (re)construcción. Entre ellas, la que asigna a Boedo un carácter radicalmente opuesto a Florida en las tradiciones estéticas y literarias. Así aparece citada una célebre sentencia de Roberto Arlt que reenvía a dicho imaginario: Está Jesús en el centro de la Iglesia Santa Cruz, del barrio de Boedo. El lugar se viene abajo de fieles. El tipo tiene en sus manos un libro inmenso, evidentemente sagrado. Lo abre y lo lee frente al silencio general. Dice: “Han cambiado

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los tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Así, un libro tras otro, y que los eunucos bufen”. Y otra vez la misma cantinela. Gritos de reprobación. Le tiran piedras, paraguas, velas. Entonces un chico se para delante de él, para protegerlo. Acaba de realizar el primer acto puramente instintivo y personal de su vida. Ese soy yo (83).

Así, el narrador, ubicado en un espacio ritual, “la Iglesia Santa Cruz, del barrio de Boedo”, asume como propia una consigna arltiana que anuncia que la literatura fundada en el trabajo y la vida es la que abrigará el futuro. Un antagonismo radical entre ambos grupos, entre Florida y Boedo, entre el de Jorge Luis Borges y el de Elías Castelnuovo, para nombrar algunos de los representantes más conspicuos, desde ya que carece de cualquier veracidad (cfr., por ejemplo, Cittadini 2010); no obstante, se observa una continuidad entre esta invocación de un supuesto miembro de Boedo, asociado con el mundo del proletariado marginal como lo es Roberto Arlt, y la producción de un universo literario circunscripto a un territorio específico por parte de Casas. El personaje protagonista de “Veteranos”, que escribe y que incluso pasará por la residencia para escritores de Iowa, apoyará su narración, en oposición al cosmopolitismo de Florida, en el lenguaje y las experiencias del mundo popular y localizado de Boedo. Un territorio ciertamente restringido y con marcas criollistas que lo oponen también a los grandes espacios de tránsito que han ganado protagonismo con los últimos avatares históricos. Boedo pasa a ser, así, gracias a la mediación de Arlt y a contracorriente de algunas tendencias literarias contemporáneas, un espacio de producción de significados capaces de alcanzar estatus literario. La memoria barrial, a pesar de sus imprecisiones y/o mistificaciones, aparece de esta manera redirigida en función de necesidades de escritura del presente, necesidades que son encarnadas por ese protagonista que en el pasaje protege al profeta; y, finalmente, en un acto que no deja de reclamar heroicidad, dice “ese soy yo”. Un acto simbólico mediante el cual el narrador, junto con el ya presentado de hacer coincidir los orígenes del barrio con los orígenes familiares, busca autoasignarse autoridad para contar, ahora en tanto “heredero

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literario” de Arlt, las contorsiones de ese territorio que le es propio, pero que también es compartido por otros. El barrio, gracias a esta estrategia, será reconstruido por el narrador también a partir de anécdotas, pequeñas historias e incluso chismes —relatos en cualquier caso siempre menores, alejados de cualquier ampulosidad floridista— oídos por él mismo en su infancia. Asume, así, también una función de mediador, avalada y autorizada por su “comunión” con Arlt, entre los testimonios de personajes barriales mínimos y los lectores. Será, dicho de otro modo, un encargado de recuperar y asignarles un matiz amplificado a historias de personajes anónimos, demarcados completamente por su pertenencia local. Así, por ejemplo, de Carlitos Jajá dice que “era muy famosa la anécdota del velatorio de su hermano” (94); o, de su abuelo: “Mi mamá tenía un sólo recuerdo de su padre. Decía que lo había visto una única vez, alrededor de los cinco años. Según su relato...” (95); o, de él mismo, llamado María por sus tías: “Creo que María era central para sus relatos. Porque, ahora lo sé, mis tías y sus historias eran fractales” (97); o, de su tío Raimundo: “A mí me caía bárbaro. Las cosas que se contaban de él eran fantásticas” (98); y, en un registro épico, sobre otra de sus tías: “Llegó la hora de cantar la gloria de Inesita” (100). Se observa en todos estos casos cómo gran parte de la construcción de Boedo desarrollada en “Veteranos” se nutre del repertorio de anécdotas escuchadas por el personaje y conservadas en su memoria que, de otro modo, si no fuera por el agenciamiento realizado por la escritura y en un contexto de enunciación donde tienden a imponerse las narrativas que alcanzan estatus global, nunca podrían pretender mayor trascendencia. Con estas escenas que van moldeando el carácter pasado del barrio y que conforman un reservorio inagotable —“podría pasar mi vida entera contando las historias que escuché en esa cocina infernal” (Casas 2006 [2003]: 96)— también ingresan en el texto expresiones coloquiales que no solo son parte del archivo local, sino al mismo tiempo, ya que muchas de ellas se encuentran actualmente en desuso, del histórico. Así, un lenguaje signado por la diferencia local en un corte sincrónico pasado invade la voz del narrador cuando se expresa lejos de las convenciones de un español neutro pretendidamente internacional: “Los recuerdo a todos sentados a la bartola, en la vereda del café Dante, en la avenida

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Boedo” (92); o cuando dice de Eusebio: “Recuerdo que se vestía a la que te criaste” (90) (los subrayados son míos). Pero si estos procedimientos podrían suponer una voluntad etnográfica en la escritura de Casas,15 resulta importante destacar también los corrimientos y desviaciones que el narrador introducirá deliberadamente al darle espacio a su percepción subjetiva. Me interesa en este punto poner de relieve la creación de una cartografía emocional, la intervención sobre el espacio objetivo que funda la administración estatal, por parte del narrador. Si la cartografía, si las representaciones del espacio, define los barrios en abstracto, vaciados muchas veces de las dinámicas culturales inherentes que a veces tienden a redibujarlos por completo, el narrador de Casas realiza un agenciamiento explícito del espacio que le interesa: reescribe su historia, refunda sus narrativas a partir de imaginarios vernáculos mínimos y, finalmente, desplaza sus límites oficiales de acuerdo con su experiencia personal. La iglesia Santa Cruz, vale aclarar en este punto, donde establece esa comunicación fundamental con el legado arltiano, no queda oficialmente en Boedo sino en San Cristóbal. De un modo aún más manifiesto, para que, dado el caso, no haya margen para suspicacias, afirma: “A Boedo en las cartografías oficiales se lo denominaba Almagro. Pero la gente del lugar lo llamaba y lo llama simplemente Boedo. Y, siguiendo siempre las cartografías, tenía sus límites que, por supuesto, nunca fueron mis límites. Es decir, que por algún motivo intuitivo, había ciertas calles que no eran de Boedo aunque los mapas de la ciudad insistieran en anexarlas” (85). De esta forma, el mundo presente que “no le gusta” al narrador, ese territorio percibido como vacío de vida, es invadido por la memoria y recortado conforme con indicadores afectivos personales que, finalmente, terminan por resignificar por completo el espacio y también la condición del protagonista. Todo, el yo y el entorno, será, así, reinventado y vuelto a visitar desde la fruición del despliegue narrativo. Nos detendremos en

15. De esta opinión es Sarlo cuando anota que “leyendo la literatura hoy, lo que impacta es el peso del presente no como enigma a resolver sino como escenario a representar. Si la novela de los ochenta fue ‘interpretativa’, una línea visible de la novela actual es etnográfica” (2007b: 473). Véase también Rolle 2011: 50.

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el próximo apartado en algunas implicancias de tipo textual de esta confluencia entre yo y espacio rememorado, pero antes de eso me interesa volver momentáneamente a Calducho. También en el texto de Castellano Girón, la intervención de la subjetividad del narrador va a dar lugar a una cartografía alternativa, no ajustada a la frialdad de la maquinaria burocrática sino a los miedos y afectos del protagonista. Una visita en 1939 al Museo de Historia Natural, donde se encontraba una momia egipcia, será “uno de los recuerdos vívidos que tengo de Santiago” (30). “Desde entonces, en el mapa de Santiago, calculé la distancia que separaba mi casa del Museo de Historia Natural, que albergaba el Horror Máximo [la momia], así como en 1954 [...] desplacé la prioridad de mi miedo a la Morgue” (31). En este Santiago rescatado de la memoria y reinventado por las técnicas escriturarias de modalización volverán a la vida personajes y lugares borrados por el vendaval de una modernidad atropellada. Así, por ejemplo, recuerda el momento en que comía unos sándwiches de mortadela de caballo y, con él, figuras asociadas: Los míos eran pingos diferentes, adecuados para ser vividos con la imaginación en 1948, y para ser escritos cuarenta años después, cuando no quedaba absolutamente nada de la marraqueta ni de la mortadela ni menos del caballo, ni del almacén ni seguramente de don Vinko ni de su esposa Vesna, y se ha perdido por siempre jamás la pista de Marquitos y su hermana menor Ivana, la misma que en 1950 se presentó al concurso de belleza Miss Chile y todos se le rieron en la cara (136).

Y precisamente es gracias a la intervención de la memoria narrativizada, a pesar de que cuarenta años después ya no queda nada tangible de esa escena, que “se entra una vez más en el almacén del Vinko como si todo no hubiera muerto y desaparecido” (298). El texto será, pues, una vasta documentación de personajes arraigados a un tipo de localidad que en el contexto de enunciación pareciera haberse desvanecido; primero, como ya se adelantó, como efecto del golpe de Estado de 1973 y, luego, por la consolidación de una cultura autoritaria y mercantilista:

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Yo escuché la serie doctor Mortis por muchos años, diariamente, cuando tuve mi propia radio hasta mi partida de Chile en 1973. En la embajada italiana donde me asilé después del pinochetazo, encontré al hijo de Juan Marino, refugiado con su familia. Su padre afortunadamente no había sufrido persecución alguna, pero había sido desplazado de las ondas por la vulgaridad dictaminada desde arriba y que habría de reinar por tantos años (196).

El Santiago previo a esta política y modernidad totalitarias va a ser recordado por el narrador como un espacio lleno de misticismo, habitable a pesar de su sencillez y desbordante de sugerencias para la imaginación. No siempre, claro está, exento de nostalgia. En su infancia temprana, sin embargo, la ciudad aparece ya en tren de cambio, de aceleración y evolución hacia una gran urbe moderna, como si el narrador buscase captar el momento preciso en el que se desató el declive. El choque entre modernidad y tradición se expresa en los frecuentes atropellos de animales, representativos de un estadio semirrural, por parte de los autos y buses que progresivamente van a ir colonizando el espacio. La recurrencia con que el narrador vuelve sobre el fenómeno es llamativa. Cito solo un pasaje: “De algún modo, seguramente por incumplimiento de alguna señal del tránsito por parte de uno u otro conductor, incluido el carretonero, una carreta había chocado con una micro o mejor dicho la micro que corría por Irarrázaval había embestido de lleno la carretela y los dos caballos estaban muertos, destrozados junto a los restos del vehículo” (38). “Santiago estaba lleno de perros vagos [...]. Los autos hacían la vida muy difícil a estos desgraciados vagabundos” (38-39). “Esas mínimas tragedias perrunas me afectaban mucho, la imagen de los perros aullando o muertos en silencio en la calle me perseguía por mucho tiempo, y en realidad nunca se borró de mi memoria” (39). Estos primeros síntomas de transformación que advierte el narrador no serán, sin embargo, obstáculo para que considere aquellas épocas pasadas preferibles a un presente que fue moldeado por el programa ideológico del pinochetismo. Era aquel territorio de entonces por lo pronto uno dominado por la inocencia y la sencillez: “En ese lugar de Los Leones con la plazuela donde años después empezaría la avenida Diagonal Oriente, había un negocio ínfimo de una viejecilla que vendía sólo tres cosas: berlines, cocadas y cuchuflíes” (31-32). Simple

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y humilde, y, como sucede con los animales atropellados por los autos, también siempre al borde de la extinción: Nuestro vecino también brindaba su amistad y protegía a ciertos humanos [...]. Entre ellos estaban dos viejitos yerbateros que traían a casa el limpiaplata —una especie de helecho de hojas filiformes del cual mi madre guardaba manojos para sanar sus alergias de la piel— y romero, salvia o albahaca para la cocina. Ellos eran una verdadera enciclopedia de sabiduría botánica, pero su misma razón de ser iba desapareciendo, y todavía más cuando se empezó a creer que las drogas o los antibióticos eran la panacea de la salud universal (81).

Y, lo mismo que ocurre con estos representantes de una episteme localizada, a la vista del narrador sucede también con el cine en un formato que va a la cola de sus realizaciones más sofisticadas: A nosotros [...] nos tocó ser testigos de un gran cambio en el modo de leer una película. La diferencia nos hizo posiblemente ser los últimos en apreciar —con la exposición directa y no el estudio escolástico— y darnos cuenta de lo que significaban el talento, la autenticidad y la creación sin trucos, sin el apoyo masivo de la tecnología como ocurriría cada vez más en los años siguientes (45).

Así, con estas observaciones que el personaje va recogiendo en sus numerosas caminatas —volveré sobre el punto— se va delineando un Santiago al margen o apenas alcanzado por las grandes corrientes modernizadoras internacionales. Hernán narra, “desde el abismo o microparaíso de nuestro subdesarrollo” (299), un espacio que, a pesar de sus desventajas relativas en términos de desarrollo económico o tecnológico, no deja de ser memorable e incluso susceptible de ser reivindicado, ya que este espacio, aun con sus carencias, posee sus compensaciones a escala local: “Si Hollywood existía para nosotros, no era por la ciudad de California donde se han dado las mayores pasadas de gato por liebre de la historia, sino por el cine que había en Irarrázaval esquina de Los Tres Antonios y que funcionaba de rotativo como los otros” (145). He nombrado las caminatas del personaje. Este fenómeno, que, como se observó en capítulos anteriores, es hallable con frecuencia en la narrativa actual en contextos de imposibilidad, en Calducho se presenta como uno de los recursos fundamentales para darle vida al territorio

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recorrido, pues el Santiago previo al 73 que construye Hernán es, ante todo y todavía, una ciudad para el deleite del vagabundo pedestre. Con Luchoro, un compañero de escuela, Hernán comienza a formarse en el año 52 en el ritual del “capeo”, que, luego, por su cuenta mantendría durante toda su infancia y adolescencia: se trataba de faltar a clases para dedicarse a explorar la ciudad en primera persona. Estas exploraciones, que no tienen límites ni trazados fijos, servirán al narrador para dar cuenta del paisaje santiaguino, (re)construir memorias dormidas y transmitírselas al lector: “Hubo muchos capeos en el futuro de ese año de 1952 y ello fue transformándose en un vicio, en el vicio de la libertad diría un sociólogo nonato, o el vicio de aplanar calles, diría un periodista, pero el caso es que había una forma de virtuosismo en la ociosidad de ese caminar que parecía sin rumbo” (28). El capeo consistía, dicho en otros términos, en un uso intensivo y creativo del espacio público que a partir de 1973 se verá severamente restringido: “Nosotros, por lo menos, teníamos una ciudad para perdernos y eso hacíamos con entusiasmo” (28). Una ciudad que, vale destacar, para este personaje no presentaba límites internos: “Al fin, se atravesaba el paralelo 38 de la calle Matucana, que para muchas buenas gentes era la última frontera de la civilización, y ya dentro de la Quinta Normal nos gustaba internarnos hasta la última frontera de ella, cerca del lugar donde había dos altas construcciones de hierro como Torres Eiffel aclimatadas al mundo mapochino” (29). Ese mundo humilde, continuo y comunitario, susceptible de ser narrado como propio y con rasgos premodernos, va a ser el que la memoria del narrador intentará exhumar en un presente de enunciación donde todo ha cambiado. El capítulo final, “Apoteosis de Chasamán”, resume la experiencia de pérdida bajo la imagen de un incendio en el centro de la ciudad: La hoguera final de la manzana Moneda-Ahumada-Agustinas dio nacimiento a otro mundo [...]. Allí surgieron otros centros de jolgorio, otro gran establecimiento de billares y de billarines, varios cafés y los cines York y City, sobre los muros quemados del Principal. Todo renació muy rápido y al cabo de pocos meses los edificios y locales viejos no fueron sino un fantasma del viejo pasado que ya no se puede resucitar (517).

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Las serpientes que en esa misma ocasión escapan del recinto en el que estaban alojadas, junto al faquir, que era el atractivo del momento, ingresan también en el entramado metafórico: “Se trataba, sin duda, de símbolos” (519). Estos seres que habían sido teñidos de magia por la voz del narrador, que dan título al libro y que aparecen ilustrados en la cubierta, serán, finalmente, capturados. Un pasaje intercalado en este último capítulo bien puede ser identificado como una nota de prensa que informa sobre el suceso, en él se lee: “¡Cuán peligroso es dejar que bestias salvajes como las serpientes vayan libres por las ciudades que han alcanzado el estado privilegiado de la civilización!” (519). Esos representantes de una etapa “precivilizada”, del salvajismo previo al desarrollo urbano, desaparecerán de la cartografía santiaguina, y con ellas el encanto de lo humilde y poco sofisticado. En lugar de ello se impondrá la ciudad guiada por las pautas de consumo internacional, la ciudad de los no-lugares y la aceleración, la ciudad con pretensiones de ser reconocida como global. Se impondrán, en breve, “las verdaderas potencias maléficas que [...] gobiernan actualmente el mundo y otorgan a la perversidad un nivel planetario” (520). Castellano Girón sabe, sin embargo, que la memoria, aunque esté muchas veces invadida de nostalgia, será también un recurso para (re)crear espacios representacionales que a su manera desafían esas fuerzas que “gobiernan actualmente el mundo”.

5.2.3 La tradición y los géneros. Algunos replanteos El uso de una tradición literaria, como la que representa Marcel Proust con su Recherche, en función de necesidades y un contexto específico diferentes posee implicancias significativas para el desarrollo de los géneros literarios. Tanto “Veteranos” como Calducho son, desde este punto de vista, interesantes desafíos para la historia de la literatura. No importa tanto aquí ejercer una evaluación moral o crítica sobre la aproximación al pasado de una ciudad desde un punto de vista por momentos nostálgico, antes me interesa poner de relieve la manera en que elementos provenientes de la tradición occidental canónica se combinan con nuevos aportes para, así, problematizar las categorías conocidas hasta el momento.

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Ambos textos son difíciles de clasificar como relatos autobiográficos, novelas o memorias. Así, por ejemplo, si bien el paratexto de Calducho propone el pacto de que el lector ingrese al texto como si se tratara de una novela, las fotografías o la homonimia entre autor y narrador insisten en el carácter documental de los hechos narrados.16 Más complejo resulta aún pensar por qué el espacio público, la ciudad siempre retratada de manera referencialista, que gana protagonismo, si no en cada una de las zonas de ambos textos, al menos en muchos pasajes, es narrado desde un punto de vista narrativo claramente homodiegético, desde un narrador centrado siempre en la primera persona del singular que no vacila nunca en imprimir su subjetividad sobre ese espacio. Postulo que este tipo de cruces surgen como necesidad en relación con un contexto histórico que requiere nuevas formas textuales para dar cuenta, precisamente, de las condiciones históricas en las que los textos son producidos. Responden aquí también —como en los casos estudiados en capítulos anteriores— a desafíos específicos que terminarán por determinar una renovación de los géneros literarios. El procedimiento va a consistir en poner la memoria personal, incluso la del autor, ya que se trata de textos explícitamente autobiográficos, a actuar en función de la producción de espacio social; es decir, enunciar desde el yo, uno que se presenta como afectado por la realidad histórica que lo rodea, para modificar desde ahí, desde lo íntimo, los espacios representacionales, las imágenes asociadas a los espacios colectivos. Este fenómeno coincide con la hipótesis de que, en el contexto de grandes transformaciones espaciales que significa la 16. Como ya he señalado, el concepto de pacto fue introducido originalmente por Philippe Lejeune (1975) para hacer referencia al contrato de lectura que un paratexto establece con el lector para que el texto sea leído como fiel a la realidad biográfica de su autor. Una condición imprescindible para que este pacto pueda ser propuesto es la identificación nominal entre narrador y autor. Un pacto novelesco, por el contrario, estaría proponiendo una lectura que acentúa el carácter ficcional de los acontecimientos narrados, es decir, una que pretende resolverse a nivel intratextual. Manuel Alberca, por su parte, propuso el concepto de pacto ambiguo para hablar de “una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre que el autor” (2007: 158). Bajo esta definición amplia, Calducho aceptaría una categorización en términos de pacto ambiguo.

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actual fase de la globalización, muchos documentos textuales, desde diferentes vertientes, orientan su cauce a la significación de los espacios, es decir, a participar en la lucha por acentuarlos semánticamente. Aplicable fundamentalmente al caso de Fabián Casas, pero de manera tangencial también al de Hernán Castellano Girón, Pierre Mayol ha escrito que “firma que da fe de un origen, el barrio se inscribe en la historia del sujeto como la marca de una pertenencia indeleble en la medida en que es la configuración inicial, el arquetipo de todo proceso de apropiación del espacio como lugar de la vida cotidiana pública” (De Certeau 1999 [1994]: 11). Una reapropiación del espacio requiere, pues, una vuelta al barrio como lugar representativo de un origen, de una instancia indeleble, que ha marcado al sujeto en cuestión. Allí se ha de rastrear, pues, esta urgencia por narrar desde géneros que exploran la configuración del yo,17 como son las memorias, los atributos del espacio que se han ido borroneando. El significado que puedan poseer los espacios es, por lo tanto, de importancia sustancial para el desarrollo del yo. Carolina Rolle ha escrito en referencia a la escritura de Casas que “en el recuerdo del barrio de la infancia y de la adolescencia, el autor inventa, imagina y, en consecuencia, lo real se fusiona con la ficción. Son escrituras íntimas de sensaciones que se despiertan en la memoria y que, al mismo tiempo, se mezclan con el imaginario colectivo de Boedo, el cual podría definirse como un fragmento de la ciudad capital” (2009: 4). De tal modo, y esto vale también para Castellano Girón, que no solo los géneros se confunden y fusionan, sino también los registros narrativos: si la ciudad es reconstruida de manera referencialista, con las localizaciones perfectamente identificables en el dominio extraliterario, al mismo tiempo esta se va a ver modificada 17. Michel Foucault se ha referido a la exploración de la propia subjetividad mediante “tecnologías del yo, que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (1999 [1981]: 40). La escritura de diarios y memorias sería una “tecnología” destinada, precisamente, a examinar la constitución de la subjetividad.

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por la imaginación narrativa, por las técnicas de modalización, y por los imaginarios urbanos compartidos por los autores con otros habitantes de la ciudad. De aquí va a emerger una ciudad textual del pasado, pero actualizada y transformada por mediación de la ficción, con voluntad performativa,18 es decir, con la intención de alterar los significados dominantes asociados con el espacio que la modernidad que se ha propagado globalmente reclama de un valor indiscutido y como representativos del único “desarrollo” urbano posible. En oposición a los lugares emblemáticos de la actual globalización, todos vaciados de narrativas locales, los textos de Castellano Girón y Casas pueblan el espacio que reclaman como propio de narrativas mínimas, del relato anónimo de los derrotados, pero que gracias a la literatura actúan creativamente sobre el orden simbólico del espacio urbano. Ya que —como se observó— la memoria personal y la autobiografía aquí se ficcionalizan y orientan deliberadamente a crear nuevas representaciones de ese dominio colectivo por excelencia que es la ciudad, vale, pues, aquí también, y como conclusión, una apreciación de Romera Galán extraída de su estudio ya mencionado El espacio urbano en la narrativa autobiográfica: Tenemos, por un lado, la certidumbre de que la escritura autobiográfica no sería la misma si el escritor de esos textos no hubiese vivido o padecido la influencia de la ciudad y sus cambios radicales a lo largo de la historia reciente; y, por otro, la idea de que ese signo literario que procede de textos literarios de ficción presenta una cierta tendencia a ficcionalizar los propios textos autobiográficos (2008-2009: 16).

18. En relación con la proyección de la memoria como herramienta de cambio hacia el presente, Elizabeth Jelin escribe que “[la memoria] También se manifiesta en actuaciones y expresiones que, antes que re-presentar el pasado, lo incorporan performativamente” (2002: 37)

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5.3 Ciudades polifónicas: “DF en un abrir y cerrar de agua” (2011) y Un sol sobre Managua (1998) 5.3.1 Reinvenciones del pasado Como se advierte, “DF en un abrir y cerrar de agua”, de Mónica Lavín, y Un sol sobre Managua, de Erick Aguirre, desde el título ponen en escena ciudades textuales que remiten a las empíricas del Distrito Federal mexicano y Managua, la capital de Nicaragua. A diferencia de lo que sucede con los textos analizados en el apartado anterior, la memoria personal y la dimensión más estrictamente autobiográfica que pueden contener pasan a un segundo plano para cederles el protagonismo a memorias colectivas y relatos secundarios que han sido silenciados o postergados. Así, la historia del DF mexicano y de Managua es vuelta a narrar desde ópticas alternativas que cuestionan los relatos mayores acuñados por la tradición historiográfica, y atravesada por vetas ficcionales que enriquecen y complejizan aún más esa (re)construcción del espacio referido. Particularmente en lo que refiere a Un sol, el lector se encuentra frente a un tejido textual densamente polifónico donde documentos escritos y orales conviven y se entrecruzan para darle forma a una Managua que ha sido sucesivamente castigada por desastres naturales y políticos. Cartas, poesías, notas de prensa, testimonios, crónicas, conversaciones y mensajes inscriptos en las calles de la ciudad, todos documentos pertenecientes al archivo simbólico de y sobre Managua, van siendo exhumados y articulados mediante el hilo argumentativo para resignificar de manera polisémica el pasado sobre el que se sostiene la Managua del contexto de enunciación. Dos intelectuales bohemios, y periodistas del diario La Noticia, Joaquín Medina y Carlos Vargas, emprenden un recorrido nocturno —que recuerda al de Y retiemble en sus centros la tierra— por bares y calles de la ciudad acompañados por el poeta Raúl Calero y temporalmente por otros personajes. Un narrador alterna hábilmente entre la tercera y —cuando les cede la voz a otros actores— la primera

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persona, pero concentra normalmente el protagonismo en el personaje de Carlos Vargas, quien, finalmente, será asesinado por un par de delincuentes. De este sabremos rápidamente que nació en Managua en 1961 (23)19 y que ya su padre, Danilo, “no tenía raíces en el interior del país, era un managua, y no sentía de la misma manera el folclor, por ejemplo, ni la música vernácula; a él le gustaba la música citadina: la Sonora Matancera, la música de las cantinas de su barrio” (183). Se trata, pues, de un personaje netamente urbano, en este caso “managua legítimo” (182) pero similar en esto a Virginia Buendía de Angosta, sin vínculos ya con otras zonas de Nicaragua, que va a encarnar el destino trágico tanto de los habitantes como de la ciudad misma. En el recorrido nocturno, múltiples y heterogéneas voces se van a ir entretejiendo para asignarle significados a ese espacio que lo ha visto nacer y que, a pesar de las recurrentes tragedias que ha padecido, lo mantiene aferrado emocional y físicamente a él. Esto, impreso sobre un trasfondo que pareciera circunstancial, pero que impregna por completo el desarrollo argumentativo: en el primer apartado, llamado “Reinvención del pasado”, es decir, con marcas textuales que acentúan el carácter performativo de la revisión histórica, el lector se entera de que aquel día, [antes de emprender el recorrido por Managua], Carlos y su amigo Edgard Cifuentes, periodistas de planta del diario La Noticia, lo pasaron desempolvando efemérides entre las viejas y apolilladas colecciones de periódicos. [...] El jefe de redacción había ordenado resumir los acontecimientos nacionales trascedentes registrados a lo largo del siglo, y en eso llevaban algunos meses (14).

En lo que respecta a “DF”, cabe aclarar ante todo que se trata de un texto breve contenido en la antología sobre el DF Ciudad Mirada (2011), elaborada por Enrique Romo y presentada por Federico Campbell. En la introducción, “Presentación. La ciudad como novela”, este último escribe que los narradores participantes “van poblando de personajes y de sí mismos la ciudad como si fuera una novela colectiva” (8), es 19. Todas las referencias de Un sol sobre Managua remiten a la edición de Hispamer de 1998. En adelante menciono solo la(s) página(s), excepto que por razones de potencial confusión se requiera mayor información.

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decir que cada relato aislado puede ser pensado como un capítulo de un corpus más extenso y pronunciado por diferentes voces donde el DF se convierte en protagonista indiscutido. Mónica Lavín hace su aporte como una escritora consolidada que ha incursionado con frecuencia en reescrituras del pasado mediante novelas históricas, un género, donde, según ella (cfr. 2011b), documento y ficción se entrelazan. “DF” es un relato breve conformado por tres apartados que recorren núcleos semánticos vinculados sensiblemente con la ciudad de México: 1. Corazón de agua, 2. Corazón de piedra y lodo y 3. Corazón de tinaco. La tematización del agua como sustancia problemática, presente y ausente a la vez en la ciudad de México, aparece aquí articulada por medio de un narrador femenino en primera persona que abre intermitentemente el grifo de la cocina para lavar los platos y que, al hacerlo, abre también un fluir de ideas y memorias que conforman el sustrato del espacio urbano. Estas imágenes fluyen, se superponen y entrecruzan para dar lugar a una trama simbólica en la que diversos archivos, colectivos y personales, aparecen representados y en diálogo. Por su aparición reciente y brevedad, no llama la atención que no haya estudios sobre el relato de Lavín. Sí sorprende, en cambio, la escasa producción crítica referida a la compleja novela de Aguirre: aunque se trata de un texto con vastas posibilidades de lectura —las que por supuesto aquí estoy lejos de pretender agotar—, quizás el carácter periférico de la literatura centroamericana se ha impuesto hasta el momento. El artículo de Carlos Manuel Villalobos, “Castígame con tus deseos” (2003), dedica algunas páginas a Un sol sin profundizar mayor ni iluminadoramente en algún aspecto, y Werner Mackenbach (2001) la ubica sin desarrollos mayores en el corpus más amplio de la “nueva novela histórica” centroamericana. Los únicos estudios dedicados por completo a Un sol son, por lo tanto, “Sociología de la novela Un sol sobre Managua de Erick Aguirre” (1999), de Isolda Rodríguez Rosales, y “Un sol sobre Managua, de Erick Aguirre, o las mil y una muertes de una ciudad” (2011), de Nathalie Besse. En este último, como ya se ha observado en relación con los textos analizados anteriormente en este capítulo, también aparecerá una mención explícita a la función que desempeña À la recherche, de Proust, en este caso para la articulación

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de la novela de Aguirre. Besse escribe que “en esa novela memorial, que bien podría titularse ‘Hacia la ciudad recobrada’, Erick Aguirre sale en busca de Managua, del managua, de su identidad perdida, procurando reconstruir, por encima de las ruinas, un espacio de vida” (Besse 2011: s/p). Con esta afirmación, que creo completamente pertinente, el texto de Aguirre se inscribe en la misma tradición que, por ejemplo, integra Calducho, pero, al mismo tiempo, la resignifica desde su especificidad, pues ya no se trata de recuperar el pasado individual o familiar, el de la vida privada, sino, antes, el del territorio urbano compartido, patrimonio del colectivo que lo habita. Lo mismo, con sus obvias limitaciones, podría decirse del relato de Lavín, donde el agua en circulación, como lo haría la madeleine de Proust, aparece como soporte de memorias urbanas que la narradora en tanto exégeta se va a dedicar a desentrañar y recuperar para el presente de la enunciación.

5.3.2 La ciudad y sus múltiples memorias Las ciudades textuales construidas tanto por Lavín como por Aguirre han pasado por diferentes instancias o momentos históricos que de alguna manera se encuentran inscriptos en el territorio como capas geológicas a la espera de que el ejercicio de rememoración las exhume. Aunque no sean del todo visibles, esas capas son el nutriente que puede explicar y darle vida a un presente que aparece claramente en proceso de declive, con una ciudad que se resiste a las apropiaciones identitarias de sus habitantes. Así, a la vista de los narradores, tanto en el DF como en Managua varios atributos se han deteriorado, ya sea a nivel ecológico como social y estético. El agua, esa sustancia que hilvana la narración en “DF” y que era constitutiva del paisaje del Valle de México, ha sido extinguida irresponsablemente por acción del ser humano y con ella la originaria abundancia de vida: “Ya no puedo dejarla correr como solía cuando todo sobraba en nuestro inacabable Valle de México: horizonte con volcanes, bosques circundantes y sistemas Lerma y Cutzamala

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y posibilidades de recarga del manto acuífero” (51).20 Ese ecosistema privilegiado que supo ser en su momento el territorio donde se ubica el actual DF aparece ahora reemplazado por un conglomerado anárquico de cemento, paradójicamente inhumano. La ciudad, así, no solo ha perdido ventajas ecológicas, sino que progresivamente también ha debilitado sus virtudes estéticas Por eso abro la llave y se me desparrama ese cobijo-sustento-origen de la ciudad lacustre que ya no es, la ciudad de los canales que se evaporó y que se volvió, en el mejor de los casos, ciudad de avenidas, edificaciones con gracia, parques, plazas, camellones con árboles, en el peor, planchas de cemento, construcciones de adocreto, vigas suplicantes, botellas como torniquetes en las puntas de ese metal esperanzado en el segundo piso (52).

Pero en su evolución también una ciudad orientada al exterior, al intercambio social y la comunicación de heterogéneos ha ido desdibujándose para dar lugar a una que, amparada tras muros, deprecia el dominio público. Era aquella ciudad de antaño también una marcada por la presencia de escritores que, a su manera, enriquecían el espacio y nutrían la esfera pública. Pero todo ello, a los ojos de la narradora, se halla en extinción: “El Dr. Atl21 fue otro habitante de las alturas en los señoriales edificios del centro, en las Vizcaínas, que compartió con Nahui Ollín, o el abandonado y exuberante Convento de la Merced. Pero las azoteas son espacios en extinción; menos tinacos y antenas de televisión, todo se guarda dentro de casa: muros adentro” (60). Y si la narradora se puede permitir estos juicios negativos es porque ella —al igual que los narradores de los otros textos abordados en este capítulo— reclama para sí que se le reconozca una empatía con el espacio, un sentido de pertenencia tal que la autoriza para emitirlos: Reconozco mis quejas, no tengo por qué pedirle perdón al Distrito Federal pero no lo puedo dejar porque en él está mi propia historia entramada con la historia de la 20. Todas las referencias de “DF en un abrir y cerrar de agua” remiten al volumen del 2011 publicado por Ediciones Sin Nombre. En adelante menciono solo la(s) página(s), excepto que por razones de potencial confusión se requieran otros datos. 21. Dr. Atl (“agua” en náhuatl) es el seudónimo que utilizó el pintor y escritor Gerardo Murillo Cornado.

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ciudad: llevo puesta la colonia Roma y Coyoacán, me llama San Ángel y hasta donde Las Águilas se atreven, Mixcoac es mía e Insurgentes es mi ancla; el temblor del 85 es mi cicatriz urbana y el temor sus secuelas (56).

Se trata, pues, de una narradora apesadumbrada que, acaso por su origen y a pesar del deterioro, se siente aferrada a ese espacio que sigue considerando suyo. Desde allí, desde ese amor desencantado por la ciudad, ejerce su diatriba el personaje de Lavín, una que no está exenta de indagaciones acerca de las causas históricas del quiebre urbano: “Suelto aquel puño de agua porque presiento el olor a sangre antigua: sacrificios y sacrificados por una guerra de dominio” (54). De manera similar se pronuncia Carlos, y con él otros personajes, en lo que refiere a Managua, una ciudad que va a ser enunciada como destruida progresivamente, primero, por el terremoto del 31, después, por el del 72, por la familia Somoza y, finalmente, por la modernización impuesta emprendida por el gobierno de Violeta Chamorro. Una ciudad que, lamentablemente y a pesar de los personajes que la habitan de manera visceral, adquiere la forma de “la ciudad más fea de América” (Aguirre 1998: 257). Pero, si el problema acá también es estético y ambiental, es, antes, social y, consecuentemente, de identidad colectiva. El comienzo de la novela, cuando los personajes emprenden su periplo, se inaugura con un debate que puede ser considerado el interrogante núcleo sobre el que se van a desarrollar los futuros argumentos; un interrogante, también, que por momentos va a desplazar la novela hacia el ensayo sociológico o etnográfico. Así, como una reflexión acerca de la identidad managua, introduce Carlos el tema: Dicen los sicólogos sociales [...] que la adquisición de una identidad cultural básica es un proceso complejo y paulatino [...]. El ‘managua legítimo’ [...], desde antes del terremoto del 72, o antes, tal vez, del de 1931, se enfrenta a un enorme problema sociocultural que le dificulta la adquisición de una identidad completamente definida, por lo menos en relación al resto de los nicaragüenses... [...] la verdad es que, managua como soy, me doy cuenta que al menos los paisanos de otras ciudades tienen barrios, calles, construcciones antiguas, referencias geográficas, urbanas, arquitectónicas, históricas y hasta morales. Y esas referencias tienen un valor más antiguo y más definido que las de nosotros los managuas (46).

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Este espacio, que por las sucesivas destrucciones por terremotos no logra consolidarse como una red de referencias afectivas e intelectuales para sus habitantes, va, a su vez, a padecer las transformaciones generales que ha acarreado el proceso más reciente de modernización global, dando lugar, así, a una serie de esquirlas urbanas desconectadas entre sí. Así se lo explica Carlos a Edgard, quien “en aquellos días de transición política asumía las ideas de Milton Friedman” (47): Date cuenta que Managua es una ciudad fragmentada, dueña de una geografía difícil. Mirala: está surcada por potreros y “baypases” que nos separan y nos dividen. La zona oriental: la Managua de Ducalí, la Nicarao, Reparto Schick, Las Américas, Santa Rosa... ya no es la misma que la de Monseñor Lezcano, o de Altagracia, Santa Ana y Acahualinca; ya no digamos que la de Ciudad Sandino, ahora un municipio independiente... En fin, no hay una sola Managua, sino muchas... (47).

Esta descomposición física e identitaria de la ciudad, si bien parece arrastrar fallas históricas, se ha acentuado sensiblemente, según argumenta Carlos, a partir de los años 90, cuando Nicaragua abandonó el proyecto sandinista para favorecer su integración al mercado mundial: “Recuerdo que una mañana de abril del año 1990, después de que la derrota electoral del Frente Sandinista había arrastrado consigo el cierre de La Nación [...] Carlos mencionó por primera vez aquellas dos palabras: ‘prematura decadencia’. [...] En el fondo, no quería admitir que aquel sueño de igualdad social había muerto” (18). Y con ese sueño muerto, desbaratado paradójicamente después de una fase en la que parecía haberse hecho efectivo el lema “la imaginación al poder”, se ha consolidado un modelo de ciudad al mismo tiempo consumista y excluyente, tan pobre como ilusoriamente exitosa en términos del nuevo orden global: “Solo entre los años 89 y 91, brotaron en Managua, como por arte de magia, más de cien asentamientos irregulares, en los cuales la gente sobrevive bajo los ripios y sin servicios básicos elementales como el agua potable, el drenaje y la energía eléctrica” (239). Como ya he anotado, sin embargo, junto a estas marcas de pauperización, va a tener lugar un hecho celebrado en las memorias oficiales como un evento representativo de la inserción de Managua en dinámicas culturales y económicas internacionales: el Campeonato

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Mundial de Béisbol de 1994. Un evento que, mediante la intervención de la memoria de Carlos, va a ser reconstruido como una instancia ejemplar de negativa rearticulación identitaria y espacial: Él mismo había dicho muchas veces que bajo la sombra del gobierno de Violeta Chamorro empezó a renacer y a multiplicarse una nueva clase empresarial empeñada en el impulso de una modernización extraña, mimética y mengala, pero implacable y cruel. La organización de aquel evento mundial era una prueba. ‘Hay que poner al día a estos salvajes, ya están demasiado acostumbrados a las poco estilizadas prácticas y modas del realismo sandinista’, piensan en vernos entrar al estadio y atascarnos de pizza y perros calientes en sus establecimientos de comida rápida (127).

Pero este episodio de la historia deportiva de la ciudad no solo es representativo de la emergencia de esa clase social dispuesta a importar e imponer el modelo global en Managua, sino también del desplazamiento de hábitos y prácticas vernáculas, es decir, el silenciamiento de cosmovisiones locales carentes de prestigio y que parecieran no merecer reconocimiento a escala transnacional, pues, como lo registra Carlos, “las porras, las coristas, las cervezas extranjeras, los hot dogs, las pizzas, las chess burguer... Las fritangas nacionales tuvieron que irse lejos, a más de doscientos metros de distancia del estadio por órdenes del gobierno municipal” (129). Se trata, en breve, tanto en el caso del DF de Lavín como en el de la Managua de Aguirre, de ciudades que en los últimos años se han integrado a la lógica de gestión del espacio promovida por el nuevo pulso modernizador mundial. Son ciudades que no favorecen la comunicación de sus habitantes bajo signos compartidos y que, incluso, dado que los mantiene separados por muros y fronteras, las subciudades se multiplican hacia dentro. Sin embargo, como lo observarán los narradores, no siempre ha sido así. Dirigir la mirada al pasado, remontar el río del tiempo, va a ser, entonces, reencontrarse con la ciudad que ya no es, pero también con la que potencialmente puede ser. Avanzaré sobre la función que al respecto desempeña la memoria en lo que sigue, pero antes quiero detenerme en otro aspecto recurrentemente tematizado en la novela de Aguirre. Si la Managua que presenta Aguirre ha tomado la forma que posee, esto no ha sido solo por las catástrofes naturales y las medidas

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introducidas en los 90, sino también por un modo de gestión del espacio urbano fundado en los negocios y la especulación de la familia Somoza: No se trata de casos aislados como dice el agente de Somoza, sino de una política sistemática, implantada desde los comienzos de los años cuarenta por una familia cuyo objetivo primordial es el enriquecimiento, aun a costa de la necesidad social, como se ha venido a demostrar con el hecho de las especulaciones y enormes negocios que ha hecho con un terremoto en el cual hubo decenas de miles de muertos. ¿Cuáles negocios? Comprar tierras para la reconstrucción a precios mínimos y venderlas al Estado por ganancias millonarias (166).

Así, del mismo modo que en novelas ya estudiadas como Urbana, Puerto Apache o Tikal futura, aquí también hay una reflexión crítica acerca de las maneras como se produce espacio urbano sin considerar necesidades ciudadanas locales, es decir, sin darle espacio a lo que Lefebvre ha denominado derecho a la ciudad. Este caso, a su vez, se agrava por el atropello de principios éticos que cuestionan el aprovechamiento económico de la tragedia. Después del terremoto del 72, que, según narra Un sol, acabó por segunda vez con la estructura material y simbólica de Managua, era imprescindible poner en práctica acciones arquitectónicas para la reestructuración completa de la ciudad. Este emprendimiento insoslayable lo recuerda Carlos como una bochornosa gesta privada de Somoza padre: “El General Somoza Debayle asumió personalmente el proyecto de la reconstrucción de Managua y lo convirtió en su propio negocio” (144). Ahora bien, este sustrato histórico, sin embargo, no empaña otros momentos en los que Managua, al menos vista desde una dimensión íntima, fue aparentemente una ciudad más humana y orientada a sus habitantes. Algo similar, como un proceso de rebobinado por medio de la anamnesis, aunque con menor drasticidad, ocurre con el DF de Lavín. Así, en la memoria urbana recuperada por la narradora de “DF” la ciudad se convierte sucesivamente en un paraíso acuífero hábilmente gestionado, en un territorio marcado por las culturas vernáculas y, más tarde, en un espacio donde una relativa convivencia, a pesar de la herencia colonial, todavía era posible: todos referentes que al ser retomados podrían constituirse en aglutinadores identitarios.

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Así, la fundación del México colonial queda en un segundo plano y reemplazada por la fundación mítica de Tenochtitlán como comienzo no marcado por la violencia o la imposición, es decir, como un origen legítimo y beneficiado por las condiciones geográficas privilegiadas: Ya Nezahualcóyotl en sus tiempos se preocupó de conducirla [el agua] vía el acueducto de Chapultepec y el albardón que salvaba de que agua dulce y salada se mezclaran. Se vierte en mis manos el asombro de los fundadores legendarios frente al islote donde el águila devoraba la serpiente sobre el nopal y decidieron, a la vista de los cinco lagos, quedarse para siempre. Privilegio de privilegios donde iban a encontrar mejor sustrato que esta cuenca volcánica y montañosa; que este póker lacustre de aguas dulces y saladas (Lavín 2011: 53).

De este modo, el relato va construyendo un pasado de la ciudad digno de ser recuperado como propio, libre de la mácula colonial y del desastre ecológico que, por ejemplo, acentuará Aridjis en sus ficciones prospectivas. Una ciudad pasada caracterizada selectivamente como indígena y sobre la cual, finalmente, es posible montar un relato identitario amparado en aquella herencia: “Xochimilco la más clara memoria de quienes fuimos” (54). Y si aquel pasado idílico solo puede ser (re)construido mediante la apelación al archivo historiográfico, otros escenarios también positivos son devueltos a la vida por medio de la memoria personal de la narradora. Escenarios donde la brecha urbana, aunque sea en la percepción inocente de la narradora, no estaba tan marcada como, por ejemplo, lo retrata la película La Zona; donde no todas las dinámicas de vida se replegaban con recelo hacia el adentro y lo privado: Las azoteas acostumbraban cuartos de servicio, y en aquellos cuartos vivían las mujeres que atendían las casas de la clase media o la clase alta (que normalmente vivían en las casas de las familias). Tener un cuarto de servicio en la casa era la posibilidad de conocer otro modo de vida. Los adornos que acompañaban a nuestras nanas o cocineras, su closet diminuto y esmerado, sus fotos de familia, sus cremas de aceite de almendras, sus joyas de domingo, sus historias de pueblo, sus risas fáciles, su complicidad necesaria para crecer con más de una realidad. El DF mostraba de manera discreta la estratificación social heredada de la colonia, a veces las azoteas escondían palabras en náhuatl, en zapoteco, canciones de Pedro Infante que salían de infaltables radios. Allí se vivían otros sueños (58-59).

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También el pasado de Managua parece haber sido mejor, y en la medida que se remonta el tiempo, aún más. Danilo, el padre de Carlos, encarna un momento de esplendor por excelencia, donde la modernidad representada por el ferrocarril seguía ritmos ajustados a necesidades locales (Aguirre 1998: 195-196), pero también el mismo Carlos conoció épocas valorables, al menos hasta el terremoto del 72 y el posterior régimen de Somoza Dayle. Sin embargo, esa percepción, esos contrastes que alguna vez fueron cotidianos: las tardecitas eléctricas de mayo, las calles, los relámpagos al pasar delante de las casas de los vecindarios con salitas abiertas y muchachas sentadas en butacas, meciéndose; los radios encendidos y la música repentinamente cortada por un rayo, una chispa, una pausa, y el trueno, el viento, el polvo... Todas esas visiones, a Danilo, a su hijo y a todos los managuas que fueron alguna vez felices con ellas, les fueron vedadas para siempre. Quedaron solo en el recuerdo (184).

La nostalgia por aquellos momentos previos al 72, previos a los 90 exitistas, va a invadir todo el texto, pero hay que remontarse a los años anteriores al primer gran terremoto como para encontrarse con una ciudad con sus referencias culturales e identitarias establecidas y distribuidas de manera homogénea, pues “en aquel tiempo se podía hablar de una Managua en su integralidad. En el extremo norte estaba lo que en esa época eran las primeras calles del barrio San Sebastián. En el otro extremo comenzaban a crecer Monseñor Lezcano y Altagracia [...]. Fue en una plúmbea mañana de 1928” (237). Era aquella, como la recuerdan los personajes, una Managua continua, y no muchas reunidas bajo un mismo nombre como la percibe Carlos en el presente. El proceso de rememorar es, pues, un mecanismo para devolverle integridad y referencias afectivas a la ciudad desarticulada de los 90. Así, los relatos de Lavín y Aguirre se revelan como potentes herramientas para “recobrar el espacio perdido”, uno que, al mismo tiempo, por mediación de la narración, es actualizado en el presente de la enunciación, de tal modo que estas representaciones, atravesadas por la ficción y la subjetividad, se superponen sobre el espacio empírico referido. Managua y el DF, las ciudades materiales, recuperan narrativas, memorias, que han sido postergadas o invisibilizadas, memorias críticas que ejercen un acto simbólico de refundación bajo otras premisas y que

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anuncian la posibilidad de hacerlas nuevamente habitables. Este giro que se retrotrae al pasado con la idea de implantar bases para un futuro mejor aparece en Un sol expresado por Carlos del siguiente modo: “Creo que Octavio Paz tiene razón con su vieja y obsesiva idea del tiempo circular: La búsqueda de un futuro termina con la conquista de un pasado, un pasado reinventado” (21). El futuro, de esta manera, adquiere la forma de un pasado mejorado; más aún, como lo quiere Octavio Paz, “reinventado”, es decir, que volver atrás para recuperarlo en una de sus versiones es también un acto performativo, un ejercicio creativo de resignificación en vista de una transformación del presente. El poeta Carlos es, finalmente, atracado y asesinado por dos ladrones, esta es la imagen última que nos entrega Aguirre en su novela. El personaje idealista, un letrado desencantado, pareciera, así, estar destinado al fracaso, a morir en manos de ese monstruo que en otro momento supo darle reparo y razón de ser: la ciudad letrada. Pero, a pesar de su muerte, la literatura y los relatos triunfan, el documento de su periplo exploratorio por la ciudad es la misma novela de Aguirre. Allí, al igual que en “DF”, están contenidas narrativas contrahegemónicas, memorias liminares que, gracias a la literatura, ingresan en la arena de la lucha por la significación del pasado. Un pasado que reclama un anclaje espacial para convertirse en asible. Memoria y narrativa confluyen, así, para crear espacios representacionales disidentes: “Y es que, como él decía [don Evenor], la memoria, la historia, los recuerdos, son personas, sitios, referencias. Nada puede desarrollarse normalmente en el vacío” (Aguirre 1998: 58). Recuperar la memoria es, pues, también recuperar el espacio. Carlos muere, al igual que Juan Manuel Barrientos, de Y retiemble en sus centros la tierra, y, en otro contexto, Arturo Cova, de La vorágine, “en manos del espacio”.22 Sin embargo, la literatura triunfa, y esto lo saben tanto él como la narradora de “DF”, lo saben del mismo modo que lo sabe el narrador de Calducho cuando recuerda a Pedro Prado y su Alsino. 22. La muerte de Carlos en cierta medida recuerda a otra escena emblemática creada por la literatura contemporánea. En “El gaucho insufrible” (2003), de Roberto Bolaño, un personaje escritor es atacado con un cuchillo en la calle por Pereda, quien llega desde el campo a la ciudad de Buenos Aires. Una lectura que pone el acento en los significados de la espacialidad en este relato puede encontrarse en Nitrihual Valdebenito 2008.

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Así, en ambos textos las huellas que ha dejado la literatura sobre el espacio van a ser explícitamente evocadas, pues la ciudad para los narradores es también aquella que ha sido escrita y, en consecuencia, también la que se está construyendo en los mismos textos. En “DF” la narradora recorre sus recuerdos y entre ellos emergen imágenes producidas por la literatura, como cuando dice: “Pienso en un cuento de José Emilio Pacheco, en la ciudad subterránea, en esa entraña cenagosa del centro de la ciudad” (55). Esta reflexión metaliteraria, que instala a la literatura en un lugar de producción de significados subcutáneos en relación con el espacio empírico, conduce a afirmar que el texto de Lavín, en su momento, podrá ser potencialmente recordado como nutriente simbólico del espacio del DF. Más contundente en el procedimiento es Aguirre, quien elabora un texto altamente invadido por voces de escritores, poetas y periodistas. Voy a volver sobre el punto en el próximo apartado, acá me interesa poner de relieve la insistencia con la que aparece recuperado Juan Aburto, uno de los pioneros de la literatura urbana nicaragüense. Desde las primeras páginas la presencia de este escritor acompaña al personaje principal: “El recuerdo obsesivo de los cuentos urbanos de don Juan Aburto y los ruidos del crepúsculo empezaron a dispersar los pensamientos de Carlitos, apartándolo a ratos de la conversación” (43), pero lo destacable es cómo sus narraciones han moldeado, “interfieren”, la representación del espacio que posee el personaje. Esa ciudad que cree conocer Carlos es, como la de “DF”, una en la que se entretejen recuerdos personales, recuerdos colectivos y el archivo literario con los cuentos de Aburto en primer plano. Carlos sale momentáneamente de un bar y allí descubre que en la calle seguían invariables el chismorreo de los vecinos, los juegos de los niños y los estertores agónicos, imperceptibles del crepúsculo. Sí, todo aquello era humeante, azul y melancólico, exactamente igual a como lo había descrito don Juan en sus narraciones. Y pensar que nunca quisimos creerle. Siempre imaginamos calles distintas a estas, tal vez muy parecidas a las de Santiago o Buenos Aires, ya no digamos de París o Nueva York, para ambientar nuestros cuentos y novelas pendientes de escribir (217).

Carlos muere, sí, pero su historia, que, finalmente, es la novela de Aguirre, pasará a engordar el archivo de representaciones que llenan la

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materialidad urbana de Managua de vida e imaginación. Si el “DF” y Managua, las ciudades empíricas, han sido castigadas en los últimos años y convertidas en espacios ominosos, el desaliento no tiene por qué imponerse, ya que —y esta es la propuesta de los relatos aquí estudiados— aún contamos con la ficción para (re)construirlas como escenarios de humanidad y convivencia. Vale subrayar, para cerrar, que no se trata aquí de juzgar el despliegue emotivo y la eventual creencia contenida en textos nostálgicos de que “todo pasado fue mejor”, sino que lo que interesa es evaluar cómo la literatura activa estrategias, en este caso mediante una reapropiación de la tradición que se remonta a La recherche, con el fin de intervenir simbólicamente el espacio urbano contemporáneo del momento de la enunciación. Hablamos de procedimientos objetivos, de estrategias, que, en su articulación, no pueden de ningún modo ser sometidas a juicios de valor. Creo, además, que el registro nostálgico que por momentos puede emerger solo desempeña un papel decorativo destinado a reforzar la línea argumental, antes que ello es interesante dirigir la mirada a la intención performativa que estos textos poseen, a la voluntad disimulada de crear espacio bajo otros principios diferentes a los dominantes en el contexto de producción.

5.3.3 Intertextualidades He introducido arriba la idea de que Un sol, presentada en la contraportada como una “experiencia novelística”, por momentos se desplaza hacia el ensayo sociológico o etnográfico. Efectivamente, gran parte de los desarrollos articulados por las diferentes voces que participan de la narración se presentan como hipótesis acerca de la/s identidad/es managua/s y su/s descomposición/es. Indagar en el pasado de la ciudad va a convertirse, así, en un procedimiento para intentar revelar las causas del deterioro humano y material de la ciudad. Pero no solo este registro se halla presente en la novela de Aguirre, en realidad, hablar de Un sol es hablar —como ya he adelantado— de un complejo mosaico narrativo donde múltiples textos y géneros se superponen y entrecruzan sin que ninguno se imponga como autoridad incuestionable.

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La remisión explícita a las imágenes construidas por Juan Aburto en su emergente narrativa urbana es, asimismo, solo una dimensión del vasto despliegue polifónico. No es mi objetivo aquí proponer un examen en extenso de este aspecto de Un sol, el cual ciertamente merecería un estudio aparte; me interesa, por el contrario, dejar constancia de estos procedimientos que, al igual que sucede con “Veteranos del pánico” o Calducho, conducen a repensar moldes genéricos canónicos o aplicados —como ocurre en los respectivos paratextos— a los textos en cuestión sin mayores consideraciones. Junto al registro etnográfico y a las derivas más estrictamente ficcionales, en Un sol va a tener espacio el discurso periodístico; la prensa escrita no solo va a ingresar en la novela mediante la inclusión de notas, editoriales y artículos recuperados de un presunto archivo, sino que también va a ser objeto permanente de reflexión. Esto ocurre, por ejemplo, en torno a la figura y el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro, quien es recordado como un periodista modelo tanto en los debates que llevan a cabo los personajes como en las notas de prensa rescatadas por Carlos (cfr. 171-179). También destacable es la recurrencia con que aparecen invocados escritores y poetas, y, con ello, sus mismos textos, tanto parafraseados como citados en extenso como aportes al caudal de voces orientado a (re)construir simbólicamente Managua. Un texto de Sergio Ramírez, “publicado en el semanario Tiempo”, recuerda así los orígenes de Managua: “Una olvidada aldea de pescadores, de ranchos de paja y pocas casas de adobe, convertida en capital a mediados del siglo xix” (51). Ernesto Cardenal es invocado con su poema “Oráculo sobre Managua” y Rubén Darío, con “Réquiem para una ciudad muerta” (49-50). Y de Julio Valle Castillo, quien ingresa como personaje, un texto visita el pasado de Managua con la siguiente introducción: “Nostalgia, nostalgias de Managua, de la vieja Managua. [...] De verdad que el baldío que es Managua causa nostalgia. El cadáver de una ciudad que se descompone junto a su fosa abierta” (255). Cartas, como la enviada por Guillermo Rothschuh a Danilo, el padre de Carlos (185-190), declaraciones, testimonios como el de Evenor Salinas cuando evoca el terremoto del 31 (53), crónicas, etc., además de los componentes arriba señalados, confluyen —todo destacado

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mediante diferentes tipografías, comillas, encabezados y subtítulos— en el texto firmado por Aguirre para dar lugar a un entramado intertextual23 que se resiste, decididamente, a las calificaciones genéricas habituales. De este modo y finalmente, la ciudad de Managua también es construida en su pasado mediante la pronunciación democrática y dialéctica —convocada por el ejercicio literario— de diferentes agentes, tanto “reales” como ficcionales. En lo que atañe a “DF”, el texto de Lavín, difícilmente pueda afirmarse, al menos con la misma contundencia, lo mismo que de Un sol, se trata de un texto breve y deliberadamente menos orientado al experimento formal. Sin embargo, a su escala, también pone en tela de juicio calificaciones genéricas. Ya he comentado la filiación de Lavín con la novela histórica: con este trasfondo, escribe un texto enunciado desde un narrador homodiegético que, sin moverse del espacio privado, sin abandonar la cocina en la que lava los platos, emprende un viaje a diferentes momentos históricos de la ciudad de México. Así, va (re)construyendo escenarios tanto guardados en la memoria personal, a la manera de recuerdos de infancia, como otros que pertenecen a memorias colectivas conservadas 23. Al margen de debates y enriquecimientos desarrollados en paralelo y a posteriori, el concepto de intertextualidad presenta una frondosa genealogía en la que destacan tres grandes instancias: introducido en su momento por Mijail Bajtin, fue recuperado y revisado para Occidente por Julia Kristeva y profundizado por Gérard Genette. Desde ya que el objetivo de este apartado no es revisar la categoría en su dimensión teórica, pero, dada la vasta propagación y evolución del término, conviene aclarar que por intertextualidad aquí se entiende simplemente la convivencia de dos o más textos en una misma unidad textual, de tal manera que la identidad y autonomía de esta última no puede menos que ser objeto de interrogación. Esta caracterización —deliberadamente “débil”— podría, para los fines de este estudio, ser precisada siguiendo consignas de Genette, quien propuso sustituir el concepto paraguas en cuestión por el de transtextualidad (1989 [1962]: 9). Bajo este rubro, a su vez, habría que diferenciar, dejando de lado otras relaciones textuales, entre intertextualidad e hipertextualidad. Si el primer término se refiere a inserciones textuales destacadas como “ajenas”, comúnmente marcadas por comillas aunque a veces también disimuladas (1989: 10), el segundo supone un grado mayor de borramiento del hipotexto o texto de primer grado, es decir, que el hipertexto que lo contiene lo “evoca más o menos explícitamente, sin necesariamente hablar de él y citarlo” (1989: 14). Sin establecer mayores precisiones, en mis desarrollos prefiero referirme a intertextualidad de un modo que cubre estas dos ramificaciones establecidas por Genette.

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en la tradición oral y/o en la escrita. Se trata de memorias contrahegemónicas narradas desde los márgenes de la historia: mitos cosmogónicos, relatos fundacionales, como el que remite al origen de Tenochtitlán, o reescrituras que abogan por la hipótesis de una destrucción por parte de los españoles de lo que en su momento pretendió ser un espacio idílico de encuentro entre el ser humano y la naturaleza. De este modo, en el sustrato que nutre la línea argumentativa de “DF” es posible rastrear discursos y voces que se integran a la voz narrativa principal, es decir, que no aparecen diferenciadas por comillas o tipografías alternativas,24 para transformarla en una voz coral, invadida de préstamos tomados de representaciones no occidentales. También así, finalmente, gana forma un texto polifónico resistente a las clasificaciones en términos genéricos, un texto elaborado en el cruce de la autobiografía, el cuento, la revisión histórica y el panfleto ambientalista.

5.4 Síntesis y coda. Usos de la memoria: (también) reinventar la ciudad “—Volver a la vida una ciudad destruida... ¿cómo? —Hurgando, tal vez, en el baúl de los abuelos” (157).

Este diálogo extraído de Un sol sobre Managua condensa y resume en una imagen las operaciones literarias estudiadas en este capítulo, pues en ellas se trata siempre de reexaminar el pasado con el fin de recrear el presente de ciudades percibidas como decadentes. Sin duda —como he tratado de demostrar—, esta operación genérica puede, a su vez, ramificarse en subcategorías donde, por ejemplo, la memoria individual —como en el caso de “Veteranos del pánico” y Calducho— cobra protagonismo o, al revés, la memoria colectiva —como en “DF en un abrir y cerrar de agua” y Un sol sobre Managua— se ubica en el centro. Vale decir, sin embargo, que en “el baúl de los abuelos” no siempre resulta simple distinguir qué pertenece al archivo más privado del sujeto que 24. En los términos más restringidos de Genette habría que hablar aquí de un fenómeno de hipertextualidad.

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lo explora del que es propio del grupo en el que él se inserta, pues memoria individual y memoria colectiva, finalmente, tienden a confluir y superponerse para dar lugar a una versión siempre parcial del pasado que solo puede ser organizada y comunicada mediante el relato y, en vista de nuestro objeto, particularmente del relato literario. Como he intentado destacar, no resultaría interesante acá poner en tela de juicio una representación del mundo que supone que el pasado por alguna razón fue mejor que el presente, sino examinar cómo se despliegan estrategias literarias para, en este caso mediante una apelación al recuerdo real o imaginario, hacer un aporte en la lucha por significar espacios urbanos que se encuentran en transformación, es decir, para contribuir a la producción de espacios representacionales con el fin de producir espacio social alternativo. Desde este punto de vista, han sido estudiados cuatro textos que ponen claramente en escena viajes mentales sobre un eje paradigmático a partir de un anclaje espacial construido referencialmente como existente (también) en el exterior de los textos. Escenarios urbanos potencialmente conocidos o conocibles empíricamente por los lectores son, así, reexaminados a la luz de un recorrido temporal hacia el pasado, conducido por la memoria de los protagonistas. Como ha anotado Villarruel Oviedo, “la entrada obligatoria para hablar de literatura y memoria se da desde los textos de Marcel Proust, en su Recherche” (2011: 62). Esta afirmación, que —como dejé registrado— por momentos incluso aparece inscripta en el cuerpo textual estudiado, merece, sin embargo, algunas observaciones. Si este par, literatura/memoria, era en Proust el centro neurálgico sobre el que se monta el vasto despliegue narrativo de À la recherche du temps perdu, en los textos que hemos analizado se observa un interés extra, marcado normalmente desde los títulos, que orienta explícitamente la atención hacia el espacio urbano: “la calle Ahumada”, “Managua” o “DF”. La tradición representada ejemplarmente por Proust se va a ver, así, desplazada hacia un objeto de interés particular que en el contexto de enunciación ha devenido, acaso temporalmente, problemático.25 En 25. Un antecedente para esta operación de cruce entre memoria y espacio urbano podría ser sin duda identificado también en Benjamin, ante todo en su Berliner Chronik (1991 [1985]) y en Berliner Kindheit um 1900 (1991 [1950]), pero su

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este sentido, resulta perfectamente viable hablar de un “uso” de la tradición proustiana en función del espacio urbano. Si —como se asume en este trabajo— las ciudades latinoamericanas desde los años 90 han ingresado en una fase de mutación acelerada, guiada por dinámicas del orden global, los textos examinados en este capítulo recuperan dicho repertorio de recursos literarios con el fin de abordar crítica y creativamente tales procesos de cambio. En esto, vale agregar, también la tradición se va a ver modificada, de tal suerte que es recreada de acuerdo con fines históricos y locales específicos. Aquí, también por razones prácticas, me he ocupado exclusivamente de cuatro textos; sin embargo, muchos otros podrían ser agregados a esta serie que en la actualidad latinoamericana se apropia de La recherche para intervenir simbólicamente el espacio urbano. Gran parte de la producción del Fernando Vallejo, con su reconstrucción nostálgica de Envigado o Sabaneta en primer plano, podría ser ubicada en este corpus, lo mismo que algunas novelas de la chilena Guadalupe Santa Cruz, o El vuelo de la paloma (1992) (cfr., por ejemplo, Figueroa Sánchez 1996) y La ceiba de la memoria (2007), de Roberto Burgos Cantor, donde la memoria se proyecta hacia el pasado para construir una ciudad de Cartagena de origen netamente africano. También Las memorias del Baruni (infancia y amores de juventud) (2009) y El basurario del Baruni (la calle, el cine y otras geografías) de las memorias del Baruni (2012), del chileno José Leandro Urbina, ingresarían decididamente en la serie. En el último título, por ejemplo, ya el prólogo anuncia que “los relatos no proveen unidad dramática, son la memoria de lo que el gordo creyó que era su barrio. Aquí manda el espacio y un grupo de personajes que entra y sale del escenario conformado por numerosas calles del barrio Independencia [de Santiago]” (2012: 8). Pero, al recurrir a la memoria para (re)construir espacio social, estos textos abren una disyuntiva, pues ese dominio público, el espacio urbano, se va ver enunciado, principalmente, desde una perspectiva

difusión menos ágil que la de Proust, al menos en lo que respecta a tales textos, habría dificultado su ingreso, ya sea implícita o explícitamente, como texto de primer grado en las fuentes acá abordadas. Para un estudio de los textos de Benjamin bajo esta óptica, véase el apartado 3.2 en Neumeyer 1999.

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subjetiva. Aunque sea cuando, implícita o explícitamente, se rescata el archivo periodístico o historiográfico —como sucede en algunos textos—, ese material “documental” es siempre seleccionado y organizado desde una conciencia individual guiada por necesidades específicas. De este modo, el corpus en cuestión adquiere complejidades y asume desafíos que, a su manera, superan la propuesta proustiana. Me interesa, en este punto, retomar y destacar dos aspectos. El primero. La triangulación espacio/memoria/narración suele incluir —como muestran los textos y argumenta Halbwachs— una pregunta identitaria.26 El espacio recuperado y recreado por la memoria aparece, así, presentado como fundamento material no solo para la identidad de los personajes que ejercen la rememoración, sino también para la del colectivo que los rodea y, por extensión, la del que puede ser reconstruido en el dominio extratextual asociado. En este sentido, el retorno al pasado es un modo de crear pilares de apoyo para identidades en recomposión, identidades que en el presente se han debilitado o han ingresado en una fase de vacilación. Leonor Arfuch afirma que “el contar una (la propia) historia no será entonces simplemente un intento de atrapar la referencialidad de algo ‘sucedido’, acuñado como huella en la memoria, sino que es constitutivo de la dinámica misma de la identidad: es siempre a partir de un ‘ahora’ que cobra sentido un pasado” (2002: 25), de tal suerte que las narraciones estudiadas son también modos de crear parámetros identitarios para el presente de enunciación. Parámetros que, aunque llevan la marca subjetiva del yo que los enuncia, se proyectan hacia la recepción como mecanismos para crear comunidad en torno a un espacio designado como propio por herencia. Así, en estas narraciones la memoria, que en principio podría ser reconocida como individual, se colectiviza mediante el ejercicio literario, se propaga hacia el exterior en miras de crear sentido de pertenencia. Se trata, como señala Jelin, de que “la experiencia y la 26. Los argumentos en esta dirección fueron expuestos en los apartados de análisis. Para reforzarlos, junto al Boedo de Casas o la Managua de Aguirre, también se puede recuperar el siguiente pasaje de Lavín: “Lo único que sé es que esta ciudad mía por más de medio siglo, que a veces me irrita y que está incrustada en la genética de mi memoria, que es referencia y distancia, no me para de sorprender” (2011: 62).

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memoria individuales no existen en sí, sino que se manifiestan y se tornan colectivas en el acto de compartir. O sea, la experiencia individual construye comunidad en el acto narrativo compartido, en el narrar y el escuchar” (2002: 37). El barrio, de este modo, en tanto territorio a mitad de camino entre lo privado y lo público (cfr. De Certeau 1999 [1994]: 5-12) y como esa zona de la ciudad susceptible de ser apropiada desde la intimidad, va a desempeñar una función clave en las narraciones que nos interesan.27 A diferencia de los espacios representativos del orden global emergente, el barrio —como claramente sucede en la narrativa de Casas, aunque no solo en ella— posee huellas de la historia personal a partir de las cuales el espacio puede ser recuperado y convertido en aglutinador identitario.28 Así, como Rolle escribe en referencia a Casas, en estas narraciones con frecuencia el barrio se convierte en una construcción concreta y simbólica del espacio, el constructo de una colectividad identificada con ese espacio al que la tradición puebla de significado y que se vuelve al mismo tiempo principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa, tal como lo define Augé al contrastarlo con el espacio de no lugar que no crea identidad singular ni relación, sino soledad y similitud (2009: 5).

Junto a esta función del orden de lo simbólico, es decir, junto a esta posibilidad de crear espacios disidentes en relación con los representativos del orden global, quiero subrayar un segundo aspecto de esta narrativa más estrictamente textual. Como he expuesto, estos textos implican interesantes desafíos para la taxología de los géneros literarios. El hecho de que temáticamente oscilen entre el dominio público y el individual, que narren el yo y al mismo tiempo el espacio colectivo, va a conducir hacia vacilaciones 27. Para un estudio del caso argentino, véase Locane 2013. 28. También Appadurai ve en el espacio barrio un elemento estratégico, y siempre en tensión con otras formas espacioculturales, para la producción de significados locales compartidos: “The production of neighborhoods is always historically grounded and thus contextual. That is, neighborhoods are what they are because they are opposed to something else and derive from other, already produced neighborhoods [...]. [T]he production of a neighborhood is inherently an exercise of power over some sort of hostile or recalcitrant environment” (1996: 182-183, 184).

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genéricas. Como señala Genette, “el texto en sí mismo no está obligado a conocer, y mucho menos a declarar, su cualidad genérica” (1989 [1962]: 13); sin embargo, los paratextos con frecuencia orientan la lectura en una u otra dirección: Calducho, por ejemplo, es presentado como “novela” y “DF en un abrir y cerrar de agua”, como “relato”. Aun así, como lectores, podemos descreer de esas “instrucciones” de lectura y crear nuestras propias hipótesis. En el caso que nos ocupa, se observa una superposición de lo ficcional, lo documental y lo autobiográfico: fotos y referencias históricas documentadas ponen en cuestión el carácter ficcional de los textos; pero, al mismo tiempo, los procedimientos literarios, las técnicas de modalización, los recortes y las marcas paratextuales proponen que esas “evidencias de realidad” han sido deliberadamente intervenidas. Puesto que en todos los casos, sin embargo, el espacio urbano aparece examinado con detenimiento y ubicado en primer plano, lo que intento postular es que se trata de textos que absorben géneros —como las memorias, la autobiografía o la novela, pero también el discurso periodístico o historiográfico y el ensayo etnográfico— y los ponen a orbitar en función de esa necesidad histórica prioritaria que no es otra que la de crear significados en torno al espacio local urbano, es decir, espacios representacionales. Lo hacen, además, sin alardes, en un registro que por eso ha pasado mayormente desapercibido para la crítica académica, frente a usos oportunistas y “abusos” de la memoria que aún hoy no dejan de engordar catálogos editoriales con relatos de dictaduras que muchas veces no hacen más que neutralizar la reflexión en torno al pasado. Y, si esto es así, de ningún modo habría que asignarles un carácter pasivo o mimético: muy al contrario, estos relatos abandonan con decisión el afán reproductivo de la literatura realista29 con la intención de crear críticamente, gracias a las licencias del componente ficcional, modos alternativos de articulación espacial donde la convivencia se

29. Sobre Fabián Casas, Carolina Rolle escribe que “Lo interesante en Casas no es aquello que podría acercarlo a la mera representación mimética o costumbrista en la que podría caer una crítica tradicional, sino en cómo ese espacio se transfigura, se reinventa” (Rolle 2011: 52).

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torne algo posible. Que los espacios recuperen memorias imaginadas o reales, siempre en cualquier caso a contracorriente de las representaciones hegemónicas de lo que deber ser considerado “moderno” y valioso, es un acto de refundación destinado a cambiar el presente. Si lo logran o no, es otra cuestión, pero lo cierto es que estos textos no se conforman con una ciudad dominada por la gran narrativa global que despoja a los habitantes de fórmulas vernáculas para la producción de sentidos de pertenencia. En cualquier caso, la exhumación de “capas de memoria” —como lo formularía Benjamin (1991 [1985]: 486-487)—, que de otro modo permanecerían sepultadas en el silencio, es un acto creativo, de modificación simbólica del espacio. Como señalan Michel De Certeau y Luce Giard, “por las historias, los lugares se tornan habitables. Habitar es narrativizar. [...] Hay que despertar a las historias que duermen en las calles y que yacen a veces en un simple nombre, replegadas en ese dedal como las sedas del hada” (1999 [1994]: 145). Estos textos, en efecto, relevan esas historias que duermen en las calles a la espera de acciones dispuestas a hacer de nuestras ciudades lugares más habitables.

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Desde la caída del Muro, el orden espacial que regía hasta el momento y que había promovido la acuñación de ciertas categorías analíticas se ha transformado. Los Estados-nación han cedido protagonismo, mientras que actores de influjo global lo han ganado. Desde entonces, entramos en una nueva fase de la globalización. Esto, sin embargo, no quiere decir que los desplazamientos de los Estados nacionales se hayan dado unidireccionalmente hacia territorios mayores que los comunican y confunden, sino que, junto a ese movimiento, también ha tenido lugar un repliegue hacia unidades menores. La ciudad, así, ha vuelto a cobrar relieve y dentro de ella, a su vez, sus compartimentaciones. Algunas de estas se han integrado a los flujos globales: configuran una nueva comunidad imaginada de alcance mundial e intercambian significados, personas y bienes materiales sin importar dónde se hallan ubicadas geográficamente; se trata de la ciudad global o de los flujos, y es la gran privilegiada del momento. Otras, que suelen abundar en lo que fueron las antiguas colonias, se muestran aferradas a un espacio material pauperizado y observan los avatares globales desde la pantalla del televisor o, con suerte, desde una ventana de Windows; la capacidad de movimiento en esta ciudad de los lugares es siempre limitada. Lo que ocurre es que la globalización integra todas las regiones del mundo a una economía orientada a una acumulación sin límites, pero esa integración se basa en el desequilibrio y en

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la extorsión de unas regiones por otras. Al interior de las propias ciudades globales se viven distintos ritmos y formas de inclusión-exclusión. En muchas regiones de América Latina, lo urbano no puede medirse únicamente en términos de modernidad, globalización, redes interconectadas; ya que supone una dialéctica permanente con lo que desde una lectura culturalista se ha asumido como su opuesto: lo no urbano, lo no moderno (Kingman Garcés 2009: 13).

Ambas ciudades, la integrada y la no integrada, así como sus subdominios, se miran con recelo, se temen y raramente interactúan si no es mediante expresiones de violencia. El campo, la selva y el desierto, por su parte, han quedado marcadamente postergados como espacios de producción de significados culturales, acaso porque lo que ahora debe ser racionalizado, es decir, sometido al logos occidental, son los espacios de la miseria que han invadido la ciudad. Si en su momento António Cândido (1972) examinó el regionalismo clásico, la narrativa de la tierra hasta Vargas Llosa y García Márquez, como expresión de un continente sometido a condiciones de dominio, su desdibujamiento y la reciente aparición de configuraciones espacioculturales urbanas en la literatura, que, como quiere Jean Franco (2002: 222), pueden ser leídas en término de un “costumbrismo of globalization”, dan cuenta de un reordenamiento poscolonial en el que las poblaciones excluidas, ahora de la modernidad global, lejos de haber desaparecido o hallarse asimiladas, se encuentran enraizadas en los subterritorios en sombras de los centros urbanos. Todos estos devenires impregnan la literatura latinoamericana contemporánea. Una mirada concentrada solo en la literatura que narra los tránsitos y flujos es por lo menos parcial, si no ideológica. La mirada. Porque la coyuntura histórica, efectivamente, ha favorecido la emergencia de textos tan valiosos y descentrados como Los detectives salvajes (1998), pero no solo ello. Al mismo tiempo, una producción que, muchas veces a pesar de su relevancia estética, cultural y/o política, se resiste a la puesta en circulación internacional —de Fogwill hasta el momento existe una única traducción al alemán; de Diamela Eltit, ninguna—, ha centrado su interés en las evoluciones locales y en los microterritorios. De esta zona de las ficciones literarias latinoamericanas he querido dejar constancia con este trabajo. Que ellas narren el lado menos “dinámico” de la actual globalización no

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implica de ningún modo que promuevan un retorno a los universos endogámicos o los villeríos pintorescos que supo explotar una zona del boom literario de los años 60 en un último coletazo de las novelas de la tierra. Pero con su intervención se oponen también a las gesticulaciones petardistas de grupos ansiosos por llenar los estantes de la “literatura mundial” con sus eventuales bestsellers de ocasión. A diferencia de las estéticas y discursos promocionados por el Crack o McOndo —fácilmente asimilables por una imaginación que cree ver en el “tercer espacio” una panacea para históricas contradicciones de la humanidad—, estas ficciones dan cuenta del lado “reprimido” de la globalización, de los impactos locales de las fuerzas globales y de las recomposiciones subjetivas que a nivel local tienen lugar después del debilitamiento de los relatos nacionales. Desde este punto de vista, este estudio ha querido ser un aporte para iluminar las dialécticas que se establecen entre ambos niveles y que la literatura absorbe y recrea, puesto que, como observa Bauman, “las ciudades se han convertido en el vertedero de problemas de origen mundial. Sus habitantes y quienes los representan suelen enfrentarse a una empresa imposible, se mire por donde se mire: la de encontrar soluciones locales a contradicciones globales” (2006: 23). Y, si de encontrar soluciones se trata, por supuesto que la ficción literaria no está en condiciones de darlas ni esa es su misión. No obstante, la que me ha ocupado es susceptible de ser insertada, siguiendo el modelo holístico de Lefebvre, con una función activa en un circuito de producción de espacio. Como lo ha formulado Eltit en la entrevista con Leonidas Morales con la que he cerrado el capítulo II, “en la medida que tú intentas reponer, restaurar, rehacer ciertos espacios, de manera gozosa o de manera híper dramática [...] tú puedes de alguna manera ampliar el concepto de ciudad”. De tal suerte que, al apelar a sus licencias creativas para modificar un espacio siempre nombrado de manera referencialista, reconocible en el dominio extratextual, estas narraciones se constituyen como actores con voluntad performativa. Buscan alterar las asociaciones simbólicas que los lectores poseen en relación con las ciudades o alguno de sus fragmentos y que no son menos “reales” que su dimensión empírica. Algunas por momentos adquieren, según la clasificación de Mahler, contornos más realistas,

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más alegóricos o más imaginarios. En cualquier caso, nunca pierden de vista el exterior al que apuntan deícticamente mediante la constitución referencial. Se trata de ficciones preocupadas por el presente de la ciudad latinoamericana porque allí se materializan las expresiones microbianas del poder global —muchas veces, como en Urbana, Angosta, Puerto Apache, Tikal futura o Un sol sobre Managua, incluso convierten en objeto literario las redes de especulación inmobiliaria internacional—, pero también conscientes de que la mediación de la lengua genera indefectiblemente distorsiones, reelaboraciones, sobresignificaciones, todos efectos que van a ser reempleados de manera creativa para intervenir la ciudad empírica, el dominio material que pareciera macizamente consolidado. Que pareciera, porque tanto Calvino como De Certeau, Huyssen o Lefebvre coinciden en que la dimensión imaginaria, la de los relatos y la ficción, no puede ni debe ser menospreciada como factor que permite alterar las percepciones del dominio concreto. En su urgencia por colaborar en la producción no material de espacio, por contribuir a la elaboración de espacios representacionales, estas literaturas absorben, y crean, géneros, recursos y tradiciones, ponen a orbitar el archivo de la literatura occidental en función de la preocupación histórica que las impulsa, y al mismo tiempo lo reinventan: 1. Crean cronotopos que, por supuesto, ya no son representativos del orden de la Edad Media europea, como el castillo de la novela gótica, o del ascenso de la burguesía, como el salón recibidor, pero tampoco de una “identidad” latinoamericana, como los pueblos polvorientos o los paisajes semirrurales, sino que anuncian la reconfiguración de la ciudad en términos de islas, de espacios autónomos, sin referentes mayores y recelosos entre sí. Algunos de estos cronotopos posnacionales son vindicados y reforzados, se presentan como modos alternativos de gestión del espacio; otros, son intervenidos críticamente o destruidos en un gesto de “revancha simbólica”. 2. Ponen a circular, por calles imposibles, empedernidos flâneurs “anacrónicos” que parodian al que conceptualizara Benjamin, pero que no dejan de reclamar un tipo de espacio más humano, más sano, más integrador, ya que su efectiva reaparición insiste en recuperar el espacio

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público, comunicar las heterogeneidades mediante el andar y el (des) aprendizaje, y eliminar las barreras que atraviesan la trama urbana. 3. Fundan ciudades textuales prospectivas —imaginaciones del futuro que se diferencian de las clásicas de Orwell o Huxley por su acentuado interés en la evolución urbana— que, en un llamado de atención dirigido al presente de enunciación, resaltan de manera hiperbólica las contradicciones espaciales, y, a su vez, en un gesto que trasciende la “denuncia” para pasar a la “acción”, las corrigen simbólicamente. 4. En un movimiento inverso, crean ciudades textuales de la memoria: a partir de un uso intensivo de À la recherche du temps perdu, incursionan en las capas de memoria, ya sea personal o social, alojadas en los territorios locales para devolverlas a la vida y negociar, así, imágenes alternativas o relatos disidentes necesarios para un presente tensionado por la inserción de la región en el nuevo régimen mundial. Estas ciudades textuales, territorios de la micropolítica, conviven en la literatura actual con grandes espacios de tránsito. Muchos de los personajes que las habitan, como los estudiantes de Fiorito con los que introduje este trabajo, poseen “residencia fija” porque, acaso a su pesar, no les queda otra opción. Ambas, tanto las literaturas “itinerantes” como las “sedentarias”, su sensible propagación, se han gestado en el mismo contexto: son productos de la actual fase de la globalización. Mientras que las primeras muchas veces —aunque no excluyentemente— coinciden en sus fórmulas y postulados con la particularidad local e ideológica dominante que concibe al mundo de hoy como una totalidad reconciliada, las segundas acentúan las asimetrías y las diferencias locales. Ambas, en cualquier caso, están disputando los significados del diseño global vigente. Considerarlas en su totalidad implica explorar, eventualmente, canteras editoriales con escasa visibilidad, en muchos casos inaccesibles en los centros mundiales de gestión cultural. Acceder a ellas y examinarlas es el desafío —si no la responsabilidad— de una crítica imparcial y —valga la redundancia— autocrítica, desmarcada de su locus de enunciación.

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Summary

As some academic critic points out, the city is in the center of attention in recent Latin American literature. This book digs into these arguments by focusing on the literature produced since 1990 and asks for the reasons why and the ways in which this occurs. With the support of a theoretical framework based on the category textual cities by Andreas Mahler (1999) and the explanatory model for the production of space designed by Henri Lefebvre (1991 [1974]) (Chapter I: Fundamentos), the answer to the first question – why – argues: Because the city is the current arena of micropolitics, it is the territory where the impact of globalization manifests itself and is confronted with local realities. Another reason is that the dichotomy that divided the Latin American territory in nature and city has lost its power for the literary imagination, since the city, now split into islands connected to global flows and a hinterland left to its fate, has absorbed the old antinomies. As to the second question – how – this study responds: By absorbing and reassigning the function of resources offered by the western literary tradition in order to deal critically and creatively with these spatial changes and to envision alternatives. New chronotopes emerge reporting on the reconfiguration of space and old identities (Chapter II: Cronotopos posnacionales); the flâneur reappears unexpectedly (Chapter III: Flânerie “anacrónica”); the prospective tradition nourishes extrapolated projections of the new urban order (Chapter IV: Ciudades textuales prospectivas); and finally, memory enquires into the past to

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restore dissident narratives and to refound the invisible city (Chapter V: Ciudades textuales de la memoria). In conclusion, it is argued that the literature that is based on these new forms and resources intervenes symbolically in the fight for the right to the city and negotiates the meanings of the current global design.

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Índice onomástico Aira, César 34, 72, 79, 169, 210 Amin, Samir 46, 52-53 Anderson, Benedict 54, 60 Anderson, Perry 47, 90 Appadurai, Arjun 16, 17, 33, 37-38, 45, 333 Arfuch, Leonor 332 Augé, Marc 31, 64, 87, 333 Bähr, Jürgen 30, 103 Bajtin, Mijail 40, 75, 76, 93-94, 104105, 140, 153, 328 Bal, Mieke 207 Bauman, Zygmunt 51, 53, 193, 196, 339 Benjamin, Walter 35, 163, 165-167, 170, 206, 207, 209, 237, 270, 282, 330-331, 335, 340 Bhabha, Homi 16, 45 Bolaño, Roberto 10, 13, 261, 324 Borges, Jorge Luis 16, 28, 266, 302 Borja, Jordi 19, 30, 52, 65, 239 Borsdorf, Axel 30 Buck-Morss, Susan 170, 207 Caldeira, Teresa 36, 53, 61-62, 154, 289 Calvino, Italo 71, 279, 286, 340 Campra, Rosalba 27 Cândido, António 338

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Carpentier, Alejo 28, 30, 59, 102 Castells, Manuel 19, 30, 52, 57, 65, 85, 239 Celorio, Gonzalo 25, 35, 80, 82, 94, 169, 194-196 Chejfec, Sergio 11, 79, 169, 208 Cornejo Polar, Antonio 20 Coronil, Fernando 44, 47, 50, 52 Davis, Mike 64 De Certeau, Michel 71, 190, 196, 198, 201, 208, 279, 286, 311, 333, 335, 340 De Mattos, Carlos 38, 65 Debord, Guy 209, 249-250 Didi-Huberman, Georges 282 Díez, Julián 224-225 Eagleton, Terry 17 Eltit, Diamela 82, 129-132, 134-135, 140, 146, 150, 155, 157, 338-339 Ette, Ottmar 32, 73 Ferrer, Aldo 44 Fogwill, Rodolfo 30, 82, 109-110, 112, 125, 130, 144, 147, 238, 338 Franco, Jean 34, 81, 108, 261, 338 Freud, Sigmund 179, 180 García Canclini, Néstor 61-62, 65, 108, 287

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Giraldo, Luz Mary 35, 270 Gleber, Anke 170 Halbwachs, Maurice 283-284, 288, 291, 299, 332 Hall, Stuart 46, 52-55 Hallet, Wolfgang 84, 86, 94, 105 Harvey, David 30, 48-49, 61, 64, 67, 70, 85, 87 Heffes, Gisela 32, 67, 205, 237 Horne, Luz 79-80 Huyssen, Andreas 47, 52, 61, 74, 81, 106, 340 Janoschka, Michael 30, 67, 101-103, 129, 210-211 Jeftanovic, Andrea 31, 36, 70, 163 Jelin, Elizabeth 281-282, 287-288, 312, 332 Kingman Garcés, Eduardo 237, 287, 338 Koolhaas, Rem 41, 161 Kurlat Ares, Silvia 221-222, 273-274 Lefebvre, Henri 13, 21, 28, 31, 40, 42, 61, 70, 74, 81, 83-94, 104-105, 138, 170, 184, 211, 223, 240, 265, 271, 287, 321, 339-340, 365 Lévi-Strauss, Claude 56 Ludmer, Josefina 29, 32, 39, 40, 79, 103, 106, 220, 286 Mahler, Andreas 21, 35, 70-71, 73, 76-80, 94, 109, 229, 285, 339, 365 Marcuse, Peter 30, 58 Merrifield, Andy 81, 86-87, 90 Mignolo, Walter 16-17 Mongin, Olivier 13, 33, 54, 106 Montaldo, Graciela 28 Morawski, Stefan 166, 171, 196, 199 Moreno, Fernando 219, 221, 224, 273 Neumann, Birgit 84, 86, 94, 105 Neumeyer, Harald 167-168, 207, 331

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Oeyen, Annelies 226-227 Oszlak, Oscar 61, 217 Pérgolis, Juan Carlos 30, 36-37, 58 Pratt, Mary Louise 261 Prévôt Schapira, Marie-France 58 Proust, Marcel 266, 285, 294-295, 309, 315-316, 330-332 Rama, Ángel 27, 59, 176, 199, 269 Ramírez, Blanca 58 Ramonet, Ignacio 46 Reati, Fernando 34, 64, 220-222, 227, 269, 272 Ricoeur, Paul 84, 281-283 Rivera, José Eustasio 151, 243 Romero, José Luis 27, 58-59, 62-64, 199 Santos, Milton 44, 46, 52, 60 Sarlo, Beatriz 44, 61, 99, 107, 155, 163, 168-169, 206, 208, 281, 286, 304 Sassen, Saskia 19, 57-59, 239 Sennett, Richard 184-185, 210-211, 249 Shaw, Donald 108 Sklair, Leslie 64 Soja, Edward 58, 85 Sommer, Doris 28 Sousa Santos, Boaventura de 46-47, 52 Spitta, Silvia 28, 81, 87 Steimberg, Alejo 221-224, 227, 272 Süssekind, Flora 32 Suvin, Darko 220, 222, 225, 271-275 Svampa, Maristella 10, 29-30, 68, 148, 289 Sztulwark, Pablo 211-212 Ta, Beatrix 39, 70, 72 Tester, Keith 166-167, 169, 209 Tiberghien, Gilles 170 Wallerstein, Immanuel 43, 60 Zimmerman, Marc 29, 39

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Miradas locales en tiempos globales Intervenciones literarias sobre la ciudad latinoamericana

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JORGE J. LOCANE es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor por la Freie Universität Berlin. Se desempeña como docente e investigador en la Universität zu Köln. Además de textos críticos, ha publicado libros de poesía. Es coeditor de la revista bilingüe alba. lateinamerika lesen.

JORGE J. LOCANE

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iradas locales en tiempos globales. Este libro se despega de los paradigmas analíticos que últimamente han puesto el foco en los espacios de tránsito y en los recientes reordenamientos transnacionales. Intenta, así, ofrecer un enfoque complementario concentrado en las configuraciones espacioculturales que han quedado arraigadas en las localidades urbanas de América Latina. Las escrituras aquí estudiadas (de Diamela Eltit a Gonzalo Celorio, de Germán Marín a Fogwill, de Fabián Casas a Fernando Vallejo) perturban fórmulas poscoloniales que han descuidado los lugares, que han priorizado el movimiento a gran escala y que, en casos, tienden a coincidir con un relato que ve en el mundo actual una totalidad integrada, soporte de una nueva comunidad imaginada. Las fuentes abordadas, por el contrario, se repliegan sobre escenarios altamente localizados para (re)crearlos mediante sus recursos y desde allí intervenir en la disputa por los significados de la actual fase de la globalización.

Miradas locales en tiempos globales

E S T U D I O S

JORGE J. LOCANE