Mijail Bajtín : la guerra de las culturas

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Mijail Bajtín : la guerra de las culturas

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Elsa Drucaroff

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MIJAIL BAJTÍN La guerra de las culturas

EDITORIAL ALMAGESTO Colección Perfiles

© Editorial Almagesto Rodríguez Peña 554, P.B., Dto. “A”, Buenos Aires Tel.-Fax: (01) 371-3523 Composición, arm ado y películas: EC EG raph, E sm eralda 625, 39 “G” Hecho el depósito que m arca la Ley 11.723. I.S.B.N.: 950-751-115-6

Para Iván Horoxvicz, ese otro que se me está haciendo adentro y hacia quien voy al encuentro.

NOTA PRELIMINAR

Un libro sobre Mijail Bajtín no puede negar la multiplicidad de miradas y voces ajenas que contribuyeron a que exista. Además de los autores y libros a los que en cada momento remitiré, quiero nombrar a quienes me ayudaron en esta tarea. Silvina Abelleyro, Marcelo Bello, Sandra Gasparini, Claudia Román, Silvio Santamarina y Julio Sclivartzman son mis compañeros del grupo de investigación del Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas (Filosofía y Letras, UBA), con quienes trabajo las producciones literarias de las décadas de democracia. Ellos me aportaron inquietudes, advertencias, ideas con que enfoqué este libro. Julio leyó y discutió conmigo, además, algunas de mis reflexiones teóricas. Ana María Barrenechea, directora del Instituto de Estudios Filológicos Amado Alonso (F.y L., UBA), me aportó con generosidad bibliografía que de otro modo no hubiera podido conocer. Debo a ella un conocimiento de la biografía y el entorno de Bajtín sin el cual este libro no hubiera sido posible. Elida Lois, docente e investigadora (F.yL., UBA), me mostró la biblio­ grafía que me permitió terminar de contextualizar las inquietudes de Bajtín en el pensamiento lingüístico de la Rusia de su tiempo. Isabel Vassallo, profesora de Teoría Literaria (INSP Joaquín V.González), me ayudó a elaborar la Teoría de la novela de Lukacs. Mis alumnos del INSP y mi adscripta Adriana Fernández, junto con mis alumnos privados, fueron oídos experimentales de muchas de las tesis que aquí se exponen y las enriquecieron con sus observaciones. Oscar Steimberg, profesor titular de Semiótica (UBA), leyó años atrás lo que integra, en este libro, un fragmento del capítulo 3 (y era parte, entonces, de una investigación). Sus observaciones me permitieron correcciones y elaboraciones posteriores.

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Enrique Pezzoni, mi maestro del INSP y mi titular de cátedra (UBA) durante 4 años, discutió conmigo embriones de estas tesis, además de des­ cubrirme la existencia de Mijail Bajtín. Su muerte no ha impedido que mi diálogo con él continúe en muchas observaciones de este libro. Alejandro Horowicz fue un interlocutor constante. Su concepción sobre la historia y el presente argentinos y mis investigaciones sobre la ideología y la literatura desde un marco semiótico se han cruzado muchas veces en una interacción de gran riqueza. Quiero expresarle aquí mi gratitud por ese diálogo entre pares, intelectual y amoroso. Tamara Horowicz es, con sus once años, la contribuyente seguramente más pequeña, aunque no por eso la menos significativa. Nuestra larga amistad me ha enseñado mucho sobre el encuentro con una otra, cuya mirada del mundo es básicamente diferente. Quiero agradecer además su amor y su aliento en momentos duros en los que escribir este libro me pareció una tarea imposible. Por último, algo obvio: las personas aquí nombradas quedan eximidas de todo cargo por mis opiniones y tesis, por las cuales respondo responsablemen­ te, como quería Bajtín.

UNA VIDA ATRAVESADA POR LA HISTORIA (Cronología personal y cronología histórica)

1895: Nace Mijail Mijailovich Bajtín el 16 de noviembre, en la ciudad de Orel, Rusia, en el seno de una familia aristocrática. Uno de sus cuatro hermanos, Nikolai, es un año mayor y mantendrá con él, durante su infancia y adolescencia, una relación de intenso intercambio afectivo e intelectual. 1905/1910: Su padre es transferido a Vilnius por razones de trabajo; se instala con toda su familia. En esta vieja ciudad de provincia, de gran mezcla étnica, lingüística y religiosa, Bajtín y Nikolai cursan sus estudios. Nikolai lidera un grupo de estudiantes adolescentes que en una primera etapa leen material socialista y marxista y en una segunda fuman hashish, discuten a Nietzsche, leen a Baudelaire y poesía simbolista. 1911: Su padre es transferido a Odessa, importante y cosmopolita puerto del Mar Negro, centro cultural judío y con fuerte contacto con las culturas occidentales. Allí completan ambos hermanos sus estudios secundarios. 1913: Mijail ingresa a la universidad local y Nikolai a la de San Petersburgo, ambos realizan estudios en cultura clásica. 1914: Estalla la Primera Guerra Mundial; Rusia combate junto a Francia y Gran Bretaña. En un arranque impulsivo, Nikolai abandona sus estudios y se alista en la caballería del zar. 1916: Rusia comienza a sufrir derrota tras derrota; la situación llegará, en 1917, a volverse insostenible: hambre en el frente, espías enemigos en el poder zarista, violencia contra las tropas (formadas por semi-siervos), deser­ tores a raudales. Un grupo de muy jóvenes investigadores en el área de la literatura, rebeldes a los enfoques literarios hegemónicos, comienza a hacer sentir

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sus ideas sobre el lenguaje poético. A principios del año siguiente fundarán la OPOIAZ (Sociedad de Estudio de la Lengua Poética), primer centro de ese movimiento teórico, el formalismo, sobre y contra el cual Bajtín armará una buena parte de sus reflexiones. 1917: Estalla la Revolución de Octubre, con el rol protagónico de Lenin, Trotzky y el partido bolchevique. Parte del ejército del zar se levanta en armas contra ella, formando el Ejército Blanco. Se le unen algunos oficiales aliados extranjeros que están en territorio ruso. Inglaterra y Francia invaden. Trotzky forma el Ejército Rojo. Comienza la Guerra Civil. Nikolai se alista en el Ejército Blanco. Mijail Bajtín está en el final de sus estudios de filología en la Universidad de Petrogrado. 1918: La Guerra Civil se desarrolla con absoluto furor. En el exterior se cree que la derrota bolchevique es inminente. Petrogrado, la capital del poder soviético, está amenazada. El Ejército Rojo combate simultáneamente en 14 frentes. Bajtín termina sus estudios y se traslada a la pequeña ciudad de Nevel, donde trabaja como maestro. 1918/1920: A causa de la guerra civil hay miseria y hambre en las ciudades, devastación y saqueo en el campo. La actividad industrial queda redu­ cida a la mitad de los valores de preguerra. La Revolución se defiende con creciente éxito militar, aunque el país está en estado de hecatombe. La polémica y la actividad político-cultural hierven como nunca: especialmente alrededor de la teoría literaria, discuten formalistas, partidarios del análisis sociológico marxista, escuelas estéticas dife­ rentes, etc. En Nevel, muchos intelectuales se han refugiado, como Bajtín, del hambre de Leningrado. Bajtín integra un grupo que discute filosofía, teología y teoría estética en general: el “seminario kantiano”; el grupo, organizado por Kagan ( 1889- 1937) —un discípulo del filósofo hebraísta Cohén y de Cassirer— participa en debates públicos y da conferencias. Allí conoce Bajtín al poeta y musicólogo Valerian Nikolaievich Voloshinov (1894 o 1895- 1936), al filósofo y especialista en literatura Lev Vasilievich Pumpianski ( 1891- 1940) y a la pianista M.B.Iudina ( 1899- 1970; será un mito de la intelligentsia rusa, no sólo por su capacidad como intérprete y su solvencia intelectual sino por su extraordinario coraje y su actividad política durante la época de Stalin), entre otros. En 1920 Bajtín se traslada a Vitebsk, donde continuarán las

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reuniones del Seminario Kantiano. 1921: El Ejército Rojo pone fin a la intervención extranjera y a la guerra civil. El agotamiento del país es total. Los campesinos se niegan a vender sus cosechas porque las ciudades no tienen productos industriales que les permitan mantener el itercambio. Una insurrección de marineros en Kronstand, puerto del Báltico, es reprimida. Lenin comprende que se debe terminar con la confiscación directa a los campesinos y que la demanda de comercio interno libre y el pago de un impuesto único en especie pondrá fin al descontento agrario. Comienza la nueva política económica (NEP), que va a restablecer de a poco el intercambio entre las ciudades y el campo, tras las desastrosas condiciones en que quedó el país luego de la Guerra Civil. Bajtín se casa con Elena Aleksandrovna Okolovich en Vitebsk. Se agrava su osteomielitis, que había empezado en su adolescencia y ahora se vuelve crónica. Nikolai, ya completamente desconectado de su hermano, deja Rusia y continúa su destino aventurero: se hará marinero en el Mediterráneo; combatirá en África junto con la Legión Extranjera. 1921/1924: Bajtín se reencuentra en Vitebsk con los amigos del “Seminario Kantiano” (excepto Kagan) y se rehace el círculo: ahora participan además, entre otros, el pintor Marc Chagall (1887-1985), quien parte de Rusia en 1922, y Pavel Nikolaievich Medvedev (1891-1938). Bajtín trabaja como profesor de literatura y estética. 1922: Se produce la marcha sobre Roma. Victoria fascista italiana. 1924: Muere Lenin. Los problemas internos en la dirección del Partido Bolchevique se agravan. Zinoviev, Kamenev y Stalin —que fraccionalmente controlaban el Polit Buró tras el retiro de Lenin por su enfer­ medad— cercan a Trotzky. La situación del comisario de Guerra es cada vez más conflictiva y la de Stalin cada vez más sólida. Comienza un lento proceso de represión política a debates y actividades creativas, que en los años siguientes no hará sino intensificarse. Trotzky es relevado de su cargo. La Internacional Comunista (Tercera Internacional) impulsa la insu­ rrección en Alemania, pero el levantamiento es derrotado. Pese al empeoramiento de las condiciones políticas, continúa la febril actividad cultural. Como ministro de cultura, Lunacharski está realizan­ do una gestión que impulsa la discusión democrática y plurivocal. Los formalistas manejan, en el Instituto Estatal para la Historia de las Artes,

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una División especializada en ciencias del lenguaje donde invitan a debatir y aun a enseñar a sus adversarios; producen intensamente textos teóricos.Pululan movimientos artísticos de vanguardia, organizaciones religiosas de izquierda o de derecha, se debate todo el tiempo problemas culturales y filosóficos. Bajtín se traslada a Petrogrado, aprovechando que le fue otorgada una pensión por su enfermedad. Allí reencuentra a casi todos sus amigos de Nevel y Vitebsk. Se forma una tercera versión del círculo, que incluye además intelectuales especialistas en nuevas áreas (biología e historia de las ciencias, lenguas y culturas orientales, etc.). En el grupo hay judíos, cristianos ortodoxos (como Bajtín) y judíos que se convier­ ten al cristianismo (como Iudina). Los problemas teológicos (y la relación entre el socialismo —observado con simpatía— y la religión) ocupan una buena parte de las discusiones. Bajtín escribe El problema del contenido, del material y de la forma en la creación artística verbal (publicado en 1974), trabajo donde refuta las posiciones teóricas de los formalistas, aunque reconociéndoles un valor particular. Su mujer y él sobreviven apenas con su magra pensión; Elena Aleksandrovna hace conservas caseras para vender, Bajtín da clases privadas y se alojan en casas de amigos. La osteomielitis atormenta a Bajtín, quien casi no sale de su casa. Sus amigos realizan una formidable actividad: muchos publican en diarios y revistas, participan en debates abiertos. Los temas: las relaciones entre lenguaje y sociedad, entre arte y sociedad, entre Dios y justicia humana, el lugar de la Iglesia Ortodoxa en la Revolución. 1926/1927: Antes del XIV Congreso del Partido Comunista Bolchevique, la alianza de Zinoviev, Kamenev y Stalin, se rompe. La vieja guardia que acompañó a Lenin en octubre se ha quebrado definitivamente. El enfrentamiento con Stalin es total. En el Congreso, Stalin obtiene por primera vez el control directo del partido. El antisemitismo se incorpora al arsenal de la lucha política oficiosamente. La revolución china es derrotada tras la masacre de Cantón. 1928: Trotzky y la oposición de izquierda son desterrados de Moscú. Continuando la polémica con el formalismo, aparece publicado, con el nombre de Medvedev, un libro que muchos atribuyen hoy a Bajtín: El método formal en los estudios literarios. Una introducción crítica a la poética sociológica. Para comprender la actitud del libro hacia el movi­ miento formalista, es significativo este respetuoso fragmento: “Cual­ quier ciencia joven —y la ciencia marxista de la literatura es muy

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joven— debe estimar mucho más a un buen adversario que a un aliado inepto.” 1929: Trotzky es expulsado de la Unión Soviética. Lunacharski es relevado de su puesto de Comisario de Cultura. Los formalistas son echados del Instituto para la Historia de las Artes. Aparece, firmado por Voloshinov, Marxismo y filosofía del lenguaje, otro de los libros que suelen hoy atribuirse a Bajtín. Crece la represión, esta vez contra los grupos religiosos, con quienes Bajtín mantenía relaciones de diálogo y debate. Como parte de un operativo contra ellos, Mijail es arrestado bajo los cargos de participar en organizaciones ortodoxas antisoviéticas y corromper a la juventud en las escasas charlas que da por los alrededores de la ciudad para obtener algo de dinero. A fin de ese año, es condenado a 5 años de campo de concentración en Solovki y se le prohibe ejercer la docencia. Se le conmuta la pena por su osteomielitis y se lo condena al exilio en Kustanai, una pequeña ciudad del Kazajstán, al SE de la Unión Soviética. Bajtín publica Problemas en la obra de Dostoievski. El libro aparece cuando él ya está bajo arresto y tiene por ende muy poca repercusión, aunque Lunacharski escribe una bibliográfica laudatoria. En Occidente comienza, con el jueves negro de Wall Strett, una depresión economica que afectará el mercado mundial hasta la finali­ zación de la segunda guerra mundial. 1930: Se prohíben las actividades del formalismo. Comienzan la dispersión (primero hacia Praga, luego a Occidente) o el silencio teórico de sus seguidores. Nikolai descubre por casualidad la edición rusa del libro de su hermano sobre Dostoievski en una “librería de viejo” de París. 1932: Se forma la Unión de Escritores para todo el estado soviético y no se admiten otras organizaciones. Nikolai Bajtín está en Cambridge completando sus estudios clásicos. Su interés en la filosofía y la teoría del lenguaje es creciente. Se conecta allí con intelectuales de izquierda; decide vivir en la zona obrera de la ciudad. 1933: Adolf Hitler asume el poder en Alemania, tras ganar las elecciones. Socialistas y comunistas hubieran podido formar gobierno, pero la política de la Tercera Internacional, orientada por Stalin, lo impide. 1934: En el Primer Congreso de Escritores, convocado por la única Unión de Escritores, se plantea la necesidad de homogeneizar la producción

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estética del país y la validez de un solo método de creación literaria: el “realismo socialista”. El género mostrado como modelo por excelen­ cia es la novela. Lukacs por un lado, Gorki por el otro, apoyan este canon estético. 1935: 40.000 oficiales del Ejército Rojo son masacrados bajo la acusación de simpatía por . el Trotzkysmo. El Estado Mayor queda prácticamente desmantelado. La flor y nata de la oficialidad, formada bajo las condiciones de la guerra civil, es pasada por las armas. 1930/1936: Bajtín y su mujer están en Kustanai, donde trabajan en tareas contables o de comercio para sobrevivir. Allí, son testigos de los intentos gubernamentales de implantar compulsivamente el trabajo colectivo del campo, de los gravísimos fracasos de esa política y de la resistencia de los kazajs frente al avasallamiento cultural. Como parte de su trabajo contable, Bajtín entrena kazajs y campesinos pobres en la teneduría de libros. Mientras tanto, escribe La palabra en la novela, publicada en 1975. 1936: Comienza el período de mayor represión: los Juicios de Moscú. Acusados de ser agentes de la Gestapo, son ajusticiados Zinoviev y Kamenev. Con la ayuda de Medvedev, que está en muy buena situación con el régimen, Bajün (que ha cumplido su condena) es nombrado docente en el recientemente creado Instituto Pedagógico de Mordovia, de Saransk. Voloshinov muere de tuberculosis. Nikolai Bajtín continúa su carrera académica como docente en el Departamento de Clásicas de la Universidad de Southampton. Desde 1926 no tiene noticias de su familia rusa. Se inicia la Guerra Civil Española. 1937: Muchos miembros del plantel docente del Instituto de Saransk son purgados, aparentemente Bajtín también se encuentra en problemas, aunque menores, ya que sale intocado. Para evitar llamar la atención en un sitio conflictivo, renuncia a su puesto y finalmente se refugia con su mujer en Kustanai, donde el matrimonio decide trasladarse a Savelovo, un pequeño pueblo de los alrededores de Moscú donde parece posible pasar inadvertido. 1937/1938: Bajtín está en Savelovo. No tiene ningún trabajo estable, igual que tantos exiliados políticos. Durante e^os años, el matrimonio se mantiene penosamente gracias al dinero que juntan sus amigos cuando pueden y a la férrea administración de Elena Aleksandrovna, su mujer. Mientras

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tanto, Bajtín termina La novela de educación y su significación en la historia del realismoypublicada en 1979. Trabaja en el ensayo Formas del tiempo y del cronotopo en la novela, parcialmente publicado en 1974. 1938: La vieja guardia bolchevique es acusada de complicidad contrarevolucionaria con Hitler y el mikado japonés. Bajo tortura física y psicológica se arrancan “confesiones” que alcanzan como única prueba, donde las víctimas aceptan inverosímiles acusaciones y a partir de las cuales son condenadas a muerte. Aun Bujarin es fusilado, a pesar de haberse negado a admitir su responsabilidad moral. Medvedev cae en desgracia: es arrestado y —se supo años más tarde— ultimado de inmediato. La mayor parte de los miembros del antiguo círculo mueren prematuramente. Algunos son arrestados y fallecen en campos de concentración, otros sobreviven a su reclusión, pocos — como Iudina— no sufren problemas verdaderamente graves. Pumpianski morirá de cáncer dos años más tarde. Kagan ha muerto un año antes por problemas cardíacos, intensificados por su constante terror a ser arrestado. En cuanto a Bajtín, su osteomielitis crónica empeora al punto en que se le amputa una pierna. 1939: El clima político mejora en provincias y la represión afloja. Gradual­ mente, comienza un tiempo más liberal para la intelligentzia. Estalla la Segunda Guerra Mundial. Molotov y Ribentrop, ministros de relaciones exteriores de Stalin y Hitler, firman el célebre acuerdo que lleva sus nombres. El pacto les permite dividirse Polonia y deja a Hitler las manos libres para invadir Francia, sin que Alemania deba combatir en dos frentes como en la Primera Guerra Mundial. Bajtín empieza a ser invitado —pese a sus antecedentes— a realizar algunas disertaciones en instituciones oficiales del pueblo en el que habita. Recibe una paga por estas actividades ocasionales. Thomson le consigue a Nikolai un puesto en la Universidad de Birmingham. Nikolai ingresa en ese año o los siguientes al Partido Comunista. Poco después se enterará del arresto de Mijail en el 29 y creerá que ha muerto durante las purgas. La revolución española es derrotada. La república ha dejado de existir. 1940/1941: Bajtín continúa incrementando su tímida actividad académica. Pronuncia conferencias y establece contactos con el Instituto Gorki de Literatura Universal, de Moscú, que debe renunciar a su intención de darle trabajo por sus antecedentes políticos. Intentando obtener un título

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de postgrado en el Instituto, escribe una disertación doctoral—Rabelais en la historia del realismo— que sólo podrá publicar, retrabajada, en 1965, bajo el título El contexto de Frangois Rabelais y la cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Escribe también De la prehistoria del discurso novelesco (publicado en 1975), Épica y novela (publicado en 1970) y Sobre los fundamentos filosóficos de las ciencias humanas (publicado parcialmente en 1974). Hitler invade la Unión Soviética ante la mirada atónita de Stalin; los varones sanos van al frente; Bajtín es eximido. Ante la necesidad de cubrir puestos, el régimen se vuelve más flexible para contratar antiguos exiliados políticos. Se nombra a Bajtín profesor de alemán en una escuela de Savelovo. El avance alemán resulta irresistible. 1940: León Trotzky es asesinado en Coyoacán por un esbirro de Stalin. 1942/1945: La situación militar comienza a modificarse. Primero se ralenta el avance y los alemanes son definitivamente detenidos en las afueras de Moscú. Bajtín enseña además ruso en la misma escuela. Continúa dando ocasionales conferencias a pedido de instituciones locales. 1945: Su trabajo durante la Guerra le ha permitido a Bajtín comenzar a “blanquear” su pasado. Se traslada a Saransk, para reasumir su puesto en el Instituto Pedagógico de Mordovia, donde es elevado al rango de jefe del Departamento de Literatura General. Realiza los preparativos necesarios para defender su tesis doctoral sobre Rabelais en el Instituto Gorki. La URSS derrota al nazismo y el Ejército Rojo ingresa a Berlín. 1946: La política de la Guerra Fría genera una fuerte represión en la Unión Soviética. El antisemitismo, el chauvinismo ruso, la moral sexual y familiar victorianas, son arsenal ideológico decisivo del régimen; en el área cultural, comienza una nueva era negra; se vuelve a demandar oficialmente estricta adhesión a la estética del realismo socialista y se condena por “primitivista” la defensa de las formas folklóricas po­ pulares de críticos anteriores como Gorki. La tesis de Bajtín sobre Rabelais —tesis donde la mezcla de lenguas y razas, el folklore popular y la burla de la moral religiosa y oficial están muy positivamente valoradas— es seriamente criticada por una parte del Jurado de Doctorado. Se decide posponer la decisión, sometiéndola a un jurado académico de segunda instancia.

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La carrera académica de Nikolai continúa brillantemente en Birmingham. Funda allí el Departamento de Lingüística. Algunas de sus inves­ tigaciones tienen fuertes conexiones con preocupaciones y conclusiones que pueden leerse en la obra de su hermano, que él obviamente desconoce. 1947: Se le niega a Bajtín el título de post-grado, aunque se le otorga uno de menor jerarquía. El Instituto Pedagógico de Mordovia de Saransk está bajo sospecha por la importancia que le da al estudio de las literaturas y- culturas extranjeras. Sin embargo Bajtín no se ve más perjudicado. 1949: Triunfa la Revolución China. Mao Tse Tung toma Pekín. 1950: Nikolai Bajtín muere en Birmingham de un ataque al corazón, sin saber que su hermano está vivo. 1951: Mijail Bajtín visita Leningrado para asistir a una reunión de lo que queda del antiguo círculo. 1952/1953: Iudina, con quien nunca ha perdido contacto y quien seguramente es una de las que colaboró en su manutención en los años más duros, visita al matrimonio en Saransk y da un concierto allí. Bajtín escribe El problema de los géneros discursivos, publicado en 1979. Continúa trabajando en el Instituto Pedagógico de Mordovia de Saransk, donde tiene un formidable éxito entre sus alumnos y colegas. Continúan sus actividades culturales locales a pedido de instituciones. Intenta en vano publicar algunos de sus trabajos. 1953: Muere Stalin. Comienza el proceso de rehabilitaciones póstumas o en vida de víctimas de la represión. Muchos de los que tenían prohibido residir en las principales ciudades de Rusia o ejercer sus profesiones pueden retomar y trabajar. Bajtín no es formalmente rehabilitado porque tampoco ha sido antes oficialmente defenestrado. Su personalidad poco propensa a pelear por honores y su tranquila y satisfactoria ubicación en la provinciana Saransk colaboran en el hecho de que el comienzo de la era Krushev no le traiga grandes mejorías. 1955: Primera mención de Bajtín en Occidente, en letra impresa: Vladimir Seduro, norteamericano, discute el libro sobre Dostoievski en un estudio suyo sobre este autor. El hecho no tiene, sin embargo, fuerte reper­ cusión. 1956: El antiguo formalista, ahora residente en los Estados Unidos, Román Jakobson, se refiere a Bajtín durante una conferencia internacional que se realiza en Moscú, a la que ha sido invitado.

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1957: El Institituto Pedagógico de Mordovia es elevado a la categoría de universidad y pasa a llamarse Universidad Ogarev de Mordovia. Primera mención soviética en letra impresa sobre Bajtín: el formalista Víctor Sklovski resume sus debates con él en la década del 20, al referirse respetuosamente al libro de Bajtín sobre Dostoievski en su propia obra Pro y Contra: notas sobre Dostoievski. XX Congreso del P.C.U.S.: Krushev pronuncia el famoso discurso donde reconoce que la URSS cultivó, alentada por Stalin, el culto a la personalidad. 1958: Bajtín es nombrado Jefe del Departamento de Ruso y Literaturas Extranjeras de la nueva Universidad. La salud del matrimonio se agrava: a la osteomielitis de Bajtín en la pierna que le queda, se suma un enfisema pulmonar; Elena Aleksandrovna tiene problemas cardíacos. Jakobson vuelve a Moscú para asistir a otro congreso internacional de eslavistas. Trae consigo copias de su bibliográfica del libro de Sklovski sobre Dostoievski donde nuevamente dedica un lugar importante a la postura de Bajtín; las distribuye entre los académicos soviéticos. El libro comienza a difundirse y a discutirse en la Universidad de Moscú. 1959: Revolución Cubana. Fidel Castro derroca al gobierno de Batista. 1960: Vadim Kozinov, un estudiante de postgrado del Instituto Gorki, des­ cubre que el autor de Problemas en la obra de Dostoievski escribió una tesis doctoral para su Instituto y consigue permiso para leerla. Creyendo que Bajtín está muerto, presenta junto con dos compañeros suyos, Bocharov y Gachev, una nota que sugiere al Instituto republicar el libro sobre Dostoievski. La nota no tiene respuesta. Una segunda nota que propone la publicación del libro sobre Rabelais es rechazada. 1961/1962: Kozinov, Bocharov y Gachev —que han descubierto que Bajtín vive y han logrado comunicarse con él por carta— viajan, por invitación de Elena Aleksandrovna, a Saransk. Empieza un peregrinar de jóvenes graduados y estudiantes de letras de Moscú a la residencia del maestro. Kozinov y Bocharov intentan la publicación de su obra, para lo cual deben partir por convencer a Bajtín, que no quiere largar nada a la imprenta si no puede actualizarlo y retrabajarlo. La estudiante Melijova trata de ocuparse de las necesidades médicas de la anciana pareja. Otro compañero, Turbin, de su lugar de residencia. Bajtín pide el retiro de su puesto docente por razones de salud. A instancias de los estudiantes moscovitas, accede a trabajar en su libro sobre Dostoievski y su tesis sobre Rabelais. Kozinov monta un complejo operativo —cartas de

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notables, presiones de gran sutileza-política, etc.— para convencer a las autoridades de la necesidad de publicar el libro, operativo que tarda dos años en ser efectivo. 1963: Se publica la reedición de Problemas en la obra de Dostoievski. Bajtín recibe el libro en Saransk y escribe a Kozinov que “un milagro” ha ocurrido. El libro genera polémicas y tiene importante repercusión académica. Kozinov ya está en campaña para lograr la publicación del libro sobre Rabelais, lo cual también exigirá esfuerzo en dos sentidos: hacia Bajtín, reticente a entregárselo (por consejo de Elena Aleksandrovna, los estudiantes se llevan subrepticiamente el libro en una de sus visitas), y hacia la Casa de Publicaciones del Estado. 1965: Se publica La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de Frangois Rabelais. Kozinov tuvo que hacer poco sig­ nificativas concesiones a la censura: hizo figurar en francés las malas palabras más fuertes y suprimió algunos pasajes. Bajtín lo felicita en una carta por lo pequeño de las correcciones. 1966/1969: La salud de los Bajtín los pone en una situación cada vez más crítica. Turbin y una ex-alumna de Saransk consiguen, moviendo contactos, que los alojen juntos en el Hospital Kremlin de Moscú, reservado para funcionarios importantes. 1968: Estalla el “Mayo Francés”. 1970: Se trasladan a un asilo de ancianos en Grivno, afueras de Moscú, donde tienen un departamento para ambos. Bajtín escribe artículos cortos que serán publicados postumamente. Los amigos de Nikolai descubren la existencia de Bajtín y le envían, desde Birmingham, un paquete de textos y materiales de su hermano. 1971: Muere Elena Aleksandrovna. Bajtín entra en una profunda depresión. 1972: Luego de una campaña de la Unión de Escritores y de sus jóvenes amigos, se consigue para Bajtín un departamento en Moscú. Allí se traslada y vive solo, con bastante confort, acompañado por un ama de llaves y —luego de 1974— enfermeras que vienen a cuidarlo. Trabaja en un libro sobre Gogol y retoma un estudio inconcluso sobre Dostoievski y el sentimentalismo, proyectos de los cuales quedan fragmentos y bocetos, porque su salud le impide seguir trabajando. Se instala, para atenderlo, una pequeña estructura hospitalaria en su casa, privilegio reservado en la Unión Soviética a la elite burocrática. 1975: Mijail Bajtín muere en la madrugada del 2 de marzo, en su departamento, acompañado por su enfermera nocturna. Poco antes ha echado al

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ELSA DRUCAROFF sacerdote ortodoxo que vino a darle la extremaución. Aunque algunos amigos cumplen con parte del ritual religioso (realizan una máscara mortuoria y lo visten del modo apropiado), el funeral en sí es una ceremonia civil. Es enterrado en el cementerio de Vedenskoe junto a su mujer y cerca de la tumba de Iudina, que ha muerto en 1970.

UNA TEORÍA DEL LENGUAJE

I. Bajtín, Voloshinov y Medvedev: un enigma trivial Bajtín, teórico del lenguaje: en realidad, toda su obra puede leerse de este modo. Pero en algunos textos, la pregunta sobre la naturaleza del lenguaje es un objetivo central; de ellos vamos a ocupamos en este capítulo. Hay un problema. Algunas obras de las que necesariamente debemos partir (fundamentalmente una, Marxismo y filosofía del lenguaje) no están firmadas por Bajtín, aunque las coincidencias con su pensamiento son eviden­ tes y muchos se las atribuyen. Los “textos en disputa”1 son sin duda insos­ layables para comprender su “antropología filosófica”, como él llamaba su producción. Entonces, se nos impone una digresión antes de entrar en tema: ¿estas obras pueden o no ser consideradas como parte del cuerpo teórico Bajtín? No vamos a ocupamos en este libro de resolver la pregunta que ha permitido llenar tantas páginas impresas: de quién son los libros que se atribuyen a Bajtín.2 Y no vamos a hacerlo, por un lado, porque nuestras 1 Se trata de tres libros y algunos artículos aparecidos en la década del 20 bajo la firma de Valentín Voloshinov y de Pavel Medvedev. Firmados por Voloshinov: Marxismo y filosofía del lenguaje y El freudismo, y los artículos “El discurso en la vida, el discurso en la poesía”, “Más acá de lo social”, y “Las características más recientes en el pensamiento lingüístico occidental”. Todorov [1981] incluye otros artículos de Voloshinov en su antología sobre Bajtín: “Las fronteras entre poética y lingüística” y “La estructura del enunciado”. Firmado por Medvedev: El método formal en los estudios literarios. 2 Una anécdota al respecto da cuenta de un modo interesante de las relaciones entre poder y conocimiento en el campo académico argentino. Un investigador argentino, especialista en teoría literaria, que ocupa un lugar importante en una universidad

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investigaciones no se han dirigido a dilucidar el asunto, pero por el otro por una razón más importante: la lectura sensible de los datos biográficos e históricos de Bajtín y su época demuestra la ociosidad del debate. Una postura que se reivindique bajtiniana (y la nuestra lo es) no puede demorar mucho tiempo en acumular argumentos para demostrar que los textos en disputa son o no propiedad intelectual de un individuo. En todo caso, los entretelones de la cuestión aportan por sí mismos datos interesantes para pensar a nuestro hombre, más allá de cuál sea la respuesta del enigma: 1- Voloshinov y Medvedev fueron amigos personales y compañeros del círculo donde Bajtín discutía en voz alta sus teorías; la pasión de Bajtín por este grupo —que mantuvo su actividad todo el tiempo que las condiciones históricas lo permitieron—, su insistencia en reflexionar con interlocutores, son coherentes con su incapacidad para concebir la existencia de un pensa­ miento individual. 2- El campo teórico marxista está intensamente presente en los textos en disputa, y no en otros textos firmados por Bajtín. Ni es una retórica conveniente a la época, ni es un modo de poder publicar, como creen algunos [Clark, Holquist, 1984]. Históricamente, este último argumento no se sostiene con los datos que aportan quienes han investigado su vida [los mismos Clark, Holquist, 1984]: Bajtín publica Problemas de la obra de Dostoievski en 1929, el mismo año de Marxismo y filosofía del lenguaje, firmado por Voloshinov, y un año después de El formalismo, firmado por Medvedev. En su libro sobre Dostoievski no se lee ninguna preocupación explícita por contribuir a la teoría marxista o reflexionar sobre ella. Es evidente, entonces; que no era necesario adherir a Marx para poder publicar o divulgar un punto de vista en la Rusia de fines de los años 20.3 Por el contrario, la tradición de toda la década era la libertad de expresión y el aliento a la discusión y a las ideas disímiles.

norteamericana, pasó por este país en momentos en que Bajtín estaba siendo estudiado, y comentó los debates locales sobre la autoría de los textos en disputa. Su opinión contribuyó a saldarlos, y fue la siguiente: “Yo no sé por qué ustedes se ocupan tanto de esto; en Estados Unidos, nosotros ya decidimos que lo escribió todo Bajtín”. 3 La década del ’20 en Rusia fue un tiempo de polémica febril y predominantemen respetuosa entre muy diferentes posiciones políticas, teóricas, filosóficas y teológicas. Esto lo demuestran datos históricos concretos, como, por ejemplo, el otorgamiento a los formalistas, por parte del Comisario de Cultura, Lunacharsky, de un importante de­ partamento del Instituto de las Artes de Petrogrado para que lo gestionaran a su antojo, o el uso abierto que ellos hicieron de esa División hasta 1929, convocando a críticos

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En realidad, la represión que ya se estaba cerniendo sobre la intelligentzia se encararía antes que nada con los políticos y pensadores marxistas, quienes serían vistos acertadamente como los enemigos más peligrosos del estalinismo naciente (y también, ciertamente, con los cristianos ortodoxos de todas las tendencias). El espíritu independiente con que Voloshinov y Medvedev cuestionan las concepciones automáticas de literatura e ideología como reflejo estaba vol­ viéndose desde hacía ya unos años mucho más peligroso que el lenguaje del libro sobre Dostoievski de Bajtín. De hecho, éste murió de viejo y Medvedev es un desaparecido —no pretendemos por cierto afirmar que la desaparición y el fusilamiento de Medvedev se deben especialmente a sus libros bajtinianos— . Durante el arresto de Bajtín, la policía secreta se interesa en particular por averiguar si fue él quien escribió los libros de Voloshinov y Medvedev. Es insostenible, por otro lado, que el marxismo de estos libros sea una simple retórica, un producto de la habilidad diplomática de Bajtín para decir lo que quería de un modo disfrazado. No sólo por el argumento lingüísticamente bajtiniano de que ningún signo es neutro y de que la forma es fondo decisivo, sino porque es evidente el apasionado intento de los textos en disputa de modificar la comprensión mecánica y por lo tanto no marxista que las posiciones sociológicas (autoconsideradas marxistas) desplegaban en la Rusia de entonces sobre la literatura y el lenguaje. Ambos textos se dirigen al materialismo dialéctico, no sólo como punto de referencia interno sino también como corpus teórico que audazmente aspiran a enriquecer. Basta conocer el modo deslumbrante en que otros teóricos marxistas, como Raymond Williams, aprovechan estas obras, para entender que las posturas voloshinoviana y medvedeviana son algo más que una retórica. Es cierto: esta preocupación no se lee en los libros firmados por Bajtín (aunque sí se perciben un evidente conocimiento de Marx y, lo veremos, un literarios adversarios para debates y clases; también lo atestigua el teórico Román Jakobson en el siguiente reportaje de 1972, del cual transcribimos una pregunta y parte de la respuesta: “— ¿Pero no se daba por ello por lo menos una contradicción con las doctrinas oficiales de la época, que insistían en la infraestructura, lo que llevaría a una teoría del realismo que, como usted sabe, fue opuesta al formalismo diez años más tarde? ‘—Sí, pero los años veinte todavía eran años de opiniones diversas. Todavía existía la posibilidad de una lucha de opiniones, era posible no convertirse en un lacayo de la doctrina.” (en QUIMERA, 66-7, Barcelona, jul.1987)

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razonamiento materialista). ¿Debemos colegir que los textos en disputa no son suyos? No veo por qué. Le pertenecen, seguramente, tanto como pertenece al Voloshinov del 29 o al Medvedev del 28 su preocupación por el corpus teórico del marxismo. La afirmación anterior desearía no ser leída de un modo rasamente anecdótico: no se trata de dilucidar quiénes realizaron físicamente el acto de escribir, o de ignorar los numerosos testimonios de época que afirman la autoría de Bajtín, sino de comprender que en realidad son textos profundamente colectivos, productos evidentes de discusiones grupales entre personas que podían escucharse y cruzar sus argumentos, aun si no adherían a las mismas religiones o a las mismas certezas políticas. Y de comprender, sobre todo, que negar eso es negar las ideas que estos textos sostienen, hecho sin duda posible, pero que debe explicitarse. 3Cuando, al final de su vida, se le pidió a Bajtín que rubricara u documento para la Casa Editora del Estado, que afirmaba que los textos en disputa le pertenecían, él se negó a firmarlo. Esta actitud no asegura que no escribió los libros, más bien demuestra que el tema de la propiedad intelectual no fue una preocupación bajtiniana; o mejor: que sí fue una preocupación bajtiniana contribuir a diluir esos límites. Contribuyamos.

II. Disparen contra Saussure Era completamente coherente que los jóvenes formalistas rusos se intere­ saran por Ferdinand de Saussure. La razón de su movimiento era exigir para las obras literarias un modo de lectura que se centrara en ellas mismas, no en su contexto histórico, los sentimientos o imágenes que producía en los lectores, las intenciones y psicologías de los autores u otra cosa. Y ellas mismas eran, evidentemente, puro lenguaje. Lenguaje usado de un modo particular, pero lenguaje. Era por su sonoridad, por la potencia de sus palabras, por el poderoso fluir de su materia, como se producían todas las evocaciones, las ideas, las emociones. Por esa red de vocablos uno se interesaba por quiénes eran y cómo habían vivido sus autores. Entonces, la clave de la literatura era el lenguaje. Un acceso objetivo a las reglas de funcionamiento de este último sería el primer paso para acceder finalmente a un método de estudio de ese misterioso, fascinante objeto llamado obra literaria. ¿Cómo no entusiasmarse cuando se descubre que alguien acaba de lograr ese acceso objetivo?

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Durante el luego famoso curso dado en Ginebra en los primeros años del siglo [Saussure, 1945], Saussure había realizado una hazaña teórica: había aislado un objeto de estudio allí donde se estudiaba de todo, cualquier cosa. No se trataba para él de un proyecto nuevo. Ya en 1894, como filólogo apasionado por pensar la evolución y la historia de las lenguas, sufría lite­ ralmente una angustia epistemológica que no le permitía apasionarse en paz: “Pero estoy harto de todo esto y de la dificultad general para escribir diez renglones de ideas que no choquen con el sentido común en relación con los hechos lingüísticos. Después de haberme ocupado tanto tiempo de la clasifi­ cación lógica de esos hechos y de la clasificación de los puntos de vista desde los que los examinamos, empiezo a tomar conciencia cada vez con mayor claridad del inmenso trabajo que sería necesario para mostrar al lingüista lo que está haciendo cuando reduce cada operación a la categoría apropiada, y, al mismo tiempo, mostrar la enorme vanidad de todo lo que acaba uno siendo capaz de hacer en lingüística. En el último análisis, sólo el aspecto pintoresco de una lengua sigue interesándome, lo que la diferencia de todas las demás, en la medida en que pertenece a un pueblo particular con un origen particular, el aspecto casi etnográfico de la lengua: y precisatnente no puedo entregarme sin reservas a ese tipo de estudio, a la apreciación de un hecho particular procedente de un ambiente particular. La absoluta impropiedad de la terminología actual, la necesidad de una reforma, y ía revelación del tipo de objeto que el lenguaje es en general: esas son las cosas que una y otra vez me quitan cualquier clase de placer que pueda sentir por los estudios históricos, a pesar de que mi mayor deseo es no tener que preocuparme de esas consideraciones lingüísticas generales. En gran medida contra mi propia inclinación, todo acabará en un libro en que explicaré sin pasión ni entusiasmo el hecho de que no haya un solo término usado actualmente en lingüística que tenga el más mínimo significado para mí. Y temo que sólo después de eso podré reanudar mi trabajo donde lo dejé.” (Carta de Saussure a Antoine Meillet, 4/1/1894; menos el primero, los subrayados son de E.D. [cit. en Jameson, 1980]). Todo acabó, en efecto, en ese libro; pero no lo escribió él: partió de su Curso, y fueron dos discípulos quienes —muerto el maestro— lo armaron con los apuntes de clase. Aunque más allá de la anécdota, importa el destino de ese libro: su primer gran repercusión ocurriría bastante lejos, en Rusia.

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La definición de la lengua, sus límites, su concepción como sistema, su funcionamiento básico para producir significación: eso es lo que Saussure vino a ofrecer. Era una base para las avanzadas intuiciones formalistas, que postulaban un uso especifico del material lingüístico dentro de la obra literaria y que ahora encontraban la posibilidad de describir aún más exactamente en qué consistía esa especificidad, partiendo de la norma del sistema. ¿Qué hacía la literatura con la norma? ¿Dónde residía la diferencia entre el funcionamiento cotidiano del lenguaje y la “literaturiedad”, eso qje volvía al lenguaje usado, literatura? Por eso, porque Saussure era una base para ellos, es lógico que Bajtín haya comprendido que el comienzo para cuestionar la concepción formalista era cuestionar a Saussure. No se trataba de simple táctica para derrotar a un adversario. En las polémicas de esa época, el objetivo no solía ser vencer sino acercarse más a la verdad. Se trataba de ir al fondo de las diferencias con ese adversario. Un punto de partida importante se respetaba de él: los formalistas hablaban de una especificidad del hecho literario, eso que volvía un texto artístico diferente de un panfleto o un ensayo o una charla, eso que lo diferenciaba de otros hechos de lenguaje —aun admitiendo que todos fueran, como decían los marxistas, reflejos superestructurales de la estructura económica. Esa especificidad era concreta, y eran los formalistas los únicos que la señalaban. Estaba, sin duda, en un modo de uso del lenguaje, ¿pero cuál? Si la lengua sólo podía ser estudiada de modo sistemático y riguroso en los términos de Saussure, si cualquier otro enfoque pecaba infaliblemente de impresionismo psicologista o de disolver de cualquier otro modo lo literario, los formalistas tendrían tarde o temprano razón. Había que preguntarse si era posible otra concepción del lenguaje, y para eso, había que discutir a Saussure. La tesis central contra Saussure está basada en su famosa oposición lengua/habla. La lengua: el sistema abstracto, el conjunto de signos y de reglas que rigen sus combinaciones posibles, eso que queda cuando uno estudia muchos actos de habla y abstrae los elementos y las normas que los han generado. Sabemos que los idiomas cambian con el tiempo, que ni las palabras ni las normas fueron siempre las mismas. Para estudiar la lengua, entonces, debemos detener la historia, elegir un momento determinado y hacer un corte, considerar los signos y las reglas de ese momento como eternos y describir su funcionamiento. Si describiéramos en cambio un acto de habla concreto, el discurso de alguien, un libro determinado, entrarían en él la historia, la psicología del que habló o escribió, la casualidad, lo irrepetible de ese acto.

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Lo único e individual no puede construir un conocimiento científico, por eso no debe estudiarse el habla. El habla debe ser desechada por una lingüística que quiera ser ciencia (es decir, por una lingüística renovada, diferente de ese caos, que mezclaba todos los criterios, en el que Saussure se había movido hasta entonces). Lo correcto es estudiar la lengua: ahistórica, no individual, presente invisiblemente en los cerebros de todos los integrantes de una comunidad, abstracta. La lengua no está en ningún lado, porque aun si yo escribiera todas las reglas de las combinaciones de sus signos (su fonología, su morfología, su sintaxis), aun si yo escribiera luego todas las palabras que la integran, no habría ejecutado más que dos actos de habla: una gramática y un diccionario, actos de habla que en todo caso describen la lengua, pero no son la lengua. El ataque de Bajtín a Saussure tiene lugar especialmente en Marxismo y filosofía del lenguaje [Voloshinov, 1976], y puede reducirse a esta frase: Saussure sostiene que para comprender el fenómeno lingüístico hay que estudiar la lengua; Voloshinov y Bajtín sostienen que así no se comprende ese fenómeno, que se lo desvirtúa y se lo despoja de su ser; sostienen que hay que estudiar el habla: hay que construir una lingüística del habla. Voloshinov acusa a Saussure de describir una entidad, la lengua, que existe en su abstracto pensamiento, pero no en la realidad. Saussure había mostrado que dentro de un sistema, un signo significa, es comprendido, por su diferencia y oposición con los demás. Por ejemplo, en el sistema del juego de ajedrez, ninguna ficha significa por su misma forma: si un peón es mirado, movido, considerado peón, no es porque su cabecita es redonda o su altura menor que las demás piezas; es porque su forma es diferente (no importa cómo es de diferente, importa que no se pueda confundir) de las demás y se opone por esas diferencias a las otras piezas que integran el sistema. Por eso, si no tengo juego de ajedrez, puedo improvisar uno haciendo valer por caso cuadraditos de cartulina, siempre y cuando me las arregle para diferenciar ocho de un color (los peones), dos de otro (las torres), etc, y para distinguir a su vez un bando del otro, por ejemplo poniendo un puntito rojo en el equipo de “las negras”. Es decir: si mantengo las oposiciones, las diferencias, y las normas de relación de los elementos, no altero la significación, no altero el sistema. Así funciona una lengua, dice Saussure: un puñado de sonidos que nada valen por sí mismos, que son puramente negativos, se diferencian y se oponen, se combinan, y construyen —por esa diferencia y por esa oposición— la significación. Escuchamos la palabra masa, la hemos incorporado en un paradigma donde maga, mala, malla, mama, mana, maña, mapa, mata, maya

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y maza son palabras del castellano y donde es ese fonema diferente ([s]) el que nos permite reconocer el vocablo y decodificarlo. Sin embargo, para Voloshinov y para Bajtín esto sólo es así en el más lejano e inexistente plano de las abstracciones sistémicas. ¿Desde cuándo un hablante escucha una palabra como si fuera un simple lugar en una estructura? ¿Dónde hay palabras así, neutras, sin ninguna connotación afectiva, moral, política, cuyo único modo de significar es por diferencia y oposición? Voloshinov sabe dónde: en las lenguas que nos son por completo extranjeras. Si aprendemos una lengua diferente, las palabras sólo funcionarán para nosotros por diferencia y oposición, nuestra actividad de oyentes consistirá pasivamente en reconocer que pertenecen al sistema, cuál es su lugar, y asociarlas con un significado. Pero esto ocurre porque esas palabras están muertas para nosotros, son puros hechos de lengua, no de habla. No las hemos aprendido como parte del torrente de la vida. Son palabras abstractas, de diccionario, signos de una lengua muerta. Saussure, apunta Voloshinov, era un estudioso de lenguas muertas. Se dedicó al sánscrito, a reconstruir el indoeuropeo, trabajó con idiomas que ni él ni ningún contemporáneo suyo habló. Al no estar en uso, sus signos están descargados de acentos, de valoraciones, de voces. No tienen, hoy, por lo tanto, posibilidad de significación plena. Una palabra quiere decir casa, otra padre; ¿pero qué casa, qué padre? ¿O acaso el significado de “padre” hoy, a fines del siglo XX en nuestra sociedad, puede ser equiparado con el de “padre” de una comunidad antigua, donde el varón poseía derecho de vida y muerte sobre su mujer y sus hijos? Un estudioso que mira esos signos desde afuera no puede leer en ellos ninguna tensión social. Y así es la mirada de Saussure: positivista, una mirada de poder, el poder del científico frente a un objeto quieto en una mesa de disección. Sólo que esa mirada poco puede comprender de un objeto que, en primer lugar, nunca está quieto, y en segundo lugar, es ante todo un instrumento de comunicación entre seres vivos, atravesados por el torrente de la historia, puestos a amarse, a odiarse, a combatir, a solidarizarse, a exterminarse. La mirada de Saussure hacia la lengua no es sólo como la del científico; también es la mirada del conquistador victorioso (no en vano los neogramáticos iniciaron sus estudios sobre el sánscrito a partir de la colo­ nización europea de la India y otros países asiáticos): poderoso, viviente, observando un objeto sometido y quieto. Sólo que esta mirada es pobre, porque ninguna lengua, por sometida que parezca a su conquistador, se queda quieta. Al no ver resistencia activa, el conquistador mira a su sociedad de “salvajes”

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como un todo homogéneo cuyo único movimiento consiste en liberarse de su “salvajismo” y aprender la “cultura” (es decir, la lengua del invasor). Pero se equivoca. Y la idea de lengua que se hace estudiando este idioma subyugado oculta lo más importante de ella como fenómeno ideológico.

III. La palabra es una arena de combate Una consigna típica de manifestaciones multitudinarias de festejo de la democracia argentina en 1983 sostenía: “El que no salta es un militar”. Resultaba notable la rapidez con que el salto contagiaba a las columnas de manifestantes, que repetían la palabra mientras se zarandeaban para mostrar y mostrarse que ella no los señalaba: era un insulto. Sin embargo, en ese mismo momento, el mismo vocablo dicho por otras bocas sonaba seguramente como elogio o compromiso moral para otros oyentes. Podemos imaginar a un profesor de la Escuela de Oficiales del Ejército hablando a sus alumnos de lo que implica ser militar: los acentos valorativos del término son absolu­ tamente opuestos. ¿Cuántos integrantes de la clase media argentina vieron con simpatía la llegada de militares al poder en 1976, leyendo en el sustantivo el sinónimo de “gente con sentido patriótico y autoridad suficientes como para terminar con la corrupción y la violencia reinantes”? ¿Cuántos de ellos saltaban años después en Plaza de Mayo para evitar merecer el insulto? “En realidad, cada signo ideológico viviente tiene dos caras, como Jano. Cualquier palabrota vulgar puede convertirse en palabra de alabanza, cualquier verdad común inevitablemente suena para muchas otras personas como la mayor mentira. Esta cualidad dialéctica interna del signo se exterioriza abiertamente sólo en tiempos de crisis sociales o cambios revolucionarios. En las condiciones ordinarias de la vida, la contradicción implícita en cada signo ideológico no puede surgir plenamente porque el signo ideológico, en una ideología dominante establecida, siempre es algo reaccionario y trata de estabilizar el factor precedente en el flujo dialéctico del proceso generativo social, acentuando la verdad de ayer para hacerla aparecer como de hoy” [Voloshinov, 1976]. No se trata exclusivamente de valoraciones que se agregan a un signifi­ cado previo y frío, se trata de que el significado del signo, en su totalidad, nació valorado de algún modo y nació con la potencia de que valoraciones opuestas latían secretamente, como posibilidad, en él. La clave es que la lengua es ubicua, la usan todas las clases sociales de una comunidad; en una misma

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palabra, diferentes grupos leen intereses y valoraciones diferentes. Y esos acentos no son casualidades, “trajes” que el signo se pone un día u otro, según quién lo use. Son manifestaciones de una lucha, de un combate y constituyen al signo, tanto como sus abstractos rasgos negativos y opositivos que describe Saussure. Cuando el combate está en una tregua, cuando un bando está derrotado, cuando se trata de mantener un orden establecido, no se escucha otro acento que el que impone el que va ganando, o el que ganó. Todos acatan su sentido hegemónico (y allí está, dice Voloshinov, el carácter “deformador” del signo ideológico dentro de la ideología dominante; allí reside la posibilidad de definir a la ideología, como lo hace por momentos Marx, como “falsa conciencia”; pero volveremos a esto con mayor profundidad más adelante). Cuando el combate social arrecia, sentidos ocultos salen a la superficie; lo que parecía incuestionable, esencial, se cuestiona. Una valoración exac­ tamente opuesta a la hegemónica se abre camino y empieza a combatir por apropiarse del signo. A veces lo logra. Por eso, la fórmula voloshinoviana: “el signo se convierte en la arena de la lucha de clases”. Arena de combates, el significado de la palabra es muchísimo más que un haz de rasgos semánticos definidos por oposición y diferencia asociados a un haz de fonemas reconocidos por lo mismo: es el complejo producto de movimientos sociales, es el dinámico producto de una lucha que siempre puede reanudarse y cuyo resultado final no está nunca asegurado. Habría que agregar a la fórmula voloshinoviana que el signo es también arena de otra lucha sorda, la de géneros. El poder del patriarcado construyó signos donde milenios de sentido común sexista crearon la fantasía de un significado inamovible. Nadie, en la Argentina de los años veinte, podía pensar que el castellano requiriera un femenino para sustantivos como “diputado”; nadie, en los años cincuenta, podía pensar alguna vez que la palabra “dama” o el adjetivo “pura” fueran motivo de bochorno para una mujer, que la palabra “puta” pudiera ser pronunciada con orgullo. Hoy, en tantos estratos de las sociedades occidentales, un sustantivo como “dama” sólo puede utilizarse en forma irónica4 o como residuo (donde la valoración está neutralizada) en el anticuado saludo de un locutor o en el cartelito de un baño público. Las

4 Una canción escrita por el español Joaquín Sabina ironiza: “La buena reputación hay que dejarla caer a los pies de la cama. Hoy tienes una ocasión de demostrar que eres una mujer además de una dam a/’

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organizaciones gremiales que defienden los intereses de las trabajadoras de la prostitución, por su parte, usan la palabra “puta” muchas veces con provocativo orgullo.

ÍV. El signo de Bajtín es material y valorativo Voloshinov hace hincapié en las consecuencias de esta concepción de signo y lenguaje para el marxismo. Desde esta postura, el signo lingüístico es “el fenómeno ideológico por excelencia”, algo así como la unidad mínima de ideología. Posibilitan esto su ubicuidad social, su increíble capacidad para adaptarse a diferentes usos y acentos, el hecho de que su mismo nacimiento es en sí la demostración de la necesidad valorativa de toda una comunidad. En efecto, si el signo pertenece a un lenguaje es porque señala algo valorado de algún modo. Voloshinov no ejemplifica, pero las investigaciones lingüísticas dan numerosas pruebas: ¿por qué señalar un fragmento de la realidad sino porque nombrarlo sirve para organizaría en función, directa o indirectamente, de la supervivencia? El hecho de que los esquimales tengan más de diez palabras que señalan diferentes estados que en castellano sólo pueden designarse de tres modos (agua/nieve/hielo), no es más que una prueba de que el sistema de oposiciones, esa abstracción saussuriana que generaconstruye los significados, es el producto material de un material proceso de valoraciones colectivas para la supervivencia de un grupo humano, no es una estructura trascendente a todo que proviene de Dios, de categorías cognitivas congénitas o de alguna otra forma de metafísica. Acá se entiende una de las afirmaciones más provocativas de Voloshinov respecto de Saussure: el signo no es abstracto, es material. Si está generado en la historia y en la existencia y las relaciones materiales (de supervivencia y vida en común) de los seres humanos, si actúa sobre lo real con efectos concretos y visibles (distinguir tipos de hielo o de nieve según su dureza puede permitir, por ejemplo, diseñar distintos tipos de transporte), si es capaz de generar sobre lo real objetos y modos de cultura, ¿cómo considerarlo una abstracción? La ideología, en Voloshinov y Bajtín, es tan material como la materia. Su concepción de materialidad no es burda: no se trata de que algo deba pesar sobre una balanza u ocupar espacio para que exista en el mundo real y esté sumergido en el fluir de la historia. En su explicación del valor de los signos lingüísticos, Saussure usó la palabra de un modo opuesto a Voloshinov. No es un juicio o valoración, el

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valor saussuriano es el “cuánto vale” de una moneda o el “cómo se mueve” de una pieza de ajedrez. Se define por oposición y diferencia, es lo que da a cada elemento su lugar en el sistema. El valor es lo que produce, genera, el significado. Vimos antes ejemplos de valor en el plano de los fonemas, del significante: el valor de la “s” de “masa” se define en el paradigma de “maga”, “mala”, “malla”, etc. Una oposición de rasgos semánticos entre sillón ([+] para sentarse/[+]con brazos/[+]con respaldo), silla ([+]para sentarse/[-]con brazos/ [+]con respaldo) y banqueta ([+]para sentarse/[-]con brazos/[-]con respaldo) nos muestra cómo se constituyen, según los seguidores de Saussure, los valores en el plano del significado. Una comparación con una lengua donde, por ejemplo, silla y banqueta fueran designadas por una sola palabra (cuyos rasgos serían [+]para sentarse/[-]con brazos/[+ - ]con respaldo) demostraría que no hay “cosas” previas al lenguaje a las que éste viene a darles nombre, sino que es el sistema de valores el que genera los significados: “En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antemano, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos, se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son [Saussure, 1945].5 Este brillante descubrimiento de Saussure sustentó en gran parte el estructuralismo de los años 50 y 60. Era la estructura la que generaba todos los significados, toda la cultura humana, y era fácil encontrarla: estaba en el lenguaje. Esta ilusión de tocar a Dios (y a un Dios neutro, ateo, panteísta, social, presente en todo fenómeno donde estaba el lenguaje, en todo fenómeno humano) cundió en las ciencias sociales: historiadores, sociólogos, antro­ pólogos, psicoanalistas, todos se lanzaron a buscar la omnipresente estructura —causa primera— que parecía capaz de explicar el misterio de la especie.

5 Un ejemplo del Curso... aclara aún más el problema del valor: “Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de ante­ mano, cada uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente para tomar o dar en alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mielen y vennieten\ no hay, pues, correspondencia exacta de valores.’'

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Sin embargo, el descubrimiento saussuriano podía estar probando, al mismo tiempo, otra cosa. Es cierto que todo pensamiento humano —siempre un hecho de lenguaje— no era posible sino por un sistema abstracto generador de valores. Pero en ningún momento Saussure planteó que ese sistema fuera caprichoso, que no hubiera ningún lazo, ningún contacto, entre él y la realidad, entre él y la historia. Al contrario, Saussure entendió muy bien que su construcción de un objeto de estudio, la lengua, era eso: una construcción, una abstracción ahistórica que servía para entender un aspecto del fenómeno, pero no lo agotaba. Por el contrario, lo concreto, para el lingüista belga, es el habla, no la lengua; ella preexiste a la lengua, en ella está el hecho histórico de que individuos determinados pronuncian, dicen determinadas cosas y es eso lo que va a ir generando o modificando, el sistema: “Un hecho de evolución [detectable en el sistema de la lengua] siempre está precedido de un hecho, o mejor, de una multitud de hechos similares en la esfera del habla; (...) en la historia de toda innovación comprobamos siempre dos momentos distintos: Io aquel en que surge en los individuos; 2o aquel en que se convierte en hecho de lengua, idéntico exteriormente, pero adoptado por la comunidad”[Saussure, 1945]. Es decir: primero hay seres sociales que hablan y en su habla inventan un signo, agregan o desnudan una valoración posible que cambia el signi­ ficado, alteran algún rasgo del sistema; de ese momento se ocupa Voloshinov. Luego —a veces— eso nuevo es integrado al sistema, “se convierte en un hecho de lengua”, es igual a ese hecho de habla pronunciado audazmente por unos pocos, pero ahora lo adoptó la comunidad y entró en el abstracto sistema de las reglas y elementos que conforman una lengua. Saussure, entonces, no niega la historia ni la construcción material, dinámica y social del sistema que descubre. Por su parte, Voloshinov sim­ plemente agrega —aunque en forma de negación y polémica— preguntas (y respuestas) al planteo saussuriano. Podríamos preguntar, con él: ¿por qué surge en los individuos un hecho determinado de habla que innova de algún modo esa entidad muerta y abstracta que Saussure describe?; ¿por qué algunos de esos hechos tienen la potencia suficiente para imponerse y pasar a integrar ni más ni menos que esa estructura? Acá entra la historia. Acá entra la política. Acá entra la vida. Y aunque Voloshinov no se haya ocupado —en el fragor de la polémica— de admitir que él no cuestionaba que existiera un carácter sistémico en el lenguaje, sino

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que simplemente le enojaba el privilegio que se le daba a ese carácter sobre lo que él creía era lo más importante del fenómeno, su posición es un ejemplo, paradójicamente, de que no es necesario comprender a Saussure como lo hace un estructuralista rabioso. Esa fue la comprensión de muchas décadas, pero no hace más que empobrecer a un pensador brillante. De hecho, el propio Voloshinov expone y construye su teoría atrapado en las dos oposiciones saussurianas: ¿lengua o habla? Responde: ¡habla!, y la división que el padre defenestrado ha hecho previamente le permite pensarla a fondo. ¿Sincronía o diacronía? Responde: ¡diacronía!, y las reflexiones del propio Saussure acuden en su ayuda para justificarlo primero y para ir más allá de ellas después. El valor de la postura lingüística del grupo Bajtín reside precisamente en haber desafiado un consejo saussuriano: “por acá no hay que encarar el fenómeno porque su movimiento y su complejidad lo vuelven inmanejable”, había dicho el maestro. Y ellos dijeron “gracias por mostramos el camino prohibido”, y allí se fueron. Tal vez sea una definición del buen padre: persona que da un mandato pero también deja argumentos y espacios para ser desobedecido. Todo buen padre se merece un hijo rebelde. Bajün y los suyos han sido de sus hijos más brillantes.

V. El género discursivo: una categoría pragmática De todos modos, no deja de ser cierta la dificultad de estudiar con sistematicidad el fenómeno del habla. La lingüística post-saussuriana intentó varias veces algo parecido, sobre todo desde los años ‘60. Las posiciones de Bajtín-Voloshinov parten de un conocimiento profundo y muy crítico de las teorías románticas sobre el lenguaje6 y de un rechazo a

6 Previamente a Saussure, existió un importante intento de estudiar las lengua como una expresión creativa, afectiva e histórica de la interioridad de los hablantes y del espíritu de su sociedad. El romanticismo, con su interés en el poder expresivo y productivo de la lengua y en sus claves nacionales, aportó elementos teóricos realmente valiosos que resuenan todo el tiempo —a veces como citas explícitas, por ejemplo de Von Humboldt- - en la obra de Bajtín. Ya durante este siglo, la estilística se perfiló a su vez como escuela de una indudable influencia romántica, tanto en su concepción del lenguaje como de la literatura. En ese sentido, también es un antecedente importante del intento de construir una lingüística del habla, y Bajtín se ocupa de dialogar

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las conclusiones (pero en el fondo sólo a ellas) de la propuesta saussuriana, aceptando —por momentos a regañadientes— la columna vertebral de su descripción del fenómeno lingüístico. Lo que ellos no podían saber era que ambos factores —su rechazo al subjetivismo individualista del romanticismo y de la estilística, y su aceptación muy crítica de Saussure— también estarían presentes en el intento de la pragmática y la sociolingüística de los años ‘60. Estas corrientes teóricas no pudieron conocer la obra de Bajtín hasta los ‘70. Sus investigaciones se desarrollaron con algunos hallazgos, pero fallaron en general estrepitosamente —especialmente las tendencias pragmáticas norteamericanas— cuando se trató de construir categorías de sistematización. El desafío, para una lingüística del habla, es construir modelos de descripción que no estaticen a su objeto, que permitan enfocarlo desde la posibilidad de un cambio constante y no lo agoten con el sólo hecho de clasificarlo o nombrarlo. Las categorías conceptuales de esta lingüística necesitan ser flexibles, pero sin renunciar a la rigurosidad.7

polémicamente con ella, citando con respeto crítico autores como Vossler o Spitzer. El hincapié en la búsqueda del estilo como lo individual y fundamental en cualquier producción (habla) del sistema (lengua) también es un antecedente importante de los intentos que se llevarían a cabo en la segunda mitad del siglo. 7 El concepto de “acto performativo” [Austin, 1971], por ejemplo, es uno de los que más ha contribuido a la comprensión y sistematización de aspectos fundamentales del uso de la lengua. Austin comienza postulando la existencia de actos de habla donde sus verbos describen un acto que se está realizando fuera de ellos (“Ahora subo a este tren”) y actos de habla que en el acto de pronunciarse hacen — al mismo tiempo que describen— algo (“Yo los declaro marido y mujer”, dicho por la persona habilitada en la ceremonia adecuada). Pero Austin no se limita a esto, sino que explora todas las consecuencias de esta posibilidad “performativa”, actuante, creadora del lenguaje, deshaciendo — al mismo tiempo que fijando con gran rigurosidad— las fronteras de cualquier clasificación rígida. También las “funciones del lenguaje” [Jakobson, 1985] son instrumentos indispen­ sables para analizar un acto de habla en tanto emitido en un contexto comunicativo. Siempre alguno o algunos de los elementos que participan en el circuito de la comunica­ ción predominan en ese acto determinando estructuras, entonaciones, selecciones gramaticales del mensaje pronunciado. El esquema jakobsoniano de las funciones es sobre todo un instrumento para reflexionar sobre actos de habla y analizarlos, mucho más que un medio exacto para clasificarlos. En cambio, modelos como el de “campo, tenor y modo” [Halliday, 1982] sólo ofrecen la posibilidad de construir una grilla con los actos de habla, una grilla que tranquiliza — a diferencia de las otras posturas— por su posibilidad de “descripción exacta”: dice dónde y en qué situación fue pronunciado el acto, cuál era la relación entre

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Mucho se dijo sobre el lenguaje durante esa febril década rusa del 20, cuando Voloshinov y Bajtín escribían. Se dijo, de hecho, la mayor parte de lo que luego se diría, tanto en Europa como en los Estados Unidos, a lo largo de todo el siglo. Vimos que la pragmática y la sociolingüística estaban como inquietud fundamental en el pensamiento bajtiniano. Digamos ahora que en la serenidad de los años cincuenta, el maduro Bajtín profesor de Saransk continuaría de otro modo —más reposado— su polémica con Saussure, y aportaría a la propuesta de construir una lingüística del habla una de las categorías más útiles y más interesantes de la teoría del lenguaje del siglo XX: la categoría del género discursivo. Se la plantea en “El problema de los géneros discursivos” [Bajtín, 1982]. Si “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua”, cada esfera va construyendo modos distintos de este uso, es decir “elabora sus tipos relativamente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos” [Bajtín, 1982]. Tipos relativamente estables de enunciados: en el género discursivo de la animación televisiva, la apelación a la atención del público es constante (y abundan por eso el pronombre “ustedes” modificado por proposiciones rela­ tivas del tipo “que están mirando”, “que lo esperaron tanto”, “que nos siguen domingo a domingo”, etc; el imperativo o el subjuntivo de los pedidos y las prohibiciones —”quédese, no se vaya”—; el uso de vocativos como “usted, señora”, “queridos televidentes”, etc), también lo son el uso de la voz alta y clara, entusiasmada y cordial, la selección de un léxico fácilmente comprensible por hablantes con poca escolarización, el predominio de la modalización enfática y afirmativa, que exige eludir todo lo que se pueda la modalización hipotética (no concebimos un locutor anunciando un número que “tal vez” le interese al público y que él “supone” que es bueno, o despidiéndose “casi con seguridad, porque nunca se sabe” hasta la próxima semana). Entonces, podríamos sistematizar —luego de un estudio minucioso—

hablante y oyente y de qué modo se pronunció (los datos surgen con claridad para cualquier observador, pero el modelo los releva como si de ninguna manera pudieran colegirse sin acudir a sus categorías “campo", “tenor” y “modo”). Analizar un acto de habla en español determinando simplemente si su dialecto es rioplatense o cuyano, si su sociolecto es culto o popular y si su cronolecto es adolescente, adulto o propio de un anciano, es oUo de los ejemplos de la inocua fiebre clasificatoria en que ha tendido a caer esta lingüística. Hay otras categorías que son útiles y dinámicas, pero no son muchas.

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características en estos enunciados propios de la animación televisiva. Podría­ mos organizar recurrencias en el aspecto de la selección de palabras, en el de la construcción sintáctica, en la temática, en la entonación; preguntamos luego qué relación postula este género discursivo con los interlocutores y oyentes; analizar qué valoraciones ideológicas del otro (del oyente) y de las temáticas que se tratan supone este género. En ese sentido, podríamos armar una “lengua” de estos actos de habla llamados “de animación televisiva”, sistema que sería lo suficientemente riguroso como para permitir una serie de ocu­ rrencias reiteradas, de enunciados que sí le pertenecen, y excluir terminan­ temente otros. Sin embargo, no sería un sistema interno de la lengua, en la definición de Saussure. En ella, el sistema es estable, no considera al oyente más que como un reconocedor frío de elementos de un código, no acepta ingerencias del contexto sociohistórico. Aunque Saussure admite su modificación diacrónica, la necesidad de estudiarla sincrónicamente condice con una im­ portante cuota de estabilidad, que es la que al fin de cuentas permite que existan una gramática o una fonética propias de cada idioma. Cambios de modismos, entonaciones, etc, no cuestionan la unidad del castellano desde el siglo XI en adelante, y menos su unidad a lo largo de muchos países del planeta. En cambio, el género discursivo es en realidad una mediación entre la lengua y el habla. No puede plantearse que el género discursivo de la animación televisiva sea—como organización sistemática de posibilidadesigual de estable, pero tampoco que tenga esa soberana libertad e impredecible variabilidad que Saussure atribuyó al hecho de habla. Si bien es cierto que el enunciado “¿Cómo les va, forros?”, que inauguró con gran éxito Antonio Gasalla frente a su público, jamás podría haber pertenecido a un locutor en el aire hace sólo 15 años, no podemos plantear que Gasalla dice frente al micrófono lo que le viene impredeciblemente en gana, sin regirse por algún modelo previamente construido (aunque sea —en este caso— por él mismo). Más que libertad en el habla, el ejemplo muestra la inestabilidad del género discursivo, su increíble posibilidad de variación. ¿Por qué la estabilidad de los enunciados que el género produce es tan relativa? Al trabajar con un género discursivo es muy fácil constatar la velocidad de los cambios. Usar formas coloquiales (algún lunfardo, tratar de vos, etc.) eran tímidas transgresiones de audaces innovadores de la TV de la década del 50 y 60; hoy, animadores de programas que empezaron siendo para gente muy joven pero que cooptaron un público también adulto (como Gasalla)

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han contribuido a modificar un género donde la otrora prohibida “mala” palabra es exhibida como uno de sus rasgos más atractivos. La entonación solemne y el léxico algo rebuscado, el modo respetuoso de dirigirse a la audiencia, utilizando el pronombre “usted” y vocativos como “muy distinguido público”, han ido reemplazándose en general por un estilo más franco, más familiar, en el cual el agrado que se busca en el interlocutor se consigue precisamente por el mecanismo opuesto*, haciéndolo sentir un igual cercano, al que se vosea y se habla con confianza de amigo íntimo.

VI. El enunciado Hay tantos géneros discursivos como “esferas de la actividad humana . Sistematizarlos, estudiarlos, implica —para Bajtín— dar cuenta “de la correa que une el lenguaje con la vida”. No hacerlo nos condena a trabajar con una lengua muerta. Lo que en Voloshinov es empecinada polémica (la lengua no es lo que Saussure dice, sino este organismo viviente), es en el Bajtín de los años 50 una delimitación de planos y puntos de vista: existe —admite— el sistema neutro y abstracto; éste otorga normas de organización gramatical y de producción básica del sentido; para mirarlo asi es necesario un punto de vista que no contemple una función fundamental del lenguaje: la comunicación entre los integrantes de una sociedad. Desde el primer punto de vista, hay oraciones: se delimitan por normas sintácticas que estudia la gramática, son hechos de lengua. Pero si enfocamos lo esencial del lenguaje, su función de nexo entre sujetos para referirse a objetos del mundo, no encontramos oraciones, sino enunciados: “La gente 110 hace intercambio de oraciones ni de palabras en un sentido estrictamente lingüístico, ni de conjuntos de palabras; la gente habla por medio de enunciados, que se construyen con la ayuda de las unidades de la lengua que son palabras, conjuntos de palabras, oraciones; el enunciado puede ser constituido tanto por una oración como por una palabra, es decir, por una unidad del discurso (...) pero no por eso una unidad de la lengua se convierte en una unidad de la comunicación d is c u r s iv a [Bajtín, 1975; la bastardilla es de E.D.]. El enunciado no es una o muchas oraciones. Enunciado y oración son categorías diferentes, definidas según criterios irreconciliables. ¿Cómo se

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delimita un enunciado? Es simplísimo: empieza cuando el hablante toma la palabra y termina cuando se calla. Silencio antes y silencio después, pero un silencio habitado. Porque, para usar una comparación bajtiniana, ningún hablante es Adán, nadie rompe el silencio universal para pronunciar su palabra. Son mis otros, las voces de mis semejantes, siempre previas a la mía y siempre posteriores, las que señalan los límites físicos de mi enunciado. Pero no sólo lo delimitan, también le dan sentido: “El sentido lingüístico de un enunciado se concibe [...] sobre el fondo de otros enunciados concretos del mismo tema, de otras opiniones, puntos de vista y apreciaciones en lenguajes diversos” [Bajtín, ib.] Mi enunciado no es inocente de lo que ya se ha dicho, se construye teniéndolo en cuenta consciente o inconscientemente. El camino que va de él al objeto al que se refiere está atosigado de otros discursos que se han dirigido a ese objeto antes que el mío. Pero este atosigamiento no es sólo un factor con el que yo cuento cuando hablo, también el hablante lo conoce y lo percibe. “Pero, entretanto, este medio plurilingüe de palabras “extranjeras” se pre­ senta al locutor no ya en el objeto, sino en el corazón del interlocutor, como su fondo aperceptivo, preñado de respuestas y de objeciones. (...) Se trata, entonces, de un nuevo encuentro del enunciado y la palabra del otro, que ejerce una influencia nueva y específica sobre su estilo”.[Bajtín, ib. bastardilla suya]. Este concepto de enunciado es el modo de Bajtín de nombrar el saussuriano “acto de habla”. Sin embargo, si en este trabajo de madurez no se insiste con el “error” de Saussure al considerar a la lengua un sistema, sino que se usa constantemente su separación epistemológica para delimitar puntos de vista, sí se discute la noción de habla que tenía Saussure. El enunciado no es el reino de la pura libertad, la casualidad histórica, la soberana voluntad del hablante. No sólo porque debe respetar el sistema para estar dentro de su lengua, sino porque el género discursivo —lo sistémico mediador entre la estructura abstracta y el enunciado pronunciado— limita su libertad. “La voluntad discursiva del hablante se realiza ante todo en la elección de un género discursivo determinado. (...) En lo sucesivo, la intención discursiva del hablante, con su individualidad y su subjetividad, se aplica y se adapta al género escogido y se desarrolla dentro de una forma genérica

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ELSA DRUCAROFF determinada.(...) Así, pues, un hablante no sólo dispone de las formas obligatorias de la lengua nacional (...), sino que cuenta también con las formas obligatorias discursivas, que son tan necesarias para la intercomprensión como las formas lingüísticas. Los géneros discursivos son, en comparación con las formas lingüísticas, mucho más combinables, ágiles, plásticos, para el hablante tienen una importancia normativa: no son creados por él, sino que le son dados. Por eso un enunciado aislado, con todo su carácter individual y creativo, no puede ser considerado como una combinación absolutamente libre de formas lingüísticas según sostiene, por ejemplo, Saussure [Bajtín, 1982; bastardilla suya.]

Entonces, si los géneros discursivos son fuertemente sociales y son ellos los que le dictan mucho del estilo a mi acto de habla el estilo ya no es el hombre, pese a lo que diga el famoso adagio. ¿Pero dónde reside la libertad individual, el “no sé qué” profundamente personal en el acto de habla? Bajtín no lo niega, si leemos con atención la cita que antecede, aunque lo limita; da cuenta de todo lo social que tiene eso que parece personal, pero ¿resuelve el problema? Tal vez se niegue a continuar en la oposición individuo-sociedad, oposición inexistente si se piensa que no hay individuo sino en sociedad.

VIL Los géneros discursivos están orientados En el estudio del género debe tenerse en cuenta 110 sólo sus normas de composición, su selección léxica (de palabras)y su temática sino también qué orientaciones supone hacia los oyentes y hacia los objetos o temas a los que se refiere. El concepto de orientación es fundamental en Bajtín, y tiene que ver con el para qué y para quién se habla, más allá de lo que se dice cuando se habla. Es posible que en un domingo de sol alguien se ponga a reparar viejas banquetas en desuso por el puro placer de utilizar la caja de herramientas de carpintería que le regalaron para su cumpleaños, pero ningún hablante habla por el puro placer de usar, a través de su acto, posibilidades de un sistema abstracto y magníficamente expresivo que una sociedad “le regaló”. (Bueno, “ninguno” es un pronombre optünista). En la idea estructuralista de la actuación o acto de habla, el móvil parece ser básicamente producir un enunciado perteneciente al sistema, adecuado a sus reglas, claramente gene­ rado por él; la actividad del oyente se limita a reconocerlo como tal y —a partir

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del conocimiento de sus normas— decodificarlo. Aún la lingüística de Chomsky, que desecha la idea de un estable conjunto de elementos y normas y piensa en una pura fuerza relacional, productiva, estructurante, comparte este enfoque del acto de habla (“performance”) y de la escucha. Contra ella, la semántica generativa contestó: no se habla para construir sintácticas frases, sino para decir algo; lo estructurante no reside en las relaciones, en la sintaxis, sino en el significado, en la semántica. Aunque (lamentablemente) no todos hablan, como quiere la semántica generativa, para decir algo, son valiosísimos los aportes concretos que ella hizo a los estudios lingüísticos; pero 50 años antes, la objeción de Bajtín había ido más allá: no sólo se usa la lengua para expresar un significado, además se necesita expresar una posición personal y valorativa respecto de ese signifi­ cado. Voloshinov da un ejemplo que nosotros modificaremos un poco, a fin de adaptarlo exactamente a lo que queremos demostrar: dos rusos a comienzos de primavera, en Leningrado, miran con desolación, por la ventana, cómo nieva aún. Supongamos que uno dice “Nieva”. ¿Se trata exclusivamente de su afán por utilizar la fascinante posibilidad impersonal de los verbos y generar una oración unimembre? Pareciera que no. ¿Se trata entonces de dar una información, de utilizar el poder semántico de la palabra “nieva”? Él se ha dirigido a su amigo, que en este ejemplo no es ciego y está junto a la ventana con él. Es evidente que lo que predomina en este acto de habla es un matiz que —aunque en otros sea menos predominante— nunca deja de estar presente ni de ser importante: la orientación. Nuestro ruso —como todo ruso— está harto de un largo invierno aún más ruso; esperaba la primavera y contaba con que ya no nevaría. Habló para compartir su fastidio o decepción con su buen amigo, no para informarla. Así como para su amigo no es una novedad que cae nieve, tampoco lo es que a él le fastidia. Es más, el sentido común nos dice que el oyente comparte iguales sentimientos de desazón frente al es­ pectáculo de la ventana. Gracias a este horizonte de evaluaciones compartidas [Voloshinov en Todorov, 1981], el oyente entiende que su amigo no lo cree idiota y le avisa: “Nieva”, y hubiera entendido también si el hablante, en vez de la prolija estructura impersonal unimembre, hubiera emitido un enigmático “Así es” (estructura sintáctica bastante diferente de la anterior y sin embargo básicamente sinónima) o aun un poco sistémico bufido. Es que lo que el amigo escucha es la orientación del enunciado, mucho más que su significado. Un enunciado se orienta en dos sentidos: hacia el otro, el oyente; pero también hacia su objeto. En este caso, el acto de habla se orientó hacia el otro contando con su solidaridad valorativa, y hacia el objeto (los malignos copos

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en profusa caída) expresándoles, como si fueran personas, su reproche. Todo género discursivo supone orientaciones hacia los oyentes y hacia los objetos. Estas no se definen sólo por las valoraciones que subyacen, sino por la cercanía familiar o la respetuosa lejanía (o los grados de ambas) que establecen respecto de ellos. El género discursivo de la conversación amistosa puede contemplar momentos de agresividad o afecto hacia el oyente, pero se orienta siempre hacia él como hacia un igual. No ocurre lo mismo con el género discursivo de la sesión de psicoanálisis, donde la agresividad o el afecto también están permitidos, pero nunca alteran una orientación donde hay claras relaciones de poder. Hay géneros discursivos, como el del discurso fúnebre, que no admiten una orientación agresiva hacia su objeto, aunque puede variar la cercanía que establezcan hacia él; otros, como la denuncia política, básicamente trabajan con una orientación negativa hacia su objeto. Obviamente, todos estos ejemplos tienen la rigidez didáctica de la simplificación. No sólo hay amplios márgenes de innovación dentro de los géneros discursivos (pensemos en un magnífico ejemplo literario: Marco Antonio frente a la tumba de César en la obra de Shakespeare), sino que su esencia es precisamente permitir el cambio. Muchas veces el humor o la ironía crítica pasan por deshacer una norma de orientación de un género, y un amigo puede decirle a otro “Yo sé que verlo a usted es difícil, es una persona muy ocupada”, subrayando precisamente la orientación de lejanía y respeto. Por su parte, la conversación íntima afectiva entre parejas puede utilizar el usted o el insulto como modo de expresar cercanía y amor.

8 Orientación y valoración (o evaluación) son dos conceptos que se tocan en Bajtín pero no se confunden. La valoración es inherente al material lingüístico: el signo es en sí mismo valorativo, contiene una valoración que siempre supone la posibilidad de ser cuestionada; es decir, contiene, en realidad, por lo menos dos valoraciones contra­ dictorias, una evidente y otra latente. La orientación, por su parte, también es siempre evaluativa, pero supone dos movimientos simultáneos: uno hacia el objeto que señala el signo, otra hacia un sujeto interlocutor, al cual me dirijo. Hacia, sobre ellos se envía (como un segmento orientado) esa evaluación, pero no pasivamente. ¿Dónde está el carácter activo de este envío? Por un lado, el hablante elige alguna de las posibles evaluaciones (la hegemónica, la subversiva); pero por el otro, la orientación agrega a ellas un matiz nuevo: a qué distancia se coloca el hablante del objeto y a qué distancia del sujeto. La actitud humorística, por ejemplo, contempla siempre un acercamiento del hablante hacia su objeto. Ya el ácido humor crítico, ya la festiva burla cariñosa, colocan al humorista muy cerca de eso que señala, tan cerca que —literalmente “le toma el pelo”.

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Son múltiples los ejemplos que relativizan las reglas que podemos relevar para cualquier género discursivo, pero ésa es precisamente la riqueza de esta categoría teórica: una definición muy precisa (poseen “relativa estabilidad”, son “conreas de transmisión entre la historia de la sociedad y la historia de la lengua”[Bajtín, 1982]) es capaz de describir una realidad muy cambiante, utiliza la nominación para definir conceptos apropiados, para comprender y no para etiquetar y detener el objeto que estudia. Por eso, la categoría tiene posibilidades extraordinarias para la apre­ hensión de la lengua como un hecho histórico y comunicativo y —por consiguiente— como el hecho ideológico. En el género discursivo están los modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos y entre ellos y el mundo; su rigidez está directamente ligada con la conservación del orden establecido (por eso géneros como el de la comunicación policial o el de las órdenes militares son mucho más estables); su variabilidad, a su vez, no sólo revela cambios sociales, sino que puede ser arma de acción política. La teoría del signo voloshinoviana y la noción de género discursivo son instrumentos decisivo para la propaganda de ideas y para contribuir a la construcción de seres críticos, pensantes y revolucionarios. No es casual que la teoría bajtiniana haya nacido en una sociedad conmocionada por los soviets (esos lugares que, entre 1917 y 1924, funcionaron como espacios de auténtico ejercicio democrático y comunitario de la palabra crítica, y de organización verbal de autodefensas y ataques efectivos), al calor la revolución más importante del siglo. Lo paradójico es que esta teorización de las posibilidades conservadoras y revulsivas del lenguaje no haya sido escuchada, primero, por la revolución y haya sido cuidadosamente silenciada, después, por lo que la revolución engendró.

UNA TEORÍA DE LA IDEOLOGÍA

I. El lenguaje, problema de la Revolución La Rusia revolucionaria discutía el problema del lenguaje. La Rusia postrevolucionaria continuó la discusión. ¿Era, realmente, superestructura? ¿A cada modo de producción económica correspondía un tipo de lengua? ¿Variaba la lengua según la clase social que la hablaba? La cuestión se volvió en seguida política, cuando hubo que pensar cómo incorporar a tantas nacionalidades de diferente organización económica y a lenguas diferentes a una revolución que había encabezado, en definitiva, el proletariado ruso; la importancia del problema teórico creció cuando hubo que justificar la supremacía nacional gran rusa y su opresión sobre las otras naciones, objetivo que ya nada tenía que ver con los contenidos originales de la revolución. No vamos a detenemos acá en las discusiones sobre lenguaje y superes­ tructura de la época, que llegarían a suscitar la participación, definitoria del propio Stalin. Recordaremos, simplemente, su vigencia, para entender que la preocupación de Bajtín y su grupo por la relación entre ideología y lengua no sólo no estaba fuera de su tiempo, sino que era la clave. Cuando se publican los libros de Voloshinov y Medvedev (respectivamen­ te, Marxismo y filosofía del lenguaje (1929) y El método formal en la ciencia de la literatura. Introducción crítica a una poética sociológica (1928)), la teoría sobre el lenguaje de Nicolás Marr —que sostiene que la lengua es una superestructura y por lo tanto tiene carácter de clase— está comenzando a ser principio oficial indiscutible de la lingüística soviética. Desde una compren­ sión mecanicista (que tiene, sin embargo, intuiciones certeras que la prag­ mática, entrado el siglo, confirmaría [Marcellesi, 1977]), Marr llega a postular que, dada idéntica estructura socio-económica, lenguas de países diferentes tienen entre sí mayor similitud que lenguas de clases diferentes en un mismo país o una misma nación.

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Tal vez por el sustento oficial de la teoría marrista, los libros de Voloshinov y Medvedev no subrayan su distancia con ella, aunque ésta existe. Más aún: tanto textos firmados por Voloshinov como textos firmados por Bajtín aluden positivamente a ciertos conceptos de Marr y parecen no advertir la gran distancia que hay entre sus propias concepciones lingüísticas y las marristas.1

II. La arena de la lucha de clases2 Voloshinov parte del hecho de que el lenguaje es ideológico, súperestructural —si se quiere usar el término— ; pero va más allá: la ideología no es otra cosa que semiosis, signos, y el signo más completo y complejo es el verbal; es decir, la ideología es básicamente lenguaje. Si es así, ¿lo lin­ güístico conformaría para el marxismo una superestructura que reflejaría, aun

1 Dos son los puntos claves [Ponzio, 1980] que distancian definitivamente a Marr del grupo Bajtín; el primero vamos a dilucidarlo en el transcurso de este capítulo, el segundo fue planteado ampliamente en el capítulo anterior. Citamos a Ponzio: “El primer punto es que, en Bajtín, la categoría de súper-estructura no basta para determinar las características específicas del signo verbal sino que (al contrario) es justamente a través de la determinación de éstas últimas que es posible entender en profundidad — y no falseándolo con razonamientos mecanicistas— el problema de las superestructuras ideológicas (...). El segundo es que, para Bajtín, en una sociedad dividida en clases, la comunidad lingüística no puede coincidir con una única clase y por lo tanto, aunque el signo verbal está orientado ideológicamente según intereses de clase, jamás lo está en un sentido único, sino que tiene el carácter de la ‘multiacentualidad’: es decir que se intersectan en él acentos ideológicos diversamente orientados.’' De todos modos, también al marrismo le llegó su purga en la Unión Soviética: la afirmación dogmática del carácter superestructural y por lo tanto de clase de las lenguas impedía la justificación del ruso (que sería entonces lengua de la clase dominante rusa) como gran idioma común. La década del ’50 asistió entonces a un debate contra el marrismo que Stalin se apresuró a cerrar por el sencillo medio de “participar'’ en él. La nueva posición antimarrista, por lo tanto, fue explicada por Stalin y estuvo ligada a la declaración abierta de la importancia del ruso y la cultura rusa como factor de cohesión nacional soviética. Esta fue una contribución importante al fracaso académico de la tesis de Bajtín sobre Rabelais (que narramos en la cronología inicial). En ésta, la coexistencia de culturas diversas en diálogo constante es considerada la clave de la renovación ideo lógico-poli tica. 2 Muchos de estos conceptos están desarrollados también eh “Orden de Clases/ Orden de Géneros, en la palabra muerde el perro” [Drucaroff, en prensa].

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distorsionadamente, las relaciones económicas de producción de la vida humana? La versión más divulgada del marxismo planteó que la materialidad residía en esas relaciones económicas, es decir en lo que se llamó la estructura. La ideología, en cambio (el territorio de los signos, del lenguaje, en Voloshinov), sería un “reflejo”, un “espejismo” de esas relaciones (porque la existencia genera la conciencia —el lenguaje—•). Tenemos, entonces, dos instancias diferentes: la “materia”, y la “idea” que la refleja.3 En Marx y Engels, ideología tiene el sentido de “falsa conciencia”: conciencia distorsionada de lo real, contribuye a perpetuar relaciones sociales que sostienen a una sociedad y a su particular modo de repartir la riqueza. Pero no es éste el único modo de conciencia que el marxismo concibe: la ideología revolucionaria es la que permite percibir lo real de un modo verdadero, y por lo tanto tomar la decisión de cambiarlo. Si la primera concepción construye a la ideología como un reflejo inmaterial, pasivo y engañoso de una verdad “material”, la segunda la plantea como un factor activo que puede cambiar la realidad y que, por lo tanto, forma parte de ella. Marxismo y filosofía del lenguaje, la obra de Voloshinov, puede leerse como el libro de un marxista empeñado en profundizar las consecuencias de estas dos concepciones contradictorias. “La existencia reflejada en el signo no sólo es reflejada sino refractada. ¿Cómo se determina esta refracción de la existencia en el signo ideológico? Por la intersección de intereses sociales orientados en distinto sentido dentro de la misma comunidad de signos, es decir, por la lucha de clases” [Voloshinov, 1976. Bastardilla suya]. El reflejo es pasivo: la existencia produce los signos que ella necesita para perpetuar su statu quo. Una comunidad económicamente organizada a partir del trabajo esclavo producirá, por ejemplo, discursos que justifiquen el uso, por parte de algunos seres humanos, de otros seres humanos considerados objetos u herramientas de su propiedad. Es decir, que afirmen, por caso, la superioridad absoluta de una raza, la obligación de otra de servirla y su imposibilidad moral e intelectual de ser libre. Estos contenidos ideológicos se

3 Idea/materia, logos/realia, conciencia/existencia: oposiciones fundantes de la dicotómica filosofía de Occidente, que tienen su versión lingüística en lenguaje/realidad, signo/referente.

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impondrán con la fuerza de verdades incuestionables, tanto para los que dominan como para los sometidos; a modo de círculo vicioso, generarán conciencias humanas que confirmarán con sus acciones estas ideas y garan­ tizarán así la continuación del modo económico de producción vigente; impedirán que los esclavos comprendan, por ejemplo, que ellos tienen la superioridad de su conocimiento del trabajo, que ellos no dependen de sus amos, sino que son sus amos quienes sin ellos no podrían garantizarse el sustento. Ideología, entonces, como reflejo de las relaciones económicas, como modo falso de representarlas, que garantiza que los oprimidos no tomen conciencia de las reales condiciones de su existencia. Pero Voloshinov se preocupa por resaltar otra acción del signo ideológico: “no sólo refleja sino refracta”, dice, subrayando el segundo verbo. La metá­ fora, tomada de la física,4 alude ahora a un rol activo del signo: una superficie reflejante se limita a devolver el rayo de luz, éste forma entonces en ella — sin resistencia— la imagen que “pretendía” construir; una superficie refractante, en cambio, cambia la dirección del rayo, lo quiebra. En el caso del signo, lo que determina su activa facultad de “quebrar” el rayo es —precisamente— su carácter de “arena de la lucha de clases”: si clases sociales antagónicas hablan la misma lengua, si en ella (en sus discursos que son negociaciones, discusiones con o sin compromiso del cuerpo, enfrentamientos verbales) combaten en principio, el signo es una superficie capaz de quebrar, de refractar el rayo de la existencia, por lo menos en dos direcciones evaluativas: la de un bando y la del otro. Aquí es donde esta doble y contradictoria concepción de ideología — tácitamente planteada en la obra de Marx y Engels— adquiere todo su lugar. Hasta dónde Voloshinov es consciente de la enorme importancia teórica de su aporte, es difícil saberlo. Ya no se trata de definir la ideología como “falsa conciencia” y de oponerla a la “ciencia”, que sería la verdad. Se trata de trabajar con las posibilidades reflejantes y refractantes de los discursos (de la

4 Es significativo observar en el corpus teórico de Bajtín una presencia moderada pero importante de alusiones al discurso de la ciencia; su exposición sobre el cronotopo — concepto que plantearemos más adelante— paite, por ejemplo, de Einstein. El Círculo que se formara en Nevel y se continuara en Vitebsk y en Leningrado se preocupó por integrar a interlocutores que trabajaban en áreas como física o biología, y discutió apasionadamente las relaciones entre las ciencias “blandas” y las “duras”. Producto, sin duda, de estas discusiones, son en paite algunos artículos inconclusos (“Hacia una metodología de las ciencias humanas" [Bajtín, 1982]).

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ideología); es decir, con los combates de evaluación y de significado que se producen dentro de sus signos; con su posibilidad de contribuir a la pre­ servación del poder efectivo de un grupo social o de contribuir a defenestrarlo. Trabajo político, si los hay.

III. El positivismo “marxista” Lamentablemente, la revolución rusa no continuaba ya su camino radical y los descubrimientos semióticos de Voloshinov no serían escuchados hasta muchas décadas después. Aceptando sin discusión alguna fragmentos de Marx en los que se oponía ideología como “falsa conciencia” a ciencia como “verdad” (fragmentos que se leían fuera del contexto de los razonamientos concretos que Marx y Engels hacían cuando analizaban fenómenos históricoideológicos, y de la definición de Marx y Engels del lenguaje como conciencia práctica), casi todo el marxismo encontró un modo demasiado fácil de distinguir categóricamente dos tipos de formaciones conscientes (o discur­ sivas, o semióticas): las que sí daban cuenta de lo real, con la exactitud de la “ciencia”,5 y las que eran “simples” fantasmas, ilusiones que la luz del marxismo podía deshacer. De más está decir que esta distinción es insostenible: tanto las formaciones discursivas “científicas” como las “ideológicas” son hechos de lengua. Los descubrimientos indiscutibles de la lingüística echan por tierra cualquier ilusión de que las primeras coincidan exactamente con lo real, sean plenamente “verdaderas”. El signo no coincide con el objeto al que se refiere, la distancia entre ambos es en un sentido irrecorrible. La teoría del valor de Saussure mostró que es el sistema de signos el que construye los conceptos, el que organiza lo real. Y esto no implica, como vimos en el capítulo anterior, que lo real no exista, o no importe. Si determina como causa inicial el sistema generador de conceptos, también lo incluye —la lengua es real—, y recibe su acción. Es decir, para sostener las demostraciones de la lingüística no hace falta caer en la metafísica o en el idealismo y salir de las fronteras del marxismo. Mas la grosera versión pretendidamente materialista del marxismo 5 Véanse las especulaciones sobre la traducción al inglés de la palabra alemana Wissenschaft como Science y las consecuencias que esta traducción —con la consiguiente fascinación, propia de finales del siglo pasado, hacia los avances científicos— tuvo en las interpretaciones del concepto “ideología” y en muchas teorías marxistas sobre el lenguaje [Williams, 1980].

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positivista se deshace fácilmente frente a las otras hipótesis. Eso es incuestionable. Esta versión positivista de Marx predominó no sólo en el marxismo ruso sino en el occidental,6 y tuvo una consecuencia grave: si un aparato político poseía el marxismo como metodología de análisis, era evidente que sus conclusiones serían “científicas” —por lo tanto verdaderas— y que las conclusiones de todos los demás —carentes de esta llave del Conocimiento Universal— serían “ideológicas”. La posibilidad del debate —esa actividad indispensable para la construcción de conocimiento, a la luz de la cual se había hecho la Revolución Rusa y que tantos frutos había dado al desarrollo de las ciencias humanas en la década del 20— se había terminado para Rusia y para casi toda la izquierda. Pero hay algo más grave: se había terminado también un camino posible de investigación teórica para el problema de la ideología como arma de modificación del mundo, como instrumento constitutivo de una conciencia contestataria e independiente, capaz de erigirse en sujeto social, en sujeto activo de la historia. Destinos como el de Gramsci (cuya reivindicación final estuvo a cargo, en Argentina, de intelectuales del alfonsinismo que se separaron de Marx; y cuya importancia fue descubierta por la semiótica, y estuvo a cargo de estudiosos del lenguaje), o el del Círculo de Bajtín, permiten postular que la teoría marxista despreció durante mucho tiempo el problema de la producción de los significados, considerándola un problema idealista y mirándola con una mirada de subdesarrollo científico, pegada al positivismo más burdo, superado hacía mucho por la ciencia. ¿Podemos pensar que estos marxistas no advirtieron que la producción de significados es un obstáculo (o una herramienta) absolutamente clave en la generación de un sujeto social y por lo tanto de una revolución? El desprecio no se advierte, sin embargo, en Marx, quien tiene una extraordinaria sensibi­ lidad para el aspecto semiótico de los fenómenos y la utiliza en momentos fundantes, como en su definición de mercancía [Marx, 1946]. El lingüista Rossi Landi [1970, 1976] advirtió esta relación.

6 No faltaron, sin embargo, quienes advirtieron desde adentro del marxismo la peligrosa caída en el positivismo. Karl Korsch fue uno de ellos. En las últimas décadas, los trabajos de Rossi Landi retomaron las relaciones entre Marx y la lingüística.

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IV. La lengua es conciencia práctica Los problemas de la oposición “ideología/ciencia” son evidentes para cualquiera que conozca mínimamente teoría del lenguaje. ¿Cómo compatibilizar los descubrimientos sobre el funcionamiento de una lengua o sistema de signos y su necesaria violencia constructiva de lo real, con la certeza de que —no obstante— sí existen representaciones o discursos verdaderos que dan cuenta exactamente de lo real? Plantear el carácter activo y generador de las palabras, entender el lenguaje como conformador de mundos, suele conducir —como en el caso del estructuralismo— al idealismo o a la metafísica. ¿Cómo hablar de ideología no como un reflejo o como una falsedad, cómo darle un carácter material y modelador activo (el que le da Saussure cuando dice que el sistema crea los conceptos, el sistema organiza lo real en el mundo), sin caer en una ahistórica estructura generadora o en el idealismo, sin negar algún tipo de determinación económica, sin negar la relación de la ideología con la opresión a cuerpos físicos, y sin caer tampoco en entenderla como simple “falsa conciencia”, opuesta a la “realidad”? Aquí no sólo vale la ya citada afirmación de Voloshinov —no sólo “reflejo”, también “refracción”—, además es fundamental su hincapié reite­ rado en plantear el signo, la ideología, como materialidad. “Un producto ideológico no solo constituye una parte de una realidad (natural o social) como cualquier cuerpo físico, cualquier instrumento de producción o producto para consumo, sino que también, en contraste con estos otros fenómenos, refleja y refracta otra realidad exterior a él. (...) Todo signo ideológico es no sólo un reflejo, una sombra, de la realidad, sino también un segmento material de esa misma realidad. Todo fenómeno que funciona como un signo ideológico tiene algún tipo de corporización material, ya sea en sonido, masa física, color, movimientos del cuerpo o algo semejante. En este sentido, la realidad del signo es totalmente objetiva y se presta a un método de estudio objetivo, monístico, unitario. Un signo es un fenómeno del mundo exterior. Tanto el signo mismo como todos sus efectos (todas esas acciones, reacciones y nuevos signos que produce en el medio social circundante) ocurren en la experiencia exterior [Voloshinov, 1976. La bastardilla es de E.D.] En este fragmento, sin embargo, una formulación tiende al positivismo y es contradictoria con la propia teoría voloshinoviana: la total objetividad de

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la realidad del signo es indiscutible, pero no implica que sea posible estudiarla de un modo “objetivo, monístico, unitario”. Desde el momento en que la observación y descripción del objeto se realiza a través del lenguaje, no puede plantearse la unidad absoluta del discurso descriptivo con él, salvo que se conciban palabras neutras, ajenas a todo aspecto evaluativo u orientativo, esas palabras “muertas” que tanto molestan al mismo Voloshinov. Nuestra observación tiene interés en cuanto tal vez demuestre una comprensible falta de conciencia de Voloshinov de los increíbles alcances de sus observaciones para la teoría marxista. Es posible que la versión positivista fuera tan indiscutida y hegemónica (incluso en estos años ‘20 tan dispuestos a cuestionar y debatir), que Voloshinov no pudiera concebir un análisis correcto que no fuera capaz de fusionarse con su objeto. Pero lo que nos interesa de este fragmento es, como dijimos, su tajante afirmación de la materialidad de la semiosis, de las palabras, de la ideología, materialidad que se ve no sólo en el modo de existir de los signos, de realizarse como hechos (las moléculas de aire que chocan en la palabra pronunciada, la tela de la bandera, etc), sino —mucho más importante— en los efectos sobre lo real que ellos tienen: su capacidad de generar una materialidad específicamente semiótica (nuevos signos), por un lado; su capacidad de generar una materialidad fáctica (nuevos actos), por el otro. Palabras como hechos materiales en los cuales transcurre (no se refleja) el combate social; transcurre fundamentalmente allí, aunque el cuerpo par­ ticipe; por lo menos, hasta que los discursos ya no pueden derrotarse y sólo por eso, porque no hay cómo callarlos, cómo conjurar las acciones que producen, el combate privilegia ahora el terreno del cuerpo, la materialidad no semiótica, donde para vencer hay que matar al que habla. Voloshinov no llega a estos planteos, pero se deducen de él. Su preocupación por terminar con la idea de ideología como irrealidad fantasmal mecánicamente construida por la estructura económica y su afir­ mación del carácter lingüístico de la superestructura fueron compartidas por Antonio Gramsci, quien sin conocerlo, y sin pasar por Saussure, sugirió conclusiones coincidentes en algunos aspectos. La escuela de Frankfurt intentó también pensar la ideología, por lo menos como un producto no mecánico de la estructura. Sin embargo, habría que esperar a los años 70 para que un teórico marxista tomara estos aportes y sacara de ellos consecuencias que refonnularan (al punto de hacerle perder sentido) la dupla base/superestructura. Raymond Williams [1980] deshace minuciosamente ese binomio: lo plantea como una continuación invertida de la separación espíritu/materia, más

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adecuada para polemizar con los neohegelianos que para describir el fenómeno cultural. En efecto, la dupla base/superestructura fue creada por Marx y Engels en un contexto de polémica. En esta continuación de la escisión idea/realidad o conciencia/existencia, se concibe a la materia como conformadora del espíritu, pero sigue aceptándose la separación, la existencia de un espíritu inmaterial que ahora se llama “reflejos”, “ecos” de la materialidad. Williams retoma una olvidada fórmula de Marx y Engels, que ya citamos: “ el lenguaje es la conciencia práctica”, y se propone no traicionarla. Concien­ cia hecha praxis, es decir, hecha acción sobre el mundo; conciencia que nunca existe sin su praxis, el lenguaje, hecho seguramente lamentable para el idealismo neohegeliano, cuyo dolor por la falta de “pureza” o inmaterialidad de la conciencia remedan irónicamente Marx y Engels: “(...) nos encontramos verdaderamente con que el hombre también posee conciencia; sin embargo, aun así, no es una conciencia inherente, pura. Desde el principio, el espíritu es afligido con la maldición de ser agobiado con una cuestión que hace su aparición en este punto'bajo la fornia de agitadas capas de aire, de sonidos, en síntesis: del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia, el lenguaje es la conciencia práctica ya que existe para los demás hombres, y por esta razón está comenzando a existir asimismo personalmente para mí; ya que el lenguaje, como la conciencia, sólo surge de la urgencia, de la necesidad del intercambio con otros hombres.” [Marx y Engels, 1968] ¿Cómo compatibilizar esta postura con la de la ideología como “ecos”, “reflejos”, “fantasmas” de una realidad material? En el primer caso, la ideología —el lenguaje— es práctica concreta entre los seres humanos, tiene la independencia suficiente para modificar su entorno. En el segundo, sólo puede entenderse como el engaño pasivamente aceptado que genera una realidad que se quiere ocultar a sí misma. Williams emprende así uno de los desafíos más importantes y menos aceptados que Marx lanzó: el de superar la antinomia materia/espíritu y construir un materialismo que no caiga en el ingenuo positivismo. Un siglo de desarrollo de la lingüística, y el acceso a ese semillero clave que fue el corpus Bajtín, lo asisten en su empresa. Los resultados son fascinantes. Y marxistas, además.

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V. El perro muerde en la palabra y en la carne Los lingüistas de este siglo gustaron de repetir un viejo adagio, fascinados porque algo tan obvio fuera al mismo tiempo tan novedoso: “la palabra perro no muerde, el que muerde es el perro”. Fue importante volver a separar los dientes del cuadrúpedo del signo que los señalaba, sólo así se pudo re-descubrir que buena parte del poder que el “sentido común” atribuía a aquél pertenecía en realidad a éste. Los lingüistas tendieron a bandearse: el poder era tanto, que la palabra mordía. ¿Y el perro? Pertenecía a un indecible agujero negro, algo tan separado de la palabra que era inútil investigar: lo real. Entonces, qué sabemos si el perro muerde o no, determinarlo es tiempo perdido. O la palabra es un vidrio transparente que sólo vale porque señala al perro, o es la única que vale porque tiene la clave del Orden del mundo. Pensamiento binario, pensamiento que reproduce todo el tiempo una postura filosófica previa: “palabra” y “perro” son opuestos y alguna de las dos no importa. Sin embargo, es posible pensar de un modo que no niegue la evidencia de los dientes incrustados en nuestros cuerpos, pero que tampoco contradiga la del poder de la palabra: el perro muerde; la palabra, también; aunque cada uno a su modo. No hay separación entre lo material y lo espiritual. Las ideas, dice Williams —los signos, había dicho Voloshinov— también existen en el mundo material, construyen la cultura y en ese sentido lo transforman. La producción de significaciones es tan material como la producción de bienes de consumo, sólo que tiene una especificidad (es lingüística) que la vuelve diferente. Es más: una sociedad también produce y consume significaciones, sus fuerzas productivas no se limitan a las económicas. La institución literaria, la Iglesia, el arte, los medios masivos de comunicación, ¿no son algunos de los múltiples productores de significaciones, fábricas de discursos, sentidos nuevos, en una sociedad? ¿Las relaciones económicas son determinantes de las producciones dis­ cursivas, como sostiene el marxismo? Sin duda, pero como determinaciones negativas: forman parte del proceso histórico de generación de un discurso y construyen por lo tanto, desde adentro del proceso, sus límites, aquellos más allá de los cuales el proceso no puede ir. Por ejemplo: no puede haber literatura sin seres vivos; sin relaciones sociales que garanticen elementalmente la riqueza necesaria para sobrevivir, no hay literatura. Corriéndonos de este nivel de obviedad, pueden descubrirse determinado-

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nes negativas nada perogrullescas. Pero son negativas. Dicen lo que de ningún modo puede ocurrir en un proceso discursivo, pero nunca lo que sí ocurrirá. Era impensable que antes del Romanticismo se difundieran en la literatura los sirvientes como héroes autónomos: podían hasta mover los hilos de la trama, como en la Comedia clásica, pero siempre existían sobre todo en función de sus amos nobles y poderosos. Es una obviedad señalar que, antes de que empezaran a existir en una sociedad por lo menos las condiciones para una revolución burguesa, no podía existir el concepto de individuo y estos per­ sonajes no podían independizar su acción en la literatura. Pero esa situación de las fuerzas productivas no explica en positivo qué producción literaria sí hubo antes del romanticismo: tan sólo le pone una valla precisa. Es a partir de este sobreentendido como se puede leer este ejemplo de Voloshinov: “Si se ignora la naturaleza específica del material semiótico- ideológico, se simplifica en exceso el fenómeno ideológico en estudio. O se explica sólo su aspecto racionalista, su contenido (por ejemplo, el sentido referencia! directo de una imagen artística como ‘Rudin como hombre superfluo’), y entonces ese aspecto se correlaciona con las bases (por ejemplo, la clase alta se degenera; y de ahí el ‘hombre superfluo’ en literatura): o, por el contrario, se señala particularmente el aspecto técnico exterior del fenómeno ideológico (por ejemplo, algún tecnicismo en la construcción de edificios o en la química de colorear materiales), y entonces este aspecto se deriva directamente del nivel tecnológico de producción (de una sociedad). Ambos modos de derivar la ideología de las bases (económicas) no captan la esencia real del fenómeno ideológico. Aunque la correspondencia esta­ blecida sea correcta, aunque sea verdad que los ‘hombres superfluos‘ apa­ rezcan en la literatura en conexión con la quiebra de la estructura económica de las clases altas; aún así, por una parte, de allí no se desprende que los trastornos económicos mencionados causen mecánicamente la producción de ‘hombres superfluos *en las páginas de una novela (resulta obvio lo absurdo de tal afirmación); por otra parte, la misma correspondencia establecida sigue careciendo de valor cognitivo mientras no se expliquen tanto el rol específico del ‘hombre superfluo’ en la estructura artística de esa novela como el rol específico de la novela en la vida social global.” [Voloshinov, 1976. La bastardilla es de E.D.] Ignorar “la naturaleza específica del material semiótico-ideológico” es ignorar su capacidad de determinar él también lo real. Por eso, no se trata de

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negar que por ejemplo la aparición de un personaje literario esté en relación con un fenómeno de la estructura económica (la decadencia real de una clase social), se trata de entender que en todo caso este fenómeno económico funciona como parte de una explicación que además es apta para este caso, no para todos. Generalmente, cuando se postula la determinación base/superestructura, se plantea que ésta actúa “en última instancia”, pero no se reflexiona sobre qué quiere decir exactamente este matiz de la determinación. Mejor que “última” —adjetivo que introduce una engañosa metáfora cronológica— es la formulación de Williams sobre la cualidad de la determinación: es solamente negativa. Si la determinación fuera tan amplia como la que de hecho postulan la mayoría de los que intentan análisis marxistas de la cultura, no podría explicarse por qué no aparece, por ejemplo, la figura del hombre superfluo en todas las novelas rusas de esa época, dado que todas se producen en una sociedad en la que las clases altas están en decadencia. El fenómeno debería verse y hasta poder anunciarse con la misma previsibilidad con que las mareas llegan a hora precisa a bañar un sector de la costa. La aparición de la figura del noble o el burgués superfluo en la literatura rusa no se explica por una realidad económica, aun si ella tiene que ver con el fenómeno y aporta elementos para comprenderlo. En todo caso, ella ha funcionado como un límite negativo, una realidad que determina fronteras que el real hecho ideológico no puede ignorar y que en este caso se vuelven particularmente visibles, aunque en tantos otros fenómenos literarios no sea así (¿por qué —para dar un ejemplo nuestro— en la excelente poesía de Alejandra Pizamik, en los turbulentos fines de los ‘60 y principios de los ‘70, no se “refleja” la crisis de la pequeño-burguesía que lleva a otros poetas contemporáneos a politizar su literatura en abierto compromiso con los intereses del campo popular?). Si ha aparecido en una literatura el tipo “hombre superfluo”, su lectura debe buscarse en las necesidades de la obra concreta en donde surgió, en su estructura interna, en su significación. Deben verse además la repercusión que esta tipología tuvo en la producción que le fue contemporánea (tanto dentro de la obra del mismo autor como de la ajena), sus reelaboraciones, los diferen­ tes modos de aparición. Hay que plantear su incidencia, como producción ideo­ lógica, en la vida discursiva de la sociedad que la leía, los nuevos discursos, los cuestionamientos que generó. Todo esto, por supuesto, teniendo en cuenta que una real organización social de las fuerzas productivas determinó los límites de lo que podía ocurrir, y que en este caso (el del “hombre superfluo”)

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se ve con mayor claridad. Esa realidad económica abrió también, la posibilidad (no la certeza) del éxito en la recepción de ese personaje, de su transformación en una tipología recurrente (los ‘burgueses superfluos‘, aburridos de su vida sin objetivos, que Chejov inmortalizó) de la literatura y el teatro rusos. Esta realidad fue determinando negativamente, todo el tiempo, qué tipologías de personajes aparecían en la novela, porque podía establecer los límites de ese proceso, qué personajes no tenían posibilidades de “prender” en la sociedad rusa; pero fue dejando siempre infinitas posibilidades libres que no dependían en absoluto de ella y podían, sin embargo, ser las fundamentales (por ejemplo, necesidades internas de los relatos). Las determinaciones positivas, entonces, no son en absoluto propiedad exclusiva de los factores económicos, pueden ser producidas tanto por ellos como por otros factores ideológicos, predecibles o no. Williams no hace de ningún modo jerarquías o cronologías para ambos tipos de determinación: ambas explican un fenómeno.

VI. La lectura es un modo de guerra En el ámbito académico y estudiantil argentino sufrimos, en estos últimos años, un síndrome que podría llamarse “me rehusó a participar en la batalla por el significado”, síndrome que es la expresión, en la actividad intelectual, de uno previo: el del terror al enfrentamiento. Si durante los ‘60 y ‘70 el sector más dinámico de la sociedad ganó cierta hegemonía y consenso para una lucha por cambiar el orden establecido, los errores cometidos, el horror de la respuesta del enemigo —que llevó la represalia sobre los cuerpos a un nivel de sangre y crueldad inimaginables— “enseñaron” con elocuencia que esta lucha no sólo no podía triunfar sino que nunca más debía repetirse. No me extenderé sobre este análisis que otros hicieron en detalle desde diferentes puntos de vista [Marín, 1984 ; Horowicz, 1990]. Sólo lo planteo porque puede verse un efecto notable en aspectos de la enseñanza literaria que muchas veces se imparte en el nivel superior: teorías y obras críticas como la del Círculo de Bajtín se utilizan, entre otras, atravesadas por el festejo postmodemo de la “muerte de las ideologías”, para realizar una operación ideológica vergonzante: justificar una negativa a tomar partido, a otorgar algún sentido a las obras que se leen. La insistencia bajtiniana en que todo

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signo o discurso está atravesado por acentos valorativos y en la importancia de no cerrar autoritariamente el diálogo entre valoraciones, se utiliza para inhibir el derecho de un enunciado a plantearse belicosamente en la cadena de enunciados; en nombre de permitir el debate, se impide (se elude) todo debate verdadero. Exactamente lo contrario de lo que sostiene la teoría bajtiniana. “Bajtín descarta la identificación ex definitione de ideología y falsa conciencia y la contraposición entre ciencia e ideología, pero de este recono­ cimiento de que todo discurso es siempre ideológico no se deriva en absoluto (...) que no sea posible una conciencia objetiva de la realidad, una orientación ‘científica’. (...) Pero, aparte de su valor de verdad, para Bajtín cualquier valor que una idea pueda tener no depende nunca de su ‘neutralidad’. Al contrario, según Bajtín es su carácter ideológico —es decir la expresión de determinados intereses sociales— lo que la vuelve significativa, lo que le confiere alguna posibilidad de incidencia práctica sobre los comportamientos y sobre las cosas: Una idea es fuerte, cierta y sigificativa, si ha sabido tocar aspectos esenciales de la vida de un determinado grupo social, si ha sabido ligarse a la posición fundamental de este o aquel grupo en la lucha de clases, incluso si el creador de esta idea no es en absoluto conciente de eso. La eficacia de la significatividad de los pensamientos es directamente proporcional a su na­ turaleza de clase, a su capacidad de estar fecundados por la realidad socio­ económica de un determinado grupo” [cita de Voloshinov]. “Como ya dije, el dialogismo de Bajtín no coincide en absoluto con un relativismo subjetivo: los diversos puntos de vista, las diversas proyecciones sociales no están todas en un mismo plano: tienen valor diverso ya en el plano práctico, ya en el plano interpretativo, y también según se trate de actos de interpretación cognoscitiva o de interpretación, representación artística. Bajtín afirma la posibilidad de una conciencia objetiva de la realidad, conciencia que no debe renunciar (o mejor: ilusionarse con que puede renunciar) a su carácter al mismo tiempo ideológico, sino más bien orientarse ideológicamente en un cierto sentido, que no sea incompatible con una verificación desprejuiciada y con la crítica radical, y afirma además el desarrollo de esta conciencia humana hacia niveles siempre mayores de penetración del propio objeto.” [Ponzio, 1980. Trad. de E. D. Bastardillas de Voloshinov y del autor]. Muchas veces se acusa a las lecturas críticas de las obras de arte de ser “autoritarias” porque “afirman un sentido”, como si afirmarlo no fuera parte activa de una batalla política y cultural, como si implicara negar lo que es la clave de cualquier signo: su posibilidad de tener otras lecturas, de significar

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de otro modo. No sólo es imposible evitar esto (ningún análisis, por más enfático que sea, puede lograrlo), sino que la posibilidad de leer polisémicamente está para ser ejercida: es decir, para que ejerzamos una crítica “fuerte, cierta y significativa”, eficaz en la batalla ideológica de las clases socilaes y los géneros sexuales a través —en este caso— de lecturas. No se trata de afirmar “científicamente” el significado de una obra, se trata de asumir con integridad un lugar de lucha en la cadena de enunciados a la cual lanzamos el nuestro, el de nuestra lectura. Y tal asunción no puede sino ser ética y política. Responsable, para usar una palabra cara a Bajtín [1982]. Eso implica saber que la operación de leer es también evaluación, que cuando la hacemos, hacemos parpadear esos acentos de los signos que atañen a nuestro combate, a nuestro lugar de clase, a nuestro lugar respecto del inmenso Mercado Mundial en el que vivimos, a nuestro lugar de género sexual; a nuestra inserción —en suma— como seres sociales en una cultura. Es que —como diría Williams— los escritores y los críticos pertenecemos igual que otros sectores sociales a las fuerzas productivas de la sociedad, si bien los objetos que producimos tienen un tipo de existencia material diferente, son productos semióticos. Producimos significación. No somos los únicos que lo hacemos, desde luego (cualquier ser humano que ejerce su posibilidad de hablar lo hace), pero nuestros discursos gozan de un prestigio institucional particular y de un poder que, aunque limitado y muy específico, otros no tienen. Entonces, si estudiamos o enseñamos literatura es porque consideramos importante colocamos en esa veta de producción de significados, ¿y para qué otra cosa vale la pena hacerlo, sino para contribuir a ese proceso, de acuerdo con nuestros objetivos e intereses? Quienes realizan culto provocativo a lo que llaman “la frivolidad” y postulan una literatura “para nada” y una crítica acorde con esa literatura, quienes dicen invocar el puro placer de la lectura y la escritura (como si su infinito placer no residiera, precisamente, en la densidad de la significación de estos actos), no están más allá de toda ideología: realizan simplemente la operación ideológica que esta realidad política precisa para seguir existiendo. Si elijo polemizar en este punto con ellos, 110 es solamente por eso, sino porque a veces convocan a su lado a Mijail Bajtín. Un conocimiento fragmentado, poco serio y de fotocopia (conocimiento que las carreras de Letras y Co­ municación de nuestro país no siempre desalientan) contribuye a este modo de comprensión de la obra del teórico ruso. Cuando Mijail Bajtín leyó a Fran^ois Rabelais, no lo hizo para lucir sus conocimientos de teoría, filosofía o historia europeas (que no lucían demasiado

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en la Rusia chauvinista de la Segunda Guerra), ni para disfrutar del placer de utilizarlos; tampoco lo hizo para colocarse en un lugar de poder o prestigio en el mercado literario, para que le sacaran fotos o le preguntaran qué libros tenía en la intimidad de la mesa de luz (como gustó hacer acá la revista literaria BABEL). Su puro placer —que puede percibirse en cada palabra del libro— estuvo, entre otras cosas, en trabajar por una significación de la obra de Rabelais que comprendía y combatía significaciones claves que imponía el stalinismo y —por extensión— modos de pensamiento que oprimían a Bajtín y a muchos de sus semejantes, los otros, esos destinatarios clave, esos receptores activos en los que jamás dejó de confiar. En Bajtín, la literatura es un modo sutil pero hiperpotente de colocarse en una guerra entre discursos y evaluaciones, y no precisamente porque deba ser “de denuncia”, “comprometida”, “realista” o panfletaria.

UN TEÓRICO DE LA LITERATURA

I. Teoría de la lengua, teoría de la literatura Vamos a dedicamos ahora a pensar a Mijail Bajtín como teórico de la literatura. Sus posiciones lingüísticas y sus posiciones literarias son totalmente coherentes. Desde su concepción de la lengua, era de esperar que Mijail Bajtín entendiera la literatura como un hecho comunicativo, ideológico-evaluativo, productivo y social. Sin embargo, a Bajtín no le gustaría este razonamiento: objetaría que acercarse a la literatura desde la lingüística es cosa de formalistas. Como la ciencia que estudia el material que construye la literatura es la lingüística, los formalistas —que reducían, según Bajtín, la literatura a su mero material— consideraban que sólo desde esta disciplina encontrarían la clave del hecho literario. Bajtín les reprocha el empobrecimiento que esto significa y les reclama lo que ellos claramente rehúsan hacer: una concepción estética global que les permita entender el fenómeno artístico literario como autónomo y específico, sí, pero también como participante —pese a su autonomía— en el todo cultural de una sociedad [Bajtín, 1986]. La estética fue, tradicionalmente, la disciplina desde la cual se intentó pensar la literatura; los formalistas (y la teoría del siglo XX a partir del estructuralismo) la declararon obsoleta y la reemplazaron por la lingüística. En el comienzo de este proceso, plena década del ‘20 en Rusia, Bajtín ya percibe este reemplazo y lo condena: implica, dice, disolver el fenómeno artístico en las reglas empíricas de su material (de todos modos, Bajtín reco­ noce la importancia de la lingüística y de sus nuevos descubrimientos como ciencia auxiliar de los estudios literarios, que permiten pensar la composición del material de una obra; objeta que ése es sólo uno de sus aspectos):

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“Cuando un escultor trabaja en mármol, sin duda está elaborándolo en su definición física, pero no es a él a quien va dirigida la actividad valorativamente artística del creador, ni a él se refiere la forma que éste realiza, aunque la propia realización no se las arregla ni un momento sin el mármol (...). La forma escultórica que se crea es una forma estéticamente valiosa del hombre y de su cuerpo: las intenciones de la creación y la contemplación van en esta dirección; en cambio, la actitud del artista y del espectador ante el mármol como cuerpo físico definido ostenta un carácter secundario, derivado.” [Bajtín, 1986; la primera bastardilla es de E.D.] Es cierto, admitirá luego nuestro autor, que la complejidad del material lingüístico es mayor que la puramente física del mármol, que la segunda se explica con parámetros pertenecientes a las ciencias naturales mientras que la primera requiere, más que de ellos (composición química de la tinta o el papel), de la lingüística; pero eso sólo vuelve menos burdo el error de la estética del material, no lo anula: no deja de ser cierto que tampoco un escritor trabaja las palabras orientando su actitud valorativa exclusivamente hacia ellas, también él crea una forma estéticamente valiosa y valorativa de un objeto que las palabras señalan y construyen. Pero además, matizará Bajtín, el mármol no es puro material, pura forma sin contenido. No es tan cierto que la única ciencia que lo explique en tanto partícipe de la escultura sea la ciencia natural. ¿Acaso es lo mismo una escultura en mármol que en arcilla? ¿Se perciben igual en un objeto estético? ¿No hay un contenido valorativo y de significación en el propio material (“solemnidad”, por ejemplo)? Y aquí terminamos de ver cómo coincide la mirada del grupo Bajtín sobre el lenguaje con su mirada de la obra literaria. Si el lenguaje no es neutro, si es valorativo, ¿por qué negarle contenido al material de la obra de arte?, ¿por qué tratarlo como mera sustancia sometida a “procedimientos” (figuras retóricas, juegos de palabras, “deformaciones” respecto del uso cotidiano)? Los formalistas dijeron que la literatura era sólo “procedimiento” e intentaron definir la lengua literaria como un uso diferente de la lengua que se percibía recortado contra el uso cotidiano. Si para éste regía la obediencia a las normas, para aquél se plantearía el juego o la violación respecto de las normas del sistema: el artificio, el “procedimiento” (la imagen poética, la aliteración, la repetición, etc). En definitiva, y pese a que lo conocieron cuando ya habían iniciado sus primeras investigaciones, sus ideas sobre la literatura fueron tributarias de las concepciones de Saussure sobre el lenguaje. Por eso el entusiasta: “es la lingüística, no la estética, la que nos marca el camino”.

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Aunque no haya ido por la misma ruta formalista, aunque no lo haya que­ rido, es evidente que el grupo Bajtín tampoco podía entender la obra literaria en contradicción con su concepción lingüística. El grupo concebía el lenguaje como pura ideología valorativa y orientada, y el acto de habla como hecho fuertemente comunicativo; la literatura no podía ser entonces una pura forma lingüística carente de valoraciones y orientaciones hacia el mundo, ni un hecho que no se integrara a la infinita cadena de enunciados que constituye la cultura. Es decir que por caminos opuestos, el grupo Bajtín no consigue invalidar un postulado formalista que fue fuertemente revolucionario en su época: el que se refiere a la importancia de pensar el lenguaje para pensar la literatura, el que provocativamente se niega a estudiar el arte desde la estética (es decir, desde la filosofía de la belleza), esa disciplina filosófica “de viejos”, de metafísicos (y qué injusto desprestigio el de la metafísica, en plena Revolución de Octubre), de profesores rusos que en el momento en que los jóvenes formalistas ganaban terreno retrocedían: se estaban yendo del país, dejando sillas vacías en periódicos culturales y universidades, miraban azorados, mientras hacían las valijas, cómo el mundo nuevo se les venía encima. Hacia la etapa final del movimiento, en 1925, el formalista Eijembaum realiza un amplio balance y una suerte de breve historia intelectual del formalismo. Muy de acuerdo con el espíritu de la época, comienza situando los “contra quién”, especificando los impulsos iniciales de rechazo que llevaron a su grupo a intentar pensar el fenómeno literario. Y dice: “Frecuentemente, y desde diferentes puntos de vista, se ha reprochado a los representantes del método formal el carácter oscuro o insuficiente de sus principios, su indiferencia hacia los problemas generles de la estética, la psicología, la sociología, etc. A pesar de las diferencias cualitativas, estos reproches están perfectamente justificados en el sentido de que dibujan precisamente la distancia que, voluntariamente> los formalistas interponen ante la estética y ante cualquier teoría general más o menos elaborada. Semejante distanciamiento, especialmente de la estética, es un fenómeno que caracteriza a casi todos los estudios contemporáneos sobre arte.” [Todorov, 1970; bastardilla de E.D.] Esta es la respuesta a la objeción de Bajtín (aunque no podemos saber si Eijembaum había leído el trabajo anteriormente citado, que si bien fue escrito un año antes, en 1924, no pudo publicarse). La respuesta acumula más argumentos: “En el momento de la aparición de los formalistas, la ciencia académica,

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ELSA DRUCAROFF que ignoraba por completo los probemas teóricos y que utilizaba cómodamente los viejos axiomas tomados a la estética, a la psicología y a la historia, había perdido hasta tal punto la noción de su objeto de estudio que su existencia misma había llegado a ser una quimera. No necesitábamos luchar contra ella: no valía la pena derribar una puerta abierta, habíamos encontrado un camino sin obstáculos en lugar de una fortaleza.” [Todorov, ib.]

Perder la noción del objeto de estudio... ¿no recuerda la inicial preocupación saussuriana? La estética tradicional, dice Eijembaum, había borrado el hecho literario en sí, perdida en especulaciones metafísicas sobre la belleza. Lo mismo habían hecho la psicología o la historia. Pero si, como él dice, la puerta estaba abierta, nadie tenía la audacia de reconocerlo. ¿Tal vez otras puertas que se estaban volteando en esa época dieron a los formalistas la posibilidad de percibir ésta y caminar la nueva ruta, construyendo eso que Bajtín llama despectivamente “estética del material”? Lo cierto es que esa estética del material, sin duda limitada y empobrecedora, obligó sin embargo a Bajtín a discutir dejando de lado las posturas tradicionales, lo obligó a concebir “el material” de otro modo (a pensar a Saussure, a establecer los principios que ya resumimos) y por ende a construir otra estética. No en vano una parte significativa de la obra del grupo Bajtín está destinada a pensar a los formalistas. Muy críticamente, desde luego, pero reconociendo siempre el valor del movimiento. Y ahora, lejos de esa Rusia que ya no existe y del fragor indispensable de la polémica, es necesario decir que nunca será suficiente el reconocimiento de la importancia del formalismo ruso, no sólo para la teoría literaria, sino para el desarrollo de todas las ciencias sociales en el resto del siglo. No es éste el libro para profundizar al respecto, limitémonos a nombrar como ejemplo la fuerza y las influencias decisivas que las investigaciones sobre el relato folklórico del formalista Propp tuvieron en Levy-Strauss, en la teoría antropológica y en la teoría de la historia.

II. Formalistas contra marxistas: una pelea mal planteada Entonces: el grupo Bajtín se niega a ver la literatura como una pura operación formal, un puro procedimiento lingüístico; pero su negativa está estrechamente ligada con su posición respecto del lenguaje. Uno de los artículos de Voloshinov [Todorov, 1981] y un libro de Medvedev

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[Medvedev,1978], ambos atribuidos a Bajtín, perfeccionan este razonamiento. “En efecto, considerando al arte sólo como una cosa de material, se cae en la imposibilidad de indicar, aunque más no fuese, los límites del material estudiado, o inclusive de señalar cuáles de sus rasgos tienen una significación estética. El material en tanto tal se funde directamente con el medio extraartístico que lo circunda. Posee un número infinito de aspectos y de determinaciones que son de naturaleza matemática, física, química y, por fin, lingüística. Aunque analizáramos todas las propiedades del material y todas las combinaciones posibles de esas propiedades, no podríamos jamás descubrir su significación estética, salvo si hiciésemos intervenir de contrabando otra concepción que ya no ecajaría en el cuadro de un análisis del material. Del mismo modo, aunque analizáramos la estructura química de un cuerpo cualquiera, jamás alcanzaríamos a comprender su significación y su valor como mercancía, a menos que recurriéramos a un punto de vista económico” [Todorov, 1981]. El planteo formalista se rechaza, esto queda claro. ¿Es entonces lo que Voloshinov llama “sociología marxista” el punto de vista que sí tiene la clave de la significación estética? No, porque sus afirmaciones no solucionan el problema: más bien insisten en el “contenido” de la obra y en su proyección social (al revés de los formalistas, que levantan la “forma” y su autonomía respecto de lo social), pero renuncian a veces explícita, a veces tácitamente, a pensar histórica e ideológicamente la “forma”, sobre la que no tienen en realidad nada que decir. Hay dos errores que no puede cometer un marxista. El primero, según Voloshinov, es separar “forma” de “contenido”. El segundo: reconocer que de algún modo los formalistas tienen razón, al considerar con ellos que la “forma” es un hecho puramente “formal”, autónomo de toda determinación socio-ideológica. En los peores casos, los sociólogos despreciaron, en nombre de su carácter a-ideológico, el problema de la forma artística;1 en los mejores 1 Este desprecio de la “forma”, de las técnicas, de los procedimientos, produjo las peores expresiones artísticas de la izquierda (pensemos, en nuestro país, en cuentistas del grupo de Boedo, en tantos poemas, canciones “comprometidas”, en tanto teatro naturalista o panfletario). Como modo, en realidad, de justificar la falta de talento y la falta de trabajo artístico, se llegó a plantear que “forma” era sinónimo de adorno y esteticismo, y hasta a ponerle a cualquier trabajo cuidado del material el mote de “burgués”. Juzgar a la obra por su “contenido” fue la clave de los juicios de la mayor parte de la izquierda durante muchos años, a punto tal que la expresión “la obra tiene mucho contenido” se transformó en sinónimo de “la obra es muy buena” .

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casos, reconocieron su importancia, pero con más o menos conciencia de ello se manifestaron incompetentes para pensarla, precisamente por su carácter aideológico. Vamos a verlo en uno de los polemistas más brillantes contra el formalismo, el multifacético León Trotzky: “Los métodos de análisis formal son necesarios, pero insuficientes. Se pueden contar las aliteraciones en los dichos populares, clasificar las metáforas, contar las vocales y las consonantes en una canción de bodas; indudablemente todo esto enriquecerá, de uno u otro modo, nuestro conocimiento del folklore; pero si no se conoce el sistema de rotación de cultivos empleado por el campesinado y el ciclo resultante en su vida, si se ignora para qué sirve una hoz y si no se penetra en el significado del calendario eclesiástico para el campesino, desde el momento en que se casa hasta aquél en que la campesina da a luz, no se conocerá del arte popular más que la corteza exterior, no se habrá alcanzado la médula” [Trotzky, 1969]. Es obvio: sólo un marxista cerrado y tonto puede tratar de demostrar que

La tendencia se consolidó en la Unión Soviética, con la imposición del realismo socialista, pero se extendió a casi todos los movimientos socialmente contestatarios. En la Argentina fue mayoritaria —aunque tuvo valientes excepciones— en consonancia con la curiosa hegemonía que, en el aspecto cultural, tuvo desde los ’40 en adelante el Partido Comunista. Era frecuente escuchar reproches a una película o un libro porque “no plantean salida revolucionaria” o “no reflejan la realidad injusta del país ; a la inversa, obras a veces de muy baja calidad eran levantadas porque sí la reflejaban, o sí planteaban la salida. Esta concepción es insostenible teóricamente y es errónea desde su misma base, además de tener derivaciones claramente policiales, ya que desemboca fatalmente en alentar o censurar temas y “mensajes” . Pero sobre todo, empobreció la producción artística — como se comprende al observar las paupérrimas propuestas creativas que predominaron en el arte soviético de Stalin en adelante, y compararlas con la fuerza y la riqueza que abundan tanto en el arte revolucionario como en el disidente— y además ocultó (paradójicamente) el extraordinario poder ideológico y subversivo que los lenguajes artísticos poseen. Ese poder que sólo parecieron comprender los marxistas de la Escuela de Frankfurt o personajes aislados como Trotsky (no siempre los trotskistas) es un poder que el resto de la izquierda, por lo general, despreció. Las consecuencias fueron tristes: los artistas sintieron cada vez más intensamente que para crear debían abstenerse de apoyar activamente a la izquierda, o librar una batalla contra sus preceptos. Tal vez como reacción, en los últimos años floreció en nuestro país la reivindicación de la literatura como puro trabajo formal, aislado de cualquier significado, sólo centrado en el lenguaje, reivindicación que llega a levantar provocativamente la frivolidad como bandera, creyendo ¿ingenuamente? que eso la libra de ser ideológica.

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las aliteraciones, las metáforas o el número de vocales y consonantes son el reflejo de la estructura económica; es muy difícil negar, por otra parte, que estas características materiales son las que definen un texto como estético o literario. Aunque en este caso Trotsky usa la metáfora de “corteza exterior” y parece reservar la “médula” para el otro aspecto, es demasiado inteligente como para no reconocer en otros lugares que los formalistas tienen instrumentos que les permiten teorizar algo de la especificidad de la literatura, aunque sea en parte. Pero tampoco sabe, en el fondo, qué hacer, como marxista, con esa especificidad, con ese material lingüístico trabajado que conforma la obra. Entonces: un primer paso formalista está bien; pero después debe venir el análisis del contenido y de su significado social e histórico en relación con la base económica de la comunidad donde la obra surgió. Lo que Voloshinov sostiene, en cambio, podríamos resumirlo así: sociólogos marxistas por un lado, formalistas rebeldes al marxismo, por el otro: ambos se equivocan y ambos tienen algo de razón. Los sociólogos aciertan

Hoy, con la proclamada “muerte de las ideologías”, estas tendencias tienen alto prestigio, no tanto entre el público lector como en el ámbito académico. Varias Facultades de Filosofía y Letras se dedican a menudo a leer obras literarias que se proclaman “frívolas” y exhiben como preocupación fundamental y consciente el juego y el procedimiento, planificados desde la teoría literaria; se trata de obras que no parecen tener otra cosa para decir que la afirmación tautológica de las teorías sobre el lenguaje que se pusieron de moda en este siglo. Sin embargo, paralela (y paradójicamente), también se pone de moda en la Academia una tendencia opuesta y peligrosa, que puede llegar a ser tan policial como la del realismo socialista. Lamentablemente, algún sector de la crítica literaria feminista encara mal su valiosa tarea: juzga las obras literarias por su “contenido”, defenestrando aquellas en que la imagen de mujer es degradada a objeto sexual o responde a orientaciones valorativas patriarcales y exaltando las que “muestran salida”, o por lo menos reflejan la injusta realidad que viven las mujeres. Otra variante es encontrar en todas las escritoras mujeres y en todos los autores que la Academia reconoce como buenos figuras subversivas de la femineidad. Como esto no siempre ocurre (es posible ser un gran escritor o escritora y producir una literatura sexista), se ven obligadas a forzar los textos, a renunciar al análisis textual o a reducirlo a un único aspecto. Es descorazonador que una cuestión que la teoría literaria y la teoría del arte han resuelto, como estamos viendo, hace más de medio siglo, siga generando juicios policiales; no importa si lo hace apoyándose en reivindicar a los oprimidos: eso no mejora su carácter represor. El fracaso de los intentos socialistas parece enseñar q u e __ para citar una vez más a un cantante popular— “cuando combaten la KGB contra la CIA, gana al final la policía . Nunca ganan los proletarios, ni las mujeres. La experiencia fue amarga, pero clara.

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al ver la obra fundamentalmente como un producto ideológico relacionado con su entorno socio-económico y se equivocan al dejar afuera de su campo de interés que sea un hecho de lenguaje. Los formalistas aciertan al reconocer que la obra es un hecho de lenguaje y al buscar la especificidad que la diferencia de otros enunciados, pero se equivocan cuando niegan que esta especificidad sea ideológica y tenga relación con su entorno socio-económico. El error de ambos está en que no comprenden que la lengua es ideológica, que la ideología no está afuera de la obra y no hay que encontrarla entonces en un segundo paso, como parece plantear Trotsky, sino al mismo tiempo: porque ese famoso “material” con que está construido el texto literario no es más que ideología. “Inmanencia”, gritaba el formalismo: el sentido de la obra es inmanente a ella, no necesitamos verla, para entenderla, como un reflejo de una realidad externa. “Trascendencia”, respondía la sociología (intentando buscar algún sinónimo, supongo, porque la palabra tenía un tufillo religioso totalmente ajeno a lo que aquí significaba): la obra sólo tiene sentido entendida como parte de una superestructura ideológica, que a su vez es reflejo de la estructura económica. Y Voloshinov dijo: el planteo está mal hecho. La obra es inmanente, en un sentido, porque la ideología y la historia no están Juera de ella sino que la conforman desde su más profunda interioridad: desde cada palabra, cada procedimiento, cada “ladrillo de material” que la compone. Y la obra es trascendente, en otro sentido, precisamente por lo mismo: porque su condición de producto ideológico sólo se explica como hecho comunicativo lanzado a circular entre los seres humanos, signo a través del cual —como siempre— las clases sociales combaten, signo que entonces “refleja y refracta”, que ha sido producido en una comunidad determinada histórica y geográficamente, que es leído cada vez en realidades igualmente determinadas, etcétera. Ahora bien: esto salda una parte del problema, de la polémica mal planteada como formalismo versus marxismo. Pero no soluciona algo que los mejores polemistas de ambos bandos reconocen: la urgencia por establecer lo específico del hecho literario. Porque lo que dice el grupo Bajtín es válido para cualquier enunciado, literario o no. ¿Cuál es la diferencia entre la lengua cotidiana y la lengua estética? (Y otra vez, el grupo Bajtín parte de un interrogante formalista.) ¿Cuál la que hay entre “el discurso en la vida” y “el discurso en la poesía”?

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III, A buen entendedor... “El discurso en la vida, el discurso en la poesía”. Así se llama, precisamente, un artículo de Voloshinov atribuido a Bajtín. El material de la literatura es ideológico, dijimos, pero todo enunciado — literario o no— está hecho de ese material. Volvimos al punto de partida. Para entender la especificidad del enunciado literario hay que acudir a algo más: algo que la pragmática posterior descubriría por segunda vez con bombos y platillos y llamaría setnántica de los implícitos, o más exactamente presuposiciones referenciales. Como explicamos en capítulos anteriores, los hablantes construyen sus actos de habla teniendo en cuenta a su interlocutor: presuponen creencias, valoraciones de quien los escucha. Veamos un ejemplo: una anciana argentina pide presupuesto a un plomero para un trabajo que le es indispensable realizar. El plomero le informa el presupuesto y ella dice: —Señor, yo soy jubilada. Observado únicamente desde su significado en el sistema de la lengua, el enunciado es una réplica absolutamente incomprensible: transgrede leyes elementales de la conversación o “máximas conversacionales” [Grice, 1975]: lo que la señora informa no parece tener relación con lo que dijo el plomero. Sin embargo él lo entiende perfectamente, porque dice inflexible: —Disculpe, señora, pero no puedo cobrarle menos. Nadie le pidió —pareciera— que bajara el precio. La señora se limitó a informar que no pertenecía al sector productivo de la sociedad y recibía una pensión de la Caja Previsional. ¿Por qué este hombre se apresura a disculparse por su imposibilidad de cobrar menos? Porque el enunciado de la señora ha jugado con algo que no está ni en la estructura sintáctica ni en la estructura semántico-lingüística de la frase, pero sin lo cual su sentido es tan incomprensible para nosotros como un enunciado en chino: ha jugado con la presuposición de una valoración compartida. La sociedad argentina en pleno juzga que los jubilados no tienen cómo sobrevivir con los montos que reciben, la sociedad condena el hecho. El plomero, antes que nada, repone dos silogismos tácitos: “1) Todos los jubilados tienen muy poco dinero. Yo soy jubilada. Yo tengo muy poco dinero. 2) Los jubilados no pueden pagar un precio como el que usted dio. Yo soy jubilada. Yo no le puedo pagar ese precio.” Pero no hace sólo eso. No se trata únicamente de reponer silogismos a

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partir de un conocimiento previo; no es que simplemente se decodifica, como parte del significado del signo “jubilado”, el sentido “persona que gana muy poco dinero”; si así fuera, el plomero hubiera entendido, pero hubiera podido responder: —¿Y a mí qué me importa? Usted me pide un trabajo, yo le digo lo que cuesta. Conseguir cómo pagarlo es su problema, no el mío. ¿Alguien, conociendo esa respuesta, se hubiera enojado si la mujer insultaba al hombre a los gritos? ¿Alguien se hubiera solidarizado con el plomero maltratado? Si alguno lo hubiera hecho, se hubiera cuidado mucho de confesarlo en público; tanto como se cuidó el plomero de responder así, aun si tuvo ganas. Es que él no sólo comprendió el silogismo, se hizo eco además de una valoración. Eso explica el pedido de perdón, su declaración de “no puedo (no “no quiero”, o “no debo”) cobrarle menos . Entonces: cuando una sociedad comparte valoraciones, los hablantes las dan por sobreentendidas al construir sus actos de habla. Lo hacen automáticamente, inconscientemente, no reflexionan sobre ello. Cuando en una sociedad ya no se dan ciertas valoraciones por sobreentendidas, cuando se debe aclarar lo que antes no era necesario decir (“El Colegio Nacional de Buenos Aires es bueno aunque es del Estado”; “no lo digo por machismo, pero hay mujeres en el gobierno que están haciendo un triste papel”), estamos en presencia de cambios o crisis valorativos. Cuando las valoraciones no tienen hegemonía o son novedosas, es indispensable aclararlas (“sí, somos subversivos porque queremos subvertir el orden establecido, que es injusto, no porque tomamos las armas”). Otras veces ocurre lo contrario: las valoraciones compartidas son tan hegemónicas o prestigiosas, que ciertos hablantes se les enfrentan vergonzantemente e, hipócritamente, intentan suavizar un enunciado que sinceramente se les opone, poniéndolas de manifiesto (“a mí no me gustan los homosexuales, pero la verdad es que Fulano es una gran persona, trabaja muy bien, es muy buen compañero y no se mete con nadie”; o “yo no soy antisemita y respeto todas las religiones, ¿pero viste cómo son esos judíos?”). Pero las presuposiciones contextúales también pueden ser más obvias, más inmediatas: al construir su enunciado, los hablantes consideran que comparten con los oyentes un escenario y un tiempo. Por eso, si alguien tiene en la mano una lapicera roja y otra azul y pregunta: “¿Querés la azul?”, el hablante puede responder “No, dame la otra”, sin aclarar que se trata de “la roja”. Es el contexto compartido el que permite a su oyente entender que “la otra” es roja, y es una lapicera.

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IV. La ficción, esa paradoja ¿Qué tiene que ver todo esto con la literatura? Mucho: cuando se lee un texto literario, hablante y oyente no comparten un horizonte común: ni témporo-espacial inmediato (no están uno frente al otro), ni necesariamente histórico (pertenecen o no a la misma época), ni necesariamente geográfico (habitan o no el mismo país). Este tipo de presuposiciones contextúales —y todas aquéllas que el hablante considera no obligatoriamente compartidas— deben ser aclaradas en la escritura. El texto construye espacios, aclara tiempos, da los elementos que precisa para ser comprendido. “Desde el punto de vista de los objetos que se representan y de la pragmática, nada debe quedar inexpresado en una obra poética. ¿Se debe concluir entonces que, en la literatura, el locutor, el auditor y el héroe se encuentran por primera vez, sin que nada sepan unos de otros, sin tener un horizonte común, ni un punto de apoyo, ni nada que sobreentender? (...)

Pero, de hecho, la obra está muy profundamente imbricada en el contexto vivido, inexpresado. Si el auditor y el héroe se reunieran por primera vez como seres abstractos y si buscaran sus palabras en un diccionario, a duras penas se podría imaginar que de allí surgiese una obra prosaica y, a fortiori, una obra poéti­ ca. La ciencia, en cierta medida, se aproxima a ese límite: la definición científica contiene, en efecto, un mínimo de sobreentendido, pero al mismo tiempo se podría demostrar que la ciencia tampoco puede prescindir del sobreentendido. En literatura, el papel desempeñado por las evaluaciones sobreentendidas es particularmente importante. Se puede decir que la obra poética es un poderoso condensador de evaluaciones sociales inexpresadas, cada palabra está saturada de ellas. Y son precisamente esas evaluaciones sociales las que organizan las formas artísticas como su directa expresión. Las evaluaciones determinan, ante todo, la elección de la palabra por parte del autor y el modo en que el auditor las recibe en su conciencia. (...) Se puede afirmar que el poeta trabaja en todo momento con la simpatía y la antipatía, el acuerdo o el desacuerdo del auditor. Por otra parte, la evaluación es igualmente activa en lo que se refiere al objeto que representa el enunciado, a saber, el héroe.2 El simple hecho de elegir un epíteto o una metáfora para

2 En el grupo Bajtín, el héroe del enunciado es ese “él” o “ella” que el enunciado representa. En el caso de un enunciado literario, la palabra suele designar el personaje (así debe entenderse en este fragmento), pero también puede ser algo inanimado, una cosa. Lo importante es que es la tercera persona, de la cual se habla en un enunciado.

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designarlo ya es un hecho evaluadvo orientado hacia dos direcciones, hacia el auditor, y hacia el héroe. El auditor y el héroe participan constantemente en el acontecimiento de la creación, que ni por un instante deja de ser una comunicación viva entre ellos” [Todorov, 1981]. Autor, lector y héroe-personaje: tres sujetos “de papel”, puramente textuales,3 que se cargan (respectivamente al hablar, al leer y al ser representados) de valoraciones ideológicas. Como el texto literario no puede especular con la posibilidad de sobreentender de su oyente, debe hacer todo explícito. Sin embargo, y precisamente por eso, lo que el texto no explícita es aquello que siente tan natural que no se le ocurre siquiera que debe explicitar, aquello que, descuenta, será entendido necesariamente: es ideología hecha carne, creída parte misma de la naturaleza y de la vida, es creencia y valoración que esa escritura ni cuestiona ni discute, es juicio o prejuicio del que el texto no toma conciencia. Pero allí está: ideología lista para ser puesta en movimiento por lectores empíricos que se sucederán y no necesariamente coincidirán con los lectores que el texto planeaba, lista —entonces— para ser percibida, cada vez, de un modo distinto. Y si en cada palabra combatían los acentos evaluativos de las clases sociales (y, agregamos, de los géneros sexuales), en estos inconscientes fragmentos de ideología también hay tensiones y contradicciones. Suelen ser las que tiene —sin percatarse— el grupo social al que pertenece el autor4 y son a su vez producto del estado real de los combates sociales.

3 Las llamadas personas del coloquio [Benveniste, 1971] son, respectivamente, en Bajtín, autor, auditor o lector y héroe. Recordemos que para Benveniste yo y tú son las verdaderas personas, a las cuales se agrega él: yo/ el que habla, tú/a quien se le habla — dos seres humanizados, necesariamente, dado que están dotados de lenguaje: uno puede hablar y el otro comprender— : por último de quien o de lo que se habla, que está ausente del circuito y no necesariamente es humano; de hecho, es representado como un objeto). 4 Concepto elemental de teoría literaria: quien escribe, quien dice o podría decir “yo" en un texto ficcional, es un sujeto textual, semiótico, claramente diferente del autor de carne y hueso. La primera prueba evidente de esto es que, por ejemplo, el autor/ narrador de La Divina Comedia no murió con Dante, aunque adentro del texto se llame Dante; ni siquiera envejece: sigue estando “en la mitad del camino ’ de su vida cada vez que abrimos el texto y lo empezamos a leer. En casos que explotan al máximo la diferencia entre el autor empírico y el ficcional (por ejemplo un cuento escrito por un hombre donde la narradora fuera una mujer) esto es obvio; pero aún cuando no lo es, como en Dante, la diferencia permanece: el que dice “yo” en un texto ficcional no se confunde con el ser biológico que escribe. Pueden establecerse relaciones entre ese yo

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Esta tensión evaluativa es de alto valor artístico, infinitamente más alto que la certeza evaluativa que tiene, por ejemplo, una obra de propaganda. En general, la certeza no le hace bien al arte; el motor del arte es la contradicción dinámica, la lucha.5 Ella permite que dentro del texto, en su propia estructura formal, se plantee un debate que está vivo en el mundo que genera la obra y que muchas veces ese mundo ni siquiera advierte; debate que, por su profundidad e inconsciencia, parece destinado a perdurar, o por lo menos a no ser saldado en mucho tiempo. Por eso la verdadera prueba de valor de una obra de arte es su vigencia a lo largo de siglos: los textos que han captado las más sutiles tensiones y contradicciones ideológicas son los que siguen debatiendo en su interior cuestiones que aún importan.6

ficcional y el empírico, pero no identidad absoluta. Nadie cree luego de leer “El pozo y el péndulo” de Poe que el personaje histórico Edgar Alian Poe estuvo a punto de morir en manos de la Inquisición; pueden hacerse consideraciones sobre la inspiración biográfica de un narrador, pero nunca confundir ambas cosas. Hubiera sido absurdo llevar ajuicio a Osvaldo Lamborghini, luego de leer “El niño proletario”, por torturar, violar y asesinar a un niño. Del mismo modo, el “tú” de un texto (todo enunciado está dirigido, supone un lector o auditor, no importa si se lo invoca como Baudelaire con su “hipócrita lector”, si éste parece un desdoblamiento del yo que habla, o si no se lo nombra nunca) es siempre semiótico. Hay lectores de carne y hueso, desde luego, pero no son ese tú. Ellos nacen, mueren, son varones o mujeres, etc; el lector textual de un texto literario es siempre el mismo (siempre “hipócrita”, en Las flores del mal; siempre “amable” o “paciente”, en ciertas novelas, etc], y suele estar pensado con un sexo único. Volveremos a esto en el capítulo próximo. 5 Por ejemplo: en Roberto Arlt coexisten el deseo de la revolución con el terror por la revolución, la afirmación de la necesidad de la violencia política con el horror por ella, la lucidez sobre la opresión de las mujeres a través de una moral que beneficia a los varones con la desesperada necesidad de perpetuarla. [Drucaroff, en prensa] Hay productos artísticos de alto valor que trabajan con la certeza. Textos como ¿Quién mató a Rosendo? u Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, por citar un ejemplo. Pero la certeza no mata, en estos casos, una fuerte tensión evaluativa, que no se evidencia claramente en el “contenido” pero hace visceralmente a la estructura de las obras. En Walsh, la tensión entre enunciado literario y enunciado periodístico, entre novela policial y panfleto de denuncia, por ejemplo, no sólo va más allá de ser una tensión “de forma” (ya vimos que la “forma” no es nunca “una formalidad”) sino que supone preguntas (no respuestas) potentes, que garantizan la vigencia de esos libros más allá de su motivo político de existencia. 6La profesora e investigadora Irma Cuña solía decir, en sus clases del INSP Joaquín V.González, que era de desear que algún día el Quijote perdiera su interés y ya no conmoviera; es decir, que se volviera “un mal libro”. Ese sería el día, especulaba, en

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El grupo Bajtín no llega a hacer este planteo, aunque da todas las armas para sostenerlo. Bajtín lo utiliza de hecho en sus análisis literarios, cuando festeja el tenso enfrentamiento de voces ideológicas en la obra de Dostoievski o la contradicción entre la medieval y oficial cosmogonía de Dante —donde prevalece el movimiento vertical (ascensión hacia Dios, descenso hacia el Infierno)— y el trabajo histórico-geográfico que realiza en su Commedia, donde —pese a él mismo— predomina el movimiento horizontal (a través de la tierra y sus viscisitudes), movimiento que se manifiesta en los encuentros de Dante con sus contemporáneos, dentro de un círculo o un cielo, en su juicio hacia ellos y en la pasión histórica y terrena con que los representa. Esta tensión, este enfrentamiento evaluativo, dice Bajtín, vuelven a Dante un artista y no un mero repetidor de la doctrina medioeval del movimiento vertical. El texto literario, en general, se dirige a un lector textual con cuya presencia cara a cara no cuenta y a quien da todos los elementos para que siga la historia o reponga las imágenes, sabiendo de su imposibilidad de compartir el contexto de la ficción, de estar dentro de ella y conocer previamente el escenario (aun si el autor quiere un texto que desconcierte al lector y no aclara lo que sería necesario aclarar, juega con esa imposibilidad). Pero eso no implica que el autor textual no cuente —consciente o inconscientemente— con ningún saber o valoración previos por parte de su lector: produce el texto usando palabras no neutrales y organiza con ellas las imágenes, los relatos, la representación de su héroe, los juegos sonoros; ese material mismo está cargado de evaluaciones, evaluaciones que él toma de su propia sociedad, de su historia, de su condición de sujeto que vive en comunidad, que cree, piensa, está condicionado por su clase y por su género sexual. Desde allí se dirige a un lector al que vagamente suele considerar como un igual suyo (perteneciente a su época y a su grupo social, de quien no puede sino suponer evaluaciones, creencias) y al que a veces imagina su aliado, aunque otras —provocativamente— acicatee burlona o agresivamente, previendo su escándalo o desacuerdo. Entonces, en una operación que no pasa fundamentalmente ni por la voluntad ni por la conciencia, el texto que se crea es un poderoso condensador de evaluaciones sociales inexpresadas. Podría objetarse que todo enunciado —literario o no— condensa

que habría un mundo sin opresores y oprimidos, donde los diversos modos de alienación, frustración y cosificación humanas no existirían, donde tener principios y vivir de acuerdo con ellos no sería un conflicto. Aunque tal vez en ese momento descubramos que el Quijote decía además otras cosas, y siga siendo una obra maestra.

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evaluaciones sociales inexpresadas. Es posible, pero en mucha menor medida. En primer lugar, lo inexpresado es mayor (y de menor densidad ideológica) porque se supone, como vimos, que se comparte un contexto inmediato. En segundo lugar, la relación entre los sujetos del enunciado (habante, oyente y aquél de quien se habla), por un lado, y su realidad social, geográfica e histórica, por el otro, es absolutamente brutal, “simplísima”, en un sentido: uno frente al otro, o ligados por algún canal de comunicación, intercambian informaciones o sentimientos sobre el mundo que co-habitan. No ocurre eso con el enunciado literario: el texto artístico instaura la ficción (el grupo Bajtín no lo dice así, pero ésa es en definitiva la clave). Ficción implica —entre otras cosas— lo siguiente: aunque sin ninguna duda hay seres de carne y hueso que imaginan al autor textual, al lector textual y al héroe (son la persona que escribe y la persona que lee), o que provocan su existencia (son las personas que han sugerido al autor empírico los personajes, o que los lectores empíricos asocian con los personajes), los sujetos que están enjuego (el autor, el héroe, el lector) son textuales, es decir diferentes de los de carne y hueso, tienen una existencia específica, paralela a nuestra existencia histórica (existen en la imaginación de una cultura). Es decir: ficción implica que los sujetos directamente involucrados en la creación literaria son —valga la redundancia— ficcionales. Esto permite una relación no directa, sumamente compleja con la realidad socio-histórica. No hay enunciados enviados de un ser de carne y hueso a otro, hay enunciados producidos en ese mundo paralelo extrañamente real, aunque “irreal”. No hay personas que se hablan y se escuchan sino personas que imaginan-crean a otras personas que se hablan y se escuchan. Esto permite una suerte de coartada que libera de la responsabilidad de la acción directa sobre el mundo a los suje­ tos textuales, esa falta “de compromiso”, paradójicamente, facilita la reflexión sobre la realidad, permite preguntas, cuestionamientos, experimentaciones que jamás, de otro modo, una sociedad permitiría hacer [Mukarovski, 1977]. En la ficción alguien puede contar su incesto, su sadismo, y postular la piedad, la admiración y aún la simpatía de sus lectores; imaginar que la muerte no existe o que el tiempo se detiene; Raskolnikov puede llevar a las últimas consecuencias un pensamiento filosófico que le da derecho a asesinar a un semejante, y hacerlo; un varón puede mirar como una mujer y experimentarse dando a luz; una mujer puede pensar una sociedad donde tenga un lugar igualitario, puede explorar sus miedos y sus deseos contradictorios de habitarla, puede mirar como un varón. En la ficción, el lector puede ser construido como un comprensivo igual del que escribe, alguien que no se burla

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ni se ríe de sus sueños, que se identifica con su dolor y su alegría o que, por el contrario, rumia su rabia porque ha sido escandalizado y vencido. Es que si la ficción está fabricada ella misma de palabras-ladrillos de ideología, éstos pierden, al ingresar al texto, su relación directa con la realidad empírica. Medvedev [1978] habla de un “anillo ideológico” que es un verdadero mediador entre la realidad empírica y las creaciones de la imaginación humana: “El hombre social está rodeado de fenómenos ideológicos, de objetossignos de tipos y categorías distintas: palabras en las formas más diversas — sonoras, escritas o de otro tipo—, afirmaciones científicas, símbolos y creencias religiosas, obras de arte, etc. Eso constituye el ambiente ideológico que circunda al hombre por todos lados como un anillo compacto. Precisamente en este ambiente vive y se desarrolla su conciencia. La conciencia humana no establece contacto directo con la realidad objetiva sino a través del mundo ideológico que lo circunda.” Un signo artístico ideológico (esa unidad ideológica que Bajtín llama “ideologema”7) se proyecta fuera de la conciencia humana, en el marco de ese anillo, pero además posee, dentro de él, el grado de autonomía que le da su carácter ficcional. El ideologema no señala, entonces, hacia el mundo empírico en el que en definitiva ha sido creado; señala, antes que nada, hacia el anillo en sí, es decir hacia otros signos, y sólo luego —de un modo no directo y por eso tan rico— señala hacia el mundo histórico en que se escribe y hacia el mundo histórico en que se lee. Esta es otra clave de la coartada que otorga la ficción a una obra literaria para pensar la realidad de la existencia humana.

7 “Ideologema” es un concepto que aparece muchas veces en la obra de Bajtín y que nunca está clara y rigurosamente definido. Por momentos coincide con “signo”, el cual, como vimos, es siempre ideológico. Por momentos, parece que Bajtín lo utilizara privilegiadamente para señalar una suerte de núcleo de ideología ya articulado, vuelto unidad discursiva presente en la obra de arte, y su carácter de elemento procesado, discursivizado, sirviera para subrayar que —pese a compartir una naturaleza ideológica, como cualquier signo— no se relaciona “directamente” con el mundo que lo ha generado sino dentro de esta sutil mediatización a la que nos estamos refiriendo. En ese sentido parecen haberlo interpretado Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, los críticos que introdujeron a Bajtín en la Argentina [Altamirano, Sarlo, 1980 y 1983]; en ese sentido lo usamos acá. De todas formas la definición es confusa y plantea muchas dudas: ¿existe acaso ideología no discursiva, no hecha de lenguaje, ideología previa al ideologema? Tal vez en esta suerte de manifestación primera y primaria de ideologías haya pensado Williams cuando define sus “estructuras de sentimiento”.

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V. Sobre el best-seller “(...) el receptor del que hablamos es un participante inmanente del acontecimiento artístico y que determina desde el interior la forma de la obra de arte. Este receptor (...) no se confunde en modo alguno con lo que se llama “público”, ubicado fuera de la obra y cuyo gusto y exigencias artísticas pueden concientemente ser tenidos en cuenta por el autor. Tal consideración conciente es incapaz de determinar directamente, en forma profunda, la forma artística en el proceso de creación viva. (...) Esta consideración exterior del público significa que el poeta ha perdido su auditor inmanente, significa que se ha alejado de la totalidad social que era capaz de determinar desde el interior, independientemente de toda consideración abstracta, sus evaluaciones sociales fundamentales. Cuanto más se aleja el poeta de la unidad social del grupo al cual pertenece, tanto más se verá impulsado a tomar en cuenta las exigencias exteriores de un público determinado. Porque solamente un grupo social extraño al poeta puede determinar desde el exterior su creación. Su grupo propio no tiene ninguna necesidad de tal determinación exterior; se encuentra en la propia voz del poeta, en sus entonaciones, y esto es así, lo quiera o no el poeta.”[Todorov, ib. Bastardillas de Voloshinov] Interesante reflexión sobre el muy mal planteado problema de la literatura “comercial”. La cuestión no pasa porque la obra sea un best-seller: hay bestsellers excelentes y best-sellers pésimos. Pocos libros tuvieron más éxito comercial, en la Argentina, que el Martín Fierro. Los extraordinarios cuentos de Julio Cortázar fueron y son un suceso. Actualmente, algunos escritores de gran calidad tienen éxito de mercado; otros, no; y viceversa. La clave de un libro “comercial” no está en que sea un buen negocio, sino en si está construido por la presión de evaluaciones exteriores a él, que se creen exigidas por el mercado, o por evaluaciones (que pueden, perfectamente, coincidir con las de un mercado) dictadas desde adentro del texto ficcional por su lector textual; la clave está por lo tanto en que posea la potencia de los combates evaluativos que a cada momento habitan a un grupo social (así como habitan, a cada momento, al signo en sí). El planteo elitista (tan caro a ciertas posturas académicas, tan presente en ciertos autores) de que una obra sólo es buena si es difícil y 110 se presta fácilmente a ser leída (a ser consumida como mercancía), si los lectores “comunes” no la leen, si no entra en el circuito industrial capitalista con facilidad, es tan absurdo y en el fondo tan reaccionario como el planteo opuesto

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(caro ahora a la militante década del ’70), el planteo populista: que la obra sólo es buena si “está al alcance del pueblo”. Éxito comercial y calidad artística pueden o no estar de la mano. Obras que “el pueblo no entiende” pueden ser grandes creaciones o pretenciosos ejercicios de estilo; obras planeadas para ser best-sellers pueden ser fracasos de mercado más allá de si son buenas o malas; obras que se proponen como “no-consumibles” pueden ser bodrios artísticos o éxitos comerciales: etcétera.8

VI. El tabú de la literatura no comprometida Volvamos a la definición de enunciado literario. Por la compleja relación entre la realidad ficcional y la realidad empírica, la escritura es entonces un muy potente condensador de evaluaciones sociales inconscientes, imprevisibles, a veces imperceptibles para quien habita ese mundo y esa época. Esto explica que el artista perciba en su obra (en una operación que parece mágica —pero, como desnudan las reflexiones bajtinianas, no lo es—) el pulso de su tiempo con una exactitud de la que muchas veces no puede dar cuenta en su discurso sobre su obra, y hasta a veces represente en sus obras el pulso de lo que va a venir.9 La posición sobre la literatura del grupo Bajtín también tiene respuestas al problema del arte panfletario. “No es para nada necesario que la evaluación ideológica expresada por la forma se vehiculice a través del contenido mediante una sentencia, un juicio moral, político o de otra naturaleza. La evaluación debe mantenerse en el ritmo, en el movimiento axiológico del epíteto, de la metáfora, en el orden según el

8 En la línea del planteo elitista —que, como hoy tiene peso en el campo intelectual, privilegio para mi crítica— se encuentra el velado desprecio por los clásicos relatos de Julio Cortázar o por libros como 100 años de soledad, paralelo al desdén con que algunos melómanos miran en una discoteca ajena una grabación de Las cuatro estaciones de Vivaldi, conciertos demasiado divulgados para ser buenos. También se encuentra lo que podría llamarse culto al ignoto y exquisito “autor-/?//oh” , típico de la desaparecida revista BABEL [Drucaroff, 1992]. 9 En otro lugar [Drucaroff, en prensa] he sugerido, por ejemplo, el carácter anticipatorio de muchos momentos de la obra de Roberto Arlt. Como es obvio, esto es fundamentalmente un efecto de lectura: colocados en este mundo y en este tiempo, leemos en el texto lo que él dice, ahora a gritos, y antes no podía escucharse.

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cual se desarrolla el acontecimiento representado; sólo debe realizarse a través de los recursos formales del material” [Todorov, ib.] Aquí Voloshinov responde a los contenidistas y policías de la literatura. No se trata de lo que la obra dice que dice, de lo que su “contenido” proclama, sino de lo que su ‘Jornia ” dice y de la relación entre ésta y su “contenido”. La “forma” y el “contenido”, entonces, hacen evidentes las comillas: se revelan como abstracciones forzadas de una unidad indivisible. Nada es sólo “forma”. Nada es sólo “contenido”. Tomemos, por ejemplo, una obra teatral como Las brujas de Salem, de Arthur Miller. La metáfora donde una caza de brujas, desatada siglos atrás en un pueblo norteamericano, se leía como el significante del significado “caza de comunistas, o de sospechosos de serlo, durante la era Mac Carthy” satisfizo a un público contemporáneo a Miller que encontró que la obra “tenía mucho contenido”. Pero la “forma” —en este caso el recurso de la alegoría o la metáfora— realizaba las siguientes equiparaciones: una dulce virgen y un inocente varón casado (adúltero por culpa de la tentación femenina) que son injustamente acusados de brujería son como los acusados por sus ideas políticas de izquierda frente al tribunal Mac Carthy; por el otro lado, una perversa y sensual mujer capaz de pervertir a un hombre casado y hacer cualquier cosa con tal de continuar satisfaciéndose sexualmente con él es como los delatores e instigadores del tribunal Mac Carthy; la inquisición, además, es como el tribunal caza-comunistas, etcétera. Ahora bien, ¿qué carácter evaluativo tiene esta “forma”? ¿Coincide con la intención de “contenido” que la obra parece plantear (o que por lo menos el público de su época leyó, sin que el autor de carne y hueso desmintiera)? La construcción de la alegoría cuenta con un público que sobreentiende valoraciones tan pueriles como éstas: las mujeres que tienen vida sexual independiente son demoníacas, los hombres que caen en sus redes son sus víctimas, las mujeres vírgenes y sumisas son justas y buenas, la familia occidental monogámica que plantea la cultura judeo-cristiana es buena, todo lo que atenta contra ella es demoníaco (¿pero el comunismo no atenta contra ella?). Hay, entonces, obras de “mucho contenido” donde su problema es que tienen, en realidad, “demasiada forma”, donde la “forma” es tan poderosa que el pretendido “contenida” se pierde en cuanto pasan algunos años y la era Mac Carthy no es más que un recuerdo para películas de Hollywood. Así queda claro cuando se lee el texto hoy, o se lo ve representado: su construcción dramática impecable no lo salva de su vejez. ¿Y qué es lo viejo, en Las brujas

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de Saleml: los significados del elemento metaforizante (la historia de la quema de brujas en Salem), no de lo metaforizado (la persecución macarthista). La misoginia pueril, fundamentalmente (la misoginia no tiene por qué ser pueril: ha contribuido a generar grandes personajes literarios —lady Macbeth, Circe—, puede ser extraordinariamente potente y artística, como en el teatro de Strindberg). Es decir: evaluaciones que pertenecerían a la “forma” han triunfado sobre el “contenido”, pero sobre todo han pasado a ser casi residuos ideológicos, como los llamaría Williams [1981], están presentes como algo viejo que quedó del pasado, pero tienen poca vigencia como presuposiciones sociales. Por eso, porque la “forma” está cargada de ideología, una estética revolucionaria no puede —por definición— tomar como canon “formal” a la estética consagrada y prestigiosa del siglo anterior, a menos que renuncie en ese mismo acto a cualquier revolución. Así ocurrió, en efecto, cuando el realismo socialista se declaró canon artístico del arte revolucionario y tomó como modelo la novela realista... ¡del siglo XIX!, condenando expresamente las vanguardias que florecían contemporáneamente, condenando, con ellas, a toda la gran literatura del siglo (Kafka, Joyce, Beckett, Woolf) y autocondenándose de un modo suicida a quedar marginada de cualquier producción significativa. De todos modos, hay que reconocer que Bajtín no defiende ni parece compartir la estética vanguardista de su tiempo. El tema es muy interesante, porque es uno de los grandes enigmas de su obra. Todas sus reflexiones teóricas sobre el arte literario permiten, sin duda, llegar a las conclusiones que acá hemos planteado, pero él no sólo se cuida mucho de hacerlas sino que en textos producidos en la última época de Stalin se ocupa de diferenciarse claramente de las vanguardias y defender explícitamente contra ellas el realismo, dando argumentos fuertemente luckacsianos. Volveremos a esto más adelante, cuando trabajemos el libro de Bajtín sobre Rabelais.

VII. La literatura, un género discursivo más ¿Entendía Bajtín lo provocativo de afirmar que la literatura es simplemente un género discursivo, sólo que uno de los géneros —igual que algunos otros— de alta complejidad? Probablemente, no. Probablemente no fuera tan provocativo, en el terreno adobado por la turbulenta década del ‘20. En “El problema de los géneros discursivos”, citado profusamente en el

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capítulo anterior, se definen dos tipos de géneros: los primarios, que se constituyen directamente en la actividad comunicativa de la gente, y los secundarios, géneros altamente complejos que integran a los primarios activamente, reformulándolos y haciéndolos producir enunciados que pierden su relación “directa” (todo lo directa que puede ser, claro) con el mundo empírico. La literatura, el periodismo, el cine, el ensayo, el discurso televisivo: éstos serían ejemplos de géneros discursivos secundarios o complejos, construidos con el material de otros primarios como la charla familiar cotidiana, el discurso epistolar, las jergas profesionales, el discurso informativo; géneros primarios que ellos retoman parcialmente —con cierto nivel de elaboración—, rehacen en función de sus propias reglas, amalgaman hasta construir un gran género cuyos enunciados circulan por un canal específico y técnicamente más complejo (libros, televisión, proyecciones de cine, diarios, etc.) que el canal por donde circulan los enunciados de los géneros primarios (que suele ser el aparato fonatorio y el aire, para los enunciados orales, o lápiz y papel para los escritos). Los géneros discursivos secundarios tienen una codificación mucho más fuerte que la de los primarios; son —digámoslo así— un lenguaje mucho más elaborado. Basta pensar en dos hechos socialmente extendidos para entender la audacia de semejante definición de literatura. Por un lado, a la fetichización de la literatura como la Gran Actividad del Espíritu, como el Uso Bello del lenguaje, como la marca de gusto, clase y sensibilidad con que la burguesía se señaló a sí misma, a partir de crearla en el siglo XVII [Williams, 1980],10 se responde: la literatura no es más que otro género discursivo. Por el otro, al modo en que la literatura se enseña hoy en nuestras escuelas, como un solemne hecho ajeno a toda realidad de los alumnos, cuya “falta de sensibilidad” y de “cultura” no les permite apreciar la “belleza”, embrutecidos por la televisión, el deporte y el rock que —por supuesto— nada tienen que ver con una producción literaria), se le responde que no sólo es un género discursivo más, sino que se nutre de esos deleznables y vulgares enunciados

10 La literatura, tal como la entendemos hoy, nace como institución y como concepto con la pujante burguesía, durante el siglo XVII. Junto con ella nace la crítica [Habermas, 1981]. Las obras literarias de la Antigüedad o de la Edad Media ocuparon en su momento otro lugar social y fueron entendidas de un modo muy diferente a como hoy entendemos un hecho literario.

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que integran la charla cotidiana, la jerga deportiva, etc, y hasta de la horrenda música de rock o del terrible programa de TV. La mirada bajtiniana sobre el hecho literario resalta su carácter de enunciado, de acto comunicacional dicho por alguien a otros, lanzado en direcciones determinadas, orientadas, colocándose inevitablemente en la cadena de otros enunciados, tomando partido respecto de ellos, sumergiéndose en la historia y en la vida. La literatura es, entonces, un hecho material; igual que cualquier signo. Sin embargo, Bajtín no niega la especificidad de la literatura. Ese complejo género secundario que, si bien se nutre de los primarios y cotidianos, los devora transformándolos y les hace perder su contacto “directo” con la vida, trabaja de un modo particular, único, específico, con las evaluaciones sobreentendidas. En el contexto intelectual de la Rusia de los años ‘20, negarse a fetichizar el arte y negar la “espiritualidad superior” de la literatura no era exclusividad de Bajtín. A tal punto que él ni siquiera siente la necesidad de hacer hincapié en esto; para eso estaban los jóvenes y provocativos formalistas que subrayaban todo el tiempo que todo podía ser literatura, que ésta era un hecho de lenguaje, un puro procedimiento de desautomatización del habla cotidiana, que no respondía en absoluto a las leyes de la Belleza, sino a la necesidad —determinada históricamente, no por el buen o el mal gusto— de deshacer los hábitos lingüísticos y perceptivos de los hablantes. Lo original en Bajtín no es su reconocimiento del carácter material, histórico y no esencial (inmutable) de la literatura, sino el modo en que se salda el debate “forma versus contenido” al instalarse entre las dos posturas opuestas de la Rusia de su tiempo: el formalismo, por un lado, y los que intentaban ser marxistas, por el otro. Una buena parte de críticos marxistas y de adherentes a versiones mal divulgadas de Marx (tan de moda en una época) tienen motivos sobrados para pedir disculpas al arte, a los artistas, a la necesidad humana de ejercer la creación y con ella la crítica. Incomprensión, juicio policial, censura, insensibilidad y hasta ignorancia son muchos de los cargos que se les podrían hacer. Muchos de estos acusados no pudieron pensar por sí solos algo distinto: tenían otras urgencias o les faltaban elementos. En realidad hay un cargo más grave, imperdonable, que no a todos corresponde: en el corazón del experimento socialista, en la Rusia soviética, creció un pensamiento que tenía respuestas específicas; estas respuestas no ponían de manifiesto sólo un

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problema estético, implicaban, en el fondo, la continuación coherente de la propia Revolución. Pero ese pensamiento no sólo fue ignorado, fue ocultado y desalentado. Lo conocemos hoy por una extraña combinación de azares y méritos que se tejieron alrededor de dos situaciones: un hombre “sin ambiciones”, con una pierna sola, acompañado por una mujer que lo amaba y lo cuidaba, condenado a la oscuridad de una ciudad de provincia y sólo preocupado por seguir escribiendo; un grupo de recientes graduados que descubrieron la potencia de su obra contra el régimen e invirtieron años en conseguir divulgarla.

SOBRE EL AUTOR Y EL PERSONAJE: UNA TEORÍA DE LAS RELACIONES HUMANAS

I. Yo - Tú - Él La teoría literaria de este siglo abundó en nomenclaturas y caracteriza­ ciones del narrador, fascinada por su descubrimiento semiótico: el narrador de un texto es un ser de papel, diferente del autor empírico. Como dijimos muchas veces (y volveremos a decir) este y otros conceptos ya están presentes en la obra de Bajtín desde el comienzo. Pero si las escuelas más específicamente lingüísticas de la teoría literaria se limitaron a señalar la distinción, Bajtín ya había ido más allá de ella: su teoría de las relaciones entre los que se llamarían “los sujetos del texto” (autor textual, lector textual y personaje) es además una reflexión sobre el amor, la mirada y la responsa­ bilidad entre los seres humanos. El estructuralismo de los años ‘60 proclamaba con fruición teórica la diferencia entre el narrador de un texto y el autor empírico: “Ahora bien, al menos desde nuestro punto de vista, narrador y personajes son esencialmente “seres de papel”; el autor (material) de un relato no puede confundirse para nada con el narrador de ese relato; los signos del narrador son inmanentes al relato y, por lo tanto, perfectamente accesibles a un análisis semiológico.” [Barthes, 1977.] ¿Cuáles son los signos que permiten el “análisis semiológico” y denuncian la existencia de ese “ser de papel”? Uno, fundamentalmente: el pronombre yo. “El proceso narrativo posee por lo menos tres protagonistas: el personaje (él), el narrador (yo) y el lector (tu)\ en otros términos: la persona de quien se habla, la persona que habla, la persona a quien se habla.” [Todorov, Ducrot, trad. esp. 1974] El narrador estructuralista, como vemos, es únicamente una categoría lingüística, un pronombre personal. Está definido a partir de un brillante

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planteo algo previo, de 1966, hecho por el lingüista francés Emile Benveniste [trad. esp. 1971], quien estudia los pronombres personales y los llama “las personas del coloquio”. Estas son: yo, tú, más el misterioso él, la llamada “no persona”, veremos en seguida por qué (los plurales son sólo combinaciones de estas tres instancias); se definen exclusivamente por el acto de la comunica­ ción, es decir, así: Yo soy quien hablo (o escribo); si luego habla otro, ese otro es yo. El pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está diciendo esto”. Tú eres quien escuchas (o lees); si luego escucho yo, yo soy tu tú. El pronombre tiene siempre el mismo significado: “el que está escuchando esto”. Él es de quien yo te hablo (o escribo); está ausente, por definición, de este circuito comunicativo; no importa si físicamente está al lado nuestro: para representarlo como él yo lo vuelvo ajeno a esta corriente entre tú y yo, lo vuelvo el objeto de representación, lo vuelvo no persona del coloquio. El pronombre tiene siempre el mismo significado: “quien no habla ni escucha”, quien no está. Yo y tú tienen simetría: están ambos implicados en la comunicación y son ambos necesariamente humanos, desde el momento en que uno es capaz de hablar y el otro de escuchar —entender, decodificar, responder— (por cierto puedo usar la segunda persona para hablarles a un animal o a un objeto inanimado, pero al hacerlo los estoy humanizando, actúo —al colocarlos en el lugar del tú— como si pudieran escuchar y responder). En cambio él es un misterioso lugar vacío, ése que además de representar con mi discurso señalo claramente como ausencia. No es una persona en el sentido estricto (puedo usar el pronombre, por supuesto, para designar a un ser humano, pero al mismo tiempo que lo designo lo construyo como alguien que no puede hablar ni escuchar). Él está en un nivel diferente que el circuito yo-tú. Por eso, cuando un ser humano intenta señalar su jerarquía diferente respecto de su interlocutor, suele utiliza la tercera persona para colocarse como el ausente, aquél que habla desde afuera del terrenal circuito comunicativo (“Su Majestad ordena...” “El rey ha hablado...”); por eso el periodismo del deporte o el espectáculo utiliza muchas veces la tercera persona al dirigirse a un famoso, resaltando preci­ samente su carácter de objeto de referencia de un público masivo que ni lo conoce ni puede dirigirse a él (decirle tú): “¿Qué piensa Goycochea de su actuación en el partido?” El periodista es generalmente secundado por el personaje en cuestión, que gozosamente se sube al extraño privilegio de ser un inalcanzable, un objeto de representación de la conciencia colectiva (“Goycochea piensa que...”). Pero hay algo más: yo es el centro, el punto de referencia desde el cual

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nuestro narcisismo lingüístico mide el tiempo y el espacio. Así están organi­ zados todos los pronombres. Yo, el lugar donde estoy cuando hablo y el momento en el que hablo: esos son los factores que integran el punto cero de toda medición. El pronombre adverbio ahora siempre quiere decir “el mo­ mento en que yo (quien habla) estoy diciendo esto”; antes, “el momento anterior a ahora”; después, “el momento que seguirá a ahora”; aquí, “el lugar exacto en que estoy mientras digo esto”; allá, “el lugar que está lejos de donde estoy diciendo esto”, etcétera. Entonces, no sólo el yo está atrapado en sus coordenadas témporo- espa­ ciales, sino que todo el sistema lingüístico está organizado desde esa prisión: es un sistema egocéntrico. Tiempos verbales, pronombres de lugar y de tiempo, las expresiones de tiempo y espacio en pleno se miden desde el yo. Es decir que cuando, al hablar, postulo un tú como un simétrico a mí, uno que escucha y por lo tanto puede responder (y ser así, él mismo, un yo), estoy postulando un igual, una subjetividad atrapada, como yo, en sus coordenadas témporo-espaciales, uno que es semejante a mí a quien yo obligo, cuando hablo, a mirar el mundo desde mi centro (para tú, “ahora” es cuando yo —no tú— hablo, etc.) y que se opone, conmigo, a él, el ausente, el que no puede hablar. ¿Qué tiene que ver todo esto con Bajtín? En seguida veremos cómo define, cómo supone Bajtín al otro, la gran obsesión de su obra. En seguida veremos qué relación hay entre este otro y el personaje literario. Insiste Benveniste: “Pero de la 3o persona, un predicado es enunciado, sí, sólo quqfuera del yo-tú; de esta suerte tal forma queda exceptuada de la relación por la que ‘yo ’ y ‘tú} se especifican”. [Benveniste, ib. Bastardilla de E.D.] El planteo de la moderna semiótica literaria sobre narrador, lector y personaje no sale, en el fondo, de acá, y se limita a establecer que yo, tú, él, al aparecer en el texto literario, son una creación ficcional. Las preguntas por el proceso que lleva a esta creación literaria, por el significado estético de su resultado, por la reformulación que sufren los significados de estos pronombres personales al ser “de papel”, no fue en general demasiado formulada.1 ¿Qué modos de mirar (de hablar y de escribir, de escuchar y de leer) construyen desde el yo autor textual, rey egocéntrico de toda representación, ese él personaje que es la “no persona”? ¿Qué tensión se establece cuando ese

1 La soviética Escuela de Tartu tiene en cuenta estas preguntas al analizar el arte como hecho social. Pero es evidente la influencia de Bajtín sobre ella.

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él representa a un ser humano, precisamente a una persona? Esta fue la pregunta que formuló y respondió Mijail Bajtín (por cierto, no en estos términos); lo hizo sin otro apoyo lingüístico que el propio, signado por sus intereses y su vocabulario filosóficos, 44 años antes de las investiga­ ciones de Benveniste. En un trabajo que nunca terminó, de 1920 (trabajo que llegó con baches, contradicciones y sin corregir a manos de sus compiladores y se publicó póstumamente), Bajtín se pregunta por la relación que se establece entre autor y personaje en la literatura. Supone dos sujetos que están en un mismo nivel y un tercero que no está en un mismo plano: se trata del autor y del lector, por un lado, y del héroe, por el otro. Si bien no se centra en el estudio del lector (a quien dará gran importancia como sujeto que sobreentiende, en trabajos posteriores), sus reflexiones muestran que ya supone al autor y al lector como dos entidades separadas de las personas empíricas, dos entidades correlativas, unidas fundamentalmente por un punto de vista común. El autor “mira’Vnarra desde cierta perspectiva, el lector es ese tú que desde el otro extremo del circuito es obligado a “mirar’Vleer desde la misma perspectiva. Esta concepción subyace en el fragmento que cito: “Nos queda tocar brevemente el problema de la correlación entre el es­ pectador (lector) y el autor (...). El autor posee autoridad y el lector lo necesita no como (...) un héroe, ni como un determinismo del ser, sino como un principio al que hay que seguir (...) La individualidad del autor (...) es una activa individualidad de visión y estructuración y no una individualidad visible y estructurada. (...) El autor no puede ni debe ser definido por nosotros como perso­ naje, porque nosotros estamos en él, vivenciamos su visión activa” (Bajtín, 1982) En curioso anacronismo, Bajtín parece profundizar lo que Benveniste observa en el campo lingüístico: esa correlación y semejanza del yo y el tú, tal vez centrada —apunta Bajtín— en la mutua y simultánea vivencia de cómo mira el yo. El yo no es “una individualidad visible”, igual que un personaje. Es una actividad, una manera de narrar, de estructurar el texto. Es decir: “yo enuncio” implica “yo represento/estructuro algo desde mi punto de vista, desde mi lugar y mi momento”; “tú escuchas” implica “tú compartes conmigo mi punto de vista, mi lugar y mi momento, tú ves algo que yo represento/estructuro, tal cual lo represento/estructuro”.2 2 Desde luego, esta formulación es reductora. Bajtín señalará en “El problema de los géneros discursivos” y en otros artículos que este tú no mira/escucha pasivamente, sino en diálogo activo constante con la visión que el yo le impone. Pero esa actividad

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¿Qué lugar ocupa el héroe, el él, lo representado?

II. La mirada estética es la mirada del otro El héroe es la totalidad creada por el autor. ¿Por qué “totalidad”? En el pensamiento de Bajtín los humanos son seres inconclusos, abiertos al devenir, sumergidos en una visión necesariamente parcial y fragmentada, por egocén­ trica. ¿Quién los completa, los une con su mirada? Otro ser humano, un semejante, un otro. Yo soy incompleta, estoy deviniendo: un cuerpo que observo siempre fragmentado y que muevo sintiendo que puede abarcar todas las fronteras, ampliarse más allá de cualquier límite porque no es cerrado; mi conciencia de mí destruye el carácter plásticamente cerrado de mi imagen, el que tendría si pudiera ver mi cuerpo completo: yo extiendo un brazo e invado un espacio, camino y avanzo en el mundo, soy espacialmente “infinita”. Sólo el otro puede mirarme entera y comprobar que tengo límites; por eso de algún modo miro mis ojos como los de “otra” cuando me observo en un espejo. Yo no puedo ver mis actos como hechos plenos; son finalidades, in­ tenciones hacia el futuro que me mueven a la acción: el otro puede mirarlos y valorarlos como un todo íntegro, como un objeto, como un hecho que ocurrió en el mundo y lo afectó. Yo no puedo ver el mundo en el que estoy, salvo como mi horizonte: yo soy su centro y veo lo que me rodea, me muevo y la línea del horizonte se modifica, pero nunca veo todo lo que me rodea, conmigo adentro. El otro puede ver mi espacio, no como horizonte sino como entorno: a mí como parte de mi mundo, sumergida en él. Yo no puedo ver mi vida completa, total, desde mi nacimiento hasta mi muerte. Ni siquiera puedo ver mi nacimiento o mi muerte, los protagonizo y estoy encerrada en ellos: sólo un otro lo hace o me sobrevive, y observa mi vida como un todo pleno, por eso yo no concibo mi muerte sino como el efecto de ella sobre el otro, el dolor del otro por mí, su posible memoria de mí. Así somos los seres humanos: atrapados en la cárcel de la subjetividad, queda encerrada en la subjetividad decodificante del tú y sólo se manifiesta exteriormente cuando se dispone a responder, hablar, ser el nuevo yo. Es que esta recepción creadora sólo puede darse después de aceptar, por lo menos en un principio, que es el punto de vista del que habla el que dirige el sentido de las palabras escuchadas.

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sólo contamos con el prójimo que nos observa para que se atenúe la prisión. Y la relación del autor con su personaje, del yo con su él, es similar. El autor es un otro que crea a su héroe; el personaje está interiormente abierto al devenir, inconcluso, pero está exteriormente concluido, totalizado por la visión del autor. Esta visión totalizadora del autor está orientada, cargada de afectos y llamada por Bajtín “mirada estética”. Para poder crear artísticamente un personaje es necesario mirar así a un otro imaginado. ¿Cuáles son los movimientos por los cuales el autor consigue representar (para un tú lector) a un él, subjetividad necesariamente incompleta y abieta, como una completud estética? Son dos: la vivencia y la extraposición. “El primer momento de la actividad estética es la vivencia: yo (el autor) he de vivir (ver y conocer) aquello que está viviendo el otro (el héroe), he de ponerme en su sitio, como si coincidiera con él (...) Yo debo asumir el con­ creto horizonte vital de esa persona (...); dentro de este horizonte faltará toda una serie de momentos que me son inaccesibles desde mi lugar.” [Bajtín, ib.] Asumir el horizonte vital del héroe es ponerse en su nivel y mirarlo, escucharlo, como un tú escucha a un yo. Esa es la vivencia, pero no alcanza para construir a un héroe artístico, sólo para identificarse con la subjetividad del otro. Falta el segundo momento, absolutamente fundamental: cuando “la vivencia debe regresar hacia uno mismo (el autor), a su lugar que está afuera (del héroe contemplado)” [Bajtín, ib.]. Aquí Bajtín no habla solamente de literatura: habla de las relaciones humanas. Como tantas otras veces, sus reflexiones sobre teoría estética se confunden con reflexiones sobre cada persona en el mundo, en contacto con sus semejantes. Autor y héroe son como dos sujetos reales e —igual que en la vida— la mirada de uno, necesariamente proyectada desde afuera, conforma al otro (sólo que ahora esa conformación exterior se ha enriquecido con un paso previo: la vivencia). Es que desde afuera se ven cosas de un sujeto que el sujeto no puede ver jamás desde sí mismo. El “excedente” o privilegio de visión que tiene el otro ocupa en este planteo un lugar fundamental. Bajtín lleva su esquema hasta el final: la visión es además (como siempre) valoración. Y la visión-valoración de mi apariencia física por parte del otro que me mira es diferente de la que puedo hacer yo, y también la de mis acciones, de mi espacio y de mi tiempo, de mi alma, en fin: la de mi vida toda, con sus extremos incluidos. Sólo el

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otro puede totalizarme y objetivarme desde su lugar externo, desde lo que Bajtín llama extraposición. El autor, entonces, aparece como necesidad del personaje; ya no es una verdad de perogrullo decir que ningún personaje puede existir si no tiene autor. Súbitamente humanos, semejantes, su relación autor/héroe no es más que una reproducción lingüístico-literaria del vínculo de los hombres y las mujeres en­ tre sí. Como un niño necesita sentir que su primer otro, la madre, lo conforma, totaliza, con su mirada, todos precisamos de los otros para realmente existir. Vivencia y extraposición son, entonces, los dos momentos impres­ cindibles para construir estéticamente a un héroe literario. Extraponerse es separarse, independizarse, conservar la distancia propia de un autor que mira como otro al héroe y que hace del héroe un otro para sí. “Cuando tengo frente a mí una simple figura, un color o una combinación de dos colores, una roca real o una resaca del mar, y trato de darles un enfoque estético, ante todo necesito darles vida, hacerlos héroes potenciales, portadores de un destino, debo proporcionarles determinada orientación emocional y volitiva (...), pero la actividad propiamente estética aún no ha comenzado, puesto que permanezco en la fase de una simple vivencia compartida de una imagen vivida (pero la actividad puede seguir en otra dirección: yo puedo asustarme de un mar temible, puedo compadecerme de la roca oprimida, etc.). (...) La imagen externa de la roca representada no sólo expresaría su alma (...) sino que concluiría esta alma mediante valores extrapuestos a su posible simpatía (...), que no podrían aparecer desde su interior. La totalidad estética no se vive simpáticamente sino que se crea.” [Bajtín, ib. Bastardilla del autor.]

III. ¿Un continuador de Lukacs? En este trabajo de 1920 y en textos posteriores de Bajtín se nota la influencia de uno de los más importantes teóricos literarios del siglo, fun­ damental en Rusia; Géorge Lukacs. Precisamente durante los años ’20, mientras preparaba su trabajo sobre el autor y el héroe, ya instalado en Leningrado y agobiados, él y su mujer, por privaciones económicas, Bajtín planeó algo que (pensó) le daría dinero: traducir al ruso la Teoría de la novela de Lukacs, libro escrito en 1916, de gran presencia en el medio intelectual ruso y cuya influencia iba a ser grande en todo Occidente. La noticia de que el filósofo húngaro había renegado de este texto lo desalentó y dejó inconclusa la empresa [Clark, Holquist, 1984].

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Es posible que éste haya sido un error de Bajtín, porque pese a que el ahora materialista y marxista Lukacs abjuró de su obra clave, su producción posterior mantiene una asombrosa coherencia con ciertos presupuestos que son columna vertebral de la Teoría de la novela, y no cae nunca en la versión burda y positivista que se dio en llamar materialismo en la cultura oficial. Lukacs se transformó en el intelectual orgánico del régimen para problemas estéticos, pero aún en los momentos más represores de sus preceptos sobre qué y cómo se debía crear, dio muestras de una capacidad de comprensión del arte como denso y sutil “reflejo” de la sociedad que —más allá de sus juicios de valor policiales— es asombrosa y no mecánica. Para la Teoría de la novela [Lukacs, 1963], la posibilidad de representar la totalidad es la clave de la novela como género. Para este joven Bajtín, en la palabra “totalidad” parece estar la clave del hecho estético y, más tarde, será uno de los valores fundamentales de lo que llamará “realismo grotesco”.3 Lukacs plantea que la novela es una especie de “épica grande”, un género que consigue recuperar —aunque de un modo conflictivo— una antigua unidad perdida: aquélla donde la humanidad no se sintió encerrada en su subjetividad sino que sintió que ésta y el mundo estaban inextricablemente unidos: la de la epopeya heroica, la del mundo armonioso y mágico de Homero. Ese era un mundo sin conflicto, sin oposición dialéctica entre sujeto y objeto, no había esencias o formas separadas de la vida. El sentido de las cosas estaba dado de antemano. En la novela, en cambio, sí hay un mundo conflictivo, porque intenta rehacer la totalidad sobre un mundo histórico donde esa unidad inicial se que­ bró, donde el sentido de las cosas es una pregunta por el sentido, una búsqueda de él: cada vida como tal es una parte autónoma que se opone a un todo del cual es relativamente independiente y con el cual está también inevitablemente vinculada, porque su existencia sólo adquiere sentido respecto de él. La novela consigue representar esas vidas empíricas con la tensión entre su riqueza, autonomía y heterogeneidad, por un lado, y una fuerza estética totalizadora, por el otro, fuerza que es más bien un deseo, una necesidad, una aspiración, que nace no de un sentido previo sino de una nostalgia, un recuerdo de que hubo un sentido y vale la pena intentar encontrarlo nuevamente. 3 Cuando nos ocupemos de la teoría de Bajtín sobre la novela y de sus apreciaciones sobre las vanguardias, volveremos a encontrarnos con Lukacs, esta vez como teórico del régimen soviético y del realismo socialista, enemigo de las vanguardias [Lucaks, 1963; Lucaks, Adorno y otros, 1969].

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La novela es, entonces, un proceso donde a través de una biografía se desenvuelve una pregunta y un camino hacia el sentido. Por eso, como totalidad, es más bien (paradójicamente) una búsqueda (un recuerdo) de ella. Esa tensión entre ser un todo y estar inacabado, esa paradoja, será retomada una y otra vez por Bajtín: al pensar el hecho estético, en el caso que estamos viendo; al pensar la particular relación de los personajes con Dostoievsky, en 1929; al teorizar sobre la novela, después. Podríamos decir que Bajtín toma el proceso de Lukacs, pero en términos de relación entre semejantes, lo materializa como un acto social, lo carga de seres humanos que se miran y se hablan y sólo en ese intercambio pueden emprender una empresa como ésta: la de tener sentido.

IV. En el tiempo de la marquesa Pensemos, por un momento, en términos formalistas: si la literatura es un hecho de lengua, habrá que preguntarse cuáles son las marcas de literaturiedad (,literaturnost, decían los formalistas rusos) que conforman lingüísticamente a un personaje él representado, completo, acabado, pero en movimiento dentro del tiempo/espacio interior al relato. Es decir: ¿cómo se construye textual, semióticamente, el proceso que Bajtín describe filosóficamente? Para partir de un ejemplo famoso: supongamos un relato literario donde dice: “La marquesa salió a las cinco”. ¿Cómo se constituye esa tercera persona ella, dado que yo hablo? ¿Cómo se constituye ese verbo en el mal llamado pretérito indefinido castellano, que (a diferencia de otras veces) no indica, ni para mí autor ni para ti lector, un pasado medible desde el presente en que yo hablo, sino otra dimensión del tiempo, una interior al relato? En francés hay dos tiempos verbales muy curiosos: el passé composé, que se usa en la lengua oral y es un tiempo compuesto, y el passé simple, que a primera vista tiene el mismo sentido, pero se usa en lengua escrita, sobre todo literaria. Benveniste [1972] descubre que este problema “formal , de morfología, es en realidad un sutil e importantísimo problema de significación, que el “passé composé” y el “passé simple” implican en realidad dos planos de enunciación diferentes: “La organización de los tiempos parte de principios menos evidentes [que los de la morfología] y más complejos. Los tiempos de un verbo francés (...) se distribuyen en dos sistemas distintos y complementarios. Cada uno de ellos comprende sólo una parte de los tiempos del verbo; los dos están en uso, compi­

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ten y permanecen disponibles para cada hablante. Estos dos sistemas manifies­ tan dos planos de enunciación diferentes que distinguiremos con los nombres de historia y d is c u r s o [Benveniste, ib., trad. de E.D., bastardillas del autor.] Recordemos que enunciar es un hecho material inmerso en un tiempo y un espacio: alguien que ha nacido y va a morir alguna vez dice algo —un enunciado— a otro ser semejante, en un determinado momento y en un determinado lugar. Todo eso es el proceso de enunciación. Hablar de planos de enunciación, entonces, supone planos distintos en donde ocurre este proceso. Veremos que uno es concretamente empírico, el que Benveniste llama “discurso” (el que en francés se expresa en “passe composé”): en él un yo y un tú exhiben su carácter de sujetos temporales y materiales que se están comunicando; el otro es más misterioso, no señala el circuito comunicativo, actúa como si nada se midiera desde él, como si el enunciado no ocurriera en un momento concreto del devenir del mundo: es el plano llamado de enunciación histórica, del “récit” o relato (y se expresa, en francés, en “passé simple”). “La enunciación histórica (...) caracteriza el relato de acontecimientos pasados (...) excluye toda forma lingüística ‘autobiográfica’. El locutor histórico jamás dirá yo ni tú ni aquí ni ahora, porque no se servirá nunca del aparato formal del discurso, que consiste antes que nada en la relación de personas yo/tú. Por lo tanto, sólo se constatarán en el relato histórico estrictamente concebido formas de tercera persona.” [Benveniste, ib.] En castellano no tenemos dos formas morfológicas para el pretérito per­ fecto simple, pero eso no quiere decir que no tengamos los dos planos de enunciación. “Hoy el cartero te dejó una carta, ahora la traigo”: he aquí un enunciado formulado claramente desde el discurso, donde hemos subrayado las palabras que señalan hacia el circuito material de comunicación. “Hoy” significa: el día en que yo estoy diciendo esto. “Te”: la persona a quien le estoy diciendo esto. El pasado del verbo “dejó”: antes del momento en que estoy hablando. El pronombre adverbial “ahora”: en el momento en que estoy hablando. Supongamos este enunciado en una novela: “Le dijo que ese día el cartero había dejado una carta para él; se la traería de inmediato”, he aquí el enunciado, formulado ahora desde otro plano, el de la historia, un plano donde nada señala hacia el circuito material de comunicación: por empezar no aparece un yo desde el cual se mide ni un tú a quien se le habla y se obliga a compartir los

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parámetros de medida; nadie lee ese “dijo” como “alguien habló antes de que yo escriba esto”, ni el “de inmediato” se refiere a “inmediatamente al momento en que yo estoy escribiendo”, etcétera. Volvamos a la relación Benveniste-Bajtín. Ambos tienen una certeza: la tercera persona no está en el mismo plano que la primera y la segunda. El reino de la tercera persona parece coincidir con el reino de la historia que postula Benveniste. Ese “ausente”, “no persona” de Benveniste es para Bajtín la única “persona”, la representación del sujeto completo, es el otro amorosa, ínte­ gramente percibido; sujeto que no está ausente sino de la engañosa prisión del tiempo y espacio de la enunciación y sólo en ese sentido es una no persona (enunciativa), como dice Benveniste. Es necesaria la constitución de un narrador yo para que nombre a él, héroe semiótico. Es necesario que el autor que vivencia se extraponga y formule así un yo que observa (ese yo es una construcción, un resultado del proceso de vivencia y posterior extraposición, no coincide con el primer yo, el autor de carne y hueso), para poder escribir “ella, la marquesa”, para crear para ella el tiempo en que la ve el otro, un tiempo cerrado, total, ocurrido en otro plano, otro tiempo (el tiempo del otro), no en el mismo en que el autor se mueve todos los días, un tiempo que no tiene como punto cero el momento de enunciación de un autor empírico porque no es él quien enuncia, es el narrador, es ese yo semiótico, “de papel”, representación del resultado final de un complejo movimiento doble: el de la vivencia y la extraposición. Vimos que Benveniste teorizó desde la lingüística ese tiempo que Bajtín concibió desde la filosofía: el tiempo del récit o de la historia (del relato), se opone al del discours', la morfología francesa, lo dijimos, es clara: “la marquise esí partie á cinq heures”, dice por ejemplo un marqués concreto, sentado en su mansión un día determinado, a las seis de la tarde, y el pasado del verbo “partir” está medido desde ese momento en el que habla; “la marquise partit a cinq heures”, escribe el narrador, y nadie supone, porque el verbo esté en pasado, que el autor empírico del texto está escribiendo necesariamente después de las cinco de la tarde. Esos planos del discours y del récit que Benveniste descubre como una realidad del lenguaje son intuidos por Bajtín: hay un tiempo medido por mi espíritu, el de mi pura actividad y acontecer interiores, y otro medido por el otro, quien me ve completa, mi “autor”. Ese otro cuya mirada (atención, amor, juicio, valoración) se necesita porque trae coordenadas diferentes, ese otro a quien devuelvo el beneficio mirándolo (completándolo) yo también, ése a quien Bajtín rinde homenaje en esta hermosa cita:

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Ese tiempo cerrado, sin futuro ni presente, anclado (referenciado) en el misterioso universo de los signos, ese tiempo que no se mide en términos de posible causa del hoy (por eso no puede haber obligaciones, ni deudas, ni esperanza), que Bajtín llama “pasado” pero necesita subrayar, intensificar, para diferenciar del pasado medido desde la cárcel subjetiva, ¿no es el que el francés diferencia morfológicamente del cotidiano, el que se usa para hacer literatura? ¿No es el tiempo de la marquesa literaria que horrorizaba a Verlaine?

V. Los sujetos textuales: un modo de organizados para poder pensarlos Creo contribuir a aplicar con coherencia los procedimientos de Bajtín cuando me atrevo a proponer un cuadro complejizado de los sujetos del texto. Fundamentalmente: cuando insisto, como voy a insistir en seguida, en separar no sólo a los seres empíricos de carne y hueso de quien escribe y quien lee adentro del texto, sino en realizar una nueva separación: entre un autor textual y un narrador también textual, y entre un lector textual y un auditor también textual (a quien sólo le pongo este nombre para que no se confunda con el primero, no porque enfatice en uno la lectura y en otro la audición). Esta nueva subdivisión puede parecer híperteórica y de complejidad inne­ cesaria, pero espero demostrar que 110 lo es. Antes que nada, digamos que 110 me pertenece. Ya Umberto Eco [1981] se ocupó de hablar de un “autor” y “lec­ tor” “modelos” que no coinciden, si se lo lee con cuidado, con las usuales cate­ gorías de narrador y lector representados en el texto. Pero, como siempre, fue Bajtín quien dejó antes todas las bases para plantear esta subdivisión; es más:

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está dicha con claridad en ese artículo inconcluso que escribió en los años ’20. Por último, antes de entrar en la clasificación, quisiera advertir que no se propone como una tabla de categorías para los textos literarios; ése es el tipo de uso que suele hacerse de la reflexión teórica literaria y que tanto daño hace a la literatura y a los lectores (público real e histórico del cual la mayor parte de la institución crítica y los teóricos no ha hecho más que alejarse en las últimas décadas). No vengo a proponer más nombrecitos difíciles que designan lo mismo, con el pretexto de “ser fiel” a Bajtín (esa idea de fidelidad es poco interesante). Intento unificar nomenclatura y al mismo tiempo entender integralmente un proceso, intento que los “nombres” que en seguida propondré sirvan para eso. Es decir: no se trata de lanzarse con la “tabla” a clasificar los sujetos textuales de todos los textos, sino de ver si una obra específica plantea preguntas que esta clasificación puede ayudar a responder; se trata de usarlos sólo cuando son útiles para alumbrar un aspecto de un texto literario, cuando el prcpio texto los convoca (es decir, para abrir sus significados, para lanzarse —¿por qué no?— a interpretar, para hacer de la lectura un enunciado orientado y potente que se encadene polémicamente con otros que circulan por nuestro mundo). En suma: no es un “modelo” (Bajtín jamás enunció un “modelo”, y no por eso renunció a la teoría): es un arma más, que -—como todas las armas— es preferible no sacar a relucir si uno no está dispuesto a usarla con efectividad. Hablaremos, entonces, de: a y b- un autor y un auditor empíricos, que son los dos sujetos reales, históricos, mortales, que escriben y leen un texto determinado; como es obvio, el autor empírico de un texto suele ser uno solo y los lectores empíricos suelen ser muchos. Estos dos extremos últimos del circuito comunicativo no tienen inserción directa en el texto literario, aunque sus realidades histórico-sociales mediatizadas sean fundamentales en la escritura-lectura de los textos.4

4 En capítulos anteriores hemos dado elementos suficientes para pensar esto: la realidad socio-histórica e ideológica de los seres humanos que escriben y leen con­ diciona los actos de escritura y lectura. No se trata de negarlo, se trata de comprender que no tienen un modo directo e inmediato de insertarse en el texto. Esa es, precisamente, la clave de la “coartada” que permite la ficción. Pero sin dejar de tener en cuenta esa coartada, es lícito y hasta imprescindible pensar a los escritores y al público empíricos, sus operaciones de mercado, sus modos de relacionarse o no, su lugar en la historia de la literatura o en la historia de la recepción de la literatura, su posición en ese campo intelectual que Bourdieu [1967] intentara teorizar. Establecer relaciones entre el plano ficcional y el empírico se vuelve indispensable para leer una obra literaria como hecho activo en una sociedad.

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c- un autor textual: Bajtín lo llama por momentos “autor creador” para diferenciarlo del empírico, Eco [1981] lo diseña bajtinianamente como una estrategia de escritura. Se trata efectivamente de una estrategia que organiza el mundo representado en el texto, un principio de ordenamiento de esos signos. El autor textual se constituye en el proceso de vivencia/extraposición (y se reconstruye en el proceso de lectura, como veremos en seguida): sólo al regresar de la vivencia y extraponerse el autor empírico ya no es él, ha aparecido un otro que él construyó, un verdadero otro del personaje, un ser creador al que ya no controla totalmente, que tiene una independencia extraña y mira al personaje desde su potente otredad totalizadora. Es el autor textual, que sólo entonces está en condiciones de fabricar un yo claramente pensado que podrá o no formular en el texto y será: d- un narrador, es fundamentalmente una expresión lingüística, es el yo que enuncia directamente el texto; puede aparecer (“yo cuento o yo escribo que la marquesa salió a las cinco”) o estar implícito (‘ la marquesa salió a las cinco”). Es el producto posterior de la operación vivencia/extraposición que construyó al autor textual, es el yo que hay que poder escribir para después poder enunciar a él. A diferencia del autor textual, que es la lógica constructiva misma de todo el texto, el narrador es sólo un elemento, una proyección parcial de este autor (parcial: es que todo lo que hay en la obra, no sólo el yo que habla, es proyección de esa energía y planificación semiótica que es el autor textual). Bajtín lo dice como al azar alguna vez: “(el autor) es una activa individualidad de visión y estructuración, y no una individualidad visible y estructurada. El autor llega a ser un individuo propiamente dicho allí (...) donde es parcialmente objetivado como narrador” [Bajtín, ib. Bastardilla de E.D.] Cuando el autor —ese activo modo de mirar y estructurar— se objetiva parcialmente, se proyecta parcialmente y escribe yo, entonces aparece el narrador, un “individuo propiamente dicho”. Pensemos, por ejemplo, en las tan manejadas clasificaciones del narrador según su punto de vista: en primera o tercera persona, si sabe lo mismo, más o menos que sus personajes, etcétera. El narrador es siempre una proyección parcial del autor textual, porque éste puede jugar de modos diferentes con él: puede proyectarse sobre él hasta quedar identificado por completo (por ejemplo el narrador de una obra que se postula o es leída como autobiográfica, o el narrador omnisciente que en ningún momento dice ni siquiera “yo, buscando pasar inadvertido y no dejar marcas que lo separen del autor textual). Pero por el contrario, la estrategia autor textual puede elegir proyectarse en un narrador completamente separado de él. Pensemos en una novela

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policial narrada por un acusado del crimen que ignora, al comienzo del libro, quién fue el culpable y relata cómo se develó la verdad: ese narrador dará informaciones estratégicamente planeadas por el autor textual (no por él, que no tiene la información suficiente) para despistar u orientar la lectura. Otro ejemplo: “La señorita Cora”, de Julio Cortázar, es un relato contado por distintos narradores que son además personajes: la mamá de Pablo, Pablo, la enfermera Cora, el médico. Pero aunque ellos hablan, es evidente que fragmentando, coordinando, organizando sus enunciados hay una única es­ trategia, la del autor textual, que los hace callar o hablar, superponer versiones diferentes de un mismo hecho en función de un proyecto que él tiene y con cuyo desarrollo construye: e- un lector textual: llamado por Eco “lector modelo” ; puede caracterizarse como una estrategia de lectura simétrica a la estrategia de escritura del autor textual. El proceso de lectura reconstruye a éste último, lo va armando no como un individuo sino como un conjunto de presuposiciones y sobreentendidos que surgen del texto y que él va reponiendo y atribuyendo a este sujeto semiótico que es el autor textual. Por ejemplo: cuando en Los lanzallamas, de Roberto Arlt, el lector textual lee que a la esposa voluntariamente en fuga, Elsa, le “bastó un gesto torpe del Capitán” para “arrojarse” del coche donde viajaba con su futuro amante y refugiarse en un Convento de Carmelitas donde las “hermanas” entendieron que estaban frente a una mujer angustiada, el lector textual repone presuposiciones ideológicas que necesariamente comparte, dado que él no existe como lector textual sino en la medida en que las entiende y las confirma. Algunas de las valoraciones sobreentendidas que repone —al mismo tiempo que obligadamente compar­ te— nuestro lector textual son, en este ejemplo, las siguientes: que ese “gesto torpe” no consiste en que el Capitán le metió a Elsa un dedo en el ojo, sino que es un gesto de acercamiento erótico; y por lo tanto que una caricia o un intento de beso puede ser llamado llamado así y valorado como tal; que éste es el caso: pese a que Elsa escapa voluntariamente con un hombre que no es su marido, su moral sexual no admite que este hombre intente ni siquiera un “gesto” erótico hacia ella (es decir, comparte con el autor textual la valoración ética de Elsa como mujer que no es “fácil” y no está dispuesta a tener actividad sexual extraconyugal, aun si se está escapando de su marido); que las monjas Carmelitas son “hermanas”, con toda la valoración afectiva y religiosa que connota la palabra (“hermanas” del autor textual y también suyas, del lector textual, con lo cual ambos sujetos se colocan adentro de la religión católica). El lector textual es entonces ese recorrido que decodifica presuposiciones,

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que se entera de lo que el autor textual decide que se entere, un tú no nombrado que no puede sino medir el mundo desde donde lo mide el yo. es una energía decodificadora, un itinerario de reposición de todos los blancos de sentido que el texto no explicita. “En lo que concierne al receptor, solamente nos interesa en la medida en que ha sido tenido en cuenta por el autor, en la medida en que la obra se orienta hacia él, y en la medida en que el receptor es quien determina, desde el interior, la estructura.” [Voloshinov en Todorov, 1981.] Por supuesto, la orientación hacia este lector textual no tiene por qué ser tan complaciente como en el ejemplo que acabamos de ver. Las presuposi­ ciones que se le obliga a reponer pueden ser escandalosas, pueden estar en violenta contradicción con las hegemónicas o las del sentido común. Otras veces, se lo puede privar de la posibilidad de compartir presuposiciones elementales, creando un lector textual que sólo puede asombrarse, descon­ certarse, dejarse llevar por el absurdo, etc.5 Las vanguardias de este siglo que termina trabajaron en esta dirección con eficacia. El lector textual, esta energía decodificadora, tampoco es un individuo semióticamente identificable hasta que no se proyecta parcialmente en un tú invocado por el narrador, es decir hasta que no es planteado como: f- un auditor, es fundamentalmente una expresión lingüística, es el tú a quien se le enuncia el texto; puede aparecer (“sabrás, lector, que la marquesa salió a las cinco”) o estar implícito (“la marquesa salió a las cinco”). A diferencia del lector textual, que es la lógica decodificadora misma de un texto, el auditor es un elemento más, una proyección parcial del primero (parcial, porque esa prevista energía semiótica que es el lector textual se manifiesta en toda la operación de lectura, no sólo en el momento en que la obra apela con un tú a quien se habla). También este auditor puede articular relaciones diferentes con el lector textual: a veces, el primero queda identificado completamente con el segundo, por ejemplo en una novela de José Donoso, Casa de Campo, donde el auditoi es invocado numerosas veces y coincide con la enüdad de la cual el autoi textual espera un esfuerzo de decodificación estética: “A estas alturas de mi narración, mis lectores quizás estén pensando que no es de 'buen gusto' literario que el autor tironee a cada rato la manga del

5 Aquel “texto de goce” que concebía Roland Barthes [1972] casi como una utopía revolucionaria tendría mucho que ver con esto.

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que lee para recordarle su presencia, sembrando el texto con comentarios que no pasan de ser informes sobre el transcurso del tiempo o el cambio de escenografía. Quiero explicar cuanto antes que lo hago con el modesto fin de proponer al público que acepte lo que escribo o digo como un artificio.” Otras veces, el lector textual pensado como estrategia de lectura artística, como conjunto de competencias capaces de reponer blancos de sentido, difiere claramente de un auditor que forma parte del texto, por ejemplo como per­ sonaje. Así queda claro en las novelas epistolares, o en un cuento como “Carta bajo la cama , de Silvina Ocampo, donde el auditor Florencio tal vez jamás recibe esa carta que la protagonista escribe a punto de ser asesinada y que seguramente queda caída bajo la cama; entonces, la carta sólo tiene sentido si es un relato, si hay un lector textual que no es Florencio y que seguirá una historia de suspenso y terror allí donde para el auditor sólo parece haber una carta de amor. Otro ejemplo interesante es el relato “Hernán”, de Abelardo Castillo, en el que el auditor repetidas veces invocado es un tú llamado Hernán a quien se dirige el relato, y donde la sorpresa del lector textual (planeada cuida­ dosamente por el autor textual) reside en descubrir que narrador y auditor son Hernán, el mismo personaje, lo cual dibuja todo el cuento como una confesión donde un narrador adulto purga su pecado acusando a un auditor que fue él de adolescente. “El pecado mortal”, de Silvina Ocampo, tiene un sistema parecido, aunque no apuesta a él para una sorpresa final sino que lo utiliza ambiguamente, como una posibilidad que da aún más potencia afectiva y literaria al hecho narrado. Una narradora sin nombre, que se identifica como mujer, se dirige a una auditora niña a la cual cuenta en segunda persona cómo fue violada a los ocho años, su fascinación, su complicidad y su culpa por esa violación. La auditora fue violada, no la narradora, pero una cantidad de indicios ambiguos permiten postular al lector textual la posibilidad de que el yo y el tú expresados en el cuento sean la misma mujer en diferentes momentos de su vida. Los sentidos del relato se abren a consecuencias éticas, religiosas y filosóficas muy variadas y tensas según cuál se decida que es la relación entre los sujetos textuales narradora y auditora. g- personaje: es la tercera persona, el o los sujetos representados en el texto. Mientras autor y receptor empíricos por un lado, autor y lector textuales por el otro y narrador y auditor son entidades correlativas que pueden or­ denarse cada vez en circuitos comunicativos que van progresivamente tran­

102 sitando de la materialidad no semiótica a la materialidad semiótica, el per­ sonaje está ubicado en un plano diferente, es exclusivamente semiótico y ocupa el nivel del enunciado, del acto de habla, no de la enunciación (del proceso por el que se dice/escribe ese acto de habla). Su proceso de construc­ ción, como vimos, es sumamente complejo y refonnula un proceso vital y fundamental de la humanidad: el de la construcción social de los seres humanos, “otros” de otros que los miran.

VI. Autor y personaje: historias de extraños amantes Es necesario subrayar que la relación entre el yo y el otro es fuertemente valorativa. Mirar no es nunca neutro (¿hay algo verdaderamente neutro en el pensamiento de Bajtín?). La orientación con que el autor extrapuesto mire a su otro-héroe construirá formas concretas de representarlo: el "piadoso’ Eneas respetuosamente narrado por el autor textual de la Eneida, Erna Bovary comprendida pero también compadecida por el de Madame Bovary, el Facundo Tjure de los Llanos, construido con el odio y la fascinación del seducido autor textual de Facundo, son ejemplos de lo fructífera que es para la literatura esta posibilidad de mirar orientadamente que tiene un autor textual sobre su personaje (y en el caso de Facundo, muestra además cómo al autor empírico se le puede -‘ir de las manos”, al lanzarse al hecho estético, ese autónomo autor textual que no puede evitar un enamoramiento pasional y violento con el caudillo “salvaje”). El héroe es portador de un contenido vital; el autor, de la conclusión estética del héroe. También pueden explicarse desde aquí defectos o desviacio­ nes en la creación literaria. Bajtín dedica una parte extensa de su trabajo sobre el autor y el héroe a pensar qué pasa cuando el proceso vivencia-extraposición no se cumple plenamente. Muestra cómo hay autores que 110 se despegan del momento de la vivencia y quedan atrapados por su personaje; esos autores producen un narrador débil, tan identificado con el él, que 110 puede decir yo y ser creído. Un ejemplo (que Bajtín no da) suele ser el de la típica literatura escrita por adolescentes, donde lo confesional es tan fuerte que el pegoteo del vo autor con su narrador y personaje es muy grande y atenta contra esa capacidad de autonomía y totalidad de una obra de tute. Otro ejemplo, clave para nuestra literatura, es una buena parte de la narrativa de Roberto Arlt [Drucaroff, en prensal: el insuficiente proceso de extraposición (por fascinación del autor con su personaje) produjo un narrador

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yo defectuoso y por lo tanto un héroe, Erdosain, simbióticamente unido con él, además de un autor textual que no puede manejar estrategias narrativas con la frialdad necesaria y obliga al narrador a reparar baches arguméntales de cualquier manera, contradiciéndose en los datos que da, etcétera. Es que la extraposición estética otorga al autor un privilegio: el excedente o privilegio de conocimiento y de visión. Sin él, el personaje es incompleto y defectuoso. Pero existe otra posibilidad: que la extraposición se produzca y sea aprovechada, como privilegio de conocimiento, por el autor textual, no para plantearle a su personaje preguntas, conflictos, y que éstos puedan leerse en su modo de representarlo, sino para dar sobre él explicaciones dogmáticas y congelantes que encierren al personaje en la pesada y antiartística tarea de ser ejemplo de una verdad general. Eso ocurre, por ejemplo, con los per­ sonajes-tipo,, a quienes Bajtín dedica una parte de sus reflexiones. ¿Qué clase de relación héroe/autor produce un tipol Una donde ese privilegio de conocimiento y visión de un autor prepondera como pesado excedente a la hora de construir (dejar actuar) al héroe. El personaje es un ejemplo didáctico de valores, saberes y convicciones del autor, está en el fondo muerto para él, el autor lo mira como un cuerpo estudiado en una autopsia y por lo tanto ese cuerpo inerte no puede ofrecerle nada, ninguna valoración propia con la que él se enfrente. Para volver al Facundo: la relación del autor con su Tigre está llena de vida, cada acto de su abominado héroe lo fascina y lo horroriza, cada momento de su devenir —que él ve completo y terminado— le propone valoraciones contra las que él reacciona. No es así, en cambio, la relación del autor de tantos cuentos de Arlt con sus personajes novias. Ellas son previsibles y archiconocidas por la mirada privilegiadamente extrapuesta del autor: super­ ficiales, tontas, quieren casarse, quieren cazar marido, actúan dirigidas por una suegra feroz (que a veces se le escapa de la mano al tipologista autor y pasa a ser el momento interesante del relato), son incapaces de entender la grandeza y el talento del joven rebelde que tienen enfrente, al cual sólo ven como posible marido otorgador de alguna posición social. Encerradas, agobiadas por la condena de ser “las novias de Arlt”, estas mujeres no viven como personajes, no devienen, nada de lo que les ocurre asombra al autor, nada contradice ni por un instante sus convicciones previas.6 6 En una escena de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, un dibujo animado que re­ producía el tipo “rubia fatal” hacía humor inteligente con esta condena: —Yo no soy mala, lo que pasa es que me dibujaron así.

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El tipo depende funcionalmente de cierto entorno, es su momento nece­ sario: un entorno socio-histórico como la década del ‘20 y la pequeñoburguesía porteña produce fatalmente -^en la convicción autoral de los cuentos arltianos— muchachas como éstas. No sólo el autor aprovecha autoritariamente su primacía respecto de las heroínas sino que les quita independencia del paisaje, las transforma una parte más del entorno. Buenos Aires de la década del ‘20 üene livings pequeño-burgueses dorados y pretenciosos con sillones, malos cuadros, bombones y novias.7 En la amplia gama de posibles relaciones entre autor y personaje (que por cierto Bajtín profundiza y no pretendimos agotar con estos comentarios) hay una que interesó particularmente al teórico ruso y que le permitió fundar uno de sus conceptos clave: se trata de una relación, según Bajtín, nueva que llega a la novela de la mano de un gran creador, seguramente uno de los más grandes de la historia: Fedor Dostoievsky.

VII. Déjalo ser Los personajes de Dostoievsky son puntos de vista sobre el mundo [Bajtín, 1968], “ideólogos", conciencias pensantes y reflexivas obsesionadas por una idea, una pregunta, una teoría; pero además son fuerzas actuantes de esas ideas, ellas los mueven con una pasión indominable (pensemos en Raskolnikov, el moralista asesino; en Shatov, el nacionalista apasionado con la supremacía reli­ giosa de la madre Rusia; en Kirilov, el suicida por convicción ética; en Alexei Ivanovich, el lúcido jugador que se observa apasionarse por la fuerza del azar; en Stavroguin, terrorista por certeza de que sólo la violencia es el camino). Más o menos queribles, más o menos “equivocados” según la mirada valorativa del autor, ninguno de los grandes personajes Dostoievskyanos puede ser acusado de mala fe. Aún los más terribles tienen una integridad particular (que en estas décadas finales del siglo XX, cuando se festeja cínicamente el

En general, una buena parte del humor de la película pasa por contrastar esa cárcel tipológica con un devenir independiente y asombroso de los “cartoons”: el dulce bebé liero y encantador, por ejemplo, dice malas palabras con voz torva, fuma habanos y toca la cola de las mujeres cuando termina de filmar. 7 No incluimos en esta tipología a un personaje como Ester Primavera, protagonis de uno de los más potentes relatos de la literatura argentina, ni a algunas novias del teatro de Arlt.

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pragmatismo, no se puede dejar de sentir como un toque de grandeza): su vida y sus concepciones se funden a un punto en que las cualidades usuales de ambas se intercambian: lo ideológico concierne, la asunción de posiciones frente a los asuntos públicos del mundo, se vuelve algo íntimo y apasionado, personal; lo personal y privado se vuelve desinteresado en sí mismo y sólo al servicio de encamar esencialmente las ideas. Son sujetos frenéticamente dispuestos a sacrificar sus vidas prácticas porque la idea conquistó “el núcleo profundo de sus personalidades”. En ese sentido, podrían compararse con otros frenéticos: los héroes de la tragedia (Edipo, que sólo actúa para cumplir con su pueblo y averiguar la verdad de la maldición que pesa sobre Tebas; Antígona, que se mueve apasionadamente hacia su único objetivo: hacer respetar la ley divina y enterrar a su hermano). Pero los personajes de Dostoievsky no son trágicos: si la ideafuerza trágica está previamente determinada en la estructura de la obra, si es una potencia imparable que surge de la más absoluta individualidad totalizada del personaje, la idea de estos seres dostoievskianos no vive en sus conciencias aisladas y se desarrolla hasta inmolarlos (como en los seres trágicos), sino que se forma, se desarrolla, genera otras ideas a medida en que la obra transcurre y sólo al entrar en reales relaciones con ideas de otros, en un fuerte diálogo. En los personajes usuales de la novela previa a Dostoievsky, dice Bajtín, la idea se siente como algo que tiene el personaje, no que el personaje es; está separada de él, es un rasgo que lo caracteriza, puesto premeditadamente por el autor. En realidad, las ideas son predeterminadas por él, que tiene la propia y puede por ejemplo otorgársela como rasgo a alguno de sus héroes y —para demostrarla confrontarla con otra que atribuye a otro personaje, a la que refuta con los hechos o discursos que hace decir a su portavoz. Es decir, estos textos tienen un “mensaje”: ideas que no están representadas estéticamente, como totalidades vivas y en movimiento, abiertas al devenir y amorosamente concluidas por la fuerza estética autoral; están afirmadas y marcan el paso, como principios de representación, de todas las demás concepciones y formas compositivas de la obra en general. Las concepciones que el autor ataca tampoco están representadas sino negadas. Las que le son indiferentes son simplemente rasgos con que caracteriza a un personaje.8

8 Es notable la tendencia del cine argentino a este tipo de construcción estética: aunque hay excepciones importantes, es frecuente que el “mensaje” del film esté claramente pronunciado por uno o varios personajes y, sobre todo, que los personajes sean fundamentalmente portavoces de ideologías concretas sobre todas las cuales se

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ELSA DRUCAROFF

En síntesis: por sobre el concierto de voces de los personajes, se escucha una sola voz en todas estas novelas, la del autor. Se trata de una obra m