Miedo negro, poder blanco en la Cuba colonial 9783954878284

Este libro destaca cómo, junto con el temor de que se produjera una rebelión de esclavos semejante a la de Haití, se ori

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Miedo negro, poder blanco en la Cuba colonial
 9783954878284

Table of contents :
Índice
Introducción
“A la orilla del precipicio”: los alzamientos de esclavos
Los monstruos de la periferia: los personajes de José Victoriano Betancourt
Las nodrizas africanas
La sangre y la virtud de la mulata
“Signo de propiedad”: José Martí y los negros de Charleston
Negro y criminal: los ñáñigos de Francisco Calcagno
Espacios de (con)ten(c)sión: los negros, la música y el baile
“Con grande peligro”: la herencia racial y la igualdad espiritual en Martí
CONCLUSIONES
Bibliografía

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Jorge Camacho MIEDO NEGRO, PODER BLANCO EN LA CUBA COLONIAL

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Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg, Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität München) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México, México D. F.) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII, Paris) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Derechos reservados © Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-799-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-346-3 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-828-4

Diseño de cubierta: Carlos Zamora Ilustración de cubierta: “Negro guardiero”, litografía de Juan Jorge Peoli, 1853, publicada en Revista de La Habana.

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Índice

INTRODUCCIÓN

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“A la orilla del precipicio”: los alzamientos de esclavos

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Los monstruos de la periferia: los personajes de José Victoriano Betancourt ...............................................................................................................................

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Las nodrizas africanas ...........................................................................................................

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La sangre y la virtud de la mulata

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“Signo de propiedad”: José Martí y los negros de Charleston .....

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Negro y criminal: los ñáñigos de Francisco Calcagno .......................

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Espacios de (con)ten(c)sión: los negros, la música y el baile ...........

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“Con grande peligro”: la herencia racial y la igualdad espiritual en Martí .......................................................................................................................................

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CONCLUSIONES ......................................................................................................................

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OBRAS CITADAS .......................................................................................................................

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A Lucía y Tomás

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“¿Quién no tiembla al contemplar el enjambre de africanos que nos cercan?”

(Carta de José Antonio Saco al capitán general

Miguel Tacón)

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Introducción

El miedo al negro en Cuba fue durante la mayor parte del siglo xix un desasosiego real entre los blancos por la posibilidad de que los miles de esclavos africanos que había en la Isla se sublevaran y acabaran con ellos tal y como habían hecho en Haití. El alzamiento de esclavos más famoso en el siglo xix fue el de José Antonio Aponte en 1812, a quien incluso se le incautaron dibujos alegóricos inspirados en los líderes haitianos (Fischer 42). En este libro me interesa destacar cómo junto con ese temor por la memoria de lo que sucedió en la isla vecina se originaron otras fobias en Cuba que incidieron en la manera en que los letrados se refirieron a la esclavitud, a la raza africana y a la cultura criolla en general. Me interesa demostrar cómo este temor sirvió de concepto básico para construir la nación, en la medida en que estos letrados fueron excluyendo rasgos en la cultura criolla que se distanciaban de la de los negros y el “África salvaje”. Esta discriminación de rasgos tenía como objetivo preservar la cultura blanca criolla y responde a lo que David Goldberg en The Racial State (2002) llama “heterogeneity in denial” (“la negación de la heterogeneidad”, 203-205). Para los fines de este libro, por tanto, me interesa subrayar estas fobias que se expresan en las imágenes de abyección y rechazo de los africanos y que se originan con el proceso de modernización de la industria azucarera cubana, donde, junto con la mezcla racial, aparecen conceptos básicos como la higiene, la medicina y las leyes que regulaban la convivencia de ambas razas. En tal sentido, me apoyo en el trabajo de Mary Douglas, quien en Purity and Danger desarrolla un concepto de “impureza” que servirá de trasfondo a esta discusión. Según la antropóloga británica, la idea de impureza es equiparable con la de transgresión o violación de las categorías culturales en cual-

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quier sociedad, ya que todo aquello que no caiga dentro de los límites permitidos tiene la capacidad de amenazar la normatividad y, por tanto, hacer disparar las alarmas de cualquier régimen. De más esta decir que en la sociedad esclavista colonial esta normatividad y orden eran impuestos por los blancos y remitía a una jerarquía racial y cultural que excluía a los otros racialmente diversos (negros, indígenas, mulatos), ya fueran esclavos o libertos. Desde este punto de vista, conceptos como “impureza”, “infección” y “abyección” explican la forma en que los negros son representados e interpelados por la literatura, que se erige en esta época como la institución que reúne un grupo representativo de letrados interesados en estos temas. Para muchos de estos letrados la mezcla racial y cultural representaba el peligro de morir aguijoneados por ese “enjambre” de africanos que los rodeaba, y por eso combatieron y criticaron aquellas manifestaciones culturales que les eran ajenas o reflejaban la influencia de los negros en la cultura blanca criolla. Entre estas, podemos mencionar las variaciones del lenguaje producido por los africanos, las prácticas de recreo público y la mezcla de religión africana y católica en órdenes como la sociedad secreta Abakuá, la regla Kimbisa y la santería. Para esta élite, tales prácticas eran un síntoma del desvío y una muestra más de la corrupción que trajo consigo el régimen colonial-esclavista. Representaban un mal que tenían que combatir y, por esto, recurrieron no solo a la ley, sino también a las ciencias, la literatura y a la religión para acabar con ellas. En los capítulos que siguen me centraré en cuatro formas de “racializar” ese miedo: a través de la creación de “tipos” y rasgos fisonómicos dentro de la población, que incluyen la “herencia” biológica y la cultura; el lenguaje bozal o de la gentualla; la religión, y la mezcla racial y cultural en la música, el baile y los trajes. Desde el punto de vista de los rasgos fisonómicos de los negros, ya Richard Jackson, en un artículo fundamental para entender estas representaciones, “Black Phobia and the White Aesthetic in Spanish American Literature”, reparaba en la paradoja de que los mismos que criticaban la esclavitud en sus novelas (Avellaneda y Villaverde) representaban comúnmente a los negros como seres inferiores o con características blancas que los separaban del resto (467). Para Gómez de Avellaneda, por ejemplo, Sab no tenía “nada de la abyección y grosería que es común en gente de su especie” (cit. en Jackson 467). Era un mulato instruido, y describía su alma como “blanca”. Al hacer esto, decía Jackson, Avellaneda se niega

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a reconocer la belleza en los negros y muestra un profundo desprecio por los esclavos. De modo que en estas novelas los rasgos físicos serán atributos importantes para saber la posición del narrador. Se hará necesario describir un cuerpo bello y de facciones similares a las de los blancos, para que sean aceptados por el lector –de ahí las mulatas como Cecilia y mulatos como Sab– y, en la medida en que se aparten de las definiciones grecorromanas, los lectores blancos podían leer en sus rostros o en sus miradas sentimientos, deseos y aptitudes “abyectas” o contrarias a las de ellos. La literatura antiesclavista cubana seguiría de cerca los presupuestos de la literatura realista europea, que abunda en los retratos de personajes donde convergen lo físico y lo moral. Desde el punto de vista de la lengua, el temor aparece vinculado al debate sobre las formas del habla coloquial de las capas bajas de la sociedad y la influencia del habla, especialmente africana, y de la literatura extranjera sobre la lengua española.1 Este debate recorrerá todo el siglo xix en Hispanoamérica: comenzará alrededor de 1837, cuando Esteban Pichardo y Tapia saca de la imprenta su Diccionario provincial casi razonado de vozes cubanas, continuará con la gramática de Andrés Bello y no terminará hasta las críticas mordaces de los escritores españoles al nicaragüense Rubén Darío. A diferencia del resto de los países hispanoamericanos, que se habían constituido como repúblicas independientes para esta época, en el caso de Cuba esta discusión se desarrolla en el contexto de la esclavitud, el surgimiento de la literatura y la instrumentación del “lenguaje bozal” para el uso del poder. La primera vez que se hace mención a este lenguaje es en una comunicación del obispo de Santiago de Cuba, Morell y Santa Cruz, al convertir los llamados cabildos africanos en ermitas. Más tarde reaparece en la Explicación de la doctrina cristiana escrita por Antonio Nicolás Duque de Estrada a finales del siglo xviii. Lo reseñable en ambos textos es el objetivo de convertir el lenguaje bozal en un arma de dominio de la ciudad letrada y eclesiástica, de tal modo que la transformación o imi1. Tranquilino Sandalio de Noda, en el artículo publicado en la revista El Artista el 8 de octubre de 1848 titulado “De la lengua castellana”, decía: “¡Ojalá no se viera infestado de la caterva de novelas y traducciones que solo merecen un nuevo Omar, para provecho del idioma que prostituyen, y de la moral que corrompen!” (120). En la misma revista, Cirilo Villaverde publicó un ensayo titulado “La gramática”, donde llamaba a reformar el modo en que se enseñaba en Cuba y apartarse de la norma tradicional castiza, lo que explica en parte su diferencia con otros escritores de este período.

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tación consciente de sus diversas variantes se convirtiera en un instrumento para transformar las almas y los cuerpos de los esclavos, para proteger y mantener la esclavitud en Cuba. Desde este punto de vista, el lenguaje bozal de la Explicación es el lenguaje biologizado, epidermizado, en el que la gramática se convierte en un signo que reemplaza al ser humano y vuelve este conocimiento en una forma de subyugación para “salvar” al negro de sus antiguas supersticiones, inculcándoles obediencia a todos los poderes coloniales: a la Iglesia, al mayoral, al amo y al Estado. Aclaro, sin embargo, que el lenguaje bozal, que aparece en La explicación de la doctrina cristiana, es fácilmente legible para aquellos que saben español y pueden leer a través de las omisiones de artículos, sujetos y concordancias gramaticales de este texto. Es un “lenguaje” que por este motivo adquiere una sospechosa uniformidad y transparencia, que era justamente la que le permitía a los capellanes, mayorales y dueños de ingenios entenderlo y poder utilizarlo para comunicarse con los siervos. Más tarde, en los escritos de Bartolomé José Crespo (1811-1871), más conocido por el seudónimo de Creto Gangá, y José Victoriano Betancourt (1813-1875), este lenguaje se convertirá en “el lenguaje” por excelencia que usan los blancos para representar a los negros de nación. Es el lenguaje para caracterizar a los negros, para delimitar fronteras imaginarias entre las dos razas, entre la ciudad y extramuros; tan engañadoramente vivo, como los diálogos y las ideas que expresaban. Por eso cuando leemos a Creto Gangá tenemos la seguridad de que su única finalidad era reforzar los estereotipos culturales y criticar estas deformaciones del lenguaje. Era el modo en que la ciudad letrada se apropia de un “rasgo típico” de los negros y lo convierte en otra herramienta de su propio arsenal para intervenir en la esfera pública. ¿De qué otra forma podemos interpretar si no los parlamentos de Canuto en la obra de teatro de Creto Gangá, cuando da gracias a la fortuna por haberlo traído a Cuba como esclavo? Nengrito ma futuná no lo salí lan Guinea ¡Jah! Bindita hora que branco Me lo traé nete tierra (90).

En el lado opuesto de este debate, otro escritor costumbrista, Anselmo Suárez y Romero (1818-1878), pensaba que este lenguaje no me-

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recía ser mezclado con el español en la literatura y que era falso que los negros tuvieran una forma específica de hablar. Anselmo Suárez y Romero fue el autor de una de las novelas más importantes del siglo xix cubano, Francisco, prohibida por la censura colonial y publicada solamente cuarenta años después en Nueva York. En su novela, Suárez y Romero se muestra compasivo con los esclavos, pero desde el punto de vista del idioma y de la influencia que estos tenían sobre los blancos se muestra francamente hostil. Los africanos de cada dotación, decía, “adulteran de una forma distinta nuestra lengua” y las versiones que producen “no son ni con mucho uniformes” (Colección 538). ¿Cómo podían los capellanes entonces explicar la doctrina cristiana a los negros siguiendo un manual que, como dice su título, se “acomoda[ba] a la capacidad de los negros […] para el beneficio de los mismos negros, de los capellanes encargados de su instrucción y de los amos”? ¿Cómo podía Creto Gangá reproducir un lenguaje que no existía? Por supuesto, Anselmo no critica este lenguaje bozal por encasillar al negro en la jaula de los estereotipos. No lo hacía tampoco por negarse a reducir su esencia a la forma en la que hablaban, sino porque, según él, era un lenguaje ficticio que contaminaba la literatura castellana que ellos se proponían hacer. Anselmo hablaba además desde su experiencia personal como dueño de esclavos en el ingenio Surinam, por lo cual debió conocer la Explicación o tener una idea bastante clara y real de cómo hablaban los esclavos de las diferentes dotaciones. En su novela, el personaje principal, Francisco, a pesar de ser un “negro de nación” o nacido en África, habla en español sin ninguna incorrección ni traza del lenguaje bozal, y debemos sospechar que esta corrección respondía a su propia visión de lo correcto en la literatura y a la forma en que “debían” hablar los esclavos y sus descendientes. No obstante, la pugna entre lenguajes queda tematizada en crónicas como las de José Victoriano Betancourt y la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Valdés (1882). Incluso el siboneyismo, que comienza en la segunda mitad del siglo xix y alcanza una gran popularidad entre los cubanos, nace atravesado por esta obsesión con el lenguaje, ya que en su libro Pichardo y Tapia recoge numerosos vocablos de origen indígena que José Fornaris y Joaquín Luaces luego utilizarán en sus poemas. Según estos poetas y el propio Pichardo, había que regresar a la escritura y a la pronunciación original de los siboneyes y corregir los cambios ortográficos que los españoles habían introducido en la lengua. Cuanto

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mejor representaran lo poetas esos sonidos, mejor darían una idea sus poemas de lo que había sido la antigua cultura “cubana”. Pichardo decía que los colonizadores españoles habían impuesto su ortografía y desfigurado las voces indígenas mexicanas, “corrompiéndolas” de tal modo que no podía reconocerlas ni “la madre que los parió” (19). Esto, sin duda, era un gesto político de gran importancia y demuestra las diferencias entre una parte de la ciudad letrada y el poder colonial. Pero recordemos que ya para esta fecha los españoles casi habían exterminado a los indígenas en Cuba y del lenguaje “sibonei” solamente quedaban muestras en los nombres toponímicos de la Isla. El lenguaje de los negros bozales y de la gentualla sí se oía en muchos sitios de la ciudad, y Pichardo lo consideraba como una cosa monstruosa. Ante esta amenaza, no extraña que los escritores que se unieron a Domingo del Monte fueran tan celosos de la norma castiza, que Anselmo Suárez y Romero pusiera tanto énfasis en enmendar la gramática y la ortografía de Francisco Manzano, que Cirilo Villaverde (18121894) redujera estos vocablos a la categoría de lenguaje “vulgar”, que Juan Clemente Zenea (1832-1871) se sintiera horrorizado con lo que podía aprender un niño blanco de una esclava y que incluso Antonio Zambrana ni siquiera introdujera un giro bozal en su novela. Todos ellos criticaban de esta forma el nuevo lenguaje que se originaba como resultado de la intensa mezcla racial y buscaban una audiencia letrada dentro y fuera de la Isla que pudiera comprender su mensaje. Por eso, el lenguaje bozal o “vulgar” que usaba la “gentualla” (Pichardo, Diccionario 52) quedaba para las obras satíricas y burlescas de Creto Gangá, Victoriano Betancourt y la Explicación cristiana, siempre y cuando los lectores pudieran reconocer lo que los negros decían o se tradujeran las frases corruptas que empleaban. Pero, repito, el celo con que los criollos guardan el lenguaje es solo uno de los tantos ejemplos que demuestran su obsesión por deslindar los márgenes raciales o, como lo llamaban en la época, “la línea de la raza”. Es una de las tantas formas que tomó el miedo al negro, con la que estos letrados criticaban al gobierno y al régimen esclavista que había provocado esta situación. En secreto realmente añoraban con ser ellos quienes tuvieran el poder, quienes pudieran decidir sobre las cuestiones de Cuba, y por eso se enfrascaron en diferentes proyectos políticos como el anexionismo, el independentismo y el autonomismo. Todos ellos veían a los negros de una forma diferente, pero

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en el fondo los miraban con recelo, criticaban su cultura, crearon mitos negativos como el de los abakuá y la herencia biológica para desacreditarlos, o simplemente ponían en boca de sus personajes ideas que representaban sus propios intereses, como en el caso de Creto Gangá. Si en la primera mitad del siglo xix la mayor preocupación eran los esclavos domésticos, las mulatas y la casta de negros libres que fue diezmada por el gobierno durante la llamada Conspiración de la Escalera, a finales del siglo xix las preocupaciones serán otras: la música, el baile, las uniones desiguales, los abakuá e incluso el perpetuo temor de una rebelión de esclavos. Estas diferencias tienen en común el mismo temor que provoca la otredad en ellos, por lo cual esta negación y miedo de la heterogeneidad debe leerse como un concepto que permitía excluir elementos indeseables del cuerpo social. Eran un reemplazo del horror absoluto, del peligro mortal que representaba lo africano; un peligro que justificaba denominar a lo otro como ajeno, extraño e infeccioso, en nombre, precisamente, de los presupuestos de la cultura blanca criolla. De modo que, como diría Norbert Lechner hablando de los regímenes autoritarios y su énfasis paradójico en la criminalidad, el vigor que ponen estos críticos en resaltar estas desviaciones es una necesidad de objetivar la amenaza que podía acabar con ellos y de reafirmar su fe y su derecho a mantener el orden existente (28). De hecho, sus críticas de la influencia extraña, invasora y malsana de los negros en la cultura criolla no es un rasgo privativo de Cuba, sino que, como dice Lechner, forma parte del imaginario de Latinoamérica desde la conquista, donde la pluralidad no se ve como diversidad, sino como desorden. El otro es visto como “invasor”, como algo externo en sociedades jerárquicamente estructuradas. Esto significó que amplios sectores quedaran excluidos de los centros de poder y que se instaurara un miedo ancestral a ser arrollados por los “bárbaros” ya fueran negros, indios o clases consideradas socialmente peligrosas (Lechner 28). De esta forma, el miedo como “problema político” se vuelve, en Cuba, un espacio fértil, un lugar imaginado, un constructo al que recurrían los letrados para negar prácticas que los “inficionaban” (Tanco y Bosmeniel, Centón vol. 4, 107-108). En tal sentido debemos entender el “miedo al negro” no solo como una fobia física producida por la conciencia miedosa del peligro haitiano (Stanley 1957, Hall 1971, Fischer 2004, Sklodowska 2009), sino también como una fobia cultural por la aproximación de los negros en

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la vida diaria y su influencia en la cultura blanca criolla. Eran ellos los que tenían el poder de subvertir el orden colonial, con sus centros direccionales en la raza blanca, el idioma español y la cultura europea y cristiana. La literatura costumbrista del siglo xix en Cuba se convertirá de esta manera en el medio predilecto para grabar estas desviaciones del orden y formas extrañas de la otredad, a través de la cual la élite blanca trataba de definirse a ella misma y definir a los otros. Se intentaba de este modo reformar el país desde una óptica blanca de clase media alta, creando orden y uniformidad, para impedir que estas costumbres se convirtieran en normas como ocurrió en Haití o en Curazao (Bachiller y Morales, “Desfiguración” 110). Estas críticas, como ocurre en el relato de José Victoriano Betancourt “Los negros curros o el triple velorio”, significaban en la práctica negarle a los negros el derecho de influir en la cultura de la Isla y enfrentarse a una masa socialmente diversa de mestizos, negros y mulatos, marcados como inferiores, segregados en diversos espacios urbanos y profesionales, que no tenían el menor derecho. Por esta razón, en lugar de enfatizar la crítica al sistema esclavista o su labor de recuperar estas costumbres para la posteridad en sus obras, hay que replantearse el análisis de estas narraciones en términos de exclusión y protección de la ciudad letrada: pensar en estos escritores imaginándose a sí mismos ocupando el centro privilegiado del espacio nacional y poniendo en práctica o apoyando a través de sus escritos medidas de exclusión que les beneficiaban. José Antonio Saco (1797-1879), Villaverde, Eduardo Ezponda, Betancourt (padre e hijo), Francisco Calgano e incluso José Martí se ven a sí mismos como administradores espaciales que analizan, seleccionan y proponen una visión para Cuba anclada en sus propios intereses. Todo lo que queda fuera de esta visión se concibe entonces como “objetos que deben ser sacados del espacio nacional” (Hage 47). La crítica, por tanto, es excluyente, jerárquica, y se plantea como una necesidad para la supervivencia del grupo. ¿Podía ser de otra forma cuando vivían con la amenaza del desastre?2 2. Para tener una idea de estas preocupaciones, basta leer uno de los primeros libros que se escriben en Cuba, Reflexiones histórico físicas naturales médico quirúrgicas, escrito por Francisco Barrera y Domingo en 1798, o la carta de José Agustín Caballero (1762-1835) en el Papel Periódico de La Habana, dirigida a los “cosecheros de azúcar” que mantenían a los negros encerrados en barracones. Según Caballe-

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No obstante, la amenaza principal que representaba el sistema esclavista no resultaba de la pérdida de los esclavos por enfermedades, por el posible contagio en los barracones o por el maltrato que recibían los negros en los ingenios: la principal amenaza era que se sublevaran y acabaran con los criollos blancos como habían hecho en Haití. Con tales perspectivas, el sistema esclavista creó una serie de medidas que le posibilitaron sobrevivir hasta la abolición final de la esclavitud en 1886, entre las cuales estaba la censura que explica que ningún documento público en la Isla, ni siquiera el Papel Periódico, se haya hecho eco de la Revolución haitiana. Mientras tanto, los letrados se encargaron de criticar todo aquello que veían como nocivo. El “vicio”, como decía Moreno Fraginals, “venía desde la cuna: comenzaba con la negra ama de leche que criaba los niños blancos” (“Nación o plantación” 249). Luego continuaba con la costumbre de ver maltratar a los esclavos. Más tarde, con la experiencia sexual que el hijo tenía con la esclava, de lo que resultaba muchas veces el amancebamiento, el adulterio y el incesto. Si la esclavitud era un mal lo era sobre todo por los efectos perversos que tenía en la población blanca de la Isla, y, como consecuencia, la figura de la mulata era el epítome del pecado, ya que representaba la concretización de la transgresión, el producto ilícito del “contubernio” del amo y la esclava (Kutzinski 1993). Félix Tanco y Bosmeniel (1797-1871) lo resumiría así en una carta a su amigo Del Monte: También quisiera que en la parte 5 dijeras algo de la influencia de los esclavos no solo en las costumbres, la riqueza y las facultades intelectuales de los blancos, según el plan de Comte, sino en el idioma, pues como tú sabes se han introducido en él una infinidad de palabras y locuciones inhumanas y bárbaras que son de uso corriente en nuestras sociedades de ambos sexos que llaman cultas y finas. La misma influencia se advierte en nuestros bailes y en nuestra música. ¿Quién no ve en el movimiento de nuestros mozos y muchachas cuando bailan contradanzas y valses una ro, aquellos lugares eran focos de enfermedades que había que limpiar. Decía: “No tengo principios químicos que necesita la operación de demostraros los grados de corrupción del aire extraído de allí: me atrevía a asegurar tiene más de ocho grados menos de origen (o aire vital que respiramos) que el de la plazuela de las Claras por exemplo: así lo [creo, es] un aire encerrado donde jamás se pone lumbre para rarefacerlo, nunca se sahúman los sitios, no se riegan con vinagre, ni se usa algún antimefitico” [sic] (80).

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imitación de la mímica de los negros en los cabildos? ¿Quién no sabe que los bajos de los dansistas de nuestro país son el eco del tambor de los tangos? Todo es africano y los inocentes y pobres negros, sin pretenderlo, y sin otra fuerza que la que nace de la vida de relación, en que están ellos con nosotros, se vengan de nuestro cruel tratamiento inficionándonos con los usos y maneras inocentes, propias de los salvajes de África (Centón vol. 4, 107-108; énfasis en el original).

Para Félix Tanco, al igual que para Del Monte, Villaverde y Betancourt, la cercanía de ambas razas provocaba la declinación de la cultura blanca criolla, de sus costumbres y de su vocabulario. Los jóvenes se convertían en “salvajes” africanos y las mujeres perdían su sensibilidad natural ante el maltrato. Se trataba entonces de buscar la forma de sobrevivir a la “venganza” de los negros, ya no por las armas, como habían hecho en Haití, sino a través de su influencia en los blancos; de evitar la reversión moral y cultural a un estado social que estos entendían como “bárbaro”, “salvaje” e “inhumano”. El sistema esclavista traía de este modo consigo su propia destrucción, estaba destinado a ser “aguijoneado” por la influencia persistente, metódica y diaria de los esclavos que vivían en las ciudades y las casas de los amos. Porque para los esclavistas, aun cuando eran ellos quienes se beneficiaban del sistema, la cercanía de los negros era indeseable, contaminaba a todos solo con su presencia. Y aquí vale recordar la definición que da Kristeva de lo abyecto como el cadáver sin la sacralización de Dios ni el análisis de la ciencia: “Es la muerte infestando la vida”. Es algo ficticio y real a un mismo tiempo, ya que implica una “extrañeza imaginaria y una amenaza real” (11). ¿Qué podía ser más imaginario que una guerra y condicionar, sin embargo, tan fuertemente el comportamiento de los esclavistas? En su libro, Kristeva, quien sigue las ideas de Mary Douglas, afirma que los desechos del cuerpo, que ejemplificarían lo abyecto, no eran contaminantes por sí mismos sino que su poder era proporcional al de “interdicción que lo propone” (93). Si lo abyecto, como dice, es algo “rechazado de lo que uno no se separa” (11), el esclavo vendría a ser entonces la quintaesencia de esa abyección porque de él dependía el bienestar del blanco: él era su mayor peligro, su gran preocupación, aquello de lo que hubiera querido prescindir pero al que seguía fatalmente atado. De ahí que los escritores delmontinos vieran al esclavo y

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al sistema simbólico-social esclavista como una especie de enfermedad que contaminaba todos los árboles del pueblo, incluyéndolos a ellos, que pusieran reparos a la abolición, pero que al mismo tiempo vieran con horror cómo su influencia penetraba en las clases altas. Del Monte lo dirá en un lenguaje sumamente expresivo en una de sus cartas: “El cancro que nos corroe [es] la esclavitud doméstica” (Centón vol. 1, 333). Por “cancro” (del latín cancer, que significa tumor maligno), Del Monte se refería a un tipo de enfermedad que atacaba la corteza de los árboles produciendo un líquido acre y rojizo. Y, al igual que esta enfermedad podía acabar con una buena cosecha, en palabras de Del Monte, los negros podían acabar también con la sociedad criolla. Por ello se entendía que estos escritores llevaran a cabo una fuerte campaña de saneamiento, cuyo punto de focalización fueran los esclavos que vivían en las casas de los amos o en la ciudad, las nodrizas, los caleseros y, especialmente, las mulatas, quienes aparecen en las marquillas de tabaco y en la literatura del siglo xix como una especie de femme fatale romántica, capaz de dar placer y provocar la muerte. Esta dualidad podría decirse que es de raíz cristiana, ya que, como dice Julia Kristeva, la “genialidad” del cristianismo en este aspecto fue concebir el cuerpo como “deseo” que se manifiesta: por un lado, como pecado, falta o iniquidad y, por otro, como “espíritu”, fundido con lo divino y lo sublime, y expresado a través de la belleza y el amor. En el poema “La mulata” de Creto Gangá, esta se describe como un compuesto “entre hereje y cristiana” (310), y en Cecilia Valdés el narrador la llama “virgencita de cobre” que encarna a su vez toda la lujuria y la degradación moral de su raza. Ella es todo lo que temen las familias blancas de la sacarocracia criolla, todo lo que los hombres desean y temen a la vez. Es la maldición. No por gusto el romance de Leonardo con Cecilia termina con la muerte de Leonardo a manos del mulato Pimienta y con Cecilia en el manicomio. En la novela de Zambrana El negro Francisco, el protagonista también termina ahorcándose después de que su mujer, otra mulata, decide entregarse a los brazos del amo para salvarle la vida. En cualquiera de los casos, tanto si la mulata actúa por amor o si actúa por sacrificio, esta termina “perdiéndose” y acabando con la vida del amante negro o blanco. Por eso la mulata no es únicamente el símbolo más evidente de la mezcla racial: es sobre todo el recordatorio de los márgenes tan porosos que separaban las dos ra-

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zas en Cuba, ya que a través de la mezcla racial con los blancos las mulatas podían “escapar” a su condición y quitarse la “maldición” que significaba haber sido o provenir de una familia esclava. Eran la prueba más palpable de la rebeldía, de la transgresión de las prohibiciones y de lo abyecto, llevaban escrito en su cuerpo el miedo de la sociedad esclavista a la desintegración. De ahí que estos escritores pusieran tanto énfasis en tratar de fijar su “virtud” y que, a pesar de que las desearan, las temieran, ya que al rendirse al amo o buscar el tener relaciones sexuales con él, esta ponía en peligro sus conceptos de pureza, privilegios y descendencia racial. Nuevamente se infiltraba en la familia blanca, el aguijón de los negros. Este temor, por supuesto, no era nuevo ni se originó con la sociedad esclavista. La “pureza de sangre” es un concepto profundamente arraigado en la mentalidad española desde antes de la conquista que ejerció una gran influencia en la sociedad cubana decimonónica. Según Verena Stolcke en Racismo y sexualidad en la Cuba colonial, la “pureza” dividía a los cubanos entre los puros (los blancos) y los impuros (los negros y mestizos) y afirma: “El puro fácilmente puede quedar contaminado e impuro precisamente por el matrimonio con un miembro de la categoría impura. No obstante, en teoría, el impuro nunca podrá desprenderse por completo de su impureza” (45). Esto explica por qué lo más importante de estas novelas no es el negro sino el blanco, y las formas en que la servidumbre, la mezcla racial, la “impiedad”, como decía el padre Varela, degradaban sus vidas e iban convirtiendo (o podían convertir) un país de blancos y costumbres europeas en una colonia de africanos. Eduardo Ezponda, un escritor antiesclavista de origen puertorriqueño que vivió en Cuba muchos años, resumía este dilema de un modo ejemplar en su ensayo La mulata (1878). En él se refiere a las relaciones sexuales entre los blancos y las mulatas como un “contagio”, una “epidemia” y una “impureza”. Decía Ezponda: La prole degenerada lleva el sello de la calidad materna. No la salva ser hija de blanco. No la excusa ser fruto de la seducción, y acaso de la fuerza. El color impera sobre toda consideración filosófica. Se transmite la impureza, se vincula y se castiga severamente a despecho de todo. No ha de infringirse la teoría que la juzga cosa, ni más ni menos que si fuera bestia (30-31).

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Sería necesario entonces centrarse en la importancia que le daban los escritores blancos a estos espacios de comunicación y de contacto racial y en el daño que suponía para ellos ser dueños de esclavos o simplemente blancos. Haciéndolo, analizaremos las formas de dominación que esta élite blanca fue institucionalizando desde principios del siglo xix para defenderse de quienes la amenazaban y perpetuar de esta forma su poder: el discurso higienista, el penitenciario, el jurídico, el moral, el urbanístico o incluso el homogeneizador. Estos discursos atraviesan la racionalidad de los cuerpos, los constituyen como sujetos frente a la ley y bajo el poder colonial. Resumiendo los diversos capítulos del libro, tenemos que en el primero, “‘A la orilla del precipicio’: Los alzamientos de esclavos”, analizo el temor que sentían los blancos de ser engullidos por el “enjambre de africanos”, como decía José Antonio Saco. Para ello estudio el aumento de la población esclava en Cuba, las ideas de Francisco Arango y Parreño sobre el fomento de la agricultura de La Habana, y los diferentes mecanismos de control social que diseñó la sacarocracia para protegerse de estas rebeliones. En la segunda parte de este capítulo, examino la forma en que el “miedo al negro” aparece en la novela Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda y en un poema de Gabriel de la Concepción Valdés, “Plácido”. En el segundo capítulo, titulado “Los monstruos de la periferia: los personajes de José Victoriano Betancourt”, me detengo en la figura delictiva del negro curro, vinculándolo a los discursos higienistas, lexicológicos y cartográficos de la primera mitad del siglo xix. Aquí me interesa resaltar la correlación entre el nuevo trazado de la ciudad y la construcción del otro (negro, esclavo o liberto), que vive extramuros y comienza a ser tipificado por sus rasgos físicos y morales. En las narraciones de Betancourt y Calcagno, por ejemplo, las zonas suburbanas son el lugar donde se localiza la podredumbre, la criminalidad y la pobreza. No obstante, los barrios de extramuros no eran homogéneos en cuanto al rango social y la etnicidad de las personas que allí vivían, más bien eran lugares dinámicos que constantemente se redefinían según los intereses de la élite política y administrativa del país. En realidad, los terrenos de esta zona suburbana comenzaron a ser atractivos para la clase alta, y ya en 1837 se construye allí el palacio de Aldama, que junto con otras obras arquitectónicas como el Jardín Botánico, la Alameda de Paula e incluso la Casa de Beneficencia le daban continuidad a los dos espacios urbanos

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delimitados por la muralla (Hidalgo Valdés 33). El hecho de que las élites intelectuales y políticas de la colonia muestren un escenario tan grotesco en su crónica solo puede indicar la insistente “racialización” de estos espacios, la búsqueda de localizar un “otro” más allá de las fronteras físicas de la muralla, que encarna los miedos del sistema. De este modo, los sujetos suburbanos que aparecen en estas crónicas tienen rasgos que pueden ser fácilmente reconocibles, tanto marcas en el cuerpo como formas de llevar el cabello, con lo que se construye una geografía moral, social y racial sobre la geografía física de la ciudad. Tanto la ciudad como los márgenes raciales que dividían a la población de La Habana serán las preocupaciones principales de los autores de este periodo. ¿Cómo delimitar los márgenes que los separaban de los otros? ¿Quiénes eran los otros y cómo su presencia podía “contaminar” a los blancos? Siguiendo, pues, esta perspectiva, analizo en el tercer capítulo la representación de “las nodrizas africanas” y su papel en la educación de los niños de la clase adinerada. Examino su representación en varios poemas y novelas de 1840 a 1887, destacando su injerencia sobre la familia pudiente al trasmitirles a los niños blancos, junto con la leche, un mundo de supersticiones y tristezas. Llamo la atención sobre el hecho de que las críticas al uso de niñeras y nodrizas africanas comienzan en Cuba a raíz de la trata negrera y se popularizan rápidamente, ya que en la década de 1790 se publican al menos dos artículos en el Papel Periódico de La Habana donde se rechaza esta costumbre. Según un artículo anónimo, atribuido a don José Agustín Caballero: “Apenas habrá casa en este país que no tenga una negra o un negrito” que no haga las tareas más mínimas en la casa del amo y que por “su imitación el hijo se cría flojo y perezoso” (“La educación de los hijos” 65). El 3 de mayo de 1795, otro artículo anónimo fustiga también “el método general de crianza” que se usa en el país, que no era otro que entregar los hijos recién nacidos a las esclavas. Dice el articulista: “Este primer paso decide sobre la suerte del hijo. Lo entregan a una negra cuyas costumbres e inclinaciones son perversas, estas las comunican a las criaturas envueltas en el alimento, así como los humores corrompidos […]. Envenenada la raíz, es necesario sea malo el árbol y peores los frutos” (cit. Roig, Literatura costumbrista 75). Lógicamente, estas críticas están amparadas por una perspectiva profundamente racista y van unidas en el mismo periódico al objetivo de crear un ciudadano modelo y un tipo de “casada perfecta” que respon-

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diera a los presupuestos de la sociedad patriarcal, guardiana de la virtud en el hogar, apegada a la enseñanza religiosa y al marido. No obstante, la figura de la nodriza africana fue también una forma de criticar a los “niños”, de las familias adineradas, y a sus madres. En el capítulo siguiente, “La sangre y la virtud de la mulata”, investigo las objeciones que pusieron los letrados a la mezcla racial y, sobre todo, a la figura de la mulata como un paradigma de virtud ante los blancos. Tomo como referencia para ello las novelas El negro Francisco (1875), de Zambrana, y Cecilia Valdés (1882), de Villaverde. En este capítulo, y en el anterior, analizo también las dos únicas novelas críticas del sistema esclavista publicadas en Cuba, que sin embargo no han recibido ninguna atención por parte de la crítica. Me refiero a la novela de Julio Rosas La campana de la tarde: ó Vivir muriendo. Novela cubana (La Habana, 1873) y a la de Eduardo Ezponda ¿Es Ángel? (La Habana, 1877). En el capítulo titulado “Espacios de (con)ten(c)sión: el baile”, profundizo en el miedo a la mezcla cultural a través de la música, la danza y los gestos en las crónicas y poemas del propio Ezponda, y Betancourt. En estos textos, donde aparecen sujetos de ambas razas bailando, sobresalen los mismos miedos y ansiedades que en los otros: miedo a que los blancos imitaran a los negros en sus gestos, a la mezcla racial, a la sensualidad de las mulatas, a los ritmos híbridos y a las letras “pornográficas”. Estas son preocupaciones que remplazan las críticas a la esclavitud, que es abolida definitivamente en 1886. Su preocupación principal es lo que había dejado esta institución en la Isla: una clara herencia cultural y racial. En este contexto, el objetivo de estos letrados era nuevamente “administrar” esta herencia y asegurarse de la supervivencia de sus propias costumbres. Debo señalar, sin embargo, que para la época en que se acrecienta la crítica al baile y la influencia africana en la música popular ya existía una fuerte cultura oral, de nuevos ritmos y letras de canciones que tienen una gran aceptación y se publican y reeditan varios cancioneros. A partir del análisis de las letras de estas canciones, propongo rastrear las pugnas entre los letrados criollos conservadores que estaban en contra de la influencia africana en su cultura y aquellos que se rebelaban contra las leyes que los marginaban, proponiendo una forma diferente de entender las relaciones sociales. Consecuentemente, en los textos de finales de siglo, como en los de Calcagno o Céspedes, se dará mayor importancia a la figura del esclavo liberto y sus descendientes. Se hará énfasis en su

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comportamiento urbano y en las costumbres que copiaban o transmitían a los blancos, como su criminalidad, su erotismo, las enfermedades venéreas y su religión. Su antecedente principal es la crónica de José Victoriano Betancourt sobre los negros curros que analizamos en el capítulo dos, pero su discusión ahora se da dentro del marco científico la Sociedad Antropológica de Cuba y publicaciones académicas como la Revista de Cuba de Cortina o la Revista Cubana de Varona donde aparecen conceptos científicos como la evolución y la “reversión”. Por eso casi siempre estos textos parten de un pasado oprobioso, el de la esclavitud, la conquista, o la raza y analizan qué características amenazan la cultura blanca criolla actual. Para demostrar el paso de un tipo de discurso a otro, analizaré la crónica de José Martí sobre el terremoto de Charleston (1886), la novela de Francisco Calcagno Los crímenes de Concha (1887), el libro de Céspedes sobre la prostitución en La Habana (1888) y los debates sobre los negros que se suscitaron en la Sociedad Antropológica. En estos textos comienzan a aparecer otras etiquetas para los negros de orden psicológico, racial y cultural, y hablan de su “herencia” biológica, de “fetichismo” e incluso del “hombre delincuente” según la tradición de la antropología lombrosiana. En el capítulo dedicado a Martí, “Signo de propiedad: José Martí y los negros de Charleston”, exploro el modo en que el cubano describe a los negros como poseídos por un miedo instintivo ante los desastres naturales, algo que los diferenciaba de los descendientes de europeos. En el capítulo siguiente, dedicado a Francisco Calcagno, analizo su representación de los abakuá, una organización de origen africano fundada en La Habana en la década de 1830 y tematizada por primera vez en una de sus novelas. Al estilo de las narraciones de Victoriano Betancourt, Calcagno criminaliza este grupo por sus creencias “bárbaras” y el efecto perverso que traería a la población blanca de la Isla. Para terminar, analizo los apuntes de Martí sobre la “herencia racial” de los negros, que el cubano ve como un “gran peligro” para la futura nación. En este apartado me interesa demostrar cómo este temor, que solamente aparece en los apuntes íntimos que Martí nunca publicó mientras vivió, contrasta con su defensa de ellos y su lucha contra la discriminación racial en sus escritos de Patria, donde defiende una nación “con todos y para el bien de todos”.

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“A la orilla del precipicio”: los alzamientos de esclavos

“¿Habrá quien quiera dejar a sus hijos ese funesto legado, caso que no presenciemos la catástrofe, tan infalible como todo lo que está en el orden y marcha de la naturaleza? Si supieran como yo, por la Agencia Fiscal del Crimen que sirvo, el estado de los Palenques de Cuba, no se creyeran tan seguros. En fin, yo nunca acabo cuando se trata de esta estupidez con que nos dormimos a la orilla del precipicio”.

(Carta de Federico Pichardo a Domingo del Monte, 1835, Centón vol. 1, 463)

Hacia finales del siglo xviii la élite blanca criolla en Cuba imagina un proyecto protonacional que toma como referencia el paradigma de explotación y desarrollo europeo implantado en América desde la conquista: la esclavitud y la acumulación de la riqueza. Para estos fines, dicha élite excluye desde un inicio los intereses de los otros grupos étnicos como eran los negros, los mulatos e incluso los descendientes de los amerindios que sobrevivieron a la conquista. Ninguna de estas etnias, sin embargo, representó un “peligro” para dicho proyecto excepto los negros, cuya población general aumentó vertiginosamente en la primera mitad del siglo xix, siendo posible esto, primero, por la trata legal, que luego de ser abolida siguió funcionando de forma encubierta por la complicidad de las autoridades coloniales, y, segundo, por el aumento de los nacimientos de los hijos de esclavos africanos en la colonia. El dilema para esta élite se plantea de la siguiente forma: o bien Cuba hace lo que otras islas del Caribe e intensifica el desarrollo de su

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agricultura, lo cual representaba un aumento de la mano de obra esclava, o bien se quedaba detrás del resto de las colonias y no desarrollaba el país. José Antonio Saco en su Historia de la esclavitud fija el inicio de esta nueva era alrededor del año 1760, con la contrata de don Manuel Uriarte para introducir en América quince mil negros (Historia vol. 2, 214). Ese mismo año, dice Saco, “no faltó quien expusiera” en Cuba cuán beneficioso sería eliminar todas las trabas que hacían más complicado el comercio e importación de los africanos a la Isla, cuán beneficioso sería para el desarrollo de la agricultura del país unos “veinticinco o treinta mil más” (Historia vol. 2, 216). Dos años después, en 1762, los ingleses toman La Habana e introducen en ella unos tres mil africanos para el trabajo agrario y otros servicios, y, con ello, la liberalización del comercio del monopolio español. Como consecuencia de estas y otras medidas, la economía de La Habana alcanza un desarrollo antes no registrado. Asimismo, en 1768 el ingeniero en jefe Agustín Crame le pide al gobierno que introduzca nuevos esclavos en la Isla para seguir desarrollándola (Historia vol. 2, 226). “Clamaba Cuba por negros”, dice Saco, “y este clamor nacía del arranque que tomaba la agricultura con la fundación de nuevos ingenios y cafetales” (Historia vol. 2, 272). A raíz de esta necesidad, dos ingleses, Backer y Dawson, hicieron una contrata para llevar anualmente a La Habana entre cinco y seis mil esclavos. Pero los comerciantes de la isla la rechazaron por estar en desacuerdo con varios puntos, y le pidieron al gobierno en 1788 que este comercio lo llevaran a cabo los nacionales en naves españolas, y, si esto no era posible, que le permitiera a otros países participar de él para proveer con abundancia de esclavos a la isla, mejorar los precios, evitar el monopolio y fomentar la agricultura. El gobierno accedió entonces a esta petición, “claro indicio”, dice Saco, “de que el comercio de esclavos iba a entrar en la era de libertad” (Historia vol. 2, 272-86). Estas propuestas sirvieron de base para la real cédula del 28 de febrero de 1789, que permite el traslado a la Isla de todos los esclavos que se necesitaran. La iniciativa de dicha real cédula se debió al habanero Francisco Arango y Parreño, quien entonces se hallaba en Madrid de apoderado del Ayuntamiento de La Habana, cuidando de los intereses de la Isla. La vigencia de esta cédula era solo por dos años, pero en 1791 Arango y Parreño logró posponerla por otros dos. En 1791, empero, los esclavos de Santo Domingo se sublevaron en masa,

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destruyeron la industria azucarera del país y dieron muerte a sus amos y mayorales. En cuanto llegó la noticia a España, dice Saco, Arango y Parreño, temiendo que el gobierno cancelara la prórroga que acababa de lograr, se apresuró a asegurarle que los disturbios de Santo Domingo no iban a extenderse a Cuba, que la situación en ambas islas era diferente y que, por lo tanto, no había motivo de alarma (Historia vol. 3, 18). Arango y Parreño convenció así a la Corona para que expidiera la real cédula del 24 de noviembre de 1791, modificando la de 1871 y prorrogando por seis años más el comercio libre de africanos en Cuba (Historia vol. 3, 18). Sin embargo, en su “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla” de 1792, un año después de los sucesos de Santo Domingo, Arango y Parreño sí se muestra preocupado por el incremento de los esclavos en Cuba y llama a los cubanos a estar alerta por una posible sublevación. Dice Parreño: Todos son negros, poco más o poco menos tienen las mismas quejas y el mismo motivo para vivir disgustado de nosotros. La opinión pública, el uniforme modo de pensar del mundo conocido los ha condenado a vivir en el abatimiento y la dependencia del blanco y esto solo basta para que jamás se conformen con su suerte, para que estén siempre dispuestos a destruir el objeto a que atribuyen su envilecimiento. Prevengamos este lance y ya que por nuestra desgracia no podemos excusarnos del servicio de estos hombres, los únicos a propósitos para sufrir el trabajo en aquellos ardientes climas, cuidemos de combinar las miras políticas y militares, examinando el negocio del modo que se explica en el proyecto (“Discurso” 150).

Lo que Arango y Parreño deja entrever en estos planteamientos no es otra cosa que “el temor de la población criolla hacia la población negra” de la Isla y la imposibilidad de los primeros de renunciar a su condición de esclavistas (Hidalgo 74). Y esta disposición en el negro a “destruir el objeto a que atribuyen su envilecimiento” es a lo que hay que estar “prevenidos”, y dicho temor no estaba exento de un proceso de racialización por el que se trató de evitar una situación similar a la de Haití en Cuba. Por eso había que “combinar las miras políticas y militares” para mantener y hacer prosperar las industrias. Tal estrategia se traduciría en castigos corporales tremendamente crueles para desalentar las insurrecciones y en el desarrollo de mecanismos de vigilancia y control de los negros, que iban desde la misma arquitectura

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de los barracones hasta las leyes que controlaban su descendencia, las uniones sexuales o su captura si se fugaban. Esto también implicaba una justificación discursiva de la necesidad de la esclavitud, ante la sociedad y la metrópoli donde Arango y Parreño pronuncia este discurso, especialmente luego de que los ingleses comenzaron por abolir la esclavitud y llevaron a cabo una intensa campaña proabolicionista. Según Arango y Parreño, el trabajo esclavo era la solución para el desarrollo de Cuba, dado que los negros eran “los únicos a propósito para sufrir el trabajo en aquellos ardientes climas” (“Discurso” 150). De manera que si Parreño considera esta dependencia del trabajo esclavo como una “desgracia” para los blancos es porque enmarca su discurso en un determinismo: el supuesto acuerdo de hallar al negro inferior al blanco y, por tanto, un objeto lícito de enriquecimiento. No por casualidad Arango y Parreño es también el autor de varios ensayos sobre negros cimarrones, como el Informe sobre negros fugitivos (1792) y el Nuevo reglamento y arancel que debe gobernar en la captura de esclavos cimarrones (1797). Así como la élite criolla hereda los mercados y las riquezas que antes disfrutaba Santo Domingo, también hereda sus miedos, el terror de sucumbir bajo otra insurrección de negros africanos. Este “miedo” va a recorrer todo el siglo xix cubano, y se refleja lo mismo en las políticas de control social como en la literatura, ya que, como dice Gwedolyn Midlo Hall en Social Control, los encargados de administrar las colonias españolas en el Caribe eran historiadores bastante competentes, y después de la Revolución haitiana aprendieron cómo poder evitar una rebelión igual en Cuba (Midlo Hall 125). Entre estas recomendaciones estaban el aislar a los esclavos cubanos de los esclavos “infestados” con ideas revolucionarias, prohibir la entrada en Cuba de esclavos que vinieran de otras colonias y autorizar únicamente la llegada de esclavos procedentes de África. Aquellos que llegaban de las colonias francesas después de 1790 y de las colonias inglesas después de 1794 eran deportados, y si no había barcos se les mandaba a la cárcel. Una carta del marqués de Somerueles del 27 enero de 1800 se refiere a esta prohibición, y hace cumplir el bando del 15 de enero de 1796 promulgado por el capitán general don Luis de Casas (125). La razón de tantas precauciones era evitar la mezcla y diseminación de las noticias que llegaban de Haití, al extremo que cuando el general Rigaud, que luchó contra las fuerzas de Toussaint l’Ouverture en Santo Domingo y fue derrotado, le pidió al gobierno español que le ayudara,

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este le permitió entrar en la Isla junto con su tropa, pero lo separó del resto y le exigió que no hiciera ni dijera nada a ninguna persona de color en la Isla. Tampoco le permitieron permanecer en Cuba y le exigieron marchar a España. Asimismo, Madrid le ordenó al capitán general de la Isla que no permitiera la entrada de ningún buque procedente de Santo Domingo con refugiados de color. Solamente podían ofrecérseles agua y otros avituallamientos, pero tenían que continuar el viaje (Midlo Hall 126). Según el censo del año 1774, que da Ramón de la Sagra en su Historia económico-estadística y política de la Isla de Cuba (1831), la población blanca de Cuba era de 96.440 personas, entre hombres y mujeres, mientras que la de los mulatos y negros libres o esclavos era solamente de 75.180. De estos últimos, 44.333 eran esclavos, cifra que según José Antonio Saco debió ser mayor (Saco Historia vol. 2, 233). Sin embargo, en 1827 la superioridad numérica de los primeros desaparece, y mientras que la población blanca aumenta a 311.051, la de los mulatos y negros, libres o esclavos, asciende a 393.436 (Historia vol. 4, 122). No es de extrañar entonces que ya desde tan temprana fecha los principales políticos e intelectuales de la Isla, como el padre Félix Varela, José Antonio Saco y el mismo Arango y Parreño, propongan medidas para acabar con la trata, para abolir la esclavitud o para introducir la mano de obra blanca en la colonia para reemplazar a la negra. En la “Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba, atendiendo a los intereses de sus propietarios”, el padre Félix Varela, diputado a Cortes en 1822, retoma este temor al negro como un argumento en contra de la esclavitud, y afirma que ya en 1821 los cómputos más exactos revelaban que la proporción de negros y mulatos con relación a blancos en la Isla era de “tres a uno” (Saco, Historia vol. 4, 10). Varela critica al gobierno por dejar que en Cuba la agricultura y las artes estuvieran en manos únicamente de los “originarios de África”, y dice que el pueblo de Cuba no deseaba la esclavitud, pero que era de esperar que los esclavos se rebelaran tarde o temprano, tomando por la fuerza lo que la ley les negaba. Varela pone de ejemplo el caso de Santo Domingo, y afirma que a los haitianos les interesaba procurar la ruina de Cuba, por lo cual ya habían mandado dos fragatas con tropas para invadirla. Plan que solo fracasó, dice el padre, por el naufragio de estas embarcaciones. Por tanto es “casi demostrado que hay una guerra entre

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las dos islas, y que la de Santo Domingo no perderá la ventaja que le presta el gran número de nuestros esclavos, que solo espera un genio tutelar que los redima” (Saco Historia vol. 4, 13). Además, agrega Varela, “se aumentan nuestros temores con la rápida ilustración que adquieren diariamente los libertos en el sistema representativo, pues la imprenta los instruye, aunque no se quiera, de sus derechos, que no son otros que los del hombre” (Saco Historia vol. 4, 14). Estos “temores” que sentía el padre reaparecen poco después en una carta que le escribe a Domingo del Monte en referencia a la traducción del libro de Charles Comte Tratado de legislación ó, Exposición de las leyes generales según las cuales los pueblos prosperan decaen ó quedan estancados (1827). En este libro, Comte propone utilizar el método analítico para estudiar las virtudes y males de los pueblos, y analizar los hábitos e instituciones que les eran adversos y provechosos. Comte menciona varias veces la esclavitud, los negros y el sistema en que se sustentaba. Por ejemplo, en su discusión de las leyes naturales y positivas, afirma que “la esclavitud doméstica no puede existir más que en virtud de una ley positiva, pues está condenada por la natural” (vol. 1, 195). Y en el capítulo sexto sobre las leyes civiles y políticas, discute ampliamente las ideas de Rousseau sobre el contrato social, la igualdad y la libertad. Esta discusión tan detallada de las ideas que estaban en boga en Europa y suscitaban tanta polémica pudo llevar al padre Varela a dudar de su efectividad. La carta que le envía a Del Monte está fechada el 12 de septiembre de 1838 en los Estados Unidos, donde tuvo que refugiarse después de haber votado por la regencia y de que el rey Fernando VII reimplantara el absolutismo en España. En ella, Varela afirma que la traducción y circulación de este libro en Cuba era contraproducente por varios motivos, sobre todo porque “en una obra en que no solo se ataca la esclavitud, sino que se presentan los derechos del hombre en toda su extensión, y se hace ver que corresponden a la raza negra no menos que a la blanca, es un vota fuego en tales circunstancias” (Centón vol. 1, 370) [énfasis en el original]. A Varela le preocupaba mucho lo que llama “libertos resabidos” y los blancos tunantes, que, dice al leer este libro no se lo dudarán en incitar a los esclavos a sublevarse utilizando para ello “la terrible arma de la confesión de sus tiranos” (Centón vol. 1, 368). Sin embargo, como cuenta el propio Del Monte en una nota a pie de página, el libro de Comte se tradujo en Barcelona y se distribuyó en la Isla, los

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primeros ejemplares a once pesetas y los últimos a tres o la mitad, y “ni el gobierno ni el público paró un momento la atención en el libro”, que se anunció en los diarios y se vendió en las librerías de La Habana y toda la Isla. A los únicos a los que le interesó fue a los estudiantes de Derecho, dice Del Monte, y en muy pocos de ellos prendieron las ideas del publicista francés (Centón vol. 1, 371). Si juzgamos por tanto a Varela por estos temores, su posición no se diferenciaría de la de muchos sacarócratas que ni siquiera querían oír hablar de una posible sublevación de esclavos, y que se oponían por las mismas razones a la publicación de cualquier libro que instruyera a los esclavos o los negros libertos en los derechos que les correspondían. Lo que temía no era tanto lo que pudiera hacer el gobierno después de la publicación de un libro como este, sino lo que pudieran hacer los mismos negros que después de la revolución de Haití y la abolición de la esclavitud en las colonias inglesas seguían esperando por la oportunidad de ser libres. Según la forma de pensar de Varela y de los escritores del grupo delmontino, se trataba de cambiar las cosas a través de reformas, no de una revolución o un alzamiento que daría al traste con la riqueza de los de su clase. Se trataba de ganar la simpatía de los blancos a través de retratos que exageraran la virtud de los negros, su humildad, la forma en que estos ayudaban a los blancos, y cómo los blancos los trataban sin piedad y contribuían con esta violencia a la destrucción del país. En las narraciones de Manzano, Suárez y Romero y Zambrana, lo que se repite es la imagen de un negro que es víctima expiatoria de los blancos, víctima de sus impulsos, de su lujuria y de su impiedad. No obstante, el miedo a una sublevación de africanos no disminuiría en la Isla ni tampoco iban a menguar las críticas a la política del gobierno y los negreros. Fue precisamente José Antonio Saco quien con más insistencia trató de demostrarle a estos las consecuencias nefastas de su negocio, al extremo de que su voluminosa Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo mundo y en especial en los países américohispanos podría leerse como una historia del temor por la presencia de los africanos en todo el continente desde los inicios de la trata hasta el siglo xix. Una idea central que recorre todo el texto de Saco es la falta de previsión que tuvieron los españoles y los franceses al importar esclavos africanos a América. Así, por ejemplo, Saco menciona la carta del licenciado Alonso Zuazo en la que en 1518 le había pedido al empera-

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dor negros para trabajar en La Española. Un fragmento de esta dice: “Es vano el temor de que negros puedan alzarse: viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos: todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos á monte: azoté á unos, corté orejas á otros; y ya no ha venido más queja” (Historia vol. 1, 144). Según Saco, los castigos que enumeraba Zuazo para mantener a los esclavos sojuzgados demostraban “la poca humanidad” con que se los miraba, y agrega que este se engañaba, pues los alzamientos en La Española “bien pronto demostraron la falsa confianza de aquel empleado” (Historia vol. 1, 144). Saco se estaba refiriendo aquí a la insurrección en 1522 de los esclavos africanos en La Española, la cual fue vencida, pero que, de todas formas, dice Saco, fue un “presagio funesto de los males futuros que amenazaban la isla de Santo Domingo” (Historia vol. 1, 214). Asimismo, de dos cartas del rey a los oidores y oficiales reales de la Isla en 1523, Saco infiere que el gobierno trató de controlar los alzamientos de esclavos introduciendo “mitad varones y mitad hembras” en las colonias (Historia vol. 1, 217), ordenando que se “castigase con rigor a los alzados” y que solo permanecieran al servicio de los españoles allí “la tercera parte” de negros y “las otras dos de españoles aptos para tomar las armas” si fuera necesario (Historia vol. 1, 218). Sin embargo, explica Saco, las ordenanzas no previeron sus dañinos efectos, y desde el siglo xvi hasta el xix se sucedieron revueltas de esclavos en todo el continente. En Panamá, incluso, los españoles armaron a los esclavos para contrarrestar el alzamiento de los hermanos Contreras, con lo cual lograron vencerlos, pero les acostumbraron a la práctica de la guerra, inspirándoles, dice Saco, el “sentimiento de sus propias fuerzas y enseñándoles a volver sus armas contra los blancos” (Historia vol. 2, 27). Estas críticas de Saco deben englobarse entonces dentro de las prácticas y propuestas que la sacarocracia criolla ideó para impedir en Cuba un suceso como el de Haití. Entre estas medidas, se introdujo en las dotaciones de esclavos cantidades proporcionales de africanos de ambos sexos; se unió en una misma dotación a esclavos de diversas naciones para impedir que se comunicaran; se les aplicaron fuertes castigos corporales si se fugaban o se rebelaban contra el dueño, y, finalmente, se trajeron obreros de ascendencia europea con el fin de ir reemplazando paulatinamente la mano de obra africana. Si las primeras medidas tenían el objetivo de disuadir o restarle fuerza a una posi-

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ble sublevación en la Isla, la última contemplaba el fin del sistema tal y como lo había diseñado la sacarocracia criolla a finales del siglo xviii. Por ello, la medida más extrema y utilizada por los esclavistas fue la intimidación a través de la violencia física y psicológica del esclavo, de cuyo cuerpo dispuso, lo marcó, lo mutiló y lo disciplinó con entera libertad. Lo hacía con el objetivo de obligarles a aceptar su condición de esclavos, pero también de recordarle al trasgresor y al resto de la dotación el precio de atentar contra el sistema. Ya se alzaran o se suicidaran en los ingenios, los esclavos siempre recibían un castigo corporal superior a la ofensa. Se les condenaba a suportar el “boca abajo”, “el cepo”, o se les cortaba algún miembro del cuerpo si eran apresados cuando se fugaban. Pero, incluso si el esclavo no se fugaba y decidía suicidarse, también recibía un “castigo” del amo. Como dice Fernando Ortiz, los mandingas, por ejemplo, creían que una vez que morían resucitarían en carne y en espíritu en sus pueblos nativos del África, por lo que sus amos “los mutilaban, aun después de muertos, y les perdían algunos miembros vitales de sus cuerpos, para que así aquellos no pudieran resucitar sino mutilados, sin piernas, sin testículos o sin cabeza, y por eso los vivos renunciaran a suicidarse” (Contrapunteo 82). De nuevo, la persuasión se da a través de la violencia física y psicológica, pero, a diferencia de la tortura y del castigo físico, lo que importa aquí ya no es causar dolor, sino intimidarlo con la perspectiva de padecer una pena eterna en otros sitios. El castigo se convertiría así en una pena irreparable, equivaldría a una maldición, dirigida no a marcar el cuerpo del esclavo, sino su alma, su psiquis, sus inclinaciones y sus pensamientos. Se explica así que el mensaje que le enviaba el amo al resto de la dotación con estos descuartizamientos podía ser de hecho más horroroso que el mismo castigo corporal. Este tipo de prácticas disuasivas demuestran por parte del amo un conocimiento de la psiquis del esclavo utilizado con un fin puramente instrumental, lo que Foucault llamaría “la tecnología política del cuerpo”. Con este conocimiento el sistema esclavista se mantendría y lograría tener bajo control a los esclavos (Discipline 26). Sería entonces la maestría con que este sistema lograra articular estos códigos del esclavo (religiosos y culturales) lo que le permitiría seguir sobreviviendo. De esto se derivan algunos de los temas fundamentales de la literatura de la primera mitad del siglo xix en Cuba: el “miedo al negro”, las formas de prevenir tal desastre e incluso cómo justificar la esclavitud, aunque tantos pedían su aboli-

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ción dentro y fuera de la Isla. Este dilema es el que aparece en Sab, en la represión sangrienta que siguió a la llamada Conspiración de la Escalera y en las múltiples referencias a los prejuicios morales que traía consigo la esclavitud. En lo que sigue, examino el temor al negro en Sab, a través de la alianza que se establece entre este, los indígenas y las mujeres, y en un poema de Plácido que sirvió como prueba de su participación en la conspiración. En el primer caso, presto atención al personaje principal, un esclavo “conocedor de sus derechos” y el encargado, en palabras de la vieja Martina, de vengar la muerte de los habitantes originarios de la Isla. Porque, en efecto, unos versos que José María Heredia dedicó a los indígenas de las Antillas van a servir de introducción a uno de los capítulos más importantes de la novela. El capítulo cuenta la historia de la vieja Martina, personaje que, según se dice, pertenecía a la antigua “raza cobriza” que habitó Cuba antes de la llegada de Colón. Avellaneda comienza narrando el viaje a Cubitas que hicieron Sab, Enrique Otway, Teresa, Carlota, sus hermanas y don Carlos B. Todos, dice, disfrutaban del paisaje hasta que, al aproximarse al lugar, el escenario se volvió “más sombrío”, el tono de la tierra cambió de un color prieto a “rojo” y la vegetación, que antes era exuberante, ahora desapareció. Los pocos arbustos que se veían, según la narradora, parecían en la noche “figuras caprichosas de un mundo fantástico” (Sab 79). Este cambio del paisaje prepara la escena para lo que vendrá más adelante. Son señales de que los excursionistas habían cruzado una frontera y que el mundo que se iba a narrar a continuación pertenecía más a lo sobrenatural que a las ciencias, como era común hallar en las narraciones románticas de la época. Por eso es precisamente en este capítulo donde Avellaneda habla de la muerte del cacique Camagüey e introduce el vaticinio de la vieja Martina. En lo que sigue, me interesa retomar este pasaje de la novela para resaltar la amistad entre Martina y Sab, la oposición irreconciliable entre el mundo mercantil y el natural de Cubitas y, finalmente, el valor simbólico de la figura del indígena, de su profecía y de Sab. La escena de la profecía comienza cuando el caballo donde iba Carlota se detiene de repente y la hija de don Carlos le señala a Sab una luz “brillante y pálida que oscilaba a lo lejos en lo más alto de la empinada loma” (80). El origen de la luz produce a continuación una animada charla, suscitándose dos posibles explicaciones: la de los cubiteros y la de los naturalistas. La segunda solo se sugiere en el texto y se

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explica a pie de página: las luces no eran más que “fuegos fatuos” que se desprendían de los desechos acumulados en el campo. Sab, sin embargo, da otra explicación del fenómeno, la que le había oído decir a la vieja Martina y que repetían los estancieros del lugar. De este modo, la narradora introduce por primera vez el personaje de la vieja Martina en la novela, y la caracteriza indirectamente a través de las palabras del mulato. Dice Sab que esta había logrado inspirar cierta consideración en los estancieros: “Ya porque la creen realmente descendiente de aquella raza desventurada, casi extinguida en esta Isla, ya porque su grande experiencia, sus conocimientos en medicina, de los que sacan tanta utilidad, y el placer que gozan oyéndola referir sus sempiternos cuentos de vampiros y aparecidos la den entre estas gentes una importancia real” (82). A continuación, Sab dice que la vieja Martina le había contado una historia muy distinta del origen de estas luces; en realidad, esta era el alma del cacique Camagüey, a quien los españoles, en pago de su “generosa y franca hospitalidad”, habían arrojado de la cumbre de la loma donde aparecía la luz. Desde entonces, sigue diciendo Sab, “esta tierra tornóse roja en muchas leguas a la redonda, y el alma del desventurado cacique viene todas las noches a la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los descendientes de sus bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o temprano caerá sobre ellos” (82). A pesar de las múltiples lecturas que se han hecho de Sab, no se ha resaltado lo suficiente el simbolismo de este relato y de la misma Martina. Por un lado, a diferencia de la historiografía oficial de la colonia (Arrate, Urrutia, Sagra y otros), Avellaneda habla aquí de un personaje que todavía habitaba el lugar. Habla de la influencia que esta ejercía sobre los cubiteros por su linaje y sus grandes conocimientos en medicina, y ambas afirmaciones demuestran, como dice Esteban Pichardo Moya, que los indígenas no desaparecieron ni tan rápido ni totalmente como siempre afirmó la historiografía insular (Los indios de Cuba 7), sino que todavía a principios del siglo xix eran parte de la comunidad y, en el caso de Sab, reclamaban su tierra a título de su herencia racial. Para los historiadores coloniales, dice Esteban Pichardo Moya, “eran postulados aceptados sin discusión la escasa población indocubana precolombina, su rápida extinción y su negativa influencia en la formación del pueblo cubano” (7). Sin embargo, documentos del siglo xvii revelan que en 1627 había una comunidad indígena en Puerto Príncipe que defendió triunfalmente la propiedad de la iglesia de

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Santa Ana, que desde 1607 les había otorgado el obispo Altamirano. Y en el siglo xviii todavía se habla de una comunidad de Jiguaní fundada en 1701 que recibió en 1753 una misión de nueve días del obispo Morell y Santa Cruz, hablando en 1777 de su raza vencida y reclamando a título de su carácter indígena determinados derechos (32). La narración de Avellaneda vendría a ser un contradiscurso de la historiografía oficial en la medida en que esta sitúa al indígena en su Isla, en pleno siglo xix y se apoya en el discurso indigenista que comenzaron Montesinos y Las Casas en América. Es decir, los sitúa no como un incidente de la conquista, como lo habían hecho los historiadores peninsulares antes que ella, sino como parte de la sociedad que narraba, y los utiliza como una crítica contra el sistema colonial.1 Es más, al contar las historias de los cubiteros, la de Martina y la del cacique Camagüey, Avellaneda estaría recurriendo al folclore, que según la visión romántica representó una fuerza con la cual contrarrestar la modernización y el incipiente auge industrial en Europa. Según William Rowe y Vivian Schelling, esta se resume en la idea de una “cultura rural auténtica bajo la amenaza de la industrialización y la industria cultural moderna” […], “se asume que la pureza de la cultura campesina es degradada u olvidada bajo la presión de los medios masivos capitalistas” (Memory and Modernity 2). Lo que se pierde en tal proceso es descrito por lo general como la “experiencia de la comunidad” (2). Llama la atención entonces que Sab coincida con uno de los momentos de modernización más importantes de Cuba, el que tiene que ver con el desarrollo de la industria azucarera y la construcción del primer ferrocarril en el mundo hispano. No por casualidad, entonces, la utopía del “buen salvaje” lleva a Carlota en la novela a sugerirle a Enrique que ambos se fueran a vivir a un lugar apartado, como antes lo habían hecho los indígenas, y que más tarde Teresa le proponga lo mismo a Sab. Esa fuga de la sociedad y la idealización de la vida primitiva que conlleva irse al campo, el desierto o la selva muestran que en un mundo mercantilizado solo allí era posible llevar una vida decente y pura. En sus palabras finales a Carlota, Teresa llega a decirle que la carta de Sab será su único 1. Para un análisis del contradiscurso en las novelas esclavistas, véase el libro de William Luis Literary Bondage. Slavery in Cuban Literature (1990). William Luis no incluye Sab en el grupo de narraciones que analiza.

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alivio: “En el ambiente corrompido de las ciudades del viejo hemisferio”, ya que allí, dice, “buscarás en vano una brisa que refresque tu alma, un recuerdo de tu primera juventud, un vestigio de tus ilusiones; acaso no hallarás nada grande y bello en que descansar tu corazón fatigado” (Gómez de Avellaneda, Sab 186). La carta de Sab a Teresa, llena de ideales, contrastaría con el mundo mercantil de Enrique, el mundo al que está abocado la colonia, al igual que las creencias de los cubiteros no reflejarían la de los cronistas de Indias, la de los naturalistas o, incluso, la de los historiadores. Cubitas permanecería como un aparte dentro de este proceso industrial de la colonia, como un ejemplo de la nación “jardín” a la que cantaba Heredia, como un reducto de la tradición individual y colectiva frente a la sociedad moderna. Por ello, el relato de la muerte del cacique Camagüey y su reencarnación en la luz de Cubitas da pie seguidamente a Carlota para criticar la conquista y la colonización de la Isla. La metáfora principal en su discurso es la de la naturaleza como “virgen”, cuyas entrañas son “despedazadas” por la codicia del español. Dice Carlota: “Este suelo virgen no necesitaba ser regado con el sudor de los esclavos para producirles. Ofrecíales por todas partes sombras y frutos, aguas y flores, y sus entrañas no habían sido despedazas para arrancarles con mano avara sus escondidos tesoros” (84). Es de esperar entonces que Carlota se ponga del lado de quienes le criticaron a España su excesiva crueldad y su derecho a conquistar y explotar materialmente los recursos de la Isla, que Avellaneda cite a Heredia al inicio del capítulo, y que enfatice precisamente lo que la historiografía colonial de la Isla nunca estuvo de acuerdo en aceptar y siempre rechazó por ser argumentos exagerados de los enemigos de España. Así, por ejemplo, poco después de escuchar este relato, dice Carlota, con lágrimas en los ojos, que nunca había podido “leer tranquilamente la historia sangrienta de la conquista de América. ¡Dios mío, cuántos horrores!”. A lo que agrega: “Parece empero increíble que puedan los hombres llegar a tales extremos de barbarie. Sin duda se exagera, porque la naturaleza humana no puede, es imposible, ser tan monstruosa” (83). Después de escuchar esto, Enrique le reprocha que llore como una niña por “la muerte de un ser que acaso no existió nunca sino en la imaginación de Martina”, a lo que responde Carlota que no llora por el cacique, “ni sé si existió realmente”, que llora por la “raza desventurada” (83). De modo que si bien Carlota denuncia la

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crueldad, poco después la niega por “exagerada”, y no toma partido en la veracidad de la historia del cacique (lo cual no le impide encontrar una razón para criticar su muerte). Este ir y venir sobre el mismo argumento ejemplifica cabalmente la posición ambigua de Carlota en la novela, quien termina casándose con Enrique y convirtiéndose en otro accesorio de su fortuna y, por tanto, en otra víctima. De ahí la insistencia en esta parte de la novela en la “veracidad” de la identidad de la vieja indígena, a quien tanto Sab como don Carlos le disputan ser una verdadera descendiente del cacique Camagüey. Le pregunta don Carlos a Sab si “no pretende ser descendiente de la raza india”, a lo que el mulato responde que sí, agregando que de él “pretende descender nuestra pobre Martina” (82). En este punto conviene señalar que no existe ningún documento histórico que confirme la existencia de un cacique llamado Camagüey o Camagüebax (Funes 12). Por eso tal vez Carlota no se comprometa con la historia que cuentan los cubiteros y se cuide de afirmar algo que posiblemente se trasmitía en esta época de forma únicamente oral. Su insistencia en descubrir la verdadera identidad de la india demuestra, sin embargo, su preocupación con la verdad histórica, un debate que surge con el género mixto de la novela histórica en el siglo xix y que desciende de las preocupaciones del neoclasicismo español (Selimov 40). Por tal motivo, valga subrayar que Carlota no habla de la leyenda del cacique Camagüey según la veracidad de la historia, sino desde el punto de vista de sus sentimientos. Intenta mostrar un escenario verosímil en vista de los “horrores” que habían cometido los españoles en América. La verosimilitud, según Ignacio de Luzán en su Poética, no es más que una “imitación, una pintura, una copia sacada de las cosas, según son en nuestra opinión” (229). En consecuencia, el concepto de verdad dependerá de la forma en que lleguemos a apreciar o despreciar un objeto o acontecimiento. Según Alexander Selimov, gracias a Luzán Avellaneda encuentra la verdad en el artificio literario, busca con ella involucrar al lector y hacerlo partícipe de sus sentimientos (40). En todo caso, a través de este concepto neoclásico, Avellaneda se las arregla para hablar de otra historia, reinventándola a partir de lo local y nacional. Eric Hobsbawm ha llamado la atención, en el caso de Inglaterra, sobre lo que llama “tradiciones inventadas”, esto es, prácticas o rituales de un valor simbólico cuya función es inculcar ciertos valores o

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normas en la población a base de repetirlas. Estos rituales tratan de establecer una continuidad con el pasado (1), algo que Hobsbawm relaciona con “una rápida transformación de la sociedad que debilita o destruye los patrones sociales para los cuales las ‘viejas’ tradiciones habían sido designadas” (4). En el caso de la narrativa colonial cubana, podría hablarse de “tradiciones inventadas” también en el sentido de que se crean o se utilizan con un fin político en mente, contrarrestar el poder que ejerce la historia oficial española, creando un sustrato propio, criollo, que refleje su propia identidad. Dentro de este grupo estarían el relato del cacique Camagüey y la Luz de Cubitas, pero también la Luz de Yara y otros relatos de la conquista, como los de Guamá y Hatuey. Son narrativas populares que intentan explicar un mismo suceso histórico de una forma diferente. Algunos de estos relatos van aparejados incluso a rituales como el del luto por la desaparición de la raza aborigen (todavía existen descendientes de ellos en Cuba), un dato que es retomado por Heredia, Avellaneda, Fornaris y Martí para criticar a España. Estos relatos se trasmitirían de generación en generación, ya sea por iniciativa individual o de grupo. Al expresarse Carlota tan tristemente sobre el destino que sufrieron los primeros habitantes de la Isla, Sab relaciona la experiencia de la “raza cobriza” con la suya. “¡Ah sí! –pensó él. No serías menos hermosa si tuvieras la tez negra o cobriza. ¿Por qué no lo ha querido el cielo, Carlota? Tú, que comprendes la vida y la felicidad de los salvajes, ¿por qué no naciste conmigo en los abrazados desiertos de África o en un confín desconocido de la América?” (84). Como ha señalado la crítica, Avellaneda recurre en este y otros pasajes de Sab la idea rousseauniana del “buen salvaje”. El hombre nace bueno, toma de la tierra lo que necesita, pero es la sociedad la que lo corrompe, o, como en los casos de Sab y los indígenas, la que los explota. Por tal motivo, Carlota se niega a pensar que, a pesar de todos los maltratos y humillaciones que hicieron los españoles en América, “la naturaleza humana no puede, es imposible, ser tan monstruosa” (83). Los indígenas, por el contrario, vivían en la Isla en una comunidad paradisíaca: “Aquí vivían felices e inocentes aquellos hijos de la naturaleza; este suelo virgen no necesitaba ser regado con el sudor de los esclavos para producirles: ofrecíales por todas partes sombras y frutos, aguas y flores, y sus entrañas no habían sido despedazadas para arrancarle con mano avara sus escondidos tesoros” (84).

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Por ello, piensa Sab que tanto los negros como los indígenas se acomodaban a ese ideal de buen salvaje que describió Rousseau en el siglo xviii, basándose en los reportes de los misioneros portugueses y españoles del siglo xvi. El mundo del indígena y del africano antes de la conquista, y la consiguiente colonización, solo podía explicarse con la metáfora del paraíso, un momento preadánico, donde la naturaleza les proveía a ambos, “felices e inocentes”, de todo lo necesario para vivir. Esta imagen idealizada del indígena es otra forma de criticar al poder colonial y a aquellos que buscaban acumular dinero ya sea a través de un “buen partido”, como Carlota, o explotando la mano de obra esclava. De modo que, al sugerir que tanto los indígenas como los negros vivían una vida mejor antes de la esclavitud, Avellaneda está yendo en contra de dos de los mitos más reiterados por los colonizadores europeos y la aristocracia cubana: la idea de que el mundo del conquistador era moralmente superior al de los indígenas, con lo que se justificaba su esclavitud; y del argumento de que tanto en África como en América los nativos eran víctimas de grupos rivales de su misma etnia, los cuales los mataban, los devoraban o se aprovechaban de ellos de forma inescrupulosa. Al traerlos al Nuevo Mundo y tenerlos bajo el sistema colonial, argumentaban los esclavistas, lo que hacían con ellos era salvarlos de una vida de miseria y muerte. Esta argumento, por ejemplo, es el que aparece en el artículo de María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín titulado “Les esclaves dans les colonies espagnoles” (“Los esclavos en las colonias españolas”), publicado en 1841 en la Revue des deux Mondes después de haber regresado de un viaje a Cuba, su país natal. Afirma la condesa de Merlín con respecto a las ideas abolicionistas de Gran Bretaña en la época: “Si les presentamos, digo yo, la cruel alternativa de ser matado o comido por los suyos o de quedarse como esclavos en medio de un pueblo civilizado, no se dude de su opción, ellos preferirán la esclavitud” (736). ¿Por qué la condesa de Merlín insiste tanto en que para los esclavos era preferible la esclavitud a la muerte? Según Albert O. Hirschman en The Passions and the Interests, los filósofos del siglo xvii y xviii llegaron a entender este interés como una forma de endulzar las costumbres y mejorar a la gente. Montesquieu, en la parte del libro sobre el espíritu de las leyes que tiene que ver con el comercio, afirma que “pule y suaviza los modos salvajes como lo podemos ver todos los días” (cit. Hirschman 60). Del mismo modo, para el historiador esco-

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cés William Robertson, en su libro View of the progress of society in Europe (1769), el comercio “suaviza y pule las costumbres del hombre” (cit. en Hirschman 61). Estos términos llegaron a ser moneda corriente en aquellos países cuyo comercio se extendía más allá de sus fronteras y que incursionaban en los territorios que Montesquieu llamaba “bárbaros”. De modo que junto al interés económico, y precisamente como una forma de sobrepasar lo que antes se tenía como una pasión baja y perversa, uno de los pecados capitales, el enriquecimiento personal y el bienestar de la humanidad comenzaron a percibirse en términos de interés. Hirschman hace notar que este intercambio de comercio por conciencia se da en el pico de la trata negrera, y que, por este motivo, tuvo que reconciliarse con la institución de la esclavitud. Como se decía, “el cultivo del tabaco, el azúcar y el índigo […] no deja de ser ventajoso” para los esclavos, ya que, según lo dicho por Levasseur en Histoire du commerce de la France “el conocimiento del verdadero Dios y la religión cristiana se les suministra como una forma de compensación por la pérdida de libertad” (cit. en Hirschman 62). Todavía en 1863 aquellos que estaban a favor de la trata y en contra de las restricciones que impuso Inglaterra para el tráfico seguían buscando argumentos que fueran en su contra. Jacobo de la Pezuela, en su Diccionario geográfico, estadístico e histórico de la Isla de Cuba, cita unas “luminosas y exactas palabras” que en tal fecha dirigió un magistrado de ultramar al Sr. José Francisco Pacheco. En esta carta, el magistrado se dolía de las repercusiones negativas de no traer más esclavos a la Isla, y entre ellas cita la mayor cantidad de trabajo que debían hacer, y el caso de que, como eran obligados a tener más hijos, los esclavistas habían matado a una esclava joven infértil. Decía: Todo esto se evita permitiendo la trata, pero no de negros esclavos, sino de africanos libres que la culta Europa recoja de aquellas playas salvages [sic] para salvarlos de una muerte cierta o de un cruento sacrificio, y traiga a las Indias Occidentales y al continente Americano, sometidos, sí, a la ley indeclinable del trabajo, pero regido por condiciones racionales y justas. La inflexibilidad de los principios absolutos ha puesto a la Inglaterra en el extremo de presenciar impasible el degüello de multitud de negros que solicitaban pasar a bordo de sus buques en clase de esclavos o sometidos a cualquier sacrificio, por tal de salvar la vida que les arrebataba el caudillo antropófago de una tribu enemiga (cit. Pezuela 298-299).

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Si bien Avellaneda publica en 1844 las notas del viaje a La Habana de la condesa de Merlín, los argumentos que da sobre el negro y el indígena en su novela no pueden estar más alejados de los de su compatriota. De hecho, ambas eran muy diferentes. Merlín representaba los intereses reformistas de la aristocracia criolla y sus notas sobre Cuba las escribió bajo la influencia de José Antonio Saco y otros pensadores de la época. Saco, en su conocido ensayo sobre el juego y la vagancia en Cuba, impugna directamente la tesis roussoniana del “buen salvaje” y pide que Cuba se industrialice y que los cubanos terminen con su pasividad. Según Saco, una de las causas a las que algunos críticos atribuían la persistencia de la holgazanería en Cuba era la fertilidad de la tierra y la benevolencia. Sin embargo, el caso cubano no debía ser confundido con el de “los pueblos salvajes”, ya que aquellos solamente satisfacían sus necesidades, mientras “los civilizados […] como que tienen más ideas, tienen más necesidades, e imponiéndoles el orden social en que viven, el deber, y a veces el placer de satisfacerlas, la industria más que la naturaleza viene a ser el apoyo de su conservación” (Juego 89). De modo que, al sugerir Avellaneda en su libro la utopía del “buen salvaje”, está yendo en contra de lo dicho por Saco y Merlín en sus escritos. Su visión correspondería más con la que tuvo Rousseau, quien en su famoso Discourse on the Origin of Inequality (1755) impugnaba el derecho de propiedad privada y ponía de ejemplo al “salvaje” (44). Su discurso se ubicaría en el otro extremo del proyecto liberal, en una sociedad que valora más los tiempos primitivos que la modernidad industrial esclavista. No obstante, Avellaneda aprovecha las similitudes entre el indígena y el africano para tematizar el miedo al negro en la narrativa cubana, nada menos que a través del mulato Sab, quien le habla en estos términos a su amo: “En sus momentos de exaltación, señor, he oído gritar a la vieja india: ‘La tierra que fue regada con sangre una vez, lo será aun otra: los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos’” (Sab 83). A esta confesión de Sab, don Carlos responde con disgusto y le pide que deje de seguir contando tales historias, ya que, como afirma la narradora, “siempre alarmados los cubanos después del espantoso y reciente ejemplo de una isla vecina, no oían sin terror de la boca de un hombre de su desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de sus degradados derechos y la posibilidad de reconquistarlos” (83).

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La venganza que clama el cacique Camagüey, por tanto, vendría a materializarse en otra rebelión de negros esclavos, conjurada por las palabras del propio mulato. La isla vecina de la que habla la narradora no era otra que Haití, después de la Revolución, que dio como resultado la destrucción de la industria azucarera y la emigración de los hacendados blancos a otros lugares del Caribe. Si Heredia en “Los placeres de la melancolía” se preguntaba adónde había ido la raza “candorosa y pura” que un día habitó las Antillas (213), Avellaneda le responde que todavía esta existía, pero, lo que era más inquietante aún, esta seguía pensando en la hora en que recibiría su venganza por manos de los negros esclavos. El capítulo que le dedica, entonces, Avellaneda a esta cuestión en Sab es demostrativo no solo de la supervivencia de los descendientes de indígenas en la zona, sino también del potencial simbólico que todavía tenía la “cobriza raza” siglos después de haberse fijado su “aniquilamiento” en el discurso oficial. Pero, lógicamente, el contexto en que escribe Avellaneda, marcado por el acelerado incremento de la producción azucarera en Cuba, y el temor que produjo en los cubanos la Revolución haitiana son suficientes para recordarles al lector blanco y de clase media que todavía existía una cuenta pendiente con el pasado, y que, mientras los españoles siguieran haciendo lo mismo con los negros, la posibilidad de un baño de sangre no iba a desaparecer. Según le cuenta, por ejemplo, la misma Avellaneda en una de sus cartas a Cepeda, el miedo al negro fue uno de las razones por el que su familia se había mudado a España. Algunos años hacía que mi padre proyectaba volverse a España y establecerse en Sevilla; en los últimos meses de su vida esta idea fué en él más fija y dominante. Quejóse de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina, presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos (Autobiografía 128).

Por tanto, si bien Avellaneda no es la primera en hablar del tema indígena en la narrativa cubana, ni siquiera la primera en hablar del “miedo al negro”, sí es quien de forma muy sutil introduce en el debate racial decimonónico la alianza entre los vencidos, con una profecía espeluznante para los blancos. Siendo admiradora de Heredia, su reflexión tenía que ser necesariamente política, motivada por la nueva situación económica y social de la Isla, que reflejaba a su vez el des-

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contento de un número creciente de letrados ante la esclavitud. Por ello, la alianza que crea entre estos dos grupos subalternos a principios del siglo xix debió repercutir con fuerza en el imaginario de los lectores de Cuba y la metrópoli. ¿Pudo existir tal alianza? ¿Era posible en términos históricos? Sí, lo era. No solo desde el punto de vista de la identidad que crearon comunidades negras como la haitiana durante la Revolución, sino también por la práctica de convivencia que resultó en muchos países de Latinoamérica de la cohabitación de los descendientes de africanos e indígenas en un mismo pueblo. Los haitianos, por ejemplo, recurrieron a las atrocidades cometidas por los españoles contra los indígenas para apoyar su causa independentista. Jean-Jacques Dessalines (1758-1806), el líder de la Revolución haitiana, llegó a nombrar a su ejército, compuesto todo de negros, “la armada de los Incas”. Incluso nombró a la parte que ocupaban de Santo Domingo como “Hayti”, que significa en el idioma de los taínos “tierra montañosa” (Girard 37). En países donde existían comunidades aisladas étnicamente definidas, como en Cuba y Brasil, los negros cimarrones se mezclaron con los descendientes de amerindios, llegando a conformar nuevas mezclas raciales. En Cuba, Luis Alejandro Baralt, en su artículo “Apuntes acerca del pueblo indio de San Luis del Caney”, publicado en Memorias de la Real Sociedad Económica del país de La Habana en 1877, no solo afirmaba la existencia en 1845 de descendientes de indígenas en este territorio de Oriente, sino también la incorporación a ella de europeos y “negros de ambos sexos” (166). Todo lo cual indica que la práctica del mestizaje de indígenas con negros y europeos fue intensa, y que en lugares como el Caney y las lomas de Pinar del Río los negros esclavos que se escapaban de los ingenios encontraron refugios en estas comunidades. Algo similar debió ocurrir en Cubitas, ya que en sus cuevas encontraron refugio muchos negros escapados de sus ingenios, tantos que, como dice Gómez de Avellaneda, una de las cuevas que visitan los viajeros se llamaba Cuevas Grandes o de los Negros Cimarrones, adonde, según Martina, ella se fue a vivir después de haber perdido su casa en el incendio, y cerca de la cual le ayudó a construir Sab su “pequeña choza” (Sab 188). Recordemos que Avellaneda muestra a Sab y a Martina como parte de una misma familia afectiva, llegando incluso a identificar a la vieja india como la “madre” del mulato. En el capítulo posterior al del relato del cacique Camagüey, la voz narrativa cuenta cómo los viajeros visitaron las cuevas llama-

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das De los Cimarrones, en una de las cuales encontraron escrito en la pared el nombre de Carlota y varios “pinturas bizarras”, que los del lugar aseguraban que eran “obra de los indios” (88). ¿Acaso pudo haber sido Sab quien escribió su nombre en aquella pared? ¿Sería posible leer en Sab el “pronóstico” de una insurrección de esclavos africanos en la cual creía tan firmemente el padre? Para responder a esto, debemos leer la carta que le dejó Sab a Teresa antes de morir. Agonizando, Sab le escribe: …la palabra de salvación resonará por toda la extensión de la tierra. Los viejos ídolos caerán de sus inmundos altares y el trono de la justicia se alzará brillante, sobre las ruinas de las viejas sociedades. Sí, una voz celestial me lo anuncia. En vano, me dice, en vano lucharán los viejos elementos del mundo moral contra el principio regenerador; en vano habrá en la terrible lucha días de oscuridad y horas de desaliento… el día de la verdad amanecerá claro y brillante. Dios hizo esperar a su pueblo 40 años la tierra prometida, y los que dudaron de ella fueron castigados con no pisarla jamás, pero sus hijos la vieron (196).

Estas palabras, las últimas del mulato esclavo en la novela, vendrían a confirmar un cambio súbito e inevitable en la tierra que él ha podido ver. Hablan de la destrucción de un mundo y la creación de otro nuevo, de una sociedad fundada en la inteligencia, la justicia y la verdad. Si tenemos en cuenta la profecía de Martina unos capítulos antes, tal momento de éxtasis solo puede entenderse dentro de la tradición profética y política del Apocalipsis, que, como dice Abrams en Natural Supernaturalism: Tradition and Revolution in Romantic Literature, fue fundamental para los románticos. Fueron ellos quienes, influenciados por la Revolución francesa, mezclaron el Apocalipsis con las revoluciones (332). Michel Walzer, por otro lado, en Exodus and Revolution resalta la misma intención política en la reescritura del Éxodo, cuando afirma que, al ser la Biblia un texto fundamental en Occidente, el patrón de lucha y redención que estableció este libro penetró tan profundamente en su cultura que sobrevivió a la secularización de la teoría política. “No es”, dice, “que los acontecimientos encajen naturalmente en dicho patrón, sino que trabajamos activamente para darle esa forma”. “Nos quejamos; aspiramos (contra todas las probabilidades de la historia humana) a la libertad; hacemos contratos y constitucio-

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nes, y apostamos por un orden social nuevo y mejor” (134). A este patrón recurriría pues Avellaneda al comparar la angustia que siente el mulato Sab por ser esclavo y vislumbrar al final de su vida un cambio de sistema. Pero, además, hay que recordar que las sublevaciones de esclavos en América no estuvieron exentas de una marcada fe religiosa, proveniente de las creencias africanas en Haití o de la misma religión cristiana en el caso de los Estados Unidos y México. Como se sabe, el vudú fue una parte fundamental de la Revolución haitiana. En las reuniones de los fieles de esta religión comenzó a gestarse el alzamiento. Asimismo, en los Estados Unidos, esclavos como Nat Turner (1800-1831) se sublevaron contra sus amos, arguyendo un poder divino. A Turner sus seguidores lo llamaban el Profeta, y después de pasar a cuchillo a un número considerable de blancos en Virginia fue apresado y condenado a muerte. Poco después, Thomas R. Gray, basándose en lo que le contó Turner antes de morir y lo que él mismo había investigado durante los días que siguieron a la sublevación, escribió The Confession of Nat Turner. En su confesión, Turner habla de la inspiración divina que lo llevó a sublevarse, cita pasajes significativos de la Biblia y en ella fundamenta la sublevación. Es muy posible que Avellaneda conociera estos datos, por lo que no sería nada extraño entender que las últimas palabras de Sab a Teresa estén cifradas en los mismos códigos apocalípticos de la confesión de Turner, que ambos se vean como elegidos por Dios y que a ambos les haya sido posible ver el día en que serían redimidos. De este modo, en su misiva a Teresa, Sab se convierte en otro “profeta” de un tiempo venidero que iba a barrer los pecados del hombre. No obstante, debo decir que, si la crítica no ha reparado en esta confesión ni en la semejanza que esta tiene con la de otras sublevaciones de esclavos en la época, es en parte porque ni Sab ni la narradora llegan a relacionar directamente este cambio con Cuba ni con el fin de un sistema tan odioso como era la esclavitud. Un capítulo antes, incluso, el mismo Sab confiesa que los esclavos estaban organizando una rebelión, pero afirma que él no forma parte de ella. Aun así, quien haya leído sus opiniones páginas antes sobre lo injusto de tal sistema seguramente entenderá que si había un régimen despótico y arbitrario en aquel momento en Cuba ese era el esclavista y patriarcal de la colonia, ya que tanto al hombre como a la mujer, dice Sab, los dominaba

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la voz “de los fuertes que dice a los débiles: Obediencia, humildad, resignación […] ésta es la virtud” (196). Es de esperar, por tanto, que sus críticas al sistema esclavista impliquen al discurso religioso al menos de dos formas. Una, poniendo de relieve su complicidad en justificar y mantener la esclavitud en Cuba, algo que ya vimos cuando analizamos la Explicación de la doctrina cristiana acomodada a las capacidades de los negros bozales (1818). La otra forma en que lo hace es apoyándose en ese mismo discurso religioso para transmitir sus propio mensaje libertador. De este modo, el texto describiría una genealogía que parte de la Biblia, pasa por los comentarios proféticos de la vieja Martina y desemboca en las ansias de libertad de los negros y mulatos. Lo más importante aquí, de todas formas, es la seguridad con que Sab plantea este cambio, que nuevamente se asemeja por el tono y por la resolución con algo dicho por el padre Varela en su “Memoria”: “Pero las leyes, las tiránicas leyes, procuran perpetuar la desgracia de aquellos miserables, sin advertir que el tiempo espectador tranquilo de la constante lucha contra la tiranía siempre ha visto los despojos de ésta sirviendo de trofeos en los gloriosos tiempos de aquella augusta madre universal de los mortales” (Saco, Historia vol. 4, 12). En ambos casos el escenario que se plantea es el mismo: lucha y redención. Está construido sobre el patrón de la historiografía romántica que termina invariablemente con el triunfo del bien sobre el mal. No es casual entonces que solo tres años después de aparecer Sab, en 1844, el capitán general O’Donnell (1809-1867) llevara a cabo una terrible represión contra los esclavos en Cuba a propósito de la llamada Conspiración de la Escalera. Entre los que murieron a causa de esta represión está el poeta mulato Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido por el nombre de Plácido (1809-1844). Mucho se ha escrito sobre su vida y el papel que desempeñó en ella. Un dato que se repite, sin embargo, es el ambiente cargado de terror que existía en aquel momento, a lo que se unió la condición racial del poeta. García Garófalo, por ejemplo, afirma que, a través de los mensajes que le enviaron los comisionados británicos en la Isla, J. Kennedy y Campbell Dalrymple, al conde de Aberdeen, se sabe que en 1843 los esclavos habían llevado a cabo al menos tres insurrecciones de “carácter grave” en la Isla (173), y que la reacción del gobierno fue “tan inaudita, que no parecía sino que a guisa de saludable advertencia se vengaban con usura las matanzas cometidas por los negros de Haití y de Santo Domingo” (175). Sin

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embargo, la participación de Plácido, e incluso el hecho de que existiera tal conspiración, se ha puesto repetidas veces en duda y Plácido siempre negó cualquier participación en ella. Lo cierto es que muchos de sus poemas gozaron de gran éxito, y algunos de ellos, aun cuando fueron rechazados por la censura colonial como afirma Francisco Calcagno (1827-1903) en su Diccionario biográfico cubano, “se repetían de boca en boca y se reproducían en copias manuscritas” (511). Y no es extraño, porque en sus versos Plácido no solamente le cantaba a las mujeres y escribía poemas de ocasión, también le cantaba a la libertad y, especialmente, a los indígenas, de una forma igual a como lo hicieron Avellaneda y José María Heredia. El indigenismo, como se sabe, fue la forma en que los criollos se diferenciaron de los españoles, y es un topos que recorre toda la literatura independentista en Cuba hasta llegar a José Martí.2 Se manifiesta sobre todo como un deseo de reivindicar una raza expoliada y aniquilada después de la conquista, que tenía sus herederos en criollos o, como sucede en la narración de Avellaneda, en los mismos esclavos africanos. En su poema “A el Pan de Matanzas”, por ejemplo, Plácido le canta a los antiguos habitantes de Cuba de una forma muy similar a como lo hizo el poeta del Niágara: los fantasmas de los indígenas aparecen en las lomas en forma de “hadas”, salen por las noches y se ocultan del sol. Por esta razón, al poeta solo le es posible escuchar sus voces: “sólo se oyen sus ecos / Que repiten “Cuba!... ¡Cuba!...” (Poesías 246). De este modo, Plácido sigue la tradición taina de los muertos que salen por las noches a vagar por los campos donde alguna vez vivieron. Son “sombras” que se “agrupan” y rememoran “lo que fueron” (Poesías 246), obligando al lector a recordar por qué ya no existían. “El juramento”, por otro lado, es un poema aún más directo y dramático. En él, Plácido no menciona a los indígenas pero sus versos podían servir de recordatorio nuevamente de las injusticias que cometieron los españoles con ellos y los negros. En este poema escrito en 1842, Plácido retoma el tópico de la venganza y afirma: A la sombra de un árbol empinado Que está de un ancho valle a la salida 2. He trabajado el tema en el ensayo “Una poética de las ruinas: melancolía y luto por el indígena en José María Heredia” (2007), donde comparo las poéticas indigenistas de Heredia y Plácido. Véase también mi libro Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX. José Martí y la cuestión indígena (2013).

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Hay una fuente que a beber convida De su líquido puro y argentado: Allí fui yo por mi deber llamado Y haciendo altar la tierra endurecida, Ante el sagrado código de la vida, Extendidas mis manos he jurado: Ser enemigo eterno del tirano, Manchar, si me es posible, mis vestidos Con su execrable sangre, por mi mano Derramarla con golpes repetidos; Y morir a las manos de un verdugo, Si es necesario, por romper el yugo (15).

Es de esperar que una sociedad que escuchaba con “terror”, como dice Avellaneda en Sab, cualquier referencia a una posible sublevación de esclavos en la Isla debió inquietarse enormemente al escuchar este juramento. Porque el terror, aclaro, puede manifestarse también en los silencios, en la censura y aquello que, como dice Silverio Jorrín, “un enemigo que mi voz no nombra” (“La Habana” 292). Es un silencio que se impone o solamente se sugiere, pero que recorre toda la literatura cubana desde el siglo xix hasta el xx. En este poema, la voz lírica “jura” frente al árbol y la fuente, ambos símbolos fundamentales en el imaginario criollo cubano (piénsese en la Ceiba o en la misma Fuente de la India, a la que Plácido le dedicó otro poema) matar al “tirano” y “romper el yugo” que lo oprimía, y el mismo juramento en la soledad remite a un mundo secreto, que se desarrolla a espaldas del poder. El “altar” ante el cual hace su juramento la voz lírica es la “tierra endurecida”, no es la capilla de la iglesia, y su rezo es para jurar venganza y no para perdonar a sus deudores. Los símbolos telúricos que utiliza Plácido en este poema para enmarcar el juramento son indicativos de un orden natural que se opone al orden civil que representa el Estado y la Iglesia católica. Combinan el aliento religioso y la muerte, el deseo de redención, el cristianismo, la venganza y la profecía, tópicos propios del Romanticismo, que ya habían aparecido en el monólogo final de Sab, en el poema de Ignacio Rodríguez Galván “Profecía de Guatimoc” (1838), y que se repetirán en otros textos cubanos críticos del

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gobierno colonial como “La Laguna de Ana Luisa” de José Fornaris, el iniciador del siboneyismo en Cuba, y la novela de Raimundo Cabrera Episodios de la guerra (1898).3 De modo que la fuerza que manifiesta este texto, y la violencia desembridada que anuncia en un país como Cuba, solo podía venir de las clases bajas y, en especial, de los negros. No asombra entonces que sus críticos hayan tomado este poema y otros por el estilo como una prueba para condenar al poeta. Tal es así que Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), el crítico español, en su Antología de poetas hispano-americanos afirmaba que Plácido había pronunciado “execrables juramentos, según él mismo indica en este soneto memorable, aún más que por lo malo, por la bárbara ferocidad que respira” (38). Por ende, Menéndez y Pelayo da crédito en el mismo libro a la tesis de que la conspiración fue un intento de hacer de Cuba otra república de Haití, y afirma sarcásticamente que si Plácido “en sus visiones literarias soñaba con ser Toussaint Louverture […] el despertar fue terrible” (39). Entonces es fácil ver cómo, en el contexto del temor al esclavo, este poema podía ser leído como una especie de “casi-causa”, siempre que la amenaza que se anuncia en sus versos sea un detonante de ese miedo. Según Brian Massumi, la relación entre la amenaza y el miedo es causal, y tiene la capacidad de encapsular en un momento dos tiempos distintos: el presente y el futuro. El futuro, explica Massumi, se hace presente de una forma efectiva en la amenaza, sin dejar de ser futuro, ya que lo real y lo virtual, el miedo y la amenaza, son “dimensiones indisociables” del mismo acontecimiento (“Fear” 36). Es casi seguro que la reacción del gobierno colonial ante este tipo de enunciados debió provocar el recuerdo de un peligro inminente y real que en ese momento se erige como una advertencia, en cuanto amenaza, para el presente y el futuro. Es el mismo mecanismo que nos obliga a tener cuidado cuando leemos un cartel que dice: “El perro muerde”.4 Llama la atención, por tanto, que el poema de Plácido esté escrito casi en su totalidad en presente y en futuro: que incluso en la segun3. Para más detalles sobre este tema, léanse mis ensayos “Tu voz amorosa i triste: la política del lenguaje en José Fornaris” (2007) y “El exilio, la guerra y la fraternidad racial en Episodios de la Guerra de Raimundo Cabrera” (2014). 4. Para el temor sicológico implícito en la frase “el perro muerde”, véase el ensayo de Manuel Antonio Garretón “Fear in Military Regimes”, en Fear at the Edge. State Terror and Resistance in Latin America (13-25).

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da estrofa, en la que únicamente el hablante poético usa el tiempo pasado, cuando el lector espera por razón de concordancia gramatical que esta siga hablando en este tiempo, introduzca el gerundio (“haciendo”) y luego al presente perfecto: “Allí fui yo por mi deber llamado / “Y haciendo altar la tierra endurecida” “he jurado” “ser enemigo eterno del tirano” y “manchar”, “derramar” y “morir”. Este uso del tiempo verbal, sugiero, le imprimiría al poema una carga de inmediatez amenazante que acentúa el mensaje y convoca el espectro de la acción. Es, para decirlo con las palabras de John Searle, un “acto del habla” que realiza de forma efectiva lo que dice. No hay que decir entonces que en los años que siguieron en Cuba a la represión desatada por el gobierno a propósito de la supuesta Conspiración de la Escalera este logró silenciar cualquier manifestación a favor de la libertad de los esclavos en la Isla, y que la élite criolla haya tenido que buscar nuevas formas de protesta como el siboneyismo. No obstante, la fama de Plácido siguió aumentando en los años posteriores a su fusilamiento y se hicieron varias ediciones de sus poesías tanto en Cuba como en el extranjero. En Cuba fueron publicadas ilegalmente con el sello de impresión de Nueva Orleans y Nueva York con el objetivo de despistar a la censura. En las páginas que siguen, trataré de mostrar cómo el miedo al negro tomó otras formas, cobró vida en otros fantasmas que no eran ya la amenaza física de una sublevación, sino las costumbres, la proximidad del negro y del blanco, la mezcla interracial y la música.

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Imagen 1 Plano de la ciudad y puerto de La Habana, ilustración de Historia física, política y natural de la isla de Cuba. Primera parte. Historia física y política, D. Ramón de la Sagra. París: En la Librería de Arthus Bertrand, 1842.

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Imagen 2 C Jardín Botánico; E Campo militar; 6 Iglesia de Jesús María en su barrio; 45 Puerta de tierra.

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Los monstruos de la periferia: los personajes de José Victoriano Betancourt

Imponente coloso que a la sombra Duermes en paz cual virgen inocente ¿No temes, di, que despertarte intente Un enemigo que mi voz no nombra?

(José Silverio Jorrín, La Habana vista desde la loma de Guanabacoa, La Siempreviva 1838)

En las décadas de 1830 y 1840, Ramón de la Sagra (1798-1871), un naturalista español que fijó residencia en Cuba, llevó a cabo uno de los proyectos científicos más ambiciosos de su generación, la publicación en doce volúmenes de su Historia física, política y natural de la Isla de Cuba, llena de datos y mapas que mostraban perfectamente la importancia que los intelectuales daban a las ciencias naturales, las estadísticas y el nuevo trazado de la ciudad. Entre estos mapas aparece uno en particular, titulado “Plano de La Habana y el Puerto”, que muestra los diferentes barrios de la ciudad, sus iglesias, sus casas, conjuntamente con la estadística poblacional y la distribución racial en 1828. A primera vista, el plano sigue las coordenadas tradicionales que trazaron los arquitectos españoles en las ciudades hispanoamericanas: calles rectas, con sus centros de poder en las plazuelas y centros religiosos en cada barrio. Pero en lo que se refiere a La Habana, sobre esta división cuadricular, medida y aparentemente homogénea se coloca otra más antigua, un semicírculo que encierra la ciudad como una fortaleza y que

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da su nombre a las comunidades que iban formándose más allá de su centro: los llamados barrios de extramuros. Casi en la mitad de ese semicírculo de herencia renacentista,1 se abre la Puerta de la Tierra a una avenida o paseo que inmediatamente tiene a su derecha el Jardín Botánico de un lado y el campo militar del otro. Siguiendo en la misma dirección, hacia el puerto, se localiza el barrio de Jesús María. De la Sagra, quien dirigía el Jardín Botánico de La Habana y su cátedra en aquella época, era consciente de este trazado y de la disposición política que ejercía sobre los habitantes. No podía ser de otro modo, ya que desde finales del siglo anterior, con el crecimiento de la población de la Isla, La Habana experimentó un ensanchamiento de su perímetro físico y la ciudad que antes permanecía dentro los estrechos límites de las murallas fue ganando en extensión y en obras arquitectónicas. Miguel Tacón, el capitán general de la Isla entre 1834 y 1838, amigo de Ramón de la Sagra, fue quien mejor encarnó este espíritu constructor. Bajo su mando se realizaron la mayoría de obras militares, recreativas y económicas de este período, que satisfacían las nuevas necesidades de la clase en ascenso, en especial de los comerciantes peninsulares y de la aristocracia azucarera. Uno de las razones que produjo este impulso arquitectónico fue la necesidad de crear líneas conectoras entre el centro político y las afueras de las murallas (que se crearon para proteger la ciudad de los ataques de corsarios y piratas) y el discurso higiénico que se hace tan importante a partir de finales del xviii, cuando los estados europeos toman las riendas de la salud y crean el protomedicato. En lo que sigue, me interesa abordar la figura del escritor costumbrista en esta época de ensanchamiento de la ciudad y demostrar cómo el paradigma del paseante o flâneur vendría a representar el impulso racionalizador de esta nueva clase en ascenso, productora de sentido y a la vez organizadora de la ciudad, que ahora se piensa en términos 1. Ángel Rama explica en La ciudad letrada, la importancia del “diseño en damero” en la construcción de las ciudades hispanoamericanas. Este diseño, que toma la medida y las matemáticas como eje de organización, se contrapone al diseño renacentista, de ciudades orgánicas que tomaban por lo general la forma de un círculo. En ambos casos, sin embargo, los propósitos eran los mismos: unidad, planificación y orden jerárquico alrededor de un centro de poder (7). De la Sagra incluye otros planos en su libro, así como noticias de los antiguos habitantes de la Isla sacadas de los archivos españoles. Véase su Historia física, política y natural de la isla de Cuba. Primera parte. Historia física y política (1842).

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matemáticos. Me refiero a la crónica de José Victoriano Betancourt “Los curros del Manglar o el triple velorio”. En su intento por demarcar el perímetro habanero, Betancourt se apoyaría en las ciencias naturales y las convenciones del lenguaje para “descubrir” un mundo extraño más allá de la muralla, donde se juntaban lo propio y lo ajeno, la monstruosidad y el entretenimiento. En esta empresa, el naturalismo y la antropología, hermanas de la ciencia matemática, servirán de sostén teórico de estas pesquisas. Ambas disciplinas se encargaron de clasificar a finales del siglo xviii los distintos grupos humanos y se basaron para ello en las características del clima y las formas de subsistencia, ya que, como dice Ronald Meek en Social Science and the Ignoble Savage, fueron los filósofos naturalistas quienes describieron el desarrollo de la humanidad siguiendo un patrón ascensional, yendo del salvajismo a la civilización, y dividieron el mundo en lo que Edmund Burke llamaba “el gran mapa de la humanidad” (cit. en Meek 173). La crónica costumbrista funcionaría de esta forma como vitrina, como un gran espacio racionalizador, de redescubrimiento, capaz a un mismo tiempo de instruir y entretener a los lectores, ya que, como dice Felicia Chateloin en La Habana de Tacón, dentro del ambiente constructor que caracterizó el mandato de este capitán general, aumentó la importancia de los viajes de recreo, los paseos en carruajes, volantas o quitrines (34). Entre las obras que edificó Tacón, destacan el mercado de Fernando VII, la cárcel nueva y el teatro Tacón, que en su época fue el más grande de Hispanoamérica. Guiándose, además, por los planos urbanísticos que hizo el barón Pierre L’Enfant para el distrito de Washington, Tacón rediseñó La Habana y construyó edificios en lugares estratégicos y vías de acceso a extramuros, que mostraban desde el punto de vista simbólico su poder frente al de la sacarocracia criolla. Este grupo, guiado por Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, edificó sus propios proyectos económicos, tales como el ferrocarril de La Habana y Güines en 1837, la fuente de la India y el acueducto Fernando VII, obras ingenieriles y económicas que ayudaron al embellecimiento y desarrollo económico de la ciudad. En la literatura de la época, el gusto por el paseo y la observación de la ciudad puede verse en textos donde aparece un sujeto que escudriña las esquinas de la urbe, los negocios, camina entre sus conciudadanos, habla de sus costumbres y de las nuevas obras arquitectónicas. Este es el cronista urbano, que más tarde reaparecerá con los moder-

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nistas Julián del Casal y José Martí. La Siempreviva (1838-1840), la primera revista literaria de Cuba, la primera institución donde se organiza de forma burocrática la ciudad letrada de los criollos, surge atenta pues a estas transformaciones y se convierte en un vehículo para que el poeta-cronista-flâneur le cuente a sus lectores lo que ocurre. En su primer número, sus editores afirman que estaba dedicada a la juventud cubana y que su objetivo era “publicar nuestras observaciones locales sobre nuestras costumbres, [y] la topografía” (4). La mayoría de sus contribuciones giran pues alrededor de la experiencia del “caminante”, como titula Manuel Costales a una de sus colaboraciones, y hablan de los aspectos sobresalientes, raros e incluso repulsivos que podían observarse en La Habana de estos años, como eran las nuevas y viejas edificaciones, las retretas en los parques, las ejecuciones públicas, los viajes al interior y los medios de transporte que comunicaban la ciudad con el puerto de Regla. Sus colaboradores hicieron en la literatura el mismo trabajo que Federico Mialhe (1810-1881) hizo con sus dibujos. De ahí esas vistas panorámicas, limpias como un trazo de color sobre una lámina en blanco, que aparecen en poemas como el de José Silverio Jorrín “La Habana vista desde la loma de Guanabacoa”, posiblemente el primer poema escrito a la ciudad en Cuba, unos cuarenta años antes de que Martí escribiera “Amor de ciudad grande” en Nueva York. A diferencia de Mialhe, sin embargo, a pesar de que Jorrín alaba La Habana por el progreso que había alcanzado en las primeras cuatro décadas del siglo xix, en su poema no aparece ningún africano. Es decir, le faltó mencionar a quienes hicieron posible esa prosperidad. Peor aún, en una de las estrofas del poema, alude indirectamente a lo que José Antonio Saco llamaba el “enjambre de africanos que nos cercan”, cuando mirando a la ciudad dormida le pregunta: “¿No temes, di, que despertarte intente / Un enemigo que mi voz no nombra?” (292). ¿Qué otro enemigo podía ser ese?2 2. Cintio Vitier reproduce este poema en su antología Flor oculta de la poesía cubana (siglos XIX y XX), pero, sintomáticamente, deja fuera esta estrofa. Esta omisión, sugiero, responde a la ansiedad creada alrededor del tema en Cuba, no solo en la colonia, sino también durante la Revolución. Por ejemplo, Edmundo Desnoes me comentaba que después de editar su antología Now, el movimiento negro en los Estados Unidos (1967), con textos de activistas negros norteamericanos, se le pidió que dejara de escribir sobre el tema. Le agradezco a Edmundo este dato.

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Además de Silverio Jorrín, entre los colaboradores de esta revista se encontraba José Victoriano Betancourt, un abogado que en el primer número publica una crónica, titulada “Las bodas”, y dos poemas, “El jugador” y “El presidiario”. En estos textos Betancourt se muestra particularmente crítico con las costumbres de los habaneros y, en especial, de los delincuentes. Su crítica, como las del resto de los colaboradores de la revista, parte de un sustrato liberal que rechazaba el juego, la vagancia, y creía en el progreso, la construcción de caminos y la educación. Se enmarca dentro de lo que podemos llamar el discurso del progreso y el saneamiento social, que fue uno de los objetivos fundamentales de los gobiernos de la época, que buscaban fomentar la economía agroexportadora y, al mismo, tiempo crear una infraestructura que pudiera satisfacer las necesidades de la próspera sacarocracia cubana. En su poema “El presidiario”, Betancourt habla de un sujeto urbano que tiene relaciones sexuales con prostitutas, no tiene ninguna educación, y la sociedad, en lugar de reformarlo, lo manda al presidio. Este interés en la delincuencia juvenil es importante subrayarlo, ya que, como dice Felicia Chateloin, la campaña de saneamiento que llevó a cabo Tacón en La Habana por estos años tomó dos formas. Una estaba encaminada a cambiar el estado físico de la ciudad a través del dragado de la bahía de La Habana, la construcción de un alcantarillado que pudiera sacar todos los desperdicios de las casas (que, sin embargo, vinieron a desembocar en el barrio de extramuros de Jesús María, donde vivían los negros y los blancos pobres), y, por otro lado, la persecución de los ladrones, asesinos y vagos. De este modo, Tacón “acabó con la tolerancia al juego de los tiempos de Vives”, prohibió el porte de armas y construyó una nueva cárcel a la que le puso su nombre (61). Al hacer esto, Tacón logró que las calles fueran más seguras y que hubiera un suministro continuo de presidiarios para llevar a cabo su ambicioso proyecto arquitectónico. Entre los “criminales” había esclavos fugados de las casas de sus amos que se escondían en los barrios de extramuros y que, una vez apresados, pasaban a formar parte del ejército de trabajadores del gobierno colonial. De hecho, desde principios de ese siglo, el Diario de La Habana publica numerosos anuncios de amos que dan a conocer la fuga de sus esclavos y piden que se los devuelvan. Los anuncios iban acompañados de su descripción física, la nación de donde procedían, las marcas más sobresalientes del cuerpo, la edad, el trabajo que acos-

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tumbraban hacer y la ropa que llevaban. Las descripciones eran breves y concisas. Así, por ejemplo, la de un esclavo prófugo llamado Matías subrayaba que tenía “40 años, de pasa corta y escasa, con una cicatriz en un pie y de estatura regular” (Deschamps 7). Otro fugado, el negro Basilio de nación lucumí, “tiene varias rayas en la cara, lampiño como de 24 años”. Y una descripción similar aparece en el anuncio de otro esclavo, Francisco Puch, que tenía “dientes picados como carabalí, pinta en canas, lleva arete en la oreja derecha, tiene las manos gambadas de resultas del trabajo” (Deschamps 11-13). Según Deschamps, estos anuncios eran la prueba de que en La Habana existían “cimarrones urbanos” que se ocultaban en los barrios de extramuros, a veces incluso en la misma zona de intramuros, y que trataban de evadir la vigilancia de los comisarios de barrios y capitanes pedáneos. Para ello recurrían a documentos falsos, firmados supuestamente por sus amos, que le daban la libertad de dormir donde quisieran y buscar trabajo por cuenta propia. Para 1835, eran tantos los fugados que se suponía andaban fuera de la ciudad que Miguel Tacón pasó una orden exigiendo que “los amos de los referidos jornaleros a quienes permiten vivir por su cuenta o pernoctar fuera de sus casas, den dichas licencias visadas por los comisarios de barrios y capitanes de extramuros” (Deschamps 17-18). La orden, publicada en el Diario de La Habana, dejaba claro, que después de aquel momento, los que no tuviera validados sus papeles de residencia serían considerados “cimarrones y conducidos por los comisarios y capitanes al depósito de la Real Junta de Fomento, Agricultura y Comercio” (Deschamps 18). Este énfasis en las “licencias visadas” demuestra que los esclavos fugados tenían a su disposición un mercado de cartas ilícitas o falsificadas, y que, en complicidad con los blancos (quienes eran casi siempre los que sabían leer y escribir), podían escapar de esta forma de la esclavitud o de la cárcel. En su crónica “Los curros del Manglar o el triple velorio”, publicada en la revista El Artista en 1848, pero que cuenta una anécdota supuestamente ocurrida años antes, José Victoriano Betancourt narra un paseo que había hecho a las afueras de la ciudad y habla de los negros que allí vivían. El paseo del cronista comienza de forma fortuita, cuando un día que hacía mucho calor se encuentra con un amigo en la calle y este le invita al velorio del hijo de un mulato llamado Timoteo, alias Bilongo. El amigo le dice: “Ya tú sabes que él es un curro del Manglar, allí observarás las costumbres de esta canalla, y al diario con el artí-

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culo” (133). Betancourt acepta la invitación y ambos entran de noche al barrio de Jesús María. Una vez en la casa, Timoteo les presenta a Francisco Prieto, alias Pájaro Verde, que al igual que él había cumplido condena en la cárcel. En la habitación donde tiene lugar el velorio había unas veinte personas de ambos sexos, jugando, bebiendo y comiendo. Ante el rechazo que le causan aquellas personas, el cronista no hace más que repetirse que su objetivo era “observar sus costumbres y pintar aquellas escenas infernales”, que de esta forma “no serán perdidas” para la posteridad (135). De modo que, nuevamente, lo que separa al cronista de los curros era su fortaleza moral y su propósito de estudiarlos. Él, como Dante, había descendido al infierno y con la ayuda de Virgilio, en este caso su amigo Esteban, podía mostrarle al lector las terribles escenas de aquellos “canallas”. Esteban, por otra parte, es un personaje central en esta narración porque nos muestra el vínculo directo que existía entre los negros criminales de extramuros y los “niños” habaneros. Esteban le confiesa al cronista que en la casa nadie lo iba a tocar, porque “Timoteo es mi ahijado, como que yo fui quien le saqué de la cárcel no hace tres meses; allí estaremos más seguros que en la Cabaña” (133). Desde un inicio, por tanto, el ambiente que se nos describe en esta crónica tiene que ver más con el “hampa” y la criminalidad de los negros que con sus costumbres. Los curros no son sujetos “modélicos”, sino sujetos “caídos” o “abyectos” (en el sentido que utiliza esta palabra Julia Kristeva), desde el punto de vista moral y espiritual. Para Kristeva, lo abyecto es como el cadáver sin la sacralización de Dios ni el análisis de la ciencia. “Es la muerte infestando la vida”, con la capacidad de ser algo ficticio y real a un mismo tiempo, ya que puede ser una “extrañeza imaginaria y una amenaza real” (11). De ahí que Betancourt se apoye en numerosas referencias literarias, entre neoclásicas y románticas, para describir el ambiente de suciedad, violencia, superstición y miedo que caracterizaba al velorio. Entre las referencias literarias de que se vale están el Paraíso perdido de John Milton, Nuestra Señora de París de Victor Hugo, e, indirectamente, un libro sobre los brujos de Leandro Fernández de Moratín, los cuales les permitirán enfocar la mirada en los negros como si fueran “monstruosos” salidos de la noche. Por consiguiente, una de las imágenes que más se repiten en este texto es la de los negros curros como animales, en cuya fisonomía sobresale algún rasgo físico que inspira repulsión y asco, según las convenciones del retrato realista. En referencia al pelo

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de los curros, José Victoriano Betancourt afirma que “los largos mechones de pasas trenzadas, cayéndole sobre el rostro y cuello, [semejaban] grandes mancaperros, sus dientes cortados a la usanza carabalí” (“Los curros” 131). Según Pichardo y Tapia en su Diccionario, el mancaperro era un gusano de cien pies, cilíndrico y de medio palmo, de un color “verde-negruzco y lustroso a causa del humor que arroja continuamente por cada una de sus articulaciones” (240). David Turnbell, en Travels in the West: Cuba with Notices of Puerto Rico (1840), dice además que su nombre le viene de atacar perros y otros animales “a través de un tipo de materia venenosa que arroja y causa llagas malignas” (337, traducción nuestra). Otras descripciones de los negros presentes en el velorio siguen esta lógica grotesca. Una negra tenía “más concha que una caguama” (134), y otra, “una mulata bigotuda”, cuya “cabeza parecía una piel de búfalo” (136). Estas imágenes grotescas, sugiero, eran una forma de expresar a través de características externas las cualidades psicológicas o morales de los negros. En los tratados de fisionomía (de Aristóteles, Della Porta, Lavater y otros) es común hallar esta relación y comparaciones entre hombres y animales. Es un rasgo que formó parte del repertorio de los escritores realistas del siglo xix e incluso de la nueva ciencia antropológica, ya que, como decía el científico francés Lepelletier, citado por José Varela de Montes en su Ensayo de antropología, los seres humanos adquirían los rasgos característicos de los animales de las regiones que habitaban. El moscovita, por ejemplo, se parecía al oso; el negro, al mono; el malés, al tigre; el árabe, al camello; y el indio, al buey. Estas similitudes, según Varela, podían ser posibles gracias a la influencia del aire, el frío y el calor sobre el hombre (143-144). De modo que, al describir a los curros con imágenes animalescas, Betancourt estaba creando una distancia entre él y ellos, jerarquizando desde el punto de vista moral y biológico a los curros, y asegurándole a los espectadores que no había salido únicamente a las afueras de la ciudad, sino que había ido a otro mundo. No por casualidad, José Victoriano Betancourt menciona a Francisco de Goya como uno de los referentes del texto cuando dice que “la paleta del escritor de costumbres debe contener todas las tintas […], desde las grotescas imaginaciones de Goya hasta la sublime idealidad de Rafael” (“Los curros” 129). De modo que, definitivamente, estas descripciones no eran las “sublimes” de Rafael, sino las del pintor y grabador zaragozano, y, por esta razón, Betancourt va a servirse de

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ellas para transformar a los curros en búfalos, caguamas y arpías, que se reúnen en aquel lugar apartado de la ciudad para celebrar un velorio como si fuera un aquelarre. Ese ambiente, que mezcla manchas oscuras y claras en la pared de la habitación, hace que el lector recuerde los Caprichos de Goya, donde aparecen también hombres y mujeres con rasgos animalescos, como salidos de una pesadilla. Con estas imágenes, Goya alertaba a la sociedad española de su época del daño que podían hacer las supersticiones y la incultura, ya que en ellas el horror y la aversión eran una forma de crítica social, que el pintor acentuaba con breves comentarios satíricos al pie de cada uno de sus grabados. En el caso de la crónica de Betancourt, para sorpresa de sus lectores, ni siquiera el velorio del niño era lo más importante, ya que era nada más que una excusa para seguir la fiesta y entregarse los negros a “abominables profanaciones” (137). Según Esteban, este era el “tercer velorio” del niño, ya que cuando muere algún parvulillo de esta raza… se le vela, se come y bebe sin conciencia toda la noche; y cuando amanece ocultan el cadáver, que depositan en un pozo, para conservarlo intacto con la frescura del agua; de allí le sacan nuevamente tendiéndole y velándole […] hasta que corrompido le llevan a enterrar; cada noche es una bacanal o, mejor dicho, la representación del horrible pandemónium que Milton nos pinta con su pincel divino (137).

Mientras traían al niño a la sala, dice el narrador, los familiares y amigos cantaban en coro “una canción vulgar usada por ellos. Especie de salmodia entre melancólica y lúbrica, que aquella hora, en aquel sitio, y cantada por aquellos monstruos, hería de terror el corazón, y parecía el canto de una maga invocando el Demonio” (“Los curros” 137; énfasis nuestro). ¿Por qué esta invocación al demonio? Simplemente porque Betancourt, una vez más, ve el velorio a través de sus propias concepciones religiosas, en este caso la religión católica, y reconoce en las costumbres y la moral de los negros curros valores contrarios a los cristianos. Recordemos que el sobrenombre de Timoteo, el padre del niño, era Bilongo, y que esta palabra significa “brujería”. Betancourt así lo reconoce en el glosario de palabras que incluye al final del poema, y Pichardo, en su Diccionario, dice que es comparable con la voz indígena “babujal”, que significa “espíritu malo que algunos rústicos

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creen se introduce en el cuerpo de ciertas persona” y, agrega, “el birongo de los negros bozales” (31). Con esto se sugiere que los curros tenían creencias que iban en contra de las católicas y de las ciencias modernas, por tanto se merecían ser doblemente juzgados. De ahí que, poco después, Betancourt afirme que las escenas que sucedían en aquel velorio, entre la embriaguez, la sexualidad y “las obscenidades que vomitaban aquellas harpías; parecíame ver reproducidos, ante mis ojos, los asquerosos sábados (según refiere el autor de un librito precioso titulado ‘Un auto de fe en Logroño’), se verificaban en Zurramagurbi” [sic] (“Los curros” 139). ¿A qué libro se refería Betancourt? Al titulado Auto de fe celebrado en la ciudad de Logroño en los días 7 y 8 de noviembre de 1610, publicado en 1811 por Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) bajo el seudónimo de Bachiller Ginés de Posadilla. El librito, de 128 páginas, cuenta un hecho ocurrido en Logroño, una localidad del norte de España, a unos 180 km de la frontera con Francia. Narra el auto de fe llevado a cabo por la Santa Inquisición contra unas brujas y brujos, que, según declararon, habían sido seducidos por el demonio. Moratín publica el texto de forma íntegra y le agrega unos comentarios y un prólogo donde ridiculiza las confesiones de los condenados y las penas tan tremendas que les fueron impuestas. En total se quemaron a seis brujos y brujas en aquel auto, y se reconcilió a dieciocho, que recibieron penas menos severas como el sambenito y la cárcel perpetua. Como dice Luis Felipe Vivanco en Moratín y la ilustración mágica, en este libro Moratín, como casi todos los ilustrados españoles, “se pone de parte de la religión y en contra de la superstición o de parte de la razón y en contra de la fantasía” (200). Esto se ve en las notas satíricas a las que somete el texto y en las burlas que hace a las confesiones de los iniciados. Betancourt, cuya arma favorita era también la sátira, debió disfrutar pues estas descripciones y, al igual que el escritor español, debió tomar una distancia prudencial del demonio. Entre los rasgos que comparten ambos textos están la fidelidad a la fe católica, el rechazo a las orgías y aquelarres, y las coincidencias en la forma en que los brujos son descritos por los iniciados: como monstruos cuando transgreden las normas sociales al tener relaciones sexuales entre ellos. Según el auto de fe, el diablo transformaba a los sectarios en puercos, cabras, ovejas y yeguas para aterrorizar a los vecinos (Fernández de Moratín 65), causaba tempestades y creaba maleficios contra las cosechas y las personas. Goya, quien tuvo acceso a

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este documento al mismo tiempo que Moratín, utilizó como referentes de varios de sus Caprichos las escenas que se mencionan en este documento. Entre ellas Aquellos polvos, No hubo remedio, Hilan delgado, Mucho hay que chupar y ¡Miren qué graves!: un total de diecisiete estampas tituladas Brujerías, en algunas de las cuales se ve a los brujos con rostros y cuerpos de animales. Esta atmósfera de pesadillas es la que aparece en el Auto y en las descripciones de Betancourt. Cuando muere algún brujo, dice el auto, los otros se juntan: con el Demonio y sus criados y llevando consigo azadas, van a la sepultura y desentierran a tales muertos y quitándoles las mortajas los parientes más cercanos (con machetes que para ello llevan), los abren, les sacan las tripas y los descuartizan encima de las sepulturas… y se lo comen asado, crudo o cocido (Bachiller Ginés de Posadillas, 123).

Al comparar, por tanto, el “triple velorio” de los curros con estas escenas del siglo xvii español, Betancourt estaba condenando no solo su vida criminal, sino también sus creencias religiosas y sus prácticas “relajadas”. Implícitamente, además, estaba haciendo lo mismo que la Santa Inquisición en Logroño: utilizando un lenguaje descarnado, goyesco, para condenar a los negros. En Cuba existe al menos un precedente de estos autos inquisitoriales en el suceso que recogió el obispo de La Habana Pedro Agustín Morell de Santa Cruz en Historia de la isla y catedral de Cuba. Me refiero al Acta notarial de las declaraciones y juramento de Lucifer, ocurrido el 4 de septiembre de 1682 en la villa de Santa Clara, y que reprodujo Fernando Ortiz en Una pelea cubana contra los demonios. Según esta declaración, el cura rector de la parroquia de esta villa, Joseph González de la Cruz, exorcizó “un Demonio de los muchos que dice tenía una Negra Criolla de esta dicha Villa llamada Leonarda, esclava de Pasquala Leal” (Una pelea 598). Valga señalar que unos diez años antes de que Betancourt publicara su narración sobre los curros del Manglar se fundó en Regla el primer juego de ñáñigos (1836), que, al igual que los curros que menciona Betancourt, eran de ascendencia carabalí y se mutilaban los dientes. Fernando Ortiz, en su estudio Los negros curros, repara en esta coincidencia y, al igual que hacen José Victoriano Betancourt, Cirilo Villaverde y otros escritores costumbristas de esta época, los califica de pí-

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caros, rufianes, chulos y a sus mujeres, de rameras (35). Cuando Ortiz señala la mutilación de los dientes a la que hace referencia Betancourt en su crónica, afirma que “entre los negros curros no debió de ser característica esta mutilación o debió de perderse bien pronto, pues no la menciona más que JV Betancourt” (Los negros curros 53). Pero en Ortiz tanto las costumbres como la forma de ser de los curros eran un reflejo de algo más profundo, más tremendo. Los veía condicionados por la psiquis africana y su impulsividad heredada de aquella cultura. Ortiz reafirma este punto cuando dice que la vida de los curros “corría entre un cúmulo de delitos, y por un atavismo por equivalentes, como diría Ferrero, reproducía la del salvaje africano. La impulsividad presidía sus actos, y el puñal siempre inmediato a la mano servía para desembarazarse de los obstáculos” (Los negros curros 60). De hecho, su libro sobre los curros está lleno de juicios valorativos que retrotraen al negro al pasado y lo condenan al estilo positivista, a una inferioridad sicológica similar a la de los niños. Decía Ortiz: “En ese espíritu puerilmente vanidoso y soberbio del curro, así como en sus manifestaciones exhibicionistas, se refleja el fondo psíquicamente infantil de su raza negra” (Los negros curros 52). En su crónica, Betancourt no ve a los curros como niños ni hace como Ortiz, que los ve atados al pasado africano a través de un atavismo sicológico. Ambos sí asocian sus comportamientos y características peculiares de su vocabulario al “hampa” (palabra que ya utiliza Betancourt), que en el caso del escritor costumbrista le ayuda a distinguirlos y separarse de ellos. En la crónica de Betancourt, los códigos que organizan y dan sentido al texto son los de la Ilustración: la claridad, la limpieza, las ciencias y la crítica al oscurantismo. En Ortiz, es la ciencia etnográfica y criminalística de la época. No en vano, los dos eran abogados que ejercieron esta profesión y analizaron a los negros desde la óptica del poder blanco. En Betancourt, sin embargo, esta representación pasa por códigos sociales de la época como el miedo al negro, a su criminalidad, a los lugares insalubres donde vivían y a la porosidad que existía entre las castas. Ortiz retoma ese discurso naturalista y criminológico y propone a principios del siglo xx leyes específicas para que el Estado pudiera deshacerse de lo que él llama “los brujos”. Por esto, desde el punto de vista del poder colonial, su crónica reproduce la pautas del discurso taconiano y, en general, de los poderes judiciales coloniales que se empeñaron a través de distintos bandos en reglamentar la vida de los ne-

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gros y la higiene de la ciudad. De hecho, el bando promulgado el 28 de enero de 1799 por el excelentísimo gobernador y capitán general de la Isla, conde de Santa Clara, ya había prohibido que los capataces condujeran los cadáveres de los negros a los cabildos para hacer “bayles o llantos al uso de su tierra”, y en el bando número 11 se aclaraba que “si con motivo de la muerte de algún parvulito se hiciere algún bayle [sic] como han acostumbrado las gentes de la ínfima clase, creciendo el desorden hasta el extremo de tener expuesto el cadáver algunos días para continuar en la misma reprehensible diversión, se exigiera al dueño de la casa donde se tengan seis ducados, y a cada uno de los concurrentes cinco” (Bando 7). El bando también exigía que el comisario de barrio apuntara los nombres de todos los que estaban presentes para que en caso de reincidencia se destinara al dueño de la casa por dos meses al trabajo de obras públicas. No es posible, por tanto, leer esta crónica sin tener en cuenta las prohibiciones de la ley y la compaña de saneamiento, las obras de alcantarillado y el temor a las enfermedades contagiosas como el “cólera-morbo”, que mató a miles de habaneros en 1833.3 En su escritura, Betancourt reproduce esta racionalidad judiciaria, no solo tipificando a los negros según sus apariencias, sino también sugiriendo a través de sus acciones y juicios un mundo completamente opuesto al suyo, donde sí primaban los presupuestos modernos que la arquitectura neoclásica prescribía: casas amplias, bien ventiladas, limpias y saludables. En contraposición, la casa donde tiene lugar el “triple velorio” era oscura, pequeña y sucia. Estaba llena de criminales que se divertían mientras velaban un cadáver putrefacto. Estas son preocupaciones que compartía la generación de escritores y reformistas que se unieron alrededor de Del Monte y de proyectos culturales como El Artista. Coincidían con Tacón en la necesidad de limpiar la ciudad, en acabar con la criminalidad, la vagancia y el juego, y veían con desasosiego y temor el aumento de la población africana en la Isla. Anastasio Orozco y Arango, del grupo de Del Monte, afirmaba en una carta de 1834 que era menester elogiar mu3. Para la importancia del agua y del “cólera asiático” que asoló la capital en 1833 y años posteriores, véase el capítulo 8 del libro de Pedro M. Pruna Ciencia y científicos en Cuba colonial; especialmente, en lo que se refiere a la segunda mitad del siglo xix, “El cólera y el agua en La Habana”. Para la importancia de esta epidemia en el desarrollo del discurso higiénico, véase también el ensayo de Julio Ramos “La ley es otra. Literatura y constitución del sujeto jurídico” (1996).

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cho a Tacón, y que a él se le ocurría que le hicieran una estatua en la que apareciera “machucando con los pies puñales i demás atributos de los asesinos” y que solamente le pondría un lunar en la frente que dijera: “Saco” (Tanco y Bosmeniel, Centón vol. 1, 385). Lo mismo dice Francisco Ruiz, que se alegraba de que Tacón hubiera castigado a los negros que llevaban armas prohibidas y que además corrigiera a los jueces que “no administran la justicia” (Centón vol. 1, 361). En 1838, Betancourt publica en La Siempreviva un poema titulado “El presidiario”, donde afirma: Amarrada a una cadena Va con otro presidiario Un joven de quince abriles Con un rostro de malvado Que también tiene el presidio Goces para el presidiario (356).

En el poema de Betancourt, la historia del presidiario comienza cuando es niño, sin padres, “hambriento, desnudo y flaco” (355). La sociedad lo abandona, el juez no le quiere y pierde el tiempo entre negros que lo guían por el mal camino. A veces horas enteras Pasa entre un grupo de africanos Divertido el inocente Viendo jugar al picado. Y aprendiendo el torpe idioma Que mancha sus puros labios Por los senderos del vicio Entra con ojos vendados (355-356).

Debemos leer entonces estos poemas y las crónicas de Betancourt tomando en cuenta las prohibiciones de la ley, la persecución de los criminales, la campaña de saneamiento de la ciudad y, sobre todo, la influencia perversa que ejercían los negros sobre los blancos. Estos proyectos eran compartidos tanto por los sectores reformistas como por el capitán general. No por gusto, cuando José Antonio Saco escribe su “Carta sobre el cólera morbo-asiático”, muestra cómo la ma-

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yoría de los fallecidos en La Habana vivían en la ciudad de extramuros y específicamente eran los negros y los mulatos, ya fuesen esclavos o libres. Por eso afirma que “no cabe duda que parte de la mortandad que ha experimentado en nuestro suelo proviene de la escasez e inmoralidad en que viven gran número de ellos” (21) [énfasis nuestro]. En las recomendaciones finales de Saco, hay además un énfasis en las condiciones naturales, en la atmósfera y en los miasmas que trasmiten o producen la enfermedad, ya que, suponiéndose que esta atacara principalmente por la noche y por la mañana, “las sustancias animales y vegetales se disuelven con la humedad atmosférica […], las cloacas y demás lugares inmundos son más fétidos en los días calurosos antes de las lluvias” (115). Entre las sugerencias que dio Saco para combatir otra epidemia estaban el recaudar fondos para asistir y prevenir a los “enfermos pobres” y pedir que los vecinos de La Habana les dieran comidas sanas y les prepararan un baño para de esta forma alentar “el aseo personal y doméstico” (115). También recomendó impedir toda reunión de “concurso numeroso”, ya sea en una iglesia, en el teatro o en una casa, ya que estas reuniones aumentaban el calor y evitaban la circulación libre del aire. Además, Saco insiste en el establecimiento de rigurosas cuarentenas para todos los buques que vinieran de lugares infectados (121). Era de esperar que Betancourt estuviera también de acuerdo con estas medidas de saneamiento y que algunos de los tropos que organizan y dan sentido a su narración sean la salubridad y el asco que le producía aquellas costumbres de los curros. Esta forma de percibir el velorio sería consustancial al modo en que describe sus cuerpos y rostros, en que reproduce su lenguaje y sus costumbres. Las frases que dicen y los movimientos que hacen en el velorio son el reflejo inverso del idioma, y la actitud que adopta el cronista al contemplar aquellas escenas es que este nunca interactúa con frases o gestos con ninguno de ellos y se mantiene como un “bajo relieve de la pared” durante el velorio (“Los curros” 139). Desde allí observa con una mezcla de “gozo” y repugnancia cómo actuaban los curros, acotando cada diálogo con sus propias descripciones y haciendo ver la violencia que suponía aquella reunión. En tal caso, su participación en el velorio simula la de un mirón, la de un dios que desde su altura moral puede ver, reproducir y juzgar cada palabra y gesto de los negros. Para lograr este efecto de veracidad, Betancourt se apoya en el lenguaje bozal, que, como

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ya había señalado Pichardo, corrompía muchas de las palabras castellanas y a veces hacía ininteligible el diálogo. Un fragmento de la conversación que tiene lugar entre varias mujeres presentes en el velorio nos da una idea de cómo pensaban y quiénes eran. Escribe el cronista: —Oiga uté, ña Cristina, poco a poco con las curras que no le han comido su bienmesabe, y tienen mai veigüenza que uté, dijo una mulata más larga que la esperanza de un pobre, que a buena cuenta estaba oyéndola, y conoció al punto que eran curras de los Sitios las que en tales términos se expresaban. —Mai veigüenza que yo, respondió una de la tres, no puee tener uté, que sería alguna esclavona. —La esclavona será ella, repuso la mulata con una mano en la cintura, moviendo el cuerpo con zafio ademán, y amenazando con la otra, las negras lucientes mejillas de su contrincante (“Los curros” 138).

En este y otros fragmentos de la crónica, Betancourt reproduce palabras castellanas cuyo significado ha sido alterado por los curros, ya sea desde el punto de vista de la grafía o del significado. Al hacerlo, Betancourt estiliza el lenguaje y lo utiliza para reforzar la imagen del “curro” que quiere trasmitirles a sus lectores. Son palabras que muestran la violencia estereotipada en el nombre y que remiten desde el punto de vista semántico a las mismas cualidades que el cronista trata de resaltar en esta pintura. Tómese como ejemplo el uso de la palabra “veigüenza”, que vista desde la óptica del narrador remite a un mundo de valores morales completamente distinto al de los curros. A diferencia de los otros visitantes del velorio, el cronista siente asco y rechazo por aquella costumbre. Dice que el solo hecho de estar allí “avergonzábame de verme en aquella zahúrda; pero me consolaba la reflexión filosófica de que mis intenciones eran buenas” (“Los curros” 135). Los curros, sin embargo, estaban allí solo para divertirse, beber y participar de aquel banquete, y esto de por sí los convertía en seres inferiores, en animales, cuya diferencia se manifiesta aun en el lenguaje. Ellos hablan, por supuesto, “el torpe idioma / Que mancha” los “puros labios” del niño blanco que aún no distingue el bien del mal y terminará en la cárcel (“El presidiario”, 355). En la narración de Betancourt, por ejemplo, una de las mujeres le dice a otra “caracol, vaya a otra paite con la casa” (“Los curros” 138), que equivale a decir en el lenguaje del narrador “amigo, [vaya] con la música a otra parte” (“Los curros”

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138), solo que en esta narración la imagen del “caracol” coincide con su representación monstruosa y, por tanto, refuerza a través de la visión de los protagonistas la idea de inferioridad animal que Betancourt quiere comunicarle a sus lectores. Resulta importante agregar aquí que otra de las palabras que utilizan como insulto las negras curras en esta crónica es “esclavona”, que supuestamente se derivaría de “esclava”. Haber sido esclava significaba una degradación de la condición de estas mujeres, algo que se comprendería si hubiera sido dicho por un blanco, pero que en este fragmento solamente podía responder a una especie de racismo interiorizado de los personajes. Este racismo interiorizado reaparecerá en la novela de Villaverde Cecilia Valdés en los parlamentos de la abuela de la protagonista. De modo que, si bien las frases que dicen los curros “muestran” quiénes eran, el cronista se encarga de enfatizar su incultura agregando comentarios irónicos a lo que dicen. Estos comentarios ya no utilizan como subterfugio las voces de Esteban o de los negros, sino que aparecen en la voz del mismo narrador y están dichos en un lenguaje castizo que hacen referencia a un cúmulo de alusiones literarias de origen europeo que lo distinguen de los otros. Por esto, sugiero, hay que entender los márgenes que limitan el espacio urbano en esta historia como si fuera atravesada por una línea invisible, como el mismo muro que rodea la ciudad de intramuros y marca la raza y el lenguaje de los que quedaban afuera. En lingüística a esto se le llama “isoglosa”. Mijail Bajtín, en su conocida tesis sobre la novela, afirma que los textos narrativos conservan en su interior diferentes lenguajes (dialectos, jergas, estilos lingüísticos) capaces de ser clasificados dentro de las categorías de género, sexo y clase. Esta combinación de voces (que llamó “heteroglosia”) estaban estratificadas, por lo cual podían analizarse también a través de un enfoque translingüístico, “solo cuando se vea como ‘visiones del mundo’ (o como un cierto sentimiento del mundo realizado a través de la lengua o, más bien, a través del discurso), ‘puntos de vista’, ‘voces sociales’ etcétera” (Bajtín 311). En términos bajtianos, por tanto, lo que ocurre en el interior de esta casa-crónica es una pugna entre dos formas de entender el lenguaje, la higiene y la cultura en general: la forma en que la entendían los curros y cómo la entendían los blancos. Los curros, por supuesto, están equivocados, y por eso Betancourt tiene que citar el modo en que actúan y hablan, y deslizar en cada caso un comentario que desvalorice

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sus opiniones. Es una crónica que reproduce dos discursos, y uno de ellos es ironizado y satirizado por el otro. Con uno de ellos, el letrado reproduce la norma de la ciudad escrituraria, la norma castiza o cortesana. Con el otro, distingue a los negros y mulatos que viven en la periferia como un anillo lingüístico y social que amenaza constantemente sus vidas. Estas críticas no son distintas, por tanto, de las que hizo Víctor Landaluze en sus retratos de “tipos” y “costumbres” cubanas o de los diálogos que reproducían Félix Tanco y Bosmeniel y Cirilo Villaverde en sus novelas. En todos los casos son críticas al vulgo y al lenguaje coloquial de los negros y blancos adinerados. Son retratos hechos del natural que tienen la función de mostrar el deterioro de las costumbres y del idioma a causa de la convivencia constante con una población inculta. José Victoriano Betancourt, por tanto, asume una perspectiva burlesca de los negros, de sus costumbres y su vocabulario, que es la del gobierno colonial, los sacarócratas y los letrados enfrascados en sanear y reformar las instituciones. Por eso, sus referentes básicos terminan siendo las ciencias naturales, la “civilización”, la higiene y la buena dicción. Su texto se apoyaría en estos referentes para ayudar al país, imponer la norma y convertir la literatura en una herramienta útil, tal y como se lo plantearon los primeros letrados que fundaron el periódico habanero. En esta crónica, el viaje que hace el protagonista es similar al de otros escritores de La Habana de principios del siglo xix, que salen a husmear por los alrededores de la capital y terminan en un lugar desconocido o viajan a una casa campestre a celebrar las fiestas. En este caso, ese lugar es la casa de los curros, que representa el mundo que permanecía invisible para la mayoría de los habaneros. No es de extrañar entonces que para Betancourt el barrio del Manglar fuera ese lugar donde aparece la barbarie de las narraciones de James Fenimore Cooper y Domingo F. Sarmiento. Era ese espacio alejado del poder y de la modernidad, extremadamente peligroso para los blancos, donde entrar era una aventura, era arriesgar su vida por la ciencia y el conocimiento porque, como afirma, sus calles no estaban alumbradas, se hacía difícil transitar por ellas, y en medio de la noche cualquiera debía tener miedo “por la multitud de los cuchillos volantes, [que] en aquella época se le colaban a un hombre honrado por los omóplatos, sin saber cómo” (“Los curros” 133). ¿Por qué arriesgarse entonces? Por la sencilla razón, dice el cronista, de que era la obligación de los escritores

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de costumbres describir los rasgos típicos de la sociedad donde vivían, y los negros curros ejemplificaban esa otredad radical tan opuesta a la civilización de los blancos que merecía registrarse, hacerse visible ante el espectador, antes que la civilización los barriera. Porque, como se afirma en una nota que acompaña al artículo y al poema “El negro José del Rosario”, ambos retratos formaban el tipo del negro curro que “la civilización progresiva del país ha borrado ya casi por entero” (“Los curros” 41). Entonces, nuevamente, lo que prima en esta crónica es la observación, el tratar de recuperar para la historia la imagen desvanecedora de un personaje marginal. Según Rama, este es otro de los gestos típicos de la ciudad letrada, ya que lo mismo dirá en la carta-prólogo el argentino José Hernández de su Martín Fierro (1872) cuando explica por qué se apuró a recoger en sus versos la vida de los gauchos. Ambos recurrirán a un instrumental que “aspiraba a ser realista” y trataban de comprobar que estos grupos, con tradiciones analfabetas y un sistema oral de comunicación, no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir al ímpetu de la civilización (“Los curros” 85-87). Por tal motivo, Betancourt imagina su labor escrituraria como la de un hombre de ciencias o un antropólogo que, guiado por el conocimiento y el deseo de ilustrar, en la tradición del iluminismo del siglo xviii, se mete en un territorio ajeno y peligroso. Efectivamente, ilustrar, no se equivocaba Betancourt cuando lo decía, fue la tarea de los “filósofos naturalistas” que se encargaron de observar la sociedad y clasificar dentro del “gran cuadro del mundo conocido” (“Los curros” 130). No es extraño entonces que en Cuba la labor de los naturalistas comenzara justamente en la década de 1830 y que una pléyade de científicos se encargara de estudiar la flora y la fauna de la Isla. Entre estos científicos estaban Rafael Arango y Molina, Tranquilino Sandalio de Noda, Felipe Poey y Juan Gundlach. En Cuba, agrega Betancourt, esta pesquisa era necesaria porque existían varias razas y la “vida pública y privada de nuestra sociedad presenta un fondo de costumbres opuestas entre sí que por su singularidad hace más chocante la mixtión política de tan heterogéneos elementos y brinda a cada paso abundante materia al estudio observador” (“Los curros” 130). Ese mundo “opuesto”, “heterogéneo”, que “choca” con las costumbres del cronista, es el que trata de representar en su crónica, y se desdibuja bajo la ilusión de limpieza y simetría del plano de La Habana publicado por La Sagra. Este es el mundo “real” que subsiste en las márgenes de la ciudad, entre calles rotas,

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desperdicios y chozas pobres. Para representar entonces este mundo, Betancourt recurre al lenguaje y a las descripciones físicas, de contenido grotesco, tanto del lugar como de los personajes de la crónica. Por esto, Betancourt omite letras en las palabras que dicen los curros, introduce giros idiomáticos en sus conversaciones e incluye al final del poema que acompaña a esta crónica un glosario de términos que traduce del lenguaje bozal de los africanos al español castizo del lector. Es por esto también que en esta narración y en el poema sobre la vida de “el negro José Rosario”, la forma predilecta de desarrollar la trama son los diálogos, donde el cronista nunca interviene, pero escucha con atención lo que dicen los otros. Desde este punto de vista, crea una complicidad con el lector, quien lo reconoce como igual frente a los otros, pero en un espacio que no le pertenece ni por su raza ni por su condición económica, y, por tanto, él es un sujeto anatópico, desordenado, como lo era la mulata en una familia blanca o los trajes de corte que usaban los negros y mulatos libres en las fiestas que los hacían indistinguibles, en rango y condición, a los blancos.4 En el poema donde habla el negro José Rosario, además, Betancourt se apropia de su voz para mostrar en una especie de confesión picaresca lo que ha sido su vida. Lo hace en el momento en que el estado colonial desata una campaña contra los criminales y cimarrones, y el sujeto que lee el poema escucha entre asombrado y horrorizado su historia. Dice: Preso tres años estuve Y en la caisel aprendí Cosas, que ni por aquí Supe cuando sueito anduve (“El presidiario”, 145-46).

Son sujetos negros construidos desde las características típicas que causaban miedo, abyección y horror en los blancos. Al leer esta cróni4. Anatopismo (del griego ana, que significa “contra”, y topos, “lugar”). Utilizo este concepto con un doble sentido, topográfico y social, ya que en la sociedad colonial esclavista la topografía tenía una significación política. Para los fines de este ensayo, lo defino como el mecanismo de desplazamiento de un objeto, persona o concepto de un lugar a otro de la esfera social a la que no pertenece por su origen, y que implica un cambio de valor o del orden establecido según el espacio y el tiempo que ocupa. Para el origen del término, véase el libro de James Chandler, England in 1819 (108).

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ca, ellos se sentirían como el cronista en la casa de los curros y, por eso, verían reflejados sus miedos en los de él. Según Noel Carroll en Philosophy of Horror, una de las características más importantes de este género que compartían novelas dieciochescas y decimonónicas era crear en el espectador una emoción similar a la que sentían los personajes “positivos” de estos dramas. A esto, Carroll lo llama “efecto de espejo” (18). Por la forma en que Betancourt representa a los curros, podemos decir que le producían horror, pero también una profunda aversión física. Porque, como dice Carroll, la monstruosidad no es solo una característica que ahuyenta al espectador de los personajes que no conocen o de lo sobrenatural. La monstruosidad es, sobre todo, indescriptible, sucia, y repugnante. Desde el Frankenstein de Mary Shelley hasta las narraciones de Lovecraft, el sentimiento de impureza y suciedad recorren todas las páginas de los cuentos de horror. En esta crónica, por tanto, los hombres y mujeres que aparecen metamorfoseados en animales producen en el cronista y en el lector el temor a ser “devorados”, atacados, o manchados. De ahí que todos sean vistos como “monstruos” que tienen la capacidad real de hacerles daño. Esa monstruosidad se reflejaba en el peligro físico, la impureza de sus cuerpos, la suciedad de su vocabulario y sus costumbres funerarias. Por esto podemos decir que Betancourt juzga desde una óptica elitista y prejuiciada esta reunión. No puede despojarse de sus conceptos y juzga a los curros a través de su propia escala de valores. Mary Douglas, en Purity and Danger, reparaba en que esta es una forma muy común de reaccionar al percibir la otredad. Según Douglas, los seres humanos actuamos en base a nuestras propias creencias y tendemos a reducir las anomalías o las ambigüedades a través de las interpretaciones que confirmen nuestros valores. Las “anomalías” son una condición de cualquier sistema de clasificación: “Cualquier sistema de clasificación debe dar lugar a anomalías, y cualquier cultura debe afrontar los sucesos que parecen desafiar sus supuestos” (48). Por este motivo, la mirada del cronista recodifica con insistencia la marginalidad del negro como algo peligroso y describe los cuerpos de los presentes como una fusión de categorías que denotan mundos opuestos e irreconciliables: negro / blanco; animal / humano; lenguaje castellano / bozal; luz / sombra; infierno / tierra. Esta mezcla convertía a la casa de Bilongo en un infierno y a ellos mismos en seres ajenos a la cultura. De esto se deriva que no exista un diálogo entre Betancourt y los negros curros

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y que lo “anómalo” se traduzca en miedo y monstruoso, sin mediar la comprensión de sus diferencias culturales. Recordemos, además, que estos sentimientos tan fuertes no tienen un fin en sí mismo ni se dirigen contra personajes inexistentes. Estaban dirigidos contra un grupo étnico específico, localizado en un sector de la urbe que ya de por sí arrastraba el estigma de ser visto como un vertedero social. Por consiguiente, la narración de Betancourt no hace sino reforzar estos males y estereotipos y les da a la policía y a la población prejuiciada de la Isla más argumentos en su contra. Esta crítica habría que entenderla entonces dentro del contexto de la política de saneamiento que trajo consigo Tacón y el ensanchamiento de las redes de comunicación, que propiciaron el paseo. Responden al objetivo de “reformar” o mejorar el sistema de forma que una clase media, blanca y con recursos económicos, se sintiera más segura y el país pudiera recibir más turistas, como bien dice Tacón en su Relación. Esta seguridad ciudadana dependía de que el Estado se fuera deshaciendo de elementos indeseados que la perjudicaban o que iban en contra de sus conceptos centralizados y hegemónicos de la cultura. De hecho, cuando Betancourt publica su crónica sobre los negros curros, ya hacía diez años que Tacón se había marchado de Cuba y habían sucedido importantes acontecimientos: el más importante de todos, las represalias que siguieron a la Conspiración de la Escalera. El nuevo capitán general de la Isla, Leopoldo O’Donnell, estaba decidido a acabar con mano dura con cualquier alzamiento de esclavos. Por esto, una vez más, se imponía crear una barrera y evitar la complicidad entre las castas para que así los criminales negros o los esclavos cimarrones tuvieran menos posibilidades de sobrevivir. En tal sentido, tanto en el poema sobre el niño presidiario como en esta crónica sobre los curros, Betancourt deja claro que los negros criminales no actuaban solos y siempre tenía una conexión con los blancos, quienes los ayudaban a salir de la cárcel, y, en pago, los negros “manchaban” su vocabulario y torcían sus vidas. Los casos paradigmáticos en esta crónica son los de Esteban y Timoteo, ahijado y padrino, y el del señor Pájaro Verde, quien después de asesinar a más de seis personas salió de la cárcel, dice el cronista, gracias a “los méritos de su hermana, que era una rubia de quince abriles, linda como un rubí” (“Los curros” 134). Ambos ejemplos eran suficientes para que el lector viera que los negros curros se beneficiaban de una red de blancos que los protegían, ya por inte-

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rés personal o porque eran de la familia. ¿Serían estos blancos los que les proveían las cartas o las “licencias visadas” para que vivieran en los barrios de extramuros y trabajaran por su cuenta? Timoteo era mulato y la mención de una hermana “blanca” indicaba que detrás de esta pareja había otra historia posiblemente aún más sórdida que la que cuenta Betancourt en esta crónica, una historia que podía ser de incesto, de adulterio, de prostitución o de violación, como es común hallar en las narraciones antiesclavistas de la época, y le sirve a Francisco Calcagno para hacer el retrato moral del mulato Gamboa en Mina, la hija del presidiario (1896). La promiscuidad sexual y cultural, que se manifiesta en esta crónica en la figura de la “negrita de aguardiente” (que se pasan los curros unos a otros), es por tanto otro de los códigos de referencias de la sociedad esclavista que da sentido a este texto. Es a través de frases como estas (que sugieren más que explican en el texto) como el lector podía ver la verdadera extensión de la criminalidad y de la “degradación” moral en La Habana. Su crónica queda de esta forma como un testimonio del otro lado perverso de la ciudad que se agranda. Su paseo exploratorio a extramuros, donde estaba además el Jardín Botánico de La Habana, se convierte en una cacería, en la expedición de un científico o naturalista que iba tras la presa deseada, el animal oculto o el bicho raro que desconocían sus paisanos y que, después de capturado, ponía con alegría ante la vista de todos.

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Ay! no siempre una madre cariñosa Te cabe en suerte, malhadado infante, Que en su seno te abrigue Y a tu labio anhelante Dulce néctar solícita prodigue.

(“La nodriza”, Manuel B. de los Herreros)

Durante todo el siglo xix, la población de la isla de Cuba sufrió numerosas enfermedades y epidemias. Dos de las más importantes fueron el brote de viruela de 1803 y los sucesivos brotes de cólera asiático, en 1833 y de 1850 a1856, por mencionar solamente algunos casos. Estas enfermedades provocaron miles de muertes, y en 1803 el número de fallecidos hubiera sido mucho mayor si los médicos no hubieran llevado a cabo una intensa campaña de vacunación. El responsable de tal empresa fue Tomás Romay, quien cuenta en su Memoria sobre la introducción y progresos de la vacuna en la Isla de Cuba que la vacuna contra la viruela fue introducida en Cuba el 10 de febrero de 1804 gracias a que María Bustamente la trajo de Puerto Rico inoculada en un hijo suyo y dos criadas mulatas. De ellos, Tomas Romay sacó el virus que le permitió inyectar a la población de La Habana y evitar de esta forma más muertes. Al principio, sin embargo, la población se resistía a creer en efectividad de la vacuna, y por eso una de las tretas de las que se valieron los doctores para convencer al pueblo fue inocular cuatro niños que se alimentaron hasta doce días con la leche de sus nodrizas cubiertas de viruelas, sin experimentar la más leve infección […]. Estos niños mamaron

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en la leche una gran cantidad de ese virus, comprimían todo su cuerpo con las pústulas supuradas, y existieron mucho tiempo dentro de una atmósfera contagiada: de suerte que interior y exteriormente fueron atacados sin efecto (35).

Sabemos por el propio Romay que tal procedimiento fue exitoso, porque la vacuna logró una rápida aceptación en la Isla, donde ese año en el cementerio de los Capuchinos solamente se inhumaron ochocientos cadáveres de niños virulentos (Memoria 35). Además de la repulsa que puede provocar en el espectador y en el lector una descripción como esta, lo que falta en la Memoria de Romay es la identidad de estas nodrizas, que en la época en que esto sucede solían ser negras, esclavas o libertas. De modo que debemos tomar esta anécdota tan reveladora de la forma de pensar de la época como punto de partida para entender el interés que hay en Cuba desde finales del siglo xviii con la higiene, “la corrupción del aire” como diría Caballero, las enfermedades contagiosas y el descubrimiento de nuevas tecnologías que eran capaces de combatir dentro del cuerpo los gérmenes que lo atacaban. Esta obsesión con las enfermedades que se saltaban los límites sociales y biológicos, en una sociedad que dependía precisamente de estos límites para sobrevivir, contribuyó a que en esta primera mitad de siglo se extendiera la creencia de que la leche materna podía ser tan beneficiosa para la salud del niño como perjudicial. Beneficiosa, si venía de un cuerpo sano y robusto. Perjudicial, si provenía de uno enfermo, aquejado por trastornos físicos o mentales. Por eso el caso de las nodrizas que cita Romay en esta Memoria es ejemplar, y vale repasar con este objetivo la literatura desde 1840 a 1882: la preocupación con la transmisión de enfermedades a través de la leche materna o el grado de dependencia del sujeto blanco cuando utilizaba una nodriza africana para amamantar a su hijo. En este capítulo analizaré la representación de la nodriza africana en los poemas de José Padrines, Juan Clemente Zenea, un artículo de Anselmo Suárez y Romero, las novelas de Julio Rosas La campana de la tarde: ó Vivir muriendo (1873) y la de Cirilo Villaverde, Cecilia Valdés (1882). La mayoría de estos escritores se unieron alrededor del grupo delmontino y la revista El Artista, que en 1849, bajo los auspicios de la sección de literatura del Liceo Artístico y Literario de La Habana, convocó un premio especial con el tema justamente de la lactancia.

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El Liceo Artístico y Literario de La Habana recordemos, fue una de las primeras instituciones letradas en Cuba. En él se impartían clases de literatura, lenguas extranjeras y varias asignaturas de ciencias, y designó como jurado del concurso a médicos y científicos reconocidos como Anastasio Valdés, Julio Jacinto Le Riverend, Nicolás Gutiérrez, Felipe Poey, Wenceslao Villa-Urrutia y Cayetano Aguilera. En las indicaciones de los ensayos que debían mandarse, el anuncio precisaba que “sentado el principio de que la lactancia maternal es la más conveniente, determinar los casos en que debe suspenderse y demostrar si en ellos será preferible la lactancia artificial a la de una nodriza estraña, teniendo en consideración las que comúnmente se emplean entre nosotros” (Valdés, Memoria 1). Huelga decir que por “nodriza estraña” [sic] los organizadores se referían al uso de esclavas, que eran las que amamantaban a los hijos de los hacendados. Como ejemplo, basta leer los anuncios aparecidos en el Diario de La Habana en el mes de enero de 1848, donde se revela la forma brutal en que se disponía de ellas y la frecuencia con que aparecían anunciadas. El 6 de enero de 1848 se anuncia “una mulata de dos meses y medio de parida, sin cría, de buena y abundante leche”, agregándose que era “sumamente dócil” (Diario 3). El 11 y el 13 de ese mismo mes, se ofrece el alquiler de otra negra criandera, “con su cría de tres meses de parida, con buena y abundante leche”, y se pide por ella “media onza mensual” (Diario 3). El 21 se anuncia la disposición en el mismo periódico de una negra de un mes de parida, “con su cría varón, muy abundante de leche” (Diario 3). El 29 sale otro anuncio en que se vende o se alquila una “negra joven, parida de 40 días, de buena presencia, sana y sin tacha” con una niña hembra (Diario 4). Estos anuncios son una pequeña muestra del intenso tráfico y el interés en las mujeres recién paridas en la capital, que los dueños de esclavos no tenían inconveniente en alquilar o vender con hijos o sin ellos para que la leche estuviera “abundante” y disponible para los niños blancos. Esta práctica tan despiadada, típica del sistema esclavista, tampoco estaba excepta de críticas, ya que, al juzgar por el mismo anuncio que publicó la sección de literatura del Liceo Artístico y Literario de La Habana, esta función suscitaba una serie de reparos entre los letrados, no tanto por el comercio ni por la condición en que quedaban las nodrizas o sus hijos, sino por las repercusiones que tal práctica tenía para la población infantil de Cuba y las madres. ¿Por qué las

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señoras blancas y de dinero recurrían a una nodriza cuando ellas mismas podían alimentar a sus hijos? ¿Cuándo debía suspenderse la “lactancia maternal”? ¿Bajo qué condiciones era propicia? Estas y otras preguntas eran, por tanto, las que buscaba responder la encuesta del Liceo Artístico y Literario de La Habana, y fueron respondidas por Justino Valdés Castro, un doctor de La Habana, quien ganó ese año el concurso. Según Valdés Castro, las mujeres blancas podían tener varios motivos, físicos y mentales, para no amamantar a sus hijos; dificultades con las mamas, con el sistema linfático, con “el sistema nervioso” e incluso con “las pasiones desarregladas”, y todo esto podía influir en su constitución (Memoria 5). En el caso de que la salud del niño hubiera sido afectada en un inicio por una madre “viciosa” o con trastornos como los que enumera Valdés, se recomendaba, entonces, una nodriza “sana y vigorosa” que la sustituyera y que el muchacho fuera al campo para mejorarse (Memoria 5). La otra opción para una mujer que no pudiera amamantar era lo que se llamaba en la época “lactancia artificial”, que traía, según Valdés, innumerables enfermedades para el niño, como vermes intestinales, escrófulas y problemas con el sistema linfático. Por “lactancia artificial” se entendía la de los animales, y Valdés piensa que debe evitarse o tomarse con ciertas precauciones, ya que “véase con qué facilidad un desgraciado prójimo a perecer de consunción soporta la leche que él mismo va a mamar a los pies del animal” (Memoria 6). En efecto, como explica Ramón de La Sagra en Historia física, política y natural de la isla de Cuba (1845), las madres que no podían o no querían amamantar ellas mismas a sus hijos recurrían a la leche de cabra, y estos la tomaban directamente de las ubres del animal, que en cuanto oía llorar al muchacho se colocaba encima y con el mayor cuidado le presentaba los pezones (25-26). En tal sentido, Valdés afirmaba que la leche materna era la mejor, pero en caso de no poder encontrar una nodriza sana, porque no la había o porque la mujer era muy pobre para costearla, entonces, y únicamente entonces, recomienda la leche de burra (la más análoga a la de la mujer, según cree), que siempre debía estar “caliente, acabada de estraer” [sic] (Memoria 7). En Cuba, afirma Valdés Castro, prefieren las cabras por su docilidad y la “conformación de los pezones de estos animales” (8). Si la leche se enfriaba, perdía su valor nutritivo. La leche, dice, es un organismo vivo y así debe tomarse. Si se recurriera a la de la cabra, por ser esta tan espe-

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sa debía mezclarse con agua al menos en los dos primeros meses de la vida del niño. En algunos casos, no obstante, podían conseguirse “cabras nuevas”, paridas recientemente, y cuya nutrición fuera exclusivamente de vegetales acuosos o yerbas frescas, “susceptibles de dar una leche más tenue y menos rica en materias alibles que las que segregan estos animales cuando son más viejos” (Memoria 8). Nos dice esto que para la medicina de la época existía una escala de prioridades, a la cual se podía acceder si se tenía suficiente dinero, y que era frecuente en la época que una nodriza ocupara el lugar de la madre o que se utilizara la leche de cabras, burras o chivas para amamantarlos. Esta costumbre duró incluso hasta bien entrado el siglo xx en Cuba, como puede verse en las fotografías y postales que circularon entonces donde se ve a una mujer sosteniendo a su hijo, que mama directamente de las ubres de una “chiva criandera”, o un lechero que ordeña una burra en frente de la casa de un vecino. Entre los pocos cuadros del periodo colonial en Cuba donde aparecen esclavos, hay uno del pintor español José María Romero (18151880) titulado Retrato de José Manuel Ximeno con su criada negra y un carnerito. Romero era un pintor sevillano, autor de retratos y escenas religiosas. El cuadro de la nodriza, además de ser un soporte visual que ilustra esta práctica en la Isla, es particularmente interesante, ya que de forma extraña no solamente aparece una criada junto a un niño blanco, sino que el niño está sentado en sus piernas y recostado en su seno derecho, sustituyendo de esta forma la figura de la madre en otras pinturas de familia, como la atribuida a Juan Bautista Vermay (17841833) Retrato de la familia Manrique de Lara. En el cuadro de José María Romero, además, el niño sujeta con una soga al animal, soga a la que también está sujeta la esclava, que lleva en el cuello un hermoso collar de perlas y en las orejas, dos aretes. Podría decirse que en muchos sentidos este cuadro es más una celebración que una crítica de la nodriza africana. Sobre todo, porque la ropa y las joyas que lleva, así como la buena salud que muestran ella y el niño, indican que el sistema “funcionaba”, que la esclava era bien cuidada y que el niño era alimentado solo con leche de carnero o con ambas. En otras palabras, es una postal propagandística del sistema esclavista, “paternal y bueno”, que encontraremos en otros autores que no hacían más que justificarlo o agregarle prestigio al amo, mostrando la riqueza de la familia, el buen trato dado a sus siervos y el casi maternal que existía entre el niño y la

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esclava.1 Porque, sin duda, esta no fue la norma durante el sistema esclavista, en el que las madres se alquilaban o vendían al mejor postor. Tampoco es la imagen que nos queda cuando leemos las narraciones de Villaverde o de Julio Rosas. De todas formas, hay que aceptar que, tanto desde el punto de vista médico como del social, el personaje de la nodriza ocupa un lugar protagónico en la familia esclavista decimonónica. En ella ponen los ojos los escritores, los médicos y sobre todo, los amos, y este no era un interés únicamente de Cuba. En Europa y Norteamérica, los médicos daban consejos similares a los de Valdés a las madres, solo que allá no se hablaba de diferencias raciales. Se fijaban en la densidad de la leche, en los trastornos que producía el alcoholismo en las embarazadas, en las enfermedades que trasmitían y en cómo evitar un posible contagio. Rachel Ginnis Fuchs, en Abandoned Children: Foundlings and Child Welfare in Nineteenth-Century France, explica cómo en Francia se le administraba la leche en biberones a los niños abandonados entre 1830 y 1840, y las autoridades tenían que depender de escasas “nodrizas sedentarias” para amamantarlos (136). Dice Fuchs que, incluso cuando era muy difícil encontrar nodrizas, la administración del auspicio se negaba a contratar a madres que no se hubieran casado “porque creían que la ‘inmoralidad’ de estas mujeres se transmitiría a los niños abandonados a través de la leche materna” (135-136). En Francia, la situación empeoraba para las autoridades sanitarias porque se creía que muchos niños estaban contagiados con sífilis y que podían transmitirles a las nodrizas la enfermedad a través del contacto con sus senos, y estas, a su vez, trasmitirla a sus esposos. En tales casos, se sugería que usaran cabras, que no establecían ningún nexo maternal con el niño ni le trasmitían ninguno de los vicios sociales o enfermedades que podían tener las mujeres (138-139). Algo similar sucedía también en España, y fue un tema de discusión en la poesía de Manuel Bretón de los Herreros (17961873). Pero allí, como en Francia, a diferencia de Cuba, las nodrizas no eran esclavas y, por tanto, los médicos y escritores no pensaban en los males que podían sufrir, sino en los que podían causarles a los niños. De ahí que la discusión se centrara en los peligros que podían venir de la le1. Lydia Cabrera, en Páginas sueltas, menciona este cuadro. Afirma: “José Manuel Ximeno conserva en su casa, en su sala, el retrato de un pequeño antepasado que acaricia un carnero, sentado en las piernas de su nodriza, una negra ufana, hermosa, respirando salud por todos los poros y lujosamente vestida” (329).

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che de una mujer afectada por problemas físicos o por los tremendos traumas psicológicos que causaba la esclavitud, porque, como apuntaba José Varela de Montes en Ensayo de antropología ó sea Historia fisiológica del hombre (1844-), un texto que según el historiador cubano del siglo xix Jacobo de la Pezuela se leía en la Facultad de Medicina de La Habana en 1862, estos factores podían influir en el desarrollo de los niños. Según Varela de Montes, “la lactancia influye tanto en el carácter físico del hombre como en su carácter moral, porque heredamos, dice Le Camus, los vicios y virtudes de nuestros padres, su espíritu y sus inclinaciones” (242-243). Si este era el caso, ¿cómo quedaban entonces los hijos blancos de familias adineradas que eran amamantados por las esclavas? ¿No era mejor un “corderito”? En 1848, la revista El Artista publica un poema y un artículo de Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873) sobre las nodrizas en España. Estas semblanzas ya habían aparecido en un libro sobre los “tipos españoles” de la época junto con otros textos costumbristas, y en ellas Bretón de los Herreros critica a las madres por faltar a sus deberes naturales y por poner a los niños en manos ajenas. Dice: “Ay! no siempre una madre cariñosa / Te cabe en suerte, malhadado infante, / Que en su seno te abrigue / Y a tu labio anhelante / Dulce néctar solícita prodigue” (“La nodriza” El Artista 40). Esta crítica reaparecerá en Juan Clemente Zenea e indirectamente en el poema de Cárdenas y Rodríguez publicado en la misma revista. Este último poema, además, debe leerse como una amonestación al sistema y un reconocimiento de los vínculos familiares que se establecían entre los niños blancos y las “madres de leche”, ya que se entendía que, al servir de nodriza a un niño o a una niña blanca, estos quedaban en deuda con ella o eran testigos de sus sufrimientos. Recordemos que, según cuenta María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlín, en su Viaje a La Habana (1844), ella y sus esclavos mantuvieron siempre un vínculo familiar. Su “hermano de leche”, dice, era “un negro alto, de más de seis pies” (“Viaje” 49), y su “negrilla Catalina”, mientras la acariciaba para dormirla le contaba por “la centésima vez de qué modo la había engañado su madre para venderla a unos mercaderes blancos” y cómo, luego de reunirse con su hermano en el barco negrero, los vendieron por separado (“Viaje” 68). “Y entonces [ella] volvía a llorar, y en lugar de dormirme me sentaba en la cama y lloraba también” (“Viaje” 68). Regresaré a este aspec-

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to más adelante, cuando hable de la novela de Cirilo Villaverde. Ahora me interesa subrayar cómo la figura de la nodriza atraviesa toda la literatura “antiesclavista” de mediados y finales del siglo xix, comenzando con el poema de José María de Cárdenas y Rodríguez “La despedida de la nodriza africana” (1848) y terminando con el cuento de Aurelia Castillo “El cuento de Francisca” (1887). En su poema, publicado en El Artista el mismo año que el de Bretón de los Herreros, Cárdenas y Rodríguez les recuerda a los niños blancos lo que le debían a sus amas de leche. Para ello recurre a una especie de ventriloquia, al hablar como si fuera la misma esclava. Al hacerlo, llega incluso a poner en sus labios un agradecimiento a Dios, ya que gracias al influjo benigno De sus secretos arcanos Trájome a climas lejanos A ser tu madre de amor (174).

Es decir, Cárdenas y Rodríguez no encuentra otro motivo mejor para que la hayan traído del África como esclava, sufriendo todas las torturas de un sistema tan oprobioso, que servir de ama de leche a un niño blanco. Es un argumento con cierto grado todavía de providencialismo, que considera a la esclavitud o a la venida de los africanos a Cuba como la voluntad de Dios para mejorar la vida de los esclavos, como ya vimos que ocurre en la obra de teatro de Creto Gangá Un Ajiaco o la boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura, donde habla el negro Canuto, o en los argumentos de la condesa de Merlín. A este providencialismo hay que agregarle el contexto histórico-político en que se publica este poema, nada menos que cuatro años después de la represión contra la llamada Conspiración de la Escalera (1844). Por eso en ningún momento el autor habla aquí de su sufrimiento ni de su condición o de los hijos que debió abandonar o perdió para poder amamantar al hijo del amo. Rodríguez solo se atiene a la supuesta devoción, “amor”, con que cumple su tarea, pidiéndole al “niño” únicamente al final del poema que cuando crezca, ¡No olvides, oh niño, no, Que sobre mi pecho un día

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Probaste en muy dulces calmas, Que hay también sensibles almas En donde es ingrato el sol (174).

En este poema, entonces, lo que busca el autor es crear una empatía emocional con el lector, que este reconozca lo que le debe a la nodriza y que actúe con piedad y respeto con ella cuando crezca. No aboga por el fin de la esclavitud ni de la trata africana, sino que aboga por un mejor trato hacia las esclavas y un comportamiento acorde con lo recibido. Esta forma de activismo social a través de la literatura, ya sea utilizando la voz de la víctima para convencer al lector o hablando en primera persona como si fuera un “testigo” de una escena tan cruenta, como veremos más adelante, se repetirá en las novelas críticas con el sistema esclavista, en una crónica de José Martí sobre la “funesta orden de africanos” e incluso en la narración de Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón (1966). Son textos y estrategias discursivas que se destacan por el grado de intimidad del discurso, el apego (tanto físico como emocional) que se establece entre la voz poética y el sujeto-víctima de quien se habla, y que se dirigían a un público blanco, letrado, que después de las represalias del Año del Cuero (1844) no podía leer sin temor ni cuidado cualquier referencia a la esclavitud. Por eso, a pesar de sus limitaciones, hay que reconocer la valentía de Cárdenas y Rodríguez al publicar este poema, y, en general, la de los editores de El Artista, que tenía como secretario del liceo nada menos que a Cirilo Villaverde y reunía a escritores tan importante de la época como Anselmo Suárez y Romero, José Victoriano Betancourt y Ramón de Palma. Al igual que Cárdenas y Rodríguez, otro poeta, José Padrines, regresará más tarde sobre el mismo tema, pero, esta vez, la conversación no se establece entre el ama de leche y el niño blanco, sino entre el amante y la supuesta novia, que le reprocha que tuviera otra mujer, de ahí el título del poema “La rival imaginaria”. A esta acusación de infidelidad, el poeta prosigue con un ataque furibundo. Afirma que en el pasado se había enamorado de una mujer hermosa que terminó siendo un “varonil lucifer”. Esta mujer de “ojos divinales” le mostró en un inicio las señales de tener un “corazón sencillo” y, como él no estaba buscando riqueza sino amor, se enamoró de ella. En otras palabras, la voz poética, afirma, estaba buscando el ideal de mujer del siglo xix, “puro, ideal, inocente”, con un “virtuoso ardor”, pero, cuando llegó a

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conocer más de cerca a su amada, se horrorizó. Se había engañado por sus cualidades externas, sin reparar que detrás de aquel rostro hermoso había una mujer despiadada, cruel, que golpeaba a los esclavos hasta hacerlos sangrar, incluso a la hija de su nodriza. Dice Padrines: No vi que erais rencillosa Que os pagabais de oropel. Que erais mudable, cruel, Presumida y melindrosa. Ni visto, en fin, os había Ciega, iracunda, feroz Descargando golpe atroz En la cuitada María Esclava, hija de aquella Negra africana, que os dio La leche que os denegó Presumida madre bella. Aun pienso estaros mirando La faz terrible y airada La vista desencajada El látigo vil sonando Aun miro la esclava allí Ensangrentada y llorosa Que huye trémula y medrosa Vuestro ciego frenesí ¿Y es aquesto una mujer Deidad del cielo bajada? ¿O la imagen abreviada De varonil Lucifer? (234).

Este poema, además de ser un poema donde el que habla se apiada de la nodriza, es una crítica severa a la violencia del sistema esclavista y a las mujeres que golpeaban a los esclavos. Francisco Manzano, en su Autobiografía, recuerda cómo la marquesa de Prado Ameno le rompía “las narices como se tenía de costumbre casi diariamente” (103), y lo

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mismo hace Félix Tanco en Petrona y Rosalía (1838) y Antonio Zambrana en El negro Francisco (1875) cuando hablan de la violencia de las amas contra las esclavas. En la narración de Félix Tanco, la señora se llama doña Concepción, y un breve pasaje sería suficiente para ilustrar esta violencia. Cuando doña Concepción se entera de que Rosalía está embarazada, le pide que se desnude y se arrodille delante de ella, y acto seguido la azota con el látigo en la barriga y en todo el cuerpo para que le diga quién la había seducido. Rosalía, llorando, le responde entonces que el padre era el niño Fernando, y el ama, levantando el látigo, le da, dice el narrador, “tanto y tan ciegamente furiosa, que todo el cuerpo de la esclava estaba ensangrentado y lleno de verdugones” (33-34). Padrines, en su poema, recurre por tanto al archivo de violencia que significaba la sociedad esclavista y a la voz del testigo para apelar al lector y comunicarle una práctica horrible. En todas estas narraciones, el ama es la mujer despojada de sus virtudes cardinales, de aquella especie de endiosamiento con que en el siglo xix la representaba en el hogar, junto a los hijos y el esposo. Ahora aparece revirtiendo el orden “natural” que acomodaba al matrimonio burgués. Le es infiel al marido, toma las decisiones por él, deja de amamantar a sus hijos y castiga a los esclavos con sadismo. Esto, debemos apuntar, no era exclusivo tampoco de Cuba. Gilberto Freyre, en su monumental Casagrande y senzala, afirma que la crueldad de las señoras era aún mayor que las de los señores en Brasil, y aparecía con frecuencia en las notas de los viajeros que iban al país. No “son ni dos ni tres” decía, “eran muchos los casos de crueldad de las ‘señoras de ingenio’ contra los esclavos inermes” (314). Se contaban casos de mujeres que arrancaban los ojos de las mucamas bonitas por despecho y se los traían a los maridos; que vendían a esclavas adolescentes a viejos libertinos; y las que mandaban quemar en la cara, las orejas y los pechos a sus esclavas (314). Según Freyre, que tiene una visión patriarcal del sistema esclavista, esto se debía al aislamiento en que vivían las antiguas señoras, a la obediencia que les debían a los maridos, al sistema tan cruel al que se acostumbraban desde niñas y, especialmente, a las infidelidades de sus esposos (314). En el poema de Padrines no se dice cuáles fueron los motivos que llevaron a la señora a golpear tan brutalmente a la esclava, que era además su “hermana de leche”. Podría pensarse que fue la cólera por la “amante imaginaria”, pero el poeta lo niega. Se critica

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la violencia y su falta de agradecimiento, que es consustancial en este poema a su amor por los trajes y las fiestas. En términos generales, entonces, su frivolidad viene aparejada a su falta de caridad. Su personalidad está construida para que contraste con la de la nodriza y la imagen tradicional de la mujer como “deidad” del hogar, virtuosa y amante, que había fomentado la Iglesia, el culto mariano y la tradición patriarcal en toda Hispanoamérica.2 Una es el reverso de la otra, al extremo de que, como dice Padrines, el ama blanca termina siendo un “varonil Lucifer” (234). Esta crítica aparece en otros poemas: en el de Rafael María de Mendive “Confesión de una joven moribunda” e incluso en el de Diego Vicente Tejera “Cambio de colores”. En el de Tejera, el poeta nota que el ama es blanca y la esclava es negra, “más si salieran al rostro / los colores de sus almas / ¡Qué blanca fuera la negra! / ¡Qué negra fuera la blanca” (261). La sutileza con que Tejera aborda el tema contrasta, sin embargo, con cómo lo hace Mendive en “Confesión de una joven moribunda”, donde cuenta la historia de una señora blanca que confiesa sus pecados antes de morir. Uno de ellos es la golpiza que le propinó a su esclava. Dice Mendive en dos estrofas del poema: Yo la que ciega fui tras los amores Y en su copa me dieron los placeres, No la esencia que exhalan castas flores, Sino el cáncer de impúdicas mujeres. La que azoté con manos despiadada A la mísera sirva, que en sus brazos Bien pudo ahogarme, al ver ensangrentada Su negra piel cayéndose a pedazos (“Confesión de una joven moribunda” 194).

En este poema, Mendive recurre nuevamente a la voz del testigo, pero no es la víctima quien habla sino la culpable y su “confesión” momentos antes de su muerte hace aún más dramática la historia. Tam2. Para más información sobre el contexto histórico y la importancia del género y la jerarquía en Cuba, véase el libro de Sarah Franklin Woman and Slavery in Nineteenth-Century Colonial Cuba (2012). En este capítulo nos limitados a analizar la crítica de los escritores y poetas a la mujer blanca esclavista y el discurso sobre la nodriza africana, tanto desde el punto de vista médico como social en las obras de estos autores.

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bién José Antonio Saco, en Historia de la esclavitud, critica la crueldad de la mujer esclavista cubana, al menos de una forma indirecta, cuando apunta que en la antigüedad, aun contra los preceptos de la Iglesia católica, los amos abusaban de sus siervos. Hubo mujeres “tan crueles y bárbaras”, dice Saco citando a San Juan Crisóstomo, que castigaban a los esclavos con látigos toda la noche, cuando lo mejor era que usaran otros métodos más suaves, como las palabras, para infundirles temor, o caricias y beneficios: “Ella es tu hermana, si es cristiana” (cit. en Saco, Historia vol. 2 115). Según Saco, todos los santos padres de la Iglesia deploraban los vicios y defectos de la inmensa mayoría de los esclavos, pero se los imputaban a los amos, que nos les habían dado ninguna instrucción religiosa y los degradaban con su rigor (Historia vol. 2 117). En esto y en otros aspectos, Saco sigue las palabras de Juan Crisóstomo, que parecen tener una relevancia directa en la forma como se aplica y se critica la esclavitud en Cuba, donde a principios del siglo xix todavía la religión católica ejercía una gran influencia sobre los amos y algunos esclavos. ¿Era compatible el fervor religioso ya no con la esclavitud, sino con el maltrato despiadado de los siervos? Para estos poetas, posiblemente incentivados por la prédica de José Agustín Caballero y el padre Félix Varela, no lo era. Sin embargo, a diferencia del tratamiento que recibe el tema de la nodriza en los poemas de Cárdenas y Padrines, Juan Clemente Zenea, en “El hijo del rico”, descubre otra arista de esta problemática, que más tarde van a explotar Anselmo Suárez y Romero, Cirilo Villaverde y Julio Rosas. Me refiero a un temor por la influencia malsana que estas nodrizas podían tener en los hijos de las familias blancas. El poema de Zenea es una especie de Bildungsroman de la vida de un niño blanco que crece en un hogar adinerado y pasa por una serie de calamidades que terminan condenándolo a la pobreza. Empieza, como el de Bretón de los Herreros, enfatizando el comportamiento perverso de la madre, que lo abandona en los brazos de una nodriza, en este caso negra, y se va a gozar de los bailes y las fiestas. Ambos poemas, además, están pensados como una especie de conversación con el infante e indirectamente con el lector de este texto, que son testigos de tal educación. Pero si el poema de Bretón de los Herreros solamente se circunscribe a la niñez, el de Zenea sigue la trayectoria del niño hasta que es adulto, y, por ejemplo, después de que abandona los brazos de la nodriza, los padres lo mandan al extranjero, donde

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se encuentra otra vez completamente solo. El resultado es que el muchacho regresa a Cuba y despilfarra la fortuna de sus padres en bailes, prostitutas y amoríos con mujeres casadas. ¿Cómo se explica entonces ese destino tan catastrófico? Dice Zenea, utilizando la forma apelativa y directa: Fuiste rico al nacer, y en ese instante Tu madre te negó la miel del pecho Por temor a que ajases su belleza Te alejó de su lecho; ¡Y no se ruboriza Pensando que la ve naturaleza Dar al hermoso infante En una esclava torpe una nodriza! Ella era joven, robusta y sana, De tu mejor sustento Sus blancas pomas conservaba llenas, Y pudo darte vida en tal momento Si la voz del deber hubiese oído, Y evitar la inhumana Que el purísimo néctar contenido Corriese venenoso entre sus venas (49).

El origen de todo el mal reside pues en su niñez. Comienza en la cuna, cuando es abandonado por la madre fuerte y saludable y dejado en los brazos de la esclava. Entonces, la vida que pudo darle la madre (“miel del pecho”) se convierte en el “veneno” que corre ahora por sus venas. Se entiende entonces que este poema sea uno de los testimonios más claros del mal al que exponían a sus hijos las madres blancas cuando se los daban a cuidar a una esclava, “torpe una nodriza!” que le enseñaba historias “infandas” que lo “aparta[ban] del camino” y lo llevaban derecho “a un porvenir siniestro” (49). ¿Y qué aprender pudiera El que tiene un esclavo por maestro? Algún cuento de brujas que en la sombra Cobre importancia en despreciable enredo; Romances de maldad, leyenda infanda, Cuyo relato asusta, Y cuyo triste desenlace asombra;

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Concepciones del miedo En que alguno obedece y otro manda (50).

Al leer estas líneas es difícil no reparar en la profunda abyección que transmiten estos versos por la figura de la nodriza y, en general, por todos los esclavos. Es la abyección del sujeto blanco que mira con total desprecio al siervo y cree inadmisible desde el punto de vista moral que la mujer blanca rehúse amamantar al hijo y le de este trabajo a una esclava: no solo porque renunciaba con ello a su condición natural de mujer “sana”, lista para hacer lo que la naturaleza le había proveído, sino, sobre todo, porque junto con la leche viene una mala educación que lleva al niño directamente al fracaso. Por esto, estos versos de Zenea muestran claramente el temor a la porosidad, a la breve proximidad que había entre el negro y el blanco en un sistema esclavista como el cubano. Muestran el temor a la circulación de fluidos y palabras, al mundo que se desarrollaba en las sombras, alejado de los ojos del amo y que amenazaba con subvertir su ámbito una vez que estas enseñanzas traspasaran la barrera del color. Se entiende entonces que Zenea muestre una profunda preocupación por la educación de los niños y niñas en Cuba en esta época, igual que lo hacen Anselmo Suárez y Romero en sus artículos, Tranquilino Sandalio de Noda, Antonio Bachiller y Morales y Victoriano Betancourt. Para Zenea, a diferencia de José Padrines y Cárdenas Rodríguez, no hay nada que alabar en el acto de amamantar al pequeño, ni siquiera la leche, y mucho menos la educación, que se reducía a “algún cuento de brujas”, “romances de maldad y leyenda infanda”. Todas estas narraciones son, como dice sintéticamente, “concepciones del miedo” que engendraban su naturaleza y su estado servil. Tal vez Zenea, que era amigo de Nicolás Azcárate, estuviera pensando al escribir estos versos en la Autobiografía de Manzano, donde el temor a los cuentos de aparecidos es tan recurrente. Son cuentos de brujas, fantasmas y demonios, que pueden encontrarse en la cultura africana y en la medieval española y que criticaron a finales del xviii y principios del xix pintores como Francisco de Goya y escritores como Moratín. Aun así, en el poema citado estas leyendas aparecen como algo particular de los negros, sus “supersticiones”, y no como un rasgo más de la cultura europea o de los blancos de la Isla. Villaverde, en Cecilia Valdés, haría lo mismo cuando habla de la abuela de Cecilia y del criado de la esposa de don Tomás de Montes de

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Oca, el doctor amigo de Gamboa, de quien afirma que “casi siempre le llenaba la cabeza de un centón de cuentos de brujas” (vol. 2, 176). Más tarde, en 1887, cuando Aurelia Castillo de González publica su narración “El cuento de Francisca” en el primer libro de cuentos publicado en la Isla, regresa al mismo tema, aunque esta vez no para criticar la mala influencia que tenía la esclava sobre ella cuando era pequeña, sino para resaltar su enorme capacidad de invención y el deleite de escucharla contar sus historias de “magia” o de “arte” (30). “El cuento de Francisca” se publica, sin embargo, un año después de la liberación final de los esclavos en Cuba, y este énfasis en la admiración que sentía la escritora por la esclava diferencia su narración de la que hicieron los poetas y escritores que la antecedieron, ya que ninguno de ellos alaba o reconoce en la nodriza un saber igual o superior al de los blancos. Ni siquiera Rodríguez, cuyo poema es realmente el de un blanco que intenta reproducir los sentimientos de la esclava, pero no sus razones en contra de la esclavitud o de la trata negrera, y que, además, no ve otra mejor forma de exaltar su condición de nodriza que dándole gracias a Dios por traerla a Cuba. Este discurso, lógicamente, es el que aparece en boca de muchos esclavistas, y es criticado en novelas como El negro Francisco, de Zambrana, y Cecilia Valdés, de Villaverde. Cárdenas Rodríguez y José Padrines, eso sí, exigen de sus lectores blancos el reconocimiento del trabajo de la esclava y apelan a un sentimiento de deuda o de agradecimiento por los servicios recibidos. Este será el sentimiento que guiará igualmente a Anselmo Suárez y Romero cuando hable de los esclavos enterrados en el cementerio de su ingenio, quienes, sin haberlos conocido, habían trabajado toda su vida para él. En medio de una fiesta, Anselmo va al cementerio que estaba cerca del lugar donde se divertía con sus amigos para recordarlos y rezar por ellos. “Caí de rodillas, murmuré plegarias”, y entonces, dice, descubrió “que una dicha, nunca hasta entonces experimentada, inundaba en celestial arrobamiento, lo más íntimo de mi corazón” (“El cementerio” 17). Gracias a esto, dice Anselmo, sintió haber “resucita[do] de prolongada muerte” (“El cementerio” 17). ¿No era esto indicativo de la deuda de gratitud que tenía hacia ellos y una forma de expiación de su pecado? De hecho, el cementerio de esclavos es uno de los tópicos que más se repiten en la literatura de tema negro en Cuba. Aparece en casi todas las novelas comentadas en este libro, en Sab, El negro Francisco y La campana de la tarde: ó Vivir muriendo, y en al menos tres

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poemas de la época, uno de Gerardo Sanz, “Ante la tumba de un esclavo” (1865), otro de Mercedes Matamoros, “La muerte del esclavo” (1879) y el de Rosa Kruger, “La huesa del esclavo” (1881). En ninguno de estos textos, sin embargo, está presente esta superposición tan dramática de la fiesta y la muerte, aunque en casi todos se contrapone la pobreza y la angustia del negro a la riqueza de los blancos, si no de forma directa, al menos indirecta: sabemos que quienes leen estos textos en el siglo xix son, por lo general, personas privilegiadas, de la clase media, y blancos. Diríamos, por tanto, que el momento de gozo hace recordarle a Anselmo la fragilidad de la vida y el terrible fin de sus siervos.3 Por eso, a pesar de las faltas, omisiones e incluso del error de no comprometerse con la causa abolicionista, debemos leer estos textos como un argumento a favor de un trato más piadoso para con los negros, como un recordatorio de las injusticias que cometían a diario los esclavistas y, en el caso de Anselmo, como una muestra de gratitud por lo que se les debía. Pero sobre todo, estas críticas muestran una profunda fe en la literatura como forma de cambiar la mentalidad y las prácticas injustas de la sociedad cubana, ya que es a través del texto literario y de la institución que toma cuerpo a principios del siglo xix como los escritores se enfrentan al gobierno y a los desmanes de los esclavistas. La usan como arma para proteger al esclavo, para protegerse a ellos mismos de lo que podría pasar de continuar esta situación y para aspirar o conspirar secretamente contra el poder, que permanece en manos de los peninsulares. Un arma costosa, fácil de neutralizar por la censura y peligrosa para ellos, ya que el gobierno no duda tampoco en comprometer a estos escritores en los alzamientos de esclavos, y por eso algunos tuvieron que exiliarse y otros sufrieron su represión. De todas formas, la literatura, la letra versus las armas y la educación son las estrategias de poder de las que se vale la intelectualidad habanera en estos años para hacer patria, fomentar la “cubanidad” y humanizar las costumbres. 3. Para el nexo entre la fiesta y la muerte en la literatura cubana, véase el libro de González Echevarría Cuban Fiestas (2010). He señalado este vínculo en mi reseña de su libro en Modern Language Notes. También, para un análisis de esta crónica de Anselmo Suárez y Romero, véase el importante libro de Rafael Ocasio Afro-Cuban Costumbrismo: from Plantations to the Slums (2012). Para el mismo tema y la literatura afrocubana en general, consúltense las obras de Jorge e Isabel Castellanos Cultura afrocubana (1988-1994).

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Cuando se publican estos poemas y la crónica de Anselmo, recordemos, únicamente se había publicado una traducción de la narración del poeta esclavo y Avellaneda había publicado su novela Sab, que fue rápidamente secuestrada. Faltarían muchos años más para que Cirilo Villaverde, Eduardo Ezponda, Antonio Zambrana y el propio Suárez y Romero publicaran las suyas criticando al sistema. No obstante, no debe confundirse la crítica a la esclavitud y a la trata negrera con el deseo de emancipación o independencia, ni mucho menos con la validación de su cultura, la que trajeron de África o la que forjaron en los barracones, las ciudadelas y la manigua. Lo que estos escritores buscaban era reformar las costumbres de los blancos e inculcarles piedad por los negros, haciéndoles reconocer sus excesos, sus deudas morales y el mal que le traía a todo el país el roce constante con una raza vilipendiada y “abyecta”. Esa ambigüedad de criticar la esclavitud, abogar por la libertad de Manzano y, al mismo tiempo, limitar sus objetivos a una reforma del régimen caracteriza las opiniones de Domingo del Monte y del propio Saco, que, por su ambigüedad, sus textos unas veces eran tildados de abolicionistas y otras, de reformistas. Nuevamente, en la Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días Saco parecería responder a esta ambigüedad en el capítulo en que habla del papel de la Iglesia y la actitud que adoptaron los santos padres ante la esclavitud. Lo primero que pide es que no se les juzgue por un siglo que es “abolicionista”, ya que aun cuando reconocieron que todos los hombres eran iguales, hechos a semejanza de Dios, no abogaron por su liberación, más bien se dedicaron a criticar el ocio y el lujo con que muchos de los señores esclavistas vivían. Estos padres, dice Saco, se limitaban a pedirle a los amos que no maltrataran a sus esclavos, como en el caso de San Agustín, que no los trataran como al caballo o al dinero, sino como a otro hombre, “como el padre a sus hijos y el marido a su mujer” (cit. Saco, Historia 115). Ciertamente, este parece ser el caso de algunas de las narraciones donde aparecen personajes negros. Ya dijimos que Anselmo Suárez y Romero era dueño de un ingenio y critica la conducta de los mayorales y señores de esclavos, no pierde tiempo en distanciarse de su cultura y los tilda de “salvajes” y “bárbaros”. En su crítica a la novela de Eduardo Ezponda ¿Es Ángel?, Suárez y Romero se lamentaba, por ejemplo, de que el escritor cubano-puertorriqueño hubiera reproducido el lenguaje bozal en su novela y hubiera dado una visión demasia-

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do benigna de la esclavitud. Su crítica a la sociedad esclavista contrasta de este modo con su insistencia en evitar el contagio que producía en Cuba la proximidad con los negros, las esclavas africanas y la influencia de las nodrizas en los niños blancos, ya que, como afirma en “Vigilancia de las madres”: la leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos […] una nodriza abyecta nos da la suya […] la palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más escuchamos […] ahí se nos inspiran las ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y creciendo después, convierten en inútil y vituperable nuestra vida; ahí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores (23).

Visto entonces de este modo, se entiende por qué el “hijo del rico” de Zenea no podía tener un final feliz ni podía dejar de expresar su temor por la enseñanza de las nodrizas y las bajas pasiones de los esclavos. Él, como la “historia de la mulata” que aparece en las marquillas de tabaco de la época, nace condenado por su medio y muere pobre y solo. Sus padres son los infractores y él, desde que es entregado a una esclava, lleva en sí los gérmenes fatales de la leche malsana y las enseñanzas que recibió de ella. En la novela La campana de la tarde: ó Vivir muriendo (1873), Julio Rosas, cuyo verdadero nombre era Francisco Puig y de la Puente (1839-1919), regresará sobre esta misma preocupación y hará que la historia de los protagonistas blancos, Arturo y Angelina, sea un reflejo del desequilibrio emocional de la madre y la nodriza negra cuando estas amamantan a los niños. La novela de Julio Rosas se desarrolla en un cafetal de Vuelta Abajo, donde vive un campesino que trata con extrema bondad a sus sirvientes. Don Antonio, que así se llama el personaje principal, llega incluso a liberar la dotación que heredó de su padre porque, como él dice, estaba en contra de la esclavitud: “La esclavitud es un ultraje contra la humanidad” (vol. 1, 70). A lo largo de la novela, Antonio se expresa y actúa con gran rectitud moral, condena el juego y las “innobles aspiraciones” de los que solamente piensan en ganar dinero para “deslumbrar con sus lacayos, sus coches y sus brillantes” (vol. 1, 67). A diferencia de estos otros amos, él aspiraba a enmendar con la liberación de sus esclavos la falta de su padre, que se enriqueció a costa de ellos, y “como no quiero dejarlos embrutecidos, les estoy enseñando a leer y

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escribir” (vol. 1, 71). De modo que don Antonio representa el ideal de cualquier escritor abolicionista del siglo xix, ya que, en lugar de pensar en él mismo, piensa en el otro y en el beneficio que podían traer sus buenas acciones a la comunidad. No siendo esto suficiente, Julio Rosas, amigo de Cirilo Villaverde, llena su novela con referencias literarias y abolicionistas sacadas de los lugares más disímiles: libros de Victor Hugo y de José María Heredia; la novela Sab, de Avellaneda; Francisco, de Suárez y Romero; y descripciones de viajeros, botánicos y naturalistas que sus esclavos leen en voz alta. La trama de la novela se complica cuando nos enteramos de que don Antonio está enamorado de Angelina, la hija de una familia pobre a la que él ayudó, pero ella está enamorada de Arturo, a quien había conocido en un viaje. Arturo era huérfano y, según el narrador, una esclava fue quien lo crio “con la leche de sus pechos […] y los cantos tristísimos de su patria salvaje” (vol. 1, 12). Explica el narrador que Sabá, la nodriza de Arturo, había perdido su hijo poco antes, pero se alegraba de que así fuera, ya que, de lo contrario, este hubiera tenido que servir también de esclavo en el ingenio. Por esta razón, cuando murió el pequeño Sabá “bailó sobre la sepultura del pedazo de sus entrañas con una alegría tan frenética, tan delirante, que muchas la creyeron loca” (vol. 1, 12). Esta circunstancia condena al niño Arturo, que muere joven, y cuyo amor por Angelina se frustra. Pero, además, dado que Angelina está enamorada de él y no de don Antonio, todos en la novela cargan con esta maldición, porque ella promete a su padre, en el lecho de muerte, que iba a casarse con don Antonio para evitar que su madre quedara desamparada. Y, en efecto, Angelina se casa con el hacendado, contrae una “enfermedad del alma que la medicina no puede curar” (vol. 3, 57), tiene un hijo, pero sigue sufriendo tanto por Arturo que, poco después de nacer el niño, este se muere. El narrador explica el percance de esta forma: “Ay, el pobre niño no bebió el agua de la vida, sino el néctar de la muerte. La influencia de las impresiones morales de Angelina envenenaron su leche y aquel veneno corrompió la sangre de la tierna criatura” (vol. 3, 164-165). ¿Qué influencia “moral” podía haber envenenado al niño? El pecado de Angelina fue haberse casado con un hombre bueno al que no amaba, por interés para que su madre no muriera pobre; haberse casado contra su propia voluntad y, además, sentir el remordimiento du-

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rante su embarazo de que engañaba de esta forma a quien la quería tanto y había sido el protector de su familia. Estas son entonces las “impresiones morales” que envenenaron su leche, que corrompieron la sangre del hijo y los llevaron a ambos a la tumba. Esto explicaría también el destino de Arturo y su influencia en la vida de Angelina y don Antonio, ya que, si a Arturo lo había amamantado una nodriza negra enferma y temerosa de que la regresaran nuevamente al ingenio, la historia se repite con Angelina, cuyo sufrimiento la trastorna. En el fondo, por tanto, lo que saca a relucir esta novela es la interconexión entre los sujetos coloniales (amos y esclavos) y el profundo malestar ante el progreso material ganado a expensas del progreso moral, que era, en efecto, el dilema que se planteaban desde un inicio los letrados y la aristocracia criolla. Angelina había aceptado el progreso material, en aras de él había engañado a su esposo, fingiendo amarlo, y se había condenado a sí misma. Es un sufrimiento que se manifiesta de forma física en su cuerpo, a través de la angustia existencial, la enfermedad del alma, y la leche que da de beber a su hijo. ¿No era Angelina entonces la misma imagen de ese país que para “progresar” había recurrido a la esclavitud? Es sintomático, por tanto, que don Antonio diga a propósito de las ferias del pueblo: “Si el progreso material de los pueblos […] ha de ser en perjuicio del progreso moral […] entonces [es preferible] que los pueblos estén quietos, que permanezcan estacionarios” (vol. 3, 99). Bien tenía que saberlo él, que, como tenía una mejor condición económica, es engañado por su mujer y termina muerto. El desenlace de la historia muestra una vez más su altura moral y su condición de víctima ante esta tragedia. Casi al final de la narración, Arturo llega de improviso a la casa. Se encuentra con Angelina y ambos se confiesan la historia de infortunios que los llevaron a separarse. Don Antonio los escucha sin hacerse notar detrás de una puerta Cuando ambos terminan su narración, los tres se abrazan llorando y don Antonio asume toda la culpabilidad por haberse casado con Angelina e impedir de esta forma el noviazgo. Su sacrificio llega a tanto que decide esa misma noche marcharse para los Estados Unidos, donde hay una lucha por “la libertad de cuatro millones de esclavos”. Con tal propósito, les deja una carta de despedida a ambos amantes donde afirma que va a trocar “el arado del sencillo labrador por el fusil del soldado de la civilización” (vol. 3, 142). Arturo, por su lado, sin saber

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la decisión del esposo de Angelina, renuncia a ella, se arrepiente de haber ido hasta allí y se marcha también a luchar a los Estados Unidos. Ambos mueren defendiendo el derecho de los esclavos a ser libres, y Angelina lo hace después de enterarse de la noticia. De este modo, el antiguo esclavista muere sacrificando su vida por los negros, un final casi idéntico al que aparece en la novela de Antonio Zambrana El negro Francisco (1875). En el caso de la nodriza africana y de Angelina, el sufrimiento que ambas experimentan mientras están amamantando a la criatura se refleja en la vida de sus hijos. Las dos mujeres son descritas como desesperanzadas, sin ningún deseo de vivir sufridoras de algún tipo de trastorno mental. Al recibir la noticia de la muerte de ambos amantes, Angelina, dice el narrador, mostraba “la exaltación de una loca”, y por ello intentó suicidarse (vol. 3. 163). Para Julio Rosas, por tanto, este era un problema que no se circunscribía solamente a las nodrizas negras, también lo era para las mujeres blancas que engañaban a sus maridos y contribuían a fomentar la degradación social que aquejaba al país. Y no podría ser de otra forma, ya que La campana de la tarde: ó Vivir muriendo, a pesar de que no es la mejor novela crítica al sistema y ha sido completamente ignorada, sí expresa una condena enérgica al régimen esclavista y a la situación de degradación moral de la colonia. Es también un alegato en contra del peligro de la lactancia de mujeres desequilibradas o que estuvieran sufriendo, como en el caso de una esclava. Pero, claro está, estas narraciones hablan de los niños blancos, nadie se preocupa de los niños negros que nacían en los ingenios y que dejaban de ser amamantados por sus madres. La condena aquí es contra las madres blancas que los ponían en manos de nodrizas. No todos, sin embargo, hacían esto. Según Ramón de La Sagra en su Historia física, política y natural de la isla de Cuba (vol. 3, 1845), la razón por la que la leche de cabra era tan popular en Cuba para criar a los niños blancos era justamente porque “mucha madres repugnan confiar [sus hijos] a las nodrizas esclavas” (vol. 3, 25). Hay que sospechar, no obstante, que la razón de esa “repugnancia” era más de índole sanitaria y moral que humanitaria. Respondía al miedo a la contaminación, a las “leyendas infandas” que les contaban a los niños mientras los cuidaban y a los lazos que se creaban entre ellos. En su lectura de Francisco, la novela de Anselmo Suárez y Romero, Roberto González Echevarría señala con acierto que Ricardo, el “niño” blanco de la casa, y Do-

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rotea, la mulata esclava, eran “hermanos de leche”. Ambos habían sido amamantados por la madre de Dorotea y, dado que Ricardo fuerza a la mulata a tener relaciones sexuales con él, esta unión equivalía a un incesto (Cuban fiesta 56). “Leche”, dice González Echevarría, también significa, en el vocabulario vulgar del cubano, “semen” (Cuban fiesta 56). Nada más simbólico entonces para expresar los lazos que unían a los negros y a los blancos en las plantaciones. Ambos fluidos eran igual de peligrosos: uno hacía posible la mezcla racial, mientras que el otro transmitía las características sicológicas y temperamentales de una raza a la otra. La novela de Villaverde Cecilia Valdés (1882) es sin duda el ejemplo más claro de tal peligro, ya que, a través de estas uniones, se creaba un panorama caótico que ponía patas arriba a los beneficios que preservaba la línea de la raza. Por eso no es de extrañar que junto con el temor que suscitaba la mezcla racial, representado en el personaje de la mulata, aparezca en esta novela el peligro de la nodriza en el personaje de María de Regla,4 quien, además de sufrir a manos de sus amos, logra a través de su posición de intermediaria un conocimiento que luego le sirve para mejorar su condición de vida y por eso pone en peligro la estabilidad de los Gamboa. En Cecilia Valdés, al igual que ocurre en el poema de Padrines, el lector halla la misma violencia e ingratitud que caracterizaba al ama de esclavos. Solo que esta vez no es una mujer joven y bella, sino una mujer casada y con hijos, doña Rosa. Es ella quien trata, como hacen las amas de El negro Francisco, la señora Mendizábal, y de la Autobiografía, la condesa de Prado Ameno, con despotismo y crudeza a sus esclavos. La diferencia de edad es importante, porque, en el caso de la de Villaverde, las “niñas” de doña Rosa y la prometida de Leonardo son descritas con más simpatía que el resto. No por gusto, Villaverde le dedica su novela “a las cubanas”, “caras paisanas, reflejo del lado más 4. El personaje de María de Regla ha sido analizado como un ejemplo más del papel de víctima que encarnan los esclavos en esta novela. Aquí me interesa subrayar más bien la amenaza para Gamboa que ocupa en la narración y, en lugar de verla como víctima, destacar su labor de intermediaria y testigo comprometedor. Véase, por ejemplo, el ensayo de Christina Civantos “Pechos de leche, oro y sangre” (2005). Para el mismo tema, el temor de la leche materna en el siglo xviii entre los jesuitas, véase el ensayo de Larissa Brewer-García “Bodies, Texts, and Translators: Indigenous Breast Milk and the Jesuit Exclusion of Mestizos in Late Sixteenth-Century Peru” (2012).

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bello de la patria”. Si algo había bello entonces en el cuadro grotesco que pinta Villaverde en su novela eran estas mujeres, que se compadecen del sufrimiento de los esclavos y hacen que doña Rosa sea menos severa. No por casualidad, Villaverde introduce el capítulo 5 de su novela con una de las estrofas del poema de Padrines que hemos citado, que empieza con los versos “Aun pienso estaros mirando”. Pero esta estrofa no deja claro, en la cita de Villaverde, que es una mujer quien está azotando a la esclava y, por esto, los lectores de estos versos pudieran pensar que es un hombre quien está ejerciendo tanta violencia sobre la esclava. Y es que, a diferencia del poema de Padrines, en Cecilia Valdés las mujeres no ejercen una violencia física directa sobre sus siervos: son los hombres los que golpean y despedazan a los negros, pero la cita sugiere nuevamente el cambio de roles en la sociedad. En el capítulo en que aparecen estos versos, el hijo de Gamboa, Leonardo, es quien descarga toda su frustración sobre el calesero Dionisio. Aun así, es a través del personaje de doña Rosa (la madre de Leonardo) como Villaverde muestra “el lado” opuesto de la mujer que él admira y cómo desea que fueran las cubanas. Su personalidad se muestra claramente en su trato con María de Regla, una esclava de la familia que se ocupa de amamantar a su hija Adela: cuando María de Regla sirve de nodriza a Adela ella también tenía una hija y el ama le prohíbe que amamante a las dos, para que tuviera suficiente leche para la niña blanca. Según el narrador, a pesar de esta prohibición la esclava se las arregló para que otro esclavo le trajera a su hija por las noches, y de este modo logró amamantar a ambas por un tiempo. Un día, la leche comenzó a faltar y María de Regla se quedó dormida en la cama con las dos niñas en los pechos: estas comenzaron a pelearse por uno de los senos y el ama se despertó, sorprendiendo a la esclava. En seguida, dice el narrador, doña Rosa no supo qué hacer, si castigarla o cambiar de nodriza: “Tan malo sería lo uno como lo otro; pensó doña Rosa. Lo primero, porque el castigo envenenaría la leche de la esclava; lo segundo, porque en el octavo mes de lactancia, el cambio repentino produciría resultados no menos fatales a la salud y tal vez a la existencia de Adela” (vol. 1, 315). Resolvió entonces dejar correr los días, sin hacer nada, pero cuando Adela ya podía valerse por ella misma, la mandó al ingenio La Tinaja con una recomendación para el mayoral de que la castigara. Desde entonces, la vida de María de Regla se convirtió en

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un infierno. No obstante, sugiero, la nodriza no solo es víctima de un trato injusto e inhumano, sino que es también quien logra mejorar su condición de esclava utilizando el argumento de que fue la “madre de leche” de la niña y que, por tanto, según reconoce doña Rosa, se entendía que la hija le tuviera “algún cariño” o estuviera “infatuada con la negra” (vol. 1, 321). La verdad es que, como dice el narrador, Dolores, la hija natural de María de Regla que vivía con los amos en La Habana, se encargó de relatarle a su “hermana de leche” desde que era una niña los tormentos por los que pasaba su “madre” en el ingenio, y durante las noches “sentía Adela la fuerza de estas dolorosas quejas y no obstante sus pocos años y muchas distracciones […] se conmovía hasta verter lágrimas y, entre bostezo y bostezo, la prometía que al día siguiente hablaría a doña Rosa sobre el asunto” (vol. 1, 318). Villaverde no solo acepta que un castigo para la esclava podía convertir su leche en un veneno, el mal que hace el amo trayendo una nodriza negra a la casa deja su semilla en la deuda afectiva que había creado con su hija, Adela, que ahora ella se ve en la obligación de saldar. Recordemos que a la misma situación, pero en la vida real, fue a la que se enfrentó nada menos que la condesa de Merlín, quien narra en sus memorias cómo lloraba de niña por los cuentos que le contaba la “negrilla Catalina”. Esta función de intermediaria en el drama de Villaverde le concede pues un doble carácter a la esclava: por un lado, ayuda al amo en sus planes de ocultar a la niña y, por otro, es en parte la causante de que al final se sepa todo. Esta función de “intermediaria” o alcahueta no es seguramente nueva, ya que antes había aparecido en el personaje homónimo de la Celestina (1499) de Fernando de Rojas e incluso en la narración de la Malinche que hace Bernal Díaz del Castillo en la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España (1632). La novela de Villaverde tiene además otros puntos en común con estas narraciones. En ellas las mujeres son personajes marginales, una es india, y la otra alcahueta, que vive incluso fuera de la ciudad, pero aun así tienen poder porque logran utilizar a distintos personajes y maniobrar a través de diversas situaciones. En las obras de Rojas y Villaverde, además, se critica el lenguaje vulgar y la mezcla de siervos y aristócratas. Incluso, en Cecilia Valdés, Villaverde pone en boca de María de Regla un antiguo refrán español, utilizado por el marqués de Santillana y el propio Fernando de Rojas en la Celestina, que dice: “¿A

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dónde irá el buey que no are?” (vol. 2, 131), lo que significa que Dionisio, el esposo, no podía hacer otra cosa que terminar donde terminó, ya que el buey que no servía para trabajar estaba destinado a la carnicería (Pedrosa 41). Pero si los modelos literarios no fueran suficientes para mostrar este arquetipo en la literatura decimonónica, deberíamos recordar además que, en una sociedad tan fragmentada y aislada por conceptos morales y clases sociales, las “negritas” eran casi siempre las que llevaban o traían mensajes de sus amas y amos, quienes las utilizaban para comunicarse entre ellos a espaldas de sus padres. La oportunidad, por tanto, para que Adela abogue por su “madre” –como le dice una criada a la niña cuando le transmite un recado de la esclava– se presenta cuando los Gamboa visitan el ingenio para Navidad y la esclava logra reunirse con ella a espaldas de la madre. El lector entiende que Adela tenía el deber moral de ayudarla, pero, aun así, este deber se impone sobre ella sin apenas conocerla: recordemos que la niña dejó de ver a la esclava cuando era muy pequeña y después solamente sabe de ella a través de su hija. Villaverde describe las constantes peticiones de Dolores a la “hermana de leche” como un agobio para la pequeña, quien acepta esta responsabilidad sin haberla escogido. Para los esclavistas que estuvieran leyendo esta novela en Cuba, ninguna de las dos cosas podría ser bienvenida: ni la influencia tan grande que tenía la “hermana de leche” sobre la niña de la casa ni las historias que escuchaba de boca de los esclavos sobre los mayorales y el propio padre. Es María de Regla, además, quien descubre en la novela lo que había hecho Gamboa con Cecilia Valdés y, poco después, quien se da cuenta de que Cecilia y Leonardo eran medio hermanos (vol. 2, 261). Su condición de nodriza de ambas le permitió atar cabos, reunir las evidencias que necesitaba para luego utilizarlas en su beneficio. Es ella, por tanto, quien en aquella entrevista donde le suplica a la niña que le pida a su madre que la perdone, da a entender que Gamboa era el padre de la mulata lo que mantenía en secreto junto con la abuela. Esto lo sabía o se lo imaginaba el propio Gamboa, quien estuvo de acuerdo en que su esposa mandara a la esclava al ingenio, lejos de su familia. Aun sí, el papel de intermediaria le concede también el raro privilegio de saber lo que sus amos no quieren que sepa y divulgue, y ella no lo piensa dos veces cuando se lo cuenta a sus hijas y a la futura esposa de Leonardo. Es imposible, por tanto, no ver en el personaje de María de Regla una preocupación por parte del mismo Villaverde por que los escla-

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vos sean los depositarios de un saber que únicamente incumbía al amo y que luego podían utilizar en su contra. Digamos entonces que, en el caso de esta novela, la nodriza no era solo un peligro en el sentido en que lo era su leche o las historias que podía contarle a la niña blanca: el verdadero peligro venía del poder que le daba ser cómplice sin quererlo del engaño, de ser poseedora de un secreto que luego utiliza contra Gamboa y que le permite abandonar el ingenio. Recordemos, además, que cuando doña Rosa y Leonardo le piden a María de Regla que participe del plan para rescatar a Cecilia de la Casa de Recogidas (en contra de la voluntad del señor Gamboa), esta, dice el narrador, se prestó de buena gana “porque estaba en su índole el papel de conspiradora” (vol. 2, 254). No por gusto, al poco tiempo de ayudar a que Cecilia saliera de las Recogidas, María de Regla le cuenta a la madre de Leonardo la verdadera historia de la mulata y el papel que Gamboa tuvo en todo esto “con el objeto de obtener el completo perdón de sus pecados y alguna ayuda en favor de Dionisio”, su esposo, que había asesinado al jefe de la policía y se encontraba entonces preso. “Espantada” al saber que Leonardo y Cecilia eran medio hermanos y que ella había contribuido a que se unieran, doña Rosa le pide entonces al hijo que rompa con la mulata y acepte casarse con Isabel Ilincheta (vol. 2, 266). María de Regla no es por tanto únicamente la nodriza “víctima” de una trama sórdida en que los amos se aprovechan de ella4, es también la esclava que, por servir de testigo y ser parte (aun sin saberlo) de este complot, conoce los secretos del amo y los usa en su beneficio y en el de su esposo. ¿Podía haber un personaje más peligroso para el amo, alguien capaz de transgredir los límites, llegar hasta sus hijos y contarles las historias que estos no querían que se supieran? El breve diálogo que entablan doña Rosa y Adela, delante de sus amigas, sobre la inocencia de María de Regla es emblemático del odio que sentía el ama por la negra y de la gratitud que le debía la hija. Dice la madre: “Inocente tú, dijo doña Rosa con sarcasmo, que has creído en sus cuentos, lágrimas de cocodrilo. No ha nacido negra más hipócrita y maligna que esta. Me ha causado más disgustos que pasas tiene en la cabeza. Nunca me ha dicho palabra de verdad”. A lo que responde la hija: “Pero yo la quiero, mamá. Ella me crio y siempre me llora y me pide que le sirva de madrina contigo. No tengo ya fuerzas para resistir sus lágrimas y sus ruegos” (vol. 2, 153).

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Es cierto que, a lo largo de la novela, Villaverde se asegura de decirnos que los amos siempre encontraban fallas y defectos de todo tipo en los esclavos y que veían en ellos una fuente de engaño. La Autobiografía de Francisco Manzano abunda en ejemplos como este. No obstante, cuando se trata de María de Regla el narrador nos da más de un motivo para pensar que ella también actuaba con dobles intenciones y que, por tanto, esta forma de actuar no la hacía una esclava digna de confianza ni para su ama ni para los lectores. ¿Nos sorprende esto cuando sabemos que casi todos los personajes de esta novela (ya sean negros, mulatos o blancos) actúan con segundas intenciones? La mayoría de ellos, de una forma u otra, tratan de beneficiarse de sus amigos, de sus familiares o de sus amos y esperan recibir algo a cambio por su amistad o por el servicio que hacen. La abuela de Cecilia, que vive con su hija de las remesas del padre de la joven, nunca le dice a la nieta el nombre de su padre ni la verdadera identidad de Leonardo por temor a perder tan grande protector. Y lo mismo ocurre con Nemesia, su hermano Pimienta, Malanga, doña Rosa, Leonardo y Cándido de Gamboa, personajes que tienen en común la duplicidad, la satisfacción del interés personal y la doble cara ante sus amigos y el Estado. En uno de los pasajes más importantes de la novela, el escritor hace que la esposa de Gamboa muestre su bondad y libere de sus cadenas a los esclavos que habían cometido alguna falta en el ingenio. También cede ante los ruegos de la hija y deja que María de Regla regrese a La Habana. No obstante, cuando ocurren ambos incidentes, el narrador se asegura de decirnos que doña Rosa hace esto por “soberbia” y por no dejar que su esposo “rebajara sus derechos de ama delante de personas extrañas” (vol. 2, 97). Sus muestras de bondad son, más bien, un temor por el qué dirán y una lucha de poder simbólico que entabla con su esposo delante de aquellos testigos incómodos. No hay duda, sin embargo, de que Villaverde busca con su novela apelar a las mujeres que la leían, ya que en más de una ocasión recurre al sentimiento de piedad, “sobre todo, de la mujer” (vol. 2, 100), porque, como dice en su novela, lo peor que sucedía en un ingenio no eran los castigos violentos ni la misma condición de los esclavos, “lo peor, en la opinión de Isabel, era la extraña simpatía, la impasibilidad, la inhumana indiferencia con que amos no miraban los sufrimientos, las enfermedades y aun la muerte de los esclavos” (vol. 2, 99). Como resultado, Villaverde muestra que la mujer podía sobreponerse a este estado de cosas y mos-

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trar su “parte más bella, —caridad”, y hace que doña Rosa muestre el “lado bello de su carácter” y perdone a los esclavos por sus ofensas (vol. 2, 100). Con esto gana automáticamente el cariño de Isabel, quien a partir de ese momento la ve como a una madre. Para resumir, al leer las narraciones costumbristas del siglo xix es importante reparar en la importancia que estas dan a las nodrizas africanas: representan el vínculo más directo entre los blancos y los negros, eran quienes amamantaban a sus hijos y les guiaban en sus primeros pasos. Eran también quienes más cerca estaban de los niños blancos desde el punto de vista afectivo, ya que durante todo el tiempo de su lactancia remplazaban a la madre biológica y asumían las funciones tradicionales que a ella le pertenecían. A diferencia de otras narraciones que surgen en España o Francia donde aparece también la nodriza doméstica (de Bretón de los Herreros o las nodrizas francesas), la necesidad de una nodriza surge en Cuba por el traspaso, no la necesidad, de las funciones tradicionales de los amos a los esclavos, lo cual implicaba para la clase letrada el ejemplo más palpable de un acomodamiento pernicioso y una renuncia a su condición natural de la madre (de ahí su representación como mujeres masculinas y despóticas). De esta forma, el régimen esclavista, con el control y la facilidad que tenía para disponer de otros seres humanos, degradaba su condición y convertía a las esclavas en las verdaderas madres de sus hijos. Dado entonces el temor de que la leche transmitiera enfermedades y predisposiciones psicológicas a la descendencia, e incluso que llegaran a influir en la educación de los niños blancos, los letrados cubanos se dispusieron a llamar la atención sobre el mal que esto traería a los hacendados y trataron de romper este vínculo. No obstante, en los poemas de José María de Cárdenas y Rodríguez, al igual que el de José Padrines, la figura de la nodriza sirve para llamar la atención también a la deuda de gratitud que le debían los amos a sus nanas negras, para exigirles compasión y un mejor tratamiento. De esta forma, el costumbrismo se convierte en un arma didáctica para criticar a la sociedad y la violencia de que eran objeto los esclavos. Esto ocurre pocos años después de la represión que siguió a la Conspiración de la Escalera, lo cual nos indica que, de todas las funciones que cumplían los negros en la sociedad esclavista, esta era posiblemente la que podía llegar a darle mayor consideración. Porque ¿acaso podía algún otro título rivalizar con el de la “madre de leche” o “hermano de leche” en una sociedad como

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esa? Por supuesto, esa posición solo la daba su cercanía con el hijo del amo, la “vida” que le daba, y no cuenta lo que tuvo que sacrificar en el proceso. Por lo cual, esta cercanía también era un peligro potencial para ellas por las “condiciones” de su leche o por ser simplemente intermediarias o testigos de los pecados de los amos. Gracias a esta familiaridad, las nodrizas podían llegar a conocer y transmitir secretos que a los amos no les convenía que se supieran y, lo que era peor, sus hijos blancos quedaban en deuda con ellas.

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La sangre y la virtud de la mulata

La población heterogénea ha sido en todos los tiempos uno de los mayores obstáculos para la prosperidad de los países que la han admitido: porque elementos tan discordantes carecen siempre de la unidad y simpatía que forman la fuerza y el nervio de una nación.

(Vicente Vázquez Queipo, Informe fiscal sobre fomento de la población blanca en la isla de Cuba y la emancipación progresiva de la esclava 1845)

Como indican las palabras del Informe de Vicente Vázquez Queipo, ya para la cuarta década del siglo xix “la población heterogénea” de la Isla era una preocupación para el Estado, que justamente ejerce su poder gracias a las diferencias del color de la piel. Para los letrados de la época, además, esta heterogeneidad redundaba en una serie de problemas que iban desde la deshumanización del ama blanca hasta la paternidad anónima, el incesto, la vagancia y la corrupción, problemas que no se cansaron de criticar, especialmente cuando los veían reflejados en los señoritos blancos y su trato con las mulatas. De modo que no extraña que en las novelas críticas con este sistema surja un modelo de comportamiento contrario: el del esclavo virtuoso, que viene a rivalizar con el joven perverso en términos de sentimientos y pureza del alma, ya que, como dice Sab en la novela de Avellaneda, “es que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano” (Sab 44). En la novela de Avellaneda esta contraposición se da entre el mulato Sab y el joven Carlos Otway, y en las novelas de Anselmo Suárez y Romero y Antonio Zambrana, entre el negro Francisco y los otros

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“niños” de las familias esclavistas. En todo caso, lo que buscaban estas representaciones era demostrar que bajo la piel del esclavo podían encontrarse virtudes iguales o superiores a las de los blancos, algo que, si bien podía ser una estrategia de persuasión en el caso de Anselmo Suárez y Romero, llevaba consigo un profundo mensaje social que servirá de motor para la causa abolicionista y terminará por imponerse con los años. Podríamos decir que en una sociedad como la cubana este sentimiento es de raíz cristiana y está emparentado con el concepto de “caridad” que según Anselmo Suárez y Romero debía enseñárseles a los niños (Colección 15). Aparece en la carta atribuida a José Agustín Caballero y dirigida a los cosecheros de azúcar, cuando les pide tener “compasión y benevolencia” con los esclavos (“Carta a los cosecheros” 82) y continúa en la prédica del padre Félix Varela, cuando alertaba a la juventud cubana desde el exilio a que “no hay patria sin virtud ni virtud con impiedad” (Cartas a Elpidio sobre la impiedad 220). Esta preocupación aparece igualmente en varias contribuciones a El Artista y más tarde en la prédica antirracista de Martí, quien, no por gusto, nombra a la niña blanca de su famoso cuento “La muñeca negra” Piedad. En el número 22 de 1848, El Artista publica una serie de pensamientos que pudieran resumirse en uno solo: “El hombre virtuoso es de superior temple que el malvado”. Aquí, nuevamente, la virtud es sinónimo del renunciamiento al vicio, el deleite sensual y a la hipocresía, muchos de las características negativas que subrayan estos autores en los niños blancos, quienes son una antítesis del hombre que pone toda su esperanza en Dios y actúa correctamente (El Artista 345). Este lenguaje, sugiero, está en el centro de las obras que critican al sistema esclavista y piden un mejor trato para los africanos. Las novelas de Anselmo Suárez y Romero y la de Antonio Zambrana son ejemplos paradigmáticos de estas representaciones, que están motivadas, como dice Zambrana en el prefacio, por un sentimiento “interior” de no ser “cómplice” de un sistema tan cruel. El discurso moral en estas novelas, sin embargo, es como un cuchillo que corta por ambos lados. Es una forma de criticar la esclavitud o las condiciones degradantes en que vivían los negros, pero en algunos casos era un intento interesado por parte de los blancos de reformar la sociedad cubana, para que pudieran seguir viviendo igual, y evitar una situación catastrófica en el futuro.

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A diferencia de la “dama malvada” que aparece en Padrines, en Villaverde o en Manzano, la protagonista de El negro Francisco, Camila, es una mulata bella y virtuosa que, sin saber quién es su padre, termina acostándose con su amo, Carlos, que, según sugiere el narrador, podía ser su propio hermano. “No lo aseguramos ni lo suponemos”, dice el narrador, “esta indicación solo va encaminada a señalar todo lo que hay de monstruoso en esa paternidad anónima” (El negro Francisco 10). La “indicación” aquí venía de muy cerca, porque, al igual que Cecilia en la novela de Villaverde, Zambrana estaría poniendo al descubierto de forma velada lo que ella no sabía ni el lector podía llegar a imaginar, ya que un vínculo igual, instalado en la normatividad del sistema esclavista, era el punto más extremo al que podía llegar la degradación de la sociedad cubana. En su libro Ideas de estética, literatura y elocuencia, una especie de compendio de sus opiniones sobre el arte, Zambrana recalca este punto al decir que, a diferencia de lo horrible, lo monstruoso es aquello que “existe ya positivamente fuera de la normalidad y aun en contradicción con las leyes naturales” y por ello cita las relaciones incestuosas de Beatrice Cenci (1577-1599) con su padre, a quien este forzó a tener relaciones con él (Ideas 7). En la novela de Zambrana, Camila, una vez que se da cuenta de que es despreciada por la clase aristocrática por su condición racial, cambia su actitud y se entrega al negro Francisco. Por tanto, si al inicio se describe como una mulata, que al igual que Cecilia reniega de su raza y aspira a casarse con un blanco, pronto se da cuenta de que esto no sería posible y de que su único destino en una sociedad como aquella era ser amante. En esta novela se enfrentan por tanto dos tipos de deseos: el de Carlos, el “niño” blanco que desea a Camila, y el de Francisco, el negro esclavo, quien admira en ella su “ideal pureza, sus rubores virginales, sus castos pensamientos” (El negro Francisco 57). Si uno desea el cuerpo, el otro desea el alma. Carlos sueña con un mundo de deseos exóticos y pasionales: cuando habla con sus amigos, imagina que va a recrear un harén en su casa, con Camila como la “sultana”. Francisco representa todo lo contrario, ya que su sueño no será individual ni mezquino ni puramente carnal. Francisco, dice el narrador, estaba “enamorado de su alma” y veía su cuerpo como una “envoltura esquisita […] reflejo de su purísima e inmaterial belleza” [sic] (El negro Francisco 57). Lo interesante de esta oposición es que quien ama la pureza del alma y los valores inmateriales es un hombre al que se le ha negado todo sen-

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timiento y deseo, está preso en su piel, en su “envoltura”, que lo condena a ser un ser abyecto y despreciado por sus amos. El narrador, además, nos lo muestra como un esclavo honesto que, cuando encuentra una bolsa de dinero y unos cubiertos dorados que había dejado el ama de llaves sobre la mesa, los recoge y se los entrega a la señora. De modo que, desde el mismo inicio de la novela, cuando se nos presenta al esclavo y todas las miradas de la casa se detienen sospechosas en sus movimientos, nos damos cuenta de que la descripción que hace el narrador de él es diametralmente opuesta a los valores y a los gustos del “niño” de la casa: si este solo pensaba en sus conquistas amorosas y en cómo aumentar las ganancias del ingenio, trayendo de contrabando más negros o comprándolos en los mercados ilegales, Francisco es ajeno a estas ambiciones. Vive en un mundo moral, de valores compartidos, con un profundo sentido de pertenencia a la mujer que ama y a su antigua patria, el África “salvaje”, patriotismo que Zambrana, aun cuando le dice al lector que puede parecerle extraño, alaba por parecerle uno de los sentimientos más nobles y puros del hombre. Según el narrador, Francisco añoraba regresar a África, donde había sido rey y fue vendido a los negreros. Sentía nostalgia por aquellos momentos preesclavistas, donde no existían la riqueza, ni la propiedad privada ni las mercancías. De tal forma que esa nostalgia por una época preindustrial, que tanto atraía a los románticos, no era más que una crítica a la sociedad cubana decimonónica, preocupada únicamente por las cajas de azúcar que llegaban al puerto. Podemos decir, entonces, que Francisco, como “ser moral”, era el ideal de hombre que Zambrana quería para su país. Él encarnaba el polo opuesto de Carlos, quien no muestra ningún sentimiento patriótico y solamente piensa en enriquecerse y sacar ventaja a través del matrimonio. La pregunta obligada parecería ser entonces esta: ¿por qué los blancos no imitan a los esclavos negros como Francisco? ¿Por qué no trabajan y, en cambio, perdían su tiempo en juegos de azar y amoríos espurios? Después de todo, la Corona española pensaba que la moral debía comenzar desde la cima e ir transmitiéndose como si fuera una cascada hacia las capas más bajas de la población: “Procure la moralidad de los amos, y seguramente esta será rápidamente transmitida a los esclavos”, decía el fiscal Olivares el 12 de abril de 1847 (cit. Gwedolyn Midlo Hall 47). La novela antiesclavista, por el contrario, muestra que nada podía esperarse de la “moralidad de los amos” y que mejor era que se vie-

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ran en el espejo de sus siervos, ya que al hacerlo verían su degradación. Así la literatura contribuiría a crear un modelo de ciudadano, a pesar de que su comportamiento fuera solamente un “modelo” que el mismo Suárez y Romero critica por ficticio. Por ejemplo, cuando Suárez y Romero defiende el personaje “escepcional” [sic] de Francisco en su propia novela, que al igual que el otro de Zambrana sufre callado todos los sinsabores de la esclavitud, se pregunta: “[¿]En qué descansará la simpatía de los lectores, si V. no pinta a Francisco contrastando con el cuadro horrendo de los otros blancos y negros, entre quienes campea?” (Centón vol. 2, 174). Más tarde, en otra carta a Del Monte, le declara angustiado: “Yo dije en mi tristeza, blancos, señores, vosotros sois tiranos con los negros, pues avergonzaos de ver aquí a uno de esos infelices, mejor hombre que vosotros” (Centón vol. 2, 347). El hecho, por tanto, de representar al esclavo como un ser manso tiene como objetivo criticar al señorito, y hay que verlo tomando de trasfondo, como dice Fischer, los sucesos sangrientos de Haití (118). En el fondo sabían que este personaje no existía en la vida real, que solamente era una invención, porque, dice Anselmo, bajo la “servidumbre” le nacen al hombre “todos los males, de todas las especies” (Centón vol. 2, 346). Y en contraposición Suárez y Romero retrata al hijo de Mendizábal con todos los defectos posibles. ¿Qué ocurre entonces en la novela de Ezponda? En esta novela, ¿Es Ángel?, la mulata Luciana puede servir también de modelo para las mujeres blancas, mientras que Ángel y Juan son los paradigmas negativos a través de los cuales se juzga la mala conducta de los blancos. Ángel seduce a la mulata Luciana y esta se enamora de él, da a luz a su hijo y le guarda absoluta fidelidad, aun cuando esto significaba ser vendida o tener que ir a la cárcel por sospecha de robo. Juan, por su parte, había hecho otro tanto cuando se acostó con la madre de Luciana, y por su error esta fue enviada al ingenio. La fidelidad de Luciana llega a tal extremo en la novela que una de las protagonistas, doña Concepción Jiménez, le dice: “Raro contraste. Él tan malo contigo y tú con él tal hidalga y bondadosa” (vol. 2, ¿Es Ángel? 225), lo cual se entiende, en términos de la lógica crítica del sistema, como otra forma de defender a los esclavos. Es la misma actitud que asume, recordemos, Sab en la novela de Avellaneda, y, si bien la mulata no es “hija” de nadie importante ni tiene ningún bien en que basar su prestigio, su bondad hacia el antiguo amante era tanta que le hacía

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merecedora de tal calificativo. Curiosamente, Suárez y Romero escribió una crítica tan severa de la novela de Ezponda, que, a juzgar por ella, no había nada que mereciera salvarse. Entre las faltas que le achaca está la de que los protagonistas hicieran gala de una bondad que no era común hallar en Cuba y que la representación de la mulata Luciana adoleciera de toda base real, ya que era demasiado buena y virtuosa para ser esclava. Según Anselmo, él era “el primero en deplorar que causas muy poderosas influyan en que la constancia no sea una virtud de esas desgraciadas jóvenes, y aquí las enumeraría, de no ser tan conocidas” (“¿Es Ángel?” 434). ¿Qué “causas” hubieran impedido que la mulata Luciana actuara de esta forma? Suárez y Romero no lo dice, pero el lector tal vez podía imaginar que ninguna esclava podía mantener su posición delante del amo porque para él ella era otro objeto con el que podía hacer lo que se le antojara. De hecho, en ninguna de las novelas antiesclavistas la esclava logra resistirse a los deseos del amo, y en todas las narraciones, excepto en esta, su historia termina en tragedia. En Francisco, Anselmo mantiene esta tensión casi hasta el final de la obra, cuando hace que la esclava sucumba a los deseos de Ricardo. Anselmo describe la fidelidad de la mulata a su amo como una pugna entre salvar al negro u “oscurecer el cielo purísimo de su virtud” (144). Si quería salvarlo, tenía que entregarse al amo. Se lo impedían, según el narrador, “la educación y el ejemplo que de la señora Mendizábal recibió” y la pasión que le consagraba al calesero (144). Resulta significativo pues, que en las novelas de Ezponda y de Anselmo la educación moral que había recibido del amo, con su fuerte componente religioso, tuviera el fin de servir como una barrera para que la mujer no se acostara con el señorito y que, en ambos casos, esta barrera fracasara, ya que una termina entregándose por amor y la otra, por piedad. Por esto, Anselmo no podía entender que, en circunstancias tan difíciles como las que vive la heroína de Ezponda, esta se negara a revelar el nombre del señorito blanco con el que había tenido un hijo. ¿Acaso por esto Suárez y Romero pensó que esta novela, publicada en Cuba aún bajo la censura colonial, era una forma de pintar el sistema con colores demasiado benignos? Posiblemente. Pero, en su defensa, Ezponda hubiera podido argumentar que Ángel no era el amo de Luciana y, por tanto, no tenía ningún poder sobre ella, como sí ocurre en las otras narraciones de Anselmo y de Zambrana. Según nos dice Ezponda, la decisión que toma Luciana de no revelar el nombre del seductor obe-

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decía al deseo de no perjudicarlo y a que todavía lo amaba. Advierto que sus verdaderos amos sí hubieran podido exigirle que lo hiciera, y seguramente tenían muchos recursos para hacerlo, pero conocían a la protagonista desde niña, estaban emparentados con ella a través de Juan, que era el hijo del ama y el padre de Luciana, y nunca la fuerzan a declarar quién la sedujo (al final de la narración llegan a conocer el nombre del amante). Luciana, por tanto, no es forzada a tener relaciones con un blanco: es engañada por un blanco y, como consecuencia, sufre estoicamente su destino. La decisión de acostarse con el señorito pudo ser suya, pero las promesas que este le hizo eran tan poderosas que seguramente resultaba muy difícil dejarlas pasar. Al final, Ángel se niega a reconocer al hijo, no le compra la libertad e incluso deja de corresponder a su amor, y, por esto, el mundo de Luciana se viene abajo. Recordemos aquí lo que decía José Antonio Saco en su Historia de la esclavitud, cuando, apoyándose en Juan Crisóstomo, culpa a los amos por el comportamiento de sus esclavos, ya que, sin la vigilancia de los padres, sin una estricta pedagogía y la compañía de otras personas honestas, afirma Crisóstomo, era muy difícil que los esclavos fueran buenos. No obstante, afirma Saco, Crisóstomo reconoce que había algunas esclavas virtuosas, “más que sus amos”, que se habían opuesto al deseo perverso de sus dueños. Menciona dos casos en concreto, el de santa Dula, esclava de un soldado pagano de Nicomedia, y el de Potamienna, otra esclava de un amo disoluto. Ambos les exigieron a sus esclavas que se acostaran con ellos, pero estas los rechazaron y prefirieron morir. Esta última se sumergió en “pez hirviendo” y sufrió “un glorioso martirio que la iglesia recuerda con orgullo” (Historia 118). A diferencia de estas esclavas, ninguna de las mulatas en las novelas antiesclavistas logra mantener su virtud: se suicida antes de tener relaciones sexuales con el amo o se transforma en mártir. Aun así, el personaje de Luciana (cuyo nombre tiene como raíz “luz”) es el menos duro entre las muchas representaciones de la mulata en el siglo xix. En otra reseña que apareció de esta novela, escrita nada menos que por Cirilo Villaverde, este no tiene palabras tan fuertes como las de Anselmo, ya que felicita al autor por dar una imagen bastante fidedigna de las relaciones raciales en Cuba y por “pintar la depravación de las costumbres del país” (“¡Es Ángel!” 106). Villaverde no cree, sin embargo, que Luciana sea la personificación de la “hidalga” de la que hablaba Ezponda. Más bien le concede únicamente a la

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mulata una “virtud relativa”, que él opone a la “sublime virtud” de la protagonista blanca, la señorita Clara. Esa dicotomía entre personajes femeninos, podría decirse, aparece también en Cecilia Valdés, donde la mulata queda muy por debajo del carácter moral que tenía Isabel Ilincheta. Según Villaverde, el haber consentido Luciana a tener relaciones sexuales con Ángel la rebajaba de categoría, aunque su pecado no es “por mala inclinación, sino porque ama mucho y contra la educación y la buena crianza que le dan sus primitivos amos se rebela el germen ponzoñoso de la servidumbre que lleva en el seno desde la cuna” (“¡Es Ángel!” 106). Es decir, para Villaverde el pecado reside en el exceso de amor y en un sustrato que se rebela, a pesar de todo el esfuerzo que pusieron sus amos en educarla (“¡Es Ángel!” 106). En Villaverde posiblemente se vea más este determinismo que en Ezponda, ya que, como dice en su novela, “la cabra siempre tira al monte”. No obstante, lo que subraya el narrador de ¿Es Ángel? es el sentimiento, el amor, no un determinismo de raza o de sangre. Aun así, agrego, en aquel amor había también algo de interés, ya que Luciana siempre aspiró a que Ángel les comprara la libertad, a ella y a su hijo: su “constancia” y decisión de mantener el secreto habría que interpretarlo como otra forma de mejorar su situación social y de no aceptar el lugar que le imponía el régimen esclavista. En lugar de aspirar a casarse o respetar la ley que condenaba el amancebamiento con un blanco, Luciana acepta gustosa el papel de querida o manceba lo hace por “amor”, y, por tanto, la novela no tiene un final trágico como las de Suárez y Romero, Zambrana y Villaverde. El problema, nuevamente, para Anselmo es que al aceptar este final como válido, el narrador y el público estarían refrendando una actitud y un modo de vida que muchos padres y esposos de familia considerarían inmoral. La mejor forma de condenar estas uniones era haciendo que la protagonista tuviera un final trágico, que acabara con su vida y con la de sus amistades. Este es el caso de Cecilia, quien termina abandonada, con una hija, y encerrada en un manicomio. Porque, aun si el caso de Cecilia y Leonardo era tan comunes en La Habana que el alcalde se sorprendía de que el padre de Leonardo fuera a denunciar a la pareja, la ley y los hombres honestos, como el mismo juez, sabían que esto no era moralmente correcto, que haciéndolo se violaban las normas sociales y que, por el bien de la “familia” la sociedad no podía permitir que algo así siguiera sucediendo. La cuestión está en que era imposible domesticar o ponerle trabas ju-

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diciales al deseo, sobre todo al de los amos y sus hijos, y que, si bien ellos se habían asegurado a través de la ley de que ningún negro mirara a una blanca, las mulatas, por su propio deseo, por el desdén que supuestamente le tenían a los de su clase y por las ganas de prosperar en la sociedad, se entregaban a ellos, aceptaban ser sus “queridas”. Esta decisión traía consigo los demás problemas que les preocupaban a estos críticos: el adulterio, el incesto, la doble vida, los hijos bastardos y, sobre todo, la mezcla racial que poco a poco iba “limpiando” la sangre de los negros del cuerpo de los mestizos y los iba convirtiendo en blancos. Con esta transformación, ya el antiguo esclavo estaba exento de respetar las imposiciones tradicionales que aplicaban los blancos, y por esto los negros podían llegar a convertirse en personas tan libres y con tantos derechos como ellos. Había, por tanto, que atajar a tiempo este proceso de “purificación”, había que mantener los límites raciales donde estaban para evitar que un día los amos terminaran siendo los esclavos. Al final, la muerte de uno de ellos no era tan problemática para los esclavistas como las relaciones sexuales interraciales. Si el esclavo moría o se ahorcaba, podía ser remplazado por otra “pieza” en esa enorme maquinaria que era el ingenio. La mulata, por otro lado, tenía mayor movilidad social. Podía procrear y cruzar los límites raciales más fácilmente, mantener el flujo de la sangre (su sangre) en la de otros cuerpos blancos, “manchando” con ello a los hijos y a “la paz y la felicidad de la familia” (Villaverde, Cecilia vol. 2, 232). No por gusto, cuando el padre de Leonardo le pide al alcalde que tome prisionera a Cecilia porque estaba sonsacando al hijo, el único argumento que lo convence es el daño que Leonardo le haría a la familia Gamboa, ya que él no veía de qué otra forma podía afectar a los dos jóvenes. En los países de esclavos, como en Cuba, dice, “no se cree, ni se espera tampoco, que las de la raza mezclada sean capaces de guardar recato, de ser honestas o esposas legítimas de nadie. En concepto del vulgo nacen predestinadas para concubinas de los hombres de raza superior” (Cecilia vol. 2, 227). Como es sabido, desde la real pragmática sobre “matrimonios desiguales”, la Corona se aseguró de evitar los matrimonios interraciales, requiriendo un permiso de “limpieza de sangre” que le aseguraba a la familia y al Estado que ninguno de los contrayentes tenía sangre de negros. La pragmática iba dirigida a la nobleza, pero a partir de 1805 se hizo más restrictiva y debió ser acatada por todos los blancos. Según

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Verena Stolcke, quienes más se opusieron a la medida fueron la gente llana, que repetidas veces les pidieron a las autoridades un permiso especial para contraer matrimonio (41). La inmensa mayoría, sin embargo, recurría al amancebamiento, que, por supuesto, iba en contra de los preceptos de la Iglesia y de muchos ciudadanos blancos que veían esto una amenaza directa a la familia, a la moral y a la herencia. En palabras de muchos de los familiares que se opusieron a estas solicitudes de permiso, la descendencia de una pareja “desigual” traería problemas para sus hijos y el país, ya que contribuiría a borrar la línea racial en la que se sustentaban los beneficios y derechos de los blancos. En Cuba, dice Stolcke, “impureza de sangre llegó a significar mala raza, origen africano y condición de esclavo. Se consideraba que la esclavitud era una mancha que contaminaba a los descendientes del esclavo, fuera cual fuere su apariencia física real” (44). Los blancos que aceptaban comprometerse con los descendientes de africanos traían sobre sí mismos, sobre su familia y sus hijos la “impureza” de los negros. No era de extrañar en un país que desde los inicios de la colonización instituyó los tribunales de sangre, expulsó a los judíos y dictó leyes contra los matrimonios de razas distintas. Como dice Bernard Seeman en The River of Life: The Story of Man’s blood from Magic to Science se pensaba que cada grupo humano tenía sangre distinta, y todavía a mediados del siglo xx muchas personas seguían compartiendo esta creencia. La idea supone que, dado algún tipo de propiedad, la sangre transmitía la esencia del individuo, la familia, la raza e incluso la religión, de ahí que muchas personas hablaran de sangre negra, blanca, judía y hasta católica. Agrega Seeman, como dato importante, que los nobles de Castilla pensaban que tenían “sangre azul” y se enorgullecían de su “limpieza de sangre” (32-33). En Cuba, según Verena Stolcke, los padres y hermanos de un hombre o una mujer blanca que no querían que esta se casara con un negro argumentaban que dicho matrimonio no debía efectuarse porque su sangre era “pura” y no querían que se mezclara con la de ellos (1517). No es raro entonces que el solo hecho de ser una persona “híbrida” fuera un motivo de alarma para las autoridades españolas y que, en último caso, solo se aceptaran las relaciones entre hombre blanco y mujer negra o mestiza, ya que, como decía José Antonio Saco en su respuesta al Informe fiscal preparado por Vicente Vázquez Queipo, las uniones entre las mujeres de piel blanca y los negros “menguaba[n]” la raza blanca y la “debilitaría[n] en todos los sentidos” (“Carta” 258).

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En ninguna de las narraciones antiesclavistas del grupo delmontino, sin embargo, se sugiere esta posibilidad, ya sea porque no se quiere predisponer al lector en contra del negro o porque se creía que lo fundamental era criticar al señorito y al amo blanco. La única novela que sugiere un lazo así es Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, donde el mulato manifiesta su amor por su ama, pero termina aceptando que no es de su condición y se sacrifica para que ella sea feliz. De hecho, el lenguaje entre religioso y erótico que utiliza Sab para describir a la amada, a quien observa desde la oscuridad, moviliza un sentimiento místico que, más que adorar en ella el cuerpo, lo que ansía es su alma. Esto se corresponde con el papel que la sociedad cubana esclavista reservaba para la mujer como “virgen” (en su sentido tanto sexual como religioso, recuérdese el culto mariano), ángel del hogar, sensible y complaciente: atributos que, como hemos visto, los críticos del sistema utilizan para atacar a las dueñas de esclavos con dureza y que se repite en los deseos de Francisco por Camila en la novela de Zambrana. De todas formas, este es, nuevamente, otro ejemplo del peligro que corrían las mujeres blancas en las colonias llenas de africanos donde había pocas mujeres europeas. Victor Hugo, en Bug-Jargal o el Negro Rey (1826), es quien primero tematiza este temor en su narración sobre la Revolución haitiana, que Avellaneda seguramente leyó, al igual que la leyeron Del Monte y Tanco y Bosmeniel. Pero allí, al igual que en Sab, triunfa la generosidad del esclavo ante los deseos. Aun así, de todos los que abordaron la problemática de las relaciones interraciales en Cuba en esta época, fue Ezponda el único que escribió un tratado sobre la mulata, donde además de repetir los lugares comunes del parecer esclavista decimonónico, como su materialismo, su deshonestidad y, sobre todo, sus “instintos lúbricos” (La mulata 24), deja dicho con claridad el dilema social y jurídico al que se enfrentaba la clase esclavista en pocos años. Su descripción de la mulata en este texto explica en parte la actitud del personaje de Luciana en su novela. Según Ezponda, la mulata se casaba muy raras veces, e incluso su “condición legítima como esposa de un mulato es la misma que de torpe manceba. Ni de un modo ni de otro sale de la inferioridad y abyección a que nuestras preocupaciones la reducen” (La mulata 18). Era “ingenua, libertina o sierva” y sucumbía fácilmente a los avances de los galanes blancos, dándose el caso de que nunca pasaba de los dieci-

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séis años sin perder su virginidad. Su historia recordaba a otras tantas conocidas y popularizadas a través de las ilustraciones de los periódicos o las marquillas de tabaco, que siempre tenían un final trágico. “Viven y mueren sin conocer la dignidad humana” (La mulata 24), siendo lo peor que la misma clase blanca contribuía a esta situación que tarde o temprano se volvería sobre todos. “La isla de Cuba es una fragua de disolución, y cada individuo trabaja, sin notarlo, en el infortunio de sus semejantes, y de sí mismo […] marchamos de acuerdo en procrear mestizos […] no advirtiendo que tarde o temprano recae sobre nosotros” (La mulata 25). Este énfasis en la procreación de sujetos híbridos, mestizos, al margen de la ley, había sido la preocupación de muchos letrados desde la cuarta década del siglo xix, no tanto por los derechos de que ellos carecían ni por el sistema racista que los condenaba a vivir segregados: les preocupaban, sobre todo, los males que podían traerle al país y a la clase blanca. Este miedo aparece incluso cuando se discute la forma de aumentar la población blanca de la Isla, ya que uno de los “inconvenientes morales” que saca a relucir el fiscal Vicente Vázquez Queipo en su Informe es precisamente el modo en que los jornaleros que llegaran de España iban a convivir con los esclavos en los ingenios. ¿Cómo legislar el roce entre ambas castas? ¿Cómo impedir que su proximidad trajera más males a un país fuertemente dividido en castas? En este Informe, el fiscal se pregunta si los inmigrantes españoles iban a vivir en los barracones o si se les destinaría al mismo trabajo que a los esclavos. “¿Se permitirían las uniones ilegítimas con los graves males consiguientes para la moral pública”, [aumentando así] “las castas mestizas, mil veces más temibles que la primera, por su conocida osadía y pretensiones de igualarse con la blanca?” (33). Y, acto seguido, remata este punto con la siguiente acotación: “No creemos que la Real Junta haya olvidado en este punto la severa lección de la vecina isla de Santo Domingo, cuya pérdida ha dependido mucho de la íntima familiaridad en que vivían los habitantes blancos de la parte francesa con sus esclavas, y la numerosa población fruto de estas funestas relaciones” (33). Estos inconvenientes “morales”, por tanto, eran una barrera más para cualquiera que abogara por la sustitución de la mano de obra esclava en Cuba. Era otro argumento en manos de los esclavistas para impedir la abolición de la esclavitud y seguir presionando al gobierno para que permitiera la importación de más africanos.

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José Antonio Saco comprendió este dilema perfectamente. En su “Carta de un cubano a un amigo suyo”, publicada en Madrid un año después, en 1845, Saco discute el Informe fiscal y lo critica por poner reparos de índole económicos y morales al fomento de la inmigración blanca en la Isla (“Carta” 250). En cuanto a la mezcla racial que podía conllevar la inmigración blanca, Saco afirma que bajo el aspecto “moral” coincidía enteramente con él, pero que, en lo que se refería a lo político (que los descendientes de blancos y negros fueran a provocar otra revolución semejante a la de Santo Domingo), dice que el señor Queipo exageraba. La razón era que ya había pasado algún tiempo después de aquellos sucesos y que los blancos en Cuba, después de recibir ideas y ejemplos, estaban “pendientes de sus futuros resultados” (“Carta” 257). Además, afirma, los negros y mulatos tenían las mismas aspiraciones y, por tanto, no había por qué hacer aquella distinción. Para él, que era un ferviente partidario de la inmigración blanca, el problema que se debía resolver era la separación tajante entre ambas razas, que exacerba las diferencias y sí podía provocar un estallido social. Dice: “El gran mal de la isla de Cuba consiste en la inmovilidad de la raza negra, que, conservando siempre su color y origen primitivo, se mantiene separada de la blanca por una barrera impenetrable” (“Carta” 258). La solución, a su modo de ver, era la mezcla, ya que de esta forma la raza negra se pondría en movimiento, “se irá rompiendo por grados”, y con el pasar de los años disminuirían los negros en Cuba. Este es el camino, según dice, que había seguido la Isla desde la conquista y por el que habían pasado España y Portugal en Europa y en otras naciones de Hispanoamérica. Para Saco, por tanto, el problema seguía siendo el mismo (los negros), pero creía que la unión racial de las negras y los blancos (nunca viceversa) disminuiría las tensiones y convertiría a la Isla en un país caucásico con el tiempo. Sin embargo, tanto para Ezponda como para Villaverde, estaba claro que las relaciones sexuales ilícitas con individuos tan “abyectos” solo podían traer desgracias para la población blanca, ya que creaban hijos ilegítimos que más tarde iban a rozarse con los legítimos, creando así un caos social. Ezponda ejemplifica esta mezcla (y todos los problemas que ella acarreaba) en términos gráficos, como si fuera una enfermedad, una epidemia, un contagio que se transmite de una clase a otra, de una raza a otra, y terminaba destruyendo Cuba. Afirma: “El contagio se viene difundiendo y reina en los círculos elevados, en los medios y en los inferiores, una epidemia verdade-

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ramente lamentable” (La mulata 26). ¿Por qué entonces Ezponda en su novela muestra a Luciana con todas las características contrarias? La respuesta, una vez más, está en lo que Suárez y Romero, en su carta a Del Monte, confesaba como un “error” (Centón vol. 2. 347): el haber idealizado a Francisco para mostrar ante los blancos un patrón de virtud social que era superior al que muchos de ellos tenían. El objetivo era reclamar un mejor trato de la sociedad esclavista hacia ellos. “Pero esto me disculpará?” le preguntaba Anselmo a Del Monte en una carta, y se respondía a continuación: “No—El novelista debe imitar la naturaleza, lo que pasa en el mundo; no dejarse llevar en alas del injenio [sic] a rejiones imajinarias” [sic] (vol 2 347). En su larga reseña del libro de Ezponda, Anselmo nunca señala esta posibilidad y, en cambio, se limita a repetir de todas las formas posibles el mantra que según él había violado cuando escribió su novela. Luciana era un producto de la imaginación. No obstante, en su ensayo sobre La mulata, Ezponda repite algunos de los argumentos conocidos sobre ellas, y pide con energía aceptarlas en iguales condiciones que a los blancos ante la ley, evitando así que estos las sedujeran y luego se burlaran de ellas. Dice Ezponda: “Admítase la querella de la mulata burlada, y pénese a los seductores de mulatas como a los de blanca se pena. Nuestros mancebos se abstendrán de injuriarlas, sino por acrisolada virtud, por miedo a la vindicta publica y al escándalo” (La mulata 46). Más aún, Ezponda llama a todos los cubanos a ser “previsores”, ya que las divisiones raciales y la ‘bochornosa exclusión que los desalienta y que mata el germen de las nobles aspiraciones […] no sería maravilla que los arrastrase a la desesperación” (La mulata 36). Por “desesperación”, Ezponda imaginaba otra revuelta similar a la de Haití que acabara con los blancos y las diferencias sociales en la Isla. Por eso, repetía, “seamos previsores. No aticemos la llama del resentimiento. Ahoguémosla con el abrazo de la fraternidad” (La mulata 37). En su concepto del problema racial, por tanto, había que darle la posibilidad a los libertos (bajo la ley de patronato de 1870) de instruirse y desarrollar su “virtud”, ya que, haciéndolo, “solo recogeremos la utilidad que nos redunda de la innovación” (La mulata 38). No debía haber antipatía ni odio hacia los negros “cuando la ley natural nos nivela” y la doctrina del Salvador manda que amemos al prójimo (La mulata 38). Estas y otras reflexiones de Ezponda son importantes por la concientización del peligro que las mezclas interraciales tenía en la socie-

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dad cubana de la época y, a la vez, por el intento de cambiar su situación jurídica, una de las armas más letales contra ellas, como ejemplifica la novela de Villaverde. Ezponda, al igual que Villaverde, además era abogado y sabía perfectamente los mecanismos que la ley colonial interponía entre los negros y los blancos. Buscaba de esta forma reformar un sistema que a la larga solamente provocaría un mal para ellos y que amenazaba, de un momento a otro, con estallar. Su preocupación, no estaba guiada tanto por una política “fraternal” como él dice, como por un tipo de transacción conveniente para ambos grupos sociales, en que las mulatas y los blancos saldrían ganando algo. Para Ezponda, como para Villaverde, lo que estaba en juego era la supervivencia del mismo sujeto, la continuidad de los valores culturales occidentales y de la jerarquía blanca en una sociedad que todavía seguía enriqueciéndose del trabajo esclavo. Nadie mejor que el personaje de Cecilia Valdés en la novela de Villaverde para mostrar este miedo a la hibridez y la inconveniencia de estas mezclas para las familias burguesas. Como se sabe, Cecilia es descrita en el capítulo 2 de la novela con una mezcla de rasgos heterogéneos. Por un lado, era del tipo de las “vírgenes de los más célebres pintores” (vol. 1, Cecilia Valdés 76), pero, por otro, su rostro denotaba una mezcla de razas que era casi imposible descifrar. Dice el narrador: ¿A qué raza pues pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios rojos tenían un borde o filete oscuro, y que la iluminación del rostro terminaba en una especie de penumbra hacia el nacimiento del cabello. Su sangre no era pura y bien podía asegurarse que ella en la tercera o cuarta generación, estaba mezclada con la etíope (vol. 1 Cecilia Valdés 77).

El énfasis que pone Villaverde en cada rasgo del rostro de Cecilia demuestra la importancia que le concedía a la pigmentación racial como una forma de diferenciar las distintas razas en Cuba. Esto le agrega misterio a la narración, de una forma similar a como lo hizo Goethe en la descripción de Mignon en su célebre novela Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister. En ambas novelas, la protagonista es descrita sobre un fondo de características ya establecidas por la norma, ante la cual ambas se desmarcan, se diferencian y se convierten en seres extraños. En el caso de la Mignon es la androginia y en el de Ceci-

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lia es la impureza. ¿Cómo se manifiesta esta “impureza” de sangre en su comportamiento y en su moral? Primero, a través de sus sentimientos de lujuria y “soberbia”, que son los que llevan a la mulata a transgredir la norma y pedirle al final de la novela a Pimienta que mate a la prometida de Leonardo. Después, a través de su lenguaje: en una de las descripciones del rostro de Cecilia, dice el narrador: “La boca tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter” (vol. 1, Cecilia Valdés 76). Según Juan G. Gelpí, en la cultura decimonónica existe una tendencia a establecer una similitud entre la fisonomía y la forma en que se expresan los personajes. De este modo, según afirma, los parlamentos de los negros y mulatos en esta novela, en bastardillas, mostrarían no solo una desviación de la norma, sino también una indicación clara de que no son “hijo[s] legítimo[s] de la patria cubana” (51). Esta ansiedad ante el habla bozal, o simplemente vulgar, que utilizaban los habaneros, aparece en las narraciones de Anselmo Suárez y Romero, Ezponda y Villaverde. En las novelas de Anselmo Suárez y Romero y Antonio Zambrana, se manifiesta más bien por omisión que por inscripción. En su reseña a la novela de Ezponda, Anselmo le critica por ejemplo que reprodujera en su novela el lenguaje bozal de los negros y afirma: “Proscríbanse por consiguiente tan monstruosas corrupciones de una de las lenguas más hermosas y, desde la novela del Sr. Ezponda, no vuelva ningún escritor cubano a manchar el papel con que las salvajes formas empleadas por seres sumidos en la abyección” (“¿Es Ángel?” 534). Para Anselmo, como para su amigo Domingo del Monte, había que apegarse a la norma “castiza”, como dice en su alegato contra la nodriza africana, y evitar cualquier corrupción del lenguaje. Pero, como muestra Villaverde en Cecilia Valdés, los reclamos de veracidad de la historia exigían que este lenguaje se reprodujera, aun cuando se pusiera entre comillas o se tildara de “vulgar”. Si para Anselmo el lenguaje “bárbaro” y “salvaje” de los bozales era inadmisible en la literatura, no sucedía lo mismo para estos otros escritores, quienes lo utilizan como una forma de caracterización de sus personajes. Tal vez pudiéramos ver más claramente este debate si recordamos que Villaverde escribió un interesante ensayo en El Artista donde critica la forma en que se enseña gramática castellana en Cuba y el engorroso sistema de clasificación al que recurrían algunos tratadistas. Sus comentarios se asemejan a los que hiciera el propio Martí, casi cuarenta años después, cuando afirmaba que debían crearse nuevos sig-

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nos en el lenguaje escrito que ayudaran a entender los diversos sentidos y matices de las frases. Decía Villaverde en este ensayo: “La Real Academia española, publicando su gramática, se armó con la ley para atar el pensamiento y arrancar la pluma de manos de todo aquel que no creyese a ciegas en su palabra” (“Gramática” 59). Por esto, Villaverde se libera, podríamos decir, reproduciendo en Cecilia Valdés no solo el habla de los negros y mulatos de La Habana, sino también la de los catalanes. Esto llevó a separarlo de los puristas como el propio Anselmo y le permitió construir uno de los monumentos al lenguaje más formidables del siglo xix latinoamericano. Obviamente, a Villaverde le interesaba más lo que él llama “la ciencia ideológica” que el sistema de clasificación que había establecido la Real Academia (“Gramática” 61). Le interesaba más “copiar d’apres nature”, como dice en el prólogo de su libro, que simplemente mostrar o reproducir la norma española. En esto, Villaverde puede que esté siguiendo las instrucciones de Juan Justo Reyes, quien en 1838, el mismo año que Pichardo y Tapia publicó su Diccionario de vozes razonadas, sacó de la imprenta habanera su libro Principios analíticos de gramática general aplicados a la lengua castellana, al que Villaverde menciona indirectamente al inicio del artículo. En su tratado, Justo Reyes, que era miembro de mérito de la Sociedad Económica de La Habana y oficial de Hacienda, sigue las indicaciones del enciclopedista y filósofo francés Du Marsais (16761756), quien señalaba la necesidad de darle precedencia a la práctica, la experiencia y la rutina en el estudio de la gramática.1 Justo Reyes incluso tituló uno de los capítulos de su libro como “De la construcción ideológica” (237-247), lo cual nos indica que Villaverde estaba muy al tanto del debate entre los gramáticos tradicionalistas y los que estaban influenciados por el nuevo pensamiento galo. Nos dice, además, que, a pesar del poder que ejercían los ultraconservadores en España y en Cuba, el pensamiento iluminista iba ganando importantes adeptos en la ciudad letrada cubana, y que por eso las construcciones verbales de 1. Para el debate sobre la gramática a principios del siglo xix en España, véase el ensayo de María Luisa Calero Vaquera “Análisis lógico y análisis gramatical en la tradición española: hacia una (re)volución de la sintaxis”. Gramma-Temas 3: España y Portugal en la tradición gramatical, 2008. Según Ottmar Ette, el intento de Cirilo Villaverde de copiar lugares, describir personas tal y como eran y referirse a sucesos de la realidad, responden al propósito de legitimar y reclamar para la obra un “estatuto paralelo al de la autenticidad histórica” (76).

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su novela responden al pensamiento “natural” o “naturalista” de ver a sus personajes, lo que crea una línea directa entre su novela y la crónica de Betancourt “Los curros del Manglar”. También, como dice Juan G. Gelpí, este discurso estaba asociado a la fisonomía física y moral de Cecilia, ya que de sus labios voluptuosos solo podían salir palabras que desentonaban con la norma (59). Esta es una señal clara del discurso fisionómico, jerarquizante y determinista en su novela, que era posible únicamente porque Villaverde toma como referencia el patrón de belleza grecolatina y conceptos como la regularidad y la proporción, que se hicieron tan importantes en el Renacimiento y que formaban parte del ideal estético de la cultura letrada cubana en el siglo xix. En el Renacimiento, artistas como Leonardo da Vinci y Alberto Durero se guiaron por los dogmas del equilibrio y la regularidad para hacer sus obras y, por ejemplo, las figuras de Cristo y de la Virgen eran hechas con rigor, manteniendo medidas ideales y geométricas que no aparecían en otros personajes. Ellos eran los únicos ejemplos de “perfección de carácter y equilibrio humoral”, mientras que toda deformación, por falta o por exceso, era un indicio de defecto psíquico (Gaurico, Sobre la escultura: 1504, 148-49). No es extraño, entonces, que estos artistas representaran a los verdugos y a los enemigos de la fe católica con rasgos caricaturescos, con facciones grotescas o monstruosas, casi siempre de puerco o de perro. Tampoco sorprende que sea Adela el patrón de belleza más perfecto en la novela de Villaverde y que esta se asemejara a una “Venus griega”. Dice el cubano: Podía pasar en cualquier parte por un modelo acabado de belleza. Poseía todas las condiciones que requerían los estatuarios griegos en la persona cuya estatua debía tallarse: buena cabeza, facciones regulares, formas simétricas, airoso porte, talla esbelta, frente alta y mirada de fuego. Con parecerse ella a la Venus griega más bien que a una de las Parcas (Cecilia Valdés vol. 2 179).

Ante este patrón de belleza “griega” y “formas simétricas”, cualquier descendiente de africano, incluyendo a Cecilia, dejaba mucho que desear. De este modo, Villaverde, a pesar de que aboga por la abolición de la esclavitud en su novela, reproduce los discursos del poder que establecen como natural, evidente y normal la belleza de los blancos sobre los negros, los mestizos y otros que no fueran los descen-

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dentes de la cultura grecorromana. La misma Cecilia, que es su media hermana y a quien, en un momento dado, Isabel Ilincheta confunde con Adela, comparte con ella algunos rasgos, como “la mirada de fuego” (Cecilia Valdés 76), las “facciones regulares” y la “frente alta” (vol. 1, Cecilia Valdés 76). Pero, como tenía ojos vivos y labios carnosos, lo que indicaba “voluptuosidad”, esto provocaba que toda la expresión del rostro fuera “maliciosa” y acaso “maligna” (vol. 1, Cecilia Valdés 76). Esa imperfección era signo de algo mucho más temible para la sociedad esclavista: (vol. 1, Cecilia Valdés 77). Este determinismo, agrego, está además apoyado por numerosas frases que en el argot habanero del siglo xix, e incluso de hoy día, denotan una herencia de la cual no puede desprenderse la protagonista. Un ejemplo es el diálogo que tienen Cándido de Gamboa y el alcalde, cuando el primero le da sus razones para que encierre a la mulata. Dice: –Así es la verdad. Solo que, como de raza hibrida no hay que fiar mucho en su virtud. Es mulatilla y ya se sabe que hija de gata, ratones mata y que por do salta la cabra, salta la que la mama. –Bien dicho. Confesemos que nuestros refranes encierran gran fondo de sabiduría (Cecilia Valdés 223).

Se da por descontado, entonces, que la mulata no tiene “virtud” y que hará lo mismo que su madre-cabra. Nótese, además, que esta frase no solo aparece en boca del alcalde, sino también de la propia abuela de Cecilia, quien le pide que no salga con la mulata Nemesia, la hermana de Pimienta, ya que “la cabra, hija, siempre tira al monte” (vol. 1, Cecilia Valdés 90). Esta “sabiduría” puesta en boca de la abuela, quien, según la misma teoría del narrador, buscó como su hija prosperar uniéndose con otro hombre blanco, nos indica los extremos en que la ideología esclavista cimenta sus valores morales y la de superioridad racial dentro de las clases pobres, negras y marginadas. Muestra también que, de una forma u otra, se busca crear la impresión de que los negros y mulatos reconocen su inferioridad y, por lo tanto, que su única aspiración era lograr salir de ella mezclándose o “adelantando” la raza. Por esto, Cecilia no es el único personaje en la novela en quien Villaverde ve elementos “negroides”: también arroja sospechas sobre Diego Meneses, uno de los amigos de Leonardo, en cuyas facciones, el “cabello crespo” y su cuerpo “se descubría desde luego la gran mali-

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cia que animaba su travieso espíritu” (vol. 1, Cecilia Valdés 141). Para el narrador, estos señalamientos eran importantes, porque Meneses era otro de los señoritos de la sociedad habanera que se casa al final con Rosa, la hermana de Isabel Ilincheta. La discusión entre uno y otro demuestra una vez más la ansiedad u obsesión por clasificar y descubrir los ancestros en una sociedad fundada sobre la “pigmentocracia”. En el capítulo 8, Leonardo le dice a Meneses que su pelo era “sospechoso” de que alguno de sus progenitores hubiera sido negro (vol. 1 Cecilia Valdés 142). Diego le responde con una andanada de razones históricas que relativizan las sospechas de Leonardo, haciéndole ver, por un lado, que aquellos que se tenían por “ingenuos” o que no habían sido nunca esclavos o siervos eran en realidad “libertinos”, es decir, habían recibido la libertad de algún amo. Y, por otro lado, que ni siquiera el padre de Leonardo podía presumir de sangre pura, ya que venía de Sevilla y era conocido que los moros habían dominado aquella parte de España, donde, a juzgar por lo que decían Cervantes y otros escritores, abundaban las uniones de blancos y negros (vol. 1, Cecilia Valdés 142). Lo importante en esta discusión no es, por tanto, la imposibilidad de descifrar el verdadero origen de los cubanos, sino la forma en que la raza iba pasando de un origen oscuro a otro blanco o “puro”, un proceso que, en términos históricos, como había indicado José Antonio Saco en su respuesta al Informe fiscal de Vázquez Queipo, ocurrió en otras sociedades de Europa e Hispanoamérica, y que en Cuba sería la mejor forma de ir “rompiendo por grados” la raza. Cecilia era la prueba más clara de este proceso, pero, al igual que ella, los rasgos faciales de Meneses son asociados a alguna “gran malicia” (vol. 1, Cecilia Valdés 141). Su “sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado”, dice el narrador (vol. 1, Cecilia Valdés 170). Villaverde, no obstante, registra con ansiedad este proceso: no como un aspecto positivo en el devenir de la sociedad, como podía pensar Saco, sino, más bien, como un enrarecimiento del país y de las clases blancas y negras, que se iban amalgamando. Los factores que, según Villaverde, hacían posible esta mezcla eran males muy criticados de la sociedad: el disimulo, el dinero y el interés personal, ya que “se sabe que el oro purifica la sangre más turbia y cubre los mayores defectos así físicos como morales” (vol. 1, Cecilia Valdés 170). Lógicamente, los que no tienen “defectos” físicos o morales no necesitan del dinero para limpiarlos. Pero, a diferencia de otras muchachas menos lindas que Cecilia y de “sangre más

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mezclada”, la virgencita de cobre no había nacido ni se había criado en la abundancia (vol. 1, Cecilia Valdés 170). Meneses, por otro lado, sí había tenido esa oportunidad y por eso puede casarse más tarde con Rosa, cuya hermana, ya vimos, se ajustaba al ideal de belleza grecorromano. Por esta razón, Cecilia no puede “adelantar”: los pocos rasgos negroides que se vislumbran en su rostro y su apellido la anclan y no la dejan pasar la línea del color. Es “impura” y, por esto, su sangre la convierte en un ser abyecto desde el punto de vista físico y moral. Resulta importante añadir que la insistencia de Villaverde en encontrarle un defecto natural a los negros y los mulatos va de la mano de su reticencia por mucho tiempo a apoyar la causa abolicionista en Cuba. Estando en los Estados Unidos, dice Rodrigo Lazo, Villaverde, en lugar de unirse a aquellos patriotas que pidieron la libertad de Cuba y de los esclavos, se unió al periódico La Verdad, financiado por los intereses esclavistas de la Isla, que reclamaba una continuación temporal de la esclavitud y el control por parte de los blancos de la Isla después que se fueran los españoles (Lazo 22). Villaverde trató incluso de que José Antonio Saco apoyara desde el exilio la anexión de Cuba a los Estados Unidos y, al negarse el intelectual bayamés, lo atacó en una serie de artículos publicados en el periódico La Verdad (William Luis 104-108). Cecilia Valdés, no obstante, es la novela antiesclavista más poderosa que se escribió en Cuba. No solo por las escenas terribles que aparecen en ella sino también por la maestría narrativa del autor. Por ende, tanto Villaverde como Ezponda llaman directamente a cambiar la situación en la Isla: si se mantenía como hasta entonces, solo se contribuiría a fomentar hijos ilegítimos que tarde o temprano iban rozarse con los de la clase alta. Ambos forman parte del grupo letrado de maestros, abogados y doctores que tratan de preservar la cultura blanca criolla. Luchan con todos sus medios por impedir la “corrupción” de sus costumbres, su lengua y la educación de sus hijos, y recurren para ello al discurso de las consecuencias siniestras que podía traerle a Cuba la permanencia de tal sistema y la necesidad por tanto de entender sus causas. A finales del siglo xix, el doctor Benjamín Céspedes será uno más de este grupo de escritores que fustigue a los descendientes de africanos por fomentar la prostitución en la Isla y contribuir al caos y a la inmoralidad. En su libro La prostitución en la ciudad de La Habana, publicado seis años después de la novela de Villaverde y dos años después de

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la abolición final de la esclavitud, Céspedes afirmaba que estas uniones podían en un inicio incumbir solamente a dos personas, pero que después su efecto se multiplicaba “incesantemente alcanzando sus terribles consecuencias a la prole irresponsable” (127). En el apartado de su libro titulado “Concubinato”, Céspedes considera que estas uniones eran el paso previo para la prostitución, y afirma que, según las inscripciones de los registros civiles de los juzgados de La Habana, de enero a junio de 1887 nacieron 937 niños ilegítimos en esta ciudad, y que esta cifra se diferenciaba muy poco de la de 1513 nacimientos que no lo eran. “Estas estadísticas”, afirma, “revelan una honda perturbación en la marcha de nuestra sociedad” (128). ¿Cuáles eran según el doctor Céspedes las razones del concubinato? El sistema esclavista, que había hecho posible que los amos pudieran disponer libremente de las mujeres y de la prole, el “régimen polígamo y poliandro” de la “raza importada de África” y, por último, la abundancia de una población de hombres venidos de España, entre los que estaban los curas sin prebendas, los funcionarios del rey, los aventureros de todo tipo y los soldados “muy dados a la vida alegre”. En definitiva, “un enjambre famélico que arrojaba España sobre sus colonias” (130). Benjamín Céspedes era doctor, autonomista, periodista de El Fígaro, y su retórica se diferenciaría enormemente de la de José Martí, que por la misma época defendía el derecho de Cuba a ser independiente. Como dice Vera Stolcke, fueron los independentistas cubanos quienes se opusieron a la prohibición de los matrimonios interraciales que impuso la Corona española en Cuba. Aun así, en la arena pública este debate no gana fuerza, e incluso Martí no publica nunca un apunte donde apoyaba el matrimonio de negros y blancas. El apunte permaneció inédito hasta 1978, y sirve leerlo para entender su posición al respecto. Se titula “Para las escenas” y dice: Y ahora viene la cuestión toral –la cuestión del matrimonio. La eterna pregunta. Y ¿tú casarías tu hija con un negro? Para mí no tiene esta pregunta ninguna significación. Es difícil que yo encontrase marido digno de mi hija, si yo tuviera por ejemplo la hija que yo quisiera tener, fina e ideal, con mucha mente y mucho corazón, y tan sensible que no me la pudiesen rozar sin lastimarla, el [casco] de su cabello [sic]. Si yo encontrase en un negro las condiciones apetecibles para darle esta gloria y consuelo de mi vida, frágil como la espuma y limpia como un rayo de sol, yo sé que tendría la sensatez y el valor de afrontar el aislamiento social y de consentir por mi parte en acceder a la voluntad de mi hija. O la llevaría a tierra, don-

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de se sientan en haz los negros y dan el brazo a todos los señores los negros cultos y honrados. Pero para eso sería previo que mi hija se enamorara del negro, y que el negro demostrase, no solo condiciones de generosidad en bruto, ni su simplicidad, que es hoy con justicia y seguirá siendo, para los hombres honrados, su mayor poder, porque es la prueba patente de su mayor derecho, sino las condiciones excepcionales de carácter y de cultura necesarias para enamorar a mi hija, a despecho de la oposición y repulsa general y los prejuicios sociales, odios a la juventud y a la mujer, que el problema negro implica. El matrimonio no es un derecho de cada hombre sobre cada mujer, sino la unión voluntaria de dos seres de diverso sexo (“Para las escenas” Anuario Martiano 33).

El apunte en sí es elocuente de la forma de pensar de Martí y las diferencias que tiene con la tradición de condenar o imponer una línea infranqueable entre ambas razas. Martí va mucho más lejos que Villaverde, Ezponda y Céspedes al mostrase a favor del casamiento entre una mujer blanca y un negro. Desgraciadamente, nunca lo publicó y por ello no podemos saber qué le motivó esta reflexión o qué le llevó a no publicarlo. Por el título del apunte debemos suponer que debió formar parte de alguna de sus crónicas sobre los Estados Unidos, que él mismo llamó “escenas norteamericanas”. De todas formas, de lo que sí podemos estar seguros es de que en sus crónicas sobre Norteamérica, publicadas en el periódico La Nación de Buenos Aires, Martí fustigó a los norteamericanos, que, amparados en las leyes segregacionistas, impedían los matrimonios desiguales y que incluso llegaron a usar la violencia para amedrentar a los negros. En una de estas crónicas Martí cuenta una historia terrible acaecida en Oak Ridge, un pueblo de Luisiana, donde un grupo de blancos, dirigidos por el alcalde, salieron a “matar a los negros” del lugar, “en castigo de que un negro de allí vive en amor con una blanca” (Obras completas vol. 11, 237). El cubano condena estas partidas y defiende a los negros, a quienes ve como desprotegidos y poseedores de toda la razón. Para describir estos encuentros bélicos, Martí echa mano de un verbo con un antiguo legado antiesclavista, “cazar al negro”, ya que dice que “para otra cacería” “estará limpiando el rifle” el alcalde del pueblo (Obras completas vol. 11, 238). “Cazar” al negro y, antes, “cazar” al indígena fueron dos de las prácticas coloniales más odiosas de la esclavitud en América. En esta crónica, como bien argumenta Óscar Montero, Martí, a diferencia de otros dos periódicos

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que reportaron la misma noticia (el New York Times y el Sun de Nueva York), logra darle un giro semántico significativo al tipo de familiaridad que mantenía la pareja, ya que para él ambos “vive[n] en amor”. Para el reportero del Sun, ambos tenían una “relación impropia” (improper relations). El Times incluso va más lejos, ya que, en su espíritu sensacionalista, la escena adquiere una violencia que no aparece en los otros reportes y dice que al negro se le acusaba de “asaltar” a una mujer blanca (Montero, “Racism in the Republic”). Martí entonces humaniza la relación de la pareja y lo toma como algo natural, desprovisto del lenguaje demonizador con que aparece en la prensa norteamericana. En el contexto de esta escena de Oak Ridge, el fragmento sobre la “cuestión toral” se explicaría y ambos guardarían una estrecha conexión, ya que ambos son una reflexión sobre una unión consensual y amorosa entre un hombre negro y una mujer blanca. Aquí es importante enfatizar el género de cada uno, porque de las posibles combinaciones raciales en Cuba, durante la colonia y después de esta época, como lo demuestra el apunte antes citado de Saco, esa ha sido la más criticada y la que acarrea mayor estigma social. Para la mentalidad esclavista y patriarcal, la mujer no era más que un objeto en una cadena de significaciones que representaban la pureza y la patria. Era quien perpetuaba la etnia, y quien servía de bastión contra la “impureza” de los demás grupos étnicos (negros, chinos e indígenas). Sin embargo, como afirma Martí, la mezcla comenzaría justamente por estos grupos, que eran los menos privilegiados, y esto lo confirma Verena Stolcke, que en su investigación no encontró ninguna petición de matrimonio que procediera de alguien de una posición elevada en la sociedad. Que Martí apoyara pues los matrimonios interraciales no era una sorpresa, ya que esta fue una de las demandas de los independentistas y ya desde su crónica de Oak Ridge de 1887, incluso antes, en su drama Patria y libertad aparece el tema. Sin embargo, el hecho de que Martí nunca publicara este fragmento, o que sus albaceas literarios no lo hicieran hasta casi un siglo después de su muerte, indica lo delicado del tema, que hasta hoy sigue encontrando rechazo en sectores de la población cubana y muestra las residuos de una mentalidad racista que arranca en la colonia, y el temor de las clases altas ante la emancipación de los esclavos. Como afirma Stolcke, a partir de 1864 la Corona española incluso denegó todos los permisos de matrimonios interraciales por un periodo de diez años a causa de la guerra de Secesión en los Estados Uni-

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dos y la consiguiente derrota de los estados sureños un año después (66). La emancipación de los negros en el Sur no podía darles esperanzas a los negros cubanos y, por tanto, las autoridades debían extremar las medidas coercitivas en la Isla, incluyendo las que se referían a los matrimonios mixtos. Cuba, según pensaban las autoridades coloniales, podía convertirse en otra Haití y había que hacer todo lo posible para evitarlo. Concha, el nuevo gobernador general de la Isla quien respondía a los intereses de los hacendados esclavistas criollos, incrementó la vigilancia y favoreció el comercio. Sus esfuerzos en el poder estuvieron encaminados a mantener el sistema segregacionista, ya que esto significaba fortalecer la esclavitud y mantener las diferencias simbólicas que vertebraban la sociedad de la época. Cuatro años después, en 1868, cuando los independentistas se alzaron en armas y declararon inicialmente la libertad de los esclavos, se pasó un decreto dándoles a todos la absoluta prerrogativa de casarse con quienes quisieran. Las nuevas medidas hacían doblemente popular la causa rebelde entre los negros y mulatos, pero, como se sabe, los independentistas fracasaron, e incluso antes de finalizada la guerra, en 1874, el gobierno español volvió a dar licencias para estos casamientos con el fin de ganarse el favor de los negros. Según Verena Stolcke, la liquidación final de la ley comenzó en 1879, un año después de terminada la contienda, cuando el arzobispo de Cuba le pidió al gobierno que aclarase el decreto que regía los matrimonios y pidió que no se tuviera en cuenta las diferencias de color. En 1881, el gobierno español accedió a esta petición y puso fin a la ley que prohibía los matrimonios entre ambas razas.2 Como ya dije, no sabemos exactamente cuándo escribió Martí esta nota. Si la escribió después de ser abrogada esta ley, como seguramente fue el caso, su posición es consecuente con la de los independentistas de 1868, con la Iglesia católica en Cuba e incluso con las últimas disposiciones del mismo gobierno español. De modo que si para esta fecha Martí u otro padre de familia hubieran estado en desacuerdo con este tipo de uniones, desde el punto de vista jurídico no hubieran podido hacer nada. En términos morales y religiosos, el “concubinato” sí podía seguir siendo reprensible, como él mismo lo manifiesta en otra parte de esta 2. He trabajado el tema de forma más amplia en mi ensayo “‘Y ¿tú casarías tu hija con un negro?’: El matrimonio interracial en José Martí”, Journal of Iberian and Latin American Research, 2014.

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nota, y, por supuesto, quedaba el estigma de ser el padre de una hija que habría transgredido el “código moral” de la época, que no es tan fácil de cambiar como una ley. Pero el cubano, según dice, a pesar de esto la apoyaría e incluso, si ambos son rechazados por la sociedad, se la llevaría a otro lugar, a una “tierra, donde se sientan en haz los negros y dan el brazo a todos los señores los negros cultos y honrados” (“Para las escenas” Anuario 33). ¿Por qué entonces no publicó este fragmento si era probable que apareciera en Buenos Aires? Entre las razones que pudo tener para no hacerlo estaba la propaganda antiindependentista que amenazaba al resto de la población con que habría una guerra de razas y que los negros, una vez que Cuba fuera independiente, tomarían el poder y les arrebatarían las mujeres blancas. Dado el carácter simbólico que tenía la mujer en la sociedad cubana de la época, Martí pudo llegar a pensar que una declaración como esta le traería más contrariedades que aplausos. No obstante, aquellos que vivían en los Estados Unidos, y que tenían acceso a las crónicas que publicaba en La Nación, pudieron de todas formas tener una idea bastante clara de su posición en este tema. A continuación, analizaré la crónica de Martí sobre el terremoto de Charleston, donde, nuevamente, el cubano regresa sobre la cuestión racial.

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“Signo de propiedad”: José Martí y los negros de Charleston

El 11 de septiembre de 1886, la revista Harper’s Weekley de los Estados Unidos, que se autotitulaba “revista de la civilización”, dedica su portada a un terremoto de gran intensidad que había asolado el 31 de agosto de ese mismo año el estado de Carolina del Sur. El dibujo que ilustra esta publicación y las crónicas que publicaron otros periódicos norteamericanos hablan de la catástrofe y ponen especial énfasis en la reacción de los negros. En su crónica para el periódico La Nación de Buenos Aires, Martí hará lo mismo. Se preguntará qué había producido aquel terremoto y por qué los negros habían reaccionado de aquella forma.1 Para ello se apoya, directa o indirectamente, en los periódicos de la época y, además, coloca como trasfondo la historia de la esclavitud en los Estados Unidos, con lo que los cubanos que lo leyeran estaban familiarizados, pero que no aparece en otras crónicas norteamericanas sobre el seísmo. Martí lo focaliza, por tanto, en los negros, y dice que en la noche del terremoto “ha[bían] resucitado, en lamentosos himnos y en terribles danzas, el miedo primitivo que los fenómenos de la naturaleza inspiran a su encendida raza” (Obras completas vol. 11, 72). ¿Qué quería decir entonces con “miedo primitivo” y con este énfasis que pone en su raza? ¿Qué los atormentaba? 1. Ambas crónicas fueron publicadas los días 14 y 15 de octubre de 1886 en el periódico La Nación de Buenos Aires. Sin embargo, ambas aparecen como una sola en la edición de las Obras Completas de Martí (1963-1975). Véase, por ejemplo, una edición más reciente de ellas en José Martí en los Estados Unidos, periodismo de 1881 a 1892. Edición crítica de Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez. Madrid, 2003. 713-721. Utilizo la primera edición porque no hay otros cambios y para mantener la homogeneidad de las referencias a lo largo del texto.

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Según Martí, estos eran miedos ancestrales, heredados de sus antepasados, por lo cual interpreta su comportamiento en aquellas horas a través de los dos grandes metarrelatos del siglo xix: la herencia y la raza. En lo que sigue, me interesa analizar estos dos aspectos de la crónica y ver como Martí usa el “reconocimiento” o el “perspectivismo” como dispositivos para explicar y diferenciar las reacciones de los blancos y los negros ante el seísmo. Para esto me apoyaré en los argumentos de Aristóteles en su Poética y en los discursos sobre la herencia racial en el siglo xix. En el capítulo 11 de su Poética Aristóteles describe el reconocimiento como “a change by which those marked by good or bad fortune pass from a state of ignorance into a state of knowledge which disposes them either to friendship or enmity towards each other’ (Poetics 21) [Una transición de la ignorancia al conocimiento, llevando consigo un paso del odio a la amistad o de la amistad al odio en los personajes marcados por la felicidad o el infortunio]. El escenario ideal para el reconocimiento es la tragedia, de ahí que Aristóteles utilice varias para explicar los distintos tipos que podía usar el escritor. Entre los teóricos españoles que hablaron de esta categoría en el siglo xviii está Ignacio de Luzán, quien afirma que una persona podía ser reconocida por sus palabras, por sus señales, por sus propias obras o a través de otras personas (476). Sin embargo, es el discurso etnográfico del siglo xix el que con más asiduidad recurre a esta categoría en la interpretación que da de los otros y, especialmente, a través del concepto de “paralogismo” o “falsa racionalidad”, el cual vendría a oponerse a la forma “racional” en que los científicos describían el mundo. De este modo, puede esperarse que tanto los viajeros del siglo xix como los etnógrafos utilizaran una forma de describir a los sujetos no occidentales que fuera distinta a la suya; que prestaran especial atención al modo en que estos reaccionaban ante la tecnología moderna o describían el mundo, con la particularidad de que en el siglo xix este concepto se asocia al de raza o etnia y, por tanto, se ve como algo “fijo” de lo que el sujeto no puede escapar, produciendo “mitos” en lugar de verdades racionales. Esta dicotomía aparece en muchas de las crónicas que se publicaron en 1886 sobre el terremoto de Charleston. Uno de los científicos que escribió sobre el acontecimiento fue Gabriel E. Manigault, quien, a la sazón, era el responsable del museo del College of Charleston y un reconocido zoólogo. En su relato de los hechos, Manigault afirmaba

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Imagen 3 Portada de Harper’s Weekly del 11 de septiembre de 1886.

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que hubo una “marcada diferencia en el grado de alarma exhibida en el caso de los blancos y los negros durante la primera noche. Los primeros, aunque extremadamente aterrorizados, dejaron escapar muy poco sus emociones, y parecieron entender el acontecimiento como perteneciente al orden de la naturaleza” (91) [traducción nuestra]. Si el comentario de Manigault denota, entonces, la construcción del otro como alguien emocional, incapaz de entender racionalmente lo que veía, como sí hicieron los blancos, William J. McGee, otro comentarista, confirma que esa noche “por sobre todos se levantó el sonido de las voces de la población de color, chillando, gritando, rezando, a veces en tonos articulados pero otras veces no” (20). El New York Times, por su parte, varios días después de la catástrofe se hace eco de esta reacción cuando afirma en su crónica del 3 de septiembre que después de contar el número de desparecidos algunos de ellos eran negros, pero que a lo mejor no estaban muertos, sino que se habían marchado de la ciudad, ya que reaccionaron con tanto pánico que se fueron corrieron frenéticamente en todas direcciones (“The City of Desolation” 1). Y continúa afirmando el Times: the shouting and the praying of the frightened negroes, who believe that the earthquake was, but an advance messenger from Gabriel, and that the day of judgment was at hand, would have being ludicrous under other circumstances, but in the face of the misery of the desolate city they added to the terror and solemnity of the slowly moving hours (1). [los gritos y los rezos de los negros atemorizados, quienes creían que el terremoto no era otra cosa que un mensajero adelantado de Gabriel, y que el día del juicio estaba próximo, hubieran sido ridículos en otras circunstancias, pero en el momento de miseria de la ciudad desolada, se sumaron al terror y a la solemnidad de las horas que pasaron lentamente].

Lo que me interesa argumentar en este lectura es una razón diferenciadora, taxonómica, donde el “yo” (occidental, blanco, observador etnográfico) se diferencia de “otros” (los nativos y negros), postulándose él mismo como un ente racional, objetivo y con una percepción no distorsionada del mundo (y, por tanto, normativa), mientras que deja para el otro características emocionales tales la exaltación o el miedo e imagina sus reacciones como ingenuas, puramente imitativas y aniñadas. Así, por ejemplo, en Cuba Antonio Bachiller y Mo-

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rales, en un artículo de 1866 en que compara los negros ñáñigos y los bailadores de capoeira de Brasil, afirma que estos últimos no debían ser más que “una reunión que conserva los instintos de África con el tinte siempre supersticioso de una raza inclinada a lo maravilloso, y a la imitación de los actos agenos [sic] y de otras razas” (“El Capoiragen de Brasil” 135) [énfasis nuestro]. Esta forma de ver a los negros como entes predispuestos o “inclinados” a lo “maravilloso” por naturaleza va a regresar en la novela de Alejo Carpentier El reino de este mundo, la cual le sirve al escritor cubano para explicar su idea de lo “real maravilloso”. ¿Cómo describe Martí entonces el efecto del seísmo en los negros de Charleston? Al igual que estos otros cronistas, Martí se sirve de ambas formas de reconocimiento, la verdadera (la del blanco, la del autor) y la falsa (la de los negros), para explicar la reacción de estos ante la catástrofe. Los negros se explican el seísmo a través de una “lógica que su mente rechazaba” (60), como diría Jorge Luis Borges en su cuento “El etnógrafo”, lo cual ilustraba el comportamiento de individuos situados en estados diferentes de desarrollo desde el punto de vista psicológico, social y espiritual. Es por ello que, a pesar de que los negros y él comparten el mismo momento histórico, aquellos son los herederos de fantasmas premodernos, arcaicos y salvajes, que se manifiestan en momentos como estos. Afirma el cronista en una descripción que parece una pesadilla del Dante: Aves de espanto, ignoradas de los demás hombres, parecen haberse prendido de sus cráneos, y picotear en ellos, y flagelarles las espaldas con sus alas en furia loca. Se vio, desde que en el horror de aquella noche se tuvo ojos con que ver, que de la empañada memoria de los pobres negros iba surgiendo a su rostro una naturaleza extraña; era la raza comprimida, era el África de los padres y de los abuelos, era ese signo de propiedad que cada naturaleza pone a su hombre, y a despecho de todo accidente y violación humana, vive su vida y se abre camino! (Martí, Obras completas vol. 11, 72) [énfasis nuestro].

En esta descripción de las escenas de terror que siguieron al seísmo en la ciudad, Martí está utilizando simultáneamente dos recursos literarios: la hipotiposis, a través de la cual le da al lector una idea de lo que sintieron los negros en ese momento, y el paralogismo, lo que en palabras de Aristóteles significaba una “deducción falsa” hecha por un

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personaje (33). En el primer caso, no se está refiriendo al efecto físico que provocó en los negros o en la ciudad aquel fenómeno (la pérdida de sus casas, la muerte de algunos de ellos o las heridas que sufrieron), sino a lo que ocurrió en sus mentes y provocó aquella transformación. ¿Cómo lo hace? Pasando del lenguaje realista y factual del periodismo al lenguaje poético del escritor, lo que le imprime dramatismo y color a esta escena. Este recurso retórico, que suplanta las imágenes realistas por representaciones figuradas (“Aves de espanto, ignoradas de los demás hombres”) es posible hallarlo en otras descripciones etnográficas de la época. George Catlin, por ejemplo, el pintor y etnógrafo norteamericano, tan alabado por Charles Baudelaire, que vivió por un tiempo entre los indígenas de Norteamérica, al describir un ritual de iniciación indígena, el O-Kee-Pa, usa este recurso, como dice Vicent Crapanzano, para hacer partícipe al lector de una experiencia más aterradora (57). El ritual que describe Catlin de por sí era extremadamente sangriento: los iniciados se colgaban de unos pinchos que les atravesaban la carne del pecho y de los hombros, y en esta posición permanecían varios días. No obstante, tanto en las descripciones de Catlin como en las de este pasaje de Martí, la escena objetiva tiene que ser ilustrada con imágenes violentas, vívidas, que atrapen la emoción del lector cuando las lee. En la retórica clásica, esto tenía el nombre de hipotiposis. Martí, además, agrega a la descripción un elemento de perspectiva: hace una distinción entre los negros y “los demás hombres” y utiliza una forma indirecta e impersonal, “se vio”, para decir que alguien más, no ellos, pudieron verlo aquel día. Es decir, aquí Martí ya está describiendo el seísmo de dos formas diferentes: una, a través de los ojos de los negros y otra, la real (la verdadera), que es la que aparece en los reportes de los científicos y los blancos. La visión “falsa” sería entonces lo que estos negros tendrían de semejante a los de África: por su raza, ambos compartirían formas iguales de reaccionar, sus mundos estarían entrelazados irremediablemente. Esta visión va acompañada en la descripción de Martí de un atributo temporal que igualmente los diferencia de los blancos. Esto es, la conexión con el África salvaje de donde provienen “los padres y los abuelos” (Obras completas, vol. 11, 72). Estas frases anclan por lo tanto la identidad del sujeto en otro tiempo, distinto al del cronista, y por eso, como afirma Johannes Fabian en Time and the Other, podemos decir que Martí les niega la misma temporalidad histórica que com-

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parte con ellos. Esta “denial of coevalness”, como dice Fabian, fue la forma típica en que la antropología “objetivizó” a sus referentes a través de la historia. Por eso, cuando Martí habla en otra crónica de los “temidos somalíes” a propósito de lo que había dicho otro explorador francés, Georges Révoli (1852-1894), que los había visitado y fotografiado en África, Martí parece describirnos un viaje al pasado: “Cosa de griego parece el traje de las mujeres”, “viéndose los utensilios que en sus casas usan, parece que se ve un museo de objetos prehistóricos” (Obras completas vol. 4, 269). El tiempo, como demostraron Michel Foucault y otros filósofos contemporáneos, fue una de las constantes del discurso epistemológico de las ciencias humanas en el siglo xix. La filología, la sociología y la etnografía lo usan para determinar la condición de los sujetos que encuestan, ya sea en Oriente, en África o en Hispanoamérica, y, por esto, al igual que en el caso anterior, en esta descripción de los negros, las diferencias se basan en la forma específica en que ambos viven el tiempo, lo encarnan y lo manifiestan en sus acciones. Dichas diferencias están fundamentadas sobre la creencia de que los negros, descendientes de antiguos esclavos africanos al igual que los indígenas, manifestaban características emocionales y supuestamente psicológicas diferentes a los blancos y, por tal motivo, sus reacciones estaban condicionadas por la forma en que el pasado había moldeado su psiquis y había dejado su “signo de propiedad” en la sangre. El 15 de agosto de 1889, tres años después de escribir esta crónica sobre del terremoto de Charleston, Martí vuelve a decir de los negros del Sur de los Estados Unidos: “Con los calores, que pueden en la sangre negra más que en la blanca, se les ha encendido la fe a las negradas de Georgia” (Obras completas vol.12, 293). Lo mismo dirá de los indígenas en 1887, al afirmar que estos sienten “el ímpetu de agosto en la sangre” y que por ello se preparaban para la pelea (Obras completas vol. 11, 264). En su crónica sobre el terremoto de Charleston, por tanto, Martí elabora sus ideas a partir de presupuestos que tipifican las razas. Para él, ver actuar al negro de esta forma era transportarlos a otro suelo y a otra época, era revelarle al lector blanco y de clase media las diferencias que tenía con ellos. No es extraño entonces que, en esta crónica, Martí se encargue de marcar una distancia ontológica entre él y los otros al darle una explicación científica y detallada al seísmo. Si la reacción de los negros ante el fenómeno es “sobrenatural y maravillosa,

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[cosa] que no existe en las demás razas primitivas”, según Martí, la del cronista es científica y razonada (Obras completas vol. 11, 73). Si la de ellos es emocional, la de los blancos es racional. Martí justifica lo primero de forma dramática cuando dice a continuación que los negros de Charleston eran una “miserable parodia de esa soberana constitución” deformada por el látigo y la servidumbre, a quienes “solo les dejaron acaso vivas” “las emociones bestiales del instinto y el reflejo débil de su naturaleza arrebatada y libre” (Obras completas vol. 11, 73). Pero ni la esclavitud, dice Martí un párrafo más abajo, pudo apagar en ella el “espíritu de una raza” que así se vio surgir en ese momento caótico “en lo heredado de su sangre lo que traen en ella de viento de selva” (Obras completas vol. 11, 73) [énfasis nuestro]. Parecería entonces que el seísmo reveló en los negros su estructura más íntima, según el cubano, su natura instinctus, aquella que no pudo modificar ni la civilización ni la esclavitud.2 Esto permite entonces hablar de un discurso perspectivo y hereditario en Martí, ya que, si a los negros los atacan fantasmas pre-modernos, el cronista es quien “ve” y explica las pesadillas de su “empañada memoria”. Martí, por esta razón, nunca describirá en su crónica a los blancos recurriendo al mismo grado de desesperación que los negros, ni dando alaridos religiosos ni manifestando un sentimiento de falta o temor divino que sí comparten, según sugiere, los indígenas y los africanos. Es cierto que los blancos también sufren los efectos devastadores del terremoto, que a veces rezan, como apunta el cronista, junto a los negros, pero estos nunca se explican este fenómeno como si fuera el juicio final o como si hablaran con Dios. La forma en que el negro y el blanco reaccionaron ante la catástrofe es indicativa, pues, para Martí de sus diferencias psíquicas y de su sangre. A continuación, dice Martí que los negros tenían una “bondad nativa” “pero” (y esa conjunción adversativa es fundamental) también “tiene, más que otra raza alguna, tan íntima comunión con la naturaleza, que parece más apto que los demás hombres a estremecerse y regocijarse con sus cambios” (Obras 2. Para más detalles sobre la racialización de la sangre en el discurso médico, véase Keith Wailoo, “Detecting ‘Negro blood’: Black and White Identities and the Reconstruction of Sickle Cell Anemia”. Drawing Blood: Technology and Disease Identity in Twentieth-Century America, y Jill G. Morawski, “White Experimenters, White Blood, and Other White Conditions: Locating the Psychologist’s Race” en Off White: Readings on Race, Power, and Society.

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completas vol. 11, 73). Si después del terremoto los negros aún seguían alabando a Dios por haberlos dejado vivos, Martí explica el seísmo de la siguiente manera: “La planicie costal del Atlántico, blanda y candente, cediendo al peso de los residuos depositados sobre ella en el curso de los siglos por los ríos, se deslizó sobre su lecho granítico en dirección al mar” (Obras completas vol. 11, 76). Según Aníbal González, la explicación que da Martí en este fragmento de la crónica se corresponde con las teorías de Charles Lyell (1797-1875) en su libro Principles of Geology (1830-1833). Lyell fue uno de los científicos más notables del siglo xix e influyó incluso de manera importante en uno de los autores preferidos de Martí, Ralph Waldo Emerson. Como afirma González, Lyell era un exponente de la escuela del pensamiento “uniformista” que se opuso a la escuela “catastrofista” de Cuvier (95). Charles Lyell convirtió la geografía en geología, volviendo lo que antes era una disciplina preocupada por el espacio en una forma de entender el tiempo (McGrane 91). Uno de los aportes más significativos de su teoría fue el haber constatado la existencia de capas, a través de las cuales podía rastrearse la evolución de la humanidad. Pero dichas capas no eran fijas, sino traslaticias, e iban acumulando en el transcurso de milenios una enorme fuerza que dejaba escapar en momentos como estos. Dicha liberación de energía provocaba el deslizamiento de unas sobre otras. De esta forma, como contraposición a la reacción emotiva de los negros, Martí recurre a la ciencia y a la analogía para establecer un vínculo entre el hombre y la tierra, para hacer “visible” lo que permanece oculto y, de momento, se abre camino con fuerza. Es por esto que Marcia Yoskowitz cree hallar en este escrito del cubano la influencia de Emerson, ya que el terremoto muestra “la armonía perfecta de la naturaleza” (147-148). No es una coincidencia, entonces, que el mismo vocabulario de fuerza telúrica que Martí utiliza para explicar las diferentes capas que se solapan en lo profundo del planeta reaparezca en su descripción de los negros, de quienes, dice, “surgía” una naturaleza extraña, una “raza comprimida”, una fuerza interior que a pesar de todo “se abre camino” (Obras completas vol. 11, 72). Este vocabulario que recuerda el mundo de correspondencias y analogías de Emerson y Baudelaire, tiene la capacidad de hacer “visible” lo “invisible”, de hacer una “radiografía”, como dice José Olivio Jiménez “del espanto de sus negros” (14), ya que Martí lee en esta crónica a un mis-

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mo tiempo la tierra y el (otro) cuerpo. Este juego de visibilidades ocultas es propio del siglo xix en el sentido que le dio el ocultismo a sus revelaciones, se explicaban los fenómenos que no podían verse a simple vista, como los rayos X, o se trataba de analizar el comportamiento de los individuos a través de la herencia. En ninguno de los casos la prueba aparece a simple vista, sino que se infiere por signos externos, por las características “morales” o intelectuales que aparecen en el rostro de la persona o por los supuestos rasgos hereditarios. Dos seudociencias de la época hicieron énfasis en estas correlaciones: la fisonomía y la frenología, y muchos escritores del siglo xix, entre ellos Walt Whitman, Goethe y Edgar Allan Poe, recurrieron a ellas. Cuando en 1882 Martí describe al poeta Oscar Wilde, afirma, por ejemplo, que “este joven lampiño, cuyo maxilar inferior, en señal de fuerza de voluntad, sobresale vigorosamente, es Oscar Wilde” (Obras completas vol. 9, 221). Al decir esto, Martí está recurriendo al discurso tipificador que infiere características morales a través de la forma del rostro. El maxilar inferior, en este caso, es un “signo” que caracteriza su personalidad. No por gusto, cuando Martí describe el cuadro del pintor húngaro Munkácsi Cristo ante Pilatos nota el gentío que rodea a Cristo y llama la atención sobre los rasgos faciales que tiene uno de los hombres que le grita. Al hacerlo, le atribuye estas mismas características “bestiales” de su rostro a su personalidad, cosa que hicieron otros escritores románticos, e incluso criminólogos, como Cesare Lombroso cuyas ideas le eran conocidas. Martí, quien era 18 años más joven que Lombroso y absorbió toda la literatura romántica de su época, e incluso hizo un comentario crítico de su obra El hombre de genio (1888) (Obras completas vol. 21, 415), recurre a este lenguaje para crear jerarquías y oposiciones. Crea con ello “tipos” humanos. Lo mismo, entonces, ocurre con los negros en esta crónica. Se trata de hacer visible a través de los rasgos somáticos y sus comportamientos lo invisible y resolver de esta forma el misterio de sus reacciones. Ya para esta época, como dice David Green, la antropología tendía a ver las diferencias entre ambas razas como algo fijo, por lo cual las “características hereditarias” sirvieron para explicar los comportamientos socioculturales de los diversos grupos. El problema era que, como dichas características no podían observarse a simple vista, tuvieron que ser inferidas por los mismos rasgos físicos y de comportamiento que se intentaba explicar. Esto, sigue explicando Green, convirtió el cuer-

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po del otro en una especie de objeto totémico donde su misma visibilidad articulaba con más evidencia y claridad su naturaleza y su cultura (31-32). Este interés de Martí en el discurso cientificista o en su forma de racializar el miedo en su crónica es importante subrayarlo, ya que, al leer sus textos, no se le asocia frecuentemente a estos discursos y se le ha visto como un defensor de la igualdad racial. El hecho, no obstante, es que Martí se interesó mucho en este tema, e incluso llegó a reseñar varias discusiones y libros que hablan de la importancia de la herencia, entre ellos un libro de Francis Galton (1822-1911) titulado Record of Family Faculties, Consisting of Tabular Forms and Directions for Entering Data, with an Explanatory Preface (1884). Galton, que es conocido como el padre de la eugenesia, estaba interesado en descubrir las características que heredaban los hijos de los padres a través de las generaciones. Sus escritos se hicieron muy conocidos en los Estados Unidos, en Europa e incluso en Cuba, y sirvieron para demostrar la inferioridad natural de las razas no europeas.3 En su reseña del libro de Galton, comenta Martí que el científico británico le pedía a sus lectores que, si estaban interesados en conocer los caracteres hereditarios de sus hijos, rellenaran los cuestionarios que incluía y se los enviaran. A cambio, él les pagaría 500 libras esterlinas. En las trece primeras hojas del libro, Galton explica su teoría y detalla la importancia que tenía cada rasgo de la persona en este proceso. Por ejemplo, la necesidad de describir el color de la piel, del pelo y de los ojos, los poderes físicos y mentales de los antepasados, el temperamento y las enfermedades familiares. Todos estos datos debían predecir la herencia del niño. En su reseña para La América, Martí lo anuncia como un “libro nuevo y curioso” y afirma que en estos tiempos los científicos intentaban hacer “lo que parece posible conseguir: la reducción del hombre, con todas sus facultades espirituales y agencias físicas, a un ente regular científico” (Obras completas vol. 15, 395). Sin embargo, 3. Sobre la eugenesia y Martí, véase mi artículo “Gacetero de crímenes: La crónica roja, el poema y la ficción en José Martí”. Revista Hipertexto: A Journal on Spanish, Latin American and Latino Studies. Para la importancia de esta ciencia en Cuba, véase el libro de Armando García González y Raquel Álvarez Peláez En busca de la raza perfecta. Eugenesia e higiene en Cuba (1898-1958). Para el caso de la recepción de las ideas de Galton en la Alemania nazi, véase el libro de Edwin Black War against the Weak. Eugenic’s and America’s Campaign to Create a Master Race.

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acto seguido contrapondrá a estos argumentos lo que llama “las leyes del espíritu” (Obras completas vol. 15, 395), que a los científicos no les interesaba investigar, pero que a Martí sí le parecía esencial en el debate. ¿Por qué? Porque Martí se apoyará justamente en el espíritu para rebatir esta ideología. Este es el argumento que utiliza cuando habla de Charles Darwin en su crónica de 1882 y ya se vislumbra en sus explicaciones y defensa del espiritualismo en el debate del Liceo de México. Por eso, Martí repite una y otra vez que la vida humana no podía “reducirse” a lo material, que era importante prestar atención a lo “maravilloso y extrarregular en la existencia” (Obras completas vol. 15, 395). Piensa que, si bien es cierto que los padres podían pasar sus características peculiares a sus hijos, tampoco estaba claro si esto se hacía a través de los genes o por el trato íntimo que los padres tenían en la casa con ellos, adelantando de esta forma el debate entre la naturaleza versus la crianza que dominará las ciencias biológicas y sociales a partir de finales del siglo xix. Por eso, le reprocha al naturalista inglés que la experiencia diaria demostraba que nacían “espíritus lucientes” de padres que no lo eran. Dice: “Esta teoría es errónea, puesto que se ven surgir sin transición ni antecedencia, sin progresión ni acumulación visible, de vientres bastos como una cueva de troglodita, espíritus lucientes como un diamante” (Obras completas vol. 15, 395). ¿Por qué entonces Martí, en su crónica de Charleston de 1886 y en un apunte íntimo que analizaremos más adelante, habla de los negros sujetos a su “herencia africana”? ¿Podría pensar que a pesar de estos reparos la nueva ciencia sí tenía validez? El final de su reseña del libro de Galton pudiera sustentar este argumento, ya que lo que parece criticar Martí en este punto es la exageración, el exceso de importancia que se le daba a los genes en la conformación del carácter de los hijos. Afirma: De manera que no es irracional suponer que con el germen de vida el padre trasmite al hijo sus cualidades primitivas y esenciales; ni es cuerdo exagerar esta doctrina hasta afirmar que con el germen se transmiten, no solo las sutiles esencias y peculiaridades del espíritu, sino todas aquellas meras accidencias [sic] que van amoldándolo en su vida por la tierra como los dedos del escultor el yeso blando, y llegan por lo común, si no dan con un individuo prominente a ofuscar y oscurecer con las preocupaciones adquiridas y cóleras y simpatías de contagio, y el vigor y la originalidad del espíritu nativo. La individualidad es el distintivo del hombre. Se pueden conocer las leyes de la vida, como se conocen las de los astros, sin poder

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por eso ni añadir ni quitarles luz, ni torcerlos de su curso (Obras completas vol. 15, 398).

De nuevo, lo esencial aquí es el grado de importancia que le daban los científicos a esta teoría y el esfuerzo que pone Martí en hallar una razón para escapar de la camisa de fuerza que suponían los genes. No podía ser de otro modo para quien había tenido por padre a un celador de barrio. Por eso, una y otra vez, Martí trae a relucir “las leyes del espíritu”, sus “sutiles esencias y peculiaridades”, y mezcla en su lenguaje palabras sacadas del discurso científico, como “primitiva” y “esenciales”, con conceptos espirituales. Así, en la reseña que escribió del libro del biólogo norteamericano William K. Brooks, para la misma revista, titulado Las leyes de la herencia, habla de “la teoría de la expansión análoga”, que en sus otros escritos asocia con la teoría emersoniana de la armonía universal. Martí dice en esta crónica que, hasta que no se tome esta teoría en cuenta, la ciencia no iba a hallar una respuesta satisfactoria a los problemas que entonces se planteaba. En su visión emersoniana del Universo existía una estrecha similitud entre la naturaleza y el hombre: el Universo era uno, el macrocosmos se reflejaba en el microcosmos y viceversa. En fecha tan temprana como 1875, estando en México, Martí aclara que “todo va a la par y todo es semejante; el árbol tiene savia como sangre el cuerpo y agua el río” (Obras completas vol. 14, 21). Por eso no le es difícil hallar correspondencias entre el mundo natural y el ser humano, o que trate de reconciliar el espíritu y la materia. No obstante, su interés por estos estudios no termina aquí. En otras crónicas, Martí habla de los caracteres incluso no biológicos que los hijos podían heredar del padre. En la nota que escribe sobre el libro de Brooks, apunta que eran distintos los rasgos que heredaba el niño de la madre y del padre: “La madre da todos los elementos conservadores de la especie; el padre todos los elementos revolucionarios” (Obras completas vol. 13, 426-427). En una crónica de 1875, casi once años antes de publicar esta sobre el terremoto de Charleston, afirmaba que “el hijo tendrá inteligencia porque la hubo del padre que lo creó” (Obras completas vol. 14, 21). Más adelante, en otra crónica de 1888, hace un resumen de varias ponencias científicas leídas en un congreso de antropología en Nueva York, entre las que estaba, dice, una del investigador británico Kerr, quien “aportó una valiosa estadística sobre ‘la herencia entre los ebrios’ de los cuales parecen que hasta más de

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la mitad lo son porque lo fueron sus padres, que les legan con la sangre envenenada la sed que solo se aplaca con la bestialidad y se apaga con la muerte” (Obras completas vol. 11, 479). Sigue diciendo que otro de los presentes, Crothers, había disertado sobre “lo arraigado de las ideas en los pueblos por causa de herencia, a tal punto que se requieren fatigas de sangre y montes de años para arrancar de cuajo una falsa creencia” (Obras completas vol. 11, 479). En la época en que Martí escribe, entonces, se discuten abiertamente no solo las leyes de la herencia, las enfermedades que podían trasmitirse de padres a hijos, sino también la posibilidad de heredar comportamientos. De la misma forma, a la hora de hablar de los pueblos se englobaban la biología y la cultura y se pensaba, como dice George Stocking, que “las características de las civilizaciones se transmitían de una generación a otra de ambas formas: en y a través de la sangre de los ciudadanos” (6) [traducción nuestra]. En su crónica de Charleston, Martí conecta pues el concepto de herencia con el tipo de reacción que sintieron los negros ante el seísmo. Es decir, Martí racializa el miedo a través de elementos que, dice, eran propios de su raza. Estas reacciones eran de tipo “paralógico”, y Martí debió sacarlas de las crónicas que narraron esta catástrofe en los EE. UU. Estas crónicas coinciden en afirmar que las reacciones de los negros ante el peligro, a diferencia de los blancos, fueron pasar la noche rezando y gritando, con lo cual se explicaba que entendieron el seísmo como un signo sobrenatural, como una señal de un poder superior a ellos. Ninguno de estos artículos, sin embargo, fue escrito por un negro, solo por letrados blancos, reporteros de Nueva York o científicos como Manigault, que ocupaban puestos importantes en la ciudad y que pertenecían a una élite que pocos años antes había dejado de ser esclavista. Por ende, no podemos estar seguros de que la forma en que los periodistas representan a los negros sea fidedigna y de que las reacciones no fueran el resultado de una imposición de conceptos e ideas racistas. La fuente original de muchas de estas noticias fue el News and Courrier de Charleston, el mismo que, al parecer, le suministró a Martí la información vivencial sobre la catástrofe. Robert Geraldi, en su artículo “José Martí and El terremoto de Charleston: Eyewitness or Plagiarist”, reproduce varios fragmentos de noticias que aparecieron en este periódico y los coteja con otros de la crónica del cubano. Afir-

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ma Geraldi que Martí no estuvo en el lugar de los hechos esos días y que, por lo tanto, no fue un “testigo presencial” de la escena: dada la gran similitud de ciertos pasajes, este no hace más que “plagiar” al reportero del periódico. Agrega Geraldi que Martí habla repetidas veces de los males de la esclavitud en el Sur y, por esto, “used his essay as a post-Civil War vehicle to show how the various races were united during a time of crisis” [usó su ensayo como un vehículo de la postguerra civil para mostrar cómo las distintas razas se unieron durante un momento de crisis] (87). ¿Por qué lo hará? Según Aníbal González, el terremoto de Charleston ocurrió el mismo año en que el gobierno español abolió la esclavitud en Cuba (88), un proceso que ya había comenzado a principios de la década de 1880. Por tanto, según González debe leerse esta crónica como un gesto político y un llamado a todos los cubanos a incorporar a los negros a la nación. Sin embargo, González y la crítica posterior han tendido a exaltar la representación de los negros en esta crónica y a asignarles una importancia que no tienen. Agrega González, por ejemplo, que los negros son percibidos por Martí como “seres privilegiados por el fuego interior” (91) y tienen “una autosuficiencia ontológica, que los convierte, entre las ruinas de la ciudad, en la única fuente de autoridad espiritual en Charleston” (92). Julio Ramos, asimismo, creyó ver en el seísmo el surgimiento de una nueva racionalidad, de otro saber (literario, mitológico, estético), opuesto, según su tesis, a los discursos “fuertes” de la modernidad, ya que ahora son los negros “los que guían el retorno a lo otro de la ciudad, a la selva; retorno, a su vez, que implicaba la restitución del poder del mito y la imaginación (lo propio de la literatura), interrumpido en la ciudad por el desencantamiento racionalizador” (Desencuentros 120). Es más, Ramos ve la descripción que hace Martí del desastre como una crítica al progreso y las ansias de desarrollo e ilustración de las élites civilizadoras en Hispanoamérica.4 4. Dice Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad: “En sus notables crónicas ‘El terremoto de Charleston’ e ‘Inundaciones de Johnstown’, por ejemplo, la representación de la catástrofe presupone una crítica del iluminismo epitomizado por Sarmiento […] la catástrofe no promueve el orden de la ciudad: destruye –insiste Martí– todos los emblemas de la modernidad (sobre todo, el mercado). Pero posibilita, mediante la destrucción de la ciudad, el retorno al origen que el progreso obliteraba” (119-120). También sobre la misma tesis puede consultarse el libro de Rafael Rojas José Martí, la invención de Cuba. Para Rojas, al hablar de Norteamérica el cubano pone los acentos en “los residuos monstruosos de la modernidad”,

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No creemos que ese sea el caso. No hay en este texto ninguna fantasía del regreso a lo que Martí llama en la misma crónica “la selva”. De hecho, si el “mito” juega algún papel en estas descripciones de los negros es el de fijar su herencia y racionalizar sus vidas. Tal es así que en esta crónica Martí contrapone la “imaginación ardiente” y la religión a las teorías científicas, y, al tomar partido por esta última para explicar el terremoto y la reacción de los negros, se estaba poniendo al lado de los científicos, con lo cual el valor de la religión para llevar a efecto la reconstrucción del lugar es improbable. Más aún, si Martí habla de una naturaleza “comprimida” que surge en momentos de crisis como estos ¿cómo pueden ser los negros una “autoridad”? Y ¿acaso no describe luego a los negros como una raza que no compartía “la superioridad” temporal de los blancos? ¿No son ellos los que llevan ese “signo de propiedad” que, a pesar de todo, se abre camino? Según Aníbal González, además, Martí quería enviarles con esta crónica a los cubanos un mensaje de la “viabilidad de integrar al negro a la lucha independentista”, y afirma que Martí llega a conclusiones similares a los “afroantillanistas” de principios del siglo xx, en cuanto la necesidad de que “el ‘progreso’ humano solo podrá continuar si se le extiende una franquicia libre a la raza negra para que ejercite sus capacidades y atributos originales” (93). En el fragmento al que se refiere el crítico, Martí dice: “Trae cada raza al mundo su mandato, y hay que dejar la vía libre a cada raza, si no se ha de estorbar la armonía del universo, para que emplee su fuerza y cumpla su obra, en todo el decoro y fruto de su natural independencia” (Obras completas vol. 11, 72). Lo lógico entonces sería aceptar al negro dentro de la sociedad, como bien ve González, y permitirle seguir avanzando desde el punto de vista social a través de la educación, la igualdad en el trabajo y otras medidas que pronto iban a convertir en realidad el mismo activismo político de los negros en Cuba. No obstante, es importante preguntarse por qué esta diferenciación de “grado” y qué tiempo iba a llevarle a los negros equipararse con los blancos. Más aún, vale señalar que Martí en esta crónica pide que se le permita al negro educarse, so pena de que ocurra algo peor en el futuro: es decir, que los mismos blancos reciban según la frase de Dolf Oehler (16), “de modo que la poesía, en tanto residuo de la ética tradicional, se convierte en el dispositivo idóneo de toda una resistencia estética y moral a la modernidad” (83). Ambos se apoyan en las ideas de Ángel Rama.

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un “castigo lógico”. Dice: “¿Quién cree que sin atraerse un castigo lógico pueda interrumpirse la armonía espiritual del mundo, cerrando el camino, so pretexto de una superioridad que no es más que grado en tiempo, a una de sus razas?” (Obras completas vol. 11, 72) [énfasis nuestro]. Según lo que dicen Jowett Garth y Victoria O’Donnell en Propaganda and Persuasion, estamos entonces ante una “transacción persuasiva” por parte del escritor, en el sentido de que este les promete a sus lectores que, si hacen lo que él sugiere, todos saldrían beneficiados (28). Las palabras claves en su descripción de los negros en esta crónica son el evitar “interrumpir” o “cerrar”. El negro para Martí, al igual que el “hombre natural”, tenía una “bondad nativa” (Obras completas vol. 11, 72), que la esclavitud no podía pervertir, y una “humildad” que los otros debían respetar. Ambos atributos serían suficientes para rebatir los argumentos racistas en su contra o aquellos que únicamente tenían una “superioridad que no es más que grado en tiempo” (Obras completas vol. 11, 72). Regresaré sobre este punto más adelante, cuando hable de la importancia del discurso social evolutivo en Martí. Ahora me interesa recalcar que la primera de estas características, la “bondad nativa”, refuerza la oposición que ha establecido en todo el texto entre civilización / barbarie, presente / pasado, blanco / negro y América / África, ya que la bondad natural o nativa remite al sujeto a un origen remoto, un rasgo que comparte con los indígenas (el llamado “buen salvaje”) que como vimos, ya aparece en Sab, y, por tanto, ancla su personalidad en la naturaleza y en el momento en que ésta marcó su “ser”. Por otro lado, términos como “humildad”, “mansedumbre” y “bondad” tienen un amplio uso colonial. Están asociados a su servidumbre y su lealtad al amo, como también vimos en las novelas de tema negro, y sirvieron para abogar por ellos y criticar al sistema. Lo contrario del negro humilde era el negro “equivocado”, “soberbio” y “resabido”, que sí era un sujeto amenazador para los blancos e invocaba el temor a la revuelta, el fin de los privilegios esclavistas y las jerarquías raciales. En su intento de mostrar entonces el “miedo primitivo” de los habitantes de Charleston, Martí incluye en su crónica una descripción de unas “pobres negritas” que en medio del seísmo se le acercaron pidiendo ayuda a los blancos. Afirma el cubano: ¡Muchas pobres negritas cogían del vestido a las blancas que pasaban, y les pedían llorando que las llevasen con ella –que así el hábito llega a

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convertir en bondad y a dar poesía a los mismos crímenes– ¡así esas criaturas, concebidas en la miseria por padres a quienes la esclavitud heló el espíritu, aún reconocen poder sobrenatural a la casta que lo poseyó sobre sus padres!: así es de buena y humilde esa raza que solo los malvados desfiguran o desdeñan! (Obras completas vol. 11, 70) [énfasis nuestro].

Según Robert Geraldi, esta escena de la crónica de Martí recrea parte de un artículo publicada el 4 de septiembre de 1886 en el periódico de Charleston The News and Courier. Según dice, aquí se ve la necesidad de poner a un lado por un tiempo breve las hostilidades y antagonismos para asegurar “the survival and well-being of humanity” [la supervivencia y el bienestar de la humanidad] (86). El fragmento del News and Courier dice: Many a poor wandering colored boy or girl, when endeavored to stop their white friends as they ran by in the confusion to supplicate that they would remain with them until the “judgment was done”. In many an instance a trembling colored girl sank down on her knees and seized with frantic energy the folds of some white lady’s dress, and failing to express their terror in words, with scarcely moving lips, betokened that they wanted only the moral supports of a white friend in the hour of distress and agony [cit. por Geraldi]. [Muchas pobres negritas o negritos que corrían, cuando intentaban parar a sus amigos blancos que pasaban cerca en medio de la confusión le suplicaban que se quedaran con ellos hasta que “se acabase el juicio”. En más de una oportunidad una negrita temblando se arrodillaba y cogía con energía frenética por el pliegue del vestido a una muchacha blanca, y sin poder expresar su terror con palabras, con un movimiento casi imperceptible de los labios, le decía que solamente quería el apoyo moral de un amigo blanco en esa hora de agonía y peligro.] [Traducción nuestra.]

Lo más probable es que Martí haya sacado este fragmento de este periódico, porque, en efecto, así aparece allí. Pero, aclaro, Martí no fue el único en hacerlo. Henry Grady, en un artículo publicado ese mismo día en el New York World, y otro periodista del New York Tribune, el 4 de septiembre, reproducen estos párrafos casi palabra por palabra, sin hacer ninguna referencia a su colega del Sun. El artículo de Grady en el New York World lo encabeza un cintillo que dice “Weird, thri-

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lling scenes. Effect on the negro mind of the earthquake at Charleston” [Escenas raras y emocionantes. El efecto del terremoto de Charleston en la mente de los negros] (3), pero no adiciona ninguna nota explicativa, solo son una especie de instantáneas del seísmo. En tal sentido, la crónica de Martí se asemejaría más a otras que se publicaron en ese momento y que sí ponen énfasis y explican con detenimiento de dónde provenían estas reacciones. Richard N. Côté, en City of Heroes: The Great Charleston Earthquake of 1886, explica que las primeras noticias que dio el News and Courier de Charleston la noche del seísmo describían a los refugiados en términos de estereotipos raciales y genéricos, lo cual equivalía a decir que las mujeres y los niños reaccionaron con “pánico”, los blancos con “bravura” y los negros “rezando” y “gritando”, tal y como muestra la portada de la revista Harper’s Weekley del 11 de septiembre de 1886. Côté cita un ejemplo de esto último en las palabras de Louis A. Beaty, editor del Berkeley Gazette, cuando este dice: “The negro character, permeated with animal excitement, superstition and fetichism [sic] shone forth in its glory. The demeanor of the whites was calm and reassuring” [La personalidad del negro, impregnada de emoción animal, superstición y fetichismo, brilló en toda su gloria. El comportamiento de los blancos fue calmo y tranquilizador Côté 191]. La escena que cita Martí sobre las negritas de Charleston se desarrolla entonces en dos niveles de significación. En un primer plano, la escena aparece tal y como la pinta el periódico y, acto seguido, Martí incluye una explicación, le agrega una moraleja, una cosmovisión, y la ideologiza. Nada de esto aparece en la nota original, pero téngase en cuenta que dicha actitud de los negros sería radicalmente distinta a la del propio autor y a la de los blancos de clase media que leen su crónica, o que incluso pasaron por la experiencia del seísmo. Solo en la mentalidad, la memoria y la psicología de esta raza, cree Martí, una raza que había sufrido la esclavitud, pero que tenía todavía vivo su “instinto”, cabía una predisposición a actuar de este modo. Un poco más adelante, Martí regresa sobre la misma idea y afirma: “Se prendían [los negros] en su terror a los blancos y les rogaban que los tuviesen con ellos hasta que ‘se acabase el juicio’” (Obras completas vol. 11, 73). Me interesa resaltar el hecho de que, en esta escena, Martí lee el “miedo” de las niñas negras como una alegoría del “reconocimiento” ontológico de los blancos por parte de los hijos de los antiguos escla-

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vos. Martí dice que los negros en aquel momento se comportaron así porque “reconocían” un poder “sobrenatural” en la raza que había esclavizado a sus padres. De modo que estamos nuevamente en una escena de reconocimiento, como la que hicieron los indígenas cheyenes cuando recibieron del general Nelson Miles el carro, y descubrieron la rueda o cuando vieron llegar a los españoles a América y los creyeron dioses. Ambos casos son ejemplos de paralogismo o falsa racionalidad, ya que su reconocimiento no es verdadero y está teñido por la admiración, el mundo maravilloso o aniñado de los indígenas y los negros, una forma de tipificar al otro que se hizo muy común en el siglo xix y perduró hasta bien entrado el siglo xx (Geertz 20). Esta es la razón por la cual los negros y los indígenas en esta crónica de Martí se explican el seísmo a través de una “lógica que su mente [la del blanco] rechazaba”, (Borges 60). Esto ilustraría la forma de pensar de personas situadas en “grados” de tiempo distintos, porque, de nuevo, ¿qué significa que los negros “reconozcan” un “poder sobrenatural” en los blancos, que el cronista sabe que estos no tuvieron nunca, y que los negros lo acaten, casi como un gesto figurativo de “salto atrás”, ya que no fue a ellos sino a sus padres y abuelos a quienes tuvieron los blancos como esclavos? (Obras completas vol. 11 70). Primero, como afirma Aristóteles en su Poética al hablar del reconocimiento, este se da en las personas marcadas lo mismo por el infortunio que por la felicidad. Es una transición de la ignorancia al conocimiento y, en este caso, del odio a la amistad (21). Si a los negros y a los blancos de Charleston los mantenía separados una historia de esclavitud, ahora ambos se reconocen como víctimas, produciendo el seísmo un momento de unión entre ambas razas. El cronista aspira a que el lector desarrolle, en base a escenas como estas, una conexión directa y afectiva con los negros, ya que su raza era así de “buena y humilde”, capaz en momentos como estos de sentir pavor por los fenómenos naturales. Se establece de esta forma en el texto un engarce horizontal que busca o apela al lector según lo que el cronista considera un comportamiento bueno, aceptado y merecedor de simpatía en su cultura. Más aún, el reconocimiento implica en este pasaje el acatamiento de una naturaleza superior, y esta era otra de las formas en que se retrataba a los nativos en el siglo xix. Henry Drummond, después de recorrer África en la década de 1880 y venir a los Estados Unidos a narrar sus impresiones en las sociedades eruditas”, habla de este reco-

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nocimiento cuando en Tropical Africa dice: “To the African the white man is a supreme being. His commonest acts are miracles; his clothes, his guns, his cooking utensils are supernatural” [para el africano, el hombre blanco es un ser supremo. Sus actos más comunes son milagros; sus ropas, sus armas, sus utensilios de cocina son sobrenaturales] (105). De modo que la personalidad del sujeto blanco y europeo se constituye a partir de la otredad que significa África. El otro es esencialmente distinto a él, le sirve pleitesía, lo imita y lo considera un ser sobrenatural. En la época en que Henry Drummond escribe esto, Inglaterra contaba, solamente en la parte occidental de África, con más de seis “posesiones”, que administraba a su conveniencia y explotaba para su propio beneficio: Senegambia, Sierra Leona, Costa Dorada, Nigeria, Bahía de Walvis y el cabo de Buena Esperanza. Si los africanos trataban así a los europeos, sería más fácil sojuzgarlos, se justificaba su dominio y, como dice Drummond, era necesario que por ello “la gran herida abierta del mundo”, África, recibiera de las manos de Inglaterra un “tratamiento decisivo” (xi). Sobra decir, entonces, que estos viajeros interpretaban las distintas etnias basándose en convenciones culturales que servían para excluirlas y despojarlas de los mismos derechos naturales que representaba el estado liberal decimonónico (razón y derecho a la vida, a la libertad y a la felicidad). En Francia, Comte había hablado del estado “fetichista” de los primeros estadios de la civilización humana y Emile H. Cazelles, a quien también Martí leyó, explicaba que, para los antiguos y los africanos, el jefe era el origen de la ley, y las características que lo hacían superior a los otros eran percibidas como “sobrenaturales”, esto es, “supernatural by the rude minds that had scarcely an idea of the power and limits of human nature were the origin of religion and his opinions were the first dogma” [sobrenaturales por las mentes rudas que no tenían casi ninguna idea del poder ni de los límites de la naturaleza humana, convirtiéndose en el origen de la religión y sus opiniones los primeros dogmas] (48). En todo caso, esto explicaba la existencia de un tipo de personalidad detrás de cada fenómeno o el valor que se le atribuía a una persona más allá de sí misma. Era natural entonces que, en su crónica sobre el terremoto de Charleston, Martí asuma que solo una mente “ingenua” y alejada en “grado” de la civilización del autor fuera capaz de creer en el poder superior de los blancos e incluso recurrir a ellos en casos extremos para

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que los protegieran. Si los negros, en la crónica de Martí, reconocen a los blancos con poderes sobrenaturales, entonces estarían haciendo lo mismo que los antiguos esclavos: implicaría una repetición de un paradigma de perspectiva diferente, un retroceso en la historia y que los negros y los blancos, a pesar de vivir en el mismo tiempo histórico, tenían formas distintas de ver el mundo. Esto nos indica que, si el negro “reconoce” en el blanco poderes sobrenaturales y esto lo inclinaba a la amistad y a la dependencia del blanco en momentos de peligro como este, es porque estaba predispuesto por naturaleza a actuar de esta forma. Una reacción que se corresponde con lo que dijo Drummond después de regresar del África y con lo que se contaba en los libros de historia sobre el asombro de los indígenas ante la llegada de los españoles a América en la época de la conquista (Camacho, Etnografía 73). De modo que su forma de actuar no sería diferente de la de los mismos indígenas ante el seísmo ese día, ya que, como afirma Martí en su crónica, “un indio cheroqui que venía de poner mano brutal sobre su pobre mujer cayó de hinojos al sentir que el suelo se movía bajo sus plantas, y empeñaba su palabra al Señor de no volverla a castigar jamás” (Obras completas vol. 11, 73). Nuevamente, el indígena y los negros interpretan los efectos del seísmo como un castigo de Dios, un indicio de que este se había enojado con ellos. El único problema es que, como afirma Yoskowitz, Martí sacó esta descripción de un artículo que había publicado el New York Sun y el suceso no ocurrió en Charleston, sino en Atlanta (145146). En cualquier caso, es evidente el intento del cronista por tipificar a los negros y los indígenas en esta crónica como diferentes a los blancos (Obras completas vol. 8, 379). En cada caso, sus acciones se explican no por sus costumbres, sino por el pasado, su esencia o “raza”. Por esto, son distintos al que escribe, son tan impredecibles como los fanáticos religiosos Charles Freeman y los Hicks, y, según Martí, mientras no pasen siglos, seguirán albergando la “credulidad y el milagro de la infancia” y actuarán con el “temor supersticioso de las razas vírgenes” (Obras completas vol. 9, 456). Para resumir, en esta lectura de las crónicas de Martí sobre el terremoto de Charleston y las fuentes de primera mano que utilizó, he tratado de demostrar cómo al hablar del “miedo primitivo” de los negros ante el terremoto Martí esencializa a los negros en términos raciales, hereditarios, y por ello trata de crear un tipo de persona distinta

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desde el punto de vista racial y psicológico a los blancos. He señalado su interés por los debates sobre la herencia en los EE. UU. y su posible conexión con esta crónica. En tales momentos, Martí hace uso del discurso biológico racial tan común en su época y utiliza la temporalización, o negación del presente, para representarlos como sujetos premodernos. Finalmente, he resaltado las posibles implicaciones que su lectura sobre el terremoto tienen para la política racial de Cuba en aquel momento. Lo interesante es que a partir de entonces, y especialmente en sus crónicas de Patria, Martí cambia de perspectiva y nos da una visión crítica de los particularismos raciales. Más bien, combate el racismo biológico y trata de hallar una similitud entre todos los seres humanos.

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Negro y criminal: los ñáñigos de Francisco Calcagno

Francisco Calcagno fue uno de los autores cubanos más prolíficos del siglo xix: escribió nueve novelas y el primer diccionario de personalidades de la Isla. La segunda de las novelas que escribió se titula Los crímenes de Concha y está ambientada en el mismo periodo que otras narraciones “antiesclavistas”: la década de 1830. Aun así, los primeros capítulos aparecieron en 1863 y, dada la censura oficial, la versión definitiva no apareció hasta 1887, un año después de que se aboliera la esclavitud y de que se publicaran las novelas más importantes de este periodo, como Francisco, El negro Francisco y Cecilia Valdés. Esto nos indica que fue una narración escrita en un largo lapso de tiempo y que Calcagno debió de seguir trabajando en ella aun en la década de 1880, cuando todavía algunas cuestiones que menciona en ella tenían vigencia. En el prólogo, firmado en 1883, Calcagno habla de la esclavitud como una institución “vergonzosa que se muere”, aunque esta novela no trata directamente de la esclavitud, sino de una preocupación que comenzó a partir de la disolución del sistema esclavista: el destino de los esclavos después de que recibieron la libertad y se fueron a vivir a la periferia de La Habana. En menor escala, este fenómeno ya aparece a principios del siglo xix, razón por la cual Calcagno lo aborda en esta novela. Una vez que los esclavos ya no estaban en los ingenios, ya no podían trabajar o perdían la razón: la preocupación directa recaía en el Estado y en la ciudadanía para su manutención. Las preguntas que se hace Calcagno en esta novela tiene que ver directamente con ellos: ¿Quiénes son? ¿Dónde viven? ¿Qué hacen? En su novela, Los crímenes de Concha, a diferencia de las de Ezponda, Suárez y Romero, Zambrana y Villaverde, la ansiedad princi-

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pal serán los libertos, como en el cuento de Betancourt: aquellos que vivían en la periferia de la ciudad y, supuestamente, amenazaban el statu quo de la colonia a través de sus prácticas criminales, transformando las costumbres de los criollos blancos. En este capítulo me interesa analizar esta problemática y las discusiones sobre “psicología étnica” que sirven de trasfondo a esta novela, e indagar en su representación de los ñáñigos, una asociación secreta, formada exclusivamente por hombres, que surgió en la década de 1830 en el pueblo de Regla, en medio de la oprobiosa trata negrera y en la cúspide de la expansión del sistema esclavista. ¿Cómo aparece pues el retrato psicológico asociado a estos descendientes de africanos? ¿Cómo las ciencias, en combinación con el discurso criminal, van conformando un tipo de sujeto marginal, opuesto a las aspiraciones de una élite que promueve la “civilización y el progreso”? El personaje principal de la historia de Calcagno es Concha, “la tía Catana”, una mujer loca, o que ha perdido la memoria, que deambulaba por las calles de La Habana recogiendo limosnas. Los muchachos se burlan de ella en la calle y todos sospechan que ha cometido varios asesinatos. Esta sospecha y el hecho de que Concha está buscando desesperadamente a una hija le permiten al narrador darle a la novela una estructura policial y criticar el aparato legislativo de la colonia, penetrando en su entramado jurídico y en la psicología del personaje. El encargado de resolver el caso es un síndico, un personaje oscuro y casi siempre cómplice con los dueños de esclavos, que durante la colonia representaba a los negros ante la justicia, como lo explica Richard Madden en La isla de Cuba, y partidario de la esclavitud y la trata como el propio Francisco Arango y Parreño, que ejerció esta labor por un tiempo. Esto explica, como aclara el narrador de esta novela, que este síndico, a pesar de que se tomaba más cuidado que el resto en hacer su trabajo, no sintiera por los negros más que un amo de ingenio. En realidad, pensaba que a todos los negros los debían ahorcar (Calcagno, Los crímenes 27) y así se ahorrarían tanto trabajo. En esta primera parte de la novela, desfilan varios testigos ante el lector, entre ellos el propio autor, que habla en primera persona, como si hubiera vivido en aquel tiempo y hubiera conocido a esa mujer, y al que en 1762 se le calculaban unos 16 años y en la fecha que ocurre la narración, 1835, tiene alrededor de 89. Calcagno en todo momento habla de ella como si fuera un personaje real de La Habana, que algunos lecto-

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res tal vez conocieran, y por esto defiende que la haya escogido como “héroe” de su narración, ya que afirma: “El héroe es en mi concepto el ser que más interesa, y a mí me interesa esa pobre vieja andrajosa, a quien he visto hincarse y besar la tierra para dar las gracias por una miserable limosna” (Los crímenes 32). Desde un inicio, por tanto, la novela trata de afincar su credibilidad en la realidad histórica, intenta ser un testimonio de lo real y no meramente literatura. Este rasgo, que comparte con otras novelas antiesclavistas, le hace creer al lector que los datos en que se basa los obtuvo de primera mano o se los contó alguien, cosa que le da al texto un fuerte respaldo testimonial y sociológico. Esta ilusión de realidad estará apoyada a su vez por la estructura narrativa del texto, que, como hemos dicho, intenta ser una narración policial, y por los datos histórico-sociológicos que aporta el autor sobre los esclavos y los ñáñigos. ¿Qué representaba entonces la vieja Concha? No encarna, por supuesto, a la ciudadana ideal, complaciente y limpia de la élite criolla de las primeras décadas del siglo xix, que andaba en quitrín y vestía a la moda. Era la esclava pobre, sucia y loca que vivía en los barrios marginales de aquella ciudad, que Victor Hugo hubiera incluido entre los protagonistas de Los Miserables pero que, por ello, mostraba más claramente la injusticia e impiedad del sistema. El momento histórico que escoge para su novela no podía ser más apropiado, ya que en esta fecha el perímetro de La Habana se ensancha rápidamente, se crean nuevos barrios extramuros y la ciudad vive en general un momento de auge económico gracias al comercio y la explotación de la mano de obra esclava. A pesar de que el síndico se ocupaba únicamente de los esclavos, este hace una excepción con la vieja Concha y trata de ayudarla. Le abre un expediente judicial, la interroga, le pide informes a varios testigos y reduce su vida a una serie de hechos y datos que van desde su llegada a Cuba, un año antes de la invasión de los ingleses, hasta poco antes de 1840, cuando muere. En ese transcurso, se detallan sus diversos matrimonios, que el síndico, con un gesto burlón, confiesa que son más bien de estilo “mormónico”, porque no creía que las personas con la que se había casado fueran solo pareja suya durante ese tiempo. Apunta el número de maridos y los hijos que tuvo, los lugares de la Isla por donde viajó, y, en ese mismo lenguaje, típico de los procesos judiciales, se fundamenta que “en las actas de nuestro Ayuntamiento,

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consta… [y] consta también que se [le] atribuía el robo de un tesoro oculto y otros crímenes” (Los crímenes 33). Pero, según la vieja Concha, ella no era la culpable de ninguno de los crímenes que se le imputaban: un médico italiano llamado Birbone era quien le había robado a su hija. El hecho, por tanto, de escoger una antigua esclava como la protagonista de su novela, que aun después de obtener su libertad vive como una pordiosera por las calles de La Habana, y de manifestarse el autor a favor de la “abolición de la esclavitud” en el prólogo nos indica que la novela está diseñada como una crítica a la sociedad esclavista y como un intento de crear consciencia entre los ciudadanos sobre la importancia del tema. Sin embargo, a pesar de ser una denuncia de la esclavitud, el narrador hace una distinción entre los amos “buenos” y los “malos”. Los primeros estarían representados por el escritor Anselmo Suárez y Romero, a quien se dirige directamente en uno de los capítulos y le dice que, aunque ansiaba ver limpia “la frente de mi patria”, se pregunta si acaso “serían más felices no estando a tu lado”, es decir, siendo libres. “¿Resistirían a los impulsos de una sangre ardiente, y a la propensión a excesos que hoy, morigerados por tu ejemplo, no echan de menos?”, se preguntaba (Los crímenes 70). Para Calcagno, por tanto, existían dos tipos de dueños, y a esto correspondían dos visiones diferentes de la esclavitud, una perversa y otra enaltecedora. La segunda les brindaba amor, protección y seguridad a los negros, y, por esta razón, afirma: “Tus negros te aman: no hay para ellos más religión que el amor a su amo, y tal vez el adusto Carabalí deplora que mucho antes la codicia europea no hubiera ido a arrancarlo de su vida imprevisora e indolente: porque, a tu lado, todo lo tiene, menos la libertad que no echa de menos” (Los crímenes 71). El argumento de Calcagno es el mismo que esgrimió la condesa de Merlín en su ensayo sobre el trato benigno y familiar que recibían los esclavos en las colonias españolas, el que repetían Ferrer de Couto y otros letrados y que ya había criticado Zambrana en su novela El negro Francisco, con la diferencia de que Calcagno no pone a todos los españoles en el mismo lugar y singulariza el ingenio de su amigo Anselmo. En el fondo, es una justificación de la esclavitud, una exculpación de los males de la colonia y los hacendados blancos, que habían salvado al negro de “una vida imprevisora e indolente”. Claro está, no tenían libertad, pero tampoco ellos “la echaban de menos”. En su lu-

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gar, Anselmo, el buen amo, el letrado que corrigió la Autobiografía de Manzano y escribió una novela antiesclavista que recientemente se había publicado en Nueva York, les había dado un propósito de vida, les había enseñado a pensar en el futuro y los había curado de un mal natural. No por casualidad, Calcagno fue el editor de Mis doce primeros años e Historia de Sor Inés, las remembranzas de Santa Cruz y Montalvo, la condesa de Merlín, cuando fue a La Habana. Para él, Suárez y Romero es el ejemplo perfecto del criollo comprometido con el desarrollo del país, a un mismo tiempo paternal y benévolo: sufría cuando veía que otros no lo hacían, y por eso lloraba, “porque junto a un paraíso físico, contemplas un horrible mundo moral” (Calcagno, Los crímenes 71). En su novela, Calcagno utiliza este tropo, recurrente de la novela antiesclavista y de la crítica herediana, para describir el ajusticiamiento de un negro homicida que, según afirma, contempló junto al autor de Francisco. Describe o rememora entonces esta escena echando mano de los espectáculos de muerte en la antigua Roma. Teodoro, que así se llamaba el reo, “de vez en cuando alzaba la vista y la paseaba melancólicamente sobre la concurrencia, no con la altanería del gladiador ante el Cesar. ‘Te Caesar qui murituri salutan’, decían aquellos. ‘A ti, sociedad injusta, el que va a morir te maldice’, esa era tal vez la íntima expresión del reo” (Los crímenes 72). El hecho de que Calcagno haga esta comparación no es fortuita, ya que, como recordaremos, aparece en el libro de Ezponda en una crónica de Betancourt hijo para fustigar al sistema y en el prólogo o “advertencia” de la novela del mismo Calcagno, quien compara la Cuba de 1863 con la decadencia del Imperio romano. Este énfasis en la moral imperial y sus correspondencia con Cuba se apoyaba en la crítica a las costumbres, en la esclavitud, en la influencia del derecho romano en las aulas universitarias (como apunta Villaverde) y en una visión de la política basada en el goce personal y el espectáculo: como se encargaron de hacer notar varias administraciones de la Isla, para gobernar a Cuba solo pedían “pan y danzón” (cit. en Galán 192), lo que equivalía a decir “pane et circum”. En la novela de Calcagno, el pan lo aportaban los esclavos y el circo estaba representado por los condenados a morir en el patíbulo. No es extraño, pues, que en la misma novela Calcagno muestre la diversión más popular en aquella época (las peleas de gallos) como si fuera también un circo romano. La multitud y las mujeres que se congregaban alrededor de las vallas de gallos premiaba al favorito “con

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palmadas y sonrisas, como las romanas al gladiador triunfante” (Los crímenes 128). Según cuenta el narrador, la sentencia del negro homicida se cumplió en medio de una multitud de curiosos que se asomaban por los postigos y las puertas a ver pasar al reo. El verdugo era otro negro, y frente a él había varias dotaciones de esclavos que trabajaban en los ingenios vecinos. Se suponía que el espectáculo era una forma de amedrentamiento, pero los esclavos veían “con resignado y estúpido silencio aquel aparato del que no se daban cuenta”, y los jueces y policías lo miraban con la “indiferencia que merece un hecho natural y lógico” (Los crímenes 72). El esclavo había recibido su merecido y, además, no era el primero que sufría aquella pena. Calcagno rememora que Anselmo Suárez y Romero, después de contemplar aquel espectáculo, dijo “conmovido” y “temblando” que el reo era inocente. Afirma a continuación que, en realidad, era todo lo contrario, que según sus propias averiguaciones Teodoro sí había cometido este delito. El problema era que lo hizo en una situación comprensible hasta cierto punto: había matado al mayoral de la dotación cuando este golpeó a su madre, que había sido vendida a otro ingenio. De esta forma, dice, “un trabajador sumiso y honrado” se convirtió en homicida (Los crímenes 73). El propósito de relatar esta escena y de corregir a Anselmo es demostrar la ineficacia del patíbulo para contener el crimen y acusar al mismo sistema por producir al asesino. Lo primero es un discurso que comienza a cobrar fuerza en la segunda mitad del siglo xix y que tenía en Francia defensores como Victor Hugo. Según Reinaldo Suárez, José Martí era también partidario de la abolición de la pena de muerte, y en fecha tan temprana como 1871 dejó constancia de ello en uno de sus cuadernos de apuntes, en el que criticaba a Alphonse Karr, el publicista francés que abogaba por la pena capital para los criminales. De modo que, en estos comentarios de Calcagno en la novela y en los apuntes de Martí, se estarían alineando con los reclamos que desde el siglo xviii hicieron los abolicionistas para tratar de liquidar esta vieja práctica. En su novela Mina, la hija del presidiario, Calcagno incluso habla de cómo los bandidos no le temían a la muerte, ya que encontraban la horca como “un complemento necesario de su azarosa y criminosa vida”. “Los forajidos suelen familiarizarse con la idea de morir en ella, como el marino en el mar, o el guerrero en la guerra” (Mina 88). En tal sentido, la historia de Teodoro se parecía mucho a la de la vieja

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Concha, a quien, como dice el narrador al inicio de la novela, le habían robado la hija cuando era joven y la habían abandonado a su suerte cuando ya no le servía a su amo. Pero Concha no tuvo solamente una hija, tuvo también un hijo de otro matrimonio cuando vivía en Vuelta Abajo, que fue vendido cuando era chico a un dulcero francés. Macario, que así se llamaba el hijo, creció sin la madre, añorándola, pero el francés, “ignorante y desapercibido de las cosas de Cuba lo echó a perder porque le decía usted, le compraba zapatos y le toleraba el sombrero en su presencia” (Los crímenes 74). Esa mala educación, según Calcagno, le permitió vivir y crecer con bastante libertad, pero no lo enseñó a rezar ni lo familiarizó con las ideas de “orden, economía y sobriedad” que eran necesarias para desenvolverse como un hombre de bien en la sociedad cubana de la época (Los crímenes 75). Por esta razón, Macario creció con malos hábitos: fue perdulario y camorrista hasta convertirse en “ave de rapiña”. Cuando el dulcero se fue de Cuba, le dio la libertad a Macario y este, después de buscar y no encontrar a su madre, juró que iba a matar al médico italiano que había sido la causa de su separación. Entonces cayó en la mala vida y se hizo ñáñigo, “fue Cheche del Manglar, es decir, gallito de los barrios de extramuros” (Los crímenes 78). Y es en esta parte de la novela donde, finalmente, se nos dice que Concha es inocente: fue el médico italiano quien la había usado de accesorio para secuestrar a otra niña y, por temor a que esta hablara, trató de envenenarla primero y después de separarla de su esposo y de su familia. Como resultado, Concha se volvió loca. Pero, si bien en esta parte de la narración Concha deja de ser sospechosa del “crimen”, su hijo Macario, “Cheche del Manglar”, pasa a ocupar la posición de víctima, de sujeto mal educado que busca venganza a toda costa, y se convierte en uno de los dos personajes negativos de la novela (el otro sería el doctor Birbone). Para llevar a cabo su venganza, Macario se apoya en sus compañeros de cofradía, los ñáñigos, el grupo marginal de extramuros más temido en aquella época. En la novela, estos serán los residuos de una sociedad que va marginando a aquellos que ya no usa, que nunca ha tratado de educar, y que se entregan a la violencia, al crimen y a corromper a los blancos. Desde la década de 1870, esta organización se había convertido en una de las más criticadas por la intelectualidad cubana. Todos la conocían y la temían, y, como decía Alejo Carpentier en La música en

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Cuba, las canciones populares de esta época se hacen eco de los diversos personajes que configuraban la “mitología del arrabal” (La música en Cuba 233): la mulata rumbera, los ñáñigos y el “negrito de rompe y raja / que con el cuchillo vuela y corta con la navaja” (La música 234). Según Carpentier, estas representaciones del negro comienzan a aparecer en la música desde 1850, cuando “las cosas de negros” salen de las guarachas y pasan a la contradanza. De ello son un ejemplo títulos como “Los ñáñigos”, “Tu madre es una conga”, “La negrita”, “Quindenbo”, “Mandinga no va” y “El mulato del cabildo” (La música 235). Y es justamente en este mismo periodo cuando José Victoriano Betancourt escribe “Los curros del Manglar o el triple velorio”, y el largo poema “El negro José del Rosario” (1848). Villaverde, por su parte, incluye en Cecilia Valdés un personaje que, según Diego Vicente Tejera, era un antecedente directo del ñáñigo de finales del siglo xix. Dice: “Malanga, célebre negrito curro del Manglar, tipo precursor del ñáñigo de hoy, ladrón algunas veces, asesino siempre” (Un poco de prosa 31). Y, en efecto, el negro Malanga es en la novela de Villaverde quien salva al esclavo Dionisio, quien lo oculta en su casa y quien dice además que ha matado a varios hombres del pueblo. Pero es Calcagno el que primero trae a la literatura el personaje del ñáñigo y lo desarrolla: lo hace en un ambiente de miedo y a raíz de las discusiones que se dan en la Sociedad Antropológica de Cuba, fundada en 1878 como una institución hermana de la española y fuertemente vinculada a la ideología colonial. En esta sociedad ilustrada se discuten con intensidad las creencias africanas e indígenas que habían sobrevivido a la conquista y a la “civilización” teniendo en cuenta, como dicen Pedro Pruna y González, que la preocupación de fondo siempre era cómo “garantizar la convivencia de blancos y negros en la sociedad cubana, sin afectar el predominio en el país de la cultura de raíz ibérica, asociada a la ‘raza blanca’” (Darwinismo 134). Calcagno fue uno de los miembros fundadores de esta sociedad, así consta en las actas que se publicaron de los debates, donde participaron otros escritores y científicos. Para estos, la heterogeneidad racial representaba un problema para las clases blancas y burguesas de la Isla, ya que la veían como una amenaza a la idea de nación que tenían en mente o querían forjar. Por eso se propusieron estudiar a los negros africanos, a sus descendientes y a los asiáticos que vivían en Cuba, ya que, como decía el Dr. Montané en el discurso de inauguración de esta sociedad,

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en Cuba existían “dos razas con las cuales vivís íntimamente, deberán, en primer lugar, ser objeto de vuestras perseverantes investigaciones: la raza negra africana y sus descendientes criollos, entre los cuales distingue el antropólogo notables diferencias, y la llamada raza mongólica, mejor conocida todavía que la primera” (Actas. Sociedad Antropológica 77). En tal sentido, el estudio debía aplicarse al otro (negro, mongol, mulato), a lo nacional antes que a lo universal (el blanco). El proyecto fue compartido por muchos positivistas a finales del siglo xix en países como Argentina y México. En estas actas puede observarse, además, la preocupación de más de uno de sus miembros por lo que llamaban las “razas superiores”. En su ponencia titulada “La raza negra”, Montané habla de la “inaptitud del tronco etíope, para la civilización y el progreso”. Y, en prueba de ello, cita a los australianos, que “hasta ahora parecen completamente refractarios a todos de civilización” (Actas 79). En otra intervención sobre “psicología étnica” en la misma sociedad, el filósofo positivista Enrique José Varona (1849-1933) habla de la “ley de supervivencia” descubierta por Edward Burnett Tylor, “en virtud de la cual las prácticas sugeridas por una creencia u opinión sobreviven largo tiempo a la causa de su origen, perdiendo lentamente sus caracteres esenciales hasta extinguirse” (Actas 90). Varona1 alega que varios ejemplos de “superstición” en la parte central y oriental de Cuba demostraban esta ley. Uno era el babujal, una creencia indígena por la que un “espíritu se enamoraba de una joven y tomaba para 1. En su ponencia, Varona solamente da el apellido del antropólogo en el que se basa para explicar la supervivencia de estos cultos “fetíchicos” en la población cubana. La edición de las actas tampoco aclara a quién se refería, pero lo más probable es que fuera Edward Burnett Tylor, quien explica este concepto en su libro Primitive Culture. De esta forma, Varona se apuntaría al evolucionismo etnográfico sociocultural, que también influyó en José Martí y en Fernando Ortiz. El concepto de “supervivencia” es un antecedente importante del término orticiano de “transculturación”, siempre que tanto para Tylor como para Ortiz la preocupación fundamental está en el intercambio, la adopción o la transferencia de ideas y objetos de un grupo étnico “inferior” a otro más “adelantado”, como lo demuestra el culto matiábulo, el del babujal o las creencias de los abakuás. Para la influencia de Edward Burnett Tylor y John Lubbock en Ortiz, especialmente en Los negros brujos, véase mi artículo “Los negros brujos de Fernando Ortiz: Entre el atavismo de Cesare Lombroso y el evolucionismo sociocultural de John Lubbock y Edward Tylor”. Negritud: Journal of Afro-Latino-American Studies. Para más detalles sobre la influencia del evolucionismo sociocultural en Martí, véase el libro de Lamore José Martí et L’Amerique. Pour une Amérique unie et métisse (1986) y mi propio libro Etnografía, política y poder: José Martí y la cuestión indígena (2013).

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Imagen 4 La Ilustración española y americana, 15 de agosto de 1875. En el pie de foto de la ilustración inferior se lee: “ISLA DE CUBA.— ídolo «matiapo», cogido á una partida rebelde en el zumaraquacam, y destinado á guardar cenizas de españoles quemados por los insurrectos.— (De fotografía.)”.

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poseerla la forma de un apuesto mancebo; aunque generalmente tiene una figura de un chipojo (Anolis equestris). La posesión de babujal se demuestra en la poseída por medio de convulsiones epileptiformes” (Actas 90). Otra creencia que menciona Varona, también común entre los cubanos, tenía que ver, dice, con “fetiches”, “alegorías de supersticiones” asociadas a los juegos de azar. Otra era la costumbre de introducir “la cabeza del recién nacido en una taza perfectamente cóncava” (Actas 91). Varona cita estas creencias como ejemplos de supersticiones que habían ido pasando de una generación a otra y de un grupo étnico a otro, dándose el caso de que la ley de supervivencia ejercía su acción en razón inversa al grado de cultura de las capas sociales y siendo el contacto de razas una las causas que contribuía a mantener bajo el nivel intelectual de los pueblos (Actas 90). En este punto, dice el acta de la sociedad, el Dr. Montalvo tomó la palabra para mencionar el “culto fetíchico que se observó durante la insurrección con el ídolo matiábulo que tuvo grandes sectarios y se le atribuyó un extraordinario poder sobrenatural” (Actas 91). Montalvo se estaba refiriendo a una talla en madera de una figura humana que apareció el 15 de agosto de 1875, en el periódico madrileño La Ilustración española y americana, y que, según este periódico había pertenecido a mambises negros que fueron capturados por las tropas españolas durante la guerra de Independencia. Para Montalvo, los ejemplos que da Varona y el ídolo matiábulo mostraban una vez más el peligro que suponía la existencia de africanos en Cuba y el retroceso psicológico que experimentaron los negros cuando dejaron de estar cerca de los blancos. Dice Montalvo: La raza de color una vez que se encontró sola fuera del contacto y de la influencia de los blancos, por un octorismo muy natural, y de que la ciencia tiene numerosos ejemplos, volvió al culto que más se practicaba en África, de donde es oriunda la raza que existe en Cuba. Aquí se cree un peligro para nuestro porvenir, si algún día, por desgracia, esas gentes tuvieran la dirección de la vida pública en la isla de Cuba (Actas 91).

Una vez más, las palabras de Montalvo traslucen el miedo que sentía la sociedad esclavista a la insurrección de los negros y a la influencia de sus creencias, algo que se acrecentó con la guerra de los Diez Años, en que los esclavos lucharon al lado de los soldados independentistas blancos y lograron ocupar altos puestos militares. Coincidiendo

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con el final de la guerra, hay también una fuerte campaña en contra los ñáñigos, a lo que Montalvo también hace referencia a continuación y describe como una “asociación misteriosa que vive entre nosotros sin que nadie conozca su verdadera índole”. Según Montalvo, él había sido testigo de una de esas ceremonias públicas, donde salían los neófitos sin camisa a la calle, en procesión con santos, figuras alegóricas y todo precedido del palo Mecombo […] en los cantos con los que se procuraba alegrar la fiesta iban mezclados algunos pertenecientes al culto católico con otros de índole distinta. Sabido es que en estas misteriosas ceremonias y en otras que los ñáñigos practican se sacrifica siempre un gallo negro para chupar y beber la sangre (Actas 91-92).

Después de contar esta anécdota, Varona toma la palabra nuevamente y afirma que los negros no eran los únicos que creían en este ídolo. Dice: muchos blancos formaron parte de los llamados matiábulos que se creían libres de la muerte, pudiendo su virtud de la protección de sus días afrontar los mayores peligros, seguros de que saldrían siempre ilesos, y que fue necesaria toda la gran energía del general Agramonte para destruir semejante fetichismo, probando a los adeptos de un modo práctico y fuera de duda que estaban expuestos a la muerte como los demás (Actas 92).

En estas discusiones, por tanto, no solamente se discuten las “supersticiones” y la “psicología étnica”, sino que estas se asocian a los grupos de menos poder y al roce entre “la raza negra con las personas incultas de la raza blanca” (Actas 90). Esto creaba un gran problema para estos intelectuales, ya que se demostraba que las “supersticiones” no se anulaban con el fin la esclavitud o con la desaparición de los negros en la Isla, sino que seguirían “sobreviviendo”, como dice Varona, por mucho tiempo. Las creencias haitianas, a pesar de su contacto con los blancos y setenta y cinco años después de su independencia, dice Montané, eran un buen ejemplo: “No hay duda ninguna”, dice, “de que por lo general las costumbres de la raza inferior han ido infiltrándose poco a poco y muy inconscientemente en la vida de la raza superior” (Actas 92). Por tanto, si los indígenas habían dejado su influencia en la población blanca y mestiza de la Isla a través de la creencia en el “babujal”, los negros tendrían la suya a través de los fetiches y la reli-

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gión africana. Ya para finales del siglo xix, y en especial para los letrados que se reunían en esta sociedad, quedaba claro que, a pesar de vivir tantos años en Cuba, el sistema esclavista no había podido borrar sus antiguas creencias y, en el fondo, el negro seguía reproduciendo las costumbres y creencias que había traído de África. Esta conclusión reaparece incluso en Cecilia Valdés (1882), donde Villaverde describe una escena en que se interpreta el agradecimiento de los esclavos en los ingenios a través de sus creencias africanas. Dice: La larga esclavitud, la ignorancia crasa en que había vivido, el durísimo trato del ingenio, nada había podido borrar la sensibilidad, el sentimiento de la gratitud en el pecho del esclavo. Costóle trabajo y esfuerzo de imaginación entenderlo que su ama le decía [pero luego] se echó de bruces a las plantas de doña Rosa, cual lo hiciera delante de un fetiche en su país natal, y con grandes aspavientos y exclamaciones incoherentes de una alegría loca, besó muchas veces el suelo que ella había hollado (Cecilia Valdés vol. 2, 99).

De modo que cada vez que estos letrados se focalizan en los negros y sus costumbres lo que veían era un sustrato lejano, de raíz étnica, que era lo que les permitía crear una distancia entre ellos y los otros, negándoles el tiempo histórico que ambos compartían. Tanto en la novela de Villaverde como en las discusiones que se llevaban a cabo en el seno de la Sociedad Antropológica de Cuba demostraban que las verdaderas preocupaciones de estos intelectuales eran la heterogeneidad racial y cultural de la colonia, las creencias que habían sobrevivido a lo largo de generaciones de esclavos y las formas en que debían intervenir para evitar cualquier mal que se derivara de ello. Muestran también el profundo mestizaje “psicológico” que se daba en la sociedad, en los ingenios azucareros y en las guerras de independencia. Por eso hay que entender que la preocupación por el “hombre criminal” de las barriadas de extramuros o el miedo instintivo que mostraban los negros de Charleston en la crónica de Martí eran un correlato, otra forma de manifestar esta preocupación por lo que el negro había heredado del “África salvaje”. Además de recaudar datos y participar activamente en estas discusiones de la Sociedad Antropológica de Cuba, Calcagno pudo hacerse con más información sobre este grupo en el libro del inspector de la Policía de La Habana, José Trujillo y Monagas, Los criminales de Cuba

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(1882) y en los comentarios publicados en Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881), uno de ellos, “El ñáñigo”, escrito por Enrique Fernández Carrillo y el otro, “Ogaño y antaño”, por Bachiller y Morales. Al igual que les sucedía a Montalvo y a Varona, una de las cuestiones que más le inquietaba a Fernández Carrillo de esta orden era que “de pocos años a esta parte, se admiten en ella los blancos” (143) cosa que le lleva a preguntarse: “¿Cómo, por qué medios se acepta al blanco en el ñañiguismo? […] el amor de la carne es el lazo que los liga, el apetito desordenado es el cebo que los arrastra” (143). “Quiere el ñañiguismo la degradación de una raza superior, para conseguir el enaltecimiento de razas inferiores” (144). “El ñáñigo no es político. Aspira a la unión de la raza caucásica con la raza africana pero por la absorción de aquella por esta” (144). Por otra parte, en su artículo Bachiller y Morales respondía así a una pregunta que le hacía un interlocutor habanero: “Los ñáñigos hoy… ¿le parece a V. progreso? –No precisamente progreso, pero lo es y grande que la prensa toda unánimemente los condene” (“Ogaño y antaño” 31). Por un lado, entonces, se temía la introducción de blancos en sus filas y, por otro, a estos críticos les preocupaba la violencia a que estaba asociado este grupo y la amenaza que significaba para la “civilización” en Cuba. Una caricatura del periódico Don Circunstancias del domingo 24 julio de 1881 muestra unos ñáñigos vestidos de diablitos, con una nota debajo que dice: “La civilización ha sufrido un buen bochorno con la captura de los ñáñigos, al ver que hay blancos que prefieren la cultura africana á la de su clase”. Un año después de publicarse en La Habana Tipos y costumbres de la isla de Cuba, Trujillo y Monagas da a conocer las redadas que había hecho el gobierno contra ellos: “su historia, sus prácticas, su lenguaje” decía, demostraban que el ñañiguismo era una “superstición grosera” y “un estado muy rudimentario y muy atrasado en la escala de la civilización” (363). Para Trujillo y Monagas, era obvio que existían diferencias radicales entre los ñáñigos y la sociedad cubana, empezando por una jerarquía social que clasificaba a unos como atrasados (los negros y su religión) y otros como adelantados (los blancos) y “raza superior”. Era imposible, pues, concebir la mezcla racial o cultural entre ambos, y se temía que una fuera a influenciar a la otra. Por esto, una de las razones principales que da el periódico La Correspondencia de Cuba para demonizar a este grupo era que reproducía “las comarcas africanas […] en el seno de la culta sociedad en que viven” (cit. por Trujillo 364). A

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esto se suma que, según el inspector de la policía, los miembros de estos grupos eran todos ladrones, desertores de presidio, vagos, salteadores e industriales (cit. por Trujillo 367). Según varias fuentes, además, los blancos ya pertenecían a ella, y agrega Trujillo y Monagas que entre sorprendidos en una redada “había oficiales de Milicias y de Bomberos municipales”, sugiriendo la existencia de personas de media y alta posición en la sociedad habanera (cit. por Trujillo 362).

Imagen 5 “La civilización ha sufrido un buen bochorno con la captura de los ñáñigos, al ver que hay blancos que prefieren la cultura africana a la de su clase” (Don Circunstancias 24 julio de 1881).

Calgcano dedica el capítulo 9 de Los crímenes de Concha a analizar las intimidades, la organización y la forma en que operaba esta orden secreta en los barrios de extramuros. El capítulo se titula “EfiónYogoró”, que en el lenguaje de los abakuá, según afirma, significaba “sed de sangre”. Seguidamente, el narrador introduce al lector en un cuarto rodeado de “deformes pinturas alegóricas”, donde se encontraban reunidos unos treinta o cuarenta hombres de color (Los crímenes de Concha 80). En este capítulo, Calcagno explica quiénes fundaron la orden y cuándo, cuál era su vocabulario, sus creencias y los obje-

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tos materiales que usaban en las ceremonias. Estos datos reflejaban su propia visión de los abakuá, que seguramente estaba basada en los partes policiales y testimonios que publicaba la prensa en aquella época, en especial, el reporte de Trujillo y Monagas. En esta descripción de la organización, Calcagno recurre a una explicación reiterada por sus críticos, al entender el ñañiguismo como una especie de “reversión” de la civilización a la barbarie y una organización criminal. Afirma: Todas las ceremonias o fiestas guardan entre sí notable similitud y todas semejan un caso de reversión que un momento los vuelve a sus salvajes costumbres de África: amalgama grosera de materialismo y superstición en que se traslucen algunos mal aplicados síntomas de catolicismo, introducidos por los criollos, que al principio rechazado con tesón, lograron al fin adherirse; no es raro ver junto al Palo Mecongo alguna imagen del Crucificado, o tal vez de Nuestra Señora de Regla, única representación negra de la Inmaculada; pero siempre imperando ese fanatismo rudimentario y grosero de que nunca se desprende el africano (Los crímenes de Concha 84).

Varias cuestiones merecen señalarse en este fragmento. La primera es la visión maniquea que establece el narrador entre África y Cuba, la civilización y la barbarie, tan típica de las construcciones de los letrados hispanoamericanos de mediados y finales del siglo xix, sobre todo, de los liberales que aspiraban a traer el orden, el progreso y la civilización al continente. Lo segundo es el temor a la mezcla no tanto racial como cultural que los críticos del ñañiguismo ven desarrollarse frente a sus ojos: mezcla de hombres negros y blancos, de materialismo y superstición, de creencias africanas y católicas. Según la interpretación de Calcagno, esa mezcla no se dio como un proceso de sincretismo a través de los siglos en las ciudades o los barracones, o como una resistencia del africano ante la imposición de la religión del colonizador. Por el contrario, las imágenes católicas que aparecen en sus ceremonias y altares fueron introducidas allí por los criollos blancos, quienes supuestamente habrían traído sus propias creencias al panteón africano. Finalmente, está la idea de “reversión” (moral y cultural) durante las ceremonias o fiestas, sirvió a científicos e intelectuales como Mestre y Varona para analizar “casos”, criminales y clínicos en La Habana. Uno de estos fue el de “El nuevo Abraham”, escrito por Mestre para la Revista de Cuba, donde recurre justamente a esta tesis de reversión psicológica.

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En la novela de Calcagno Los crímenes de Concha, las ceremonias de los ñáñigos provocarían un momento de “salto atrás” que los pondría al mismo nivel de sus antepasados. Era una reversión en el tiempo y también en el espacio, ya que en términos de la evolución social representaban una vuelta al salvajismo y al “fetichismo” de las tribus africanas. Llama la atención, por tanto, que en la década de 1880, a medida que hay una liberación progresiva de los esclavos y una disolución del régimen esclavista, hay también una mayor criminalización de la cultura africana y de los negros por otros motivos que no son los que comúnmente se asociaban a la esclavitud (el incesto, la rebeldía o el cimarronaje). El énfasis está ahora en las expresiones que no encajaban en la cultura de los blancos criollos. Por este motivo, se criminalizan las cofradías, que eran en esta época de carácter urbano, bien cohesionadas, con valores propios, y que respondían a un modo de supervivencia en la sociedad esclavista y un continuo proceso de reconstrucción de la personalidad del negro, primero bozal, luego esclavo y finalmente “libre”, en una sociedad que los despreciaba y los miraba con horror. Más tarde, cuando estalla la guerra de 1895, los ñáñigos volverán a ser blanco de las autoridades coloniales y muchos de ellos serán deportados a la cárcel de Ceuta. De manera que Calcagno reacciona de la forma en que lo hacen todos los intelectuales blancos, de clase media o alta, que defendían la pureza de su herencia española, ya que ve detrás de esta amalgama de rituales, objetos y transformaciones identitarias aquello que la sociedad esclavista había tratado durante tanto tiempo de borrar: su libertad. La crítica a la organización se origina por esta razón desde una visión ajena y completamente prejuiciada, pone una barrera a la opción personal de escoger las marcas identitarias que lo definirían como hombre libre. Limita su derecho a recrear su propia identidad a partir de su herencia y de los elementos que iba absorbiendo de la cultura criolla que conoció en Cuba. Porque, como dice William C. Van Norman, desde que los esclavos bozales fueron traídos a Cuba pasaron por un proceso violento de cambio cultural, donde se les marcaba la piel con el patronímico del amo, se les daba un nuevo nombre y se les bautizaba. Este proceso tenía la finalidad de crear un nuevo sujeto que respondiera a los deseos del señor esclavista, pero no iba en un solo sentido, ya que fue disputado por el esclavo a partir de sus propias creencias la cultura que trajo de África, y la que se forjó en los barracones. De ahí que el esclavo

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pudiera considerarse como un sujeto híbrido, marcado por el poder, pero también consciente de crear a cada momento su propia identidad (Norman 194). Nada más ilustrativo en este aspecto que los bailes, los cantos y los rituales religiosos. Por eso, Fernando Ortiz, en Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, diría que no había aculturación, sino transculturación. No obstante, aclaro, Ortiz no define este proceso como una lucha entre negros y blancos como sí hace Calcagno ni ve en la actitud de los negros una forma de contrarrestar el poder de los blancos al conservar sus tradiciones. Para Ortiz, la apropiación de elementos de la cultura hegemónica por parte de los negros partía de un doble proceso de reconocimiento y necesidad práctica, de lo que les era útil para la vida, y cuya explicación no estaba exenta de cierto psicologismo. Al explicar, por ejemplo, cómo los indígenas y los negros habían adaptado a sus propias costumbres elementos de la cultura blanca, Ortiz pone el énfasis en el provecho que los negros veían en el uso de ciertos objetos de los blancos. En África, dice Ortiz en Contrapunteo, la pólvora, al igual que otros elementos de los rituales religiosos provenientes de Europa como el agua bendita, el incienso y el cirio encendido, fue introducida por los blancos. Los negros, al verla por primera vez, “debieron observar, más o menos sorprendidos, el misterioso uso y efecto entre los blancos de sustancias tan poderosas como la pólvora” y “debieron pensar que esas sustancias eran misteriosos elementos de potencia sacra, de los cuales los blancos sacaban mágicamente las fuerzas para su irresistible poderío. Fue pues lógico que los negros pensasen que iguales beneficios podían obtener ellos mismos para sí” (Contrapunteo 219). Esta explicación es muy diferente, por tanto, de la que da Calcagno en Los crímenes de Concha e incluso de la que daría cualquier teórico poscolonial. Para Calcagno, la aparición de la cruz en los rituales ñáñigos no era más que un modo de profanar los íconos católicos. Era un sacrilegio, un objeto anatópico y un caso de imitación malograda, porque en su incultura los negros supuestamente no entendían las diferencias entre una y otra religión. Por supuesto, la historia de la humanidad está llena de estos intercambios culturales, lo mismo si hablamos de los orígenes del cristianismo como de las diversas culturas precolombinas que poblaron el continente americano. En la colonia, los religiosos recurrieron a las lenguas indígenas para catequizar a los nativos y, como resultado, se llevó a cabo un intenso proceso de hibri-

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dación cultural de lo que son ejemplo los cultos marianos de la Virgen de Guadalupe y la Virgen de la Caridad del Cobre, así como las ordenanzas de las reglas kimbisa, abakuá y la santería en Cuba. Pero, de nuevo, el punto de vista de Calcagno se origina desde una perspectiva crítica de estas mezclas. La combinación de una creencia y otra en el ritual africano tendría el mismo efecto que una palabra bozal en una composición castiza. Para los seguidores de la regla kimbisa, sin embargo, fundada por el mulato Andrés Petit en el siglo xix en Cuba, la adopción del santoral y los rituales católicos no se daba como una forma de protesta, sino, como diría Ortiz, por el beneficio que estos santos católicos traían a los negros, ya que no hacían más que reforzar sus creencias y no los veían como algo incompatible con su fe (Muzio 8889). Para Calcagno, no obstante, estas mezclas no tenían sentido y, lo que era peor, representaban un peligro para la comunidad. De ahí que él y otros intelectuales de su época reaccionaran con tanta violencia y reprodujeran en sus escritos los temores que provocaban en ellos la mezcla racial y cultural, la mendicidad, la brujería, la prostitución y el baile. Para él, como para Varona, Juan Gualberto Gómez o Martí, la respuesta a esta preocupación estaba en educarlos, en tratar de sacarlos de su “ignorancia” y en convertirlos en hombres “civilizados”, eliminando todo aquello que podía recordarles al África salvaje. El problema radicaba en que estas cofradías se resistían a seguir estas normas, el Estado no podía infiltrarlas o romper su secretismo, y para muchos la “asimilación” total era un proceso difícil, largo y tortuoso que nunca se iba a lograr y que podía terminar engullendo a los blancos. Según pensaban, los negros tenían, como dice Calcagno en Los crímenes de Concha, “caracteres típicos” y no podían “prescindir de sus gustos pueriles y grotescos”. Al negro, afirma, “nuestros vestidos le incomodan, y nuestra moral le estorba: huye del blanco y busca su existencia aparte: no se asimila. Su naturaleza es heterogénea a la nuestra: algún día, cuando Europa lo necesite, se civilizará al África, pero no los africanos; estos desaparecerán como los apalaches y los sachemes” (Los crímenes 85). En su texto, Calcagno aprovecha pues la descripción de un juego de ñáñigos para hablar de la raza negra en su totalidad. Apuesta por la civilización y el progreso para redimirla de sus supuestos males, pero aun así piensa que será imposible civilizarla o integrarla en el resto de la nación. Si Europa llegara a colonizar a África, los negros nunca se

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salvarían: su destino era desaparecer, como los indígenas en los Estados Unidos, o ser tratados de igual forma por las instituciones coloniales de la Isla. Para él, como para Varona, la historia era por tanto un trayecto ascensional que iba del salvajismo a la civilización, de África a Europa, del negro al blanco, un trayecto que está presente en la forma en que muchos filósofos y científicos del siglo xix la entendieron, comenzando por Comte y terminando por Marx. Este papel “civilizador” y benéfico que le atribuye Calcagno a Europa, y por extensión a los blancos en Cuba, no es más que otro argumento que vendría a sustentar su idea de la esclavitud viable, siempre y cuando los esclavos tuvieran un “buen amo”, como Anselmo Suárez y Romero. Europa los salvaría, aun si a partir de ese momento no tuvieran libertad ni, mucho peor, vida. Entonces, las diferencias con la novela de Suárez y Romero, Francisco, son evidentes. Francisco es el prototipo del “negro bueno”: sufre estoicamente todas las humillaciones del mayoral y al final termina suicidándose. Calcagno, por el contrario, nos demuestra que el negro no es “bueno”, como el que describe Suárez y Romero y el resto de los novelistas del grupo delmontino. El esclavo puede incluso llegar a matar, y por esto recibe un escarmiento: morir en el patíbulo. Si Suárez y Romero quería comprometer al lector con la causa abolicionista a través de la imagen del negro humillado, el proyecto de Calcagno se ubica en otra perspectiva más agresiva. El negro es un sujeto amenazador, asesino y criminal. Lo era el hombre al que habían condenado al garrote y lo seguían siendo los ñáñigos que vivían en las afueras de La Habana. Porque de lo que se trata en este debate es de la disyuntiva entre matar y asimilar, entre condenarlos al patíbulo o reeducarlos en los valores que la sociedad criolla tenía, mejores que los de cualquier otra. Por esto, cuando Calcagno se pregunta qué hacer con ellos, se responde: “La panacea única para extirpar ese cáncer que entraña un peligro constante para la comunidad es la educación de esas hordas salvajes” (Los crímenes de Concha 86). Había que acabar con aquel mal, según creía, no con los presidios, con el cadalso o con “el exterminio”, sino con “las escuelas” (Los crímenes de Concha 86). Sin embargo, en este punto, como en el de la abolición de la esclavitud, a Calcagno le asalta la duda de que podría ser diferente y de que la educación podía terminar perjudicándolos. Esta duda aparece al comentar un intercambio entre el padre de Macario, José Marías, y su antiguo amo, el gallego don Jerónimo Ferreiro. Este recuerda que, en el tiempo de la

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toma de La Habana por los ingleses, los negros no sabían leer ni escribir, y esto, a pesar de que “nuestros abuelos fueron más generosos o menos precavidos que nosotros” (Los crímenes de Concha 116). ¿Por qué “precavidos”?, podríamos preguntarnos. La respuesta podía ser, como ya lo habían intuido el padre Varela y demostraban las historias de Sab, Plácido y el poeta Manzano, que la instrucción los ponía en contacto con una literatura subversiva que les enseñaba sus derechos, que eran los del hombre y la libertad. Estos derechos eran los que había propagado la Revolución francesa y que, poco después, habían dado al traste con la colonia más próspera del Caribe. Dice el narrador: “¡Esclavos que supieran leer! ¡Qué horror! por eso en Santo Domingo hubo la de Santo Domingo. ¿Para qué podían servir hombres que leían los decretos de la Convención, que comentaban los discursos incendiarios de Mirabeau, y que escribían y cantaban su Marsellesa negra?” (Los crímenes de Concha 116). Para Calcagno, la Marsellesa o la cruz cristiana estaban fuera de lugar, no pertenecían a las creencias africanas ni a la forma en que eran concebidos los negros. Eran objetos y creencias anatópicas, que debían rechazarse, y que se veían como agregados artificiales y grotescos, sacados del orden natural de sus vidas. No hay duda de que para Calcagno la Revolución haitiana, a pesar de haber acabado con la esclavitud, no era el ejemplo a seguir y que, si bien podía reconocer en Toussaint Loverture un ejemplo de “fidelidad” hacia sus amos, en el caso de Cuba la rebelión de Aponte demostraba los peligros de una guerra racial, que se debía evitar, y la influencia que ejercieron sus generales en la población negra (Childs 169). Esta inconsistencia en sus planteamientos es típica de la mentalidad utilitarista del siglo xix, que creía en la abolición no solo porque era injusta e iba en contra de los preceptos que había enarbolado los filósofos franceses, sino también porque temían que los otros se fueran a rebelar contra ellos y acabaran con su prosperidad. Por esto les temían, los miraban con recelo y aspiraban a que, si no los “exterminaban” físicamente, pudieran “asimilarlos” de la forma rápida y efectiva. Para algunos, esto era posible a través de la educación y sus valores morales, que los criollos tenían por superiores a los de los africanos. Sin embargo, para otros esto era una pérdida de tiempo porque los negros, como dice Calcagno, eran “hijos del desierto” y no iban a cambiar, al menos no todo lo que ellos desearían.

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Al igual que otras novelas “antiesclavistas” de la época, la de Calcagno narra la vida de una ciudad en un momento crucial de su devenir económico y político. Es el momento que coincide con la liberación del comercio después de la toma de La Habana por los ingleses, las medidas de Arango y Parreño para liberalizar la trata negrera y, además, el aumento exorbitante de la población esclava en la Isla, que, como afirma el narrador, ya a mediados del siglo xix sobrepasaba a la población blanca. Este periodo, que culmina con la Conspiración de la Escalera y la muerte de Plácido, es también el de la creación de barrios marginales como el de Regla, el Manglar y Jesús María: barrios de extramuros adonde no llegó el alumbrado hasta bien entrado el siglo xix y donde se restringía y vigilaba el acceso de las personas. En tal sentido, el espacio es también un personaje importante en esta narración, como lo es en la crónica de José Victoriano Betancourt, es un código de clase social y moral a través del que se comunicaban dos mundos distintos: el de los esclavos, negros y mulatos libres, y el de la burguesía, la sacarocracia criolla y los negreros. No es extraño, pues, que uno de los incidentes más importantes de la novela, el “rapto” de Natalia, ocurra en este lugar y que Leoncio, a quien ella creía su hermano, la busque en la casa de los marqueses y se la lleve con la ayuda de Macario y los otros ñáñigos al otro lado de muro. En aquel lugar, Leoncio cita al doctor Birbone (cuyo nombre remite a “bribón”), y es allí donde este le revela que el padre de Natalia es otro, un hombre con mucho más dinero que él y cuya fortuna Natalia debería heredar cuando se casara. Si la ciudad, parece decirnos el narrador en esta novela, es un espacio dividido geográficamente, también lo estaban las personas en clases sociales, como correspondía a una sociedad esclavista que se movía por el dinero y el interés personal. Ante este mundo corrupto, Calcagno crea un lugar apacible más allá de la ciudad, en Vuelta Abajo, donde había nacido Natalia y de donde la habían sacado para llevársela a casa de los marqueses. Natalia resulta ser entonces no la hija de Concha, sino la hija de la dueña de la casa donde esta trabajó por un tiempo, y Concha fue la mujer que sustrajo a la niña de los brazos de la madre en complicidad con el doctor Birbone. No importa que allí haya ocurrido un crimen: Vuelta Abajo es el lugar utópico donde la felicidad es posible, donde no existe el mundo de lujo y miserias ni el bandolerismo al que Natalia está expuesta en La Habana. No obstante, desde los tiempos del capitán general Vives, y especialmente en la época en que Calcagno publica su novela, el interior

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del país era tan inseguro como la ciudad. Tal es así que el fenómeno del bandolerismo fue criticado, entre otros, por Varona y Calcagno, que hacían recaer esta falla en la Corona española. El bandolero del campo era la contrapartida de los ñáñigos en la ciudad. Francisco Javier Balmaseda decía en 1894 que eran “síntomas del estado morboso de esta sociedad las raíces que van echando el bandolerismo en el campo y en las ciudades el ñañiguismo, secta fetichista de lo más inculto de África” (9). En la prensa se asumían ambas asociaciones como un problema social con el que había que acabar. Según Varona, el bandolerismo podía ser de dos formas: público, “rompiendo abiertamente con las leyes estatuidas”, o secreto, tratando de “disimular y aun de cohonestar su ilegalidad”, y este último se caracterizaba más bien por el empleo de la astucia (Artículos 204). Varona, en un artículo publicado originalmente en la Revista Cubana en 1888, siguiendo las ideas de Cesare Lombroso en L’uomo delinquente (1876) y la antropología socio-cultural, creía encontrar las causas de ambas manifestaciones en la raza, el medio y lo que él llama “la ley de la evolución social” y de “el progreso de las colectividades” (Artículos 205). Pero, incluso cuando reconoce que en Cuba existía una gran diversidad étnica, piensa que las principales razones para entender este problema estaban en “el tronco español”, ya que sus “elementos adventicios, aun los más importantes como el africano, no han podido todavía alterar sus caracteres primordiales” (Artículos 206). Para él, por tanto, el bandolerismo se explica por las guerras y los grupos armados que aterrorizaron España antes, durante y después de la colonización; por el sistema de esclavitud que se había impuesto en América; por las relaciones económicas que imperaban en la Isla; por la afición al juego y por la corrupción de las autoridades: “La miseria, la ignorancia, el temperamento moral heredado y la sumisión a la voluntad ajena, he aquí lo que constituye a nuestra población campesina en un semillero de bandidos” (Artículos 220). Debo aclarar que, aun cuando el ensayo de Varona se publicó un año después de la novela de Calcagno, estas ideas ya se habían discutido antes en Cuba, en la Sociedad Antropológica y, por ejemplo, tan pronto como 1879, tres años después que Lombroso publica su libro El hombre delincuente, J. R. Montalvo lo menciona y lo mismo hacen Antonio Mestre y José Varona poco después quienes hablan de la conducta delictiva como “una patología social” debido a la presencia, como dicen Pruna y García González de “rasgos degenerativos [y] primitivos en el mismo delincuente” (Darwinismo 127). Esto,

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según Pruna y González, se extendió al análisis de los individuos con trastornos psíquicos o que pertenecían a capas “inferiores” de la sociedad (Darwinismo 127). De esto se deriva que el fenómeno del bandolerismo en Cuba se viera sobre todo como un mal rural, de origen español y de blancos armados, algunos de los cuales eran muy populares a finales del siglo xix por ser vistos como una fuerza subversiva contra el gobierno español. El caso más conocido fue el de Manuel García (1851-1895), el Rey de los campos de Cuba, un cubano de padres españoles. Por eso, Calcagno afirma que el bandolerismo no era una “planta indígena”, sino que fue importado a Cuba por la constitución administrativa, y menciona a dos bandoleros peninsulares, Isidoro Narbola y el Españolito (Mina 90). Estos habían sido “vomitados por las bacanales políticas de la madre patria” y habían se lucrado en Cuba por la ineficiencia administrativa y la falta de policías (Mina 120). Este vínculo entre política y bandolerismo es lo que lleva a decir a Calcagno que la raíz del mal estaba en la misma sociedad y en la forma de gobierno impuesta por los españoles: “Mejórese la administración colonial”, dense mejores posibilidades de empleo y se erradicará el bandolerismo en Cuba (Mina 120). En sintonía con la ilusión de veracidad histórica que tratan de dar sus novelas, Calcagno menciona aquí personajes reales, entre ellos el mismo bandido Javier F. Laz, a quien dedica una entrada en su Diccionario biográfico cubano (367-68). Pero si el bandidaje rural era de raíz peninsular y suponía un grave problema para Cuba, el caso de los negros cimarrones era peor, ya que, además de ser considerados delincuentes, eran estigmatizados por ser “bárbaros” y por contribuir a través de sus acciones y de sus creencias a la desintegración social. Por eso el Estado y los letrados veían como un símbolo de involución y de retroceso que los negros se organizaran en cofradías o incluso en cabildos, porque esto les permitía seguir con sus costumbres y proteger a los criminales. Los cimarrones urbanos, las prostitutas y los ñáñigos eran el mal que había que temer. Eran, utilizando una frase de Varona, el elemento “extranjero” que habían dejado en Cuba “las piaras de ganado negro, transportadas del África salvaje” (Prólogo, La prostitución en La Habana 10). Para Varona, por ende, como lo será años después para Ortiz, “la mala vida cubana” tenía su origen en la colonia, era una cuestión cultural y política que los cubanos habían heredado. Había que analizarla en

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su contexto y a través de la historia, como lo hacían los arqueólogos, los criminalistas y los etnógrafos. De modo que, a pesar de este debate, Calcagno sigue pensando en el campo como en lugar paradisiaco, la antítesis de la riqueza de los grandes hacendados, y ve la ciudad como el lugar donde se refugiaban los delincuentes. En Mina, la hija del presidiario (1891), ambientada en la década de 1820, Calcagno afirma que “se vio que el bandolerismo había que empezar por perseguirlo en la ciudad” (Mina 125). En la ciudad estaban el dinero, el poder y quienes podían obtener ventajas con la política colonial. El campo, por otro lado, era el lugar donde el romanticismo había puesto sus reservas, una especie de refugio de la vida moderna o, mejor dicho, lo que se perdía con la modernidad. Esto no incluye, por supuesto, a los barrios aledaños como el de Jesús María, que Calcagno describe como un mundo sórdido, lleno de inmundicias y olores fétidos, como también lo hace José Victoriano Betancourt. Por esto, si la casa de los marqueses en ambas novelas estaba ubicada en el mismo corazón de la ciudad, en Vuelta Abajo los vegueros cultivaban la aromática hoja del tabaco y vivían pacíficamente. A diferencia del azúcar, el tabaco requería de muy poca mano de obra esclava y, como afirma Moreno Fraginals en El ingenio, fue la víctima de la expansión acelerada de la industria azucarera (El ingenio 56). Aquellos hacendados que tenían sus cultivos cerca de la ciudad, como Güines, tuvieron que trasladarse a Vuelta Abajo. Ya a finales del siglo xix, cuando escribe Calcagno, el tabaco había alcanzado un estatus de símbolo nacional, y Martí es uno de los escritores que más exalta a este producto y a los tabaqueros. De modo que, a ojos de Calcagno, es factible contraponer la hacienda tabacalera a los barones del azúcar, mucho más ricos y poderosos que los vegueros. Es a este lugar adonde quiere regresar Natalia con Leoncio cuando ambos se encuentran en La Habana después de dieciocho años de estar separados: “Allí está mi mundo de placeres, en aquella casita tan alegre y tan bonita donde viven los que me aman, en aquel corral de gallinas que me despertaban cantando por las mañanas” (Los crímenes 176). ¿Cuál era entonces el “crimen de Concha”? A juzgar por la historia, ninguno. Concha, sugiere el narrador, es una cómplice inocente de Birbone, no sabía lo que estaba haciendo ni tenía potestad para negarse a hacer lo que le ordenaba el amo. Era una “pieza” más de los planes diabólicos del doctor, una “víctima” de su deseo de riqueza y un recordato-

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rio para el lector de que en la sociedad esclavista los esclavos eran seres sin voluntad propia, cuyos amos los corrompen y mandan al infierno cuando ya no los necesitaban. El momento crucial de la novela ocurre cuando Macario, el jefe de los ñáñigos e hijo de Concha, decide matar al médico italiano por haber abusado de su madre y haberla echado de la casa. Macario escoge una fecha para el homicidio y revela sus planes en la reunión que tiene en la cofradía de los ñáñigos. Ese día habían iniciado a un cofrade, Roberto, “el Tuerto”: Macario no sabía que este no se había iniciado por cuenta propia, sino por indicación del médico a quien servía de criado. Se suponía que, como parte de su iniciación, el Tuerto debía cumplir un hecho de sangre, y Macario había escogido para eso al doctor Birbone. Pero, como este lo sabía todo de antemano, la noche del homicidio logró evadir el asalto y la policía hizo prisionero a Macario. Por asesinato, fue procesado en unos pocos días y condenado a muerte. Porque la justicia, como dice el narrador, que por lo común era indulgente y suave con los blancos “negrecidas”, no actuaba de igual forma con los negros acusados de matar a los blancos, y debía ser así, “sin que se pueda culpar más que a la especialidad de nuestro estado social” (Los crímenes 160). Es decir, para el narrador la justicia no podía actuar de otra forma, ya que, debido al número superior de negros que había en el país, el Estado se veía obligado constantemente a “infundir un terror saludable” en la población de color: “Y preciso es que el miedo supla a la sensatez, si contra ñáñigos, ya que esa clase sumida en la ignorancia y la depravación necesita freno: Dios nos libre que por debilidades nuestras se lanzaran a palabras mayores” (Los crímenes 161). Para Calcagno, entonces, el patíbulo era la prueba más fehaciente de que el Estado no había sabido educarlos en la moral y los buenos hábitos, y, por lo tanto, el único remedio que tenían eran las “prevenciones terribles” del patíbulo (Los crímenes 161). No hay ningún asomo aquí de caridad con los negros: si alguno era inocente, era el precio que debían pagar por su ignorancia y su falta de moralidad. Por tal motivo, Calcagno no recurre a los argumentos abolicionistas de la pena de muerte que eran tan populares en Europa y América por aquel tiempo. Los abolicionistas le criticaban al Estado que las condenas de muertes fueran, en efecto, a prevenir el crimen. No era así, decían, y, además, iba en contra del valor sagrado de la vida. Calcagno simplemente acepta la pena capital para los negros como un mal necesario, si bien el último con el cual extirpar el pro-

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blema. Pero aun en el momento en que lo iban a matar, dice el narrador, Macario “piensa” que la “causa primera de su desventura” había sido aquel “amo bondadoso”, el francés, que lo había dejado “libre y sin freno” (Los crímenes 163). El jefe de los ñáñigos en aquel momento había tomado consciencia del error de su antiguo amo, que lo crio en libertad, sin educarlo de forma correcta para una sociedad esclavista como la cubana. Su muerte, como la del negro Teodoro, serviría de escarmiento al resto. Ambas serían una forma en que el poder podía mostrar públicamente que controlaba de la situación y que era capaz de acabar con el crimen. El capítulo 18 Calcagno lo dedica entonces a resumir la muerte de Macario, que hace coincidir con la de su madre, la vieja Concha. Macario es trasladado al patíbulo, donde debía ser ahorcado: nuevamente, esta exhibición de la muerte le permite mostrar los extremos patéticos y teatrales que rodeaban este tipo de acontecimientos en La Habana. La muchedumbre, sucia y ociosa, fumaba y observaba indiferente los preparativos para el ahorcamiento. A nadie le importaba, dice el narrador, solamente a una persona, al doctor Birbone, que hasta el último momento trató de hacerle confesar al reo quién sería la persona que debía vengarlo en la cofradía de los ñáñigos si Macario llegaba a morir. Birbone le prometió cuanto pudo, pero no logró sacar nada de él. Entonces, como venganza, trajo a la madre a la ejecución, y esta, en un momento de lucidez, reconoció a su hijo antes de que fuera ahorcado. Macario finalmente vio a su madre, pero en ese mismo momento la vieja calló al suelo inconsciente y la muchedumbre que estaba en la plaza le pasó por encima. De esta forma, el italiano eliminó a ambos personajes (Los crímenes 167-169). Este énfasis que pone Calcagno en la culpabilidad de Birbone se repite en su otra novela, Mina, la hija del presidiario, donde el marqués de los Baños de Jaimanita recurre a los bandidos del barrio de Jesús María para secuestrar y seducir a una joven que se negaba a tener relaciones sexuales con él. Primero, involucra al padre de la joven en un oscuro robo y lo manda a Ceuta, luego deja sin trabajo al hermano para que la familia cayera en la miseria y, finalmente, recurre a la violencia directa. En uno y otro caso, Calcagno muestra el poder que tenían los antiguos hacendados, enriquecidos por la trata negrera y oscuros negocios, que les daban títulos nobiliarios para conseguir lo que querían. La situación que se desarrolla en la ciudad es la misma que la de los ingenios, donde los amos tienen el po-

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der y lo ejercen a expensas de los esclavos. Pero, en este caso, el poder se ejerce también contra una familia blanca, cuya hija es raptada por el marqués y, finalmente, termina sirviendo de prostituta en uno de los barrios de La Habana. Las narraciones de Calcagno tienen, por tanto, la virtud de trasladar las relaciones del campo a la ciudad mostrando que el poder de los esclavistas no se limitaba a sus esclavos, sino también a los blancos pobres que vivían en los barrios de extramuros. De modo que, si por un lado Calcagno muestra al criminal de guante blanco, el doctor Birbone o el marqués, que podía reducir a sus víctimas a la desvergüenza y a la miseria, también en estas novelas los criminales son negros o mulatos, y son descritos como figuras abyectas, sin sentimientos ni moral. De ahí que Matasiete, en Mina, la hija del presidiario, y Macario, en esta novela, sean iguales, “productos” del mismo ambiente. Matasiete, además de ser un cimarrón, es un asesino consumado, un traidor a su propia banda de ladrones, y no tiene inconveniente ninguno en cortarle la cabeza a otro cadáver para hacerse pasar por él. Mientras lo hace, dice el narrador, “¡con qué afán y con qué tranquilidad de conciencia prosigue su repugnante tarea!” (Mina 46). ¿De dónde saca esta historia Calcagno? Su origen podría estar en los archivos de los mismos comisarios de la policía de La Habana en los que se basó para escribir estas novelas. En Los criminales de Cuba (1882), José Trujillo y Monagas narra un sinfín de crímenes que se cometieron en La Habana en la década de 1870, y entre ellos aparece el de un tal Benito Pérez, alias Pericón, natural de Asturias, que anduvo prófugo de la justicia y lo daban por muerto. Monagas reproduce en su libro el artículo que publicó el periódico La Voz de Cuba el 19 de agosto de 1881 con el título “Un muerto resucitado”. Afirma este periódico que después del robo en el Banco de Santa Catalina, cuyo perpetrador se suponía que era Pericón, se encontró en la calle de Monserrate dentro de un baúl “el cadáver de un hombre sin cabeza y muchas personas creyeron que era el cadáver de Pericón, al extremo que no faltó quien asegurara que los pantalones eran suyos” (133). Sin embargo, luego se supo que Pericón estaba en Cienfuegos, con nombre supuesto, y allá fue la policía para arrestarlo (134). El desenlace de Los crímenes de Concha ocurre cuando, después de que Leoncio secuestra a Natalia, el doctor Birbone se ve obligado a

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confesar que él no es el padre de la niña, que la verdadera hermana de Leoncio era Altagracia, y que, si Leoncio acordaba pagarle doscientos mil pesos, él le permitiría que se casara con Natalia. Pero Leoncio se opuso porque entonces no tendría el consentimiento del verdadero padre. A Birbone no le quedó más remedio que ir a la casa del marqués y contarle cómo con la ayuda de la vieja Concha había secuestrado a su hija Natalia y en su lugar había dejado a la hija de la campesina de Vuelta Abajo, Altagracia. La razón por la que hizo este cambio fue ganar el dinero que el marqués le había prometido si hacía posible que su mujer diera a luz a un heredero, aunque no fuera suyo, con lo cual Birbone le hizo creer que había tenido que conseguir un sustituto para la niña, que había nacido muerta. Una vez confesado el delito, con el que el marqués estuvo de acuerdo en un inicio, estos reconocieron de buena gana a Natalia. Pero Birbone tampoco estando contento con este final, e ideó secuestrar a Altagracia: nuevamente tuvo que ir al barrio de Regla a pedir ayuda a los ñáñigos, quienes “se ofrecieron a servirles, fingiendo estar deslumbrados con sus ofertas grandiosas y sus garantías de impunidad” (Los crímenes 188). Los ñáñigos llegaron aquella noche a la casa del marqués para secuestrar a la supuesta hija: subieron por un árbol cerca de las ventanas, y sus facciones, en la oscuridad, daban la impresión, según el narrador, de ser animales al acecho, listos a caer sobre su presa. Calcagno se detiene en este momento en sus rostros y, llamándolos por sus nombres en ñáñigo, dice “Nandierá (tigre) alto y delgado, tenía unos colmillos prominentes que suspendiéndole el labio le daba más el aspecto de un jabalí que de un tigre”. El otro, Eurico-sana (lechuza) tenía “ojos que fosforecían en la oscuridad sin alumbrar” (Los crímenes 190). Junto con el doctor Birbone, vestido también de ñáñigo, logran penetrar en el cuarto de Altagracia, pero una vez allí se percatan de que la policía los estaba esperando: los ñáñigos lo habían traicionado, y, en el mismo instante en que el doctor se dio cuenta, murió de un balazo que le propinó uno de ellos (Los crímenes 193). De este modo, con la muerte de Birbone y el casamiento de Leoncio y Natalia, termina la narración. Calcagno apuesta entonces por un final feliz, pero, como afirma en el epílogo de la novela, la situación para los negros distaba mucho de serlo. Si bien todos los personajes blancos se habían salvado y “colocado” en una buena posición social, la vieja Concha muere y su hijo también, y los ñáñigos se traicionan unos a otros. ¿Qué hacer enton-

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ces para acabar con el mal? “Moralicémoslos antes de que nos africanicen”, dice Calcagno (Los crímenes 198). La asimilación, la instrucción y la preparación de los esclavos para la abolición definitiva de la esclavitud eran el camino que debía seguir la sociedad. Recordemos que Calcagno comienza a escribir esta novela en la década de 1860, cuando aún los cubanos no se habían levantado en armas, y no sería hasta 1886 que el gobierno español les daría finalmente la libertad. Pero, aun en aquella fecha tan temprana, nos sugiere Calcagno que los hacendados debían cambiar su mentalidad y el gobierno debía actuar de una forma que evitara la “africanización” de Cuba. No hacerlo sería peor, ya que, entre morir por el “cáncer” negro y forzarlos a emigrar a África, lo mejor era “infiltrarles nuestra moral” (Los crímenes 198). Paradójicamente, esa “infiltración” ya había estado ocurriendo en los cabildos y cofradías como las de los ñáñigos, donde, como dice Calcagno, se mezclaban ritos africanos y católicos. Pero ese tipo de hibridez no les interesaba a intelectuales como él, ya que la asimilación se hacía a la inversa: se incorporaban elementos “blancos” en la cultura de los negros, pero aquellos mantenían su cultura “salvaje”. Lo ideal sería que esta asimilación ocurriera de otra forma, que los negros dejaran su cultura y adoptaran la de los blancos. Si no lo hacían completamente, al menos esa asimilación debía ser suficiente como para que la cultura de los criollos imperara. Afirma que “‘no es posible asimilar más allá de cierto límite razas separadas por toda clase de diferencias’. Hegel lo ha dicho y la Antropología con innumerables deducciones lo corrobora; pero es el mal que sin esa asimilación las razas inferiores llevan su hálito corruptor a todas partes cuando las superiores, atentas solo al lucro, descuidan toda acción moralizadora” (Los crímenes 199). Para resumir y concluir, la novela de Calcagno es paradigmática del tipo de representación de los negros que va a dominar las últimas décadas del siglo xix y principios del xx de la creación a través de la psicología y la antropología de un tipo de personaje, delincuente, atávico (del latín: atavus, ancestro, los padres del tatarabuelo, avus significa abuelo), y supersticioso, que amenaza la supervivencia de la cultura blanca en la Isla. La ley y las ciencias inscriben en el cuerpo del antiguo esclavo las marcas de poder de los discursos fuertes de la racionalidad instrumental. La novela, por supuesto, es también una apuesta por la abolición de la esclavitud, pero al mismo tiempo muestra un profundo

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temor por lo que podían traer los descendientes de africanos al seno de la sociedad cubana una vez que fueran liberados. Concha era un ejemplo de esto aun en una época esclavista, pero cuando Calcagno escribe esta novela ya la población negra y liberta en Cuba era considerable, y este deseo de reformar el sistema iba aparejado al miedo y a los planes de prosperidad que promovieron las élites cubanas y regímenes de orden y progreso en Hispanoamérica. De ahí su fe en las instituciones morales, en las ciencias, en su lucha contra las “supersticiones”, en el trabajo y en la ganancia. Por esto, también los liberales cubanos criticaron el juego y el ocio. En Los crímenes de Concha, esto se ve especialmente cuando el narrador critica la educación y el estilo de vida que le dio el dulcero francés a Macario, el jefe de los ñáñigos, y fustiga los desafíos de gallos por tener “un fondo inmoral” (Los crímenes 124). En el capítulo que sigue, me interesa demostrar cómo justamente esta inmoralidad es asociada a otras formas culturales de los negros como el baile y la música, que también se ven como un peligro para el país, ya sea porque vehiculan ansias sexuales o porque retardan el desarrollo cultural o la independencia de Cuba.

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Espacios de (con)ten(c)sión: los negros, la música y el baile

En 1755, el obispo de Cuba, Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, oficializó los cabildos africanos. Para Morell de Santa Cruz, tal paso era necesario dado el considerable número de negros libres y esclavos que ya había en la Isla y que no tenían ninguna guía espiritual. En un inicio había pedido que se les enseñara la doctrina cristiana y que los congregantes aprendieran el idioma de sus naciones. Más tarde, sin embargo, se enteró de que, durante ciertos días del año, los negros se reunían en casas de intramuros y tocaban sus tumbas y tomaban hasta perder el juicio: “Al son de ellos y de una gritería destemplada, se entretenían los varones, mezclados con las hembras, en bailes extremadamente torpes y provocativos, a la usanza de su tierra” (Cuba: economía y sociedad 159). La solución: convertir aquellos “cabildos” en ermitas, casas de Dios, y mandarles un sacerdote para que los instruyera en la fe cristiana. De esta forma, pensaba, los negros renunciarían a sus “abominaciones” y “desórdenes pecaminosos” (Cuba: economía y sociedad 159). Según Levi Marrero, fue justamente en estos cabildos o ermitas donde “nació la santería”, al mezclarse ambas religiones (Cuba: economía y sociedad 158). También allí se utilizó por primera vez el lenguaje bozal para hacerles entender a los negros la doctrina cristiana, ya que, como dice Morell y Santa Cruz, dado la poca inteligencia y la dificultad del idioma, los negros se dormían y los curas tenían que repetirles muchas veces lo mismo “con los acentos y modo chambón con que ellos pronuncian la lengua castellana” (Cuba: economía y sociedad 159). Esta preocupación del obispo por convertir a los negros esclavos y libres en buenas “ovejas” y hacer que abandonaran su música estre-

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pitosa es típica de la forma en que la élite ilustrada criolla y los blancos en general verán estas manifestaciones y tratarán de cambiarlas. Ya desde el siglo xvi la Iglesia veía con recelo la propagación de estos “bailes indecentes” en la Isla y en toda Hispanoamérica, y amenazaba incluso a sus fieles con la excomunión y el “perdimiento de los instrumentos” si estos eran sorprendidos bailando en sus casas, en los ingenios, en las estancias o en los corrales (cit. Lapique 27). Esta forma de pensar no desaparecerá durante el tiempo que dure la colonia, pero en el siglo xix, junto con la expansión de la industria azucarera, la urbanización y el aumento del tráfico de esclavos, ocurrió también un vertiginoso desarrollo de los géneros musicales en Cuba, que por ser los negros quienes tocaban y componían la mayoría de estas melodías llevará el mismo estigma. ¿Cómo reacciona entonces la ciudad escrituraria ante estas canciones “acongadas”? ¿Podía la letra dominar la anarquía de los cuerpos en el baile? En este capítulo quiero señalar las críticas que hicieron al baile y a la música criolla varios escritores cubanos, todos blancos, durante la segunda mitad del siglo xix. Como ya he dicho, el baile era también una preocupación para la ciudad letrada, ya que a través de él se propagaban los gestos, las letras y las formas de bailar de los negros al resto de la población. También porque se veía en esta música una forma de refrendar la procreación y la unión interracial, una de las marcas que dividía a la sociedad esclavista. Según Zoila Lapique en Cuba colonial, la crítica habanera comienza a hablar de africanización de los ritmos europeos en Cuba a principios del siglo xix. Entonces el Diario liberal y de Variedades de La Habana (1821) publica un artículo donde se habla de “contradanza acongada”, y ya para esta fecha la mayoría de los grupos de músicos que tocaban en la ciudad eran de negros (89). Fue esta práctica seguramente la que posibilitó que llegaran a alcanzar un virtuosismo inigualable: tanto que un escritor tan crítico de la cultura insular como Emilio Bobadilla dijo a finales del siglo xix que “los mulatos solían ser músicos admirables” (89). En su ensayo sobre el juego y la vagancia José Antonio Saco alertaba al público sobre el peligro que significaba que la mayoría de los trabajos manuales, entre los que se encontraba la música, estuviera en manos de los negros y de los mulatos libres. Sin embargo, como dice Carpentier en La música en Cuba, la profesión de músico no era envidiable para ningún blanco, ya que a duras penas es-

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tos podían ganar suficiente dinero para vivir, incluso los músicos blancos que tocaban en las iglesias y daban clases particulares de solfeo se veían en la difícil posición de conseguir un empleo estable o tener que asistir a múltiples eventos para mantenerse. No obstante, durante la represión que se originó con la Conspiración de la Escalera en 1844, el gobierno implicó a varios músicos, entre los que cabe mencionar a Mamerto Carrera, Matías Cabello, Ceferino Marrero, Damián Zamora, Dionisio Acosta, y Tomás Vuelta y Flores. De acuerdo con Lapique, al mismo tiempo que sucedía esta represión, un periódico de Matanzas (donde más se sintieron los castigos) anunciaba clases de música para “cierto número de blancos pobres”, con lo cual se sugería que se estaba preparando el terreno para que estos reemplazaran a los negros en el arte musical. Con esto, dice Lapique, “pretendían blanquear no solo la actividad musical, sino la propia música, tan permeada ya por los ritmos de origen negro” (143) [énfasis en el original]. Tal hipótesis no sería desacertada si pensamos que, desde la óptica del poder, el miedo es instrumentalizado por el mismo gobierno para mantener bajo control a los esclavos, deshacerse de grupos molestos y poner en práctica políticas que permitieran mantenerlos al frente de la Isla. No obstante, el gobierno no pudo terminar con estos grupos y la influencia de los músicos negros continuó durante el resto del siglo en el cultivo de ritmos como el tango y el danzón, que se hicieron tan populares a finales del siglo xix, así como en las coreografías de los bailes y las letras de las canciones. En la década de 1860, Luis Victoriano Betancourt, el hijo del autor de “Los curros del Manglar o el triple velorio” va a reflejar en sus escritos un malestar similar al de su padre, cuando trata este tema en una de sus crónicas costumbristas, al extremo que en ella dará rienda suelta a su obsesiva ansiedad por dividir las prácticas negras de las blancas criollas. Su concepción de la cultura y el baile se formula desde referencias civilizadoras que demonizan al otro, ya sea negro, chino o mulato. En su comentario sobre la danza, Luis Victoriano Betancourt fustiga a los jóvenes que bailaban y a los padres que permitían tales reuniones: Consiste en que los jóvenes buscan en el baile no el moderado entretenimiento, sino el público y vergonzoso desahogo de sus pasiones y sus deseos; consiste en que el hombre, sin saber lo que se trae entre manos, aprende en casas asquerosas los cínicos movimientos de la danza y los en-

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seña más tarde a las muchachas incautas, corrompiendo así a la misma con quien se casará mañana, y de la cual se atreverá a exigir fidelidad; como si el que ensucia el agua antes de beberla fuera digno de poder apagar sed con ella (180)

Para Betancourt, el baile es un síntoma desmoralizador de la sociedad cubana y propone por esto prohibir sus excesos. Ante todo, porque el baile permitía el traspaso de realidades compartimentadas o restringidas a ciertos lugares, al ámbito familiar y a la cultura de los grupos hegemónicos. El espacio de las “casas asquerosas” se trasladaba a través de los gestos, costumbres e insinuaciones que se hacían en las fiestas al espacio público de la ciudad y de la gente decente. Para una sociedad como la cubana del siglo xix, obsesionada por mantener los márgenes raciales y las diferencias de todo tipo, el espacio público en que se abolían momentáneamente estas divisiones debió resultar un peligro inquietante. De modo que, al igual que ocurre con otros comentaristas del baile, este resultaba un terreno problemático para la colectividad, ya que suspendía las convenciones sociales por momentos y el yo quedaba expuesto a la disolución, a ser corrompido por la proximidad del otro. Para Luis Victoriano Betancourt, este espacio es heredero de lo “africano”, que se imponía con su poder corruptor, lo mismo en la música que en las costumbres de los jóvenes. “Hemos compuesto una danza, baile africano, con acompañamiento de clarinetes y cornetines” (180), dice, y más adelante sugiere que, en las casas donde hay también “mulaticas” de criadas, estas son las que enseñan los movimientos degradantes a sus amas, completándose así la mala educación de los criollos. En un diálogo simulado que tiene lugar en una fiesta, afirma: –Me subscribo a su opinión: baile y que el mundo se venga abajo. Y que no es decir que me enseñaron. Yo nací bailando. –Pues yo aprendí con las mulaticas de mi casa, que son bailadoras, como usted sabe. ¡Qué! Si me enseñaron quinientos mil modos de bailar. –Se conoce que ha aprovechado usted las lecciones de las mulaticas. –Ese es favor que me quiere usted hacer (185).

La ironía con que Betancourt desarrolla estos diálogos deja entrever lo abyecto en la sociedad esclavista, porque quienes se enorgullecen de parecerse a las “mulaticas” son los hijos de la clase alta, los amos que se favorecen, directa o indirectamente, con el trabajo del esclavo.

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Imitar, aprender y ser como el negro o el mulato en el baile era rebajarse a su misma condición y clase. La danza, por tanto, se consideraba un lugar nivelador desde el punto de vista social y promiscuo por excelencia: ambos sexos se abrazaban y se animaba a la procreación lícita, a las relaciones sexuales y a la mezcla racial y cultural. El cuerpo involucionaba, se “descivilizaba” y se volvía un objeto sospechoso, un indicio de que las corruptelas morales estaban acabando con la sociedad criolla. Por eso Betancourt cierra su discurso moralista con la frase: “Los romanos pedían pan y circo; los hijos de Iberia piden pan y toro; nosotros pedimos pan y danzón” (cit. en Galán 192). Como afirma Natalio Galán en Cuba y sus sones, la mención del danzón hecha por Betancourt después de la guerra de los Diez Años significa que este ritmo ya había adquirido para entonces categoría de baile nacional (192). No podía ser de otra forma: Luis Victoriano Betancourt, criollo independentista, debió de ser muy consciente de aquello que diferenciaba a Cuba de Iberia, ya que abrazó la causa independentista. No obstante, el hecho de que el negro no forme parte del paradigma de lo cubano durante el siglo xix y el baile, y en especial el danzón, sea sospechoso de lo “africano” colocaba a ambos en un terreno de dudoso margen de pertenencia cultural, más bien de crítica, de lo que él y otros letrados hubieran querido seguramente prescindir. El deseo civilizador del letrado excluye en su construcción de la cultura las prácticas negras o mulatas por encontrarlas primitivas y por eso su inserción en la criolla se percibe como un factor degradante. Claro está, Betancourt hijo no era el único que veía la influencia perversa de la música africana en la danza criolla. Antonio de las Barras y Prado, Félix Tanco y Bosmeniel y Eduardo Ezponda (para mencionar solamente tres testigos de la misma época) se pronunciaran en el mismo sentido. El primero, cuando decía que “el compás es el mismo que tocan los negros en sus tambores e instrumentos para sus bailes grotescos y voluptuosos” (89). Eduardo Ezponda, por otra parte, desarrollará su crítica en un poema y una novela, donde la danza provoca o hace visible el mestizaje de la cultura cubana y hace más patente por esto su degradación. Dice Ezponda en su poema “La danza cubana”, leído en una de las tertulias habaneras de Nicolás Azcárate: Cual etíopes al son de los tambores Suspendiendo el domingo las faenas,

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Olvidan sus miserias y sus penas, Bailan dichosos, cantan sus amores. Con los hijos de Gambia y de Nigricia Que forman nuestra gente de trabajo, El África su música nos trajo, Formando de la danza la delicia. Danza que causa serias inquietudes, Pues la moral de su carril desvía, Matando el sentimiento y la energía La humana dignidad y las virtudes. Monótona canción, cántiga inerme, Es la danza cubana en su armonía, De un pueblo sibarita poesía, El opio con que goza y con que duerme (240).

Nuevamente, Ezponda critica a los cubanos por su manía de bailar. Piensa que la danza mata el sentimiento, la dignidad y las virtudes, y narcotiza a los criollos, haciéndoles dormir sin enfrentarse a la realidad. De modo que la crítica al baile va dirigida también a los jóvenes, que no contribuían así al “brillo, prestigio y progreso de la comunidad”, como diría Santovenia (7). En los escritos de estos letrados, tal preocupación se deriva de su insistencia en unir el futuro de la “patria” con el discurso moralizador y en asociar la colonia y España con la decadencia del imperio romano. Dados el marco político que caracterizó a Cuba a partir de 1868 y las aspiraciones que tenían estos criollos con hacerse con el poder, habría que preguntarse si el cuerpo que se distrae en la danza no conspiraba contra la urgencia de la guerra y contra la construcción de un sujeto principalmente blanco, de clase media o alta, dispuesto física y moralmente para pelear por su país. Porque, como dice Luis Victoriano Betancourt, aunque “el mundo se venga abajo”, los habaneros siguen bailando. ¿Cuál era ese mundo que se caía a pedazos cuando los jóvenes se entretenían en el baile? Al estallar la guerra de 1868, Luis Victoriano Betancourt se fue a la manigua con el ejército libertador y allí ocupó los cargos de diputado, secretario y presidente de la Cámara de Representantes de la República en Armas y presidente de la Corte Marcial.

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Definitivamente, el baile sería entonces una antítesis de la guerra e incluso una forma de “desvirilizar” el cuerpo, de entregarlo al ocio y a la droga, ya que, en palabras de Ezponda, es “el opio con que goza y con que duerme” (“La danza cubana” 240) la sociedad habanera. Recordemos entonces las palabras de Morell y Santa Cruz y cómo en el mismo siglo, cuando el patriciado cubano intentaba llevar a cabo el proyecto modernizador de la sacarocracia criolla, José Agustín Caballero reacciona ante la danza y el juego de una forma muy similar, diciendo: “Desengañémonos, el que se cría con músicas, bayles, [sic] regalos y deleites, forzosamente degenera en femeniles costumbres” (“Carta crítica del hombre muger” 77). Recordemos, además, que el “sueño” o la “espera” de los cubanos bajo el gobierno colonial es un tema repetido por los escritores independentistas. A él le dedican un poema Rafael María de Mendive (“Los dormidos”), Diego Vicente Tejera (“Esperando”) y José Martí (“Sueño con claustros de mármol”). Es la queja habitual de quienes quieren cuerpos hábiles para construir la nación o para defender la patria de sus enemigos, pero se enfrentan a una masa abandonada a sus gustos, incapaz de actuar o perfectamente cómoda con la situación que llevaba. Pero no es un tema exclusivo de Cuba: el mexicano Ignacio Rodríguez Galván lo desarrolla también en “Bailad! Bailad!” (1841), y Rafael María de Mendive en un poema, donde decía: De torpes saturnales Agítanse en la danza Buscando en ella lúbricos Placeres que gozar Sin ver que el hambre viene, Sin ver que el hambre avanza Como siniestra sombra En torno del hogar…! (“Los dormidos” 70).

Aquí Mendive mezcla el placer y la muerte. La danza solamente sirve para mantener a los cubanos ensimismados, inermes, dormidos, hasta que así los sorprenda el “rayo vengador” (“Los dormidos” 71). Por otro lado, en la novela ¿Es Ángel? Ezponda dedica toda la primera parte de un capítulo a criticar a los jóvenes que se divertían en las fiestas. Ve en el baile algo más que una diversión: la fuerza que destruyó al

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Imperio romano, y, más que una crítica a una costumbre cubana, es un alegato contra el deterioro moral y espiritual de los criollos. La trama de toda la novela se desenvuelve a partir de una fiesta de bautizo, donde se conocen Ángel y Clara. Según la reseña que ya hemos comentado de Anselmo Suárez y Romero sobre esta novela, la censura al baile era un topo común en la literatura cubana en esta época, por lo cual Ezponda no tenía necesidad de reiterarla en su narración. Asimismo, Suárez y Romero no veía tampoco “voluptuosidad” alguna en las maneras de la mulata Luciana, ya que, si bien los negros esclavos tenían sus bailes y se divertían, según afirma: En los bailes de la gente de color puede verse que mientras los unos presentan un cuadro donde todo es supremamente brutal y por lo tanto incapaz de causar ninguna delicia, los otros se señalan por la más cínica profanación del decoro. Compárese aquella barbaridad y este desenfreno con la gentil coquetería de la mujer que en un teatro arroba a los espectadores, ocasionándoles emociones que se encaminan principalmente al espíritu. Por punto principal puede sustentarse que donde la civilización no ha enaltecido a los hombres, es difícil encontrar numerosos tipos de belleza, bajo cualquier aspecto que esta sea considerada (“¿Es Ángel?” 522).

Estas palabras de Anselmo Suárez y Romero nos indican hasta qué punto la clase esclavista, o los reformistas cubanos que conformaban la ciudad escrituraria, estaba dispuesta a hallar belleza o a reconocer maneras propias en los esclavos o en sus descendientes. El mismo Suárez y Romero describe en su novela Francisco una fiesta de los esclavos minas en el ingenio, y al tomar nota de sus movimientos y su música no dice nada de esta “brutalidad” o de la “cínica profanación del decoro”. En su lugar, habla de la tristeza y de la “melancolía” que provocaban aquellas canciones, que en sí eran un discurso asociado a los suicidios que ocurrían tan frecuentemente en los ingenios y que tenían tan preocupados a los esclavistas. Pero, de nuevo, esta forma de apreciar los toques de tambor debe entenderse dentro del propósito de enaltecer al esclavo ante la depravación moral del blanco y no de criticarlo. Por todo esto, Anselmo no podía subrayar la “brutalidad” de estas escenas ni las formas en que transgredían las normas sociales. Tiene que apelar al lector a través de un discurso que exaltaba el sufrimiento y la bondad, y debe ver cualidades positivas más que negativas en aquella

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música. En su reseña del libro de Ezponda, deja claro que de lo que se trata, sobre todo, es de la contraposición de dos culturas: una bárbara, anclada en el cuerpo y los apetitos sexuales, y otra “encaminada principalmente al espíritu” (“¿Es Ángel?” 522). Una representa la “civilización” y la otra, la “barbarie”, que no tenía nada que ver con los criollos. En él, como en otros escritores del círculo delmontino, la escritura se vuelve una máquina de moler “malos hábitos”, de borrar la influencia perniciosa de su música, sus fiestas, sus palabras y la forma en que los blancos los imitaban. Por esto Tanco y Bosmeniel le pregunta a Del Monte en una carta: “¿Quién no ve en el movimiento de nuestros mozos y muchachas cuando bailan contradanzas y valses una imitación de la mímica de los negros en los cabildos?” (Centón vol. 4, 107-108). La preocupación de los escritores por la danza recorrerá toda la segunda mitad del siglo xix, y en la década del 1880 será sin duda Benjamín Céspedes quien con más ardor atacará esta forma de diversión. Su retórica moralista y discriminatoria contrasta, sin embargo, con la letra de muchas canciones que se hacen populares en este tiempo y que hablan del baile en términos de placer, sensualidad y deseo, es decir, donde puede leerse un discurso dionisiaco basado en el cuerpo, la oralidad y los gestos, que amenaza o subvierte la “decencia” de los blancos. Me refiero a las canciones recogidas en dos libros, Canciones cubanas (1883) y Guarachas cubanas (1882), que muestran la dificultad que tenían los letrados en dominar este campo anárquico e intensamente popular, donde se cruzan cuestiones raciales y de género que convergen en la música. El primero de estos cancioneros se hizo tan popular que tuvo tres ediciones consecutivas, siendo la segunda de 1880. En este volumen, que recoge más de doscientas composiciones, hay especialmente dos que muestran esta tensión y los términos en que se presentaba el debate. La primera canción se titula “La guirnalda”, y en ella una mujer le cuenta a su hermana lo que le sucedió en el salón de baile. Dice: Y si supieras, querida hermana, Lo que al instante me sucedió, Que cuando estaba yo más ufana, El amor mío me abandonó. Quebró el infame su juramento,

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Y con sonrisa me dijo: “¡Adiós!” Ya que padezco tanto tormento, Morir prefiero, divino Dios (Canciones cubanas 19).

Su tema central es la traición y el ambiente propicio que creaba la danza para favorecerla. Sin embargo, en el mismo volumen aparece seguidamente otra canción, titulada “Parodia de la guirnalda” en que, con aire burlón, otro compositor, con voz masculina, le responde: Una trigueña de las más bellas, Un baile sola se fué á mirar; Yo que lo supe, sigo sus huellas, Y la conquisto para bailar. Ella, contenta, que “sí” contesta, Y al fin entramos en el salón. Los Merengazos toca la orquesta, Y los bailamos con infanzón. Mas si supieras, querido hermano, Lo que a las doce me sucedió, ¡Que cuando estaba yo más ufano, Con un mocito se me escapó! Con él alegre vi que bailaba; Luego cenaron, sola volvió…, Y al preguntarle, me contestaba: “Fui á componerme el malacoff”. (Canciones cubanas 20)

La voz de la primera pieza solo se identifica con las iniciales de su nombre, Y. V., y el de la parodia con las de J. E. Ambos, en esencia, cuentan la misma historia, pero cada uno lo hace poniendo la falta en el sexo opuesto. En la parodia se nota el tono despreocupado, galante y sensual que caracterizará a algunos poemas modernistas. Deja entrever el “goce” que siente el sujeto masculino al salir a bailar con “infanzón” [énfasis en el original], y al conquistar a una dama. Si en la primera pieza la voz lírica se angustia por el abandono del “infame”,

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quien rechaza así su “amor”, en la parodia nadie ama y ambos gozan el momento. El desafío a los críticos, por tanto, es evidente: no resulta solo de lo que dice, sino de la forma en cómo lo dice, ya que las palabras y el mensaje de la canción expresan un deseo liberador de las ataduras morales y didácticas que imponían los letrados, que más tarde se va a repetir en otras canciones. Por eso, seguramente eran peligrosas o “pornográficas” estas letras, sobre todo si era un negro o un descendiente de esclavos quien cantaba o provocaba que los blancos lo imitaran, ya sea a través de gestos o palabras. Por eso, las reuniones y las fiestas son un lugar propicio para leer las tensiones raciales y culturales que se daban en La Habana desde la segunda mitad del siglo xix. En su crónica “El baile”, por ejemplo, Luis Victoriano Betancourt invitaba al lector a escuchar una conversación entre dos jóvenes en el salón donde estaban las parejas. Dice: “Oigamos sus pensamientos vacíos y sus palabras de manglar” y, acto seguido, pone en boca de los jóvenes palabras sin registrar en el diccionario, frases gramaticalmente incorrectas o propias de las clases más bajas de la sociedad habanera, como “regustado”, “caidita”, “parada”, “riñón soté”, “malatoba”, “veterana”, “muy riquísimo”, “sofocaditas” y “el cerbeceo” (184). Según Pichardo y Tapia, la palabra “sofocar” es una voz corrompida de “sufocar”: los jóvenes la usaban en el sentido de que las muchachas estaban “sofocadas” por el ajetreo del baile y el roce de los cuerpos (506). Por ende, para Betancourt, entre la música voluptuosa que se oía en estos salones y las palabras vacías y corruptas, la juventud cubana criolla retrocedía y peligrosamente se iba homogenizando o, mejor, vulgarizando. No es extraño entonces que el lenguaje del costumbrista sea el lenguaje de la guerra, de quienes se proponen acabar con el mal, higienizar la ciudad y el vocabulario, deshaciéndose de los gestos y las palabras que invadían el cuerpo social. Emilio Roig de Leuchsenring, en su estudio sobre la literatura costumbrista de La Habana de los siglos xviii y xix, reparaba en esta labor tan crítica al compararlos con el ejército independentista. “Todos ellos, [eran] merecedores de aplauso y gratitud por la valiosísima colaboración que con sus producciones prestaron a la obra de la libertad política y regeneración moral de su pueblo” (“Luis Victoriano” 9). ¿De qué clase de “regeneración moral”, sin embargo, estamos hablando? ¿Qué había que combatir “con la fuerza de las armas”?

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En el caso del baile, las críticas de estos cronistas iban dirigidas a los negros mayormente, cuyas prácticas culturales y formas de expresión verbal y gestual, pensaban, no tenían derecho de existir ni de influenciar a la población blanca. Estas críticas se hacían desde una posición político-social privilegiada: respondían al discurso hegemónico colonial, para el cual todo aquello que fuera en contra de la “civilización” y el progreso, según lo entendían las élites culturales, debía ser rechazado, y a los deseos de una clase empeñada en mantener la tradición y en reproducir las pautas que fijaron sus ancestros. Al final, ninguno de estos cronistas logró lo que se propuso: el baile, los gestos y el vocabulario del “manglar” siguió ganando cada vez más terreno, y estos cronistas no pudieron fijar, en el tiempo y en el espacio, las tradiciones que querían preservar del contagio. No entendieron que la cultura es fluida y que responde a lo que funciona para la sociedad en cada momento y no a lo que prescribe, excluye o legitima, a través de sus prácticas discursivas e institucionales, un grupo étnico cualquiera. Luis Victoriano Betancourt, sin embargo, encontraba cada vez más urgente enfrentar al lector con una imagen deformada de sus hijos, mostrarle cómo, al imitar los gestos, las costumbres, el vocabulario y la vestimenta de los negros, aun jugando, contribuía a exaltar sus formas de comportamiento social y a desvirtuar las de ellos. Esta es la razón por la que critica a dos jóvenes blancos que planean disfrazarse de “negros curros” en el próximo baile. Afirma el cronista: –De negro curro, chico, es el más decente, Y que ya me cuesta más de tres onzas, sin contar las hebillas doradas de los zapatos. Pero me voy a divertir como un bárbaro; ya me tengo aprendidas unas décimas, que no las sabe nadie más que yo. ¿Te acuerdas el año pasado en casa de las Petacas, aquello de Yo soy el negro Patoco Que tengo de bueno y malo, Que siempre etoi en ei palo, Que brinco, que bailo y toco? –Yo también voy de negro curro y me voy a aprender las décimas de “La negra María Liboria”, y voy a bailar rumba, que es un gusto ¿Hay cosa mejor que bailar, chico? (187).

De nuevo, Betancourt llama “decentes” a los negros curros, cuando el lector blanco y de clase media debía reconocer que era todo lo

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contrario. Dice que los jóvenes iban a divertirse como “bárbaros”, es decir, como africanos, pero también jugando con el doble significado que tiene esta palabra en Cuba, que significa “divertirse mucho”, “sin límites, como salvajes”. Esta crítica al cambio de vestimenta pudiera argumentarse que retrotrae el discurso sobre el otro, a la distinción y separación de las clases sociales, ya que desde finales del siglo xviii la élite habanera se preocupó por lo que llamaba “nobleza” y por la confusión de los trajes en Cuba. En la colonia se aprobaron numerosas leyes para evitar que los descendientes de africanos llevaran los trajes y prendas que solamente podían usar los blancos (Caballero, “Carta sobre la confusión de los trages” 67). De modo que, si ahora los blancos usaban la ropa de los negros, era otro signo claro de la decadencia de la juventud y de la disolución de los márgenes. Otra vez aquí, el concepto de imitación “al revés” es lo que le preocupa a Betancourt, por eso expone de una forma jocosa y satírica la falta de valores morales en la sociedad blanca de la época y le exige al lector, al funcionario público, al policía pedáneo o simplemente al padre de familia que opte por una acción rápida y concluyente para poner fin a esta clase de cosas. No obstante, si nos guiamos por los cancioneros publicados en la época, no todas las composiciones tenían un trasfondo erótico e incluso algunas reproducían este discurso profiláctico con tanta vehemencia como lo hace Betancourt. Algunas hablan de temas graves y de carácter ético, como la esclavitud. “La canción del esclavo”, publicada en 1882 en Canciones cubanas (56), es un buen ejemplo de esta crítica social, y no por gusto se publicó sin el nombre del compositor y fue parodiada por otra con el título de “Los cocineros” (57). Otras guarachas de la época expresarán igualmente críticas al alza de los precios (“Los panaderos” 36) y a la doble moral de la época (“El carnaval” 40). Esto, lógicamente, no quiere decir que hayan sido negros los que las escribieron, pero el hecho de que la mayoría de ellas solamente contengan las iniciales del autor y otras ni siquiera tengan nombres, como la misma “Canción del esclavo”, nos indica que siempre era un riesgo firmar un documento en contra de la esclavitud en una sociedad esclavista. El hecho de que sea el negro quien “hable” en la canción del esclavo demuestra una actitud diferente a la de sus críticos, indicando claramente que el campo de enunciación de la colonia en este momento estaba fuertemente fracturado y que la esclavitud ya estaba dando sus últimos estertores. Es de imaginar entonces que a través de la música los

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negros pudieran expresar sus sentimientos, sus críticas y sus pareceres y, de esta forma, responder a quienes los criticaban en los periódicos y manuales médicos como los de Benjamín Céspedes. Dos canciones en particular de la década del 1880 pueden mostrar hasta qué punto estas podían servir de vehículo para transmitir al resto de la población el sentir de los negros. Me refiero a la canción titula “El fambá”, que está recogida en el volumen Guarachas cubanas (1882). Dice: El que venga a inspeccionarlo Solamente encontrará Los sacos, cañas y gallos En el cuarto del fambá ESTRIBILLO Y en el altar Nuestras insignias Podrá mirar Si quieren de mí burlarse, Vengan cuatro, que son pocos, Que ya pueden apretarse Conmigo los encorocos. El que se haga paluchero, Al punto lo enterrarán Porque yo le doy el cuero Aprisa con el itán Vamos, negros, no se metan, Que de los sitios soy yo, Y mueren si no respetan Al juego de betangó (Guarachas 31).

Como el mismo título indica, esta canción toma como referencia el recinto sagrado de los abakuás, el cuarto “fambá”, y llama la atención que, en la misma época en que la prensa publica reportes atacando este grupo y la policía organiza redadas para “sorprender” a sus fieles, se publica en la misma ciudad una guaracha como respuesta a aquellos que se “burlaban” del grupo y querían “inspeccionar” el cuarto.

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No es desatinado pensar que esta guaracha “anónima” sea un desafío abierto no solo a los negros de otros barrios de La Habana, sino también al Estado y a la ciudadanía de la colonia que los perseguía y los criticaba. Que la voz lírica se dirija directamente en esta canción a otros negros sería solamente otra forma de encubrir y dirigir su reclamo a la autoridad y a la policía que los acosaba. Porque el hecho de que no se mencionara a otros ñáñigos ni a los blancos en esta canción no significa que quienes escuchaban este desafío desconocieran a quiénes se dirigía ni cuál era el motivo del enfado. Seguramente, el público de la época sabía perfectamente que era el “cuarto del fambá” y, por este motivo, a pesar de que la voz lírica habla en esta canción en primera persona, a título personal, “si quieren de mí burlarse”, en realidad queda claro y explícitamente dicho que detrás de ella había un grupo, un “juego”, que respondería al unísono si era necesario. Por ende, el reto en esta canción fluctúa entre el yo individual y el nosotros, lo dice la persona que canta, pero lo reafirma el coro que repite: “Y en el altar / Nuestras insignias / Podrá mirar”. En ningún momento la voz lírica de esta canción y el coro entran en conflicto, ninguno se burla, ironiza o ridiculiza al otro: todo lo contrario, ambos dicen lo que piensan y lo expresan de la forma más efectiva que pueden, ambos “cantan” con una misma voz. Por este motivo, a diferencia de muchas guarachas y canciones populares que minimizan su punto de vista al expresarlo de una forma lúdica, en broma o simplemente de gozo, esta canción se ubica en un registro de confrontación y le impone al espectador, y a quien la cante o la escuche, que la reconozca como una amenaza. Valga señalar, además, que varias palabras y expresiones de esta canción provienen del lenguaje ñáñigo y expresan de una forma u otra un acto de violencia. “Encoroco” es una voz ñáñiga que significa “zapato” (Ortiz Nuevo catauro 237), y el acto de apretarse los encorocos equivaldría a pelear. Constantino Suárez agrega además la condición social de esta voz, que dice es “muy vulgar” y propia de la “chusma” (Diccionario 206). En la tercera estrofa de la canción, la voz cantante afirma que él le “da cuero” a cualquier “paluchero”, y Ortiz, siguiendo a Constantino Suárez, dice que esta voz viene de “palucha”, que significa “charla frívola en algo de embuste y adulación” (Nuevo catauro 389) (Suárez Diccionario 396). Agrega que las dos son italianismos que “nos fueron importados por los soldados y galeotes tras de sus correrías italianas, y por los faranduleros y matachines itálicos, que en el siglo xvi hacían las

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delicias de España” (Nuevo catauro 389). “Dar cuero” o “cuerear” a su vez significa en Sudamérica “dar cuerazos”, “despellejar a un animal”, y en Cuba, según el etnólogo, “es uno de tantos modos de despellejar al prójimo” (Nuevo catauro 181). Seguramente Ortiz se refería a su significado metafórico, que en Cuba es “burlarse de otra persona usando la sátira”. Este énfasis en la palabra plantearía la confrontación entre el ñáñigo y el “peluchero” en un ámbito únicamente verbal, al extremo de que la forma que va a utilizar remite nuevamente al logos, esta vez con una conexión divina: “Porque yo le doy el cuero / Aprisa con el itán”. De acuerdo con William Russell Bascom, en Ifa Divination: Communication between Gods and Men in West Africa, se entiende por “itán” en la religión yoruba una narración de tipo mítico, casi siempre cualquier narrativa de Ifa, con un carácter histórico (130). No obstante, este énfasis en la palabra, cuando la voz lírica habla de “enterrar” o de “matar” en esta canción a aquellos que se inmiscuyeran en sus asuntos, es indicativo de la violencia a la que estaban asociados estos juegos y a la provocación que significaba una confesión de esta clase en la colonia. Es también una raya en el suelo, una advertencia para que los otros grupos no entraran en el territorio que les pertenecía. En una sociedad donde los negros esclavos y sus descendientes ocupaban el lugar más bajo en la escala social, era de esperarse que estos lucharan por mantener el poco poder y reconocimiento que habían ganado y que rechazaran cualquier intromisión en sus asuntos. Gilles Deleuze y Félix Guattari llaman la atención a estas divisiones y pugnas en cualquier sociedad al hablar del nomadismo y la “máquina de guerra”: la territorialización y desterritorialización llevada a cabo por grupos que no pertenecían al Estado ni a las instituciones militares. En la distribución topográfica y metafórica que sugiere tal clasificación, los negros esclavos no solo habrían sido forzados a trasladarse de África a América, sino a territorializar un espacio ajeno, unirse en grupos para sobrevivir y, de esta forma, enfrentarse a la hegemonía y al poder del Estado. Así se convertiría la religión en una “máquina de guerra”, como dicen Deleuze y Guattari, un concepto común al judaísmo, al islamismo y a la cristiandad (387). De nuevo, lo que deja traslucir la letra de “El fambá”, y los artículos periodísticos que se publicaron en aquel momento es una lucha enconada de poderes en la esfera pública; una lucha a diversos niveles de la sociedad, en la que cada grupo desafía al otro, intenta delimitar su espacio y hacer valer su ideología, porque en ello le iba su propia su-

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pervivencia. De tal forma que podemos decir que las disputas que se llevaban a cabo en la calle entre los diversos “juegos”, en las cortes judiciales entre el Estado y los ñáñigos o en los periódicos satíricos donde siempre se les criticaba es posible verlas también en la música, una esfera accesible a las capas iletradas de la sociedad y a las clase culta, y no por ello menos efectiva en la forma de propagar una ideología. Recordemos que en 1882 no había ningún periódico que representara los intereses de los negros en Cuba ni, mucho menos, los de los ñáñigos. Estas canciones, por tanto, debieron de ser una forma de darle la voz a los grupos que usualmente no la tenían, y el Estado debió de estar muy al corriente de estos desafíos y de la carga de violencia que insinuaban. La amenaza y el miedo son aquí, nuevamente, los motores que hacen funcionar el mensaje de esta canción, los que le dan la fuerza a la voz lírica para hablar y con los que trata de legitimarse este grupo. La voz lírica aspira así a que se la tome en “serio”, algo que por la propia naturaleza del ritmo (la guaracha) y de la danza parecería paradójico, aunque, desde luego, no lo es. No es extraño entonces que otras canciones de la misma colección tengan esa intención provocativa y crítica con el gobierno y los moralistas cuando defienden el derecho de los esclavos a su libertad o cuando expresan el punto de vista del bailador. En la canción titulada “La danza”, la voz cantante dice: En la escuelita, Para bailar, Mi mulatica Siempre es… ¡la mar! ESTRIBILLO Si compañera se alcanza Que baile con perfección, Sentimos bailando danza Gratísima sensación, Y un delicioso calor Que revive al bailador. Las polkas, valses Y el rigodón Por tantos pases Dan convulsión.

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Sólo la danza Me da placer, Porque se alcanza Lo que yo sé. Pues si bailamos, Sin intención Nos abrazamos… Con perfección (Guarachas cubanas 10).

En esta canción, firmada únicamente con las iniciales G. R., la voz lírica introduce al oyente-lector a un juego de doble sentido, en donde, sin decir mucho, la voz cantante deja entrever el placer erótico que sentía y las posibilidades de roce que el ritmo lento le permitía al bailador. De ahí la abundancia de imágenes sensoriales que remiten al tacto: “Sentimos… gratísima sensación” / “delicioso calor”, “me da placer”, “nos abrazamos” y “se alcanza / lo que yo sé”. El autor, G. R., no dice qué podía “alcanzarse” en ese estado de fusión con “su mulatica”, pero lógicamente el espectador reconoce que más allá de lo dicho no podía decir más y que, solo en la posibilidad de lograr un placer mayor que el producido por el baile, ese verso encontraría su explicación. ¿Quién era G. R.? No lo sabemos. Helio Orovio, en su Diccionario de la música cubana, solo menciona con estas iniciales a Guillermo Rodríguez Fife, compositor y guitarrista de Santiago de Cuba, quien cantaba en grupos típicos y fue autor de varias guarachas y otras piezas muy populares (390). Pero Fife nació en 1907, por lo que no es nuestro autor. Quienquiera que sea que escribiera esta canción seguramente daba pie a las críticas de Benjamín Céspedes, Luis Victoriano Betancourt y otros moralistas de la época, a la danza y las letras de las canciones, ya que exalta los mismos gestos supuestamente ofensivos y degradantes de los que hablan estos autores, pero lo hace únicamente para decir que quiere más. Su preocupación no es con la moral, sino con el placer y la libertad de expresarse a través del cuerpo. Si las reservas de Benjamín Céspedes provenían de una larga tradición que veía en tales gestos y escenas íntimas un compañero de la prostitución y las orgías, las de G. R. son una reafirmación de la sexualidad y del deseo individual, que amenazaba las prohibiciones de la época. Estas críticas moralistas, como ya vimos, aparecen en la generación de Del Monte y tienen su origen en el temor

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al abrazo de los cuerpos y a la mezcla interracial. En esto también los críticos cubanos seguían a sus homólogos en Europa, ya que allá, después de la aparición del vals a principios del siglo xix, la danza fue atacada con mayor fuerza tanto desde el púlpito como por los críticos de la etiqueta social. Con este baile por primera vez la pareja se abrazó, lo cual creó inmediatamente una gran alarma en los círculos victorianos. En Inglaterra, según el sociólogo Desmond Morris, el vals fue calificado desde un inicio de “polluting” y “the most degenerate dance that the last or present century can see” (146). Al calor de tales polémicas, el autor victoriano de The Ladies’ Pocket-book of Etiquette (1838) dedicó diez páginas a criticar el baile (Morris 146). De modo que sería difícil exagerar el impacto que la crítica al baile tuvo en los círculos intelectuales y en la redefinición de los límites del cuerpo, de lo sexual y de lo públicamente permitido en la sociedad cubana decimonónica. En Cuba, tal crítica va a aparecer en La dignidad de la mujer (1871), de Castor Hierro, y, casi dieciocho años después, en el libro del doctor Benjamín Céspedes La prostitución en la ciudad de La Habana (1888). En este libro, que hizo furor y causó escándalo en La Habana finisecular, Benjamín dedica varias páginas a analizar el baile, por la proximidad (promiscuidad) que permitía entre los danzantes y por ser una herencia africana. Decía Benjamín que en ciertas épocas del año el baile cundía como una “epidemia de satíricos” en Cuba, y que los ritmos, bautizados con los nombres de “danzón” y “yambú” y compuestos “por lo general de la raza de color”, son expresiones musicales imitativas de “escenas pornográficas”. Y añadía Benjamín Céspedes, para que se tuviera claro a quién había que culpar por estas transgresiones a la moral: Estas enervantes y corruptoras costumbres, que no son cubanas, sino importadas de la gente curra y africana, se manifiestan en su grado máximo de perversión en esa otra clase de bailes públicos, donde se dan cita todas las razas y toda clase de mujeres y hombres, constituyendo un público especialísimo y un medio peligroso de provocación y de contagio de las enfermedades venéreas (142-143). El África triunfa allí con sus desordenados apetitos, su música, su Venus negra y bronceada, sus incoherencias delirantes, su alcoholismo y sus instintos de matanza. Los rezagos de la barbarie en un pueblo en que ha dominado la esclavitud africana ofrecen siempre esas desdichadas retrocesiones hacia un pasado depredatorio.

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Se debe desconfiar grandemente de los destinos de un pueblo que consiente la confusión lamentable de la raza civilizada y culta del país con elementos extraños e incultos, que a la postre triunfan en sus vicios y costumbres salvajes, inoculándolas como un virus en el organismo social, ya en forma de diversión popular, ya en sus rebeldes instintos. De esta pugna entre dos civilizaciones diversas, puede surgir una atonía moral de elementos de resistencia más culto, el predominio de factores disolventes que hagan retrotraer en la evolución histórica a una sociedad neoformada como la nuestra por la agregación de elementos heterogéneos discordes (144).

De modo que, a juzgar por las palabras de Benjamín Céspedes, los negros no habían aportado ni debían aportar nada a la cultura nacional. Su preocupación, nuevamente, es con las “desdichadas retrocesiones” y la mezcla racial y cultural que se generaba en estos espacios propensos a provocar el contagio y a corromper las costumbres. Se explica, por tanto, cómo la élite criolla y letrados como Calcagno o Montalvo veían con horror lo que no consideraban propio de su cultura, de su “civilización”, y enfilaban sus críticas contra los negros. Su concepto de la historia, como el de tantos otros positivistas, antropólogos y liberales, se enmarca dentro de un trayecto lineal y ascendente de la sociedad blanca, en el cual la “evolución histórica”, la sociedad como un “organismo” vital, entraba en descomposición una vez que era infectada por otra. El mal, por supuesto, residía en los otros. En el prólogo del libro de Céspedes, Enrique José Varona puntualizaba el origen foráneo de las corruptelas morales que azotaban al país a finales del siglo xix: la “nueva faz” de la colonización europea que había “amontonado” en Cuba “los detritus” de civilizaciones y razas tan diversas como la negra, la asiática y la europea. Varona caracteriza cada una de estas migraciones con epítetos despectivos, que demuestran cuánto las valoraba. Lo importante de subrayar es que, a pesar de este ataque tan virulento contra los negros y su influencia en la cultura cubana, hubo quienes salieron en defensa de los negros y le reprocharon a Benjamín que expresara una visión tan prejuiciosa de las mujeres de color. Pero, como trata de apuntar Varona en el prólogo de la obra de Benjamín Céspedes, el problema ya no era el baile y la prostitución: era el origen étnico y social de aquellos sujetos que habían llegado a Cuba por la “codicia y la concupiscencia humanas”. Afirma:

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A los ojos del lector atónito se descubre de súbito una nueva faz de la colonización europea; y penetra en el fondo sombrío de estas sentinas donde la codicia y la concupiscencia humanas han amontonado los detritus de las viejas civilizaciones, revueltos y mezclados con los elementos étnicos más disímiles. Allí verá lo que han dejado las piaras de ganado negro, transportadas del África salvaje, los cargamentos de chinos decrépitos en el vicio, arrancados a sus hormigueros asiáticos, y las cardúmenes de inmigrantes europeos sin familia, desmoralizados por la pobreza y la ignorancia (10).

En la época en que Varona y Céspedes arremeten contra la influencia de la inmigración africana, asiática y europea pobre en la Isla, un proceso similar ocurría en los Estados Unidos a la luz de las oleadas migratorias de alemanes, asiáticos e irlandeses que llegaban a sus costas. La visión de estos letrados coincide con la de aquellos que postulaban una raíz y una cultura inamovible, fiel a los inicios de la colonización, y que achacaban todos los males a los otros, que valoraban la raza blanca por encima de las otras y que veían con horror la mezcla racial y cultural. Martí dedicó muchas páginas a analizar el impacto de los irlandeses y de los alemanes en la cultura de los Estados Unidos, y criticó las políticas migratorias porque no encontraba a estos inmigrantes como dignos de incorporarse a la nación norteamericana. Lo que dejan traslucir entonces los textos de Betancourt, Ezponda, Céspedes y Varona es su renuncia a negociar la “cubanidad” y a evitar a través del discurso moralizador la “contaminación” de la cultura blanca. Es un intento de excluir del debate a los grupos marginados, no letrados y no europeos, que son ajenos al concepto tradicional de nación que impuso el régimen colonial esclavista. No reconocen la necesidad histórica ni su derecho a ser incluidos y representan, en definitiva, un bloque de poder hegemónico contra el cual se estrellaría cualquier argumento en su contra. Aclaro que esta resistencia de la ciudad letrada ante el baile no era ajena a otros países de Hispanoamérica ni se limitaba a constatar la presencia de “lo africano” en sus ritmos. Como dice Ángel Rama, lo mismo sucedió en la Argentina de principios del siglo xx, cuando apareció el tango y Leopoldo Lugones reaccionó con tanta virulencia contra la “plebe ultramarina” que lo seguía (93). El tango argentino, por supuesto, tiene un componente africano que viene de la habanera, pero Rama no menciona esto como algo problemático para los letra-

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dos argentinos, sino que enfatiza su “plebeyismo urbano, su desenfadado encabalgamiento entre la oralidad y una torpe escritura”, ajena a los grupos cultos de la ciudad, que no podían incorporarlos a sus coordenadas tan rígidas (93-94). La letras torpes, los temas escabrosos y los gestos que los bailarines hacían en las casas de citas eran incompatibles con la visión letrada, refinada y culta de estos escritores. En Cuba, José Martí rechazará al menos en sus poemas la danza y prevendrá de esta forma a sus lectores del poder corruptor del baile. De esta forma se coloca del lado conservador, que intenta cambiar las costumbres a través de la literatura. Tal es así que sus poemas más críticos de la insularidad gravitan entre el rechazo de los danzantes y la necesidad ascética del héroe de preservarse para la guerra. En el poema “Tórtola blanca”, en Ismaelillo (1882), Martí describe una fiesta donde el poeta solo encuentra objetos destruidos, “manchados”, “restos” de “copas exhaustas” o por vaciar (Poesía completa, vol. 2 43). El primer verso resulta ser ya una acción de extrañamiento y de rechazo del baile, cuando la voz poética afirma al entrar a la sala que “el aire está espeso”. El poema se estructura entonces en oraciones en orden paralelo, que sirven para mantener el ritmo rápido y confuso que describe la voz poética. La enumeración de sustantivos y de verbos para describir la sala del baile, lujosamente amueblada (“la alfombra”, “las luces”, “divanes”, “otomanas”, “tules”, “alas”) cumple el propósito de narrar el ambiente en decadencia, no tanto físico como moral, del salón. Todo esto le imprime al poema un ritmo pesado y exaltado, propio de la actitud de un sujeto emocionalmente inestable. De modo que, ante tal ambiente de decadencia y lujo, el poeta no puede hacer otra cosa que rechazar el placer, “rehus[ar] la copa labrada”, símbolo de la mujer, y entregarse a los brazos del hijo que aparece por la ventana. Podríamos decir entonces que, al igual que san Antonio, el hablante poético permanece paralizado ante la posibilidad de pecar y se retira de la fiesta. Más importante, sin embargo, es otro poema que habla de la danza, donde nuevamente la sexualidad y el baile se mezclan de una forma explosiva: “Isla famosa”. En este poema, que Martí dejó sin publicar a su muerte en 1895 y que forma parte de la colección Versos libres, el poeta describe a una pareja de danzantes que se divierten en un lindo “campo tropical”. Los protagonistas son unos “galanes blancos” que se unen en un abrazo simbólico con “Venus negras”. Dice Martí:

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En lindo campo tropical, galanes Blancos, y Venus negras, de flores Fétidas y fangosas coronados Danzando van: a cada giro nuevo Bajo los muelles pies la tierra cede! Y cuando en ancho beso los gastados Labios sin lustre ya, trémulos juntan, Sáltanles de los labios agoreras Aves tintas en hiel, aves de muerte (Poesía completa, vol. 1, 85).

Lo primero que hay que notar en este poema es la asociación de las “Venus negras” con la sensualidad y el relajamiento de la moral en la Isla, una crítica repetida por otros escritores de la colonia, incluyendo a Benjamín que también habla de “Venus negra y bronceada” en el párrafo antes citado (144). Lo otro que hay que observar es que al final del poema, cuando ambos amantes van a besarse, sáltanles de los labios “aves de muerte”, lo cual significa que su rechazo se manifiesta de forma directa, destruyendo a estos amantes. ¿Por qué tanta violencia? Podríamos decir que su actitud es la de un moralista que no ve en la danza otra cosa que el roce inapropiado de los cuerpos. Si a esto unimos el estigma que podían representar este tipo de relaciones en la Isla (la prostitución, la violencia, el concubinato y la ruptura de la familia tradicional), tenemos todos los componentes para entender por qué Martí critica tan fuertemente a estas parejas. Este final trágico para las parejas es común hallarlo además en las obras antiesclavistas, aunque en el poema de Martí las parejas no mueren a causa de un amo, sino por la fuerza de un cataclismo o, como diría el propio Mendive en “Los dormidos”, por el “rayo vengador” (“Los dormidos” 71). Nuevamente, en este poema se superponen el placer y la muerte, no tanto como un recordatorio de la fragilidad de la vida, sino como un escarmiento para las parejas por haber transgredido los márgenes que imponía la moral de la época y el propio deseo del sujeto letrado de sanar el país de las corruptelas morales. La razón para este rechazo, una vez más, no era tanto lo que individualmente cada una de estas parejas podían provocar, sino las consecuencias que traían estas uniones. Según el propio Benjamín Céspedes en La prostitución en la ciudad de La Habana, el efecto moral del concubinato era limitado al inicio, pero luego “se multiplicaba incesantemente alcanzando sus terribles consecuencias a la prole irresponsable” (127).

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En sus apuntes “Para las escenas”, Martí habla del concubinato en Cuba como una cuestión ilegal que sería mejor remediar aceptando, desde el punto de vista social, los matrimonios desiguales, ya fueran entre blancos y negras o entre negros y blancas. Menciona el mismo tema, además, al hablar de los godos y los árabes. Incluso, en otro apunte que quedó inédito a su muerte y en al menos otro poema, menciona la prostitución en las calles de La Habana y, lo que es más importante, los “patriotas sombríos” que no eran suficientemente apreciados por sus conciudadanos y que contrastaban con el ambiente de degradación moral de su patria. En esta descripción de La Habana, Martí se detiene en una serie de manchas que hacían de su ciudad natal un lugar extremadamente sórdido: “Compañías. / Militares. / Calles. / Prostitutas. / Patriotas sombríos. / Mérito inútil y olvidado” (Obras completas vol. 22 49). En otro poema, “Orillas de palmeras”, aún más angustioso que “Isla famosa”, Martí describe un país en una total ruina moral, un país que antes era una “doncella cándida, franca, bella” y ahora es “una infame prostituta” (Obras completas vol. 17 282). Ante este espectáculo desolador, el hablante poético se pregunta qué fue de los poetas Milanés y Heredia, que se habían sacrificado por la patria y ahora nadie los recordaba. “A este pueblo misérrimo, angustiado”, dice, “sin bardos, sin apóstoles, sin guías: / ¡Retorne el lugareño a su ganado / Al desierto Israel vuelva el Mesías!” (Obras completas vol. 17 285). En un cuaderno de apuntes escribe: “Mi tierra tiene que ser purificada como el establo de Augías: hay que volcar sobre ella un río” (Obras completas vol. 21 356). La unión de los cuerpos en “Isla famosa” no tiene como objetivo entonces la búsqueda del matrimonio, sino el placer sexual. El sexo en tal caso es lo oculto, lo innombrable, lo que no se puede decir, y, por ello, nada menos emblemático que los amantes tengan que irse a las afueras de la ciudad, al “lindo campo tropical”, para dar rienda suelta al deseo. Al igual que en el poema de José María Heredia, el lindo campo tropical contrasta con la escena inmoral que ejemplifican los danzantes. Nótese, por ejemplo, que al final ni siquiera se salva el fruto del deseo de estos amores, ya que la saliva que producen sus bocas, como todo fluido que excreta el cuerpo, representa lo abyecto y se convierte en “aves de muerte”, “tintas en hiel” (Poesías completas vol. 1, 85). Recordemos que la hiel es de un color amarillento, está asociada al vómito y a la náusea, pero también esta es de un color similar al que re-

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sultaría de la mezcla del blanco y el negro. Un hijo mestizo, mulato o “amarillo” acarrearía consigo el estigma no tanto de su color como de haber sido concebido en un momento como ese, fuera de la ley y de la moral que regía la sociedad del momento. De hecho, muchos blancos que tenían relaciones sexuales con mujeres pardas o negras, luego de tener hijos con ellas no los reconocían. De modo que, si pensamos que Martí estaba refiriéndose a los hijos cuando habla de estas “aves” en este poema, estaba buscando estigmatizar al fruto de esta unión y demostrar el daño que le hacían a la sociedad. La comparación entre pájaros y niños es común hallarla en sus poemas: aparece por ejemplo en “El padre suizo”, cuando dice que los “hijuelos mudos” del padre, antes de que este los matara, eran como “las aves en su nido” (Poesía completa vol. 1 73), y en el titulado “El pensamiento indignado” habla de una flor, que tiene el “terco valor / Del ave, el niño y la rosa” (Poesía completa vol. 2, 171). El otro elemento que completa esta crítica social sería la total indiferencia de los danzantes ante el sacrificio del que se iba a la guerra, aquel que mira la escena báquica que se desarrolla en el campo y se pregunta si es por ellos que va a morir. Para resumir, entonces, desde principios del siglo xix los letrados, la Iglesia e incluso la Capitanía General ven con temor la expansión de los ritmos de descendencia africana y la forma en que los esclavos y sus descendientes se divertían, tanto si lo hacían en un “triple velorio” como si influían con sus ritmos y movimientos de caderas a los blancos. La actitud de estos letrados e instituciones ligadas al poder colonial fue criticarlos para impedir que siguieran pervirtiendo a la población. En este propósito coinciden escritores costumbristas como Betancourt (padre e hijo) y doctores como Benjamín Céspedes. Para ambos, la sexualidad y la depravación se “epidermizan”, toman la forma de un cuerpo negro o mestizo que influye en los blancos con su herencia africana. Esta “racialización” de la perversión indicaba también una criminalización de las prácticas sexuales y de la anarquía que podían traer los cuerpos. Parten de una visión colonial del poder, que, en manos de letrados nacionalistas como Martí, Varona o el propio Céspedes, sirve además de crítica a España por haber fomentado en Cuba la esclavitud y la trata de africanos. El baile, la música, las letras “pornográficas” y la combinación de los cuerpos en la danza sugieren un mundo marginal, depravado y oscuro que podía solamente eliminarse acabando con la colonia y con quienes la favorecían. Martí, quien al

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igual que los otros escritores costumbristas se muestra muy preocupado con estas prácticas, anatemiza estas relaciones en su poema “Isla famosa” y en apuntes donde habla de “purificar” su tierra, como lo hizo Heracles con los establos de Augías. En su caso, como en Varona, los sujetos coloniales se asocian a imágenes escatológicas, que pudren y hacen inservible el país. En el próximo capítulo me interesa demostrar cómo esta visión racializadora en Martí toma un nuevo matiz en sus crónicas políticas, que, a diferencia del poema “Isla famosa”, que nunca llegó a publicar, sí estaban dirigidas a un amplio sector de la población, a quien alentaba a ir a la guerra.

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“Con grande peligro”: la herencia racial y la igualdad espiritual en Martí

Cuando se habla de los textos políticos de Martí, pocas veces se mencionan los cambios en su retórica racial, la ambigüedad o los variaciones de registros que utiliza en sus argumentos para convencer a su público. En sus crónicas de finales de la década de 1880 y de principios de la de 1890, pudiera verse un cambio sustancial en dicha retórica, que ahora está dirigida a condenar lo que se conoce en Cuba como el “miedo al negro” o el racismo de los blancos. En este capítulo me interesa analizar este aspecto en sus crónicas, en sus apuntes íntimos y en su propaganda política.1 Aparece primero a través de su crítica a los comentarios racistas de la prensa estadounidense e integrista española: artículos que estigmatizaban al negro, al indígena o simplemente a todos los “cubanos”, apoyándose en las leyes de la herencia y convirtiéndolos en seres ineptos para llevar a cabo cualquier proyecto social. Esta preocupación surge también al tratar de negar la posibilidad de que en Cuba pueda darse una guerra racial, con lo cual el cubano allanaba el camino de la revolución. Ambas formas de abordar esta problemática son críticas y ponen la carga en el otro: españoles, autonomistas o críticos norteamericanos, quienes supuestamente eran los 1. Este capítulo y el anterior sobre la reacción de los negros ante el terremoto de Charleston deben leerse juntos. No me propongo abarcar aquí la infinidad de autores que han escrito sobre Martí y los negros, solamente me referiré a aquellos que han tocado directamente el tema de la raza y la herencia en Martí, específicamente los negros. En un libro anterior, Etnografía, política y poder: José Martí y la cuestión indígena (2013), analizo la percepción que tenía Martí de este grupo étnico. Para otra explicación sobre el fragmento que discutimos más adelante sobre el sueño que tuvo Martí, puede verse el libro de Rafael Rojas José Martí, la invención de Cuba (2000).

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que temían y odiaban a los negros. Este aspecto es bien conocido en la obra de Martí. Sin embargo, en varios lugares que datan especialmente de mediados de la década de 1880, específicamente en su crónica sobre el terremoto de Charleston y en un apunte que quedó inédito a su muerte, Martí muestra la misma ansiedad y prejuicios de aquellos a quienes criticó. En este capítulo me propongo establecer un contrapunto entre ambas formas de entender la cuestión racial en Martí: la que apoya las diferencias raciales y la que las niega. En el primer caso, la justificación viene de las ciencias biológicas, mientras que en el segundo parte de una concepción igualitaria de las razas, incluso, espiritual del Universo. El marco teórico que utilizó es lo que Michel Foucault llamó la “biopolítica”: el vínculo entre la teoría biológica del siglo xix y el poder. Para Foucault, el siglo xix marca un momento importante en la forma en que el Estado comenzó a interpretar a los individuos. El caldo de cultivo, según afirma, para esta nueva forma de ver las diferencias fueron las nociones que introdujo la teoría darwiniana: “Jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados”. Esto quiere decir que cada uno de los problemas a los que se enfrentaba la sociedad (guerras, enfermedades mentales, criminalidad) se pensó en el marco del evolucionismo y la ganancia política (Genealogía 207). En cada caso, el Estado se veía a sí mismo como el encargado de controlar y encontrar un “remedio” para los desajustes sociales. La pregunta que se hacía era cómo podía defenderse de lo que traían consigo los grupos étnicos que no eran como la élite, que no compartían su raza ni sus ideas. Junto con su crónica de Charleston, que discutimos anteriormente, Martí dejó un apunte que expresa de forma dramática esta ansiedad. Aparece en uno de sus cuadernos íntimos, donde afirma que le gustaría escribir un estudio sobre los negros y habla de la preocupación que sentía por ciertos caracteres que podía desarrollar la raza negra en Cuba. Afirma que este análisis iba a incluir “la raza negra: su constitución, corrientes y tendencias. Modo de hacerla contribuir al bien común, por el suyo propio” (Obras completas vol. 18, 284). Y escribe a continuación: Me desperté hoy, 20 de Agsto. [sic] formulando en palabras como resumen de ideas maduradas y dilucidadas durante el sueño, los elementos

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sociales que pondrá después de su liberación en la Isla de Cuba la raza negra. No las apariencias, sino las fuerzas vivas. No la raza negra como unidad, porque no lo es, sino estudiada en sus varios espíritus o fuerzas, con el ánimo de ver, si no es cierto como parece, que en ella misma, en una sección de ella, hay material para elaborar el remedio contra los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvaje, que no han pasado aún por la serie de trances necesarios para dejar de revelar en el ejercicio de los derechos públicos la naturalidad brutal correspondiente a su corta vida histórica (Obras completas vol. 18, 284).

Estos apuntes no tienen fecha, y los editores de las Obras completas del cubano tampoco han logrado precisar una. No obstante, según se deja entrever por el mismo fragmento, estas notas pertenecen a la época en que aún no eran libres los esclavos en Cuba, ya que a Martí le preocupaban los “elementos sociales que pondrá” la raza negra después de su “liberación”, cosa que sucedió de forma definitiva en 1886, el mismo año que escribe y publica su crónica de Charleston. Otra hipótesis pudiera ser que tal reflexión de Martí haya surgido a propósito de la liberación de un grupo de ellos y estuviera pensando en lo que iba a traer en el futuro. Los otros fragmentos que aparecen en esta sección de las Obras completas tampoco nos ayudan con certeza a ponerles una fecha. La mayoría se refiere a los libros que Martí quería escribir, como este sobre los negros, no a los que ya había escrito, aunque seguramente estaría pensando en utilizar para algunos crónicas o ideas que ya había publicado en periódicos. Habla de un estudio de Emerson y otro sobre Walt Whitman, menciona además a Búfalo Bill y escribe unas reflexiones sobre los indígenas norteamericanos, sobre quienes publicó una crónica en 1886. Más adelante, en el mismo cuaderno, Martí habla de los momentos “supremos” de su vida, entre los que cuenta el incidente con “la abeja de María” (Obras completas vol. 18, 288) en una playa de Nueva York, que poco después le sirvió para escribir un poema de Versos sencillos (1891). Como se sabe por la misma María Mantilla, este incidente ocurrió cuando ella tenía siete años, esto es, en 1887 (11). Poniendo a un lado, entonces, la fecha de esta nota, que suponemos debió escribirla alrededor del año de su crónica sobre el terremoto de Charleston o poco después de 1887, lo que me interesa resaltar

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en ella es la preocupación de Martí con respecto a la incorporación de los negros a la vida del país, “que de arriba viene acrisolado y culto”. En este fragmento, Martí habla de la “herencia”, de tipos humanos y de la raza negra, que en un proceso social lineal estaba llamada a reproducir ciertos males que heredarían supuestamente del “África salvaje”. Dicho discurso y dicho temor, como digo, eran típicos de la época. Como bien afirma Stuart Hall, el discurso racial durante la esclavitud, y posterior a ella, se construyó a partir de una rígida oposición binaria entre la civilización de los blancos y el salvajismo de los negros. Ambos representaban diferencias absolutas entre “tipos” humanos, de ahí que constantemente se hiciera una asociación entre la raza negra y cualquier cosa que pareciera un instinto natural: “The open expression of emotion and feeling rather than the intellect” [la expresión de la emoción o un sentimiento en lugar del intelecto] (243). Y continúa diciendo Stuart Hall que para los negros los conceptos de primitivismo, cultura y negritud (naturaleza) se convirtieron en valores intercambiables, eran su verdadera “naturaleza”, de la cual no podían escapar. Su cuerpo era su destino y con lo que se les reducía a su “esencia” (245). Este énfasis en la “herencia” y en la manifestación de ciertos rasgos “naturales” en el comportamiento de los negros en oposición a la forma racional en que piensan los blancos es el discurso central en su análisis del terremoto de Charleston y, colocaría a Martí entre los escritores “naturalistas” que, según David Theo Goldberg en The Racial State, creían en las diferencias biológicas entre los hombres y defendieron, por eso, la inferioridad de los negros. No obstante, nótese también que hay cierto optimismo en las palabras de Martí, ya que otra de las ideas básicas del apunte es su interés por buscar una forma de “elaborar el remedio contra los caracteres primitivos” que el negro heredaría. Esto nos obliga a pensar que las diferencias que él veía entre ellos y los blancos no eran permanentes ni inmutables y, por tanto, el negro, por ser negro, no estaba condenado por su raza. La clave de esta mezcla de naturalismo e historicismo en este fragmento podría explicarse a través de lo que él mismo llama la “corta vida histórica” de los negros, el poco tiempo que habían tenido de poner en práctica “el ejercicio de los derechos públicos”. Con el tiempo y su participación en la sociedad cubana, pensaba Martí, la raza negra, o al menos “una sección de ella”, podría escapar de su forma primaria, “natural”, y civilizarse. No por gusto, según Jean

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Lamore, Martí fue influenciado por la antropología sociocultural de mediados del siglo xix (Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan, etc.), que adaptó el concepto de “evolución” de Charles Darwin a la sociedad y estudió las distintas razas pasando por diferentes estados (bárbaro, salvaje, civilizado), lo cual le permitió a Martí, dice el crítico francés, confiar en la “perfectibilidad” del hombre y luchar contra el racismo biológico (José Martí et L’Amerique 46). Cintio Vitier, en Temas martianos, aceptó la influencia del evolucionismo en su obra, que él asociaba a Krause, Darwin y Spencer (Temas martianos 132) y lo mismo hizo Jorge Mañach, que notaba la mezcla de espiritualismo y evolucionismo en su obra (“Fundamentación” 456). De hecho, como dice Mañach el panteísmo del siglo xix en que “toda la Realidad queda sublimada y pensada como algo esencialmente dinámico prepara los entendimientos para la filosofía positivista y evolucionista de mediados del siglo xix” (“Fundamentación” 454). Y agrega que esta “es en el fondo la metafísica que el positivismo lleva implícita, aunque de un modo vergonzante” (“Fundamentación” 454). Por eso, según Mañach, la filosofía martiana parte de la conjunción del transcendentalismo emersoniano, y la teoría darwiniana, ya que “si a esa influencia (la de Emerson) se añade la del evolucionismo darwiniano, tendremos todos los ingredientes históricos principales del núcleo de ideas filosóficas que nos quedaría como definitivo y característico de Martí” (“Fundamentación” 456). Desafortunadamente, no se ha explorado lo suficiente la influencia de Darwin y Spencer en su pensamiento, ni la forma en que Martí trata de reconciliarlas, y se tiende a hablar de Martí en los términos éticos y espirituales del krausismo español o del trascendentalismo emersoniano que indudablemente también influyeron en su obra, pero no explica este tipo de concepciones raciales. En realidad, Martí fue un asiduo lector de Darwin, y otros científicos de su época. En una de sus crónicas para La Opinión Nacional de Caracas, por ejemplo, citando los nuevos descubrimientos de Boucher de Perthes (1788-1868), Charles Lyell (1797-1875) y John Lubbock (1834-1913), Martí se muestra partidario de su teoría al afirmar que “solo con tan estricta y cronológica subdivisión podemos apreciar cumplidamente la gran lentitud de la evolución humana en las primeras edades y el vasto lapso de tiempo cubierto por lo que se llama periodo paleolítico” (Obras completas vol. 23, 146) [énfasis nuestro]. Esto lo dice

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Martí el mismo año que publicó su ensayo sobre Darwin en el mismo periódico, que, dicho sea de paso, era el que tenían los liberales de Venezuela para difundir “los principios de la educación, el progreso, la civilización y el comercio” (Rotker 218). Asimismo, en otro lugar Martí compara las sociedades con un organismo vivo, y afirma que hay “pueblos históricos, que son ahora pueblos embrionarios y como en larva, lo cual se ve en el fondo de sus letras, en lo inquieto de sus hombres” (Obras completas vol. 14, 460). Esta forma de ver la historia y a los hombres era propia de aquellos que fueron influenciados por Darwin y Spencer (Hawkins 89). Era una visión del otro anclada en el tiempo progresivo y lineal, que objetivaba las razas nativas, como decía Johannes Fabian en Time and the Other, al negarles el presente y destacar diferencias de “grados”, que eran justamente las que le permitían a Martí ver “una superioridad que no es más que grado en tiempo” entre las razas negra y blanca (Obras completas vol. 11, 72). Es una visión optimista (en tanto que ascendente) del ser humano y la historia, cuyo lado positivo está representado por las sociedades desarrolladas y su lado negativo, por los hombres de las sociedades primitivas. Es una visión arraigada en lo que él llamaba “la hermosa marcha humana” (Obras completas vol. 8, 336-337), una idea que aparece en muchos de sus escritos, incluyendo una crónica de México donde afirma que “la humanidad asciende cuando adelanta; el hombre es en la Tierra descubridor de sus propias fuerzas humanas” (Obras completas vol. 6, 226). Esta idea fue muy popular en su época y fue compartida por positivistas, liberales, krausistas y hegelianos, por evolucionistas orgánicos y evolucionistas socioculturales (Camacho, Etnografía 18), y, por supuesto, por los románticos (Camacho, Etnografía 104, 127-128). No obstante, me inclino por pensar que la mayor influencia le vino a Martí de aquellos que fueron seguidores del naturalista inglés, los filósofos iluministas y Augusto Comte: diferencia de los románticos, que tendían a resaltar la idiosincrasia de cada pueblo y veían los cambios como impredecibles, el evolucionismo que derivó de los filósofos del Siglo de las Luces tendía a establecer, como dice Bruce Trigger en Sociocultural Evolution, paralelismos entre las culturas y ver similitudes en su desarrollo (45). En Cuba, intelectuales como Enrique José Varona y Benjamín Céspedes eran partidarios de la “evolución histórica” de las sociedades, y lo mismo ocurría en México con amigos suyos, como Justo Sierra.

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De modo que, en el fragmento antes citado, se explica que Martí ubique a los negros, ya sean los “sucesores directos o cercanos de los negros de África salvaje”, en un tiempo distinto al suyo, en la premodernidad y la naturaleza, fuera de la civilización y del progreso, cosa que hizo repetidas veces el discurso etnográfico del siglo xix. Al hacer esto, Martí toma distancia y los señala como elementos sospechosos dentro de la comunidad blanca a la que venían a unirse, y este viraje de la categoría del temor en el pensamiento cubano decimonónico debe entenderse dentro de lo que Foucault llamó la “guerra de razas” y el intento del Estado y las élites del país por excluir a través de las prácticas higienistas, profilácticas o educativas los elementos malsanos que podían deteriorar la nación. Forma parte de la guerra social y de los mecanismos que interpretan y rearticulan el mismo concepto de supremacía política y el poder biologizante del Estado normativo a finales del siglo xix (Stoler 68). Para decirlo de otro modo, si para Francisco Arango y Parreño, José Antonio Saco y otros pensadores y escritores cubanos antes que él el temor residía en la presencia física de los negros en Cuba, su mayoría en comparación con los blancos, en Martí este temor tiene un basamento biológico y sociocultural, para el cual hay que encontrar un antídoto o, como él dice, “un remedio contra los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia” (Obras completas vol. 18, 284). Lógicamente, con la liberación de los negros esclavos en Cuba y su unión al concierto nacional, el negro perdería el principal motivo que alentó su rebelión contra el sistema esclavista. Pero, a los ojos de Martí y de muchos otros en su época, el mal no desaparecería tan fácilmente, por lo cual había que estar preparados. Si la influencia maléfica viene de otra parte, del África y de la sangre, el pueblo al que vienen a unirse los negros, dice Martí, trae desde arriba la cultura. Dicha distribución del espacio, otra vez, es sintomática de las divisiones raciales y de poderes que se establecen en los textos de Martí e incluso en la misma vida política de la sociedad. La alta cultura, el cristianismo y las diversas formas que adoptaba la civilización occidental en la Isla estaban por encima de las no blancas y no europeas: la religión y la música africana. Así que se imponía la aculturación, y esto quiere decir que, si aún Martí deja de lado cualquier prejuicio que tuviera en relación a la herencia africana, sigue pensando en términos elitistas y reformadores. Antepone la importancia de su propia cultura y, por ende, la mis-

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ma palabra que usa Martí para referirse a cómo eliminar este problema lleva implícita la marca de los discursos profilácticos del momento y de los años posteriores en Latinoamérica: la ilusión de que, a través de una formula médica, un programa de aculturación o el injerto de la raza europea en la criolla, el mal desaparecería y la sociedad y los negros podrían salvarse para “el bien común” y el “suyo propio”. De nuevo, la pregunta que se hace Martí en este apunte no es qué derechos tienen los negros después de su liberación, sino qué debe hacer el Estado para eliminar esos aspectos nocivos que traen. Al mismo tiempo, Martí cree, como dice en el prólogo de Ismaelillo (1882), en “la utilidad de la virtud” y en el “mejoramiento humano”, y por esto su perspectiva es casi siempre optimista. No obstante, tanto la idea de “perfectibilidad” como de “mejoramiento” ponen sus esperanzas en el futuro, apuestan por el tiempo acumulado o, como él dice, “por la infusión de razas viejas” (Obras completas vol. 9, 456). Pero de lo que estamos hablando es del presente y de las medidas que el Estado adoptó para con ellos: cualquier futuro promisorio al que aspiraban estos reformadores presuponía un presente deleznable, “razas vírgenes” y criminales en las que resurgían “las brutalidades de la aún no olvidada fiera” (Obras completas vol. 9, 456) e inmigrantes incultos y violentos que eran incompatibles con la raza del Norte o que debían ser “aculturados”. Es un presente que posiblemente para algunos de ellos no fuera suficientemente largo y que de ninguna manera autorizaba que los otros impusieran su cultura sobre ellos, y mucho menos que los exterminaran. Por eso, hay que ver que la idea de “perfeccionamiento” en Martí está basada en un orden temporal y jerárquico, en un modelo de exclusiones que justificaba actuar sobre “ellos” (los negros, los indígenas, y los “incultos”) para alcanzar al final un individuo “como nosotros”. Esto quiere decir que Martí pensaba en términos de un reformador o de un administrador cultural, en el sentido de que sabe qué elementos no debían integrarse a su idea de nación. Por esto cae en la trampa del etnocentrismo, que es un concepto tan problemático como el de racismo biológico, ya que el etnocentrismo se convierte en racismo cuando se usa para expresar la superioridad cultural del hablante o de un grupo étnico sobre otro (Wing Sue 33), o en el caso, como dijera James Jones en Prejudice and Racism, en que el Estado se sirve de él para apoyar leyes en contra de las minorías étnicas y a favor de

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las élites blancas (155).2 Ambos conceptos son constructos ideológicos con intenciones políticas y económicas muy claras, que responden a la lógica “racializadora” de los estados modernos: tanto en América del Norte como en América del Sur, como afirma Goldberg, defendían los intereses y aspiraciones de los grupos descendientes de europeos en el poder y tenían una escala de valores y una lista de exclusiones raciales y culturales. Para ello, los otros tenían primero que dejar un lado su herencia cultural y material y adoptar las formas de la cultura dominante: confiaban para llevar a cabo sus planes en la educación, y en la asimilación del otro a su cultura. No obstante, todavía en 1887 Martí muestra dudas por la importancia que algunos teóricos en los Estados Unidos le daban a la educación cuando venía a alterar la “esencia del hombre” que él reconoce que es igual en todas partes, excepto por lo heredado en el transcurso de varias generaciones. Dice: “Es moda nueva, de barniz, suponer que los accidentes de educación y clima pueden alterar la esencia de los hombres, iguales en todas partes, salvo lo que les pone o lo que no les ha puesto la vida acumulada de las generaciones” (Obras completas vol. 13, 318) [énfasis nuestro]. Otra vez Martí afirma que la esencia de los hombres es la misma, pero insiste en que hay diferencias, que son las que “acumulan” las generaciones. Esta acumulación, agrego, puede remitir a la biología como lo hicieron en sus escritos los antropólogos, los biólogos y los criminalistas que hablan de los ancestros y puede remitir igualmente a la espiritualidad, ya que Martí creía también en la supervivencia del alma, en las reencarnaciones, en “las vidas futuras”, como dice en Ismaelillo (1882), y en el concepto del “karma” oriental (Camacho, José Martí: las máscaras 101, 126). No extraña, entonces, que entre tanto determinismo aparezca en este apunte sobre los negros del mes de 2. Dice Jones: “Cultural racism is the appropriate label for the act of requiring that these cultural minorities measure up to white standards in order to participate in the economic and social mainstream of this country” (159) [El racismo cultural es el término apropiado para el acto de requerir que estas minorías estén a la altura de los requerimientos de los blancos para participar en la corriente dominante económica y social de este país][traducción nuestra]. Igualmente Derald Wing Sue, en Overcoming our Racism: the Journey to Liberation, utiliza este concepto cuando afirma: “Cultural racism is the individual and institutional expression of the superiority of one group’s cultural heritage over another group’s (art, crafts, language, traditions, believes, and values) and its impositions on racial / ethnic minority groups” (33).

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agosto una nota optimista de cómo reformar la raza y hacerle contribuir al bien común. Esta visión optimista del papel de la historia en la conformación del individuo es la que va a desarrollar en sus escritos posteriores: en ellos no aparecerá la idea o el temor de que la “naturaleza” o lo “heredado” pudiera impedir el desarrollo del país, sino que a partir de entonces su visión será historicista, partidaria de que la nueva cultura y las condiciones sociales cambiarían esa naturaleza imperfecta. No obstante, este segundo momento de la prédica martiana coincide con su participación más intensa en la preparación de la “guerra necesaria”, el racismo en la prensa norteamericana y, por tanto, podríamos decir que sus argumentos raciales están sujetos necesariamente a la política, a lo que Nietzsche llamaría “la voluntad de poder”, un ejemplo de lo que Clifford Geertz y otros críticos han denominado la “ideología del interés” (cit. Aronoff 2): la interpretación de conceptos y signos en la medida en que estos se relacionan con “intereses socieconómicos y políticos específicos” de diversos grupos (Aronoff, “Ideology and Interest” 8-9). Por tanto, es válido cuestionarse si realmente Martí cambió de opinión para esta fecha o si esta nueva retórica fue solo un argumento para facilitar los planes independentistas. A esta hipótesis apuntaría el hecho de que Martí para entonces no quiere “insistir” en las diferencias y ataca a cualquiera que trate de dividir el movimiento revolucionario con el pretexto de las razas. Llama la atención que, mientras Martí esboza en estos apuntes una visión optimista de la mezcla racial en Cuba, en un fragmento posterior del mismo cuaderno de apuntes se pregunta lo que “resultar[ía] de poner en juego común” ambos grupos étnicos, “prever los resultados: señalar los medios probables de irlos dirigiendo para bien y de atenuar los males que surjan de los varios choques. Ver lo que es posible y lo que es natural de esa mezcla” (Obras completas vol. 18, 284). Nuevamente, el político que escribe estos apuntes lo hace con la consciencia de que fue un inconveniente el haber heredado de la colonia un país tan heterogéneo desde el punto de vista racial y cultural, un país dividido además por la esclavitud y trata de ver lo que “es posible” que les una. Sabe que irremediablemente de ello surgirían “males” y “varios choques” y que, como político, tiene que buscar una solución para el “bien común”. Esta preocupación aparece en toda su obra, en especial, en sus escritos sobre la colonización y las comunidades indígenas que sobrevivieron este periodo. El político debía ba-

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tallar contra este mal heredado, y encontrar la forma de unirlos y llevarlos a la “civilización”. En una de sus crónicas se pregunta: “¿cómo, sin convulsiones y catástrofes?, ¿cómo, sin sacudimientos tremendos y dolor enorme, concertar en un breve número de años estos dos elementos diversísimos, y del agraz sacar vino sedoso, y saltar en una mitad del siglo del hombre embrionario, batallador y egoísta de la Naturaleza, al hombre desinteresado y pacífico de la civilización? (Obras completas vol. 8, 187). La situación en Cuba, por tanto, no era diferente y por eso, Martí habla de la revolución independentista de 1868, y de cómo “los resultados prácticos” que produjo la guerra podían ayudar a entender este problema, ya que, afirma, la revolución le había enseñado a los cubanos cómo estaba constituida Cuba y qué se podía “esperar o temer del porvenir” (Obras completas vol. 18, 285). De modo que ya aquí aparece mencionado lo que luego iba a aparecer en Patria: el modo de justificar la mezcla de negros y blancos durante la revolución a través de la fraternidad racial que se originó en la primera guerra, la unión de intereses de ambos grupos, y el sacrificio que ambos pusieron en tal empeño. Ambas reflexiones surgen a un mismo tiempo. En el caso de un político como Martí, que está preparando la “guerra necesaria” y que solamente tiene el poder de la palabra, la solución no puede ser otra que la unión por encima de las diferencias y crear argumentos como el de la “deuda”. Antes de entrar a analizar, sin embargo, esta segunda etapa en los escritos de Martí, quiero resaltar la forma en que la crítica martiana ha leído de forma tradicional su discurso político-racial, que no ha sido otra que enfatizando su “transparencia” y no dejando ningún espacio a la duda, al interés ni a los miedos que podía tener el delegado, por lo que los negros en Cuba heredarían del “África salvaje”. A la cabeza de este grupo de críticos está Fernando Ortiz. En su ensayo “Martí y las razas”, Ortiz adelanta una tesis que resume en una “idea rectora”. Martí, dice el etnólogo, cree que el concepto de raza es una invención de los científicos (Martí y las razas 13); es un “espiritualista moderno”, que con su herencia estoica y mística “cree en la igualdad de todos los hombres como miembros de un mismo cuerpo” (Martí y las razas 14); Martí “priva al concepto de raza de una significación genética de carácter psicológico y de una trascendencia social” (Martí y las razas 18); su concepto de raza debe equipararse con el de “cultura” (Martí y las razas 19) y cree que ser cubano abolía

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de por sí todas las categorías raciales, ya que, según su famoso dicho, esto significaba ser “más que blanco, más que mulato, más que negro” (Martí y las razas 30). Su ensayo, de solo 33 páginas, ha marcado la pauta para analizar la cuestión racial en el escritor cubano, y casi todos los que han tratado el tema se sirven de él, lo citan, hacen uso de su concepto de transculturación o echan mano a la crítica “constructivista” de las razas para explicarlo. Un ejemplo de este discurso es el artículo de Jean Lamore “Historia y ‘biología’ en la ‘América mestiza’ de José Martí”, donde el crítico francés dice que Martí “emplea corrientemente el término ‘raza’ en el sentido de comunidad cultural” no en su sentido “biológico”, que Lamore asocia con el imperialismo europeo y norteamericano (“Historia” 100). De todas formas, debe quedar claro que Ortiz no fue el primero en señalar la tesis antirracista del cubano. Ortiz solo fue quien, en el contexto de la reevaluación del negro dentro de la cultura afrocubana de los años 1930 y 1940, le dio a estas ideas una base teórica y le imprimió un sentido de contemporaneidad, en un momento en que la comunidad internacional reaccionaba con horror ante el nazismo. Con esto, por supuesto, no quiero decir que antes de esta época no hubiera científicos que se opusieran abiertamente a tal tipología, sino que, como afirma Juan Comas, las opiniones de estos investigadores “fueron tácita o aun abiertamente aceptadas, de forma particular después de la caída del nazismo y el fascismo, el movimiento sociopolítico que instigaba y fomentaba la discriminación racial” (303) [traducción nuestra]. A partir de entonces, aparece un mayor énfasis en la construcción de las categorías identitarias y en el poder de la acción política, del nacionalismo y de la expansión colonial de Europa entre los siglos xvi y xx. En tal sentido, el ensayo de Ortiz El engaño de las razas y los artículos de Martí para Patria y el Partido Liberal de México serían parte de una misma línea de pensamiento, que continúa hoy con ensayos que ven en el discurso racial una ficción interesada. Después de todo, Ortiz se apuntó como Martí desde temprano a la teoría del evolucionismo sociocultural y con ella se alejó del determinismo y los prejuicios racistas de su primer libro. No obstante, nótese que el ensayo de Ortiz no es un estudio exhaustivo del tema y que al etnólogo solo le interesaba, como dice, “recoger cada una de las expresiones acerca de la razas [en la obra de Martí] y explicarla en relación a la idea rectora” (El engaño 13). En todo caso, afirma, era una muestra breve, ya que “ni el

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tiempo ni la ocasión lo permiten y es, además, innecesario” (El engaño 13). Ortiz plantea entonces de inicio su tesis y, a pesar de apoyarla con énfasis y erudición, no puede sino caer en contradicciones muy obvias al hablar, por ejemplo, de los “conceptos martianos” “referentes a la psicología del negro” en su crónica del terremoto de Charleston (El engaño 21). Si, como había dicho anteriormente, Martí “priva” al concepto de raza de una significación genética de carácter psicológico y de trascendencia social, ¿cómo entonces puede hablarse de la “psicología del negro”? Ortiz no lo aclara, pero recordemos que este es uno de los temas del negrismo, con que se trataba de retratar o redescubrir al negro en sus conexiones con África. No es extraño entonces que aparezcan en este período otras formas de paralogismo, como en el poema de Nicolás Guillén “Sensemayá, canto para matar a una culebra”, donde el poeta-narrador-etnógrafo que escribe sobre el otro se distancia de forma temporal de él, de su forma de observar la realidad, y lo subsume bajo categoría y modos de representación diferentes a los suyos. De nuevo, la crítica que aduce que Martí se alejó del concepto racial entendido en términos hereditarios al hablar de los negros y se apuntó a un concepto cultural de las razas pasa por alto que Martí nunca utilizó en estas crónicas la palabra “cultura” para referirse a estas diferencias de carácter y que, incluso si lo hubiera hecho, la idea de “cultura” que se manejaba en su tiempo no estaba desligada de la cuestión hereditaria y racial. Como afirman John P. Jackson y Nadine Weidman en Race, Racism and Science, en aquella época “race and culture were yoked together because one created the other” [la raza y la cultura estaban enyuntados porque uno creaba al otro] (30), la ciencia del siglo xix no hacía distinción entre las dos categorías. En un artículo de 1892, por esta razón, Martí agrupa elementos raciales y culturales para definir un pueblo. Decía que “un pueblo crea su carácter en virtud de la raza de que precede, de la comarca en que habita, de las necesidades y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos” (Obras completas vol. 5, 262). En otras palabras, la raza no era el único determinante en la conformación del carácter de un pueblo. Lo era también el medio, las formas de subsistencia y las ideas. Si este es el caso, no podemos dejar de incluir en su percepción racial, lo que él consideraba que heredaban los negros del “África salvaje”, ni lo que los llevaba a actuar de una forma tan “natural” ante el seísmo. Tampoco podemos dejar de considerar la valoración que hizo del negro Juan

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de Dios, a quien conoció en el presidio político en Cuba cuando era un adolescente. Juan de Dios, según Martí, había perdido la razón y cuando los carceleros lo golpeaban, “los golpes solo despertaban la antigua vida en él […] la eterna sonrisa desaparecía de sus labios, el rayo de ira africana brillaba rápida y fieramente en sus ojos apagados (Obras completas vol. 1 69). De nuevo, ese sustrato o esa “ira africana” es lo que Martí saca a relucir cuando analiza sus vidas y trata de explicar sus acciones. En estos escritos (en el apunte antes citado, y en la crónica de Charleston) Martí sí recurre, por tanto, a una tipología de carácter biológico, racial, para tipificar a los negros. Usa el vocabulario y la visión escalonada de los pensadores positivistas y los antropólogos socioculturales para establecer un lazo directo entre el color de la piel y su forma de reaccionar ante la naturaleza (su miedo, su naturalidad y su paralogismo). Esto solo negaría la igualdad racial-cultural entre ambas razas y el concepto constructivista que defiende Ortiz basándose en un artículo martiano de 1891. En otro fragmento de la misma crónica sobre el terremoto, Martí repite la idea de la raza negra con características específicas: “Trae cada raza al mundo su mandato, y hay que dejar la vía libre a cada raza, […] para que emplee su fuerza y cumpla su obra, en todo el decoro y fruto de su natural independencia” (Obras completas vol. 11, 72). Sin embargo, a medida que se acerca el fin de siglo, Martí cada vez se niega más a hablar de estos particularismos y critica con insistencia el racismo en textos como en su cuento para niños “La muñeca negra”, recogido en La Edad de Oro (1889), en su crónica sobre los linchamientos en el sur de los Estados Unidos y en su crítica de la esclavitud en su último poemario, Versos sencillos (1891). ¿Qué ha pasado entonces? Como digo, Martí pudo haber cambiado de opinión o entendió que no debería seguir hablando del tema en tales términos. En este período entra de lleno en la preparación de “la guerra necesaria”, y este cambio coincide con su creciente preocupación por la situación de los negros en los Estados Unidos y por las políticas segregacionistas que estaban poniendo en práctica los políticos del Sur. No por gusto, como afirma Fernando Ortiz, “a medida que se acerca la hora de la revolución libertadora, cuando más se le oponen a su entusiasmo los recelos contra los negros, más se exalta Martí en defenderlos” (Martí

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42). Por otro lado, está la propaganda española, que azuzaba el “miedo al negro” para impedir los planes rebeldes, y la prensa norteamericana, que enfilaba sus cañones contra los negros y contra los cubanos blancos. Según los integristas y la Corona, Cuba sería española o negra y alentar las rebeliones o la independencia era lo peor que podían hacer los cubanos. La prensa norteamericana, por otro lado, no se cansaba de discutir las ventajas y desventajas que podía traer el anexar a Cuba, y el artículo de Martí “Vindicación de Cuba” (1889) expondrá la cuestión de forma clara y simple. A este cambio, pues, responde una nueva retórica. Si antes Martí había justificado su temor al negro haciendo referencia al cuerpo (la herencia, el instinto, la emotividad y la psiquis), ahora va a defenderlo negando en Patria, lo que llama la “ineptitud congénita, por el veneno de la raza” (OC I, 415) y apoyándose en un concepto espiritual y religioso: el “alma”. Critica a los racistas apoyándose en dos discursos fundamentales: uno, que tiene su origen en la Biblia, y el otro, que aspira a que la educación solucione el problema. En sus crónicas Nuestra América (1891) y “Mi raza” (1893), Martí afirma: El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas (Obras completas vol. 6, 22). Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen ni virus que lo inhabilite para desenvolver su alma de hombre, se dice la verdad (Obras completas vol. 2, 298) [énfasis nuestro].

Según Nöel Salomon, quien era un marxista, la palabra “alma” en estos pasajes remite a un concepto muy arraigado en la sociedad española de la época, lo que llama “la nobleza del alma” (431). Fernando Ortiz, sin embargo, ve en ella un compromiso del cubano con la filosofía estoica y mística, en la “igualdad de todos los hombres como miembros de un mismo cuerpo, de esa corporeidad mística que es el concepto precristiano” (Martí 38). De ahí que en su ensayo Martí y las razas, Ortiz catalogue al cubano entre los “espiritualistas modernos” (Martí 14). Si seguimos esta idea, habría que aceptar entonces que el concepto de “alma” en Martí va mucho más allá de una cuestión cultural o espiritual y que sirve para fundamentar su antirracismo o su política de nacionalismo inclusivo.

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En los debates del siglo xix entre el materialismo y el espiritualismo, Martí, por ejemplo, siempre apostó por el segundo, aunque trató de reconciliar ambos. Su espiritualismo se nutre del neoplatonismo, del trascendentalismo emersoniano, del krausismo español, del catolicismo que aprendió en Cuba y de las creencias hindúes. Descansa en la idea del ciclo evolutivo y el perfeccionamiento del hombre, del karma y la reencarnación, ya que, como afirma en una de las referencias al tema, “el alma que se va vuelve a vivir” (Obras completas vol. 20, 50). En uno de sus Versos sencillos (1891), Martí dice incluso haber tenido una experiencia sobrenatural al haber visto el alma abandonar el cuerpo. Afirma: “Rápida, como un reflejo, / Dos veces vi el alma, dos: / Cuando murió el pobre viejo, / Cuando ella me dijo adiós” (Poesías completas vol. 1, 235). Blanca de Baralt, amiga y confidente de Martí en Nueva York, cuenta en su libro El Martí que yo conocí (1945) el origen de esta estrofa y la importancia real que el cubano le daba a la existencia del alma. Dice: Un día hablando con Luis [su esposo] de la inmortalidad del alma, creencia arraigada en el Apóstol, dijo que tenía la absoluta seguridad de la supervivencia del alma, no solo porque lo sentía en lo profundo de su ser, sino porque había visto el alma [énfasis en el original]. Le contó que estando al lado de un anciano en agonía, vio, al expirar éste –juraba que lo había visto–, salir de su boca algo etéreo, impalpable, que exhaló con el último aliento: era su alma (86)

Lógicamente, aunque esta forma de ver la realidad y de sustentar las semejanzas de todos los seres humanos pudo satisfacer a los espiritualistas y a Martí, es de suponer que explicaciones como estas encontrarían bastante resistencia entre sus interlocutores, entre los científicos como Varona e incluso entre sus amigos, de ahí el esfuerzo que pone Blanca de Baralt al subrayar lo verídico de la historia. Y si esto era así con sus mejores amigos, ¿cómo debieron reaccionar los blancos que se negaban a aceptar al negro en igualdad de condiciones? Los que pensaban que la respuesta a este dilema estaba en el “alma” tenían que empezar por aceptar que todos somos iguales, pero que esa similitud estaba más allá de lo que podía verse a simple vista. Que era, al igual que la religión, una cuestión de fe (lo que no se puede ver). Pero, recordemos además que los escritos independentistas de Martí están im-

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buidos de una fe casi religiosa en la patria y el deber, y que, tal vez por esto, Elías Entralgo, argumentaba que cuando Martí escribía en su periódico indignado contra los racistas, sus palabras tenían un eco de las “siete palabras agónicas jesusistas” (125). Recordemos que, para Entralgo, la retórica martiana estaba sustentada sobre un “sentido cristiano de la vida”, de las virtudes teologales y cardinales (125). Este sentimiento de estipe cristiana Martí lo hereda, seguramente, de la retórica antiesclavista y de los escritores cubanos que en la primera mitad del siglo xix criticaron el maltrato a los negros y la trata. Recordemos que Suárez y Romero fue maestro de Martí en Cuba y que fue el más reconocido entre todos los que escribieron sobre este tema. Sugiero entonces que, al plantear la cuestión racial en términos del alma, Martí trasladaba de una forma muy consciente la polémica de las diferencias raciales a un terreno mucho más movedizo, sobre el que nadie tenía la última palabra. Si las ciencias buscaban las pruebas de tales diferencias en lo material, Martí hallará lo contrario en su espíritu. Es probable que, para esta fecha, Martí entendiera que el mismo concepto de raza estaba irremediablemente marcado por nociones esencialistas y biológicas, y que en el contexto norteamericano tales diferencias implicaban un estigma o un motivo de crítica para la nación que se proponía construir “con todos y para el bien de todos”. Parte de su genialidad política consiste, pues, en haber planteado la discusión en otro terreno y en convertir la religión en una herramienta efectiva de su propaganda revolucionaria y antirracista. En sus ensayos más emblemáticos de esta época, Martí habla, por estas razones de la igualdad racial, como si fuera, dice Nöel Salomon, un “imperativo categórico”, un principio intocable que demuestra la existencia de una “igualdad original” entre todos los hombres (430). Y, en efecto, los conceptos básicos que ordenan su propaganda política estos años están imbuidos o matizados de una fuerte aura religiosa, que le permite al político usar conceptos ya presentes en la cultura para hacer más efectivo su mensaje: palabras como “caridad”, “alma”, “pecado”, “piedad” y “sacrificio”, entre otras, aparecen con frecuencia en sus escritos. En otras palabras, como dice Nöel Salomon, en sus crónicas revolucionarias el “idealismo” martiano parece cumplir una función “práctica” (448). Por esto, Salomon les recordaba a sus colegas de La Habana, justamente en el momento en que el gobierno de la Isla perseguía a los religiosos y prohibía todo tipo de creencias, que no había

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por qué desesperar, que “todos los idealismos no son por idealistas mecánicamente regresivos. Hay que observarlos en su funcionamiento histórico, aquilatar el papel que desempeñan respecto a la liberación concreta del hombre en una fecha determinada” (448).3 Tal uso retórico de la religión lógicamente no tiene nada de nuevo en la historia de la humanidad. Michael Walzer, en Exodus and Revolution, ha demostrado cómo la narrativa del Éxodo de la Biblia pudo servir a una infinidad de movimientos revolucionarios que nada tenían que ver con la historia del pueblo judío. La propaganda antiesclavista, como aparece en Sab, de Avellaneda, y los escritos de políticos tan opuestos como Lincoln y Marx confirman la regla. Martí, en tal caso, sería uno más de ellos. Esto, por otra parte, no significa que la espiritualidad deje de tener un sentido trascendente en su obra ni que cese de formar parte esencial de su visión del mundo. Significa más bien que, a través de estos conceptos, Martí sabe que puede persuadir mejor a su auditorio, recordarles que la patria era sagrada y que valía la pena morir (y matar) por ella. Y esto lo hace Martí en una época en que la religión empieza a perder todo su antiguo poder, en que los gobiernos liberales dictan leyes para secularizar la educación y acabar con la influencia de la Iglesia en el Estado. Todas estas medidas, recordemos, Martí las apoyó desde su juventud en sus crónicas de Guatemala y los EE. UU., y responden, como afirma Gutiérrez Girardot, al proceso de “desmiraculización” del mundo (82). Representaban, a su vez, una apuesta por el progreso y la libertad individual. Pero, en sus crónicas de Patria, Martí apela a una retórica antirracista, conciliadora y de tono religioso, que nada tiene que ver con aquella que sostuvieron Mestre, Montalvo y León. No obstante, llama la atención que, todavía en la década de 1890, esa retórica, cuyo eje fundamental es la igualdad de las almas, aparezca junto a conceptos de orden determinista y etnocéntricos, como son los referentes a los de “grados sociales y funestos de las razas” y la religión africana. Un ejemplo es el artículo que apareció en Patria, donde se habla de una velada que pasó el delegado en La Liga y cuyo tema de conversación fue la Revolución de Haití (Obras completas vol. 2, 176). 3. En 1978, el Centro de Estudios Martianos reprodujo el artículo de Nöel Salomon en su revista anual. En una nota aparte, los editores recuerdan que el hispanista francés había militado desde joven en el Partido Comunista de su país y que había sido guerrillero en la Segunda Guerra Mundial. Nöel Salomon había muerto un año antes, el 23 de marzo de 1977 (Anuario 41).

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En su artículo “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití” (1894), una vez más, Martí combate el “miedo al negro” al afirmar que los casos de Haití y Cuba eran diferentes. Los haitianos, afirmaba, estaban “recién salidos de la selva” y los que estaban en Cuba, “tras un largo periodo preparatorio”, estaban “en vías de nivelarse” con los blancos (Obras completas vol. 3, 105). A todas luces, parecería que la retórica de la igualdad de las “almas” no era suficiente para convencer a su auditorio. Martí apostaba, por tanto, por la asimilación también de los negros en Cuba, y, si bien por un lado no debía insistirse en las “diferencias” entre ambas razas en Cuba, sí había que resaltar las que había entre los negros de la Isla y los de Haití. Francisco Arango y Parreño, en su “Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla”, apelaba justamente a esas diferencias para justificar la importación de negros esclavos a Cuba. Nos recuerda José Antonio Saco que, cuando se dio el estallido en Haití, Arango y Parreño se disponía a cerrar el negocio de las nuevas contratas de africanos y tuvo que apurarse a convencer a las autoridades reales para que lo aprobaran (Historia vol 3, 18). Esto demuestra que, en el caso de Cuba, cada vez que la élite blanca veía en peligro sus planes económicos, reformistas o independentistas optaba por distanciarse de la antigua colonia francesa y encontraba “diferencias” entre ambos países. Cuando lo necesitaban, sin embargo, invocaban su “ejemplo” y sus diferencias sociales: Félix Varela cuando habla de la posible invasión de haitianos a Cuba, Parreño cuando necesita la autorización de la Corona para importar africanos o Martí cuando marca las distancias entre la revolución de 1804 y la que él organiza en 1895. En todos los casos, Haití y el temor que provocaba en los criollos se convierten en un elemento retórico, en un lugar manejable del que se sirven estos para justificar sus propias agendas políticas. Por eso, sugiero, debemos hablar del miedo como un concepto constitutivo de la nación cubana que no se limita, como he dicho, a la sublevación de esclavos, sino que abarca todos las ramas de la sociedad criolla, y especialmente la política, lo que explicaría por qué en sus crónicas para el periódico Patria Martí se muestra tan ambiguo y contradictorio cuando habla de la revolución en Santo Domingo. Dice: Hay diferencia esencial entre el alzamiento terrible y magnífico de los esclavos haitianos, recién salidos de la selva de África, contra los colonos

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cuya arrogancia perpetua en la república desigual, parisiense a la vez que primitiva, sus hijos mestizos y la Isla en que, tras un largo periodo preparatorio en que se ha nivelado, o puesto en vías de nivelarse, la cultura de blancos y negros, entran ambos en sumas casi iguales, a la fundación de un país por cuya libertad han peleado largamente juntos contra un tirano común (Obras completas vol. 3, 105) [énfasis nuestro].

Al igual que en la crónica que publica Patria en 1892, Martí halla una diferencia “esencial” entre los negros de Cuba y los de Haití. Esa diferencia podía medirse en “grados sociales” de desarrollo: los negros de Cuba ya se habían nivelado con los blancos o estaban en proceso de hacerlo, y los negros de Haití recién habían salido de la selva. El primero ya había aprendido los valores de la civilización occidental, que son los que Martí defiende y encarna, como era común en su época, solo en quienes tenían derecho a la educación. El otro, no. Por esto los primeros habían reaccionado como lo hicieron (esto es lo que sugiere Martí), y en Cuba nada igual pasaría, porque, según Martí, en la Isla el negro y el blanco habían luchado juntos en contra de un mismo tirano y se hermanaron en la guerra. Por tanto, Martí critica la propaganda integrista del “miedo a una guerra racial”: era injustificable y solo tenía el objetivo de alejar a los blancos de la guerra, por temor a que los negros los mataran, y de disuadir a los negros para que abandonaran la causa. A los negros, dice Martí en la misma crónica, a quienes la revolución libertadora “les quitó la cadena de los pies, [y] abrió su vida despreciada al mérito de los combates y a la autoridad de la gloria” (Obras completas vol. 3, 103). De modo que su argumento en contra de una guerra racial se basa en varios presupuestos. El primero de ellos es que no había diferencias entre ambos, ya que todos eran cubanos. El segundo, que era necesario descalificar dicho temor, por ser parte de la propaganda española, y quitarle simpatizantes y soldados al movimiento independentista. El tercero, que los negros de Haití y de Cuba no estaban al mismo nivel de desarrollo social (la teoría del evolucionismo sociocultural) y, por tanto, no se justificaba tal comparación. Para esto Martí tiene que enfatizar “el largo periodo preparatorio” que había antecedido a esta revolución en Cuba. Como cuarto presupuesto, que la guerra había hermanado a ambos grupos, y Martí da varios ejemplos de esta hermandad en su crónica, como cuando dice que “el marqués de Santa Lucía enterró al negro Quesada junto a

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su hija” (Obras completas, vol. 3, 103). Quinto, que los blancos habían liberado a los negros y les habían dado el “mérito” y la “gloria” de ir a morir por la patria (Obras completas vol. 3, 103). Finalmente, Martí afirma que si nada de esto sirviera de antídoto contra una guerra racial, los mismos negros combatirían entre ellos y eximirían a los blancos de morir a manos de los de su raza. Este último argumento aparece al menos dos veces en su propaganda independentista y coincide con el que expresa en “Mi raza”, donde pone sobre las espaldas de los negros la responsabilidad de mostrar que eran iguales a los blancos, es decir, partiendo de un argumento contrario al de la inocencia o la igualdad que se presupone en todo litigio. Aquí Martí responsabiliza a los negros de acabar con cualquier temor que emanara de su propia raza y por eso afirma que en Cuba “no hay temor alguno a la guerra” racial (Obras completas, vol. 2, 299). Pero, lógicamente, tal planteamiento no es una constatación empírica, sino un intento por su parte de asegurarle a los blancos que todos estarían a salvo y que por los negros no debían albergar ningún temor. En uno de sus cuadernos de apuntes, Martí escribe: “Quien intenta triunfar, no inspire miedo; que nada triunfa contra el instinto de conservación amenazado” (Obras completas vol. 5, 108). ¿Iba entonces a aceptar que había diferencias entre ambos grupos raciales? ¿Iba a darles la razón a los partidarios de la Corona, quienes decían que una Cuba libre sería una Cuba africana? No. El delegado tenía que mostrarse todo el tiempo optimista, aun si pensaba lo contrario. Su retórica insurreccional se esforzará, entonces, en demostrar que Cuba sería una república fraternal “con todos y para el bien de todos”, no una Cuba dividida en razas. En el borrador del “Manifiesto de Montecristi” (25 de marzo de 1895), Martí se dirige a sus compatriotas del siguiente modo: De otro temor quisiera acaso valerse hoy, [en Cuba] so pretexto de [alta] prudencia, la cobardía: el temor insensato; y jamás en Cuba justificado, a la raza negra. La revolución, con su carga de mártires, y de guerreros subordinados y generosos, desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la inmigración y de la tregua en [Cuba] la Isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar, [en Cuba] por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a las [consecuencias desordenadas de la revolución]. (Obras completas vol. 4, 96-97) [acotaciones en el original.

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Sería poco decir que el “Manifiesto de Montecristi” es tal vez el documento político más importante de la guerra de 1895. Este resume la visión de los independentistas, deja establecido las bases de la campaña y trata de explicarle a quienes van a morir por su patria, y en general a todo el pueblo de Cuba, el porqué de la decisión de volver a la guerra. Nuevamente, en este texto Martí desautoriza la idea de una lucha de razas, reduciéndolo todo a un falso temor “jamás en Cuba justificado” y a un discurso usado por los “beneficiarios del régimen de España” para evitar la guerra y mantener el régimen colonial. Cualquiera que lo hubiera leído en Cuba y estuviera al tanto medianamente de lo que ocurrió en Haití tenía que pensar que algo similar podía ocurrir en la Isla. Es más, cualquiera que hubiera oído hablar de un alzamiento de esclavos, de un asesinato o de cualquier otro motivo que envileciera a los negros en los ojos de los blancos podía tener sus dudas. Por esto, Martí escoge dirigirse a todos y sacar a relucir este problema, no podían ignorarlo. Pero, para borrar de la mente de los que lo escuchan estos miedos, tenía que descartar las numerosas sublevaciones que se dieron en Cuba desde el siglo xvi hasta la época en que escribe. Tenía que borrar de la memoria histórica de aquella sociedad, hasta hace poco dividida en amos y esclavos, los incendios de ingenios, las conspiraciones, como las de Morales y Aponte, y tantos otros sucesos que mantuvieron en vilo a la población blanca de la Isla. No eran estas conspiraciones un “secreto”, como dice Elías Entralgo para justificar a Martí (156), era algo conocido y formaba parte de la experiencia diaria de todos los criollos de la Isla. En el “Manifiesto de Montecristi”, Martí niega nuevamente este miedo y, para cerrar definitivamente la cuestión, concluye que, si en algún momento los negros se alzaran contra los blancos, los mismos negros, para demostrar su capacidad mental (en oposición a su “ineptitud”) y su “agradecimiento”, se levantarían contra los de su raza y “extirparía[n] el peligro negro”. Es obvio que en estas palabras Martí se está dirigiendo directamente a los blancos, ya que, de ocurrir tal escenario, estos serían los que menos tendrían que temer de una guerra racial, lo que explica al menos dos cosas: Martí estaba muy al tanto de las diferencias de opinión y de los miedos que provocaba la cuestión racial en la población blanca de la Isla. Dice Martí: […] Y si a la raza le naciesen demagogos inmundos, o almas [vehementes] ávidas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quienes se

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convirtiera en injusticia por los demás la piedad con los suyos, con su agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su convicción de la necesidad de desautorizar por la prueba patente de la inteligencia y la virtud del cubano negro la opinión que aun reine de su [ineptitud] incapacidad para ellas, y con la posesión de todo lo real del derecho humano y el consuelo y la fuerza de la [ferviente] estimación cuanto en los cubanos blancos hay de justo y generoso, la misma raza extirparía en Cuba el peligro negro, sin que tuviera que [temblar de miedo con su] alzarse a él una sola mano blanca (Obras completas vol. 4, 96-97) [acotaciones en el original].

Esta es la última vez que Martí menciona el “peligro negro” y desmiente “la guerra de razas”, y lo hace estando a un paso de ir a luchar por la independencia de Cuba. Habría que entender este último argumento como una promesa política más, aun cuando se la hace a todos los cubanos para que confíen y apoyen la revolución. Lo interesante en este caso es que, aun cuando Martí niega que algo así pueda ocurrir en Cuba, no puede dejar de imaginarse un escenario donde en efecto se haga realidad esta pesadilla. No es la única vez que lo hace: en su artículo sobre “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, a pesar de que niega que algo así podía ocurrir en Cuba, Martí vislumbra un escenario donde lo que prevalece es la ideología racista, entendida en ambas formas, racismo blanco y racismo negro. “Si una mano criminal blanca o negra se alzase so pretexto de colores contra el corazón del país, mil manos a la vez, negras y blancas, se la sujetarían a la cintura y se la clavarían en el costado” (Obras completas vol. 3, 103). La diferencia en la retórica entre un texto y el otro es que en el “Manifiesto de Montecristi” Martí limita el problema a los negros: en caso de una guerra racial, los blancos no tendrían ni siquiera que defenderse, los negros se matarían entre ellos por “agradecimiento” a los blancos, por “cordura, y su amor a la patria” (Obras completas vol. 4, 97). Pero Martí no solamente se preocupó por desestimar el “miedo al negro” en sus artículos de Patria, también lo hizo a través de gestos que le indicaban a la comunidad del exilio y de la Isla su compromiso con las demandas de los negros. Fue un gran amigo de Rafael Serra a quien alentó y con quien trabajó en La Liga. También eligió en Cuba al periodista negro Juan Gualberto Gómez como la representación del movimiento independentista en la Isla. Los artículos y la personalidad de Juan Gualberto ejercieron tal influencia en hombres como él

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que Ricardo Batrell Oviedo dijo que fue a luchar porque encontró en el periodista un “símbolo” de quienes ellos eran (Ferrer 239). A juzgar por el testimonio de Batrell y los reportes de Cuba al estallar la guerra, esa estrategia parece haber funcionado. Desde el mismo comienzo, por ejemplo, Charles Akers, un corresponsal de Londres, informando sobre los sucesos en Cuba afirma en un artículo publicado en el New York Times el 5 de Julio de 1896 lo siguiente: “The arrival of Maceo himself was the signal for a general uprising of the mulattoes and negroes throughout the Province of Santiago” [la llegada de Maceo fue la señal para un levantamiento general de los mulatos y negros en toda la provincia de Santiago] (“Cuba’s fight” 7). Asimismo, dice, cuando Máximo Gómez llegó “many white Cubans joined Gomez, and supplies of arms and ammunitions began to find their way to the rebel camps” [muchos cubanos blancos se unieron a Gómez, y los suministros de armas y municiones comenzaron a llegar a los campos rebeldes] (“Cuba’s fight” 7). Esta identificación personal con los jefes independentistas basada en el pigmento de la piel no era por tanto nueva. Coincidió con el periodo en que los afrocubanos comenzaron a organizarse alrededor de diferentes publicaciones negras de la Isla para demandarle al gobierno cambios constitucionales, y Martí logró influir lo suficiente sobre estos intelectuales negros y mulatos como para que su prédica y su presencia en los campos de batalla alentaran a los negros a unirse al movimiento independentista. Para concluir, es necesario revisar las ideas de Martí sobre los negros y evitar caer en formulaciones simples como las que afirman que Martí no estuvo influenciado por los científicos de su tiempo o por el discurso racializador. A juzgar por las mismas palabras de Martí, encontramos en su obra dos tipos de posicionamientos cuando se trata de la influencia de la raza en los individuos. En su artículo sobre el terremoto de Charleston, Martí recurre a conceptos racializadores que tipifican al negro según su herencia africana y su psicología, muy distinta esta de la forma en que pensaban o actuaban los blancos durante el seísmo. Esto lo prueba el apunte que quedó sin publicar en uno de sus cuadernos, donde habla igualmente del “grande peligro” que podían significar los negros, una vez liberados, para una nación “acrisolada y culta”. Dice mucho, por supuesto, que este apunte, al igual que el que escribió sobre la “cuestión toral”, haya quedado inédito a su muerte. Esto solo muestra el dilema político en que se encontraba el

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delegado ante un sector que veía con temor la influencia de los descendientes de africanos en la sociedad cubana que demandaban mejoras sociales. Estos fueron, sin duda, la mayoría de los soldados del ejército liberador, quienes vieron reflejados sus ideales y sueños en luchadores independentistas como Antonio Maceo. En sus crónicas de Patria, sin embargo, Martí recurre a un discurso de la “fraternidad racial” que enfatiza, como vimos, las semejanzas, los valores del “alma” iguales en unos y en otros y la deuda de gratitud que le debían los negros a los blancos por haberlos liberado en 1868. En tal sentido, Martí se muestra como un político pragmático, cuidadoso de herir susceptibilidades entre los simpatizantes de la revolución. Se apoya en la razón política, no en la razón cultural, para unir a sus seguidores e incitarlos a ir a la guerra. El concepto de la “homogeneidad”, aun si esta era puramente espiritual y representada en el “alma”, debía prevalecer sobre lo material y las particularidades del cuerpo.

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Conclusiones

En la cita que sirve de entrada a este libro, José Antonio Saco habla del “temblor” que sentían los criollos blancos por el aumento de la población de esclavos africanos en la Isla. Ese temblor era un signo de una catástrofe inminente para la que muchos sentían que debían prepararse y el testimonio de Avellaneda y la decisión de su familia de mudarse a España así lo confirman. Sin embargo, el gobernador español en aquellos momentos, Miguel Tacón, no hizo el mayor caso. Condenó al exilio al representante más ilustre de esta generación y conspiró junto con la élite peninsular para frustrar las aspiraciones reformistas de los liberales que permanecieron en Cuba y abogaban por el fin de la trata. Aun así, esto no quiso decir que esta generación de letrados se diera por vencida, todo lo contrario. Alejada del poder político, que siempre permaneció en manos del gobierno español, recurrió a diversas estrategias que le permitieron intervenir a través de las letras en la realidad cubana. Recurrió a la literatura, a la crítica social, al activismo político, y apeló sobre todo a la educación para cambiar el país. Varela, Saco, Heredia, Villaverde y tantos otros, a pesar de vivir fuera de Cuba, siguieron influyendo con sus escritos en la juventud cubana, y José de la Luz y Caballero abrió su famoso colegio de Carraguao, donde estudiaron un importante grupo de jóvenes cubanos. El objetivo de esta élite era intervenir en la arena pública para cambiar el sistema y evitar que los cubanos murieran aplastados por los intereses de España, ya fuera por sus políticas leoninas o por la trata negrera. A juzgar por los escritos de estos intelectuales, los esclavos y sus descendientes “pervertían” las costumbres de sus amos, modificando su habla y sus gustos (Tanco y Bosmeniel, Villaverde, Betancourt). Tenían hábitos higiénicos y sexuales que ellos rechazaban (José Victoria-

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no Betancourt), temían que la leche de las nodrizas perjudicara a los niños blancos y que estos se juntaran con las mulatas y destruyeran de esta forma las familias blancas (Villaverde, Ezponda). Para estos letrados, los negros eran sujetos cuya sola proximidad contaminaba la cultura blanca, pero de quienes los blancos no podían deshacerse porque eran el origen de su riqueza y de su bienestar económico. Por eso, como decía Félix Tanco y Bosmeniel, los negros esclavos en su trato diario con los amos “se vengan de nuestro cruel tratamiento inficionándonos con los usos y maneras inocentes, propias de los salvajes de África”. “Inficionar”, recordemos, significa “llenar de calidades contagiosas, perniciosas o pestíferas u ocasionarlas”. Es sinónimo de “infección”, aquello que pone en riesgo no solo la moral, sino también el cuerpo, la sangre del individuo y, por extensión, la vida de la sociedad criolla. Según el diccionario de la Real Academia Española, es lo que “causa mancha en la nobleza o en la sangre, por mezcla de raza u otro defecto en la familia” (500-501). De modo que, bajo las mismas narices de los esclavistas, se desarrollaba una lucha sorda, donde, a pesar de que los blancos salían ganando, imponiéndoles una servidumbre cruel, los negros se vengaban de ellos infectándolos. En sus escritos, los esclavos domésticos (el calesero, la nodriza, la mulata, el cocinero) aparecen como intermediarios entre el mundo de los blancos y el de los negros. Por un lado, son un objeto o una pieza de la que pueden disponer. Por otro, resultan ser sujetos amenazantes, que, aun si no se vuelven violentamente contra ellos, tienen todavía el poder de tramar a sus espaldas, conocer lo que saben y utilizar ese saber para su beneficio. El caso típico es el de la nodriza africana o criolla, pero también podríamos mencionar a las damas de compañía, los cocineros y caleseros que podían llegar a obtener su libertad ya sea a través de la coartación o volviéndose la amante de una niño blanco. Zenea, Villaverde, Betancourt y Del Monte entendieron este poder que tenían las nodrizas y las esclavas domésticas y lo vieron manifestarse en el traspaso de sus hábitos, su vocabulario y su ropa. Paradójicamente, fueron estos intelectuales los que abogaron por primera vez por un trato mejor para los africanos, organizando una colecta para liberar incluso al poeta esclavo Francisco Manzano. Fueron ellos quienes a través de sus escritos crearon la consciencia de la humanidad del negro, incluso de su superioridad moral ante el blanco, aunque, por confesión del propio Anselmo Suárez y Romero, sabemos que esto no

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era más que un juego retórico para apoyar la causa. No obstante, Anselmo Suárez y Romero no pudo publicar su novela en Cuba, cosa que sí hicieron Julio Rosas y Eduardo Ezponda. Sus novelas, aunque críticas con el sistema, no mostraban el lado más cruel de la esclavitud: tal vez por esto pudieron publicarse en Cuba y Suárez y Romero reaccionó con tanta fuerza ante ¿Es Ángel? Con estas críticas, podríamos decir, esta generación da inicio a la tradición del intelectual heroico, que se enfrenta al poder colonial, fomentando la literatura insular, de corte romántico y costumbrista que en algunos casos era crítica de los negros y del mismo sistema. Es el letrado que se adentra en los barrios de extramuros más peligrosos de La Habana para ilustrar a sus paisanos y condenar las prácticas que le eran ajenas. Este grupo de intelectuales gravita alrededor de los grupos de poder decimonónicos, concebidos en términos de letra y fe (proyectos literarios, revistas, el juzgado, la escuela, la Iglesia), y su fragmentación da una muestra del poco éxito que tuvieron y la efectividad de la Corona al enfrentarse a ellos. Podemos decir entonces que en el caso de Cuba, la memoria de lo que sucedió en Haití, el miedo a ser engullido o agujereado por el “enjambre” de africanos, fue lo que posibilitó la cimentación de estas fobias, y el intento sucesivo, ordenado e insistente de excluir prácticas africanas de la cultura blanca. El objetivo final era asegurar la prevalencia de los blancos y su cultura en una sociedad esclavista, marcada por el temor no solamente de desaparecer de forma física, si no de quedarse sin esas ventajas que aumentaban su riqueza. Mientras esto ocurría, las divisiones y el miedo provocaban la desintegración y la atomización de la sociedad, y la reducción de los negros a espacios marginados y reprimidos. Eran estos grupos lo que eran tachados de impredecibles, amenazantes y bárbaros. No se veían como algo constitutivo del país, ni bueno para la comunidad y como no podían abolir las diferencias, solo pudieron entenderlas como transgresiones de la norma, el orden, el espacio y la identidad propia, algo que llevaba invariablemente al castigo en Hispanoamérica (Lechner 27). A estos primeros críticos de la esclavitud le siguieron más tarde otros que combinaron también su acción política con la literatura y tematizaron el miedo al negro, ya sea para alentar las fobias del sistema o, como hace Martí en el “Manifiesto de Montecristi”, para negarlas y motivar a los cubanos a ir a la guerra. Tenemos entonces que, a medida que trascurre el siglo, el miedo pasa de ser un temor por la subleva-

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ción de los africanos, y las clases marginadas que sostenían sobre sus espaldas el sistema esclavista, a una cuestión racial y cultural. Es decir, no solo significará el temor a otra revuelta como la de Santo Domingo, sino que será también una preocupación biológica y cultural: tendrá que ver con el traspaso de líquidos corporales, como la leche o la sangre, hasta llegar a manifestarse fatalmente en la “herencia”. Este discurso aparece de forma temprana en las críticas del Papel Periódico a la insalubridad de los barracones, “la corrupción del aire”, como diría Caballero, y, más tarde, en los estudios, poemas y novelas que hablan de las nodrizas o el velorio de los curros. En todos estos casos, hay que ver el temor al negro como un constructo político y cultural (Corrodi, Intro. 1-10) que sirve para moldear la sociedad blanca cubana a lo largo del siglo. Es como un espejo en que se reflejaban los hábitos, las costumbres y hasta la música de los blancos y los negros, y de ese conjunto abigarrado el letrado selecciona lo que se merecía salvar y rechaza o critica el resto. Basta recordar las discusiones que se llevaron a cabo en la Sociedad Antropológica de Cuba sobre las supersticiones y costumbres que iban arrastrándose de un período histórico a otro, o los apuntes de Martí donde habla de los “caracteres primitivos” que los negros “desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto”. Ni más ni menos ese era el país que españoles y criollos blancos querían preservar, los miedos de ver perjudicados sus planes y contra los cuales extendieron los anillos protectores de la ciudad letrada. En las novelas de Calcagno reaparecen pues muchas de las fobias de la primera generación de intelectuales, representadas en un personaje que durará más de un siglo: el “negro criminal” o ñáñigo. Para Calcagno y tantos otros que pensaban igual que él, este personaje amenazaba la sociedad esclavista e incluso la postcolonial no porque pudiera alzarse en armas contra ella, sino porque cultivaba creencias que habían sobrevivido, como si fueran un fardo, desde antiguas generaciones. El temor era que transmitiera estas creencias a la sociedad cubana, “blanca y española”. ¿Cómo impedirlo? En un primer momento, la esclavitud había mantenido a estos sujetos segregados en condiciones infrahumanas, pero después de abolida definitivamente la esclavitud en 1886 las únicas herramientas de que disponían estos intelectuales eran la educación, el patíbulo o la cárcel. De modo que Calcagno, al igual que Martí y otros intelectuales de finales de siglo, apuesta por la edu-

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cación. Aspira a “aculturarlos” y a despojarlos del fardo de sus creencias. Por un lado, esa aculturación o imitación del blanco era una forma de rechazar la heterogeneidad racial y cultural que representaban, pero también era una forma de integrar al negro en la cultura hegemónica, proveyéndole con las herramientas que le ayudarían a sobrevivir y a parecerse al blanco. Con esta práctica estará de acuerdo otro intelectual negro, Juan Gualberto Gómez, que con Martí dará la orden de alzamiento contra España el 24 de febrero de 1895 y aspirarán juntos a crear una nación “con todos y para el bien de todos”.

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