Mi vida con Marx [1ª ed.] 9788425448621

Minc descubre un Marx poco común y traza un retrato novedoso: alejado del comunismo, liberal, motor del reformismo y pad

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Mi vida con Marx [1ª ed.]
 9788425448621

Table of contents :
Índice

Alain minc, «el visitante vespertino», Prólogo de Gregorio Luri
Introducción
1. El poder demiúrgico del capitalismo
2. La audacia prometeica de pensar la globalidad
3. Marx, por fin liberado del comunismo
4. Un hombre total
5. La eterna cuestión de los judíos rupturistas
6. Cinco contra uno
7. ¡Marx, vuelve!

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Mi vida con Marx

Pensamiento Herder · Fundada por Manuel Cruz Dirigida por Miquel Seguró Victoria Camps El gobierno de las emociones Manuel Cruz (ed.) Las personas del verbo (filosófico) Jacques Rancière El tiempo de la igualdad Gianni Vattimo Vocación y responsabilidad del filósofo Martha C. Nussbaum Las mujeres y el desarrollo humano F. Birulés, A. Gómez Ramos, C. Roldán (eds.) Vivir para pensar Gianni Vattimo y Santiago Zabala Comunismo hermenéutico Fernando Broncano Sujetos en la niebla Judith Shklar Los rostros de la injusticia Gianni Vattimo De la realidad Byung-Chul Han La sociedad de la transparencia Alessandro Ferrara El horizonte democrático Byung-Chul Han La agonía del Eros Antonio Valdecantos El saldo del espíritu Byung-Chul Han En el enjambre Byung-Chul Han Psicopolítica Remo Bodei Imaginar otras vidas Wendy Brown Estados amurallados, soberanía en declive Slavoj Žižek Islam y modernidad Luis Sáez Rueda El ocaso de Occidente Byung-Chul Han El aroma del tiempo Antonio Campillo Tierra de nadie Byung-Chul Han La salvación de lo bello Remo Bodei Generaciones Byung-Chul Han Topología de la violencia Antonio Valdecantos Teoría del súbdito Javier Sádaba La religión al descubierto Manuel Cruz Ser sin tiempo Judith Butler Sentidos del sujeto Byung-Chul Han Sobre el poder Cass R. Sunstein Paternalismo libertario Byung-Chul Han La expulsión de lo distinto Maurizio Ferraris Movilización total Étienne Balibar La igualibertad Daniele Giglioli Crítica de la víctima Miranda Fricker Injusticia epistémica Judith Shklar El liberalismo del miedo Manuel Cruz Pensar en voz alta Byung-Chul Han Hiperculturalidad Antonio Campillo Mundo, nosotros, yo Carlos Thiebaut y Antonio Gómez Ramos Las razones de la amargura Éric Fassin Populismo de izquierdas y neoliberalismo Byung-Chul Han Buen entretenimiento Tristan García La vida intensa Lluís Duch Vida cotidiana y velocidad Yves Charles Zarka Metamorfosis del monstruo político Byung-Chul Han La desaparición de los rituales Eva Illouz y Dana Kaplan El capital sexual en la Modernidad tardía Catherine Colliot-Thélène Democracia sin demos Hartmut Rosa Lo indisponible Byung-Chul Han La sociedad paliativa Lorenzo Marsili Tu patria es el mundo entero Zhao Tingyang Tianxia: una filosofía para la gobernanza global Miquel Seguró Mendlewicz Vulnerabilidad Luis Sáez Rueda Tierra y destino Antonio Valdecantos Noticias de Iconópolis Roberto Esposito Institución José Antonio Pérez Tapias Imprescindible la verdad

Alain Minc

Mi vida con Marx

Traducción de Julia Argemí

Herder

Título original: Ma vie avec Marx Traducción: Julia Argemí Diseño de la cubierta: Toni Cabré Edición digital: José Toribio Barba © 2021, Editions Gallimard, París © 2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN PDF: 978-84-254-4862-1 1.ª edición digital, 2022 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder www.herdereditorial.com

índice

alain minc, «el visitante vespertino» Prólogo de Gregorio Luri  ......................  9 Introducción  ........................................... 17 1. El poder demiúrgico del capitalismo  ................................ 21 2. La audacia prometeica de pensar la globalidad  .................. 37 3. Marx, por fin liberado del comunismo  ................................ 55 4. Un hombre total  .................................  69 5. La eterna cuestión de los judíos rupturistas  ..........................  87 6. Cinco contra uno  ................................ 97 7. ¡Marx, vuelve!  ....................................... 115

ALAIN MINC, «EL VISITANTE VESPERTINO»

Alain Minc nació el 15 de abril de 1949, el año de la creación de la otan, cuando la Guerra Fría teñía de incertidumbre el futuro de una Europa que aún conservaba muy frescas las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial. Apenas hacía un año que sus padres habían conseguido la nacionalidad francesa. Los Minc eran judíos polacos, criados en familias ortodoxamente religiosas, pero a los que el viento de la historia empujó hasta el otro extremo occidental de Europa, primero a Burdeos, en cuyos muelles se integraron en una célula comunista y donde conocieron a Caridad Mercader, la madre del asesino de Trotsky, y después, en 1937, a París. Al estallar la guerra, participaron en la resistencia. El padre de Alain, Joseph Minc cuenta todo esto de manera honesta en sus memorias, La extraordinaria historia de mi vida ordinaria. Alain se define más como un europeo francés, que como un francés europeo. Lo europeo —insiste en ello— ni anula ni disuelve sus raíces. «Cada uno puede ser francés a su manera», proclama en Un français de tant de souches (2015). Ha crecido políticamente convencido de que «Europa es nuestro único futuro». Pero, «lamentablemente», me reconoce, «no se convertirá en la Federación con la que he soña9

do». En una conversación telemática (neologismo, por cierto, creado por él), me revelaba su frustración porque «no logrará tener una identidad estratégica y militar plena. Ahora bien, gracias al euro no se disolverá. En un mundo dominado por la economía de mercado, una moneda es un cemento inigualable». Pasados sus años de ruido y furia, la anciana Caridad Mercader se instalará en París e irá a comer con sus amigos cada miércoles. En una ocasión, Alain, que tendría 8 o 9 años, se atrevió a llevarle la contraria a la tronante invitada, que montó en cólera, lo trató de pequeño insolente y, a partir de aquel momento, le negó su afecto. Tengo la sensación de que siempre ha llevado el despecho de Caridad como una especie de medalla al valor precoz. Fue un niño estudioso, de excelente memoria, inteligente, metódico y muy vivaz; alegre, dispuesto a echar una mano a sus camaradas y que alcanzó una gran popularidad gracias a sus extensos conocimientos deportivos, especialmente de fútbol y ciclismo. Aprobó brillantemente el bachillerato y se dirigió, como parecía su destino natural, a una de las Grandes Écoles, en concreto a la École des Mines. Pero su vocación estaba más en la ingeniería política que en la mineral, como se lo hizo ver un profesor espabilado, que lo animó a que cursara, al mismo tiempo, Sciences Po (Políticas). De esta manera consiguió que se le abrieran posteriormente las puertas de la ena (École nationale d’administration). Trabajó en la inspección de finanzas, como un representante más de la meritocracia de la que Fran10

cia se sentía tan orgullosa antes de que el populismo erosionase el prestigio de las élites republicanas. Pero tampoco tenía suficiente con la alta administración y se pasó al (alto) sector privado. No creo que lo hiciera simplemente para ganar más. Obviamente, el dinero no le desagrada, pero lo que lo impulsó fue, sobre todo, la necesidad de dar salida a una ambición más amplia. Quería tomarle el pulso al presente continuo de la vida política y económica. Si la aventura es vivir apasionadamente lo que se hace en la intersección del azar y la necesidad, hay en Alain un singular espíritu aventurero, que parece haber conseguido hacer del cartesianismo una geometría del riesgo. No hay en él nada de tartarinesco. No improvisa. No va de mascarón de proa de sí mismo. La agenda de Alain es el «quién es quién» de la Europa intelectual, política, periodística, empresarial, artística… Ahora bien, aunque utiliza con facilidad la palabra «amigo», sus amigos de verdad, aquellos que considera como hermanos, son, como tiene que ser, pocos. Creo acertar si incluyo entre ellos a Philippe Labro (periodista, escritor, director de cine, autor de más de una veintena de libros), a Jean-Michel Darrois (el abogado más influyente de Francia, especializado en fusiones y compras de empresas) y, sobre todo, a Franz-Olivier Giesbert. Con este último, conocido como el «don Juan del poder» —e incluso como «la mayor bestia mediática francesa»— conviene hacer punto y aparte. Giesbert es un escritor, ensayista y polemista brillante que disfruta metiéndose en todas las char11

cas del poder y nunca es él el que sale salpicado. Ha sido director del Nouvel Observateur, Le Figaro y Le Point. Se ha enfrentado a Mitterrand, Chirac, Sarkozy, Villepin y Hollande y tiende a ver a los políticos con los ojos de un ayudante de cámara. Alain y él son, aparentemente, tan distintos que Marion van Renterghem los trata de «Descartes y Victor Hugo». Pero su amistad se ha fortalecido con sus diferencias (y con algunas afinidades electivas, como su común admiración por Pierre Mauroy o Raymond Barre). Giesbert reconoce, abiertamente, su fascinación por la inteligencia conceptual de Alain. «Uno», me cuenta Alain, «puede definirse claramente en política priorizando los tres o cuatro resortes de la propia Weltanschauung, que pueden ir más allá de las clásicas líneas divisorias entre izquierda y derecha. Me considero, ante todo, europeísta. Luego viene una concepción liberal de la democracia, es decir, el sufragio universal y la existencia de checks and balances. Finalmente tengo una visión universalista, asimilacionista de la ciudadanía y no comunitaria. Por lo general, los liberales tienen una percepción comunitaria de la democracia y aquellos que, por el contrario, ven solo el sufragio universal como base de la democracia son universalistas y asimilacionistas. Desde este punto de vista, no soy reducible ni a unos ni a otros». Le han ofrecido cargos políticos muy relevantes, incluso ministeriales (con Sarkozy y Macron), pero los ha rechazado. Prefiere —dice— mantenerse al margen para, si es necesario, poder criticar a los polí12

ticos con franqueza. Lo que le gusta es ser influyente, ser «el hombre en las sombras». Por eso se ha ganado el mote de «el visitante vespertino» o de «el hombre que susurra al oído de los poderosos». Alain, como me han asegurado personas que lo consultan en España, es un fiable consejero de príncipes. Gracias a su perspicaz inteligencia, su descomunal capacidad de trabajo y la red de sus amistades, sus fuentes son muy fiables. «La vida», nos cuenta él en su Voyage au centre du système (2019), «me ha dado, desde hace cuarenta años, la oportunidad de encontrarme en el cruce de varios mundos: político, económico, mediático, intelectual». Esto es lo que nos pone de manifiesto en uno de sus últimos libros, «Mes» présidents (2020): «La quinta República ha acompañado toda mi vida, y sus presidentes —nuestros reyes— también: primero de lejos, después de cerca, finalmente, de muy cerca». A Emmanuel Macron lo guio en sus primeros pasos por el mundo de la política.Y quizás la evolución de Ciudadanos en España hubiera sido diferente si hubiesen seguido sus consejos. «Yo no tengo poder, tengo influencia», le gusta decir. Pero el que sabe susurrar a los oídos del rey no es un influyente cualquiera. Para ser honesto con este ser humano llamado Alain Minc añadiré que no es omnisciente. Por ejemplo, el 25 de octubre de 2016 anunció en L’Express que «Hillary Clinton será elegida —a Dios gracias— y hará una política clásica». No sabe estar con los brazos cruzados. Su mente debe estar ocupada continuamente. Nunca pierde un minuto. Su puntualidad es tan notable «que da la 13

impresión de que tiene un reloj suizo en el cerebro», me dice alguien que lo conoce muy bien. A menudo ha explicado en entrevistas que la vida es tan corta que para vivirla intensamente hay que multiplicar el tiempo por 2 o por 3, y que para ello no hay otro camino que la gestión cuidadosa de la agenda. Disfruta aprovechando al máximo sus fines de semana. Si no se ha afiliado a ningún partido, sospecho que es porque está decidido a ser el único dueño de su tiempo y disponer así de la posibilidad de escabullirse de lo inmediato y elevar el vuelo teórico hasta las alturas en las que se puede poner a dialogar con sus principales referentes intelectuales: Braudel,Tocqueville, Keynes, Renan… y Marx. En Une humble cavalcade dans le monde de demain (2018) constata algo que parece preocuparle especialmente, y que no sé si tiene algo de humilde confesión personal: «vivimos en relación con los problemas contemporáneos en un desierto intelectual. Sin ideología no existe fuerza social. Sin fuerza social, no hay política posible». Lleva 43 libros publicados, todos escritos con un lenguaje claro, directo, austero pero elegante, bien tramados, en los que, con frecuencia, el lector lamenta que no haya dedicado un poco más de tiempo a desarrollar las muchas intuiciones que atraviesan sus páginas y quedan meramente esbozadas. Marx es una presencia constante. Admira su ambición teórica y práctica, en un tiempo en que, como el nuestro, «la creciente fragmentación del saber y del saber hacer hará cada vez más difícil el surgimiento 14

de intelectuales “globales”, con ilimitados campos de intervención. La audacia de los académicos a salir de su esfera de confort se verá reducida, mientras que el mundo académico será más que nunca el baño amniótico de la intelectualidad. Nuestras universidades se amoldarán cada vez más al modelo anglosajón. Sin embargo, ni Harvard ni Berkeley ni el mit favorecen la aparición de perfiles atípicos y disruptivos; crean especialistas indiscutibles que solo se desvían de sus campos de competencia para firmar peticiones sobre simples cuestiones éticas». A ninguno de los que seguimos a Minc nos sorprendió que en 2021 publicara Ma vie avec Marx, resaltando, eso sí, que ni él ni Marx se consideran marxistas, aunque el segundo se empeñe a veces en demostrar lo contrario de forma caricatural. Minc —insisto en ello para recoger su propia insistencia— echa de menos la ambición de «un pensamiento que conjugue de manera indisociable la filosofía, la historia, la economía y la sociología» con la finalidad de transformar lo real. «Por su ambición, por su desmesura, Marx no tiene parangón». En este sentido se considera, sin reparos, «el último marxista francés». «Desde entonces, el viejo Karl y yo no nos hemos separado. Cuanto más la vida me hacía penetrar en los arcanos del capitalismo, más me parecía único Marx: solo él había entendido, descrito, ensalzado, calado a fondo un sistema en el que la economía de mercado y los movimientos profundos de la sociedad están unidos indisolublemente». Pero «el tiempo de los pensamientos globales ha terminado. No habrá otro 15

Marx y el hecho de que ya no habrá un pensamiento global hace que la ambición marxista sea aún más fascinante porque habrá sido única en su género». Alain es, claro está, un marxista sui generis, que cree que «el mercado —o el capitalismo— no es una idea. Es el equivalente en el ámbito económico de la ley de la gravedad en la física. Es un estado de naturaleza del que no podemos escapar. Esto es lo que me hizo entender Braudel con su trilogía. Hay varias formas de capitalismo y puedes pasar de una a otra. En mi opinión, la mejor forma es el mercado templado por el Estado de derecho y los mecanismos redistributivos, es decir, la economía social de mercado o la socialdemocracia; entre los dos, solo difiere el nivel de redistribución». Alain es una persona muy celosa de su privacidad, a pesar de ser un personaje eminentemente público. Ningún periodista ha conseguido que le revelara una intimidad. A menudo dice de sí mismo: «Je ne m’intéresse pas». Quiere decir que no siente ningún deseo de dedicarse a la introspección y el autoanálisis. Pero no parece desdeñar el interés que los demás muestran por él. Yo lo admiro. Admiro su europeísmo, su inteligencia siempre despierta, su capacidad de trabajo. Y agradezco que me haya prestado su ayuda siempre que se la he pedido. Gregorio Luri

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INTRODUCCIÓN

Cuando en mi infancia leía a Erckmann-Chatrian —dos autores unidos por un guion, olvidados hoy en día—, oía hablar a mis padres, que eran comunistas en aquel entonces, de Marx y Engels, que me parecían ser los equivalentes para los adultos. Estos apellidos emparejados mecen mis recuerdos, del mismo modo que el escubidú, o el vaso de leche que nos distribuían en clase, por indicación de Pierre Mendès France.Así fue la primera aparición de Karl Marx en mi vida; después, en las encendidas conversaciones entre militantes comunistas, llegó otra expresión doble: el marxismo-leninismo, como si el pobre Marx tuviera vetada una existencia individual. Cansado de esta extraña melodía de las palabras —Marx-Engels, marxismo-leninismo—, había expulsado a Marx de mis intereses de adolescente antes de que la vorágine de Mayo del 68 lo convirtiera en un personaje cotidiano.Y heme aquí, como tantos otros, soltando peroratas en las aulas entusiastas y en reuniones acaloradas sobre la ruptura epistemológica, es decir, sobre la transición entre el Marx idealista y el Marx científico que Louis Althusser rastreaba incansablemente. Algunos, los menos entre nosotros, habían leído suficientemente a Marx como para 17

crear ilusiones en este debate conceptual. Otros, muy numerosos, entre los que estaba yo, disertaban sobre este tema durante horas, sin tener la menor idea de la cuestión, pero convencidos de que la ruptura epistemológica establecía el punto de partida de una ciencia que se había convertido en acción, de esta acción que desembocaba en un poder, y de este poder que engendraba una revolución. En lo que a mí respecta, un ejercicio tanto más absurdo, cuanto que la revolución apenas me entusiasmaba y que el mendesismo me parecía que ofrecía una dosis más que suficiente de reformismo. Habiendo empezado tan curiosamente, incluso de forma un poco cómica, mi vida con Karl Marx podría haber sido muy corta. No me obsesionaba como al joven Jorge Semprún, que cuenta en El largo viaje cómo, en el momento en que el tren de la deportación hacia Buchenwald se detiene en la estación de Tréveris, no puede evitar pensar en Marx, nacido y educado en esta pequeña ciudad de Alemania. El valor de uso, el valor de cambio, la acumulación originaria del capital, el capitalismo monopolista de Estado, la dictadura del proletariado: eran conceptos a los que, en mi juventud, me parecía inútil dedicar tiempo. Por un curioso vericueto, tras una larga ausencia, Marx se me hizo presente.Y se lo debo a un desvío a través de la historia, es decir, a través de Fernand Braudel. La lectura de su trilogía sobre el capitalismo, Civilización material, economía y capitalismo, siglos xv-xviii, fue una revelación, como 18

ocurre a veces con algunas obras. Los tres niveles del mercado, la salida a la economía-mundo, el mercado como estado de naturaleza y no de cultura de la sociedad, la imbricación entre el juego económico y los movimientos sociales, las pulsaciones del tiempo largo: todos ellos son elementos de un pensamiento global a contracorriente de las visiones parcelarias de la economía tradicional. Ceder a los espejismos y a los misterios del pensamiento global conduce naturalmente al maestro de los maestros, Karl Marx. Braudel era el primero en estar de acuerdo con ello. Desde entonces, el viejo Karl y yo no nos hemos separado. Cuanto más la vida me hacía penetrar en los arcanos del capitalismo, más me parecía único Marx: solo él había entendido, descrito, ensalzado, calado a fondo un sistema en el que la economía de mercado y los movimientos profundos de la sociedad están unidos indisolublemente. Ciertamente, no leo El capital cada noche al acostarme, como otros leen la Biblia. Pero de vez en cuando me sumerjo en este texto como en aguas profundas, y me dejo llevar por la fuerza bruta de las demostraciones, de los enunciados y evidentemente de los presupuestos. Cuando la opacidad y el peso de la obra magna me dan miedo, un breve desvío por el Manifiesto del Partido Comunista es un contrapunto útil a la verborrea de los Financial Times,Wall Street Journal y otros, que constituyen mi pan de cada día. Los sobresaltos de la Unión Soviética, el declive irremediable del comunismo, la explosión liberal de 1989, no han menoscabado la imagen de mi Marx, como si fuera 19

ajeno al encadenamiento que, del marxismo al leninismo, del leninismo al estalinismo, del estalinismo al fracaso comunista, ha marcado con hierro candente la historia del siglo xx. Esta dicotomía no es una absolución. Mi Marx no es por ello un personaje simplista, pero encarna una tentativa única de pensar el mundo. Siendo el mejor propagandista del capitalismo, teórico global, padre al menos tanto de la filiación socialdemócrata como del destino comunista, nunca encontró entre los liberales un adversario que estuviera a su altura, con un proyecto tan prometeico en mente. Una ambición tal solo podía ser llevada por un hombre total, cuyo pensamiento, cuya acción, cuya vida, con sus grandezas y sus miserias, son un todo. A mi parecer, se añade una cuestión más particular, quizás más personal. Marx se inserta entre Spinoza y Freud en la tradición de los judíos rupturistas. ¿Por qué el judaísmo está en su mejor momento cuando rompe con algo? Último avatar de esta vida compartida con Marx: ¿nos sirve para comprender y gestionar el mundo de hoy? Aunque pueda resultar paradójica para muchos, mi respuesta es lapidaria: ¡Sí, más que nunca!

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1. EL PODER DEMIÚRGICO DEL CAPITALISMO

La burguesía ha desempeñado un papel eminentemente revolucionario en la historia. Allí donde ha conquistado el poder, ha pisoteado las relaciones feudales, patriarcales e idílicas […]. La burguesía no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción, lo que significa las relaciones de producción, es decir, el conjunto de las relaciones sociales […]. Esta perturbación permanente de la producción, esta constante sacudida de todo el sistema social, esta agitación y esta inseguridad perpetuas distinguen la época burguesa de todas las precedentes […]. Empujada por la necesidad de mercados siempre nuevos, la burguesía invade todo el planeta. Necesita implantarse por doquier, explotar en todo lugar, establecer relaciones en todas partes. Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía otorga un carácter cosmopolita a la producción de todos los países. Para desesperación de los reaccionarios, ha despojado a la industria de su base nacional. Las viejas industrias nacionales han sido destruidas y lo siguen siendo a diario. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya adopción se convierte en una cuestión de vida o muerte para 21

todas las naciones civilizadas, industrias que ya no utilizan materias primas autóctonas, sino venidas de las regiones más lejanas, y cuyos productos se consumen no solo en el país mismo, sino en todos los rincones del globo. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas por los productos nacionales, nacen nuevas necesidades, que reclaman para su satisfacción los productos de los confines y los climas más lejanos. En lugar del antiguo aislamiento de las provincias y de las naciones autosuficientes, se desarrollan relaciones universales, una interdependencia universal de las naciones. Y lo que es cierto de la producción material lo es también de las producciones de la mente. Las obras intelectuales de una nación se convierten en la propiedad común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales se vuelven cada vez más imposibles, y de la multiplicidad de las literaturas nacionales y locales nace una literatura universal. Mediante el rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y la mejora infinita de los medios de comunicación, la burguesía arrastra en la corriente de la civilización incluso a las naciones más bárbaras […]. En pocas palabras: modela el mundo a su imagen […]. La burguesía, a lo largo de su dominación de clase apenas secular, ha creado aspectos productivos más numerosos y colosales que todas las generaciones pasadas juntas. La domesticación de las fuerzas de la naturaleza, las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación a 22

vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, el desbrozamiento de continentes enteros, la regularización de los ríos, poblaciones enteras surgidas del suelo: ¿qué siglo anterior habría sospechado que tales fuerzas productivas duermen en el seno del trabajo social?

Estas páginas, extraídas del Manifiesto del Partido Comunista —en principio, el panfleto más militante—, ofrecen una descripción impactante de la economía capitalista, tal y como se ha desarrollado desde hace un siglo y medio. Se saborean línea a línea, palabra por palabra. En una época, la nuestra, en la que el capitalismo aparece en el mejor de los casos como un mal necesario —«el peor de todos los sistemas, con excepción de todos los demás», al igual que la democracia según la fórmula de Churchill—, ¿quién osaría otorgarle públicamente los mismos méritos que Marx? ¿Quién alardearía de su poder, incluso de su violencia? ¿Quién se atrevería a ver en él un motor de la historia de la humanidad? ¿Quién se convertiría en su defensor? «Revolucionar constantemente los instrumentos de producción, lo que significa las relaciones de producción, es decir, el conjunto de las relaciones sociales». Marx es testigo de la revolución de la máquina de vapor. Estas palabras anticipan también la revolución de la electricidad, que está a punto de llegar, incluso la revolución digital, que anula ante nuestros ojos «el conjunto de las relaciones sociales». 23

«Empujada por la necesidad de mercados siempre nuevos, la burguesía invade todo el planeta […]. Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía otorga un carácter cosmopolita a la producción de todos los países». ¿Existe una definición mejor de la globalización? El mercado es global; los productos también. Se diría que es la descripción del mar de fondo que, tras la caída del comunismo, barrió el planeta, situándolo en las normas de un capitalismo que a partir de ahora es mundial. «Para desesperación de los reaccionarios, ha despojado a la industria de su base nacional»: tras las palabras de Marx, percibimos la nostalgia de los soberanistas de toda índole, en busca de una protección y de una reconquista ilusorias del mercado nacional. «En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas por los productos nacionales, surgen nuevas necesidades, que reclaman para su satisfacción los productos de los confines y los climas más lejanos». Desde las fresas producidas en Sudáfrica y vendidas en los mercados parisinos hasta los iPhones surgidos de las cadenas de producción que recorren los continentes, lo que describe el Manifiesto del Partido Comunista es el mercado actual. Lo que es cierto para la producción material también lo es para las producciones intelectuales. «Las obras intelectuales de una nación se convierten en la propiedad común de todas». A la luz de las profecías de Marx, ya no queda apenas lugar para la excepción cultural, que tanto apreciamos. La dinámi24

ca capitalista, como si fuera un tornado, barre a su paso tanto la cultura como la industria. Casi parece despuntar una justificación producida por Disney sobre los beneficios de su modelo. «La domesticación de las fuerzas de la naturaleza, las máquinas, […] el desbrozamiento de continentes enteros, […] poblaciones enteras surgidas del suelo: ¿qué siglo anterior habría sospechado que tales fuerzas productivas dormirían en el seno del trabajo social?». ¿Existe hoy en día algún economista que se atreva a afirmar con tal lirismo la naturaleza revolucionaria del mercado, así como el carácter demiúrgico del capitalismo? ¡El ambiente y una pizca de mala conciencia lo obligarían a moderar su entusiasmo, con la ayuda de una descripción minuciosa de los estragos del mercado! Hace veinte años, al describir las consecuencias de la feliz globalización, no me habría permitido nunca tanto entusiasmo. Para nosotros, mirar el capitalismo como un estado inevitable de la sociedad no supone que lo asimilemos al bien. Marx lo hace despojado de sentimientos: para él, es un progreso de la humanidad, aunque sea un estado intermedio antes del advenimiento de la sociedad sin clases. Para él, por tanto, el proteccionismo es conservador, mientras que el libre comercio es revolucionario: acelera la mutación de la sociedad. Para aquellos que lo recuerdan, el intento de toma de control de la Société Générale de Bélgica, que llevé a cabo en 1988 junto con Carlo de Benedetti, era, en el fondo, un gesto político. ¡Éramos como Marx sin proclamarlo! Derrocar la ciudadela 25

más conservadora de Bélgica, que encerraba su vida económica, era, a escala de ese pequeño país, un gesto revolucionario. Incluso si nuestro intento fracasó, la sacudida fue tal que la vida económica y social belgas quedaron definitivamente transformadas. ¡El juego libre del mercado puede derribar montañas! Con este mismo razonamiento, el maravilloso Bronislaw Geremek justificaba la elección de una revolución liberal brutal en Polonia, después de 1980, para «disolver el comunismo en el ácido del mercado», me dijo. Si los comunistas —o lo que queda de ellos— hubieran leído a Marx, se sentirían menos justificados para convertirse en guardianes de una economía encerrada en sí misma, autosuficiente e ineficaz. El autor del Manifiesto es, efectivamente, libremercadista con el fin de acelerar la rueda de la historia y el advenimiento posterior del comunismo. Sin duda, los comunistas están convencidos en el fondo de sí mismos de la inanidad de este sueño, y prefieren intentar congelar la economía de mercado gracias al proteccionismo, antes que acelerar un movimiento que anunciaría su propio fin, en la medida en que ya no existe una salida revolucionaria. En Marx, este poder no viene únicamente del movimiento del capitalismo, sino de la existencia de una clase social, la burguesía, cuya organización, eficacia y proyecto apelan en paralelo a la aparición de otra clase, también organizada, eficaz y decidida: el proletariado prometido en la victoria final. Con toda su dialéctica de las clases antagónicas, la que combate —la burguesía— y la que promete —el 26

proletariado—, el autor de El capital nos da una descripción irénica. Nunca llevó el análisis al punto de distinguir al empresario del burgués. El primero responde a la visión que Marx tiene del transcurrir de la historia, aunque confesarlo le habría llevado, para su consternación, a valorar el peso de los hombres. Encarna la energía infatigable, el gusto por la innovación, el rechazo de todas las barreras, la necesidad absoluta de trascender que cuadra con el retrato robot que Marx hace de la burguesía. El segundo, el burgués, es en muchos aspectos su antítesis: apegado al mundo tal como es, asqueado por la idea de alterarlo, desprovisto de toda ambición de una misión, individual o colectiva, quiere conservar un orden que le garantiza prebendas, rentas y estatus. Sin duda, hay que aderezar la aproximación de Marx con una ración de Joseph Alois Schumpeter, quien está convencido de la misión del empresario para dar al concepto de burguesía su verdadera densidad. Si contemplamos hoy SiliconValley, ¿cómo no distinguir entre los empresarios de internet y los gestores del private equity (fondos de inversión privados que compran empresas con escasos fondos propios y muchas deudas), burgueses que se aprovechan de los intersticios del sistema? Los primeros hacen historia, tal como Marx describió su transcurrir; los segundos se contentan con sacar provecho de ello. Marx entrevé esta distinción cuando describe el capitalismo comprador,1 punto último de la apro1  En español, en el original. (N. de la T.)

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piación de las rentas por parte de un estrato poco emprendedor, resguardado por el proteccionismo y poco deseoso de invertir. Parecería que leemos, en un guiño de la historia, la descripción de la oligarquía que, sobre las ruinas de la Unión Soviética, se hizo con los recursos mineros, los transformó en instrumentos de poder social, sin preocuparse por invertir, por desarrollar, por emprender. La categoría social que construyó su fortuna sobre el fracaso del comunismo aparece, pues, en un lugar destacado en El capital: sin duda, ignora este guiño de la historia, teniendo en cuenta hasta qué punto los análisis del marxismo le son evidentemente ajenos. Según Marx, si la máquina capitalista se lanza a toda velocidad, solo puede conducir a la constitución de monopolios, esto es, al inicio del encadenamiento que llevará al sistema hasta su destrucción y al advenimiento del comunismo. Ahí es donde surgen los problemas. Para el autor de El capital, la orden de la Federal Trade Commission que desmanteló en 1911 la Standard Oil of New Jersey es inimaginable: no puede concebir que el sistema segregue sus propios contrapoderes ni que la economía de mercado encuentre en la ley el antídoto a sus propios excesos. Puesto que a veces hace falta que Marx sea prototípicamente marxista, solo ve en el derecho el subproducto de una relación de clases, y, por tanto, el instrumento de una burguesía que rechaza el mínimo límite a su dominación. Le era imposible imaginar el nacimiento de una especie de clase social que agrupara a los tecnócratas y a los innumerables 28

legisladores que la evolución del capitalismo engendró en el siglo xx. Este grupo tiene una ideología, un sentimiento de solidaridad sociológica, una visión del mundo, intereses ciertamente menos materiales que estatutarios y simbólicos. Aunque no sea una verdadera clase, constituye sin duda un auténtico actor social. La inmensa aportación del liberalismo, nunca suficientemente proclamada —la pareja indisociable de mercado y ley—, se le escapa evidentemente a Marx. El mercado sin ley es la jungla capitalista; la ley sin el mercado es el comunismo burocrático: una distinción que no encontraríamos en El capital… No existe un mejor ejemplo de esta situación que la regulación de las gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft) en el mundo contemporáneo. Abandonadas a sí mismas, las Apple, Amazon, Google y consortes representan el punto último de la dinámica capitalista elogiada por Marx. Revolución tecnológica, ampliación de los mercados a escala mundial, creación de monopolios de facto: otras tantas ilustraciones del capitalismo en acción, en versión marxista. De ahí, un reto fundamental: o bien las instituciones legisladoras norteamericanas y europeas imponen a estos mastodontes límites de comportamiento, hipotéticos abandonos de actividades, y juegan la misma partida a mayor escala de lo que lo hicieron en la década de 1980 a propósito de la desintegración de at&t, que fue la continuación, setenta años más tarde, del sorprendente desmantelamiento de la Standard 29

Oil of New Jersey; o bien no son capaces de ello, intimidadas por el peso de los lobbies, el chantaje de los actores para la innovación, así como la imbricación con los poderes del Estado. Entonces, la profecía de Marx encontrará de nuevo su vigencia. Es un cambio de naturaleza con respecto al trabajo actual de los legisladores, que no es ciertamente anodino. Cuántas veces he oído las palabras «fase 1», «fase 2», con preocupación; dibujan el calvario que la Comisión Europea impone a las empresas para aprobar tal o cual conciliación. Es un ballet tecnócrata cuya coreografía es de una precisión milimétrica, pero cuyo desenlace puede ser violento o inquietante. No obstante, es un juego de niños con respecto a la partida que empieza a desarrollarse ante nuestros ojos. Quizás será la irrupción de internet lo que validará el razonamiento marxista sobre la ineluctabilidad de los monopolios, una hipótesis que es a la vez surrealista y plausible. Si este fuera el caso, el liberalismo habría encontrado su límite, puesto que los monopolios desmontan los cortafuegos instalados desde hace más de un siglo: instituciones independientes, protección activa de la competencia, jurisprudencia internacional cada vez más conquistadora. Lo más probable es una intervención de las autoridades antimonopolio más limitada que de costumbre y, por tanto, la perpetuación de los casi monopolios privados, cuya influencia será sin parangón, puesto que afecta desde ahora, no solo al juego económico, sino también a la libertad de prensa, al derecho a informar, a las modalidades del 30

debate público y a la protección de las libertades individuales mediante la apropiación de los datos personales. ¿Será Jeff Bezos el último avatar de la exactitud del análisis marxista? La profecía de Marx sobre la dinámica capitalista se topa con un segundo callejón sin salida: el poder de las mejoras en la productividad. El capital profetiza el agotamiento del capitalismo, pese a su búsqueda desenfrenada de monopolios, debido a la tendencia decreciente de la rentabilidad. En efecto, esta parecería ineluctable en una economía sin progreso de productividad. Llegamos aquí al agujero negro de la aproximación marxista. La magnitud de las mejoras en la productividad es la que cuestiona los fundamentos del callejón sin salida capitalista, tal y como lo demuestra El capital; elimina la perspectiva de la tendencia decreciente de la rentabilidad. Efectivamente, Marx había adivinado la carrera desenfrenada por la productividad en favor del avance hacia lo que él denominaba el progreso industrial, pero no imaginaba que sería tan eficaz como para mantener, incluso acrecentar, la rentabilidad del capital. Sorprendentemente, hoy en día, en plena economía modelada por la digitalización, es cuando el postulado de Marx encuentra de nuevo su vigencia. Todos los trabajos económicos tienden a demostrar una tendencia decreciente de la rentabilidad, con sus efectos inducidos sobre la eficacia del capital. Esta constatación es asombrosa. Estaríamos viviendo realmente la primera revolución tecnológica que, en lugar de impulsar la productividad, iría acompañada 31

de su estancamiento, incluso de su descenso. La idea más natural es pensar que los cálculos son falsos y que los métodos tradicionales no son aptos para medir la productividad en un universo digital. En efecto, es difícil imaginar que una revolución, susceptible de metamorfosear el aparato de producción, de transformar los modos de comunicación entre individuos, de sacudir por ese mismo movimiento la oferta y la demanda de productos, pueda dejar de generar algún efecto sobre la productividad. Ahora bien, esta se sigue midiendo con un aparato estadístico surgido tras la Segunda Guerra Mundial en paralelo a la contabilidad nacional y elaborado para una economía que requería un fuerte capital productivo y que generara productos físicos. Nada menos adaptado a un mundo virtual sin fábricas que desemboca en actividades en internet. Sin embargo, este razonamiento se revela falso y, si la productividad se estancara, o incluso si retrocediera por primera vez desde los albores de la era industrial, la predicción de Marx estaría de nuevo vigente, sin que, por ello, hubiera que imaginar la asfixia del capitalismo. Hay ejércitos de economistas que trabajan incansablemente sobre esta paradoja de una revolución técnica sin progreso de productividad. Como son reticentes a contemplar la posibilidad de que sus modos de cálculo —practicados con éxito durante décadas— puedan ser falsos, empiezan a determinar —como si fuera un paradigma fundador— que la revolución de internet va acompañada de una tendencia decreciente de la rentabilidad. Los jóve32

nes doctores de Harvard o de Stanford sin duda no calculan que su postulado —la primera revolución técnica sin efecto positivo en la productividad— da una nueva vigencia a las tesis de un viejo economista cuyo nombre incluso muchos de ellos ignoran: Karl Marx. Último avatar de la dinámica capitalista, tal y como Marx la describe: la inevitabilidad de las crisis que se encadenan, según él, hasta la crisis final, la que abre la vía al comunismo. A condición de dejar de lado esta explosión última que los marxistas esperan desde la publicación de El capital, como el vigía de El mar de las Sirtes espera el ataque enemigo, Marx, una vez más, reveló una realidad clave de la economía de mercado: las crisis son para el capitalismo lo que el ritmo respiratorio para un individuo. Son necesarias para el funcionamiento del sistema, le dan ocasión de recobrar el aliento, de recuperar su impulso, de alimentarse de los desequilibrios, de regenerarse. 1987, 1997, 2011: todas ellas son crisis bursátiles que han desempeñado este papel. Tras el pánico inicial, la visión de operadores de mercado llorando, el sensacionalismo de los titulares de los periódicos anunciando desdichas irremediables y la desesperación de los rentistas afligidos, los bancos centrales empiezan a inyectar moneda sin límite, los precios de las acciones remontan y la vida recupera su influencia. Estos juegos de rol desaparecieron con la crisis financiera de 2007-2008. Ya no era solo la bolsa la que sollozaba, sino todos los bancos que amenazaban 33

con quebrar y privar de oxígeno a la economía de mercado. Debo confesar que un día, en octubre de 2008 —el viernes previo a la reunión de la última oportunidad del Eurogrupo—, pensé que el lunes siguiente nos sumergiríamos en lo desconocido. Lo desconocido, es decir, la huida hacia delante de la moneda, las colas como en 1930 en las puertas de las oficinas bancarias con las persianas metálicas bajadas, la aparición del mercado negro, la búsqueda desesperada de un dinero que se escabulle. En el fondo, es el único día de mi vida en que me imaginé un sálvese quien pueda general y en el que me pregunté cómo debería proteger el modo de vida de mi familia. Así como el espíritu de la época trata las crisis del mismo modo en que los viticultores de antaño hacían lo propio con la filoxera, es decir, como una fatalidad a la que hay que acomodarse, así también la aproximación de Marx resulta más estimulante y tonificante. Nada es mejor prueba de ello que la pandemia actual de covid. Nadie niega su coste económico, la procesión de desgracias individuales y colectivas que ha engendrado, la cicatriz que llevan el producto interior bruto y los balances de las empresas. Ahora bien ¿cómo negar la aceleración que ha aportado a la mutación de los modos de trabajo, a la liberación que el teletrabajo ofrece, en particular a las mujeres, a la potencial reorganización de las empresas que ha empezado a provocar? Vistas desde un ángulo estático, las crisis son fuentes de regresiones. Percibidas desde una óptica dinámica, constituyen factores de modernización. Para bien o 34

para mal, nadie sale indemne de ellas. A diferencia del lamento periodístico y mediático, sería bienvenida más que nunca una aproximación ligeramente más marxista para calibrar las crisis. Escrita en tinta invisible, circula una convicción permanente de Marx: la economía es la vida; el mercado es la vida. Este punto de vista era heterodoxo en los peores momentos del confinamiento, cuando estaba bien visto esforzarse en declarar con emoción que escoger la salud en detrimento de la economía representaba un progreso para la civilización. ¡Qué grande era la tentación de mandar a los biempensantes de toda índole a leer o releer al bueno del viejo Marx y su elogio del capitalismo, a mil leguas de los prejuicios que constituyen actualmente el nuevo pensamiento único! ¿Existe un mejor antídoto para el pensamiento anticapitalista dominante que el autor de El capital, siendo como era insensible a las necedades antiprogreso? A menudo faltos de argumentos, de citas, de razonamientos frente a la ola antiliberal que recorre el mundo occidental, incluido Estados Unidos, los defensores de la economía de mercado podrían apelar provechosamente a los manes de Marx. Sin embargo, la desgracia hace que los zelotes del capitalismo sean a menudo tan reaccionarios que verían en ello un anatema. Efectivamente, este es el drama del liberalismo: habitualmente, rima con conservadurismo y reacción, mientras que debería ser su antítesis. Pero, aun así, ¡sus epígonos deberían haber leído a Marx! 35

2. LA AUDACIA PROMETEICA DE PENSAR LA GLOBALIDAD

¿Existe, antes o después de Marx, un pensamiento que conjugue de manera indisociable la filosofía, la historia, la economía y la sociología? La respuesta es no, ninguno. Marx es el único que aspiró a tal ambición sin haberlo afirmado nunca explícitamente. Es filósofo cuando escapa de las trampas hegelianas; historiador cuando describe las raíces profundas, entre otras, del bonapartismo; economista cuando otorga el máximo apogeo al análisis de David Ricardo; sociólogo cuando elabora el concepto de clase social. Estos cuatro niveles de pensamiento están íntimamente unidos y se mezclan todos en una finalidad que es aparentemente su contradicción: transformar lo real. Férreo defensor de una vida plural, es decir, de vidas simultáneas en los diferentes niveles del mundo —los negocios, la reflexión, el bullicio mediático, la política—, confieso haberme sentido siempre fascinado por el aspecto demiúrgico de este hombre. El Marx creador de la Internacional Comunista, militante del combate social, no es un doble del Marx teórico; uno y otro son indisociables. ¡Qué diferencia de ambición respecto a Darwin, el único 37

de sus contemporáneos a quien el autor de El capital admiró de verdad! Marx otorga a El origen de las especies una dimensión excepcional, como teoría del progreso, y ve en la descripción del juego de las especies la equivalencia de sus concepciones sobre la competencia, el mercado y el capitalismo. Pero Darwin responde a las insinuaciones amistosas de Marx con tanta frialdad como a sus paralelismos conceptuales: no quiere, bajo ningún concepto, ser llevado a terrenos intelectuales que no ha escogido. La leyenda cuenta incluso que habría rechazado que Marx le dedicara El capital. En el responso que Friedrich Engels pronuncia sobre la tumba de Marx, se empeña, sin embargo, en determinar esa filiación: «Del mismo modo que Darwin descubrió la ley del desarrollo natural, Marx descubrió la ley del desarrollo humano». En cuanto a los otros coetáneos —PierreJoseph Proudhon el primero, con quien el autor del Manifiesto del Partido Comunista debate acaloradamente—, mezclan igualmente publicaciones y militancia, pero ninguno puede pretender tener una visión total ni la voluntad de encarnar el espíritu del mundo del mismo modo que Marx. Entre sus predecesores, algunos unieron filosofía y economía, o más concretamente, moral y economía, sobre todo Adam Smith, pero, por muy esencial que fuera, su pensamiento nunca tuvo la ambición del autor de El capital, incluso sin tener en cuenta la acción militante. Respecto a las generaciones que le sucedieron, no ha habido ningún proyecto tan 38

grande. John M. Keynes, que era un apasionado de la historia, nunca hizo de ello un instrumento de reflexión, y el movimiento de la sociedad, así como la confrontación entre las clases sociales, le eran ajenos: para él, solo existían la teoría económica y la influencia personal sobre los que ostentaban el poder, para que se convirtieran en celosos propagandistas de su doctrina. Así pues, Marx es el único que quería pensar el mundo de este modo, y además transformarlo. En su elogio fúnebre, Engels —de nuevo él— lo dice con la ingenuidad del discípulo deslumbrado que fue durante toda su vida: Marx descubrió la ley de este desarrollo de la historia humana, es decir, el hecho elemental, oculto anteriormente bajo un desorden ideológico […], de que la producción de los medios materiales elementales de existencia, partiendo cada grado de desarrollo económico de un pueblo o de una época, forman la base sobre la cual se han desarrollado las instituciones de Estado, las concepciones jurídicas, el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres en cuestión; y que, por consiguiente, desde esta base hay que explicarlos, y no inversamente, tal y como se hacía hasta ahora. Pero esto no es todo. Marx también descubrió la ley particular del mundo de producción capitalista y de la sociedad burguesa que surgió de él. [Pronunciado por Friedrich Engels en inglés en Highgate, el 17 de marzo de 1883]

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Estas palabras le habrían parecido incontestables a Marx, porque tienden a cerrar su sistema de pensamiento, mientras que a él le gustaba repetir: «Lo único que sé es que no soy marxista». Más allá de la ocurrencia, estaba convencido de haber inventado una disciplina científica, que estaba abierta y que mutaría con el movimiento de la historia y de la sociedad. Las palabras de Engels traducen la magnitud del proyecto: descubrir las leyes que rigen el mundo en todos sus componentes históricos, económicos, sociales, culturales. Ahora bien, sigue siendo necesario que todos esos niveles se articulen en torno a uno de ellos, el principal. Evidentemente, es la economía, no una economía teórica, descripción esquemática del funcionamiento del mercado, sino una economía cuyos resortes se confunden con la evolución de las clases sociales. Este es el nudo que mantiene al sistema: la imbricación de la máquina capitalista y de las dos clases que la hacen funcionar, al igual que los émbolos de una máquina de vapor: el proletariado y la burguesía. He aquí lo propio de un planteamiento que pretende ser global: nada de la vida de nuestras sociedades puede escapársele, salvo que la rechacemos de plano. Más allá de este paradigma, se desliza —y así se embarca la filosofía en esta marcha del mundo— una teoría de la alienación, que se aleja de los preceptos de los dos referentes filosóficos de Marx, a saber: G. W. F. Hegel, quien explica mediante la alienación la exterioridad del hombre a sí mismo, y Ludwig Feuerbach, quien, de un modo más banal, 40

la asimila a las religiones. El autor del Manifiesto ve en esta misteriosa alienación la relación del hombre con el trabajo. Poco importan las categorías herméticas en las que base la alienación: la objetivación, el desposeimiento, el sometimiento. A partir de ahora, este concepto filosófico establecerá el vínculo entre el funcionamiento de la economía y la dinámica de las clases, por un lado, y la definición filosófica del hombre, por otro. Se puede rebatir uno u otro componente de esta increíble arquitectura intelectual; se puede rechazar ver en la alienación un arbotante de esta catedral conceptual, en el antagonismo de clases su ojiva, en el capitalismo su bóveda, pero cómo no sentirse embargado por la increíble ambición de la construcción. ¡Chapeau, el artista! Es cierto: se trata de una visión increíblemente determinista, que ignora los avatares de la historia. Por ejemplo, la guerra de 1914-1918 no habría podido tener lugar en esta construcción. Ciertamente, los herederos lejanos de Marx intentaron incluirla en la doctrina, al ver en ella el enfrentamiento inevitable entre la burguesía industrial alemana, imperialista por naturaleza, y su contrapartida francesa, marcada por el imperialismo colonial. Pero la idea de que el conflicto hubiera surgido de la torpeza de los noctámbulos, según el título del libro de Christopher Clark, no era digerible para el marxismo. Se oculta el peso de los hombres, se ignoran las circunstancias, se desprecian los avatares, se olvidan los accidentes. Solo existen las fuerzas sociales. La visión es ciertamente discutible y, sin embargo, ¡qué fuerza tiene! 41

No obstante, cuántos contraejemplos encontramos a lo largo de las décadas de una vida… En primer lugar, en el orden político: en 1983 —y este es un episodio demasiado desconocido de nuestro pasado—, si Pierre Mauroy no hubiera hecho todo lo posible por bloquear lo que en aquel entonces denominábamos la tentación albana, es decir, la salida del franco del sistema monetario europeo, François Mitterrand habría corrido el riesgo de ceder a ella, y él, que más tarde, con el euro, se convertiría en uno de los padres de la construcción comunitaria, habría sido su sepulturero. En segundo lugar, en el universo de los negocios: todas las grandes construcciones capitalistas que he conocido de cerca —las Kering, lvmh, Bolloré— surgen de la voluntad de un hombre, de una intuición y de una suma incalculable de azares y golpes de suerte. Finalmente, en el orden histórico, el gusto por las ucronías —al que cedo encantado— permite poner de relieve algunos puntos de inflexión decisivos. Si Madame de Maintenon hubiera sido menos piadosa y, por tanto, no hubiera empujado a la revocación del Edicto de Nantes, la burguesía protestante se habría quedado en Francia, la mentalidad capitalista habría conquistado este país y, sin duda, la revolución no se habría desarrollado de la misma manera. La fuerza de la construcción marxista ignora tales contingencias. En el mundo actual, mucho más complejo que el de la época de la Revolución Industrial, ¿podríamos imaginar un armazón teórico como este? Por supuesto que no; sería ta42

chado de megalómano y visto como ridículo. Sin llevar el deseo de globalidad tan lejos como Marx, algunas teorías parciales, que mezclan la economía y el funcionamiento de la sociedad, ayudarían a la comprensión de lo cotidiano. Por ejemplo, ¿cómo concebir la relación entre confianza —elemento de la psicología colectiva— y dinámica del crecimiento —consecuencia macroeconómica—? La experiencia nos ha enseñado que, a los dos factores de producción apreciados por la teoría económica, el capital y el trabajo, se añade un tercero, la confianza. Una vez determinado este postulado de sentido común, no tenemos ni idea de cómo se constituye esta confianza, cómo puede evaporarse brutalmente y mutar. Es un asunto de psicología colectiva, y esto acaba por tener un mayor peso en el conglomerado económico que los incentivos fiscales para invertir. La ciencia económica actual no es muy prolija en este terreno. Del mismo modo, no se interesa por las relaciones entre la acentuación de las desigualdades y el ritmo de crecimiento: cuantifica las primeras en términos de ingresos y de patrimonio, hace funcionar los modelos más sofisticados a propósito de lo segundo, pero se niega a contemplar y, por tanto, a estudiar sus interacciones. Sin embargo, ¿cómo no imaginar que, entre el modelo escandinavo, bastante igualitario, y el modelo norteamericano, masivamente desigual, se manifiestan efectos diferentes en materia de dinamismo económico y, por tanto, de crecimiento potencial? De todos es sabido el estancamiento de ingresos que sufre la clase media 43

norteamericana, y nadie se preocupa por ello, independientemente de cualquier juicio ideológico o político, de las interacciones entre esta realidad y el funcionamiento de la máquina capitalista. Los premios Nobel de economía se entregan regularmente a estudios avanzados sobre una u otra categoría económica, o sobre fenómenos que tienen que ver con la microsociología, pero ninguna de las estrellas del mundo académico se atreve a enfrentarse a las cuestiones relativas a la influencia de las mutaciones de la sociedad sobre el funcionamiento de nuestras economías de mercado. Esto es cierto a propósito de las descripciones estadísticas de las sacudidas sociológicas y es aún más cierto y sensible en lo que se refiere a los cambios de valores y de comportamientos. No obstante, ¿cómo sentirse fascinado por la omnipotencia de las preocupaciones ecológicas, la emergencia de las mujeres en todos los niveles de la sociedad, la mutación del modelo consumista, y al mismo tiempo pensar que la máquina capitalista es totalmente independiente de estos fenómenos y produce los mismos resultados que si triunfaran el productivismo, la falocracia o un ansia de consumo a la antigua usanza? El debate que se plantea sobre la naturaleza de la empresa constituye su testimonio más reciente. A partir de ahora, se afrontan dos visiones. La primera, tradicional: la empresa pertenece a sus accionistas; su vocación y su deber consisten en producir beneficios para ellos. Y la otra, que está teniendo éxito: más allá de los accionistas, la empresa debe tener en cuenta 44

a todas las partes implicadas —asalariados, clientes, vecinos, proveedores— y, más aún, el futuro de la humanidad, contribuyendo a la lucha contra el calentamiento climático. Los dos planteamientos son contradictorios: creer que se puede hacer el bien, obteniendo la misma rentabilidad que en el capitalismo puro y duro, es una quimera. En ese caso, hay que reconocer que el objetivo del beneficio debe disminuir y hay que tener la honestidad de confesarlo al mercado. Ahí está el problema. Ningún jefe de empresa se atreve a asumir una elección como esta cuando hace su road show, es decir, el tour semestral de sus inversores, de los fondos de pensión de todo tipo. Dedica un tiempo a su gestión tradicional y otro a sus responsabilidades ecológicas, corporativas, morales, pero no dice que las segundas van a debilitar necesariamente a la primera. Esta desconexión entre una descripción para sí mismos de los fenómenos de la sociedad y una ciencia económica obsesionada con la modelización matemática debería ser fuente de inmensas frustraciones intelectuales. Ahora bien, estas apenas se manifiestan, como si todo intento, no ya de pensamiento global —nadie se atrevería a soñarlo—, sino de interacciones entre economía y sociología, fuera el origen de incertidumbres para los investigadores y comportara, a sus ojos, el riesgo de perder su estatus y sus posiciones afianzadas. Ya nadie se pregunta por los vínculos entre historia y economía, por la incidencia de los diferentes modelos históricos, por el funcionamiento de la 45

maquinaria capitalista o por el efecto de las tradiciones estatales. Este ámbito suscita exclusivamente planteamientos ideológicos o políticos en los que el conocimiento del mundo real se revela ausente. La reconstrucción de la posguerra habría merecido un análisis, a través del juego de las clases sociales, análogo al razonamiento de Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Habría iluminado la dinámica de los «treinta años gloriosos» y el funcionamiento de los diferentes modelos nacionales. Solo las últimas tropas de la economía marxista, con Michel Aglietta en cabeza, se aventuran por este terreno académicamente abrupto. Fuera de esta pobre cohorte, reina el silencio intelectual. Una ciencia económica cada vez más parcelada en microespecialidades; una sociología, por su parte, también patológicamente puntillista; una historia que desconfía de las grandes síntesis al estilo de Braudel: quedan lejos los tiempos de las ambiciones globalizadoras, aunque fuera bajo formas infinitamente más inacabadas que la gran construcción de tipo marxista. Incluso Braudel, mi querido Braudel, se traba ante la imbricación de las disciplinas. Su trilogía sobre el capitalismo es irreemplazable para comprender su arraigo en el núcleo de nuestras sociedades, para medir que el mercado es un estado de naturaleza y no de cultura, y para seguir los vaivenes de la economía-mundo deVenecia a Ámsterdam, pasando por Londres, ayer en Nueva York, hoy en California, mañana en Shanghái. Sin embargo, los conceptos que maneja eluden la imbricación con el funcio46

namiento de la economía. No hay una filosofía del crecimiento, ni un encadenamiento coyuntural, ni una teoría de las crisis: su historia del capitalismo coquetea con la antropología, la dilatada estela de las identidades, la distribución de las naciones, ignorando la macroeconomía. Si Keynes no hubiera existido, la lectura braudeliana no habría sido diferente. Y más con el monetarismo como telón de fondo o el ordoliberalismo en materia de finanzas públicas. Para Braudel, todo ello solo son peripecias no aptas para sacudir las fuertes tendencias que estructuraron la economía de mercado; una constatación especialmente impactante, si tenemos en cuenta que Braudel es, aparte de Marx, el analista, a mi entender, más potente del capitalismo, el que da las claves del mundo contemporáneo. Estas lagunas son aún más palpables en Vilfredo Pareto o en Schumpeter, quienes han puesto de relieve los resortes de comportamiento que acompañan a la economía de mercado, pero no podemos extraer ninguna comprensión global del sistema, si aceptamos la destrucción creadora o la selección de las élites. Son puntos de vista útiles y sensatos, pero no teorías globalizadoras. La catedral intelectual que construyó Marx se basa en su teoría de las clases sociales. Por medio de ella se hace la síntesis entre la dinámica capitalista, el peso de la historia y el funcionamiento de la sociedad. La conciencia de clase es una respuesta a la alienación; la dialéctica entre burguesía y proletariado es el motor de la historia; la pauperización relativa y absoluta, inherente a la tendencia decreciente de 47

la rentabilidad, contribuye a la transformación del proletariado en clase social. Todo va unido: la historia, el funcionamiento económico, la sociología e incluso la filosofía. Por tanto, como matriz de todo, el proletariado solo puede identificarse con el futuro; este rima con su victoria y tiene como fin último una sociedad sin clases. Este increíble armazón apela evidentemente a sentimientos encontrados. En primer lugar, la admiración intelectual frente a la fuerza y la coherencia del concepto. ¿Qué otra teoría ha conseguido retener en una misma idea el funcionamiento de la sociedad, su pasado, su futuro? ¿Cómo no inclinarse ante tal poder del pensamiento? En segundo lugar, el escepticismo, por supuesto. La tendencia decreciente de la rentabilidad es un señuelo y, por tanto, la pauperización del proletariado constituye una contraverdad. El enriquecimiento de la sociedad, el auge de la clase media, el aumento del consumo, manifiestan desde hace más de un siglo la inanidad de la teoría de la pauperización. Finalmente, la creencia en la perennidad de las clases sociales. La burguesía existe; la he conocido… Quizás, debido a la herencia de mis padres comunistas, he creído siempre en su poder, incluso antes de tratarla, de descubrir sus códigos, de acurrucarme en ella y de ocultarme tras la interpretación de un modesto papel. La clase obrera también existe: su identidad cultural, sus manifestaciones políticas, su realidad sociológica han modelado la sociedad industrial y, contrariamente a la fraseología imperante, el 48

advenimiento de una hipotética clase media no la ha hecho desaparecer. El vuelco del mundo obrero en Estados Unidos, en Reino Unido o en Francia hacia las tentaciones populistas no significa su muerte; incluso se hace más identitario por el hecho de sentirse amenazado y excluido del juego de la sociedad. Pero, a falta de dejarse llevar por una escatología —era la ventaja del comunismo—, solo consigue sobrevivir en el rechazo y la aceptación de una forma de guetización. Para Marx, la sociedad no se limitaba a la cohabitación conflictiva de la burguesía y el proletariado. Nunca negó la existencia de otras clases y su análisis de la clase rural en El 18 Brumario da testimonio del papel clave que esta tuvo en el advenimiento del Segundo Imperio. Efectivamente, el mundo agrícola está hoy en día en vías de desaparición —impresiona su eliminación demográfica—, aunque su sombra proyectada continúa modelando la sociedad francesa más de lo que su peso numérico teóricamente nos haría creer. No obstante, si nos quedamos con la definición de Marx de una clase social, disponemos de una herramienta insustituible. Adherida a la clase media que los «treinta años gloriosos» hicieron nacer, resulta de una extrema utilidad para medir, por el contrario, hasta qué punto este concepto es vago. Una definición económica más que fluctuante; una ausencia de conciencia de clase, debido al gran número de sus componentes; una identidad política flotante, múltiple. En cambio, existe un sistema de valores con el que la clase media se ha podido identificar 49

durante mucho tiempo, pero este punto de anclaje no existe para Marx: los valores de la burguesía solo son la producción ideológica del capitalismo; tienen que ver con una superestructura y no con una sólida infraestructura. Para él, no hay ninguna posibilidad de fundar una clase sobre ese sustrato. Evidentemente, durante mucho tiempo prevaleció la ilusión de que la clase media se erigiría a su vez en clase, y se han perpetuado numerosos fantasmas políticos a partir de dicha convicción. Era la época en que se podía creer legítimamente, como Valéry Giscard d’Estaing, que dos de cada tres franceses, título de su manifiesto, constituirían un bloque social y político homogéneo. El poder del mercado, la onda de choque de la globalización y el desplome de los sindicatos pusieron fin a ese sueño. El pelotón se extendió al ritmo de las crecientes desigualdades, de la diferenciación de los oficios, del advenimiento de un desempleo de masas, y es este mismo extenderse lo que hace tan difícil el funcionamiento político de nuestras sociedades. ¡Cuántos han denigrado la idea de conciencia de clase, se han empeñado en negarla y en ver en ella solamente una ingenuidad política! Si nos quedamos con sus rasgos en mente, constatamos que la clase media no puede tener una verdadera conciencia de clase y, por tanto, su desintegración en subgrupos de interés es inevitable. Completamente atrapado por su definición económica de clase social, Marx no puso al mismo nivel los componentes culturales y educativos que participan en ella. 50

Desde este punto de vista, Pierre Bourdieu es quizás el pensador más marxista, ¡incluso fuera del campo de análisis clásico marxista! ¿Se podría haber concebido el capital cultural si no hubiera habido previamente la teoría de El capital? Nunca me gustó Bourdieu como persona, su manera de funcionar, su gestión de las redes de afiliados, su modo tan pesado de ejercer su influencia, su manera de excomulgar cualquier pensamiento disidente. Por lo demás, también desde este punto de vista, es un heredero lejano del padre de la Internacional. Lo esencial no es esto: sigue siendo uno de los pocos pensadores que, después de Marx, manifestó una ambición de globalidad, a pesar de no lograr imbricar su análisis del funcionamiento de la sociedad en la dinámica económica. El capital cultural es un concepto potente; toma en cuenta el habitus social, un instrumento de comprensión del mundo tal como es. La ilusión ingenua según la cual el enriquecimiento colectivo sería ajeno a las diferencias culturales ya no sirve ni como taparrabos político. Cuanto más el capitalismo impone su ley a nuestras sociedades, más se acentúa el peso del capital cultural, hasta el punto de que a menudo prevalece sobre el capital económico. ¿Existe hoy en día algún factor socialmente más discriminatorio que la elección de carrera, una jerarquía social más fuerte que la de los títulos académicos, una fatalidad sociológica más decisiva que la posesión del capital cultural? Hace cincuenta años se podía pensar que estas diferencias se atenuarían. Se han reforzado: a 51

este respecto, el gran sueño democrático se ha disuelto ante nuestros ojos. Marx había profetizado —erróneamente, sin duda— el fin del capitalismo; creyó determinar las leyes que lo conducirían a su perdición. Bourdieu no se lanzó a una aventura como esta; mostró los fundamentos del capital cultural; midió su progresión; se lamentó de su evolución; calmó su conciencia mediante su militancia, pero ni buscó ni encontró los medios de profetizar su desplome, ni tampoco su muerte. Y, efectivamente, esta es la gran diferencia entre un pensamiento global que desemboca en una dinámica de la historia y una apertura conceptual, como el capital cultural, que no puede ir más allá de sí misma. Definitivamente, me cuesta reconocer la importancia de Bourdieu: como persona siempre me ha parecido ávido de poder, embriagado por su propia influencia cuando estaba en posición de fuerza, pero sorprendentemente adulador ante los que consideraba los verdaderos poderosos, es decir, los poseedores del poder económico. Por el hecho de haberlo visto tratar a algunos de ellos, quienes, con gran olfato, encargaban trabajos de investigación a su equipo, sigo teniendo un regusto de boca amargo. La revolución se detenía en las puertas de los comedores de empresa. Los mismos límites conceptuales son válidos para el anti-Bourdieu: Alain Touraine. Anti-Bourdieu en el ejercicio de su magisterio; anti-Bourdieu en el rechazo de un análisis estático, surgido del único concepto del capital cultural; anti-Bourdieu en su 52

visión menos anquilosada de la sociedad. Touraine analizó mejor que nadie la capacidad de movimiento de la sociedad civil, su inventiva, la manera en que los actores sociales se mueven, se influyen, interactúan. Actores sociales y no clases sociales: la diferencia es fundamental. Detrás de cada actor social hay un grupo cuyos intereses comunes pueden ser económicos, ideológicos, culturales, religiosos, separada o simultáneamente. Este actor social lucha, se confronta, se alía, se aleja, se desvanece, renace, y es este movimiento browniano el que determina la acción de la sociedad sobre sí misma. Aparentemente, todo contribuye a alejar este planteamiento del rigorismo marxista. Se añade a ello el recuerdo del enfrentamiento entre la izquierda influida por la doctrina marxista y la segunda izquierda, tan vinculada al mito de la sociedad civil que encontraba en ella el modo de armarse políticamente ante su rival. De todos modos, sin Marx habría poca reflexión sobre la sociedad civil. El actor social es un avatar parcial, limitado, a veces fugitivo, sin destino histórico, distinto de una clase social: es una forma aparentemente degradada de ella, pero de hecho más operativa en un mundo que es hoy en día más móvil, más indeterminado que la sociedad industrial en la que se movía el viejo amigo Marx. Siendo cercano a la segunda izquierda, al menos en el plano político, debido a mi simpatía por Michel Rocard, no podía, sin embargo, desprenderme de un doble malestar. Con respecto a Bourdieu, hacia el que sentíamos una franca hostilidad, hasta el punto 53

de desestimar su aportación teórica; y, sobre todo, con respecto a Marx, en cuya hostilidad esta segunda izquierda encontraba su seña de identidad, lo cual me sorprendía. Dado que a los rocardianos les hacía falta una figura emblemática que oponer al mito del viejo Karl, se agarraban a Proudhon, revistiéndolo de las virtudes de un gran teórico. Esta manera de querer eliminar a Marx a cualquier precio siempre me ha parecido infantil, sobre todo cuando se manejan conceptos cuyo origen lejano se encuentra en el autor de El capital. El deseo de banalizar a Marx para convertirlo en un pensador cualquiera, como un antídoto para su poder de convicción, me parece hoy en día, igual que ayer, ilusorio. Por su ambición, por su desmesura, Marx no tiene parangón: reconocerlo no supone ser un zelote del marxismo. Por otra parte, Marx nos liberó a todos de ello, cuando repetía urbi et orbi: «Lo único que sé es que no soy marxista». Debemos repetirnos hasta la saciedad este precepto.

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3. MARX, POR FIN LIBERADO DEL COMUNISMO

La posteridad de Marx habría salido ganando con la desaparición de las efigies que dominaban la Plaza Roja en tiempos de la arrogante Unión Soviética. Eran cuatro en los años treinta: Marx, Engels, Lenin y Stalin, y después fueron tres, cuando el bajorrelieve se liberó del padrecito de los pueblos tras la campaña de desestalinización. ¡Pobre Marx, asociado a su hermano del alma, Engels, quien, tras su desaparición, llevó su obra hacia la rigidez doctrinal, y a Lenin, que transformó la dictadura del proletariado —concepto incierto, vago y evanescente en el autor de El capital— en instrumento de poder absoluto! Por su parte, el partido socialdemócrata alemán, en el congreso de Bad Godesberg de 1959, se libera de toda referencia al marxismo, puesto que, por deformación de su filiación leninista, la palabra se había convertido en radiactiva en el seno de una sociedad democrática normal. Tenemos, pues, a Marx enterrado por su buena descendencia, la rama socialdemócrata, debido a la mala imagen que daba el comunismo soviético.Toda la ambición del autor de El capital se halla en esta contradicción: sin Marx, es seguro que no habría ni comunismo ni Unión 55

Soviética, pero sin Marx no habría tampoco socialdemocracia, que es un factor de progreso. Marx nunca tuvo dudas sobre los medios de conquista del poder entre el golpe de Estado y la dictadura, por una parte, y la vía parlamentaria, por la otra. Desde sus primeros textos hasta el último, siempre privilegió el sufragio universal. En su último manifiesto político —el preámbulo al programa de los socialistas franceses—, escribe: La apropiación colectiva solo puede surgir de la acción revolucionaria de la clase productiva —o proletariado— organizada en poder político; una organización como esta debe ser perseguida por todos los medios de los que dispone el proletariado, incluido el sufragio universal, transformado, de este modo, de instrumento de engaño, como ha sido hasta ahora, en instrumento de emancipación: los trabajadores franceses, al dar como objetivo de sus esfuerzos, en el orden económico, el retorno a la colectividad de todos los medios de producción, han decidido, como medio de organización y de lucha, entrar en las elecciones.1

La vía de acceso al poder depende incontestablemente de la democracia parlamentaria. En cambio, Marx no trata nunca de la pérdida del poder por la elección. Entregado a su mesianismo, no se imagina que la historia pueda volver hacia atrás 1  Cit. en J. Attali, Karl Marx o el espítiru del mundo, México, fce, 2005.

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y que el partido de la clase obrera sea democráticamente vencido. Es el agujero negro del pensamiento político marxista. Habiendo alcanzado la jefatura de un gobierno por sufragio universal, el partido comunista habrá instaurado la dictadura del proletariado. Para Marx, este no es ni dictatorial ni totalitario; es una especie de parusía laica, un segundo nacimiento de la sociedad que contemplará la abolición de las relaciones de clase, la desaparición del rol del Estado y la realización de la plenitud colectiva. ¿Cómo imaginar entonces que el pueblo quiera volver hacia atrás? De ahí ese silencio que representa un grave freno para los instintos democráticos de Marx. Liberado de la tutela vigilante de este último, Engels llevará inmediatamente el marxismo hacia una dirección más totalitaria. En cuanto fallece Marx, escribe un panfleto, el Anti-Dühring, que establece en qué se convertirá el marxismo, incluso antes de su adopción por el leninismo: «El proletariado se hace con el poder del Estado y transforma los medios de producción en propiedad del Estado. De este modo, se suprime a sí mismo como proletariado, niega todas las diferencias y los antagonismos de clases, y se suprime así el Estado como tal». No hay lugar en esta parusía para la consecución de elecciones democráticas, para el respeto perinde ac cadaver del sufragio universal. La dictadura del proletariado anuncia el fin de la democracia, que se convierte en vana e inútil. A través de su silencio durante décadas sobre la hipótesis de la derrota electoral del partido de los trabajadores una vez llegado el poder, Marx abrió la 57

caja de Pandora. Determina el principio de una ida sin vuelta. A partir de ahí, se da el encadenamiento para que Lenin vaya más lejos aún que Engels en la concepción más dura de la dictadura del proletariado, y Stalin más lejos que Lenin. Suponer —como lo hacía François Furet— que el leninismo fue llevado por el jacobinismo, como las nubes por la tormenta, es discutible. No lo es, en cambio, afirmar que Lenin está ya presente germinalmente en Marx. Es el propio Marx quien abre el foso enorme en el que se precipitará el totalitarismo, mediante el mito de la dictadura del proletariado; y la historia hará de las suyas. El autor del Manifiesto del Partido Comunista no creía en la hipótesis de una revolución en Rusia, no imaginaba al campesinado reemplazando a una clase obrera casi inexistente, a menos que la revolución fuera mundial y que afectara al Imperio Ruso de rebote. Y, sin embargo, es en Rusia donde se producirá la revolución y, contrariamente a la profecía de Marx, no se transformará en revolución mundial. La historiografía comunista posestaliniana imputa la deriva totalitaria a las circunstancias, a la guerra civil y después a la violencia propia de Stalin. Del mismo modo, el relato trotskista del período atribuye el terror a la loca sed de poder del georgiano expulsado —Stalin— y supone que si Trotski se hubiera impuesto habría ganado un planteamiento civilizado de la revolución. Es una simpática visión simplista, poco acorde con la actuación de Trotski al frente del Ejército Rojo. 58

De hecho, tan preciso como fue sobre los razonamientos económicos, sobre los arabescos del valor de cambio y del valor de uso, sobre el juego de las alianzas entre clases sociales, Marx introdujo el demonio en el corazón del marxismo con la figura de la dictadura del proletariado. Definida de forma muy vaga, teniendo como finalidad la conquista del Estado para destruirlo, apuntando a la disolución del proletariado por los siglos de los siglos, dejó un espacio en barbecho, que no podía ser ocupado por un planteamiento más liberal del comunismo, respetuoso de las libertades y del sufragio universal. La doctrina era demasiado potente, demasiado fuerte para seguir ese camino, a menos que se fijaran desde el inicio los límites de la dictadura del proletariado, la elección del reformismo y la aceptación de la reversibilidad del poder. Es el reto del conflicto entre las dos herencias del marxismo y entre los dos herederos de Marx: por un lado, Engels, quien, por falta de sutileza intelectual o por convicción, no deja de endurecer el pensamiento de su amigo y maestro, abriendo con ello la vía al leninismo; por otro, Eduard Bernstein, joven revolucionario, quien se acerca a Marx a través de Karl Kautsky, cercano a Engels, que a su vez le confía la gestión, tras su propia muerte, de los papeles de la Internacional Comunista, pero que, tras su desaparición, se hace brutalmente autónomo. En ese momento, escribe a Kautsky: «Prácticamente, solo formamos un partido radical; solo hacemos lo mismo que hacen todos los partidos burgueses 59

radicales, salvo que lo disimulamos bajo un lenguaje totalmente desproporcionado respecto a nuestras acciones y de nuestros medios». De hecho, Bernstein está convencido de que el capitalismo no dejará de regenerarse y de que, si no llega a desaparecer, habrá que maniobrar con flexibilidad para imponer gradualmente el socialismo. Bernstein, liberado de toda influencia, se atreverá a atacar la casa paterna, en este caso, con la convicción de Marx según la cual el destino del capitalismo, en última instancia, está sellado. A lo largo del tiempo, no dejará de afirmarse como reformista y querrá obtener del Partido Socialista alemán el reconocimiento de esta opción, así como el fin de la logomaquia revolucionaria, retomando hábilmente en este espíritu el grito de María Estuardo en la tragedia de Schiller: «Atrévase, por fin, a mostrarse tal como es». Los términos del debate quedan definitivamente planteados, un debate que solamente concluirá con la muerte del comunismo, una sorprendente burla de la historia; no solo los jefes de filas de las dos tendencias, Kautsky y Bernstein, están a cargo de los papeles de Marx, sino que se desgarran mutuamente a propósito de su conservación, como si la posesión física de las Tablas de la Ley pudiera garantizar a uno u otro el apoyo postmortem del maestro. No se trata de personajes insignificantes: tienen identidad, fuerza intelectual, capacidad de movimiento; merecían tener su propia posteridad. Pero, incluso décadas después, la sombra del padre 60

es tan invasiva que despoja a sus herederos de la mínima visibilidad. El enfrentamiento entre las dos filiaciones está ya instalado, y se perpetuará hasta la desaparición de la Unión Soviética, pasando por fases de debates ideológicos, enfrentamientos físicos y violencia. Fue a partir de la Revolución de Octubre cuando la competición entre las dos ramas del marxismo pasó del dominio de las ideas al de la guerra callejera, la represión y la eliminación física.A finales del siglo xix, la escisión ideológica en el seno del marxismo dio lugar a enfrentamientos políticos en todos los países desarrollados en los que había burguesía y proletariado: primero Alemania, madre nodriza del marxismo, incluso durante las décadas de presencia de Marx en Londres; Francia, donde el debate entre Jaurès y Guesde por la dominación del movimiento socialista francés se desarrolla según las mismas líneas ideológicas; e Inglaterra, paradójicamente, en un menor grado, debido a la rapidez con la que la vía reformista prevalecería. Estando todos en el exilio, los revolucionarios rusos se enfrentan, por su parte, a una escisión diferente: por un lado, los bolcheviques —mayoritarios—, que creen en un frente de clases; y por otro, los mencheviques —minoritarios—, como Trotski. Los primeros cuentan con una alianza de campesinos y obreros suficiente para hacer la revolución; pero los segundos la consideran prematura, mientras la fase de desarrollo industrial no se haya producido. Ninguna de las dos tendencias se sitúa en la línea 61

parlamentarista de una parte de los marxistas occidentales.A esto hay que añadir el hecho de que unos y otros se juntarán en octubre de 1917 para derrocar al gobierno de Kerenski e imponer el totalitarismo del Partido Comunista bajo capa de la dictadura del proletariado. El cisma entre las dos ramas del marxismo cristalizará sobre el principio de la adhesión a la Internacional Comunista, y provocará la escisión, en 1920, en el congreso de Tours, de la sfio, Sección Francesa de la Internacional Obrera. En su discurso de ruptura, Léon Blum apela al marxismo original para fustigar al bolchevismo que, para él, «se basa en ideas erróneas en sí mismas y contrarias a los principios esenciales e invariables del socialismo marxista». Ya no se trata del joven dandi que escribía en La Revue blanche: «Nadie ignora […] que la metafísica de Marx es mediocre […], que su doctrina económica rompe uno de sus eslabones cada día.» Por su parte, el Blum del congreso de Tours afirma la identidad del marxismo reformista y democrático: «Si creéis que el objetivo es la transformación, y que la transformación es la revolución, entonces, incluso en el marco de la sociedad burguesa, todo lo que pueda preparar esta transformación se convierte en trabajo revolucionario. Si esto es la revolución, entonces el esfuerzo cotidiano de propaganda que lleva a cabo el militante es la revolución que avanza cada día un poco más». Si las reformas mismas sirven para consolidar la influencia de la clase obrera sobre la sociedad capitalista, en ese caso son revolucionarias. 62

En cambio, fustiga al bolchevismo por su centralismo, su organización casi militar y su voluntad de uniformidad y de homogeneidad absoluta. De hecho, es una escisión política, más que económica, lo que ratifica definitivamente el divorcio entre las dos filiaciones marxistas, y esto teniendo en cuanta además que, ante el desastre de la economía soviética, Lenin reencuentra algunas virtudes, por muy transitorias que fueran, en el capitalismo, al promover la nep —la Nueva Política Económica—. Incluso llega a declarar: «Somos estúpidos y débiles; nos hemos acostumbrado a decirnos que el socialismo es un bien y el capitalismo un mal. Pero el capitalismo solo es un mal con relación al socialismo; respecto a la Edad Media, en la que se queda rezagada Rusia, el capitalismo es un bien». Ciertamente, este retorno al Marx original solo será flor de un día, y el triunfo del estalinismo eliminará para siempre del comunismo soviético toda tentación capitalista, aun cuando sea temporal. Tras el enfrentamiento entre comunistas y socialistas se deslizan, más allá del combate político, dos contrasociedades con sus respectivos modos de vida, maneras de ser, ritos, capacidades de convertirse en grandes familias que dan seguridad e integran a los militantes. Por el hecho de haber conocido de joven, en las comidas familiares, a la familia comunista, siempre me he sentido fascinado por su aspecto envolvente, su hiperpresencia, su capacidad para penetrar en la vida de los camaradas. Lo que en la Unión Soviética era propio de una dictadura, en el seno de 63

los partidos comunistas occidentales se manifestaba como algo cargante y obsesivo. Conocí menos desde el interior los ritos de la familia socialista, salvo la rama concreta que constituía la segunda izquierda, una mezcla de club, grupo de scouts y taller de aprendices de filósofos. Los comunistas eran profesionales; los socialistas al estilo Rocard, adorables amateurs. Sin embargo, en el fondo, el modelo comunista chino actual es el que anticipaba, a su manera, el Lenin de la nep: ninguna concesión para la sociedad respecto del monopolio y de la omnipotencia del Partido Comunista, y un uso controlado de los mecanismos capitalistas para garantizar la eficacia económica. Asimismo, tras la insurrección húngara de 1956, el poder comunista de entonces reintrodujo una dosis de mercado en la economía, con el fin de hacerla más eficaz y de satisfacer las aspiraciones materiales de la población, sin ceder nada, en cambio, en el terreno de las libertades políticas. El intento de Mijaíl Gorbachov era de otra naturaleza, porque el desbloqueo económico iba acompañado de una liberación simultánea del sistema político. Es fascinante constatar que, en lo que a la eficacia económica se refiere, los herederos de Marx por el lado comunista reconocen, igual que él, los méritos del capitalismo. No obstante, durante décadas, el poder de la propaganda comunista, el esquematismo de los discursos soviéticos y la alucinante rigidez doctrinal de los herederos del bolchevismo transformaron el capitalismo en un demonio con el que sus fantas64

mas socialistas no debían cohabitar en ningún caso. Estos eran los prejuicios que pesaban, a comienzos de la década de 1970, sobre las negociaciones entre comunistas y socialistas franceses, relativas al programa común. Para Georges Marchais y sus epígonos, obtener el máximo de nacionalizaciones era reducir el peso del capitalismo; era aumentar la dosis de marxismo en acción en la economía francesa. No hay duda de que hay algo vintage en evocar a estos personajes, que resultan tan desfasados en el mundo de hoy. En cierto modo, Marchais y Brigitte Bardot son las figuras emblemáticas de un período que, por estar sumidos en los fantasmas de 1968, no supimos ver que era claro, simple e incluso feliz. Cuando gritaba «todos somos judíos alemanes» en apoyo de Cohn-Bendit y como provocación a un Georges Marchais que había osado usar esas palabras, sin duda no me daba cuenta, en las soleadas calles del Barrio Latino de París, en esos primeros días de mayo de 1968, de que mi herencia comunista se volatilizaba al entrar en contacto con una solidaridad judía que, en mi caso, sería solo accidental. En cambio, la cuestión antaño esencial, la de la vía parlamentaria, ya no tenía razón de ser: los comunistas de los países occidentales aceptaban como algo inevitable la hipótesis de la pérdida de poder a través del sufragio universal. Sin esta concesión, no se podía contemplar ningún acuerdo con los socialistas, quienes habían comprendido que, de este lado del Telón de Acero, no tenían otra solución, so pena de perder toda relevancia política. 65

En el imaginario colectivo, el pobre Marx fue víctima del comunismo. Este estaba tan unido al autor de El capital, que la otra rama del marxismo, el reformismo, acababa por referirse al padre espiritual con la boca pequeña. Renunciar a la paternidad de Marx se convertía en un gesto político destinado a reunir a los moderados y a los electores marginales bajo la bandera de la socialdemocracia y del socialismo democrático. Citar demasiado a Marx daba armas a la derecha que evitaba, y con razón, cualquier distinción entre el Marx bueno y el malo. ¿Por qué se habría esforzado? No había nada más eficaz que cubrir de oprobio a Marx, al igual que al comunismo. Así, en el balance de la influencia póstuma de Marx que la honestidad exige hacer, las contribuciones de la socialdemocracia acaban siendo ocultadas. Ahora bien, no existirían sin los conflictos de clases, y de ahí su papel motor. Un silogismo, incluso reductor, resume el proceso: sin Marx, no existirían ni los sindicatos ni la acción militante, tal y como Occidente los ha conocido; sin peso de los sindicatos, la socialdemocracia no se habría establecido; por tanto, sin Marx no existiría la socialdemocracia. ¡Esquemático, pero cierto! La socialdemocracia es el modo de gestión consensuado del conflicto de clases, y este supone igualmente un motor de la historia para los socialistas moderados. Por tanto, podemos fingir, de manera un tanto provocadora, que los conflictos de clases no conllevaron la revolución, pero fueron las parteras del reformismo: dieron la razón a Bernstein frente a Engels. 66

En un país tan sindicado como Alemania, siguen siendo los sindicatos de las viejas industrias los que inspiran el reparto salario/beneficio en el seno de la economía clásica, que ya no sirve para determinar completamente el entorno social, puesto que son muchos los sectores completos de actividad que cambian bajo todas las formas de uberización; pero sigue siendo esencial. Ahora bien, tras las políticas salariales negociadas en el automóvil, la siderurgia, la energía o la máquina-herramienta, todavía pesa una relación de fuerza clásica, es decir, la capacidad y la voluntad de los asalariados de ocuparse de un viejo conflicto laboral. Por mucho que el mundo industrial se disuelva en la confusión posindustrial, por mucho que los sindicatos pierdan su poder, y por mucho que la conciencia de clase se diluya, cualquier enfrentamiento en Krupp, bmw o Siemens sigue todavía hoy los códigos de antes, de manera que la vieja caja de herramientas marxista no resulta obsoleta para analizarlos. Tras la desaparición del comunismo, Marx sobrevive a sí mismo en los viejos partidos socialdemócratas y en los sindicatos. Desde este punto de vista, su eliminación de los estatutos del spd en Bad Godesberg en 1959 expresa más el abandono de una postura política que propiamente un abandono de tipo ideológico. Se trataba de subrayar la frontera entre la izquierda gubernamental y la influencia comunista, en los peores momentos de la Guerra Fría; el adn del marxismo reformista, apreciado por el spd, no desapareció por ello. 67

No podemos evitar una ucronía: la guerra civil en Rusia habría terminado con la caída del régimen bolchevique; se habría establecido un gobierno con una filosofía parlamentaria y democrática bajo la influencia de las potencias occidentales, proveedores de los ejércitos blancos; y en el plano teórico, Marx habría quedado para la posteridad como el padre del socialismo reformista, el creador de la noción de clase social y el sucesor de los grandes economistas británicos. El mundo ha girado de forma diferente, pero Marx es una víctima colateral del comunismo, que lo ha deformado, manipulado, transformado en figura de cera, metamorfoseado en profeta del totalitarismo. Este Marx murió con la Unión Soviética; queda el otro, y su sombra proyectada permanece.

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4. UN HOMBRE TOTAL

Desde siempre, el sueño de los hombres públicos ha consistido en reunir en un mismo movimiento el pensamiento y la acción. Los intelectuales fantasean con su hipotética capacidad para gobernar y transformar sus reflexiones en actuaciones; los profesionales de la política no han dejado de intentar arrogarse una armadura conceptual y una legitimidad de pensamiento. En este sentido, Marx es objetivamente inigualable. Tal y como Jacques Attali lo escribió en su biografía del autor de El capital, Marx constituye «el espíritu del mundo». Filosofa contra Kant, teoriza sobre economía después de Adam Smith, construye un sistema de explicación global de la sociedad en la que vive y, simultáneamente, intenta influir en el curso de las cosas, primero en la postura clásica del periodista influyente y, después, como diseñador y creador de la Internacional Socialista. Es necesaria una ambición prometeica para pensar el mundo, ponerlo en movimiento en nombre de dicho pensamiento, a través de un vaivén permanente entre la obra y la militancia, mientras deja su huella en los acontecimientos, gracias a una presencia periodística incansable. 69

Los herederos de Marx, condicionados por su bulimia, querrán pensar y actuar a su imagen: desde el flanco comunista, tanto Lenin como Mao, y desde el reformista, con Jaurès en cabeza. La personalidad del revolucionario debe ser ambivalente: esta simbiosis de la reflexión y la acción cotidiana es lo que genera su superioridad, al menos para sí mismo. Desde este punto de vista, el periodismo es el mejor nexo posible entre el reino de las ideas y el espacio de la militancia. Marx se dedicará a ello durante toda su vida, con una concepción periodística muy abierta. Nunca reniega de su Weltanschauung (cosmovisión), sin hacer de ello el alfa y omega de su descripción de los acontecimientos en curso y de una realidad demasiado huidiza ante cualquier explicación preconcebida. Un periódico no es un panfleto militante en versión extensa; sus lectores deben ir más allá del círculo de epígonos y convencidos. Y así fue la política de redacción del primer Marx periodista, a la cabeza de la Rheinische Zeitung, la gaceta que quiere convertirse no solo en el órgano de los socialistas, sino también en el periódico de la burguesía ilustrada. No obstante, es como cronista del New York Daily Tribune, el periódico más vendido del mundo, cuando Marx se convertirá en periodista con mayúsculas, «the most highly valued contributor» —el colaborador más apreciado de la redacción—. Nada escapa a su sagacidad semanal: la vida política inglesa, la cuestión de Oriente, el colonialismo en Argelia, la diplomacia continental. Le gusta este género en 70

el que puede dirimir a placer, condenar, alabar, reprender, sin estar obligado al mismo perfeccionismo que en sus libros. Durante la Guerra de Secesión, condena así la hipótesis de una alianza de Inglaterra con los confederados. ¡Llamativa libertad de pensamiento de este refugiado político alemán en Londres, que se expresa en el periódico estadounidense más influyente, indicando cuál es, según él, el mejor rumbo para Inglaterra! Disecciona el conflicto entre Palmerston y Gladstone, descifra las segundas intenciones de la Francia imperial, sopesa las necesidades de importación de la industria algodonera, simula las consecuencias de una hipotética guerra angloamericana. No hay ni rastro explícito de marxismo en artículos como estos, salvo por el énfasis puesto en los intereses económicos y las presiones de los industriales hacia los gobernantes. Ocurre lo mismo cada semana: Marx se dirige a un público estadounidense, del que espera las reacciones que regresan, cual onda expansiva, hacia el Viejo Continente. La política italiana de Napoleón III, el conflicto austroprusiano, la expedición mexicana: todo es un pretexto para su lucidez clínica. ¿Hay mejor ejemplo que estas clarividentes palabras sobre Afganistán, que, sin embargo, se halla tan lejos de sus preocupaciones y de sus ámbitos de conocimiento? Acerca del Estado afgano, dice que es un «término puramente poético para designar diversas tribus y Estados, como si se tratara de un país real. El Estado afgano no existe». ¡Fantástica premonición! 71

Marx era un eslabón en una larga tradición periodística que mezclaba el conocimiento de los hechos con un aparato intelectual para interpretarlos, rara y estimulante combinación, que en la actualidad está en vías de extinción bajo los ataques violentos de internet, las fake news, la incultura histórica y el gusto enfermizo por la instantaneidad. Existe una filiación entre el Marx periodista y un André Fontaine o un Pierre Viansson-Ponté de la época en que reinaban en Le Monde.Tanto estos como aquel, en el contexto de los influencers y de Instagram, son igualmente hombres del Paleolítico, a pesar de que los separa más de un siglo. Visto por las grandes mentes como simple entretenimiento, e independientemente de su utilidad como trabajo alimentario, el periodismo les ofrece la ocasión de manifestar su inteligencia en un espectro más amplio que el de sus trabajos académicos. Las crónicas americanas de Marx se sitúan en el mismo terreno de las Cosas vistas deVictor Hugo, o del Blocnotes (bloc de notas) de François Mauriac: joyas de la escritura, marcadas por la luz de una inteligencia aguda. Su mérito reside en que obligan al autor a mantener los ojos abiertos al mundo, a no ceder a la obsesión de la obra de manera continuada, a mantener una higiene vital. El periodismo, cuando lo practican mentes superiores, se enmarca en el arte literario y la quintaesencia de la inteligencia. El Marx periodista manifiesta el mismo sentido de síntesis, el mismo gusto por las palabras contundentes y el mismo manejo del escalpelo que 72

el publicista del Manifiesto del Partido Comunista o del 18 Brumario de Luis Bonaparte. El periodismo es otro de sus talentos, un medio para extender su prestigio internacional, un contrapunto útil a la labor cotidiana que exige la escritura de El capital. No obstante, es una actividad secundaria respecto a la acción sindical, que está en el corazón de la trayectoria del padre del marxismo. Marx teoriza para dar un sustrato a una acción militante, cuya finalidad es poner en marcha al proletariado, lo que debía permitirle realizar su profecía. No conozco ninguna otra figura que haya mezclado hasta este punto el pensamiento y la acción. En cuanto Marx y Engels iniciaron su amistad al estilo de Montaigne y La Boétie —«porque era él, porque era yo»—, se ponen de acuerdo en seguida sobre la utopía de una organización internacional que reuniría a los revolucionarios de cada país, tanto obreros como intelectuales; porque, para ellos, no existe, por un lado, la aristocracia de la revolución —los intelectuales— y, por otro, la chusma, los obreros. Unos y otros deben participar en el mismo movimiento, del mismo modo que la teoría y la acción militante son indisociables. La primera organización fundada por los dos camaradas en 1846, el Comité Comunista de Correspondencia, tan solo contaba con 14 miembros. Hace falta fe, tan adherida al cuerpo como la de san Bernardo predicando en la Cruzada, para imaginar que de este simpático grupúsculo nacería una organización que haría temblar el sistema capitalista 73

desde sus fundamentos mismos. Sin embargo, a partir de este primer prototipo organizativo, Marx manifiesta un sentido jerárquico que en su momento alcanzará la plenitud con el centralismo democrático. Se reserva el poder de excluir personalmente a cualquier miembro que no respete la línea política instaurada por él mismo. No tardará mucho en utilizar este derecho para depurar la pobre cohorte de sus miembros, en nombre de un razonamiento según el cual más vale tener pocos militantes convencidos y coherentes que un círculo más amplio que derive hacia un mosaico de concepciones y que abra una brecha para las luchas de poder. En esta alternativa, se adivina el germen del adn contradictorio del Partido Comunista y del Partido Socialista franceses, uno abocado al centralismo, y el otro a las corrientes y a los juegos de tendencias. En materia de militancia, Marx siempre necesita más; nunca renunciará.Y, de este modo, intenta ampliar su base al crear una filial en Francia, y al disolverse en una organización apenas mayor, a condición de ejercer en ella el poder. Para Marx la prioridad es la capacidad de nombrar, de crear una marca —La Liga de los Comunistas— y de imponer un eslogan que perdure a través de los siglos y de los continentes: «Proletarios del mundo, ¡uníos!». La influencia de Marx era tal que apenas cumplidos los 30, sus compañeros lo habían bautizado como el padre Marx. Incluso hoy en día, su visión de la organización militante prefigura sorprendentemente la evolución del sindicalismo, hacia un sindicalismo de 74

servicios, que propone a los trabajadores, aun a los no afiliados, actividades educativas, iniciación cultural o juegos, medios todos ellos destinados a politizar una población que no lo estaba hasta entonces. Para Marx, la militancia supone, por su mismo movimiento, una acción intelectual, de manera que aporte un corpus doctrinal a la organización. En este sentido, en enero de 1848, publica el Manifiesto del Partido Comunista. Para él, se trata solo de un texto de circunstancia, escrito de forma improvisada, sin grandes ambiciones conceptuales; sin embargo, se convertirá en la Biblia del movimiento obrero. Un panfleto es un arma de combate —Marx no lo olvidará nunca—, pero la denuncia forma parte de una acción global de la que no desestimará ninguno de sus componentes: la labor académica para elaborar una doctrina sólida como una roca; el talento panfletario, alimentado por una pluma experta en periodismo, para motivar a las tropas; el establecimiento de una organización tan militar como sea posible, para llevar a cabo intervenciones coordinadas; el bloqueo de la organización por parte de los epígonos del jefe, de manera que sea imposible cualquier disidencia, y si llegara a aparecer, prevalecería una sola regla: no hay que dudar en excluir a los que se desvían ni en eliminar toda vocación secesionista. Marx se enfrentará continuamente a voces divergentes entre los socialistas alemanes y, sobre todo, franceses. Siempre preferirá romper, antes que debilitar la organización de manera puntual, con la convicción de que se regenerará, más fuerte y unida. 75

Tras la ola revolucionaria de 1848 y tras el reflujo contrarrevolucionario, la Liga de los Comunistas se encuentra exhausta, pero Marx no renuncia. Escribe el Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas, texto fundador con una perspectiva a largo plazo, puesto que esboza los rasgos de un partido obrero internacional. El destinatario de esta publicación polémica es, efectivamente, una organización de pacotilla, ya que no existe ni Comité Central ni Liga. La fuerza de los superhombres reside en el hecho de creer en el triunfo futuro de sus ideas, de no desanimarse cuando parten de cero. La energía de Marx en 1840 no es muy distinta de la de Charles de Gaulle de 1940: su mensaje a la clase obrera tiene tan pocos ecos inmediatos como el llamamiento del 18 de junio durante los primeros meses de la Ocupación. Durante 14 años, Marx dejará que se debilite su rol militante, a tal punto el contexto no le resultaba favorable. Escribe sin cesar, publica sin descanso, manifiesta su curiosidad gracias al periodismo, frecuenta a los emigrantes de Londres, vuelve a Berlín, habla con todos, mantiene su red internacional, pero se queda al margen de los movimientos sindicales que no cesan de desarrollarse en los principales países industriales. En 1864 se presenta la ocasión: tiene lugar en Londres una reunión de los principales sindicalistas y revolucionarios europeos; presintiendo que algo puede moverse, el autor del Manifiesto del Partido Comunista está presente, sentado en la tribuna, en silencio. 76

Los participantes deciden fundar una Asociación Internacional de Trabajadores, que coopta a Marx para su Consejo General, pero en el que participa solo livianamente. No obstante, con posterioridad, al darse cuenta, con la intuición de los políticos auténticos, de que se abre un espacio, decide tomar el poder. En primer lugar, mediante el peso de las ideas, encargándose de la redacción de un nuevo Mensaje. En segundo lugar, ofreciéndose para redactar los estatutos, por tanto, acaparando de inmediato los mandos institucionales. Y, por último, haciendo algunas concesiones necesarias a las tendencias del momento, más o menos revolucionarias, más o menos reformistas, más o menos anarquistas, de manera que salga elegido un número suficiente de leales. Con ello, demuestra las características de un animal político de alto nivel: el sentido del momento, la audacia para asestar golpes decisivos, el arte de las falsas conveniencias, el talento para manipular a las personas, el desprecio apenas disimulado hacia los militantes de base. Marx ya no dejará el poder: asistirá todas las semanas al Consejo General de la Internacional, aleccionando a sus dirigentes, orientando las decisiones, sin ocupar función oficial alguna. Es el jefe. El día a día de la política habría podido alejarlo de sus tareas teóricas, pero, por el contrario, decide terminar por fin su gran obra, El capital, en la que nunca había dejado de trabajar, pero que, buscando mejorarla y complementarla con nuevas investigaciones, seguía siendo un borrador, aunque fuera faraónico dadas su ambición, la cantidad de documentos consultados 77

y la fuerza de sus demostraciones. Está convencido de que su organización necesita un proyecto, una estructura conceptual, una doctrina susceptible de ser declinada de lo más complicado a lo más sencillo. Durante este tiempo, la Internacional, su Internacional, se convierte en un mito tanto como en una realidad. Los gobiernos y los burgueses ven en ella una sociedad secreta dotada de fondos ilimitados, con un poder arrollador. La verdad es muy distinta: los obreros cotizan muy poco y la organización es insolvente, pero, para muchos, la historia está en marcha y la Internacional parece modelarla. Por tanto, le hace falta un sustrato sólido, y Marx decide, por fin, apretar el acelerador, no para acabar El capital, ¡sino solo su primer tomo! Destila sus principios en diversos discursos a los miembros de la Internacional y plantea una discusión de fondo con los sindicatos británicos; él promueve la acción política más que la sindical, y ellos, lo contrario. De este modo, estos acaban por abandonar la organización que habían llevado hasta la pila bautismal, antes de que Marx se apodere de ella sin previo aviso. Su poder aún será más absoluto. No se le escapa nada: la definición de la línea, los objetivos inmediatos, el orden del día y las actas de las reuniones, la elección de los hombres. Todo aquel que intenta cuestionar este poder totalitario es eliminado sin más. Tan solo una vez, en 1866, los rebeldes estuvieron a punto de apartarlo, cuando, absorto como estaba por la última relectura de El capital, descuidó involuntariamente las riendas de la organización; re78

chazando rendirse en el congreso que los opositores habían conseguido desplazar de Londres a Ginebra, a tal punto no quiere perder ni un solo día para la culminación de su gran obra, redacta los textos del congreso, da muestras repentinamente de espíritu de compromiso para mantener el poder, y lo consigue. Escaldado por este sucedáneo de rebelión, se lanza a la preparación del congreso siguiente, programado para septiembre de 1867, y esta vez lo controla totalmente, en concreto a propósito del mantenimiento de la sede en Londres, para conservar con ello un dominio completo de la organización. Engels lo confesará con una ingenuidad brutal: mientras el consejo general siga en Londres, todas las resoluciones del congreso serán papel mojado; todo parte de Marx y todo vuelve a él. Ese año, la primera tarea es difundir El capital, pero los partidos y sindicatos de la Internacional no consiguen darle el eco con el que sueña el autor, porque un texto tan abstruso como este sobrevuela la mente de los militantes, que están sobre todo obnubilados por las luchas del día a día. Es tiempo de una nueva alerta: la adhesión atronadora de Mijaíl Bakunin a la organización desemboca en un segundo centro de poder que hace votar, en septiembre de 1868, el principio de la nacionalización de las minas y de los medios de comunicación. Es la irrupción brutal de un mito programático que obstruirá durante más de 150 años la reflexión económica de los socialistas. Para Marx, la presión de Bakunin solo es una pequeña conspiración encantadora a la que él sabrá poner en 79

ridículo. La oposición a ese ruso conducirá en el siguiente congreso, en el momento de las mociones, a incluir en el acta el principio de partidos comunistas destinados algún día a tomar el control del Estado. En la dialéctica entre teoría y práctica, no siempre la primera se impone a la segunda; el control del aparato puede conducir a ciertos malabarismos que con el tiempo se convertirán en principios fundadores. El comunismo, tal y como se ha desarrollado, encuentra menos sus dogmas originales en el Marx teórico de El capital, que en el Marx jefe y conductor de la Internacional. Un concurso de circunstancias paradójico llevará a nuestro hombre hasta el firmamento: tanto la prensa conservadora como la propaganda prusiana harán de él el inspirador y organizador de una Comuna de París, en cuya eclosión, él, de hecho, no tuvo ningún papel. Empieza entonces un baile de falsos rumores, en el que los franceses hacen de Marx el missi dominici de Bismarck para fomentar el desorden en París. Al jefe de la Internacional se le suponen poderes ocultos que cuesta imaginar en el autor de El capital. Marx se siente obligado a afirmar hasta qué punto su organización ha sido neutra durante la guerra de 1870, y hasta qué punto ha apoyado a Francia, al ver la difusión de las fake news sobre su alianza con Bismarck, que le parece devastadora para la Internacional. Ha llegado la hora de retomar la Internacional en mano y de devolverle la coherencia, a riesgo de posibles escisiones. Así pues, hace votar el principio 80

de partidos comunistas candidatos democráticos al poder, con el objetivo de zafarse de la mitología de las sociedades secretas, apreciada por Bakunin. Pero estos debates parecen un teatro de sombras chinas, a tal punto que la Internacional sale afectada por los acontecimientos de 1870-1871, en un momento, paradójicamente, en que el magisterio de Marx se vuelve indiscutible. Bakunin no duda en pronunciar un elogio que habría deseado que fuera fúnebre: «Marx es el primer sabio economista y socialista de hoy en día […]. Fue él quien redactó unos estatutos generales, considerándolos muy bellos y profundos, y quien dio cuerpo a las inspiraciones instintivas y unánimes del proletariado de casi todos los países de Europa, al concebir la idea y proponer la institución de la Internacional». Bakunin trata de dar la estocada final al gran hombre, y este rechaza admitir que su organización se le escapa. Él, que ha sido el deus ex machina de todos los congresos, decide asistir a la reunión que tiene lugar en La Haya. La batalla es ardua, pero Marx gana en los dos terrenos: la doctrina —con la prioridad otorgada a la vía parlamentaria para acceder al poder— y la organización —sobre la que conserva el control—. No obstante, lúcido ante el debilitamiento de la Internacional, propone, para sorpresa de sus camaradas, el traslado de la sede de Londres a Nueva York, lo que equivale a un aletargamiento. Bakunin no acepta esta bomba, y crea con sus tropas una organización disidente que, liberada de la tutela marxista, se afirma como auténticamente anarquista. El traslado a Nueva 81

York produce los efectos previsibles: la organización se disuelve y Marx escribe tras el congreso de 1873 en Ginebra: «Este congreso fue un fiasco […]. Los acontecimientos y la evolución de las cosas se encargarán por sí mismos de la resurrección de la Internacional, bajo una forma más perfecta».También se trata de un movimiento táctico, porque, «en efecto, es preferible que los burgueses de todas partes crean que este espectro está felizmente enterrado». Solo reaparecerá tras la muerte de Marx, en 1889, bajo el patrocinio de Engels: será la Internacional Socialista. Marx jugó mucho filosóficamente con el concepto de praxis —la práctica teórica—; la hizo vivir empíricamente en las idas y venidas incesantes entre la doctrina y los compromisos de la Internacional. Este bloque compacto, hecho de una filosofía convertida en doctrina y de una organización internacional desmembrada en partidos nacionales, es el que, durante un siglo, dará su fuerza al comunismo. Un hombre total es también un hombre con su pequeña dosis de secretos, sus contradicciones, sus pasiones. Por ello, el revolucionario Marx no experimenta ningún reparo en ser mantenido por Engels, como si atender las necesidades financieras del superhombre fuera un deber para el primero de sus discípulos. Engels dilapida una parte de su patrimonio familiar para socorrer al que considera, a la vez, su hermano y su maestro. Este vínculo financiero no molesta a ninguno de los dos: lo viven con naturalidad. Es cierto que Engels manifestará también su solidaridad fraterna al asumir la paterni82

dad de un niño que Marx tuvo con la sirvienta de la familia, para no perturbar el respeto de las formas burguesas a las que está atado desde su matrimonio con Jenny von Westphalen. Aristócrata, hija de una familia bien —su hermano será Ministro del Interior del Reino de Prusia—, Jenny se consagrará en cuerpo y alma a su Karl. Hará caso omiso de las críticas de su entorno, aceptará el exilio y la pobreza, se volcará en la educación de sus hijos, dilapidará su herencia familiar, y sobre todo hará suyas la vocación y la obra de Marx. Convencida del genio de su marido, persuadida de que debe ir hasta el final de su misión histórica, le aporta, sin la menor reticencia, una ayuda y un apoyo inquebrantables. Marx le estará agradecido toda su vida. La pareja que construyó con Jenny fue sorprendente; albergaba en el interior de su relación el mismo amor que profesaron por los hijos que sobrevivieron, tres niñas, tras la muerte de dos niños de corta edad. Con una actitud conformista clásicamente burguesa, Marx deseaba descendencia masculina, y sufrió por la desaparición de sus dos herederos. Concentrará su amor filial en sus hijas: Eleanor, Laura y Jennychen. Obsesionado con su educación, muy presente en todas las etapas de su vida, obnubilado por la necesidad de dinero, para poder darles unas condiciones materiales dignas, establecerá una relación muy edípica con ellas, sobre todo con Eleanor, personaje torturado, complicado, depresivo. Las tres conducirán su vida amorosa en el seno del mundo revolucionario, con los inevitables caprichos, 83

entusiasmos y flechazos. Pese a su modo de vida absorbente, su agitada agenda y sus innumerables ausencias, Karl se comporta como un buen padre, sin duda convencido, en el fondo de sí mismo, de que ser una hija de Karl Marx no es fácil, y de que su imponente personalidad tiene que haberlas perturbado psicológica y afectivamente. La pareja Marx estuvo muy unida y fue muy solidaria respecto a su progenitura, exceptuando desacuerdos sin importancia a propósito de tal o cual pretendiente. No hay nada más sorprendente que ver al revolucionario en jefe comportándose, en el ámbito personal, como un marido atento, salvo alguna cana al aire, y como padre responsable. La revolución se rinde ante la evidencia en el umbral del domicilio familiar. También en este ámbito, Marx se opone al movimiento anarquista, que quiere revolucionar los vínculos interpersonales, tanto como las relaciones entre clases sociales. El autor de El capital es un burgués conformista, pero sin dinero, con un sistema de valores tradicional. Al casarse con Jenny, adulado por su rancio abolengo, toda su vida permanecerá sensible a este pedigrí aristocrático, sin tratar nunca de alejar a su esposa de sus raíces familiares, incluso animándola a cultivarlas, también con su hermano ministro, sin duda con la esperanza en mente de obtener algunos privilegios en su estatuto de exiliado prusiano vigilado de cerca por la policía de Berlín. Las tres hijas de Marx asumen su posición de herederas de sus archivos, y desempeñan cuidadosamente el papel de guardianas del templo marxista. 84

Hay ahí materia potencial para psicoanalistas, poco explotada hasta la fecha. ¿Cuál era el inconsciente de una hija de Marx? Buena pregunta. Jorge Semprún escribió una obra de teatro sobre este tema que, desgraciadamente, no ha sido nunca publicada ni interpretada. Se requería verdadera audacia para imaginar los diálogos entre Marx, auténtico pater familias, y sus tres hijas con un complejo de Edipo impresionante. Los monstruos —Marx se llamaba a sí mismo The Monster— fagocitan su vida de familia en su hambre desmedida de acción y en su deseo de modelar el mundo a su gusto. Sorprendentemente, el autor de El capital escapa a esta fatalidad, y gana con ello una dosis de humanidad que ni sus epígonos ni sus enemigos podían imaginar.

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5. LA ETERNA CUESTIÓN DE LOS JUDÍOS RUPTURISTAS

La cuestión de los judíos rupturistas siempre me ha atormentado. Sin duda, le interesaría al psicoanalista al que no acudiré nunca, hasta tal punto mi fascinación por esta disciplina es igual a mi rechazo visceral a pasar por sus horcas caudinas. ¿Cuáles son los judíos que han marcado más la historia de la humanidad? Jesús, por supuesto, pero todos estamos de acuerdo en que es un caso aparte… Spinoza, que con su Deus sive natura funda de hecho el ateísmo; nuestro Marx, naturalmente, que pone en movimiento a las masas y determina una religión secular; Freud, que descubre un continente invisible y que, con el inconsciente, da un vuelco al orden establecido sobre la racionalidad; Trotski, en parte, puesto que no pudo ir hasta el final de su poder, pese a que implantó, en el núcleo de la religión comunista, una contracultura análoga a la que los jansenistas intentaron hacer triunfar frente al totalitarismo papista. Ante estos personajes sobrehumanos, fuera de lo normal, impelidos por su misión filosófica, histórica, intelectual, ¿qué peso tienen los grandes judíos clásicos? 87

Maimónides no es Spinoza, del mismo modo que Lévinas no es Freud. En cuanto a Marx, no concuerda con el judaísmo tradicional. Ahora bien, estos monstruos son todos ellos judíos desterrados; Spinoza será excomulgado por las autoridades eclesiásticas de la comunidad de Ámsterdam; Marx se construye una doctrina del judaísmo que no es sino su negación; Freud es más ambiguo: no reniega de sus raíces, pero vela por que el pensamiento judío no interfiera en ningún caso en la construcción del psicoanálisis; en cuanto a Trotski, se empecina en ocultar su judaísmo en la acción revolucionaria, pero con el convencimiento de que algún día reaparecerá. Jean Daniel publicó un ensayo bajo el título, provocador y sugestivo, de La prisión judía. Se puede ser feliz, vivir en plenitud y confortablemente en una condición judía sin estar encorsetado por ella. Pero también es legítimo sentirse encerrado, si uno hace suya la acepción de Sartre en Reflexiones sobre la cuestión judía: ser judío a través de la mirada de los otros es una definición terrorífica, puesto que niega la posibilidad, para quien lo desee, de emanciparse de su condición judía. Desde hace décadas, me divierte definirme como el peor judío de París, y he encontrado en esta definición la manera cómoda de asumir a la vez mi identidad judía —puesto que es un hecho constitutivo de mi vida— y de zafarme de todos los apéndices religiosos, culturales e históricos que podrían usurpar la condición que, por el contrario, reclamo: la de europeo francés. 88

Dotado como estoy de una Weltanschauung tal —retomando una palabra de la lengua materna de Marx— no puedo evitar otorgar una importancia decisiva a la manera en que estos personajes excesivos gestionaron sus relaciones con el judaísmo, y se lanzaron a construcciones intelectuales complicadas para ocultarlo (Spinoza, Marx), silenciarlo (Trotski) o ignorarlo (Freud). Nadie podrá quitarme la convicción de que su combate cuerpo a cuerpo con el judaísmo constituye un factor decisivo en la elaboración de un pensamiento que no sale indemne. Es precisamente el reproche que Lévinas hace a Spinoza, al que atribuye un rol nefasto en la descomposición de la intelectualidad judía. Culpa a su racionalismo y a su universalismo de olvidar la identidad judía, al negarle cualquier vínculo con una aspiración universal. En este sentido, la excomunión de Spinoza está justificada. Lo que en el siglo xx provoca una crítica, en el Ámsterdam del xvii suscitaba una exclusión, que no hizo más que acelerar el alejamiento del futuro autor de la Ética de una fe judía cuyos fundamentos ya había empezado a atacar, incluso antes de su herem («excomunión», en hebreo). El pensamiento judío moderno no ha dejado de confrontarse con el desafío espinosista. Efectivamente, no puede más que combatir a Spinoza, salvo que acepte que lo universal prevalece sobre la identidad. ¿Qué queda entonces de la especificidad judía sino una religión, una tradición y una cultura? Al igual que Leo Strauss, quien, en Le testament de Spinoza 89

(El testamento de Spinoza), proclama incluso que Spinoza no pertenece al judaísmo, sino a aquellos que Nietzsche bautizó como los buenos europeos. Se podría instruir el mismo proceso contra Marx, aunque su trayectoria familiar sea muy diferente de la de Spinoza. Mientras que este último se enfrenta a un entorno, a su entender, demasiado judío, Marx proviene de una familia cuya ansia por ascender socialmente la condujo a convertirse al Protestantismo. Karl tiene seis años cuando es bautizado como cristiano protestante. A partir de entonces, será educado en una atmósfera irreductiblemente dividida entre la herencia judía y las contorsiones inherentes a una conversión, que será menos religiosa que social, debido a su matrimonio con Jenny von Westphalen. Curiosamente, incluso negará los prejuicios antisemitas que su futura esposa tuvo que superar para casarse con él, y reprochará a su yerno, Longuet, que aluda a ello en el elogio fúnebre que pronunciaría en las exequias de su suegra. No obstante, Marx está sometido a un antisemitismo recurrente que no quiere reconocer; y para abstraerse de él, se entrega a él con obcecación, incluso con concupiscencia. Sus amigos-enemigos revolucionarios, los Proudhon, Bakunin y otros, nunca dejarán de recordarle que es judío. Bakunin escribe: «El Sr. Marx es de origen judío. Reúne todas las cualidades y todos los defectos de esta raza dotada […]. No se arredra ante ninguna mentira, ninguna calumnia, para atacar a los que provocan sus celos o su odio, y no duda ante ninguna intriga 90

sórdida, si piensa que puede servir para reafirmar su posición». A este antisemitismo banal, el propio Bakunin añade una forma más sofisticada: «Al igual que el Sr. L. Blanc, [Marx] es un adorador fanático del Estado, en su triple condición de judío, alemán y hegeliano», como si la identidad judía hiciera a los judíos alemanes más alemanes que los alemanes. Marx no se cansará nunca de aligerar el peso que le imponen sus orígenes judíos ante sus compañeros revolucionarios. ¡Qué mejor manera de hacerlo que diluyendo el judaísmo en la revolución! Pero, antes de entregarse a este truco de magia para zafarse de una cuestión que le atormenta y le molesta, no duda en hacer suyos los prejuicios antisemitas más trillados: «El dinero es el dios celoso de Israel, ante el que ningún otro dios puede subsistir» o «¿Cuál es el verdadero fondo del judaísmo? La necesidad práctica, la utilidad personal. ¿Cuál es el culto profano del judío? El comercio. ¿Cuál es su dios profano? El dinero. La nacionalidad quimérica es la nacionalidad del comerciante, del hombre adinerado». Liberarse del judaísmo es acabar con el dinero que «rebaja a todos los dioses del hombre y los intercambia como mercancía». Estas frases, que prefiguran Los protocolos de los sabios de Sion, el delirio antisemita de finales del siglo xix, e incluso los fundamentos conceptuales del antisemitismo nazi, dibujan un panorama en el que contemplar la desaparición del judaísmo es la garantía para liberarse, de una sola vez, de dos obstáculos para la revolución: el cristianismo y el capitalismo. «¡Dado que la identidad judía es fundadora, al eliminarla, 91

nos liberaremos del cristianismo que se deriva de ella y del capitalismo que tomó su relevo!». Supone poner en un pedestal al judaísmo, al concederle curiosamente una figura poco convencional de pueblo escogido. Es la piedra angular sobre la que se constituyó un mundo dominado por el cristianismo y el capitalismo, que Marx quiere derribar. «El judío se emancipó de un modo de ser judío, no solo convirtiéndose en dueño del mercado financiero, sino porque, gracias a él y por él, el dinero se ha convertido en un poder mundial y domina el espíritu práctico judío de los pueblos cristianos». Y también: «Los judíos se emanciparon en la misma medida en que los cristianos se convirtieron en judíos… El judío que se encuentra situado como miembro concreto en la sociedad burguesa se limita a hacer constar de modo especial el judaísmo de la sociedad burguesa».1 No obstante, Marx ofrece a los judíos una forma de redención: «A partir del momento en que reconoce la vanidad de su esencia práctica y se esfuerza por suprimir dicha esencia, el judío tiende a salir de lo que hasta entonces constituía su desarrollo y se esfuerza por la emancipación humana general». En esta filosofía, no queda apenas espacio para la identidad judía y, en el mundo futuro, del que el capitalismo habrá sido proscrito, es decir, la Unión Soviética, no habrá ningún argumento para justificar la perennidad de los judíos como nación o grupo étnico: como mucho, pertenecen a una secta religiosa. 1  K. Marx, Sobre la cuestión judía, 1844.

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Judaísmo, catolicismo, capitalismo: todo debe acabar en una gigantesca hoguera ideológica. Ahora bien, hacer caer al judaísmo es esencial, porque el cristianismo y el capitalismo se derrumbarán a continuación por sí mismos. No se trata de declaraciones de principios anodinas, porque, al exacerbar el rol de los judíos en lo alto del sistema capitalista, se convierten en chivos expiatorios naturales. Eso supone esbozar una trayectoria que conduce en última instancia al antisemitismo estaliniano hacia el judío, mascarón de proa del capitalismo. Es cierto que en su juventud Marx se pronunció a favor de la emancipación de los judíos, ante un Estado prusiano que los mantenía en un estatus de segunda clase; y ello a pesar de su gran repugnancia por la religión israelita. Sin embargo, dicha emancipación es anterior a la desaparición del judaísmo que la revolución deberá llevar a cabo, del mismo modo que el triunfo del capitalismo debe preceder a su derrumbe ante la dictadura del proletariado. Es sorprendente que las palabras de Marx no hayan servido de coartada a los seguidores del antisemitismo de principios del siglo xx, como si los Drumont y compañía rehuyeran resaltar la hostilidad de Marx hacia los judíos, por miedo a contaminarse de la fraseología marxista. Aunque liberado intelectualmente de la cuestión judía, gracias a su truco de trilero que asimila a judíos, cristianos y capitalistas, Marx no podrá escapar de su judaísmo, incluso debido a una curiosa argucia póstuma de la historia que hará que, tras su muerte, su hija favorita, Eleanor, se vuelva hacia el judaísmo 93

del que su padre había abjurado y que había querido borrar del devenir de la historia. Queda todavía una pregunta por responder. Incómodo, perturbado por los estados de ánimo de cualquier converso, Marx trató filosóficamente la cuestión judía sumergiéndola en el gran océano revolucionario. Pese a ello, ¿permanecía en el fondo de sí mismo una cicatriz o una mala conciencia, una y otra inherentes a su antisemitismo? Su fidelidad hacia Heinrich Heine sería prueba de ello: sus vínculos nunca se distendieron, a pesar del retorno estentóreo del poeta a la fe judía, un recorrido interior por el que Marx no se ofendió en absoluto. Habiéndose convertido en miembro adoptivo de la tribu Marx, el poeta representaba quizás el nexo inconsciente entre Marx y la estirpe de la que se había alejado. Y queda, al fin, la cuestión fundamental: la dialéctica revolucionaria, el triunfo del proletariado, las peripecias de la lucha de clases, así como la victoria y posterior caída del capitalismo, no necesitaban en absoluto la teoría que Marx construyó respecto al judaísmo. Viene un poco como caída del cielo, como si hiciera falta encontrar un destino para los judíos, en medio de la gran saga conceptual marxista. ¿Cómo no ceder a la tentación del psicoanálisis de tertulia de café y ver en este rol preeminente que Marx otorga a los judíos una manera de llenar un vacío, una frustración, un malestar, una molestia? Marx habría podido adaptarse a su ascendencia judía, como Trotski y sobre todo Freud lo hicieron respecto a las suyas, el primero ignorándola, aunque 94

sin negarla, y el segundo asumiendo su condición de burgués judío de la Europa Central, sin que esta interfiriera en la edificación del psicoanálisis, incluso con la mirada que este ha tenido hacia el monoteísmo judío. Marx, al igual que Spinoza, se comportó como un caballo que se encabrita e intenta zafarse de la identidad judía que le pesa. Sin embargo, subyace antes una pregunta insondable: de haber sido protestante de pura cepa, como su suegro von Westphalen, o inglés prototípico, como su hermano del alma Engels, ¿habría seguido Marx el mismo camino? ¿Habría sido el pensador y punta de lanza de la revolución mundial que fue? ¿Habría tenido la misma energía para dibujar el futuro del mundo? ¿O es conceder demasiada importancia a su problema judío, a riesgo de parecer que las dificultades de un judío convertido prevalecen sobre todos los demás elementos de su pensamiento? ¿No será esta pregunta una torpe confesión por parte de quien la formula?

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6. CINCO CONTRA UNO

Marx nunca ha tenido un equivalente en el flanco liberal. No ha habido ningún pensamiento estructurador al mismo nivel que mezcle economía, sociología, filosofía e historia, y que haya sido susceptible de elevarse en solitario contra la poderosa maquinaria marxista que, por su parte, asume el pasado del mundo y dibuja su futuro. La convicción del desequilibrio entre el pensamiento de Marx, denso, granítico, y los simples avances conceptuales de los pensadores liberales me ha fascinado al hilo de las páginas de Los profetas de la felicidad, una historia personal del pensamiento económico, que escribí con esta pregunta en mente: ¿por qué no ha habido un Marx del liberalismo? Alcanzar una visión global del liberalismo exige construir un caleidoscopio hecho de diversas obras, todas ellas interesantes, pero ninguna tan completa como la de nuestro viejo Karl. Pensándolo bien, la combinación más aproximada suma cinco pensadores: Adam Smith, como padre fundador del mercado; David Ricardo, como precursor de la globalización; Joseph Alois Schumpeter, por la dinámica del empresario, consustancial al capitalismo; Nikolái Kondrátiev, en relación con el motor tecnológico; 97

y John M. Keynes, como inventor de la regulación macroeconómica. Algunos pensarán que es reducir drásticamente la importancia del autor de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Por el hecho de haberle dedicado una biografía —Une sorte de diable, les vies de John M. Keynes (Una especie de diablo, las vidas de John M. Keynes)—, no se me puede acusar de indiferencia hacia él, pero ese trabajo me convenció de lo acertado de mi intuición inicial: el hombre Keynes es más grande y fascinante que su obra. A tal señor, tal honor. Adam Smith posee una ambición casi tan prometeica como la de Marx: pensar conjuntamente la sociedad y la economía, comprender la primera a la luz de la segunda. Publicadas en 1776, las mil páginas de la Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones hacen pensar —a su manera, por la amplitud del proyecto— en aquello a lo que El capital aspira a ser un siglo más tarde. Pero con una inmensa diferencia: la obra de Adam Smith no pretende ser una ideología a la conquista del mundo, una palanca destinada a movilizar a las masas para asignarles el destino de transformar la sociedad. Se contenta con ser el antídoto al mercantilismo que se despliega con un triple postulado: el Estado es el mayor agente económico; la riqueza exige la abundancia monetaria; y el progreso económico supone el máximo de exportaciones y el mínimo de importaciones. Smith revierte dichos postulados palabra por palabra: el individuo, no el Estado, es el principal 98

actor de la economía; la riqueza es real y no se confunde con una ilusión monetaria; y, por último, el intercambio internacional no es la única forma de intercambio. En efecto, los hombres tienen un motor irresistible, el sentido de la explotación, y lo expresan por medio del mercado. Este corresponde al óptimo colectivo. La mano invisible reina como una forma de Providencia. Querer escapar de ella solo fabrica —para usar términos contemporáneos— ineficacia. Si el individuo, en cambio, solo piensa en su interés propio, sin saberlo ni quererlo, hace el bien a la sociedad. Buscando solo su ventaja personal, «el hombre trabaja a menudo de una manera mucho más eficaz por el interés de la sociedad que si tuviera como objetivo realmente trabajar por él». En Smith, como en muchos economistas liberales, la economía es un compartimento de la moral. La mano invisible traduce una forma de mesianismo. El mercado depende del orden natural de las cosas que garantiza un avance ininterrumpido hacia el progreso: Cuando se deja al esfuerzo natural de cada individuo por mejorar su condición la facultad de desarrollarse con libertad y confianza, aquel se convierte en un principio tan poderoso que, por sí mismo y sin ninguna ayuda, no solo es capaz de conducir a la sociedad hacia la prosperidad y la opulencia, sino que además puede superar mil obstáculos absurdos que la estupidez de las leyes 99

humanas pone a menudo en su avance, aunque el efecto de estos contratiempos atente más o menos a su libertad o atenúe su confianza.1

El mercado conduce al óptimo económico, que rige la felicidad de la sociedad. Desde este punto de vista, el mesianismo de Smith la conduce a un irenismo cercano a la sociedad sin clases de Marx. No obstante, así como esta interviene en términos de dialéctica de la historia, de ascensión del capitalismo, de lucha de clases, de sustitución de la burguesía por el proletariado, por su parte, la aporía de Smith se basa en un simple acto de fe: considerando que el estado natural de la sociedad es el mercado abandonado a sí mismo, este garantiza la prosperidad y el éxito colectivo. En el cara a cara entre la fe liberal y la dialéctica marxista, la primera parece limitada e incapaz de responder por sí misma a la fuerza argumentativa de la segunda. Esta es la razón por la que Adam Smith no es un anti-Marx anticipado. Aporta un elemento de construcción esencial para el pensamiento liberal: la mano invisible del mercado, que es el estado natural, no cultural, de la sociedad, pero esto no basta para sustentar un espíritu mundial de una amplitud equivalente a la que el autor de El capital manifestará más tarde. Por tanto, Adam Smith necesita epígonos y sucesores para desarrollar su pensamiento, mientras que Marx sufrirá las consecuencias de tenerlos, pues no tendrán más opción que desnaturalizar su propia teoría. 1  T. Hobbes, Leviatán, 1651.

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Entre los herederos del autor de La riqueza de las naciones, nuestra combinación intelectual en busca de una teoría liberal del mundo exige privilegiar a David Ricardo: fue él —especulador antaño compulsivo, el hombre que lleva el mercado en la sangre— quien tuvo la primera intuición de la globalización. El mercado de Adam Smith es una idea abstracta, una visión ideal de la sociedad: encuentra su resonancia en la ley ricardiana de la ventaja comparativa y se acerca a la economía real, al verdadero motor del capitalismo. Y nadie se dará mejor cuenta de ello que nuestro querido Marx: encontrará ahí las premisas de su teoría del valor de uso y del valor de cambio, la prefiguración del trabajo materializado o cristalizado y los prolegómenos de la tensión entre beneficio y salario, por tanto, la matriz de la lucha de clases. Sobre todo, se impregna de las reglas del comercio internacional, del carácter decisivo de la ventaja comparativa, y, por tanto, de la división internacional del trabajo, es decir, de la globalización. A este respecto, no es moco de pavo definir una ley económica que, dos siglos después, no ha perdido la más mínima frescura. Si Portugal no tuviera ningún vínculo comercial con otros países, en lugar de utilizar una gran parte de su capital y de su trabajo para producir vino, gracias al cual compra a otros países la tela y los utensilios que necesita, estaría obligado a dedicar una parte de su capital a la fabricación de estas mercancías que, entonces, obtendría probablemente con 101

calidades y en cantidades inferiores […]. No cabe duda de que, en estas condiciones, no sería una ventaja que el vino y la tela se produjeran en Portugal ni que el capital y el trabajo ingleses empleados en la fabricación de la tela fueran transferidos para ello a Portugal […]. Sin embargo, la experiencia muestra que la inseguridad imaginaria o real del capital, cuando no está bajo el control de su propietario, así como la reticencia natural de cualquiera a abandonar su país natal y sus seres queridos, y a encontrarse con sus hábitos y costumbres bajo la autoridad de un gobierno extranjero y leyes nuevas, frenan la emigración del capital.2

¡Qué líneas tan deslumbrantes! Desmontar el interés del intercambio entre socios desiguales supone elogiar el libre comercio; por el contrario, reconocer los riesgos de viscosidad en los movimientos de capitales significa demostrar la ventaja de la libre circulación de capitales, que es la que hizo pasar al mundo del libre comercio a la globalización. De este modo, el planteamiento de Ricardo comporta la globalización, como las nubes traen la tormenta. Marx no se equivocó en esto, al entender hasta qué punto el carácter demiúrgico del capitalismo lo empujaría a hacer suyo el libre comercio. Sin embargo, nuestros dos primeros elementos de construcción —el mercado como estado natural de la sociedad y el libre comercio, su corolario natural— no van 2  D. Ricardo, Principios de economía política y tributación, 1817.

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acompañados de ninguna teoría del dinamismo capitalista. Lo que se les escapa a Adam Smith y a David Ricardo no es el rol de la burguesía, sino un dato más elemental, la matriz del capitalismo, es decir, los incentivos del empresario.3 Por ello, nuestra construcción empírica exige que nos desviemos hacia Joseph Alois Schumpeter, autor, entre otras obras, de la Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung (Teoría de la evolución económica) (1911). El empresario schumpeteriano es un concepto esencial para relacionar la macroeconomía con la microeconomía, y comprender que, detrás de la producción, aparece la empresa y, detrás de ella, un individuo con pulsiones específicas: el empresario. Él es quien afirma el rol decisivo de los individuos y no permite que la historia se dirija sola. Marx necesitará las clases sociales y su lucha para garantizar la dinámica del sistema. Por su parte, Schumpeter la confía a unos hombres, los empresarios, que obtienen sus beneficios de la destrucción creadora. Nacido en una familia de industriales, Schumpeter descubre la pulsión empresarial de base, no la que sostiene a los dueños de la economía-mundo, la que apreciaba mi maestro Braudel, sino la que anima a los industriales de campo y determina el humus sobre el que crece la burguesía. De este modo, subraya la incumbencia de la innovación: no son las necesidades de los consumidores las que 3  Más tarde, Keynes lo denominaría Animal Spirits. (N. de la T.)

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modelan el aparato de producción, sino a la inversa. A continuación, aparece la exigencia de financiación: Schumpeter afirma el papel esencial del banquero en el funcionamiento de la economía de mercado. Y, last but not least, triunfa el espíritu empresarial, este adn tan concreto que no se confunde con los únicos imperativos de la gestión: «El acto de construir un camino es un poder superior al acto de seguirlo […]. Esta libertad de espíritu supone una fuerza que sobrepasa en mucho las exigencias de la vida cotidiana, y, por su naturaleza, es algo específico y raro». El empresario es el revolucionario de la economía. Schumpeter pone el acento en la causa misma del capitalismo: solo existe gracias a esta especie de hombres y, por tanto, a ellos debemos el triunfo de la burguesía, esa que Marx alaba y convierte en motor de la historia. Paradójicamente, a título individual son antiburgueses: dueños del mundo, pero como si fueran de paja, conscientes de su hiperpoder y de sus caprichos, unidos por una voluntad exacerbada de conjurar la muerte, al mismo tiempo que moderan la vanidad de esta búsqueda imposible. Tan solo aprecian el movimiento y el desorden de donde surgen las oportunidades: nada que ver con el burgués prototípico, obsesionado por el orden social, el deseo de preservarlo, el miedo de ponerlo en movimiento. Es una fauna con la que me codeo desde hace 40 años y no deja de fascinarme por esa mezcla de audacia, de incertidumbre psicológica, de rechazo de las barreras y de convencimiento —a veces ingenuo— de que nada es imposible. 104

Podemos imaginar a los grandes conquistadores, desde Alejandro a Napoleón, siguiendo ese mismo modelo, salvando las distancias de la escala y de la ambición. Así son estos antiburgueses, los creadores de la burguesía, gran clase social sin la que, según Marx, ni tan solo habría historia. Schumpeter sintió que en la raíz del capitalismo existe una especie animal, los empresarios, cuya eficacia exige que se rodeen de su indispensable contrapunto: los gerentes. Sin su acompañamiento, los empresarios pueden seguir siendo personajes exóticos y autodestructivos. Pero sin empresarios, los gerentes solo son rentistas y vestales del orden establecido. En lugar de proseguir su obra en este ámbito, Schumpeter quiso ser el anti-Keynes, más aún, el anti-Marx. Soñaba con que su Capitalismo, socialismo y democracia fuera el equivalente liberal de El capital: ¡qué iluso! Este intento demuestra, en cambio, que nadie puede alzarse al nivel de Marx. De esta obra solo emerge una idea que, sin embargo, es fulgurante: el proceso de destrucción creadora, consustancial a la dinámica del capitalismo: «El capitalismo —repitámoslo— constituye, por su naturaleza, un tipo o un método de transformación económica, y, no solo no es nunca estacionario, sino que nunca podría serlo […]. Este proceso de destrucción creadora constituye el elemento fundamental del capitalismo: en ello consiste, en última instancia, el capitalismo, y toda empresa capitalista debe adaptarse a él, le guste o no». Innovación, espíritu empresarial, destrucción creadora: tal y como Schumpeter los aprehendió, 105

estos ingredientes se revelan fundamentales para la búsqueda de la eficacia a la que se entrega la economía de mercado, es decir, la búsqueda desenfrenada de la productividad que permite que el sistema avance y escape a la perspectiva de estancamiento que, para el pensamiento liberal, es una amenaza, y del que Marx solo lo libra mediante el milagro de la lucha de clases y el fantasma de la revolución. En un nivel superior, funciona un irresistible motor tecnológico que ve cómo se suceden largos ciclos de crecimiento. De este modo, nuestra construcción irregular debe establecer su cuarto ladrillo. Paradójicamente, es un autor soviético, fusilado en la época más oscura del estalinismo, quien puso de relieve la causa del capitalismo y, por tanto, su eterna capacidad de regeneración. No son ni el juego del mercado ni la férrea ley de los intercambios internacionales los que garantizan la perennidad del sistema, sino su capacidad para generar incansablemente mejoras en la productividad y, por tanto, escapar a la fatalidad de la tendencia decreciente de la rentabilidad, que, para Marx, lo condena y garantiza el advenimiento de la revolución. Sin embargo, solo el progreso técnico y la innovación garantizan la renovación de la mejora en la productividad; sin ellos, las racionalizaciones del aparato de producción encuentran su límite, y la profecía de nuestro viejo Marx habría tenido posibilidades de triunfar. ¿Qué demostró Nikolái Kondrátiev, este mártir de las ciencias económicas? La existencia de ciclos regulares en el centro del proceso capitalista, autén106

tico anatema para la fraseología marxista-leninista. Un solo artículo bastó para garantizar la posteridad de un hombre evidentemente trascendido por su destino: The long waves in economic life (Las ondas largas en la vida económica), artículo publicado en inglés en 1935, adaptado de una publicación alemana de 1925, a partir de una contribución vista en una revista soviética. La tesis es sencillísima, pero bien argumentada: la economía está dominada por ciclos tecnológicos de una cincuentena de años, que inducen a la renovación del aparato productivo, por consiguiente, a su capacidad para generar mejoras en la productividad, y, por tanto, a un excedente a repartir entre el capital y el trabajo. La realidad viene a apoyar la afirmación de Kondrátiev: una cincuentena de años inmediatamente después de la máquina de vapor, y aproximadamente lo mismo para la electricidad y, desde ahora, para la informática e internet. Siempre he estado convencido de la hipótesis siguiente, única capaz de explicar, a mi entender, los ciclos Kondrátiev, incluso si sus fundamentos nunca se demostraron científicamente: es necesario que el salto tecnológico modifique simultáneamente la oferta y la demanda. Este fue claramente el caso de la máquina de vapor y la electricidad: ambas produjeron mejoras. Hicieron progresar la eficacia de la producción y, al mismo tiempo, generaron productos nuevos para el consumidor final. Con la informática de primera generación fue totalmente distinto: aportaba un plus de productividad al aparato industrial, pero no suscitaba ninguna 107

nueva demanda en el consumidor final, puesto que los ordenadores eran solo un bien intermediario destinado a las empresas. Con la emergencia de las redes, de la microinformática, de los terminales inteligentes, de los smartphones, surgió una demanda espectacular en el consumidor final. Por tanto, la revolución de la información, en teoría, debería convertirse a su vez en un ciclo Kondrátiev perfecto. Solo existe hoy en día un contrargumento en boga: la previsión de un estancamiento secular, del que Larry Summers se ha convertido en adalid, basada en trabajos estadísticos que tienden a demostrar la ausencia de progreso de productividad. Es una hipótesis totalmente contradictoria respecto a nuestras intuiciones: la información invade el mundo a un coste casi nulo, cambia los modos de trabajo, suscita nuevos servicios y demandas, y el sistema capitalista no podría ser más eficaz. Es un caso inimaginable que requiere una respuesta de sentido común: nuestros instrumentos de medida son incapaces de aprehender la productividad tal y como resulta de la revolución de la información. No hay nada más normal, por otra parte: vivimos aún con los conceptos inventados en la posguerra y heredados de una contabilidad nacional orientada hacia los bienes físicos. Sin embargo, lo que marca ahora la diferencia son los bienes inmateriales. Por tanto, postulo que vivimos un ciclo Kondrátiev, y la emergencia de las gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft) constituye 108

su ilustración más emblemática. Si, por el contrario, mi afirmación fuera falsa, viviríamos la paradoja de ver cumplirse la profecía de Marx sobre la tendencia decreciente de la rentabilidad, en el momento en que tenemos la sensación de vivir la revolución tecnológica más impactante que el mundo haya conocido, con la sustitución progresiva de un universo real por otro virtual. ¡Sería inconcebible! Pero si el ciclo largo es una realidad de la vida capitalista, no se olvida de los ciclos cortos que marcan el ritmo de la vida económica y a veces han desembocado en crisis dramáticas. En este momento de nuestra construcción, irrumpe Keynes. Algunos pensarán que el rol asignado así a Keynes es demasiado reductor para quien la socialdemocracia y la doctrina de la posguerra erigieron como el antiMarx o el buen Marx, aquel que simboliza la izquierda anticomunista, amante de libertad y progreso social. Keynes sería el primero en reírse del mito en el que se ha convertido. Él, un aristócrata del espíritu, un habitual de la camarilla del Círculo de Bloomsbury, miembro del Partido Liberal, jugador de bolsa empedernido, manipulador de los poderes burgueses, ¡convertido en el último emblema de la socialdemocracia, cuyo verdadero ancestro sigue siendo Marx! Como individuo, Keynes nos interpela más que Marx: seductor, refinado, sofisticado, curioso por todo, siempre al acecho, dandi trabajador, hombre mundano reflexivo, hombre de influencias, no tiene nada de monstruo, como el autor de El capital se definía a sí mismo. Sin embargo, existe una diferencia 109

absoluta en la que se basa la jerarquía intelectual entre los dos hombres: Keynes piensa en economía e ignora a la sociedad. Evidentemente, comprende las causas individuales del alma capitalista —los espíritus animales—; evalúa la dimensión psicológica de la economía y, en concreto, el rol de este factor de producción, tan esencial junto con el capital y el trabajo: la confianza; percibe los fundamentos de la demanda y de la actitud de los consumidores, pero ignora a la sociedad, sus juegos de fuerza, sus conflictos, y a fortiori la existencia de clases sociales, la naturaleza de las solidaridades, el rol de los sindicatos, la dinámica de los compromisos. El héroe de los socialdemócratas es el menos socialista de los pensadores. El pueblo no es ni su problema ni su tema. Debido a su modo de vida, a su marginalidad bohemia, a su sexualidad ambigua, es la negación misma del militante.Y también lo es en la esfera teórica. Cuando en 1936 se publica la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, su ambición queda resumida en el título. Keynes, a diferencia de Marx, no intenta aprehender en sus redes el espíritu del mundo, sino las reglas que deberían regir la vida económica. La preferencia por la liquidez, el multiplicador, la existencia de un equilibrio de subempleo, el rol de la demanda efectiva, la propensión a consumir, la incitación a invertir: examina, analiza y disecciona todas las causas económicas; en cambio, sobre la sociedad, las clases sociales, los desempleados —no como concepto, sino como individuos—, sobre los conflictos, ¡nada de nada! 110

No obstante, una vez determinados los límites de la ambición que él mismo se asignó, Keynes, lejos del mito que la posteridad levantaría, dotó a los actores económicos de una caja de herramientas que no poseían. Determinó lo que Marx bautizaba como praxis, es decir, una práctica teórica, en este caso, las reglas que promueve para la actuación pública a partir de un análisis conceptual del funcionamiento de la economía. Desde este punto de vista, Keynes juega en un terreno que ningún otro economista había pisado a este nivel: más teórico que los tecnócratas, más tecnócrata que los teóricos. Por otra parte, esta posición le aporta tantas frustraciones como satisfacciones: para su gusto, la acción será demasiado viscosa, y la reflexión, demasiado desconectada de la realidad. ¿Qué quiere ofrecer Keynes a la sociedad? El pleno empleo: es la única preocupación social que manifiesta el autor de la Teoría general, la única felicidad colectiva que contempla. Ahí es donde interviene la revolución keynesiana; de entrada, borra la ilusión clásica según la cual el salario se ajusta para garantizar el pleno empleo. La mano invisible no funciona en el mercado de trabajo, debido, en concreto, a las negociaciones colectivas: esta es la ratonera por la que los sindicatos irrumpen en el planteamiento keynesiano. Esencialmente, el empleo solo depende de otro parámetro: la demanda efectiva. Esta viene determinada por dos componentes, muy apreciados por Keynes, sobre todo porque fue él quien los inventó: 111

la propensión a consumir y la incitación a invertir. De hecho, la primera abre una brecha, sin que el autor de la Teoría general lo quisiera, a través de la cual la izquierda puede deslizarse hasta el corazón del keynesianismo: el igualitarismo acrecienta la propensión a consumir, porque esta es inversamente proporcional a los ingresos, de manera que favorece la demanda efectiva y el empleo. Por su parte, el multiplicador —otro concepto keynesiano— es también especialmente elevado porque la propensión a consumir lo es; es agua bendita para todos los fantasmas de reactivación popular. Queda el segundo motor: la incitación a invertir. Si la propensión a consumir no aumenta, esta incitación depende de la tasa de interés y de la eficacia marginal del capital. De ahí, la irrupción de la política monetaria, destinada a favorecer la eutanasia del rentista, bajando la tasa de interés y haciéndola inferior a la eficacia marginal del capital, lo que reactiva la inversión, por tanto, la demanda global y, por consiguiente, el empleo. El núcleo del keynesianismo está ahí: «La propensión a consumir y el importe de la nueva inversión determinan conjuntamente el nivel del empleo, y el volumen del empleo determina él solo el nivel de los salarios reales, y no a la inversa». Unas afirmaciones totalmente banales hoy en día, pero que conllevan una concepción dinámica de la economía. Es la genialidad de Keynes: abrió un espacio para la acción y rechazó la fatalidad con la que el liberalismo clásico se había identificado hasta entonces. 112

Tiene su gracia escribir estas líneas en el momento en que, en medio de la pandemia de covid, el keynesianismo está en su apogeo.Tras varias décadas de triunfo del monetarismo, que había relegado a Keynes al rincón de los trastos inútiles, vivimos un relanzamiento keynesiano de un nivel hasta entonces inimaginable: una política monetaria expansionista que ve cómo los bancos centrales hacen funcionar, sin que les tiemble el pulso, la máquina de hacer billetes; tasas de interés negativas —casi una herejía—; financiación de los déficits públicos mediante emisión de moneda; déficits presupuestarios de más del 10%; mantenimiento de una demanda privada con subvenciones que potencian la propensión a consumir, una motivación sublimada para invertir por una eficacia marginal del capital superior, por definición, a la tasa de interés, puesto que esta es negativa; y todo ello acompañado de una paradoja, contraria a las demostraciones de la Teoría general: la ausencia de inflación. Es una situación cercana a la inmediata posguerra, cuando todos los grifos presupuestarios y monetarios estaban abiertos al máximo. No obstante, en aquella época, las cuentas se saldaron con una inflación duradera. Hoy en día no existe esta amenaza. Ya no existe este recorrido: creación monetaria y déficit público que llevan al pleno empleo; este, a la subida de salarios, y aquella, a la inflación. La experiencia alemana pre-covid es incuestionable: la economía fue testigo del pleno empleo durante varios años; las grandes empresas —Volkswagen, Sie113

mens y otras—, sometidas a la presión de sindicatos poderosos, aumentaron los salarios, pero no apareció la inflación. Los sindicatos perdieron su capacidad de transferir las subidas de salarios de los sectores con fuerte productividad a las actividades de baja productividad, y, en concreto, al mundo uberizado. Ahora bien, lo que engendraba la inflación es el hiato entre salarios elevados y productividad mediocre. El mundo actual es diferente; los paradigmas macroeconómicos de ayer se han volatilizado y la incertidumbre se ha instalado. Con la ayuda improvisada de nuestros cinco maestros, poseemos finalmente cinco claves del liberalismo económico, independientemente de cualquier vínculo con el liberalismo político: el mercado es un estado por naturaleza; la internacionalización de los intercambios, un plus; lo que motiva el sistema es la acción de los empresarios, que alimenta un ciclo de innovaciones y de progreso técnicos que evita el estancamiento al que nos conducía El capital; existen medios financieros de actuación que impiden la paralización del sistema capitalista. Este conjunto de respuestas económicas a la profecía marxista es creíble, y puede dar crédito gracias al siglo y medio de funcionamiento eficaz de la economía de mercado. Sin embargo, sigue existiendo un vacío abismal en este planteamiento: ¡la sociedad! Paradójicamente, por medio de ella, Marx debería estar hoy en día más presente que nunca.

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7. ¡MARX,VUELVE!

Al ser caricaturizado yo por los medios de comunicación como un indefectible compañero de fatigas del gran capital, no hay duda de que una cierta coquetería me lleva a presentarme siempre como el último marxista francés. Sin embargo, tengo la impresión de que digo la verdad y de que represento una forma —aunque sea parcial y marginal— del marxismo, al estar imbuido como lo estoy por la convicción visceral de que la economía y la sociedad son indisociables, y de que sus movimientos no pueden ser indefinidamente contradictorios. La economía de mercado fabrica al mismo tiempo eficacia y desigualdad; con la ayuda de la globalización, cuando avanza a toda velocidad, suscita un máximo de eficacia, y simultáneamente un máximo de desigualdad. Esta es la razón por la que necesitamos un verdadero sucesor de Marx: no un teórico en busca de la revolución, como si fuera el Mariscal de Soubise con el farol en busca de su ejército,1 sino un pensador que trate de establecer 1  Alusión burlona a una derrota sufrida por el Príncipe de Soubise, protegido de Madame de Pompadour y favorito del rey Luis xiv, durante la Guerra de los Siete Años (1756-1763). (N. de la T.)

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un puente entre lo óptimo de la economía de mercado y el mayor bienestar de la sociedad. Cuando The Economist, con su humor mordaz, publica en portada el retorno de Marx —algo que ningún medio de comunicación convencional francés se atrevería a exhibir—, está expresando a su manera esta carencia, y la acompaña de la afirmación implícita, según la cual la acentuación exponencial de las desigualdades puede comprometer la estabilidad del sistema. Dichas desigualdades no se limitan a las monetarias: la distancia creciente entre los ciudadanos ordinarios y el famoso 1% de los más ricos; los estragos de la ostentación del 0,01% (¡!); la divergencia creciente en el seno de la clase media entre los que se embarcaron en la mutación tecnológica y los que viven de la vieja economía; la separación entre los insiders y los outsiders —los integrados y los que están fuera del sistema—; la multiplicación visible a simple vista de los rechazados, excluidos, pobres y marginados. Más allá de las brechas materiales en aumento, las desigualdades no monetarias se han elevado. Retomando la tan manida metáfora, diremos que el ascensor social ya no funciona: el sistema educativo modifica cada vez con más dificultad las diferencias de las situaciones de partida; hace décadas que el peso cultural y social no era tan determinante; y los códigos sociales constituyen barreras prácticamente infranqueables. El capital cultural, tal y como Bourdieu lo definió, quizás sea aún más determinante que el capital monetario. 116

Se da una paradoja insoportable: nuestras sociedades no dejan de enriquecerse en apariencia, pero las desigualdades sociales sacan provecho de ello agravándose. El sueño de la posguerra se aleja cada día más: creímos en una gran política de redistribución de los bienes gananciales del crecimiento que conseguiría reducir las desigualdades económicas, educativas y culturales, con la consiguiente promoción de una inmensa clase media que absorbería progresivamente en su seno lo esencial de los grupos sociales. Este proceso de mutación social funcionó perfectamente desde 1945 hasta la década de 1980; y se detuvo en seco.Todos identificamos las posibles causas de esta desgraciada revolución silenciosa, ciertamente verdaderas, pero que dejan, no obstante, un regusto de algo inacabado. ¿Fue la irresistible subida del individualismo? ¿La desafección respecto de los organismos intermedios? ¿El debilitamiento de los sindicatos? ¿La omnipotencia de los mercados financieros? ¿La ineficacia de los servicios públicos? ¿La caída de los valores colectivos? ¿La ascensión de facto del multiculturalismo y del comunitarismo? ¿La fragmentación del mercado laboral? ¿La aparición de un nuevo taylorismo? ¿La sustitución de la industria clásica por una economía de servicios? ¿El egocentrismo de los jóvenes? ¿El desvanecimiento de las Iglesias, del ejército, de las estructuras que orientaban y regulaban? ¿La desaparición de las ideologías? ¿La muerte del comunismo, útil contrapoder? ¿La quietud y la indiferencia del sistema? ¿El sentimiento de extrañeza y de impunidad de las clases dominantes? 117

En este popurrí todo es cierto, pero este caleidoscopio de fenómenos, a veces contradictorios, no define ni un proyecto de sociedad ni una visión colectiva. Cómo no tener ganas de gritar: ¡Marx, vuelve! Imagino los gritos en el cielo que pondrían algunos. ¿Marx? ¿El ancestro de Lenin? ¿El abuelo de Stalin? ¿El padrino de regímenes dictatoriales solo comparables con el nazismo? ¿El tutor de un modelo de sociedad cuyo fracaso es patente y cuya caída ha representado un inmenso progreso? ¿El profeta de una revolución inútil o perdida? ¿La garantía intelectual de lo peor? Este Marx está muerto: su resurrección no es ni una hipótesis ni un deseo. Pero sigue ahí el otro Marx: el que descubrió los conflictos de clases, el que se convirtió en motor del reformismo y engendró la socialdemocracia; el que alabó el juego de las fuerzas sociales; el que, en cierto modo, reveló la existencia y la vitalidad de la sociedad civil. Y efectivamente, tras varias décadas de éxito —los países escandinavos y, más en general, la Europa continental, constituyeron un ejemplo indiscutible de ello—, la socialdemocracia se ha estancado. Se ha dejado dominar por corporativismos que han olvidado el interés general en beneficio de los intereses particulares. Ha fabricado enormes maquinarias burocráticas, cuya eficacia, por otra parte, se ha revelado más decreciente que la rentabilidad, lo opuesto a la profecía de Marx. Ha visto cómo sectores enteros de la sociedad escapaban a la actuación de los sindicatos. Y no siempre ha sabido sacar ventaja de las mutaciones tecnológicas. 118

Pero, sobre todo, no ha sabido implantarse en el mundo occidental; sin duda, es la razón por la que la economía mundial vive en desequilibrio. El mercado ha estimulado el desarrollo de continentes enteros, pero no ha ido acompañado de contrapoderes que habrían podido obligar al sistema capitalista a aceptar un equilibrio entre el capital y el trabajo. En China, evidentemente, donde la lucha sindical está prohibida por principio; en Sudamérica, donde el capitalismo comprador apreciado por Marx nunca ha tenido que compartir realmente su renta con el mundo del trabajo, incluso si un antiguo sindicalista ha gobernado más o menos convenientemente Brasil; en India, donde la democracia política no supo construir su doble, la democracia social; o en Rusia, donde el recuerdo del comunismo basta para anestesiar cualquier instinto de clase. Si hay un fallo en la globalización, se halla en este desequilibrio. Se podía esperar que este nuevo mundo seguiría con retraso el encadenamiento del nuestro: victoria del mercado, ascensión de los contrapoderes, luchas sociales en el seno del marco democrático, mecanismos de redistribución entre el capital y el trabajo, entre los ingresos privados y las retenciones públicas, procesos todos ellos que han permitido ver avanzar al mismo ritmo, aunque sea a trancas y barrancas, crecimiento económico y progreso social. La globalización adolece de la falta de sindicatos en Shanghái, de huelgas en San Pablo, de compromiso social en Nueva Delhi, de militancia sindical en Moscú. Por mucho que les disguste a los manes del 119

viejo Karl, ¡la Internacional sigue siendo el privilegio de Occidente! ¿Nunca será posible esta evolución? Incluso si China se liberalizara políticamente como por arte de magia, quizás desembocaría directamente en la era postsindical, la nuestra, es decir, un estadio de desarrollo económico —para utilizar la terminología marxista— que no dejaría apenas espacio al compromiso social clásico. La suerte está echada y no vemos apenas por qué caminos el mundo que ayer llamábamos en desarrollo encontraría la vía que nosotros seguimos, con una excepcional ósmosis entre crecimiento y avances sociales. Así pues, solo queda Occidente para evocar a los herederos de Marx. ¿Qué puede sentir, por ejemplo, un observador del escenario americano? ¿Qué hacer ante los beneficios desorbitados del private equity, el alza de la bolsa, la compra de acciones solo en interés de los accionistas —aunque sean los fondos de pensión de los maestros de California o de Florida—, las brechas abismales de patrimonios y de rentas, la ostentación material de unos, la miseria abrumadora de otros? Pues gritar: ¡Marx, vuelve! ¡Haz que la buena de la Internacional les pise los talones! ¡Resucita sindicatos poderosos! ¡Hazlos nacer al mundo uberizado! ¡Moviliza a los currantes de la nueva economía! ¡Transforma este nuevo lumpen-proletariado en fuerza militante! ¡Devora el capitalismo! Una vez más, sin que él lo sepa, sería por su propio bien. Porque, como la naturaleza tiene horror del vacío, la omnipotencia capitalista a cambio provocará 120

un choque: o bien, gracias a algunos contrafuegos, instaurará un juego institucional, una redistribución organizada; o bien, adoptará la forma de la anomia, de las reacciones individuales, de la agregación de las frustraciones, de la búsqueda de chivos expiatorios, de la violencia física. Los primeros signos de este futuro no son desconocidos: se llaman trumpismo. Desgraciadamente, este es con toda probabilidad el futuro que Estados Unidos alcanzará a largo plazo. ¿Le espera a nuestra querida Europa la misma deriva? Pese a sus desviaciones y a sus pasos en falso, su modelo aún no está muerto: representa el 5% de la población mundial, el 20% de la producción, el 50% de las transferencias sociales, como le gusta recordar a nuestra jefa, la excanciller Angela Merkel. De este modo, con un sentido de la síntesis propio de una científica, ella pone de relieve nuestra relativa eficacia y nuestro excepcional Estado Providencia: un Estado ciertamente pesado, a menudo disfuncional, a veces insuficiente, pero que sigue siendo un pilar por el que debemos felicitarnos. No esperamos la resurrección del Marx revolucionario, sino la del Marx reformista, el de la herencia liberal, democrática, socialdemócrata. Nuestro camino hacia la desigualdad no es irreversible, pero hace falta tener el valor de mostrar las soluciones y de implementarlas. ¿Por qué la desigualdad económica en primer lugar? Se resume en una constatación sencillísima: el valor añadido se distribuye ahora de manera leonina en beneficio de las rentas del capital y en detrimento de las rentas del trabajo. Ponerle remedio supone o 121

bien aumentar los salarios, o bien transformar a los asalariados en capitalistas. La primera vía encuentra rápidamente su propio límite en las restricciones de la globalización y en la dificultad para la economía europea por conservar un nivel conveniente de competitividad ante el resto del mundo. La segunda pista es mucho más prometedora: no se trata de modificar —al menos en Francia— los mecanismos de participación, es decir, el reparto del beneficio sin cambio de propiedad, sino de atribuir acciones a los asalariados y convertirlos en propietarios del 10% o del 20% del capital de las sociedades. Por otra parte, solo se trata de reforzar una especificidad del capitalismo francés mediante la presencia de un accionariado asalariado a veces significativo. Aquello que es fácil de poner en práctica en las sociedades que cotizan en bolsa supone hacer equilibrios en las empresas que no cotizan: basta con emitir acciones sin derecho a voto. Pero más allá de las modalidades técnicas, encontramos ahí una idea que contribuye a desarmar la profecía marxista. Del mismo modo que es lícito reducir así el capital financiero, es posible también destruir el capital cultural. Vincular el aumento de las desigualdades escolares a la globalización es un espejismo que solo sirve para contentar a los militantes ofuscados, como dan testimonio de ello no solo las brillantes posiciones obtenidas en el Informe pisa por los países del Norte —que, sin embargo, están dos veces más expuestos que nosotros a los vientos de la globalización—, sino sobre todo las mejoras que 122

algunos, como Alemania, han conocido durante los últimos años de un capitalismo desenfrenado. Es una cuestión de ideología pedagógica —lo merezca o no la nivelación igualitarista—, de dedicar los medios a los más débiles, de descentralizar las responsabilidades, de establecer vínculos con la vida productiva, de resistir ante los corporativismos. No porque los franceses hayamos visto cómo se deteriora la situación hay que deducir la fatalidad. Nadie puede negar el peso del capital cultural, ese concepto con el que Bourdieu añadió una adenda al pensamiento de Marx, pero su argumentación persistente no es una certeza: ha habido otros que se han salvado. ¿Por qué no nosotros? Desde la década de 1980, todas las formas de desigualdad han ido en aumento, tras un dilatado período en el que la socialdemocracia modeló Occidente, haciendo triunfar al Marx reformista, aun rechazando su patrocinio. No obstante, desde hace 30 años se ha desarrollado una situación que habría podido provocar la resurrección del Marx revolucionario, teniendo en cuenta lo muy desigual que se ha vuelto la sociedad. Lo que nos ha protegido de ello ha sido la desaparición de las clases sociales y, por tanto, del conflicto estructural de clases, tal como lo conocieron nuestros predecesores. Los corporativismos han sustituido a las clases; los conflictos han generado una miríada de enfrentamientos; la anomia ha reemplazado al militantismo. Sin embargo, sigue existiendo una pregunta clave, desprovista de cualquier afecto o reflejo ético: ¿es la sociedad un 123

colchón que encaja ilimitadamente los sucesivos choques de desigualdad a los que estamos sometidos? ¿Podemos apostar —desde el cinismo, pero quizás también desde el realismo— por una estabilidad garantizada ad vitam æternam? Por la estabilidad económica, ciertamente no, pues la experiencia lo ha demostrado: el sistema capitalista estuvo a punto de morir en 2008 con la crisis financiera; no es el caso con la actual pandemia de covid-19, porque, gracias a aquella experiencia, los gobiernos y los bancos centrales han apagado el incendio inundando el mundo de liquidez. ¿Podemos apostar por la estabilidad política? En todo Occidente amenaza el populismo. Incluso si este movimiento tuviera en el futuro idas y venidas, está ya profundamente anclado en nuestras sociedades. ¿Hay que recordar que 71 millones de estadounidenses acaban de votar a Trump para que nos mantengamos en guardia? En su época, Marx no se equivocó sobre este tipo de fenómeno, cuando investigaba las raíces del golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte. Quizás Francia no sea el país mejor preparado para resistir a esta ola: afronta a la vez el populismo surgido de la extrema derecha y el surgido de la extrema izquierda, con el riesgo de que un día se encuentren, al menos en parte. Francia se siente tranquila al imaginar que sus instituciones, su monarquía republicana, constituyen un rompeolas inexpugnable, lo cual es verdadero y falso a la vez. Si 30 000 chalecos amarillos, y no unos cientos, hubieran llegado al Elíseo, lo habrían asaltado: ya nadie dispara 124

contra una revuelta popular. Y el país habría dado un vuelco —al menos durante un tiempo— hacia la anarquía. ¿Podemos apostar por la estabilidad social? El derrumbe de la clase obrera no significa que el escenario social sea apacible. Incluso podemos suponer lo contrario. ¿Qué mejor factor de orden había que un Partido Comunista potente, dotado del brazo secular que le ofrecía una cgt (Confederación General del Trabajo) estructurada? Con la ayuda de la Guerra Fría, el acceso al poder le estaba prohibido, canalizaba la insatisfacción y, en el fondo, la neutralizaba. Ahora, los conflictos están en todas partes y en ningún sitio, del mismo modo que el poder en las teorías de Michel Foucault. Cuando están fraccionados, necesitan ciertamente tratamientos locales y acupuntura social; cuando están descontrolados, pueden también arrastrar a las masas y aliarse con movimientos sin liderazgo, sin ideología, sin capacidad de negociación: es la peor situación en materia de equilibrio social. Podemos tranquilizarnos contando con la anomia, el fraccionamiento, las microtensiones: sin duda, es una ilusión complaciente. La sociedad está viva, se mueve, oscila, se zarandea de babor a estribor, como una nave sacudida, pasa a través de las corrientes hasta el día en que vuelca. Nada nos lleva a imaginar un naufragio tal, porque el espíritu de los tiempos, los modos de vida y los comportamientos conducen a una actitud plácida. Ahora bien, evitar la beatitud supone recordar permanentemente las realidades, los avatares, los peligros. Desde este punto de vista, 125

Marx es el mejor antídoto para el pensamiento benevolente, no como la clave para profetizar el futuro y ceder al psitacismo revolucionario, sino simplemente para servir como montículo y dar cuenta de algunas verdades esenciales, fuera de las cuales solo existen reflexiones inconsistentes. La economía está modelada por el movimiento de la sociedad, como mínimo en cuanto que lo esboza. La sociedad se ve atravesada por conflictos múltiples y mutantes, y su combinación es la que, en buena parte, contribuye a hacer historia. Esta última, ciertamente, no es prisionera de un engranaje fatal, como Marx podía creerlo, pero conoce una dinámica engendrada por hombres excepcionales, por las circunstancias y el resultado de los conflictos sociales. Reconozco que este breve vademécum no está inscrito, ni tan solo con tinta invisible, en el autor de El capital, pero sin él sería inconcebible. Existen sectores enteros de la realidad que se le escapaban: la nación, en primer lugar, que él imaginaba borrada por la revolución proletaria, y que se perpetúa en su ser; la religión, naturalmente, ese opio del pueblo que se vuelve incluso cada vez más opiáceo para algunos; los grandes movimientos del alma colectiva que siguen siendo imprevisibles y omnipresentes. Sin embargo, Marx es, en definitiva, el único en haber afirmado que la economía y la sociedad son gemelas; el único que no ignora el peso de los individuos en el devenir de la historia; el único en haber comprendido que, incluso si hay fuerzas subterráneas que actúan, no predeterminan el futuro, y que este depende tam126

bién de las circunstancias, del azar, de la suerte; el único en haber proclamado que el capitalismo no es su propio límite; el único, en el fondo, en haber demostrado que es posible pensar el mundo en su globalidad, comprender su espíritu y hacer con ello una síntesis audaz; el único en haber hecho indisociables la economía, la sociología, la historia, la antropología y la psicología. El único, el más grande: ¡Viva Karl!

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