Mi Enseñanza

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JACQUES

LACAN

MI ENSEÑANZA

Lo que les enseña un análisis no se obtiene por ningún otro camino, ni por la enseñanza, ni por ningún otro ejerci­ cio espiritual. Si no, ¿para qué serviría? ¿Esto significa que hay que callar ese saber? Por muy particular que sea de cada uno, ¿no habría forma de enseñarlo, de transmitir por lo me­ nos sus principios y algunas de sus consecuencias? Lacan se lo preguntó y respondió de distintas maneras. En su Semina­ rio, argumenta a sus anchas. En sus Escritos, pretende demos­ trar, y atorm enta la letra a su antojo. Pero también están sus conferencias, sus entrevistas, sus obras improvisadas, donde todo avanza más rápido. Se trata de sorprender las opiniones para seducirlas mejor. Esto es lo que llamamos sus Paradojas. Quién habla? Un maestro de sabiduría, pero de una sa­ biduría sin resignación, una antisabiduría, sarcástica, sardó­ nica. Cada uno es libre de trazarse una conducta según su pa­ recer. Esta serie, primero consagrada a inéditos, publicará a continuación fragmentos escogidos de la obra.

JACQUES LACAN

Mi E nseñanza

PAIDÓS Buenos Aires - Barcelona - México

T ítulo original: Mon enseignement © Éditions du Seuil, 2005 Campo Freudiano. Colección dirigida por Jacques-Alain Miller yju d ith Miller

Lacan, Jacques Mi enseñanza - I a ed. - Buenos Aires: Paidós, 2006. 152 p.; 18x11 cm. (Jacques Lacan en Campo Freudiano) Traducido Dor: Nora González ISBN 978-950-12-3653-8 1. Psicoanálisis Lacaniano. I. Nora González, trad. II. Título CDD 150.195

Traducción: Nora A. González Revisión: Graciela Brodsky Cubierta de Gustavo Macri l s edición, 2007

© 2007 de todas las ediciones en castellano Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires E-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en Gráfica MPS, Santiago del Estero 338, Lanús, en marzo de 2007. Tirada: 5.000 ejemplares ISBN 978-950-12-3653-8

índice N o ta .......................................................................................9 L u g a r , o r ig e n y f in d e m i e n s e ñ a n z a ............ 11

M i e n s e ñ a n z a , s u n a t u r a l e z a y s u s f i n e s .. 7 7

E n t o n c e s , h a b r á n e s c u c h a d o a L a c a n .... 1 1 7

Indicaciones biobibliográficas...............................1 4 5

Estamos en 1967, después en 1968, antes de mayo. Los Escritos se publicaron a fines de 1966. De todas partes lo llaman a Lacan para hablar de ellos. Él a veces acepta, via ­ ja fuera de la capital.1 Se encuentra frente a oyentes que no conocen lo que él lla­ ma su «cantinela». Improvisa, cuenta sus desengaños con sus colegas, expone en el estilo más fam iliar los conceptos del psicoanálisis. Es divertido. Por ejemplo: «Conocemos el ini onsciente desde siempre. Pero en el psicoanálisis se trata de un inconsciente que piensa tenazmente. Entonces, ¡atención, un minuto!». La cosa llega de vez en cuando hasta el sketch, a l estilo de Fierre Dac, deDevos, de Bedos: «Los psicoanalistas no di­ cen en absoluto que saben, pero lo dan a entender. “Nosotros sabemos muchas cosas, pero sobre eso, ¡mutis!, lo resolvemos entre nosotros. ” Uno entra en este campo de saber por una ex­ periencia única que consiste simplemente en psicoanaUzarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo que no quiere decir que se hable. Se podría. Se podría si se quisie­

1. También se traslada a Italia, donde da tres confe­ rencias cuyo texto, redactado de antemano, se recoge en los Autres écnts, Seuil, 2001, pp. 329-359.

ra, y se querría si se hablara a gente como nosotros, que sabe, pero entonces, ¿de que serviría? Luego, uno se calla tanto con los que saben como con los que no saben, porque los que no saben no pueden saber». Después vienen cosas más complejas, pero siempre intro­ ducidas con la mayor simplicidad. Este tercer libro de las «Paradojas de Lacan» reagrupa tres conferencias inéditas en un solo volumen, cuyo texto he establecido. Se trata de: —«Lugar, origen y fin de mi enseñanza», en el Vinatier, en Lyon, asilo fundado bajo la Monarquía deJulio; a la con­ ferencia sigue un diálogo con el filósofo Henri Maldiney. -«M i enseñanza, su naturaleza y sus fines», en Burdeos, para internos de psiquiatría. —«Entonces, habrán escuchado a Lacan», en la Facultad de Medicina de Estrasburgo; el título está tomado del comien­ zo de la conferencia. Jacques-Alain Miller

Lugar, origen y fin de mi enseñanza

N o pienso darles mi enseñanza en forma de comprimido, me parece algo difícil. Quizá se haga esto más tarde, ya que la co­ sa siempre termina así. Cuando uno ha desa­ parecido desde hace suficiente tiempo, se re­ duce a tres líneas en los manuales — en lo que a mí respecta, manuales no se saoe por otra parte de qué. Yo no puedo anticipar en qué manuales seré incluido, porque no anticipo nada del porvenir de eso a lo que se refiere mi enseñanza, es decir, el psicoanálisis. No se sa­ be qué llegará a ser este psicoanálisis. Por mi parte, espero que llegue a ser algo, pero no es seguro que vaya en esa dirección. Ven así que este título, «Lugar, origen y fin de mi enseñanza», puede empezar a cobrar un sentido que no es solamente condensador. Se

trata para mí de incluirlos a ustedes en algo que está empezado, en curso, algo que no ha concluido, que solo terminará probablemente conmigo, si no soy alcanzado por alguno de esos enojosos incidentes que los hacen sobrevivirse a ustedes mismos. También en este caso les diré que no voy en esa dirección. Está hecho como una disertación bien ar­ mada, hay un principio, un comienzo, un fin. «Lugar» es porque se debe comenzar por el comienzo.

1 Al principio no está el origen, está el lugar. Quizás haya dos o tres aquí que tengan cierta idea de mis cantinelas. «Lugar» es un término que utilizo a menudo, porque a menudo hay referencias al lugar en el campo a propósito del cual se celebran mis discursos — o mi dis­ curso, como ustedes quieran. Para orientarse en este campo, conviene disponer de lo que se llama en otros ámbitos más seguros una topo­ logía y tener una idea de cómo está construi­ do el soporte sobre el que se inscribe lo que está enjuego.

Seguramente no llegaré tan lejos esta no­ che porque no puedo de ninguna manera darles un condensado de mi enseñanza. «Lu­ gar» tendrá así un alcance completamente dis­ tinto que en la topología, en el sentido de la estructura, donde se trata por ejemplo de sa­ ber si una superficie es una esfera o un anillo, porque lo que se puede hacer con ellos no es en absoluto lo mismo. Pero no se trata de eso. El lugar puede tener un sentido por comple­ to distinto. Se trata simplemente del lugar al que he llegado y que me ubica en una posi­ ción favorable para enseñar, puesto que ense­ ñanza hay. Y

bien, este lugar debe inscribirse en el re­

gistro de lo que es la suerte común. Se ocupa el lugar al que un acto los empuja así, a la de­ recha o a la izquierda, hacia aquí o hacia allá. Hubo circunstancias en las que fue necesario que tomara las riendas de algo a lo que, a de­ cir verdad, no me creía en absoluto destinado. Todo gira en torno al hecho de que la fun­ ción del psicoanalista no es algo evidente, no cae de su peso en lo que hace a darle su esta­ tuto, sus costumbres, sus referencias y, justa­ mente, su lugar en el mundo.

Están los lugares de los que hablé primero, los lugares topológicos, los lugares en el orden de la esencia, y después está el lugar en el mundo, que se consigue, por lo general, a los empujones. En suma, hay esperanzas. Con un poco de suerte, todos ustedes siempre termi­ narán ocupando un lugar. La cosa no va mu­ cho más lejos. En lo que respecta a mi lugar, las cosas se remontan a 1953. Estábamos entonces en un momento que se podía llamar de crisis en el psicoanálisis en Francia, cuando se trataba de instalar cierto dispositivo que debía regular en el futuro el estatuto de los psicoanalistas. Todo esto acompañado de grandes prome­ sas electorales. Se nos decía que, si seguíamos a fulano, el estatuto de los psicoanalistas esta­ ría rápidamente acompañado de todo tipo de sanciones, bendiciones oficiales y, especial­ mente, médicas. Como es habitual en este tipo de promesas, nada se hizo efectivo. Sin embargo, se efectivizó cierta implementación. Por razones extremadamente contingen­ tes, este cambio de hábito resultó no convenir a todo el mundo. Mientras las cosas se imple-

mentaban, hubo desavenencias, lo que se lla­ ma conflictos. En este barullo, me encontré con algunos en una balsa. Durante diez años, a fe mía, vivi­ mos con los medios de que disponíamos. No nos encontrábamos absolutamente sin recur­ sos, no nos avergonzábamos. En ese lugar re­ sultó que lo que yo tenía para decir sobre el psicoanálisis cobró cierta dimensión. Estas no son cosas que se hagan solas. Se pue­ de hablar del psicoanálisis así, ¡bah!, y es muy fá­ cil verificar que se habla de él de este modo. Es un poco menos fácil hablar de él cada ocho días imponiéndose verdaderamente como discipli­ na no repetir nunca lo mismo y no decir lo que ya es habitual, aunque no sea del todo inesenáal conocer lo que ya es habitual. Pero cuando les parece que lo que ya es habitual deja un poco que desear, falla desde el origen, entonces la consecuencia es completamente distinta. Todo el mundo cree tener una idea sufi­ ciente sobre el psicoanálisis. «El inconsciente, pues bien, es el inconsciente.» Todo el mundo sabe ahora que hay un inconsciente. Ya no hay problemas, objeciones, obstáculos. Pero ¿qué es este inconsciente?

Conocemos el inconsciente desde siempre. Por supuesto, hay un montón de cosas que son inconscientes, e incluso sobre las que todo el mundo habla desde hace mucho tiempo en la filosofía. Pero, en el psicoanálisis, el incons­ ciente es un inconsciente que piensa tenaz­ mente. Es loco lo que se elucubra en este in­ consciente. Son pensamientos, se dice. Entonces, ¡atención, un minuto! «Si son pensamientos, eso no puede ser inconsciente. Desde el momento en que se piensa, se piensa que se piensa. El pensamiento es transparente para sí mismo, no se puede pensar sin saber que se piensa.» Por supuesto, hoy esta objeción ya no tiene ningún alcance. N o es que nadie se haya he­ cho verdaderamente una idea de lo que tiene de refutable. Parece refutable cuando en rea­ lidad es irrefutable. Eso es justamente el in­ consciente. Es un hecho, un hecho nuevo. Ha­ rá falta empezar a pensar algo que dé cuenta de que puede haber pensamientos inconscien­ tes. No es algo evidente. De hecho, nunca nadie se dedicó en ver­ dad a esto que es sin embargo un problema al­ tamente filosófico.

Les diré de inmediato que no tomo las co­ sas por ese lado. Resulta que el lado por el que las tomé resuelve cómodamente esta objeción, pero incluso ya no es una objeción, porque to­ do el mundo ya tiene al respecto sus propias ideas. Y

bien, resulta que el inconsciente es algo

aceptado, y, por otra parte, se piensa haber aceptado muchas otras cosas en paquete, a granel, gracias a lo cual todo el mundo cree sa­ ber lo que es el psicoanálisis, salvo los psicoa­ nalistas, y eso es lo molesto. Ellos son los úni­ cos que no lo saben. N o solo no lo saben, sino que hasta cierto punto es algo que se justifica completamente. Si creyeran saberlo de inmediato, sería grave, no habría más psicoanálisis en absoluto. A fin de cuentas, todo el mundo está de acuerdo, el psicoanálisis es un asunto definitivamente re­ glado, pero para los psicoanalistas no puede serlo. En este punto la cosa empieza a ponerse in­ teresante, y hay dos maneras de proceder en estos casos. La primera es intentar mirar de cerca lo que pasa y cuestionarlo. Una operación, una expe-

rienda, una técnica a propósito de la cual los técnicos confiesan ser incapaces de ponerse de acuerdo sobre lo más central, lo más esencial... No estaría nada mal ver eso, ¿no? Podría des­ pertar simpatías, porque hay, pese a todo, un montón de cosas de nuestro destino en común que son de ese tipo. Son incluso precisamente las cosas de las que se ocupa el psicoanálisis. Solo que el destino hizo que los psicoana­ listas adoptasen siempre la actitud opuesta. No dicen en absoluto que saben, pero lo dan a entender. «Nosotros sabemos muchas cosas, pero sobre eso, ¡mutis!, lo resolvemos entre nosotros.» Uno entra en este campo de saber por una experiencia única que consiste sim­ plemente en psicoanalizarse. Después de lo cual, se puede hablar. Se puede hablar, lo que no quiere decir que se hable. Se podría. Se po­ dría si se quisiera, y se querría si se hablara a gente como nosotros, que sabe, pero enton­ ces, ¿de qué serviría? Luego, uno se calla tanto con los que saben como con los que no saben, porque los que no saben no pueden saber. Después de todo, esta actitud es sostenible. La prueba es que se la sostiene. Sin embargo,

no es grata para todo el mundo. Ahora bien, el psicoanálisis tiene una debilidad así en al­ guna parte. Se trata de una debilidad muy grande. Todo lo que dije hasta el momento puede parecerles cómico, pero no son debilidades, es coherente. Solo que hay algo que lo lleva a un cambio de actitud, y por eso empieza a volver­ se incoherente. El psicoanalista sabe bien que debe evitar ceder a su debilidad, su inclinación, y en la práctica cotidiana, por supuesto, tiene mucho cuidado. En cambio, el psicoanalista conside­ rado en conjunto, los psicoanalistas cuando hay una multitud, una caterva, quieren que se sepa que están ahí por el bien de todos. Están asimismo muy atentos a no tener esa debilidad de dirigirse demasiado rápido al bien de la singularidad, al bien de ese con el que tra­ tan, porque saben perfectamente que no es queriendo el bien de la gente como se lo alcan­ za, y que la mayor parte del tiempo es incluso al revés. Felizmente, esta idea es, pese a todo, algo que ya adquirieron debido a su experiencia. Falta que afuera ellos sean verdaderos pro­ pagandistas del psicoanálisis, aunque sería sa-

ludable que más gente sepa que no es querien­ do mucho el bien de su prójimo como se lo causa. Podría servir. No, los psicoanalistas com o cuerpo repre­ sentado quieren absolutamente estar del la­ do correcto, del lado del mango. Entonces, para hacer valer esto, es preciso que mues­ tren que lo que hacen, lo que dicen, ya se en­ contró en alguna parte, ya está dicho, ya se conoce. Cuando se llega a la misma encruci­ jada en otras ciencias, se dice algo análogo, a saber, que no es tan nuevo, que ya se ha pen­ sado en eso. De este modo, se remite este inconsciente a antiguos ecos y se borra el límite que permi­ tiría ver que el inconsciente freudiano no tie­ ne nada que ver con lo que hasta ese momen­ to se llamó «inconsciente». Se ha utilizado esta palabra, pero que lo in­ consciente sea inconsciente no es lo caracterís­ tico. Lo inconsciente no es una característica negativa. Hay en mi cuerpo infinidad de cosas de las que no soy consciente, lo que no forma en absoluto parte del inconsciente freudiano. N o porque el cuerpo esté comprometido de vez en cuando el funcionamiento inconsciente

del cuerpo está en juego en el inconsciente freudiano. Les doy este ejemplo porque no quiero ex­ tenderme demasiado. Simplemente agregaré que ellos llegarán incluso a hacer creer que la sexualidad de la que hablan es la misma que esa de la que hablan los biólogos. De ninguna manera, es charlatanería. Después de Freud, el equipo psicoanalítico hace su propaganda en un estilo que la pa­ labra «charlatanería» explica muy bien. Está lo bueno y está el bien, del que acabo de ha­ blarles. Entre los psicoanalistas se ha vuelto en verdad una segunda naturaleza. Cuando se reúnen, los problemas que están verdadera­ mente en juego, que se discuten, que pueden provocar incluso serios conflictos entre ellos, son problemas para los que saben. Pero a los que no saben se les cuentan cosas que apun­ tan a allanarles el camino, abrirles paso. Esto es algo aceptado, forma parte del estilo psicoanalítico. Puede sostenerse. No está en absoluto en el campo de lo que se llamaría lo coherente, aunque, después de todo, conocemos muchas cosas en el mundo que viven sobre esas bases.

Forma parte de lo que siempre se hizo en cier­ to registro que por algo califiqué de «propa­ ganda», término que tiene un origen comple­ tamente preciso en la historia y en la estructu­ ra sociológica. Me refiero a la Propaganda fidei, que es el nombre de un edificio en alguna par­ te de Roma, donde todo el mundo puede ha­ cer la cuenta de sus entradas y sus salidas, su contabilidad. Luego, es algo que se hace, siem­ pre se hizo. La cuestión es saber si es defendi­ ble a propósito del psicoanálisis. ¿El psicoanálisis es pura y simplemente una terapéutica, un medicamento, un emplasto, polvos de la madre Celestina, todo eso que cu­ ra? A primera vista, ¿por qué no? Solo que el psicoanálisis no es en absoluto eso. Por otra parte, es preciso confesar que si fuera eso, uno se preguntaría verdaderamen­ te por qué imponérselo a alguien, ya que de todos los emplastos es verdaderamente uno de los más molestos de soportar. Sin embargo, si hay gente que se alista en este asunto infer­ nal que consiste en ir a ver a un tipo tres ve­ ces por semana durante años, es porque, pese a todo, la cosa tiene en sí cierto interés. No basta con manipular palabras que no se en­

tienden, com o «transferencia», para explicar que el asunto dura. Estamos solamente en la puerta de las co­ sas. Me veo forzado a comenzar por el comien­ zo, si no quiero caer también en la charlatane­ ría que consistiría en hacer como si yo creyera que ustedes saben algo relativo al psicoanálisis. Me veo entonces forzado a plantear al co­ mienzo cierto número de evidencias. Nada de lo que digo aquí es nuevo. N o solo no es nue­ vo, sino que salta a la vista. Todo el mundo per­ cibe perfectamente que todo lo que se cuenta en materia de explicaciones ad usum del públi­ co relativas al psicoanálisis es charlatanería. Na­ die puede dudar de ello porque, al cabo de cierto tiempo, la charlatanería se reconoce. Observen que lo curioso es que estamos en 1967, y que esto que comenzó en líneas gene­ rales a principios del siglo — digamos incluso, cuatro o cinco años antes, si se llevan las cosas un poco más lejos y se quiere llamar «psicoa­ nálisis» a lo que Freud hacía cuando estaba so­ lo — , pues bien, sigue estando allí. El psicoanálisis, con toda su charlatanería, es fuerte como un roble y goza incluso de una especie de respeto, de prestigio, de efecto de

prestancia completamente singular si se pien­ sa, pese a todo, en lo que son las exigencias del espíritu científico. De vez en cuando, los que son científicos se impacientan, protestan, se encogen de hombros. Pero queda de todos modos algo, hasta tal punto que la gente capaz de manifestar las apreciaciones más desagra­ dables sobre el psicoanálisis invocará en otros momentos tal o cual hecho, hasta tal o cual principio o incluso precepto del psicoanálisis, citará a un psicoanalista, invocará lo adquirido de cierta experiencia como si se tratara de la experiencia psicoanalítica. De todos modos, es algo que invita a la reflexión. Hubo mucha charlatanería a lo largo de la historia, pero, si se mira con atención, no hu­ bo ninguna que sobreviviera tanto, lo cual de­ be de responder a algo que el psicoanálisis re­ serva para sí, que constituye justamente este peso, esta dignidad. Es algo que reserva para sí en una posición que yo incluso alguna vez he llamado con el nombre que merece, «extrate­ rritorial». Vale la pena detenerse en esto. En todo ca­ so, es una puerta de entrada al problema que intento introducir aquí.

De hecho, existe pese a todo gente que no sabe en absoluto qué es el psicoanálisis, que no está en él, pero que escuchó hablar de él, y escuchó hablar tan mal que utiliza el término «psicoanálisis» cuando se trata de nombrar cierta manera de operar. Les parirán un libraco del tipo Psicoanálisis de la Alsacia-Lorena, por ejemplo, o del mercado común. Este es un paso verdaderamente introduc­ torio, pero tiene la ventaja de enunciarse muy claramente, y sin más referencia que la que conviene al misterio que rodea ciertas palabras que se utilizan, palabras que conllevan su efec­ to-choque, que tienen un sentido. Después de haberlas escuchado, es preciso reaccionar y empezar a plantear preguntas. Por ejemplo, la palabra «verdad». ¿Qué es «la verdad»? Ybien, «psicoanálisis» es una palabra de es­ te tipo. A primera vista, todo el mundo perci­ be que quiere decir algo distinto, sobre todo que en este caso la verdad está articulada con un modo de representación que da su estilo a esa palabra, «psicoanálisis», y hace secundario su empleo, si puedo decirlo así. La verdad de la que se trata es exactamente como en la imagen mítica que la representa.

Es algo escondido en la naturaleza y que des­ pués sale, muy naturalmente, del pozo. Eso sa­ le, pero no es suficiente, eso dice. Eso dice cosas,

y cosas que uno por lo general no esperaba. Es­ to es lo que se escucha cuando se dice — «Fi­ nalmente sabemos la verdad sobre este asunto, alguien empezó a confesar». Cuando se habla de «psicoanálisis», es decir, cuando uno se re­ fiere a ese algo que da la talla, se trata de esto, incluso del efecto correlativo que conviene, que es lo que llamamos el efecto sorpresa. Uno de mis alumnos me dijo un día, cuan­ do estaba borracho — cosa que le ocurre des­ de hace algún tiempo, porque, de vez en cuan­ do, hay en su vida cosas que se le atraviesan, como se dice — , que yo era un tipo de la clase de Jesucristo. Es evidente, ¿no es cierto?, que se reía en mi cara. Yo no tengo la menor rela­ ción con esta encarnación, soy más bien un ti­ po de la clase de Poncio Pilatos. Poncio Pilatos no tuvo suerte, yo tampoco. El dijo eso que es verdaderamente habitual y fácil de decir — «¿Qué es la verdad?». No tuvo suerte, se lo preguntó a la Verdad misma, lo que le trajo todo tipo de problemas, y él no tie­ ne buena reputación.

Me gusta m ucho Claudel. Es una de mis debilidades, porque no soy en absoluto «thala».1 Con ese increíble talento adivinatorio que tiene verdaderamente siempre, Claudel le dio un pequeño suplemento de vida a Pon­ d o Pilatos. Cuenta que cuando este se paseaba, cada vez que pasaba delante de lo que se llama, en lenguaje de Claudel por supuesto, un ídolo — como si un ídolo fuera una cosa repugnante, ¡puaj!—-, supongo que por haber planteado la cuestión de la verdad justamente allí donde no había que hacerlo, ante la Verdad misma, cada vez que pasaba delante de un ídolo, ¡puf!, el vientre del ídolo se abría y se veía que este no era más que una alcancía. Pues bien, es más o menos lo que me ocu­ rre a mí. No pueden saber el efecto que causo a los ídolos psicoanalíticos. Sigamos.

1.

Thala o tala: en la je rg a d e la Escuela N orm al Su­

perior, «católico m ilitante». Se trata de la abreviatura irónica de talapoin (fraile, sacerdote) y tam bién d e (ceux qui von)t á la (messe), es decir, «los que van a misa». [N. d e la T.]

Evidentemente hay que avanzar en estas cosas paso a paso. El primer tiempo es el de la verdad. Después de lo que se ha dicho de la ver­ dad, o de lo que se cree que esta dice desde el momento en que habla, el psicoanálisis, natu­ ralmente, ya no asombra a nadie. Cuando algo se ha dicho y repetido cierta cantidad de veces, pasa a la conciencia común. Como decía Max Jacob, y como yo accedí a re­ producir al final de uno de mis escritos, «lo verdadero es siempre nuevo», y para ser verda­ dero, es preciso que sea nuevo. Es preciso en­ tonces creer que lo que dice la verdad no lo di­ ce completamente de la misma manera como lo repite el discurso común. Y después hay cosas que cambiaron. La verdad psicoanalítica era que había algo sumamente importante en la base, en todo lo que se tramaba en materia de interpretación de la verdad, a saber, la vida sexual. ¿Es verdad o no es verdad? Si es verdad, es preciso saber si era sola­ mente porque se estaba aún en pleno período Victoriano, cuando la sexualidad tenía en la vi­ da de cada uno el peso que ahora tiene en la vida de todos.

De todos modos, hoy hay algo que cambió. La sexualidad es algo mucho más público. A decir verdad, no creo que el psicoanálisis ten­ ga mucho que ver. En fin, sostengamos que si el psicoanálisis tiene algo que ver, es precisa­ mente lo que estoy diciendo, a saber, que no es verdaderamente el psicoanálisis. En las circunstancias actuales, la referencia a la sexualidad no es en absoluto en sí misma lo que puede constituir esta revelación de lo oculto de la que hablaba. La sexualidad es to­ do tipo de cosas, los periódicos, la ropa, el mo­ do en que uno se conduce, la manera en que los muchachos y las chicas lo hacen, un buen día, al aire libre, en la plaza. Su vida sexual \_sa vie sexuellé\ es algo que ha­

bría que escribir con uná ortografía particular. Les recomiendo vivamente el ejercicio que consiste en intentar transformar la forma en la que se escriben las cosas. Qa visse exuelle,2 he aquí donde estamos. Se trata de un ejercicio bastante revela­ dor, y además está a la orden del día. Para

2.

El cam bio de escritura hace escuchar fa visse (eso o

algo aprieta o ajusta). [N. de la T.]

atraer a los aficionados, que están en vías de considerar com o un fracaso que uno haya puesto patas para arriba la lingüística, el se­ ñor Derrida inventó la gramatología. Se ne­ cesita darle aplicaciones. Intenten jugar con la ortografía, es una manera de tratar el equí­ voco que no resulta en absoluto vana. Si es­ criben la fórmula pa visse exuelle, verán que puede tener largo alcance. Aclarará ciertas cosas, podrá encender una chispita en los es­ píritus. El hecho de que eso ajuste o encaje tan bien hace que haya evidentemente un gran desconcierto sobre el tema de la verdad psicoanalítica. Debo decir que los psicoanalistas han sido muy sensibles a esto, y por eso se ocupan de otras cosas. Nunca más escucharán hablar de sexualidad en los círculos psicoanalíticos. Cuando se abren las revistas de psicoanálisis, se observa que son lo más casto que hay. Ya no se cuentan las historias de alcoba — lo que es bueno para los periódicos — , sino cosas que llegan lejos en el terreno de la moral, como el instinto de vida. ¡Ah, seamos fuertemente 'nstintuales de vida, desconfiemos del instinto de

muerte! Como ven, entramos en la gran repre­ sentación, en la mitología superior. Hay gente que cree verdaderamente que tiene la manija de todo esto, que nos habla de esto como si fueran objetos de manipulación corriente, y entonces se trata de obtener entre unos y otros el buen equilibrio, la tangencia, la intersección justa, y con gran economía de fuerza. ¿Y saben cuál es el fin último? Obtener en medio de todo esto, y de las sabias instancias resultantes, lo que se llama con ese nombre importante: el yo fuerte, el fuerte yo. Y

esto se consigue, se logran buenos em­

pleados. Eso es el yo fuerte. Evidentemente, es preciso tener un yo resistente para ser un buen empleado. Se trata de algo que tiene lugar en todos los niveles, en el nivel de los pacientes y, después, en el nivel de los psicoanalistas. Sin embargo, podemos preguntarnos si el ideal de un final de cura psicoanalítica es que un señor gane un poco más de plata que an­ tes, y que, en el orden de su vida sexual, se agregue a la asistencia moderada que deman­ da a su compañera conyugal la de su secreta­ ria. En general, se considera que esta es una

muy buena salida cuando el tipo estaba un po­ co hasta la coronilla de problemas por ese mo­ tivo, ya sea que haya tenido simplemente una vida infernal o que haya sufrido algunas de esas pequeñas inhibiciones que pueden ocu­ rrir en diversos niveles, oficina, trabajo, e in­ cluso en la cama, ¿por qué no? Cuando todo esto se levantó, cuando el yo está fuerte y tranquilo, cuando el sexo ha he­ cho las paces con el superyó, como se dice, y el ello ya no pica demasiado, pues bien, la co­ sa funciona. La sexualidad allí es completa­ mente secundaria. Mi querido amigo Alexander — porque era un amigo, y no era tonto, pero como vivía en Norteamérica, respondía a las órdenes — ha llegado a decir que, en suma, había que consi­ derar la sexualidad como una actividad exce­ dente. Entiéndase, cuando se hizo todo bien, se pagaron regularmente los impuestos, enton­ ces, el remanente es lo que le toca a lo sexual. Debe de haber habido un error para que la cosa llegue hasta ese punto. Si no, uno no se explicaría verdaderamente la enorme apertu­ ra teórica que se necesitó para que el psicoa­ nálisis se instale e incluso asiente decentemen-

te sus cuarteles en el mundo, y después inau­ gure esta extravagante moda terapéutica. ¿Por qué tantos discursos para llegar a eso? Debe de haber, pese a todo, algo que no funciona. Tal vez habría que buscar otra cosa. Se podría pensar en primer lugar que debe de haber habido una razón para que la sexua­ lidad haya asumido una vez la función de la verdad — aunque más no fuera una vez, pero justamente, fue solo una vez. Después de todo, la sexualidad no es algo tan inaceptable. Y ade­ más, si la asumió una vez, la conserva. Lo que está enjuego se encuentra verdade­ ramente al alcance de la mano, al alcance en todo caso del psicoanalista, que da testimonio de ello cuando habla de algo serio y no de sus resultados terapéuticos. Y lo que está al alcan­ ce de la mano es que la sexualidad agujerea la verdad. La sexualidad es justamente el terreno, si puedo decirlo así, en que no se sabe con qué pie bailar a propósito de lo que es verdad. Y respecto de la relación sexual siempre se plan­ tea la cuestión de lo que verdaderamente se hace, no diré cuando se le dice a alguien un «te amo», porque todo el m undo sabe que es

una declaración tramposa, sino cuando se tie­ ne con ese alguien un lazo sexual, cuando la cosa tiene una continuación, cuando asume la forma de lo que se llama un acto. Un acto no es simplemente algo que les sa­ le así, una descarga motriz, como dice gustosa­ mente y muy a menudo la teoría analítica — aun cuando, con la ayuda de cierto número de artificios, de diversas facilidades, o incluso del establecimiento de cierta promiscuidad, se lle­ ga a hacer del acto sexual algo que no tiene más importancia, como se dice, que beber un vaso de agua. No es verdad, y lo percibimos rápido, por­ que ocurre justamente que se bebe un vaso de agua y después se tiene un cólico. La cuestión no es evidente por razones que obedecen a la esencia de la cosa, es decir que uno se pregun­ ta en esta relación, cuando se es un hombre por ejemplo, si se es verdaderamente un hom­ bre, o para una mujer, si se es verdaderamen­ te una mujer. No solo se lo pregunta el partenaire, sino cada uno, uno mismo se lo pregun­

ta, y esto cuenta para todo el mundo, cuenta de inmediato. Entonces cuando hablo de un agujero en

la verdad no es, por supuesto, una metáfora grosera, no es un agujero en la chaqueta, es el aspecto negativo que aparece en lo que atañe a lo sexual, justamente, por su incapa­ cidad para revelarse. De esto se trata en un análisis. Evidentemente, cuando las cosas empiezan a presentarse así, uno no puede quedarse en ese lugar. A partir de una pregunta como esta, que es verdaderamente actual, presente para todos, se percibe la renovación del sentido de lo que desde el origen Freud ha llamado «se­ xualidad». Los términos de Freud se reaniman, cobran otra dimensión. Se percibe incluso entonces su alcance literario, es decir, hasta qué punto con­ vienen como letras para la manipulación de lo que está enjuego. Lo ideal es justamente llevar las cosas tan lejos, Dios mío, como he comen­ zado a llevarlas. Yo he llevado a los literatos al extremo, a saber, a lo que se consigue hacer con el lenguaje cuando se quieren evitar los equívocos, es decir, reducirlo a lo literal, a las letritas del álgebra. Y

esto nos conduce de inmediato a mi se­

gundo capítulo, el origen de mi enseñanza.

2 Fíjense, aquí es lo contrario de lo de hace un momento. Les he dicho que el lugar era el accidente. A fin de cuentas, yo era empujado al agujero del que hablamos, donde nadie quiere caer. Si me bato seriamente, es porque una vez que uno empezó, no puede detenerse así nomás. Ahora, sobre el tema del origen, pues bien, esto seguramente no querrá decir lo que pue­ de sugerirles, y, en primer lugar, saber en qué momento y por qué la cosa comenzó. No estoy hablándoles de lo que se llama no­ blemente en las tesis de la Sorbona o de otras Facultades de letras los orígenes de mi pensa­ miento, ni tampoco de mi práctica. Alguien bien intencionado quería que les hable del se­ ñor de Clérambault, pero no les hablaré de él, porque, verdaderamente, no corresponde. Clérambault me aportó cosas. Me enseñó simplemente a ver lo que tenía delante de mí, un loco. Como conviene a un psiquiatra, me lo enseñó interponiendo entre yo y eso, un lo­ co — que es, a fin de cuentas, lo más inquie­ tante que hay en el m undo — , una muy boni-

la teoría, que es el mecanicismo. Siempre se la interpone cuando se es psiquiatra. Entonces uno se encuentra frente a un tipo que tiene lo que Clérambault llamaba «auto­ matismo mental», es decir, un tipo que no puede hacer un gesto sin que esté comanda­ do, sin que se le diga — «El muy bandido va a hacer esto». Si ustedes no son psiquiatras, si simplemente tienen una actitud digamos hu­ mana, intersubjetiva, simpática, un tipo que les cuenta una cosa parecida verdaderamente debe de dejarlos completamente helados en alguna parte. Un tipo que vive así, que no puede hacer un gesto sin que se diga — «¡Vaya, alarga el brazo, qué idiota!», es algo fabuloso, pero si ustedes han decretado que es debido a una es­ pecie de efecto mecánico en alguna parte, a una cosa que les cosquillea la circunvolución y que además nunca nadie ha visto, verán que volverán a sentirse tranquilos. Clérambault me enseñó mucho sobre lo que atañe al estatuto del psiquiatra. Naturalmente, sobre el automatismo men­ tal, como él lo llamaba, no olvidé la lección. Mucha gente se dio cuenta después, y lo ex­

presó casi en los mismos términos, pero esto no significa que la cosa no tenga siempre su valor cuando alguien lo reconoce por propia iniciativa. Dicho esto, él veía muy bien las co­ sas, lo cual quiere decir que antes que él nadie había percibido la naturaleza de este automa­ tismo mental. ¿Por qué, si no es porque co­ rrían aún más los velos? Lograban poner tan­ ta «Facultad de letras» entre ellos y sus locos que ni siquiera veían los fenómenos. Aun hoy podría verse más, se podría descri­ bir de manera completamente diferente la alucinación. Bastaría con ser en verdad psicoa­ nalista, pero no se lo es. No se lo es exacta­ mente en la medida en que, si se es psicoana­ lista, se permanece a esa noble distancia de lo que todavía se llama, aunque se es psicoanalis­ ta, el enfermo mental. En fin, dejémoslo. En lo que hace al origen de mi enseñanza, pues bien, se puede hablar de ese origen tan­ to como de cualquier otro. El origen de mi enseñanza es bien simple, está allí desde siempre, puesto que el tiempo nació con lo que está enjuego. En efecto, mi enseñanza es simplemente el lenguaje, absolu­ tamente ninguna otra cosa.

Es probable que para la mayoría de ustedes esta sea la primera vez que una idea semejan­ te llega a sus oídos con esta incidencia, porque pienso que pese a todo hay aquí un buen nú­ mero que aún no ha entrado en el siglo de las Luces. Probablemente, un buen número de los presentes crea que el lenguaje es una supe­ restructura, cosa que ni siquiera Stalin creía. Él se había dado cuenta de que, si se empeza­ ba de este modo, la cosa podía andar mal y que, en un país que me atreveré a llamar avan­ zado — probablemente no tenga tiempo de decirles por qué — , esto podía tener conse­ cuencias. Es muy raro que algo que se hace en la Universidad pueda tener consecuencias, puesto que la Universidad está hecha para que el pensamiento nunca tenga consecuencias. Pero cuando se han perdido los estribos, co­ mo ocurrió en alguna parte en 1917, que el se­ ñor Marr declarase que el lenguaje era una su­ perestructura habría podido tener consecuen­ cias, se habría podido, por ejemplo, empezar a cambiar el ruso. ¡Momentito!, el tío Stalin sintió que se armaría la gorda si se hacía eso. Ven en qué tipo de confusión se iba a entrar. «No digan una palabra más al respecto, el len­

guaje no es una superestructura», lanza Stalin — y en esto está de acuerdo con Heidegger, «el hombre habita el lenguaje». No les hablaré esta noche de lo que Heideg­ ger quiere decir con esto, pero, como ven, me encuentro forzado a poner la casa en orden. «El hombre habita el lenguaje», incluso extraí­ do del texto de Heidegger, habla por sí solo. Quiere decir que el lenguaje está antes que el hombre, lo que es evidente. No solo el hombre nace en el lenguaje, exactamente como nace en el mundo, sino que nace por el lenguaje. Falta designar el origen de eso de lo que se trata. Aparentemente, antes que yo nunca na­ die concedió la menor importancia al hecho de que en los primeros libros de Freud, los li­ bros fundamentales sobre los sueños, sobre lo que se llama la psicopatología de la vida coti­ diana, sobre el chiste, se encuentra un factor común, salido de los traspiés de la palabra, de los agujeros en el discurso, de los juegos de pa­ labras, de los retruécanos y de los equívocos. Esto confirma las primeras interpretaciones y los descubrimientos inaugurales de lo que es­ tá en juego en la experiencia psicoanalítica, en el campo que esta determina.

Abran en cualquier página el libro sobre el sueño, que es el primero que apareció, y verán que solo se habla de asuntos de palabras. Co­ mo verán, Freud se refiere al tema de tal ma­ nera que percibirán escritas con todas las le­ tras las leyes de estructura que Saussure difun­ dió a través del mundo. Él no fue, por otra parte, su primer inventor, aunque sí ha sido su ferviente transmisor, para constituir lo más só­ lido que se hace hoy bajo la rúbrica de la lin­ güística. Un sueño en Freud no es una naturaleza que sueña, un arquetipo que se agita, una ma­ triz del mundo, un sueño divino, el corazón del alma. Freud habla de este como de cierto nudo, de una red asociativa de formas verbales analizadas y que se recortan como tales, no por lo que estas significan sino por una espe­ cie de homonimia. Cuando una misma pala­ bra vuelva a encontrarse en tres entrecruzamientos de ideas que se le ocurren al sujeto, ustedes se darán cuenta de que lo importante es esa palabra y no otra cosa. Cuando han en­ contrado la palabra que concentra en torno de ella la mayor cantidad de filamentos de es­ te micelio, saben que allí está el centro de gra­

vedad escondido del deseo en juego. Para de­ cirlo todo, es ese punto del que hablaba hace un momento, ese punto-núcleo que agujerea el discurso. Si me entrego a esta prosopopeya, es sim­ plemente para volver sensible lo que digo a los que aún no lo habrían escuchado. Cuando me expreso diciendo que el in­ consciente está estructurado como un lengua­ je, es para intentar devolver su verdadera fun­ ción a todo lo que se estructura bajo la égida freudiana, y esto ya nos permite entrever un paso. Porque hay lenguaje, como todos pueden percatarse, hay verdad. ¿En nombre de qué lo que se manifiesta co­ mo pulsación viviente, lo que puede pasar a un nivel tan vegetativo como se quiera, o al nivel más elaborado en lo gestual, sería más verda­ dero que el resto? La dimensión de la verdad no está en ningún lugar mientras solo se trata de la lucha biológica. ¿Qué agrega una osten­ tación en el animal, aun cuando nosotros in­ troduzcamos la dimensión de que apunta a en­ gañar al adversario? Es tan verdadera como cualquier otra, puesto que justamente se trata

de obtener un resultado real, a saber, apresar al otro. La verdad solo comienza a instalarse a partir del momento en que hay lenguaje. Si el inconsciente no fuera lenguaje, no habría nin­ gún tipo de privilegio, de interés en lo que se puede llamar, en el sentido freudiano, el in­ consciente. En primer lugar, si el inconsciente no fuera lenguaje, no habría inconsciente en el sentido freudiano. ¿Habría lo inconsciente? Pues bien, sí, lo inconsciente, de acuerdo, hablemos de esto. También esta mesa es inconsciente. Son cosas que se han olvidado completa­ mente a partir de cierta perspectiva, que es la perspectiva llamada evolucionista. En esta perspectiva, se encontró muy natural decir que la escala mineral desemboca naturalmen­ te en una especie de extremo superior donde vemos verdaderamente funcionar la concien­ cia, como si el prestigio de la conciencia de­ pendiera de lo que acabo de mencionar. Si so­ lo se trata de pensar la conciencia como esa función de conocer que da a los seres particu­ larmente evolucionados la posibilidad de re­ flejar algo del mundo, ¿por qué esta tendría el menor privilegio entre todas las otras funcio­

nes que lindan con la especie biológica como tal? Esas personas a las que se llamó con diver­ sos términos peyorativos, los idealistas, lo su­ brayaron muy bien. Nosotros no estamos, pese a todo, despro­ vistos de términos serios para establecer la comparación. Tenemos una ciencia organiza­ da sobre bases que no son en absoluto las que ustedes creen. Nada que ver con una génesis. Para hacer nuestra ciencia, no hemos entrado en la pulsación de la naturaleza, sino que he­ mos hecho intervenir letritas y numeritos, y con ellos construimos máquinas que funcio­ nan, vuelan, se desplazan en el mundo, llegan muy lejos, lo cual no tiene absolutamente na­ da que ver con lo que se ha podido imaginar en el registro del conocimiento. Se trata de al­ go que tiene su propia organización. La orga­ nización de la ciencia es eso, lo que termina saliendo de allí com o su esencia misma, a sa­ ber, nuestras famosas computadoras de diver­ sos tipos, electrónicas o no. Por supuesto, no es algo que funcione solo, pero puedo hacerles notar que no hay por el momento, y hasta nuevo aviso, ningún modo de hacer un puente entre las formas más evo­

lucionadas de los órganos de un organismo vi­ vo y esta organización de la ciencia. Sin embargo, no carecen completamente de relación. Allí también hay cables, tubos, co­ nexiones. Pero un cerebro humano es incluso mucho más rico que todo lo que hemos podi­ do construir como máquina. ¿Por qué no pre­ guntarse por qué no funciona de la misma manera? ¿Por qué no hacemos, también nosotros, en veinte segundos tres mil millones de opera­ ciones, de sumas, de multiplicaciones, y otras operaciones usuales, como la máquina, cuan­ do tenemos muchas cosas más que confluyen en nuestro cerebro? Cosa curiosa, a veces, por un instante, funciona así. En el conjunto de lo que podemos constatar, es en los débiles. El fe­ nóm eno de los débiles calculadores es muy co­ nocido. Ellos calculan com o máquinas. De ahí que todo lo que es del orden de nuestro pensamiento sea quizá como la captu­ ra de cierto número de efectos de lenguaje so­ bre los que se puede operar. Quiero decir que podemos construir máquinas que son de algu­ na manera su equivalente, pero en un registro evidentemente más limitado que lo que po­

dría esperarse de un rendimiento comparable si se tratara en verdad de un cerebro que fun­ cionara de la misma manera. No digo todo esto para asentar algo firme, sino solo para sugerirles cierta prudencia, que es particularmente válida allí donde la fun­ ción podría parecer apoyarse en lo que se lla­ ma «paralelismo». No para refutar el famoso paralelismo psicofísico, que es, como todos sa­ ben, una fruslería demostrada hace mucho tiempo, sino para sugerir que el corte no se hará entre lo físico y lo psíquico, sino entre lo psíquico y lo lógico. Cuando se llegó hasta aquí, se entiende pe­ se a todo un poco qué quiero decir cuando di­ go que me parece indispensable poner en tela de juicio lo que ocurre con el lenguaje para aclarar los primeros abordajes de lo que está en juego en cuanto a la función del inconsciente. En efecto, quizá sea cierto que el incons­ ciente no funciona según la misma lógica que el pensamiento consciente. Se trata en este ca­ so de saber según cuál. No funciona menos lógicamente, no es una prelógica, no, sino una lógica más flexible, más débil, como se dice entre los lógicos. «Más

débil» indica la presencia o ausencia de ciertas correlaciones fundamentales sobre las cuales se edifica la tolerancia de esta lógica. Una ló­ gica más débil no es en absoluto menos intere­ sante que una lógica más fuerte, es incluso mucho más interesante porque es mucho más difícil de sostener, pero se sostiene a pesar de todo. Nosotros, psicoanalistas, podemos inte­ resarnos en esta lógica, puede ser incluso ex­ presamente nuestro objeto interesarnos en ella, suponiendo que haya una. Piensen un poquito en todo esto de un mo­ do somero. El aparato del lenguaje está en al­ guna parte sobre el cerebro como una araña. Él es quien captura. Sé que esto puede resultarles chocante y pueden preguntarme — «Pero, entonces, pe­ se a todo, ¿qué nos cuenta, de dónde viene es­ te lenguaje?». No tengo ni idea. No estoy obli­ gado a saberlo todo. Además, ustedes tampo­ co tienen ni idea. No vayan a imaginar que el hombre inventó el lenguaje. No están seguros de ello, no tienen ninguna prueba, no han visto ningún animal humano volverse ante ustedes Homo sapiens. Cuando es Homo sapiens, ya tiene el lenguaje.

Cuando alguien se interesó en lo que atañe a la lingüística, un tal Helmholtz en particular, se prohibió plantear la pregunta por los orígenes. Fue una decisión sabia. Eso no quiere decir que haya que mantener siempre esta interdic­ ción, pero es sabio no fantasear demasiado, y siempre se fantasea sobre los orígenes. Esto no quita que se escriban un montón de obras meritorias de las que podemos ex­ traer ideas completamente divertidas. Rous­ seau escribió sobre el tema, e incluso algunos de mis queridos nuevos amigos de la genera­ ción de la Escuela Normal, que consienten en prestarme la oreja de vez en cuando, han edi­ tado de él un Ensayo sobre el origen de las lenguas, que es muy divertido, se lo recomiendo. Pero, en fin, hay que prestar atención a to­ do lo que atañe a la psicología. A partir del mo­ mento en que perciben esta especie de disocia­ ción que he intentado transmitirles esta noche, tal vez puedan darse cuenta de lo que hay de fútil en la psicología del niño de un Piaget. Si se interroga a un niño a partir de un apa­ rato lógico que es el del examinador, él mismo lógico, e incluso muy buen lógico, como lo es Piaget, entonces no debe sorprender encon­

trar dicho aparato en el ser interrogado. Se percibe simplemente el momento en que eso prende, en que eso pica en el niño. Deducir de ello que es el desarrollo del niño el que construye las categorías lógicas es una pura y simple petición de principio. Ustedes lo inte­ rrogan en el registro de la lógica y él les res­ ponde en el registro de la lógica. Claramente, él no habrá entrado de la misma manera en todos los niveles del campo del lenguaje. Ne­ cesita tiempo, eso es seguro. Un señor que no es en absoluto psicoana­ lista había retomado muy bien a Piaget en es­ te punto. Se llamaba Vigotski, y ejercía en al­ gún lado cerca de San Petersburgo. Sobrevivió incluso algunos años a los exámenes revolu­ cionarios, pero, como era tuberculoso, se fue sin terminar lo que tenía que hacer. Él se dio cuenta de que, cosa curiosa, la entrada del ni­ ño en el aparato de la lógica no debía conce­ birse como un hecho de desarrollo psíquico interior, sino que hacía falta, por el contrario, considerarla como algo semejante a su mane­ ra de aprender a jugar, por así decir. Él había constatado, por ejemplo, que el niño no accede a la noción de concepto, a lo

que responde a un concepto, antes de la pu­ bertad. Pero ¿por qué? La pubertad parece de­ signar una categoría de otro orden que la idea extravagante sobre cómo empiezan a funcio­ nar las circunvoluciones cerebrales. Él perci­ bió muy bien esto en la experiencia. N o puedo no exponer aquí la función del sujeto, sea lo que fuere que me hayan dicho de antemano. Exageran. Yo considero que us­ tedes me escuchan muy bien. Son amables y más que amables, porque no basta ser amable para escuchar tan bien. De modo que no veo por qué no decirles cosas un poquito más difíciles. 3

¿Por qué introduje la función del sujeto co­ mo algo distinto de lo que atañe al psiquismo? No puedo verdaderamente hacerles una teoría, pero quiero mostrarles cómo se une es­ to con la función del sujeto en el lenguaje, que es una función doble. Está el sujeto que es el sujeto del enuncia­ do, y que resulta bastante fácil localizar. Yo quiere decir este que está hablando efectiva­

m ente en el m omento en que digo yo. Pero el sujeto no es siempre el sujeto del enunciado, porque no todos los enunciados contienen yo. Aun cuando no hay yo, aun cuando dicen «llueve», hay un sujeto de la enunciación, hay un sujeto aunque ya no sea perceptible en la frase. Todo esto permite representar muchas co­ sas. El sujeto que nos interesa, sujeto no en la medida en que hace el discurso, sino en que está hecho por el discurso, e incluso está atra­ pado en él, es el sujeto de la enunciación. Puedo entonces darles una fórmula que ex­ pongo como una de las primordiales. Es una definición de lo que se llama «elemento» en el lenguaje. Siempre se lo llamó «elemento», in­ cluso en griego. Los estoicos lo llamaron «sig­ nificante». Yo enuncio que lo que lo distingue del signo es que «el significante es lo que re­ presenta al sujeto para otro significante», no para otro sujeto. Todo lo que pienso hacer esta noche es in­ tentar interesarlos un poco. No pienso hacer más que desafiarlos y decirles — «Intenten ha­ cerlo funcionar». Por otra parte, han tenido pese a todo algunas indicaciones aquí y allá,

puesto que tengo alumnos que muestran de vez en cuando cómo funciona la cosa. Lo fundamental es que esto necesita la ad­ misión formal, topológica — poco importa sa­ ber dónde anida — , de cierto cuadro, si uste­ des quieren, que llamaremos «cuadro A». A veces en el vecindario se lo llama incluso «Otro», cuando se sabe lo que cuento, Otro \_Autré\ también con A mayúscula. Para poder

orientarse en cuanto al funcionamiento del sujeto, hay que definir este Otro como el lu­ gar de la palabra. No es desde donde la pala­ bra se emite, sino donde cobra su valor de pa­ labra, es decir, donde esta inaugura la dimen­ sión de la verdad, lo cual es absolutamente in­ dispensable para hacer funcionar lo que está enjuego. Rápidamente se percibe que, por todo tipo de razones, esto no puede funcionar por sí so­ lo. La razón principal es que suele ocurrir que este Otro del que les hablo esté representado por un ser vivo real al que ustedes tienen por ejemplo cosas para demandarle, aunque esto no es forzosamente así. Basta con que sea ese al que ustedes le digan algo como — «Quiera Dios que...», cualquier cosa, y que empleen el

optativo, o incluso el subjuntivo. Pues bien, es­ te lugar de verdad adquiere una dimensión completamente distinta, como se percibe en el único enunciado que acabo de decirles. Nos introducimos de este modo en la refe­ rencia a una verdad muy especial que es la del deseo. Nunca se llevó muy lejos la lógica del deseo, que no está en indicativo. Se comenzaron cosas llamadas «lógicas mo­ dales», pero nunca se avanzó mucho más, sin duda porque no se percibió que el registro del deseo ha de constituirse necesariamente en el nivel del cuadro A, en otras palabras, que el deseo es siempre lo que se inscribe como con­ secuencia de la articulación del lenguaje en el nivel del Otro. El deseo del hombre, he dicho un día en el que hacía falta que me hiciera entender — ¿por qué no habría dicho «hombre»?, en fin, no es verdaderamente la palabra indicada — , el deseo a secas es siempre el deseo del Otro, lo que significa que, en suma, siempre esta­ mos demandando al Otro su deseo. Lo que les estoy diciendo es completamen­ te manejable, no es incomprensible. Cuando salgan de aquí, percibirán de inmediato que

es verdad. Basta simplemente pensar en ello y formularlo así. Y además deben saber que ta­ les fórmulas son muy prácticas porque se las puede invertir. Un sujeto cuyo deseo es que el Otro le de­ mande — es simple, se invierte, se da vuelta — , pues bien, les da la definición del neurótico. Fí­ jense qué práctico puede ser para orientarse. Solo que hay que prestar mucha atención. No se hace de un día para otro. Pueden ir más lejos y percibir al mismo tiempo por qué se pudo comparar al religioso con el neurótico. El religioso no es en absoluto neurótico, es religioso. Pero se le parece porque también ha­ ce estratagemas en torno de lo que es el deseo del Otro. Solo que como es un Otro que no existe puesto que se trata de Dios, hay que dar­ se a sí mismo una prueba. Entonces se simula que él demanda algo, por ejemplo, víctimas. Por eso se confunde esto fácilmente con la ac­ titud del neurótico, en particular, obsesivo. Y es que se asemeja enormemente a todas las técni­ cas de las ceremonias sacrificiales. Todo esto es para decirles que se trata de cosas completamente manejables y que no so­

lo no van en contra de lo que dijo Freud, sino que lo vuelven incluso enteramente legible. Son cosas que se desprenden de la lectura misma de Freud si solo se consiente en no leerlo a través de la lupa perfectamente opaca que suelen usar los psicoanalistas para su tran­ quilidad personal, porque basta con llevar un poquitito más lejos el juego para percibir que se entra en terrenos muy escabrosos, que re­ nuevan un poco la disciplina. No porque se perciba un lazo entre el neu­ rótico y el religioso debe hacerse una colusión algo rápida poniéndolos juntos. También hay que ver que, pese a todo, existe un matiz, sa­ ber por qué es verdad, hasta dónde es verdad, por qué no lo es del todo. Esto no quiere decir que se vaya contra Freud, quiere decir que se lo utiliza. Entonces se percibe por qué eso tan opaco que él conta­ ba tenía un alcance. El pobre estaba allí, se­ gún decía, como un arqueólogo, haciendo agujeros, zanjas, y recogiendo objetos. Quizás incluso no Sabía muy bien lo que había que hacer, es decir, dejar las cosas in situ o llevárse­ las de inmediato a su estantería. Se ve enton­ ces lo que hay efectivamente de verídico en es­

ta búsqueda de la verdad de un nuevo estilo que comenzó con Freud. Volvamos a la referencia al deseo del Otro. Si se han tomado el tiempo de obtener una construcción correcta del deseo en función del lenguaje, vinculándolo con lo que es su ba­ se lingüística fundamental que se llama meto­ nimia, avanzan de manera mucho más riguro­ sa en el campo por explorar, que es el campo del psicoanálisis. Pueden incluso percibir muy bien el verdadero nervio de algo que sigue siendo tan opaco, tan obtuso, tan obstruido, en la teoría psicoanalítica. Si el deseo se constituye en el campo del Otro, si «el deseo del hombre es el deseo del Otro», ocurre que hace falta que el deseo del hombre sea el suyo propio. Pues bien, como se han ejercitado antes, están en condiciones de ver las cosas de una manera menos precipitada que en un primer momento, menos consagra­ da a encontrar de inmediato razones anecdó­ ticas. Cuando es preciso que el deseo del hom­ bre se extraiga del campo del Otro y sea en­ tonces mío, pues bien, ocurre algo muy curio­ so. Cuando le toca desear a él, se da cuenta de que está castrado.

Eso es el complejo de castración. Quiere decir que en la significancia se produce nece­ sariamente algo que es esta especie de pérdida que hace que, cuando el hombre entra en el campo de su propio deseo como deseo sexual, solo pueda hacerlo por medio de esta especie de símbolo que representa la pérdida de un órgano en la medida en que asume en ese ca­ so función significante, función del objeto perdido. Dirán que expongo algo que no por ello es más transparente. Pero yo no busco la transpa­ rencia, busco en primer lugar aferrarme a lo que encontramos en nuestra experiencia, y cuando no es transparente, pues bien, mala suerte. Hay que admitir de entrada la castración, que es algo a lo que evidentemente no estamos acostumbrados. Esto dificulta que se pueda re­ cuperar, alcanzar la transparencia. Se inventan entonces todo upo de historias aburridísimas, incluso las amenazas de los padres, que serían los responsables, como si bastara con que los padres dijeran algo así para que de ello resulte una estructura tan fundamental, tan general como el complejo de castración.

La cosa llega por otra parte hasta el punto de que la mujer se inventa un falo, el falo rei­ vindicado, únicamente por considerarse cas­ trada, lo que ella justamente no es, la pobrecita, por lo menos en lo que concierne al órga­ no, al pene, puesto que no lo tiene en absolu­ to. Que no nos venga a decir que tiene un pedacito, eso no sirve para nada. Pese a todo, les diré algo que los tranquili­ zará, que les permitirá entender un poco más. Si hay castración, es quizá simplemente por­ que el deseo, cuando se trata del suyo, no pue­ de ser algo que se tiene, un órgano manipulable. No puede ser a la vez el ser y el tener. En­ tonces, el órgano sirve quizá justamente a eso que opera en el nivel del deseo. Es el objeto perdido porque ocupa allí el lugar del sujeto como deseo. En fin, es una sugerencia. Sobre este asunto, restablezcan la paz en su espíritu. Moderen sobre todo la impresión de que hay una especie de audacia, cuando se tra­ ta de intentar formalizar de manera correcta lo que es simplemente la experiencia que te­ nemos que controlar todos los días. Tenemos alumnos que nos cuentan las his­ torias de sus pacientes y que notan que, des­

pués de todo, con el lenguaje de Lacan no so­ lo se escucha a los enfermos tan bien como con el lenguaje generalizado y difundido por los institutos constituidos de otro modo, sino que incluso se los escucha mejor. A veces ocurre que los pacientes dicen co­ sas verdaderamente astutas, y lo que dicen es el discurso mismo de Lacan. Solo que si no se hubiera escuchado antes a Lacan, ni siquiera se habría escuchado al enfermo, y se habría di­ cho — «Es otro más de esos enfermos menta­ les que dicen tonterías». Bueno, entonces, pasemos al fin. 4

El fin de mi enseñanza. Si he utilizado el término «fin» no es porque haremos un dra­ ma. N o se trata del día en que esta estire la pa­ ta. No, el fin es el thelos, el para qué se hace. El fin de m i enseñanza, pues bien, sería hacer psicoanalistas a la altura de esta fun­ ción que se llam a sujeto, porque se verifica que solo a partir de este punto de vista se com p rend e de qué se trata en el psicoaná­ lisis.

La expresión «psicoanalistas que estén a la altura del sujeto» puede parecerles poco clara, pero es verdad. Intentaré esbozarles qué pue­ de deducirse de esto en la teoría del psicoaná­ lisis didáctico. No sería una mala preparación que los psi­ coanalistas practiquen un poco de matemáti­ cas. El sujeto es allí fluido y puro, no está ama­ rrado ni sujetado en ninguna parte. Los ayu­ daría, se darían cuenta de que hay ciertos ca­ sos en los que la cosa no circula más porque, justamente, como vieron hace un rato, el Otro parece escindido entre el lugar de la verdad, por un lado, y el deseo del Otro, por otro. Pa­ ra el sujeto, es lo mismo. Un sujeto según el lenguaje es ese que se consigue purificar tan elegantemente en la ló­ gica matemática. Solo que siempre queda algo previo por citar. El sujeto está fabricado por cierto número de articulaciones que se produ­ jeron, y ha caído como un fruto maduro de la cadena significante. Ya cuando nace, cae de una cadena significante — quizá complicada, en todo caso elaborada — a la que precisa­ mente subyace lo que llamamos el deseo de los padres. Aunque este deseo haya sido justa­

mente que no naciera, y sobre todo en ese ca­ so, difícilmente se pueda no tenerlo en cuen­ ta en el hecho de su nacimiento. Lo mínimo sería que los psicoanalistas se dieran cuenta de que son poetas. Esto es lo que tiene de gracioso, incluso de muy gracio­ so. Tomaré el primer ejemplo que se me pre­ senta. Utilizo unas notas que he tomado en el tren pensando en ustedes. Naturalmente, agrego, saco. Aunque en el tren no solo tenía mis papeles, también traía un France-Soir, que entonces miré... Claudine, como saben, la bonita francesa... No sé si la han estrangulado o apuñalado, en todo caso, hay un norteamericano que se to­ mó el buque rápidamente y que hoy está en un hospicio. ¡Que le aproveche! Pensemos. Está en un hospicio, y un psicoa­ nalista va a verlo, lo cual puede ocurrir porque es de muy buena sociedad. Bueno, entonces, ¿con qué se encontrará? Se encontrará con que había LSD. Parece que él estaba atiborra­ do cuando la cosa sucedió. Está el LSD, pero en fin, pese a todo, el LSD no debe trastornar completamente las ca­

denas significantes. En todo caso, esperémos­ lo para encontrar algo que sea aceptable. Se observará un impulso asesino, como se dirá, que se articula perfectamente con cierto nú­ mero de cadenas significantes que han sido completamente decisivas en tal o cual momen­ to de su pasado. Pero, vamos, es el psicoanalista quien dice eso. ¿Por qué no decir simplemente que él ha cepillado a la muchacha y listo? Es tan verda­ dero como percibir que esto tiene causas en alguna parte en el nivel de la cadena signifi­ cante. El psicoanalista dice esto, y lo más fuer­ te es que se le cree. Discúlpenme, se le cree. Si no se le cree, uno es mal visto, no está a la moda. Habría que ver justamente qué significa que se le crea. No doy por sentada, por supuesto, la be­ nevolencia de los jueces ingleses. En todo ca­ so, se trata de algo que debería invitar al psi­ coanalista a cierta crítica en lo que es comple­ tamente análogo, cuando se trata de la trans­ ferencia, por ejemplo. El psicoanalista dice que la transferencia refleja algo que estaba en el pasado. Es él quien lo dice, y la regla del juego es creerle.

Pero, después de todo, ¿por qué? ¿Por qué lo que pasa actualmente en la transferencia no tendría su propio valor? Quizás habría que en­ contrar otro modo de referencia para justifi­ car que se prefiera el punto de vista del psicoa­ nalista a propósito de los hechos y de lo que pasa. No fui yo quien inventó esto. Un psicoana­ lista norteamericano — no todos ellos son idio­ tas — acaba de hacer exactamente estas obser­ vaciones en un número relativamente reciente del Journal officiel de la psychanalyse. Quiero terminar con cosas vivas, como se dice. Este es un pequeño ejemplo. «Si hubiera sabido — dice un paciente — , me habría mea­ do en la cama más de dos veces por semana.» Les cuento de dónde surge algo semejante. Ocurrió a continuación de toda una serie de consideraciones sobre diversas privaciones, y después de haberse aliviado de algunas deu­ das con las que se sentía sobrecargado. Se sen­ tía cómodo, y emitía de modo bastante extra­ ño su lamento por no haber hecho esto más a menudo. Entonces, fíjense, hay algo que me sorpren­ de completamente, y es que el psicoanalista

110 percibe la posición decisiva que tiene al ar­ ticular, nachtráglich como expresa Freud, un a posteriori [aprés-coup] que funda la verdad de lo precedente. Él no sabe verdaderamente lo que hace al hacer esc. Pueden encontrar el a posteriori en las pri­ meras páginas de cierto diccionario que salió hace poco tiempo. Huelga decirles que nadie habría puesto nunca este a posteriori en un diccionario freudiano si yo no lo hubiera ex­ puesto en mi enseñanza. Nadie nunca antes que yo había notado el alcance de este nachtrá­ glich, aunque esté en todas las páginas de Freud. Sin embargo, es muy importante desta­ car el a posteriori en este casc Ningún psicoanalista reflexionó sobre el asunto, quiero decir que, aunque esté en co­ nexión directa con lo que hace como psicoa­ nalista, nunca se escribió que cuando se les di­ ce — «¡Dios mío, por qué no me m eo en la ca­ ma más de dos veces por semana!», si saben es­ cuchar, quiere decir que también hay que con­ siderar el hecho de no mear más de dos veces por semana, y que es preciso dar cuenta de la cifra dos introducida en correlación con el síntoma enurético.

Quizá baste con saber utilizar lo que no es más que la simple consecuencia de la coheren­ cia del pensamiento consigo mismo. Cuando el pensamiento no es demasiado empírico, no consiste en papar moscas y en esperar que nos llegue la inspiración ante los hechos. Por otra parte, ¿cómo decir incluso que es­ taríamos en presencia de puros y simples he­ chos en una situación tan articulada, tan intervencionista>tan artificial como es el psicoaná­ lisis? No porque el psicoanalista se quede quie­ to y cierre el pico las tres cuartas partes del tiempo, las noventa y nueve centésimas partes del tiempo, hay que considerar que es una ex­ periencia de observación. Se trata de una ex­ periencia en la que el psicoanalista participa, y no hay además ningún psicoanalista que in­ tente siquiera negarlo. Solo que es preciso sa­ ber lo que se hace. Aquí menos que en cual­ quier otra parte, se puede desconocer que el verdadero resorte de una estructura científica es su lógica y no su aspecto empírico. A partir de ese m om ento, quizá sea posi­ ble empezar a ver algo. Y quizás el psicoana­ lista esté mejor ubicado, lo que le permitirá no ser simplemente un psiquiatra.

Figúrense que no tenemos ninguna razón para limitar ese famoso d minúscula de A ma­ yúscula, ese deseo del Otro, al campo de la práctica psicoanalítica. Si no hay conciencia colectiva, quizás uno pueda darse cuenta de que es completamente esencial considerar la función del deseo del Otro, y sobre todo en nuestra época, en cuanto a la organización de las sociedades. Esta consecuencia resulta de la institución que se llama comúnmente comunismo, a sa­ ber, de un deseo del Otro fundado en una jus­ ticia en el sentido distributivo del término. Quizá se pueda percibir aquí más de una co­ rrelación, por un lado, con el sujeto de la cien­ cia y, por otro, con lo que resulta de este en el nivel de la relación con la verdad. ¿No sería curioso finalmente intentar ver la correlación que hay entre cierta instauración del deseo del Otro en la cumbre de un régimen y el he­ cho de que es requisito indispensable sostener con tesón durante un tiempo considerable un

número cada vez más extendido de puras y simples mentiras? No piensen que estoy sosteniendo un dis­ curso anticomunista. No se trata en absoluto

de eso. Voy a plantearles además otro enigma. Por otro lado, ¿creen que allí donde el deseo del Otro se funda en lo que se llama la liber­ tad, es decir, la injusticia, las cosas andan me­ jor? En este país donde puede decirse todo, in­ cluso la verdad, el resultado es que, se diga lo que se diga, eso no tiene en ningún caso nin­ gún tipo de consecuencia. Me gustaría terminar aquí para decirles que tal vez llegue un momento en el que se descubra que ser psicoanalista puede dar un lugar en la sociedad. Ese lugar estará asegurado — espero, estoy seguro — sobre todo si en el presente solo lo sostienen psicoanalistas que, después de to­ do, en su tiendita esquivan el bulto con habi­ lidad. Evidentemente, el psicoanálisis es quizás una moda, una moda en primer lugar científi­ ca que concierne a las cosas referidas al sujeto. Sin embargo, se volverá algo cada vez más útil de preservar en medio del movimiento cada vez más acelerado en el que entra nuestro mundo.

D is c u s ió n

Henri Maldiney —¿Cómo discutir su discur­

so? Habría que hacerlo en una pluralidad de puntos, penetrar en las articulaciones, no se lo puede hacer en su totalidad. Le plantearé una simple pregunta sobre la distinción de sus dos sujetos. Parece que usted simplifica abusivamente el primero, ese que justamente no tiene senti­ do lexical, ese que solo está determinado por el acto de tomar la palabra, ese que no está definido simplemente por el conjunto de los posibles semantemas de la palabra, que por lo demás no son nunca puros, ni por el conjun­ to de morfemas, sino por lo posible de una si­ tuación Me parece que, al descuidarlo, se muestra aquí en oposición a Heidegger, a quien usted citaba hace un rato, porque archéen Heidegger es fundamentalmente presencia y articulación antes de ser estructura morfológica, antes de ser sentido. Esta es originariamente soberana en lo concreto y por fuera del comprender, en la situación misma. Igualmente ese yo que toma la palabra y ese tú, esta alteridad de la que tie­

ne necesidad, que le es necesaria, porque si to­ do está claro, ya no hay nada. Quiero decir que si no hay esta resistencia del otro, él no puede encontrarse a sí mismo. Ahora bien, el yo así instituido escapa a la le­ gislación del lenguaje, salvo en una lógica de la predicación, y pienso que con la lógica de su exposición, al definir al sujeto del enunciado usted entra en un sistema de predicación. Aho­ ra bien, la lógica de la predicación no es sin embargo más que una forma de lógica, y es se­ guramente una lógica del objeto más que una lógica de la relación sujeto/objeto. Precisamente, la objetivación presente en esta lógica me parece completamente contra­ ria a la noción misma de insight, porque esta no es más que el segundo tiempo de una singularización de esa función mucho más funda­ mental que es la de estar en el mundo. Ahora bien, estar en el seno mismo de esta lógica y estar en el mundo no es completamente lo mismo. Usted corre el riesgo de permanecer en el interior del campo de la «experiencia», para hablar como Husserl. Y

no veo bien qué presencia puede tener la

relación con la cosa, la articulación misma de

las cosas, perpetuamente presente en Heidegger, si el lenguaje se vuelve verdaderamente el signo, la forma misma de lo absoluto, más allá del principio de realidad, lo que es contrario a la Vemeinung de Freud, de la que usted ha hecho... J. L. —Hoy no he hablado en lo más míni­

mo de la Verneinung. Henri Maldiney —No, y sin embargo sí, da­

do que la represión no se levanta por el senti­ do intelectual de la representación, y que es el sentido que se obtiene por el lenguaje. Me pa­ rece que el lenguaje mismo no es contemporá­ neo, no nace simplemente con el tiempo. En general, el lenguaje se ahorra el tiempo, el sentido en el fondo es reversible, pero solo en el presente usted puede recuperar ese algo que no está simplemente en el sentido... J. L. —Se lo ruego, no siga. No invoqué a

mi favor a Heidegger, aunque me he permiti­ do citarlo por encontrar una fórmula sorpren­ dente. Suponiendo que ciertas personas de mi auditorio hayan incluso pensado en esta rela­

ción, dije de inmediato que tomaba prestada esta fórmula, y esto es lo que he hecho aquí con ella. Lo que hace Heidegger con ella es otro tema. Por otra parte, para responder a lo que me parece lo esencial de lo que usted me ha di­ cho, me cuesta ver por qué dice que sacrifico al sujeto de la articulación, de la arché, de la si­ tuación, el sujeto en la medida en que habla y que escucha, en la medida en que entra en la situación presente, en la medida en que es el ser en el mundo, como usted dice, puesto que precisamente por eso hablo de «división del sujeto». Digo que el sujeto, por ser sujeto, solo fun­ ciona dividido. Este es todo el alcance de lo que establezco. Debo incluso decirle que esta división del sujeto la consagro, la denuncio, la demuestro por vías distintas de esta, reducida, que he utilizado aquí, y que, por otra parte, no respondía en absoluto por la división misma. Habría sido necesario que hiciera algo cuya referencia incluso me he prohibido completa­ mente ofrecer esta noche, porque no hay que pensar que he hablado de lo que, si me permi­ ten, llamaré, para ir rápido, no solamente mi

enseñanza, sino mi doctrina, y de lo que resul­ ta de ella. No he podido hacerlo. En esta división hay un elem ento causal que es lo que llamo objeto a. Están los que ya han escuchado esto y están los que no lo han escuchado. A los que no lo han escuchado puede parecerles una rareza, sobre todo por­ que no tengo siquiera el tiempo para recordar de qué orden puede ser, y que tiene una rela­ ción de lo más estrecha con la estructura del deseo. En todo caso, este objeto a está en el mismo lugar en que se revela esa singular au­ sencia fálica, en la raíz de lo que he querido poner aquí en el centro, porque es el centro de la experiencia analítica, a saber, lo que he llamado, como todo el mundo, castración. Entonces, para decir que este sujeto estaba dividido, simplemente he indicado sus dos po­ siciones respecto de la función del lenguaje. Nuestro sujeto tal cual es, el sujeto que habla, si quieren, puede reivindicar la primacía, pe­ ro nunca será posible considerarlo como pura y simplemente iniciador libre de su discurso, en la medida en que, al estar dividido, se liga a ese otro sujeto que es el del inconsciente y que resulta dependiente de una estructura de

lenguaje. El descubrimiento del inconsciente es eso. Esto es verdaa o no es verdad. Si es verdad, es lo que debería impedir, incluso a Heidegger, hablar de lo que ocurre con el sujeto siempre de una misma manera. Por otra par­ te, si entramos en una controversia heideggeriana, me permitiré anticipar que la utiliza­ ción que hace Heidegger del término «sujeto» está lejos de ser homogénea. Henri Maldiney —El no lo utiliza casi nunca. J. L. —Exactamente. Yo lo utilizo. Henri Maldiney —Con sus razones. J. L. —Con mis razones, estas que estoy in­

tentando articularles. Usted me ha hecho en esta línea cierto número de objeciones en las que intervienen algunos registros de la doctri­ na freudiana, la represión, la Verneinung, y mu­ chas otras cosas. Evidentemente, todo esto ha desempeñado su papel, y ha pasado por el ta­ miz de mi reflexión durante los diecisiete años — me disculpo — , en que se ha desarrollado

lo que he venido a presentar aquí, o más bien recordar, con tres referencias que he llamado sucesivamente «lugar, origen y fin de mi ense­ ñanza». Las objeciones que puede hacer, y que siguen por supuesto presentes, vienen de cier­ ta perspectiva. No ignoro nada de lo que usted desea preservar, pero aunque solo sea para de­ mostrárselo, necesitaría sin duda un diálogo mucho más largo que el que podemos mante­ ner aquí. Henri Maldiney —No niego lo que usted di­

ce del inconsciente. Así com o usted hace de él un lenguaje, Husserl hace de él «inactualidades». Por consiguiente, no se puede tener un diálogo, sino, digamos, solamente un doble monólogo. J. L. —No es específico de lo que pasa en­

tre filósofos. Entre marido y mujer ocurre lo mismo.

Mi enseñanza, naturaleza y sus fines

o i acepté visitar una clínica psiquiátrica, fue porque tenía motivos para presumir que había razones para que se me pidiera que participase en lo que se llama en la jerga actual un coloquio. No está nada mal este término. Me gusta bastante. Hablamos juntos, quiero decir en el mismo sitio, lo que no significa, sin embargo, que se piense. Cada quien habla, y como es en el mismo sitio, se coloquia. «Coloquio» es un término sin pretensión, a diferencia del térmi no «diálogo». Dialogar es una de las mayores pretensiones de nuestra época. ¿Ya han visto gente dialogar? Las circunstancias en las que se habla de diálogo se asemejan siempre un poquito a circunstancias domésticas. Yo esperaba, pues, coloquiar. Pero dado su número, será mucho más difícil de lo que pen­ saba.

El caso es que no he preparado absoluta­ mente nada destinado especialmente a uste­ des. Me resulta fácil decirles por qué. Si me viera llevado a sostener ante ustedes algunas palabras sin encontrar más apoyo en su asis­ tencia que su silencio, tendría la sensación de hacer el gesto de la sembradora. Pero no por­ que ustedes estén en fila se abren surcos y las semillas están seguras de encontrar un terre­ no donde brotar. Por eso me gustaría que al­ gunas de las personas que se escalonan en es­ te auditorio tengan la amabilidad de plantear­ me una pregunta. Por supuesto, es completamente inverosí­ mil, pero es el pedido que hago, como cada vez que me tocó hablar — lo que no me ocurre muy a menudo — en un contexto que me es extraño, porque no creo que haya muchos de ustedes que hayan seguido lo que enseño.

1 Lo que enseño ha provocado cierto ruido. La cosa data del día — que aplacé, gracias a Dios, tanto tiempo como pude — en que reuní algo que debí llamar Escritos, en plural,

porque me parecía el término más simple pa­ ra designar lo que haría. Reuní bajo este título las cosas que había escrito con objeto de poner algunos puntos de referencia, algunos mojones, como postes que se fijan en el agua para enganchar los barcos, a lo que había enseñando semanalmente du­ rante una veintena de años. No creo haberme repetido mucho. Estoy incluso bastante segu­ ro de ello, porque me impuse como regla, co­ mo imperativo, no volver a decir nunca las mismas cosas. Entonces, esto no deja de cons­ tituir cierta habilidad. En el transcurso de estos largos años de en­ señanza, de vez en cuando componía un escri­ to que me parecía importante colocar como un pilar, la marca de una etapa, el punto al que se había llegado en tal año o en tal época de tal año. Después lo reuní todo. Cayó en un contexto en el que las cosas habían avanzado desde la época en que yo había comenzado con la enseñanza. Hablaba para personas a las que el asunto interesaba directamente, personas precisas que se llaman psicoanalistas. Lo que decía concernía a su experiencia más directa, más

cotidiana, más urgente. Estaba pensado expre­ samente para ellos, nunca estuvo pensado pa­ ra nadie más. Pero ciertamente me di cuenta de que lo que decía también podía interesar a gente a la que no estaba dirigido y a la que no le concierne en absoluto. Toda producción de esta naturaleza posee siempre un carácter ejemplar, en la medida en que enfrenta una dificultad que se siente, una cosa verdadera, una cosa concreta, para utilizar otro término de moda. Leer lo que escribí, aun cuando no se entienda muy bien, produce un efecto, re­ tiene, interesa. N o se tiene tan a menudo la impresión de leer un escrito requerido por al­ go urgente, y que se dirige a personas que tie­ nen verdaderamente algo que hacer, algo que no es fácil de hacer. Creo que es en primer lugar por esta razón que la gente aparenta por lo menos leer o ha­ ber leído estos Escritos que, tomados desde otro lugar, se puede estar de acuerdo en considerar ilegibles. Naturalmente, no me refiero a la gen­ te cuyo oficio sería ese, es decir, los críticos. Es­ ta lectura los obligaría a mostrar su capacidad escribiendo algo que tenga por lo menos una relación con lo que yo expongo, pero allí, des­

confían. Como pueden observar, este libro no ha sido muy criticado. Sin duda es muy denso, difícil de leer, oscuro, y no está pensado en ab­ soluto para el consumo corriente. Ustedes podrían decirme que estas pala­ bras conllevan quizás una disculpa. Podrían querer decir que pienso que debería haber he­ cho uno para el consumo corriente, o incluso que haré uno. Sí, es posible. Quizá lo intente. Pero no es lo que acostumbro. N o es comple­ tamente seguro que tenga éxito. Quizá sea me­ jor que no intente forzar mi talento. Tampoco considero que sea algo tan deseable en sí, por­ que lo que enseño terminará entrando en el consumo corriente. Habrá personas que se aplicarán a ello, que lo harán circular, aunque no será lo mismo, por supuesto, ya que estará un poquito reducido. Se intentará hacerlo en­ trar en ciertos cuchicheos de aprobación. Se intentará, en la medida de lo posible, reubicarlo respecto de algunas de esas convicciones bien sólidas que constituyen el sostén de cada uno en esta sociedad, como en cualquier otra. No pretendo en absoluto criticar aquí la so­ ciedad en que vivimos, la cual no es ni mejor ni peor que las demás. Una sociedad humana

siempre ha sido una locura. Las cosas no an­ dan peor ahora. Seguirán siempre, permane­ cerán siempre de la misma manera. Sin em­ bargo, es preciso reconocer que cada vez hay más ideas desprovistas de aristas. Todo se pro­ longa en todo, lo cual termina por causar a to­ do el mundo y a cada uno una especie de as­ co. Hace poco, en el almuerzo, en el pequeño círculo de quienes me han recibido tan ama­ blemente, se hablaba de lo que se llama la TV, y de que esta les permitirá llegar a cada mo­ mento a la escena del mundo para mantener­ se al tanto de todo lo cultural. Ya nada se les escapará de lo que es cultural. Me gustaría en este sentido llamarles la atención sobre una diferencia mayor, que qui­ zá no se ha destacado bastante, entre el hom­ bre y los animales. Vale la pena señalarla por­ que justamente se la olvida. Hablo de una di­ ferencia en el contexto de la naturaleza, por­ que no quiero en absoluto hacer culturalismo. A diferencia de lo que ocurre en todos los niveles del reino animal — la cosa comienza en el elefante y el hipopótamo y termina en la medusa — , el hombre se caracteriza en la na­ turaleza por el extraordinario embarazo que

le produce — ¿cómo llamarlo, Dios mío, de la manera más simple? — la evacuación de la mierda. El hombre es el único animal al que esto le plantea un problema, pero que resulta prodi­ gioso. Ustedes no se dan cuenta porque tie­ nen aparatitos que la evacúan. No imaginan adonde va a continuación. A través de cañe­ rías, todo se junta en sitios enormes que ni sos­ pechan, donde se acumula, y después hay fá­ bricas que la recogen, la transforman y hacen con ella todo tipo de cosas que vuelven a la cir­ culación por m edio de la industria humana, que es una industria muy cerrada. Resulta sor­ prendente que no haya, hasta donde yo sé, cursos de economía política que le dediquen al tema una o dos lecciones. Sin duda se trata de un fenóm eno de represión que, como to­ dos los fenóm enos de represión, se liga a las necesidades de las buenas costumbres. Solo que no se entiende bien cuáles. Hay un hombre sagaz al que conocí hace mucho tiempo, y lamento no haberlo visto más, es bastante famoso, se llama Aldous Huxley. Era un hombre encantador, de buena fa­ milia, y que no era completamente idiota, na­

da incluso. No sé si vive aún. Consigan de él — si no recuerdo mal, en francés lo publicó Stock — , Adonis y el alfabeto. Este título no anuncia evidentemente el capítulo que con­ tiene sobre el tema que acabo de mencionar, el gran muladar. Siempre resulta chocante hablar del tema, cuando siempre formó parte de lo que se lla­ ma la civilización. Una gran civilización es en primer lugar una civilización que tiene un mu­ ladar. Mientras no se parta de cosas de este ti­ po, no se dirá nada serio. Entre los pueblos a los que desde hace cier­ to tiempo no sé por qué se llama primitivos, cuando no tienen absolutamente ningún ca­ rácter de primitivismo, o digamos, en las socie­ dades de las que se ocupan los etnólogos — aunque, desde que los teóricos se metieron en ellas farfullando sobre lo primitivo, lo arcaico, lo prelógico y otras fruslerías, ya nadie com­ prende nada — , pues bien, hay menos proble­ mas de muladar. No digo que no los haya. Qui­ zá porque ellos tienen menos de estos proble­ mas se los llamó salvajes, e incluso buenos sal­ vajes, y se los considera gente más cercana a la naturaleza.

Pero en lo que hace a la ecuación gran civi­ lización = tubos y cloacas, no hay excepción. En

Babilonia hay cloacas, en Roma no hay más que eso. La Ciudad comienza por ahí, Cloaca máxima. El imperio del mundo le estaba pro­

metido. Uno debería, pues, sentirse orgulloso. La razón por la cual no se lo está es que, si se diera a este hecho su alcance, si se puede de­ cir, fundamental, se percibiría la prodigiosa analogía que hay entre el muladar y la cultura. Ahora ya no es un privilegio. Todo el mun­ do está más que cubierto en este aspecto. La cultura se cuaja sobre ustedes. Envarados co­ mo estamos en este caparazón de desechos que vienen también de allí, intentamos darle a la cosa vagamente una forma. ¿A qué se redu­ ce? A grandes ideas generales, com o se dice. La historia, por ejemplo. La historia acomoda bien las cosas. Y no tie­ ne un solo sentido, tiene treinta y seis. Hay gente que le dio un valor de soporte. Natural­ mente, por nada del mundo se iría a ver lo que eso quiere decir exactamente en Hegel. Hubo otros antes que él, Bossuet por ejemplo, quien había puesto todo en manos de la Pro­ videncia. Allí por lo menos era claro. Debo de­

cir que tengo una gran estima por el Discurso sobre la historia universal. En primer lugar, él

inauguró el género, y lo hizo sobre principios claros. Dios empuja los peones sobre el table­ ro. He aquí lo que merece, en efecto, el nom­ bre de «historia». Todo gira en torno de la his­ toria que le ocurrió a un señor. No está mal, esto provocó a otros, hizo la historia mucho más profunda. No digo que estas ideas sean to­ das inadmisibles, pero se han hecho de ellas usos extraños. N o crean sin embargo que la cultura es un fin que desapruebo. Estoy muy lejos de eso. La cultura alivia, alivia completamente de la función de pensar, alivia de lo único que tie­ ne un leve interés en esta función, que es completamente inferior. No veo por qué se pondría algún acento de nobleza en el hecho de pensar. ¿En qué se piensa? En las cosas que no se dominan en absoluto, que es preciso gi­ rar, dar vueltas, sesenta y seis veces en el mis­ m o sentido antes de lograr comprender. Esto es lo que se puede llamar el pensamiento. Me­ ditando muevo, hurgo. Lo cual solo comienza a volverse interesante cuando se es responsa­ ble, a saber, cuando se aporta una solución

preferentemente formalizada. Mientras no se desemboca en una fórmula, en una formalización, y en la medida de lo posible matemáti­ ca, no se ve su interés, ni su nobleza. No se ve lo que merecería que uno se detenga en el asunto. La historia sirve para hacer la historia del pensamiento, quiero decir, para desembara­ zarse finalmente de los pequeños esfuerzos así, tímidos, a menudo muy estimables, a me­ nudo escrupulosos — a decir verdad, esto es lo que sobrevive mejor — , que tal o cual ha podi­ do hacer para resolver ciertos problemas. Co­ mo a nuestros profesores les inquietaría enor­ memente tirar de la cuerda y decir lo que piensan de la lógica de Descartes, o de algu­ nos de esos despistados, les resulta más cómo­ do, cuando la cosa resiste más allá de su ben­ dito tiempo, hacer la historia del pensamien­ to, lo que conduce a buscar lo que se fueron endosando unos a otros. Resulta apasionante, sobre todo cuando es una boludez, y cuando se ve lo que ha sobrevivido de este modo. Este mecanismo que les hago observar ope­ ra de una manera completamente actual. No es teoría, no estoy aquí para destacar la teoría.

Pueden verlo ante sus ojos, sin ir a la Facultad, donde es por otra parte lo que les enseñan con el nombre de «filosofía». Saben la grar tontería que nos han inven­ tado recientemente. Está la estructura y está la historia. Las personas que fueron colocadas en el casillero de la estructura — yo lo estoy, no fui yo quien se metió allí, sino que me han puesto — se supone que escupen sobre la his­ toria. Es absurdo. Evidentemente, no hay es­ tructura sin referencia a la historia. Pero pri­ mero sería necesario saber de qué se habla cuando se habla de estructura. Intentaré de­ cirles algo al respecto. Siempre es difícil pescar sin malentendido de qué se trata en el campo sobre el que ver­ daderamente se medita. Como las palabras a menudo han llevado bastante a todo tipo de confusiones, algunos emplean hoy la reduc­ ción histórica, que no tiene nada que ver con los derechos teóricos, si puede decirse así, de la función de la historia. Entonces se lanzan cuestiones que conciernen, no a la estructura, sino a lo que se llama el estructuralismo. Así, durante una entrevista que precedió a mi venida ante ustedes, una persona, por lo

demás muy estimable, me ha dicho — «¿Po­ dría explicar qué relación tiene lo que usted dice, lo que hace, lo que expone, con el estructuralismo?». Yo respondí — «¿Por qué no?». Entonces, planteemos bien las cosas y si­ gamos el proceso. Lo que llamamos el movimiento cultural tiene una función de mezcla y de homogeneización. Cada cosa que emerge posee ciertas cualidades, cierto vigor, cierta prominencia. Es un brote. Dicho movimiento cultural lo tri­ tura hasta que se vuelve completamente redu­ cido, infame, comunicante con todo. A pesar de todo, hay que decir que no satis­ face. No por razones ligadas a exigencias inter­ nas, sino comercialmente. Desenraizado, se agota. Aunque haya pronunciado palabrotas, puedo permitirme repetirles la fórmula que se me ocurrió al respecto. Se está de acuerdo en comer mierda, pero no siempre la misma. En­ tonces, intento procurar una nueva. El origen de la nueva moda, lo que uste­ des llaman «estructuralismo», es que se quie­ re usar para un mismo propósito a hombres que habían permanecido en sus rinconcitos y que no encajaban allí fácilmente. Habría que

estudiar en su conjunto mediante qué proce­ sos, qué funciones de resistencia, ellos se en­ contraron aislados, y después asociados, asi­ milados, aglutinados. Tengo una suerte loca de ser contado entre ellos, y me hallo muy bien. Son todas personas que pusieron un po­ co más de seriedad en sus cosas. Lévi-Strauss, ¡bravo! Seguro que ya no se podrá producir tan bien en el futuro. Es aplastante. Y des­ pués hay otros. De vez en cuando se cambia alguno. Por ahora, se ocupan seriamente de que to­ do esto entre en la circulación general, se ha­ ce un gran esfuerzo para ello. ¡Ah, sí, la solu­ ción no es mala! Por ahora, resisto a la opera­ ción, porque ellos no saben muy bien por qué punta tomar lo que digo. No lo saben porque no tienen la menor idea, y con razón, de a qué se refiere todo esto, aunque a sus ojos forme parte de lo mismo. Necesitan ocuparse de reabsorberlo como el resto, pero no saben có­ mo hacerlo. Ya hallarán la forma, sobre todo si yo los ayudo.

2 Salta a la vista que lo que enseño se relacio­ na con lo que se llama la experiencia psicoanalítica. Se quiere trasladar todo esto no sé dónde, hacia algo que en ningún caso agrega saber, eso que se llama con esa palabra amable que parece un estornudo, Weüanschauung. Lejos de mí semejante pretensión. No hay nada a lo que le tenga más horror. Gracias a Dios, nunca me dedicaré a eso. Ninguna Weltanschauung. E in­ cluso todas las otras Weltanschauungen yo las desecho. Se trata, en lo que enseño, de algo comple­ tamente distinto, de procedimientos técnicos y precisiones formales que conciernen a una ex­ periencia que, o bien es seria, o bien es una in­ creíble errancia, una cosa loca, delirante. Tie­ ne todo este aspecto cuando se la ve desde el exterior. El rasgo fundamental del análisis es que la gente termina por darse cuenta de que ha dicho boludeces a granel durante años. Yo por mi parte intento mostrar, partiendo de lo que elucida su razón de ser, por qué se sostiene, por qué continúa, por qué llega a al­

go que muy a menudo no es en absoluto lo que se cree deber anunciar en el exterior y re­ clamar en lo que concierne a la operación. Salta a la vista que es una operación de discur­ so, una operación-discurso. Me dirán que hay quienes pasan todo su análisis callándose. En ese caso, es un silencio elocuente. No se esperó al análisis para interesarse en el discurso. Incluso de él partió todo lo que es ciencia. No basta con imaginarse la filosofía en el registro que les mencionaba hace un ra­ to, a saber, cómo se han ido endosando de vez en cuando bellos pensamientos. Aquí no se trata de eso. La filosofía ha servido para preci­ sar en qué medida podrían salir de la operación-discurso cosas suficientemente ciertas pa­ ra ser calificadas de ciencia. Para que salga de allí una ciencia, la nues­ tra, que pese a todo muestra su capacidad — capacidad de qué, habrá que ver, pero en todo caso de eficacia — , se ha dedicado tiempo. Es toda una historia de perfeccionamiento del uso correcto del discurso, y nada más. ¿Yla experiencia?, me dirán ustedes. Justa­ mente, la experiencia solo se constituye como tal si se la hace parür de una pregunta correc­

ta. Se la llama hipótesis. ¿Y por qué hipótesis? Se trata simplemente de una pregunta correc­ tamente planteada. En otras palabras, algo ha comenzado a cobrar forma de hecho, y un he­ cho es siempre hecho de discurso. Un hecho admitido, cosa que nadie ha visto nunca, no es un hecho, es una protuberancia, uno se lo lleva por delante, es todo lo que se puede de­ cir de algo que no está ya articulado como dis­ curso. El psicoanálisis, que es un caso absoluta­ mente inédito de discurso, nos lleva a revisar un poquito la posición del problema desde la raíz. Nos incita, por ejemplo, a interrogar el fenóm eno que constituyen la aparición de una lógica, sus aventuras, y las cosas extrañas que ha terminado por mostrarnos. Hubo un tal Aristóteles cuya posición — po­ co importa lo que vayan a creer después de es­ ta declaración — tenía alguna analogía con la mía. No se puede saber con qué, con quién tra­ taba. Se los llama confusa, vagamente, sofistas. Es preciso desconfiar naturalmente de estos términos, es preciso ser muy prudentes. Hay, en suma, un black-out sobre lo que la gente ex­ traía del oráculo de los sofistas. Sin duda era al­

go eficaz, puesto que sabemos que se les paga­ ba muy caro, como a los psicoanalistas. Aristó­ teles extrajo algo de allí que, por otra parte, no tuvo ningún efecto sobre aquellos a quienes se dirigía. A mí me ocurre algo semejante porque a los psicoanalistas ya bien instalados en el asunto lo que yo cuento no les va ni les viene. Pero sigamos, sigamos, esperemos. Se ha llamado lógica a todas esas cositas maravillosas que se encuentran en los Analíti­ cos primeros, los Segundos, las Categorías. Hoy se

las menosprecia porque somos nosotros los que hacemos la lógica verdadera, la seria, des­ de hace no tanto tiempo, desde mediados del siglo XIX, hace un siglo y medio. La lógica correcta, estricta, verdadera, que comenzó con un tal Boole, nos permite revi­ sar algunas ideas. Desde siempre se creyó que cuando se habían planteado algunos buenos principios al com ienzo, el resultado era algo redondo, y se estaba seguro de caer siempre parado. Lo importante era que un sistema no fuera contradictorio. La lógica era únicamen­ te eso. Y luego se percibe que no es en abso­ luto así, y se descubre un m undo de cosas que se nos escapan. Si por casualidad algunas

personas por aquí, por allá, escucharon ha­ blar de un tal Gódel, sabrán que incluso la aritmética resulta ser un cesto, no digo con un doble fondo, pero con un fondo archiagujereado. Todo se escapa por un agujero en el fondo. Es algo interesante, y es posible que intere­ sarse en esto tenga algún valor formador para alguien como el psicoanalista. Pero por ahora no hay salida, porque existe un problema bien particular que llamaré la cuestión de la edad. Para practicar seriamente la lógica, co­ mo para todo lo demás en la ciencia moder­ na, es preciso introducirse en ella antes de ha­ ber sido por completo idiotizado, precisa­ mente, por la cultura. Evidentemente, siem­ pre se está un poco idiotizado, uno no escapa a la enseñanza secundaria. Por cierto, esto también puede tener su valor, porque, como todos saben, son pocos los que sobreviven a ella con una verdadera vivacidad científica. Por ejemplo, mi buen amigo Leprince-Ringuet, que se idiotizaba al mismo tiempo que yo en el colegio en el que usé mi uniforme, se libró de inmediato, de manera viva y brillan­ te. Yo necesité el psicoanálisis para poder sa­

lir. Debo decir que no hubo muchos que lo aprovecharan como yo. La lógica es algo bastante preciso que exige algunos resortes mentales que no estén com­ pletamente fatigados por todas las estupideces que les han hecho tragar. Sería necesario, pues, que yo los tenga bien nuevos. Solo que ser muy nuevo no es tampoco la mejor condi­ ción para hacer un buen psicoanalista. Pero cuando alguien llega después de cierta expe­ riencia a entrar en la profesión de psicoanalis­ ta, es demasiado tarde para enseñarle estas co­ sas tan fundamentales que lo formarían en cierta práctica. He hablado de lógica para darles un punto de mira. No es el único, pero la lógica es ejem­ plar si la tomamos en el nivel de Stóteles, por­ que él ha procurado manifiestamente inaugu­ rar algo. Ciertamente esa gente, los sofistas, ya utilizaban la lógica, y de una manera sin duda muy sorprendente, muy brillante, muy eficaz, en cierto plano de razonamiento. No por no haberla nombrado, la lógica dejó de estar allá, es seguro. ¿Por qué habrían tenido tanto éxito en estimular a los ciudadanos, y también a los no ciudadanos, y en darles trucos para triun­

far en el debate o para discutir las cuestiones eternas del ser y del no ser, si aquello no hu­ biera tenido efectos formadores? Stóteles inten­ tó incluir ahí una técnica, lo que se llama el Organon. De allí salió una descendencia que es

la de los filósofos, con el resultado que ven ac­ tualmente, a saber, que está un poquito agota­ do, porque en filosofía estamos en la historia del pensamiento, lo que significa que se está con la lengua afuera. Felizmente, para inten­ tar remontar todo esto, hay aún algunos mo­ nederos falsos, que llamamos fenomenólogos. El psicoanálisis es una oportunidad para recomenzar. 3

Como creo haberlo hecho notar, existe la más estrecha relación entre la aparición del psicoanálisis y la extensión verdaderamente soberana de las funciones de la ciencia. Aun­ que no se vea de inmediato, hay cierta rela­ ción de contemporaneidad entre lo que se aísla y se condensa en el campo analítico y el hecho de que en cualquier otra parte solo la ciencia tenga algo para decir.

Ustedes me dirán que esta es una declara­ ción cientificista. Pero, sí, ¿por qué no? Sin embargo, no lo es del todo, porque no agre­ go lo que se encuentra siempre al margen de lo que se ha convenido en llamar cientificis­ mo, a saber, cierto número de artículos de fe de los que no participo en ninguna medida. Por ejemplo, la idea de que todo esto repre­ sentaría un progreso. ¿Progreso en nombre de qué? Hace un rato se me presentó una objeción que vendría aparentemente de ciertos rinco­ nes donde se etiquetan psicoanalistas. Debo decir que me inspiró. Me la transmitió una se­ ñora de la que me han dicho que había dado una conferencia sobre lo que cuenta Lacan. Gracias a ella, en suma, me dejo llevar un po­ quito. Si no entendí mal, la objeción de la que se trata se formularía así — «¿Por qué encon­ tró necesario introducir el sujeto? ¿Dónde hay huella en Freud del sujeto?». Debo decirles que esto me noqueó. Lo ho­ rroroso es que después de cierto tiempo, tiem­ po que desperdicio, se cavó una zanja entre ustedes y el efecto de la cultura, del periodis­ mo. Ahora que estoy en primer plano, necesi­

to un intermediario para saber dónde están al­ gunos. Ellos consideran que introducir el suje­ to a propósito de Freud es entonces una nove­ dad, un invento. Sinceramente, invoco aquí a cualquiera que no sea psicoanalista, que, por otra parte, no debe de haber muchos. Cualquiera, por poco informado que esté sobre lo que habla­ mos, sabe que en Freud se trata de tres cosas. La primera es que eso sueña. Eso no es un sujeto, ¿no? ¿Qué hacemos aquí todos? No me hago ilusiones, un auditorio, por muy califica­ do que esté, sueña mientras yo estoy aquí lu­ chando. Cada uno piensa en sus asuntos, su noviecita con la que se encontrará dentro de un rato, su auto que está fundiendo una biela, algo que no anda bien. Y

después, eso falla. Véase el lapsus, el acto

fallido, el texto mismo de la existencia de uste­ des. De ahí que resulte gracioso, grotesco, lo que siempre se está fomentando ante ustedes respecto de las funciones ideales de la con­ ciencia y todo lo que sigue, al modo de la per­ sona que debe llegar a un dominio. No sé de qué se trata. Pueden notar en mis Escritos mi estupor cuando leo cosas que ha elucubrado

mi querido amigo — lo adoro — Henri Ey. Pa­ ra él se trataba de civilizar a los psiquiatras, en­ tonces inventó el órgano-dinamismo asunto completamente rebuscado que no se parece a nada. Desafío a cualquiera a ver una relación entre eso con lo que tratamos, el texto del su­ jeto, y lo que sea que él haya elucubrado a pro­ pósito de esta supuesta síntesis, de la construc­ ción de la personalidad, y de no sé qué más. ¿Dónde están estas personalidades construi­ das? No sé, las busco como Diógenes con una linterna. Lo bello es que, pese a todos los lla­ mados que se hacen a estas construcciones, en efecto, eso falla. Eso quiere decir algo. Nunca tuvo éxito más que para los otros. Hay incluso gente en la sala que se levantó. Yo he logrado acomodarme. En tercer lugar, eso sueña, eso falla, eso ríe. Les pregunto, ¿estas tres cosas son subjetivas o no lo son? Habría que saber de qué hablamos. Las personas que se preguntan qué necesidad tuve de restablecer el sujeto cuando se trata de Freud no saben absolutamente lo que dicen. Debo constatar que es allí donde están, cuan­ do imaginaba que, pese a todo, resistían sobre la base de algo más relevante.

El sujeto del que se trata no tiene nada que ver con lo que se llama lo subjetivo en sentido vago, en el sentido de lo que mezcla todo, ni tampoco con lo individual. El sujeto es lo que defino en sentido estricto como efecto del sig­ nificante. Esto es un sujeto, antes de poder si­ tuarse por ejemplo en tal o cual de las perso­ nas que están aquí en estado individual, antes incluso de su existencia de vivientes. Se puede, por supuesto, decir por conven­ ción — «Es un buen o mal sujeto, es un sujeto moral, es el sujeto del conocimiento», o de to­ do lo que quieran. En verdad, es una historia loca esta idea de sujeto del conocimiento, uno se pregunta cómo se puede seguir hablando de esto en las clases de filosofía. Solo puede significar una cosa, que todo lo que está vivo sabe siempre lo suficiente, justo lo necesario para subsistir. No se puede decir nada más. Es­ to se extiende a todo el reino animal o, por qué no, vegetal. En cuanto a la idea de poner lo que se lla­ ma el hombre en una relación con lo que se llama el mundo, se necesita que considere­ mos este mundo como un objeto y que haga­ mos del sujeto una función de correlación. El

mundo pensado como ob-jeto supone un su-jeto. Esta relación solo puede adquirir sustancia,

esencia, a partir de una gran imagen contem­ plativa cuyo carácter por completo mítico es manifiesto. Imaginamos que hubo gente que contemplaba el mundo. Hay evidentemente en Aristóteles, en ciertos momentos, algo por el estilo, cuando habla de las esferas. De mo­ do que, simplemente, él no puede dar ningu­ na otra teoría de las esferas celestes más que implicar en ellas un movimiento de contem­ plación. Nosotros sabemos qué es una ciencia. Nin­ guno de nosotros es dueño de la ciencia en su conjunto. La pequeña ciencia corre a todo ga­ lope por su propio movimiento, hasta tal pun­ to que nosotros no podemos hacer nada. Los que están más metidos son también los que es­ tán más embrollados. Todo lo que hay allí de experiencia algo ilustrada indica que el sujeto depende de esta cadena articulada que representa la adquisi­ ción científica. El sujeto tiene que ocupar su lugar, situarse como puede en las consecuen­ cias de esta cadena. Necesita revisar en cada momento todas las pequeñas representacio-

nes intuitivas que se había hecho y que se des­ plazan al mundo e incluso a las categorías su­ puestamente intuitivas. Todo el tiempo hace falta que recomience, con el objeto incluso de alojarse, por poco que no haya quedado fuera de este sistema. Por otra parte, es el objetivo del sistema. De otro modo, el sistema fracasa. De ese mo­ do, el sujeto dura. Si algo nos vuelve a causar la sensación de que hay un lugar donde se lo sostiene, donde se trata con él, es en ese nivel que se llama el inconsciente. Porque todo fa­ lla, todo ríe, todo sueña. No sueña, no falla ni ríe más que de una manera perfectamente articulada. ¿Qué hace Freud durante todo el tiempo de su acerca­ miento, su descubrimiento, su actualización de lo que está en juego en el inconsciente? ¿Cómo pasa su tiempo? ¿Con qué trata? Ya sea texto de sueño, texto de chiste o forma de lap­ sus, él manipula articulaciones de lenguaje, de discurso. En el margen de un pequeño grabado de Goya se encuentra escrito — «El sueño de la razón engendra monstruos». Es bello, y como es Goya, lo es más aún. Vemos esos monstruos.

Cuando se habla, siempre habría que saber detenerse a tiempo. ¿No es cierto que añadir «engendra monstruos» hace bien? Es un co­ mienzo de elucubración biológica. También la biología ha dedicado mucho tiempo a dar a luz ciencia. Se han demorado largamente en el becerro con seis patas. ¡Ah, los monstruos, todo esto, la imaginación, nos causa un pla­ cer...! ¡Oh, qué bien los psicópatas — dicen los psiquiatras — , algo bulle, hormiguea, in­ venta, imagina, es estupendo! No hay más que ellos para imaginárselo. No puedo decirles có­ mo es para el psicópata, no lo sigo lo suficien­ te, pero por cierto no es en absoluto lo que los psiquiatras imaginan, sobre todo cuando par­ ten de no sé qué, de la fisiología de la sensa­ ción o de la percepción, para pasar a la cons­ trucción, después a la generalización, todo pa­ ra intentar pensar en qué lugar tropiezan, los pobres. Como se ve claramente, esto no tiene absolutamente ninguna relación con sus cons­ trucciones. Sería preciso, entonces, saber detenerse. «El sueño de la razón» — esto es todo. ¿Qué quiere decir? Que la razón favorece que se per­ manezca en el sueño. Aquí también no sé si no

se atreven a escuchar de mi parte una breve declaración de irracionalismo. Pero no, es lo contrario. Lo que se querría dejar fuera, ex­ cluir, a saber, el reino del sueño, se encuentra así anexado a la razón, a su imperio, a su fun­ ción, a la captura del discurso, al hecho de que el hombre habita el lenguaje, como dice al­ guien. ¿Es irracionalismo percibir y seguir los progresos de la razón en el texto mismo del sueño? Quizá deba transcurrir todo un análisis antes que suceda lo que podría suceder, a sa­ ber, que se toque un punto de despertar. Freud escribió en algún lado Wo Es war, solí Ich werden. Incluso si lo tomamos en el nivel de

su segunda tópica, ¿qué significa sino cierta manera de definir al sujeto? Allí donde estaba el reino del sueño, debo advenir, llegar a ser, con el acento especial que asume en alemán el verbo werden, al que hay que darle su alcance de progresión en el devenir. ¿Qué puede que­ rer decir esto sino que el sujeto ya está en su casa en el nivel del Es? No debemos perdernos en los detalles de que en la segunda tópica de Freud hay cierto sistema, el de la percepción-conciencia, que él llama das Ich, con el artículo, porque no hay

en alemán palabras que funcionen como moi y je en francés.1 Das Ich es algo como las otras

dos instancias, para utilizar este término vago al que se asocia, el Es y el Uberich. ¿Qué es sino, hablando con propiedad, el nudo del sujeto? Podría incluso tratarse de esta función gro­ tesca, ridicula, sobre la cual se arrojaron natu­ ralmente los que fueron durante un tiempo mis compañeros de ruta, y que venían, Dios sa­ be de dónde, llenos de psicología, lo que no es una preparación para el psicoanálisis. Hablo de la función de la intersubjetividad. ¡Ah, Lacan, el «Discurso de Roma», «Función y cam­ po de la palabra y del lenguaje», la intersubje­ tividad! Estás tú, estoy yo, uno se lo dice, se en­ vía cosas, entonces se es intersubjetivo. Todo esto es puramente confusional. Pienso que deben de conocer mi posición sobre este punto, si no, estoy en condiciones de

1. El francés distingue entre je, forma átona del pro­ nombre personal de la primera persona del singular, que representa la persona y forma bloque con el verbo, y moi, forma tónica de dicho pronombre, que sirve para eviden­ ciar la persona, y se utiliza en posición de complemento. [N. de la T.]

hacérsela percibir mejor. La confusión del suje­ to con el mensaje es una de las grandes carac­ terísticas de todas las tonterías que se dicen so­ bre la pretendida reducción del lenguaje a la comunicación. Lo esencial del lenguaje nunca fue la función de comunicación. De eso partí. Von Frisch cree que las abejas tienen un lenguaje porque se comunican cosas, lo cual es exactamente del mismo orden que lo que dicen de vez en cuando las personas cuando pierden el seso, que recibimos mensajes de cuerpos estelares, con el pretexto de que nos llega algo. ¿Por qué es un mensaje? Si damos un sentido a la palabra «mensaje», es preciso que haya una diferencia con la transmisión de lo que sea. Si no, todo en el mundo sería men­ saje. Por otra parte, de cierta manera todo lo es, dado lo que ponen de moda las funciones de transmisión y de vehiculación de informa­ ciones, como se dice. No es difícil percibir que esta información se la puede formalizar como lo que se inscribe exactamente en sentido in­ verso a la significación. Esto muestra por sí so­ lo que no hay que confundir una información entendida en ese sentido con lo que resulta de lo que se vehicula en el uso del lenguaje.

La articulación del lenguaje pone primero en discusión lo que está enjuego en cuanto al sujeto de la enunciación. El sujeto de la enun­ ciación no se confunde en absoluto con ese que, llegado el caso, dice de sí mismo yo, co­ mo sujeto del enunciado. Cuando tiene que hablar de él, se llama yo, lo que quiere decir simplemente yo que hablo. El yo, tal como apa­ rece en un enunciado cualquiera, no es más que lo que se llama un shifter. Los lingüistas afirman que es también sujeto de la enuncia­ ción. Digan lo que digan, es completamente falso. De tal modo es falso que lo falso lo ve­ mos claramente desde que lo conocemos. Hay enunciaciones cuyo sujeto siempre pueden buscar. No está en todo caso allí para el que es capaz de decir yo. Se necesita pese a todo reconstruir un poco el pretendido esquema de la comunicación. Si hay algo que debe volver a discutirse, es muy es­ pecialmente la función de la intersubjetividad, como si hubiera una simple relación dual con un emisor y un receptor, y la cosa funcionara perfectamente. No es así en absoluto. En la comunicación se trata en primer lu­ gar de saber lo que eso quiere decir. Todo el

mundo lo sabe. La menor experiencia mues­ tra justamente que lo que el otro está diciendo no coincide nunca con lo que dice. Por esta razón, incluso, ustedes se matan construyendo una lógica para poder poner en el pizarrón pequeños signos sobre los cuales no habrá duda. Se esfuerzan justamente por eliminar al sujeto. Y, en efecto, a partir del mo­ mento en que han puesto letritas, por un tiempito está eliminado. Lo encontrarán natural­ mente al final, bajo la forma de todo tipo de paradojas. He aquí lo que hay de convincente y de apasionante en todos esos intentos de acorralamiento a los que procede la lógica. Alguien nos indica que, si queremos ha­ blar de algo que no es absolutamente el psiquismo, sino, aunque parezca imposible, una metapsicología, es decir, algo completamente distinto de una psicología, hay que hablar del ello, del yo y del superyó. Se actúa como si to­ do esto fuera evidente, marchara a la perfec­ ción, de la manera más natural, aunque ven­ ga disfrazado. No es en absoluto así. No solo se distingue de todo el blablablá de antes, si­ no que, si hay una intersubjetividad de la que se pueda hablar legítimamente, una intersub-

jetividad no solo dramática, sino incluso trági­ ca, que no tiene nada que ver con el orden de la comunicación, una intersubjetividad de gente que se empuja y se atasca y se ahoga en­ tre sí — pues bien, esta se presenta bajo la for­ ma del ello, del yo y del superyó, y se las arre­ gla perfectamente sin lo que llamarían un mismo sujeto. Se me pregunta por qué hablo del sujeto, por qué, según dicen, se lo añado a Freud. En Freud no se habla de otra cosa. Pero se lo re­ fiere en forma imperativa, brutal. Es una espe­ cie de operación de topadora que pone en carne viva todo lo que, desde hace milenios de tradición filosófica, se intenta justamente ca­ muflar en lo que hace al sujeto. Precisamente, en este orden de cosas se quiere ahora asestar un golpe, como les decía hace un rato. Lo que acentué, y no puedo de­ cir que haya hecho aquí más que sugerir una dimensión, tiene en efecto un contrapunto dado por los filósofos. Hay uno, por ejemplo, al que me referí brevemente en el primer nú­ mero de mi revista Scilicet, joven lleno de ta­ lento que nos reserva aún algunos reciclajes de grandes temas clásicos, de cuya existencia

yo sabía mucho tiempo antes de encontrarlo por primera vez en un congreso, donde me di­ jo — «Todo eso está muy bien, todo lo que us­ ted dice, yo lo sigo — y se ve que lo sigue: cuando escribe un artículo sobre Freud no puede escribir más que lo que yo he dicho — , pero ¿por qué, por qué, tiene interés en lla­ marlo su jetó ». Así, cuando se acercan a ciertos campos, hay siempre un área reservada. Entre la gen­ te que despunta por ahora, hay uno que se atrevió un día a escribir un libro sobre Racine. ¡Oh!, pero no fue el único, porque había alguien para quien Racine era su cuadro de reserva. ¿Cómo se atreve?, etcétera. Aquí el fi­ lósofo estaba listo para decirme — «¿Por qué seguir llamando sujeto a lo que usted articula como el inconsciente estructurado como un lenguaje?». Cuando los analistas me plantean seme­ jante pregunta, recibo un golpe, pero no puedo decir que me sorprenda. Pero de par­ te de los filósofos es tan desconcertante que no encontré ninguna respuesta para dar, sal­ vo decirle — «Conservo al sujeto... para ha­ cerlos hablar».

Sin embargo, qué locura sería no retomar este término, del que no sé qué ventura en la tradición filosófica nos conservó el hilo, desde el Organon de Aristóteles, del que hablaba ha­ ce un rato. Relean o lean las Categorías, mis queridos amigos, los que de vez en cuando tie­ nen la idea de leer otra cosa que manuales, y vean al comienzo la diferencia entre sujeto y sustancia. Hay allí algo tan crucial que los dos mile­ nios de tradición filosófica de los que hablaba no han hecho más que intentar reabsorberlo. Ese al que se considera la cumbre de la tradi­ ción filosófica, Hegel, con, debo decirlo, un brío deslumbrante, expuso la negación misma de lo que palpamos en el sueño, a saber, que la sustancia ya es el sujeto, antes de llegar a serlo poco después en la fórmula de Freud. Todo parte del traumatismo inicial de la afirmación aristotélica que separa de la mane­ ra más rigurosa el sujeto y la sustancia, y que está completamente olvidada. Que el sujeto haya sobrevivido a lo largo de la tradición filosófica muestra, si puede decir­ se así, una verdadera conducta de fracaso del pensamiento.

¿No es esta la razón para no abandonar el término «sujeto» en el momento en que se tra­ ta finalmente de reorientar su uso?

No puedo decir que mi situación sea muy difícil. Por el contrario, es extraordinariamen­ te fácil. La manera misma en que acaban de presentarme indica que, de todos modos, ha­ bré hablado como Lacan. Entonces, habrán escuchado a Lacan. El género «conferencia» no es el mío. No es el mío porque yo doy cada ocho días desde hace quince años algo que no es una confe­ rencia, algo que, en tiempos de entusiasmo, se ha llamado seminario, y que es un curso. Pero se trata, pese a todo, de un seminario, ha con­ servado ese nombre. No soy yo quien testimoniará al respecto, sino quienes estaban allí desde el comienzo — algunos fueron alternando — : no hay uno so­ lo de estos cursos que se haya repetido.

Hubo un momento en el transcurso de los acontecimientos en que me creí en el deber de explicar algo al número reducido que me rodeaba, algo que se pondrá en discusión aho­ ra. Y es preciso que este algo, Dios mío, sea lo suficientemente extenso como para que toda­ vía no haya terminado de explicárselo. Es raro. Quizá se trate también de que el desarrollo mismo de lo que tenía que explicar me haya planteado problemas y haya dado lu­ gar a nuevas preguntas. Quizá. No es seguro. Sea como fuere, hoy no puedo de ningún modo pretender mencionar siquiera sus prin­ cipales rodeos, aunque solo sea por alusión, para los que saben de qué hablo y conocen in­ cluso más o menos lo que he dicho al respec­ to. Para los otros, que supongo que son una parte de esta asamblea, y que saben poco o na­ da al respecto, se trata de que no les dé siquie­ ra una idea, si lo que acabo de decir es cierto, a saber, que nunca me he repetido. A decir verdad, el género «conferencia» su­ pone ese postulado que está en el principio mismo del nombre Universidad: hay un uni­ verso, un universo del discurso, se entiende.

Es decir que el discurso habría logrado duran­ te siglos constituir un orden lo suficientemen­ te establecido para que todo se distribuya en compartimientos, en sectores que no habría más que estudiar en forma separada, y cada uno solo tendría para aportar su piedrita a un mosaico cuyos marcos ya estarían lo suficiente­ mente establecidos porque ya se habría traba­ jado bastante para eso. El más simple examen de la historia contra­ dice la idea de que las capas que se han asen­ tado en el curso de la historia con el escalonamiento de los siglos constituirían experiencias que se suman y que al mismo tiempo pueden reunirse para formar esta Universidad — Uni­ versidad de letras, Universitas litterarum, está en el principio de la organización de la enseñan­ za que lleva este nombre. Les ruego que no entiendan por esta pala­ bra «historia» lo que les enseñan con el nom­ bre de «historia de la filosofía» o de cual­ quier otra cosa, que es una chapucería que intenta darles la ilusión de que las diversas etapas del pensamiento se engendran una a la otra. El menor examen prueba que no es en absoluto así, y que todo ha procedido, por

el contrario, por ruptura, por una sucesión de pruebas y comienzos, que han dado cada vez la ilusión de que se podía influir sobre una totalidad. El resultado es que basta con ir a cualquier tienda de libros antiguos y tomar cualquier li­ bro de la época del Renacimiento. Ábranlo, léanlo verdaderamente, se darán cuenta de que ya no encontrarán siquiera el hilo conduc­ tor de las tres cuartas partes de las cosas que les preocupaban y les parecían esenciales. En cambio, lo que a ustedes puede parecerles una evidencia se engendró en cierta época que, aunque no fue hace veinte, treinta, cincuenta años, no se remonta más allá de Descartes. Es que a partir de Descartes ocurrieron ciertas cosas pese a todo notables, en particu­ lar, la inauguración de nuestra propia ciencia, una ciencia a la que distingue una eficacia bas­ tante sobrecogedora porque interviene hasta en lo más cotidiano de la vida de cada uno. Pe­ ro, a decir verdad, quizá sea esto lo que la di­ ferencia de los saberes precedentes, que siem­ pre se ejercieron de manera más esotérica, quiero decir, que eran el supuesto privilegio de unos pocos.

En cuanto a nosotros, estamos inmersos en los resultados de esta ciencia. La más mínima cosa que está aquí, y hasta los raros asientitos en los que se sientan, son verdaderamente consecuencia de esta. Antes se hacían asientos de cuatro patas como sólidos animales, debían parecerse a animales. Ahora adquieren un as­ pecto levemente mecánico. ¿Ustedes no se acostumbran? Por supuesto, les faltan los asientos antiguos. Entonces, imparto una enseñanza que con­ cierne a algo que nació en ese momento de la historia y de los siglos en el que ya se estaba por completo en el contexto de la ciencia, an­ tes incluso que se lo pudiera decir como aca­ bo de decirlo. Se trata del psicoanálisis. Yo por mi parte me vi llevado a ubicarme en una posición de enseñanza muy particular que consiste en partir otra vez desde cierto punto, cierto terreno, como si nada se hubie­ ra hecho. El psicoanálisis significa eso. Es que en cierto campo clásico llamado hasta aquí «psicología», y que se explica, por supuesto, por todas las condiciones históricas precedentes, nada se había hecho. Quiero de­ cir, se había hecho una construcción muy ele­

gante y útil si se admiten en la base algunos postulados que además siempre es preciso que la psicología reconstruya retroactivamente. En resumidas cuentas, si se aceptan estos postula­ dos, todo funciona, pero si algo se cuestiona de manera radical, todo se desorganiza. Mi enseñanza no sirve a esto, sino que esto la domina. Mi enseñanza está al servicio, sirve para poner de relieve algo que ocurrió y que tiene un nombre, Freud. Suele suceder que ocurran cosas que lleven un nombre. Por sí solo este es un problema que no se resuelve de ningún modo con la ayuda de nociones como las que llamamos in­ fluencias, préstamos, materia. Por supuesto, en muchos casos puede servir saber cuáles son las fuentes. Sirve justamente en el terreno lite­ rario, en el terreno y en la perspectiva llamada Universitas litterarum. Aunque esto no resuelve

por otra parte absolutamente nada desde que surge algo que existe un poco, por ejemplo, un gran poeta. Es pura locura querer abordar el problema en nombre de las fuentes. El punto de vista «fuentes» puede servir también en la enseñanza corriente, lo que lla­ mé hace un rato el género «conferencia». Solo

que de vez en cuando hay fracturas, hay gente que, en efecto, supo tomar cositas de aquí y de allá para nutrir su discurso, y no es otra la esen­ cia de este discurso, que parte de un punto de ruptura. Si mi enseñanza sirve para que se aprecie a Freud y se declara al servicio de esto, ¿qué sig­ nifican en este caso las fuentes? Significan pre­ cisamente que lo que me interesa no es redu­ cir a Freud a sus fuentes. Mostraré, por el contrario, su función co­ mo fractura. Por supuesto, en lo que se refie­ re a hacerlo entrar en vereda, reubicarlo en su lugar en la psicología general, hay otros que se dedican a eso, gracias a lo cual descui­ dan lo único interesante, que es por qué Freud es un nombre en torno del cual se en­ gancha eso tan singular que coloca a este nombre en la conciencia de nuestra época. ¿Por qué, después de todo, el nombre de Freud goza de un prestigio del mismo orden que el de Marx, sin haber tenido aún, aparen­ temente, ninguna de sus consecuencias cataclísmicas? ¿Por qué diablos? ¿Por qué hay todo un campo en el que no se puede hacer má" que evocarlo y donde tiene incluso un valor de

punto nodal? — se adhiera o no a lo que él ha dicho y a lo que constituiría su mensaje, inclu­ so, sin que se pueda decir, hablando con pro­ piedad, lo que esto significa, aparte de una suerte de mitología que circula. ¿Cómo es po­ sible que este nombre esté tan presente en nuestras conciencias? Que yo me dedique así a hacer valorar a Freud es un asunto completamente distinto de lo que llamaré victorias de pensadores. Por su­ puesto, tiene su relación con el pensamiento, pero es algo que nos instruye sobre lo que puede haber de sorprendente en la inciden­ cia, sobre nuestra historia común, de los efec­ tos del pensamiento. Dado que son m édicos los que por ahora llevan la carga del mensaje de Freud, podría creerse, sería posible decir que, después de todo, lo más importante no es él sino las co­ sas concretas con las que ellos se relacionan, concretas en el sentido que esta palabra tie­ ne como resonancia, cosas com o esto, un pe­ dazo, un bloque, algo que se sostiene, en fin, cada uno sabe, los enfermos, que tienen sim­ plem ente cosas para ser tratadas, algo que re­ siste.

Freud nos enseñó que entre estos enfermos hay enfermos del pensamiento. Solo que se de­ be prestar atención a la función así designada. ¿Se está enfermo del pensamiento en el senti­ do en que se dice — «está loco», en el sentido en que esto pasa en el nivel del pensamiento? ¿Esto es lo que quiere decir? Esto es, en suma, lo que se decía hasta él. Ahí está todo el problema. Se habla de «psicopatología mental». Hay niveles en el organis­ mo, y está el nivel superior. En el nivel de los comandos, debe de haber en algún lado un ti­ po en una salita, desde donde puede apagar to­ do lo que está arriba en la cabeza. Desde cier­ to punto de vista sumario, el pensamiento se imagina así. Hay en alguna parte algo rector, y si en ese nivel algo se trastorna, se tendrán per­ turbaciones del pensamiento. Evidentemente, si se apaga todo, se engendrará cierta pertur­ bación, pero todos nosotros seguiremos vivos, nos dirigiremos a tientas hacia una puerta, y la cosa se restablecerá. Esta es la concepción clá­ sica del enfermo del pensamiento. La expresión «enfermo del pensamiento» puede entenderse en otro registro. Podríamos decir «animales enfermos del pensamiento»,

como se dice «animales enfermos de peste». Es otra acepción. No llegaré a decir que el pensamiento en sí es una enfermedad. El ba­ cilo de la peste en sí mismo tampoco es una enfermedad, sino que la engendra. La engen­ dra en los animales que no están hechos para soportar el bacilo. Quizá se trate de eso. Pen­ sar no es en sí una enfermedad, pero ocurre que puede producir enfermos. Sea como fuere, Freud descubre primero algo bastante cercano a esto. En el nivel de la enfermedad, hay pensamiento que circula e incluso pensamiento común, nuestro pan y nuestro vino, el pensamiento que comparti­ mos poco, ese del que se podría decir — «Piensen unos en otros». Se trata de ese pen­ samiento. Los fenóm enos que constituyen cierto campo de enfermedades, el de las neu­ rosis, dependen estrechamente de este «Pien­ sen unos en otros». Esto es con lo que Freud comienza. Una tradición que se llamó a sí misma, por qué no, filosófica, pretende que el proceso del pensamiento sea una función autónoma, o, más exactamente, que solo se sitúe, se constitu­ ya por la obtención de su autonomía a partir

de esta gradación, de esta pirámide humana de unos trepados sobre las espaldas de otros que ha permitido en el transcurso de los siglos pro­ ducir las condiciones de un puro ejercicio del pensamiento, esencial de aislar para que desde allí el pensamiento capture, en sentido inver­ so, todo eso de lo que primero debió preser­ varse para garantizar su justo ejercicio. Este proceso seguramente no es nada, pues­ to que parece que de allí se engendró por fin lo que es nuestro privilegio, una física correcta. Pero tal como se nos representa este trabajo de cultura y aislamiento que apunta a cierta efica­ cia, deja completamente de lado lo que ocurre con las relaciones del animal humano con el pensamiento. Ahora bien, él está implicado allí desde el origen, y parece incluso cierto que, desde el nivel más elemental, el más fisiológico en el sentido en que esta palabra designa las funciones más familiares, estas ya estén implica­ das en funciones de pensamiento como sostén, como cosa que se enrosca, se desplaza. En resumen, el trabajo de los filósofos nos había dejado suponer que el pensamiento es un acto transparente para sí mismo, que un pensamiento que se sabe pensar es el criterio

último, la esencia del pensamiento. Todo eso de lo que habíamos creído que teníamos que purificarnos, liberarnos, para aislar el proceso del pensamiento, a saber, nuestras pasiones, nuestros deseos, nuestras angustias, hasta nues­ tros cólicos, nuestros miedos, nuestras locuras, todo eso parecía ser testigo en nosotros de la in­ trusión de lo que Descartes llama el cuerpo, porque, en la cima de esta purificación del pen­ samiento, está el hecho de que no podemos comprender de ninguna manera que el pensa­ miento sea divisible. Todo vendría de la pertur­ bación que provocan las pasiones en el funcio­ namiento de los órganos. Tal es el punto al que se llega al término de una tradición filosófica. Por el contrario, Freud, haciéndonos retro­ ceder, nos indica que es en el nivel de nuestras relaciones con el pensamiento donde hay que buscar el resorte de toda una tendencia, singu­ larmente acrecentada, parece, en el contexto de nuestra civilización, de gobernar a través de la prevalencia, el crecimiento del pensa­ miento de alguna manera encarnado en los brain-trusts, como se dice. El pensamiento está

desde siempre encarnado, y esto es aún sensi­ ble para nosotros en lo que consideramos lo

más caduco, lo más desecho, lo más inasimila­ ble, en el nivel de ciertos desfallecimientos que, aparentemente, solo parecen deberse a la función del déficit. En otras palabras, eso piensa en un nivel donde no se aprehende en absoluto a sí mismo como pensamiento. Esto tiene mayor alcance. Si eso piensa en un nivel en el que no se aprehende a sí mismo, es porque no quiere de ninguna manera apre­ henderse. Sin duda prefiere desprenderse de sí mismo aunque sea pensado. Más aún, no re­ cibe en absoluto gustoso las observaciones que pudieran venir de afuera a incitar a lo que piensa a reaprehenderse como pensamiento. Esto es el descubrimiento del inconsciente. Este descubrimiento se hizo en una época en la que nada era menos discutible que la su­ perioridad del pensamiento. En particular, gente a la que se llamaba en ciertos registros los nobles descendientes de los griegos y los romanos, civilizados, se consideraban hom­ bres finalmente llegados al estadio de su pen­ samiento positivo y daban un crédito que la historia nos mostró excesivo al progreso del espíritu humano y a que en ciertas zonas, por poco que uno haya sido algo ayudado, que se

les haya tendido la mano, este podía fran­ quear una frontera y entrar en el círculo de los hombres que en el m undo podían considerar­ se ilustrados. El mérito de Freud fue percibir que hacía falta juzgar esto de otro modo, y mucho antes que la historia nos hubiera en efecto llamado a más modestia. Esta nos mostró lo que palpa­ mos todos los días desde tal y tal fecha, a saber, que no hay ninguna suerte de área privilegia­ da en el campo humano definido como el de las personas provistas dél poder singular de manejar el lenguaje. Civilizados o no, son ca­ paces de los mismos impulsos colectivos, de los mismos furores. Siempre han permaneci­ do en un nivel que no hay de ningún modo motivos para calificar como más alto o más ba­ jo, como afectivo, pasional o pretendidamente intelectual, o desarrollado, como se dice. To­ dos tienen a su alcance exactamente las mis­ mas elecciones, que pueden traducirse en los mismos éxitos y las mismas aberraciones.. Por reducido que esté, ya que lo transmite gente más o menos impedida que son los re­ presentantes oficiales de la cosa, el mensaje que lleva Freud no discrepa seguramente en

nada de todo lo que nos ha ocurrido desde su época, y que es capaz de inspirarnos puntos de vista más modestos sobre la perspectiva del progreso del pensamiento. Freud no discrepa en nada, sigue allí con su mensaje, que es quizá tanto más fuerte en su incidencia cuanto que permanece aún en el es­ tado más cerrado, más enigmático, incluso si se logró mantenerlo a flote gracias a cierto nivel de vulgarización. En ese nivel en que el ser hu­ mano es un pensamiento que felizmente tiene en su seno la secreta advertencia de que se ig­ nora a sí mismo, la gente siente que hay en el mensaje freudiano, aun bajo la forma en que por ahora boga, transformado en píldoras, al­ go precioso, alienado sin duda, pero nosotros sabemos que estamos ligados a esta alienación, porque es nuestra propia alienación. Quienquiera que se tome el trabajo de in­ tentar alcanzar el nivel al que lleva este mensa­ je está seguro de interesar — la prueba está he­ cha, aunque más no sea por esa compilación de desechos que son mis propios Escritos — , se­ guro de interesar singularmente a la gente más diversa, más dispersa, más raramente situada, y, para decirlo todo, a cualquiera.

Esto se hace con gran asombro de los que quieren que la literatura esté siempre hecha para responder a ciertas necesidades. Ellos se preguntan por qué mis Escritos se han vendi­ do. Yo soy amable, cuando un periodista me pregunta esto, me pongo en su lugar, le digo — «Estoy como usted, no sé». Y después le re­ cuerdo que estos Escritos no son más que algu­ nos hilos, flotadores, islas, puntos de referen­ cia que he puesto de vez en cuando para la gente a la que yo enseñaba. Dejé aparte en cierto rincón el comprimido, para que recuer­ den que ya había dicho eso en cierta fecha. Pero, después de todo, los Escritos interesan al periodista que me informa que se los lee, es cierto. Si interesan a tanta gente, es quizá sim­ plemente debido a lo que digo en ellos. Eviden­ temente, en el nivel «necesidad», necesidad concreta por supuesto, que es el principio de to­ da publicidad, uno se sorprende. ¿Por qué ten­ drían necesidad de estos Escritos, que son, apa­ rentemente, incomprensibles? ¿Quizá necesi­ tan tener un lugar donde perciben que se habla de lo que ellos no comprenden? ¿Por qué no? Si el objetivo de mi enseñanza es que se aprecie a Freud, no lo es evidentemente en el

nivel de «el público en general». El público en general no me necesita a mí para apreciar a Freud, lo cual funciona muy bien con lo que hacen los otros, los compañeros. Como les acabo de explicar, se haga lo que se haga, e in­ cluso dejando la carga de la cosa a la corpora­ ción de psicoanalistas, de la cual soy uno de los florones, se haga lo que se haga, entién­ danlo como quieran, e incluso como yo lo en­ tiendo, Freud está allí. El esfuerzo de mi enseñanza hasta aquí no consiste, pues, en poner de relieve a Freud para la prensa en general. No tendría razón de ser, y a decir verdad no veo por qué yo me habría impuesto a mí mismo la preocupación y el esfuerzo, si no se dirigiera a los psicoana­ listas. Les ofrezco esto en su fórmula más amplia. Necesito considerar que el pensamiento existe en el nivel más radical y ya condiciona por lo menos una parte inmensa de lo que co­ nocemos como animal humano. ¿Qué es el pensamiento? La respuesta no se aloja en el nivel en que se considera que su esencia es ser transparente para sí mismo y sa­ berse pensado. Está más bien en el nivel del

hecho de que todo ser humano al nacer está inmerso en algo que llamamos pensamiento, pero del cual un examen más profundo de­ muestra con evidencia, y esto desde los prime­ ros trabajos de Freud, que es completamente imposible captar lo que está en juego, salvo apoyándose en su material, constituido por el lenguaje en todo su misterio. Digo «misterio» en el sentido en que nada está esclarecido a propósito de su origen, pero algo es perfectamente formulable, por el con­ trario, a propósito de sus condiciones, de su aparato, y de cómo está hecho un lenguaje, por lo menos, lo que se llama su estructura. Negar que Freud partió de allí es negar la evidencia, negar el testimonio que constituyen para nosotros sus grandes primeras obras, es­ pecialmente la Traumdeutung, la Psicopatología de la vida cotidiana y el Witz, que hemos tradu­

cido como El chiste. Freud en primer lugar de­ signa el campo del inconsciente en fenómenos que se presentan en apariencia como irracio­ nales y caprichosos, como tapones: el sueño es absurdo, el lapsus ridículo, e irrisorio el Witz que nos hace reír no se sabe por qué. Me veo obligado a ir rápido.

Freud nos conduce hacia el campo de la se­ xualidad en la medida en que está especial­ mente concernido en todos estos fenómenos. Sin embargo, la estructura y el material enjue­ go designan el inconsciente, puesto que todo esto pasa sin el menor auxilio de lo que hasta entonces hemos considerado que era el pensa­ miento, es decir, algo capaz de captarse a sí mismo com o consciente. De aquí parten Freud y la báscula que él introduce. Esto plantea problemas completamente nuevos. El primero de todos es saber si la concien­ cia misma es esa cosa que pretende ser quizá la más imponderable de las cosas, pero segu­ ramente la más autónoma, y si el inconscien­ te no sería una simple consecuencia, un deta­ lle, y un detalle afectado de ilusión, en rela­ ción con lo que ocurre con los efectos de cierta articulación radical, esa que captamos en el lenguaje, en la medida en que sería ella, después de todo, la que habría engendrado lo que está en discusión con el nombre de pensamiento. En otras palabras, el pensamiento no tiene que concebirse como una especie de flor que

apunta a la cumbre de no se sabe qué evolu­ ción, de la que cuesta ver por lo demás cuál se­ ría el factor común que la destinaría a produ­ cir esta flor. Se trata para nosotros de volver a interrogar seriamente su origen. En todo caso, el pensamiento no se nos presenta seguramente por ahora bajo la forma de una función calificable en ningún grado de «superior». Es por el contrario una condición previa en el interior de la cual se alojan como pueden toda una serie de funciones animales, desde las superiores, como se dice, que pue­ den situarse en el nivel del neuroeje, hasta las que pasan en el nivel de las tripas, y que se lla­ man, no se sabe por qué, inferiores. En otras palabras, lo importante es volver a poner en discusión todo este escalonamiento de entidades que tiende a hacernos entender los mecanismos orgánicos como algo jerarqui­ zado, cuando de hecho quizás haya que situar­ los en el nivel de cierta discordancia radical del marco de quizá tres registros que designo como lo simbólico, lo imaginario y lo real. Ni siquiera sus distancias recíprocas son hom ogé­ neas. Ponerlas en una misma lista ya tiene al­ go de arbitrario. ¿Qué importa, si estos regis­

tros pueden por lo menos tener alguna efica­ cia para introducir la cuestión? Sea como fuere, puesto que se trata de cier­ ta pasión, sufrimiento, puesto que se trata de un pensamiento, del que no puede captarse en ninguna parte quién lo piensa como una conciencia, un pensamiento que en ninguna parte se capta a sí mismo, un pensamiento so­ bre el que siempre es posible preguntarse quién lo piensa, esto basta para que cualquie­ ra que se introduzca en esta rara dialéctica de­ ba haber renunciado, por lo menos para sí, a la prevalencia del pensamiento en la medida en que se capta a sí mismo. Quiero decir que el psicoanalista no solo debe haber leído más o menos bien a Freud y guardado para sí esos casilleros del universo psicológico gracias a lo cual está bien claro por anticipado que «tú es tú, yo soy yo», y yo, en to­ do caso, porque soy psicoanalista, soy por su­ puesto el picaro encargado de conducirte por los recovecos de un palacio con el que desde hace mucho tiempo estoy familiarizado. El psicoanalista debe ser capaz, en su prác­ tica, de presentificarse en todo momento co­ mo el que sabe cuál es su propia dependencia

respecto de algunas cosas que en principio de­ bió palpar en su experiencia inaugural, y por ejemplo su dependencia con respecto a cierto fantasma. Se trata de algo que está, en princi­ pio, perfectamente a su alcance. Él no debe considerar que sabe, con el pretexto de que se lo va a ver en calidad de lo que he llamado el sujeto supuesto saber. No se lo consulta sobre lo que está al margen de un saber cualquiera, ya sea el del sujeto o el saber común, sino so­ bre lo que escapa al saber, precisamente, sobre lo que cada uno radicalmente no quiere saber. ¿Por qué no lo quiere saber, sino porque allí hay algo que lo cuestiona como sujeto del saber? Esto vale en el nivel del ser más simple, y, digamos, el menos informado. Conviene que el analista no crea poder in­ troducirse en semejante cuestión aceptando simplemente el papel que le ha sido conferido bajo la forma del sujeto supuesto saber. Él sa­ be bien que no sabe y que todo lo que pueda foijar como saber propio corre el riesgo de constituirse solo como una defensa contra su propia verdad. Nada de lo que él construya como psicolo­ gía del obsesivo, nada de lo que encarne en tal

tendencia llamada primitiva, impedirá que, a medida que avance la relación llamada de transferencia, se lo cuestione según el modo fundamental de la neurosis, en la medida en que implica el juego huidizo de la demanda y el deseo. Nada podría desplazarse en un caso cuando el psicoanalista no siente efectivamen­ te que es su deseo lo que interesa a la deman­ da histérica* que es su demanda lo que el de­ seo del obsesivo quiere hacer surgir cueste lo que cueste. Pero no basta con que él responda a este llamado demostrando a cada uno de sus cuestionadores que hay allí formas que ya pasaron y se reprodujeron según la ley que para cada uno regula sus relaciones con el partenaire. No basta con que él haga retroceder la cues­ tión hasta no sé qué reiteración, siempre re­ troactiva. Se trata allí sin duda de una dimen­ sión esencial para que el sujeto capte lo que ha abandonado de sí mismo en forma de un hueso irreductible. Pero, sin andamiaje, tan­ tas construcciones complicadas destinadas a dar cuenta de las resistencias, las defensas, las operaciones del sujeto, de tal y tal beneficio más o m enos deseable, solo pueden represen­

tar superestructuras, en el sentido de cons­ trucciones ficticias. Estas construcciones solo apuntan a sepa­ rar al analista de eso donde a fin de cuentas es­ tá acorralado. A saber, él termina representan­ do para el sujeto eso a lo que el progreso ana­ lítico debe finalmente hacerlo renunciar, es decir, ese objeto a la vez privilegiado y objetodesecho al que él mismo se unió. Se trata de una posición dramática, puesto que al final es preciso que el analista sepa él mismo eliminar­ se de este diálogo como algo que cae, y que cae para siempre. Así, la disciplina que se impone a sí mismo es contraria a la de la autoridad sabia. No digo la del científico. El científico de la ciencia mo­ derna tiene, en efecto, una relación singular con su superficie social y con su propia digni­ dad, muy alejada de la forma ideal que está en el fondo de lo que constituye su estatuto. To­ dos saben que lo que caracteriza a las formas más actuales de la investigación científica no es en modo alguno identificable con el tipo tradicional de la autoridad sabia, del que sabe y toca, opera y cura por la sola presencia de su autoridad.

¡Cuán irrisoria es la voracidad con la que algunos que escuchan lo que enseño desde ha­ ce tantos años ya se abalanzan sobre mis fór­ mulas para hacer con ellas ardculitos, pues no piensan más que en engalanarse con mis plu­ mas, y todo para presumir de haber hecho un artículo con fundamento! Nada es más contra­ rio a lo que se trataría de obtener de ellos, a saber, que conquisten la justa situación de de­ puración, de «despojamiento», diría yo, que es la del analista, en la medida en que se trata de un hombre entre otros, que debe saber que no es saber ni conciencia, sino que depende tanto del deseo del Otro como de su palabra. Mientras no existan analistas que me hayan escuchado lo suficientemente Dien como para llegar a ese punto, tampoco estarán las conse­ cuencias inmediatas de esto, a saber, esos pa­ sos esenciales que aún estamos esperando en el análisis y que, redoblando los pasos de Freud, lo harían avanzar de nuevo.

Indicaciones biobibliográficas La primera conferencia se pronunció en octubre de 1967 en el Centro Hospitalario del Vinatier en Lyon; la segunda, el 20 de abril de 1968 en Burdeos; la ter­ cera, el 10 de junio de 1967 en la Facultad de Medici­ na de Estrasburgo. Una trascripción de la conferencia lionesa apareció en 1981 en una publicación fotocopiada del CES de psiquiatría de la Facultad de Medicina de Lyon-I; esta se volvió a publicar con mi autorización en la revista

Essaim. Han circulado transcripciones de las otras dos conferencias. El Asilo del Vinatier, nacido de la ley del 30 de ju ­ nio de 1838, que preveía un manicomio en cada de­ partamento, durante mucho tiempo tuvo una «imagen negativa» con el nombre de «Asilo de Bron». Remode­ lado después de la Liberación, ya se había convertido en el Centro Hospitalario del Vinatier cuando Lacan lo xrisitó. El establecimiento fue posteriormente el primer centro psiquiátrico de Rhóne-Alpes.

El filósofo Henri Maldiney, nacido en 1912, du­ rante mucho tiempo profesor en la Universidad de Lyon, se vincula con la corriente fenomenológica. Se ha dedicado a la estética y ha escrito especialmente so­ bre la poesía, las bellas artes, el paisaje occidental y el paisaje chino. Existía en Estrasburgo un importante grupo lacaniano, que se había desarrollado a partir de la segun­ da mitad de los años cincuenta en tomo de Luden Is­ rael, profesor de psiquiatría y psicoanalista. Este fue el promotor de la invitación a Lacan. Lacan se trasladó a Burdeos invitado por algunos internos del Hospital Psiquiátrico (CHS) Charles-Perrens. La conferencia tuvo lugar en una sala munici­ pal situada frente al establecimiento.

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